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DERECHO ADMINISTRATIVO MODULO 1 CARRERA: CONTADOR PUBLICO AUTOR: Dr. ARMANDO ISASMENDI PROF.: Dra. GRACIELA E. MORENO CU

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DERECHO ADMINISTRATIVO MODULO 1 CARRERA: CONTADOR PUBLICO AUTOR: Dr. ARMANDO ISASMENDI PROF.: Dra. GRACIELA E. MORENO CURSO: 4º AÑO SALTA

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Educación A DISTANCIA

AUTORIDADES DE LA UNIVERSIDAD CANCILLER Su Excelencia Reverendísima Mons. MARIO ANTONIO CARGNELLO Arzobispo de Salta

Vice-Canciller Monseñor OSCAR MARIO MOYA

RECTOR Dr. PATRICIO COLOMBO MURUA

VICE-RECTOR ADMINISTR ATIVO ADMINISTRA Ing. MANUEL CORNEJO TORINO

SECRET ARIA GENER AL SECRETARIA GENERAL Prof. CONSTANZA DIEDRICH

DIRECTOR del I.E.A.D. Pbro. CARLOS ERNESTO ESCOBAR SARAVIA

Sub-DIRECTOR del I.E.A.D. Cnl. (Re.) JORGE MAINOLI

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Indice General Punto Nº 1 - Programa de la Asignatura ......... 9 Punto Nº 2 - Bibliografía Básica .................... 15 Punto Nº 3 - Distribución por Módulos .......... 16 Punto Nº 4 - Características de la asignatura ........................................... 17 Punto Nº 5 - Guía de Estudio ........................ 23

UNIDAD I

UNIDAD III

Primera Parte ................................................ 23

UNIDAD IV

187

Introducción al Derecho Administrativo ........ 23 Estado, bien común e interés público ........... 24 Introducción................................................... 24

El jefe de gabinete en la organización administrativa .................................................... 189

Estado ........................................................... 25

I.- Aproximación a la nueva figura .............. 189

Interés público ............................................... 37

II.- El jefe de gabinete en la organización administrativa ............................................... 196

Bases conceptuales del derecho administrativo ......................................... 41

Dictámenes ................................................. 209

I.- La administración ...................................... 41

La doctrina de la procuración del tesoro de la Nación en materia de entidades autárquicas ........................................... 209

UNIDAD II

I.- Concepto, naturaleza y elementos. ........ 209 II.- Creación. ............................................... 214

El derecho administrativo argentino, hoy ...... 67

III.- Organos directivos. ............................... 217

Bases históricas del Derecho Administrativo ......................................... 73

IV.- Empleados ........................................... 218 V.- Jurisdicción. ........................................... 220

I.- Introducción .............................................. 73

VI.- Impuestos. ............................................ 223

II.- La edad media: dispersión del poder político y construcción del sistema de estados nacionales .............................................. 78

VII.- Facultades. .......................................... 224 VIII.- Régimen de bienes. ........................... 228

III.- Los tiempos modernos: la monarquía administrativa y el absolutismo............. 101

IX.- Calificación de organismos en particular ............................................... 231

El estado liberal y la génesis del Derecho Administrativo ....................................... 116

X.- Control administrativo. ........................... 233

La administración y el Derecho Administrativo en el estado contemporáneo ................ 143

UNIDAD V

La era de la incertidumbre .......................... 159 La relación jurídica administrativa ............... 251

El estado actual del Derecho Administrativo ....................................... 163

El administrado ........................................... 251 La Ley - (T. 1996-D) .................................... 271 Derechos adquiridos ................................... 285

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UNIDAD VI Tercera parte .............................................. 295 Formas de la actuación administrativa ....... 295 Derecho Administrativo y ordenamiento constitucional ........................................ 295 Los supraprincipios constitucionales y su eficacia ................................................. 295

UNIDAD VII Acto Administrativo ..................................... 323 Hecho, simple acto y reglamento administrativos ...................................... 333

UNIDAD IX

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UNIDAD X

351

UNIDAD XI Reglamento administrativo ......................... 355 Reglamento ................................................. 373 I.- Concepto y justificación. ......................... 373 II.- Requisitos de validez de los reglamentos .................................... 381 III.- La inderogabilidad singular de los reglamentos .................................... 395 IV.- Clases de reglamentos ......................... 397 V.- Reglamentos ilegales ............................ 409 VI.- Los reglamentos de las Cámaras y de otros órganos constitucional. ........... 425

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Currículum Vitae A.- Antecedentes Personales: Apellido: Moreno Nombres: Graciela Edith Nacionalidad: Argentina Lugar de Nacimiento: Salta - Capital B.- Estudios Cursados: Primario: Escuela Dr. Benjamín Zorrilla. Secundario: Colegio Manuel Belgrano - Título Obtenido: Bachiller. Universitario: Universidad Católica de Salta - Título Obtenido: Abogado, 1988. Universidad Nacional de Salta, Título obtenido: Profesora en Ciencias Jurídicas, 1996. C.- Cargo Público: - Procurador Fiscal de la Fiscalía de Estado de la Provincia de Salta. D.- Funciones Docentes: 1.- Ayudante Docente de la cátedra de Derecho Administrativo de la Universidad Católica de Salta (Facultad de Derecho) segundo semestre 1989 a diciembre de 1992. 2.- Auxiliar Docente de la cátedra de Derecho Administrativo de la Universidad Católica de Salta (Facultad de Derecho) año 1993 hasta el presente. 3.- Profesora de Derecho Administrativo del X Curso de Capacitación para Oficiales Ayudantes año 1990, dictado en la Escuela de Cadetes dependiente de la Dirección de Instrucción Policial. Designación por resolución del Ministerio de Gobierno Nº 259/90. E.- Cursos de Actualización 1.- Asistente al Primer Curso de Derecho Administrativo organizado por el Colegio de Abogados y Procuradores de Salta conjuntamente con la A.A.D.A., realizado en julio de 1987. 2.- Asistente al ciclo de conferencias sobre análisis de la ley 23.515, organizado por la Universidad Católica de Salta en noviembre de 1988. 3.- Asistente del curso de Especialización en Derecho Administrativo para graduados de la Universidad Católica de Salta año 1989. 4.- Asistente a las XIX Jornadas Nacionales de Derecho Administrativo, organizadas por la A.A.D.A. Mar del Plata, noviembre de 1993. 5.- Expositora en el Seminario sobre Temática de la Administración Contemporánea, organizado por la Universidad notarial Argentina, Buenos aires, setiembre de 1994. 7

6.- Asistente a las XX Jornadas Nacionales de Derecho Administrativo, organizadas por la A.A.D.A., Santa Fe, noviembre de 1994. 7.- Asistente al II Congreso Nacional de Ciencia Política, organizado por la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, noviembre de 1995. 8.- Asistente al Curso Introductorio de Mediación, organizado por la Fundación Arché, dictado en la Universidad Católica de Salta, Mayo de 1996. 9.- Asistente al Curso de Entrenamiento en mediación, organizado por la Fundación Arché, dictado en la Universidad Católica de Salta, Junio de 1996. 10.- Asistente al Seminario "Evaluación de la Jurisprudencia de la C.S.J.N. en Derecho Administrativo desde 1990 hasta la actualidad, organizado por la Universidad Austral, Buenos Aires, 17 y 18 de Abril de 1997. 11.- Asistente al Seminario "Recursos y Procedimiento Administrativo" organizado por la Universidad Austral, Buenos Aires, 15 y 16 de Mayo 1997. 12.- Asistente al Seminario Preparatorio de Maestría en Derecho Administrativo de la Economía, 1er. Módulo, Colegio de Abogados de la Provincia de Salta, 30 y 31 de Mayo de 1997. 13.- Asistente al Seminario Preparatorio de Maestría en Derecho Administrativo de la Economía, 2º. Módulo, Colegio de Abogados de la Provincia de Jujuy, 12 y 13 de Junio de 1997.

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Carrera: Contador Público Curso: 4º Año Materia: Derecho Administrativo Autor: Dr. Armando Isasmendi Profesor: Dra. Graciela E. Moreno

Punto Nº 1 - Programa de la Asignatura Primera Parte Introducción al Derecho Administrativo Unidad 1 Sociedad y Estado. Estado Poder y Derecho. Bases conceptuales del derecho administrativo: El Estado, distintas concepciones, teoría, causas y elementos. La Personalidad del Estado. Derecho público y privado, criterios de distinción. El Estado y la justicia. Funciones del Estado y teoría de la separación de los poderes. Función y actividad: distinción. Función administrativa: distintas concepciones. La función gubernativa. La Administración, distintos conceptos. Administración pública y Derecho Administrativo. El Derecho administrativo como sistema normativo. El régimen exorbitante: prerrogativas, garantías y cláusulas exorbitantes. La relación jurídica administrativa: concepto, sujetos, fin. Unidad 2 Derecho administrativo. Definición. Contenido y evolución histórica: El derecho regio. Edad media. Tiempos modernos. Derecho administrativo en el Estado Liberal; en el Estado de bienestar. La ecuación entre Administración Pública y Derecho Administrativo: su ruptura. Fuentes del derecho administrativo: Constitución. Ley, decretos-leyes. Reglamento. Tratados. Costumbre. Principios generales del derecho. Otras fuentes. Caracteres del Derecho Administrativo. Relación con otras ramas del derecho. Ciencia de la administración. Reforma del Estado. Legislación nacional y provincial.

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Segunda Parte Los Sujetos del Derecho Administrativo Unidad 3 Organización administrativa: concepto, contenido y clasificación. Potestad organizatoria. Actuación del Estado: distintas teorías. Organo, cargo y oficio. Agentes y funcionarios. Relaciones interorgánicas e interadministrativas. Principios jurídicos de la organización administrativa: Jerarquía: concepto y consecuencias. Competencia: concepto, caracteres, clasificación. Delegación: distintas especies. Avocación: régimen legal. Centralización y descentralización: concepto, consecuencias. Autonomía y autarquía: concepto, consecuencias. Desconcentración. Unidad 4 La persona. Concepto y clasificación. Personas jurídicas públicas y privadas; estatales y no estatales. El carácter público de los actos de las entidades estatales. Personas públicas no estatales. Personas jurídicas privadas estatales. Tipología de los entes públicos: Administración central: Poder Ejecutivo, atribuciones. Organo ministerial, naturaleza, atribuciones. Normativa nacional y provincial. La organización burocrática, consultiva y contralor. Administración descentralizada: distintas formas jurídicas que puede asumir. Entidades autárquicas. Concepto, origen, caracteres y régimen jurídico. Empresas del estado. Concepto, origen, caracteres y régimen jurídico. Las distintas formas societarias del Estado Argentino. Unidad 5 Las situaciones jurídicas subjetivas del administrador. Situaciones activas o de poder: potestades, derecho subjetivo, interés legítimo, derechos debilitados, el interés simple y su protección; interés difuso o colectivo. Situaciones jurídicas de carácter pasivo: sujeciones, deberes, obligaciones; la carga. Vinculación de la situación jurídica subjetiva con el carácter reglado o discrecional de la actividad administrativa; diferencia con oportunidad, mérito y conveniencia. Clases de discrecionalidad. La discrecionalidad técnica. Los conceptos jurídicos indeterminados.

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Tercera Parte Las Formas de la Actuación Administrativa Unidad 6 Los principios jurídicos de la actuación administrativa. El principio de legalidad. El principio de tutela judicial. El principio de autotutela. El principio de garantía patrimonial. Procedimiento administrativo. Concepto. Diferencias con el proceso. Naturaleza. Los actos coligados. Clasificación de los procedimientos administrativos. Principios fundamentales que lo rigen. Las Partes. Plazos. Estructura del procedimiento administrativo: inicio, desarrollo, prueba, fin, distintos supuestos. Normativa nacional y provincial. Unidad 7 Acto administrativo. Introducción. Concepto: Análisis, Origen. Comparación con otras figuras. Hecho administrativo. Simple acto de la Administración. Clasificación de los actos administrativos, distintos criterios. Actos interorgánicos e interadministrativos. Actos jurisdiccionales de la Administración. Actos de gobierno e institucionales. Elementos del acto administrativo. Caracteres y efectos. Estabilidad del acto administrativo; Doctrina de la C.S.J.N.. Suspensión de los efectos del acto en sede administrativa y judicial. Silencio de la Administración. Legislación nacional y provincial. Unidad 8 Teoría de las nulidades. Distintos sistemas. Los vicios: determinación, gravedad y consecuencias. Efectos de las distintas categorías de invalidez (legislación nacional y provincial). Diferencias con el derecho común. Jurisprudencia. Enmienda de los actos viciados: distintas figuras, concepto, procedimiento, y efectos (leg. nacional y provincial). Extinción del acto administrativo: Concepto. Extinción de actos legítimos distintos supuestos: a) por acto del particular, b) por otro acto administrativo. Revocación: Del acto nulo; del acto regular. Revocabilidad e irrevocabilidad: jurisprudencia. Revocación por ilegitimidad, por razones de oportunidad mérito o conveniencia. Revocación por ilegitimidad sobreviniente. Efectos. Caducidad: concepto, procedimiento y efectos. Revisión: concepto, procedimiento y efectos. 11

Unidad 9 Contratos Administrativos. Introducción. Principios. Concepto: análisis. Elementos. Caracteres y Régimen jurídico aplicable. Procedimientos administrativos de contratación: concepto, clases, análisis de cada uno de ellos. Procedimiento de preparación del contrato. Ejecución: Principios. Derechos y obligaciones de las partes. Alteración de la ejecución: distintos supuestos. Conclusión de los contratos administrativos. Unidad 10 Clases de contratos administrativos. Régimen legal. Empleo Público: naturaleza jurídica. Obra Pública: Caracteres, sistema de contratación; derecho del contratista; rescisión por la Administración y por el contratista. Concesión de Obra Pública; concepto, clasificación; caracteres. Concesión de Servicios Públicos; concepto, sujeto, relaciones jurídicas. Contrato de Suministro, empréstito Público. Otros contratos administrativos. Unidad 11 Reglamento. Concepto. Naturaleza jurídica. Justificación de la potestad reglamentaria. Requisitos de validez. Distinción con otras figuras. Límites. Impugnabilidad de los reglamentos: en sede administrativa y judicial. La inderogabilidad singular de los reglamentos (art. 29 LPAS). Régimen nacional y provincial. Clasificación de los reglamentos. Cuarta Parte Garantías de los Administrados Unidad 12 Los recursos administrativos. Concepto. Actos impugnables. Admisibilidad formal y material. Prueba. Los recursos en particular: régimen nacional y provincial. Recurso de reconsideración. Recurso jerárquico y de apelación jerárquica. El recurso de alza12

da. Aclaratoria. Revisión. Queja. Avocamiento por alzada. Reclamaciones y denuncias, la denuncia de ilegitimidad, procedencia. Reclamo administrativo previo: Concepto, procedimiento. Diferencia con la vía recursiva, régimen nacional y régimen provincial. Unidad 13 El control judicial de la Administración. Introducción a la temática. Distintos sistemas. El sistema argentino. Proceso administrativo: concepto y clases. El tribunal y las partes. La materia contencioso administrativa. Acción: concepto y presupuestos. La pretensión procesal administrativa de las partes. El Estado como demandante. Inicio, desarrollo y conclusión del proceso. Medidas cautelares. La sentencia, recursos que pueden interponerse. Ejecución de sentencia: distintos problemas. Régimen nacional y provincial (Ley 3952, ley 23.982 y equivalentes provinciales). Unidad 14 Responsabilidad del Estado. Teoría general. Evolución. Clasificación de la responsabilidad patrimonial del Estado. Especies de responsabilidad. Fundamento de la responsabilidad estatal y teoría de la indemnización. Jurisprudencia de la S.C.J.N.. Responsabilidad extracontractual por actividad ilegítima del Estado: Hechos y actos administrativos ilegítimos. Responsabilidad por acto normativo o legislativo declarados ilegítimos. Presupuestos. Prescripción de la acción. Responsabilidad extracontractual por actividad legítima del Estado: Especies, presupuestos, reglas aplicables. Prescripción de la acción. Responsabilidad por omisión. Responsabilidad en situaciones especiales: por actos jurisdiccionales y otros supuestos. Responsabilidad de los agentes públicos. Quinta Parte La Actividad Interventora y Fiscalización Administrativa Unidad 15 Servicio Público: Concepto. Creación y competencia. Poder reglamentario en los servicios públicos. Modificación y supresión. Régimen jurídico. Sistemas de gestión. Relaciones jurídicas entre los usuarios y las prestatarias de los servicios. Retribución. Tarifas. 13

Entes regulatorios: creación. Condición jurídica. Fines y objetivos. Competencia. Potestades. Control administrativo y judicial. Marcos regulatorios: contenido. Interpretación y aplicación. Sistema tarifario: fuentes, naturaleza y fórmulas. Unidad 16 Poder de policía: Origen y evolución del concepto. Contenido: distintos criterios. Evolución jurisprudencial. Su distinción con la policía. Jurisdicción Nacional y Provincial, poderes concurrentes. Límites y fundamento constitucional. Medios: reglamentación, autorización, orden y permiso. Delegación del Poder de Policía. Limitaciones al poder de Policía. Las sanciones de Policía: faltas y contravenciones. Distinción entre delitos y faltas; principios penales aplicables a las contravenciones. Diferentes sanciones; la despenalización; jurisdicción legislativa. Unidad 17 Administración y control: presupuestos, principios, técnicas. Tipología: control administrativo, legislativo y judicial. Preventivo, concomitante y represivo. De personas y actividades. Otros supuestos. Organización: Organos controlantes, enunciación, régimen. Normativa nacional y provincial. Formas Jurídicas: Enunciación, descripción de cada supuesto. Sexta Parte El Régimen Patrimonial Unidad 18 Dominio público. Propiedad estatal y no estatal. Concepto. Elementos. Régimen jurídico. Protección del dominio público. Afectación. Desafectación. Uso público: concepto. Caracteres. Clases. Régimen aplicable. Protección de los distintos tipos de uso. Limitaciones a la propiedad privada en Interés Público. Restricciones administrativas: concepto, naturaleza, competencia, alcance. Servidumbres administrativas: concepto distinción con otras figuras, régimen jurídico.

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Expropiación: concepto y fundamento. Naturaleza jurídica. Elementos. Procedimiento. Abandono de la expropiación. Expropiación irregular y diferida. Concepto, requisitos. Retrocesión. Concepto. Casos en que procede. Análisis de la legislación nacional y provincial.

Punto Nº 2 - Bibliografía Básica En el ciclo académico 1999, se ha optado por una bibliografía elemental de lectura obligatoria, indicada en cada unidad; señalándose asimismo, la bibliografía alternativa de la que pueden hacer uso los Sres. Alumnos. En particular se ha requerido la obra, en dos tomos, del profesor Juan Carlos Cassagne "Derecho Administrativo", 5ª Edición actualizada (incluye Reforma Constitucional de 1994). Editorial Abeledo Perrot año 1996, en tanto la misma es la que mejor condensa en la actualidad, y a los fines didácticos, el contenido de la asignatura que nos ocupa. Se ha de tener presente, por una parte, la evolución y modificación que en la última década, han sufrido distintos institutos del Derecho Administrativo; igualmente, la aparición en el universo jurídico de figuras como, a modo de ejemplo, los denominados "Entes Reguladores" nos conducen a la necesidad impostergable de actualizar tanto el programa de estudios, como el material de trabajo. Por otra, la profusa normativa que han generado, tanto el Estado Nacional como el Provincial, a partir del proceso de reforma estatal, nos compelen a adecuar el contenido de la asignatura a la legislación vigente, la que por cierto, también señalaremos en cada unidad. Finalmente, incluiremos la lectura de los más destacados fallos que en estos años nos brinda la copiosa jurisprudencia en materia de Derecho Público en general, y de Derecho Administrativo en particular, poniendo especial énfasis en los fallos de la S.C.J.N.. - ARGAÑARAZ Manuel: Tratado de lo contencioso administrativo, Bs. As., Tea 1955. - BARRA Rodolfo Carlos: Principios de Derecho Administrativo, Ed. Abaco, Bs. As. 1980; La nulidad del acto administrativo y los efectos de su declaración en E.D. 108-586; La ejecutoriedad del acto administrativo en Rev. de Der. Adm., nº 1 p, 65; Hacia una concepción restrictiva del concepto jurídico de servicio público en LL 1982-B p. 363; Contrato de Obra Pública, ed. Abaco Bs. As. 1988; Responsabilidad del Estado por sus actos lícitos, E.D. 08.04.91; Huelga en los servicios públicos, el principio de proporcionalidad en El Cronista del 10.02.91. - BERCAITZ Miguel: Tratado teórico práctico de los contratos administrativos, Ed. Depalma. - CASSAGNE Juan Carlos: Derecho Administrativo, Ed. Abeledo Perrot, Bs. As. 1991; La intervención administrativa, ed. Abeledo Perrot, Bs. As. 1993; Las entidades descentralizadas y el carácter público o privado de los actos que celebran en LL 1990-D-1205; La ejecutoriedad del acto administrativo, ed. Abeledo Perrot; Reflexionar en torno al sistema de invalidez de los actos administrativos en LL 15

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1988-E-1103; Sobre la fundamentación y límites de la potestad reglamentaria en LL-1991-E-1179; Acerca de la caducidad y prescripción de los plazos para demandar al Estad Nacional en ED-45-829; Los contratos de la Administración Pública en ED 57-793; COMADIRA Julio: La anulación de oficio del acto administrativo, Ed. Astrea, Bs. As. 1987; El acto administrativo municipal, ed. Depalma, Bs. As. 1993; La Posición de la Administración ante la ley inconstitucional en Rev. de Der. Adm. 1-151; La responsabilidad del Estado por las obligaciones de sus entes descentralizados en ED 19.02.92. GAUNA Octavio: Ejercicio privado de funciones públicas en LL 1990-D-1205. DIEZ Manuel M.: Tratado de Derecho Administrativo; Derecho Procesal Administrativo (en colaboración con T. Hutchinson), Depalma. DROMI Roberto: Derecho Administrativo, Ed. Astrea, Bs. As. 1979; Reforma del Estado y Privatizaciones, Ed. Astrea. Bs. As. 1991. GORDILLO Agustín: Tratado de Derecho Administrativo, Ed. Macchi, Bs. As. 1978; Introducción al Derecho Administrativo, Ed. Abeledo Perrot, Bs. As. 1966; Reclamo administrativo previo en ED 89-7. GRECCO Carlos: Sobre el silencio de la Administración en LL-1980-C-777. HUTCHINSON Tomás: Ley Nacional de Procedimientos Administrativos, Astrea, Bs. As. 1986; La acción contencioso administrativa (pretensiones y plazos), Bs. As. FDA 1981. LINARES Juan F.: Fundamentos de Derecho Administrativo, Ed. Astrea, Bs. 1971; Derecho Administrativo, Ed. Astrea, Bs. 1971; Derecho Administrativo, Ed. Astrea, Bs. As. 1986; Lo contencioso administrativo en la justicia nacional federal en LL94-919; Recurso de alzada contra actos de sociedades del estado y otras en LL1980-A-72; MAIRAL Héctor: La evolución del régimen de sentencias contra la Administración Pública; Control Judicial de la Administración Pública, Ed. Depalma, Bs. As. 1984; Los vicios del acto administrativo y su recepción por la jurisprudencia en LL-1989-C-1014; MARIENHOFF Miguel: Tratado de Derecho Administrativo, Ed. Abeledo Perrot, Bs. As. 1988; Demandas contra el Estado Nacional, los artículos 25 y 30 de la LPA en LL 1980-B-1024.

Punto Nº 3 - Distribución por Módulos Las unidades académicas se han distribuido en dos módulos en función de seis grandes temas del derecho administrativo. Ellos son: 1.- Las bases conceptuales e históricas que constituyen la introducción a la materia; 2.- Los sujetos del derecho administrativo; 3.- Las formas de actuación de la administración; 4.- Las garantías del administrador frente a esas formas especiales de actuación; 5.- La intervención administrativa; 6.- El régimen patrimonial. 16

Punto Nº 4 - Características de la asignatura El derecho administrativo es el conjunto de normas jurídicas que regulan la actividad administrativa del Estado. A su vez, la ciencia del derecho administrativo es el conjunto de métodos y técnicas mediante los cuales se alcanza el conocimiento y el manejo de tales normas jurídicas. a.- Objetivos: La asignatura pretende hacer conocer al alumno el esquema principal de esa ciencia, descubrir la estructura básica de esas normas y entrenarlo para su manejo. b.- Inserción en el plan de estudios: para el conocimiento del derecho administrativo, es necesario el conocimiento previo del derecho constitucional y del derecho político, razón por la cual se indica la re-lectura de módulos correspondientes a dichas asignaturas. c.- Aspectos a considerar: A partir del material seleccionado se propone, en el presente ciclo, el examen de jurisprudencia nacional y local; resolución de casos prácticos; y emisión de la opinión personal de los sres. Alumnos, conforme se indicará en cada unidad.

