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Derecho Penal I PUCV (2016) Profs. Luis Rodríguez Collao – Fabíola Girão ‒ Juan Fco Rivera 1 CAPÍTULO I EL DERECHO PE

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Derecho Penal I PUCV (2016)

Profs. Luis Rodríguez Collao – Fabíola Girão ‒ Juan Fco Rivera

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CAPÍTULO I EL DERECHO PENAL Y LAS CIENCIAS PENALES

I.

EL DERECHO PENAL: CONCEPTO, CONTENIDO Y DENOMINACIÓN

El Derecho penal está conformado por el “conjunto de normas que regulan la potestad punitiva del Estado, asociando a ciertos hechos, estrictamente determinados por la ley, como presupuesto, una pena o una medida de seguridad o corrección como consecuencia, con el objeto de asegurar el respeto por los valores elementales sobre los cuales descansa la convivencia humana pacífica”.1 El Derecho penal constituye uno de los medios de control social existentes en las sociedades actuales. Como todo medio de control social2, tiende a evitar determinados comportamientos sociales que se reputan indeseables, acudiendo para ello a la amenaza de imposición de una sanción para el caso de que dichas conductas se realicen. Pero el Derecho penal se caracteriza por prever las sanciones en principio más graves ―las penas y medidas de seguridad―, como forma de evitar los comportamientos más peligrosos. La potestad punitiva, en efecto, justifica su existencia en la necesidad de proteger los bienes jurídicos esenciales para la convivencia social, frente a los ataques que los miembros de ésta puedan dirigirles. Esta función protectora es desempeñada por el Estado, a través de sanciones orientadas a reforzar la vigencia de los valores éticos o, si se quiere, al reconocimiento general de los mandatos normativos, pues sólo en su vigencia efectiva puede descansar un clima de verdadero respeto a los bienes que se intenta proteger. La pena, entonces, sirve para motivar comportamientos en los individuos. Pero esta función motivadora de la norma penal sólo puede comprenderse situando el sistema jurídico-penal en un contexto mucho más amplio de disciplinamiento del comportamiento humano en sociedad. Desde un punto de vista sociológico, entonces, el Derecho penal no es un fenómeno único y aislado, sino una de las muchas instancias de control social. En la tarea de propender a la internalización de dichos valores o del contenido de las normas jurídicas confluyen numerosas instituciones sociales. No sólo el Estado, sino que también la familia, las organizaciones sociales, las Iglesias y otras muchas instituciones juegan un importante papel a este respecto. A su vez, cada una de estas instancias, no sólo da lugar a normas y cánones de conducta que influyen y hasta configuran los comportamientos de los individuos. También dan origen a diversas sanciones para el caso de su transgresión, las cuales pueden variar en su naturaleza e 1

CURY, Derecho Penal. Parte General, 10ª ed., Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 2011, p. 37. Por control social suele entenderse el conjunto de instituciones (por ej. familia, Iglesia, partidos, sindicatos, justicia etc.), estrategias (represión, prevención, resocialización etc.) y sanciones (positivas, como ascensos, distinciones, buena reputación etc.; negativas como reparación de daños, sanción pecuniaria, privación de libertad etc.) que pretenden promover y garantizar el sometimiento del individuo a los modelos y normas comunitarias. GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, Introducción al Derecho Penal, Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 2005, p. 44. 2

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intensidad. Este fenómeno de generación de cánones y expectativas de conducta, y de sanciones para el caso de su incumplimiento, es connatural a la interacción de los individuos, e inseparable, por tanto, de la vida en comunidad. Toda sociedad comporta una compleja trama de interacciones que no sólo protegen y fomentan determinadas formas de comportamiento, sino que también rechazan y desincentivan otras. Ambos aspectos constituyen, así, un sistema orientado al control de las conductas individuales, que se basa en la articulación, más o menos organizada, de las reacciones de los seres humanos, ante los comportamientos de sus semejantes que confirman o frustran sus expectativas. El entramado de reacciones adversas a que dan lugar las conductas que se estiman desviadas, considerado en su conjunto, constituye lo que se denomina “control social”. En este contexto es importante trazar las características definitorias del control social ejercido por el Derecho penal. Como primera aproximación, puede señalarse que se trata de un control erigido para responder a los ataques contra los bienes jurídicos más importantes y que, por lo mismo, las consecuencias previstas para su ejecución se caracterizan por su especial gravedad. También es claro que se trata de un control de reacción y externo, es decir, posterior a la conducta desviada, y que no se encamina a generar en el individuo adhesión a los valores quebrantados, sino acatamiento de las normas de conducta. En ello se contrapone a los controles de carácter interno, cuya meta es influir en el individuo para que interiorice como propios, valores y conductas que se corresponden con los que precisamente se esperan de él. Sin embargo, el rasgo más destacado es el que concierne a su formalización. En efecto, el Derecho penal es y debe ser un instrumento de control en el que, tanto las conductas amenazadas como las sanciones que a ellas se asocian, deben ser establecidas con la mayor claridad y precisión posibles. La persecución del delito, así como su procesamiento y examen por parte del juez, son realizados sobre la base de reglas estrictas, establecidas con anterioridad y que permiten controlar los actos y las decisiones llevadas a cabo por los diversos órganos que intervienen en estas fases. Precisamente, es misión del Derecho penal constituir el elemento formalizador del ejercicio del poder punitivo del Estado y procurar que las normas que rigen su actuación protejan de la mejor manera posible a los individuos, frente a las posibles arbitrariedades, y aun errores, que puede llevar aparejada su materialización a cargo de los órganos del poder público. Se puede decir entonces que el control social formal es un subsistema en el sistema total del control social. Su objeto no es toda conducta social desviada, sino solo el delito, sus fines son la prevención y la represión de delito, los medios que utiliza son las penas y las medidas de seguridad y su rigurosa forma de operar es expresada por el principio de legalidad. Esta rigurosa modalidad de control social formal sólo entra en funcionamiento cuando han fracasado los mecanismos primarios del control social “informal”3 que intervienen previamente y el comportamiento desviado tiene una especial gravedad.

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Son los dispositivos de autodefensa que suelen ser eficientes para resolver conflictos cotidianos de escasa importancia. Sus portadores o agentes son la familia, la escuela, la pequeña comunidad, la opinión pública etc. Poseen sus correspondientes sistemas normativos y sanciones con importante efecto preventivo o disuasorio.

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Ahora bien, la locución "derecho penal" posee tres acepciones. 

En primer término, designa aquella parte del ordenamiento jurídico que trata acerca del delito y de sus consecuencias jurídicas (básicamente la pena); y que generalmente recibe el nombre de derecho penal objetivo.



En segundo lugar, alude a la facultad que tiene el Estado para crear delitos y para sancionar a quienes los cometen. Desde este punto de vista, se habla de derecho penal subjetivo (o de "ius puniendi").



Por último, designa aquella disciplina que estudia sistemáticamente las normas y los principios jurídicos relativos al delito y a la pena (en otras palabras, aquel sector de las ciencias jurídicas que tiene como objeto de estudio el "derecho penal objetivo"). Desde este punto de vista, se habla de ciencia del Derecho penal o, más propiamente, de dogmática penal, expresión esta última cuyo alcance explicaremos dentro de poco.

El nombre más generalizado para referirse a este sector del derecho es, precisamente, Derecho penal. Sin embargo, hay países como los de tradición anglosajona, en los cuales predomina la expresión derecho criminal. Ambas denominaciones son igualmente correctas. Sólo se diferencian en que la primera pone énfasis en la pena y la segunda, en el delito (crimen); es decir, en uno y otro caso se destaca alguno de los dos objetos principales de nuestro estudio: el delito y la pena. El Derecho penal consta de dos partes: una parte llamada general, que trata del delito y de la pena como conceptos generales; y una parte denominada especial, que trata de cada uno de los delitos que contempla el ordenamiento jurídico, en particular. Esta distinción, como es obvio, resulta aplicable tanto al derecho penal objetivo, como a la ciencia del derecho penal. En el plano de la enseñanza, los dos cursos en que normalmente se divide la asignatura de Derecho penal, corresponden a la parte general, el primero, y a la parte especial, el segundo. Si bien es cierto que el Código Penal es la principal fuente del Derecho penal, hay también disposiciones penales en otros códigos (como, por ejemplo, el Código de Justicia Militar y el Código Tributario) y en algunas leyes especiales (como la Ordenanza de Aduanas, la Ley sobre Tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas, etc.) Las normas que el Código Penal destina a la parte general son aplicables tanto a los delitos particulares que ese mismo Código contempla, como también a los delitos tipificados en otros Códigos y en leyes especiales. De manera que todo aquello que no esté expresamente regulado en esos textos particulares se rige por las disposiciones generales del Código Penal. Por esto, las normas de este último reciben el nombre de derecho penal común.

Sobre este asunto, conforme indicamos anteriormente, GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, Introducción al Derecho Penal, Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Ereces, 2005, pp. 44 y ss.

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II.

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LAS CIENCIAS PENALES

La expresión “ciencias penales” es utilizada para designar el conjunto de disciplinas que tienen como objeto de estudio el delito, el delincuente y las penas. El Derecho penal no es, desde luego, la única disciplina que se preocupa de estos fenómenos. Comparte su objeto de estudio con otras ciencias –jurídicas y extrajurídicas–, todas las cuales pertenecen a la categoría genérica de “ciencias penales”. El conjunto de las ciencias penales puede sintetizarse conforme al siguiente esquema: Ciencias jurídicas

Ciencias naturales y sociales

– Derecho penal substantivo

(Derecho penal y política criminal)

– Derecho penal adjetivo

(Derecho procesal penal)

– Derecho penal ejecutivo

(Derecho penitenciario)

– Criminología – Criminalística

Ciencias auxiliares

– Medicina legal – Psiquiatría forense

a)

Ciencias jurídicas

Las ciencias jurídico-penales comprenden las distintas ramas del Derecho que regulan la actividad punitiva. Considerando que el Estado ejerce el ius puniendi en tres ámbitos diferenciados: sustantivo, procesal y de ejecución, las ciencias penales se pueden sistematizar en función de ellos. En primer término, el derecho penal substantivo o material puede ser estudiado desde dos perspectivas. La dogmática jurídico-penal (llamada también, simplemente, "derecho penal") es la ciencia del Derecho penal por excelencia, se ocupa del delito y de las sanciones penales desde un punto de vista conceptual. Su objeto es determinar, en forma abstracta (y sobre la base de su regulación normativa), qué son el delito y la pena, y en qué consiste cada uno de los delitos que contempla el ordenamiento jurídico, para su sistematización y correcta aplicación. Su objeto de estudio está constituido básicamente (pero no de modo exclusivo) por el Código Penal. El derecho penal substantivo también puede verse como uno de los instrumentos de lucha utilizados por el Estado para hacer frente a la criminalidad. Así lo considera la política criminal, la cual se encarga de valorar, desde el punto de vista de la eficacia y los principios fundamentales, los medios utilizados para la prevención del delito. Su finalidad es establecer la mejor forma de erradicar o disminuir la criminalidad, respetando las garantías jurídico-penales. Cabe advertir que la expresión política criminal también se utiliza para referirse a la política que, en concreto, se adopta en el tratamiento de la criminalidad, es decir, los criterios empleados o a emplear en ello. En los últimos años, junto a las instituciones formales de la justicia penal, se han ido desarrollando, paralelamente, una serie de organismos gubernamentales (por ej., la Subsecretaría

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de Prevención del Delito) y no gubernamentales (por ej., la Fundación Paz Ciudadana), abocados a la “lucha contra el delito”4 y a la seguridad ciudadana.5 En el caso chileno, dichos organismos se han concentrado fundamentalmente en los denominados “delitos de mayor connotación social” y, entre ellos, al robo con violencia o intimidación en las personas. Si a lo anterior se suman una prensa sensacionalista y un “populismo punitivo” en la labor parlamentaria, tenemos como resultado una política criminal orientada a sectores bastante concretos de la población, vinculados con la criminalidad patrimonial, el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas, así como con determinados delitos sexuales. En segundo lugar, el derecho penal adjetivo o formal (comúnmente denominado derecho procesal penal), estudia las normas de procedimiento a que debe sujetarse el órgano jurisdiccional para la determinación de los delitos y el juzgamiento de los delincuentes. Su función es establecer mecanismos adecuados para probar los hechos que configuran cada delito y fijar las bases mínimas que aseguren un juicio equitativo a quienes lo hubieren cometido. Su objeto de estudio está constituido básicamente por el Código Procesal Penal. Finalmente, el derecho penal ejecutivo (también llamado derecho penitenciario) tiene como objeto las normas que rigen el cumplimiento (o ejecución) de las penas que imponen los tribunales. Normalmente se le considera parte del derecho administrativo, porque es la autoridad administrativa la que tiene a su cargo la ejecución de las decisiones judiciales y la que maneja el sistema carcelario o penitenciario del Estado. Las normas a que se refiere este derecho no están codificadas (a diferencia de lo que ocurre en otros países, que cuentan con un "código penitenciario"), sino que aparecen dispersas en varios textos legales y reglamentarios, como por ejemplo, el Reglamento de Establecimientos Penitenciarios (Decreto Supremo Nº 518 del Ministerio de Justicia de 1998, publicado en el Diario Oficial de fecha 21 de agosto de 1998). b)

La criminología6

La criminología es la ciencia que analiza la criminalidad como hecho social. Se ocupa fundamentalmente de determinar las posibles causas o factores que inciden en la delincuencia (etiología criminal), así como las diversas manifestaciones del delito como fenómeno empírico (características, regularidad, circunstancias, etc.) Surgió hacia fines del siglo XIX como una disciplina encargada de examinar el delito y el delincuente desde un punto de vista biológico y social. Consistía, en realidad, en un análisis multidisciplinario que aplicaba la metodología y los conocimientos provenientes de diversas disciplinas particulares; básicamente de la sociología, la antropología, la estadística, la biología y la psicología. Así, cada uno de estos ámbitos de conocimiento daba lugar a lo que solía denominarse "ramas" de la criminología (sociología criminal, antropología criminal, etc.). Esta 4

Cfr. POLITOFF - MATUS - RAMÍREZ, Lecciones de Derecho penal chileno. Parte General, reimp. de la 2ª ed., Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 2011, p. 52. 5 Cfr. GARLAND, La cultura del control, Barcelona, Edisa, 2005, pp. 279 y ss. 6 Párrafos extractados fundamentalmente de COBO DEL ROSAL - VIVES ANTÓN: Derecho Penal. Parte General, 5ª ed., Valencia, Tirant lo blanch, 2005, pp. 123-128, GARCÍA CAVERO, Lecciones de Derecho penal. Parte General, Lima, Grijley, 2008, p. 12 y ss. y MUÑOZ CONDE - GARCÍA ARÁN: Derecho Penal. Parte General, 7ª ed., Valencia, Tirant lo blanch, 2007, pp. 188-191.

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forma de concebir la criminología, denominada clásica, parte de la base de que la delincuencia es un fenómeno patológico, en cuya base hay causas biológicas, psicológicas o sociales. Por esta razón, estudia el delito como una realidad natural independiente de aquellas normas. Sin embargo, paradójicamente, analizaba el delito únicamente a partir de lo que esas mismas normas consideraban como delictivo. En los planteamientos criminológicos actuales se descarta el “modelo terapéutico” y es reemplazado por el “modelo de justicia”. El “modelo terapéutico” considera al delito y al delincuente como un fenómeno de patología social. El “modelo de justicia”, en cambio, pone en tela de juicio el sistema social en su conjunto. Se destacan las virtualidades criminógenas de la organización social hasta el punto de colocarlas en el centro de la atención. De tales planteamientos nace una criminología crítica, que censura el apoliticismo de la criminología tradicional, su valoración del delito y del delincuente como fenómenos patológicos y su aceptación acrítica de las normas establecidas. La criminología crítica pretende cambiar el eje de la discusión, desde el combate contra la delincuencia hacia el combate contra la organización social, que “crea” al delincuente mediante el “estigma”.7 Este estado de cosas sería propiciado por los grupos de poder, que utilizarían al Derecho penal para controlar a determinados grupos de individuos. Sobre la base de dichas consideraciones, la criminología crítica plantea la necesidad de descriminalizar una serie de conductas actualmente delictivas y, en sus versiones más radicales, incluso abolir el sistema jurídico penal. En general, se considera que el objeto de la criminología no puede depender de las cambiantes normas penales, ni la criminología misma puede convertirse en una simple disciplina auxiliar del Derecho penal. Si se le quiere atribuir una importancia autónoma, debe extender su interés más allá de los estrictos límites de las normas jurídico-penales. Por ello en la actualidad la criminología asume como objeto de estudio no el delito, sino la “conducta desviada” (aquella que se aparta de lo que es de esperar desde el punto de vista de una convivencia social armónica), y los “mecanismos de control social” frente a tales conductas, uno de los cuales (pero no el único, como tendremos ocasión de ver más adelante) es el propio Derecho penal. Como causa del delito se ha estudiado también a la propia víctima, agrupándose estos estudios criminológicos en torno a la llamada victimología. Según esta disciplina, la víctima de un delito es, en algunos casos, en mayor o menor medida, causa o factor condicionante de la realización del hecho delictivo. Casos paradigmáticos de ello son determinados supuestos de delitos sexuales y de defraudaciones, en los que la conducta de la propia víctima favorecería la comisión del delito en cuestión. La criminología colabora fundamentalmente con el sistema penal, pues aporta datos empíricos al sistema. Y el Derecho penal tiene que desplegar consecuencias empíricas en relación con el control del problema social de la criminalidad, pues de lo contrario, no estaría justificada su existencia. En general, el Derecho penal anglosajón se ha centrado en el desarrollo de la criminología, mientras que el Derecho penal europeo-continental, en el que se basa el Derecho penal chileno, ha concentrado su labor en el desarrollo de la dogmática jurídico penal. 7

Cfr. CURY, Derecho Penal. Parte General, 10ª ed., Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 2011, p. 135.

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Las ciencias auxiliares del Derecho penal

Suele utilizarse esta denominación para designar todas aquellas disciplinas extra-jurídicas que se ocupan del delito, del delincuente y de las penas. Tal denominación en modo alguno significa que aquellas disciplinas sean menos importantes o que sean dependientes del Derecho penal. Lo que sucede es que este último utiliza los conocimientos que aportan otras ciencias, porque ellos son necesarios tanto en la etapa de formulación de las normas penales, como en su interpretación y aplicación a los casos concretos. Las normas penales, para ser eficaces, precisan adecuarse a la realidad biológica, psicológica y social, y para ello ha de tomarse en consideración el aporte de otras disciplinas. En este sentido, suele atribuirse el papel de disciplina auxiliar del Derecho penal a la criminología (aunque ello, como ya vimos, es objeto de discusión), porque para ajustarse a la realidad social, aquél obviamente ha de tomar como base los estudios criminológicos. En términos más restringidos, el nombre de “ciencias auxiliares” se reserva para: La medicina legal, disciplina que aporta los conocimientos de orden médico y biológico, necesarios para entender, investigar y probar numerosos delitos (especialmente aquellos que atentan contra las personas, como por ejemplo el delito de lesiones). La psiquiatría forense, disciplina que para muchos no es más que una rama de la anterior, la cual aporta los conocimientos médico-psiquiátricos, necesarios para solucionar diversos problemas jurídico-penales; en especial los que plantean ciertos estados patológicos que pueden llegar a tener relevancia penal en cuanto afecten al autor o a la víctima de un delito. La criminalística, disciplina de índole policial que aporta los medios técnicos y científicos que se precisan para investigar los delitos, para reconstituir sus circunstancias y para determinar quiénes son sus autores.

III.

CONEXIONES INTERDISCIPLINARIAS DEL DERECHO PENAL

Puesto que el Derecho penal es una parte del derecho público, sus relaciones son mucho más próximas con las ramas que integran este sector del ordenamiento jurídico, que con las ramas del derecho privado. Es, sin duda, el derecho constitucional la rama con la cual el Derecho penal tiene vínculos de mayor proximidad. Ello obedece a que la potestad sancionatoria es una función que, en nuestra época y en nuestro ámbito de cultura, pertenece en forma privativa al Estado. De ahí que las normas constitucionales que fijan las bases de la institucionalidad y aquellas que regulan la fisonomía del Estado, tengan incidencia directa en la forma en que el Derecho penal ha de estructurar sus dos conceptos fundamentales: el delito y la pena. Desde otro punto de vista, el delito suele importar –y la pena siempre importa– privación o restricción de alguno de los derechos fundamentales de la persona (por ejemplo: vida, libertad, honor, propiedad, etc.). En consecuencia, la regulación constitucional de los derechos personales tiene en el campo penal una aplicación mucho más intensa que en cualquier otro sector del ordenamiento jurídico.

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El derecho internacional público, por su parte, también es una importante fuente de instituciones penales. Misión fundamental del Derecho penal es ofrecer un marco de garantías que legitimen el sometimiento del individuo a la potestad punitiva, y muchas de esas garantías están consagradas en instrumentos normativos internacionales, cuyas disposiciones complementan o suplen las omisiones en que incurre la Constitución. En el caso de nuestro país, revisten especial importancia el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, los cuales consagran numerosas disposiciones con contenido estrictamente penal. A ellos hay que agregar el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, el cual consagra, entre otros, el genocidio, los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra, estableciendo, además, las normas para su persecución y sanción. Las relaciones entre el Derecho penal y el derecho procesal se manifiestan en que el segundo provee los mecanismos necesarios para juzgar los delitos y para imponer sanción a quienes aparezcan como responsables de su comisión. Regula, en efecto, los procedimientos que han de utilizar el Ministerio Público y los tribunales para investigar los delitos y para establecer la responsabilidad penal de sus autores; las garantías que han de rodear el juzgamiento de las personas; los medios probatorios susceptibles de ser utilizados en la comprobación de los delitos y en la determinación de las responsabilidades y las medidas cautelares que los jueces pueden ordenar durante las substanciación de los procesos. El Derecho penal también se vincula muy estrechamente con el derecho administrativo. Numerosos delitos tienden a la protección de intereses e instituciones propios de aquel sector del ordenamiento, como es el caso de los delitos llamados “funcionarios” que, en términos generales, sancionan las faltas en que pueden incurrir los empleados públicos en el desempeño de sus cargos. El derecho administrativo, por otra parte, contempla un régimen sancionatorio paralelo al del Derecho penal, puesto que la Administración tiene potestad para aplicar sanciones disciplinarias (a quienes están sometidos a ella mediante un vínculo de subordinación) y sanciones gubernativas (a cualquier ciudadano). En muchos casos, frente a un mismo hecho ilícito surge tanto responsabilidad penal como responsabilidad administrativa (leer art. 20 CP). Lo problemático de este sistema paralelo de sanciones, es que muchas veces “tras el rótulo de penas administrativas”, se imponen sanciones que, desde un punto de vista material, no se distinguen de la pena. A ello se agrega, que la aplicación de sanciones administrativas no se ciñe estrictamente a las garantías propias de la persecución penal, destacando, entre ellas, el principio de culpabilidad como base para la imposición del castigo.8 Finalmente, las relaciones con el derecho privado, a pesar de ser menos estrechas, no dejan de ser importantes. Ellas se manifiestan, básicamente, en que numerosos delitos tienen su origen en la violación de preceptos civiles, como ocurre, por ejemplo, con el delito de bigamia. Por otra parte, los delitos normalmente dan lugar al surgimiento de responsabilidad penal y civil, las cuales coexisten, precisamente, porque persiguen objetivos diversos: el castigo del culpable, en el primer caso; y la reparación del daño causado con la conducta delictiva, en el segundo. Además, el Derecho penal recurre a diversas nociones del Derecho civil o mercantil para tipificar determinadas conductas. 8

Cfr. POLITOFF - MATUS - RAMÍREZ, Lecciones de Derecho penal chileno. Parte General, reimp. de la 2ª ed., Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 2011, pp. 80 y s.

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IV.

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LAS FUNCIONES DEL DERECHO PENAL

En la actualidad se entiende que el Derecho penal tiene una función eminentemente social, para asegurar la convivencia pacífica, pero se discute cómo realiza esto en concreto: si a través de la protección de bienes jurídicos o de la vigencia de las normas. a)

Función de protección de bienes jurídicos9

El control social penal se sirve de un particular sistema normativo, que traza pautas de conducta al ciudadano imponiéndole mandatos y prohibiciones (deberes jurídicos). La norma penal establece deberes jurídicos con el objetivo de hacer posible la convivencia y la paz social. Para esto, el Derecho Penal pretende garantizar la inviolabilidad de los valores supremos del orden social haciendo posible la vida común, la convivencia. ¿Qué es lo que protege o pretende proteger la norma penal? A esta pregunta responden de modo mayoritario los penalistas: el Derecho penal protege bienes jurídicos. Estos son aquellos presupuestos que la persona necesita para su autorrealización y el desarrollo de su personalidad en la vida social. Los bienes jurídicos se identifican con aquellas condiciones materiales e inmateriales de las personas, cosas o instituciones, que sirven al libre desarrollo del individuo en un Estado Democrático de Derecho.10 “Entre estos presupuestos se encuentran, en primer lugar, la vida y la salud. A ellos se añaden otros presupuestos materiales que sirven para conservar la vida y aliviar el sufrimiento: medios de subsistencia, alimentos, vestidos, vivienda, etc., y otros ideales que permiten la afirmación de la personalidad y su libre desarrollo: honor, libertad, etc.” “A estos presupuestos existenciales e instrumentales mínimos se les llama bienes jurídicos individuales, en cuanto afectan directamente a la persona individual. Junto a ellos vienen en consideración los llamados bienes jurídicos comunitarios (o colectivos) que afectan más a la comunidad como tal, al sistema social que constituye la agrupación de varias personas individuales, y supone un cierto orden social o estatal. Entre estos bienes jurídicos sociales o universales se cuentan la salud pública, la seguridad en el tráfico motorizado, la organización política, etc.” Es importante señalar que no todo bien jurídico debe recibir la protección de la norma penal, sino que solamente aquellos bienes más valiosos para la convivencia cuando sufren los ataques más intolerables de que puedan ser objeto (naturaleza fragmentaria de la intervención penal); y cuando no existen otros medios eficaces, de naturaleza no penal, para salvaguardarlos (naturaleza subsidiaria de la intervención penal).

9

Párrafo extractado de MUÑOZ CONDE - GARCÍA ARÁN: Derecho Penal. Parte General, 7ª ed., Valencia, Tirant lo blanch, 2007, pp. 58-59. 10 Cfr. GUZMÁN DALBORA, “Estudio Preliminar”, en BIRNBAUM, Sobre la necesidad de una lesión de derechos para el concepto de delito, Traducc. GUZMÁN DALBORA, Montevideo-Buenos Aires, B de f, 2010, p. 30 y KINDHÄUSER, Strafrecht Allgemeiner Teil, 5ª ed., Baden-Baden, Nomos, 2011, § 2, número marginal 6.

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Función de protección de la vigencia de las normas11

Minoritariamente, a partir del planteamiento de JAKOBS, algunos autores sostienen que el Derecho penal no protege bienes jurídicos, sino la vigencia de las normas. “JAKOBS cuestiona que la función del Derecho penal sea motivar a las personas a evitar lesiones a los bienes jurídicos, en la medida que cuando el Derecho penal aparece en escena, éstos se encuentran ya lesionados. Por otra parte, los bienes jurídicos resultan lesionados en diversas circunstancias sin que el Derecho penal tenga que intervenir por ello (una persona muere por su avanzada edad o un automóvil se deteriora por el paso del tiempo), así como el Derecho penal interviene muchas veces sin que se precise de la efectiva lesión de un bien jurídico (en la tentativa, por ejemplo). En consecuencia, la prohibición penal no es de no lesionar bienes jurídicos, sino de no realizar conductas que socialmente se consideren capaces de lesionar un bien jurídico. Como puede verse, el delito no se estructura sobre la lesión, sino sobre la defraudación de una expectativa social de no realizar conductas socialmente perturbadoras”. Frente a una conducta que expresa una máxima de comportamiento incompatible con la norma correspondiente y defrauda una expectativa de conducta, el Derecho penal reestabiliza esa expectativa. Dicha reestabilización de las expectativas normativas esenciales se lleva a cabo mediante un acto (la pena), que niega comunicativamente la conducta defraudatoria, con lo que se pone de manifiesto que la conducta del infractor no se corresponde con las expectativas normativas vigentes y que éstas siguen siendo modelo de orientación social. En este contexto de ideas, la pena no protege bienes jurídicos, sino que devuelve la vigencia comunicativa-social a la norma infringida por el autor. La vigencia segura de la norma es necesaria para una orientación en los contactos sociales.

V. a)

LAS NORMAS JURÍDICO-PENALES12 Enunciados legales y normas jurídico-penales

Lo que se entiende por norma jurídico-penal depende, en primer lugar, de lo que se entiende por norma jurídica, como género al que pertenece la especie de las normas jurídicopenales. Una norma jurídica es un mensaje prescriptivo —que ordena o prescribe una actuación determinada— expresado a través de un conjunto de símbolos lingüísticos que constituyen el enunciado legal. Esto significa que no se puede identificar la norma con el lenguaje legal por el que ella se expresa. La formulación de la norma es la expresión lingüística que se utiliza 11

Párrafo extractado de GARCÍA CAVERO, Lecciones de Derecho penal. Parte General, Lima, Grijley, 2008, pp. 55-57. 12 Los tres primeros párrafos de este capítulo tienen como base la exposición sobre la teoría de las normas jurídico-penales contenida en MIR PUIG, Derecho penal. Parte General, 7ª ed., Montevideo-Buenos Aires, B de f, 2004, lección 2. El último párrafo corresponde a las ideas del prof. SILVA SÁNCHEZ, “¿Directivas de conducta o expectativas institucionalizadas? Aspectos de la discusión actual sobre la teoría de las normas”, en Modernas tendencias en la ciencia del Derecho penal y en la Criminología, Madrid, UNED, 2001, pp. 566-571.

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para ello (por ejemplo, lo que dice el art. 390 CP), mientras que la norma es el significado de esa expresión, el sentido prescriptivo que estos signos expresan empleados de un modo directivo (aunque generalmente se usa el término norma para aludir a ambas realidades). Esta distinción permite advertir que no todo enunciado legal expresa una norma jurídica completa. Así, por ejemplo, las disposiciones del Libro I del Código penal, destinado a la parte general, no suelen transmitir mensajes prescriptivos completos. Tales disposiciones tienen la función de precisar el alcance de los preceptos de la parte especial del Código penal. Tampoco los preceptos definidores de los diferentes delitos determinan por sí solos la norma penal, sino que ésta surge de la puesta en relación de varios enunciados legales. Por otra parte, un enunciado legal puede servir de base a más de una norma jurídica. Esto es lo que sucede, precisamente, en los preceptos de la parte especial del Código penal, cada uno de los cuales sirve de base a dos clases de normas: una dirigida al juez, obligándole a imponer una pena en caso de que se cometa el delito de que se trate, y otra dirigida al ciudadano, prohibiéndole la comisión del delito. b)

Norma de conducta (primaria) y norma de sanción (secundaria)

Si la norma es un enunciado que rige conductas, de manera más específica, podemos afirmar que la norma jurídico-penal es un enunciado prescriptivo que conmina a la realización u omisión de una conducta bajo la amenaza de una sanción. Ahora bien, las disposiciones jurídico-penales no apuntan directamente a los ciudadanos, sino que transmiten de forma expresa una norma dirigida al Juez, obligándole a imponer una pena llegado el caso. Ello se advierte, claramente, en los preceptos de la parte especial del Código penal. Consideremos, por ejemplo, el precepto que sanciona el homicidio simple (art. 391 Nº2 CP) que establece: el que mate a otro será penado con presidio mayor en sus grados mínimo a medio. Literalmente en esta disposición sólo se expresa la norma que obliga al Juez a castigar al homicida con la pena de presidio que se señala. De paso, es evidente que ella cumple también la función de informar o avisar al ciudadano que si comete un homicidio será sancionado. Sin embargo, al señalar una pena para el homicidio el legislador pretende algo más que informar y castigar: pretende prohibir, bajo la amenaza de la pena, el homicidio. La conminación penal del homicidio transmite, ante todo, la voluntad normativa de que los ciudadanos no maten. El enunciado legal que castiga un hecho con una pena ha de interpretarse, pues, como forma de comunicación de dos normas distintas: una norma prohibitiva dirigida al ciudadano, que llamaremos norma primaria, y una norma que obliga a castigar dirigida al Juez, que designaremos norma secundaria. La existencia de las normas primarias como correlato de las secundarias constituye un presupuesto de toda la teoría del delito en el Derecho penal. Como se verá luego, toda esa elaboración dogmática parte de la consideración del delito como infracción de una norma, lo que supone que existe una norma dirigida al ciudadano.

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c)

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Normas de valoración o normas de determinación

Tradicionalmente se ha cuestionado si las normas penales constituyen esencialmente una valoración, es decir, la expresión de un juicio de valor sobre la conducta; o si, por el contrario, poseen carácter imperativo o de determinación, esto es, que expresan un mandado o prohibición que pretende, a modo de imperativo o directivo, determinar la conducta de su destinatario. En el Derecho penal la discusión de esta alternativa tiene sentido en relación con las normas primarias, dirigidas al ciudadano. En cuanto a las normas secundarias, dirigidas al Juez, es obvio que tienen un carácter imperativo, pues ordenan la imposición de una pena. Si consideramos que las normas primarias son sólo de valoración, el precepto que castiga el homicidio establecería un mero juicio desvalorativo de la conducta homicida. Juicio según el cual “el homicidio es lo suficientemente grave para merecer la pena señalada”. Entendidas, por el contrario, como normas de determinación, las normas primarias expresarían la prohibición de realizar la conducta penada. Por ejemplo, “no matarás”. Aquí asumiremos, junto con la doctrina actualmente mayoritaria, la concepción de la norma como directivo de conducta, con vocación de influir sobre las conductas de sus destinatarios. Por lo tanto, todas las normas penales, tanto las secundarias como las primarias, son expresión de un imperativo. Las normas primarias están destinadas a motivar al ciudadano, prohibiéndole delinquir. Las normas secundarias refuerzan esta motivación mediante la amenaza de una pena. Eso significa, por tanto, que el fin de protección de determinados bienes jurídicos se realiza «a través de una estrategia preventiva que pasa por dirigir imperativos de conducta a los ciudadanos que les motiven mediante la amenaza de pena a realizar conductas conformes a tales imperativos»13. Pero con esto no se excluye la existencia de un juicio de valor subyacente a la norma, porque el imperativo está precedido por la valoración negativa de la conducta prohibida u ordenada. Las normas penales, aunque imperativas, presuponen determinadas valoraciones. La concepción imperativa de las normas penales posee consecuencias fundamentales en la función de la pena y la teoría del delito. Si se admite la esencia imperativa de la norma dirigida al ciudadano, será más coherente asignar al Derecho penal la función de prevención de delitos que una función puramente retributiva y ello ha de servir de base de la teoría del delito. d)

¿Directivas de conducta o expectativas institucionalizadas?

Hemos convenido en que la norma primaria jurídico-penal constituye una directiva de conducta que se dirige a todos los delincuentes potenciales, ordenándoles que se abstengan de realizar ciertos comportamientos lesivos o peligrosos para el bien jurídico (prohibición) u obligándoles a realizar otros para evitar esa lesión o puesta en peligro (mandato). 13

SILVA SÁNCHEZ, Aproximación al Derecho penal contemporáneo, Barcelona, Bosch, 1992, p. 385.

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Pero al mismo tiempo, y como contrapartida, la norma penal constituye la institucionalización de las expectativas de los participantes en la vida social de que los demás ciudadanos no vulnerarán las normas de conducta y no lesionarán, por tanto, sus intereses. Es decir, si se considera el delito como un fenómeno social que afecta a toda la colectividad, la norma penal funciona dirigiendo la comunicación, pues orienta a la posible víctima sobre lo que puede esperar de los demás. El profesor SILVA SÁNCHEZ explica, gráficamente, que la norma funciona al mismo tiempo como directiva de conducta y como expectativa institucionalizada, comparando la norma con un sistema de semáforos en un cruce de calles: mientras para unos el semáforo está en verde —institucionalización de una expectativa—, a los de la calle perpendicular del mismo cruce les corresponde el semáforo rojo —directiva de conducta—. El semáforo en verde expresa de modo institucionalizado la expectativa (normativa) del conductor de que no se le crucen otros vehículos. Para el conductor que tiene ante sí el semáforo rojo, éste plantea la prohibición de cruzar la calle. De hecho, en cuanto existe esa prohibición se le puede garantizar al conductor que viene por la otra calle que no se le van a cruzar vehículos cuando él tiene luz verde. Todo ello se logra con un único sistema semafórico: existe una única norma. Lo propio ocurre con la norma penal. A los eventuales delincuentes, la norma les prohíbe realizar las conductas que afectan un bien jurídico. Por ejemplo, se les prohíbe matar a otro. En relación con las posibles víctimas del delito, la norma penal constituye la normativización o institucionalización de su expectativa; es decir, la institucionalización de la confianza que podemos tener de que, por ejemplo, nadie nos va a matar. Esta expectativa es compatible con el fenómeno cognitivo de que, eventualmente, hay personas que matan a otros. Pero en tal caso, el Derecho penal sanciona a quien defrauda la expectativa, para confirmar a todos los demás que tenían razón en confiar en que nadie los mate, mientras que el que estaba equivocado era el homicida. Puede afirmarse, también, que ambas dimensiones de la norma penal están en estrecha relación, pues sólo si el Derecho penal incorpora un fin directivo de conductas puede garantizar a los ciudadanos que los demás respetarán las normas. En el supuesto de que un ciudadano actúe en contra de lo dispuesto en la norma de conducta que le había sido dirigida o, lo que es lo mismo, defraude la expectativa que sobre él recaía, y siempre que concurran las demás condiciones necesarias, podrá afirmarse que ha cometido una infracción o que le será imputable la defraudación de la expectativa. Y entonces será posible imponerle una sanción. Esto último es lo que se recoge explícitamente en las disposiciones penales establecidas en el texto legal, que prescribe al juez que imponga una pena a quien ha realizado una determinada conducta. Ellas son las que constituyen el Derecho penal objetivo, entendido como el conjunto de normas jurídicas que asocia a la realización de un delito como presupuesto, la aplicación de penas o medidas de seguridad.

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VI.

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ORIGEN Y ESTRUCTURA DEL CÓDIGO PENAL CHILENO14

Existe escasa información sobre las prácticas penales imperantes entre los pueblos que vivían a lo largo del territorio nacional al iniciarse la conquista. De todos modos, parece indudable que no se trató, en ningún caso, de sistemas normativos legalmente formalizados, sino de costumbres más o menos arraigadas. Durante la Colonia y hasta bien entrado el período de nuestra vida independiente, rigió en Chile el Derecho penal español, en el que se entremezclaban influencias autóctonas, romanas, germánicas y canónicas. Así, además de las pragmáticas, cédulas, decretos y ordenanzas reales, se aplicaban en aquélla época, diversas leyes españolas con un cierto orden de prioridad: la Recopilación de las Leyes de Indias, la Novísima Recopilación (1805), el Fuero Real (1255), el Fuero Juzgo y las Siete Partidas (1265). Comenzada la vida independiente, se dictaron numerosas leyes penales, referentes a las más diversas materias: delitos de imprenta (1811 y 1813); delitos de robo, para el que se preveía las penas de azotes y de muerte (1817); tráfico de esclavos (1842); hurtos y robos (1849), etc. Todas ellas rigieron con preferencia a la legislación española hasta su derogación al dictarse el Código penal de 1874. Entretanto, hubo repetidos intentos para elaborar un Código propio, los que no tuvieron fruto. En 1859 se publicó un proyecto de Código penal preparado, a petición del Gobierno, por Manuel CARVALLO, pero éste falleció antes de completar su tarea. En 1870 se constituyó una nueva comisión redactora del Código penal, presidida por don Alejandro REYES, e integrada por Eulogio Altamirano, José Clemente Fabres, José Antonio Gandarillas, José Vicente Abalos, Diego Amstrong y Manuel Rengifo. Durante el curso de su desempeño, el señor Abalos fue reemplazado por Adolfo Ibáñez. La Comisión inició sus sesiones el 8 de marzo de 1870 y terminó el 22 de octubre de 1873, período durante el cual se reunió con regularidad. Las actas de las 175 reuniones se han editado en un volumen especial. Base del Proyecto fue el Código penal español de 1848/1850, respecto del cual se contaba con un comentario escrito por el jurista español Joaquín Francisco PACHECO (El Código penal concordado i comentado, Madrid, 1856, 2ª ed.). Secundariamente se tuvo también en vista el Código belga de 1867, recomendado por el Ministro de Justicia. El proyecto fue enviado al Congreso Nacional y, con escasas modificaciones introducidas en la discusión15, el texto fue promulgado el 12 de noviembre de 1874, para entrar a regir el 1º de marzo de 1875. 14

Párrafo extractado, fundamentalmente, de POLITOFF - MATUS - RAMÍREZ, Lecciones de Derecho penal chileno. Parte General, reimp. de la 2ª ed., Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 2011, pp. 27-30. 15 Rivacoba señala dos interesantes discusiones ocurridas poco antes de la aprobación y comienzo de la vigencia del Código penal: la primera, en el infanticidio, se eliminó la rebaja de pena establecida para el que lo ejecutare para salvar la honra de la madre. No obstante que fue combatido con vehemencia, subsistió el precepto, derogado

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Durante su vigencia, el Código penal ha sido objeto de numerosas modificaciones para adecuarlo a la realidad del momento, pero estas reformas nunca han llegado a alterar substancialmente su estructura fundamental. Nuestro Código penal está compuesto de tres libros. El primero se refiere a cuestiones de parte general. Partiendo por la definición de delito, regula también las circunstancias que eximen, atenúan o agravan la responsabilidad penal, las personas responsables de los delitos, las penas y la forma como se aplican, y la extinción de la responsabilidad penal. El Libro II se refiere a los crímenes y simples delitos en particular. El orden que sigue al regularlos es propio de la época de su dictación. Así, comienza con los atentados directos contra el Estado, luego los delitos que se refieren a bienes de la comunidad y, finalmente, los delitos relativos a los bienes jurídicos individuales. En la actualidad, en cambio, la tendencia es la inversa. Los códigos modernos comienzan regulando los delitos contra la vida y la salud, pues se estima que estos son los bienes jurídicos más valiosos. Por último, en el Libro III, el más breve, está dedicado a la regulación de las faltas, es decir, los delitos de menor gravedad. EJERCICIOS 1.

¿Qué otros “medios de control social” podrías mencionar, aparte del Derecho penal?

2.

¿Crees que el Derecho penal ha ejercido en ti una función de motivación?

3.

¿En qué lugar del Código Penal están contenidas la “parte general” y la “parte especial” del Derecho penal?

4.

Define el concepto de derecho penal común.

5.

Busca tres ejemplos de materias reguladas por el Código Penal que sean aplicables a todos los delitos, cualquiera sea la ley en que se encuentren consagrados.

5.

¿Por qué crees que al estudio de las leyes penales se le llama dogmática penal?

6.

¿A qué alude la expresión “etiología”?

7.

¿Cuál es la diferencia entre el análisis que el Derecho penal hace del delito y el análisis que de este mismo fenómeno hace la criminología?

8.

¿Qué relación existe entre los conceptos de “delito” y “conducta desviada”?

9.

Confecciona un cuadro con las principales diferencias entre el enfoque de la criminología clásica y el de la criminología crítica.

10.

Busca ejemplos de conductas ilícitas que no sean constitutivas de delito.

11.

¿Qué se entiende por responsabilidad penal y por responsabilidad civil?

en 1953, que eximía al marido homicida por causa de adulterio flagrante. RIVACOBA, Evolución histórica del derecho penal chileno, Valparaíso, Edeval, 1991, pp. 50-51.

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12.

Busca tres ejemplos de sanciones penales e indica cuál es el derecho fundamental que cada una de ellas restringe.

13.

Busca tres ejemplos de sanciones susceptibles de ser impuestas por la Administración.

14.

Tomando como base un delito de lesiones, ¿cuál sería el objeto de la responsabilidad penal y cuál el objeto de la responsabilidad civil que de él pudiera emanar?

15.

Vamos a suponer que en una librería tú encuentras los libros que a continuación se mencionan. Tomando como base el nombre de esos libros, indica a qué disciplina pertenece cada uno de ellos: a) b) c) d) e) f) g)

Sobre el concepto de aborto en el Derecho Penal chileno El valor de las declaraciones de los testigos en un proceso por aborto Las lesiones que sufre la mujer embarazada que se somete a un aborto Factores económicos y culturales que inciden en la decisión de abortar Los trastornos psíquicos que sufre la mujer que aborta Elementos para determinar la fecha precisa en que se produjo un aborto ¿Es lícito el aborto causado por un médico?

16.

Busca cinco ejemplos de bienes jurídicos e indica el delito a través del cual se pretende protegerlos.

17.

¿Crees que el Derecho penal realmente protege bienes jurídicos?

18.

¿Es correcto afirmar que “la misión del Derecho penal es erradicar la delincuencia del medio social”?

19.

Identifica cuáles son las disposiciones o enunciados legales del Código penal a los que es preciso recurrir para obtener la siguiente norma: quien coopere en la ejecución de una violación (sin ser autor del delito) deberá ser castigado con la pena de presidio menor en su grado máximo.

20.

Determina cuál es la norma primaria y la norma secundaria que emanan del art. 197 inc. primero y del art. 491 CP.

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CAPÍTULO II LA POTESTAD PENAL DEL ESTADO

I.

CONCEPTO, TITULARIDAD Y NATURALEZA DE LA POTESTAD PENAL

En el capítulo I se afirmó que el Derecho penal se manifiesta, ante todo, como un conjunto de normas, como un ordenamiento. La doctrina se refiere por ello al ius poenale, que es el Derecho penal objetivo. Pero el Derecho penal puede contemplarse también desde la perspectiva del titular que dicta y hace cumplir esas normas – el Estado –, a partir del análisis del fundamento y legitimación de tal poder, su naturaleza, condiciones de ejercicio y límites. Se habla en este caso, del ius puniendi, que es el Derecho penal subjetivo. Se trata, por lo tanto, de describir la relación jurídica que el delito crea entre el Estado1 (sujeto activo, titular del derecho subjetivo de punir) y el infractor (sujeto pasivo, el que debe sufrir la sanción penal). Esta relación, como se verá, es autolimitada por el propio Estado, que sólo ejerce su poder en el marco del ordenamiento jurídico y no se realiza directamente, sino que a través de un proceso2. Sobre la base de lo indicado puede definirse el ius puniendi como la potestad radicada en el Estado, en virtud de la cual éste, revestido de su poderío o imperio, declara punibles determinadas conductas que, por su especial gravedad, atentan contra la convivencia comunitaria pacífica, y les impone penas o medidas de seguridad a título de consecuencia jurídica.3 Sin embargo, muchos autores niegan que el ius puniendi constituya un poder porque implicaría una concepción autoritaria del derecho de castigar del Estado, además de no ser compatible con la idea de que existe una verdadera relación jurídica entre el Estado y el individuo (infractor), sino que una relación de sumisión de este último, como súbdito del primero. Desde esta perspectiva, se puede entender el ius puniendi como el “derecho” o la “facultad” de imponer penas y medidas de seguridad4.

