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CURSO: ÉTICA PROFESIONAL DuocUCVicerrectoría Académica Dirección de Formación General Programa de Formación Ética para el Trabajo-PFET

RESUMEN DE CONTENIDOS BÁSICOS UNIDAD I

PRESUPUESTOS ANTROPOLÓGICOS

ANTROPOLOGÍA DE LA PERSONA

(Bibliografía: Fundamentos de Antropología, de Ricardo Yepes Stork)

I.1. Niveles de la vida; el hombre como ser racional Trataremos de mostrar qué es el hombre en tiempos en que casi nadie lo sabe aunque casi todos desean saberlo; asumiendo que la realidad humana es demasiado rica y compleja como para abarcarse en una sola mirada. Con esta salvedad, lo primero será la consideración del hombre como ser vivo. Ello nos llevará a revisar sus características básicas y el mínimo común denominador que comparte con los animales y otros seres vivos, lo que a su vez nos permitirá adentrarnos en aquello que lo diferencia.

I.1.1. Características del ser vivo Los seres vivos se diferencian de los inertes en que tienen vida. Vivir es, ante todo, moverse a uno mismo, automoverse, o –y en el decir de Aristóteles– “lo vivo es aquello que tiene dentro de sí mismo el principio de su movimiento, aquello que se mueve solo, sin necesidad de un agente externo que lo impulse”. Esto es, entonces, lo primero que puede decirse de la vida. Otra de sus características es la unidad: un ser vivo es un individuo, un uno indivisible que no puede separarse en partes sin que muera y deje de estar vivo. Una tercera característica de la vida es la inmanencia, palabra que proviene del latín in-manere y que significa permanecer en, es decir, quedar dentro, quedar guardado. Inmanente es lo que se guarda y queda dentro. Los seres vivos realizan operaciones inmanentes con las que guardan algo dentro de sí; ellos son los receptores de su propia acción, de lo que siempre les queda algo como producto. Por ejemplo, comer, leer, llorar o dormir, aparte de reflejarse hacia fuera, son acciones que de un modo u otro quedan en el sujeto que las realiza, en su interioridad. Pero también es característico de los seres vivos la autorrealización. El ser vivo crece y se desarrolla encaminado hacia un fin, hacia su perfección o plenitud. Hay un realizarse del ser a lo largo del tiempo. Por último, la vida tiene un ritmo cíclico y armónico: su movimiento se repite, vuelve a empezar una y otra vez. Todo ser vivo nace, crece, se reproduce y muere.

1 I.1.2. Grados de vida Suelen distinguirse tres grados o formas de vida: vegetativa, sensitiva e intelectiva. Aunque todos los seres vivos comparten la característica esencial de que viven, no todos son iguales, es decir, no todos viven de la misma manera. Esta escala o graduación tiene que ver con los grados de inmanencia. Comer una manzana, refunfuñar y pensar en alguien, por ejemplo, son tres grados diferentes de una perfección cada vez mayor. No sólo la inmanencia sino también las demás características vitales se dan en los seres vivos superiores en grados más perfectos que en los inferiores. Así, en los superiores hay más movimiento, más unidad, más inmanencia y mayor autorrealización que en los inferiores. Veamos algunas características que ilustran las diversas formas de la escala de la vida.

a) Vida vegetativa: como lo indica su nombre, es la propia de las plantas, caracterizada por la presencia de tres funciones básicas: nutrición, crecimiento y reproducción. También se denominan funciones vegetativas, por ser propias de esta primera gradación vital.

b) Vida sensitiva: es el segundo grado, propio de los animales. Ellos poseen un sistema perceptivo que les permite cumplir las funciones vegetativas mediante la captación de estímulos, y que funciona mediante la respuesta que se entrega ante un estímulo; es decir, en esta forma de vida el ser viviente tiene la capacidad de reaccionar ante la estimulación, externa o interna. Con todo, es preciso distinguir aquí algunas cosas. Los animales en general, si bien reaccionan a estímulos, lo hacen instintivamente, esto es, sin que haya una respuesta propia por cada individuo de la especie. Esta respuesta viene dada, precisamente, por la especie; de manera que las reacciones de cada individuo son idénticas a las de cualquiera otro de esa misma especie. Se habla, por ello, de fines instintivos, que al animal le vienen dados y que no elige: los recibe genéticamente y no puede no dirigirse hacia ellos, no puede sino actuar en pos de esa finalidad. Una vez conocido o captado el estímulo, la respuesta frente a él se desencadena necesariamente.

c) Vida intelectiva: es el tercer grado en la escala de la vida, propio del hombre. Aquí se rompe el automatismo estímulo-respuesta que se advertía en la vida animal, pues el ser humano se mueve hacia un fin que él mismo se da, que él mismo se otorga. Puesto que esta finalidad de las acciones sólo puede hacerse mediante el ejercicio de la razón, a este grado de la vida se le denomina intelectivo: implica el uso de la razón y exige la consideración que el intelecto puede hacer de los fines. Las características propias de este nivel son:

1. El hombre elige intelectualmente sus propios fines, y conforme a ellos actúa y vive. Con todo, es preciso

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establecer que no todos los fines son elegidos, pues se conservan los vegetativos propios de la especie. Por su parte, el hombre también se da a sí mismo fines que otros individuos de su especie no tienen, aunque comparte con ellos un fin último común, que es la felicidad.

2. En el hombre, los medios que le conducen a los fines no le vienen dados sino que debe encontrarlos. Hay, pues, distinción entre medios y fines. Una vez que ha elegido los fines –salvo el caso de aquellos aspectos de la vida vegetativa, ya dados—, debe discernir los medios para alcanzarlos. El ser humano elige y busca fines, y ensaya medios para alcanzarlos. Cada hombre se propone objetivos propios, distintos a aquellos que son comunes a la especie. Tanto, que el instinto logra ser desplazado por el aprendizaje. En efecto: en el hombre, el aprendizaje es mucho más importante que el instinto. Dado que la elección de fines y medios, y su puesta en práctica, son en buena medida producto del aprendizaje, a diferencia de los animales, casi todo lo que hace el hombre resulta de lo aprendido y no del instinto: andar, comer, hablar, leer… En suma, vivir. Este aprendizaje es de la mayor relevancia porque al ser humano no le basta con nacer, crecer, reproducirse y morir para alcanzar su realización (como sí ocurre, por ejemplo, con una flor o un pájaro; que son y se realizan plenamente de manera instintiva). Su vida no es automática ni se agota en los fines específicos o propios de su especie: lo propiamente humano, de cada hombre, es darse a sí mismo fines, y elegir los medios para llevarlos a cabo. Esto es lo que llamamos libertad: que el hombre sea dueño de sus fines (que tenga la capacidad de perfeccionarse a sí mismo mediante el logro de ellos) y de los medios para alcanzarlos. En el ser humano se rompe el circuito necesario estímulo-respuesta de los animales, quedando, por decirlo así, “abierto”. Por ejemplo, si estoy en una ciudad donde el agua del grifo no es potable y tengo mucha sed, puedo tomar la decisión de beber o no beber, arriesgándome a hacer una enfermedad intestinal. Es decir, no existe una relación necesaria que no pueda ser menos que ésa: estímulo-sed y respuesta-beber. En otras palabras, la satisfacción del instinto exige la intervención de la razón. El hombre, como decíamos, necesita aprender a vivir. Y para hacerlo necesita razonar. Si no controla sus instintos mediante la razón, no los controla de ninguna manera. Si no quiere hacerse daño a sí mismo o a otros, el hombre tiene que aprender a moderar, desde la razón, las fuerzas de sus instintos; so pena, por ejemplo, de actuar agresivamente. Si el hombre no se comporta según la razón, sus instintos crecen de medida y se tornan “des-mesurados”; cosa que no ocurre a los animales, cuyo control es inconsciente y automático. En este sentido, puede decirse que el hombre, si no es racional, es peor que los animales: la fuerza de lo instintos le crece de tal manera que no hay ley que los modere. Entre otras cosas, esta es una de las consecuencias de la libertad.

I.2. Notas definitorias de la persona Anteriormente hablábamos de la inmanencia (lo que el sujeto hace queda

2 en él). Decíamos también que hay diversos grados de vida, cuya jerarquía viene establecida por el distinto grado de inmanencia de las operaciones que se realicen en cada una de ellas; como el comer, por ejemplo, que es menos inmanente que pensar. Con todo, en esta jerarquía no debe entenderse al hombre como un mero agregado de niveles a la manera de una adición, sino como una totalidad estructural en la que la presencia de los niveles superiores modifica los inferiores. El conocimiento intelectual y el querer, por ser inmateriales, no se manifiestan orgánicamente: son interiores. Sólo conoce estas facultades quien las tiene, y sólo se comunican mediante el lenguaje o la conducta: nadie puede leer los pensamientos de otro porque están dentro de la persona y queda a su decisión comunicarlos.

a) La primera nota que define a la persona es la intimidad, que indica un dentro que sólo ella conoce. Mis pensamientos no los conoce nadie hasta que los comunico. “Tener interioridad, un mundo interior abierto para mí y oculto para los demás, es intimidad: esto es, una apertura hacia dentro”. La intimidad es el grado máximo de inmanencia porque no se trata sólo de un lugar donde las cosas quedan guardadas para uno mismo sin que nadie las vea, sino de un dentro que crece y del que brotan realidades inéditas que no estaban antes: son las cosas que se nos ocurren, los planes que ponemos en práctica, nuestras invenciones, etc. Como la intimidad tiene capacidad creativa, la persona es una intimidad de la que brotan novedades: es capaz de crecer. Ahora bien: aunque las novedades brotan de dentro, tienden a salir fuera; como sería el caso de quien escribiese una novela.

b) La segunda nota que define la persona es la manifestación de la intimidad, esto es, la posibilidad de sacar de sí lo que hay en su interior. La persona es un ser que se manifiesta, que puede mostrarse a sí mismo y mostrar las novedades que tiene; es un ser que se expresa, que muestra lo que lleva dentro.

c) Una tercera nota definitoria de la persona es la libertad. Tanto la intimidad y su manifestación indican que es dueña de sí misma y de sus actos. La libertad es una de las características más radicales. La persona es libre, vive y se realiza libremente siendo dueña de sus actos. d) La cuarta nota que define la persona es su capacidad de dar. Es capaz de sacar de sí lo que tiene para dar o regalar. Sólo las personas son capaces de dar. Pero para que haya posibilidad de dar es necesario que alguien acepte, que alguien se quede con lo que damos. A la capacidad de dar corresponde una capacidad de aceptar, y aceptar es acoger en nuestra propia intimidad lo que nos dan. Dar no es dejar algo abandonado, sino que alguien lo acoja. Si ello no ocurre, no hay dar y sólo dejar. Sólo se da algo a alguien.

e) La quinta nota que define la persona es el diálogo con otra intimidad. El “yo doy y tú recibes”, “yo hablo y tú escuchas”, “yo te pregunto y tú contestas”, “tú me llamas y

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yo voy”. Una persona sola no puede manifestarse, dar ni dialogar; y se frustraría por completo. El hombre no puede pasarse sin manifestar su intimidad, dando, dialogando y recibiendo

I.2.1. La intimidad: el yo y el mundo interior Lo íntimo es lo que sólo conoce uno mismo: lo más propio, lo personal. Intimidad significa mundo interior, un lugar donde sólo yo puedo entrar. Lo íntimo es tan central al hombre que hay un sentimiento natural que lo protege: la vergüenza o pudor, que es, por así decir, la protección elemental de la intimidad, la apertura u ocultamiento espontáneo de lo íntimo frente a las miradas extrañas. Así existe el derecho a la intimidad, que asiste a quien es espiado sin que lo sepa o abordado públicamente por desgracias o asuntos personales. El pudor es el sentimiento que surge cuando vemos descubierta nuestra intimidad sin quererlo: cuando se nos sorprende realizando algo que no queremos o no deseamos que se sepa. Todo lo que el hombre tiene pertenece a su intimidad: el cuerpo, la ropa, el armario, la habitación, la casa, etc. Ninguna intimidad es igual a otra porque cada ser humano es irrepetible: nadie puede ser el Yo que Yo Soy. La persona es única e irrepetible porque es un alguien, como la contestación a la pregunta “¿Quién eres?”. Persona significa inmediatamente “quien”, y “quien” significa un ser que tiene nombre, que es alguien ante los demás y distinto. Entre otras razones, los hombres siempre han puesto un nombre a sus hijos o a sus semejantes por esto mismo: porque el nombre designa a la persona y es propio, personal e intransferible. Ser persona no sólo significa ser reconocido por los demás como tal sino como tal persona concreta. Como poseemos conciencia de nosotros mismos, no somos intercambiables. Yo no puedo cambiar mi personalidad con nadie, mi Yo no es intercambiable con nadie. La palabra Yo apunta a ese núcleo de carácter irrepetible: Yo soy Yo, y nadie más es la persona que Yo soy ni lo será nunca.

