El Zorro de Arriba y El Zorro de Abajo

ANÁLISIS LITERARIO DE LA OBRA “EL ZORRO DE ARRIBA Y EL ZORRO DE ABAJO” (José María Arguedas Altamirano 1911 -1969) I.

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ANÁLISIS LITERARIO DE LA OBRA

“EL ZORRO DE ARRIBA Y EL ZORRO DE ABAJO” (José María Arguedas Altamirano 1911 -1969) I.

INFORMACIÓN EXTERNA. I.1.

OBRA

: “EL ZORRO DE ARRIBA Y EL ZORRO DE ABAJO”

I.2.

AUTOR

: JOSÉ MARÍA ARGUEDAS.

I.3.

EDICIÓN

: 2ª EDICIÓN.

I.4.

EDITORIAL : HORIZONTE.

I.5.

INTRODUCCIÓN. El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971); es la última novela-diario truncada por su muerte. Este fue el último trabajo de Arguedas. El mito del que se sirve cuenta cómo en el cerro Latauzano se encontraron dos zorros, uno de ellos representa el mundo andino y el otro, el de la costa. "El Zorro de Arriba y el Zorro de Abajo" no es en sí misma una autobiografía estricta de Arguedas, pese a que provenga de fragmentos de su diario personal -que escribió entre mayo de 1968 y octubre de 1969.

I.6.

TITULO: I.6.1. DENOTATIVO. El proyecto de la novela empezó llamándose «Harina mundo», luego «Pez grande», y finalmente, «El zorro de arriba y el zorro de abajo», título tomado de la mitología pre-colombina; más específicamente, del tomo de leyendas y mitos recopilados a fines del siglo XVI por el fraile Francisco de Ávila, que Arguedas tradujo del quechua al español bajo el título de Hombres y dioses de Huarochirí (1966). Estos «zorros» son dioses nativos que representan el mundo de lo alto y el mundo de lo bajo, principios a la vez de la geografía humana (costa y sierra andinas)

y de la estructura mítica (complementariedad del saber común como principio del ser plural). I.6.2. CONNOTATIVO. En “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, el novelista, astutamente, supo conferirle otros dos niveles: uno proviene de la propia mitología andina; el otro es el relato del enloquecido ambiente de Chimbote durante el "boom" pesquero, un pujante puerto de Perú que atrae migrantes de la cultura andina tradicional y los enfrenta a las fuerzas del cambio de la costa. I.7.

CONTENIDO. En Los zorros se comprende inmediatamente que la distinción entre 'narrador' y 'autor' recomendada por el análisis estructural resulta poco menos que frívola. Las confesiones del narrador (que están allí, expresadas con toda la lucidez, la ternura y la desazón de la que un hombre en el límite de su existencia es capaz) son presentadas como las del autor mismo, cuya muerte termina convirtiéndose en el inapelable testimonio final.

I.8.

CORRIENTE LITERARIA. Indigenismo.

I.9.

GENERO LITERARIO. Narrativo.

I.10.

ESPECIE LITERARIA. Novela.

I.11.

BIOGRAFÍA DEL AUTOR. Nace en Andahuaylas el 18 de enero de 1911 y fallece en Lima el 2 de diciembre de 1969, José María Arguedas Altamirano, el escritor del mundo andino, antropólogo y novelista. Fue hijo de Víctor Manuel Arguedas Arellano, abogado Cusqueño y primer Notario de Andahuaylas y de doña Victoria Altamirano Navarro. Se bautiza el 25 de febrero de 1911, estando la Partida de nacimiento en el libro de bautismos de la Parroquia de San Pedro de Andahuaylas: Tomo 33, página No. 268, No. 87, siendo su padrino don Narciso Pacheco, sacerdote, Reverendo Padre Fray Miguel Uriarte. Este documento fue logrado y remitido al mismo Arguedas por el señor Carlos Vivanco Flores. Al

fallecer su madre, fue criado mayormente en el barrio bohemio de Quichkapata, Andahuaylas, por doña Luisa Sedano Montoya, encargada de su cuidado, a quien posteriormente la recuerda como su "mamita". Fue allí donde se arraigan sus patrones culturales, su afición por el charango y la quena. También donde aprendió a caminar y hablar sus primeras palabras en quechua, único idioma que - según afirma- habló hasta los 8 años. Posteriormente, radica en Lucanas, (Viseca), se traslada y estudia en Abancay en el colegio dirigido por religiosos (posteriormente el Colegio Miguel Grau), donde establece amistad con don Hildebrando Ibañez y en forma especial con don José Romero a quien recuerda en su obra "Los Ríos Profundos". Se traslada a Ica, Huancayo, y Lima donde ingresa a la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Arguedas, nacido en el corazón de la zona andina más pobre y olvidada del país, estuvo en contacto desde la cuna con los ambientes y personajes que incorporaría a su obra. La muerte de su madre y las frecuentes ausencias de su padre abogado, le obligaron a buscar refugio entre los siervos campesinos de la zona, cuya lengua, creencias y valores adquirió como suyos. Como estudiante universitario en San Marcos, empezó su difícil tarea de adaptarse a la vida en Lima sin renunciar a su tradición indígena, viviendo en carne propia la experiencia de todo trasplantado andino que debe aculturarse y asimilarse a otro ritmo de vida. Al fallecer su padre empieza a trabajar en la Central de Correos de Lima. Escribe "Warma Kuyay". En 1935 aparece su primer libro "Agua", después establece contacto con escritores de su generación. Representa al país en eventos del extranjero. Destaca en el marco del quehacer cultural y la revaloración del hombre y el mundo andino. I.12.