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ADMINISTRACION

ADMINISTRACION

SUJETOS

BASES CONCEPTUALES

RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL

CONTROL JUDICIAL

CONTRATOS ADMINISTRATIVOS

TRANSFORMACION

REGIMEN PATRIMONIAL

PRESTACIONES POLICIA LIMITACIONES SANCIONES

TECNICAS DE ACTUACION

ACTO ADMINISTRATIVO

GARANTIAS

PROCEDIMIENTO

PRERROGATIVAS

FORMAS DE ACTUACION

BASES HISTORICAS

Diagrama General de Contenidos Módulo 1 - Parte 1

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Diagrama de Contenidos Unidad 1

BASES CONCEPTUALES

ADMINISTRACION

DERECHO ADMINISTRATIVO

CONCEPTO

DESCRIPCION

Régimen exorbitante Prerrogativas Garantías

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Punto Nº 5 - Guía de Estudio UNIDAD I Primera Parte Introducción al Derecho Administrativo Sociedad y Estado. Estado Poder y Derecho. Bases conceptuales del derecho administrativo: El Estado, distintas concepciones, teoría, causas y elementos. La Personalidad del Estado. Derecho público y privado, criterios de distinción. El Estado y la justicia. Funciones del Estado y teoría de la separación de los poderes. Función y actividad: distinción. Función administrativa: distintas concepciones. La función gubernativa. La Administración, distintos conceptos. Administración pública y Derecho Administrativo. El Derecho administrativo como sistema normativo. El régimen exorbitante: prerrogativas, garantías y cláusulas exorbitantes. La relación jurídica administrativa: concepto, sujetos, fin.

Lecturas obligatorias: a.- Juan Carlos Cassagne, Derecho Administrativo, 5ta. Edición actualizada (incluye Reforma Constitucional de 1994). Editorial Abeledo Perrot - Año 1996: Tomo 1 - Título primero, capítulos 1 y 3 completos; Tomo 2, título tercero, capítulo 1, puntos 3 a 6 inclusive. b.- Rodolfo Carlos Barra, Principios de Derecho Administrativo. Editorial Abaco, Capítulos V, VI y VII. c.- Módulo 4 de la asignatura Derecho Político, Prof. Titular, Dr. Patricio Colombo Murúa, págs. 7 a 45 (Temas Sociedad y Estado - Elementos del Estado). d.- Módulo 2 de la asignatura Derecho constitucional. Prof. Dr. Carlos Abdo, págs. 92 a 96. Los volúmenes citados se encuentran disponibles en la Facultad.

Lecturas alternativas. a.- José Roberto Dromi, Derecho Administrativo, Ediciones Ciudad Argentina. 1994 o posterior (un tomo). b.- Manuel María Diez (colaboración de Tomás Hutchinson). Manual Derecho Administrativo, Editorial Plus Ultra, año 1996 (dos tomos). c.- Bidart Campos, Germán Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argentino. 23

Estado, bien común e interés público Por René Mario Goane*, en Marienhof, M., Tratado de Derecho Administrativo, Ed. Abeledo Perrot, Bs.As., 1988).

Introducción Como se desprende de su mera lectura el título, asignado a esta disertación, se estructura en el enunciado de una mera agregación de términos por el que, al no constituir aquél una proposición, no puede juzgarse acerca de su verdad o falsedad. Ello impone, entonces, como una tarea fundamental a afrontar, la de definir cada uno de los vocablos meramente yuxtapuestos, para verificar si entre los mismos existe alguna relación. Pero esa investigación admite ser encarada desde perspectivas formales muy diferentes como, por ejemplo, la etimológica o la histórica o en fin la fenomenológica. Al respecto adopto como la más apropiada, la indagación de las definiciones de manera mediante un método fenomenológico, expresión ésta de índole analógica que, como afinada y rigurosamente advierte Casaubón, admite distintas significaciones según sea el modo de entender la famosa expresión del Husserl: "ir a las cosas mismas". En esta disertación, me ubico en la posición tomista que, respecto a aquella expresión husserliana entiende "... por cosas mismas los entes existentes o capaces de existir incluso, y ante todo, independientes del conocimiento humano" (...); y ese "ir" como un acto intencional que alcanza con evidencia inmediata, intuitiva y/o abstractiva..." la cosa misma (cfr. Casaubón, Juan A.: "Los sentidos de la expresión método fenomenológico". La Ley, T. 147 - Sección Doctrina, pág. 956).

* RENE GOANE. Es abogado, graduado en la Universidad Nacional de Tucumán, previo concurso de antecedentes y oposición. Es profesor titular de las cátedras de "Filosofía del Derecho" y "Derecho Administrativo" en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Tucumán, es Director Asistente del Curso de Post-Grado de Derecho Administrativo en la misma Casa de Estudios. Publicó diversos artículos doctrinarios sobre temas de Filosofía del Derecho y del Derecho Administrativo. Fue miembro del Consejo superior de la Universidad Nacional de Tucumán y del Consejo Directivo en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de esa Universidad. Integró la comisión Honoraria que redactó el Código Procesal Administrativo de esa provincia. En cuanto a su actuación pública, fue Abogado Jefe en la Asesoría Jurídica de Previsión y Seguridad Social de Tucumán, fue Vocal del Directorio de la Caja Popular de Ahorro de la Provincia de Tucumán, actualmente es Vocal de la Excelentísima Corte Suprema de Justicia de la Provincia de Tucumán.

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Estado Su esencial Corresponde, congruentemente con la toma de posición antes explicitada examinar la esencia del Estado, es decir expresar aquel tributo radical, primario o fundamental sin el cual no se constituye formalmente el Estado. Nos proponemos, entonces, discurrir sobre lo que el Estado es y por lo que se diferencia de todo lo que no es él. El Estado se inscribe en el orden de las operaciones de las personas singulares; pertenece al ámbito de los actos formalmente humanos que se manifiestan por efecto visible y acontecen en el medio externo de la convivencia social. Ello así, el Estado es un ente real. Estamos, pues ante una esencia la cual le compete existir, con una existencia primaria extramental y, por ende, independientemente de nuestro pensamiento. La realidad entitativa del Estado repele toda conceptualización de éste como mera idealidad, puro ser de razón que no puede existir sino en nuestro espíritu. Pero afirmar que el Estado es un ente real, no significa predicar de él que se trate de una esencia a la cual competa existir en sí. El Estado no es pues, un ente real sustancial Y ello ya de alguna manera se lo insinuaba cuando afirmábamos que aquél se inscribe en el orden de las operaciones humanas. Se trata entonces de un ente cuya esencia no es absoluta ni completa, sino por entero relativa al sujeto de esas operaciones: la persona humana singular, la cual si inviste la calidad de ente real sustancial. Ahora bien; aquello que es sustentado por la sustancia, que su existencia real es inherente a ella, lo que esse es inesse, es decir, inherir, un ser-en otro recibe el nombre de accidente. Por tanto, el Estado es un ente real accidental. Siendo lo característico del accidente este ser en otro, el mismo envuelve en su identidad relación al sujeto en el que inhiere. Existe por él, de acuerdo a él y para él. Y por esta constitutiva referibilidad toda la perfección del accidente se transfiere a la sustancial. Y se ordena a ella. Los accidentes sirven a la sustancia para el acabamiento y plenitud de su perfección entitativa(1).

1.- Aplicando la conclusión arribada en el texto, los respectivos estatutos ontológico de la persona concreta (ente real sustancial) y el estado (ente real accidental) dan razón, medida y sentido a la afirmación de que la sociedad política existe en y para el hombre singular, referibilidad que se inserta totalmente en el dinamismo de la perfección temporal del hombre concreto.

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Esta entidad real y accidental -el Estado- se inscribe, según ya adelantáramos, en el orden de las conductas de una multitud de sujetos. Como tal, la sociedad política no puede reclamar la unidad sustancial que es propia de los sujetos actuantes. No obstante ello, implica una cierta unidad. El Estado no es, por tanto, una pura privación de unidad, sino la concreción de una forma de unidad contraria a aquella propia del ser sustancial. Como advierte Lachance, siendo el ser y el uno convertibles, "... una ligazón con el ser importa una cierta relación con la unidad".(2) De donde, constituyendo el Estado un ser real accidental, de alguna manera tiene que estar contenido en la unidad. Pues bien; esa multitud se unifica proporcionando sus comportamientos en relación a un mismo fin. Formalmente, entonces, el Estado es una unidad de orden. El orden es, pues el principio real de determinación esencial que hace, de la multitud, un Estado, le da el ser de comunidad política.(3) Precisado el principio real de determinación esencial de esa entidad accidental que es el estado, corresponde preguntarnos si el mismo constituye un accidente necesario para que el hombre concreto pueda cumplir su misión de perfeccionarse como persona en el orden temporal. La respuesta a este interrogante la encontramos, en primer lugar, en la experiencia humana, universal e inconcusa de la finitud entitativa de la persona individual. Como magistralmente nos advierte Xavier Zubiri: "La persona se encuentra implantada en el ser para realizarse". Esa unidad, radical e incomunicable, que es la persona, se realiza en sí misma mediante la complejidad del vivir. Y vivir es vivir con las cosas, con los demás y con nosotros mismos, en cuanto vivientes". Y agrega: "Su nihilidad ontológica es radical; no sólo no es nada sin cosas y sin hacer algo con ellas, sino que por sí solo, no tiene fuerza para estar haciéndose, para llegar a ser".(4) Por lo tanto el ser mismo del hombre en razón de su peculiar estatuto ontológico entidad personal finita- es apertura y constitutiva relación, por la cual realiza su misión de alcanzar su perfección.(5)

2.- Cfr. Lachance, Louis. El concepto de derecho según Aristóteles y Santo Tomás. Buenos Aires, pág. 284. 3.- El orden, en cuanto forma, es el acto de la esencia del Estado y, como tal, en principio de su perfección. En definitiva, es el orden el que da el ser de politicidad a esa multitud de conductas, ordenándolas a la consecución del fin en gracias al cual los hombres constituyen el Estado. 4.- Cfr. Zubiri, Javier. Naturaleza. Historia, Dios. Ed. Nacional, Madrid, págs. 370-371. Es que en la persona humana, la perfección es algo a lograr, un persistente "infieri" en palabra de Bargallo Cirio, actualidad que no es un simple factum, sino que es misión, en espléndida expresión de Zubirí (op. cit. pág. 371). 5.- Supuesta la religación a Aquél que nos hace ser -de Quien nos viene el ser y es el fundamento fundante que nos apoya en la existencia y nos da la fuerza de hacernos, de realizarnos-, existir, para la persona humana, es existir con -con cosas, con otros, con nosotros mismos-. Este "con" pertenece al ser mismo del hombre, confiriéndole aquella constitutiva apertura o relacionalidad.

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Esta ontológica relación con sus congéneres, se expresa sicológicamente, como impulso o apetito social, tendencia consecutiva al hontanar más profundo de su ser y respuesta a la exigencia inelectable de realizar su proceso de personalización.(6) Este impulso de socialidad lo vive el hombre de manera libre y contingente en una variadísima gama de formas sociales, predominando en algunas la espontaneidad, otras vienen impuestas en cuanto comunidades constitutivas; en fin están aquellas en las cuales predomina el aspecto libre y la voluntaria decisión. Sin embargo, corresponde a la sociedad política o Estado supra ordenar, al modo del todo a sus partes, a las personas individuales y sociedades naturales e imperfectas, completándolas. De este modo se inscribe así, necesariamente y como término en el propio dinamismo perfectivo del hombre en el orden temporal.(7) Es que el estado integrado por hombres resulta proporcionado a la naturaleza de estos. De allí que, aún cuando la persona singular es una entidad sustancial y la sociedad política sólo una entidad accidental, "convienen una y otra en el hecho de que ninguno de ambos tiene un ser acabado, clauso".(8).

Concepto de Estado Las indagaciones precedentes nos permiten concluir que:

El Estado es la sociedad política, necesaria y suficiente, que supraordena las sociedades inferiores y las personas individuales, para la consecución de su perfección temporal.(9) Siendo el principio formal del Estado, el orden que determina y proporciona las conductas sociales y personales a la perfección entitativa del sujeto actuante -o sea, del hombre mismo- la sociedad política se inscribe, formalmente,, en el ámbito de lo

6.- "El mismo ser personal sólo puede constituirse en apertura a los demás hombres" y más adelante agrega: "Desde el plano material de la pura biología hasta lo más elevado del espíritu la radical indigencia del hombre requiere la comunidad" (Ferrer Arellano, Joaquín: Filosofía de las relaciones jurídicas. Estudio General de Navarra, Rialp, Madrid, pág. 259; 262). 7.- Es entonces el Estado, como un todo potestativo respecto a sus partes -los hombres concretos y las sociedades imperfectas- el término que puede y debe hacer realizable la perfección inmanente y temporal de la persona singular. Ilustrativamente, Manfred Riedel dice: "... sistematiza Aristóteles la múltiple y rica vida de las asociaciones de la democracia ática. Pero, todas estas Koinoniai abarcadas por el derecho y la amistad no constituyen ni un ámbito independiente entre los individuos y la polis ni tienen un concepto propio independiente de aquella". Metafísica y Metapolítica. Ed. Alfa, Buenos Aires, pág. 129. (El subrayado me pertenece). 8.- Cfr. Bargallo Ciro, Juan M.; "Bien común y perfección personal", Prudencia Iuris Nº III. 9.- Al respecto expresa Brunner Otto, en su obra: "Nuevos Caminos de la Historia Social y Constitucional" Ed. Alfa, Buenos Aires, pág. 139. "La koinonia politiké, la societas civilis, había sido desde la antigüedad la sociedad estatalmente constituida, política, formada según el modelo de la antigua Estado-ciudad, de la Polis, de la Civitas. Ella fue deslindada de la casa, de la societas doméstica. Societas civilis y Res publica y popolus eran aquí idénticos. De ahí que la Política era la doctrina de la societas civilis, la Oeconomica la de la casa en sentido amplio".

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agible; la razón de su ser y de su actuar dice constitutiva finalidad respecto a la actualización entitativa del hombre, a su personalización, a su perfección temporal.(10) Sin embargo, es unidad de orden supraordenadora y completiva de las personas individuales, sociedades inferiores, se sirve de una superestructura consistente en un complejo orgánico supremo al cual podemos llamar también analógicamente, estado. Así considerado, se inscribe en el ámbito operativo humano de lo factible, en el que cobra primacía no ya la perfección entitativa del sujeto actuante sino la perfección de la obra producida por esa actuación.(11)

Bien Común

1.- La operación humana y el bien Formalmente, el Estado pertenece al orden de lo agible humano, pues integra el dinamismo perfectivo temporal de la personal. Resulta, entonces, necesario detenernos en algunas reflexiones acerca de la operación humana, es decir, de los actos que el hombre cumple con discernimiento y libre voluntad. Es propio del sujeto humano proyectar -anticipándolo intelectualmente- al objeto de su obrar y quererlo en razón de un motivo. En otras palabras: no solamente sabe lo que hace y lo que pretende hacer, sino -al menos confusamente-, el por qué y esto en la medida en que opera como hombre. Ese "por qué" es el motivo del obrar. Motivo que consiste siempre en la valiosidad del objeto de ese obrar. Hay, pues, en el obrar humano una estructura de entrelazamiento necesario entre objeto y motivo, que acontece en el sujeto operante. A éste, la valiosidad motivante del objeto suscita el apetecerlo como un bien.

10.- En sentido contrario al del texto Kauffmann Matthias, en su obra ¿Derecho sin reglas?, Ed. Fontamara S.A., México, pág. 81, expresa: Hasta Thomas Hobbes, la pregunta acerca de la legitimidad de la dominación no rezaba (sobre) si y por qué debe existir, sino quien debía gobernar y cómo. Una cuestión central, reiteradamente analizada, era si debía gobernar un solo, o un grupo pequeño o más bien una multitud de personas. Como criterio se utilizaba la cuestión de saber las decisiones de quiénes eran más conciliables con el bien común". 11.- El estado, considerado analógicamente como obra del orden operativo factible, es valorable como útil y consecuentemente en esta perspectiva cabe juzgar de su eficacia, postular su mayor o menor extensión cuantitativa, su conveniencia o inconveniencia. En esta consideración analógica, como estructura orgánica, el Estado es contingente, variable, incluso puede devenir antagónico al desarrollo del dinamismo perfectivo del hombre concreto. En este orden puede hablarse de "reforma del Estado" de "achicamiento del Estado".

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Inferirnos, así, una primera conclusión: la idea de bien es primordial en toda la operación propiamente humana, pues toda ella se orienta hacia un bien. Este bien, que orienta a sí toda la actividad del entendimiento práctico y todo el movimiento de la voluntad y de los apetitos, materialmente fundado y coincidente con el ser real del objeto, es el mismo ser de la cosa objetivada por el mecanismo de la acción humana, en cuanto expresa la perfección en sí misma y en cuanto perfectivo de otro. En tanto que en todo ente se está ejerciendo el acto de ser, es ya, por ello, una cierta perfección. Toda cosa es buena según que ella es perfecta. Por tanto, la bondad es la perfección, el grado especial de acabamiento o plenitud de aquélla en las cosas. Pero es necesario notar que el bien no sólo implica la idea de perfección en sí absoluta o relativa-, de plenitud entitativa, sino que dice esencial referencia a las facultades del apetito y tendencia. Justamente, aquello que la idea de bien añade a lo expresado por la idea de ser, es que designa su referibilidad, como apetecido, por el sujeto. En esta caracterización, el nombre de bien no designa cosa, sino que hace referencia a la actitud del sujeto operante. Por tanto, la idea de bien principalmente, dice perfección entitativa, realización o acabamiento actual de la esencia de una cosa. Pero, en segundo lugar, en cuanto esa cosa es apetecida por el sujeto operante, su plenitud entitativa a bien se le presenta como perfectiva, conveniente. La constitutiva finitud de los entes creados conlleva en sí la tendencia a los otros como perfectivos de sí. Si nos ceñimos a los bienes que el hombre persigue como aptos y convenientes para su perfección entitativa, el bien reviste la calidad de causa final, lo que equivale a decir, que es aquello en gracias a lo cual el sujeto humano operante actualiza una perfección de su ser. El bien, en cuanto fin, influye la perfección de ser en el sujeto humano. Por la racionalidad de su estatuto ontológico, el fin sólo ejerce formalmente influencia causal en el hombre; como advierte Teófilo Urdanoz, "... sólo el hombre obra por un fin, por el conocimiento y presencia que intencional del bien que es el fin, en su inteligencia". Y agrega: ·"Si todos desean la perfección y complemento de su ser en el bien y se mueven únicamente para conseguir algún bien, este bien por fuerza ha de ser término y fin que mueve a obrar a todos los seres. La idea de bien se trueca así en causa final... Y toda la causalidad o influencia del fin sobre el dinamismo humano se opera por la atracción del bien que en sí encierra"(12). Recapitulando brevemente lo dicho hasta aquí, el dinamismo humano es esencialmente teleológico; constitutivamente orientado a un fin que conoce por su inteligencia

12.- Urdanoz, Teófilo, El bien común según S. Tomás. Apéndice II al T. VIII. B.A.C., Madrid, pág. 757.

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y motiva la apetencia de su voluntad, por representárselo intencionalmente como algo perfectivo, cuya actualidad de ser se le ofrece como completiva y conveniente para alcanzar su perfección ontológica. Al comienzo de esta disertación nos planteábamos el interrogante si el ser y verdad ónticos del Estado se encontraban conectivamente ligados con el ser y verdad del bien común. A este momento, tenemos desarrollado fundadamente dicha relación conectiva entre Estado y Bien. Siendo el primero un momento del dinamismo perfectivo del hombre, indudablemente dice esencial e intrínseca relación con el bien, fin o término de ese proceso dinámico propio de la perfección temporal de la persona singular. ¿Cuál es, entonces, ese bien que causa teleológicamente las operaciones de una multitud de hombres y sociedades imperfectas, influyendo en ellas esa unidad de orden que configura al Estado como la sociedad política, necesaria y suficiente en su género? Antes de responder formalmente a esta cuestión, resulta necesario realizar algunas precisiones preliminares.

2.- El bien común. Noción. Propiedades. Así como la idea de bien es fin y motivo de todo obrar voluntario del hombre singular, con pareja evidencia se presenta la idea de un bien común en el obrar solidario y comunitario de las personas singulares, en tanto que éstas se unan ente sí y de cualquier manera actúen su natural apetito de socialidad. Con apalabras de Urdanoz: "El bien común corresponde exactamente, en la vida y actividad de los grupos sociales, al bien privado en la vida y actividad ética de la persona singular, con funciones enteramente equivalentes"(13). Recordemos que en razón de finitud entitativa, la persona individual para la actualización de todas sus dimensiones ontológicas, requiere de la comunidad; este requerimiento ontológico -tendencia o apetito de sociabilidad- lo vive el hombre en diversas sociedades naturales imperfectas, cada una de las cuales les permiten la realización de las pertinentes parcelas perfectivas de su ser. Justamente estas sociedades naturales imperfectas, también consisten en unidades de orden a las cuales compete sus respectivos bienes comunes, cada uno de éstos constituyen el fin o motivo propio de cada sociedad, principio actual que determina, objetivamente, la forma o unidad de cada organización social.

13.- Urdanoz, Teófilo: ob. cit. y loc. cit., pág. 758.

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Como se advierte de inmediato, un tal bien común por su propia índole, no puede ser atribuido a una persona singular, pues ésta en razón de su entidad finita, no puede alcanzarlo por sí sola sino en unión con los demás. Así, el bien común es el bien de todos, sin exclusiones; simultáneamente, es el fin de una dada sociedad en cuanto tal, "como constituyendo una unidad de orden, al unir los esfuerzos de todos los particulares en una aspiración común"(14). Las precedentes consideraciones no permiten inferir, como precisión preliminar al tema sobre el bien común político, la siguiente: La noción de bien común constituye una categoría nueva de bien propia de lo social.(15) La primera propiedad, vale decir, aquello que sin constituir la esencia del bien común, sin embargo se deriva inmediata y necesariamente de aquélla, es su unidad. Se trata del motivo o aspiración única de todos y, simultáneamente, la télesis única de la organización social. Una segunda propiedad es su universidad, pues es un bien que implica su participabilidad por todos los sujetos. Además, presenta el carácter de totalidad, pues contiene todos los bienes necesarios para la parcial perfección que dicha sociedad debe satisfacer. Finalmente, el bien común es social, no puramente particular sino de la comunidad y público, no privado desde que su obtención exorbita la posibilidad de cada miembro por sí mismo, siendo el resultado de la acción unitaria de todos.

3.- El bien común político. Acometemos, ahora, sobre la base de las precisiones ganadas hasta aquí, la investigación por la esencia, propiedades, contenido y primacía, dentro de su género, del bien común político. Se trata, en primer lugar, de una categoría de bien esencialmente distinta de los bienes particulares de los individuos, pues se refiere a éstos como el bien del todo respecto de las partes. Siendo el Estado un todo, su causa final, el bien común político presenta el carácter de constituir una totalidad.(16)

14.- Urdanoz, Teófilo: ob. cit. y loc. cit., pág. 758. 15.- Siendo grande la indigencia del hombre e innumerables sus necesidades, la tendencia a la perfección de su naturaleza lo impulsa a constituir diversas formas de sociedades, según los distintos modos como necesita del concurso de los demás, partiendo de la sociedad más fundamental, la familia pasando por las diversas sociedades intermedias, hasta llegar a la comunidad política, perfecta en su orden; esto, sin trascender el orden de las comunidades puramente humanas. Pues bien, todas ellas tienen, como causa final o principio impulsar que ha movido a la constitución de las mismas, su correspondiente bien común que ejercita su causación teleológica, conmensurando o proporcionando los comportamientos singulares justamente a la consecución de esa causa final. Se desprende, entonces, la índole analógica de la noción de bien común. 16.- Al respecto enfatiza Urdanoz que "El bien común es el bien del todo, al cual los individuos contribuyen y del cual todos participan" (cfr. ob. cit. y loc. cit., pág. 761).