Actualmente se habla también de la “Comunidad de Estados” – es decir, el conjunto de Estados que comparten valores comunes que generan un vínculo social entre sus miembros – como titular del ius puniendi del derecho internacional de castigar. AMBOS, ¿Castigo sin soberano? Ius puniendi y función del derecho penal internacional: dos estudios para una teoría coherente del derecho penal internacional, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2013, pp. 20 y ss. 2 GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, Introducción al Derecho Penal, Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 2005, pp. 465-467. 3 VELÁSQUEZ, Derecho Penal. Parte General, Tomo I, Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 2009. 4 Cf. MIR PUIG, Introducción a las bases del derecho penal, en Maestros del derecho penal, 2ª ed., Editorial B de f, Montevideo- Buenos Aires, 2002, p. 97. A su vez, para RODRÍGUEZ DEVESA es “el derecho del Estado de establecer normas penales y aplicarlas cuando se cumplan los requisitos en ellas prevenidos” (Derecho Penal Español. Parte General, Madrid, Dykinson, 1990, p. 37). 1

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Históricamente, no siempre fue el Estado el titular del poder punitivo. De hecho, las primeras reacciones organizadas frente al delito emanaron de la propia comunidad de individuos, la que, o bien asumía ella misma la tarea de castigarlo, o bien -como fue costumbre en los pueblos germánicos- le entregaba a la propia víctima o a su familia, la facultad de ejercer una justa venganza frente al delito cometido. Sin embargo, ya en época del imperio romano comienza la publicización del Derecho penal, con la asunción por parte del Estado de la tarea de proveer un determinado orden social. Dicho fenómeno, como es obvio, sólo alcanza su plena consolidación con el asentamiento definitivo de la idea de Estado. Fue Rousseau, con su teoría del contrato social, quien enfrentó directamente el problema del derecho de castigar. Según dicha teoría, el constante estado de vulnerabilidad obligó al individuo a agruparse en sociedad y aceptar renunciar a su libertad natural e ilimitada en pro de una libertad jurídica, limitada, cierta y segura. También Beccaria parte de la idea del contrato social, para defender el legítimo derecho de castigar que se constituye a partir de la entrega, en manos del soberano, de una parcela de las libertades individuales de cada uno con el fin de garantizar la vida en sociedad. En la actualidad, en efecto, se considera que el ejercicio de la potestad penal es consubstancial a la idea de soberanía y, si bien se reconoce la necesidad de establecer mecanismos de solución alternativa de los conflictos penales, en los cuales juega un importante papel la interacción directa entre el autor y la víctima –de hecho, esta necesidad ha sido tomada en cuenta en el nuevo Código Procesal Penal, permitiéndose en algunos casos acuerdos reparatorios entre víctima e imputado (art. 241)–, aun en estos casos es el propio Estado el que genera tales mecanismos por vía legislativa, reservándose, además, la posibilidad de intervenir subsidiariamente a través de la imposición de una pena. En un Estado democrático de derecho es el propio Estado el que monopoliza el uso de la fuerza inherente a la aplicación de sanciones penales. La justicia privada o la existencia de organizaciones armadas paralelas al Estado, que imponen sanciones análogas a la pena, afectan la esencia del Estado constitucional como forma de Estado que consagra delitos e impone sanciones, respetando los derechos fundamentales de los ciudadanos. La potestad penal (o, si se quiere, el ius puniendi) se manifiesta y concreta en tres funciones perfectamente diferenciables: una fase de conminación abstracta, que se traduce en la tipificación legal de los delitos y en el señalamiento –también por vía legal– de la sanción que se estima adecuada para cada hecho delictivo; una fase de imposición concreta, que se traduce en la aplicación judicial de una pena a quien resulte ser responsable de un delito en particular; y una fase de ejecución de la condena, tarea cuyo cumplimiento normalmente corresponde a los órganos de la Administración. Frente a estas tres funciones, el individuo queda sometido al poder estatal, no siendo posible para él abstraerse al rigor de la ley, de la sentencia o de la forma en que ha de ejecutarse la condena.

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II.

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FUNCIONES DE LA PENA

Si bien son numerosos los criterios propuestos en torno a la función de las penas, ellos apuntan en dos direcciones perfectamente diferenciables, las cuales suelen identificarse como concepción absoluta y concepción relativa. De acuerdo con una concepción absoluta, la pena debe ser impuesta en consideración al delito realizado y al margen, –o mejor aún, con prescindencia– de cualquier objetivo o cometido utilitarista. De seguirse una concepción relativa, en cambio, la pena ha de imponerse en atención a los beneficios que pueda reportar su aplicación y, específicamente, considerando su utilidad como factor preventivo de la delincuencia5. La concepción relativa de la pena posee dos variantes: el criterio de la prevención general y el de la prevención especial. El primero de ellos pone énfasis en la función que ejercen las sanciones penales como factor inhibitorio de las tendencias delictivas que se observan en el cuerpo social. El segundo, en cambio, confiere primacía a la función disuasiva que aquéllas ejercen a nivel personal, especialmente respecto de quien ha delinquido, o de quien manifiesta una cierta tendencia a incurrir en conductas delictivas. a)

Criterio retributivo

La idea de retribución, sólo puede ser explicada a partir de la evolución que dicho concepto ha experimentado a lo largo de la historia. Durante la Edad Media prima una concepción, que más tarde se ha dado en llamar de la retribución divina, de acuerdo con la cual el delito no sólo es un pecado, sino que además constituye una rebelión contra el ordenamiento que rige en la tierra por designio de Dios; de ahí que la pena, concebida como una obligación que el soberano debe cumplir y, al mismo tiempo, una exigencia impuesta por la propia naturaleza humana, sea considerada una forma de restablecer, a través de la expiación, el orden quebrantado por el delito. Una segunda forma de concebir la idea de retribución fluye del pensamiento de Kant, quien sostiene que la pena debe imponerse al culpable de un delito “por la sola razón de que ha delinquido”; es decir, en cumplimiento del imperativo ético de retribuir el mal con el mal, lo mismo que el bien merece ser compensado con el bien. Es la tesis de la retribución moral, cuya influencia ha sido decisiva en el desarrollo posterior del pensamiento retributivo en el campo del Derecho penal. Una tercera concepción, generalmente denominada de la retribución jurídica, corresponde al aporte de Hegel, cuyo pensamiento, partiendo de la base de que es contrario a la razón querer un mal únicamente porque preexiste otro mal, intenta centrar el problema en el contexto de la relación individuo-Estado. Concibe, en efecto, el delito como una rebelión de su autor en contra de la voluntad estatal reflejada en la ley, de modo que la pena viene a restablecer la autoridad del Estado quebrantada por la conducta delictiva. La pena, según la Conforme explica Politoff, “Las teorías sobre la función de la pena pueden reducirse a dos ideas centrales: Punitur, quia peccatum est, esto es, se castiga porque se ha pecado (teorías absolutas) y punitur, ne peccetur, es decir, se castiga para que no se incurra de nuevo en pecado (teorías relativas). POLITOFF, Derecho Penal, Tomo I, Santiago, ConoSur, 1997, p. 41. 5

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conocida fórmula de Hegel, es la negación de la negación del derecho representada por el delito, es decir, el delito es la negación del derecho y la pena su restablecimiento. La idea de retribución, tal como hoy se la concibe en el ámbito de la ciencia penal, no guarda correspondencia con el imperativo de justicia kantiano, aunque toma de la tesis de la retribución moral la idea de que la compensación del mal representado por la pena, se explica por la circunstancia de ser alguien culpable de un delito. Se aparta también del denominado criterio de la retribución jurídica, en cuanto las sanciones penales no son concebidas como un mero instrumento para el restablecimiento de la voluntad estatal vulnerada. La pena, de acuerdo con el pensamiento retributivo contemporáneo, si bien sigue siendo compensación, no obedece ya a la idea de reacción frente a un mal o a la de restablecimiento del orden jurídico quebrantado, sino a la de retribuir o compensar lo injusto y la culpabilidad inherentes al delito. El concepto de retribución va insoslayablemente unido a las ideas de libertad, culpabilidad y responsabilidad del ser humano. Para el pensamiento retributivo, la culpabilidad supone (y reconoce) la libertad de las personas y encuentra en esta última uno de sus principales fundamentos. Se dice que el criterio de la retribución funda sus posiciones en la necesidad de exaltar el concepto de dignidad de la persona. Esta actitud puede perfectamente resumirse, con palabras del propio Kant, en que la pena “no puede nunca aplicarse como un simple medio para procurar otro bien, ni aun en beneficio del culpable o de la sociedad; sino que debe siempre serlo contra el culpable por la sola razón de que ha delinquido; porque jamás un hombre puede ser tomado por instrumento de los designios de otro, ni ser contado en el número de las cosas como objeto de derecho real; su personalidad natural innata le garantiza contra tal ultraje...”. Se ha destacado, asimismo, como aspecto positivo de este criterio, su preocupación por la justicia y, específicamente, por el logro de una pena justa. Este objetivo se consigue gracias al papel preponderante que dicha concepción atribuye al concepto de culpabilidad, el cual asume no sólo la calidad de presupuesto de la sanción penal, sino también la de factor determinante de su cuantía, evitando que se imponga un castigo más severo que aquel que resulte proporcional según el grado de imputación subjetiva que corresponda al delincuente. De hecho, las nociones de culpabilidad y proporcionalidad, en tanto que garantías universalmente reconocidas, deben en gran medida al retribucionismo su desarrollo e incorporación en los sistemas jurídicos contemporáneos. La concepción retributiva de la pena tiene una significación liberal, ya que exige una pena proporcionada a la gravedad del hecho y a la culpabilidad del autor, significando una garantía para el ciudadano ante los posibles abusos del Estado. Tiene asimismo un significado filosófico importante porque eleva a valor supremo la dignidad humana y prohíbe la instrumentalización del hombre en aras de fines utilitarios o prevencionistas. La realización del Derecho – la realización de la pena “justa” – hace ver a la comunidad el contenido ético de aquélla y confiere a las prohibiciones un respaldo social del que carecen los mandatos legales injustos o desproporcionados.

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La idea moderna de retribución significa que la pena debe ser equivalente a lo injusto culpable conforme al principio de justicia distributiva, nada tiene que ver con la venganza, los sentimientos de odio o las querencias agresivas de la sociedad, sino que es un principio llamado a limitar la intervención penal. El hecho cometido opera como fundamento y, al mismo tiempo, como límite de la pena, debiendo ésta adecuarse al grado del injusto y de la culpabilidad6. En cuanto a los fundamentos de este criterio, a menudo se sostiene que éste parte de una base equivocada, cual es la existencia del libre albedrío, cuya demostración no es posible desde un punto de vista científico, como tampoco lo es el juicio de culpabilidad. Se le critica, asimismo, el hecho de postular que la pena ha de guardar proporción con la intensidad del juicio de reproche, en circunstancias que resulta materialmente imposible cuantificar la culpabilidad del hechor. En este sentido, se ha afirmado que las teorías absolutas entregan un verdadero cheque en blanco al legislador porque no ofrecen criterios claros y eficaces para limitar la intervención penal. Finalmente, es criticada la idea de que la restauración del orden jurídico será restablecida a través de la imposición del castigo. Tal mecanismo tiene mucho de metafórico, de mágico y de irracional. En verdad, se trataría de legitimar los instintos humanos de venganza. Desde luego que el delito genera en la víctima y en la comunidad deseos y necesidades vehementes de venganza, de represión. Pero esta realidad no significa que la pena sea el único o mejor modo de hacer frente a determinado conflicto. Además, se dice que las teorías absolutas no logran demostrar que la supervivencia del orden social dependa de la imposición de una pena, sino que presuponen dicha necesidad, es decir, los seres humanos castigamos a otros seres humanos por razones de estricta necesidad. b) Criterio de la prevención general El denominador común de los criterios preventivos es entender la pena como un medio para la obtención de fines útiles. A diferencia de lo que ocurre con el planteamiento retribucionista, en el caso de las tesis preventivas aquélla no tiene como función el realizar la justicia, sino proteger a la sociedad. Y lo que distingue específicamente al criterio de la prevención general es su actuación sobre el conjunto de los individuos que integran la comunidad. Aunque la pena sigue siendo una sanción que se aplica en contra de personas concretas, ella ostenta una significación mucho más amplia que trasciende el sentido particular que posee en cada caso en que el Estado la impone. La idea de prevención general se concreta en las tres etapas de realización de la pena: en la fase de conminación legal, se traduce en una advertencia dirigida a la comunidad y destinada a inhibir eventuales impulsos delictivos; en la fase de imposición judicial de la pena, la prevención general se manifiesta por medio de un juicio de reprobación contenido en la sentencia y, finalmente, en la fase de ejecución del castigo, se traduce en el efecto ejemplarizador que trae consigo el sufrimiento que debe padecer el delincuente. 6

GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, Introducción al Derecho Penal, Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 2005, p. 251-252.

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Como la prevención general se proyecta hacia un momento anterior a la comisión del delito, la pena se entiende como un medio al servicio de un fin y se justifica, porque su imposición hace que la generalidad de los ciudadanos desista o se abstenga de cometer hechos punibles. Sin embargo, el efecto propio de dicha función en ningún caso es erradicar la delincuencia, sino sólo mantener sus índices dentro de límites razonables. Una comunidad sin delito es inimaginable. Durante mucho tiempo, se consideró que la coacción sicológica era el único mecanismo de evitación de delitos inherente al criterio de la prevención general. Sin embargo, en la actualidad se tiende a señalar que tal cometido no se cumple únicamente a través de la intimidación. En la actualidad se pone énfasis en la función de reforzamiento de la fidelidad para con el derecho, criterio sobre el cual se ha estructurado la llamada teoría de la prevención general positiva (o integradora), denominada así para distinguirla de la prevención general negativa, que corresponde a la concepción basada en la intimidación. Se ha dicho que intimidar consiste en causar miedo, es decir, en aprovechar el efecto de coacción sicológica que la pena ejerce sobre la generalidad de los ciudadanos. El objetivo preciso que persigue esta forma de prevención general, es disuadir a eventuales delincuentes de la comisión de delitos, mediante la aplicación de la pena en otros casos comparables, creando así impulsos inhibitorios de la delincuencia. Se entiende por prevención general positiva, en cambio, el efecto que la pena ejerce sobre la comunidad, no inhibiendo en sus miembros tendencias o impulsos delictivos, sino reforzando la confianza y adhesión social en el complejo normativo y el sistema de valores que lo informa. Este criterio comparte con el de la intimidación, el cometido de evitar la comisión de delitos a través de los efectos que la pena produce en la generalidad de los ciudadanos. Sin embargo, a diferencia de este último, que opera bajo el mecanismo de la coacción sicológica, la tesis de la prevención general positiva trata de generar una actitud de convencimiento, de fidelidad al derecho, para el fin de protección de los bienes jurídicos que aquél intenta preservar. Los autores suelen destacar, como principal mérito del criterio de la prevención general, la preocupación que éste demuestra por los fenómenos sociales, con lo que el Derecho penal no sólo deja de ser una disciplina centrada en un análisis exclusivamente lógico del problema delictivo, sino que además se vincula a tareas que tienen una connotación muy positiva, como es la de educar la conciencia de la colectividad hacia sentimientos más humanos. Para el criterio de la prevención general, en efecto, los factores determinantes de la imposición del castigo y de su magnitud, son la necesidad y la utilidad de la pena; en otras palabras, las posibilidades que ésta ofrece como instrumento para evitar la comisión de delitos, tomando en consideración los requerimientos del medio social. Asimismo, se destaca a su favor el hecho de que los mecanismos utilizados por el criterio de la prevención general, tengan incidencia sobre la generalidad de los ciudadanos, estimulándolos a llevar una vida en conformidad con las normas jurídicas. Lo anterior, desde luego, favorece la aplicación igualitaria del derecho positivo, en cuanto las penas y su

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duración no tienen por qué estar determinadas por factores que atiendan a las circunstancias personales de quien deba soportar su ejecución. Se ha argumentado, sin embargo, que el criterio de la prevención general discurre entre dos ideas: la utilización del miedo y la consideración de la racionalidad del hombre. La primera lleva implícito el riesgo de que el Estado dirija la conciencia colectiva, incurriendo en actitudes propias del totalitarismo y, la segunda, supone reconocer la capacidad absolutamente racional del hombre, lo cual, en concepto de un sector importante de la doctrina, es una ficción al igual que el libre albedrío. Se señala, asimismo, que el criterio de la prevención general rebaja al hombre a la condición de mero instrumento para la consecución de objetivos sociales, degradándolo en su dignidad. En tal sentido, se argumenta que no es justo imponer a una persona una privación o restricción de derechos personales, para fomentar en otros una actitud de respeto por las normas jurídicas. Específicamente desde un punto de vista político-criminal, dos son las objeciones fundamentales que se formulan en contra de los planteamientos de la prevención general. En primer lugar, se dice que puede conducir a la imposición de penas desproporcionadas, pues procurando pacificar y tranquilizar a la colectividad, y ante la necesidad de frenar tendencias delictivas que en un momento determinado pueden estarla afectando, el Estado se verá obligado a aplicar sanciones de una magnitud muy superior a la entidad de los bienes jurídicos que en cada caso se intenta proteger. En segundo término, se señala que lleva implícita la tendencia a una hipertrofia legislativa, en circunstancias que el criterio que ha logrado imponerse en el ámbito de las ciencias penales es el de mínima intervención del derecho punitivo. Específicamente, respecto del criterio de la prevención general positiva, se dice que éste no logra superar las objeciones que normalmente se dirigen en contra del mecanismo de la intimidación, pues, al igual que este último, implica la pretensión de configurar la conciencia jurídica de la colectividad a través de la imposición de sanciones. c)

Criterio de la prevención especial

Al igual que el criterio de la prevención general, el de la prevención especial asigna a las sanciones penales la función de evitar la comisión de delitos; pero, a diferencia de aquél, propone que tal cometido ha de lograrse a través de la actuación sobre un individuo concreto – el propio delincuente–, procurando impedir que reincida en la ejecución de conductas delictivas. Los mecanismos preventivo-especiales, suelen agruparse según el siguiente esquema: a) La admonición o intimidación individual, que consiste en la advertencia o llamado de atención efectuado al delincuente a través de la imposición de una pena, para que en el futuro se abstenga de ejecutar otras conductas delictivas;

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b) La enmienda, corrección o readaptación social del autor de un delito, que se consigue mediante un tratamiento individual, orientado a obtener de parte de aquél una actitud de respeto por los valores y las normas vigentes en la comunidad a que pertenece; y c) El aseguramiento o inocuización del autor de un delito, que consiste en su separación temporal o definitiva del medio en que se desenvuelve, para evitar que exprese su peligrosidad en sus relaciones sociales. Entre estos cometidos de prevención especial, ha logrado una extraordinaria difusión y aceptación por parte de la doctrina contemporánea, la idea de resocialización, hasta el punto que para algunos llegó a constituirse en el fundamento de toda la función penal, al margen de cualquier contenido retributivo o preventivo general. Muchos penalistas, asimismo, han hecho suyo el pensamiento resocializador, aunque proyectado exclusivamente en el plano de la ejecución de la pena, como criterio orientador de la misma. Aunque, en general, se reconoce que el criterio de la prevención especial es humanista, en el sentido que denota un interés especial por el delincuente, muchos autores plantean que sus postulados son incompatibles con el respeto que merece la persona en su dignidad. En efecto, respecto de todos los mecanismos que propone dicho criterio se plantea que es válida la crítica en orden a que conlleva la utilización del individuo como instrumento para la obtención de objetivos político-criminales, o para imponerle que modifique su forma de comportarse en sus relaciones sociales. Específicamente respecto del mecanismo de la resocialización, se señala que no es conforme al concepto de dignidad personal el que un hombre sea obligado a enfrentar un tratamiento destinado a hacerle cambiar su modo de vida, y aun su propia escala de valores, conforme a los designios de quienes detentan el poder en un momento histórico determinado. Respecto del criterio de la resocialización, se hace presente, asimismo, que exige un modelo o punto de referencia al que ha de aproximarse el individuo, siendo que en una sociedad pluralista no existe un tal modelo definido y unitario. De ahí que se sostenga que el criterio de la resocialización en cuanto lleva implícita la idea de sometimiento, puede conducir a una peligrosa manipulación de la conciencia individual, de lo cual se sigue que es muy difícil llevar a cabo un programa resocializador sin lesionar los fundamentos de una sociedad pluralista y democrática. Desde el punto de vista de la determinación y ejecución de las sanciones penales, el criterio de la prevención especial supone un cierto grado de indeterminación del castigo, con lo cual puede llegarse a que delitos de mucha significación sean sancionados con penas bajas; y, al revés, que el autor de un hecho leve reciba un castigo severo, si se demuestra o supone que presenta un alto grado de peligrosidad o asocialidad. d)

Criterios mixtos o eclécticos

Junto a los tres criterios básicos en torno al problema de las funciones de la pena -esto es, retribución, prevención general y prevención especial-, existe un conjunto de doctrinas que combinan los postulados de dos de ellos, o incluso de los tres, dando lugar a lo que comúnmente se denomina teorías mixtas o eclécticas.

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Dentro de estos planteamientos destacan, en primer término, los criterios llamados aditivos, los cuales deben su nombre a que intentan sumar las proposiciones del retribucionismo y de las tesis preventivas, aunque tomando como base alguna de esas visiones, a la que se otorga preponderancia. De ahí que pueda sostenerse que los criterios aditivos son básicamente retributivos o preventivos. Sin embargo, tienen en común la circunstancia de efectuar esa tal adición respecto de la pena apreciada desde una perspectiva de conjunto, lo cual trae como consecuencia que la pluralidad de funciones se proyecte por igual en todas las etapas que es posible distinguir en el desarrollo de la pena. Es decir, en cada una de las etapas del desarrollo de la pena (en la conminación legal, en la determinación judicial y en la ejecución o cumplimiento) se proyectan todas las funciones que se asignan a la pena. Junto a los criterios aditivos están también los criterios llamados dialécticos. A diferencia de lo que ocurre en el caso de las tesis aditivas, la pluralidad de funciones que los criterios dialécticos asignan a la pena, se proyecta en cada una de las etapas que es posible distinguir en su desarrollo. Es decir, en unas etapas se proyectan unas funciones de la pena y en otras etapas se proyectan otras. Entre estos criterios, el que ha concitado un mayor grado de adhesión es la denominada teoría dialéctica de la unión, desarrollada originalmente por Roxin. De conformidad con esta concepción, es preciso distinguir entre la fase legislativa o de conminación abstracta; la fase judicial o de imposición y medición de la pena, y la fase de ejecución. En la primera de esas etapas, predominan los criterios preventivo-generales, en cuanto ella representa la forma en que el legislador expresa sus valoraciones acerca de la utilidad de la sanción para los efectos de brindar protección a los bienes jurídicos. En la etapa judicial, priman también las consideraciones preventivo-generales, porque ésta representa la oportunidad en que se hace efectiva la conminación abstracta contenida en la ley y de la cual depende su eficacia; sin embargo, entran también en juego factores retributivos, porque la sanción impuesta en sede judicial debe tomar en cuenta la magnitud del juicio de reproche que sea posible efectuar al autor. Finalmente, en la etapa ejecutiva, es el momento en que corresponde considerar los factores preventivo-especiales, en particular las necesidades de resocialización del delincuente.

III.

JUSTIFICACIÓN DE LA POTESTAD PENAL

Al preguntarnos por la justificación de la potestad penal, lo que intentamos es determinar cuál es el fundamento que legitima el ejercicio de aquel poder sancionatorio. En otras palabras, qué es lo que hace legítimo que el Estado pueda limitar los derechos de las personas en una forma tan drástica como la que supone la imposición de una pena (no olvidemos que a este título un individuo puede ser privado incluso de su libertad en forma perpetua). Como respuesta a dicha interrogante, hay corrientes de opinión que simplemente niegan cualquier justificación a la potestad penal, proponiendo su eliminación o reemplazo por otros mecanismos que tiendan -como se supone lo hace la pena- a asegurar una convivencia

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social armónica. Históricamente, los primeros fueron los anarquistas que, según Jiménez de Asúa, niegan de forma absoluta el ius puniendi, porque también niegan toda forma de autoridad y gobierno. Los únicos vínculos normativos son los oriundos de la “propia personalidad y la solidaridad natural y espontánea” entre los individuos de una colectividad abierta y de carácter comunista libertario7. Actualmente, estos planteamientos se agrupan bajo la denominación genérica de abolicionismo penal. Sin embargo, para los abolicionistas, la falta de legitimidad del sistema penal no está en supuestas calidades humanas superiores, sino que apunta a su propia incapacidad para resolver los problemas que le son entregados. Acentúa la crítica a la ineficacia de la función preventiva de la pena y propone que los conflictos generados por la comisión de delitos sean resueltos por los actores involucrados en el hecho a fin de que ellos mismos encuentren una respuesta adecuada e individualizada a cada situación conflictiva. Así, “en todos los casos habría que devolver a las personas implicadas el manejo de sus conflictos”8. El problema que pueden acarrear las tesis abolicionistas, es que se recurra a sanciones materialmente análogas a la pena (por ej., sanciones administrativas), cuya imposición no se ciña a los límites y garantías que debe respetar el ejercicio de la potestad penal estatal. En el extremo opuesto, la opinión mayoritaria sigue siendo aquella que sostiene la imposibilidad de prescindir del sistema penal. Sobre esta base, dicha opinión mayoritaria procura determinar un fundamento legitimador de la potestad punitiva, en concordancia con las normas constitucionales que regulan los derechos de las personas y con aquellas que establecen las bases fundamentales de la actividad estatal. En este sentido, las corrientes de opinión son muy numerosas y variadas; sin embargo, con fines meramente ilustrativos las agruparemos a continuación en tres direcciones más o menos definidas: la perspectiva absolutista, la perspectiva resocializadora y la perspectiva garantista.

a)

La perspectiva absolutista

Corresponde a la opinión de quienes postulan la retribución como cometido de las sanciones penales. De acuerdo con este punto de vista, el problema de la justificación de la pena es independiente del tema de su utilidad. En otras palabras, la pena se justifica en sí misma, al margen de los beneficios que pueda reportar su aplicación. En el marco de las teorías retribucionistas puras, en efecto, la pena es y sólo debe ser la compensación del delito, ya sea como retorsión del mal que éste entraña, o como reafirmación del derecho violentado. Toda utilidad que la pena pudiere reportar es desechada, en términos de su justificación, de suerte que, aun cuando pudieran producir algún efecto concreto, las penas sólo se justifican y deben imponerse como retribución del delito cometido. En consecuencia, la razón de existencia de la potestad punitiva es la de servir de instrumento para la realización de la justicia. De ahí que el Derecho penal sea visto, no como

7

JIMÉNEZ DE ASÚA, Tratado de Derecho penal, Tomo 3, 2ª ed., Buenos Aires, Editorial Losada, 1956, p. 16. HULSMAN - DE CELIS, Sistema penal y seguridad ciudadana: hacia una alternativa, Trad. Politoff, Barcelona, Editorial Ariel, 1984, p. 92. 8

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instrumento para la protección de bienes jurídicos, sino como instrumento para conseguir una justa ecuación entre el mal producido con el delito y el mal que importa la pena.

b)

La perspectiva resocializadora

De acuerdo con este punto de vista, el ejercicio de la potestad penal es legítimo, en la medida en que se oriente a la reinserción social del condenado. A diferencia de lo que planteaba el criterio anterior, la pena se funda aquí en su utilidad, es decir, en su aptitud para obtener un fin concreto, el cual consiste en la readaptación social o resocialización de la persona que delinque. Si bien llegó a gozar de un extraordinario nivel de aceptación hacia mediados del siglo XX, este criterio ha sido prácticamente abandonado por la doctrina, al menos como factor que legitime por sí solo el ejercicio de la potestad penal, en especial a raíz del fracaso de las experiencias resocializadoras que aplicaron numerosos países. Asimismo, se ha llegado a un alto nivel de consenso, en orden a que la resocialización supone un tratamiento, el cual (como todo tratamiento) sólo puede ser exitoso en la medida que cuente con la adhesión y la colaboración voluntaria del individuo a quien se aplica. Un tratamiento impuesto, no sólo atenta contra la dignidad de la persona, sino que además no tiene posibilidades de éxito. De ahí que actualmente la resocialización sea planteada como una oferta que ha de hacerse al condenado, es decir, como una opción que éste libremente puede escoger o rechazar. Y, en estas circunstancias, mal podría proponerse como factor legitimante de la pena, la cual, por definición, es una medida de carácter ineludible.

c)

La perspectiva garantista

De acuerdo con esta posición, tal como ocurría con la anterior, la legitimidad de la pena depende de su aptitud para obtener un beneficio. Sin embargo, la utilidad de la pena no es vista aquí desde una perspectiva individual, sino preponderantemente social. La pena se justifica en la medida en que se encamina a mantener los niveles de criminalidad dentro de márgenes razonables; es decir, en cuanto propende a una convivencia social armónica, a través de la tutela de aquellos intereses (bienes jurídicos) que resulten indispensables en pro de ese objetivo (lo cual, entre nosotros, tiene sustento en el artículo 1º inciso cuarto de la Constitución). Muchos identifican ese cometido con las propuestas preventivo-generales, ya en su versión intimidativa, ya en su versión positiva. Sin embargo, lo que caracteriza y distingue al planteamiento “garantista” de una postura preventivo-general pura, es que la legitimidad de la pena no se hace consistir únicamente en su aptitud para evitar delitos futuros, sino que depende -además, para algunos; y exclusivamente, para otros- de que en su imposición se resguarden hasta el máximo posible las garantías individuales de orden penal (legalidad, lesividad, proporcionalidad, culpabilidad, etc.), y que su aplicación represente el menor costo posible para los derechos y la persona del condenado.

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En suma, la pena será legítima sólo si contribuye eficazmente a la salvaguarda de los bienes jurídicos necesarios para la convivencia social, y si en su imposición se respetan los llamados límites al ejercicio de la potestad penal, es decir, las garantías básicas que han de presidir el juzgamiento y la condena del inculpado. IV. LÍMITES A LA POTESTAD PENAL DEL ESTADO Bajo el concepto de límites a la potestad penal, la doctrina suele estudiar una serie de principios que tienen por objeto garantizar los derechos de las personas frente al ejercicio del poder punitivo del Estado. Como la pena siempre representa una privación o una restricción de alguno de los derechos constitucionalmente garantizados (vida, libertad, derechos políticos, propiedad), el legislador sólo puede restringir el ejercicio de tales derechos o privar de ellos a una persona, en la medida en que se respete un conjunto de garantías que la propia Constitución establece a favor del inculpado, los cuales también son derechos del individuo, tal como lo son aquellos que la pena puede llegar a afectar. Entre las garantías de índole penal, la doctrina suele distinguir entre límites formales y límites materiales. Son límites formales aquellos que dicen relación con el instrumento que ha de servir de fuente a los preceptos penales (reserva de ley, exclusión de la analogía, taxatividad e irretroactividad), los cuales normalmente son englobados en la idea de legalidad penal. Son límites materiales aquellas garantías que dicen relación con el contenido de los preceptos penales (necesidad de la intervención penal, lesividad, culpabilidad, proporcionalidad y humanidad).

EJERCICIOS 1.

¿Es correcto afirmar que la potestad penal corresponde a la autoridad legislativa de cada país?

2.

¿Cuáles son, en tu concepto, las ventajas y los inconvenientes de reservar al Estado el ejercicio de la potestad penal?

3.

¿Qué relación ves tú entre política criminal y el tema de los límites de la potestad penal del Estado?

4.

¿Cuál es el alcance que tú le atribuyes al valor de la dignidad humana?

5.

¿En qué forma se utiliza el valor de la dignidad humana como argumento a favor y en contra de cada uno de los tres criterios concernientes a las funciones de la pena?

6.

Inventa una definición de retribución, otra de prevención general y otra de prevención especial.

7.

¿Cuáles son en tu concepto las principales dificultades para la aplicación de un tratamiento resocializador?

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8.

¿Qué diferencia adviertes entre los conceptos de "función" y "fundamento" de la pena?

9.

¿Qué relación puedes establecer entre los conceptos de culpabilidad e ilicitud, por una parte, y el criterio de la retribución, por otra?

10.

¿Con que concepción de la norma —como norma de determinación o norma de valoración— vincularías a las diversas teorías sobre la finalidad de la pena? ¿por qué?

11.

¿Por qué se considera tan importante establecer límites frente al ejercicio de la potestad penal?

12.

¿Cuál crees que es la condición indispensable para que los límites de la potestad penal cumplan su cometido?

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CAPÍTULO III LÍMITES FORMALES DE LA POTESTAD PENAL

I.

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD PENAL. CONCEPTO Y FUNDAMENTOS

1.

Orígenes

El principio de legalidad penal se origina en los postulados de Beccaria, autor que ya en el año 1764, en su famoso “Tratado de los Delitos y de las Penas”, afirmaba que “sólo las leyes pueden decretar las penas de los delitos, y esta autoridad debe residir únicamente en el legislador, que representa toda la sociedad unida por el contrato social”.1 El pensamiento de Beccaria, que sirvió de base al posterior desarrollo del principio de legalidad y que sigue vigente hasta nuestros días, surge en un momento en que el arbitrio judicial era generalizado, arbitrio que afectaba directamente el principio de separación de poderes. Beccaria contribuyó además a la humanización de las penas, ya que fue un férreo opositor a la pena de muerte y al tormento público, procedimiento que en ese entonces era empleado tanto para obtener la confesión del sospechoso de delito, como para castigarlo una vez pronunciada la condena. 2.

Sentido y alcance2

“El principio de legalidad es el principal límite impuesto por las exigencias del Estado de Derecho al ejercicio de la potestad punitiva e incluye una serie de garantías para los ciudadanos, que genéricamente pueden reconducirse a la imposibilidad de que el Estado intervenga penalmente más allá de lo que le permite la ley”. “Esta formulación tan amplia se concreta en el contenido esencial del principio y en diferentes derivaciones del mismo que conforman las distintas garantías individuales. De esta forma, el contenido esencial del principio de legalidad en materia penal radica en que no puede sancionarse ninguna conducta ni imponerse pena alguna que no se encuentre establecida en la ley, lo que coincide propiamente con el denominado principio de legalidad de los delitos y de las penas, frecuentemente expresado mediante el aforismo nullum crimen, nulla poena, sine lege (cuya formulación corresponde a Feuerbach)”.

1

BECCARIA, Cesare, De los delitos y de las penas, trad. al español a cargo de Juan Antonio de las Casas, Salamanca, Alianza Editorial, 1998, p. 34. 2 Párrafo extractado de MUÑOZ CONDE - GARCÍA ARÁN: Derecho Penal. Parte General, 7ª ed., Valencia, Tirant lo blanch, 2007, pp. 97-98.

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“Se trata de un principio cuya plena consolidación pertenece al nacimiento del Derecho penal moderno, si por tal entendemos el propio del Estado liberal. Y, asimismo, nos encontramos ante un principio plenamente asumido por la comunidad internacional, como demuestra su acogimiento en los acuerdos supranacionales más importantes de nuestro tiempo (Declaración Universal de los Derechos Humanos, Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, Convención Americana sobre Derechos Humanos, etc.)”. “Sin embargo, la mera existencia de una ley no garantiza el cumplimiento del principio de legalidad en la aplicación de una pena. Precisamente para evitar que el principio de legalidad sea una declaración vacía de contenido, la ley debe reunir una serie de requisitos que generalmente se resumen en la necesidad de que sea escrita, previa a la realización de los hechos que se pretende sancionar y estricta, esto es, que establezca claramente las características del hecho punible”. “Según los distintos momentos sobre los que opera, el principio de legalidad de los delitos y las penas, contiene, en primer lugar, las denominadas garantías criminal y penal, lo que se corresponde con la originaria formulación de dicho principio. Estas garantías actúan en el momento de la definición legal de los delitos y las penas y en el de la decisión sobre la responsabilidad penal y la pena aplicable. Pero a ellas se han añadido otras que operan en momentos distintos; concretamente, el principio de legalidad exige también que la decisión sobre la responsabilidad penal y sobre la pena aplicable se lleve a cabo mediante un proceso establecido legalmente y por los órganos judiciales (legalmente) competentes, en cumplimiento de lo que se conoce como garantía procesal o jurisdiccional. Por último, se exige también que la pena impuesta se ejecute con arreglo a las disposiciones vigentes, exigencia que constituye la llamada garantía de ejecución”. “Se trata, por tanto, de que el Estado actúe con total sometimiento al imperio de la ley y dentro de sus límites, pero también de que los ciudadanos conozcan en todo momento cuáles serán las consecuencias de su conducta y el modo en que dichas consecuencias les van a ser aplicadas, con la absoluta seguridad de que si la ley no las establece, nunca podrán afectarles”.

3.

Fundamento político

Si bien es común, entre los autores, afirmar que el principio de legalidad penal tiene antecedentes en el medioevo y, aun, en la antigüedad clásica, prima el criterio según el cual dicho postulado, según la forma en que hoy se lo concibe, es fruto del movimiento liberal que triunfa con la Revolución Francesa. En este sentido, y aun cuando opera como importante factor de seguridad o de certeza jurídica, como presupuesto para un trato igualitario de los ciudadanos y hasta como instrumento de prevención general, aquél ha de ser visto antes que nada, como un instrumento de garantía del individuo frente a la actuación de los poderes estatales. De lo que se trata, en efecto, es de establecer un límite al ejercicio de la potestad sancionatoria, en cuya virtud el individuo no se vea expuesto sino a la reacción penal establecida en una ley, única expresión legítima de la voluntad popular. “Este principio garantiza la imparcialidad del Estado, en tanto tiene que determinar de manera general, y antes de la realización del delito, las características del hecho prohibido y la

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reacción penal que cabe contra el responsable. Se evita que la actividad punitiva del Estado pueda estar cargada de subjetividades o de intereses políticos o estratégicos. Es una garantía que se le da al ciudadano, en el sentido de que también el Estado tiene sus reglas de juego y de actuación limitadas”3. En tanto que instrumento de garantía, el principio de legalidad penal no sólo actúa como un límite frente a la actividad del órgano jurisdiccional, sino que también limita la actuación del Poder Ejecutivo e, incluso, la del propio Poder Legislativo. La autoridad administrativa, en efecto, tiene cerrada la posibilidad de crear Derecho penal, porque sus actos serán siempre de jerarquía inferior a la de las leyes penales; y el legislador, por su parte, tampoco es libre al momento de incriminar conductas, porque, por ejemplo, en virtud de aquel principio le está vedado regular hechos ocurridos con anterioridad al momento en que ejerce tal prerrogativa.

4.

Consagración constitucional

La Constitución chilena consagra la totalidad de las "garantías" que van implícitas en la idea de legalidad. El artículo 19 Nº 3 inciso noveno de la Constitución, en efecto, dispone que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella”. Este precepto constitucional, como se desprende de su simple lectura, al disponer que los delitos sólo pueden ser establecidos en normas de jerarquía legal, consagra de modo expreso la llamada garantía criminal. A su turno, al disponer el artículo 19 Nº 3 inciso octavo que “ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración...”, consagra la denominada garantía penal. Consagra, asimismo, la Constitución la llamada garantía jurisdiccional, al disponer, en el artículo 19 Nº 3 inciso sexto, que “toda sentencia de un órgano que ejerza jurisdicción debe fundarse en un proceso previo legalmente tramitado”, y en el inciso quinto, que “nadie podrá ser juzgado por comisiones especiales, sino por el tribunal que señalare la ley y que se hallare establecido por ésta con anterioridad a la perpetración del hecho”. De este modo, la Constitución hace suya la exigencia de legalidad, tanto en orden al procedimiento conforme al cual son impuestas las sanciones penales, como en lo que respecta al tribunal encargado de aplicarlas. Si bien es cierto que la Constitución no menciona expresamente la garantía de ejecución, ella, sin lugar a dudas, se deduce de la propia garantía penal, puesto que si la sanción ha de estar prevista en el texto de una ley, lógico es suponer que, no distinguiendo la norma, tal exigencia se refiere, tanto a la naturaleza de la pena, como a la forma en que ésta ha de ser aplicada o ejecutada. Además, puesto que la ejecución penitenciaria es, en Chile, competencia de la autoridad administrativa, ésta queda, indudablemente, sometida al requerimiento genérico de legalidad contenido en el artículo 7º inciso primero de la propia Constitución.

3

GARCÍA CAVERO, Lecciones de Derecho penal. Parte General, Lima, Grijley, 2008, p. 95.

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Finalmente, las normas constitucionales también dan cabida, como tendremos ocasión de ver pronto, a las principales manifestaciones o derivaciones del principio de legalidad, esto es: reserva de ley, exclusión de la analogía, irretroactividad y taxatividad. 5.

El principio de legalidad y las medidas de seguridad4

Ha sido objeto de discusión si las medidas de seguridad están abarcadas por el principio de legalidad. Dicho de otra forma, si las medidas de seguridad están incluidas o no en el art. 19 Nº 3 de la Constitución. De antiguo el problema se había planteado con las medidas de seguridad predelictuales. Al haber desaparecido éstas del ordenamiento penal chileno, el problema queda reducido a las postdelictuales. Lo cierto es que para resolver este problema hay que partir de una premisa: si bien las penas y las medidas de seguridad tienen fundamentos y funciones distintos, ambas constituyen una respuesta penal frente a la comisión de un delito. Por tanto, pena y medida de seguridad tienen por objeto ejercer el control estatal. Son respuestas diferentes a un hecho que previamente ha sido definido como delito, de modo que el delito es el presupuesto de la pena y de la medida de seguridad. Ratifica este punto de vista el contenido del art. 1º CPP que señala que “ninguna persona podrá ser condenada o penada, ni sometida a una de las medidas de seguridad establecidas en ese Código, sino en virtud de una sentencia fundada, dictada por un tribunal imparcial”. Luego, esto quiere decir claramente que como una sentencia sólo puede recaer a partir de un hecho que sea constitutivo de delito y como no se pueden imponer otras medidas de seguridad que las establecidas en el CPP, respecto de éstas rige el principio de legalidad. En consecuencia, si tanto la pena como la medida de seguridad en el ordenamiento jurídico chileno tienen como presupuesto común el delito, ambas están sujetas a las exigencias del principio de legalidad.

II.

MANIFESTACIONES DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

Como ya hemos explicado, el principio de legalidad se proyecta en los tres campos fundamentales del ordenamiento jurídico penal: desde el punto de vista del derecho penal sustantivo, se traduce en una exigencia de ley respecto del delito y de la pena (garantías criminal y penal); desde el punto de vista del derecho penal adjetivo, implica exigencia de ley respecto del tribunal y del procedimiento (garantía procesal), y desde el punto de vista del derecho penal ejecutivo, importa exigencia de ley respecto de la forma en que han de ejecutarse o cumplirse las penas (garantía de ejecución).

Extracto de la obra Lecciones de Derecho Penal chileno, de los profesores Bustos Ramírez – Hormazábal Malarée, adaptadas al derecho chileno por el prof. J. A. Fernández Cruz, Santiago, Librotecnia, 2012, pp. 133134. 4

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Pensando, ahora, no en los campos concretos en que se proyecta el principio de legalidad, sino en la forma que asume esa proyección, la doctrina suele distinguir cuatro manifestaciones concretas de aquel postulado: principio de reserva de ley, principio de irretroactividad, principio de exclusión de la analogía y principio de taxatividad.

1.

Principio de reserva de ley

Este postulado implica que la ley es la única fuente admisible en el campo del Derecho penal, al menos en lo que respecta a la tipificación de los delitos y al establecimiento de sanciones. Solamente por ley se pueden crear delitos y establecer penas. Ahora bien, es necesario aclarar qué disposiciones legales abarca el término “ley”. En otros países (por ejemplo, en España), las normas penales se cuentan entre aquellas que requieren de ley orgánica, lo cual implica una exigencia de quórum más elevado que el normal, para los efectos de su aprobación. La Constitución chilena, sin embargo, no formula una exigencia en tal sentido, de modo que basta una ley ordinaria. Con anterioridad a la entrada en vigencia de la Constitución de 1980, fue muy común que se crearan delitos y se establecieran penas a través de decretos con fuerza de ley, y aún hoy siguen vigentes algunos textos normativos de esa índole que incluyen tipos penales. A partir de la entrada en vigencia de la Constitución actual, sin embargo, los decretos con fuerza de ley no pueden ser utilizados como fuente para el establecimiento de delitos y penas, porque aquélla, junto con regular el tema de la delegación de facultades legislativas, dispone que este procedimiento no es admisible respecto de “materias comprendidas en las garantías constitucionales” (art. 64 inciso 2º). Y bien sabemos que la pena siempre importa limitación de tales garantías y que el propio principio de legalidad penal, como veremos luego, es también una garantía constitucionalmente reconocida. Respecto de los decretos leyes (disposiciones sobre materias de ley, emanadas del Ejecutivo en períodos de anormalidad institucional), que también han sido utilizados en Chile como fuente de delitos y penas, la práctica legislativa y judicial tiende a reconocerles validez: la primera, en cuanto ha modificado o derogado textos normativos de esa clase; y la segunda, en cuanto los ha aplicado en reiteradas ocasiones. Lo doctrina, en general, sostiene que, a pesar de ser actos que emanan del Poder Ejecutivo, debe reconocérseles validez, ya que no es posible privar al país de iniciativa legal durante los períodos en que el Congreso no está en funciones, siendo indispensables, incluso, para superar el período de inestabilidad política que motiva su dictación. Finalmente, como consecuencia del principio de reserva de ley, queda descartada la posibilidad de aplicar cualquier otra fuente que no sean las normas emanadas del Poder Legislativo. Sin embargo, suele atribuirse a la jurisprudencia y la doctrina el carácter de fuentes mediatas o indirectas del Derecho penal, en cuanto pueden influir en la forma de interpretar y aplicar los preceptos legales y en cuanto, indudablemente, influyen en los procesos de reforma del Derecho vigente.

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2.

35

Principio de exclusión de la analogía

Como se sabe, la analogía consiste en solucionar un problema que no está expresamente resuelto en la ley, utilizando una norma que regula una situación similar, pero no idéntica. Las normas jurídicas están destinadas a regir situaciones que han de ocurrir con posterioridad a la fecha de su entrada en vigencia. Por este motivo, siendo ilusorio que el legislador pueda prever la totalidad de las situaciones futuras, siempre habrá hechos carentes de regulación (las llamadas lagunas o vacíos legales). La propia ley reconoce esta situación, en el artículo 10 inciso segundo del Código Orgánico de Tribunales, al disponer que, reclamada la intervención del órgano jurisdiccional en forma legal y en negocios de su competencia, no podrá aquél “excusarse de ejercer su autoridad ni aun por falta de ley que resuelva la contienda sometida a su decisión”; y en el artículo 170 Nº 5 del Código de Procedimiento Civil, al disponer que, a falta de ley, los fallos deberán basarse en los principios de equidad. En materia penal, sin embargo, tales disposiciones no son aplicables, porque aquí no cabe hablar de lagunas o vacíos legales: en virtud del principio de legalidad, las conductas humanas que no están expresamente contempladas en una ley, no constituyen delito y deben quedar impunes, por mucho que sean moralmente reprobables o, aun, ilícitas desde el punto de vista de otros sectores del ordenamiento jurídico. Esto, por cierto, conduce a afirmar que en el campo del Derecho penal queda excluida la analogía, como fuente para el establecimiento de delitos o sanciones. Por lo tanto, cuando el juez establezca el sentido de las normas para determinar qué supuestos se encuentran recogidos por éstas, no puede desbordar los límites de los términos de la ley y aplicarla a supuestos no previstos en la misma. De esta manera, el tenor literal se convierte en un límite a la interpretación de la ley penal. La prohibición de la analogía rige, sin duda, respecto de todas aquellas disposiciones penales que fueren perjudiciales a los intereses del inculpado (la llamada analogía in malam partem). Esto, obviamente, es consecuencia directa del principio de legalidad, cuya connotación garantista impide aplicar analógicamente las normas que fundamentan la responsabilidad penal o aquellas que la agravan en razón de determinadas circunstancias. Pero si bien es unánime el rechazo de la analogía perjudicial, no cabe decir lo mismo respecto de la llamada analogía in bonam partem o beneficiosa para el imputado (por ejemplo, aquella que aplica de modo analógico una norma que puede llevar a su absolución o a la aplicación de una pena más benigna). La opinión mayoritaria sostiene que esta última forma de analogía también debe ser excluida porque, al establecer las conductas susceptibles de ser sancionadas como delito, el legislador ha emitido un juicio sobre todas las conductas humanas, determinando cuáles han de ser sancionadas y cuáles no; y, en el caso de las primeras, ha dictaminado acerca de la forma e intensidad que ha de revestir el castigo. De ahí, pues, que el hecho de dejar de imponer una sanción, como así también el de imponer una menos rigurosa, impliquen -en concepto de muchos autores- torcer por vía jurisdiccional una voluntad legislativa (que es expresión de la voluntad popular), claramente manifestada en el texto de la ley. Adicionalmente, se esgrime como

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argumento que el Código Penal español de 1848 admitía expresamente la analogía en materia de atenuantes, lo que la Comisión Redactora de nuestro Código no recogió. La opinión favorable a la admisión de la analogía in bonam partem puede fundarse en que la Constitución, al consagrar el principio de legalidad, se refiere únicamente a que “ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley...” (art. 19 Nº 3 inciso octavo). Como dicho precepto únicamente prohíbe establecer un castigo al margen de la ley, podría sostenerse que la utilización del criterio analógico para los efectos de absolver o para establecer un trato más favorable, no estaría cubierta por la prohibición constitucional. Asimismo, en apoyo de esta posición, podría argumentarse que el verdadero sentido del postulado de legalidad (concebido como garantía política en favor del ciudadano, más que como instrumento de certeza jurídica), es restringir al máximo la intervención punitiva del Estado, y que es, precisamente, a este objetivo al que tiende la analogía in bonam partem.