TRASCENDENCIA DEL AUTOR. Escritor y antropólogo peruano. Su labor como novelista, como traductor y difusor de la literatura quechua, y como antropólogo y etnólogo, hacen de él una de las figuras claves entre quienes han tratado, en el siglo XX, de incorporar la cultura indígena a la gran corriente de la literatura peruana escrita en español desde sus centros urbanos. En ese proceso sigue y supera a su compatriota Ciro Alegría. La cuestión fundamental que plantean estas obras,

pero en especial la de Arguedas, es la de un país dividido en dos culturas —la andina de origen quechua, la urbana de raíces europeas— que deben integrarse en una relación armónica de carácter mestizo. Los grandes dilemas, angustias y esperanzas que ese proyecto plantea son el núcleo de su visión. I.13.

PRODUCCIÓN LITERARIA En los tres cuentos de la primera edición de Agua (1935), en su primera novela Yawar fiesta (1941) y en la recopilación de Diamantes y pedernales (1954), se aprecia el esfuerzo del autor por ofrecer una versión lo más auténtica posible de la vida andina desde un ángulo interiorizado y sin los convencionalismos de la anterior literatura indigenista de denuncia. En esas obras Arguedas reivindica la validez del modo de ser del indio, sin caer en un racismo al revés. Relacionar ese esfuerzo con los planteamientos marxistas de José Carlos Mariátegui y con la novelística políticamente comprometida de Ciro Alegría ofrece interesantes paralelos y divergencias. La obra madura de Arguedas comprende al menos tres novelas: Los ríos profundos (1956), Todas las sangres (1964) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971); la última es la novela-diario truncada por su muerte. De todas ellas, la obra que expresa con mayor lirismo y hondura el mundo mítico de los indígenas, su cósmica unidad con la naturaleza y la persistencia de sus tradiciones mágicas, es Los ríos profundos. Su mérito es presentar todos los matices de un Perú andino en intenso proceso de mestizaje. En Todas las sangres, ese gran mural que presenta las principales fuerzas que luchan entre sí, pugnando por sobrevivir o imponerse, recoge el relato de la destrucción de un universo, y los primeros balbuceos de la construcción de otro nuevo. Otros relatos como El sexto (1961), La agonía de Rasu Ñiti (1962) y Amor mundo (1967) complementan esa visión. El proceso de adaptación a la vida en Lima nunca fue del todo completado por Arguedas, cuyos traumas acarreados desde la infancia lo debilitaron psíquicamente para culminar la lucha que se había propuesto, no sólo en el plano cultural sino también en el político. Esto y la aguda crisis nacional que el país empezó a sufrir a partir de 1968, lo empujaron al suicidio, que no hizo sino convertirlo en una figura mítica para muchos intelectuales y movimientos empeñados en la misma tarea política.

II.

INFORMACIÓN INTERNA II.1.

ARGUMENTO. El zorro de arriba y el zorro de abajo empieza, con la historia del suicidio inminente del autor. Desde esta perspectiva, la novela proyecta su sombra melancólica, y se convierte en una ceremonia ritual. Desde la muerte, la vida (la del autor y la de sus personajes) se torna, sin embargo, más intensa, urgida y definitiva. El relato, así, adquiere la vehemencia de la confesión, la prisa de las síntesis, el arrebato de los gestos de ruptura, la poesía y la irrisión del lenguaje descarnado. La novela, ahora, se ha convertido en un documento desolado y magnífico: el nacimiento de la novela coincide con la promesa del suicidio del autor. La primera página anuncia la última: el Autor (ahora el Narrador) hará de su muerte un acto literal (una escenificación para la cual no hay protocolos) pero también un acto narrativo, donde el lenguaje deja de ser ficticio y es más que documental. Convertido en la última materia primigenia, el lenguaje es capaz de rehacer los términos dados del mundo en el proyecto de su revelamiento, de su desentrañamiento. Arguedas llamó a sus capítulos «hervores», porque son la gestación de un proceso ferviente. Por eso, dice Arguedas que «Vallejo es el principio y el fin». Como César Vallejo, el poeta de lenguaje más radical, Arguedas se propone hacer de su texto un objeto dirimente y apelativo, capaz no sólo de dar cuenta de la crisis de un mundo (la guerra civil española en el caso de Vallejo, el apocalipsis modernizador en el caso de Arguedas) sino de revertir los términos de la crisis en la alegoría realizadora del diálogo. En Vallejo, se trata del utopismo redentor («solo la muerte morirá», anuncia y, en efecto, la muerte muere en el poema); en Arguedas, del utopismo cultural (la suma de lo vivo en el mito de la heterogénea plenitud comunitaria). Por lo pronto, la novela se compondrá de cuatro «diarios», el último de los cuales es titulado como « ¿Último diario?». Esta es una pregunta por el mismo libro y por la propia vida, como si el narrador no quisiera del todo dejarlos en manos del autor. La pregunta revela, además, el temblor del autor ante su obra,

