Castillo, Jose Maria - Simbolos de Libertad

JOSÉ MARÍA CASTILLO SÍMBOLOS DE LIBERTAD TEOLOGÍA DE LOS SACRAMENTOS VERDAD E IMAGEN VERDAD E IMAGEN 63 JOSÉ MARÍA

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JOSÉ MARÍA CASTILLO

SÍMBOLOS DE LIBERTAD TEOLOGÍA DE LOS SACRAMENTOS

VERDAD E IMAGEN

VERDAD E IMAGEN 63

JOSÉ MARÍA CASTILLO

SÍMBOLOS DE LIBERTAD Teología de los sacramentos

EDICIONES SIGÚEME-SALAMANCA, 1981

A Margot, Nani, Joaquín, Seke y Sinfo, mis colaboradores más directos en Teología Popular

CONTENIDO

Introducción

© Ediciones Sigúeme, 1981 Apartado 332 - Salamanca (España) ISBN: 84-301-0823-8 Depósito legal: S. 591-1980 Printed in Spain Fotocomposición e impresión: Gráficas Ortega, S.A. Polígono «El Montalvo» - Salamanca 1981

9

1. La crisis de la práctica religiosa

11

2. Jesús y la práctica religiosa establecida

31

3.

La iglesia primitiva y la práctica religiosa

81

4.

El culto cristiano: mensaje y celebración

113

5. Rito, magia y sacramento

141

6. Los símbolos de la fe

165

7.

221

Símbolos de libertad

8. La doctrina del magisterio sobre los sacramentos

315

9. Reflexión sistemática

407

Conclusión

457

Siglas y abreviaturas

463

INTRODUCCIÓN

Este libro pretende responder a tres preguntas elementales: ¿qué es un sacramento? ¿por qué hay sacramentos? ¿para qué son los sacramentos? A primera vista, se trata de cuestiones sin importancia. Porque se refieren a cosas muy sabidas. Cosas de las que un niño de primera comunión puede dar una buena respuesta. Pero el problema está en saber si esa «buena respuesta» es realmente la respuesta acertada. Y conste que al decir esto, no pretendo poner en duda lo que enseñan los catecismos acerca de los sacramentos. El problema, creo yo, está en otra cosa. Para empezar a entendernos, haré mención de lo que ha pasado en los últimos años. Todo el mundo sabe que a raíz del concilio Vaticano II, las prácticas religiosas de los católicos sufrieron una violenta sacudida. Muchas de esas prácticas se vieron modificadas y algunas de ellas fueron sencillamente abandonadas. Por otra parte, parece que la gente se volvió menos religiosa: el clero se enrareció, las vocaciones sacerdotales y religiosas descendieron de manera alarmante, los jóvenes se apartaron de la iglesia y no querían saber nada de lo religioso. Además, los grupos más inquietos orientaron su preocupaciones en la línea de lo social y político. Y así cundió el desconcierto. Unos decían que la culpa de todo estaba en el concilio y en los clérigos progresistas, mientras que otros aseguraban que los males de la iglesia y de la religión estaban causados por el conservadurismo de la institución clerical y sus adeptos. Pero el hecho es que ese estado de cosas no parece que vaya a durar por mucho tiempo. Por lo menos, es seguro que ya hay signos más que sobrados de un retorno a posiciones anteriores, que algunos imaginaron

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Introducción

definitivamente liquidadas. Ya nadie se atrevería a escribir ni dos palabras seguidas sobre la «muerte de Dios» o sobre la «era postcristiana». Porque van pasando los años y el hecho es que la religión no decae. Es más, hay señales evidentes de que últimamente lo religioso está cobrando nueva fuerza: las iglesias se llenan de gente, muchos jóvenes se acercan nuevamente a los sacramentos, parece que el clero se muestra más firme a la hora de exigir lo que siempre se exigió a los fieles. Naturalmente, en este ir y venir de ideas y experiencias contrapuestas, los sacramentos han jugado —y siguen jugando— un papel importante, quizás decisivo. Entre otras cosas, porque quienes pensaban, hace unos años, que las cosas iban mal, se fijaban muy especialmente en el abandono más o menos masivo de las prácticas sacramentales, mientras que ahora, los que creen que ya empieza a ir todo mejor, se fijan sobre todo en que la gente llena los templos y los sacramentos se ven más frecuentados. Por supuesto, este libro no pretende analizar la objetividad de las apreciaciones globales que acabo de apuntar. Y menos aún se trata aquí de hacer un estudio en profundidad de los fenómenos que he indicado sumariamente. Si he hecho alusión a esas cosas, es porque me parece que este ir y venir de ideas y de experiencias contrapuestas nos muestra, hasta la evidencia, que nuestras ideas y criterios acerca de los sacramentos son demasiado inconsistentes y seguramente fallan por algún sitio. Porque, en realidad, ¿se puede asegurar que la situación era tan negativa y desastrosa hace unos años? O por el contrario, ¿se puede decir sin más que las cosas empiezan a ir ya mucho mejor en este momento? ¿qué teología de los sacramentos se oculta debajo de esos juicios y apreciaciones? ¿qué idea de lo que es un sacramento y del papel que los sacramentos tienen que desempeñar en la vida de los fieles, en la iglesia y en la sociedad? ¿se puede afirmar que la iglesia es más fiel al evangelio por el solo hecho de que la gente asiste más masivamente a los templos? Pero entonces, ¿sabemos apreciar exactamente lo que significa celebrar un sacramento? He dicho antes que en este libro se trata de responder a tres preguntas elementales, las preguntas que se refieren a lo que es un sacramento, por qué hay sacramentos en la iglesia, para qué son los sacramentos. Es muy posible que, además de las respuestas a esas cuestiones, el lector encuentre aquí nuevas preguntas, que quizás podrán estimularle a proseguir su estudio, su reflexión y su búsqueda. También eso está expresamente pretendido. Porque es función de la teología, no sólo el dar las respuestas adecuadas, sino además plantear las cuestiones pertinentes, que nos puedan impulsar a todos en la búsqueda incesante de la verdad total.

1 La crisis de la práctica religiosa

1. El hecho Es un hecho de sobra conocido que la práctica religiosa se ve sometida, en la actualidad, a un proceso crítico. En muchos ambientes se reza menos que antes, han disminuido sensiblemente las prácticas tradicionales de piedad y, en bastantes casos, se minusvalora o incluso se rechaza la participación en los sacramentos: se pone en cuestión el bautismo de los niños; ha disminuido bastante la recepción del sacramento de la penitencia; muchos jóvenes se niegan a casarse por la iglesia y abunda la gente que no le ve sentido a la misa. Este estado de cosas se ha acentuado en los últimos años, sobre todo en tres sectores de la población: entre los jóvenes, en el mundo intelectual, y entre los obreros del sector industrial. Por el contrario, parece que persiste de manera más constante la práctica religiosa entre la burguesía, en las llamadas clases medias, y entre la gente de ambientes rurales no afectados por la emigración. Es verdad que sobre estas apreciaciones de carácter global será necesario hacer algunas matizaciones importantes. Pero, en todo caso, parece bastante claro que las cosas están así. Ahora bien, esta situación resulta preocupante. Y es origen de numerosos conflictos y tensiones. Hasta el punto de que la iglesia se ve amenazada de escindirse en grupos contrapuestos y enfrentados entre sí: desde los que quieren mantener la liturgia en latín (el obispo Lefébvre) hasta los grupos más progresistas que ven los sacramentos como ritos alienantes porque para ellos lo importante es el compromiso y el testimonio que se expresa en la vida. Esta tensión comporta dos maneras,

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La crisis de la práctica religiosa

fundamentalmente diversas, de entender y de vivir la fe. Y mucha gente se pregunta: ¿cuál de las dos es la correcta? Por supuesto, los modelos extremos no suelen abundar. Pero sí proliferan por todas partes los modelos intermedios que se orientan decididamente hacia un extremo o el otro. Por eso, es frecuente que muchos padres y educadores se angustien ante la indiferencia —o incluso la resistencia— de los jóvenes ante cualquier tipo de práctica sacramental. Por eso, es frecuente también que muchos sacerdotes no sepan lo que deben hacer cuando ven todos los días que la administración de sacramentos es, para mucha gente, una práctica rutinaria con la que se cumple por motivaciones dudosamente cristianas. Lo cual influye, quizás decisivamente, en no pocas crisis sacerdotales. Y por eso, finalmente, resulta poco frecuente encontrar diócesis o parroquias en las que se haya llegado a trazar una programación pastoral que parezca coherente a todos los miembros de la comunidad cristiana. De esta manera, la iglesia se ve abocada a situaciones permanentes de conñictividad, que a veces resultan sencillamente insoportables. Por otra parte, parece bastante claro que esta conflictividad no se va a resolver haciendo llamamientos a la buena voluntad de las personas. La solución se puede empezar a encontrar sólo en la medida en que comprendamos cuál es la significación fundamental de los sacramentos; y en la medida también en que sepamos resituar el problema de fondo que aquí se nos plantea. 2. Significación fundamental de los sacramentos Los sacramentos son las prácticas religiosas fundamentales del cristiano. Aunque el pueblo creyente da más importancia, a veces, a otras prácticas no sacramentales, por ejemplo a una procesión o a determinados actos de piedad, sin embargo, tanto en la enseñanza oficial de la iglesia como en los acontecimientos fundamentales de la vida (el nacimiento, el matrimonio, etc.) los ritos sacramentales son en concreto las prácticas religiosas que tienen el lugar prioritario en la religión cristiana. Ahora bien, la expresión religiosa se compone de dos elementos fundamentales: la doctrina y la práctica. Los especialistas en fenomenología y sociología de la religión se preguntan cuál de estos dos elementos es prioritario con respecto al otro. La respuesta más aceptable es la que considera la teoría y la práctica como dos realidades que están inseparablemente entrelazadas, de tal manera que no es posible ni separarlas ni aun siquiera dar la prioridad a la una sobre la otra. Como se ha dicho acertadamente, «ningún acto de piedad

Significación fundamental

de los sacramentos

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puede existir sin alguna idea de lo divino, de la misma manera que una religión no puede practicarse sin un mínimo de expresión cultual» 1 . Por eso, E. Durkheim ha definido el hecho religioso como «el conjunto de creencias y de ritos correspondientes que constituyen una religión»2. Así pues, queda claro que la religión se compone de doctrinas y de prácticas. Y que ambos elementos son igualmente indispensables y esenciales. De lo dicho se sigue que si se quiere renovar en profundidad la religión, no basta con renovar las doctrinas religiosas. Tan importante como eso es renovar también las prácticas religiosas. Es más, si se tiene en cuenta cómo se desarrolla en concreto el hecho religioso, parece que es más importante renovar las prácticas religiosas que las doctrinas. Por una razón que se comprende fácilmente: la gran masa de la población religiosa practicante no suele entender mucho de las doctrinas o teorías religiosas, mientras que la práctica religiosa es lo que la gente vive y experimenta cada día, porque es lo que se mete por los ojos, lo que se siente y se palpa. De las doctrinas y teorías se ocupan los estudiosos y especialistas: filósofos, sociólogos, antropólogos, teólogos, etc. Por eso puede ocurrir —y de hecho ocurre— que, en una religión determinada, las doctrinas teológicas evolucionan o se renuevan con rapidez y en profundidad, mientras que seguramente las prácticas religiosas siguen más o menos ancladas en lo que siempre fueron. Esto es lo que viene ocurriendo en la iglesia católica: la teología ha evolucionado profundamente en los últimos años, sobre todo a partir del Vaticano II. Concretamente en algunos tratados teológicos, esta evolución ha sido muy importante, por ejemplo en cristología. Pero ocurre que, mientras la teología se ha renovado profundamente, la práctica religiosa sigue siendo, en muchos casos, lo que siempre fue. Es verdad que se han introducido algunos cambios en la liturgia, pero sin duda alguna en la misma liturgia han cambiado más las teorías litúrgicas que la praxis litúrgica. Por eso se explica el hecho de que en la actualidad hay sectores de la iglesia con una teología muy avanzada y progresista, pero con una práctica religiosa que en el fondo sigue siendo lo que fue siempre. La conclusión que se sigue de lo dicho es que la renovación del cristianismo y de la iglesia depende esencialmente de la renovación en profundidad de la práctica sacramental. Desde este punto de vista se puede afirmar que la significación fundamental de los sacramentos está en que son expresiones primordiales de la vida cristiana. Lo que 1. J. Wach, Sociologie de la religión, Paris 1955, 22. 2. E. Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, Paris ^1968, 56.

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La crisis de la práctica religiosa

La persistencia de lo religiosa

quiere decir que la vida cristiana —y por tanto la iglesia— se renovará en la medida en que se renueven los sacramentos, es decir la práctica sacramental del pueblo cristiano.

mejor cuando hablemos de la estructura y de la función propia de los símbolos. Pero era necesario decirlo ya desde ahora. Porque es necesario comprender, desde el primer momento, que quienes le echan la culpa a la formación doctrinal de los fieles, en realidad lo que hacen es buscar una escapatoria (un chivo expiatorio) para no afrontar el problema de fondo que aquí se plantea. Ese problema de fondo está en que la práctica sacramental es vivida por la gente como práctica religiosa. Ahora bien, en la medida en que la práctica religiosa es hoy una cuestión problemática, en esa misma medida los sacramentos son un problema sin resolver. Por la sencilla razón de que la práctica religiosa plantea hoy una serie de cuestiones que es necesario abordar con toda honestidad y lucidez. Se trata, por tanto, de comprender que la práctica religiosa no se renueva cambiando los rituales solamente, ni sólo instruyendo a los fieles con teologías y catequesis más eficaces. La práctica religiosa, y más en concreto la práctica sacramental, se renueva únicamente cuando se afrontan honestamente los problemas de fondo que plantea.

3.

El problema de fondo

En todo este asunto es decisivo comprender que la práctica sacramental no se renueva, ni siquiera se cambia, por el solo hecho de renovar o cambiar la forma externa de celebrar los sacramentos. Cuando aquí hablamos de forma externa nos referimos al ritual. De hecho, la experiencia nos enseña que recientemente se han modificado los rituales de todos los sacramentos, pero no por eso se ha renovado la vida cristiana de los fieles, ni siquiera se puede decir que la gente comprende y vive ahora mejor lo que son y representan los sacramentos. En este sentido es elocuente lo que está ocurriendo con el bautismo, la penitencia o el matrimonio: se han renovado los rituales de esos sacramentos, pero los católicos practicantes siguen, en su gran mayoría, sin comprender ni vivir lo que representan esos sacramentos. El bautismo de los niños sigue siendo un problema, la crisis de la penitencia no se resuelve, y una cantidad abrumadora de matrimonios se continúan celebrando de manera muy preocupante. Y, sin duda, algo parecido se podría decir del sacramento de la confirmación o de la unción de los enfermos. Cuando se habla de este problema, es frecuente oír a personas bienintencionadas que se quejan de la poca atención que los sacerdotes y educadores prestan a la catequesis. Y se dice muchas veces que la gente no comprende ni vive debidamente los sacramentos porque la formación cataquética de los fieles está muy descuidada o incluso quizás abandonada. Por supuesto, los que dicen estas cosas tienen razón, al menos en muchos casos. Porque es evidente que si los cristianos tuvieran una formación teológica más completa, comprenderían mejor los sacramentos. Pero aquí es de suma importancia caer en la cuenta de que quienes le echan la culpa a la falta de formación doctrinal, en realidad lo que hacen es poner al descubierto la gravedad del problema. Porque cuando un símbolo necesita muchas explicaciones y de muchas teorías para ser comprendido y vivido, eso quiere decir que ha dejado de ser un verdadero símbolo y se ha convertido en rito y en ideología. Los ritos y las ideologías necesitan de muchas explicaciones, de muchas aclaraciones y justificaciones para ser asimiladas y aceptadas por la gente. Por el contrario, todo verdadero símbolo brota de la experiencia de las personas y es el vehículo connatural de lo que la gente vive. Todo esto se comprenderá

4.

15

La persistencia de lo religioso

Hace algunos años, concretamente en la década de los 60, se habló y se escribió mucho sobre la crisis de lo religioso. Las teologías de la secularización y de la muerte de Dios pusieron de moda esta temática. Se pensaba que habíamos entrado en una era nueva: la era secular y postcristiana, en la que lo religioso había perdido definitivamente toda relevancia. Apenas han pasado diez años y ya se tiene la impresión de que aquella moda teológica ha perdido casi toda su actualidad. En este sentido, es interesante recordar lo que recientemente ha escrito A. M. Greeley: Como sociólogo, siempre he tenido la impresión de que gran parte de la literatura teológica referente al fenómeno de la llamada secularización dejaba mucho que desear. Creo que muchos teólogos se han dado demasiada prisa al proclamar la existencia del hombre irreligioso, aunque no abundan los datos sociológicos que confirmen esta realidad. No hay inconveniente en que los teólogos utilicen la sociología como uno de los ingredientes de su quehacer específico, pero es comprensible que el sociólogo desee que los teólogos afinen más al abordar las complicaciones y ambigüedades que pone de manifiesto la3 investigación sociológica, especialmente la sociología de la religión .

3. A. M. Greeley, Concilium 81 (1973) 5.

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La ambigüedad de lo religioso

La crisis de la práctica religiosa

El hecho es que las creencias religiosas y la práctica religiosa, en su sentido más global, no parecen haber disminuido tanto como algunos afirman. Es más, en algunos países de alto nivel industrial y tecnocrátíco parece que más bien ocurre lo contrario. Tal es el caso de los Estados Unidos de América4. Por lo demás, sabemos que la gran masa de los católicos suele seguir bautizando a sus hijos recién nacidos, hasta el punto de que el verdadero problema que viven muchos párrocos es el no poder discriminar a quién se le debe administrar el bautismo y a quién no. Y lo mismo ocurre con los demás sacramentos. Es decir, la gente sigue acudiendo masivamente a la práctica sacramental. Por otra parte, como advierte el mismo Greeley, «si se nos dice que al menos entre las minorías avanzadas de la sociedad predomina el hombre secular, tecnológico e irreligioso, únicamente reponderemos que precisamente la progenie de esas minorías parece estar hoy muy interesada en recrear las dimenciones tribales en su mundo de las comunas psicodélicas y neosacrales»5. En este sentido, ha sido altamente iluminador el giro espectacular que en pocos años ha dado un autor tan leído como H. Cox, que en cuestión de muy poco tiempo ha hecho su peregrinación desde la «ciudad secular» hasta su «fiesta de los locos», que es la exaltación de lo religioso, lo místico y lo contemplativo6. No parece, por tanto, que, ni siquiera entre las minorías que se consideran más «secularizadas», se haya impuesto definitivamente el rechazo, sin más, de lo religioso. Y aquí se debe recordar la seducción que hoy ejerce en amplios sectores de la población «la exaltación del interés hacia lo oculto, la meditación de estilo oriental y, finalmente, como dato más significativo, el descubrimiento de la dimensión religiosa del humanismo histórico»7. Por consiguiente, desde el punto de vista de los datos empíricos, no hay razones para pensar que la religiosidad en general, y la práctica religiosa en concreto, estén en vías de desaparición, sino más bien de todo lo contrario. Estas razones de carácter empírico se ven reforzadas por las motivaciones de tipo social y antropológico que determinan la práctica de lo religioso. Más adelante volveremos sobre este asunto. Pero, ya desde ahora, se puede afirmar que la religiosidad tienen un poder de integración de los individuos en los grupos humanos que hace que esos individuos se sientan, con frecuencia, fuertemente atraídos hacia 4. 5. 6. 7.

Cf. A. M. Greeley, Religión in the year 2000, New York 1969, 31-73. A. M. Greeley, El hombre no secular, Madrid 1974, 49. H. Cox, Las fiestas de locos, Madrid 1972. G. Baum, La persistencia de lo sagrado: Concilium 9 (1973) 12.

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las prácticas de piedad en sus diversas formas8. Esto explica el que las personas que experimentan una determinada sensación de desarraigo (caso, por ejemplo, de los emigrantes), acudan a los cultos dominicales con asiduidad porque en ello encuentran un factor de integración en el grupo humano que les resulta protector. Por otra parte, hay que tener en cuenta una motivación de tipo antropológico, que es quizás la más decisiva en el mantenimiento de la religiosidad. Se trata de que en la condición humana se encuentra profundamente anclada una tendencia a crear un esquema absoluto de significaciones y a sacralizarlo9. De ahí la persistencia del hecho religioso, en todos los tiempos y en todas las culturas, desde los pueblos más primitivos de los que tenemos noticia, hasta nuestros días. Otra cuestión muy distinta es la explicación que se quiera dar de este hecho, tan curiosamente persistente, no obstante el cúmulo de cambios históricos, culturales, sociales y de todo tipo a que ha estado sometido el hombre en su ya larga historia. E. E. Evans Pritchard, que ha analizado las diversas teorías sobre el origen de la religión, concluye su estudio con la consideración de que si se piensa que las almas, los espíritus y los dioses de la religión carecen de realidad y son completas ilusiones, parece inevitable buscar una teoría biológica, psicológica o sociológica de cómo en todo tiempo y lugar han sido las gentes tan estúpidas como para creer en esos dioses. Pero aquel que admite la realidad del ser espiritual no requiere por igual estas explicaciones, pues, a su juicio, por inadecuadas que sean las concepciones de Dios y del alma que tienen los pueblos primitivos, no se trata de meras ilusiones10. Y es que, como decía W. Schmidt en su refutación contra las teorías de Renán, «existe demasiado peligro de que el no creyente hable de la religión como hablaría un ciego de los colores o un sordo completo de una bella composición musical»11.

5. La ambigüedad de lo religioso Cuando hablamos de religión, religiosidad o práctica religiosa, debemos comprender, ante todo, que estamos utilizando expresiones sumamente ambiguas. Y para convencernos de ello, podemos hacernos una pregunta muy sencilla: ¿fue Jesús de Nazaret un hombre religioso? A primera vista, parece que esta pregunta carece de sentido. 8. 9. 10. 11.

Cf. sobre este punto, J. Wach, o. c, 39-43. Cf. A. M. Greeley, El hombre no secular, 268. E. E. Evans Pritchard, Las teorías de la religión primitiva, Madrid 1973, 192. W. Schmidt, The origin and growth of religión, 1931, 6.

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La crisis de la práctica religiosa

Porque, ¿qué duda cabe que Jesús fue un hombre profundamente religioso? Y sin embargo, tiene sentido el hacerse esa pregunta porque, como sabemos muy bien, Jesús fue rechazado y condenado por las personas más religiosas de su tiempo. Y fue rechazado y condenado precisamente porque la gente más religiosa de entonces consideró que era un blasfemo y un impostor, es decir, el enemigo más radical de la religión (cf. Mt 9, 3; Me 2, 7; Mt 26, 65; 27, 39; Me 15, 29; Le 22,65; Jn 10, 36). Evidentemente, esto quiere decir, por lo pronto, que un mismo comportamiento puede ser considerado como religioso o exactamente todo lo contrario. Y eso está indicando, por sí solo, hasta qué punto la religión y la religiosidad es un hecho o una experiencia cargada de una inevitable ambigüedad. Para comprender en qué consiste esta ambigüedad, empezaremos por analizar, al menos de una manera elemental, eso que llamamos religión. En el uso de la lengua castellana, la religión es el «conjunto de creencias sobre Dios y lo que espera al hombre después de la muerte, y de los cultos y prácticas relacionadas con esas creencias» n. Por su parte, el Diccionario de la real academia de la lengua española nos presenta un significado más detallado: Conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto13. Como se ve por estas explicaciones, de lo que es la religión, ésta comporta dos componentes: un término último, que es Dios o la divinidad, y a eso se refieren las creencias o los dogmas; y unos medios de acceder a ese término o para relacionarse con él, y a eso se refieren los cultos y las prácticas relacionadas con las creencias. Por lo demás, esta distinción entre el término (Dios) y los medios (prácticas religiosas) tiene su razón de ser en el hecho de que Dios, por su misma definición, es el ser transcendente, el que está más allá del horizonte último de la existencia humana, lo que quiere decir que el hombre no tiene acceso directo e inmediato a Dios, al menos mientras el hombre existe en la presente condición terrena. Ahora bien, eso quiere decir que el hombre no puede relacionarse con Dios nada más que a través de un orden de mediaciones humanas. De ahí que cuando hablamos de la religión, podemos referirnos o al término, Dios en sí mismo, o a las mediaciones con las que el hombre intenta relacionarse con Dios. 12. M. Moliner, Diccionario del uso del español II, Madrid 1975, 989 13. Ed. 1970, 1127.

La ambigüedad de lo religioso

19

Pero conviene precisar más esta distinción entre el término y las mediaciones. Porque, en realidad, las mismas creencias religiosas o los dogmas son también mediaciones creaturales entre Dios en sí, por una parte, y el hombre, por otra. En este sentido, es sumamente iluminadora la profunda afirmación de santo Tomás: Assensus fidei non terminatur ad enuntiahile, sedadrem14. El acto de fe no se termina en la fórmula dogmática, sino en la realidad última a la que esa fórmula se refiere. Lo que quiere decir que cualquier fórmula dogmática y cualquier creencia no es Dios, ni abarca o expresa adecuadamente a Dios, sino que siempre el dogma, la creencia o incluso la más alta y sublime afirmación bíblica son realidades creaturales que se sitúan en el nivel de las mediaciones humanas a través de las cuales el hombre intenta acceder a Dios y relacionarse con él. Por esto, sin duda, se comprende que la experiencia propiamente religiosa no se sitúa al nivel de lo «racional», sino al nivel de lo«numinoso», es decir, al nivel más profundo de la experiencia humana, de donde emergen las experiencias preconceptuales y atemáticas15. Ello explica el que la religión, en su sentido más propio, fue comprendida por la cultura clásica como experiencia de temor, de la que brotan las prácticas y observancias religiosas: Religio proprie est metus divini numinis, ex quo eius cultus, reverentia et observado sequitur, pietas, sanctitas16. Si ahora damos un paso más y consideramos más de cerca esta distinción entre término de la religión y sus necesarias mediaciones, comprenderemos fácilmente dónde radica el verdadero problema de la ambigüedad que siempre implica lo religioso. Este problema consiste en que el término de la religión (Dios), al acceder al hombre y entrar por eso en el campo inmanente de la conciencia humana, tiende a convertirse en objeto, ya sea un objeto de nuestro conocimiento, ya sea un objeto de nuestra práctica cultual. Es decir, cuando el absolutamente-otro, que está más allá del horizonte último de la existencia humana, accede a nuestras posibilidades de relación y es aprehendido por nosotros más acá de ese horizonte, tiende a «objetivarse», a convertirse y degenerar en «cosa» pensada (dogma) o realizada (culto). De donde resulta que cuando el hombre piensa que se relaciona con Dios, bien puede suceder que, en realidad, con lo que se relaciona es con las objetivaciones de Dios que el mismo hombre construye. En tal caso, el hombre no accede al término de la religión, sino que se queda apresado ilusoriamente en las mediaciones.

14. De veritate q. 14, a. 8, ad. 5; ST II-II, q.l, a. 2, ad. 2. 15. Cf. R. Otto, Lo santo, Madrid 21965, 16-18. 16. A. Forcellini, Totius latinitatis lexicón V, Prati 1871, 153.

La ambivalencia de lo religioso 20

La crisis de la práctica religiosa

A la vista de lo dicho, hay que tener siempre muy presente que, por una parte, el hombre no puede prescindir de las mediaciones; pero, por otra parte, tales mediaciones pueden convertirse en un auténtico peligro, el peligro más grave, para la autenticidad de la religión, en cuanto que si el hombre queda atrapado en las mediaciones, en realidad lo que viene a hacer es que diviniza a una creatura, es decir, cae en la idolatría. En consecuencia, se puede decir, con todo derecho, que el proceso de objetivación del transcendente constituye la raíz profunda de la inevitable ambigüedad que implica lo religioso. En este proceso de objetivación, ha escrito Paul Ricoeur: Nacen a la vez la metafísica y la religión; la metafísica que hace de Dios una nueva esfera de objetos e instituciones, de poderes que en lo sucesivo se inscribirán en el mundo de la inmanencia, del espíritu objetivo al lado de los objetos, las instituciones y poderes de la esfera económica, la esfera política y la esfera cultural. Diremos que una cuarta esfera de objetos nace en el interior de la esfera humana del espíritu. Habrá en adelante objetos sagrados y no sólo signos de lo sagrado; objetos sagrados aparte del mundo de la cultura17. Se produce de esta manera lo que el mismo Ricoeur ha denominado la «conversión diabólica» que hace de la religión la «reificación y la enajenación de la fe»18. Porque entonces, los símbolos del absolutamente-otro dejan de cumplir su función de «centinelas del horizonte» último de la conciencia y de la experiencia humana, de tal manera que, en vez de remitirnos al más allá del transcendente, en realidad lo que hacen es «objetivar» a Dios en una realidad humana, puramente humana, que queda a nuestra disposición. El hombre entonces no se somete a Dios, sino que somete a Dios a sí mismo. He aquí la perversión radical de lo religioso. Por eso se comprende que «la fe es aquella región de la simbólica donde la función de horizonte degenera continuamente en función de objeto, dando origen a los ídolos, figuras religiosas de la misma ilusión que, en metafísica, engendra los conceptos de ente supremo, de sustancia primera y del pensamiento absoluto. El ídolo es la reificación del horizonte en cosa, la caída del signo al nivel de objeto sobrenatural y supracultural»19. Aquí es importante tener en cuenta que, por más que estas reflexiones tienen todos los visos de ser una abstracción alejada de la vida, en realidad operan a diario en la conciencia y en la experiencia profunda de todo hombre religioso. De ahí que muchas personas 17. P. Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, México 1970, 463-464. 18. lbid. 19. lbid.

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practican asiduamente la religión, pero por el conjunto de su existencia se tiene la impresión de que, en realidad, no se encuentra con Dios, el Dios vivo, sino con las objetivaciones de Dios que se producen en virtud del proceso de «conversión diabólica» del que antes hemos hablado. La fidelidad o incluso el fanatismo religioso, y por supuesto la exactitud en cumplir las prácticas, pueden ser entonces la expresión más clara del fanatismo del hombre por sí mismo. Por lo que hemos indicado, la ambigüedad de lo religioso consiste, en definitiva, en que un mismo acto o práctica de la religión puede ser o un símbolo del horizonte último que me lleva a Dios; o puede ser también un objeto en el que el ídolo de la ilusión se autosatisface engañosamente. A lo largo de nuestro trabajo iremos analizando las consecuencias prácticas y concretas que entraña este planteamiento. 6. La ambivalencia de lo religioso Desde el punto de vista psicoanalítico, es importante advertir el sorprendente paralelismo que existe entre ciertas prácticas religiosas y los ceremoniales que comportan las «neurosis obsesivas». El ceremonial neurótico u obsesivo, advierte Freud, «consiste en pequeños manejos, adiciones, restricciones y arreglos puestos en práctica, siempre en la misma forma o con modificaciones regulares, en la ejecución de determinados actos de la vida cotidiana»20. Y el mismo Freud se encarga de poner un ejemplo sencillo: Veamos, por ejemplo, un ceremonial concomitante con el acto de acostarse: el sujeto ha de colocar la silla en una posición determinada al lado de la cama y ha de poner encima de ella sus vestidos, doblados de determinada forma y según cierto orden, tiene que remeter la colcha por la parte de los pies y estirar perfectamente las sábanas; luego ha de colocar las almohadas en determinada posición y adoptar él mismo, al echarse, 21 una cierta postura; sólo entonces podrá disponerse a conciliar el sueño . La experiencia nos enseña, por lo demás, que estos ceremoniales son bastante frecuentes en la vida de las personas, incluso de aquellas personas que no son consideradas como anormales. El paralelismo o la analogía entre este tipo de ceremoniales y determinadas prácticas religiosas es bastante claro. Tal analogía consiste, a un nivel superficial, en tres cosas: 1) en el temor que 20. S. Freud, Los actos obsesivos y las prácticas religiosas, en Obras completas II, Madrid 1968, 1049. 21. lbid.

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La crisis de la práctica religiosa

surge en la conciencia en caso de omisión; 2) en la exclusión total de toda otra actividad (prohibición de perturbación); 3) en la concienzuda minuciosidad de la ejecución22. Efectivamente, estos tres rasgos se dan, con frecuencia, en la ejecución de no pocas prácticas religiosas. Pensemos, por ejemplo, en los escrúpulos que acosan a algunas personas piadosas si no ejecutan con toda exactitud las rúbricas del ritual. Pero Freud advierte también que entre el ceremonial obsesivo y la práctica religiosa existe una diferencia fundamental: «los detalles del ceremonial religioso tienen un sentido y una significación simbólica», mientras que los detalles del ceremonial obsesivo o neurótico «parecen insensatos y absurdos». Y es que «la neurosis obsesiva representa en este punto una caricatura, a medias cómica y triste a medias, de una religión privada»23. Sin embargo, no obstante esta diferencia fundamental, existe una coincidencia más profunda entre estos dos tipos de actividad humana. Porque, como afirma Freud, «los actos obsesivos entrañan en sí y en todos sus detalles un sentido, se hallan al servicio de importantes intereses de la personalidad y dan expresión a vivencias cuyo efecto perdura en la misma y a pensamientos cargados de afectos»24. Ahora bien, a partir de este sentido y de estos intereses de la personalidad, tal como actúan en el ceremonial obsesivo, se descubren las profundas coincidencias que existen entre tal ceremonial y la práctica religiosa. La primera coincidencia consiste en que, en ambos casos, actúa un sentimiento de protección contra la angustia, el castigo y la culpa. En este sentido, indica Freud, «puede decirse que el sujeto que padece obsesiones y prohibiciones se conduce como si se hallara bajo la soberanía de una conciencia de culpabilidad, de la cual no sabe, desde luego, lo más mínimo»25. Se trata de una «expectación angustiosa que acecha de continuo, una expectación de acontecimientos desgraciados, enlazada, por el concepto de castigo, a la percepción interior de la tentación»26. De donde resulta que el ceremonial obsesivo se inicia como un acto de defensa o como una medida de protección. Ahora bien, si del ceremonial obsesivo pasamos a determinadas formas o experiencias de práctica religiosa, se advierte enseguida el paralelismo:

22. 23. 24. 25. 26.

lbid., 1050. Ibid. lbid. Ibid., 1051. Ibid.

La ambivalencia de lo religioso

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A la conciencia de culpabilidad de los neuróticos obsesivos corresponde la convicción de los hombres piadosos de ser, no obstante la piedad, grandes pecadores; y las prácticas devotas (rezos, jaculatorias, etc.) con las que inician sus actividades contidianas, y especialmente toda empresa inhabitual, parecen entrañar el valor de medidas de protección y defensa27. Los ejemplos se podrían multiplicar a este respecto. Pero no hace falta. Porque la experiencia nos enseña hasta qué punto estas cosas ocurren en la vida diaria de no pocas personas. Una segunda coincidencia, que es más de fondo, consiste, según Freud, en la represión de un impulso instintivo. En efecto, el mecanismo de la neurosis obsesiva conlleva siempre «la represión de un impulso instintivo»28. De donde nace la angustia que se apodera del porvenir bajo la forma de angustia expectante29. De manera bastante parecida, en la conciencia religiosa de algunas personas, se observa fácilmente «la conciencia de culpabilidad consecutiva a una tentación inextinguible y la angustia expectante bajo la forma de temor al castigo divino»30. Porque, efectivamente, para algunas personas, la práctica religiosa brota del temor incesante ante el castigo que amenaza si no se ejecuta puntualmente y con toda exactitud el ritual establecido. De esta conciencia de miedo, finalmente, surgen las prohibiciones, que dan más seguridad al sujeto. En el caso del neurótico obsesivo, este proceso es patente. Porque «pronto los actos protectores no parecen ya suficientes contra la tentación, y entonces surgen las prohibiciones, encaminadas a alejar la situación en que la tentación se produce»31. Por su parte, en algunas experiencias de práctica religiosa, se observa exactamente el mismo proceso: al miedo sucede la progresiva estrechez de la conciencia, que mediante prohibiciones y austeridades intenta asegurar su situación ante la divinidad. Evidentemente, todo esto no quiere decir que todo acto religioso esté necesariamente implicado en esta ambivalencia. Sin duda alguna, Freud llegó más allá de lo objetivo y de lo justo al atribuir a cualquier práctica religiosa esta ambivalencia, mezcla de ritual obsesivo y de intento de relación con Dios. Además, no parece que se pueda demostrar que la naturaleza propia del acto religioso sea solamente la puesta en práctica de un simple ritual obsesivo. Sabemos, en efecto, 27. 28. 29. 30. 31.

Ibid. Ibid., 1052. Ibid. Ibid. Ibid.

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La crisis de la práctica religiosa

La violencia de lo religioso

que el acto religioso es increíblemente más complejo. Como sabemos igualmente que hay muchas personas que no padecen obsesiones y, sin embargo, se trata de personas que practican la religiosidad con normalidad. De todas maneras, parece que se puede afirmar, sin lugar a duda, que en no pocos casos de gente que practica la religión con asiduidad se da la ambivalencia que hemos descrito sumariamente, como lo demuestran las coincidencias que el mismo Freud señala, coincidencias que, como hemos visto, parecen incuestionables.

Y más reciente aún, tenemos los casos de guerra de el Líbano, Irlanda del Norte, Irán en los que el hecho religioso, profundamente complicado con lo político, ha sido causa de violencias sangrientas. Estos hechos nos indican que entre lo religioso y la violencia existe un profundo parentesco, una cierta relación, que resulta innegable, por más que se pueda discutir sobre la naturaleza de este extraño parentesco. Si miramos este fenómeno más de cerca, descubrimos fácilmente que la primera y la más fundamental violencia que desencadena el hecho religioso es la violencia que actúa sobre la conciencia del hombre. En efecto, el hombre religioso se comporta como tal, en bastantes casos, porque en su intimidad experimenta, de una manera o de otra, la terrible experiencia del miedo. Se trata del temor y terror que suscita el poder fascinante e inherente a toda experiencia religiosa. El escalofrío físico, el terror a los fantasmas, el temor, el horror súbito, el respeto, la humildad, son sentimientos típicos de la experiencia religiosa34. Es el miedo al castigo divino por el mal que hace el hombre. De ahí sus castigos subsiguientes mediante observancias y rituales, con los que intenta alejar el miedo o alcanzar aquello que teme perder si no cumple tales observancias y rituales. Ahora bien, a partir de esta experiencia del miedo religioso, se plantea el hecho de la magia. La historia de las religiones nos enseña que la mentalidad mágica aparece, antes que ninguna otra, en los grupos humanos. También la psicología profunda nos dice que puede denominarse así la primera fase de la vida psíquica del niño, gobernada de una manera primordial por el miedo. En todo caso, los ritos mágicos intentan apaciguar a las fuerzas superiores que el hombre religioso experimenta como amenazantes o quizás como hostiles. Lo que pretende el hombre mediante esta maniobra es escapar a la angustia y poner ante lo amenazante-desconocido una barrera de protecciones altamente simbólicas35. La magia está estrechamente relacionada con los ritos: hay magia en un rito cuando a la ceremonia ritual se la atribuye un eficacia automática. Esta eficacia automática depende de la perfecta y cabal ejecución del rito en todos sus detalles, sobre todo mediante la recitación exacta de ciertas fórmulas a las que se atribuye el efecto saludable que se busca36. Es característico de la magia el que la experiencia personal de los participantes en el rito quede fuera del ámbito de lo que se requiere para que el efecto apetecido se produzca.

7. La violencia de lo religioso Es un hecho que lo religioso ha estado históricamente relacionado con la violencia. El acto supremo de la religión es el sacrificio. Y el sacrificio consiste en la muerte ritual de la víctima. El sacrificio es, por tanto, un acto de violencia. Y sabemos que en algunas religiones tal violencia se ejerce sobre seres humanos, que son sacrificados como víctimas. En otros casos, la violencia de lo religioso se ejerce sobre los que son considerados como enemigos de la religión. Las guerras de religión y las sangrientas matanzas de herejes y paganos son la prueba más clara de lo que venimos diciendo. Desde este punto de vista, es doloroso tener que admitir que una de las causas que históricamente han provocado la violencia sangrienta en el mundo ha sido la religión, incluida por supuesto la religión cristiana32. La inquisición, las cruzadas, y en general las matanzas de herejes, judíos y paganos son una secuencia de hechos tristes y sombríos en extremo a este respecto. En tiempos muy recientes, sabemos que la guerra civil española de 1936 fue interpretada como una cruzada religiosa, en la que los hombres se perseguían unos a otros y se mataban unos a otros por la causa de Dios. Un sacerdote español escribía en aquel tiempo: Aquí, en España, en este trágico juego de la guerra, no jugamos simplemente a democracias o a fascismos, a capitalismos o a proletariados. Jugamos a muchas cosas. Pero jugamos especialmente con un juego definitivo, a religión o a irreligión, a Dios o a no Dios 3 3 .

32. Cf. para este punto, el estudio de J. Kahl, Das Elend des Christentums oder Pladoyer für eine Humanitat ohne Gott, Namburg 1969. 33. A. de Castro Albarrán, Guerra santa. El sentido católico de la guerra española, Burgos 1938, 26.

34. G. van der Leeuw, Fenomenología de la religión, México 1964, 38. 35. Cf. M. Oraison, El cristiano y la angustia, Bilbao 1974, 53-54. 36. Cf. S. G. F. Brandon, Diccionario de religiones comparadas, Madrid 1975, 959.

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La crisis de la práctica religiosa

La manipulación de lo religioso

Lo que interesa escrupulosamente es que el rito y las palabras que lo acompañan se ejecuten minuciosamente, de tal manera que, según se piensa, el rito mismo causa el efecto, por más que aquello resulte una cosa extraña a la vida y a las experiencias fundamentales de la vida37. A partir de lo que se acaba de indicar, no cabe duda que la doctrina del ex opere operato en los sacramentos ha sido interpretada de manera que, en la práctica, lo que muchas veces se ha dado ha sido más la magia que el simbolismo sacramental rectamente interpretado y vivido. Los sacerdotes y los fieles se han preocupado, con frecuencia, de que el rito se cumpliese con toda exactitud, porque de esa exactitud se esperaba la comunicación de la gracia. Y así hemos llegado a la situación asombrosa de gente que se angustia más por comulgar en la mano (y eso que se trata de un rito ya permitido) que por vivir la experiencia de comunión y de amor que la eucaristía comporta esencialmente. Eso denota, evidentemente, una mentalidad mágica. Y ese tipo de mentalidad es, por desgracia, demasiado frecuente entre amplios sectores de la población creyente y practicante. Aquí también conviene indicar que, evidentemente, no toda persona que se acerca a recibir los sacramentos se acerca a ellos necesariamente impulsada por sentimientos de tipo mágico. Pero, al mismo tiempo, hay que reconocer que la experiencia de lo mágico ha invadido la práctica sacramental mucho más de lo que sospechamos. Como lo demuestra el hecho patente de tantos fieles practicantes que se inquietan y hasta se irritan si un sacerdote no cumple minuciosamente el ritual establecido, mientras que no parecen tener la misma preocupación de que la iglesia y la sociedad sean de hecho más coherentes con los planteamientos más elementales del mensaje de Jesús. Los que piensas y viven de esa manera, dan muestras evidentes de sufrir más la violencia de lo religioso que la exigencia de lo cristiano. He aquí una de las desviaciones más fundamentales de la práctica sacramental.

vinculación se inicia a partir del siglo IV y alcanza sus expresiones más fuertes en la alta edad media. De este tiempo se ha escrito con toda razón:

8. La manipulación de lo religioso Hoy está de sobra demostrado que, a lo largo de la historia, la religión ha estado íntimamente vinculada a las esferas del poder, concretamente del poder político, y, consiguientemente, también del poder económico. En el caso de la religión cristiana, esta vinculación ha sido más fuerte de lo que muchas personas se imaginan. Tal 37. Para una información más amplia sobre este asunto, cf. G. Mensching, Die Religión, Berlin 1959, 133-139; G. Widengren, Religionsphanomenologie, Berlin 1969,4-8.

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Se daban, pues, conjuntamente, la tendencia a la sacralización de la política y la tendencia a la politización de la imagen religiosa, o dicho de otro modo, había reciprocidad en cuanto a las formas simbólicas utilizadas para esclarecer las respectivas realidades. Así, para poner un par de ejemplos, el cielo era imaginado como una especie de estado con su curia celestial en la que cada ángel, apóstol, pertenecía a un ordo y realizaba una función, y Cristo era representado por el arte románico llevando una corona imperial o real; mas por otro lado el rey terreno era concebido como «imagen de Cristo» y su paz y su justicia como aproximación a las que existían en el cielo38. Y no se piense que esto ocurría sólo en los lejanos tiempos de la edad media. Refiriéndose al siglo XIX español, el canónigo de Sevilla Blanco White escribía en aquel tiempo que «Dios y el rey están tan unidos en la lengua del país que a los dos se les aplica el mismo título de majestad»39. Y todavía más cerca de nosotros, sabemos hasta qué punto se llegó en no pocas afirmaciones acerca de la sacralización del poder en los primeros años del gobierno autoritario del general Franco, al que se le designaba como «mano cristiana», que «supo hacer milicia de la religión y la religión milicia», «capitán de una cruzada», «misionero de la fe», «signo de predestinación, jamás aplicable a caso alguno»...40. Esta vinculación entre religión y política ha traido, entre otras, una consecuencia importante: históricamente, la religión ha sido utilizada como instrumento de poder en favor de los grupos dominantes de la sociedad. Ello se explica porque los dirigentes religiosos han estado, con frecuencia, asociados, de alguna menera, a los dirigentes políticos. Y bien sabemos que de esta asociación todos salían ganando: los políticos, porque así obtenían una «legitimación» religiosa de su poder; y los religiosos, porque así obtenían no pocos privilegios para su situación y sus intereses. Por lo dicho se comprende que, por ejemplo, durante el siglo XVIII, en la predicación eclesiástica, la posición privilegiada de las clases dominantes fue presentada como algo querido por Dios y establecido por Dios, de manera que los desgraciados de este mundo 38. M. García Pelayo, El reino de Dios, arquetipo político, Madrid 1959, 1. 39. J. Blanco White, Cartas de España, Madrid 1972, 41; un excelente estudio de todo este asunto, en la tesis doctoral de J. A. Portero, Pulpito e ideología en la España del siglo XIX, Zaragoza 1978, 75-109. 40. Cf. el informe presentado por la revista Guadiana, 81 (1976) 21.

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La crisis de la práctica religiosa

debían aceptar su triste suerte con resignación y con la esperanza puesta en el premio que Dios les otorgaría en la otra vida por sus sufrimientos41. No debe extrañar, en consecuencia, que las clases sociales privilegidas hayan sido tradicionalmente más «practicantes» de la religión que las gentes menos favorecidas por la fortuna. Y de ahí que tampoco nos debe extrañar que las clases dominantes hayan pretendido mantener la religión y fomentarla, porque, entre otras cosas, veían que la religiosidad actuaba como un factor decisivo en el mantenimiento del orden social establecido. Como decía Necker en un opúsculo titulado De la importancia de las opiniones religiosas, «cuando la extensión de los impuestos mantiene al pueblo más en el abatimiento y en la miseria, es más indispensable darle una educación religiosa»42. La consecuencia que se ha seguido de todo lo dicho es que, en la práctica, la religión ha sido manipulada por el poder para el logro de sus intereses, por más que en muchos casos las intenciones conscientes de determinados gobernantes fueran todo lo legítimas que uno se pueda imaginar. Pero hay en todo este asunto algo más sutil y desisivo en la práctica. Se trata del hecho, sobradamente conocido, de que los sacramentos son ritos de integración social, en un doble sentido: por una parte, los sacramentos son celebraciones de acontecimientos personales con repercusión social, como por ejemplo el bautismo (nacimiento), la fiesta del niño (primera comunión), la boda (matrimonio), la muerte (funeral); por otra parte, los sacramentos tienen un carácter de integración social, apuntándose en los diversos registros sociales existentes (libros parroquiales, aceptación en la sociedad, requisitos que van a hacer falta después). Así el sujeto integrado en la sociedad ya es como todo el mundo: no es moro por estar bautizado, no vive como los animales, no es enterrado como un perro. En este conjunto de hechos sociales, destaca fuertemente el aspecto de pasividad en los que reciben los sacramentos, al menos en muchos casos. Por la sencilla razón de que los sujetos son, con frecuencia, llevados materialmente a los sacramentos: el niño pequeño es llevado a bautizar sin darse cuenta; los novios son llevados por los padrinos al altar; los niños por sus padres y maestros a la primera comunión; etc. Está claro que, en tales condiciones, se ejerce defacto un determinado dominio político y social mediante los sacramentos. Esto es algo 41. Esta es la tesis que ha demostrado ampliamente el excelente estudio de B. Groethuysen, La formación de la conciencia burguesa en Francia durante el siglo XVIII, México 1943. 42. Cf. R. Pernoud, Histoire de la bourgoisie en Frunce, Paris 1962, 112.

Conclusión

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que ha sido palpado por no pocos párrocos cuando, por ejemplo, se ha llevado la comunión procesionalmente a los enfermos: van las autoridades, la guardia civil, la gente bien (que pertenece a la cofradía del Santísimo), y todos invaden materialmente la casa de un pobre en extrema miseria. Cuando más tarde a ese desgraciado se le han abierto los ojos, es muy posible que haya rechazado todo tipo de celebración religiosa, por el hecho de que veía el sacramento asociado más al poder que al amor que comparte el sufrimiento, no sólo cuando se lleva la comunión a los impedidos, sino en todo momento. Por lo demás, al hablar de manipulación de lo religioso, no hay que entender necesariamente una manipulación consciente e intencionada. En muchos casos, tal manipulación se ha hecho con la mejor voluntad del mundo. Pero el hecho es que, en la práctica, lo religioso era manipulado para el logro de intereses extrarreligiosos o incluso sencillamente anticristianos. Y las consecuencias que de ello se han seguido han sido funestas, ante todo para la misma práctica religiosa, de la que se han alejado grandes masas. Y además consecuencias funestas para las masas que, también desde este concreto capítulo, han sido muchas veces manipuladas. 9. Conclusión En nuestro tiempo asistimos, a pesar de todo lo que se diga en contra, a una persistencia de lo religioso. Pero resulta que tal persistencia pone de manifiesto, al mismo tiempo, las raíces de la crisis religiosa que viven grandes sectores de la población. Esta crisis está marcada por la sospecha. Una sospecha que a veces es consciente y manifiesta. Y otras veces actúa de manera inconsciente, pero con una eficacia asombrosa. Se trata, en primer lugar, de la sospecha que se refiere a la ambigüedad de lo religioso: en realidad, la práctica religiosa, ¿es un conjunto de «mediaciones» que nos llevan a Dios o es un conjunto de «objetivaciones» en las que intentamos inconscientemente poner a Dios a nuestra disposición? Se trata, en segundo lugar, de la sospecha que se refiere a la ambivalencia de lo religioso: ¿no es la práctica religiosa, en muchos casos, la realización sacralizada de obsesiones neuróticas mediante las cuales el enfermo intenta liberarse del miedo? Se trata, en tercer lugar, de la sospecha que se refiere a la violencia de lo religioso: ¿no será la práctica religiosa la puesta en práctica de mecanismos de magia mediante los cuales se intenta obtener efectos automáticos tranquilizantes o gratificantes?

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La crisis de la práctica religiosa

Se trata, por fin, de la sospecha que se refiere a la manipulación de lo religioso: ¿no es la práctica religiosa un instrumento de integración social, mediante el cual determinados grupos de poder manipulan de facto (sean cuales sean sus intenciones conscientes) a la masa de los crédulos. Estos interrogantes no están planteados caprichosamente o por una manía morbosa de problematizar. Se trata de cuestiones reales que operan en la intimidad de muchas más personas de lo que seguramente nos podemos imaginar.

2 Jesús y la práctica religiosa establecida

En la práctica religiosa establecida en la iglesia, los sacramentos se celebran como ritos religiosos. Ello quiere decir que se trata de ritos vinculados a la experiencia de «lo sagrado»: al espacio sagrado, al tiempo sagrado y a las personas sagradas. Ahora bien, cuando se trata de la experiencia de «lo sagrado», es de suma importancia dejar muy claro dos cosas: 1) delimitar lo que se entiende por «sagrado»; 2) comprender las experiencias que eso suscita en las personas que lo viven. 1. Delimitación de lo sagrado Decimos que los sacramentos se celebran como ritos religiosos, vinculados a la experiencia de lo sagrado. Pero esta afirmación necesita algunas aclaraciones importantes. Es verdad que un sacramento se puede celebrar en un espacio no considerado oficialmente como sagrado, por ejemplo un bautismo, que se puede administrar en una clínica donde ha nacido el niño, o una eucaristía que se puede celebrar en el campo o en una casa particular. También es cierto que los sacramentos no están necesariamente vinculados a determinados tiempos o días que se consideren sagrados. Como igualmente es cierto que una persona no-sagrada (un seglar) puede administrar un bautismo, y en el caso del matrimonio son los contrayentes el ministro del sacramento. Todo esto es cierto. Pero lo importante está aquí en comprender lo que se debe entender por «sagrado». En principio, la sacralidad es la

Jesús y la práctica religiosa establecida

Delimitación de lo sagrado

cualidad que separa y pone aparte a un espacio (el templo), a un tiempo (la fiesta religiosa), a un objeto (un vaso sagrado) o a una persona (el sacerdote). En este sentido, se comprende la noción de «lo sagrado» que nos suministran los especialistas en fenomenología de la religión. Por ejemplo, Mircea Eliade afirma: «El hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo de lo profano» l . Se trata siempre, como dice el mismo Eliade, de la manifestación de algo «completamente diferente», de una realidad que no pertenece a nuestro mundo 2 . Pero con decir eso no tocamos el fondo del problema que plantea «lo sagrado». En efecto, «lo sagrado», en cuanto que es «lo separado» y puesto aparte, lo contrapuesto y contradistinto de «lo profano», se establece como tal en virtud de unos límites que el hombre traza o delinea simbólicamente. Es decir, lo sagrado no es sagrado por naturaleza, sino porque el hombre lo separa de lo que considera profano en virtud de un límite que el propio hombre establece. El espacio es continuo, lo mismo que el tiempo; las cosas y las personas no tienen, por naturaleza, diferencias cualitativas que las contradistingan a unas de otras. Pero sabemos que el hombre tiene la capacidad de establecer, mediante representaciones simbólicas, diferencias fundamentales entre un espacio y otro espacio, un tiempo y otro tiempo, una persona y otra persona. De acuerdo con lo que se acaba de indicar, se comprende perfectamente lo que acertadamente ha escrito E. Leach:

Si aplicamos ahora esta descripción general al caso de los sacramentos, es claro que cuando un grupo de personas se reúnen en un local para celebrar una eucaristía, desde el momento en que la celebración empieza, allí se establecen simbólicamente unos límites que sacralizan el espacio y el tiempo: la habitación es el espacio sagrado (aunque nadie lo piense), separado del resto de las habitaciones de la casa. Y mientras dura la eucaristía, se vive por los participantes un tiempo especial, distinto, tiempo sagrado. En ese espacio y durante ese tiempo, los participantes se sitúan simbólicamente en un ámbito distinto a todo el resto del espacio y del tiempo (espacio o tiempo de trabajo, de convivencia, de diversión, o de descanso). Ese espacio y ese tiempo merecen un respeto, una reverencia, un silencio, un lenguaje, unos comportamientos que no son los habituales. Y todo eso es así porque se han establecido simbólicamente unos límites que separan el espacio, el tiempo, las cosas y las personas. Dando un paso más, estos límites se establecen mediante un ritual determinado, que puede ser el ritual oficialmente establecido por la autoridad religiosa; o que puede ser también el ritual convencional en el que se ponen de acuerdo los participantes. Porque en esto ocurre lo mismo que en lo del tiempo, el espacio y las personas. De la misma manera que el tiempo, el espacio y las personas tienen una continuidad que las iguala por naturaleza, igualmente se puede decir que los gestos y las acciones humanas son iguales por naturaleza. Es decir, no hay gestos, posturas o acciones que sean por naturaleza rituales, mientras que los demás no lo son. Lo que ocurre es que los hombres tenemos la capacidad simbólica de atribuir una significación especial a ciertos gestos o acciones, que por eso se convierten en el ritual que establece los límites entre lo sagrado y lo profano. Un ejemplo sencillo puede resultar esclarecedor: cuando las personas que se reúnen en la habitación de una casa para celebrar una eucaristía, empiezan la celebración, siempre hay ciertos gestos o acciones que indican a los participantes que desde ese momento se inicia el rito. Es posible que allí no haya misal, ni velas, ni altar, ni ornamentos litúrgicos. Pero hay un momento en el que quien preside impone silencio, quizás se santigua o inicia una consideración piadosa o una breve plegaria. Ha comenzado el ritual. Y los participantes componen su postura, adoptan un gesto más serio, bajan la voz o ponen cara de circunstancias. Se ha establecido el espacio sagrado, el tiempo sagrado. El ritual convencional los sumerge a todos en una atmósfera diferente, contrapuesta al resto de la vida. Todo esto quiere decir que cuando se trata del espacio sagrado, del tiempo sagrado o de las personas sagradas, lo que menos importa es saber si se trata de espacios, tiempos o personas que se consideran

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Cuando empleamos símbolos (verbales o no verbales) para distinguir una clase de cosas o acciones de otras, estamos erando límites artificiales en un campo que es «por naturaleza» continuo. Esta noción de límite exige reflexión. En principio, un límite no tiene dimensión. Mi jardín limita directamente con el de mi vecino; la frontera de Francia colinda directamente con la de Suiza, etc. Pero si el límite se ha de señalar en el terreno, el mismo marcador ocupará un espacio. Los jardines vecinos tienden a separarse con vallas y zanjas; las fronteras nacionales, con franjas de «tierra de nadie». La naturaleza de tales marcadores de límites es que son ambiguos en su implicación y constituyen una fuente de conflictos y ansiedad. El principio de que todos los límites son interrupciones artificiales de lo que es continuo por naturaleza, y de que la ambigüedad, que está implícita en el límite como tal,3 es una fuente de ansiedad, se aplica tanto al tiempo como al espacio .

1. M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Madrid 1973, 18. ' 2. Ibid., 19. 3. E. Leach, Cultura y comunicación. La lógica de la comunicación de los símbolos, Madrid 1978, 46.

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Jesús y la práctica religiosa establecida

Las experiencias que suscita «lo sagrado

«oficialmente» como realidades sagradas. Lo que de verdad interesa es ver si, efectivamente, los participantes «sacralizan» su entorno mediante un determinado ritual que delimita, separa y contrapone lo que se establece como sagrado, a diferencia de todo lo demás que ya queda como profano. En consecuencia, podemos decir que «lo sagrado» es lo delimitado por un ritual religioso. Es posible que el ritual responda a la experiencia que viven los participantes. Pero también puede ocurrir que no responda a esa experiencia, sino que sea vivido como algo puramente convencional o incluso artificial. En tal caso, el ritual es fuente de conflictos y tensiones, que cada persona vive en su intimidad quizás secretamente. Por eso, muchas personas sienten alergia o dificultad ante cualquier tipo de celebración sacramental, no sólo la que se celebra en los ámbitos «oficialmente» sagrados, sino también la que tiene lugar en los ámbitos «convencionalmente» sacralizados por los participantes, aun cuando tal sacralización se efectúe de manera inconsciente. Todo esto nos viene a decir que la categoría de «lo sagrado» plantea inevitablemente problemas —y a veces problemas muy serios— a la celebración sacramental, incluso a la que se considera más «secularizada». Por eso, nos preguntamos en este capítulo acerca de la actitud de Jesús sobre la práctica religiosa establecida, en cuanto práctica vinculada a lo sagrado.

Pero al mismo tiempo, «lo sagrado» (y por eso, «lo ritual») desencadena, con frecuencia, una profunda experiencia de autoengaño. Porque al tranquilizar la conciencia, hace que el centro de atención del sujeto se desvíe de lo esencial hacia lo accesorio. Sabemos, en efecto, de personas que se tranquilizan en su conciencia porque participan en ceremonias sagradas, y eso les desvía la atención para no darse cuenta de que, por ejemplo, no aman sinceramente a sus semejantes. Es evidente que si tales personas se quedaran un buen día sin lo sagrado, seguramente se darían cuenta de su engaño. Desde este punto de vista, parece bastante claro que «lo religioso», en cuanto puesta en práctica de «lo sagrado» resulta con frecuencia alienante, es decir, resulta ser origen y fuente de falsa conciencia5. Aquí encaja exactamente la acusación de Jesús contra los dirigentes judíos, que por aferrarse a sus tradiciones religiosas y sacrales, no atendían al mandamiento fundamental de Dios, que es el mandamiento del amor (Me 7, 5-13). Entre estas dos experiencias fundamentales existe un profundo parentesco e incluso una relación de causa y efecto. Precisamente porque la experiencia de lo sagrado ejerce su poder de fascinación sobre el sujeto, por eso es una experiencia capaz de alienarlo, creando en él una falsa conciencia. Se ha dicho, con toda razón, que la religión «tiene por objeto elevar al hombre por encima de él mismo y hacerle vivir una vida superior a la que llevaría si obedeciera únicamente a sus expontaneidades individuales: las creencias expresan esta vida en términos de representaciones; los ritos la organizan y reglamentan su funcionamiento»6. La experiencia de «lo sagrado», por consiguiente, suscita en el hombre un sentimiento de fascinación que le lleva a sentirse situado en una especie de vida superior. Pero esta vida está ligada a los rituales religiosos que son característicos de «lo sagrado». De ahí que cuando el hombre ejecuta con exactitud tales rituales se ve inevitablemente amenazado de pensar y llegar al convencimiento que su vida alcanza el punto más alto de realización que se puede imaginar. Y a partir del momento en que el hombre se sumerge en tal experiencia, resulta perfectamente comprensible que las relaciones cotidianas (en las que se realiza o destruye el amor) pasen a un segundo término y lleguen a perder su verdadera significación. La experiencia de lo fascinante engendra, con frecuencia, la falsa conciencia de lo alienado y alienante. He aquí por qué no es raro

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2. Las experiencias que suscita «lo sagrado» La experiencia de «lo sagrado» es compleja y multiforme. Aquí no se trata de describir o analizar exhaustivamente tal experiencia. Para lo que interesa a nuestro estudio, baste con recordar que lo sagrado suscita dos experiencias fundamentales. En primer lugar, está fuera de duda que «lo sagrado» ejerce un cierto poder fascinante, que se traduce en experiencias de veneración, respeto, adoración, sumisión, alabanza. Ello es así porque equivale (lo sagrado) a la experiencia de sentirse ante el misterio, ante el absoluto. En este sentido, R. Otto ha dicho con razón: «El contenido cualitativo de lo numinoso... está constituido de una parte por ese elemento antes descrito, que hemos llamado tremendum, que detiene y distancia con su majestad. Pero, de otra parte, es claramente algo que al mismo tiempo atrae, capta, embarga, fascina. Ambos elementos, atrayente y retrayente, vienen a formar entre sí una extraña armonía de contraste»4. 4.

R. Otto, Lo santo, 53.

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5. Para un estudio elemental de concepto de alienación, cf. C. Gurmendez, El secreto de la alienación, Madrid 1967; E. Ritz, Entfremdung, en Historisches Worterbuch der Philosophie II, Basel 1972, 509-512. 6. E. Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, Paris 1968, 592.

Jesús y la práctica religiosa establecida

Jesús y el espacio sagrado

encontrar personas que son fanáticamente religiosas, pero al mismo tiempo son tan egoístas e insolidarias como el pagano o el ateo para quienes el Dios vivo no tiene relevancia.

ble, sino que se puede afirmar con toda seguridad que él fue el hombre más radicalmente religioso que haya existido. Su religiosidad, en este sentido, manifiesta el misterio supremo de su misión: dar a conocer el verdadero significado de Dios para el hombre, «porque Dios se le había dado a conocer como Padre» (Mt 11,27 y par) 9 . Pero, por lo que vamos a ver enseguida, es un hecho que esta profunda religiosidad de Jesús, no sólo no encajó en el modelo de la religión establecida, sino que además resultó desconcertante y escandalosa. Hasta el punto de llegar al enfrentamiento mortal. Ahora bien, este hecho nos viene a plantear el problema que aquí debemos afrontar. Se trata del problema de la religiosidad y de la práctica religiosa, en cuanto relación del hombre con «lo sagrado». ¿Qué hay de aceptable en tal relación? ¿Qué es lo que en esa relación se debe rechazar? He aquí la cuestión básica que ahora vamos a estudiar. Lo sagrado se realiza y es vivido en tres categorías fundamentales: el espacio sagrado (el templo), el tiempo sagrado (para los judíos, el sábado) y la persona sagrada (el sacerdote). ¿Cuál fue la actitud de Jesús en relación a estas tres categorías fundamentales?

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3. Jesús y «lo sagrado»: el problema Vamos a empezar planteando una pregunta que quizás para algunas personas puede resultar extraña o desconcertante: ¿fue Jesús de Nazaret un hombre verdaderamente religioso, profundamente religioso? Esta pregunta no es caprichosa y tiene su razón de ser. Jesús fue acusado de blasfemo por los dirigentes más cualificados de la religión judía (Mt 9, 3; Me 2, 7; Le 5, 21; Jn 10, 33.36). Es más, Jesús fue condenado a muerte y rechazado por la suprema autoridad religiosa precisamente a causa de lo que fue considerado como una blasfemia intolerable (Mt 26, 65; Me 14, 64). De hecho, sabemos que la actividad y el ministerio de Jesús desencadenaron el enfrentamiento constante de las autoridades religiosas contra su persona y su obra. Este hecho global nos debe hacer pensar. Porque los dirigentes judíos eran hombres profundamente religiosos. Y vieron en Jesús una amenaza tan decisiva para la religión que consideraron absolutamente necesario acabar con él, liquidarlo y quitarlo de enmedio. Entonces, ¿es que Jesús no era un hombre religioso?, ¿o es que Jesús entendía la religiosidad de manera tan original y distinta que, en la práctica, resultaba incompatible con la religiosidad establecida? Como respuesta a estas cuestiones, hay que decir, ante todo, que Jesús fué un hombre que mantuvo constantemente una relación tan íntima con Dios que en ocasiones llega hasta lo asombroso. En efecto, los cuatro evangelios nos muestran a Jesús, no sólo dirigiéndose a Dios y hablando de él con inusitada frecuencia, sino sobre todo sabemos que los distintos estratos de la tradición evangélica concuerdan en que Jesús se dirigia a Dios llamándole «Padre mío» 7 . Ahora bien, esta invocación era completamente inusitada en todo el antiguo testamento. Y más aún, si cabe, cuando se trata de la invocación Abba (Me 14, 36), que pertenecía al lenguaje infantil (palabra balbuciente de los niños a sus padres), que sin duda fue utilizada frecuentemente por Jesús, y que en aquel tiempo resultaba impensable para un judío el dirigirse a Dios con semejante expresión8. Desde este punto de vista, por consiguiente, la religiosidad de Jesús es, no sólo algo incuestiona7. J. Jeremías, Teología del nuevo testamento, Salamanca 1974, 80. 8. Ibicl., 83-86.

37

4. Jesús y el espacio sagrado (el templo) a) El templo de Jerusalén en tiempos de Jesús Para comprender lo que en realidad representó la actitud de Jesús con respecto al templo, hay que tener muy en cuenta lo que significaba el templo para los contemporáneos de Jesús. El templo de Jerusalén desempeñaba, de hecho, dos funciones a cual más importante: era el centro de la religiosidad judía y la fuente capital de la vida económica de la ciudad. Ante todo, se debe tener presente que toda la religiosidad judía giraba en torno al templo. Esto es cierto hasta tal punto que, como se ha dicho muy bien, «el transcurso del año de la población cananea de Palestina, regido por procesos de la naturaleza con festividades basadas en ella, fué transformado por Israel en el año del templo»10. Además, Jerusalén (la ciudad santa y santificada por la presencia del templo) era el centro de todo el judaismo. En sus oraciones diarias, todos los judíos se ponían en dirección a Jerusalén11. Por otra parte, 9. Ibid., 87. 10. W. Grundmann, Los judíos de Palestina entre el levantamiento de los Mácateos y el fin de la guerra judia, en J. Leipold-W. Grundmann, El mundo del nuevo testamento I, Madrid 1973, 211.

11.

Ibid.iU.

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Jesús y la práctica religiosa

la importancia del templo para los judíos lo manifiestan, no sólo las abundantísimas alabanzas a la magnificencia y santidad del templo en la literatura contemporánea, sino mucho más aún la enorme indignación que produjo en todo el mundo la orden del emperador Calígula de colocar su estatua en el templo, hasta el punto de que sólo el asesinato del emperador libró entonces al pueblo judío de una lucha a vida o muerte 12 . Para el culto del templo se exigía la mejor calidad de madera, vino, aceite, trigo e incienso. Hasta de la India se hacían venir telas para las vestiduras del sumo sacerdote en el día de la expiación; las doce joyas de su pectoral eran las piedras más preciosas del mundo. Pero, sobre todo, resultaba impresionante la cantidad de víctimas (toros, terneros, ovejas, cabras, palomas) que se requerían para el culto 13 . En ocasiones especiales se ofrecían verdaderas hecatombes. Herodes, cuando terminó el templo, hizo sacrificar trescientos bueyes. Y en las fiestas de la pascua se sacrificaban decenas de miles de animales14. Por otra parte, el templo era la fuente capital de la vida económica de la ciudad. Es indudable que Jerusalén debía su prosperidad económica a la importancia religiosa que tenía15. Y sabemos que esta importancia reJigiosa residía en el hecho de que en elia estaba el templo. La fuente más importante de ingresos era el pago de los impuestos. Todos los judíos del mundo tenían que pagar dos diezmos, uno que entregaban directamente a los ministros del culto; y otro que debía ser gastado en Jerusalén. Estaba prohibido gastar este segundo diezmo fuera de la ciudad 16. Además, el templo recibía donativos (Me 7, 11) y grandes limosnas, sobre todo de la gente rica (Me 12,41). A lo que había que añadir el comercio organizado de animales para los sacrificios y el cambio de moneda que debían hacer los judíos que venían del extranjero (Me 11,15). En consecuencia, el culto constituía la mayor fuente de ingresos para la ciudad. Del culto vivía la nobleza sacerdotal, el clero y los numerosos empleados del templo. Y del templo se beneficiaban los comerciantes y artesanos de la capital y sus alrededores17. Se puede decir, por consiguiente, que el templo era una empresa financiera de proporciones muy considerables. A la vista de estos hechos, se comprende fácilmente que la actitud de Jesús con respecto al templo tuvo que resultar, para los habitantes de Jerusalén y para todos los judíos que tuvieron noticia de ello, algo 12. 13. 14. 15. 16. 17.

Jesús y el espacio sagrado

establecida

Ibid., 315. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid 1977, 73. Ibid., 73-74. Ibid., 157. Ibid., 153. Ibid., 157.

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preocupante, escandaloso o sencillamente irritante. Al menos, esto se puede decir con toda seguridad de las personas más profundamente religiosas y de las numerosas gentes que estaban interesadas económicamente en el asunto. Enseguida vamos a ver por qué. b)

Terminología sobre el espacio sagrado

En el nuevo testamento se utilizan fundamentalmente tres términos para hablar del espacio sagrado: ierón, lugar sagrado, que aparece 71 veces; naos, templo, santuario, ante todo la parte más sagrada, que aparece 45 veces; oíkos, casa, en el sentido de la casa de Dios (con este significado se utiliza 32 veces). A estos tres términos hay que añadir: Jerusalén, la ciudad santa o el monte santo, como afirmaciones del espacio sagrado (por ejemplo en Jn 4, 20-21). Como se ve por esta simple enumeración, la terminología sobre el espacio sagrado es abundante en el nuevo testamento. Señal inequívoca de que se trata de un asunto que interesó a la iglesia primitiva. Ahora se trata de ver en qué sentido la iglesia se interesó por el tema. c) El comportamiento de Jesús Jamás los evangelios dicen que Jesús o sus discípulos acudieran al espacio sagrado, al templo, bien sea para orar, bien sea para tomar parte en las ceremonias sagradas. Jesús aparece con frecuencia en el templo. Pero sus idas al templo tienen un sentido completamente distinto del habitual entre los judíos. En efecto, Jesús iba para enseñar su mensaje, que resultaba asombroso para los oyentes por lo distinto que era al que ofrecían los teólogos del tiempo (cf. Mac 1, 22); y se comprende que él acudiera al templo para hablar a la gente (Mt 21, 23; 26, 55; Me 12, 35; Le 19, 47; 20, 1; 21, 37; Jn 7, 28; 8, 20; 18, 20), ya que el templo era un lugar en donde se concentraba mucho público; por la misma razón Jesús iba, a veces, a las sinagogas (Me 1,21 par; Le 4,16; Jn 6,59). Más en concreto, Jesús se hace presente en el templo para desenmascarar la situación y hacer reflexionar a su comunidad sobre las motivaciones de los ricos y de los pobres (Me 12, 41-44). Cuando Jesús cura al paralítico de la piscina (Jn 5, 1-15), Juan indica un detalle, quizás significativo, con respecto al templo: Jesús encuentra al hombre curado precisamente en el templo; y allí le dice que no vuelva a pecar (Jn 5, 14). No parece que estas palabras de Jesús tengan el sentido que la opinión popular daba a la enfermedad como efecto del pecado, ya que el mismo Jesús

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Jesús y el espacio sagrado

rechaza expresamente tal interpretación (Jn 9, 3; cf. 11, 4) 18 . Por eso quizás no sea avanturado pensar que Jesús asocia la idea del pecado con la presencia del hombre aquel en el templo. De ser así, Juan establecería una determinada conexión entre el pecado y la presencia en el templo. Pero mucho más importante que todo lo dicho es el hecho de la expulsión de los comerciantes del templo (Mt 21, 12-13; Me 11, 15-16Le 19, 45; Jn 2, 14-15), gesto que fue la desautorización del lugar santo, su anulación y la afirmación de que era una cueva de bandidos. Sobre este hecho, se ha destacado, con razón, el significado que tuvo, para la comunidad primitiva, de verdadera anulación del templo. Tal es el sentido que da a este episodio el evangelio de Juan cuando refiere el templo a la persona de Jesús 19 . Por otra parte, resulta significativo el hecho de que Jesús se retiraba a orar, es decir, para comunicarse con Dios, a la montaña (Mt 14, 23; Le 9, 28-29) o se iba al campo (Me 1, 35; Le 5, 16; 9, 18), cosa que tenía por costumbre (Le 22, 39). Por consiguiente, Jesús no utiliza el templo como lugar del encuentro con Dios. Y no sólo eso, sino que, sobre todo, desprestigia al lugar santo, lo desenmascara y lo anula. Este comportamiento reviste una importancia decisiva y hasta trágica, porque está fuera de duda que cuando Jesús se decidió a expulsar violentamente a los comerciantes del templo, debió saber claramente que estaba arriesgando su propia vida; en efecto, esta acción de Jesús fue el motivo para proceder oficialmente contra él, de una manera definitiva20. Por lo demás, acabamos de ver que Jesús se relaciona con Dios en el espacio profano. Un solo pasaje se podría aducir en donde Jesús otorga especial consideración al espacio sagrado. Se trata del episodio del niño Jesús perdido y hallado en el templo (Le 2,41-52). Pero acerca de este relato hay que tener en cuenta, ante todo, que, según parece, no es un relato original, en cuanto que el final de los relatos de la infancia se debe situar en Le 2, 40. Este pasaje debió ser añadido en una ulterior redacción. Tal es la conclusión a que se ha llegado en los estudios más recientes y documentados sobre este punto 21 . Además, parece bastante claro que se trata de una historia de origen apócrifo, que incluso no encaja con el resto de los relatos de la infancia: en esos relatos, Jesús no habla nunca, porque en ellos se presenta la revelación que otros

(los ángeles, Simeón...) hacen de Jesús; a partir del bautismo es cuando Jesús habla de sí. Pero aquí se adelanta el proceso, cosa que no encaja con el hecho de que el bautismo de Jesús señala el punto de partida de la revelación que Jesús hace de sí mismo22. Más aún, sabemos que en la literatura religiosa de la antigüedad es un lugar común el presentar hechos que exaltan al niño que luego va a ser un personaje excepcional, por ejemplo ése es el caso de Buda, Osiris, Ciro el Grande, Alejandro Magno, Augusto 23 . Finalmente, hay que recordar que este relato no concuerda con la actitud general de Jesús en todo el evangelio por lo que se refiere a los que aquí se llaman «maestros», mientras que en el resto del evangelio se les llama «escribas» y «letrados», que son los personajes que siempre aparecen en relación a la actitud de enfrentamiento de Jesús con respecto al templo 24 .

18. 19. 20. 21.

Cf. H. van denBusschc, Jean,cornentaire de l'evangile spirituel, Bruges 1967, 222. Cf. O. Cullmann, Les sacrements dans l'evangüejohannique, Neuchátel 1951, 18. J. Jeremías, Teología del nuevo testamento, 324. Cf. R. E. Brown, The birth of the Messiah, London 1977, 479.

d)

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La enseñanza de Jesús

El tema del templo —se trata evidentemente del templo de Jerusalén— aparece con relativa frecuencia en la enseñanza de Jesús. Y por cierto siempre con un sentido de enfrentamiento y hasta de rechazo. Así, Jesús afirma que él es más que el templo (Mt 12, 5-7). Para comprender el verdadero significado de este texto hay que tener presente que todo el capítulo doce de Mateo está dominado por la idea del rechazo de Jesús, es decir, se trata de sus enfrentamientos con los dirigentes religiosos, para terminar con la escena en la que Jesús declara cuál es su verdadera familia: la nueva comunidad de discípulos (Mt 12, 46-50)25. Además, Jesús cita el texto de Os 6, 6: «corazón quiero y no sacrificios», lo que significa que Dios prefiere la bondad hacia los demás, que en el contexto queda indudablemente asociada a las prácticas cultuales que se realizaban en el templo. Jesús enseña también que las ofrendas que se hacían en el templo (korbán) eran una hipocresía y una desobediencia a Dios (Me 7, 1113). Aquí se trata otra vez del enfrentamiento de Jesús con los dirigentes religiosos, a nivel de las autoridades centrales, venidas de la capital (Me 7, 1). A tales personajes, Jesús les dice que sus observancias religiosas conducían a anteponer la tradición humana al manda22. Ibid., 481. 23. Cf. R. Laurentin, Jésus au temple. Mystére de paques etfoi de Marte en Luc 2, 4850, París 1966, 147-158. 24. Cf. R. E. Brown, o. c, 488. 25. Cf. P. Bonnard, L'evangile selon saint Matthieu, Neuchátel 1963, 171.

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Jesús y el espacio sagrado

miento y a la voluntad de Dios; y hasta llegaban de esa manera a invalidar (ákuroüntes) (Me 7,13) lo que Dios mandaba. Como ejemplo, Jesús les echa en cara la práctica, impuesta por los rabinos, según la cual un hijo podía dejar desamparados a sus padres en el caso que ofreciera sus bienes como donativos para el templo. Así, el egoísmo del clero anteponía sus ganancias por el culto a la observancia de los deberes familiares26. Y es claro que en ese negocio sucio estaba directamente complicado el templo y lo que allí se maquinaba para aprovecharse de) pueblo sencillo y crédulo. Otra enseñanza de Jesús se refiere a que lo importante no es jurar por el espacio sagrado (templo), sino por aquél que habita en el santuario, es decir por Dios (Mt 23,16-22). También aquí el contexto es de enfrentamiento radical con los dirigentes religiosos. Y Jesús afirma que lo importante no es la mediación de lo transcendente, sino el término de esa mediación, que es Dios en sí mismo. Además, resulta significativo que, en ese mismo discurso, Jesús alude otra vez al templo como lugar de asesinato: allí se dio muerte a un tal Zacarías, «al que matasteis entre el santuario y el altar» (Mt 23, 35), o sea, en lo más sagrado del espacio sagrado. Finalmente, el capítulo 23 de Mateo se termina con la tremenda lamentación y el dolorido reproche contra la ciudad santa, Jerusalén, la ciudad santificada por el templo (Mt 23, 37-39). Los participios de presente (ápokteínousa y lizoboloüsa) expresan una acción constante y actual (Mt 23, 37) y quieren decir que las violencias de Jerusalén contra los enviados de Dios no son ni recientes, ni accidentales; esta idea de una resistencia criminal y secular de Israel domina todo el capítulo 23 21 . Pero, sin duda alguna, más importancia que todo lo anterior tiene la profecía de Jesús acerca de la destrucción del templo y la ruina de la ciudad santa (Mt 24, 1-2). Las palabras de Jesús no significan, en este caso, un vaticinio ex eventu, sino una afirmación profética de carácter apocalíptico28 que se refiere a la desaparición del templo. En adelante, el verdadero templo será Cristo mismo; el viejo mundo desaparece y una nueva era se inicia en la relación del hombre con Dios2». Por último, según el evangelio de Juan, Jesús anuncia que el veradero culto que Dios quiere, no es el culto que se le tributa en el templo, sino el culto con espíritu y verdad (Jn 4,20-24). Sea cual sea el

sentido que la exégesis quiera dar a la afirmación referente al culto «con espíritu y verdad» (Jn 4, 23), una cosa por lo menos es cierta: que se trata de un culto no limitado a un lugar (topos) (Jn 4, 20), es decir, no circunscrito a un espacio determinado, al espacio sagrado. Jesús rechaza manifiestamente tal concepción del culto y, por consiguiente, toda forma de relación con Dios que pretenda ser configurada y delimitada en ese sentido.

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e) Las enseñanzas de los evangelistas Aparte de la enseñanza del mismo Jesús, hay que tener en cuenta otras referencias que nos suministran los evangelistas y que indudablemente resultan de interés. En este sentido, el templo es lugar de tentación para Jesús (Mt 4, 5; Le 4, 9). Quizás esta referencia sea meramente circunstancial y no sea lícito, por lo tanto, querer deducir de eso una conclusión terminante. En cualquier caso, se puede decir con seguridad que de la misma manera que el desierto es el lugar de la prueba y la tentación satánica (Mt 4,1), como consta por el sentido de tierra seca y tenebrosa, oscura y llena de inseguridad, que tenía en la tradición de Israel (cf. Ez 19, 13; Os 13, 5; Is 35, 1.6; 41,18-19; 43, 1920; Jer 2, 6.31; Sal 55, 8) 30 , igualmente el templo es, para Jesús, lugar de tentación y de amenaza. Otro dato significativo es el anuncio, hecho por un ángel, al sacerdote Zacarías (Le 1, 9-22). El anuncio tiene lugar en el templo mientras se celebra el ceremonial sagrado (Le 1, 8-9). Pues bien, como es sabido, en la intención de Lucas, se trata de contraponer el anuncio del ángel a Zacarías al otro anuncio angélico que se hace a María, en un pueblo perdido de Galilea (Le 1,26-38). Según esta contraposición, el templo es el lugar de la incredulidad, mientras que el espacio profano es el lugar de la fe, en donde la revelación de Dios es acogida con fe(cf. Le 1,45). Finalmente, en este apartado cabe destacar el hecho de que el comienzo de la «buena noticia» (Me 1, 1) no se realizó ni en el templo ni en Jerusalén, sino en el desierto (Me 1, 4; cf. Mt 3, 1; Le 3, 2-4). El mensaje de Dios arranca del espacio profano. f)

26. an Mk 27. 28. 29.

Cf. J. A. Fitzmeyer, The aramaic Quorban inscription from Jebel Hallet Et-Turi 7, 11: Journal of Biblical Literature (1955) 60-65. P. Bonnard, o. c, 343. Cf. W. Grundmann, Das Evangelium nach Matháus, Berlín 1968, 501. Cf. Th. Preiss, La vie en Chrtst, 1951, 98.

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La iglesia primitiva

Ante todo, por lo que nos informa Lucas en el libro de los Hechos, sabemos que en la primera comunidad de Jerusalén hubo una tenden30. Cf. R. Reifenberg, The struggle between the desert and the sown, Jerusalén 1955.

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Jesús y la práctica religiosa establecida

cia que orientaba a los creyentes hacia la fidelidad al templo: alababan continuamente a Dios en el templo (Le 24, 53), lo frecuentaban asiduamente (Hech 2, 46), iban al templo a la oración (Hech 3, 1; cf. 22, 17). Se trata de la tendencia de los cristianos de origen judío, residentes en Jerusalén, dirigidos por Santiago, que permanecieron «fanáticos de la ley» (Hech 21, 20). Esta tendencia terminó por ser una facción dentro del cristianismo primitivo, facción dominada por el empeño en conciliar la fe en Jesucristo con la religión del judaismo de aquel tiempo. Pero, frente a la facción judaizante, pronto aparece la otra gran tendencia que se dio en la iglesia primitiva, la de los cristianos de origen griego, cuyo representante más cualificado es Esteban31. La postura de este grupo aparece, en su expresión más tajante, en el discurso de Esteban: el Altísimo no habita en edificios construidos por hombres (Hech 7, 48). Esta afirmación constituye el rechazo más terminante del judaismo del tiempo y su concepción religiosa. Y es importante tener en cuenta que se trata del punto culminante del discurso de Esteban y, en ese sentido, de la teología que Lucas quiere transmitir32. Por otra parte, este rechazo del templo, y la consiguiente muerte de Esteban, es —en la teología del libro de los Hechos— el comienzo de la expansión de la iglesia, primero en Palestina (Hech 8, 4) y luego fuera de Palestina (Hech 11, 19). El rechazo de la religiosidad vinculada al templo y a la ley es el punto de partida de la expansión misionera de la iglesia. Sin duda alguna, la tendencia de los cristianos de origen griego es la que termina por imponerse en la iglesia primitiva. En este sentido, sabemos que los creyentes no tuvieron templos, sino que celebraban sus reuniones en las casas (Hech 2, 2.46; 5, 42; 8, 3; 19, 7-8; Rom 16, 5; 1 Cor 16, 19; Col 4, 15; Flm 2). Lo mismo que las casas eran el lugar habitual de oración. Por eso, sin duda alguna, la comunidad creyente recuerda el consejo de Jesús de retirarse para orar a la soledad de la habitación privada (Mt 6, 6). Por eso también, la comunidad ora en la casa (Hech 1, 13-14; cf. 4, 31), como lo hacen también los individuos (Hech 9, 11-12; 10, 9; cf. 11, 5. En otras ocasiones, la comunidad ora fuera de la casa, en un lugar cualquiera (cf. Hech 20, 36). En resumen, se puede decir que, fuera del caso concreto de la facción judaizante de Jerusalén, la iglesia primitiva no se sintió vinculada a un espacio determinado, un lugar santo o templo, en el que considerase que el creyente debe establecer su relación con Dios. 31. Cf. para todo este asunto E. Haenchen, Die Apostolgeschichte, Góttingen 1959, 225; J. Dupont, Le discours de Milet, París 1962,163; W. Schmithals, Paulus undjakobus, Góttingen 1963, 10. 32. Cf. E. Haenchen, Die Apostelgeschichte, 241.

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g) El templo de los cristianos En el texto de Hech 7,48, hemos visto que Esteban afirma que «el Altísimo no habita en edificios construidos por hombres». De manera más terminante, Pablo les dice a los atenienses: «el Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene, ese que es Señor de cielo y tierra, no habita en templos (naos) construidos por hombres» (Hech 17, 24). Parece, por lo tanto, que cuando la iglesia primitiva renuncia a tener templos o lugares sagrados para el culto, eso no se debió simplemente a razones prácticas33, sino a una nueva comprensión de la relación del hombre con Dios. Esta nueva comprensión se descubre en el sentido que tiene el término jeiropoietos (ajeiropoietos), que aparece en Hech 17, 24, y que caracteriza lo que es una simple construcción humana: a Jesús se le acusa en la pasión de que iba a destruir el templo «hecho por manos» de hombres y que iba a edificar otro no hecho por manos humanas (Me 14, 58). Además este término caracteriza la idolotría de los israelitas en el desierto (Hech 7, 41) y eso es justamente lo que Esteban rechaza en su discurso ante los dirigentes judíos (Hech 7,48) y lo confirma con la referencia a Is 66, 2 (Hech 7, 50). Más claramente, en el discurso del platero Demetrio, en Efeso, el mismo término indica específicamente a los ídolos (Hech 19,26). Por el contrario, el cielo, la morada propia de Dios, no está construida por manos de hombres (ajeiropoietos) (2 Cor 5, 1). Pero es, sobre todo, en la Carta a los hebreos, en su sección central, donde se afirma que el templo «no hecho por manos de hombres» se instaura a partir de Cristo (Heb 9, 11). Este templo es Cristo mismo 34 . Por consiguiente, queda bien claro que en las ideas de la iglesia primitiva, tanto en la tradición de los evangelios, como en los Hechos, como en la Carta a los hebreos, se rechaza expresamente que el templo edificado por el hombre sea el espacio en el que el creyente se encuentra con Dios. Tal templo, que es una construcción humana, es lo que caracteriza a la idolatría. Se trata, por tanto, del rechazo del espacio sagrado. Por lo demás, la cuestión no está en que el espacio sacralizado sea por sí mismo y necesariamente una idolatría, ya que Dios mandó a los israelitas edificar el templo de Jerusalén (1 Re 6, 37-38; Esdr 3,2-6; 4, 24; 5, 2; Zac 4, 7-10), sino en que a partir de Cristo, la única mediación entre el hombre y Dios es el mismo Cristo (1 Tim 2, 5-6), de donde resulta que la mediación sacralizada del espacio viene a ser, por 33. No estamos, por eso, de acuerdo con H. Schlier, Eclesiología del nuevo testamento, en Mysterium Salutis IV/1, 137. 34. Cf. A. Vanhoye, La structure littéraire de tEpttre aux hébreux, Lyon 1962, 147159; Id., De Epístola ad hebraeos, sectio centralis (cap. 8-9), Roma 1966, 127-141.