La manifestación: el cuerpo La manifestación de la intimidad de la persona al mostrarse o expresarse a sí misma, y a las novedades que saca de sí, se realiza a través del cuerpo; y, gracias a éste, a través del lenguaje y la acción. ¿Por qué esta manifestación se realiza a través del cuerpo?

1. Solemos experimentar que nuestra interioridad no se identifica con el cuerpo y que más bien se encuentra en él. Sin embargo, smos nuestro cuerpo y al mismo tiempo lo tenemos; podemos usarlo como instrumento porque tenemos un dentro, una conciencia desde la cual lo gobernamos. Así, el cuerpo, aunque no se identifica con la intimidad de la persona, forma parte de sí misma: yo soy también mi cuerpo. El cuerpo es el mediador entre el dentro y el fuera, entre la persona y el medio. Es, por lo tanto, la condición que posibilita la manifestación humana.

3 La persona expresa y manifiesta su intimidad a través del cuerpo. 2. Esto se ve sobre todo en el rostro. El rostro representa externamente a la persona. Se suele decir que la cara es el espejo del alma, porque en la cara se asoma la persona.

3. La expresión de la intimidad se realiza también mediante un conjunto de acciones que se llaman expresivas, a través de las cuales el hombre expresa sensaciones, imaginaciones, sentimientos, pensamientos, deseos. Reírse, llorar, fruncir el seño, echar una mirada de indignación o desviarla, incluso “tener mala cara”, son expresiones de lo que uno lleva dentro.

4. Otra forma de manifestar la intimidad es hablar. Se trata de un acto mediante el cual exteriorizo mi intimidad y lo que pienso se hace público, de modo que puede ser comprendido por otros. La palabra nació para ser compartida; el hombre es ante todo un ente que habla.

5. El cuerpo forma parte de la intimidad, en fin, porque la persona es también su cuerpo. La tendencia espontánea a proteger la intimidad ante miradas extrañas envuelve también el cuerpo, que es parte de mí. Nos vestimos porque el cuerpo no se muestra de cualquier manera, como no se muestran de cualquier manera los sentimientos más íntimos. El hombre se viste porque su cuerpo forma parte de su intimidad y no está disponible para cualquiera. Pero asimismo, al vestirme me distingo de los otros dejando claro quién soy, pues no somos todos iguales. La personalidad se refleja también en el modo de vestir, que es el estilo. El vestido mantiene el cuerpo dentro de la intimidad. Por eso es que el nudismo no es natural, porque no es natural renunciar a la intimidad.

I.2.2. El diálogo: la intersubjetividad Una forma de manifestar la intimidad es hablar, decir lo que uno lleva dentro. Siempre se dirige a un interlocutor, pues el hombre necesita dialogar. La necesidad de diálogo es una de las cosas de las que más se habla hoy en día. Tenemos necesidad de explicarnos, de que alguien nos comprenda. Las personas hablan para que alguien las escuche, no se dirigen al vacío. La necesidad de desahogar la intimidad y compartir el mundo interior con alguien que nos comprenda es muy fuerte entre las personas. El hombre no puede vivir sin dialogar porque es un ser constitutivamente dialogante. Así, el que no dialoga con otras personas lo hace consigo mismo (adolescente), o adopta ciertas formas de diálogo con la naturaleza (con los animales, por ejemplo). Por el hecho de ser persona, el hombre necesita el encuentro con el “tú”, con alguien que nos escuche, nos comprenda y nos anime. El lenguaje no tiene sentido si no es para una apertura a los demás. Esto se comprueba al ver que la falta de diálogo es lo que motiva casi todas las discordias, y la falta de comunicación lo que arruina las comunidades humanas (matrimonios,

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familia, empresas e instituciones). La comunicación es uno de los elementos sin los que no hay verdadera vida social.

I.2.3. El dar Que el hombre sea un ser capaz de dar significa que se realiza como persona cuando extrae algo de su intimidad y lo entrega como valioso a otra persona que lo recibe como suyo. En esto consiste el amor. Y así se expresa, por ejemplo, en los sentimientos de gratitud hacia los padres: uno es consciente que ha recibido de ellos la vida, la nutrición y la educación, entre otras muchas cosas, y que estamos, por así decir, en deuda: la de dar algo a cambio. La intimidad se constituye y se nutre con aquello que los demás nos dan, con lo que recibimos como regalo, como sucede en la formación de la personalidad humana. Por eso nos sentimos obligados a corresponder a lo recibido. Cuanto más intercambio de dar y recibir tengo con otros, más rica es mi intimidad. Por su parte, no hay nada más enriquecedor que una persona que tiene mucho que enseñar y decir. Pues, en suma, lo más propio de la persona es “salir” de sí misma.

I.2.4. La libertad La libertad es una nota de la persona tan radical como las anteriores, e incluso más. La persona es libre porque es dueña de sus actos. Pero también es dueña del principio de sus actos, de su intimidad y de la manifestación de ésta. Al ser dueña de sus actos, también lo es del desarrollo de su vida y su destino: lo voluntario es lo libre.

I.3. La persona como fin en sí misma Las notas de la persona que acabamos de comentar –intimidad, manifestación, dar, dialogar, ser libre – nos permiten verla como lo que es: una realidad en cierto modo absoluta, no condicionada por ninguna realidad inferior o del mismo rango, siempre por lo mismo objeto de respeto. El derecho y la autoridad, en cualquiera de sus formas, nunca pueden perder de vista lo anterior. El respeto al otro es la actitud más digna del hombre, porque al hacerlo se respeta a sí mismo. Cuando no lo hace, se degrada. Dicho de otro modo: la persona es un fin en sí mismo. Es lo que Kant expresara al sugerir: “Obra de tal modo que trates a la humanidad, sea en tu propia persona o en la de otro, siempre como un fin, nunca sólo como un medio”. El hombre existe como un fin en sí mismo y no simplemente como un medio para ser usado por ésta o aquélla voluntad. Usar a las personas es instrumentalizarlas. Es decir:

a) Tratarlas como seres no libres, mediante el uso de la fuerza o de la violencia, que no son legítimas en cuanto las rebajan a la calidad de esclavos. Nunca es lícito negarse a reconocer y aceptar la condición personal, libre y plenamente humana de los demás. Esto, aunque no suele negarse teóricamente, sí ocurre en la práctica: mediante la fuerza física, la presión psicológica, quitando a otros la libertad de decisión, etc.

4 b) Servirse de ellas para conseguir fines propios. Esto se llama manipulación y consiste en dirigir a las personas como si fueran autómatas o instrumentos, procurando que no sean concientes de que están sirviendo a intereses ajenos y no a los suyos propios, libremente elegidos. La actitud de respeto hacia las personas es el reconocimiento de su dignidad, reconocimiento que se basa en el hecho de que todos somos igualmente dignos y merecemos ser tratadas como tales. Todos tenemos derecho a ser reconocidos, no sólo como seres humanos en general, sino como personas concretas: con una identidad propia y diferente a la del resto, nacida de nuestra biografía, situación, modo de ser y ejercicio autónomo de nuestra libertad. La forma actual más universalizada de expresar el reconocimiento debido a todo hombre son los derechos humanos. La persona tiene un cierto carácter absoluto respecto de sus iguales e inferiores. Pues bien, para que este carácter absoluto no se convierta en una nueva opinión subjetiva, es preciso afirmar que el hecho de que dos personas se conozcan mutuamente como absolutas y respetadas en sí mismas sólo puede suceder si hay una instancia superior que las reconozca a ambas como tales: un absoluto del cual dependen ambas de algún modo. No hay ningún motivo suficientemente serio para respetar a los demás si no se reconoce que, al hacerlo, se respeta a aquel que me hace a mí respetable frente al resto. Estando solos dos iguales frente a frente, quizá exista para el más fuerte la tentación de no respetar al otro. Pero si ambos reconocen en ese otro a aquel que lo hace a cada uno respetable, entonces no habrá derecho a maltratar y a negar reconocimiento, porque se maltrataría a aquel que a su vez construye mi dignidad: habría injusticia con quien se está en profunda deuda. En resumen: la persona es un absoluto relativo, es decir, sólo lo es en tanto depende de un absoluto radical, que está por encima y respecto del cual todos dependemos. I.4 Naturaleza humana, ética y perfectibilidad La pregunta “¿Qué es el hombre?” apunta a aquello que todos tenemos en común, que suele llamarse esencia o naturaleza. El debate acerca de qué sea la naturaleza humana ha dado lugar a interpretaciones tan variadas que, antes de estudiar su concepto, es preciso esclarecer su acepción general y particular. I.4.1. La teleología natural (el fin) Una de las características de los seres vivos es la tendencia a crecer y desarrollarse hasta alcanzar sus telos, que significa al mismo tiempo fin y perfección. Por otra parte, el bien es aquello que es conveniente para cada cosa, porque la completa, la desarrolla, la lleva a su plenitud: “El bien final de cada cosa es su perfección última”. Así, el bien tiene carácter de fin y ambos significan perfección. La naturaleza del hombre es precisamente el despliegue de su ser hasta alcanzar ese bien final que constituye su perfección. Todos los seres alcanzan su verdadero ser cuando culminan el proceso de su desarrollo, y especialmente el hombre. Así, su naturaleza tiene carácter final o teleológico, entendido como el despliegue o desarrollo de las propias tendencias hasta su perfeccionamiento. Lo más importante en el hombre son los fines, es decir, aquellos objetivos hacia los cuales tiende y se inclina.

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I.4.2. Los fines de la naturaleza humana Lo natural es propio del hombre. Pero, ¿qué es lo natural? Lo que le es propio; y hemos visto que lo propio del ser humano es ejercer sus facultades o capacidades. Lo natural en el hombre es, por tanto, el desarrollo de sus capacidades. Este desarrollo se dirige a un fin, que es conseguir lo que es objeto de esas facultades. Lo natural y propio del hombre es alcanzar su fin, y el fin del hombre es perfeccionar al máximo sus capacidades, y en especial las superiores . Las capacidades superiores del hombre son la inteligencia y la voluntad, y a cada una de ellas corresponde un objeto preciso: la verdad a la inteligencia y el bien a la voluntad). El bien es lo conveniente; el objeto de una inclinación, sea racional o apetitiva. La verdad se define como la realidad conocida. La inteligencia busca el conocimiento de la realidad y, cuando lo logra, alcanza la verdad, que es el bien propio de la inteligencia: abrirse a lo real. Por lo tanto, lo natural en el hombre es alcanzar la verdad y el bien a los cuales se inclina su naturaleza. Cuando decimos alcanzar, estamos indicando un largo camino, un proceso trabajoso: “Lo natural en el hombre no se alcanza al principio, sino al final”. Lo natural en el hombre, como en todos los demás seres, tiene carácter de fin; es algo hacia lo cual se dirige. Si lo natural en el hombre es alcanzar el desarrollo de sus capacidades, esto se consigue al final: al principio es sólo una aspiración, un programa, una tendencia, un deseo o inclinación. Por tanto, la pregunta “¿Qué es el hombre?” se transforma más bien en esta otra: “¿Qué es capaz de llegar a ser el hombre?”. La naturaleza humana posee auto-trascendencia, que es otro modo de decir apertura, actividad y posesión de aquellos fines que le son propios: “El hombre es el ser que sólo es él mismo cuando se trasciende a sí mismo”, es decir, cuando va más allá de lo que es, hacia lo que todavía no es. Esto, también, es libertad; lo que el hombre es debe verse a la luz de lo que puede llegar a ser. I.4.3. Naturaleza humana y ética La naturaleza humana radica en alcanzar libremente la verdad y el bien, es decir, los objetivos de sus facultades superiores. Esto es lo que el hombre puede y debe hacer. Por tanto, debe insistirse en que la naturaleza humana radica en alcanzar el fin que le es más propio. En la definición hemos introducido la palabra “libremente” porque el ejercicio de la libertad es una nota de la persona. Esto quiere decir varias cosas:

1. Que el bien y la verdad sólo se pueden alcanzar libremente. Nadie que no quiera puede llegar a ellos obligado.

2. Que alcanzarlos no está asegurado, porque no son algo necesario sino objeto de la libertad. Uno los alcanza si quiere, si no, no. Es decir, los fines de la naturaleza humana se pueden conseguir o no. Depende de la libertad, de que a mí me de la gana. El hombre puede favorecer las tendencias naturales, pero también puede ir contra ellas; como en el caso de una huelga de hambre o un suicidio. Así también mentir, que es un acto voluntario que no favorece la búsqueda de la verdad.