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Esta totalidad universalmente participable plantea, de inmediato, la necesidad de esclarecer con precisión qué significación tiene, tratándose del bien común político, la afirmación de que éste consiste en una totalidad. Diremos que no se trata de un todo integral o colectivo, propio de la cantidad dimensiva, vale decir, de aquél que consta de partes cuantitativas integrantes de la cantidad total que en ellas se divide. Las partes difieren, del todo, sólo numéricamente. El bien común político no es una mera colección, pura suma cuantitativa de los bienes propios de las personas individuales. Como enseña Santo Tomás, hay diferencia formal entre el bien particular y el bien común y no simple diferencia cuantitativa, como entre lo más y lo menos "pues una es la razón del bien común y otra la del bien singular, lo mismo que se distinguen el todo y la parte".(17) Como la sociedad política es un todo que difiere formalmente de la multiplicidad de los individuos que la integran y no la mera suma cuantitativa de éstos, análogamente acontece respecto al bien común político y los bienes particulares de las personas singulares. Pero tampoco es un todo colectivo, entendido al modo de propio y privativo de la colectividad entendida ésta como un singular al cual deberían sacrificarse los individuos y su propio bien personal. En esta perspectiva colectivista, en puridad, no hay bien común desde el momento que al ser el bien exclusivo y excluyente de la colectividad, un tal bien carece de los caracteres de difusivo y comunicable a los singulares. Y lo que no es bien de los particulares, no es bien común. "Por tanto, el bien común no es un bien tal, que no sería el bien de los particulares, y que no sería más que el bien de la colectividad tomada como cierta suerte de singular. En este caso, sería común por accidente nada más, y propiamente singular, o, si se quiere, diferiría del bien singular de los particulares en que sería nullius"(18). El bien común político, inscribiéndose como fin en el dinamismo perfectivo de la persona humana singular, consiste en un todo universal, propio de la cantidad virtual o perfectación. Es una esencial accidental universal que reúne las notas de unidad formal y esencial referencia e inclusión de todos los bienes particulares, como oportunamente explicitaremos más prolijamente. Un todo universal, específicamente analógico, ya que el bien común se encuentra actualmente y comunicado en cada uno de los bienes particulares, como oportunamente explicitaremos más prolijamente. Un todo universal, específicamente analógico, ya que el bien común se encuentra actualmente y comunicado en cada uno de los bienes particulares. Ahora bien; esta comunicación a cada persona singular no acontece en todas sus virtualidades, sino en modos parciales y escalas variables, proporcionalmente a la

17.- S. Th. 2-2 q. 58 a 7. ad. 2. 18.- De Koninch, Charles. De la primacía del bien común contra las personalistas. Madrid, págs. 27-28.

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aptitud funcional y posición social de los mismos. Al modo que el alma no se comunica uniformemente y con toda su virtualidad a las distintas partes del cuerpo humano, aunque esté presente en todos ellos animándolos, análogamente el bien común se comunica a todos los miembros del todo social político, proporcionalmente. Por eso podemos decir, que el bien común político, es un todo analógico proporcional o todo potestativo. Su naturaleza así definida determina fundamentalmente su constitución y trae aparejadas fecundas consecuencias. Cada persona singular es parte de la sociedad política que, respecto a aquélla, es el todo. El bien de cada parte sólo puede configurarse en "... la buena proporción o disposición con respecto al todo orgánico; de ahí que se bien individual no será tal si no se desarrolla, crece y próspera en debida proporción con todo el conjunto"(19). Atendiendo, entonces, a su estructura formal, podemos definir en pos de Urdanoz, al bien común como "el conjunto y sobreabundancia de bienes particulares, no en forma cumulativa y de adición aritmética, sino en una dimensión geométrica proporcional"(20). Esta concepción del bien común, el implicar una constitutiva referencia al bien propio relativamente entendido, proporcionalmente al bien de los demás, no previene sobre la legalidad propia de la concepción orgánica de la sociedad: si el bien privado de un miembro de la sociedad es deficiente, sufre detrimento el bien común; si la parte trata de acrecer su bien particular y expensas del de los demás partes del todo social, inflige un daño al bien común, no por haber crecido su bien privado sino porque no ha aumentado conjuntamente el de los demás, antes ha redundado en perjuicio de éstos. (21) Queda así explicitada la afirmación de que el bien común político, por ser un todo universal analógico, está en acto en cada bien particular, comunicándole la debida actualidad a éste proporcionándolo al bien particular de los demás. Formalmente, no hay pues contrariedad entre bien particular y bien común político sino que, precisamente es este último el que, proporcionándolo, da acabamiento y perfección según la razón de bien al bien singular. Estamos ya en condiciones afrontar la cuestión de la justa relación entre el bien común político y el bien particular.

19.- Urdanoz, Teófilo: ob. cit. y loc. cit., pág. 763. 20.- Urdanoz, Teófilo: ob. cit. y loc. cit., pág. 763. 21.- Cfr. Urdanoz, ob. cit. y loc. cit., pág. 763, quien afirma: "El crecimiento de la riqueza privada, para que se realice según la ley del bien común, debe refluir en bienestar y prosperidad general".

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4.- Primacía del bien común político. Siendo el bien común el bien de todo y estando las partes inordinadas en el todo, existe una evidente superioridad del bien común sobre los bienes de los individuos. Esta primacía es su propiedad más característica. El bien común se distingue del bien individual como lo perfecto de lo imperfecto, como el fin universal se distingue del fin particular.(22) El bien común político es el más noble de los bienes y, simultáneamente, el bien más propio de las personas singulares, ya que se difunde a todas e incluye la perfección de todas; a su turno, los rebasa por su eminencia misma, en razón de fin común y causa universal comunicable no sólo a los individuos existentes e históricos, sino también a todos los futuros y posibles(23). A esta primacía del bien común político se corresponde, como necesario correlato, las relaciones de subordinación de los bienes particulares y de las personas singulares a aquél.(24) Con esta fórmula implica todas las relaciones jurídicas, es decir, deberes de los particulares para con el todo social y derechos de la sociedad y del poder público sobre los individuos. Afirmar que las personas singulares están ordenadas a la comunidad -en razón de la primacía del bien común sobre los bienes individuales- significa que aquéllas deben tender a la promoción y búsqueda de ese bien común, porque sólo en él y a través de él han de conseguir su propio bien y perfección personal. El Estado es en y para la persona singular, pero ésta se perfecciona en y por la sociedad política.(25) Es del caso resaltar que esta ordenación no tiene por objeto puros deberes éticos sino que, una vez constituida la comunidad política, estas obligaciones para con el bien común son exigidas por el derecho de los otros, del todo social, que proporciona a cada uno de los medios de la perfección y, como contraprestación, exige la compensación de las aportaciones de éste.(26)

22.- Esta superioridad del bien común es no sólo cuantitativa, como una suma lo es respecto de uno de los sumandos, sino formal y cualitativamente. Dentro del mismo orden el de la perfección temporal e inmanente de la persona- el bien común es superior y más notable que el bien singular. 23.- Adviértase, empero, que la primacía del bien común sobre el bien individual se ha entendido siempre dentro del mismo plano u orden de bienes. De donde, en cosas de distinto género, nada impide que lo propio sea superior a lo común. Así, vgr. como ejemplifica Urdanoz, el bien de gracia de una sola persona es mayor que todo el bien natural del universo entero. 24.- Los individuos así como el bien singular de ellas, se ordenan al bien común y a toda la comunidad de la cual son una parte. Análogamente a lo que acontece con los miembros del cuerpo humano, todos los individuos se han de ordenar, como a su fin, al bien común de la familia, de la sociedad política, en el género de la perfección temporal. 25.- Cfr. Urdanoz: ob. cit. y loc. cit. pág. 770. 26.- Cfr. Urdanoz: ob. cit. y loc. cit. pág. 770.

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El bien común político adquiere, así, la modalidad de un bien común debido, de término de exigencias, propiamente objeto de la justicia general o legal, imponiendo ante todo, la ordenación de las personas singulares a sí.(27) Con palabras de Urdanoz, "... el orden de las personas singulares al bien común de la sociedad está basado, en primer plano, en normas de justicia legal, exigibles por el poder público y la fuerza imperativa de derecho".(28) Concluyendo: por lo expresado hasta aquí, el bien común político deviene principio de exigencias sobre los particulares, en cuanto objeto de la justicia -general o legalconstructora del orden social. Este orden social al bien común está cimentado en débitos jurídicos, constituyendo propia y formalmente, un orden de justicia.(29)

5.- Alcance de la ordenación de las personas individuales al bien común La primacía del bien común y consecuente subordinación a si de lo individual, alcanza a la totalidad, pues las personas singulares, siendo partes de ese todo que es el estado y como la parte es para el todo, se concluye que todos los actos virtuosos del hombre, sean relativos a su propia perfección, sean referidos al bien de los demás, son referibles al bien común y pueden ser objeto de disposiciones normativas de la justicia legal o general, llamada así precisamente porque ordena los actos de todas las virtudes al bien común.(30) La efectiva ordenación al bien común constituye uno de los deberes primordiales del hombre, pues enraiza en la misma obligación que el hombre encuentra en sí, como un imperativo, a saber, la de tender a la propia perfección, la que le impera a procurar el bien común a lo largo de toda su vida, ordenando y orientando socialmente sus riquezas, sus intereses y negocios(31). En cuanto a la universalidad del bien común, atendiendo a su contenido material, se manifiesta por ser el conjunto de bienes que tiene la sociedad política el deber de proporcionar a sus partes. Genéricamente, como enseña S. Tomás, este bien común político ha de consistir en la suficiencia perfecta de medios de vida para toda la mul27.- Cfr. Urdanoz: ob. cit. y loc. cit. pág. 770. 28.- Cfr. Urdanoz: ob. cit. y loc. cit. pág. 773. 29.- Cfr. Urdanoz: ob. cit. y loc. cit. pág. 771. 30.- En otras palabras: siendo el derecho el objeto de la justicia y el objeto del derecho las conductas externas de los hombres, podemos concluir que la ley general de subordinación de los individuos al todo social, que el hombre está obligado a tender hacia el bien común y procurar y promover este bien de la multitud en todos sus actos exteriores, de tal modo que subordine a la utilidad común toda su actuación y obras de virtud personales, al menos de alguna manera negativa o mediata. 31.- Nuevamente debe afirmarse sin concesión de ninguna especie, que resulta imposible la honestidad individual sin la debida ordenación y proporción al bien común. Al respecto enseña S. Tomás: "no es recta la voluntad de aquel hombre que quiere algún bien particular sin referirlo al bien común como hacia un fin". (S. Th. 1.2 q. 19 a 19).

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titud, es decir, en la abundancia perfecta de bienes materiales, intelectuales y morales, y medios de toda clase que las personas singulares deben encontrar en el Estado para su perfección entitativa temporal.(32) Comprendemos ahora lo que anteriormente afirmáramos: el bien común político es, en su género, el bien humano perfecto.(33) Esta sobreabundancia de bienes debe ser entendida dinámicamente, como el fin y meta del proceso perfectivo de la persona singular en el orden temporal; ideal al que el Estado debe tender aunque no siempre pueda ofrecer en acto a los individuos.(34) La justicia general, ordenadora de las conductas a la consecución del bien común, se encuentra en las personas singulares -partes del todo político- como ejecutores de esa ordenación bajo la dirección de las leyes y obedeciendo a los poderes públicos. A los gobernantes, en cambio, les compete arquitectónica y constructivamente la tarea primordial de la organización del bien común;(35) organización que presenta dos fases. La primera que corresponde a la producción del mismo; la segunda, es la de la distribución a las personas singulares según una igualdad proporcional. Corresponde regular la primera de las fases a la justicia general y, a la segunda a la justicia distributiva. Ambas, articuladas armónica y completivamente, configuran lo que Urdanoz denomina una sola justicia comunitaria, la justicia del bien común.(36) Si la universalidad heterogénea de bienes jerárquicamente ordenados en que consiste el bien común político, define claramente la amplitud de la subordinación de las personas individuales al Estado, la indivisible unidad de la justicia del bien común "... patentiza que no es absoluta y omnímoda la ordenación de la persona singular al

32.- Cfr. S. Tomás. De regno: 1. ic. 14. 33.- Esta diversidad de bienes que comprende el bien común, ha de escalonarse jerárquicamente y en una subordinación interna que marca el valor e importancia de los mismos en los objetivos de la sociedad. Esencialmente, este bien común -bien humano perfecto- consiste en la vida virtuosa de la multitud, fin primario de toda la sociedad política (cfr. S. Tomás De regno I i.c. 2 n 7). Consecuentemente, el primer y más eminente grado de bienes que el Estado debe promover son los valores del orden, la paz, concordia de los ciudadanos, la seguridad política social, la tranquila convivencia en el orden y el afianzamiento de la justicia, coincidentes con el enunciado del Preámbulo de nuestra Constitución Nacional. El segundo grado lo constituyen los valores y bienes de cultura (educación, formación intelectual, técnica y científica, etc.). Al tercer grado pertenecen los bienes que hacen al bienestar material, es decir, los de naturaleza económica. Santo Tomás asigna una significación instrumental y secundaria a esta suficiencia de bienes materiales o prosperidad económica, en relación a la organización del bien común. 34.- Al respecto afirma Urdanoz: "El bien común es un ideal de perfección nunca totalmente realizable, que señala una meta de progreso indefinido, pero que el Estado debe constantemente promover y los individuos cooperar a la realización de la mayor cantidad posible de bienes" (Cfr. ob. cit. pág. 774). 35.- Sobre el particular dice Urdanoz. "Si, pues, en los gobernantes reside la justicia del bien común de una manera arquitectónica, es decir, imperativa, y dicha justicia social se ejerce sobre todo el ámbito del bien humano perfecto, esto significa que el poder y autoridad del Estado se ejercen sobre todos los campos o esferas de bienes que integran el bien social" (Cfr. ob. cit., pág. 775). 36.- Cfr. aut. loc. y ob. cit. pág. 776. "Sólo se distinguen por la material diversidad del sujeto de derechos y deberes, que deben ser mutuos en ambos términos, pues que toda relación jurídico es reversible. En la justicia legal, el sujeto de deberes son los individuos para con el Estado, y el poder público determina e impera el bien común. Por la distributiva, los individuos ponen sobre todo exigencias frente al poder rector, gerente del bien común, y el Estado es el sujeto principal de deberes en dicha distribución de bienes".

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todo social, o la primacía de éste, puesto que los individuos son por igual sujetos de deberes y derechos, acreedores y deudores para con el bien común, y estos derechos de los individuos respecto del bien común es sobre todo el poder público el que debe satisfacer".(37) Queda así allanado el camino para afrontar la tercera y última cuestión que plantea el título de la disertación que me ha sido encomendada.

Interés público Si el bien común político es, por una parte, la causa final, es decir, principio y razón de la constitución del Estado y, por otra parte atendiendo a su estructura formal implica la sobreabundancia de bienes para la suficiencia perfectiva inmanente de toda la multitud, resulta pertinente preguntarnos si la sucesión de nombres con que se estructura el título de esta disertación acaso incluya dos términos que no sean diferentes: bien común e interés público. Una respuesta afirmativa nos pondría en presencia de dos términos sinónimos, por tener ambos la misma significación, pudiendo ser sustituidos recíprocamente en un enunciado sin alterar la significación de este. En esta perspectiva, se suele definir las funciones del Estado respecto al modo peculiar a cada una de ellas de satisfacer los requerimientos del bien común o del interés público (también se usa la expresión interés general), utilizándose dichos términos alternativamente. En mi opinión quienes siguen este criterio, por lo general 37.- En la perspectiva universalista de la primacía absoluta del bien común parecería que no hay lugar para la defensa de los derechos naturales y anteriores de la persona, que establezcan una cierta autonomía de la misma frente al poder estatal absorbente y señalen los límites de la autoridad civil. Queda así planteado el delicado problema de las relaciones entre individuo y Estado, entre persona y autoridad. En la perspectiva del realismo tomista, el dilema se resuelve si recordamos que la ordenación de los individuos al bien común y el ámbito de sus obligaciones para con él es universal extensivamente, más no intensivamente. Extensivamente: porque se refiere a cualesquiera de las esferas de su operación exterior. Mas no intensivamente, pues no se da de manera omnímoda, por la exigencia de la totalidad de sus actos, en todas sus formas, momentos y circunstancias, sino que aquella ordenación tiene su medida y limitaciones. Las personas son partes del todo social solo por analogía, como partes de un todo accidental y no sustancial, al tiempo que ellas son todos sustanciales que sirven a otro bienes y finalidades superiores. De donde, la ordenación de marras tendrá limitaciones y las personas, a su turno, sus derechos y exigencias frente a ese todo social. Así destaca Urdanoz que: "Un sencillo análisis de la estructura del bien común social dentro de los bienes comunes nos da la clave de estas limitaciones. Bien patente está que este bien común se presenta como superestructura de otros bienes comunes, como la sociedad política es la sociedad temporal perfecta que se superestructura sobre otras sociedades inferiores y naturales, al menos genéricamente (...). Por lo mismo, debe respetar las ordenaciones anteriores de los individuos a esos bienes comunes inferiores, con los derechos naturales inherentes a los mismos (...). La ordenación, pues, de los individuos al bien común social no significa la absorción de sus actividades todas, sino respeto para esas primeras sociedades -las cuales ya limitan así el poder del Estado- y función supletoria y perfectiva de las mismas. Es el hoy llamado principio de supletoria y perfectiva de las mismas. Es el hoy llamado principio de supletoria y perfectiva de las mismas. Es el hoy llamado principio de subsidiariedad" (pág. 778). De otra parte, la primacía del bien común temporal sólo significa superioridad sobre el bien particular de la persona en ese orden temporal de la vida social.

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prefieren utilizar el vocablo bien común para aludir a la causa teleológica del Estado y, en cambio, usar el término interés general para integrar la conceptualización de las funciones de la comunidad política. Lo característico de este uso promiscuo de vocablos diferentes -bien común, interés público o interés general- es que quienes así proceden no se hacen cuestión, al menos explícitamente, sobre si se está o no en presencia de palabras sinónimas. Otra vertiente doctrinaria, que prescinde del vocablo bien común, entiende al interés público como el resultado de un conjunto de intereses individuales compartidos y coincidentes. Se le niega entidad ontológica propia y específica, por tratarse de un mero resultado "... de la sumatoria valiosa de un conjunto de intereses individuales".(38) En esta perspectiva doctrinaria, el interés público consiste en la acumulación de intereses individuales en una mera colección cuantitativa de los mismos, conforme al sentir coincidente de la mayoría. De donde se trata de una realidad puramente cuantitativa en su contenido y en el principio formal de su determinación. Por las razones ya expresadas hasta aquí y las que paso a exponer no comparto ninguno de los criterios precedentemente reseñados. El Estado es el todo que contiene a las personas singulares y a las demás sociedades imperfectas, como ordenación completiva en función de su fin especificativo o bien común. Entonces, el bien común político, será primeramente y por sí: "la conservación y la activa promoción de ese mismo orden que constituye su ser".(39) Y como el fin en gracias a la cual se instituye la sociedad política es el bien común, consistente en la suficiencia perfecta, ordenada y proporcionada de bienes materiales, intelectuales y morales que las personas deben encontrar en el Estado para su perfección entitativa personal, podemos inferir: a.- en primer lugar, que el bien común político especificativo del Estado se asemeja con la propia forma de éste es decir, con el orden, pues es bien común "consiste en la plenitud ordenada de los bienes necesarios para la vida humana perfecta".(40) De donde, materialmente, el bien común político es la sobreabundancia de bienes, de toda índole, necesaria para la perfección temporal del hombre concreto. Formalmente, es la ordenación de esa sobreabundancia de bienes, a fin de proporcionada suficiencia para logro de ese telos.(41) 38.- Cfr. Escala, Héctor Jorge. El interés público como fundamento del derecho administrativo. Ed. Depalma, Buenos Aires, pág. 350. 39.- Cfr. P. Pinto, Mario Agustín, "La noción del Bien Común según la filosofía tomista". Prudentia Iuris. Nº III, pág. 16. 40.- Cfr. P. Pinto, Mario Agustín, ob. y loc. cit. pág. 17. 41.- Digo semejanza y no identidad, pues el orden, tratándose del estado es principio formal determinativo del ser de éste, y, como tal, se inscribe en el ámbito de lo entitativo. En cambio el orden, como constitutivo formal del bien común, pertenece al ámbito de las operaciones, con sus necesarios presupuestos de facultades y hábitos.

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b.- en segundo lugar, el bien común político como término del dinamismo perfectivo de la persona humana, haciendo posible el acabamiento temporal del proceso de personalización, pertenece propia y formalmente al orden agible de las operaciones humanas, cuyo fin es la perfección del mismo sujeto operante. Ahora bien; la prudencia, virtud propia del intelecto en su función práctica, esto es directiva del obrar de la persona también se inserta en lo agible humano; éste es el ámbito propio de la prudencia a la que compete determinarlo en su máxima singularidad conforme a todas sus circunstancias de lugar, tiempo y persona. Llegamos, así, a una distinción formal entre bien común político e interés público que, a esta altura de mi reflexión personal sobre el tema, propongo a propósito de la incitación motivante de la sucesión de nombres con que se estructura el título de esta disertación. Por lo tanto, en primer lugar, afirmo que el término bien común político no es sinónimo del vocablo interés público. Si bien uno y otro se insertan en el dinamismo perfectivo de la persona concreta, inscribiéndose en el mismo género de lo agible, sin embargo hacen referencia a dos planos diferentes de dicho género común, distinguiéndose así formalmente.

El bien común político, como ya lo dijimos, es un universal analógico proporcional; como tal, actualmente comunicado en cada uno de los bienes particulares, aunque no en todas sus virtualidades sino en modos parciales y escalas variables, proporcionalmente a la aptitud funcional y posición social de cada persona individual. Es, también según decíamos, meta e ideal, en su materia concreta de suficiencia de bienes, al que el Estado debe tender aunque no siempre pueda ofrecer en acto a los individuos. En síntesis: en su género, el bien común político tiene razón de fin. Ahora bien, la constitutiva temporalidad especificativa del bien común político, dice necesaria referencia a variabilidad de circunstancias por las que discurren tanto el hombre concreto como la sociedad perfecta a la que se ordena como la parte al todo; variabilidad que implica multiplicidad de rutas para la actualización, hic et nunc, del bien común que es el fin. Aparece así la noción de interés público como el acto prudencial del gobernante, ejercido acorde a las modalidades propias de sus respectivas funciones estatales atribuidas según el orden de reparto instituido por la Constitución, determinando entre varios medios el más idóneo para la consecución del bien común.

Interés proviene de interesse, que significa la acción de discernir, entremediar, entre las ordenaciones de conductas y bienes, para determinar en concreto la más apropiada para la obtención del fin. Y se trata de un interés público, vale decir, de un medio ordenado al bien común político una de cuyas características a propiedades es precisamente el ser público no privado por estar concernidos en él todos los miembros del estado. 39

Por lo tanto, mientras el bien común político es "plenitud ordenada de los bienes necesarios para la vida humana perfecta"(42) y tiene razón de fin o término en ese proceso del dinamismo perfectivo temporal del hombre concreto; el interés público es la determinación electiva, según un juicio prudencial del gobernante, de los medios conducentes, hic et nunc, para conseguir de hecho aquel fin o término. Enseña Urdanoz que "... el bien común aparece como objetivo especificador de la prudencia política que, bajo el imperio de la justicia legal, provee a la elaboración de las leyes, a la construcción del orden social y cuidado del bien común".(43) El interés público, añado por mi cuenta, en cuanto juicio prudencial relativo a los medios para la construcción y cuidado del bien común, se especifica en cada órgano supremo del Estado, acorde a la peculiaridad de su propia función.

Conclusiones Atendiendo al Estado, en razón de su formalidad, esto es, de aquello que precisamente le da el ser de comunidad política, constituyéndolo como tal ente real y accidental, el Estado, se concluye: a.- no es lo alterum, lo alienum, lo otro con lo cual el hombre concreto debe, a lo sumo, habérselas en una relación agónica. Por el contrario, pertenece a su dinamismo perfectivo, en el orden inmanente y temporal, que le posibilita vivir su existencia como misión personalizante.(44) b.- tampoco es posible de más y de menos. Perteneciendo al orden de los accidentes de cualidad y no de cantidad, resulta absolutamente extraño, en su formalidad entitativa, predicar de él "reducciones" o "ampliaciones" cuantitativas. c.- siendo su esencia principio de sus operaciones propias, afecta a la consecución misma de la perfección entitativa de la persona individual toda postulación de privar, al Estado, de esencia supraordenadora de las conductas de todas sus partes, personas singulares y sociedades imperfectas. d.- si atendemos al Estado en su significación analógica, vale decir como aquella superestructura consistente en el complejo orgánico supremo, de carácter meramente instrumental en relación al cumplimiento de la finalidad que lo especifica entitativamente, es preciso resaltar que dicha consideración debe siempre conmensurarse y valorarse desde el principio formal. Introdúzcanse las modificaciones que se quiera tendiendo a las variaciones de las circunstancias de tiempo, lugar o personas, pero jamás podrá eliminarse el Estado como 42.- Cfr. P. Pinto, Mario Agustín; op. y loc. cit., pág. 17. 43.- Cfr. Urdanoz: ob. cit. y loc. cit., pág. 771. 44.- Lo inferido en el texto confiere, a mi criterio la correcta inteligencia de la afirmación de Ernesto palacio, contenida en su obra Teoría del Estado. Eudeba. Buenos Aires, pág. 103: "Sabido es que esta cuestión de la libertad es la más importante que se plantea dentro de la especulación política, porque pone en causa hasta la propia legitimidad del poder. ¿Es el Gobierno defensor, protector y aún creador de la libertad de los ciudadanos, o es su peor enemigo? ¿Hasta qué punto puede ella coexistir con la coerción?".