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eso mismo, una aberración idolátrica. Por eso se puede hablar, con razón, del rechazo del espacio sagrado. Entonces, ¿cuál es el templo de los cristianos? ¿cuál es, por consiguiente, el espacio en el que se encuentra el creyente con su verdadero Dios? La primera respuesta a esta pregunta se encuentra ya insinuada en Jn 2, 19-21, en donde se indica que la comunidad cristiana, después de la resurrección de Jesús, comprendió que el templo es Jesús mismo, su persona resucitada. La importancia de este texto está en que Jesús habla de tal manera que el santuario, el espacio sagrado, no es ya el templo material, sino su persona. Esta idea, según la cual Jesús es el nuevo templo, estaba clara en la conciencia de la iglesia primitiva. Pedro lo expresa así cuando afirma que Jesús es la piedra (lizos) que fue rechazada por los constructores (Hech 4, 11). Se trata de una referencia directa al Sal 118, 22, cuyo texto es aducido por el mismo Jesús en la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 42; Me 12, 10; Le 20, 17). Ahora bien, esta parábola fue pronunciada por Jesús inmediatamente después de la expulsión de los comerciantes del templo. Al colocar los tres sinópticos esta parábola, con esa referencia al Sal 118, 22, precisamente después del gesto simbólico del templo, está indicando que el rechazo y el asesinato del hijo (Jesús) es el rechazo de la piedra angular del edificio. Y es justamente esta idea la que recoge Pedro, en Hech 4, 11, cuando les dice a los dirigentes judíos que al asesinar a Jesús han rechazado la piedra angular del nuevo templo en el que Dios se quiere encontrar con el hombre. En un texto magistral de la Carta a los efesios, se repite exactamente la misma idea: Por lo tanto, ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los consagrados y familia de Dios, pues fuisteis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, con el Mesías Jesús como piedra angular. Por obra suya la construcción se va levantando compacta, para formar un templo consagrado por el Señor; y también por obra suya vais entrando vosotros con los demás en esa construcción, para formar por el Espíritu una morada para Dios (Ef 2, 19-22). Aquí es fundamental tener en cuenta que a Cristo se le designa con la palabra akrogoniaios (akros, agudo o extremo; y gonía, ángulo), que indica la piedra angular, es decir la piedra última, que cierra la bóveda, sobre la que descansa la solidez del edificio. Por consiguiente, Cristo es la piedra fundamental del nuevo templo, del nuevo lugar de encuentro con Dios, que es la comunidad cristiana. El templo, en su sentido más propio (naos), se aplica a la comunidad cristiana en el nuevo testamento cinco veces y sólo estas

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cinco veces. Es decir, el nuevo testamento no reconoce, para los cristianos, otra acepción ni otra aplicación del templo. Estas cinco veces son: 1 Cor 3, 16.17; 6, 19; 2 Cor 6, 16; Ef 2, 21. Según estos textos, el templo de los cristianos es la comunidad (1 Cor 3,16-17; Ef 2, 21) o cada cristiano en particular (1 Cor 6, 19; 2 Cor 6, 16). Por consiguiente, para los cristianos no hay más templo que la comunidad misma o cada creyente en concreto. Es decir, el lugar del encuentro con Dios no es un espacio geográfico, sino un espacio humano; no es ya el espacio sagrado, sino el espacio del encuentro entre las personas. Esta misma comprensión fundamental se expresa con el verbo oikeo (habitar). Así, el Espíritu de Dios habita en la comunidad (Rom 8, 9.11; 1 Cor 3,16; 2 Cor 6,16; Ef 2, 19-22; 2 Tim 14) y Cristo habita en el corazón de cada creyente (Ef 3, 17). La misma idea se expresa con el substantivo oikos (casa). Por eso, la iglesia, es decir, la comunidad, es la casa de Dios (1 Tim 3, 15) y los cristianos, como piedras vivas, son la casa espiritual en la que se ofrece el nuevo culto (1 Pet 2,5). Estrechamente relacionado con oikos está el verbo oikodomeo, edificar o construir. En la tradición de la iglesia primitiva, este verbo se aplica inequívocamente al templo y precisamente en relación con Jesús mismo, en las acusaciones que se hacen contra él en la pasión (Mt 26, 61; 27,40; Me 14, 58; 15, 29), textos que dicen relación a la fórmula de Jn 2,20 (cf. también Mt 24,1; Me 13,1-2). La comunidad primitiva comprendió que a Jesús se le sentenció a muerte y se le asesinó porque representó un atentado directo para el templo y se erigió en el nuevo templo. Y es impresionante recordar que de todas las acusaciones que había contra Jesús, los evangelios sólo han conservado ésta del templo. Lo cual quiere decir dos cosas. Primero, que el judaismo (la religión establecida) vio en eso la amenaza suprema. Segundo, que la comunidad cristiana vio ahí la significación más destacada de la muerte de Jesús. Es decir, la muerte de Jesús representa la liquidación de un sistema de relación con Dios. Un sistema basado en el espacio sagrado y en el edificio material. La muerte de Jesús implica, por tanto, la liquidación de todo lo que representa el templo, que es la religión como conjunto de prácticas separadas del resto de la vida, la religión como ritual y ceremonial. En sustitución de todo eso, Jesús —y precisamente Jesús en su muerte— es el nuevo templo, lo que quiere decir que la relación con Dios ya no consiste ni se realiza en la relación con un espacio, un edificio, un ritual, sino en relación con una persona, una vida, un destino, que es el destino de Jesús, el destino de la muerte por los demás. De lo dicho se sigue que la mediación entre el hombre y Dios no es ya la mediación sacral y ritual, sino la mediación existencial. Es decir,

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no se trata de una mediación limitada y necesariamente circunscrita a un ceremonial sagrado y a un ritual, sino que: 1) abarca a la existencia entera del hombre y brota de la existencia humana (aunque en tal relación, como veremos más adelante, interviene también decisivamente la acción de Dios); 2) la fuerza y el valor de esa mediación no proviene de «lo sagrado» sino de «lo existencial», es decir, no proviene de un ceremonial o un ritual, sino de la energía que es propia de la existencia cristiana, de la vida vivida en la fe y por la fuerza de la fe en Jesucristo, que se hace presente en la existencia del hombre y en las experiencias más fundamentales de la vida humana. Más adelante estudiaremos detenidamente las consecuencias que se siguen de lo que acabamos de indicar. De momento, lo que interesa sumamente es destacar que cuando se plantea el tema del templo (el espacio sagrado, con todo lo que implica de ceremoniales y rituales sagrados) no se plantea una mera cuestión funcional, una cuestión práctica, un asunto que se refiere a un local, a un problema de estética o de arte religioso o de costumbres culturales. El tema del templo es una de esas cuestiones que tocan fondo en la comprensión del cristianismo y en la interpretación de la vida de los creyentes en Jesús. Y esto por tres razones: 1) porque el tema del templo se refiere directamente y de lleno al problema de la mediación o de las mediaciones entre Dios y el hombre; 2) porque el templo es, de hecho, una representación simbólica fundamental de Dios, de lo divino en general, ya que en el templo el hombre encuentra a Dios y se hace una idea de cómo es Dios y dónde se encuentra a Dios; 3) porque el templo fue históricamente un centro económico y una fuente financiera que hacía de la práctica religiosa un negocio de proporciones muy considerables. Ahora bien, precisamente a partir de estas tres razones se comprende la importancia que el tema del templo tiene en todo el nuevo testamento y la verdadera significación de este tema para la recta inteligencia del cristianismo en general y de la praxis de la vida cristiana en particular. En efecto, por lo que se refiere a la primera razón —el problema de las mediaciones entre Dios y el hombre—, la Carta a los hebreos toca la cuestión de fondo. Allí se dice que los cristianos «tenemos libertad para entrar en el santuario llevando la sangre de Jesús, y tenemos un acceso nuevo y viviente que él nos ha abierto a través de la cortina, que es su carne» (Heb 10, 19-20). Los tres evangelios sinópticos dicen que al morir Jesús, la cortina del templo se rasgó (Mt 27, 51; Me 15, 38; Le 23, 45). Estos dos hechos (la muerte y la ruptura de la cortina) se relacionan de manera tan íntima que, mientras Mateo y Marcos dicen lo de la cortina inmediatamente después de decir que Jesús ha muerto, Lucas lo dice inmediatamente antes. Se trata, por

tanto, de dos hechos que están concatenados indisociablemente entre sí. Esa cortina era la que separaba el sancta sancionan, que era el espacio oscuro, vacío y silencioso en el que el hombre entraba en contacto con la presencia de Dios. El privilegio más importante que disfrutaba el sumo sacerdote es que un día al año él era el único mortal que podía atravesar aquella cortina y tener acceso directo a la divinidad35. Pues bien, al morir Jesús esta cortina se rasga y se abre. Es decir, el acceso a la presencia de Dios queda patente y deja de ser algo reservado a un espacio y a un ritual determinado. Se han roto las mediaciones. Desaparecen todas las separaciones: 1) la separación entre el culto y la vida, porque lo que el sacerdote definitivo, Cristo, ha ofrecido, no ha sido un culto ritual en el templo, sino su propia angustia, sus sufrimientos, su muerte y su fidelidad a Dios (Heb 5, 7-8); 2) la separación entre sacerdote y víctima, porque Cristo no ha ofrecido la sangre de unos toros o machos cabríos, sino que se ha ofrecido «a sí mismo» (Heb 7, 27; 9, 14); 3) la separación entre el sacerdote y el pueblo, porque el sacrificio de Cristo fue su asimilación y cercanía total a los demás (Heb 2, 17), es decir, su solidaridad sin límites. La intuición de fondo que hay en todo esto es que, al rasgarse la carne de Jesús, queda patente la divinidad y se rompen todas las distancias. En otras palabras, cuando una vida se entrega, se rompen y se suprimen todas las sepraciones, y la primera de todas la separación del hombre con Dios. He aquí la condición cristiana, la condición existencial, coextensiva con la vida entera, de tal manera que es de esa vida, así entregada, de donde brota el único culto que agrada a Dios. Por eso, Jesús es el único templo y la comunidad también. Por eso, Jesús dice que donde dos o tres se reúnen en su nombre allí está él (Mt 18, 20). Por eso, lo ritual ya no es la mediación del encuentro con Dios 36 . El tema del templo pone en cuestión de manera radical nuestra comprensión de lo sacramental en la iglesia. Más adelante veremos las consecuencias que de aquí se derivan. Por lo que se refiere a la segunda razón —el templo en cuanto representación simbólica fundamental de Dios—, hay que tener en cuenta, ante todo, que el templo evoca espontáneamente y de manera casi inevitable por una parte, la idea de instalación: Dios se instala en tal lugar determinado y queda allí fijado y consolidado; por otra parte, el templo evoca también la idea de grandeza y majestad, de poder y de fuerza. Esta idea, o mejor esta experiencia, es lo que evocaba ciertamente la magnificencia del templo de Jerusalén en

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35. Cf. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, 169. 36. Cf. E. Schillebeeckx, Jesús. Die Geschichte einem Lebenden, Basel 1974, 217; cf H. Frankemólle, Jahwebund und Kirche Christi, Münster 1973, 27-36.

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tiempos de Jesús (cf. Mt 24,1; Le 21, 5); y es la misma experiencia que suscitan nuestras grandes catedrales o incluso la iglesia sencilla de un pueblo que, a fin de cuentas, se alza sobre los demás edificios no sin cierta majestuosidad. Ahora bien, precisamente estas dos idea aparecen seriamente contestadas y puestas en cuestión por la revelación bíblica. En efecto, cuando David quiere construir por primera vez el templo (2 Sam 7, 2-3), el profeta Natán le responde en nombre de Dios: «¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Desde el día en que saqué a los israelitas de Egipto hasta hoy no he habitado en una casa, sino que he viajado de acá para allá en una tienda que me servía de santuario» (2 Sam 7, 5-6). Dios se hizo nómada con su pueblo peregrinante y nómada por el desierto. Frente a los dioses estáticos y sedentarios de los pueblos de la cultura agraria, el Dios de Israel es el Dios de la peregrinación y de la promesa. Como ha recordado muy bien Victor Maag, la religión de los nómadas es religión de la promesa, de tal manera que el nómada no vive inserto en el ciclo de la siembra y la cosecha, sino en el mundo de la migración. Por eso, el Dios de los nómadas no se instala nunca, está siempre en camino y así está siempre abierto al futuro y a la historia, en la que progresivamente se revela y se comunica37. Por otra parte, el texto más fuerte y más radical que hay en todo el nuevo testamento en contra del templo es la afirmación de Esteban según la cual Dios no habita en edificios construidos por hombres (Hech 7, 48). Pero esa afirmación es confirmada por una referencia a Is 66, 1-2, que es la expresión más fuerte contra la grandeza que evoca el templo y todo el culto asociado a él: «Así dice el Señor: el cielo es mi trono y la tierra, el estrado de mis pies; ¿qué templo podréis construirme o qué lugar para mi descanso?... En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras». Aquí se trata, por supuesto, de la crítica profética contra las vanas prácticas cultuales, frente a las que Yahvé prefiere la misericordia social (Is 58, 1 s) 38 . Pero no solamente eso. Dios no quiere la instalación en un templo grandioso, sino que pone sus ojos en el humilde y el abatido. Y, efectivamente, todos sabemos que la instalación y la magnificencia de las grandes construcciones no remite a la idea o a la experiencia de la desinstalación y la sencillez evangélica39. Por lo demás, sabemos que cuando aparecen los templos cristianos, cuando la iglesia se vuelve poderosa y rica,

«hace presentar a Jesús y a sus discípulos con magnificencia y dignidad, casi como romanos elegantes, como lugartenientes imperiales e influyentes senadores»40. En cuanto a la tercera razón —el templo como centro de poder económico—, se sabe que el templo de Jerusalen era, en tiempo de Jesús, una empresa comercial de proporciones asombrosas: las limosnas, los impuestos, el comercio de animales para las víctimas de los sacrificios, el pago de votos y promesas, todo eso hacía que el templo fuera el centro que daba vida a la ciudad entera de Jerusalen, hasta el punto de que la prosperidad de aquella importante capital provenía del templo4!. Por otra parte, el alto clero era la auténtica aristocracia en el pueblo judío; la nobleza sacerdotal pertenecía a las familias más ricas y además percibía los mayores ingresos del templo, ya que los cargos más lucrativos se repartían entre los sacerdotes de este rango. Por ejemplo, se cuenta del sacerdote Eleazar ben Jarsom que heredó de su padre mil aldeas y mil naves, y tenía tantos esclavos que éstos no conocían a su verdadero dueño 42 . Por consiguiente, el enfrentamiento de Jesús y su comunidad al templo es el enfrentamiento a la desviación fundamental de lo religioso: la desviación que idolatra las «mediaciones» religiosas; y las idolatra porque en ello se da el logro de poderosos intereses económicos y el mantenimiento de una situación social privilegiada. Para concluir, hagamos una advertencia importante: como se ha podido ver, el tema del templo es central en el nuevo testamento. No sólo por la abundancia de textos que hablan de este tema, sino sobre todo por la importancia de tales textos. En consecuencia, es un error pensar que Jesús atacó al templo porque sus sacerdotes estaban corrompidos. Es verdad que hay pasajes evangélicos que apuntan a eso (por ejemplo, Me 7, 11-13; 12, 41-44; Mt 21, 12-13). Pero en la enseñanza de Jesús hay algo más radical, como se ha podido ver; y lo mismo hay que decir acerca de la iglesia primitiva en general. No se trata solamente del rechazo de aquel templo con todo lo que representaba, sino que se trata del rechazo del templo en general como sistema de mediación ante lo transcendente, como medio de representación de lo divino, y como instrumento de manipulación de lo religioso. Porque el Mesías suprimió, de una vez por todas, cualquier templo «hecho por hombres» (Heb 9, 11.24) y consiguió de esa manera «una liberación irrevocable» (Heb 9, 12).

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37. Cf. 38. Cf. 39. Cf. and temple, 228-233.

J. Moltmann, Teología de la esperanza, Salamanca 1972, 125-126. G. von Rad, Teología del antiguo testamento II, Salamanca 1972, 351. para el problema del templo en el antiguo testamento, R. E. Clements, God Oxford 1965; V. W. Rabe, Israelite opposition to the temple: CBQ 29 (1967)

40. A. Hauser, Historia social de la literatura y el arte I, Madrid 1969, 173. 41. Cf. J. Jeremías, Jerusalen en tiempos de Jesús, 44-46. 42. Ibid.. 116-117.

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5. Jesús y el tiempo sagrado (el sábado) a) El sábado en tiempo de Jesús El sentido fundamental que tenía este día para la religiosidad israelita se ve claramente en la oración que servía como fórmula de separación entre un tiempo y otro tiempo. Esta oración se recitaba en la cena del día anterior y decía así: «Alabado seas tú, que separas lo santo de lo profano, el séptimo día de los seis días de trabajo»43. Se trataba, por tanto, de un tiempo sagrado, separado del tiempo profano, en el que se imponía el descanso total en recuerdo del descanso de Dios tras la obra de la creación. La fundamentación doctrinal del sábado provenía de la teología sacerdotal (cf. Dt 5, 1215). En el Libro de los jubileos se presenta el sábado como la primera ley recibida por los nombres y, por consiguiente, como el punto central de toda la Ley44. Es más, había un proverbio rabínico según el cual el sábado equivalía a todos los demás mandamientos45. La transgresión del descanso sabático estaba castigada con la pena de muerte mediante la lapidación, lo que se llevaba a efecto cuando el íransgresor era reincidente y antes había sido advertido en público46. Por otra parte, la casuística sobre los trabajos permitidos llegó a tales extremos que, por ejemplo, se discutía si era lícito comerse un huevo puesto en sábado, ya que también estaba preceptuado el descanso para el ganado en este día 47 . También el culto era más solemne en sábado: a los servicios diarios se añadían otros 28 servicios más 48 . b) Actitud global de Jesús con respecto al sábado La palabra sabbaton aparece 56 veces en los evangelios. Y menos en los contados textos en que su alusión es puramente circunstancial, en los relatos de la pasión y la resurrección (Mt 28, 1; Me 15,42; 16, 1; Le 23, 54.56; Jn 19, 31) o en el texto de Mt 24, 20, siempre se habla del sábado en relación a la actividad salvífica de Jesús. Ahora bien, esta actividad —por lo que respecta al asunto que estamos tratando— se

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centra principalmente en la violación y el quebrantamiento deliberado del sábado y en su anulación. En los cuatro evangelios aparece la intención expresa de Jesús de realizar las curaciones de enfermos en sábado (Mt 12, 10-12; Me 3, 2-4; Le 6, 7-9; 13,14-16; 14, 1-5; Jn 5, 16; 7, 23; 9, 16). Lo cual comportaba un escándalo para la gente religiosa y observante, que llegaba a ponerse furiosa (Le 6, 11); era además un motivo de rechazo de lo que Jesús decía y de su propia persona (Jn 9, 16); y era, sobre todo, una amenaza directa para su propia vida (Me 3, 6). Pero no obstante todo eso, Jesús quebrantó una y otra vez la legislación religiosa sobre el sábado. Además, permitió que su comunidad de discípulos quebrantara también aquella ley (Me 2, 23-24) y él los defendió cuando fueron acusados (Me 2, 25); y encima de todo eso, ordenó a otros que hicieran lo que estaba expresamente prohibido (Jn 5, 9). Por consiguiente, Jesús debió ver en esto de la violación y la anulación del tiempo sagrado algo tan importante y decisivo que pasó por todo, incluso con riesgo de su propia vida, con tal de dar la enseñanza fundamental que aparece en Me 2, 27 y que, como veremos enseguida, viene a decir que el centro de la actitud religiosa no es el sábado, sino el hombre. Y para dar esa enseñanza, Jesús no se limitó a decirlo, sino que empezó por quebrantar lo establecido en la ley religiosa, aun con todos los riesgos que eso comportaba. Esta actitud global de Jesús revela algo fundamental: si para los judíos de aquel tiempo el sábado era el punto central de la ley e incluso equivalía a todos los demás mandamientos (cosas que, sin duda, sabía Jesús), al anteponer al hombre y el bien del hombre por encima del sábado, Jesús revoluciona radicalmente la religiosidad, transtorna su orden y su esquema fundamental: el centro de la religiosidad no es el ritual fielmente observado, ni la sacralidad como categoría básica. El centro es la persona y la experiencia humana. Lo que quiere decir que el centro de la verdadera religiosidad es el bien del hombre. Jesús, en efecto, no quebrantó el precepto del sábado por capricho, sino por hacer el bien a la gente que sufría, a los enfermos o a los oprimidos por las fuerzas del mal, como consta por la simple lectura de los textos antes citados. c) El hombre está antes que lo sagrado

43. Cf. W. Grundmann, Los judíos de Palestina..., 221. AA. Ibid., 225. 45. H. L. Strack-P. Biilerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch I, 905. 46. Ibid., 618. 47. Cf. W. Grundmann, o. c , 226. 48. Cf. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, 220.

Casi desde el mismo comienzo de su evangelio, Marcos presenta el enfrentamiento de Jesús con la religión oficial de su tiempo. Este enfrentamiento se produce a través de cinco conflictos: el perdón de los pecados (Me 2, 1-12), la comida con los pecadores (Me 2, 13-17), el ayuno (Me 2, 18-22), las espigas arrancadas en sábado (Me 2, 23-

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28) y la curación de un enfermo en día de sábado (Me 3, 1-6). Toda esta sección termina con la decisión que toman los representantes más cualificados de la ley —los fariseos— para acabar con Jesús, es decir, para matarlo (Me 3, 6). La intención de Marcos, por tanto, es clara: desde el comienzo de su evangelio, Jesús se declara en contra de la religiosidad establecida y, más concretamente, en contra del tiempo sagrado o más exactamente en contra de la sacralización del tiempo. En efecto, de los cinco enfrentamientos antes enumerado, los más serios fueron los dos últimos, puesto que llevaron a los representantes del sistema religioso a tomar la decisión de matar a Jesús (Me 3, 6). Esos dos episodios se refieren precisamente a la violación del sábado, lo que quiere decir claramente que el tiempo sagrado no cuenta para Jesús y su comunidad de discípulos. Un sábado, los discípulos de Jesús «se pusieron a arrancar espigas». Y los fariseos se quejaron escandalizados: «¡Oye!, ¿cómo hacen en sábado lo que no está permitido?» (Me 2,23-24). Tal como Marcos cuenta este episodio, los discípulos quebrantaron el tiempo sagrado sin motivo y sin justificación alguna. Mateo suaviza la escena diciendo que arrancaban las espigas porque «sintieron hambre» (Mt 12, 1), cosa que queda también sugerida en Lucas (Le 6, 1). Pero Marcos es más radical: se quebranta el tiempo sagrado sin más explicaciones atenuantes. Ante este hecho, la respuesta que Jesús da a los fariseos es absolutamente clara en un punto: él no intenta en modo alguno atenuar el caso diciendo, de una manera o de otra, que los discípulos no habían quebrantado la ley del tiempo sagrado. Por el contrario, Jesús reconoce y acepta que, efectivamente, sus seguidores habían quebrantado aquella ley. Porque ni la alusión a lo que hizo David cuando entró en el templo y comió con sus hombres los panes que sólo los sacerdotes podían comer (Mt 12, 3-4 y par.; cf. 1 Sam 21,1-6), ni la referencia a que los sacerdotes podían trabajar en sábado cuando estaban de servicio en el templo (Mt 12, 5; cf. Lev 24, 8-9; Núm 28, 910) eran atenuantes o excusas de lo que habían hecho los disccípulos al arrancar las espigas. En el caso de David, se trataba de lo que los moralistas consideran como epiqueya. Y en el caso de los sacerdotes se trataba de una excepción que la misma ley admitía. Pero en lo que hicieron los discípulos no había motivo ni para la epiqueya, ni para la excepción. Al menos, tal como Marcos relata el hecho, está claro que los seguidores de Jesús quebrantaron la ley del tiempo sagrado lisa y llanamente, sin motivo o justificación. Pero resulta que, no obstante

haber quebrantado aquella ley tan fundamental, Jesús afirma que eran inocentes (Mt 12, 7). Entonces, ¿cómo se explica que violando la ley no tuvieran culpa? Marcos da la respuesta con una fórmula magistral: el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado (Me 2, 27). Es decir, el hombre no se hizo para lo sagrado y para la ley, sino que lo sagrado y la ley se hicieron para el hombre. O sea, lo decisivo y fundamental no es lo sagrado, sino el hombre. Por consiguiente, lo que Jesús responde a los fariseos es que lo que cuenta para él es el hombre, no la ley que impone sacralidad. Porque el hombre es señor también del sábado (Me 2, 28 y par). Pero la dificultad más seria que presenta el texto de Me 2, 28 es su traducción. Porque en él no se habla simplemente del hombre, sino del hijo del hombre (ó uiós toü anzrópou). Aquí adoptamos la traducción de J. Mateos 50 . Esta traducción supone que la expresión «hijo del hombre» no es una expresión consagrada con un matiz particular —que designaría un título mesiánico—, sino que es un simple semitismo para designar al hombre, sin más. Es como cuando en castellano decimos «un hijo de vecino», que no designa a nadie en concreto, sino a un hombre cualquiera. Como es sabido, la expresión hijo del hombre proviene de Dan 7, 13. Pero la figura humana que aparece en ese texto indica que a los imperios bestiales que proceden del mar (caos) (Dan 7, 1-8), va a suceder, por obra de Dios, un imperio regido por el hombre, no por la bestia51. En una línea de pensamiento coincidente con lo dicho, se ha probado abundantemente que la expresión «hijo del hombre» no tiene en los evangelios el sentido apocalíptico que se le ha dado tradicionalmente52. Por lo demás, parece evidente que en el texto de Me 2, 27-28 se trata del hombre sin más. Porque si en el versículo 27 se dice que el sábado ha sido hecho para el hombre, en el siguiente parece lo más lógico que se haga referencia igualmente al hombre también, al hombre en general, y no solamente al Mesías, designado como el hijo del hombre. Es decir, lo que Marcos afirma no es solamente la superioridad del Mesías sobre el sábado, sino la primacía del hombre sobre la ley, en este caso concreto sobre la legislación acerca de la sacralidad del

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49. Sobre este punto, cf. la crítica de V. Taylor, The gospel according to St. Mark, London 1966,218, que rechaza justamente la idea de que se trataría de una «Western noninterpolation», según B. H. Branscomb, The gospel of Mark, London 1937, 58.

50. J. Mateos-L. Alonso Schókel, Nueva Biblia española, Madrid 1975, 1556. 51. Cf. J. Mateos, o. c, 1966. 52. Cf. R. Leivestad, Exit to apocalyptic Son ofman: NTS 18 (1971-1972) 243-267; Id., Der apokalyptische Menschensohn ein Theologisches Phantom: Annual of the Sweisk Theological Institute 6 (1968) 49-105. Recientemente se ha puesto en cuestión la interpr e ' tación de R. Leivestad, pero no parece que sus argumentos hayan sido refutados d6 manera convincente. Cf. B. Lindars, Re-enter the apocalyptic Son ofman: NTS 22 (1975) 52-72.

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tiempo. En este sentido se han pronunciado algunos exegetas de reconocida competencia53. El evangelio de Mateo añade, en el episodio que venimos comentando, una cita del profeta Oseas: corazón quiero y no sacrificios (Mt 12, 7; Os 6, 6). Con ello se refuerza el argumento principal: lo que Dios quiere es el amor al hombre, por encima de las observancias legales, concretamente por encima de la fidelidad al tiempo sagrado. Si además tenemos en cuenta que los «sacrificios» son las más importantes de las prácticas sacramentales de toda religión, comprenderemos la fuerza del texto: Jesús permite que sus discípulos quebranten la ley que sanciona la observancia de lo sagrado. Y además afirma que son inocentes al hacer lo que estaba estrictamente prohibido. Porque, en definitiva, lo que cuenta para Jesús, no es la ley religiosa o la práctica sacral, sino el amor al hombre, que es, junto con el amor a Dios, la regla de oro, la síntesis y el resumente de cuanto Dios quiere y espera (Mt 22, 40; cf. 9, 13; 23, 23)54. Desde este punto de vista, se puede y se debe afirmar, con todo derecho, que el hombre está antes que lo sagrado.

d)

El bien del hombre es lo decisivo

A renglón seguido del pasaje que acabamos de comentar, Marcos presenta de nuevo a Jesús quebrantando el sábado (Me 3,1-6; Mt 12, 9-14; Le 6, 6-11). En este caso se trata de la curación de un hombre que tenía un brazo atrofiado. En la legislación religiosa del tiempo de Jesús, se permitía curar en sábado solamente cuando estaba en peligro la vida del enfermo55. Esta circunstancia no se daba en este caso, porque se trataba de una enfermedad crónica que no implicaba peligro de muerte. Por eso, la pregunta que hace Jesús a los que le acechaban para acusarlo (Me 3, 2) no se refiere solamente a si estaba o no permitido en sábado salvar una vida, sino al hecho más general de si se podía o no se podía hacer simplemente el bien (ágazón poiésai) (Me 3, 4). Evidentemente, Jesús quebrantó la ley de lo sagrado al curar al enfermo (Me 3, 5), porque solamente eso explica la reacción final de sus enemigos, que a partir de aquel momento 53. E. Kásemann, Exegetische Versuche und Besinnungen I, 1965, 207; H. Braum, Spat jüdisch-haretischer und früchristlicher Radikalismus II, 1969, 70; cf. W. Rordford, Sabbat et dimanche dans l'Eglise ancienne, Neuchátel 1972, 7, nota 1. 54. Cf. H. Frankemólle, Jahwebund und Kirche Christi, 302-304; A. Dihle, Die goldene Regel. Eine Einführung in die Geschichte der antiken undfrüchristlichen Vulgarethik, Góttingen 1962, 8-10; 109-127. 55. Cf. V. Taylor, The gospel according to St. Mark, 221.

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tomaron ya la decisión de matarlo (Me 3, 6; Mt 12, 14). Aquí se debe recordar que en el derecho judío contemporáneo, un crimen capital no llegaba a ser objeto de juicio sino después que el autor había sido advertido notoriamente ante testigos, y así quedaba asegurado que el presunto delincuente obraba deliberadamente. Ahora bien, en Me 2, 24 Jesús es advertido sobre la ilicitud de su comportamiento en sábado (cf. Jn 5, 10); y en Me 2, 25-28 el propio Jesús afirma que lo hace por propia convicción. Por tanto, el siguiente quebrantamiento del sábado pondría en peligro su vida, especialmente si tenemos en cuenta que le acechaban con tal intención (Me 3,2). Así se comprende la decisión que tomaron los fariseos de acabar con Jesús56. Y es importante observar que, según el relato de Marcos, esto sucedía casi al comienzo de la vida pública de Jesús. Una vez más, Jesús antepone el bien del hombre a cualquier otra cosa, por santa e importante que sea, por más que se trate de la ley religiosa, del tiempo sagrado o incluso de su propia seguridad personal. Pero no es esto sólo. El evangelio de Lucas nos cuenta otros dos incidentes entre Jesús y las autoridades judías a propósito de la violación del tiempo sagrado (el sábado). Se trata de dos curaciones: la de la mujer encorvada (Le 13,10-17) y la del hidrópico (Le 14,1-6). En ambos casos, Jesús quebranta la ley religiosa sobre el tiempo sagrado tal y como entendían aquella ley los juristas y fariseos (Le 14, 3). Eso se ve claramente por la reacción del jefe de la sinagoga, que interpreta la curación como un trabajo (ergáseszai) prohibido por la ley (Le 13, 14). Por lo demás, en el contexto general del evangelio de Lucas, estas actuaciones de Jesús se deben entender como la puesta en práctica de la declaración programática que un sábado hizo el mismo Jesús en la sinagoga de Nazaret: él ha venido para liberar a los oprimidos (Le 4, 16-30)57. Y es claro que aquellas gentes estaban doblemente oprimidas: por la enfermedad y por las observancias sagradas. En este sentido, la alusión que hace Jesús resulta transparente cuando afirma que si es lícito desatar al burro o al buey en día de sábado, con más razón habrá que soltar de su cadena a una hija de Abrahán (Le 13, 15-16). Finalmente, en el evangelio de Juan se cuentan dos violaciones importantes del sábado: la curación del paralítico en la piscina (Jn 5, 1-18) y el milagro del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-39). Ambos episodios son motivo de enfrentamientos muy graves entre los dirigentes judíos y Jesús, hasta el punto de que aquellos, por ese motivo, querían matarlo (Jn 5, 18). Y la verdad es que, siendo consecuentes 56. Cf. J. Jeremías, Teología del nuevo testamento 1, 323-324. 57. Cf. E. Loshe, en TWNT VII, 26.

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con su mentalidad religiosa, tenían motivos para eso, porque, como advierte el mismo Juan, «no sólo abolía el sábado, sino además diciendo que Dios era Padre suyo, se hacía igual a Dios» (Jn 5, 18). Aquí es decisivo tener presente que se trata, no ya solamente de que Jesús quebranta el precepto del sábado, sino —lo que es más grave— de que suprime la ley de las observancias sagradas referentes a ese día inviolable. Tal es, en efecto, el sentido que aquí tiene el verbo lúein, como lo ha probado la reciente exégesis mejor documentada58. A causa de estos hechos, Jesús resultó ser un individuo extremadamente peligroso, un proscrito y un pecador (Jn 9, 24), hasta el extremo de que era comprometido ponerse de su parte (cf. Jn 9,22-23) y la posible complicidad con él causaba miedo (Jn 9, 22). Pero Jesús pasó por encima de todo eso, aun a costa de su fama y de su seguridad personal. Porque consideró que el bien del hombre es lo decisivo: la salud del que sufre (Me 3, 1-6), la liberación del oprimido y el encadenado (Le 13, 15-16), la plenitud de la vida en el que está paralizado e impedido (Jn 5, 25-26; cf. 5, 3-5), la luz de los que no ven (Jn 9, 5.39). Lo decisivo para Jesús no es la ley que sanciona lo sagrado, sino el hombre, el bien integral y pleno de la persona. e) Conclusión Reflexionando sobre estos hechos, hay algo que resulta llamativo: Jesús no se contentó con hacer el bien a los que sufrían, respetando al mismo tiempo la legislación religiosa sobre el tiempo sagrado. En principio, pudo hacerlo así, porque la verdad es que no parece que haya incompatibilidad entre una cosa y la otra. Jesús, en efecto, pudo perfectamente curar a los enfermos en cualquier otro día de la semana. En ese sentido, no le faltaba razón al jefe de la sinagoga cuando decía a la gente: «Hay seis días de trabajo; venid esos días a que os curen, y no los sábados» (Le 13, 14). Eso parece indicar que eran precisamente los sábados los días en que Jesús solía curar a los enfermos, puesto que la gente acudía precisamente entonces a ser curada. Evidentemente, Jesús lo hizo así con toda intención. Porque el hecho es que él curó y liberó a los que sufrían precisamente atropellando y hasta anulando la legislación religiosa sobre lo sagrado. ¿Qué intención se ocultaba en semejante comportamiento? La respuesta no puede ser otra que el hacer comprender, de una vez por todas, que lo único verdaderamente sagrado e inviolable para Jesús es 58. Cf. R. Schnackenburg, Das Johannesevangelium, en Herders theologischer Kommentar zum Neuen Testament IV/2, Freiburg 1971, 128.

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el hombre: la salud del hombre, su libertad, su luz y su vida. Sin duda, para hacernos comprender eso, Jesús consideró que era necesario violar lo sagrado. ¿Es que no se puede hacer todo el bien del mundo y al mismo tiempo respetar lo sagrado? En principio y en teoría, por supuesto que se pueden hacer las dos cosas. Pero, en la práctica diaria de la vida, sabemos de hecho que la fascinación de lo sagrado engendra la falsa conciencia que termina en posturas de insolidaridad con los que sufren. La experiencia así nos lo enseña. Y el comportamiento de Jesús es la prueba más evidente de ello. 6. Jesús y la persona sagrada (el sacerdote) a) El sacerdocio judío en tiempos de Jesús Cuando Jesús aparece en la historia de Israel, el sacerdocio ocupaba el puesto central en la religiosidad establecida. En efecto, a partir del exilio el sacerdocio había ido acaparando cada vez más la atención en la conciencia religiosa. Esto se advierte comparando los libros de las Crónicas con los de Samuel y los Reyes. Estos libros cuentan los mismos hechos, pero los de las Crónicas, que son posteriores al exilio, insisten mucho más sobre el culto y el sacerdocio (por ejemplo, en 1 Crón 23-26). Lo mismo se advierte en la redacción final del Pentateuco, concretamente en el libro del Éxodo, en el que el documento sacerdotal muestra la preponderancia del sacerdocio en la época de su redacción, que es posterior al exilio59. En los siglos posteriores, esa importancia del sacerdocio se acentúa, en el sentido de que el poder religioso de los sacerdotes se asoció con el poder político, sobre todo en el tiempo de los Macabeos. Por ejemplo, en 1 Mac 13, 41-42 se llama al sumo sacerdote «grande, general y caudillo de los judíos» (megalou kai stratégou kai hégoumenou ton judaión) (cf. también 1 Mac 14, 35.39.42.47)60. Incluso se sabe que, ya en tiempos de Jesús, bajo el dominio de los procuradores romanos, el sumo sacerdote se presentaba como la autoridad más alta de la nación: él presidía el sanedrín, que era reconocido por los romanos como el poder local. Eso explica que, tanto en los evangelios como en el libro de los Hechos, los sumos sacerdotes aparezca detentando el poder junto al aspecto propiamente religioso61. 59. Cf. J. Cazelles, La Torah o Pentateuco, en A. Robert-A. Feuillet, Introducción a la Biblia I, Barcelona 1967, 355. 60. Cf. A. Vanhoye, Testi del nuovo testamento sul sacerdozio, Roma 1976, 24. 61. Ibid.

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Por otra parte, sabemos que en el siglo primero de nuestra era había dos grupos de familias sacerdotales, las que eran legítimas y las que no lo eran. Pero resulta que las legítimas estaban desplazadas de Jerusalén y del templo, mientras que las ilegítimas eran las que se habían instalado, desde el año 37 antes de Cristo, en la ciudad y en el lugar santo 62 . Además, estas familas ilegítimas, que acaparaban el poder sacerdotal, eran sólo cuatro 63 . Y su poderío se basaba en la fuerza brutal y en la intriga. De estas familias de sumos sacerdotes dice un testigo de la época: «Son sumos sacerdotes, sus hijos tesoreros, sus yernos guardianes del templo y sus criados golpean al pueblo con bastones»64. Aquellos sacerdotes del más alto rango eran, por consiguiente, una fuerza de dominación y de opresión sobre la gran masa de la población. Desde el punto de vista de sus ideas, las grandes familias sacerdotales pertenecían al partido saduceo. Los saduceos eran liberales en lo tocante a la aceptación de las formas de vida de origen paganohelenista; y eran conservadores en lo que se refería al mantenimiento del estatuto religioso del estado palestino del templo fundado en la ley65.

IX 10-11). En este texto, el «ungido de Aarón» se refiere, sin duda, al pontífice escatológico que debería llevar la institución sacerdotal a su plenitud66, que sería el mesías sacerdotal y al que estaría subordinado el Mesías de Israel67. Es decir, había grupos en los que incluso se daba más importancia al sacerdote esperado que al mismo Mesías de Israel. Esta expectación se advierte también en los Testamentos de los doce patriarcas (apócrifo de origen judío), por ejemplo en Test. Rubén VI, 7-12; Test. Simeón VII, 1; Test. Levi VIII, 14; Test. Juda XXIV6». Ahora bien, ¿cómo respondió Jesús a estas expectativas del pueblo o, al menos, de determinados grupos? Ante todo, un hecho significativo: Jesús suscitó toda una serie de cuestiones entre la gente en torno a su persona. Por ejemplo, se discutía si él era Juan Bautista, Elias, Jeremías o alguno de los profetas (Mt 16, 14), la gente se preguntaba si era o no era el Mesías (Jn 7, 26-27). Pero jamás en los evangelios se pregunta nadie si Jesús era el gran sacerdote que muchos esperaban y que, en la opinión de determinados círculos, tenía que venir. Esto ya es elocuente. Porque da a entender hasta qué punto la vida y la actividad de Jesús estuvieron del todo ausentes y distantes de lo cultual, lo sacerdotal y, en ese sentido, de lo religioso, en cuanto práctica sacral. Por esto, se comprende que Jesús fue reconocido como profeta (Le 7, 16.39; Mt 21, 11.46; Jn 4, 19; 9, 17) o más exactamente como «el profeta» (Jn 6, 14; 7; 40), cosa que después confirma Pedro en su predicación (Hech 3, 22; cf. Dt 18, 15-19), pero jamás fue reconocido ni mencionado como sacerdote. Este punto está completamente ausente en toda la tradición evangélica. Es más, aquí es importante recordar la actividad anti-cultual que desarrolló Jesús: contra la pureza ritual (Mt 9, 10-13; 15, 1-20 par), contra el templo y el sábado, como hemos visto antes, y más concretamente la afirmación lapidaria de Os 6, 6 que el evangelio de Mateo recoge por dos veces (Mt 9, 13; 12, 7): misericordia quiero y no sacrificios. Al recordar estas palabras proféticas, Jesús viene a decir que entre dos modos de relacionarse con Dios, uno con ritos, el otro mediante las relaciones humanas, Dios mismo prefiere el segundo, porque por encima de los ritos él quiere la bondad para con los demás. Evidentemente, todo esto se sitúa en el contexto más anti-

b) La expectación de los judíos y la respuesta de Jesús Se suele decir que en tiempos de Jesús, los judíos esperaban un Mesías libertador de carácter marcadamente político. Eso es verdad. Pero, junto a eso, en el pueblo existía también una expectación sacerdotal. Es decir, no sólo se esperaba un Mesías, sino también un gran sacerdote, que vendría a purificar el sacerdocio y el templo. En este sentido, hay que recordar las profecías que se referían al futuro explendor del sacerdocio, por ejemplo los oráculos de Isaías y Miqueas sobre la exaltación futura del templo (Is 2, 1-5; Miq 4, 1-3), la profecía de Jeremías que promete la estabilidad del sacerdocio levítico (Jer 33, 18) y las exigencias estimulantes que expone ampliamente Ezequiel casi al final de su libro (Ez 44,10-31). Es lógico que el pueblo esperase el cumplimiento de tales profecías. Esta expectación se acentuaba en determinados grupos, cosa que sabemos con toda seguridad en el caso de la comunidad de Qumran, que esperaba la venida de un gran profeta y del «ungido de Aarón y de Israel» (1 QS 62. 63. 64. 65.

Cf. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, 209. Ibid., 211-212. Ibid., 213. Cf. W. Grundmann, Los judíos de Palestina..., 281.

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66. Cf. A. S. van der Woude, La secte de Qumram et les origines du christianisme, Bruges 1959, 121-134. 67. Cf. L. Sabourin, Priesthood. A comparative study, Leiden 1973, que sigue en este punto el estudio de K. G. Kuhn, The two messiah of Aaron and Israel, en K. Stendahl (ed.), The scrolls and the new testament, New York 1957, 57. 68. Cf. A. Vanhoye, Epistolae adhebraeos, textus de sacerdotio Christi, Roma 1969, 13-14.

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sacerdotal que cualquier hombre religioso de aquel tiempo podría imaginarse. Pero hay algo que resulta quizás más decisivo en todo este asunto: se trata de la muerte de Jesús. Esto es importante, porque estamos acostumbrados a pensar y hablar de esa muerte como de un sacrificio o como la expresión suprema del culto a Dios. Y, efectivamente, en el nuevo testamento hay algunos textos que hablan en ese sentido. Enseguida vamos a ver el sentido que hay que dar a esos textos, especialmente a los de la Carta a los hebreos. Pero, antes que ninguna otra consideración, hay que tener en cuenta que, de hecho, tal como ocurrió la muerte de Jesús, aquel hecho fue precisamente la negación más radical de lo que un «hombre religioso» de entonces y de ahora podía y puede imaginarse como la realización de un acto religioso. En efecto, según la concepción religiosa establecida, el sacrificio no consistía simplemente en la muerte de la víctima, y menos aún en los sufrimientos del ser que muere. En la mentalidad religiosa es esencial que la víctima muera según un determinado ritual, en el ámbito sagrado del templo y sobre el altar. Si un animal era matado en el ámbito de lo profano y sin ritos, entonces no se realizaba un verdadero sacrificio. Así estaba prescrito en la legislación religiosa de Israel (Dt 12, 13-16; cf. Lev 1, 3-5; 2, 8; 3, 2.16; 4, 4; etc.). Y así consta por la noción misma de sacrificio en cualquier religión69. Pues bien, Jesús no fue matado en el lugar sagrado, sino fuera de la ciudad santa (Heb 13, 12). Su muerte no fue acompañada de ritos religiosos, sino que fue, ni más ni menos, que la ejecución de una condena a muerte, por blasfemo (Mt 26, 65-66), por ser un individuo que representaba una amenaza y era visto como un serio peligro para el «lugar santo» y para «la nación» religiosa (Jn 11, 48), porque fue juzgado como malhechor (Jn 18, 30) y porque la ley sagrada exigía su ejecución (Jn 19, 7). Por eso, fue asesinado entre bandidos (Mt 27, 44 par), despreciado hasta por los mismos bandidos (Mt 27, 44 par) y por los más altos dirigentes religiosos de la nación (Mt 27, 41-43 par). De ahí que, mientras en la mentalidad religiosa del tiempo, la víctima sacrificada adquiría la máxima glorificación y santidad al acceder a la esfera de lo divino, en el caso de la muerte de Jesús la gente debió pensar todo lo contrario, puesto que aquello fue un acto estrictamente infamante; no un acto de santificación, sino de execración; no un acto que unía a Dios, sino que separaba de Dios (cf. Núm 15, 30); no algo que atraía la bendición, sino la maldición (Dt 21, 22-23). En consecuencia, se puede decir que, según ocurrieron las cosas ante la opinión

pública, la muerte de Jesús acentúa más aún el abismo de separación entre Jesús y el sacerdocio70. A la misma conclusión se puede llegar si tomamos en consideración algunas fórmulas del nuevo testamento sobre la muerte de Jesús. Por ejemplo, Pablo dice que «murió por nosotros» (1 Tes 5, 10). Ahora bien, morir por alguien no es un sacrificio en el sentido ritual. Como ha observado A. Vanhoye, los soldados que mueren en la guerra, mueren por el pueblo, no son ofrecidos en sacrificio ritual 71 . En conclusión, se puede asegurar que la vida y la muerte de Jesús fue el rechazo más claro de todo lo que pudiera decir relación con los ritos sagrados que practicaban los sacerdotes. Y por eso, su persona, su vida y su muerte nada tuvieron que ver con el sacerdocio establecido.

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69. Cf. G. Widengren, Fenomenología de la religión, Madrid 1976, 257.

c)

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Vocabulario sacerdotal del nuevo testamento

La palabra sacerdote es la traducción del griego iereüs. El sufijo eus indica la persona adscrita a una función, por ejemplo: íppos, caballo, nos da el término ippeus, que significa caballero. De la misma manera, ieros, sagrado, nos da el sustantivo iereüs, que significa sacerdote y que, en consecuencia, es la persona adscrita a lo sagrado. Y ya dentro de la esfera de lo sagrado, arjiereüs designa literalmente al primer sacerdote, es decir al sumo sacerdote. Si se compara el vocabulario sacerdotal del nuevo testamento con el del antiguo (según la versión de los LXX), encontramos diferencias muy significativas, Así, mientras que iereüs aparece en el nuevo testamento solamente 31 veces, en los LXX se encuentra cerca de 800 veces. Por el contrario, cuando se trata del término compuesto arjiereüs, resulta que en el nuevo testamento se repite hasta 122 veces, mientras que en los LXX sólo aparece en unos 40 textos72. Esta simple enumeración estadística es reveladora. Porque nos viene a decir que existe una desigualdal muy acusada entre los planteamientos del antiguo testamento y del nuevo en lo referente al sacerdocio: en el antiguo, el «sacerdote» tiene una importancia fundamental, mientras que en el nuevo su importancia parece ser relativa. Y

70. Cf. A. Vanhoye, Tesli del nuovo testamento sul sacerdozio, Roma 1976, 30. 71. Ibid. 72. Así, según las estadísticas de R. Morgenthaler, Statistik des neutestamentlichen Wortshatzes, Zürich 1958 y la de W. Jacques, Index des mots apparentés dans le nouveau testamento, Roma 1969; Id., Index des mots apparentés dans la Septante; citados por A. Vanhoye, Testi del nuovo testamento sul sacerdozio, 1-2.

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exactamente lo contrario ocurre cuando se trata del «sumo sacerdote». Enseguida vamos a ver la razón. Otra observación interesante es que, ya dentro del nuevo testamento, existen también diferencias muy acusadas. Por ejemplo, mientras que el vocabulario estrictamente sacerdotal (iereús y arjiereús) aparece 31 veces en un solo documento, la Carta a los hebreos, no se encuentra ni una sola vez en todas las cartas de Pablo.

libre frente a la ley de lo sagrado, sino que incluso anula esa misma ley, puesto que deja de producir el efecto que, de acuerdo con lo establecido, tenía que producir, hasta el punto de que el quebrantamiento de la norma establecida produce el efecto contrario. Lo importante para Jesús no es el cumplimiento de la ley, sino el amor (Me 1, 41), que libera al oprimido por la enfermedad y lo reintegra a la sociedad y a la convivencia. En este sentido, es fundamental tener presente que todo leproso tenía que vivir fuera de la comunidad de Israel, separado de la convivencia ciudadana (Lev 13,45-46); por otra parte, el rito de reintegración era la presentación a los sacerdotes (Lev 13, 49; 14, 2 s). Pero, en este caso, quien realiza la verdadera purificación es Jesús. Lo cual demuestra dos cosas: primero, que Jesús está por encima de los sacerdotes; segundo, que mientras lo propio de Jesús es el amor misericordioso que acoge al marginado social, lo que caracteriza a los sacerdotes es el mero trámite ritual. Al enviar Jesús al hombre curado a que se presente al sacerdote, lo único que pretende es que el marginado quede oficialmente reintegrado en la convivencia social. La misma significación fundamental se debe dar al relato de Lucas, cuando Jesús manda a los diez leprosos a presentarse a los sacerdotes (Le 17, 14). También los tres evangelios sinópticos aducen el ejemplo de David, el cual en caso de necesidad comió los panes dedicados, «que nada más que a los sacerdotes les está permitido comer» (Me 2,26; Le 6, 4; cf. Mt 12, 4). Aquí Jesús indica claramente que las prohibiciones rituales no tienen valor absoluto, ya que por encima de ellas está el bien del hombre. Pero, al mismo tiempo, Jesús indica también que los privilegios de los sacerdotes no son inviolables74. En este mismo contexto, Mateo añade otras palabras de Jesús que son reveladoras: «¿no habéis leído en la Ley que los sacerdotes pueden violar el sábado en el templo sin incurrir en culpa?» (Mt 12, 5). En este texto encontramos reunidas las tres categorías fundamentales de «lo sagrado»: las personas sagradas, los sacerdotes; el tiempo sagrado, el sábado; y el espacio sagrado, el templo. Y Jesús afirma que tales personas, en tal sitio, «pueden violar» lo sagrado, y además sin que en ello cometan culpa. En el texto se contraponen dos términos que son entre sí radicalmente distintos: de una parte, ieros (sagrado); de otra parte, bebeloüsin (profanan), ya que bébelos (de baíno) significa «lo que es accesible a todos» y por eso, lo que es profano 75 . De esta manera, Jesús relativiza el valor de «lo sagrado». Es más, él llega, de hecho, a negar el concepto tradicional de «lo sagrado», puesto que sagrado es

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d) Jesús y los sacerdotes judíos Ante todo, una observación fundamental: la palabra iereús designa siempre en los evangelios a los sacerdotes judíos. Jamás se aplica ni a Jesús, ni a sus discípulos. En los tres evangelios sinópticos se cuenta la curación de un leproso. Y el relato concluye en los tres con la orden que impone Jesús al hombre que ha sido curado, para que vaya a presentarse al sacerdote (Mt 8, 4; Me 1, 44; Le 5, 14). A primera vista, parece que aquí Jesús respeta y reconoce la función propia de los sacerdotes judíos. Sin embargo, si se considera el relato más de cerca, se descubre fácilmente la intención de los evangelios. En efecto, la clave para entender el sentido de este episodio está en la purificación del leproso. Esto se ve con toda claridad en el relato de Marcos, que repite por tres veces el verbo kazaríso (Me 1, 40.41.42). Ahora bien, la purificación de que aquí se trata no consiste sólo en el hecho de quedar limpio de la lepra en cuanto enfermedad física, sino sobre todo en cuanto impureza legal, puesto que a eso se refiere expresamente el sustantivo kazarismos (Me 1, 44), y ése es el sentido técnico que tienen los términos que utiliza Marcos para hablar de la purificación 73. Por otra parte, lo más significativo de este relato está en que Jesús purificó al leproso extendiendo la mano y tocándole (Me 1,41; Mt 8, 3; Le 5,13). Pero, como se sabe, esto estaba expresamente prohibido en la ley de Moisés (Lev 5, 3; 13, 45-46). Jesús, evidentemente, conocía esta legislación. Pero no se somete a ella. Con lo que demuestra su soberana libertad frente a la ley religiosa que sancionaba lo sagrado y lo impuro. Pero no se trata sólo de eso. Porque, según la legislación judía, el contacto con una persona impura producía impureza (Lev 5, 3). Pero en este caso ocurre exactamente todo lo contrario: precisamente al tocar al impuro se produce la purificación. La conclusión que se desprende es bien clara: Jesús no sólo se muestra enteramente 73. Cf. Me 7,19; Mt 23,25-26; Le 2,22; 11,39; Jn 2, 6; 3,25. Cf. R. Meyer, en TWNT 111,421-427.

74. Cf. A. Vanhoye, Testi del nuovo testamento sut sacerdocio, 4. 75. M. Zerwick, Analysis philologica novi testamenti graeci, Roma 1960, 28.

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aquello que se acepta y se vive como absolutamente inviolable76. Una vez más, Jesús pone en cuestión, de una manera bastante radical, el concepto y el hecho de «lo sagrado», en este caso con una referencia directa a los sacerdotes. En el evangelio de Lucas se cuentan dos episodios en los que el sacerdote es, de hecho, criticado desde dos opciones esencialmente cristianas, a saber: la fe y la solidaridad. El primero de esos episodios es la visión que tuvo el sacerdote Zacarías en el santuario (naos) (Le 1, 22). Dios envía un ángel al sacerdote en el lugar sagrado y en el momento también sagrado, cuando se realizaba la ofrenda, junto al altar (Le 1, 8-11). El ángel anuncia al sacerdote que va a tener un hijo (Le 1, 13). Pero la respuesta del sacerdote es la incredulidad, no acepta la palabra que Dios le dirige (Le 1, 8-20) y por eso se queda mudo (Le 1,20). En contraste con este episodio, el evangelio de Lucas cuenta a continuación otro anuncio angélico de parte de Dios: esta vez no se trata de un sacerdote, sino de una pobre muchacha del pueblo; y el anuncio no se hace en el lugar sagrado, sino en un pueblo perdido de la región de los pobres, Galilea77. Sabemos que en este caso la respuesta de la joven, María, fue la aceptación incondicional de la palabra de Dios (Le 1, 38) y por eso es elogiada precisamente a causa de su fe (Le 1, 45). También en contraste con la incapacidad del sacerdote para hablar, María habla y pronuncia su himno de alabanza al Señor (Le 1,46 s). La conclusión obvia que se desprende de esta secuencia de hechos es patente: el sacerdote, en su ámbito de lo sagrado, responde a Dios con la incredulidad, mientras que la sencilla mujer del pueblo acepta la palabra de Dios con fe. Sea cual sea la intención que cada cual quiera descubir en Lucas al contar estos hechos, es incuestionable el contraste entre la incredulidad del sacerdote y la fe de María. La relación entre el cielo y la tierra se desplaza del ámbito de lo sagrado al mundo de lo profano. Por este camino, desconcertante y nuevo, Jesús se hace presente entre los hombres. El otro episodio que nos ofrece Lucas es la parábola del buen samaritano. El hecho, verdaderamente polémico, que Jesús presenta en esta parábola es que quienes pasan de largo y dejan abandonado al desgraciado que se desangra en la cuneta, son precisamente un sacerdote y un levita (Le 10, 31-32). El evangelio no dice explícitamente por qué se comportaron con tal grado de insolidaridad. Pero, al tratarse de los funcionarios oficiales del culto sagrado, no cabe

duda que eso determinó su comportamiento. Ellos, en efecto, conocían muy bien las prescripciones del Levítico, en las que se ordenaba que quien tocase un cadáver o un enfermo afeado con ciertas heridas, tenía que purificarse en el templo, para poder acercarse al altar (cf. Lev 22, 4-7). Lo cual era molesto, porque consistía en someterse a una buena ducha en condiciones higiénicas que distaban mucho de las nuestras. En la mentalidad de aquellos hombres resultaba perfectamente correcto dejar al desgraciado, con tal de que la práctica sagrada quedara estrictamente a salvo. Con eso se sentían justificados ante Dios 78 . Y para colmo, Jesús presenta como modelo a un «samaritano», mestizo y aborrecido enemigo de todo judío piadoso y observante, algo impresionante de veras para todo judío que se preciara de serlo79. Otra vez nos encontramos con el hecho de la piedad vinculada a lo sagrado, ahora en la persona del sacerdote, que se muestra carente de solidaridad y por eso es el modelo de la falta de amor. Podemos repetirlo: la fascinación de lo sagrado engendra la alienación de los comportamientos más simplemente humanitarios. El ejemplo que puso Jesús no fue, en este sentido, meramente arbitrario o casual. Por último, en los relatos evangélicos se hace otra mención de los sacerdotes y funcionarios del culto del templo. Se trata de los emisarios de las autoridades centrales de Jerusalén, que van a hacer un interrogatorio oficial a Juan Bautista (Jn 1, 19). Juan niega la triple expectativa de las autoridades sacerdotales, que incluía el sacerdote escatológico80. Pero más significativo es el hecho de que Juan, que era de familia sacerdotal por parte de padre (Le 1, 5 ss) y por parte de madre (Isabel, «de las hijas de Aarón», Le 1, 5), no aparece ni como sacerdote (que era lo suyo), ni vinculado al templo, sino como profeta (Mt 11, 9-10), «que grita desde el desierto» (Jn 1,23; cf. Is 40, 3). El es quien «prepara el camino al Señor», y no los sacerdotes, que en Jn 1, 19-23 no pasan de ser un mero control en materia religiosa. De ellos, el evangelio de Juan no tiene más que decir. Todo esto —y nada más que esto— es lo que los evangelios nos dicen acerca de los sacerdotes judíos. En el conjunto de los textos se advierte claramente una actitud de distanciamiento y hasta de rechazo hacia los sacerdotes. Ese rechazo, ¿es porque eran judíos o porque eran sacerdotes? En otras palabras, lo que el evangelio pone en cuestión, ¿es el sacerdocio judío? ¿o es el sacerdocio, sin más? De los

76. A. Vanhoye, o. c, 4. 77. Cf. Strack-Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch I, 156; en contraste con los habitantes de Judea, los galileos tenían más honor que dinero.

78. Cf. J. M. Castillo, La alternativa cristiana. Salamanca 51980, 309. 79. J. Jeremías, Teología del nuevo testamento I, 249. 80. Cf. A. S. van der Woude, Le maitre dejustiee et les deux messies de la communaité de Qumran, en La secte de Qumrán et les origines du christianisme, Bruges 1959, 121-134.

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textos evangélicos no se puede obtener una respuesta terminante y clara. Esa respuesta se encuentra claramente formulada en la Carta a los hebreos. De ello hablaremos enseguida. e) Jesús y los sumos sacerdotes Como acabamos de ver, de los simples sacerdotes se habla poco en los evangelios. En contraste con eso, de los sumos sacerdotes se habla 122 veces en los evangelios y en el libro de los Hechos. Se trata, por tanto, de un tema importante. Esta importancia reside, ante todo, en el hecho de que el sumo sacerdote era «el miembro más noble de los sacerdotes y, por consiguiente, de todo el pueblo»81. Por otra parte, sabemos que esta posición privilegiada del sumo sacerdote «se debía al carácter cultual de su cargo, a la "eterna santidad" que le confería su función y le capacitaba para realizar la expiación por la comunidad en calidad de representante de Dios»82. Pero cuando el nuevo testamento habla de «sumos sacerdotes», se refiere, además del sumo sacerdote, a los sacerdotes de la nobleza, que constituían «el clero superior del templo de Jerusalén»83. Es lógico que a tales personajes se les otorgue una atención especial en los evangelios, dado el papel que desenpeñaban. Pero la verdadera importancia que los evangelios conceden a los sumos sacerdotes está en otra cosa. Si exceptuamos el solo texto de Le 3,2, en donde se hace mención de los sumos sacerdotes Anas y Caifas como simple referencia cronológica, en todos los demás pasajes de los evangelios se hable de los más altos dignatarios de la religión judía desde un doble punto de vista: el poder autoritario y el enfrentamiento directo y mortal contra Jesús. Es decir, los representantes más cualificados del sacerdocio judío no aparecen nunca en los evangelios en su función cultual, en su papel de nombres religiosos y dotados de «eterna santidad», relacionándose con Dios, como era su obligación y su razón de ser. Todo lo contrario, su actitud constante es autoritaria, despótica, de maquinación persecutoria contra Jesús, hasta que acaban con él de la peor manera. En efecto, ya en Mt 2, 4 los sumos sacerdotes aparecen asociados al poder tiránico del déspota Herodes en sus maquinaciones para matar a Jesús niño. La matanza de los inocentes (Mt 2, 16-23) y el exilio de Jesús y su familia en Egipto (Mt 2, 13-15) encajan en ese 81. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, 168. 82. Ibid. 83. Ibid.

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contexto. Los sumos sacerdotes fueron los aliados del tirano en aquella ocasión. Durante el ministerio público de Jesús, los más altos funcionarios del templo hacen su aparición por primera vez en un texto muy significativo: el primer anuncio de la pasión y muerte de Jesús (Mt 16, 21; Me 8, 31; Le 9, 22). Aquí aparecen los sumos sacerdotes como agentes de sufrimiento, y por cierto de un gran sufrimiento (polla pazéin), de rechazo hacia Jesús (Me 8, 31; Le 9, 22) y, sobre todo, de muerte. A partir de este momento, su presencia se repite intensamente en los relatos evangélicos y siempre en contextos de oposición y enfrentamiento: cuando Jesús anuncia de nuevo su muerte (Mt 20,18; Me 10, 33) y, sobre todo, desde que Jesús expulsó a los comerciantes del templo, buscaban cómo acabar con él (Me 11, 18); luego vienen los enfrentamientos constantes (Mt 21, 23.45; Me 11, 27; Le 20, 19) y al final su intervención decisiva en el arresto, la condena y la ejecución de Jesús (Mt 26, 3.14.47.51, 57-59, 62-65 par). Según Mt 26, 14 y Me 14, 10, Judas va a los sumos sacerdotes para entregar a Jesús. Al no mencionarse entonces a las otras autoridades, queda claro que la responsabilidad exclusiva de la muerte de Jesús corresponde a los sacerdotes de más alto rango. En el mismo sentido, según Me 15, 11 son solamente los sumos sacerdotes los que persuaden a la gente para que pida la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. Es más, por el relato de Mateo, sabemos que cuando Judas devolvió el dinero de su traición, no arrojó las monedas en el templo (ieron) simplemente, sino en el santuario (naos) o lugar más estrictamente sagrado (Mt 27, 6), a donde sólo tenían acceso los sacerdotes. De ahí que, en este texto se hace mención solamente de los sumos sacerdotes y no de los letrados y senadores del pueblo. Esta conexión entre los sumos sacerdotes y el santuario sugiere que la oposición mortal entre el sacerdocio y Jesús implica a todo el culto antiguo 84 . En el evangelio de Juan, el enfrentamiento entre los sumos sacerdotes y Jesús es aún más acusado. Ya en el capítulo siete, los sumos sacerdotes y los fariseos mandan a la guardia del templo para prender a Jesús (Jn 7, 32.45). Ellos igualmente convocan el gran consejo y organizan el complot para matar a Jesús (Jn 11, 47) y dan las ordenas oportunas para arrestarlo (Jn 11, 57). Sólo los sumos sacerdotes (sin mención de los fariseos) deciden asesinar también a Lázaro, para evitar que la gente crea en Jesús (Jn 12, 10-11). Pero, sobre todo, en el proceso ante el gobernador romano, son los sumos sacerdotes quienes intervienen de la forma más insistente y decisiva (Jn 18, 35; 19, 6.15.21): ellos gritan pidiendo la crucifixión (Jn 19, 6); ellos afirman 84. Cf. A. Vanhoye, Testi del nuovo testamento sul sacerdozio, 7.

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solemnemente que no tienen más rey que al César (Jn 19, 15); y ellos son los que piden que se rectifique el título de la cruz (Jn 19, 21). En el libro de los Hechos de los apóstoles se repite la misma situación, ahora contra la comunidad tristiana, es decir, contra los creyentes en Jesús: Pedro y Juan reciben insultos y amenazas de parte de los sumos sacerdotes (Hech 4, 6); luego es el sumo sacerdote el que, lleno de coraje, manda encarcelar a los apóstoles (Hech 5, 17) y más tarde los somete a interrogatorio (Hech 5, 27), cosa que se repite con Esteban (Hech 7,1); por su parte, Saulo recibe los debidos poderes del sumo sacerdote para llevar a efecto sus planes cuando «respiraba amenazas de muerte contra los discípulos del Señor» (Hech 9, 1.14.21). Como conclusión se puede decir que los diversos bloques de tradición de la iglesia primitiva que se refieren al Jesús histórico y a la primitiva comunidad (sinópticos, Hechos, Juan), coinciden en presentar a los sacerdotes de más alta dignidad con un poder asesino, que no sólo se enfrenta directamente a Jesús y su comunidad de creyentes, sino que, sobre todo, ellos son por excelencia la fuerza que se opone al mensaje cristiano. La fe en Jesús y el sacerdocio judío son dos realidades irreconciliables. Y aquí vuelve la pregunta de antes: esta oposición, ¿se debe a la maldad de aquellos sacerdotes? ¿o es que existe una auténtica incompatibilidad entre el hecho cristiano y el sacerdocio? De nuevo aquí hay que reconocer que los textos evangélicos no nos dan una respuesta al respecto. En otros escritos del nuevo testamento se aplica el concepto de sacerdocio (ierateuma) a todo el pueblo de Dios (1 Pet 2, 5.9) o se designa como sacerdote (iereus) a todos los creyentes (Ap 1, 6; 5, 10; 20, 6). Evidentemente, esto quiere decir dos cosas: 1) que no existe esa incompatibilidad en su sentido más absoluto, ya que a los cristianos se les llama «sacerdotes»; 2) que el concepto de sacerdocio ha sido modificado de manera muy fundamental, puesto que ya no se trata de personas que se distinguen específicamente del resto de los creyentes. Pero entonces, ¿cómo se debe entender el sacerdocio en la comunidad cristiana? El autor de la Carta a los hebreros nos da la respuesta. f)

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Evidentemente, aquí no se trata de analizar detenidamente el complejo problema del sacerdocio en la Carta a los hebreos, puesto que eso rebasa con mucho los límites de nuestro estudio 85 L a cuestión que nos interesa es la que hemos formulado en la segunda pregunta de antes, es decir, ¿en qué sentido y hasta qué punto se puede hablar de Cristo como de una «persona sagrada»? La Carta a los hebreos afirma y repite que los cristianos tenemos un sacerdote, es más, un sumo sacerdote (arjiereus) (8, 1; cf. 4, 15) o un gran sacerdote (iereus niegan) (10, 19.21), que es un «sumo sacerdote grande» (ejontes oun arjieréa mégan) (4, 14), que es Jesús, el Hijo de Dios (4, 14), el Cristo como sumo sacerdote de los bienes futuros (9,11). Ahora bien, ¿en qué sentido se le aplican a Cristo estos títulos que se refieren directamente a la sacralidad de la persona? La tesis fundamental de la Carta a los hebreos en este sentido es que el sacerdocio de Cristo no es ritual, sino existencial. Esto quiere decir sustancialmente tres cosas: 1) que la condición que Cristo tuvo que cumplir para llegar a ser sacerdote no se debe entender en la línea de la segregación y separación de lo profano (para entrar así en el ámbito de lo sacro), sino exactamente al revés: Cristo tuvo que acercarse a los demás, hacerse semejante a los que sufren, igualarse a todos; 2) que el acceso de Cristo al sacerdocio no se realizó mediante unos determinados ritos o ceremonias sagradas, sino en virtud de sus propios sufrimientos y a través de su existencia destrozada; 3) que la realización de su sacerdocio no consistió en la puesta en práctica de una serie de ritos sagrados, sino en su existencia entera entregada a los demás y, sobre todo, en su muerte por fidelidad a Dios y para el bien del hombre. Pero antes de explicar cada uno de estos puntos, conviene tener presente que el autor de la Carta a los hebreos hace una crítica implacable del culto antiguo, es decir del culto basado en los ritos sagrados. Este aspecto es extremadamente importante. Porque aquí ya no se trata de criticar la religiosidad de Israel a causa del mal comportamiento de sus dirigentes, sino porque ese sistema de relación con Dios es desautorizado y es juzgado como una cosa insuficiente y estéril. En ese sentido, A. Vanhoye ha escrito algo que nos debe hacer pensar:

El sacerdocio de Cristo según la Carta a los hebreos

La Carta a los hebreos es el único escrito del nuevo testamento que se plantea expresamente la cuestión que aquí nos interesa más directamente: ¿en qué sentido se puede aplicar a Cristo el concepto de sacerdocio? Es decir, ¿en qué sentido se puede hablar de Cristo como de una «persona sagrada»?

85. Cf. el excelente trabajo de A. Vanhoye, La structure littéraire de l'Epitre aus hébreux, Bruges 1962; Id., Epistolae adhebraeos, textus de sacerdotio Christi, Roma 1969; Testi del nuovo testamento sul sacerdozio, Roma 1976, con bibliografía abundante.

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Jesús y la práctica religiosa establecida La tendencia natural de la religiosidad va en el sentido del culto ritual y lleva a la gente a vivir la religión a ese nivel. La observancia de los ritos es considerada como la cosa esencial. Esta observancia procura un sentido de seguridad en las relaciones con el mundo divino y satisface también un cierto misticismo. Sin embargo, eso constituye una evasión de la existencia concreta. Muchos cristianos se quedan en esta consideración de la religión. Y mucho más, los no cristianos, piensan que la vida cristiana consiste en eso; rechazan la concepción ritual de la religión, pensando rechazar el cristianismo mismo. Por eso es tanto más útil ver lo que piensa el autor de Hebreos sobre este asunto 8 6 .

Pues bien, la crítica del culto ritual está formulada, con toda radicalidad, en la sección central de la carta, concretamente en 8, 39,10. En este contexto, el autor de Hebreos afirma que el culto ritual prescrito por la ley «es un esbozo y sombra de lo celeste» (Heb 8, 5). En este texto, se utilizan dos términos significativos: upodeígma, que no significa imitación, sino «figura esquemática» o «falsilla» y en ese sentido es un simple «esbozo»; skiá, que quiere decir lo que no pasa de ser una simple «sombra». Esto quiere decir que la crítica que aquí se hace del culto ritual es fortísima, porque tiende a asemejar el culto israelítico a una idolatría, es decir, se ejecuta el culto de lo que es una simple «figura», en vez del culto del verdadero Dios (cf. Dt 5, 8-9). Pero el autor es aún más radical al final de todo este contexto, pues ahí llega a afirmar que el Espíritu santo nos enseña «que mientras esté en pie el primer tabernáculo, el camino que lleva al santuario no está patente» (Heb 9, 8). Y en seguida añade que todo aquel ritual «no puede transformar en sus conciencia al que practica el culto, pues se relaciona sólo con alimentos, bebidas, abluciones diversas, observancias exteriores impuestas hasta que llegara el momento de poner las cosas en su sitio» (Heb 9, 9-10). La idea del autor es que el culto basado en ritos es inútil, porque de un lugar sagrado y separado, el tabernáculo, se pasaba a otro más separado y más sagrado, el santuario, a donde sólo podía entrar el sumo sacerdote una vez al año. Pero el resultado de todo eso es que quien entraba allí no se encontraba con Dios, sino con un espacio vacío y ciego, porque todo el culto se realizaba en un santuario terreno (cf. Heb 8, 4), que era solamente una figura, es decir no-auténtico87. Este rechazo del culto antiguo, basado en los ritos sagrados, se repite en el capítulo diez de la carta. El autor contrapone la ineficacia de la institución antigua a la eficacia perfecta del sacrificio de Cristo. La ineficacia es presentada, no como un simple hecho (cf. Heb 7, 19), sino como una radical 86. A. Vanhoye, Testi del nuovo testamento sul sacerdozio, 98. 87. Ibid., 101-102; una exposición más detallada de todo este asunto en A. Cody, Heavenly sanctuary in the Epistlv to the hebrews, St. Meirand 1960.

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incapacidad (cf. Heb 9, 9: me dunamenai). Y eso por tres veces: «nunca puede» (oudépote dúnatai) (Heb 10, 1); «es imposible» (adúnatongar) (Heb 10, 7); «nunca pueden» (oudépote dúnantai) (Heb 10, ll) 8 8 . Los ritos sagrados eran ineficaces, porque se trataba de ceremonias externas al hombre mismo (10, 4), y por eso era necesario repetirlos constantemente (10, 1.11), pero en realidad no agradaban a Dios (10, 5.6.8). En consecuencia, el culto ritual, basado en ceremonias externas a la persona, es radicalmente incapaz de establecer la verdadera reíación entre el hombre y Dios. Entonces, ¿en qué consistió el verdadero sacerdocio, que es el sacerdocio de Cristo? Para responder a esta pregunta, analizaremos sumariamente los tres puntos antes indicados. 1) La condición que Cristo tuvo que cumplir para llegar a ser sacerdote fue hacerse en todo semejante a los que sufren. Este es el sentido del primer gran texto sacerdotal que hay en la carta: «El tuvo que hacerse en todo semejante a sus hermanos, para llegar a sumo sacerdote... pues por haber pasado él por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora lo están pasando» (Heb 2, 17-18). La condición determinante para llegar al sacerdocio en el antiguo testamento era la separación: los levitas fueron separados del resto del pueblo, y la familia de Aarón del resto de los levitas; a nadie le era lícito acceder al sacerdocio y más aún ejercer el sumo pontificado si no era de la familia de Aarón y, más en concreto, de la estirpe de Sadoq (cf. Ex 29, 29-30; 40, 15). Sin embargo, en el caso de Cristo, la condición determinante para llegar al sacerdocio fue todo lo contrario: hacerse en todo semejante a sus hermanos. Al decir el autor que se tuvo que hacer semejante «en todo» (kata panta) (2, 17), afirma que Cristo tuvo que asumir la condición humana totalmente y con todas sus consecuencias, especialmente en lo que se refiere al sufrimiento y a la muerte (cf. 2,9.10.14). Lo cual quiere decir que Cristo no accedió al sacerdocio mediante las separaciones rituales que se practicaban a través de una serie de ritos santificantes y abluciones purificantes (Ex 29; Lev 8-9), sino mediante su vida totalmente similar a la de sus hermanos los hombres; similar concretamente en todo lo que la condición humana tiene de debilidad, de sufrimiento y de muerte. Y de esta manera, Cristo se capacitó para «auxiliar a los que ahora lo están pasando» (el dolor) (2, 18). El significado profundo de este planteamiento está en que sólo se puede ayudar a los que sufren cuando uno comparte con ellos el sufrimiento. Por eso, Cristo ha sido capaz de ayudar de verdad a los hombres.

88. Cf. A. Vanhoye, Lectiones in Hebr. 10, 1-39, Roma 1972, 31-87.

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2) El acceso de Cristo al sacerdocio se realizó mediante su existencia entera, especialmente su muerte. El planteamiento que hace a este respecto el autor de la Carta a los hebreos resulta impresionante. Este planteamiento se encuentra en el conocido texto de Heb 5, 110, que se divide claramente en dos partes: 1) la definición del sacerdocio (5, 1-4); 2) la aplicación de esa definición al caso concreto de Cristo (5, 5-10). Aquí es importante, ante todo, caer en la cuenta de que para comprender cómo llegó Cristo a ser sacerdote no basta la primera parte, en la que se da la definición genérica del sacerdocio: «todo sacerdote» (pas iereus) (5, 1). Por tanto, con esa sola definición no sabemos aún en qué consiste exactamente el sacerdocio de Cristo; lo decisivo de este pasaje está en la segunda parte. También es importante advertir que en la definición genérica del sacerdocio (5, 14), no se habla del aspecto de autoridad, sino de la compasión: el sujeto de la frase (pas iereus) se une directamente, por aposición, con aúnamenos («capaz») (5, 2) y quiere decir que lo propio de todo sacerdote es ser capaz de «una afección adaptada para con los ignorantes y los que andan descarriados, porque él mismo está rodeado de debilidad» (5, 2). No se presenta al sacerdocio, por lo tanto, como una institución de poder, sino como una tarea de compartir con los débiles, porque el mismo sacerdote sufre en sí la debilidad (aszéneia, carencia de fuerza, vigor, fortaleza). Ahora bien, a partir de este planteamiento, tan profundamente humano, de lo que entiende el autor de la carta que es todo sacerdote, viene la aplicación al caso de Cristo 89 . El texto es de una fuerza sorprendente:

Dios; y a continuación explica cómo y cuando sucedió esto. Fue «en los días de su vida mortal» (5, 7), expresión que se refiere directamente a la pasión y, más en general, a su existencia entera. La vida de Jesús es presentada como una existencia dramática, marcada por el miedo a la muerte, y en la que el propio Jesús, «a gritos y con lágrimas», es decir abrumado por un sufrimiento hasta el límite de sus fuerzas, «ofreció oraciones y súplicas» (5, 7). El verbo prosférein (prosenégkas, participio de aoristo) tiene en la Carta a los hebreos el sentido preciso de «ofrecer la oblación sacrificial» por parte del sacerdote (5, 1.3.7; 7, 27; 8, 3.4; 9, 7.9.14.25.28; 10, 1.2.8.11.12; 11, 4.17; 12, 7). Y quiere decir que la oblación de Cristo, por la que fué constituido y proclamado (5, 10) sacerdote, fue su existencia entera, en cuanto esa vida fue presentada a Dios en la oración, aludiendo sin duda a la oración de Jesús en Getsemaní (cf. Me 14, 36) y en otros momentos de su vida (cf. Jn 12, 27). La conclusión que se desprende de todo lo dicho es que Cristo no llegó a ser sacerdote en virtud de un ritual que se practicó y se celebró con él y ante él, sino por medio de su existencia entera, ofrecida a Dios en la oración. En consecuencia, se puede afirmar que el sacerdocio de Cristo no es ritual, sino existencia^.

De la misma manera, tampoco el Mesías se adjudicó los honores a sí mismo haciéndose sacerdote, sino el que le habló diciendo: Mi hijo eres tú... El, en los días de su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas, a gritos y con lágrimas, al que podía salvarlo de la muerte; y Dios lo escuchó, pero después de aquella angustia, Hijo y todo como era. Sufriendo aprendió a obedecer y, así consumado, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen a él, pues Dios lo proclamó sumo sacerdote en la línea de Melquisedec (5, 5-10).

El texto marca, ante todo, el origen divino del sacerdocio de Cristo. Y lo confirma con dos citas del antiguo testamento (Sal 2, 7; 110, 4) (5, 5). Lo interesante de este primer versículo es que trata del acceso de Cristo al sacerdocio, es decir, de cómo y cuando llegó a ser sacerdote. Tal es, en efecto, el sentido del verbo genezénai, que expresa que Cristo no se hizo a sí mismo sacerdote, sino que lo hizo 89. Cf. para este punto J. Jeremias, Hb 5, 7-10: ZNW 44 (1952-1953) 107-111; LCerfaux, Le sacre du grandprétre (selon Heb 5, 5-10): Bible et vie chrétienne 21 (1958) 5458; Th. Boman, Der Gebetskampf Jesu: NTS 10 (1963-1964) 261-273.

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3) La realización del sacerdocio de Cristo consistió en su existencia entera, ofrecida en la muerte, por fidelidad a Dios y para bien del hombre. Las ideas fundamentales del autor de la carta, dada la estructura cuidadosamente estudiada que tiene este escrito, están formuladas perfectamente en el centro mismo de la carta 91 . Se trata, por tanto, del núcleo esencial de todo el documento. La realización del sacerdocio de Cristo consistió en el acto sacrificial de su muerte (9, 11-28). En este párrafo encontramos, ante todo, dos modos de expresar el acto sacrificial de su muerte, el primero con un vocabulario de espacio y de movimiento (9, 11-12), el segundo con un vocabulario de ofrecimiento y de transformación personal (9,14). Pero ambos tienen una cosa muy fundamental en común: la mención de la sangre (9, 12.14). Ahora bien, lo decisivo aquí está en comprender que no se trata de la sangre de animales que se ofrecen como víctimas, sino que se trata de la propia sangre de Cristo: «suya propia» (9, 12), «sangre del Mesías» (9, 14). La segunda frase de este párrafo describe el acto de Cristo como un ofrecimiento personal (9, 13-14) y la idea que expresa es que, si a un ritual externo se le reconoce una cierta eficacia Cf. un estudio más detallado en T. Lescow, Jesús in Gethsemane bei Lukas und im Heb: ZNW 58 (1967) 215-239; J. M. Castillo, Sacerdocio de Cristo y ministerio sacerdotal,Proyección 18 (1971) 239-248. 91. Cf. A. Vanhoye, La structwe littéraire de l'Epitre aux hébreux, 138-161.

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para un culto igualmente externo, el ofrecimiento de Cristo, que no consistió en un ritual sino en un acto personal, debe tener una eficacia profunda y así debe hacer posible el culto auténtico. El planteamiento de fondo que aquí se hace es asombrosamente nuevo, no sólo para los lectores de entonces, sino incluso para el lector medio de hoy. Porque viene a decir fundamentalmente dos cosas: 1) la deficiencia básica que implica el culto ritual —el culto que se practicaba en el antiguo testamento— consiste en la distancia que necesariamente se da entre el sacerdote oferente y las víctimas ofrecidas; en ese caso, el sacerdote no se ofrece a sí mismo, sino que ofrece «dones y sacrificios», expresión que se repite en 8, 3 y 9, 9 y que define al sacerdocio antiguo; por el contrario, en el sacrificio de Cristo, se suprime toda distancia: Cristo «se ofreció a sí mismo» (9, 14.25; cf. 9, 28); 2) de ahí se sigue que en la cruz de Cristo se suprimen todas las distancias y todas las separaciones: en primer lugar, se suprime la separación entre el culto y la existencia real, ya que Cristo entró en el santuario «por su propia sangre» (9, 12), lo que quiere decir que su sacrificio y la realización de su sacerdocio no fue otra cosa que el drama de su propio sufrimiento, su pasión y su muerte (cf. 5, 7-8; 9, 15.26)92. Por otra parte, este acto de Cristo es absolutamente irrepetible y sucedió de una vez por todas y para siempre (9, 12), de donde resulta que la muerte de Cristo suprimió por completo la necesidad de ofrecer otros sacrificios (7, 27; 9, 25; 10, 18). La conclusión que se deduce lógicamente de todo este planteamiento es que, a partir de la muerte de Cristo, el sistema de relación del hombre con Dios ha quedado modificado radicalmente. Ese sistema ya no consiste en la ejecución de unos determinados ritos, que son a fin de cuentas cosas y ceremonias distintas de la persona, sino que consiste en la entrega de la persona misma. Cristo no ofreció la sangre de toros y machos cabríos, sino que ofreció su propia sangre, es decir, no ofreció cosas distintas a él, sino que se ofreció a sí mismo. Queda, por tanto, suprimida, de una vez por todas, la distinción entre culto y existencia. El culto auténtico no es ya otra cosa que la entrega de la propia vida, la generosa donación de la existencia entera. En otras palabras, Dios ha suprimido lo sagrado, como realidad separada de la existencia profana, es decir, de la existencia cotidiana del hombre a todo lo largo y ancho de su vida y su actividad. En consecuencia, el hombre se acerca a Dios sólo en la medida en que él mismo se entrega a Dios en todo el ámbito de su existencia. El culto cristiano consiste en la vida cristiana misma: en la confesión de la fe y de la esperanza (Heb 13,15), en la vida entregada a los demás: « N o os 92. Cf. A. Vanhoye, Epistolae ad hebraeos, textus de sacerdotio Christi, 127-129.

Conclusión

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olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los que agradan a Dios (Heb 13, 16)93. La desacralización es total. Y también es total la exigencia de compromiso. Porque la verdad es que, a partir de todo este planteamiento, al creyente no le queda la fácil escapatoria de una práctica religiosa y ritual en la que refugiarse, para disimular o para no tomar conciencia de su falta de amor. A veces ocurre que la gente que practica los ritos eclesiásticos, si es que los practica con asiduidad y con perfección, se refugia en eso —quizás inconscientemente— y así no se da cuenta de su posible falta de humanismo, de su testarudez y su amor propio, de su rigidez y su frialdad en cuanto se refiere a la convivencia. Todos sabemos que hay personas profundamente religiosas pero que, al mismo tiempo, son profundamente insolidarias. La culpa de la insolidaridad no está en la religiosidad. Lo que pasa es que la religión actúa entonces como una especie de venda que tapa los ojos y que le impide al sujeto ver claramente dónde está situado en la vida. Por último, en el planteamiento de la Carta a los hebreos, la solución que presenta el autor, no es sólo asertiva, sino además exclusiva. La carta, en efecto, no demuestra solamente que la muerte de Cristo es un sacrificio, sino además que es el único sacrificio verdadero. Todo lo demás han sido y son intentos ineficaces que no llevan a Dios. Por eso mismo, Cristo es no sólo un verdadero sacerdote, sino el único sacerdote verdadero. A partir de este planteamiento es como únicamente se puede abordar el estudio de lo que los sacramentos son en la iglesia. Y lo que deben representar en la vida de los creyentes. 7. Conclusión En la iglesia nos encontramos hoy con un sistema religioso, sólidamente estructurado y organizado, que supone y exige la puesta en práctica de unos determinados rituales. Estos rituales, de acuerdo con lo establecido oficialmente, se realizan en los templos, con frecuencia vinculados a días y festividades que se consideran días sagrados, y todo ello organizado, controlado, dirigido y realizado por sacerdotes. A eso hay que añadir los objetos sagrados que se utilizan en cada ritual: vestimentas y ornamentos, vasos sagrados, libros y utensilios para el culto, altares y demás cosas que las leyes eclesiásticas suelen prescribir con más o menos minuciosidad. Sin olvidar las 93. Cf. J. M. Castillo, La alternativa cristiana, 259.

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Conclusión

palabras y los gestos que tanto el sacerdote como losfielesdeben decir y observar en cada ceremonia. Esto quiere decir que se ha vuelto a establecer, en sus elementos estructurales fundamentales, el sistema religioso que se enfrentó a Jesús y con el que se enfrentó Jesús. Es verdad que los contenidos doctrinales son muy diversos en aquel sistema y en este. Es verdad también que los ritos y las ceremonias son cosas completamente distintas en un caso y en otro. Pero, lo que no se puede poner en duda es que, en la práctica, lo mismo en nuestro sistema religioso que en el de los judíos, los actos específicos de la religión se realizan a base de rituales sagrados estrechamente vinculados a la experiencia de lo sagrado. Por eso, los cristianos tenemos hoy nuestros templos, nuestros días sagrado, nuestros sacerdotes y nuestros objetos sagrados. Y se considera que todo eso es no sólo conveniente, sino incluso indispensable para que la religión cristiana cumpla su misión y su tarea en el mundo. Al estar las cosas así establecidas y aceptadas en la iglesia, el hecho capital del enfrentamiento entre Jesús y la institución religiosa de su tiempo ha sido interpretado por los cristianos en clave anti-semita. Es decir, se ha pensado que Jesús se enfrentó a la institución religiosa de su tiempo porque los dirigentes de aquella institución, especialmente los sacerdotes, estaban corrompidos y no querían aceptar el mensaje de Dios que Jesús les anunciaba. Lo cual, por supuesto, es verdad. Pero, al presentar las cosas de esa manera, no se toca el fondo del tema. Porque la cuestión está en saber si el conflicto entre Jesús y la institución religiosa de su tiempo se sitúa a un nivel simplemente ético; o si, además de eso, se debe situar también a nivel estrictamente teológico. Por supuesto —ya lo hemos dicho— lo que allí se planteó fue un problema, no sólo de carácter ético, sino además propiamente teológico. Pero con decir esto no basta. Porque sabemos, efectivamente, que a Jesús lo condenó la institución religiosa por haber pretendido y haber dicho que él era el Mesías, el Hijo de Dios (Mt 23, 63-66 par). Pero no debemos olvidar que cuando Jesús hace esa afirmación, él aparecía ante los sumos sacerdotes como el hombre que había profanado el templo y había anunciado su destrucción, como el individuo desobediente a la ley, que había quebrantado repetidas veces el sábado, y como el sujeto intrigante que había desprestigiado al sacerdocio. Ahora bien, al decir Jesús que él era el Hijo de Dios, en realidad lo que estaba afirmando es que él tenía de su parte a Dios, es decir que Dios le daba la razón a él y, por consiguiente, se la quitaba a aquella institución religiosa. Y eso es justamente lo que los responsables de aquel sistema religioso no podían ni comprender ni aceptar:

que un hombre, que violaba la ley, fuera un hombre enviado por Dios y que contaba con la autoridad de Dios (Jn 9, 16); que un hombre, que anunciaba la desaparición del templo, tuviera a Dios de su parte (Mt 27,40); que un hombre, que representaba una seria amenaza para todo el sistema a partir del lugar santo (Jn 11,48; cf. 4, 20-24), pudiera y debiera seguir existiendo. Los dirigentes judíos comprendieron perfectamente que, al afirmar Jesús que él era el Mesías enviado por Dios, en realidad lo que estaba afirmando era la desaparición de todo aquel sistema de religiosidad, basado en la experiencia de «lo sagrado», con los rituales y ceremonias que a ello corresponden. Por lo que acabamos de indicar, se comprende que Jesús, durante su ministerio público, no se limitó a anunciar la «buena noticia» del reinado de Dios, con las exigencias éticas y sociales que eso conlleva, sino que, además de eso, se puso deliberadamente a quebrantar las leyes y las tradiciones de la institución y, en no pocos casos, se enfrentó directamente a la institución y a sus dirigentes. Y por eso se comprende que si la institución religiosa mató a Jesús es porque aquella institución vio en Jesús una amenaza decisiva para su propia pervivencia. A nadie se le mata simplemente por ser bueno y por hacer el bien a los que sufren. Si a Jesús lo mató la institución es porque la institución se sintió amenazada de muerte por Jesús. Por otra parte, cuando Jesús se dedicó a quebrantar las instituciones sagradas del judaismo del tiempo, no afirmó paralelamente que su comunidad tenía «otras» instituciones similares, pero distintas. Jesús destruye aquella sacralidad, pero no reconstruye «otra». Jesús destruye aquel sistema, para poner en su lugar la fe y el seguimiento, que se traducen en el amor. Más adelante veremos las consecuencias que de eso se deducen a la hora de interpretar y poner en práctica los sacramentos cristianos. Y conste que lo que decimos de Jesús, se puede decir, mutatis mutandis, de la doctrina de la Carta a los hebreos. En efecto, el autor de este escrito habría podido decir a los cristianos: «no os lamentéis por la desaparición del culto antiguo y sus explendores; nosotros también tenemos nuestros ritos y nuestras ceremonias sagradas». Pero no. El autor no dice nada de eso. Sino que va directamente al fondo de la cuestión. Y por eso, les dice a los cristianos que la nueva liturgia, que se instaura a partir de Cristo, no consiste en unas ceremonias, sino en un acontecimiento real, la muerte de Cristo, su existencia entera entregada por los demás, cosa que cambia completamente la situación religiosa de los hombres, porque transforma al hombre y lo introduce en la intimidad con Dios. De ahí que los cristianos estamos llamados a cambiar nuestra mentalidad en relación al culto y al sacerdocio. Nuestra vocación cristiana nos empuja a

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ligarnos, no a ritos externos, sino a la persona de Cristo, a su sacrificio existencial, por medio de la fe y de los símbolos sacramentales. Lo cual quiere decir que nuestros sacramentos no son ritos externos, sino otra cosa, de la que hablaremos en su momento 94 . Por consiguiente, después de todo lo dicho en este capítulo, se puede decir, con toda seguridad, que la práctica sacramental cristiana no se puede plantear ni organizar como práctica religiosa vinculada a la experiencia de «lo sagrado». Es más, la praxis de Jesús y de la iglesia primitiva desautoriza toda forma de práctica religiosa que se oriente en ese sentido o que apunte en esa dirección. Y no sólo eso —lo que es más importante— sabemos hasta qué punto Jesús combatió ese tipo de religiosidad: hasta el extremo de jugarse la vida y de aparecer como un maldito y un malhechor. Esto quiere decir que Jesús y las primeras comunidades cristianas vieron en esa forma de religiosidad algo extremadamente peligroso para la vida de la fe y el seguimiento evangélico. Algo, por lo tanto, a lo que había que combatir sin reparar en esfuerzo alguno.

La iglesia primitiva y la práctica religiosa

1. ¿Qué entendemos por «práctica religiosa»? Lo mismo que ocurre con la palabra «religión», la expresión «práctica religiosa» es ambigua. Porque se puede referir a la relación del hombre con Dios, sin especificar más en qué consiste esa relación; o también puede referirse al conjunto de mediaciones con las que se lleva a cabo esa relación. Aquí hablamos de la «práctica religiosa» en el segundo sentido. Y eso, más concretamente, en cuanto conjunto de mediaciones vinculadas a la esfera de «lo sagrado»: espacio, tiempo, objetos, personas y, en general, rituales que se contradistinguen de todo lo que se considera y se vive como profano, puesto que «lo sagrado» es lo separado y puesto aparte de «lo profano». Por tanto, se trata aquí de ver en qué sentido y hasta qué punto la iglesia primitiva aceptó la práctica de ritos religiosos vinculados a lo sagrado. En este sentido, el presente capítulo no es sino una prolongación del anterior. La actitud de Jesús con respecto a la práctica religiosa establecida, ¿fue asumida por la iglesia primitiva? ¿fue modificada? Y si así es, ¿cuándo y cómo ocurrió eso? 2.

94. Cf. para todo este punto, A. Vanhoye, Testi del nuovo testamento sul sacerdozio, 118-119.

La iglesia primitiva y la «religión»

Por más que resulte extraño, es un hecho que los autores del nuevo testamento no prestan atención a «lo religioso» en general, en el sentido que acabamos de indicar. Y cuando hablan de eso, es para

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La iglesia primitiva y la «religión»

desautorizarlo o presentarlo de manera enteramente desacostumbrada i. Para comprobar lo que acabamos de indicar, vamos a analizar cómo aparecen en el nuevo testamento los términos que se refieren a la religión y a la práctica religiosa. Ante todo, el término mismo zreskeía, que se refiere ciertamente a la «religión de observancias», es decir, el culto religioso, principalmente externo, que se expresa mediante ceremonias2. Pues bien, este término, que lógicamente es central en el vocabulario de cualquier organización religiosa, aparece solamente tres veces en todo el nuevo testamento (Hech 26, 5; Col 2, 18; Sant 1, 26). Esto ya indica que se trata de un asunto que apenas interesó a la iglesia primitiva, puesto que casi no se echa mano ni de la palabra misma. Pero hay algo más significativo: en Hech 26, 5, el término zreskeía se refiere a la religión judía. En Col 2, 18 se habla de la «religión» para desautorizarla, porque practicar la «religión de los ángeles» (zreskeía ton aggélon) es engreírse «tontamente con las ideas del amor propio». Y añade el autor de Colosenses: «ése se desprende de la cabeza, que por las junturas y tendones da al cuerpo entero alimento y cohesión, haciéndolo crecer como Dios quiere» (Col 2, 19). En este caso, por lo tanto, se rechaza drásticamente la zreskeía. Pero más importante que todo lo dicho es el texto de la carta de Santiago: «Religión (zreskeía) pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre es ésta: mirar por los huérfanos y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo» (Sant 1, 27). Aquí se entiende la «religión» en un sentido completamente distinto del que era habitual en aquel tiempo. Porque lo que se viene a decir es que la única religión aceptable para un cristiano es la práctica del amor a los débiles, sin dejarse contaminar por el «orden presente» (kósmos). La «religión», por lo tanto, o es cosa que nada tiene que ver con los cristianos; o si es que tiene algún sentido para el creyente, no es como conjunto de prácticas rituales, sino como puesta en práctica del amor a los demás, en concreto a los desamparados de la sociedad, pues a eso se refiere el autor de la carta cuando habla de los huérfanos y las viudas3. En eso, por tanto, consiste la verdadera religiosidad del cristiano.