3.

Principio de irretroactividad penal

Este postulado implica que las leyes penales sólo pueden regir situaciones ocurridas con posterioridad a su entrada en vigencia, estando prohibido aplicarlas con efecto retroactivo, es decir, a situaciones acaecidas con anterioridad. Este principio tiene plena consagración en el artículo 19 Nº 3 inciso octavo de la Constitución, el cual dispone que “ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración, a menos que una nueva ley favorezca al afectado”. En otras palabras, se consagra la irretroactividad de las normas que fundan la responsabilidad penal y la de aquellas que establecen un trato más gravoso en perjuicio del inculpado, pero el mismo precepto constitucional permite la aplicación retroactiva de aquellas normas que operan en un sentido favorable a sus intereses. Volveremos a estudiar estas cuestiones al analizar el ámbito temporal de aplicación de la ley penal. Si bien es cierto que este postulado suele vincularse primordialmente con el fundamento político del principio de legalidad, es innegable que aquél cumple un importante rol como garantía relativa a la imputación subjetiva del imputado, en cuanto le asegura que no será responsabilizado por hechos o situaciones que no estuvo en condiciones de prever al momento de actuar.

4.

Principio de taxatividad

También llamado principio de tipicidad y principio de determinación, esta garantía implica que las leyes penales han ser redactadas en términos estrictos y precisos, de modo que no den lugar a dudas acerca de la situación que pretenden regular. El principio de legalidad, por cierto, carecería de toda eficacia si bastara con cumplir la formalidad de que el delito y la pena estuvieran previamente establecidos en una ley, y no se exigiera, al mismo tiempo, que ésta

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precisara nítidamente el hecho sancionado y la pena correspondiente. La idea de taxatividad es, por tanto, un complemento indispensable para la plena vigencia del principio de legalidad penal. En todo caso, en lo que respecta al establecimiento de la pena, la doctrina suele ser menos exigente en la evaluación del grado de respeto a este principio. En general, se tolera cierta indeterminación en el señalamiento de la sanción mediante marcos penales más o menos amplios, para permitir al tribunal individualizar la pena más adecuada para un fin de prevención especial. Este principio, al igual que los anteriores, figura en el artículo 19 Nº 3 de la Constitución, cuyo inciso final prescribe que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella”. La exigencia constitucional se cumple, únicamente, cuando la descripción de la conducta se hace en términos tales, que no dan lugar a más de una interpretación acerca de lo que se desea incriminar. Asimismo, deberá tratarse de términos que se basten a sí mismos, de manera que no sea necesario recurrir a otros antecedentes para fijar su sentido y alcance. Desde el punto de vista gramatical, la conducta tendrá que expresarse con un verbo autodenotativo, es decir, que indique por sí mismo cuál es el comportamiento humano que trasunta. No basta, en consecuencia, con fórmulas verbales de índole formal, como por ejemplo, infringir, transgredir, burlar, etc.

III.

LAS LEYES PENALES EN BLANCO

1.

Concepto

Las leyes que crean delitos constan de dos partes: una hipótesis o precepto y una sanción. La hipótesis es la descripción de una conducta, es decir, un comportamiento humano, y de las circunstancias en que aquélla ha de realizarse; desde un punto de vista gramatical, se expresa a través de un verbo. La sanción, por su parte, es la pena o castigo que debe sufrir quien realizare la conducta, en las circunstancias que la ley prevé. Así, la ley que contiene una hipótesis y una sanción, establecidas en términos precisos, de modo que al juez le baste con su lectura e interpretación para aplicarla, puede decirse que es una ley completa. Junto a estas leyes, el ordenamiento jurídico suele contemplar otras, que podemos denominar incompletas, en las cuales falta todo o parte del precepto, o bien toda o parte de la sanción. Como estas leyes no se bastan a sí mismas, el juez debe recurrir a otro texto normativo para emitir su juicio de absolución o condena. Sobre esta base, podemos definir la ley penal en blanco (o incompleta, como también se le suele denominar) como aquella disposición emanada del Poder Legislativo, para tipificar un delito, en la cual falta la hipótesis o la sanción, o una parte de aquélla o de ésta, y que, por tal razón, precisa de otra disposición que la complemente.

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2.

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Clasificación

Tomando como base la definición anterior, podemos distinguir cuatro clases de leyes penales en blanco: a) Leyes penales en blanco propiamente tales, que son aquellas disposiciones que contienen la sanción, pero cuyo precepto o hipótesis debe ser determinado o completado por un texto normativo diverso de jerarquía inferior a la legal, emanado de una autoridad administrativa. b) Leyes penales en blanco impropias o de reenvío, en que la labor de complemento es encomendada aquí a otra ley y no a disposiciones emanadas de autoridades ajenas al Poder Legislativo. c) Leyes penales en blanco irregulares, que representan la situación inversa. Es decir, se trata de disposiciones en que la conducta punible aparece completamente descrita por el legislador, pero que dejan en blanco la sanción. Se denominan irregulares, porque a pesar de tratarse de disposiciones penales, paradójicamente, omiten la pena. Algunos las denominan leyes penales en blanco "al revés". d) Leyes penales abiertas, que son disposiciones incompletas en que la labor de complemento es entregada al propio tribunal encargado de aplicarlas, quien podrá hacerlo con entera discrecionalidad.

3.

Fundamentos

La doctrina, en general, manifiesta una opinión favorable a la admisibilidad de las leyes penales en blanco propiamente tales, al menos como un mal necesario. En efecto, todos los autores concuerdan en que tales disposiciones involucran un riesgo para la plena vigencia del principio de legalidad, pero convienen en que no es materialmente posible que las leyes prevean todas las situaciones circunstanciales en que pueden ejecutarse determinadas conductas, especialmente aquellas que tienen que ver con materias dotadas de un elevado tecnicismo, como lo son, en general, las de carácter científico o económico. Asimismo, en favor de la admisibilidad de esta clase de disposiciones, suele invocarse el hecho de que es necesario que ciertas materias sean reguladas con la prontitud propia de la gestión administrativa, y no con la tardanza y falta de oportunidad que, generalmente, supone el ejercicio de la potestad legislativa. Existe, igualmente, una opinión favorable en torno a la admisibilidad de las leyes penales en blanco impropias, porque se estima que la remisión de un texto legal a otro de la misma jerarquía no vulnera la exigencia de legalidad, pues el castigo de todos modos tendrá su base en una ley. No cabe decir lo mismo respecto de las leyes penales en blanco irregulares y de las leyes penales abiertas, respecto de las cuales no existe un fundamento plausible para su admisibilidad.

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4.

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Constitucionalidad

Los miembros de la Comisión de Estudio de la Constitución de 1980, al discutir el alcance que debía darse al principio de legalidad, estuvieron de acuerdo en que las leyes penales en blanco (todas, porque no formularon distingos) no tendrían cabida en dicho texto constitucional. Para ello acordaron, como fórmula consagratoria de aquel principio, la siguiente: “Ninguna ley podrá establecer penas, sin que la conducta que se pretende sancionar esté expresa y completamente descrita en ella”. El texto definitivo de la Constitución, sin embargo, difiere del que fuera aprobado por la Comisión, porque no incluye el adverbio “completamente”, limitándose a exigir que la conducta esté “expresamente” descrita en la ley. Aunque se desconocen las razones que motivaron el cambio, la doctrina concuerda en que el texto vigente -y con mayor razón si se tiene presente la redacción primitiva- implica un reconocimiento en orden a que las leyes penales preceptivas pueden ser completadas por una disposición diversa. Esto obedece a que la interpretación de los textos normativos (como tendremos ocasión de ver más adelante), debe orientarse a determinar el querer actual de las disposiciones y no la intención de sus redactores. Lo anterior, sin embargo, no quiere decir que todas las formas de leyes penales en blanco sean acordes con la letra de la Constitución, siendo preciso examinar, por separado, la situación de cada una de ellas. Respecto de las leyes penales en blanco propiamente tales, es preciso tener en cuenta que la Constitución permite que la hipótesis sea completada por un texto diverso, pero exige que la ley que crea el delito contenga, por lo menos, “la descripción de la conducta”. En consecuencia, la labor de complemento sólo puede referirse a aspectos circunstanciales de la conducta y no a la conducta misma, cuyo sentido y alcance debe estar expresamente fijado en la ley incompleta, con las exigencias ya examinadas al tratar el principio de taxatividad. Asimismo, el texto complementario tendrá que reunir las condiciones mínimas de generalidad y publicidad que imponen, por una parte, el principio de igualdad y, por otra, el principio de imputación subjetiva o de culpabilidad. En suma, las leyes penales en blanco propiamente tales son perfectamente constitucionales, siempre que contengan la descripción de la conducta y siempre que la labor de complemento se refiera a aspectos circunstanciales (de tiempo, o de lugar, por ejemplo). El texto complementario, por su parte, será inconstitucional si amplía el sentido de una conducta prevista (o si agrega una no prevista) en la ley incompleta. Enseguida, es preciso tener en consideración que la labor de complemento sólo puede referirse a la hipótesis; en ningún caso a la sanción. Ello obedece a que la Constitución -al disponer que ninguna ley “podrá establecer penas” sin que se den ciertos requisitos- parte de la base, y al mismo tiempo declara, que sólo la ley puede establecer penas. Y como la redacción, por otra parte, concluye con la expresión “en ella” (que alude a la ley que establece la conducta y la pena), debemos concluir que no es posible separar ambos aspectos. Es decir, la ley que fija una conducta delictiva debe contener además la sanción, de modo que no podría el legislador encomendar la imposición del castigo a un texto normativo posterior, cualquiera sea su rango.

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En consecuencia, las leyes penales en blanco irregulares, en cuanto entregan la fijación de la pena a un texto administrativo posterior, son siempre inconstitucionales. Y las leyes penales en blanco impropias, sólo serán ajustadas a la Constitución cuando entreguen a otra ley el complemento de la hipótesis (con los mismos resguardos que rigen para las leyes penales en blanco propiamente tales); serán, en cambio, inconstitucionales si se limitan a describir la conducta, dejando a una ley posterior la fijación de la pena. Las leyes penales abiertas, en fin, tampoco cumplen las exigencias constitucionales, tanto por contravenir la exigencia de legalidad penal, en los términos que ya conocemos, como por el hecho de atentar en contra de la garantía de igualdad ante la ley.

EJERCICIOS 1.

Indica cuáles son los fundamentos del principio de legalidad penal.

2.

¿Tiene alguna importancia que el principio de legalidad tenga consagración a nivel constitucional?

3.

Redacta un precepto penal imaginario que claramente no cumpla las exigencias constitucionales en materia de taxatividad.

4.

Busca en el Código Penal ejemplos de preceptos que no cumplan las exigencias que impone el principio de taxatividad.

5.

¿Qué relación puedes establecer entre los principios de legalidad y de irretroactividad?

6.

Efectúa una aplicación analógica de la siguiente disposición hipotética: “Será atenuante de responsabilidad penal el hecho de haber delinquido una persona bajo los efectos del alcohol”.

7.

Examina el artículo 496 Nº 36 CP e indica qué clase de norma penal se contempla allí. ¿Te parece constitucional?

8.

Examina el artículo 388 CP e indica qué clase de norma penal se contempla allí. ¿Te parece constitucional?

9.

Redacta un ejemplo hipotético de ley penal en blanco propiamente tal; otro, de ley penal en blanco irregular y otro, de ley penal abierta.

10.

Si un tribunal pretendiera aplicarte una pena contemplada en una ley penal abierta, ¿en qué forma te defenderías?

11.

¿Por qué razón material (no meramente formal) no puede el Presidente de la República crear delitos y penas mediante un reglamento?

12.

Busca ejemplos de decretos leyes y de decretos con fuerza de ley que establezcan delitos y penas.

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13.

Imagina un caso de aplicación analógica perjudicial de alguna disposición del Código Penal y otro de aplicación analógica beneficiosa.

14.

¿Rige el principio de irretroactividad frente a una modificación perjudicial de un reglamento que complementa una ley penal en blanco propiamente tal? Indica argumentos a favor de la constitucionalidad de las leyes penales en blanco propiamente tales.

15.

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CAPÍTULO IV LÍMITES MATERIALES DE LA POTESTAD PENAL

I.

PRINCIPIO DE INTERVENCIÓN MÍNIMA

Puesto que el ejercicio de la potestad penal implica privación o limitación de alguno de los derechos fundamentales de la persona, la intervención del Estado en esta materia sólo es legítima a condición de que no se extienda más allá de lo estrictamente necesario, en procura del objetivo central de su actuación, cual es la protección del orden social a través de la tutela de los bienes jurídicos fundamentales para la convivencia de los individuos. Conforme señala GarcíaPablos, históricamente hay una tendencia a la racionalización y limitación del Derecho penal que reclama una redefinición del rol del ius puniendi en la sociedad y de los principios que rigen la intervención penal en los conflictos sociales, su relación con otros instrumentos de control social y la efectividad de sus instrumentos. Eso significa, en primer lugar, que se retire el Derecho penal de los conflictos pequeños y que se reserve para los casos de mayor gravedad donde su presencia es imprescindible1. Si bien no está consagrado de modo expreso en la Constitución, el principio de intervención mínima puede deducirse del artículo 5º inciso segundo, en cuanto proclama que “el ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana”, y del artículo 1º, en cuanto reconoce el valor de la dignidad humana y proclama que el Estado está al servicio de la persona. La idea de intervención mínima está presente en una serie de postulados que, en estricto rigor, constituyen manifestaciones de aquel principio general: la utilidad de la intervención penal; la subsidiariedad del Derecho penal; su fragmentariedad y el llamado principio non bis in idem. a)

Necesidad o utilidad de la intervención penal2

Como ya vimos, el Derecho penal establece un control social formal, porque posee reglas previamente definidas, por eso es garantista, previsible, racional e igualitario. La necesidad del Derecho penal, por lo tanto, guarda relación directa con el alto grado de formalización que lo caracteriza frente a otros instrumentos de control social. “La función específica del Derecho penal – la que legitima su existencia – es proteger los bienes jurídicos fundamentales mediante la creación de un marco general de garantías y seguridad jurídica. El Derecho penal minimiza, así, la violencia a través de su intervención formalizada y garantista. La pena se legitima porque supone un mal menor (en cuanto reacción

1

GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, Introducción al Derecho Penal, Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 2005, pp. 203-204. 2 Los siguientes párrafos corresponden a GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, Introducción al Derecho Penal, pp. 203- 209 y MIR PUIG, Derecho penal. Parte General, 7ª ed., Montevideo-Buenos Aires, B de f, 2004, pp. 125-127.

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menos aflictiva, menos arbitraria y más controlable) en comparación con otras reacciones jurídicas y que cualquier otra alternativa basada en la ʽanarquía punitiva’”. Así, la formalización del Derecho penal, además de revestir de garantías la reacción punitiva estatal, permite su sometimiento a control. Con eso, se observa también la neutralización de la reacción vindicativa de la víctima, sus allegados y de los grupos y sectores sociales que se identifican con aquella. “Sublima los instintos de venganza latentes en la comunidad mediante la imposición de castigos, cumpliendo así una genuina función retributiva fáctica”. “Si el Derecho penal de un Estado social se legitima sólo en cuanto protege a la sociedad, perderá su justificación si su intervención se demuestra inútil, por ser incapaz de servir para evitar delitos. El principio de necesidad, conduce, pues, a la exigencia de utilidad. Esto plantea por de pronto la cuestión de si realmente el Derecho penal sirve para evitar delitos”. “En contra de la eficacia de la pena podrían alegarse los elevados porcentajes de reincidencia pese al cumplimiento de una pena anterior. Puede decirse, además, que en los delitos pasionales, o de terrorismo, a menudo los más graves, el contraestímulo de la pena juega un papel de muy dudosa relevancia. Sin embargo, la eficacia de la pena no debe medirse sobre la base de los que ya han delinquido. Precisamente en éstos el hecho de haber delinquido demuestra inevitablemente que para ellos la pena ha resultado ineficaz. La eficacia de la pena no puede valorarse por estos fracasos, sino por sus posibles éxitos, y éstos han de buscarse entre los que no han delinquido y acaso lo hubieran hecho de no concurrir la amenaza de la pena”. “Sin embargo, cuando se demuestre que una determinada reacción penal es inútil para cumplir su objetivo protector, deberá desaparecer, aunque sea para dejar lugar a otra reacción penal más leve. Así, por ejemplo, estudios importantes han demostrado que la supresión de la pena de muerte no ha determinado un aumento de los delitos a que se señalaba; ello confirma que debe bastar una pena inferior. Como ya señalaba Beccaria, con frecuencia más importante que la gravedad del castigo es la seguridad de que se impondrá alguna pena”. En efecto, el objetivo debe ser la efectividad máxima con el mínimo coste social posible, dada la violencia inherente a la intervención penal. Por esta razón se hacen recomendables la utilización de instrumentos no penales o, en todo caso, de alternativas y sustitutivos a la privación de libertad. Sin embargo, es importante tener presente que la sustitución de los instrumentos penales no debe perjudicar el marco irrenunciable de las garantías que representa el Derecho penal. Como señaló NAUCKE, “si prescindimos del Derecho penal, no es fácil encontrar un sistema de control menos represivo, ni menos arbitrario, ni más selectivo. Quizás sólo se produzca con su sustitución un cambio de etiquetas: un cambio de titulares y de víctimas, pero no del contenido y extensión del ius puniendi, que es lo relevante”. Se trata de la necesidad de buscar una intervención mínima (en su contenido) y garantista (en su forma). En este sentido, vale la pena tener presente la fórmula sugerida por FERRAJOLI: “un Derecho penal mínimo que asegure la máxima reducción cuantitativa de la intervención penal, la más amplia extensión de sus vínculos y límites garantistas y la rígida exclusión de otros métodos de intervención coercitiva”.

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b)

Subsidiariedad del Derecho penal

“El Derecho penal deja de ser necesario para proteger a la sociedad cuando esto puede conseguirse por otros medios, que serán preferibles en cuanto sean menos lesivos para los derechos individuales. Se trata de una exigencia de economía social coherente con la lógica del Estado social, que debe buscar el mayor bien social, con el menor costo social. Ello da lugar al principio de subsidiariedad, según el cual el Derecho penal ha de ser la última ratio, el último recurso a utilizar a falta de otros menos lesivos”. “Para proteger los intereses sociales el Estado debe agotar los medios menos lesivos que el Derecho penal antes de acudir a éste, que en este sentido debe constituir un arma subsidiaria, una última ratio. Deberá preferirse ante todo la utilización de medios desprovistos del carácter de sanción, como una adecuada política social. Seguirán, a continuación, las sanciones no penales: así, civiles (por ejemplo, impugnabilidad y nulidad de negocios jurídicos, repetición por enriquecimiento injusto, reparación de daños y perjuicios) y administrativas (multas, sanciones disciplinarias, privación de concesiones, etc.). Sólo cuando ninguno de los medios anteriores sea suficiente estará legitimado el recurso a la pena. Importa destacarlo especialmente frente a la tendencia que el Estado social tiene a una excesiva intervención y a una fácil ʽhuida al Derecho penal’. Pero también el Estado social puede conseguirlo si hace uso de sus numerosas posibilidades de intervención distintas a la prohibición bajo sanción”. “El principio de subsidiariedad expresa, por tanto, una exigencia elemental: la necesidad de jerarquizar y racionalizar los medios disponibles para responder al problema criminal adecuada y eficazmente. Una auténtica exigencia de ʽeconomía social’, que optará siempre a favor del tipo de intervención menos lesiva o limitativa de los derechos individuales dado que el Derecho penal es el último recurso de una sana política social.”3

c)

Fragmentariedad del Derecho penal

El postulado del carácter fragmentario del Derecho penal significa que éste no ha de sancionar todas las conductas lesivas de los bienes que protege, sino sólo las modalidades de ataque más peligrosas para ellos. Así, por ejemplo, no todos los ataques a la propiedad constituyen delito, sino sólo ciertas modalidades especialmente peligrosas, como el apoderamiento subrepticio, violento, intimidatorio o fraudulento. “De otro modo, el Estado podría convertirse en un Estado policial y, además, se correría el riesgo de paralizar toda la actividad social a través de la violencia penal. Los ciudadanos de un Estado de Derecho no pueden vivir bajo la amenaza penal constante en todas sus actividades sociales, eso sería la negación del Estado de derecho, pues provocaría la inseguridad de sus ciudadanos”4.

3 4

GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, Introducción al Derecho penal, p. 587. BUSTOS RAMÍREZ, Manual de Derecho Penal, pp. 96-97.

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d)

Principio non bis in idem

Con la fórmula non bis in idem la doctrina penal alude al principio, según el cual, un mismo hecho no debe ser objeto de doble sanción; o una misma circunstancia, de doble ponderación. Esta exigencia supone, en primer término, la necesidad de establecer un marco penal único para cada conducta, de manera que su autor no se vea expuesto, por ejemplo, a la aplicación conjunta de una pena y de una sanción administrativa. Supone, también, la necesidad de no ponderar un mismo antecedente en más de una oportunidad, de modo que, por ejemplo, aquél no sea considerado para decidir cuál es el delito que se configura y, además, para agravar la responsabilidad resultante del delito. Ante la falta de consagración constitucional del principio non bis in idem, el Tribunal Constitucional español ha declarado invariablemente que aquél está implícito en la garantía de legalidad, y que tiene, por tanto, plena vigencia y aplicación. En nuestro concepto, en cambio, más que con la garantía de legalidad, el principio que ahora nos ocupa se vincula con la idea de intervención mínima: si la legitimidad del ejercicio de la potestad penal depende de que el Estado emplee, en contra del individuo, el mínimo de rigor necesario para asegurar la convivencia social, carecerá de sustento cualquier solución normativa o judicial que implique valorar en más de una oportunidad un mismo elemento fundante de la responsabilidad penal o determinante de su agravación. Cada decisión legislativa que implique atribuir consecuencias penales a un determinado hecho o situación supone una valoración previa sobre la gravedad (o desvalor) que va implícita en aquel hecho o situación. Por ejemplo, el hecho de existir un vínculo de parentesco entre el autor y la víctima importa un desvalor que el legislador consideró al momento de establecer una agravante (un aumento de la pena), en perjuicio de quien delinque contra un familiar. Y ese es también el fundamento que el legislador tomó en consideración al crear la figura de parricidio (que tiene asignada mayor pena que la generalidad de los homicidios). Si alguien mata, por ejemplo, a su madre, no podemos castigarlo a título de parricidio (art. 390 CP) y, además, aplicar la agravante general de parentesco (art. 13 CP), porque en ese caso estaríamos considerando dos veces el desvalor del parentesco. El principio non bis in ídem cuenta con dos manifestaciones: material y procesal. En su dimensión material impide que recaiga duplicidad de sanciones en los casos en que se aprecie “identidad de sujeto, hecho y fundamento”. En su vertiente procesal, prohíbe la duplicidad de procedimientos sancionadores, en caso de que existe dicha triple identidad, “y encuentra concreción en mecanismos tan importantes como la cosa juzgada y la regla de preferencia de la autoridad judicial sobre la Administración en aquellos supuestos en que los hechos a sancionar puedan ser no sólo constitutivos de infracción administrativa, sino también de delito o falta”.5 En este sentido se ha pronunciado en numerosas oportunidades el Tribunal Constitucional español.

5

CARUSO FONTÁN – PEDREIRA GONZÁLEZ, Principios y garantías del derecho penal contemporáneo, Montevideo – Buenos Aires, Editorial BdeF, 2014, pp. 223-225.

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II.

PRINCIPIO DE LESIVIDAD U OFENSIVIDAD

Este postulado, llamado también de “necesaria afectación de bienes jurídicos”, implica que la intervención penal es legítima sólo en cuanto efectivamente se oriente a la tutela de un bien jurídico, es decir, de un interés personal o colectivo, que sirve al libre desarrollo del individuo en un Estado Democrático de Derecho. En otras palabras, representa un límite a la actividad del legislador, ya que éste sólo puede tipificar como delito aquellas conductas que afecten un interés que reúna las condiciones necesarias para ser objeto de tutela penal. Queda descartada, en consecuencia, la posibilidad de que el órgano legislativo utilice la vía penal para proteger o fomentar valores estrictamente morales o ideológicos. El requisito de lesividad, sin embargo, no supone necesariamente que el bien jurídico haya sido afectado o atacado en sentido material, porque incluso el simple peligro a que se ven expuestos los bienes jurídicos (en especial, aquellos de mayor entidad) justifica la intervención penal. De ahí que se acostumbre a distinguir dos formas de afectación de los intereses penalmente tutelados: la lesión, es decir, el efectivo detrimento de un bien jurídico, y la puesta en peligro, esto es, la simple exposición a un riesgo. Esto origina una clasificación de delitos que distingue entre delitos de lesión (por ejemplo, el homicidio, art. 391 CP, en que se produce la destrucción del bien jurídico vida) y delitos de peligro (verbigracia, el abandono de niños, art. 346 CP, que se configura por el mero abandono de la víctima, atendido el peligro que ello representa para su vida y su salud, aun cuando esos bienes jurídicos no resulten dañados). La doctrina entiende por delitos de lesión aquellos que implican la destrucción total o parcial de un bien o de un derecho; y por delitos de peligro, aquellos que sólo involucran un riesgo de deterioro para el mismo.6 Puesto que el bien jurídico puede resultar lesionado o puesto en peligro, algunos autores prefieren aludir a principio de “ofensividad” –y no de lesividad–, atendido el carácter más amplio de aquella expresión, que le permite comprender tanto la lesión como el peligro para el bien jurídico. La exigencia de lesividad, por otra parte, en modo alguno significa que la afectación del bien jurídico sea el único antecedente determinante del surgimiento de responsabilidad penal o de la gravedad de la pena asignada a un delito. Al tipificar un comportamiento humano, o al establecer cualquier consecuencia penal, el legislador no ha de considerar únicamente el desvalor que va implícito en la afectación del bien jurídico (comúnmente denominado desvalor de resultado), sino que también ha de tomar en cuenta la gravedad que encierra la actuación del delincuente (que suele denominarse desvalor de acción). De ahí que no todas las conductas que atentan contra un mismo bien jurídico sean necesariamente sancionadas como delito (lo serán únicamente aquellas que revistan una especial gravedad). Y que, entre las varias conductas delictivas orientadas a la protección de un mismo bien jurídico, no todas tengan asignada la misma pena (lógicamente, tendrán una sanción más severa aquellas que atenten más gravemente contra dicho interés). Aunque no se le consigna de modo explícito en los estatutos constitucionales, la doctrina suele considerar que este imperativo es inherente a la función que cabe atribuir al Derecho penal en un Estado social y democrático de derecho, que sólo deberá amparar como bienes jurídicos 6

Así lo señala, por ejemplo, BAIGÚN: Los delitos de peligro y la prueba del dolo, Montevideo-Buenos Aires, Editorial BdeF, 2007, p. 1.

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condiciones de la vida social, en la medida en que afecten las posibilidades de participación y de libre desarrollo de los individuos en el sistema social y tengan una importancia fundamental.

III.

PRINCIPIO DE CULPABILIDAD7

En su acepción más amplia el término culpabilidad se contrapone al de inocencia. En este sentido, bajo la expresión principio de culpabilidad pueden incluirse diferentes límites a la potestad penal, que tienen de común exigir, como presupuesto de la pena, que quien la sufre pueda ser “culpado” por el hecho que la motiva. Para ello es preciso, en primer lugar, que no se haga responsable al sujeto por delitos ajenos. En segundo lugar, no pueden castigarse formas de ser (o “personalidades”), puesto que la responsabilidad de su configuración por parte del sujeto es difícil de determinar, sino que sólo pueden castigarse conductas o hechos. Pero no basta requerir que el hecho sea materialmente causado por el sujeto para que pueda hacérsele responsable de él; es necesario, además, que el hecho haya sido querido (doloso) o haya podido preverse y evitarse (que pueda existir culpa o imprudencia). Por último, para que pueda considerarse culpable el hecho doloso o culposo, ha de poder exigírsele al autor un comportamiento distinto del realizado. “Todos los principios derivados de la idea general de culpabilidad se fundan en buena parte en la dignidad humana, tal como debe entenderse en un Estado democrático respetuoso del individuo. Este Estado tiene que admitir que la dignidad humana exige y ofrece al individuo la posibilidad de evitar la pena comportándose según el derecho. Ello guarda también relación con una cierta seguridad jurídica: el ciudadano ha de poder confiar en que dirigiendo su actuación en el sentido de las normas jurídicas, no va a ser castigado. Se opondría a estas ideas poder castigar a alguien que es inocente, castigarlo por un hecho de otro o por un hecho imprevisible o inevitable. La exigencia de igualdad real de todos los ciudadanos, que también afecta a lo anterior, sirve de base a la prohibición de castigar a un sujeto que no alcanza el nivel de motivabilidad8 normal previsto por la ley”. Aunque son muy numerosas las manifestaciones o concreciones del principio de culpabilidad, la doctrina suele destacar, con especial énfasis, cuatro de ellas: responsabilidad personal, responsabilidad por el hecho, responsabilidad subjetiva y presunción de inocencia. Ello, en modo alguno, quiere decir que el principio de culpabilidad se agote en estas manifestaciones, porque su significado, como ya hemos visto, es mucho más amplio que el que fluye de ellas. a)

Responsabilidad personal

Este principio se traduce en que la responsabilidad penal es estrictamente individual, lo cual se opone a la idea de responsabilidad colectiva, que fue común en otras épocas, en que el castigo por un delito solía recaer no sólo en quien lo había ejecutado, sino también en la familia o el grupo al que aquél pertenecía. En la actualidad, en cambio, es un principio universalmente aceptado el de que nadie puede ser hecho responsable si no ha tenido intervención directa en el delito que motiva la imposición de una pena. 7 8

Párrafo extractado de MIR PUIG: Derecho Penal, pp. 132-136. Es decir, si es posible o no atribuir el hecho a su autor (imputación subjetiva), y en qué medida cabe hacerlo.

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Desde otro punto de vista, la idea de responsabilidad personal implica que sólo los seres humanos pueden delinquir y, en consecuencia, ser penalmente responsables; excluyéndose la posibilidad de que los entes colectivos incurran en esta clase de responsabilidad. Consecuente con esta idea, el artículo 58 del Código Procesal Penal dispone que, por las personas jurídicas, responden los individuos que hubieren tomado parte en la ejecución del hecho. Sin embargo, debe tenerse presente que la Ley Nº 20.393, de 2 de diciembre de 2009, establece, excepcionalmente, la responsabilidad penal de las personas jurídicas en ciertos delitos (lavado de activos, financiamiento del terrorismo y cohecho del particular o soborno). b)

Responsabilidad por el hecho

El principio de responsabilidad por el hecho implica que las personas sólo responden penalmente por las conductas que hubieren ejecutado, y no por actitudes internas, como las simples creencias o intenciones, o por condiciones de índole personal. En otras palabras, no hay delito mientras las intenciones no se concreten en acciones externamente apreciables. Este postulado impone un importante límite al legislador puesto que, necesariamente, ha de estructurar la tipificación de los delitos en torno a una conducta concreta, estándole impedido estructurarlos sobre la base de simples características personales del autor. Por eso se dice que el actual es un derecho penal de actos, en contraposición a la idea de derecho penal de autor, que algunos afirmaron como válida en otras épocas históricas, ya con motivaciones políticas, ya con pretensiones científicas. c)

Responsabilidad subjetiva

Este postulado implica que la responsabilidad penal ha de basarse, necesariamente, aunque no de modo exclusivo, en una valoración acerca de la actitud anímica del sujeto en relación con el hecho ejecutado. No basta con que el sujeto haya sido el causante del resultado ilícito, sino que, además, se requiere examinar si estaba en condiciones de preverlo y si quiso o no su producción. En otras palabras, de lo que se trata es de que el delincuente sea tratado como persona, es decir, como individuo dotado de razón y de libertad, y no como mero instrumento capaz de producir un resultado: un animal también puede “causar” la muerte de una persona, pero sólo el hombre es capaz de querer y de prever esa muerte. El concepto de responsabilidad subjetiva se opone al de responsabilidad objetiva, en virtud del cual, las personas han de responder por el solo hecho de encontrarse en una determinada situación, aunque no hayan podido prever siquiera la ocurrencia del resultado que motiva la imposición de una pena. Violan este postulado los denominados delitos calificados por el resultado (ejemplo: art. 474 inc. final CP), en los cuales concurre, junto con un delito base cometido con dolo o culpa, un resultado respecto del cual no es necesario probar si hubo dolo o culpa, bastando la sola relación de causalidad. d)

Presunción de inocencia

El postulado de presunción de inocencia implica que todo individuo ha de ser tratado como inocente, es decir, como si no tuviera responsabilidad alguna en el hecho que se le imputa,

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mientras no se emita un pronunciamiento de condena en su contra. En otras palabras, las consecuencias penales derivadas de un delito (que se traducen en limitación de derechos personales), sólo pueden ser impuestas o aplicadas una vez que se haya comprobado la culpabilidad del autor del hecho delictivo; mientras ello no ocurra, nada justifica la aplicación de unas consecuencias tan gravosas para los derechos individuales. Porque aun durante la sustanciación del proceso, y por muchos indicios que haya sobre la culpabilidad de un individuo, su propia condición de persona obliga a tratarlo como inocente. Si bien es cierto que la Constitución no menciona expresamente la exigencia de culpabilidad -al menos no en términos tan claros como lo hace respecto del principio de legalidad-, sí, en cambio, es indiscutible que ésta cuenta con reconocimiento implícito a nivel constitucional. Por una parte, porque el postulado general de culpabilidad (y lo propio cabe decir de sus manifestaciones concretas) es, sin duda, una proyección de la idea de dignidad humana, de modo que la previsión constitucional de este último valor, en el artículo 1° de la Carta Fundamental, cubre todo el espectro de garantías que son inherentes al principio de culpabilidad. Por otra parte, el artículo 19 Nº 3, inciso séptimo, de la Constitución prohíbe presumir de derecho la responsabilidad penal. Este precepto, por razones que explicaremos más adelante, importa la garantía de no ser sancionado a menos que se establezca judicialmente la totalidad de los presupuestos necesarios para que surja esa forma de responsabilidad; y, entre ellos, indudablemente, están todos los requerimientos de imputación subjetiva que supone el principio de culpabilidad. Aunque también es menester reconocer que esta disposición constitucional, por sí sola, no permite afirmar que el principio de culpabilidad tiene consagración en la Carta Fundamental, porque no señala que la culpabilidad sea presupuesto de la responsabilidad penal. Respecto de la presunción de inocencia, fuera de las razones que acabamos de anotar, su vigencia en nuestro país deriva de su consagración tanto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, como en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, documentos que han sido incorporados al ordenamiento jurídico chileno con una jerarquía equivalente a la de los preceptos constitucionales. Además, a nivel legal, la presunción de inocencia se encuentra consagrada en el artículo 4º del Código Procesal Penal.

IV.

EL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD

Otro límite material frente al ejercicio de la potestad penal está representado por la necesaria proporción o equivalencia que ha de existir entre la gravedad del hecho que motiva la reacción punitiva y la intensidad de esta última. El principio de proporcionalidad, en el fondo, es un complemento de los postulados de necesidad de la intervención penal, lesividad y culpabilidad, porque la proporción entre delito y pena ha de establecerse, precisamente, sobre la base de los criterios que dan vida a esos tres principios. La exigencia de proporcionalidad entre delito y pena se proclamó formalmente en el artículo 12 de la Declaración de Derechos y Deberes del Hombre y el Ciudadano, que en 1795 ya expresaba la necesidad de imputar las penas estrictamente necesarias y proporcionales al delito.

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El principio de culpabilidad, en efecto, sólo exige que pueda “culparse” al sujeto de la conducta por la que se le castiga, lo cual requiere ciertas condiciones que permitan imputarle su realización (como suya, como dolosa o imprudente, y como producto de una motivación normal). Nada dice esto de la gravedad de la conducta ni, por tanto, de que deba ajustarse a ésta la cuantía de la pena. Sin embargo, los mismos parámetros que han de tomarse en cuenta para decidir si hay o no culpabilidad, también pueden ser utilizados para graduar la responsabilidad del culpable, porque, por ejemplo, una conducta dolosa merece más pena que una conducta imprudente. Asimismo, desde el punto de vista de la afectación del bien jurídico, la importancia que éste revista y la intensidad del ataque que se dirige en contra del mismo, como igualmente la mayor o menor necesidad de la intervención penal, también son factores que han de ser considerados al momento de juzgar la legitimidad de la reacción punitiva. En virtud del principio de proporcionalidad se rechaza el establecimiento de conminaciones legales (proporcionalidad en abstracto) y la imposición de penas (proporcionalidad en concreto) que carezcan de relación valorativa con el hecho cometido, contemplado éste en su significado global. Tiene, en consecuencia, un doble destinatario: el poder legislativo (que ha de establecer penas proporcionadas, en abstracto, a la gravedad del delito) y el judicial (las penas que los jueces impongan al autor del delito han de ser proporcionales a la concreta gravedad de éste)9. Este principio no goza de una consagración explícita en la Constitución, pero se puede considerar como parte de su contenido implícito, pudiendo distinguirse, al menos, las siguientes líneas argumentativas: Según un primer planteamiento, puesto que el principio de proporcionalidad opera como un límite a las restricciones de los derechos fundamentales, su rango constitucional derivaría de la idea misma de Estado de Derecho. En ese orden de ideas, en un Estado de Derecho el contenido esencial de los derechos no puede ser limitado más allá de lo que resulte imprescindible y racional para la protección de los intereses de las personas. De acuerdo con una segunda línea argumentativa, el reconocimiento del principio de proporcionalidad se basa en la definición de Estado como ente al servicio de la persona, lo cual implica una limitación para las cargas y sanciones que las autoridades pueden imponer a los ciudadanos. En fin, un tercer planteamiento fundamenta el principio de proporcionalidad en la proscripción de la arbitrariedad en el actuar del poder público. Según los seguidores de esta tesis, dicha proscripción, más allá de su reconocimiento expreso en algunos artículos de las Constitución (artículo 1, artículo 19 n° 2, artículo 20), tiene un carácter general e impone al Estado el deber de consagrar y aplicar sanciones racionales y acordes con la gravedad de la conducta cometida. “El Tribunal Constitucional español, en diversas sentencias ha otorgado valor constitucional a este principio, conectándolo con los arts. 1.1, en cuanto que establece que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho y se propugnan como valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad y la justicia; 9.3, en el que se 9

GARCÍA-PABLOS DE MOLINA: Introducción al Derecho penal, p. 604.

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contempla la prohibición de arbitrariedad de los poderes públicos, y 10.1, en la medida en que se refiere a la dignidad de la persona”10.

V.

EL PRINCIPIO DE HUMANIDAD DE LAS PENAS11

Este principio caracteriza el origen y la evolución del contenido del sistema penal contemporáneo, y debe ser contemplado desde una doble perspectiva: como signo y emblema que ha marcado históricamente la evolución del Derecho penal desde la Ilustración hasta nuestros días y como límite político-criminal del ius puniendi. A partir de la Ilustración, ha sido posible observar una paulatina y creciente humanización en el rigor de las penas contempladas en el derecho del Antiguo Régimen. De un sistema penal que giraba en torno a la pena de muerte y a las penas corporales, se pasó a otro integrado, básicamente, por penas privativas de la libertad. Asimismo se entienden proscritas aquellas penas que por su contenido o condiciones de ejecución violen la dignidad del ser humano. Importante también es señalar que este principio tiene repercusión en el proceso penal, en la medida en que estarán proscritas las prácticas inhumanas, como la tortura. El principio de humanidad posee especial importancia en lo que dice relación con el cumplimiento de las penas privativas de la libertad. Las cárceles deben garantizar unas condiciones de humanidad mínimas, a pesar de que quienes cumplan su pena en aquéllas hayan sido condenados por los delitos más atroces. Es un imperativo que emana de la dignidad humana. “No obstante, falta un indispensable consenso en cuanto al contenido del principio de humanidad, tanto en lo que se refiere a la naturaleza de la pena como a su forma de ejecución, porque existen todavía hoy importantes diferencias culturales respecto a lo que sea una reacción penal inhumana”12.

VI.

EL PRINCIPIO DE RESOCIALIZACIÓN

Para que sea posible la participación de todos los ciudadanos en la vida social, es necesario que el derecho penal evite la marginación indebida del condenado. Por eso son preferibles las penas que no implican su separación de la sociedad. Pero cuando la privación de libertad del delincuente es inevitable, la ejecución de la pena debe impedir, en la medida de lo posible, sus efectos desocializadores, fomentando cierta comunicación con el exterior y facilitando la reincorporación del penado a la vida en libertad.

10

CARUSO FONTÁN – PEDREIRA GONZÁLEZ, Principios y garantías del derecho penal contemporáneo, pp. 198199. 11 Los dos siguientes párrafos se basan, fundamentalmente, en MIR PUIG: Derecho Penal, pp. 131, 132 y 138 y en GARCÍA-PABLOS DE MOLINA: Introducción al Derecho Penal, pp. 612-618. 12 GARCÍA-PABLOS DE MOLINA: Introducción al Derecho Penal, p. 613.

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El principio de resocialización no puede entenderse como una sustitución coactiva de los valores del condenado, ni como una manipulación de su personalidad, sino que debe concebirse como un intento de ampliar sus posibilidades de participación en la vida social, ofreciéndole alternativas al comportamiento delictivo, que puede libremente aceptar o rechazar.

EJERCICIOS 1.

Inventa una disposición penal que claramente establezca un régimen de responsabilidad objetiva.

2.

¿Qué relación puedes establecer entre los conceptos de culpabilidad y peligrosidad?

3.

¿Qué relación puedes establecer entre los principios de culpabilidad y de irretroactividad?

4.

¿Te parece que la disposición del artículo 1º inciso 2º CP es compatible con las exigencias que impone el principio de culpabilidad?

5.

¿Qué juicio crítico te merecería una disposición que castigara con idéntica pena la comisión dolosa y la comisión culposa de un mismo hecho?

6.

Busca en el Código Penal situaciones en que suceda lo recién mencionado.

7.

Examina el artículo 268 bis CP, desde el punto de vista del bien jurídico, e indica qué comentario te merece.

8.

Según tu opinión, ¿la presunción de conocimiento de la ley que contienen los artículos 7º y 8º del Código Civil vulnera el principio de culpabilidad?

9.

Examina el Código Penal e indica si se cumple en dicho texto el principio de intervención mínima. Fundamenta tu respuesta.

10.

Inventa un caso en que no se respete el principio non bis in idem.

11.

Examina los artículos 329 inciso final y 497 CP e indica qué comentario te merecen esas disposiciones.

12.

Según tu opinión, ¿en qué aspecto de la compleja idea de Estado social y democrático de derecho se funda cada uno de los límites materiales al ejercicio del ius puniendi?

13.

¿Qué comentario te merece el artículo 365 CP? Ten en cuenta que allí se castiga al que accede sexualmente a un hombre mayor de catorce años, pero menor de dieciocho.

14.

¿Qué comentario te merece el artículo 367 ter CP? Ten en cuenta que allí se castiga al que se relaciona sexualmente con una persona mayor de catorce años, pero menor de dieciocho, mediante el pago de una retribución.

15.

¿Qué juicio crítico te merece lo dispuesto en el artículo 374 bis inciso segundo CP?

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16.

¿Qué comentario te merece el artículo 375 CP? Ten en cuenta que allí se castiga al que se relaciona sexualmente con ciertos parientes, existiendo voluntad de ambas partes.

17.

Examina el artículo 454 CP y señala qué juicio crítico te merece tal disposición.

18.

¿Crees que el movimiento humanizador del derecho penal que partió con la Ilustración se mantiene hasta nuestros días?

19.

Según tu opinión, ¿cuáles son las condiciones necesarias para la concreción del principio de humanidad de las penas?

20.

A tu juicio, ¿las cárceles en Chile garantizan unas condiciones de humanidad mínimas?

21.

¿Qué opinión te merece el hecho de que la Ley Nº 20.393 establezca responsabilidad penal para las personas jurídicas?

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CAPÍTULO V APLICACIÓN E INTERPRETACIÓN DE LA LEY PENAL

1.

ÁMBITO TEMPORAL DE LA LEY PENAL

a)

Regla general

El principio general aplicable a todas las ramas del Derecho es que las leyes tienen fuerza obligatoria desde su entrada en vigencia (que normalmente coincide con su publicación) hasta su derogación expresa o tácita. Esto se desprende de los arts. 6º, 7º, 52 y 53 del Código Civil. Haciendo aplicación de este principio, puede afirmarse que la ley penal se aplica a todos los hechos ocurridos entre su publicación y su derogación. De modo que cada delito ha de ser juzgado y sancionado según la ley vigente a la fecha de su perpetración. Si bien ésta es la situación normal, ocurre que el castigo de un delito implica un período que generalmente es prolongado: primero se comete el hecho delictivo; puede pasar un tiempo antes de que se descubra su comisión; el proceso judicial puede demorar varios meses, e incluso años, y el cumplimiento de la condena, en fin, también puede durar un lapso más o menos prolongado. Por este motivo puede presentarse la situación que la doctrina denomina sucesión de leyes penales. Esto quiere decir que en el lapso que va desde la comisión del delito hasta la ejecución completa de la pena, puede variar el tratamiento legislativo del delito de que se trata. Los cambios que puede experimentar la legislación penal se reducen a cuatro: a) eliminar el carácter delictivo del hecho; b) crear un delito que antes no existía; c) disminuir la sanción aplicable, y d) aumentar la sanción aplicable. En las otras ramas del derecho se aplica el principio de irretroactividad consagrado en el art. 9º del Código Civil, en cuanto dispone que la ley rige para el futuro y que no puede aplicarse a hechos ocurridos antes de su vigencia. Pero como esta norma sólo tiene consagración legal, en esas otras ramas del derecho nada impide que una ley ordene aplicar retroactivamente sus disposiciones. Se trataría de un conflicto entre dos leyes de la misma jerarquía. La existencia de la Ley sobre efecto retroactivo de las leyes, de 7 de octubre de 1861, demuestra que es posible que en esas ramas las leyes puedan aplicarse en forma retroactiva. En materia penal, en cambio, el principio de irretroactividad tiene consagración constitucional en las disposiciones de la Carta Fundamental que ya conocemos, de modo que no podría una ley disponer que sus preceptos se aplicarán retroactivamente. En suma, la ley penal sólo rige para el futuro, desde que entra en vigencia y mientras no se deroga. No puede aplicarse a hechos ocurridos antes de su vigencia (principio de irretroactividad). Excepcionalmente, sí puede aplicarse en forma retroactiva cuando es más favorable para el imputado, lo cual implica dejar de aplicar una ley a un hecho cometido durante su vigencia normal.

