Literatura ecuatoriana de La Colonia

f r ' LITERATURA A C O L O N IA (I) . F R A Y G A S P A R D E V IL L A R R O E L A J U A N DE V E L A SC O E U G E N

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r ' LITERATURA A C O L O N IA (I) .

F R A Y G A S P A R D E V IL L A R R O E L A

J U A N DE V E L A SC O

E U G E N IO DE S A N T A C R U Z Y E S P E JO

BIBIJOTKCA BASICA d i: a u t o r e s e c u a t o r ia n o s

Este volumen presenta la obra literaria de tres figuras indispensables de nuestra época colonial y que corres­ ponden a los siglos xvii y XVIII; ellos son Gaspar de Villarroel, Juan de Velasco y Eugenio Espejo. El prim er nombre significati­ vo que cronológicamente apa­ rece en las letras ecuatorianas es el de Gaspar de Villarroel, fraile agustino cuya obra es el testimonio de un clérigo culto de esa época y quien aborda temas doctrinarios propios de su función religiosa; obra que es valorada, aquí, en función de su tiempo y de su ocupa­ ción eclesiástica. Juan de Velasco es el autor de la Historia del Reino de Quito, verdadero monumento litera­ rio por la totalidad de sus miras y por su significado, pues su obra es el prim er refe­ rente de una idea nacional y el inicio de un pensamiento con base en el cual hemos cons­ truido este país que hoy cono­ cemos como Ecuador. De la vasta obra escrita por Eugenio Espejo, se presenta aquí una m uestra de aquellos textos en los que reflexiona, con espíritu crítico, acerca de la vida cultural y social de la Audiencia de Quito.

UTPL U N IV m iO A O TtC N IC A M * T K U U « N 1 0 J A

Literatura de la Colonia

(I)

BIBLIOTECA BÁSICA D E AUTORES ECUATORIANOS

BIBLIOTECA BÁSICA D E AUTORES ECUATORIANOS

© U niversidad T écnica P articular de Loja

Proyecto editorial de la utpl (2015) Literatura de la Colonia (I) Primera edición 2015 ISBN de la Colección: 978-9942-08-773-7 ISBN-978-9942-08-774-4 Comité de honor utpl:

José Barbosa Corbacho M. Id. Rector

Santiago Acosta M. Id. Vicerrector

Gabriel García Torres Secretario General

A utoría y dirección general:

Juan Valdano Miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Española Coordinación:

Francisco Proaño Arandi Miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Española R evisión de textos:

Pamela Lalama Quinteros D iseño y diagramación:

Ernesto Proaño Vinueza I nvestigación y asesoría en diseño gráfico: Departamento de Marketing de la utpl, sede Loja D igitalización de textos:

Pablo Tacuri ( u t p l , s e d e Loja) I mpresión y encuadernación: EDiLOJACía. Ltda.

URL: http://autoresecuatorianos.utpl.edu.ec/ Loja, Ecuador, 2015

Literatura de la Colonia Fray Gaspar de Villarroel Juan de Velasco Eugenio de Santa Cruz y Espejo Estudios introductorios: Juan Valdano Francisco Proaño Arandi Aclaración: En la presente edición se conservó la versión original de los textos literarios seleccionados.

Indice

F ray G a sp a r d e V illarroel

Sobre el autor /11 El aventurero que se fingió obispo /17 Datos autobiográficos / 20 Peligro de las comedias / 22 De contrabando en la comedia / 25 La historia del rey soberbio / 29 Los frutos del terremoto / 32

J u a n d e V elasco

Sobre el autor / 39 Prefacción / 43 De los zoofitos / 48 Segunda época del Reino de Quito, conquistado por Carán Scyri / 54 Gobierno de Cuenca / 83

índice E u g e n io d e S a n t a C r u z y E spejo

Sobre el autor / 97 Reflexiones acerca de las viruelas /105 Primicias de la Cultura de Quito Número 1 /132 Primicias de la Cultura de Quito Número 4 /139 Primicias de la Cultura de Quito Número 5 /150 Primicias de la Cultura de Quito Número 6 / 155 Primicias de la Cultura de Quito Número 7 / 159 El nuevo Luciano de Quito Conversación novena. La oratoria cristiana /164

Fray Gaspar de Villarroel

Fray Gaspar de Villarroel

N ota biográfica

o se sabe a ciencia cierta la fecha exacta del nacimiento de Gaspar de Villarroel. Sabemos que ocurrió en Quito, entre los años de 1587 a 1592, y fue en esta ciudad que estudió sus primeras letras y asistió al Colegio Seminario, donde hizo estudios de humanidades. El mismo Vülarroel hizo una sín­ tesis de su vida siendo ya un connotado fraile de la orden de San Agustín. Dice:

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Nací en Quito en una casa pobre, sin tener mi madre un pañal en qué en­ volverme, porque se había ido a España mi padre. Dicen que era yo en­ tonces muy bonito y a título de eso me criaron con poco castigo. Entreme fraile y nunca entró en mí la frailía; pórteme vano, y aunque estudié mucho, supe menos que lo que de mí juzgaban otros. Tuve oficios en que me puso, no la santidad, sino la solicitud. [...] Llevóme a España la am­ bición; compuse unos librillos, juzgando que cada uno habría de ser un escalón para subir. Hiciéronme obispo de Santiago de Chile [...] Goberné el Obispado y, por mis pecados, envió Dios un terremoto. Ponderaron lo que trabajé en aquellas aflicciones comunes y el Consejo (de Indias), que es bien contentadizo, me dio en premio este Obispado (el de Arequipa) que es de los mejores del Reino»1.

Fue profesor de Filosofía y Teología en la Universidad de Lima. Al interior de la orden agustina ocupó varios cargos eclesiásticos

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como prior del convento del Cuzco, vicario del convento de Lima. Villarroel pronto adquirió fama de teólogo, experto conocedor de las Sagradas Escrituras y orador sagrado. Escribió muchos libros doctrinarios que, según él lo declaró, le sirvieron de escalones para subir a funciones y cargos más altos: obispo de Santiago de Chile, de Arequipa y de Charcas. Su fama de predicador y teólogo llegó a España, donde vivió por una década. En esa ocasión fue invitado a predicar en la corte del rey Felipe III. Muere en 1665 en Chuquisaca (Charcas, hoy ciudad de Sucre, Bolivia).

O bra literaria

La obra escrita por fray Gaspar de Villarroel es un testimonio de su pensamiento religioso, de sus ocupaciones eclesiásticas, de su oficio de predicador y de sus enseñanzas y comentarios de las Sagradas Escrituras. En tal virtud, la obra que se conserva de este escritor es la de un eclesiástico culto que aborda temas doctrinarios propios de su función religiosa. De ahí que toda ella tenga este carácter. No se trata, por tanto, de un escritor literario, sino más bien de un religioso que utiliza la escritura para fines pedagógicos y de difusión de la doctrina cristiana. Esto se demuestra en el índice de sus obras, las cuales son, en gran parte, sermones pronunciados con ocasión de aniversarios de la canonización de algún santo de la Iglesia, sermones en tiempo de cuaresma, etc. Entre aquellas obras de Villarroel que mayor interés han despertado entre los historiadores de la literatura están las siguientes: Gobierno Eclesiástico y Pacífico y unión de los dos cuchillos Pontificio y Regio (Madrid, 1656); Selecciones (Imprenta del Ministerio de Gobierno, Quito, 1943); Historias Sagradas y Eclesiásticas morales (Madrid, 1660); Comentarios,

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dificultades y discursos literales y místicos sobre los Evangelios de los domingos de Adviento y de los de todo el año (Madrid, 1661); Relación del terremoto que asoló a la ciudad de Santiago de Chile (Santiago de Chile, 1863). V aloración

El primer nombre significativo que cronológicamente aparece en las letras ecuatorianas es el de este fraile agustino que si bien vio la luz primera en Quito, a finales del siglo XVI, pasó la mayor parte de su vida fuera del territorio de lo que fue la antigua Audiencia de Quito. La obra escrita por Villarroel debe ser valorada en fun­ ción de su tiempo y de su ocupación eclesiástica. Durante la pri­ mera mitad del siglo XVII (época en la que Villarroel despliega sus talentos de escritor y predicador), la cultura literaria de las colonias españolas en América se encontraba en un período de surgimiento, búsqueda y tanteos de caminos. La vida colonial en sus diversas manifestaciones políticas, sociales y culturales estaba reglada por un espíritu de sometimiento y fidelidad a la Metrópoli. España, su monarquía y la Iglesia representaban los valores de la legitimidad, catolicismo, orden y fidelidad a la gran­ deza del Imperio. Por entonces: [...] la cultura literaria fue una expresión de ese proceso legitimador. El saber letrado pasó a ser patrimonio exclusivo de una elite prestigiosa. La práctica de las letras sirvió para el ascenso social, para consolidar valimientos y prebendas. Como medio de legitimización, la literatura constituyó una suerte de máscara que sirvió para ocultar ese lado ile­ gítimo del criollo y del mestizo y, a su vez, como una forma de ostentar fidelidades a la Metrópoli2 .

Por otra parte, a lo largo de los casi tres siglos de vida colonial, el oficio de las letras estuvo (salvo raras excepciones) en manos

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de eclesiásticos y hombres de Iglesia. La educación universitaria durante esa época fue predominantemente escolástica, aristoté­ lica y teórica, y en la que las ciencias experimentales (la nueva física y cosmológica, Newton y Copémico) estaban desterradas y, más aún, condenadas por el dogmatismo eclesiástico y los escru­ pulosos guardianes del dogma católico. Un escritor de esa épo­ ca, como fray Gaspar de Villarroel, no podía sino obedecer a este espíritu y a estas tendencias. De ahí que la casi totalidad de la obra escrita por él baya sido de carácter doctrinal, destinada a la predicación, a la interpretación de los textos sagrados, obediente del regalismo y a establecer los principios de un buen gobierno del régimen eclesiástico frente al poder civil. Sin embargo, si Villarroel hubiese quedado únicamente como un farragoso predicador de púlpito, estamos seguros de que su nombre no hubiese trascendido a la historia de las letras. Lo que a nuestro fraile le salva del olvido y su nombre preside la lista de escritores de la literatura ecuatoriana es el hecho de que en medio de esa prosa hinchada del predicador y atiborrada de citas y latines, se abre paso el verdadero literato, el ameno contador de anécdotas, el narrador que comunica con animada vivacidad algún episodio por él vivido o presenciado. Todo ello lo hace con un fín pedagógico, esto es, para tomar más explícita la exhorta­ ción con la que concluye el caso narrado. Este rasgo de la prosa de Villarroel surge de cuando en vez, en esas ocasiones en las que el sermoneador permanece, por breve tiempo, opacado en la sombra y habla el literato. Gonzalo Zaldumbide supo catar bien esos momentos, cuando dijo: «Es preciso reivindicar su sabroso estilo y la excelencia de sus dones puramente literarios». A su vez, Samuel Guerra Bravo apunta que la estructura expositiva de las obras de Villarroel, un esquema excesivamente rígido y esco­ lástico, «no le deja mucho espacio para hacer literatura en senti­ do estricto; lo admirable ciertamente es que Villarroel se hubiera

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dado modos para inyectar dosis de ingenio, humor o ironía en sus escritos». Y añade: «Otra de las características de la obra de Villarroel es la claridad en la exposición, el rigor y sistematicidad de su razonamiento que conducen inevitablemente a la conclu­ sión deseada. El método escolástico aflora en cada página»3. JV N otas:

1Citado por Gonzalo Zaldumbide en el prólogo a Fray Gaspar de Villarroel. Quito, 1960, págs. 21-22. [Biblioteca Ecuatoriana Mínima]. 2 Valdano, Juan. En Identidad y form as de lo ecuatoriano. Quito: Eskeletra, 2005, págs. 337. 3 Guerra Bravo, Samuel. «Gaspar de Villarroel». Historia de las literaturas del Ecuador, Vol. I. Coord. Juan Valdano. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2000, págs. 292-293. B ibliografía sobre el autor:

Barrera, Isaac J. Historia de la literatura ecuatoriana. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1960. Guerra Bravo, Samuel. «Gaspar de Villarroel». Historia de las literaturas del Ecuador, Vol. I. Coord. Juan Valdano. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2000, págs. 273-296. Rodríguez Castelo, Hernán. Literatura de la Audiencia de Quito, siglo XVII. Quito: Banco Central del Ecuador, 1980. Zaldumbide, Gonzalo. «Introducción al conocimiento de fray Gaspar de Villarroel». En Fray Gaspar de Villarroel. Puebla: J. M. Cajica, 1960. [Biblioteca Ecuatoriana Mínima].

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El aventurero que sefingió obispo

n religioso bastantemente letrado y de grande disimulo había pasado de España con pretexto de ciertos nego­ cios y licencias de sus prelados. No era de algunas de las religiones que residen en las Indias, y callo la suya, porque no acostumbro nombrarlas en aquellas materias en que podría en­ tenderse que quiero deslucirlas. Habíase detenido algunas leguas del Cuzco, en unas doctrinas (así llamamos acá los curatos que tienen por feligreses indios) donde le habían regalado mucho. Escribió al Corregidor de aquella ciudad, a los prelados de las religiones y a algunos caballeros particulares, que Su Majestad le había hecho merced de presentarle para el obispado de Ve­ nezuela, que llaman Caracas, en las Indias; y que en el ínterin que se iba a gobernar su iglesia quería pasara a Potosí a concluir con las cosas que le habían sacado de su celda. Es aquella ciudad muy agasajadora de los forasteros y muy respetadora de obispos; alegróse toda con su buena venida y comenzóse entre los prela­ dos una santa contienda sobre quién había de recibir un huésped tan principal. Venció el Prior de San Agustín. Era este el Maes­ tro Fray Lucas de Mendoza, varón de grande virtud y letras, que siendo provincial y en la Universidad Real de Lima catedrático de Escritura, murió dejando de sí grandes deseos en todos los religiosos. (No encarezco acaso su gran talento, hágolo porque

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crezca la sutileza del engaño). Entró este obispo en el Cuzco con solemne acompañamiento. Túvole en el convento ricamente col­ gado un cuarto. (Aposentóme en él porque sucedí en el oficio de este Prior; y hago memoria de que le sucedí, porque se sepa que hallé tan reciente la maraña, que casi puedo deponer de vista.) Hiciéronle los caballeros al nuevo prelado preciosos donativos y las religiones todas grandes regalos. Encomendáronle el sermón para la fiesta de mi Padre San Agustín; aderezóse el pulpito con grande aparato; salió a él el predicador con grande majestad, y no fue la menor predicar en silla y con almohada. Fue desnudan­ do las manos de unos guantes de ámbar muy olorosos, haciendo la ceremonia tan despacio, que pudo concluir un grande razona­ miento encaminado todo a los desvelos en que le había puesto el gobierno de su obispado, la gran pensión con que se gozaba de aquella dignidad, que a título de divertido en pensamientos que importaban tanto, no podría predicar al tamaño de la expecta­ ción. Acabó la arenga dejando las manos desembarazadas con que habiéndose persignado propuso el tema. Acabó su sermón, recibió los parabienes: circunstancias episcopales. Valióle el aplauso un buen golpe de dinero con que salió del Cuzco tan bien proveído, como si anduviera visitando su obispado. Llegó a Po­ tosí recogiendo de camino cuanto pudo; y aquella villa, que es un asombro de liberalidad, le contribuyó con tanta abundancia, que para moneda sola parece que necesitaba una recua. Volvió por jornadas distintas cargado de plata, y llegando cerca de la ciudad de Arequipa, que como todo el Perú es un largo callejón, porque está apartada del camino real con grandes resultas de sus rique­ zas antiguas, la llaman falquitrera de las Indias. Supo allí por car­ ta de un confidente suyo que había venido una cédula del Consejo para que el Virrey lo recogiese y lo embarcase, porque duró tres años la edad de aqueste embeleco. Repartió mañosamente sus criados, envióles con cartas a partes distintas, y viéndose desem­ barazado de tales testigos, extravióse con unos indiezuelos, y con 18

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su persona y su dinero se puso tan a salvo que hasta hoy no se ha sabido de él. Si este religioso, como se introdujo obispo de una iglesia tan distante, se hubiera querido introducir en una de las iglesias vacas del reino del Perú, y se pudiese en ellas aprehender la posesión sin bulas, ¿no pudieran tenerse mil desdichas? Claro está que sí. Pues también está muy claro que es prudente y santa la disposición del Derecho.

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Datos autobiográficos

o hay escritos que se puedan comparar con los de mi Pa­ dre San Agustín; pero en las comparaciones siempre se guarda su proporción; y en esta conformidad presupon­ gamos lo que me ha sucedido a mí. Escribí cuatro tomos, y estoy persuadido que fueran de provecho; remitílos a Madrid, y el que los llevó, por aprovecharse del dinero, se le volvió a las Indias de­ jando el cajoncillo en el Consejo; y después de tres años corridos aparecieron en la Secretaría por milagro; cobróse el dinero en Lima, con que hasta hoy está detenida la imprenta. Remití estos que voy reconociendo y reformando; hundióse en África un nao con ellos; volviéndomelos de Panamá hechos pavesa; porque ha­ biéndose mojado quedaron cocidos, y trocándose las manos los sucesos quedó en Madrid el dinero y se volvieron los libros. En este caso, ¡sería delito que, estando un Prelado como en el otro mundo y desviado de todo humano comercio, persuadido a que podrían servir a la Iglesia sus trabajos, pretendiese con buenos medios que le trasladasen a un obispado, donde en servicio de Dios se lograsen sus desvelos? Digan lo que gustaren otros, que en eso yo no hago escrúpulo, porque no deseo ser más rico, sino aprovechar más pueblos con mis estudios.

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A mí me hicieron obispo por predicador, y sé del arte lo que basta para apacentar mis ovejas. Hanme derribado unos importunos

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corrimientos los dientes altos; y en cayéndose los que han queda­ do, me hallo inútil para este oficio. ¿Sería incurrir en la presun­ ción de que nota Santo Tomás al que desea un obispado, desear otro de antipatía menor con mis dientes y con mi salud? Dijo el Cardenal Damiano en aquel capítulo 50de su Opúsculo, que era más hacedero renunciarlo que trocar el obispado; pero díjolo él porque no deseaba pasar a otro obispado, sino dejar el suyo. Yyo no hallo mayor escrúpulo en el uno que en el otro caso, habiendo causas, que aunque obligan a no servir en una iglesia, tal vez no bastan para servir en otra. Demás que la misma facultad en que se efectúe la renunciación, obliga a echar por el otro camino. Más humildad parece que un fraile obispo se vuelva su monasterio; pero más fructuoso sería ayudar a los prójimos. Y el obispo, que a título de limosnero, no tuviese con qué comprar un hábito, solo se haría oneroso a su convento; y es mortificación ajar la mitra viviendo la limosna.

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Peligro de las comedias

o se disputa si el obispo podrá ir al lugar público de la re­ presentación que llama el vulgo «Corral», que eso fuera abominación en él. Tratamos de las que suelen represen­ tarse en los lugares decentes en casas de príncipes o en las suyas.

N

Tampoco es el intento averiguar el origen de las comedias, ex­ plicar su etimología, hablar en sus canas con encarecer su an­ tigüedad, sacar en este libro (como si fuera teatro) los mimos y pantomimos, definir la comedia y la tragedia, reproducir los que en traje de sátiros decían al pueblo gracias que se volvieron en sátiras; qué son escenas y qué jornadas, son materias todas para un maestro de letras buenas; pero como esas letras, aunque no las escupo, ya las retiro, porque ni las lleva mi edad ni las sufre mi ocupación, para el que las fuere aficionado quiero encaminarle a una mina donde de las apuntadas hallará ricas vetas. El pa­ dre misionero fray Alonso de Mendoza, que fue catedrático de la Universidad de Salamanca, varón singular de la Orden de mi Pa­ dre San Agustín, que en sus «Cuestiones Quolibéticas», que han sido asombro de grandes ingenios, fabricó la Novena Escolástica debajo de este título: «¿Si lícitamente entre cristianos podrán re­ presentar mujeres en comedias y otros juegos escénicos?» y aun­ que en lo preguntado podrá parecer que anduvo diminuto, fue por portarse modesto, y hacer a la honestidad de las mujeres un

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debido resguardo. Duda si los hombres pecan en ver representar comedias por el peligro de la castidad, viendo en el teatro una mujer; no porque él no sabía que también peligran en ellos las virtudes, viendo representar los hombres; pero siguió en eso un santo estilo y un prudencial recato que enseñó Dios en sus man­ damientos: No desearás la mujer de tu prójimo. Y si ella deseare al marido ajeno, ¿no cometerá pecado? Claro está que sí. Pues ¿cómo no lo expresó la ley? Porque es un precepto incluso; y aun­ que está como supreso, es un mandamiento claro. Pero parece monstruosidad que un trato ruin comience de una mujer, y así, guardándole a su honestidad el decoro, se le palió el mandato. Notó Ansberto, general de la Orden de Santo Domingo, esta gran discreción de la regla de mi Padre San Agustín: «Ante todo (así comienza ella) hermanos carísimos, débese amar a Dios y luego al prójimo». Ycopiando esta misma regla para las monjas, les cercena la mitad de esta cláusula y no les dice que amen al prójimo. Pues ¿no lo de­ ben amar? Sí deben. ¿Cómo no se lo dice su gran padre? Porque todo esto de amar, aunque sea por Dios, no sé qué se tiene, dijo el docto general, que colorea el recato de una mujer. Entiendan las vírgenes la caridad a los hombres, pues es general la ley para este amor, y calle el santo lo que les es tan lícito, porque cualquiera amor a los hombres parece que sobresalta los corazones vírge­ nes. Esto todo está bien advertido; pero hanse originado, de que las mujeres vean comedias, tantas desdichas que sobreseyendo en la santa metafísica que dejamos apuntada, holgara yo mucho que el instituto de este mi libro diera lugar para una provechosa diversión, que yo apuntara a los maridos y a los padres gravísi­ mos inconvenientes en que asistan a comedias sus mujeres y sus hijas; pero solo diré con lágrimas una miserable tragedia de una doncella principalísima. Crióse sin madre, y colgó su padre en

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ella unas grandes esperanzas. Tenía cien mil ducados que darle en dote. Fue a una comedia y aficionóse a un farsante. Desatóse un listón de una jervilla y enviósela con una criada; y díjole de parte de su señora que en la primera comedia que representara, se le pusiese en la gorra. Estimó el favor de la dama, pero temió su vida. Perseguíale ella, pidióme consejo; dile el que debía; pero venciéronle la codicia y la hermosura. Vea ahora el Padre Fray Alonso de Mendoza si acordó el título de las comedias, y si en hombres y mujeres son los inconvenientes iguales. No puedo persuadirme a que las comedias antiguas fuesen del porte de las que se ven ahora; antes juzgo que debían de ser tan lascivas, tan deshonestas y tan torpemente representadas, que fue forzoso que los santos armasen contra ellas todas sus plu­ mas; y en esa conformidad no quisiera valerme de autoridades de antiguos Doctores, porque habiendo de ajustar las palabras con nuestras comedias, no solo los obispos, que son personas sa­ gradas, y los llama el Derecho sacrosantos, pero ningún lego las podría ver sin cargo de culpa mortal.

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De contrabando en la comedia

ecan mortalmente los religiosos que ven comedias en los lugares públicos donde los legos entran pagando. Yde que es escandaloso, especialmente en los frailes, el verlas en lugares de ese porte, no podrá dudarlo hombre de seso. Pregun­ tarme han: ¿Y si no los ven? —¿Y si los ven? les preguntaría yo. Diránme que será pecado entonces. Pues, siendo tan probable que han de verlos, exponiéndose a ese peligro ¿no será pecado?

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Yo tengo de probar aquese escándalo, haciendo testigos a los mismos religiosos. Ypara que declaren sin empacho, quiero refe­ rirles una flaqueza mía. En el religiosísimo convento de mi Padre San Agustín de Lima, donde tomé el hábito y me crié, aunque toda la disciplina regular se guardaba con admiración, ponían los prelados todo su desvelo en desviar a las comedias a los religiosos; pero en los mozos parece que los preceptos despiertan los apetitos. Éralo yo mucho entonces, aunque había acabado ya de leer artes. Alabáronme mucho una comedia que se hacía, por devota y bien representada, y entré en tantas ansias de verla, que rompiendo por el recato, dispuse la entrada. Pagóse una celosía, que en tiempo que era yo tan pobre que me reía del Rey Baltazar, cuando hacía a mis amigos un banquete que costaba seis reales y

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ponía unas conclusiones por manteles, eran gran negocio cinco patacones. Ese fue el primer trabajo de aquel mi divertimiento. Salí a la una del día, que por lo extraordinario de la hora y por ser día de fiesta, dos cosas que dificultaban la salida, costó cien embelecos el ganarla. Ya va creciendo la costa de aquella triste comedia. íbamos modestísimos yo y mi compañero, enterradas las manos en las mangas, aforradas las cabezas en las capillas y sudando, porque juzgábamos que cuantos nos encontraban nos leían en las caras el delito. Llegamos a una puerta extraordinaria por donde entran en el corral los hombres de bien; encontrónos un caballero y pasamos de largo, con que fue forzoso dar la vuelta entera y rodear cuatro cuadras; esto mismo nos sucedió seis veces, con que a las dos dadas aún no pudimos ganar la puerta. Entramos al fin por un largo callejón, y en viéndonos en nuestro aposento bien cerrados, dimos por fenecidos nuestros trabajos todos. Pero pudiéramos decir lo que es otro, que para significar la continua alternación de las penalidades que pasan los labradores, porque la semilla apenas se coge cuando se derrama, pintó unas espigas y puso a la divisa aquesta letra: «A un mismo tiempo acaban y renuevan los dolores». Eran caniculares, cuando en Lima nos asan los calores; y pudiéramos tomar las unciones en el aposento, según estaba abrigado. Eran las cuatro de la tarde, y como no había tanta gente como quisieran los comediantes, buscaron dilatorias para su farsa; y estando ya lleno el teatro y en el tablado la loa, comenzó a temblar la tierra. Estaba en alto mi triste celosía, y el edificio era de tablas; era tal el ruido, que parecía que se nos caía el cielo. Si nos quedábamos encerrados, peligraba la vida; si huíamos a vista de tanto pueblo, se perdía la honra; y viéndonos entre dos bajíos, pudiéramos decir con Plauto: «Me hallo entre la obligación sagrada y el despeñadero, y no sé qué hacerme».

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Pudo en efecto conmigo más el pundonor que el deseo de vivir, y pasé mi penalidad con aquel pavor que podrá entender el que sabe qué es temblar. Sosegóse el auditorio, salimos del susto y, comenzada la obra, comenzó también en el vestuario una pen­ dencia. Hirieron al del papel principal; con que fuera tragicome­ dia si la infelice comedia se acabara, pero dejóse para otro día. Este pareció el trabajo postrero de mi fiesta; pero comenzó otro de nuevo, que no se iba la gente y venía la noche. Ciérrase en mi convento a la oración la puerta principal, y es caso de residencia entrar por la que llaman falsa. Dábame a mí esto gran congoja sobre un tan largo encierro tan sin fruto. Salí en efecto, repre­ sentándoseme en cada sombra el prelado de mi casa; y pasando como quien corre la posta o como quien va seguido de una fiera, aquel largo callejón de que ya hablé, entraba muy paso a paso un caballero de casta de aquellos que quieren saberlo todo, a ente­ rarse del fracaso sucedido. Este, con grandes reverencias y con unas prolijas cortesías, que le perdonara yo de buena gana, me comenzó a preguntar por mi salud. Y díjele turbado yo: Señor mío, tiene vuestra majestad mucha discreción para hacerme ne­ cio de entremés. ¿No había visto el de Miser Palomo? Pues sepa que, examinando de necio a un caballero, dijo que era tan necio que detendría un delincuente que fuese huyendo de la justicia, para darle las buenas pascuas. Suélteme vuestra majetad que voy huyendo de que me vean; bástame mi trabajo de que vuestra ma­ jestad me haya visto. —De esta larga relación saquemos la mo­ ralidad y un buen retazo de la probanza de mi sentencia; porque este recato, estos sudores, aquel dejarme morir por no dejarme ver en el temblor y todo lo referido, indicación es clara de que se afrentan los religiosos de que se sepa que ven comedias. Los doc­ tores cuando tratan de aquella ley natural que fijó Dios al hom­ bre en el corazón, y hablan de la mequia y otros pecados feos, preguntan ¿quién les diría a los hombres que eran delitos, antes

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de estar escritos los divinos mandamientos? Y responden que la misma naturaleza les enseña la enormidad de la culpa. ¿Con qué palabras? Solo con una natural vergüenza, porque el más arro­ jado busca para esas culpas un lugar secreto. Luego si cuando ve una comedia un religioso, se recata tanto y siente tanto el ser visto, señal es que teme el mal ejemplo y el escándalo.

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Fray Gaspar de Villarroel

La historia del rey soberbio

abiendo reconocido entre las Cédulas las que tratan de las cortesías, me ha puesto en admiración ver que son tantas y que hablen en tantas menudencias. Admiro la paciencia del Consejo, pero no me escandalizo de que a personas tan calificadas, como obispos y Capítulos de Iglesias, haya sido necesario, por repugnancias suyas, darles para las cortesías re­ glas, en especial cuando los oidores son unos vivos retratos del rey, como queda probado ya; y es forzoso que se dé por deservido de los que andan cortos en respetar sus retratos.

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Si los oidores consideran la alteza de su estado, será caso prodi­ gioso el no hacerse engreídos, porque el dominar en muchos, a los muy cuerdos les hace vanos. Tan gran poder como se ve en un oidor mucho le ayudará para que se pueda engreír; y habrá alguno que solo estime el poder en cuanto puede dañar. Quiero representarles a los que son de este porte, con una prodigiosa historia, lo poco que hay que fiar de la fortuna, y que de Dios o del rey teman una residencia, y no se prometan perpetuidad en sus plazas. La historia prometida es rara. Apuntéla en el primer tomo de mis «Historias Sagradas y Eclesiásticas», y es en esta manera. Un rey

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poco avisado y bastantemente soberbio oyó cantar un día aquel soberano Cántico que compuso Nuestra Señora en la Visitación de su prima; llegaron los músicos a aquel verso, en que hablando la Virgen del poder de Dios y de lo que vale en sus ojos la humil­ dad, llegó a decir: «Bajó a los soberbios de sus tronos y trasladó su honor en las almas que tienen humildad.» Enfurecióse el rey, y dijo a los que cantaban: Borrad luego esa sentencia. ¿Quién es poderoso para quitarme mi silla? Dicha esta blasfemia, se reti­ ró a su cámara y hallóse con melancolía. El día siguiente, para vestirse, quiso bañarse. Entró en el baño, puso un paje sobre un bufete el vestido y salióse fuera mientras el rey se bañaba. Llegó un ángel, sin verlo él, en forma suya; púsose su vestido, y dejando a la puerta del baño uno muy andrajoso, salió a vista del pueblo y de los criados; acompañáronle a Palacio unos y otros. Acabóse de bañar el rey y nadie le respondió. Dio voces porque se hallaba en carnes, y era darlas en desierto porque sus criados se habían ido con un rey tan bien representado; salió del agua para tomar la camisa, y no hallándola, llegó furioso a la puerta, no vio persona humana; creció su furia, y viendo aquel vestido roto, se lo puso para irse a su palacio con ánimo de hacer en sus criados todos un muy ejemplar castigo. Anocheció con estos embarazos, y tú­ volo por alivio, porque la obscuridad pudiese encubrir lo roto y llegase a su casa sin afrenta. Salió abrazado en ira, disponiendo la venganza. Entró en palacio, vio la guarda, las luces, las hachas y que con grande estruendo se disponía la mesa; pasó por todas las salas sin que hubiese en ellas quien hiciese caso de él; juzgó que aquel aparato todo era para esperar a que volviese del baño; quiso pasar adelante, porque se juzgaba dueño, y un camarista le dio de bofetadas. Pensó perder el seso; clamaba que era el rey, y teniéndolo por loco, con muchas coces le echaron de palacio; pasó aquella noche con la confusión que podemos entender en un fracaso tal; pero creció mucho más por la mañana, cuando vio salir el rey a la capilla rodeado de los grandes y asistido de la

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guarda. Era caso para que el más sesudo perdiese el juicio si no se le conservara Dios para su mayor tormento. Lloraba y gemía, decía que era el rey; reían del loco y del tema, pero de lástima le daban de comer en la cocina. Pasó muchos días entre estas amar­ guras. Salió el rey retratado en un jardín suyo, y fuese de intento solo, por hablar sin árbitros al despojado. Estaba el cuitado tan afligido, que no osaba salir de un rincón para hablar al rey. Lla­ móle él con mucha piedad; preguntóle ¿quién era, qué quería y qué hacía en su casa? Refirióle prolijamente su historia; lloraba con muchas ansias y pedíale con humildad que se doliese de él; y díjole el ángel: ¿Acuérdate de aquel verso que mandaste borrar del Cántico? —Sí señor, respondió él. —¿Has entendido (le volvió a decir) que es Dios poderoso para bajar de su trono a un rey so­ berbio? —Sí (respondió él muy compungido) ya lo tengo entendi­ do y muy llorado. —Pues toma tu vestido, dijo el ángel, y vuelve a tu reino; no hagas novedad, que todos tus vasallos piensan que eres tú el que hasta ahora han tenido por su rey, y no blasfemes de hoy más ni hagas concepto tan vil del soberano poder.