Otro término característico del vocabulario religioso es el sustantivo deisidaimonía, junto con el adjetivo deisidaimon. Estos términos provienen del verbo deido (temer) y expresan la religión en cuanto temor a la divinidad, y a veces en cuanto superstición 4. El sustantivo aparece una sola vez en el nuevo testamento, pero en boca de un pagano, para referirse a las controversias de los judíos con Pablo (Hech 25, 19). El adjetivo, también sólo una vez, referido a la religiosidad de los paganos (Hech 17, 22), que era, según Pablo, el temor de los daimones, los poderes superiores en los que creía el paganismo, pero que no son el Dios vivo 5 . Queda claro, por tanto, que la religión en cuanto temor o miedo a las fuerzas superiores es, según el nuevo testamento, algo propio de los paganos, que nada tiene que ver con el cristianismo. La religión, en el sentido de piedad interior (eusebeía) es también descartada como fuerza de salvación o comunicación del favor de Dios (Hech 3, 12). Y el adjetivo ensebes (piadoso) se aplica a las personas de religión pagana (Hech 10, 2.7). Estos términos ya no vuelven a aparecer en el nuevo testamento, salvo en documentos más tardíos, concretamente en las cartas pastorales (1 Tim 2, 2; 3, 16; 4, 7.8; 6, 3.5.6.11; 2 Tim 3, 5.12; Tit 1, 1; 2, 12) y en la segunda carta de Pedro (1, 3.6; 2, 9; 3, 11). Pero si se analizan los textos de las cartas pastorales, no se ve que de ellos se pueda deducir que la eusebeía se refiere a prácticas rituales, como ha defendido algún que otro autor 6 , porque ese término expresa la piedad como actitud interior y no dice relación a prácticas externas7. Y además porque en las mismas cartas pastorales se refiere a veces a la piedad familiar (1 Tim 5, 4); cuando se trata de la relación directa con Dios, se utiliza la fórmula compuesta zeo-sebeía (1 Tim 2, 10). Tampoco, pues, desde este punto de vista, la iglesia primitiva se entendió a sí misma como una institución dedicada a las prácticas rituales. Pero hay más. Los términos típicamente cultuales se utilizan en el nuevo testamento para referirse, no a ritos, ceremonias o prácticas sagradas, sino al ministerio apostólico o a las relaciones humanas, el amor, la bondad, la paciencia y la limosna. Estos términos son fundamentalmente tres: latreía (culto) (Rom 9; 12, 1; Hech 24,14; Flp 3, 3; 2 Tim 1, 3; Heb 12,28); leitourgía (el servicio) (Rom 15,27; 2 Cor 9,12; Flp 2,30); zusía (sacrificio) (Flp 2,30; 4,18; Heb 13,15; 1 Pe 2,5).

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1. Cf. para este tema en general, el excelente estudio de A. Schweizer, Oemeinde und Gemeindeordung im Neuen Testament, Basel-Zurich 1962; un buen resumen de este estudio, en F. Hahn, Der urchristliche Gottesdienst: Jahrbuch für Liturgik und Hymnologie 12 (1967) 14 s. 2. Según la formulación del clásico léxico de Wilke-Grimm: cultus religiosas, potissimun externus, qui caeremonüs continetur. Cf. K. L. Schmidt, en TWNT III, 157. 3. Cf. para el sentido de esta sentencia, B. Zielinski, Epistulae Catholicae lacobi et ludae, Roma 1964, 37-38.

4. Bailly, 5. 6. 7.

Cf. H. G. Lidell-R. Scott, A greek-english Lexicón I, Oxford 1951, 375; M. A. Dictionnaire gre-francais, Paris 1929, 441. Cf. A. Wikenhauser, Los Hechos de los apóstoles, Barcelona 1967, 292. Por ejemplo C. Spicq, Les épitres pastorales I, Paris 1969, 483. Cf. W. Foester, en TWNT VII, 175-178.

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La iglesia primitiva y la práctica religiosa

La iglesia primitiva y la «religión»

En todos estos textos, el culto de los cristianos no se refiere para nada a lo ritual en el ámbito sagrado, sino a la existencia apostólica y cristiana en su totalidad. Especialmente significativo, a este respecto, es el texto de Rom 12, 1, donde Pablo viene a afirmar: éste es el culto que Dios quiere de vosotros; y a continuación habla del amor que debe existir entre los cristianos8. Solamente en Hech 13,2 la leitourgía parece referirse a una celebración comunitaria de los cristianos de Antioquía. Por otra parte, en una ocasión, Pablo se presenta a sí mismo como «ministro» (leiíourgon) de Cristo entre los paganos, que ejerce el sagrado oficio del evangelio, pero está demostrado que el verbo ierourgein, que aparece en este texto (Rom 15, 16), no se refiere necesariamente a un oficio sagrado, sino que se aplica también a los fieles en general9. Hay un texto en el evangelio de Mateo (5, 23-24) que podría ser interpretado en el sentido de que los cristianos, al menos la comunidad a la que se dirige el autor del primer evangelio, utilizaban ya entonces el altar (zusiastérion), lo cual vendría a decir que los cristianos practicaron, desde el primer momento, determinados ritos sagrados. Pero está demostrado que ese texto no nos enseña nada respecto al ritual eclesial, por la sencilla razón de que, en ese tiempo, no se utilizaban altares entre los cristianos para la celebración de la eucaristía. En efecto, la única referencia que tenemos en el nuevo testamento a este repecto nos habla de la «mesa» (trapéza) (1 Cor 10, 21), no del «altar». Y en Heb 13, 10, la palabra zusiastérion no se refiere para nada a un rito sagrado. Es más, sabemos que los cristianos no tuvieron «altares» hasta tiempos mucho más tardíos, de manera que ni siquiera el texto de Ignacio de Antioquía en Filad 4 (que habla del altar , en relación a la eucaristía) se puede aducir para probar la utilización de ritos sagrados ya a comienzos del siglo segundo, porque se ha demostrado que ese texto fue interpolado en las cartas de Ignacio mucho más tarde, seguramente un siglo después 10 . Incluso en la Didaskalia siria (a comienzos del siglo III), el «altar» de la iglesia son las viudas y los huérfanos n , texto que se vuelve a recoger en las Constituciones apostólicas (ai te jérai kai orfanoi eis tupon tou zusastérou lelogíazosan umin)12 y más adelante se vuelve a insistir en que los huérfanos, los pobres, los enfermos, los

ancianos y las familias que tienen muchos hijos son considerados como el altar de Dios 13 . Por consiguiente, si en el siglo III se tenía esta concepción del «altar», no es imaginable que ya a los pocos años de la muerte de Jesús se hable de un altar de ritos sagrados en la iglesia. Por lo tanto, parece que lo único que se puede deducir de Mt 5,23-24 es la subordinación del culto a la caridad expresada como perdón y misericordia 14. Y todavía, una observación importante: en el tema anterior hemos visto cómo Jesús rechazó el templo, el sábado y el sacerdocio. Sabemos también que las comunidades de las que nos habla el nuevo testamento no tenían templos, sino que celebraban sus reuniones en las casas. Tampoco aquellas comunidades tenían sacerdotes, hasta el punto de que todos los autores del nuevo testamento evitan cuidadosamente aplicar el término iereus (sacerdote) a los dirigentes o líderes de cada iglesia. Es decir, no se trata simplemente de un argumento «de silencio», como si a los autores del nuevo testamento se les hubiera pasado inadvertido el designar como «sacerdotes» a los responsables de las comunidades, sino que se trata de que expresamente no quisieron dar ese título a los ministros de la iglesia. Este punto ha sido abundantemente demostrado por la exégesis15. Lo cual es significativo. Porque, como se ha dicho acertadamente, mientras que todos los grupos religiosos de la antigüedad tenían sus cuadros de mando, con una nomenclatura acuñada al respecto, la iglesia primitiva no utilizó esa nomenclatura para sus ministros, sino que aplicó a sus dirigentes títulos profanos, tomados de las organizaciones públicas y civiles del tiempo: presbyteroi, episkopoi, proistamenoi, egoúmenoi, douloi, diakonoi. Este punto es de sobra conocido y ha sido estudiado abundantemente16. Por último, sabemos también que, en las comunidades primitivas, se tuvo buen cuidado de no admitir ni tolerar la celebración de determinados días religiosos o, en general, tiempos sagrados, con sus ritos y ceremoniales correspondientes. Así, en Col 2, 16 se advierte a los cristianos: «Por eso nadie tiene que dar juicio sobre lo que coméis

8. Cf. J. M. Castillo, La alternativa cristiana, Salamanca 51980, 242. 9. Cf. C. Wiener, Ceux qui assurent le service sacre de Tevangile (Rom 15, 16), en la obra en colaboración, Les prélres, formation, ministére et vie, Paris 1968, 257-259. 10. Cf. J. Rius-Camps, La interpolación en las cartas de Ignacio: Revista catalana de Teología II/2 (1977) 309-311. 11. Didask. II, 26, 8, ed. Funk 104. 12. Ibid., 105.

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13. Altare is enim Dei deputatus est, dice la versión latina de la Didaskalia: IV, 3, 3, Funk, 220. 14. Cf. S. Legasse, El evangelio según Mateo, en la obra en colaboración, El ministerio y los ministerios según el nuevo testamento, Madrid 1975, 182. 15. Cf. J. Colson, Ministre de Jésus-Chrisl ou le sacerdoce de Tevangile, Paris 1966, 177-207; B. Sesboue, Ministerio y sacerdocio, en El ministerio y los ministerios según el nuevo testamento, 439. 16. Cf. A. Lemaire, Les ministéres aux origines de l'église, Paris 1971, con amplia bibliografía en 219-236; una obra de divulgación sobre este punto, el libro de J. A. Mohler, Origen y evolución del sacerdocio, Santander 1970; y los apuntes de J. M. Castillo, El sacerdocio ministerial, Madrid 1971.

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La iglesia primitiva y la práctica religiosa

El rechazo de lo «sagrado»

o bebéis, ni en cuestión de fiestas, lunas nuevas o sábados; eso era sombra de lo que tenía que venir, la realidad es el Mesías». Evidentemente, aquí se rechaza el tiempo sagrado, lo mismo que las prescripciones rituales acerca de los alimentos. Todo eso es una mera apariencia, algo que no sirve ni tiene valor. Más adelante dirá, en el mismo contexto: «Eso tiene fama de sabiduría por sus voluntarias devociones, humildades y severidad con el cuerpo; no tiene valor ninguno, sirve para cebar el amor propio» (Col 2, 23). Y en la Carta a los gálatas, dice Pablo: «Respetáis ciertos días, meses, estaciones y años; me hacéis temer que mis fatigas por vosotros hayan sido inútiles» (Gal 4, 10-11). Aquí se utiliza el verbo parateréo, que significa exactamente «observar con fidelidad», «celebrar»17. En el contexto, se trata del rechazo de las observancias religiosas como expresiones fundamentales de idolatría. Tal es, en efecto, el sentido de Gal 4, 8-11. A la vista de los resultados que nos ofrece el análisis de la terminología del nuevo testamento sobre «lo religioso» y «lo sagrado», se puede afirmar que la iglesia primitiva no se vio a sí misma como una «religión», es decir, como una organización religiosa, con sus templos, sus sacerdotes, sus fiestas, y los ritos ceremoniales correspondientes. Tampoco se habla en el nuevo testamento de «religión», «observancias cultuales», «sacrificios» o «servicios religiosos», porque las palabras que se refieren a todo eso se utilizan en un sentido completamente distinto del que habitualmente suelen tener en las organizaciones religiosas.

por los pecados, como consta, no sólo por las tradiciones del antiguo testamento (cf. Lev 16 y Ez 45), sino además por la práctica establecida en otras religiones18. Desde otro punto de vista, sabemos que la doctrina cristológica fue presentada, en algunos casos, mediante categorías religioso-rituales. Así, Pablo designa a Cristo como cordero pascual que fue inmolado (pásja émón étúze) (1 Cor 5,7). Y en la Carta a los romanos afirma que Dios nos ha puesto delante al Mesías Jesús «como lugar donde, por medio de la fe, se expían los pecados con su propia sangre» (Rom 3, 25). En este texto, el término ilastérion es claramente sacrificial y designa el instrumento de expiación o propiciación (cf. Heb 9, 5). Más clara aún es la fórmula de Ef 5, 2: «el Mesías os amó y se entregó por vosotros, ofreciéndose a Dios como sacrificio fragante». Aquí los términos prosforá (oblación) y zusía (hostia, víctima) pertenecen inequívocamente al vocabulario cultual. También en la primera carta de Pedro se designa a Cristo como el «cordero inmolado», que es sacrificado y con cuya sangre se obtiene la redención (1 Pe 1,19). Finalmente, se debe recordar también el texto de Le 24, 50-51, en el que Cristo resucitado se muestra bendiciendo a los discípulos, gesto que lo compara implícitamente al sumo sacerdote que después del sacrificio bendecía al pueblo alzando las manos al cielo (Lev 9, 22 s; Eclo50, 22)19. Se trata, por consiguiente, sólo de algunas fórmulas, pocas en total. Pero, en todo caso, esto indica que las primeras comunidades cristianas interpretaron su relación con Dios en categorías rituales, en determinados casos. Y aunque es verdad que estos casos son poco frecuentes en todo el conjunto de documentos del nuevo testamento, no podemos ocultar que los indicios que aquí acabamos de recoger nos plantean una cuestión importante, que analizamos a continuación.

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3. Los indicios de una interpretación «sagrada» en el nuevo testamento No son muy numerosos. De todas maneras, algunos datos se encuentran en el nuevo testamento, sin duda como influjo del antiguo. En los relatos de la institución de la eucaristía, la sangre de Jesús se designa como «sangre de la alianza» (aimá tés diazékes) (1 Cor 11, 25; Mt 26, 28 par). Esta ex'presión parece aludir claramente al sacrificio de la alianza (cf. Ex 24, 8; Jer 31, 31; Zac 9, 11). Por otra parte, las palabras «que se derrama por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26, 28 par) tienen un estrecho parentesco con la afirmación de Pablo según la cual, Cristo murió por nuestros pecados (1 Cor 15, 3; Rom 4,25; 5,6.8). Ahora bien, en este lenguaje se alude claramente al aspecto sacrificial, puesto que el sacrificio de la expiación se ofrecía 17. M. Zerwick, Analysis philologica N.T. graeci, Roma 1953, 422.

4. El rechazo de «lo sagrado» Según acabamos de ver, en el nuevo testamento se encuentran algunas fórmulas, términos y expresiones que dicen relación a «lo sagrado». Además, hay que tener presente que los cristianos pusieron en práctica, desde el primer momento de su existencia como iglesia, determinados gestos simbólicos, que venían siendo utilizados en otras religiones: el bautismo, como celebración de iniciación para ingresar 18. Cf. G. Widengren, Fenomenología de la religión, Madrid 1976, 273. 19. Cf. A. Vanhoye, Epistolae ad hebraeos, textus de sacerdotio Christi, 17.

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La iglesia primitiva

y la práctica

religiosa

o ser incorporados a cada comunidad; la cena o «fracción del pan», como comida específica de la comunidad creyente; ciertos gestos de bendición o «imposición de manos»; la confesión de los pecados como gesto penitencial. De todo esto hablaremos ampliamente más adelante. Por otra parte, como vamos a ver enseguida, con el paso del tiempo se fueron introduciendo en la iglesia, no sólo fórmulas y expresiones sacrales, sino que además se llegó a la construcción de templos, la institución de días festivos en sentido religioso, y la organización de un clero con diversos rangos o categorías de sacerdotes como personas sagradas. A la vista de estos hechos, hay que hacerse una pregunta que parece enteramente central en todo este asunto: ¿dejó el nuevo testamento la puerta abierta para que se produjera esta evolución? Pero, llegando más al fondo de la cuestión, ¿no sería necesario demostrar que la dejó cerrada para que esa evolución no se produjera?20. Se ha dicho que, «dada la mentalidad primitiva de la iglesia, parece evidente que la puerta quedó abierta» 21 . Sin embargo, aquí es de la mayor importancia comprender que, para resolver este problema, no basta echar mano de ciertas fórmulas aisladas o determinadas expresiones del vocabulario sacral, que ciertamente se encuentran en algunos escritos del nuevo testamento y en los autores de los siglos siguientes, como vamos a ver enseguida. El punto central y decisivo, en este asunto, está en comprender, de una vez por todas, tres hechos del máximo interés que aparecen expresamente destacados en el nuevo testamento: por una parte, el enfrentamiento mortal entre Jesús y la institución religiosa del tiempo; por otra parte, la total ausencia de templos, rituales y sacerdocio en las comunidades cristianas más primitivas; finalmente, el hecho de que los cristianos colocaron en el centro de sus creencias a un hombre muerto, y por cierto muerto en una cruz. Este último punto merece especial atención. Porque, en las tradiciones populares del tiempo, un dios se diferenciaba de un hombre ante todo por el hecho de estar exento de la muerte y por los poderes sobrenaturales que ello le confería. De ahí, la frase, tantas veces repetida, de que «el hombre es un dios mortal, y un dios es un hombre inmortal»; de ahí también la posibilidad de tomar erróneamente por dios a un hombre, con tal de que éste hiciera alguna demostración de poderes sobrenaturales, como les ocurrió a Pablo y Bernabé en Listra (Hech 14, 18 s) y en ocasiones a Apolonio de

20. 21.

Cf. J. Colson, Ministre de Jésus-Christ ou le sacerdoce de l'évangile, 206. Ibid., 343.

El rechazo

de lo

«sagrado»

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Tiana 22 . Y algo más tarde, sabemos por Orígenes que Celso acusaba de blasfemo al cristianismo por situar a otro ser a la altura del Dios supremo 23 . Pero, sobre todo, cuando este ser era un hombre muerto y además crucificado, entonces resultaba sencillamente impensable que quienes veneraban a semejante ser fueran considerados en aquel tiempo como gente religiosa. Todo lo contrario: venerar a un crucificado era la negación de la sacralidad, es decir, algo que nada tenía que ver con la religión. Por eso, los primeros cristianos tuvieron que defenderse frecuentemente de la acusación de irreligiosidad y de sacrilegio. Y, lo que es peor, se tuvieron que ver complicados en la drástica acusación de ser considerados como ateos. Por eso, los autores cristianos de los siglos II y III tuvieron que responder con frecuencia a esa acusación. Así, Justino 24 , Atenágoras2s, el MariPolicarpi26, Clemente de Alejandría27, Lactancio28, Arnobio 29 . Pero aquí es muy importante tener en cuenta que el problema que procupaba a los ciudadanos del imperio en aquel tiempo no era el problema del «ateísmo teórico», sino el hecho de no dar culto a la divinidad: déos non colerei0. Por eso, se comprende que, por ejemplo, en el Martyrium Symphoriani se diga: «Symphorianus publici criminis reus, qui diis noslris sacrificare detrectans maistatis sacrilegium perpetravit, sacris etiam altaribus irrogavit iniurias, gladio ultoris feriatur»'*1. Y en las Acta Cypriani: «diu sacrilega mente vixisti... et inimicum te diis romanis et religionibus sacris constituisti»32. En estos testimonios, lo que se consideraba intolerable era el que no se respetasen «los sagrados altares» o «las religiones sagradas». En una sociedad en la que había dioses para todos los gustos y en la que una divinidad más no hubiera sido problema para nadie (cf. Hech 17, 22-23), lo que realmente resultaba intolerable era una secta que no daba muestras de rendir un culto sagrado a ningún dios. Es decir, lo que estaba enjuego no era el problema del ateísmo teórico, sino el hecho concreto y

22. Filostrato, Vita Ápollonii 4, 31; 5, 24; 7, 11; cf. E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia, Madrid 1975, 105. 23. Contra Celsum 8.12, 14; cf. E. R. Dodds, o. c, 154. 24. Apol. I, 6, 13; 13, 1. 25. Suppl. 3; cf. 4.13.30. 26. C. 3.9. 27. Strom. VII, 1, 1: 1,4. 28. Epit. 63 (68). 29. III, 28; VI, 27. Cf. para la enumeración y análisis de estos textos, A. Harnack, Der Vorwurf des Atheismus in den drei ersten Jahrhunderten, en TU XIII, Leipzig 1905, 816. 30. Cf. A. Harnack, o. c., 10. 31. C. 6, edit. Ruinart, Ratisbona 1859, 127. 32. Cf. A. Harnack, o. c., 9, n. 1.

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La iglesia primitiva y la práctica religiosa

La oposición al culto «ritual»

práctico de una asociación que no tenía templos, ni altares, ni sacerdotes, ni ritos sagrados. Y para colmo, se trataba de una asociación que afirmaba su fe en un «dios crucificado», cosa que' no podía ser sino considerada como sacrilega y blasfema en aquella sociedad tan profundamente religiosa33. La consecuencia que se desprende de lo dicho es que el acontecimiento de la muerte de Cristo, como acontecimiento esencialmente profano, prohibe a la iglesia regresar hacia atrás, hacia lo que había antes de la muerte de Jesús. Porque la cruz representa la abolición de todas las «mediaciones sagradas». La cruz enseña a los hombres que el acercamiento a Dios no se consigue alejándose de la vida ordinaria, sino asumiendo esa vida y comprometiéndose con ella hasta el extremo de ser considerado —si es necesario— como un rebelde, como un maldito y como un sujeto al que hay que eliminar34. Por consiguiente, se puede asegurar que el nuevo testamento dejó la puerta cerrada para que, en el futuro, no se diera la evolución que de hecho se vino a imponer más tarde hacia la sacralidad y los rituales sagrados como mediaciones entre Dios y el hombre.

culto (Kultgeschichtliche Methode), como H. Gunkel, S. Mowinckel, S. H. Hooke y A. Haldar, que defienden la existencia de una buena cantidad de profetas cultuales en Israel36. Pero, sea cual sea la postura que adopten los especialistas sobre este asunto, hoy es indudable que en el antiguo testamento existe toda una corriente anticultual, al menos en el sentido de que Dios no quiere el culto que va asociado a la injusticia entre los hombres 37 . Ahora bien, supuesto que en el antiguo testamento existía esta amplia documentación de textos anticultuales, resulta de singular interés saber que en la iglesia primitiva estos textos bíblicos fueron ampliamente utilizados y difundidos, es decir, la iglesia de los tres primeros siglos aceptó y se aplicó a sí misma la crítica anti-cultual —o más exactamente, anti-ritual— de los autores del antiguo testamento. Esta aceptación se encuentra de manera insistente en los autores cristianos del siglo II e incluso en algunos del siglo III. En efecto, entre las primeras generaciones cristianas circulaban colecciones de textos del antiguo testamento, en los que se advierte una intención determinada: poner de manifiesto que Dios no tiene necesidad de sacrificios ni de ritos sagrados. Es decir, las citas anticultuales del antiguo testamento fueron, no sólo ampliamente utilizadas, sino incluso coleccionadas en extractos o florilegios que recibieron, según parece, el nombre de Testimonia y que seguramente eran «fruto de notas personales de lectura»38. Lo cual quiere decir que esta mentalidad anti-cultual y anti-ritual estaba ampliamente difundida entre los creyentes en el siglo II e incluso durante buena parte del siglo III. La existencia de estos florilegios o colecciones anti-cultuales de Testimonia ha dado pie a una larga controversia entre los especialistas, desde el estudio que, en 1938, publicó K. A. Credner3g, hasta los trabajos de C. H. Dodd 4 " y A. C. Sundberg41y más recientemente el excelente libro de P. Prigent42, que ha presentado ampliamente el desarrollo de esta controversia a lo largo de más de un siglo de importantes trabajos que se han sucedido sobre el tema 43 . Como

5. La oposición al culto «ritual» Como es bien sabido, a lo largo de la historia de Israel existió una corriente de pensamiento, de inspiración profética, que se opuso y hasta se enfrentó seriamente al culto ritual establecido. La documentación de textos del antiguo testamento en este sentido se encuentra en tres series de fuentes: 1) en los profetas, sobre todo en los anteriores al exilio: Amos (2, 7 s; 4, 4 s; 5, 4 s; 5, 21 s), Isaías (1, 11 s; 29, 13), Oseas (2, 13-15; 4, 11-19; 6, 6; 8, 5 s; 10,8; 13, 2), Miqueas (6, 6-8), Jeremías (6, 20; 7; 26, que no es sino una segunda recensión del capítulo 7); y también en los profetas posteriores al exilio: Isaías (58, 6-7; 66, 1-3); 2) en los sapienciales: Proverbios (15, 8; 21, 3.27) y sobre todo en el capítulo 34 del Eclesiástico; 3) en los salmos (40, 78; 50, 8-15; 51, 18-19). Esta documentación de textos, tan variados y abundantes, ha sido enjuiciada muy diversamente, desde quienes, como J. Wellhausen y P. Volz, han llegado a afirmar que el Dios del antiguo testamento odia el culto porque es impío en su fundamento mismo 35 , hasta los que han defendido los métodos de aproximación cultual y revalorización del 33. Cf. J. Moltmann, El Dios crucificado, Salamanca 1975, 53. 34. Cf. J. M. Castillo, La alternativa cristiana, 260. 35. Cf. L. Ramlot, en DBSup VIII, 1123, con bibliografía abundante.

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36. Ibid., 1127. 37. Cf. para este punto, J. M. Castillo, La alternativa cristiana, 301-308, con abundante bibliografía en p. 303-304; cf. además el interesante estudio de J. L. Crenshaw, Prophetic conflict. Its effect upon israelite religión, Berlin 1971, especialmente 23-38. 38. J. P. Audet, Vhypotése des Testimonia: RB 70 (1963) 381-405. 39. Beitráge zur Einleitung in die biblischen Schriften II,Halle 1838, 318 s. 40. According to the Scripture, London 1953. 41. On testimonies: Novum Testamentum 3 (1959) 268-281. 42. Les Testimonia dans le christianisme primitif. Vepitre de Barnabé I-XVI et ses sources, Paris 1961. 43. O. c, 16-28.

La iglesia primitiva y la práctica religiosa

La oposición al culto «.ritual»

resultado de estos trabajos, hoy se puede afirmar que, si bien no podemos estar seguros de que existieran colecciones de Testimonia anteriores al cristianismo (y que habrían influido en los escritos del nuevo testamento), es un hecho que los cristianos de los siglo II y III utilizaron determinados florilegios de textos bíblicos. De estos florilegios, alguno ha llegado íntegramente hasta nosotros, el Ad Quirinum de Cipriano 44 , que aunque fue más tarde cuando recibió el título de Testimoniorum libri tres 45, es incuestionable que, de hecho, representa una amplia colección de textos del antiguo y del nuevo testamento, con citas frecuentes de los pasajes anticultuales46. Por consiguiente, incluso a mediados del siglo III se seguían utilizando entre los cristianos estas recopilaciones de textos proféticos del antiguo testamento, en los que se critica seriamente el culto ritual por ser practicado sin prestar atención a las obligaciones que impone la justicia para con los indigentes. Los autores en los que se encuentran vestigios claros de estas colecciones son numerosos. Ya se advierte una insinuación en este sentido en la Didajé (XIV) al citar el texto de Mal 1,11-1447. También en Clemente Romano 48 . Indudablemente se encuentran referencias de Jos Testimonia anti-rituaíes en Ja Epístola de Bernabé49, en ía Epístola a Diogneto50, en Justino 51 , en Teófilo de Antioquía52, en Ireneo 53 , en la Altercatio Simonis et Theophili (7, 28), en Clemente de Alejandría54, en Tertuliano55. La prueba de que las citas anti-rituales, que aparecen en estos textos, provienen de colecciones de Testimonia se basa en un doble hecho: 1) la presencia de citas compuestas, es decir, pertenecientes a dos autores distintos; 2) las falsas atribuciones, por ejemplo un texto de Jeremías atribuido a Isaías. Cuando se dan estas dos anoma-

lías en obras literariamente independientes, tenemos en ello la prueba clara de que tales obras dependen de una fuente común, a saber, las colecciones de florilegios o Testimonia (aun cuando en aquel tiempo no recibieran ese nombre, cosa que por lo demás importa poco) 56 . Por ejemplo, en la Epístola de Bernabé (2, 10) se encuentra una cita compuesta del Salmo 50, 19 y de un apócrifo, el Apocalipsis de Adán. Pero resulta que esa misma cita, así compuesta, se encuentra igualmente en Ireneo 57 , que no parece haber conocido la Epístola de Bernabé. Es, por tanto, razonable admitir que Ireneo tenía ante sí la misma fuente que el apócrifo atribuido a Bernabé59. Los ejemplos en este sentido se pueden amontonar sin demasiada dificultad, cosa que ha sido demostrada ampliamente en el caso de la Epístola de Bernabé-9 y tiene también sus sólidos fundamentos en lo que se refiere a Ireneo 60 . En cuando a Justino, aunque en muchos casos no parece depender de colecciones de Testimonia, sin embargo es seguro que depende de una fuente anterior a la Apología y al Diálogo^1. En consecuencia, nos encontramos con dos hechos suficientemente probados: por una parte, la corriente profética del antiguo testamento, que se opone al culto ritual cuando la práctica religiosa no va acompañada de la justicia y el amor a los demás; por otra parte, esta corriente de pensamiento es asumida por la iglesia antigua, especialmente durante el siglo II, hasta el punto de que los autores cristianos de ese tiempo, no sólo citan con frecuencia los textos proféticos de oposición al culto, sino que además se llega a confeccionar colecciones de textos en ese sentido. Es verdad que en todo este asunto se muestra claramente el distanciamiento y hasta el rechazo que los cristianos sentían hacia el judaismo. Pero no es menos cierto que, en realidad, lo que ocurrió es que la iglesia acogió plenamente la protesta anti-ritual de los profetas del antiguo testamento62. Por consiguiente, está fuera de duda que, a lo largo del siglo II e incluso entrado el siglo III, existió en la iglesia una conciencia clara de oposición al culto religioso, tal como ese culto había sido criticado y hasta rechazado por los profetas

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44. Ed. G. Hartel, CSEL3/1. 45. Seguramente fue Agustín quien le dio ese título como parece constar en Contra duas epístolas pelagianorum IV, 10, 27-28; CSEL 60, 554-559; cf. C. H. Turner, Prolegomena to the «Testimonia» and «Ad Fortunatumo: JTS 31 (1930) 228. 46. Testim. I, 16; CSEL 3/1, 49-50; I, 24.59; II, 4.66; II, 10.75; III, 1.108; III, 1.110; 111,20.134; III, 20.137; III, 111.181. 47. Cf. M. Jourjon, Textes eucharistiques des peres anténicéens, en la obra en colaboración, Veucharistie, le sens des sacrements, Lyon 1971, 105-107. 48. Epist. 52, 3-4. Cf. M. Jourjon, o. c., 96. 49. 2, 4; 2, 7-8; 2, 10; 3, 1-3; 3, 5; 9, 1-3; 9, 5; 11, 2-3; 14, 1-3; 15, 1-2; 16, 1-2; 16, 3. 50. 3, 4. 51. Apol. I, 37, 5-9; 44, 2-4; 61, 7-8; Dial. 15, 1-6; 22, 2-10; 41, 2-3; 117, 1. 52. Los tres libros de Aulólico III, 12. 53. Adv. Haer. IV, 17, 1-4; cf. IV, 20, 1-8. 54. Paedag. 3, 12, 89 s; 90, 4; Strom. 2, 18; 79, 1. 55. Adv. lud. 5; De oral. 28; De ieiun. adv. psych. 13; Adv. Marc. II, 18.19.22; IV, 1.14; V, 4.

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56. Cf. P. Prigent, o. c, 28. 57. Adv. Haer. IV, 29, 1. ed. Harvey II, 194. 58. Cf. A. Benoit, Saint trénée. Introduction á Tetude de sa théologie, Paris 1960, 97-98. 59. Cf. P. Prigent, o. c, 217-220. 60. Cf. A. Benoit, o. c, 89-102. 61. Cf. P. Prigent, Justin et rancien testament, Paris 1964, 10. 62. Este punto ha sido analizado repetidas veces y desde diversos aspectos. Cf. O. Schmitz, Die Opferauschauung des spaieren Judentums und die Opferaussage des NTs, Tübingen 1910; H. Wenschkewitz, Die Spiritualisierung der Kultusbegriffe Tempe!, Priester und Opfer im NT, Leipzig 1932; E. Lohmeyer, Kultus und Evangelium, Góttingen 1942; H. J. Scoeps, Théologie und Geschichte des Judenchristentums, Tübingen 1949, 219 s.

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de Israel. Esto, evidentemente, tiene su importancia para la teología de los sacramentos. Pero, antes de abordar ese problema, interesa saber si esta oposición al culto comportaba un auténtico rechazo del mismo. Y si así es, nos preguntamos: ¿en qué sentido se rechazaba, en aquel tiempo, el culto basado en ritos y ceremonias sagradas?

el incienso (aspecto ritual), y conservando sólo dos ideas: que el sacrificio de los cristianos se ofrece en todo tiempo y lugar; y que se trata de un sacrificio puro, porque los participantes viven con una conciencia limpia y están unidos entre sí. No se hace mención alguna a la ejecución exacta de un determinado ritual, mientras que todo el acento se pone en las actitudes personales de los participantes, porque de esas actitudes es de lo que depende la autenticidad del sacrificio. Se trata, por tanto, de un texto claramente anti-ritual. El culto agradable a Dios no es una ofrenda legal ni de pureza ritual, sino la coincidencia de los corazones65. En la epístola de Clemente Romano a la comunidad cristiana de Corinto,se advierte a primera vista una mentalidad claramente cultual, en el sentido de la religiosidad del antiguo testamento. En este sentido, es significativa su insistencia en la presentación de «ofrendas» (prosforás) (40, 1-2.4.5)66. Pero con decir eso no basta para comprender la mentalidad de Clemente Romano acerca del culto cristiano. Porque cuando habla del sacrificio, directamente practicado por los cristianos, su vocabulario cambia. En efecto, en el capítulo 52 de la carta, habla de este asunto. Y entonces cita dos salmos, el 49 y el 50, que como se sabe son dos de los salmos anti-cultuales. Pero lo curioso es que de esos dos salmos, Clemente cita solamente los pasajes anti-cultuales o anti-sacrificiales. Parece lo más seguro que Clemente se inspira aquí en los florilegios o Testimonia anti-rituales67. La cita del salmo 49,14 se refiere al «sacrificio de alabanza» y muestra claramente que, para Clemente, este sacrificio es, no un rito cualquiera, sino la alabanza. Es decir, que para los cristianos no hay sacrificio propiamente tal. En este sentido, se puede afirmar que el sacrificio que Dios quiere, según Clemente, es la vida moral, el comportamiento ético. La cita del salmo 50 es más elocuente, porque ya lo ha citado antes (18, 16-17) y aquí lo vuelve a citar (52, 3), pero en lo que se fija es en el «sacrificio de alabanza» (zusía ainéseos) y viene a decir que ese sacrificio es la pureza del corazón: «Porque el sacrificio para Dios es un espíritu contrito» (52, 3-4). Como observa el mismo M. Jourjon, «lo que es leído en la Biblia, gracias a la expresión zusía ainéseos, es que los cristianos tienen razón al no practicar sacrificios»68. Pero, sin duda alguna, entre los autores cristianos más primitivos, el que más destaca la espiritualización del culto cristiano es Ignacio de

6. El rechazo del culto «ritual» Los autores cristianos del siglo II citan los textos anticultuales del antiguo testamento con una intención determinada: probar que Dios no tiene necesidad de sacrificios, ni fiestas, ni observancias, ni ritos sagrados. Es decir, basándose en la autoridad de los textos anticultuales, estos autores trataban de probar que los cristianos no practicaban rituales sagrados porque Dios no necesita tales rituales, ni por consiguiente los acepta. Esta argumentación es ampliamente utilizada por Justino. Pero no sólo por él. En el mismo sentido hablan los otros apologistas del siglo II y también Ireneo. Pero antes que en estos autores, las ideas anti-rituales aparecen ya en la Didajé, en Clemente Romano y en Ignacio de Antioquía. La Didajé (14,1-3), precisamente al referirse a la celebración de la eucaristía (dkásete arton kai eujaristésate, 14, l) 6 3 , expresa una concepción bastante original sobre el «sacrificio» (zusía). Indudablemente, se trata de un «sacrificio espiritual», porque las condiciones que se requieren, para realizar tal sacrificio, no se refieren a la ejecución exacta de un rito, sino que lo que se exige es la pureza de la conciencia (14, 1) y la unidad de los participantes (14, 2). Y todo eso se requiere, «para que el sacrificio sea puro» (14, 1) y «para que vuestro sacrificio no se manche» (14, 2). El texto pasa, de la confesión de las faltas, en el sentido de las confesiones que se encuentran en los salmos y en la liturgia sinagogal64, a la experiencia de la conciencia limpia y la comunión fraterna. Ese es el sacrificio que agrada a Dios. Y sólo entonces tal sacrificio es puro y santo. Evidentemente, se trata, no de un ritual, sino de unas actitudes personales. De tal manera que la ofrenda es pura porque es limpia la actitud de los participantes. Y para que no quede duda a este respecto, se cita a continuación la profecía de Mal 1, 11 (14, 3), pero de tal menera que la Didajé mutila el texto bíblico, suprimiendo lo que en él se dice sobre 63. Cf. J. P. Audet, La Didaché. Instruction des apotres, París 1958, 461. 64. Por ejemplo, Salm 106; Esdr 9, 6-15; Dan 9, 3-19; cf. W.O.E. Oesterley, The jewish background of the christian liturgy, Oxford 1925, 76-79.

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65. Cf. M. Jourjon, o. c, 107. 66. Cf. J. de Watteville, Le sacrifice dans les textes eucharistiques des premieres siécles, Neuchátel 1966, 42. 67. Cf. M. Jourjon, o. c., 96. 68. Ibid., 97.

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Antioquía69. Esto se advierte, sobre todo, en la Carta a los romanos, en la que el «altar» se entiende como la puesta en práctica de la «caridad»: «Mientras que hay todavía un altar, preparado, a fin de que formando un coro por la caridad» (Rom 2, 2). Además, la propia muerte de Ignacio es el «sacrificio»: «Suplicad a Cristo por mí, para que por esos instrumentos (los dientes de las fieras) logre ser sacrificio de Dios» (Zeou zusía) (Rom 4, 2). En el pensamiento de Ignacio, el culto de los cristianos es la existencia en el amor, la donación y la unidad. Así consta expresamente por Mag 7, 2; Tral 7, 2; Filad 4, 1; 9, 1. En todos estos textos, el «altar» y el «sacrificio» son la unidad de la comunidad: «Todo esto dirigido a la unidad de Dios» (Filad 9, 1). De nuevo nos encontramos aquí con el mismo planteamiento que ya hemos observado en la Didajé y en Clemente Romano: el culto sacramental de los cristianos, concretamente la celebración de la eucaristía, no consiste en la ejecución exacta de un ritual, por la sencilla razón de que el culto, el sacrificio, el altar de los cristianos no tienen nada que ver con lo ritual o con lo sagrado, sino que son expresiones que se refieren a las actitudes personales específicas de la existencia cristiana: el amor y la unidad entre los hombres. Por lo demás, recientemente se ha escrito un documentado estudio, en el que el profesor Rius-Camps analiza las interpolaciones que hay, según parece, en las cartas de Ignacio70. Según estos estudios, algunos de los textos indicados, por ejemplo Tral 7, 2, tendrían alementos interpolados por un autor desconocido del siglo III 71 . Pero es importante tener presente que tales interpolaciones afectarían al aspecto de legitimación y defensa de la autoridad del obispo, ya que, según parece, eso es lo que pretendió el anónimo interpolador: «consagrar definitivamente la organización vertical de la iglesia» (obispo, presbítero y diáconoscomunidad), amparándose en la autoridad del mártir Ignacio»72. Pero, sea cual sea la solución que los especialistas den a este problema, queda en pie que en la concepción de Ignacio, el culto de los cristianos no consiste en la puesta en práctica de unos determinados rituales, sino en el «sacrificio» que es el amor y la unidad de la comunidad de fe.

69. Cf. S. M. Gibbard, The eucharist in the ignatian epistles, TU 93, Berlin 1966,214218; J. A. Woodhalla, The eucharistic theology oflgnatius ofAntioch: Communio 5 (1972) 5-21. 70. J. Rius-Camps, La interpolación en las cartas de Ignacio: Revista Catalana de Teología II/2 (1977) 285-370; cf. Id., Las cartas auténticas de Ignacio, obispo de Siria: Revista Catalana de Teología II/l (1977) 31-149. 71. Cf. La interpolación en las cartas de Ignacio, 368-369. 72. lbid.

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Por otra parte, lo que sin duda resulta más revelador en las cartas de Ignacio no es tanto lo que dice, sino lo que no dice. En otras palabras, Ignacio jamás habla de la eucaristía o del culto cristiano en el sentido de ritos o celebraciones «sagradas». Todo lo contrario: cuando habla de la eucaristía, Ignacio se refiere enseguida a las actitudes personales que comporta la vida cristiana: «convertios en nuevas criaturas por la fe, que es la carne del Señor, y por la caridad, que es la sangre de Jesucristo» (Tral 8, 1). Y en la Carta a los romanos: «El pan de Dios quiero, que es la carne de Jesucristo..., su sangre quiero por bebida, que es amor incorruptible» (Rom 7, 3). Esta idea, según la cual la eucaristía es el ágape, el amor cristiano, se repite en Esm 7, 1. El pensamiento de Ignacio a este respecto es claro y uniforme: el culto que tienen que ofrecer los cristianos es su propia vida, especialmente la unidad en el amor. Ese culto comporta, por supuesto, la celebración de la eucaristía. Pero la eucaristía es para Ignacio, no tanto un ritual, sino el símbolo de la unidad (cf. Filad 4, 1), hasta el punto de que en Esm 8, 1 coloca en la misma línea estas cuatro cosas: «eucaristía, comunidad, bautismo y amor». La idea de que el culto cristiano no es ritual, sino existencial, se radicaliza en la Carta de Bernabé. Ante todo, en ella se rechazan expresamente los términos sacrales y tradicionales y lo que esos términos comportan, porque Dios no tiene necesidad de nada de eso: «El Señor, por medio de sus profetas, nos ha manifestado que no tiene necesidad de sacrificios (zusíón) ni de holocaustos (ólokaustomáton) ni de ofrendas» (prosforón)li. Por consiguiente, Dios no quiere nada de lo que hace referencia a prácticas rituales o sagradas. Y para probar esta tesis, el autor de la Carta de Bernabé cita algunos de los textos anticultuales de los profetas74. Pero hay más. Porque no se tra sólo de que Dios rechaza ese tipo de culto, sino que lo más importante es que Dios sólo acepta el culto que brota del corazón: Debemos, por tanto, comprender, no cayendo en la insensatez, la sentencia de la bondad de nuestro Padre, porque con nosotros habla, no queriendo que nosotros andemos extraviados al modo de aquellos; nos dice de esta manera: sacrificio por Dios un corazón contrito; olor de suavidad al Señor, un corazón que glorifica al que lo ha plasmado (Sal 50, 19) 75 .

La postura que aquí se adopta es terminante: Dios no quiere de nosotros nada más que el culto que consiste en la rectitud y bondad del corazón. Cuando más adelante, la Carta de Bernabé describe «los 73. 2, 4; (ed. Ruiz Bueno, Madrid 1967, 773). 74. 2, 5 (773). 75. 2, 9-10 (774).

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dos caminos», el de la luz y el de las tinieblas, que al igual que la Didajé describe cómo tiene que ser la vida moral de los cristianos76, ya no se hace ni la más ligera alusión a prácticas rituales, sino sólo a las exigencias éticas, insistiendo en la práctica del amor a los demás: «Comunicarás en todas las cosas con tu prójimo, y no dirás que las cosas son tuyas propias, pues si en lo imperecedero sois partícipes en común, ¡cuánto más en lo perecedero!»77. Sin duda alguna, entre los apologistas cristianos del siglo II, es Justino el autor que más insiste en la contraposición entre dos formas fundamentales de comprender la relación del hombre con Dios: de una parte, mediante las «ofrendas materiales» (úlikésprosforás) que caracterizan el culto ritual; de otra parte, mediante la existencia en la justicia, la templanza y el amor a los hombres. Ahora bien, Justino repite una y otra vez que Dios no tiene necesidad alguna de nuestros ritos y ceremonias sacrales: lo que él quiere es la vida santa de los cristianos:

necesitados»81. Evidentemente, en este texto se rechazan directamente los sacrificios paganos. Pero lo que llama la atención es que, en lugar de esos ritos, Justino no habla de otros ritos paralelos, que habrían venido a sustituir a los de la religión pagana. Semejante afirmación no aparece jamás en Justino. Es más, su idea es que los ritos sagrados de la religión, tanto pagana como judía, fueron impuestos por causa de la dureza del corazón humano 82 . Porque, como dice Justino, «por los pecados de vuestro pueblo y por sus idolatrías, no porque él tenga necesidad de semejantes ofrendas, os ordenó igualmente lo referente a los sacrificios»83. Por eso, Justino no duda en afirmar que después de la muerte de Jesucristo «terminarían en absoluto todas las ofrendas»84. De ahí que Justino concluye:

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Pero, además, nosotros hemos aprendido que Dios no tiene necesidad de ofrenda material alguna por parte de los hombres, pues vemos ser él quien todo nos lo procura; en cambio, sí nos ha enseñado, y de ello estamos persuadidos y así lo creemos, que sólo aquellos que le son a él gratos, tratan de imitar los bienes que le son propios: la templanza, la justicia, el amor a los hombres y cuanto conviene a un Dios que por ningún nombre impuesto puede ser nombrado 78 .

En este texto, las «ofrendas» (prosforás) expresan claramente el culto ritual, que se contrapone al comportamiento en el amor y la justicia. A partir de este planteamiento básico, las afirmaciones de Justino, cuando utiliza el vocabulario propiamente «sacral», llegan a hacerse extremadamente tajantes. Así, los «sacrificios y el culto» (zúmata kai zerapeías) son cosas que sugieren los demonios a quienes «viven irracionalmente»79; lo mismo que es también cosa de los demonios enseñar a los hombres «a sacrificar y a ofrecerles inciensos» (zúmaton kai zumiamáton)80. Por el contrario, Justino insiste machaconamente en que Dios no tiene necesidad «ni de sangre, ni de libaciones, ni de inciensos»... «Porque el solo honor digno de él que hemos aprendido es no el consumir por el fuego lo que por él fue creado para nuestro alimento, sino ofrecerlo (prosférein) para nosotros mismos y para los 76. 77. 78. 79. 80.

Cf. J. Quasten, Patrología I, Madrid 1968, 95. 19, 8 (807). Apol. I, 10, 1 (ed. Ruiz Bueno, Madrid 1954, 190). Apol. I, 12, 5 (192). Apol. II, 4, 4 (265-266).

En conclusión, como la circuncisión empezó en Abrahán, y el sábado, sacrificios y ofrendas y fiestas en Moisés, y ya quedó demostrado que todo eso se os mandó por la dureza de corazón de vuestro pueblo; así, por designio del Padre, tenía todo que terminar en Jesucristo, Hijo de Dios»5.

Es verdad que los cristianos ofrecen a Dios, en lugar de los sacrificios judíos, el sacrificio de ía eucaristía «que celebran los cristianos en todo lugar de la tierra» 86 . Pero eso no quiere decir que, en lugar de unos ritos, Dios haya establecido otros, que serían por supuesto diversos, pero a fin de cuentas no expresarían sino la misma forma fundamental de relacionarse con Dios, mediante unos rituales sagrados estrictamente observados. Este punto es central en la teología de Justino. Por supuesto, para él la eucaristía es un sacrificio87 y, en ese sentido, es el culto de la comunidad cristiana88. Pero lo importante es comprender lo que significa ese culto para Justino. Porque cuando él habla de la eucaristía no se refiere a un ritual exactamente detallado y fijado a unos condicionamientos de sacralidad (templo, ceremoniales y sacerdotes), sino que se trata de una celebración de la.comunidad creyente, en la que participan los «que se han adherido a nosotros» y los «que se llaman hermanos»89 y en la 81 Apol. I, 13, 1 (193-194). 82 Dial. 18, 2 (331). 83 Dial. 22, 1 (340). 84 Dial. 40, 2 (368). 85 Dial. 43, 1 (372). 86 Dial. 117, 1 (505). 87 Cf. J. de Watteville, o. c, 65-84. 88 Cf. J. Betz, Die Eucharistie in der Zeit der griechischen Váter, Freiburg 1955 269-272. 89 Apol. I, 65, 1 (256).

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que, además, se exige como condición, no sólo la fe y la regeneración que produce el bautismo, sino también el «vivir conforme a lo que Cristo nos enseñó»90. Es decir, la celebración cristiana comporta una experiencia de fraternidad y de adhesión a la forma de vida que trazó Jesucristo. Por otra parte, en las descripciones que Justino hace de la eucaristía91, no se hace alusión a un ritual establecido, sino a la oración en común 92 , la participación en la misma comida, que es «la carne y la sangre de aquel mismo Jesús encarnado»93, y el recuerdo o «memorial» de la muerte de Cristo 94 , que lleva a los participantes a la puesta en común de lo que cada uno tiene: «y los que tenemos, socorremos a los necesitados todos y nos asistimos siempre unos a otros» 95 . Como se ve, la eucaristía no es la puesta en práctica de un ritual fijado, sino la expresión de las experiencias fundamentales de la comunidad creyente. Nos encontramos, por tanto, con un doble hecho: 1) Justino rechaza los ritos religiosos, tanto paganos, como judíos; 2) describe una celebración de la comunidad en la que no se destaca un determinado ritual, sino la expresión de unas experiencias: la adhesión a Cristo, la fraternidad comunitaria y la puesta en común entre los participantes. Lo mismo que Justino, Arístides insiste en que Dios no tiene necesidad de «sacrificio (zusía), ni de libación, ni de nada cuanto aparece»96. Más adelante excluye no sólo los sacrificios y el culto de cuanto se ve 97 , sino además los templos98. Y lo que más llama la atención en este autor es que, al explicar lo que es la vida cristiana, por una parte rechaza tajantemente los ritos religiosos; por otra parte, lo que hace es describir la vida santa que llevaban los creyentes, sin hacer la menor alusión a rituales o prácticas sagradas. El acento de su apología recae sobre la vida de amor y servicio que llevaban los cristianos99. El mismo planteamiento se encuentra en Atenágoras: ante todo, el rechazo de los ritos y sacrificios de la religión pagana 100 y junto a eso,

la afirmación de que para Dios es «el máximo sacrificio» el reconocimiento que hacemos de él en las obras de su creación101. La Epístola a Diogneto es más terminante aún. Porque, por una parte, se extiende en la repetida afirmación de que Dios no necesita de la religión de observancias (zreskeía), porque eso es «estar en el error» y además en eso «hay extravagancia y no piedad»102. Por otra parte, «los cristianos, se ve que están en el mundo, pero el culto (zeosebeía) que tributan a Dios permanece invisible»103. Lo que llama la atención en estos textos es que en ellos se rechaza de piano la religiosidad de observancias y ritos (zreskeía), que se pone en el mimo plano de igualdad tanto en el caso de los paganos como cuando se trata de los judíos 104 . Solamente se admite la zeosebeía, pero de tal manera, que, en ese caso, se trata de un culto invisible. Este culto invisible es la vida santa que llevan los cristianos, de la que habla en todo el capítulo sexto: detestan los placeres impuros 105 , aman a los que les persiguen106, sufren por el hambre y la sed107. Todo esto tiene tanta más importancia, por lo que se refiere al rechazo del culto ritual, cuanto que desde el comienzo mismo de la carta la pregunta que se ha hecho el autor es: «¿Qué culto le tributan?» (los cristianos a Dios) (pos zreskeúontes aútón)108. Supuesta esta pregunta inicial, era de esperar alguna descripción —al menos, alguna alusión como por ejemplo en las descripciones de Justino—, pero resulta que nada de eso se encuentra en la Epístola a Diogneto. Lo que el autor de este documento describe es el culto invisible, que consiste en sostener el mundo con la vida santa que llevan los creyentes. El documento más importante que poseemos, de los comienzos de la literatura gnóstica, es la Carta a Flora de Ptolomeo109. El autor trata expresamente el tema del culto religioso, concretamente el del antiguo testamento. Y afirma que aquellos sacrificios y prácticas no eran sino «imágenes y símbolos» (eikónes kai súmbola) y «tienen una significación diferente después de la revelación de la verdad. En cuanto a su forma exterior y en cuanto a su aplicación literal han sido abolidos, pero, en su sentido espiritual, su significación se ha hecho

700

90. 91. 92. 93. 94. 95. 96. 97. 98. 99. 100.

Apol. I, 66, 1 (257). Apol. I, 65, 1-5; 66, 1-4; 67, 1-7; cf. Dial. 41, 1; 70, 4; 117, 1-3. Apol. I, 65, 4 (256). Apol. I, 66, 2 (257). Apol. I, 66, 3 (257); 67, 1 (258). Apol. I, 67, 1 (258). Apol. I, 2 {Ul). Apol. I, 5 (134). Apol. XII, 3 (143). Apol. I, 5 (134); XV, 7 (145). Legación 1 (647); 13 (664); 18 (671).

101. 102. 103. 104. 105. 106. 107. 108. 109.

Legación 13 (665). III, 1-3 (ed. H. I. Marrou: SC 33, 56-59). VI, 1 (65). Cf. H. I. Marrou: SC 33, 112-113. VI, 5 (65). VI, 6 (67). VI, 9 (67). I, 1 (52-53). Cf. J. Quasten, Patrología I, 259.

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más profunda, porque los antiguos términos han recibido un sentido nuevo»110. Y a continuación viene la gran afirmación: Así el Salvador nos ha ordenado hacer sacrificios (prosforás), no por medio de bestias privadas de razón o por medio de ofrendas de perfume, sino por medio de alabanzas, de glorificaciones, de acciones de gracias (eujaristías) espirituales (pneumatikon) por la caridad y la beneficencia hacia el prójimo 1 1 1 .

Exactamente en el mismo sentido, dirá Tertuliano: «Namque quod non terrenis sacrificiis sed spiritualibus Deo litandum sit, ita legimus: cor tribulatum humiliatum hostia Deo est»112. No debemos de dar a Dios un culto con sacrificios terrenos, sino espirituales, como nos consta por el salmo que dice: el sacrificio para Dios es el corazón quebrandado y humillado. En esta larga enumeración de textos, se repite, como hemos podido advertir, una idea que sin duda era enteramente familiar a los autores —y por tanto, también en las comunidades cristianas— del siglo II: Dios no quiere los ritos externos de las religiones establecidas, bien fuera la religión pagana, bien la religión judía. Evidentemente, tales ritos se rechazaban porque eran expresión de idolatría. Pero no se trata solamente de eso. En los autores que hemos analizado, se repite una y otra vez la idea de que, frente a los cultos religiosos del paganismo y del judaismo, los cristianos tienen un culto diferente, que es esencialmente el culto espiritual, el culto invisible, que consiste esencialmente en la vida santa, el comportamiento ético, especialmente en lo que se refiere al amor al prójimo. Ahora bien, sin duda alguna el autor en que se descubre esta mentalidad, con unas formulaciones más claras y terminantes, es Ireneo de Lyon, el teólogo más importante del siglo segundo113. En efecto, en el libro IV del Adversus haereses, Ireneo establece el principio fundamental que va a orientar su pensamiento en lo referente al culto: Dios no tiene necesidad de nada de cuanto nosotros los hombres podemos ofrecerle; Dios no tiene necesidad ni de nuestros sacrificios, ni de nuestras observancias. Si él ha ordenado a los hombres que hagan sacrificios y que practiquen observancias religiosas, no es porque él lo necesite, sino para nuestro bien, para que nosotros, amándole a él y practicando la justicia, encontremos el

110. 5, 9 (ed. G. Quispel: SC 24, 61). 111. 5,10(61). 112. Adv. Iudaeos 5, CSEL 70, 268. 113. J. Quasten, Patrología I, 287.

El rechazo del culto «ritual»

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camino de nuestra glorificación, que está en Dios 114 . Por eso, insiste Ireneo en que la construcción del templo, la elección de los levitas, los sacrificios y las oblaciones y, en general, toda la ley, no eran cosas que Dios necesitara115. De ahí que las observancias de la ley no fueron establecidas por Dios por su propio interés o necesidad, sino precisamente para bien del hombre H6. El principio, por tanto, es clave: la intención divina, al instituir el culto antiguo, no era su propio bien, sino el bien del hombre 117 . En lógica consecuencia con su planteamiento, Ireneo deduce de lo anterior que cuando Dios veía que los judíos se apartaban de la práctica de la justicia y se aferraban a sus prácticas religiosas, entonces y precisamente por eso les echaba en cara su infidelidad y la esterilidad del culto. Por eso, Ireneo cita ampliamente los textos proféticos del antiguo testamento que atacan el culto cuando no va acompañado de la práctica de lajusticia hacia el prójimo118. Las citas son abundantes, tomadas de los salmos y de los profetas, y en ellas se ha podido advertir el influjo de los Testimonia anti-rituales119. Planteadas así las cosas, Ireneo da el paso decisivo y aborda directamente el sentido del culto cristiano. Los judíos tenían sus sacrificios y su culto; también los tienen los cristianos. Entonces, ¿en qué está la diferencia? Esa diferencia está en que, mientras el culto de los judíos era un culto de esclavos, la práctica religiosa de los cristianos consiste en el culto de los hombres libres120. De ahí que lo que marca la diferencia entre el culto judío y el cristianio es lo que Ireneo llama «la marca distintiva de la libertad» (tekmérion tes eleuzerías)121. Por consiguiente, lo que diferencia esencialmente el culto de la iglesia es que se trata de un culto realizado por hombres libres. Pero, ¿en qué consiste esta libertad? Ireneo lo indica a renglón seguido: los que han recibido el don de la libertad, ponen a disposi114. Non quasi indigens Deus hominis, plasmavit Adam, sed ut haberet in quem collocaret sua beneficia... Sic et servitus erga Deum, Deo quidem nihilpraesiat, nec opus est Deo humano obsequio; ipse autem sequentibus et servientibus ei, vitam et incorruptelam et gloriam aeternam tribuit: Adv. Haer. IV, 25, 1 (Harvey II, 184). 115. Ipse quidem nullius horum est indigens. Adv. Haer. IV, 25, 3 (Harvey II, 185). 116. Adv. Haer. IV, 29, 1 (Harvey II, 193). 117. Non indigens Deus servitute eorum, sedpropteripsos quasdam observantias in lege praeceperit: Adv. Haer. IV, 29, 1 (Harvey II, 193). 118. Adv. Haer. IV, 29, 1-5 (Harvey II, 193-200). 119. Cf. A. Benoit, Saint Irénée. Introduction á l'etude de sa théologie, 89-102. 120. Et non genus oblationum reprobatum est: oblationes enim illie, oblationes autem et hic, sacrificia in populo, sacrificio et in Ecclesia; sed species immulata est tanlum, quippe cumjam non a servís, sed a liberis offeratur: Adv. Haer. IV, 31, 1 (Harvey II, 201). 121. Cf. A. Rousseau: SC 100, 598.

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ción del Señor todo lo que tienen122. No se trata, pues, de la libertad en sentido meramente antropológico123, como facultad física del individuo (autexousía), sino que es la libertad del hombre espiritual, que no está sometido a servidumbre (eleuzería). La libertad del cristiano consiste en la liberación de toda esclavitud, y en la consiguiente actitud, que no por obligación, sino por amor, lo entrega todo con alegría y con libertad (hilariter et libere dantes) I24, como la pobre viuda del evangelio, que entregó todo lo que tenía125. De lo dicho se siguen dos consecuencias fundamentales. En primer lugar, que el culto de los cristianos está esencialmente determinado por una experiencia interior: la experiencia de la libertad; es decir, no consiste en el mero sometimiento a unos determinados rituales o preceptos, sino en la expresión de esa experiencia. En segundo lugar, no se trata de un culto que es santo por sí mismo, sino que es precisamente la santidad del creyente la que santifica el culto; en otras palabras, no es santo el creyente porque practica el culto, sino que el culto es santo porque es practicado por el hombre de fe: «Por lo tanto, no son los sacrificios los que santifican al hombre; pues Dios no necesita de sacrificio: sino que es la conciencia del que ofrece la que santifica al sacrificio»126. Y la razón última de que esto sea así reside en el hecho de que se trata de una relación de amistad entre el hombre y Dios12"?. En la doctrina de Ireneo, el cambio es radical: la diferencia entre el culto judío y el cristiano está esencialmente en que no se trata de un culto que consite en la sola ejecución de unos determinados rituales, que santifican por sí mismos, sino que consiste en la expresión de una vida santa, vida de hombres libres, que precisamente por eso celebran un culto que es aceptado por Dios como la expresión de un encuentro de amistad. Al final de este largo recorrido por los autores del siglo II, podemos concluir que, según la enseñanza de aquellos testigos de la fe, el culto de la iglesia consiste fundamentalmente en la vida santa de los creyentes. Por eso, se rechaza el culto meramente ritual, tanto del paganismo como del pueblo judío. Es decir, aquellas formas de culto son rechazadas, no sólo porque se trata de cultos falsos y tributados a

concepciones de la divinidad que ya no son compartidas por la iglesia, sino además porque el culto cristiano arranca de la experiencia de vida santa que es propia de los hombres de fe, los hombres libres de los que habla Ireneo. Se rechaza, por consiguiente, el culto meramente ritual. Y se acepta únicamente el culto que brota de la vida y es expresión de la vida de fe. Más adelante veremos las consecuencias importantes que comporta esta conclusión para comprender rectamente lo que son los sacramentos cristianos.

122. Qui autem perceprunt libertatem omnia quae sunt ipsorum ad dominicos decernunt usus: Adv. Haer. IV, 31, 1 (Harvey II, 201). 123. Cf. A. Orbe, Antropología de san Ireneo, Madrid 1969, 165-195. 124. Adv. Haer. IV, 31, 1 (Harvey II, 201). 125. Ibid. 126. Jgitur non sacrificio sanctificant hominem; non enim indigest sacrificio Deus: sed conscientia eius qui offert sanctificat sacrificium: Adv. Haer. IV, 31, 2 (Harvey II, 203). 127. Et praestat aceptare Deum quasi ab amico. Ibid.

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7. La regresión hacia la sacralidad superada Se suele decir que a partir de Constantino, durante el siglo IV, la iglesia experimenta un giro decisivo, el llamado «giro constantiniano», en virtud del cual la iglesia se vino a convertir en la «religión oficial» del imperio128. Esto es indudablemente cierto. Y por eso se comprende que a partir de ese tiempo, la iglesia es considerada como la nueva «religión», que había suplantado a las «religiones» antiguas. De ahí que, mientras en el nuevo testamento, como ya hemos visto, el hecho cristiano no es considerado como «religión» (zreskeía), a partir de Constantino se habla de la iglesia y del cristianismo como religio, y fundamentalmente se entiende el hecho cristiano en ese sentido, hasta el punto de que se llega a constituir en la «religión del estado» 129 . La iglesia, en consecuencia, se vino a organizar como toda «religión»: con sus templos, sus sacerdotes, sus ritos sagrados y sus fiestas. Este hecho es de sobra conocido y no hace falta insistir en él. Pero aquí interesa caer en la cuenta de que este proceso de transformación tan profunda no se inicia con Constantino, sino que tiene sus raíces en tiempos anteriores. Es verdad que por lo que respecta al domingo, como día de fiesta obligatoria para los cristianos, se sabe que «fue solamente cuando el emperador Constantino el Grande elevó el domingo a la dignidad de día preceptivo de descanso en el imperio romano, los cristianos procuraron dar un fundamento teológico al descanso dominical, exigido por el estado: con tal motivo retornaron al mandamiento sabático» 13 °. Pero, por lo que se refiere a los templos y a los sacerdotes, el cambio se produjo antes.

128. Cf. H. Fries, en Mysterium salutis IV/1, 244-259. 129. Cf. Ch. Norris Cochrane, Cristianismo y cultura clásica, México 1949, 314-350. 130. W. Rodorf, El Domingo. Historia del día de descanso y de culto en los primeros siglos de la iglesia cristiana, Madrid 1971, 295.

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En efecto, en cuanto al origen de los templos cristianos, sabemos que, cuando hacia el año 270, Porfirio publicó su alegato Contra los cristianos, estos ya poseían importantes riquezas y por eso construían edificios religiosos por todas partes 131 . Pero ya antes, a finales del siglo II, Minucio Félix utiliza por primera ver el término sacraria para aludir a un lugar sagrado en el que se tenían las reuniones de los cristianos132, aunque no se trata de un templo en el sentido que más tarde aparecerá133. Pocos años más tarde, las Recognitiones Clementiae (10, 71) hablan de un tal Teófilo, que consagró, en nombre de la iglesia, su casa para que sirviera de lugar de culto. En el siglo III hay testimonios de la existencia de lo que se llamó la domus eclesiae (la casa de la comunidad o casa del pueblo de Dios), que era una casa particular, posesión de la comunidad, en la que se dedicaba una estancia especial a las celebraciones del culto cristiano134. Por otra parte, seguramente a finales del siglo III ya existían en oriente verdaderos templos, aunque los datos que se poseen al respecto no son del todo seguros135. En todo caso, sabemos que desde finales del siglo II o quizás comienzos del III se inicia un lento proceso de «sacralización» del espacio, que va a culminar, a finales del siglo, con la construcción de verdaderos templos. A partir de Constantino, este tipo de construcciones se multiplican. Pero conviene hacer una observación importante: desde el punto de vista teológico, seguramente el cambio más fundamental se produce cuando se pasa de la domus ecclesiae (casa de la comunidad) a la domus Dei (casa de Dios), hecho que se produce a finales del siglo III, si bien esta segunda expresión continúa designando, con frecuencia, a la comunidad de los fieles incluso en tiempo de Agustín136. Por último, en cuanto se refiere al título de sacerdotes, sabemos que tanto en el nuevo testamento como durante el siglo II, los ministros de la iglesia no fueron designados con tal palabra. Se ha dicho que en Tertuliano tampoco se encuentra137. Sin embargo, la verdad es que en la obra de Tertuliano, el término sacerdote aparece 97 veces, y concretamente aplicado al obispo se encuentra en 8

textos 138 . En oriente, la Didaskalía habla del obispo como iereus (sacerdos) 14 veces139. Es decir, tanto en las iglesias de oriente como en las de occidente, parece que a comienzos del siglo III se empieza a designar a los ministros de la iglesia como «sacerdotes», lo que supone una comprensión claramente sacralizada de las personas que presiden el culto de la comunidad cristiana. Algunos años más tarde, Cipriano designa al obispo como sacerdos en 147 textos 140 y al presbítero claramente en un texto 141 . Pero lo más importante que hay en Cipriano a este respecto no es la frecuencia con que aparece la palabra sacerdos para designar a los ministros de la iglesia. Más significativo que eso, es la mentalidad que demuestra el famoso obispo de Cartago cuando se trata de los «sacerdotes». Para él, en

131. Adv. Christ. 13, 80, 76.27; cf. Eusebio, Hist. Eccl. 8, 1.5; citado por E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia, 145. 132. Ottavio 9, 1. 133. Cf. Ottavio 10, 2. 134. Cf. P. Testini, Archeologia christiana, Roma 1958, 551-555. 135. Ibid., 555-556. 136. Cf. Ch. Mohrmann, Les denominations de CEglise en tant qut'dijice en grec et en latín au cours des premieres siécles chrétiens: Rev. Se. Reí. 36 (1962) 155-174. 137. P. M. Gy, Remarques sur le vocabulaire antique du sacerdoce chrétien, en la obra en colaboración, Etudes sur le sacrament de l'ordre, Paris 1957, 142.

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138. DeBapt. 17, 1.CC291, 13-14; De leiun. 16,8,CC1275, 15; De Pud. 20, 11, CC 1325, 60-61; 21, 17, CC 1328, 79; De exhorta!, cast. 7, 5, CC 1025, 29; 7, 5, CC 1025, 30; II, 2, CC 1031, 11; 7,2, CC 1024, 15. 139. II, 3,1 (Funk 34,12); II, 6, 5 (40, 3); II, 25, 7 (94,27); II, 25, 7 (96,1-2); II, 25, 14 (98, 8); II, 26, 3 (102,15); II, 26,4 (104, 1); II, 27, 1 (106, 2); II, 27, 2 (1/6, 5); II, 27, 3 (106, 6); II, 27, 4 (106, 11); II, 28, 2 (108, 4); II, 28, 7 (110, 4); II, 35, 3 (120, 8). 141. Dehabilu virg. 1, CSEL 188,1; De cath. Eccl. unit. 13, 222, 3; 17, 226,2; 17, 226, 7; 18, 226, 13; 18, 226, 24; 21, 229,14; De laps. 6, 240,16; 14, 247, 16; 16, 248, 22; 18, 250, 16; 22,253,4; 25, 255, 23; 26,256, 9; 28, 257, 22; 29,258,19; 36, 263,27; De oral. 4, 269, 2; 31, 289, 14; De mort. 19, 309, 14; De zelo et liv. 6,423,13; Epist. I, 2,466,20; I, 2, 466, 21; 1,2,466, 22; I, 2,467, 4; 1,2,467, 5; II, 1,469, 19; III, 1, 470,2; III, 1, 470, 9; III, 1,470, 9; III, 2, 471, 14; III, 3, 471, 22; III, 3, 472, 12; IV, 4, 476, 13; IV, 5, 477, 15; XV, 1, 514, 3; XVI, 3, 519, 12; XIX, 1, 525, 10; XXXVI, 3, 575, 13; XXXVIII, 2, 581, 12; XLIII, 3, 592, 18; XLIII, 3, 592,18; XLIII, 4, 593, 7; XLIII, 7,596.16; XLV, 1,599,12; XLV, 2, 600,23; XLV, 2, 601, 8; XLVIII, 4, 608, 8; LII, 2, 617, 23; LII, 3, 619, 14; LV, 8, 629, 24; LV, 9, 630, 12; LV, 9, 630,16; LV, 9, 630, 19; LV, 9, 631, 3; LV, 13, 632, 25; LV, 19, 638, 4; LV, 24, 643, 11; LV, 29, 647, 10; LVI, 3, 650, 2; LVII, 3, 652, 23; LVIIII, 4, 670, 16; LVIIII, 4, 670,17; LVIIII, 5, 671, 21; LVIIII, 5, 672, 2; LVIIII, 5, 672, 3; LVIIII, 5, 672, 5; LVIIII, 5, 672, 11; LVIIII, 5, 672, 16; LVIIII, 6, 673, 20; LVIIII, 7, 674, 5; LVIIII, 12, 679, 15; LVIIII, 13, 680, 13: LVIIII, 13, 681, 3; LVIIII, 13, 682, 7; LVIII, 14, 684, 4; LVIIII, 17, 687, 3; LVIIII, 17, 687, 13; LVIIII, 18, 687, 21; LVIIII, 18, 688, 1; LVIIII, 18, 688, 10; LVIIII, 18, 688, 23; LVIIII, 18, 689, 2; LX, 1, 691, 12; LX, 2, 692,14; LX, 3, 694, 6; LXI, 1, 695,14; LXI, 4, 697, 19; LXII, 5 (error de Hartel; debe ser 4), 701, 3; LXIII, 14,713, 13; LXIII, 18, 716, 8; LXIV, 1, 717, 19; LXV, 2, 723, 3; LXV, 2, 723, 7; LXV, 3, 724, 16; LXVI, 1, 726, 17; LXVI, 1, 727, 6; LXVI, 1, 727, 8; LXVI, 3, 728, 7; LXVI, 4, 729, 11; LXVI, 4, 729, 12; LXVI, 8, 730, 12; LXVI, 7, 731, 9; LXVI, 7, 731, 17; LXVI, 8, 733, 7; LXVI, 8, 733, 10; LXVI, 9, 733, 12; LXVI, 9, 733, 15; LXVI, 10, 734, 7; LXVI, 10, 734, 9; LXVI, 10, 734, 10; LXVII, 2, 736,21; LXVII, 3, 737, 6; LXVII, 3, 737,12; LXV1I, 3, 737, 22; LXVII, 3, 738, 2; LXVII, 4, 738, 4; LXVII, 4, 738, 11; LXVII, 4, 738, 20; LXVII, 6, 741, 6; LXVII, 8, 741, 20; LXVII, 8, 742, 17; LXVII, 9, 743, 20; LXVIII, 2, 745, 8; LXVIII, 2, 745, 13; LXVIII, 2, 745, 17; LXVIII, 3, 746, 4; LXVIII, 4, 748, 9; LXVIII, 4, 749, 10; LXVIIII, 8, 757, 16; LXVIIII, 9, 758, 12; LXVIIII, 10, 758, 21; LXX, 767, 14; LXX, 2, 769, 1; LXX, 2, 769, 12; LXXI, 3, 774, 8; LXXII, 1, 775, 5; LXXII, 2, 777, 1; LXXIII, 8,784, 6; LXXII1,23, 796,20; LXXIV, 8, 805,23; LXXIV, 8, 806,1; LXXIV, 10, 808, 13; LXXVI, 3, 830, 15. 141. Epist. XL, 1 (CSEL 589, 9); cf. Epist. LXI, 3, 697, 1.

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efecto, los que «han sido dignificados con el divino sacerdocio»I42 no se deben dedicar nada más que al servicio del altar y de los sacrificios y a pronunciar las preces y oraciones143. Según esta formulación de Cipriano, lo que caracteriza el ministerio cristiano no es ya el servicio del evangelio o el ministerio de la palabra de Dios, sino el servicio sagrado del altar y de los sacrificios. La mentalidad cristiana, que fue exactamente formulada por Pablo en 1 Cor 9, 13-14, y según la cual «los que anuncian el evangelio» se contraponen a los «que sirven el altar» (oi tó zusiasterío paredreúontes), aparece en Cipriano exactamente puesto al revés: aquí ya se trata sólo de servir al altar y a los sacrificios (non nisi altar i et sacrificiis deserviré). Cipriano ha dado el giro decisivo: se ha apartado de la mentalidad del nuevo testamento; y se ha situado en perfecta continuidad con la idea del sacerdocio que existía en la cultura pagana del imperio, el sacerdote como el hombre dedicado exclusivamente a lo divino, el ministro de las cosas sagradas (sacerdos proprie est, qui Deo dicatus est ad rem divinam faciendam, minister sacrorum)144. La «sacralización» del ministerio cristiano se impone desde entonces de manera cada vez más progresiva. Tenemos, por consiguiente, que durante el siglo III se van recuperando en la iglesia los términos y las prácticas que se refieren a la «sacralidad» y que habían sido claramente rechazadas por Jesús y por la iglesia primitiva. Es decir, la iglesia vuelve a los templos, a los sacerdotes y a la observancia de días reglamentados como días de culto religioso. Y con eso, lógicamente, se impone paulatinamente la práctica religiosa entendida como conjunto de ritos que se practican en el templo, por los sacerdotes competentes y en sus tiempos determinados. Más adelante tendremos ocasión de volver sobre este asunto y analizaremos la influencia que ello tuvo en la manera de comprender y practicar los sacramentos. Pero antes de concluir este capítulo, interesa responder a una cuestión: ¿qué había pasado para que se produjera este cambio en las ideas y en las prácticas eclesiásticas? La respuesta a esta cuestión no ofrece dificultad por lo que se refiere al tiempo posterior a Constantino. Sabemos, en efecto, que el edicto de Milán tuvo un fin específico; su objeto fue asegurar a la cristiandad los privilegios de un «culto permitido» (religio licita)145. Por eso, a partir de Constantino, la 142. Divino sacerdotio honorati. Epist. I, 1 (CSEL 465, 10-11). 143. Non nisi altari el sacrificiis deserviré et precibus adque oralionibus vacare debeant. Epist. I, 1 (CSEL 465, 11-13). 144. A. Forcellini, Totius latinitatis lexicón V, 287; cf. P. Riewald, Sacerdotes, en Pauly-Wissowa, Realencyclopadie der Classischen Altertumswissenschaft A 1-2, Stuttgart 1920, 1631-1653. 145. Ch. Norris Cochrane, Cristianismo y cultura clásica, 180.

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iglesia se configura cada vez más y más como «religión», es decir, como institución que fomenta y defiende, no sólo la relación de los hombres con Dios, sino además como organización que pone en práctica un conjunto de ritos sagrados, con sus templos y sus sacerdotes, como las demás religiones del tiempo, por más que sus creencias distasen mucho de las del paganismo. Pero el cambio que hemos indicado empezó muchos antes de Constantino. ¿Qué pudo influir en ello? Sabemos que del año 203, en que el joven Orígenes comenzó su labor docente en Alejandría, hasta el 248 aproximadamente, cuando siendo ya anciano, publicó su Contra Celsum, los pueblos del imperio vivieron una época de inseguridad y miseria crecientes; las instituciones civiles se habían deteriorado de manera alarmante y las gentes experimentaban un auténtico tiempo de angustia146. Por el contrario, toda la primera mitad del siglo III fue para la iglesia «una etapa de libertad relativa, sin persecuciones, de intenso crecimiento numérico»147. Y es importante notar que este crecimiento se debió al hecho de que las gentes angustiadas encontraban en las comunidades cristianas la seguridad y el amparo que la sociedad no les ofrecía. Precisamente sobre este particular, el profesor E. R. Dodds ha escrito: Debieron de ser muchos los que experimentaron ese desamparo: los bárbaros urbanizados, los campesinos llegados a las ciudades en busca de trabajo, los soldados licenciados, los rentistas arruinados por la inflación y los esclavos manumitidos. Para todas estas gentes, el entrar a formar parte de la comunidad cristiana debía de ser el único medio de conservar el respeto hacia sí mismos y dar a la propia vida algún sentido. Dentro de la comunidad se experimentaba el calor humano y se tenía la prueba de que alguien se interesa por nosotros, en este mundo y en el otro. No es, pues, extraño que los primeros y más llamativos progresos del cristianismo se realizaran en las grandes ciudades: Antioquía, Roma y Alejandría 148 .

Por supuesto, para un creyente de nuestros días, resulta agradable saber que las comunidades cristianas tuvieran tal fuerza de atracción ante las gentes que no tenían fe en Jesucristo. Pero este proceso resultó, a la larga, como una espada de dos filos. Porque si es cierto que la iglesia aumentó prodigiosamente en número, no es menos verdad que se deterioró en calidad. Por la sencilla razón de que, en tales circunstancias, debieron de ser muchos los ciudadanos que 146. Cf. E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia, 141; en general, esta obra ha analizado profundamente este asunto. 147. Ibid. 148. Ibid., 179.

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entraron en la iglesia, no por el hecho de haberse convertido sinceramente a la fe en Cristo y a los valores del evangelio, sino porque en la comunidad cristiana encontraban una seguridad y un apoyo que no encontraban en otros sitios. Cipriano de Cartago escribió el año 251 su tratado De lapsis; y en él hace una descripción sombría de lo que llegó a ser la vida de la iglesia a mediados del siglo III: la codicia del dinero, la vanidad increíble, la falta de misericordia, el orgullo y la sensualidad se apoderaron de las costumbres de los cristianos149. Pero no sólo entre los simples fieles, sino incluso entre los dirigentes eclesiásticos se llegaron a cometer atropellos que hoy nos parecerían increíbles: Muchos obispos... despreciando su sagrado ministerio se empleaban en el manejo de bienes mundanos, y abandonando su cátedra y su ciudad recorrían por las provincias extranjeras los mercados a caza de negocios lucrativos, buscando amontonar dinero en abundancia, mientras pasaban necesidad los hermanos de la iglesia; se apoderaban con ardides y fraudes de herencias ajenas, cargaban el interés con desmesurada usura 1 5 0 .

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circunstancias, la experiencia de la conversión fue para Cipriano el logro de la seguridad157 en la tranquilidad y en la firmeza que libera de toda inquietud158; y junto a eso, el ideal de las virtudes159. Pero, como es bien sabido, este ideal fundado en la seguridad y en la práctica de la virtud, no era ni más ni menos que el ideal estoico. La paz y la tranquilidad que no encontraba en la sociedad ambiente, fue el hallazgo que hizo Cipriano en la experiencia bautismal160. Y si tal fue la conversión de quien fue considerado en su tiempo como el «papa de África»161, ya nos podemos imaginar la dosis de calidad auténticamente cristiana que habría en tantas conversiones masivas como en aquel tiempo se produjeron. No es aventurado pensar que muchos, quizás demasiados, cristianos no llegaron a entender lo que en realidad comportaba la fe y el seguimiento de Jesús. Sobre todo, parece que muchos no se enteraron de que el cristianismo no era una religión como las demás, con los ritos, templos y sacerdotes que caracterizaban a las religiones del tiempo.

Por lo demás, no nos debe sorprender este estado de cosas, cuando sabemos que el mismo Cipriano se convirtió y fue bautizado en condiciones que inevitablemente parecen dudosas. Por una razón que se comprende fácilmente: al poco tiempo de su conversión y su bautismo, Cipriano escribió el breve tratado Ad Donatum, en el que cuenta lo que supuso para él la experiencia de aquella conversión y de aquel bautismo. Pues bien, lo sorprendente es que, en un tratado dedicado expresamente a eso, no aparece ni una sola vez la palabra Jesús, ni la palabra Cristo, ni la palabra evangelio, ni iglesia, ni comunidad cristiana, ni reino de Dios. Es decir, en la conversión de este hombre no tuvo sitio alguno, al menos por lo que él mismo dice ni Jesús ni su evangelio. Entonces, ¿a qué o a quién se convirtió este hombre? Por lo que él mismo cuenta en el tratado Ad Donatum, antes de su conversión se hallaba sumido en la oscuridad151 y en una noche oscura152, en la ceguera153, en la incertidumbre154 y sobre todo en la inseguridad155, de tal manera que la desesperación llegó a constituirse en él como una especie de segunda naturaleza 156 . Ahora bien, en tales 149. 150. 151. 152. 153. 154. 155. 156.

De laps. 6 (CSEL 240). Ibid. Ad. Don. 3 (CSEL 3, 5, 1; 12, 14, 2). 3, 5, 1. 3, 5, 1; 5, 8, 3; 12, 14, 1. 3, 5, 2-3. 3, 5, 19-20; 4, 6, 7; 13, 14, 18-20. 4,6,1-3.

157. 4, 7, 1; 13, 14, 13. 158. Una igitur placida et firma tranquilinas, una solida et firma securitas. 14, 14 24-26. 159. Vita virtutum. 6, 4, 12-13. 160. Cf. H. Koch, Cyprianische Untersuchungen, Bonn 1926, 286-313; G. Barbero Séneca e la conversione di san Cipriano: Rivista di Studi Classici 10 (1962) 16-23. 161. Epist. XXIII (CSEL 3, 536); XXX, 3, 549; XXXI, 3, 557; XXXVI, 3,572; cf. Ch Saumagne, Saint Cyprien evéque de Carthage «pape» cTAfinque, París 1975.

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1. No somos una organización de servicios sociales Hoy hay cristianos que se imaginan a Cristo como un agitador social, un revolucionario, que habría venido al mundo para subvertir el orden establecido, liberar a los hombres de la opresión social y política, y para conseguir de esa manera que la vida sea más humana y que la gente viva mejor. Por eso, piensan algunos, Jesús se enfrentó a los poderes constituidos de su tiempo, rechazó la religión oficial, desenmascaró a los dirigentes judíos, desautorizó las instituciones de aquella sociedad y finalmente fue crucificado. Los que piensan de esa manera, hablan lógicamente de la iglesia como de una especie de organización de servicios sociales, cuya tarea fundamental —si no exclusiva— consistiría en mejorar las condiciones de vida en este mundo. Evidentemente, cuando las cosas se ven de esa manera, la oración, el culto y la relación con Dios no tienen sitio en la iglesia. Y entonces es lógico e inevitable no ver qué sentido puede tener el culto cristiano. De ahí que, para los que se sitúan en esa postura, los sacramentos no tienen significación práctica y concreta para un cristiano. O si tienen alguna significación, se trata de gestos mediante los cuales la comunidad cristiana pretende cambiar las cosas en su entorno social. Los cristianos que piensan así, tienen razón cuando dicen que la iglesia no puede quedarse con los brazos cruzados, es decir, no puede permanecer ausente de las situaciones de sufrimiento que vive tanta gente en nuestra sociedad. Esos cristianos tienen toda la razón del mundo cuando se quejan y hasta se indignan ante el hecho de que en

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la iglesia se ponga tanto empeño en celebrar los ritos religiosos, mientras que la sociedad sigue adelante con' sus atropellos y sus injusticias. Porque de sobra sabemos que la iglesia ha sido más fiel en observar y cumplir sus ceremonias sagradas que en defender a los oprimidos de la tierra. Por eso protestaron los profetas de Israel. Y por eso también en nuestros tiempos, hay muchos cristianos que critican y atacan las celebraciones cultuales, a las que suelen tener acceso los explotadores, los arrogantes y los dominadores, mientras el pueblo sencillo sufre las consecuencias de la explotación y la dominación. Todo esto es perfectamente comprensible. Pero al mismo tiempo que reconocemos todo eso, es urgente reconocer también —hay que afirmarlo sin titubeos— que la iglesia no es una simple organización de servicios sociales. La relación con Dios, la oración y la celebración de los sacramentos ocupan el centro mismo de la vida de la iglesia. Y ocupan ese puesto tan central precisamente porque Dios es la garantía suprema del hombre. Lo que quiere decir que la iglesia es fiel al hombre en la medida en que es fiel a Dios. El problema, por consiguiente, está en comprender, de una vez por todas, que la iglesia será fiel, no sólo a Dios sino también al hombre, el día que celebre correctamente el culto cristiano. O mejor dicho, la iglesia ha sido fiel a Dios y al hombre siempre que ha celebrado correctamente el culto sacramental. Es decir, precisamente porque la iglesia tiene el deber de ser fiel a la tarea de liberar a los hombres de todas las opresiones, por eso ella no puede dejar de celebrar el culto sacramental. Lo cual quiere decir que si hay gente que no ve el culto como la tarea más eminente y más eficaz que la iglesia puede realizar para humanizar nuestra sociedad y para conseguir que en este mundo haya menos sufrimientos, en eso tenemos la prueba más clara de que el culto cristiano no se celebra como Dios quiere y como Dios manda. En otras palabras, precisamente porque queremos ser más radicales y más eficaces en el servicio liberador a la humanidad, por eso debemos ser más exigentes en la fidelidad al culto cristiano. El problema está en comprender cómo puede ser esto así. Y por qué tiene que ser así. La estructura del culto cristiano, en sus componentes fundamentales, nos dará la respuesta. 2. Las tareas de la iglesia primitiva ¿Cómo se formaron, de hecho, las primeras comunidades cristianas? ¿qué ocurrió allí, qué se hizo, para que aquellos primeros grupos de personas, que creían en Jesús, se reunieran en comunidades? Y una

Las tareas de la iglesia primitiva

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vez formadas aquellas comunidades, ¿qué hacían para transmitir su fe a los que no eran creyentes? Sin discusión posible, la tarea que aparece más afirmada y destacada en las primeras comunidades, con notable diferencia sobre cualquier otra actividad, es la predicación de la palabra de Dios. La documentación del nuevo testamento es elocuente por sí misma en este sentido i. Esta tarea fue llevada a cabo principalmente por los dirigentes o responsables de las comunidades, apóstoles, profetas, evangelizadores 2 . Pero no hay que olvidar que el anuncio de la palabra de Dios aparece también, en el nuevo testamento, como tarea de todos los creyentes. Así, en el libro de los Hechos, cuando se habla, por segunda vez, de una venida del Espíritu sobre la comunidad, el autor del libro indica que «los llenó a todos el Espíritu santo y anunciaban la palabra con audacia» (Hech 4, 31). Aquí es interesante observar la relación directa que se establece entre la presencia del Espíritu en todos y la tarea que también todos asumen de anunciar el mensaje: la presencia del Espíritu empuja a los creyentes a proclamar la palabra de Dios. Más adelante, cuando las autoridades judías ejecutan a Esteban, dice Lucas que «se desató una violenta persecución conta la iglesia de Jerusalén» (Hech 8, 1). Y añade el dato curioso de que «todos, menos los apóstoles, se dispensaron por Judea y Samaría» (Hech 8, 1). Ahora bien, en seguida nos informa el mismo Lucas de que «al ir de un lugar para otro, los prófugos iban anunciando el mensaje» (Hech 8, 4). Por este dato, sabemos que la expansión de la iglesia, fuera de Jerusalén, no se debió a los apóstoles, sino a los cristianos en general. Y esta expansión continuó más allá de los límites de Palestina, hasta Fenicia, Chipre y Antioquía; y no sólo llegó así el mensaje a los judíos, sino también a los griegos «anunciándoles al Señor Jesús» (Hech 11, 19-20). De esta manera, la intención fundamental de Lucas al escribir los Hechos, que fue mostrar cómo la salvación se extendió al mundo pagano rebasando los límites del judaismo3, fue llevada a cabo por los creyentes, es decir, la comunidad dispersada a causa de la persecución. Por su parte, Pablo afirma que la comunidad de Tesalónica hizo resonar la palabra del Señor, no sólo 1. Hech 8, 4.40; 9, 15.20-21; 10,42; 11, 19; 12,24; 13, 1-5.32.46-49; 14,7.21; 15,3536; 16, 6.14.32; 17, 11.13.18; 5.11; 19, 10.20; 20, 2.20; 28,23.31; Rom 1, 5.9; 1 Cor 1,17; 9, 13.18; 15, 1.11; 2 Cor 2, 12.17; 4,1-2.5; 5,10; 11, 4.7; Gal 1, 8.16.23; 2, 2; Ef 3, 8; 6, 19-20; Fil 1,14-18; 2,16; Col 1,5-7; 23,25-27; 1 Tes 2,1-11.13; 1 Tim 4, 5-6.12-14; 5,17; 2 Tim 1, 1; 2, 1;4, 1-5; Tit 1, 1-3.9; Heb 13, 17. 2. Cf. sobre el cometido de estos ministerios en las comunidades, G. Hasenhüttl, Charisma Ordnungsprinzip der Kirche, Freiburg 1969, 162-214. 3. Cf. L. Cerfaux, Etudes sur les Actes des apotres, Paris 1967, 419.

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en Macedonia y en Acaya, sino en todos los rincones (1 Tes 1, 8). Es más, Pablo llega a asociar casi necesariamente la fe del creyente con el anuncio de la palabra: «poseyendo el mismo espíritu de fe que se expresa en aquel texto de la Escritura: Creo, por eso hablo (Sal 116, 10), también creemos nosotros y por eso hablamos» (2 Cor 4, 13). La fe se expresa y se comunica. De tal manera que pertenece al mismo ser de la fe cristiana esta cualidad de expresión y comunicación. O sea, donde hay fe, hay anuncio del mensaje. Tenemos, por consiguiente, que la primera tarea que realiza la iglesia, desde el primer momento de su existencia, es el anuncio de la palabra de Dios. Y esto, no como tarea de los dirigentes exclusivamente, sino de todos los creyentes4. Enseguida indicaremos, más en concreto, lo que esto significa. Pero junto al anuncio de la palabra, es decir, junto a la predicación del mensaje cristiano, las comunidades cristianas se dedicaron también a una segunda tarea: la celebración de los sacramentos. La documentación del nuevo testamento es también abundante en este sentido. Ante todo, por lo que se refiere al bautismo, que es, sin duda alguna, el sacramento del que más información poseemos5. Pero, además del bautismo, los cristianos celebraban también la eucaristía (Hech 2, 42-46; 27, 35; 1 Cor 10, 17; 11, 17-31), tenían reuniones litúrgicas en las que oraban juntos (Hech 13, 2-3) o asambleas en las que se ponía de manifiesto la intervención del Espíritu de Dios en la comunidad (1 Cor 14, 23.26; cf. 1 Cor 11, 17.20.33.34). En estos textos, el verbo sunérjeszai indica la reunión o convocación de la comunidad, reunión en la que se hablaba por inspiración del Espíritu (1 Cor 14, 24), se cantaba, se tenía una instrucción y se hablaba en lenguas extrañas (1 Cor 14,26), intervenían los profetas (1 Cor 14,29) y todos predicaban inspirados con tal fuerza que los no creyentes reconocían la presencia de Dios en la comunidad (1 Cor 14, 39). Además por la Didajé y 1 Cor 16,22, sabemos que en las comunidades se pronunciaba la invocación: «¡Ven Señor!», seguramente durante la celebración eucarística. Esta invocación es la oración litúrgica más antigua de la iglesia7, que según Ap 22, 20 se debe entender como invocación y no como mera afirmación (el Señor viene), cosa que

sería posible gramaticalmente8. También por la Didajé9 nos consta que la celebración eucarística solía ir precedida de una confesión de los pecados, práctica que parece era habitual en algunas comunidades primitivas (cf. Sant 5, 16). Por último, también entre los primeros cristianos se practicaba el signo de imposición de manos (Hech 6, 6; 8, 17.18.19; 9, 12.17; 13, 3; 19, 6; 28, 8; 1 Tim 4,14; 5,22; 2 Tim 1,6; Heb 6, 2), si bien al menos por lo que se refiere a las cartas pastorales, no parece que de esos textos se pueda concluir que ya en aquel tiempo existía un sacramento de ordenación presbiteral; se trata, más bien, de que Timoteo tenía el poder oficial de enseñar la doctrina cristiana10. Por consiguiente, a las preguntas que hacíamos antes acerca de cómo se formaron las primeras comunidades cristianas y cómo transmitieron su fe a los no creyentes, la respuesta es clara: según el nuevo testamento, las comunidades se formaron y transmitieron su fue por medio de la predicación de la palabra de Dios y por la celebración de los signos sacramentales. El anuncio de la palabra y la celebración de los sacramentos fueron las dos tareas a las que se dedicó por entero la iglesia primitiva. De esta manera la iglesia expresó su fidelidad a Dios y su solidaridad con los hombres.