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Por otro lado, la ley penal no puede aplicarse a hechos acaecidos después de la finalización de su vigencia (principio de no ultraactividad). Lo que sí puede ocurrir es que se aplique a hechos ocurridos durante su vigor, a pesar de que ya no se encuentra vigente (principio de preteractividad). Esto último podría suceder si la ley que rige al momento del juzgamiento del hecho fuera más perjudicial para el imputado que la que estaba en vigor al tiempo de su ejecución. b)

Excepción: retroactividad de la ley penal

Ya sabemos que la Constitución Política y el Código Penal contemplan la posibilidad de que la ley penal se aplique retroactivamente, como excepción a la regla general, cuando ello sea más beneficioso para el delincuente. De acuerdo con el art. 19 Nº 3 inc. 8° CPR, en las causas criminales, "ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración, a menos que una nueva ley favorezca al afectado". Según el art. 18, inciso 2º CP: "si después de cometido el delito y antes de que se pronuncie sentencia de término, se promulgare otra ley que exima tal hecho de toda pena o le aplique una menos rigurosa, deberá arreglarse a ella su juzgamiento". “El deber de aplicación retroactiva de la ley penal más favorable no es una concreción del principio de legalidad, sino del principio de proporcionalidad. Su fundamento se encuentra en una exigencia de congruencia entre la reacción punitiva en el momento de la imposición de la pena y la valoración social del merecimiento y necesidad de pena del delito por cuya comisión se condena, expresada en la ley”1. Conforme a lo que dispone el artículo 18 CP, los requisitos para aplicar retroactivamente la ley penal son los siguientes: a) Que con posterioridad al delito se dicte una nueva ley. Esta ley puede ser de cualquier naturaleza, no necesariamente penal. Lo que la ley quiere es que la nueva disposición traiga como consecuencia un trato más benigno para el imputado. Pero esta consecuencia puede producirse en virtud de una nueva ley penal (Ej.: que elimine el carácter delictivo del hecho) o en virtud de una ley ajena al Derecho penal. (Ej.: El código penal castiga el delito de usura, que consiste en pactar intereses superiores al máximo que la ley permite estipular. Si una ley aumenta el máximo de intereses permitidos, pasando a ser lícita la conducta del sujeto, éste debe quedar impune). En todo caso, no siempre es necesario que efectivamente se dicte una ley. Lo relevante es que el tratamiento punitivo de un hecho varíe, lo que podría ocurrir cuando cambia la normativa que sirve de complemento de una ley penal en blanco propiamente tal (por ejemplo, si se modifica el reglamento al que alude el artículo 63 de la Ley Nº 20.000, sobre tráfico ilícito de estupefacientes o sustancias sicotrópicas). b) Esta nueva ley debe encontrarse promulgada. Jurídicamente, la promulgación es el acto por el cual el Presidente de la República sanciona la ley conforme a la Constitución, mediante la dictación del correspondiente decreto supremo. La publicación, por su parte, es la inserción del BASCUÑAN RODRÍGUEZ, A.: “La ley penal”, en Revista de Derecho de la Universidad Adolfo Ibáñez, Nº 1, 2004, p. 212. 1

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texto de la ley en el Diario Oficial. Pero la vigencia de la ley puede que no coincida con su publicación, porque ella misma puede disponer que entre a regir en una fecha posterior. En Chile, la mayor parte de los autores estima que la retroactividad de una ley penal más benigna que la que estaba vigente al tiempo del hecho, resulta procedente desde su promulgación. Para sostenerlo, se tiene presente el tenor literal del art. 18 CP, el que para aplicar retroactivamente una ley penal más favorable, sólo exige que después de cometido el delito “se promulgare” otra ley más benigna, sin requerir que ésta haya sido publicada ni que se encuentre vigente. En nuestra opinión, se debe dejar de lado esta posición y prescindir de la literalidad en esta materia, por las siguientes razones.2 Según el art. 19 CC, cuando el sentido de la ley es claro, no debe desatenderse su tenor literal. Luego lo importante no es la claridad puramente gramatical o semántica, sino la referida al alcance de la ley. El sentido de una ley no es claro cuando se muestra oscuro (confuso, falto de claridad, poco inteligible), ambiguo (admite distintas interpretaciones) o contradictorio (pugna con el sentido atribuido a otra ley o a otra disposición de la misma ley). Pues bien, el sentido de la expresión “promulgare” en los incisos 2º y 3º del art. 18 CP –en los que se consagra la retroactividad in bonam partem– no es claro, por ser contradictorio con el que se asigna a la expresión “promulgada” en el inciso 1º del mismo artículo. En este inciso se consagra la exigencia de irretroactividad general de toda ley penal, que la doctrina chilena acostumbra explicar como una prohibición de que las leyes penales se apliquen a hechos anteriores a su entrada en vigencia. Si en el primer inciso del citado art. 18 a la palabra promulgar se le da el sentido de entrada en vigor, ¿por qué en los incisos siguientes se le habría de dar un sentido distinto? Es evidente, por razones de seguridad jurídica, que para efectos de la irretroactividad de las leyes penales desfavorables consagrada en el primer inciso de la indicada disposición, la expresión promulgada debe entenderse como sinónimo de entrada en vigencia, y pensamos que en los restantes incisos debe darse a dicha expresión el mismo sentido. Parece absurdo que a una palabra haya que asignarle un significado en un inciso y un alcance distinto en otro inciso de la misma disposición. No debe extrañar que en el citado art. 18 se emplee la palabra “promulgar”. Cuando se elaboró el Código Penal (1873), ya estaba vigente el Código Civil, en cuyo art. 6º originario se señalaba que “la promulgación deberá hacerse en el periódico oficial; y la fecha de la promulgación será, para los efectos legales de ella, la fecha de dicho periódico”. Fue en 1949 cuando, mediante la ley Nº 9.400, se dio a dicha disposición su redacción actual. En consecuencia, el Código Penal quiso aludir a lo que hoy en día conocemos como publicación. Y como la regla general en Chile es que las leyes entran en vigor al momento de su publicación, cabe entender que la retroactividad de la ley más benigna resulta procedente a partir del momento de su entrada en vigencia. Además, si los tribunales aplican retroactivamente una ley más favorable sin esperar que ésta entre en vigor, se corre el peligro de que la ley sea derogada antes de dicho momento, con lo cual se aplicaría un texto que la voluntad soberana del legislador nunca quiso que se aplicara. Por algo los Códigos Penales modernos aluden expresamente a la entrada en OLIVER CALDERÓN, G.: Retroactividad e irretroactividad de las leyes penales, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2007, pp. 31-35. 2

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vigencia de la ley más benigna, como el momento a partir del cual se permite su aplicación retroactiva (por ejemplo, art. 2.2. Código Penal español de 1995, art. 112-1 Código Penal francés de 1992, etc.). La aplicación anticipada de una ley penal más favorable podía explicarse antes de la ley Nº 17.727, de 1972. Hasta antes de esta ley, la cosa juzgada representaba en Chile un obstáculo insalvable para la retroactividad in bonam partem. El art. 18 CP sólo contemplaba la posibilidad de aplicar retroactivamente una ley más benigna si ésta se promulgaba después de cometido el delito y antes de la sentencia de término. Entonces, si el tribunal no podía postergar el pronunciamiento de la sentencia condenatoria, como ello implicaba una intervención penal que devendría excesiva, se justificaba adelantar la aplicación de la nueva ley, invocando como argumento formal la expresión “promulgare”. Sin embargo, a partir de la ley Nº 17.727 este proceder perdió su justificación, porque la cosa juzgada dejó de ser una valla insalvable. Si la nueva ley más favorable entra en vigor después de la sentencia condenatoria firme, el tribunal que la haya pronunciado debe aplicarla y modificar su sentencia. Se podría objetar nuestra opinión, afirmando que el art. 19 Nº 3 inciso 8º CPR obliga a la aplicación retroactiva de las leyes penales más benignas desde el momento de su promulgación. A dicha objeción replicaríamos, señalando, en primer lugar, que el texto de la citada disposición no impone la retroactividad de la ley más favorable, sino que la permite. Y en segundo lugar, que aun si se estimara que la impone, debe tenerse presente que emplea la palabra “promulgada” sólo para aludir a la irretroactividad general de toda ley penal, “a menos que una nueva ley favorezca al afectado”, sin decir nada acerca de si la nueva ley debe estar promulgada, estar publicada o estar vigente. De este modo, si se quiere seguir manteniendo la tesis tradicional, que entiende la expresión “promulgada” de los incisos 2º y 3º del art. 18 CP en su tenor literal, cada vez que una ley más benigna se fije a sí misma un período de vacancia, se producirá un conflicto entre disposiciones de rango legal (el art. 18 CP y la disposición de la hipotética ley más benigna que establezca un tiempo de vacancia). Sería un conflicto entre una disposición general anterior y una disposición especial posterior, en el que, como es obvio, ésta prevalecería sobre aquélla. Tan absurda nos parece la opinión dominante en esta materia, que no permitiría que una persona que delinca en el período de tiempo que media entre la promulgación y la publicación de una nueva ley más favorable, o entre su publicación y su entrada en vigencia, se beneficiara con su aplicación retroactiva, porque la letra del art. 18 CP exige para ello que después de la comisión del delito se promulgue la ley más beneficiosa. En cambio, si se entendiera la expresión “promulgare” como “entrare en vigencia”, dicha persona sí se beneficiaría con la aplicación retroactiva de la nueva ley cuando entrase en vigor, cualquiera hubiera sido el momento en que haya delinquido (antes de la promulgación de la ley nueva, entre su promulgación y su publicación, o entre su publicación y su entrada en vigencia). c) La nueva ley debe ser más favorable para el delincuente. Ello se produce, según el Código, cuando se exime al hecho de toda pena o cuando se le aplica una menos rigurosa. A estas dos consecuencias puede llegarse por múltiples medios. Por ejemplo, se exime de pena, si se crea

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una causal de exención de responsabilidad penal; si se crea una causal de extinción de responsabilidad penal; si se acortan los plazos de prescripción, etc. En cambio, se aplica una pena menor, por ejemplo, si se rebaja la duración de la pena; si se crea una atenuante; si se suprime una agravante, etc. Existen muchas situaciones en las que puede resultar dudoso si la nueva ley beneficia o no al delincuente. Piénsese, por ejemplo, en una ley que rebaja el mínimo de una pena temporal, pero aumenta su máximo, etc. No hay reglas precisas para determinar en abstracto cuándo una ley es más benigna. Sin embargo, la doctrina ha elaborado ciertas pautas a las cuales debería sujetarse la determinación de la ley más benigna: 

La decisión acerca de cuál es la ley más favorable corresponde al juez y no al imputado. Esta conclusión se basa en que al castigar un delito entran en juego factores de gran trascendencia, como la protección de bienes jurídicos fundamentales, de modo que la decisión del castigo debe quedar entregada al órgano al cual normalmente se le asigna esta misión. No obstante, se acostumbra señalar la conveniencia de consultar el parecer del imputado.



Al efectuar la comparación entre las leyes que entran en juego, no sólo debe considerarse la pena que cada una de ellas contempla. Es preciso considerar todos los factores que determinan y regulan la responsabilidad penal, porque todos ellos pueden tener influencia en que una ley sea más benigna. Ej.: los elementos que integran el tipo, las atenuantes, las agravantes, las características de las penas, las causales de exención o de extinción de responsabilidad criminal, etc.



La comparación debe efectuarse tomando en cuenta el caso concreto que se trata de resolver y no en forma abstracta. El art. 18 CP habla del "hecho" concreto.



Según el mismo art. 18, el tribunal debe decidir la aplicación de una u otra ley, pero no puede combinar los aspectos más favorables de una y de otra, ya que ello erigiría al juez en legislador, al aplicar una tercera ley (lex tertia) que nunca ha existido.

El art. 18, inciso 3º, obliga a aplicar la ley penal más benigna cualquiera que sea el momento, posterior a la comisión del delito, en que se dicte. Si la nueva ley se promulga (entra en vigencia) antes de la sentencia condenatoria, no hay problemas, porque el tribunal debe limitarse a fallar conforme a la nueva ley más benigna. Pero si se promulga después de pronunciada la sentencia, aunque se haya cumplido la condena, deberá modificarse la sentencia conforme a las siguientes pautas: 

Es competente para efectuar la modificación, el tribunal de única o primera instancia que hubiere pronunciado la sentencia



La modificación puede efectuarse de oficio o a petición de parte



La modificación no puede afectar las indemnizaciones pagadas o cumplidas, ni las inhabilidades. Algunos autores consideran que esto último podría estimarse inconstitucional, porque infringiría el art. 19 N° 3 inciso octavo CPR, que obliga a aplicar retroactivamente la nueva ley penal más favorable sin hacer distinción alguna.

Al no señalarse plazo alguno hacia atrás, toda modificación en la ley obligaría a todos los tribunales a revisar de oficio todos los fallos que hubieran dictado aplicando el texto antiguo. Ello

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excedería las posibilidades de cualquier tribunal en Chile. Por eso, algunos autores proponen limitar la aplicación retroactiva de la ley más favorable a aquellos casos en que la sentencia ejecutoriada esté produciendo algún efecto. La regulación chilena de la retroactividad in bonam partem es mucho más amplia que la de algunos otros países. En ciertos Códigos Penales extranjeros (ej: Italia, Portugal) se prevé que si la ley penal más benigna entra en vigor cuando ya se ha dictado sentencia condenatoria firme, el fallo sólo puede modificarse si la razón de la benignidad radica en que el hecho se ha despenalizado, pero no si sólo ha tenido lugar una disminución de la pena. En otros (ej: Alemania), la cosa juzgada constituye un obstáculo insalvable, por lo que si la ley más favorable entra en vigencia después de la sentencia condenatoria firme, no se la puede aplicar retroactivamente, aun cuando haya despenalizado el hecho. c)

Leyes intermedias

Se entiende por ley penal intermedia, aquella que tiene vigencia con posterioridad a la comisión del hecho delictuoso y que es reemplazada por una nueva antes de la dictación de la sentencia definitiva. En este caso se produce una sucesión de tres leyes que podrían eventualmente ser aplicadas: a) la ley vigente al momento de cometerse el delito; b) la ley intermedia, que rigió con posterioridad, pero que ya se encuentra derogada al dictarse el fallo, y c) la ley actual, que es la que rige el caso al momento de dictarse la sentencia. La doctrina mayoritaria postula la aplicabilidad de la ley intermedia, cuando es más favorable que la que regía al tiempo del hecho y que la que rige al momento de la sentencia. Para ello suele argumentar lo siguiente. Por un lado, que no debe perjudicar al imputado la dilación de los procedimientos judiciales. Por otro, que la literalidad del art. 18, inciso 2º CP permite resolver este problema, porque para el juzgamiento del delincuente conforme a una ley posterior al hecho delictivo basta con que antes de la sentencia se haya promulgado una ley que exima a la conducta de toda pena o le aplique una menos rigurosa, sin exigir que tal ley esté vigente al momento de pronunciarse la sentencia. Además, la Constitución se refiere a que "una nueva ley favorezca al afectado", sin distinguir cuántas se hayan dictado. Sin embargo, en una posición minoritaria, hay quienes entienden, a nuestro juicio, con razón, que las leyes intermedias no son aplicables, pese a su favorabilidad. Esta última opinión se basa en que la aplicación de tales leyes no es compatible con el fundamento de la retroactividad in bonam partem. Si la ley intermedia es más favorable porque disminuye la pena de un delito, su aplicación conduce a la imposición de una pena que es ilegítima por ser inútil, ya que conforme a la valoración existente al momento del juzgamiento, su cuantía no se considera adecuada para cumplir los fines de prevención general y especial. d)

Leyes temporales

Son aquellas que se fijan a sí mismas un plazo de vigencia, pasado el cual recobra su imperio el ordenamiento anterior. El término de la vigencia transitoria puede estar determinado por el señalamiento de un plazo, o por el hecho de fijarse una condición (estas últimas se suelen llamar leyes excepcionales). Ejemplo de esta clase de disposiciones es la ley Nº 7401 de 1942, sobre seguridad exterior del Estado, la cual dispuso que ella regiría desde la fecha de su

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publicación en el Diario Oficial y hasta que terminara la participación de países americanos en la Segunda Guerra Mundial. En general, los autores consideran que debe aplicarse la ley temporal aunque ya se encuentre derogada al momento de dictarse el fallo, porque al fijarse a sí misma un plazo de vigencia, la ley temporal ya ha tomado en cuenta que determinados delitos cometidos dentro de ese plazo, no alcanzarán a ser fallados durante su vigencia (por ejemplo, los cometidos el día anterior al término de la vigencia). Esta conclusión guarda perfecta armonía con el art. 18 CP, puesto que éste exige que se apliquen retroactivamente las leyes penales más benignas "promulgadas" con posterioridad al delito. Pero nada dice respecto de aquellas situaciones en que el trato más benigno no es consecuencia de la promulgación de una nueva ley, sino que del hecho de haber recobrado vigencia el sistema legislativo anterior. Como puede advertirse, al aludir a las leyes penales temporales se piensa normalmente en leyes más severas que el régimen ordinario. Sin embargo, excepcionalmente podría suceder que fueran más benignas (por ejemplo, que a modo de experimento, el legislador decidiera rebajar las penas de algún delito por un tiempo determinado). En dicho caso, se plantearía el problema de determinar si la ley temporal podría o no ser aplicada retroactivamente a los hechos realizados antes de su entrada en vigor. Según nuestra opinión, en general, tal aplicación retroactiva no sería procedente, por no guardar relación con el fundamento de la retroactividad in bonam partem. También puede ocurrir que exista una sucesión de leyes temporales, es decir, que tras el término de la vigencia de una ley temporal, no recobre su vigor el régimen penal ordinario, sino que entre en vigencia otra ley temporal, que puede ser más severa o más benigna que la anterior, lo que originaría, en el segundo caso, el problema de determinar si la segunda ley temporal puede aplicarse retroactivamente en el juzgamiento de los hechos acaecidos bajo la vigencia de la primera. A nuestro juicio, la resolución del problema depende de las particularidades de cada caso, a partir del fundamento de la retroactividad de las leyes penales más favorables.

2.

ÁMBITO TERRITORIAL DE LA LEY PENAL

Para determinar cuál es el ámbito de aplicación de la ley penal en cuanto al territorio, las legislaciones suelen basarse en alguno de los siguientes principios: 

Principio de territorialidad: Según este principio, la ley penal sólo rige dentro de los límites territoriales del Estado que la dictó. Este postulado se basa en la circunstancia de que el orden jurídico de un Estado, por lo general, no se ve afectado por hechos ocurridos fuera de su territorio.



Principio de la personalidad: Según este principio, la ley penal de un Estado debiera aplicarse a sus nacionales, cualquiera que sea el lugar en que se hubiere cometido el delito. Existen dos variantes de este principio: según la primera, basta con la nacionalidad del delincuente; de acuerdo con la segunda, en cambio, debería exigirse, además, que el bien jurídico atacado pertenezca también a un nacional o que el delito afecte al Estado a que pertenece el delincuente.

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Principio real o de defensa: Según este principio, debe aplicarse la ley penal del Estado perjudicado o del Estado a que pertenece el titular del bien jurídico ofendido.



Principio de universalidad: Postula que los delitos vulneran los derechos de todos los hombres y contradicen las ideas jurídicas aceptadas por todas las naciones. Por este motivo, los delitos debieran ser castigados por el Estado donde se encuentra el delincuente y conforme a la legislación de ese país, con la única limitación de que el autor no haya sido castigado antes por el mismo hecho.

No existe ningún país que aplique en forma exclusiva uno solo de los principios antes enunciados. Lo normal es que se acepte como regla general alguno de ellos, pero que las propias legislaciones establezcan excepciones basadas en algunos de los otros tres principios. a)

Regla general: el principio de territorialidad

En Chile rige, como regla general, el principio de territorialidad, consagrado en los arts. 14 CC y 5º CP. El primero de ellos dispone que: "La ley es obligatoria para todos los habitantes de la República, inclusos los extranjeros". El segundo, por su parte, prescribe que: "La ley penal chilena es obligatoria para todos los habitantes de la República, inclusos los extranjeros. Los delitos cometidos dentro del mar territorial o adyacente quedan sometidos a las prescripciones de este Código". El principio de territorialidad tiene dos aspectos: el primero consiste en que la ley penal chilena sólo rige dentro de los límites de nuestro territorio; el segundo, en que dentro de éste sólo rige la ley penal chilena. El territorio nacional comprende: a) la superficie terrestre ubicada dentro de las fronteras nacionales; b) el mar territorial o adyacente a toda la costa chilena; c) el espacio aéreo que cubre el suelo y el mar territorial, y d) el subsuelo existente bajo la superficie terrestre y el mar territorial. Para determinar cuáles son las aguas jurisdiccionales en las que se aplica la ley penal chilena es preciso recurrir al art. 593 CC, el cual dispone: "El mar adyacente, hasta la distancia de doce millas marinas medidas desde las respectivas líneas de base, es mar territorial y de dominio nacional. Pero, para objetos concernientes a la prevención y sanción de las infracciones de sus leyes y reglamentos aduaneros, fiscales, de inmigración o sanitarios, el Estado ejerce jurisdicción sobre un espacio marítimo denominado zona contigua, que se extiende hasta la distancia de veinticuatro millas marinas, medidas de la misma manera". Como podemos apreciar, el Código Civil divide el mar adyacente en dos zonas: una, más inmediata, que se denomina mar territorial y que se prolonga hasta doce millas marinas; y, otra, más extensa, que se prolonga hasta veinticuatro millas marinas. Como el artículo 5º CP sólo hace aplicable las leyes penales chilenas al mar adyacente que es territorial, es preciso concluir que éstas rigen hasta la distancia de doce millas marinas.

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Junto al territorio físico (terrestre, marítimo y aéreo) la ley penal chilena también es aplicable dentro del llamado territorio ficticio. Esta última expresión suele incluir, en primer término, las naves y aeronaves públicas chilenas dondequiera que se encuentren, y las naves y aeronaves privadas chilenas, siempre que se encuentren en alta mar o sobre ella (art. 6º COT) Incluye, también, el territorio extranjero bajo ocupación militar. Antes también se consideraba territorio ficticio de un Estado los terrenos y edificios ocupados por sus representaciones diplomáticas en el extranjero; sin embargo, en la actualidad, al menos en el campo penal, se postula que la inmunidad diplomática es una situación de carácter personal y no territorial. b)

Excepciones al principio de territorialidad

Como ya hemos adelantado, estas excepciones se fundan en alguno de los otros tres principios anteriormente reseñados: Excepciones basadas en el principio de personalidad 

El art. 345 del Código de Derecho Internacional Privado, refiriéndose a la extradición, dispone que: "Los Estados contratantes no están obligados a entregar a sus nacionales. La nación que se niegue a entregar a uno de sus ciudadanos estará obligada a juzgarlo". Por lo tanto, si un Estado contratante no entrega a un nacional suyo, en su juzgamiento tendrá que aplicar su propia ley penal, pese a que el hecho haya podido tener lugar en el territorio de otro Estado.

Excepciones basadas en el principio real o defensa Se trata de delitos que no obstante haberse perpetrado fuera del territorio de la República, quedan igualmente sometidos a los tribunales chilenos. 

Delitos cometidos por un agente diplomático o consular chileno en el ejercicio de sus funciones (art. 6 Nº 1 COT)



Ciertos delitos ministeriales cometidos por funcionarios públicos chilenos o por extranjeros al servicio de la República (art. 6 Nº 2 COT)



Los delitos que atentan contra la soberanía y la seguridad exterior del Estado y ciertos delitos contra la salud pública (art. 6 Nº 3 COT)



La falsificación del sello del Estado, de moneda nacional o de documentos de crédito del Estado o de organismos públicos (art.6 Nº 5 COT)



Los delitos cometidos por chilenos contra chilenos si el culpable regresa al país sin haber sido juzgado por la autoridad del país en el cual delinquió (art. 6 Nº 6 COT)



Delitos de producción y comercialización de pornografía infantil y de favorecimiento de la prostitución de menores de edad, que afectaren a chilenos (art. 6 Nº 10 COT)

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Excepciones basadas en el principio de universalidad 

3.

Art. 308 Código de Derecho Internacional Privado: "La piratería, la trata de negros y el comercio de esclavos, la trata de blancas, la destrucción o deterioro de cables submarinos y los demás delitos de la misma índole contra el derecho internacional, cometidos en alta mar, en el aire libre o en territorios no organizados aún en Estados, se castigarán por el captor de acuerdo con sus leyes penales".

LA EXTRADICIÓN3

La extradición es el acto por el cual un Estado entrega un individuo a otro Estado que lo reclama para juzgarlo penalmente o para aplicarle una pena ya impuesta. La extradición se denomina activa, desde el punto de vista del Estado requirente; y pasiva, desde el punto de vista del Estado requerido. La extradición es un instrumento de colaboración jurídica internacional, por el cual a un Estado que exhibe títulos para perseguir penalmente a un individuo o para hacer efectiva una condena a su respecto, se le coloca en la posibilidad de hacerlo. a)

Fuentes

A diferencia de lo que ocurre en otros países, Chile no tiene una ley sobre extradición. Y aunque hay disposiciones relativas al tema en el Código Procesal Penal, ellas se refieren exclusivamente a aspectos formales o procesales. También se refiere al tema de la extradición el Código de Derecho Internacional Privado (o Código de Bustamante), que sí contiene disposiciones de fondo y que vincula a nuestro país, pero únicamente en su relación con los otros países que también lo han suscrito y ratificado. A nivel general, la principal fuente jurídica de la extradición son los tratados. Estos pueden ser bilaterales (como los que ha suscrito Chile con España, Alemania, Holanda, Bélgica, Gran Bretaña y Estados Unidos) o multilaterales (como el Tratado de Montevideo de 1933 y el propio Código de Derecho Internacional Privado). El hecho de que dos países no estén vinculados por un tratado sobre extradición, sin embargo, no es obstáculo para que opere este instrumento de cooperación internacional. En ausencia de aquéllos, la práctica internacional suele recurrir al principio de reciprocidad (es decir, se concede la extradición cuando el país requirente ha dado lugar previamente a solicitudes formuladas por el país requerido o se espera que sí lo haga en el futuro, tomando en consideración sus relaciones con otros países) y a los principios generales reconocidos por el derecho internacional, concepto este último que la jurisprudencia chilena ha utilizado para resolver situaciones no reguladas en forma expresa, declarando, además, la Corte Suprema, que en el ordenamiento jurídico chileno tales principios pueden extraerse de las disposiciones del Código de Derecho Internacional Privado.

Extractado de POLITOFF – MATUS – RAMÍREZ: Lecciones de Derecho Penal, Editorial Jurídica de Chile, 2010, 1, pp. 145-155. 3

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Requisitos

La doctrina suele agrupar los requisitos necesarios para que sea procedente la extradición en tres categorías: relativos a la calidad del hecho, a la calidad del delincuente y a la punibilidad del hecho. Relativos a la calidad del hecho 

Principio de doble incriminación: el hecho por el cual se solicita la extradición debe estar previsto como delito, tanto en el país requirente como en el país requerido (art. 353 CDIP).



Principio de gravedad mínima: la extradición sólo es admisible respecto de delitos dotados de una cierta gravedad. En el ordenamiento jurídico chileno, el art. 354 CDIP, así como los arts. 431 y 440 CPP, disponen que la pena no debe ser inferior a un año de privación de libertad. Se estima que la apreciación de la gravedad debe efectuarse en abstracto, considerando la pena mayor o el margen superior de la pena asignada al delito. Tratándose de un delito que ya fue objeto de condena, obviamente, ha de tomarse en consideración la pena efectivamente impuesta por el tribunal.



Principio de exclusión de los delitos políticos: Este principio se funda, básicamente, en la idea de que los delincuentes políticos actúan con motivaciones que sólo tienen sentido respecto de un Estado en concreto, y no representan un peligro para otros Estados. El artículo 355 CDIP, junto con establecer la prohibición de extraditar a los delincuentes políticos, dispone que ella se hace extensiva a los delitos conexos, es decir, a aquellos que se cometen, por ejemplo, para favorecer la consumación del delito propiamente político.

Relativos a la calidad del individuo En Chile, a diferencia de otros países, no existe una norma que prohíba la extradición de los nacionales. El artículo 345 CDIP, sin embargo, dispone que los estados contratantes no están obligados a entregar a sus nacionales, pero que si niegan la extradición estarán obligados a juzgarlos. Relativos a la punibilidad del hecho 

La acción penal o la pena no deben encontrarse prescritas. En otras palabras, el delito debe ser actualmente perseguible; o la pena, aplicable. Según el art. 359 CDIP es preciso que la acción penal o la pena no se encuentren prescritas con arreglo a la ley del Estado requirente o requerido.



La extradición no es procedente si el delincuente ya cumplió una condena o fue absuelto en el Estado requerido por el hecho que motiva la solicitud, o si existe un juicio pendiente en el Estado requerido (art. 358 CDIP).

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Efectos de la extradición Concedida la extradición:



El Estado requirente no puede juzgar al delincuente por un delito cometido antes de la extradición y que no fuera mencionado en la solicitud respectiva, salvo que solicite una nueva extradición. Tampoco puede ser juzgado por hechos ocurridos con posterioridad al juzgamiento o a la ejecución de la pena por parte del Estado requirente, salvo que el individuo permanezca voluntariamente en el territorio de este último durante tres meses a lo menos (art. 377 CDIP). El Estado requerido puede aplicar al individuo cualquier pena que no sea la de muerte (art. 378 CDIP). Negada la extradición:



4.

El Estado requirente no puede volver a solicitarla por el mismo hecho. En otras palabras, la negativa a conceder la extradición produce lo que en derecho procesal se denomina “efecto de cosa juzgada”.

ÁMBITO PERSONAL DE LA LEY PENAL

Como manifestación del principio de igualdad ante la ley, constitucionalmente garantizado, el artículo 5º CP dispone que la ley penal chilena es obligatoria para todos los habitantes de la República. Esto quiere decir que, en principio, las leyes penales no pueden dejar de aplicarse respecto de ningún individuo que se encuentre en nuestro territorio, cualquiera sea su condición o el cargo que desempeñe. Por excepción, la propia ley contempla situaciones de privilegio para determinadas personas. Estos privilegios pueden revestir el carácter de inviolabilidad o de simple privilegio procesal. La diferencia fundamental radica en que mientras la primera impide que se persiga la responsabilidad penal de una persona por determinados hechos, los privilegios procesales, en cambio, sólo establecen condiciones o requisitos especiales para perseguir la responsabilidad penal, pero no impiden que el beneficiario soporte la aplicación de una pena. a)

Inviolabilidades

Hay, en primer término, una serie de inviolabilidades que provienen del derecho internacional y que se caracterizan por ser absolutas, es decir, se refieren a cualquier delito que cometan ciertas personas. Los favorecidos con estas inviolabilidades son los Jefes de Estado extranjeros y los representantes diplomáticos extranjeros. En el caso de estos últimos, se hacen extensivas a sus familiares y a los empleados extranjeros de la representación diplomática (arts. 297 y 298 C. de Derecho Internacional Privado). Hay, también, un segundo grupo de inviolabilidades, denominadas políticas, que se caracterizan por ser relativas, es decir, se refieren sólo a ciertos delitos que cometan las personas favorecidas con ellas. El artículo 61 de la Constitución, dispone que: "Los diputados y senadores sólo son inviolables por las opiniones que manifiesten y los votos que emitan en el desempeño de sus cargos, en sesiones de sala o de comisión".

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Hay, finalmente, un caso especial de inviolabilidad, comúnmente denominada judicial, que favorece a los miembros de la Corte Suprema en lo relativo a la falta de observancia de las leyes que reglan el procedimiento, a la denegación y a la torcida administración de justicia, conductas que configuran el delito de prevaricación (art. 324 COT) b)

Privilegios procesales La legislación chilena contempla tres clases de privilegios procesales:



El desafuero, que consiste en una declaración, hecha por la autoridad jurisdiccional, en el sentido de haber lugar a la formación de causa en materia penal respecto de diputados y senadores (arts. 61, incisos 2º, 3º y 4º de la Constitución y 416 a 422 del Código Procesal Penal), intendentes y gobernadores (art. 423 del Código Procesal Penal) por cualquier delito que hayan cometido, aunque no haya sido en el ejercicio de sus funciones.



El juicio político, que consiste en un trámite previo al juzgamiento de ciertas autoridades por delitos (u otros hechos) cometidos en el ejercicio de sus funciones (por ej. Presidente de la República, ministros, magistrados de los tribunales superiores, intendentes, etc.), que es de competencia del Congreso Nacional (arts. 52 Nº 2 y 53 Nº 1 de la Constitución).



La querella de capítulos, que es un trámite previo, similar al desafuero, que tiene por objeto hacer efectiva la responsabilidad penal de los jueces, fiscales judiciales y fiscales del Ministerio Público por hechos ejecutados en el ejercicio de sus funciones (arts. 424 a 430 Código Procesal Penal).

5.

INTERPRETACIÓN DE LA LEY PENAL

El Código Penal no contempla normas sobre interpretación de las leyes. Son aplicables, en consecuencia, las normas que sobre esta materia contiene el Código Civil, en sus artículos 19 a 24. La aplicabilidad de estas disposiciones es un hecho que nadie discute. Tradicionalmente, se ha dicho que interpretar la ley significa determinar su sentido y alcance, con el objeto de aplicarla a los casos concretos de la vida social. Los conceptos de interpretación y aplicación de la ley, en verdad, se confunden, puesto que el juez al aplicarla está obligado a armonizar una disposición de carácter abstracto y general, con un hecho concreto, lo cual implica una labor de interpretación. Por este motivo, actualmente se descarta una antigua corriente de opinión que sostenía que sólo es necesario interpretar las disposiciones oscuras. Se dice que por muy claros que sean los términos de una ley, al determinar el juez que es aplicable a un caso concreto, se está fijando el alcance y sentido de la ley, con lo cual se realiza una labor de interpretación. Dos teorías tratan de explicar cuál es la finalidad que busca el proceso interpretativo. La primera posición estima que la interpretación persigue determinar cuál es la voluntad del legislador (teoría subjetiva). La segunda posición, en cambio, sostiene que lo que debe buscarse es la voluntad de la ley, es decir, su querer actual (teoría objetiva). Este último criterio, que predomina en nuestros días, se funda en las siguientes razones:

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a) La voluntad del legislador es una abstracción carente de realidad y que prácticamente es imposible de determinar. Basta considerar que las leyes generalmente son el fruto del trabajo de muchas personas, las cuales pueden haber tenido intenciones diversas. b) La ley está destinada a regir para el futuro; en consecuencia, no resulta lógico atribuirle a sus expresiones el sentido que éstas tenían al momento de su dictación o en concepto de sus redactores. c) El propio Código Civil, en su art. 19 inciso 2º, se refiere a la "intención o espíritu claramente manifestados en ella misma", con lo cual, indudablemente, alude a la voluntad de la ley y no a la de sus redactores. Todos los autores concuerdan, también, en que el proceso de interpretación de la ley siempre debe efectuarse tomando en consideración el progreso científico y cultural que se ha experimentado entre la fecha en que se dicta y aquella en que se la interpreta. Esto no es más que una consecuencia del criterio según el cual la interpretación ha de buscar el querer actual de la norma. La interpretación que se basa en los principios culturales y científicos actualmente vigentes, suele denominarse progresiva. a)

Fuentes de la interpretación

La interpretación puede emanar de dos fuentes: de un órgano estatal o de un jurista. En el primer caso se habla de interpretación pública u oficial; en el segundo, de interpretación privada o doctrinal. La interpretación pública u oficial puede ser efectuada por el Poder Legislativo (interpretación auténtica o legal) o por los tribunales (interpretación judicial). La interpretación legal, a su vez, puede adoptar dos formas: se denomina contextual, si la norma interpretativa se encuentra contenida en el mismo texto que la norma interpretada; y posterior, si la norma interpretativa se dicta después que la norma interpretada. Cuando la interpretación legal es posterior, según el artículo 9º CC, las disposiciones de la ley interpretativa se tendrán por incorporadas a la ley interpretada, es decir, tendrán efecto retroactivo, pero sin que puedan afectar a las sentencias judiciales dictadas en el período intermedio. Este principio, desde luego, no rige en materia penal, si la norma posterior es desfavorable para el reo. La interpretación legal tiene fuerza obligatoria en virtud de lo que dispone el art. 3º CC: "Sólo toca al legislador explicar o interpretar la ley de un modo generalmente obligatorio". La interpretación judicial, en cambio, sólo tiene efecto para el caso concreto respecto del cual se efectúa. Al respecto, el art. 3º inciso 2º CC dispone que: "Las sentencias judiciales no tienen fuerza obligatoria sino respecto de las causas en que actualmente se pronunciaren". La interpretación privada o doctrinal, en fin, no tiene fuerza obligatoria, pero de hecho influye en la interpretación que efectúan los tribunales, y su valor depende únicamente del prestigio del intérprete y de la calidad de sus argumentos.

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Medios de interpretación La legislación chilena contempla cuatro medios de interpretación:



Interpretación literal: consiste en recurrir a la letra del texto legal, es decir, a las propias palabras que utiliza la ley. Este medio de interpretación aparece mencionado en el art. 19 CC, el cual dispone que "cuando el sentido de la ley es claro no se desatenderá su tenor literal, a pretexto de consultar su espíritu".

El Código Civil ofrece tres reglas concretas para determinar cuál es el tenor literal de una disposición: Según el art. 20, 1ª parte: "Las palabras de la ley se entenderán en su sentido natural y obvio, según el uso general de las mismas". Esto quiere decir que el juez debe determinar el significado de las palabras, según el uso que de ellas hace la comunidad en el lenguaje cotidiano, el que no necesariamente coincide con el que señalan los diccionarios. El mismo art. 20, en su parte final, dispone que cuando el legislador haya definido expresamente las palabras para ciertas materias, se les dará en éstas su significado legal. Y agrega que las definiciones sólo rigen para las materias respecto de las cuales se ofrecen. Finalmente, de acuerdo con el art. 21, "las palabras técnicas de toda ciencia o arte se tomarán en el sentido que les den los que profesan esa misma ciencia o arte, a menos que aparezca claramente que se han tomado en sentido diverso". Cualquiera que sea la forma que se utilice para fijar el significado de las palabras, la interpretación literal siempre supone que el sentido de la ley sea claro. En caso de que la ley utilice expresiones oscuras, ambiguas o contradictorias, ya no podemos recurrir a la letra misma de la disposición, sino que debemos tratar de buscar la intención de la ley, por alguno de los tres medios siguientes. 

Interpretación teleológica: consiste en determinar cuáles son los fines que persigue la disposición penal que se pretende interpretar. En general, se sostiene que toda interpretación de la ley es teológica, porque la interpretación siempre persigue desentrañar cuál es la intención o propósito de la ley; en otras palabras, cuál es su voluntad. Sin embargo, suele reservarse el nombre de interpretación teológica propiamente tal, para aludir a aquel medio de interpretación que persigue determinar la intención de la ley recurriendo a ella misma. A esto alude el art. 19 inciso 2º CC cuando dispone: "pero bien se puede, para interpretar una expresión oscura de la ley, recurrir a su intención o espíritu, claramente manifestados en ella misma". Teniendo en cuenta que la ley penal tiende a la protección de bienes jurídicos, el medio más adecuado para captar la intención de una disposición es indagar cuál es el interés tutelado por el precepto que se interpreta.



Interpretación histórico-fidedigna: este medio de interpretación aparece consagrado en el art. 19 inciso 2º parte final, CC, el cual permite recurrir a la historia fidedigna del establecimiento de la ley. En esta labor pueden utilizarse los trabajos preparatorios, las actas de las comisiones redactoras, los informes de las comisiones legislativas, los debates parlamentarios, las exposiciones de motivos, la opinión de los técnicos consultados, las leyes

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extranjeras que se tuvieron a la vista, etc. Como sabemos, para la interpretación de nuestro Código Penal tienen mucha importancia el Código español de 1848-1850 y el Código Penal belga de 1867, en los cuales se basaron nuestros redactores. También pueden consultarse las Actas de la Comisión Redactora, cuyo texto completo se encuentra publicado. 

Interpretación sistemática: este medio de interpretación aparece consagrado en el art. 22 CC, en los siguientes términos: "El contexto de la ley servirá para ilustrar el sentido en cada una de sus partes, de manera que haya entre todas ellas la debida correspondencia y armonía. Los pasajes oscuros de una ley pueden ser ilustrados por medio de otras leyes, particularmente si versan sobre el mismo asunto".

Si, a pesar de haberse utilizado todos los medios de interpretación que aquí hemos reseñado, no hubiere sido posible determinar el sentido de la ley, puede recurrirse a la fórmula que ofrece el art. 24 CC: “En los casos a que no pudieren aplicarse las reglas de interpretación precedentes, se interpretarán los pasajes oscuros o contradictorios del modo que más conforme parezca con el espíritu general de la legislación y a la equidad natural". c) Efectos de la interpretación Al fijar el sentido y alcance de una disposición pueden presentarse tres situaciones: 

Que a la ley se le asigne un sentido que coincide con las palabras que emplea la disposición. En este caso se habla de interpretación declarativa.



Que a la ley se le asigne un sentido más amplio que aquel que parece fluir de sus palabras. Aquí se habla de interpretación extensiva.



Que a la ley se le asigne un sentido más restringido que aquel que parece fluir de sus palabras. En este caso la interpretación será restrictiva.

La interpretación extensiva y la restrictiva sólo pueden tener lugar cuando la ley emplea términos oscuros, porque si el texto es claro no se puede desatender su tenor literal. La interpretación extensiva no significa atentar contra el principio de legalidad, porque existe una ley a la cual se asigna un sentido más amplio, a través de los medios de interpretación que la propia ley consagra. En ningún caso se entra a resolver situaciones que no están previstas en la ley, sino de aplicar la ley a situaciones que pueden quedar comprendidas dentro de su sentido literal posible. d)

El principio pro-reo

Es común que, ante dos posibilidades interpretativas, se sostenga que debe aplicarse la más favorable al imputado, es decir, aquella que representa un trato penal más benigno. En nuestro país, sin embargo, la doctrina mayoritaria niega vigencia al llamado principio pro-reo, por estimar que en materia de interpretación de las leyes penales rige lo dispuesto por el artículo 23 CC, el cual prescribe que: “lo favorable u odioso de una disposición, no se tomará en cuenta para ampliar o restringir su interpretación".

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En una posición minoritaria, hay quienes sostienen que frente a dos posibilidades interpretativas debidamente fundadas, siempre habrá de preferirse aquella que importe un menor rigor para el imputado, por exigencia del principio de intervención mínima. Pero si el razonamiento interpretativo lleva fundadamente a un resultado extensivo, por muy "odioso" que sea para el imputado, no podríamos dejar de aplicar la norma en ese sentido en virtud del principio pro-reo. Primaría en ese caso lo dispuesto por el artículo 23 CC. En cambio, este principio sí tiene plena vigencia en el derecho penal adjetivo, especialmente considerando que el art. 340 CPP pone, como límite para desvirtuar la presunción de inocencia del imputado y formar la convicción de una sentencia condenatoria, que aquélla vaya “más allá de toda duda razonable”. En este sentido, si el juez tiene dudas acerca de dos o más posibilidades sobre cómo sucedieron los hechos objeto de juzgamiento, debe preferir aquella que resulte más beneficiosa para el acusado. e)

Interpretación analógica

Esta forma de interpretación se presenta cuando la ley penal se refiere a determinados objetos o situaciones, permitiendo expresamente al intérprete incluir otros objetos o situaciones análogos o similares. Se trata así de una especie de analogía intra legem. Supongamos que una norma dispone: "El que vendiere moneda extranjera en calles, plazas u otros sitios públicos será castigado con una pena de...." Si el tribunal sanciona a alguien que fue sorprendido vendiendo moneda en un muelle público, significa que aquél interpretó la norma analógicamente. No debe confundirse la interpretación analógica con la analogía. Esta última, como sabemos, está prohibida en nuestra legislación, porque implica castigar a alguien pese a que su conducta no queda comprendida en ninguna descripción legal, pero se le aplica una ley semejante. En el caso de la interpretación analógica, en cambio, existe una ley a la cual se le atribuye el sentido correcto, de modo que no hay aquí violación del principio de legalidad. EJERCICIOS 1.

Un delito se comete el 30 de agosto de 2005. El 30 de agosto de 2004 se había dictado una ley que castigaba ese hecho con tres años de presidio. El 30 de agosto de 2006 se dicta una ley que eleva la pena a cinco años. La sentencia se dicta el 30 de octubre de 2006. ¿Qué pena tendría que aplicar el tribunal? ¿Qué efecto le estaría dando a la ley que contempla esa pena?

2.

La ley A se dictó el 15 de abril de 2005 y sanciona un delito con tres años de presidio. El 15 de abril de 2006 se dicta la ley B que baja la pena a dos años. El 15 de abril de 2007 se dicta la ley C que vuelve a fijar la pena de tres años. a)

¿Qué ley debe aplicarse si el delito se comete el 30 de abril de 2005 y la sentencia se dicta el 30 de abril de 2006? ¿Qué aplicación daría el tribunal a esa ley?

b)

¿Qué ley debe aplicarse si el delito se comete el 30 de abril de 2005 y la sentencia se dicta el 30 de abril de 2007? ¿Qué aplicación daría el tribunal a esa ley?

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c)

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¿Qué ley debe aplicarse si el delito se comete el 30 de abril de 2007 y la sentencia se dicta el 30 de agosto de 2007?

3.

Inventa un caso, distinto de los señalados en estos apuntes, en el que resulte procedente la retroactividad in bonam partem, a pesar de que no se haya promulgado una nueva ley penal.

4.

Imagina que cuando han pasado veinte años desde que un sujeto terminó de cumplir una pena, entra en vigencia una ley que despenaliza el hecho por el que fue condenado. ¿Sería procedente hacer aplicación retroactiva de la ley? ¿Para qué efectos?

5

¿En qué principio crees que se basan las disposiciones españolas que fundaron el fallido intento por perseguir penalmente en ese país ciertos hechos atribuidos a Augusto Pinochet ejecutados en Chile?

6.

Menciona casos reales en que el Estado chileno haya solicitado la extradición de alguna persona y casos en que otro Estado haya pedido a Chile la extradición de alguien.

7.

¿Por qué existen los llamados privilegios procesales?

8.

Busca en el Código Penal disposiciones que sean susceptibles de una interpretación progresiva.

9.

Efectúa un ejemplo de interpretación extensiva y otro de interpretación restrictiva, frente a la siguiente disposición hipotética: "El loco o demente no será castigado por los hechos ilícitos que ejecutare".

10.

Redacta un ejemplo de ley interpretativa en relación con esa misma ley penal hipotética.

11.

Inventa un ejemplo de precepto penal susceptible de ser interpretado analógicamente.

12.

Busca en el Código Penal disposiciones que permiten una interpretación analógica.

13.

Señala qué elementos podrían utilizarse para efectuar una interpretación históricofidedigna de nuestro Código Penal.

14.

¿Qué ámbito de aplicación tiene la definición de "arma" que contiene el art. 132?

15.

¿Qué razones de orden práctico, a tu juicio, justifican la interpretación analógica de los preceptos penales?

16.

¿Consideras que en nuestro país los jueces se encuentran demasiado limitados por las reglas de interpretación? ¿Serías partidario de otorgarles facultades más amplias en esta materia?

17.

¿Te parece justo que exista una norma que obligue a interpretar las palabras técnicas según el significado que le atribuyen los especialistas?

18.

Supongamos que el Poder Legislativo dicta una ley penal y en ella dispone que su intertación será efectuada por el Presidente de la República, mediante un Decreto Supremo. ¿Esta ley vulneraría el principio de legalidad?

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CAPÍTULO VI ELEMENTOS DEL CONCEPTO DE DELITO

1.

El concepto dogmático de delito

“Todo ciudadano tiene una idea general de lo que es un delito, de la misma forma que sabe, con igual grado de generalidad, lo que es un tributo, un contrato o una relación de trabajo. El penalista, sin embargo, no puede moverse con una determinación conceptual de estas características, pues al ser su trabajo decidir sobre la imposición de las consecuencias jurídicas del delito, resulta necesario un nivel de precisión mayor de aquello que constituye su causa, esto es, el delito. Como puede verse, son razones fundamentalmente de seguridad jurídica en la resolución de los casos concretos las que le impiden al penalista asumir un concepto intuitivo o vulgar de delito, debiendo, por el contrario, desarrollar una definición lo más precisa posible, sin llegar evidentemente a sacrificar los niveles mínimos de eficacia del sistema penal”.1 Dentro de las ciencias penales, el delito admite diferentes enfoques, según la perspectiva disciplinaria desde la cual se lo estudie. Entre tales enfoques, el derecho penal se ocupa del delito desde un punto de vista estrictamente jurídico o normativo, es decir, lo estudia a partir de la forma en que éste aparece concebido y regulado en el ordenamiento positivo, tomando como base, fundamentalmente, las normas de la Constitución y el Código Penal2. Cabe, en consecuencia, hablar de un concepto “dogmático” de delito, que es el que logra estructurar el derecho penal a partir de una sistematización de esas normas. El concepto dogmático de delito está estructurado en torno a cuatro elementos: conducta (acción u omisión), tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad. Los elementos del delito tienen como fundamento los distintos principios que actúan como límites formales y materiales de la potestad penal. Por eso, es posible afirmar que los elementos de la noción de delito constituyen un estatuto de garantías para el imputado, en el sentido de que no será condenado a menos que se compruebe la concurrencia de una serie de elementos que aseguren la legitimidad del ejercicio de la potestad penal en cada caso concreto. En el ámbito del derecho continental europeo y en Iberoamérica, existe (a nivel doctrinal) un alto grado de consenso acerca de cuáles son esas garantías. También existe (a nivel legislativo) bastante uniformidad acerca de la forma que asume su consagración positiva. Así se explica que, en la totalidad de los países que integran ese ámbito geográfico y cultural, la doctrina trabaje con un mismo concepto de delito, estructurado sobre la base de elementos que reciben una misma denominación.