5 De ahí la frase. “El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que ella es”. 3. Los modos concretos de alcanzar la verdad y el bien no están dados, porque es la libertad la que tiene que elegirlos. Está dado el fin general de la naturaleza humana, pero no los fines intermedios ni los medios que conducen a esos fines. Es decir, hay mucho que decidir. La orientación general está dada por nuestra naturaleza, pero ésta necesita que la libertad elija los fines secundarios y los medios. Es como si todos fuésemos europeos con una cita muy importante en Orlando, USA. Habrá que llegar allí, cada uno lo hará cómo y por dónde quiera, pero todos desde Europa. 4. Dado que no está asegurado que alcancemos nuestros fines naturales (es decir, antes de llegar a Orlando pueden ocurrir muchas desagracias por el camino), la naturaleza humana tiene unas referencias instintivas para la libertad, unas normas tipo “guía de viaje”. Si se cumple lo indicado en ella, vamos bien, estamos un poco más cerca del objetivo de nuestras tendencias naturales. Si no, nos alejamos de él. La primera de las normas de esta “guía de la naturaleza humana” se puede formular así: “¡Desarróllate, logra los bienes que eres capaz!”. O bien: “¡Sé el que puedes llegar a ser!, ¡sé tu mismo!”; frases todas que tradicionalmente se han formulado así : “Haz el bien y evita el mal”. Los principios antes señalados tienen el carácter de norma moral o ética pues tienen como fin establecer cauces para que la libertad elija de tal modo que constituya los fines y tendencias naturales, y no vaya contra ellos. Dicho de otra manera, para que llegue al término del viaje. La ética estudia, precisamente, cómo y de qué modo son obligatorias las normas morales y cuáles son, en concreto, esas normas o leyes. De todo lo conclusiones:

anterior

podemos

sacar

las

siguientes

1. La naturaleza humana radica en el desarrollo de la persona, que le permita alcanzar los fines de sus facultades inteligentes o superiores. 2. Este desarrollo es libre y no está asegurado (o condicionado): se colabora con las tendencias naturales sólo si se quiere. Más aún: de hecho “pueden” rechazarse los fines naturales y elegirse otros en su lugar. 3. Es necesario que existan normas éticas que recuerden a la libertad el camino hacia los fines naturales. 4. Aunque las normas tienen carácter perceptivo (están ahí porque la realidad humana está ahí y tiene sus leyes, es decir, sus caminos), no se cumplen necesariamente. Es preciso la acción de la voluntad. 5. El desarrollo de la persona y el logro de sus fines naturales tienen un carácter moral o ético. La ética es algo intrínseco a la persona, a su educación y a su desarrollo natural. 6. La ley de la libertad humana es la ética, puesto que es su criterio de uso. Así, la ética no es un “reglamento” que busca molestar a los que viven según les place sino que sin ética no hay desarrollo de la persona ni armonía del alma. A poco que se considere quién es el hombre, enseguida surge la evidencia de que por ser persona se es necesariamente ético. Es algo que, por decirlo de otra manera, surge del hombre mismo en cuanto éste se pone a actuar: es su “guía de viaje” para la acción, para llegar a destino.

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7. La ética ayuda a elegir aquellas acciones que contribuyen a nuestro desarrollo natural. La naturaleza humana se realiza y perfecciona mediante decisiones libres, que nos hacen mejores porque desarrollan nuestras capacidades.

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8. La ética no es un prejuicio religioso, o una norma argumentativa para que la sociedad funcione. Es algo que está intrínsecamente inmerso en la naturaleza humana, sin lo cual el hombre no sabe desarrollarse como hombre. El hombre o es ético o no es hombre.

9. La naturaleza humana como perfectibilidad intrínseca da a los hábitos una importancia radical, puesto que modifican al sujeto que los adquiere, modelando su naturaleza de una determinada manera. Como la naturaleza humana radica en el desarrollo de la persona permitiéndole alcanzar los fines de sus facultades inteligentes, resulta claro que ella se perfecciona con los hábitos. El hombre se perfecciona a sí mismo adquiriéndolos y se le hace más fácil alcanzar sus fines.

10. Que el hombre tenga la capacidad de perfeccionarse a sí mismo hasta alcanzar su fin, nos permite definirlo como un ser intrínsecamente perfectible también en el sentido de que o se perfecciona a sí mismo o no se puede perfeccionar de ninguna manera. Por lo tanto, de la libertad depende el poder alcanzar la plenitud humana, que no es otra que la felicidad.

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7 UNIDAD II NOCIONES GENERALES ACERCA DEL TRABAJO

(Bibliografía : Encíclica Laborem Exercens;

R. Sada, Manual de Ética)

II.1. Naturaleza y fines del trabajo Un factor antropológico fundamental y de gran repercusión ética es la laboriosidad; entendida como la tendencia a hacer cosas de manera creativa, a transformar la materia de modo que sea útil y a prestar un servicio a los demás. El trabajo es una característica esencial del hombre. Tenemos la necesidad de trabajar no sólo para subvenir al sostenimiento propio y al de nuestra familia, sino también para lograr nuestro perfeccionamiento personal. El trabajo posibilita la actualización de las capacidades que nos son naturales y la adquisición de virtudes, y es un medio efectivo de servicio a los demás y de cooperación al bien común. Se trata de un deber contenido en nuestro ser mismo; por lo que puede decirse que sólo a nosotros, como seres humanos, nos corresponde el derecho de trabajar. II.1.1. Definición de trabajo La palabra trabajo deriva del vocablo latino trabs (traba, dificultad), que resalta su carácter oneroso. Dado que como concepto puede enfocarse desde muy distintas ópticas (económica , jurídica, sociológica, filosófica, etc.), para efectos de su tratamiento desde la perspectiva de la ética lo definiremos de la siguiente manera: Trabajo es el ejercicio de las facultades humanas aplicado sobre distintas realidades, para comunicarles utilidad y valor, haciendo posible a quien trabaja tender hacia su propio perfeccionamiento, obtener la satisfacción de sus necesidades vitales y contribuir a la creciente humanización del mundo y sus estructuras. Análisis de esta definición: a) El trabajo es una característica que distingue al hombre del resto de las criaturas. La actividad que realizan los demás seres vivos, relacionada con el mantenimiento de su vida, no es trabajo en sentido propio, sino simple “obediencia” al instinto. Así, por ejemplo, la abeja construye un panal y la hormiga transporta alimento. El trabajo es exclusivamente humano, ya que consiste en la aplicación de una tarea consciente (ejercicio de la inteligencia) para obtener un fin (ejercicio de la voluntad). Supone, entonces, la intervención de las potencias superiores, propias y exclusivas del ser racional. b) El trabajo es un medio y no un fin. En efecto, se trabaja para vivir, para perfeccionarse y para contribuir al bien común. Sin embargo, y dado su carácter preciso, existe el riesgo de convertirlo en un valor absoluto. Es aquí donde la

ética juega –y jugará—un papel fundamental, al otorgar precisamente un sentido a lo que hacemos. Por lo demás, contribuirá también a hacerlo más grato, evitando que los intereses económicos o sociales agraven su dureza propia. c) Dado que el trabajo es un medio, se orienta a fines, que son los siguientes: · El perfeccionamiento del individuo que trabaja. · La obtención de sus medios de subsistencia. · La contribución a lograr un mundo y unas estructuras más acordes con la dignidad del hombre. A continuación analizaremos el primer y principal fin del trabajo, esto es, el perfeccionamiento del hombre. II.1.2. El trabajo en sentido subjetivo: el hombre, sujeto del trabajo Por la naturaleza misma de las cosas, la persona humana es superior al trabajo que realiza y a los resultados que obtiene con él. De ahí resulta que el primer objetivo del trabajo sea el mismo hombre que trabaja. El hombre no está supeditado al trabajo, sino al revés. Al ser el hombre persona, esto es, un ser subjetivo capaz de obrar de manera programada y racional, de decidir acerca de sí y de realizarse, es el sujeto del trabajo. Como persona trabaja y realiza las acciones propias del proceso del trabajo. Dichas acciones, independientemente de su contenido objetivo, han de servir a la realización de su humanidad y al perfeccionamiento de su vocación de persona, que existe y tiene en virtud de esa misma humanidad. La supremacía de la dignidad de la persona sobre las cosas queda de manifiesto en el dominio que tiene el hombre sobre los bienes físicos que transforma. Cuando se invierte el orden y las cosas se convierten en un fin, su dignidad se degrada al volverse esclava de una realidad que, ontológicamente, es inferior a él. Por lo mismo, las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse no en su dimensión objetiva (lo realizado) sino en su dimensión subjetiva (quién lo realiza); esto es, las fuentes de la dignidad del trabajo han de buscarse, antes que en la calidad o importancia de lo producido, en la dignidad de la persona que trabaja. Esta concepción quita todo fundamento a la antigua división de los hombres en clases sociales, según el tipo de trabajo que se realiza. Esto no quiere decir que el trabajo, desde el punto de vista objetivo, no pueda o no deba ser de algún modo valorizado y cualificado; simplemente se trata de que el primer fundamento de su valor es el hombre mismo, él es su sujeto, y no aquello que realiza o sobre lo que lo realiza. En el mismo sentido, el hombre está destinado y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo es “en función del hombre” y no el hombre “en función del trabajo”. Existe una preeminencia del significado subjetivo del trabajo por sobre su significado objetivo. Aunque es cierto que algunos trabajos pueden tener un valor extrínseco u objetivo mayor o menor, lo que debe medirse en ellos es la dignidad del sujeto mismo del trabajo, o sea, de la persona que lo realiza. A su vez, e independientemente de la finalidad material del trabajo que se realiza, dicha finalidad no posee un significado definitivo por sí mismo. A fin de cuentas, la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por el hombre –aunque se trate del más corriente, monótono o marginal en la escala del modo común de valorar—sigue y seguirá siendo siempre el hombre mismo.

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II.2. El trabajo como medio de perfeccionamiento humano El trabajo no sólo expresa la dignidad del hombre, al situarlo por encima de todo el resto del orden físico, al cual domina, sino que ha de servir para “aumentar” esa dignidad, proporcionando al individuo el medio propicio en el que desplegar las potencialidades de su naturaleza. Esto significa que, al realizar las variadas acciones pertenecientes al proceso de trabajo, éstas han de servir a la realización de su humanidad, al perfeccionamiento de su vocación de persona. El trabajo es una realidad beneficiosa para el hombre aún cuando su realización implique esfuerzo, fatiga o cansancio. El trabajo es un bien para el hombre a pesar de ser un bonum ardum, un bien arduo, según la terminología de Santo Tomás de Aquino. Muchas veces es también un bien placentero, que colma de satisfacciones íntimas al individuo que labora. Pero, y en todo caso, es un bien digno; es decir, adecuado a la dignidad del hombre: un bien que expresa esa dignidad y que la aumenta. El trabajo es un bien del hombre y de su humanidad porque mediante él no sólo transforma y adapta el entorno a sus legítimas necesidades, sino porque realiza su ser mismo. En un cierto sentido, con el trabajo el hombre se hace más hombre. Si prescindimos de esta consideración, no se puede comprender el significado de la virtud de la laboriosidad; y, más en concreto, no se puede comprender por qué la laboriosidad puede ser una virtud. En efecto, la virtud, como actitud moral, es aquello por lo que el hombre llega a ser bueno como hombre. Todo orden social del trabajo que se considere recto; toda estructura laboral que pretenda ser justa, deberá necesariamente permitir al hombre “hacerse más hombre” e impedirle a su vez que, a través de él, se degrade y menoscabe en su propia dignidad y subjetividad. II.3. Fundamentos del bien hacer De lo anteriormente señalado es posible descubrir el fundamento de lo que denominamos bien hacer: el sujeto, la persona humana que realiza el trabajo, el hacer. Como nadie es una obra acabada, todos debemos conquistar nuestro ser de personas. Cada uno de nosotros posee una gama de potencialidades a desarrollar, y a cada uno compete ser el mejor trabajador posible, que redunde en ser mejor persona. Todo lo hecho muestra, de alguna manera, a su artífice; en alguna medida, cuando se mira lo realizado se puede ver también a quién lo hizo. Así, en el modo de hacer las cosas, en el cómo se realiza un trabajo o una tarea, se reflejará (se develará) a la persona misma. Pues, lo que hago me hace. Así, no da lo mismo la forma en que cada cual realiza su trabajo. Puede ser ocasión de perfeccionamiento o no, la persona puede hacerse más digna con él o no. Al ser sigue el deber ser. Al hecho de ser personas debe seguir el deber de ser lo que somos. Es por ello que a la naturaleza humana no le es ajeno el hacer del hombre, porque constituye la manera que tiene de desarrollar las potencialidades que ella misma posee. La manera de hacer las cosas bien, de ser mejor persona y desarrollar la propia naturaleza, es ejerciendo las virtudes humanas en el trabajo.

