El Adolescente Aprendiz

El adolescente aprendiz Jean Rousselet Introducción Durante muchísimo tiempo, la mayor parte de las razas y las civiliza

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El adolescente aprendiz Jean Rousselet Introducción Durante muchísimo tiempo, la mayor parte de las razas y las civilizaciones han considerado que el trabajo, bajo todas sus formas, tanto manuales como intelectuales, constituía una degradación humana, razón por la cual no merecía ningún interés por parte de los hombres libres y de los filósofos. Toda la antigüedad griega, con Platón y Aristóteles a la cabeza, estaba convencida de la legitimidad de la esclavitud. Y en Roma, tanto bajo la República como bajo el Imperio, el ejercicio de cualquier profesión estaba considerado como una manifestación de actividad servil. Si es verdad, como se afirma, que bajo el reinado de Numa se crearon escuelas de comerciantes, cerrajeros, carpinteros de ribera y fundidores, también lo es que la influencia que aquéllas ejercieron en las ciudades fue poco menos que nula. Hay que esperar la Edad Media para ver cómo se rehabilitan los conceptos de trabajo y de profesión bajo la presión de dos influencias concomitantes y, sin embargo, muy distintas. En el momento en que la Roma papal y el Renacimiento italiano comenzaron a conceder un valor particular a los trabajos intelectuales y artísticos, hechos ya compatibles con todos los estamentos sociales, las corporaciones de esencia germánica y hanseática se esforzaron por reagrupar a los trabajadores manuales liberados de la tutela de la servidumbre. Su acción era perfectamente explicable, tanto por el afán de oponer una resistencia colectiva a los feudalismos laicos o eclesiásticos todavía pujantes, como por el deseo de que los maestros artesanos, al ejercer un control sobre eventuales competencias, pudiesen conservar la plenitud de los nuevos privilegios. Esta última intención es la que Legítima en gran parte la importancia que maestrías y cofradías otorgaron al aprendizaje, y asimismo explica que éste se convirtiera en condición obligatoria para el ejercicio de la mayor parte de las profesiones manuales. La duración y las condiciones del aprendizaje se reglamentaban por los acuerdos de cada corporación de oficios y por las actas de la autoridad local y del poder central. «La duración del aprendizaje de la mayor parte de los oficios, dice Adam Smith, parece que fue antiguamente fijada en toda Europa en un período de siete años.» EI estatuto emitido en el quinto año del reinado de Isabel, comúnmente llamado el «estatuto de los aprendices», determinaba que nadie podría en el porvenir ejercer un oficio, profesión o arte practicado en Inglaterra, sin haber realizado un aprendizaje de siete años por lo menos. En Francia, la duración del aprendizaje variaba en las diferentes ciudades y según los oficios; en París era generalmente de cinco años.

También se fijaba el número de aprendices con que cada maestro podía contar. Asimismo estaban escrupulosamente precisados la edad en que el muchacho podía comenzar el aprendizaje y el tiempo que debía dedicarle, tanto para perfeccionarse en la práctica del oficio como para satisfacer la deuda contratada con su maestro. Pero sean cuales fueren las razones de esta particular atención: respecto al aprendizaje, bien que tuvieran como único fin un verdadero malthusianismo profesional o que, por el contrario, estuviesen solamente inspiradas por el orgullo del oficio y el deseo de compartir éste con compañeros muy calificados, es innegable Que la formación profesional de los adolescentes se efectuaba en aquellos tiempos, en condiciones que parecerían envidiables a muchos jóvenes de hoy. Aunque el aprendizaje de estos oficios, a partir de una instrucción de base común a todos, estaba severamente codificado en lo que se refiere a la profesión con el fin de que cada corporación de oficios pudiera conservar sus cualidades y su especialización propia, no tenía nada de colectivo. Junto a -compañeros de más edad y con los medios propios del artesano, el joven se esforzaba en ir adquiriendo lentamente el conjunto de conocimientos técnicos y prácticos necesarios para dominar el oficio que pensaba ejercer más tarde. A diferencia de lo que ocurre hoy, no existían entonces distintos puestos de trabajo dentro del mismo oficio; cada profesión constituía por sí sola lo que en nuestros días se ha convenido en llamar una «familia profesional». La especialización intraprofesional era desconocida e inútil. El adolescente, confiado a un vecino o a un pariente que le servía de maestro, estaba destinado a continuar más tarde el negocio o el oficio paterno, o bien a suceder, por su matrimonio, a un suegro artesano en otra rama profesional. Hasta la revolución industrial del siglo XIX, el aprendiz podía concebir su formación a la manera como la consideran todavía hoy algunos hijos de grandes industriales o de grandes comerciantes, confiados por sus padres a empresas similares extranjeras, a fin de instruirse en cuestiones comerciales internacionales o habituarse a las nuevas técnicas. El aprendiz de antaño no podía sentirse desplazado porque, a la vez que aprendía el oficio, se educaba en el mismo ambiente de la profesión o en un medio social conocido de antemano. El artesano le trataba como a un hijo; con él compartía su comida, y, de ordinario, ambos dormían bajo el mismo techo. Destinado casi siempre a convertirse en artesano, el aprendiz tenía la certidumbre de trabajar para su propio porvenir y su propio éxito al asimilar los rudimentos y los secretos de fabricación. El aprendizaje era, pues, una etapa del camino que, a través del contacto con sus compañeros, debía llevarle a la maestría y, como consecuencia, a la independencia social y laboral.

