El futuro de la novela

El futuro de la novela Henry James Los comienzos, como todos sabemos, son por lo general poca cosa, pero las continuaci

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El futuro de la novela Henry James

Los comienzos, como todos sabemos, son por lo general poca cosa, pero las continuaciones no son siempre impresionantes, y el lugar que ocupa en el mundo la copiosa fábula en prosa se ha convertido, en nuestra época, entre los acontecimientos de la literatura, en el más sorprendente ejemplo que puede mencionarse, de veloz y extravagante crecimiento: un desarrollo que supera la medida de cualquier primera impresión. Es una manifestación que ha tenido un destino que poco pudo preverse en sus orígenes. El germen de la extensa epopeya fue más perceptible en el primer canto bárbaro que en el de la novela, según la reconocemos hoy en la primera anécdota narrada para entretener. En honor a la verdad, la novela tardó en tener consciencia de sí misma; pero desde entonces ha realizado un gran esfuerzo para resarcirse por las oportunidades perdidas. Actualmente, esta corriente aumenta y aumenta, amenazando con anegar, como a veces parece, la totalidad del campo de las letras. Representa, en lo que se puede llamar la consciencia pasiva de muchas personas, un rol que marcha directamente con el rápido incremento de la multitud capaz de poseer el libro de un modo u otro. El libro, en el mundo anglosajón, es casi omnipresente, y es en la forma de la voluminosa fábula en prosa que lo vemos introducirse con más facilidad y trascendencia. En realidad, esta introducción parece estar directamente impulsada por el mero volumen. Existe un inmenso público, si su nombre es público, inexpresivo, pero abismalmente absorbente, para quien, en sus horas de descanso, el volumen impreso no tiene otra asociación. Este público, el público que se suscribe, hace préstamos, presta, que se involucra de alguna u otra manera, que a veces incluso compra, crece y crece cada año, y nada es entonces más evidente que, de todos los adeptos a los libros los más numerosos son, con mucho, aquellos que lo son a la historia. Este número ha experimentado, en nuestra época, un incremento desde tres fuentes en particular, la primera de las cuales, de hecho, es quizás no más que un nombre que comprende a las otras dos. La difusión de los rudimentos, la multiplicación de las escuelas públicas, ha producido un mayor efecto en convertir en lectores a las mujeres y a los más jóvenes. Nada es más sorprendente en la evaluación de este campo, y no puede dejar de tomarse en cuenta que la mayor parte de la gran multitud que sostiene al narrador y al editor de cuentos está constituida por hombres y mujeres jóvenes; por chicas en especial, si aplicamos el término a las últimas etapas de la vida de las innumerables mujeres que, bajo las convenciones modernas, cada vez más deciden no casarse, y por lo visto dejan, en gran medida, de desearlo. No es mucho decir que

muchas de ellas viven, mayormente, gracias a la ayuda inmediata de la novela, restringiendo la cuestión, por el momento, al hecho del consumo mismo. La literatura infantil, como puede ser llamada por conveniencia, es una industria que, considerablemente, ocupa ella sola un cuarto de la escena. Existen grandes fortunas, mas no grandes reputaciones, que están cimentadas, por lo que sabemos, por escritos para colegiales, y el período en el que consumen el compuesto ingeniosamente preparado para ellos parece añadirse a sí mismo en ambos extremos, ya que empiezan pronto y terminan más tarde. Esto ayuda a explicar el hecho de que las bibliotecas públicas, especialmente aquellas que son privadas y dirigidas a obtener beneficios, pongan en circulación más volúmenes de “historias” que de cualquier otra cosa que pueda ser contenida en volúmenes. Las estadísticas publicadas son sorprendentes, del tipo de las que provocan varias formas de inquietud. Lo que solía ser considerado como de buen gusto no tiene nada que ver con el asunto: estamos indudablemente en presencia de millones para quienes el gusto no es más que un instinto oscuro, confuso, inmediato. En los puestos de libros de las estaciones de tren, en los escaparates de la mayoría de librerías, especialmente las de provincias, en los anuncios de los semanarios, y en muchos lugares más, triunfa este testimonio de la preferencia general, cediendo bondadosamente una esquina, como mucho, a un conjunto de tratados de atletismo o deportes, o a un trozo de teología antigua y moderna. Sin embargo, el caso es tan evidente que los ejemplos abundan sin dificultad, no hay necesidad de forzar puertas que permanecen abiertas de par en par. Lo que se mantiene es la interesante singularidad o misterio, la anomalía que justamente dignifica todas las circunstancias por su peculiaridad: en resumen, el prodigio de que hombres, mujeres y niños prestaran tanta atención desperdiciada en improvisaciones en su mayoría tan arbitrarias y frecuentemente tan imprecisas. Eso, a primera vista, seguramente nos deje boquiabiertos. Esta gran fortuna, entonces, que parece tal, ha sido reservada a una mera historia sin fundamento ni garantías; una cosa barata, escrita en el aire; el registro de lo que, en cualquier caso, no ha existido; la narración que responde, en el mejor de lo casos, a documentos que prácticamente somos incapaces de comparar. Esta es la parte de todo el negocio de la ficción que siempre puede ser desafiado, y a tal extremo, de que si este desafío general no hubiera sido objeto de admiración mundial, podría haberse convertido fácilmente en escarnio. En realidad, creo que filosóficamente nunca ha respondido al reto, nunca ha encontrado una fórmula que inscribir en su escudo, nunca ha defendido su posición con un argumento mejor que el grito franco y directo: “¿Por qué no ser tan improductivo como para ser absurdo? Porque puedo hacerlo. ¡Ahí lo tienes!” Y lanza de vez en cuando alguna obra maestra puramente práctica. Existe,