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supraordenación de sociedades y personas individuales en orden a su perfección temporal. Caso contrario, se pondrá en grave peligro el dinamismo perfectivo de la persona individual, con la disolución del orden y unidad de la multitud, lanzada a su destrucción. La historia, en todos sus momentos remotos y cercanos demuestra, con verificación incontestable de realidad existencial, la relación dialéctica y de mutua implicancia de las perfecciones entitativas del Estado y de sus miembros. e.- finalmente siendo el interés público el juicio prudencial propio del ejercicio arquitectónico y constructivo, por parte de los gobernantes en orden a la organización y consecución del bien común político, pertenece al ámbito de la propia discrecionalidad con que cada uno de los órganos fundamentales del Estado deben gestar en el marco genérico de la juridicidad pero con las modulaciones de las circunstancias particularísimas de tiempo, lugar y persona.(45)

Bases conceptuales del derecho administrativo El anexo científico de cualquier sector del conocimiento exige, como tarea previa e inexcusable, la delimitación de su objeto. Así ocurre, por supuesto, en el Derecho administrativo, expresión ésta, que primariamente evoca dos hechos: de una parte, una realidad objetiva, la Administración; de otra, el dato de que dicha realidad es objeto del Derecho, es regulada por éste. Es necesario, pues, analizar estas dos circunstancias: primera, qué sea o qué debamos entender por Administración (I); segunda, cuál sea el significado y contenido de la expresión con la que se designa el Derecho que se refiere a la Administración, del Derecho Administrativo (II).

I.- La administración "El intento de abordar el significado del concepto de Administración, en el umbral mismo de una obra general dedicada al estudio de la misma, constituye una tarea

45.- Al respecto resulta interesante la observación de David Osborne y Ted Gaebler en su obra: "la Reinvención del Gobierno". Paidós. Estado y sociedad. Barcelona, pág. 66. "En el mundo contemporáneo las instituciones públicas también requieren flexibilidad para responder a situaciones complejas y en rápida transformación... Los gobiernos burocráticos no pueden hacer ninguna de estas cosas con facilidad debido a sus regulaciones de la Administración Pública y a los sistemas de posesión de los cargos". La inadvertencia, propia de una concepción racionalista de que la discrecionalidad al no ser otra cosa que juicio prudencial político jurídico, ha desarrollad prejuicios que se traducen en serias trabas a las rutas que la variabilidad continua de las circunstancias resultan idóneas para la consecución en los hechos del bien común. Entiendo en este sentido la observación realizada por Alejandro Nieto en su libro: La organización del Gobierno. Ariel, Barcelona, pág. 52. "La clave de la disfunción que se denuncia se encuentra en la circunstancia de que la legalidad está siendo entendida, no ya sólo como el sometimiento de la Administración a la ley, sino como la exigencia de que todas las tomas de decisión han de ir precedidas de una norma general sin lo cual, se consideran ilegales".

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sumamente problemática, de dudosa utilidad didáctica, y, con toda probabilidad, abocada al fracaso. La Administración, en efecto, es un producto cultural de una complejidad extraordinaria, cuya esencia y límites sólo pueden irse perfilando e interiorizando a lo largo del estudio de las disciplinas científicas que se refieren a la misma (y quizás nunca de modo total). Forzosamente, por ello, esta primera delimitación del concepto de Administración, en cuanto objeto del Derecho Administrativo, ha de ser puramente aproximativa y de una gran simplicidad. No se trata de definir a priori y de modo acabado que sea la Administración, sino sólo de deslindar pragmáticamente el sector de la realidad que ha de ser objeto de nuestro análisis y de precisar la forma o método desde que dicho análisis debe ser emprendido. Para ello, hemos de llevar a cabo una doble tarea. En primer lugar, examinar las diferencias alternativas que nos permiten aproximarnos al concepto de Administración que ha de servir de base a nuestro estudio (A). Precisado ya, en sus líneas generales, cuál sea el sentido instrumental que haya de otorgarse al concepto de Administración, es necesario efectuar una descripción elemental y orientativa de la misma, situándola en el marco de los poderes de nuestro Estado (B). A.- Las alternativas de aproximación al concepto Como la mayoría de los conceptos jurídicos, el de Administración es un término polisémico, que hace referencia a hechos muy diversos. Sólo algunos de ellos constituyen el objeto del Derecho administrativo. Por lo mismo, quizás la forma más simple de aproximarnos al punto que nos interesa sea la de proceder por eliminación sucesiva de las realidades que han de quedar fuera de nuestro estudio. Para ello, podemos emplear dos alternativas fundamentales. La primera de estas alternativas es de naturaleza metodológica, y hace referencia a la perspectiva científica, jurídica o no, desde la que ha de llevarse a cabo el análisis. La decisión en torno a la misma permite despejar con facilidad una segunda opción subordinada, planteada en torno al estudio de la Administración pública y/o de las organizaciones administrativas privadas. La segunda alternativa es de naturaleza objetiva o material, en cuanto se refiere a la sustancia misma del objeto a estudiar: esto es, si la Administración debe concebirse como una función o como una organización. Del mismo modo que en la alternativa anterior, la decisión adoptada en ésta, obliga a plantear una segunda opción: la de limitar el estudio a la Administración pública en sentido estricto, o extenderlo a las estructuras administrativas de las restantes organizaciones públicas, tanto estatales como extraestatales.

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1.- La alternativa metodológica: el estudio de la Administración desde los puntos de vista jurídico y no jurídico. La primera decisión que debe adoptarse en orden a acotar el objeto de nuestro estudio consiste en centrar éste en la problemática jurídica de la Administración. Las organizaciones administrativas o burocráticas son susceptibles de ser analizadas desde la perspectiva de múltiples ciencias, además de la del Derecho. Cabe elaborar una teoría jurídica de la Administración, pero también estudiar ésta desde el punto de vista de la política, de la economía, de la historia, de la sociología, de la psicología, de la estadística, de la informática o de la teoría de los sistemas, entre otros muchos. Intentar conjugar todas las variables de estas perspectivas en un solo estudio global de la Administración sería, no obstante, un proyecto inabarcable, científicamente estéril y de dudosa utilidad práctica. Todas ellas son, por separado, enteramente válidas, pero ajenas en lo sustancial a la presente obra que, insistimos, debe centrarse en el examen de los aspectos jurídicos de la Administración. Esta toma de postura no entraña de modo alguno una obviedad, contra lo que pudiera parecer (es lógico, podría decírsenos, que una obra de Derecho administrativo se centre en la problemática jurídica); centrarse en los temas jurídicos no es lo mismo que limitarse o circunscribirse al estudio de éstos. Lo que se pretende expresar con este matiz es una pura opción didáctica que entraña excluir dos hipótesis: primera, la de que el análisis jurídico sea el único válido para abordar el fenómeno administrativo; segunda, la de que el jurista deba prescindir radicalmente de las aportaciones y planteamientos de las restantes disciplinas científicas en aras de una absoluta pureza metodológica. La primera hipótesis a que acabamos de aludir, mantenida implícitamente durante mucho tiempo, es hoy insostenible. El exclusivismo de la ciencia del Derecho en el estudio de la Administración es un puro accidente histórico, debido tanto al fulgurante grado de desarrollo que el Derecho administrativo alcanza en Europa continental a fines del siglo XIX (frente a la situación embrionaria de los restantes enfoques científicos de la Administración), cuando a su coincidencia con los postulados de la ideología liberal: considerado el Estado como un mal necesario y potencialmente temible al que, ante todo, había que sujetar y limitar, era lógico que el Derecho -que venía a cumplir precisamente esa función- adquiriese una preponderancia absorbente. Hoy, sin embargo, en el marco de un Estado social del que el ciudadano reclama ante todo protección y prestaciones vitales, y que se legitima primordialmente por su eficacia, es forzoso reconocer que el Derecho ha pasado a un segundo plano: a un plano que continúa siendo importante, pero que no es, desde luego, el único; ni siquiera el protagonista. Por ello se ha podido decir, con exactitud no exenta de crueldad, que los juspublicistas que se empecinan en seguir propugnando el Juristenmonopol en el estudio de la Administración se asemejan a un caballero de la triste figura, cómico y patético en su pretensión de entender y gobernar una realidad compleja que le ha superado desde hace tiempo (P. LEGENDRE). La segunda precisión no es menos relevante. El estudio de la Administración comienza, en la Europa del siglo XVII, como un conglomerado informe de conocimientos en los que se mezclan la filosofía, la estadística, la política económica y la ciencia de la hacienda junto a razonamientos de política y buen gobierno y, por supuesto, a análisis estrictamente jurídicos. Estos estudios globales y heterogéneos, conocidos como "ciencias camerales (kameralwissenschaften) o "ciencia de la política" (Polizeywissenschaft, science de la police) fueron puestos en cuestión por los juristas del siglo XIX que, bajo la influencia de la filosofía kantiana y del pandectismo, dieron en predicar la cruzada de la pureza

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metodológica; esto es, la necesidad de depurar la ciencia del Derecho de todo elemento no estrictamente jurídico, ya sea histórico o sociológico y, por supuesto, de todo juicio de valor. No es este el momento de relatar las vicisitudes de esta línea metódica, ni su influencia en el nacimiento tanto del moderno Derecho público cuanto de todo un amplio abanico de estudios no jurídicos de la Administración: nos referiremos a ello en un capítulo posterior. Basta ahora decir que tal forma de concebir el estudio del Derecho público, aunque continúa teniendo importantes valedores, está siendo progresivamente abandonada. El Derecho es una ciencia que opera sobre un sector de la realidad, y esta realidad no puede conocerse en profundidad ni pretenderse incidir sobre ella para que funcione coherente y eficazmente (sirviendo con ello a la justicia) limitándonos al puro plano de razonamiento jurídico. Si el Derecho es una disciplina humanística (divinarum atque humanarum rerum notitia, como decían con todo acierto los juristas romanos), no puede ser asépticamente separado de la realidad material a la que se refiere. Tanto la formación del jurista como la investigación científica, y aun la labor de interpretación y aplicación cotidiana del Derecho, precisan apoyarse instrumentalmente en la historia, en la teoría política, en la economía y en la sociología; sin el auxilio de estas ciencias es difícil captar el verdadero significado de los conceptos y técnicas jurídicas, así como su utilidad, su conveniencia y su justicia concreta, valores a los que el jurista no puede ser insensible. Es por todo ello por lo que antes precisamos que nuestro análisis debe centrarse fundamentalmente, pero no limitarse, a los aspectos jurídicos de la Administración.

2.- Administración pública y administraciones privadas La opción metodológica que acabamos de formular predetermina la solución a la segunda alternativa, que nos lleva a excluir de nuestro análisis la problemática de las organizaciones administrativas de carácter privado (asociaciones, empresas mercantiles, etc.). Por más que los temas abstractos de estructura y funcionamiento de la Administración pública sean materialmente similares a los de las administraciones privadas, desde el punto de visa formal las diferencias son insalvables: el régimen jurídico al que la Administración pública está sometida, como consecuencia de su integración en el aparato estatal es, salvo excepciones, absolutamente diverso del que preside el funcionamiento de las administraciones privadas. Un estudio jurídico conjunto de una y otras resultaría, por lo mismo, metodológicamente heterogéneo e inaceptable. En el plano jurídico, pues, no hay forma razonable de aunar el estudio de la Administración pública y de las administraciones privadas: el examen de éstas últimas debe dejarse, por ello, a otras ramas del Derecho. Otra línea de análisis discreparía abiertamente, además, de la invariable tradición de nuestra disciplina, que se ciñe de modo exclusivo al estudio de la Administración pública; esto es, a la que se encuadra dentro del llamado poder ejecutivo del Estado. Es frecuente en la doctrina -así, por todos, en J. RIVERO- basar esta distinción en la diferente naturaleza de los fines perseguidos y los medios utilizados por la Administración pública y los particulares, respectivamente. Los fines de la Administración se resumen en la idea del interés general (concebido como la satisfacción de aquella necesidades que, por su amplitud o por su no rentabilidad económica o personal, no son espontá-

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neamente cubiertas por los individuos privados); y su medio más característico es el ejercicio del poder público (mediante el cual puede vencer unilateralmente las resistencias que los ciudadanos opongan a la realización del interés general); en tanto que los particulares persiguen fines e intereses privados, siendo su medio de relación más característico el contrato, como forma típica de relación entre personas situadas, por definición, en un nivel de igualdad jurídica. Como todas las formulaciones dialécticas simples, esta distinción resulta excesivamente simplificadora y, por ende, inexacta: no es cierto que los particulares no puedan perseguir -lo hacen, de hecho- fines de interés general, ni tampoco que las técnicas de decisión unilateral autoritaria sean desconocidas en el mundo privado (como lo prueban, por ejemplo, la patria potestad y el poder de dirección empresarial); por otra parte, la Administración emplea, cada vez con mayor extensión, las formas privadas de contratación junto a las técnicas de imposición autoritaria. Pero, con todo, la contraposición es expresiva y útil en una primera aproximación al tema.

3.- La alternativa material: la Administración como función o como organización Más compleja que la anterior es la segunda gran alternativa, que arranca de un hecho tan simple como el que la palabra "administración" posee, en el lenguaje coloquial, dos significados básicos y contrapuestos: de una parte, designa una actividad, es decir, el hecho de administrar o gestionar determinados asuntos; de otra, designa la persona u organización que desempeña dicha actividad. Dos sentidos, pues, distintos: el primero, material u objetivo (que suele identificarse escribiendo administración con minúscula); el segundo, orgánico o subjetivo (Administración, con mayúscula). La opción entre uno y otro significado ha sido objeto de una polémica secular que, por supuesto, excede con mucho de los aspectos puramente lingüísticos, y de la que aquí sólo puede darse cuenta de modo esquemático. Los primeros tratamientos científicos del Derecho administrativo, desde comienzos del siglo XIX, partían invariablemente de la perspectiva subjetiva u orgánica: estudiaban la Administración pública como organización, como parte de uno de los tres clásicos poderes del Estado, en toda la variedad de sus actividades. A fines de siglo, sin embargo, el positivismo jurídico comienza a cuestionar la validez de este planteamiento, en cuanto no respondía a la premisa axiomática de la homogeneidad del objeto. En efecto, un simple análisis de la realidad pone de manifiesto que la Administración pública realiza, entre otras, actividades que son materialmente idénticas a las funciones típicas de los otros poderes: la Administración dicta normas (reglamentos) al igual que lo hace el Parlamento (leyes), y resuelve autoritariamente conflictos de derechos o intereses (al resolver recursos administrativos) de modo semejante a como los órganos del poder judicial dictan sentencias. Y la similitud se da también a la inversa, en cuanto estos dos poderes desarrollan actividades en todo parecidas a las

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que realizan los restantes: el poder legislativo, junto a la función de este nombre, desempeña funciones materialmente administrativas (las relativas a su organización interna y al régimen de su personal, de sus bienes y de sus contratos) y aún jurisdiccionales (en algunos países, el enjuiciamiento de determinados delitos de las autoridades supremas del Estado); por su parte, el poder judicial realiza también actividades materialmente administrativas (como la organización y gestión de su personal y, entre nosotros, los llamados actos de jurisdicción voluntaria) e incluso normativa (hoy, en España, como veremos, los reglamentos dictados por el Consejo General del Poder Judicial). La consecuencia de este análisis, desde la citada exigencia de pureza metodológica, fue bien simple: hay que sustituir el estudio de los poderes del Estado por el estudio de sus funciones, con independencia de cual sea el órgano que las realice. En lo que a nosotros afecta: es preciso identificar y definir la función administrativa en abstracto. De entonces acá son millares las páginas escritas para tratar de aislar el factor, la nota característica que permitiera definir de modo inequívoco esa abstracta función administrativa. Por recordar aquí sólo alguna de las múltiples líneas ensayadas, se la ha intentado caracterizar como la actividad de ejecución de la Ley en posición de dependencia, frente a la posición independiente de los jueces (tesis propugnada por los miembros de la escuela vienesa, principalmente Hans KELSEN y Adolf MERKL); como actividad para la consecución de los fines del Estado (tesis de la escuela clásica italiana: V.E. ORLANDO y F. CAMMEO) o de los intereses públicos o colectivos (también de gran predicamento en la doctrina italiana de la primera mitad del siglo; O. RANELLETTI, S. ROMANO, G. ZANOBINI); como actividad de gestión de los servicios públicos (tesis dominante en Francia hasta los años cincuenta y cuyos mejores representantes fueron G. JEZE, R. BONNARD y L. ROLLAND). Y así, prácticamente hasta el infinito, en una labor de resultados siempre insatisfactorios -o sólo medianamente satisfactorios- que llevaron a una buena parte de la doctrina alemana (desde G. JELLINEK y O. MAYER) a una tesis tan pragmática como desalentadora, conocida como teoría negativa o residual: después de definir positivamente la legislación (como creación normas jurídicas de carácter general) y la jurisdicción (como resolución de conflictos intersubjetivos de intereses) se concluye que la función administrativa en todo aquello que queda de la actividad estatal una vez que se han separado aquellas funciones. El fracaso con que se han saldado los intentos de definir la función administrativa en abstracto ha llevado a un amplio sector de la doctrina a retomar a los planteamientos orgánicos o subjetivos originales; aún reconociendo la heterogeneidad de las funciones que desempeña, se parte del criterio de que el objeto primario de análisis del Derecho administrativo es, ante todo, la Administración pública como organización (o como persona jurídica). Tal es el criterio seguido de forma práctica unánime en la doctrina europea, y el que también adoptamos nosotros.

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Esta afirmación no es contradictoria con el hecho de que un importante sector de la doctrina española más moderna, sea explícitamente partidaria de la definición del Derecho administrativo como Derecho de la función administrativa objetivamente considerada (así, aunque con diferencias sustanciales de planteamiento, M. BALLBE, J. M. BOQUERA, S. MARTIN RETORTILLO, R. MARTIN MATEO y -recientemente, y rectificando sus anteriores tesis orgánicas- F. GARRIDO FALLA: vid. la nota bibliográfica al final de este capítulo): en definitiva, se trata de una pura toma de posición conceptual, no seguida después en el desarrollo didáctico de la disciplina, que continúa ajustándose a patrones orgánicos: patrones éstos predominantes entre nosotros en los últimos años, desde las exposiciones de F. GARRIDO FALLA y E. GARCIA DE ENTERRIA. En definitiva, la polémica parece haber perdido hoy interés en la doctrina europea; con la notable excepción de Italia, donde la última línea de razonamiento ensayada apunta a una caracterización de la función administrativa en base a datos formales o procedimentales: vid. F. BENVENUTI. Funzione amministrativa, procedimento, processo, Milano, 19659. La doctrina mayoritaria y más autorizada, sin embargo, parece decidida a abandonar la indagación, reputada inviable dada la heterogeneidad de las tareas realizadas por la Administración: tal es la conclusión de la excelente obra de la profesora M. A. CARNEVALE VENCHI, Contributo allo studio della nazione di funzione pubblica, Padova, 2 vols, 1969, ratificada por la superior autoridad de M. S. GIANNINI, Diritto amministrativo, Milano, 1970, ratificada por la superior autoridad de M. S. GIANNINI, Diritto amministrativo, Milano, 1970, I, pág. 79, que parece haber sentenciado el tema en Italia con una declaración tajante: "una caratterizazione oggettiva de la funzione amministrativa non esiste".

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Actividad Nº 1 1.- Subraye los cuidados que debemos tener en cuenta cuando se pretende estudiar la Administración desde el punto de vista jurídico. 2.- Explique el sentido de definir el objetivo de estudio de la Administración centrándolo en la Administración pública como organización.

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4.- Administración pública, organizaciones estatales, extraestatales y semipúblicas Caracterizada, pues la Administración como una organización concreta, es preciso llevar a cabo una última delimitación respecto de otro tipo de organizaciones que, como aquélla, se mueven también en la órbita de lo público. De una parte, es necesario individualizarla dentro del total aparato del Estado, en cuyo seno coexiste con otra organizaciones de estructura y funcionamiento materialmente similares. Por Administración Pública se entiende, exclusivamente, el aparato orgánico al servicio del Gobierno o poder ejecutivo del Estado y de los restantes entes públicos territoriales. Los demás poderes y estructuras constitucionales del Estado poseen también organizaciones burocráticas a su servicio (así, el Parlamento y el Poder Judicial; entre nosotros, también, la Corona, el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas y el Defensor del Pueblo); pero tales organizaciones no han recibido el nombre de Administración pública ni su estudio es normalmente objeto del Derecho administrativo. De otro lado, el concepto estricto, puramente estatal, de la Administración pública que hemos enunciado fuerza a excluir del mismo la problemática de las administraciones publicas extraestatales (p. ej., la Iglesia Católica) o supraestatales (organizaciones internacionales), las cuales, por otra parte, son objeto de disciplinas jurídicas específicas. La exclusión del análisis del régimen jurídico interno de las organizaciones estatales no administrativas (Corona, Parlamento, poder judicial, etc.) no debe interpretarse, en manera alguna, como el resultado de una exigencia científica; tampoco constituye, como se verá una directriz metodológica rigurosa. Lo que quiere expresarse, sencillamente, es que el objeto primordial de nuestro estudio ha de ser la Administración pública, y que sólo marginalmente nos ocuparemos del régimen interno de los referidos órganos constitucionales. El escaso rigor lógico de este planteamiento, que no podemos por menos de dejar de reconocer, es sólo explicable si se tiene en cuenta, que nos encontramos ante una de las más difíciles encrucijadas del Derecho público español. Tradicionalmente, el Derecho administrativo se ha ocupado solo del estudio de la Administración pública, en tanto que el Derecho constitucional se limitaba al examen de la estructura y funciones constitucionales de los restantes poderes del Estado. El régimen interno de estos últimos apenas si era objeto de atención específica, en la medida en que poseía una entidad prácticamente despreciable (así, los servicios internos de los Parlamentos hasta fecha reciente) o era directamente gestionado por los órganos de la Administración pública (así, en el caso de la Corona o Presidencia de la República y del poder judicial, administrado por el Ministerio de Justicia). El problema se ha planteado con toda crudeza con las transformaciones constitucionales acaecidas a raíz de la segunda guerra mundial. Los servicios y funciones burocráticas internas de los órganos constitucionales han experimentado un crecimiento espectacular, de un lado; y tienden a ser gestionadas por estos mismos, de otro, en régimen de autonomía frente al poder ejecutivo. Una nueva realidad a la que el planteamiento tradicional de las dos disciplinas científicas clásicas ha convertido en una peligrosa tierra de

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nadie; el Derecho constitucional la ignora, al no tratarse de funciones típicamente políticas o constitucionales; y lo mismo hace el Derecho administrativo, al tratarse de actividades de órganos distintos de la Administración pública. Lo cual no sólo se traduce en un indefendible vacío didáctico, sino ante todo en una grave indefinición práctica de su régimen jurídico: en ausencia de norma escrita, ¿por qué reglas se rigen su personal, sus contratos, sus bienes, su responsabilidad? Como puede apreciarse, este problema se encuentra estrechamente ligado con la alternativa entre las concepciones objetivistas y orgánicas del Derecho administrativo, que examinamos en el epígrafe anterior. Sus consecuencias dogmáticas exceden, sin embargo, los límites de la presente obra.

Con todo, la concreción del objetivo primordial de nuestro estudio en el complejo orgánico que denominamos Administración pública es una tarea no exenta de incertidumbres, ni de aparentes paradojas, en la medida en que sus límites son considerablemente ambiguos y difusos. En su nivel superior, la Administración pública stricto sensu se encuentra íntimamente vinculada, cuando no confundida, con los órganos políticos y constitucionales, a cuyo servicio se encuentra (así, el Gobierno, tanto del Estado como de cada una de las Comunidades Autónomas, es al tiempo un órgano político y la cúspide de la respectiva organización administrativa; lo mismo ocurre en las entidades locales). Y en los niveles inferiores, las fronteras de la Administración con el mundo privado se encuentran sensiblemente desdibujadas: de una parte, de ésta dependen un conjunto de entes constituidos en forma privada (sociedades mercantiles) y que no se sujetan en su funcionamiento al Derecho administrativo, sino al civil, mercantil y laboral (como cualquier otra empresa privada), pero que actúan como instrumentos organizativos al servicio de la Administración pública propietaria de las mismas, por lo que deben considerarse como parte integrante de su estructura. De otra, sin embargo, existen múltiples entidades de base asociativa y composición privada, que adoptan una forma de personificación inexistente en Derecho privado (Corporaciones de Derecho Público) y que se rigen parcialmente por el Derecho administrativo (en el ejercicio de determinadas potestades públicas concretas cuyo ejercicio se les confía); son, sin embargo, organizaciones privadas con substrato y fines propios, por lo que no deben incluirse en la Administración pública a efectos de sus análisis. A.- El Derecho administrativo como sistema normativo Hablar del Derecho administrativo como un sistema normativo supone dar por sentadas dos afirmaciones: primera, que la Administración pública está sometida al Derecho; y segunda, que este sometimiento se da, no solo al Derecho en general, sino a una rama o sector específico del mismo, el Derecho administrativo. Y estas afirmaciones son en sí mismas problemáticas, porque así como la Administración es una realidad tan vieja y constante como la sociedad misma (bajo una forma u otra, todo grupo social mínimamente evolucionado ha dispuesto siempre de algún tipo de organización dedica a velar por la consecución de los intereses colectivos), el Derecho administrativo es un producto contingente, un subsistema cultural históricamente limitado, exclusivo de un cierto ámbito geográfico y de un determinado nivel de civilización.