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Losfrutos del terremoto

l primero, grande número de niños que llevó Dios a su reino; y después de este es digno de ponderación que no pereció persona de cuenta que no fuese de conocida virtud. Con que se deja entender la misericordia inmensa de Dios, que para reducir a los que le ofendemos, quitó las vidas a tantos amigos suyos. Confesábanse a voces aun los más sesudos. Del pueblo menudo se han casado hasta hoy más de doscientos, confederándose todos los enemigos; y fue la compunción tan universal y las demostraciones exteriores tales, que no sé que las de Ninive fuesen mayores. Pusimos en la plaza el Santísimo Sacramento sin más reparo que un pabellón de seda mió que quedó en mi casa colgado; y pienso que fue él solo el que a toda esta tierra perdonó por entonces la ruina. Trajeron los padres de San Francisco la imagen de Nuestra Señora del Socorro, que ha hecho en esta ciudad muchos milagros. Viniéronse azotando los religiosos, y de ellos un lego haciendo actos de contrición con tanto espíritu y tan bien formado, que yo como aprendiz en las escuelas de la devoción, iba repitiendo lo que decía él. Movió mucho al pueblo este espectáculo; y aunque creció el arrepentimiento, no pudo decrecer el susto porque temblaba la tierra cada rato; y aunque no temíamos qué cayera, temíamos que nos tragara, porque se abrieron en la plaza muchas grietas,

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y en los caminos tan hondas, que como conmovidos los abismos, rebosaron las sentinas, despidiendo aguas de mal olor y grandes sumas de arena a diez y doce leguas de la mar. En una caja de plata vino el Santísimo Sacramento del conven­ to de la Merced, porque estaba enterrado el de la Catedral, que, como queda dicho, mi hermano le sacó después; y el que estaba en el Sagrario de los curas le sacó después de algunos días el doc­ tor don Pedro Lillo de la Barrera, que también es cura. Para lo uno y para lo otro abrí yo camino; porque estando a la puerta un monte de lo que se había arruinado para poder pasar, y para ase­ gurar el huir si nos temblase otra vez, (porque en veintitrés días habrá temblado setenta veces), dejando la capa y el sombrero co­ mencé a cargar palos y piedras. Hizo luego lo mismo el Capitán don Antonio Chacón de Quiroga, alcalde ordinario, y cuantos se hallaron en la plaza a nuestro ejemplo. Puse en ella, la noche de que hablaba, cuarenta y cinco confesores entre clérigos y frailes; repartimos por las calles muchos para los enfermos y heridos. Di facultad a todos los sacerdotes simples; y siendo tantos unos y otros, fueron las confesiones tantas y tan repetidas, que embebi­ mos la noche en ellas. Y con estar yo herido en la cabeza, sin to­ mar la sangre ni tener con qué cubrirla, estando en cuerpo como salí, no dejé de confesar. Socorrióme después el Maestro de cam­ po don Juan Rodulfo con un liencezuelo, y no tuve otra medicina para mi llaga. Descubrí el Santísimo Sacramento y anduve entre toda la gente con él, y a su asistencia crecían los gemidos y las lágrimas; y a la presencia de este gran Señor a quien obedecen los vientos y los mares, se disolvieron las nubes, con cuya oscuridad en el miserable pueblo crecían los sustos. Amanecióles lloran­ do y dando gritos, y en una capa de un criado mío, con algunas candeladas hechas de los maderos de las ruinas para templar el frío y viento de la Cordillera, pasamos lo que de la noche que­ daba. El Licenciado don Antonio Fernández de Herrera, oidor

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de esta Real Audiencia, y yo repartimos los demás oidores para el socorro de los miserables, y atendiendo el dicho don Antonio desde allí a que se juntasen las compañías y se sacasen las armas, porque los enemigos domésticos no pescasen en río turbio; y di­ visóse la importancia de esta prevención en los justos recelos que se divisaron después. Llegado el día 14 de mayo se dijeron muchas misas y comulgó grande número del pueblo, pero el temor cobró fuerza al anochecer; juntóse gran multitud y fue tan grande el ruido y la conmoción, que me sacaron de un toldo que me armaron mis pajes en el cementerio. Salí con ánimo de rogarles que se recogiesen, si bien los miserables no tenían dónde. Subiéronme en hombros sobre un bufete en que estaba el Santo Crucifijo de San Agustín, porque yo no podía moverme por mí mismo, por los golpes en mi entierro, de que haré relación después a v. E., aunque es mi trabajo lo que hoy menos importa. Alentóme Dios y comencé a predicar; duraría como hora y media el sermón. Y esforzó Dios la debilidad de mi voz y mi salud tan prodigiosamente, que me oyeron en todas partes. El padre maestro fray Bartolomé López, de la orden de Santo Domingo, Provincial que ha sido, afirma con juramento que me oyó desde su claustro; está casi tres cuadras de dónde prediqué. Dista cinco enteras de la plaza la casa del Maestro de campo don Nicolás Flores Lisperguer, y con el mismo juramento afirma que le dijo un esclavo suyo que el obispo predicaba; salió de una choza que hacía, oyó la voz con claridad, vínome a oír y alcanzó los dos tercios del sermón. A poca menos distancia estaba don Francisco Cortés, don Joseph de Guzmán y un hidalgo llamado Cabiedes, y oyeron mi voz tan distintamente y tres absoluciones que hice a ausentes y presentes de algunas excomuniones en que yo pensaba que este pueblo incurría, que afirman que llegaba la voz tan clara que a cada absolución doblaban la rodilla. Vióse una cosa harto memorable que callaba

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a ratos yo para dejarlos gemir, y callaban todos en haciéndoles con la mano una señal, enfrenándose tanto el pueblo en tan grande turbación y conflicto, con sola una señal de su Pastor; y lo que es más, todos se fueron al punto que se lo mandé, menos lo que gastaron en pedirme de uno en uno la mano y la bendición. Y es la piedad de nuestro Dios tan grande, que por el consuelo de estos pobrecitos, en quién causaba devoción la sombra de la Dignidad, siendo yo un hombre enfermizo y que entre mil cortinas no tenía, a solo un soplo del aire, resguardo alguno mi cabeza, habiéndome hecho sudar mucho el sermón y la fatiga, gasté dos horas expuesto a un recio viento de la Cordillera, sin que ni entonces ni ahora haya sentido un instante mis antiguos dolores de cabeza; y estoy con tan buena salud como en lo más robusto de mi edad, levantándome al amanecer con un pardo y viejo capotón, con un sombrero muy malo, los pies por el lodo, acudiendo a mis monjas, iglesia y seminario, llevando las limosnas que puedo por mi misma persona a los arrabales de la ciudad donde es la necesidad mayor. En la Audiencia Real, demás de su piedad antigua, ha obrado sus efectos el terremoto; porque han nombrado un oidor de entre sí, de mucho celo y actividad, que es el doctor don Nicolás Polanco de Santillana, de la orden de Santiago, para que asista y dé calor a una iglesia de madera para trasladar la catedral por ahora; y antes de edificar las Casas Reales para hacer la Audiencia, nos han dado las vigas y la madera de la caída para depositar en este corto edificio el Santísimo Sacramento, estando ellos en lo que en España llaman chozas y los indios ranchos. Hoy cinco de junio después de consolamos mucho con sus car­ tas, el señor Gobernador don Martín de Mújica ha enviado un ayudante suyo con dos mil pesos de su hacienda, para que en­ tre los pobres se repartan de limosna; vienen también seis toldos

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para recoger en ellos las monjas más necesitadas; y dice el porta­ dor que vendrá una buena cantidad de dinero de la hacienda de Su Majestad que llegó con el situado para que tenga esta ciudad algún socorro. Y que dando cobro a lo que tiene a su cargo, ven­ drá en persona a ayudar y favorecer esta tan general desdicha. Habiéndose las trojes derribado y después llovido y habiendo su­ cedido lo mismo en casi cien leguas que corrió el temblor desde Cauquenes hasta Liman, ha quedado perdido el pan; y para lo poco que ha quedado no quedaron hornos ni molinos. Con que esta limosna llega a ser de grande importancia, porque es fuerza que valgan mucho los pocos mantenimientos que han quedado.

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Juan de Velasco

Juan de Velasco

N ota biográfica

ació en Riobamba en 1727. A los veinte años de edad in­ gresó a la Compañía de Jesús y se ordenó de sacerdote. En la universidad jesuíta de San Gregorio, en Quito, fue profesor de Filosofía y Teología; luego de ello, dejará la cátedra para recorrer los territorios de la Audiencia de Quito en calidad de misionero. Conocedor de la lengua quichua, recogió, de boca de los indios a los que catequizaba, las historias, tradiciones y leyendas de sus antepasados. Visitó e investigó los monumen­ tos que aun quedaban en pie y que pertenecieron a los antiguos pueblos aborígenes. Averiguó cuanto pudo sobre el pasado de los pueblos nativos, observó y tomó nota de las particularidades de la flora, la fauna y la geografía de los extensos territorios de la Audiencia de Quito, valiosa información que le servirá después cuando escriba su Historia del Reino de Quito. En agosto de 1767 el rey Carlos III decretó la expulsión del reino de España de to­ dos los jesuítas, orden que se cumplió de inmediato por lo que Juan de Velasco, junto con otros hermanos de la orden, debió abandonar los territorios de la Audiencia para buscar refugio en los Estados Pontificios, en Italia. El resto de sus años, Juan de Velasco vivió en la ciudad de Faenza, donde escribió su volumi­ nosa obra titulada Historia del Reino de Quito, cuyo manuscrito está fechado en 1789. La obra permaneció inédita hasta 1841, año de su primera edición en Quito. Murió en Faenza en 1792.

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Literatura de la Colonia O bra literaria

Según se tiene conocimiento, Juan de Velasco escribió muchos li­ bros durante los años de su destierro en Italia. Lamentablemente, gran parte de su obra se halla perdida en archivos de varias ciu­ dades italianas. De él se conservan tres obras que, por su va­ lor y carácter, son representativas de la literatura de nuestra Colonia. Estas obras son las siguientes: Historia del Reino de Quito; Historia Moderna del Reino de Quito con la crónica de la Provincia de la Compañía de Jesús y Colección de Poesías va­ rias, hecha por un ocioso en la ciudad de Faenza.

V aloración •

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A Juan de Velasco se lo recuerda, sobre todo, por su Historia del Reino de Quito. Esta magna obra se divide en tres grandes sec­ ciones: Historia Natural, Historia Antigua e Historia Moderna. En la Historia Natural se habla de los «cuatro reinos» de la na­ turaleza, esto es, del «Reino mineral», «Reino vegetal», «Reino animal» y «Reino racional». Esta división obedece a una con­ cepción clásica de la Historia, concepción cuya procedencia se halla en la historiografía griega, en Herodoto sobre todo. En este primer libro se presenta el gran escenario físico, geográfico, botá­ nico, zoológico y humano en el que se llevará a cabo el drama his­ tórico de una nación que Velasco denomina «Reino de Quito». El segundo libro trata de la «Historia antigua» de ese pueblo. Aquí se narra el origen del Reino de los Quitus, su historia, la crono­ logía de sus reyes hasta la invasión cuzqueña y el dominio de los incas, el reinado de Huaynacápac y el de Atahualpa. Termina el libro con el recuento de la conquista española. El tercer libro re­ lata la «Historia moderna» del Reino de Quito y en el que Juan de Velasco se ocupa de los procesos de dominio y colonización

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Juan de Velasco

española. Habla de las diversas jurisdicciones de la Audiencia de Quito y de las misiones de los jesuítas en las dilatadas tierras de la Amazonia. El padre Juan de Velasco escribió su historia lejos de su patria, en su ancianidad y cuando se encontraba desterrado en Italia. Debemos suponer entonces que el jesuíta no tuvo a su alcance muchos datos que él recogió en su época de misionero, cuando recorrió el extenso territorio de la Audiencia, por lo cual debió redactar gran parte de su obra sustentándose solo en su memoria. Esta circunstancia influyó en la redacción de ella, pues se la ha criticado de imprecisa y hasta de fabulosa. No obstante, la obra de Velasco tiene un gran mérito para la historia literaria del Ecuador, pues él fue el primero que vio la individualidad histórica de un pueblo al que llama «Reino de Quito» (identidad alrededor de la cual se consolidaba un conjunto de pueblos y nacionalidades con un estilo de vida en común), un pueblo con un origen, tradiciones y rasgos cultuales propios que lo individualizan y que impiden confundirlo con otros pueblos vecinos como el incásico o cuzqueño. En este sentido, Juan de Velasco es el primer referente de una idea nacional, el inicio de un pensamiento a base del cual hemos construido este país que hoy conocemos como Ecuador. En fin, con Juan de Velasco se plantea por primera vez una reflexión sobre lo que somos como pueblo, como cultura, como identidad histórica, esto es, lo que hoy conocemos como la c o n c ie n c ia d e LA PROPIA IDENTIDAD1. Y este es el valor fundamental de Juan de Velasco en la historia de las letras y del pensamiento ecuatoriano. En opinión de Juan Valdano, «Juan de Velasco plantea su obra como un rescate y como una reivindicación; rescate de una tradición, de una identidad, de una cultura; reivindicación de unos valores universales y propios de la raza americana. Lo confiesa expresamente en el prefacio de su libro»2.

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En la Colección de Poesías varias hecha por un ocioso en la ciu­ dad de Faenza (más conocida como «El ocioso de Faenza»), Juan de Velasco rescata de un posible olvido las obras poéticas de sus compañeros de destierro y que, como él, vivieron en la ciudad ita­ liana de Faenza. Gracias a esta labor conocemos la obra de otros poetas quiteños del siglo XVIII a quienes les unió la añoranza de la patria perdida y entre los cuales están José de Orozco, Ramón Sánchez de Viescas, a los que se suma la poesía de circunstancia del propio Juan de Velasco. JV N otas:

1Valdano, Juan. Identidad y fo rm a s de lo ecuatoriano. Quito: Eskeletra, 2005. 2 Ibíd., pags. 208-210. B ibliografía sobre el autor:

Barrera, Isaac J. H istoria de la literatura ecuatoriana. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1960. Rodríguez Castelo, Hernán. Literatura de la Audiencia de Quito, siglo XVIII. Ambato: Consejo Nacional de Cultura/Casa de la Cultura, Núcleo de Tungurahua, 2002. Roig, Arturo Andrés. El humanismo ecuatoriano en la segunda m itad del siglo XVIII. Quito: Banco Central del Ecuador/Corporación Editora Nacional, 1984. Roig, Arturo Andrés. «Juan de Velasco». En H istoria de las literaturas del Ecuador, Vol. II. Coord. Juan Valdano. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2001. Valdano, Juan. La plum a y el cetro. Cuenca: Universidad de Cuenca, 1977. _____________. Ecuador: cultura y generaciones. Planeta, 1985. _____________. Prole del vendaval. Quito: Abya-Yala, 1999. _____________. Identidad y fo rm a s de lo ecuatoriano. Quito: Eskeletra, 2005. _____________. Generaciones e ideologías y otros ensayos. Quito: Academia Ecuatoriana de la Lengua, 2007.

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Prefacción

on haber salido a luz en estos últimos tiempos no pocas historias generales y particulares de la América, se hace como necesaria una particular del Reino de Quito. Esta la desean los literatos que han vuelto gran parte de su atención (por especie de moda) sobre las diversas regiones del Nuevo Mundo, esta la que años ha me fue recomendada por persona que podía mandarme, esta la que han requerido de mí varios amigos con repetidas instancias, y esta la que juzgo empresa, no solo difícil, sino imposible.

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Es verdad que el mandato y las recomendaciones para escribir­ la se apoyaban sobre los débiles fundamentos de ser yo nativo de aquel Reino, de haber vivido en él por espacio de cuarenta años, de haber andado la mayor parte de sus provincias en di­ versos viajes, de haber personalmente examinado sus antiguos monumentos, de haber hecho algunas observaciones geográficas y de Historia Natural en varios puntos o dudosos o del todo ig­ norados, de haber poseído la lengua natural del Reino en grado de enseñarla y de predicar en ella el Evangelio, y finalmente de hallarme un poco impuesto, no solo en las historias que han sali­ do a luz, sino también en varios manuscritos y en las constantes tradiciones de los Indianos con quienes traté por largo tiempo. ’ Prefacio de la Historia del Reino de Quito. Historia N a tu ra l

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Estas circunstancias que podían lisonjearme y contribuir de al­ gún modo al desempeño, no fueron bastantes a vencer mi repug­ nancia. ¿Qué importa, decía yo, el que se halle en mí tal cual cir­ cunstancia ventajosa, si me falta la mayor parte de los requisitos para ser historiador? Si el escritor debe ser verídico e ingenuo para no dar una fábula por Historia, para no exagerar más de lo justo lo favorable, y para no callar o desfigurar maliciosamente lo contrario, puedo comprometerme en esta parte; pues, teniendo millares de oculares testigos, nunca me expondría el honor a ser solemnemente desmentido. Si el historiador debe ser imparcial, para no cargar los vivos colores de una parte y las negras sombras de otra, vicio a que, si el patricio se inclina por el innato amor a la Patria, propende mucho más el extranjero, por la general antipa­ tía de las naciones, yo ni soy Europeo por haber nacido en Amé­ rica, ni soy Americano siendo por todos lados originario de Euro­ pa; y así puedo más fácilmente contenerme en el justo equilibrio que me han dictado siempre la razón y la justicia. Si no debe ser crítico, ni filósofo a la moda para no poner en duda aun la luz del día y para no hacer irrisión de los fundamentos más sólidos de la humana y aun divina fe, puedo también gloriarme en esta parte, como verdadero Católico Romano. Mas ¿qué importa todo esto, añadía yo, si me falta la mayor parte de los necesarios requisitos? Un historiador debe ser filósofo y crítico verdadero, para conocer las causas y los efectos naturales de los objetos que describe y para discernir en el confuso caos de las remotas antigüedades lo fabuloso, lo cierto, lo dudoso, y lo probable: calidad que confieso faltarme casi del todo. Debe estar abastecido de lo que se halla escrito sobre la materia, especialmente de las fuentes originales más puras, para no hacer mera copia de errores y falsedades; asunto para mí muy arduo, por hallarme extranjero en muy distante y diverso Mundo. Debe tener un método regular que evite confusiones, un estilo natural

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nada afectado, ni tan abatido que retraiga ni tan elevado que no se entienda o fastidie. Debe, en fin, saber seguir el medio término de ni ser tan profuso que cause tedio, ni tan conciso que necesite comentos. Este conjunto de calidades que forma el carácter de un historiador era el que me faltaba y el que me obligaba a negarme a todos los empeños; mas en vano, porque la obediencia, como ciega, hizo que no viese, ni reparase después los grandes tropiezos de mi justa repugnancia. Cerca de veinte años ha que me apliqué a la constante fatiga de recoger impresos y manuscritos, de que fui formando los con­ venientes extractos; averigüé muchos puntos con varios sujetos no menos doctos que prácticos de aquellos países, especialmente misioneros; gasté el espacio de seis años en viajes, cartas y apun­ tes; y al tiempo que me hallaba medianamente proveído y en es­ tado de ordenar a lo menos aquellos indigestos materiales, quiso Dios que me faltase del todo la salud. Dediqué por eso mi tal cual trabajo, después de una total inacción de nueve años, al pacífico templo del perpetuo olvido. Después de todo, las nuevas instancias de las personas que me favorecen sin mérito y el deseo de hacer un corto servicio a la Na­ ción y a la Patria, me han obligado finalmente a dar un corte. Me es forzoso, en atención a la falta de salud, abandonar el plan que había meditado de la Historia. Esta no podía salir en menos de cuatro o cinco tomos gruesos, así para notar las equivocaciones y errores de los escritores antiguos, como principalmente para refutar las calumnias, falsedades y errores de algunos escritores modernos, especialmente extranjeros. Este ímprobo trabajo que debía ocupar la mitad de la obra, lo omitiré casi del todo, así por la brevedad, como porque lo han hecho ya otras bien cortadas plumas, no solo nacionales, sino ex­ tranjeras. Entre estas merece particular mención el clarísimo Sr. Conde Juan Rinaldo Carli, y entre aquellas los clarísimos SS. D.

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Francisco Javier Clavigero, D. Juan de Nuix, D. Ignacio Molina y otros, cuyas obras las verá tarde o temprano la pública luz con gusto. Confiesan los imparciales literatos de Europa, que las cita­ das plumas, convertidas en cañones de grueso calibre, han aba­ tido los quiméricos sistemas de los SS. Paw, Raynal, Marmontel, Buffon y Robertson, que, sin moverse del Mundo Antiguo, han querido hacer la más triste anatomía del Nuevo. La elocuencia y el engañoso esplendor con que escriben aquellos célebres literatos han llegado a deslumbrar varios ingenios, para que subscriban, tanto más incautos cuanto más ciegos, sus des­ viados sistemas. De aquí es que, formada una moderna secta de filósofos antiamericanos, se hablan y se escriben con suma au­ toridad y libertad los más solemnes desatinos. Mas ¿qué impor­ ta? Todo imparcial de cualquier nación que sea, no descubrirá en sus obras, sino el lamentable abuso de sus talentos. Verá con evidencia, que unas no han tenido otro impulso para escribirse que el de la aversión y envidia; otras, que el de seguir el capricho de una filosofía desenfrenada; otras, que el de sembrar doctrinas erróneas y peligrosas; otras, que el de meter en odio común a la nación conquistadora, y otras, que el de sembrar en sus conquis­ tas la irreligión y la anarquía. En el breve resumen que tengo meditado haré unas cortas re­ futaciones, cuando las juzgare más necesarias, no en separa­ das notas, que inviertan la lectura, sino en sus propios lugares. Por lo demás, tendré también yo la libertad de decir solamente que están mal informados, que se equivocan o que se engañan, especialmente en las cosas que han pasado por mis ojos, o de que estoy plenamente informado. Mi intención, por ahora no es sino dar (por pura complacencia a las instancias ya dichas) un bosquejo mal formado de la Historia Natural del Reino. Si este agradare y mis habituales impedimentos me dieren ulteriores

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treguas, proseguiré con la Historia Antigua y Moderna; y en ese caso mostraré las puras fuentes en que la he bebido, indicando al mismo tiempo las que son infectas a quien quisiere escribir cumplidamente esta Historia. Siendo necesario hablar muchas veces de grados terrestres, de leguas y de otras menores medidas, usaré de las más comunes en América, España, Francia e Italia, notando aquí sus diferencias. Un grado terrestre tiene 6o minutos o partes, que hacen 20 le­ guas marinas, 26 de las comunes de Quito, 26'/2de las castellanas y 100 millas de Italia. Una legua de Quito tiene 4000 pasos naturales, que hacen 40 cuadras o 4 millas. Un cuarto de legua, 1000 pasos, 10 cuadras o una milla. Una legua castellana consta, según las dimensiones modernas del astrónomo D. Jorge Juan, de 15000 pies españoles. La pértica o toesa de París tiene 6 pies de Rey; el pie de Rey 12 onzas o pulgadas; la onza o pulgada 12 líneas; y la línea 10 puntos contiguos. El pie castellano consta de 10 onzas y 3 líneas, de modo que 7 pies castellanos y una línea, hacen una pértica de París. 5 pérticas hacen 12 varas castellanas. La vara castellana consta de 3 pies castellanos; y se divide en 4 partes o palmos, de los cuales los 3 hacen la braza italiana de ley. La braza vulgar se entiende comúnmente, en todas las naciones aquel espacio que hace un hombre regular con los brazos abiertos.

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Historia Libro II Reino vegetal (Fragmento)

De los zoófitos

i.- La palabra griega Zoófito quiere decir planta animal o planta puramente vegetable formada y hecha de un viviente sensitivo. Esta la conocieron los antiguos griegos, cuando se hallaron en estado de ser los maestros del mundo. Se perdió, juntamente con la ciencia de ellos, la individual descripción y la noticia del lugar donde se hallaba esta planta, sin que hubiese quedado más que la confusa noticia y el nombre. Siglos ha que, haciendo los naturalistas mil inquisiciones de ella, no hallándola verdadera, pusieron este nombre de zoofito muy impropiamente a varias cosas que nunca han sido animadas, como a la esponja y otras semejantes, tanto que el Sr. Nicolás Lemery no cree que haya ni que haya habido jamás verdadero zoofito.1Yo voy a mostrar que ha habido y hay, no solo una especie, sino diversas de verdaderos zoolitos, y que el ignorarse esto entre los naturalistas hasta este tiempo, proviene de no leer los libros o de no darles fe, por ser cosa que suena a maravilla. El P. Manuel Rodríguez da suficiente noticia de una especie bien común en el Reino de Quito, en su Historia del Marañón o Amazonas, impresa desde

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el 1684, asegurando hallarse en varias partes y especialmente en la Provincia de Mocoa de donde se llevaron arbolillos pequeños a la ciudad de Pasto, en los cuales se veía claramente toda la configuración del animalillo.2El P. Carlos Rosignoli hace mención de esta misma especie del Reino y de otras varias de Escocia3. Mas como este escritor les dio el título de Maravillas, no se ha hecho aprecio de él, aunque cita las autoridades de mayor peso. Voy a referir cuatro especies verdaderas y distintas, siendo la metamorfosis de las dos, de viviente sensitivo en puro vegetativo, y las otras dos, de vegetativo puro en sensitivo viviente, y todas en el Reino de Quito. 2.- La i° es la misma que refieren Rodríguez y Rosignoli, la cual fui a ver y observar *de propósito, no en Pasto, ni en Mocoa, sino en la Provincia de Popayán. A la falda septentrional del monte nevado Purasé, un día de camino distante de la capital, hay di­ versos pedazos de bosques claros de esta sola especie de zoófitos. El árbol es mediano, de hoja algo parecida a la de la higuera en el corte, aunque mucho menor, de verde claro por encima y de blanco peludo por debajo. Nunca hace fruto ni flor y se seca por sí mismo después de ocho o diez años. La corteza es lisa y blan­ quizca, apta para grabar letras y la madera poco fuerte y obscura, tiene una gran oquedad, llena de una materia ligerísima estoposa. Los Indianos Purasees, en su dificilísimo idioma gutural, le dan el nombre que quiere decir: el fatuo o necio, que siempre vive y siempre muere. Se forma este árbol de un animalillo que tiene mucho de escarabajo y también de langosta; porque tiene como esta las alas y lo prolongado del cuerpo, y como aquel las piernas más cortas y mucho más gruesas, con un largo orden de uñas en las extremidades y en los dos cuernos de la cabeza. Entre mediados y fines de julio, en que está ya viejo, pega sus huevos en la parte peluda de las hojas del árbol de su especie y él se mete de cabeza en la tierra, que es allí fofa y esponjada, dejando fuera

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solamente las últimas extremidades de los pies. Después de cosa de un mes, comienza a vegetar, alzándose aquellas extremidades, que hacen las primeras ramas; va saliendo después el cuerpo, que hace el tronco, quedando las manos y cuernos de raíces, que nunca profundan mucho. Arrancado el arbolillo muy pequeño, como de palmo y medio, se ve todo el animalillo perfectamente, no obstante su prolongación, distinguiéndose todavía todos sus miembros a excepción de las alas. Si se arranca siendo ya de seis a ocho palmos, se conoce todavía, aunque no con perfección y claridad. Se hace después más difícil el divisarlo, hasta que del todo pierde su figura. Los hijos que nacen en las hojas se alimen­ tan de ellas y andan volando siempre de unos en otros árboles de su especie. Rara vez se sientan en otros y de ellos vuelven luego a los suyos. 3. - La 2o especie de verdadero zoolito es el Bejuco llamado Tamshi. Este es delgado, obscuro, tortísimo y muy largo, de que hacen los Indianos de Mainas petaquillas, canastos y otros utensilios de eterna duración, que he visto. Nace este bejuco de un hormigón grande como cuatro dedos, llamado, cuyo aguijón venenoso cau­ sa una calentura que hace delirar por 24 horas. Cuando este se conoce ya viejo, se entierra del mismo modo que el antecedente y se divisa como aquel a los principios. Dan fe y testimonio de esto los misioneros, por su frecuente ocular experiencia. Las otras dos especies que voy a referir, aunque propias, se pueden llamar zoó­ fitos al revés, porque de vegetativos puros, se vuelven animales sensitivos. 4. - La 3o de los cabellos humanos. Son estos en rigor filosófico, plantas naturales puramente vegetativas, que nacen y se crían en la tierra del hombre; y estas plantas se vuelven después víboras innocuas o como llaman culebras, verificando en cierto modo la fábula de la Cabeza de Medusa. Sucede en ciertos temperamentos

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y grados de humedad y de calor, que los cabellos arrancados con sus raíces lleguen a animarse y lograr la vida, teniendo carne, miembros y perfecta configuración de una culebra. Más de suerte, que en nada se inmuta el cabello, sino que conservándose todo intercutáneamente, es visible desde la nuca, donde tiene la raíz, hasta cerca de la extremidad más delgada. Puede sacarse todo entero, como lo hice yo con mis manos, de una que maté en la fuente de un jardín de Latacunga el año de 1744. Esto que en los países templados fue la primera vez que se hubiese visto, es tan común y frecuente en los calientes y húmedos, que todo el cabello que sacan las Indianas al peinarse y lo meten envuelto en los agujeros o rendijas de sus casas, se encuentra después un envoltorio de culebras, bregando unas con otras por desasirse. Refirióme esto, en esa misma ocasión, un misionero anciano, (que fue quien primero conoció que la culebra del jardín era de aquella especie) añadiéndome una nueva circunstancia. Esta es que si el cabello se arrancó sin la raíz, nunca se anima; si salió con la raíz entera, sale la culebra con una cabeza sola; y si se partió la raíz en dos o más partes, sale con otras tantas cabezas. 5.- La 4o es el pajarillo de Barbacoas. Llámase así, porque se forma con frecuencia en la pequeña Provincia de Barbacoas, confinante por el Sur con la propia de Quito, por el Oriente con la de los Pastos y dependiente en lo político del gobierno de Popayán. Este fenómeno, el más raro y bello entre todos, proviene de un árbol de cuya flor sale por fruto el pequeño embrión de que poco a poco se va formando y perfeccionando un verdadero viviente pajarillo. Este fruto o pajarillo está pendiente de solo el pico, sin hacer vitalidad alguna, hasta que perfectamente formadas las organizaciones interiores y las exteriores plumas, va dando señales de vida con sus movimientos. Finalmente, se arranca por sí mismo del pico y vuela sobre las ramas del mismo o de otros árboles vecinos. Su vida es corta, o porque no halla el

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alimento congruente a su naturaleza, o porque (según aseguran) le falta la puerta al colón recto. La realidad de esta metamorfosis la aseguran las personas más fidedignas, que entran a aquella marítima provincia por el oro que allí se saca. 6.- Esta no debe hacerse increíble, ni causar mucha novedad en Europa, porque se han visto y se ven frecuentemente en ella otras semejantes transmutaciones no menos admirables. El doctísimo Enea Silvio Picolómini, que fue después Pío II, siendo Legado a Jacobo Rey de Escocia, vio en parte con sus ojos y en parte se informó plenamente de diversas metamorfosis, que son comunísimas en aquellas Islas. La una de ellas proviene de una especie de árboles, cuyo fruto redondo cubierto en hojas, estando ya maduro cae por sí mismo sobre el agua, donde concibiendo los espíritus vitales, dando señales de vida, cría plumas y convirtiéndose en un perfecto pájaro, vuela y vive sobre los árboles. Hace especial mención de otras plantas acuáticas y medio terrestres que hay en la isla Pomona del mismo Reino, las cuales hacen el fruto muy semejante a la figura de los patos. Estando estos ya maduros, si caen sobre la tierra, se vuelven hongos, y si caen sobre el agua, en pejes que andan nadando y se cogen con una red. Mas no es esta su única ni más admirable transformación, sino que criando después este mismo peje perfectas plumas y figura de un pato, vuela fuera del agua y va sobre los árboles, gozando en adelante, como anfibio, igualmente del uno y otro elemento. De aquí se originó la reñida controversia en el antiguo clero católico de aquellas islas, sobre si esta especie de anfibios era o no alimento apto para el cuaresmal ayuno. Dividiéronse los pareceres y finalmente se resolvió que podían usarse, costumbre que quedó después establecida, como lo refieren gravísimos autores. Puede certificarse de lo dicho el que quisiere, en las Obras de aquel doctísimo Papa,4o leer esto mismo en el ya citado Rosignoli.5

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1Diccionario de simples. Verbo Zoofito. 2 Lib. 6, C. 2. 3 M aravillas de la Naturaleza, T. 6, P. 2, § 39. 4 Opera omnia, fol. Basileae 1532 et 1575. Tractatus de varia eruditione. 5M aravillas de la Naturaleza, T. 6, P. 2, § 39.

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Historia Antigua Libro.i° Primera y segunda época de antigüedad (Fragmento)

Segunda época del Reino de Quito, conquistado por Carán Scyri i.- La Nación extranjera llamada Cara por su principal cabeza Ca­ rán, que se intitulaba Scyri o señor de todos, fue siempre insub­ sistente, hasta no establecerse en el Reino de Quito. El no haber permanecido en la primer Provincia donde fabricó la ciudad de Cara, atribuyen algunos al temor de los gigantes que vivían en­ tonces en las cercanías de Manta. He mostrado que este motivo es improbable; porque fue muy anterior (según hice mis cálculos en la Historia Natural) la época de los gigantes. Es más natural lo que otros presumen, esto es, que, hallando malsano aquel país, fueron subiendo hacia el Norte en busca de otro que fuese más apto para la vida humana. En la Provincia de Atacames hallaron pocas ventajas, porque, siendo todas las costas del mar húmedas, calientes y desproveídas de muchas cosas necesarias para vivir, deseaban y buscaban siempre más cómoda situación para su per­ manente establecimiento.