sin embargo, una admirable minoría de personas inteligentes a las que no les importa incluso las obras maestras, ni ve ningún punto de interés en ellas, para quienes la misma forma ha sido siempre, tanto en el mejor como en el peor de los casos, banalidad y burla. Esta clase, se debe añadir, está empezando a aumentar visiblemente gracias a un círculo completamente diferente, el grupo de los anteriormente sometidos, pero ahora distantes; los engañados y aburridos, aquéllos para quienes el movimiento entero decididamente falla en vivir de acuerdo a sus posibilidades. Hay personas a quienes la novela ha gustado, pero que, de hecho, se ven ahogados en su verborrea, y para quienes, incluso en alguna de sus manifestaciones más aceptadas, se ha convertido en un terror que se esfuerzan por evitar con ingenio e hipocresía. Los indiferentes y los alienados declaran, en todo caso, casi tanto como los omnívoros, del reinado de la gran ambigüedad, el disfrute de lo cual reside, evidentemente, en una necesidad primaria de la mente. El novelista solo puede apoyarse en eso, en su reconocimiento de que la constante demanda del hombre por lo que tiene que ofrecer es simplemente el apetito general del hombre por la pintura. La novela es, de todas las pinturas, la más amplia y la más elástica. Se estirará por todos lados, lo abarcará absolutamente todo. Todo lo que necesita es un tema y un pintor. Pero para su tema, impresionantemente, dispone de todo el conocimiento humano. Y si nos vemos obligados a retroceder un paso más, y nos preguntan por qué la representación debe ser requerida cuando, por lo general, el objeto representado es en sí mismo tan accesible, la respuesta parece ser que el hombre combina su eterno deseo por experimentar con un ingenio infinito para obtener experiencia al menor coste posible. Lo robará cuando pueda. Le gusta vivir la vida de otros, aunque es bien consciente de los puntos en los que llega a parecerse intolerablemente a la suya propia. La fábula vívida, más que cualquier otra cosa, le proporciona fácilmente esta satisfacción, le proporciona conocimiento abundante, aunque indirecto. Le permite seleccionar, tomar y dejar; por lo que, para sentir que puede permitirse abandonarla, debe tener una habilidad excepcional, o grandes oportunidades para prolongar la experiencia directa mediante el pensamiento, la emoción o la energía. A pesar de todo, no hay duda de que esta no es única causa que contribuye al aluvión contemporáneo; intervienen otras circunstancias, y probablemente una de ellas es, para ser sinceros, si investigamos, una especie de disminución de la gran fortuna que hemos sido llamados a admirar. La gran prosperidad de la ficción ha marchado muy directamente con otro “signo de los tiempos”, la desmoralización, la vulgarización de la literatura en general, la creciente familiaridad de todos aquellos métodos de comunicación, haciendo sentir soberbiamente su presencia, por así decirlo, a las damas

