Desarrollo Socioafectivo y de La Personalidad ---- (Pg 150--185)

6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género David Cantón Cortés José Cantón Duarte M.ª del Rosario Cortés Arbol

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género David Cantón Cortés José Cantón Duarte M.ª del Rosario Cortés Arboleda

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1.

Perspectivas teóricas

La investigación sobre el desarrollo de la personalidad ha estado guiada fundamentalmente por tres perspectivas: teorías de rasgos, teorías de estadios y modelos contextuales del ciclo vital. El rasgo es una característica de personalidad que se mantiene estable en el tiempo y constante en diferentes contextos; puede tener una base genética, y se manifiesta en el temperamento temprano. La personalidad sería la expresión de estos atributos inherentes; el modelo más conocido e investigado sobre su estructura es el de los cinco factores o de los Cinco Grandes. Las teorías de los estadios se basan en el desarrollo continuado y el cambio, dividiéndose el ciclo vital en periodos de edad cronológica asociados a una determinada tarea evolutiva. La personalidad consistiría en un proceso de maduración a través de una serie secuenciada de fases en las que diversas fuerzas internas y externas interactúan dando lugar a un comportamiento; el modelo más conocido es el de Erikson. Finalmente, los modelos contextuales consideran la personalidad como la expresión conductual de la interacción entre atributos internos y contextos históricos y socioculturales. Estaría influida además por las transiciones a los roles propios de la edad, momento histórico e influencias no normativas. McAdams y Pals (2006) distinguían entre rasgos disposicionales (dimensiones de personalidad como extraversión), características adaptativas

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(patrones cognitivos y motivacionales derivados de los rasgos disposicionales y de transacciones con el ambiente) e identidad narrativa integradora (historias usadas para dar sentido a la vida). Es decir, que las diferencias en personalidad se refieren a rasgos; a objetivos sociales, estrategias de afrontamiento, estilos defensivos, motivaciones y patrones de apego; y, finalmente, a identidades (e.g., identidad narrativa) (Bates, Schermerhorn y Goodnight, 2010; Rothbart y Bates, 2006). Siguiendo un enfoque de ciclo vital, la investigación sobre el desarrollo de la personalidad se ha llevado a cabo desde tres perspectivas diferentes: rasgos (estructura/contenido), sistema del yo (dinámicas) y autorregulación (procesos autoevaluativos, relacionados con objetivos, afrontamiento, creencias de autocontrol y autoeficacia o regulación emocional). El enfoque del ciclo vital pretende integrar estos campos de investigación, considerando que el desarrollo de la personalidad durante la etapa adulta se caracteriza tanto por la estabilidad como por el cambio. Además, las ganancias y pérdidas en el desarrollo de la personalidad y del yo se pueden abordar desde una perspectiva de evaluación de los cambios evolutivos en cuanto a adaptabilidad y funcionalidad o bien en términos de modelos de crecimiento (e.g., madurez del yo, integridad, generatividad) (Baltes, Linderberger y Staudinger, 2006). La perspectiva de los rasgos caracteriza a las personas en términos de atributos fundamentales y disposiciones conductuales. Los rasgos disposicionales son características amplias, internas y comparativas de individualidad psicológica que explican la consistencia de la conducta, pensamientos y sentimientos a través del tiempo y de las situaciones. Basados en la observación y autoinformes, describen las dimensiones más básicas y generales en que se perciben diferencias entre las personas (McAdams y Olson, 2010). La investigación se centra en la identificación de la estructura de la personalidad, en las diferencias interindividuales y en la estabilidad longitudinal. Es decir, concede gran importancia a la emergencia, mantenimiento y transformación de la estructura de la personalidad y a las condiciones de constancia y de cambio en las diferencias interindividuales. La perspectiva del sistema del yo también se interesa por la estructura y el contenido, pero su interés fundamental es llegar a comprender las dinámicas de la personalidad. La persona se considera compuesta por diversas estructuras dinámicas de autoconcepciones relativamente estables, como creencias o cogniciones que constituyen componentes fundamentales del yo. Diferentes contextos o situaciones activan subconjuntos distintos de esta estructura de autoconcepciones. Finalmente, la perspectiva de los procesos autorregulatorios hace referencia a las capacidades y habilidades requeridas para supervisar la conducta y la experiencia. Las conductas regulatorias para promover el crecimiento y

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la consecución, mantenimiento y recuperación del equilibrio psicológico en un contexto de pérdidas relacionadas con la edad (el sentimiento de coherencia, continuidad y propósito en condiciones de cambio). La discrepancia entre el número cada vez mayor de riesgos con la edad y el mantenimiento de un funcionamiento adaptativo del yo (estabilidad hasta una edad muy avanzada de los indicadores de bienestar, como autoestima, control o felicidad y bienestar subjetivo) probablemente sea la prueba más evidente del poder del sistema de la personalidad para enfrentarse a la realidad. Para explicar esta discrepancia se han formulado tres argumentos principales (Baltes et al., 2006). En primer lugar, el yo aplica diversos mecanismos protectores que reinterpretan o transforman la realidad en beneficio del mantenimiento o recuperación de los niveles de bienestar. En segundo lugar, el yo está muy interesado tanto por la continuidad como por el crecimiento; se adapta incluso a circunstancias adversas como si nada hubiera ocurrido o no tuviera mucha importancia. Por último, los cambios debidos al aumento de los riesgos podrían ser más crónicos que agudos y, por consiguiente, no afectar repentinamente al yo, sino de una manera gradual. En definitiva, la teoría e investigación actuales van más allá de la contraposición rasgos versus cambio, considerando que los propios rasgos forman parte del sistema de la personalidad dinámica. Además, una característica básica del desarrollo de la personalidad que es la emergencia de la estructura y de un sistema asociado de mecanismos de autorregulación que intervienen en la adaptación. Se considera que la organización estructural y la coherencia de la personalidad, el yo y los mecanismos autorreguladores son una precondición necesaria para el ajuste adaptativo y el crecimiento. La personalidad asume una función ejecutiva o de orquestación en el manejo de las ganancias y las pérdidas durante el desarrollo genético. Tiene una gran capacidad para negociar las oportunidades y limitaciones del desarrollo debidas a la edad, el contexto histórico o las condiciones idiosincráticas. Pero aparte de su estructura y contenido protector, es la disponibilidad de una serie de mecanismos autorregulatorios lo que contribuye al fuerte poder adaptativo de la personalidad (Baltes et al., 2006).

2.

Estructura de la personalidad

2.1

Rasgos temperamentales

El temperamento se refiere a diferencias individuales en reactividad y autorregulación, determinadas biológicamente. Los rasgos temperamentales apa recen pronto, aunque dependen del desarrollo (e.g., la emotividad negativa de los primeros meses se diferencia en miedo y cólera a finales del año) y

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conforman un elemento central de la personalidad relativamente estable, sobre todo a partir de los 3 años. La base genética le confiere un mayor nivel de estabilidad, mientras que la organización y actividad cerebral le darían una estabilidad moderada, y los patrones temperamentales de conducta se asociarían a una mayor probabilidad de cambio. Después del concepto pionero de temperamento difícil (bajas ritmicidad y adaptabilidad, estado de ánimo predominantemente negativo, alta reactividad emocional y baja distraibilidad a los estados negativos), se han propuesto otros rasgos temperamentales más precisos, obtenidos a partir de cuestionarios contestados por los padres. Los factores más generales en la infancia son emotividad negativa, surgencia o extraversión, placer de alta intensidad, autorregulación o control voluntario, y agradabilidad o adaptabilidad (Bates et al., 2010; Caspi y Shiner, 2006; Rothbart y Bates, 2006). Los estudios basados en cuestionarios, tareas de laboratorio o la observación han informado de siete rasgos temperamentales de orden inferior en niños de hasta 3 años (Caspi y Shiner, 2006): emociones positivas/placer (tendencia a expresar emociones positivas y placer y excitación en las interacciones), miedo/inhibición (retraimiento y expresión de miedo en situaciones nuevas o estresantes), irritabilidad/cólera/frustración (excitación, cólera y escasa tolerancia a la frustración y las prohibiciones), disconfort (grado de reactividad emocional negativa a estímulos sensoriales irritantes o dolorosos), atención (a los 4-8 meses nivel de atención a los estímulos ambientales; mantenimiento de la atención y persistencia en la tarea a los 2-3 años), nivel de actividad, y tranquilización/adaptabilidad (capacidad para tranquilizarse cuando se le reconforta; respuesta emocional moderada o adaptación rápida y tranquila a sucesos ambientales potencialmente estresantes).

2.2

Rasgos disposicionales de personalidad

El temperamento es el marco temprano en el que se desarrollan los rasgos de personalidad. Con el desarrollo, las características temperamentales se transforman en otras más diferenciadas y complejas de personalidad, aunque conservando una estructura similar. Investigadores y teóricos han ido enlazando las dimensiones temperamentales, basadas sobre todo en valora ciones de la madre y observaciones de laboratorio, con los rasgos autoinformados de personalidad adulta incluidos en los Cinco Grandes u otras taxonomías (McAdams y Olson, 2010). Por ejemplo, Caspi, Roberts y Shiner (2005) propusieron que la surgencia (afectividad y aproximación positiva) estaría en la base de rasgos adultos incluidos en el etiquetado de extraversión y en el área de la emotividad positiva; las dimensiones temperamentales de estrés miedo-

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so/ ansioso e irritable darían lugar al desarrollo del neuroticismo o emotividad negativa (con la irritabilidad también como posible precursora de la baja agradabilidad); y, finalmente, las capacidades infantiles de centración de la atención y control voluntario, y diversos aspectos de la inhibición conductual infantil, estarían subyaciendo al desarrollo de rasgos como la responsabilidad, restricción y algunos aspectos de la agradabilidad. Aunque escasos, los resultados longitudinales apoyan la relación entre temperamento infantil y rasgos de personalidad adulta (McAdams y Olson, 2010). Por ejemplo, Caspi, Harrington, Milne, Amell, Theodore y Moffitt (2003) informaron de relaciones significativas entre rasgos temperamentales a los 3 años de edad y rasgos de personalidad a los 26. Los niños subcontrolados (impulsividad, negatividad, distraibilidad) después era más probable que presentaran niveles superiores de neuroticismo y baja agradabilidad y responsabilidad. Por el contrario, los que eran muy inhibidos a los 3 años (reticentes socialmente y miedosos) eran restrictivos y muy poco extravertidos de adultos. Asendorpf, Denissen y Van Aken (2008) encontraron que los niños evaluados por sus padres como inhibidos cuando tenían 4-6 años, diecinueve años después se autoevaluaban como muy inhibidos, con problemas internalizantes y atrasados en la asunción de roles laborales y de relaciones íntimas. Los niños varones evaluados por sus padres como especialmente agresivos después tenían unos niveles superiores de actividad delictiva. Desde la perspectiva de los rasgos disposicionales, el constructo de los Cinco Grandes ha sido el más investigado y el que ha aportado más claridad a la estructura de orden superior de la personalidad (McAdams y Olson, 2010; McCrae y Costa, 2008). Incluye la extraversión (sociabilidad, cordialidad, actividad, entusiasmo, asertividad), neuroticismo (miedo, vulnerabilidad, irritabilidad, impulsividad, ansiedad, depresión, hostilidad), agradabilidad (confianza, franqueza, altruismo, modestia, sensibilidad hacia los demás, espíritu conciliador), responsabilidad (sentido del deber, orden, autodisciplina, orientación a la tarea, planificación) y apertura a la experiencia (curiosidad, autoconciencia, exploración). Cada uno de los cinco factores abarca diversos rasgos más específicos, o facetas en la terminología de McCrae y Costa (2008). Por ejemplo, su versión de la extraversión incluye las dimensiones de afectuosidad, gregarismo, asertividad, actividad, búsqueda de excitación y emotividad positiva. La implicación activa en el mundo (extraversión) y su percepción como estresante y amenazante (neuroticismo) se corresponden con los factores de emotividad positiva y negativa del modelo conocido como de los Tres Grandes (Clark y Watson, 2008). El control de los impulsos (modulación de su expresión o retraso de la gratificación —la responsabilidad—) coincidiría con el factor restricción (versus desinhibición) de los Tres Grandes.