Nada le impedía al oscuro principiante esperar éxitos sociales, profesionales o económicos, puesto que estos éxitos dependían de su entusiasmo, de su asiduidad o de su energía. A la vez que aprendiz, con todo lo que el término implica de torpeza y de ignorancia en el lenguaje corriente, era también alumno, como sus camaradas del colegio o de la Universidad. Su iniciativa futura no tenía límite y podía, si la suerte le era favorable, elevarse un día al nivel de sus maestros. A finales del siglo XIX, el descubrimiento de nuevas fuentes de energía, más eficaces y económicas que la energía animal, así como el desarrollo de los medios de locomoción mecánica, cambiaron tal estado de cosas. A medida que el maquinismo se extendía, todas las naciones de Europa occidental vieron surgir en su suelo vastas empresas industriales y comerciales muy diferentes de las empresas familiares y artesanales que, habían existido hasta entonces. Como disponían de mercados más amplios, bien pronto cayeron en sus manos muchas de las tareas habituales del artesanado clásico, a la vez que gran parte de la mano de obra se veía obligada a buscar en otros terrenos una remuneración por su trabajo. Numerosos jóvenes que hubiesen podido convertirse un día en patronos, se vieron condenados, por la ley de una competencia que aún existe, a convertirse en simples asalariados de jefes de empresa, cada vez más alejados de su personal a medida que éste aumentaba. El paralelo acrecentamiento de las necesidades de la población y el perfeccionamiento de las técnicas destinadas a satisfacerlas, hicieron que poco a poco fueran diversificándose, en cada profesión, oficios y puestos de trabajo cada vez más especializados y más diferentes entre sí. Un ejemplo lo tenemos en la evolución de las familias profesionales, tal como en el ramo de la metalurgia o el maderero, que, originado el primero en la fragua y el segundo en la carpintería, cuentan hoy con varios centenares de distintas especialidades. La creación de cada objeto acabado, su distribución en el mercado, escaparon bien pronto a la iniciativa de una sola persona para convertirse en producto del trabajo de un grupo anónimo y a menudo disperso entre muchos talleres y hasta entre muchas fábricas. Llegó el momento en que este hecho fue creando un cisma entre la minoría responsable de la concepción y dirección de las operaciones, por una parte, y por otra, una masa, bastante irresponsable o al menos considerada como tal, a la que se confiaba la aplicación concreta de las decisiones abstractas emanadas de una jerarquía más lejana cada vez. Así apareció una nueva distinción entre el espíritu que crea e imagina y el brazo que ejecuta. Al mismo tiempo que se veía condenado a no sacar provecho directo de los frutos de su formación profesional, el joven aprendiz quedaba también privado de las satisfacciones que pueden producir la elaboración y la creación personal.

La revolución industrial tuvo, además, otras graves consecuencias. Bien pronto muchas nuevas empresas, sobre todo las establecidas en regiones de densidad geográfica débil, tuvieron que hacer frente a una relativa penuria de mano de obra masculina, que sólo pudieron remediar empleando a mujeres y niños. El módico nivel de los salarios femeninos e infantiles, a priori inferiores a los de los varones, fue causa de que muchos patronos apelaran sistemáticamente a esta solución, incluso cuando el mercado de mano de obra ofrecía trabajadores adultos en número suficiente. Por último, el hecho de que ciertos trabajos, por ejemplo, en la industria textil, no parecían exigir aptitudes físicas particulares sino que, por el contrario, demandaban cualidades específicamente juveniles o femeninas, tales como destreza manual, suavidad de movimientos ó talla reducida, aceleró el proceso de transferencia de las mujeres y los niños desde el hogar desde la escuela a las fábricas más próximas. Impacientes por encomendar lo más pronto posible sus máquinas a los trabajadores que mostraran un mayor rendimiento en tiempo y eficacia, los propios patronos encontraban más fácil proporcionar a adultos una mínima preparación técnica indispensable, que emplear muchachos a los que creían incapaces de ponerse rápidamente al corriente de su trabajo y, sobre todo, de ser utilizados inmediatamente. De este modo, el aprendiz, que ya había sido desplazado de las preocupaciones más agradables o más nobles que comportaba su futuro menester de hombre, se encontraba privado, además, del beneficio de toda formación. Su aprendizaje se reducía al manejo más elemental. Sólo por casualidad podía esperar iniciarse, progresiva y torpemente mientras trabajaba, en responsabilidades menos ingratas de su profesión. Para ello era también necesario que no se produjeran movimientos de mano de obra que, en un momento dado, lo dirigiesen a otra empresa u otros oficios, obligándole a volver a iniciar su carrera desde el punto de partida. Así las cosas y dada la edad de entrada al trabajo, ¿cómo podía sentir interés el adolescente en prepararse para una promoción futura? En 1839, en una interpelación en la Cámara de los Pares, el vizconde de Dubouchage expresó su indignación ante las jornadas de trabajo de quince y hasta dieciséis horas impuestas, en la región lionesa, a los aprendices de menos de diez años. En la misma época el doctor Vuillermé, en su célebre relación sobre El estado de los obreros de las manufacturas del Reino, señalaba, por su parte, que niños de cinco años y basta de cuatro y medio eran empleados en devanar tramas durante más de catorce horas consecutivas. Con excepción de algunas profesiones todavía fuertemente impregnadas del espíritu de las antiguas corporaciones, tales como las de la industria gráfica y las de la construcción, la palabra aprendizaje fue poco a poco