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2. - £1 desemboque del gran río de Esmeraldas les abrió el camino para el cumplimiento de sus deseos. Tomaron la práctica de na­ vegado en sus balsas hasta muy arriba, y la natural producción, no menos que lo delicioso de las tierras más altas, hizo que car­ gase a ellas una gran parte de la Nación, muy aumentada en el es­ pacio como de 200 años que habían peregrinado. Se dice que en ese tiempo tuvieron la sucesión de ocho o diez régulos o Scyris. Lo cierto es que apoderados ya de toda la parte navegable del río, llegaron a las juntas del Silanchi, Tocachi, Blanco y Caoni, los cuales forman después de su unión el puerto llamado de Quito. 3. - Se hallaba situado aquel puerto tras la cordillera de Pichin­ cha, sobre cuyo inmediato descenso tenía el Rey Quitu diversas poblaciones, que hoy se conocen con los nombres de Bolaniguas, 1 Cocaniguas, TambiUo, Galea, Nanegal, Mindo y Nono. Se apo­ deraron de ellas fácilmente los Caras, viendo cuan ineptos eran los habitadores de aquel país para defenderlo. Se informaron de ellos mismos sobre lo delicioso, rico y dilatado de todo el Reino de Quito y entraron desde luego en el deseo de conquistarlo. Se conocían ellos muy inferiores en número; pero al mismo tiem' po muy superiores en especies de armas, en arte y en industria. Unido por eso todo el cuerpo de su Nación, dio principio a la conquista hacia el año de 980 de la Era Cristiana. 4. - Todo lo que se refiere de sus largas guerras y hechos particu­ lares es incierto a excepción de haberse apoderado finalmente de todo el Reino con la muerte de Quitu, su último soberano, quien dejó como herencia su nombre a la Nación extranjera y a todos los dilatados países que se han conquistado después y se recono­ cen con el mismo nombre. 5. - Tomó desde luego mejor aspecto aquel bárbaro Estado con el nuevo gobierno de Carán Scyri y sus sucesores. Sobre la religión

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de estos, sobre sus leyes, artes y ciencias, tengo dicho ya todo lo que puede deducirse más creíble y más probable. Su religión idólatra era la adoración pura y sencilla del Sol y de la Luna, que observaban continuamente. En la ciudad capital de Quito le fa­ bricaron un templo al Sol, en la altura hoy llamada del Panecillo, con la puerta al Oriente, guarnecida de dos altas columnas que eran los observatorios de los solsticios, para la regulación del año solar que seguían. Pusieron 12 pilastras en contorno del templo, que eran otros tantos Gnómones, para señalar por su orden el primer día de cada mes. Fabricaron otro templo a la Luna en la opuesta correspondiente altura, que hoy se conoce con el nombre de San Juan Evangelista. Sobre uno y otro volverá la ocasión de hablar más largamente. 6. - Su gobierno, aunque monárquico, era mezclado de aristo­ cracia. La ley de sucesión, así en el Reino como en los particu­ lares Estados o Señoríos de él, solo era en los hijos, con entera exclusión de las hijas y a falta de hijos, en los sobrinos hijos de hermanas, pero nunca de hermanos. El hijo del Scyri o de la her­ mana que debía suceder, nunca se presumía heredero, ni se po­ día llamar Scyri, mientras no era declarado por tal en la junta de los Señores del Reino, y nunca lo declaraban, si no era apto para gobernar, pasando en ese caso a la elección de uno de los mismos Señores. 7. - No acostumbraban enterrar sus muertos abriendo sepulturas en la tierra, como los Quitus. Colocaban el cadáver a la superficie en lugar separado de las poblaciones y poniendo en contorno sus armas y alhajas de mayor estimación, hacían las fúnebres cere­ monias. Concluidas estas, fabricaban alrededor una pared baja de piedras brutas, comenzando a colocarlas los más allegados al difunto. Cubierto el recinto, con una especie de bóveda a manera de horno, cargaban encima tanta piedra y tierra que formaban

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una pequeña montaña llamada Tola, mayor o menor, según la esfera de cada uno y sobre ella concluían las demás ceremonias y llantos al mes y al año. 8. - Los asuntos de guerra y materias graves de Estado que resol­ vía el Scyri, no podían ponerse en ejecución si no las aprobaba y confirmaba la junta de los Señores, ni la junta podía resolver cosa alguna grave sin aprobación del Scyri. Usaban de una especie de escritura más imperfecta que la de los quipos peruanos. Se redu­ cía a ciertos archivos o depósitos hechos de madera, de piedra o de barro, con diversas separaciones, en las cuales colocaban piedreciUas de distintos tamaños, colores y figuras angulares, por­ que eran excelentes lapidarios. Con las diversas combinaciones de ellas perpetuaban sus hechos y formaban sus cuentas de todo. 9. - En la arquitectura fueron poco avanzados y de mal gusto, siendo así que tuvieron el conocimiento y práctica de los arcos y bóvedas, que se niega al común de las naciones indianas. En la lapidaria fueron eminentes y se suponen los inventores del se­ creto de labrar las piedras más duras, como son las esmeraldas, con haber tenido los minerales de ellas en sus primeros estable­ cimientos de Cara y Atacames. Fueron diestros en hacer los teji­ dos de algodón y lana, pero mucho más en curtir las pieles, y sus vestidos hechos de aquellos tejidos y pieles curtidas eran de la misma simple figura que usaban los peruanos. 10. - Acostumbraban el derecho de propiedad y se heredaban los bienes muebles y raíces. El Scyri se casaba con una sola mujer y era libre a tener el número que quisiese de concubinas. Los gran­ des y señores, a más de la mujer propia, podían tener un corto número de concubinas y los particulares, que no podían tener concubina ninguna, eran libres a dejar por ligeras causas la pro­ pia mujer y tomar otra. No usaban otras armas que lanzas, picas,

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hachas y porras y eran ejercitados en su arte militar mucho mejor que ninguna de las naciones confinantes. La corona de plumas de un solo orden era insignia de todos los que podían tomar armas; la de dos órdenes era de solos los nobles y principales; y la de colocar una esmeralda grande, que correspondía sobre la frente, era de solo el Rey o Scyri. 11. - En el número de años que duró el gobierno de estos desde su entrada a Quito, hasta que pasó el dominio a los Incas del Perú, no hay ni puede haber cosa cierta. Unos por las tradiciones y los depósitos de las piedrecillas se alargaron a 700 años, con la su­ cesión de 18 Scyris, y otros con las mismas cuentas y tradiciones solo se extendieron a 500 años, con la sucesión de 15 Scyris, que parece lo más probable, para seguir su tal cual cronología. Omito los nombres que les dan a algunos, como también el cálculo de los años que reinó cada uno, por ser cosas muy inciertas y nada interesantes. 12. - La dominante pasión de los Scyris fue ciertamente la de hacer conquistas y dilatar por medio de ellas sus dominios, si bien nunca supieron ponerlos en aquella armonía y cultura que los Incas. Todas las nuevas conquistas que hicieron los primeros fueron hacia el Norte. A uno se atribuye la de las Provincias de Poritacos, Collahuasos y Linguachis, a otro las de Cayambi y Otavalo, y a otro las de Imbaya, Huaca y las demás hasta Tusa, término de donde nunca pasó ningún conquistador antiguo, hasta que no entraron los Españoles. 13. - En todas las Provincias nuevamente conquistadas fabricaron sus Plazas de Armas, que eran unos terraplenes de figura cuadra­ da de uno o dos altos, con escalas levadizas de que hablaré des­ pués. Cerca de estas plazas fundaban siempre algún pueblo, don­ de vivían los oficiales y capitanes de cada Provincia, los cuales

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eran siempre de la nación Cara, con el pretexto de enseñar a los del país el arte militar y el uso de las armas propias de ella. Se ven hasta hoy las ruinas y vestigios de aquellas Plazas y se distinguen a prima vista de las fortalezas que hicieron después los Peruanos. 14. - La Provincia de Imbaya, que era la mayor y la más poblada por aquella parte, fue siempre trágica y de mala fe. Poco después de conquistada por el cuarto o quinto Scyri, se sublevó y se puso en armas, dando la muerte a todos los oficiales de la nación Cara que estaban allí puestos. Hizo por largo tiempo una poderosa re­ sistencia, por no admitir segunda vez el yugo, y solo se rindió cuando a fuerza de viva y continuada guerra se vio consumida la mayor parte. Fueron sacados todos los residuos, sin dejar chico ni grande, y distribuidos en corto número en las otras Provincias del Reino. En la de Imbaya, hasta cuyo nombre quedó extingui­ do, se pusieron las semillas de nuevos pobladores, todos o casi todos de la raza extranjera de Carán, por cuyo motivo se denomi­ nó desde entonces la Provincia de los Caranquis. 15. - Al séptimo Scyri le atribuyen la primer conquista por la parte del Sur, que fue la de la Provincia de Latacunga, aunque muy numerosa y poblada, poco guerrera. Su sucesor que dilató los dominios hasta los confines de la Provincia de Mocha, emprendió con mal éxito la de Puruhá. Este gran Estado, igual al primitivo de Quito, había mantenido perpetua guerra con los Guancavilcas marítimos y con los régulos de Cañar; por lo que los Puruhayes eran muy aguerridos y salían comúnmente ventajosos por la destreza de las armas arrojadizas, que no eran comunes a las naciones confinantes. Ellos usaban, a más de las lanzas, macanas y dardos, de la huaraca, esto es la honda y se ejercitaban en ella desde niños de tal modo que cazaban animales y derribaban el señalado fruto de un árbol. Usaban asimismo de la huicopa, esto es una pequeña porra arrojadiza de pesado leño, con la cual

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hacían y hacen todavía tiros tan certeros como de fusil. Por ser superior en armas y por hallarse también coligada la Provincia de Puruhá con sus confinantes de Chimbo y Tiquizambi, desistieron los Scyris enteramente de aquella empresa y se contentaron con establecer la amistad. 16.- En el ir" Scyri se extinguió la línea masculina de Carán, por­ que habiendo muerto los hijos y no teniendo sobrino, hijo de hermana, no le vivía sino Toa, hija única, la cual según la ley, no podía heredar el Reino. Mas como amaba tiernamente aquella hija, se dice que, con parecer de todos sus grandes y señores, de­ rogó la Ley antigua y estableció la nueva, de que pudiese en ese caso heredar la hija, reinando juntamente con aquel señor, que libremente eligiese ella por su consorte y sucesor en el Reino. Esta nueva Ley, que fue recibida con aplauso y gusto de todas las Provincias, fue el único camino de unirse con el Reino de Quito la Provincia de Puruhá y sucesivamente las demás hasta los con­ fines de Paita. Sucedió esta mutación de la siguiente manera.

U n i ó n d e l a P r o v in c ia d e P u r u h á c o n e l R e i n o d e Q u it o

i .- Carán

ir° Scyri, aunque viejo, era sumamente ambicioso. La nueva Ley, con que juzgó perpetuarse en su posteridad, le hizo concebir el proyecto de dilatar los dominios por vía de alianza, no habiéndolo podido conseguir él ni sus predecesores por medio de la guerra. Propúsole a Condorazo, régulo de Puruhá, hombre también de edad avanzada y cargado de hijos, que si se unía amistosamente a formar un solo cuerpo de monarquía, sería electo su hijo mayor por esposo de Toa y sucesor en el Reino de Quito. Fue admitida desde luego la propuesta y efectuado con grandes regocijos el matrimonio de Toa con Duchicela,

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primogénito de Condorazo, cuya línea duró con la sucesión de cuatro Scyris, hasta que fue conquistado el Reino por los Incas del Perú. 2. - Parece que Condorazo nunca presumió sobrevivir al Scyri, ni ver con sus ojos a su hijo Duchicela sobre el trono; porque, mu­ riendo antes el Scyri y siendo declarado Duchicela sucesor suyo, se arrepintió de la alianza y mostró grandísimo sentimiento. El verse despojado de la soberanía antes de morir y el verse infe­ rior y vasallo de su hijo le labró de tal suerte la fantasía, que, no pudiendo remediarlo de otra manera, se retiró a la cordillera de los Collanes y nunca se supo más de su vida, ni de su muerte. Este fue el origen de la fábula, que aun permanece, sobre haberse sepultado vivo, para volverse inmortal en el más alto monte de aquella cordillera, que se conoce desde entonces con el nombre de Condorazo. 3. - Reconocido Duchicela por 12#Scyri o Rey de Quito, fue bien visto y acepto en todas las Provincias, tanto que desde su reinado se depusieron generalmente las armas y vivieron todos en suma paz y armonía. Él consiguió meter en la misma confederación o Pacto de Familias al régulo de Cañar, y por medio de él a todos los señores de las otras Provincias del Sur, hasta la de Paita. Se unieron de buena gana todos ellos, no solo por la esperanza de suceder alguna vez en el trono de Quito, sino también por el te­ mor que tenían todos de ser dominados por los Incas del Perú, cuyos progresos en las conquistas no eran ignorados de ellos. De este modo se dilataron los dominios de Quito de Norte a Sur, por más de 125 leguas. La extinción de la línea masculina de Carán se computa por los años de 1300 de la Era Cristiana, y es fama cons­ tante que, habiendo vivido Duchicela mucho más de 100 años, reinó pacíficamente más de 70.

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4. - Le sucedió su primogénito Autachi Duchicela, 13.0Seyri, ha­ cia el año de 1370 de cuyo reinado, que se dice de 60 años, no se sabe cosa memorable. Debía sucederle su primogénito Guallca; mas siendo generalmente aborrecido, por sus malas inclinacio­ nes y crueldades, sin mostrar talento alguno para el gobierno, fue declarado y reconocido en la Junta del Reino, su hermano menor Hualcopo. Se dice que el pospuesto Guallca intentó darle la muerte a su hermano, y que saliéndole mal la trama prevenida, se dio a sí mismo la muerte. 5. - Hualcopo Duchicela, 14oSeyri, hacia el 1430 se dice que reinó 33 años y que, gobernando pacíficamente con aceptación de todos, nunca quiso mover guerra ninguna. A este se le atribuye la única fábrica que podía llamarse soberbia en aquel tiempo en la llanura de Callo de la Provincia de Latacunga. Fue un magnífico palacio, sobre el cual son muy diversas las tradiciones. Unos juzgan que el que hizo Hualcopo lo deshizo enteramente el Inca Huaynacápac, y fabricó de planta el que subsiste hasta ahora, con nombre de Pachusala. Otros dicen que solamente fue aumentado y mejorado por el Inca. Lo cierto es que en el gusto de arquitectura y en el modo con que están labradas las piedras, muestra aquella obra ser enteramente de los Incas. 6. - En el reinado de este comenzó a desmembrarse el Reino de Quito, con las conquistas que hizo dentro de él Tupac-Yupanqui, 12.0Inca del Perú, hacia el año de 1450. Con la noticia de esta no esperada novedad le fue preciso a Hualcopo el prevenirse a la defensa. Gozando sus vasallos de una larga paz, tenían abando­ nadas casi del todo las armas. Era General de ellas su hermano menor Epiclachima, hombre de talentos y espíritus marciales, quien los despertó luego de la tranquila somnolencia en que es­ taban y los puso en el movimiento del militar ejercicio. No era intención del Rey el que fuesen a defender los confines de sus

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Estados, porque la primer noticia le llegó acompañada de que estaban ya en poder del Inca las Provincias de Huancabamba, Cajas y Cascayunca, habiéndose sometido amistosamente a su primer propuesta. 7. - Este efecto provenido en parte del temor de las poderosas ar­ mas peruanas y en parte de la sabia y amorosa conducta del Inca, hizo que Hualcopo cayese de ánimo para defender las otras Pro­ vincias que se iban siguiendo al Norte. Le era sumamente difícil el mandar a tanta distancia los socorros, no habiendo en aquel tiempo ni tambos o alojamientos para las tropas, ni puentes de bejucos en los caudalosos ríos. Mas no era este el motivo de su mayor consternación, sino el desengaño de la facilidad con que los pueblos abrazaban el partido del Inca sin violencia, tanto que aun las naciones marítimas le habían enviado embajadores a Huancabamba, y por medio de ellos se habían hecho mutuos regalos, en señal de la recíproca amistad que se ofrecían. Nin­ guna de las Provincias desde la de Puruhá hacia el Sur ni de las marítimas era conquistada por armas ni tenía gobernadores por parte del Scyri, que se interesasen en mantenerlas por él, siendo solamente unidas por vía de confederaciones y con poquísima dependencia. 8. - Con estas consideraciones se mantuvo Hualcopo sin acción para la defensa de aquellos dominios. Mirándolos por eso como ajenos, volvió todas sus atenciones a fortificarse en la Provincia de Puruhá, como en término el más seguro por aquella parte. Era esta la propia cuna de sus ascendientes y como tal lo miraba con parcialidad sobre todas; era la más famosa para la guerra, y era tan numerosa en gente de armas que ella sola podía poner en pie un ejército grande. Pasó luego a Liribamba, capital de aque­ lla Provincia, donde tuvo su ordinaria residencia por bastantes años, hasta que se vio en los últimos conflictos de perder el reino.

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9. - Se ocupó entre tanto el General Epiclachima en disponer al­ gunas Plazas de Armas al uso de los Scyris, que no las había en aquella Provincia, y Hualcopo en fabricar una fortaleza, tan cé­ lebre en los tiempos antiguos como trágica en los modernos. Te­ nían los antiguos régulos de Puruhá un sitio de delicias, distante pocas leguas al oriente de Liribamba. Era rodeado de pequeños lagos, entre bajas colinas, llenas de vistoso bosque y de cacería de todas especies de cuadrúpedos y aves. Los lagos se comunicaban unos con otros por medio de canales regulares hechos a mano y todos los espacios intercalares de tierra estaban ocupados de muchas casas con numeroso pueblo. En el paso preciso a este sitio de delicias fabricó Hualcopo una fortaleza y en lo interior de los lagos un pequeño palacio, con el destino de que allí tuviese su primer parto la mujer de su primogénito Cacha, de quien tomó aquel sitio posteriormente el nombre. 10. - Los años que gastó en estas fábricas y preparativos de gue­ rra el Rey Hualcopo, los adelantó el Inca Tupac-Yupanqui en sus conquistas. Había sometido ya a su obediencia las Provin­ cias de Paita y Túmbez. Desde allí había mandado sus capitanes a las Provincias marítimas, para instruirlas y ponerlas en forma de gobierno. Marchando después por la vía real de las cordille­ ras, había sometido a su devoción las Provincias de la Zarza y sus confinantes, la de Paltas y últimamente la gran Provincia de Cañar. En esta que se le sujetó voluntariamente, se detuvo cerca de dos años, fabricando palacios y fortalezas, tanto al extremo de Tomebamba por el Sur, cuanto al del Gran Cañar, por el Norte, de modo que no le quedaban sino las pequeñas Provincias inter­ medias a la de Puruhá, que eran las de Alausí y Tiquizambi. 11. - Cuando el Inca se hallaba ya en ellas, avanzó Hualcopo con sus tropas a la Provincia de Tiquizambi, que siendo antiquísima aliada, la miraba como frontera propia de Puruhá. Desde aquí le

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disputó el paso y le arrestó el rápido progreso de las conquistas, hechas casi todas solo por vía de alianza y de amistosa paz. Fue también Hualcopo convidado con ella repetidas veces; mas recu­ sándola siempre, se resolvió a mantener su Reino y su libertad hasta la muerte. A cada paso que le ganaba el Inca, con algún sangriento ataque, fabricaba allí su fortaleza, y el Scyry se iba re­ tirando poco a poco hasta llegar a Tiocajas, donde tenía la primer Plaza de Armas coronada con numerosas tropas. Más de tres me­ ses le costó al Inca el ganarla, con la muerte de la mayor parte de los que la defendían. 12. - Al verse desalojado de ella el General Epiclachima, dudó si daría o no una general batalla. Él tenía mucha más gente, pero toda nueva y sin experiencia en la guerra. La del Inca, aunque inferior en número, era casi toda de tropas veteranas, criadas con rigurosa disciplina y ejercitadas toda su vida en conquistas. No obstante conocer esta desigualdad y diferencia, creyó que con la multitud podría oprimir fácilmente al enemigo, y se engañó. Fue sangrientísima la batalla y aunque se mantuvo largo tiempo in­ decisa, se declaró al fin por el Inca, con la muerte de Epiclachima y más de 16 mil de los suyos. 13. - Afligido con esta pérdida, el Rey Hualcopo se retiró con sus deshechas tropas a Liribamba, donde juzgó encontrar las que esperaba de Quito. No hallándolas, prosiguió retirándose hasta que las encontró en los confines de la Provincia de Mocha. Re­ solvió fortalecerse allí, como en sitio muy ventajoso, y, teniendo numerosas tropas de refresco, esperó al Inca sin temor de otra nueva retirada. Nombró de General a Calicuchima, hijo mayor de su hermano el difunto, que era sin duda de talento muy superior al de su padre. Llegando a sus inmediaciones, Tupac-Yupanqui lo convidó nuevamente con la paz, exhortándolo a que le rindie­ se voluntariamente la obediencia. Hallándolo persistente, le dio

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diversos ataques, mas todos no solo sin ventaja, sino con notable menoscabo de las pocas tropas que tenía. 14. - Conociendo la dificultad insuperable de aquel sitio, resolvió no pasar adelante con las conquistas y solo pensó en asegurar las que había hecho, fabricando diversas fortalezas, como últi­ mas fronteras de su Imperio. Puso en ellas una gran parte de sus tropas veteranas, puso nuevos gobernadores en todas aquellas Provincias, y regresó triunfante y lleno de gloria a su capital del Cuzco, corriendo ya el año de 1460. 15. - Poco fue lo que sobrevivió el Rey Hualcopo a la gran pérdida y suspensión de armas, porque murió pasado de dolor, cosa de tres años después. Le sucedió su primogénito Cacha, 15.0y último Scyri de la 2.0Época del Reino. Tuvo este un amargo reinado de solo 24 años, por la poca salud, acompañada de extraordinario valor y talento de gobierno, que le hizo vivir siempre y morir con las armas en las manos. Luego que entró a la posesión del Rei­ no, emprendió restaurar los perdidos Estados de su padre, con ímpetu tan violento que su primer acción fue pasar a cuchillo las tropas del Inca y demoler enteramente sus fortalezas de Mocha. 16. - Al ver esta acción gloriosa, se declaró luego a su favor toda la Provincia de Puruhá, que se había sujetado a más no poder al extranjero yugo. Prosiguió su marcha hasta los confines de ella y los antiguos aliados de Tiquizambi; mas no pudo pasar adelante, por la obstinada resistencia de los Cañares, más aficionados a la dominación peruana que a la de Quito. Mantuvo la guerra con ellos por bastantes años; mas siempre con poquísimo progreso y con mayor decadencia en la salud, por cierta contracción de nervios provenida de un golpe en una pierna. 17. - No tenía hasta entonces sino una sola hija llamada Paccha en la cual tenía puesta toda la esperanza de que le sucediese en el

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Reino. Habiéndose esta retirado a Quito del sitio delicioso donde nació, cerca de Liribamba, el cual se llamó por su padre con el nombre de Cacha, volvió a él en compañía de su mismo padre, luego que fue recuperada la Provincia de Puruhá. No les duró mucho tiempo la gustosa quietud de aquel retiro, porque Huaynacápac, 13.0Inca del Perú, hijo y sucesor de Tupac-Yupanqui, picado de que el Scyri de Quito hubiese reaquistado parte de las conquistas de su padre, se resolvió a destronizarlo enteramente.

F in d e la 2 0 É po ca, CON LA CONQUISTA DEL INCA H ü AYNACÁPAC

1. - Huaynacápac, que ciertamente fue uno de los mayores Incas del Perú, llamado con razón el Grande y el Conquistador, co­ menzó a mover sus tropas hacia el 1475. Llegando a los antiguos confínes del Reino de Quito, que todavía se mantenían fíeles al Imperio Peruano, solo se detuvo en ellos haciendo suntuosos pa­ lacios y templos, con magnificencia mayor que la que tuvieron to­ dos sus antecesores. En la Provincia de Huancabamba fabricó un palacio real, una fortaleza, un templo al Sol y un monasterio de 200 vírgenes consagradas a su servicio. En la de Túmbez levantó sobre las ruinas de una fortaleza antiquísima, que se suponía de más de mil años, otra nueva con adjunto palacio real, templo del Sol y otro monasterio de más de 200 vírgenes, escogidas de lo más florido de las inmediatas Provincias. 2. - Desde Túmbez envió sus embajadores a Tumbalá, régulo de la isla de La Puná, para que amistosamente se subordinase a su Imperio. Este pérfido régulo quiso seguir los pasos de sus predecesores, que habiéndose confederado con el primer Scyri Duchicela, fueron los primeros que rompieron la unión.

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Habiéndola admitido después con el Inca Tupac-Yupanqui, hicieron lo mismo, con la secreta inteligencia de las otras provincias marítimas, donde mataron a los capitanes peruanos puestos para instruirlas. Queriendo hacer lo mismo con Huaynacápac, admitió Tumbalá con engaño su propuesta: recibió los regalos que le envió y correspondiéndole con otros, lo convidó a que personalmente pasase a gozar por algún tiempo las delicias de su país, para cuyo fin le fabricaba prontamente un digno alojamiento. 3. - Luego que salieron de la isla los embajadores, hicieron de orden de Túmbala, los sacerdotes sacrificios a los ídolos, con­ sultando el modo con que debía portarse con el Inca, envió se­ cretos mensajes a las naciones vecinas del Continente, para que, cooperando a la meditada traición, pudiesen librarse todas del extranjero yugo, y se previno para recibir al Inca con magnífi­ co aparato. Pasó en efecto Huaynacápac con gran parte de sus veteranas tropas, que eran los Abancuzcos y Orencuzcos, flor de todo el Imperio en la nobleza y en la militar pericia. Era el distintivo de estos llevar grandes pendientes de oro a las orejas, motivo porque, teniéndolas muy prolongadas, fueron llamados comúnmente los Orejones. Después de las grandes fiestas que le hizo Túmbala a Huaynacápac, irresoluto siempre sobre el modo de ejecutar la traición, se la proporcionó el acaso de salir el Inca por una precisión a Túmbez, con orden de que le siguiesen sus Orejones. Siendo estas tropas conducidas al Continente en las grandes balsas, por los isleños, estos las deshicieron al disimulo en medio del golfo y los ahogaron a todos, estando prontos a ma­ tar a los que intentaban salir a nado, de modo que no quedó ni uno solo con vida. 4. - Sabida la traición por Huaynacápac, la sintió en extremo, así por el desprecio a su persona como por la pérdida de tan florida

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tropa. Reunió todo el resto que tenía de Orejones en el Conti­ nente, con las mejores tropas de él, y fabricando una multitud de aquella especie de embarcaciones, pasó a la isla y castigó de suerte a los agresores, sin usar de misericordia, que la despobló enteramente, sin dejar más que las mujeres y los niños. De allí pasó a la Provincia de Guancavilcas, donde no siendo pronta­ mente obedecido en una de las cosas que había mandado, les dio por perpetuo castigo el aumentar la señal distintiva que tenían en los dientes. Usaban todos ellos, desde tiempo inmemorial, sa­ carse los dos dientes de arriba. £1 Inca les hizo sacar otro más de arriba y los tres correspondientes de abajo, con la ley de que así se conservase siempre aquella Nación. Dejó ordenado el que se, hiciese una calzada de vía real, desde el desemboque del río Gua­ yaquil, la cual solo quedó comenzada y nunca prosiguió adelante. 5. - Pasó a la Provincia de Manta, entre cuyas numerosas parcia­ lidades, era una la de los Pichunsis, sumamente disolutos, ha­ biendo heredado sus ascendientes el vicio de la sodomía de los1 gigantes que allí reinaron. A estos los pasó a sangre y fuego, sin que se le escapase sino rarísimo, y renovó con fuerza la Ley con­ tra ese vicio, pena de la vida. Redujo con buen modo a su amistad las otras parcialidades hasta Quaques y muchas, aunque no todas las naciones de tierra adentro, llegando personalmente hasta Co­ lima. Mandó fabricar allí una fortaleza y dejó alguna gente para la ejecución de sus órdenes y para la instrucción de aquellas bár­ baras, rústicas e ignorantes tribus. 6. - Regresando después a la vía de las cordilleras, se apartó a mano derecha con el designio de conquistar la Provincia de los Pacamores, que tenían grande fama. Esta poderosa nación, feroz y muy diestra en el manejo de las armas, nunca había conocido sujeción alguna, ni por vía de amistad o confederación con otra. Hallóla el Inca tan fuerte y tan resuelta a no admitir su yugo, y fue

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tanto el horror que sus Orejones concibieron de ella que salió de huida, desistiendo de la empresa. Pasó a la Provincia de Cañar, y llegando a Tomebamba donde su padre había fabricado un pala­ cio, se detuvo en él y emprendió la magnífica obra de otro nuevo mucho más suntuoso, con templo del Sol y monasterio de 600 vírgenes, obra la mayor y la más célebre entre cuantas se refieren del tiempo de su reinado. Fue pasando lo demás de la Provincia no solo sin oposición, sino como en triunfo y fiesta, aclamado de todas sus numerosas parcialidades, hasta las últimas del Gran Cañar, donde fabricó aquel magnífico palacio, que aun subsiste casi entero y ha sido la admiración de las naciones europeas. 7. - Estos eran los últimos confines, que se mantenían obedientes a su Imperio, por haber reaquistado las otras conquistas de su padre el último Rey de Quito, contra el cual era la principal mira de todas sus empresas. Antes de dar principio a este primario objeto que había tenido para salir del Cuzco, fabricó en las últi­ mas fronteras, cercanas al monte Lashuay, una gran torre, que permanece todavía en gran parte, con otras fortalezas y edificios por todas sus cercanías, así por la vía alta de la cordillera, como por la baja intermedia. 8. - Entre tanto que el Inca había hecho resonar su nombre glo­ rioso por sus memorables hechos y respetable por su gran po­ der, mientras había concluido tantas magníficas obras que, pa­ reciendo requerir un siglo, se habían perfeccionado en solos 10 años desde que salió del Cuzco, se hallaba cada día en estado más deplorable de salud el afligido Scyri Cacha. No le atormentaban tanto sus males ni los continuados avisos de los triunfos de su enemigo, como el hallarse imposibilitado para salir a hacerle frente. Le era en realidad una nueva especie de cruelísimo tor­ mento tener por una parte un espíritu fogoso, acompañado de marcial talento, y hallarse por otra impedido a ejercitarlo a la frente de sus tropas.

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9. - Había dado con tiempo a su sobrino el General Calicuchima y a los Gobernadores y Capitanes de las Provincias las más con­ venientes órdenes y providencias, sin moverse de Iiribamba, y tenían ya cogidos y fortificados los principales puestos. El último y más avanzado en que se hallaban acuartelados los Puruhayes era sobre la ribera oriental del río Achupallas, cuyo rápido y cau­ daloso torrente solo podía dar paso por el oriental descenso del monte Lashuay, sobre el cual se hallaba ya el Inca con sus tropas. Intentó el paso; mas no lo pudo conseguir en largo tiempo, por­ que las balas de piedra que disparaban con sus hondas los Puru­ hayes no permitían acercarse a la contraria ribera. 10. - Detenido Huaynacápac en aquella incómoda y nevada altura, aprovechó el tiempo perdido en fabricar allí un pequeño templo al Sol y los célebres baños de aguas termales, que todavía permanecen casi enteros. Al mismo tiempo había dado la providencia para que reclutando nuevas tropas de los Cañares, prácticos en las asperezas y caminos de esas montañas, pasasen aquel río por la parte más y desaloj asen al enemigo. Ejecutado este proyecto con una sangrienta batalla de los dos partidos, en que triunfaron los Cañares por la notable desigualdad de sus mayores tropas, quedó el Inca con el paso libre. Antes de hacerlo, fabricó sobre la ribera occidental una pequeña torre, cuyos fragmentos se ven todavía y un puente de bejucos, por donde pasó, sin hallar nueva oposición hasta el valle de Tiocajas. 11. - Este desierto arenoso, estrecho entre las dos cordilleras, que fue el teatro donde se representó la primer sangrienta jomada entre el Inca Tupac-Yupanqui y Hualcopo Scyri fue donde se vio esta ocasión la segunda, menos sangrienta, pero más trágica y desgraciada, reservando la tercera al conquistador Benalcázar. Estaba allí fortalecida la mayor parte del florido y bien armado ejército del Scyri, que, a mantenerse fiel a su Soberano, habría sido invencible. Reconocido este por los exploradores del Inca, le

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causó no pocos temores y cuidados. Disimulado su recelo, mandó que aceleradamente le siguiesen todas las posibles reclutas de las Provincias que dejaba atrás, y mientras se engrosaba su ejército para ejecutar con satisfacción la empresa, envió sus embajadores a Cacha, ofreciéndole su amistad, si voluntariamente se rendía. 12. - Respondióle el Scyri que ignoraba el motivo porque los In­ cas del Perú le llevaban la guerra a sus dominios, no habiéndoles dado motivo alguno; que él había nacido libre y señor del Reino y que quería morir como señor y como libre, con las armas en las manos, antes que sujetarse indecorosamente a su yugo. Su cate­ górica respuesta irritó de modo al Inca, llevándola a desprecio de su persona, que luego le habría dado la batalla a su General Calicuchima, si no hubiese reconocido muy desiguales sus fuerzas. Disimuló el enojo hasta hallarse en estado de declararlo, y con el pretexto de repetir diversas veces el partido de la paz, hizo que trabajasen sus sabios Orejones en atraer a su partido a los oficia­ les y capitanes del ejército de Cacha, valiéndose de promesas y amenazas, medio con que consiguió mucho más que con haber engrosado su ejército con las reclutas. 13. - Viendo al fin la obstinación del Scyri, comenzaron las esca­ ramuzas y los ataques sangrientos, siempre alternados con ofre­ cer nuevamente la paz, por dar tiempo a que trabajasen secre­ tamente los Orejones. Dada finalmente la general batalla, como con repugnancia de una y otra parte, se mantuvo indecisa largo tiempo, hasta que, abandonando el campo varios de los capitanes y oficiales del Scyri, se declaró a favor del Inca. 14. - Con la noticia del fatal suceso, se retiró Cacha en hombros ajenos, al último lugar que tenía fortalecido en Mocha, resuelto a no pasar vivo o muerto de aquella parte, donde ordenó que le siguiesen sus tropas. Hecho allí el consejo de guerra con los

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capitanes y oficiales que le habían quedado fieles al parecer, fueron casi todos de contrario dictamen. Le aconsejaron que se rindiese y sometiese al Inca, que siempre estaba pronto a conceder su amistad y gracia, porque perdida ya una buena parte de sus fuerzas, era forzoso con la obstinación el exterminio de todas. 15. - Solamente los tres Caciques de Cayambi, Caranqui y Otavalo fueron del parecer contrario de morir peleando con honor, más bien que vivir hechos esclavos del Inca, con sus hijos y sus mujeres. Aconsejáronle a Cacha el que, abandonando, no solo Mocha sino también Quito, donde se suponían muchos o sobor­ nados o aficionados al Inca, se retirase a sus Provincias, donde lo defenderían hasta el último suspiro y donde sería más fácil el reclutar tropas fieles, así de las mismas Provincias como de las confinantes al Norte. Abrazó Cacha este dictamen con gusto, por ser el único según su genio. Solo sintió dejar mal herido a su sobrino el General Calicuchima, por traición conocida de uno de sus mismos oficiales. Dadas las órdenes más convenientes, ace­ leró la marcha a la mejor Plaza de Armas que los primeros Scyris hicieron en la Provincia de Otavalo. 16. - Era situada esta en medio de la gran llanura de Atuntaqui, llamada así, por estar colocado en ella el mayor tambor de guerra que tenía todo el Reino. La Plaza de forma cuadrangular muy grande, con dos terraplenes y escalas levadizas, era capaz de 5 a 6 mil hombres, en cuyo contorno formó el ejército una continuada población, que ocupaba casi toda la llanura. No hubo quien pu­ diese persuadir a Cacha el que subiese a la Plaza de Armas, por­ que sacando extraordinarias fuerzas de su debilidad, quiso estar llevado en una silla a la frente del mayor peligro, no como sobe­ rano, sino como capitán de su ejército, dando personalmente los órdenes para todo.

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17. - Siguióle el victorioso Inca en breve tiempo, y estando ya avis­ tados los dos ejércitos, le hizo la última reconvención para que se rindiese, sin ser causa de tanto derramamiento de sangre, como era necesario que hubiese. Respondió como siempre el Scyri con la protesta de que él no haría sino defenderse, y que, siendo suya la culpa de la mortandad, sería de quien le hacía injustamente la guerra. 18. - A esta resolución se siguió el orden del Inca para que se die­ se la batalla, sin usar de misericordia con ninguno de los que llamaba rebeldes. Duraron las primeras refriegas algunos días, suspendiendo de acuerdo las armas diversas veces por dar se­ pultura a los respectivos muertos y engrosar los ejércitos con las reclutas de una y otra parte. Dada finalmente la última general y obstinadísima batalla, en que parecía inclinarse a favor del Scyri, cayó mortalmente herido de su silla, con una lanza atravesada de parte a parte, y cayó juntamente con él todo el ánimo y el valor de los suyos. Rindieron estos al vencedor las anuas, pero las rin­ dieron contradiciéndolo al mismo tiempo; porque no bien había expirado el Scyri, cuando aclamaron en el mismo campo de la batalla, por Scyri a Paccha, hija única y heredera del Rey difunto. 19. - Esta acción contradictoria, que la observó el Inca y le labró extrañamente, la disimuló, como si no la hubiese entendido, y mostrando en lo exterior un corazón todo de padre, mandó suspender las armas y promulgó el perdón general a todos los que hasta entonces se habían mostrado rebeldes. Dio orden para que con el esplendor y magnificencia posible se dispusiese la sepultura del Rey y de los demás grandes y señores que habían muerto, y que entre tanto se sepultasen los cadáveres de los demás. Mientras llevaron el del Scyri al sepulcro de sus mayores a Quito, se llenó aquella inmensa llanura de más de 12 mil tolas o sepulcros en figura de pequeñas montañas cónicas, unas mayores

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que otras, según la costumbre de los Caras, de las que hasta hoy se conservan muchísimas enteras para memoria del fin de su Reinado.