8 sería un ser atrofiado, incapaz de ser lo que es. Como señalábamos antes, el trabajo constituye para el hombre un medio que lo conduce a su plenitud –a su felicidad—, a aquello para lo cual fue creado. El trabajo es la vocación originaria y universal de toda persona, independientemente de sus aptitudes y limitaciones. La naturaleza está hecha para una dinámica creadora y emprendedora respecto del universo físico. El descanso, a su vez, sólo puede medirse por referencia al trabajo: el sueño inútil de los vagos y perezosos, de pasar la vida descansando, es un absurdo, una contradicción in termini. El descanso continuado sin el pilar del trabajo se convierte muy pronto en un triste aburrimiento. Sin embargo, no todo trabajo permite al ser humano realizar su vocación original. Un trabajo indigno o deshonesto, o un trabajo que se realiza sólo como medio o simple mercancía, no dignifica al hombre pues no lo considera como sujeto. Tampoco cumple con su vocación originaria quien realiza mal un trabajo, pierde el tiempo o hace difíciles las relaciones con las personas de su entorno. El hombre, al trabajar, debe unir dos claves que permiten hablar de trabajo propiamente humano: por una parte, hacer lo que debe hacer con la mayor perfección posible; y, por otra, que eso que se hace lo ayude a ser mejor persona, a hacerse mejor como persona y hacer mejor a las personas con las que trabaja. Dicho de manera más concreta, en el trabajo el hombre debe poder desarrollarse personalmente y fomentar en otros las virtudes humanas. En consecuencia, podemos decir que realizamos nuestra vocación original y nos hacemos más plenos en la medida en que realizamos nuestro trabajo de manera virtuosa. El acto de trabajar no sólo genera efectos externos, como la producción o transformación de algo, sino que repercute interiormente en quien lo ejecuta. Así, para que el trabajo favorezca la dignidad propia del ser humano, es necesario que en los ambientes laborales se propicie la sinceridad, la confianza, la lealtad, la sencillez, la responsabilidad, la cortesía, la justicia, la puntualidad, el orden, el respeto, la cordialidad, la amabilidad, en fin, que cada trabajador se esmere en ir creciendo en virtudes, lo que generará círculos virtuosos. Nuestro trabajo será realmente humano cuando logremos desarrollar plenamente la competencia técnica (el saber hacer) y la competencia humana (el perfeccionamiento de las virtudes que nos hacen mejores como personas).

II.4. Trabajo y felicidad: plenitud y fin último El ser humano nace para trabajar, como las aves para volar. Así lo señala uno de los libros sabios que se han escrito. Si el hombre no trabajara se asemejaría a un pájaro sin alas:

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UNIDAD III

EL TRABAJO VIRTUOSO

(Bibliografía: Josef Pieper, Las virtudes fundamentales; Rafael Gómez Pérez, Ética empresarial. Teoría y casos; Juan A Pérez López, El poder, ¿para qué?)

III.1. Prudencia y toma de decisiones: la inteligencia práctica

III.1.1. Definición de prudencia

La prudencia –que, como pudiera pensarse, no significa cautela—es la capacidad de ver las cosas correctamente, de apreciar la realidad en su adecuada dimensión. Implica el recto juicio de las circunstancias del caso, para saber qué hacer, aplicando la norma general que regula la materia a ese caso en particular. O, dicho de otra manera, dispone a la razón práctica para discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y elegir los medios más rectos para hacerlo. Por eso, Josef Pieper la ha llamado también objetividad. La virtud de la prudencia es considerada la madre y el fundamento de las restantes virtudes cardinales: justicia, fortaleza y templanza. Tanto, que sólo aquel que es prudente puede ser, por añadidura, justo, fuerte y templado. Si el hombre es bueno, lo es gracias a la prudencia. Se describe también a la prudencia como la virtud más necesaria para la vida humana. Vivir bien consiste en obrar bien; sin embargo, para obrar bien no sólo se requiere que la obra que se hace sea buena, sino que el modo de hacerla sea conforme a recta elección y no por impulso o pasión. Dado que la elección se da siempre con relación a los medios para conseguir un fin, la rectitud de elección requiere dos cosas: el fin debido y el medio convenientemente ordenado a él. Sólo el hombre que ha cultivado el hábito de la prudencia puede moverse en la recta autonomía de su conducta, regir su propia vida y hacerse, por ende, responsable de ella. El contacto objetivo y desprejuiciado con la realidad resulta vital, particularmente si recordamos que la prudencia es una virtud moral –aunque, por sus características, es también intelectual—y que, por lo mismo, se encuentra dentro de la actividad práctica. Como la razón práctica tiene interés por saber “qué debe hacerse” y/o “cómo debe actuarse”, una correcta apreciación de las circunstancias resulta imprescindible. De la prudencia dependerá la forma en que actuemos en cada caso. Ahora bien, ¿qué pauta ocuparemos? ¿Qué nos señalará la dirección correcta? Dado que no cualquier obrar del sujeto es indiferente, o lo que es lo mismo, que no todo uso de la libertad es igualmente aceptable, la ética será la encargada de dárnosla. No obstante, la mera enunciación de la ética

9 no basta. En efecto, la ética, que para su mejor comprensión se expresa en normas –aunque puede descubrirse observando atentamente al ser humano—, es, por lo mismo, un precepto general. Siendo así, resulta evidente que, por su misma generalidad, sólo nos proporcionará una guía básica; que distará mucho de la solución específica para un caso determinado. ¿Qué hacer? La solución viene dada por la virtud de la prudencia: gracias a ella se podrá aplicar al caso concreto la norma general que resume un precepto ético, teniendo en cuenta los fines que se pretenden conseguir y los medios con los que se cuenta. Un buen ejemplo al respecto es el del juez. Ante un caso puntual, por ejemplo un robo, sabe perfectamente qué norma o normas legales aplicar una vez que se han comprobado los hechos. Pero resulta claro que no podrá emplear la norma general de manera directa; antes bien, entrará a ponderar todas las circunstancias particulares de la especie para así adaptar esa norma general al caso concreto, y obtener una sentencia lo más justa posible. Debido a lo anterior, la prudencia no es deductiva. Dicho de manera muy simple, la deducción consiste en sacar conclusiones lógicas de un principio, pasando de lo general a lo particular. Por lo mismo, dichas conclusiones ya se encuentran implícitas en el principio. Esto puede expresarse diciendo que ante “tal” evento, con “tales” circunstancias, la consecuencia “lógica” será previsible precisamente por ser “lógica” y evidente; y de su resultado, por el mismo motivo, puede anticiparse un nuevo desenlace. Es decir, nos encontramos ante una cadena de causas y efectos que va desde lo más general a lo más particular. Debido a que las deducciones evidentes que se siguen de los principios –aun cuando signifique un gran esfuerzo intelectual llegar a ellas—ya se encontraban implícitas en aquéllos, no se adquiere un nuevo conocimiento en su aplicación sino que sólo se explicita uno que ya se tenía. Aunque el razonamiento anterior es aplicable en los campos de la necesariedad, es decir, donde ante “tal” causa se dará “tal” efecto y no otro (la ciencia, por ejemplo), cuando nos referimos al actuar del hombre el terreno es completamente distinto. ¿La razón? A diferencia de la materia inerte o de los seres inferiores, el hombre posee libertad. La libertad, que es original y originaria, supone una cierta indeterminación a efectos de prever los actos humanos. Las cosas pueden ser de una u otra manera y el terreno es el de lo contingente, es decir, de aquello que puede tener una multitud de variantes. A lo sumo podrá pronosticarse de forma aproximada un posible comportamiento; pero jamás lo conoceremos con exactitud, hasta que haya ocurrido. Por lo anterior, un sistema deductivo que pretenda anticipar con precisión matemática el futuro, no es aplicable al hombre precisamente porque es libre y no está determinado. Así, la prudencia no es deductiva. Por el contrario, y precisamente por existir la libertad, es que se requiere de la prudencia: porque nos encontramos en el terreno de lo contingente y ante los mismos hechos existen varias alternativas. A decir verdad, lo cierto es que nunca nos encontramos con dos hechos exactamente iguales: siempre existen circunstancias especiales que les dan cierta originalidad.

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Por eso, no puede aplicarse un principio general “en serie” como si fuera una especie de “comodín”; antes bien, pese a existir una guía o pauta fundamental –la norma moral—, será imperioso buscar la solución particular que sirva al caso particular. Ello se logrará mediante la prudencia, que aplicará el precepto general al caso concreto. Lo que en cierta manera “incomoda” respecto a la prudencia es esta cierta indeterminación en la solución por la que se optará; es decir, en que no haya manera de prever exactamente qué hacer. Sin embargo, dicha indeterminación es el “precio” que debemos pagar a causa de nuestra libertad y el motivo por el cual requerimos, precisamente, de la prudencia.

III.1.2. Facetas de la virtud de la prudencia Las facetas de la virtud de la prudencia pueden sintetizarse en tres: optimizar el pasado, diagnosticar el presente y prevenir el futuro. Veamos a continuación cada una de ellas: a) Optimizar el pasado tiene que ver con estudiar los precedentes, valorar lo ya ocurrido y extraer experiencias. Implica el uso de la memoria propia y ajena. Si los precedentes están en la experiencia ajena, habrá que preguntar. Ello implica, desde luego, saber dónde realizar la mejor consulta, pero también la capacidad de aprender a ser enseñado. Como un consejo jamás sustituirá una decisión personal, para que sirva se requiere la capacidad de aprender, es decir, docilidad; que no es inferioridad sino enriquecimiento con la experiencia y la ciencia de otros. Decimos optimizar el pasado porque hay que retener lo positivo de éste y rechazar lo negativo.

b) Diagnosticar el presente. Un buen diagnóstico del presente requiere, necesariamente, tres cualidades: · Detallismo, es decir, saber mirar alrededor, ver lo pequeño y sin importancia aparente. No predisponerse a ver sólo lo que se quiere ver. · Inteligencia del presente, esto es, caer en cuenta de lo que está ocurriendo, saber cómo están las cosas. · Capacidad de extraer conclusiones: una vez mirado el presente, anticipar algunas líneas previsibles.

c) Prevenir el futuro. Hay que tener en cuenta que, en la práctica, la previsión del futuro es siempre incompleta. Por ejemplo, cuando aparecieron los barcos a vapor, se pensó que las embarcaciones a vela perderían importancia y así ocurrió. Sin embargo, no fue el caso de la máquina eléctrica de afeitar, que hasta el día de hoy no ha logrado desplazar a la máquina manual. Por otra parte, también debe tenerse en cuenta que prevenir el futuro no significa eliminar el riesgo. Dado que el futuro es siempre arriesgado, su previsión se traduce más bien en una apuesta por aquella solución que tenga más perspectivas de realización. Resulta útil detenerse aquí en el concepto de mal hacer. Si el saber hacer es la virtud de la prudencia, su vicio es, precisamente, el mal hacer. He aquí, y a modo de ilustración, una escueta enumeración de “mal haceres”: Quien no considera el pasado, obra con precipitación. Quien no consulta, actúa desaconsejadamente. Quién se atiene con exceso al pasado, no actúa. Quien no atiende al detalle, obra inconsideradamente. Quien no entiende el

10 presente, actúa superficialmente. Quien no deduce conclusiones del pasado y del presente, actúa irreflexivamente. Quien tiene miedo al futuro por aprensión, aunque actúe, lo hace mal; porque la única manera de enfrentarse al futuro es con sentido de riesgo. Finalmente, y como en todo orden de cosas, cabe también un exceso de prudencia. Así, por ejemplo, el comportamiento de quien quiere asegurar de tal manera los resultados de su acción que incluso utiliza en ello medios ilícitos

III.1.3. La prudencia en su forma operativa La prudencia, en estricto sentido, es una virtud. Considerada en su forma operativa, es el valor que nos ayuda a actuar con mayor conciencia frente a las situaciones ordinarias de la vida. En efecto, la prudencia nos ayuda a reflexionar y considerar los efectos que pueden producir nuestras palabras y acciones, ayudándonos a actuar correctamente en cualquier circunstancia. Existe la equivocada imagen de la prudencia como un modo de ser o actuar gris, inseguro y temeroso; propio de personas tímidas en sus palabras, introvertidas, excesivamente cautelosas y que evitan los problemas a toda costa. El valor de la prudencia se forja en la manera en que nos conducimos de ordinario. Posiblemente, lo que más trabajo cuesta es reflexionar y conservar la calma en toda circunstancia. La gran mayoría de nuestros desaciertos, ya sea en la toma de decisiones, en el trato con otras personas o al formarnos una opinión, derivan de la precipitación, la emoción, el mal humor o una equivocada percepción de la realidad fruto de una información incompleta e inadecuada. La falta de prudencia siempre tendrá consecuencias, personales o colectivas. Así, no es prudente adherir a cualquier actividad por el simple hecho de que “todos” están ahí, sin conocer antes los verdaderos motivos de la “masiva concurrencia” y las consecuencias que ello o ella puede acarrear. Asistir a lugares poco recomendables creyendo que estamos a salvo, participar en actividades o deportes de alto riesgo sin tener la preparación necesaria, conducir con exceso de velocidad, en fin, son ejemplos simples de acciones donde la falta de prudencia puede traer consecuencias... y en algunos casos graves. Pero, y por otro lado, tal vez nunca se nos ha ocurrido pensar que al trabajar con intensidad y aprovechando el tiempo, cumpliendo con nuestras obligaciones y compromisos, tratando a los demás amablemente y preocupándonos por su bienestar, estamos actuando con prudencia. Toda omisión de nuestros deberes, así como la inconstancia para cumplirlos, denotan falta de prudencia; pero el cumplimiento positivo y efectivo de ellos es una clara muestra de inteligencia práctica (prudencia), que nos conduce a la consecución de nuestros fines. Por prudencia tenemos obligación de manejar adecuadamente nuestro presupuesto, cuidar las cosas para que estén siempre en buenas condiciones y funcionando, conservar un buen estado de salud física, mental y espiritual. La experiencia es, sin lugar a dudas, un factor importante para actuar y tomar mejores decisiones. Nos mantiene alerta de lo que ocurre a nuestro alrededor, nos hace más observadores y críticos, y nos permite adelantarnos a las circunstancias previendo, en todos sus

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pormenores, el éxito o fracaso de cualquier acción o proyecto. Ser prudente no significa tener la certeza de no equivocarse. Por el contrario, el prudente se equivoca muchas veces; pero tiene la habilidad de reconocer sus fallas y limitaciones, aprendiendo de ellas. El prudente sabe rectificar, pedir perdón y solicitar consejo. La prudencia nos hace tener un trato justo y lleno de generosidad hacia los demás; edifica una personalidad recia, segura, perseverante, capaz de comprometerse en todo y

con todos, y genera confianza y estabilidad en quienes nos rodean, seguros de tener a un guía que los conduce por camino seguro.