a punto de abandonarse, abandonándolo. Luego, los documentos de la muerte, demuestran el cuidado con el que el autor saldrá de su propio relato para reconstruirlo desde la parte narrativa de su muerte. Porque el suicidio no será solamente el fin de su vida sino el recomienzo de su novela, esa textualidad póstuma de su muerte, que el autor anota como una biografía sumaria, desgarrada del relato mayor de su fe en su trabajo, en su obra, en su cultura. Al final, como al principio, sabemos que su vida se cierra, pero el texto inacabado supone la incompletud de la muerte, que requiere de la vida para tener sentido. Esa vida animada y ardiente del relato recobra al suicida, y lo alberga en la promesa mayor de la fábula: darle de hablar a la muerte. El relato amplía los poderes de esta vida disputada a las fuerzas contrarias. Y, más allá de las evidencias del malestar, la fuerza dialógica del proyecto del Libro como mito regenerador, comunica al registro del desamparo la lucidez y la emoción de una certidumbre trascendente, cedida al futuro. El carácter incierto del suicidio (¿dispararse?, ¿ahorcarse?) se prolonga en la escritura oscilante del Diario: «Ayer escribí cuatro páginas. Lo hago por terapéutica, pero sin dejar de pensar en que podrán ser leídas». Esto es, la confesión se mueve entre el balance personal y la búsqueda de un lector posible. Y, en efecto, el Diario será pronto para Arguedas un diálogo múltiple, donde prosigue otras conversaciones, cita a diversos interlocutores, y entabla un debate con sus colegas novelistas. El principal interlocutor es Juan Rulfo, con quien Arguedas establece un vínculo inmediato de paridad. Aunque estas opiniones de Arguedas sobre sus colegas provocaron reacciones más bien polémicas, vistas en el proceso del libro adquieren otro sentido. En primer lugar, ya este inicial Diario, tras su tema urgente del suicidio, levanta un paradigma interior: el de la comunicación transparente, aquella capaz de cuajar el potencial humano y la belleza del mundo. El Diario deja curso a la opinión, que inevitablemente simplifica lo que evalúa, pero más interesante que la justicia o la injusticia de los juicios es lo que hoy nos parece más claro: primero, que Arguedas escribe desde un estado de susceptibilidad confesional, en un balance de simpatías y diferencias que pasa por su mayor o menor grado de identificación con otros novelistas o artistas

que ha conocido; segundo, que bajo ese ajuste de cuentas late la noción de un principio artístico contrario a la socialización del artista, a su obediencia de las reglas del mercado, a su sometimiento a una modernidad disciplinaria y de control. La novela misma empieza como una inversión o revulsión del proceso modernizador. La violencia latente y descarnada del lenguaje de los pescadores es una visión casi orgánica, visceral y atroz, de este «mercado» del más fuerte y más poderoso visto en su subjetividad, allí donde una lengua maldiciente desgarra y degrada. Esta metáfora de un lenguaje profundamente dividido recorre la novela en el habla del tartamudo, del pescador envilecido, del burdel degradante. Pero también aparece en el habla de Maxwell, el joven norteamericano que ha cruzado a la otra orilla y ha asumido la cultura andina, como un mestizo cultural, que oscila entre los extremos del puerto pero que anuncia ya un posible sujeto mediador. Y, así mismo, está presente en las hablas divisorias de los migrantes, formidables personajes emblemáticos de su distinto grado de negociación cultural. Esa identidad del sujeto en su lenguaje, sin embargo, no es sólo social; es también una alegoría babélica de un país que trabaja su horizonte dialógico. Así, el lenguaje es oral, y la oralidad una forma del mundo reciente. La prostitución es otro «mercado» desnaturalizado, y uno de los ejes de vaciamiento del sentido. La novela encuentra su mejor mecanismo en las voces mismas de los sujetos, en el diálogo en que reconstruyen sus historias, a las que controlan sólo a medias, porque las palabras no configuran una objetividad común, sino una subjetividad que se reconoce como mutua en sus heridas, horrores y agonía. Así, el lenguaje no es una conciencia analítica sino una zozobra confesional, una gestualidad dramática, de emotividad cruda e incierta. «Lloraba y hablaba; lloraba y hablaba», se dice de una prostituta. Y otra, Paula Melchora, convierte su agonía en una oración: «Gaviotas; gentil gaviota...de mi ojo, de mi pecho, de mi corazoncito vuela volando. Bendice a putamadre prostíbulo. M’está doliendo me "zorrita". Lu’han trajinado, gentil gaviota, en maldiciado "corral", negro borracho, chino borracho. ¡Ay vida! Asno Tinoco mi’ha empreñado, despuecito». La miseria de su condición aparece brutalmente

enunciada en un habla indígena que impregna al castellano con su emotividad. Ese estado a medias configurado de su nuevo lenguaje subraya su propia situación de migrante atrapada por la violencia del puerto, que no puede racionalizar, por el mercado de su abyección. Y, con todo, el lirismo del habla revela las mediaciones, del todo decisivas: la del quechua original (que impone, por ejemplo, «vuela volando») y la de la oración católica (que aquí apela al diálogo con un mundo más natural). En esta novela uno de los substratos más persuasivos será el lenguaje epifánico, esa forma revelada de diálogo pleno, cuya celebración del mundo, postulación dialógica, sentido redentor del sacrificio, comunidad oficiante y comunión ritual, me parece que dan forma interior a las muchas hablas de esta historia de vidas errantes en busca de una morada en el habla, de un lenguaje de afincamiento. Me ha parecido advertir que ese lenguaje epifánico es lo que en esta novela prevalece del encuentro del quechua y el discurso litúrgico. En este mercado de la muerte, el espacio desasido se ha transformado en una necrópolis. El capítulo I corresponde al habla de Chaucato, el pescador que preside el centro desnaturalizado, el espacio del burdel y de la bahía degradada, esa doble «zorra» (órgano sexual femenino) violentado por este des-fundador; el capítulo II, en cambio, se sitúa en el mercado (llamado Modelo), y su héroe es el «loco» Moncada (loco iluminado, suerte de profeta mendicante). Si la palabra de Chaucato es denigratoria, la de Moncada es una plegaria rota. El lenguaje como don se enerva en boca de héroe de la predicación en el desierto. Moncada anuncia una verdad perdida: la ausencia de Dios en el lenguaje. Más perentoriamente, testimonia la pérdida de lo sagrado en la violencia deshumanizada del mercado. «Yo soy torero de Dios, soy mendigo de su cariño, no del cariño falso de las autoridades, de la humanidad...» Se define desde una orfandad irrisoria, porque mendiga el lenguaje religador, perdido en un mundo desligado. Por eso, la cruz que carga no es la del sacrificio sino la del cementerio: Moncada es un predicador sin público, cuyo lenguaje dislocado recorre el puerto a nombre de un Dios ausente. «Yo soy lunar de Dios en la tierra, ante la humanidad», dice. Pero su tarea mendicante es también una cruzada: «Y no es la moneda lo que me hace disvariar sino mi estrella»,