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Los análisis factoriales de los informes de padres y profesores han encontrado factores similares a los Cinco Grandes desde los tres años de edad hasta la adolescencia tardía; al igual que los análisis de autoinformes de niños (9-10 años) y adolescentes (Caspi y Shiner, 2006). Por ejemplo, Rothbart y colaboradores identificaron una estructura factorial compuesta por tres rasgos de orden superior en niños de hasta tres años: Surgencia (aproximación positiva; reactividad vocal en el primer año, sociabilidad en los mayores; expresión de emociones positivas, disfrute, actividad), afectividad negativa (tristeza, irritabilidad, frustración, miedo, incapacidad de tranquilizarse después de una alta activación), y control voluntario (en el primer año tranquilización, mantenimiento de la atención y placer en situaciones de baja intensidad). Estos mismos rasgos de orden superior los encontraron entre los 3-7 y 10-15 años. En la adolescencia temprana apareció la afiliación, con algunos componentes similares a la agradabilidad. Estos rasgos son similares a los del modelo de los Cinco Grandes: surgencia (extraversión), afectividad negativa (neuroticismo), control voluntario (responsabilidad) y afiliación (agradabilidad).

3.

Consistencia y cambio en temperamento y personalidad

3.1

Tipos de cambio

El cambio intraindividual (normativo o de nivel medio o discontinuidad) se refiere al grado en que los valores promedio (niveles medios) de las puntuaciones en un rasgo dentro de un grupo suben o bajan a lo largo del ciclo vital (tendencias evolutivas). Por ejemplo, «¿Las personas de cuarenta años, como grupo, como promedio, son más responsables que las de veinte años?». Por el contrario, la estabilidad o continuidad diferencial o consistencia de rango-orden (versus inestabilidad diferencial) implica comparar a las personas entre sí y analizar cómo cambian con el tiempo las diferencias entre ellas (patrones interindividuales de cambio intraindividual). En este caso, la pregunta sería: «¿Mantiene la persona su posición relativa en la distribución de puntuaciones de un rasgo en distintas evaluaciones?». La estabilidad o continuidad ipsativa consiste en un patrón o configuración persistente de características de una persona (e.g., elevada extraversión, afectividad negativa y baja responsabilidad, en preescolar y en la adolescencia). Cuando esta configuración es a nivel grupal se la conoce como continuidad estructural (consistencia en las interrelaciones entre características de personalidad de la población). Mientras que unos autores enfatizan la consistencia como característica central del temperamento y de la personalidad, otros defienden el cambio y

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

el desarrollo. La consistencia conductual a través del tiempo y de los contextos se debería a la interacción entre persona y ambiente. Se producirá si el contexto no cambia, aunque también cuenta el esfuerzo del individuo por seleccionar determinados ambientes (e.g., desafío mínimo) que contribuyen a una mayor estabilidad. Además, algunos niños experimentan estrés en situaciones de amenaza moderada, un argumento favorable a la consistencia del temperamento independientemente del contexto. En general, es más probable que se produzcan cambios en rasgos de personalidad cuando se analizan periodos extensos de tiempo que en periodos cortos (Bates et al., 2010; Caspi y Shiner, 2006). La continuidad diferencial tiende a aumentar con la edad. En general, los estudios transversales y longitudinales sobre rasgos disposicionales indican que los adultos se van sintiendo cada vez más cómodos consigo mismos conforme pasan de los primeros años de adultez a los de mitad de su vida, más responsables, más centrados en tareas y planes a largo plazo, y menos dispuestos a asumir riesgos extremos o impulsos internos desenfrenados. Algunos resultados metaanalíticos indican que los coeficientes de estabilidad de los rasgos disposicionales son más bajos en la infancia, aumentan en los adultos jóvenes y alcanzan su máximo entre los 50-70 años. Terraciano, Costa y McCrae (2006) concluyeron en su revisión de los estudios longitudinales que la estabilidad máxima se producía a una edad anterior, en los 30 o en los 40. Es lo que Caspi et al. (2005) denominaron «principio de madurez» en las disposiciones de personalidad: la tendencia normativa a ir haciéndose más dominante, responsable, agradable y emocionalmente estable (menos neurótico) conforme se avanza desde la adolescencia hasta finales de la adultez intermedia).

3.2

Cambios en los Cinco Grandes

A nivel intraindividual o normativo, la extraversión aumenta durante el primer año, para luego disminuir entre la infancia temprana y media. En la adolescencia aumenta el aspecto de dominancia social (entre los 10-18 años), y disminuye la timidez (entre la adolescencia temprana y media), mientras que el nivel de actividad y la sociabilidad no cambian. La extraversión disminuye durante la etapa adulta, especialmente a principios de la década de los 20 años, pero también en los mayores. En general, durante la adultez aumenta la adherencia a las normas (autocontrol, buena impresión) y disminuye la flexibilidad. Roberts, Walton y Viechtbauer (2006) concluyeron en su metaanálisis que la vitalidad social aumentaba entre los 18-22 años, disminuía entre los 22-30, y luego se mantenía bastante estable hasta los 60, para volver a a disminuir en mayor medida entre los 60-70. Por el contra-

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rio, la dominancia social continuaba con el aumento experimentado en la adolescencia, incrementándose progresivamente entre los 18-40 años. En general, los estudios sobre la consistencia rango-orden indican que la extraversión y diversos aspectos relacionados con ella (emotividad positiva, actividad) son bastante consistentes desde la infancia temprana a la tardía (entre los 4-6 años y los 12) y durante la adolescencia (12-17 años). Por ejemplo, Vaughan Sallquist et al. (2009) encontraron que se producía un declive normativo en la intensidad de la emotividad positiva entre preescolar y tercer curso, mientras que se mantenía la estabilidad de orden-rango durante ese mismo periodo. Los estudios indican que la extraversión, afecto positivo y timidez presentan una consistencia de modesta a moderada entre los 18-30 años, mientras que la de la emotividad positiva es considerable en la adultez media y tardía. La intensidad de la emotividad negativa experimenta un declive normativo desde la infancia temprana hasta la media, disminuyendo también el neuroticismo entre los 10-11 años. Los resultados sobre neuroticismo durante la adolescencia no han sido consistentes, aunque varios estudios indican que el neuroticismo de las chicas puede aumentar en la adolescencia temprana. Desde finales de la adolescencia o principios de la etapa adulta disminuye progresivamente incluida la transición a la adultez madura (aunque se ha detectado un cierto incremento en una etapa muy tardía de la vida (a partir de los 80 años) (e.g., Allemand, Zimprich y Martin, 2008; Terracciano, McCrae, Brant y Costa, 2005). Tanto la emotividad negativa (e.g., irritabilidad) como el neuroticismo se mantienen estables (consistencia rango-orden) durante la infancia, adolescencia y adultez. La agradabilidad se caracteriza por la continuidad entre los 4-12 años, cambiando poco durante la adolescencia, y aumenta linealmente en la etapa adulta, especialmente entre los 50-60 años. En general, los mayores de diversos países y culturas tienen una mayor agradabilidad que los jóvenes (adolescencia media y tardía) (e.g., Roberts y Mroczek, 2008; Terracciano, McCrae, Brant y Costa, 2005). Los niveles de estabilidad son altos en la infancia, adolescencia y adultez. Por ejemplo, en un estudio de niños con una edad media de 6 años, Eisenberg et al. (2003) encontraron que la emotividad positiva observada y valorada por los padres en las interacciones con el niño se mantenía estable durante dos años. El control voluntario aumenta durante la infancia; la responsabilidad, en general, va disminuyendo durante la adolescencia (desde los 12 a los 16 años), para luego aumentar a finales de la adolescencia y en la etapa adulta, en la que parece haber una relación curvilínea, con un pico superior entre la adultez media y ancianidad temprana (70 años) (Donnellan y Lucas, 2008; Terracciano et al., 2005). Los resultados indican que el control voluntario cada vez es más estable entre los 2-4 años; que tanto el control

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

voluntario como la responsabilidad son consistentes durante la infancia media y que la persistencia en la tarea tiene un alto nivel de estabilidad entre los 2-8 años de edad. La responsabilidad se mantiene estable durante la adolescencia y etapa adulta (18-30, 30-42 años). Finalmente, las evidencias sobre la apertura a la experiencia indican que, en general, se incrementa durante la adolescencia y en los primeros años de adultez, disminuyendo al final de esta etapa (a partir de los 60 años). Varios estudios han demostrado su consistencia entre los 4-12 años, durante la adolescencia y entre los 18-24, los 20-30 y los 33-42 años (e.g., Donnellan y Lucas, 2008; Roberts et al., 2006). En definitiva, las evidencias empíricas indican que tres de los Cinco Grandes (extraversión, neuroticismo y apertura a la experiencia) disminuyen a lo largo del ciclo vital, mientras que los otros dos (agradabilidad y responsabilidad) tienden a aumentar. Lucas y Donnellan (2009) llegaron a esta misma conclusión en un estudio con una muestra representativa australiana compuesta por 12.618 adolescentes y adultos (entre los 15-84 años de edad). Además, informaron que el tamaño de las diferencias entre jóvenes y mayores era muy amplio, como resultado de la acumulación de pequeñas diferencias de edad entre una década y la siguiente. Las diferencias no eran mayores antes de los 30 años que después de esa edad, excepto en el caso de la responsabilidad (y en cierta medida la extraversión de los hombres). De hecho, los descensos en neuroticismo y apertura eran más pronunciados entre los grupos de los mayores. Los resultados coinciden con los de otros dos estudios realizados por estos mismos autores a nivel nacional en Gran Bretaña y Alemania (Donnellan y Lucas, 2008). Los tres sugieren que la extraversión se relaciona de forma negativa con la edad y la agradabilidad positivamente, siguiendo un patrón que suele ser lineal. Además, esta investigación y la británica encontraron una relación negativa entre edad y neuroticismo, también bastante lineal. Los tres estudios informaron que la apertura a la experiencia se relacionaba negativamente con la edad, y el australiano y el alemán encontraron que las diferencias de edad eran especialmente pronunciadas en los grupos de los mayores. Al final, el nivel medio de responsabilidad en los tres se asociaba positivamente con la edad desde la adolescencia tardía hasta principios de la década de los 30, siendo menos pronunciadas las diferencias en los últimos años. Los resultados sobre cambios normativos pueden estar enmascarando la existencia de diferencias individuales en el desarrollo de las rasgos disposicionales (McAdams y Olson, 2010). Por ejemplo, no todas las personas se vuelven más responsables con la edad; además, unas cambian más que otras, y algunas lo hacen en la dirección contraria a la tendencia general de la población. Es decir, se producen diferencias interindividuales en el cam-

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

bio intraindividual. Las personas que menos cambian con el tiempo suelen ser las que ya tienen un perfil disposicional de madurez, es decir, un bajo neuroticismo y elevadas agradabilidad, responsabilidad y extraversión. En las diferencias en cambio intraindividual pueden influir también algunas experiencias familiares y sociales. Por ejemplo, los adultos jóvenes que se comprometen en relaciones serias de pareja tienden a disminuir en neuroticismo y aumentar la responsabilidad, unos cambios que son más fuertes que las tendencias normativas. El éxito profesional y la satisfacción pueden aumentar la extraversión. Asimismo, cambios no normativos en los rasgos pueden dar lugar a problemas. Por ejemplo, un elevado nivel de neuroticismo o su incremento predicen niveles superiores de mortalidad en los hombres mayores (McAdams y Olson, 2010).