1

GARCÍA CAVERO, Percy, Lecciones de Derecho Penal, Parte General, Lima: Grijley, 2008, p. 243. Según el artículo 1º, inciso primero, del Código Penal, “es delito toda acción u omisión voluntaria penada por la ley”. Este, como se verá más adelante, es el concepto legal de delito. 2

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2.

Reseña de los elementos del delito

a)

La conducta

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Es el elemento sustancial del delito, porque éste es, en esencia, una conducta humana. Dicho elemento se expresa en las hipótesis delictivas a través de un verbo, el cual puede denotar tanto una actuación positiva, es decir, una acción, como un comportamiento de inactividad, es decir, una omisión. Acción y omisión son, entonces, las dos formas que puede asumir la conducta en tanto que elemento substancial del delito. Los meros pensamientos y sentimientos, como también aquellos modos de actuar que son enteramente independientes de la voluntad (reflejos, actos inconscientes o realizados bajo fuerza irresistible, por ejemplo), como lo veremos más adelante, quedan fuera de la idea de conducta. b)

La tipicidad

Es entendida como la circunstancia de que una conducta concreta encuadre exactamente en alguna de las descripciones de hipótesis abstractas que contempla la ley. De acuerdo con una terminología que es muy propia del derecho penal, cada una de esas descripciones abstractas recibe el nombre de tipo; de ahí que se denomine tipicidad al hecho de que exista una total concordancia entre lo que el legislador ha descrito y lo que ocurre en el mundo real. Así, una conducta delictiva debe estar contemplada en un tipo penal, es decir, una disposición de la parte especial del Código penal, o de una ley penal especial, que establezca sus elementos constitutivos. Sin embargo, cada tipo contiene no sólo la descripción de una conducta, sino que formula un conjunto de exigencias anexas, algunas de índole subjetiva y otras de índole objetiva: las primeras relacionadas con hechos que ocurren en la mente del autor (por ejemplo, el ánimo de lucro en el hurto); las segundas, relacionadas con hechos que ocurren en el mundo que circunda al autor (por ejemplo, el lugar en que debe ocurrir el hecho, como sucede en el delito de robo con fuerzas en las cosas). Por tal motivo, para que se dé el elemento tipicidad no basta con que aquél haya ejecutado la conducta mencionada en la hipótesis respectiva, sino que se precisa, además, que concurran todos los elementos objetivos y subjetivos que cada tipo contempla. La exigencia de adecuación de la conducta al tipo penal puede ser deducida del artículo 1º, inciso primero del C.P., cuando este exige que la conducta sea “penada por la ley”, porque es justamente a las conductas descritas por los tipos a las que el legislador asocia una pena, con exclusión de cualquier otra. También se encuentra contemplada a nivel constitucional, en el art. 19 Nº 3, inciso octavo de la C.P.R, en donde se declara que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que sanciona esté expresamente descrita en ella”3. La tipicidad es, por tanto,

3

CURY URZÚA, Enrique, Derecho penal, parte general, Santiago de Chile: Ediciones Universidad Católica de Chile, 10ª edición, 2011.

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una categoría del delito esencialmente garantista, pues vincula la determinación de la conducta delictiva y de la pena con el principio de legalidad4. c)

La antijuridicidad

Conforme enseña el profesor García Cavero, “para que una conducta tenga el carácter de injusto penal no basta con que sea típicamente relevante, sino que resulta necesario que cuente con un nivel de desvalor que permita sustentar su contrariedad al ordenamiento penal”5. En este sentido es que se puede afirmar que la “antijuridicidad constituye el elemento del delito que termina de perfilar el injusto penal” en la medida que, como su nombre lo indica, la antijuridicidad se traduce en una exigencia de que la conducta típica sea contraria al derecho. Si bien, en la inmensa mayoría de los casos, las conductas típicas son también antijurídicas, hay situaciones en las cuales el propio ordenamiento positivo autoriza a los ciudadanos para ejecutar lícitamente conductas tipificadas como delitos. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando alguien mata a otro en legítima defensa, en cumplimiento de una condena a muerte o en el curso de una guerra. En todos esos casos, el sujeto habrá ejecutado una conducta “típica” de homicidio, pero ésta no será antijurídica -sino lícita-, porque hay en el ordenamiento disposiciones que lo autorizan para actuar en esa forma. O sea, una conducta típica sólo es antijurídica si no cuenta con tal autorización. Del artículo 10 Nºs 4º, 5º, 6º, 7º, 10º y 12º, primera parte del C.P., se extrae la exclusión de responsabilidad al que realiza una acción típica justificada. En tales casos el autor ha ejecutado “voluntariamente” una “acción u omisión penada por la ley”, sin embargo, ésta se encuentra justificada por la existencia de una eximente de antijuridicidad, lo que impide que el delito se configure. d)

La culpabilidad

Es el cuarto elemento del delito y se refiere específicamente a las circunstancias subjetivas en que ha actuado el autor de una conducta típica y antijurídica. El requerimiento de culpabilidad se traduce en la posibilidad de reprochar al sujeto la realización de un comportamiento prohibido por la ley; y este juicio de reproche se funda, básicamente, en la aptitud del sujeto para conocer la ilicitud de sus actuaciones (imputabilidad), en su posición anímica respecto del hecho ejecutado (dolo, culpa), y en el margen de libertad con que contaba para decidir entre ejecutar la conducta ilícita o actuar en una forma distinta (exigibilidad de una conducta diversa).

4 5

GARCÍA CAVERO, Percy, Lecciones de Derecho Penal, Parte General, Lima: Grijley, 2008, p. 305. Idem.

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Sobre la base de estos cuatro elementos, el delito puede definirse como una conducta típica, antijurídica y culpable; o, para ser más exactos, como una conducta típica y antijurídica, culpablemente ejecutada. Tomando en consideración que la conducta es el elemento substancial del delito (es decir, aquello en lo que el delito consiste), las restantes categorías no constituyen sino caracteres de aquélla. En otras palabras, el delito es una conducta que se caracteriza por ser típica, antijurídica y culpable. Se acostumbra a decir que el examen acerca de si concurren los elementos del delito en cada caso concreto importa un doble juicio de desvalor: Un primer juicio de desvalor que recae sobre el hecho ejecutado (es decir, sobre la conducta, su tipicidad y su antijuridicidad) y un segundo juicio de desvalor que recae sobre el autor de la conducta. Se habla así de un juicio de injusto y de un juicio de culpabilidad. De ahí que se utilice la expresión injusto, o bien, injusto típico para designar al objeto sobre el cual recae el primer juicio (relativo a la ilicitud de lo ejecutado). 3.

Los elementos del delito y su ausencia

Para que el delito se configure, es decir, para que exista en un plano concreto y para que produzca consecuencias jurídicas, es necesario que se den los cuatro elementos que ya conocemos. Puede suceder, sin embargo, que en un caso concreto falte alguno de ellos, y en tal evento, como es obvio, no se produce la configuración del delito. El Código Penal denomina circunstancias eximentes de responsabilidad a los hechos o situaciones cuya concurrencia determina la eliminación de alguno de los elementos del delito y, como consecuencia, que éste en definitiva no se configure. Hay, por tanto, eximentes que excluyen la conducta; eximentes que excluyen la tipicidad; eximentes que excluyen la antijuridicidad y eximentes que excluyen la culpabilidad. Los elementos del delito, sin embargo, tienen un carácter secuencial, de modo que el examen acerca de si concurren en un caso concreto ha de ser efectuado siguiendo el mismo orden en que aquí los hemos nombrado: conducta, tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad. Así, por ejemplo, si determinamos que concurre una eximente que elimina la antijuridicidad, estaremos liberados de indagar si se da o no la culpabilidad. Con todo, a pesar de que el efecto común de las eximentes es siempre el mismo (impedir que el delito se configure), es importante determinar cuál es el primer elemento, dentro de aquella secuencia, que resulta excluido. Porque hay otros efectos (más específicos que aquél) que serán distintos según si el delito resulta excluido por falta de tipicidad, de antijuridicidad o de culpabilidad.

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4.

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El concepto legal de delito

El artículo 1º del Código Penal define el delito como una “acción u omisión voluntaria penada por la ley”. En general, se sostiene que existe una concordancia entre los elementos que expresa esta definición y aquellos que integran el concepto dogmático de delito. El primer elemento del delito -la conducta- aparece, desde luego, señalado a través de las expresiones “acción u omisión”, que son las dos modalidades que puede revestir el comportamiento humano que sirve de base al delito. La fórmula “penada por la ley”, atendida su amplitud, permite incluir tanto el requerimiento de tipicidad como el de antijuridicidad. Porque, en el fondo, lo que ella denota es la idea de contrariedad con el ordenamiento jurídico, lo cual depende, por una parte, de que el hecho concuerde con alguna de las descripciones abstractas que formula la ley y, por otra, de que no exista una norma que autorice la realización de la conducta respectiva. La expresión “voluntaria”, finalmente, permite dar cabida a todos los requerimientos de orden subjetivo que son inherentes a la idea de delito: tanto a aquellos que integran el tipo, como a aquellos que subyacen en la noción de culpabilidad. Por su parte, el artículo 10 del Código Penal, que contempla las eximentes de responsabilidad, constituye también un reconocimiento legislativo de las nociones de antijuridicidad y culpabilidad, porque en la medida en que señala que bajo determinados supuestos queda exento de pena quien incurre en comportamientos lícitos o inculpables, implícitamente reconoce que la antijuridicidad (o ilicitud) y la culpabilidad son elementos necesarios para que se configure el delito.

EJERCICIOS 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

Identifica otros enfoques acerca del delito y señala en qué difieren del enfoque que hace la dogmática penal. ¿Qué se entiende por “elemento” del delito? ¿Qué razones explican la “internacionalización” del concepto dogmático de delito? ¿Qué relación existe entre los conceptos de conducta y acción? Define el concepto de “tipo”. Define el concepto de “eximente”. Determina con qué elemento del delito está vinculada cada una de las eximentes que contempla el artículo 10 del Código Penal. Redacta un tipo imaginario que esté estructurado sobre la base de una acción; y otro sobre la base de una omisión. Busca en el Código Penal tipos estructurados sobre la base de una omisión.

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10. 11. 12. 13. 14.

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Determina qué elementos son objetivos, y cuáles subjetivos, en el siguiente tipo: “El que, sin la voluntad de su dueño y con ánimo de lucro, entrare en una casa ajena…” ¿Con qué elementos del delito vinculas tú las exigencias que impone el principio de proporcionalidad? ¿A qué alude la expresión “injusto”? ¿Por qué es importante examinar los elementos del delito en forma secuencial? ¿Qué condiciones deben darse en una persona para poder considerarla como culpable de la comisión de un delito?

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CAPÍTULO VII TEORÍA DE LA ACCIÓN

1.

Derecho penal de acto y derecho penal de autor

Como vimos en el Capítulo anterior, la conducta es el elemento esencial de todo delito y se expresa con un verbo que sea capaz de denotar un comportamiento activo u omisivo. La conducta humana no se reduce a meros pensamientos o sentimientos, sino que implica siempre la exteriorización de la voluntad del individuo, a través de la realización de un comportamiento externamente apreciable. La expresión “derecho penal de acto” alude a la fisonomía que presenta este sector del ordenamiento jurídico, en cuanto concibe la conducta humana como eje de toda la estructura del delito y como requisito indispensable para que el Estado ejerza cualquier reacción punitiva en contra del individuo. Se habla, pues, de derecho penal de acto en contraposición a derecho penal de autor, es decir, a cualquier pretensión de fundar la reacción estatal, no en la ejecución de un acto voluntario y externamente apreciable, sino en las situaciones personales del individuo, en sus cualidades o en sus procesos internos que no trascienden al mundo que lo rodea. El derecho penal de autor se centra en las características personales o en los modos de vida del individuo, los cuales son considerados para efectuar una taxonomía de “tipos de autor”. Para ello se recurre a una serie de apreciaciones subjetivas, con el consiguiente riesgo de arbitrariedades y de afectación de la presunción de inocencia.1 En un sistema de Derecho penal basado en el acto, la pena se impone por la comisión de un hecho ilícito o antijurídico. Desde luego, es necesario probar que el acusado es responsable y culpable del acto ilícito cometido. Mientras que en un sistema de Derecho penal de autor, la pena tiene como referencia la persona misma del que lo ha cometido, o sea, la pena no se impone ya por un asesinato o al culpable de un asesinato, sino al asesino. Y así, explica Fletcher, casi de forma ineludible, llegamos a la conclusión de que el fundamento de la pena no debe ser el delito, ni el grado de culpabilidad del delincuente, sino el delincuente mismo como persona2. La distinción entre derecho penal de acto y derecho penal de autor no es sólo una cuestión de índole sistemática (con connotaciones únicamente jurídicas), sino que es un asunto con una clara dimensión política e ideológica. Porque sólo el derecho penal que se funda en una conducta JARA MÜLLER, Juan Javier, “Principio de inocencia. El estado jurídico de inocencia del imputado en el modelo garantista del proceso penal”, en Revista de Derecho (Valdivia), Vol. 10, 1999. 2 FLETCHER, George P., Gramática del Derecho Penal, trad. Francisco Muñoz Conde, Buenos Aires: Hammurabi, 2008, p. 74-75. Este autor también explica que en Estados Unidos, la expresión “derecho penal de autor” no tiene la misma carga política que tiene en Alemania, donde fue utilizada por el Nacionalsocialismo, estando contenida en parte en el sistema del Derecho penal en los Estados Unidos de América. 1

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materializada en actos externos, susceptibles de ser probados en un proceso penal, puede ser limitado y controlado conforme a los principios legitimadores de la reacción estatal. Un derecho penal de autor, en cambio, en la medida en que no da cabida a tales límites, conduce necesariamente a una concepción totalitaria de la reacción punitiva, en que el Estado se inmiscuye incluso en la conciencia de los individuos. Una concepción del derecho penal que privilegia el rol protagónico del “acto” exige que los tipos se estructuren sobre la base de fórmulas verbales concretas, como matar o robar; no bastando una simple referencia al sujeto, como el hecho de ser homicida o ladrón. Proscribe, asimismo, la posibilidad de castigar los pensamientos, las emociones, las ideas y aun la resolución de delinquir, si tales procesos internos no se traducen en actos externamente apreciables. Impide, finalmente, conceder efectos penales a los sucesos puramente causales, en que el hombre interviene como objeto y no como ser dotado de inteligencia y voluntad. En el Derecho penal chileno se han ido modificando diversas disposiciones, cuyas descripciones contenían vestigios de un derecho penal de autor. Tal es el caso del tipo de piratería del artículo 434 CP, cuya redacción primitiva castigaba “a los piratas”. Algo similar acontecía con el Párrafo 13 del Título VI del Libro II CP –hoy derogado–, dedicado antiguamente a sancionar “la vagancia y mendicidad”.

2.

La estructura del concepto de acción

El derecho penal debe tomar como base la estructura de los actos humanos, tal como ellos ocurren en la realidad. Desde esta perspectiva, toda actuación del hombre tiene una dimensión interna y otra externa. La actuación del individuo se proyecta en el mundo exterior, básicamente a través de movimientos corporales; pero lo hace guiado por su voluntad, imprimiendo una dirección final a sus actos. Porque toda actuación humana tiene un sentido, que se traduce en el objetivo que se pretende alcanzar. Desde este punto de vista, las acciones humanas se caracterizan por constituir medios para alcanzar determinados fines, a cuya consecución se orienta nuestro comportamiento. Así, por ejemplo, si nuestra finalidad es aprobar la asignatura “penal 1”, debemos realizar todas aquellas acciones que nos permitan alcanzar dicho fin, como estudiar previamente las guías, asistir a clases, participar en ellas, rendir y aprobar pruebas y exámenes, etc. Pero también es necesario que omitamos determinadas conductas que nos impedirán conseguir nuestro objetivo, como copiar a un compañero cuando rendimos una prueba o un examen. Este esquema, que es aplicable a todos los actos del hombre, rige también en el campo de las actuaciones delictivas, porque es una situación que el derecho no puede desconocer. Tomando como base la doble dimensión (interna y externa) del acto humano, la acción, en tanto que elemento sustancial del delito, puede definirse como cualquier comportamiento de la persona, materializado en un movimiento corporal externamente apreciable, dirigido consciente y voluntariamente a un fin.

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a)

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80

El aspecto interno de la acción

Como ya lo señalamos, toda actuación humana aparece presidida por una voluntad final (también llamada “finalidad”) que se forma en la esfera del pensamiento del sujeto. Presupone un proceso bastante complejo que incluye la representación anticipada (o “previsión”) del objetivo; la selección de los medios más adecuados para conseguirlo; la selección de los aspectos circunstanciales (como el tiempo o el lugar) que resulten más apropiados; la consideración de los efectos concomitantes que van unidos a la consecución del objetivo o al empleo de los medios; la ponderación de los riesgos, como así también de las ventajas o desventajas que puede tener consigo la actuación, etc. Una vez concluido ese proceso, se forma en el individuo la resolución o voluntad de obtener el fin, que es lo que da vida al aspecto interno de cualquier conducta, en general; y de la conducta delictiva, en particular. La voluntad final no debe ser confundida con la motivación. Esta última está representada por la satisfacción que el individuo pretende obtener con su actuación y que es, en definitiva, lo que lo impulsa a actuar. La motivación, por tanto, puede existir en forma previa a la resolución de delinquir y, por este motivo, no forma parte de la estructura del concepto de acción. Aunque puede tener relevancia a nivel de la tipicidad o de la culpabilidad, la motivación no es un elemento indispensable para determinar si existe o no acción en cada caso concreto. Así, por ejemplo, en el delito de hurto, la motivación del sujeto activo es la obtención de un lucro ilegítimo. Su acción, en cambio, es la apropiación de una cosa mueble ajena. Para realizarla, requiere resolución, la cual supone el proceso complejo antes indicado (previsión; selección de medios; consideración de efectos concomitantes, riesgos, etc.). b)

El aspecto externo de la acción

Está representado por un movimiento corporal externamente apreciable, es decir, susceptible de ser captado por los sentidos. Consiste, por tanto, en la ejecución del “plan” que va implícito en la resolución de delinquir. El aspecto externo de la acción suele consistir en una multiplicidad de actuaciones (desde la compra del arma hasta su utilización en contra de la víctima), todas las cuales admiten, sobre la base de la intención que las preside y en función de un tipo concreto, ser reunidas e identificadas como manifestación externa de una misma conducta. La exigencia de ser externamente apreciable la acción, se cumple, como ya dijimos, por su susceptibilidad de ser captada por los sentidos. De ahí que no sólo es acción lo que el hombre hace, sino también lo que éste dice. La expresión del lenguaje, sea oral o escrita, también importa un movimiento corporal y puede dar lugar a conductas con efectos penalmente relevantes, como suele ocurrir, por ejemplo,

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en el delito de injurias. Supuestos como el indicado conforman una categoría especial de delito, que la doctrina suele denominar “delitos de expresión”, en la que también se ubican otras figuras, como el falso testimonio y las amenazas. El aspecto externo de la acción se materializa en el movimiento corporal que ejecuta el individuo, al margen de sus efectos sobre el mundo exterior. De cierta manera, todas las acciones delictivas producen un cambio en el mundo que nos circunda. Ello permite que podamos distinguir una situación pre-delito y una situación post-delito. Otra cosa es que un determinado delito exija, a nivel de descripción típica, que se produzca un cambio en el mundo exterior para entender que él se ha configurado. Aunque las acciones delictivas suelen producir (no todas lo hacen) una alteración en el mundo que circunda al delincuente en el sentido recién indicado, este resultado no forma parte de la estructura de la acción, sino que es su consecuencia. Así como la motivación no integra el concepto de acción por ser anterior a ella, el resultado tampoco lo integra por ser posterior. Por ejemplo, tratándose de un homicidio, la conducta consiste en matar a otro, mientras que el resultado de esa conducta, que no podemos confundir con la conducta en cuanto tal, es la muerte de la víctima.

3.

Ausencia de acción

Puesto que el derecho penal sólo se ocupa de acciones voluntarias, no habrá acción penalmente relevante cuando falte la voluntad. Esto sucede en tres grupos de casos: a)

Fuerza física irresistible

Hay fuerza física irresistible (vis absoluta) –y, por tanto, ausencia de acción– cuando el individuo es tratado como objeto, es decir, cuando se le priva de un modo absoluto de la posibilidad de comportarse conforme a su propia voluntad. Si, por el contrario, el individuo conserva, al menos, una posibilidad de opción, la fuerza que se ejerce en contra de él no es física, sino moral (porque el estímulo de la fuerza, aunque haya violencia física, no opera sobre el cuerpo del sujeto, sino sobre su mente), y en ese caso no se elimina la acción, sino la culpabilidad. En consecuencia, lo que determina que la fuerza sea física (excluyente de la acción) o moral (excluyente de la culpabilidad), no es la naturaleza del estímulo, sino el efecto que éste produce en la persona en contra de quien se ejerce. La fuerza física puede provenir tanto de la actuación voluntaria de otra persona (por ejemplo, alguien empuja a otro, para que éste con su cuerpo aplaste a un menor), como de la propia naturaleza (verbigracia, alguien provoca ese mismo resultado tras ser embestido por un animal o por la acción del viento). Sin embargo, quedan excluidos los impulsos irresistibles de origen interno (por ejemplo, un arrebato o un estado pasional), porque se trata de actos en los cuales no está ausente totalmente la voluntad, aunque pueden dar lugar, según su gravedad, a una causa de inculpabilidad o a una atenuación de la responsabilidad penal.

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Si bien queda excluida la acción respecto de quien sufre fuerza física irresistible, el individuo que la ejerce es tratado penalmente como autor del delito. Éste, en el fondo, utiliza a otra persona como objeto, tal como podría haber utilizado –pensando en el homicidio– un arma de fuego o una piedra. b)

Movimientos reflejos

“Los movimientos reflejos, tales como las convulsiones epilépticas o los movimientos instintivos de defensa, no constituyen acción, ya que el movimiento no está en estos casos controlado por la voluntad. El estímulo del mundo exterior es percibido por los centros sensores que lo transmiten, sin intervención de la voluntad, directamente a los centros motores. Distintos de los movimientos reflejos son las reacciones impulsivas o explosivas, en las que la voluntad participa, así sea fugazmente, y que por lo tanto no excluyen la acción. Un caso de esta índole sería el del atracador que, nervioso, aprieta instintivamente el gatillo al observar un gesto equívoco de huida o defensa en el cajero del banco” (Muñoz Conde – García Arán). Enrique Cury propone como ejemplos de movimientos reflejos las siguientes situaciones: alguien estornuda y se le produce una hemorragia nasal que daña un valioso tapiz al mancharlo de sangre. Otro recibe un golpe en la rodilla, levanta de forma refleja la pierna y golpea a un tercero que pasa3.

c)

Estados de inconsciencia

También falta la acción en los estados de inconsciencia, tales como el sueño, el sonambulismo, la embriaguez letárgica, etc. En estos casos los movimientos que se realizan no dependen de la voluntad y, por consiguiente, no pueden considerarse acciones penalmente relevantes. Se discute si la hipnosis puede dar lugar a uno de estos estados. La opinión dominante se inclina por la negativa, aunque teóricamente no está excluida la posibilidad de que el hipnotizador llegue a dominar totalmente al hipnotizado, sobre todo si éste tiene una predisposición a ser hipnotizado, surgiendo en este caso una situación muy próxima a la fuerza irresistible. Las tres causas de ausencia de acción anteriormente reseñadas no figuran entre las eximentes que contempla el Código Penal. Sin embargo, nadie discute que ellas excluyen el delito por faltar, precisamente, la conducta. Esta conclusión se funda en que si el propio Código define el delito como “acción” (artículo 1º), no precisa establecer una norma que expresamente diga que en caso de faltar uno de los componentes de cualquier acción humana, resulta excluido el delito. Una disposición en tal sentido sería, simplemente, superflua.

3

CURY URZÚA, Enrique, Derecho Penal, Parte General, Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 10ª ed., 2011, p. 272.

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Con todo, un sector minoritario de la doctrina sostiene que la fuerza física irresistible sí aparece dentro de las eximentes que contempla el Código, concretamente, en el número 9º de su artículo 10, disposición que alude a los casos en que se obra “violentado por una fuerza irresistible”, toda vez que la ley no distingue si tal fuerza es física o moral. Pero a ello podría replicarse que tal norma hace referencia a quien “obra” violentado por el mencionado estímulo, por lo que parece que sólo puede entenderse comprendida la fuerza moral; únicamente puede “obrar”, quien realiza un movimiento corporal orientado a un fin en forma –al menos parcialmente– consciente y voluntaria.

4. Los casos dudosos a) Menores y enfermos mentales Los menores y enfermos mentales, inimputables, actúan bajo una eximente de responsabilidad, es decir, actúan voluntariamente, pero “a consecuencia de su desarrollo psíquico insuficiente o patológico no es posible reprocharles la acción ejecutada”. “Sin embargo hay excepciones. Una criatura de seis meses de edad o un epiléptico durante el ataque tonicoclónico no realizan acciones. Los movimientos corporales de esos individuos carecen de dirección final y, por consiguiente, no satisfacen el concepto de acción. En las relaciones causales en que intervienen lo hacen como simples objetos. La decisión para efectuar el distingo se funda en la capacidad de volición del sujeto, es decir, en si posee una psiquis lo bastante desarrollada y sana como para querer que el mundo de los fenómenos se oriente en un sentido determinado. Esto basta. La normalidad o anormalidad de la volición, en cambio, nada tiene que ver con la existencia del acto.” (Enrique Cury) b) El sueño hipnótico La opinión más acertada parece ser la que entiende que se trata de un caso de ausencia de culpabilidad, porque en este caso el sujeto ejecuta una acción, sin embargo el proceso de formación de su voluntad sufrió una interferencia, no es libre, siendo imposible reprocharlo.

c) Actos habituales o apasionados Como explicamos anteriormente, en los actos habituales y pasionales hay acción. “Lo que ocurre es que en ellos la determinación del objetivo, la selección de los medios y el examen de la forma en que se operará sobre los procesos causales se resuelven de manera automática porque responden a un aprendizaje previo que habilita para efectuarlos inconscientemente, aunque pueden volverse conscientes en cualquier momento. En estos casos las reglas de la experiencia se han introyectado por el autor, de tal manera que este puede servirse de ellas sin necesidad de una reflexión previa. Existe, pues, una voluntad que gobierna el acto.” (Enrique Cury)

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EJERCICIOS: 1.

2. 3. 4. 5. 6. 7.

8.

Juan decide matar a su abuela Marta, porque pretende heredar una cuantiosa suma que ella tiene depositada en un banco. Un día, después de mucho meditar, decide que lo más apropiado será suministrarle una dosis de veneno la próxima vez que ella venga a visitarlo. Quince días después, Marta visita a Juan, y éste pone en práctica su plan. Ese mismo día, Marta muere. Tres meses más tarde, Juan cobra el dinero y con él adquiere un hotel que empieza a explotar comercialmente. ¿Cuál es la finalidad, cuál la motivación, cuál el aspecto externo de la acción y cuál el resultado en la actuación de Juan? Repite el mismo ejercicio anterior, esta vez con un ejemplo relativo al delito de aborto que tú mismo(a) vas a inventar. Inventa una situación concreta de fuerza física irresistible y otra, de fuerza moral irresistible. Determina cuáles serían las consecuencias penales de una y otra. Determina, al menos, siete motivaciones distintas que podrían dar lugar a un homicidio. Inventa ejemplos de “resultados” de una conducta delictiva. En tu concepto, ¿qué elemento del delito resulta excluido en el caso de quien incurre en un resultado delictivo a consecuencia de una situación que le provoca pánico? Respecto del tipo contemplado en el artículo 144 inciso primero del Código Penal, inventa una situación concreta en la que resulte excluida la acción y otra en la que resulte excluida la culpabilidad. María, quien vive con su pequeño hijo Benjamín, de seis meses de edad, sabe que ella, mientras duerme en la noche, se mueve mucho en su cama y pega patadas. De hecho, su marido se separó de ella por lo mismo. Un día, antes de acostarse a dormir, coloca a Benjamín al lado suyo en su misma cama y no en su cuna, como lo hace siempre. Durante la noche, mientras ambos duermen, María le da sucesivos golpes a su hijo y, producto de su incesante movimiento, lo aplasta con su cuerpo, asfixiándolo hasta matarlo. ¿Podría castigarse a María por la muerte de Benjamín?

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CAPÍTULO VIII TEORÍA DE LA TIPICIDAD

1.

Tipo y tipicidad

La tipicidad importa un juicio acerca de una conducta concreta. Se basa en una comparación entre un comportamiento real y alguna de las descripciones abstractas de conducta (llamadas tipos) que contempla el ordenamiento penal. Sólo si existe total concordancia entre un tipo y el suceso real que juzgamos, podemos decir que la conducta respectiva es típica y, por esto mismo, que se da la tipicidad, en tanto elemento indispensable para la configuración de todo delito. Para que exista tal concordancia entre un suceso real y la hipótesis abstracta prevista en la ley, es necesario que en el caso concreto se den todos los elementos que el tipo respectivo exige. Los tipos, como ya sabemos, contienen elementos objetivos y subjetivos, y es, precisamente, la concurrencia tanto de aquéllos como de éstos en un suceso real, lo que determinará que éste sea típico. La tipicidad, en suma, puede definirse como el hecho de existir en un caso concreto total concordancia entre un comportamiento humano y una hipótesis normativa, por la concurrencia, en el plano de la realidad, de todos los elementos, tanto objetivos, como subjetivos, que dicha hipótesis contempla.

2.

Funciones del tipo penal El tipo penal cumple cinco funciones:

a)

Una función político-criminal, que se traduce en que el tipo es el instrumento a través del cual el legislador lleva a cabo su labor de selección de los comportamientos humanos que, por su gravedad, merecen ser castigados penalmente.

b)

Una función de control social, que se materializa en que el tipo es el instrumento a través del cual el Estado indica a los ciudadanos cuáles son los comportamientos prohibidos; y, al mismo tiempo, los “motiva” a abstenerse de su ejecución.

c)

Una función política, que se traduce en que el tipo es un instrumento de garantía para los ciudadanos, en el sentido de que sólo podrán ser objeto de la reacción estatal en la medida en que incurran en una conducta encuadrable en una hipótesis delictiva.

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d)

Una función de certeza jurídica, que se materializa en que a través de la tipificación de conductas el ciudadano puede conocer lo que está penalmente prohibido y ajustar sus actuaciones conforme a ese conocimiento, con la seguridad de que no sufrirá consecuencias penales, a menos que incurra en alguna de las conductas previamente tipificadas.

e)

Una función sistemática, es decir, relativa al “sistema” de la teoría del delito, y que consiste en que la existencia de un tipo es indicio acerca de la antijuridicidad de la conducta tipificada (por eso también se llama a esta función, función “indiciaria”). De manera que si se ejecuta una conducta típica, en virtud de este “efecto indiciario” podemos afirmar que ella es también antijurídica, salvo que se den los presupuestos de alguna de aquellas situaciones excepcionales (llamadas causas de justificación), en que el propio ordenamiento jurídico autoriza la ejecución de una conducta típica.

3.

El contenido de los tipos

a)

La conducta

Puesto que el delito es, en esencia, un comportamiento humano, el tipo que sirve de base normativa a cada delito ha de estar, necesariamente, estructurado sobre la base de una conducta. En este orden de ideas, la acción (u omisión) cumple un papel decisivo en el tipo, pues si bien otros elementos pueden concurrir con ella a estructurarlo, la conducta prohibida (o mandada) debe estar siempre presente en la descripción típica.1 Este requisito, como ya sabemos, se expresa a través de una fórmula verbal, que recibe, indistintamente, las denominaciones de “verbo rector” o “núcleo” del tipo.

b)

El sujeto activo

Se denomina sujeto activo a la persona que ejecuta la conducta delictiva. Es también un elemento que está presente en todos los tipos. La inmensa mayoría de los delitos no contiene exigencias especiales en relación con el sujeto activo: son, como se les suele denominar, figuras comunes o de sujeto indiferente. En estos casos, el tipo utiliza fórmulas amplias como “el que...” o “los que...”. Excepcionalmente, algunos tipos formulan exigencias concretas en relación con el sujeto activo y en estos casos las figuras resultantes suelen denominarse delitos especiales o de sujeto calificado. Dentro de esta

1

CURY URZÚA, Enrique, Derecho Penal, Parte General, Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 10ª ed., 2011, p. 280.

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categoría se acostumbra distinguir entre delitos especiales propios e impropios, como veremos más adelante.

c)

El sujeto pasivo

Se denomina sujeto pasivo del delito (o víctima) a la persona que resulta directamente afectada con la conducta delictiva, por ser el titular del bien jurídico que en cada caso se pretende tutelar. Todo delito tiene un sujeto pasivo (sea un individuo, un ente colectivo o la sociedad en su conjunto), porque en virtud del principio de lesividad u ofensividad, no es concebible un delito que carezca de bien jurídico y, por tanto, de titular. Sin embargo, los tipos no suelen contener una referencia expresa a la víctima y frente a tal omisión sólo cabe entender que cualquiera puede ser afectado por la ejecución de la conducta delictiva. Excepcionalmente, algunos tipos sí contienen exigencias concretas en relación con el sujeto pasivo, en cuyo caso sólo habrá tipicidad en la medida en que se dé tal requerimiento (por ejemplo, el delito de violación del art. 362).

d)

El objeto material

El objeto material es la persona o cosa sobre la cual recae, directamente, la ejecución de la conducta delictiva. Por ejemplo, el documento que es objeto de una falsificación. En los delitos que atentan contra la persona en sus condiciones físicas (como la vida o la salud), la víctima suele ser, al mismo tiempo, sujeto pasivo y objeto material. En tales casos, sin embargo, siempre es preciso distinguir ambos roles, especialmente en lo que concierne al error en que puede incurrir el delincuente sobre alguno de esos aspectos, como tendremos ocasión de ver dentro de poco. Tal como sucede con el sujeto pasivo, el objeto material del delito tampoco suele ser mencionado de modo expreso en los tipos, aunque generalmente es posible determinarlo a partir de la propia conducta utilizada en cada caso. Excepcionalmente, algunos tipos sí contienen referencia expresa al objeto material (por ejemplo, en el hurto y el robo del art. 432, en que el objeto material ha de ser siempre una cosa mueble ajena), en cuyo caso la concurrencia de los requisitos especiales exigidos en relación con el objeto, pasa a ser condición insoslayable para que exista tipicidad.

e)

El objeto jurídico

El objeto jurídico (o “bien jurídico”, según la terminología más usada) tampoco figura con mucha frecuencia en los tipos. Y cuando se lo menciona (como ocurre en el delito de secuestro del art. 141, que alude a la “libertad” como interés afectado), la referencia suele ser redundante, porque el atentado contra el bien jurídico (sea que adopte la forma de lesión o de peligro) de todos modos va implícito en la fórmula utilizada para señalar la conducta.

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f)

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Aspectos circunstanciales y medios de ejecución

Finalmente, los tipos suelen contener alguna referencia a los medios de ejecución de la conducta (como sucede en el tipo del artículo 121) y a algunos aspectos circunstanciales de la conducta, como son, por ejemplo, el lugar o el tiempo en que ésta ha de ejecutarse (por ejemplo, artículos 346 y 394, respectivamente). En todos esos casos, el particular medio de ejecución mencionado en el tipo o la circunstancia concreta exigida pasan a ser elementos de concurrencia obligatoria y, por tanto, indispensables para que se dé el elemento tipicidad.

4.

Los elementos objetivos del tipo

Son elementos objetivos de cualquier tipo penal, aquellos que ocurren en el mundo que rodea al autor. En este sentido, se contraponen a los elementos subjetivos, es decir, a aquellos que tienen lugar en la mente del autor. Las referencias subjetivas relativas a la víctima o a cualquier otra persona que no sea el propio autor del delito, son elementos “objetivos” del tipo, en cuanto se dan en el mundo circundante y no en la mente de quien delinque. Los elementos objetivos del tipo pueden ser de dos clases: descriptivos y normativos. a) Son elementos descriptivos aquellos que podemos captar a través de los sentidos, sin que sea menester realizar juicio valorativo alguno para determinar si se dan o no en cada caso concreto. Por ejemplo: “mujer”, “vehículo”, “lugar habitado”, etc. b) Son elementos normativos aquellos que precisan de un juicio valorativo para determinar si se dan o no en cada caso concreto. La denominación de “normativos” obedece a que siempre es necesario recurrir a una norma (no necesariamente de derecho positivo) para determinar si tal o cual elemento corresponde o no a aquel que el tipo menciona. Atendiendo a la clase de norma que se toma como base para efectuar el juicio de valoración, los elementos normativos suelen clasificarse en dos categorías: aa) Elementos normativos jurídicos, cuya concurrencia se determina tomando como base las normas del derecho positivo. Por ejemplo: “empleado público”, “cosa mueble”, “menor de edad”, etc. bb) Elementos normativos extra-jurídicos, cuya concurrencia se determina tomando como base las normas de otros sistemas preceptivos que no sean el derecho (por lo general, normas sociales) o las reglas de alguna disciplina técnica o científica. Por ejemplo: “sustancias nocivas” en el artículo 398. Mientras más descriptivo es un elemento del tipo, más limitadas son las posibilidades judiciales de interpretarlo; en cambio, los elementos normativos del tipo y, especialmente los elementos normativos extra-jurídicos, conllevan una labor interpretativa de resultado más

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incierto, en atención a los diversos significados que puede atribuirles quien aplica la norma penal.2

5.

El resultado como elemento objetivo del tipo

En el campo del derecho penal, la expresión resultado suele ser entendida en dos sentidos diversos: desde un punto de vista jurídico, alude a la lesión o puesta en peligro de un bien jurídico; desde un punto de vista material, en cambio, alude a una alteración en el mundo externo. Si bien todo delito produce un resultado jurídico (porque no cabe aplicar pena si no hay afectación de un bien jurídico), no todos los hechos delictivos producen un resultado en el sentido material de la expresión. Hay delitos que se configuran por la sola ejecución de la conducta (llamados de mera actividad) (por ejemplo, la violación) y otros que requieren, además de la conducta, una modificación en el mundo externo (llamados delitos de resultado) (por ejemplo, el homicidio). Tengamos siempre presente que la distinción entre delitos de mera actividad y delitos de resultado, atiende exclusivamente a los requerimientos que el tipo formula, no a las consecuencias que cada conducta puede llegar a producir en el plano de la realidad. De ahí que por mucho que una determinada acción (en el plano de la realidad) produzca alteraciones en el mundo exterior, el delito de que se trata seguirá siendo de mera actividad si el tipo no hace mención a tales consecuencias. La distinción entre delitos de mera actividad y delitos de resultado tiene mucha importancia en materia de iter criminis (o etapas de desarrollo del delito), especialmente en lo que dice relación con la posibilidad de que tenga lugar un delito frustrado, como lo veremos más adelante. Así como los delitos de mera actividad se configuran por la sola ejecución de la conducta delictiva, en los delitos de resultado la tipicidad supone la efectiva verificación de la consecuencia exigida por el tipo. En otras palabras, el resultado, en esta categoría de delitos, es un elemento (objetivo) explícito del tipo. Y a lo anterior, cabe agregar otros dos elementos objetivos que van implícitos en todo tipo que exija una consecuencia de índole material: que haya una relación de causalidad entre la acción y el resultado, y que este último pueda ser imputado objetivamente al delincuente.

6.

La relación de causalidad

Es el vínculo de índole objetiva que ha de existir entre la actuación del autor y el resultado exigido por el tipo, y que se traduce en que la primera sea efectivamente el origen del segundo; o, al revés, que el resultado sea consecuencia de la conducta. 2

CURY URZÚA, Enrique, Derecho Penal, Parte General, Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 10ª ed., 2011, p. 281.

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El juicio de causalidad es de índole estrictamente objetiva. Se trata, simplemente, de contar con una base mínima (objetiva o impersonal) para la posterior atribución del hecho a un individuo; es decir, para responsabilizarlo penalmente. Pero en modo alguno quiere decir que el sujeto incurra en responsabilidad penal por el simple antecedente de ser causante del resultado: para ello se requiere, además, un juicio de reproche, que se formula a nivel de la culpabilidad. Y éste, por cierto, presupone un cierto grado de atribuibilidad objetiva, cuyo primer antecedente es, precisamente, la existencia de un vínculo de causalidad. Para determinar cuándo la actuación de un sujeto es causa del resultado, la doctrina suele recurrir a varios criterios (comúnmente denominados “teorías”), entre los cuales explicaremos únicamente aquellos que conservan un cierto grado de actualidad: el de la equivalencia de las condiciones y el de la causa adecuada. a)

El criterio de la equivalencia de las condiciones

Es un criterio de índole estrictamente natural, en el sentido de que toma como base la forma en que se desarrollan los procesos causales en un plano físico (en el mundo de la naturaleza), sin introducir juicio valorativo alguno acerca de los mismos. Conforme con este criterio, es causa de un resultado toda condición de la cual ha dependido su producción. El nombre de esta teoría obedece a que todas las condiciones del resultado son igualmente causas del mismo, son equivalentes. Para saber cuándo una conducta ha sido condición del resultado, este criterio utiliza la denominada fórmula de la conditio sine qua non, de acuerdo con la cual, una conducta ha condicionado causalmente un resultado cuando, suprimiéndola mentalmente –imaginando que no tuvo lugar–, el resultado desaparecería. A pesar de la acogida que este criterio ha tenido, se le han formulado algunos reparos. En primer lugar, se afirma que conduce a una desmesurada extensión de la responsabilidad penal (por ejemplo, se podría decir que incluso es responsable de un delito de homicidio el trabajador de la fábrica de armas que intervino en la confección del revólver que el homicida compró en una armería y que utilizó en la ejecución del crimen). Sin embargo, esta crítica es fácilmente rebatible, ya que no se trata de establecer responsabilidad penal, sino sólo causalidad. Por otra parte, se le ha reprochado que no proporciona una solución satisfactoria para los llamados casos de causalidad cumulativa, es decir, aquellos en que el resultado ha sido causado por dos o más condiciones, cada una de las cuales ha resultado por sí sola insuficiente para producirlo (por ejemplo, la muerte de Julio César por 23 puñaladas a manos de distintas personas). La fórmula de la conditio sine qua non conduce a sostener que cada una de las conductas no sería causa del resultado, porque si se la suprimiera mentalmente, éste igualmente se mantendría. Además, se le critica incurrir en una petición de principio, ya que la única forma útil de emplear la fórmula de la conditio sine qua non, es conociendo previamente la virtualidad de la

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supuesta condición que se suprime mentalmente. Sólo sabiendo si una conducta ha sido causa de un resultado, es posible concluir con certeza que si se la suprime mentalmente éste subsiste o desaparece. b)

El criterio de la causa adecuada

A diferencia del anterior, este es un criterio esencialmente valorativo. Postula que no toda condición es causa del resultado, sino que únicamente lo serán aquellas que aparezcan como adecuadas para producirlo. Para establecer esta relación de adecuación, se utiliza como elemento valorativo el de la previsibilidad: una acción será adecuada para producir el resultado, cuando una persona normal, colocada en la misma situación de aquel a quien juzgamos, y en circunstancias ordinarias, habría podido prever que su actuación traería consigo aquella consecuencia. Por decirlo con otras palabras: son causa de un resultado únicamente aquellas condiciones que de acuerdo con la experiencia general –medida a partir de la previsibilidad de un observador imparcial hipotético–, son normalmente aptas para producir dicho resultado.

7.

La imputación objetiva del resultado3

La teoría de la imputación objetiva ha sido desarrollada a partir de la década de 1970 por Claus Roxin quien, a su vez, se ha basado en criterios elaborados en las primeras décadas del siglo XX por Larenz y Honig. Tradicionalmente la atribución del resultado a la actuación de una persona se hacía únicamente a partir de la existencia de una relación de causalidad entre uno y otro elemento. Sin embargo, esa forma de enfrentar el problema tropezaba, por una parte, con la desmesurada amplitud de las soluciones a que lleva la aplicación de los criterios de causalidad, y por otra, con la imprecisión de tales soluciones. Pero más aún, puesto que el tipo es la descripción de una conducta, el problema de la atribución del resultado no puede circunscribirse a la determinación de los cursos causales, sino que debe tomar como base la posición que asume el sujeto dentro de la estructura del tipo: no se trata, simplemente, de determinar quién es el causante del resultado, sino de precisar quién es el autor del mismo. Y, por otra parte, no puede bastar un simple examen acerca de la aptitud causal de la conducta, sino que ésta ha de ser examinada, también, desde una perspectiva jurídica; más concretamente, tomando como base el papel que la conducta asume dentro del tipo, en cuanto éste es expresión de una realidad normativa. Así, pues, desde una perspectiva estrictamente objetiva, la conducta no sólo ha de ser la causa del resultado, sino que además ha de ser contraria al fin de la norma vulnerada. Se plantea, así, como segundo elemento de la atribuibilidad del resultado, el que éste sea objetivamente imputable a la actuación del sujeto. La imputación es objetiva porque, a juicio de

3

Si bien la teoría de la imputación objetiva tuvo como ámbito inicial de aplicación el de los delitos de resultado, actualmente se postula su aplicación en cualquier clase de delito, como una exigencia general de valoración de un comportamiento como típico, o sea, como perteneciente al género de comportamientos descritos en el tipo.

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Roxin, ella debe realizarse sobre la base de criterios objetivos, sin entrar a analizar (todavía) la disposición anímica del sujeto, esto es, si actuó con dolo o con culpa. El criterio de la imputación objetiva no reemplaza al parámetro de la causalidad, sino que lo complementa; es un correctivo frente a aquellas relaciones causales que resulten desmesuradas para imponer una pena. Por ello, establecido que la actuación del sujeto es causa del resultado, será preciso determinar, además, si éste es objetivamente imputable al individuo. El criterio de la imputación objetiva exige dos cosas: a) la creación de un riesgo típicamente relevante (lo que se analiza desde una perspectiva ex ante), y b) la realización o concreción de ese riesgo en el resultado (lo que se examina desde una perspectiva ex post). Para analizar si la conducta causante del resultado crea o no un riesgo típicamente relevante, deben excluirse los siguientes casos: a) Casos de ausencia de un determinado grado de riesgo (riesgo insignificante). Sólo es imputable objetivamente la creación de un riesgo jurídicamente no permitido, o el incremento del peligro inherente a un riesgo autorizado. Así, habrá imputación objetiva si alguien saca una pieza al motor de un auto de carrera. Pero no lo habrá, si se limita a aconsejar o a alentar al automovilista para que participe en una carrera, aunque éste muera. b) Casos de disminución del riesgo. No hay imputación objetiva cuando se realiza una acción idónea para lesionar a un bien jurídico que ya estaba expuesto a un peligro, si la acción se limita a disminuir dicho riesgo. Así, por ejemplo, no será imputable objetivamente quien para evitar que una persona sea alcanzada por las llamas de un incendio, la empuja violentamente fuera del lugar siniestrado, ocasionándole lesiones. c) Casos de riesgo socialmente adecuado. Tampoco hay imputación objetiva si la conducta, pese a suponer un riesgo cuantitativamente no despreciable, es socialmente útil. Por ejemplo, cuando se realizan acciones peligrosas para un bien jurídico en el ejercicio de actividades deportivas, tránsito de vehículos, etc. Como lo hemos dicho, además de que la conducta cree un riesgo típicamente relevante, es necesario que ese riesgo se realice en el resultado material. En otras palabras, que el resultado corresponda exactamente a la concreción de ese riesgo y no de otro. Por eso, no es objetivamente imputable un resultado, aunque haya sido causado por la actuación de una persona, cuando la situación, en su contexto, es ajena al sentido de la norma penal o no es de aquellas que ésta se propuso evitar (queda fuera del ámbito de protección de la norma). De modo que no será objetivamente atribuible la muerte de la persona a quien sólo se propuso lesionar, si aquella consecuencia se produce porque se incendia el hospital hasta donde ella había sido trasladada (el sentido de la norma relativa al homicidio es, precisamente, proteger al individuo frente a acciones homicidas, no frente a incendios fortuitos).