P r in c ip io d e la 3 . 0 É po c a CON LAS PRIMERAS ACCIONES DEL INCA HUAYNACÁPAC

1. - El triunfo de Huaynacápac, acompañado de la mayor y más memorable entre todas sus conquistas, dio el fin a la segunda Época y el principio a la tercera de la antigüedad del Reino, el año de 1487 de la Era Cristiana. Concluida la ceremonia del Rey difunto a que asistió el Inca personalmente, con magnífico apa­ rato, se retiró al Real Cuartel, que estaba ya prevenido para su reposo; mas este no pudo conseguirlo en muchos días. Le labraba extrañamente en la imaginación la frialdad con que varios de los Caciques del Reino habían hecho la ceremonia de jurarle el vasa­ llaje; pero mucho más la espina que le quedó clavada desde que aclamaron por Scyri a la hija del difunto Rey, en cuyas leyes, usos y costumbres se había instruido de antemano. 2. - Ninguno entre los Gobernadores o Caciques se mostró tan obsequioso y rendido en la apariencia como el de Caranqui; porque ninguno, sino él, meditaba la más negra traición contra el Inca; mas con tal cautela que no pudieron transpirarse sus designios. La frialdad de los otros la desmentían sus mismas operaciones, obedeciendo puntual y exactamente los órdenes que se les daban, de modo que de día en día se iban desvaneciendo las aprensiones de Huaynacápac, persuadiéndose a que las primeras demostraciones fueron efectos provenidos del natural sentimiento. Tranquilo ya con estas reflexiones, no recelaba traición ninguna y dormían sus tropas sin el menor cuidado,

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entregadas al ocio y a los festines en recíproca amistad con las del Reino, cuando se vieron una noche asaltadas por los Caranquis, con ímpetu tan furioso que haciendo una mortandad considerable en las nobles guardias de los Orejones, corrió próximo peligro la vida de Huaynacápac. 3. - Esta acción lo irritó tanto, que, repuesto de la sorpresa y ase­ gurado que los agresores eran solamente de aquella nación (en­ tonces una de las más numerosas) y que igualmente se hallaban irritadas las otras naciones por la perfidia de aquella, se resolvió al más horrendo y memorable castigo. Desaparecieron las suble­ vadas tropas antes del día, retirándose a sus países, creyendo no haber sido conocidas o imaginándose capaces de hacer en ellos una vigorosa defensa. Marchó ese mismo día el Inca con todo su ejército a aquella infeliz Provincia cercana y confinante, donde pasó a degüello todos los hombres capaces de coger armas, sin que pudiese escapar ninguno. Sobre el número de ellos, hay no­ table diversidad entre los escritores. 4. - Aseguran los más que fueron 40 mil, otros que fueron 30 mil; y los que menos siguiendo a Chieca de León, (Crónica del Perú, C. 37) solo se extienden a más de 20 mil. Los cadáveres arrojados al inmediato lago a la capital de Caranqui, tiñeron de tal modo sus aguas, que desde entonces quedaron con el nombre de Yaguarcocha o mar de sangre. Impuesto el Inca en que esta Provincia se había llamado Imbaya antiguamente y que por otra semejante traición había mudado el nombre en el de Caranquis, mandó que se mudase también el de Caranquis en el de Huambraconas, que quiere decir la nación de los muchachos, porque no quedaron en toda ella sino los niños y las mujeres. Verdad es que no les duró este segundo nombre, sino mientras se hicieron hombres aque­ llos niños. (Chieca, ibid.).

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5. - No obstante haber hecho tan memorable castigo, con el cual parecía asegurarse en lo futuro, resolvió ejecutar otro proyecto, que como político y sagaz, meditaba para la entera quietud de sus recelos. Este era el de unirse en matrimonio con Scyri Paccha, proclamada Reina, luego que expiró su padre. Siendo esta por una parte joven de 20 años, cuya belleza le había robado las aten­ ciones, y por otra, la que debía reinar en unión de aquel que fuese su esposo, según la ley del Reino, le pareció el medio más seguro para la perpetua tranquilidad de su mayor conquista. Propuesto este designio a los íntimos de su Consejo, y luego, con el modo más obligante a la misma Paccha, hizo que ella lo recibiese con aquella conformidad que le sugerían las tristes circunstancias de su fortuna. 6. - Publicóse esta resolución con imponderable alegría de to­ das las Provincias, las que, enjugando las lágrimas, hicieron las mayores demostraciones de regocijo. Queriendo mostrar el Inca cuán aceptas le eran aquellas demostraciones, y queriendo al mismo tiempo cautivar mucho más las voluntades de sus nuevos vasallos, puso el día del desposorio en su llauto o corona impe­ rial, la característica insignia de la esmeralda, con que se decla­ raba Scyri de Quito. Ejecutado en la capital con magnífico apa­ rato y fiesta de 20 días el matrimonio, puede asegurarse que fue Huaynacápac en adelante, no solo querido y respetado en todo el Reino, sino también idolatrado hasta su muerte. 7. - No debo disimular aquí la gran diferencia que se halla entre los escritores antiguos y modernos sobre este punto, que es el cardinal en que estriba toda la historia de la tercera época del Reino. Refieren unos como legítimo el matrimonio de Huaynacápac con Scyri Paccha, siguiendo entre los antiguos a Niza (Las dos líneas), Bravo Saravia (Antigüedades del Perú)

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y Gomara (Historia General, C. 119); y entre los modernos a Collaguazo (Guerras civiles) y Robertson. (Historia de América, Lib. 6, p. 196). Algunos de los antiguos lo refieren como solo concubinato, y siguen a estos, sin saber lo que hacen, los más de los moderaos. El fundamento de esta segunda opinión, que ninguno la controvierte, sino que la supone en fe de los primeros que erraron, consiste en la falsa suposición de una ley que nunca hubo y en la mala inteligencia de otra verdadera. 8. - Para decir luego cuáles eran estas y para mayor claridad de todo, supongo antes que los Incas, según la costumbre o ley que establecieron, podían casarse no solo con una, sino con tres o cuatro mujeres, y tener fuera de ellas cuanto número quisiesen de concubinas. La ley de la sucesión al trono llamaba siempre al hijo de la primera y, a falta de este, a los demás de las mujeres propias por su orden; más de modo que, faltando todo hijo en ellas, pudiese heredar el mayor de alguna concubina. En conformidad a esta costumbre se casó Huaynacápac primero con Ravaocllo, en quien tuvo a su primogénito Atoco, quien en el 2 bautismo se llamó Inti-Cusi-Hualpa, y fue comunmente conocido con el de Huáscar, por haber hecho su padre una gran cadena de oro, para celebrar su nacimiento, porque Huáscar quiere decir cuerda o cadena. En su segunda mujer no se sabe que hubiese tenido hijo ninguno; pero sí en la tercera, que era Mama-Runtu, en la cual tuvo a Mancocápac II, como también varios otros en las concubinas del Cuzco antes de pasar a Quito. Supuesto lo dicho, 9. - La ley falsa que alegan algunos es que el Inca no podía ca­ sarse sino con hermana, caso que la tuviese, y si no, con la más inmediata de la misma real familia; ley que dicen ser de Manco­ cápac I, fundador del Imperio, que estuvo casado con hermana,

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y ley que observaron todos sus sucesores que las tuvieron. La ley mal entendida es que no podían los Incas casarse con extranje­ ras, para que no se manchase la sangre real con otra de inferior jerarquía. No me detengo en mostrar lo ridículo e inútil que sería esta 2.° ley, en suposición de que hubiese la i.°; pues nunca podía ser extranjera la hermana o parienta inmediata, con quien solo podía casarse. A más de eso, es cierto que, faltando persona de la sangre real, podía casarse el Inca con alguna de las vírgenes del Sol, las cuales comúnmente eran extranjeras, escogidas en las Provincias nuevamente conquistadas. 10. - Mas disimulando esto y no poniendo en duda el que los Incas debiesen casarse, según costumbre o ley con alguna de la real fa­ milia, es falso, falsísimo el que debiese ser hermana. Se engañan todos cuantos lo dicen en buena fe, porque así lo suponen. Cons­ ta con toda certeza que tuvieron la ley contraria de no poderse casar con parienta en primer grado, y consta que religiosamente observaron esa ley desde Mancocápac el primero, hasta TupacYupanqui, padre de Huaynacápac. Tupac-Yupanqui, enamorado de Mama-Ocllo, hermana suya solo paterna y queriendo hacerla primera mujer, derogó la ley hasta entonces observada, y esta­ bleció para en adelante el que los Incas pudiesen casarse, si qui­ siesen, con hermanas, aunque lo fuesen de padre y madre, decla­ rando asimismo que los grandes y señores del Imperio pudiesen casarse también, si quisiesen, con hermanas solo maternas. 11. - En fuerza de la derogación de la ley antigua y establecimiento de la nueva, como bien informado asegura el P. Acosta, (Historia Natural y Moral, Lib. 6, C. 18) que el primero que se casó con hermana solo paterna fue Tupac-Yupanqui, y con hermana de padre y madre su hijo Huaynacápac. De aquí se convence que la i.° ley que se alega por algunos es del todo falsa y supuesta, por­ que nunca la hubo y que la 2.° que hubo en realidad, en orden a

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prohibir la alianza con extranjeras, es una ley mal entendida. El que no pudiese casarse el Inca con extranjera por el expreso mo­ tivo de que no se manchase la sangre real solo debía entenderse de extranjera de inferior jerarquía, mas no de una Reina como era Scyri Paccha, en nada inferior a los Incas. Mas dando de ven­ taja que la ley hablase de toda extranjera, aunque fuese de igual grado, ¿quién les ha dicho a los de esa opinión que no la hubiese derogado Huaynacápac, para casarse con ella? Las leyes que es­ tablecieron los Incas fueron todas inventadas para la comodidad y los intereses de ellos, y las derogaban cuando les convenía lo contrario. 12. - Si su padre Tupac-Yupanqui derogó, como es cierto, la ley del impedimento en primer grado siendo fundamental y primaria, como fundada en la ley natural, ¿cuánto más podría su hijo de­ rogar la otra ley, siendo Scyri Paccha, aunque extranjera, igual a él, siendo con el previo consejo de sus grandes, y siendo por el fin de aquietar los vasallos de la nueva conquista? ¿Sería creíble que consiguiese ese fin tomándola solo por concubina? ¿Sería decente hacerlo atendidas todas las circunstancias de una y otra parte? 13. - Mas, el Inca tomó la insignia de Rey de Quito en la esmeralda sobre la frente (como lo aseguran todos con Niza), no por título de conquista, que hablando propiamente no lo fue, sino prepo­ tencia y usurpación, sin causa, motivo ni derecho alguno. Tomó sí la insignia por el casamiento con Paccha, pudiendo y debiendo reinar en Quito, según sus leyes, si se casaba con ella. Por esta ra­ zón, que hacía manifiesta la legitimidad del matrimonio, declaró en su testamento que dejaba el Reino de Quito al Inca Atahualpa, primogénito que tuvo en la Reina Paccha de quien era legítimo heredero, según diré a su tiempo. 14. - Todo lo demás que en consecuencia del primer error dicen algunos escritores en contra, no proviene sino de ignorancia o de 80

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mala inteligencia de las leyes y de las genealogías de los Reyes del Cuzco y Quito. Puntos en que erraron crasísimamente algu­ nos de los antiguos escritores. El primero que fue Francisco de Jerez, dice que Huaynacápac era nativo y Rey de Quito, que, sa­ liendo de allí con poderosa armada, fue haciendo las conquistas del Imperio hacia el Sur y que habiendo conquistado una ciudad le puso el nombre de Cuzco, porque él se llamaba así (Conquista del Perú). Pedro Chieca de León, aunque prolijo investigador de antigüedades se engañó también y erró miserablemente en este punto. A él le informaron en Quito, (como confiesa) que el Inca Atahualpa era hijo de Huaynacápac en la Reina Paccha, nacido en el palacio de Caranqui; mas esto se le hizo duro de creer y lo tuvo por una burla, firmemente persuadido a que Atahualpa hu­ biese nacido en el Cuzco de alguna de las primeras mujeres del Inca (Crónica del Peni, C. 37). Estos y semejantes desatinos no son para seguir ciegamente, ni sirve la cita de semejantes autores en puntos claramente falsos, sino a los que hacen profesión de copiar errores ajenos. 15. - Siendo tan conexa la historia de este Reino con la del Impe­ rio Peruano, juzgo conveniente interrumpir el hilo de su narrati­ va, para dar las sucintas tablas cronológicas de los soberanos de una y otra parte. Con tenerlas presentes podrá el curioso lector entender más bien lo dicho hasta aquí y lo que en adelante se produjere. El primero que las hizo fue Fr. Marcos Niza, con el título de Las dos líneas de los señores del Cuzco y del Quito. Estas las corrigió en gran parte el Dr. Bravo Saravia. Por lo que toca a la línea de los Incas, la volvió a corregir el Inca Garcilazo de la Vega, como inteligente de su nativo idioma y como más bien informado de sus antigüedades, concordando las diferencias de los escrito­ res que le precedieron. 16. - En orden a la línea de los Reyes de Quito, la corrigió con me­ jores luces y como dueño también de su nativo idioma el Cacique

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Dn. Jacinto Collahuaso, en su Guerras civiles de Atahualpa. En cuantos hacen semejantes tablas cronológicas, se hallan algunas notables diferencias, así en el número de los Incas y de los Scyris, como en los años que reinaron. Y es la razón porque no cons­ tando las Historias de otras escrituras que de las tradiciones, los quipos y las piedrecillas de cuentas, cada cual las entiende diver­ samente y forma los cómputos que le parecen más prudentes. Yo sigo en todo esto lo más conforme o menos discorde en dichos autores y es en la siguiente forma.

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Historia Moderna Libro 3 .0 Provincias bajas del Quito que componen cuatro gobiernos (Fragmento)

Gobierno de Cuenca 1. - Confina por el Norte con el Corregimiento de Riobamba, en Tixán; por el Sur, con el de Loja, en Nabón; la cordillera occi­ dental lo divide del Gobierno de Guayaquil; y la oriental, del de Macas. Todo este dilatado país, que solo era Corregimiento, de­ pendiente del Gobierno principal de Quito, se erigió con auto­ ridad Real en Gobierno Mayor, el año de 1768. Comprende dos partidos, que son el propio carao de Cuenca y el de Alausí, sub­ dividido en Tenencia país del que era Corregimiento. Hablaré de este separadamente al fin. 2. - En el distrito de la principal Provincia o del Cuenca propio, se bailan los orígenes más retirados del caudaloso Paute, que desagua al Marañón, con nombre de Santiago, y los orígenes del Naranjal o Suya, que desagua en el golfo de Guayaquil. Era esta grande y bellísima Provincia poseída antiguamente de los Caña­ res, nación numerosísima y muy guerrera, la cual tenía su propio

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régulo poderoso y competidor del de Puruhá, su vecino, con el cual mantuvo muchas guerras por una parte, y por otra con los Guancavilcas de Guayaquil. 3. - Cuando el Estado de Puruhá se unió con el de Quito, por vía de alianza y de casamiento, unió también el mismo de Puruhá a este del Cañar y a todas las Provincias que le siguen al Sur hasta Paita, con a la confederación y alianza, que llegó a formar una dilatada monarquía. Mas cuando los Incas del Perú acometieron contra el Reino de Quito, se declararon los Cañares a favor de ellos, e hicieron contra los Reyes de Quito indignas traiciones. Esta fue toda la causa y motivo para que el último Rey Atahualpa pasase a cuchillo toda esta Provincia de Cañar, sin dejar en ella sino mujeres y niños, según largamente lo referí en sus guerras civiles.1De aquí fue que uniéndose esta Provincia con poquísimos residuos, incapaces de oponerse a las violencias del usurpador del Reino Rumiñahui, pidiesen auxilio y socorro a los Españoles y se entregasen voluntariamente a ellos. 4. - Yo, que he vivido algunos años en cada uno de los Gobier­ nos hasta aquí descritos, puedo asegurar, que este de Cuenca es el mejor de todos, atendido el conjunto de circunstancias que lo anteponen. El delicioso clima, que en partes declina a poco ca­ liente, y en partes a poco frío, es generalmente seco y muy sano, sin más incomodidad que reinar vientos algo fuertes en los meses de junio y julio. El terreno, entre las dos grandes Cordilleras es el más abierto, con bellísimas y espaciosas llanuras, bañadas de diversos ríos grandes y pequeños, y todo sumamente fértil para todas especies de vegetables y frutos, con óptimos pastos y crías de ganados mayores y menores. 5. - Sus montes, que no son de los más altos, tienen todas especies de minerales de oro, plata, azogue, cobre, hierro, plomo, estaño,

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mármoles, alabastros, cristal de roca, rubíes y ametistos, y sobre todo no tiene volcán ninguno vecino que le haya causado estragos. Es el más abundante de excelente trigo, de que provee a Guayaquil, que no tiene ninguno. Sus quesos, que se distribuyen por todo el Reino, son allí preferidos y estimados, como en Europa los de Parma; abunda en azúcares y toda especie de frutos y sazona a perfección la uva y la oliva; tiene mucha grana silvestre, y selvas de quina, cuyo comercio pasó de Loja a Cuenca, y de Cuenca a Riobamba. 6. - La capital de Provincia, tan privilegiada por la naturaleza, es la ciudad de Cuenca. No hubo a los principios en toda ella más fundación española que la del pequeño asiento de Cañar, situado al extremo septentrional de la Provincia. Los disgustos que tuvie­ ron con un Encomendero los Indianos los pusieron en tumultua­ rio movimiento, y creciendo cada día más, por falta de freno, en país tan vasto, hizo que el Sr. Dn. Andrés Hurtado de Mendoza, Marques de Cañete, 3er. Virrey del Perú, mandase al Capitán Gil Ramírez Dávalos, de la nobilísima casa de los Marqueses de Pes­ cara, con un destacamento suficiente para que, pacificados los Cañares, hiciese la necesaria fundación de una ciudad. 7. - Desempeñó este hábil oficial de tal modo la confianza que, puesta en perfecta calma toda la Provincia, fundó, el año de 1557, la bella ciudad de Cuenca, en el vistosísimo y ameno valle de Bamba, en 2 grados 53 de latitud meridional y en 29 minutos de longitud occidental. La baña por el Sur el Matadero; corre por la misma parte a una milla de distancia el Yanuncay; y a 4 millas por el Norte, el Machángara, todos tres con dirección paralela, hasta unirse poco más abajo, donde componen el caudaloso y na­ vegable Paute. 8. - Poco más abajo de la ciudad, se conservan enteros y sin lesión, en las riberas del Matadero, dos estribos o fundamentos de un

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antiguo puente de Indianos, obra admirable, hecha de menuda piedra, con mezcla de yeso y betunes, que parece de vivo peder­ nal, con figura cuadrada. La pequeña vecina cordillera de Racar, es fecundo mineral de ametistos, los cuales se cogen en las ca­ lles de la ciudad, llevados de las lluvias. Poco más arriba, siguen las peñolerías de pedernal, criaderos de finísimos diamantes. £1 plan, parte sobre mineral de hierro, es dilatado, por ser las casas comúnmente bajas a plan terreno, exceptuadas pocas que tienen otro piso alto, incluyendo muchas de ellas sus huertos y jardines. 9. - El centro, que ocupan los Españoles y la plebe, sin distinción, preferencia ni orden, es tirado a cordel, con división de cuadros. La calle principal, que atraviesa por la plaza mayor, termina por la una parte en la iglesia parroquial de San Blas, y por otra con la iglesia parroquial de San Sebastián, las cuales se miran una a otra, por la derecha, y bella calle de dos millas. La plaza mayor, en medio, es grande y cuadrada, con pequeña, pero bella fuente al centro y la torre que tiene el reloj público, es mediana, antigua y muy maltratada. 10. - Hablo del estado en que conocí esta ciudad, sin meterme en lo que habrá mejorado sin duda, después que es cabeza de Go­ bierno y Obispado. La iglesia mayor o parroquial de los Españo­ les, que hoy será Catedral, ocupa hasta la mitad el un lado de la plaza, y aunque grande, es de antigua y muy ordinaria estructura. Los Dominicanos, Franciscanos y Agustinianos tienen sus igle­ sias medianas y sus casas o conventos son de la misma calidad. Los Mercedarios solamente tienen una mala casa de hospicio con pequeña capilla. 11. - Los Betlemitas tienen a su cargo el hospital, aunque peque­ ño, con buena asistencia, el cual tiene también pequeña iglesia. El que fue Colegio de los Jesuítas, aunque grande, y de dos pisos, es de fábrica ordinaria; mas su iglesia, toda de distintas bóvedas

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redondas, aunque de arquitectura antigua, es la mejor de todas. Las Religiosas de la Concepción tienen muy buen monasterio y correspondiente iglesia, como también las Carmelitanas Descal­ zas. Las dos iglesias de los dos barrios de San Sebastián y San Blas, a los dos extremos, son poco decentes y muy pequeñas, res­ pecto de ser parroquias muy numerosas de Indianos. 12. - Las casas de todas las tres partes de la ciudad son general­ mente de adobes o ladrillos crudos, con barro, a excepción de tal cual pequeña parte, en que hay cal, piedra o ladrillo cocido. Todas ellas son grandes, cómodas y de mediana decencia, y to­ das, sin excepción, cubiertas de tejas de calidad tan excelente, que no pierden su vivo color rojo, aun después de muchos años, propiedad que se atribuye a la pureza de las aguas y del aire. A más de lo descrito, hay una continuación interminable de casas y quintas dispersas por todas las grandes llanuras contenidas en­ tre los tres ríos, cuya mezcla del vivo color de las tejas y de las verdes arboledas de que todo está lleno, hacen la más hermosa y deliciosa vista, al que observa desde alguna altura la campaña y principalmente la ciudad. 13. - Si como son tres los ríos, fuesen cuatro, quizás me metería a la locura en que han caído, con otras Provincias de América, algunos escritores del tiempo; esto es, colocar el Paraíso terrestre en la Provincia de Cuenca, cuyo carácter tiene mejor proporción y apariencia para tejer ese romance. Diría que el Machángara o el Matadero, era el Phisón del Paraíso, porque baña los países, donde nacen el oro y las preciosas piedras. Diría que lo compro­ baban la dulzura del clima y de los aires, no menos que la perpe­ tua e inmutable verdura del feraz terreno, llena siempre de flores y de bellos frutos; mas yo me hallo muy lejos de perder tiempo en novelas.

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14. - En lo político se gobernaba antes por el Corregidor o su Te­ niente general y por los Alcaldes ordinarios que elige anualmente el Cabildo; mas al presente por el Gobernador. Fuera de la ciudad tienen también la jurisdicción ordinaria los Alcaldes de la Her­ mandad, y otro Alcalde Provincial perpetuo. En lo espiritual se gobernaba por los tres párrocos, y el Vicario del Obispo de Quito, mas al presente por su propio Obispo. La erección en Gobierno la hizo el Sr. Dn. Carlos III, el año de 1768; y la erección en silla episcopal la hizo él mismo, con Bula del reinante Pontífice Pío Vi, el año de 1786, siendo su primer Obispo el Sr. Dn. Joseph Camón y Marfil. 15. - El Coro o nuevo Capítulo eclesiástico consta de diez sillas, que son: Obispo y tres Dignidades de Deán, Arcediano y Maes­ tre-escuela, dos Canónigos, uno Doctoral y otro Penitenciario; dos Prebendados y dos Medios Prebendados. Hay aquí un Comi­ sario de la Inquisición y Familiares, dependientes del Tribunal de Lima. El Clero Secular es bastantemente numeroso y tiene de todo, esto es de eclesiásticos nobles y plebeyos, de doctos y de ig­ norantes; y es de suponer, que se habrá ya fundado o estará para fundarse el Seminario de la Juventud. 16. - El Tribunal de las Cajas Reales se compone de Contador y Tesorero. Entran a estas Cajas los intereses de la Corona que re­ sultan de los Tribunales Reales y derechos de alcabalas, estancos, gabelas y aduanas de los partidos de Cuenca y Loja, y del puerto del Naranjal; y de ellas salen las pagas de los Gobernadores de Cuenca y de Jaén, y del Corregidor de Loja, como también de los párrocos del distrito del Gobierno. El remanente pasa a las Cajas Reales de Quito. Las de esta ciudad se establecieron en el 1557, en Sevilla del Oro, Capital del Gobierno de Macas, después de cuya destrucción pasaron a la ciudad de Loja, y de ella últimamente a Cuenca.

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17. - No hay ciudad en el Reino que tenga los propios o rentas del público tan crecidas como esta. Es la razón porque, a más de las que ya tenía, fue vendiendo a pequeños pedazos, todo el gran ejido común, que tenía a la otra banda del río. Se ha reducido por eso a otra nueva ciudad, que suelen darse el nombre de Jamaica, según está llena de huertos, jardines y caserías. El año de 1754, hallándose en Cuenca el Obispo de Quito, mandó hacer la nume­ ración de las personas que allí habitaban de firme, y pasaron de 4 mil, sin más pasto espiritual que de un substituto del cura que iba tal vez; por lo que se trató de darles un párroco propio. Mas los crecidos réditos que pagan todos aquellos poseedores, en vez de emplearse en las obras públicas de la ciudad, suelen servir de enriquecer a los Procuradores electos. 18. - El vecindario de la ciudad, sin meter los ya dichos de Jamaica, pasa de 40 mil personas, de todas clases y edades, según los Registros del 1757, en que se trató con eficacia la división del Obispado. Se puede dividir en tres partes desiguales: la una, menor de todas, de Españoles, entre nobles, ciudadanos y de baja esfera; la otra, mayor, de mestizos, entrando en ella tal cual negro, y sus razas; y la otra, igual o mayor, de puros Indianos. Aunque hay bastantes familias nobles, mas no tantas cuantas correspondían a una ciudad tan populosa. 19. - La plebe blanca, y mucho más los mestizos, han tenido la fama de libertinos y propensos a discordias y quimeras, de que resultaban, todos los días, heridas, muertes y desgracias. Prove­ nía esto de que la plebe es menos pobre o positivamente acomo­ dada, respecto de otras ciudades, y por eso mismo más ociosa que en parte alguna, sin aplicarse al trabajo. Siendo por otra par­ te un pueblo numeroso, tenía muy distante, en Quito, la principal cabeza de su gobierno, sin que los Corregidores tuviesen fuerzas para refrenarlo, ni menos los Vicarios del Obispo. Estas razones

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movieron sin duda al celoso monarca a que proveyese en am­ bas líneas de cabezas propias, para el mejor orden de aquel gran cuerpo. 20. - Los Indianos son altos, robustos y buenos trabajadores. Se emplean, a más de cultivar las tierras, en varios tejidos de algo­ dón y de lana, de que hacen bastante comercio. Este lo atribuyen los escritores extranjeros a las mujeres, y no a los hombres; pero falsamente, según soy testigo de vista por algunos años. Es tam­ bién falso que sean dados, no solo al ocio, sino a los vicios de la embriaguez y lascivia, a excepción de aquello que se nota en lo común de otras naciones. 21. - Si estos vicios los atribuyesen, no a los Indianos, sino a los mestizos, hablarían con más fundamento. En este punto, pueden equivocarse los dichos escritores, tomando unos por otros; mas en el primero, sé de dónde les viene el error, como a todo escri­ tor puramente copista de lo que puede encontrar. Verdad es que algunos escritores antiguos de la nación, refieren que las India­ nas de Cuenca labraban los campos y hacían los tejidos, y no los hombres; y esto fue muy cierto a los principios; porque, habien­ do pasado a cuchillo a casi todos los hombres el Inca Atahualpa, no habían quedado sino mujeres y niños. Mas después que estos crecieron son los que siempre han trabajado en todo, aunque tal vez les ayuden sus mujeres, como en todas partes. 22. - Dio esta ciudad en todos tiempos grandes sujetos al Clero Secular y Regular, y especialmente a la Compañía, donde florecieron muchos en virtud, y letras. Merecen particular memoria, entre los antiguos, el Vble. P. Francisco Patiño, de admirable santidad, don de profecía desde la niñez, y asombrosa penitencia, cuya vida se halla publicada entre los Varones Ilustres; los P. P. Diego y Sebastián Abad de Cepeda, célebres teólogos,

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oradores, y literatos, y los P. P. Ambrosio Acosta, Gregorio de Bobadilla, Sebastián Cedeño, y Francisco Feijoo, insignes misioneros del Marañón. Entre los modernos, basta nombrar a un P. Luis de Andrade, hombre doctísimo, que murió con opinión de santidad; a un P. Javier Crespo, misionero angelical, de sólida virtud, y de particulares ilustraciones del cielo; y un Hermano Miguel de Santa Cruz, célebre también por sus raros talentos y virtudes.

T um ulto d e la plebe d e C u en c a CONTRA LOS ACADÉMICOS FRANCESES

1. - Prueba patética del carácter de la plebe de esta ciudad fue el tumulto que suscitó contra los Académicos de París, mandados a la observación de los grados terrestres. Referí ya el disgusto que estos causaron a la nación, con la historia de sus pirámides en Yaruquí.2Veremos ahora si fue mejor su causa en el presente enredo. 2. - Siendo la inmediata llanura de Tarqui el término de la direc­ ción de triángulos, que formaron desde Quito, para la observa­ ción de los grados, se hallaban todos ellos en la ciudad de Cuen­ ca, el año de 1739. El cirujano de aquella compañía, llamado 3. - Senieurges, se había enredado en mala amistad con una mu­ jer, por nombre Quezada, la cual, siendo de gente ordinaria y de vil oficio, tenía diversos dolientes de la misma esfera. Por otra parte, la desatención del cirujano, su grosería, y su altivo genio, se habían conciliado la aversión común y la enemistad de algu­ nos particulares. 4. - El mes de agosto de aquel año hizo la ciudad solemnes fiestas de toros, en la parroquia y plaza de San Sebastián, rodeada toda

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de órdenes de palcos o tablados para el inmenso pueblo. En uno de ellos, estaba junta la compañía de los Académicos, a excepción de solo el cirujano, que veía las fiestas en el de su dama. Provocó desde allí con su insolencia la indignación de muchos, y con sus palabras la paciencia de algunos que andaban por la plaza. Lla­ mado a duelo por uno de ellos, bajó con su sable en mano; y al sacar su espada el que lo llamó, le acometieron al cirujano tumul­ tuariamente otros varios de la baja plebe. Acudieron luego a cen­ tenares las personass del mayor respeto, procurándolo poner en salvo; mas al salir la barrera de la plaza fue muerto a estocadas. 5. - La compañía francesa, que desde su palco lo había visto y ob­ servado todo, sin hacer movimiento ni demostración alguna, fue, no obstante, acometida de la furiosa plebe, resuelta ya a no dejar con vida a Francés ninguno, cuyo solo nombre le era sospechoso y aborrecible. Sin duda hubieran sido sacrificados todos, si hu­ yendo como pudieron con el favor de las personas principales, no se hubieran abrigado en sus casas, y encerrado en ellas, hasta que se sosegó aquel horrible fermento. 6. - Aquietado el tumulto, después de muchos días, con el trabajo y celo de las personas de mayor autoridad, y repuestos los Aca­ démicos del aturdimiento con que estuvieron sobrecogidos del temor, presentaron su querella a la Real Audiencia de Quito, y después al Virrey. Se siguieron por largo tiempo los autos; y por más que procuraron los Franceses canonizar a su difunto, se de­ claró culpado en la mala amistad y en sus provocaciones. 7. - El Sr. de la Condamine dio a luz, en su regreso a París, una gruesa relación histórica de este suceso, justificando más de lo justo aquella causa, y respirando no poco por la herida contra el pueblo de Cuenca. Mas no hace memoria del célebre chiste que le sucedió a él mismo, y es digno de que lo sepa el mundo.

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8.- Fue el caso que, habiendo trabajado el plan geográfico de la ciudad de Cuenca, le faltaba el tomar las medidas a algunos cua­ dros de ella. No atreviéndose a hacerlas de día, por temor de la irritada plebe, salió una noche de luna, en compañía de varias personas de satisfacción del país, para su mayor seguridad. Al estar haciendo sus diligencias, lo conoció una vieja, y diciendo que el Francés maquinaba con aquellas medidas alguna traición contra la ciudad, alborotó el barrio de manera que, saliendo otras mujeres con palos y piedras, los hicieron huir a todos. N otas:

1Historia Antigua Lib. 3. § 1 y 2. 2 Lib. 2 § 4 n. 39 Texto revisado de H istoria del Reino de Quito en la Am érica M eridional Historia N a tu ra l Juan de Velasco. Quito: CCE, 1977 -

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Eugenio de Santa Cruz y Espejo

N ota biográfica

rancisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo nació en Quito en 1747, hijo de de Catalina Aldaz y Larraincar, mu­ lata de origen español, y de Luis Espejo (o Luis Chusig), indígena que ejercía de enfermero en el Hospital de la Misericor­ dia, conocido más tarde como San Juan de Dios. Allí se plasmaría para el niño Espejo su vocación primigenia: la de médico. Cono­ cería también allí las graves falencias e injusticias de la sociedad colonial. Su padre, consciente de los talentos de su hijo, hizo in­ gentes esfuerzos para que se cultivara. Tales afanes educativos beneficiaron también a sus otros vástagos: Juan Pablo Espejo, sacerdote, y Manuela Espejo, mujer ilustrada.