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3.3

Desarrollo de la personalidad positiva: adaptación y madurez

Desde una perspectiva de ciclo vital, el desarrollo de la personalidad implica ganancias y pérdidas, aunque la ratio global se va haciendo cada vez menos favorable con la edad. Los recursos tienen que invertirse cada vez más en tareas de mantenimiento del funcionamiento, retorno a niveles previos después de una pérdida o funcionamiento a niveles inferiores cuando no es posible el mantenimiento o la recuperación. El desarrollo positivo consiste en la maximización de las ganancias y la minimización de las pérdidas (Staudinger y Bowen, 2010). La adaptación de la personalidad (bienestar subjetivo socioemocional, sentirse bien; o más objetivamente, negociar con éxito y dominar las exigencias sociales) se refiere a la medida en que una persona es capaz de manejar oportunidades e impedimentos cambiantes surgidos en un determinado contexto evolutivo (logro, mantenimiento o recuperación del bienestar y calidad de vida). El crecimiento de la personalidad (maduración) se refiere a cambios en el sistema de la personalidad que persiguen la trascendencia de determinadas circunstancias (en uno mismo, los otros, la sociedad) para conseguir lo mejor para uno mismo y los demás). Adaptación y crecimiento representan formas positivas de desarrollo; sin embargo, mientras que el crecimiento exige un cierto umbral de adaptación, las ganancias en adaptación no implican necesariamente ganancias en sabiduría personal. La distinción entre ambos conceptos tiene sentido sólo después de haber desarrollado un sentido del yo y la capacidad de elegir entre distintas prioridades de la vida, es decir, en la adolescencia tardía. Según Staudinger y Bowen (2010), la investigación sugiere que los procesos relacionados con la edad producen una optimización normativa de la

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

adaptación, pero no del crecimiento. Además, el cambio de personalidad depende en gran medida de influencias contextuales o sociales. Los resultados sobre los Cinco Grandes indican que los rasgos se relacionan con la adaptación y con el crecimiento de forma diferente. La disminución del neuroticismo y el aumento de la agradabilidad y responsabilidad reflejan una mejor adaptación (menos imprevisible y más en sintonía con las demandas sociales); estos cambios se producen con independencia del sexo, generación o contexto cultural. Por el contrario, la apertura a la experiencia representa la búsqueda de contextos desafiantes, es decir, de situaciones y experiencias que estimulan el crecimiento de la personalidad. La investigación ha relacionado este rasgo con diversos constructos de crecimiento personal (e.g., complejidad emocional, sabiduría general y personal). De manera similar, los estudios realizados desde la perspectiva del bienestar psicológico han encontrado que la autonomía y el dominio del ambiente aumentan entre las etapas de adulto joven y madurez media, para luego estabilizarse. Por el contrario, el propósito en la vida y el crecimiento personal se relacionan negativamente con la edad (los adultos mayores puntúan menos). Quizá se deba a la combinación de mayores expectativas de vida y falta de oportunidades para encontrar objetivos significativos que permitan seguir contribuyendo a la sociedad. El constructo «sabiduría personal» (esencia del crecimiento de la personalidad) se define por cinco criterios, dos básicos sobre habilidades necesarias para adaptarse (conocerse a sí mismo, sentido de la vida; disponer de estrategias de crecimiento y autorregulación) y tres más específicos y difíciles de adquirir (comprensión de la conducta, de los sentimientos, y de la dependencia del contexto y del propio historial; autorrelativismo o evaluación distante de uno y de los demás, criticándose y aceptándose, y tolerando los valores y estilos de vida de los otros; y tolerancia de la ambigüedad, es decir, reconocer que nunca se llega a comprender totalmente el pasado y el presente, y que la vida está llena de acontecimientos incontrolables e impredecibles) (Staudinger y Bowen, 2010). Mientras que la adaptación requiere un nivel moderado de autoconocimiento y de estrategias (sin necesidad de los otros criterios), el crecimiento exige puntuaciones elevadas en las cinco dimensiones. Mickler y Staudinger (2008) demostraron que el rendimiento en sabiduría general (descripción de conductas, y puntos fuertes y débiles; cómo y por qué actúa así en situaciones difíciles; en qué le gustaría cambiar) era similar en adultos jóvenes (20-40 años) y mayores (60-80 años). Sin embargo, el rendimiento de los mayores fue mejor que el de los jóvenes en los criterios básicos (relacionados con la adaptación) y peor en los otros tres, confirmándose la hipótesis de que la edad optimiza la adaptación, pero no el crecimiento.

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

4.

Correlatos del temperamento y de la personalidad

4.1

Antecedentes

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4.1.1

Principales enfoques

Las dos perspectivas principales sobre el origen de las diferencias en los Cinco Grandes son la teoría de los cinco factores de McCrae y Costa (2008; Costa y McCrae, 2006) y la de la inmersión social de Roberts et al. (2006). La primera afirma que los cambios de personalidad con la edad se deben fundamentalmente a procesos biológicos, de manera que a partir de los 30 años serían moderados. Costa y McCrae (2006) explicaban las tendencias como resultado de la maduración biológica, sugiriendo que el ser humano está genéticamente programado para madurar en la dirección que apuntan los estudios de los rasgos. El incremento en agradabilidad y responsabilidad, efectivamente, correlaciona con la asunción de determinados roles sociales. Sin embargo, ambas tendencias evolutivas (rasgos y asunción de roles) se deberían a un programa biológico encargado de asegurar que los adultos asuman los cuidados de la generación siguiente y las responsabilidades que demanda la vida en grupo de los seres humanos. Roberts et al. (2006) argumentaban que la mayor responsabilidad y agradabilidad y menor neuroticismo desde la adolescencia hasta mediados de la vida reflejaban una involucración cada vez mayor del adulto en roles sociales normativos relacionados con la familia, el trabajo y la involucración cívica. Los rasgos cambian cuando la persona asume roles acordes con determinados rasgos. Por ejemplo, cuando comienza a trabajar realiza más conductas relacionadas con la responsabilidad o la agradabilidad; a su vez, las conductas influirían en los rasgos, y el individuo se haría cada vez más responsable y agradable. Los cambios normativos se deben a que la asunción de roles se produce más o menos al mismo tiempo en la mayoría de las personas. Según estos autores, la investigación ha demostrado que la mayoría de los cambios ocurre entre los 20-40 años, coincidiendo con la inmersión social de este periodo (carrera, familia, comunidad). Sin embargo, una vez tomadas las decisiones (carrera a seguir, elección de pareja, convertirse en padres, hogar en que vivir), es menos probable que las personas se vean expuestas o se expongan a nuevos contextos y, por tanto, a experiencias que contradigan sus expectativas. 4.1.2

Evidencias empíricas

Las emociones positivas, sociabilidad, nivel de actividad, tolerancia a la frustración, menor tiempo de latencia para agarrar objetos y menor tenden-

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cia al miedo predicen la extraversión en la infancia. Por el contrario, el miedo y el bajo nivel de emociones positivas y de tolerancia a la frustración predicen la tristeza. La cólera predice una mayor ansiedad y estrés; por ejemplo, los preescolares irritables y subcontrolados es más probable que se conviertan en adultos neuróticos (Caspi y Shiner, 2006). BraungartRieker, Hill-Soderlund y Karrass (2010) demostraron que la capacidad de autodistracción del niño (regulación de la atención) durante la aproximación de un extraño o cuando le sujetaban las manos se relacionaba después con un menor nivel de reactividad (miedo, cólera) a los 16 meses. La emotividad positiva de los padres se relaciona con la del niño, y la asociación se va haciendo más fuerte con la edad. Por ejemplo, Sallquist, Eisenberg, Spinrad et al. (2009) encontraron que la relación entre emotividad positiva de la madre y del hijo se establecía alrededor de los 18 meses de edad y se mantenía estable durante cuatro años. Además, los hijos de madres más sensibles experimentaban un incremento más lento de la reactividad miedosa entre los 4-16 meses de edad. De manera similar, se ha comprobado que las conductas maternas sensibles (caricias, vocalización) mientras vacunaban a sus hijos de 2 meses reducían la reactividad negativa, o que la implicación parental durante una tarea con un juguete potencialmente evocador de miedo facilitaba la reducción de la reactividad (Crockenberg y Leerkes, 2004; Jahromi, Putnam y Stifter, 2004). Asendorpf y Van Aken (2003) encontraron que los adolescentes con un nivel alto de responsabilidad decían que su padre (no la madre) los había apoyado más entre los 12-17 años; quizás el padre valorara la responsabilidad del hijo por su importancia para el logro académico. Los resultados también indican que la sensibilidad materna puede moderar la reactividad negativa. Por ejemplo, Crockenberg y Leerkes (2006) encontraron que la reactividad negativa temprana (6 meses) predecía la conducta ansiosa a los 2 años y medio de edad, pero sólo en los hijos de madres poco sensibles. Por el contrario, cuando las madres son muy sensibles disminuye el nivel de reactividad fisiológica durante los dos primeros años de vida, incluso cuando existe predisposición genética a una menor capacidad de regulación (Propper et al., 2008). Gartstein et al. (2010) informaron que la frecuencia y gravedad de la sintomatología depresiva de la madre se asociaba a un incremento más fuerte del temperamento miedoso del niño entre los 4-12 meses, probablemente debido a la falta de respuesta asociada a la depresión. A pesar de la universalidad del temperamento y de la personalidad, puede haber diferencias interculturales por diversos motivos: diferente percepción y respuesta a una misma conducta; instituciones y/o costumbres favorecedoras de determinadas características temperamentales; adaptación al contexto cultural para desempeñar los papeles prescritos; rasgos similares

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pueden tener consecuencias distintas en cada cultura (mejor adaptación cuando hay «bondad de ajuste» entre socialización y temperamento) (Braungart-Rieker et al., 2010; Matsumoto, 2007).

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4.2

Efectos directos e indirectos de la personalidad

Las variables de personalidad predicen la conducta, sobre todo cuando tiene lugar en distintas situaciones y momentos, pero también importantes aspectos de la vida como la calidad de las relaciones personales, la adaptación a los desafíos vitales, el éxito profesional, la implicación en la comunidad, la felicidad y la salud o mortalidad (McAdams y Olson, 2010). En su revisión de estudios longitudinales, Roberts et al. (2007) concluyeron que los rasgos de personalidad predicen la mortalidad, el divorcio y los logros profesionales en la misma medida que pueden hacerlo el cociente intelectual y la clase social. Se han formulado tres modelos diferentes, aunque complementarios, sobre cómo la personalidad afecta, directa o indirectamente, a la adaptación psicológica: el modelo de la vulnerabilidad o predisposición (los rasgos aumentan la exposición a factores que contribuyen al desajuste; los efectos serían directos e indirectos), de la resiliencia (los rasgos moderan la susceptibilidad a los factores de riesgo, como los conflictos destructivos; efecto interactivo) y el del mantenimiento (influyen en la manifestación y curso del desajuste, pero no están directamente involucrados en su etiología; efecto directo).