y a los niños, por quienes me refiero, en otras palabras, al lector irreflexivo y acrítico. Si, en fin, la novela se ha encontrado, socialmente hablando, con que es, en algún sentido, el libro par excellence, así por otro lado, el libro se ha encontrado, de la misma manera, con ser algo poco ceremonioso. Se han descubierto muchas formas de producirlo fácilmente, que no es de ningún modo un prodigio ocasional, para bien o para mal, por el que fue tomado en tiempos pasados, y por el que ha sufrido el correspondiente descrédito. Casi cualquier variedad es arrojada y aceptada, manipulada, admirada, ignorada por demasiada gente, y es precisamente este punto en el que la cuestión de su futuro se convierte en una con la del futuro de toda la multitud. ¿Cómo enfrentarán las generaciones las monstruosas multiplicaciones? Cualquier especulación sobre el futuro desarrollo de una variedad particular está sujeta a la reserva de que, en un día no muy lejano, esas generaciones puedan estar formalmente obligadas a decretar y ejecutar una gran limpieza, grandes destrucciones y desapariciones periódicas. En realidad, mientras observamos el progreso de la nave de la civilización, el oído expectante espera llenarse con la enorme salpicadura que debe marcar la respuesta a los muchos imperativos y unánimes: “¡Por la borda!” Lo que al menos es aún muy claro es que prácticamente la gran mayoría de volúmenes impresos en un año dejan de existir con el paso de las horas, y vencidos por esa circunstancia abandonan toda aspiración a una trayectoria, a ser valorados o financiados. Por lo tanto, en lo que respecta al futuro de la novela, debemos desde luego limitar la consulta a aquellas clases que, según la crítica, tienen un presente y un pasado. Y es solo superficialmente que esa confusión parece reinar aquí. El hecho de que en Inglaterra y en los Estados Unidos cada espécimen que ve la luz pueda esperar una reseña, demuestra claramente el punto de que, en estos países, la crítica literaria se ha hundido. La reseña es, en nueve de diez casos, un esfuerzo de inteligencia tan subdesarrollado como la ineptitud sobre la que trata, y el espíritu crítico, que sabe dónde es requerido y dónde no, permanece intacto, y no se siente aún comprometido por el incidente. Hay muchas razones por las que los periódicos deben existir. Po tanto, en lo que concierne al tipo tangible, el resultado es que, en su estado indefenso y realmente expuesto, continuamos aceptándolo, conscientes incluso de una peculiar belleza en su solicitud desde una posición tan precaria. Se entrega totalmente a nuestra generosidad, y bastante a menudo nos proporciona, de acuerdo al recibimiento que encuentre, una medida útil de la calidad, de la delicadeza de muchas mentes. En mi opinión, no existe obra literaria, o de cualquier otro tipo de arte, que a ningún ser humano esté obligado a gustarle. No existe mujer, sin importar su vivacidad, ante cuya presencia un hombre deba enamorarse o no, incuestionablemente esto es asunto suyo. No es una