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Educado en escuelas públicas, Espejo llega, en 1762, a graduarse de bachiller y maestro en Filosofía en la Universidad de San Gre­ gorio, regentada por los jesuítas. Con solo 15 años de edad evi­ dencia talentos literarios y una febril ansia de conocimientos. En 1767, año en que los jesuítas son expulsados del imperio español, se recibe de doctor en Medicina en la Universidad de Santo To­ más, de los dominicos, e inicia sus prácticas médicas. Sin embar­ go, también sufre discriminación, dada su condición de mestizo. A pesar de ello, profundiza en estudios de otra índole y en 1770 obtiene la licenciatura en Derecho Civil y Derecho Canónico. Lee

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cuanto le es posible dentro de las rígidas limitaciones impuestas por el régimen colonial. Según nos cuenta Arturo Andrés Roig1, tuvo acceso a Las Provinciales, de Pascal, y a obras de la inci­ piente ilustración española del siglo xviii, como el Fray Gerun­ dio de Campazas, del padre Isla, o El teatro crítico, de Feijoo, entre otras. Complementando lúcidamente su formación académica con sus estudios de autodidacta, va conformando una estructura intelec­ tual que le permite, por un lado, reflexionar en profundidad so­ bre la realidad económica, social y política del país, entonces la Real Audiencia de Quito, y construir un programa orientado a re­ novar el discurso literario prevaleciente hasta aquellas postreras décadas del siglo xviii. En este último aspecto, Espejo se rebela contra los excesos o rezagos del conceptismo o culteranismo aún presente en América, e intenta la elaboración de una escritura más clara y directa, que llegue sin retorcimientos retóricos, pro­ pios del barroco tardío, a lo esencial de los problemas. Diversos autores han señalado este rasgo como fundamental en la concep­ ción que Espejo tenía de sí mismo en cuanto «hombre de letras» o «bello espíritu» (concepciones en boga en la época). Su primera obra, Nuevo Luciano de Quito, es publicada en 1779 bajo el seudónimo de «Dr. Javier de Cía, Apestegui y Perochena». Estructurada en forma de diálogo entre dos personajes: el Dr. Murillo, exponente del alambicado y vacuo discurso culterano, y el Dr. Mera, que representa el nuevo espíritu crítico e ilustrado del propio Espejo, la obra provocó escándalo, puesto que criticaba no solo el retraso de la vida intelectual, sino también la mentalidad prevaleciente en la sociedad. El Nuevo Luciano constituye la primera obra de una trilogía integrada por el Marco Porcio Catón o Memorias para la impugnación del Nuevo Luciano de Quito, «supuesta diatriba contra aquella, pero de autoría del propio

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Espejo», publicada en 1780, y la Ciencia Blancardina (1781), que refrenda, completa y profundiza la sátira contra la decadente realidad de la Colonia. Pese a sus contradicciones evidentes con la autoridad colonial, Espejo es nombrado en 1783 médico de la expedición de Fran­ cisco de Requena a las regiones amazónicas, pero, habiendo rechazado tal designación, debe huir de la ciudad. En realidad, Espejo sabía que tras el nombramiento se escondía una suerte de venganza por parte del presidente de la Audiencia, José de León Pizarro, y la intención de alejarlo de la capital audiencial. Capturado, es puesto en prisión. Más tarde, en 1785, acepta la en­ comienda de enfrentar una epidemia de viruelas que se extendía a lo ancho del imperio y fruto de sus reflexiones e investigaciones es una obra pionera: las Reflexiones acerca de un método para preservar a los pueblos de las viruelas. En sus páginas incluyó también acerbas críticas contra la mala práctica médica, lo que le atrajo la hostilidad de sectores poderosos, obligándole a dejar temporalmente la ciudad y refugiarse en Riobamba, supuesta­ mente camino de Lima. En Riobamba escribe dos obras (la De­ fensa de los curas de Riobamba y las Cartas riobambenses), que, críticas asimismo de la realidad de esa circunscripción, provocan un renovado escándalo. Ello lo conducirá de nuevo a prisión, en 1787. Las Cartas o Representaciones que escribió para defender­ se redundaron en que saliera libre, solo para dirigirse a Santa Fe de Bogotá, donde al cabo, en 1789, logra el sobreseimiento de la causa entablada en su contra. Más allá de esto, Bogotá es el escenario para que Espejo afiance sus ideas independentistas, al contacto con intelectuales ilustrados como Antonio Nariño o el quiteño Juan Pío Montúfar. En esa capital escribe su Discur­ so sobre la erección de una sociedad patriótica, con el título de «Escuela de la Concordia». De regreso en Quito, cristaliza dos grandes proyectos: la fundación de la mentada «Escuela», bajo

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el nombre de «Sociedad Patriótica de Amigos del País», y la pu­ blicación del primer periódico quiteño: Primicias de la Cultura de Quito, que alcanzó a solo siete entregas entre enero y marzo de 1792. En 1793 fue clausurada la Sociedad, todo lo cual determinó en Espejo un cierto repliegue como bibliotecario de la ex Univer­ sidad de San Gregorio, germen de la futura Biblioteca Nacional. En enero de 1795, Espejo es reducido otra vez a prisión, acusado de ser el autor de un libelo anónimo, considerado subversivo por las autoridades, con las frases «Liberi esto felicitatem et gloriam consecuto» y «Salva Cruce». Las malas condiciones de la prisión determinaron que su salud se deteriorara rápidamente y, aunque fuera liberado en el mes de noviembre, su vida se apagó el 27 de diciembre de ese mismo año. Así terminaba la inquieta y fecunda existencia del gran precursor de la independencia ecuatoriana, tanto como de la investigación científica y del ensayo como géne­ ro literario.

O bra literaria: principales escritos

El Nuevo Luciano o Despertador de los Ingenios Quiteños (1779). Marco Porcio Catón o Memorias para la impugnación del Nuevo Luciano de Quito (1780). Ciencia Blancardina (1781). Reflexiones acerca de un método para preservar a los pueblos de las viruelas (1785). Defensa de los curas de Riobamba (1786) Cartas Riobambenses (1787). Discurso de la Concordia o Dis­ curso de los Quiteños (dirigido sobre la necesidad de crear una Escuela de la Concordia, que sería luego la Sociedad Patriótica de Amigos del País) (1789). Representaciones con motivo de su prisión (1787). Memoria sobre el corte de quinas (1792). Voto de un ministro togado de la Real Audiencia de Quito (1792). Primi­ cias de la Cultura de Quito (1792). Panegíricos de Santa Rosa de Lima (1793 y 1794). 100

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Jmcio CRÍTICO Espejo no fue solo el precursor del proceso emancipador en lo que era la Real Audiencia de Quito, sino también un reformador: en primer lugar, en lo que atañe a la literatura, como ya se subra­ yó más arriba, desplegó una sistemática crítica contra los excesos del barroco en aquellos años postreros del siglo xvill y, en segun­ do término, en relación con el espectro global del retraso social, la injusticia y la mentalidad colonial vigentes en su tiempo, for­ muló una intensa requisitoria, encaminada a remediarlo. A más de sentar las bases de un estilo renovador que, luego, durante el siglo xix y aun después, desarrollarían otros ensayistas insignes, fue el fundador de una línea de pensamiento contestataria, críti­ ca, exigente y, a la par, profundamente humanista. Entre los estudios dedicados a estos diferentes aspectos de la es­ critura de Espejo se destacan los de Arturo Andrés Roig2y Her­ nán Rodríguez Castelo3. El primero enmarca su estudio en una constatación primigenia: que una «literatura quiteña» «única­ mente fue posible a partir de la conformación de una "conciencia quiteña”», conciencia que se expresaría fundamentalmente en Espejo, si bien, poco antes, o coetáneamente, también lo intuía el jesuíta desterrado Juan de Velasco. El segundo, Rodríguez Castelo, a más de inquirir en las facetas de Espejo como precursor y reformador, profundiza en el debate en tomo a su prosa y, luego de un minucioso análisis, señala sus altas calidades que, poco a poco, se van acentuando de manera ascendente a través de sus distintas obras. Esta línea de lo directo y lo natural, de lo sobrio y hasta severo (evidente en las Reflexiones sobre las viruelas)4se afirmará hasta convertirse en dominante; pero la otra, la «artística», diríase madurar subterráneamente y permear los sólidos estratos de aquella hasta emerger, depurada de excesos y, por ello, noble y bella en los momentos más altos o intensos de las obras de 101

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la madurez, como, por ejemplo en el «Discurso de la Sociedad Patriótica, Primicias de la Cultura de Quito, sermones de Santa Rosa». Diego Araujo Sánchez ha señalado la profunda innovación que supone para la cultura nacional el método critico que Espejo de­ sarrolla en las Primicias, en especial para el periodismo que so­ brevendrá más tarde en el país5. Eugenio Espejo constituye, por su pensamiento, su vida, su obra, y por la trascendencia de todo ello en el devenir de lo que ahora conocemos como Ecuador, acaso la cifra más alta, hasta la fecha, de la historia y la cultura nacionales. FPA N

o ta s:

1 Roig, Arturo Andrés. «Eugenio Espejo». En Historia de las Literaturas del Ecuador. Literatura de la Colonia, V. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2001, págs. 200-201. 2 Ibíd., pág. 197. 3 Rodríguez Castelo, Hernán. Literatura en la Audiencia de Quito Siglo XVIII, T. 2. Ambato: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Tungurahua, 2002, págs. 1079-1117. 4

La cursiva es nuestra.

5Araujo Sánchez, Diego. «Primicias de la cultura de Quito: un ejercicio crítico». En A contravía, páginas críticas. Quito: El Antropófago, 2014. B ibliografía sobre el autor:

Araujo Sánchez, Diego. A contravía. Páginas críticas. Quito: El antropófago, 2014. Arias, Augusto. El cristal indígena. Quito: Talleres Gráficos Nacionales, 1939. Astuto, Philip Louis. Eugenio Espejo, Reform ador Ecuatoriano de la Ilustración. México: Fondo de Cultura Económica, 1969. Barrera, Isaac J. Historia de la Literatura Ecuatoriana. Quito: Editorial Ecuatoriana, 1944.

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Eugenio de Santa Cruz y Espejo Benites Vinueza, Leopoldo. «Un zapador de la Colonia». En Revista del Colegio Nacional Vicente Rocafuerte, n.° XVIII. Guayaquil, 1941, págs. 64-107. Benites Vinueza, Leopoldo. «Estudio introductorio». En Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo y José Mejía Lequerica. Puebla: J. M. Cajica, 1960. [Biblioteca Ecuatoriana Mínima. La Colonia y La República]. Benites Vinueza, Leopoldo. «Estudio introductorio». Eugenio Espejo, reform ador ecuatoriano de la Ilustración. México: Fondo de Cultura Económica, 1969. Chiriboga Villaquirán, Marco. Vida, pasión y muerte de Eugenio Francisco X avier de Santa Cruz y Espejo. Quito: Consejo Nacional de Cultura, 2001. Freire, Carlos. Cartas y lecturas de Eugenio Espejo. Quito: Banco Central del Ecuador, 2008. Freire, Carlos. Eugenio Espejo, precursor de la Independencia. Quito: Fonsal, 2008. Garcés, Enrique. Eugenio Espejo, médico y duende. Quito: Imprenta Municipal, 1944. González Suárez, Federico. «Eugenio Espejo». En Historia General de la República del Ecuador, T. III. Quito, 1970. Núñez, Jorge. Eugenio Espejo y el pensam iento precursor de la independencia. Quito: Foncultura, 1992. Ontaneda, Max. Eugenio de Santa Cruz y Espejo. Examen de su Obra. Quito: [s. ed.], 1988. Rodríguez Castelo, Hernán. «La prosa de Espejo». En El nuevo luciano de Quito. Guayaquil: Ariel, [s. f.]. [Colección Clásicos Ariel; 73]. Rodríguez Castelo, Hernán. «La figura mayor de la Ilustración quiteña». En Literatura en la Audiencia de Quito, siglo XVIII, T. 2. Ambato: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Tungurahua, 2001. Roig, Arturo Andrés. «Eugenio Espejo». En Historia de las Literaturas del Ecuador. Literatura de la Colonia, V. 2. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2001. Roig, Arturo Andrés. «Eugenio Espejo». En Humanismo en la segunda m itad del siglo XVIII. Quito: Banco Central del Ecuador/Corporación Editora Nacional, 1984. [Biblioteca Básica del Pensamiento Ecuatoriano]. Valdano, Juan. Prole del vendaval. Quito: Ediciones Abya-Yala, 1999. Valdano, Juan. Identidad y fo rm as de lo ecuatoriano. Quito: Eskeletra, 2005.

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Varios autores. Espejo: conciencia crítica de su época. Quito: Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 1978. Villalba S. J., Jorge. Las prisiones del Doctor Eugenio Espejo. Quito: Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 1992.

Reflexiones acerca de las viruelas1 Año de (Extracto)

R eflexiones sobre la virtud , importancia y conveniencias que propone D on F rancisco G il , cirujano del R eal M onasterio de S an L orenzo y su sitio , e individuo de la R eal A cademia M édica de M adrid , en su disertación físico - médica , acerca de UN método seguro para preservar a los pueblos de las viruelas .

nadie debe admirar que sea vasto e inmenso el país de los conocimientos humanos, ni que estos nos sean de­ bidos siempre o más frecuentemente a la casualidad, que a la meditación. Pero debe ser cosa digna de mayor asombro, que los conocimientos que pertenecen al primer objeto que se presenta inevitablemente a los sentidos, se substraigan a la vasta comprensión del espíritu, o huyan muy lejos de su vista extensa, luminosa y penetrativa. Entre tantos y tan innumerables entes que cercan al hombre, su cuerpo es el primero que se le descu­ bre, y como es una cosa que le toca tan inmediatamente, es sobre él que recaen sus primeras advertencias. Luego que percibe su existencia, al mismo tiempo observa que es necesario apartarse de los peligros, proveer a su subsistencia, buscar los medios de su conservación, huir de todos los instrumentos de su incomo­ didad, molestia y dolor. Con todo eso (¡quién creyera!) una idea

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al parecer tan obvia y fácil de excitarse en el entendimiento hu­ mano, como es la de prevenir el contagio de las viruelas, o por la fuga de los virolentos, o por la separación que se haga de estos a lugar remoto: esta idea, digo, tan natural, no había venido al espíritu del hombre hasta hoy, que ocurrió con la mayor felicidad al del autor de la disertación. Esta es la producción dichosa de un profesor celoso de los adelantamientos de su arte, es y debe lla­ marse con más propiedad el parto feliz de un filósofo ciudadano o de un físico patriota. Pero su intento hace constar, para nuestra humillación, cuál es la cortedad del ingenio y de los talentos del hombre; y por otra parte hace ver que una providencia eterna, que gobierna con infinita sabiduría el mundo, comunica a los mortales, de siglo en siglo, y cuando le place, algún don de nueva luz ignorada de los antiguos, o algún precioso invento necesario, útil o a lo menos deleitable a la humanidad. El proyecto de exterminar del reino el veneno varioloso, a prime­ ra vista oprime a la imaginativa: esto prueba su vasta extensión. Luego que le examina el entendimiento sin las nubes de la preo­ cupación, le descubre a este el fondo de su verdad, se hace adap­ table a la razón, y obliga a esta a que lo abrace en su tenacidad. De la razón, libre de prejuicios, es de quien se debe esperar que admita y que haga para los otros admisibles, los útiles inventos. Porque lo primero que se opone al de nuestro autor, es un cúmulo sombrío de dificultades miradas por mayor, y por ese lado tenebroso que descubre una vista perturbada, por sobrecogida del miedo. La tímida razón, al representarse esta idea, Viruelas, trae conjunta la noción equívoca de que son epidémicas, y en la misma etimología de esta palabra se juzga hallar la necesidad de que al tiempo de su invasión la hagan universal a todo un pueblo, o a la mayor parte de él: que en este caso no bastaría una casa de campo o ermita para tantos virolentos: que el aire es un conductor continuo,

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perpetuo, trascendental, y un cuerpo eléctrico, que, atrayendo hacia sí todos los efluvios variolosos, los dispara a todos los cuerpos humanos que no habían contraído de antemano su contagio: y, en fin, que una casa destinada a este objeto, distante de poblado, era del mismo carácter que una pirámide de Egipto, a cuya construcción presidía el poder casi ilimitado de todo un rey, reunido al trabajo activo de millares de manos de infelices vasallos sacrificados a la vanidad de un solo individuo. Estas y otras dificultades son sostenidas por la mala educación y por la falta de gusto de lo útil y de lo verdadero. Más de dos personas he conocido, que aseguraban era impracticable el nuevo método de don Francisco Gil, porque no estaba amurallada esta ciudad, y creían con mucha bondad que el contagio varioloso le habían de introducir hombres malignos (aun si fuese impedido en las tres entradas de Santa Prisca, San Diego y Recoleta Dominicana), de la misma forma que introducirían gentes de mala fe un contrabando de aguardiente, por sobre las colinas de los mismos caminos reales citados. ¡Qué modo de pensar tan irracional! Si no se conociera que las gentes que hacen estas objeciones eran de suyo tan buenas y tan sencillas, y cuyo error no viene sino de la constitución de este país negligente y aun olvidado de las obligaciones de formar el espíritu; se les debería reputar como criminales con el mayor y más horrendo de los delitos, esto es, de ser traidores al rey y a la patria, porque el proyecto de abolir en todo el reino las viruelas, tiene por objeto libertar de su fu­ nesto insulto las preciosísimas e inestimables vidas del soberano, su real familia y de toda la nación. Cuando el proyecto no fuese sino un arbitrio especioso y lisonjero, ocurrido en el calor de una imaginación delirante, siendo de tan grave entidad en sus con­ secuencias, se debía poner en práctica hasta que el tiempo y la experiencia ministrasen el conocimiento de su falibilidad, y, por consiguiente, el desengaño. Pero estando fundado tanto en los

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ineluctables raciocinios con que le defiende el autor, cuanto en la serie de casos prácticos sucedidos en el real sitio de San Lorenzo, en varios lugares de la Península y otros de la Europa, ya no tie­ nen lugar las dudas, las apologías, las dificultades. A pesar de la libertad de pensar, que en materia de física goza con plenitud el hombre; hoy no la tiene ni debe tener el vasallo acer­ ca del presente objeto. Importa infinito que se le vede con el ma­ yor rigor el proponer obstáculos a la consecución del fin que se ha propuesto el autor del proyecto. Este debió haber sido meditado y producido, ya se ve, por el Hombre Político, esto es, por un magistrado instruido suficientemente en todas las obligaciones de la magistratura que consisten en velar sobre la seguridad del público. El mismo proyecto, puesto en estos términos, debía ser llevado al físico, para que solamente expusiera la naturaleza de las enfermedades contagiosas, y en particular la de las viruelas. Y conocida esta, la autoridad pública debía determinar lo conve­ niente a este propósito, fijar las reglas que se deben observar en la abolición del contagio, y hacer una ley invariable, que quitara a los osados la animosidad del espíritu de disputa y cavilación, que los vuelve cansados impugnadores. Ahora, pues, el proyecto de extinguir las viruelas, si no lo ha pen­ sado y explicado un genio político, lo ha descubierto un profesor de física; pero con tal ventaja, que lo ha adoptado un ministro tan sabio y celoso, y tan lleno del espíritu de humanidad, que, haciendo venir en conocimiento del padre de la patria (el rey) su importancia y utilidad, manda que se tomen las medidas necesa­ rias a ponerle en su uso con la mayor exactitud. El excelentísimo señor don José de Gálvez ha atendido como buen patriota a las insignes utilidades que de su práctica resultan a la nación y a tan­ tos numerosos pueblos de las Américas. ¿Y habrá acaso hombre tan perverso y tan enemigo de la sociedad, que halle embarazo que oponer o dificultades que objetar?

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Fuera de esto, aquellas más especiosas, que podría un genio cavi­ loso inventar y producir, son propuestas con energía por el autor de la disertación, pero disueltas por él mismo con mayor, o con aquella que es propia de la evidencia. Sería cerrar los ojos a esta, volver a inculcar las mismas, y repetirlas a los oídos de un vulgo tan ignorante como el nuestro, para que grite y gima con dolor, en el momento en que se trabaja en solicitarle su mayor felicidad. Así el glorioso empeño de todo buen vasallo, especialmente de aquel que sea visible al populacho, o por sus talentos, o por su doctrina, o por su reputación, o por su nacimiento, o por su em­ pleo, o por su carácter, o, finalmente, por su verdadero mérito, será exhortar a este a la admisión gratuita del dicho proyecto; manifestándole primeramente la obligación indispensable que hay de obedecer al rey2 y a sus ministros, aun en aquellas co­ sas que, al primer aspecto, pareciese inasequibles o injustas. En segundo lugar, haciéndoles comprender las resultas ventajosas que sobrevienen al uso de superior orden; en tercer lugar, descu­ briéndoles ciertos secretos de la economía política, por la que en ciertos casos es preciso que algunos particulares sean sacrifica­ dos al bien común... ¿Pero, qué resultas tan desgraciadas no se deben esperar de la más mínima negligencia en promover este proyecto? Una epidemia, cualquiera que sea, es un soplo venenoso, que, sin perdonar condición alguna humana, influye en todos los cuerpos malignamente, y trae la muerte y ruina de todos. Estamos hoy día llorando la que ha causado y está por causar con sus horribles efectos el sarampión. Esta epidemia, en todas partes y casi siempre benigna, ha traído consigo el luto y la desolación a esta provincia. ¡Oh! y cómo la hubiéramos prevenido, cortado y exterminado, si mejor suerte nos hubiese anticipado, o la noticia del proyecto, o un ejemplar de la disertación que lo establecía! Hubiéramos dado la vida a más de dos mil individuos que en esta ocasión la han perdido: la flor de la juventud quiteña, la más útil y benéfica a la

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sociedad; porque tal concibo a la gente de servicio y empleada en las artes mecánicas. Esta es la que ha perecido miserablemente, y todo se habría libertado con la mayor facilidad, al solo beneficio de separar, muy lejos de poblado, los poquísimos contagios que aparecieron al principio del próximo pasado mes de julio. Pero, ¿cuál estrago aun más lamentable no sentiríamos en las fatales coyunturas de una epidemia voraz, y de la extrema indiferencia que tiene de lo preciso el pueblo, si el ilustrísimo señor doctor don Blas Sobrino y Minayo, dignísimo obispo de esta diócesis, no hubiera, con un corazón verdaderamente episcopal, abierto sus entrañas todas de misericordia, al munífico socorro y alivio de todas sus necesidades? ¿Y cuál no sería la amarga situación en que nos halláramos, si este ilustre cuerpo, asamblea de los padres de la patria; si la vigilancia caritativa del gobierno no hubiese aplicado y puesto en uso cuantos arbitrios y remedios pudo escogitar y practicar su compasión para con los infelices contagiados? Si hoy se encendiese nuevamente el contagio de las viruelas aquí, se consumiría esta provincia, porque las fuerzas de los niños, la paciencia de los padres, la constancia de los hombres misericor­ diosos, la quietud y paz del ánimo de todas las gentes, siguiendo la condición de las cosas humanas, están ya casi agotadas. Las viruelas, trayendo por auxiliares la miseria, aflicción y caimiento de los infelices, desolarían absolutamente los tristes y tiernos re­ siduos de nuestra especie. ¡Qué pérdida tan irreparable! No es esto lo más, sino que, si nos descuidamos un poquito en ahogar en su cuna el contagio varioloso, seremos nosotros los de­ positarios de su pestilente semilla; sucederá talvez que esta esté a punto de extinguirse, o extinguida ya en España, porque todos los ramos de la policía se van hoy perfeccionando allá, el celo patriótico está en su cumbre, las gentes todas están ya ilustradas,

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sobre todo el gobierno vela por la conservación de la salud públi­ ca, y ha autorizado el proyecto de don Francisco Gil. Y en tanto sucederá también que solamente en esta ciudad permanezca un enemigo tan pernicioso y tan fatal a toda la nación. Entonces se verá, que aquí en Quito, como de un almacén u oñcina donde se reserva y confecciona el fermento atosigado de las viruelas, se di­ funda una parte de él para las otras regiones del alto y bajo Perú; que pase hacia el reino mexicano, y aun dé un salto funesto a la Península. ¿Y qué? ¿Desde este país de la salud, que ha merecido el renombre de paraíso de la tierra, donde reina una igualdad se­ rena e inalterable de clima, estación y temperamento, ha de salir la pestilencia, de España, de Francia, de la Europa toda y aun gusto monarca y de su real familia? ¡Ah, que se pueda oir esto sin horror y sin estremecimiento! Pero, entonces, ¿qué justas exe­ craciones no merecerá nuestra indolencia, de España, de Fran­ cia, de la Europa toda y aun quizá de todo el mundo? Cuando veamos nosotros que todas las naciones adopten el sistema pre­ servativo de las viruelas, que ha inventado nuestro compatriota, como creo que sucederá en nuestros días, ¿qué confusión deberá ser la nuestra al vernos, solo nosotros, insensibles al negocio en que tome el mayor interés toda la tierra? A la verdad, ignoramos que todos más o menos, según nuestras condiciones, nos vemos necesitados a cultivar los conocimientos políticos, cuando menos los más comunes principios del derecho público. Si lo supiésemos, veríamos ya que todo ciudadano, estando obligado a solicitar, como ya hemos dicho, la felicidad del estado, penetra que aquella consiste en que este se ve (si puedo explicarme así), cargado de una numerosísima población, porque el esplendor, fuerza y poder de los pueblos, y por consiguiente de todo un reino, están pendientes de la innumerable muchedumbre de individuos racionales que le sirvan con utilidad. Y que (por una consecuencia inevitable), el promover los recursos

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de la propagación del género humano, con los auxilios de su permanencia ilesa, es y debe ser el objeto de todo patriota. Como en la antigüedad es donde hallamos las fuentes más pu­ ras de la política, para ver la dignidad de este asunto, echemos la vista, con orden retrógrado, a lo que observó Roma cuando estuvo mejor gobernada, y hallaremos que su atención a aumen­ tar el número de pobladores fue en cierto modo llevada hasta el escrúpulo; porque ya se decretó asociar los pueblos vecinos y los subyugados a la república, ya se pensó en dar, y efectivamente se dio, derecho de ciudadanos a muchísimos de los extranjeros; y, ya finalmente, se creyó hallar un inmenso seminario de ha­ bitantes en el numerosísimo enjambre de sus mismos esclavos. Sus más antiguas leyes proveyeron con demasiado ardor a este fin, determinando a los ciudadanos al matrimonio. £1 senado y pueblo, cada uno por su parte, instituyeron las leyes favorables a estos contratos propiamente civiles o de la sociedad; aun los censores, a su vez, como tenían el cuidado de la disciplina de las costumbres y regularidad, tuvieron muy a la vista el mismo ob­ jeto. Por la suavidad y la dureza, por el honor y la ignominia, por la libertad y la miseria, en fin, por todo linaje de recompensa o de rigor, eran llevadas todas las gentes a procurar la propagación de la especie, supongo que aquella legítima y autorizada por la razón y el decoro de las costumbres. Traigo a la consideración de mis lectores el mejor monumento que acerca de este punto he hallado en la Historia Romana, referido por Dionisio. Es la arenga que dijo Augusto a los caballeros romanos, cuando por ver el número de casados, hizo que de una parte quedase los que eran, y pasasen a la opuesta los que no. Halló con admiración de los mismos ciudadanos, mayor el número de estos últimos; y en­ tonces fue que, con una gravedad propia de censor, les habló así:

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Por este precioso fragmento de la antigüedad, podemos juzgar cuál fue el dictamen de los mejores espíritus en orden a sugerir poderosos medios para la población. El que tenemos a la mano es tan fácil y tan sano; pues no causa lesión a la santidad del celiba­ to. Evangelio es el exterminio de las viruelas. Hemos visto cuánto nos interesa. Así desde el momento querría yo que no se escuchase más cierto rumor popular que corre de que el proyecto de la extinción de las viruelas es impracticable en Quito, porque él deshonra altamente a esta ciudad; y esta sola será la que en la vastísima extensión de la monarquía española, merezca y se atraiga todo su menosprecio. Por evitárselo, y por motivos aun más relevantes, es que el acreditado celo del bien público y el amor al servicio del rey, del señor presidente regente de esta real audiencia y superintendente

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general, don Juan José Villalengua y Marfil, comunicó a este ilustre ayuntamiento la orden real, el día i.°, del presente mes de octubre, con todos los encargos, advertencias y sugestiones propias de la importancia del asunto. En consecuencia, el muy ilustre cabildo, justicia y regimiento ha requerido a los de la facultad médica, pñara que observen cuál es a su juicio la casa de campo más adecuada a este fin; y que digan todo lo que creyesen oportuno y conducente a promoverlo y perfeccionarlo. El celo de estos profesores ha meditado maduramente la cosa y ha hallado una casa de campo llamada vulgarmente el Batán de Piedrahita, ha anunciado a este muy ilustre cuerpo, el día siete de este mismo mes de octubre, las proporciones que esta tiene para servir de un cómodo hospital de virolentos. La tal casa parece que llena todas las ideas que propone y desea el autor de la disertación. Está a competente distancia del poblado con más de un cuarto de legua, y separada absolutamente de los tránsitos comunes. El aire que la rodea es de benigna constitución; los vientos, que de tiempo en tiempo, o, según las estaciones de primavera e invierno, experimentamos acá, y bañan la casa, por lo regular se dirigen de este a sur o al contrario, sin mudar de dirección, ni tocar a esta ciudad, porque esta respecto de aquella está al sudeste, y porque, cayendo en sitio profundo, viene a dar en un paralelo, con el que corresponde al terreno de Quito; pero intermediando el cordón de una gran colina bien levantada, que separa a uno de otro, sirviendo de antemural a los hálitos que la mala física de nuestros quiteños teme inconsideradamente que se levanten de la casa de campo citada, y vengan a esta ciudad. Tiene agua propia a muy corta distancia como de veinte pasos comunes, para el uso de la bebida; y para purificar la ropa, corre en la parte inferior el pequeñuelo río de Machángara. Para bajar a este hay una calzada que hace fácil y natural el descenso. Las piezas que hoy se encuentran, hoy mismo, por la necesidad, están aptas

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para el servicio de los enfermos y para su aposentamiento; pero deberán a poca costa tener después otra figura y aptitud, así para la comunicación de la luz como del aire que las debe ventilar. Hay dos huertecillos y dos especies de atrios imperfectos, que ofrecen para la fábrica posterior mucha comodidad. En fin, parece haber nacido esta casa para este efecto de depositar en ella a todos los infectos de enfermedades contagiosas. Nada falta ahora, sino que con la mayor brevedad se obligue al dueño de ella a que la venda. Y el día en que tome la posesión, parece regular que el mismo señor presidente regente superin­ tendente general la autorice con su presencia, yendo al frente del muy ilustre cabildo a consagrar esta casa, en nombre del rey, a la salud pública, porque así se dé al público (propenso a formar altas ideas por el esplendor externo de las funciones brillantes) un concepto en cierto modo sublime, de la grande importancia de la materia, del señalado servicio que se le va a hacer, y del parti­ cular anhelo que hay en obedecer al rey. Flecho esto, deberán estar prontos los utensilios, ropas, camas y peculiar menaje, que deben usarse en este pequeño hospital; su guarda, asistencia y confianza parece mejor que se entregue a mujeres de edad de 30 años hasta 50, pero de conocida probidad. Si se encontrasen seis con las dotes necesarias para ejercitar la hospitalidad en la casa de recogimiento, que llaman el Beaterío, de allí se deberán sacar por fuerza; respecto de estas no están obligadas a la clausura monástica con voto. Pero aun afuera no dejarán de hallarse mujeres pobres y virtuosas que se quieran encargar de esta función caritativa, especialmente si se les ofrece y da por el tiempo que dure la curación de los virolentos, un salario competente. Y cuando suceda que no haya en la ciudad alguna epidemia, y con particularidad la de viruelas, con todo esto el ilustre cabildo comprometerá a cada uno de sus beneméritos

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miembros a una visita ocular de la casa y de todo lo que en ella se contiene, cada quince días por tumo en compañía de algún médico o cirujano por el motivo que abajo se expresa. Síguense ahora los oficios del ciudadano como físico. Antes de todo es preciso que el pueblo esté bien persuadido por este, que las viruelas son una epidemia pestilente. Esta sugestión era ocio­ sa en Europa en donde están persuadidas generalmente las gen­ tes que no se contraen sino por contagio. Acá las nuestras parece que están en la persuasión de que es un azote del cielo que envía a la tierra Dios en el tiempo de su indignación. Por lo mismo, haciéndose fatalistas en línea de un conocimiento físico, creen que no le pueden evitar por la fuga, y que es preciso con traer­ lo o padecerlo como la infección del pecado original; impresión perniciosa que las vuelve indóciles a tomar los medios de preser­ varse propuestos en la disertación. El autor del proyecto, para hacerlo indudablemente asequible, alega las autoridades de los más célebres autores médicos que han afirmado ser las viruelas contagiosas. Aun cuando no atendiésemos sino al origen de es­ tas, y a su modo de propagarse en Europa, debíamos quedar en la inteligencia de que lo eran y que es indispensable el contacto físico de la causa al cuerpo humano, para que en él se ponga en acción un fermento peculiar, homogéneo y correspondiente a la naturaleza del efluvio varioloso. Sean los que fuesen los corpúsculos tenues, pero pestilentes de la viruela, nuestra experiencia nos está diciendo que estos no vinieron siempre de España y de otras regiones de Europa. En los tiempos anteriores en que el ramo de comercio activo que hacía esta con la América, especialmente a sus orillas del sur, no era tan frecuente; del mismo modo, era más rara la epidemia de viruelas; conforme la negociación europea se fue aumentando y haciéndose más común, también las viruelas se hicieron más familiares. En

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tiempo de los que llamaban galeones, que venían a los puertos de Cartagena, Panamá, Portovelo y Callao, padecíamos las viruelas, de veinte en veinte años. Después de doce en doce. El año de 1757 participó de este contagio epidémico, que pareció no ser de los más malignos; pero el año de 1764 vi otro tan pestilencial que desoló las bellas esperanzas de tanta juventud lozana y bien constituida, y entonces perdí un hermano de los mejores talentos que puede producir la naturaleza. Desde entonces volvió a los dos años a infestarse esta ciudad; se destruyó su pestilencia enteramente, hasta el año próximo pasado de 1783 en que, siendo general el contagio con muerte de muchos niños, se nos ha vuelto doméstico o casi endémico; porque no se aparta hasta hoy, invadiendo ya aquí, ya allí en los barrios de esta ciudad, como también en los pueblos del contorno de la provincia. Es el caso que los navios mercantes procedentes de Cádiz o La Coruña, llamados registros, son de todos los años y de muchas veces en cada año. No era difícil hacer una historia completa de las viruelas, y desde luego de las horrendas visitas que ha hecho esta epidemia a la América y a los más de sus territorios y poblaciones. La época infeliz de su venida, confiesa don Francisco Gil que fue cuando se empezó la conquista de la América septentrional, en estos términos: «Desde Europa se extendió esta epidemia a las Indias orientales por medio del comercio de los holandeses, y a la América, a los primeros pasos de su conquista, por medio de un negro esclavo de Pánfilo Narvaez, que padeciendo esta dolencia entre los habitantes de Zempoala, les dejó su semilla en perpetua memoria de su infeliz arribo: siendo de notar que en cambio de este pestilente género nos transportó el mal venéreo Pedro Margarit». Hasta aquí el autor de la disertación, cuyas últimas palabras no tienen la menor verdad, como podrá ser que lo digamos más abajo. Pero es cosa muy cierta que el dicho negro