4.2.1

Efectos directos

En su revisión de los estudios sobre los efectos de la personalidad, Bates et al. (2010) concluyeron que la extraversión de niños y adolescentes se relacionaba con más conductas externalizantes y un menor riesgo de depresión, no estando claros sus efectos sobre el logro académico. Durante la etapa adulta se asocia a buenas relaciones y funcionamiento profesional; estrategias de afrontamiento eficaces para reducir el riesgo de depresión; estimulación cognitiva y prácticas de crianza afectuosas; y, por último, a un alto nivel de satisfacción vital en los adultos mayores. En cuanto a la emotividad negativa y neuroticismo, la irritabilidad se relaciona positivamente con las conductas externalizantes, y el miedo lo hace negativamente; ambas dimensiones predicen un elevado nivel de problemas internalizantes en la infancia y adolescencia. Por ejemplo, Lengua (2006) encontró que unos niveles altos de irritabilidad, y sobre todo de miedo, pre-

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decían fuertemente la conducta internalizante. Gartstein et al. (2010) pidieron a madres que informaran del temperamento miedoso del hijo cada dos meses entre los 4-12 meses de edad. Un nivel inicial elevado de miedo y su incremento predecían una sintomatología ansiosa más grave durante el segundo año de vida. Engle y McElwain (2010) demostraron que la emotividad negativa a los 2 años predecía en gran medida la conducta internalizante a los 3 años. Durante la etapa adulta, la emotividad negativa y el neuroticismo suponen un mayor riesgo de depresión y de ansiedad, escasa satisfacción en las relaciones, y unas prácticas de crianza caracterizadas por el afecto negativo y la intrusión. Finalmente, se asocian a un peor funcionamiento social y de la vida cotidiana de los adultos mayores. La baja agradabilidad (e.g., frialdad emocional, falta de empatía) se relaciona con la aparición temprana y persistente de formas graves de comportamientos externalizantes; también predice un bajo rendimiento académico durante la infancia y adolescencia. Es la variable que mejor predice el comportamiento antisocial durante la etapa adulta, asociándose también a la falta de cercanía y a la conflictividad familiar (De Pauw, Mervielde y Van Leeuwen, 2009; Laidra et al., 2007; Prinzie, Van der Sluis, De Haan y Dekovic, 2010; para revisión ver Frick y White, 2008). La responsabilidad (autorregulación) predice el logro académico de niños y adolescentes, y se relaciona negativamente con la conducta externalizante. Durante la etapa adulta se asocia a un menor riesgo de comportamiento antisocial y de conflictividad familiar, y con buen funcionamiento profesional; las personas mayores responsables experimentan menos trastornos en su vida cotidiana. Por ejemplo, Pursell, Laursen, Rubin, BoothLaForce y Rose-Krasnor (2008) informaron que la responsabilidad se asociaba a una menor agresión e implicación en actividades delictivas. Y O’Connor y Paunonen (2007) concluyeron en su metaanálisis que la responsabilidad era el rasgo que mejor predecía el éxito académico. Finalmente, la apertura a nuevas experiencias se relaciona con una menor probabilidad de elegir profesiones muy convencionales, reguladas por reglas; no se ha llegado a una conclusión definitiva sobre su valor predictivo del logro académico.

4.2.2

Efectos interactivos

Analizando el papel moderador de la personalidad, Prinzie et al. (2003) de mostraron que los niños con baja benevolencia (similar a agradabilidad) expuestos a prácticas sobrerreactivas o coercitivas de disciplina presen taban unos niveles superiores de comportamiento externalizante. Gardner, Dishion y Connell (2008) encontraron que juntarse con iguales desviados

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aumentaba el riesgo de comportamiento antisocial, pero sólo en los jóvenes con un nivel de autorregulación bajo o medio. Numerosos estudios han demostrado el papel mediador de las prácticas de crianza en la relación entre personalidad y adaptación. Por ejemplo, Manders, Scholte, Janssens y De Bruyn (2006) encontraron que la calidad de las relaciones entre padres e hijos adolescentes mediaba la relación de la agradabilidad, responsabilidad y estabilidad emocional con la conducta externalizante. Los adolescentes irritables y dominantes pueden tener dificultades para regular sus emociones y conductas, provocando interacciones coercitivas y sobrerreactivas. Por el contrario, la agradabilidad y el buen humor facilitan la obediencia a los padres, y ayudan a crear un ambiente de crianza positivo. Prinzie, Van der Sluis, De Haan y Dekovic (2010) analizaron longitudinalmente la relación entre personalidad y problemas de conducta durante la transición a la adolescencia (9-13 años). La personalidad se relacionaba directamente con la conducta externalizante tres años después. Los niños que según sus profesores eran poco benevolentes (agradabilidad) y muy extrovertidos tenían niveles superiores de conducta externalizante. La responsabilidad sólo se relacionaba indirectamente con la conducta, a través de las prácticas de crianza autorizadas del padre; los niños más responsables era más probable que experimentaran una crianza autorizada que, a su vez, se asociaba a menos conductas externalizantes. Por otra parte, los poco benevolentes era más probable que sufrieran unas prácticas de crianza sobrerreactivas que, a su vez, llevaban a una mayor conducta externalizante.

5.

Desarrollo del yo

5.1

El yo emergente

Desde una edad muy temprana el niño observa cómo actúan los demás, y comienza a imitar, actuar y asumir un rol social rudimentario. La observación repetida de su conducta en diversas situaciones hará que se vaya formando una idea sobre sí mismo. El temperamento también influirá en el yo, porque afecta a la forma de trabajar sobre sí mismo (autorregulación) y porque al observar la conducta resultante el niño comprende sus disposiciones temperamentales y las incorpora a su yo (McAdams y Cox, 2010). El desarrollo de la conciencia de sí mismo se produce a través de una secuencia de cuatro niveles (Rochat, 2003). Hasta el segundo mes el niño tiene un sentido rudimentario de su cuerpo como entidad diferenciada (e.g., respuesta más fuerte ante estimulación externa). Al cumplir los 2 meses manifiesta una comprensión implícita creciente sobre cómo está situado

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su cuerpo con respecto a otros objetos o cuerpos del ambiente. Entre los 4-6 meses decide alcanzar objetos a diferentes distancias o lugares en función de su sentido de la situación y capacidad postural. En el aspecto social comienza a sonreír y buscar el contacto ocular, implicándose en interacciones cara a cara. Entre los 5-6 meses reconoce características de su cuerpo cuando se mira en un espejo o se ve en un vídeo (e.g., reacciona de forma diferente ante una grabación suya que cuando aparecen niños de su misma edad), aunque no comprende que se está viendo a sí mismo (es como si reconociera una gestalt facial familiar por haberla visto reflejada en otras ocasiones). Cuando realmente reconoce su reflejo visual es a los 18 meses; al mirarse en el espejo y verse una mancha roja en la nariz o una pegatina en la frente, puesta sin que se diera cuenta, su reacción (e.g., borrando o quitándosela) denota que comprende perfectamente que lo que está viendo es un reflejo de su cuerpo. Además, durante el segundo año aparecen las primeras palabras autorreferenciales (yo, mío), y emociones autoconscientes (orgullo, azoramiento) que suponen reconocerse como actor evaluado por otros. Por tanto, el sentido del yo como actor cuyas acciones son evaluadas surge poco antes o alrededor del segundo cumpleaños. Sin embargo, los comentarios de los niños de hasta 3 años cuando se ven en un vídeo tomado minutos antes («Es Beatriz... es una pegatina... pero ¿por qué llevaba mi gorra?») demuestran que ese yo resulta inestable e inconsistente. Es en el cuarto nivel, a partir de los 3-4 años, cuando la mayoría dice yo en vez de su nombre propio; es decir, cuando se consolida el sentido del yo a través del tiempo (Harter, 2006; McAdams y Cox, 2010).

5.2 5.2.1

Representaciones del yo y autoconcepto Infancia

Las autodescripciones de los niños de 3-4 años sólo contienen representaciones concretas de características observables del yo (e.g., «vivo en una casa grande; con mis padres y mi hermana; tengo un muñeco de Spiderman»). Suelen referirse a su conducta (e.g., «soy muy rápido») u objetos tangibles (casa, muñeco). Se trata de identificaciones categóricas, de manera que el yo se entiende como atributos independientes, físicos (e.g., «tengo el pelo rubio»), activos (e.g., «corro muy rápido»), sociales («no tengo nada más que un hermano») o psicológicos («estoy contento»). Las referencias a habilidades concretas suelen ir acompañadas de demostraciones («tengo mucha fuerza, mira cómo levanto esta silla»). El yo se define también por las preferencias (e.g., «me gustan mucho los helados») y posesiones

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(«tengo muchas pegatinas»). En cuanto a su organización, las represen taciones están muy diferenciadas o aisladas entre sí; el niño no puede integrarlas (Harter, 2006). Las autoevaluaciones (autoconcepto) suelen ser irrealísticamente positivas, debido a su dificultad para diferenciar entre la competencia que le gustaría tener y la que realmente tiene; además, no es capaz de autovalorarse comparándose con otro. Por otra parte, su pensamiento de «blanco o negro» le impide comprender la coexistencia de atributos de valencia opuesta (e.g., bueno y malo). Además, aunque la representación del yo puede incluir emociones, no reconocen que puedan ser igualmente positivas que negativas («yo nunca me he asustado»), y sobre todo su posible simultaneidad. Las autorrepresentaciones del niño de 5-7 años (infancia temprana a media) siguen siendo muy positivas y continúa sobrestimando sus capacidades. No puede evaluar su yo de forma crítica y, además, sigue sin desarrollar un concepto global de autoestima. También persiste su pensamiento de «blanco o negro», impidiéndole integrar atributos opuestos o emociones de valencia contraria. De hecho, el desarrollo cognitivo y lingüístico hace más firmes sus creencias al respecto, apoyadas además por la socialización («¡no se puede ser bueno y malo!»). No obstante, ya sí comprende que puede experimentar dos emociones de la misma valencia (e.g., «feliz y excitado por su cumpleaños»), y comienza a coordinar conceptos que estaban compartimentalizados. Desarrolla un concepto rudimentario del yo como bueno en diversas habilidades (e.g., «soy bueno corriendo, sacando notas y haciendo amigos en el colegio»), y, aunque no lo admite en su caso (por la contraposición bueno versus malo), reconoce que otros puedan ser malos en esas actividades. Se da cuenta que los otros lo evalúan, pero no puede interiorizar esas evaluaciones; sí compara ya su rendimiento actual con el anterior, lo que unido al rápido desarrollo de sus habilidades le lleva a una autoevaluación muy positiva (Harter, 2006). Entre los 8 y los 11 años (infancia media a tardía) las autorrepresentaciones incluyen atributos que representan rasgos en forma de generalizaciones de orden superior, que integran características de conducta más específicas (popular, atento, listo, egoísta, torpe). A finales de la infancia continúan describiéndose en términos de competencias, pero cada vez más referidas a las interacciones. Otro tanto ocurre a nivel emocional, desarrollándose un sistema representacional que integra emociones positivas y negativas, es decir, admite la posibilidad de dos emociones de valencia opuesta. Al principio, en la infancia media, sigue sin comprender que un mismo suceso puede provocar emociones contrarias; las autorrepresentaciones incluyendo emociones positivas y negativas simultáneamente se refieren a objetivos diferentes (e.g., «estoy en la clase preocupado por mi perro, pero

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estoy contento por las notas que me han puesto»). Es en la infancia tardía cuando asocia simultáneamente emociones positivas y negativas a un mismo suceso (e.g., «estoy contento porque me hayan hecho un regalo, pero mal porque no es lo que yo quería»). Un avance cognitivo importante consiste en la capacidad de construir una autoestima global, frente a las autovaloraciones en dominios específicos. Sin embargo, otros avances cognitivos podrían explicar, paradójicamente, el que las autopercepciones normativas en la infancia media sean más negativas. Las expectativas de padres y profesores, su capacidad para diferenciar entre representaciones del yo real y del ideal, y sus mayores habilidades de toma de perspectiva que le permiten comparar sus resultados de objetivos perseguidos en diversos dominios (e.g., deporte, estudios, morales) con los de otros les harían ser más conscientes de los estándares e ideales y verse de forma menos positiva y más realista. Además, el sentimiento de autoeficacia (creencia de que puede realizar con éxito una conducta dirigida a un objetivo, sobre todo en circunstancias desafiantes) lo estimula para plantearse objetivos y estándares superiores, y esforzarse y persistir más. Sin embargo, la incorporación al yo de objetivos y aspiraciones conlleva evaluar los progresos conseguidos, de forma global o en determinados campos (Harter, 2006; McAdams y Cox, 2010).