cuestión de modales; el margen para la libertad individual es amplio; y la trampa tendida por el artista no ocupa un lugar diferente – Robert Louis Stevenson ha expresado admirablemente la analogía – del ofrecimiento de sus encantos por parte de la dama. Solo queda el enamoramiento que envidiamos e imitamos. Cuando respondemos a la atracción, cuando caemos en la trampa, estamos sometidos y se ríen de nosotros; de modo que ¿cómo no puede aún existir un futuro, aunque tardío, para un ardid poseído por ese precioso secreto? Mientras más lo consideramos, más sentimos que la pintura en prosa nunca podrá llegar al final de sus ataduras hasta que pierda la noción de lo que es capaz de hacer. Puede hacer sencillamente todo, y esa es su fortaleza y su vida. Su plasticidad y su elasticidad son infinitas; no hay color ni extensión que no pueda tomar de la ventaja extraordinaria – una suerte apenas creíble – de que, aunque capaz de dar una impresión de la más alta perfección y del acabado más extraordinario, se mueve en una lujosa independencia de reglas y restricciones. Por más que pensemos, no hay nada que podamos mencionar como una consideración fuera de sí misma a la que deba ajustarse, nada que podamos nombrar como una de sus peculiares obligaciones o prohibiciones. Por supuesto, debe captar nuestra atención y recompensarla, no debe recurrir a falsas pretensiones; pero estas necesidades, con las que, obviamente, interfieren el disgusto y el desagrado, no son inherentes a ella, todos los trabajos artísticos lo tienen en común. En cuanto al resto, tiene un campo tan despejado que si perece será sin dudarlo culpa suya; por su superficialidad, en otras palabras, o su timidez. Casi nos gusta imaginar, por el propio amor que le tenemos, que aparece amenazada con tal sino, a fin de figurarnos el golpe dramático de su renacimiento bajo el toque del maestro dador de vida. El temperamento del artista puede hacer tanto por ello que nuestro deseo de una felicidad ejemplar demanda justamente incluso la visión de esa prueba suprema. Si permaneciéramos en esta visión lo bastante, deberíamos, sin duda, preguntarnos – e incluso por verdadera lealtad a la misma forma – si no podría pronto parecer a muchos críticos que nuestras propias condiciones potenciales exigen algún feliz coup por parte de un artista aún por venir. Habría al menos una excusa para tanta ensoñación: la especulación es vana a menos que la limitemos, y en lo que a nosotros respecta, la parte más práctica de la cuestión es el estado de la industria que atrae a los lectores en lengua inglesa. Debo disculparme por no aventurarme a comentar el destino, aún por escribir, de la novela en Francia en tan reducido espacio. Los franceses, como resultado de haber domado sus caballos mejor que nosotros, están en una etapa distinta de la carrera, e indudablemente, nosotros aún tenemos que atravesar extensiones y hacer paradas en el camino. Pero si el rango se acorta en el momento en que nos centramos solo en deducciones

resultantes del material inglés y norteamericano, no estoy seguro de que la respuesta aparezca más fácilmente. Debería, bajo todo concepto, sumergirme en las peculiaridades de las cuestiones actuales, que son bastante amplias. Si se va acercando el día en que la tregua a la ejecución de casi cualquier libro no sea más que una cuestión de clemencia, ¿la novela comercial inglesa tendería a impresionarnos con una producción cada vez más dotada de una calidad excelente, a fin de enfrentarse a esos peligros? En mi opinión, sería imposible intentar responder a ese interesante enigma sin traer a colación muchos ejemplos sacados de individuos, sin resaltar la moraleja con nombres tanto evidentes como encubiertos. Tal libertad nos llevaría demasiado lejos y además solo obstaculizaría el camino. No hay nada que evite que demos por supuesto toda clase de síntomas dichosos y promesas espléndidas; me refiero, por supuesto a que tengamos en mente la verdad general de que el futuro de la ficción está íntimamente relacionado con el futuro de la sociedad que la produce y consume. En una sociedad con sentido literario amplio y difundido, el talento en juego solo puede ser una cosa menos insignificante que en una sociedad con un sentido literario apenas distinguible. En un mundo donde la crítica es aguda y madura, dicho talento se hallará entrenado, con el fin de hacerse valer exitosamente, en muchas más clases de habilidades preventivas que en una sociedad donde el arte que he nombrado tenga un lugar inferior o sea una figura lastimera. Una comunidad proclive a la reflexión y gustosa de ideas emprenderá experimentos con la historia, cosa que no sería puesta a prueba por una sociedad dedicada a los viajes o la cacería, al comercio y a jugar al fútbol. Sin duda hay muchos jueces que mantienen que estos experimentos – cosas extrañas y misteriosas, en el mejor de los casos – no son necesarios, que en definitiva han vuelto el rostro en otra dirección y que solo pueden continuar por ese camino. Si es eso lo que realmente está ocurriendo en Inglaterra y en los Estados Unidos, lo más que se puede decir acerca de su futuro es que ese futuro será, ciertamente, cada vez más y más insignificante. Porque todo el tiempo la inmensa variedad de la vida se extenderá a derecha e izquierda, y todo el tiempo se perpetuará, en tal sentido, el gran error del fracaso de la inteligencia. Ese error siempre será, para el arte digno de ser admirado, lo único realmente excusable, por ser ese error, podríamos decir, de su propia alma. La forma de la novela que es absurda en la cuestión general de su libertad es la única forma que puede ser, a priori, considerada errónea sin lugar a dudas. Por lo tanto, la cosa más interesante hoy entre nosotros es el grado en que contamos con ver un significado cultivado y fructífero de esa libertad. En realidad, ¡no puede ser otra cosa que los elementos más vinculantes en el gran drama de nuestra amplia vida de angloparlantes! Puesto que la novela es en todo momento el retrato más inmediato,