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Por ello, quizás una buena forma de aproximarse al Derecho administrativo sea cuestionarse históricamente las dos afirmaciones que antes sentamos. Las preguntas que podríamos formularnos serían, por tanto, dos: ¿cómo y por qué hablamos de "Derecho"? ¿cómo y por qué hablamos de Derecho "administrativo"? La primera nos lleva a interrogarnos por la razón y los orígenes de que la Administración esté sometida al Derecho (1); la segunda a indagar los motivos de que este sometimiento se de, precisamente, a un sector individualizado y concreto del Derecho, el Derecho administrativo (2). A estas dos cuestiones debe añadirse una tercera, en la que deberán analizarse sumariamente los rasgos característicos de esta rama del Derecho en cuanto sistema normativo (3).

1.- El sometimiento de la Administración al Derecho Como antes se dijo, la sujeción del poder político -y de su instrumento más directo, la Administración- al Derecho no es, en absoluto, una constante histórica. Antes bien, y como ha dicho Prosper WEIL, esta sujeción tiene algo de anómalo, cuando no de milagroso: "la actividad de los particulares está regulada por un Derecho que se les impone desde el exterior y el respeto de los derechos y obligaciones que lleva consigo estar bajo la autoridad y la sanción de un poder externo y superior: el del Estado. Pero resulta extraño que el Estado acepte voluntariamente considerarse obligado por la ley. Está en la naturaleza de las cosas que un Estado crea, de buena fe, estar investido de poder para decidir discrecionalmente sobre el contenido y las exigencias del interés general". En efecto, la sujeción de la Administración (en general, del poder público) a reglas jurídicas es un hecho bien reciente en la historia europea, que no comienza a afirmarse de modo consciente y sistemático sino a fines del siglo XVIII. Hasta entonces, el sistema político del absolutismo se basaba en el principio de que el Rey, en cuanto titular de la soberanía, no está sometido a las leyes: antes bien, la ley es la expresión de la voluntad del Monarca, el cual no puede, sin embargo, ser constreñido por los súbditos a observarla. La formulación clásica de este principio se encuentra en el célebre tratado de Jean BODIN (1529-1596). Les Six Livres de la République, París. 1576. Libro I, Capítulo X: "Es necesario que quienes son soberanos no estén de ningún modo sometidos al imperio de otro y puedan dar ley a los súbditos y anular o enmendar las leyes inútiles; esto no puede ser hecho por quien está sujeto a las leyes o a otra persona. Por eso, se dice que el príncipe está exento de la autoridad de las leyes. El propio término latino "ley" implica el mandato de quien tiene la soberanía... Puesto que el príncipe soberano está exento de las leyes de sus predecesores, mucho menos estará obligado a sus propias leyes y ordenanzas. Cabe aceptar la ley de otro, pero, por naturaleza, es imposible darse ley a sí mismo, o imponerse algo que depende de la propia voluntad". Textos semejantes se encuentran en otros muchos juristas y tratadistas europeos de los siglos XVII y XVIII. Como es natural, el principio absolutista no suponía que los órganos del poder público actuaran por completo al margen de toda normación jurídica, sin más regla que su capricho. De una parte, el poder del monarca se hallaba limitado -teóricamente, al me-

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nos- por el derecho divino, el derecho natural y el de gentes; de otro, los funcionarios u oficiales regios estaban sujetos a la observancia de las normas y mandatos emanados del monarca. Este sometimiento al Derecho era, sin embargo, fuertemente nominal, habida cuenta de la confusión entre los poderes normativos y ejecutivos (los órganos encargados de dictar la normas, eran, frecuentemente, los mismos a quienes correspondía su ejecución) y, sobre todo, entre los poderes ejecutivos y jurisdiccionales; la resolución definitiva de las controversias sobre derechos suscitadas por la acción de los oficiales regios correspondía a ellos mismos, en los supuestos en que estas reclamaciones eran admitidas. En el capítulo siguiente volveremos en profundidad sobre estos temas.

El sometimiento completo de la Administración a la ley es consecuencia de los postulados ideológicos implantados por la Revolución Francesa de 1789. A partir de ella, la soberanía no residirá ya en el Rey, sino en la Nación: en términos de ROUSSEAU, en la voluntad general, cuya expresión típica es la Ley. Esta, elaborada por el Parlamento o poder legislativo, es la manifestación suprema del poder político, a la cual quedan sometidos todos los ciudadanos y órganos del Estado: en especial, el poder ejecutivo, que encabeza el Rey, al cual se confía exclusivamente -como su propio nombre indica- la función de ejecutar las leyes. La Administración, integrada en el poder ejecutivo, deberá actuar en lo sucesivo con estricta observancia de la ley; observancia que pude ser exigida por los ciudadanos a través de las vías de recurso que inmediatamente se establecen para ello. Con variantes en ningún caso sustanciales, estos principios constituyen aún hoy el basamento político de todas las sociedades democráticas occidentales. Las difíciles circunstancias por las que éstas vienen atravesando durante el presente siglo han determinado un creciente liderazgo del Gobierno (que es ya mucho más que un poder meramente "ejecutivo"), paralelo a una profunda crisis de la ley y de la institución parlamentaria; pero no han alterado -antes bien, ha contribuido a reafirmar y profundizar- el principio básico: el de que la Administración pública debe actuar, en todo caso, "con sometimiento pleno a la ley y al Derecho", pudiendo los ciudadanos exigir esta sujeción ante los Tribunales, a los cuales se encomienda la tarea de controlar "la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa", tal y como dicen literalmente los artículos 103.1 y 106.1 de nuestra Constitución.

2.- El Derecho administrativo como Derecho especial Con todo, este sometimiento de la Administración al Derecho puede efectuarse de diversas formas. En primer término, esta sujeción puede darse en nivel de paridad con los ciudadanos, de tal manera que la Administración se rija por las mismas reglas y normas que disciplinan la actividad de aquéllos (esto es, por el derecho civil, mercantil, laboral, etc.): la Administración sería, por tanto, un sujeto jurídico más, sometido al mismo Derecho y a los mismos tribunales que las personas privadas. Tal ha sido el régimen que ha caracterizado a la Administración de los países anglosajones (Inglaterra y Estados Unidos), al menos hasta el primer tercio del presente siglo; un sistema que, en contraposición dialéctica al que ahora describiremos, fue denominado en términos laudatorios como el régimen del "imperio de la ley" (rule of law, terminología acuñada por A. V. DICEY). 52

En el continente europeo, sin embargo, las cosas han discurrido de manera diferente. Por motivos históricos un tanto complejos, que analizaremos en el capítulo siguiente, el Estado surgido de la revolución burguesa alumbró un sistema jurídicopúblico en el que, junto a elementos liberales de nuevo cuño (división de poderes, principio de legalidad, garantía jurisdiccional de los ciudadanos), incorporó la tradición absolutista de la existencia de un régimen normativo especial para los órganos estatales; un régimen, ante todo, distinto del normalmente aplicado en las relaciones entre particulares. De un lado, las necesidades de la gestión de los intereses generales imponían que la Administración dispusiese de potestades y privilegios autoritarios, desconocidos o simplemente excepcionales, en el mundo de las relaciones privadas (como la potestad de expropiación, la potestad sancionadora y el poder de ejecución de sus actos, entre otras; muchas de las cuales ya existían en el Antiguo Régimen). De otro, en cambio, la desconfianza ante el extraordinario poder de la Administración y la conveniencia de garantizar la imparcialidad de su actuación, aconsejaron imponerle, de forma correlativa, una serie de trabas y sujeciones también inusuales en el campo de las relaciones entre particulares (por ejemplo, la disciplina presupuestaria, las formalidades rígidas para celebrar contratos, o la necesidad de ajustar sus decisiones a un procedimiento formal). De esta forma, la legislación y la jurisprudencia fueron configurando un conjunto de reglas especiales, de "privilegios en más y en menos" (RIVERO), a las que debían someterse específicamente las acciones de la Administración; reglas distintas o exorbitantes de las que el Derecho común (civil, mercantil, laboral) preveía para situaciones semejantes en las relaciones inter privatos. Esta singularidad de las reglas aplicables a la Administración se intensificó progresivamente en virtud de una circunstancia adicional. Una interpretación rígida del principio de separación de poderes (que, como veremos en su momento, encubría una profunda desconfianza política hacia los órganos del poder judicial) llevó a excluir a los tribunales ordinarios del conocimiento de los litigios en que era parte la Administración; litigios cuya decisión se confió bien a tribunales especiales, bien a órganos de la propia Administración, actuando en forma judicial. La actuación de estos órganos o tribunales especiales dio lugar a la creación de nuevas reglas exorbitantes y de matizaciones en la aplicación de las normas del Derecho común; de esta manera, lo que en el principio había sido un simple conjunto de privilegios excepcionales, dio en convertirse poco a poco en un complejo sistemático de normas y principios, capaz de regular autónomamente la práctica totalidad de la actuación administrativa. Es este complejo de normas y principios, reelaborados por la doctrina científica, lo que hoy conocemos con el nombre de Derecho administrativo. La exposición que precede no intenta describir rigurosamente una concreta realidad histórica, sino servir de modelo ideal explicativo de una evolución que en cada país acusados rasgos diferenciales. En esencia, da cuenta de las vicisitudes de la creación del Derecho administrativo en Francia y en España; con matices, es también aplicable a Alemania e Italia.

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La evolución del régimen jurídico de la Administración en los países anglosajones es totalmente diversa (como, por otra parte, ocurre en todas las ramas del Derecho). Sin intentar agotar, ni con mucho, su temática, puede señalarse que Gran Bretaña ha conservado hasta fechas recientes un sistema jurídico público en el que los órganos administrativos se encuentran sometidos al common law (esto es, al mismo régimen que los particulares) y sin disfrutar de fuero jurisdiccional alguno, pero con importantes privilegios y potestades coercitivas. Ello permitió que, a fines del pasado siglo, un célebre jurista británico, A. V. DICEY, en una obra clásica (Introduction to the study of the law of the Constitution, London, 1885), llevara a cabo una descripción hagiográfica del sistema, al que consideraba mucho más adecuado para preservar la libertad civil, en contraposición dialéctica con el régimen administrativo vigente en los países continentales, reputado como la suma misma del autoritarismo. La exposición de DICEY - certera, aunque un tanto sesgada- se vio a poco desmentida por los hechos. El impacto de la primera guerra mundial en Inglaterra (Leyes para la defensa del Reino de 1914-1915 y Ley de poderes de emergencia de 1920) y de la crisis de los treinta en Estados Unidos (New Deal de Roosevelt) transformaron radicalmente las Administraciones de ambos países, las cuales asumieron poderes de intervención realmente extraordinarios, que el clásico sistema de control a través de los jueces ordinarios no alcanzaba a contrapesar debidamente. Ello motivó que la propia doctrina británica comenzara a poner seriamente en duda las tesis de DICEY acerca de la superioridad del sistema del rule of law frente al régimen continental: fundamentales, al respecto, fueron las obras de W. I. JENNINGS, The Law and the Constitution, Cambridge, 1933, y de W. A. ROBSON, Justice and Administrative Law, London 1951.

3.- El Derecho administrativo como sistema de elaboración teórica y como concepto legal. La descripción del Derecho administrativo como un sistema normativo exige aclarar, en primer término, que dicha expresión no equivale a un puro conjunto de normas escritas. La aclaración es, en cierta forma, obvia: el total de normas vigentes en una comunidad política determinada constituye una unidad inescindible y homogénea; ni el ordenamiento se presenta parcelado, en correspondencia con las diversas disciplinas científicas que se refieren al mismo, ni tampoco las normas se autocalifican en su texto como administrativas, civiles, penales, tributarias, mercantiles o procesales (salvo en el caso de los códigos; y, aun así, su contenido es frecuentemente heterogéneo: el Título preliminar del Código civil, por ejemplo, no es sólo Derecho Civil). Dicha parcelación del ordenamiento se lleva a cabo únicamente en el plano científico y académico, a efecto expositivos. Sería inexacto, sin embargo, afirmar que la parcelación y adjetivación sistematizadora de las normas en que consisten las diversas disciplinas científicas posee una eficacia meramente didáctica. La simple interpretación de las normas, ya sea realizada en los textos científicos o en las decisiones judiciales, posee un indis54

cutible efecto creador de nuevas normas complementarias de las que se interpretan (de hecho, lo que el jurista aplica no es nunca el desnudo texto literal de una norma, sino dicho texto con las adherencias y significados que le han sido añadidos por la interpretación doctrinal y jurisprudencial). Pero, sobre todo, el estudio coherente y científicamente articulado de un conjunto de normas termina por crear un sistema: esto es, una totalidad cuyos elementos se hallan interrelacionados y en la que dichas relaciones están presididas por un elenco de principios ordenadores; principios que actúan como elementos vertebradores del sistema y que, al tiempo, reobran sobre el mismo al operar como fuente de nuevas normas y de criterios interpretativos. Pues bien: estos sistemas normativos (cuyos elementos integrantes, como hemos visto, no son sólo las normas escritas, sino también las reglas, conceptos y principios generados por la labor interpretativa) poseen, desde luego, una utilidad científica y expositiva; pero no se detienen en este plano, sino que trascienden, en cuanto tales sistemas, al plano de la aplicación práctica del Derecho. Y ello en dos formas, al menos: primera, en cuanto que las normas, conceptos y principios creados en el seno del sistema se utilizan como criterios de resolución de cuestiones y conflictos en el ámbito judicial o extrajudicial. Y segunda y fundamental, en cuanto que el sistema, considerado en su totalidad global, es empleado en ocasiones por las propias normas escritas como concepto delimitador del ámbito de competencias de determinados órganos jurisdiccionales, o bien como conjunto orgánico de normas a aplicar genéricamente a determinadas relaciones jurídicas. De esta forma, el Derecho administrativo no es sólo un concepto de uso académico, sino también un concepto legal, con eficacia directa e inmediata en la práctica del Derecho. Así ocurre en España, donde dicho concepto es empleado en los dos sentidos indicados: como criterio de acotamiento de los asuntos reservados a la competencia de los Tribunales contencioso-administrativos (y excluidos, por tanto, el conocimiento de los restantes jueces y tribunales), asuntos definidos como los recursos contra "los actos de la Administración Pública sujetos al Derecho Administrativo" (art. 1º LJCA); y como forma de determinar las normas reguladoras de determinados contratos administrativos (art. 4º LCE). Esta concepción legal del Derecho administrativo plantea graves problemas en el momento de definir cuales sean las fronteras, los límites de ese conjunto de normas: ello ha llevado a la doctrina a un esfuerzo sin precedentes en orden a la búsqueda de un elemento o factor que permitiese reconocer, en cada caso concreto, la presencia del Derecho Administrativo y, en consecuencia, cual fuera la jurisdicción competente para conocer de un determinado litigio (esto es, la jurisdicción ordinaria o la contencioso-administrativa). Esta búsqueda doctrinal se ha planteado, básicamente, en los países con dualidad jurisdiccional para el enjuiciamiento de los actos de las Administraciones públicas: principalmente, en Francia y Bélgica y, con menor intensidad, en España. Durante buena parte del siglo XIX, este criterio distintivo se localizó en la distinción entre los actos de autoridad y los actos de gestión: los primeros, en cuanto expresión de un poder de mando,

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eran los propios del Derecho administrativo; cuando este poder no se utilizaba, actuando la Administración "como un particular podía hacerlo en la administración de su patrimonio" (BERTHELEMY), se daban los llamados actos de gestión, sometidos a los tribunales ordinarios. Desde 1873 y arret Terrier, de 6 de Febrero de 1903): el Derecho administrativo es el propio de los servicios públicos, entendiendo por tales las actividades de la Administración tendientes a satisfacer una necesidad general; allí donde no existía servicio público, el Derecho aplicable era el privado, y la competencia, de los tribunales ordinarios. Pero también este criterio entra en crisis desde los años treinta del presenta siglo, siendo sustituido por una pluralidad de nociones tales como las de utilidad pública (M. WALINE), de la puissance public o poder público (G. VEDEL), del interés general (J. CHEVALLIER), y otras muchas. De igual forma a como antes veíamos que ocurrió en torno a los intentos teóricos por hallar una función administrativa abstracta, la moderna doctrina ha renunciado definitivamente a esta estéril búsqueda, habiéndose llegado a decir, no sin cierta desesperanza, que "il critere du droit administratif n’existe pas" (J. RIVERO). Y es que, realmente, la búsqueda emprendida era inútil por puro defecto de planteamiento: una realidad tan compleja como la Administración, que realiza un conjunto tan heterogéneo de actividades, no puede reducirse ni nuclearse en torno a ningún tipo de criterio simple. La definición de los límites del Derecho administrativo no puede hacerse con un solo, sino con múltiples criterios: de modo empírico, sobre cada caso concreto y en base a la norma aplicable al mismo en cada momento histórico, porque esos límites no solo son ambiguos y difusos, sino que ni siquiera son estables en el tiempo.

Debe observarse que cuando la Ley hace uso de la expresión Derecho administrativo como concepto legal no pretende formular ninguna definición científica, sino sólo delimitar instrumentalmente, a unos concretos efectos, un sector del ordenamiento jurídico. No debe extrañar, por ello, que los contenidos de cada uno de los conceptos legales no sean en absoluto coincidentes entre sí (así, el que emplea la LCE es más restringido que el utilizado para delimitar la competencia de la jurisdicción contenciosa por la LJCA, que incluye, entre otras, las materias tributarias), ni que tampoco coincidan con la delimitación convencional del Derecho administrativo como disciplina científica, como más adelante comprobaremos.

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Actividad Nº 2 Debido a que la Administración es una realidad compleja, su definición puede hacerse en base a diferentes criterios. Complete a continuación alguno de ellos.

ADMINISTRACION COMO DERECHO ESPECIAL

COMO ELABORACION TEORICA

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COMO CONCEPTO LEGAL

4.- Derecho administrativo y Derecho privado En unos u otros términos, el examen de las relaciones entre el Derecho administrativo y el Derecho privado (o, lo que es lo mismo, el problema de la actividad privada de los entes públicos) es un tema que se encuentra en la práctica totalidad de las obras generales dedicadas a esta disciplina; un tema, pues, de tratamiento poco menos que obligado. Y ello es lógico, pues su importancia es indiscutible: lo que se trata de saber, en definitiva, es cual sea el Derecho aplicable a la Administración pública; dicho de otro modo, si el Derecho administrativo cubre la totalidad de la actuación administrativa o si, por el contrario, contribuyen a su regulación, también, otras ramas del Derecho. El tema es sumamente complejo, pero sólo puede ser abordado razonablemente desde esta perspectiva. Y decimos esto porque no pocos tratamientos doctrinales del mismo se encuentran lastrados por una fatigosa y antigua polémica, de nulo interés en el momento presente, que sólo ha contribuido a complicarlo aún más y que debe ser sumariamente aludida a los solos efectos de no tomarla en consideración. Por trivial que parezca, el fondo común de toda esta polémica histórica se encuentra en un antiguo sentimiento de inferioridad de los tratadistas de Derecho administrativo frente al Derecho civil: aparece históricamente como un conjunto de reglas especiales, que excepcionan las contenidas en el Código civil para aquellas relaciones en las que la Administración está presente; y se desarrolla como ciencia mediante la utilización de los esquemas y conceptos acuñados por el pandectismo privatista germano (principalmente, con F.F. MAYER, P. LABAND y O. MAYER en Alemania y A. P. BATBIE y E. LAFERRIERE en Francia). Aún así, frente a la majestad de una ciencia multisecular como el Derecho civil, el Derecho administrativo continuaba apareciendo como una rama menor del conocimiento jurídico, en la que una incipiente madurez dogmática no alcanzaba compensar su imagen de disciplina difusa y memorística, mosaico desordenado de cientos de textos legales siempre cambiantes y carentes de solidez científica. El afán de superar este estado de cosas tuvo la afortunada virtualidad de provocar un esfuerzo científico formidable a comienzos del presente siglo, del cual somos aún deudores directos; un esfuerzo en el que la búsqueda de una dignidad teórica para el Derecho administrativo se hacía depender, en no pocos casos, de la acentuación de sus diferencias respecto al Derecho privado. La independencia y la autonomía frente al Derecho civil llegaron a convertirse en auténticas ideas motrices: no sólo como medio egoísta de autodignificación de la propia labora docente, sino también como forma de dar respuesta a la creciente relevancia de la Administración en la dinámica de la sociedad y el Estado del siglo XX, para cuyo encauzamiento los Códigos civiles se revelaban claramente insuficientes. El que esta actitud psicológica se haya prolongado durante más de medio siglo se debió a la incidencia de nuevos hechos. La intervención frontal de la Administración en el mundo económico, consecuencia de las guerras y crisis que jalonan la primera mitad del siglo XX, llevó a la doctrina a conclusiones aparentemente contradictorias: mientras los privatistas analizan no sin temor lo que para ellos se presenta como un fenómeno de publificación del Derecho, del otro lado de la ciencia jurídica se observa, con no menor alarma, que el Derecho administrativo es totalmente inadecuado para la actividad de gestión de la intervención económica y que los entes públicos se ven forzados a echar mano de normas y técnicas de Derecho privado. Este, cual ave Fénix, renace de sus

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cenizas y amenaza de nuevo la independencia, tan laboriosamente construida, de la ciencia-administrativa. No es del caso dar cuenta ahora de las respuestas formuladas a esta nueva situación. Algunas de éstas han sido claramente positivas, al haber llevado al Derecho administrativo a un más alto nivel de tecnificación: otras, sin embargo, han insistido en la vía equivocada de la autonomía científica, tendiendo a presentar al Derecho administrativo como una realidad separada y autosuficiente, como un mundo hermético e impermeable a cualquier importación o influencia provenientes de otras ramas jurídicas y que por sí sólo bastaba para regular (potencialmente al menos: otra cosa es que la Administración hiciera libremente un uso instrumental del Derecho privado) toda la actividad de la Administración, acudiendo a sus propios principios para suplir sus lagunas y sin acudir para ello a la aplicación supletoria del Derecho privado.

En el tiempo histórico que vivimos, es evidente que esta forma de plantear el problema no tiene sentido alguno. Hoy es un hecho notorio que la Administración pública no se rige sólo, en su organización y en su actividad, por el Derecho administrativo, y como tal hecho debe ser tranquilamente asumido. Lo que importa es saber cuando se aplica éste, y cuándo otras ramas del Derecho, a cada situación jurídica: una tarea harto compleja, que exige unas puntualizaciones previas. a.- La primera de ellas, en cierta forma obvia, es necesaria a los solos efectos de deshacer el equívoco inherente a la esquematización dualista de las relaciones entre Derecho administrativo y Derecho privado. Este modo de plantear la cuestión es incorrecto, en cuanto viene a reproducir inconscientemente el dogma decimonónico de separación entre Estado y sociedad, que podría expresarse sumariamente así: Administración y sociedad civil son dos realidades independientes, cada una dotada de su propio sistema normativo; la Administración se regiría por el Derecho administrativo, y la sociedad civil por el Derecho privado. El error de esta concepción subyacente es notorio. De una parte, que el Derecho administrativo, o buena parte de él, se aplica también a los ciudadanos y personas privadas, es la evidencia misma, en cuanto que los particulares somos los principales destinatarios de la acción administrativa. Pero, de otra, también es claro que la Administración se encuentra vinculada por la totalidad de las normas que integran el ordenamiento jurídico: el que la Administración no pueda tener hijos no quiere decir que no le obliguen los preceptos del Código civil relativos a la filiación cuando se halla ante una situación jurídica de esa naturaleza (p. ej., a efectos de aceptar la representación legal de un menor en la interposición de un recurso administrativo). b.- La segunda puntualización, también en cierta forma elemental, se refiere al significado mismo de la expresión Derecho privado, que resulta aquí profundamente inexacta. Su empleo podía reputarse lógico en el marco de la polémica histórica antes reseñada (relaciones del Derecho administrativo con su ciencia matriz, el Derecho civil), pero no en la actualidad, en la que la fórmula Derecho privado se sigue empleando con un significado convencional, para aludir sintéticamente a todos los ordenamientos sectoriales aplicables a los operadores jurídicos privados (a los particulares, en suma) en su tráfico cotidiano; esto 59

es, el Derecho civil -desde luego-, pero también el Derecho mercantil, el laboral, y aún el procesal y el penal. Ocioso es decir que ello entraña una evidente impropiedad terminológica, y que si seguimos utilizando la expresión es sólo por respeto a un lenguaje de empleo común y, por ende, significativo. Hechas estas precisiones, abordemos el tema central que nos ocupa. A esta respecto, debe advertirse que no existe una regla simple que permita determinar, en cada caso, cuando se aplica el Derecho administrativo y cuando las restantes ramas del Derecho distintas de éste: lo más que puede hacerse es avanzar uno cuantos criterios orientativos muy generales. Y, para ello, es preciso distinguir, al menos, dos planos. 1.- El primero de ellos es de la decisión a priori, por parte de la Administración, sobre el régimen jurídico a emplear en una acción concreta. Dos ejemplos sencillos. Primero: ante la decisión de crear una persona jurídica para gestionar un servicio, la pregunta que la Administración se formula es la de si dicha persona ha de constituirse en forma pública (p. ej., organismo autónomo) o en forma privada (p. ej., sociedad mercantil). Segundo: ante la necesidad de realizar el amoblamiento y decoración de un inmueble de la Administración, la pregunta es si el contrato deberá someterse al régimen de los contratos administrativos de obra, o si puede efectuarse al margen del mismo.