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5.2.2

Adolescencia

La adolescencia temprana se caracteriza por la proliferación de rasgos y por la construcción de múltiples versiones del yo, acomodándose a una ecología social cada vez más compleja (puede actuar de forma distinta según la situación). Las representaciones del yo se centran en los atributos interpersonales y habilidades sociales («soy tímido con los mayores, y también con las chicas»), competencias (e.g., «no soy muy inteligente») y afectividad («me siento despreciado»). Surge un yo más diferenciado dependiendo del contexto (e.g., sarcástico con unos y amistoso o tímido con otros). Muchas autodescripciones representan abstracciones sobre el yo, resultantes de integrar rasgos en autoconceptos de orden superior (e.g., un yo inteligente derivado de listo, curioso y creativo). Sin embargo, estas abstracciones están muy compartimentalizadas (25-30% de solapamiento de atributos en contextos diferentes, descendiendo al 10% entre adolescentes mayores). Esa compartimentalización le impide ver posibles contradicciones en sus atributos, aunque también es menos probable que atributos negativos en un área se generalicen a las otras. La mayoría de los adolescentes tempranos informa que su autoestima varía en función del dominio relacional, debido a su sensibilidad a las opi-

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niones y estándares de las personas significativas en cada contexto y a las comparaciones que realizan. El autoconcepto se basa en abstracciones y sobregeneralizaciones, de manera que es más difícil de verificar y suele ser menos realista que cuando se basaba en conductas concretas. Surge y comienza a utilizarse el concepto del «yo falso» para valorarse a uno mismo y a los demás. Los resultados indican que los adolescentes capaces de compaginar el apoyo de los padres y la aprobación de los iguales se autovaloran más positivamente; aunque la importancia de los iguales para la autoestima aumenta desde finales de la infancia, los efectos del apoyo parental no disminuyen (Harter, 2006; McAdams y Cox, 2010). Durante la adolescencia media las autodescripciones son más extensas e introspectivas, y denotan una preocupación cada vez mayor por lo que los otros puedan pensar de uno. La autoaceptación irreflexiva se relega, iniciándose la búsqueda del yo (qué o quién se es) dificultada por una multiplicidad mayor de «yoes» (diferenciación más refinada: yo con amigo versus con grupo de amigos; yo con el padre versus con la madre). La incapacidad para coordinar atributos opuestos le provoca conflicto, confusión y estrés, sobre todo entre atributos de roles diferentes; las chicas detectan más atributos contradictorios y experimentan más conflicto («no entiendo cómo puedo pasar tan rápido de ser... con mis amigos a mostrarme tan... con mis padres, ¿cómo soy realmente?»). La opinión y expectativas de las personas significativas en los diferentes contextos le preocupan mucho. Sin embargo, aunque conoce los estándares y atributos a interiorizar en sus diferentes roles, los mensajes contradictorios de unos y otros lo confunden y estresan («tendría que sacar mejores notas para agradar a mis padres, pero no quedaría precisamente bien con mis amigos»), contribuyendo al descenso de la autoestima global. Además, la dificultad de utilizar los avances cognitivos provoca distorsiones sobre los demás. Ejemplos al respecto son lo que Elkind denominó «audiencia imaginaria» (todo el mundo está pendiente de su apariencia y conducta; es decir, no diferencia sus preocupaciones mentales de las de los demás) y otra forma contraria de egocentrismo, la «fábula personal» (sus pensamientos y sentimientos son únicos, nadie los ha experimentado con esa intensidad y, difícilmente podrán comprenderlo). En fín, se trata de procesos normativos no persistentes, ni intencionados o patológicos, que deberían verse con empatía y comprensión, y no provocar la exasperación o la cólera de los padres (Harter, 2006). La autorrepresentaciones del adolescente tardío en gran medida reflejan creencias personales, valores y estándares morales que han interiorizado o que han construido a partir de sus experiencias (e.g., «quiero ser ingeniero informático, pero para aprobar la selectividad tengo que disciplinarme y adquirir hábitos de estudio»). Ahora le preocupa menos lo que los demás

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puedan pensar y tiene una perspectiva más realista sobre sus «yoes» futuros, aunque se echa en falta referencias a los orígenes de sus objetivos (e.g., estimulación parental, sus propias expectativas sobre la carrera, o si su elección coincide o no con los deseos de los padres). La contradicción entre atributos y el conflicto generado los soluciona creando abstracciones de orden superior que integran las simples (e.g., un yo adaptativo explica que se pueda ser introvertido y extrovertido) y normalizando la contradicción (hay que ser diferente en función del contexto, lo raro sería lo contrario) (Harter, 2006). Los objetivos del adolescente se corresponden con determinadas categorías de identidad en diversas áreas (ocupación, ideología y relaciones). En la quinta fase del desarrollo psicosocial según Erikson (identidad vs. confusión), los adolescentes deben establecer su identidad social y ocupacional o permanecerán confusos sobre su papel como adultos. Marcia analizó cómo adolescentes y adultos jóvenes exploraban opciones y se comprometían con objetivos de identidad, distinguiendo entre cuatro posibles estados. El adolescente en moratoria explora diversas posibilidades de tipo ideológico, ocupacional e interpersonal buscando identificarse, pero sin haber llegado aún a comprometerse totalmente. Cuando después de haber pasado por este estado al final se compromete con unos objetivos en esas áreas, entonces habría logrado su identidad. Por el contrario, el que se limita a comprometerse con unos objetivos que le vienen impuestos por personas significativas, pero que él no ha buscado, estaría en un estado de identidad hipotecada. Finalmente, puede no haber iniciado siquiera la búsqueda de opciones ni haberse comprometido, presentando un estado difuso de identidad.

5.2.3 A.

Etapa adulta

El yo posible y los objetivos

El adulto intenta construir un patrón coherente con todo lo que ahora abarca el yo, que además debe sentirse como verdadero y auténtico. Además, otras personas significativas validan las elecciones de su nueva identidad. Los roles y rasgos son los dos elementos principales, pero mientras los primeros es más probable que cambien (e.g., esposo, padre, abuelo), los rasgos son más estables (se hacen cosas distintas, de la misma manera). Los adultos más jóvenes tienden a describirse en términos de rasgos (e.g., «soy una persona amistosa») y los mayores a mencionar su edad, salud, intereses, aficiones y creencias. No obstante, las autorrepresentaciones de rasgos continúan siendo centrales incluso en las personas muy mayores. Aunque se van haciendo más positivas con el tiempo, el deterioro de la salud y

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otros cambios negativos pueden alterarlas de forma impredecible (e.g., Allemand, Zimprich y Hertzog, 2007). El adulto afronta la tarea de identificarse teniendo en cuenta también sus «yoes posibles»: muchos tienen una idea muy clara y detallada sobre lo que podrían haber sido. Se ha comprobado que estas personas experimentan cambios más positivos en el desarrollo de su yo. La madurez psicológica implica la capacidad de llegar a comprender cómo ha llegado uno al presente real y cómo podría haber sido la vida si se hubieran dado otras contingencias. Además, la satisfacción vital se relaciona con la capacidad para dejar a un lado lo yoes perdidos y centrarse en los objetivos del momento. El ser humano es un agente autodeterminante y autorregulador que organiza su vida en torno a la consecución de objetivos. No se limita a actuar de manera más o menos consistente en distintas situaciones y momentos, sino que realiza elecciones y planifica su vida. Los estudios evolutivos sobre los constructos de objetivos investigan sus cambios de contenido y estructura, así como en la forma de pensar sobre, plantearse, perseguir y renunciar a ellos. Los objetivos van cambiando desde la adultez temprana (educación, intimidad, amistades y profesión), a la adultez intermedia (futuro de los hijos, asegurar lo ya conseguido, propiedades), a la adultez tardía (salud, jubilación, ocio, comprensión del mundo actual). Los que tienen que ver con implicación prosocial y generatividad, involucración cívica y mejora de la comunidad reciben más prioridad desde mediados de la vida hasta bastante tiempo después de la jubilación. Además, mientras que los objetivos de los adultos jóvenes se centran en la expansión del yo y en la obtención de nueva información, los mayores de esa edad se centran más en la calidad emocional de las relaciones (McAdams y Cox, 2010; McAdams y Olson, 2010). La forma de manejar la existencia de objetivos múltiples y contradictorios puede cambiar con el tiempo. Los adultos jóvenes toleran más la conflictividad entre objetivos diferentes; además, suelen utilizar «estrategias de control primario» (intentan activamente cambiar el ambiente). Por el contrario, los de mediana edad y mayores es más probable que recurran a «estrategias de control secundario» (cambiar el yo para adaptarse a las limitaciones y restricciones del ambiente). Suelen ser más realistas y prudentes en sus objetivos, comprenden sus limitaciones y conservan sus recursos, centrándose sólo en los objetivos que consideran más importantes. También son más capaces de desimplicarse de objetivos bloqueados; muchas personas revisan y se replantean la vida a los 40 o los 50 años. Se ha comprobado que las mujeres que actúan así y cambian sus prioridades presentan un mayor bienestar que las que se limitan a pensar una y otra vez en las oportunidades perdidas (McAdams y Cox, 2010; McAdams y Olson, 2010).

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

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B.