vaciándose del contenido implícito de «enseñanza», para convertirse en la simple referencia a un estado particular de cosas en el que, dada la edad y como consecuencia de ella el escaso rendimiento, estaba justificada una apreciable disminución de salario. Con frecuencia ocurría también que todo aprendizaje efectivo resultaba imposible porque no era raro que el adolescentes al quedar sometido al mismo horario que los adultos, fuera asociado a uno de ellos como ayudante permanente en su trabajo, con lo cual no le era posible conocer más que un aspecto muy limitado del conjunto del oficio. Por eso, cuando Jules Simon elevó su voz contra estas prácticas en un panfleto titulado El obrero de ocho años, se le acusó de buscar la ruina de la industria francesa. En el Parlamento se le aseguró que en las fábricas textiles era imposible colocar a los adolescentes aparte de los adultos porque la mano de obra juvenil era necesaria para realizar trabajos menores inseparables de los que efectuaban los compañeros de más edad. Esta concepción del aprendizaje, como veremos más adelante, conserva todavía vigencia. La encontramos en las costumbres de algunas profesiones y hasta en los términos de los contratos de aprendizaje, sobre todo al establecer los baremos de salarios para los adolescentes aprendices. Poco a poco, sin embargo, bajo la influencia del movimiento liberal que acompañó en casi toda Europa al desenvolvimiento de la industria moderna, las iniciativas legislativas y administrativas protegieron progresivamente la mano de obra infantil contra las tendencias esclavistas de ciertos patronos. La duración de los horarios fue limitada, y se prohibieron asimismo los trabajos considerados demasiado fatigosos o que revestían cierto peligro. Poco más o menos por la misma época fue reconocida la obligatoriedad de la, enseñanza, con lo que progresivamente se fue retrasando la edad de admisión al trabajo debido a la prolongación del período legal de escolaridad. Durante este tiempo se transformó también la industria, y pronto se hizo sentir la necesidad de mano de obra calificada e intermedia entre el técnico y el obrero manual. Para preparar a estos obreros especializados, las empresas, bien solas o bien agrupadas en gremios, se vieron obligadas a establecer cursos profesionales o 'escuelas técnicas' para adolescentes cuya preparación primaria inicial permitía a éstos asimilar rápidamente los conocimientos técnicos indispensables para el desempeño de ciertos puestos de trabajo. A pesar de tales esfuerzos, la mayor parte de los jóvenes obreros y. empleados en la industria y en el comercio continuaban asumiendo, desde la edad reglamentaria del trabajo, responsabilidades de producción o de venta sin haber recibido una preparación especial. Una vez admitidos, resultaba casi imposible que pudieran mejorar de posición. Salvo en muy pocos gremios artesanos, el adolescente que se empleaba al salir de la escuela sin contar con una especialización profesional,