El problema hace su aparición, claro está, en ausencia de una norma legal o reglamentaria expresa sobre el particular. En tal caso, los criterios de decisión -siempre aproximativos, insistimos- pueden ser los siguientes. Primero, el del primado de la organización: los entes constituidos en forma de Derecho privado (p. ej., una empresa pública constituida en forma de sociedad anónima) emplearán normalmente formas y técnicas de Derecho privado:; y de Derecho administrativo si el ente actuante es de Derecho público (p. ej., la Administración del Estado, un Ayuntamiento, un organismo autónomo). Segundo, el de la naturaleza de la función a la que pertenece la operación cuestionada: si la función es de carácter público, que exige el empleo de técnicas de autoridad (p. ej., policía sanitaria de los alimentos), la forma a emplear deberá ser normalmente de Derecho administrativo; si, en cambio, es de carácter económico o de naturaleza semejante a la de las transacciones privadas (p. ej., compra en el mercado exterior de alimentos de primera necesidad) la técnica de actuación será normalmente de Derecho privado. Y tercero, el del carácter y dimensiones de la operación misma: parece de todo punto lógico que la adquisición de bienes de gran valor (p. ej., una emisora de televisión, o un buque oceanográfico) se realice con arreglo a formas y contratos de Derecho administrativo; el Derecho privado parece más aconsejable, sin embargo, para pequeñas adquisiciones (p. ej., de una pieza para reparar un aparato de aire acondicionado) o para operaciones de carácter singular e irrepetible (p. ej., la compra o recuperación del Guernica de Picasso). 2.- El segundo plano a considerar, totalmente diverso, es el de la búsqueda de una solución o régimen jurídico para una operación o acto ya realizados.

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En este plano, el jurista (sea administrador, abogado o juez) se encuentra ante una situación ya consumada: p. ej., un contrato de venta de un inmueble por un Ayuntamiento, o una sanción impuesta a un industrial. La cuestión se centra en saber, por ejemplo, si los preceptos del Código civil sobre vicios ocultos de la cosa vendida son aplicables al caso, o si en el procedimiento sancionador debió aplicarse la eximente de estado de necesidad prevista en el Código penal. Se supone que, en todo caso, la norma administrativa guarda silencio sobre el particular, y que lo que ha de hacerse es emitir una opinión o decisión sobre la legalidad de lo realizado o sobre las medidas a adoptar en lo sucesivo. En estos supuestos, la solución es bien simple: en la resolución o búsqueda de una disciplina justa para un caso concreto, el ordenamiento jurídico se emplea en su totalidad, contribuyendo a ello de forma simultánea las normas y principios de todos los ordenamientos sectoriales, siempre que su aplicación no sea excluida por normas o principios propios del Derecho administrativo. El empleo de los restante ordenamientos es, en efecto, supletorio, pero no como resultado del silencio de la norma administrativa, sino de su no incompatibilidad con ésta. Ha de tenerse en cuenta, adicionalmente, que la función supletoria no corresponde sólo al Derecho civil, sino a todos los ordenamientos sectoriales respecto de aquellas actividades o funciones semejantes a su objeto que la Administración lleva a cabo (p. ej., el Derecho Civil es supletorio respecto del régimen de los contratos que la Administración celebra; pero el Derecho penal lo es también respecto de la regulación de la potestad sancionadora de la Administración; como lo es el Derecho del Trabajo respecto de las regulaciones parciales que la Administración dicta para su personas sujeto a contrato laboral). De lo expuesto resulta evidente que la distinción de los ámbitos respectivos de aplicación del Derecho administrativo y de las restantes ramas del Derecho es una labor extremadamente ardua, y de resultados siempre opinables. Y aún han de añadirse dos factores de complicación: el primero se halla en el hecho de que, con suma frecuencia, en una relación muy concreta coexisten aspectos de Derecho administrativo y de otra rama jurídica. Así ocurre en el caso de los llamados actos separables (aspectos que se rigen por el Derecho administrativo en un contrato regulado genéricamente por el Derecho privado -p. ej., el procedimiento para adoptar la decisión de contratar- y que, por lo mismo, son impugnables separadamente ante la jurisdicción contencioso-administrativa) y en el de las denominadas cuestiones prejudiciales (supuesto inverso al anterior: se trata de enclaves o temas propios de otros Derechos en el seno de una relación rígida por el Derecho administrativo; p. ej., si se ha cometido un delito como presupuesto para imponer una sanción disciplinaria a un funcionario). El segundo factor de complejidad se encuentra en la proliferación de normas dictadas por la Administración paralelas a las contenidas en otras ramas del Derecho, pero con algunas especialidades (p. ej., reglamentaciones de personal laboral de establecimientos militares, regulación de determinados tipos de contratos de explotación agraria), que tienden a adaptar las respectivas normas a las singulares exigencias de los entes públicos. Categoría esta de normas de calificación dudosa, y que la doctrina francesa conoce con la denominación de droit privé administratif (vid. A. DECOUFLE, Droit public et droit privé administratif, París, 1960). 61

Las dificultades de la delimitación del ámbito de aplicación del Derecho administrativo frente al de las normas de los restantes sistemas sectoriales tienen quizás su origen, no obstante, en un fenómeno más profundo, cual es el de la progresiva convergencia de múltiples sectores de las diferentes ramas jurídicas. La publificación del Derecho y del mundo privado es un hecho correlativo al de la creciente privatización de las actividades de los entes públicos: dos fenómenos de aproximación, en definitiva, que están dando lugar a la aparición de un nuevo tipo de derecho común; de una regulación de caracteres unitarios, o sensiblemente próximos, aplicable tanto en ámbitos privados como públicos, y a la que el Derecho administrativo ha tenido el honor de aportar no pocos elementos. El análisis de este nuevo derecho común constituye una de las líneas de investigación más sugestivas de la ciencia jurídica. Sus manifestaciones son múltiples; así, todo el derecho urbanístico, zona de confluencia de la regulación civil de la propiedad inmueble y de la intervención administrativa sobre la ordenación y uso del espacio físico; así, también, la convergencia entre el derecho laboral y el de la función pública, o la que se produce en el derecho de la contratación en torno a institutos como la revisión de precios o las condiciones generales - pliegos de condiciones, etc.

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Actividad Nº 3

1.- ¿Qué opina Ud. sobre el Derecho Administrativo vs. Derecho Privado? 2.- Elabore ejemplos concretos en los que es más aconsejable aplicar: - El Derecho Administrativo.

- El Derecho Privado.

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Diagrama de Contenidos Unidad II

BASES HISTORICAS

EDAD MEDIA

PROCESO DE CONCENTRACION

PODER ATOMIZADO

TIEMPOS MODERNOS

MONARQUIA

ESTADO LIBERAL

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ESTADO DE BIENESTAR

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UNIDAD II Derecho administrativo. Definición. Contenido y evolución histórica: El derecho regio. Edad media. Tiempos modernos. Derecho administrativo en el Estado Liberal; en el Estado de bienestar. La ecuación entre Administración Pública y Derecho Administrativo: su ruptura. Fuentes del derecho administrativo: Constitución. Ley, decretos-leyes. Reglamento. Tratados. Costumbre. Principios generales del derecho. Otras fuentes. Caracteres del Derecho Administrativo. Relación con otras ramas del derecho. Ciencia de la administración. Reforma del Estado. Legislación nacional y provincial. Lectura obligatoria - Juan Carlos Cassagne, Ob. Cit., Tomo 1, Título primero, capítulos 4, 5 y 6. - Dromi, Ob. cit. Lecturas alternativas: Idem Unidad 1.

El derecho administrativo argentino, hoy por Miguel S. Marienhoff, extracto de su artículo publicado en "El Derecho Administrativo Argentino, Hoy" Editorial ciencias de la Administración - División Estudios Administrativos - 1996 - págs. 17 a 23.

En la Argentina actual el derecho administrativo ha perdido gran parte de su originario carácter de "jus in fieri", es decir de derecho en formación, y está en gran parte consolidado. Es un derecho que ya cuenta con las instituciones y correlativos principios fundamentales propios del mismo. Incluso estimo que, en algunos de sus aspectos, el derecho administrativo argentino ha logrado un desarrollo similar, y en parte mayor, que el alcanzado y vigente en otro país de antigua cultura. Un ejemplo de esto es lo que ocurre con la responsabilidad del Estado y con el régimen jurídico del dominio público, institución esta última que en Argentina logró un especial desarrollo, siendo uno de los pocos países donde la noción conceptual de dominio público está asentada sobre sólidas bases lógicas y técnicas, que prácticamente excluyen la posibilidad de error cuando se quiere determinar si tal o cual bien pertenece o no al dominio público. No ocurre lo mismo en otros países, porque al respecto carecen de un criterio preciso. Tal situación, que es actual, de hoy, trasunta uno de los tantos progresos de nuestro derecho administrativo. 67

I Concretamente, todo el derecho -tanto privado como público- originariamente fue consuetudinario, no escrito, basado en la costumbre. Esas reglas ancestrales eran imprecisas, porque impreciso eran su origen. Así lo pone de manifiesto el escritor italiano Giuseppe Ferrari, en su importante libro sobe el derecho público consuetudinaria, opinión compartida en forma categórica por Savigny y por Ihering. Con el transcurso del tiempo el derecho consuetudinario fue transformándose en derecho escrito, que a su vez fue perfeccionándose con el refinamiento de los hábitos del hombre, con el aumento y cambio de sus necesidades. Ese cuadro general del derecho también lo encontramos en particular en el derecho administrativo, cuyas instituciones no se sustrajeron al origen y desarrollo común de las instituciones jurídicas. Muchos expositores sostiene que el derecho administrativo tuvo su origen o génesis en la Revolución Francesa (1789). Estimo que esa es una afirmación aventurada. El derecho administrativo, incluso el meramente consuetudinario, debe haber existido desde que el hombre vivió en comunidad, por elemental que ésta haya sido, lo que, por cierto, tuvo lugar antes de que se produjera dicha Revolución. Pero el derecho administrativo sujeto a terminología y a reglas técnicas es de fecha muy posterior. Así, en literatura jurídica la primera vez que aparece la referencia al acto administrativo, por ejemplo, es en la edición del "Repertoire de Jurisprudence de Merlín", publicada en Francia en 1812. Pero es verosímil que, con anterioridad a esa fecha, en los Estados o países se emitieran diversos actos que prácticamente eran "actos administrativos". Esto no debe asombrar, ya que como lo manifestó con agudeza el autor italiano Carlo Tivaroni, así como se compusieron versos antes de conocerse la métrica y se hizo música antes de que fuese conocido el arte de la composición musical, así también se emitieron actos administrativos mucho antes de que apareciere lo que hoy se llama derecho administrativo. Del mismo modo, la noción de dominio público -aunque no con los caracteres específicos que hoy la determinan- es tan antigua como las primeras comunidades humanas. Se ha dicho que el derecho de las cosas públicas debió encontrar su primera expresión jurídica en la forma social primitiva de esas comunidades rurales. Tratábase de una noción conceptual indeterminada, lo que no es de extrañar, ya que la teoría del dominio público, por obra de la doctrina científica, recién comenzó a gestarse en el siglo pasado, continuando su movimiento evolutivo hasta mediados del siglo actual. En el viejo derecho romano, la noción de dominio público no respondía a un criterio técnico.

A su vez, la noción de "policía", por ejemplo, aparece en Francia a principios del siglo XV, con referencia a unas ordenanzas reales del año 1415 -antes de la Revolución Francesa-, que hablan de prosperidad pública, del bienestar colectivo. Pero la locución "poder de policía" es de fecha relativamente reciente; aparece en el año 68

1827 en la jurisprudencia de la Suprema Corte Federal de los Estados Unidos de Norte América, a través de una sentencia de John Marshall, quien en su voto se refirió al "police power". La Constitución Argentina de 1853 no mencionó al "poder de policía"; en cambio la reciente Constitución de 1994, sí lo menciona en su artículo 75, inciso 30, al establecer que las provincias y municipalidades conservarán los "poderes de policía" en los lugares que ahí adquiera la Nación. El derecho es, pues, evolutivo: de su expresión consuetudinaria se pasó a la manifestación escrita, y ésta misma, como consecuencia de las exigencias de la vida, y como resultado de la experiencia acumulada, periódicamente fue perfeccionando su estructura a través de nuevas técnicas, traspasándole a las generaciones venideras todo ese causal de conocimientos, exigencias y experiencias, que alguien llamó "herencia de la civilización", en el sentido de que una generación le traspasa todo ese acervo cultural, social y material a la generación próxima, y así sucesivamente. Todo ello determina la sucesiva perfección del orden jurídico, con el correlativo progreso de las instituciones legales. El derecho administrativo argentino no escapó al influjo de esa fuerza renovadora. II En su aspecto teórico, nuestro derecho administrativo fue avanzando desde los primeros años de este siglo, cuando aún el país hallábase en plena etapa de organización material e institucional, época en la que abundaban los problemas y faltaban criterios adecuados para resolverlos. Era la época de nuestra constructiva generación del 80. Así, y en cuanto a la vinculación de las aguas con el régimen jurídico del dominio público. Las aguas constituían un capítulo aparte. En una publicación yo había recordado que la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en un fallo entonces recentísimo y novedoso, declaró que los derechos emergentes de una concesión de uso de un bien del dominio público se encuentran tan protegidos por las garantías consagradas en los artículos 14 y 17 de la Constitución como pudiera estarlo el titular de un derecho de dominio. Recordé las palabras de Proudhon, autor de una de las primeras obras jurídicas sobre dominio público y que tuvo el privilegio de ejercer una gran influencia en el mundo del derecho. Según Proudhon, si bien las dependencias dominicales, en su estructura física y material, son o pueden ser entre sí heterogéneas o diversas, el régimen jurídico que la disciplina es "único": no hay tantos regímenes como categorías de bienes integrantes del dominio público. Dicho régimen es uno sólo; la índole del bien únicamente podrá determinar una diferente aplicación de los principios constitutivos de ese régimen. Pero los principios son siempre los mismos. Así, a pesar de que un río y un cementerio son bienes materialmente distintos en su estructura o composición, la concesión de uso de las aguas del río y la concesión de uso otorgada en el cementerio se rigen por los mismos principios básicos; de igual modo, la protección jurídica del derecho emergente de una concesión de sepultura, se rige por análogos principios que la protección del derecho emergente de una concesión de uso de agua fluvial. Algunos autores, impresionados por el hecho aparente de la diversa índole del bien, habían creído equivocadamente en la existencia de 69

principios propios y especiales para determinados bienes, como ocurrió en materia de cementerios, olvidando que éstos son bienes dominicales como cualquiera de los otros que integran el dominio público. Era ya un progreso. III Son muchos los adelantos del derecho administrativo argentino de hoy, máxime comparándolo con la situación que tenía hace algunos años. Ese adelanto no sólo se observa en el orden normativo o legal, sino también en los órdenes doctrinario o substancial, literario o bibliográfico y en el didáctico. IV a.- Desde el punto de vista normativo, nuestro derecho administrativo actual cuenta ahora con disposiciones legales que a la vez que introdujeron disciplina en el ámbito de la Administración Pública, implican una garantía para los administrados. En ese orden de ideas cabe recordar las leyes sobre procedimiento administrativo, vigentes en la Nación y en las provincias. Esas leyes contribuyeron a juridizar la actividad administrativa. Asimismo, nuestro derecho administrativo cuenta con una ley nacional sobre expropiación, de amplio contenido, de la cual se eliminaron asperezas o roces que la ley anterior tenía con respecto a la Constitución. Esta ley, a diferencia de algunas leyes extranjeras, incluye en su texto todo lo referente a la ocupación temporánea, claramente dividida en normal y anormal, lo cual facilita la aplicación de esas normas en los casos ocurrentes. La actual ley nacional de expropiación constituye efectivamente una ejecución de la disposición constitucional que garantiza la inviolabilidad del derecho de propiedad. Hoy nadie teme ante la posibilidad de que su propiedad le sea expropiada, porque, en base a la ley vigente, la expropiación ya no sirve como medio de venganza o de opresión, sino como procedimiento para la conmutación honesta de valores. También nuestras provincias cuentan con leyes similares, muchas de ellas inspiradas en la ley nacional. b.- La "responsabilidad extracontractual del Estado" en el ámbito del derecho público está plenamente aceptada en nuestro país, ya se trate de las consecuencias dañosas de su actividad lícita o ilícita. El fundamento positivo de tal responsabilidad es el Estado de Derecho y el respectivo complejo de principios propios del mismo, emergentes y contenidos en la Constitución Nacional, concordantes con principios capitales del derecho, como el de dar a cada uno lo suyo y no dañar a otro, que rigen en todo país civilizado. Quedó atrás la época del Estado irresponsable. c.- En Argentina la clasificación de las personas jurídicas sigue un criterio que tiende a superar las dificultades derivadas de la actividad de entes que no son estrictamente públicos, ni estrictamente privados. De ahí la clasificación en personas jurídicas públicas y personas jurídicas privadas, con la subclasificación de las personas jurídicas públicas en "estatales" y "no estatales". Esta clasificación se abrió paso y se afincó en nuestro ámbito: leyes y fallos judiciales, inclu70

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so el estatuto de algunas Academias científicas, utilizan esa terminología. Originariamente este problema fue advertido y sugerido por el jurista francés León Michoud, cuya idea fue captada y perfeccionada por la escuela jusadministrativista rioplatense. La teoría de la imprevisión, o del riesgo imprevisible o de lesión sobreviniente, expresión del álea económica, en nuestro país, en el ámbito del derecho público, sin perjuicio de su origen jurisprudencial francés, es tenida como de base constitucional, siendo, además, de orden público dada su razón de ser. Como a través de esa teoría sólo se tiende a reparar o compensar pérdidas, la reparación que otorga excluye el lucro cesante, que se refiere a ganancias. En Argentina, en el ámbito del derecho público la expresada teoría tuvo vigencia antes que en el derecho privado. Otro avance fundamental del derecho administrativo argentino, hoy, lo representa el acto que, al aislarlo y separarlo conceptualmente del conglomerado de actos conocidos como "políticos o de gobierno", denominé "acto institucional", cuyos caracteres y régimen expliqué, dando ejemplos del mismo. El carácter esencial del acto institucional es su no justicibilidad por la autoridad jurisdiccional judicial. Con esto quedó aclarado el viejo problema, mal planteado, de la justiciabilidad de los actos políticos o de gobierno, generalmente resuelto en forma casuista y caprichosa, a veces arbitraria, sin sujeción a "principio" alguno. El "acto institucional" y las reglas que lo gobiernan superó todo eso, supeditando las cosas a "principios", no al casuismo o a la improvisación. Implicó un fundamental adelanto en el derecho administrativo argentino. En nuestro país, con relación al acto administrativo, se ha analizado la "lesión" considerada como vicio posible de dicho acto. Se la tiene como vicio autónomo, que puede ser alegado por el administrado y en modo alguno por el Estado. La "lesión" queda desligada del vicio de error. La ley de procedimiento administrativo de La Pampa contiene un precepto en cuyo mérito el Estado no puede alegar la "lesión" para obtener la nulidad o la revisión de sus actos o contratos. Es una disposición de contenido ético que afianza la seguridad jurídica de los administrados. Pocos son los ordenamientos legales que se ocupan en forma tan específica de la lesión en el derecho administrativo. En Argentina hoy se acepta, sin discrepancias, la existencia de actos administrativos bilaterales, tanto en su formación como en sus consecuencias. Esto facilita la solución de muchas cuestiones que de otra manera sería difícil explicar. La doctrina administrativa argentina, siguiendo las conclusiones del derecho público contemporáneo, no hace diferencia alguna en la naturaleza jurídica de un derecho según que éste haya nacido de un acto administrativo emitido en ejercicio de la actividad reglada o de la actividad discrecional. De ambos tipos de actividad el derecho nacido puede ser perfecto o no. Todo depende del objeto de que se trate, de su substancia. La índole de la actividad no influye en esto. Con referencia a las nulidades de los actos administrativos, la doctrina argentina mayoritaria rechaza la categoría de acto llamada "inexistente", concebido en el ámbito del derecho civil. Se niega que tal categoría de acto tenga utilidad alguna en derecho administrativo, donde la clasificación de las irregularidades de los respectivos actos en los nulos y anulables, con su correlativa distinción 71

de nulidad "absoluta" (manifiesta y no manifiesta) y "relativa", considera plena y satisfactoriamente las gradaciones de los vicios de legalidad. Todos los vicios posibles del acto administrativo quedan involucrados o comprendidos en esa clasificación. No es necesario, entonces, recurrir a un tercer grupo, que sería la "teoría de la inexistencia" o el "acto inexistente". Como lo que desea expresarse con la expresión "acto inexistente" no es otra cosa que la flagrante, manifiesta, grosera y grave violación de la legalidad, para resolver los problemas que surgen de esa situación debe recurrirse a reglas más acordes con la misma, como serían las reglas de la "vía de hecho administrativa" que, dada su índole, carece de naturaleza administrativa y escapa a los principios reguladores de los actos administrativos, incluso en lo atinente al control jurisdiccional. El juzgamiento de los hechos constitutivos de la "vía de hecho" le corresponde a la jurisdicción judicial ordinaria, no a la contenciosoadministrativa. j.- En nuestro país se auspicia que, aparte de los elementos "esenciales" del acto administrativo -sujeto, causa, objeto, forma y finalidad- la "moral" también sea tenida como un elemento esencial y autónomo de dicho acto, y no sólo como un ingrediente o nota accesoria de los elementos clásicos. En los pueblos cultos, regidos por un Estado de Derecho, no es concebible un acto jurídico, sea éste de derecho privado o de derecho público, contrario a la ética y más concretamente a la moral. Una regla jurídica carente de substrato ético, vacua de base moral, implicaría un sarcasmo, una burla. Del complejo normativo argentino -Constitución y Código Civil-, y más concretamente del grado de cultura general ya alcanzado, se desprende que en nuestro país la moral es un elemento inexcusable del acto administrativo, de rango o jerarquía igual al de los elementos clásicos. La falta de elemento "moral" constituye un vicio del acto administrativo. V También en su aspecto bibliográfico, en su literatura, el derecho administrativo argentino progresó manifiestamente, lo cual contribuyó a la difusión de los conocimientos, facilitando el estudio teórico de esta disciplina. Lo cierto es que hoy, sea a través de "tratados" o de obras o trabajos específicos, la literatura argentina sobre derecho administrativo tiene grado de excelencia, con publicaciones de obvio valor científico, ajustadas al método "jurídico", "dogmático" o "lógico", inspirado en los principios generales del derecho. VI Para finalizar, si bien el derecho administrativo argentino de hoy puede considerarse, en general, a la par con el vigente en países de alta cultura y que, aparte de ello, contiene estudios sobre algunos temas aún no debidamente tratados en esos países, nuestro derecho mantiene sin resolver algunas cuestiones teóricas.

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Lo cierto es que el alto prestigio del derecho administrativo argentino, de hoy, es obra conjunta de los estudiosos del derecho de constructiva labor.

Bases históricas del Derecho Administrativo

I.- Introducción El Derecho administrativo y la Administración son, ante todo, un producto histórico, y sólo desde una perspectiva histórica pueden ser comprendidos. Analizar la evolución histórica de la Administración y de su derecho es una tarea compleja y no exenta de problemas de método, que deben despejarse previamente. El primero de ellos se refiere a las razones mismas que justifican el llevar a cabo una investigación histórica sobre el Derecho administrativo (A); a él se suman la cuestión de cuál haya de ser el contenido de tal investigación (B) y, por último, la elección del punto de partida y de la periodificación cronológica a utilizar en la exposición (C).

A.- El significado de una indagación sobre los fundamentos históricos del Derecho administrativo Explicar el por qué de una exposición sobre las bases históricas del Derecho administrativo parece necesario desde el momento en que se trata de una opción metodológica sobre la que no existe, ciertamente, una opinión unánime. Son mayoría, en España, los manuales universitarios que omiten el tratamiento de estas cuestiones. A nuestro juicio, sin embargo, existen muchas y buenas razones que aconsejan un proceder diverso; de ellas, destacaremos exclusivamente dos. 1.- En primer lugar, una razón estrictamente cognoscitiva: es un hecho notorio que tanto la Administración actual como el conjunto de instituciones y técnicas que integran el Derecho administrativo son en muchos casos incomprensibles si se desconocen sus raíces históricas. Frente a los que ocurre en el Derecho civil y en el penal, por ejemplo, muchas de cuyas normas son intemporales (de puro sentido común, diríamos: el que compra una cosa está obligado a pagar el precio; el asesinato es un delito), la mayoría de las instituciones del Derecho administrativo carecen de esa razonabilidad intrínseca: antes bien, tienen una fuerte apariencia de artificialidad, cuando no de arbitrariedad, que las hace, a veces, literalmente incomprensibles. Esta apariencia, y las dificultades de comprensión que entraña, sólo pueden ser disipadas a través de un análisis histórico, que se convierte, por ello, en un instrumento básico para la interpretación práctica de las normas. Esto es algo de pura lógica, pero es también jurídicamente obligado, desde el momento en que el artículo 3.1 CC exige que la inter-

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pretación de las normas se lleve a cabo atendiendo, entre otros criterios, a "los antecedentes históricos y legislativos" de las mismas. 2.- Pero la historia permite ir más allá, en segundo lugar, de la mera comprensión pasiva del sentido de las normas y de las instituciones: permite, también, emprender un examen crítico del estado actual de nuestro Derecho administrativo, que en no pocos casos pugna con elementales principios de justicia. Es muy humano la tendencia a aceptar como lógico y razonable todo lo que existe, simplemente por el hecho de que existe y de que goza de una cierta tradición. La historia permite comprobar, en ocasiones, que no todo lo que existe es lógico ni razonable, y que no puede beneficiarse, por tanto, de la presunción de bondad que la tradición proporciona, porque sus orígenes son simplemente arbitrarios, cuando no inconfesables. Desde este punto de vista, la historia se convierte en un factor decisivo de apoyo al progreso jurídico, a la depuración del Derecho de residuos incompatibles con el estado actual de la sociedad.