advierte. En los márgenes del mercado Modelo, celebra una misa grotesca y desafiante. Su discurso no tiene consecuencias, carece de interlocutores, pero se levanta como una imprecación contra las autoridades de los discursos socializados y dominantes. En esta sintaxis narrativa de espacios emblemáticos, la novela pasa del burdel al mercado y, en seguida, en los pasos de Moncada, al cementerio. La escena dantesca de los pobres de una barriada trasladando las cruces de las tumbas de sus muertos, dramatiza la reorganización del espacio de la ciudad desde la perspectiva de la muerte. Esta escena fantasmática es conjurada por el rezo de tres mujeres: «Dios, agua, milagro, santa estrella matutina…» La oración suma motivos de la novela (la yerba que resiste en el abismo, el río Santa que retorna caudaloso), pero también funde algunos de sus lenguajes: el animismo quechua, la oración católica, el castellano reciente. Marcas lingüísticas de la migración, del exilio del habla sin lugar propio, y del desplazamiento del sujeto que disputa las interpretaciones para articular su propia objetividad. Quien intenta representar las nuevas mediaciones es otro ejecutor del habla de la adaptación: el porquerizo Gregorio Bazalar, cuyo español imbuido de quechua aparece como un discurso político emergente, situado en la necesidad de controlar el espacio adverso. El «Segundo Diario» recuenta la dificultad de proseguir la novela que apenas empieza. No sin autoironía, y entre varios interlocutores, donde estamos incluidos los mismos lectores, Arguedas mide sus fuerzas de escritor ante la desmesura de su tema. Pero aquí, por un momento, no se trata del suicidio; la novela, a pesar de sus dificultades, se ha impuesto al autor. Nos dice que desde que empezó el primer «Diario» en Santiago ha estado «dos veces más en Chile y cinco veces en Chimbote». Fecha este Diario en el Museo de Puruchuco, en las afueras de Lima, donde un amigo le ha prestado una oficina para escribir. En su propia casa, en Chaclacayo, también en las afueras de Lima, el tren implacable lo despierta todos los días a las 4.30 a.m. Refugiado, duda: «¿y si no puedo?» Pero la última frase del Diario anuncia que al mes siguiente ya está otra vez en Santiago, en casa de «la mamá Ángelita», y que empieza a escribir el capítulo III. Otra vez, esta vulnerabilidad del escritor se traduce en la

zozobra de la escritura; pero esta vez nos parece entender que los muchos viajes entre espacios protectores no sólo declaran una fuga del malestar (y su desenlace, el suicidio) sino la necesidad de un refugio donde retomar la escritura y prolongar la vida. Por lo demás, su relación con la conflictividad del tema se le torna, sino más clara, más íntima. Los personajes se interrogan, las respuestas son laterales o parciales, como en los diálogos de Chaucato (capítulo I) o en los de don Diego, el «zorro» convertido en evaluador de la industria, y don Ángel, el astuto gerente pesquero de Braschi (capítulo III). En buena cuenta, no sabremos necesariamente más del fenómeno pesquero o de la situación social o política de Chimbote a través de estos diálogos; conoceremos, en cambio, distintas e intrincadas interpretaciones de ese fenómeno y esa situación; versiones que refractan el mundo en el habla, como su inversión subjetiva, ambigua y sospechosa. Los capítulos III y IV, justamente, son los más dialogados, y donde el carácter conflictivo de la información será procesado entre hablantes hechos más que por la información misma por la escena comunicativa donde actúan sus propias vidas, como si ejercieran papeles no en la objetividad económica y social de una ciudad sino en el proceso comunicativo de un mundo sin reglas de habla, sin protocolos de comunicación, sin identidades fieles o veraces en el lenguaje mismo. Este es un proceso comunicativo que ocurre poniendo a prueba sus funciones, desprovisto de la seguridad de sus poderes inmediatos, y que está profundamente subvertido por esta nueva humanidad del habla. Por ello, suele darse en un habla desgarrada, quebrada por dentro, exacerbada; una suerte de materia emotiva que disuelve sus referentes para expresarlos casi material y descarnadamente. Sólo en la «Segunda parte» de la novela las funciones comunicativas parecen haberse definido, identificando a los hablantes como híbridos del lenguaje migratorio que se está levantando como otra ciudad (¿humanizada?) dentro de Chimbote. El capítulo III, además, avanza la crítica del «mercado» como espacio desnaturalizador. El «zorro» don Diego le explica a don Ángel, el gerente, que las comunicaciones tecnológicas, incluidas las computadoras, permiten un espacio que concilia «los disímiles». Así en la bahía de Chimbote convergen,

dice, el Hudson con el Marañón, el Támesis con el Apurímac, y hasta París y el Sena. Este espacio paródico es, en verdad, un mercado actualizado (un anticipo de la ideología del mercado globalizado que proclamará hasta sus últimas consecuencias el neo-liberalismo en los años 90), donde los agentes del poder modernizante

perpetúan

su

explotación.