III.2. Libertad y responsabilidad: los conflictos de interés

III.2.1. La libertad La libertad es un derecho natural de la persona, sin importar edad, sexo o cualquier otra diferencia y de la índole que sea. Gracias a la libertad podemos realizar nuestras aspiraciones: mejorar nuestro nivel de vida, formar a los hijos para que aprendan a tomar mejores decisiones, buscar un lugar adecuado para vivir, participar de manera activa en beneficio de la sociedad, llevar una vida congruente con la moral y la ética en todo el quehacer profesional, buscar una educación de calidad, etc. Sin embargo, todos estos son efectos de la libertad, pero no la libertad misma. La libertad puede entenderse como la capacidad de elegir entre el bien y el mal responsablemente. Esta responsabilidad implica conocer lo bueno y/o malo de las cosas y proceder de acuerdo a nuestra conciencia. De otra manera, el concepto de libertad se reduce a la mera expresión de un impulso o del instinto. Toda decisión enfrenta la consideración de lo bueno y lo malo, del beneficio o perjuicio ético de una acción. Sin esta consideración se incurre fácilmente en el error, pues se hace un uso irresponsable de la libertad. Al igual que en otros aspectos de nuestra vida, el actuar conforme a los impulsos sin reconocer barreras o límites es libertinaje. El mal uso o abuso de la libertad siempre tendrá repercusiones en los demás pues nuestro proceder no es neutro. No podemos obrar como si fuéramos los únicos habitantes del planeta o imponer, sin más, normas a las cuales deben sujetarse quienes nos rodean. Si, por alguna razón, alguien con poder de cualquier índole abusa “libremente” de otro y en su perjuicio, está olvidando las bases y principios que le han otorgado dicho poder para el servicio, bienestar y desarrollo de ese mismo otro a quien afecta. (En el ámbito de la Fe, es tal la magnitud de la libertad que ni Dios la condiciona o restringe, pues forma parte de nuestra naturaleza. Sus mandamientos –nada parecido a un condicionamiento—son una guía con la cual se puede ser más humano. La evidencia nos demuestra que tenemos la capacidad de aceptar o rechazar lo propuesto, de asumirlo con alegría o rechazarlo abiertamente, haciendo lo que mejor nos parezca.)

11 La libertad no se construye. A diferencia de las virtudes, que requieren de un esfuerzo constante y continuo para hacer de ellas parte integral de nuestra vida, la libertad se ejerce de acuerdo a los principios fundamentales que nacen en la conciencia, la familia y la sociedad. Es allí dónde ella, como valor, se orienta, forma, educa y respalda, forjando personas íntegras. Aún en el caso de que nuestra libertad se viera obstruida por algún motivo, resulta un error dejarse llevar por el desánimo o el pesimismo. La libertad, a pesar de todo, siempre está latente en nuestro ser y en nuestra mente. Jamás dejamos de ser libres. Aún en el peor de los casos, siempre contamos con la libertad de elegir cómo nos afectan las circunstancias. Nuestra libertad, aún obstruida, permanece en nuestro interior cuando elegimos si lo que nos ocurre nos derrota o nos mantiene de pie. Desgraciadamente, es frecuente que sólo en condiciones adversas se considere en toda su magnitud el valor de la libertad. Por eso mismo se defiende la libertad de expresión, de traslado, de decidir por aquello que nos traiga un beneficio, de trabajar donde se prefiera o de elegir lo mejor para la familia o para la sociedad. Hay muchos aspectos de nuestra vida diaria que nos permiten percibir mejor la libertad: cuando procuramos enseñar a los demás (hijos, empleados, padres, amigos, etc.) a considerar lo bueno y lo malo de cada acto; cuando tenemos acceso a distintos medios de comunicación y vemos que es posible expresar opiniones con respeto y educación; cuando usamos correctamente los servicios públicos, etc. Reflexionar sobre la libertad es una oportunidad para considerar lo que tenemos: cómo lo aprovechamos o desaprovechamos, lo que hemos hecho y dejado de hacer. Vivir libremente, en cuanto ejercer un derecho, es respetar y al mismo tiempo decidir. Para ejercer el don de la libertad es preciso tomar decisiones y ponerlas en práctica. Si no ejercemos la libertad, entonces no vivimos nuestra vida; y en cambio, somos vividos por las circunstancias o por otros. Los que permanecen pasivos sin asumir compromisos, abortan sus propias vidas. No son dueños de sí mismos ni artífices de sus vidas.

III.2.2. La responsabilidad

La responsabilidad se fundamenta en el hecho de que el hombre está dotado de voluntad libre. Toda acción humana libre implica una responsabilidad. Así, la responsabilidad consiste en la aptitud para dar cuenta de las elecciones libres. Si el ser humano fuera un autómata, si no tuviera la capacidad de elegir o actuar, no tendría sentido hablar de responsabilidad. La libertad es el soporte de la responsabilidad, en cuanto libertad interior. El fundamento de que el hombre sea un ser con responsabilidad es, ante todo, la existencia de una libertad inherente a su ser, conocida como libre albedrío, y que se halla inscrita en su naturaleza. Como tal, constituye la capacidad de autodeterminación. Elige mal quien actúa de forma tal que su actuación no lo mejora en cuanto hombre; es decir, una conducta inmoral es señal de libertad corrompida, que no cumple su finalidad de perfeccionar al agente.

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12 III.3. Autoridad y poder Muchas veces, los conceptos de poder y autoridad se utilizan como sinónimos. Esto, que es una confusión, pone de relieve una notable falta de entendimiento de los procesos reales de influencia por los que una persona puede seguir las órdenes de otra. En efecto, la autoridad y la potestad representan modos opuestos de influencia en el comportamiento de las personas. La potestad representa el poder, la capacidad de una persona para premiar o castigar a otras que están bajo su potestad. La autoridad, por el contrario, es la capacidad que tiene una persona para apelar eficazmente a los motivos trascendentes de otros.

III.3.1. Autoridad La autoridad se basa en la libre aceptación, por parte de quienes obedecen, de las órdenes que formula la persona que la posee. De hecho, sólo la autoridad hace que alguien sea obedecido en sentido estricto; en rigor, obedecer no significa hacer lo que otra persona quiere porque tiene el poder coactivo para imponer su voluntad, sino aceptarlo porque lo quiere. Autoridad es aquello que las personas dan a quienes las dirigen: un signo de reconocimiento de la calidad de líder de un directivo por parte de quienes están bajo su mando.

III.3.2. Poder

La potestad o poder se basa, únicamente, en el hecho de percibir o reconocer que una determinada persona –aquella que tiene la potestad—posee un cierto imperio o fuerza (no necesariamente física, se entiende) que puede ejercer para imponer coactivamente (premiando o castigando) sus mandatos. Normalmente, cualquier superior, por el hecho de ser tal, tiene un cierto grado de potestad (en la empresa, en el ejército, en el equipo de fútbol o en una banda de música) que le otorga un marco de atribuciones sobre otros. Sin embargo, la calidad de “superior” no conlleva necesariamente la autoridad, que implica que los subordinados tengan cierta confianza en que los mandatos de ese superior son adecuados y beneficiosos para todos y que, por lo mismo, vale la pena cumplirlos. Naturalmente, la calidad de un superior no depende tanto de la potestad que necesita para que sus órdenes sean efectivamente cumplidas como de su autoridad. Aunque, por cierto, de la cantidad de potestad dependerá su poder coactivo, que moverá a los subordinados sólo por miedo o temor a represalias o sanciones. Así, si el superior posee muy poca autoridad nadie atenderá a sus mandatos, a menos que tenga gran potestad. Y aún así, siempre podrá vencerse finalmente el miedo o el temor a las represalias. Si goza, en cambio, de autoridad, no necesitará ejercer poder para que sus mandatos sea aceptados.

III.4. El valor de la obediencia Solemos malentender la obediencia creyendo que, al ejercerla, sacrificamos parte de nuestra personalidad. Como si la obediencia supusiera la negación de la libertad, la iniciativa y la creatividad,

muchos llegan incluso a experimentar la incómoda sensación de tener la voluntad dominada por el poder de otra Pero la obediencia, entendida como virtud, no es la sumisión ciega de un esclavo. Tanto, que si una persona obedeciera exteriormente pero con rebeldía interior, o porque le es simpática la persona que manda, no habría virtud. Estrictamente, sólo hay virtud en obedecer cuando se cumple lo ordenado porque se reconoce la autoridad de la persona que manda. La obediencia como virtud implica aceptar como propias las decisiones de quien tiene y ejerce la autoridad, realizando con prontitud lo decidido y actuando con empeño para interpretar fielmente su voluntad, siempre y cuando no se oponga a la justicia. Es indudable que cuesta mucho trabajo someter la voluntad propia a la de otra persona. Además, nuestra época no sólo rechaza cualquier forma de autoridad sino que es reacia a acatar reglas y normas. Cooperan en ello la soberbia y el egoísmo, que nos hacen sentir autosuficientes y superiores, impidiéndonos rendir nuestro juicio y voluntad a otros so pretexto de defender de nuestra libertad. Así, parece claro que el problema no radica tanto en el ejercicio de la autoridad ni en las normas creadas para mantener el orden, la seguridad y la armonía, como en la disposición subjetiva de cada persona respecto a la obediencia. Es un error creer que al obedecer uno se convierte en un ser inferior y sumiso, con una libertad mutilada. Por el contrario, la obediencia permite practicar una libertad más plena erradicando la soberbia y la comodidad. Aunque existen muchas razones que hacen difícil el obedecer, tal vez la más común sea no reconocer la autoridad de quien manda: porque se le considera inferior, inepto, molesto o incluso necio. También es difícil obedecer cuando la actividad a realizar es contraria al propio gusto y preferencia; cuando se cataloga las cosas encomendadas como poco importantes; o, a efectos de cumplirlas, se debe hacer a un lado la comodidad y el descanso. Cualquiera sea el caso, el resultado parece ser siempre el mismo: un actuar mecánico porque “no queda más remedio” y que resta mérito a todo lo bueno que se hubiera podido lograr. Hay ocasiones en las que se obedece gustosamente; aunque se hace por simpatía hacia quien lo pide o porque sencillamente no cuesta trabajo cumplir la encomienda. Cabe preguntarse, en esos casos, si la obediencia es un valor o una postura que se ajusta a las circunstancias. La obediencia no distingue personas ni situaciones. Pero para que sea realmente un valor, debe ir acompañada de la voluntad de hacer las cosas, agregando el ingenio y capacidad para obtener un resultado igual o mejor al esperado. Por tanto, el obedecer es un acto consciente, producto del razonamiento, discriminando todo sentimiento opuesto hacia las personas o actividades. La obediencia requiere docilidad, lo que se traduce en seguir fielmente las indicaciones dadas. Si se considera que algo no es correcto, es justo expresar el propio punto de vista; pero nunca hacer algo distinto o contrario a lo que se ha solicitado. Junto a la docilidad ha de tenerse iniciativa, que consiste en poner de nuestra parte “lo que haga falta” para cumplir mejor con la tarea. Muchas veces, la iniciativa se manifiesta a través de pequeños detalles: la portada y presentación final de un

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informe, la limpieza y el acomodo perfecto de los muebles que cambiamos de lugar, etc. Ese toque personal y final que ponemos a las cosas complementa magníficamente la obediencia, porque es una manera de identificarse plenamente con el deseo de quien lo ha pedido; y que, en el fondo, es la esencia del obedecer. Así, la obediencia es una actitud responsable de colaboración y participación. Cualquiera puede “hacer para cumplir”; pero poner lo que esté de nuestra parte es lo que verdaderamente hace de la obediencia un valor. Y no sólo importante, sino necesario para las buenas relaciones, la convivencia y el trabajo productivo.

embargo, y entre las virtudes del orden práctico, el líder debe poner especial interés en las cardinales:

III.5. El liderazgo como síntesis de las virtudes cardinales

b) Fortaleza. El líder es una persona que no cambia, o que altera el rumbo pocas veces. Pero no por porfía ciega sino porque defiende los bienes arduos, muestra horizontes difíciles y sabe resistirlos. Todo esfuerzo que no es sostenido se pierde. El líder acomete empresas difíciles, es una persona emprendedora. No es fanático, porque puede transar en lo que no es absoluto o esencial, y por lo tanto no se obstina.