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Los elementos subjetivos del tipo

Junto a los elementos objetivos, el tipo contiene, además, elementos de índole subjetiva, los cuales, como ya sabemos, son situaciones que se dan en la mente del autor del delito. A diferencia de lo que ocurre con los elementos objetivos, los de índole subjetiva no están presentes en todos los tipos.

Las referencias subjetivas que contienen los tipos pueden ser de dos clases:

a)

Elementos subjetivos impropios:

Lo elementos subjetivos impropios se vinculan con el concepto de dolo. El dolo puede definirse como la voluntad de ejecutar un hecho típico, con pleno conocimiento de los elementos objetivos del tipo y de la antijuridicidad de la conducta. En consecuencia, el concepto de dolo consta de dos elementos: uno volitivo (la voluntad) y otro cognitivo (el conocimiento). Los elementos subjetivos impropios son referencias expresas a alguno de esos dos elementos del dolo. Por ejemplo: las expresiones “voluntariamente” (art. 273), “intencionalmente” (art. 270) y “maliciosamente” (art. 342), que son referencias al aspecto volitivo del dolo. Y las expresiones “con conocimiento” (art. 390) y “a sabiendas” (art. 398), que son referencias al aspecto cognitivo del dolo. Los elementos subjetivos impropios deben su nombre a que tradicionalmente se ha entendido que el dolo no es un elemento del tipo y, por lo tanto, no integra la tipicidad, sino que la culpabilidad. Otros autores, en cambio, consideran que el tipo sí está integrado por elementos objetivos y subjetivos, razón por la cual aluden a la faz objetiva y a la faz subjetiva del tipo.

b)

Elementos subjetivos propios

Se conoce con este nombre a cualquier exigencia de orden subjetivo que tenga independencia respecto del dolo; es decir, que no esté vinculada ni con el aspecto volitivo ni con el aspecto cognitivo del dolo. Por ejemplo: el ánimo de lucro (art. 432). En este ejemplo se requiere una intención paralela y distinta a la del dolo: el delincuente tendrá que actuar no sólo con la intención de apropiarse de una cosa mueble (que es la intención exigida por el dolo), sino, además, con la intención de obtener un beneficio pecuniario (elemento subjetivo del tipo). Puesto que el concepto de intención suele ser utilizado para aludir al aspecto volitivo del dolo, algunos autores prefieren emplear el término ánimo, motivación o propósito para hacer referencia a los elementos subjetivos propios.

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9.

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Clasificación de los tipos

Los tipos penales admiten muchas clasificaciones, según los diversos puntos de vista desde los cuales se los considere, algunas de las cuales ya han sido mencionadas en estos apuntes a propósito de la estructura de los tipos. Entre otras clasificaciones, destacan las siguientes: A) Según la naturaleza de la conducta: delitos de acción y delitos de omisión Los delitos de acción consisten en ejecutar una determinada conducta prohibida por la ley. Los delitos de omisión, en cambio, en abstenerse de ejecutar una conducta mandada. A su vez, entre los delitos de omisión se distingue, por una parte, los delitos de omisión propia (o de omisión simple o pura), que son aquellos en que se sanciona el mero hecho de no realizar una conducta, con independencia del resultado que pueda producirse. Se trata de omisiones expresa y directamente descritas en la ley. Es el caso, por ejemplo del delito de omisión de socorro (art. 494 Nº 14 CP). Por otra parte, en los delitos de omisión impropia o delitos de comisión por omisión, el agente no realiza una conducta cuya ejecución evitaría la producción de un resultado lesivo. Se trata de omisiones que se consideran equivalentes a la acción por medio de la cual se comete el delito y que suponen la existencia de un deber especial de actuar (posición de garante). Constituyen delitos construidos a partir de los delitos comisivos o de acción. Por ejemplo, el delito de homicidio cometido por la madre que deja que su hijo pequeño muera de hambre. Los delitos de omisión impropia carecen de consagración expresa en la legislación penal chilena. Su reconocimiento hasta ahora ha sido un asunto más bien doctrinal, ligado fundamentalmente con los delitos contra la vida. Al no estar consagrados expresamente, la sanción de un delito en comisión por omisión podría ser considerada una vulneración del principio de legalidad.

B)

Según la descripción de las conductas: delitos simples y delitos compuestos

Esta distinción depende de si la descripción del comportamiento típico se refiere a una sola conducta —delito simple—, o bien a dos o más conductas —delitos compuestos o de pluralidad de actos—. En estos últimos las acciones mencionadas en el tipo pueden ser copulativas (o delito de hipótesis copulativas), caso en el cual deben concurrir todas para que el delito se configure, como por ejemplo, en el delito de ejercicio ilegal de una profesión (art. 213), que exige, entre otras cosas, fingirse titular de una profesión y ejercer actos propios de la misma; o alternativas (delito de hipótesis alternativas), en que basta la concurrencia de una de ellas para que se perfeccione el delito, como sucede en el caso de las lesiones (art. 397), que exigen herir, golpear o maltratar de obra.

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Una modalidad especial de tipo compuesto es la figura conocida como delito complejo. Se trata de un delito en que el legislador opta por agrupar, en una sola descripción típica, conductas que consideradas aisladamente de todos modos serían constitutivas de delito. En el fondo, son dos delitos reunidos en uno. Por ejemplo, la figura de robo con homicidio del artículo 433 Nº 1. C) Según su aspecto temporal: delitos instantáneos, permanentes, habituales y continuados Desde otro punto de vista, las conductas humanas suelen ser acontecimientos de duración prácticamente inapreciable. Excepcionalmente, algunas conductas típicas suponen un proceso de ejecución más o menos prolongado y, también, algunos tipos exigen la repetición de una misma conducta. Esto da lugar a la clásica distinción entre delitos instantáneos (cuya ejecución no se prolonga en el tiempo, como por ejemplo, un homicidio) y delitos permanentes (constituidos por una única conducta cuya ejecución se prolonga en el tiempo, como por ejemplo, un secuestro). Lo relevante para que estemos ante un delito permanente es que la actividad o el resultado determinen la aparición de un estado antijurídico de cierta duración por la voluntad del autor. Esta distinción tiene importancia para varios efectos, como tendremos ocasión de ver más adelante; en especial, en materia de prescripción. Para los efectos de distinguir entre delitos instantáneos y permanentes, ha de atenderse exclusivamente a la duración de la conducta y no a la de sus resultados. Una conducta instantánea puede tener resultados permanentes, sin que por ello el delito deje de ser instantáneo. En estos casos, se habla de delitos instantáneos de efectos permanentes, uno de cuyos ejemplos más representativos es la figura de bigamia (art. 382 CP). Se trata de figuras que son, en esencia, instantáneas, porque están estructuradas sobre la base de una acción que tiene este carácter — contraer matrimonio, en el ejemplo de la bigamia—, pero, a consecuencia de la acción, sobreviene un estado que se prolonga en el tiempo. Son delitos habituales aquellos que precisan la repetición de una determinada conducta para entenderse consumados. En ellos existen varias acciones, cada una de las cuales, particularmente considerada, no es constitutiva de delito; es su repetición la que configura el delito. Por ejemplo, el encubrimiento del art. 17 Nº 4. Por último, los delitos continuados son aquellos integrados por actos que constituirían delitos separados de no existir un lazo jurídico que permite tenerlos por un solo hecho. Es decir, varias acciones perfeccionan un solo delito, a pesar de que cada una de ellas por separado satisface el mismo tipo. Por ejemplo: hurto o robo de un vehículo por partes. Esta clasificación es esencial para determinar el momento en que se consuma el delito, lo que interesa para determinar la competencia de los tribunales, la legislación aplicable y la prescripción. También tiene importancia práctica en el ámbito de la autoría y la participación, pues en los delitos permanentes, aun cuando estén consumados, son posibles la coautoría y la complicidad mientras se continúe ejecutando el delito.

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D)

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Según el resultado: delitos de resultado y delitos de mera actividad

Los delitos de resultado —también llamados delitos materiales— son aquellos en que el tipo requiere que la conducta vaya seguida de la causación de un resultado separable espacial y temporalmente de ella. Entre la acción (por ejemplo, disparar la pistola) y el resultado (muerte de la víctima) existe una distancia de tiempo y espacio. Ese resultado puede ser de lesión o puesta en peligro para el bien jurídico. En estos casos, por “resultado” se entiende la modificación del mundo exterior como consecuencia del movimiento corporal en que consiste la acción (o la omisión)4. En los delitos de mera actividad —conocidos también como delitos formales— el resultado no es necesario. El delito se configura por la sola ejecución de la conducta, de modo que la consumación coincide con el último acto de la acción. No se requiere, a nivel típico, la producción de un resultado separable de ella. Este es el caso del allanamiento de morada (art. 144), el falso testimonio (art. 206 y ss.) o algunos delitos sexuales (art. 360 y ss.). El significado práctico de esta distinción se vincula, en primer lugar, con la teoría de la causalidad, que únicamente desempeña su papel en los delitos de resultado. Por otra parte, en los delitos de mera actividad es conceptualmente imposible la existencia de un delito frustrado5, mientras que la tentativa6 es posible sólo en la medida en que la conducta del tipo sea fraccionable.

E)

Según la clase de atentado contra el bien jurídico: delitos de lesión y de peligro

Son delitos de lesión o daño aquellos que producen un efectivo menoscabo, destrucción o detrimento del bien jurídico protegido. Por ejemplo, el delito de homicidio, en que se produce una destrucción del bien jurídico vida. En los delitos de peligro no se produce ese efectivo detrimento para el bien jurídico, sino que éste sólo es expuesto a un riesgo, es decir, existe la probabilidad de una lesión. Con ellos se adelanta la intervención penal a momentos previos a la lesión del bien jurídico. Por ejemplo, el delito de abandono de niños (art. 346 CP) protege la vida y la salud del menor, pero no requiere que se dañen esos bienes; el delito se configura con el mero abandono, que se considera un hecho de peligro para los bienes protegidos.

No debe confundirse este sentido de la expresión con lo que se entiende como “resultado jurídico” del delito, que alude a la lesión o puesta en peligro de un bien jurídico. 5 Artículo 7º, inciso 2º, CP.: “Hay crimen o simple delito frustrado cuando el delincuente pone de su parte todo lo necesario para que el crimen o simple delito se consume y esto no se verifica por causas independientes de su voluntad.” 6 Art. 7º, inciso 3º, CP.: “Hay tentativa cuando el culpable da principio a la ejecución del crimen o simple delito por hechos directos, pero faltan uno o más para su complemento”. 4

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Entre estos últimos se distinguen supuestos de peligro concreto y de peligro abstracto. En los delitos de peligro concreto se requiere que exista la proximidad de una lesión en el caso concreto, es decir, que haya un bien jurídico concreto que ha estado expuesto al riesgo. Esto implica, a su vez, la necesidad de que se encuentre acreditada la efectividad del riesgo sufrido. Así sucede en el delito de incendio (art. 475) cuando se sanciona la producción de un incendio en un lugar en que actualmente hubiere personas. En los delitos de peligro abstracto basta con la peligrosidad de la conducta, sin que se requiera acreditar que el bien jurídico ha experimentado un riesgo efectivo. Por ejemplo, la conducción en estado de ebriedad. En este último caso, conforme señala Francisco Maldonado, el riesgo pasa a ser presumido por el legislador, ya sea por dificultades referidas a la acreditación de un vínculo de imputación entre éste y la conducta a incriminar o por concurrir en determinados comportamientos una alta probabilidad estadística de generar dichos riesgos7.

F)

Según la calidad del sujeto activo: delitos comunes y delitos especiales

Los delitos comunes o delitos de sujeto indiferente constituyen la inmensa mayoría de los delitos, que no contienen exigencias especiales en relación con el sujeto activo, por lo que pueden ser cometidos por cualquiera. En estos casos, el tipo utiliza fórmulas amplias como “el que...” o “quien...”. Delitos especiales o delitos de sujeto calificado son aquellos que formulan exigencias concretas en relación con el sujeto activo, por lo que sólo pueden ser cometidos por quienes poseen esas determinadas calidades (funcionarios, médicos, parientes, etc.). Dentro de esta categoría se acostumbra distinguir entre delitos especiales propios e impropios. En los delitos especiales propios la calidad especial exigida por el tipo es determinante de la ilicitud del hecho, por lo que en caso de faltar dicha calidad el comportamiento de que se trata simplemente queda exento de castigo, como sucede, por ejemplo, en el delito de prevaricación (art. 223 Nº 1). Los delitos especiales impropios, en cambio, son aquellos en que la calidad especial exigida por el tipo no es determinante de la ilicitud, sino que es un simple factor de agravación o atenuación; en caso de faltar dicha calidad, el hecho de todos modos será sancionado a un título diverso. Así, el delito de parricidio (art. 390) y el de infanticidio (art. 394).

G) Según la culpabilidad concurrente: delitos dolosos, delitos culposos y delitos preterintencionales Los delitos dolosos son aquellos en que la persona actúa con conocimiento y voluntad de realizar el comportamiento típico (delitos de mera actividad), y en su caso, obtener un resultado o, al menos, aceptando que éste sobrevenga como consecuencia de la actuación MALDONADO F., Francisco, Reflexiones sobre las técnicas de tipificación de los llamados “delitos de peligro” en el moderno derecho penal, REJ – Revista de Estudios de la Justicia – Nº 7 – Año 2006. 7

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(delitos de resultado); en los delitos culposos, en cambio, se produce una lesión o daño a un bien jurídico penalmente protegido por realizar una conducta con infracción del cuidado debido. Interesa ahora destacar un tercer grupo de delitos, conocido como delitos preterintencionales. En ellos concurren ambos elementos: un individuo ejecuta dolosamente una conducta, pero causa un resultado más grave que aquél que se proponía ejecutar, existiendo culpa respecto de este resultado causado. El resultado más grave va más allá de la intención del sujeto, y de ahí, precisamente, deriva el nombre de esta figura. Ejemplo: con la intención de provocar un aborto, causo culposamente la muerte de la mujer embarazada.

H) Según su relación con otros tipos: delitos calificados, delitos privilegiados, delitos autónomos Los tipos calificados y privilegiados se definen en relación con una figura básica (por ejemplo, el homicidio simple, art. 391 Nº 2), respecto de la cual son iguales en cuanto a la conducta y al bien jurídico protegido, pero contemplan alguna circunstancia agravante o aminorante. Los delitos calificados son aquellos que incluyen algún elemento calificante (homicidio calificado, art. 391 Nº 1); mientras que los delitos privilegiados contienen algún elemento aminorante (infanticidio, art. 394). También hay que distinguir de las cualificaciones y tipos privilegiados los denominados delitos autónomos o independientes, que contienen todos los elementos de otro delito, pero no son casos agravados o atenuados de éste, sino tipos autónomos con su propia clase de injusto. Por ejemplo, es autónomo en relación con el hurto (art. 446) y las coacciones (art. 494 Nº 16) el delito de robo con violencia o intimidación en las personas (art. 433), porque aunque contiene en su seno los elementos de ambos tipos, mediante su combinación se convierte en un nuevo tipo de injusto independiente.

I) Según la acción que confieren para su persecución: delitos de acción pública, de acción privada o de acción pública previa instancia particular Esta clasificación atiende a la forma como pueden iniciarse los procesos judiciales destinados a juzgar los delitos. En este sentido, los delitos de acción pública constituyen la regla general. En ellos la acción debe ser ejercida de oficio por el ministerio público y puede serlo, en general, también por cualquier persona capaz de comparecer en juicio (arts. 53 y 111 CPP). Los delitos de acción privada, en cambio, sólo pueden ser perseguidos por la víctima mediante una querella. Por ejemplo, calumnias e injurias, la provocación a duelo, etc. (art. 54 CPP). Los delitos de acción pública previa instancia particular son delitos en que la acción no puede ser ejercida de oficio sin que, a lo menos, el ofendido hubiere denunciado el hecho a la justicia, al ministerio público o a la policía. Tal es el caso del delito de violación de morada (art. 144), algunas lesiones de poca gravedad, las amenazas, etc.

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J)

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Según su gravedad: crímenes, simples delitos y faltas

Esta clasificación se realiza según lo dispuesto en el artículo 21 CP, que contiene una escala de penas: unas de crímenes, otras de simples delitos y, finalmente, penas de faltas. Por eso, es una clasificación artificial que no considera la gravedad intrínseca de la infracción, sino que depende exclusivamente de la pena que tenga asignada el ilícito; no depende de un criterio cualitativo sino cuantitativo. En términos generales y sólo con fines ilustrativos, podemos decir que son crímenes (aunque no exclusivamente) los delitos que tienen asignada una pena privativa de libertad perpetua o superior a cinco años; que son simples delitos, aquellos que tienen asignada una pena privativa de libertad que supere los sesenta días, pero que no exceda los cinco años, y que son faltas, aquellos delitos que tienen asignada una pena privativa de libertad que no supere los sesenta días.

10.

Ausencia de tipicidad

Si para la existencia de tipicidad se requiere que se den todos los elementos que integran un tipo, la ausencia de cualquiera de éstos -y, con mayor razón, la falta de un tipo- determina que sea atípico el comportamiento que estamos juzgando. Se distingue, así, entre atipicidad absoluta, situación que se da cuando no existe un tipo que logre captar una conducta concreta, y atipicidad relativa, situación que se da cuando a pesar de haber un tipo que capta la conducta, falta en el plano de la realidad alguno de los elementos que dicho tipo exige. Habrá atipicidad relativa cuando falte alguno de los elementos objetivos (sea descriptivo o normativo) que el tipo exige, como si, por ejemplo, respecto del hurto no fuera ajena la cosa. Y también habrá atipicidad relativa cuando falte alguno de los elementos subjetivos específicos (elementos subjetivos propios) que algunos tipos suelen exigir. El juicio de “atipicidad relativa” siempre está referido a un tipo concreto. En este sentido, es posible que una conducta sea típica respecto de una figura delictiva, pero atípica respecto de otra. Así, por ejemplo, si en un caso concreto falta el elemento “parentesco” exigido por el tipo de parricidio (art. 390), la conducta que examinamos será atípica en relación con ese delito. Pero si la comparamos con el tipo de homicidio simple (art. 391 Nº 2), dicha conducta será típica en relación con este último delito.

EJERCICIOS: 1. 2. 3. 4. 5.

Indica dos ejemplos de conductas absolutamente atípicas. Inventa una situación de "atipicidad relativa" en relación con el tipo del artículo 144, inciso primero; y otra, en relación con el tipo del artículo 246, inciso primero. ¿Qué relación existe entre el concepto de tipo y la función de motivación de las normas penales? ¿Qué relación existe entre el concepto de tipo y el principio de taxatividad? Redacta dos tipos: uno que corresponda a un delito de hipótesis alternativas y otro, a un delito de hipótesis copulativas.

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6. 7. 8. 9. 10. 11. 12.

13. 14. 15. 16. 17.

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20. 21.

22.

23.

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Examina el tipo del artículo 372 bis del C. Penal e indica a qué categoría pertenece esa figura. Busca en el Código Penal cinco ejemplos de delitos complejos. Redacta un tipo que corresponda a un delito de sujeto indiferente; otro que corresponda a un delito especial propio y otro a un delito especial impropio. Busca en el Código Penal tres ejemplos de delitos especiales propios y tres de delitos especiales impropios. Busca en el Código Penal tres ejemplos de tipos que contemplen requisitos que deban concurrir en el sujeto pasivo. Busca en el Código Penal tres ejemplos de tipos que hagan alusión al objeto material. Redacta un tipo que reúna las siguientes exigencias: debe corresponder a un delito instantáneo y de sujeto indiferente. Debe hacer referencia, además, a algún medio de ejecución de la conducta y contener una circunstancia de tiempo. Busca, en el Código Penal, cinco ejemplos de elementos objetivos descriptivos, indicando el tipo que los contempla. Busca, ahora, cinco ejemplos de elementos normativos jurídicos y cinco ejemplos de elementos normativos extra-jurídicos. Busca en el Código Penal cinco ejemplos de delitos de mera actividad. Busca ahora cinco ejemplos de delitos de resultado. Inventa un caso en que, conforme a la teoría de la equivalencia de las condiciones, la conducta de un sujeto sea causa de un resultado, y otro en que, de acuerdo con la misma teoría, no lo sea. Inventa un caso en que, conforme a la teoría de la causa adecuada, la conducta de un sujeto sea causa de un resultado, y otro en que, de acuerdo con la misma teoría, no lo sea. Inventa, para cada uno de los criterios utilizados por la teoría de la imputación objetiva, un caso en que un resultado material que ha sido causado por una conducta, no le sea objetivamente imputable. Busca en el Código Penal cinco ejemplos de elementos subjetivos propios y cinco de elementos subjetivos impropios. Con la intención de heredarlo pronto, Carlos convence a su padre Alberto para que realice un viaje al extranjero en avión. Le compra un pasaje en la aerolínea más barata del mercado –cuyos aviones han sufrido varios accidentes–, con la esperanza de que el avión se caiga. Cuando el avión en que Alberto viajaba sobrevolaba el océano atlántico, sufre un desperfecto y se precipita al mar, muriendo la tripulación y todos los pasajeros. ¿Podría sancionarse a Carlos por la muerte de Alberto? Analiza los tipos de infanticidio (art. 394) y de robo con fuerza en las cosas en lugar habitado (arts. 432 y 440) e identifica los diferentes elementos que componen su estructura. Examina los tipos de hurto (arts. 432 y 446) y de aborto (art. 342 Nº 1.), señalando las características que presentan a la luz de los diversos criterios de clasificación analizados.

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CAPÍTULO IX TEORIA DE LA ANTIJURIDICIDAD

1.

Concepto. Antijuridicidad formal y material

Antijuridicidad significa contradicción con el Derecho. Considerada como uno de los elementos del delito, implica que la conducta además de típica debe ser ilícita, es decir, contraria a Derecho. Se puede distinguir un concepto de antijuridicidad formal, que alude al simple hecho de existir contradicción entre una conducta y el ordenamiento jurídico positivo, y otro de antijuridicidad material1, que se refiere al contenido que debe tener un hecho para ser contrario al Derecho penal, a las características que reviste la conducta que la hacen penalmente desvalorada. La antijuridicidad material de un hecho, entonces, radica en su dañosidad social o, más bien, en la ofensa al bien jurídico que se pretende tutelar y en la peligrosidad de la conducta. Una conducta es materialmente antijurídica en cuanto afecta un bien jurídico. Ahora bien, esto no significa que existan dos clases de antijuridicidad, sino que lo formal y lo material son dos aspectos cuya concurrencia conjunta es necesaria para que se dé este elemento del delito2. Decíamos anteriormente que la tipicidad tiene un efecto indiciario de la antijuridicidad porque los tipos contienen la materia de la prohibición, lo que es relevante para el Derecho penal. Los tipos no describen cualquier conducta, sino sólo conductas que, en principio, están prohibidas porque lesionan o ponen en peligro un bien jurídico. Es decir, conductas materialmente antijurídicas. Entonces, si un hecho se adecua al tipo de una norma prohibitiva (o prescriptiva si se trata de un delito de omisión), en principio, como está prohibido (o prescrito), es ya antijurídico por ese mismo motivo. La tipicidad implica un primer juicio de desvalor respecto de una conducta que, por afectar a un bien jurídico, es prohibida por el ordenamiento. En este sentido, el análisis de la tipicidad encierra el de la antijuridicidad material de la conducta. Por eso mismo, el criterio de la antijuridicidad material sirve para realizar una interpretación restrictiva de los tipos penales: no basta una contradicción puramente formal entre la conducta A partir de von Liszt, junto con la denominada antijuridicidad formal, se desarrolló el concepto de antijuridicidad material. Modernamente, como señala Jeschek, la antijuridicidad material considera la relevancia de la lesión al bien jurídico protegido por la respectiva norma. Eso, según el citado autor, presenta como ventajas: a) que la ilicitud material sea una referencia para la creación de nuevos tipos legales, la graduación del injusto y su influencia en la dosimetría de la pena, también para la interpretación teleológica de los tipos y, finalmente, para la admisión de las causas supralegales de justificación, con base en la ponderación de bienes. 2 En este sentido, según palabras de Bettiol, un hecho sólo es antijurídico si afecta a un bien jurídico, de otra manera no existe antijuridicidad. 1

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y el tenor de la norma abstracta para afirmar la tipicidad, si no hay una efectiva lesión o puesta en peligro de un bien jurídico. No se debe considerar delictiva una conducta, por mucho que encuadre en la letra de una descripción típica, si en ella no se materializa un ataque al bien jurídico que la norma pretende tutelar. Por ejemplo, en el delito de falso testimonio (art. 206 CP) se sanciona al testigo que ante un tribunal faltare a la verdad en su testimonio. Pero si el testigo miente sobre algún aspecto que no tiene relevancia probatoria y, por tanto, no afecta la Administración de Justicia (bien jurídico protegido), la falsedad en su declaración no sería suficiente para que se configure la conducta típicamente relevante. Aquello supone una manifestación del ya estudiado “principio de lesividad”, en cuanto límite material de la potestad penal estatal (ius puniendi) Ahora bien, afirmar la tipicidad de la conducta todavía no es un juicio definitivo sobre su antijuridicidad, sino que es sólo un indicio de ella. Porque es posible que exista otra norma que, en determinadas circunstancias y de modo excepcional, permita la realización de la conducta aun cuando afecte gravemente a un bien jurídico penal. Es lo que se conoce como causal de justificación. En definitiva, una conducta es antijurídica cuando coincide con una descripción típica y, además, no está amparada en ninguna causal de justificación que la autorice.

2.

Desvalor de resultado y desvalor de acción

El contenido material de la ilicitud no se agota en la simple lesión o puesta en peligro de un bien jurídico, ni en la sola realización de una acción desaprobada por el Ordenamiento jurídico. Ambos aspectos contribuyen a configurar la antijuridicidad del comportamiento: la lesión o puesta en peligro de un bien jurídico —desvalor de resultado—, y la naturaleza de la acción ejecutada en cuanto expresa una voluntad de rebeldía en contra de las prescripciones normativas, por la realización de una acción desaprobada por el Ordenamiento jurídico — desvalor de acción—. Como afirma MUÑOZ CONDE, esto es exigencia del principio de intervención mínima, que supone que la reacción penal sólo se haga efectiva respecto de aquellos hechos que importen una especial gravedad, y esto último depende tanto de la entidad del bien jurídico como de la naturaleza del ataque que se dirige en su contra. Pero también responde al principio de proporcionalidad, que obliga a considerar tanto la gravedad de la ofensa al bien jurídico, como la del acto en que se materializa tal ofensa.

3.

Características

El concepto de antijuridicidad, como tercer elemento del delito, presenta las siguientes características: a. Concepto valorativo: implica un juicio de valor, es decir, un juicio a partir de las normas jurídicas por el que se determina si una conducta contradice los valores reconocidos por las normas, sin que baste la simple observación o percepción sensorial. El referente de este juicio son sólo las normas jurídicas, no los preceptos de otros

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órdenes normativos. El concepto de ilicitud no es sinónimo de inmoral ni de socialmente incorrecto; es sinónimo de contrariedad con las normas que el propio derecho establece. b. Concepto unitario: en el Ordenamiento jurídico existe un principio de unidad que prohíbe que en su interior existan valoraciones contradictorias. En consecuencia, lo que está prohibido por una rama del derecho no puede estar permitido por otra. Por eso se afirma que el juicio sobre la ilicitud de una conducta es común para todo el Ordenamiento jurídico. La antijuridicidad es una y la misma para todos los ámbitos del Derecho. Esto significa que si se determina que un hecho es lícito éste no genera ningún tipo de responsabilidad (penal, civil, administrativa, etc.). c. Concepto negativo: como la tipicidad implica un indicio de antijuridicidad que sólo se desvirtúa si existe una causal de justificación, cuando nos referimos a la antijuridicidad como tercer elemento del delito estamos aludiendo a esto último, es decir, a la ausencia de causas de justificación que autoricen la realización de la conducta típica. El tribunal no requiere fundar positivamente por qué considera que una conducta típica es antijurídica; basta con afirmar su tipicidad, mientras que la existencia de una causa de justificación deberá ser probada por quien la alega. El estudio de la antijuridicidad se reduce, entonces, al análisis de cada una de esas causas.

4.

Causales de justificación

Las causales de justificación son aquellas circunstancias que excluyen la antijuridicidad de una conducta que puede subsumirse en un tipo legal. Es decir, pertenecen a la categoría genérica de las eximentes de responsabilidad, situaciones cuya concurrencia elimina alguno de los elementos del delito, que en este caso eliminan o excluyen la antijuridicidad. Como toda eximente, las causales de justificación son situaciones de hecho, que ocurren en el plano de la realidad. Pueden definirse como aquellos supuestos fácticos bajo los cuales el Ordenamiento jurídico considera lícita la ejecución de una conducta típica. Frente a las normas primarias prescriptivas o prohibitivas que constituyen los tipos penales, las causas de justificación emanan de normas permisivas, es decir, normas que otorgan al sujeto la facultad de obrar en el caso concreto, aun cuando su conducta afecte un bien jurídico penalmente protegido. La norma primaria contiene un mandato general y abstracto, pero por razones políticas o jurídicas el legislador establece una autorización que, sin derogar la prohibición general pero superponiéndose a ésta, permite la realización de la conducta prohibida en el caso concreto. Es decir, transforman la natural antijuridicidad de una conducta típica en una excepcional juridicidad de la misma. a) Lo objetivo y lo subjetivo de las causales de justificación Hemos estudiado que la ilicitud se funda tanto en un desvalor de resultado (ofensa al bien jurídico) como en un desvalor de acción (reprobabilidad de la conducta que se muestra rebelde

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frente al ordenamiento jurídico). Siendo consecuentes con ese sustrato valorativo, cabe afirmar que también la justificación requiere un hecho que importe un "valor" tanto desde el punto de vista del resultado como de la acción. No basta sólo con una correspondencia objetiva con lo dispuesto en una causa de justificación. Además, las causales de justificación se estructuran sobre la base de un comportamiento humano, por lo que su concurrencia inevitablemente ha de estar condicionada a que se dé tanto el aspecto externo (movimiento corporal) de la acción que les sirve de base, como el aspecto interno (voluntad). Cuando nuestro Código penal consagra la legítima defensa y el estado de necesidad como causales de justificación (art. 10 Nº 4 a 7), exige que el individuo actúe "en" defensa de sí mismo o de otro, en el primer caso, y "para" evitar un mal, en el segundo. El empleo de estas preposiciones no puede ser entendido sino como una exigencia de que el sujeto actúe con conciencia de que se está defendiendo o de que está evitando un mal, es decir, con conocimiento de esa situación y orientando su actuación de acuerdo con ese conocimiento. Algo similar ocurre en relación con las causales de ejercicio de un derecho, autoridad, oficio o cargo y de cumplimiento de un deber (art. 10 Nº 10). En definitiva, puede afirmarse que las causales de justificación constan de dos aspectos: uno objetivo, que consiste en que se den los presupuestos fácticos de la causal de que se trate, y uno subjetivo, referido al conocimiento y voluntad de actuar en el sentido de la autorización que otorga el derecho. Es decir, implica el conocimiento de los elementos objetivos de la causa de justificación y la voluntad de actuar dentro de los márgenes de lo jurídicamente autorizado. Sin embargo, Es importante registrar que hay penalistas que defienden solamente el carácter objetivo de las causas de justificación, como Jiménez de Asúa y, en Brasil, Juárez Tavares. Para ellos, no es exigible ninguna evaluación anímica del sujeto en relación con su conducta, bastando que objetivamente se haya actuado para defender un bien jurídico o peligro o para salvarlo de un peligro o para evitar un mal. Los defensores de esta posición temen que se borren los límites entre antijuridicidad y culpabilidad, además parece ser que hay, por detrás de la exigencia del elemento subjetivo, un juicio moral del individuo, contrario a un sistema respetuoso de la dignidad humana3. El componente subjetivo de las causas de justificación no debe confundirse con la motivación con que el agente actúe o con sus buenas o malas intenciones. Por ejemplo, es posible que alguien intente salvar un bien motivado sólo por la recompensa pecuniaria que intenta recibir, y de todos modos habrá estado de necesidad justificante. Sólo excepcionalmente la ley formula una exigencia a nivel de motivación respecto de una causa de justificación: en la legítima defensa de extraños, además del componente subjetivo común a toda causal de Sobre el carácter objetivo de la antijuridicidad, se puede consultar, JIMÉNEZ DE ASÚA, Tratado de derecho penal, Tomo III, Editorial Losada S.A., 1958; TAVAREZ, Teorías del delito, variaciones – tendencias, Editorial Hammurabi, 1983. 3

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justificación, el artículo 10 Nº 6 de nuestro Código penal exige que el autor no proceda impulsado por venganza, resentimiento u otra motivación análoga. Hemos puesto énfasis en la exigencia de un elemento subjetivo en las causas de justificación, porque durante mucho tiempo primó el criterio que concebía la antijuridicidad como un elemento estrictamente objetivo. Según esa concepción falta la antijuridicidad de una conducta —es decir, la conducta es lícita— por la sola presencia de los presupuestos fácticos de una causal de justificación, sin considerar la posición anímica del sujeto que actúa. Sin embargo, esta tesis ha sido abandonada progresivamente en virtud de los argumentos que ya hemos explicado para fundamentar la exigencia de un componente subjetivo en las causas de justificación. b) Efectos Como las causales de justificación son eximentes de responsabilidad penal, su principal efecto es impedir que se configure un delito a pesar de que existe una lesión o puesta en peligro de un bien jurídico. Pero la justificación del hecho tiene otras consecuencias específicas: a. No es posible el castigo de la participación —complicidad, inducción o encubrimiento— cuando el autor actúa justificadamente. b. No procede la imposición de medidas de seguridad frente a un hecho que no sea típicamente antijurídico. c. La justificación puede excluir la responsabilidad civil derivada del delito.

c) Clasificación Toda causal de justificación importa el sacrificio de un interés que el propio ordenamiento eleva a la condición de bien jurídico. Partiendo de esta base, la doctrina suele distinguir dos categorías: a. Causales que se fundan en la ausencia de interés por la preservación del bien jurídico de que se trata (caso del consentimiento). b. Causales que se fundan en la intención de hacer prevalecer un bien jurídico en desmedro de otro (principio del interés preponderante). Ellas se subdividen en dos clases: aa) Causales que tienden a la preservación de un derecho (legítima defensa, estado de necesidad). bb) Causales que tienden a la actuación de un derecho (ejercicio legítimo de un derecho, autoridad oficio o cargo, cumplimiento de un deber).

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5. Consentimiento a) Concepto y fuentes positivas Para estos efectos, el consentimiento se define como la aceptación o autorización otorgada de forma libre y consciente por el titular de un bien jurídico disponible para la ejecución de una conducta típica que lesiona o pone en peligro dicho bien. Es la única causal de justificación que no está regulada de modo expreso en nuestro Código penal. Pese a ello, del conjunto de sus disposiciones y de otras normas se puede inferir que el consentimiento tiene un efecto legitimante, fundamentalmente, porque de ellas emana el criterio de la disponibilidad de determinados bienes jurídicos. Así, en primer lugar, porque varias normas de la parte especial contemplan de modo expreso la falta de voluntad del titular del bien jurídico, como elemento objetivo del tipo. Es lo que ocurre, por ejemplo, en los delitos de violación de morada (art. 144) y hurto (art. 432). Por otra parte, la ley también consagra el perdón del ofendido como causal de extinción de responsabilidad penal en los delitos de acción privada (por ejemplo, los delitos de injuria y calumnia). De ahí puede deducirse que si la voluntad del ofendido opera como excluyente de la pena, incluso después de que el órgano jurisdiccional ha intervenido emitiendo un juicio de condena, con mayor razón habrá de concederse aquel efecto a la autorización otorgada con anterioridad a la ejecución de la conducta. En España, se ha fundado el consentimiento, aunque no está expresamente regulado, en el derecho al libre desarrollo de la personalidad consagrado en la Constitución. En Chile, tal vez podría invocarse el Art. 1º inc. 3° CPR, el cual prescribe que “El Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece”; porque esa disposición debería conducir a considerar justificadas aquellas conductas típicas que aparezcan como una forma de logro de su mayor realización espiritual y material. b) Requisitos -

Disponibilidad del bien jurídico. Un bien jurídico es disponible cuando su conservación sólo interesa al titular. No lo es, si su conservación compromete también el interés de la comunidad en general, o sólo el de ésta. La determinación de la disponibilidad exige una valoración que debe efectuarse tipo por tipo. De acuerdo con lo anterior, se estiman disponibles, por ejemplo, la propiedad, el honor, el derecho a la intimidad, la libertad personal y la libertad sexual. No lo son, según la opinión

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mayoritaria, la vida y la salud4, ni cualquier bien jurídico —como, por ejemplo, la fe pública o la Administración de Justicia— cuyo titular sea la propia sociedad. -

Libertad, consciencia y capacidad del sujeto que consiente. El titular del bien jurídico debe prestar su consentimiento sin ser objeto de coacción, con conocimiento de lo que hace y con capacidad para hacerlo. No es necesaria una capacidad en sentido civil, sino que basta con que el individuo posea la libre disponibilidad del bien jurídico y que tenga capacidad para comprender el sentido y el alcance (incluyendo las consecuencias) de la autorización que presta.

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Anterioridad a la conducta lesiva. El consentimiento ha de ser otorgado con anterioridad al acto, pues si es posterior a la perpetración del hecho no se trataría de un consentimiento sino del perdón del ofendido, que sólo extingue la responsabilidad penal en los delitos de acción privada.

Además, en general se acepta que el consentimiento puede ser expreso o tácito (es decir, deducible de alguna actitud concreta del titular del bien jurídico) y que puede ser otorgado tanto por el propio titular como por las personas que ejercen legítimamente su representación. Esto último, sin embargo, no es admisible respecto de aquellos bienes jurídicos personalísimos, como la libertad sexual y el honor. c) Ámbito de aplicación En tanto que causa de justificación, el efecto propio del consentimiento será impedir que el delito se configure por faltar en él el elemento antijuridicidad. Sin embargo, su aplicabilidad con este efecto es muy escasa porque en general opera en una etapa previa, excluyendo la tipicidad. En efecto, en muchos casos el propio tipo exige expresamente que la conducta se ejecute sin (o contra) la voluntad del afectado, como en la violación de morada (art. 144), en la violación de correspondencia (art. 146) o en el hurto (art. 432). También se entiende implícitamente exigido en tipos como el de la violación (art. 361). En todos esos casos el consentimiento determinará la falta de un elemento objetivo del tipo y, en consecuencia, la atipicidad de la conducta.

4 Aunque el consentimiento no puede operar como causal de justificación en los delitos de lesiones, sí es necesario para que, respecto de ese delito, operen otras causales de justificación. Así, por ejemplo, el ejercicio legítimo de la profesión de médico (art. 10 Nº 10) supone que el facultativo actúe con la autorización del paciente; o en las actividades deportivas, ocasionar ciertas lesiones puede no ser antijurídico si se parte de la base de que existe consentimiento (participación voluntaria). Pero en esos casos, no es el puro consentimiento lo que opera con efecto legitimante, como sucede con los bienes jurídicos disponibles, sino la concurrencia de otros factores que van unidos a la voluntad del afectado.

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6. Legítima defensa a) Concepto y fundamento Obra en legítima defensa quien ejecuta una acción típica, racionalmente necesaria, para repeler o impedir una agresión ilegítima, no suficientemente provocada por él y dirigida en contra de su persona o derechos, o de los de un tercero. Su fundamento radica en la imposibilidad de evitar todo atentado antijurídico a través de los agentes del Estado. Por ello el Ordenamiento se ha visto en la necesidad de facultar al propio ofendido o a un tercero para que asuma la defensa del interés en peligro, incluso mediante la ejecución de una acción típica. Pero se trata sólo de una delegación de las funciones preventivas de policía, no implica delegar las funciones punitivas judiciales. La base de la legítima defensa es la existencia de una agresión, frente a la cual surge una reacción defensiva. b) La agresión Es una conducta que tiende a lesionar o poner en peligro un bien jurídicamente protegido. El objeto de esta agresión puede ser de cualquier clase: vida, integridad corporal, honor, libertad personal, libertad sexual, propiedad, etc. En general, toda clase de derechos pueden ser defendidos lícitamente, porque la ley no ha establecido limitaciones a este respecto. Tampoco se requiere que la agresión sea grave, pues también es posible defenderse contra ataques de poca consideración. La agresión debe reunir los siguientes requisitos: -

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Debe ser ilegítima, es decir, debe consistir en una acción antijurídica. No es posible defenderse de ataques que se encuentren, a su vez, legitimados; por ejemplo, no cabe legítima defensa frente a un funcionario policial que va a practicar una detención. En todo caso, no se requiere que la agresión constituya un delito; no necesita ser típica ni, mucho menos, culpable, basta con que sea antijurídica. Debe ser real, esto es, debe existir como tal. Quien reacciona frente a una agresión imaginaria o aparente no actúa justificado por la legítima defensa. Esa conducta es antijurídica pero, eventualmente, podría resultar excluida la culpabilidad, por faltar la conciencia acerca de la ilicitud del acto ejecutado (error de prohibición). Deber ser actual o inminente, apreciada desde el punto de vista de la reacción defensiva que se desarrolla para repelerla o impedirla. Es actual la agresión que se está ejecutando, mientras la lesión del bien jurídico no se haya agotado totalmente. Cuando ya se ha concretado y agotado el ataque al bien jurídico no cabe la legítima defensa, porque entonces cualquier reacción no es ya en defensa, sino en venganza o para hacer justicia por la propia mano, situaciones que no son autorizadas por el derecho. Es inminente la agresión lógicamente previsible, pero que no da tiempo de acudir a la autoridad. No se admite una reacción defensiva lícita en contra de amenazas remotas,

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pues en ese caso existe la posibilidad de evitar el daño recurriendo a la autoridad para que ejerza sus facultades policiales preventivas. No ha de ser (suficientemente) provocada por el defensor, así lo exige la ley (art. 10 número 4, circunstancia tercera, y números 5 y 6). Sin embargo, no cualquier provocación excluye la legítima defensa, pues esto sólo ocurre, según el texto de la ley, cuando la provocación es "suficiente", es decir, proporcionada a la entidad de la agresión. La idea es impedir que un sujeto provoque a otro con la finalidad de que lo ataque y, así, poder lesionar sus bienes en forma lícita. Debe ser obra de una persona, pues el ser humano es el único que puede realizar una conducta (dolosa) ilícita. Contra ataques de animales o frente a la fuerza de la naturaleza, no cabe invocar esta justificante, aunque sí podría configurarse una situación de estado de necesidad.

c) La reacción defensiva Es la actividad que desarrolla la persona afectada por la agresión y que, a su vez, vulnera algún derecho del agresor. Ahora bien, la autorización concedida para defenderse no opera frente a cualquier forma de defensa sino que ésta ha de ser racionalmente necesaria. La propia ley exige que exista una "necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión". Esta necesidad de racionalidad no se refiere sólo a los instrumentos usados para reaccionar, sino a la totalidad de la reacción. Pero no se debe interpretar como una necesidad matemática, sino racional. Es decir, no se trata de que frente a un ataque a golpes, me defienda también a golpes, sino de que la acción de defensa y los medio utilizados aparezcan como razonables, atendida la situación personal del agredido y su posición frente al agresor. En consecuencia, un inválido puede utilizar un revólver para defenderse de una persona fuerte y sana que lo ataca con golpes de puño. Que la defensa tenga que ser necesaria significa que, dadas las circunstancias, el sujeto no disponga de otra forma menos enérgica de defenderse con éxito. Esta característica no debe confundirse con la subsidiariedad, que no opera en la legítima defensa. El agredido no está obligado a que “no quede otra salida” para reaccionar, porque “ante el injusto nadie está obligado a ceder”. Con todo, en casos especiales como la agresión de un enfermo mental o un niño, es preferible eludir el ataque con la posibilidad de defenderse en forma subsidiaria. En doctrina comparada también se postula que la legítima defensa debe estar limitada por la proporcionalidad entre los bienes afectados. En nuestra legislación no se establece así, pero podría afirmarse que al limitarse la defensa a lo racionalmente necesario el interés dañado por ésta no debe ser mucho mayor que el interés defendido. Por último, la defensa debe estar dirigida contra el agresor. Si se lesionan bienes de un tercero podría operar, eventualmente, un estado de necesidad o un caso fortuito, pero no legítima defensa.

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d) Clases de legítima defensa El artículo 10 del Código penal distingue tres formas: a) legítima defensa propia (art. 10 Nº 4); b) legítima defensa de parientes (art. 10 Nº 5), y c) legítima defensa de extraños (art. 10 Nº 6) En general las tres tienen los mismos requisitos: la existencia de una agresión ilegítima y la necesidad racional del medio empleado para defenderse. Pero cabe hacer algunas precisiones. En la legítima defensa de parientes y de extraños, se admite algún grado de provocación por parte del agredido (el pariente o el extraño), pero se exige, como requisito anexo, que no haya tenido participación en ella el defensor. En el caso de la legítima defensa de extraños, se añade el requisito de que el defensor "no sea impulsado por venganza, resentimiento u otro motivo ilegítimo". La legítima defensa de parientes se refiere al cónyuge y a los parientes consanguíneos y afines en toda la línea recta y en la colateral hasta el segundo grado. La defensa de otros parientes se consideraría como defensa de extraños. e) Legítima defensa privilegiada El inciso segundo del artículo 10 Nº 6 establece un régimen de presunción respecto de los requisitos exigidos en las tres formas de legítima defensa en tres situaciones: - Si se rechaza el escalamiento del agresor en una casa, departamento u oficina habitados, o en sus dependencias, sea de día o de noche. Se entiende por escalamiento el ingreso a un recinto por vía no destinada al efecto, por forado o con rompimiento de paredes o techos, o fractura de puertas o ventanas. - Si, durante la noche, se rechaza el escalamiento del agresor en un local comercial o industrial. - Si se impide o trata de impedir la consumación de los delitos de secuestro, sustracción de menores, violación, parricidio, homicidio calificado, homicidio simple y robo con violencia o intimidación en las personas. Se trata de situaciones de privilegio porque en esos casos se presume legalmente que concurren las circunstancias previstas en los números 4, 5 y 6 del artículo 10, cualquiera sea el daño que se ocasione al agresor. A pesar de que la norma alude, en general, a todos los requisitos de la legítima defensa, la doctrina concluye que esta presunción no alcanza, en ningún caso, al requisito de la agresión ilegítima. La ley exige, para hacer efectivo el privilegio que establece, que el que se defiende rechace un escalamiento o impida la comisión de un delito, escalamiento y comisión que deben ser hechos efectivos, que deben probarse. Toda presunción implica la existencia de un supuesto de hecho, a partir del cual pueden extraerse (o deducirse) determinadas consecuencias (artículo 47 C. Civil), y en el caso de la legítima defensa, el supuesto de hecho es la agresión (el escalamiento o la comisión del delito).

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Por otra parte, cabe advertir que en las dos primeras hipótesis el beneficio se restringe a una defensa contra alguien que "escala" para ingresar a un recinto. En consecuencia, quien repele el ingreso por una vía de acceso normal no puede ampararse en la presunción sino que tendrá que probar la concurrencia de todos los requisitos de la legítima defensa. Esto se relaciona también con la forma como nuestra Corte Suprema interpreta la norma, pues exige que el escalamiento o fractura existan en el momento en que se rechaza al atacante. En otras palabras, una vez que el agresor ha ingresado en el lugar ya no es aplicable la presunción. Finalmente, la norma no considera criterios de proporcionalidad en la defensa pues se aplica "cualquiera que sea el daño que se ocasione al agresor". Por lo mismo, es necesario interpretarla restrictivamente según los criterios recién expuestos. 7. Estado de necesidad justificante 1. Concepto Obra en estado de necesidad justificante quien ataca un bien jurídico de un tercero, con el objeto de evitar la lesión de uno más valioso perteneciente a sí mismo o a otro. Por estado de necesidad en sentido amplio se entiende cualquier situación en la que se sacrifica un bien jurídico para salvar otro que se encuentra en peligro. Pero dependiendo de sus características concretas, una situación así puede eliminar la antijuridicidad de la conducta, y entonces hablamos de estado de necesidad justificante (consagrado en el art. 10 Nº 7, art. 145 y en algunos supuestos del art. 10 Nº 11 CP), o bien, puede que sólo sirva para excluir la culpabilidad, y se conoce como estado de necesidad exculpante (recogido también en el art. 10 Nº 11 CP). Como se advierte, en el art. 10 Nº 11 se consagra una regulación general del estado de necesidad, en la que quedan incluidos supuestos en que este opera como justificante y otros en que es sólo exculpante. Sólo en el caso del estado de necesidad justificante puede afirmarse que, cumplidas las condiciones, el orden jurídico aprueba el sacrificio de un bien jurídico a costa de otro, a cuyo titular se le impone el deber de soportar el daño. 2.