quedaba condenado de por vida a desempeñar solamente tareas ingratas, sin interés intelectual y sin porvenir. En Francia hubo que esperar hasta la promulgación de la Ley Astier, en 1919, para que se conciliaran en principio las necesidades de la industria en personal calificado, por una parte, y, por otra, el derecho a recibir enseñanza profesional, es decir, el derecho a participar n la competición por el éxito social con una previa preparación. Un decreto de 1938, relativo a la orientación y la formación profesional, vino a completar esta ley Astier, verdadera carta de la enseñanza técnica y comercial que todavía inspira todo el régimen del aprendizaje profesional. El conocimiento de esta ley es inseparable de todo estudio relativo al aprendiz moderno, porque sólo ella permite comprender la diferencia existente, en el plano de la práctica, entre lo que se ha convenido en llamar alumnos de enseñanza técnica y escolar y los aprendices con o sin contrato que aprenden en el taller, es decir, los que se emplean directamente en las empresas haciendo su aprendizaje al mismo tiempo que realizan un trabajo asalariado. Después de reglamentar en sus primeros capítulos la organización y el control de los establecimientos de enseñanza técnica, públicos o privados, en los que debían ser admitidos los adolescentes llamados a recibir en un medio escolar una verdadera enseñanza teórica práctica, la ley Astier prevé en el apartado V la creación de cursos profesionales destinados a los aprendices, obreros y empleados, ya colocados en el comercio y en la industria. Estos cursos debían ser obligatorios para todos los adolescentes de uno y otro sexo, menores de dieciocho años, sin distinción de que hubieran sido empleados mediante contrato de aprendizaje o sin él. La creación de estos cursos, cuya responsabilidad incumbía a los ayuntamientos, era obligatoria en todas partes donde no existieran o fueran insuficientes. Los jefes de empresa estaban obligados a dejar a su joven personal el tiempo y la libertad necesarios para 'poder asistir a ellos, durante la jornada legal de trabajo, si ésta excedía de ocho horas, y fuera de ella en caso contrario. Los jefes de empresa debían controlar también la asistencia a los cursos y, al cabo de tres años, presentar a sus aprendices al examen de aptitud profesional, a fin de tener opción al certificado que coronaba sus estudios. Los exámenes seguían normas análogas a los que se realizaban en los establecimientos de enseñanza técnica; De este modo, todos los adolescentes se encontraban en igualdad de condiciones al comenzar su verdadera vida profesional. El decreto de 1938 completó esta ley veinte años después de promulgada. Respetó la mayor parte de sus términos, pero mostraba, al mismo tiempo, que gran parte del camino estaba todavía por recorrer. En el artículo 9 del apartado 11, repite una vez más que todos los muchachos de catorce a dieciocho años, empleados en

el comercio o en la industria, deben recibir educación profesional y práctica, sin perjuicio de contar con un complemento de cultura general. Se recuerda también que la asistencia a los cursos profesionales instituidos por la ley de 25 de julio de 1919 es obligatoria en todos los lugares donde hayan podido crearse, y que el horario anual de estos cursos no puede ser inferior a ciento cincuenta horas. Estas disposiciones no se aplican a los establecimientos en los que sólo se emplean miembros de la familia bajo la autoridad del padre, de la madre o del tutor Se nombran inspectores para visitar, durante la jornada de trabajo, los talleres, empresas, canteras, almacenes y oficinas en donde se practique el aprendizaje, así como para informarse sobre la formación profesional, el empleo y la conducta de los aprendices. Se hace una vez más alusión a los exámenes que sancionan el aprendizaje y mediante los cuales se obtiene el certificado de aptitud profesional en el oficio correspondiente. Este examen, el C. A. P., realizado ante un tribunal de profesores, patronos y empleados de la profesión, es común para todos los alumnos de la enseñanza técnica, para todos los aprendices con contrato de trabajo y para los asalariados sin contrato. Las calificaciones, así como los empleos que con él pueden obtenerse, también son, en principio, las mismas para todos. Puede, por tanto, pretenderse que todos estos adolescentes se encuentran en igualdad de condiciones en el momento de hacer su entrada en el mundo del trabajo, tan distinto del medio escolar de donde provienen. Pero, aunque un mismo examen lo sancione, ¿puede realmente hablarse de identidad de modos de aprendizaje? El texto tan completo de la ley ¿es siempre respetado en la forma y en el espíritu? Es indispensable precisar todo esto para no caer en el error, tan frecuente, de considerar como aprendiz a cualquier adolescente que esté en edad de seguir la formación profesional, sin atender a la realidad de esta enseñanza y al clima psicológico y pedagógico en el que se ha realizado. Cierto es que existen infinidad de formas de aprendizaje. Unas consiguen convertir a alumnos en verdaderos aprendices; otras ignoran casi por completo la idea de promoción y hacen del aprendiz un simple ayudante mal pagado, por el hecho de que tiene poca edad; otras, en fin, las más numerosas, sintetizan las dos concepciones de manera muy variable, según los gremios de que se trate, la actitud de las cámaras de oficios locales, el grado de vigilancia administrativa e incluso la buena voluntad de cada patrono. No es posible adoptar una actitud y una reacción común a todos los jóvenes aprendices. Para unos, aprendizaje y enseñanza se concilian armónicamente en una verdadera educación humana y social. En cuanto a los otros, recordemos estas palabras de Alain: «Enseñadme lo que habéis hecho», son palabras propias de la escuela. «Desgraciado, ¿qué ibas a hacer?», son palabras propias del taller.