Hasta hace algunos años, el liderazgo era un concepto difícil de explicar y, en apariencia, sólo concerniente a quienes ejercían altos cargos políticos, económicos o religiosos. Sin embargo, en la nueva economía el ser líder es un tópico transversal, que incumbe a todos. Generalmente, la figura del líder se identifica con quien va a la cabeza. Sobre sus hombros descansa la responsabilidad de llevar adelante todo género de proyectos; se distingue como una persona emprendedora y con iniciativa, con la habilidad de saber transmitir sus pensamientos a los demás, con la capacidad de comprender a otros y de armar equipos de trabajo eficientes. Lo anterior parecería indicar que el liderazgo sólo está reservado a unos cuantos, y que de alguna manera vendría dado por un nombramiento o designación específica. Sin embargo, ello no es así. En todos los equipos de trabajo – desde los escolares hasta los de alta dirección de empresas —encontramos al menos a una persona que, sin tener el peso de una responsabilidad, sobresale por su iniciativa, amplia visión de las circunstancias, gran capacidad de trabajo y firmes decisiones. Sus ideas y aportaciones siempre son consideradas por la certeza y oportunidad con que se expresan, y se distingue por su facilidad de diálogo y la habilidad con que se relaciona con todos, dentro y fuera del trabajo.

a) Prudencia. El líder pone los medios oportunos y adecuados al fin que desea conseguir. Por ejemplo, y si se trata de una clase difícil, sabrá amenizar con la anécdota oportuna; o ante una pregunta compleja, huirá de la pasividad y de la posible mentira y dirá “no sé, lo investigaré”. El líder prudente no es agresivo, sabe persuadir y ayuda a quitar los obstáculos.

c) Templanza. El líder tiene auto dominio y es capaz de reconocer sus errores. Desde luego, no es “chabacano”: su misión no es bajar el nivel sino subirlo. La templanza le permite convertir la charlatanería o chabacanería en verdadera alegría. Tener temple significa también ser resistente; de acero, pero flexible; adaptable sin cambiar.

d) Justicia. El líder da a cada uno lo que le corresponde. En el caso de la docencia, quien conduce (el profesor) sabrá mantener la distancia. Su papel será ayudar siempre, estar dispuesto siempre, mas sin transformarse en un “amigote”. Pues el verdadero líder, al ejercitar la justicia, pedirá siempre más de lo que se puede dar. Así, el líder está continuamente preguntándose qué tan fuerte, templado, justo y prudente ha sido. Y, desde luego, con quienes trabaja. Pues el líder, en definitiva, es un servidor para quien aprender a obedecer ha sido requisito esencial para saber conducir.

Este tipo de personas sobresale, además, por poseer un cúmulo de buenos hábitos y valores (alegría, amabilidad, orden, perseverancia, etc.) que despierta en nosotros admiración y respeto. En otras palabras: el líder es un digno modelo y un ejemplo de personalidad. Los grandes líderes guerreros de la antigüedad eran respetados y apreciados por ser los primeros en ir a la batalla. De igual manera, el líder de hoy es quien va por delante, ocupe o no un cargo directivo, posea o no alguna potestad. Así, no solemos pensar en la responsabilidad que tenemos como personas pues, a decir verdad, todos podemos y debemos ejercer un liderazgo desde nuestras particulares circunstancias. Sin duda, nadie es capaz de dar lo que no tiene. Por eso, el liderazgo implica un reto constante de superación en todos los aspectos que se relacionan con el desarrollo completo y armónico de la persona. Se traduce, en definitiva, en alcanzar virtudes, sean éstas especulativas (teóricas) o prácticas. El verdadero líder logrará equilibrar ambas, en una coherencia entre lo que piensa y hace. Sin

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UNIDAD IV LA PROFESIÓN

(Bibliografía: José Miguel Ibáñez L., Doctrina Social de la Iglesia; José María Ortíz, Laempresa virtuosa, Christine Wanjiru Gichure, La ética de la profesión docente)

IV.1. Bien común y desarrollo

IV.1.1 Bien común Ya que el hombre es incapaz de desarrollar todas sus tareas específicas sin condiciones sociales que se lo permitan, su perfeccionamiento exige unas circunstancias exteriores adecuadas que son bien para todos: Bien Común. Podemos definir el bien común como el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de su propia perfección.

IV.1.2. Aspectos comprendidos en el bien común El bien común comprende unas condiciones exteriores que facilitan el perfeccionamiento moral del hombre por medio de la convivencia y el ejercicio de la libertad. Ejemplo de ellas son la paz social, la seguridad cívica y el respeto a los derechos del hombre, entre otras. El bien común incluye también una serie de bienes de común utilidad cuya posesión facilita al hombre su perfeccionamiento personal. En fin, el bien común exige cierto bienestar material para todos, pero no se limita sólo a ello: también comprende bienes espirituales, que son entitativamente superiores a los materiales.

IV.1.3. Bienes integrantes del bien común

Básicamente se distinguen bienes económicos, culturales y morales. Veamos su detalle a continuación: a) Económicos: comprenden las materias primas, los productos elaborados, la tecnología, los transportes y comunicaciones, etc.

b) Culturales: el lenguaje y la literatura, las instituciones culturales y deportivas, la educación, el patrimonio artístico, etc. c) Morales: la moralidad pública, la protección y el fomento de valores personales, familiares y sociales, la recta administración de justicia, el facilitar el culto a Dios, etc. Esta enumeración no pretende ser exhaustiva. Lo importante es que, como graduación, debe entenderse en forma creciente. Así, los bienes económicos son básicos e intrínsecamente inferiores a los culturales y morales, que son los superiores. Una adecuada y justa integración de todos estos bienes es un ideal moral que, dada las grandezas y miserias de la condición humana, no se alcanzará nunca

14 fácil ni plenamente. Sin embargo, no por eso pierde su integridad ni su carácter de deber ser de la sociedad civil. El bien común es primero y esencialmente un bien. El bien moral del hombre en sociedad. Una meta social que tendiese a la amoralidad sería, en el fondo, un “mal común”. La experiencia histórica es abrumadora al respecto. En el mismo sentido, el desarrollo de los bienes económicos no necesariamente trae aparejado el desarrollo de los morales. Así, por ejemplo, en diversas sociedades permisivas, a la par del progreso material, se multiplican la desintegración de la familia, el divorcio, el aborto, la eutanasia, la drogadicción, etc. Cuando esto ocurre no sólo de hecho, sino a partir del impulso activo del Estado o del Gobierno, ya sea a través de una legislación permisiva o en el contenido de la educación, se hace difícil hablar de bien común, por mucho que lo que se procure sea la excelencia de los servicios públicos y del bienestar material. Con todo, no se trata de establecer una ecuación entre riqueza material y desorden moral, ni tampoco de detener el progreso material con la idea de salvaguardar el bien moral. Se trata de que la vida en sociedad procure al hombre la armonía contenida en el concepto auténtico de bien común.

IV.1.4. Bien común, desarrollo y virtud

En cuanto al desarrollo económico, se puede traer a colación lo que señalaba un gran filósofo: que de la abundancia de bienes materiales, un cierto uso de ellos, es necesario para el ejercicio de la virtud. Hoy más que nunca, para hacer frente al aumento de la población y responder a las aspiraciones más amplias del género humano, se tiende con razón a un aumento de la producción agrícola e industrial, y a la prestación de los servicios. Ello implica favorecer el progreso técnico, el espíritu de innovación, el afán por crear y ampliar nuevas empresas. Con todo, este aspecto del desarrollo económico –la creación de riqueza—no es el más absoluto. Desde el punto de vista moral, el desarrollo económico posee un valor más hondo y primordial: el trabajo mismo. Esto es así porque, básicamente, el desarrollo económico es una forma asociada, organizada y productiva del trabajo humano.

IV.2. Aspecto material, personal y social de la profesión

IV.2.1. Definición Entenderemos por profesión al empleo, facultad u oficio que cada persona ejerce públicamente. Como concepto, es mucho más amplio que la mera profesión en cuanto título profesional: la facultad para ejercer una profesión determinada, debida a un título autorizado legalmente.

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IV.2.2. Características de la profesión

a) Es una actividad libre. El individuo posee una gama de posibilidades entre las que escoge. Y escoger una posibilidad implica cerrar otras.

b) Es una actividad de servicio social. El profesional tiene la capacidad para entregarse a los demás en una actitud de servicio a ellos y a la sociedad.

c) Es una actividad que humaniza, por cuanto quien ejerce una profesión se relaciona con otros; se pone en contacto, por la profesión, con otras personas.

IV.2.3 Requisito para ejercer una profesión

El requisito básico para ejercer una profesión es la competencia, es decir, toda persona que ejerce una profesión tiene que tener conocimientos, habilidades y actitudes precisas para ello. Según lo exija una profesión determinada, requerirá, además, la autorización legal para actuar (ejemplo: médicos, abogados, arquitectos, etc.). La competencia exige del profesional la aptitud y la capacidad de ir realizando un determinado y especializado trabajo público al servicio del grupo social o de la sociedad entera. Cooperando de esta manera al bien común, cada miembro especializado aporta su capacidad particular a la sociedad mediante su trabajo y responsabilidad; trabajo que, a su vez, ofrece la posibilidad de alcanzar el prestigio profesional y una cierta estabilidad e interés económico a quien lo desempeña.

IV.2.4. Condiciones para ejercer una profesión

a) Física: salud y condiciones corporales compatibles con la profesión que se realiza.

b) Psicológica : vocación y aptitud psicológica.

c) Intelectual : conocimiento de la actividad o arte a ejercer.

d) Ética : disposición a ejercer virtudes y valores que dignifican la profesión.

15 A modo de ejemplo de las condiciones éticas podemos mencionar las siguientes:

- Diligencia: no sólo hay que amar el trabajo sino ejecutarlo con perfección y prontitud.

- Afabilidad: cortesía, buena crianza, respeto considerando a los otros como personas y no como objetos.

- Paciencia: escuchar y atender a los otros, soportar sus defectos y flaquezas.

- Veracidad : tratar los asuntos profesionales con el máximo realismo y sin distorsiones. - Honradez : tanto material como moral.

- Sensatez: para pensar, hablar y actuar.

- Equilibrio psicológico- moral: para dar seguridad y tranquilidad a la persona que se atiende.

- Meticulosidad: cuidar los detalles.

- Entusiasmo: energía vital engendrada por la vocación.

- Austeridad: sano ejercicio de moderación y templanza. Se desconfía del profesional que sustenta una tabla de valores puramente material.

IV.2.5. Algunas conclusiones

Si bien la profesión constituye el modo más honesto y justo que tenemos de ganarnos la vida, el ideal de servicio prima sobre el beneficio personal. Precisamente a través de la profesión, empleo u oficio es que se coopera al bien común de la sociedad. En ella, cada uno de sus miembros, especializado mediante su trabajo y responsabilidad, aporta su capacidad particular. Cada persona, cada trabajador, tiene un potencial de entrega a los demás que materializará en el desempeño de su actividad profesional. Por otra parte, la profesión permite humanizarnos, es decir, resulta un medio que nos

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ayuda a ser mejores en la medida en que trabajamos bien; descontando que, además, es la manera más natural en que descubrimos y ejercitamos las relaciones interpersonales. De modo que es importante la actitud frente al desempeño laboral, por la riqueza y variedad de objetivos que cumple como actividad humana.