B.- El objeto de la investigación histórica La segunda dificultad que ofrece el estudio de la historia del Derecho administrativo se halla en la delimitación de su ámbito, en la selección de los temas a examinar; una selección tanto más problemática cuanto que, contrariamente a lo que ocurre en otros países europeos, no existen en España monografías que abarquen el conjunto de la materia y marquen pautas válidas a seguir. A nuestro entender, la fijación del contenido de este estudio debe hacerse sobre la base de tres premisas. En primer lugar, la de que, aunque parezca paradójico, el análisis no puede ni debe limitarse a la evolución histórica de la Administración, la cual debe contemplarse en el marco general de la evolución del Estado y del Derecho público en general. Ello es particularmente necesario en lo que afecta a los períodos anteriores al siglo XIX, en los que no existe una organización administrativa formalmente diferenciada en el conjunto del aparato del Estado, ni en Derecho administrativo como rama jurídica, académica y científicamente independiente. En segundo lugar, el estudio que aquí ha de realizarse Debe llevarse a cabo desde una perspectiva sintética y global. La evolución individualizada de cada una de las instituciones del Derecho administrativo sólo puede analizarse al hilo de la exposición de la regulación positiva de las mismas. Aquí cabe realizar únicamente un planteamiento de conjunto, un estudio global -y, por ello, obligadamente sucinto- de la evolución de las grandes estructuras que integran la Administración pública y el Derecho por el que se rige. Por último, este planteamiento global exige superar la tentación de limitar el análisis a alguno de los grandes temas de la disciplina (p. ej., la organización, las garantías jurisdiccionales o los medios de actuación), con olvido de los restantes. Cree-

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mos, antes bien, que el estudio de las bases históricas del Derecho administrativo debe abordar el examen de cuatro grandes aspectos: el primero, el relativo a los fines o tareas que la Administración asume como propias en cada etapa histórica; el segundo, el de las estructuras u organizaciones que se montan para atender aquellos fines; el tercero, el régimen jurídico al que se somete la actuación de estas organizaciones, con particular atención a las normas especiales que lo distinguen del Derecho privado, y a los medios o garantías establecidos para asegurar que esa sujeción al Derecho sea efectiva y real; y el cuarto y último, la ciencia jurídica, esto es, las obras de los juristas que, reflexionando sobre todos los datos anteriores, les dieron un sentido de conjunto y propiciaron su perfeccionamiento técnico.

C.- El punto de partida y la periodificación La elección del punto de partida o fase histórica de la que debe arrancar la investigación ha sido objeto, en nuestra doctrina, de una polémica de trasfondo político, que ha enfrentado a los autores que pensaban que el estudio histórico del Derecho administrativo solo puede partir de la Revolución Francesa de 1789 (por entender que el núcleo de éste radica en las ideas de supremacía de la ley y garantía judicial de los particulares, inexistentes con anterioridad), a aquellos otros que propugnaban partir de etapas más alejadas en el tiempo (por entender que es en ellas, y no en la Revolución, cuando se gestan las técnicas propias del Derecho administrativo). A nuestro juicio, esta polémica, surgida al calor de una singular coyuntura histórica, carece hoy de sentido y debe ser, por tanto, cancelada; y ello, sobre todo, en la medida en que la razón asistía a ambas partes, a las que solo separaban cuestiones de perspectiva y de planteamiento político. Por ello, sin minimizar en absoluto el corte radical que la Revolución Francesa supuso y el cambio de sentido que el Derecho público experimentó desde entonces, nuestro análisis debe partir de épocas más remotas: concretamente, del período tradicionalmente conocido como Alta Edad Media. ¿Y por qué la elección de esta etapa, precisamente? Para nosotros, se justifica en la necesidad de abarcar el ciclo histórico completo de la estructura política en que vivimos (del Estado, en una palabra) desde la perspectiva de los caracteres generales y formas de ejercicio del poder. Todo ciclo histórico del poder se inicia, en efecto, en un momento en que la precedente estructura política se ha derrumbado: el poder se halla disperso en múltiples unidades sociales y la vida jurídica y política es muy débil y desformalizada. Esta sería la situación en Europa subsiguiente a la caída del Imperio Romano. A partir de este momento se inicia un estado de reconstrucción, en el que el poder político va trabajosamente afirmándose y enriqueciéndose, hasta tomar una forma definitiva: tal sería el período que se inicia en Europa a finales del siglo XI, y que finaliza con la consolidación del Estado moderno, de los Estados nacionales, en los siglo XV y XVI. Tras la reconstrucción adviene el estadio de concentración, en el que el poder se centraliza y desarrolla sus estructuras en forma autoritaria, por lo general bajo las exigencias derivas del montaje y mantenimiento de un vasto aparato militar: es, en Europa, la época del Estado absoluto, que dura escasamente tres siglos, hasta las revoluciones liberales de fines del siglo XVIII. A la

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concentración sigue un estadio de racionalización, que en Europa coincide con el siglo XIX: la complejidad social y de la maquinaria del poder imponen una ordenación racional de la estructura política, con separación de funciones homogéneas y ampliación del número de personas llamas a tomar las decisiones que el ejercicio del poder político exige. Y la racionalización conduce a un estadio de intensificación: el crecimiento económico y el proceso de urbanización conlleva un fuerte incremento del grado de interdependencia entre los hombres (FORSTHOFF) que obliga al poder a extender y profundizar sus intervenciones en todos los ámbitos de la vida social; entre nosotros, este estadio hace su aparición con el fenómeno de crecimiento de los servicios públicos a fines del siglo XIX, y se consolida con la generalización del intervencionismo estatal tras la primera guerra mundial. Y tras la intensificación, la crisis: la maquinaria estatal crece hasta un punto crítico en el que los instrumento tecnológico se ven superados por el nivel de complejidad de aquella maquinaria: el proceso de centralización y concentración del poder quiebra, y se inicia el retorno hacia fórmulas descentralizadas, de ejercicio disperso de las funciones públicas. Y así, quizás, se sientan las bases para la iniciación de un nuevo ciclo. Esta es la situación en la que hoy día nos hallamos instalados, y posiblemente abocados a lo que se ha dado en llamar "la nueva Edad Media": vid. Umberto ECO (ed.), Documenti su il nuevo medievo, Milano, 1973 (trad. esp., La nueva Edad Media, Madrid, 1974).

Esta perspectiva resuelve conjuntamente los problemas del punto de partida y de la periodificación. De esta forma, nuestro estudio queda dividido en cinco etapas: la etapa de reconstrucción del poder estatal, que abarca aproximadamente un milenio, del siglo VI al XV (II); la etapa de concentración, que encarna de modo paradigmático en el Estado absoluto (III); la etapa de racionalización, que arranca de la Revolución Francesa y plasma en el Estado liberal (IV); la etapa de intensificación, a la que identifican los conceptos de Estado providencia y Administración interventora (V); y, finalmente, la situación de crisis que caracteriza a la Administración pública de nuestros días (VI).

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Actividad Nº 4 1.- Complete el siguiente cuadro:

Bases Históricas del Derecho Administrativo

- Razones que justifica la indagación histórica. - Contenido u objeto de la Indagación. - Periodificación Cronológica.

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II.- La edad media: dispersión del poder político y construcción del sistema de estados nacionales

A.- Caracteres generales El año 476 d.C. Odoacro, rey de los hérulos, entra en Roma y depone al joven emperador Rómulo Augústulo. Este hecho supone, como es sabido, la desaparición definitiva de la estructura política del Imperio de Occidente y marca el comienzo del período de diez siglos que conocemos convencionalmente con el nombre de Edad Media. El sistema político resultante de la caída del Imperio puede resumirse en una sola frase: dispersión del poder. De un lado, el territorio del Imperio se fragmenta en reino, gobernados por las élites militares de los pueblos germánicos. Sin embargo, los nuevos reinos no supusieron una reproducción, a escala territorial más reducida, del aparato estatal romano: dicho aparato se mantuvo nominalmente en una primera fase, para luego desaparecer en virtud de un proceso de dispersión interna del poder, paralelo al experimentado en el nivel superior, que alcanzaría su cota máxima a fines del siglo XI. Los intentos de corrección de este estado de cosas discurrieron por dos líneas contrapuestas. De una parte, los intentos de reinstauración de la vieja estructura unitaria del Imperio de Occidente: el mito de la renovatio imperii es una idea que subyace en toda la Edad Media y que pugna por implantarse en sucesivas ocasiones: el Sacro Imperio Romano de Carlomagno, la versión germánica de los Otones, el imperialismo papal de los siglos XII y XIII, y aun los intentos tardíos de Carlos I de España. Estos proyectos estaban abocados al fracaso: frente a ellos se desarrollará la segunda línea, la reconstrucción del poder en el seno de cada uno de los reinos, que se inicia en el siglo XII y que acabará triunfando, al final del período que consideramos, con la implantación del Estado moderno. Esta evolución quebrada del sistema de poder nos permite dividir nuestro estudio en dos fases: - La primera, de dispersión, que llega hasta fines del siglo XI, caracterizada por la pervivencia parcial y progresivo deterioro del sistema institucional heredado del mundo antiguo, y que se conoce usualmente con el nombre de Alta Edad Media (B). - A partir del siglo XII, sin embargo, se produce en el mundo del Derecho y de las instituciones públicas un profundo movimiento de renovación, que culminará a fines del siglo XV con el establecimiento del Estado moderno: es el período conocido como Baja Edad Media (C). - En el análisis de estas fases, distinguiremos los cuatro grandes temas que, conforme antes avanzamos, constituyen al nervio de nuestro estudio: los fines, las organizaciones, el régimen jurídico y la ciencia del Derecho. 78

B.- El período altomedieval 1.- La minimización del poder político La alta Edad Media se caracteriza en el plano político, ante todo, por el hecho de que las estructuras públicas de los reinos quedan reducidas a dimensiones ínfimas. En el plano que aquí nos interesa, son tres sus notas más destacadas. a.- En primer lugar, los fines institucionalmente perseguidos por el poder político se reducen al máximo. b.- En segundo lugar, la simplicidad de los fines se corresponde con el escaso desarrollo de las estructuras organizativas, de nula complejidad y en la que se produce una total confusión de funciones. No hay, ni lo habrá en muchos siglos (totalmente, hasta fines del XVIII) una diferenciación de órganos que asuman separadamente cada una de las tres funciones clásicas que hoy conocemos (legislativa, ejecutiva y judicial). c.- Por último, el ejercicio del poder público se patrimonializa. El desplazamiento del poder hacia los latifundios rurales hace que sus propietarios lo ejerzan en virtud de los mismos títulos jurídicos por los que poseen la tierra: el poder sobre el territorio no será ya un poder abstracto y público de dominación, sino un conjunto de facultades derivadas del derecho de propiedad; y el poder sobre las personas que trabajan en la explotación agraria será el derivado de contratos de arrendamiento, o de pactos privados a través de los cuales los colonos buscan la protección física del señor a cambio de jurarle fidelidad (hechos estos en los que se encuentra el origen jurídico del sistema feudal). 2.- Las estructuras organizativas La organización del poder político en el período altomedieval es ante todo, y desde el punto de vista actual, embrionario y considerablemente primitivo. Por otra parte, sus caracteres son muy similares en toda Europa. a.- A la cabeza de los órganos centrales de gobierno se sitúa, claro está, el Rey; una magistratura de carácter popular en los comienzos (antes que nada, un jefe militar) pero que, a partir del siglo VI, comenzó a asumir los símbolos mayestáticos de los últimos emperadores romanos (en España, desde Leovigildo, 568?-586). Teóricamente, todos los poderes (por otra parte, escasos) se concentran en el Rey: es el protector del reino, jefe máximo del ejército y juez supremo, con jurisdicción sobre todos los súbditos; en suma, administración de justicia y caudillaje militar son las dos funciones en que se resume la figura institucional del Rey altomedieval. b.- El núcleo de lo que hoy llamaríamos Administración central estuvo constituido por el Officium Palatinum (que a su vez formaba parte del Aula Regia), integrado por oficiales que inicialmente desempeñaban funciones estrictamente domésticas, de servicio a la persona y casa del Rey; funciones que más tarde se mezclaron, un tanto confusamente, con otras de carácter público.

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De entre estos oficios, cuyo número de denominación varió según las épocas, cabe destacar cuatro, que son comunes a todos los reinos europeos: 1.- El Mayordomo o Senescal, jefe del oficio platino y primero de sus miembros, al que incumbía la dirección de los servicios del palacio y la administración de la Casa del Rey, de la hacienda regia y de los dominios de la Corona. 2.- El Stabularius o Caballerizo, jefe de las caballerizas reales. 3.- El cubicularius regis o Camarero, al que correspondía cuidar de los aposentos reales. 4.- El Scanciarius o Copero, encargado de las bodegas del Rey. c.- La base de la organización pública en la Alta Edad Media se encuentra en lo que hoy denominaríamos Administración territorial: una administración de una gran simplicidad, pese a la abundancia de nombres, pero cuyos límites no se hallaron nunca bien definidos. En las épocas visigótica, los reyes colocaron al frente de cada una de las antiguas provincias romanas a un dux o duque y, más tarde, a unos gobernadores de los territorios de los antiguos municipios, sometidos a la alta inspección del duque, denominados iudices (jueces) o comes (conde); es dudoso si estos magistrados ejercían competencia sobre los latifundios señoriales, que sus propietarios administraban a través de su mayordomo o villicus. Tras la invasión musulmana, el esquema se repite parcialmente: el Rey confía los diversos territorios (condados, mandaciones) a un magnate que recibe también nombres variables: Iudex, Potestad (o Comes conde-, si el titular poseía esta dignidad personal). Estos oficios cuenta con la colaboración de diversos auxiliares, no bien conocidos, que en el siglo XI plasman en la figura del Merino, que deriva del mayordomo señorial (maiordomus, maiorinus, merino) y que se configura como la pieza clave de la organización territorial, ejerciendo no solo funciones de recaudador fiscal, sino también judiciales en causas menores. Obvio es decir, como más arriba advertimos, que la competencia de todos estos oficios era prácticamente universal: ante todo, ostentaban la potestad judicial (de ahí el nombre de iudices con que se les conoce), pero también, al tiempo, las más amplias funciones políticas, financieras y militares. d.- La Administración local, por último, es casi inexistente en cuanto tal en este período. Durante el siglo VI, la antigua Curia municipal romana perduró con algunas reducidas funciones en materia física; en el siguiente siglo, sin embargo, se extingue totalmente, pasando los municipios a ser gobernados directamente por los oficiales regios o señoriales que antes mencionamos. El municipio, como ente jurídico-público dotado de organización propia, desaparece en este período y solo comenzará a renacer en el siglo XI, al amparo del florecimiento comercial.

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Actividad Nº 5 1.- Realice un cuadro esquemático sobre el período Alto Medieval, teniendo en cuenta los siguientes aspectos: - Dispersión del Poder. - Minimización del Poder Político. - Las Estructuras organizativas. - Administración local.

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3.- Estado y Derecho Cuál es la relación entre estos oficios públicos y el Derecho es algo nada fácil de comprender desde nuestra mentalidad actual, en la que el Derecho posee en sentido totalmente diverso al vivido en el período altomedieval. Por ello, es preciso analizar los caracteres generales del sistema jurídico (a) antes de describir la forma en que éste incidía sobre el ejercicio del poder público (b). a.- El sistema jurídico de la Alta Edad Media responde a las características de una sociedad estática, de economía agraria y fuertemente impregnada por el sentimiento religioso. Sus notas esenciales pueden reducirse a cinco. En primer lugar, la concepción del Derecho es principalmente teocéntrica. Dios y Derecho son dos ideas indisolublemente unidas en el pensamiento medieval: de un lado, todo Derecho proviene de Dios, y la defensa o realización del Derecho constituye una actividad de claro fin religioso; de otro, el mismo Dios es concebido ante todo como sumo juez (y, por traslación de Dios, el rey, su representante en la tierra), al que se encomienda en última instancia la resolución de conflictos humanos (el "juicio de Dios", del que son expresión el duelo judicial y las ordalías). En segundo lugar, el derecho altomedieval se mueve en una constante tensión entre el universalismo y el localismo. El hombre del Medievo se siente, en cierta forma, parte de una comunidad universal, la Cristiandad, a la que son comunes el derecho divino y natural, el derecho canónico y el derecho romano; pero, al tiempo, se halla vitalmente inserto en pequeñas unidades rurales, escasamente comunicadas, y cada una de ellas dotadas de un ordenamiento propio y peculiar, aplicable con preferencia a cualquier otro. La dispersión del poder tiene su correlato en la "incalculable profusión de derechos territoriales y locales" (MITTEIS). En tercer lugar, este localismo deriva ante todo, de la creencia de que el Derecho es una emanación espontánea de la sociedad (y, por tanto, de Dios, en último término); de hay su carácter eminentemente consuetudinario. Y ello no se debe solo a la ausencia de un poder político lo bastante fuerte como para formular e imponer efectivamente un sistema normativo. Es, también, la convicción íntima de que el Derecho es algo connatural a cada ente social; algo preexisten, que no cabe crear o establecer en forma racional, sino sólo "descubrir" o "hallar" en actos judiciales: en la Alta Edad Media, gobernar no equivalía a crear Derecho, sino a descubrirlo, guardarlo y aplicarlo. Por lo mismo, y en cuarto lugar, el principio moderno de que el derecho nuevo anula y se sobrepone al anterior es totalmente ajeno a la mentalidad medieval. El derecho vale en cuanto "viejo y buen Derecho" (gutes altes Recht), esto es, en función directa de su antigüedad y siempre que no atentase el derecho divino; de ahí la resistencia a toda innovación. Por último, y siempre en el marco de la misma mentalidad, la primacía absoluta del derecho subjetivo. Este no se concibe como el resultado de una mera subjetivación 82

del Derecho objetivo, de las leyes generales (prácticamente desconocidas en esta época), sino como la manifestación primaria y original del Derecho mismo. b.- En este marco, la instrumentación jurídica del poder público había de ser necesariamente, muy peculiar para nuestra mentalidad moderna. Para comenzar, un hecho evidente: el Derecho público (no ya administrativo), en cuanto tal Derecho especial, no existe en esta época. El monarca y sus oficiales se rigen por el mismo derecho que los particulares; los antiguos privilegios del Fisco no reaparecerán sino con la entera recepción del Derecho romano, a partir del siglo XII. La uniformidad de régimen jurídico se debe, en buena parte, a que, como ya antes señalamos, el poder público se ejerce básicamente sobre principios y formas patrimoniales, propias del Derecho privado. La feudalización de la propia institución real conlleva el que el Rey no posea un poder genérico de dominación sobre los súbditos, sino un complejo inconexo de derechos personales, tasados y concretos, nominados tardíamente (por influencia de la monarquía francés) jura regalía o regalías. El poder regio se asienta, por tanto, no sobre un título genérico de dominación, sino sobre un corto elenco de derechos, de naturaleza económica y sustancialmente iguales a los de los señores o particulares. Todo ello permite afirmar que el poder público es en esta época poco más que una simple gestión patrimonial, pura potestad doméstica (Hausmacht, en expresión de FORSTHOFF), como reflejan tanto la naturaleza de los derechos regios cuanto la propia organización del officium palatinum. Es lógico, por lo mismo, que la palabra Administración -administratio- reaparezca en estos siglos con el mismo sentido de administración o gestión de un patrimonio privado que había tenido en el Derecho romano. La administratio regni de que hablan los textos carolingios es, en definitiva, la administración de un propietario sobre su patrimonio, de lo que luego ha de llamarse el dominio real, etiqueta que integra cosas, derechos y regalías. No todo es administración patrimonial, sin embargo, en la Alta Edad Media. En esta época se forjan unos rudimentarios títulos o instrumentos jurídicos del poder público que, aunque, muy escasamente formalizados, constituyen el germen de las potestades genéricas del Rey que se desarrollarán en siglos posteriores. El primero de estos instrumentos fue el Bann o Bannus. Originariamente, el bann no significaba otra cosa que la citación a juicio; más tarde, se empleó para designar el mandato feudal dirigido por el señor al vasallo para recabar su auxilio con fuerza armada (Heerbann), así como el acto mediante el cual el Rey ponía bajo su especial protección determinadas personas o lugares, amenazando con viceversa sanciones a quienes hiciesen violencia contra ellas o turbasen su tranquilidad (bann de paz o Friedensbann). Finalmente, el concepto adquirió un sentido genérico, aludiendo a todo mandato o prohibición emanado de una autoridad pública, así como a las sanciones que su incumplimiento acarreaba (y, muy especialmente, a la consistente en declarar fuera de la ley a una persona, su expulsión de la comunidad -eiectio a civitate-

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o exilio, paralelo civil de la excomunión canónica; de donde proviene, entre nosotros, la palabra bandido). El segundo concepto o instrumento a que ha de aludirse aquí es el de la institución de la paz. Pese a la idílica apariencia con que la pintó la literatura romántica, la Alta Edad Media fue una etapa histórica extremadamente violenta. Rasgo característico de la época es, como vimos, la ausencia de un poder público fuerte, que ejerciese lo que hoy consideramos como una de las características esenciales del Estado, el monopolio de la violencia legítima y la resolución de los conflictos a través del proceso judicial (civil o penal). Dichos conflicto se resuelve normalmente a través de la Fehde, la violencia o venganza privada: la autodefensa, en suma, que no es ni mucho menos una disfunción pasajera, sino uno de los rasgos permanentes y característicos de la vida medieval, como Otto BRUNNER ha mostrado magistralmente. La construcción del Estado moderno tendrá lugar, justamente, como un proceso de concentración de poder tendente a la eliminación de la Fehde o autodefensa privada.

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Actividad Nº 6 1.- Explique los siguientes puntos respecto a la relación derecho y estado en la alta edad media. - Concepción Teocéntrica. - Universalismo y Localismo. - Emanación espontánea del Derecho. Principio del derecho subjetivo. 2.- Define los conceptos de: - Regalía. - Bann - Fehde.

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4.- Una ciencia jurídica casi inexistente El primitivismo del sistema jurídico y político de la Alta Edad Media se corresponde con la casi total ausencia de elaboraciones científicas del Derecho. No se trata sólo de que no existan en esta época obras sobre Derecho administrativo o Derecho público (conceptos entonces totalmente desconocidos): más aún, la ciencia jurídica, en cuanto saber independiente, no existe. La producción jurídica de estos siglos, por tanto, es escasísima. En el plano de la exégesis de los textos legales toda ella se resume en la elaboración de unas cuantas versiones parciales, resumidas y vulgarizadas de algunos de los textos de la codificación del emperador Justiniano (realizada entre los años 528 y 534).