Requisitos a. Situación de necesidad. El requisito esencial es la existencia de un mal o peligro de daño para un bien jurídico, que se quiere evitar. La ley se refiere a un mal real (art. 10 Nº 7) o actual (art. 10 Nº 11), esto es, que tenga existencia como tal en el momento, o inminente, es decir, que ocurrirá con un alto grado de probabilidad. No importa cuál es el origen de esta situación: una causa natural, la acción de un tercero o la actuación del propio titular del bien jurídico afectado. Cuando la situación de peligro obedece a la acción de un tercero ésta puede constituir una agresión ilegítima; pero habrá estado de necesidad (y no legítima defensa) si en vez de reaccionar en contra del agresor, el afectado se dirige en contra de un bien jurídico perteneciente a un tercero. Así, obra en

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estado de necesidad, la persona que para defenderse de un asalto ingresa (y se refugia) en morada ajena. b. Sacrificio de un bien jurídico de menor valor que el que se trata de salvar. El bien jurídico sacrificado puede ser la propiedad ajena (art. 10 Nº 7), la inviolabilidad de la morada (art. 145) u otro bien pero siempre que sea de menor valor que el bien que se trata de salvar (art. 10 Nº 115). El sacrificio de otros bienes en una situación de necesidad no da lugar a esta causa de justificación, aunque podría configurar una causa de inculpabilidad por no exigibilidad de otra conducta. Entonces, para que se configure la causa de justificación de estado de necesidad, en cualquiera de sus diversos supuestos, siempre es necesario que el bien jurídico que se trata de salvar sea de mayor valor que el bien sacrificado. Esto se determina a través de un juicio de valoración de carácter jurídico, objetivo, y relativo. Jurídico: significa que sólo han de tomarse en cuenta los criterios valorativos que fluyen del propio ordenamiento jurídico, sin considerar criterios éticos, religiosos o de cualquier otra índole. Objetivo: no debe considerarse la posición subjetiva o afectiva del individuo respecto de los bienes que están en juego, pues en esta materia está comprometido no sólo su interés, sino el de otras personas y el de la sociedad en general. Relativo, se ha de atender a la situación personal del sujeto respecto de los bienes en conflicto, su significado funcional y la eventual irreparabilidad del daño causado. Así, la choza del campesino, que constituye su único patrimonio, será más valiosa que el costoso automóvil del magnate. c. Inexistencia de otro medio practicable y menos perjudicial para salvar el bien más valioso. A diferencia de la legítima defensa, y por expresa disposición de la ley, el estado de necesidad es subsidiario, es decir, sólo puede operar como causal de justificación en ausencia (en subsidio) de otras formas de salvación del bien jurídico que enfrenta la situación de peligro o necesidad.6

8. Ejercicio legítimo de un derecho Obra justificado quien ejercita un derecho que le ha sido conferido por el Ordenamiento jurídico. Se trata de ejercitar una facultad conferida, de modo expreso o tácito, por el Ordenamiento jurídico. Por ejemplo, ejercer acciones en un pleito civil o en causa criminal El art. 10 Nº 11 no lo dice expresamente, sino que se refiere a que “el mal causado no sea sustancialmente superior al que se evita”, pero se entiende que sólo si el mal causado es inferior al que se evita la situación puede considerarse justificada. Si es equivalente o superior de modo no sustancial, concurrirá el estado de necesidad como causa de exculpación. 6 Algunos sostienen que la legítima defensa también tendría carácter subsidiario, pues, a pesar de que la norma no lo contempla expresamente, él se deduciría de la exigencia de necesidad racional del medio empleado para defenderse, requisito que supondría la inexistencia de medios menos lesivos y utilizables. 5

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que impliquen alguna ofensa para el honor, ejercer el derecho de retención que consagra en diversos casos nuestro Código civil (arts. 1937, 1942, 2162, 2193, 2234, 2401), ejercer el derecho disciplinario por quien lo posee, etc. La exigencia de que el ejercicio del derecho sea legítimo implica la exclusión del ámbito de la justificante de los abusos — no han de sobrepasarse los límites que la propia autorización establece— y de los excesos —la facultad ha de ejercerse dentro de los supuestos y con la finalidad a la cual apunta la autorización— en su ejercicio. En el fondo, se enfatiza la aserción de que todo derecho tiene un límite más allá del cual no existe como tal. 9. Ejercicio legítimo de autoridad, oficio o cargo La mayor parte de nuestra doctrina sostiene que esta causa de justificación no es sino una especificación de la anterior, porque el ejercicio de una autoridad, oficio o cargo, importa ciertos derechos. Sin embargo, puede sostenerse que existen importantes diferencias entre ambas, a pesar de estar contenidas en la misma disposición del Código penal. En el caso del ejercicio de una autoridad, oficio o cargo, más que de facultades o derechos, cabe hablar de deberes. Quien asume un cargo o una labor que implique autoridad, y quien se compromete a desarrollar las tareas propias de un oficio, toma sobre sí determinadas obligaciones, y en ese contexto puede incurrir en una conducta típica que eventualmente puede resultar justificada. Es el caso, por ejemplo, del abogado, el médico, etc. Cuando se trata del ejercicio de un derecho, los derechos de que se trata tienen su fuente en el ordenamiento jurídico, que además fija las condiciones bajo las cuales resulta legítimo su ejercicio. En el ejercicio de una autoridad, oficio o cargo —salvo si es una función pública regulada por la ley— la fuente de la actuación y las condiciones para su legitimidad han de buscarse en los términos de la relación contractual que le sirve de base y en la regulación de la forma en que han de desarrollarse determinadas actividades profesionales o prestarse algunos servicios, regulación que puede ser consuetudinaria e informal (lex artis).

10. Cumplimiento de un deber Obra conforme a derecho quien ejecuta una acción típica en el cumplimiento de un deber que le ha sido impuesto inmediatamente por el Ordenamiento jurídico. La obligación ha de estar impuesta de modo inmediato y específico por el derecho, situación que se diferencia fundamentalmente de aquellos casos en que se actúa en virtud de una orden impuesta por un superior. En estos últimos supuestos —que se conocen como obediencia jerárquica— el hecho sigue siendo antijurídico, pero el inferior jerárquico que es compelido a obedecer puede verse beneficiado por una causal de inculpabilidad. La legitimidad de la actuación depende, igual que en los casos anteriores, de que se respeten todas las condiciones previstas, tanto en lo

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relativo a la oportunidad, como en lo que dice relación con los medios utilizados y al fin perseguido por el sujeto al actuar.

Ejercicios 1. ¿Qué relación existe entre la tipicidad y la antijuridicidad material de una conducta? 2. Inventa una situación que sea típica e ilícita; otra que sea típica, pero lícita y otra que sea ilícita, pero atípica. 3. ¿Qué relación existe entre los conceptos de eximente y causal de justificación? 4. Inventa una situación en la que el consentimiento opere como causa de justificación respecto del delito de injurias. 5. Inventa una situación en la que sea admisible, como causa de justificación, el consentimiento otorgado por un representante del titular del bien jurídico. 6. ¿Qué denominación te parece más adecuada: “Consentimiento de la víctima” o “Consentimiento del titular del bien jurídico 7. ¿Qué relación puedes establecer entre consentimiento y dignidad de la persona? 8. Frente a la acusación de que es objeto una persona de haber ingresado en una morada ajena, se determina que el morador la autorizó a ingresar, ¿cuál es el efecto que produce esto último? 9. Los creadores de un “reality” ofrecen un cuantioso premio para el ganador, y convencen a cinco personas para que pasen un mes encerrados en una casa, sin poder salir. Terminado el evento se descubre que nunca existió el premio ofrecido. Igor, que había sido el ganador, se querella contra los organizadores por haberlo tenido secuestrado durante el mes en que duró el encierro, ¿se configura ese delito? ¿Por qué? 10. ¿Cuál es el componente objetivo y cuál, el componente subjetivo en la legítima defensa? 11. Busca un ejemplo de delito respecto del cual no sea admisible el estado de necesidad justificante por implicar un sacrificio de la propiedad y, además, de otro bien de mayor de significación. 12. Señala las diferencias que existen entre legítima defensa y estado de necesidad. 13. Como ya dijimos, algunos piensan que la legítima defensa es subsidiaria, porque este carácter puede deducirse de la exigencia de que el medio empleado sea racionalmente necesario. ¿Estás de acuerdo con este planteamiento? 14. Bruno azuza a su perro para que ataque a Igor. Pero Igor tiene una pistola, dispara contra el animal y lo mata. ¿Es antijurídica la conducta de Igor? ¿Por qué? 15. Igor ha terminado de cumplir una larga condena pero Bruno, el carcelero, decide no liberarlo por su enemistad con él. Entonces Igor lo amenaza seriamente, forzándolo a que lo libere ¿comete Igor un delito (de amenazas)? 16. Bruno decide matar a su esposa Alicia porque se entera de que ella mantiene una relación con Igor. Para ello la amarra en su cama y prende fuego a su casa. Igor llegó entonces al lugar y quiso entrar a salvar a Alicia, pero Bruno le impedía el paso. Ante esto, Igor sacó un arma de fuego y mató a Bruno, ingresando entonces a la casa para sacar a Alicia. ¿Es antijurídica la conducta de Igor? ¿Por qué?

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17. Bruno ingresa a la casa de Igor para robar. Estaba ya intentando salir por una ventana cuando llega Igor, que le dispara para evitar que salga con los objetos robados. Bruno queda gravemente herido ¿Es antijurídica la conducta de Igor? ¿Por qué? 18. Busca ejemplos de derechos cuyo ejercicio legítimo, pueda dar lugar a la exclusión de la antijuridicidad. 19. Inventa respecto de uno de esos mismos derechos, una situación en que el ejercicio sea legítimo y otra en que no lo sea. 20. Busca ejemplos de deberes cuyo cumplimiento en condiciones de legitimidad pueda operar como excluyente de la antijuridicidad. 21. Inventa una situación de cumplimiento de un deber y otra de obediencia jerárquica en las que intervengan los mismos sujetos 22. José ve a su enemigo Juan, que estaba con el cuerpo parcialmente cubierto por un muro, y resuelve matarlo disparándole en la cabeza. José no vio, pero su enemigo estaba a punto de matar a un niño que estaba atrás del muro. ¿Se puede decir que José actuó en legítima defensa del niño?

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CAPÍTULO X TEORÍA DE LA CULPABILIDAD

1.

Concepciones sobre la culpabilidad

Históricamente, la culpabilidad, como elemento del delito, ha sido entendida en dos formas diversas: en un sentido psicológico y en un sentido normativo. La concepción psicológica de la culpabilidad (que sólo tiene importancia histórica, porque hoy ningún autor adhiere a ella) consideraba la culpabilidad como un vínculo de orden subjetivo entre el autor y el acto ejecutado. Era, en otras palabras, la posición anímica con que actúa el autor del delito. Y como esa actitud anímica puede asumir la forma de dolo o de culpa, se decía que el dolo y la culpa eran "especies" de culpabilidad, porque son las dos formas que puede asumir el vínculo psicológico en que se hacía consistir la culpabilidad. La concepción normativa de la culpabilidad, en cambio, la considera no como un vínculo, sino como juicio de valor referido a las circunstancias personales o subjetivas en que actuó el individuo. Este juicio toma como base ciertos parámetros que pueden variar de un sistema doctrinal a otro. De acuerdo con un sistema comúnmente denominado causalista, el juicio de culpabilidad se funda en tres antecedentes: la imputabilidad (aptitud general para captar la ilicitud de los actos), la presencia de dolo (o de culpa, en su caso) y la exigibilidad de una conducta diversa. De acuerdo con un sistema comúnmente llamado finalista, el juicio de culpabilidad depende también de tres antecedentes: la imputabilidad (aptitud general para captar la ilicitud de los actos), el conocimiento concreto acerca de la ilicitud del acto ejecutado y la exigibilidad de una conducta distinta. Sea en su versión causalista, sea en su versión finalista, la culpabilidad es entendida hoy como un juicio de valor y no como un mero vínculo psicológico

2.

Naturaleza del juicio de culpabilidad

La doctrina, mayoritariamente, concibe el juicio de culpabilidad como un juicio de reproche que puede formularse en contra del autor de la conducta típica y antijurídica, por no haberla evitado pudiendo haberlo hecho. La culpabilidad es vista, entonces, como un reproche, un juicio desvalorativo de la voluntad del delincuente, quien pudiendo optar por una acción conforme a derecho eligió la conducta reñida con él. De ahí que muchos empleen la expresión reprochabilidad como sinónimo de culpabilidad.

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Esta postura se sustenta, evidentemente, en el libre albedrío del ejecutor de la conducta típica, pues si su voluntad no fuera libre, es decir, si él no fuera capaz de autodeterminarse, no tendría sentido reprocharle lo que no podría haber evitado (o más exactamente, lo que ni siquiera podría haber querido evitar). Conforme a este enfoque, la base de sustento de la culpabilidad es la libertad del hombre.1 De entre las múltiples críticas que se han dirigido en contra de este planteamiento, cabe señalar dos que atacan el presupuesto “libertad”. Ambas se formulan en la óptica de que los conceptos básicos del derecho penal han de ser, por una parte, demostrables científicamente y, por otra, comprobables en cada caso concreto. Pues bien, precisamente lo que se objeta al presupuesto de la libertad, es su indemostrabilidad científica y su inutilidad práctica, derivada esta última de que es imposible reconstruir a posteriori el conjunto de las condiciones bajo las cuales se ejecutó un acto en el pasado. Como una forma de superar las críticas que se formulan en torno a la libertad como presupuesto de la culpabilidad, otro sector de la doctrina concibe el juicio de culpabilidad como un juicio acerca de la motivabilidad del sujeto. De acuerdo con esta concepción, el contenido (y el sentido) de la culpabilidad es derivado de la función preventivo-general de la pena. Se parte de la base de que si delito y pena son términos enlazados en conexión de presupuesto y consecuencia, el contenido del primero debe guardar correspondencia con las funciones asignadas a la pena. Y entendida ésta desde la óptica de la prevención general, ha de atribuirse al delito –y en particular, a la culpabilidad– un sentido acorde con la función motivadora de la pena, sobre cuya base ésta despliega sus efectos preventivos. La culpabilidad no es, entonces, un juicio de reproche por haber elegido el sujeto un camino ilícito, en vez de escoger un camino lícito; sino un juicio acerca de si el sujeto estaba en condiciones de motivarse para actuar en el sentido que imponen las normas. Ambas posturas acerca de la culpabilidad se erigen como un juicio negativo contra el individuo. Según la tesis de la reprochabilidad, la base de la imputación es la no opción del individuo por la conducta adecuada a derecho, mientras que según la tesis preventivista, la clave es que el sujeto no se ha motivado por la norma. En ambos juicios se evidencia un defecto del sujeto. Sin embargo, en el primer caso, este defecto le es imputable a él (es decir, le es reprochable), porque se le ve como un ser libre; en circunstancias que, conforme al segundo enfoque, este defecto no le puede ser imputado, porque el individuo no puede ser responsable de su falta de socialización (que es la causa mediata de su inmotivación por las normas). Por eso se dice que en el primer caso la responsabilidad penal es personal; y en el segundo, social.

1

En las últimas décadas, un conjunto de disciplinas denominadas “neurociencias”, basadas en nuevos datos sobre el funcionamiento del cerebro, han refutado la tesis de que el ser humano actuaría en forma libre y voluntaria. Ello, además de afectar el fundamento de la culpabilidad penal según la concepción clásica, incidiría en otros planteamientos que también se basan en la libertad humana, como la concepción retributiva de la pena. Sobre el punto véase, por ejemplo, PÉREZ MANZANO, Mercedes, “Fundamento y fines del Derecho penal. Una revisión a la luz de las aportaciones de la neurociencia”, en InDret 02/2011, pp. 2 y ss.

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3.

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Estructura del concepto de culpabilidad

En nuestro curso, desde luego, adoptamos una concepción normativa de la culpabilidad, puesto que no la consideramos como vínculo psicológico entre el sujeto y el acto ejecutado, sino como un juicio que recae sobre las circunstancias de su actuación. En cuanto a la naturaleza de ese juicio, seguimos aquí la posición que lo trata como un juicio de reproche. Este juicio de reproche se funda en tres elementos: a) la imputabilidad del sujeto; b) la posición anímica con que actúa el sujeto (dolo, culpa) y la exigibilidad de una conducta distinta a la ejecutada. Para que exista culpabilidad es necesario, en consecuencia, que el sujeto sea imputable, que actúe dolosamente (o culposamente, en su caso) y que le sea exigible un comportamiento distinto. Si falta alguno de esos presupuestos, estaremos frente a una situación (es decir, frente a una eximente) de inculpabilidad o de exculpación (ambos términos se utilizan como sinónimos). Siguiendo el orden secuencial en que ha de examinarse la concurrencia de los elementos del delito, en lo que respecta a la culpabilidad tal examen comienza con la imputabilidad, prosigue con la existencia de dolo (o de culpa) y termina con la exigibilidad.

4.

La imputabilidad

La imputabilidad puede definirse como la aptitud de la persona para captar, en general, la significación jurídica de sus actos y para determinar su comportamiento, conforme a ese conocimiento. Al hablar de imputabilidad, en consecuencia, nos estamos refiriendo específicamente a la captación del sentido jurídico de los actos. No se trata de que el sujeto esté capacitado para darse cuenta de la moralidad de las acciones que ejecuta, o para comprender las connotaciones que ellas puedan tener en otros ámbitos (por ejemplo, económico o social). La imputabilidad está referida exclusivamente al sentido de aprobación o reprobación que los actos tienen para el derecho. De modo que la imputabilidad presupone en el individuo un cierto grado de madurez, que le permita, en primer término, distinguir el sentido jurídico de los actos, frente a otros sentidos que estos mismos poseen; y captar, enseguida, lo que está jurídicamente permitido y prohibido. Presupone, asimismo, un cierto grado de normalidad (o de lucidez) mental. La aptitud para captar la licitud de los actos puede verse alterada por la concurrencia de factores patológicos o de factores exógenos que afectan la lucidez necesaria para discernir entre lo lícito y lo ilícito. a)

Fundamento dogmático

El Código Penal no utiliza el vocablo imputabilidad, ni establece en parte alguna que para ser penalmente responsable el sujeto ha de tener aptitud para captar el sentido jurídico de sus actos. Sin embargo, toda la doctrina concuerda en que este requerimiento está implícito en la

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preceptiva de dicho Código, básicamente a partir de que el artículo 10 contempla tres eximentes (la minoría de edad, la locura o demencia y el trastorno mental transitorio), que tienen en común la idea de que, al ejecutar la conducta típica, el individuo no posee aptitud para captar el sentido jurídico de sus actos. Y si el Código Penal estima que en tales situaciones no surge responsabilidad penal, puede perfectamente afirmarse que para el surgimiento de dicha consecuencia jurídica es necesario que el individuo posea dicha aptitud. El Código Penal, en realidad, parte de la base de que todo ser humano, por el hecho de ser tal (es decir, un individuo dotado de raciocinio y libertad), está capacitado para conocer el sentido jurídico de sus actos y para determinarse conforme a ese conocimiento; en otras palabras, presupone su imputabilidad. De ahí que sólo haya estimado necesario regular las situaciones de excepción, en que aquella aptitud puede encontrarse ausente o disminuida. Tal como sucede con la antijuridicidad, cuyo estudio se reduce al examen de las causas de justificación, el estudio de la imputabilidad queda también reducido a las causas de inimputabilidad (minoría de edad, locura o demencia y trastorno mental transitorio).

b)

Minoría de edad

En el sistema vigente hasta junio de 2007, el artículo 10 Nº 2 del C. Penal disponía que estaba exento de responsabilidad criminal el menor de dieciséis años. Y el Nº 3 del mismo artículo establecía que también estaba exento de responsabilidad el mayor de dieciséis, pero menor de dieciocho años que hubiera actuado "sin discernimiento". En consecuencia, en ese sistema, eran inimputables todas las personas que no hubieran cumplido los dieciséis años y también podían serlo aquellas que se encontraban dentro del rango que va de los dieciséis a los dieciocho años. Mientras en el primer caso la inimputabilidad se presumía de derecho (no existía la posibilidad de probar que un menor de dieciséis años tenía aptitud para captar el sentido jurídico de sus actos), en el segundo caso, en cambio, la imputabilidad dependía de la "declaración de discernimiento" que hiciera el tribunal correspondiente. Por discernimiento había de entenderse, conforme a su sentido natural y obvio, la aptitud para distinguir entre lo lícito y lo ilícito. La Ley de responsabilidad penal de adolescentes, vigente desde junio de 2007, establece un régimen de responsabilidad penal –paralelo al que rige para los adultos–, aplicable a quienes tienen entre catorce y dieciocho años. Dicha ley derogó el Nº 2 del artículo 10 y modificó el Nº 3 del mismo artículo, el cual ahora establece que “la responsabilidad de los menores de dieciocho años y mayores de catorce se regulará por lo dispuesto en la ley de responsabilidad penal juvenil”. De aquí en adelante, y hasta nuevo aviso, nuestro estudio se circunscribirá al régimen de responsabilidad penal aplicable a los adultos, es decir, a quienes han cumplido dieciocho años.

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c)

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Locura o demencia

El artículo 10 Nº 1 dispone que está exento de responsabilidad criminal "el loco o demente a no ser que haya obrado en un intervalo lúcido". Las expresiones que utiliza nuestro Código al consagrar esta causa de inimputabilidad no son coincidentes con la nomenclatura que actualmente emplea la ciencia médica para referirse a los trastornos patológicos de la mente. Sin embargo, la doctrina suele destacar que esta falta de correspondencia en modo alguno importa una desventaja; todo lo contrario, se trata de una fórmula amplia, que permite soluciones acordes con el sentido de lo que la norma pretende disponer. El sistema sería, en verdad, mucho menos flexible si el legislador, en vez de utilizar una fórmula como la descrita, hubiera enumerado afecciones concretas. Porque la imputabilidad o inimputabilidad de un sujeto no depende tanto del hecho de padecer una anomalía síquica, sino de la intensidad de esta última. Porque prácticamente todas esas anomalías presentan fases en las cuales la persona queda privada de razón y otras, en las cuales el sujeto no pierde la aptitud para discernir entre lo lícito y lo ilícito. Una interpretación sistemática de los conceptos de locura o demencia permite concluir que ellos aluden a una alteración de las facultades mentales lo suficientemente intensa como para privar a quien la sufre de su capacidad de razonamiento acerca la licitud de sus actuaciones. A esta conclusión se llega si se tiene presente que el mismo artículo 10 Nº 1 hace referencia a los conceptos de "lucidez" y de "privación total de razón". El término demencia incluye todas aquellas situaciones en las que el individuo sufre una paralización del desarrollo intelectual a consecuencia de una malformación patológica, y que suelen englobarse bajo la denominación de oligofrenias. El término locura, por su parte, alude a todas aquellas enfermedades mentales que provoquen en el individuo una privación de sus facultades intelectivas o volitivas. Pertenecen a esta última categoría la esquizofrenia, la paranoia y la locura maniaco-depresiva. Tanto en uno como en otro caso, queda entregado a los especialistas determinar si su intensidad es de tal magnitud que deje a la persona incapacitada para captar la ilicitud de sus actos (no basta, pues, con la simple certificación de que el sujeto padece una de tales patologías). En sus etapas menos avanzadas, todas las afecciones recién indicadas no operan como causas de exención de responsabilidad penal, pero sí pueden operar como causas de atenuación de la misma (caben dentro del género de las circunstancias atenuantes). Respecto de las psicopatías (alteraciones de la personalidad) y de las neurosis (situaciones de conflicto del sujeto consigo mismo o con el mundo que lo rodea) se estima –y ésta es la posición que sigue la jurisprudencia– que no afectan la imputabilidad del sujeto; sin perjuicio de que puedan dar lugar a una situación de inimputabilidad disminuida y como tal, configurar una circunstancia atenuante. Se considera, sin embargo, que en situaciones excepcionales estas afecciones pueden desembocar en casos de trastorno mental transitorio, y dar lugar a esta última eximente y no a la de locura o demencia, por faltar en ellas la permanencia del estado de perturbación mental que caracteriza a las situaciones incluidas en esta última figura.

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El Código Penal dispone que la eximente de locura o demencia no opera cuando el sujeto ha actuado en un intervalo lúcido. En términos generales, la doctrina se muestra contraria a la inclusión de esta cláusula, a raíz de que las investigaciones psiquiátricas demuestran que la anomalía no deja de estar presente por mucho que el paciente no dé, temporalmente, muestras evidentes de sus síntomas.

d)

Trastorno mental transitorio

El mismo artículo 10 Nº 1 declara exento de responsabilidad penal a quien "por cualquier causa independiente de su voluntad, se halla privado totalmente de razón". Actúa privado temporalmente de razón quien, al momento de ejecutar la conducta típica y antijurídica, no se encontraba en situación de discernir entre lo lícito y lo ilícito a consecuencia de estímulos exógenos. A diferencia de lo que sucede en el caso de la locura o demencia, el trastorno mental transitorio no implica un proceso de alteración permanente de las facultades mentales, sino que se produce en forma transitoria. El trastorno mental transitorio opera como eximente sólo si la situación no ha sido provocada por el propio sujeto que la sufre (“…por cualquier causa independiente de su voluntad…”). Sobre la base de esta exigencia, la doctrina considera que son punibles las llamadas actio liberae in causa, es decir, aquellos actos que el individuo ejecuta procurándose voluntariamente un estado de trastorno mental, con el objeto de cometer un delito o sabiendo que en tales circunstancias puede cometerlo (la situación de privación de razón pasa a ser, en el fondo, un medio de ejecución del delito). En estas situaciones, la doctrina postula que el juicio de imputabilidad ha de adelantarse al momento en que el individuo pone consciente y voluntariamente en marcha el estímulo que provoca su privación de razón.2 La exigencia de que la privación de razón sea total debe interpretarse, tal como ocurre en el caso de la locura o demencia, en el sentido de que ha de revestir una magnitud tal que deje al individuo en la imposibilidad de discernir entre lo lícito y lo ilícito. Algunos autores plantean que el trastorno mental transitorio únicamente opera respecto de aquellas personas que poseen una constitución patológica que las deja en un estado de vulnerabilidad frente a la acción del estímulo externo. Y para aseverar lo anterior, se fundan en que muchas personas frente a los mismos estímulos no reaccionan con una pérdida de sus facultades mentales. Una de las situaciones más conflictivas respecto de la aplicación de la eximente de trastorno mental transitorio es la que ofrecen los estados de embriaguez, debidos a la ingestión de 2

La doctrina suele aplicar la teoría de la actio liberae in causa también a los casos en que el sujeto se pone en una situación de ausencia de acción. Por ejemplo, si la madre de una criatura de pocos días, sabiendo que tiene mal dormir y que se mueve mucho durante la noche, decide acostar a su hijo a su lado, asumiendo el riesgo de que lo aplaste y asfixie durante el sueño, lo que efectivamente ocurre y la criatura muere.

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alcohol o de sustancias estupefacientes. Tomando en consideración que al establecer la cláusula de no voluntariedad del estímulo, la Comisión Redactora del Código Penal tuvo en mente que no se aplicara la eximente al que actúa en estado de ebriedad, la jurisprudencia y parte de la doctrina suelen estimar, sin efectuar distingo alguno, que el sujeto ha de ser tratado como imputable, porque la ingestión del alcohol no es una "causa independiente de su voluntad". La situación penal de quien ejecuta un acto típico y antijurídico en estado de embriaguez, sin embargo, merece las siguientes distinciones: a) Si el sujeto es un verdadero toxicómano ha de ser tratado como un enfermo mental y sobre esta base es perfectamente posible que su situación sea equiparable a la del loco o demente y que sea ésta, precisamente, la eximente que se configure (por ejemplo, casos de delirium tremens). b) Si la ingestión de la sustancia que produce embriaguez es intencional y con ello el sujeto sólo persigue procurarse una situación de impunidad, estaremos en presencia de una actio liberae in causa. Se adelanta el juicio de imputabilidad y se trata como cualquier delito doloso. c) Si la embriaguez es fortuita, se da, precisamente, el supuesto de ser el estímulo ajeno a la voluntad del sujeto y se configura, por tanto, la eximente de privación temporal de razón. d) Si la embriaguez es culposa (en el sentido de que el sujeto estaba en condiciones de prever que en ese estado podía delinquir), el sujeto también fue libre al momento de adoptar la resolución de embriagarse, pero respecto del resultado delictivo sólo habría imprudencia y deberá castigársele a título de culpa.

5.

El dolo

El dolo puede definirse como la voluntad de ejecutar el comportamiento delictivo, con pleno conocimiento de todos los elementos objetivos que integran el tipo penal y de la antijuridicidad de la conducta ejecutada. El dolo consta, entonces, de dos aspectos: uno volitivo, representado por la voluntad de ejecutar el hecho y otro cognitivo, representado por el conocimiento del tipo y por el conocimiento de la ilicitud de la conducta. a)

El aspecto cognitivo del dolo

Abarca el conocimiento de los elementos objetivos del tipo y el conocimiento acerca de la ilicitud de la conducta.  Conocimiento del tipo

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Implica el conocimiento, referido al plano fáctico de la actuación (no al plano normativo), de todos los elementos objetivos que integran el tipo. Si pensamos, por ejemplo, en el hurto (art. 432), desde un punto de vista cognitivo, el sujeto ha de saber que se apropia de una cosa; y ha de saber, además, que ésta es mueble y ajena, y que actúa sin la voluntad de su dueño. No se trata de que el individuo conozca que el tipo de hurto contiene todos esos requerimientos, sino de que sepa que ellos se dan, efectivamente, en su actuación. El conocimiento que exige el dolo es actual, no meramente potencial. Esto quiere decir que dicho conocimiento debe estar presente al momento en que el sujeto ejecuta la conducta. No basta que el individuo hubiera debido o podido saber aquello que el tipo exige: es necesario que efectivamente lo haya sabido. El requisito de la actualidad en modo alguno implica una total exactitud en orden al conocimiento que se tiene respecto de cada elemento del tipo. Así, por ejemplo, si el tipo de hurto exige que la cosa sustraída sea ajena, basta que el sujeto sepa que la cosa que toma no le pertenece, sin que sea necesario que sepa, con toda precisión, quién es el verdadero dueño del objeto sustraído. Respecto de los elementos normativos, en modo alguno se exige un conocimiento equiparable al que pueda tener un especialista. Basta, como suele decirse, "una valoración paralela en la esfera del lego", es decir, la captación que respecto del elemento de que se trate pueda llegar a hacer un individuo común y corriente. El conocimiento de los elementos objetivos del tipo supone una "previsión" o representación previa del mismo en la mente del sujeto que ejecuta la conducta. Pero ello no significa que, al actuar, el sujeto necesariamente haya debido tener en su pensamiento cada uno de los elementos que integran el tipo. Basta que haya tenido incorporado en su mente cada uno de esos elementos, aunque sea de modo inconsciente.  Conocimiento de la ilicitud Las personas que han ejecutado una conducta típica y antijurídica, aun cuando estén en general capacitadas para discernir entre lo lícito y lo ilícito (es decir, aun cuando sean imputables), pueden actuar con desconocimiento acerca de la ilicitud del acto concreto ejecutado. El conocimiento de la ilicitud consiste, precisamente, en la conciencia que el individuo ha de tener acerca de que es ilícito el acto ejecutado. Este requisito, como es obvio, ha de ser apreciado tomando en consideración el conocimiento que una persona corriente posee acerca de la significación jurídica de sus actos, sin que sea menester un grado de precisión como el que sería exigible a un jurista. No se trata, pues, de que la persona conozca con precisión la fuente en virtud de la cual es ilícita su actuación, sino que basta con que sepa, en términos generales, que se trata de un acto que está reprobado por el ordenamiento jurídico.

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b)

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El aspecto volitivo del dolo

Consiste en la voluntad de realizar el comportamiento típico. Comprende la decisión de obtener el objetivo que uno se propone con la actuación y se hace extensivo, también, a la voluntad de realizar todo el plan predeterminado, lo que incluye los medios de ejecución, los aspectos circunstanciales, los efectos concomitantes, los cursos causales, etc. El aspecto volitivo del dolo se circunscribe a lo que el sujeto quiere ejecutar, sin considerar cuáles son sus deseos. El querer se expresa en la dirección de la actividad corporal y causal hacia un determinado objetivo. El deseo, en cambio, se relaciona con la impresión que tal cosa nos produce. De ahí, por ejemplo, que una muerte pueda ser querida, en cuanto dirigimos nuestro accionar en pro de ese resultado; pero, al mismo tiempo, no deseada, en cuanto preferiríamos que ella no se produjese. El querer tampoco es equiparable con la motivación. Esta, como ya sabemos, es lo que nos impulsa a actuar; y, en tal sentido, puede existir desde antes que adoptemos la resolución de delinquir. La existencia de voluntad en modo alguno ha de examinarse en relación con las posibilidades de concreción de aquello que se pretende obtener. Hay voluntad (y por tanto dolo), aunque desde un punto de vista material o físico no exista la menor posibilidad de que se produzca aquello que queremos, es decir, que constituye la finalidad de nuestra actuación.

6.

Clases de dolo

Atendiendo a la mayor o menor intensidad del aspecto volitivo o cognitivo del dolo, se acostumbra a distinguir tres clases de dolo: directo, indirecto y eventual. Como el segundo de los nombrados se equipara por completo al primero, en realidad sólo cabe hablar de dos formas de dolo: directo y eventual. Así lo haremos, en lo sucesivo, a lo largo de este curso. a)

Dolo directo

Hay dolo directo cuando el resultado o la acción (según se trate de un delito "de resultado" o "de mera actividad") constituyen el objetivo que persigue obtener el individuo. En este caso, el sujeto se representa el hecho típico y dirige sus actos hacia su plena realización. b)

Dolo indirecto

Hay dolo indirecto (también llamado "de segundo grado" o "de consecuencias necesarias o seguras") cuando el sujeto se representa el hecho típico y lo acepta, no como el objetivo preciso de su actuación, sino como una consecuencia que necesariamente ha de sobrevenir. El sujeto, en realidad, actúa en procura de otro objetivo, respecto del cual hay dolo directo (por ejemplo, la muerte de una autoridad a través del empleo de un artefacto explosivo puesto en su automóvil);

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pero se acepta, con dolo indirecto, otro resultado (la muerte del chofer que conduce el vehículo), como algo que necesariamente ocurrirá. c)

Dolo eventual

Hay dolo eventual cuando el sujeto se representa el hecho típico y lo acepta como algo que probablemente ocurrirá. En el mismo caso anterior, el sujeto se representa la posibilidad de que otra persona acompañe a la autoridad en el automóvil que ésta utiliza para viajar; y la acepta, no como algo que necesariamente ha de ocurrir, sino como algo que eventualmente y con un cierto margen de probabilidad podría darse. El dolo indirecto se equipara al dolo directo, porque en ambos el sujeto actúa con la certeza de que el hecho típico necesariamente ocurrirá. De ahí que no haya, desde el punto de vista del desvalor de la acción, ninguna diferencia cualitativa entre una y otra situación. Todas las formas de dolo tienen en común la representación previa del resultado y su aceptación (ya como el objetivo perseguido, ya como una consecuencia necesaria, ya como una consecuencia probable). Esto último es, precisamente, lo que distingue el dolo de la culpa, porque lo característico de una actuación culposa, en caso de haber representación del resultado, es el rechazo del mismo. Y es también el hecho de haber en el dolo eventual una aceptación del resultado lo que permite afirmar que éste es una especie de dolo (y no una categoría distinta). En aquella forma de dolo, en la medida en que se admite la producción del resultado, hay también voluntad respecto de éste. Aunque se reconoce que una actuación con dolo eventual importa un menor desvalor que una actuación con dolo directo. No obstante, para efectos penológicos, la ley no efectúa ningún distingo: la pena asignada a un delito es la misma, sea que se cometa con dolo directo, sea que se haga con dolo eventual.

7.

El dolo en el Código Penal

El Código Penal no define el dolo; ni formula, en términos expresos, la distinción entre dolo directo y eventual. No obstante lo anterior, toda la doctrina entiende que el dolo, en tanto que elemento insoslayable de todo hecho delictivo, tiene consagración legal en la propia definición de delito que ofrece el artículo 1º del Código Penal. Este último expresa que las acciones delictivas han de ser voluntarias y con ello, indudablemente, alude al dolo. Aunque podría sostenerse que tal expresión alude únicamente al aspecto volitivo del dolo, nadie pone en duda que el aspecto cognitivo o intelectual también cuenta con pleno reconocimiento en el Código Penal. Primero, porque sólo se puede querer lo conocido, de modo que la exigencia de voluntariedad del artículo primero ha de hacerse extensiva también al conocimiento con que ha de actuar el sujeto. Y, segundo, porque el artículo 64 del mismo Código Penal exige conocimiento respecto de los elementos que integran las circunstancias agravantes,

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de lo cual cabe deducir que si se formula tal exigencia respecto de los elementos que sólo agravan la responsabilidad penal, con mayor razón habrá de requerirse conocimiento respecto de los elementos que fundamentan dicha responsabilidad. Respecto de la distinción entre dolo directo y eventual, si bien el Código Penal no utiliza esas expresiones, es indudable que dicho texto acoge una graduación del dolo, basada en su intensidad. Numerosos tipos, en efecto, utilizan expresiones de índole subjetiva que se traducen en la exigencia de una forma más intensa de dolo, que corresponde a lo que aquí hemos definido como dolo directo. Es el caso de expresiones como "maliciosamente" (art. 342) o "a sabiendas" (art. 212). Y si, en esos casos, el Código exige una forma más intensa de dolo, es de toda lógica concluir que en aquellos casos en los cuales no se contempla una exigencia especial en tal sentido, el delito respectivo puede cometerse también con una forma menos intensa de dolo. Por otra parte, si respecto de determinados delitos (el homicidio, por ejemplo) se castiga incluso su ejecución culposa, cuyo desvalor es menos intenso que una actuación con dolo eventual, mal podríamos suponer que este último carece de relevancia penal, porque en tal caso quedaría un vacío de impunidad: se castigaría el homicidio cometido con dolo directo y el homicidio cometido con culpa, y no así el homicidio cometido con dolo eventual. Puede decirse, en consecuencia, que la noción de dolo eventual, y su contraposición con el dolo directo, tienen pleno respaldo en el ordenamiento jurídico chileno.

8.

La presunción de voluntariedad

El artículo 1º inciso segundo del Código Penal dispone: "Las acciones u omisiones penadas por la ley se reputan siempre voluntarias, a no ser que conste lo contrario". Frente a esta disposición la doctrina ha elaborado varias interpretaciones: a) Para algunos, voluntaria es sinónimo de vínculo psicológico entre el acto ejecutado y el individuo que lo realiza. Y como tal vínculo puede asumir la forma de dolo o de culpa, decir que las acciones se reputan voluntarias equivale a decir que se presumen cometidas con dolo o con culpa. Esta posición fue mayoritaria en la doctrina española con anterioridad a la entrada en vigencia del Código Penal de 1995, porque en ese país el Código precedente no contenía una definición del delito culposo como la que contiene el artículo 2º del Código chileno, y por esto podía entenderse que la definición de delito contenida en el artículo 1º (idéntica a la nuestra) comprendía tanto el delito doloso como el culposo. En Chile, en cambio, esta posición carece de sustento, porque si se considera lo dispuesto en el artículo 2º, es indudable que el artículo 1º se refiere exclusivamente al delito doloso. b) Una segunda posición se basa en la distinción entre acción y resultado, y afirma que la presunción de voluntariedad se refiere sólo a la primera y no así al segundo. En otras palabras, se presumiría que la acción ha sido voluntaria, pero tal presunción no se haría extensiva al resultado (se presumiría, por ejemplo, que el disparo fue voluntario, pero no que la muerte también lo

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fuera). Esta distinción, sin embargo, no es compatible con la estructura del comportamiento humano. Ya sabemos que toda acción lleva implícito el elemento finalidad (o voluntad final), de modo que presumir que una acción es voluntaria, en el fondo significaría presumir que una acción es acción, lo cual, por cierto, carece de toda racionalidad. c) La opinión mayoritaria en la doctrina chilena, siempre ha considerado que la presunción de voluntariedad importa una presunción de dolo. Esta posición se funda en un examen comparativo de los artículos 1º y 2º. Como este último se refiere de modo expreso al delito culposo, se entiende que el artículo 1º alude al delito doloso. Y como la expresión utilizada en el inciso primero para definir el delito, es precisamente el adjetivo "voluntaria", la presunción de voluntariedad no podría ser, sino una presunción de dolo. d) Otro sector de la doctrina entiende que respecto de la posición reseñada en el punto c) cabe la misma objeción planteada en relación con la postura reseñada en el punto b). Porque si la voluntad final coincide con el dolo, presumir que las acciones son dolosas, importa también la contradicción de presumir que las acciones son acciones. De ahí que se sostenga que la presunción aludida sólo puede estar relacionada con otro componente subjetivo, independiente del dolo, cual es la conciencia de la ilicitud. Decir que las acciones penadas por la ley se reputan voluntarias, equivaldría a afirmar que ellas se presumen realizadas con conciencia de que se ejecuta algo ilícito. Tanto frente a la posición reseñada en el punto c) como a la referida en el punto d), cabe destacar que ellas contradicen el principio de presunción de inocencia, consagrado en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y en la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Puesto que ambos instrumentos tienen plena vigencia en el ordenamiento jurídico chileno, no puede decirse que lo presumido sea el dolo o la conciencia de la ilicitud, porque ello equivaldría a presumir la responsabilidad penal, que es, precisamente, lo opuesto a la condición de inocente conforme a la que ha de ser tratado cualquier individuo mientras no se pronuncie una sentencia condenatoria que lo declare penalmente responsable. e) En estas circunstancias, y puesto que la identificación entre los conceptos de dolo y voluntariedad es manifiestamente clara en el artículo primero, cabe afirmar que el objeto de la presunción de voluntariedad no es presumir el dolo respecto de cada acción ejecutada por un individuo concreto, sino proclamar de modo general, y para el campo estrictamente normativo, que todas las acciones tipificadas en el ordenamiento penal chileno se reputan dolosas, en el sentido de que sólo son susceptibles de ser sancionadas cuando se ejecutan con dolo. En otras palabras, que las conductas penadas por la ley sólo admiten ejecución dolosa, salvo que ella misma autorice, como ocurre en casos excepcionales, el castigo de su forma culposa. De modo que si un tipo nada dice respecto de la posición anímica con que ha de actuar el hechor, hemos de entender que lo sancionado es la ejecución dolosa de la conducta. No cabe duda de que la intención original del Código fue la de establecer una presunción de dolo aplicable a cada actuación concreta, puesto que para decir que, a nivel normativo, la regla general es el castigo de las conductas dolosas, contempló la disposición del artículo 10 Nº 13. Sin

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embargo, frente a la imposibilidad de atribuirle actualmente su sentido original (pues vulneraría la norma de presunción de inocencia), sólo cabe entender la presunción de voluntariedad en el mismo sentido que fluye del artículo 10 Nº 13. El hecho de que resulta superflua la existencia de dos normas con idéntico contenido obedece, simplemente, a que el Código no ha sido objeto de modificación en esta parte, como debió haberse hecho, con posterioridad a la entrada en vigencia de la norma que proclama la presunción de inocencia. De ahí, que no pueda invocarse la existencia del artículo 10 Nº 13, como argumento para intentar atribuir a la presunción de voluntariedad un sentido distinto al que fluye del artículo mencionado.

9.

Dolo penal y dolo civil

El artículo 44 del C. Civil define el dolo como la intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de otro. El concepto que fluye de esta definición, desde luego, no es concordante con lo que entendemos por dolo en el campo del derecho penal. Tal afirmación se funda en las siguientes razones: a) La definición del C. Civil se refiere exclusivamente a la persona y a la propiedad, en circunstancias que el derecho penal tiende a la protección de otros bienes jurídicos, los cuales incluso pueden ser colectivos, en el sentido de que su titular es la sociedad. b) La definición civil sólo sirve para explicar el concepto de dolo directo, puesto que exige una "intención positiva". No logra explicar, en cambio, el concepto de dolo eventual. c) El concepto civil de dolo exige que se haya producido un daño (injuria). En materia penal, en cambio, hay dolo aunque el delito no cause daño alguno, como ocurre en las figuras de peligro y en las etapas anteriores a la consumación (por ejemplo: tentativa). d) La definición del C. Civil sólo exige una intención genérica de causar daño. En el campo penal, en cambio, el dolo supone que el sujeto haya previsto y querido el hecho típico, no una consecuencia dañosa cualquiera. e) La definición del C. Civil, finalmente, exige que la injuria o daño recaiga sobre la persona o propiedad "de otro"; en circunstancias que en el campo penal hay delitos dolosos que afectan bienes jurídicos propios.

10.