y como fuere, el más admirable y traicionero de nuestras costumbres contemporáneas – tanto indirecta como directamente, y tanto lo que no hace le resulta tan bien como lo que hace – así su situación actual, que es la que nos preocupa, es exactamente la perfección de nuestros cambios y oportunidades sociales, de los signos y presagios que tienden más trampas a la mayoría de observadores, y constituyen en general lo que es más “entretenido” del espectáculo que ofrecemos. Debo decir, por ejemplo, que no me sorprende más conocer la descripción que el estancamiento al que finalmente se ha llegado, en cuanto a la energía de la ficción, como consecuencia de nuestra larga y muy respetable tradición de plegarse totalmente a la inexperiencia de la juventud, en lo que concierne, digamos, a un caso delicado. El particular nudo que tendrá que deshacer el futuro novelista que prefiera simplemente no responder a la cuestión, puede representar con certeza la esencia de su perspectiva. Desde un punto de vista serio, la gran fábula en prosa seguirá en pie o se derrumbará, según decida qué hacer con respecto a la “juventud”. Lo que está claro es que, entre nosotros, verdaderamente nunca ha elegido; por lo general siempre ha obedecido a un instinto irracional de evasión que, a menudo, ha supuesto una gran satisfacción. Cuando la sociedad era franca, estaba libre de los incidentes y accidentes de la constitución humana, la novela tomó la misma sólida comodidad que la sociedad. Los jóvenes eran entonces tan jóvenes que no llegaban a la altura de la mesa. Pero empezaron a crecer, y en el momento en que sus pequeñas barbillas se posaron en la caoba, Richardson y Fielding empezaron a meterse por debajo de ella. Surgió una desconfianza de todo menos del tratamiento más preservado de la gran relación entre hombres y mujeres, la constante renovación del mundo, que fue el signo visible de que la pintura en prosa de la vida estaba preparada para tomar lo que sea con tal de que no fuera superficial. Su posición era tal que: “Existen otras cosas, ¿sabéis? Por Dios, ¡dejad esa pasar!” Y a esta maravillosa capacidad de dejar pasar las cosas, el negocio ha estado dedicado por muchos años, con las consecuencias que hoy vemos. Estas consecuencias son tan variadas, muchas incluso encantadoras. Una de ellas ha sido la inmensa omisión que existe en nuestra ficción; mientras varios críticos juzgarán que ha estropeado el conjunto, otros seguirán diciendo que su significado es trivial. Uno solo puede hablar por sí mismo, y los novelistas británicos y norteamericanos que me gustan, me gustan tanto que realmente prefiero aceptarlos como son. Me es imposible imaginar a Dickens y a Scott sin, por decirlo así, las escenas de amor. En mi opinión, tenían toda la razón al no lidiar con ello, desde el momento en que su atención pudiera ser solo superficial. En todo su trabajo es el elemento que menos importa, a pesar del número de agradables retratos de afecto correspondido o rechazado. ¿Por qué no asumir entonces, si se puede preguntar, que la discriminación que ha servido