La identidad narrativa

La identidad narrativa tiene como objeto darle a la vida un sentido de unidad, finalidad y significado. Es una reconstrucción narrada del pasado autobiográfico y del futuro anticipado, compuesta de capítulos, escenas clave (puntos álgidos, momentos bajos, puntos de inflexión) y personajes principales. Implica algo más que contar una historia sobre algo que ocurrió ayer o hace un año; supone visionar toda la vida en una secuencia significativa de sucesos vitales (historia vital integrada) que explica cómo se ha desarrollado esa persona hasta convertirse en lo que es y en quién puede llegar a ser (McAdams y Olson, 2010). Requiere tres habilidades cognitivas que no se desarrollan plenamente hasta la adolescencia: el concepto cultural de biografía (expectativas normativas sobre cómo se suele estructurar la vida), la coherencia causal (cómo un suceso personal llevó a sucesos posteriores; por ejemplo, explicar de forma coherente por qué es tan tímido con las chicas, seleccionando y reconstruyendo experiencias personales) y la coherencia temática (identificar un tema, valor o principio que integre muchos episodios diferentes de su vida). La coherencia causal y la temática son explicaciones autobiográficas relativamente raras en la infancia y adolescencia temprana, mientras que aumentan de forma sustancial en adolescentes tardíos y adultos jóvenes (McAdams y Cox, 2010). La identidad narrativa se construye sobre momentos álgidos, bajos o de replanteamiento vital; sin embargo, mientras que unas personas se olvidan de los sucesos negativos, otras intentan darles sentido. El razonamiento autobiográfico sobre sucesos negativos implica un proceso de dos pasos. En primer lugar, la exploración de la experiencia negativa, analizando los sentimientos, cómo se produjo, qué pudo provocar y su papel en la comprensión del yo. Los estudios han demostrado que la exploración detallada, la descripción de transiciones en términos de aprendizaje y transformación personal positiva, las explicaciones sofisticadas dando sentido a momentos de replanteamiento vital se relacionan con una mayor madurez psicológica. El segundo paso consiste en la construcción de un significado o solución positiva al suceso negativo. La investigación ha demostrado que se relaciona con la satisfacción vital y con indicadores de bienestar emocional. Interpretar positivamente sucesos negativos forma parte del concepto del «yo redentor», que consiste en la reconstrucción de experiencias negativas en positivas, viendo la parte positiva de la vida y del yo a través de la autotransformación o del aprendizaje sobre el yo. McLean y Breen (2009) analizaron la identidad narrativa de adolescentes de ambos géneros pidiéndoles que escribieran sobre un momento de replanteamiento vital (un episodio en que experimentaran un cambio signi-

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ficativo). El proceso de narración redentora predecía la autoestima mejor que el simple aprendizaje sobre el yo. Mientras las de los chicos con alta autoestima se centraban en objetivos, acciones personales o independencia, las de las chicas lo hacían en las relaciones.

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Mi momento de cambio fue la llegada al instituto. En la escuela no era muy popular, no tenía muchos amigos, ni sabía quién era yo verdaderamente. Después, al entrar en el instituto, me encontré de repente con un montón de amigos. Incluso estaba de delegada en octavo curso (2.º de ESO). Tuve que competir con otros cinco, y cuando gané y comprendí que las gente realmente me apreciaba, creció mi confianza. Creo que durante esos tres años fui capaz de encontrarme a mí misma gracias a amistades verdaderas, y conseguí confianza.

Aunque la narración incluye el papel agente del yo (gana una elección), la chica enfatiza más el hecho de que los demás la apreciaran. Los adultos que puntúan alto en generatividad (compromiso con la promoción del bienestar de las generaciones siguientes) tienden a construir historias vitales redentoras (del sufrimiento a un estado fortalecido), de sensibilidad en la infancia al sufrimiento o a las injusticias sociales, de establecimiento de un sistema de valores claro y firme durante la adolescencia y, finalmente, de persecución de objetivos que beneficien a las ciudad en el futuro. Sus historias reflejan el intento agradecido de devolver a la sociedad lo que han recibido, cómo su sacrificio se verá recompensado con el bienestar de las generaciones futuras, y confiriendo legitimidad moral a su vida (la identidad, el sentido de la vida, exige una orientación hacia el bien). La vida supone nuevas experiencias, de manera que las historías pueden cambiar sustancialmente con el tiempo. McAdams et al. (2006) pidieron a estudiantes universitarios que recordaran y describieran diez escenas clave de su vida en tres momentos distintos. Sólo el 28% de los recuerdos episódicos descritos la primera vez se repitieron tres meses después, descendiendo al 22% tres años después. Sin embargo, se encontró una notable consistencia en ciertas cualidades emocionales y motivacionales de las historias (tono emocional positivo, esfuerzos orientados al poder/logro) y nivel de complejidad narrativa. Las explicaciones iban ganando en complejidad e incorporaron más temas, sugiriendo crecimiento personal e integración. Por otra parte, los estudios transversales han demostrado que las narraciones de los adultos de mediana edad y mayores (versus adolescentes y adultos jóvenes) son más complejas y coherentes. Su razonamiento autobiográfico sobre momentos de inflexión (conclusiones resumen sobre el yo a partir de episodios) es más sofisticado psicológicamente, y sus narraciones tienen un tono más positivo, integrador, y sus recuerdos son más generales

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

y centrados en el aspecto emocional. La revisión de la vida (recuerdo de sucesos significativos) parece mejorar la satisfacción vital y aliviar los síntomas de ansiedad y de depresión de las personas mayores. La tarea de la última fase del desarrollo según Erikson consiste precisamente en la integridad del yo (versus desesperación), es decir, en la aceptación del historial vital (aspectos positivos y negativos) y de la muerte (McAdams y Cox, 2010).

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5.2.4

Cambios normativos en autoestima

Las evidencias empíricas sobre el cambio normativo indican que a principios de la infancia media disminuye la autovaloración, probablemente por la comparación social y por el feedback externo que les hacen ser más realistas. Aparecen diferencias sexuales (inferior autoestima de las niñas) que persisten durante el ciclo vital; son especialmente significativas en la infancia media y entre los 15 y los 18 años. En la adolescencia temprana (11-13 años) se produce otro declive, seguido de una mejora progresiva (global y en dominios específicos) durante la adolescencia (posibilidad de elegir materias, mayor habilidad de toma de perspectiva asociada a mejor conducta y aceptación por los iguales). Durante la etapa de adulto joven hasta alrededor de los 60 años sube de forma lenta pero continuada; después de los 70 disminuye, sobre todo en los varones durante los últimos años de vida. Los resultados se mantienen con independencia del sexo, estatus socioeconómico o nacionalidad (Harter, 2006; McAdams y Cox, 2010). Muchos cambios coinciden con la transición a la educación secundaria, de manera que podrían deberse a este cambio de ambiente (comparaciones sociales, competición, más control y menos atención personal). Además, los cambios físicos, cognitivos, emocionales y sociales pueden entorpecer aún más el sentido de continuidad, amenazando la autoestima. Las chicas suelen presentar una menor autoestima que los chicos, y el descenso es mayor en chicas de maduración temprana. Se ha argumentado que los esquemas de orden superior (autoestima global) deberían ser más estables al haberse adquirido a edades más tempranas y mediante experiencias significativas emocionalmente. Parece haber acuerdo en las fluctuaciones del yo adolescente motivadas por la problemática de los atributos contradictorios o la socialización (preocupación por lo que piensa el otro; mensajes contradictorios de las personas significativas). Sin embargo, estos cambios normativos pueden enmascarar diferencias individuales. Los más competentes en áreas importantes y los que se sienten apoyados por personas significativas es más probable que aumenten su autoestima durante las transiciones, mientras que la falta de competencia

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y de apoyo percibido se asocia a una disminución de la autovaloración. Los resultados indican que unos adolescentes mantienen estable su autoestima, otros la fortalecen y en otros se produce un declive. Se ha informado del papel que desempeñan determinadas variables (e.g., importancia concedida a la aprobación de los demás; contexto relacional específico) en la variabilidad. También se ha comprobado que los rasgos de personalidad (extraversión, agradabilidad, responsabilidad, estabilidad emocional y apertura) se mantienen más estables que la autoestima durante la transición a la secundaria (Harter, 2006).

6.

Desarrollo del rol sexual

6.1

Actitudes y conductas típicas del sexo

El sexo es una categoría social importante (los futuros padres ya preparan la venida de forma diferente según esperen niño o niña), de manera que se han investigado los procesos que conducen a la conducta típica del hombre y de la mujer. Los bebés de 3-4 meses distinguen entre categorías de caras de hombre y mujer en paradigmas de mirada preferencial. A los 6 meses discriminan caras y voces en función del sexo, y realizan asociaciones intermodales entre caras y voces. Hacia los 10 meses forman asociaciones estereotipadas entre caras de mujeres y de hombres y objetos típicos, sugiriendo una forma primitiva de estereotipos. Sobre los 27-30 meses la mayoría coloca correctamente su foto entre las de su mismo sexo (Martin y Ruble, 2010). Los primeros estudios sobre la edad en que los niños reconocen su sexo y el de los otros concluyeron que lo etiquetaban y comprendían alrededor de los 30 meses; sin embargo, investigaciones más recientes apuntan a una edad más temprana (Martin y Ruble, 2010). Por ejemplo, Zosuls et al. (2009) analizaron etiquetados de género (e.g., niña, niño, mujer, hombre) en el habla natural desde los 10 meses; también analizaron vídeos de niños jugando a los 17 y a los 21 meses. El 25% utilizaba etiquetados de género a los 17 meses, y el 68%, a los 21. Las niñas, como grupo, realizaban etiquetados a los 18 meses, un mes antes que los niños. Los que conocían y utilizaban etiquetados de género era más probable que se implicaran en juegos con muñecos típicos de su sexo (coches y muñecas). En general, los resultados sugieren que la mayoría desarrolla la capacidad de etiquetar y utilizar esos etiquetados de género entre los 18 y los 24 meses. Es decir, que desarrollan una conciencia del yo sobre los 18 meses, y después inician una búsqueda activa de información sobre el significado de las cosas y sobre cómo deben comportarse. A los 3 años realizan el etiquetado sexual

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diferenciando al hombre por la cara y la silueta y a la mujer por el peinado (Hines, 2010; Ruble, Martin y Berenbaum, 2006; Stennes, Burch, Sen y Bauer, 2005). Muchos niños desarrollan estereotipos básicos sobre los 3 años de edad (Martin y Ruble, 2010). Primero comprenden las diferencias sexuales asociadas a posesiones adultas (e.g., vestido y corbata), apariencia física, roles, juguetes y actividades, y reconocen algunas asociaciones abstractas con el género (e.g., dureza el hombre; suavidad la mujer). Desde los 12 meses prefieren los juguetes típicos de su sexo (el niño mira más los coches y armas, y la niña, las muñecas). Alrededor de los 2 años tienen ya cierta comprensión de los estereotipos sexuales. Por ejemplo, las niñas (no los niños) de 18-24 meses emparejan juguetes típicos y caras de niños o niñas (en el paradigma de la mirada preferencial). A los 24 meses les llaman más la atención los dibujos en que las actividades no están en consonancia con el sexo (e.g., niño poniéndose maquillaje). Sobre los 4 años y medio creen que las niñas cometen más agresiones relacionales que los niños (Giles y Heyman, 2005). Desde preescolar y hasta 4.º o 5.º de Primaria se ve a las niñas como delicadas, poniéndose vestidos y gustándoles las muñecas, y a los niños con el pelo corto, divirtiéndose con juegos activos y siendo más brutos (Miller, Lurye, Zosuls y Ruble, 2009). Con la edad se amplía el rango de estereotipos sobre deportes, ocupaciones, tareas escolares y roles adultos, haciéndose más sofisticada la naturaleza de la relación (e.g., Sinno y Killen, 2009). Concretamente, en la infancia temprana se hacen asociaciones verticales entre etiquetado («niñas», «niños») y cualidades (e.g., «a los niños les gustan los coches»). Las inferencias horizontales (e.g., reconocer que coches y aeroplanos se asocian a «masculinidad») se inician sobre los 8 años. Los resultados metaanalíticos indican que los estereotipos se van volviendo más flexibles con la edad. Trautner et al. (2005) encontraron que la rigidez de los estereotipos era mayor entre los 5 y los 6 años, aumentando la flexibilidad dos años después. La preferencia por los contactos con los iguales del mismo sexo (segregación sexual) surge a los 27 meses en las niñas y a los 36 en los niños, pudiendo apreciarse a esta edad los primeros indicios del trastorno de identidad del género. La fuerte orientación de género (típica o atípica) a los 2 años y medio progresivamente se va extremando hasta los 8 años. A los 4 años y medio los niños de ambos sexos pasan el triple de tiempo con iguales de su mismo sexo que con los del otro, y a los 6 años y medio diez veces más. Alrededor del 80-90% de los compañeros de juego son del mismo sexo. Además, los niños son más activos físicamente y sus juegos más «brutos», como jugar a pelearse (Golombok, Rust, Zervoulis, Croudace, Golding y Hines, 2008; Hines, 2010; Ruble, Martin y Berenbaum, 2006). Los estudios con historias hipotéticas sobre exclusión de actividades este-