Irónicamente,

ese

mercado

comunicativo promueve la imitación y la distorsión. Se anuncia como un subsistema colonial, incapaz de verdadero diálogo. Contrastivamente, los mercados de las afueras tienen «más moscas que comida», más muerte que vida. Están rodeados de alcatraces hambrientos, verdaderos emblemas fúnebres. Pero hasta don Ángel, brazo derecho de Braschi, el gran empresario de la pesca, reconoce que «en Chimbote está la bahía más grande que la propia conciencia de Dios, porque es el reflejo del rostro de nuestro señor Jesucristo». Se refiere a la abundancia natural como un atributo divino, y tal vez al capitalismo salvaje que destruye esa misma abundancia con su expoliación. De los nuevos barrios de los migrantes, trazados con orden y comunalmente, dice que «ni la conciencia de Dios [los] habría imaginado». Estas referencias de implicación religiosa se prolongan, en seguida, cuando don Ángel refiere el conflicto de dos estatuas de San Pedro, el patrón de los pescadores; una, modesta pero genuina, que los pescadores asumen como suya; la otra, más vistosa, comprada por la empresa, pero que al haber sido visitada por las prostitutas que la empresa acarrea es percibida como «desbautizada». El conflicto se insinúa: los pescadores demandan que su santo sea vuelto a bendecir por el Obispo. Enmarañado y oscilante, este capítulo desarrolla la idea política central de la novela: la industria de la harina, en manos de Braschi, está montada como un entramado conspirativo. Sin embargo, este capitalismo salvaje es también una fuerza que ha generado sus propias contradicciones, algunas de las cuales ya no puede controlar, ya sea porque el movimiento social desencadenado es una expresión de las sumas desiguales del Perú, o porque las polarizaciones que se suceden reestructuran la significación con nuevos antagonismos y resoluciones. La novela, en fin, no se limita al reduccionismo socio-económico, no busca reiterar las evidencias; explora, más bien, esos

márgenes de desencadenamiento, la textura de un lenguaje que busca reorganizar el sentido entre grandes negaciones y muy pocas promesas. En esa dimensión es donde empieza a configurarse la polaridad central, entre el espacio infernal del mercado y el espacio de origen litúrgico. El capítulo IV desarrolla una versión agónica de esa configuración. El ex-minero Esteban de la Cruz, enfermo de muerte, y su compadre, el «loco» Moncada, que predica cargando su gran cruz, representan la parte más humilde y descarnada de la humanidad doliente. El narrador se demora en revelarnos esa palpitación desnuda del paria, huérfano y caído. En su poema «Un hombre pasa con un pan al hombro» César Vallejo había pasado revista a los parias de la urbe en crisis, al mendigo que «recoge huesos, cáscaras», al condenado que «tose, escupe sangre». Sólo que don Esteban y Moncada parecen configurar no sólo la condición del paria sino también, lo que es más intrigante, la penuria de una comunidad cristiana primitiva. Los anima la solidaria marginación de los herederos de un discurso cristiano roto; pero, así mismo, un propósito superior a sus pocas fuerzas. Todos son migrantes recientes, pero unos vienen de la sierra del norte, otros de la sierra de Huaraz, y hasta hay quienes vienen de Puno, del extremo sur andino. Unos revelan más que otros su pertenencia a la mentalidad mítica, como el patrón de pesca que habla del último Inca en Cajamarca como si fuera su contemporáneo. Otros, como Esteban de la Cruz, han pasado por el infierno de la minería, y arriban al infierno del puerto confirmando que estamos en un mundo al revés, y que la muerte habita en la vida. Pero, al mismo tiempo, esa conciencia de desdicha agudiza su lenguaje, forjado entre el quechua y el español, entre la Biblia y el mercado, entre la vida y la muerte, como un testimonio agonista. Es formidable, por ejemplo, esta frase castellana de estructura quechua: «Hemos llegado caserío calamina Cocalón mina». O sea: Así llegamos al caserío de calamina, donde está la mina de Cocalón. Pero la frase aglutinante quechua posee una resonancia épica, corresponde a las sagas del descenso al Hades. También es notable la riqueza anímica de esta descripción epifánica:

Pero si la vida está tan extrañada como la muerte, si una y otra están desplazadas por un espacio infernal, quiere decir que las correspondencias entre el mercado y el cementerio convierten a la ciudad en una necrópolis. Este espacio infernal que multiplica la muerte desligada supone al extranjero, esto es, al desierto, al nomadismo sin tregua. Lo extraño, lo «extranjero», es en este sistema aquello que no está articulado, y que disuelve el sentido de lo local con su jerarquización implacable. «Verdad verdadera, de justicia su fundamento Dios», sentencia don Esteban. Une en un enunciado a la verdad, a la justicia y a Dios; o sea, al sentido articulatorio de un lenguaje tan natural como moral. No en vano, ha aprendido del profeta Isaías la «tiniebla-lumbre», y ejerce el habla que se levanta «contra la muerte», a la que ha jurado vencer. En la segunda parte la novela ingresa a una nueva dimensión del diálogo, esta vez más resolutivo. Por fin accedemos a un plano más articulado del lenguaje, donde la actividad comunicativa busca hacer un recuento de experiencias, establecer un balance de saberes, y postular un porvenir de responsabilidades. Otra vez, los hablantes migratorios se definen por su modulación oral del español adquirido, esta vez con una elaboración narrativa mayor, que permite el testimonio o el retrato. En verdad, posibilitan el curso de la saga migrante de los dirigentes, ya que ahora se trata de los líderes comunitarios, aquellos que responden por su experiencia y su medio. Don Cecilio es uno de los narradores decisivos aquí porque su relato modula la estrategia cultural del migrante, entre alianzas y negociaciones, que amplían justamente su representatividad comunal, su madurez civil. Los otros hablantes son el cura Cardozo y Maxwell, el joven nortamericano que se ha mestizado en el mundo indígena. El diálogo se va convirtiendo en un análisis de la calidad de compromiso de estos hablantes en sus nuevos márgenes que han empezado a convertir en umbrales. Para algunos se trata incluso de definir sus opciones. A su modo, este cura católico avanza en su propio lenguaje, desde sus fuentes de fe, hacia la lengua híbrida del diálogo, donde los personajes son, finalmente, héroes del lenguaje del reconocimiento mutuo. En el pasaje del tercer diario donde relata su estadía en Valparaíso, Arguedas le dedica unos párrafos al perro de su amigo Nelson Osorio llamado "Gog" ("Un