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trajo a estas tierras la enfermedad más formidable que conoce la humana naturaleza. Y este es un hecho atestiguado por nuestros historiadores, y por Fonseca, portugués de nacimiento. En los lugares con los que no hay mayor trato y comunicación, o que están separados por algún dilatado intermedio de montañas, como son (aquí en nuestra provincia) las reducciones de Mainas, todas las poblaciones de las riberas del Marañón, el pueblo de Barbacoas, las costas de Esmeraldas y Tumaco, las misiones de Sucumbíos, las próximas doctrinas o curatos de Mindo, Gualea, Santo Domingo, Cocaniguas, etc., no ha entrado la viruela; y si alguna vez se ha visto que ha principiado por algunos individuos su veneno, han huido los indios habitadores de los citados pueblos a lo más interior de las altísimas y espesas selvas que los rodean, dejando a los contagiados en manos de la epidemia, de la soledad y de su tristísima suerte. Este ha sido y es su regular pero seguro método de preservarse de la infección. De donde ha pasado, con especialidad en las misiones del Marañón, que a los pobres misioneros en casos iguales de la deserción de sus feligreses, les ha sucedido verse en la necesidad de perecer de hambre, no teniendo quien les dé los efectos de la caza, de la pesca y de los frutos monteses, especie de pensión cuotidiana con que estos fíeles suministran los alimentos a sus párrocos. De estos los que son diestros y nada decidiosos dejan el sitio de la población y huyen con sus indios al centro de la montaña, con lo que toman providencia para la seguridad de su propia vida. No hizo así en semejante coyuntura de principiar el contagio, el licenciado don Juan Pablo de Santa Cruz y Espejo, hermano mío, el año pasado de 1787, cuando se hallaba a la sazón de párroco misionero en la reducción del pueblo de San Regis. Fue acometido un neófito suyo del contagio de las viruelas, y pudo conocerlo este eclesiástico, tanto por lo que había padecido y visto padecer a muchísimas de esta ciudad, como porque, siendo hijo de un

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profesor de medicina y cirugía, tenía tal cual tintura de patología e historia de las enfermedades. Temiendo, pues, que al conocerlo los indios de su pueblo le dejasen solo y a punto de perecer, y por otra parte persuadido íntimamente de las obligaciones de su ministerio pastoral para no desamparar a su oveja caída y doliente, determinó ocultarle dentro de su mismo aposento, e impedir su vista y noticia lo que más le fue posible, al resto de los feligreses. En esta situación el mismo pastor (como debía ser), le daba por su mano la bebida y el tenuísimo de que necesita este género de dolientes, y él mismo le socorría en el tiempo de sus comunes necesidades corporales; pero de este modo le sacó con triunfo más que marcado, con las cicatrices que dejó en su rostro y cuerpo el pestífero enemigo. Lo que viene al caso es que ningún otro individuo de San Regis fue atacado con la dolencia variolosa. Véase aquí en breve y por menor practicado el método propuesto por don Francisco Gil; pero sobre todo véase cómo es cosa indudable que la viruela es enfermedad contagiosa, y que se logra la reservación de ella, evitando la vista, trato y comunicación de los virolentos, de su ropa y utensilios. La extraña y admirable naturaleza de la viruela todo el mundo la conoce; pero la historia de su nacimiento y origen, todo el mundo la ignora. Tanto más debe maravillar esta ignorancia, cuanto más horrenda y funesta fue y es al género humano esta epidemia. Parece que (a excepción de la peste) no ha sufrido dominación morbosa más tiránica y mortífera el hombre. Con todo eso, desde que se exigió en el arte del conocimiento de las enfermedades su pronóstico y su curación, no se ha visto dolencia más circunstanciada como la viruela. Pero así mismo, no ha habido quien la haya tratado, desde el padre de la medicina hasta cerca del siglo duodécimo del establecimiento de la iglesia. Entre

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los eruditos, el África y el Asia se dan igualmente por patria de la viruela; y entre las provincias de estas dos partes de la tierra, unos culpan a la Etiopía y Egipto, y otros acusan a la Persia y a la Arabia el haberla dado cuna. Dos consecuencias son las que se infieren en esta diversidad de opiniones: la primera, que no se sabe cuál es el país natal de este contagio; la segunda, que también se ignora cuál fue el siglo en que este nació, para horror y desolación de la humana posteridad. Por lo que mira al lugar del nacimiento, Ricardo Mead y Pablo Werlofh, citados por don Francisco Gil, son de parecer que le tuvo en la Etiopía; Friend asegura que en Egipto. Véase ahora el motivo que a mi parecer tuvieron aquellos y este para opinar con tan insigne variedad. En efecto, todo el que han tenido ha sido el conjeturar sobre una materia que debía ser un hecho histórico. A la verdad, la Etiopía pareció ser el taller en donde se fabricó siem­ pre, por su ambiente muy caloroso, toda especie de epidemias y de enfermedades pestilentes, cuya malignidad se hace ver prin­ cipalmente en la circunferencia del cuerpo, con postillas, úlceras y demás infecciones cutáneas. Y tal parece el juicio que obligan a formar los monumentos históricos que nos han dejado Tucídides, Diodoro y Plutarco acerca de aquella peste que, habiendo tenido su principio en la Etiopía, bajó al Egipto, desoló la Libia, prendió su fuego en la Persia, y vino repentinamente a hacer sus estragos en Atenas. Este es el principio que tienen Mead y Wer­ lofh para inferir que la Etiopía fue el suelo patrio de la viruela. Según este principio, también debía subir a muy remota antigüe­ dad la infeliz época de la epidemia variolosa, porque cuando se encendió el fuego de la peste ateniense, fue el año del mundo 3574 y 430 antes de la venida de Jesucristo. Es cierto que Mead y Werlofh no quieren fijar su época en tan distantísima antigüe­ dad: antes sí, constantemente defienden que no la conocieron

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Hipócrates, Crasístrato, Apolófanes, Mitridates, Asclepiades ni Hemison entre los griegos: menos llegó a la noticia de Celso, Vi­ viano y Prisciano entre los latinos; pero afirman que la viruela tuvo su origen en la Etiopía, sin decir el tiempo preciso en que allá pareció y se volvió endémica, que parecen cosas muy cone­ xas, especialmente en edad menos distante de la nuestra. Esto manifiesta que, por decirlo así, no tuvieron otro fundamento que la historia de la peste etiópica difundida por la Grecia. Por este camino harían muy bien los autores que quieren persua­ dir que la antigua Grecia conoció el contagio de las viruelas, en producir que en este tiempo debía fijarse su funesto nacimiento, y que desde luego, siendo esta misma peste la fiebre variolosa, había motivo para decir que Hipócrates trata de esta, y la pin­ ta a la larga como médico, y es verdad también que muchos de sus síntomas parece que caracterizan a la viruela. Traeré el largo pasaje de Tucídides para que sea vista esta verdad, y para que se baga más grata la narración en boca de un historiador tan cé­ lebre, cuya precisión y propiedad quizá dará aun mejor idea que la que envuelta en términos oscuros nace regularmente de los labios médicos. Dice Tucídides: «Me contentaré con decir lo que ella era, como que yo mismo ex­ perimenté esta enfermedad, y he visto a otros acometidos de ella: esto podrá servir de alguna instrucción a la posteridad, si alguna vez acontece que ella vuelva. Primeramente este año estuvo libre de toda otra enfermedad, y cuando acontecía alguna, degeneraba luego en esta. Sorprendía repentinamente a aquellos que estaban con buena salud, y sin que cosa alguna la ocasionase, empeza­ ba con grave dolor de cabeza, ojos rojos e inflamados, la lengua sangrienta, las fauces de la misma manera, un aliento infesto y una respiración dificultosa, seguida de estornudos y de una voz ronca. De allí bajando al pecho, causaba una tos violenta; cuando

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acometía al estómago, le irritaba y ocasionaba vómitos de toda especie, con mucha fatiga. Los más de los enfermos tenían un hipo acompañado de una convulsión violenta, que se aplacaba en unos durante la enfermedad y en otros largo tiempo después. £1 cuerpo no estaba pálido sino encarnado y lívido, se cubría de elevacioncitas y postillas, y no parecía al tacto muy caliente, pero interiormente ardía de tal modo, que no podía sufrir la manta ni la camisa hasta verse en la necesidad de quedar desnudo. Se tomaba el mayor contento de sumergirse en el agua fría, y mu­ chos, a quienes no se guardó cuidadosamente, se precipitaron a los pozos, perurgidos de una sed inextinguible, sea que bebiesen poco o mucho. Estos síntomas eran acompañados de desvelos y de continuas agitaciones, sin que se debilitara el cuerpo en tanto que estaba en su fuerza la enfermedad. Porque había una resis­ tencia casi del todo increíble, de tal modo que los más morían al séptimo o noveno día del ardor que los devoraba, sin que sus fuerzas disminuyeran mucho; si pasaba este tiempo, bajaba la enfermedad al vientre, y ulcerando los intestinos, causaba una diarrea inmoderada, que hizo morir casi a todos los enfermos de consunción, porque la enfermedad acometía sucesivamente a todas las partes del cuerpo, comenzando desde la cabeza; y si al principio se escapaba esta, el mal ganaba las extremidades; tan presto bajaba a los testículos, tan presto a los dedos de pies y de manos, y muchos se curaron con la pérdida del uso de es­ tas partes, y algunos aun del de la vista. Alguna vez recobrándo­ se la salud, se perdía la memoria hasta el punto de desconocer a sus amigos y aun a sí mismos. La enfermedad, pues, dejando aparte muchos accidentes extraordinarios que eran diversos en diferentes sujetos, estaba generalmente acompañada de los sín­ tomas cuya historia acabamos de dar. Durante todo este tiempo no hubo enfermedad que se mirase como ordinaria y si alguna aparecía, luego degeneraba en aquella. Algunos perecieron por defecto de socorro; y otros, por más que se tuvo cuidado de ellos. 122

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No se encontró algún remedio que pudiese aliviarlos, porque lo que a unos aprovechaba a otros causaba daño. No hubo cuerpo alguno, débil o vigoroso, que resistiese a esta enfermedad; pero todos murieron, por más cosas que hicieron para su curación. Pero lo que causaba mayor molestia era, por una parte, la deses­ peración que algunas veces se apoderaba de aquellos que estaban insultados, y que les obligaba a abandonarse por sí mismos sin querer hacerse algún remedio; y por otro lado, el que el contagio sorprendía a aquellos que asistían a los enfermos, y es lo que cau­ só más estragos». En algunos rasgos se diferencia la narración médica del grande Hipócrates, lo que prueba la singularidad de genio del filósofo y del historiador, y como él produce en todas las obras de espíritu la claridad, la energía, el noble estilo y la justísima propiedad de las palabras. Pero viniendo a nuestro propósito, no hay para que pretender que en aquel tiempo se conociese en la Ática la natu­ raleza de las viruelas, porque las citadas pinturas de la peste de Atenas y el Peloponeso, bien que traigan algunos de los síntomas que se padecen en las viruelas, no son todos, ni son los caracte­ rísticos de estas. El que la viruela sea un contagio descubierto cerca del siglo duo­ décimo, y que antes no fuese conocido ni descrito por los médicos e historiadores ni los demás literatos, es prueba incontestable de que no tiene mayor antigüedad. Este es un punto de crítica en el que tiene el mayor convencimiento la fuerza del argumento negativo, porque el silencio de los antiguos médicos que fueron más exactos que nuestros modernos en pintarnos la calamidad morbosa que de tiempo en tiempo ha afligido al cuerpo humano, nos dice con evidencia que no llegó a su noticia la que producen las viruelas. Por lo que el mismo Lister provoca con una generosa

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confianza, y, para decir verdad, con una valentía inglesa, a que le muestren lo que han añadido de nuevo los autores de hoy al retrato que los árabes nos dejaron de las viruelas y el método de su curación. La consecuencia que se debe sacar de esto es que el tiempo en que se escribe de los males, ése es la primera época de su cruel aborto. Siguiendo este método, el celebérrimo Le Clerk, crítico excelen­ te, como ya lo dije, prueba del mismo modo con otros autores la antigüedad de la Hidrofobia, como aparecida en tiempo del famoso médico Asclepiades, tan solamente porque en Plutarco se hallan algunas palabras que la significan o dan a entender; y Ce­ lio Aureliano también médico bien antiguo, igualmente que céle­ bre, quiere demostrar la antigüedad del mismo accidente por un pasaje que se halla en el octavo libro de la Ilíada de Homero. Por lo mismo, nosotros, de la cabal descripción de las viruelas hecha por Rhazis, debemos atribuir a su tiempo el principio de ellas. Porque no es dudar que la naturaleza puede producir nuevas enfermedades, y esas por lo común contagiosas. ¿Qué dificultad habrá en creer que las viruelas hayan ejercido su tiránico imperio sobre el cuerpo humano, solamente por el espacio de más de seis siglos? En esta provincia se vio el año pasado de 1764, por este mismo tiempo, lo que se llamó mal de manchas, o peste de los indios; cuya descripción hice y tengo aun entre mis manuscritos. Y no era sino una de esas fiebres inflamatorias, pestilentes, que, habiéndose encendido en un cortijo o hacienda de los regulares del nombre de Jesús, ya extinguidos, llamado Tanlagua, se extendió por algunos lugares o pueblos de este distrito infestando tan solamente a los indios y a algunos mestizos, que perecieron sin consuelo, por la impericia de los que entonces se llamaban temerariamente profesores de medicina. Pero esta calentura pestilencial era nueva en este país, en donde no hay tradición

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que se hubiese visto, ni antes ni después de la conquista, alguna otra de igual naturaleza. Tomás Sydenham, hombre nacido para las observaciones de la humanidad enferma, de un carácter de nobilísimo candor, cargado ya de años y de juiciosísima experiencia, escribió sobre el ingreso de una nueva calentura, y la describe con el cúmulo de peculiares síntomas que la distinguían de las otras calenturas, y en un estilo verdaderamente latino. Plutarco, refiriendo la contestación que tuvieron los médicos Philon y Diogemano, sobre si la naturaleza puede no producir nuevas enfermedades, cita con este motivo a Atenodoro, que aseguraba que la lepra elefancíaca y el mal de rabia se habían dejado ver, por la primera vez, cuando vivía el famoso Asclepiades de Bitinia. Ya se ve que entonces eran nuevas y recién vistas aquellas enfermedades, respecto de la edad del mundo, que hasta el tiempo de Asclepiades llevaba de antigüedad 3920 años, de donde se debe inferir que todos los días tenemos nuevos efectos morbosos que invaden a la triste naturaleza humana. Y así es digna el traerse aquí una sentencia del que yo llamo por antonomasia historiador natural, el celebérrimo Daubenton. Este hombre doctísimo, destinado por la Providencia para tener entrada en los arcanos más recónditos de la naturaleza, cuenta los favorables efectos que causó la cascarilla en las disenterías del año de 1779, tanto en las que fueron acompañadas de fiebre, como en las que no la tenían; y añade: «La ipecacuana perdió entonces su reputación: mas, nada debe concluirse de esto (aquí está la sentencia muy propia de Daubenton), porque de un año a otro las enfermedades del mismo nombre son muy diferentes». Parece, pues, que es lo más verosímil fijar la primera aparición de la viruela, tanto al fin del undécimo siglo, por lo que hace al tiem­ po, como en la Arabia, por lo que toca al territorio. Lo que hay en

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esto de indudable, por bien averiguado, es que se propagó este contagio del cuerpo, del mismo modo y por los mismos pasos que tres siglos antes se había esparcido la pestilencia espiritual del mahometismo. La viruela iba también conquistando y haciendo horrible carnicería por tantos pueblos, cuantos fueron subyuga­ dos, en los tiempos anteriores, al imperio de los mahometanos. Así ella se extendió por todo el Egipto, la Siria, la Palestina y la Persia; se hizo conocer a lo largo de las costas del Asia, en la Li­ cia, la Sicilia, y finalmente en las provincias marítimas del África, de donde con los sarracenos que infestaron la Península pasó al Mediterráneo, se difundió en España, y por consiguiente era in­ evitable que se comunicase acá a las Américas. Contentándonos ahora con la verosimilitud, en orden al origen de las viruelas, que es pura materia de mero hecho dependiente de la historia; ¿nos atreveremos a sondear el abismo de la cau­ sa fermentiva que las produce? Cuanto han dicho hasta aquí los físicos, no ha sido sino la producción de la vanidad, y por consi­ guiente el testimonio claro de la flaqueza del espíritu. Sydenham, acaso el único médico que habló con ingenuidad y generoso can­ dor, asegura, cuando trata de la fiebre pestilencial y peste de los años de 1665 y 1666, que ignora cuál sea la disposición del aire de que depende el aparato morbífico de las enfermedades epidémi­ cas, con especialidad de las viruelas y peste, y venera la bondad misericordiosísima de Dios Omnipotente, que no queriendo sino raras veces la propagación mortífera de un aire venenoso y mal constituido, hace que solo sirva este a inducir enfermedades de menor riesgo. Es el caso que el sabio inglés atribuye la causa de las epidemias a la pésima constitución del aire, y de allí viene la admiración que le ocasiona ver que una misma enfermedad en cierta estación abraza a infinito número de gentes, haciéndose epidémica, y en otra solamente insulta a uno que otro individuo,

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sin pasar adelante con mayor ímpetu. Lo cual así sucede, y esta experiencia se presentó también a los ojos de Sydenham, en las viruelas. Si atendemos a lo que han atribuido de daño o de provecho al aire los médicos, puede decirse que, en solo este elemento y sus mutaciones se debe hacer consistir la causa de las enfermedades epidémicas. Y a la verdad, la atmósfera, que nos circunda, debe tener un influjo muy poderoso sobre nuestros cuerpos para causarles sensibilísimas alterantes. Es cosa de espanto lo que juzga un autor moderno acerca de la atmósfera: quiere él que esta sea como un gran vaso químico, en el cual la materia de todas las especies de cuerpos sublunares fluctúa en enorme cantidad. Este vaso (añade el autor) es como un gran homo continuamente expuesto a la acción del sol, de donde resulta innumerable cantidad de operaciones, de sublimaciones, de digestiones, de fermentaciones, de putrefacciones, etc. A esta cuenta, considérese ya ¿cuál no será el carácter que imprima en la economía animal cualquiera de estas variedades continuas y perennes de nuestro ambiente? Aun cuando nada hubiera de lo que dice este autor, no se puede negar que el cuerpo humano está principalmente conmovido por la presión de la atmósfera, y esta es de una mole casi inmensa, respecto a la superficie y fuerzas naturales y musculares de aquel. Hecho con la mayor exactitud el cálculo, carga el hombre sobre todo su cuerpo la cantidad de 3890V2 libras de aire lleno de vapores, que se dice por los filósofos atmósfera. Si esta muda instantáneamente de temperatura, es preciso que turbe nuestra salud, y aun debe causar maravilla, que no induzca mayores daños; pues, ya que aquel peso puede subir en ciertas estaciones al de 4.000 libras, debería romper la textura de las partes de nuestro cuerpo, con especialidad la de los pulmones y el corazón, los cuales, sin duda,

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en estas circunstancias han de aplicar mayor resistencia y han de ejercitar mayor y más vigorosa acción. No es esto lo más que puede causar la presión de la atmósfera: el efecto más temible que puede producir es volver la sangre o muy espesa o muy líquida, y por consiguiente, que dentro de las venas y arterias ocupe o muy grande espacio o muy corto, siempre con detrimento de la salud y de la misma vida. iOh, cómo el vivir es un continuado prodigio! Ahora, pues, si a esta atmósfera se le une una porción de vapores podridos, será inevitable que contraiga una naturaleza maligna y contraria a la constitución de la sangre; esto bastará para que se suscite una enfermedad epidémica, cuyos síntomas corresponden a la calidad propia del veneno inspirado por los pulmones y derramado en todas las entrañas. La generación de las enfermedades contagiosas pide principios peculiares que las caractericen. De allí vienen las disenterías, las anginas, los cólicos, las perineumonías y las fiebres que rápidamente han acometido a la mayor parte de una ciudad. Una fiebre catarral benigna, casi en un mismo día echó a la cama a toda la gente de Quito, el año pasado de 1767. Después experimentamos un flujo de vientre epidémico, y anginas por el año de 1769. ¿Quién penetra la naturaleza del contagio del mal de rabia, que suele esconderse dentro del cuerpo humano por muchos meses y aun por muchos años, sin manifestar o sin poner en movimiento sus venenos; y así mismo con todas las enfermedades, sus pe­ ríodos, sus intervalos, sus graduaciones y todas sus vicisitudes? Atrévome a decir que ofreceré al mejor físico la mayor dificultad en la dolencia más ordinaria. Esto no quita que por la verosimi­ litud que presta la naturaleza de los insectos, se juzgue que estos son la causa de las viruelas.

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Cada cuerpo, de cualquier género que sea, tiene su peculiar es­ pecie de insectos que se le pegan y le son como naturales, con particularidad, el aire, el agua, la tierra, las flores, los frutos, los palos, los mármoles, los peces, las telas; en fin, el microscopio ha descubierto un nuevo mundo de vivientes que se anidan propor­ cionalmente en todas las cosas. Entre todas, el hombre es el más acometido de muchísimas castas y familias de estos huéspedes molestos, en todas, o las partes más principales de su cuerpo. Fuera de otros insectos propios a cada entraña, los anatomistas han hallado los que parecen comunes a todas, que son las lombri­ ces, en el cerebro, en el hígado, en el corazón, en la vejiga, en el ombligo y en la misma sangre. No se hable de las úlceras y de los efectos del cutis, en los que encuentra la vista armada del micros­ copio un hormiguero, o por mejor decir, un torbellino de átomos voraces y animados. Y viniendo a nuestro asunto, el famoso Be­ rrido ha observado gusanillos de cierta configuración en las pos­ tillas de la viruela, por medio del microscopio; y Pedro de Castro los ha visto en la peste napolitana, cuyos bubones hormigueaban de insectos. Así no hay mucha justicia en improbar la sentencia de tantos médicos que asientan la causa de todas las enferme­ dades epidémicas en los dichos animalillos. Su comunicación al aire, a la sangre, al sistema nervioso, a todas las partes sólidas, explican física y mecánicamente la que se da un cuerpo a otro, y de un pueblo a otro en las viruelas: antes bien de esta opinión se concibe claramente, por qué al tiempo de la supuración, comuni­ ca el virolento su contagio más que en el del principio, erupción y aumento. Porque entonces los insectos están ya en el ardor de su propagación, y en el de su mayor movimiento y capacidad para desprenderse y correr hasta la distancia que les permite el de­ terminado volumen de su cuerpecillo. Nada hay aquí de extraño o extravagante, que choque ni a la razón ni a los sentidos. Si se pudieran apurar más las observaciones microscópicas, aun más

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allá de lo que las adelantaron Malpigio, Reaumur, Buffon y Needham, quizá encontraríamos en la incubación, desarrollamiento, situación, figura, movimiento y duración de estos corpúsculos movibles, la regla que podría servir a explicar toda la naturaleza, grados, propiedades y síntomas de todas las fiebres epidémicas, y en particular de la viruela. Concluyamos de aquí que Martín Lister aseguró muy bien que nuestros modernos nada añadieron a lo que dejaron escrito los árabes, acerca de la causa de las viruelas. Pero Jacobo de Castro, también médico famoso londinense, añade que estos médicos hicieron sus observaciones con la mayor exactitud, y hablaron tan bien acerca de su historia, su causa y método curativo, que nuestros autores de hoy apenas han tenido que decir alguna cosa muy corta. Igualmente digamos dos puntos sobre este artículo. Primero: que no es ajeno de este papel hablar de la causa de las viruelas tan a la larga, pues esto no es ni puede ser indiferente a los médicos: antes en vista de lo que se ha tratado aquí y con el deseo de adelantar algo sobre la materia, estudiarán en en­ tender a los mayores autores que han escrito acerca de ella, que no es pequeño interés. Segundo: que sea cual fuere la causa de las viruelas, se debe estar en la suposición de que su contagio se comunica por medio de un contacto físico próximo que se hace inmediatamente de un cuerpo a otro, el cual no se difunde con la misma violencia, rapidez y dirección que el aire. Ysaber todo esto contribuye felizmente al establecimiento del método preservati­ vo de don Francisco Gil. Aun cuando no le sea fácil al público el saberlo, le será más fácil gozar de sus ventajas que reconocerlas. Pero vamos a otras reflexiones. Lo vasto del proyecto que estoy considerando es, que, si consiste en la extinción de una enfermedad que juzgaron los árabes era

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hereditaria, abraza además el exterminio universal de toda do­ lencia contagiosa. A vuelta de esto, veo que en Quito se van a practicar todos los medios concernientes a la salud pública; de manera que en esta ciudad llamaremos al tal proyecto, la clave que franquee las puertas a la policía médica. Los ramos de esta que me vinieren a la memoria los iré notando conforme se me ofreciese su ocurrencia; pues que todos ellos merecen la atención de un ciudadano. A ire popular. Este es demasiado fétido y lleno de cuerpos extraños

podridos, y los motivos que hay para esto, son: i.- Los puercos, que vagan de día por la calle, y que de noche van a dormir dentro de las tiendas de sus amos, que son generalmente los indios y los mestizos. 2.- Estos mismos, que hacen sus comunes necesidades, sin el más mínimo ápice de vergüenza, en las plazuelas y calles más públicas de la ciudad. 3.- Los dueños de las casas, que, te­ niendo criados muy negligentes y de pésima educación, permiten que estos arrojen las inmundicias todas al primer paso que dan hiera de la misma casa; de manera que ellas quedan represadas y fermentándose por mucho tiempo. 4.- La poquísima agua que corre por las calles de la ciudad. N otas:

1Texto del manuscrito utilizado por el limo. Sr. Dr. Federico González, Arzobis­ po de Quito. Ed. de 1912. 2 Omnis anima potestatitubus sublimoribus subdita sit: Non est enim potestas nisi a Deo. —Toda persona esté sujeta a las potestades superiores: porque no hay potestad que no venga de Dios. —San Pablo. —(Epístola a los Romanos, capítulo 13, ver. i°.) Regen honorificate. —Servi subditi estofe in omni timore dominis, non tantum bonis et modestis, sed etiam discolis. —Respetad al rey. —Vosotros los siervos estad con todo temor sumisos a vuestros amos, no tan solo a los buenos y apacibles, sino también a los de recia condición. —San Pedro. —(Epístola primera, Cap. 2.0, ver. 17 y 18).

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Número i Primicias de la Cultura de Quito de hoy jueves 5 de enero de Literatura A etatis cuiusque notandi sunt tibí mores Mobilibusque decor naturis dandus, & annis, HORAT. DEART. POET. v. 56.

ed aquí al legislador del buen gusto, intimando al filósofo, al poeta, al orador las reglas bajo las que debe conducir­ se, para hacer uso del talento de observación: hay, desde luego (pronuncia) costumbres, usos, afectos, inclinaciones, pa­ siones, vicios y virtudes, que corresponden a cierta edad: luego el hombre público, que sin duda lo es el que sacrifica sus luces y su pluma al servicio de la Patria, debe observar qué género de voz, de gesto, de acción, de habla, de interés, de asunto, conviene y se adapta al niño, al joven, al varón, y al anciano. La naturaleza siempre fugaz e inconstante, sigue, no solamente la inestabilidad de los años, sino más bien el giro perenne, y la perpetua suce­ sión de los instantes, para crecer o decrecer en línea de ilustra­ ción. De un momento a otro puede el hombre dejar el estado de la infancia y dar los primeros pasos en la región vastísima de los conocimientos. Si el hombre fortifica con rapidez sus órganos; si hace uso de sus facultades; si a la consistencia, solidez y vi­ gor de sus sentidos, de sus ideas, de sus comparaciones, da aquel tono y elasticidad que debe comunicarlas un espíritu de temple

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enérgico; ved allí, que puede el hombre llegar a la pubertad, y también a la madurez de su ilustración en breve tiempo, y quizá en aquel en que menos se esperaba. Examinemos ahora cuál es la edad en que, o se arrastra, o camina, o corre la vida literaria de nuestra República; porque no es de dudar, que esta sigue los pasos del hombre; se asemeja al hombre en sus funciones y movi­ mientos; y aun parece que guarda, no como quiera, una analogía de respectivos mecanismos, sino también una perfecta identidad de progresiones, entre las que inviolablemente observa la eco­ nomía animal. ¡Tal es el orden inalterable, que en su principio, aumento, estado y decadencia caracteriza al cuerpo político de una República! En este supuesto, ya os acordaréis a cuál producción feliz de la imaginación y el juicio, llamó Alembert, el código del buen gusto. Fue sin duda al Admirable Arte Poético de Horacio: en este, pues, armario completo de leyes que prescriben y determinan los verdaderos límites de lo bello en todas las obras del espíritu, hallaremos también observaciones exactas sobre el carácter que imprime en el hombre cada mutación sensible, que los años producen en su máquina tan complicada. El niño1, dice, que aprendió a hablar, ya puede pisar con firmeza, y entonces corre a divertirse con los de su edad, pero entre ellos tan inconsideradamente se encoleriza, como fácilmente olvida su indignación; siempre ligero, y a todos momentos mudable. Al llegar aquí el observador de la organización política de Quito, no se atreve a pasar adelante a ver el retrato de las demás edades, porque le parece haberse puesto en un punto de vista en donde se presenta la triste imagen de un cuerpecillo pequeño, que apenas se sostiene, que vacila alrededor de su cuna, que empieza a desatar su lengua balbuciente, que da las señales decisivas de su debilidad, que, finalmente, en su clamor, su llanto y sus

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gemidos pregona el estado de su infancia. ¡Amada Patria mía, no hagáis mayores con vuestras quejas vuestras desgracias, ni al grito de la infancia aumentéis los delirios de esta edad! No digáis que el observador deshonra vuestra razón; que deprime la valentía de vuestro ingenio; que obscurece la luz de vuestra imaginación; que marchita la flor de vuestros talentos; que insulta a la Patria; que degrada al hombre. Considerad solamente, que no es artífice de los males públicos quien los anuncia con el fin laudable de su remedio. Aun más: dignaos reflexionar que el celo y la sensibilidad son los dos polos sobre que estriba el sistema racional, o si queréis, el mundo viviente de vuestro observador: ningún encono, ninguna rivalidad, ninguna envidia, ninguna bajeza influye en sus designios y pensamientos. A esta cuenta, representar a Quito con la humillación de su niñez, es compasión, y no crueldad; amor de sus conciudadanos, no vil misantropía: es introducirla al conocimiento de su miseria, para que la extermine; al de su impotencia, para que la supere; al de sí misma, para que valúe su fondo, aprecie su dignidad, ennoblezca más su origen, y haga brillar la hermosura de su espíritu; esto es, aproveche las disposiciones felices con que le dotó la naturaleza. Mas a la verdad: ¿cuándo se juzga que el hombre ha llegado al momento de poner en ejercicio a su razón? Es sin duda en los años de su puericia; y cuando a las impresiones que recibe por los sentidos las desenvuelve, las califica, las designa por lo que valen, en una palabra, las discierne y clasifica en un orden y grado que hagan constar, que él las dio acogida señalada en su espíritu, y lu­ gar preeminente en su observación. Así es que de la serie, y suce­ sión metódica de las observaciones, dimana una colección, dire­ mos así, orgánica de conocimientos, y de ellos el sistema magnífi­ co y brillante de ciencias y artes; pues, estas no pueden consistir, sino en principios generales ordenados por los grandes genios, y adscritos por ellos mismos a cierta jerarquía. Era de pregun-

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tar aquí, cuáles y cuántos son los conocimientos que tiene sobre cada facultad cada uno de los individuos de nuestra República; pero no es negocio de que descendamos a individuaciones odio­ sas, cuanto humillantes. Vamos en derechura a nuestro objeto, que es insinuar que no puede llamarse adulta en la literatura, ni menos sabia una Nación, mientras generalmente no esté despo­ seída de preocupaciones, de errores, de caprichos; mientras con universalidad no atienda y abrace sus verdaderos intereses; no conozca y admita los medios de encontrar la verdad; no examine y adopte los caminos de llegar a su grandeza; no mire, en fin, con celo, y se entregue apasionadamente al incremento y felicidad de sí misma, esto es del Estado y la sociedad. Esta se dice culta, y se diferencia de la ignorante y bárbara, en razón de contener en sí muchos sabios, y de que el común no esté ajeno ya de princi­ pios que dicen respecto a la vida civil; y ya de los elementos que conciernen a la virtud, la religión y la piedad. Se halla aquí, sin duda, el conocimiento de muchos objetos, cuya noticia y serie no alcanza, ni penetra un pueblo bárbaro. Bajo de esta consideración, nada importará que en una provincia vasta, v. g., se halle un cenobita, que al mismo paso que parece que recoge dentro de su celda inmensidad de luces en sus libros, no demuestra hacia fuera más que groserías en sus modales, vul­ garidad en sus ideas, bajeza en su locución, falta de sentimiento en sus reflexiones, y defecto de exactitud en sus raciocinios. Del mismo modo, tengamos no digo por un guarismo aislado, sino por un cero inútil para hacer número, y aumentar la cantidad y masa de los progresos humanos a cualquiera profesor de letras, de cualquiera condición que sea, aunque sea muy eminente, si no difunde los rayos de su doctrina en todos sentidos y direccio­ nes, si no comunica hacia diversos términos y distancias el fuego científico de su alma, si no extiende sobre la faz de su provincia, y aun por todos los ángulos de este hemisferio, el espíritu de gusto,

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de ilustración, de actividad, de celo, de patriotismo. Ya se ve, que un literato que se condujese de esta manera: que conociese la im­ portancia de los objetos a que debe circunscribir su enseñanza: que a la sabiduría de los preceptos, a la solidez de las máximas, a la antorcha de la crítica añadiese el vigor del carácter, la firmeza del ánimo, la constancia de la acción: ya se ve, digo, que un lite­ rato de estas cualidades, podría hacer que por solo él se llamase instruida su Patria. Un tal individuo benemérito de las letras y de los hombres, podría presentarse en la América, como Pedro el Grande apareció en la Europa, el sol de su vasto imperio, el crea­ dor del entendimiento de sus vasallos. Pero este Numen es raro: la naturaleza es avara y se niega a producirle, o por mejor decir, la densa obscuridad de un siglo de ignorancia, el negro torbellino de la barbarie, no han permitido en otros tiempos que este apa­ rezca con frecuencia en varias partes de nuestro globo. Siendo esto así, preguntaremos: ¿qué número de objetos conoce Quito? ¿qué cantidad de luces forma el fondo de su riqueza intelectual? ¿cuáles son los inventos, cuáles las artes, cuáles las ciencias que sirven, favorecen e ilustran a nuestra Patria para apellidarse instruida? Las nociones confusas, los conocimientos vagos, los crepúsculos, en fin, dudosos, reducidos, diminutos de tal o cual facultad, no la constituyen sabia; y si hacen esperar la aurora de la ilustración, si nos aseguran la infancia del día de la literatura, nos avisan que estamos aun cercados de tinieblas. ¡Desengaño estimable! ¡Verdad oportuna, para un pueblo espirituoso y fecundo de talentos, donde reina la docilidad y la pasión decidida de la gloria! Paréceme oír un grito tumultuario que se levanta contra mí, y que veo irritarse generosamente la cólera del joven: que al ímpetu de su acción, sacude el humor de inercia con que estaba abrumado; que luego recoge en sí toda la llama de su corazón disipado, que eleva sus pensamientos; que engrandece sus ideas, que entra dentro de su alma y me dice: yo puedo y quiero ser todo un hombre para Dios y para mi Patria.