4. Cf. el excelente estudio de C. Floristan, La evangelización, tarea del cristiano, Madrid 1978. 5. Mt28, 19; Hech 1,5.22; 2, 38.41; 8,12.13.16.36.38; 9, 18; 10, 37.47.48; 11, 16; 13, 24; 16, 15.33; 18, 8.25; 19, 3.4.5; 22, 16; Rom 6, 3.4; 1 Cor 1, 13.14.15.16.17; 10,2; 12,13; 15, 29; Gal 3, 27; Ef 4, 5; Col 2, 12; Heb 6, 2; 1 Pe 3, 21; cf. Me 10, 38; Le 12, 50. 6. 10, 6. 7. O. Cullmann, Le cuite dans feglise primitive, Neuchátel 1948, 12.

8. Cf. K. G. Kuhn, en TWNT III, 500. 9. 14, 1; cf. 9, 5. 10. Cf. A. Lemaire, Les ministéres aux origines de Feglise, París 1971, 130; este autor remite a los estudios de J. Jeremías, Zur datierung der Pastoralbriefe: ZNW (1961) 101104; Die Briefe an Timotheus und Titus, Tübingen 1963, 30; C. K. Barret, The pastoral epistles, Oxford 1963, 72; J. N. D. Kelly, A commentary on thepastoral epislles, London 1963, 108.

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3. Elementos indispensables de la celebración: palabra y sacramento Hace algún tiempo, los historiadores de la iglesia primitiva solían distinguir dos clases de asambleas o formas de celebración: unas que estarían dedicadas a la predicación de la palabra; y otras que estarían organizadas con vista a la celebración de los sacramentos. Los autores que pensaban de esta manera, veían en eso un paralelismo estrecho con la religiosidad judía que celebraba, por una parte, el culto de la sinagoga (centrado sobre la palabra); por otra parte, las celebraciones sagradas del templo en las que se ejecutaban puntualmente los ritos sacrificiales. De ser así las cosas, en la iglesia primitiva habrían existido dos tipos de asambleas esencialmente diferentes: asambleas

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de la palabra, a imitación del culto sinagogal judío; y asambleas sacramentales, en paralelismo con el culto del templo11. Esta distinción, como advierte Cullmann, es uno de esos dogmas seudocientíficos, que no resisten al examen de los textos12. En efecto, por los datos que nos aporta el nuevo testamento, se ve la estrecha conexión que, de hecho, existió entre el anuncio de la palabra y la celebración de los sacramentos. Esto se advierte, ante todo, en el mandato misionero de Cristo resucitado:

sobre lo que tenían que hacer, el mismo Pedro contestó a la gente: «arrepentios, bautizaos cada uno» (Hech 2, 38). Y enseguida añade el relato: «Los que aceptaron sus palabras se bautizaron» (Hech 2, 41). La iglesia, pues, comienza su vida y su actividad mediante el anuncio de la palabra y la recepción del sacramento. Y a renglón seguido de esta afirmación, Lucas concluye su relato del acontecimiento de Pentecostés con el sumario de lo que era la vida de la primera comunidad cristiana: «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la comunión de vida, en el partir el pan y en las oraciones» (Hech 2, 42). La enseñanza de los apóstoles y la fracción del pan aparecen así como elementos constitutivos y fundamentales de la vida de la comunidad y, más concretamente, de la vida litúrgica, como ha sido ya indicado repetidas veces14. A partir de este primer cuadro de conjunto de lo que era la vida de la primitiva comunidad cristiana, todo el relato de los Hechos insiste, una y otra vez, en que así es como se fueron formando las demás iglesias y así es como vivían: los doce no abandonan el ministerio de la palabra (Hech 6, 2); la palabra de Dios iba cundiendo y el número de los discípulos aumentaba (Hech 6, 7); los creyentes van de ciudad en ciudad anunciando el mensaje de la «buena noticia» (Hech 8, 4), pero siempre teniendo en cuenta que la respuesta a ese mensaje es la recepción del bautismo. Así, Felipe anuncia la buena noticia de Jesúsai eunuco y éste se hace bautizar (Hech 8, 35-38); Pedro anuncia la palabra en casa de Cornelio y allí se bautizan los primeros paganos (Hech 10, 44-48); Pablo anuncia la palabra en Filipos y una mujer, Lidia, acoge la predicación y es bautizada ella y todos los suyos (Hech 16,14-15); lo mismo ocurre con el carcelero de la ciudad (Hech 16, 3234). Pero no se trata solamente del bautismo, porque en Tróade Pablo predicó largamente ante la comunidad reunida y todos celebraron la «fracción del pan», expresión que indica claramente la celebración de la eucaristía15. En las cartas de Pablo se repite el mismo tema de maneras diferentes. Para él, en efecto, la fe se engendra por la predicación del mensaje (Rom 10, 14-15); por medio del bautismo, los creyentes son incorporados a Cristo (Rom 6, 3-7); y en la celebración de la eucaristía se constituyen como «cuerpo de Cristo», es decir como iglesia (1 Cor 10, 17). Para Pablo, por consiguiente, los elementos indispensa-

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Se me ha dado plena autoridad en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizadlos para consagrarlos al Padre y al Hijo y al Espíritu santo, y enseñadles a guardar todo lo que os he mandado; mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo (Mt 28, 18-20). Este texto presenta el mandado fundamental de Cristo a su iglesia, en orden a la misión que ella tiene que cumplir en el mundo. Ahora bien, este mandado se reduce a dos cosas: enseñar y bautizar, palabra y sacramento. En efecto, los dos verbos, en participio de presente (baptizontes y didaskontes) «designan las dos acciones o medios por los cuales los discípulos harán discípulos» a otros hombres 13 . Cristo no manda ni más ni menos que eso: palabra y sacramento constituyen lo que la iglesia tiene que hacer hasta el fin del mundo. Teniendo en cuenta que en el texto de Mateo hay un matiz, que es decisivo para lo que aquí venimos explicando: Cristo apela a la autoridad suprema que se le ha dado (pasa exousía) (Mt 28, 18); ahora bien, esa autoridad se pone en relación directa con las dos acciones, enseñar y bautizar, que ordena hacer a sus discípulos; tal es el sentido de la partícula oün, que equivale a vincular el poder de Cristo con la predicación de la palabra y con la celebración del sacramento. El sentido, por lo tanto, es claro: la autoridad suprema de Cristo se va a hacer presente entre los hombres hasta el fin del mundo; pero esa autoridad está vinculada a dos acciones concretas: la palabra y el sacramento. La lectura del libro de los Hechos de los apóstoles hace comprender enseguida que la iglesia primitiva entendió efectivamente el mandato misional de Cristo en el sentido indicado. Así, en el relato de Pentecostés, al terminar el discurso de Pedro, dice Lucas que «estas palabras les traspasaron el corazón» (Hech 2, 37); y a la pregunta 11. Cf. cobre este asunto C. Weizsácker, Das apostolische Zeitalter, 1892, 548 s; R. Knopf, Das nachapostolische Zeitalter, 1905, 227 s; H. Lietzmann, Geschichte, der alten Kirche I, 1932, 153 s; II, 1936, 121; cf. O. Cullmann, Le cuite dans Peglise primitive 27 12. O. c, 27. 13. P. Bonnard, L'évangile selon saint Matthieu, Neuchátel 1963, 419.

14. Cf. J. Jeremías, Jesús ais Weltvollender, Güttersloh 1930, 78; Die Abendmahlsworte Jesu, Góttingen 1949, 65; B. Reicke, Diakonie, Festfreude und Zelos in verbindung mit der altchristlichen Agapenfeier, Upsala 1951, 25-26; Glaube undLeben der Urgemeinde. Bemerkungen zu Apg. 1-7, Zurich 1957, 57-58. 15. Cf. J. Jeremías, Die Abendmahlsworte Jesu, 113.

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bles de la celebración cristiana son la palabra y el sacramento. Lo cual es cierto hasta tal punto que, en el único pasaje en que habla más extensamente de la eucaristía (1 Cor 11, 17-34), llega a vincular tan estrechamente la palabra y el sacramento que, en realidad, vienen a ser una misma cosa: «Y de hecho, cada vez que coméis de ese pan y bebéis de esa copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que él vuelva» (1 Cor 11, 26). El interés de este texto reside en que el verbo que utiliza Pablo al decir que los cristianos «proclaman» la muerte del Señor (kattaggéllein), es exactamente el término técnico más usado por el nuevo testamento para hablar de la proclamación de la palabra de Dios o del anuncio del evangelio16. Lo cual quiere decir que Pablo considera la eucaristía como una auténtica proclamación del contenido fundamental del mensaje cristiano: el recuerdo de Cristo (anamnesis) se constituye en proclamación pública y solemne de su muerte y su resurrección ante la sociedad, no sólo por el hecho de decir eso con palabras, sino sobre todo por la fuerza que en sí tiene la celebración de la cena del Señor: la presencia de Cristo en el mundo se convierte así en un acontecimiento manifiesto, porque la celebración eucarística es para Pablo el evangelio de la muerte y la resurrección de Jesucristo17. La conexión íntima entre palabra y celebración es destacada también por Pablo en sus exhortaciones a la comunidad de Corinto, precisamente cuando les explica cómo debe proceder todo en la asamblea cultual: «Supongamos que pronuncias la bendición llevado del Espíritu; ese que ocupa un puesto de simpatizante, ¿cómo va a responder «amén» a tu «acción de gracias» (eújaristía), si no sabe lo que dices? Tu acción de gracias (eújaristetn) estará muy bien, pero al otro no le ayuda» (1 Cor 14, 16-17). Aun cuando no se pueda afirmar con seguridad que aquí Pablo se refiere a la eucaristía en su sentido técnico, no cabe duda que se trata de una celebración cultual. Ahora bien, lo que Pablo quiere destacar es que tal celebración se debe realizar de tal manera que resulte inteligible, es decir, que sea una palabra expresiva para los asistentes. Por eso, el mismo Pablo añade enseguida: «en la asamblea prefiero pronunciar media docena de palabras inteligibles, para instruir también a los demás» (1 Cor 14, 19). Está claro, por consiguiente, que en la celebración cultual de la comunidad entran dos componentes esenciales: la «acción de gracias»

(eújaristía) y la «palabra» que instruye (katejéso) a los participantes. Por lo demás, la palabra que los creyentes pronuncian en la celebración debe tener tal fuerza de persuasión, que ha de llegar hasta lo más íntimo de cada uno, hasta hacerle reconocer que Dios está realmente en la comunidad: «si todos hablan inspirados y entra un no creyente o un simpatizante, lo que dicen unos y otros le demuestra sus fallos, lo escruta, formula lo que lleva secreto en el corazón; entonces se postrará y rendirá homenaje a Dios, reconociendo que Dios está realmente con vosotros» (1 Cor 14, 24-25). Se trata del discurso profético, que forma parte de la asamblea cultual, y que tiene la fuerza de persuadir a los no creyentes, hasta hacerles reconocer que Dios está con los cristianos. Por otra parte, en las cartas del nuevo testamento, hay ocho textos en los que se une, de manera bastante clara, la/e con el sacramento (Rom 6, 3-8; Gal 3,26-27; Ef 1,13; 4,5; Col 2,12; Tit 3,8; Heb 6,1-5; 10, 22) 18. Ahora bien, si tenemos en cuenta que, en la doctrina de Pablo, la fe se engendra por la audición de la palabra de Dios (Rom 10, 14), tenemos la constatación más clara de que existe una concatenación necesaria entre la palabra que se predica y el sacramento que se celebra. Esta concatenación aparece muy bien formulada en la primera carta de Pedro: «Si alguno habla, que sea como con palabras de Dios; si alguno asegura el servicio, que sea como por un mandato recibido de Dios» (1 Pe 4, 11). La «palabra» y el «servicio litúrgico» aparecen, una vez más, asociados lo uno a lo otro. En el siglo II, el testimonio más importante que poseemos sobre la forma en que se celebra el culto es el testimonio de Justino. Su descripción no admite lugar a dudas: «El día que se llama del sol se celebra una reunión de todos los que viven en las ciudades o en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos de los apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termina, el presidente, de palabra, hace una exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos. Seguidamente nos levantamos todos a una y elevamos nuestras oraciones y, éstas terminadas, como ya dijimos, se ofrece pan, y vino, y agua» 19. Según esta descripción, la estructura de la celebración cristiana estaba ya fijada en la segunda mitad del siglo II. Esta estructura se compone de dos elementos, el anuncio y la explicación de la palabra, y a continuación la ofrenda propiamente eucarística. Por lo demás, el testimonio de Justino no es simplemente la idea de un autor particular, sino que sabemos nos

16. Hech 4, 2; 13, 5.38; 15, 36; 16, 17; 17, 3. 23; 1 Cor 2, 1; 9, 14; Flp 1, 17-18; Col 1, 28; este verbo se utiliza más incluso que kerússein: Hech 9, 20; 19, 13; Flp 1, 15.18; y también más que euaggeliseszai: Hech 5, 42; 8, 35; Gal 1, 16; cf. J. Schniewind: TWNT 1,69-71. 17. Cf. H. Schlier, Le temps de reglise, París 1961, 253-254.

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18. L. Gutiérrez Vega, El bautismo, sacramento de la fe, en la obra en colaboración Bautizar en la fe de la iglesia, Madrid 1968, 75. 19. Apol.'l, 67, 3-5 (Ruiz Bueno, 258-259).

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Celebración: palabra y sacramento

transmite lo que era la praxis establecida en las iglesias de Palestina, Asia Menor y Roma, en la segunda mitad del siglo II 20 . A partir de este tiempo, la conexión entre el sacramento y la palabra se llega a hacer tan estrecha que el bautismo es comprendido como una «iluminación» por la palabra que engendra la fe21. Y por lo que se refiere a la eucaristía, nos consta que en los autores de la Escuela de Alejandría, sobre todo en Orígenes, el cristiano perfecto, el gnóstico, comulga de la manera más eminente cuando se apropia e integra en sí la divina palabra del Logos 22 . Hasta este punto llegó a vincularse la palabra y el sacramento en la tradición y en la experiencia de la iglesia antigua. Evidentemente, en la praxis de la iglesia de todos los tiempos se han mantenido siempre estas dos formas o elementos fundamentales de la celebración cristiana. No vamos a hacer aquí la historia de este asunto. Pero sí será de interés notar los cambios más importantes que se han dado con el paso del tiempo. Ante todo, como podremos ver más adelante, a lo largo de la edad media, los sacramentos se fueron convirtiendo, cada vez más y más, en ritos comúnmente aceptados y obligatorios de la «religión oficial». Por otra parte, la separación de la predicación homilética del contexto de la celebración eucarística se fue acentuando progresivamente. De ahí, la mundanización de la proclamación de la palabra de Dios, que se fue desplazando al campo de la retórica en la forma del sermón, cosa que se puso de manifiesto y dejó su huella en la misma arquitectura de los templos con la aparición del pulpito, separado ya del altar eucarístico y elevado como cátedra sobre la cabeza de los fieles23. Otro paso importante, y por desgracia también para mal, se da con motivo de la reforma protestante. Los protestantes, en efecto, destacaron de tal manera el ministerio de la palabra, que de manera casi inevitable se provocó la reacción contraria entre los católicos. Por eso, el canon primero de la sesión XXIII de Trento define el sacerdocio como potestad de ofrecer el sacrificio eucarístico y de perdonar

sacramentalmente los pecados, por más que el sacerdote no predique la palabra 24 . Por supuesto, el concilio de Trento consideró el ministerio de la predicación como ministerio propio del sacerdote25. Pero el hecho es que, al destacar en el canon definitorio solamente el aspecto sacramental, se dio pie para que en lo sucesivo el ministerio de la palabra se viera desplazado, con demasiada frecuencia, del contexto de la celebración cristiana. Por otra parte, aunque Trento no prohibió la lectura de la Biblia (¡hasta ahí podríamos llegar!), sin embargo sus decisiones sobre la traducción, interpretación y edición de los libros sagrados motivó las exageraciones que más tarde vinieron26. Por ejemplo, el papa Clemente XI, en 1713, condenó una propuesta de Quesnel en la que se decía que es útil y necesario estudiar y conocer el espíritu, la piedad y los misterios de la Escritura27; o también otra propuesta en la que el mismo autor defendía que la lectura de la Biblia es para todo el mundo 28 . Y es importante tener presente que estas doctrinas fueron condenadas por el papa como «escandalosas, perniciosas, temerarias, injuriosas para la iglesia, sospechosas de herejía y erróneas»29. Las advertencias sobre los peligros (¡?) que puede llevar consigo la lectura de la Biblia se han repetido en tiempos más recientes, por ejemplo en la carta Magno acerbo, firmada por Pío VII en 181630. Por último, es importante recordar que, durante nuestro siglo, el movimiento litúrgico y los estudios bíblicos han hecho posible un retorno a la inspiración original de la iglesia. El concilio Vaticano II en diversos documentos, ha insistido de manera elocuente sobre la vinculación que siempre debe tener, en la celebración cristiana, la predicación de la palabra y la recepción del sacramento31. También en este punto, el reciente concilio ha venido a entroncar con la más pura tradición de la iglesia. Y también aquí nos volvemos a encontrar con el dato fundamental para la comprensión del culto cristiano: los elementos esenciales de la celebración son la palabra y el sacramento.

20. Cf. J. Quasten, Patrología I, Madrid 1968, 196-197. 21. Clemente de Alejandría, Pedag. I, 6, 26; CGS 1, 2, 105, 20-23; Tertuliano, De bapt. 13, CSEL 20, 212, 28-29; Cipriano, Epist. LXIII, 9, CSEL 3, 707, 22; Metodio, Symp. VIII, 9, CGS 91, 12-15; Oráculos Sibilinos VIH, 272 s, CGS 158-159; cf. el excelente estudio de K. Delahaye, Ecclesia mater chez les peres des trois premieres siécles, Paris 1964,246-251. 22. Clemente de Alejandría, Strom. V, 10, 66, CGS 2, 370, 20; Orígenes, In Mat. 85, CGS 40, 196, 19-197, 6; In Joan. X, 102, CGS 10, 188; De oral. XXVII, 5, CGS 3, 366, 115; Hom. in Gen. 1,17, CGS 30,22; Hom. in Ex. VII, 5, CGS 30, 212; Hom. in Lev. IV, 10, CGS 30, 331, 7-9; In Cant. II, CGS 33, 167, 28-29; Hom. in Is. III, 3, CGS 33, 256, 28-30; Hom. in Ez. XIV, CGS 33, 453, 13-15. 23. Cf. J. A. Jungmann, El sacrificio de la misa, Madrid 1953, 582.

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24. Vel eos qui non praedicanl prorsus non esse sacerdotes: anathema sit: DS 1771. 25. Cf. E. Royon, Sacerdocio: ¿culto o ministerio? Una interpretación del concilio de Trento, Madrid 1976, 414. 26. Cf. DS 1506, 1507, 1508. 27. Utile et necessarium est omni tempore, omni loco et omni personarum generi, studere et cognoscere spiñtum, pietatem et mysteria sacrae Scripturare: DS 2479. 28. Lectio sacrae Spiricturae est pro ómnibus: DS 2480. 29. DS 2502. 30. DS 2710-2711. 31. Cf. LG 26; DV 21; SC 6.48; PO 2; AG 5.15.

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El culto cristiano: mensaje y celebración Palabra y mensaje

4. Palabra y mensaje Si los elementos esenciales de la celebración son la palabra y el sacramento, eso quiere decir que la celebración cristiana tiene una estructura dialogal: Dios habla, se comunica y se dirige al hombre, interpela a la comunidad; y como respuesta, el creyente, la comunidad reunida, celebra el sacramento. Es decir, el sacramento presupone la interpelación de la palabra y es respuesta a esa palabra. El sacramento, por consiguiente, no es un rito autónomo, una especie de gesto mímico, que sería siempre el mismo, siempre idéntico, sea cual sea la palabra que le preceda. Si así fuera, estaríamos ante la acción insensata del individuo que siempre responde lo mismo, sea cual sea la palabra que se le dirige. Por lo tanto, el sacramento está esencialmente condicionado por la palabra, determinado por ella, orientado siempre como respuesta al contenido de esa palabra. De lo cual se sigue una consecuencia fundamental para toda la teología de los sacramentos, a saber: no podemos comprender, ni vivir, ni practicar un sacramento si previamente no comprendemos e integramos en nosotros lo que nos dice la palabra de Dios y lo que esa palabra nos exige. Ahora bien, cuando los autores del nuevo testamento nos dicen que los apóstoles predicaban la palabra o que la iglesia se dedicaba a la tarea de la palabra, en realidad, ¿qué es lo que nos quieren decir? ¿A qué se refiere eso y qué consecuencias se derivan de ello? En las lenguas modernas, al menos en las de occidente, la «palabra», en cuanto conjunto de sonidos, tiene una función casi exclusiva de portadora de significado32. Decir una palabra es expresar una idea. Eso, y nada más que eso, es lo que representa la «palabra» para nosotros hoy. Ahora bien, esta manera de entender la palabra en nuestro ámbito cultural es, sin duda alguna, el mayor impedimento que hoy tenemos nosotros para hacernos una idea cabal de lo que es en verdad la palabra de Dios. En las antiguas culturas, concretamente en los pueblos de oriente, la palabra tema una significación y una función muy diferentes. Concretamente, la palabra, tanto entre los antiguos pueblos orientales como entre los primitivos, no es sólo la expresión de un pensamiento o de un deseo, sino un objeto concreto, que existe realmente, es eficaz y está cargado de la fuerza del alma que le ha pronunciado. En las lenguas semíticas, pensar y hablar se designan con idéntico término ('amar)33. 32. Cf. G. von Rad, Teología del antiguo testamento II, Salamanca 1972, 109. 33. H. Haag, Diccionario de la Biblia, Barcelona 1970, 1406-1407.

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De ahí que en hebreo, el término dabar significa «palabra» o «lo expresado por la palabra»: la cosa. La razón de ser de esta manera de entender la función de la palabra, que a nosotros nos resulta tan desacostumbrada y tan extraña, está en que el hombre situado en el grado mítico de los pueblos primitivos percibía en el mundo que le rodeaba como una totalidad. No separaba lo espiritual y lo material; para él, lo uno está dentro de lo otro, y, por consiguiente, no puede tampoco distinguir con propiedad entre palabra y cosa, entre lo representado y lo real. Lo característico es, por tanto, esa peculiar falta de diferenciación entre lo ideal y lo real, o entre palabra y cosa, como si se concentraran en un solo plano del ser34. De lo dicho se sigue que, en el lenguaje bíblico, hablar de la palabra es hablar de un contenido, es decir, es hablar de un mensaje, el mensaje que contiene la palabra. Este aspecto es decisivo para comprender lo que representa la palabra de Dios. Porque el hecho es que, en la enseñanza de los autores bíblicos, la palabra de Dios tiene una fuerza incontenible, para arrancar y derribar, construir y plantar (Jer 1, 9 s; 5, 14; 23, 29); por eso, la palabra del profeta es como un fuego, como un martillo que destroza las rocas. Mientras Ezequiel dirigía sus palabras inspiradas contra Peletías, éste cayó muerto (Ez 11, 13)35. Precisamente a causa de este poder de la palabra, los profetas eran temidos y hasta odiados. Porque la palabra de Dios no queda incumplida (cf. Is 44, 26), y es palabra que mata (cf. Os 6, 5), como una espada (cf. Is 49, 2), una palabra que no vuelve vacía porque siempre produce su fruto (cf. Is 55, 10-11). En el libro de la Sabiduría se presenta la descripción poética más bella de la fuerza que posee la palabra de Dios, aquí ya personificada, con lo que se prepara la profunda revelación de lo que es la palabra en el nuevo testamento: Mientras el silencio profundo abrazaba todas las cosas, y la noche había llegado a la mitad de su carrera, tu omnipotente palabra bajó desde el cielo, desde el trono real, como guerrero valiente en la tierra consagrada a la devastación, llevando como espada aguda tu inmutable mandato, se detuvo, y llenó todo con la muerte; estaba en contacto con el cielo mientras andaba sobre la tierra (Sab 18, 14-16).

A partir de este planteamiento fundamental de la palabra, se comprende su fuerza y su valor en la revelación del nuevo testamento: «La palabra de Dios es viva, eficaz y más tajante que una espada de dos filos» (Heb 4, 12; cf. Ef 6, 17). De ahí que en el nuevo testamento se presenta con frecuencia la palabra dotada de una energía, como 34. G. von Rad, Teología del antiguo testamento II, 110. 35. Ibid., 122.

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El culto cristiano: mensaje y celebración Mensaje y conversión

una fuerza y una gracia en sí misma: es una palabra, de vida, de gracia, de reconciliación; es semilla que tiene vida y virtualidad en sí misma (cf. Flp 2, 16; Hech 20, 32; 2 Cor 5, 19; Le 8, 11). Por esto se comprende que la teología de la palabra ha sido objeto de amplios estudios, durante las últimas décadas, tanto entre los teólogos protestantes como por parte de los católicos36. Pero, llegados a este punto, hay que hacerse una pregunta fundamental: ¿por qué la palabra tiene, según el nuevo testamento, esta fuerza y estas virtualidades? Evidentemente no se puede tratar de una especie de fuerza mágica, como si la palabra tuviera una determinada energía por sí misma, independientemente de su contenido y sea cual sea el mensaje que transmite. Esto se ve claramente en la severa advertencia que Pablo hace a los cristianos de Galacia: Pues mirad, incluso si nosotros mismos o un ángel bajado del cielo os anunciara una buena noticia distinta de la que os hemos anunciado, ¡fuera con él! Lo que os tenía dicho os lo repito ahora: si alguien os anuncia una buena noticia distinta de la que recibisteis, ¡fuera con él! (Gal 1, 8-9).

El «evangelio» no es una palabra dotada de fuerza y verdad por sí misma, independientemente de su contenido. La autenticidad del «evangelio» se mide por la autenticidad de su contenido. Es decir, lo decisivo no es la palabra por sí misma, sino el contenido que transmite esa palabra. Dicho de otra manera, la palabra puede ser falsificada. Lo determinante en ella es el mensaje que comunica, porque como ya hemos indicado, la palabra y su contenido se concentran en el mismo plano del ser. Según esto, ¿en qué está la fuerza de la palabra que anuncian los apóstoles del nuevo testamento? Los textos que hablan de la «palabra» en el nuevo testamento establecen una conexión directa entre esa palabra y la buena noticia: la palabra que se anuncia y se proclama es la buena noticia que se refiere a Jesús (Hech 8, 4.12-14.25; 10, 36; 11, 19-20; 13,5; 15,7.25-36; 17, 13; 2 Cor 4, 2-3; Efl, 13; 6, 15-19; Flp 1, 12-16; Col 1, 5.23-25; 2, 8-9). Por la tradición sinóptica sabemos que se trata de la buena noticia del reinado de Dios (Me 1, 15; Mt 13, 19; Le 4, 43). Es la palabra que acarrea la persecución (Mt 13, 21), tribulación (Me 4, 17), que es incompatible con la seducción de las 36. Cf. el excelente boletín sobre este asunto elaborado por Z. Alszeghy-M. Flick, // problema teológico della predicazione: Gregorianum 40 (1959) 672 s; cf. también los volúmenes en colaboración: Parole de Dieu et liturgie, Paris 1958; La parole de Dieu en Jésus-Christ, Paris 1961; y también C. Davis, The theology of preaching: The Clergy Review 45 (1960) 524-545.

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riquezas (Mt 13, 22), palabra que configura al grupo o comunidad de los seguidores de Jesús (Le 8, 21; 11, 28), que es la buena noticia para los pobres (Mt 11, 5; Le 4,18) y noticia también de liberación para los oprimidos (Le 4, 18). Precisamente por eso, porque es un mensaje de alegría y de liberación para los pobres, los cautivos y los que sufren (cf. Mt 11, 2-5), por eso exactamente la palabra de la «buena noticia» suscita el escándalo (Mt 11, 6), es decir, se trata de una palabra escandalosa para determinadas personas; y es por eso también por lo que acarrea persecución, amenazas, cárceles y muerte para los que la proclaman (Mt 10, 16-36 par). Pablo afirma que la palabra que él predica es «la palabra (el mensaje) de la cruz» (o lagos o toü stauroü), que resulta una locura y un escándalo (1 Cor 1, 18; cf. 1, 23-24). Por consiguiente, cuando decimos que la celebración cristiana comporta, como elemento esencial, el anuncio de la palabra, no afirmamos simplemente que antes de administrar un sacramento se debe pronunciar un discurso sobre la religión o sobre la Biblia. Lo que afirmamos es mucho más que eso: se trata de comunicar un mensaje, que es buena noticia para unos, y motivo de escándalo y hasta de persecución y odio para otros. Sólo esa palabra es elemento esencialmente constitutivo de la celebración cristiana. Lo cual quiere decir que la celebración cristiana se realiza correctamente, sólo cuando los participantes se sienten interpelados de tal manera, que en unos se produce la alegría del que recibe una buena noticia, mientras que quizá en otros se suscita la extrañeza y el escándalo del que escucha algo que le resulta insoportable. Una celebración, por lo tanto, en la que no se provoca ni alegría ni escándalo, sino el aburrimiento consabido del que escucha el sermón rutinario de siempre, es una celebración inauténtica, porque en ella no se comunica el mensaje. Dicho de otra manera, no basta que la palabra del celebrante sea una palabra ortodoxa y verdadera; lo decisivo es que sea una palabra significativa, que suscita reacciones seguramente contrapuestas, porque los participantes se sienten concernidos, interpelados, como el que se siente tocado por una espada de dos filos (Hech 4,12; cf. Ef 6, 17), que penetra hasta las fibras más íntimas del ser. 5. Mensaje y conversión Por lo que acabamos de decir, se comprende que los oyentes de la palabra, es decir, los que escuchan el mensaje, no se pueden quedar indiferentes ante semejante interpelación. Por eso, según aparece repetidas veces en el nuevo testamento, entre la palabra y el sacramento hay un eslabón fundamental: la conversión. Así, ya en la predicación de Juan Bautista, el llamamiento a la conversión.ocupa un

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El culto cristiano: mensaje y celebración

puesto central, precisamente en relación con el bautismo que administraba (Mt 3, 2.8.11; Me 1, 4; Le 3, 3.8). También el mensaje de Jesús no cesa de llamar a los hombres a la conversión (Mt 4, 14; 11, 20-21; 12, 41; Me 1, 15; 6, 12; Le 5, 32; 10, 13; 11, 32; 13, 3.5; 15, 7.10; 16, 30; 17, 3-4; 24,47). Pero concretamente es en el libro de los Hechos de los apóstoles donde se ve con toda claridad esta relación entre la palabra y el sacramento mediante la conversión. Así, Pedro establece expresamente esta relación al final de su discurso en el día de pentecostés (Hech 2, 38). Lo mismo aparece en el discurso con motivo de la curación del paralítico: Pedro exhorta a la conversión (Hech 3, 19) y más adelante se dice que la comunidad de los creyentes llegó a unos cinco mil (Hech 4, 4), lo que supone evidentemente que recibieron el bautismo. El mismo Pedro vuelve a insistir en la conversión cuando habla ante el consejo de los sumos sacerdotes, uniendo el tema de la conversión con la donación del Espíritu santo (Hech 5, 31-32), lo que parece aludir también al bautismo (cf. Hech 1, 5). La relación entre conversión y bautismo se pone también de manifiesto cuando Pedro informa a la comunidad sobre la admisión de los primeros paganos en la iglesia, es decir, cuando informa de por qué ha bautizado a Cornelio: «¡Así que también a los paganos les ha concedido Dios la conversión que lleva a la vida!» (Hech 11, 18). También en la predicación de Pablo, el llamamiento a la conversión es central en su mensaje (Hech 17, 30; 20, 21; 26, 20); y aunque es verdad que en estos textos no se habla del bautismo, queda bien claro que la respuesta al mensaje es la conversión (cf. Rom 2, 4-5). Por último, es importante destacar también cómo en Heb 6, 1-2 se relacionan íntimamente la conversión y el bautismo, precisamente como puntos fundamentales de la vida cristiana. En todos los textos citados se utiliza el verbo metanoéo o el sustantivo metánoia. Pero la conversión se expresa también mediante el verbo epistréfein, que significa propiamente «convertirse» y que es utilizado sobre todo por Lucas (Mt 13, 15; Me 4, 12; Le 1, 16; 22, 32; Hech 3, 19; 9, 35; 11, 21; 14, 15; 15, 19; 26, 18.20; 28, 27). En las epístolas, este verbo aparece tres veces (1 Tes 1, 9; Gal 4, 9; 1 Pe 2, 25). Por esta enumeración de textos, se ve claramente que el tema de la conversión es uno de los artículos fundamentales de la catequesis del primitivo cristianismo37. La respuesta, por consiguiente, del hombre ante la interpelación del mensaje cristiano, es la conversión. Y sólo a partir de la conversión, se puede tener acceso al sacramento. Pero, ¿en qué consiste esta conversión? Se trata, por supuesto, de un cambio radical de vida, que implica abandonar el mal (Hech 8, 22; 37. J. Behm, en TWNT IV, 998.

Mensaje y conversión

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cf. 3, 26; Heb 6, 1; Ap 2, 22; 9, 20; 16, 11) para volverse hacia Dios (Hech 20,21; 26,20; Ap 16,9; cf. 1 Pe 2, 25)38. Pero no es sólo eso. La conversión no consiste en la aceptación de un sistema abstracto de verdades; ni es simplemente un cambio de conducta. El creyente se convierte esencialmente hacia una persona: la conversión consiste en orientar o dirigir la vida entera hacia el Señor Jesús39. Se trata, por consiguiente, de un cambio objetivo de conducta; y de un cambio subjetivo que afecta no sólo a la mentalidad, sino a toda la interioridad de la persona, que lleva consigo un cambio radical en la concepción de la vida40. Convertirse es volverse, la persona entera, «hacia el Señor» (Hech 9, 35.42). Es, por lo tanto, establecer una nueva y decisiva relación personal en la vida, que transforma a toda la persona: una visión de la vida, nuevos valores, una orientación y un destino que llevan en la línea de lo que fue la orientación y el destino de Jesús. Pero hay algo más. La conversión no es asunto de un instante, un acto aislado que pasa y se termina; la conversión equivale a tomar una orientación nueva en la vida, un camino distinto, abandonando el propio camino (cf. Hech 14, 16) e iniciando así un largo itinerario de esperanza que requiere la perseverancia (Hech 11, 23). El hombre convertido se integra así en la comunidad de la iglesia y ha de ajustar su forma de vida al estilo y las costumbres de la comunidad41. En resumen, podemos decir, que si los elementos esenciales de la celebración cristiana son el anuncio del mensaje y la puesta en práctica del sacramento, el eslabón que une ambos elementos es la conversión. Y aquí es de la mayor importancia destacar que este eslabón no se ha de dar solamente una vez en la vida, cuando el sujeto se convierte por primera vez (lo que acontecería sólo en el caso del bautismo de un adulto). Cada vez que se acoge la palabra que presenta el mensaje, el creyente ha de responder con una actitud renovada de conversión, es decir, de orientación nueva y renovada hacia el Señor. Todo esto nos viene a indicar que la celebración cristiana no es la ejecución exacta de un ritual en el que se observan puntualmente las normas establecidas. Lo esencial y determinante de la celebración cristiana es la experiencia que vive el creyente y la comunidad de los creyentes. La experiencia que consiste en la aceptación del mensaje y en la conversión que ello comporta. 38. 39. 40. 41.

Ibid., 999. Cf. L. Cerfaux, Etudes sur les Actes des apotres, Paris 1967, 457. Ibid., 432. Ibid., 457.

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El culto cristiano: mensaje y celebración Conversión y audacia

6.

Conversión y audacia

Pero aún falta por tocar una cuestión que es decisiva en todo este asunto. Hemos dicho que la palabra proclama el mensaje; el mensaje llama a la conversión; y de la conversión se pasa a la puesta en práctica del sacramento. Pero no entenderíamos lo que todo esto significa, si no tomamos muy en consideración que la proclamación del mensaje comporta una actitud básica: la audacia. En efecto, cuando los autores del nuevo testamento hablan del anuncio de la palabra de Dios, insisten en que esa tarea exigía audacia (Hech 2,29; 4,13.29. 31; 9,27-28; 13,46; 14, 3; 18,26; 19, 8; 26,26; 28, 31; 2 Cor 3, 12; 7, 4; Ef 3, 12; 6, 19-20; 1 Tes 2, 2). En todos estos textos se utiliza el término parresía. Esta palabra (viene aspan y rema: decir todo) pertenecía al lenguaje político dentro de la cultura griega. Y venía a significar tres cosas: 1) tener el derecho de decir todo lo que había que decir ante el soberano o ante el consejo de la ciudad; 2) afirmar la verdad y, por tanto, hablar con claridad y sin esconder nada; 3) pero como eso suponía, muchas veces, enfrentarse a los que detentaban el poder, de ahí que la parresía implicaba a menudo una verdadera audacia, una valentía y hasta una osadía en el hablar 42 . Por lo dicho, se comprende que, a veces, esta palabra se traduce por «confianza» o «seguridad»; pero, habida cuenta de su raíz original y de las implicaciones que de hecho tuvo en la vida de los primeros cristianos, hay que decir que cuando el nuevo testamento nos habla de la parresía, se trata de una verdadera audacia, un atrevimiento, una osadía43. En efecto, el uso más frecuente del término parresía es el de libertad y hasta audacia en el anuncio de la «buena noticia». Si contamos el verbo (parresiásomai) y el sustantivo en todo el conjunto del nuevo testamento, tenemos hasta 28 textos en los que, de una manera u otra, aparece con este significado. Así, se dice de Jesús que «hablaba con parresía», es decir, abiertamente, sin miedo y sin callar nada (Me 8, 32; Jn 7, 26). Y téngase en cuenta que el matiz del término remite claramente a lo que se dice con franqueza y hasta con fuerza: «Si tú eres el Mesías, dínoslo abiertamente» (Jn 10, 24); «los discípulos le dijeron: por fin hablas claramente» (Jn 16, 29); y en la pasión Jesús declara ante el tribunal: «Yo he hablado abiertamente al mundo» (Jn 18, 20). En todos estos casos, el original griego utiliza la palabra parresía, lo cual nos da el sentido y los matices de ese término: 42. Cf. H. Schlier, en TWNT V, 870-871. 43. Cf. P. Joüon, Divers sens de parresía dans le nouveau testament: Rech. Se. Reí. 30 (1940)239-241.

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se trata de decir sin ambigüedades, sin titubeos, con toda claridad, lo que se tiene que decir; de tal manera que los demás lo entienden y resulta algo transparente para todo el mundo. Y hasta con el matiz particular de decir eso en condiciones adversas, cuando la seguridad personal y hasta la vida se ven amenazadas. Así fue en el caso de Jesús. Y así comienza enseguida a ser en el ejercicio del ministerio apostólico, en cuanto el evangelio empieza a extenderse y a ser anunciado. A este respecto es curioso observar que en los evangelios nunca se aplica la parresía a los discípulos; es actitud exclusiva de Jesús. De la gente se dice que «nadie se expresaba abiertamente acerca de Jesús por miedo a los judíos» (Jn 7, 13). La parresía aparece en este caso como la victoria sobre el miedo, cuando uno se ve amenazado ante la causa de Jesús; por el contrario, la ausencia de parresía aparece como la derrota del miedo. Esto supuesto, resulta de lo más aleccionador ver hasta qué punto, en el libro de los Hechos de los apóstoles, esta audacia (con los matices de libertad, seguridad y atrevimiento) se repite como nota distintiva de la predicación y de la actividad apostólica, tanto de la comunidad en general, como sobre todo de los ministros del evangelio. Así, Pedro, en su primer discurso el día de Pentecostés, lo afirma sin titubeos: «Hermanos, séame permitido decíroslo con toda libertad» (Hech 2, 29). Y poco después añade Lucas que «considerando la audacia de Pedro y de Juan, y que eran gentes sin instrucción ni cultura, los hombres del sanedrín estaban asombrados» (Hech 4, 13), es decir, la parresía de los discípulos de Jesús causa asombro a sus mismos adversarios. Más adelante, la oración de la comunidad cristiana resulta especialmente sugerente para ver el significado de esta postura en la experiencia de los creyentes: «Ahora, Señor, considera las amenazas, y, a fin de permitir a tus servidores anunciar tu palabra con plena audacia, extiende la mano para operar curaciones, signos y prodigios por el nombre de tu santo servidor Jesús» (Hech 4, 29). Al terminar esta oración, el Espíritu santo desciende de nuevo sobre la comunidad: «Mientras que hacían oración, la habitación donde se encontraban reunidos tembló; todos fueron invadidos por el Espíritu santo y se pusieron a anunciar la palabra de Dios con audacia» (Hech 4, 31). El efecto inmediato que produce la presencia del Espíritu en su iglesia, aquello que merece la pena destacar, es precisamente la audacia y la seguridad que acompaña a la predicación de la palabra de Dios: la comunidad dice lo que tiene que decir con claridad y transparencia. Los primeros pasos del ministerio apostólico de Pablo van acompañados por el mismo fenómeno y la misma experiencia:

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El culto cristiano: mensaje y celebración Entonces Bernabé lo tomó (a Saulo), lo llevó a los apóstoles y les contó cómo, en el camino, Saulo había visto al Señor, que le había hablado, y con qué audacia había predicado en Damasco en nombre de Jesús. Desde entonces él iba y venía con ellos en Jerusalén, predicando con audacia en nombre del Señor (Hech 9, 27-28).

Llama la atención que lo primero que hay que decir de Pablo es que enseguida, apenas convertido a la fe, se pone a predicar con parresía, es decir, con la audacia santa que acompaña siempre a la palabra de Dios. Por eso se comprende que, desde entonces, esta seguridad será la nota que caracteriza la predicación de Pablo, incluso a costa de persecuciones y sufrimientos indecibles. Los textos se repiten insistentemente en este sentido: «Entonces Pablo y Bernabé declararon con audacia: a vosotros había que anunciar ante todo la palabra de Dios... nos dirigimos a los paganos» (Hech 13,46). Lo cual les acarreó una persecución y la consiguiente expulsión (Hech 13, 50). «Pablo y Bernabé prolongaron su estancia (en Iconio) llenos de audacia en el Señor, que daba testimonio a la predicación...» (Hech 14, 3). Lo mismo se dice de Apolo: «se puso a hablar con audacia en la sinagoga» (Hech 18, 26). E igualmente de nuevo de Pablo: «se dirigió a la sinagoga (en Efeso) y durante tres meses habló allí con audacia (Hech 19, 8). Y conste que esta seguridad, esta libertad y esta audacia se ponen de manifiesto, no sólo ante las autoridades religiosas, sino también frente a las autoridades civiles. Así, Pablo le habló al rey Agripa «con toda audacia» (Hech 26, 26). Por último, el libro de los Hechos se cierra con estas palabras: «Pablo permaneció dos años (en Roma)...; recibía a cuantos venían a hablarle, proclamando el reinado de Dios y enseñando lo que concierne al Señor Jesucristo con plena libertad y sin obstáculo» (Hech 28, 30-31). Pero no se trata sólo de las afirmaciones de Lucas en el libro de los Hechos. También Pablo, en sus cartas, insiste en la misma actitud de libertad y audacia como característica de la predicación apostólica (2 Cor 3, 12; 7, 4; Ef 6, 19-20; 1 Tes 2, 2). Sin duda alguna, el texto más significativo es el de 2 Cor 3, 1-12 en donde Pablo formula con claridad el verdadero fundamento de la audacia que acompaña a la predicación de la palabra. En efecto, el texto se refiere primero a la seguridad o confianza ante Dios (2 Cor 3, 4); y de ahí pasa a la afirmación de la audacia en la predicación: «Teniendo, pues, esta esperanza, hablamos con toda audacia...» (2 Cor 3, 12). La libertad y la audacia en el anuncio del evangelio brota de la seguridad que el predicador tiene en su experiencia personal ante Dios, porque en definitiva el hombre que se siente seguro en Dios, no teme hablar con claridad, libertad y audacia ante los demás hombres.

El único culto aceptable

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La consecuencia que se sigue de esta larga enumeración de textos es bien clara: la predicación del mensaje cristiano supone un peligro y una amenaza para el que anuncia la «buena noticia». Es decir, la proclamación del evangelio es una cosa que no queda impune. Por eso precisamente se insiste tantas veces en que el ministerio apostólico va acompañado de libertad, seguridad y audacia. Y, por eso, la parresía es la actitud más característica de los ministros de la palabra de Dios. Lo cual quiere decir que cuando la predicación del mensaje no supone peligro alguno, hay que preguntarse seriamente si lo que se anuncia es el evangelio o es otra cosa. Porque anunciar el mensaje evangélico es decir, en concreto y en cada situación, que los pobres y los desgraciados tienen que dejar de serlo, que los últimos tienen que ser los primeros, que los perseguidos tienen que dejar de verse maltratados, que las relaciones humanas, a todos los niveles, tienen que cambiar radicalmente. Ahora bien, eso no se puede hacer inmpúnemente en la sociedad en que vivimos. Jesús dijo a sus discípulos, que al anunciar la «buena noticia» del reinado de Dios, iban a ser perseguidos y se verían acosados por la tentación del miedo (Mt 10,26-32 par). De ahí que la audacia tenga que ser siempre característica indispensable de toda predicación evangélica que pretenda ser auténtica.

7. El único culto aceptable Después de lo dicho hasta este momento, se puede deducir, con todo derecho, una consecuencia fundamental: el único culto que se puede considerar aceptable en la iglesia es aquél que respeta debidamente los dos elementos indispensables de la celebración, la palabra y el sacramento. Pero con tal de que esos dos elementos se respeten en su verdadera significación. Lo cual quiere decir que, en la celebración cristiana, los participantes se tienen que sentir interpelados y concernidos por el mensaje de la «buena noticia», que resulta gozosa para unos y con frecuencia escandalosa e insoportable para otros. Quiere decir, además, que de esa manera los participantes se sienten llamados a la conversión cristiana. Y quiere decir, por último, que todo eso se hace de tal manera que la comunidad, y especialmente los ministros de esa comunidad, tienen que echarle parresía al asunto, es decir, tienen que hablar con libertad, con claridad y, sobre todo, con verdadera audacia. Ahora bien, esto significa que el único culto aceptable en la iglesia es aquél en el que se producen y se viven unas determinadas experiencias: la experiencia de Dios que llama a un encuentro verdaderamente personal con Jesús; la experiencia de la alegría y el gozo ante la

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«buena noticia» del reino; la experiencia de la conversión cristiana; y la experiencia de la libertad y la audacia que son inherentes a la proclamación del mensaje de Jesús. Sólo cuando estas experiencias son vividas, al menos de alguna manera, podemos asegurar que se celebra en la iglesia el culto que Dios quiere y como Dios quiere. Es verdad que, al leer estas cosas, se puede tener la impresión de que le estamos pidiendo demasiado al culto cristiano, es decir, estamos exigiendo algo que normalmente no se da. Porque si todo eso se tiene que producir cuando celebramos el culto, ¿no estamos pidiendo algo realmente imposible? Si todo eso tiene que ser de esa manera, ¿cuándo vamos a poder celebrar el verdadero culto cristiano? Estas preguntas, no cabe duda, tienen su razón de ser. Pero también tiene su razón de ser lo que nos dice el nuevo testamento. Y por el análisis que hemos hecho, parece bastante claro que, efectivamente, según los autores del nuevo testamento la celebración del sacramento presupone el anuncio de la palabra. Pero ese anuncio, como hemos podido ver ampliamente, comporta la proclamación del mensaje, el llamamiento a la conversión, la experiencia de tal conversión y la consiguiente audacia en la comunidad y en los ministros del evangelio. Esto supuesto, lo que será necesario plantearse, con toda honestidad, es si no hemos desembocado en la iglesia en una situación de rutina y ritualismo, en la que se defiende a toda costa la exactitud de los ritos, pero se descuida de manera asombrosa e intolerable la coherencia de las experiencias auténticamente cristianas que no pueden faltar en el culto de la comunidad creyente. Es indudable que de esta manera tendríamos que renunciar a muchas de nuestras liturgias. Es indudable también que, de acuerdo con lo dicho, el culto cristiano tendría que ser para menos gente de la que actualmente participa en nuestras funciones religiosas masivas y a veces multitudinarias. Pero, siendo sinceros, ¿dónde está dicho por Dios que el culto cristiano tenga que ser para todo el mundo? ¿dónde está revelado que nuestras celebraciones deban ser servicios religiosos abiertos a todo el que llega? ¿con qué derecho la iglesia se permite la libertad de organizar servicios religiosos en los que apenas hay un mínimo de experiencia auténticamente cristiana o incluso muchas veces tal experiencia brilla por su ausencia? Es indudable que mientras la iglesia no responda adecuadamente a estas cuestiones, el culto seguirá siendo asunto de mucha gente, pero se tratará, sin duda, de un culto del que habrá que preguntarse si es el culto que Dios acepta. Es más, podemos estar seguros de que un culto así, no es el culto que Dios quiere.

El único culto coherente

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8. El único culto coherente El culto cristiano es coherente sólo cuando está plenamente de acuerdo con lo que, de hecho, fue el acontecimiento de Jesús Mesías. Ahora bien, el acontecimiento de Jesús Mesías comporta una interpelación de Dios a los hombres; y una respuesta de los hombres a Dios. En efecto, el acontecimiento de Cristo empieza por la misión del Hijo, enviado por el Padre al mundo y a nuestra historia, para la salvación y la liberación integral de los hombres. En este primer momento o movimiento de descenso, Jesús el Mesías es la palabra de Dios, el proyecto de Dios, que viene a los hombres, para interpelarlos y para decir a cada hijo de esta tierra lo que Dios quiere que sea nuestra sociedad y nuestro destino. Pero a este movimiento de descenso, que pone en comunicación el proyecto de Dios con el mundo, responde, en el sacrificio, en la pasión y en la muerte, un segundo movimiento, el movimiento de retorno, en el que el mismo Cristo lleva hasta el Padre de todos los hombres la respuesta de la humanidad a Dios. En la encarnación, el Hijo es la palabra de Dios dirigida a los hombres; en el sacrificio, Jesús es la respuesta de los hombres a Dios. Por consiguiente, el acontecimiento de la salvación y la liberación se realiza en un diálogo, cuya primera fase está constituida por el descenso mediador del Hijo como palabra del Padre dirigida a los hombres; y cuya segunda fase está constituida por el retorno de Jesús Mesías, en su muerte, hacia el Padre. Por otra parte, la teología contemporánea, sobre todo a partir del concilio Vaticano II, nos ha enseñado que la iglesia es el sacramento fundamental que hace presente, a lo largo de la historia, este acontecimiento salvador y liberador de Jesús Mesías44. Ahora bien, esto quiere decir, entre otras cosas, que el único culto coherente que la iglesia puede celebrar en el mundo es aquél que consiste en la puesta en acto del diálogo que acabamos de ver, es decir, según el esquema de interpelación y respuesta que se dio en el acontecimiento de Jesús Mesías. Celebrar el culto cristiano, por consiguiente, no es practicar ritos y ceremonias sagradas que por sí mismos y de una manera casi automática santifican a la gente. Celebrar el culto cristiano es hacer actual y presente, en cada situación concreta, el diálogo de Dios con los hombres: el diálogo que interpela a los hombres en Jesús y que encuentra su respuesta en lo que fue la vida y la muerte del mismo

44. Cf. para este punto, O. Semmelroth, La iglesia como sacramento de salvación, en Mysterium Salutis IV/1, 321-370, con bibliografía selecta en 370.

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Jesús 45 . Porque, en última instancia, celebrar el culto cristiano no es ni más ni menos que hacer presente y actual el acontecimiento de Cristo liberador de los hombres: Cristo en cuanto palabra decisiva que interpela; y Cristo en cuanto que él es también la única respuesta que la humanidad puede dar para encontrar salida y solución. Ahora bien, después de lo que acabamos de indicar, podemos ya deducir una consecuencia de gran envergadura, a saber: el culto cristiano sólo es coherente cuando en él se respeta la perfecta coherencia entre la palabra que se predica y el sacramento que se administra. Y esto es así porque, en definitiva, tanto en la palabra como en el sacramento, se trata del mismo Cristo que se hace presente y actúa en la comunidad. Por lo tanto, tenemos que meternos en la cabeza, de una vez por todas, que la iglesia no tiene derecho a celebrar el culto de tal manera que, en la práctica, ese culto no resulte coherente en el sentido explicado. Esto es lo que debería suceder en la iglesia. Pero, en realidad, ¿qué es lo que se hace? Todos sabemos de sobra que, con demasiada frecuencia, la celebración de los sacramentos consiste en una serie de servicios religiosos que la iglesia pone a disposición del público practicante en materia religiosa. Es decir, los sacramentos son, de hecho, servicios religiosos a los que tienen acceso los ciudadanos, sea cual sea su actitud frente al mensaje de Jesús, estén o no estén de acuerdo en su vida con ese mensaje y con sus exigencias. Es más, no sólo se trata de ceremonias abiertas a todos, sino incluso obligatorias para todos y a las que gran parte de la población se siente obligada, bien sea por motivaciones religiosas, bien sea por la fuerza de la costumbre, el convencionalismo social o simplemente el interés a causa de otros motivos. Piénsese en los bautizos, en las primeras comuniones o en las bodas. Pero, en la práctica, ¿qué es lo que resulta de este estado de cosas? Pues muy sencillo: que el sacramento no es, en una cantidad abrumadora de casos, la respuesta de los hombres a las exigencias de la fe cristiana y a la interpelación del mensaje de Jesús; el sacramento, en demasiadas ocasiones, es otra cosa, que bien puede ser un acto impuesto por la costumbre, una reunión de carácter social o un rito más o menos inexpresivo. Es verdad que los sacerdotes aseguran que en el sacramento actúa la virtualidad intrínseca del rito ex opere operato. Pero lapura verdad es que la gente suele vivir esas ceremonias, al menos en muchos casos, como actos sociales, como meras costumbres o como rituales extraños que no acaba de comprender. 45, Cf. O. Semmelroth, Le sens des sacrements, Paris 1963, 32-40; J. M. Castillo, Necesidad de una pastoral de sacramentos que no obstaculice a la evangelización: Sal Terrae 64 (1974) 712-723.

El fracaso de la iglesia

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De esta manera se ha venido a desembocar en la asituación siguiente: por una parte, se predica el mensaje cristiano, para que los fieles comprendan y acepten las exigencias de la fe, porque se parte del supuesto de que no todos los hombres han comprendido y han aceptado esas exigencias; pero, por otra parte, se administran los sacramentos a toda clase de personas, como si todos vivieran en la perfecta comprensión y aceptación del evangelio. O sea, que vivimos en una contradicción patente: la contradicción entre las exigencias que presenta la predicación y la carencia de exigencias que ofrece la celebración sacramental. De donde resulta una incoherencia sorprendente entre la predicación de la palabra, por un lado, y la celebración del sacramento, por otro. Porque mientras que la predicación se ha orientado en el sentido de una responsabilidad creciente ante las exigencias de la fe en el mundo, la celebración sacramental permanece prácticamente anclada en lo que siempre ha sido, un rito religioso puesto a disposición del público, para que lo reciba el primero que lo pida, sin apenas exigirle otra cosa que su presunta buena voluntad y aun cuando nos conste que en su manera de vivir está contradiciendo lo que acabamos de decir en nuestra predicación o nuestra explicación del evangelio. Sencillamente, la predicación va por un camino y el sacramento por otro. La predicación va por el camino de la exigencia evangélica, social y política, mientras que el sacramento va por el camino de la tolerancia, la connivencia y hasta la «legitimación» de quienes con su vida niegan y reniegan lo que la palabra evangélica está diciendo a todas horas. Por eso hay predicaciones comprometidas con el mensaje liberador de Jesús. Pero, ¿dónde se administra o se celebra un sacramento comprometido con ese mensaje? ¿tiene incluso sentido hablar de un bautizo comprometido, una boda comprometida o una primera comunión que es verdadero compromiso con el evangelio? ¿no resulta todo este lenguaje verdaderamente ridículo o incluso irrisorio? 9. El fracaso de la iglesia Son muchos los sacerdotes que experimentan un verdadero tormento cuando se trata de la administración de los sacramentos. Porque ellos se dan cuenta, mejor que nadie, que es casi incontable el número de personas que reciben esos sacramentos sin apenas comprender lo que reciben y sin que eso signifique compromiso alguno para sus vidas. Por otra parte, apenas hay diócesis o parroquias en donde no se hayan preguntado, el obispo y los sacerdotes, una y mil veces, qué es lo que habría que hacer para revitalizar la actividad

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pastoral de la iglesia. Se organizan cursillos, conferencias, reuniones. En algunos casos incluso se dan consignas y hasta se hacen proclamaciones pastorales de toda índole. Pero, a la corta o a la larga, se desemboca en una cierta sensación de fracaso y frustración. Porque, a fin de cuentas, los bautismos se siguen administrando como siempre; y otro tanto pasa con las bodas, las primeras comuniones, las confirmaciones, etc., etc. Y mientras tanto, grandes sectores de la población se alejan cada vez más de la iglesia; y los que acuden a ella, lo que suelen pedir muchas veces es que no moleste demasiado con su predicación y que siga administrando los sacramentos como toda la vida se hizo. Así las cosas, la pregunta que habría que hacerse es la siguiente: ¿puede la iglesia anunciar eficazmente el evangelio en estas condiciones? Dicho más claramente, ¿puede la iglesia evangelizar a la gente cuando, en la práctica, pone la evangelización sólo en la predicación de la palabra, sin tener debidamente en cuenta la manera concreta y práctica de celebrar los sacramentos? ¿puede, por lo tanto, evangelizar cuando la predicación de la palabra va por un camino, mientras que la administración del sacramento va por otro? No nos engañemos. La iglesia no puede evangelizar a los hombres como Dios manda mientras las cosas sigan como están. Y ello por tres razones que se comprenden sin demasiado esfuerzo. En primer lugar, por la razón teológica fundamental que ya se ha indicado, a saber: la necesaria unión y coherencia que tiene que darse entre la palabra que se predica y el sacramento que se celebra. Porque «palabra» y «sacramento» son los dos momentos fundamentales del único acontecimiento de Jesús Mesías salvador y liberador de los hombres. Ahora bien, los hombres no podemos dividir a Cristo. Pero el hecho trágico es que la iglesia lo está dividiendo en su manera concreta de actuar en la actividad pastoral. Lo está dividiendo en cuanto que la palabra de la predicación apunta a unas exigencias que luego el sacramento ignora. Lo que es tanto como decir que de esa manera el acontecimiento de Cristo no se actualiza debidamente ante los hombres. En segundo lugar, porque en este estado de cosas la iglesia se contradice. Por una razón muy sencilla: lo que la iglesia dice con la palabra predicada lo contradice con el sacramento celebrado. De donde resulta que mientras por un lado está intentando formar la conciencia de la gente (mediante la predicación y la instrucción religiosa), por otro lado está deformando la experiencia religiosa de esa misma gente (mediante la práctica religiosa establecida). En la vida son importantes las palabras; pero son más importantes los hechos. Si lo que se dice va por un lado y lo que se experimenta va por

otro, la gente termina por no tomar en serio lo que se dice. Ahora bien, esto es lo que desgraciadamente está ocurriendo: por una parte, decimos y no nos cansamos de repetir que hay que vivir de acuerdo con el evangelio, pero, por otra parte y al mismo tiempo, admitimos a la celebración sacramental a quienes viven de espaldas al evangelio; por una parte, pronunciamos palabras comprometidas con el mensaje de Jesús y adoptamos incluso posturas muy comprometidas con ese mensaje (en el mejor de los casos), pero, a renglón seguido de esas palabras, celebramos los sacramentos de manera que ni tiene sentido hablar de un sacramento comprometido. Decididamente, lo que se evangeliza con la palabra se desautoriza con el sacramento. De donde resulta, en demasiados casos, que la gente no toma en serio lo que el clero dice en sus predicaciones. En tercer lugar, existe en todo este problema una razón de orden sociológico que es de la mayor importancia. Esta razón se refiere al hecho de que en nuestra sociedad —por más que se empeñen en decir lo contrario los aficionados a la «secularización»— la gente sigue siendo religiosa, seguramente más religiosa de lo que algunos se imaginan. Y la prueba está en el aprecio que tantas personas siguen haciendo de bodas, bautizos, entierros y procesiones. Por supuesto que todo eso tiene que ver mucho con lo mágico. Pero el hecho está ahí. Ahora bien, si el hecho religioso sigue jugando un papel tan importante en la vida del pueblo, es evidente que ese hecho juega una carta decisiva en el proceso de la evangelización. Para bien o para mal. Pero la pura verdad es que ese hecho está ahí, desempeñando su papel decisivo. Pero, ¿qué pasa en la práctica y en la generalidad de los casos? Pues muy sencillo: que a la religiosidad popular se le ha dejado crecer por sí sola, a merced del capricho popular y a merced también de los intereses de los poderosos. No se trata aquí, desde luego, de dar un juicio sobre el complejo problema de lo que llamamos «religiosidad popular» 46 . Se trata sólo de caer en la cuenta que la práctica religiosa ha quedado a merced del capricho popular, porque no se ha exigido en cada momento y en cada circunstancia que esa práctica sea coherente con el evangelio y responda a las demandas de la predicación de Jesús. Por otra parte, la práctica religiosa ha quedado también a merced de los intereses de los poderosos, porque los que detentan el

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46. Cf. para una información bibliográfica completa sobre este asunto, R. BrionesP. Castón, Repertorio bibliográfico para un estudio del tema de la religiosidad popular; Communio 10 (1977) 1-38; cf. también el excelente informe Iglesia y religiosidad popular en América latina: Medellín 3 (1977) 269-297; sobre los documentos del magisterio acerc^ de este punto, cf. M. Arias, La religión del pueblo. Documentos del magisterio: Medellín 3 (1977) 328-350.

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poder y el prestigio en la sociedad han comprendido muy bien que necesitan de la «religión establecida» como principio de «legitimación» ante el pueblo, pero con tal que sea una religión en la que la práctica religiosa no resulta exigente. Apurando las cosas, se puede incluso decir que los poderosos están dispuestos a tolerar que en la sociedad haya.palabras eclesiásticas, medianamente exigentes; de la práctica religiosa no resulte exigente. Apurando las cosas, se puede ees sonaría la hora de la verdad y no habría más remedio que decantarse y definirse. Lo verdaderamente lamentable es que la iglesia, siguiendo con una tradición de siglos de cristiandad, ha entrado en el juego; y se ha dedicado a publicar documentos magisteriales y a predicar homilías y sermones más o menos coherentes con el santo evangelio, pero ha dejado la práctica religiosa a merced de lo que ha ido saliendo. A lo sumo, se han negado los sacramentos a ciertos pecadores públicos en muy contados casos, por ejemplo se ha negado la comunión a un amancebado o la sepultura eclesiástica a uno que se ahorcó, si es que eso no comprometía demasiado al párroco en cuestión. Pero no se ha sido consecuente y se ha llegado hasta el final en otros casos que de verdad ponían a la institución eclesiástica en aprietos, por ejemplo en los casos de enormes pecados en materia social y política. La consecuencia que se sigue de todo lo dicho es que la iglesia saldrá de sus fracasos actuales el día que esté dispuesta a organizarse como conjunto de comunidades sanas, en las que se proclama el mensaje de Jesús con audacia, se acoge en una verdadera experiencia de conversión y se celebra en unos sacramentos que son auténtica respuesta a las exigencias del evangelio. El día que la iglesia se decida a hacer eso —por más que eso suponga una auténtica revolución religiosa— la gente comprenderá que lo que se dice en la predicación va en serio y que con el evangelio no se juega. Lo cual, por lo demás, no sería optar por una iglesia de «puros» y «cataros» (eterna tentación de neofariseísmo a la usanza del tiempo), sino que sería optar por una iglesia que busca la justicia, el amor y la libertad, por más que no alcance plenamente esa justicia, ese amor y esa libertad mientras peregrina por este mundo. Hace poco, Casiano Floristán ha escrito acertadamente lo que puede ser nuestra última conclusión: No es fácil revelar la identidad del sacramento como tampoco es fácil descifrar la identidad cristiana. Lo que sí parece fuera de duda es que no es posible creer sin celebrar adecuadamente47la fe, ni celebrar los sacramentos de la fe sin creer al mismo tiempo . 47. C. Floristán, La evangelización, tarea del cristiano, Madrid 1978, 109; cf. la bibliografía que presenta este autor en 109-110.

5 Rito, magia y sacramento

1. El rito es lo que manda Efectivamente, así es. En la iglesia católica se han organizado las cosas de tal manera que, en la práctica religiosa establecida, lo que más se urge y se exige es la ejecución cabal y exacta de los rituales oficialmente establecidos y prescritos por la autoridad competente. Por supuesto, es frecuente que en la predicación eclesiástica se hagan exhortaciones a vivir cristianamente. Pero cuando se trata de administrar un sacramento, lo que se exige y lo que preocupa es la exacta ejecución del rito. Este comportamiento eclesiástico tiene su razón de ser, ante todo, en la doctrina que, desde la edad media, vienen enseñando los teólogos acerca de lo que es un sacramento. En efecto, según la enseñanza tradicional de la teología, lo verdaderamente decisivo, cuando se trata de administrar un sacramento, es que ese sacramento sea válido, porque sólo entonces se puede aceptar como verdadero sacramento y signo eficaz de la gracia *. Por otra parte, para que en el sacramento se dé esa validez, se requiere la potestad debida y la debida intención en la persona que lo administra; y además se requiere también que el sacramento se administre con la debida «materia» (que en la eucaristía, el pan sea verdadero pan; en el bautismo, el agua sea verdadera agua, etc.) y con la debida «forma» (que se digan exactamente las palabras que hay que pronunciar para que el rito valga). «Si falta alguna de estas condiciones esenciales, el 1. Cf. M. Nicolau, Teología del signo sacramental, Madrid 1969, 223.

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Rito, magia y sacramento El rilo es lo que manda

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sacramento es inválido . Es más, ha sido también doctrina tradicional entre los teólogos que la esencia del sacramento consiste en la materia y la forma que lo constituyen como tal sacramento3. Es decir, el rito o gesto sacramental y las palabras que acompañan a ese rito son las partes intrínsecamente constitutivas del signo sacramental4. Por consiguiente, según esta doctrina tradicional en teología, hay verdadero sacramento si el rito se ejecuta, en sus constitutivos esenciales (materia y forma), exactamente y como está determinado por la autoridad eclesiástica competente. Y no hay sacramento si el rito no se ejecuta con esa exactitud. Por eso, el Catecismo romano del concilio de Trento afirma que esos son los constitutivos, que pertenecen a la naturaleza y a la sustancia de los sacramentos, y de los cuales cada sacramento se compone necesariamente5. Por otra parte, el sacramento, aparte de sus constitutivos esenciales (materia y forma), se debe administrar según un determinado ceremonial de ritos taxativamente determinados y detallados. Tales ritos son estrictamente obligatorios, de tal manera, que, según el concilio de Trento, no se pueden omitir ni se pueden cambiar; y si se omiten se comete un pecado 6 . A partir de este planteamiento, los moralistas se han encargado de precisar y delimitar, hasta el último detalle, cuándo y cómo se cometía pecado, si se omitía o se cambiaba alguna ceremonia del ritual. Por ejemplo, los autores han enseñado, durante mucho tiempo, que en la celebración de la eucaristía, el sacerdote estaba obligado bajo pecado mortal a echar una gota de agua en el cáliz antes de la consagración del vino; y no debían ser más de ocho o diez gotas 7 . También se consideraba pecado mortal el decir las palabras de la consagración en voz tan baja que el sacerdote no pudiera oírse a sí mismo8 o el administrar la comunión sin roquete y estola9. Es más, los moralistas discutían si la mujer podía recibir la 2. Ibid, 224. 3. Cf. J. Puig de la Bellacasa, De sacramentis, Barcelona 1948, 14-20; Ch. Pesch, Compendium theologiae dogmaticae IV, Freiburg 1922, 3-12; J. A. de Aldama, Theoria generalis sacramentorum, en Sacrae theologiae summa IV, Madrid 1956, 32-38. 4. «Res et verba sunt partes intrinseee constituentes signum sacraméntale, sicut materia el forma»: i. A. de Aldama, o. c, 37, que cita a Suárez, In 3, q. 60, disp. 2 s 1 s. 5. «Haec igitur sunt partes, quae adnaturam et substantiam Sacramentorum pertinent, et ex quibus unumquodque Sacramentum necessario constituitur». Cat. Rom. II, 17, ed. P. Martín Hernández, Madrid, 326. 6. «Si quis dixerit receptos et approbatos Ecclesiae catholicae ritus in sollemni sacramentorum administratione adhiberi consuetos aut contemni, aut sine peccato a ministris pro libito omitti, aut in novos alios per quemcumque ecclesiarum pastorem mutari posse: anal, sit»: Ses. VII, can. 13, DS 1613. 7. Cf. H. Noldin-A. Schmith, Summa theologiae moralis III, Barcelona 1945, 115. 8. Ibid, 224. 9. Cf. M. Zalba, Theologiae moralis summa III, Madrid 1958, 203.

comunión durante el tiempo de la menstruación, pero ya M. Zalba, muy poco antes del concilio Vaticano II, pensaba que «parece» que eso ya no era obligatorio10. Los ejemplos en este sentido se podría^ amontonar indifinidamente. Pero no hace falta. Bastaría echar un vistazo a los manuales de teología moral que han estado en vigor hasta hace muy poco tiempo y que incluso aún son consultados por bastantes sacerdotes. Hasta estos límites se ha llegado en la minuciosa dad del ritualismo que había que observar en la administración de los sacramentos. Evidentemente, al insistir de tal manera en la minuciosa observancia de los ritos sacramentales y al fijar tan escrupulosamente las condiciones para la participación en ellos, los moralistas actuaban movidos por consideraciones de diversa índole. Por ejemplo, no cabe duda que al aconsejar a las mujeres que no se acercasen a la comunión eucarística durante la menstruación o también cuando aconsejaban a los esposos que no comulgasen al día siguiente de haber tenido el coito 11 , en eso los teólogos denotaban una concepción de la sexualidad que hoy nos parece, con toda razón, sencillamente inadmisible. Pero no cabe duda que, además de esas ideas extrañas acerca de la sexualidad, lo que había en el fondo de aquellas teologías era una mentalidad acentuadamente mágica en la valoración e interpretación de los ritos eclesiásticos. Lo que interesaba, ante todo, era que el rito se observase con exactitud en todos sus detalles, procurando evitar todo lo que pudiese mancillarlo. Más adelante, estudiaremos el origen histórico y las raíces psicológicas de esta manera de pensar. Por el momento, será interesante advertir dos cosas. En primer lugar, que esta mentalidad mágica no es asunto reciente en la iglesia; su historia es larga y, por lo demás, pintoresca, por ejemplo durante la edad media se llegó a pensar que quienes veían alzar la sagrada hostia, en ese día no perderían la vista o no se morirían de repente; en las ciudades se dio el caso de que la gente corría de iglesia en iglesia para ver el mayor número de veces posible alzar la hostia, y los excomulgados, que tenían prohibido ver la elevación, se dedicaron a hacer agujeros en los muros de los templos, para no verse privados de los efectos maravillosos que producía la sola contemplación de ese rito12La segunda advertencia que aquí interesa hacer —y esto es más 10. «Vacare iam videntur consilia abstinendi ab Eucharistia tempore menstruationis»: Ibid., 195. 11. Cf. M. Zalba, o. c, 195. 12. Cf. J. A. Jungmann, El sacrificio de la misa, Madrid 1953, 171; E. Dumoutet, le désir de voir thostie, Paris 1926, 67-69; P. Browe, Die Verehrung der Eucharistie í"* Mittelalter, München 1933, 56-61; A. Franz, Die Messe im deutschen Mittelalter. Beitrdge zur Geschichte der Liturgie und des religiosen Volkslebens, Freiburg 1902, 103.

Rito, magia y sacramento

Rito y magia

importante— es que esta mentalidad mágica no ha pasado, sino que por el contrario pervive en muchas personas seguramente más de lo que nos imaginamos. Evidentemente, las manifestaciones externas de esa mentalidad varían con el paso del tiempo. Pero el hecho es que la mentalidad persiste. Por ejemplo, cuando se trata de celebrar la eucaristía, hay personas que concentran su mayor atención e interés en la exacta observancia del ritual y por eso se angustian si el sacerdote omite una oración o una rúbrica, mientras que parece no importarles demasiado si los asistentes a la misa no viven la experiencia de comunión y de amor que es fundamental en ese sacramento. Y no digamos nada de las devociones populares, por ejemplo cuando la gente piensa que debe pasar físicamente la mano por la peana de una imagen milagrosa para conseguir el efecto saludable de su oración. Pero prescindiendo de estas auténticas extravagancias, el hecho es que, según la práctica establecida en la actualidad, los sacerdotes y los fieles siguen pensando que, cuando se trata de administrar un sacramento, lo decisivo es asegurar la validez. Y el sacramento es válido si se realiza ajustándose exactamente al ritual, al menos en sus elementos esencialmente constitutivos, es decir, si se aplica la materia que hay que aplicar, y si se pronuncian las palabras que en ese momento se deben pronunciar. Dicho de otra manera, lo que sigue imperando, en las celebraciones sacramentales de la iglesia, es el rito. Porque se tiene el convencimiento de que el rito, exactamente practicado, comunica por sí mismo la gracia salvadora.

de la gente: 1) el conservadurismo del rito: el sentido de la acción sagrada puede cambiar, la acción en cambio sigue siendo la misma 16 . De ahí que un rito puede cambiar de una religión a otra sin cambiar de forma. Porque la forma o expresión ritual tiende a petrificarse hasta cristalizar en una acción fija, que no cambia, que siempre se repite y que siempre es la misma y, por consiguiente, se ejecuta de la misma manera; 2) la estrecha relación que existe entre el rito y la magia: es verdad que, cuando se trata de una acción externa, resulta difícil decir con seguridad hasta qué punto la acción en cuanto tal tiene un contenido puramente mágico o es más bien simbólicoilustrativo17. Pero, en todo caso, está fuera de duda que existe una conexión profunda entre los ritos y la experiencia mágica. Esto se advierte, sobre todo, en los ritos defensivos, los llamados ritos apotropeicos, con los cuales uno intenta apartar de sí o rechazar un elemento o ser maligno o peligroso18. Para comprender la conexión tan íntima que existe entre el rito y la magia, lo más ilustrativo será pensar por un momento en lo que constituye la esencia misma de la magia. Hasta hace algunos años, se pensaba que la magia era una especie de pseudociencia, una ciencia primitiva, propia de los pueblos y de las culturas más atrasadas. Esta interpretación de la magia, que ha sido ampliamente defendida por J. G. Frazer, explica la esencia de la magia como una serie de conclusiones basadas en premisas falsas. Cuando el hombre primitivo descubre por caminos empíricos que el sistema mágico no conduce necesariamente a los objetivos deseados, se ve forzado a admitir la existencia de poderes superiores que regulan el acontecer y de los que el hombre depende por completo. Entonces, pero sólo entonces, es cuando surge la religión, que es así posterior a la magia 19 . Actualmente, las ideas de Frazer están prácticamente superadas entre los especialistas en la materia. Porque se ha demostrado que lo característico de las acciones mágicas es sobre todo que están guiadas por el sentimiento, no por la deducción de premisas racionales. Como se ha dicho muy bien, la acción mágica representa una reacción sentimental, que es tan fuerte que el hombre sometido a ella quiere hacer resaltar los límites de la acción que le vienen impuestos por el espacio y el tiempo 20 . Esto explica el que incluso en personas de una

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2. Rito y magia Un rito es una acción sagrada a la que acompaña un mito. Por su parte, un mito, en su acepción más elemental, es la palabra sagrada que acompaña al ritual y lo explica13. Pero aquí se debe advertir que la conexión entre el rito y el mito es tan fuerte que, en realidad, el mito es una parte del ritual y el ritual una parte del mito 14 . De todas maneras, y no obstante esta concatenación entre el rito y el mito, sabemos que históricamente se ha dado la tendencia, en no pocas religiones, a dar mayor relieve al rito, a costa de la importancia de la significatividad del mito 15 . En los ritos se dan dos características que son de suma importancia a la hora de intentar comprender su influencia en la vida religiosa 13. Cf. G. Widengren, Fenomenología de la religión, 135. 14. Cf. S. H. Hooke (ed.), The Ufe giving myth, London-New York 1935, 276. 15. G. Widengren, Fenomenología de la religión, 189.

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16. Ibid., 190. 17. Ibid., 192. 18. Ibid., 195; F. Heiller, Erscheinungsformen und Wesen der Religión, Stuttgart 1961, 177-181. 19. Cf. G. Widengren, o. c., 4-5; cf. J. G. Frazer, The golden bough I, London 1955, 218 s. 20. G. Widengren, o. c., 5-6.

Rito, magia y sacramento

La estructura de la magia

cultura altamente racionalizada se den sentimientos y experiencias de tipo estrictamente mágico, como por ejemplo cuando se cree ciegamente en los efectos que pueden producir los hechizos y los conjuros 21 . Y esto es así porque, según parece, el origen de la magia está en el hecho de que el hombre imita lo que desea profundamente22. Ahora bien, a partir de esta nueva comprensión de la magia, se deducen dos consecuencias: 1) que la religión no es un estadio posterior a la magia, sino que ambas subsisten conjuntamente y, con frecuencia, se ven mezcladas en la misma persona, hasta el punto que muchas veces resulta extremadamente difícil el constatar si la actitud de una persona es mágica o religiosa; 2) que religión y magia subsisten una al lado de la otra como dos reacciones psíquicas diametralmente opuestas: en la religión el hombre percibe su dependencia del poder superior o sobrenatural, mientras que en la magia el hombre piensa que él mismo es ese poder o que al menos puede controlarlo 23 . Por lo demás, esta segunda consecuencia no se opone en absoluto a la primera, porque de sobra sabemos hasta qué punto el hombre es capaz de alimentar en sí mismo experiencias contrapuestas, por ejemplo experiencias de dependencia y dominación a un mismo tiempo. De cuanto acabamos de decir se desprende una conclusión fundamental, a saber: que existe una conexión muy profunda, no sólo entre la magia y la religión, sino más concretamente entre la magia y los ritos. Lo cual es perfectamente comprensible. Por la sencilla razón de que la religión se expresa mediante determinados rituales; y, por otra parte, es característico de la magia el hecho de que se lleva a la práctica mediante ciertos ceremoniales o ritos. Pero esto necesita una explicación más detallada.

naturales, por eso pone en práctica determinados rituales a los que atribuye un efecto saludable. Aquí es importante advertir que, cuando se trata de los comportamientos mágicos en relación con los comportamientos religiosos, se puede dar, en la experiencia total del hombre, una disociación muy profunda. Porque el origen de la magia no está en la razón, sino en el sentimiento. Lo cual quiere decir que una persona puede pensar con su razón que practica tales ritos porque en ellos actúa la gracia de Dios que se comunica mediante el rito (ex opere opéralo), mientras que, al nivel del sentimiento, lo que de hecho funciona en esa persona es una determinada experiencia mágica. En tal caso, la religión y la magia se vienen a encontrar e incluso a confundir en la experiencia total del individuo. Es más, a veces puede ocurrir que el discurso racional de ese individuo no sea sino una forma de «ideología» que sirve para ocultar la auténtica experiencia mágica, que es la que determina los comportamientos «religiosos» de la persona en cuestión. Pero entonces, ¿cómo y cuándo se puede decir que existe un comportamiento mágico propiamente tal? Para responder a esta pregunta, lo decisivo es tener en cuenta la estrecha relación que existe entre los ritos y la magia. En efecto, como se ha dicho muy bien, «los ritos y la magia están estrechamente unidos, y en ello va implícito el principio del ex opere opéralo, es decir, que la eficacia de la acción depende de que se ejecute conforme al ritual prescrito, que frecuentemente exige la recitación de determinadas fórmulas»24. Más adelante tendremos ocasión de estudiar lo que teológicamente significa la expresión ex opere opéralo; y entonces veremos cómo esa fórmula, en su significación original, no da pie a una interpretación mágica. Pero, de momento, lo que nos interesa es comprender que hay magia en un rito cuando a la ceremonia ritual se le atribuye una eficacia automática, en orden a conseguir el efecto hacia el que empuja el deseo25. Es decir, hay magia en un determinado comportamiento religioso cuando el individuo está persuadido de que si ejecuta exactamente el rito y si recita al datalle las fórmulas que deben acompañar a ese rito, entonces y sólo entonces, se consigue automáticamente el efecto que se desea obtener. El comportamiento mágico está esencialmente determinado por una experiencia clave, a saber: la experiencia del miedo y, a partir del

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3. La estructura de la magia El origen de la magia, ya lo hemos dicho, no radica en la razón, sino en el sentimiento. Pero, ¿de qué tipo de sentimiento se trata? El denominador común en las acciones mágicas es el sentimiento de deseo: se desea obtener algo que no se tiene; o escapar a un peligro que amenaza. Pero como el hombre presiente que hay fuerzas superiores que llegan a donde él no puede llegar mediante las causas físicas 21. Cf. para todo este asunto, G. Widengren, Evolutionism and the problem of the origin of religión, Ethnos 1945, 77 s; Religionens ursprung, Stockholm 1963, 31 s. 22. S. G. F. Brandon, Diccionario de religiones comparadas II, Madrid 1975, 959. 23. Cf. G. Widengren, Fenomenología de la religión, 6-7; R. H. Lowie, Primitive religión, London 1936, 147.

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24. S. G. F. Brandon, o. c, 959. 25. Cf. J. M. Castillo, La alternativa cristiana, 228-229; cf. también G. Mensching, Die religión, Berlin 1959, 133-139; R. Allier, Magie et religión, Paris 1935; A. Bertholet, Das Wesen der Magie, Berlin 1927.

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miedo, el deseo de seguridad. Estas experiencias tienen su origen en los primeros estadios de la evolución de la persona. En efecto, hoy se sabe que la vida del niño está marcada por experiencias muy profundas de inseguridad, por ejemplo la inseguridad que vive el bebé cuando deja de ser amamantado por la madre. Y es importante tener en cuenta que se trata de experiencias que marcan muy hondamente la vida psíquica de la persona. De ahí la tendencia, latente o manifiesta, a refugiarse, en no pocas ocasiones, en las normas y ritos de una religión altamente racionalizada, que libera de la angustia y del miedo radical en los momentos críticos de la vida. En este caso, no se trata ya del miedo o la angustia elemental que experimenta el hombre primitivo ante la amenaza de las «potencias» que actúan en la naturaleza; se trata, más bien, del deseo de protegerse frente a la divinidad, para hacerla propicia y para escapar a los castigos de lo alto que pueden amenazar tanto en esta vida como en la otra 26 . Por lo que acabamos de indicar, se comprende que existe un profundo parentesco entre los rituales mágicos y las experiencias fundamentales de las que se ocupa el psicoanálisis. Freud habla a este respecto de lo que él llama la «omnipotencia de las ideas»27. Se trata del proceso según el cual el hombre atribuye una eficacia incuestionable a lo intensamente pensado y representado afectivamente. En el fondo, el hombre que vive este tipo de experiencia se halla muy próximo al individuo más primitivo, «que cree poder transformar el mundo exterior sólo con sus ideas»28. Evidentemente, en todo este asunto, lo que en realidad se oculta es un proceso auténticamente neurótico, ya que, como advierte el mismo Freud, la «omnipotencia de las ideas» no es sino una forma de neurosis obsesiva29. Está claro que esta forma de neurosis termina por precipitar al sujeto hacia formas de autoengaño, que consisten en que el sujeto vive como real lo que no es sino una proyección de sus propias ideas, de su imaginación y, en definitiva, de su narcisismo infantil. Es decir, el sujeto se llega a autoestimar hasta tal punto que, no sólo se persuade de que sus ideas son omnipotentes, sino que incluso se concede la posibilidad de dominar el mundo 30 . Lo que está enjuego, en estos casos, no es el valor del acto sacramental o de la oración cristiana, sino la eficacia automática de un determinado ritual. Una eficacia,

26. Cf. M. Oraison, El cristiano y la angustia, Bilbao 1974, 53-54; J. L. Segundo, Teología abierta para el laico adulto IV, Buenos Aires 1971, 42-45. 27. S. Freud, Tótem y tabú, en Obras completas V, Madrid 1972, 1801-1804. 28. Ibid., 1802. 29. Ibid. 30. Ibid., 1804.

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por lo demás, que no es sino algo imaginariamente pensado por el sujeto neurotizado. Por todo lo que acabamos de ver, se comprende perfectamente que, con frecuencia, las personas profundamente religiosas se ven amenazadas de vivir este tipo de experiencias. Por eso, en casi todas las religiones, existen abundantes manifestaciones de ritos mágicos, que son verdaderamente tales, por más que las ideas de los adeptos interpreten tales ritos como medios eficaces de santificación expresamente instituidos por la divinidad. Por ejemplo, se sabe que la oración se convierte, a veces, en un conjuro. En el fondo, la diferencia entre estas dos cosas es muy clara: la oración es dirigirse a la divinidad en cuanto determinante del destino; el conjuro es una fórmula mágica en que el hombre da expresión a su propio deseo de ser él mismo señor del destino31. Y otro tanto se puede decir de no pocas formas de celebración litúrgica, por ejemplo si una persona asiste a tal celebración impulsada para ello por el deseo de poner a la divinidad a su disposición mediante la exacta ejecución del ritual establecido. En todos estos casos, siempre nos encontramos con la misma estructura fundamental: la experiencia del miedo se traduce en un deseo, intensamente vivido, que se alia con el narcisismo de la persona neurotizada; entonces, la persona en cuestión proyecta su deseo en forma de comprensión engañosa que, a partir de la creencia en la omnipotencia de sus propias ideas, le hace estar convencida que así puede transformar la realidad mediante la exacta ejecución del ritual. No cabe duda de que entonces ese ritual es justamente un acto mágico. Y todavía, una advertencia importante: la magia, por su misma estructura fundamental, no dice relación ni con el comportamiento ético de la persona, ni con las experiencias que deciden el destino de un hombre, el sentido de la vida, o, en general, su existencia en la sociedad y en la convivencia humana. Un individuo, por ejemplo, puede tener un comportamiento reprobable o vivir arrastrado por experiencias de egoísmo o incluso de odio. Nada de eso, al menos en principio, será impedimento para que el ritual cabalmente ejecutado produzca los efectos mágicos que se le atribuyen. Dicho de otra manera: es característico de la magia el que las experiencias fundamentales que vive la persona no entran como componentes o determinantes de la eficacia que se le atribuye al ritual mágico. Esto es decisivo para valorar hasta qué punto un creyente, por ejemplo, vive las celebraciones litúrgicas como celebraciones propiamente cristianas o más bien como rituales mágicos. 31.

G. Widengren, Fenomenología de la religión, 1.

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4. Jesús no fue un mago Si ahora queremos poner en relación todo lo que acabamos de ver con lo que, de hecho, es la vida sacramental cristiana, lo primero que hay que decir es que el nuevo testamento rechaza por completo, no sólo la magia propiamente tal, sino sobre todo las desviaciones de la práctica religiosa que desembocan en prácticas de carácter mágico. Empezando por lo más elemental, en el libro de los Hechos de los apóstoles, se cuenta que en Samaría había un tal Simón que practicaba la magia y que tenía a la gente pasmada por los hechos prodigiosos que realizaba (Hech 8, 9-11), de tal manera que todos pensaban que en él actuaba la potencia de Dios (Hech 8, 10). Este individuo quiso obtener el poder de comunicar el Espíritu santo (Hech 8, 18-19). Evidentemente, este tal Simón se equivocó al querer comprar con dinero el poder sobre el Espíritu. Pero parece que su error era más profundo, ya que pensaba que se puede ejercer sobre el Espíritu un poder susceptible de ser transmitido por los que lo detentan. No cabe duda que en eso se detectan los caracteres de una práctica mágica, a la que Simón por lo demás estaba habituado 32 . Otro episodio relacionado con la magia es el de los exorcismos judíos de Efeso: aquellos individuos quisieron servirse del nombre de Jesús para comunicar la gracia liberadora, pero su pretensión se vio frustrada y la fórmula resultó ineficaz (19, 13-17). Sin lugar a dudas, en este suceso lo que estaba en juego era una práctica mágica, como consta por el dato de que los que practicaban la magia quemaron los libros que tenían acerca de tales prácticas (Hech 19, 19). Es más, parece que la alusión a Pablo en Act 19,15 quiere sugerir la contraposición entre la verdadera iglesia, de una parte, y los círculos que se dedicaban a la puesta en práctica de rituales mágicos, por otra 33 . Por lo demás, los fenómenos de hechicería (farmaceía) son obras de los bajos instintos (Gal 5,20), pertenecen a la mala conducta de los hombres (Ap 9, 21; 21, 8; 22, 15) o se consideran simplemente como abusos de la gran prostituta, Babilonia (Ap 18, 23). Igualmente, las prácticas de encantamiento (bascaind) son también reprobadas por Pablo (Gal 3, 1). En todos estos casos se ve que la iglesia primitiva no quiso tener parte alguna, ni la más mínima relación, con las numerosas prácticas de carácter mágico que proliferaban en el mundo del paganismo del 32. Cf. J. Dupont, Les ministéres de Péglise naissante dapres les Actes des apotres, en la obra en colaboración Ministéres et célebration de í'eucharistie, Roma 1973, 97; cf. también O. Bauernfeind, Die Apostelgeschichte, Leipzig 1939, 126-127. 33. Cf. E. Haenchen, Die Apostelgeschichte, Gottingen 1968, 500.

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tiempo. Pero, cuando se trata del fenómeno de la magia y de sus relaciones con la práctica religiosa, lo más significativo que nos dice el nuevo testamento es lo que se refiere a la conducta del mismo Jesús. En efecto, el evangelio de Marcos nos da cuenta de un episodio que resulta de lo más significativo: Jesús va a Nazaret, llega a la sinagoga un sábado, y la gente hace el siguiente comentario: «¿Qué saber le han enseñado a éste para que tales milagros le salgan de las manos?» (Me 6, 2). Por eso comenta el mismo Marcos que a la gente «aquello les resultaba escandaloso» (Me 6, 3). Esta incomprensión y este escándalo contrastan con la reacción normal que las masas experimentan ante los hechos prodigiosos de Jesús, según el evangelio de Marcos (Me 2, 12; 5, 15.20.42)34. Porque, mientras que la gente normalmente se entusiasma ante los milagros de Jesús, en este caso se escandaliza. ¿Por qué? La alusión a los «milagros que le salen de las manos» es la prueba inequívoca de que los ciudadanos de Nazaret consideran que Jesús se dedicaba a prácticas de tipo mágico. Este reproche se le hace otras veces a Jesús (Mt 12, 24 par). Lo que no podía resultar sino escandaloso, hasta el punto de que eso constituía un delito castigado con la pena de muerte 35 . Ahora bien, teniendo estos datos en cuenta, lo más revelador de este episodio es que Marcos termina el relato con la indicación de que «no pudo hacer allí ningún milagro» (Me 6, 5). Y la razón última de eso está en que aquella gente no tenía fe (Me 6,6a). La intención de Marcos parece clara: frente a la idea que tenían los habitantes de Nazaret, según la cual Jesús curaba aplicando las manos a los enfermos y de esa manera lo que en realidad hacía era practicar la magia, el evangelista quiere dejar bien claro que en los hechos prodigiosos de Jesús no había nada de prácticas mágicas, es decir, de prácticas eficaces automáticamente por sí mismas. Y la prueba está en que allí no pudo curar a los enfermos, precisamente porque no tenían fe. Aquí será importante advertir que los evangelios insisten, una y otra vez, en que los hechos prodigiosos que practicaba Jesús, no se debían a una especie de mecanismo automático, sino a la fe de las personas que se beneficiaban de la presencia o del contacto de Jesús 36 . Lo cual quiere decir que Jesús no comunicaba su gracia curativa y liberadora por el simple hecho de ejecutar un determinado ritual, la imposición de manos. En consecuencia, debe quedar claro, 34. Cf. G. Minette de Tillesse, Le secret messianique dans Cevangile de Marc, Paris 1968, 265. 35. Cf. J. Jeremías, Teología del nuevo testamento I, Salamanca 1974, 323. 36. Mt 8, 10-13; 9, 2.22.28-29; 13, 58; 15, 28; 17, 20; 21, 21-22; Me 2, 5; 5, 34.36; 6, 6; 9, 23-24; 10, 52; 11, 22-24; Le 5,20; 7,9.50; 8, 48.50; 17, 5-6.19; 18,42; Jn 4, 50; 11,40; cf. Hech 3, 16; 14,9.