perro muy intuitivo, muy entendido en los males que aquejan a los hombres", y se permite esta soberbia ironía: La continuidad vital de los personajes de esta novela (muchos de los cuales son llamados en los diarios "mis amigos") tenía que ser garantizada de algún modo, aun a despecho de la muerte física de su enunciador. En el "Último diario", cuando la decisión del suicidio está tomada, el narrador-personaje lamenta que su muerte no le permita seguir registrando los sucesos que conforman su materia narrativa, y en una soberbia aporía declara que muchos hervores quedarán "enterrados" (es decir, no narrados) para, acto seguido, relatarlos sumariamente: Los Zorros no podrán narrar la lucha entre los líderes izquierdistas, y de los otros, en el sindicato de pescadores . . . No aparecerá Moncada pronunciando su discurso funerario, de noche, inmediatamente después de la muerte de don Esteban de la Cruz . . . No podré relatar, minuciosamente la suerte final de Tinoco que, embrujado, con el pene tieso, intenta escalar el médano "Cruz de Hueso", creyendo que así ha de sanar, . . . Y Asto, a pesar de no haber podido aprender a bailar cumbia, queda encendido, fortalecido, contento y pendiente, al parecer de por vida y cual de una percha, de la blancura y de la cariñosidad de la "Argentina" . . . Ni el suicidio de Orfa que se lanza desde la cumbre de "El Dorado" al mar, desengañado por todo y más . . . Ni la muerte de Maxwell, degollación, cuya vida no tolera el "Mudo" . . . ni la luz tinieblosa de Cardozo y de Ojos Verde-claros. Al cerrar el libro, Arguedas se sitúa frente al suicidio inminente como parte de un diálogo de sacrificio y renacimiento. Se pierde con él un tiempo del Perú agonista, pero se gana otro, un tiempo del diálogo restituido. Al final, Chimbote se ha convertido en una disputa por el sentido (humano, espiritual) del país, del cuerpo simbólico de una nación posible. Por un lado se levantan los mercados de la muerte, por otro los discursos de linaje litúrgico y mágico, que confrontan a la modernización desnaturalizadora con su fuerza regenerativa y su utopía comunitaria.

II.2.

TEMA. El antropólogo, que había trabajado sobre áreas sensibles de la memoria étnica andina, y cuya teoría cultural suponía una nacionalidad heterogénea, donde la sociedad criolla dominante fuese capaz de reconocer los derechos del mundo indígena no sólo como una cultura legítima sino como parte intrínseca de la diferencia nacional. No es, por ello, sino sintomático, y hasta lógico, que este escritor bilingüe, cuya lengua nativa había sido el quechua aborigen, encontrara en el fenómeno humano y social de Chimbote no solamente el conflicto de la migración andina y la modernización compulsiva sino también la puesta a prueba de la existencia de ese mundo andino. Con un proyecto de investigación apoyado por la Universidad Agraria de La Molina, en cuya área de Ciencias Sociales era profesor, Arguedas visitó varias veces Chimbote para entrevistar a los migrantes recientes. Sin embargo, su proyecto académico pronto se transformó en el plan de una novela. Inicialmente, había planeado escribir sobre el puerto de Supe, más próximo a Lima, que conocía muy bien por haber pasado allí los veranos, el cual también había sufrido la violenta transformación de la industria pesquera; pero comprendió que el fenómeno migrante era mayor y más complejo en Chimbote.

II.3.

SUB TEMA -

Ajuste de cuentas más general con los narradores del "boom". El núcleo central de su argumentación es el rechazo de la profesionalización del escritor, que le parece una forma de enajenación, y la reivindicación del provincionalismo como condición común.

-

El dialogismo, que convoca a las partes en disputa a un debate exacerbado y emotivo en torno al sentido de la modernidad peruana. Uno de los zorros incluso interviene como personaje irónico (don Diego) en el capítulo III.

III.

Migraciones y fundaciones de la modernidad andina.

EL MUNDO REPRESENTADO. III.1. PERSONAJES: III.1.1.PERSONAJES PRINCIPALES.

-

El "muchacho" no es otro que el mismo Arguedas en su traumático arribo a Lima.

III.1.2.PERSONAJES SECUNDARIOS. -

Los Zorros: Diego (a quien reconocemos como el zorro de arriba) guiado por el gerente don Ángel Rincón (a quien reconocemos como el zorro de abajo).

-

Fidela es la mestiza embarazada que venía de Ukuhuay

-

Los líderes izquierdistas

-

El sindicato de pescadores

-

Moncada

-

Don Esteban de la Cruz

-

Tinoco que, embrujado, con el pene tieso, intenta escalar el médano "Cruz de Hueso", creyendo que así ha de sanar, . . .

-

La "Argentina"

-

Orfa que se lanza desde la cumbre de "El Dorado" al mar,

-

Maxwell,

-

el "Mudo"

-

Cura Cardozo

-

don Policarpo, un pescador

-

El pescador Chaucato,

-

El zambo Mendieta,

-

El tartamudo Zavala,

-

El serrano Asto

-

El ciego Antolín Crispín

III.1.3.PERSONAJES REFERENCIALES. -

Melville,

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Carpentier,

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Brecht,

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Onetti,

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Rulfo

III.2. LUGAR Y ESPACIO: III.2.1.MACROCOSMO.

La ciudad de Chimbote (Trujillo). III.2.2.MICROCOSMO. -

La fábrica de harina de pescado "Nautilus Fishing"

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Chaclacayo.