tan bien a su propósito en el pasado, continuará haciéndolo con el mismo resultado? ¿Los habrá mejores que Scott y Dickens? Ciertamente, no puede haber nada, se puede responder a ello rápidamente, y no puedo imaginar un prospecto más adecuado que seguir perpetuamente hacia adelante con tan renovadas bendiciones. La dificultad radica en el hecho de que dos de las grandes condiciones han cambiado. La novela es más vieja, y también lo son los jóvenes. Parece ser que todo lo que los jóvenes eran capaces de hacer por nosotros en la materia ya ha sido realizado con éxito. Han evitado una cosa detrás de la otra, aunque aún carecemos de una cierta plenitud, y lo curioso es que parecen ser ellos los que están haciendo el gran descubrimiento. “Habéis arrebatado gentilmente – parecen decir a los traficantes de ficciones – nuestra educación de las manos de nuestros padres y ministros, y eso, indudablemente, les ha convenido a ellos, y les ha dejado libres para divertirse. Pero, por favor, si es solo una cuestión de educación, ¿qué habéis hecho con la vuestra? Hay aspectos en los que parecéis terriblemente inexpertos, y en las que ¿puede ser tan inútil, como parece, acudir a vosotros en busca de información?” El punto es si, desde el momento en que es una cuestión de evitar el descrédito, la novela puede permitirse tomar las cosas tan a la ligera como lo viene haciendo desde hace tanto tiempo. Hay tantas fuentes de interés que se han descuidado, categorías enteras de estilos, clases y provincias corpusculares completas, museos del carácter y la condición vacíos; mientras que, por otro lado, se ha dado por sentado erróneamente que lo seguro se encuentra en todo material flojo y pobre que sigue reapareciendo en formas prefabricadas y, tristemente, las peores que se podían usar. Los simples pueden finalmente volverse contra nuestras simplificaciones; por lo que, después de todo, no necesitamos ser más monárquicos que el rey o más infantiles que los niños. Es seguro que no hay verdadera salud para ningún arte – no estoy hablando, por supuesto, de cualquier simple industria – que no vaya un paso más adelante que su más lejano seguidor. Sería curioso, realmente una gran comedia, si la renovación brotara únicamente de la saciedad de los mismos lectores, por quienes, hasta el momento, se supone que se han hecho los sacrificios. Esto se refiere a que, como no hay nada más destacado en la actual vida inglesa, como es evidente, que la revolución que está ocurriendo en la posición y actitud de las mujeres – y que está ocurriendo silenciosamente a un nivel mucho más profundo de lo que demuestra el ruido de la superficie – tal que somos capaces aún de observar la mano femenina manteniendo la actividad de la pluma, rompiendo con gran resonancia la ventana durante todo este tiempo supersticiosamente cerrada. La corriente particular que ha sido más despreciada se encargará en este caso de cuidar de la cuestión de la novedad. Es la opinión de

algunos observadores, de que cuando las mujeres tengan algo de libertad no pagarán la amplia deuda con la actitud protectora de los hombres, por una ilimitada consideración a la delicada naturaleza de estos últimos. Admitir que el gran anodino puede alguna vez fracasar totalmente, implica, en resumen, que solo será un fallo mayor en algún lugar importante. El hombre se regocija en su incomparable facultad de mutilar y desfigurar cualquier juguete que le haya ayudado a crear para él mismo la ilusión del esparcimiento; sin embargo, mientras la vida conserve su poder de proyectarse sobre su imaginación, encontrará que la novela maneja la impresión mejor que cualquier cosa que conozca. Algo mejor para este propósito está, sin duda, por ser descubierto. Lo abandonará solo cuando la vida misma esté en desacuerdo con él. Incluso entonces, realmente, ¿podría ser que la ficción no encuentre un aliento renovado, o varios, en la misma representación de ese colapso? Hasta que la palabra sea un vacío inhabitado, habrá una imagen en el espejo. Por lo tanto, lo que nos concierne de inmediato es cuidar que esa imagen continúe variada y vivaz. Francamente, hay mucho que decir a aquellos que, a pesar de todas las valientes plegarias, sienten que está amenazada considerablemente, ya que una pequeña reflexión ayudará a mostrarnos cuál es el futuro que les espera. Ven todo el negocio demasiado apartado: por un lado, la observación y la percepción y por el otro, el arte y el gusto. Obtienen muy poco de la impresión directa, el esfuerzo de penetrar – ese esfuerzo por el que los franceses tienen la admirable expresión fouiller – y, aún menos, si es que es posible, de alguna ciencia de la composición, arquitectura, distribución y proporción. No es baladí, aunque en realidad es simultáneo a una aguda fuerza, que el “misterio” debería haber desaparecido del oficio ante tantas miradas penetrantes y que, en su lugar, se encontrara una fácil monotonía en aclamada posesión. Pero estos son, en el peor de los casos, incluso para los desconcertados, los signos de que el novelista, más no la novela, ha decaído. Mientras haya un tema que tratar, tanto dependerá enteramente del tratamiento para reavivar el fuego. Solo el ministro puede realmente acercarse al altar; puesto que, si la novela es el tratamiento, es el tratamiento lo que esencialmente he dado en llamar anodino.