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Eugenio de Santa Cruz y Espejo Nec solus sem per Censor C a to : necside solus Justus Aristides, his placeant titulis. N am sapiens quicumque juii, verum quefidem que Qui colit, comitem se tibi Censor agat. Auson Parent.

Pero mis deseos son ambiciosos, y así querría que Quito, para venir a dar al lleno de su cultura y civilización, juzgase que es­ taba en el último ápice de la rudeza primitiva, donde no puede hallarse ni un átomo de luz; y que desde este estado tenebroso quiere hacer los debidos esfuerzos para dejarle. Entonces, es pre­ ciso que empiece la cadena de sus principios, por aquel que le sea más sencillo y familiar. Atienda, pues, el cúmulo de las impresio­ nes generales que recibe por sus sentidos; y en vez de dirigirse a analizarlas, observe cuál es aquel legislador supremo que las modifica, que las ordena, que las distribuye. Desde luego se le presentará un ser inmortal, que reúne en sí diversos caracteres y propiedades. Pero antes de nuestra introducción al templo sun­ tuosísimo de nuestra propia alma, y por consiguiente al palacio de la verdadera sabiduría, es preciso parar aquí; porque desde luego hemos llegado a un punto que necesita investigaciones prolijas y nada superficiales; y porque la naturaleza y extensión de nuestro periódico ha tocado, diremos así, a silencio. La continuación de los números siguientes dará lugar a la indagación de materias útiles e interesantes a nuestra Patria; y en tanto se la debe incul­ car muchas veces, a fin de que nos escuche benignamente, que el conocimiento propio es el origen de nuestra felicidad. No fue por destruir la nobleza del ente más noble que salió de la mano del Omnipotente, sino por averiguar su generación física, que el célebre Francisco Geofffoy compuso una disertación en que pre­ guntaba, si el hombre había empezado por gusano. 137

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El sabio Fontenelle asegura en la vida de Geoffroy, que la cues­ tión excitó de tal modo la curiosidad de las Damas, y de las Da­ mas del mayor carácter, quefue menester traducirla alfrancés para iniciarlas en unos misterios cuya teórica ignoraban. Yo ruego al cielo, que por este aspecto miren mis conciudadanos las primicias de su suelo; que se acuerden que Descartes, para sim­ plificar las relaciones de las cosas, quiso empezar la serie de las verdades conocidas, por esta que es evidente: Yo pienso, luego existo, luego tengo ser. Que finalmente, cierren los oídos a la voz sediciosa de ciertas gentes que no queriendo decir directamente que son doctas, indirectamente, pero en el tono más alto, se pre­ dican tales; conjurando a todo el pueblo contra nuestras reflexio­ nes, y haciendo las suyas en la forma que anunciará en nuestro periódico, la historia de las puerilidades quiteñas. N ota:

1Reddere qui voces ja m

scitpu er, & pede certo Signat humum; gestit paribus colludere, & iram Collegit, ac po n it emerec, & m utatur in horas. H orat. Poet. v. 8.

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Número 4 Del 16 defebrero de 1792 Historia literaria y económica Am o liberos: sed p a tria m meam amo magis. PLUTARC. PRAECEP. POUT.

ea cualquiera la recomendación ventajosa que se haga so­ bre el heroísmo del amor patriótico que domina a algunas almas, no debe condenarse por inmodesta, si la prueba de que le tienen es una demostración matemática, de su verdad. No es difícil al menos penetrativo hacer el examen de esta demostra­ ción; solamente se requiere, que aun las gentes del último vulgo sepan que él no está lejos de sus alcances, y que su operación también se sujeta a su inteligencia y a sus observaciones. Esta­ mos en el caso de ejecutarla; pues vamos a la práctica muy desde luego.

S

¿Se desea saber cuál es el afecto dominante, o cuál es la pasión favorita, que subyuga a un individuo? Pues poned en balanza, a un mismo tiempo, dos grandes pasiones de aquellas de que se le cree más dominado. Haced que ambas concurran juntas, en un punto indivisible de circunstancias morales, que obliguen indis­ pensablemente al hombre a la elección decidida y nada dudosa del partido que toma; y luego sabréis cuál es la que arrastra im­ periosa todas sus acciones, todos sus empeños, todas sus miras. El avaro, v. g., pospondrá los atractivos del deleite, los mismos

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placeres más dulces, al aliciente de una ganancia pequeña, y aun de un interés dudoso. El amante de la gloria perderá todos sus bienes, por mantener en su auge cualquiera escrúpulo de esa luz que juzga que la corona y que le lleva a la apoteosis. Pero no va­ mos tan lejos, ni nos entreguemos al Anhelo de la imaginación, en especial, cuando se trata de familiarizar el lenguaje, y aun vulgarizar las ideas. Aquí tenemos a mano la prueba de nuestro caso. Dice Plutarco que ama a sus hijos; pero que ama en grado más eminente a su patria. ¿Podrá negar alguno que este amor sea heroico? ¿Podrá negar que el patriotismo es el que supera en el filósofo al amor tan na­ tural de la prole? Creo que ninguno: mas entonces viene bien que Plutarco, sin faltar al respeto debido al público, sin irritar los celos del egoísta, sin incurrir en el vicio de la inmodestia, haga vanidad de ser patriota. Rajo de estas limitaciones, se atreve el editor de las Primicias de Quito a predicar siempre su amor pa­ triótico. Ama su reputación literaria contraída en la Europa y en las pro­ vincias más cultas de ambas Américas; ama el honor y estima­ ción de sus pequeños escritos; ama y desea la sucesión de estos, o por mejor decir, su sucesiva generación; estos son sus hijos, deliciosos, caros, amables y de su mayor complacencia: los ama tiernamente, pero la patria es su madre, y este nombre augus­ to, le es de ternura inexplicable, de consolación, de respeto, de dulzura suavísima; y así ama a su patria sobre todo lo que acá pueda amarse terreno y frágil. Luego es preciso que por esta no dude hacer los sacrificios más dolorosos, que experimente por algún tiempo sofocado el aliento de sus hijos, y que vea corta­ do, a los primeros pasos, el orden de aquellos elementos que juzgó debían servir a la organización de sus periódicos. Desde el número 2.° alteró la precisa unidad sistemática que se había

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meditado guardar por satisfacer a ciertos reparos clandestinos, y a ciertas objeciones concebidas en la prevención y abortadas en la cébala. La patria le ora acreedora a esta satisfacción. La patria le exigía instantemente, el que preocupase la osadía de la insensatez, y diese un golpe mortal a la desidiosa, pero atrevi­ da ignorancia. Era menester, pues, para seguir la serie de lec­ ciones útiles a la juventud, apartar los obstáculos y ahogar en su nacimiento las sabandijas. No obstante de esto, hizo que este número 2.0 vistiese ese traje de uniformidad, que le hiciera co­ rrelativo al número l.°, sin perder la naturaleza de miscelánea. Se observará fácilmente esta calidad a la menor ojeada de los papeles dados a luz: igualmente se notará, que la intención del editor en el número l.°, era llevar a la juventud (fuese cual fuese, la estudiosa o la aplicada a otra carrera) o la observación sencilla y natural de su propia alma, y de allí el conocimiento y uso de sus facultades. De aquí fue que produjo estas palabras: «atienda, pues, el lector, el cúmulo de las impresiones generales que recibe por sus sentidos, y en vez de dirigirse a analizarlas, observe cual es aquel legislador supremo que las modifica, que las ordena, que las distribuye: desde luego se le presentará un ser mortal, que reúne en sí diversos caracteres y propiedades». Pero en este momento creyó que había pasado los límites del papel, o que, cuando menos, estaba muy próximo a completar el pliego (tipo­ gráfico, digamos así) ofrecido en el prospecto; de donde no podía desenvolverlas con la extensión que demandaba la materia. El número 2° debía ser el lugar oportuno de tratarla: si no se hizo, fue por el motivo que ya llevamos expresado; y porque par­ ticularmente se atendió también a manejar aquellos espíritus, que alterados con solo el epígrafe del periódico, propendieron a difundir por toda la ciudad el espíritu de contradicción, de odio

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y de saña a su editor. Este, por su parte, procuró atentamente calmar los ánimos inquietos, convidándolos a que escribiera, o según su genio y alcances, o según algunos asuntos de la mayor importancia y propios del día. Nada ha bastado a serenarlos, y antes sí, han continuado en fomentar una sorda persecución a los papeles y al autor. No se diga una palabra acerca de los poquísi­ mos suscriptores, hijos de Quito, que los han honrado. En la lista que aun reservamos privada, por evitar la confusión universal, de sujetos que la componen, los más son naturales de Europa y de los lugares y pueblos más distantes de este reino. Todos aquellos que, ya se ve, por una seducción de su amor propio, se han querido llamar doctos e ilustrados, han huido de favorecer las primicias literarias de su país. Personas de este mismo sue­ lo quiteño, a las que el redactor ha sido y es, por misericordia de Dios, indispensablemente útil, necesario y benéfico sobre muchos objetos, han hecho ostentación de despreciar sus impresos, nada más que por adocenarse en la turba numerosa de los malignos, y por cantar con estos el triunfo que solicitan de la abolición de los periódicos, y del abatimiento y ruina de su autor. Aun hay más: cierto profesor... que llevaba la voz de cierta asamblea, y que nunca imaginó honrar nuestras producciones literarias con su suscrip­ ción, tuvo el aliento de representarla, que Quito no debía comprar aquellas piezas, porque a él mismo no le pregonaban sabio; de ma­ nera que muchos individuos de este jaez, no se han contenido en la desaprobación negativa, sino que se han adelantado a la positiva conquista de opositores declarados al establecimiento de la ilus­ tración pública. Alguno de estos tuvo la animosidad de zaherir al periodista, preguntándole cara a cara, si duraría un mes la conti­ nuación de sus escritos, pues que debía suponer y suponía, que le faltarían materiales y pensamientos dignos de darse a la estampa. Otro párroco, según se cree, de habilidad, adelantó esta persua­ sión, y pronosticó sería efímero el periódico, tan breve concebido como aniquilado. Todo el fin de estas especies esparcidas en las 142

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tertulias, con estudio, era apartar de la suscripción a hombres bien intencionados, obsequiosos y adictos al autor, o poseídos de celo y amor a su patria. ¿Qué se debe esperar, entonces, de tales gentes? Es difícil pronosticar favorablemente de su enmienda. ¿Pero bastará esto para entregamos al último despecho y al abandono de una empresa útil, y cuya dificultad debe empañar a las almas generosas a verla sólidamente establecida? Nada menos: porque a la verdad, se debe tener por un principio filisófico, que la constancia patriótica debe llegar a la resolución de desagradar a los hombres, para servirles; de tocar el triste término de serles odioso, para serles útil. Haya o no haya en esto heroísmo, lo que se debe asegurar ahora es que seguirán los periódicos; pero seguirán dando lugar a que respiren y tomen nuevos y refrigerantes aires los injustamente resentidos: seguirán en un témino, que sin dar honor a nuestra pluma, den mucha gloria a nuestro patriotismo. En todo esto, preferimos la paz pública a la pueril vanidad de hacer nuevas composiciones; solicitamos la calma de los espíritus sediciosos; aspiramos a la reunión de los ánimos turbulentos; por nada otra cosa hacemos nuestros votos al cielo, sino porque derrame sobre la vasta extensión de nuestras provincias el suave influjo de la amable concordia. Sobre todo podemos decir que la niña de nuestros ojos es la juventud quiteña, a quien dedicamos los crespúsculos de nuestros conocimientos. Un día resucitará la patria; pero los que fomentarán su aliento y los que tratarán de mantenerla con vida, sin duda que no serán los que habiendo pasado las tres partes de sus años en pequeñeces, no están para aplicar sus facultades a estudios desconocidos y prolijos: serán esos muchachos que hoy frecuentan las escuelas con empeño y estudiosidad. En ellos renacerán las costumbres, las letras y ese fuego de amor patriótico, que constituye la esen­ cia moral del cuerpo político. Con esta consideración, al tratar en este número de la historia de la sociedad patriótica de Quito, 143

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hemos ya acumulado hechos que descubren la naturaleza del co­ razón humano con respecto a su cultura; y ahora no dudamos transcribir los documentos, con preferencia a la narración se­ guida y metódica propia de la historia. En los lugares oportunos añadiremos una u otra reflexión, una u otra nota que aclare los pasajes; en fin, damos principio por el discurso impreso en la ciudad de Santa Fe, primero atendiendo principalmente a com­ placer a los que lo desean y no lo hallan, por razón de que se han consumido los ejemplares que se tiraron en corto número, y segundo, cuidando de que efectivamente se restituya al genio quiteño el celo de sus mayores. D iscurso

Dirigido a la muy ilustre y muy leal ciudad de Quito, representa­ da por su ilustrísimo Cabildo, Justicia y Regimiento, y a todos los señores socios provistos a la erección de una Sociedad Patriótica, sobre la necesidad de establecerla luego con el título de «Escuela de la Concordia». Señores: Al hablar de un establecimiento que tanto dignifica a la razón, no será mi lánguida voz la que se oiga. Será aquella majestuosa, la vuestra digo, articulada con los acentos de la humanidad. Si es así, señores, permitid que hoy hable yo: que sin manifestar su nombre, coloque el vuestro en los fastos de la gloria quítense, y le consagre a la inmortalidad; que sea el órgano por donde fluyan al común de nuestros patricios, las noticias preciosas de su próxima felicidad. Sí, señores, este mismo permiso hará ver todo lo que el resto del mundo no se atreve todavía a creer de vosotros; esto es, que haya sublimidad en vuestros genios, nobleza en vuestros talentos, sentimientos en vuestro corazón y heroicidad en vuestros hechos. Pero la paciencia con que toleráis que un hijo de Quito, destituido de los hechizos de la elocuencia, tome 144

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osado la palabra, y quiera ser el intérprete de vuestros designios, acabará no solo de persuadir, sino de afrentar a aquellas almas limitadas que nos daban en parte la indolencia; y nos adscribían por carácter la barbarie. Vais, señores, a formar desde luego una sociedad literaria y económica. Vais a reunir en un solo punto, las luces y los talen­ tos. Vais a contribuir al bien de la patria con los socorros del espíritu y del corazón; en una palabra, vais a sacrificar a la grandeza del Estado, al servicio del Rey, y ala utilidad públi­ ca y vuestra, aquellas facultades con que, en todos sentidos, os enriqueció la Providencia. Vuestra sociedad admite varios ob­ jetos: quiero decir, señores, que vosotros por diversos caminos, sois capaces de llenar aquellas funciones a que os inclinare el gusto, u os arrastrare el talento. Las ciencias y las artes, la agricultura y el comercio, la economía y la política, no han de estar lejos de la esfera de vuestros conocimientos; al contrario, cada una, dirélo así, de estas provincias, ha de ser la que sirva de materia a vuestras indagaciones, y cada una de ellas exige su mejor constitución del esmero con que os apliquéis a su prosperidad y aumento. El genio quiteño lo abraza todo, todo lo penetra, a todo lo alcanza. ¿Veis, señores, aquellos infelices artesanos, que agobiados con el peso de su miseria, se congregan las tardes en las cuatro esquinas a vender los efectos de su industria y su labor? Pues allí el pintor y el farolero, el herrero y el sombrerero, el franjero y el escultor, el talonero y el zapatero, el ominicio y universal artista presentan a vuestros ojos preciosidades, que la frecuencia de verlas, nos induce a la injusticia de no admirarlas. Familiarizados con la hermosura y delicadeza de sus artefactos, no nos dignamos siguiera a prestar un tibio elogio a la energía de sus manos, al numen de invención, que preside en sus espíritus, a la abundancia de genio que enciende y anima su fantasía.

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Todos y cada uno de ellos, sin lápiz, sin buril, sin compás, en una palabra, sin sus respectivos instrumentos, iguala sin saberlo, y a veces aventaja al europeo industrioso de Roma, Millán, Bruselas, Dublín, Amsterdán, Venecia, París y Londres. Lejos del aparato, en su línea magnífico, de un taller bien equipado, de una oficina bien provista, de un obrador ostentoso, que mantiene el flamenco, el francés y el italiano; el quiteño, en el ángulo estrecho y casi negado a luz, de una mala tienda, perfecciona sus obras en el silencio; y como el formarlas ha costado poco a la valentía de su imaginación y a la docilidad y destreza de sus manos, no hace vanidad de haberlas hecho, concibiendo alguna de producirse con ingenio y con el influjo de las musas: a cuya cuenta, vosotros señores, les oís el dicho agudo, la palabra picante, el apodo irónico, la sentencia grave, el adagio festivo, todas las bellezas en fin de un hermoso y fecundo espíritu. Este es el quiteño nacido «en la obscuridad, educado en la desdicha y destinado a vivir de su trabajo». ¿Qué será el quiteño de nacimiento, de comodidad, de educación, de costumbres y de letras? Aquí me paro; porque a la verdad, la sorpresa posee en este punto mi imaginación. La copia de luz, que parece veo despedir de sí el entendimiento de un quiteño que lo cultivó, me deslumbra; porque al quiteño de luces, para definirle bien, es el verdadero talento universal. En ese momento, me parece, señores, que tengo dentro de mis manos a todo el globo; y yo lo examino, yo lo revuelvo por todas partes, yo observo sus innumerables posiciones, y en todo él no encuentro horizonte más risueño, clima más benigno, campos más verdes y fecundos, cielo más claro y sereno que el de Quito. A la igualdad de su delicioso temperamento ¡oh!, ¡y cómo deben corresponder las producciones felices y animadas de sus ingenios! En efecto si la diversa situación de la tierra, si el aspecto del planeta rector del universo, si la influencia de los astros tienen parte en la formación orgánica de esos cuerpos bien

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dispuestos para domicilios de almas ilustres, acordaos, señores, de que en Quito, su suelo es el más eminente, y que descollando sobre la elevación famosa del pico de Tenerife, domina y tiene a sus pies esas célebres ciudades, esos reinos civilizados, esas regiones sabias y jactanciosas a un tiempo, que hacen vanidad de despreciamos, y que a fuerza de degradar nuestra razón, solo ostentan la limitación del entendimiento humano. Estas, y quizá vosotros mismos juzgaréis, que el entusiasmo poético se señorea ya de mi pluma; mucho más, cuando os inculque, señores, y os haga notar muchas veces, que vosotros en cada paso que dais, corréis una linea desde el extremo austral al opuesto término boreal, y dividís en dos mitades iguales todo el globo, haciéndoos, en cierto modo, árbitros de poner a la diestra o a la siniestra, alguno de los dos hemisferios que recortáis. Después de esto, vosotros mismos llegáis a ver que sobre las faldas del inmenso Pichincha, entre Nono y San Antonio, forma un crucero con la meridiana la línea del Ecuador; pero todo esto, que parece ficción alegórica, es una verdad innegable; y cuando os la recuerdo, haceos la consideración de que todos los pueblos de la Europa culta fijan en vosotros la vista, para conocer y confesar que el sol os envía directos sus rayos; que los luminosos laureles de Apolo, cayendo verticales sobre vuestras cabezas, coronan y ciñen de trofeos sus sienes; que su voraz ardor al contacto de la eterna nieve de las grandes cordilleras desciende amigable y reducido al suavísimo grado de una dulce y perpetua primavera, a fomentar vuestros campos, a vivificar vuestras plantas, a fecundar y hacer reír vuestras dehesas; que la claridad del día exactamente partida por el autor de la naturaleza con las tinieblas de la noche, no mengua ni crece, atenta a alternar invariablemente con el imperio de las sombras. Con tan raras y benéficas disposiciones físicas que concurren a la delicadísima estructura de un quiteño, puede concebir cualquiera, cuál sea la nobleza de sus talentos

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y cuál la vasta extensión de sus conocimientos, si los dedica al cultivo de las ciencias. Pero este es el que falta por desgracia, en nuestra patria, y este es el objeto esencial en que pondrá todas sus miradas la sociedad. Para decir verdad, señores, nosotros estamos destituidos de edu­ cación; nos faltan los medios de prosperar; no nos mueven los estímulos del honor, y el buen gusto anda muy lejos de nosotros: ¡molestas y humillantes verdades por cierto!, pero dignas de que un filósofo las descubra y las haga escuchar, porque su oñcio es decir con sencillez y generosidad los males que llevan a los umbrales de la muerte de la República. Si yo hubiese de proferir palabras de un traidor agrado, me las ministraría copiosamente esa venenosa destructora del universo, la adulación: y esta mis­ ma me inspirara el seductor lenguaje de llamaros, ahora mismo, con vil lisonja, ilustrados, sabios, ricos y felices. No lo sois: ha­ blemos con el idioma de la escritura santa: vivimos en la más grosera ignorancia, y la miseria más deplorable. Ya lo he dicho a pesar mío: pero, señores, vosotros lo conocéis ya de más a más sin que yo os repita más tenaz y frecuentemente proposiciones tan desagradables. Mas ¡oh qué ignominia será la vuestra, si co­ nocida la enfermedad, dejáis que a su rigor pierda las fuerzas, se enerve y perezca la triste patria! ¿Qué importa que vosotros seáis superiores en racionalidad a una multitud innumerable de gen­ tes y de pueblos, si solo podéis representar en el gran teatro del universo el papel del idiotismo y la pobreza? Tantos siglos que pasan desde que el Dios eterno formó el planeta que habitamos, han ido a sumergirse en nuevo caos de confusión y oscuridad. Las edades de los Incas, que algunos llaman políticas, cultas e ilustradas, se absorbieron en un mar de sangre y se han vuel­ to problemáticas; pero aunque hubiesen siempre y sucesiva­ mente mantenido en su mano la balanza de la felicidad, ya pa­ saron y no nos tocan de alguna suerte sus dichas. Los días de

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la razón, de la monarquía y del evangelio, han venido a rayar en este horizonte, desde que un atrevido genovés extendió su curiosidad, su ambición y sus deseos al conocimiento de tie­ rras vírgenes y cerradas a la profanación de otras naciones; pero toda su luz fue y es aun crepuscular, bastante para ver y adorar a la sola deidad de todos los tiempos, a quien se da cul­ tos y rendimientos en el santuario; bastante para ver, vene­ rar y obedecer al soberano Augusto, a quien se dobla la rodi­ lla en el trono; pero defectuosa, tímida y muy débil para llegar a ver y gozar del suave sudor de la Agricultura, del vivífico es­ fuerzo de la industria, de la amable fatiga del comercio, de la in. teresante labor de las minas y de los frutos deliciosos de tantos inexaustos tesoros que nos cercan y que en cierto modo nos opri­ men con su abundancia y con los que la tierra misma nos exhorta a su posesión con un clamor perenne, como elevado, gritándonos de esta manera: Quiteños, sed felices: quiteños, lograd vuestra suerte a vuestro tumo: quiteños, sed los dispensadores del buen gusto, de las artes y de las ciencias.

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Número 5 Del 1 de marzo de Historia literaria y económica

Sigue el discurso dirigido a la ciudad de Quito sobre el establecimiento de una sociedad intitulada «Escuela de la Concordia». or lo que a mí toca, creo, señores, con evidencia, que vosotros escucháis muy distintamente estas palabras; porque en la presente coyuntura de vuestro abatimiento y vuestra ruina, ellas son las voces de la naturaleza. Ha llegado el momento en que estáis tocando con la mano la rebaja de vuestras mieses, la esterilidad de vuestras tierras y la consunción de la moneda. Aun no os atrevéis a adivinar por cuál género comenzaréis a hacer los canjes; y si el maíz o la papa será la que, en cierto modo, reemplace con más generalidad la representación del dinero, que ya echáis menos. En los años de 36, 37 y 40 de este siglo, os hallabais opulentos. Vuestras fábricas de Riobamba, Latacunga y las interiores de Quito, os acarrearon desde Lima el oro y la plata. Desde el tiempo de la conquista, los fondos que sirvieron a su establecimiento, sin duda fueron muy pingües; pues que las casas de campo de Chillo, Pomasqui, Cotocollao, Iñaquito, Puembo, Pifo, Tumbaco, y todos los alrededores; los edificios de la Capital, sus templos públicos, sus pórticos, sus plazas, sus calles, sus fuentes están respirando magnificencia,

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y denotando, que la riqueza de aquellos tiempos, había traído y puesto en ejercicio el gusto de la arquitectura y la inteligencia del artífice perito; las ricas preseas que basta hoy se conservan en las arcas de algunas casas ilustres, muestran la pasada opulencia; finalmente, la extracción de dinero por la vía de Guayaquil, Lima y Cartagena tan continuada y verificada sin ingreso seguro ni conocido, hace ver que Quito era un manantial oculto y casi inagotable de los preciosos metales. Pero el conducto va a cegarse; el quilo o sangre que alimenta a los pueblos, ya se estanca. ¡Falta la plata! ¡Qué enorme diferencia de tiempos a tiempos! Pero ¿qué pensáis, señores, que el último despecho, el caimiento y la debilidad de entregarse a la muerte, será el medio de no sentirla, o que solo este medio os obliga a escoger la necesidad calamitosa de vuestra suerte? No, señores, esta necesidad ha sido en otros siglos, en otras regiones, en otros climas y pueblos, ya cultos y ya bárbaros, el instante en que por una feliz revolución ha hecho crisis la máquina, y ha obtenido gloriosa victoria sobre el mal que la oprimía. Contemplaos, ya, señores, en este caso en que la necesidad os debe volver inevitablemente industriosos. Por un momento, juzgad que sois quiteños, a quienes en el más violento apuro, siempre se le ofrecen recursos y arbitrios poderosos. No desmayéis; la primera fuente de vuestra salud sea la concordia, la paz doméstica, la reunión de personas y de dictámenes. Cuando se trata de una sociedad, no ha de haber diferencia entre el europeo y el español americano. Deben proscribirse y estar fuera de vosotros aquellos celos secretos, aquella preocupación, aquel capricho de nacionalidad, que enajenan infelizmente las voluntades. La sociedad sea la época de la reconciliación, si acaso se oyó alguna vez el eco de la discordia en nuestros ánimos. Un Dios, que de una masa formó la naturaleza, nos ostenta su unidad y la establece. Una religión que prohíbe que el cristiano se llame de Cefas, ni de Apolo, Bárbaro o Griego, nos predica

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su inalterable uniformidad y nos la recomienda. Un soberano, que atiende a todos sus vasallos como a hijos; que con su real manto abraza dos hemisferios y los felicita; que con su augusta mano sostiene dos vastos mundos y los reúne, nos manifiesta su individual soberanía, su clemencia uniforme, su amor imparcial y nos obliga a profesarle. Finalmente, un Dios, una religión, un soberano harán los vínculos más estrechos en vuestras almas y en vuestra sociedad; sobre todo, la felicidad común será el blanco a donde se encaminarán vuestros deseos. Yo sé que cierta emulación, como característica de nuestro pue­ blo, podrá intentar esparcir, o el veneno de la discordia, o el mal olor del desprecio sobre los que sensibles a su mejor estableci­ miento, tratasen del de la sociedad patriótica; pero ella cederá a la generosidad del mayor número de individuos, que quieren ahogar con sus acciones los conatos de aquella hidra. Aun puede ser mayor y más funesto otro escollo que puede sobrevenir. Los genios prontos, los espíritus de fuego, las almas nobles, suelen rehusar sujetarse a opiniones y proyectos que ha dictado otro individuo. Las felices ocurrencias que no vinieron a su mente, por más meritorias que sean, no solo pierden alguna parte de su valor, sino que de positivo arrastran tras sí la desgracia de no ponerse en planta. Si esta suele ser la común y desdichada resulta del orgullo, yo querría, señores, no os admiréis, que el orgullo nacional fuese la segunda fuente de la pública felicidad. Sí, señores, el orgullo es una virtud social; ella nace de aquella llama vital nobilísima, que distingue al indolente del hombre sensible, al generoso del abatido, al ilustre del plebeyo: es ella un efecto de brío nacional, que Quintiliano, gran retórico y gran conocedor del corazón humano, halló que era la pasión de las almas de mejor temple. Si por ella no quisiéramos que otros nos aventajasen en conocimientos, por ella, querríamos ser los primeros que corriésemos a abrir a nuestros compatriotas nuevas 152

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sendas a su felicidad. Ved aquí, señores, vencida la dificultad, deshecho el encanto y convertido, a influjo de aquella prodigiosa metamorfosis que obra el amor de los semejantes, un vicio en virtud; y ved aquí, que ya todo quiteño supone, no como un pensamiento nuevo, el proyecto de sociedad, sino como una idea mil veces imaginada y otras tantas abrazada prácticamente en la Europa; pero como una idea útil, necesaria y digna de seguirse en Quito. Ala verdad, en la misma Europa, no fue España la primera que en este siglo la renovase. Los cantones suizos la resucitaron; y España, atenta a su bien, más que a la pueril vanidad de no ser imitadora, la adoptó, reconociendo cada día más y más las ventajas de este sistema político. ¿Pues, qué falta entre nosotros para seguir su ejemplo? ¿O qué sobra para impedir entre nosotros su escuela y ejecución? Nada: y lo que importa es aprovechar las consecuencias útiles de esta noble pasión, digo, del quiteño orgullo, hacerle imaginar a cada uno, que en la lista de los socios, por un error de la pluma, ocupa el último lugar; pero al mismo tiempo representarle seriamente, que el ánimo de quien la manejó, no fue ni es deprimir al uno y distinguir al otro, anteponer a aquel y posponer a ese otro. No quiera el cielo que el orgullo insensato posea al quiteño generoso, hasta obligarle a que repare con celo o con desagrado, si se le guardó en la nomenclatura el puesto de preferencia. La escrupulosa intención del que la dirigió es no solo hacer ver, sino suplicar reverentemente a cada uno, que entienda que es el primero en los méritos del gusto, del talento y del patriotismo; que una mano manca y defectuosa, no pudo acertar ni determinar debidamente la colocación de los sujetos, por haberse sujetado al rápido desorden con que la atropellaba la tumultuaria memoria; pero que cada uno de los socios, con sus estímulos, con sus producciones, con sus esmeros al adelantamiento de la sociedad y sus dignos objetos, será el que pregone su importante habilidad, y el que con sus actos heroicos señale el lugar que le corresponde; y sin envilecerse ni

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abochornarse, diga, con el modesto silencio que guarde: este es el puesto que yo merezco. (Continuará). E f e c t o s d e s e n s i b i l i d a d p a t r ió t ic a C a r t a e s c r it a a l r e d a c t o r d e l o s p e r ió d ic o s

Muy señor mío: salud y gracia: El establecimiento de esa socie­ dad patriótica es una empresa digna de sus ilustrísimos autores, y un proyecto de magníficas esperanzas. Sus primicias van exci­ tando el sopor letárgico en que yacían muchos entendimientos fecundos; les van restituyendo a la vida racional, y no falta más que la permanencia para que la naturaleza humana recobre to­ dos los derechos que la pertenecen dentro de estas provincias, donde sus rivales, los vicios, habían echado profundas raíces. Pa­ recen tan sólidas las ventajas que ofrece a favor del bien público, que será indolencia en los particulares desatenderlas. No podía la caridad, ignominiosamente desterrada de las gran­ des poblaciones, haber excogitado medio más oportuno para restituirse a ellas, y extender su amoroso dominio, hasta en los corazones de sus mismos adversarios. Así pues, todas las veces que merezca tener cabimiento entre los de la clase de supernumerarios, un amigo, no menos de los pai­ sanos que de el país, el cual desea, con eficacia, ser útil al reino, y hace algunos años procura conformar su conducta, con las máxi­ mas inmortales del libro de la vida, yo estoy pronto a erogar por su ingreso, las impensas necesarias. Él es humilde y oficioso; apetece con preferencia las ocasiones de obedecer a las de mandar... Sabe que nuestra edad tiene mayor indigencia de fieles ejecuciones, que de arreglados mandatos.