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reotipadas (e.g., clases de ballet o deportes duros) han informado de diferencias de edad en función de la situación. Cuando se trata de un solo niño que quiere entrar en el grupo no se ve bien su exclusión, aunque sean conscientes de los estereotipos (Killen, McGlothlin y Henning, 2008). No obstante, la flexibilidad es mayor con la edad: 60% de los preescolares y 90% de los niños mayores desaprueban la exclusión. Las descripciones libres de los preescolares suelen hacer referencia a muñecas y al aspecto físico (e.g., vestidos, complementos) cuando hablan de niñas, y a juguetes y conductas (golpes, jugar a los héroes) para referirse a los niños. Los de ambos sexos quieren vestir la ropa típica, aunque esta tendencia a la vestimenta estereotipada es especialmente fuerte en las niñas. Entre los 4 y los 7 años aumenta drásticamente el conocimiento sobre patrones de habla y roles de género. Utilizan voz más grave y hablan más fuerte para imitar al padre, y voz aguda, entonación exagerada y vocabulario estereotipado (e.g., «adorable») cuando imitan a la madre. Se acentúa la preferencia por los juegos típicos (80% a los 4 años, 100% a los 7 años), y las actividades son tan diferentes que parecen dos culturas distintas (e.g., las niñas con muñecas en juegos imaginativos sobre hogar, glamour y romance; los niños con juguetes que se transforman o de construcción, en juegos de fantasía sobre héroes, agresiones y peligros). Además, el estilo de juego también es diferente, permaneciendo los niños más alejados de los adultos (por tanto, menos supervisado y más orientado a los iguales) y en grupos mayores (promoviendo la competición y los conflictos). Los niños (versus niñas) evitan más las actividades estereotipadas del otro sexo (Ruble et al., 2006). Muchos entienden la constancia del género, relacionan características de personalidad y género, presentan sesgos positivos intragrupales (asignan características más positivas a los del mismo sexo) y esperan que sus compañeros de juego sean del mismo sexo (sólo el 25% de interacciones con ambos sexos, descendiendo al 15% en los primeros años escolares). Los preescolares (y escolares) dicen experimentar sentimientos más positivos con los de su mismo sexo. No obstante, Kowalski (2007) demostró que las interacciones implicaban comentarios evaluativos entre niños y niñas, pero que rara vez suponían animosidad. La creencia de ser igual a los del mismo sexo y diferente a los del otro predice la segregación sexual. Durante la etapa escolar primaria se producen cambios importantes (Ruble et al., 2006). En los primeros años, los niños empiezan a ocultar las emociones negativas (e.g., tristeza) y las niñas a mostrar menos sentimientos que puedan herir a los demás (e.g., ira o decepción). Aumenta la gama de ocupaciones, deportes o materias escolares que asocian a uno u otro sexo. Sobre los 6 años comprenden que los trabajos típicos del hombre tienen un estatus superior; por ejemplo, Bigler, Arthur y Hughes (2008) en-

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contraron que el 87% de los niños de entre 5 y 10 años sabía que la presidencia de Estados Unidos sólo había sido ocupada por hombres, atribuyéndolo un 30% a la discriminación (los hombres no votarían a una mujer). Neff, Cooper y Woodruff (2007) informaron que entre los 7 y los 15 años aumentaba la creencia de que los varones tienen más poder que las mujeres. En general, los resultados indican que los niños comprenden el estatus diferente y la discriminación sexual a finales de la escuela elemental (antes lo entienden cuando las desigualdades son patentes). Por ejemplo, los niños de 5 a 7 años, y en mayor medida los de 8-10, percibían el trato discriminatorio del profesor en la evaluación de niños y niñas cuando se les decía expresamente que podía estar sesgado, pero no cuando la situación era ambigua (Brown y Bigler, 2005). Los iguales suelen reaccionar negativamente a la transgresión de las normas de género. Por ejemplo, Kowalski (2007) informó que, según los profesores, los preescolares respondían corrigiendo («dale esa muñeca a una niña»), ridiculizando o negando la identidad («Víctor es una niña»). Además, según McGuire, Martin, Fabes y Hanish (2007) (informado en Martin y Ruble, 2010), eran capaces de identificar a los niños que forzaban el cumplimiento de las reglas de género e imponían la segregación, y que los más expuestos a la influencia de esos «policías de género» era más probable que jugaran sólo con los de su mismo sexo. Los estudios con niños mayores indican que los que respetan estos estereotipos son más populares y los que tienen conductas no normativas extremas de género son rechazados. Sin embargo, algunos resultados sugieren una disminución drástica de los juicios negativos entre los 5-7 años, probablemente porque ya comprenden la constancia del género (Ruble et al., 2007). Las puntuaciones superiores de los niños en percepción espacial se pueden deber a su mayor práctica con los videojuegos; aunque tienen un mayor rendimiento en matemáticas y comprensión científica, existen diferencias culturales (es menos probable que haya diferencias donde hay más igualdad de género). Además, el mantenimiento de la ventaja en matemáticas y capacidad espacial se puede deber al estereotipo (expectativa de bajo rendimiento). Las niñas son superiores en música, lectoescritura, fluidez verbal, velocidad perceptiva y competencia social. Sin embargo, a pesar de sus mejores resultados en esas áreas, no se creen más capacitadas (Hines, 2010). La autoestima del niño es mayor que la de la niña alrededor de los 10 años, y tiende a aumentar durante la adolescencia. En primer curso todos reco nocen las normas sobre cómo vestirse y peinarse en función del sexo, y en tercero las normas estereotipadas del juego. Las niñas tienen más estereotipos sobre la apariencia, y las descripciones de ambos contienen más estereotipos cuando se refieren a niñas. Hasta los 5 años, la autoimagen

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corporal es similar en ambos sexos, pero entre los 6 y los 8 años las niñas se sienten más insatisfechas con su imagen (centrada en el peso) que los niños (musculatura); la insatisfacción continúa en la adolescencia. El estilo de comunicación es diferente ya en preescolar, pero las diferencias aumentan en los primeros años escolares. Las chicas tienen un discurso afiliativo e intentan mostrar atención, responsabilidad y apoyo; los niños, llamar la atención, controlar y dominar. No obstante, el sexo del interlocutor desempeña un papel moderador, siendo más evidente el estilo cuando es del mismo sexo (Leaper y Smith, 2004; Ruble et al., 2006). Los adolescentes (versus chicas) son menos flexibles en sus preferencias por el juego y las actividades. Durante la adolescencia media ambos sexos prefieren las actividades e intereses estereotípicos en diversos contextos. Las chicas se interesan por temáticas de aventuras, fantasmas/terror, animales, escuela, relaciones/historias de amor y poesía. Los adolescentes prefieren la ciencia ficción/fantasia y los cómics. En comparación con finales de la escuela primaria, las actividades de los chicos son ahora más estereotipadas, y las adolescentes dedican más tiempo a su cuidado personal y tareas del hogar, y menos al deporte. Por otra parte, las relaciones de las chicas se centran en la intimidad y el amor, y las de los chicos, en el poder y la excitación. Desaparece la tendencia a relacionarse principalmente con personas del mismo sexo, de manera que a mediados de la etapa el 40-50% ha mantenido una relación romántica (Ruble et al., 2006).

6.2

Perspectivas teóricas

Desde el enfoque de la socialización, la teoría cognitivo-social destaca el aprendizaje como el mecanismo por el que se adquiere la conducta típica del sexo, ya sea mediante refuerzos (respuestas positivas ante este tipo de comportamiento) o por observación (los niños modelan la imagen reflejada sobre su sexo y se comportan de acuerdo con la etiqueta «es de niños» o «es de niñas»). No imitan a un único modelo (aprenden de varios que realicen una misma actividad asociada al género). Además, construyen nociones sobre apariencia, ocupación o conducta «apropiados» observando los modelos de ambos sexos; a partir de estos estereotipos desarrollan un concepto más amplio sobre la conducta apropiada para cada género. Su puesta en práctica dependerá de incentivos y sanciones, que le harán desarrollar expectativas y sentimientos de autoeficacia en relación con su conducta de género, que lo motivarán y ayudarán a regularla. Los padres pueden crear un ambiente típico de género que encauce las preferencias y actividades (e.g., juguetes, mobiliario, respuesta a determinadas actividades) que, a su vez, se relacionan con futuras diferencias en

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habilidades cognitivas y sociales. Además, sus creencias y expectativas influyen en las percepciones y conducta que tienen con los hijos. Por ejemplo, el padre suele dar más explicaciones de tipo científico al hijo varón (e.g., en un museo), y la madre habla más con la hija, incluidas las emociones (repercutiendo en la expresividad y autorregulación emocional) (Gelman y cols., 2004; Hines, 2010; Ruble et al., 2006). Ya en preescolar los maestros tienden a animar a los niños a que jueguen a actividades típicas de su sexo. Por otra parte, las conductas contrarias al estereotipo suelen ser objeto de burla por los iguales, especialmente si el autor es un niño. Los medios de comunicación también contribuyen: los programas infantiles de televisión suelen presentar imágenes más estereotipadas que los de adultos, y las revistas de chicas se centran más en el aspecto físico, peso o relaciones (Ruble et al., 2006). Desde una perspectiva cognitivo evolutiva, Kohlberg entendía el desarrollo del rol de género como una construcción activa. La comprensión de la constancia del género se desarrolla en tres fases. Antes de los 3 años aprenden a identificar su propio género (identificación básica o etiquetado), entre los 3 y los 5 años comprenden la estabilidad a través del tiempo (justificación basada en detalles irrelevantes para la consistencia: «sigue teniendo cara de niño», en vez de «es lo mismo que lleve vestido, sigue siendo un niño»), y, finalmente, entre los 5 y los 7 años adquieren la constancia del género (permanece a pesar de cambios superficiales del aspecto físico o realización de actividades no típicas). Una vez adquirido el sentido de identidad sexual, se implica activamente en la socialización del género, cada vez más motivado para comportarse como los demás de su mismo sexo. Los teóricos cognitivos afirman que los esquemas del género o sistemas de conocimiento relativos al género desempeñan un papel fundamental en la adquisición de la conducta típica del sexo. Distinguen entre esquemas de orden superior (listado de las características de ambos sexos) y esquemas sobre el sexo del individuo (información detallada sobre las acciones relevantes para esa persona). Una vez identificado como chico o chica, comienza a buscar los detalles y guiones sobre la actividad propia de su sexo, volviéndose más sensible a las diferencias. Los esquemas difieren entre las personas (complejidad, accesibilidad), influyen en su forma de pensar y actuar, y se utilizan para evaluar y explicar el comportamiento de los demás. Por ejemplo, los niños tienen mayor riesgo de lesiones que las niñas; sin embargo, los de 6-10 años piensan que los varones es menos probable que se lesionen (esquema de «las niñas son débiles») (Hines, 2010; Ruble et al., 2006).