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Afueras de Lima

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Cajabamba

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Pataz

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Buldibuyo

III.3. ACONTECIMIENTOS. III.4. TIEMPO: III.4.1.TIEMPO CRONOLÓGICO. Corresponde a la magma social de chimbote de los años sesenta supone un acto constante de confrontación y lucha. III.4.2.TIEMPO HISTÓRICO. "Los zorros..." se construye alternando el relato situado en el puerto del Chimbote y "los diarios" -palabras autobiográficas escritas entre el 10 de mayo de 1968 y el 22 de octubre de 1969 III.4.3.TIEMPO PSICOLÓGICO. Tiempo constituido por: En su novela "El zorro de arriba y el zorro de abajo" señala como origen de sus males, "en mayo de 1944 hizo crisis una dolencia psíquica contraída en la infancia" En 1966, cuando trabajaba en el Museo Nacional de Historia, intentó suicidarse a causa de disturbios psíquicos, pero lo socorrieron a tiempo y se recuperó en el hospital a que lo trasladaron. Finalmente, en la tarde del día 28 de noviembre, tras dejar dos cartas que serían incorporadas a su última novela inconclusa, El zorro de arriba y el zorro de abajo, cerrado en su despacho en la Universidad Agraria de La Molina, se pegó dos tiros en la cabeza y murió a 2 de diciembre, poniendo un fin a una serie de crisis depresivas que lo acometían

frecuentemente,

profesores y amigos.

dejando

acongojados

a

estudiantes,

III.5. LENGUAJE. Lenguaje depresivo del autor-narrador. Personajes quechuahablantes de Chimbote, lenguaje babélico. III.6. FOCALIZACIÓN. Las raíces profundas de su obra, dominada por el sentimiento de lo real maravilloso, se encuentran en su infancia, que transcurrió en las serranías andinas, entre esas poblaciones indígenas a las que más tarde Arguedads, como novelista, daría voz narrativa, y, como antropólogo, estudiaría con pasión analítica. En esa infancia, de una dicha tan intensa como el sufrimiento, reside el tono de bondad primigenio, de fraternidad con la naturaleza, que da un sello original y propio a su novela posterior. Ha dicho A.: «Yo tuve la fortuna de pasar mi niñez en aldeas y pueblos con una muy densa población quechua. Fui quechua casi puro hasta la adolescencia. No me podré despojar quizás nunca y esto es una limitación de la pervivencia de mi concepción primera del universo. Para el hombre quechua monolingüe, el mundo está vivo; no hay mucha diferencia, en cuanto se es ser vivo, entre una montaña, un insecto, una piedra inmensa y el ser humano. No hay, por tanto, muchos límites entre lo maravilloso y lo real». En El zorro de arriba y el zorro de abajo, la obsesión por el suicidio; que atraviesa de principio a fin; amenaza no sólo la vida del narrador-autor, sino también la vida de la materia narrada. IV.

ESTRUCTURA NARRATIVA. IV.1. PRESENTACIÓN. Arguedas escribió, intentó seguir escribiendo, y finalmente abandonó la escritura de esta novela para suicidarse el 28 de noviembre de 1969, disparándose dos tiros. Murió el 2 de diciembre, sin haber recuperado la conciencia. Ya la primera página de la novela, en el primero de los «Diarios» intercalados en el relato, anunciaba el propósito de matarse. Pero también que la escritura de la novela le permitía diferir esa decisión, quizá incluso recuperar la voluntad de vida, y, en todo caso, avanzar en el proyecto de un relato que había concebido

en todas sus partes, estructura y fábula, pero que el malestar recurrente, y la aparente imposibilidad de obtener un tiempo libre suficiente, le impedían culminar. IV.2. NUDO. Sus viajes repentinos entre Lima, Santiago de Chile y Chimbote, alojado en sucesivas casas de amigos, subrayan la transición entre el malestar y la escritura, entre los «Diarios» y la novela. En Santiago es paciente de la psiquiatra Lola Hoffman, con quien lee los capítulos de la novela, y quien le recomienda, como terapia, avanzar en la escritura. Pero Arguedas ha pasado por un divorcio laborioso, está adaptándose a un nuevo matrimonio, y vive en un estado de inestabilidad que su correspondencia traduce. De modo que cuando comprende que no podrá concluir ya la novela, decide preparar su publicación en el estado en que se encuentra. Escribe las cartas finales, las del suicida, que son un testamento público; prepara el manuscrito, y entiende que si la novela queda inconclusa tiene, no obstante, valor narrativo propio además de un valor documental. En un mecanismo de transferencia simbólica, que le es connatural, la misma incompletud del libro y su carácter póstumo, se le aparecen como una alegoría de su propia situación, animada por la promesa de su tema y minada por el malestar que lo vence. IV.3. CLÍMAX. Arguedas había intentado ya matarse en abril de 1966 ingiriendo una sobredosis de barbitúricos, cuando su antiguo malestar psíquico hizo crisis; los médicos le salvaron la vida, y por un tiempo pareció recuperar su energía zozobrante y hasta la voluntad de seguir viviendo. En esos años de crisis, divorcio y nuevo matrimonio, la Dra. Hoffman parece haber recomendado a Arguedas, al menos según las cartas de éste, asumir sus nuevas decisiones para superar su estado crítico. No sería justo evaluar el tratamiento que esta reputada psiquiatra a quien su ilustre paciente llamaba «madre», ya que de su relación sólo tenemos la correspondencia que le dirige Arguedas, donde se advierte tanto su aguda dependencia como su temor a obedecerla. De cualquier modo, ella le recomienda escribir su novela sobre Chimbote como un ejercicio terapéutico. Arguedas escribe, nos dice, para recuperar «la sanidad». Escribir