IV.3. El imperativo ético de la capacitación permanente

Por lo dicho anteriormente, existe un imperativo ético en la capacitación permanente. Para ello, lo primero será poseer una cierta competencia intelectual para ejercer la profesión; lo que se traducirá en tener conocimientos y habilidades que permitan desarrollar el trabajo de manera profesional. Es aquí donde conviene hacer hincapié en lo importante que resulta, desde que se es estudiante (etapa de preparación y formación), plantearse el estudio como actividad seria y “profesional”. En efecto, ya esta primera etapa constituye un trabajo que debemos realizar lo más perfectamente posible, y será la base clave de todo nuestro posterior desempeño. Ya desde estudiantes debemos tener un desempeño adecuado para ir de la mejor manera instruyéndonos en una determinada disciplina, e ir adquiriendo algunos hábitos que serán determinantes en nuestro futuro laboral.

Para un estudiante, su estudio debiera constituir una obligación seria, si no la más seria. Es importante, entonces, no conformarse con lo estrictamente impartido por cada asignatura, y complementar esos conocimientos a través de alguna lectura de revistas o libros especializados en determinadas materias; mediante reportajes de televisión, documentación e información en la red internet. En fin, ocupar la tecnología o cualquier otro medio como una instancia de formación y cultura, que redundará en una mejor preparación intelectual. Con todo, hoy por hoy, y para cualquier trabajo que se realice, la formación no termina nunca. Además, estamos inmersos en un mundo altamente competitivo que nos obliga a buscar una constante superación profesional. La oferta y posibilidades que se encuentran en el mercado para especializarse o postitularse en variadas disciplinas es cada vez mayor. También las empresas ofrecen a menudo cursos de capacitación, encuentros, conferencias, etc., para que todas aquellas personas que buscan un desempeño serio de su profesión. El esfuerzo por capacitarnos lo mejor posible supone superar la desidia y la pereza, desechar todas aquellas costumbres que nos conducen a la pobreza y rutina mental, superar el anquilosamiento profesional y evitar a toda costa el convertirnos en simples burócratas. Dado que los conocimientos son una fuente en continuo brote, en permanente crecimiento, la actitud más sana será la de nunca estar satisfechos con lo alcanzado; procurando a lo menos fomentar –si no somos nosotros mismos de algún modo creadores de conocimiento—la actitud de atender a los últimos descubrimientos y avances. Hoy incluso resulta más fácil y entretenido, ya que la tecnología nos pone al día con eficiencia y eficacia, facilitándonos el modo de

16 resolver y organizar nuestro trabajo con mayor rapidez. Con todo, no debe olvidarse que un trabajo verdaderamente profesional jamás descuidará el orden, la puntualidad, la constancia y, en general, el cuidado en todos los detalles.

IV.4. Códigos de ética profesional. Naturaleza y fines

Un código no es la ética, sino más bien su forma coactiva; necesaria cuando no existe un acuerdo tácito de una determinada comunidad o grupo en torno a ciertos valores o al ejercicio de determinadas virtudes. Un código puede servir como remedio frente a ciertas prácticas incorrectas, particularmente de quienes se inician en una determinada disciplina. Dado que el código marca un ethos deseable en la profesión, y establece o recoge una cierta tradición moral en ella para mantener su dignidad y prestigio, permite fijar ciertos estándares de comportamiento y, sobre todo, hacerlos exigibles. Un código puede impedir también la paradoja del aislamiento, es decir, aquella situación tan común en las empresas donde cada miembro quiere actuar moralmente bien sólo si los demás también lo hacen; con el resultado que, en definitiva, nadie actúa moralmente bien por miedo a ser el único. Un Código de Ética implica contenidos objetivos, fijos, admitidos por todos, no negociables. Por ello, la actuación éticamente correcta implica un cierto riesgo –el riesgo de quedarse solo— pero también la posibilidad de ser socialmente reconocido y premiado. Cuando existe una referencia ética objetiva –tenida por válida por todos los miembros de una organización por el sólo hecho de pertenecer a ella—las acciones pueden ser juzgadas bajo un mismo parámetro. Sin embargo, y como señalábamos, un código no es la ética.

Los códigos éticos jamás podrán suplir la responsabilidad de la decisión personal. Por lo demás, no es poco frecuente que la existencia de códigos se deba, precisamente, a comunidades o grupos donde la falta a la ética es demasiado frecuente, y se recurre a ellos como mecanismo de resguardo.

Una profesión mejor (una empresa, una comunidad de trabajo, un grupo) no se logra con códigos. Sin duda, con ellos es posible establecer estándares mínimos de comportamiento o interrelación que, sin su existencia, no se darían. En tal sentido, son una especie de “mal menor”. Sin embargo, la ética efectivamente presente y en ejercicio en las conductas humanas será lo único que, en verdad, hará mejor a una profesión, empresa, comunidad o grupo. Por lo demás, la ética no define resultados económicos. La ética no debe interesar porque “pague” o porque esté en función de una demanda de imagen social. Una concepción así de la ética, y contenida en un marco legalista como un código, sería considerarla como un instrumento o “medio” al servicio de un resultado económico, lo que es

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inaceptable. La ética persigue por sí misma la excelencia humana y no el logro de resultados económicos.

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IV.4.1. Tipos de códigos Frankl señala tres modalidades de códigos, ninguno de los cuales tiene sentido sin los otros dos. a) Códigos aspiracionales o ambicionales. Son declaraciones del ideal al que los profesionales deberían aspirar. Este tipo de códigos, en lugar de centrarse en la acción buena o mala, lo hacen principalmente en la realización óptima del rendimiento humano, y en ello ponen todo su énfasis. El modelo de ética seguido es, por tanto, el de la responsabilidad hacia la máxima producción. b) Códigos educativos. Estos códigos buscan apoyar el entendimiento de sus postulados en comentarios e interpretaciones extensivas, para justificar alguna ideología moral subyacente. En la práctica, forman la parte especulativa de los códigos aspiracionales. c) Códigos normativos. Están compuestos por reglas detalladamente codificadas, con la intención de regular y establecer las pautas a seguir en una profesión concreta. Se supone que sirven de base para juzgar actos, ya sea corporativamente en alguna profesión o a individuos particulares. En ellos se apoyan las sanciones sobre la conducta del profesional. IV.4.2. Funciones de los códigos deontológicos La mayoría de los códigos deontológicos derivan de una mezcla de los modelos anteriores. En conjunto, sus funciones pueden resumirse así: a) Sirven como documento capacitador o ancla moral de las profesiones. Evitan la posible ansiedad, tensión o confusión ante un determinado problema o situación; ofrecen directrices; y simplifican la “ideología” que rige la profesión. b) En su forma aspiracional o ideal, sirven como fuente de socialización de la profesión y como ayuda para conseguir ciertos objetivos. Al mismo tiempo, fomentan el orgullo profesional, la identidad y el espíritu de cuerpo. c) En su forma educativa, sirven para sostener la finalidad de la profesión, evitando su distorsión por intereses ajenos a su cometido. A la vez, permiten aminorar los efectos de una posible degradación del estándar de la profesión debida al ingreso de pseudoprofesionales.

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18 referidas a ellas; comportamientos). En estas últimas, muchas tienen que ver, por cierto, con la ética. VI.2. La ética como competencia. Qué hacer y cómo hacer UNIDAD V MARCO ÉTICO PROFESIÓN DEL ALUMNO

DE

LA

CARRERA

O

(Dada su naturaleza, esta unidad queda abierta a la particularidad de cada carrera. Con todo, el profesor ha de tener en cuenta los siguientes contenidos):

V.1. Ética profesional: peculiaridad de la profesión y no de la ética

V.2. Marco ético de la(s) disciplina(s) correspondiente(s) a la(s) carrera(s)

V.3. Deontología de la(s) carrera(s)

V.4. Código de ética de la profesión y/o legislación aplicable a ella

UNIDAD VI LA ÉTICA COMO COMPETENCIA LABORAL

( Bibliografía: Braulio Fernández Biggs, La ética como competencia laboral, en Centro de Ética Aplicada-DuocUC http://www.duoc.cl/etica;

Domenec Melé empresa).

Carné,

Ética

en

la

dirección

de

VI.1. Competencias laborales. Definición y clasificación

Se entiende por competencia laboral el conjunto de conocimientos, habilidades y actitudes requeridas para desempeñar con éxito un puesto de trabajo. Existen en el mundo variados modelos de comprensión, análisis, levantamiento e incluso capacitación en competencias laborales. Sin embargo, el más conocido es aquel que clasifica o distingue entre competencias duras o hard (conocimientos y habilidades referidas a ellos; saberes) y competencias blandas o soft (actitudes y habilidades

Con todo, es necesario hacer tres aclaraciones importantes relativas a la palabra “competencia”. En primer lugar, por competencia no nos estamos refiriendo a la relación de competencia que se da en el mercado; a aquello que las empresas diariamente hacen para lograr sus objetivos: competir con otras. En segundo lugar, dado que nos referimos a la actitud éticamente correcta de quienes trabajan en una empresa y de la empresa como conjunto, es obvio que para tener una actitud de este tipo no hace falta ser un experto en ética; esto es, tener una “competencia técnica” en ella, aunque pueda llegar a ser necesario, a nivel de corporación, contar con expertos para resolver asuntos difíciles o para consultarlos a la hora de trazar líneas estratégicas. Finalmente, al decir “ética como competencia laboral” queremos decir ética como elemento de optimización de las competencias profesionales en el trabajo en tanto capacidad para hacer eficazmente algo. Es decir, un saber hacer de una determinada manera, basado en determinados principios y hacia determinados objetivos. Hablamos así de ética como competencia laboral porque hablamos de un saber hacer que, además, es un factor de competitividad. Ahora bien, hay que tener en cuenta que, en el plano de la motivación de las acciones y la rectitud de intención, que es por definición individual, las razones para comportarse de un modo éticamente adecuado o, mejor aún, elogiable, no pueden ser jamás razones que aludan a que de ese modo se es más competitivo. Y ello por una causa elemental: la ética no se deja instrumentalizar. Si un acto moral se pone al servicio de otra cosa, entonces deja de ser el acto que es para transformarse en otro tipo de acto. La bondad moral de la persona es un valor mucho más importante que ser competitivo en el mercado. Por lo mismo, y desde el punto de vista de los fines e intereses corporativos de una compañía, sí puede hablarse de ética como ventaja competitiva en cuanto referencia al modo en que adecuadas disposiciones éticas de sus miembros y colaboradores benefician a la empresa como conjunto en sus intereses y fines específicos. Así, la ética es concebida hoy como competencia laboral, demandada no sólo a niveles de reclutamiento de personas sino, principalmente, constituida como un eje del posicionamiento de las empresas. En definitiva, la efectiva aplicación de valores y virtudes a la gestión puede llegar a ser un factor de rentabilidad, aunque jamás estará motivado por ello.

VI.3. La ética en la empresa. Niveles

Analizaremos cómo se da esta competencia en los niveles mencionados anteriormente.

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VI.3.1. Reclutamiento de personas Es común que una empresa, frente a la necesidad de ocupar un puesto vacante, solicite al mercado un determinado perfil; y será normal que reciba una importante cantidad de ofertas que se ajustan a él. Sin embargo, y cómo la vacante a ocupar es sólo una, el seleccionador se verá obligado a buscar elementos diferenciadores entre esas ofertas que, básicamente y desde el punto de vista del perfil, le ofrecen “lo mismo”. Así, por ejemplo, primero escogerá según la institución donde el candidato o postulante obtuvo su profesión; luego, según los años de experiencia en ella; después, tal vez cierto curso especial de capacitación; y así sucesivamente. Como sea, el seleccionador terminará siempre ante un subuniverso que cumplirá con el requisito. ¿Cómo escoger entonces? En definitiva, lo que decidirá la contratación (aunque, por cierto, los pasos anteriores también la han decidido en parte) será la impresión que el seleccionador se forme de la persona en la entrevista personal y desde luego los informes de los psicólogos laborales que se procurarán. ¿Y allí que primará? ¿La presencia personal, el carácter demostrado, el modo de hablar y comunicarse, la fuerza manifestada, la prudencia y templanza que el postulante transmite pese a su edad y el ímpetu natural de sus años? Ciertamente que sí. Mas un seleccionador serio y consciente de su decisión (y de la importancia y el efecto que implicará para su empresa), buscará algo más allá, algo más de fondo. Finalmente, aquellas cualidades (presencia, carácter demostrado, modo, fuerza, etc.) no bastan –ni sobran—para darle una idea de la persona. Será entonces cuando se interesará en la visión de las cosas que tiene el candidato. En su visión del mundo: del hombre, del trabajo y de la empresa. De los valores que vive. De las virtudes que demuestra; de aquéllas por las que lucha y esas otras de las que carece pero se esfuerza en alcanzar. He aquí lo que constituirá el elemento diferenciador.