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Resumen El temperamento se refiere a diferencias individuales en reactividad y autorregulación, determinadas biológicamente. Con el desarrollo, las características temperamentales se transforman en otras más diferenciadas y complejas de personalidad, aunque conservando una estructura similar. Las diferencias en personalidad se refieren a rasgos, pero también a objetivos sociales, afrontamientos, motivaciones e identidades. El constructo de los Cinco Grandes rasgos (extraversión, neuroticismo, agradabilidad, responsabilidad y apertura a la experiencia) ha sido el más investigado. La extraversión, neuroticismo y apertura a la experiencia disminuyen a lo largo del ciclo vital, mientras que la agradabilidad y la responsabilidad tienden a aumentar. Esto sugiere una optimización normativa de la adaptación, pero no del crecimiento. La «sabiduría personal» (crecimiento) exige puntuaciones elevadas en cinco dimensiones: conocerse a sí mismo (sentido de la vida), estrategias de crecimiento y autorregulación, comprensión de la conducta y de la dependencia del contexto, evaluación distante y tolerancia de la ambigüedad. Numerosos estudios han demostrado la influencia directa e indirecta de la personalidad sobre el desarrollo, así como el papel mediador que pueden desempeñar las prácticas de crianza en la relación entre personalidad y adaptación. El desarrollo de la conciencia de sí mismo culmina a los 3-4 años cuando se consolida el sentido del yo. Sin embargo, las autodescripciones de los niños de esta edad sólo contienen representaciones concretas de características observables, y sus autoevaluaciones suelen ser irrealísticamente positivas. Paradójicamente, los avances cognitivos de la infancia media podrían explicar que las autopercepciones normativas se vuelvan más negativas. La adolescencia temprana se caracteriza por la proliferación de rasgos y por la construcción de múltiples versiones del yo. Durante la adolescencia media las autodescripciones son más extensas e introspectivas, y denotan una preocupación cada vez mayor por lo que los otros puedan pensar. La autorrepresentaciones del adolescente tardío reflejan creencias personales, valores y estándares morales construidos a partir de sus experiencias. Los objetivos del adolescente se corresponden con determinadas categorías de identidad (lograda, moratoria, hipotecada y difusa) en diversas áreas (ocupación, ideología y relaciones). El adulto intenta construir un patrón coherente del yo, que debe sentir como verdadero y auténtico. Los roles y rasgos son los dos elementos principales del yo, siendo más probable que cambien los primeros. También se identifica en función de sus «yoes posibles». La identidad narrativa requiere visionar la vida y narrarla en una secuencia de sucesos vitales. El razonamiento autobiográfico sobre sucesos negativos implica su exploración y la construcción de un significado positivo; la generatividad de los mayores se ha relacionado con la construcción de historias vitales redentoras. La teoría cognitivo-social explica la adquisición de la conducta típica del sexo por el aprendizaje, mediante refuerzos o por observación. Los padres contribuyen creando un ambiente típico de género que encauce las preferencias y actividades de

184 Cantón, Duarte, José, and Cortés, David Cantón. Desarrollo socioafectivo y de la personalidad, Difusora Larousse - Alianza Editorial, 2014. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/unadsp/detail.action?docID=3228772. Created from unadsp on 2018-02-14 22:32:17.

6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género los hijos; los maestros orientándolos hacia determinadas actividades, los iguales con sus reacciones ante determinadas conductas, y los medios de comunicación resaltando comportamientos estereotipados. Kohlberg entendía el desarrollo del rol de género como una construcción activa en tres fases, de manera que la constancia del género no se adquiere hasta los 5 o los 7 años. Según la perspectiva cognitiva, los esquemas del género desempeñan un papel fundamental en la adquisición de la conducta típica del sexo, influyendo en la forma de pensar y actuar y utilizándose para evaluar la conducta de los demás.

Actividades propuestas 1. Analizar similitudes y diferencias en los Cinco Grandes rasgos en preescolares, escolares y adolescentes, y posibles diferencias sexuales. 2. Investigar el autoconcepto y autoestima de niños y niñas de preescolar, educación primaria, secundaria y bachillerato. 3. Estudiar la identidad narrativa de adultos jóvenes y mayores, hombres y mujeres, y su posible relación con su nivel de bienestar psicológico. 4. Analizar el surgimiento de la identidad de género, estereotipos y discriminación en función del sexo en preescolares y escolares.

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Lecturas recomendadas Fierro, A. (1999): «Desarrollo social y de la personalidad en la adolescencia», en M. Carretero, J. Palacios y A. Marchesi (eds.), Psicología evolutiva. 3. Adolescencia, madurez y senectud, Madrid, Alianza Editorial, pp. 95-138. Martin, C. L. y Ruble, D. N. (2010): «Patterns of gender development», Annual Review of Psychology, 61, 353-381. McAdams, D. P. y Olson, B. D. (2010): «Personality development: Continuity and change over the life course», Annual Review of Psychology, 61, 517-542. Palacios, J. (2008): «Desarrollo del yo», en F. López, I. Etxebarria, M. J. Fuentes y M. J. Ortiz (coords.), Desarrollo afectivo y social, Madrid, Pirámide, pp. 231-245.

185 Cantón, Duarte, José, and Cortés, David Cantón. Desarrollo socioafectivo y de la personalidad, Difusora Larousse - Alianza Editorial, 2014. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/unadsp/detail.action?docID=3228772. Created from unadsp on 2018-02-14 22:32:17.

7. Desarrollo moral y de la conducta prosocial y agresiva M.ª del Rosario Cortés Arboleda José Cantón Duarte

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1.

Perspectivas sobre moralidad

Las teorías e investigación sobre la moral se han centrado en tres componentes básicos: afectivo (sentimientos despertados por las acciones correctas o incorrectas), cognitivo (forma de entender lo correcto y lo incorrecto) y conductual (comportamiento real). La moralidad del individuo se ha determinado mediante criterios como la prestación de ayuda, interiorización de las normas, comportamiento acorde con ellas, experimentación de empatía y/o culpabilidad, razonamiento sobre la justicia o la anteposición del bien ajeno al propio. Aunque cada uno de estos indicadores es importante para comprender la moralidad, ninguno la define completamente (Rest, 1983).

1.1

Psicoanálisis y conductismo

Ambas perspectivas atribuyen el desarrollo moral al control social de las necesidades, intereses e impulsos del individuo. Según Freud, el superyó (3-6 años) significa la interiorización de las normas y coerciones. Una auténtica conciencia moral que vigila los pensamientos, deseos y acciones del niño, y ante la que el yo se siente responsable (aunque nadie lo vea, premie o castigue). La influencia de la familia hace que la gratificación inmediata vaya siendo sustituida por estándares interiorizados y por el mecanismo in-

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

terior de las emociones que regulan el comportamiento (ansiedad, miedo, amor y apego). La aprobación/rechazo de los padres (moral heterónoma) se sustituye por la aprobación/desaprobación de la propia conciencia moral (moral autónoma); una vez interiorizada, la moralidad sería invariable e inflexible (Etxebarria, 2008; Turiel, 2006). Según Skinner, la moralidad refleja comportamientos reforzados (positiva o negativamente) mediante juicios de valores asociados a las normas culturales. Las acciones no son intrínsecamente buenas o malas, sino que su significado se adquiere y se ejecutan debido a contingencias de reforzamiento. Las contingencias basadas en la moralidad de grupo tienen que ver con las relaciones y se gobiernan mediante refuerzo verbal (e.g., bien, mal, correcto, malo). El control social resulta especialmente fuerte cuando lo ejercen fuerzas institucionales (e.g., religiosas, gubernamentales o educativas). Las conductas aprendidas así, al mantenerse el reforzamiento, no cambian. No se consideran obligaciones y deberes, sino simplemente una consecuencia de la planificacion de contingencias sociales eficaces.

1.2

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1.2.1

Enfoque cognitivo evolutivo Teoría de Piaget

Utilizando dos métodos de investigación, la observación del juego (creación, modificación y omisión de las reglas) y la presentación de dilemas morales sobre cuál de dos personajes actuaba peor (e.g., niña intentando ayudar hace una mancha grande en el mantel versus un niño que hace una mancha pequeña jugando con la pluma, a pesar de tenerlo prohibido), Piaget elaboró un modelo del desarrollo moral centrado en el seguimiento de las reglas. Consideraba que las relaciones recíprocas y las características de la experiencia social eran los determinantes del desarrollo, analizando la moralidad desde la perspectiva de cómo la experiencia genera juicios sobre las relaciones, reglas o autoridad. Por otra parte, la transmisión social no se limita a una mera reproducción de lo transmitido, sino que también da lugar a su reelaboración. En el desarrollo moral influyen diversas experiencias, incluidas las emocionales (e.g., simpatía, empatía, respeto) y las relaciones con iguales y adultos. El concepto de moralidad va cambiando con el desarrollo de la cognición social, distinguiendo Piaget entre moralidad heterónoma y autónoma. Cada estadio lo integra un sistema coherente de ideas sobre la moralidad, del que depende el juicio moral; la organización y dinámica son diferentes, aunque no hay unos límites claros entre ellos. Los dos tipos de moralidad

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7. Desarrollo moral y de la conducta prosocial y agresiva

constituyen el inicio y final del desarrollo moral, que implica pasar al más apto para la toma de decisiones morales, es decir, al que considera más aspectos importantes de la realidad. La moralidad basada en normas fijas y obediencia a la autoridad se considera menos avanzada que la fundamentada en el respeto mutuo y la cooperación, así como en la garantía de la justicia y equidad, reglas, leyes y obligaciones. Estos conceptos son obligatorios, pero se aplican con flexibilidad dependiento de la situación, intenciones y perspectivas. Además, el cambio a la moralidad autónoma conlleva la participación del indivíduo en la elaboración de las normas en vez de limitarse a aceptar las ya elaboradas. Por lo que respecta a la estructura y organización, los niños de la etapa premoral (0-5 años) no tienen una concepción real de la moralidad; hay poca conciencia de las reglas, de manera que o no existen o no son coercitivas. Durante la etapa de moralidad heterónoma (5-10 años) adquieren cierto número de reglas de los adultos, que deben obedecer y que consideran inmutables, independientemente de las circunstancias. Evalúan las situaciones morales en función de las consecuencias físicas y objetivas de la transgresión (responsabilidad objetiva), sin importar la intencionalidad de los actos (son peores los que causan más daño). Los adultos tendrían un conocimiento absoluto de la conducta moral, creyendo el niño en la justicia inmanente, es decir, en que toda mala conducta (violación de las normas) sufrirá un castigo invariablemente (e.g., si coge una galleta sin que lo vean y después se cae pensará que ha sido en castigo por lo que hizo). Finalmente, entiende el castigo como expiatorio, sin importar su relación con la naturaleza del acto prohibido. La moralidad autónoma (a partir de los 10-11 años) se basa en la igualdad de estatus, cooperación, negociación y coordinación de planes buscando el beneficio común. El niño se va dando cuenta de que las reglas son acuerdos arbitrarios que se pueden cambiar consensuadamente, y que se obedecen por una decisión autónoma de cooperar. Se basa en la equidad (ser tratado según las necesidades y circunstancias particulares), de manera que no se deben aplicar a todos las mismas sanciones (circunstancias atenuantes). La sanción se basa en la reciprocidad (comprensión de las conse cuencias de la transgresión). Las interacciones con los iguales, caracterizadas por la igualdad, el respeto mutuo y la colaboración, se consideran cruciales para el desarrollo moral. A diferencia de cuando se limitaba a cumplir las órdenes del adulto, la igualdad le obliga a comunicar sus intenciones y argumentar su conducta, y por tanto a reflexionar sobre ella. Según Piaget, los niños no son moralmente responsables de sus actos hasta la fase de moralidad autónoma; antes no tienen conciencia moral de haber violado las normas. La investigación ha respaldado supuestos piagetianos como el de la heteronomía moral en los niños pequeños, la relación entre

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