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de una vez por todas, que la gracia de Dios se comunica al hombre en tanto en cuanto en él hay fe, es decir, en la medida en que el sujeto vive una determinada experiencia, que es la experiencia de la fe en Jesús, la confianza ilimitada en él y la adhesión a su persona como el Mesías que habían anunciado los profetas37. Es más, se puede decir que esta afirmación insistente de los evangelios, según la cual lo que cura a los enfermos es la fe que ellos tienen en Jesús, viene a ser el rechazo más tajante de lo que se ha llamado la magia contagiosa, que consiste en la pretensión de ejercer un determinado influjo en una persona mediante el contacto físico, ya sea de otra persona, ya sea de ciertos objetos que han tocado a la persona poseedora de las potencias mágicas38. Es evidente que Jesús, desde este punto de vista, no fue un mago, ni se dedicó a prácticas de magia contagiosa. Pero aquí conviene aclarar un punto que puede plantear dificultades: se trata del hecho de que Jesús curaba a los enfermos o incluso resucitaba a los muertos mediante el contacto físico. En este sentido, resulta significativo el uso del verbo «tocar» (áptomaí). Así, en la curación del leproso (Me 1, 41; Mt 8, 3; Le 5, 13); lo mismo ocurre al curar a la suegra de Pedro (Mt 8, 15), cuando los enfermos en masa se acercan para tocarle porque así quedaban curados (Mt 14, 36; Me 3, 20; 6, 56; Le 6, 19), al dar vista a los ciegos (Mt 20, 34; Me 8, 22) y cuando sana al sordomudo (Me 7, 33). Pero quizás el relato más expresivo a este respecto es el de la curación de la mujer que padecía hemorragias: hasta cinco veces aparece en el breve pasaje el verbo tocar (Me 5, 27.28.30.31; Le 8, 47), lo que evidentemente constituye un dato fundamental para la interpretación del relato. Y algo parecido habría que decir de los casos en los que Jesús resucita a un muerto (Le 7,14; Me 5,41). Ahora bien, ¿qué nos vienen a decir estos hechos? Ya hemos indicado que estas curaciones «por contacto» no se pueden interpretar en sentido mágico, puesto que no eran gestos o ritos eficaces automáticamente y por sí mismos. Y la prueba está en que cuando las personas no tenían fe, no podían ser curadas por Jesús. Es decir, lo que curaba no era el rito del contacto por sí mismo, sino la fe de las personas, como le dice expresamente Jesús a la mujer que padecía hemorragias: «Hija, tu fe te ha salvado» (Me 5, 34). Pero entonces, si eso es así, ¿que significa ese hecho repetido del contacto físico con los enfermos y con los muertos? Sabemos que las leyes religiosas del judaismo sobre la pureza ritual eran sumamente severas

en todo lo que se refería al contacto físico con los enfermos (Lev 1315; 2 Re 7, 3) y con cadáveres (Núm 19, 11-14; 2 Re 23, 11 s). Es verdad que algunos de los enfermos que curó Jesús mediante el contacto no aparecen en las prohibiciones de la ley de Moisés, pero no cabe duda de que en otros casos se trata de transgresiones manifiestas de lo que estaba legislado, como es el caso del leproso (Lev 5, 3; 13, 45-46), el de la mujer que padecía hemorragias (Lev 15, 25-30) y el de los muertos resucitados. Y en los casos en los que no sabemos de qué enfermedades se trataba, por lo menos queda claro que Jesús no muestra el menor reparo en que toda clase de enfermos le toquen a él o en tocar él mismo a los enfermos, fuera cual fuera su enfermedad. En consecuencia, el hecho de que Jesús devuelva la salud tocando a toda clase de enfermos y dé la vida tocando a los cadáveres nos viene a decir dos cosas: primero, que Jesús quebranta la ley religiosa establecida; segundo, que además anula la ley, porque las mismas cosas que según la legislación religiosa establecida producían impureza (y en ese sentido desgracia), en el comportamiento de Jesús producen salud, vida y bendición. Por supuesto, sería exagerado deducir de los pasajes citados —en los que Jesús sana tocando— que toda la ley mosaica queda anulada. Pero es evidente que, según la tradición de los evangelios sinópticos, las leyes que se refieren a la impureza ritual, en lo que respecta a enfermos y cadáveres, quedan anuladas por la conducta de Jesús y por los efectos que se siguen de esa conducta. En conclusión, se puede afirmar con toda seguridad que, en la conducta salvadora y liberadora de Jesús, no es el rito lo que manda, sino la fe. No son los rituales mágicos los que curan y liberan, sino la adhesión que las personas prestan a Jesús. Y cuando Jesús parece que ejecuta un ritual al tocar a los enfermos, en realidad lo que hace es desautorizar y anular las leyes rituales de la religiosidad judía. Decididamente, Jesús no fue un mago, sino exactamente al revés, el rechazo y la anulación de todo lo que diga relación a rituales emparentados con la magia religiosa.

37. Cf. J. Alfaro, Fides in terminología bíblica: Gregorianum 42 (1961) 479; P. Benoit, Lafoi dans les Synoptiques: Lum. et Vie (1954) 469-488. 38. Cf. G. Widengren, Fenomenología de la religión, 4; ha tratado más ampliamente este punto J. G. Frazer, The golden bough I, 52-60.

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Hay un pasaje, extensamente relatado por el evangelio de Marcos, que nos muestra, quizás con más claridad que ningún otro, la postura de Jesús en lo que se refiere a la religiosidad basada en ritos y ceremonias a los que se atribuye un efecto incuestionable. Se trata del enfrentamiento de Jesús con las autoridades religiosas judías por causa de los ritos acerca de las comidas y las purificaciones sagradas

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La verdadera religiosidad

(Me 7, 1-23; Mt 15, 1-20). En este caso se habla de fariseos y letrados venidos de Jerusalén (Me 7, 1). El conflicto se plantea ya a nivel de las autoridades centrales, lo que parece indicar que la situación se ha agravado sensiblemente. El motivo que provocó este conflicto fue, una vez más, el comportamiento de la comunidad de Jesús al no observar los ritos establecidos para asegurar la pureza sagrada antes de las comidas (Me 7, 2; Mt 15,2; cf. Mt 7,4; Le 11,38; Heb 9,10). En la ley de Moisés se prescribían ciertos lavatorios rituales (Ex 30, 1821; Dt 21, 6; cf. Sal 26, 6), que obligaban a los funcionarios del culto. Pero, con el paso del tiempo, estos ritos y abluciones sagradas se hicieron obligatorias para todos los judíos antes y después de las comidas, de tal manera que sobre todo en tiempo de Jesús la piedad farisaica había ampliado todo aquello de manera muy considerable39. Por eso, Marcos indica expresamente que se trataba de obligaciones que cumplían los fariseos y los judíos en general (Me 7, 3). Aquí, pues, tenemos un caso típico de ceremonias rituales que no estaban impuestas por la ley divina, sino por la tradición humana (Me 7, 8) o como dice el mismo Jesús, con un matiz claramente peyorativo, se trataba de «vuestra tradición» (Me 7, 9.13; Mt 15, 3.6). Pues bien, planteado el conflicto en estos términos, la respuesta de Jesús a sus adversarios afirma fundamentalmente tres cosas: 1) que todos aquellos ritos y observancias sagradas no eran sino un culto inútil y vacío (Me 7, 6-7; Mt 15, 7-8); en este sentido, Marcos y Mateo citan a Is 29, 13, texto en el que Dios reprocha al pueblo por el culto que se le ofrece, un culto en el que el corazón de los hombres permanece lejos del Señor, hasta el punto de que tal culto no es nada más que «precepto humano y rutina» 4(>; 2) que además todas aquellas observancias rituales conducían a anteponer la tradición humana al mandamiento de Dios y, lo que es peor, llegaban incluso a invalidar (ákuroüntes) (Me 7, 13) lo que Dios mandaba (Me 7, 8-13; Mt 15, 36); 3) que la verdadera impureza, es decir la verdadera situación de cercanía o lejanía ante Dios, solamente proviene de las decisiones que brotan del corazón, de lo más profundo de la persona (Me 7, 15-23; Mt 15, 10-20). De estas tres afirmaciones, la más importante es la última, cosa que hace notar Marcos al poner un énfasis y una solemnidad particular en las palabras de Jesús: «Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: escuchadme todos y atended esto» (Me 7, 14). En el vocabulario de Marcos, esta convocación (proskalesámenos) indica el ejercicio de la autoridad de Jesús y el reconocimiento de esa autoridad (cf. Me 3,

13; 6, 7; 8, 1; 10, 42; 12, 43). Se trata, por tanto, de un asunto importante. Es decir, lo que a continuación afirma Jesús es una cuestión del máximo interés para sus oyentes y para la comunidad de discípulos. La tesis que entonces plantea Jesús marca un contraste radical: «nada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es lo que mancha al hombre» (Me 7, 15; Mt 15, 11). Jesús quiere decir: todo lo que es exterior a la persona no puede modificar la verdadera situación de la persona ante Dios y, por eso, no puede ser origen de impureza moral. Ahora bien, un ritual religioso es exterior a la persona. Por consiguiente, aunque el ritual no se observe, la persona en su verdadero ser y en su verdadera relación con Dios permanece intacta. En otras palabras: el ritual no cumplido no puede ser origen de impureza moral. Evidentemente, una afirmación de esta envergadura resultaba difícil de comprender para la mentalidad de aquella gente aferrada al legalismo y al ritualismo de los ceremoniales sagrados. Por eso los discípulos no entendieron lo que Jesús quería decir (Me 7, 17-18; Mt 15, 15-16) y, por supuesto, los fariseos se escandalizaron de aquella doctrina (Mt 15, 12). Porque, efectivamente, Jesús estaba planteando una doctrina auténticamente revolucionaria al afirmar que «nada que entra de fuera puede manchar al hombre» (Me 7, 19); Marcos puntualiza que con eso «declaraba puros todos los alimentos». Ahora bien, esto significaba exactamente anular la ley religiosa de las observancias rituales. Por consiguiente, lo que Jesús plantea en el fondo es el problema de la religiosidad basada en ritos y ceremoniales. Y afirma, frente a la acusación que se hacía contra los discípulos de que no cumplían con los ritos sagrados, que ese incumplimiento no representaba distanciamiento alguno de Dios. Porque lo que determina la situación moral de la persona es lo que brota del corazón. Los ritos, por una parte, y las decisiones que brotan de lo profundo de la persona, por otra, son dos realidades contrapuestas. Y Jesús declara solemnemente que lo que importa no es el ceremonial y los ritos, sino las opciones más profundamente personales. Esta interpretación queda garantizada por el dato significativo de que la lista de vicios que presenta Jesús (Me 7, 21-23; Mt 15, 19-20) no es en modo alguno una lista de preceptos legales, es decir, no se trata de una legislación religiosa-ritual que vendría a sustituir a la ley que Jesús anula 42 .

39. Cf. F. Hauck, en TWNT IV, 945-947. 40. Cf. Q. Quesnell, The mind ofMark, Roma 1969, 97.

41. Cf. R. Pesch, Das Markusevangelium, en Herders theologischer Kommentar zum N.T. II/l, Freiburg 1976, 379; P. S. Minear, Audience criticism andMarkan ecclesiohgy, en Neuen Testament undGeschite, Tübingen 1972, 79-89. 42. Cf. S. Lyonnet, Peché, en Dict. Bibl. Suppl. VII, 488 y 496-498, con bibliografía selecta.

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Rito, magia y sacramento La libertad del Espíritu

En resumen: tomando pie de un incidente secundario —la transgresión de las tradiciones judías sobre las purificaciones ritualesJesús va más lejos del caso planteado y llega a afirmar solemnemente que la observancia o inobservancia de los rituales no es lo que determina la verdadera situación del hombre ante Dios. La situación moral de la persona depende exclusivamente de sus opciones más fundamentales, es decir, lo que brota del corazón y se traduce en daño y en mal para los demás. Jesús declara, por consiguiente, que la religiosidad que se basa en ritos no sirve. La verdadera religiosidad es la que brota del corazón del hombre, de sus experiencias más fundamentales y de sus decisiones a favor o en contra de los demás. 6. La libertad del Espíritu La práctica del culto, y más concretamente del culto sacramental, en la iglesia primitiva plantea un problema importante y significativo, a saber: siendo el culto algo tan importante para la iglesia, sin embargo los datos que sobre él nos han quedado escritos son sumamente fragmentarios y pobres. Un reconocido especialista en los orígenes del cristianismo, M. Goguel, ha escrito: El contraste es vivo entre la importancia que el culto ha tenido para el cristianismo primitivo y la escasez y el carácter esporádico de las informaciones que poseemos a este respecto. El inventario de la documentación desde los orígenes hasta Justino Mártir se hace rápidamente. Lo que se conoce del culto sacramental parece menos sumario que lo que se refiere al culto de la palabra. Sin embargo, eso no es nada más que una apariencia. Si poseemos algunas informaciones es acerca de la significación religiosa y teológica de los sacramentos, no sobre la manera como el bautismo era administrado y la eucaristía celebrada. Para encontrar algunas indicaciones a este respecto hay que descender hasta la Didajé, y lo que en ella se encuentra muestra que la liturgia, lo mismo bautismo que eucaristía, era todavía muy fluctuante. Es sólo con Justino Mártir con quien las cosas se nos presentan con una mayor precisión43. Pero, con ser tan importante, no es nada más que una primera aproximación a un problema de mayor envergadura. En efecto, cuando hablamos de los sacramentos, estamos acostumbrados a decir que son siete, que esos siete sacramentos fueron instituidos por Cristo, que tres de esos sacramentos imprimen «carácter» (el bautismo, la confirmación y el orden), que la eucaristía y la penitencia pueden ser administrados sólo por los sacerdotes y, por consiguiente, 43. M. Goguel, L'eglise primitive, Paris 1947, 266-267.

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que el sacerdote es la persona que, por virtud del sacramento del orden, puede celebrar esos sacramentos; además, se nos ha dicho también que cada sacramento se compone de una «materia» (el agua para el bautismo, el pan y el vino para la eucaristía, etc.) y de una «forma» (las palabras concretas y determinadas que se deben pronunciar al administrar el sacramento), y que eso es lo que esencialmente se requiere para que el sacramento sea «válido», con tal que el que administra el sacramento tenga intención «de hacer lo que hace la iglesia» y con tal que quien recibe el sacramento no ponga «óbice», es decir, impedimento; y a todo esto se añade que los sacramentos deben ser administrados de acuerdo con un ritual exactamente determinado por la autoridad eclesiástica, ritual al que hay que ajustarse con todo esmero y exactitud, pues de lo contrario se comete un pecado y se escandaliza a los fieles. Todas estas cosas son los grandes principios que constituyen el cuerpo de la dogmática sacramental. Y de ahí que la preocupación constante de los obispos y de los sacerdotes está en que los fieles comprendan estos principios, que los vivan, que se los asimilen hastan el fondo y que los practiquen con el mayor esmero. Porque se tiene el convencimiento de que si todo eso se comprende y se lleva a la práctica por la mayor cantidad posible de gente, entonces la vida de la iglesia será floreciente y fecunda y así se llevará a cabo la obra de Jesucristo en el mundo. Pues bien, planteadas así las cosas, hay que decir con toda seguridad —por más que resulte extraño o desconcertante— que nada de eso aparece en el nuevo testamento. Lo cual quiere decir que ninguna de esas cosas constituye lo más importante y esencial que la iglesia tiene que saber y practicar cuando se trata del culto cristiano, concretamente cuando se trata del culto sacramental. Efectivamente, por lo que se refiere al número de los sacramentos, hay que esperar hasta el siglo XII para que en la iglesia quede claro que son siete. Durante los mil primeros años del cristianismo, las opiniones de los teólogos son tan diversas a este respecto que mientras unos decían que los sacramentos son tres, otros llegaban a afirmar que son treinta (más adelante hablaremos de este asunto). En el nuevo testamento no se dice nada sobre el matrimonio como sacramento. Y tampoco parece que se pueda probar con seguridad la existencia de la unción de los enfermos, ya que el único texto que se puede aducir en ese sentido, el de la carta de Santiago (5,13-15), puede referirse a una forma de curación carismática, es decir, no se puede demostrar que ahí se hable de un sacramento instituido por Cristo. Y tampoco sabemos nada acerca de la confirmación como sacramento distinto del bautismo, puesto que los textos que se suelen aducir en ese sentido (Hech 8, 4-20; 19,1-7; Heb 6,1-6) no demuestran nada seguro al respecto: en el

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Rito, magia y sacramento

La libertad del Espiritu

nuevo testamento, lo que especifica al bautismo cristiano es la donación del Espíritu (Hech 1, 5; Mt 3, 11; Me 1, 8; Le 3, 16) y, por otra parte, en el libro de los Hechos, tal donación no está necesariamente vinculada al gesto de la imposición de manos, ya que hay casos en los que el Espiritu desciende incluso antes del mismo bautismo, como ocurre en casa de Cornelio (Hech 10, 44 s; 11, 15-16); además, hay autores que piensan que la intención de Lucas en el libro de los Hechos no es demostrar que el Espíritu es otorgado mediante un rito sacramental, sino que concretamente en 8, 4-20 se refiere al problema de la unidad de la iglesia, es decir los apóstoles van integrando en la comunión con la iglesia madre de Jerusalén a los grupos nuevos de creyentes que van surgiendo 44. Y en cuanto al sacramento del orden, resulta extremadamente problemático que el gesto de la imposición de manos, del que se habla en las cartas pastorales, signifique necesariamente un rito de ordenación sacramental para acceder al presbiterado (cf. 1 Tim 4,14; 2 Tim 1, 6), puesto que parece que en esos textos no se trata de una ordenación, sino simplemente de un gesto de bendición y aprobación mediante el cual se quería indicar que un sujeto tenía el poder de enseñar oficialmente la doctrina cristiana45. Mucho más tarde, en el siglo 111, la Tradición apostólica de Hipólito nos informa de la praxis que había en algunas iglesias según la cual si un cristiano sufría persecución y cárceles por su fe, era automáticamente considerado como.presbítero sin necesidad de que se le impusieran las manos por parte del obispo46. Por consiguiente, de los datos que nos aporta el nuevo testamento, sólo podemos saber que en la iglesia primitiva se practicaban tres sacramentos: el bautismo, la eucaristía y la penitencia. Sobre los demás, todo son conjeturas, hipótesis no confirmadas y argumentos que en definitiva no demuestran nada en concreto. De lo dicho se desprende lógicamente que menos aún se puede demostrar, con el nuevo testamento en la mano, que los siete sacramentos fueran instituidos por Cristo. Tampoco se puede probar que los ministros de las comunidades fueran los únicos que podían administrar los sacramentos, ni siquiera cuando se trata de la eucaristía o de la penitencia. En cuanto a la eucaristía, no se demuestra nada con el texto de los relatos de la institución: «haced esto en memoria mía» (Le 22, 19; 1 Cor 11, 24). Porque esas palabras de Jesús tienen un paralelo perfecto en el otro

mandato: «tomad, comed» (Mt 26,26; Me 14, 22). Ahora bien, si este mandato es para todos, no se ve por qué el otro haya de quedar restringido solamente a los dirigentes de la comunidad. Desde el punto de vista exegético, los textos no dan más de sí. Y en el resto de la documentación del nuevo testamento sobre la eucaristía no hay un solo pasaje del que se pueda deducir que la celebración tenía que estar presidida por un obispo o un presbítero. No tenemos datos de que ese asunto preocupara a la Iglesia primitiva. Por eso, la Conferencia episcopal alemana ha dicho recientemente que «la existencia de una relación entre el ministerio presbiteral y la presidencia de la eucaristía no está documentada en el nuevo testamento»47. Es más, en el siglo III, tenemos testimonios por los que sabemos que la eucaristía era celebrada por los seglares. Las afirmaciones más claras en este sentido son de Tertuliano 48 y hay algunos indicios en Clemente de Alejandría 49 , Orígenes50 y más tarde en Teodoreto 51 ; el concilio de Arles, en el año 314, tuvo que prohibir que los diáconos siguieran ofreciendo la eucaristía52. Todo esto indica obviamente que el poder de celebrar la eucaristía no quedó exclusivamente reservado a los obispos y presbíteros hasta bastante tarde. Es decir, eso fue una cuestión que originalmente no constituyó problema para la iglesia. Y en cuanto a la potestad para perdonar los pecados, está explícitamente documentada en el nuevo testamento como un don que Cristo hizo a sus discípulos (Jn 20, 22-23), pero por Mt 18,18 sabemos que el poder de «atar y desatar» fue también dado por Jesús a cualquier miembro de la comunidad cuando se reconcilia con su hermano; y por Sant 5,16 sabemos que en la iglesia primitiva existía la práctica de confesar los pecados con cualquier cristiano. Es más, se sabe que durante los siglos IV y V se propagó notablemente la práctica de acudir a confesarse con monjes que no eran sacerdotes53. Tampoco sabemos nada en concreto acerca de si en la iglesia primitiva existían unos determinados rituales para la celebración de los sacramentos. De ese asunto el nuevo testamento no se ocupa ni le

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44. Cf. A. Hamman, Baptéme et confirmation, Paris 1966, 194. 45. A. Lemaire, Les ministéres aux origines de feglise, Paris 1971, 130; J. Jeremías, Die Briefe an Timotheus und Titus, Tübingen 1963, 30; C. K. Barret, The pastoral epist/es, London 1963, 72; J. N. D. Kelly, A commentary on the pastoral epistles, London 1963, 108.

46. Trad. Apost. c. 34, ed. copta W. Tiel-J. Leipoldt: TU 58, 5-7; ed. árabe J. A. Perier, Les 127 canons des apotres, PO VIII, c. 24; ed. etiope H. Duensing, Der aethiopische Text der Kirchenordnung des Hippolyt, Góttingen 1946, 37-39; análisis de estos textos en C. Vogel, Le ministre charismatique de l'eucharistie, en Ministéres et celebration de reucharistie, Roma 1973, 191-195. 47. Conferencia Episcopal Alemana, El ministerio sacerdotal, Salamanca 1970, 55. 48. De exhort. cast. VII, 2-6; De monog. XII, 1-2; cf. C. Vogel, o c 198-204 49. Strom. VI, 12; CGS II, 485. 50. In Mat. 12; CGS XII, 3, 23. 51. Hist. eccl. I, 23, 5; CGS I, 73. 52. Ed. Munier, CC 148, 12. 53. Cf. J. Ramos Regidor, El sacramento de la penitencia, Salamanca 1975, 200-204.

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La libertad del Espíritu

presta atención. Así, cuando se habla del bautismo, en contextos narrativos, se dice simplemente que se administró el bautismo, o que tales personas fueron bautizadas, pero nunca se nos informa acerca del ceremonial que en esos casos se aplicaba (Hech 2, 41; 8, 12.13.16.38; 9, 18; 10, 48; 16, 15.33; 18, 8; 1 Cor 1, 13-17). Y menos aún se encuentran trazas de un ritual fijo en los textos doctrinales sobre el bautismo (Rom 6, 3-4; 1 Cor 10, 2; 12, 13; Gal 3, 27; Ef 4, 5; Col 2, 12; 1 Pet 3, 21). Más aún, de los textos bautismales del nuevo testamento no se puede deducir que la «forma» del sacramento fuera el bautizar «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu santo», ya que el texto de Mt 28, 19 no se puede interpretar como una fórmula litúrgica54, cosa que, por otra parte, resulta evidente si tenemos en cuenta que también se usa el bautismo en «nombre de Jesús» (Hech 2, 38; 8, 16; 19, 5)55. E s t o quiere decir evidentemente que el nuevo testamento no nos dice nada seguro acerca de las palabras rituales o litúrgicas que debían acompañar la administración del bautismo. Y prácticamente nada más sabemos acerca de la liturgia bautismal en las comunidades primitivas 56. Por lo que se refiere a la celebración de la eucaristía, se han buscado minuciosamente los indicios de un posible ritual litúrgico en los textos de la institución (Mt 26, 26-29; Me 14,22-25; Le 22, 15-20; 1 Cor 11, 23-26)57, p e r o sobre este asunto deben quedar claras varias cosas: 1) que no se trata nada más que de meros indicios, de los que, por consiguiente, no podemos deducir nada seguro; 2) que entre los cuatro relatos de la institución existen marcadas diferencias y los especialistas en la materia no se han puesto de acuerdo ni siquiera acerca de cuál de esos relatos es el más original 58; 3) que el evangelio de Juan, después de haber hablado extensamente sobre la eucaristía (Jn 6, 41-59), cuando llega el relato de la última cena, omite sorprendentemente el hecho de la institución y justamente en el sitio en que Mateo y Marcos colocan las palabras sobre la eucaristía (entre la traición de Judas y el anuncio de la negación de Pedro), Juan ha situado el mandato del amor fraterno (Jn 13, 34-35), lo que por lo menos hace pensar seriamente en que para el cuarto evangelio lo fundamental de la eucaristía no es el ceremonial concreto, sino la experiencia y la vida de amor que debe caracterizar a la comunidad cristiana: la sangre de la nueva alianza se relaciona estrechamente con

el mandamiento nuevo del amor (cf. Le 22, 20; 1 Cor 11, 25; Me 14, 24) 59 ; 4) que además no nos consta que los relatos de la institución fueran utilizados, como expresión litúrgica, en las formas de celebración que nos han quedado reflejadas en la Didajé60 y mucho más tarde en los escritos de Justino 61 ; por lo menos, se puede garantizar que en esos relatos no se retiene, como elemento esencialmente constitutivo de la eucaristía, el pretendido ceremonial de la institución que, según algunos, aparece ya casi fijado en los relatos de los evangelios sinópticos y en la primera Carta a los corintios. De lo dicho puede deducirse, con suficiente claridad, que en los dos sacramentos que mejor conocemos por la tradición primitiva de la iglesia, el bautismo y la eucaristía, no existía un ceremonial litúrgico o un ritual fijo al que cada celebración tuviera que ajustarse. Y ésa es la razón por la que ha resultado sencillamente imposible establecer un lazo de conexión entre las liturgias más antiguas que se conocen y lo que en realidad se celebraba en las comunidades cristianas durante los dos primeros siglos 62 En resumen: el culto de las comunidades primitivas no estaba configurado o determinado por unos rituales concretos, por unas ceremonias fijas y por una legislación exacta en ese sentido. Lo que esencialmente configura el culto de la iglesia antigua es la presencia y la acción del Espíritu. A eso aluden expresamente los textos del nuevo testamento que establecen una relación directa entre el bautismo cristiano y la donación del Espíritu al creyente y a la comunidad cristiana (Mt 3,11; Me 1, 8; Le 3, 16; Jn 1, 33; Hech 1, 5; 1 Cor 12, 13). Es el culto que se celebra por la virtud de los dones y carismas que el Espíritu distribuye en la comunidad (1 Cor 12,4-6). Y es el Espíritu el que capacita a sus ministros «para el servicio de una alianza nueva, no de código, sino de Espíritu; porque el código da muerte, mientras el Espíritu da vida» (2 Cor 3, 6). Ahora bien, donde hay Espíritu del Señor, hay libertad (2 Cor 3,17). Y es a partir de este Espíritu y de esta libertad, que no se deja encadenar a ritos ni fórmulas, desde donde se debe entender la manera concreta de celebrar cristianamente los sacramentos de la iglesia.

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54. 55. 56. 57. 58.

Cf. Cf. Cf. Cf. Cf.

J. Schmid, Das Evangelium nach Matthaus, Regensburg 1948, 273. A. Stenzel, Cyprian unddie Taufe «in Ñamen Jesu»: Schol. 30 (1955) 372-387. B. Neuenheuser, Baptéme et confirmation, París 1966, 29. J. Betz, La eucaristía, misterio central, en Mysterium Salutis IV/2, 187-188. A. Gerken, Theologie der Eucharistie, München 1973, 17-60.

59. Cf. R. E. Brown, The gospel according to John, New York 1970, 612. 60. 9, 1-4. 61. Dial. 41, 1.3; 70, 4. 62. Cf. M. Goguel, L'église primitive, París 1947, 346, que se refiere al intento fracasado de la importante obra de H. Lietzmann, Messe und Ábendmahl. Eine Studie zur Geschichte der Liturgie, Bonn 1926.

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Rito, magia y sacramento

1. Conclusión Se ha dicho con razón que el culto de la iglesia primitiva, al no tener ningún pasado, no estaba ligado por ninguna tradición y, por eso, no estaba encerrado en ningún cuadro rígido, ni tenía ninguna forma fijada o cristalizada; el culto entonces era pura espontaneidad. Una liturgia fija no se establece nada más que cuando la inspiración falta y hay que suplirla63. Estamos de acuerdo con esta conclusión. Pero después de todo lo que se ha dicho en las páginas anteriores, parece que se puede y se debe ir más lejos. Si el nuevo testamento no dice nada concreto y concluyente acerca de las cuestiones que más seriamente preocupan hoy a muchos obispos y sacerdotes cuando se trata de la celebración de los sacramentos, eso quiere decir que la forma de interpretar esos sacramentos y la manera concreta de llevarlos a la práctica ha sufrido un cambio muy profundo, en el sentido de que hoy se pone el acento y el interés en cosas que no parecen haber interesado a los autores del nuevo testamento. Concretamente, aquellos autores —que debían saber lo que es un sacramento, lo que es el bautismo y la eucaristía— no se preocuparon para nada en fijar ritos y ceremonias, en exigir que tales ritos se ejecutaran cabalmente, en precisar hasta el detalle quién puede administrar un sacramento, qué palabras tiene que decir cuando lo administra, cómo se tiene que vestir en ese momento, qué gestos debe realizar, etc. Si todo eso no salió a la luz en aquellas primeras comunidades de creyentes, si todo eso es asunto que ni se menciona, es porque todo eso no debe ser lo esencial y lo más importante cuando hay que celebrar el culto cristiano. Por el contrario, sabemos perfectamente que las comunidades primitivas se opusieron a los ritos como gestos que automáticamente producen efectos de salvación y más en concreto se opusieron a todo lo que pudiera tener apariencia de magia. Digamos, pues, como conclusión, que el rito, en cuanto acción sagrada a la que acompaña automáticamente un efecto salvífico en todo aquel que no le pone un «óbice» o impedimento, no es lo que esencialmente constituye a un sacramento. Es más, se puede también asegurar que esa manera de entender los sacramentos desemboca en formas más o menos camufladas de magia. Lo cual quiere decir que esa manera de entender y practicar los sacramentos queda desautorizada por la revelación original del nuevo testamento. En la medida en que el rito y la magia terminan por asociarse íntimamente en la experiencia de los adeptos a la religión, en esa misma medida los 63. Cf. M. Goguel, o. c, 268.

Conclusión

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sacramentos cristianos no pueden ser interpretados como ritos sagrados. Y por tanto no pueden ser puestos en práctica como tales ritos. Queda, sin embargo, una dificultad seria por aclarar: el bautismo, la eucaristía, las imposiciones de manos, son gestos que la iglesia primitiva asumió de la religión judía. Se sabe, en efecto, que el judaismo practicaba el bautismo con los «prosélitos», es decir, con los individuos no judíos que se convertían a su religión. El ritual de la iniciación que se practicaba entonces comportaba la circuncisión, el bautismo y el sacrificio64. Esa práctica del judaismo influyó sin duda en el bautismo que, desde el primer momento, empezó a practicar la iglesia. Algo parecido hay que decir por lo que respecta a la eucaristía, porque se ha demostrado que la institución eucarística implica una referencia bastante directa a la celebración de la pascua judía 65 . Y en cuanto a las imposiciones de manos, sabemos también que se trataba de un gesto utilizado por el judaismo con una determinada significación religiosa66. Tenemos, por consiguiente, que los sacramentos cristianos no fueron gestos inventados por la iglesia, sino signos o ritos religiosos asumidos del judaismo. Entonces, ¿cómo se puede decir que los sacramentos no son ritos o que no se deben interpretar como gestos rituales? Efectivamente, el nuevo testamento no nos habla de rituales fijos para la celebración de los sacramentos. Pero, ¿es que hacía falta hablar de tales rituales? ¿No estaba eso ya indicado por la sola mención al bautismo o a la cena eucarística? Evidentemente, no se pueden soslayar estas preguntas. Ni siquiera quitarles importancia. Porque en ellas seguramente está el nudo de lo que vamos a seguir tratando de aquí en adelante. De todas maneras, sí parece importante hacer una observación: si el nuevo testamento no hace mención de rituales fijos y concretos y si se limita solamente a hacer mención del hecho del bautismo o de la celebración de la eucaristía, eso está indicando que el aspecto puramente ritual no revistió importancia determinante para las primeras comunidades. Porque no basta decir que se bautizaron tales o tantas personas. ¿Cómo se celebraba ese rito? Nada seguro sabemos al respecto. ¿Y cómo se celebraba la eucaristía? Tampoco sabemos casi nada en concreto sobre este asunto. Los gestos, las palabras, los detalles del posible ritual, no interesaron a las primeras comunidades, al menos no interesaron como gestos fijos y concretos que era necesario relatar, 64. Cf. Strack-Billerbeck, Kommentar zum N.T. aus Talmud und Midrasch 1, 102112; J. Coppens, Baptéme, en Dict. de la Bibl. Súppl. I, 892; J. Jeremías, Die Kinderlaufe in der ersten vier Jahrhunderten, Góttingen 1958, 28-47. 65. Cf. J. Jeremías, Die Abendmahlsworte Jesu, Góttingen 1967, 35-82. 66. Cf. D. Daube, Thenew testament and rabbinic judaism, London 1956, 244; 208; E. Lohse, Die Ordination im Spatjudentum und im Neuen Testament, Góttingen 1951, 81 s.

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Rito, magia y sacramento

detallar, concretar, fijar de una vez para siempre. Ahora bien, esto precisamente es lo que nos da pie para hacernos la pregunta más importante que se debe plantear cuando se trata de estudiar los sacramentos de la iglesia: tales sacramentos, ¿fueron vividos como meros ritos o fueron practicados y celebrados como símbolos de la fe que los cristianos aceptaban y con la que se comprometían? Dicho más brevemente: los sacramentos, ¿son ritos religiosos o símbolos de la fe? He aquí la cuestión decisiva que puede y debe determinar todo el resto de nuestro estudio.

6 Los símbolos de la fe

1. Signos que no «significan» Tradicionalmente se han definido los sacramentos como signos eficaces de la gracia. Esto quiere decir que, según las ideas teológicas comúnmente admitidas, los sacramentos son esencialmente signos. Ahora bien, lo característico de todo signo es «significar», es decir, el «signo» es tal precisamente porque tiene una determinada «significación», no sólo para el que lo emite, sino además, y sobre todo, para el que lo recibe. Un signo que pierde su fuerza de significación y que, por eso, resulta «insignificante» (en el sentido más propio y literal de esta palabra), deja por eso mismo de ser signo. Pues bien, esto exactamente es lo que ocurre con los sacramentos en una cantidad verdaderamente abrumadora de casos y de situaciones. Estamos cansados de oír a tantas y tantas personas que se quejan de que no entienden lo que los sacerdotes hacen en el altar cuando celebran las funciones religiosas. Para esas personas, los sacramentos son ritos y ceremoniales sagrados, a los que hay que asistir, bien sea por la fuerza de la costumbre, bien sea por un cierto temor religioso, bien por otras motivaciones más o menos confusas. ¿Qué significación tiene para mucha gente un bautizo, una boda o los últimos sacramentos que se le administran a un moribundo? Los párrocos que tienen que administrar cada día estos sacramentos y que ven cómo la gente asiste rutinariamente a ellos, convencionalmente y a veces casi a la fuerza, saben muy bien lo «insignificantes» que son y resultan estas ceremonias. La gente se cansa en ellas, no las entiende, no las vive y, sobre todo, se trata de ceremoniales que apenas tienen una «significación» verdaderamente cristiana o quizás tienen una significación muy

Los símbolos de la fe

Signos que no «significan»

distinta de la que debieran tener, por ejemplo aquello que representa un acto social o el presagio de un desenlace funesto y desagradable, como ocurre con la unción de enfermos. Y lo que decimos de estos sacramentos, se puede decir igualmente, en buena medida, de la misa o de la confesión, que para muchos fieles no pasan de ser obligaciones pesadas, a las que hay que someterse para no estar en pecado mortal. Evidentemente, todo esto quiere decir que los sacramentos han perdido, para grandes sectores de la población bautizada, su fuerza y su capacidad de significación. No significan casi nada. O significan una cosa muy distinta de lo que en realidad tendrían que significar. O sea, que para una cantidad abrumadora de gente, los sacramentos no son de hecho signos. Y entonces, ¿qué queda? Pues meros ritos o ceremoniales sagrados, de los que el clero afirma que tienen por sí mismos (ex opere operato) una misteriosa capacidad de santificar a las personas, cosa que, por otra parte, resulta difícil de ver, porque la pura verdad es que muchas personas que reciben asiduamente los sacramentos no se suelen distinguir por su comportamiento estrictamente cristiano. Sabemos, por ejemplo, que las clases acomodadas y en general la burguesía ha sido más sacramentalizada que el proletariado industrial y urbano; pero sabemos igualmente las gravísimas acusaciones que, con razón, existen contra la burguesía adinerada e instalada. Cuando se han amasado fortunas increíbles, a base de salarios bajísimos, y eso en el caso de personas que han ido a misa diariamente, que han comulgado también a diario, que se han confesado cada semana y que han sido hasta escrupulosas en todo lo que se refiere a la práctica sacramental, uno tiene derecho a poner en duda la capacidad automática de santificación que los teólogos atribuyen a los sacramentos. Por otra parte, estos hechos —que están a la vista de todo el mundo— han servido para acentuar más aún la crisis de los sacramentos y los han hecho más «insignificantes» ante grandes sectores de la población. ¿Qué significación pueden tener unos ritos y unas ceremonias de las que se dice que sirven para tranquilizar la conciencia de los económicamente fuertes, de los poderosos y de los instalados en la sociedad? ¿no puede llegar todo eso a significar un rasgo de pertenencia a las clases acomodadas que tradicionalmente han sido más religiosas que los proletarios? Sabemos de sobra que en la conciencia de muchas personas es así, es decir, efectivamente son muchas las gentes que tienen la idea de que las prácticas sacramentales son signos propios de gente instalada o de personas de mentalidad tradicional. En cualquier caso, parece que «lo sacramental» reviste una «significación» sumamente dudosa o incluso contradictoria para determinados sectores de la población bautizada.

Cuando se habla de estas cosas, hay quienes dicen que la crisis de los sacramentos se debe, entre otras razones, a la falta de formación religiosa que se da en grandes sectores de la población. Con eso se quiere decir que los signos sagrados de la iglesia no significan porque necesitan de una serie de explicaciones, algunas bastante complicadas, para poder ser comprendidos y vividos como tales signos. Y para apoyar ese criterio, se argumenta diciendo que la iglesia tiene sus signos propios, que no son signos connaturalmente claros y transparentes para todo el mundo y que por eso necesitan de una buena dosis de teología para ser comprendidos como tales signos. O sea, que son signos significativos sólo para el reducido grupo de los entendidos, de los que saben teología sólida y seria. Con lo cual se viene a reconocer que los signos de la iglesia no son para la masa de la gente que suele ser bastante ignorante en cuestiones teológicas. De ahí que el clero no se canse de insistir en que lo más urgente en esta materia es enseñar teología a la gente, para que entienda lo que por sí solo no se entiende y lo que por sí mismo no pasa de ser un ceremonial más o menos extraño a la vida. No cabe duda que todo esto denota una ideología curiosa. Una ideología que interpreta el signo de una manera bastante peculiar. Porque un signo que necesita de tantas explicaciones, a las que tienen acceso solamente los entendidos, tiene visos de ser un ritual «ideologizado» y no ya un signo que por sí mismo tiene una capacidad de significación para aquellos a los que va destinado. Además, todo eso nos viene a decir que los signos de la iglesia no pueden ser comprendidos y vividos por los sencillos y los ignorantes, sino solamente por la gente entendida en el saber eclesiástico. Pero, sobre todo, esta manera de pensar nos viene a decir que en la teología sacramental oficialmente establecida hay un fallo muy de fondo. El fallo que consiste en confundir indebidamente los conceptos de signo, símbolo y rito. Los sacramentos se practican como ritos sagrados. Y eso es lo que ve la gente. Pero luego el teólogo de turno afirma que esos ritos son signos expresivos para el creyente, aunque hay muchísimos creyentes que no ven la expresividad por ninguna parte. Y además, el teólogo asegura también que esos ritos son símbolos, con lo cual la cosa se complica mucho más, porque si ya es dificultoso entender lo del signo, más complicado aún resulta enterarse de cómo y en qué sentido tales ritos son símbolos. ¿Que quiere decir eso?, ¿a qué se refiere en concreto? Los entendidos en la materia discuten de estas cuestiones; y escriben artículos eruditos y libros sesudos, con los que van engrosando el caudal científico de las bibliotecas. Pero el hecho es que la gente sencilla, que suponemos tiene alguna fe, no suele entender de esas

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¿Qué es un signo?

cosas, ni parece interesarse demasiado por ellas. He aquí la verdad de la situación que estamos viviendo a este respecto. Por eso, parece que lo más necesario será, antes de seguir adelante en nuestro estudio, aclarar —en la medida de lo posible— lo que queremos decir cuando hablamos de signos, de símbolos y de ritos. A partir de ahí, será posible precisar qué es un sacramento y cómo se debe celebrar, para que cumpla precisamente la función que le es propia.

que para saber con precisión lo que es un símbolo, es preciso diferenciarlo adecuadamente de lo que se entiende por metáfora, con lo que un nuevo concepto, tomado de la lingüística, viene a introducirse en la compleja problemática que ahora nos ocupa. Todo esto explica que la bibliografía existente sobre este asunto es enorme, hasta el punto de que resulta prácticamente imposible ofrecer una relación que pretenda ser exhaustiva acerca de los libros y artículos de revistas que tratan este problema desde los diversos puntos de vista que entran en juego en su tratamiento. Baste, por eso, con remitir a algunos libros en los que se puede encontrar una información bibliográfica elemental3. Habida cuenta de este estado de cosas, es de suma importancia indicar que, en las nociones que vamos a desarrollar a continuación, asumimos una determinada noción de signo y de símbolo, la que nos parece más apropiada y coherente. Pero con ello no pretendemos ni siquiera sugerir que tal noción sea universalmente válida, ni aún siquiera aceptada. En todo caso, lo importante no son las palabras, sino los contenidos que se encierran bajo esas palabras. Y lo que aquí pretendemos es dejar en claro los contenidos que queremos expresar cuando hablamos de signos, símbolos y metáforas. A la luz de estos contenidos, se comprenderá también con más precisión lo que queremos decir cuando hablamos de ritos y rituales.

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2. El problema de la terminología Cuando se trata de explicar lo que es un signo o un símbolo, tropezamos con una dificultad inicial, que conviene tener muy en cuenta desde el primer momento. Esta dificultad consiste en que los términos signo y símbolo son utilizados de manera muy distinta por los diversos autores, hasta el punto de que pueden remitirnos a contenidos casi diametralmente opuestos. Hace años, K. Rahner decía con razón: «La palabra símbolo no tiene en general un sentido inequívocamente claro siempre para todos los que la emplean» l . Esta dificultad proviene de un hecho que, por lo demás, es obvio: la comunicación humana, a todos los niveles y desde todos sus puntos de vista, se realiza por medio de signos y símbolos. Es decir, una persona se comunica con otra precisamente porque emite unos determinados signos o símbolos, que son captados por el otro o por los otros, que actúan como receptores del mensaje que transmite el emisor. La comunicación humana se establece en la medida —y sólo en la medida— en que el signo o el símbolo actúan como puente de unión entre las personas. Ahora bien, la comunicación humana afecta a disciplinas muy diversas dentro del complejo mundo de las llamadas ciencias del hombre: la lingüística, la antropología, la psicología, la sociología y, por tanto, la historia y la filosofía en general, son campos del saber humano con los que directamente se relaciona cuanto podemos saber y decir acerca del signo y del símbolo. Por eso, se comprende que la mayoría de nosotros no distinguimos en absoluto con precisión estas palabras comunes, e incluso quienes lo hacen pueden usarlas de manera muy diferente2. Y la cosa se complica si tenemos en cuenta 1. K. Rahner, Para una teología del símbolo, en Escritos de Teología IV, Madrid 1962, 283. 2. Cf. E. Leach, Cultura y comunicación. La lógica de la conexión de los símbolos, Madrid 1978, 14.

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3. ¿Qué es un signo? En su acepción más común, un signo es la unión de un significante y un significado. Así, cuando yo pronuncio la palabra «león», estoy poniendo un signo. En este signo, el significante^) es el sonido o fonema que pronuncio; el significado (S) es el concepto que ese fonema o sonido evoca. La unión del fonema (s) y el concepto (S) es el signo. En este caso tendríamos el esquema siguiente: significante

(s)

fonema: león

Significado

(S)

concepto: león

signo

3. Cf. J. Splett, Símbolo, en Sacramentum Mundi VI, Barcelona 1976, 359; E. Leach, o. c, 133-137; D. Sperber, Le symbolisme en general, Paris 1974, 161-163; F. Manresa, El concepto de símbolo en la teología de Paul Tillich, San Cugat 1977, 235-258; K. Rahner, Para una teología del símbolo, 285-287; W. Heinen, Büd-Wort-Symbol in der Theologie, Würzburg 1968; también se encuentran buenos elementos de información en el importante estudio de F. Schupp, Glaube-Kultur-Symbol. Versuch einer kritischen Theorie sakramentaler Praxis, Dusseldorf 1974.

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¿Qué es un símbolo?

El signo no es sólo una figura lingüística, sino que es, en un sentido más amplio, «toda cosa que nos lleva al conocimiento de otra cosa», por ejemplo, el escudo de un club, el emblema de una organización, la bandera de un país, el uniforme de un militar, la mitra de un obispo, etc. En todos esos casos se trata de significantes (s) que nos remiten a un significado concreto (5). El signo se puede entender a un doble nivel: donatativo y connotativo. El nivel denotativo del signo nos remite a la cosa significada, sin ninguna otra referencia. Así, en el ejemplo anterior, tendríamos un signo a nivel donatativo si aquello a que nos remite el fonema o sonido (león) es simplemente el animal león o quizás tal león en concreto. El nivel connatativo del signo se refiere, no a la cosa en sí sin más, sino a aquello a que nos puede remitir la cosa. Así, en el ejemplo anterior, tendríamos un signo a nivel connotativo si aquello a que nos remite el fonema o sonido (león) es algo (otra cosa) que puede ser sugerido por el fonema «león», por ejemplo la fuerza, el dominio, el poder, etc. En el primer caso nos vemos remitidos al concepto del animal león; en el segundo caso nos vemos remitidos al concepto de la fuerza, el dominio, el poder, etc. De ahí que, en este segundo caso, podemos establecer el siguiente esquema:

«realistas». Por eso, en la lingüística moderna, se suele distinguir entre el significante (al que se le llama «forma»), el significado y el referente: el significante (la voz o el fonema, «forma») nos remite a un significado (el concepto) y a través del significado se establece una relación de referencia con el referente (que es la cosa). O sea, según el ejemplo anterior, el fonema «león» (significante) nos remite al concepto de «león» (significado) y a través de ese significado nos remite al animal «león» (referente). Por lo tanto, la relación entre el significante y el referente es siempre indirecta, puesto que está mediatizada por el significado o concepto5. En última instancia, todo esto nos viene a decir que para que exista una determinada «significación» es condición indispensable que se establezca una determinada «relación», porque un sólo «término-objeto» no comporta significación alguna. En la semántica estructural, se concibe como «estructura» (en su acepción primera y más elemental) la presencia de dos términos y la relación entre ellos6. Todo signo y toda significación, por lo tanto, se integran en una determinada estructura. Lo cual quiere decir que para leer y descifrar un determinado signo es absolutamente indispensable situarlo en la estructura que lo constituye, lo genera y lo hace inteligible. Un signo fuera de su estructura no es signo de nada.

nivel denotativo nivel connotativo

=

significante

significado

significante

4. ¿Qué es un símbolo? significado

Es decir, el significante y el significado propios del nivel denotativo constituyen connotativamente un nuevo significante, el cual se une a un nuevo significado; en nuestro caso, y siguiendo el ejemplo anterior, ya no es el animal león, sino la fuerza, el dominio, el poder, etc. 4 . Por lo tanto, vamos a evitar intencionadamente el plantear y discutir el problema que se refiere a las relaciones que se deben establecer entre las palabras y las cosas a las que cada palabra hace referencia. Este problema es muy antiguo y viene ocupando a los estudiosos de la lingüística desde los tiempos de Sócrates y Platón. La cuestión está en que todo «significante» implica inevitablemente un posible equívoco, porque nos puede remitir al «concepto» de una cosa o a la «cosa» misma. Por esta razón, se suscitó entre los gramáticos y filósofos medievales un considerable desacuerdo acerca del tipo de relación que se establece entre los «conceptos» y las «cosas». Tal fue, en su grado más alto, el desacuerdo entre los «nominalistas» y los 4. Cf. para todo este asunto, G. Mounin, Ferdinand de Saussure, Paris 1968, 48 s.

Según la terminología que aquí hemos adoptado, un signo es «toda cosa que nos lleva al conocimiento de otra» o, dicho con una fórmula más técnica, la unión de un significante y un significado. Según esta concepción del signo, éste hace referencia a un determinado campo semántico, es decir, todo signo es traducible en una fórmula lingüística y se sitúa, por lo tanto, en el nivel del discurso lingüístico. Pero todos sabemos perfectamente que en la vida hay experiencias humanas que resultan extremadamente difíciles de expresar a nivel lingüístico y, a veces, se llega a hacer sencillamente imposible expresar adecuadamente tales experiencias utilizando para ello palabras o frases. Por ejemplo, las experiencias que a veces se suscitan en las relaciones interpersonales, las experiencias que estudia el psicoanálisis, las experiencias que desencadena lo estético (la poesía, el arte...) y también, por supuesto, las experiencias que intenta analizar la histo5. Cf. para todo este asunto, J. Lyons, Introducción en la lingüística teórica, Barcelona 31975, 417-418. 6. Cf. A. J. Greimas, Sémantique structurale, Paris 1966, 19.

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ria comparada de las religiones. Estas experiencias adentran sus raíces en el inconsciente, es decir se trata de experiencias que son vividas por la persona a un nivel que es previo a toda conceptualización. Por eso, tales experiencias son intraducibies e inexpresables a nivel del signo, puesto que, como hemos dicho, el signo consiste en la unión de un significante y un significado; pero el significado es siempre un concepto. Ahora bien, en la medida en que todos tenemos y vivimos experiencias que son y permanecen como experiencias pre-conceptuales, en esa misma medida los signos resultan inadecuados e insuficientes precisamente para cumplir su función de signos que signifiquen o mejor refieran lo que se trata de expresar. C. G. Jung ha formulado este planteamiento con toda claridad: Como hay innumerables cosas más allá del alcance del entendimiento humano, usamos constantemente términos simbólicos para representar conceptos que no podemos definir o comprender del todo. Esta es una de las razones por las cuales todas las religiones emplean lenguaje simbólico o imágenes7. Por lo que acabamos de indicar, se puede decir que el símbolo, en su acepción más elemental, es la expresión de una experiencia. Este concepto de símbolo es, por supuesto, muy insuficiente. Pero nos sirve, por lo pronto, como una primera aproximación al sentido que tiene el símbolo y a la función que desempeña en el complejo mundo de la comunicación humana. Y es una primera aproximación enteramente válida porque en toda experiencia humana hay una parte que pertenece al ámbito de lo no-tematizado ni quizás tematizable, es decir, algo que vivimos, pero que resulta estrictamente inefable. Ahora bien, si tomamos muy en cuenta lo que acabamos de indicar, se comprende sin dificultad que es característico del símbolo el poner en relación dos dimensiones, dos niveles, dos universos del discurso, uno de orden lingüístico y el otro de orden no lingüístico. El carácter lingüístico del símbolo es evidente, puesto que es posible elaborar una teoría que da cuenta de su estructura y, por tanto, de su sentido o de su significación. Pero, al mismo tiempo, la dimensión no lingüística del símbolo resulta también evidente, puesto que en el psicoanálisis, en las relaciones humanas, en el complejo mundo de lo estético y en la historia comparada de las religiones se advierte la presencia de experiencias fundamentales que no son traducibles al 7. C. G. Jung, Acercamiento al inconsciente, en la obra dirigida por el mismo Jung, El hombre y sus símbolos, Madrid 1974, 21; un buen estudio del pensamiento de Jung sobre este punto, en J. Jacobi, Komplex, Archetypus, Symbol in der Psychologie C. G. Jungs, Zürich-Stuttgart 1957.

¿Qué es un símbolo?

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nivel consciente de lo que puede ser formulado adecuadamente mediante el discurso8, es decir, mediante el utillaje que nos proporciona el lenguaje o, en general, la semántica. Dando un paso más, podemos avanzar en nuestra descripción de lo que es el símbolo diciendo que su función propia consiste en: 1) asumir las experiencias más fundamentales o más profundas de la existencia humana; 2) traducir y disciplinar tales experiencias al nivel de la conciencia; 3) expresar o comunicar tales experiencias. Por ejemplo, cuando en el lenguaje amoroso una persona le dice a otra que es un cielo o cuando simplemente le dirige una mirada especialmente profunda, ahí se da un elemento de experiencia que no se puede comunicar mediante una doctrina o una teoría y que sólo se puede expresar mediante la mirada o utilizando la expresión simbólica de lo que suponemos es el cielo. En este caso, la mirada o la expresión simbólica del cielo (enmarcada en un contexto vital determinado) tienen la triple función de asumir la experiencia más honda que vive la persona, traducir y disciplinar esa experiencia al nivel de lo consciente y, por último, expresar o comunicar tal experiencia. Teniendo en cuenta que este tipo de experiencias no pueden ser ni asumidas, ni comunicadas, de otra manera. Por eso, el mensaje que emite una mirada es indeciblemente más total y más expresivo que todo un discurso sobre el amor, por más que tal discurso sea una verdadera pieza oratoria o un alarde de erudición y penetración filosófica. Aquí es importante recordar que un buen discurso sobre el amor comunica, sin duda alguna, más ideas acerca de ese asunto que una mirada. Pero es casi seguro que las ideas más brillantes y más exactas sobre el amor no tienen la capacidad de hacer que quien escucha el discurso tenga la experiencia de sentirse querido, mientras que la mirada suscita fácilmente tal experiencia. Evidentemente, esto quiere decir que la mirada no se sitúa al nivel del signo o del conjunto de signos que componen el discurso; la mirada es un símbolo, que se sitúa a un doble nivel: el nivel de lo lingüístico, puesto que puede ser analizada mediante el instrumental que nos ofrece el lenguaje; y al nivel de lo no lingüístico, puesto que se trata de una experiencia que adentra sus raíces en lo pre-conceptual y atemático, es decir, en aquello que escapa a las posibilidades del discurso lingüístico y que sólo-puede ser asumido y expresado mediante el símbolo que asume la experiencia.

8. Cf. P. Ricoeur, Parole et symbole, en la obra editada por J. E. Menard, Le symbole, Strasbourg 1975, 143.

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5. Símbolo y metáfora Para comprender más de cerca lo que es el símbolo, interesa diferenciarlo de la metáfora. Por dos razones que se comprenden fácilmente. En primer lugar, porque en el uso diario que hacemos de no pocos símbolos, éstos pueden confundirse fácilmente con las figuras lingüísticas que denominamos «metáforas», hasta el punto de que muchas veces no se sabrá a ciencia cierta si lo que una persona está utilizando es un símbolo o una metáfora. En segundo lugar, porque la metáfora es la figura lingüística que más se parece al símbolo, lo cual quiere decir que podemos llegar a captar mejor el símbolo precisamente a partir de la metáfora9. Por otra parte, la metáfora es una figura de orden lingüístico. Pero cuando se trata del símbolo, hemos dicho que se sitúa a dos niveles, uno de orden lingüístico y otro de orden no lingüístico, lo que viene a indicarnos que la metáfora es el límite a partir del cual entramos en el campo específico de lo simbólico. La metáfora es el punto de sutura entre lo lingüístico y lo no lingüístico, entre el signo y el símbolo. Por consiguiente, es prácticamente imposible comprender adecuadamente lo que es un símbolo si antes no precisamos, hasta donde sea posible, lo que es una metáfora. Lo cual, por otra parte, representa una ventaja metodológica de considerable importancia. Porque se ha dicho muchas veces que el símbolo no puede ser captado y comprendido por el lenguaje conceptual; y se ha dicho también que hay más en el símbolo que en su equivalente a nivel conceptual. Este punto ha sido fuertemente destacado por los enemigos del pensamiento conceptual. Para ellos es necesario escoger: o el símbolo o el concepto. Ahora bien, la teoría de la metáfora nos conduce a otro planteamiento: no se trata de hacer la elección entre el símbolo y el concepto, sino de mostrar la conexión que existe entre lo conceptual y lo no conceptual. Y no sólo eso, sino sobre todo se trata de ver los límites que implica lo puramente conceptual, puesto que en la realidad de la vida existe de hecho «un exceso de sentido», que no puede ser ni captado ni expresado por el concepto. Pero teniendo en cuenta, al mismo tiempo, que sólo a partir del concepto se puede acceder a lo que en realidad representa ese «exceso de sentido»10. Una vez que hemos hecho estas advertencias previas, venimos ya directamente a lo que aquí nos interesa. ¿Qué es una metáfora? Ya en la Poética de Aristóteles se dice que la metáfora es la transposición de un nombre extraño (allotrios), es decir, que designa otra cosa o que 9. Cf. P. Ricoeur, o. c, 143. 10. Cf. sobre este planteamiento, Ibid., 151.

Símbolo y metáfora

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pertenece a otra cosa . Esto quiere decir que, en la concepción clásica de la retórica, la metáfora se refiere a la palabra y se localiza en la palabra, no en el discurso23. Y consiste en la desviación del sentido literal de la palabra. La razón de esta desviación es la semejanza. Esta semejanza tiene como función el fundar la sustitución del sentido literal de la palabra por un sentido figurado. De ahí que, en esta concepción clásica que venimos describiendo, la metáfora no comporta ninguna innovación semántica, es decir, la metáfora consiste lisa y llanamente en la sustitución de una palabra por otra. De donde resulta que la metáfora no suministra ninguna información sobre la realidad y, por consiguiente, su papel es meramente decorativo en el conjunto del lenguaje y del discurso humanos 13 . Ahora bien, esta concepción de la metáfora ha sido puesta en cuestión modernamente. Ante todo, por la obra fundamental de I. A. Richards y más tarde por los trabajos de Max Black, M. Beardsley, C. M. Turbayne y Ph. Wheelwrighti4. Prescindiendo de una serie de cuestiones, que no es éste el lugar de analizar, el punto fundamental en la nueva concepción de la metáfora está en que ella no consiste en la simple sustitución de una palabra por otra, sino en la creación de un nuevo sentido a nivel de la frase entera. De ahí que la metáfora supone una creación instantánea, una innovación semántica. Ahora bien, este planteamiento comporta dos conclusiones importantes: 1) las verdaderas metáforas son intraducibies; y son intraducibies porque crean un nuevo sentido en el discurso humano; 2) la metáfora no es un mero adorno del lenguaje, sino que comporta una información nueva sobre la realidad de la que se habla 15 . Una vez que hemos visto cuáles son los trazos esenciales de la metáfora, pasamos a determinar lo que el símbolo añade a ella; es decir, se trata de precisar qué es lo que hay en el símbolo que no se da en la metáfora. Ante todo, es importante advertir que en el símbolo hay algo que es común con la metáfora: se trata de la semejanza. Tanto en la metáfora como en el símbolo existe una determinada semejanza entre la frase en su sentido literal y la frase según el sentido nuevo que adquiere en virtud de la creación o la innovación semántica que, como hemos dicho, caracteriza a la metáfora. Pero en el símbolo 11. Cf. un excelente estudio sobre este punto, en P. Ricoeur, La métaphore vive, Paris 1975, 13-61. 12. Ibid., 23. 13. Cf. P. Ricoeur, Parole et symbole, 145. 14. I. A. Richards, The philosophy ofrethoric, Oxford 1936; M. Black, Models and metaphors, Ithaca 1962; M. C. Beardsley, Aesthetics, New York 1958; C. M. Turbayne, The myth ofmetaphor, Yale 1962; Ph. Wheelwright, Metaphor andreality, Indiana 1962. 15. Cf. P. Ricoeur, Parole el symbole, 147-148; Id., La métaphore vive, 143-155.

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Las características del símbolo

hay algo que no se da en la metáfora. ¿Qué es eso? Paul Ricoeur ha hablado acertadamente de lo que él llama «el momento no semántico del símbolo»16, es decir, hay algo en el símbolo que no «pasa» en la metáfora. Ese «algo» es la experiencia pre-conceptual en sus raíces más hondas. Tal experiencia se sitúa al nivel de las pulsaciones inconscientes, al nivel del «deseo», al nivel del bios y no del logos. Por eso, la metáfora es una invención libre del discurso, mientras que el símbolo implica una correspondencia que es, de hecho, vinculante. Es decir, en el símbolo se da una correspondencia que liga y vincula la expresión a nivel semántico y consciente con las experiencias fundamentales de la existencia. Por eso, las metáforas se pueden inventar, los símbolos se enraizan en las experiencias vinculantes del cosmos. En consecuencia, se puede decir que la metáfora se estructura a partir de la semejanza, mientras que el símbolo se construye no sólo a partir de la semejanza, sino específicamente en virtud de la correspondencia 17 .

siempre un «concepto». Ahora bien, en el símbolo se da precisamente, como constitutivo específico, un componente no-conceptualizable, puesto que la experiencia adentra sus raíces en el inconsciente de la persona. Por eso también, en el símbolo se da lo que hemos llamado un «momento no semántico», en cuanto que en la comunicación simbólica se emite un mensaje que no es abarcable por ninguna fórmula lingüística y, en general, por ningún signo, ni siquiera por la simple metáfora. Por eso, una mirada expresa y comunica lo que no puede expresar ni comunicar el mejor discurso. Por eso también, en el mundo de la sexualidad, el abrazo, el beso o la caricia comunican más que todo un tratado sobre el asunto. Es más, sabemos perfectamente que la experiencia del amor no se puede comunicar, en profundidad, nada más que mediante expresiones simbólicas. 3. El símbolo tiene una potencia intrínseca. Y tiene tal potencia intrínseca porque, como hemos dicho antes, se construye específicamente en virtud de la correspondencia que se da entre las pulsaciones inconscientes y su expresión externa, entre el bios y el logos, entre la experiencia pre-conceptual y su formulación a nivel de la conciencia. Aquí radica la diferencia esencial entre el signo y el símbolo. Todo símbolo es signo, pero no a la inversa. Porque el signo es intercambiable a voluntad, mientras que el símbolo es constitutivo de la existencia humana. Por ejemplo, la vida afectiva de cada persona se configura en virtud de los símbolos que vive cada cultura y mediante los que expresa las experiencias fundamentales de la vida. Y por esta misma razón existe también una diferencia esencial entre el símbolo y la metáfora. Porque, como se ha dicho, las metáforas se pueden inventar, mientras que los símbolos se enraizan en las experiencias vinculantes del cosmos. 4. El símbolo no significa en sentido propio, sino figurado. Esto quiere decir, que, cuando se trata de un símbolo, tanto el que lo pone como el que lo recibe, no se orientan hacia el símbolo mismo, sino hacia lo que se simboliza mediante el símbolo, es decir, hacia la experiencia humana que está en juego y que se expresa mediante el símbolo. Este punto es importante en la práctica. Porque sabemos de sobra que, con frecuencia, los símbolos pueden degenerar en meros rituales que se ponen rutinariamente. En tal caso, tanto el emisor como el receptor se orientan exclusivamente hacia el gesto externo pero no ya hacia la experiencia que, en principio, se trataría de expresar. Por ejemplo, es frecuente que algunos símbolos fundamentales de comunicación humana, como el beso o el abrazo, se lleguen a ritualizar y se queden en meros gestos convencionales, que no expresan ni amor, ni amistad. Si dos políticos se saludan ante las escalerillas de un avión dándose un abrazo y un beso, eso no quiere decir que

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6. Las características del símbolo Después de lo que hasta aquí hemos dicho acerca del símbolo y su relación con la metáfora, podemos ya describir cuáles son las características que configuran al símbolo. Y así podremos comprender en qué consiste la diferencia fundamental entre el símbolo y el signo. 1. El símbolo es, en su constitución más elemental, la expresión de una experiencia. Esto quiere decir que para que haya símbolo es absolutamente necesario que haya experiencia humana. Donde no hay una experiencia humana, vivida desde la profundidad de lo inconsciente, no hay símbolo. Ni puede haberlo. Porque entonces no hay nada que asumir, ni nada que comunicar. Precisamente en el mundo de la comunicación humana hay símbolos —y no sólo signos y metáforas— porque todos los hombres vivimos experiencias fundamentales, que adentran sus raíces en el inconsciente; y que, precisamente por eso, no pueden ser asumidas y expresadas nada más que mediante las expresiones de comunicación que llamamos símbolos. 2. La experiencia, de la que se trata en el símbolo, comporta una dimensión no racionalizable, no tematizable a nivel de las estructuras puramente racionales o lingüísticas. Por eso, en el símbolo se da algo que no existe en el signo. Porque el signo, como ya se dijo, consiste en la unión de un «significante» y un «significado»; pero el significado es 16. Parole et symbole, 151. 17. Ibid., 155.

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Naturaleza y cultura

entre ellos exista un afecto o amistad entrañables. El símbolo original ha sido utilizado para otra cosa. Y entonces, los dos personajes ejecutan correctamente el gesto ritualizado, pero eso no les remite hacia la experiencia que el abrazo o el beso expresan en nuestra cultura. Entonces, el «símbolo» no sirve ya para expresar, sino para ocultar: detrás del abrazo y el beso se ocultan las intenciones reales de cada personaje, que bien pueden ser intenciones marcadas por el más refinado interés a todos los niveles. 5. El símbolo puede ser contemplado. Esto quiere decir que algo, que es esencialmente invisible, puede ser ofrecido a la contemplación en el símbolo. En otras palabras, el símbolo remite siempre e un «más allá» de sí mismo. Por eso, lo inefable, lo misterioso, lo que por sí mismo es esencialmente invisible, puede ser ofrecido a la contemplación en el símbolo. Y sólo mediante el símbolo. Porque se trata de realidades que nos remiten a una totalidad de sentido en la experiencia humana. Ahora bien, una experiencia de totalidad no puede ser abarcada, ni siquiera a nivel descriptivo, por ninguna fórmula lingüística, por ningún signo convencional, por ninguna metáfora. La totalidad de sentido, que resulta inevitablemente inefable e invisible, se nos muestra y se nos ofrece mediante el gesto externo, el gesto simbólico, que nos remite «más allá» de sí mismo. Entre el gesto externo y la totalidad de sentido existe una correspondencia; y es esa correspondencia la que configura al símbolo, la que le confiere su fuerza interna, la que lo sitúa al nivel del bios y no simplemente en la línea más superficial del logos. 6. El símbolo presupone siempre un código socialmente admitido de comunicación. Es decir, la expresión externa y simbólica, que asume y comunica la experiencia profunda, tiene que estar socialmente admitida por la cultura en la que el símbolo se pone. Y tiene que estar admitida culturalmente como expresión de tal experiencia. Por ejemplo, en nuestra cultura el amor se expresa besando y no se expresa haciendo profundas reverencias. Seguramente en otras culturas se ha expresado o se puede expresar de otras maneras. Pero, desde este punto de vista, resulta evidente que el hombre no hace los símbolos, sino que son los símbolos los que configuran al hombre. Por lo demás, de momento prescindimos de la cuestión que consiste en determinar si los símbolos son siempre culturales o si existen símbolos trans-culturales, es decir si todos los símbolos son producto de la cultura; o si existen símbolos arquetípicos y universales que estarían enraizados, no ya en una cultura determinada, sino en la naturaleza misma. Sobre este asunto hablaremos enseguida. Pero, en todo caso, está fuera de duda que una cosa no es primero símbolo y luego, mediante explicaciones, teorías y doctrinas se consigue que sea

aceptada socialmente; sino que, por el contrario, una cosa es símbolo porque es socialmente aceptada y vivida en una cultura como tal símbolo. En este sentido, ha escrito acertadamente Paul Tillich:

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El acto que crea el símbolo es un acto social, incluso cuando el símbolo surge primero de un individuo. El individuo puede inventar signos para sus necesidades particulares, no puede fabricar símbolos; si una cosa se constituye en símbolo para él, es siempre en función de la comunidad, que puede a su vez reconocerse en ese símbolo. Esto se pone de manifiesto de manera particularmente explícita en los símbolos confesionales que, ante todo, no son sino los signos por los que los miembros del grupo se reconocen unos a otros. La «simbólica» es la ciencia de los signos de reconocimiento de las confesiones, es la ciencia de las confe-

7.

Naturaleza y cultura

Queda una cuestión por aclarar: ¿qué relación existe entre «lo natural» y «lo cultural» cuando se trata de los símbolos? Esta pregunta es importante. Porque, en definitiva, se trata de saber si todo símbolo es necesariamente cultural o si se puede hablar de símbolos transculturales. Es decir, la cuestión está en saber si todos los símbolos son necesariamente producto de la cultura; o si hay también símbolos que rebasan los límites de cada cultura, en cuyo caso tendríamos símbolos universales, que serían como símbolos arquetípicos o primordiales. Como es sabido, C. G. Jung ha defendido insistentemente la existencia de símbolos universales a los que llama arquetipos. Para ello se basa en el análisis de los sueños. Tales arquetipos se distinguen, según Jung, de los instintos. Su pensamiento en este sentido es claro: Aquí debo aclarar las relaciones entre los instintos y los arquetipos: lo que propiamente llamamos instintos son necesidades fisiológicas y son percibidos por los sentidos. Pero al mismo tiempo también se manifiestan en fantasías y con frecuencia revelan su presencia sólo por medio de imágenes simbólicas. Estas manifestaciones son las que yo llamo arquetipos. No tienen origen conocido; y se producen en cualquier tiempo o en cualquier parte del mundo, aun cuando haya que rechazar la transmisión por descendencia directa o «fertilización cruzada» mediante migración19.

18. P. Tillich, Das religióse Symbol, en Die Frage nach dem Unbedingten. nbed Gesammelte Werke V, Stuttgart 1964, 197-198; cf. del mismo autor, Wesen und Wand des Glaubens, Berlin 1961, 53-60. Un estudio sobre el símbolo en Paul Tillich, en F. Manresa, El concepto de símbolo en la teología de Paull Tillich, San Cugat 1977; para presentación más elemental del tema cf. C. J. Armbruster, El pensamiento de Paul Tillich, Santander 1968, 148-152. 19. C. G. Jung, Acercamiento al inconsciente, en El hombre y sus símbolos, 69.

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Los símbolos de la fe

Símbolo y realidad

Desde otro punto de vista, la existencia de símbolos universales o arquetípicos ha sido defendida por determinados especialistas en historia comparada de las religiones, como Mircea Eliade, o por algunos psicológicos, como L. Beirnaert. Estos autores encuentran «una relación entre las representaciones dogmáticas, las simbolizaciones de la religión cristiana y los arquetipos activados por símbolos naturales» 20. Según esta teoría, el simbolismo del agua sería un caso típico de símbolo arquetípico vigente en todos los tiempos y en todas las culturas. Por eso, los sacramentos cristianos son, según estos autores, universalmente válidos y sirven para todos los hombres de todos los tiempos. Por la sencilla razón de que tienen su fundamento en los arquetipos universales y transculturales que laten en el inconsciente colectivo de la humanidad y que se manifiestan de manera bastante uniforme en todos los hombres. Sin embargo, esta teoría está muy lejos de ser universalmente aceptada hoy por todos los especialistas en la materia. Y la razón fundamental por la que los autores no están de acuerdo con la teoría de Jung radica en que no sabemos, ni podemos saber, a ciencia cierta dónde finaliza el «instinto» y dónde comienza la «cultura». Por ejemplo, llorar o reír forman parte, de un modo universal, del inventario de la cultura infantil; besar parece ser una variante de mamar. También se puede decir que la cólera, el miedo, la vergüenza son descripciones de «emociones», que son reflejo psicológico de reacciones físicas que es probable que sean comunes a todas las especies. De ahí que, en circunstancias adecuadas, casi todas estas reacciones automáticas pueden emplearse para transmitir mensajes reconocidos por la cultura; por ejemplo, según las convenciones de nuestra cultura occidental, llorar «significa» tristeza, reír «significa» alegría, el beso «significa» amor. Pero como se ha dicho muy bien, estas asociaciones conscientes no son universales humanos y, a veces, el significado como símbolo/signo de una acción se puede separar completamente de la respuesta a la señal a la que se refiere21. El problema no parece que pueda ser resuelto fácilmente. Porque, sea cual sea la teoría que se pueda tener sobre el símbolo, es un hecho que lo que distingue el comportamiento del homo sapiens del de los otros animales, está en que toda su actividad psíquica (salvo raras excepciones) es indirecta o reflexiva, es decir, que no tiene ni la inmediatez, ni la seguridad, ni la univocidad del instinto. Y la marca anatómica-fisiológica de eso está en que un «tercer cerebro» asume,

en el homo sapiens, los dos cerebros histológicamente y fisiológicamente diferenciados: el del mamífero (rinoencéfalo) y el del vertebrado (neoencéfalo) mediante el cual la agresividad y la emotividad son interpretadas, es decir, «dobladas» a través de efectos reflexivos, representaciones, fantasías e ideas. De ahí que, como lo ha visto perfectamente Ernst Cassirer, toda la actividad humana, todo el genio humano no es nada más que un conjunto de «formas simbólicas» diferenciadas22. Pero el problema está en que no sabemos hasta dónde llega el instinto y dónde actúa ya la «interpelación» y el «doblaje» del instinto en formas simbólicas que necesariamente son asimiladas por el individuo en su entorno cultural, en su ambiente concreto, en sus formas de relación. Teniendo siempre muy en cuenta que el medio cultural actúa sobre el individuo desde el primer momento de su existencia. Lo cual nos obliga a pensar, según parece, que toda expresión simbólica, esta necesariamente marcada por la cultura. Es decir, parece que se puede afirmar con bastante seguridad que todo símbolo es cultural, o sea que no existen arquetipos simbólicos que sean universalmente válidos para todas las culturas. Y, desde luego, lo que sí es absolutamente cierto es que los especialistas en estas materias consideran la teoría de los «símbolos arquetípicos y universales» como una simple teoría, una entre otras, pero que no es como un hecho incuestionable. Por lo menos esta conclusión es indudablemente segura.

20. L. Beirnaert, La dimensión mythique dans le sacramentalisme chrétien: Éranos Jahrbuch 17 (1949) 276; cf. M. Eliade, Images et symboles, París 1952, 199-235. 21. E. Leach, Cultura y comunicación, 63.

8.

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Símbolo y realidad

Según el uso corriente y vulgar, la palabra símbolo se aplica a una cosa que representa convencionalmente a otra: la azucena es el símbolo de la pureza; el olivo es el símbolo de la paz23. Esta utilización de la palabra símbolo nos viene a decir que, en la mentalidad de mucha gente, lo simbólico es lo que se contrapone a lo real. Porque evidentemente la azucena no es la pureza, sino su representación convencional, de la misma manera que una rama de olivo tampoco es la paz, sino aquello con lo que los hombres representan convencionalmente el hecho de vivir en paz. Por eso, en el lenguaje corriente, dar simbólicamente una cosa no es dar realmente esa cosa, sino algo que de alguna manera la representa. Lógicamente, esta manera de entender el símbolo representa una dificultad muy seria para poder comprender lo que es un sacramento. 22. Cf. G. Durand, L'univers du symbole: Rev. Se. Rél. 49 (1975) 12. 23. Cf. M. Moliner, Diccionario del uso del español II, Madrid 1975, 1168.

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Los símbolos de la fe

Cuando los símbolos degeneran en ritos

Porque si decimos, por ejemplo, que la eucaristía es un sacramento y, en consecuencia, afirmamos que es un símbolo, entonces parece que estamos defendiendo que en ella no se contiene realmente el cuerpo y la sangre de Cristo, puesto que lo simbólico es —según piensa mucha gente— lo que se contrapone a lo real. Ahora bien, por lo que hemos explicado acerca de la naturaleza del símbolo, se comprende perfectamente que esa dificultad no tiene razón de ser. Por la sencilla razón de que el símbolo, no sólo no se contrapone a lo real, sino que por el contrario es la expresión y la comunicación más profunda y más seria de las realidades más densas de la existencia humana. Por ejemplo, cuando decimos que una persona se entrega de verdad a otra, estamos afirmando algo que es profundamente real. Pero está claro que esa entrega no consiste en que una persona le da a otra sus manos, sus pies o su cabeza. Cuando decimos que una persona se entrega de verdad a otra, estamos afirmando que le entrega su amor, que se compromete con ella, que vincula su destino al de la otra persona, porque hay una donación real y verdadera de las aspiraciones más profundas, que en ambas personas vienen a juntarse y coincidir en un único proyecto. Ahora bien, ¿cómo se asumen, se expresan y se entregan esas realidades tan profundas? Para eso no hay más medio de comunicación que los símbolos, como ya hemos explicado antes. Porque cuando se trata de realidades humanas, lo más importante y lo verdaderamente específico de tales realidades no es lo puramente físico, lo material y lo tangible, sino la realidad que se asume y se comunica a nivel simbólico y sólo a nivel simbólico. Decir entonces que eso no es real, sería lo mismo que afirmar que el amor y el odio, la libertad y el sometimiento, el sentido de la vida y el sinsentido de la existencia son cosas puramente imaginarias y ficticias. En otras palabras, por ese camino caeríamos en el más craso materialismo y llegaríamos a negar lo que propiamente constituye al hombre en su realidad específica. Es más, a la vista de lo que acabamos de decir acerca del símbolo, se puede y se debe afirmar que lo simbólico es esencialmente constitutivo de la existencia humana. Y por eso, se puede y se debe decir también que los símbolos no pueden desaparecer, ni siquiera decaer en cualquier momento de la cultura o de la historia, por más que tal momento sea rabiosamente «materialista», como a veces se dice con más atrevimiento y superficialidad que con un conocimiento real de la existencia humana tal como de hecho es. Por eso resulta por lo menos ingenuo el afirmar que hoy la gente ha perdido el sentido de lo simbólico, debido al impacto de la sociedad tecnocrática en la que vivimos. Cuando se dicen esas cosas, lo único que se da a entender es que quien habla de esa manera no sabe lo que está diciendo. Porque

hoy la gente necesita cariño, como lo ha necesitado siempre; y si hoy la gente necesita expresar su sentido de la vida, como lo ha necesitado siempre, al igual que las demás experiencias fundamentales que cada uno vive, entonces está claro que los símbolos tienen y seguirán teniendo la pervivencia y la razón de ser que siempre tuvieron. Desde este punto de vista, parece enteramente acertado lo que recientemente ha escrito Leonardo Boff:

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No creemos que el hombre moderno haya perdido el sentido de lo simbólico y de lo sacramental. También él es como otros de otras etapas culturales, y en consecuencia es también productor de símbolos expresivos de su interioridad y capaz de descifrar el sentido simbólico del mundo. Quizás se haya quedado ciego y sordo a un tipo de símbolos y ritos sacramentales que se han esclerotizado o vuelto anacrónicos. La culpa, en ese caso, es de los ritos y no del hombre moderno. No podemos ocultar el hecho de que, en el universo sacramental cristiano, se ha operado un proceso de momificación ritual. Los ritos actuales hablan poco de sí mismos y por sí mismos. Necesitan ser explicados. Y una señal que tiene que ser explicada no es señal. Lo que precisa la explicación no es la señal, sino el misterio contenido en la señal. A causa de esta momificación ritual, el hombre moderno, secularizado, sospecha del universo sacramental cristiano. Puede verse tentado a cortar toda relación con lo simbólico religioso. Pero al hacer eso no sólo corta con una riqueza importante de la religión; cierra simultáneamente las ventanas a su propia alma, porque lo simbólico y lo sacramental constituyen dimensiones profundas de la realidad humana24.

9.

Cuando los símbolos degeneran en ritos

En el texto que acabamos de leer se habla de símbolos y de ritos. Y se dice que en los sacramentos, tal como son practicados en la actualidad, se ha producido una «momificación ritual», es decir, el símbolo ha degenerado en una especie de «momia», algo muerto y petrificado, que ha perdido su vitalidad y, por tanto, su fuerza expresiva. Por eso, dice Leonardo Boff, el hombre moderno sospecha del universo sacramental cristiano. Esto es verdad. Pero necesita algunas aclaraciones para ser comprendido adecuadamente. Concretamente nos interesa saber: 1) ¿qué es el rito?; 2) ¿por qué y cómo el símbolo degenera en rito? Cuando se trata de saber con cierta precisión lo que es el rito conviene tener presente lo que acertadamente ha escrito G. Van der Leeuw: 24. L. Boff, Los sacramentos de la vida, Santander 1977, 10-11.

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Los símbolos de la fe El hombre que se comporta de acuerdo con lo sagrado y que lo perpetra, actúa oficialmente. No sólo hace algo, sino que realiza lo que tenía que realizar, tá drómena. En cierta forma, se pone en pose. Maneja lo sagrado. Repite los hechos del poder. Todo culto es repetición 2S.

Estas palabras de Van der Leeuw nos ponen en la pista de lo que es un comportamiento ritual y, en ese sentido, nos abren el acceso a la

comprensión de lo que es el rito. S.G.F. Brandon en su Diccionario de religiones comparadas, describe así lo que es un rito: el término griego que expresa la idea de «rito» es drómenon, «lo hecho». El rito tuvo probablemente un origen mágico, y consistiría en imitar aquello que se deseaba obtener. Tal acción solemnemente ejecutada se suponía eficaz sobre la base del principio de ex opere operato, es decir por el hecho mismo de su realización. La acción ritual iría acompañada casi siempre de las palabras adecuadas, cuya finalidad sería a la vez invocar a una potencia superior y explicar el significado de la acción. El conservadurismo innato del espíritu humano ha asegurado la exacta repetición de tales acciones, confiriéndoles la categoria de tradiciones sagradas 26. Según esta descripción, el rito es una acción sagrada que se ejecuta con exactitud y con una cierta solemnidad. Tal acción va acompañada de determinadas palabras que, de alguna manera, explican el significado de la acción. En esas palabras se contiene el mito que acompaña al rito. Además, al rito se le atribuye una eficacia prácticamente automática, es decir, el rito produce su efecto por el hecho mismo de ser ejecutado con fidelidad. Dos características fundamentales del rito son: en primer lugar, que se trata de una acción socialmente estereoripada y sometida a una reglamentación fija27; en segundo lugar, que produce su efecto por el solo hecho de ser ejecutado con exactitud. Estas dos características constituyen las convicciones más arraigadas en la conciencia de las personas que se aferran a la práctica de rituales religiosos. Por eso, la práctica de los ritos ofrece seguridad al que los ejecuta. Primero, porque el rito es una acción fija y reglamentada; segundo, porque quien lo pone en práctica tiene el convencimiento de que produce automáticamente su efecto, es decir, el fruto que se pretende obtener mediante la práctica ritual. Desde este punto de vista, el ritual 25. G. van der Leeuw, Fenomenología de la religión, México 1964, 329. 26. S. G. F. Brandon, Diccionario de religiones comparadas II, Madrid 1975, 1241. 21. Cf. W. E. Münlmann, Ritus, en RGV, 1127-1128.

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comporta una cierta mecanización de la religión y asegura a las personas «practicantes» una sensación de tranquilidad, que les libera de las exigencias inherentes al compromiso de la vida entera. Ahora bien, a la vista de estas dos características fundamentales del rito, se comprende fácilmente por qué, con relativa frecuencia, los símbolos pueden degenerar en meros ritos. El símbolo, tal como ha sido descrito antes, es la expresión de una experiencia. En él, el signo externo tiene la función de asumir la experiencia más honda de la persona y expresarla. Lo cual quiere decir obviamente que hay símbolo en la medida en que hay experiencia. El gesto externo por sí solo, es decir vaciado de experiencia, no es símbolo de nada. De donde resulta lógicamente que, a veces, pueden existir gestos externos de carácter simbólico, pero que no corresponden a ninguna experiencia interna de la persona. En ese caso, el gesto externo por sí solo es un mero ritual, si se ejecuta de acuerdo con una cierta reglamentación (impuesta o convencionalmente admitida) y si además se atribuye un efecto más o menos automático al gesto fielmente realizado. En ese caso, el símbolo ha degenerado en rito; se ha producido la «momificación ritual» de lo simbólico. Por otra parte, es perfectamente comprensible que esto suceda con frecuencia. Porque todos sabemos que hay experiencias muy fundamentales en la persona que comportan un riesgo y que por eso exigen una audacia considerable cuando se trata de asumir y expresar tales experiencias. Por ejemplo, la experiencia del amor, que es sin duda la experiencia más gratificante, es también la experiencia más arriesgada, porque exige entrega y fidelidad, liberación del propio interés, aceptación incondicional de la libertad del otro y, en definitiva, desencadena unos dinamismos que nadie sabe hasta dónde le pueden llevar. Ahora bien, todo esto quiere decir que la experiencia del amor pone en serio peligro el instinto de seguridad y más aún el instinto que tiene toda persona a replegarse sobre sí misma. El miedo a la libertad, por una parte, y el deseo de seguridad, por otra, pueden hacer que la persona ejecute cabalmente ciertos gestos de carácter ritual que no corresponden a la verdadera experiencia que se trataría de expresar. La ausencia de amor puede quedar enmascarada bajo las apariencias de un ritual perfectamente ejecutado. Y entonces, el ritual no sirve ya para expresar, sino para ocultar la verdadera experiencia que vive el individuo: no se expresa el amor, sino que se oculta el miedo a la libertad. Cuando se trata de símbolos estrictamente religiosos, el peligro de «momificación ritual» es más frecuente y más intenso. Porque lo que entonces está enjuego es la relación con el trascendente. Y por eso, se trata en ese caso de la experiencia más decisiva, la experiencia de

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Los símbolos de la fe

totalidad más englobante y, sobre todo, la experiencia que exige la mayor entrega y el mayor abandono de sí mismo. Ahora bien, ante semejante experiencia el hombre puede adoptar o bien la actitud de vaciarse ante lo trascendente o bien el intento de adueñarse de ese mismo ser trascendente. En el primer caso, el hombre se expresará por medio de símbolos, que le remiten a un «más allá» de sí mismo y de todo lo que no trasciende los límites del espíritu objetivo, es decir los límites de la existencia humana. En el segundo caso, por el contrario, el hombre ejecutará determinados ritos, que son el intento de objetivar al trascendente, es decir, el intento de convertir en un objeto de nuestra cultura al ser que está por encima de toda posible objetivación. En este caso se produce lo que Paul Ricoeur ha llamado acertadamente el proceso de «conversión diabólica», en virtud del cual el trascendente degenera en «cosa», en un objeto a nuestra disposición. Nace así la «ilusión» de lo religioso, la falsa conciencia, que es el origen de la metafísica y de la religión: la metafísica que hace de Dios un ente supremo y la religión que trata de lo sagrado como una nueva esfera de objetos e instituciones, de poderes que en lo sucesivo se inscribirán en el mundo de la inmanencia, del espíritu objetivo al lado de los objetos, las instituciones y poderes de la esfera económica, la esfera política y la esfera cultural. Y añade el mismo Ricoeur: Diremos que una cuarta esfera de objetos nace en el interior de la esfera humana del espíritu. Habrá en adelante objetos sagrados y no sólo signos de lo sagrado; objetos sagrados aparte del mundo de la cultura 2 8 .

De esta manera, los símbolos dejan de cumplir su función de «centinelas del horizonte», que nos llevan a un «más allá» de sí mismos, porque hacen posible el encuentro con el Dios vivo. Y al dejar de cumplir esta función, degeneran en rituales vacíos de experiencia. La «conversión diabólica» ha cumplido entonces su papel engañoso y destructor. La religión es, en ese caso, «la reificación y alienación de la fe»29. Todos sabemos por experiencia hasta qué punto es verdad lo que sumariamente acabamos de describir. Es, en efecto, demasiado frecuente el caso de personas que son profundamente «religiosas», pero cuyas experiencias reales y cuyos comportamientos están muy lejos de las exigencias más elementales de la fe cristiana. Se trata de personas que se aferran ciegamente a la fiel observancia de los ritos religiosos

Los símbolos de la fe

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hasta el último detalle; en eso encuentran seguridad, paz e incluso devoción. Pero resulta chocante que, con relativa frecuencia, tales personas denotan una cierta autosuficiencia, una cierta dificultad cuando se trata de arriesgarse para amar incondicionalmente, una insensibilidad ante los problemas sociales, y, en definitiva, una mal disimulada crispación cuando se ve cuestionada su tajante y ciega fidelidad a los ritos y normas religiosas establecidas. En virtud de este complejo mecanismo, a veces se ha preferido perseguir, torturar y matar personas, antes que tolerar un atentado contra los rituales religiosos. Y por ese mismo mecanismo, los cristianos han sido muchas veces más sensibles ante la profanación de un rito que ante el atropello de los débiles o ante el hecho brutal de la dominación del hombre por el hombre. Para concluir este apartado, debemos hacer una advertencia que parece importante: existe una diferencia estructural entre el símbolo y el rito. La dinámica inherente al símbolo brota de la vida, de la experiencia vivida. Por el contrario, la dinámica propia del rito brota del gesto ritual mismo. Por eso, en el símbolo es fundamental la experiencia que vive la persona, mientras que en el rito lo fundamental es la ejecución de los gestos y la pronunciación cabal de las palabras que acompañan a esos gestos. Desde este punto de vista, se puede afirmar que la dinámica estructurante del símbolo es de dirección centrífuga, mientras que la dinámica estructurante del rito es de dirección centrípeta. En el símbolo es la vida lo que se expresa, en el rito es el gesto lo que causa casi automáticamente un determinado efecto. Por eso, los ritos han estado históricamente asociados a la magia, como prueba la historia comparada de las religiones. Y por eso también, los símbolos están esencialmente vinculados a la vida, concretamente a la correspondencia entre el signo externo y la experiencia que vive la persona. Más adelante veremos cómo este planteamiento no significa ningún atentado contra la doctrina teológica según la cual los sacramentos son actos, no sólo del hombre, sino también de Dios, acciones de Cristo salvador y liberador de los hombres. El problema está en saber si Dios actúa mecánicamente por medio de unos ritos o interviene en nuestra vida encarnando su acción liberadora en nuestras experiencias más hondas y más fundamentales. Pero de este asunto trataremos en otro capítulo. 10. Los símbolos de la fe

28 P. Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, México 1970, 464. 29. Ibid.

La fe cristiana comporta esencialmente la entrega y la obediencia (Rom 16,26; Rom 1, 5; 2 Cor 10, 5-6) «por la que el hombre se confía

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Los símbolos de la fe

El bautismo, experiencia del Espíritu

libre y totalmente a Dios» 3. Esta obediencia consiste concretamente en la entrega incondicional a Jesucristo. De ahí la relación fundamental que en el nuevo testamento se establece entre la fe y la persona de Jesús31. Pero esta relación del creyente con Jesús tiene un sentido concreto: se trata de una decisión radical que orienta la vida entera y que asocia y vincula la propia existencia al destino que de hecho tuvo Jesús de Nazaret. A partir de este sentido original, «la fe se realiza en su profundidad definitiva sólo mediante una orientación total a él (Jesús), mediante una vinculación de la propia vida a la de él, acometiendo la tarea de seguirle»32. Por lo tanto, es hombre de fe el que asume una vida y un destino que van en la línea de lo que fue la vida y el destino de Jesús. Esto quiere decir que la característica esencial del creyente no es el convencimiento de unas verdades sobre Dios y sobre Cristo; ni tampoco la práctica de unos ritos religiosos. La característica esencial del creyente es el seguimiento de Jesús, asumiendo la vida y el destino de Jesús, su postura ante los hombres, ante las distintas situaciones que presenta la vida y ante las instituciones que funcionan en la sociedad. Y sobre todo, asumiendo la postura de obediencia radical de Jesús a la voluntad del Padre de todos los hombres, para realizar en el mundo el proyecto de Dios, el reinado de Dios, que es el reinado de la justicia, la igualdad, la fraternidad, la libertad y el amor. La fe, por consiguiente, comporta una experiencia fundamental. La experiencia más fuerte y más decisiva que un hombre puede tener en este mundo. La experiencia del amor del hombre y la experiencia del amor al hombre. La experiencia de la libertad y de la autorrealización. La esperiencia, en definitiva, que da sentido a toda la vida y que orienta la existencia para siempre. Ahora bien, esto quiere decir que la fe se realiza en el compromiso con Jesús, el Mesías, y con los hombres, sobre todo con los nombres con los que se comprometió Jesús, los pobres y los débiles, los despreciados y el desecho de la sociedad. Pero la fe no comporta sólo el compromiso. Si la fe es esencialmente una experiencia, y si es la experiencia más fuerte de la vida, eso quiere decir que la fe se tiene que expresar también simbólicamente, de acuerdo con lo que hemos dicho acerca del símbolo y su función en la vida humana. Creer, por lo tanto, es comprometerse. Pero creer es también y al mismo tiempo

expresar simbólicamente lo que se vive. De ahí que si la fe comporta una forma de vivir, comporta igualmente unos símbolos, que expresan lo que el creyente vive. Por esto se comprende que las comunidades primitivas expresaron su fe en la forma que tomaron de vivir. Pero la expresaron también en sus formas de celebrar lo que creían. He aquí la razón de ser de los sacramentos. Por eso, cabe decir con todo derecho que los sacramentos son los símbolos de la fe. Pero con decir eso, no tocamos el verdadero problema que aquí nos interesa. Porque ya hemos indicado antes cómo los sacramentos cristianos no fueron gestos inventados por los cristianos. Sabemos, en efecto, que el bautismo en cuanto rito de iniciación practicado por medio de agua se utilizaba desde antiguo en no pocas religiones33. Como sabemos igualmente que los ritos sacrificiales de comunión, utilizando concretamente el pan y el vino, eran muy anteriores al cristianismo34. Ahora bien, si tal era la situación en los orígenes de la iglesia, se plantea lógicamente la cuestión de saber si los sacramentos eran considerados como ritos o como símbolos. Es verdad que, al menos en principio, ambas cosas no son incompatibles, puesto que en un ritual religioso pueden practicarse determinados símbolos, que sean vividos como tales símbolos por los participantes. Pero la verdadera cuestión que aquí debemos afrontar es si los sacramentos fueron vividos e interpretados como ritos o como símbolos, es decir si lo esencial del sacramento es el rito que produce un efecto o es el símbolo que expresa una experiencia. En el primer caso, lo esencial sería el rito y su efecto; en el segundo caso, lo esencial sería la experiencia que viven los que celebran el sacramento. ¿Qué nos dicen sobre esta cuestión los textos sacramentales del nuevo testamento?