VI.3.2. La ética como eje del posicionamiento de las empresas “La laboriosidad, el orden, la confianza, la disciplina, la sintonía para trabajar en equipo, son valores que no representan sino ventajas competitivas” (Ortiz Ibarz) en la medida en que, efectivamente, se apliquen a la gestión de la empresa o al trabajo individual. La ética no es un valor añadido sino “un valor intrínseco de toda actividad económica y empresarial porque cualquier actividad empresarial atrae hacia sí un cúmulo de factores humanos, y los seres humanos damos a todo nuestro obrar una dimensión inevitablemente ética. Más que una moda, la ética es—en la actividad empresarial, para cualquier organización—una necesidad, una exigencia que se hace apremiante conforme crece la complejidad de nuestro tejido social” (Ortiz Ibarz). Esto es importante pues, cuando hablamos de ética empresarial o ética del trabajo, no estamos hablando de una ética distinta a la ética, por decirlo así, a secas (que es una sola), sino de una manifestación peculiar de sus mismos principios, en una esfera de acción determinada. Lo particular no es el adjetivo que se pone a la ética sino el medio en el cual sus principios generales se manifiestan de

19 modo especial, o exigen la aplicación acentuada de ciertos principios por sobre otros, precisamente por la particularidad de su ámbito. Es interesante reflexionar que, en la dinámica de las empresas, las faltas a la ética no sólo tienen que ver con faltas a los principios fundamentales sino también a los principios que regulan la dinámica empresarial y de los negocios: en definitiva, la dinámica de la economía. En efecto, comprar terrenos que ocasionalmente se supo iban a ser expropiados es beneficiarse de información privilegiada que el resto del mercado no poseyó en su momento. La falta a la ética no sólo está en el abuso de información privilegiada sino en que se ha vulnerado un principio fundamental de la economía de mercado: la igualdad de oportunidades. Los temas relacionados con el uso y abuso de los precios, o su expresión en los manejos oligopólicos o monopólicos de los mercados, sin duda alguna que refieren a principios éticos fundamentales. Pero también a la libre competencia, que no sólo requiere libertad sino veracidad y justicia. De otro modo, no puede –ni podría—ser libre. En el quehacer de la empresa, el comportamiento que falta a la ética, si se convierte en norma, se hace un elemento de disfunción. Pues el sistema económico descansa, en definitiva, sobre principios éticos básicos que lo hacen viable precisamente como sistema.

Tal vez pueda obtenerse un beneficio inmediato, pero al largo plazo un mal negocio éticamente hablando termina siendo un mal negocio económicamente hablando, la experiencia señala que, a fin de cuentas, la ética compensa y el vicio no es rentable. Como se ha planteado, no se trata de una justificación material del comportamiento ético, sino de considerar que sus consecuencias no son sólo –valga la redundancia—éticas. En efecto, la rectitud ética de una acción o decisión puede traer consigo malos resultados materiales. Pero también puede ocurrir –y ocurre—que una falta de rectitud ética en una acción o decisión traiga consigo malos resultados. La perspectiva de solución está en el tiempo. Finalmente –e insisten en ello todos los especialistas en temas de ética empresarial—el mundo de los negocios –como el social, el político y otros—descansa en la confianza. “Sin ella, el mercado y las relaciones humanas difícilmente podrían funcionar. En algunos sectores, quebrar esa confianza podría significar incluso quedar excluido del negocio” (Melé). Y la confianza es el principal eje del posicionamiento de las empresas del mundo global. 6.4. Hacia una cultura profesional basada en la ética

La ética empresarial se refiere a cómo una compañía integra el conjunto de valores (honestidad, confianza, respeto, justicia y otros) en sus propias políticas, prácticas y en la toma de decisión en todos los niveles de la empresa. Adicionalmente, la ética empresarial implica comportarse de acuerdo a los estándares legales, además de su adherencia a las leyes y regulaciones internas. En la década anterior, la ética empresarial se refería principalmente a la implementación de códigos legales que delinearan en detalle lo que los empleados podían o no

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podían considerar como una conducta errada, tales como los conflictos de intereses o el uso impropio de recursos de la empresa. Hoy, un gran número de empresas están diseñando programas de ética basados en valores, definiendo los valores éticos y entregando procesos y herramientas necesarias para la toma de decisiones, tanto para resolver dilemas complejos como los del día a día; entre otros, se incluyen temas como la privacidad del empleado, los estándares globales, el marketing dirigido a niños, etc.

Realizado este cambio en el tipo de aproximación al tema, la ética se ha convertido en un campo mucho más sofisticado en el cual las empresas deben lograr balancear las responsabilidades económicas con las éticas. De esta manera, las empresas debieran ser conformadas por propósitos responsables dirigidos a la consecución de valores éticos tanto para con la comunidad como para con los empleados al interior de la empresa. Hay que tener en cuenta que la actividad empresarial de una organización que afecta a muchos grupos constituyentes o stakeholders (proveedores, accionistas, clientes, consumidores, competencia, comunidad general, etc.). Por tanto, se exige de ella una actitud responsable para con dicha comunidad, ya que su comportamiento repercute en ella directa o indirectamente. Ser responsable significa dirigir la empresa midiendo el impacto de su actuación en estos grupos, respetando sus derechos e intereses legítimos. Se requiere evitar el engaño y la desinformación. La honestidad requiere de la rectitud y sinceridad con la información demandada por la comunidad. Las señales que entrega una empresa afectan a muchas personas, que confiando en la información, toman decisiones que a su vez afectan a otros. La comunidad confiará en estas señales en la medida que sean honestas. Además, la confianza necesita del reconocimiento de compromisos implícitos en las promesas. La competencia leal y la consecución por la calidad real son parte de la confianza. Su quebrantamiento perjudica directamente a las personas. Al interior de la empresa se debe poner especial atención en el trato justo, tanto al otorgarse oportunidades como frente a los grupos que tienen relación directa o indirecta con el quehacer de la organización. Se debe también evitar someterse a influencias impropias, favoritismos basados en intereses personales o presentar conductas que afecten la integridad de los ejecutivos. Los gerentes deben tratar de asegurar que sus empleados no caigan en este tipo de influencias. Actuar con integridad supone un comportamiento leal frente a las obligaciones y tareas que se deben emprender, en el marco de la confianza depositada al empleado. En su más completo sentido, se debe actuar conforme a las convicciones y a las exigencias de la ética, aunque presuponga un costo.

Queda claro, entonces, que las actuaciones éticas y la calidad moral de las personas inciden en las relaciones empresariales y, a través de ellas, en los resultados y en la comunidad. Lo anterior tiene lugar de diversos modos, que consideraremos a continuación. Básicamente, se trata de tres ámbitos o niveles donde la actuación ética incide favorablemente en el desempeño de la empresa.

20 a) Motivación para el trabajo Depende en gran medida del grado de satisfacción del trabajador, en el que concurren varios factores. Uno de ellos es la satisfacción o insatisfacción moral. La conciencia recrimina interiormente cuando se ha actuado de modo contrario a lo que ella dictamina como bueno, y al revés. Directivos y empleados experimentan una cierta insatisfacción con su trabajo cuando, por ejemplo, las políticas y prácticas de la empresa son contrarias a sus conciencias o creencias (sobornos, trabajo el domingo, etc.); existen presiones para actuar mal (publicidad engañosa o poco clara); o cuando las actuaciones no son percibidas como justas (evaluaciones de desempeño injustas, ascensos por compadrazgo, etc.). Lo peor de todo es que, en casos como éstos, quienes reciben el supuesto “bien” se sienten culpables y no saben si, a futuro, serán los próximos afectados. La motivación para el trabajo, y el entero clima laboral, también suele deteriorarse con la maledicencia de compañeros y colaboradores. Son bien conocidos los efectos de las murmuraciones, las críticas negativas, las calumnias, las disputas fuera de tono, los desprecios y las enemistades. Estas actuaciones, a menudo causan desmoralización, mal ambiente, pérdida de la motivación y de energía. Por el contrario, la calidad humana de las personas evita estas actuaciones y favorece los efectos contrarios .

b) Toma de decisiones La calidad humana de los empleados y directivos se manifiesta en un auto control y madurez de carácter. Ello requiere prudencia o sabiduría práctica para decidir adecuadamente lo mejor en cada momento. Esto es particularmente importante hoy ya que las empresas tienden a organizarse de forma más descentralizada y plana: todos deben “tomar decisiones” y el componente de “servicio interno” es cada vez más crucial. Esta tendencia se refuerza dada la creciente complejidad de casi todas las funciones. Los valores, los hábitos morales y la confianza recíproca ayudan a resolver problemas arduos y complejos de forma correcta, y con bajos costos sociales y económicos.

c) La cultura empresarial Está conformada por determinados conocimientos, experiencias, prácticas o modos de hacer las cosas entre quienes pertenecen a la empresa, sustentados en determinados valores y convicciones compartidos al interior de la misma. Los resultados de la actuación ética y la calidad moral de las personas en su desempeño proporciona disposiciones estables para un comportamiento que influye en la motivación para el trabajo y la prudencia en la toma de decisiones, fomentando una cultura empresarial con calidad ética. Pero, y además, genera externalidades positivas en el quehacer de la empresa. De ellas podemos identificar al menos cinco:

1. Aumento de reputación o buena imagen. La reputación en honradez es un factor importante para la captación y mantención de un cliente. Si una empresa actúa mal, ya sea incumpliendo una promesa, no dando la calidad

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prometida por un producto o simplemente con un mal servicio, aparecen quejas, se crea mala reputación y caen las ventas. En cambio, un cliente satisfecho tiende a comprar de nuevo y habla a otros sobre los productos y servicios de la empresa en cuestión. La buena reputación ética es también deseable para los individuos. La fama de ser una persona honrada, íntegra, veraz, leal, es a menudo un importante criterio para la selección de candidatos, por lo menos para determinados cargos. En la carrera profesional, una persona que goza de buena reputación ética cuenta con un importante activo, que puede ser muy valorado por razones de credibilidad y confianza.

2. Generación de confianza. Las transacciones, económicas o no, siempre requieren cierta dosis de confianza. En algunos sectores, quebrar esa confianza podría significar incluso quedar excluido del negocio. Casos en la industria financiera, laboratorios médicos e incluso universidades así lo ilustran. Se confía en alguien cuando se tiene suficiente certeza de que actuará buscando lo conveniente para uno (o al menos para ambos). Ello requiere trato y tiempo. Si bien nos ayuda que se nos diga que alguien es de fiar, ello no ocurre así siempre.

3. Lealtad de empleados, clientes y accionistas. De la confianza en una persona o institución surge lealtad, y la lealtad incide significativamente en la creación de valor para la empresa; que resulta especialmente significativa cuando el conocimiento y la capacidad intelectual son los principales activos de una organización.

21 menores robos, etc. Así vistas las cosas, empresarial sí es una ventaja competitiva.

la

ética

6.5. Corolario

Cuando hablamos de la ética como un valor agregado del activo de una empresa o ventaja competitiva debe hacerse con dos restricciones importantes: 1) que los principios éticos que se consideran en casos normales como un valor agregado deben mantenerse también cuando, en el corto plazo, su observancia puede significar algún tipo de “pérdida” material (por ejemplo, si por respetar un contrato legítimamente celebrado se pierde dinero) y 2) que los principios éticos que la empresa practica en sus relaciones con el “cliente externo” (clientes propiamente tales, proveedores, mercado en general, instituciones, Estado, etc.) deben aplicarse también hacia el “cliente interno” y en general dentro de la propia empresa (por ejemplo, si una compañía predica honestidad para con el cliente, no puede pedir que sus empleados sean deshonestos con el gobierno o entre sí o allí donde el cliente no puede descubrir un engaño). Estos dos criterios están, sin duda, muy lejos de poder por sí solos proveer un test infalible de rectitud de intención (pues no existe tal test). Pero sí provee, cuando menos, un medio para prevenir el abuso del discurso sobre la ética que, pese a lo dicho, hoy se advierte por todas partes.

4. Desarrollo de la autoridad del líder. El liderazgo es una relación de influencia entre líderes y colaboradores para alcanzar algún objetivo que refleja los propósitos de ayuda mutua entre ellos. No se basa en el poder sino en la autoridad, es decir, en la aceptación y seguimiento de una persona por sí misma (influencia, no coerción), por su “peso moral”, por el nivel de ejercicio efectivo de las virtudes cardinales, lo que requiere confianza mutua. Si un líder, además, tiene poder, dependiendo del uso que le dé su autoridad podrá ir aumentando o disminuyendo (la autoridad se gana día a día).

5. Disminución de los costos de operación y transacción.

En general pueden haber importantes divergencias entre los intereses de los directivos, empleados y accionistas de una empresa. Para alinear objetivos divergentes existen estructuras de control que lo facilitan, pero que tienen un costo (costo de transacción o agencia). Ellos permiten reducir los robos, el despilfarro en oficinas o la “licuación” de un préstamo, pero hacen menos rentable a la empresa. Hay muchas otras mejoras sustanciales en el accionar de una empresa si hay un buen ambiente ético: menos ausentismo laboral, mayor productividad (se saca menos la vuelta), menores conflictos (pues hay más confianza),

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