no solamente será construir una representación válida de Chimbote y su heterogeneidad peruana; sino, lo que es más arriesgado, reconstruir un espacio narrativo donde la ficción, que en el caso de Arguedas es la forma resolutiva de lo real, transfiera el malestar del autor a la convicción del narrador; operando, de ese modo, una articulación tan simbólica como vital entre la voluntad de muerte del autor y la necesidad de vida del narrador. Vida y muerte se traman, en varios planos, como la vertebración misma de la novela. Así, la representación de Chimbote se torna interior, inquietada por la vehemencia expresiva que anima al autor y por la perturbación que lo agobia. Pero se hace también alegórica, porque la capacidad poética del narrador recobra e incluye al autor en el proceso del relato. Se trata, claro, de una dolorosa alegoría, donde vida y muerte se ceden la suerte del autor. Pero esto, al final, una alegoría de la nacionalidad reformulada al centro de la modernización, donde vida y muerte ya no se oponen, se ceden la palabra, y traman un mundo incógnito, antiguo y futuro, apocalíptico y renaciente. La promesa mítica (religar los contrarios y fundir al sujeto en el objeto, al lenguaje en el mundo) se cumple dramáticamente en el proyecto final de Arguedas: si el malestar humano del puerto es simétrico a su propio malestar psíquico, esta fuerza del sufrimiento supone así mismo el conocimiento capaz de encontrar un sentido creativo aún en la violencia y la autodestrucción. IV.4. DESENLACE. Un mito del origen andino (la vida viene de la muerte) se transforma en un relato del futuro peruano (la utopía de una comunicación plena). En esta postulación trascendental del diálogo restitutorio, Arguedas nos pide que despidamos en él «un tiempo del Perú». Esto es, un período del sujeto victimizado por la discordia intrínseca al desorden cultural y social que ha vivido; pero también es evidente que se rehusa al escepticismo y al nihilismo, y que asume su vida y su obra como parte de un proceso de articulación cultural, donde la celebración del diálogo es definitoria. En este sentido, toda la novela es un extraordinario esfuerzo por darle sentido a una vida muriente y a una muerte vivificante.

IV.5. MENSAJE. Es un hecho público y ejemplar, en un mito social en el que pueden reconocerse aquellos que están destinados a construir la nación quechua que integre y asimile los beneficios de la modernidad sin perder su identidad, vale decir, sin aculturarse. Es una lucha por el lenguaje como manifestación esencial de la vida. En este sentido, las reflexiones lingüísticas que salpican la novela apuntan al intento de resolver las seculares antinomias y oposiciones que han fijado una barrera entre la república de runas (Arguedas recuerda que entre ellos jamás se llaman "indios")

y

el

"Perú

criollo".

Las

oposiciones

castellano/quechua,

escritura/oralidad, palabra/canto, pensamiento racional /pensamiento mítico no se presentan aisladas en la novela, sino en forma interdependiente. A lo largo de su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo José María Arguedas insiste en presentar su relato como una lucha frontal contra la muerte. Esta insistencia, corroborada por el carácter tremendamente "lisiado y desigual" que se patentiza desde las primeras páginas, está presente en cada una de las instancias discursivas que se entretejen en la novela: los diarios personales (más las cartas y el epílogo), la materia narrada que tiene como escenario el puerto pesquero de Chimbote, y los diálogos de zorros. Por supuesto que es en los diarios donde se hace más explícita esta lucha: la modalidad confesional del género introduce a los lectores en la compleja trama del proceso creativo y los convierte en involuntarios voyeurs de las tribulaciones agónicas de un narrador que practica permanentemente. Las palabras empleadas por el zorro de abajo para decir y contar la historia de Chimbote (tal como es llevada en el Capítulo I) no fueron lo suficientemente eficaces para satisfacer la curiosidad del zorro de arriba. Es evidente, también, que esas palabras no pertenecen al universo comunal andino, sino a una lengua tardíamente beneficiada por el racionalismo, la ilustración y el cientificismo del siglo XVIII. Una lengua cuya literatura afronta, además de la señalada desmotivación entre las palabras y las cosas, el incurable abismo que separa los significantes de los significados. Nos encontramos, pues, ante una confrontación en la que el lenguaje "arcaico" (mítico) es reclamado en virtud

de su eficacia narrativa frente a las confusiones producidas por el lenguaje "moderno": si el canto de los patos es capaz de repercutir en los abismos de roca, hundirse en ellos, arrastrarse en la puna y hacer bailar a las flores, es porque está insuflado por un ritmo acorde con el principio erótico de la naturaleza. La aparición de los parlamentos en quechua (que postergan al castellano y lo reducen a una traducción) responde a un necesario cambio de registro: el zorro de arriba le pide que le vuelva a contar la historia "como un pato”, y que, si es posible, cante; obediente, el zorro de abajo le vuelve a contar (a cantar) la historia, y lo hace significativamente en quechua. Este hecho, como señala perspicazmente Lienhard, "exhibe de alguna manera que el mundo quechua le es [a Arguedas] consubstancial o, cuando menos, familiar", y; lo que es más importante, expresa la convicción de Arguedas respecto de "la capacidad del quechua moderno, así oral como escrito, para expresar la complejidad del mundo contemporáneo" Si los "Zorros" fue, de acuerdo a Martín Lienhard, la mayor embestida de Arguedas contra la cultura oficial ("El Zorro representa un proyecto narrativo más radical: ahora se trata de subvertir la cultura dominante a partir de la dominada...") su muerte será, si acompañamos a Noriega en su raciocinio, la última asestada de Arguedas contra la civilización occidental. IV.6. COMENTARIO. "El zorro de arriba y el zorro de abajo" es indudablemente uno de los prototipos más paroxísticos de lo que se podría llamar una literatura de crisis: crisis abiertas y exploradas que interrumpen en el largo proceso creativo la capacidad de escritura del autor que acompañan la dolorosa adaptación de los serranos al mundo de los trabajadores costeños y pervierten el límpido lenguaje de ayer, que precipitan al "Perú amado", en busca de fusión cultural, hacia los terribles enfrentamientos del odio; crisis solapadas que desencadena el amor de la edad madura y el inherente miedo al fracaso, que desarticulan la fe en la vieja cultura mítica, pero que abren paso - tal vez - a otra fe, la del "dios liberador" de una nueva teología. Crisis que responden y se asemejan, en las que el narrador Arguedas es eco de Diego el Zorro y del loco Moncada, en las que la pasión del novelista se confunde con el cataclismo social que cierra un tiempo del Perú y abre otro.