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30. Dei Verbum, 5: «qua homo se totum libere Deo committit». 31. Cf. para una orientación bibliográfica sobre este asunto, que ha sido ampliamente estudiado por la exégesis y por la teología, J. Alfaro, Fides in terminología bíblica: Gregorianum 42 (1961) 463-505. 32. W. Trilling, Christusgeimnis-Glaubensgeheimnis, Mayence 1957, 50; citado por J. Pfammatter, La fe según la sagrada Escritura, en Mysterium Salutis 1/2, 892.

11.

El bautismo, experiencia del Espíritu

Según los relatos del nuevo testamento, lo primero y lo más elemental que caracteriza al bautismo cristiano es que, a diferencia del bautismo de Juan, es un bautismo no sólo de agua sino de Espíritu (Mt 3, 11; Me 1, 8; Le 3, 16; Jn 1, 33; Hech 1, 5; 11, 16; 19, 3-5). La relación entre el bautismo cristiano y la presencia del Espírtu queda además atestiguada en Hech 10, 47; 11, 15-17; 1 Cor 12, 13; Jn 3, 5. Todo esto quiere decir que es característica esencial y específica del bautismo cristiano la presencia del Espíritu en el bautizado. 33. Cf. para una información bien documentada sobre los ritos de iniciación, la obra editada por C. J. Bleeker, Inítiation, en Studies in the history ofreligions X, Leiden 1965. 34. Cf. J. Pedersen, Israel III-1V, Copenhague 1934, 254-259; citado por G. Widengren, Fenomenología de la religión, 279.

Los símbolos de la fe

El bautismo, experiencia del Espíritu

Ahora bien, está fuera de duda que, según el nuevo testamento, el Espíritu fue para la comunidad primitiva, antes que un objeto de enseñanza, un dato de experiencia. Hasta el punto de que tal experiencia es lo que explica la diferencia y la unidad, al mismo tiempo, de las diversas fórmulas que utilizan los autores del nuevo testamento para hablar del Espíritu. Esta experiencia es presentada por los diversos autores del nuevo teatamento de diferentes maneras y con diferentes fórmulas. Así, el Espíritu equivale a la experiencia del que habla, no por propia iniciativa, sino por efecto de la acción de Dios (Me 13, 11; Mt 10, 20; Le 12, 12). El Espíritu es también la experiencia de una fuerza que impulsa y lleva a los hombres (Le 2,27; 4, 1.14; Hech 13,4; 16, 6.7; 20, 23); es una experiencia de gozo y alegría (Le 10, 21; Hech 9, 31; 13, 52; Rom 14, 17; 1 Tes 1, 6), una experiencia de amor (Rom 5, 5; 15, 30; 2 Cor 13, 13) y de libertad (2 Cor 3, 17). Pero, sobre todo, es importante observar que se trata de una experiencia que se presenta como una fuerza (dúnamis) que invade al hombre, se apodera de él y le impulsa en la vida. En este sentido, la conexión entre pneuma (espíritu) y dúnamis (fuerza) es sorprendente en los escritos del nuevo testamento (Le 1,17; 4,14.36; Hech 10, 38; Rom 15, 13.19; 1 Cor 2,4; Ef 8, 16; 2 Tim 1, 7). Se trata, además, de un impulso que llena en plenitud al hombre, es decir, se trata de una experiencia abundante y fuerte. Este aspecto ha sido destacado por Lucas: el Espíritu llenó a todos el día de pentecostés (Act 2, 4), como lo había hecho con Jesús después del bautismo (Le 4, 1) y con Juan Bautista desde el seno materno (Le 1, 15), con Isabel y Zacarías (Le 1, 41.67), con Pedro (Hech 4, 8), Pablo (Hech 9, 17; 13, 9), Esteban (Hech 6, 5; 7, 55), Bernabé (Hech 11, 24), los apóstoles (Hech 4, 31) y los discípulos de Antioquía de Psidia (Hech 13, 52)3(5. Por su parte, Pablo afirma que el Espíritu de Dios se une a nuestro espíritu, para dar al hombre la seguridad de que es hijo de Dios (Rom 8, 16). A la vista de estos datos, se puede afirmar con toda seguridad que los autores del nuevo testamento no insisten tanto en la idea del Espíritu santo como persona, sino más bien en que el Espíritu es una fuerza, una experiencia que invade y penetra al creyente y actúa en él 37 . Es más, sabemos que en la vida y en la historia de la iglesia primitiva, la fe en el Espíritu no se refería primariamente a la fe en la tercera persona de la trinidad, sino antes que eso a la fe en la presencia de la intervención de Dios en la comunidad creyente38. Es decir,

cuando el cristianismo primitivo nos habla del Espíritu, en realidad de lo que nos habla, antes que nada, es de una experiencia fundamental y decisiva: la experiencia de la intervención salvadora y liberadora de Dios por medio de Cristo en la historia humana. Tenemos, por consiguiente, que: hablar del Espíritu es hablar, ante todo y sobre todo, de una experiencia característica de fe. Ahora bien, si lo que caracteriza al bautismo cristiano es la donación y la presencia del Espíritu, como hemos visto al comienzo de este apartado, entonces se puede y se debe decir que lo específico del bautismo cristiano es una experiencia: la experiencia del Espíritu, con lo que supone de fuerza, de alegría, de amor y de libertad, según hemos podido comprobar en los textos del nuevo testamento que antes se han aducido. Pero hay algo más importante en todo este asunto. Ya hemos citado antes los pasajes del nuevo testamento en los que se contrapone el bautismo cristiano al bautismo de Juan. En esos pasajes se dice claramente que la diferencia esencial entre ambos bautismos está en que el bautismo de Juan era un bautismo de agua, mientras que el bautismo cristiano es un bautismo en Espíritu. Esto quiere decir obviamente que lo propio y peculiar del bautismo cristiano no es el rito, sino la experiencia. Si por otra parte recordamos que jamás en el nuevo testamento se explica el rito bautismal, jamás se dice cómo se realizaba, jamás se habla de las oraciones o palabras que lo acompañaban 39 , entonces se confirma plenamente el hecho de que para la iglesia primitiva lo esencial y determinante del bautismo cristiano no era el ritual, sino la experiencia que vivían los creyentes. Esta última conclusión se pone de manifiesto singularmente en el libro de los Hechos de los apóstoles. En efecto, según Hech 1, 5 y 11, 16, el bautismo cristiano y la experiencia del Espíritu son dos realidades vinculadas la una a la otra. Esto aparece expresamente destacado en el pasaje de Hech 1, 5, ya que las palabras «dentro de pocos días seréis bautizados con Espíritu santo», aluden inequívocamente al acontecimiento de pentecostés. Pero lo sorprendente es que en ese acontecimiento los discípulos recibieron el Espíritu sin que allí mediara rito alguno bautismal (Act 2, 1-4). Y, lo que es más curioso, según Hech 10, 44, el Espíritu descendió sobre Cornelio y los de su casa antes de recibir el bautismo, es decir, primero se produce la experiencia del Espíritu; y sólo después de eso es cuando se administra el rito bautismal. De tal manera que precisamente porque primero se ha dado la experiencia del Espíritu, por eso Pedro se atreve a administrar el rito a los primeros paganos que entran en la iglesia. Las palabras de

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35. Cf. E. Schweizer, en TWNT VI, 397. 36. Cf. J. Dupont, Eludes sur les Actes des apotres, París 1967, 488. 37. Cf. I. Hermann, Kyrios und Pneuma, en Studienz. Alten undNeuen Testament II, München 1961, 13. 38. Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca 1970, 291-297.

39. De este asunto ya hemos hablado en el cap. 5.

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Los símbolos de la fe

Pedro son elocuentes en este sentido: «¿Se puede negar el agua del bautismo a éstos, que han recibido el Espíritu igual que nosotros?» (Hech 10, 47). Y es interesante notar que cuando Pedro repite este mismo argumento al informar a la comunidad de Jerusalén, en vez de la expresión kolüsai tó údor (prohibir el agua) (Hech 10,47), utiliza la expresión kolüsai ton zeón (prohibir a Dios) (Hech 11, 17). Lo cual confirma, una vez más, que para el autor del libro de los Hechos, lo esencial y determinante del bautismo cristiano no es el rito del agua, sino la experiencia que vive el creyente40. Esta experiencia, por lo demás, no es una experiencia intimista de devoción y afecto, como una especie de sentimiento que repliega al sujeto sobre sí mismo. Todo lo contrario: el Espíritu es una fuerza que empuja a los creyentes a dar testimonio de Jesús hasta los confines del mundo (Hech 1, 8), una fuerza que impulsa a la comunidad cristiana para que anuncie con audacia y libertad (parresía) el mensaje de Dios (Hech 4, 31). 12. El bautismo, experiencia de la muerte El verbo griego baptiszénai traduce al verbo arameo tebal, que es activo intransitivo, y que no significa «ser bautizado», sino «tomar un baño de inmersión» o «sumergirse»41. Esto quiere decir que el símbolo bautismal del agua fue utilizado por la iglesia primitiva en el sentido de amenaza contra la vida. Las aguas son, por supuesto, fuente de vida; pero son también agentes de muerte y de destrucción. Y sabemos por la historia comparada de las religiones que el simbolismo de la muerte es quizás el más destacado cuando se trata de símbolos acuáticos42. Por otra parte, en el antiguo testamento aparecen las aguas como agentes de muerte precisamente en momentos especialmente significativos de la historia salvífica, concretamente en el diluvio y en el paso de los israelitas por el Mar Rojo. Ahora bien, estos dos acontecimientos son utilizados por los autores del nuevo testamento para explicar la significación del bautismo cristiano: el diluvio en 1 Pe 3, 20-21; el paso del Mar Rojo en 1 Cor 10, 2. La relación entre el bautismo y la muerte era un tema familiar en las primeras comunidades cristianas. En la Carta a los romanos, 40. Cf. E. Schwiezer, en TWNT VI, 411. 41. Cf. J. Wellhausen, Das Evangelium Marci, Berlín 1909,4; H. Sahlin, Studien zum dritten Kapitel des Lukasevangeliums, Upsala 1949, 130-133; citados por J. Jeremías, Teología del nuevo testamento I, 69. 42. Cf. M. Eliade, Images et symboles, Paris 1952, 199-211; J. E. Cirlot, Diccionario de símbolos, Barcelona 1978, 54-55.

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Pablo pregunta como sorprendido: «¿Habéis olvidado que a todos nosotros, al bautizarnos vinculándonos al Mesías Jesús, nos bautizaron vinculándonos a su muerte?» (Rom 6, 3). Hay que tener en cuenta que cuando Pablo escribía estas palabras, él no conocía personalmente a la comunidad de Roma. Es decir, la relación entre el bautismo y la muerte no es una idea específicamente de Pablo, sino que se supone como algo conocido por una comunidad que él no había fundado. Por otra parte, la pregunta no significa que se trata de algo que los lectores habían ignorado, sino lo que podrían haber olvidado; Pablo se limita a recordar a aquellos cristianos lo que ya sabían, lo mismo que hace en Rom 7, l 43 . Además la ecuación ser bautizado = ser crucificado había sido formulada ya antes, concretamente en 1 Cor 1, 13: «¿Acaso lo crucificaron a Pablo por vosotros? o ¿es que os bautizaron para vincularos a Pablo?». En este texto, las expresiones ser bautizado y ser crucificado son sinónimos, puesto que se utilizan en el mismo sentido. En Col 2, 11-13 se afirma, con más vigor si cabe, esta relación y hasta la identificación entre el bautismo y la muerte, ya que en ese texto, la fórmula ser bautizado equivale a ser sepultado. Por su parte, el autor de la Carta a los hebreos viene a decir prácticamente lo mismo, puesto que el bautismo no se puede repetir, porque Cristo no puede morir nada más que una vez (Heb 6, 4). Pero, en realidad, ¿qué sentido tiene esta relación y esta identificación entre el bautismo cristiano y la muerte? ¿qué quiere decir eso y a qué se refiere en concreto? Para responder a estas preguntas hay que recordar, ante todo, lo que fue la experiencia del bautismo para el mismo Jesús. Los evangelios relatan este episodio de la vida de Jesús dándole especial relevancia (Me 1,9-11; Mt3,13-17; Le 3,21-22; Jn 1, 32-34), ya que se inscribe dentro del ciclo de Juan Bautista y es como el centro de la actividad del precursor de Jesús. Por otra parte, la tradición primitiva de la iglesia concedió a este hecho una importancia singular, como lo prueban las abundantes referencias que se nos han conservado en ese sentido 44. Todo esto nos viene a decir que las primeras comunidades cristianas vieron en el acontecimiento del bautismo que recibió Jesús un hecho especialmente significativo para la vida de cada comunidad. ¿En qué sentido?

43. Cf. F. J. Leenhardt, L'epitre de saint Paul aux romains, Neuchátel 1957, 88. 44. Cf. para este punto, Lundberg, La typologie baptismale dans Vancienne eglise, Upsala 1942, 229-232; se pueden dar citas abundantes: Epifanio, Haer. 30, 13, 7-8; CGS 25, 350-351; Justino, Dial. 88, 3, 8; Clemente Alej., Paedag. I, 6,23; Jerónimo, Com. in Is, 11, 2; cf. E. Klostermann, Apocrypha II, Berlín 1929, 6; Ambrosio, Serm. 38, 2, PL 17, 679; Test. Levi 18, 6 s; Test. Juda 24, 2 s; cf. J. Jeremías, Teología del nuevo testamento I, 67-68.

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El bautismo, experiencia de la muerte

Los evangelios sinópticos cuentan que cuando Jesús fue bautizado por Juan, descendió el Espíritu de Dios sobre Jesús y se escuchó una voz del cielo: «Este es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto» (Mt 3, 17; Me 1, 11; Le 3, 22). Estas palabras se refieren ciertamente a Is 42, 145, Ahora bien, en ese famoso pasaje del profetas Isaías, Dios presenta a su siervo predilecto, que será el salvador y libertador del pueblo, porque va a implantar el derecho en la tierra (Is 42, 4) y la justicia entre los hombres (Is 42, 6), porque va a abrir los ojos de los ciegos y va a sacar a los cautivos de las cárceles y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas (Is 42, 7). Se trata del nuevo éxodo, el nuevo camino de la liberación, que «apunta a una realidad superior, suprema, que será la liberación auténtica»46. El hecho de que Jesús recibiera el Espíritu en su bautismo y de que escuchara estas palabras significa que, en ese momento, él experimentó su vocación y tomó conciencia de su destino. Pero, ¿en qué consistió de hecho este destino del siervo predilecto del Padre? En el llamado cuarto cántico del siervo, el profeta Isaías II describe este destino como un itinerario de sufrimiento y de muerte, para salvar y liberar al pueblo de todos sus pecados, maldades y esclavitudes (Is 52, 13-53, 12). Y es de este destino del que tomó conciencia Jesús con ocasión cíe su bautismo y a causa de la voz del cielo que le proclamaba como ese siervo destinado a cumplir tal misión. Por consiguiente, Jesús recibió en su bautismo la misión que le encomendaba el Padre; él tomó plena conciencia de esa misión. Y sabemos que tal misión no era otra sino la entrega incondicional para salvar y liberar a los hombres. Y eso hasta la muerte. El bautismo, por lo tanto, comportó para Jesús una experiencia fundamental y decisiva: la experiencia de una misión y un destino de compromiso en favor del pueblo, hasta morir por él. Por eso se comprende que las dos veces que Jesús utilizó el verbo baptiszénai (Me 10, 38; Le 12, 50), fue para referirse a su propia muerte. De donde resulta que, según la experiencia del propio Jesús, ser bautizado significa ser crucificado, es decir, significa: sufrir y morir por el pueblo. Por lo demás, aquí es de suma importancia advertir que el texto de Me 10, 38 está situado a continuación del tercer anuncio de la pasión (Me 10, 32-34) y significa el rechazo tajante que hace Jesús ante las pretensiones de Santiago y Juan, que querían ocupar los primeros puestos, instalándose así en el poder y la gloria sobre los demás (Me 10, 41-45). De donde resulta

que, según la enseñanza y la experiencia del propio Jesús, asumir el bautismo equivale a asumir esta orientación fundamental de la vida y este destino: el rechazo de todo lo que sea dominación, opresión y mando sobre los demás; y en vez de eso, el servicio hasta la muerte. Por lo demás, esta vinculación entre el bautismo de Jesús y su muerte no es exclusiva de los evangelios sinópticos. En la primera carta de Juan se dice: «El que vino con agua y sangre fue él, Jesús el Mesías; no vino sólo con agua, sino con el agua y la sangre» (1 Jn 5, 6). Según la interpretación más probable, estas palabras enigmáticas se refieren al bautismo de Jesús y a su muerte; y quieren decir que entre el bautismo y la muerte existe una conexión fundamental47. También desde este punto de vista, la experiencia de Jesús en su bautismo fue la experiencia de un destino hacia la muerte. Pero, sin duda alguna, el testimonio más claro de todo el nuevo testamento acerca de la conexión que existe entre el bautismo cristiano y la muerte es el texto de Rom 6, 3-5:

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45. No se trata, por tanto, de una cita compuesta del Sal 2,7 y de Is 42,1, como lo ha demostrado con claridad J. Jeremías, Teología del nuevo testamento I, 71-72; Id., Abba. Studien zur neutestamentlichen Theologie und Zeitgeschichte, Góttingen 1966, 192-198. 46. L. Alonso Schókel, en Nueva Biblia española, Madrid 1975, 841.

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¿Habéis olvidado que a todos nosotros, al bautizarnos vinculándonos al Mesías Jesús, nos bautizaron vinculándonos a su muerte? Luego agüella inmersión que nos vinculaba a su muerte nos sepultó con él, para que, así como Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre, también nosotros empezáramos una vida nueva. Además, si hemos quedado incorporados a él por una muerte semejante a la suya, ciertamente también lo estaremos por una resurrección semejante. Para comprender lo que Pablo quiere decir en este texto, hay que tener presente, antes que nada, que aquí no se trata de lo que podríamos llamar una «mística cultual cristiana»48, es decir no se trata de que, en virtud del rito del bautismo, el bautizado queda místicamente identificado con Cristo, pero de manera que en la práctica puede proceder a su capricho. Precisamente eso es lo que Pablo quiere evitar, para quitar la razón a los falsos cristianos que le acusaban de que su teología sobre la liberación de la ley, en realidad a lo que llevaba era al libertinaje. Pablo rechaza esa acusación que, sin duda, algunos le echaban en cara (Rom 2, 1-5; 3, 5-8)49. Y aquí, precisamente para demostrar lo falsa que era esa teoría, echa mano de lo que era la praxis del bautismo en la comunidad, o mejor dicho, en las comunidades cristianas de aquel tiempo. 47. Cf. M. Kohler, Le coeur et les mains. Commentaire de la premiére epitre de Jean, Neuchátel 1962, 174-179. 48. Cf. E. Kásemann, An die Romer, en Handbuch zum Neuen Testament, Tübingen 1973, 152. 49. Cf. A. Viard, Saint Paul. Epitre aux romains, Paris 1975, 142.

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El bautismo, experiencia de la libertad

El razonamiento de Pablo se basa en un hecho: el bautismo lleva consigo un cambio tal en la persona que en realidad empieza a caminar por la vida de una manera completamente nueva (én kainóteti soés peripatésomen) (Rom 6, 4). Aquí es importante tener presente el uso que se hace en la Biblia del verbo peripatéo, en cuanto que sirve para expresar la vida ético-religiosa del hombre 5o, es decir, su comportamiento moral. En el lenguaje de Pablo es constante la utilización de este verbo en el sentido de conducta ética51, de tal manera que no hay ni un solo caso en que no tenga este sentido. Por lo tanto, cuando Pablo habla aquí de lo que en realidad comporta el bautismo cristiano para el creyente, no se refiere a una determinada mística cultual sin incidencias en la vida, sino que quiere indicar la novedad de vida y de comportamiento que brota del hecho bautismal. Evidentemente, esto quiere decir que el bautismo comporta una experiencia decisiva en la vida del creyente. Y es una experiencia decisiva porque precisamente a partir del bautismo, en la vida de un cristiano ya no se puede hablar más de pecado y de todo lo que el pecado lleva consigo (Rom 6, 11.12.14). Es decir, se trata de una experiencia tan fuerte y tan vinculante que cambia radicalmente la vida de una persona. Pero hay más. Esta experiencia tiene un sentido concreto o, si se quiere, una orientación determinada. En Rom 6, 3 Pablo utiliza la expresión ebaptíszemen eis Xristón Iesoün. Ahora bien, esta expresión es estrictamente paralela con la que usa el mismo Pablo en 1 Cor 10, 2: ebaptíszesan eis ton Moüsén. La persona y la obra de Moisés pone de manifiesto y explica lo que es la obra de Cristo. Los israelitas fueron bautizados al atravesar el Mar Rojo; y fueron bautizados vinculándose a Moisés, es decir, uniéndose a él. De hecho, los que le siguieron, los que se fiaron de él y con él entraron en el agua, los que de esa manera vincularon su suerte y su destino a Moisés, encontraron la salvación y la liberación, precisamente a través del agua. Lo mismo ocurre en el caso de los cristianos con respecto a Cristo: el símbolo del agua sella la unión de destino y de suerte con el Mesías Jesús. Al ser bautizado, el creyente expresa su vinculación a lo que fue la vida y el destino de Jesús: la muerte. Pero no para quedar en la destrucción que lleva consigo la muerte, sino para pasar de esa manera a una vida completamente nueva 52 . La misma idea se repite

en Col 2, 12: ser bautizado equivale a ser sepultado con Jesús, para resucitar con él. La unidad de destino con el Mesías llega hasta sus últimas consecuencias. En resumen: lo mismo en el caso del bautismo que recibió Jesús que en el bautismo que recibe el cristiano, se trata de una misma experiencia fundamental, la experiencia de un destino de muerte, que abre el acceso a una existencia nueva. Esa experiencia se asume y se expresa simbólicamente por medio agua. El bautismo es, por tanto, el símbolo por medio del cual el cristiano expresa la experiencia más fuerte y decisiva de su vida, la experiencia que cambia su suerte y su destino; y que le hace aparecer ante los demás como quien ha tomado en serio que la vida y la muerte de Jesús siguen teniendo, ahora también, la significación más importante para la vida y son, de hecho, la solución de la vida.

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50. Cf. G. Bertram, en TWNT V, 942. 51. Rom 8, 4; 13, 13; 14, 15; 1 Cor 3, 3; 7, 17; 2 Cor 4, 2; 5, 7; 10,2. 3; 12, 18; Gal 5, 16; Ef 2, 2.10; 4, 1.17; 5,2.8.15; Flp 3, 17.18; Col 1, 10; 2,6; 3, 7; 4, 5; 1 Tes 2, 21; 4,1.12; 2 Tes 3, 6.11. 52. Cf. F. J. Leenhardt, L'epitre de saint Paul aux romains, 89.

13. El bautismo, experiencia de la libertad El paso del mar Rojo fue para los israelitas el paso de la esclavitud a la libertad. Por eso, el bautismo que vinculó el destino de aquellos hombres al destino de Moisés (1 Cor 10, 2) fue el bautismo de la liberación. Pero, como acabamos de ver, el bautismo que vinculó a los israelitas a Moisés tiene un paralelismo, formulado literalmente mediante la misma frase, con el bautismo que vincula a los creyentes con el Mesías Jesús (Rom 6, 3). Por consiguiente, ya desde este punto de vista el bautismo cristiano comporta una experiencia de liberación. Es decir, de la misma manera que el paso del mar Rojo fue para los israelitas-la experiencia fundamental de su liberación, así también el paso por el agua bautismal comporta para los cristianos la experiencia de su propia libertad. Pero libertad, ¿de qué y para qué? Pablo explica este punto de manera admirable. Precisamente en el texto de Rom 6, 3-5, se trata, como ya hemos visto, de responder a la acusación que algunos hacían contra Pablo de que, al predicar la liberación de la ley, de esa manera lo que en realidad fomentaba era la inmoralidad y el libertinaje (cf. Rom 6, 1). Ante semejante acusación, Pablo aduce el hecho del bautismo con la experiencia que comporta, para concluir con una afirmación sencillamente lapidaria: «El pecado no tendrá dominio sobre vosotros, porque ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia» (Rom 6, 14). El hombre que ha vivido la experiencia del bautismo, ha vivido por eso mismo la experiencia de una liberación. Se trata de la liberación del pecado, que ya no tiene dominio (ku-

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El bautismo, experiencia de la libertad

rieúein) sobre los cristianos53. Pero lo sorprendente es la razón que da Pablo de por qué los cristianos ya no están sometidos al señorío del pecado: «porque ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia». Es decir, los creyentes están liberados del pecado porque, en el fondo, de lo que están liberados es de la ley. La experiencia del bautismo es la experiencia de la libertad más radical. Porque es la liberación de la ley en su sentido más fuerte, es decir, la ley en cuanto voluntad impositiva y codificada que se impone al hombre desde fuera. En efecto, Pablo explica lo que entiende por ley en la misma Carta a los romanos. Su pensamiento en este sentido es terminante:

alusión a la ley promulgada en el Sinaí es manifiesta, como consta expresamente por el v. 24 que habla de la alianza establecida por Dios con Moisés. Es verdad que el término nomos (ley) se refiere, en el vocabulario de Pablo, a veces a la Escritura en general (Rom 3, 19; 1 Cor 14, 21) o más concretamente al Pentateuco (Rom 3, 21; 1 Cor 9, 8; 14, 34; Gal 3, 10; 4, 21). Pero es indudable que, excepto en los casos en los que tiene uno de estos sentidos particulares, se puede afirmar con seguridad lo que acertadamente ha dicho H. Schlier:

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A nadie le quedéis debiendo nada, fuera del amor mutuo, pues el que ama al otro tiene cumplida la ley. De hecho, el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás y cualquier otro mandamiento que haya se resume en esta frase: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no causa daño al prójimo y, por tanto, el cumplimiento de la ley es el amor (Rom 13, 8-10).

Cuando Pablo habla de la ley, se refiere al decálogo, es decir, a la voluntad impositiva fundamental de Dios codificada en los diez mandamientos (Ex 20, 13-17; Dt 5, 17-21; Lev 18, 19). Lo mismo aparece en Rom 2, 17-23, en donde nomos (ley) es sinónimo de los mandamientos de la ley de Dios. Y otro tanto hay que decir de Rom 7, 7, que alude inequívocamente a una de las prohibiciones del decálogo (Ex 20, 17; Dt 5, 21). Lo mismo en Gal 3, 10 la referencia a la ley mosaica es indiscutible, ya que Pablo cita a Dt 27, 26, en donde se trata de las maldiciones que sobrevendrían a los que quebrantasen la ley dada por Dios al pueblo elegido. Más claramente aún, en Gal 3, 17 se advierte que Pablo se está refiriendo a la ley dada por Dios en el Sinaí, porque al decir que la ley fue dada cuatrocientos treinta años más tarde que la promesa hecha a Abrahán, está aludiendo indudablemente a Ex 12, 40-41, en donde se afirma que la estancia de los israelitas en Egipto duró ese tiempo, al cabo del cual Dios se manifestó en el Sinaí promulgando el decálogo54. También en Gal 3, 19 se trata de la ley del Sinaí, porque al hablar de la ley que fue «promulgada por ángeles, por boca de un mediador», Pablo se refiere a las ideas de la apocalíptica judía y de los rabinos, que defendían la idea de que los fenómenos extraordinarios que acompañaron a la promulgación de la ley (Ex 19, 9.16 s; 24, 15 s; Dt 4, 11; 5, 22 s) se habían llevado a cabo mediante la intervención de los ángeles (cf. Hech 7,38.53; Heb 2, 2) y un mediador que fue Moisés. Finalmente en Gal 4, 21-22, la 53. Cf. A van Dülmen, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, Stuttgart 1968, 99. 54. Cf. J. M. González Ruiz, Espistola de san Pablo a los gálatas, Madrid 1971,167.

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El punto de partida de la problemática paulina sobre la ley es el hecho de que nomos contiene el requerimiento de Dios. Esto significa en primer término que el hombre tiene que cumplir la voluntad de Dios manifestada en la ley por amor a su vida. La ley es en todos los sentidos la ley de vida de los hombres que Dios ha promulgado55. Ahora bien, la experiencia fundamental del bautismo lleva consigo la experiencia de la libertad en cuanto libertad de la ley. ¿Qué quiere decir eso? Sencillamente que la ley del creyente es el amor. A eso se refiere Pablo en Rom 13, 8-10 y en Gal 5, 14. Lo que quiere decir que la experiencia fundamental del creyente en el bautismo es la experiencia del amor. Y por cierto, no sólo del amor a Dios, sino además del amor al hombre, ya que a eso se refieren expresamente los textos de Romanos y Gálatas que acabamos de citar: el que ama al prójimo cumple la ley plenamente hasta sus últimas consecuencias56. Pero hay-más. Porque Pablo lleva este planteamiento hasta aus últimas consecuencias. En la Carta a los gálatas, efectivamente, afirma que los creyentes ya no están sometidos a la ley (Gal 3, 23-24), es decir son hombres libres, en el sentido más profundo que puede revestir la libertad para el hombre, porque ya no viven ni como menores de edad ni como esclavos (Gal 4,1-3). Pero, en realidad, ¿qué quiere decir eso? ¿se trata de un mero derecho? ¿o se trata, más bien, de un hecho real y concreto? La respuesta es clara y terminante: se trata de un hecho. El verdadero creyente es un hombre verdaderamente libre. ¿Por qué? Porque vive la experiencia de sentirse hijo de Dios. En efecto, en Gal 3, 25-26, Pablo afirma que ya no estamos sometidos a la ley «porque por la adhesión al Mesías Jesús todos sois hijos de Dios». Pero lo importante aquí está en que esa condición de hijos de Dios no consiste en un mero título jurídico o en un concepto 55. H. Schlier, La carta a los gálatas, Salamanca 1975, 207. 56. Cf. H. Hübner, Das Gesetz bei Paulus, Góttingen 1978, 76-77; E. Kásemann, An die Romer, 345; H. Ulonska, Die Funktion der alttestamentlichen Zitate und Anspielungen in den paulinschen Briefen, Münster 1963, 200.

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que se sabe por la fe, sino que consiste sobre todo en una experiencia: la experiencia del Espíritu que, en nuestra intimidad, grita «¡Abba! ¡Padre! (Gal 4, 6-7). El creyente no sólo sabe que es hijo de Dios, sino sobre todo experimenta que lo es, en el sentido más entrañable, por la fuerza del amor sentido y vivido en su intimidad. Ahora bien, el amor libera de la norma y engendra libertad. Porque cuando dos personas se quieren a fondo, lo menos que se les puede ocurrir es redactar un reglamento para fijar y precisar cómo tienen que agradarse. El que ama y se siente querido, se siente por eso mismo plenamente libre. Y es a esto, sin duda alguna, a lo que alude Pablo. Porque su pensamiento no se expresa en categorías jurídicas solamente, sino sobre todo en categorías de experiencia. Pablo, por consiguiente, viene a decir: donde hay amor, hay libertad. He aquí el centro de su pensamiento. Pero lo más importante no es eso. Lo verdaderamente decisivo es que esa liberación es experimentada por el creyente en su bautismo: los creyentes son hijos de Dios «porque todos, al bautizaros vinculándoos al Mesías, os revestísteis del Mesías (Gal 3, 27). La expresión «revestirse del Mesías» no se puede limitar aquí a lo que se ha llamado un «vínculo ontológico»57, sino que se refiere primordialmente a un comportamiento ético. Y la razón está en que el verbo que utiliza Pablo, éndúeszai, expresa una forma determinada de comportamiento (Rom 13, 12.14; 2 Cor 5, 3; cf. 5, 6-10; Ef 4, 24; 6, 11.14; Col 3, 10.12; 1 Tes 5, 8). Por consiguiente, el bautismo es para el creyente el punto de partida de una vida que actúa y va en la dirección de lo que fue la existencia de Jesús: la existencia del hombre radicalmente libre, que engendra libertad. Y por eso se comprende y tiene pleno sentido lo que el mismo Pablo afirma a continuación: «Ya no hay más judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni hembra, pues vosotros hacéis todos uno, mediante el Mesías Jesús» (Gal 3, 28). El mismo pensamiento exactamente se repite en 1 Cor 12, 13 (cf. Col 3, 9-11). Hemos dicho antes que Pablo lleva el planteamiento de la libertad hasta sus últimas consecuencias. Y así es en efecto. Porque el bautismo comporta la experiencia fundamental de la libertad, por eso ya no hay ni puede haber entre los creyentes nada que suponga división o diferencia. La experiencia del bautismo es tan fuerte y tan intensa que suprime todas las barreras y todas las separaciones, porque es la experiencia esencial de la libertad de los hijos de Dios. Donde hay divisiones y diferencias, hay limitaciones a la libertad. Por eso la experiencia bautismal suprime todos los obstáculos para que el hombre viva en libertad: las diferencias de condición religiosa (judíos y griegos), las divisiones de condición social (esclavos y libres) y las H. Schlier, La carta a los gálatas, 200.

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separaciones de condición humana y cultural (varón y hembra). Porque los creyentes se han hecho todos uno, mediante el Mesías Jesús (Gal 3, 28). El mismo pensamiento exactamente se repite en 1 Cor 12, 13 (cf. Col 3,9-11). Al llegar a este punto, uno puede preguntarse obviamente si todo esto no será una utopía, un bello ideal inalcanzable. Por supuesto que lo es. Pero sólo para los que no viven las experiencias esenciales que aquí hemos intentado apuntar. No olvidemos que estas experiencias tan hondas son un don, un regalo que Dios otorga al hombre de fe. No son fruto del esfuerzo humano, sino de la experiencia primordial del Espíritu. Y sabemos por la fe que donde hay Espíritu del Señor, hay libertad (2 Cor 3, 17). 14. La autonomía del corazón del hombre El nuevo testamento, ya lo hemos visto, nos informa ampliamente de las grandes experiencias que comporta el sacramento del bautismo. Se trata, sin duda alguna, del sacramento sobre el que la iglesia primitiva nos dejó una información más detallada. Pero las primeras comunidades cristianas, junto a las experiencias bautismales, vivieron también otra gran experiencia: la experiencia de la eucaristía. Como es sabido, la institución de la eucaristía ha quedado consignada en los tres evangelios sinópticos y en la primera Carta a los corintios (Mt 26, 26-29; Me 14, 22-25; Le 22, 15-20; 1 Cor 11, 23-26). Los cuatro relatos, al referirse a las palabras que Jesús pronunció sobre el cáliz, hablan de la «alianza» (diazéke) (Mt 26, 28; Me 14, 24; Le 22, 20; 1 Cor 11, 25). Al introducir esta palabra, los relatos otorgan a la eucaristía una importancia singular y decisiva. Porque la «alianza», como es de sobra conocido, fue históricamente el pacto fundamental que Dios estableció con su pueblo elegido en el antiguo testamento; un pacto que implicaba derechos y deberes mutuos entre Dios y el pueblo; y un pacto además en el que Dios se constituía garante y contrayente al mismo tiempo 58 . Era, por tanto, el acontecimiento supremo, que marcaba la relación y el compromiso fundamental que debía configurar en adelante las relaciones entre Dios y los hombres. Esta idea adquiere un nuevo matiz en la versión de los Setenta: diazéke oscila entre el significado de pacto y el de disposición, lo que quiere decir que la «alianza» es comprendida entonces con el matiz importante de anuncio de la voluntad de Dios que se manifiesta en la historia59. Dios no sólo establece un pacto, sino que además 58. G. Quell, en TWNT II, 120. 59. J. Behm, en TWNT II, 130.

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anuncia sus designios y su voluntad acerca de lo que debe ser su pueblo. Por consiguiente, cuando los relatos de la última cena nos dicen que el cáliz eucarístico contiene la sangre de la alianza (diazéke), nos están diciendo que Dios, por medio de Jesús, establece un nuevo compromiso y anuncia una disposición nueva, que en adelante va a configurar y determinar las relaciones del hombre con su Dios. El momento es, pues, solemne y decisivo. Desde entonces, el hombre se tendrá que entender con Dios según lo que estipula este pacto y esta disposición. Pero hay un aspecto que es clave en este asunto. Los relatos del evangelio de Lucas y de la primera Carta a los corintios no hablan simplemente de la «alianza», sino de la «nueva alianza» (é kainé diazéke) (Le 22, 20; 1 Cor 11, 25). No se trata, por tanto, de que se reafirme la alianza de antes, sino que se instaura una alianza distinta. ¿En qué consiste esta nueva alianza? O dicho más claramente, ¿qué es lo que determina su novedad? El autor de la Carta a los hebreos, precisamente en la parte central del documento, afirma solemnemente que el acontecimiento de la muerte de Cristo representó la anulación de la alianza que Dios había establecido en el antiguo testamento, de tal manera que en su lugar Dios establece una nueva alianza (Heb 8, 13)60. Este es el «punto capital» o la «cuestión esencial» que el autor quiere enseñar61. Y para explicar en qué consiste esta novedad esencial o capital, cita textualmente (según la versión de los Setenta) un famoso pasaje de Jeremías, en el que Dios anuncia una nueva alianza (Heb 8, 8-12). El texto profético, en su versión directa, dice así:

radicalmente distinta62. La alianza antigua estaba basada en la ley escrita, exterior al hombre. Por el contrario, lo distintivo de la alianza nueva es que cada persona la lleva inscrita en su propio corazón, es decir, en lo más íntimo del hombre, allí donde se auna y se anuda su actividad intelectual, volitiva, afectiva, según la conocida significación bíblica de la palabra corazón61. Esto quiere decir que la nueva relación con Dios se basa en una experiencia profunda, directa e inmediata que vive el creyente en su intimidad. De donde resulta que el creyente no necesitará, en esta nueva situación, de ningún magisterio ni profético ni doctoral: «ya no tendrán que enseñarse unos a otros, mutuamente... porque todos, grandes y pequeños, me conocerán» (Jer 31, 34). Al no existir ya una ley exterior, al basarse la relación del hombre con su Dios en la interioridad vivida y experimentada (la ley que Dios mete en el pecho y escribe en el corazón), la novedad sorprendente de esta situación se especifica y se define por la autonomía del corazón. Frente a la heteronomía que caracterizaba a la situación antigua, Dios dispone que los hombres se entiendan con él a partir de la experiencia profunda de su propia autonomía, de su propia experiencia interior, que no será una experiencia caprichosa y arbitraria, sino la experiencia del que se siente perdonado y querido, puesto que, en definitiva, todo depende de que Dios perdona las culpas y olvida los pecados (Jer 31, 34) 64 . El texto profético es audaz, incluso se podría decir que es revolucionario: la situación antigua queda suprimida, ya no vale; y en su lugar Dios establece una nueva economía que se basa, nada más y nada menos, que en la autonomía del hombre, que se siente querido profundamente por su Dios y que, en consecuencia, actuará guiado por el instinto y la orientación que marca el verdadero amor en el corazón humano. Ahora bien, como ha dicho acertadamente Westermann, cuando Jesús, al instituir la Cena (1 Cor 11, 25; Le 22, 20), se funda directamente en las palabras proféticas de Jeremías, la correspondencia con el sentido original de las mismas es total: esas palabras anuncian el comienzo de una época de la historia divina, totalmente nueva y distinta, que representa al final de la alianza del Sinaí. Así entendió Cristo y así entendió la comunidad de Cristo su misión. Y, de acuerdo con estas palabras, fundó la nueva época sobre el perdón 65 . Esto quiere decir que la eucaristía representa para los cristia-

Mirad que llegan días —oráculo del Señor— en que haré una alianza nueva con Israel y con Judá: no será como la alianza que hice con sus padres cuando los agarré de la mano para sacarlos de Egipto; la alianza que ellos quebrantaron y yo mantuve —oráculo del Señor—; así será la alianza que haré con Israel en aquel tiempo futuro —oráculo del Señor—: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo; ya no tendrán que enseñarse unos a otros, mutuamente, diciendo: «Tienes que conocer al Señor», porque todos, grandes y pequeños, me conocerán —oráculo del Señor—, pues yo perdono sus culpas y olvido sus pecados (Jer 31, 31-34). Como se ha dicho muy bien, los años de la alianza sellada en el Sinaí han concluido. La relación con Dios seguirá siendo básica: «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo». Pero su realización es ya 60. Cf. A. Vanhoye, De epístola ad hebraeos. Sectio centralis (cap, 8-9), Roma 1966, 70-73. 61. Cf. J. Hering, L'epitre aux hébreux, Neuchátel 1954, 75.

62. 63. selecta. 64. 65.

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C. Westermann, Comentario al profeta Jeremías, Madrid 1972, 142. Cf. H. Haag, Diccionario de la Biblia, Barcelona 1966, 374-476, con bibliografía Cf. A. Vanhoye, De epístola ad hebraeos, Sectio centralis..., 82-83. C. Westermann, o. c., 143.

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nos una experiencia enteramente nueva: ya no existe la dependencia hacia una ley externa, con todo lo que la ley antigua comportaba de rituales y ceremonias que había que observar con fidelidad; en lugar de eso, la eucaristía es el gesto que expresa la experiencia profunda del hombre de fe, la experiencia del corazón penetrado e invadido por el amor fiel de Dios que perdona y olvida todo lo que en el hombre hay de debilidad y limitación (cf. Jer 31, 34); la experiencia por tanto de la autonomía del corazón humano. En consecuencia, si la eucaristía es esencialmente la celebración de la nueva alianza, eso significa que la eucaristía no es esencialmente un ceremonial legislado o un ritual prescrito que se debe observar fielmente y al que el hombre se tiene que someter. Si hay eucaristía donde hay alianza nueva, eso quiere decir que hay eucaristía donde hay experiencia de amor, de autonomía y de libertad. Inequívocamente, las palabras de Jesús, al definir la eucaristía como la nueva alianza, se refieren a esa experiencia66. 15. La vida compartida La documentación de textos que el nuevo testamento nos ofrece sobre la eucaristía no es tan abundante como la que nos proporciona acerca del bautismo. Pero tiene la ventaja de ser lo suficientemente variada y rica como para poder hacernos una idea bastante clara de lo que representó la eucaristía para la iglesia primitiva. Los textos eucarísticos del nuevo testamento se pueden distribuir en cinco apartados: 1) en primer lugar, podemos recordar los textos sobre la institución: Mt 26, 26-29; Me 15, 22-25; Le 22, 15-20; 1 Cor 11, 23-26; 2) en segundo lugar, hay que recordar el discurso de la promesa: Jn 6,41-59, al que precede la multiplicación de los panes (Jn 6, 1-21 par) y las palabras de Jesús sobre el «pan del cielo» o el «pan de la vida» (Jn 6, 22-40), que en la tradición rabínica representaba la Tora (ley)67; 3) en tercer lugar, los textos que se refieren a la realización de la eucaristía o su puesta en práctica: Hech 2, 42-47; 20, 7-12; cf. 27, 35; 4) en cuarto lugar, es fundamental el pasaje de 1 Cor 11, 17-34, en donde Pablo plantea y explica cómo una comunidad puede llegar a la anulación de la eucaristía; 5) finalmente, es impor66. Aparte de la bibliografía citada, la referencia del texto de Jer 31, 31-34 a los textos eucarísticos, está confirmada sobradamente por la exégesis. Cf. W. Rudolph, Jeremía, en Handbuch zum Alten Testament XII, Tübingen 1947, 171. 67. Strack-Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch II, 482-484; cf. J. Bonsirven, Textes rabbininiques des deux premiers siécles chrétiens, Roma 1955, 25, 27-28, 229-230.

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tante la reflexión que el mismo Pablo hace en 1 Cor 10,14-22, puesto que en ella indica cómo la eucaristía edifica a la iglesia como «cuerpo de Cristo». Del conjunto de estos textos cabe deducir dos conclusiones, pues todos ellos coinciden en dos cosas: 1) la eucaristía es un hecho comunitario, es decir no hay ni un solo texto en el que la eucaristía aparezca como un gesto individual, realizado por un individuo y para un individuo, sino siempre se trata de algo que es un hecho compartido por un grupo; 2) la eucaristía es una comida y, por cierto, una comida compartida; lo que significa que no es una «cosa» santa y sagrada, sino una «acción» que lógicamente comporta un determinado simbolismo. Aquí interesa sumamente considerar más de cerca estas dos conclusiones. Y ante todo, está claro que la eucaristía es esencialmente una comida. Así, en relación directa con la eucaristía, el verbo comer (eszió) se repite más de treinta veces68, y el verbo beber (pino) más de diez veces69. También resulta elocuente la utilización de las palabras pan (artos)10 y copa (potérion)11. No cabe duda que esta insistencia sobre la acción de comer y beber no es ocasional o accidental cuando se trata de intentar comprender lo que la eucaristía representa para los cristianos. Se puede, por tanto, afirmar con toda seguridad que la eucaristía es esencialmente una comida. Por otra parte, esta comida tiene una particularidad importante: se trata de una comida compartida, porque en ella los comensales comen del mismo pan, que se parte y se reparte entre todos (Mt 26, 26; Me 14, 22; Le 22, 10; 1 Cor 11, 24); y todos beben de la misma copa, que pasa de boca en boca desde el primero hasta el último (Mt 26, 27; Me 14, 23; cf. Le 22, 20; 1 Cor 11, 25). Además, este gesto de compartir el mismo pan queda repetidamente afirmado cuando se habla de la eucaristía como «fracción del pan»; en este sentido, resulta iluminador el uso del verbo kláo (partir), que siempre aparece en el nuevo testamento en contextos que dicen relación a la eucaristía (Mt 14,19; 15, 36; 26, 26; Me 8, 6.19; 14,22; Le 22,19; 24, 30; Hech 2, 46; 20, 7.11; 27, 35; 1 Cor 10, 16; 11, 24). El hecho de partir el pan con otras personas aparece, pues, como un constitutivo de lo que en

68. Mt 26, 17.21.26; Me 14, 12.14.18.22; Le 22, 8.11.15.16; Jn 6, 5.23.26.31.49. 50.51.52.53.58; Hech 27, 35; 1 Cor 11, 20.21.22.26.27.28.29.33.34. 69. Mt 26, 27.29; Me 23, 25; Le 22, 18, 30; Jn 6, 53.54.55.56; 1 Cor 10, 16.21; 11, 25.26.27.28.29. 70. Mt 2, 26; Me 14, 22; Le 22, 19; 24, 30; Jn 6, 5.7.9.11.13.13.26.31.32. 33.34.35.41.48.50.51.58; Hech 2, 46; 20, 7.11; 27, 35; 1 Cor 10, 16, 17; 11, 23.26.27.28. 71. Mt 26, 27; Me 14, 23; Le 22, 17.20; 1 Cor 10, 16.21; 11, 25.27.29.

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realidad fue la experiencia de la eucaristía para las primeras comunidades cristianas. Pero hay algo más importante en todo este asunto. El hecho de que Jesús instituyera la eucaristía en una comida (la cena de despedida), nos remite a una práctica de Jesús y de su comunidad que es algo sumamente significativo: los evangelios nos informan abundantemente de las comidas de Jesús y su grupo de discípulos72. Y nos informan de esas comidas en contextos que son casi polémicos: unas veces porque Jesús y sus discípulos no se ajustaban a las normas rituales y religiosas que todo judío observante debía observar (Me 7, 2-5 y par; Mt 12, 1 par; cf. Jn 18, 28); otras veces porque Jesús y su grupo compartían la mesa con descreídos, pecadores y gente indeseable (Me 2, 16 par; Le 15, 2); en otros casos porque la comunidad de Jesús no ayunaba precisamente en los días que eso estaba prescrito (Me 2, 1718 par); y a veces también porque los enemigos de Jesús le acusaban de ser un comilón y un bebedor (Mt 11, 18-19 par). Obviamente, esto quiere decir que el hecho de comer no era una cosa intranscendente, desde el punto de vista religioso, para la sociedad en que vivía Jesús. La comida revestía un cierto carácter teológico. Y está claro que Jesús y su comunidad rompen con la teología establecida por aquel sistema religioso. Porque no le dan a la comida el carácter ritual que le otorgaban los judíos piadosos del tiempo. Y porque además Jesús practica sus comidas de tal manera que revisten un sentido verdaderamente revolucionario. ¿Por qué? Muy sencillo: en la mentalidad judía, compartir la mesa significaba solidarizarse con los comensales73. Por consiguiente, cuando Jesús come con los pecadores y descreídos, es decir con la gente que el sistema religioso rechaza radicalmente, está indicando que él también rechaza aquel sistema. Para Jesús lo importante no es la observancia de los rituales religiosos, sino la solidaridad con los despreciados precisamente por la religión. Pero la conducta de Jesús en esta materia va más lejos. El evangelio de Lucas nos ha conservado una palabra, que atribuye al propio Jesús, y que indica lo que la comunidad primitiva pensaba a este respecto: «Cuando des un banquete invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos; y dichoso tú entonces porque no pueden pagarte, te pagarán cuando resuciten los justos» (Le 14, 13-14). Esta misma enseñanza se viene a repetir poco después, en la parábola del gran 72. Mt9, 11; 11, 18-19; 12, 1; 14, 16-21; 15, 2.32-37; 26, 17.21.26; Me 2, 16; 3, 20; 6, 31.36-44; 7, 2-5; 8, 1-8; 14, 12.14.18.22; Le 5, 30.33; 6, 1; 7, 33-34.36; 9, 13-17; 10, 7-8; 12, 22.29; 13, 26; 14, 1; 15, 2; 22, 8.11.15.16.30; 24, 43; cf. Hech 10, 41; Jn 4, 31-33; 6, 5.23.26.31.49.50.51.52.53.58;21, 5. 73. Cf. J. Jeremías, Jesús ais Weltvollender, Güttersloh 1930, 74-79; O. Hofius, Jesús Tischgemeinschaft mit dem Sündern, Stuttgart 1967, l i s .

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banquete (Le 14,21 par). El verdadero sentido teológico de la comida compartida, según la enseñanza evangélica, está en que se trata de compartir la vida y solidarizarse con los pobres y desamparados de este mundo. Ahora bien, este hecho guarda una relación directa con el sentido que debe tener la eucaristía para los creyentes. Por una razón que se comprende enseguida: hoy está fuera de duda que el relato de la institución de la eucaristía está construido con una referencia expresa muy marcada al acontecimiento de la pascua judía 74 . Pero, por otra parte, sabemos que en la tradición judía de la cena pascual se destacaba la idea de la solidaridad con los pobres y desgraciados, hasta el punto de que se le llamaba el «pan de los pobres» o el «pan de la miseria». Y eso es lo que se compartía en aquella cena 75 . Por lo tanto, si tenemos en cuenta, de una parte, que la cena eucaristica se inscribe en el contexto más general de las comidas de Jesús y sus discípulos; y si, de otra parte, tomamos en consideración el sentido que de hecho tenía la cena pascual para los judíos de aquel tiempo, podemos lógicamente concluir que la cena eucaristica implica esencialmente un simbolismo concreto: el simbolismo de la vida compartida. Porque, en efecto, en eso consiste el símbolo de la comida que se comparte. La comida es fuente de vida, es lo que mantiene y fortalece nuestra vida. Por consiguiente, compartir la misma comida es compartir la misma vida. Por eso, la comida y la bebida son consideradas como realidades «sacramentales» en no pocas religiones: la bebida desencadena una cierta corriente amorosa; la comida en común liga a los participantes76. Pero, al margen de estas significaciones propiamente sacrales, la experiencia cotidiana nos enseña que el hecho de sentarse a la misma mesa es vivido en casi todas las culturas como un gesto de participación amistosa e incluso amorosa. Sólo la profanación de este simbolismo original, en las modernas «cenas políticas» o en los llamados «almuerzos de trabajo», ha venido a vaciar de su contenido propiamente simbólico el hecho elemental de compartir la misma comida. Pero con decir todo esto no basta. Porque la cuestión está en saber si, efectivamente, la iglesia primitiva comprendió y vivió así la eucaristía. Es decir, se trata de saber si en realidad las primeras comunidades cristianas comprendieron y vivieron la eucaristía más bien como un ritual religioso; o principalmente como un gesto simbólico de la 74. Esto ha sido ampliamente demostrado por J. Jeremías,' Die Abendmahlsworte Jesu, Góttingen 1967, 35-82. 75. Cf. J. Jeremías, Die Abendmahlsworte Jesu, 52; más ampliamente en la obra de H. Schurmann, Der Abendmahlsbericht Lk 22, 7-38, Leipzig 1960. 76. Cf. G. van der Leeuw, Fenomenología de la religión, México 1964, 347-348.

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vida que se comparte, tanto con Jesús que se hace presente en la comida eucarística, como con los hermanos que participan del mismo pan y de la misma copa. Como primera respuesta a este planteamiento, tenemos el resumen que hace Lucas, al final del capítulo segundo del libro de los Hechos, de lo que era la vida de la iglesia primitiva (Hech 2,42-47). El pasaje es bien conocido y no hace falta repetirlo. Aquí se trata de hacer caer en la cuenta del punto esencial que interesa a nuestro estudio. Ante todo, el texto citado es el resumen de lo que era la vida de la comunidad cristiana77. Por otra parte, todo el capítulo segundo de los Hechos está construido de tal manera que se orienta la narración hacia el final (42-47), es decir hacia el resumen de la vida comunitaria de la primitiva iglesia de Jerusalén78. La venida del Espíritu sobre la iglesia configura a ésta como la comunidad eucarística, que comparte no sólo en la celebración, sino en la vida entera. He ahí el fruto concreto y esencial de la venida del Espíritu sobre la iglesia. Ahora bien, a partir de este planteamiento básico, interesa destacar dos aspectos del pasaje. En primer lugar, el texto nos dice que los miembros de la comunidad «a diario frecuentaban el templo en grupo; partían el pan en las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón, siendo bien vistos de todo el pueblo» (Hech 2,46-47). El texto distingue, por una parte, el templo; por otra, las casas. Es decir, se distingue netamente el espacio sagrado del espacio profano. Pues bien, lo significativo aquí está en que la celebración específicamente cristiana, la eucaristía («fracción del pan») no está vinculada al espacio sagrado y a los rituales que caracterizan a ese espacio, sino al espacio profano. Desde este punto de vista, por lo tanto, la celebración eucarística no es un ritual «religioso», sino un símbolo comunitario. La fuerza y las consecuencias que tenía en la vida este símbolo han quedado sólidamente afirmadas por Lucas en el relato de los Hechos: «los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común» (Hech 2, 44); «en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo, lo poseían todo en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía» (Hech 4,32). El término que se utiliza en estos dos textos es koinós, que tiene dos significados: lo que es común (compartido por un grupo) y lo que es profano (accesible o permitido a todos). En los pasajes que acabamos de citar, se trata del primer significado obvia77. Cf. D. Minguez, Pentecostés. Ensayo de semiótica narrativa en Hech 2, Roma 1976, 60. 78. Ibid., 178.

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mente. Pero para comprender la fuerza de lo que ahí quiere decir el libro de los Hechos, se debe tener presente que Lucas, el autor de los Hechos, era hombre culto y que conocía bien la cultura griega. Ahora bien, entre los griegos existía toda una corriente de pensamiento que veía en la comunicación de bienes el ideal supremo de la convivencia humana. Para Pitágoras (según las leyendas que corrían sobre él), la condición original de los hombres, en la que no existía la propiedad privada y todo era común, constituía el ideal de la vida en sociedad79. Más claramente, Platón (que recibió la influencia del Timeo pitagórico) pensaba que la propiedad privada era la fuente de todos los males, porque llevaba inevitablemente el apetito de ganancia, el egoísmo y a la consiguiente perturbación del espíritu comunitario. Estas ideas llegaron a radicalizarse de tal manera en Platón que no dudó en afirmar que las dos clases superiores del estado, los policías y los militares, deberían renunciar a la propiedad privada e incluso deberían tener en común hasta las mujeres y los hijos, porque así estarían más libres de toda atadura y servirían mejor a la comunidad del estado 80 . Es verdad que en Aristóteles se acentúa más bien la tendencia hacia la individualidad y hacia la propiedad privada81. Pero, en todo caso, es sabido que los ideales comunitarios pervivieron, bajo diversas formas, en las escuelas cínicas, estoicas y neopitagóricas82. Así las cosas, no cabe duda que estas ideas influyeron en el helenista Lucas. Es importante tener en cuenta que la fórmula que aparece en Hech 2, 44 y 4, 32 no aparece en ningún otro autor del nuevo testamento. Se trata de una expresión forjada por el autor de los Hechos. Para indicar que el ideal de vida en comunidad, que había sido irrealizable para los griegos, se logró plenamente en la primitiva comunidad cristiana. Pero con una diferencia: para Lucas no se trata de que la comunidad viviera propiamente un «comunismo», sino más bien de que lo que cada uno tenía no lo consideraba como suyo, sino que lo ponía enteramente a disposición de los demás. Los creyentes sacaron las consecuencias de lo que representaba el símbolo eucarístico: la experiencia de comunión que les llevó a poner en común lo que cada uno poseía83.

79. Cf. F. Hauck, en TWNT III, 793, que ofrece abundante documentación sobre este punto. 80. Cf. Ibid., con abundante información sobre el tema; cf. E. Salin, Platón und die griechische Utopie, Berlín 1921, 14 s. 81. F. Hauck, o. c, 793. 82. Ibid.. 795. 83. Cf. J. Dupont, Eludes sur les Actes des apotres, 503-518.

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La vida compartida

Desde otro punto de vista, nos lleva a la misma conclusión el texto más antiguo que poseemos sobre la eucaristía. En la primera Carta a los corintios dice Pablo:

quiere decir que la celebración eucarística consiste esencialmente en la puesta en práctica del amor mutuo, en el servicio y la disponibilidad ante los demás. En el texto de 1 Cor 10, 16-17, Pablo contrapone la celebración eucarística a los ritos religiosos propios del paganismo. Y viene a decir que mientras el ritual religioso vincula al que lo practica con las fuerzas demoníacas, la celebración eucarística vincula a los creyentes unos con otros en un mismo cuerpo, es decir en una comunidad que se caracteriza por el servicio y el amor mutuo. De donde se desprende obviamente que la celebración de la eucaristía comporta necesariamente una experiencia profunda y decisiva: la experiencia de la comunión entre los hombres. Y entonces, comer el mismo pan y beber la misma copa no son sino el símbolo de esa experiencia, la expresión simbólica de esa común unión, ante todo con el mismo Cristo presente en la comunidad; y además con todos y cada uno de los miembros del grupo cristiano. Por último, es capital en todo este asunto recordar el conocido pasaje de 1 Cor 11,17-34. Como es bien sabido, se trata de las severas advertencias que hace Pablo a la comunidad de Corinto a causa de la mala organización que allí se observaba cuando los cristianos se reunían para celebrar la eucaristía. Esta mala organización no consistía en que allí no se cumplieran determinadas normas litúrgicas o ceremoniales prescritos, sino en que los cristianos estaban divididos entre sí, de tal manera que los ricos comían y bebían hasta emborracharse, mientras que los pobres pasaban hambre (1 Cor 11,21). En la comunidad de Corinto, por lo tanto, había ricos y pobres, gente que tenía de sobra y gente que no tenía ni lo indispensable. Y lo peor del caso es que luego todos se reunían para celebrar la eucaristía. Ahora bien, Pablo les dice a aquellos cristianos que en esas circunstancias la eucaristía se hace sencillamente imposible (1 Cor 11, 20) o por lo menos eso ya no es celebrar «la cena del Señor» (oúk éstin kuriakón deípnon fagein) (v. 20). Esta afirmación, tan dura y tajante, es una revelación sorprendente cuando se trata de entender correctamente el significado de la celebración eucarística. Porque el hecho es que en aquella comunidad no se reunían simplemente para cenar juntos, en cuyo caso la falta estaría en que los ricos se llevaban su propia cena y se adelantaban para comérsela, mientras que los pobres se quedaban con hambre (cf. v. 21). Ciertamente no se trataba de eso simplemente, sino de que querían compaginar esa forma de proceder con el hecho de comer el pan y beber la copa del Señor (v. 27-28). Por consiguiente, allí se celebraba lo que, según el lenguaje actualmente establecido, se llama rito eucarístico. Y es en ese supuesto en el que afirma Pablo tajantemente que ese «rito» no es «la cena del Señor», es decir, eso no es la eucaristía. Por lo tanto, Pablo enseña sin lugar a duda que la

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Esa copa de bendición que bendecimos, ¿no significa solidaridad con la sangre del Mesías? Ese pan que partimos, ¿no significa solidaridad con el cuerpo del Mesías? Como hay un solo pan, aun siendo muchos formamos un solo cuerpo, pues todos y cada uno participamos de ese único pan (1 Cor 10, 16-17). Pablo afirma lisa y llanamente que el «pan que compartimos» es participar y estar en el «cuerpo de Cristo» (koinonía toü sómatos toü Xristoü éstin) (v. 16). La eucaristía, por consiguiente, comporta esencialmente el hecho y la consiguiente experiencia de lo que en concreto es el «cuerpo de Cristo». Ahora bien, la metáfora del cuerpo tiene en Pablo un sentido concreto: no se refiere propiamente a la relación entre el creyente y Cristo, ni a la unión individual del hombre con Cristo, ni a la piedad personal con respecto a Cristo 84 , sino a la relación entre los miembros de la comunidad. Es decir, la idea de Pablo es que los creyentes deben adoptar, en el seno de la comunidad, el mismo comportamiento que los miembros en el cuerpo humano: todos son distintos, cada uno ocupa su puesto y tiene su función propia, pero todos están al servicio de todos. Aquí es importante recordar que cuando Pablo aduce la metáfora del cuerpo para hablar de la comunidad, lo hace en textos parenéticos, es decir, en contextos de exhortación, en los que se trata de orientar y estimular a los fieles para que eviten toda rivalidad entre ellos, para que se ayuden mutuamente y, en definitiva, para que, no obstante las diferencias, ninguno se considere superior a los otros, sino que todos y cada uno estén al servicio de los demás. Por esta razón, como se ha dicho muy bien, las reflexiones de tipo cosmológico, cuando se trata del «cuerpo de Cristo», o faltan por completo (Rom 12, 4-5; 1 Cor 12, 12-27) o se deben interpretar a partir de este principio (cf. Ef 1, 22 s; 3, 6; 4, 4.12.16; 5, 23.29; Col 1, 18.24; 2, 19; 3, 15)85. En todos esos pasajes, lo mismo que en Rom 7, 4 y en Flp 3, 21, se trata inequívocamente de palabras de exhortación que se refieren a la organización de los miembros de la comunidad con vistas al servicio mutuo, a la fidelidad y, en definitiva, al amor (cf. Flp 4, l) 8 6 . En consecuencia, la comunidad cristiana se construye como cuerpo de Cristo precisamente en la celebración de la eucaristía. Y eso 84. Cf. R. Schnackenburg, Die Kirche im Neuen Testament, Freiburg 1961, 149. 85. Cf. G. Hasenhüttl, Charisma Ordnungsprinzip der Kirche, Freiburg 1969, 95. 86. Cf. E. Schweizer, en TWNT VII, 1068.

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eucaristía no consiste esencialmente en lo que ahora llamamos el rito eucarístico, puesto que eso se celebraba en la comunidad de Corinto, y sin embargo Pablo les dice a aquellos cristianos que eso no era celebrar la eucaristía. Y no era celebrar la eucaristía por la sola razón de que allí había divisiones, bandos y partidos (v. 18-19). Lo cual es afirmar que la unidad efectiva entre los miembros de la comunidad es constitutivo esencial de la celebración eucarística. La consecuencia final que el mismo Pablo deduce de cuanto ha expuesto acerca de la eucaristía es sumamente reveladora: «Así que, hermanos míos, cuando os reunís para comer, esperaos unos a otros; si uno está hambriento, que coma en su casa, para que vuestras reuniones no acaben en sanción» (1 Cor 11, 33-34). Pablo habla de estas reuniones utilizando un término que, en su vocabulario, es específicamente litúrgico (sunerjómenoi) (cf. 1 Cor 11, 17.18.20; 14, 23.26; cf. también Jn 18,20). Y afirma, sin más, que lo verdaderamente importante —se trata de su conclusión final— era que todos comieran juntos. Es decir, que todos compartieran la misma comida. Evidentemente, no se trataba de comer para alimentarse y satisfacer una necesidad biológica, ya que para eso cada uno tenía su propia casa (1 Cor 11, 22). De lo que se trataba es del significado simbólico de la comida que se comparte. Y eso, según hemos visto, es absolutamente esencial para que se pueda celebrar de verdad «la cena del Señor». O sea, dicho en otras palabras, Pablo estaba firmemente persuadido de que donde no hay experiencia compartida de la vida que se expresa en el gesto de comer juntos, no hay eucaristía. Por lo demás, hoy sabemos que lo importante en todo esto no es la materialidad de comer juntos, sino la experiencia que eso simboliza. Lo que supone, claro está, que la eucaristía es el símbolo de la vida compartida: la vida que se comparte con Jesús, realmente presente, y con los demás también, en el mismo proyecto y en el mismo destino, en la misma escala de valores, en la misma esperanza, y en la misma tarea por conseguir ese ideal de convivencia humana que es propio de la fe en el evangelio. 16. Los sacramentos son símbolos Los dos sacramentos de los que nos informa abundantemente el nuevo testamento son el bautismo y la eucaristía. Ahora bien, si algo ha quedado claro, a lo largo de todo lo que hasta aquí hemos dicho, es: 1) que los autores del nuevo testamento, cuando hablan de esos dos sacramentos, no insisten para nada en determinados ceremoniales o rituales que estuvieran prescritos y que los cristianos tuvieran que

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observar; 2) que los autores del nuevo testamento, al referirse a esos dos sacramentos, en lo que insisten es en las experiencias de fe que vivían los cristianos y las comunidades cuando celebraban tanto el bautismo como la aucaristía: la experiencia del Espíritu, la experiencia de la libertad cristiana, la experiencia del seguimiento de Jesús y, sobre todo, la experiencia del amor a Dios y a los demás. Pero hay algo en todo este asunto que interesa sumamente dejar bien claro. Como ya se dijo antes, alguien puede objetar que, de las dos conclusiones que se acaban de indicar, la primera no está tan clara. Porque, a fin de cuentas, cuando el nuevo testamento nos habla tanto del bautismo como de la eucaristía, en realidad se refiere a dos ritos religiosos, porque el bautismo era un rito religioso de iniciación y la eucaristía era una comida sagrada. ¿Qué se puede decir sobre este punto? Sin duda alguna, existían ritos religiosos de iniciación que utilizaban el agua, como también había comidas sagradas. Esto ya se daba desde antiguo en diversas religiones y más concretamente en el judaismo. Pero cuando se habla de esta cuestión, es de la máxima importancia tener en cuenta que los términos que utiliza el nuevo testamento para hablar del bautismo y de la eucaristía no son necesariamente términos rituales. Así, el verbo baptíso significa sumergir, hundir en agua; y no tiene necesariamente un sentido sacral o ritual 87 . Y en cuanto a la eucaristía, el verbo eújaristéin significa genéricamente dar gracias, ser agradecido; y las otras expresiones, «partir el pan» (Hech 2, 42.46; 20, 7.11) y «la cena del Señor» (1 Cor 11, 20) no son términos rituales, como hemos podido ver ampliamente en lo expuesto hasta aquí. Es verdad que el bautismo cristiano tenía alguna relación con el bautismo que administraba Juan Bautista, y por eso hemos visto que los evangelios y el libro de los Hechos establecen claramente la diferencia entre uno y otro. Como también se ha señalado antes la relación que existió entre la eucaristía y la cena pascual de los judíos. Pero la cuestión esencial está en ver si las primeras comunidades cristianas comprendieron y realizaron estos sacramentos como ritos religiosos y ceremonias sagradas; o más bien los vivieron como la forma de expresar sus experiencias cristianas más fundamentales. Ahora bien, lo que constantemente aparece en los escritos del nuevo testamento es que allí no se habla para nada de rituales sagrados, porque no se habla ni de «sacerdotes» que los ejecutaran, ni de «templos» en los que se practicasen, ni de normas fijas a las que 87. Cf. H. G. Liddell-R. Scott, A Greek-English Lexicón I, Oxford 1951, 305-306: H. Stephanus, Thesaurus Graece Linguae III, Graz 1954, 108-110.

Los símbolos de la fe

Conclusiones

hubiera que atenerse, ni de tiempos fijos en los que había que poner en práctica tales ceremoniales. Nada de eso se dice en el nuevo testamento. Y, por el contrario, en lo que los diversos autores de aquel tiempo insisten es en las experiencias de fe que vivían los creyentes, experiencias que se expresaban mediante el hecho de ser bautizados o en la celebración de la eucaristía. La conclusión que se desprende obviamente de todo esto es que los sacramentos cristianos no son ritos religiosos, sino símbolos que expresan las experiencias fundamentales que comporta la fe en Jesús. Es decir, las primeras comunidades cristianas asumieron gestos simbólicos: sumergir en agua a una persona, partir el pan y beber de una copa entre comensales, seguramente también ungir con aceite medicinal (cf. Sant 5, 14-15), la imposición de manos sobre los ministros de algunas comunidades (1 Tim 1, 18; 4, 14; 2 Tim 1, 6), aunque no resulta claro el sentido que podía tener exactamente este gesto 88 y, por lo menos, no se puede demostrar que fuera inequívocamente un rito de ordenación (cf. Hech 13, 3). También el perdón de los pecados (Jn 20, 23), el perdón mutuo de las ofensas (Mt 18, 15-18) y la confesión con los miembros de la comunidad (Sant 5, 16). Como es bien sabido, gestos simbólicos de esta índole existían en otras religiones. Pero de ahí no podemos deducir que el cristianismo fuera una religión, sin más. En los capítulos segundo y tercero hemos demostrado hasta la saciedad que eso no se puede defender, si nos atenemos rigurosamente a los datos históricos que nos suministra el nuevo testamento y la tradición de la iglesia primitiva. Y a eso hay que añadir el dato decisivo de la ausencia de indicaciones rituales siempre que se habla de los sacramentos cristianos en los documentos originales del cristianismo. Por consiguiente, podemos y debemos decir que las comunidades primitivas asumieron gestos de carácter simbólico, para expresar su fe. Tales gestos eran sencillamente símbolos tomados de la cultura del tiempo, es decir, símbolos transparentes y comprensibles para las gentes de aquella cultura, lo cual está en perfecta coherencia con lo que hemos dicho antes acerca de lo que es un símbolo.

1) Si los sacramentos son esencialmente símbolos, eso quiere decir que hay sacramentos cristianos donde hay experiencia cristiana. Porque el símbolo —ya lo hemos dicho repetidas veces— es la expresión de una experiencia. Por consiguiente, donde no hay experiencia cristiana no hay ni puede haber sacramento. Esto quiere decir que los sacramentos no son ritos sagrados que comunican automáticamente la gracia. Y menos aún se puede decir que los sacramentos son ritos religiosos que «causan» la gracia. Es verdad que el concilio de Trento afirmó que los sacramentos comunican la gracia ex opere operato89. Más adelante tendremos ocasión de analizar el sentido de esa definición del magisterio eclesiástico. Pero ya desde ahora hay que decir, con toda seguridad, que esa definición no se puede interpretar de tal manera que los sacramentos se lleguen a interpretar y a practicar como ritos sagrados que causan o comunican la gracia de Dios en la medida en que son ejecutados con exactitud y de acuerdo con un ceremonial prescrito y detallado. Desgraciadamente, eso es lo que ocurre, con demasiada frecuencia, en la práctica sacramental de la iglesia: los sacerdotes y los fieles ponen su mayor interés y preocupación en que el rito se observe con toda fidelidad, porque se considera que eso es lo esencial del sacramento. Y mientras tanto, a casi nadie le preocupa especialmente que los participantes (o los asistentes) estén lejísimos de las experiencias fundamentales de fe que comporta esencialmente el sacramento que se está celebrando. 2) De lo que acabamos de decir se deduce lógicamente que los sacramentos no pueden consistir, de hecho, en servicios religiosos puestos a disposición del público. Porque cuando los sacramentos se practican de esa manera, inevitablemente se convierten en simples ceremonias sagradas a las que mucha gente acude por cumplir con un precepto legal, por razón de la costumbre o por otras motivaciones, tales como el miedo al castigo divino o la necesidad de acallar la conciencia «religiosa». Si en una eucaristía, por ejemplo, pueden estar todos los que llegan al templo a una hora determinada, ¿cómo podemos saber que allí se está participando en el símbolo de la vida compartida, tal como lo hemos analizado en este mismo capítulo? Si al bautismo tienen acceso todos los habitantes de un país o de una región, ¿cómo podemos estar seguros de que en el bautismo los creyentes viven la experiencia del Espíritu y la experiencia de la muerte y resurrección de Jesús? ¿Qué queda entonces del sacramento? Pues sencillamente lo que todos sabemos: un ceremonial religioso, un rito sagrado, al que se le atribuye una misteriosa eficacia santificante, pero que en demasiadas ocasiones no expresa ninguna experiencia

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17. Conclusiones Si ahora recogemos, en una reflexión sintética, cuanto se ha dicho en este capítulo, podemos llegar a las siguientes conclusiones: 88. Cf. G. Bonrkamm, en TWNT VI, 92; E. Loshe, en TWNT IX, 423; J. Delorme, Diversidad y unidad de los ministerios según el nuevo testamento, en El ministerio y los ministerios según el nuevo testamento, Madrid 1975, 314-315.

89. Ses. VII, can. 8: DS 1608.

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cristiana y que, por lo tanto, no es símbolo de la fe en Jesús. En tal caso, se practica un rito religioso, pero no se celebra un sacramento cristiano. 3) Otra consecuencia importante, que tiene estrecha relación con la anterior, es que los símbolos de la fe tienen que ser celebrados por una comunidad de fe, para que sean tales símbolos. Una comunidad de fe es un grupo de personas que comparten la experiencia del seguimiento de Jesús. Es un grupo de personas, por lo tanto, que comparten la experiencia de la conversión a los valores fundamentales del evangelio, la experiencia del Espíritu, la experiencia de la libertad cristiana y del amor cristiano. Cuando tales experiencias no son vividas y compartidas por un grupo, no hay ni puede haber símbolos cristianos, es decir, no hay ni puede haber sacramentos. Por otra parte, es evidente que cualquier persona que haya leído el nuevo testamento con objetividad y sin prejuicios, estará persuadida de que las experiencias a que acabamos de aludir son inherentes a la fe cristiana. Lo que significa obviamente que una comunidad de fe no es simplemente una masa indiferenciada de personas religiosas que acuden al templo con más o menos asiduidad. Porque la experiencia nos enseña que hay muchas personas practicantes y religiosas que no se distinguen en la sociedad precisamente por haber asumido los valores fundamentales del evangelio con todas sus consecuencias. Sabemos, en efecto, que hay gente que va a misa y luego es gente intolerante, orgullosa, dominante, apegada al dinero y al poder, hasta el punto de atropellar los derechos de los más débiles, si es preciso. ¿Qué símbolos de la fe en Jesús pueden celebrar tales personas? Es como si dos individuos que ni se quieren ni se conocen, se pusieran a abrazarse y hasta besarse con la mayor efusividad del mundo. ¿Qué sentido tendrían esos abrazos y esos besos? Evidentemente, eso no sería símbolo de nada, sino un mero ceremonial social o una especie de ritualismo más o menos convencional. Exactamente lo que ocurre cada día en muchas de nuestras iglesias: la gente se da la paz, se llaman «hermanos» los unos a los otros, comen del mismo pan eucarístico, pero luego casi todos se comportan como extraños los unos ante los otros e incluso, a veces, como enemigos descarados. Se ha practicado un ritual religioso, pero no se ha celebrado un sacramento cristiano. 4) Por lo que hemos dicho hasta aquí, se comprende perfectamente que las teorías sobre la validez dogmática de los sacramentos y sobre la licitud canónica o litúrgica de los mismos, son teorías enteramente insuficientes cuando se trata de saber si la celebración de un sacramento es auténtica o no lo es. Un sacramento es válido cuando se utiliza la materia prescrita (agua, pan de trigo, aceite

vegetal...) y cuando se pronuncian exactamente las palabras que constituyen la forma del sacramento; si es que todo eso es realizado por el ministro competente, con la intención de «hacer lo que hace la iglesia». Si se dan esos requisitos, el sacramento es válido. Y si, además, se cumplen las normas litúrgicas y canónicas, entonces el sacramento no sólo es válido, sino también es lícito. Pero, según lo que hemos explicado en este capítulo, bien puede ocurrir que todo eso se cumpla con exactitud, pero de tal manera que la experiencia que viven los participantes no tenga mucho que ver con la experiencia que comporta esencialmente el símbolo cristiano que se celebra. Entonces, el rito religioso que se practica (con validez y licitud) sirve más para ocultar la falta de verdadera fe que para revelar el auténtico compromiso cristiano. A veces, el florecimiento de las prácticas rituales y religiosas es un auténtico ocultamiento de la falta de fe en Jesús. 5) En la iglesia hay sacramentos porque la fe cristiana comporta experiencias muy hondas y muy fundamentales en la vida de una persona. De tal manera que esas experiencias no se pueden ni asumir, ni expresar adecuadamente, nada más que a nivel simbólico. Es decir, la fe cristiana no se expresa adecuadamente sólo mediante ideas; ni sólo mediante un determinado comportamiento moral. De la misma manera que el amor necesita de símbolos para expresarse y comunicarse, así también la fe cristiana necesita de sus propios símbolos. Por eso, resulta inaceptable, e incluso ridicula, la postura de aquellas personas o grupos que rechazan, sin más, la celebración sacramental o simplemente la experiencia de la oración. Una comunidad que no celebra su fe en los sacramentos o que no es capaz de orar con pausa y con tiempo, es una comunidad que ha «ideologizado» su fe, que ha desnaturalizado su relación con Jesús y con los demás. Se trata, en definitiva, de una comunidad que prácticamente no es una comunidad de fe. 6) De ahí la falsedad que implican las numerosas teorías, que desde hace algunos años se han puesto en circulación, para distinguir cuidadosamente entre evangelización y sacramentalización. Porque, en el fondo, esa distinción equivale a decir que primero hay que lograr que la gente tenga fe, y eso es la evangelización; para que luego se pase a celebrar la fe maduramente asumida, y eso es la sacramentalización. No cabe duda que quienes hablan de esta manera, denotan una incomprensión bastante acentuada de lo que es la fe, por una parte, y de lo que es el sacramento cristiano, por otra. Porque desde el momento en que una persona tiene fe en Jesús, vive experiencias muy hondas y muy decisivas. Lo cual quiere decir que una persona que tiene fe, realiza y expresa esa fe, no sólo en su comportamiento y en su compromiso cristiano, sino además mediante los símbolos en los que

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Conclusiones

se asume y se comunica la experiencia. Como ha dicho acertadamente Casiano Floristán:

media, a partir de Pedro Lombardo. Pero de este asunto hablaremos más adelante, en el capítulo octavo. El espíritu de Dios actúa en el corazón del hombre (Rom 2, 29; 5, 5; 2 Cor 1, 22), en la intimidad del espíritu humano (Rom 8,16), hasta el punto de que con frecuencia la palabra pneuma (espíritu) resulta difícil de traducir, porque no se sabe a ciencia cierta si se refiere al Espíritu de Dios o al espíritu del hombre 92 . Por otra parte, no hay ni un solo texto del nuevo testamento en virtud del cual se pueda argumentar y demostrar que la acción del Espíritu está necesariamente vinculada a la puesta en práctica de un determinado ritual religioso. Téngase en cuenta que el texto de Jn 3, 5 («nacer del agua y del espíritu»), se ha de interpretar según el sentido simbólico que el agua tiene en el evangelio de Juan (cf. Jn 19, 34), es decir no se trata de un agente material que causa la presencia y la inrervención del Espíritu, sino el símbolo del amor fiel y leal de Dios al hombre (cf. Jn 1, 14). Y cuando en Tit 3, 5 se habla del baño de la regeneración y la renovación, se hace referencia expresa al Espíritu, que es el que llena al creyente, «por medio de nuestro Salvador, Jesús el Mesías». No se trata, pues, de un rito que opera automáticamente un efecto santificante, sino de un símbolo que expresa la plenitud que Jesús otorga al hombre por medio del Espíritu. Y en cualquier caso —digámoslo una vez más— la cuestión clave está en comprender que sólo hay un sacramento cristiano donde hay experiencia del Espíritu, que es la experiencia del amor y la libertad de los hijos de Dios. En resumen: Dios actúa en el sacramento, pero no por la mediación instrumental del rito (tal planteamiento no pasa de ser un teologúmeno de origen tardío), sino por la experiencia que vive el creyente y mediante esa experiencia. Y es esa experiencia interior la que se expresa simbólicamente en la celebración sacramental. 8) La distinción entre símbolo y rito entraña otra consecuencia importante: los ritos se pueden imponer por decreto, los símbolos no. Es decir, un ritual puede ser determinado y legislado por una autoridad competente en la materia; por eso, los rituales suelen estar minuciosamente detallados, tanto en las palabras que se deben pronunciar, como en los gestos que se tienen que ejecutar. Porque en el ritual, aunque haya elementos simbólicos, lo determinante y decisivo es el gesto en sí mismo y la palabra o palabras exactas que lo acompañan. Los símbolos, por el contrario, son tales símbolos, no en virtud del decreto que los impone, sino por su fuerza o virtualidad intrínseca. Esta virtualidad radica en la correspondencia que existe entre la experiencia profunda, por una parte, y su expresión externa,

No es fácil revelar la identidad del sacramento como tampoco es fácil descifrar la identidad cristiana. Lo que sí parece fuera de duda es que no es posible creer sin celebrar adecuadamente90la fe, ni celebrar los sacramentos de la fe sin creer al mismo tiempo . Por otra parte, esta conclusión es de suma importancia desde el punto de vista pastoral. Pues según lo que acabamos de indicar, no resulta aceptable ni la práctica de aquellas parroquias en las que la atención se centra en administrar correctamente los ritos sacramentales, ni tampoco el talante de aquellos cristianos que ponen todo su interés en los compromisos y comportamientos, pero para quienes la celebración sacramental no reviste una importancia decisiva. 7) Los sacramentos no son simplemente actos humanos. Por supuesto que los sacramentos se basan en experiencias humanas y son la expresión simbólica de esas experiencias. Pero al mismo tiempo hay que decir que los sacramentos son esencialmente una creación del Espíritu de Dios 91 . Porque la comunidad cristiana es tal comunidad y se expresa como comunidad de fe precisamente por la acción del Espíritu (2 Cor 3,2-3), hasta el punto que nadie puede ni aun siquiera decir «¡Jesús es Señor!», si no es impulsado por el Espíritu santo (1 Cor 12, 3). Este planteamiento es de sobra conocido en la teología católica y no hace falta insistir más en ello. Pero sí es importante precisar una cuestión: la acción de Dios se hace presente en la experiencia humana del creyente; y es esa experiencia, suscitada y animada por el Espíritu, la que se expresa simbólicamente en el sacramento. Por lo tanto, cuando planteamos la estructura y la esencia del sacramento tal como aquí lo acabamos de hacer, eso no significa en modo alguno que neguemos la acción de Dios en la vida de fe y, más concretamente, en la vida sacramental. Lo que ocurre es que el nuevo testamento no da pie para hablar de los sacramentos como ritos que «causan» la gracia. Ni siquiera para hablar de unos determinados ritos que serían como instrumentos por medio de los cuales Dios comunica su gracia, sea cual sea la experiencia que viva quien recibe el sacramento. Semejante planteamiento no tiene justificación desde el punto de vista de la documentación que nos ofrece el nuevo testamento sobre las celebraciones sacramentales de la iglesia primitiva. Esas teorías sobre la «causalidad» de los sacramentos se introducen en la teología mucho más tarde, concretamente en la edad 90. C. Floristán, La evangelizarían, tarea del cristiano, Madrid 1978, 109. 91. Cf. O. Cullmann, Le cuite dans íéglise primitive, Neuchátel 1948, 36.

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92. Cf. Traduction Oecumenique de la Bible, Epttre aux romains, Paris 1967, 33-34; cf. E. Kásemann, An die Romer, 218.

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por otra. De ahí que, como ya se ha dicho, los símbolos tienen que ser y estar socialmente aceptados en una determinada cultura. Porque cada cultura expresa sus experiencias fundamentales de una manera determinada. Un ritual se puede imponer universalmente; cuando se trata de los símbolos, eso no tiene sentido. Por lo tanto, la práctica establecida en la iglesia, según la cual los sacramentos son minuciosamente detallados y están legislados hasta el último detalle, tiene su justificación en el hecho de que las celebraciones sacramentales son comprendidas esencialmente como ritos, pero no son vividas como símbolos de la fe por cada comunidad cristiana. Por eso, sin duda, los sacramentos se ven sometidos hoy a un proceso de crisis muy profunda: mucha gente no ve sentido a los ritos impuestos por la autoridad religiosa. Y entonces, o los abandonan sin más; o se someten a ellos por sentimientos de miedo, de costumbre o de presión social, es decir, por cosas que tienen muy poco que ver con la experiencia de fe que debe caracterizar al creyente. Por lo demás, el símbolo no se inventa no se improvisa en cada momento. El símbolo es siempre una expresión socialmente compartida y aceptada en una cultura. De ahí que, en cada cultura, los símbolos sacramentales han de tener una cierta estructura común y coincidente. A partir de estos criterios, se debe programar una pastoral de los sacramentos que respete las características del símbolo que en cada celebración se expresa. Por lo demás, lo que se acaba de indicar no significa que en la celebración sacramental no tenga que darse una cierta dimensión ritual, ya que, al tratarse de una celebración comunitaria o compartida por un grupo, debe existir un acuerdo común que unifique las formas de expresión simbólica. De ello hablaremos en el capítulo final de este libro.

7 Símbolos de libertad

1. Los símbolos perdidos Tal como de hecho se celebran en la iglesia, los sacramentos son ceremonias religiosas reglamentadas. Una legislación minuciosa fija taxativamente cómo se tiene que celebrar cada sacramento, quién está obligado a ello, cuándo y de qué manera lo tiene que realizar, las palabras, los gestos que se tienen que observar, los días y los sitios en que se puede realizar la ceremonia. Todo, absolutamente todo, está previsto y legislado. Y es importante tener en cuenta que en este asunto la autoridad eclesiástica suele ser exigente, porque el Código de derecho canónico es terminante al respecto: En la confección, administración y recepción de los sacramentos se han de observar cuidadosamente los ritos y las ceremonias que se prescriben en los libros rituales aprobados por la iglesia (canon 733, 1).

De ahí resulta que los fieles están educados según esta mentalidad. Por eso, la gente sabe que los sacramentos son un conjunto de obligaciones con las que el creyente tiene que cumplir, si es que quiere estar bien con Dios; y si es que quiere ser una persona respetable, por lo menos en ciertos ambientes de nuestra sociedad. Y eso es así por la sencilla razón de que detrás de cada sacramento hay unas determinadas leyes que obligan estrictamente en conciencia, tanto al que lo ha de administrar como a quienes lo tienen que recibir. Ahora bien, estando así las cosas, es evidente que cuando los creyentes se acercan a recibir los sacramentos, tienen la experiencia de haber cumplido con una obligación. Es decir, sean cuales sean las teorías que los teólogos tengan acerca de lo que es cada sacramento, el

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Símbolos de libertad

El miedo a la libertad

hecho es que la experiencia inmediata y concreta de los fieles, cuando se trata de los sacramentos, es que éstos constituyen un conjunto de obligaciones y deberes que con frecuencia resultan bastante pesados. Y la consecuencia obvia que de ello se sigue es que el cristiano medio vive los sacramentos, no como experiencias de libertad, sino como experiencias de obligación. La gente sabe, en efecto, que un buen cristiano tiene que bautizar a sus hijos, tiene que ir a misa cada domingo, tiene que confesarse cuando la iglesia lo manda, tiene que casarse por la iglesia. Y así sucesivamente, hasta la última de las obligaciones que hay establecidas en los libros de liturgia, de derecho canónico y de teología moral. Consecuencia: los sacramentos se pueden considerar, con todo derecho, como símbolos perdidos. Porque, en realidad, se trata de eso: de símbolos que han perdido sus posibilidades de asumir y de expresar la experiencia cristiana esencial, que es la experiencia de la libertad. Y en lugar de eso, lo que el común de los fieles experimenta cuando se habla o se piensa en los sacramentos es sencillamente lo que está mandado, lo obligatorio, lo impuesto por la norma establecida. A la vista de lo que acabamos de indicar, se puede decir que en este capítulo vamos a tocar la cuestión esencial de todo el tratado sobre los sacramentos. Y ello por dos razones, la una de orden estrictamente doctrinal, la otra de tipo más bien práctico o pastoral. En cuanto a la razón de orden doctrinal, la pregunta que hay que hacerse es clara: ¿cuál es la experiencia cristiana más fundamental? O dicho de otra manera, ¿en qué consiste la experiencia más esencial y decisiva de la fe en Jesucristo? La cuestión es capital, porque si hemos dicho que los sacramentos son símbolos, y que los símbolos son la expresión de nuestras experiencias más hondas y decisivas, entonces es lógico preguntarse qué es lo que tienen que simbolizar los sacramentos cristianos. He aquí la cuestión de fondo que vamos a tratar en este capítulo. Pero hay otra razón, que es también importante. Se trata del problema pastoral. La crisis de los sacramentos no tendrá solución mientras las cosas sigan como están. Porque el problema no está en el ritual que se emplea, sino en el símbolo que las personas viven y experimentan. Dicho de otra manera, el problema no está en que las palabras o los gestos, que constituyen el ceremonial, sean más o menos adecuadas para nuestra generación o para la generación que nos vaya a suceder. El problema, por tanto, no se resuelve cambiando los ritos, las oraciones o los cantos. Todo eso ayuda hasta cierto punto. Pero sólo eso, hasta cierto punto. Y la prueba está en que, desde hace algunos años, se vienen haciendo cambios y más cambios, ensayos y más ensayos, en las liturgias sacramentales, pero de sobre^

sabemos que con los cambios y los ensayos se consiguen unos efectos positivos que, a la hora de la verdad, resultan más bien limitados. Los nuevos rituales del bautismo, de la penitencia o del matrimonio, por ejemplo, no han resuelto los problemas de fondo que existen en esos sacramentos. Y es que el verdadero problema está en que, cotti 0 acabamos de indicar, los sacramentos han venido a ser símbolos perdidos, es decir, símbolos que no expresan lo que tienen que expresar. Y por eso, mientras las cosas sigan así, por más imaginación que le echemos al asunto y por más teorías que inventemos sobre todos y cada uno de los sacramentos, podemos estar seguros de que la crisis sacramental no se soluciona.