Ausencia del elemento cognitivo del dolo

Puesto que el dolo supone conocimiento respecto de los elementos objetivos que integran el tipo y conocimiento respecto de la ilicitud de la conducta ejecutada, aquel elemento estará ausente cada vez que falte uno u otro conocimiento. Si falta el conocimiento acerca de alguno de los componentes objetivos del tipo, estaremos en presencia de lo que la doctrina denomina "error de tipo". Si falta el conocimiento

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acerca de la ilicitud de la conducta ejecutada, estaremos en presencia de lo que la doctrina llama "error de prohibición". Como el error de tipo y el error de prohibición excluyen el dolo, y como éste es indispensable para que haya culpabilidad, resulta que ambas formas de error son circunstancias eximentes y, más específicamente, causas de inculpabilidad, es decir, eximentes que excluyen la configuración del delito por faltar el elemento culpabilidad.

a)

Error de tipo

Un caso especial de ausencia de dolo es la eximente denominada error de tipo. Se entiende por error de tipo la ignorancia o equivocación en que incurre el autor de la conducta respecto de alguno de los elementos objetivos del tipo. No se trata de que el sujeto ignore que el tipo contiene determinada exigencia, sino de que en un caso concreto él ignora o tiene una apreciación equívoca acerca de lo que sucede en el plano de la realidad. Por ejemplo, frente al tipo de violación que exige que la víctima sea menor de catorce años (artículo 362), no se trata de que el sujeto ignore que el tipo formula esa exigencia, sino de que enfrentado a una situación concreta, él cree erróneamente que la víctima es mayor de catorce años. En los casos de error de tipo falta indudablemente el aspecto cognitivo del dolo, porque no hay un conocimiento cabal acerca de todos los elementos objetivos que integran el tipo. Pero dicho error también influye o se proyecta en el aspecto volitivo del dolo, porque su resolución de delinquir aparece determinada por aquella falsa representación de la realidad. En relación con los efectos del error de tipo, la doctrina acostumbra distinguir según si el error es evitable o inevitable (o bien vencible o invencible, como dicen algunos autores). Un error es evitable cuando la situación real podía ser prevista por el sujeto, de modo que si éste hubiera observado una mayor diligencia, habría podido salvar el error en que incurrió. El error es inevitable, en cambio, cuando el sujeto no previó ni podía prever cuál era la situación real, es decir, cuando ni aun empleando una mayor diligencia hubiera podido salvar el error. El error de tipo cuando es inevitable elimina el dolo y también la posibilidad de castigar a título de culpa, porque no hubo falta de diligencia de parte del sujeto. Falta en este caso la culpabilidad y el delito, en consecuencia, no se configura. El error de tipo cuando es evitable elimina el dolo, pero deja subsistente la culpa (porque hubo falta de diligencia), de modo que en caso de existir un tipo culposo paralelo, el hecho será sancionado, precisamente, a este último título. El error de tipo, desde luego, puede recaer sobre cualquier elemento objetivo del tipo. Y, en el caso de los delitos de resultado, por cierto, la consecuencia material exigida por el tipo y la relación de causalidad, en tanto que elementos objetivos, también pueden dar lugar a un error de esta naturaleza. Hay, sin embargo, casos especiales de error de tipo, que no se rigen por la

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fórmula general relativa a los efectos de esta clase de error, explicada en los párrafos precedentes. Tales casos especiales son:  El error sobre el nexo causal Esta forma especial de error de tipo se da cuando el autor se representa una forma de nexo causal distinta de aquella que en definitiva lleva a la producción del resultado. Es decir, cuando entre la conducta y el resultado se dan factores con relevancia causal que el sujeto no consideró o que ponderó en una forma distinta a aquella que realmente ocurrió. Por ejemplo, el sujeto se representa que va a matar a la víctima de un disparo que ha de impactar en el corazón, pero en definitiva el disparo impacta en la cabeza, y aquélla de todos modos muere. Para determinar si esta clase de error opera como excluyente del dolo, la doctrina acostumbra a distinguir según si la divergencia entre lo representado y lo efectivamente ocurrido es esencial o no. Sólo tiene efecto excluyente del dolo, la divergencia que es esencial, es decir, cuando los cursos causales conducen a un resultado distinto de aquel que el sujeto se proponía obtener (por ejemplo, el individuo se representa que va a lesionar a otra persona con un golpe de puño, pero la víctima resbala, cae al suelo, se golpea la cabeza y muere). Si la divergencia no es esencial, en el sentido de que varía el curso causal, pero de todos modos se produce el resultado perseguido, dicho error no elimina el dolo. Es lo que ocurre, precisamente, en el caso propuesto al comienzo, en que el autor se propone matar a la víctima mediante un disparo en el corazón, pero varía el curso causal y el disparo impacta en la cabeza.  El error sobre el sujeto pasivo Conocido también como error in personam, este caso concreto de error de tipo se da cuando el sujeto se equivoca acerca de la identidad de la víctima. Por ejemplo, el sujeto dispara contra el cuerpo de quien él cree que es Juan (y lo mata), pero en realidad se trataba de un hermano muy parecido a él. Esta forma de error de tipo no es excluyente del dolo (lo cual equivale a decir que en este caso el homicidio de todos modos se configura), en virtud de lo que dispone el artículo 1º inciso tercero del C. Penal: el individuo es penalmente responsable "aunque el mal recaiga sobre persona distinta de aquella a quien se proponía ofender". No obstante, esta clase de error igualmente produce algún efecto, según lo que indica el mencionado precepto legal: “En tal caso no se tomarán en consideración las circunstancias, no conocidas por el delincuente, que agravarían su responsabilidad; pero sí aquellas que la atenúen”.  El error sobre el objeto material Esta forma de error de tipo, comúnmente denominada aberratio ictus o error en el golpe, se da cuando la acción recae sobre un objeto distinto de aquel en contra del cual el sujeto se propuso dirigir su actuación. Por ejemplo: lanzo una piedra contra el cuerpo de Juan, con la

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intención de matarlo, pero debido a mi mala puntería, impacto en el cuerpo de Pedro, quien estaba sentado junto a Juan, y lo mato. Un sector minoritario de la doctrina sostiene que en este caso también es aplicable la regla del artículo 1º inciso tercero del C. Penal y postula, por tanto, la irrelevancia de esta forma de error (en el caso propuesto, seré castigado como autor de homicidio doloso). La posición mayoritaria, en cambio, sostiene que en este caso estamos en presencia de dos desvalores: la lesión que sufre la vida de Pedro y el peligro a que se ve expuesta la vida de Juan. Se postula, en consecuencia, que en el caso propuesto debe castigarse el intento de matar a Juan (tentativa de homicidio doloso u homicidio doloso frustrado) y al mismo tiempo la muerte de Pedro (delito culposo consumado de homicidio).

b)

Error de prohibición

Se denomina error de prohibición el estado de ignorancia o la equivocación que se da en una persona acerca de la ilicitud del acto ejecutado. En otras palabras, incurre en error de prohibición quien realiza un acto ilícito, creyendo que hace algo lícito. Los casos de error de prohibición pueden resumirse conforme al siguiente esquema:  Error sobre la existencia de la prohibición. Esta forma de error, que también se denomina error de prohibición directo, se da cuando el sujeto actúa en la creencia errónea de que el acto no está prohibido, sino permitido, porque desconoce que el ordenamiento jurídico tipifica esa conducta como delito. Por ejemplo: la situación de quien conduce un microbús sin contar con la licencia profesional requerida para ello, ignorando que tal conducta está sancionada penalmente (art. 196-D ley Nº 18.290, del tránsito). Otro ejemplo: el caso de quien realiza una acción típica y antijurídica creyendo erróneamente que ya ha sido despenalizada.  Error sobre la existencia de una causa de justificación. Esta forma de error se da cuando el sujeto sabe que el acto ejecutado es, en general, contrario al ordenamiento jurídico, pero cree equivocadamente que hay una norma que autoriza su ejecución (en otras palabras, cree que para el caso concreto concurre a su favor una causa de justificación que el ordenamiento, en realidad, no contempla). Por ejemplo: la situación de la mujer que quedó embarazada a consecuencia de una violación y que se somete a un aborto creyendo que en tal caso es lícito hacerlo).  Error sobre los presupuestos fácticos de una causa de justificación. En este caso el sujeto sabe que el acto está, en general, prohibido; y también sabe que hay una causa de justificación que autoriza su ejecución en determinadas circunstancias. Pero el error consiste en que cree equivocadamente que en el caso concreto se dan los requisitos de hecho que aquella causa exige, cuando en realidad no se dan. Por ejemplo: sé que injuriar

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está prohibido; también sé que el consentimiento opera como causa de justificación respecto de ese delito; difundo algo injurioso respecto de una persona, creyendo que cuento con su autorización, cuando en realidad ésta no existe. Muchos tienden a identificar error de tipo con error de hecho y error de prohibición con error de derecho. Tales categorías, sin embargo, no son coincidentes. El error de tipo puede ser de hecho, cuando recae sobre algún elemento descriptivo, pero puede ser también de derecho cuando recae sobre algún elemento normativo jurídico. Asimismo, el error de prohibición puede ser de hecho, como cuando recae sobre los presupuestos fácticos de una causa de justificación; y puede ser de derecho, como cuando versa sobre la existencia de una causa de justificación en el ordenamiento jurídico. Tomando en cuenta la asimilación que suele hacerse entre error de prohibición y error de derecho, antiguamente se negaba efecto exculpante a aquella clase de error, básicamente por aplicación de lo dispuesto en el artículo 8º del Código Civil, que impide alegar ignorancia de la ley. Como una forma de salvar este último inconveniente, durante la primera mitad del siglo XX fue común que la doctrina distinguiera entre error de derecho "penal" y error de derecho "extra-penal". Y sobre la base de esta diferenciación, se reconocía efecto exculpante únicamente al error que versaba sobre algún punto de derecho, relacionado con el tipo respectivo, pero regulado por una norma ajena al campo del derecho penal. Tal solución, sin embargo, carecía de todo sustento, porque de aplicarse el artículo 8º del Código Civil en el campo penal, la ficción que dicha norma contiene indudablemente cubre todo el ámbito del ordenamiento jurídico. En la actualidad, sin embargo, la doctrina y la jurisprudencia aceptan de modo prácticamente unánime, que el error de prohibición posee efecto exculpante, tanto cuando recae sobre un antecedente de hecho, como cuando versa sobre algún punto de derecho. En apoyo de este criterio ha de tenerse presente que el propio Código Civil dispone que las normas especiales de cada sector del ordenamiento jurídico priman sobre las que contempla dicho cuerpo legal (art. 4º). Y en el ámbito penal, como ya sabemos, rige la norma de presunción de inocencia (consagrada en la Convención Americana sobre Derechos Humanos y en el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos), cuya vigencia es incompatible con la aplicación en el campo de nuestra disciplina de la ficción de conocimiento de la ley. Porque presumir que alguien actúa conociendo la ilicitud de su conducta implica, ni más ni menos, que presumir que esa persona es culpable; y culpable es, justamente, lo opuesto a inocente. En el mismo sentido apunta la norma que contempla el artículo 19 Nº 3 inciso séptimo de la Constitución Política de la República, que prohíbe a la ley presumir de derecho la responsabilidad penal y el propio Código Penal también ofrece una pauta para sostener el efecto exculpante del error, aunque recaiga sobre algún punto de derecho. Los artículos 224 y 225, en efecto, sancionan (con una pena más benigna que la que correspondería si hubieran actuado con pleno conocimiento) a los jueces cuando "por ignorancia inexcusable" dictan una sentencia manifiestamente injusta. Y de allí cabe deducir que si incluso los jueces quedan exentos de

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castigo cuando actúan por ignorancia "excusable" acerca de la ley, con mayor razón deberá predicarse el mismo efecto para el ciudadano común y corriente que se encuentra en la misma situación. Tal como sucede con el error de tipo, el Código Penal no regula expresamente los efectos del error de prohibición; sin embargo, contiene pautas que permiten determinar con bastante precisión tales efectos. Desde luego, los mismos artículos 224 y 225, anteriormente citados, consagran el criterio de la excusabilidad, que es el que la doctrina utiliza tanto para el error de tipo como para el error de prohibición. Siguiendo esa pauta se afirma que sólo posee efecto exculpante el error de prohibición cuando es inevitable, invencible o excusable. A esta conclusión se llega tanto por aplicación de la teoría del dolo (que postulan los causalistas), como de la teoría de la culpabilidad (que postulan los finalistas). Para la primera, falta parte del aspecto cognitivo del dolo y como éste se ubica en el nivel de la culpabilidad, se excluye este último elemento. Para la segunda, falta el conocimiento de la ilicitud, uno de los factores de los cuales depende el juicio de reproche, y por lo tanto también se excluye la culpabilidad. La teoría del dolo y la de la culpabilidad, sin embargo, difieren en relación con los efectos que una y otra asignan al error de prohibición evitable, vencible o inexcusable. La teoría del dolo, como sitúa este elemento (y también la culpa) en la culpabilidad, le atribuye los mismos efectos que al error de tipo evitable: elimina el dolo, pero deja subsistente la culpa. La teoría de la culpabilidad, en cambio, como parte de la base de que el dolo y la culpa son elementos del tipo, sostiene que el error de prohibición evitable (cuyos efectos se proyectan sobre la culpabilidad) no afecta al dolo ni a la culpa: el hecho sigue siendo doloso. Tampoco se excluye la culpabilidad, pero la responsabilidad penal se atenúa en razón de la menor intensidad del juicio de reproche.

11.

La exigibilidad

La exigibilidad, el tercero de los elementos sobre los cuales se realiza el juicio de reproche, puede definirse como la circunstancia de ser (moralmente) posible para una persona la ejecución de una conducta diversa de la realizada. Puesto que el derecho penal parte de la base de que los seres humanos están dotados de libertad, puede afirmarse que, en principio, toda conducta típica y antijurídica se reputa ejecutada libremente. Es decir, que en el caso concreto existió libertad para decidir entre actuar en una forma o en otra. Los casos en que no se da la exigibilidad de una conducta diversa son, en consecuencia, excepcionales. Respecto de este elemento tiene especial relevancia la consideración de las motivaciones que impulsan a actuar a las personas. Porque todas las causas de inexigibilidad se fundan en la concurrencia de una motivación que privó al sujeto de la posibilidad de escoger entre una opción lícita y otra ilícita.

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En el ordenamiento jurídico chileno son causas de inexigibilidad de otra conducta: la fuerza moral irresistible, el miedo insuperable, el encubrimiento de parientes, la obediencia debida y el estado de necesidad exculpante.

a)

La fuerza moral irresistible

Puede definirse como un estado de conmoción psíquica, originado por un estímulo externo, que, sin suprimir la capacidad de volición, altera las posibilidades de autodeterminación. Esta eximente aparece contemplada en el artículo 10 Nº 9 del C. Penal y a pesar de que esta disposición habla de fuerza sin distinguir entre violencia física o moral, la doctrina mayoritaria entiende que ella se refiere exclusivamente a la segunda. Ello, porque sólo la fuerza moral guarda similitud con la otra situación que allí mismo se contempla (el miedo insuperable). Y, porque respecto de la fuerza física (excluyente de la voluntad y, por tanto, de la acción) no hace falta que el legislador la contemple de modo expreso, sobre todo si el delito aparece, ya en el artículo 1º, definido como acción u omisión "voluntaria". Para que la fuerza moral produzca efecto exculpante se requiere que ella sea "irresistible". Este requisito debe entenderse como una exigencia de que el estímulo sea superior a los márgenes de tolerancia exigibles a un hombre normal.

b)

El miedo insuperable

Puede definirse como el temor que experimenta una persona de verse expuesta a un mal, grave e inminente, no tolerable desde la perspectiva de una persona común. El miedo admite diversas graduaciones (desde el pánico al simple temor) y en sus niveles más altos puede, incluso, ocasionar una privación temporal de razón. En este último caso la culpabilidad se excluye por ausencia de imputabilidad, no por falta de exigibilidad. Pero tampoco basta cualquier temor para que se configure la eximente: ésta exige la insuperabilidad, requisito que indudablemente alude a un cierto margen de intensidad de la conmoción que experimenta la persona. Como no se distingue acerca del estímulo que provoca el miedo, éste puede obedecer tanto a causas naturales como a la acción de una persona.

c)

Encubrimiento del cónyuge o ciertos parientes

Encubridor es aquel sujeto que interviene con posterioridad a la ejecución de un delito, con el objeto de favorecer la impunidad de su autor o de aprovecharse, por sí mismo, de los efectos de la conducta delictiva.

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En razón de los vínculos de afecto que suelen unir a los cónyuges y a determinados parientes entre sí, el legislador (en el artículo 17 inciso final) exime de responsabilidad a quien incurre en un acto de encubrimiento con el propósito de favorecer la impunidad de alguna de aquellas personas. No se aplica, en cambio, la eximente si la motivación con que actúa el encubridor es el ánimo de lucro. No obstante, un sector de la doctrina plantea que no es ésta una eximente, sino una excusa legal absolutoria, lo que significa que el delito se configura, pero que por falta de punibilidad no surge responsabilidad penal. Más adelante en este curso examinaremos la punibilidad y las excusas legales absolutorias.

d)

La obediencia debida

Consiste en la ejecución de una conducta típica y antijurídica en cumplimiento de una orden impartida por un superior jerárquico a quien uno tiene el deber jurídico de obedecer. No se trata de que la conducta esté directamente impuesta al hechor por el ordenamiento jurídico (en cuyo caso se da la hipótesis de cumplimiento de un deber, que opera como causa de justificación). Lo que debe estar establecido en las normas jurídicas es la obligación de obedecer. Como el hecho ejecutado en situación de obediencia debida es antijurídico, la persona que imparte la orden tendrá que responder penalmente. La causa de inculpabilidad que ahora estudiamos sólo beneficia a quien ejecuta la orden impartida por el superior. Si bien el artículo 10 del C. Penal no contempla la obediencia debida entre las eximentes, nadie discute que ella opera con efecto exculpante, por aplicación de diversos preceptos que imponen a los subordinados (básicamente en el ámbito administrativo, judicial y militar) la obligación de obedecer a sus superiores. Por ejemplo, el artículo 55 letra f) de la ley Nº 18.834 (Estatuto Administrativo), dispone que es obligación de todo funcionario público "obedecer las órdenes impartidas por el superior jerárquico". El artículo 56 de la misma ley agrega que "si el funcionario estimare ilegal una orden deberá representarla por escrito, y si el superior la reitera en igual forma, aquél deberá cumplirla, quedando exento de toda responsabilidad, la cual recaerá por entero en el superior que hubiere insistido en la orden". Algo similar se observa en el Código Penal en materia de prevaricación judicial (art. 226) y de desobediencia (art. 252), y en el Código de Justicia Militar (art. 335). Lo anterior permite afirmar que el sistema establecido en Chile es de obediencia absoluta y reflexiva. Según la doctrina, la obediencia es relativa cuando el subordinado sólo está obligado a cumplir los mandatos lícitos que le imparte el superior, en tanto que es absoluta cuando también se le impone el cumplimiento de mandatos antijurídicos. A su vez, la obediencia absoluta es reflexiva cuando se concede al inferior la posibilidad de representar la ilegitimidad de la orden,

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pero si el superior insiste en ella, debe acatarla; en cambio, es ciega cuando el inferior ni siquiera tiene la facultad de representar la orden.3

f)

El estado de necesidad exculpante

Se designa con este nombre a las situaciones en que una persona actúa para salvar un bien jurídico expuesto a un peligro, sacrificando un interés del mismo o de menor valor. Durante mucho tiempo el Código Penal no contemplaba esta figura como eximente; pese a lo cual la doctrina entendía que ello no era necesario, puesto que todos los casos de estado de necesidad exculpante podían resolverse acudiendo a las hipótesis de fuerza moral irresistible o miedo insuperable. Ahora bien, la Ley Nº 20.480, de 18 de diciembre de 2010, incorporó expresamente esta causal en el Nº 11 del artículo 10 CP. De la regulación legal se desprende que está exento de responsabilidad penal quien obra para evitar un mal grave para su persona o derecho o los de un tercero, siempre que concurran los siguientes requisitos: a. Situación de necesidad. El requisito esencial de todo estado de necesidad es que exista un mal o peligro de daño para un bien jurídico. Además, la ley exige que este mal sea actual, esto es, que tenga existencia como tal en el momento, o inminente, es decir, con un alto grado de probabilidad. No basta que sea meramente posible, remoto o supuesto, con más o menos fundamento, por quien trata de evitarlo. Al igual que en el estado de necesidad justificante, resulta indiferente cuál es el origen de esta situación. El bien jurídico amenazado puede ser la persona o derecho de quien actúa para evitar el mal o de un tercero. Esta exigencia presupone, en todo caso, una cierta intensidad del menoscabo esperable del bien jurídico (repárese en que el encabezado de este numeral 11 exige que el mal sea grave); en consecuencia, la amenaza de unas lesiones o unas detenciones ilegales insignificantes (sea cual sea su probabilidad) no constituyen presupuesto suficiente para la aplicación de la eximente. b. Inexistencia de otro medio practicable y menos perjudicial para evitar el mal. Al igual que en el estado de necesidad justificante, aquí se exige subsidiariedad. Un estado de necesidad no exculpa, por tanto, si existe la posibilidad de anular el peligro de un modo conforme a Derecho o que, al menos, sea menos lesivo que el que se emplea. c. Que el mal causado no sea sustancialmente superior al que se evita. La doctrina dominante radica aquí la distinción fundamental entre estado de necesidad justificante y exculpante. En el primero, el mal causado debe ser inferior al que se evita. En el segundo, en tanto, ello no se exige; el mal causado podría ser equivalente o, incluso, superior al que se evita. 3

CURY URZÚA, Enrique, Derecho Penal. Parte General, 9ª edición, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago, 2009, pp. 460-461.

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La única limitación es que no sea sustancialmente superior, concepto valorativo que deberá delimitarse caso a caso. Importa destacar, eso sí, que la ponderación se hace entre males, lo que implica que no sólo se debe tener en cuenta el valor de los bienes jurídicos en juego, sino también el grado de peligro que los amenaza, si el peligro proviene o no de la parte sobre la que recae la lesión, el objetivo perseguido por el agente, etc. Al igual que en el estado de necesidad justificante, el juicio de valoración es de carácter jurídico, objetivo y relativo. d. Que no sea exigible el sacrificio del bien amenazado. No es aplicable la exculpación cuando, de acuerdo con las circunstancias, al autor le es exigible soportar el peligro. Esto sucede cuando el mismo sujeto es el que ha causado el peligro, o cuando está obligado por una especial relación jurídica. Así, por ejemplo, al bombero le es exigible sufrir riesgos en su persona antes de atacar a otros con el fin de escapar de las llamas.

EJERCICIOS: 1. 3. 4.

5.

6. 7. 8.

10. 11.

12. 13.

¿Los términos "culpable" y "culposo" son sinónimos? ¿Cuál es la secuencia completa que ha de seguirse para determinar si en un caso concreto se dan todos los elementos que integran la noción de delito? ¿Cuál es la denominación genérica que reciben: a) las eximentes que eliminan la tipicidad; b) las que eliminan la antijuridicidad; c) las que eliminan la culpabilidad; y d) las que eliminan la imputabilidad? ¿Serías partidario(a) de que se suprimiera el límite de edad que nuestro ordenamiento utiliza para medir la imputabilidad de las personas y de reemplazarlo por un examen, efectuado caso a caso, sobre la capacidad de discernimiento del individuo, sin atender a su edad? ¿Qué ventajas y desventajas reporta uno y otro sistema? Busca ejemplos de estímulos exógenos capaces de producir estados de trastorno mental transitorio. Indica diferencias entre “locura o demencia” y “trastorno mental transitorio”. Tomando como base la muerte que ocurre a consecuencia de ser atropellada una persona por un automóvil, inventa una situación en que tal cosa ocurra con dolo directo, otra en que suceda con dolo eventual, otra en que haya culpa en el conductor y, finalmente, otra en que no haya dolo ni culpa. Busca en el Código Penal, tres ejemplos de delitos que, en tu concepto, sólo sean susceptibles de cometerse con dolo directo. El delito de homicidio que contempla el artículo 268 bis, ¿puede, según tu opinión, cometerse tanto con dolo directo como con dolo eventual, o sólo con dolo directo? ¿Por qué? Inventa un ejemplo concreto de error de tipo referido al delito de violación que contempla el artículo 362 del Código Penal, en que el error sea inevitable. Inventa tres ejemplos de error de prohibición (correspondientes a cada una de las tres formas que éste puede adoptar), todos ellos referidos al delito de aborto.

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13.

15. 16. 17. 18. 19.

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Inventa una situación referida al delito de lesiones en que claramente se dé un error sobre el sujeto pasivo y otra, referida al mismo delito, en que se dé un error sobre el objeto material. Inventa una situación concreta de fuerza moral irresistible y una de miedo insuperable. Inventa una situación concreta de obediencia debida. Inventa una situación concreta de estado necesidad justificante y otra de estado de necesidad exculpante. ¿Con qué concepción (psicológica o normativa) de la culpabilidad se aviene mejor la exigibilidad de otra conducta? ¿Por qué? Realiza un examen secuencial de cada uno de los elementos del delito y señala las eximentes que a propósito de cada uno de ellos pueden presentarse.

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CAPÍTULO XI EVOLUCIÓN DE LA TEORÍA DEL DELITO

A lo largo de la historia, con unos nombres u otros, se ha hecho uso de diversas reglas o criterios para atribuir responsabilidad, para decidir quién es responsable, a quién se le aplicará una pena, cuándo puede ésta rebajarse, etc. Pero lo que hoy día se conoce como “teoría jurídica del delito” —la ordenación de esas reglas y criterios de imputación en un sistema— es relativamente moderna: surge en Alemania a finales del siglo XIX. Hasta entonces la doctrina también había recurrido a la imputación de responsabilidad con categorías que no difieren de las empleadas en la actualidad; porque desde la antigüedad y hasta nuestros días, las categorías sobre las que se basa la imputación son comunes a la filosofía moral, a la ética, y son las mismas que empleamos comúnmente en la vida social. Lo propio de la teoría del delito es que esas reglas y categorías son dotadas de contenido específicamente penal y se las ordena en un sistema. Antes de comenzar el período del “dogmatismo penal”, en que se desarrolla esta teoría del delito, se pueden distinguir dos períodos. En primer lugar, se conoce como período de los precursores el que se desarrolla durante el siglo XVIII, coincidiendo con el movimiento libertario europeo. Durante este período la actitud de los juristas penales se caracterizó por una crítica frente a los excesos del absolutismo: la arbitrariedad de los procedimientos; la desigualdad de trato; la extrema severidad y crueldad de las sanciones; las características inhumanas del sistema penitenciario, etc. Encabeza este movimiento Cesare BECCARIA (1738-1794), quien condensó magistralmente el ideario humanista y lanzó las bases del Derecho penal liberal en su libro “De los delitos y las penas”. Seguidamente, la evolución de la ciencia del Derecho penal a lo largo de siglo XIX se caracteriza por la controversia doctrinal que se ha denominado la lucha de las escuelas. La polémica surgió, fundamentalmente en Italia, entre la escuela clásica y la positiva. La primera, en realidad, no constituye una escuela, sino que un grupo de autores que elaboraron sus doctrinas de forma independiente, pero que los integrantes de la escuela positiva —que sí formaron un grupo homogéneo, con presupuestos y aspiraciones comunes— reunirían bajo la denominación peyorativa de “clásicos”. Entre ellos destaca, especialmente, Francesco CARRARA (1805—1888) y Anselm von FEUERBACH (1775-1833). Sucintamente, se puede caracterizar su método de trabajo como deductivo o lógico-abstracto. Es decir, parten de ciertos principios generales apriorísticos, como la afirmación del libre albedrío o la consideración del delito como un ente jurídico, y de ellos van extrayendo las consecuencias

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lógicas. Así, coinciden estos autores en fundar la responsabilidad penal, precisamente, en la libertad del hombre, y en considerar la pena como retribución moral y jurídica, esto es, retribución por el mal realizado. La escuela positivista, por el contrario, se basa en un método inductivo-experimental, de observación de la realidad, para extraer proposiciones generales de los datos particulares. Muchos de sus postulados aparecen como la contrapartida de las ideas de los clásicos. Por ejemplo, centra su atención en el estudio del delincuente, el que es considerado un ser determinado a delinquir, carente de libertad, pero que por vivir en sociedad, es responsable ante la misma de sus actos. La pena, entonces, tiene un carácter defensivo frente a individuos peligrosos, acentuándose su función preventiva. El delito se examina, fundamentalmente, como acción humana, esto es, como fenómeno natural y social, determinado causalmente, y que no es más que una manifestación indiciaria de la peligrosidad de su autor. Entre los exponentes de esta escuela se encuentran LOMBROSO, FERRI y GARÓFALO. Aunque ya en esta época comienza un estudio verdaderamente científico del Derecho penal — en la primera parte del siglo XIX, con la obra de FEUERBACH—, todavía no existe un estudio dogmático del Derecho penal, que supere el plano de la mera exégesis legal, es decir, el estudio de los preceptos legales en su realidad individual, más con fines de interpretación que de sistematización. La dogmática penal o tecnicismo jurídico penal principia recién, como decíamos, a fines del siglo XIX, cuando comienzan a perfilarse los conceptos fundamentales de la teoría del delito (antes existía un concepto muy vago e impreciso de delito, pues se lo consideraba, simplemente, como hecho dañoso). El primer elemento que se delimita es el de acción, como piedra básica del delito, aquello que el delito es en esencia. El reconocimiento de una antijuridicidad objetiva e independiente de la culpabilidad la formula el jurista Rudolph von IHERING en un escrito de 1867. Luego se produce el aporte más significativo en orden a la estructuración del sistema que hoy conocemos, con una obra de Ernst BELING de 1906, en que delimita el concepto de tipo. Finalmente, para el desarrollo de la teoría de la culpabilidad tuvo especial importancia el estudio de Reinhard FRANK de 1907. Pero el trabajo científico-sistemático va considerablemente más allá del mero planteamiento de esos conceptos básicos elementales. Además, debe fijar los presupuestos de las diversas categorías del delito, precisar las relaciones que guardan entre sí y sistematizarlas. La actitud dogmática supone un trabajo de elaboración conceptual (definición, clasificación, sistematización), que apunta a la unificación de las normas que conforman un ordenamiento jurídico determinado, tomando los preceptos legales en calidad de dogmas (como verdades ciertas e indiscutibles). Los conceptos se integran en un sistema orientado a la resolución de problemas jurídicos en un determinado modo, haciendo posible una aplicación segura y calculable del Derecho penal. Ahora bien, aunque las categorías del concepto de delito quedaron identificadas ya a principios del siglo XX y desde entonces existe uniformidad en el empleo de la terminología

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para nombrarlas (conducta, tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad), el contenido que se le asigna a cada una ha ido variando en el tiempo. Se acostumbra distinguir, como fases de la evolución histórica de la teoría del delito, tres corrientes más o menos definidas: el sistema clásico, el sistema neoclásico o causalista y el sistema finalista. En todas ellas, así como en el postfinalismo que impera en nuestros días, el liderazgo ha correspondido, indiscutiblemente, a la doctrina alemana1. - EL SISTEMA CLÁSICO El sistema clásico —también llamado causalismo positivista—, fue dominante a principios del siglo XX; sus máximos representantes son Franz von LISZT (1851-1919) y Ernst BELING (1866-1932). El ambiente positivista de fines del siglo XIX se plasmó en esta construcción de la teoría del delito, que plantea el delito y la responsabilidad como datos positivos, realidades físicas explicadas mediante la mera causalidad y no la libertad. Ofrece una concepción sencilla y didáctica del delito, basada en la hipótesis de que injusto y culpabilidad se comportan entre sí como la parte externa y la interna del delito, respectivamente. En consecuencia, todos los requisitos objetivos del hecho punible pertenecen al tipo y a la antijuridicidad, mientras que la culpabilidad es concebida como el compendio de todos los elementos subjetivos del delito. En particular, se caracteriza como sigue: a) La acción es concebida de forma estrictamente naturalística, como un movimiento corporal que produce una modificación en el mundo exterior. No incumbe a este concepto elemento subjetivo alguno, como la voluntad, la intencionalidad, etc., los que se estudian a nivel de la culpabilidad. b) El tipo no es sino una descripción puramente externa y exclusivamente objetiva de la acción, carente de todo sentido valorativo. Precisamente, porque la acción es concebida como un fenómeno natural, y el tipo se limita a describirla. c) La antijuridicidad también es un elemento de índole objetiva. Es la simple contradicción entre una conducta, examinada con prescindencia de su componente subjetivo, y las prescripciones del ordenamiento jurídico. Para que el hecho típico no sea antijurídico, por tanto, basta la concurrencia objetiva de una causa de justificación, con independencia de la posición subjetiva del agente frente a ella.

Los autores que se citarán –a excepción de G. Radbruch– han escrito manuales de Derecho penal traducidos al castellano desde hace años, por lo que influyeron en la doctrina penal española y, directamente o a través de esta última, en la chilena. En concreto, v. LISZT, Tratado de Derecho penal (trad. Jiménez de Asúa; notas Saldaña), 3 vols., Madrid, 1914-1929; MEZGER, Tratado de Derecho penal (trad. y notas Rodríguez Muñoz), Madrid, 1935; MAURACH, Tratado de Derecho penal (trad. y notas Córdoba Roda), Barcelona, 1962; WELZEL, Derecho penal alemán (trad. Bustos/Yáñez), Santiago de Chile, 1970; ROXIN, Derecho penal. Parte general, I. Fundamentos. La estructura de la teoría del delito (trad. 2ª ed., 1994, Luzón/Díaz/de Vicente), Madrid, 1997; JAKOBS, Derecho penal. Parte General. Fundamentos y teoría de la imputación (trad. 2ª ed., 1991, Cuello/Serrano), Madrid, 1997. 1

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d) La culpabilidad reúne en sí toda la subjetividad del delito. Se la concibe según el criterio psicológico, es decir, como el vínculo psicológico entre el autor y el hecho ejecutado, que puede asumir la forma de dolo o culpa. Estos, en consecuencia, no sólo pertenecen a la culpabilidad, sino que son las dos clases o especies de culpabilidad. Como presupuesto de la culpabilidad se exige la imputabilidad. Desde un punto de vista sistemático, uno de los méritos de esta concepción es que hace posible la elaboración de una teoría del delito común a los hechos dolosos y culposos. En ambos rigen los mismos criterios en cuanto a la acción, tipicidad y antijuridicidad, porque sólo se diferencian en el plano de la culpabilidad. Presenta, sin embargo, importantes inconvenientes en los diversos niveles: - Emplea un concepto de acción extraño a las ciencias humanas en general, que siempre la han entendido como dotada, en sí misma, de finalidad. - Se contradice con la realidad indiscutible de que numerosos tipos contienen referencias de orden subjetivo, de modo que, al menos en esos casos, la total correspondencia entre el hecho ejecutado y la descripción abstracta (es decir, la tipicidad) supone el examen de factores subjetivos. - No puede explicar situaciones en las cuales puede existir responsabilidad penal, a pesar de no estar presente el vínculo psicológico, como ocurre en los casos de culpa inconsciente o sin representación. - Tampoco sirve para explicar ciertas causas de exculpación en que es evidente que subsiste el dolo, es decir, en que existe el vínculo psicológico en que según este sistema consiste la culpabilidad. Por ejemplo, un sujeto que para salvar su vida mata a otro voluntariamente. En este caso existe el nexo psicológico con el resultado, pero la legislación penal renuncia expresamente a declarar culpable a ese sujeto. En definitiva, al no trabajar con conceptos adecuados a la realidad, esta teoría termina por ofrecer una seguridad espuria y no es capaz de dar respuestas sistemáticas a los problemas de aplicación del Derecho penal. - EL SISTEMA NEOCLÁSICO Ante la insuficiencia del enfoque anterior, se recurre a enfoques denominados neoclásicos o neokantianos, atentos a los valores que se hallan presentes en las diversos elementos de la acción humana, la libertad, la culpabilidad como reproche, etc. Uno de sus representantes más importantes es Edmund MEZGER (1883-1962). En este sistema el concepto de delito pudo mantener, en principio, la separación entre injusto objetivo y culpabilidad subjetiva, pero tuvo que reconocer ciertas excepciones y buscar por ello una explicación distinta para diferenciar injusto y culpabilidad. Esa diferencia se encontró en la distinta forma de valoración: para afirmar la presencia del injusto se valora el hecho

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desde el punto de vista de su dañosidad social, y al constatar la culpabilidad se lo valora desde el punto de vista de la reprochabilidad. a) La acción es concebida en términos similares a los del sistema anterior, pero ya no podía contentarse con ser un hecho meramente naturalístico, sino que debía ser susceptible de soportar los juicios de valor. Entonces, no es sólo un movimiento corporal voluntario, sino más bien, un comportamiento, una actuación de la voluntad humana. Pero aunque el concepto de acción dejó de ser naturalístico, siguió siendo un concepto causal; la esencia de la acción es todavía el ser causación, provocada a su vez por la voluntad, pero no dirigida por ella. Respecto de la omisión se introduce un componente de orden normativo, pues se la concibe como dejar de hacer una acción debida o esperada. b) La tipicidad sigue siendo un elemento básicamente objetivo. Pero tras el descubrimiento de que en ciertos delitos hay elementos subjetivos sin los cuales el hecho no puede ser desvalorado en absoluto —como el ánimo de apropiación en el delito de hurto—, se opta por distinguir entre tipos normales (los que sólo contienen elementos de orden objetivo) y anormales (los que excepcionalmente contienen, además, alguna exigencia subjetiva, cuya concurrencia es necesaria para afirmar la tipicidad de la conducta). c) La antijuridicidad conserva un carácter objetivo; en esto no hay diferencias con el sistema clásico. En consecuencia, la concurrencia de una causa de justificación depende, únicamente, de que se den los elementos fácticos que ella contempla, al margen de la posición anímica de quien se ve beneficiado por ella. Además, la antijuridicidad material radica, fundamentalmente, en el desvalor de resultado (lesión o puesta en peligro de un bien jurídico). En otras palabras, un hecho es antijurídico en tanto objetivamente trae consigo la lesión o puesta en peligro de un bien jurídico. d) La culpabilidad, en cambio, es concebida de modo radicalmente diverso, desde un punto de vista normativo. Ya no se la percibe como un vínculo psicológico, sino como un juicio de reproche que se formula sobre la base de tres antecedentes: la imputabilidad, el vínculo psicológico (dolo o culpa) y la exigibilidad. Dentro de este esquema, algunos denominan “culpabilidad en sentido estricto” al vínculo psicológico, en oposición a la culpabilidad en sentido amplio, que correspondería al cuarto elemento del delito. En este sistema el dolo aparece integrado por un aspecto volitivo (la voluntad de ejecutar el hecho típico) y por un aspecto cognitivo (que incluye, tanto el conocimiento de los elementos objetivos del tipo, como el conocimiento acerca de la ilicitud del hecho ejecutado). Por eso se le conoce como “dolo malo” o malicia, pues afirmar que alguien ha actuado dolosamente implica afirmar que obró sabiendo que lo que hacía era contrario al ordenamiento jurídico. Dada la forma en que aparece caracterizado el dolo, cuando existe un error de prohibición, sobre la ilicitud de la conducta, lo que se excluye es, precisamente, el dolo. Subsiste la posibilidad de sancionar a título de culpa si el error era evitable. Como en este sistema la acción se concibe como un comportamiento voluntario, pero el contenido de la voluntad se desplaza hacia el juicio de reproche, el primer elemento del delito

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—la acción— queda desprovisto de su componente interno. Por lo mismo, a nivel de tipicidad sólo se considera el acto humano como causa de un resultado, es decir, sólo se toma en cuenta la aptitud causal de la acción, su manifestación externa, y no la totalidad de su contenido. En razón de esta característica —que, por lo demás, comparte con el sistema clásico—, esta posición es también denominada sistema causalista. En realidad, esa es una denominación con una connotación peyorativa y que quiere remarcar sus diferencias con el sistema que le sucede en el tiempo, el finalista. - EL SISTEMA FINALISTA Tras la Segunda Guerra Mundial, el re-descubrimiento de que la acción humana se encuentra gobernada por la idea de finalidad buscada por el agente sirve para replantear el orden y el contenido de las categorías de la teoría del delito. Es una doctrina fundada por Hans WELZEL (1904-1977), en la que también destaca Reinhart MAURACH, por ejemplo. El finalismo parte de la existencia de ciertas “estructuras lógico-objetivas” que pertenecen a la naturaleza de las cosas y que el legislador no puede sino respetar. Una de estas estructuras ontológicas es la acción final. Es decir, parte de la base de que todo acto humano, por el solo hecho de ser tal, tiene un componente externo materializado en un movimiento corporal y un componente interno que se traduce en la voluntad final que preside y orienta el comportamiento humano. Este componente interno es parte de la esencia de la acción. Si el delito es un acto humano, no puede la teoría pasar por alto esta realidad, la cual se impone frente a cualquier propósito de sistematización de la estructura del hecho delictivo. En consecuencia, sólo habrá una acción de matar si el autor pone rumbo al objetivo con conocimiento y voluntad respecto de lo que hace, o sea, si mata dolosamente. El esquema finalista rompe la distinción entre elementos objetivos (conducta, tipicidad y antijuridicidad) y subjetivo (la culpabilidad), que era un rasgo común en los sistemas precedentes. Como ya la conducta importa un elemento subjetivo, también la tipicidad y la antijuridicidad que de ella se predican dejan de ser puramente objetivos. Las particularidades de los elementos del delito son las siguientes: a) La acción es un concepto prejurídico, que se caracteriza por ser ejercicio de actividad final, con un aspecto interno y otro externo. La estructura final del comportamiento se aplica también a los supuestos omisivos, de tal modo que la omisión es entendida, no en términos normativos, sino naturales: consiste en dejar de ejecutar una acción posible de ser realizada (no en dejar de realizar una acción debida). b) El tipo debe reflejar la realidad de la estructura del comportamiento humano, lo que implica sus dos dimensiones. Por ello consta de una faz objetiva y una subjetiva, en la que se ubica el dolo y los elementos subjetivos específicos que algunos tipos suelen contener. El dolo consiste, precisamente, en la voluntad final de la conducta, su aspecto interno. Por lo tanto, ya no se define como “dolo malo”, porque no contiene en su interior el conocimiento de la antijuridicidad. Es un “dolo neutro”, porque no es voluntad buena ni

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mala, que necesariamente forma parte del tipo. Por otra parte, el tipo se concibe como dotado también de un significado valorativo, pues sirve de selección de los hechos relevantes para el Derecho penal. c) La antijuridicidad también sufre una subjetivización. Por una parte, porque para definir la antijuridicidad material se pone énfasis en la gravedad intrínseca de la acción (en cuanto importa una voluntad contraria al sentido de la norma), concediendo primacía al desvalor de acción, por sobre el desvalor del resultado. Y por otra, porque lo anterior significa que el “valor de acción” debe estar presente para que se configure una causa de justificación. Por lo tanto, en ellas existe, además del componente objetivo, uno subjetivo, representado por la conciencia de actuar lícitamente. d) La culpabilidad conserva el carácter de juicio de reproche —concepción normativa—, pero este juicio se funda en tres elementos: la imputabilidad, la conciencia de la ilicitud y la exigibilidad. El dolo y la culpa pertenecen a la conducta, es decir, al objeto valorado; no pueden, por esto, formar parte de la valoración del objeto. Pero se trata de un dolo neutro, que consiste sólo en la voluntad final. El conocimiento de la antijuridicidad ya no forma parte del dolo, por lo que pasa a constituir un elemento autónomo del que depende el juicio de culpabilidad. Al sistema finalista se le reprocha que favorece una excesiva subjetivización del injusto, en que el desvalor de resultado queda relegado a un segundo plano. Además, generalmente se rechaza su teoría de la acción final, aduciendo que una concepción ontológica de la acción no puede ser vinculante para un sistema de Derecho penal fundado en decisiones valorativas, y en que la definición de acción como el control de cursos causales dirigido a un determinado objetivo no se ajusta bien a los hechos imprudentes y a los delitos omisivos. - EL POST-FINALISMO Aunque todavía existe parte de la doctrina que permanece adscrita al sistema neoclásico (o causalista) o al sistema finalista, en sus versiones más ortodoxas, la orientación que predomina en algunos países desde los años setenta del siglo pasado es diferente y suele denominarse post-finalismo. Sin embargo, éste no es un sistema homogéneo, sino que se trata más bien de un conjunto de elaboraciones doctrinales que intentan superar los inconvenientes de los sistemas anteriores, esforzándose por lograr una síntesis entre los nuevos impulsos que dio el finalismo, con ciertas conclusiones irrenunciables de la fase anterior. Síntesis que se caracteriza, en la mayoría de los casos, por rechazar la teoría final como teoría de la acción, pero asumiendo su consecuencia sistemática más importante, o sea, el traslado del dolo al tipo. Son corrientes funcionalistas o teleológicas, porque se basan en la idea de que la explicación y justificación de los contenidos de las categorías viene dada por los fines que cumplen en la sociedad o por sus consecuencias. Así, la formación del sistema jurídico-penal ha de guiarse exclusivamente por las finalidades del Derecho penal.

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Sistematizando algunos de los rasgos comunes que suelen presentar estas elaboraciones doctrinales, en relación con los elementos del delito, cabe destacar los siguientes: La conducta no se concibe como un elemento autónomo de la teoría del delito, sino que se examina entre los componentes del tipo. Incluso, el concepto de acción tiende a desdibujarse y, en muchos casos, es reemplazado por el de “realización del tipo”, con prescindencia del valor que tradicionalmente se asignaba a su contenido de voluntariedad. La tipicidad incluye una faz subjetiva en que se ubican el dolo y la culpa. Pero ya no por razones ontológicas —como lo proponía el finalismo—, sino por razones valorativas: el tipo contiene la materia de la prohibición y ésta sólo puede referirse a hechos dolosos o culposos. No tiene sentido prohibir meros comportamientos externos, no dominados por la voluntad. Por lo demás, el sentido social de las acciones típicas muchas veces no se puede comprender prescindiendo del dolo. Pero también existe una tendencia que podríamos denominar intermedia, conocida como el sistema de la doble posición del dolo, el cual lo considera, al mismo tiempo, elemento del tipo y de la culpabilidad. También en relación con la tipicidad, la noción de causalidad ha sido complementada o, incluso, reemplazada por el concepto de imputación objetiva. La antijuridicidad también ha perdido importancia como elemento autónomo del delito. Se la integra y estudia en la tipicidad, precisamente, porque el tipo es tipo de injusto y no una descripción carente de valoración. Es lo que ocurre, claramente, con la teoría de los elementos negativos del tipo. Se considera que la materialidad de la ilicitud radica, tanto en el desvalor de la acción, como en el desvalor del resultado, sin que pueda desconocerse alguno de esos aspectos o concederse a uno primacía sobre el otro. La culpabilidad ya no se considera fundada en la libertad del hombre. Tiende a imponerse, en su reemplazo, el concepto de motivabilidad como parámetro para juzgar la culpabilidad y a desdibujarse la noción de ésta como juicio de reproche. En general, se maneja la idea de imputación subjetiva, como concepto normativo que sustituye el sentido ontológico (y en algunos casos, naturalista) que solía atribuirse a esta categoría del delito. Dentro de la diversidad propia de este período, cabe distinguir, al menos, dos tendencias: a) Funcionalismo moderado: su representante por excelencia es Claus ROXIN, para quien los principios y categorías de la política criminal —principio de legalidad, prevención, etc.— son los que han de dar contenido a cada una de las categorías de la teoría del delito. Esta orientación obliga a una normativización de los conceptos, que proporcione la flexibilidad necesaria para permitir variar su contenido en función de cambios valorativos o del equilibrio de fines. La culpabilidad no tiene como elemento fundamental el poder actuar de otro modo (exigibilidad de otra conducta), como piensa el finalismo, sino que el legislador, a partir de puntos de vista jurídico-penales, quiere hacer responsable al autor

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por su hecho, conforme sea o no necesario sancionarlo frente al caso concreto. Se trata de una culpabilidad orientada a los fines de la pena, donde desaparecerá la diferencia tradicional entre pena y medida de seguridad. La preocupación fundamental de ROXIN es práctica, es decir, busca construir un sistema dogmático apto para la resolución de los problemas que presenta la realidad de la vida social. b) Funcionalismo radical: para Günther JAKOBS es la finalidad de la pena (prevención general positiva) y su contribución al mantenimiento de la vida social lo que sirve para dar contenido a las categorías del delito. Absolutiza el criterio funcional y rechaza cualquier limitación que pueda provenir de la esfera ontológica. De este modo, no puede decirse nada de conceptos como los de culpabilidad o acción sin atender a la misión del Derecho penal. Y la misión del Derecho penal, para JAKOBS, no es la de proteger bienes jurídicos, sino la de garantizar la vigencia de las normas. Las teorías funcionalistas radicales tienen en común que trasladan el centro de atención al sistema social, subordinando a su buen funcionamiento cualquier valoración ética, política, individual o colectiva. Desde esta óptica sistémica, el individuo no es más que un “subsistema físico-psíquico”, mero centro de imputación o adscripción de responsabilidades, y el propio Derecho, un “instrumento de estabilización social, de orientación de las acciones y de institucionalización de las expectativas”. Al subsistema penal corresponde, por tanto, asegurar la “confianza institucional” de los ciudadanos, entendida dicha función como forma de integración en el sistema social. Así, la violación de una norma (delito) se estima socialmente disfuncional, no ya porque lesione o ponga en peligro bienes jurídicos, sino porque cuestiona la confianza institucional en el sistema. El delito es, ante todo, la “expresión simbólica de una falta de fidelidad hacia el Derecho”: una “amenaza para la integridad y estabilidad sociales”. El Derecho penal no se limita a proteger benes jurídicos, sino funciones: la confianza institucional en el sistema y la seguridad de los coasociados en su buen funcionamiento.

EJERCICIOS 1. Tomando en consideración la época de su dictación ¿cuál es la orientación ideológica del Código Penal chileno? 2. Haz un cuadro que contenga los efectos del error de tipo y los efectos del error de prohibición según una concepción causalista y según una concepción finalista. 3. Gran parte de la jurisprudencia y doctrina chilena estiman que no es posible adoptar la estructuración de las categorías propias del finalismo en nuestro medio, en virtud de lo

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dispuesto por el artículo 2º CP. Analiza esa disposición y el argumento que, en tal sentido, emanaría de ella. ¿Estás de acuerdo con dicha conclusión? 4. ¿Cuál es la diferencia entre el “dolo finalista” y el “dolo causalista” y qué consecuencias trae eso a la clasificación de las eximentes? 5. ¿Cuáles son las características del funcionalismo radical que pueden considerarse reveladoras de un rasgo autoritario? Explique. 6. Tomando por base las teorías causalista y finalista, indica qué elemento del delito desaparece frente a las siguientes eximentes: a) Error de tipo b) Error de prohibición c) Estado de necesidad justificante d) Estado de necesidad exculpante e) Cumplimiento de un deber f) Obediencia debida