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Número 6 De hoy jueves 15 de marzo de 1792 Historia literaria y económica

Se continúa el discurso dirigido a la ciudad de Quito a efecto de establecer una Sociedad Patriótica. e otra manera incurriríais, señores,... pero callo. Vosotros sabéis mejor que yo el juicio que de vosotros formaría el mundo literario; y yo, que vengo a admirar vuestras cualidades honoríficas a la dignidad del hombre, a pronunciar en alta voz vuestro carácter sensibilísimo de humanidad, solo puedo deciros, que, desde tres siglos ha, no se contenta la Europa de llamarnos rústicos y feroces, montaraces e indolentes, estúpidos y negados a la cultura. ¿Qué os parece, señores, de este concepto? Centenares de esos hombres cultos no dudan repetirlo y estamparlo en sus escritos. Si un astrónomo sabio, como Mr. de la Condainine, alaba los ingenios de vuestra nobleza criolla, como testigo instrumental de vuestras prendas mentales, no faltan algún temerario y extranjero que publique que se engañó y que juzgó preocupado de pasión el ilustre Académico. Y Mr. Paw se atreve a decir, que son los americanos incapaces de las ciencias, aduciendo por prueba, que desde dos siglos acá, la Universidad de San Marcos de Lima, la más célebre de todas las américas, no ha producido hasta ahora un hombre sabio. ¿Creeiéis, señores, que estos Robertson, Raynal y Paw digan lo que sienten? ¿Qué hablen de buena fe? ¿Qué sea añadiendo a los

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monumentos de la Historia las luces de su Filosofía? ¡Ah, que esta suya característica les obliga a adelantar especies con que quieren justificar su irracionalidad! Su Filosofía los conduce a querer esparcir sobre la faz del Universo el espíritu de impiedad; y con esta dura porfía, quieren hallar bajo del círculo polar del Equinoccio y de las regiones australes, salvajes, a quienes no se hace perceptible la idea de que existe un Ser Supremo. El objeto de otros que nos humillan es diverso, y dejando de ser impío, no se excusa de ser cruel. Pero todos afectan olvidar en las regiones del Perú, la profunda sabiduría de Peralta, la universal erudición de Figueroa, la elocuencia y bello espíritu de... Pero vengamos, señores, más inmediatamente a nuestro suelo. Aquí se presenta una alma de esas raras y sublimes, que tiene en la una mano el compás, y en la otra mano el pincel; quiero decir, un sabio, profundamente inteligente en la geografía y geometría y diestro escritor de la historia. Un sabio ignorado en la Península, no bien conocido en Quito, olvidado en las Américas, y aplaudido con elogios sublimes en aquellas dos Cortes rivales, en donde por opuestos extremos, la una tiene en parte la severidad del juicio, y la otra por patrimonio el resplandor del ingenio. Londres y París celebran a competencia al insigne don Pedro Maldonado; y su mérito singular le concilio el aplauso y admiración de las nacio­ nes extranjeras; sus obras de gran precio, que contienen las me­ jores observaciones sobre la Historia Natural y la Geografía, las reserva Francia como fondos preciosos de que Quito ha querido, teniendo el Patronato, hacerle la justicia de que goce el usufruc­ to. La Sociedad, a su tiempo, deberá destinar un socio que pro­ nuncie un día el elogio fúnebre del señor don Pedro Maldonado, gentil hombre de Cámara de S. M. C., y a cuya no bien llorada pérdida el famoso señor Martín Folkes, Presidente de la Sociedad real de Londres, tributó las generosas lágrimas de su dolor. Ha-

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hiendo hecho yo memoria de un tan raro genio quiteño que vale por mil, excuso nombrar los Dávalos, Chiribogas, Argandoñas, Villraroeles, Zuritas y Onagoytias. Hoy mismo, el intrépido don Mariano Villalobos descubre la canela, la beneficia, la acopia, la hace conocer y estimar. Penetra las montañas de Canelos, y sin los aplausos de un Fontenelle, logra ser, en su línea, superior a Toumefort, porque su invención, más ventajosa al estadd, hará su memoria sempiterna. Según la condición y temperamento (si se puede decir así) de las almas quiteñas, mucho ha sido, señores, que en el seno de vuestra patria no saliesen los Homeros, los Demóstenes, los Sócrates, los Platones, los Sófocles, Apeles y Praxíteles, porque Quito ha ministrado la proporción feliz para que sus hijos, no solamente adelantasen en las letras humanas, la moral, la política, las ciencias útiles y las artes de puro agrado, sino aun para que fuesen sus inventores. Recorred, señores, por un momento los días alegres, serenos y pacíficos del siglo pasado, y observaréis, que cuando estaba negado todo comercio con la Europa, y que apenas después de muchos años se recibía con repiques de campanas el anuncio interesante de la salud de nuestros soberanos, en el que bárbaramente se llamaba Cajón de España, entonces, estampaba las luces y las sombras, los colores y las líneas de perspectiva, en sus primorosos cuadros, el diestro tino de Miguel de Santiago, pintor celebérrimo. Entonces mismo, el padre Carlos con el cincel y el martillo, llevado de su espíritu y de su noble emulación, quería superar en los troncos, las vivas expresiones del pincel de Miguel de Santiago; y en efecto, puede concebirse, a qué grado habían llegado las dos hermanas, la escultura y la pintura, en la mano de estos dos artistas, por solo la negación de S. Pedro, la Oración del huerto y el Señor de la columna, del padre Carlos. ¡Buen Dios! En esa era, y en esa región, a donde no

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se tenía siquiera la idea de lo que era la anatomía, el diseño, las proporciones, y en una palabra los elementos de su arte, miráis, señores, icón qué asombro, qué musculación, qué pasiones, qué propiedad, qué acción, y, finalmente, qué semejanza o identidad del entusiasmo creador de la mano, con el impulso e invisible mecanismo de la naturaleza! Esto es, señores, mostraros superficialmente el genio inventor de vuestros paisanos en los días más remotos y tenebrosos de nuestra Patria. Podemos decir, que hoy no se han conocido tampoco los principios y las reglas; pero hoy mismo veis cuánto afina, pule y se acerca a la perfecta imitación, el famoso Caspicara sobre el mármol y la madera, como Cortez sobre la tabla y el lienzo. Estos son acreedores a vuestra celebridad, a vuestros premios, a vuestro elogio y protección. Diremos mejor: nosotros todos estamos interesados en su alivio, prosperidad y conservación. Nuestra utilidad va a decir en la vida de estos artistas; porque decidme, señores, ¿cuál en este tiempo calamitoso es el único, más conocido recurso que ha tenido nuestra capital para atraerse los dineros de las otras provincias vecinas? Sin duda que no otro que el ramo de las felices producciones de las dos artes más expresivas y elocuentes, la escultura y la pintura. Oh, ¡cuánta necesidad entonces de que al momento elevándoles a maestros directores a Cortez y Caspicara, los empeñe la sociedad al conocimiento más íntimo de su arte, al amor noble de querer inspirarle a sus discípulos, y al de la perpetuidad de su nombre! Paréceme que la sociedad debía pensar, que acabados estos dos maestros tan beneméritos, no dejaban discípulos de igual destreza; y que en ellos perdía la patria muchísima utilidad: por tanto su principal mira debía ser destinar algunos socios de bastante gusto, que estableciesen una academia respectiva de las dos artes. Este solo pensamiento puesto en práctica, pronostico, señores, que será el principio y el progreso conocido de nuestras ventajas en todas líneas.

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Número 7 Jueves 29 de marzo de 1792 Historia literaria y económica

Se concluye el discurso sobre el establecimiento de una Sociedad Patriótica en Quito. l quiteño, cualquiera que sea, es amigo de la gloría. (¿Cuál alma noble no es sensible a esta reluciente corona del mé­ rito?) Así se elevará sobre sus fuerzas naturales. Deseará aventajarse a los demás, inflamará el suave fuego de la verdade­ ra emulación, engrandecerá su espíritu, y todo será aspirar a la perfección, correr a la fatiga meritoria y morir en medio de las tareas, esto es, en el lecho del honor. Pero ya cuando una chis­ pa elétríca, difundida en todos los corazones de mis patricios, esparcida en su sangre y puesta en acción en toda su máquina, encendiese sus espíritus animales, agitase sus músculos y violen­ tase a las ejecuciones bien concertadas y nada convulsivas a to­ dos sus miembros, va, me flguro, señores, (y creo que vosotros ya os representáis vivamente), que el agricultor toma el arado, abre más profundos los surcos, beneficia de mejor manera el terreno, siembra más dilatadas campiñas, aumenta sus desvelos y coge un millón más de mieses y de fríitos; que el artista toma con ardor todos los instrumentos de su labor, se inicia en los principios de su oficio, obra por reglas en sus trabajos, levanta el precio a sus

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efectos y hace estimar con el aplauso y el premio la hechura de su sudor y de su habilidad. Que el joven destinado a las letras reco­ rre las lenguas, aprende a hablar científicamente, toma el gusto a las antigüedades, busca y conoce los verdaderos elementos de las ciencias, las sondea y se hace dueño de su fondo, de sus mis­ terios y de su extensión muy vasta, retratándonos después en su modestia y amor a la humanidad el filósofo y el hombre sabio; que el hombre público y el hombre privado, el rico de la hacien­ da y el rico de talentos, que todo quiteño, en una palabra, corre el diseño, prepara los arreos, arbitra los medios, vence las difi­ cultades, facilita los trabajos, economiza los gastos, y calculando con el amor patriótico el buen éxito, emprende la apertura de los caminos y en especial hacia el norte, el de Malbucho,1para facilitarse desde muy poca distancia navegar en el mar del Sur, y, si quiere, internar al puerto de Cartagena en muy pocos días. ¡Oh, qué espectáculo tan brillante y feliz! Lo de menos es lograr el vino y aceite en abundancia, tener el pescado fresco, vario y deli­ cado, todos los frutos del Perú y aun de Europa con comodidad; lo más es, señores, (y ya lo estoy viendo) resucitar Ibarra, poblar­ se Cotacachi, formarse colonias en Lita y Malbucho, aprestarse embarcaciones en Limones y Tumaco, llenarse en fin, todo un continente de innumerables brazos para el estado, de corazones para la humanidad, de cabezas para las ciencias útiles, de almas para Dios. ¡Oh Jijón! ¡Oh generoso y humanísimo Jijón! Cuando digo estas dulces palabras me enternezco y lloro de gusto, al ver hasta qué raya de heroísmo hiciste llegar tu amor patriótico. De­ jas a París, abandonas a Madrid, olvidas la Europa toda y todo el globo, para que de todo esto provenga la felicidad de Quito. Eres un héroe, y para serlo, te basta ser quiteño. No digo otra cosa, porque el que conoce un poco el mundo, y el que haya penetrado un poco tu mérito, dirá que hablo con moderación. Las manufac­ turas llevadas hasta su mayor delicadeza; fomentado el algodón

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hasta sus últimas operaciones; refinada, en fin, la industria hasta el último ápice; ved aquí, señores, los fondos para mantener un mundo entero, y para que este mundo, con recíproca reacción, reanime la universalidad de los trabajos públicos. Ved aquí los pensamientos más benéficos a la humanidad; los proyectos más útiles, más sencillos, más adaptables a la constitución política de Quito; las ideas profundas del gran Jijón, la práctica feliz a que volará una nación espirituosa y sensible como la quiteña. Pero (¡oh Dios inmortal, si oyes propicio mis votos!) la sociedad es la que en la Escuela de la Concordia hará estos milagros, renovará efectivamente la faz de toda la tierra, y hará florecer los matri­ monios y la población, la economía y la abundancia, los conoci­ mientos y la libertad, las ciencias y la religión, el honor y la paz, la obediencia a las leyes y la subordinación fidelísima a Carlos iv. Verá entonces la Europa, pues que hasta ahora no lo ha visto o ha fingido que no lo ve, que la más copiosa ilustración de los espíritus, que el más acendrado cultivo de los entendimientos, que la entera proscripción de la barbarie de estos pueblos, es la más segura cadena del vasallaje. Desmentirá a los Hobbes, Grocios y Montesquieus, y hará ver que una nación pulida y culta, siendo americana, esto es, dulce, suave, manejable y dócil, ami­ ga de ser conducida por la mansedumbre, la justicia y la bon­ dad, es el seno del rendimiento y de la sujeción más fiel; esto es, de aquella obediencia nacida del conocimiento y la cordiali­ dad. Por lo menos, desde hoy sabrá la Europa esta verdad; pues desde hoy sabe ya lo que sois ¡oh quiteños! en las luces de vues­ tra razón natural. El Lord Chatán, aquel Demóstenes de la Gran Bretaña, ese ángel tutelar de la nación inglesa, decía, hablando de sus colonos americanos que entonces estos romperían los en­ laces de unión con la Metrópoli, cuando supiesen hacer un clavo. Axioma político, mil veces, y desde los primeros días de la con­ quista, desmentido por los quiteños según lo que quería decir el

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elocuente inglés porque vosotros, señores, sabéis fabricar desde el clavo hasta la muestra, desde la jerga hasta el paño fino, desde el rengo hasta el terciopelo, desde la lana hasta la seda y más adelante; con todo esto, vuestros mismos conocimientos, vues­ tra misma habilidad, vuestra misma penetración profunda, os ha unido con vuestros jefes y os ha hecho amar y respetar a vuestros reyes. Así, ahora nada implora la sociedad, para su confirmación y distribuciones diarias de los trabajadores. Con tan preciosas virtudes se ha hecho acreedor a la gratitud de la patria. Ella levantará a su tiempo su voz enérgica para aceptar sus servi­ cios; y ella misma, entonces, sellará los labios de la malignidad insensata, que ha propendido unas veces a difundir el mérito de don José Pose, otras veces a esparcir noticias funestas de la im­ posibilidad de la apertura, siempre a impedir que se verifique esta; porque las almas bajas ponen su gloria en las desdichas de su Patria, y quieren sacar sus triunfos del abatimiento y ruina de sus semejantes Ella va entonces (señores, lo pronostico con confianza) a nacer en el seno de la felicidad, va a ser la primera de las Américas, va a servir de modelo a las provincias convecinas, va a producirse, en una palabra, como emanación de luz, de la humanidad y del quiteñismo. ¡Feliz yo si con mi celo ardiente soy capaz de sacrificarle mis débiles esfuerzos! ¡Si el órgano de mis labios es el precursor de sus obras! Si mi Patria recibe mis ansias, si acepta mis ruegos, si premia el aliento de mi palabra, con las operaciones de sus manos industriosas. Si respira el aura vital de la generosidad y el honor... ah, pero, señores, yo estoy a enorme distancia de vuestro suelo, una cadena de inmensas cordilleras me separa de vuestra vista. Habito, señores, aunque de paso, un clima frío, término boreal y distante 3 grados 58 minutos de la línea equinoccial, bajo la que tuve la dicha de nacer, y así me contento con pediros;

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de otra manera, estando a vuestra presencia, esto es, bajo vues­ tra protección, y saber, os mandaría valientemente. Sí, señores, estando en Quito, la influencia feliz de vuestro clima me habría fecundado de aquellas palabras luminosas que hacen ver los ob­ jetos como son en sí; me habría llenado de expresiones patéticas que hacen sentir los efectos; me habría proveído de pensamien­ tos, reflexiones y discursos animados, que os manifestasen en su propio carácter la vergüenza, la concordia, el honor y la gloria; en fin, el cielo quiteño me daría aquella elocuencia victoriosa con la que no solo os persuadiría sino os obligaría poderosamente a decir: ya somos consocios, somos quiteños, entramos ya en la escuela de la concordia, de nosotros renace la Patria, nosotros somos los árbitros de lafelicidad. N ota:

1En otro de nuestros periódicos haremos la descripción de la apertura de este camino. Por ahora se hace necesario decir que está casi enteramente verificada y próxima a tocar con el embarcadero que ofrece el río de Santiago. Parece que no percibimos todavía las ventajas que vamos a sacar de la comunicación con el mar y sus costas feracísimas, porque no nos atrevemos a creer se haya abierto el camino hasta lo más íntimo de los bosques impenetrables que era preciso ven­ cer. Pero a pesar de estos obstáculos que se juzgaban insuperables, en especial, si se atendía a la miseria y pobreza, que experimentamos, don José Pose Pardo, actual Corregidor de Ibarra, va a poner glorioso fin a esta empresa. Su genio in­ fatigable, su constancia, celo y honor han constituido el manantial y fondo de ri­ quezas, que ha gastado en las distribuciones diarias de los trabajadores. Con tan preciosas virtudes se ha hecho acreedor a la gratitud de la patria. Ella levantará a su tiempo su voz enérgica para aceptar sus servicios; y ella misma, entonces, sellará los labios de la malignidad insensata, que ha propendido unas veces a difundir el mérito de don José Pose, otras veces a esparcir noticias funestas de la imposibilidad de la apertura, siempre a impedir que se verifique esta; porque las almas bajas ponen su gloria en las desdichas de su Patria, y quieren sacar sus triunfos del abatimiento y ruina de sus semejantes.

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El nuevo Luciano de Quito (Fragmento)

Conversación novena. La oratoria cristiana

Dr. Murillo: Ea, Señor mío, al paseo, que es buena tarde, y tarde de Pascuas. Dr. Mera: Salgamos luego, amigo, a lograrla, pero para no perder tiempo, ha de decir Vm. al momento lo que se ha de tratar. Dr. Murillo: Parece que a Vm. se le tramontan las luces de las especies. Pues ¿no se estipuló tratar hoy del sermón doloroso de mi Señor Doctor Don Sancho? Dr. Mera: Sí, mas hay que hablar muy poco sobre el asunto. Dr. Murillo: ¿Cómo ha de ser eso? ¿Víspera de mucho y día de nada? ¿Tanto aparato y ruido, para ninguna fiesta? Diré yo en­ tonces: que muy guapo sacó la espada, pero nada hizo. Dr. Mera: Eso es manifestar que tuvo poca atención a las conver­ saciones de toda esta semana, y poca memoria de lo que en ellas hemos tratado. Pues, es no conocer que en ellas está la cabal idea de nuestro orador. Pero ya que está costeado el cuento, vamos a la aplicación. Dr. Murillo: ¡Ah! Ya caigo en cuenta, y aunque yo sea lerdo, ahora no es menester mucho para entender lo que se me quiere decir.

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Entiendo, pues, que Vm. quiere descubrir que ya que mi Señor Don Sancho de ninguna manera ha entrado en la buena latini­ dad, en la verdadera retórica, en la legítima poesía, en la exacta filosofía, en la teología más metódica, en la moral más cristiana, en el íntimo conocimiento de la Escritura santa, y en tantas otras cosas que Vm. ha dicho, no es perfecto orador. Dr. Mera: No nos andemos por las ramas. Ha sido, sin duda, este mismo el objeto secundario de mis conversaciones. Dr. Murillo: Luego ¿ya se ha acabado nuestra conversación? Lue­ go ¿van a buenos aires todos los quiteños oradores? Dr. Mera: No es este negocio de mi cuenta. Pero si Vm. quiere gobernarse por lo que dice el príncipe de la oratoria acerca de los requisitos que debe tener un orador profano, parece que debe confesarlo así. Debe poseer (dice Cicerón) la sutileza del lógico, la ciencia del filósofo, casi la dicción del poeta, y hasta los movi­ mientos y las acciones del perfecto actor o representante. Y en la ciencia del filósofo se comprenden todas las facultades, y un fondo de verdadera sabiduría, para dominar en los afectos y la voluntad de todo hombre, persuadiendo verdades útiles y salu­ dables, que le vuelvan contenido en los límites de la razón, y me­ jorado en el estudio de la piedad. Dr. Murillo: Cicerón pediría todo eso, por decir que nada ignora­ ba; y aun pediría todo lo que se le antojó. Dr. Mera: Asimismo se hace, Vm. injuria hablando de esa ma­ nera. No hay literato de cualquiera nación que sea, que no re­ conozca a Cicerón por hombre muy versado en las materias que concernían a la oratoria; y no hay alguna nación culta que no le mire como príncipe de los oradores, y el árbitro soberano de la más perfecta elocuencia.

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Dr. Murillo: Pero, ¿qué tiene que ver el orador profano con el sagrado? Dr. Mera: ¿Qué tiene que ver? Muchísimo; el fin de uno y otro es persuadir, con esta diferencia, que el profano pretende volver al hombre de bien, el sagrado solicita formar el verdadero cristiano. El profano no tiene más obligación que saber aquellas facultades que dicen relación a las obligaciones y costumbres humanas, respecto del hombre racional; pero el orador cristiano debe saber aquellas otras ciencias que tocan en las obligaciones del hombre como discípulo de Jesucristo y constituido en la necesidad de practicar las leyes de Dios y la ética purísima del Evangelio. Dr. Murillo: Bien estaba yo barruntando que ha de venir Vm. a estomagarme conque, para la oratoria cristiana era necesaria la santa Escritura, porque en todo la mete. Dr. Mera: Ha pensado Vm. admirablemente: la Escritura es su principal fuente. Dr. Murillo: No tal, que Vm. se ha engañado, se engaña y se engañará por los siglos de los siglos, si así lo afirmase. Dr. Mera: ¿Será engaño para Vm. una verdad establecida en el cristianismo por todas las más claras luces de la Iglesia? Dr. Murillo: Decíalo, porque a cierta lumbrera de la Iglesia, esto es un Señor Magistral, le oí decretar magistralmente, que para predicar no era necesaria la Escritura. Dr. Mera: Sea quien fuese su Magistral de Vm. él no supo lo que se dijo. Dr. Murillo: ¡Tómese esa! ¡Chúpate ese huevo! Y que mal humoradote se ha levantado Vm. de la siesta, Señor Doctor.

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Dr. Mera: ¡Qué! ¿le ha parecido a Vm. muy mal mi ingenua resolución? Dr. Murillo: Señor mío, muy mal. Parece muy osada y poco in­ genua, porque no he de creer que un Señor Magistral, que car­ ga puños muñecales, que se precia de empujar bien y con facili­ dad el verbum Domini,que dice que predica a la francesa, que se leda Señoría por todos sus compañeros, y que dizque se llama el maestro teólogo y el maestro predicador en todas partes adonde se han instituido iglesias catedrales o colegiatas, ignore lo que solo Vm. quiere saber, no advirtiendo que, respecto de cualquier eclesiástico del coro, es otro cualquiera presbítero solamente un pelón repelado de letras. Dr. Mera: Amigo, diga Vm. lo que quisiere, repito que él no supo lo que se dijo. Para lo que es preciso que Vm. haga memoria de lo que le tengo dicho acerca de la doctrina que deben tener los sacerdotes y acerca de la obligación que les corre de poner todos los medios para adquirirla. Infiéralo Vm. mejor de los Cánones VIH y XI de los Concilios III y iv Lateranenses, en donde se hace la institución del Magistral y del Teologal de las catedrales y co­ legiatas. El Magistral en estas partes tiene y debe hacer las ve­ ces del Teologal, antes no obtiene otro empleo que la prebenda teologal, mandada establecer también por el Concilio de Trento. Por lo que su principal oficio es, según los lugares que he citado y otros artículos conciliares, predicar todos los días domingos y en las fiestas solemnes de la Iglesia. También es su obligación ex­ poner públicamente la segunda Escritura tres veces a la semana; y como estas funciones piden estudio y preparación de ánimo, sucediendo que al mismo Prebendado Magistral o Teologal le toca de derecho responder a las cuestiones canónicas y resolver las dudas teológicas que ocurrieren, de allí es que el tal Preben­ dado, aunque falte del coro, se debe reputar presente para hacer

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suyas las distribuciones; y las hará lícitamente suyas, sin cargo de restitución, si empleare útilmente el tiempo en este género de estudio. Vea Vm. por aquí ahora, que su Magistral, ignorante de su obligación, no supo lo que se dijo. Dr. Murillo: No tengo qué replicar; pues lo dice el cura, sabido lo tiene. Pero quizá no será mi Señor Doctor Don Sancho del mismo pensamiento que mi Magistral sobre la Escritura. Dr. Mera: Doctor Murillo, sin quizá; pues ¿qué paralelo ha de ha­ ber de un hombre (no se quién es este su Magistral), que no sabe el A, B, C de su obligación, con el Doctor Don Sancho, que supo sin duda desde el juniorado que la Escritura era indispensable para la prédica? Dr. Murillo: Cuenta, Señor mío, que vaya Vm. a caer en algunas inconsecuencias, porque ya oigo algunas veces supo, otras veces no supo. Dr. Mera: Sin vanidad podré decir a Vm. que no temo parecer inconsecuente. Va Vm. a oirlo: supo Don Sancho desde niño la necesidad de esta fuente esencial de la oratoria cristiana; pero, a la verdad, no supo la Escritura ni el uso legítimo que de ella se debía hacer. Ya dije a Vm. en otra conversación, que no teníamos catedrático de Escritura en nuestras aulas. Y es de notar, no sé si diga nuestra necedad, o nuestra ambición, o nuestra extravagancia, que, olvidados de nuestro ministerio, que requiere el estudio de las divinas letras, como olvidados de las prohibiciones que hacen los Decretos de los Concilios de Reims y de Tours a los Regulares, de estudiar y enseñar leyes, temamos a nuestros Padres Milanesio, Larrain y Garrido de catedráticos de ellas; porque en el método que seguían daban a conocer tener más en la memoria los párrafos de la Instituía, que las Decretales ni los Cánones. Mas sobre la Instituía, sus

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progresos los limitaban a las averiguaciones especulativas, y eran institutarios más sutiles y metafíisicos que Amaldo Vinio. Las facultades extrañas se deseaban tratar de intento, las propias del estado no se dictaban, ni había catedráticos. Pero yo me he alegrado grandemente, desde que tuve algún discernimiento, para la elección de estudios y de libros, de no haberlos tenido; porque cualquiera maestro nos hubiera invertido el seso con la cansada Suma del Padre Florencio Santos. Era esta tomar un lugar de la Escritura, y andarse revolviendo en la cabeza, y trasladando al papel mil dificultades, reparos, aplicaciones, sentidos, alegorías, en una palabra, mil locuras, ajenas al sentido del sentido genuino, serio y sagrado de la Escritura. Este Padre, como todos los demás de aquel obscurísimo tiempo, se andaba a caza de sentidos misteriosos, sutiles, figurados y alegóricos, haciendo frecuentísimos enlaces y matrimonios de unos lugares con otros, con lo que sacaban de sus quicios la Escritura. Así, un predicador viejo de nuestra Compañía era capaz de formar un sermón en un solo cuarto de hora con el texto más inconexo y distante del objeto de quien se había de predicar. Con solo hacer algunos reparülos ingeniosos, a su arbitrio, sobre la autoridad de algunos comentadores voluntariosos, se suele decir: «así la púrpura de mi sapientísimo Cayetano»; o «como lo asegura el gran Silveira»; con solo querer averiguar la etimología de las palabras, cata allí fabricando un gran sermón, y habilitado un excelente predicador. Podría referir a Vm. muchos ejemplos de estos de nuestros Padres; pero hoy no estamos para vagar en todo lo que pensáremos. Dr. Murillo: Aespacio un poquito; ¿cómo no nos hemos de instruir en esto que se dice bueno? Porque mire Vm., yo he oído usar de la Escritura a un íntimo amigo mío, en el sentido más natural, obvio y primoroso que se puede pensar. Ello, él es un ángel, y un milagro para aplicar los pasajes. Vm. ha de confesarme que tengo

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razón, en oyéndome. Primer ejemplo: propúsose por asunto en un sermón de Dolores predicar dolores gloriosos de la Virgen María; y vea que hombre tan feliz y tan agudo este mi amigo. A la horita halló el texto probatorio y lo aplicó: Dolores gloriosae Beatae Virginis Mariae. ¡Qué asombro! Segundo ejemplo: en la fiesta de la Cruz Santa, que en cierta parte hacían los mercaderes de Quito, se le ofreció a mi amigo que predicó, alabar al gremio que le costeaba diciéndole que era maravilloso; aquí está lueguecito el texto, vertiendo almíbar: ¡O admirable commercium! ¡Qué pasmo! Tercer ejemplo: en la fiesta quiso traer la circunstancia de que asistía el Juez de Comercio Don Martín Lanas; pues aquí viene a entrar la Escritura como a su casa, dijo: Qui dat nivem sicut lanam, nebulam sicut cinerem spargit. Ved, fieles, a Don Martín Lanas, que tiene esparcidos los cabellos que ya empiezan a encanecer: nebulam sicuti cinerem spargit. Cuarto ejemplo: en la misma fiesta pretendió persuadir que en el Evangelio se había profetizado, que esa fiesta había de ser autorizada con la asistencia de Don Angel Izquierdo, y, pardiez, que lo probó; he aquí las santas palabras: Unusad dextram et alter ad sinistram. Angel Izquierdo: alter ad sinistram. ¡Qué prodigio! No me olvidaré, no me olvidaré jamás, de este mi sutilísimo amigo; y es hombre que hace confianza de mí, para que apruebe sus composiciones latinas. Vamos, que es un pozo de sabiduría, y Vm. no ha de decir lo contrario. Dr. Mera: Vaya Vm. con sus ejemplos a provocar la risa del mis­ mo Heráclito; mas yo, en vez de reír, lloraré siempre este abuso, bastantemente extinguido en el día, este abuso, digo, pueril, bár­ baro, sacrilego y profano de las santas Escrituras. Su amigo de Vm. era el genio más frenético que se ha dado en esta vida. Dr. Murillo: Según eso, este y los Padres de la Compañía ignora­ rían el uso de la Escritura, como Vm. quisiera?

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Dr. Mera: Sí, Señor, los jesuítas lo ignoraron, e ignoró su amigo aun el modo de registrar un texto por las Concordancias. Esta corrupción venía, en primer lugar, del siglo tan aficionado a las alegorías, vivezas, galanterías de ingenio, y al vago sonido y con­ formidad de la voz latina. Venía en segundo lugar, de que apli­ cándose nuestros Padres a nuestros más famosos expositores, influían estos en sus escritos un gusto viciado, muy viciado y co­ rrompido, que reinó en Maldonado, Villalpando, Pineda, Tirino, Alápide, dedicados al sentido alegórico más que al literal. Dr. Murillo: Conque el Señor Doctor Don Sancho, sin duda, supo que era el fundamento de la oratoria la Escritura, pero no supo el verdadero uso y manejo de ella. Dr. Mera: Debía Vm. decir que supo únicamente los abusos de la Escritura. Pero ¿qué admira, si en tiempos más cultos de nuestra Compañía, un famoso predicador como Milanesio, en el sermón del difunto Obispo Polo y otros que he visto, abusa, por el sonido de la voz de la Escritura? Dígalo aquello de Juan, santo que mu­ rió de amor, con el texto discipulum quem diligebat lesus. Dr. Murillo: Señor, esto es caminar con pasos muy gigantes de crítico descomunal, y por la amistad que le profeso cordicitus, le puedo asegurar que no le ha nacido todavía el bozo de la barba para hacer crítica tan dura. Dr. Mera: En verdad que no tendría razón de decirme que no ten­ go edad para ser crítico, si solo se había de atender al número de los años y no al mérito del talento, porque ya pasó de los cuarenta y dos años. Dr. Murillo: Aun son pocos, y a mi juicio le queda que llegar, cuando menos, a mi edad, para tomarse los privilegios de criticar. Acá los viejos, y más si estudiamos en algún colegio de nombre,

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como en la Compañía, hendemos y rajamos con magisterio por donde nos da la gana, alabamos el tiempo de nuestra juventud, censuramos la conducta de los presentes, y pronosticamos muy mal de los futuros. ¿Qué importa que Vm. tenga alguna pobrecita ciencia, y una andrajosa media capa de capacidad ambateña, tal vez parecida a la del paisano Fray Judas pero si le falta experien­ cia, en una palabra, si le falta edad para ordenarse de crítico? Dr. Mera: Si yo tuviera capacidad, talento, y los requisitos ne­ cesarios para serlo, le persuadiera a Vm. que era muy ajeno de razón el atenderme la edad. Viéneme a la memoria que no es Vm. el primero que requiere la serie prolija de los años. Ya Justo Lipsio había hecho el mismo reparo, pidiendo que se prohibiese a toda persona que tuviera menos de veinticinco años, el tener o pretender el cargo de corrector; de otra suerte, que fuese tenido por intruso, y que sus correciones no fuesen registradas en las actas públicas. Mas ¿quién hará esta Ordenanza?, y ¿quién será el juez? El país de las letras es un país libre, donde todo el mundo presume tener derecho de ciudadano. Sobre este pie, debía Vm. hacerme un poco más de favor, tan solamente en atención a mis cuarenta y dos años. Dr. Murillo: Sí Señor, hágole a Vm. todo el favor que necesita. Es, pues, Vm. crítico hecho y derecho, crítico de todos los tiempos, crítico de los críticos, y sempiterno crítico. Y, si por falsedades puede haber buen crítico, también es crítico de esta manera. Dr. Mera: ¡Me ha hecho Vm. el mayor insulto! ¡Qué horror! Ser crítico infiel y mentiroso es ser el monstruo más horrible en la república literaria. Es ser la peste más... [...]

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B iblioteca básica de autores ecuatorianos

(BBAE) 1. Literatura de la colonia (I)

8. Literatura del siglo xx (III)

Fray Gaspar de ViUarroel Juan de Velasco Eugenio de Santa Cruz y Espejo

Gustavo Alfredo Jácome Jorge Icaza Alfredo Pareja Diezcanseco Raúl Andrade

2. Literatura de la colonia (II)

Juan Bautista Aguirre Ramón Sánchez de Viescas Rafael García Goyena José de Orozco 3. Literatura del siglo xrx (I)

José Joaquín de Olmedo Dolores Veintimilla de Galindo Julio Zaldumbide Remigio Crespo Toral 4. Literatura del siglo xix (II)

Juan León Mera Manuel J. Calle Luis A Martínez Roberto Andrade Miguel Riofrío

9. Literatura del siglo xx (IV)

Hugo Mayo Pablo Palacio Humberto Salvador 10. Literatura del siglo xx (V)

Jorge Carrera Andrade Gonzalo Escudero Alfredo Gangotena Manuel Agustín Aguirre 11. Literatura del siglo xx (VI) Adalberto Ortiz Nelson Estupiñán Bass Ángel F. Rojas 12. Literatura del siglo xx (VII)

5. Literatura del siglo xix (III)

Juan Montalvo Fray Vicente Solano José Peralta Federico González Suárez Marietta de Veintemilla 6. Literatura del siglo xx (I)

Ernesto Noboa y Caamaño Alfonso Moreno Mora Humberto Fierro Arturo Boija José María Egas Medardo Ángel Silva 7. Literatura del siglo xx (II)

Enrique Gil Gilbert Demetrio Aguilera Malta Joaquín Gallegos Lara José de la Cuadra

Gonzalo Zaldumbide Benjamín Carrión Leopoldo Benites Isaac J. Barrera Aurelio Espinosa Pólit Gabriel Cevallos García 13. Literatura del siglo xx (VIII) Jorge Enrique Adoum César Dávila Andrade Efraín Jara Idrovo 14. Literatura del siglo xx (IX)

Pedro Jorge Vera Alejandro Carrión Arturo Montesinos Malo Alfonso Cuesta y Cuesta Rafael Díaz Icaza Miguel Donoso Pareja

15- Literatura del siglo xx (X)

Eugenio Moreno Heredia Jacinto Cordero Espinosa Carlos Eduardo Jaramillo Ileana Espinel Rubén Astudillo y Astudillo Fernando Cazón Vera 16. Literatura del siglo xx (XI)

Alfonso Barrera Valverde Francisco Granizo Ribadeneira José Martínez Queirolo Filoteo Samaniego Francisco Tobar García 17. Contemporáneos (I)

Agustín Cueva Dávila Alejandro Moreano Hernán Rodríguez Castelo Fernando Tinajero Villamar 18. Contemporáneos (II) Iván Égüez Raúl Pérez Torres Eliécer Cárdenas

22. Contemporáneos (VI) Juan Andrade Heymann Vicente Robalino Bruno Sáenz Sara Vanegas Coveña 23. Contemporáneos (VII) Carlos Béjar Portilla Carlos Camón Abdón Ubidia Jorge Velasco Mackenzie 24. Contemporáneos (VIII) Marco Antonio Rodríguez Jorge Dávila Vázquez Vladimiro Rivas Iturralde Natasha Salguero 25. Contemporáneos (IX)

Oswaldo Encalada Alicia Ortega Santiago Páez Aleyda Quevedo Rojas Raúl Vallejo 26. Contemporáneos (X)

19. Contemporáneos (III) Rocío Madriñán Sonia Manzano Julio Pazos Barrera Alicia Yánez Cossío

Carlos Arcos Cabrera Modesto Ponce Huilo Rúales Raúl Serrano Javier Vásconez

20. Contemporáneos (IV) Iván Carvajal Alexis Naranjo Javier Ponce Antonio Preciado Humberto Vinueza

27. Contemporáneos (XI)

21. Contemporáneos (V)

28. Contemporáneos (XII)

Jaime Marchán Francisco Proaño Arandi Juan Valdano

María Eugenia Paz y Miño Juan Manuel Rodríguez Lucrecia Maldonado Gilda Holst

Gabriela Alemán Fernando Balseca Juan Carlos Mussó Leonardo Valencia Oscar Vela

UTPL UNivtMiMO r f c h i c a n u m c u u u i o t loja

BIBLIOTECA BASICA DE AUTORES ECUATORIANOS

Impreso en Ecuador en octubre de 2015 Para la portada de este libro se han usado caracteres A Love ofThunder, creados por Samuel John Ross, Jr. (1971). En el interior se han utilizado caracteres Georgia, creados por Matthew Cárter y Tom Rickner.

Literatura de la Colonia L itkkatura m .

ia

C o l o n ia (i)

Fray Gaspar de Villarroel Juan de Velasco Eugenio de Santa Cruz y Espejo L itkkatura i>k

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C o l o n ia (II)

Juan Bautista Aguirre José de Orozco Ramón Sánchez de Viescas Rafael García Goyena

Literatura del siglo xix L itkkatura

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(I)

José Joaquín de Olmedo Dolores Veintimilla de Galindo Julio Zaldumbide Remigio Crespo Toral L itkkatura

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XIX (II)

Juan León Mera Manuel J. Calle Luis A. Martínez Roberto Andrade Miguel Riofrío L itkratuka DKL SIGIO XIX (III)

Juan Montalvo Fray Vicente Solano José Peralta Federico González Suárez Marietta de Veintemilla