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2. El miedo a la libertad Pero, en realidad, ¿es tan importante y tan esencial el problema de la libertad? ¿es eso una cosa tan fundamental como para decir que constituye la cuestión clave de todo el tratado sobre los sacramentos? Es lógico que nos hagamos estas preguntas. Porque la experiencia nos enseña que, en la predicación eclesiástica, no ha sido presentada la libertad como algo tan esencial en la vida cristiana. Más bien, si acaso, se puede decir todo lo contrario. Como bien sabemos, la predicación que normalmente se ha hecho en la iglesia ha presentado a la libertad como el origen del mal en el mundo, ya que, según se ha dicho, el pecado vino al mundo porque el hombre fue libre para optar por Dios o contra Dios. De ahí que la libertad ha sido vista principalmente como fuente del mal, es más, como el origen de todo mal. D e donde se ha sacado la conclusión: lo mejor que podemos hacer con 1* libertad es limitarla y recortarla, para que no siga produciendo extragos en la humanidad. La libertad, por consiguiente, se ha consi' derado como un peligro que debe ser vigilado, controlado y, en 1* medida de lo posible, sometido y domesticado. A partir de est^ planteamiento y con vistas a ese control de la libertad, se ha organiza' do la educación, la formación humana y religiosa, la organizador1 cívica, el funcionamiento de las instituciones y, en general, la vid^ familiar, social y política en su conjunto. Y es evidente que la religión' con sus normas, leyes y prácticas sacramentales, ha influido decisiva' mente en toda esta comprensión global de la vida y del hombre en & sociedad. El miedo a la libertad ha estado bien organizado, documentad^ con doctrinas del más alto valor trascendente, codificado en leyes cfte por ser sagradas se han considerado absolutamente intocables f indiscutibles, sancionado con castigos de este mundo y del otro. ^

Símbolos de libertad

El miedo a la libertad

miedo a la libertad ha sido uno de los pilares de nuestra cultura, soporte decisivo de nuestras instituciones, fundamento de la convivencia humana tal como de hecho ha sido organizada. Sin el miedo a la libertad, nuestra sociedad no sería lo que es. Por eso hoy, cuando la gente parece que va perdiendo el miedo a la libertad, a todos nos entra más miedo. Porque tenemos la impresión de que nuestra cultura se derrumba y de que hasta nuestra seguridad personal se ve seriamente amenazada. Por eso se comprende que en la actualidad se hayan aliado misteriosamente y hasta sorprendentemente el miedo a la libertad con el deseo y el ansia por ser libres. Y es que, en la cultura moderna, cuando más se habla de libertad, estamos asistiendo a un impresionante proceso de domesticación y sometimiento a todos los niveles. En un libro bien conocido1, Erich Fromm hace notar cómo la estructura de la sociedad moderna afecta simultáneamente al hombre de dos maneras: por un lado, lo hace más independiente y más crítico, otorgándole una mayor confianza en sí mismo, y por otro lado, más solo, aislado y atemorizado2. De donde resulta que «si bien el hombre se ha liberado de los antiguos enemigos de la libertad, han surgido otros de distinta naturaleza: un tipo de enemigo que no consiste necesariamente en alguna forma de restricción exterior, sino que está constituido por factores internos que obstruyen la realización plena de la personalidad»3. De ahí que:

lucha entre el deseo de libertad, por una parte, y el miedo a la libertad, por otra parte. Porque la libertad es, a un tiempo, la aspiración suprema y la carga más pesada que tenemos que soportar los mortales. En este sentido, el mismo Fromm se pregunta:

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Nos sentimos orgullosos de que el hombre, en el desarrollo de su vida, se haya liberado de las trabas de las autoridades externas que le indicaban lo que debía hacer o dejar de hacer, olvidando de ese modo la importancia de autoridades anónimas, como la opinión pública y el «sentido común», tan poderosas a causa de nuestra profunda disposición a ajustamos a los requerimientos de todo el mundo, y de nuestro no menos profundo terror de parecer distintos de los demás4. En el fondo, se trata del enfrentamiento y la lucha que experimenta todo hombre en su intimidad más profunda. Enfrentamiento y 1. E. Fromm, El miedo a la libertad, Buenos Aires 1977. Este mismo autor cita como obras importantes sobre el tema, ante todo, la colección de trabajos editados y dirigidos por R. N. Anshen, Freedom. Its meaning, New York 1940; y también K. Steuemann, Der Mensch aufder Flucht, Berlín 1932. También se pueden encontrar interesantes elementos de juicio en el artículo de J. Gabel, Totalitarismo y huidafrentea la libertad, en Sociología de la alienación, Buenos Aires 1973, 91-97. Será útil también consultar el interesante escrito de K. Rahner, Freiheit und Manipulation in Gesellschaft und Kirche, München 1970. 2. E. Fromm, o. c., 173. 3. Ibid, 137-138. 4. Ibid, 138.

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¿Puede la libertad volverse una carga demasiado pesada para el hombre, al punto que trate de eludirla? ¿cómo ocurre entonces que la libertad resulta para muchos una meta ansiada, mientras que para otros no es más que una amenaza? ¿no existirá tal vez, junto a un deseo innato de libertad, un anhelo instintivo de sumisión? 5 .

La respuesta a estas cuestiones es que, efectivamente, la gente le teme a la libertad, porque le teme a la soledad, al aislamiento y a la inseguridad. Ahora bien, la cultura moderna fomenta estos sentimientos de maneras muy diversas y con mecanismos que resultan extremadamente eficaces. La gente se siente hoy más insegura que antes y muchas veces más solitaria y más desamparada que nunca. La política, la economía, la familia, la religión, las instituciones en general, parecen resquebrajarse por todas partes y con frecuencia tenemos la impresión de que el terreno se nos mueve debajo de los pies. No se trata de hacer aquí un análisis de los factores determinantes de esta situación. Todos, de una manera o de otra, la conocemos por propia experiencia y la sufrimos con todas sus consecuencias. Y eso es lo que explica, entre otras cosas, la existencia de movimientos políticos de tipo dictatorial y totalitario que en nuestro siglo han contado, y siguen contando, con numerosos adeptos a veces bastante fanatizados. El ejemplo de la Alemania nazi en los pasados años treinta es elocuente en este sentido: millones de personas, en Alemania, estaban tan ansiosas de entregar su libertad como sus padres lo estuvieron en combatir por ella; en lugar de desear la libertad, buscaban caminos para rehuirla, mientras otros millones de individuos permanecían indiferentes y no creían que valiera la pena luchar o morir en su defensa6. Se podrían poner otros ejemplos en este mismo sentido. Pero no hace falta, porque son de sobra conocidos. Ahora bien, a la vista de estos hechos, lo importante aquí está en caer en la cuenta del influjo que tienen estos mecanismos antiliberadores en la vida de los cristianos y, más concretamente, en la existencia de la iglesia. También el creyente, como tal creyente, se siente amenazado y solo muchas veces. También el creyente, por lo tanto, experimenta el deseo supremo de la libertad mezclado inevitablemente con el miedo a la libertad. ¿Por qué la teología de la 5. Ibid, 31. 6. Ibid., 29.

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Símbolos de libertad

La estrategia de la institución

liberación ha suscitado tantas esperanzas y, al mismo tiempo, tantos enfrentamientos? Es verdad que en ese asunto se han visto complicados otros motivos de carácter ideológico, político o social. Pero no cabe duda que, en el fondo, nos encontramos siempre con el eterno miedo a la libertad. Por eso, en nuestros días, una iglesia que dicta normas y leyes es una cosa bien recibida y deseada por determinados sectores de la población. Porque una iglesia así, libera a la gente del fardo pesado de la libertad, da seguridad y tranquiliza, no sólo religiosamente, sino incluso social y políticamente a aquellas personas que, por la razón que sea, se sienten a gusto con los regímenes autoritarios que mantienen un determinado orden de cosas, aunque eso sea a costa de recortar o incluso anular determinados derechos o libertades de las personas. Desde este punto de vista, se comprende que la carga pesada de obligaciones que son de hecho las prácticas sacramentales, es una carga que mucha gente quiere seguir soportando. Y la soportan con gusto. Porque eso les libera de la libertad. Es decir, eso les libera de una responsabilidad que seguramente no están dispuestos a asumir. La iglesia, que después del concilio Vaticano II ha sido más libre y liberadora, ha provocado un desconcierto alarmante ante muchas personas. Esas personas añoran la iglesia de antes. Y suspiran por un papa, unos obispos y un clero que impongan normas claras, que dicten verdades concretas, que castiguen a quienes se tomen determinadas libertades. Siempre nos encontramos con el mismo problema: el eterno problema de la libertad como promesa y de la libertad como amenaza; la promesa más grande y la amenaza más seria. La promesa y la amenaza que en el ámbito de lo religioso se hacen sentir con particular fuerza, sin duda con más fuerza que en ningún otro espacio de la existencia humana.

a empezar hablando de la estrategia institucional, es decir del mecanismo y de los procedimientos en virtud de los cuales se recorta, se limita y hasta se llega a anular la libertad. Desde este punto de vista, la pregunta que surge espontáneamente es clara y sencilla: ¿Cómo se controla la libertad en la práctica concreta de la vida? Como bien sabe todo el mundo, la libertad se control mediante el poder. Y el poder ejerce su control mediante la ley. Naturalmente, aquí no vamos a discutir si la ley es buena o mala, si en la sociedad debe haber o no debe haber leyes. Aquí no estamos tratando un problema de organización social o política; y menos aún un problema que pertenece a la filosofía del derecho. La cuestión que aquí nos interesa es una cuestión estrictamente religiosa y, más concretamente, una cuestión estrictamente cristiana. Y bien, desde ese punto de vista, ¿en qué consiste la estrategia de la institución para controlar la libertad de los creyentes? Al tratar precisamente de los sacramentos, el Código de derecho canónico dice:

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3. La estrategia de la institución Pero, en definitiva, ¿es que el miedo a la libertad no es una cosa seria y respetable, que debemos tener siempre en cuenta precisamente para nuestro bien? ¿es que el miedo a la libertad es necesariamente algo malo y detestable? ¿no es, por el contrario, una manifestación más del instinto de conservación que nos es innato? ¿se puede decir, sin más, que la libertad es siempre buena y se puede, por consiguiente, erigir en valor absoluto? A lo largo de este capítulo —así lo esperamos— el lector encontrará una respuesta satisfactoria a estas preguntas. Y es precisamente para eso, para encontrar esa respuesta satisfactoria, por lo que vamos

Puesto que todos los sacramentos, instituidos por nuestro Señor Jesucristo, son los principales medios de salvación y de santificación, se ha de tener la más grande diligencia y reverencia en administrarlos y recibirlos oportuna y rectamente (canon 731, 1).

La lógica del canon es perfectamente comprensible: los sacramentos son los medios más importantes que Jesucristo ha puesto a disposición del hombre, para que éste obtenga su salvación y su santificación. Por lo tanto, el hombre ha de administrarlos y recibirlos con la más grande fidelidad y exactitud. De ahí las normas y leyes que tienden precisamente a eso, a que el hombre ponga en práctica lo más exactamente posible esos medios privilegiados, que son los que lo salvan y lo santifican. Según esta manera de pensar, los sacramentos son mediaciones establecidas por Jesucristo. Mediaciones entre Dios y el hombre y por las que el hombre tiene que pasar, si es que quiere llegar a Dios. Lo cual quiere decir que los sacramentos son cosas obligatorias; obligaciones a las que el cristiano tiene que someterse, porque en ellas se expresa y se comunica la gracia de Dios y, en definitiva, el amor de Dios. Ahora bien, esto significa dos cosas. En primer lugar, que los sacramentos simbolizan para el hombre lo obligatorio, lo que se impone a la conciencia en virtud de una ley sagrada y suprema. En segundo lugar, que los sacramentos simbolizan lo obligatorio en cuanto que a través de la obligación cumplida se transmite la gracia de Dios y, en definitiva, el amor de Dios. Es decir, el amor pasa por la

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ley. Y por lo tanto, la ley es la mediación más importante del amor. El sacramento, hecho ley exigente y obligante, es el medio, el canal y el conducto del amor. He aquí la lógica del discurso canónico y eclesiástico. He aquí, por tanto, la estrategia de la institución. La estrategia que se traduce en el entramado minucioso y detallado de las normas litúrgicas, canónicas y morales que tiene que cumplir todo católico que pretenda obtener la salvación y la santificación, es decir la amistad con Dios. Esta lógica del discurso institucional entraña una secuencia, una verdadera concatenación de experiencias. Ante todo, la experiencia de lo que está dispuesto y ordenado, lo que está mandado, es decir lo que está legislado y, por tanto, lo obligatorio. A partir de esa primera experiencia, el fiel católico accede a la experiencia principal, la experiencia de sentirse aceptado y querido por Dios; y la experiencia también de que él quiere a Dios. De ahí, la paz en la conciencia ante el deber cumplido. El cristiano que observa exactamente las ceremonias eclesiásticas, experimenta lógicamente el desagrado de quien tiene que cumplir con una obligación pesada; pero al mismo tiempo experimenta también la satisfacción de quien siente cercano y casi tangible el amor de Dios y el amor a Dios. Esta doble experiencia, la experiencia del amor y la experiencia de lo obligatorio (porque es lo legislado), nos descubre hasta la evidencia en qué consiste la estrategia de la institución, en un sentido concreto, a saber: la obra maestra del poder consiste en hacerse amar, de tal manera que así se propaga la sumisión, que llega a convertirse y mistificarse, entre grandes sectores de la población, en verdadero deseo de sumisión7. Y es lógico que así suceda, habida cuenta de las premisas que hemos explicado, ya que, en la lógica de la institución tal como está organizada, la experiencia del amor pasa necesariamente por la ley, por el sometimiento a la ley, de tal manera y hasta tal punto que amar viene a ser igual a someterse. De donde resulta que la ley viene a erigirse en una especie de ídolo, hacia el que los adeptos orientan y dirigen un amor sin fin. Por eso, la divinización práctica (no necesariamente teórica) del poder resulta esencialmente constitutiva de la burocracia institucional. Y es mediante esa divinización cómo los sujetos disfrutan de la tranquilidad y de la seguridad que les proporcionan los jefes, es decir, los representantes de la ley8. Mucha gente se convence así de que el poder es absolutamente bueno, por la sencilla razón de que cuanta más sumisión haya, hay más amor, más 7. Cf. P. Legendre, L'amour du censeur, Paris 1974, 5; Sobre este asunto, cf. C. Domínguez, Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa: Proyección 26 (1979) 119-133. 8. Cf. P. Legendre, Jouir dupouvoir. Traite de la bureaucratiepatrióle, Paris 1976,13.

Los profetas

fracasados

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seguridad, más tranquilidad y más paz. Por este procedimiento, y por él solo, la censura llega a ser auténticamente efectiva y, por lo tanto, apta para manipular a los sujetos, hasta hacerles amar el sometimiento, como el verdadero sustituto del deseo o, en otras palabras, como el verdadero sustituto de las aspiraciones más profundas de la persona9. Por lo demás, todo este planteamiento no significa que la vida cristiana se tenga que realizar fuera de toda institucionalización; la vida cristiana es esencialmente vida comunitaria y sabemos que la vida de una comunidad comporta una cierta organización institucional. Pero de este asunto hablaremos más adelante. 4.

Los profetas fracasados

De lo dicho resulta que la ley, concretamente la ley religiosa, ocupa el lugar privilegiado, el puesto central, en la relación del hombre con Dios. Porque, a partir de lo que hemos dicho en el número anterior, la conciencia del común de los fieles está conformada de tal manera que, de hecho, la medida de la relación con Dios es la ley. Es decir, se tiene el convencimiento de que una persona está tanto más cerca de Dios cuanto más fielmente observa la ley. La ley es, por tanto, la mediación necesaria entre Dios y el hombre. Como es bien sabido, esta forma de conciencia —la conciencia que pone a la ley en el centro de la vida religiosa— no ha sido un invento de la iglesia. El modelo ejemplar de esta forma de conciencia es la mentalidad farisaica. Esta mentalidad es central en la problemática que nos presenta el nuevo testamento: aparece fuertemente destacada en los enfrentamientos de Jesús con sus adversarios; y en las polémicas de Pablo con los judíos. Por eso, antes de seguir adelante, conviene decir algo sobre el movimiento fariseo. Los fariseos fueron un movimiento de seglares piadosos, cuyo origen se remonta al siglo segundo antes de Cristo. Este movimiento tuvo sus antecesores en los jasideos, del tiempo de los macabeos. Como grupo organizado, aparecen bajo Juan Hircano II (135-104 a. C). En su origen fueron un movimiento de oposición a los príncipes sacerdotes asmoneos, por la mundanización política de éstos, ya que los fariseos querían una religiosidad pura. De ahí el nombre de «separados» (periss'ayya)10. Pero el origen remoto del movimiento fariseo hay que buscarlo más atrás. De hecho, se remonta a los tiempos del exilio (siglo VI a. C.) y más concretamente a la figura de Esdras (siglo V a. C). Esdras 9. Cf. P. Legendre, L'amour du censeur, 107. 10. Cf. M. J. Lagrange, Le judaisme avant J. Christ, Paris 1931, 268-301.

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El precio de la ley

es un personaje de singular importancia para comprender la evolución de las ideas religiosas, concretamente en lo que se refiere a la importancia y al significado de la ley en el judaismo. Porque es precisamente a partir de Esdras cuando se acentúa progresivamente la tendencia a supervalorar la ley en Israel, colocándola en el centro de la vida religiosa del pueblo. No vamos a analizar aquí las causas de tipo histórico que determinaron la importancia que adquirió la figura de Esdras y el influjo que tuvo este personaje en la mentalidad religiosa de Israel 11 . Más importante que eso será destacar un punto que es, sin duda, esencial en todo este asunto: en el judaismo se fue imponiedo la idea, a partir del exilio, de que la acción y la denuncia de los profetas había sido un fracaso. Porque aquellas denuncias proféticas sobre la necesidad de practicar el bien y aborrecer el mal no habían sido capaces de levantar al pueblo de su postración para llevarlo a la prosperidad, sino que, por el contrario, toda aquella palabrería profética había desembocado en la ruina y en el destierro. De ahí parece que se llegó al convencimiento de que era necesario concretar las antiguas exigencias proféticas, de carácter demasiado general, en una forma codificada y legal que fijara las obligaciones de los ciudadanos ante Dios. Como se ha dicho muy bien:

En adelante, pues, será la ley la que fijará los rasgos característicos del judío como individuo y como pueblo 14 . A partir de este planteamiento, conviene quitarse de la cabeza la idea, corrientemente admitida, según la cual los fariseos fueron una gente depravada. Todo lo contrario. Ellos fueron hombres de una religiosidad eminente y de una generosidad ejemplar en su empeño religioso. Entonces, ¿en qué estuvo el fallo de estos hombres? Sencillamente, en que para ellos la revelación de Dios es la ley y la ley es la revelación de Dios. Ahora bien, al identificar de tal manera la revelación con la ley, la consecuencia lógica que dedujeron es que lo más grande que puede hacer el hombre es observar y cumplir la ley. Por consiguiente, la Tora se sitúa en el centro mismo de la relación del hombre con su Dios. Pero, como por otra parte, la Tora no puede prever todos los casos y situaciones posibles que se le presentan al hombre en su vida, entonces se hacía enteramente necesaria la aplicación de la ley a cada caso y a cada situación. Esa aplicación, sin embargo, no se podía dejar al arbitrio del sujeto, sino que tenía que estar también fijada en una legislación. Así surgió la halachach, que era la aplicación de la norma de la Tora a cada caso, y que tenía el mismo valor que la Tora. Precisamente, la función de los rabinos (maestros de la ley) consistía en hacer la interpretación auténtica de la Tora a cada situación concreta y a cada caso singular. Y esto se hacía de tal manera —insistamos una vez más en ello— que cada prescripción de la halachach se consideraba que tenía exactamente el mismo valor que la Tora. Un rabino decía: «Todo lo que un discípulo inteligente pueda enseñar en adelante, en presencia de su rabino, fue revelado ya a Moisés en el Sinaí»15.

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Al plantearse el problema de cómo hacer la voluntad de Dios, los fariseos hubieron de enfrentarse con el fracaso de los grandes profetas, con su impotencia para convertir al pueblo y con el hecho de la deportación, que, según la creencia general, fue el castigo de Dios por los pecados de Israel. A la vista de esto, se propusieron realizar la ética de los profetas reduciéndola a una ética de pormenor, detallista12. Así pues, a partir del siglo quinto antes de Cristo, se impone progresivamente en Israel la idea según la cual lo que esencialmente distingue a este pueblo de los demás pueblos es que posee la ley de Yarrvé. En adelante, Israel es el pueblo de la ley. Por este camino, la ley entera pasó a ser criterio del judaismo. Si la mirada sacerdotal retrospectiva hacia el pasado había exaltado la figura de Aarón, el patriarca de los sacerdotes, también Moisés, que nunca había sido olvidado, alcanzó ahora toda su excepcional importancia y, desde luego, no el Moisés liberador y salvador, ni el Moisés profeta, sino el Moisés legislador 13. 11. Un buen estudio sobre este punto en M. Noth, Historia de Israel, Barcelona 1966,289-291. 12. Cf. P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Madrid 1969, 369. 13. D. Arenhoevel, El período postexílico, en J. Schreiner (ed.) Palabra y mensaje del antiguo testamento, Barcelona 1972, 339-340.

5. El precio de la ley Todo lo que hemos dicho hasta aquí sobre la ley tiene un fundamento último: la conciencia religiosa es esencialmente heterónoma. Es decir, la conciencia es tanto más perfecta cuanto más niega y reniega de su autonomía. En consecuencia, toda decisión humana tiene que estar determinada y prescrita, no por la autodeterminación del sujeto, sino por la prescripción de una norma escrita y fijada en una determinada codificación legal. El hombre no puede, en ningún momento, guiarse por la autodecisión que brota de él mismo, sino por la heterodecisión que ha sido fijada por Dios mismo en una normati14. Cf. P. Ricoeur, o. c, 393. 15. Cf. Tr. Herford, The pharisees, New York 1924, 85.

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va; o por quien tiene autoridad divina para aplicar esa norma a cada caso y a cada situación. De ahí que lo mejor es que toda la vida esté dominada por la ley. Y de ahí que lo mejor que puede hacer el hombre es observar la ley, cumplirla hasta el último detalle. Cuanto más ley y cuanto más observancia legal haya, tanto mejor, porque así el hombre depende más de Dios y de esa manera se hace tanto más perfecto. En principio, este planteamiento parece enteramente correcto. Porque si Dios es Dios y el hombre es el hombre, lo mejor que puede y debe hacer el hombre es someterse a Dios, obedecer a Dios. Y parece lo más obvio que el mejor camino y el más seguro para obedecer y someterse es cumplir la ley de Dios. He ahí lo más noble y lo más seguro que puede hacer el hombre. Así, y sólo así, parece que Dios queda en su lugar; y el hombre en el suyo. Por eso, cuando se trata de las prácticas religiosas, lo mejor y lo más seguro que puede hacer el creyente es observar con la mayor exactitud posible las normas rituales y las leyes litúrgicas establecidas. Sólo de esa manera los sacramentos se celebran como Dios manda. Y como el hombre necesita. En principio, no cabe duda que este planteamiento parece el único razonable y sensato. Sin embargo, por poco que se piense en todo este asunto, enseguida descubre uno las consecuencias verdaderamente graves que se deducen inevitablemente de esa manera de pensar y, sobre todo, de proceder. En efecto, una vez que se ha establecido la ley como la mediación absolutamente imprescindible entre Dios y el hombre, es decir, una vez que se ha aceptado el criterio según el cual el único camino para agradar a Dios es la observancia de la ley, de ahí se siguen cuatro consecuencias: 1) En primer lugar, desde el momento en que se acepta que la ley tiene ese papel en la vida religiosa del hombre, todo el problema de la conciencia se centra inevitablemente en la idea de transgresión: lo que la conciencia tiene que hacer es evitar la transgresión de la ley. A eso se reduce esencialmente su función específica. Y de ahí se sigue que todo el ser y el quehacer de la conciencia queda orientado a que el hombre deje de ser malvado y sea justo, es decir, observante de la ley. Según eso, «la polaridad del justo y del malvado» es la característica esencial de la conciencia16. 2) La segunda consecuencia es que la conciencia se orienta primordialmente y casi necesariamente hacia la idea de mérito. «El mérito es el sello del acto justo, como una cualidad de la voluntad buena» i?. Por consiguiente, la actividad de la conciencia está oriénta-

da hacia el acrecentamiento personal del propio mérito. O dicho de otra manera, la actividad de la conciencia está orientada hacia el propio sujeto, no hacia lo que es gratificante y beneficioso para los demás. En el fondo, se trata de una forma de conciencia que fomenta el egoísmo más raimado. 3) La tercera consecuencia es que cuando la conciencia está esencialmente determinada por la ley, esa conciencia termina por dar la misma importancia a lo grande que a lo pequeño. En teoría, por supuesto, nadie dirá que las cosas deben ser así. Pero, en la práctica, resulta inevitable que la conciencia, cuyo criterio esencial es la ley, no termine por mezclar lo grande y lo pequeño, dando prácticamente la misma importancia a unas cosas que a otras. De hecho, sabemos que el fariseísmo daba la misma importancia a los preceptos de la Tora que a las normas de la halachach. Para el fariseo puro y auténtico, lo mismo era, en la práctica, quebrantar un mandamiento del decálogo que dejar de cumplir una de las muchas minucias que habían fijado los rabinos, por ejemplo dar más pasos que los debidos en sábado u otras cosas por el estilo. 4) La cuarta consecuencia es más grave, sin duda la más grave de todas. Se trata de que la conciencia que está esencialmente orientada por la ley, cuando llega la hora de la verdad y en la práctica concreta de la vida, termina por dar más importancia a lo secundario que a lo principal. Es decir, una conciencia centrada en el cumplimiento de la ley da más importancia a lo pequeño que a lo grande. Y eso por una razón que se comprende fácilmente: el amor, que es lo verdaderamente grande y lo principal, no es codificable en una normativa legal. Así nos lo dice la experiencia. Y así resulta de la misma naturaleza del amor, ya que amar a alguien es lo mismo que vivir una experiencia original, que no es tematizable en ideas, normas y preceptos, sino que es esencialmente una experiencia espontánea de carácter intuitivo. De ahí resulta que, al no ser codificable el amor, y al ser perfectamente reglamentable todo lo demás, el amor pasa a segundo término, mientras que lo demás ocupa el primer puesto en las preocupaciones de la conciencia. Por otra parte, lo decisivo en la experiencia del amor no es evitar la transgresión, sino el riesgo de la entrega sin límites ni reservas. De ahí que cuando la conciencia está polarizada por la idea de la transgresión, la persona llega a incapacitarse para amar, porque toda la obsesión se centra en cumplir normas y en evitar transgresiones, mientras que lo verdaderamente grande de la vida, que es la entrega al otro (con todos los riesgos que eso comporta), pasa totalmente inadvertido; o incluso todo eso del amor y la entrega llega a ser visto como una cosa sospechosa, ya que en no pocas ocasiones lo que exige el amor puede entrar en conflicto o en concurrencia con lo

lo. P. Ricoeur, o. c , 403. 17. Ibid., 405.

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El precio de la ley

que está legislado. Las exigencias que brotan espontáneamente de la experiencia afectiva son absolutamente imprevisibles y no sabemos hasta dónde nos pueden llevar, mientras que la ley es clara y terminante, fija exactamente los límites de lo que hay que hacer y lo que hay que evitar. De ahí que el amor es esencialmente arriesgado, mientras que la ley es segura. Por eso se comprende que muchas personas se aferren a la ley y se desentiendan prácticamente de lo que exige el amor con todas sus consecuencias. Ahora bien, si tomamos muy en serio estas cuatro consecuencias, se comprende fácilmente que la conciencia legal, es decir, la conciencia que está orientada esencialmente por la observancia de la ley, es una conciencia en la que se dan estas tres características: 1) ante todo, es inevitablemente una conciencia atormentada, ya que todo su foco de atención está orientado hacia la transgresión: lo que interesa y lo que preocupa es evitar a toda costa la transgresión. Pero como las posibles transgresiones son infinitas, resulta prácticamente inevitable que la conciencia termine por vivir atormentada; o por el contrario, lo que bien puede ocurrir es que la conciencia acabe entregándose al laxismo y a la indiferencia, cuando ve que la carga de las obligaciones le resulta demasiado intolerable. La experiencia nos enseña que estos dos peligros son el pan de cada día en la vida moral y religiosa de mucha gente; 2) en segundo lugar, se trata de una conciencia egoísta, porque, como hemos dicho, es una conciencia que está fundamentalmente orientada hacia la consecución del mérito: lo que centra la atención es la autorrealización personal, el progreso de lo meritorio. Por otra parte, como lo codificado en la ley es algo objetivamente fijo y concreto, ese egoísmo se manifiesta en forma de búsqueda de seguridad. De ahí que esta forma de conciencia es propia de personas inseguras y a veces neurotizadas, cuya expresión suprema es el escrúpulo religioso; 3) finalmente, esta forma de conciencia es una conciencia pervertida, ya que a veces se le da la misma importancia a lo principal y a lo secundario; y con frecuencia, lo secundario pasa a ocupar el primer puesto, mientras que el amor y la justicia se marginan, se olvidan en la práctica o incluso se consideran como cosas peligrosas. En este sentido, los evangelios nos cuentan cómo Jesús se tuvo que enfrentar, con frecuencia, a los fariseos precisamente a causa de esta perversión: las exigencias del amor eran prácticamente olvidadas o incluso menospreciadas, mientras que lo accesorio ocupaba el centro de las atenciones (cf. Mt 23,23-24; Me 7, 8-13; Le 10,25-37; cf. también Mt 15, 1-20; Le 11, 37-44). Y la experiencia nos enseña cómo es frecuente que la gente «religiosa» y observante de la ley se aferré a cosas más o menos pequeñas, como son rezos, ayunos, observancias rituales y tradiciones, mientras que se desentienden prácticamente, y a

veces muy gravemente, de amar a los demás. Se repite entonces la perversión de los fariseos: lo secundario pasa a ser lo que más agobia y preocupa a la conciencia, mientras que lo fundamental queda prácticamente marginado o incluso es atropellado seriamente. Es el caso de personas que experimentan una especie de irritación instintiva cuando se quebrantan determinadas normas litúrgicas, mientras que en realidad no sienten la misma irritación ante el sufrimiento y la desgracia de muchos ciudadanos. La ley, no cabe duda, da seguridad a la conciencia, libera de muchos miedos y de no pocos riesgos, ofrece siempre la impresión de estar en lo cierto, en el recto camino, con la certeza de que al cumplir la ley se está haciendo lo mejor que se puede hacer. Todo esto obviamente resulta gratificante. Pero, después de lo que hemos visto acerca de lo que entraña la conciencia legal, es evidente que el precio que se cobra la ley, a cambio de la seguridad que da, es demasiado alto. Porque no se trata solamente de que, al propagarse la conciencia legal, se propaga inevitablemente la infelicidad y hasta el tormento de muchas personas. Se trata de algo más grave aún: con la conciencia legal se propaga el más refinado y sutil egoísmo, el repliegue de cada conciencia sobre sí misma, se propaga el distanciamiento de las personas y la consiguiente soledad, se propaga, sobre todo, la atención y el interés por cosas que no responden a las exigencias profundas de cada corazón humano en cada situación concreta, mientras que lo verdaderamente importante, que es el amor y la libertad de los hijos de Dios, queda insensiblemente marginado o incluso prácticamente atropellado. Para terminar será conveniente indicar —nada más indicar— las consecuencias que la conciencia legal acarrea cuando se enseñorea de la vida sacramental. Los sacramentos, entonces, se celebran con la más exacta fidelidad al ritual establecido, se cumplen las normas, se observan los detalles, el conjunto de la ceremonia ofrece la impresión de que se está haciendo lo que se tiene que hacer y como se tiene que hacer. Pero, en definitiva, ¿en qué para todo eso? La experiencia nos enseña que la atención y el interés del celebrante y de los participantes suele quedar acaparada por el ritual y por el cumplimiento de las normas, mientras que la experiencia profunda de las personas y los símbolos que pueden expresar esa experiencia quedan prácticamente al margen. Hasta el punto de que cuando se habla de este asunto, resulta una doctrina novedosa e inadmisible. De ahí que, con relativa frecuencia, se celebran eucaristías, que son litúrgicamente perfectas, pero en las que nadie se quiere de verdad. He ahí, seguramente, el precio más caro que tiene que pagar la iglesia por su vida litúrgica y sacramental, tal como de hecho está organizada.

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6. La experiencia cristiana esencial Se ha dicho una y mil veces que la experiencia cristiana esencial es la experiencia del amor. La experiencia del amor de Dios al hombre y la experiencia del amor del hombre a Dios y a los demás hombres. Lo cual es absolutamente cierto. La Biblia y la tradición cristiana lo afirman de tal manera e insisten en este punto con tal constancia y coherencia que no puede quedar duda alguna sobre esta cuestión. Y no vamos a insistir en ello porque es un asunto de sobra conocido18. Pero con decir eso, no tocamos el fondo de la cuestión. Porque cuando aquí hablamos de experiencia, entendemos esta expresión en su sentido más global, en cuanto estado y actividad humana que implica no sólo presenciar, conocer o sentir una cosa por sí mismo y en sí mismo, como cuando decimos «sé por experiencia lo que es eso»19, sino además todo el conjunto de vivencias que acompañan al conocimiento de una cosa o de las cosas y personas en general, por contraposición a lo que es una ciencia puramente abstracta o discursiva20. Ahora bien, desde este punto de vista, decir que la experiencia cristiana esencial es la experiencia del amor, resulta una afirmación inevitablemente ambigua. Por una razón que se comprende fácilmente: como hemos visto antes, la «estrategia de la institución» consiste en vincular la experiencia del amor a la experiencia de la ley obedecida y cumplida, lo que supone que, en la conciencia de la mayor parte de los fieles, la experiencia del amor no está asociada y vinculada a la experiencia de la libertad, sino exactamente a algo que es todo lo contrario: la experiencia de lo obligatorio. De donde resulta que, para mucha gente, la experiencia cristiana esencial es, en la práctica, la experiencia de la obligación cumplida, de tal manera que en el cumplimiento de lo obligatorio se pone la realización y la experiencia del amor. La consecuencia que se sigue de eso es que hay muchísimas personas que saben perfectamente que lo más importante para un cristiano es el amor, pero en realidad lo que practican es un conjunto de obligaciones más o menos minuciosas, que quizás tienen muy poco que ver con el amor efectivo a los demás. Y lo más curioso de todo este asunto es que tales personas suelen tener la conciencia clarísima 18. La bibliografía sobre este punto es inmensa. Las ideas fundamentales y una selección bibliográfica se pueden ver en V. Warnach: LTK I, 178-180; para la historia de la teología y de la tradición cristiana, cf. J. Ratzinger: LTK VI, 1032-1036. 19. Tal es la primera acepción que tiene la palabra experiencia en el uso de la lengua española. Cf. M. Moliner, Diccionario del uso del español I, Madrid 1975, 1257. 20. Para este punto, cf. F. Gregoire, Vinstuition selon Bergson. Etude critique, Louvain 1947, 122-125, citado por A. Leonard, Dict. de Spir. IV, 2005.

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de que sólo cumpliendo esas obligaciones minuciosas es cómo tienen que realizar en su vida el amor cristiano. Tal es el caso de muchas gentes de buena voluntad, que ponen un afán desmedido en observar al detalle las normas rituales u otras cosas por el estilo, pero de tal manera que al mismo tiempo abrigan sentimientos o adoptan formas de conducta que distan mucho de lo que es amar sinceramente a otra persona. Cuando esto sucede, el problema no está en que esas personas observen las normas establecidas hasta el último detalle, porque eso en sí es bueno y parece ser una de las cosas más razonables y excelentes que puede hacer una persona religiosa. Sin embargo, eso entraña un inconveniente muy serio: en la práctica diaria de la vida, quienes se comportan de esa manera suelen sentirse muy tranquilos en su conciencia por el hecho de obedecer a lo que está mandado en la legislación, por más que en el conjunto de su vida no sean personas entregadas por entero al amor de los demás compartiendo con los más desgraciados lo que cada uno es y lo que cada uno tiene. La experiencia en este sentido es elocuente. Por poner un ejemplo: si las autoridades eclesiásticas se enteran de que en tal parroquia no se observan cuidadosamente las normas litúrgicas en la administración de los sacramentos, lo más seguro es que más tarde o más temprano se produce la alarma y al párroco se le llama la atención o quizás hasta se le impone una sanción adecuada; sin embargo, suele ser relativamente frecuente que esas mismas autoridades religiosas no se alarmen en el mismo grado y con los mismos efectos si saben que en esa misma parroquia hay cantidad de gentes desgraciadas a quienes el párroco o los feligreses no les prestan especial atención. La cosa está clara: en la mentalidad y en el estilo eclesiástico, preocupa más la observancia de la ley que la puesta en práctica del amor. ¿Por qué ocurre esto? Por la sencilla razón de que, según la mentalidad eclesiástica más generalizada, la experiencia cristiana esencial no es la experiencia del amor que se engendra en la libertad cristiana y desemboca siempre en la libertad cristiana, sino que, por el contrario, la experiencia esencial del cristiano consiste en el amor que se engendra en el sometimiento a las obligaciones legales y desemboca en la más minuciosa observancia de las obligaciones que impone la ley. Por supuesto, en el plano de las ideas, lo que se dice y se repite hasta la saciedad es que lo más importante en la vida cristiana es el amor, pero en el terreno de las prácticas y de los comportamientos, lo que se urge y se exige —hasta con censuras y castigos, si es preciso— es el cumplimiento obediente de lo que está legislado. Sin duda alguna, ésta fue la situación y el atolladero en que se vio metido el fariseísmo del tiempo de Jesús. Y algo muy parecido es lo

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que ahora ocurre con muchísimos cristianos. Porque por más que en los libros y en las predicaciones eclesiásticas se digan cosas maravillosas sobre el amor y la caridad, el hecho es que la conciencia de la gente se conforma y configura con lo que se practica en las iglesias. Los autores del nuevo testamento se dieron cuenta de este problema con una clarividencia sorprendente. Ya hemos visto, en el capítulo segundo, cómo Jesús no se conformó ni se limitó a decir que lo más importante en la vida es el amor. Junto con eso e incluso antes que eso, Jesús quebrantó intencionadamente las leyes religiosas establecidas y rompió con la práctica religiosa de su pueblo y de su tiempo, hasta resultar un individuo sospechoso y escandaloso, al que las autoridades religiosas consideraron que era necesario eliminar. Por su parte, Pablo defendió tan apasionadamente la libertad que por ello fue acusado como inmoral (cf. Rom 3, 8; 6, 1). Por este asunto soportó persecuciones y palizas (cf. 2 Cor 11, 23-26) y hasta tuvo enfrentamientos muy serios con sus comunidades y con el mismo Pedro (Gal 2, 11-21). Lo cual indica inequívocamente hasta qué punto Pablo comprendió que en este asunto la iglesia se jugaba algo muy decisivo, quizás lo más decisivo en la existencia cristiana. Y así es, en efecto. ¿Por qué? Para responder a este pregunta, será necesario recordar que, según la manera de pensar de muchas personas, hablar de la libertad es lo mismo que hablar de lo más cómodo, lo más fácil, lo que lleva en definitiva a la inmoralidad. Sin embargo, el pensamiento de Pablo va exactamente en la dirección opuesta: lo que él vio, con toda claridad, es la estrecha relación que existe entre la libertad cristiana y la cruz de Cristo. Así lo dice en la posdata de la Carta a los gálatas:

fondo, viene a decir lo siguiente: optar por la libertad de la ley es optar por la cruz; apartarse de esa libertad es apartarse de la cruz. He aquí por qué se puede decir con todo derecho que la experiencia cristiana esencial es la experiencia del amor, pero en la medida —y sólo en la medida— en que ese amor brota de la libertad cristiana y desemboca en la libertad que es propia del hombre de fe. ¿Qué quiere decir esto en definitiva? El análisis de la doctrina de Pablo sobre la libertad de la ley nos dará la respuesta.

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Esos que intentan forzaros a la circuncisión son, ni más ni menos, los que desean quedar bien en lo exterior; su única preocupación es que no los persigan por causa de la cruz del Mesías, porque la ley no la observan ni los mismos circuncisos; pretenden que os circuncidéis para gloriarse de que os habéis sometido a ese rito (Gal 6, 12-13). La circuncisión era el rito que vinculaba al hombre con la religión de la ley y, por eso, lo sometía a la ley. Según esto, Pablo quiere decir: los que optan por la ley se apartan de la cruz de Jesús, es decir se apartan del seguimiento y del destino de Jesús. Porque, en el fondo, aceptar la libertad cristiana es lo mismo que cargar con la persecución por causa del Mesías crucificado. Pablo resume y recapitula21 el contenido de la Carta a los gálatas con este pensamiento que, en el 21. Cf. A. van Dülmen, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, Stuttgart 1968, 68.

7. La ley contra la gracia Se ha dicho con frecuencia que la libertad cristiana en lo que se refiere a normas y leyes (morales, litúrgicas, etc.) no significa la abolición o supresión de tales normas y leyes, sino simplemente un cambio del espíritu con que se deben cumplir. Según esta manera de pensar, lo que Cristo vino a suprimir no es la ley, sino lo molesto de la ley. Es decir, la liberación de la ley, que predica el nuevo testamento, no consiste en que la ley ya no obliga a los cristianos, sino en que los cristianos cumplen las leyes religiosas (divinas y humanas) con tanto amor que, en realidad, esas leyes ya no resultan molestas ni pesadas, sino todo lo contrario. O sea, lo que Cristo ha cambiado no es la ley, sino la actitud del creyente para cumplir la ley. Es verdad que Cristo suprimió ciertas observancias legales y rituales del antiguo testamento (circuncisión, ayunos, normas sobre el sábado, los alimentos prohibidos y algo más). Pero no es menos cierto que la iglesia —que ha sustituido a la sinagoga— ha impuesto otras leyes (sobre el domingo, el ayuno y la abstinencia, la organización eclesiástica, la administración de los sacramentos, etc.). Esto, poco más o menos, es lo que piensan muchos cristianos e incluso no pocos teólogos. De ahí que para mucha gente la fidelidad y la obediencia a Dios se mide por la fidelidad y la obediencia a la ley. De donde resulta que, en la conciencia de muchos fieles, la mediación y la medida del amor cristiano es la ley religiosa. ¿Es acertada y correcta esta manera de pensar? ¿qué nos dice el nuevo testamento a este respecto? Para ir derechamente al centro mismo del problema, lo primero que hay que decir es que, en la enseñanza de Pablo, Cristo vino a abolir la ley, de tal manera que los cristianos ya no estamos en régimen de ley, sino en régimen de gracia. La afirmación de Pablo en este sentido es tajante: «el pecado no tendrá dominio sobre vosotros, porque ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia» (Rom 6, 14). El texto es terminante: el pecado no tiene ya dominio,

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como dueño y señor absoluto (kurieúein), sobre los creyentes . Y la razón está en que la ley, como régimen de salvación, ha sido abolida; en su lugar, Cristo ha instituido un régimen nuevo, el régimen de la gracia23. Pablo establece de esta manera una antítesis, que no es una afirmación puramente retórica, sino que se refiere directamente a una realidad: la libertad que caracteriza al hombre de fe24. Esto, evidentemente, quiere decir que la ley y la gracia de Dios son dos realidades contrapuestas. Y son dos realidades contrapuestas porque la ley es característica de la situación del hombre en pecado y de todo lo que lleva consigo esa situación, mientras que por el contrario la gracia es la marca distintiva del régimen que se instaura con Cristo 25 . Precisamente porque existe esta contraposición tan tajante entre la ley y la gracia, por eso las afirmaciones de Pablo a este respecto llegan a adquirir una fuerza sorprendente: «la función de la ley es dar conciencia del pecado» (Rom 3, 20); «la ley se metió por medio para que proliferase el delito» (Rom 5, 20); «el pecado no tendrá dominio sobre vosotros, porque ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia» (Rom 6, 14), lo que viene a indicar que «estar bajo el pecado» y «estar bajo la ley» son dos afirmaciones que se refieren a la misma cosa 26 , por más que la coincidencia de estas dos situaciones no signifique necesariamente la identidad de la ley con el pecado (cf. Rom 7, 7) 27 . Pero hay más, porque Pablo llega a decir que «las pasiones pecaminosas que atiza la ley activaban en nuestro cuerpo una fecundidad de muerte» (Rom 7, 5). Por otra parte, lo que hace la ley es descubrir el pecado, porque «si descubrí el pecado, fue sólo por la ley» (Rom 7, 7); más aún, la ley hace recobrar vida al pecado, porque «al llegar el mandamiento, recobró vida el pecado y morí» (Rom 7, 9). Por eso se comprende que de la misma manera que hay una estrecha conexión entre «ley» y «pecado», igualmente existe una vinculación profunda entre «ley» y «maldición»: «los que se apoyan en la observancia de la ley llevan encima una maldición» (Gal 3, 10); además, la ley «se añadió para denunciar los delitos» (Gal 3,19). Esta visión, tan profundamente pesimista de la ley, alcanza una densidad particular en la frase lapidaria del mismo Pablo: «la fuerza del pecado es la ley» (1 Cor 15, 56). 22. Ibid., 99. 23. Se podría también traducir: «porque vosotros no estáis ya bajo el imperio de la ley, sino de la gracia», Cf. A. Viard, Saint Paul épltre aux romains, Paris 1975, 148. 24. Cf. E. Kásemann, An die Rbmer, en Handbuch zum neuen testament 8 a, Tübingen 1947, 170-171. 25. F. Leenhardt, Uépitre de Saint Paul aux romains, Neuchátel 1957, 97-98. 26. H. Hübner, Das Gesetz bei Paulus. Ein Beitrag zum Werden der paulinischen Theologie, Góttingen 1978, 114. 27. Ibid.,115.

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Por el contrario, lo que caracteriza a la nueva situación, que se instaura para los hombres a partir de Cristo, no es la ley sino la gracia, de tal manera que existe una auténtica oposición entre el régimen de la ley y el régimen de la gracia: «porque ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia» (Rom 6,14; cf. 5,2.15.21). Lo que es cierto hasta tal punto que quienes buscan agradar a Dios y pretenden santificarse28 por medio de la obediencia y la observancia de la ley, rompen con el Mesías y caen en desgracia (Gal 5, 4) 29 . Por consiguiente, entre la ley y la gracia de Dios no hay términos medios, ni se admiten fórmulas de compromiso, porque la oposición es tajante: pretender agradar a Dios mediante el cumplimiento de la ley es poner, de hecho, el centro de la vida cristiana en el propio esfuerzo y en las obras que cada uno realiza (cf. Rom 9,30-32; 10,2-3)30; por el contrario, pretender agradar a Dios mediante la gracia es centrar la vida cristiana en el favor, la generosidad y el don de Dios (cf. Rom 3, 24; Tit 3, 7)31. Pero hay más. Porque, llevando todo este razonamiento hasta sus últimas consecuencias, hay que decir que no sólo existe una incompatibilidad entre la ley y la gracia, sino sobre todo entre la ley y Cristo. 28. Pablo utiliza aquí el presente pasivo dikaioüsze, que expresa la idea de «querer ser justificados o rehabilitados por la ley». Cf. M. Zerwick, Analysis philologica novi testamenti graeci, Roma 1953, 423. La «rehabilitación» (dikaioüsze) es, en la teología de Pablo, la noción clave para indicar el acercamiento del hombre a Dios. Más en concreto, indica la acción salvadora de Dios con el hombre (Rom 1, 16); en ella Dios actúa, no como juez que da a cada uno su merecido, sino como soberano que concede una amnistía (Rom 1, 7; 3, 21-22). El resultado de esta amnistía es un cambio interior que hace al hombre agradable a Dios (Rom 5, 1-2) y que es la salvación incoada (Rom 1,16-17; 4,13; 5, 9.17.21; 8, 10; 10, 10; Gal 3,6-9). 29. El texto es durísimo. Pero conviene tener en cuenta que la traducción no admite dudas. Cantera-Iglesias, Sagrada Biblia, Madrid 1975, 1333, traduce: «Nada tenéis que ver con Cristo los que buscáis la justificación por la ley; os desgajáis de la gracia». El aoristo pasivo de katargéo significa literalmente «hacer á-ergon, ineficaz»; de ahí la idea de «romper con Cristo»; o también la idea de «no tener nada que ver con Cristo». El mismo sentido, en H. Schlier, La Carta a los gálatas, Salamanca 1975, 264; y en J. M. González Ruiz, Epístola de san Pablo a los gálatas, Madrid 1971, 230. 30. Cf. G. Siegwalt, La loi, chemin du salut, Neuchátel 1971, 203-204. 31. La gracia es, en la teología de Pablo, el don de Dios que resume y condensa los demás dones. Por eso, en los saludos de sus cartas, es el don y el favor que desea, ante todo, para sus destinatarios (2 Cor 1, 2; 1 Tes 5, 28). En el fondo, es el don hecho por Cristo (2 Cor 8, 9; 12, 9). Expresa la gratuidad de la rehabilitación que Dios otorga (Rom 4, 4-5; 5, 15-17) y por eso explica el endurecimiento de los judíos (Rom 11, 5-6). Nuestra resurrección y nuestra glorificación testimonian la infinita riqueza de su gracia (Ef 1, 6-7; 2, 7). Los sentidos fundamentales en que Pablo utiliza el término gracia son: primero, la gracia es gratuita; segundo, es el favor de Dios y de Cristo, misericordioso y liberador, que perdona los pecados y hace que desbordemos de beneficios divinos. Cf. R. W. Gleason, La gracia, Barcelona 1964,73. Cf. también J. Morson, The gift of santifying grace in the N. T., London 1952.

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Por eso exactamente Pablo llega a afirmar: «los que buscáis la rehabilitación por la ley (en nomo dikaioüsze), habéis roto con el Mesías» (Gal 5, 4). Más adelante volveremos sobre este texto capital en la teología del nuevo testamento. De momento, baste con decir que buscar la salvación y la santificación a partir de lo que nos puede aportar el sometimiento a la ley, es oponerse al plan de Dios tal como nos ha sido revelado en Jesús el Mesías.

8. El más sutil de todos los pecados La liberación de la ley es afirmada por Pablo, de manera más terminante, en Rom 7, 1-4: ¿Acaso ignoráis, hermanos (y hablo a gente entendida en leyes), que la ley obliga al individuo sólo mientras vive? Así, una mujer casada está legalmente vinculada al marido mientras él está vivo, pero, si el marido muere queda exenta de las leyes del matrimonio. Consecuencia: que si se va con otro mientras vive el marido, se la declara adúltera; en cambio, muerto el marido, está exenta de las leyes del matrimonio y, si se va con otro, no es adúltera. Pues bueno, hermanos míos, en el cuerpo del Mesías os hicieron morir a la ley; así pudisteis ser de otro, del que resucitó de la muerte, y empezar a ser fecundos para Dios. La intención de Pablo es clara: afirmar, con toda firmeza, que el cristiano está exento de la ley, es decir, que la ley no cuenta para él. Precisamente para llegar a esta conclusión, Pablo toma como punto de partida un principio que es en sí mismo evidente: la ley se enseñorea sobre el hombre, le domina y le obliga (kyrieúei) solamente mientras dura el tiempo de su vida (éfoson jrónon) (7, 1). Por consiguiente, desde que el hombre está muerto ya no hay ley para él. Ahora bien, eso exactamente es lo que ocurre con el creyente: él ha muerto para la ley. El dativo de relación (nomo), que acompaña al aoristo pasivo del verbo zanatóo indica que el cristiano ya no existe para la ley (7, 4). O más exactamente, la ley no existe para él. La muerte del cristiano se produce en el bautismo: en el momento en que es bautizado, el creyente es crucificado y muerto con el Mesías (Rom 6, 2-8), de tal manera que Pablo llega a afirmar que «si uno ha muerto por todos, entonces todos han muerto» (2 Cor 5, 14). De esta manera, llegamos a comprender el sorprendente paralelismo que existe entre «morir al pecado» (Rom 6, 2.7) y «morir para la ley»

El más sutil de todos los pecados

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(Rom 7,4; Gal 2,19). De donde resulta que, lógicamente, vivir para la ley es lo mismo que vivir para el pecado 32 . Evidentemente, esta conclusión resulta increíble y escandalosa. Porque, dada la formación religiosa que han recibido los más amplios sectores de la población católica, casi todos estamos acostumbrados a pensar justamente lo contrario, es decir que vivir para Dios implica vivir para la ley, mientras que vivir sin ley es lo mismo que vivir en el pecado. Pues bien, el pensamiento de Pablo es exactamente al revés: el que quiera morir al pecado tiene que morir a la ley. ¿Por qué? Porque vivir para cumplir la ley y observarla hasta el último detalle lleva consigo el más peligroso y el más sutil de todos los pecados: el orgullo (kaüjesis). En efecto, la actitud de orgullo, precisamente basada en el cumplimiento de la ley religiosa, es lo que caracterizaba a los judíos (Rom 2, 23), hasta el punto de que pretendían someter a los cristianos a la ley solamente para gloriarse de que los creyentes se habían sometido a los ^ ritos legales (Gal 6, 13). El orgullo religioso era el móvil de las pretensiones legalistas y rituales de los judíos. Y es que, en el fondo, el hombre que centra su vida religiosa en el cumplimiento de la ley, lo que hace, en definitiva, es centrarse en sí mismo, en su propia conducta, en su propia perfección. Se trata, en última instancia, de la aberración más sutil y más profunda en que puede caer el hombre religioso. Porque, bajo la apariencia de una intensa búsqueda de Dios, en realidad a quien se busca es a sí mismo. Por eso, Pablo afirma que el orgullo tiene que quedar eliminado, no por las propias obras —las obras que proceden del cumplimiento de la ley— sino por la fe: «Porque ésta es nuestra tesis: que el hombre se rehabilita por la fe, independientemente de la observancia de la ley» (Rom 3, 28). Precisamente por esto, Dios escogió lo débil del mundo, lo plebeyo y lo despreciado, «para que ningún mortal pueda enorgullecerse ante Dios» (1 Cor 1, 29)«. 32. La relación que Pablo establece entre el texto de Rom 7, 1-4 y el texto bautismal de Rom 6, 2 s, ha sido acertadamente observada por E. Kásemann: ambos textos empiezan por la pregunta «¿Acaso ignoráis...?» (é ágnoette) (Rom 7, 1 y 6, 3). En realidad, Rom 6, 11, al hablar de la muerte bautismal de los creyentes, establece la nueva existencia de estos, cuyas consecuencias de deducen en Rom 7,4. Cf. E. Kásemann, An die Rómer, 179-180. 33. El orgullo o propia glorificación (kaujáomai, kaújema, kaújesis) no aparece ni en los sinópticos, ni en Juan, ni en los Hechos, como tampoco en las cartas de Pedro. Fuera de Pablo, es utilizado por Hebreos (3,6) y por Santiago (1, 9; 2, 13; 3,14; 4,16). En Pablo es frecuente, ya que aparece más de 60 veces. El orgullo que se basa en la propia conducta, en la fidelidad religiosa y legal, es una actitud radicalmente incompatible con la fe (Rom 3, 27; 1 Cor 1, 29.31; 4, 7; Ef 2, 9); es la actitud típica de los judíos (Rom 2, 17), de los observantes de la ley (Rom 2, 23) y de los que quieren someter a los demás a las

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El más sutil de todos los pecados es el orgullo religioso. Este pecado es característico de gente piadosa, pecado de personas observantes y practicantes. Es el pecado que consiste en sentirse seguros y autosatisfechos, porque observamos las leyes religiosas con exactitud y fidelidad. Y se trata de un pecado tanto más sutil cuanto que quien lo comete, difícilmente cae en la cuenta de su verdadera situación. En eso consiste su extremada peligrosidad. 9. La ley da frutos de muerte El pensamiento de Pablo va aún más lejos. Porque precisamente en el contexto general del capítulo siete de la Carta a los romanos, llega a afirmar que el cristiano está radicalmente exento de la ley religiosa. Y lo explica así: Cuando estabais sujetos a los bajos instintos, las pasiones pecaminosas que atiza la ley activaban en nuestro cuerpo una fecundidad de muerte; ahora, en cambio, al morir a lo que nos tenía cogidos, quedamos exentos de la ley; así podemos servir en virtud de un espíritu nuevo, no de un código anticuado (Rom 7, 5-6). Por lo que se refiere al tema que venimos estudiando, hay dos cuestiones en este texto que nos interesan sumamente: 1) la fuerza con que Pablo afirma la liberación de la ley; 2) los frutos que produce la observancia legal. En cuanto a lo primero, no cabe duda de que la frase que utiliza aquí Pablo es fuerte. En efecto, la expresión «quedamos exentos de la ley» (katergézemen ápó toü nómou) es estrictamente paralela de la otra expresión que ha utilizado antes para decir que la mujer queda exenta de las obligaciones matrimoniales una vez que el marido ha muerto (katérgetai ápó toü nómou toü ándrós) (Rom 7, 6 y 7, 2). La observancias rituales y legales (Gal 6, 13). Pablo reconoce un orgullo santo, que se fundamenta en Dios por Jesús el Mesías (Rom 5, 11) y en la esperanza (Rom 5, 2) o simplemente en Jesús Mesías (Rom 15, 31). No se trata, por tanto, de la complacencia de la propia conducta, sino que, por el contrario, consiste en la actitud desconcertante del que se gloría de sus propias tribulaciones y sufrimientos (Rom 5, 3), especialmente el orgullo incomprensible que se basa en las propias debilidades (2 Cor 11, 30; 12, 5-6.9). Porque para un creyente no hay más motivo de orgullo que la cruz de Cristo (Gal 6, 14), para que «el que se enorgullece, que se enorgullezca en el Señor» (2 Cor 10, 17). Por todo esto se comprende que el orgullo que se atribuye Pablo (2 Cor 1, 12; 7, 4.14; 8, 24; 10, 8; 11, 18) se fundamenta en el don y la gracia de Dios (2 Cor 1, 12). Por lo demás, jamás aparece en Pablo una expresión de orgullo o complacencia en su propia conducta religiosa; y mucho menos en su fidelidad a la ley. Tales motivaciones no deben existir para un cristiano. Cf. R. Bultmann: TWNT III, 646-654.

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consecuencia que se sigue del estricto paralelismo de estas dos frases es obvia: lo mismo que la mujer viuda queda radicalmente liberada de las obligaciones matrimoniales en cuanto su marido ha fallecido, de la misma manera el cristiano queda liberado de la ley, «al morir a lo que nos tenía cogidos» (ápozanóntes én ó kateijómeza) (Rom 7, 6). Por consiguiente, la ley ya no existe, ni puede existir, para el hombre de fe. Y debe quedar claro que aquí no cabe admitir términos medios o fórmulas de compromiso: si no hay términos medios entre la vida y la muerte, tampoco los hay entre el sometimiento a la ley y la liberación de ella. Dicho de otra manera, se trata de una liberación total y sin posibles restricciones34. Pero hay más. En Rom 7, 5 dice Pablo que «las pasiones pecaminosas que atiza la ley activaban en nuestro cuerpo una fecundidad de muerte». Con estas palabras, Pablo afirma y establece una contraposición que resulta asombrosa. De una parte, está la fecundidad que caracteriza al hombre liberado de la ley; de otra parte, la fecundidad que es propia del que está sometido a la ley: el que está liberado de la ley produce frutos para Dios (karpoforésomen tb zeó) (Rom 7,4); por el contrario, el que vive sometido a la ley produce frutos para la muerte (karpoforésai to zanáto) (Rom 7, 5). Estas dos afirmaciones, paralelas y contrapuestas, desembocan lógicamente en una conclusión que es enteramente básica para comprender cómo debe plantearse y realizarse la vida cristiana: si el hombre quiere fructificar para Dios —hacer algo que valga la pena ante Dios— tiene que ser a base de vivir liberado de la ley. De lo contrario, es decir, si no vive liberado de la ley, los frutos que produzca no le llevarán sino a la muerte 35 . Como se ve, en la teología de Pablo, el tema de la muerte está estrechamente ligado con el tema de la ley. Y por cierto en dos sentidos que son diametralmente opuestos entre sí: de una parte, está la muerte que se produce en el hombre de fe cuando es bautizado, que es la vinculación a la muerte de Jesús el Mesías y que lleva consigo la 34. En este sentido de liberación total entiende este pasaje F. Pastor, La libertad en la Carta a los galotas, Madrid 1977, 218. Aquí conviene insistir, una vez más, en que esta muerte del creyente se produce precisamente en el bautismo, lo que quiere decir que el bautismo es el punto de partida de la liberación total de la ley. Cf. E. Kásemann, An die Rbmer, 181; A. van Dülmen, o. c, 105-106; W. Thüsing, Per Christum in Dum. Studien zum Verháltnis von Christozentrik und Theozentrik in den paulinischen Hauplbriefen, Münster 1968, 96-98. ,.i ciones y hasta la expresividad de los rostros denotan que se vive ale especial y por eso de una manera muy especial. Todo oslo qum decir, evidentemente, que lo cotidiano y lo habitual, lo que se contuli ra como lo normal, no es capaz de asumir ni expresar todo lo «pti- , i hombre es y lo que el hombre vive; y menos aún lo que el linmi., aspira a ser y a vivir. Por eso, en la vida de los pueblos, de lim i'lu < y de los grupos humanos tiene que hacer su aparición •!.• iirin

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Reflexión sistemática

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tiempo, el acontecimiento singular de la fiesta, que corta el proceso normal de la vida y de las cosas; y que manifiesta, de manera exuberante y quizás aparatosa, que en la vida hay algo que no aparece ni puede aparecer todos los días 24 . Por otra parte, la fiesta es así precisamente porque en ella no se trabaja ni se rinde, es decir porque en ella se da de mano a lo útil y funcional, de tal manera que la gente se entrega gozosamente a lo que no sirve para nada. Y en eso seguramente radica el contraste más hondo que caracteriza a la fiesta. Por una razón que se comprende enseguida: el que hace algo útil, por ejemplo el que trabaja, está pensando en la utilidad que aquello le va a reportar; por el contrario, el que celebra y festeja, no tiene la mirada puesta en algo que sea ajeno a la celebración misma que está viviendo. De esta manera, la fiesta pone al decubierto el papel esencial que juega en la vida del hombre lo inútil, es decir, aquello que no se puede instrumentalizar para otra cosa. Y es que la celebración festiva tiene su razón de ser y su consistencia en sí misma, no en algo ajeno a la celebración en sí. Desde este punto de vista, la experiencia de lo festivo es como la experiencia del amor. En ambos casos, se trata de experiencias que no se pueden encuadrar en el ámbito de lo útil, sino en el ámbito de lo que tiene su explicación en sí mismo. Por lo tanto, festejar es vivir y expresar la experiencia esencial de la vida; y es, por eso, situarse en el centro mismo de la existencia. Justamente allí donde vive y se expresa el amor. Ahora bien, esto quiere decir que existe una diferencia esencial entre la fiesta y la diversión. El que se divierte se repliega sobre sí mismo y se limita a disfrutar; el que festeja, por el contrario, se abre a los otros y participa con los otros en un acontecimiento que a todos les concierne. La diversión brota del amor a sí mismo y degenera con frecuencia en egoísmo; la fiesta es la expresión gozosa de un proyecto compartido. Por eso, la fiesta se diferencia radicalmente de la frivolidad, aunque superficialmente puedan a veces parecer semejantes25. Porque la frivolidad es la expresión de sentimientos superficiales de la persona, mientras que la fiesta y la celebración son la manifestación más ostentosa de la fe en la vida. Y con esto tocamos el punto esencial: la celebración festiva es algo tan importante y tan serio porque en ella afirmamos nuestro conven-

cimiento de que la vida es buena y vale la pena. Lo cual quiere decir que la celebración es «un juicio favorable sobre nuestra existencia y la del mundo entero»26. A pesar de las contradicciones y los fracasos, no obstante todos los sufrimientos y todas las frustraciones, la celebración festiva no es una evasión, sino un sí a la vida, porque es sumergirse en la profundidad de la existencia, asumiendo lo que hay en la vida de gozoso, de positivo y de bello, para expresarlo con alegría y hasta con exceso. Todo esto nos viene a indicar que la celebración no corresponde a lo utilitario y funcional de la vida, sino a lo estético y a lo simbólico. Cuando la gente celebra una fiesta, ¿qué hace? En realidad, perder el tiempo. Exactamente lo mismo que hacen un hombre y una mujer cuando se quieren y pierden el tiempo mirándose a los ojos. ¿Es que no podrían dedicarse a otra cosa más útil? Sin duda alguna que sí. Pero el día que un hombre y una mujer pierdan la necesidad y la costumbre de perder el tiempo así, es evidente que han perdido lo más grande y lo más importante de la vida. Porque han perdido la necesidad y la capacidad de amar. La celebración, por tanto, es una expresión simbólica. Ahora bien, a este propósito se plantea enseguida una cuestión elemental: una expresión, ¿puede ser una cosa reglamentada y prescrita mediante normas externas? En realidad, nuestras liturgias son actos estrictamente reglamentados. Pero, ¿deberían ser así? En principio, parece que no. Por la sencilla razón de que la expresión es algo que brota de dentro: expresar la alegría o la tristeza es algo que no parece se pueda reglamentar. De lo contrario, caeríamos en el formalismo y en la teatralidad, pues como bien sabemos la expresión teatral es una cosa reglamentada, pero no brota de la experiencia interior, sino del formalismo de la representación. Por lo tanto, desde este punto de vista, se puede decir que la celebración no tiene por qué estar reglamentada y organizada mediante normas externas o rúbricas litúrgicas, porque la norma es exterior a la persona, mientras que la expresión es auténtica en la medida en que brota de la persona misma, es decir, de la experiencia que se expresa simbólicamente. Pero con decir eso nada más, no hemos tocado la verdadera cuestión que aquí se plantea. Porque una cosa es la expresión individual y otra cosa es la expresión comunitaria. La individual puede y debe ser enteramente espontánea, porque el individuo, que se expresa a solas, es libre para expresarse como él quiera. Pero en el caso de la celebración, se trata de una expresión comunitaria, es decir se trata de la expresión de experiencias comunes, compartidas por un grupo o

24. Sobre este punto y, en general, para un estudio acerca del sentido de la fiesta y la celebración, cf. J. Mateos, Cristianos en fiesta, Madrid 1972, 237-248; H. Cox, Las fiestas de locos, Madrid 1972, 37-43; J. Pieper, Zustimmung zur Welt. Eine Theorie des Festes, München 1963; J. Moltmann, Sobre la libertad, la alegría y el juego, Salamanca 1972; L. Maldonado, Iniciaciones a la teología de los sacramentos, Madrid 1977, 109-114. 25. Cf. H. Cox, Las fiestas de locos, 42-43.

26. J. Mateos, Cristianos enfiesta, 239.

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una comunidad. Ahora bien, la expresión colectiva o comunitaria requiere una cierta unidad o, dicho de otra manera, exige formas de exteriorización que resulten válidas para todos los participantes. Por eso se comprende que en las celebraciones litúrgicas se establezca una cierta normativa que ayude a proteger la unidad, por tratarse de una expresión comunitaria. Desde este punto de vista, resulta lógico y coherente decir que la celebración es una expresión, no sólo comunitaria, sino además ritual. Y eso quiere decir que en la celebración hay que llegar a un común acuerdo y por eso a una expresión común que resulte válida y realmente expresiva para todos los participantes. Por consiguiente, la celebración sacramental no puede ser una expresión puramente espontánea y menos aún anárquica, como si cada uno pudiera expresarse a su antojo y siguiendo los impulsos del momento. Ni en la celebración cristiana, ni en ningún otro tipo de celebración se hacen así las cosas. Por ejemplo, en un banquete de homenaje, cuando llega la hora de los postres, los comensales puestos en pie levantan sus copas y expresan de esa manera su adhesión a las palabras de elogio que se acaban de pronunciar. Pero está claro que, en ese momento, no suele ester permitido que uno de los asistentes se encarame a una mesa y baile allí un zapateado, por más que al improvisado bailarín le entren ganas de hacerlo. Cabe decir que, en ese momento, el «ritual» no permite semejante extravagancia. Por eso, se puede afirmar que el ritual sirve para unificar las expresiones individuales y hacer de todas ellas una sola expresión común, compartida por todos y aceptable para todos y cada uno de los participantes. El ritual es, pues, el resultado de un acuerdo comunmente compartido. Este común acuerdo se puede entender a tres niveles: 1.°) el nivel universal: es el que corresponde a los trazos comunes de la humanidad y se basa en la común organización física de nuestro cuerpo y, según piensan algunos, en el «inconsciente colectivo» que se expresa en arquetipos comunes a todos los hombres de todos los tiempos y de todas las culturas, por ejemplo comer juntos para expresar la amistad, postrarse para expresar el respeto, etc. Pero aquí conviene recordar lo que ya se explicó al hablar de las relaciones entre naturaleza y cultura, cuando se trata de los símbolos. De ello hemos hablado en el capítulo sexto de este libro. Evidentemente, los que afirman que todos los símbolos son «culturales», es decir, productos de cada cultura, se niegan a aceptar la existencia de símbolos universales. De ser válida esta interpretación, no tendría razón de ser, como es lógico, el nivel universal; 2.°) el nivel cultural: es el que corresponde a los trazos propios de cada cultura, por ejemplo la bendición se puede expresar mediante una imposición de manos en unas culturas, mientras que en

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otras se expresa mediante una unción con saliva. De acuerdo con lo que hemos explicado en el capítulo sexto, parece que se puede decir con bastante seguridad que los símbolos son siempre culturales. De ahí lo incoherente que resulta imponer unas formas de celebración sacramental que sean universalmente válidas para todos los hombres de todos los tiempos y de todas las culturas. Sin duda, por eso, el concilio Vaticano II ha dicho con toda razón que «la iglesia no pretende imponer una rígida uniformidad en aquello que no afecta a la fe o al bien de toda la comunidad, ni siquiera en la liturgia; por el contrario, respeta y promueve el genio y las cualidades peculiares de las distintas razas y pueblos; estudia con simpatía y, si puede, conserva íntegro lo que en las costumbres de los pueblos encuentra que no esté indisociablemente unido a la superstición y al error, y aun a veces lo acepta en la misma liturgia, con tal que se pueda armonizar con su verdadero y auténtico espíritu»27; 3.°) el nivel grupal: es el que es propio de cada grupo dentro de una cultura determinada, por ejemplo no es lo mismo una asamblea de personas mayores que una reunión de jóvenes; y no es lo mismo una reunión de campesinos que una celebración entre hombres de ciencia. Está claro que el lenguaje, los gestos y, en general, las formas de expresión no pueden ser exactamente las mismas en todos esos casos, por más que existan símbolos que a nivel cultural son comunes a todos 28 . Es evidente que la celebración cristiana ha de tener en cuenta estos distintos niveles, si quiere ser una expresión verdadera de la experiencia de los creyentes y no una mera fórmula ritual que se impone desde fuera y en la que no se expresa lo que realmente viven los participantes. Pero aquí es necesario hacer una advertencia importante. Por cuanto acabamos de decir, se comprende que lo esencial en la celebración no es el ritual, sino la experiencia que se expresa mediante unos símbolos determinados. Las formas de expresión, ya lo hemos indicado, quedan unificadas mediante el ritual, que cumple así la función subsidiaria de ayudar para que las expresiones individuales no se dispersen arbitrariamente o anárquicamente, con detrimento de la unidad. Pero debe quedar claro que el ritual, por sí mismo, no tiene ningún valor de carácter más o menos mágico, como si por el solo hecho de ejecutar un determiado ritual se tuviera que producir automáticamente un determinado efecto saludable. Es verdad que los teólogos dogmáticos han enseñado que el rito sacramental es, por sí

27. SC 37. 28. Cf. para todo este asunto J. Mateos, Cristianos enfiesta, 269-271.

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mismo, «causa» de la gracia que recibe el sujeto29. Pero aquí se debe recordar que esa concepción del sacramento no aparece en los escritos del nuevo testamento30, ni en la tradición más antigua de la iglesia31, ni aun siquiera se puede decir que eso sea una afirmación de la fe de la misma iglesia32. Por lo demás, cuando hablemos, más adelante, de la eficacia de los sacramentos, al explicar la fórmula ex opere operato, matizaremos más en concreto lo que se debe pensar sobre este asunto. Por último, de acuerdo con lo que hemos dicho en el capítulo séptimo, al hablar de los sacramentos como símbolos de libertad, es importante recordar aquí que las normas litúrgicas deben tener, al igual que el ritual, un papel puramente subsidiario. Lo cual quiere decir dos cosas. En primer lugar, que tales normas, como toda ley eclesiástica, no pueden tener otro sentido que el de ayudar a la comunidad cristiana para hacer su propio discernimiento, en orden a 29. Cf. M. Nicolau, Teología del signo sacramental, 239-243, que resume en líneas generales lo que ha sido la enseñanza de los teólogos a este respecto. Los teólogos, además, han enseñado que se trata de una causalidad «instrumental». 30. Aquí se debe tener en cuenta, ante todo, que el concepto de causalidad, aplicado a los sacramentos, se introduce en la teología en época muy tardía, concretamente en el siglo XII, como está bien demostrado. Cf. R. Hotz, Sakramente im Wechselspiel zwischen Ost und West, 74-80. Por otra parte, los textos que se suelen citar, para probar la causalidad de los sacramentos, se basan en la utilización de la preposición diá. En este sentido, se aduce Tit 3, 5 y 2 Tim 1,6. Pero curiosamente en esos textos, la preposición diá va con genitivo y no con acusativo, y es precisamente con acusativo cuando esa preposición indica la idea de causa. Y aunque hay casos en los que se puede presentar esa preposición con un genitivo causal (Rom 8, 3; 2 Cor 9, 13), no parece que en los textos citados antes tenga ese sentido. Cf. W. Bauer, Wórterbuch zum N. T., 359. Aparte de eso, estaría por demostrar que el texto de 2 Tim 1, 6 se refiere a un gesto sacramental. En cuanto al texto de Jn 3, 5, debe tenerse presente que la preposición ék no indica propiamente causalidad, sino origen. Cf. M. Zerwick, Graecitas bíblica, Roma 1960,44. Y aparte de eso, no parece que en ese texto el evangelio de Juan hable de los sacramentos, concretamente del bautismo, sino de la nueva vida que brota de la cruz. Cf. J. Mateos-J. Barreto, El evangelio de Juan, 188-189. 31. Ya se ha dicho que el concepto de causa se introduce en la teología sacramental durante el siglo XII. En la tradición antigua, encontramos, por ejemplo, el testimonio de la Didujé, según el cual a los cristianos se les exige una conciencia pura, precisamente «para que el sacrificio sea puro» (14, 1) y «para que vuestro sacrificio no se manche» (14, 2). El sacrificio es puro porque es limpia la actitud de los participantes. O sea, la causalidad no va del sacrificio a la conciencia, sino exactamente al revés: de la conciencia al sacrificio. Esta misma idea aparece expresamente formulada por Ireneo: Igitur non sacrificio sanctificant hominem; non enim indiget sacrificio Deus: sed conscientia eius qui offert santificat sacrificium: Adv. Haer IV 31, 2; Harvey II, 203. En general, cuanto se dijo en el capítulo II de este libro acerca del rechazo del culto ritual en la iglesia antigua, vale para probar lo que venimos indicando. 32. En los cánones de la sesión VII de Trento no se utiliza el término «causa». Y aunque se dice que «confieren» (conferre) la gracia (DS 1606; 1608), lo que está por demostrar es que el concilio quisiera definir que tal comunicación se produzca por un procedimiento de causa a efecto. Pero eso no está dicho en los cánones. Ni hay indicios de que la intención de los padres conciliares se refiera a eso.

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tomar las decisiones concretas que sé deben adoptar, pues de no ser así, la norma llegaría a adquirir un valor absoluto por encima del discernimiento cristiano, lo cual está abiertamente en contra de las afirmaciones expresas del nuevo testamento. En segundo lugar, que las normas litúrgicas no pueden tener un carácter rígido y pormenorizado, fijando todos los detalles y con una pretensión de absoluta validez para todos los casos posibles, ya que entonces la norma resultaría inadecuada para expresar la experiencia que viven las personas en cada momento y en cada situación. La norma sería lo absoluto y la expresión de la experiencia no tendría más remedio que supeditarse al cumplimiento de la ley. He ahí la perversión que, con demasiada frecuencia, sufren nuestras liturgias, en las que no parece que se trate de expresar una experiencia, sino de observar rígidamente un ritual, porque de su fiel cumplimiento se espera automáticamente la comunicación de la gracia. b)

¿Por qué los sacramentos son una celebración?

Después de lo dicho, la respuesta a esta cuestión no ofrece dificultad. Los sacramentos son una celebración porque son la expresión comunitaria, ritual y gozosa de las experiencias y aspiraciones comunes de los cristianos, que recuerdan de esa manera y manifiestan así lo que para ellos es Jesús el Mesías, especialmente su muerte y su resurrección. Al decir esto, estamos afirmando que los sacramentos no son simples rituales que se cumplen con fidelidad y exactitud de acuerdo con las normas establecidas. Y no son simples rituales porque todos sabemos de sobra que un ritual se puede ejecutar cabalmente sin que por eso aquello sea o resulte una celebración festiva. El ritual se puede cumplir rutinariamente, como se hace cualquier cosa entre las muchas cosas que tenemos que hacer todos los días. El ritual, por sí solo, es una expresión formal que en muchos casos se puede realizar vacío de contenido. Justamente lo que ocurre con demasiada frecuencia en nuestras iglesias cuando los fieles asisten pacientemente, incluso resignadamente, a funciones aburridas y monótonas en las que se puede ver cualquier cosa menos el talante festivo y gozoso de una auténtica celebración. En el fondo, el problema está en que no nos hemos convencido prácticamente de estas cosas: 1) que los sacramentos son esencialmente símbolos, en el sentido explicado; 2) que se trata de los símbolos que asumen y expresan las experiencias más profundas y decisivas en la vida de un hombre; 3) que además se trata de

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símbolos comunitarios, es decir, se trata de expresiones grupales en las que los individuos no actúan como sujetos yuxtapuestos, sino como quienes comparten y afirman una experiencia común que a todos les concierne. Ahora bien, está claro que cuando un grupo de personas se expresan simbólicamente, en el sentido explicado, tales personas se expresan festivamente, gozosamente, de acuerdo con lo que hemos dicho que es la celebración. He ahí por qué los sacramentos son una auténtica celebración. Pero aquí conviene hacer una advertencia importante. No se trata de que el sacramento se realiza o se recibe durante una celebración, sino que se trata de que el sacramento es esencialmente una celebración. Porque la experiencia de la fe, que se expresa simbólicamente, no se reduce a la sola ejecución de la materia y forma que según la teología tradicional son los constitutivos esenciales del sacramento. La experiencia de la fe se expresa en el conjunto de la celebración. Por consiguiente, es el conjunto de la celebración lo que constituye al sacramento. Ahora bien, esto quiere decir que no es ya admisible la teoría clásica sacramental, según la cual una cosa es la esencia del sacramento (materia y forma) y otra cosa son las ceremonias que acompañan a la administración del sacramento. La antigua teología sacramental estableció esa distinción, seguramente con el buen propósito de asegurar así las condiciones mínimas que se deben exigir para que el sacramento resulte válido. Por otra parte, aquella teología elaboró una idea del sacramento que lo dejaba reducido a los elementos esenciales del rito, la materia y la forma, según las ideas filosóficas que los teólogos escolásticos tomaron del pensamiento aristotélico. Y así, resultaba perfectamente admisible la desgraciada formulación del catecismo de Pío V: «A la materia y a la forma van unidas las ceremonias, que, fuera de un caso de urgente necesidad, no pueden omitirse sin pecado, si bien su omisión jamás anula la razón misma del sacramento, por no pertenecer éstas a la esencia del mismo» 3 \ De esta manera, y a partir de estas ideas tanto del sacramento como de las ceremonias que lo acompañan, se ha posibilitado y hasta se ha fomentado una manera de proceder en la iglesia: los sacerdotes han tomado en serio el asegurar la validez del rito (materia y forma), pero han descuidado asombrosamente el conjunto de la celebración, porque a fin de cuentas se pensaba que las ceremonias no forman parte del sacramento propiamente tal. Una consecuencia más, que se ha seguido casi inevitablemente a partir de una teología que ha concebido el sacramento como un rito que comunica una gracia y no como un símbolo que expresa una experiencia. 33.

Catecismo Romano, II, VII, Madrid 1956, 326.

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c) ¿Cómo deben celebrarse los sacramentos? Hay dos estilos o formas de celebración: un estilo sacral y ritualista y un estilo secular y connatural a la experiencia espontánea de los hombres. El primero se basa en la distinción entre lo sagrado y lo profano; el segundo tiene su razón de ser en la sacralización del universo que es propia de la fe cristiana. De acuerdo con lo que hemos visto ampliamente en los capítulos segundo y tercero de este libro, debe decirse que es el segundo estilo el que se adecúa con las exigencias de nuestra fe y el que expresa debidamente tales exigencias. De hecho, el estilo secular es el que mejor corresponde a las experiencias y a la praxis de las primeras comunidades cristianas, que, como ya hemos analizado, no adoptaron para sus celebraciones el estilo de las religiones sacrales del tiempo, sino que celebraban sus asambleas en las casas, no tenían templos y adoptaron una nomenclatura secular o civil para sus celebraciones y ministerios. Una vez más, viene bien recordar aquí el hecho asombroso que ha recogido y formulado acertadamente Eduard Schweizer: todos los testimonios del nuevo testamento coinciden en evitar por completo los conceptos referentes al culto sacral, sacrificios, servicio divino, sacerdocio, de tal manera que cuando hablan de esas cosas se refieren al culto pagano o judío o, a veces, a actos puramente profanos. Las dos excepciones que nos ofrece el nuevo testamento se refieren o a Jesucristo (él es quien ejerce el culto, ofrece el sacrificio, es sacerdote) o al culto que se realiza en la vida cotidiana, en el compromiso recíproco de la comunidad toda. Esto nos viene a decir que el ámbito cultual, separado del mundo, ha sido superado; todo es profano, o mejor, todo ha sido santificado por Dios 34. De acuerdo con lo que acabamos de indicar, el local de la celebración debe ser la gran sala de reunión de la comunidad, la familia de Dios, la domus ecclesiae o casa de la asamblea, según la antigua terminología35, que debe ser sobria y transparente, luminosa y apacible, un local que invite a la comunicación entre hermanos y que no resulte aislante para quienes participan en la celebración. Por tanto, el templo o iglesia no es un monumento sagrado para expresar la gloria de Dios o el triunfo del cristianismo. Y mucho menos es un centro de encuentros sociales. Tampoco tiene por qué ser un recinto 34. E. Schweizer-A. Diez Macho, La iglesia primitiva, medio ambiente, organización y culto, Salamanca 1974, 55-56. 35. Para este punto, Cf. M. Righetti, Manuale di sloria litúrgica I, Milano 1950, 343348; A. Raes, Introductio in liturgiam orientalem, Roma 1947, 19; A. G. Martimort, L'eglise enpriére, Paris 1961, 171.

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pensado para fomentar la devoción individual en el silencio y el aislamiento. Por supuesto, es importante que la comunidad disponga de un local apropiado para la oración individual, una capilla independiente de la sala de la asamblea, que sería el sitio indicado para reservar la eucaristía para los enfermos o para los miembros de la comunidad que no han podido participar en la asamblea común. Pero, en todo caso, se debe acabar con la confusión práctica que existe entre celebración y oración personal, entre participación comunitaria y recogimiento individual, entre la expresión festiva de la comunidad y los actos de devoción o piedad de cada cristiano. Por eso, desde la arquitectura hasta el mobiliario, todo en la «casa de la asamblea» debe estar pensado y organizado para hacer posible y fomentar la comunicación y la participación de todas y cada una de las personas que se congregan para la celebración. También aquí vale el principio según el cual, en asuntos de verdadera importancia, lo más práctico es tener una buena teoría. Y la teoría aquí es bastante conocida y, por lo demás, muy simple: la liturgia cristiana no nació en un templo, sino en una casa. Jesús celebró en una casa el primer banquete eucarístico; y las comunidades cristianas de los primeros siglos celebraban sus liturgias en las casas. Porque, como ya hemos dicho, el templo para los cristianos es la comunidad y, en última instancia, Cristo mismo, pero nunca un edificio36. Lo cual quiere decir que el local de la celebración no es la casa de Dios, sino la casa de la asamblea. Por lo tanto, ese local debe estar construido y acondicionado de tal manera que en él las personas se sientan como en su ambiente, para expresarse y participar sin dificultades. En este sentido, se ha dicho con razón que no se puede considerar como lograda una iglesia en cuyo recinto los fieles se sienten de modo que tengan que volver a sus propias casas para poder sentirse en casa37. De ahí, la orientación funcional que debe tener el edificio, la sala de la comunidad, los muebles, los utensilios y la distribución del espacio. También de acuerdo con los principios indicados anteriormente, los vestidos que utilicen los ministros en la celebración, deben expresar el sentido de fiesta y no el sentido de lo sagrado. Se sabe que los ornamentos litúrgicos actuales son la reproducción, más o menos 36. Aparte de lo que se ha dicho sobre este punto en el capítulo segundo de este libro, debe consultarse el excelente estudio de Y. Congar, Le mystére du temple, Paris 1958,145188; A. G. Martimort, Veglise enpriére, 170-172. 37. W. Staehlín, Handbuch für Kirchenbau, 1959, 212. Citado por H. Schnell, La arquitectura eclesial del siglo XX en Alemania, München 1974, 122. También sobre este punto debe consultarse el estudio de J. G. Davies, The secutar use ofchurch buildings, London 1968. Asi como el trabajo de H. Schnell, Kirchenbau im Wandel. Was ist eine Kirche?: Das Münster 25 (1972) 1-21.

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evolucionada, de la vestimenta de lujo que los antiguos romanos usaban en las solemnidades38. Pero es claro que hoy resulta sencillamente anacrónico disfrazarse de romano para participar en una celebración. Por otra parte, la comunidad cristiana no es —ni tiene por qué serlo— un museo de recuerdos históricos. Es decir, si en las celebraciones de los siglos IV y V se utilizaban las indumentarias de la época, nosotros no tenemos por qué seguirlas utilizando. He aquí un ejemplo muy claro de las incoherencias en que se incurre cuando se parte del supuesto según el cual hubo un tiempo ejemplar o una edad de oro de la liturgia, de tal manera que nuestra tarea actual tendría que consistir en intentar reproducir lo que se hacía en aquel tiempo o en aquella época: recuperar las oraciones de entonces, los ritos de entonces, los ornamentos de entonces, todo lo de entonces hasta donde sea posible. No cabe duda que esta orientación ha inspirado, muchas veces, al movimiento litúrgico y, en general, a la llamada reforma litúrgica &. Pero, al hacer eso, seguramente no se tenía debidamente en cuenta que una cosa es inspirarse en la tradición y otra cosa es reproducir el pasado. Porque los símbolos de una cultura no son universalmente válidos para todas las culturas. Y, por otra parte, cuando celebramos los sacramentos —hay que decirlo una vez más— no se trata de repetir mecánicamente unos ritos religiosos, sino de expresar humanamente unas experiencias que el Espíritu del Señor suscita en el hombre. Por lo demás, sabemos que el simbolismo del vestido es muy importante en la vida y en la convivencia de las personas: los sexos, las generaciones, las ideologías se expresan simbólicamente mediante el atuendo que cada uno se pone, de tal manera que con frecuencia la forma de vestirse tiene toda una capacidad expresiva, como para significar una concepción global de la vida y de la sociedad. Ahora bien, desde este punto de vista, será necesario preguntarse qué es lo que en realidad simbolizan las vestimentas litúrgicas actuales: ¿simbolizan lo anacrónico? ¿lo sagrado? ¿lo lejano y misterioso? ¿simbolizan lo que realmente tienen que simbolizar desde la comprensión cristiana de la celebración? Es claro que, en eslc asunto, se necesitará imaginación y discreción para dar con formas y 38. Cf. A. G. Martimort, Veglise enpriére, 106-109. Como se ha dicho accrliulimirii te, «nuestros ornamentos litúrgicos no son más que una forma estilizada de las vcsliilm n« que hacia fines del imperio romano se usaban para los días festivos». J. A. .(iingmimii, /•// sacrificio de la misa, Madrid 1951, 361. 39. Tal fue la orientación decidida de dom Guéranger (1805-1875), que ctt muí actitud excesivamente reaccionaria propugnó el retorno a la liturgia romana uiinio ln forma de oración por excelencia. También en este sentido el movimiento propimimdii pn Alemania por la abadía de Beuron. Cf. A. G. Martimort, Veglise en prríere, Sl-H, culi bibliografía sobre este asunto.

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expresiones que, por una parte, no caigan en lo extravagante y novedoso, pero que, por otra parte, signifiquen verdaderamente lo que tienen que significar en el conjunto de la celebración. Otra cuestión importante: en la celebración no tienen la prioridad los objetos, sino las personas. Y ante todo, el centro de la celebración no es una cosa (el altar o el crucifijo), sino una persona viviente: Jesús el Mesías resucitado, que se hace presente en su comunidad (Mt 18, 20) 40 . Ahora bien, el primer efecto que produce la presencia de Jesús resucitado es la alegría: una alegría desbordante que disipa los miedos, las dudas y las inseguridades (Mt 28, 8; Le 24, 38.41; Jn 20, 2829). Por eso, la experiencia básica que tenían los primeros cristianos en la celebración eucarística era precisamente esa alegría desbordante (ágallíasis) (Hech 2, 46; cf. Le 1, 14.47; 10, 21; Hech 16, 34; 19, 7; Jn 5, 35; 8, 56)41. De ahí que en la celebración debe reinar un ambiente de acogida, de sencillez y de espontaneidad, con tal que ayude a la edificación común y no se convierta en desorden. Las personas deben sentirse agusto y con libertad como para expresar lo que sienten o lo que les pasa. Y debe crearse una atmósfera de oración, de tal manera connatural a lo que cada uno vive, que cualquiera pueda decirle al Señor, en voz alta, lo que pasa por su corazón. Por lo tanto, la celebración no es una ocasión apropiada para oír un concierto de música sacra. Ni tampoco es un momento propicio para hacer una exhibición de ceremoniales antiquísimos que se representan delante del público, que contempla admirado o aburrido aquellas cosas. Como tampoco debe servir para que el orador de turno pueda lucir sus cualidades oratorias o para que un cantor impresione al auditorio con las habilidades de su voz. Y menos aún se debe considerar la celebración como el autoservicio de lo religioso en el que la clientela satisface sus demandas de lo piadoso, lo sacro o simplemente lo estético. Por último, en cuanto a los pasos que se deben dar para introducir modificaciones o adaptaciones en la manera de realizar la celebración, será importante tener en cuenta dos prinepios: 1) la edificación común, es decir, aquello que construye y hace verdaderamente a la comunidad, no lo que la divide y la desorienta; de ahí la necesidad de una educación y praparación conveniente, para que los participantes sepan lo que hacen y por qué lo hacen; 2) el diálogo con la iglesia; ahora bien, la iglesia no es sólo la comunidad sin sus ministros, ni es solamente el ministerio (episcopal o presbiteral) sin la comunidad, ni 40. Para estas cuestiones, que se refieren al estilo de la celebración, cf. J. Mateos, Cristianos enfiesta, 305-309. 41. Cf. R. Bultmann: TWNT I, 18-20.

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es únicamente esta comunidad concreta y desvinculada de las demás comunidades cristianas, porque cada comunidad no es una realidad autónoma, sino que es una forma privilegiada de realización de la iglesia total, que toda entera debe expresar la unidad y la concordia. Por lo demás, no es éste ni el lugar ni el momento de elaborar una reflexión teórica sobre el diálogo o de resolver la casuística que se puede plantear a ese respecto. 3.

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Una de las aportaciones más importantes de la moderna teología sacramental ha consistido en destacar la dimensión cristológica que tienen los sacramentos de la iglesia. La razón de ser de esta dimensión cristológica reside en el hecho de que Cristo puede ser considerado, con todo derecho, como el primer sacramento, el sacramento radical 42 . En efecto, Jesús el Mesías es el Hijo de Dios. Y eso quiere decir que Cristo es Dios de una manera humana, y hombre de una manera divina. En cuanto hombre, vive su vida divina en y según la humanidad. Todo cuanto realiza en calidad de hombre es acto del Hijo de Dios, acto de Dios en su manifestación humana: traducción y trasposición de actividad divina en actividad humana 43 . «El que me ve a mí, está viendo al Padre» (Jn 14,9). Ver a Jesús es ver a Dios, oír y palpar a Jesús es oír y palpar a Dios (cf. 1 Jn 1, 1), experimentar a Jesús es experimentar a Dios mismo. Por consiguiente, Jesús puede ser considerado verdaderamente como el sacramento por excelencia, en cuanto que él es la realidad única que puede expresar cabalmente lo que es Dios (cf. Jn 1, 18) y en cuanto que él solamente puede asumir totalmente lo que en el hombre hay o puede haber de experiencia de Dios. Por otra parte, el hombre Jesús es el sacramento original porque fue destinado por Dios a ser, en su humanidad, el acceso único de los hombres a la realidad sorprendente de la salvación. «Porque no hay más que un Dios y no hay más que un mediador entre Dios y los 42. Acerca de la dimensión cristológica de los sacramentos, cf. J. Alfaro, Cristo, sacramento de Dios Padre: la iglesia, sacramento de Cristo glorificado: Greg 48 (1967) 127; G. Atzel, L'umanitá di Cristo come fundamento della struttura sacramentaría, Roma 1969; E. Biser, Das Christusgeheimnis der Sátiramente, Heidelberg 1950; H. Kühle, Sakramentale Christusglekhgestaltung, Münster 1964; E. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, San Sebastián 1966; R. Vaillancourt, Vers un renouveau de la théologie sacramentaire, Montréal 1977, 58-64; Y. Congar, Un peuple messianique, Paris 1975, 31 s. 43. E. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, 22-23.

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hombres, un hombre, el Mesías Jesús» (1 Tim 2, 5) . Pero si sabemos que los sacramentos son acceso y vehículo de los hombres hacia la salvación, entonces es lógico concluir que Cristo, el Hijo de Dios, es el sacramento original y la raíz misma de todo sacramento. Ahora bien, la consecuencia lógica que se deriva de este planteamiento es que todo sacramento tiene que ser planteado y vivido, en la iglesia, a partir de la sacramentalidad de Cristo y en el sentido que nos traza esa sacramentalidad45. Esto quiere decir, en primer lugar, que todo sacramento tiene que ser revelación de Dios, el Dios que se nos ha revelado en Jesús. Por consiguiente, la celebración del sacramento tiene que ser expresión y manifestación de la presencia y de la cercanía de Jesús a los hombres, porque sólo a través de Jesús sabemos los hombres quién es Dios y cómo es Dios. En consecuencia, la celebración de todo sacramento tiene que expresar simbólicamente, la salvación y la liberación que Jesús el Mesías aporta al hombre. Y tiene que expresar también el camino de esa salvación y de esa liberación. De ahí que el centro y el eje de toda la vida sacramental es el misterio pascual, es decir, el acontecimiento de la muerte y la resurrección de Cristo, cosa que ha sido expresamente afirmada por el concilio Vaticano II 46 . De donde se sigue que toda celebración sacramenta] tiene que estar pensada y organizada en orden a que los participantes vivan y expresen lo que de hecho ha representado la muerte del Mesías para la humanidad: la victoria sobre el mal y el pecado, sobre la injusticia y el odio, sobre el egoísmo humano en todas sus manifestaciones. Más aún, de la misma manera que la existencia y el destino de Jesús se orientaron decididamente en el sentido de la solidaridad incondicional con los que sufren las consecuencias del mal y de la injusticia en el mundo, así también cada celebración sacramental debe orientarse en esa misma dirección: el sacramento exige que los participantes sientan viva la experiencia de lo que es el mal y la injusticia en el mundo; y el sacramento, además, debe expresar esa experiencia. Pero no para quedarse en eso solamente, sino para llegar, desde ahí, a la esperanza, el paso de la muerte a la resurrección. Por eso, las oraciones, los cantos, la predicación, los gestos simbólicos, todo en la celebración debe estar impregnado de esta mística de muerte y vida, en el sufrimiento y la esperanza que brotan connaturalmente de la fe en Jesús el Mesías. Pero hay algo que es, si cabe, más importante en todo este asunto. Cuando decimos que Cristo es el sacramento original, estamos afir44. Ibid., 24. 45. Cf. R. Vaillancourt, Vers un renouveau de la théologie sacramentaire, 61-62. 46. SC 5.47.61.

mando que el origen de todo sacramento es Cristo. Y eso quiere decir, no sólo que los sacramentos provienen de Jesús el Mesías, sino sobre todo que el agente primero y fundamental, en cada sacramento, es Dios por medio de Cristo. Este punto es decisivo para llegar a una adecuada comprensión de la teología sacramental de la iglesia. Porque el anuncio y la realización del misterio de la salvación están vinculados a la iniciativa y a la intervención de Dios incluso cuando se efectúan bajo la forma sacramental actual 47 . La salvación y los medios de salvación, antes que intervención o actuación humana, es la soberana intervención de Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, en la historia de los hombres. Así lo pone de manifiesto la fórmula, empleada frecuentemente por Pablo, según la cual Dios Padre actúa «en Cristo»48. Esa fórmula designa, entre otras cosas, la actividad de Dios para salvar a los hombres; y destaca la acción salvífica del Padre mediante el Mesías en la comunidad. Por consiguiente, cuando celebramos un sacramento, no celebramos en primer lugar y ante todo el recuerdo y la experiencia de nuestros compromisos y nuestra generosidad, sino el recuerdo y la experiencia de lo que fue el compromiso de Cristo y la generosidad de Jesús el Mesías por abrir un camino de esperanza a todo hombre. La celebración, por Jo tanto, no debe ser una ocasión para fomentar la propia autosatisfacción por los éxitos o el pesimismo por los fracasos; por el contrario, la celebración tiene que ser el momento privilegiado en que los cristianos recordamos las prodigiosas intervenciones de Dios en la historia, sobre todo el hecho asombroso de haber querido salvar a los hombres por medio de la cruz del Mesías. La comunidad no se salva a sí misma; es Jesús el Señor quien la salva en todo momento. Y eso es lo que la comunidad celebra cuando se reúne a participar en el sacramento. Pero aquí se debe hacer una advertencia importante. Con frecuencia, hay cristianos que no entienden las ceremonias litúrgicas y por eso les resultan extrañas, inexpresivas y a veces insoportables. Y con frecuencia también, a esos cristianos se les dice que aunque no entiendan nada, deben de ir a la iglesia y asistir a las funciones religiosas, porque todo buen cristiano debe creer en el misterio y debe tener el sentido sobrenatural que acepta la intervención misteriosa de Dios a través de gestos y palabras que son —y tienen que ser— también misteriosas. Esto, poco más o menos, es lo que muchas veces se les dice a quienes aseguran que no entienden la liturgia y por eso se 47. R. Schulte, Los sacramentos de la iglesia como desmembración del sacramento radical, en Mysterium salutis 1V/2, 145. 48. Cf. R. Schulte, o. c, 145. Ha estudiado admirablemente esta fórmula de Pablo, M. Bouttier, En Christ, Paris 1962.

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resisten a participar en los sacramentos. Y se les dice eso, para que vayan a la celebración religiosa con el convencimiento de que Dios los santifica por medio de sus misterios, aunque los asistentes no comprendan ni apenas vivan lo que allí está pasando. Ahora bien, cuando se les dice eso a los cristianos, en realidad se les está dando una doctrina sencillamente pagana. Porque esa manera de hablar es la reproducción casi cabal de las ideas que se tenían en el helenismo sobre los «cultos de los misterios», que guardaban una relación muy estrecha con la «magia» w. Pero aquí es decisivo destacar que el misterio, en la manera de hablar del nuevo testamento, significa algo completamente distinto. En efecto, según la enseñanza de Pablo, el misterio tiene una estrecha relación con el anuncio y la proclamación del Mesías Jesús, en cuanto que a veces se identifica con Cristo mismo; y a veces es el desarrollo teológico que de ahí deduce el mismo Pablo. El Mesías Jesús es el misterio de Dios (mustérion toü zeoü) (Col 2, 2; cf. 1,27; 4, 3; 1 Cor 2,1; cf. 2, 7; en general 1 Cor 2,116; Ef 3, 3 s; 1 Tim 3, 16)50. Más concretamente, el misterio es la historia preparada por Dios, mantenida inicialmente oculta y llevada a su cumplimiento en el Mesías Jesús al llegar la plenitud de los tiempos51. Pero aquí se debe insistir en el hecho de que este proyecto de Dios sólo puede ser reconocido y aceptado en el mensaje de la cruz (lagos toü stauroü) (Cor 1,18); y ese mensaje es el misterio de Dios (1 Cor 2, 1), el portento de Dios y el saber de Dios (1 Cor 1, 24), justamente lo que no han entendido los jefes de este orden presente, que crucificaron al Señor de la gloria (1 Cor 2, 8), pero que paradójicamente es aceptado y vivido por lo necio del mundo, lo débil del mundo, lo plebeyo y lo despreciado (1 Cor 1, 26-28). Por consiguiente, hablar del misterio en lenguaje cristiano, no es hablar de cultos mistéricos relacionados con lo mágico, es decir, relacionados con efectos misteriosos que se producirían automáticamente en los fieles, por más que tales cosas resultaran incomprensibles. Hablar del misterio cristiano es hablar de la cruz del Mesías, la locura de Dios y la debilidad de Dios (1 Cor 1, 25), que es aceptada y vivida por lo débil y despreciado del mundo. Por lo tanto, celebrar el misterio cristiano en los sacramentos es celebrar lo que puede ser aceptado y vivido por los que no pueden ser considerados como sabios, ni como poderosos, ni como gente de buena familia, ya que a esos tres grupos de personas recurre Pablo para explicar lo que él 49. Para este punto, cf. R. Schulte, o. c, 78-79, que remite al estudio de G. Bornkamm: TWNT IV, 809-834. 50. Cf. R. Schulte, o. c, 82. 51. Ibid., 83.

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quiere decir cuando se refiere a lo débil, lo despreciado y lo plebeyo (1 Cor 1, 26-29). De ahí que una celebración en la que los más sencillos, los más pobres y los más ignorantes se sienten como en un ambiente extraño, porque no entienden ni viven nada de aquello, es una celebración que nada tiene que ver con el misterio cristiano. La historia de la liturgia nos enseña que los ritos y celebraciones sacramentales han recibido abundantemente el influjo de las costumbres y etiqueta imperiales, el lenguaje refinadamente técnico de los ambientes más cultos, los usos y tradiciones de los grandes y poderosos52. Las grandes catedrales, las grandes liturgias pontificales, las lujosas ornamentaciones en altares, tronos, vestimentas y objetos sagrados, la solemnidad en cantos y palabras, la presencia incluso de insignias y artefactos de poder y violencia, tales como espadas, coronas reales, bastones de mando, cruces militares, banderas y estandartes conquistados matando gente, todo eso nada tiene que ver con el misterio cristiano y es claro que está en contra de lo que significa para nuestra fe la cruz de Jesús. Y peor es aún cuando las cosas se organizan de tal manera que los grandes y poderosos tienen los sitiales de preferencia, mientras que la gente sencilla se tiene que quedar en los rincones o en la puerta, porque para ellos no hay sitio en la celebración cristiana. Resumiendo: si Cristo es el sacramento original, todo sacramento nos tiene que remitir a su origen, es decir, toda celebración sacramental nos tiene que llevar a Cristo. Y eso quiere decir que la celebración en su conjunto nos tiene que revelar la presencia sencilla y cercana de Jesús y nos tiene que hacer vivir la presencia salvadora del Mesías de los pobres.

4. La iglesia y los sacramentos El concilio Vaticano II ha afirmado repetidas veces que la iglesia es un sacramento53. Y son muchos los teólogos que hoy están de 52. Este tipo de influencias se hicieron notar en la liturgia sobre todo durante el imperio franco. Se sabe que en ese tiempo, la idea de comunidad de los redimidos quedó suplantada por la concepción de la iglesia militante, como organización jarárquica de clero y pueblo. Por otro lado, la posición social del clero, que entonces formaba parte de la clase dirigente, con el monopolio casi exclusivo de la cultura, tuvo que ahondar este distanciamiento entre la liturgia y el pueblo. J. Jungmann, El sacrificio de la misa, 122. El influjo de las ideas imperiales en la vida y en la organización de la iglesia durante este tiempo, ha sido ampliamente estudiado por Y. Congar, Uecclésiologie du haut moyen-age, París 1968. 53. Los textos son abundantes y se encuentran, los principales a este respecto, en la constitución Lumen gentium, en Gaudium el spes y en el decreto Ad gentes: cf. también SC 5. 26. Por otra parte, la literatura teológica sobre este asunto es abundante. Merecen

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acuerdo en decir que esa afirmación del concilio es enteramente fundamental para comprender adecuadamente lo que es la iglesia34. Pero, en realidad, ¿qué es lo que se quiere decir cuando se habla de la iglesia como sacramento? Se quiere decir, ante todo, que la iglesia prolonga, en el tiempo y en el espacio, la presencia salvadora y liberadora de Jesús el Mesías entre los hombres. Porque la iglesia es el cuerpo de Cristo 55 . Ahora bien, tanto en las principales cartas de Pablo como también en las llamadas cartas de la cautividad, la afirmación de la iglesia como cuerpo del Señor indica una relación muy estrecha entre la forma de hacerse visible el Hijo de Dios en el mundo, por una parte, y la forma de hacerse visible la iglesia, por otra parte 56 . Esto quiere decir lo siguiente: la persona se hace visible y presente a través del cuerpo y por medio del cuerpo. Así se hizo presente en el mundo y en la historia el Hijo único de Dios. Y así se sigue haciendo visible y presente también en nuestros días, por medio del cuerpo, su cuerpo histórico y perceptible que es la iglesia. Por eso, de la misma manera que, con toda razón, se puede decir que Cristo es el sacramento original, igualmente podemos afirmar que la iglesia es un sacramento, el sacramento primordial o protosacramento, según la terminología teológica usual. Pero la afirmación según la cual la iglesia es verdadero sacramento apunta a algo más concreto. En efecto, la iglesia es espiritual e invisible, por una parte; social y visible, por otra. De ahí las dificultacitarse algunos títulos de especial interés: M. Bernards, Zur Lehre von der Kirche ais Sakrament. Beobachtungen aus der Theologie des 19. und 20. Jahrhunderts: MThZ 20 (1969) 29-54; K. Rahner, La iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967; J. Ratzinger, Das neue Volk Goltes. Entwürfe zur Ekklesiologie, Dusseldorf 1969; O. Semmelroth, La iglesia como sacramento original, San Sebastián 1965; Id., Yo creo en la iglesia, Madrid 1962; Id., Ursakrament: LTK 10, 568 s; Id., Diepaslorale Konsequenzen aus der Sakramentalitat der Kirche, en la obra en colaboración Wahrheit und Verkündigung, Paderborn 1967, 14891505; Id., La iglesia como sacramento de la salvación, en Mysterium salutis IV/1, 321-369. 54. Así, por ejemplo, M. Schmaus: «La sacramentalidad de la iglesia es, sin duda, la más importante afirmación del concilio Vaticano II; esta verdad determina todas las demás declaraciones sobre la iglesia». M. Schmaus, El credo de la iglesia católica II, Madrid 1970, 244. «La palabra sacramento aplicada a la iglesia es la clave que abre la puerta de una nueva concepción eclesiológica». P. Smulders, La iglesia como sacramento de salvación, en J. Barauna, La iglesia del Vaticano ¡I I, Barcelona 1967, 378. «El jalón más importante del Vaticano II en el terreno de la teología dogmática ha sido el haber designado a la iglesia como sacramento». H. Mühlen, Das Verhaltnis zwischen Inkarnation und Kirche in den Aussagen des Vat. II: TG 55 (1965) 171. 55. Para una correcta comprensión del sentido y alcance de esta gran afirmación de la teología de Pablo, cf. G. Hasenhüttl, Charisma Ordnungsprinzip der Kirche, Freiburg 1969,93-101. 56. Esta importante observación ha sido hecha por O. Semmelroth, La iglesia como sacramento de la salvación, en Mysterium salutis IV/1, 340.

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des que mucha gente suele experimentar cuando se trata de asuntos relacionados con la iglesia. Porque, a veces, se la considera de una manera demasiado espiritualizada o incluso espiritualista, lo que da pie a tantos espiritualismos irresponsables de los que nos quejamos con razón. Pero, otras veces, se piensa en la iglesia de una manera demasiado humana y como simple fenómeno histórico y social, lo cual engendra incontables malentendidos y no pocos pesimismos a la hora de enjuiciar las actuaciones de la misma iglesia. Ahora bien, la afirmación de la iglesia como sacramento supera esas dos visiones parciales, dándonos la clave de interpretación de lo que es y debe ser la iglesia. Porque en ella, el misterio de Dios, su plan de salvación para los hombres, se hace visible en el cuerpo social u organizado que es la iglesia, de tal manera que ni lo espiritual e invisible, por una parte, ni lo social y visible, por otra, se pueden disociar o minusvalorar de la manera que sea. En eso consiste la sacramentalidad de la iglesia. Y es a partir de esa sacramentalidad desde donde se deben comprender e interpretar los símbolos concretos que llamamos sacramentos. Así la iglesia y los sacramentos se relacionan mutuamente como realidades absolutamente inseparables, de tal forma que ni la iglesia se puede entender sin su proyección en todos y cada uno de los símbolos sacramentales, ni esos símbolos se pueden interpretar y comprender sin su enraizamiento en el sacramento primordial que es la iglesia. Enseguida vamos a tener ocasión de ver las consecuencias que se deducen a partir de este planteamiento para una interpretación correcta de los problemas que afectan a la teología sacramental. Pero antes será necesario tomar en consideración las consecuencias que se siguen de lo dicho a la hora de interpretar a la misma iglesia. Y, ante todo, la afirmación de la iglesia como sacramento no es propiamente una definición o descripción esencial, sino más bien funcional. Es decir, al considerar a la iglesia como sacramento, no nos referimos tanto a lo que la iglesia es en sí, sino a la forma en que ella ejerce su servicio para la salvación de los hombres 57 . Y así, afirmamos, por una parte, que la iglesia no es simplemente un instrumento de acción externa para procurar la salvación al hombre, y por otra parte, decimos que la iglesia no es ella misma la salvación, aunque tal salvación está estrechamente vinculada con ella58. Por otra parte, de lo dicho se sigue que lo externo y visible de la iglesia no es algo absoluto e inamovible, sino relativo y funcional. Es decir, lo visible de la iglesia es algo de lo que ella no puede prescindir, 57. Cf. O. Semmelroth, La iglesia como sacramento de la salvación, 321; 341-342. 58. Ibid, 341.

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pero al mismo tiempo es algo también que siempre tiene que estar en función de aquello que se significa y se simboliza mediante el cuerpo social y visible de la iglesia. Porque precisamente en eso consiste la estructura del sacramento en cuanto símbolo: algo que es meramente visible, nos remite a un más allá de si mismo, a lo que es esencialmente invisible; y eso, no por arte de una argumentación racional, sino por la fuerza que el símbolo tiene en sí mismo, como ocurre con los gestos corporales o con los símbolos de la cultura que nos llevan hasta algo más profundo, hasta la experiencia que simbolizan. Ahora bien, de lo dicho se siguen dos consecuencias de gran envergadura. La primera es que lo externo y visible de la iglesia no es algo meramente accidental en el conjunto de la realidad teológica que es esta iglesia concreta que conocemos y en la que vivimos. Y la segunda es que lo externo y visible de la iglesia no es una cosa absoluta e intangible, sino que por el contrario es —y tiene que ser— algo que siempre y en todo lugar expresa, ante los hombres concretos de cada cultura, lo que tiene que expresar el cuerpo de Jesús. Por consiguiente, debe quedar bien claro, de una vez por todas, que lo visible de la iglesia, es decir, lo que se mete por los ojos de la gente, no es una cosa sin importancia o algo meramente accidental, sino que es, por el contrario, una realidad estrictamente teológica, que toca al mismo ser de la iglesia como sacramento. Y, al mismo tiempo, eso que se mete por los ojos de la gente debe estar siempre organizado de tal manera que espontáneamente lleve a los hombres a percibir la presencia de Jesús en el mundo. Por lo tanto, la organización externa de la iglesia, su funcionamiento, su estilo, sus costumbres y todo lo que en ella es perceptible debe estar montado de tal forma que la gente, al verlo, perciba la presencia de Jesús entre los hombres. Pero aquí se debe hacer una advertencia importante: tal como están organizadas las cosas en la iglesia, la gente piensa de hecho que hablar de lo eclesiástico es hablar del clero, ya que éste asume las tareas más importantes y más decisivas en el funcionamiento de la iglesia. De ahí que cuando hablamos de la iglesia como sacramento, resulta inevitable hacer una aplicación particular a la forma concreta de vivir y de actuar que suelen tener los hombres del clero. Por eso, hay que decir que no es indiferente para la teología de la iglesia el hecho de que un obispo viva en un palacio o que viva en una casa sencilla como cualquier hijo de vecino; como tampoco es indiferente el hecho de que ese obispo viaje en un automóvil lujoso, en un sencillo utilitario o simplemente en el autobús de línea que utiliza la gente más modesta. Muchas veces se ha hablado de esas cosas —y de otras semejantes— con demasiada superficialidad, como si se tratara de asuntos sin importancia, cuando en realidad constituyen, en su conjunto, una

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categoría estrictamente teológica: aquello por lo que los hombres son llevados a ver en la iglesia el gran símbolo de la presencia del Señor o, por el contrario, un tipo de organización que poco tiene que ver con lo que de hecho fue la vida y la muerte de Jesús. Y aunque es verdad que no podemos poner el problema de la sacramentalidad de la iglesia en cosas tan concretas como una vivienda o un simple medio de transporte, no es menos cierto que lo inmediatamente tangible y perceptible es lo que, casi siempre, lleva a la gente a hacerse una idea de las realidades más profundas de la vida. He ahí la primera gran cuestión que plantea el hecho de la iglesia como sacramento. Otra consecuencia importante, que se deriva de ese mismo hecho, es la que se refiere a la orientación que se debería dar a la acción pastoral de la iglesia. Desde este punto de vista, la cuestión está en comprender que la iglesia es el sacramento de la salvación. Ahora bien, eso no quiere decir que la iglesia católica y romana tenga el monopolio de la salvación; y menos aún quiere decir que fuera de ella no haya posibilidad de salvación59. Decir que la iglesia visible es el sacramento de la salvación es decir que esta iglesia es el signo que Dios ha puesto en el mundo para que los hombres se enteren de que Dios los quiere salvar, y de que hay solución y salida ante el terrible problema que plantea la existencia humana. A partir de este planteamiento, la actividad pastoral de la iglesia se deberá organizar de tal manera que, por una parte, no se frene el impulso misional y, por otra parte, la administración de sacramentos se oriente en el sentido de la sacramentalidad de la misma iglesia. Esto quiere decir, ante todo, que la iglesia debe hacerse presente en todos los rincones de la tierra y ante todos los hombres, en la medida de lo posible. Pero, al mismo tiempo, eso quiere decir también que la actividad pastoral no debe consistir en el empeño por administrar masivamente sacramentos, sino por hacerse presente a los hombres en cuanto signo que expresa las cosas que antes hemos indicado. Porque una iglesia que reparte muchos sacramentos, pero que no «significa» esas cosas —en definitiva, la presencia de Cristo en el mundo— es una iglesia que difícilmente puede ser ante los hombres el sacramento de la salvación. Por último, se debe recordar aquí que si todo sacramento se debe interpretar y comprender a partir de la sacramentalidad de la iglesia, 59. La posibilidad de salvación fuera de la iglesia está expresamente afirmada en el Vaticano II (LG 16). Por esto, algunos teólogos opinan que la fórmula extra ecclesiam nulla salus debería ser totalmente abandonada, «porque no puede entenderse bien, si no es interpretándola hasta hacerle decir algo totalmente distinto de lo que expresan las palabras, tomadas sencillamente como suenan». Y. Congar, Esta es la iglesia que amo, Salamanca 1969, 72. En el mismo sentido, pero más tajante, H. Küng, La iglesia, Barcelona 1970, 377.

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eso nos lleva a la conclusión de que todo sacramento tiene necesariamente una dimensión y expresión comunitaria. Es decir, lo comunitario es esencialmente constitutivo de todo sacramento. Porque la iglesia es esencialmente una comunidad. Por otra parte, si lo comunitario es constitutivo del sacramento, la celebración sacramental debe ser, en cualquier caso, una experiencia comunitaria. He ahí una razón más de por qué el sacramento es necesariamente celebración vivida y compartida por un grupo de personas que participan de la misma experiencia comunitaria. La consecuencia lógica que de ahí se deduce es que un sacramento no puede reducirse a la simple formalidad de un servicio religioso puesto a disposición del público. Porque no se trata de una comunidad en el sentido más amplio o general de la palabra, sino de una comunidad de fe. Y ahí es donde está el problema. Porque, en realidad, ¿se puede decir, sin más, que la gente que asiste frecuentemente a nuestras iglesias es, por eso sólo, una comunidad de fe? Si esta pregunta se quiere responder desde las afirmaciones del nuevo testamento acerca de lo que es la fe cristiana, tendremos que concluir que es necesario y urgente afrontar en la iglesia el problema que representa la práctica sacramental tal como está generalmente organizada. 5. El origen de los sacramentos La teología católica ha enseñado tradicionalmente que los sacramentos tienen su origen en Jesús. En ese sentido se debe entender la afirmación del concilio de Trento según la cual los sacramentos fueron instituidos por Cristo 60 . Pero el problema que aquí se plantea está en saber cómo y por qué se puede decir que efectivamente todos y cada uno de los sacramentos provienen de Cristo o fueron instituidos por él. Porque de algunos sacramentos, nos consta expresamente que provienen de Cristo. Tal es el caso del bautismo (Mt 28, 19), la eucaristía (1 Cor 11, 23-25; Mt 26, 26-29; Me 14, 22-26; Le 22, 15-20) y la penitencia (Jn 20, 23). Pero de los demás sacramentos, no existe testimonio alguno que nos obligue a pensar en Jesús como autor de tales sacramentos61. Ahora bien, estando así las cosas, los teólogos se 60. DS 1601. 61. Acerca de la confirmación, la unción de enfermos, el orden y el matrimonio, ha dicho acertadamente K. Rahner: «Sobre estos sacramentos no poseemos ninguna palabra de Jesús. La autorización dada a los apóstoles para celebrar la eucaristía, no es la institución de un rito sacramental que transmita poderes oficiales. En efecto, nadie podrá negar que en el nuevo testamento existen poderes oficiales de derecho divino y transmisiones de tales poderes que no son sacramentos. Basta recordar el Primado de Pedro y de sus

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preguntan en virtud de qué argumento se puede demostrar que Cristo fue el autor de todos y cada uno de los sacramentos. La respuesta más convincente que han encontrado los teólogos está en decir que Cristo fundó la iglesia con su carácter de sacramento primordial o protosacramento; de donde resulta que si Cristo fundó la iglesia con esa dimensión sacramental, todos y cada uno de los sacramentos pueden ser considerados también como provenientes de Cristo o instituidos por él 62 . Porque la iglesia-sacramento se expresa y se realiza en determinadas acciones sacramentales. Y por eso, se puede decir que si la iglesia procede de Cristo, también esas acciones sacramentales proceden de él. Es verdad que este argumento no resuelve todas las dudas que se pueden plantear razonablemente acerca del origen de los sacramentos. Pero debemos reconocer que, en este asunto, la teología dogmática no ofrece la solidez y consistencia que algunos desearían. Por otra parte, en el capítulo anterior hemos visto cómo se llegó a fijar el número de los sacramentos. Y la verdad es que los teólogos no pudieron encontrar razones demasiado sólidas cuando trataron de precisar cuántos son los sacramentos de la iglesia y cuáles son esos sacramentos. Por eso se comprende que, al ser atacada esa doctrina por los reformadores del siglo XVI, los teólogos y obispos de Trento echaran mano de la afirmación genérica según la cual todos los sacramentos fueron instituidos por Cristo, por más que esa afirmación no resulte tan fácil de demostrar. Precisamente por eso, es decir, precisamente porque la demostración sobre el origen de los sacramentos es demasiado genérica y está fundada en razones muy generales, se plantea aquí una cuestión importante. Esta cuestión se puede formular así: ¿qué es lo que corresponde a Cristo y qué es lo que corresponde a la iglesia en la institución de los sacramentos? Esta pregunta es importante porque, en definitiva, lo que se trata de saber es si los sacramentos, tal como nosotros los celebramos, proceden de Cristo o proceden, más bien, de decisiones de la iglesia. Y por lo tanto, se trata de saber si los sacramentos, tal como nosotros los celebramos, son inmutables o por el contrario se puede introducir modificaciones en ellos. Porque está sucesores. Del mandato de la anamnesis —o conmemoración de la cena— no se sigue, pues, la sacramentalidad del orden. Así pues, hay cuatro sacramentos sobre los que no poseemos palabra alguna de «institución» por Jesucristo»; K. Rahner, La iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, 45. 62. En este sentido, se ha dicho muy bien que «desde este punto de vista de la iglesia como protosacramento, la existencia de verdaderos sacramentos en el sentido más riguroso y tradicional no necesita fundarse en cada caso en una determinada palabra — comprobable o presunta— en la que el Jesús histórico hable explícitamente de un sacramento determinado»: K. Rahner, o. c, 44.

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claro que aquellas cosas, que fueron establecidas por Cristo, no pueden ser modificadas por la iglesia. Mientras que si una cosa fue introducida por una decisión eclesiástica, puede ser modificada por otra decisión de la misma iglesia. Por Consiguiente, lo que nos preguntamos es esto: ¿instituyó Cristo todos y cada uno de los sacramentos de tal manera que determinó todos y cada uno de sus pormenores, hasta tal punto que lo único que tiene que hacer la iglesia es repetir y cumplir fielmente lo que quedó definitivamente instituido de una vez y para siempre? En el capítulo segundo de la sesión XXI del concilio de Trento se dice que la iglesia tiene potestad para cambiar en los sacramentos todo aquello que sea más conveniente para utilidad de los fieles, de acuerdo con la variedad de circunstancias, tiempos y lugares, pero con tal que se respete la sustancia de los mismos sacramentos63. Por lo tanto, el concilio afirma que la sustancia del sacramento es lo único que la iglesia no puede modificar. Pero el problema está en que ni el concilio de Trento ni ningún otro documento solemne de la iglesia ha llegado a definir en qué consiste la sustancia del sacramento. Por consiguiente, estamos prácticamente como antes, es decir, sin saber a ciencia cierta qué es lo que la iglesia puede modificar en los sacramentos. Por otra parte, el concilio Vaticano II, al establecer las normas para adaptar la liturgia a la mentalidad y tradiciones de los pueblos, dice que se ha de salvar la unidad sustancial del rito romano 64 , de donde resulta que el Vaticano II es más restrictivo, en este punto, que el concilio de Trento, en cuanto que pretende mantener como intocable, no ya la sustancia del sacramento, sino la unidad sustancial del rito romano. De todas maneras, no se puede decir que esa norma del Vaticano II haya venido a resolver la problemática teológica planteada, puesto que se trata de una medida disciplinar y no de una cuestión estrictamente dogmática. Los teólogos, por su parte, no están de acuerdo en cuanto a la respuesta que se deba dar a la pregunta antes planteada. Los autores que han tratado esta cuestión se distribuyen en cuatro grupos: 1) los que afirman que Cristo instituyó el signo sacramental en su totalidad, es decir, instituyó la materia y la forma de cada uno de los siete sacramentos (determinatio in individuo), de donde resultaría que la iglesia no tiene poder alguno para introducir modificaciones en el 63. Praeterea declarat, hancpotestatem perpetuo in Ecclesia fuisse, ut in sacramentorum dispensatione, salva illorum subslantia, ea statueret vel mutaret, quae suscipientium uülitati seu ipsorum sacramentorum venerationi, pro rerum, temporum et locorum varietate, magis expediré iudicaret: DS 1728. 64. Sérvala substantiali unitate ritus romani, legitimis varietatibus et aptationibus ad diversos coetus, regiones, populos, presertim in missionibus, locus relinquatur: SC 38.

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signo sacramental en cuanto tal; 2) los que defienden que Cristo instituyó el signo, pero no en su totalidad, con lo que se quiere indicar que la iglesia tendría facultad para introducir posteriores modificaciones, con tal que esas modificaciones no afecten a la validez del sacramento; es decir, la iglesia sólo podría cambiar lo que afecta a la licitud de los sacramentos (determinatio in specie inmobili et ínfima); 3) los que dicen que Cristo instituyó el signo (la materia y la forma), pero no en su totalidad, haciendo además una precisión: la iglesia puede modificar, no sólo lo que afecta a la licitud de los sacramentos, sino también lo que toca a la validez de los mismos, excepto en el bautismo y la eucaristía (determinatio in specie mobili); 4) los que afirman que Cristo instituyó solamente una gracia sacramental septiforme, dejando a la iglesia la libertad de expresar esa gracia de la manera más adecuada, con tal que el signo que se utilice en cada caso sea realmente apto para expresar la gracia en cuestión (determinatio informa genérica tantum)65. Habida cuenta de esta variedad de sentencias, por lo pronto se puede decir que el teólogo es libre para defender cualquiera de esas cuatro opiniones, puesto que las cuatro encajan perfectamente dentro de la ortodoxia católica. Por lo tanto, el teólogo es perfectamente libre para defender la última de esas cuatro opiniones. Por otra parte, quienes defienden que la iglesia no puede introducir cambios en el signo externo (materia y forma) de los sacramentos, parece que ignoran el hecho, históricamente comprobado, de que la iglesia ha introducido efectivamente tales cambios, como por ejemplo en el caso de la confirmación66. Por consiguiente, las dos primeras sentencias no parecen aceptables. Por lo demás, en todo este asunto se debe tener presente que cuando hablamos de sacramentos, no nos referimos a ritos o rituales religiosos simplemente, sino que nos referimos, ante todo, a símbolos, que lógicamente tienen un profundo enraizamiento en la experiencia humana de cada generación y de cada cultura. Ahora bien, mientras que el rito puede ser determinado y fijado de una vez y para siempre, en el caso del símbolo tal determinación inamovible no tiene sentido. 65. Sobre estas diversas sentencias, cf. E. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, 129-131; M. Nicolau, Teología del signo sacramental, 278. 66. Baste recordar que, mientras en oriente era la unción el punto central de este sacramento, en occidente lo era la imposición de manos. Cf. para este asunto, H. Elfers, Die Kirchnordnung Hippolyts von Rom. Neue Untersuchungen unter besond. Berücks, d. Buches v. R. Lorentz: De Egyptische Kerkerdening en Hippolytus von Rom, Paderborn 1938, 127-130; 111 y 153. Del mismo autor, puede consultarse, en este sentido, Gehórtdie Salbung mit Chrisma im áltesten abendlandischen Initiationsritus zur Taufe oder zur Firmung?: TG 34 (1942) 336 s.

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Porque es característica esencial del símbolo el ser un gesto externo y visible socialmente admitido en una determinada cultura, de tal manera que si a un gesto simbólico le falta esta característica, deja por eso mismo de ser símbolo para las gentes de ese determinado ámbito cultural. Por ejemplo, sabemos que en la antigüedad se diluían en aceite determinadas sustancias medicinales, como también se hacía eso mismo con muchos perfumes. De ahí, la utilización simbólica de los aceites curativos o perfumados para expresar la salud o la alegría festiva. Pero hoy nos encontramos con que lo mismo las medicinas que los perfumes se diluyen en alcohol, no en aceite. Por eso, el aceite ha dejado de ser un elemento simbólico para la gente de nuestro tiempo, que ya sólo puede comprender la utilización de los óleos en los sacramentos como componentes de un ritual petrificado, pero no como expresión simbólica de una experiencia. Otro ejemplo, en el mismo sentido, se puede poner a propósito del vino: hay muchos pueblos y culturas en los que la agricultura no conoce la vid; por eso, en tales pueblos, el vino es un artículo de lujo o un producto exótico que sólo se pueden costear muy contadas personas. Y entonces, ¿de qué puede ser símbolo el vino? Evidentemente, Jesús utilizó el pan y el vino en la cena eucarística porque esos elementos eran naturalmente familiares en la cultura de su pueblo. Si Jesús hubiera vivido en otra cultura, es lógico que habría utilizado otras cosas. Porque no es la materialidad del pan o la materialidad del vino lo que hace que la eucaristía sea lo que es, sino el pan y el vino en cuanto elementos de una cultura que pueden asumir y expresar una experiencia fundamental de nuestra fe cristiana: la experiencia de Jesús presente cuya vida se comparte entre los miembros de la comunidad. Por consiguiente, se puede afirmar que el origen de los sacramentos está en Jesús porque en él está el origen de la iglesia, que es el sacramento primordial y la raíz de toda la vida sacramental. Se puede decir, además, que un acto fundamental de la iglesia, que pertenezca realmente a la esencia de la misma en cuanto presencia histórica, escatológica de la salvación, dirigido al individuo o a la comunidad en sus situaciones decisivas, es ya eo ipso un sacramento67. Y se puede decir también que, con el paso del tiempo, la iglesia ha llegado a fijar y concretar esta vida sacramental de los fieles y de la comunidad en los símbolos sacramentales que hoy concretamente conocemos y practicamos. Más allá de estas afirmaciones, sinceramente no creemos que se pueda llegar. Por la sencilla razón de que, entre otras cosas, durante más de diez siglos la iglesia ni siquiera tuvo conciencia clara de cuántos son los sacramentos; y menos aún podía tener conciencia 67. K. Rahner, La iglesia y los sacramentos, 44.

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clara de cuáles son en concreto tales sacramentos, ya que, como hemos visto en el capítulo anterior, hasta bien entrado el siglo XIII no se resolvieron esas cuestiones. De ahí que, si ni siquiera se supo, durante tanto tiempo, cuántos son los sacramentos, menos aún se podía saber en qué han de consistir necesariamente los elementos integrantes de cada sacramento. Por eso, lo más razonable, en todo este asunto, será decir que la iglesia tiene, efectivamente, el poder de acomodar y adaptar los elementos integrantes del sacramento, para que sean realmente expresiones simbólicas de una comunidad de fe y no meramente rituales petrificados de una organización religiosa. Pero hay más. Porque no se trata solamente de que la iglesia puede acomodar y adaptar los elementos integrantes del sacramento, sino sobre todo que debe hacer esa acomodación y esa adaptación en cada caso, según los pueblos, las culturas y las generaciones. Porque la autoridad eclesiástica no es la dueña de los sacramentos. La autoridad en la iglesia es un servicio a las comunidades, que nunca se debe ejercitar dominando a los fieles, sino promoviendo la vida de fe, suscitando y animando la vida cristiana, y también protegiendo esa vida de los posibles pelibros que la amenazan. Ahora bien, parece bastante claro que es un serio peligro para la vida de fe el que ésta se tenga que expresar de un modo muy ajeno y ausente a la vida, es decir, parece que es un peligro importante para los fieles el hecho de que éstos tengan que practicar unos rituales que no entienden o asistir a unas ceremonias que no les dicen nada. Un ejemplo muy claro en este sentido es lo que ha ocurrido en el lejano Oriente: el cristianismo no ha penetrado en aquellos pueblos y sigue siendo un fenómeno marginal en la cultura india, japonesa o china; y parece que lo va a seguir siendo durante siglos, a no ser que ocurra un milagro portentoso, cosa que no es de esperar. Pero, en realidad, ¿por qué no ha penetrado el cristianismo en aquellas culturas? Sencillamente porque ha sido —y sigue siendo— presentado con unos esquemas de pensamiento y con un aparato de ritos y ceremoniales que nada tienen que ver con la manera espontánea y connatural de expresarse aquellas gentes. La iglesia perdió su gran oportunidad en Oriente cuando los misioneros jesuítas del siglo XVII vieron la necesidad imperiosa de respetar e incluso asumir los ritos chinos y malabares. Pero la intransigencia de Roma terminó por imponerse y hombres eminentes, como De Nobili y Ricci, tuvieron que sufrir las desagradables consecuencias del centralismo romano. Pueblos enteros y culturas milenarias se cerraron desde entonces a las posibilidades de una evangelización a

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gran escala . He ahí las consecuencias de concebir los sacramentos como ritos religiosos; y por cierto, como ritos necesariamente vinculados a una determinada cultura, en este caso la cultura occidental, según los esquemas y modelos que impone Roma hasta en sus más mínimos detalles. Por otra parte, cuando se invoca el argumento de la unidad, para justificar el hecho de que en el mundo entero se impongan unos mismo rituales, se olvida que la sola unidad que puede invocarse es la unidad en la fe, no la unidad en los ritos; y menos aún la uniformidad en todos y cada uno de los detalles de un ceremonial religioso. Semejante uniformidad no se puede justificar a partir del nuevo testamento o de la tradición cristiana más original, porque como es bien sabido durante todo el primer milenio abundó una gran variedad de liturgias, de acuerdo con los diversos pueblos y culturas que habían abrazado la fe cristiana.

6. La eficacia de los sacramentos Al llegar a este punto, estamos tocando una de las cuestiones más delicadas y debatidas en la teología sacramental de la iglesia. Porque en este asunto, la mentalidad moderna ve dos objeciones muy serias: 1) ante todo, un atentado contra la personalidad humana, porque la doctrina de la eficacia sacramental ex opere opéralo suena a magia y, por tanto, a un atentado contra la espontaneidad y creatividad personal; de ahí que mucha gente no ve por qué se tiene que someter al agua, al pan o al aceite, para que Dios se acerque al hombre o el hombre se acerque a Dios; 2) pero, más que nada, un atentado contra la personalidad de Dios, porque se tiene la impresión de que, en definitiva, la doctrina sacramenta] de la iglesia equivale a afirmar que encadenamos a Dios y su soberana independencia a ciertas cosas y ciertos gestos, a determinadas palabras o a simples ceremoniales. Pero, entonces, ¿es que vamos a someter a Dios a las cosas y a los hombres? ¿o es que vamos a poner nuestra fe, no en Cristo salvador, sino en el agua, el pan, el vino y otras cosas por el estilo? Los reformadores protestantes del siglo XVI afrontaron esta problemática de tal manera que llegaron a afirmaciones que hoy nos 68. La bibliografía sobre el complejo problema de los ritos chinos, japoneses y malabares es muy abundante. Para una introducción en el problema, con buena orientación bibliográfica, véase el artículo de G. Rommerskirchen, Riti, questione dei, en Enciclopedia cattolica X, 995-1005.

parecen sencillamente inadmisibles. Como es sabido, Lutero evolucionó en sus ideas a este respecto: en sus sermones de 1518 y 1519, considera el sacramento como un signo teórico que indica la gracia que recibimos por la fe, es decir, el sacramento es un signo exterior y nada más que eso; a partir de 1520, habla del sacramento como un signo exterior al que acompaña una promesa de gracia y que es realizado por mandato divino, lo que supone que, ya en este caso, se atribuye alguna eficiencia al signo exterior. Por eso, aunque Lutero rechaza la fórmula ex opere opéralo, en realidad se puede decir que sigue la doctrina tradicional de la eficacia objetiva de los sacramentos, al menos en cuanto que por la fuerza de la palabra de Dios (ex verbo dicto) llevan en sí mismos una promesa infalible de la acción de la gracia divina en el creyente69. Por su parte, Zwinglio sólo reconoce la acción de Dios que se nos comunica por medio del Espíritu; de ahí que el sacramento es solamente un signo externo por el que el hombre da testimonio de su fe70. Por último, Cal vino piensa que el sacramento es un símbolo externo mediante el cual el Señor nos comunica las promesas de su benevolencia7!. No hay, por tanto, una efectividad del sacramento en la conciencia y en la vida del creyente. La teología católica sobre los sacramentos afirma que éstos comunican o confieren la gracia de Dios a quien los recibe, con tal que no ponga obstáculo para ello, es decir, con tal que tenga intención de recibir el sacramento, lo que supone tener alguna fe, según dicen los teólogos72. Por otra parte, como es sabido, el concilio de Trento afirma que los sacramentos comunican la gracia ex opere operato7i. 69. Una excelente presentación de síntesis del pensamiento de Lutero y su evolución sobre los sacramentos y su eficacia, en R. Hotz, Sakramente im Wechselspiel zwischen Ost und West. 87-94. Un estudio más completo en W. Schwab, Entwicklung und Gestalt der Sakramentheologie bei Martin Luther, Bern 1977; Id., Lthers Ringen um das Sakrament: Catholica 32 (1978) 93-113. 70. La posición de Zwinglio, en cuanto a los sacramentos, es sin duda la más radical dentro de la teología protestante del siglo XVI. Hasta el punto de que la misma palabra sacramentum es rechazada por él, a no ser que fuese entendida en otro sentido, distinto del que habitualmente se le concede: Vocem islam «sacramentum» magnopere cupiam germanisnunquamfuissereceptam, nisigermaneessetaccepta. H. Zwinglis, Sámtliche Werkelll, Leipzig 1905, 757. Una exposición resumida de la doctrina de Zwinglio, en R. Hotz, Sakramente im Wechselspiel wzischen Ost und West, 94-97; F. Blanke, Zwinglis Sakramentsanschauung: Theologische Blátter 10 (1931) 283-290. 71. Videtur autem mihi haec simplex el propria fore definitio, si dixerimus externum esse symbolum quo benevolentiae erga nos suae promissionis conscientiis nostris Dominus obsignat: loannis Calvini Opera selecta V, München 1926, 259. Cf. R. Hotz, o. c, 97-101; W. Niesel, Die Theologie Calvins, München 1957, 220 s; Á. Ganoczy, Ecclesia ministrans. Dienende Kirche und kirchlicher Dienst bei Calvin, Freiburg-Basel-Wien 1968, 85 s. 72. Así textualmente, por ejemplo M. Nicolau, Teología del signo sacramental, 289. 73. DS 1608.

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Para comprender el sentido de esta fórmula, hay que tener en cuenta dos cosas: en primer lugar, que se trata, antes que nada, de una fórmula cristológica, es decir, se trata de una fórmula con la que originalmente se quiso explicar la eficacia de salvación que tiene la muerte de Jesucristo en la cruz74; en segundo lugar, la expresión opus operatum se contrapone, desde sus orígenes, a la expresión opus operantis15, y eso quiere decir que la fórmula se refiere esencialmente al lugar u origen de donde proviene la gracia: ese origen no está en la obra o actuación de las personas que realizan el sacramento (opus operantis), sino en Jesucristo, que con su muerte en la cruz conquistó para los creyentes la gracia salvífica de Dios (opus operatum). Por consiguiente, la fórmula tiene un sentido negativo y un sentido positivo: negativamente, quiere decir que la eficacia del sacramento no procede del hombre; positivamente, quiere decir que esa eficacia procede de la obra ralizada por Cristo, es decir, de la muerte de Cristo76. Por lo tanto, la fórmula no quiere decir que la acción del hombre es una cosa sin importancia. Tampoco quiere decir que el rito es lo que causa la gracia, aun cuando eso se diga en el sentido de que el rito es la causa instrumental de esa gracia77. Y tampoco quiere decir, estrictamente hablando, que la gracia está asegurada y garantizada para todo el que realiza el rito, ya que el rito es realizado siempre por el hombre, y entonces se vendría a decir prácticamente que la gracia se comunica ex opere operantis, es decir, por la obra que realizan el ministro del sacramento y el sujeto que recibe ese sacramento. En consecuencia, la fórmula no quiere decir que la gracia se comunica 74. Cf. O. Seramelroth: LTK 7. 1184; R. Schulte, Los sacramentos de la iglesia como desmembración del sacramento radical, en Mysterium saiutis IV/2, 151; R. Hotz, Soleramente im Wechselspiel zwischen Ost und West, 75. 75. Así en Pedro de Poitiers, discípulo de Pedro Lombardo: Moretur baptizans baptizatione, ut baptizatio dicitur actio ülius qui baptizat, quae est aliud opus quam baptismus, qua est opus operans, sed baptismus est opus operatum, si ha liceat loqui: Sent. I, 5, 6: ML 211, 1235. Con el papa Inocencio III, la contraposición adquiere más relieve y queda fijada en el sentido que tendrá más tarde: Quamvis opus operans aliquando sit immundum, semper lamen opus operatum est mundum: De Sanct. altaris Mysterio I, 3, 5: ML 217, 843. Cf. O. Semmelroth: LKT 7, 1184-1185; H. Hotz, o. c, 75-76; R. Schulte, o. c, 151-152. 76. Cf. O. Semmelroth: LTK 7, 1184-1186. 77. La idea de «causa instrumental» está expresamente afirmada en el concilio de Trento, al referirse a la acción del bautismo en la justificación (DS 1529). Pero conviene tener en cuenta que, ya en Tomás, la instrumentalidad dice relación expresa a la significatividad, es decir, el sacramento es instrumento precisamente en cuanto que «significa»: et secundum hoc est conveniens instrumentum, quia sacramenta significando causant: De verit. q. 27, a. 4 ad 13. Por lo tanto, la causalidad instrumental es una manera de expresar la efectividad propia del signo. No se trata de que el sacramento es signo porque es causa de la gracia, sino al contrario: se le puede llamar «causa», en cierto sentido, porque es «signo» de la gracia.

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por la causalidad o efectividad que tiene el rito en sí o por sí, sino que quiere decir simplemente que la gracia se comunica por la efectividad que tiene la obra salvífica de Cristo. Ahora bien, a partir de esta explicación se comprende perfectamente en qué sentido es válido afirmar que el sacramento comunica la gracia o aumenta la gracia en quien lo recibe. Según hemos podido ver ampliamente, el sacramento es un símbolo, mediante el cual el creyente expresa su experiencia o sus experiencias de fe. Y aquí es donde está el punto capital para comprender correctamente lo que es el sacramento. Porque el símbolo tiene la virtualidad, no sólo de expresar la experiencia, sino también de aumentar e intensificar esa misma experiencia. Si una persona besa a otra persona, no sólo le expresa su cariño, sino que además intensifica ese mismo cariño. Por eso, se puede decir que si, en la celebración sacramental, el creyente expresa su experiencia de fe, de esperanza o de amor, esa celebración intensifica esa experiencia y la aumenta. Y entonces, lo que en realidad ocurre es que se acrecienta en el creyente la fe, la esperanza o el amor. El sacramento, por lo tanto, no es un gesto ritual, ajeno a la experiencia cristiana que vive el creyente, sino que brota de esa experiencia y revierte sobre ella para potenciarla o enriquecerla. Por otra parte, al explicar de esta manera la efectividad del sacramento, no se niega ni la necesidad de la intervención divina en la comunicación de la gracia, ni la libertad de Dios que nunca puede estar encadenado al hombre. No se niega la necesidad de la intervención divina, porque es Dios, mediante su gracia, quien suscita la experiencia cristiana en el hombre, es decir la gracia de Dios actúa en la persona, no a través del instrumento material que es el rito, sino a través de la experiencia humana y cristiana que vive el creyente. Por otra parte, no se niega tampoco la libertad de Dios, porque precisamente de esta manera no queda Dios prácticamente encadenado a que un hombre quiera o no quiera realizar un determinado rito. El hombre puede ejecutar un rito o mil ritos con toda la exactitud que se quiera, pero si la gracia de Dios no suscita y estimula la experiencia que se debe expresar simbólicamente en el sacramento, el rito o los ritos, por sí solos, no tienen ningún poder mágico para santificar automáticamente a las personas. Por lo demás, aquí se debe recordar que la experiencia, de la que venimos hablando, no se debe confundir con un determinado sentimiento, con una emoción o con cualquier forma de vivencias internas que tenga o pueda tener el sujeto. La experiencia es la realidad hecha vida en el sujeto: es la realidad de la fe cristiana, la realidad de la esperanza o del amor, que se hacen vida en la persona. Cuando una persona vive esas realidades, tiene la experiencia en cuestión, por más

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que en un determinado momento se sienta más o menos insensible o carente de estímulos emocionales. Es verdad que al plantear las cosas de esta manera, se tiene la impresión de que el sacramento no es una cosa tan segura, tan automática y tan indefectible como cuando se dice que el rito es eficaz por sí mismo. Pero, en realidad, ¿no es un engaño mayor ese presunto automatismo de los ritos sacramentales? Porque de sobra sabemos que hay personas muy religiosas, que se pasan la vida recibiendo sacramentos, por ejemplo confesando y comulgando con una notable constancia, pero al cabo de muchos años resulta que dan muestras abundantes de tener tan poca fe o tan poca caridad como al principio. Y entonces, ¿se puede asegurar que en esas personas ha estado aumentando la gracia divina constantemente, cuando el hecho es que eso no se nota por ninguna parte? Hasta ahora, que sepamos, la teología no ha dado una respuesta satisfactoria a esta cuestión. Porque la doctrina sobre la eficacia de los sacramentos se había planteado de tal manera que no quedaba más remedio que decir una de estas dos cosas: o que no es verdad eso de la eficacia sacramental, o que la gracia se almacena en el alma sin que eso tenga que notarse en la vida del sujeto. Pero, entonces, ¿qué gracia es ésa y para qué sirve? Los teólogos dicen, y con razón, que la gracia divina santifica al hombre. Pero, ¿es que se puede pensar en una santificación progresiva y creciente que, sin embargo, no se nota por ninguna parte en la vida y en los comportamientos del sujeto? He ahí por qué, entre otras razones, parece más coherente hablar de la eficacia sacramental, no ya en términos de un automatismo del rito, sino a partir de las experiencias reales y concretas que vive el sujeto. 7. El carácter sacramental Según la conocida afirmación del concilio de Trento, hay tres sacramentos que imprimen carácter: el bautismo, la confirmación y el orden 78 . Esta cuestión es importante, sobre todo por lo que respecta al sacramento del orden. Porque, desde el siglo XII hasta nuestros días, se ha aceptado comunmente entre los teólogos la idea de que ese sacramento consiste en el carácter, del que arrancan los poderes sagrados que tiene el sacerdote79. Pero como el carácter es imborra78. DS 1609. 79. La definición que propone Pedro Lombardo, cuando explica en qué consiste el sacramento del orden, es clara y terminante: Character igitur spiritualis, ubi fit promotio potestatis, ordo vel gradus vocatur: Sent. IV, d. 24, c. 13 (ed. Quaracci) 1916, 902. En el mismo sentido Alberto Magno, en el De Sacram. VIII, q. 1, (ed. Westfal.) 1958, 135-136. Estas ideas son más expresamente desarrolladas por Tomás, para quien el sacramento del

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ble, es decir se trata de una señal o marca que configura al sacerdote para siempre, de ahí se ha concluido que el orden es un sacramento irrevocable: sacerdos in aeternum, el ordenado es y será sacerdote por los siglos de los siglos, aunque traicione su vocación y su ministerio, aunque sea reducido al estado laical por la autoridad competente. Por eso, los moralistas y los teólogos dogmáticos han dicho tradicionalmente que un sacerdote secularizado puede dar la absolución sacramental a un pecador moribundo que no encuentra otro confesor que le perdone sus culpas; como también se ha dicho que un sacerdote secularizado puede consagrar válidamente la eucaristía, por más que eso no sea lícito según la normativa eclesiástica vigente. Estando así las cosas, conviene aclarar, ante todo, que en el nuevo testamento no existe una argumentación concluyente en virtud de la cual quede demostrada la existencia del carácter sacramental. Es verdad que Pablo afirma, en algunos textos, que el cristiano es marcado por Dios con un sello (sfragis) (Rom 4,11; 2 Cor 1,22; Ef 1, 13; 4, 30). Pero lo que está por demostrar es que en esos textos se trate de una realidad asociada a un sacramento, sobre todo si tenemos en cuenta que, a veces, el mismo Pablo habla del «sello» en un sentido que nada tiene que ver con lo sacramental (cf. 1 Cor 9, 2) 80 . Y, en todo caso, no parece que haya texto alguno que relacione el «sello» con el sacramento del orden. Por otra parte, hasta el siglo XII, por lo menos, lo que hoy llamamos el sacramento del orden era considerado como un oficio, del que eran apartados los clérigos cuando se pensaba que eran indignos. La legislación eclesiástica era terminante en este sentido81. orden es esencialmente el carácter y, por otra parte, el carácter es esencialmente la potestad que se confiere al ordenado: Unde relinquitur quod ipse character interior sit essentialiter et principaliter ipsum sacramentum ordinis: SmTh III, q. 34, a. 2 ad 1. Et ideo character, qui est spiritualispotestas, in definitione ordinisponitur: SmTh III, q. 34, a. 2 ad 2. Cf. J. Espeja, Estructura del sacerdocio según los caracteres sacramentales, en El sacerdocio de Cristo y los diversos grados de su participación en la iglesia, Madrid 1969, 273-294. 80. Cf. G. Fitzer, en TWNT VII, 948-950. 81. Los concilios se pronunciaron constantemente sobre este asunto. Así, en los concilios galos: Arles (año 314) c. 21. CC 148, 13; Colonia (año 346) n. 4. CC 148, 27-28; n. 5,6,7. CC 148,28; Valence (año 374) c. 4. CC 148,40; Turin (año 398) c. 3. CC 148, 56; Orange (año 441) c. 15. CC 148, 82; c. 22. CC 148, 84; Arles (año 442-506) c. 14. CC 148, 117;c. 15. CC 148,117;c.41. CC 148,122; c. 44. CC 148,123; Statutaecclesiae Antiqua,c. 34. CC 148, 172; c. 43. CC 148, 173; c. 44. CC 148, 173; c. 72. CC 148; c. 73. CC 148, 178; Orleáns (año 511) c. 9. CC 148 A, 7; Epaone (año 517) c. 4. CC 148 A, 25; c. 22. CC 148 A, 29-30; Marseille (año 533) Epist. 111 del papa Juan II. CC 148 A, 89; 90; 93; Orleáns (año 533) c. 8. CC 148 A, 100; c. 9. CC 148 A, 100; Orleáns (año 538) c. 2. CC 148 A, 115; c. 6. CC 148 A, 116; c. 7. CC 148 A, 117; c. 8. CC 148 A, 117; Orleáns (año 541) c. 10. CC 148 A, 134; c. 17. CC 148 A, 136; Orleáns (año 549) c. 3. CC 148 A, 149; c. 4 CC 148 A, 149; c.

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Y es importante advertir que eso se hacía aun cuando se trataba de obispos82. Por lo demás, los que eran expulsados del oficio pasaban sencillamente a ser seglares83. Es decir, durante más de diez siglos no 5. CC 148 A, 150; c. 11. CC 148 A, 152; c. 18. CC 148 A, 155; Aspasi (año 551) c. 2. CC 148 A, 163; Arles (año 554) c. 4. CC 148 A, 171; c. 7. CC 148 A, 172; Turón (año 567) c. 20. CC 148 A, 148; Macón (año 581-583) c. 10. CC 148 A, 225; c. 11. CC 148 A, 225; Lyon (año 583) c. 1. CC 148 A, 232; Macón (año 585) c. 6. CC 148 A, 241; Narbonner (año 589) c. 3. CC 148 A, 254; c. 8. CC 148 A, 255; Clichy (año 626-627) c. 25. CC 148 A, 296; c. 28. CC 148 A, 296; Chalon-Sursaone (año 647-653) c. 16. CC 148 A, 306; St. Jean de Losne (año 673-675) c. 10. CC 148 A, 316; también en los concilios africanos: Cartago (año 345348) c. C. CC 149, 5; c. 5. CC 149, 6; c. 14. CC 149, 10; Hipone (año 393) c. 3. CC 149, 21; Cañones in causa Apiarii, c. 25. CC 149,108-109; Regulae ecclesiae carthaginensis excepta, c. 70. CC 149, 201; Fenandi breviarii cañones, c. 118. CC 149, 397; también en los concilios visigóticos e hispano-romanos: Toledo (año 397-400) c. 4. CV, 21; Tarragona (año 516) c. 2. CV, 35; c. 9. CV, 37; Lérida (año 546) c. 5. CV, 57; c. 15. CV, 59; Braga (año 572) c. 10. CV, 85; c. 12. CV, 89; c. 24. CV, 93; c. 28. CV, 94; c. 34. CV, 96; c. 39. CV, 97; c. 63. CV, 101; Narbona (año 589) c. 8. CV, 148; Zaragoza (año 592) c. 1. CV, 154; Sevilla (año 614) c. 3. CV, 165; c. 5. CV, 166; Toledo (año 633) c. 28. CV, 202-203; c. 29. CV, 203; c. 45. CV, 207; Toledo (año 638) c. 4. CV, 237; Toledo (año 646) c. 1. CV, 250; Toledo (año 653) c. 4. CV, CV, 278; c. 7. CV, 281; Toledo (año 675) c. 5. CV, 359; c. 6. CV, 360; c. 13. CV, 365; Toledo (año 694) c. 4. CV, 531; c. 5. CV, 532; igualmente en los concilios medievales posteriores, por ejemplo: Roma (año 1074) c. 5; Mansi 20, 408; Roma (año 1078) c. 3: Mansi 20, 509; c. 11. Mansi 20, 510; hasta el punto de que hubo que prohibir las reordenaciones y prescribir la estabilidad en el ministerio, por ejemplo en el concilio de Roma (año 904) c. 5: Mansi 18, 224; y también se encuentra este tipo de legislación en los concilios ecuménicos y más tarde en los generles de la baja edad media: Nicea (año 325) c. 17. COD, 14; Calcedonia (año 451) c. 2. COD, 88; c. 10. COD, 92; c. 29. COD, 101; Nicea (año 787) c. 5. COD, 143; c. 10. COD, 146-147; c. 18. COD, 152; Constantinopla (año 869-870) c. 23. COD, 183; c. 24. COD, 184; Letran (año 1123) c. 3. COD, 190; Letran (año 1139) c. 1. COD, 197; c. 19. COD, 201; Letran (año 1179) c. 3. COD, 212; c. 11. COD, 217; c. 12. COD, 218; c. 13. COD, 218; c. 15. COD, 219; c. 25. COD, 223; c. 27. COD, 225. Por lo demás, es claro que en aquellos concilios no se planteaba el hecho de la estabilidad en el ordo como se plantea en nuestros días. 82. Los ejemplos abundan en este sentido, así: conc. de Valence (año 374) c. 4. CC 148, 40; Orleáns (año 538) c. 2. CC 148 A, 115; Orleáns (año 541) c. 10. CC 148 A, 134; Orleáns (año 549) c. 3. CC 148 A, 149; Macón (año 581-583) c. 11. CC 148 A, 225; Toledo (año 633) c. 28. CV, 202-203; Roma (año 904) c. 5. Mansi 18,224; Calcedonia (año 451) c. 29. COD, 101; Letran (año 1139) c. 19. COD, 201; Letran (año 1179) c. 3. COD, 212. Pero ya, bastante antes de toda esta legislación conciliar, sabemos que en el siglo tercero era una praxis establecida en las iglesias el deponer a los obispos, que así dejaban de serlo, cosa que podían hacer las comunidades. El hecho más conocido, en este sentido, es el de los obispos de León, Astorga y Mérida, en tiempos de S. Cipriano: Epist. 67, d: CSEL 3/2, 737-738, en general toda esta carta trata expresamente este punto. 83. La expresión que se utilizaba en estos casos lo indica claramente: laica communicatio, es decir los que eran privados del oficio, eran admitidos en la comunidad como seglares. Así aparece ya en la carta citada de Cipriano: si sibi vel laico communicare contingeret. Epist. 67, 6: CSEL 3/2, 740, 16-17. Lo mismo aparece en la legislación conciliar, por ejemplo en el conc. de Colonia (año 346): qui nec laicam debet communicationem accipere. c. 2. CC 148,27. Sobre este asunto, debe consultarse W. Elert, Abendmahl und Kirchengemeinschaft in der alten Kirche hauptsáchlich des Ostens, Berlín 1954, 131141.

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se ha pensado en la iglesia que la ordenación imprima un determinado carácter imborrable. Y menos aún se pensó, durante aquellos siglos, que el ordenado de clérigo tuviera que vivir como clérigo toda su vida. A partir de Pedro Lombardo se generaliza paulatinamente la idea de que el sacramento del orden está esencialmente vinculado al carácter imborrable que se imprime con la ordenación. Enseguida vamos a ver en qué sentido se puede admitir este planteamiento. En la antigüedad, se habló frecuentemente del «sello» (sfragis) en relación con la vida cristiana: a veces, para referirse a cosas que no dicen relación directa con lo sacramental, como por ejemplo cuando se hablaba de la cruz como sello o señal de los cristianos; otras veces, para indicar el rito mismo de la iniciación cristiana o también la señal que Dios imprime en el alma de los cristianos84. Incluso se sabe que cuando Agustín habla del sello o carácter que imprime el bautismo, se refiere solamente a una metáfora, es decir, no se trata de una realidad que se produce en el lma del cristiano, sino simplemente de una comparación85. Por otra parte, en los grandes teólogos del siglo XIII no se llegó a un acuerdo cuando se trató de explicar la naturaleza del carácter, pues mientras que para algunos consiste en una mera disposición para la gracia (Guillermo de Auxerre, Alberto Magno, Buenaventura), para otros se trataría más bien de una configuración con Cristo (Alejandro de Ales), y para Tomás de Aquino y su escuela es un poder de orden cultual86. Sin olvidar que hubo autores, como Escoto87 y más tarde Gabriel Biel88 y 84. Cf. para este punto el excelente estudio de J. Galot, La nature du caraclére sacramentel, Bruxelles 1956, 28-29. 85. Cf. J. Galot, o. c, 39-41. 86. Puede verse ampliamente analizada cada una de estas tendencias en la obra de J. Galot, o. c, 63-79; 147-170; 171-195. 87. En realidad, Escoto admite la existencia del carácter sólo por la autoridad del papa Inocencio III: Propter dictum eius (Inocencio) tantum hoc teneo: Repórtala Parisiensia XI, P. II, 611, citado por J. Galot, o. c, 209, n. 3. 88. El gran teólogo de finales del siglo XV llega a la conclusión de que ni se demuestra la existencia del carácter por una razón necesaria, ni hay una autoridad evidente para probarlo: nec ratio necessaria demonstrat nec evidens auctoritas probat: Collectorium circo quatluor libros Sententiarum IV, d. 6, q. 2, concl. 1, W. Werbeck y U. Hofmann (ed.) Tübingen 1975, IV/1, 253. Esto, sin embargo, no quiere decir que Gabriel Biel niegue la existencia del carácter, ya que su existencia le parece una cosa probable: Per rationes persuasivas et ecclesiae auctoritatem ostendi potesl probabiliter ponendum esse characterem: o. c , IV, d. 6, q. 2, concl. 2. Por lo demás, es sabido que, a partir de Escoto, existió una corriente teológica que venía a reducir el carácter a un mínimum, en el sentido de que el carácter sería una simple relatión. Así, Hugo de Novocastro (cf. J. Galot, o. c, 213-214) y Durando de San Porciano, para quien el carácter no pasa de ser una pura relación de razón: Character non est aliqua natura absoluta sed est sola relatio rationis per quam ex institutione velpactione divina deputatur aliquis ad sacras actiones: Sent. IV, d. VI q. 1, Venetiis 1571, 299, citado por J. Galot, o. c., 216, n. 1. También aparecen fuertes

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Cayetano89 que negaron el origen bíblico o de tradición de la doctrina sobre el carácter. Así las cosas, llegamos a la afirmación doctrinal que hizo el concilio de Trento sobre este asunto. Pero, en realidad, ¿qué es lo que el concilio quiso enseñar? Para comprender la doctrina de Trento, hay que tener en cuenta, ante todo, que importantes teólogos anteriores al concilio habían puesto en duda el origen revelado del carácter sacramental; y otros, como Durando, habían hecho matizaciones importantes en ese sentido90. Por otra parte, la teología medieval no estaba de acuerdo acerca de la naturaleza del carácter. Es decir, se admitía generalmente la existencia del carácter, pero se discutía su naturaleza. Ahora bien, como hemos tenido ocasión de ver ampliamente en el capítulo anterior, el concilio no quiso expresamente condenar o definir teorías teológicas que estuvieran en discusión entre los teólogos católicos. Por lo tanto, con estos datos en la mano, se puede ya presumir que el concilio no pretendió dar una doctrina definitoria sobre la naturaleza del carácter. Pero, en realidad, ¿fue eso lo que dijo el concilio? Cuando en los debates con ciliares se empezó a tratar el tema de los sacramentos en general, se propuso una afirmación de Lutero según la cual ningún sacramento imprime carácter. Por el texto que se entregó al estudio de los teólogos, se ve que Lutero negaba sencillamente la existencia del carácter sacramental, pero no se refería a cuestiones ulteriores sobre la naturaleza o la esencia del carácter91. Por otra parte, en la discusión de los teólogos, durante los debates dudas sobre la razón de ser del carácter en Guillermo de Occam y en Pedro d'Ailly cf. J. Galot, o. c, 217-218), lo mismo que en Gerardo de Odón, para el que la fundamentación del carácter no está garantizada ni por la razón ni por la autoridad de los santos: non video ipsam fulcitam nec ratione nec dictis nec auctoritatibus sanclorum: Sent., Paris Nat. lat. 3068, f. 19 ra, citado por J. Galot, o. c, 219-220, n. 3. 89. En sus comentarios a la Summa Theol. de S. Tomás, dice Cayetano, a! abordar la cuestión de la existencia del carácter sacramental: Adverte hic... quodsacramenta imprimere characterem ex Sacra Scriptura non habetur, sed ex Ecclesiae auctoritate, et non multum antigua: ut patet ex sacris canonibus et priscis quaestionibus Patrum de reiteratione baptismi; quae locum non habuissent si Ecclesia iam determinasset imprimí in anima cnaracterem per baptismum; quodlnnocentius III... determinavit: Sancti Thomae Aquinatis Opera Omnia XII, Roma 1906, 31. Por lo tanto, está claro que para el mejor de los comentaristas de S. Tomás, la única razón que existe para defender el carácter sacramental es la decisión de Inocencio III. Y es importante tener en cuenta que, lo mismo en el caso de Gabriel Biel que en el de Cayetano, se trataba de autores de la máxima autoridad entre los teólogos católicos de finales del siglo XV y comienzos del XVI, es decir pocos años antes de la celebración del concilio de Trento. 90. Cf. lo dicho sobre Durando en la n. 88. 91. En la lista de errores, que se sometieron a estudio, a partir del día 17 de enero de 1547, dice así el n. 9: In nullo sacramentorum imprimí characterem, sed rem fictitiam esse. Lutherus de captiv. Babyl: Concedo ut characterem hunc Papa imprimat, ignorante Chrislo: CT 5, 836, 23-24; el texto de Lutero en Werke. VI, 567.

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conciliares, se advierte que no había unanimidad entre ellos sobre este asunto, ya que algunos pensaban que la doctrina de Lutero era falsa92, mientras que otros pensaban que no se debía hablar de este punto 93 . En general, se nota, a lo largo del debate, una tendencia a insistir en la necesidad de pronunciarse en favor de la existencia del carácter, por un motivo concreto: porque hay sacramentos que no se pueden repetir, es decir, que sólo se pueden administrar una sola vez en la vida a cada sujeto94. Estando así las cosas, en el texto que se propuso a los padres conciliares el 26 de febrero de 1547, aparece el canon que luego fue aprobado, pero con una variante muy significativa, porque se dice que el carácter es una señal espiritual e imborrable, «y por esa razón esos sacramentos no se pueden repetir» (ratione cuius ea iterari non possunt)95. Pero en la redacción definitiva se suprimieron las palabras ratione cuius y se puso en su lugar la expresión unde ea iterari non possunt. Este cambio se introdujo para evitar la impresión de que el concilio quería definir una determinada doctrina sobre la naturaleza del carácter. Por consiguiente, para apreciar en su justo significado lo que quiso enseñar el concilio de Trento acerca del carácter sacramental, se debe tener siempre presente que una cosa es la existencia de ese carácter; y otra cosa es la naturaleza del mismo. El concilio afirmó claramente lo primero, pero no quiso expresamente pronunciarse por lo segundo. Por lo tanto, lo único que sabemos con seguridad es que hay tres sacramentos (bautismo, confirmación y orden) que imprimen carácter. Y eso quiere decir que esos tres sacramentos no se pueden recibir nada más que una vez en la vida. Todo lo que sea ir más allá de esa afirmación básica, es entrar en el terreno de las conjeturas y las opiniones, que, por muy venerables que sean, no vinculan la fe de los creyentes. 92. En realidad, la dispersión de opiniones, entre los teólogos conciliares, fue notable. Porque algunos consideraban la doctrina de Lutero como herética: CT 5, 845, 2; 846, 19; 849,14-15; 855, 29-30; 860, 7. Pero había quienes pensaban que era errónea: CT 5, 848, 1516. Y los que afirmaban que se trataba de una doctrina falsa: CT 5,849,34; 852,15; 854,30; 855, 7; 859, 16; 860, 31-32. E incluso hubo quien dijo que era una doctrina probabilior: CT 5, 851, 32-33; o que se podía admitir, pero cum declaratione: CT 5, 856, 21-22. 93. Por ejemplo, en CT 5, 988, 25. 94. En este sentido claramente: CT 5, 857, 9-10; 859, 16. 95. El artículo sobre el carácter se puso entre los que se debían completar mediante alguna aclaración o declaración. CT 5, 865, 44 ss. El texto del 26 de febrero de 1547, en CT 5, 984, 23-25. Por lo demás, la intención de los teólogos y obispos queda claramente indicada, por ejemplo, en la intervención del teólogo Antonio Solís: Omnes theologi characterem confitentur; sed discordant, quid sit et in quo sit, in quo etiam sunt gravissimi doctores. Ideo neutra pars damnanda: CT 5, 858, 26-27. En el mismo sentido, Seripando: CT 5, 963, 27-31; y el general de los carmelitas: CT 5, 969, 4-16. Es lo que exactamente explica el famoso historiador del concilio S. Pallavicino, DeWstoria del concilio di Trento II, Roma 1664, c. 5, 2, 25.

CONCLUSIÓN

1. ¿Qué es un sacramento? Los sacramentos cristianos son los símbolos fundamentales de nuestra fe. Estos símbolos tienen su origen y su razón de ser en el sacramento original que es Jesús, el Mesías salvador y liberador de los hombres. Y son la manifestación del gran símbolo sacramental que es la iglesia, la comunidad de los creyentes, que celebra y expresa así las experiencias básicas de su fe. Esto quiere decir que los sacramentos no son simples ritos religiosos, que comunican automáticamente la gracia de Dios a los hombres. Eso quiere decir además que los sacramentos no son meros signos sagrados, que producen de un manera casi mágica unos determinados efectos salvíficos y santificantes. Y eso quiere decir también que los sacramentos no son símbolos individuales, sino esencialmente comunitarios, es decir, no se trata de símbolos que brotan de los individuos y están destinados para los individuos, sino que son símbolos que surgen de una comunidad y están destinados para la comunidad. Por consiguiente, un sacramento puede ser administrado según todos los requisitos que se exigen para su licitud y su validez, pero no por eso es necesariamente un sacramento auténtico, es decir, un sacramento en el que la comunidad cristiana celebra y expresa simbólicamente las experiencias fundamentales de su fe. Entre esas experiencias, ocupa un lugar eminente la experiencia de la libertad cristiana, que brota del amor a Dios y al prójimo y hace posible la realización auténtica de ese amor.

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Conclusión

2. ¿Por qué hay sacramentos? Hay sacramentos porque la vida de fe comporta experiencias tan hondas y decisivas que no pueden expresarse y comunicarse nada más que por medio de símbolos. De la misma manera que la relación humana y la vida afectiva no puede expresarse y comunicarse adecuadamente con el instrumental que suministran las ideas y las palabras, sino que necesita de la riqueza expresiva y de la fuerza de vida que contienen los símbolos, igualmente la vida de fe, de esperanza y de amor, que caracteriza a la comunidad creyente, no puede expresarse y comunicarse en toda su plenitud nada más que por medio de símbolos. Y esos símbolos son nuestros sacramentos. Por lo tanto, la razón de por qué hay sacramentos en la iglesia no está en que existe una ley divina que así lo ha dispuesto; lo exige una tradición de rituales sagrados a la que no hay más remedio que someterse. Nada de eso da cuenta de por qué los cristinos celebramos nuestros sacramentos. Cuando Jesús se hizo bautizar, no estaba imponiendo una ley a los creyentes. Y cuando celebró la cena con su comunidad, tampoco estaba sentenciando una ley para el futuro. El bautismo de Jesús es el gesto simbólico en el que expresa su destino, de la misma manera que el bautismo de cada cristiano es el símbolo que celebra y expresa el destino del hombre de fe, que se adhiere mediante el seguimiento al destino del Mesías. Y en el mismo sentido, la cena que celebró Jesús con su comunidad de discípulos es el gesto simbólico que expresa la comunión de vida de los creyentes con Jesús y entre ellos mismos. La iglesia es fiel a Jesús cuando celebra, por la fuerza del Espíritu, los mismos gestos simbólicos que realizó Jesús: cuando se adhiere a su destino y comulga con su vida, cuando perdona los pecados y libera a los hombres de las fuerzas de esclavitud y de muerte que operan en la sociedad, cuando sana las raíces, del mal y del sufrimiento que oprimen a todos los crucificados de la tierra. Cuando todo eso no son palabras, sino experiencias reales y concretas, vividas cada día en cada comunidad de fe, entonces cada una de esas comunidades expresa auténticamente tales experiencias mediante los símbolos fundamentales de nuestra fe a los que llamamos sacramentos. 3. ¿Para qué son los sacramentos? Es peligroso interpretar los sacramentos con un criterio funcional. Como es igualmente peligroso interpretar los símbolos de la relación humana con semejante criterio. Por ejemplo, es peligroso y segura-

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mente también aberrante que una madre diga: «yo quiero y beso a mi hijo para que así mi hijo me quiera y me bese a mí». Las grandes experiencias de la vida y los símbolos que las expresan no se pueden instrumentalizar sin correr el riesgo de desnaturalizar tanto las experiencias como los símbolos. Desde el momento en que el amor se utiliza para algo, se manipula y degenera, hasta convertirse en burdo egoísmo. Y lo mismo ocurre con los símbolos fundamentales que expresan y comunican el amor. Por eso, si decimos que los sacramentos son los símbolos fundamentales de nuestra fe, resulta extremadamente peligroso interpretar tales símbolos con un criterio utilitario y funcional. De ahí que preguntarse para qué son los sacramentos, es una cosa que, en buena medida, ni siquiera tiene sentido. Sin embargo, es importante esta última pregunta. Por una razón que se comprende enseguida-, de hecho, los sacramentos son utilizados, como verdaderos instrumentos o «causas instrumentales», como los llamó la teología medieval. Según esta manera de pensar, el sacramento se usa, se utiliza y se instrumentaliza con un fin determinado: para obtener la gracia de Dios, para salvarse y santificarse. Porque, según la antigua teología escolástica, el sacramento es «causa eficaz» y, más concretamente, «causa instrumental» de la gracia. En principio, esta manera de comprender la finalidad y la funcionalidad de los sacramentos parece bastante natural y hasta lo más lógico del mundo. Porque así el sacramento aparece como el «signo eficaz» de la relación entre el hombre y Dios. Un signo, por tanto, de que el hombre obedece a Dios y de que Dios santifica al hombre, ya que se trata de un signo dotado de eficacia indefectible. Sin embargo, por poco que se piense en esa manera de entender la funcionalidad de los sacramentos, enseguida se advierten los fallos tan serios que comporta. En primer lugar, porque de esa forma se incurre, casi inevitablemente, en una concepción casi mágica del rito, ya que eso equivale a concederle en la práctica una especie de eficacia automática, que funciona por sí misma e independientemente de la vida, del compromiso cristiano y de las experiencias reales que viven los participantes. Por otra parte, al estar convencidos de que el sacramento está dotado de esa eficacia automática, las cosas se orientan en la iglesia hacia un verdadero consumismo sacramental, porque los sacerdotes llegan a convencerse de que lo mejor es administrar y repartir la mayor cantidad posible de sacramentos; y los fieles, por su parte, se llegan a creer que cuantos más sacramentos reciban más santos serán. De donde resulta que la actividad pastoral de la iglesia y sus centros de interés se orientan con preferencia hacia las prácticas religiosas, el esmero y la atención a lo cultual y lo sagrado, la sensibilidad por los ritos y ceremonias, mientras que se

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Conclusión

descuida escandalosamente la atención a las exigencias éticas y sociales que comporta la fe cristiana. Y entonces se produce la inevitable incoherencia de una iglesia que es más religiosa que cristiana, más parecida a la institución sacral con la que se enfrentó Jesús que a la comunidad de discípulos que reunió el propio Jesús. Es verdad que en teoría nadie va a conceder más importancia a las prácticas religiosas que a las exigencias éticas. Pero lo cierto es que en la práctica eso ocurre de una manera asombrosa. Por una razón muy sencilla: las prácticas religiosas resultan menos comprometidas y menos arriesgadas que las exigencias éticas y sociales del evangelio. Y además las prácticas religiosas ejercen una especie de fascinación sobre los fieles que no se suele dar en el caso de los compromisos sociales, civiles y hasta políticos. Es más, muchas veces los compromisos de esta índole no resultan del todo claros y transparentes y en ocasiones parecen estar complicados con ideologías, estrategias y tácticas que se pueden considerar como poco cristianas. Por el contrarío, las prácticas religiosas dan casi siempre la impresión de ser lo mejor y lo más santo que un creyente puede practicar. Ahora bien, estando así las cosas, no nos tiene que extrañar que la iglesia oriente su presencia en la sociedad de tal manera que, por salvaguardar y asegurar sus prácticas sacramentales, se calle muchas veces ante los atropellos y las injusticias que se cometen. Por ejemplo, ocurre con frecuencia que en los países dominados por dictaduras políticas, ya sean de derechas o incluso de izquierdas, la autoridad eclesiástica se calla ante los atropellos que se cometen contra los derechos fundamentales de las personas. Y es claro que la autoridad se calla en esos casos por la sencilla razón de que así se consigue que a la iglesia le dejen seguir celebrando sus funciones en los templos y administrando los sacramentos a la gente. En ese caso, los sacramentos tienen una funcionalidad indirecta muy concreta: sirven para tranquilizar la conciencia de los dirigentes eclesiásticos y de los fieles en general, al mismo tiempo que vienen a legitimar de hecho a los poderes constituidos. Evidentemente, sí pensamos en todo este asunto con una conciencia iluminada por la fe, tenemos que decir que los sacramentos no pueden tener la finalidad práctica y la funcionalidad concreta que acabamos de describir. Lo que equivale a decir que los sacramentos cristianos no pueden ser interpretados y comprendidos desde el criterio que nos suministra la llamada «causalidad instrumental» de los sacramentos. Como tampoco pueden ser interpretados desde el punto de vista que nos proporciona la teoría de los ritos religiosos y su eficacia casi mágica o automática, tal como de hecho los entiende y los recibe mucha gente.

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Pero entonces, ¿qué se debe responder a la tercera pregunta que hemos planteado en esta conclusión de nuestro estudio? Digamos que cuando el sacramento se comprende como símbolo que expresa y comunica una experiencia, entonces la finalidad del sacramento resulta coherente. Porque ya no se trata de que el fiel creyente recibe un rito religioso para que así Dios le devuelva la gracia santificante, sino que se trata de que el hombre de fe participa en la celebración simbólica porque a ello se siente impulsado por su experiencia, sabiendo que entonces esa experiencia no sólo se expresa y se comunica, sino que además se acrecienta, se intensifica y se hace más fuerte. Además, sabiendo que se trata de una experiencia esencialmente comunitaria, el sacramento tiene entonces la virtualidad de edificar a la comunidad: la experiencia que los creyentes comparten y expresan simbólicamente tiene por sí misma la capacidad de unir a las personas, las vincula en un mismo proyecto y así la comunidad se muestra como el gran sacramento de la unidad y la solidaridad de los hombres entre sí y de los hombres con Dios. He ahí la significación más profunda de la iglesia. La comunidad hace los sacramentos. Y los sacramentos hacen a la iglesia. Por último, es decisivo destacar la función social y pública que así adquiere el sacramento. Cuando la experiencia que lleva a los cristianos a celebrar el sacramento es una verdadera experiencia de fe, se puede decir con toda razón que la comunidad no se reúne porque se siente satisfecha en sí misma, sino porque siente como cosa propia el sufrimiento y la angustia de todos los desgraciados de la tierra. Y entonces el sacramento es la expresión simbólica de un gran deseo y de una verdadera pasión: el deseo y la pasión por una sociedad distinta, en la que no haya unos hombres que dominan a otros hombres, ni gentes insolidarias con el dolor ajeno, ni personas que se ven privadas de sus derechos. Y así, los símbolos de la fe cristiana y los símbolos de toda aspiración humana vienen a tener una misteriosa y profunda convergencia: la insolidaridad humana, se ha dicho muy bien, produce ruptura de sacramentalidad a todos los niveles y halla en los pobres su expresión simbólica privilegiada como negativo de cualquier forma de sacramentalidad. Su clamor es una exigencia de solidaridad. Por el contrario, la solidaridad con los pobres, al restablecer el plan de Dios (crear la gran familia de los hijos del Padre), es no sólo sacramental, sino incluso se puede decir que es el princeps analogatum, el punto de referencia modélico y ejemplar, de la sacramentalidad humana y de cualquier forma de expresión sacramental entre cristianos l . 1.

V. Codina, Analogía sacramental: de la eucaristía a la solidaridad: Et Ec 54 (1979) 355

SIGLAS Y ABREVIATURAS

AAS AHMA ASS Ant BJRL BR CBQ CC COD CSEL CT CV DAFC DBSup Div.Thom. DS DTC EtEc ETL EvTh GCS GL Greg JTS

Acta Apostolicae Sedis (Roma 1909 s). Analecta hymnica medii aevi (Leipzig 1886-1922). Acta Sanctae Sedis (Roma 1865-1908). Antonianum (Roma 1926 s). Bulletin of the John Rylands library (Manchester 1903 s). Biblical Research (Amsterdam 1956 s). The Catholic Biblical Quarterly (Washinton 1939 s). Corpus Christianorum seu nova Patrum Collectio (TurnhoutParis 1953 s). Conciliorum Oecumenicorum Decreta (Bologna 1973). Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum (Viena 1866 s). Concilium Tridentinum (Freiburg 1901 s). Concilios visigóticos e hispano-romanos (Barcelona-Madrid 1963). Dictionnaire apologétique de la foi catholique (Paris 19091931). Dictionnaire de la Bible, Supplément (Paris 1928 s). Divus Thornas (Freiburg 1914 s). Enchiridion Symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum (Barcelona 1965). Dictionnaire de Théologie Catholique (Paris 1930 s). Estudios Eclesiásticos (Madrid 1922 s). Ephemerices Theologicae Lovanienses (Bruges 1924 s). Evangelische Théologie (München 1934 s). Die griechischen christlichen Schrisftsteller der ersten drei Jahrhunderte (Leipzig 1887 s). Geist und Leben (Würzburg 1947 s). Gregorianum (Roma 1920 s). The Journal of Theological Studies (London 1899 s).

464 LTK LV MANSI MG ML MTZ NTS PO RB RHE RechScRl RGG RPTK RevScPhTh RecScRel RThAM SC Schol TBL TG ThPh ThZ TLZ TRE TU TWNT ZNW ZKT ZTK

Siglas y abreviaturas Lexikon für Theologie und Kirche (Freiburg 1957-1965). Lumiére et Vie (Lyon 1951 s). Sacrorum Conciliorum nova et amplissima collectio (Firenze 1757-1798), continuada por L. Petit-J. B. Martin (Paris 18991927). Patrología Graeca (Paris 1857-1866). Patrología Latina (Paris 1878-1890). Münchener Theologische Zeitschrift (München 1950 s). New Testament Studies (Cambridge-Washington 1954 s). Patrología Orientalis (Paris 1903 s). Revue Biblique (Paris 1892 s). Revue d'Histoire Ecclésiastique (Louvain 1900 s). Recherches de Science Réligieuse (Paris 1910 s). Die Religión in Geschichte und Gegenwart (Tübingen 1909 s). Realencyklopádie für protestantische Theologie und Kirche (Leipzig 1896-1913). Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques (Paris 1907 s). Recherches de Science Religiuse (Paris 1910 s). Recherches de Theologie Ancienne et Médiévale (Louvain 1929 s). Sources chrétiennes (Paris 1941 s). Scholastik (Freiburg 1926-1965). Theologisches Begriffslexikon zum Neuen Testament (Wuppertal 1967 s). Theologie und Glaube (Paderborn 1909 s). Theologie und Philosophie (Freiburg 1966 s). Theologische Zeitschrift (Basel 1945). Theologische Literaturzeitung (Leipzig 1876-1944). Theologische Realenzyklopádie (Berlin 1976 s). Texte und Untersuchungen zur Geschichte der altchristlichen Literatur (Leipzig-Berlin 1881 s). Theologisches Wórterbuch zum Neuen Testament (Stuttgart 1933 s) Zeitschrift für die neutestamentliche Wissenschaft und die Kunde der alteren Kirche (Giessen 1900 s; Berlin 1934 s). Zeitschrift für katholische Theologie (Wien 1876 s). Zeitschrift für Theologie und Kirche (Tübingen 1891 s).

ÍNDICE GENERAL

Introducción 1.

LA CRISIS DE LA PRÁCTICA RELIGIOSA

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 2.

JESÚS Y LA PRÁCTICA RELIGIOSA ESTABLECIDA

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 3.

El hecho Significación fundamental de los sacramentos El problema de fondo La persistencia de lo religioso La ambigüedad de lo religioso La ambivalencia de lo religioso La violencia de lo religioso La manipulación de lo religioso Conclusión Delimitación de lo sagrado Las experiencias que suscita «lo sagrado» Jesús y «lo sagrado»: el problema Jesús y el espacio sagrado (el templo) Jesús y el tiempo sagrado (el sábado) Jesús y la persona sagrada (el sacerdote) Conclusión

LA IGLESIA PRIMITIVA Y LA PRÁCTICA RELIGIOSA

1. ¿Qué entendemos por «práctica religiosa»? 2. La iglesia primitiva y la «religión» 3. Los indicios de una interpretación «sagrada» en el nuevi • i • tamento 4. El rechazo de «lo sagrado» 5. La oposición al culto «ritual» 6. El rechazo del culto «ritual» 7. La regresión hacia la sacralidad superada

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índice general

466 4.

EL CULTO CRISTIANO: MENSAJE Y CELEBRACIÓN

1. No somos una organización de servicios sociales 2. Las tareas de la iglesia primitiva 3. Elementos indispensables de la celebración: palabra y sacramento 4. Palabra y mensaje 5. Mensaje y conversión 6. Conversión y audacia 7. El único culto aceptable 8. El único culto coherente 9. El fracaso de la iglesia 5.

RITO, MAGIA Y SACRAMENTO

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 6.

El rito es lo que manda Rito y magia La estructura de la magia Jesús no fue un mago La verdadera religiosidad La libertad del Espíritu Conclusión

Los SÍMBOLOS DE LA FE

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17.

Signos que no «significan» El problema de la terminología ¿Qué es un signo? ¿Qué es un símbolo? Símbolo y metáfora Las características del símbolo Naturaleza y cultura Símbolo y realidad Cuando los símbolos degeneran en ritos Los símbolos de la fe El bautismo, experiencia del Espíritu El bautismo, experiencia de la muerte El bautismo, experiencia de la libertad La autonomía del corazón del hombre La vida compartida Los sacramentos son símbolos Conclusiones

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índice general 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27.

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8.

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9.

Vivir para Dios es morir a la ley La ley es una maldición Ya no estamos sometidos a la ley La misión liberadora de Cristo Libertad total La ley contra el Espíritu Libertad por el evangelio La ley como fuente de hostilidad y de división Un balance negativo ¿Afirma Pablo la pervivencia de la ley? ¿De qué ley se trata? ¿Cuestión doctrinal o problema práctico? Sentido de la libertad cristiana La normativa eclesiástica ¿Hay contradicción entre Jesús y Pablo? El discernimiento cristiano Símbolos de libertad

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LA DOCTRINA DEL MAGISTERIO SOBRE LOS SACRAMENTOS

315

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11.

315 320 326 333 341 343 352 355 356 375 401

Los «dogmas de fe» sobre los sacramentos ¿Qué pretendió el concilio de Trento? ¿Errores o herejías? El concepto de «herejía» La profesión de fe tridentina La «recepción» del concilio y la fe de la iglesia El concilio de Florencia El concilio II de Lyon Inocencio III Los orígenes del tratado De sacramentis Conclusión

REFLEXIÓN SISTEMÁTICA

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

407

Religión y revelación La celebración Cristo, sacramento original La iglesia y los sacramentos El origen de los sacramentos La eficacia de los sacramentos El carácter sacramental

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CONCLUSIÓN 7.

SÍMBOLOS DE LIBERTAD

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.

Los símbolos perdidos El miedo a la libertad La estrategia de la institución Los profetas fracasados El precio de la ley La experiencia cristiana esencial La ley contra la gracia El más sutil de todos los pecados La ley da frutos de muerte El Mesías es el fin de la ley

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1. ¿Qué es un sacramento? 2. ¿Por qué hay sacramentos? 3. ¿Para qué son los sacramentos? Siglas y abreviaturas

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