C.- La Baja Edad Media y el surgimiento del Estado moderno 1.- La reconstrucción del poder estatal Apenas superada la cota fatídica del año mil, el Occidente europeo parece despertar de un prolongado letargo: una época de grandes transformaciones se inicia, que afectan a todos los órdenes de la vida social. Estos cambios son claramente perceptibles en el plano económico y social (a), pero poseen una singular intensidad en el aspecto institucional (b). Se trata, con todo, de una evolución muy lenta y quebrada, que solo cristalizará, quinientos años más tarde, con el alumbramiento de una nueva estructura política, que hoy conocemos con el nombre de Estado moderno (c). a.- En el orden social y económico, el mundo europeo experimenta desde mediados del siglo XI un progreso espectacular, tomando el relevo de las potencias orientales del Alto Medievo, que comienzan en este misma centuria su declinar histórico (caída del Califato de Córdoba en 1031; invasión almorávide de Africa del Norte en 1051; derrota de Bizancio ante los turcos Seléucidas en 1071). Este progreso se manifiesta, en primer lugar, en el plano agrícola: la aparición de nuevas herramientas (arado con ruedas, utensilios de hierro), la mejora de los métodos de cultivo (rotación trienal, en lugar de bienal) y el aumento de la fuerza de trabajo animal (el caballo sustituye al buey; nuevos sistemas de enganche) permiten un espectacular crecimiento de las superficies cultivadas (a costa de bosques y baldíos), una diversificación de las producciones y un aumento de la cantidad y calidad de los regímenes alimentaciones. Esta auténtica "revolución agrícola" es sin duda la espoleta de un notable incremento demográfico (Europa pasa de tener alrededor de 46 millones de habitantes en 1050 a 75 millones solo ciento cincuenta años después, hacia 1300); la producción de excedentes da lugar a la reaparición de corrientes comerciales a escala continental y, sobre todo, propicia la creación de nuevas ciudades, en las que comienza a proliferar una incipiente burguesía artesanal y mercantil, al amparo de las franquicias y libertades que los monarcas concedían a las nuevas urbes para favorecer la población de los nuevos territorios. 86

b.- En este marco de progreso económico y social no es de extrañar que se produjera una auténtica revolución institucional en el seno de las estructuras políticas. Desde la perspectiva de los que luego serán los diversos Estados europeos, la situación de partida es la ya descrita de minimización del poder monárquico. Un poder, que, en el plano internacional, se ve jurídicamente minusvalorado por la existencia de ese ente unitario que es la Cristiandad, gobernada al más alto nivel por la diarquía Papado-Imperio, fuertemente establecida desde la era de Carlomagno; y que, en el plano interno, aparece vaciado por la dispersión política que supuso el sistema feudal. Obviamente, la construcción del Estado moderno había de pasar por el quebrantamiento de estas estructuras de poder supra e infraestatales. Sin embargo, los fenómenos que ponen en marcha este proceso no se localizan en el seno de las monarquías nacionales, sino en la propia evolución interna de los dos poderes universales, el Imperio y el Papado; y concretamente en el conjunto de acontecimientos que se conocen históricamente como la reforma gregoriana de la Iglesia y la lucha que ella desata entre el Pontífice y el Emperador por lograr el dominium mundi, la primacía del poder sobre el orbe cristiano. La reforma gregoriana, en primer lugar, es uno de los acontecimientos capitales de la historia del Derecho público europeo. Con ella, la Iglesia romana sienta por vez primera las bases de una organización rigurosamente moderna y racional, en el sentido técnico de la palabra. Esta profunda reforma, que llevaba implícita la conversión de la Iglesia en un poder político supranacional (la llamada monarquía pontificia) y la reivindicación para el Papado de un auténtico poder directivo sobre todos los asuntos temporales, había de hacer chocar a éste con el Imperi. Desde nuestro punto de vista, sin embargo, no interesa el detalle histórico de estos conflictos, que se prolongan ininterrumpidamente durante más de tres siglos, cuanto sus consecuencias en el plano institucional, que en lo fundamental pueden reducirse a tres. En primer lugar, el constante perfeccionamiento de la estructura organizativa de la Iglesia, que vino a constituir un modelo acabado a imitar por el poder monárquico. Instrumento capital para ello fue el empleo sistemático del Derecho como técnica de organización y dominación: del Derecho canónico, por parte de la Iglesia (quizás la única organización religiosa en la historia que utilizó conscientemente fórmulas jurídicas para disciplinar su estructura y funcionamiento, como ya advirtiera Max WEBER), cuyo ejemplo fue prontamente seguido por el poder civil, que no dudó en emplear el recién descubierto Derecho romano para los mismos fines. En segundo lugar, los conflictos Papado-Imperio fueron determinantes de un espectacular desarrollo de la teoría política: toda la literatura política que se produce en la Baja Edad Media y buena parte de la producción jurídica y teológica, es tributaria de estos conflictos. Obras básicamente dialécticas, destinadas a apoyar directa o indirectamente la causa de una de las partes enfrentadas, pero cuyos razonamientos 87

fueron sentando las bases dogmáticas que permitieron la instauración del Estado moderno. Y, en tercer y último lugar, el progresivo agotamiento de las potencias en conflicto, que poco a poco hubieron de ceder el protagonismo a las pujantes monarquías nacionales. Cierto es que tanto el Papado como el Imperio conocieron hasta el mismo siglo XIV momentos de insólito esplendor: los nombres de los Papas Alejandro III (1159-1181), Inocencio III (1198-1216) y Bonifacio VIII (1294-1304), de un lado, y de los emperadores Federico I Barbarroja (1151-1190) y Federico II (1215-1250) son buena prueba de ello. Pero los síntomas de debilidad eran también evidentes: tras el llamado "cautiverio de Avigno" (1309-1377), el Papado se enfrenta al Gran Cisma de Occidente (1378-1418) y al creciente auge de las teorías conciliaristas; por su parte, el poder imperial se convierte, desde el mismo reinado de Federico II, en poco más que un recuerdo simbólico, quedando Alemania, de hecho, en manos de los príncipes territoriales. No es de extrañar, por tanto, que las diversas monarquías nacionales reafirmaran cada vez más su posición. Esta consolidación, desde luego, se produjo primeramente ad extra, consiguiendo paulatinamente cotas de mayor independencia (jurídica y de hecho) frente al Papado y el Imperio: el rechazo de toda ingerencia externa (que prefigura el posterior concepto de la soberanía), el crecimiento del poder monárquico sobre las respectivas Iglesias nacionales (que prefigura los fenómenos del galicanismo y aun de la Reforma), la delimitación precisa de fronteras territoriales y la creación de formas estables de diplomacia son síntomas inequívocos de como la vieja Cristiandad medieval se iba convirtiendo en el moderno "sistema de Estados" que hoy nos es familiar. Mucha mayor importancia tuvo, sin embargo, la consolidación monárquica ad intra, frente al poderoso régimen feudal: un régimen al que los reyes pretendieron sobreponerse, pero en modo alguno destruir (salvo en Italia, donde el fenómeno fue por completo diferente). De una parte, el monarca asume el papel de cabeza o vértice de la pirámide feudal, dado el origen divino de su poder: todos los señores feudales son sus vasallos, él no es feudatario de nadie ("Le roi ne tient de personne, sinon de Dieu", dirán los comentaristas franceses del siglo XIII), posición que lógicamente sería utilizada para acrecer progresivamente su poder. Pero de otra, el rey se destaca del sistema feudal, asumiendo el papel de maior et sanior pars del Reino frente al resto de las fuerzas sociales, nobles y burgueses, a quienes se asocia institucionalmente a las tareas de gobierno. Nace así un sistema político dualista, tránsito entre la dispersión medieval y el Estado moderno, que conocemos con el nombre de Estado estamental y cuya manifestación más visible es la aparición de las primeras asambleas representativas con participación de la burguesía. A ello nos referiremos más adelante. c.- Todo este proceso había de desembocar en un nuevo tipo de estructura política, que emerge a fines del siglo XV y que ha dado en llamarse Estado moderno. Se trata, desde luego, de un concepto eminentemente impreciso y variable, que puede aplicarse -y de hecho se ha aplicado- a realidades históricas muy 88

diversas: en cualquier caso, no designa a un hecho concreto, cuyo comienzo pueda fijarse en una fecha cronológica determinada, sino a un cierto estadio en la evolución de las monarquías nacionales europeas, en el que concurren una serie de notas claramente discordantes con las típicas de la estructura política medieval. Con estas advertencias previas, el concepto de Estado moderno puede describirse desde una perspectiva histórica y desde una perspectiva institucional. Históricamente, con el nombre de Estado moderno quiere aludirse a una fase evolutiva de los sistemas monárquicos en la que el rey ha asumido una posición de nítido protagonismo: de un lado, se ha impuesto a las asambleas estamentales (a las cuales tiende a limitar en sus poderes, cuando no a suprimir totalmente), recuperando buena parte de los poderes antes dispersos en la estructura feudal; de otro, y mediante la aplicación de la máxima Rex in regno suo est imperator, se ha independizado formalmente de los viejos poderes supranacionales del Imperio y del Papado. Y aun ha invertido las tornas: frente a la Iglesia, el Estado moderno tiende a redefinir su esquema de relaciones con ella, en el sentido de establecer la supremacía del rey sobre la organización eclesiástica de su territorio; frente al Imperio, el rechazo de su supremacía se acompaña de la asunción de la misma plenitud potestatis reconocida al emperador como dominus mundi, referida ahora al territorio concreto del propio Estado. Pero una caracterización más exacta del Estado moderno solo puede llevarse a cabo desde la perspectiva de los principios institucionales que lo animan. Aun cuando parezca un juego de palabras, podría decirse que el Estado moderno es, ante todo, una forma de entender la vida política, el Estado mismo, como entidad sustantiva e instrumental. El Estado moderno nace desde que se admite la existencia del Estado como una realidad, como un entidad propia, superior y trascendente al rey y a los estamentos; de una entidad, además, que no se presenta como algo dado e inconmovible, sino antes bien, como una empresa creada artificialmente por el hombre para lograr determinados objetivos y que, por tanto, es independiente de toda intervención sobrenatural. En suma, el Estado como un proyecto racional y secularizado que, por lo mismo, ha de ser manejado conforme a una ética peculiar, la ética utilitaria de la raison d’Etat, que atiende, ante todo, al principio de la posibilidad y de la necesità, que dirá MAQUIAVELO, más que a exigencias religiosas o metafísicas. La aparición de esta mentalidad es, por lo demás, perfectamente explicable. El Estado deviene inevitablemente en instrumento desde que el monarca consolida su poder y se empeña en objetivos bélicos cada vez más ambiciosos, ya tengan una motivación religiosa o puramente económica. La consecución de estos requiere, ante todo, un grado cada vez más perfecto de organización financiera, tendiente a lograr los recursos fiscales imprescindibles para mantener un ejército mercenario y desarrollar una política exterior activa; el sostenimiento de un aparato militar, que realiza largas campañas en el exterior, y aun el mismo sistema de recaudación de los medios económicos precisos para ello, requiere el montaje de una burocracia directamente controlada por el rey -de una burocracia no patrimonial, por tanto- y de un grado creciente de complejidad. El Estado, pues, no incrementa cualitativamente sus fines: no pretende conscientemente conformar la sociedad para ajustarla a un mode89

lo predeterminado. Su objetivo básico sigue siendo la riqueza, y la guerra como medio de conseguirla. Esta conformación llega de manera indirecta, pero inevitable. El mantenimiento de las empresas exige dinero; dinero que hay que obtener, bien por la vía del botín, bien por la del fomento de las fuentes de riqueza dentro de las propias fronteras; y para todo ello se requiere una amplia burocracia profesional. La guerra, pues, como causa última; la recaudación tributaria como instrumento capital, y la burocracia como sostén de una y otra actividad, son las palancas que hacen emerger al Estado moderno, con unos caracteres que ya comienzan a sernos familiares.

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Actividad Nº 7 1.- Realice una síntesis, señalando la evolución del sistema feudal al de estado moderno. 2.- ¿Qué implicancia tenía el término de estado moderno? Enumere características.

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2.- Las estructuras políticas y administrativas La organización del poder estatal sigue conservando en la Baja Edad Media unas acusadas características de primitivismo e indiferenciación de funciones. Su configuración general, no obstante, sufre cambios profundos, que son especialmente apreciables en España, país en el que vamos a centrarnos con preferencia. a.- El nivel de los órganos centrales de gobierno adquiere en esta época un grado sensible de complejidad, en contraste con las rudimentarias estructuras domésticas del período histórico anterior. En dicho panorama organizativo destaca singularmente, claro está, la figura del Rey, cuyo poder experimenta un extraordinario proceso de robustecimiento. Este robustecimiento tiene lugar en un plano teórico con la consolidación de las tesis sobre el origen divino de su status (así, Partidas, II, 1,5; en las Cortes de Olmedo de 1445 ya se dice "que su poderío no lo ha de los omes, mas de Dios") y con las construcciones jurídicas a que más adelante se aludirá; pero también, y sobre todo, en un plano práctico mediante el reforzamiento del aparato militar directamente dependiente del mismo (y no de los diversos señores territoriales). El instrumento principal a través del cual el Rey consolida su poder radica, sin embargo, en la creación de una densa red de oficiales regios; en suma, en la instauración de una estructura burocrática que, aunque incipiente, supera con mucho la puramente doméstica del período saltomedieval. A través de ella, el monarca se desembaraza de las limitaciones que a su poder suponía la presencia de la Curia Regia, y extiende su dominación a las tierras de señorío y a los municipios. La organización central de gobierno se completa con dos órganos de nueva factura y trascendental importancia, aparecidos como consecuencia de la transformación y desdoblamiento de la Curia Regia altomedieval, que en esta etapa se extingue por completo. De una parte, la Curia ordinaria (integrada por los oficiales domésticos del Rey, más los magnates seglares y eclesiásticos que se hallaran en la Corte) desempeñaban funciones judiciales y de consejo o asesoramiento al Rey. Las primeras pasan a ser ejercidas por los órganos de nueva creación a que acabamos de referirnos; para cubrir la función de asesoramiento, los monarcas crean un órgano colegiado de composición predominantemente técnica, que tras una tortuosa evolución, pasará a convertirse en el Consejo Real. Por su parte, la Curia extraordinaria o pleno (constituida, además de por los miembros de la ordinaria, por todos los restantes magnates del país, llamados a tal fin por el Rey) experimenta una mutación sustancial cuando, a partir de la segunda mitad del siglo XII, comienzan a ser también convocados a ella los representantes de las ciudades. Tal es la génesis de la institución que tempranamente comienza a conocerse con el nombre de Cortes, que no sitúa en los albores de las instituciones parlamentarias. b.- Las instancias territoriales de gobierno y administración son en esta época de una extrema variedad nominal. 92

c.- Las alteraciones más espectaculares de la época se producen, sin embargo, en el marco de la administración municipal, consecuencia directa del vigoroso renacimiento urbano y tiene lugar desde el siglo XI. En este período comienza a tomar cuerpo el Concilium o Concejo, asamblea de todos los vecinos, gobernados inicialmente por un oficial de nombramiento regio o señorial (Juez, Alcalde, o Merino, en Castilla; Justicia o Zalmedina, en Aragón). Este movimiento, empero, no duraría mucho. En 1345, el Rey Alfonso XI (13121350) inicia una fuerte política centralizadora: la asamblea vecinal se sustituye por un órgano restringido de "hombres buenos" de la ciudad, a la que se denomina Regimiento y cuyos miembros designa el Monarca; el cual, adicionalmente, envía otros magistrados en función inspectora, pero que pronto asumen un carácter permanente. En Cataluña, en cambio, las Magistraturas superiores fueron siempre de designación real (veguer o batlle), siendo desplazada la asamblea vecinal por un Concejo restringido, designado por elección popular o sorteo. En conjunto, los municipios se configuran en esta etapa como la estructura fundamental de administración. Son ellos, y no el poder central, quienes desarrollan la inmensa mayoría de las funciones que hoy conceptuamos como típicamente administrativas; una situación que, como veremos, se prolongará hasta bien entrado el siglo XIX.

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Actividad Nº 8 1.- Realice un cuadro sinóptico sobre las estructuras políticas y administrativas en la Baja Edad Media. 2.- Enumere las causas del seguimiento de la administración municipal.

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3.- El régimen jurídico del poder público De forma paralela a los cambios que la sociedad bajomedieval experimenta en el terreno económico y político y en el plano de las estructuras, el mundo del Derecho experimenta una transformación radical (a) que afecta a la propia posición jurídica del poder público, encarnado en el Rey (b) y al sistema de garantías de los súbditos frente al mismo (c). a.- La transformación del sistema jurídico, correlación al existente en la sociedad altomedieval, pude sintetizarse en dos notas. En primer lugar, la tendencia a la formación de Derechos nacionales, de ordenamientos con vigencia general en todo el reino, como resultado de la vieja tensión universalismo versus localismo. El elemento universalista está representado en esta época por el Derecho romano justiniano, redescubierto en sus textos completos y originales por los juristas de la escuela de Bolonia, en el siglo XII. Por otra parte, el factor localista entra en un claro declive: con el derecho romano o con el derecho autóctono, los monarcas se aplican a la tarea de unificar el Derecho aplicable en sus reinos. En Francia, las costumbres se recopilan (coutumiers), y se hace extensivo a unas regiones el derecho consuetudinario procedente de otras; en España, bien se hacen aplicables a otras ciudades los fueros otorgados a alguna de ellas (p. ej., el Fuero de León), bien se dictan cuerpos legales con pretensiones de vigencia en todo el territorio (como p. ej., las Partidas del Rey Alfonso X). Y este último dato nos pone sobre la pista de la segunda nota, cual es el progresivo predominio de la creación artificial del Derecho. La secularización del mundo jurídico hace entrar en crisis la concepción del Derecho como una emanación espontánea de la sociedad, poniéndose en primer plano su aspecto funcional: el Derecho será, ante todo, un instrumento del poder para el cumplimento de un proyecto de Estado; y, como tal instrumento, no ha de ser llamado, sino creado por obra de la voluntad humana. b.- La posición preeminente del Rey en el plano político había de tener lógicas repercusiones en el plano jurídico, convirtiéndose en una figura claramente singular: el rey y el poder real se convierten en el centro de gravedad del Estado. Ello es consecuencia de una compleja evolución del pensamiento jurídicopolítico, cuyos trazos principales conviene analizar brevemente. El origen de la fundamentación jurídica del poder real se encuentra en la construcción que glosadores y comentaristas hacen inicialmente del poder del Emperador. El fenómeno capital y que supone la recepción del Derecho romano permite a aquéllos descubrir y reelaborar el concepto de imperium; es éste un concepto de naturaleza inicialmente militar, que los emperadores romanos asumen como sustitutivos de los antiguos títulos de poder de la etapa republicana, y que constituye la virtud fundamental de su poderío. Y es este mismo concepto el que los juristas medievales emplean para calificar el poder de los emperadores germánicos (en la medida en que éstos se consideraban legítimos sucesores de los de Roma): en cuan95

to investido del imperium, el emperador será titular de la plena et rotunda potestas o, como dice ACCRUSIO, de la judisdictio plena (frente a la non plena que corresponde a los demás príncipes), la cual conlleva el poder de hacer las leyes: solus conditor legis est imperator, sólo el Rey es el constructor de la ley. Estos dogmas proporcionan al emperador algo tan valioso como un título general de poder; en lo sucesivo, sus intervenciones ya no tendrán que apoyarse necesariamente en algún título singular o regalía. El paso decisivo se produce en el siglo XIII, cuando la doctrina transfiere a los monarcas nacionales esta nueva posición jurídica del emperador. Así se hace mediante la célebre fórmula rex in regno suo est imperator; un brocardo de origen incierto, pero que es empleado por toda la doctrina de la época para fundamentar la exemptio imperii, la negación de la supremacía imperial. Entre nosotros, la fórmula se recoge en el Espéculo ("non avemos mayor sobre nos en la temporal") y en las Partidas ("todos aquellos poderes que desuso diximos que los emperadores han e deven aver en las gentes de su imperio que esos mismos han los reyes en el de su reynos": Let VII, Tit. I, Partida II). A la justificación teórica de la superioridad del rey frente al exterior había de seguir la fundamentación de su poder supremo en el interior del reino y de su supremacía frente a los poderes señoriales y estamentales. A ello se llega, en primer lugar, mediante la progresiva despatrimonialización de su poder: el rey, en efecto, dirá la doctrina, es dominus (dueño o señor); pero no es dominus quoad proprietatem (señor por razón de la propiedad), sino dominus quoad iurisdictionem et defensionem (señor por razón de la jurisdicción y de la protección que presta a los súbditos). Tomando siempre el paradigma de la propiedad, BARTOLO DE SASSOFERRATO caracterizará el poder real como dominium universale, maius, politicum; y mucho más tarde, HUGO GROTIUS, como dominium eminens. Con la recepción del Derecho romano, la terminología patrimonial del dominio tiende a desaparecer, y el poder del rey recibe otras calificaciones, como las de suprema et plena potestas, superior autoridad y, sobre todo, la de poderío real absoluto, expresión que se generaliza en los siglos XV y XVI hasta ser sustituida por la de soberanía, a partir de la obra de JEAN BODIN. Esta posición soberana del rey en el interior de su reino conlleva, como hemos visto, un poder de la misma naturaleza sobre el Derecho. El poder de disposición sobre la comunidad -el rey como dominus- entraña un poder de disposición paralelo sobre el producto típico de esta comunidad, el Derecho. El monopolio legislativo del monarca, al que antes aludimos, se justifica jurídicamente diciendo que el Rey es solus conditor legis en su reino, de igual modo que el emperador lo es en el imperio. A apoyar esta conclusión cooperarán diversas fórmulas que los juristas toman de los textos justinianeos, como la de quod principi placuit legis habet vigorem (ULPIANO, en D. 1, 4, 1), o la calificación del rey como lex animata in terris (Nov., 105, 4); o también fórmulas de nuevo cuño, como la de a Deo rex, a rege Lex, propia de la práctica francesa. Como es lógico, esta posición del monarca como señor del Derecho había de suscitar de inmediato el problema de su sometimiento a las normas por él dictadas. Ini96

cialmente, el principio que se acepta es el de la sujeción real al Derecho (así, en España, el Espéculo, I, 1, 9, según el cual las leyes deben ser obedecidas por el Rey y por el pueblo); un principio difícilmente compatible con la posición soberana del monarca, que pronto se apropia de la fórmula romana princeps legibus solutus para justificar su absoluta desvinculación y libertad frente a todo tipo de normas jurídica. Ello nos sitúa en los umbrales mismos de la siguiente etapa histórica. Pero de otra parte, esta asunción de poderes exorbitantes había de arrastrar la aparición de todo un cúmulo de especialidades jurídicas: a la posición privilegiada en lo político ha de corresponder, inevitablemente, una posición privilegiada en el mundo de las relaciones jurídicas cotidianas. Creadas por la propia dialéctica de la sociedad medieval, o recuperadas del Derecho romano (privilegios del Fisco), los juristas comienzan a formular una serie de reglas especiales que hacen del Monarca un sujeto distinto, en términos de régimen jurídico: las reglas de la praesumptio pro se y executio parata (que hoy conocemos como presunción de legitimidad y ejecutoriedad); la fórmula legem patere quam fecisti (trasunto de la cual es la regla hoy vigente de la inderogabilidad singular de los reglamentos); las técnicas de la expropiación, de la inalienabilidad e imprescriptibilidad de los bienes de la Corona, y otras muchas que hoy forman el acervo conceptual del Derecho administrativo moderno, tienen su origen precisamente en esta época. c.- Y, junto a los poderes, las garantías de los súbditos. En un mundo fuertemente impregnando por el Derecho, no es insólito que los súbditos no encontrasen dificultades formales para litigar contra el Monarca en defensa de sus intereses, de la misma manera que litigaban contra cualquier otra persona. Hoy nos consta documentalmente la existencia de distintas vías de recurso (entre nosotros llamados alzada y apelación) a disposición de los ciudadanos contra los actos del Monarca y de sus oficiales; vías de recurso, por lo demás, normalmente utilizadas, y de las que conocían las autoridades judiciales ordinarias (sin que existiera en este período, por tanto, fuero especial alguno del Rey). Desde esta perspectiva, pues, es evidente la existencia de un cierto principio general de sujeción al Derecho del poder público, formalmente instrumentable, como también lo prueba el empleo usual de determinadas técnicas de resistencia contra mandatos ilegales, como la cláusula obedézcase, pero no se cumpla, la figura de las cartas desaforadas y la de los rescriptos contra jus naturale ac gentium: un principio, sin embrago, teórico, no indiscutido y que convive con otros de signo opuesto, antes mencionados. Un principio general de legalidad es, en esta época, inexistente. El elenco de garantías no se agota, sin embargo, en las de carácter puramente procesal. Es obligado recordar que estamos en la época en que aparecen las primeras declaraciones de derechos de los súbditos, como consecuencia directa de la implantación del Estado estamental, de las que la más conocida es la Magna Carta inglesa concedida por el Rey Juan Sin Tierra en 1215. España no se halla al margen de este movimiento, como lo acredita la existencia de declaraciones similares (y aun anteriores) a la inglesa: así ocurre con la declaración del Rey Alfonso IX en las Cortes

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de León de 1188, ya citadas, o con el Privilegio general de Aragón, otorgado por el Rey Pedro III en las Cortes de Zaragoza de 1283. Con todo, el significado de estas garantías no debe hipervalorarse, habiendo de ser comprendidas en el marco general de la época. La existencia de vías de recursos ha de matizarse con el hecho de que las autoridades judiciales encargadas de su resolución eran, el propio tiempo, autoridades administrativas insertas en una línea jerárquica, por lo que cabe expresar serias dudas acerca de su independencia e imparcialidad. Por otra parte, las declaraciones de derechos no tenían como beneficiarios a todos los súbditos, sino a una minoría de ellos (los magnates o, en el mejor de los casos, los burgueses); y los mecanismos para garantizar su respeto radicaban más en la fuerza que en el empleo de técnicas jurídicas. Por ello, y desde la perspectiva de nuestros días, este conjunto de garantías debe contemplarse, cuando menos, con un cierto escepticismo.

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Actividad Nº 9 1.- ¿Cómo se manifiestan los elementos universalistas y localistas en la Baja Edad Media? 2.- Enumere las consecuencias de abandonar la idea del derecho como emanación espontánea de la sociedad y pasar a considerarla como producto de la voluntad humana. 3.- ¿Qué características tenían las declaraciones de derecho de los súbditos?

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4.- El Derecho romano y la reaparición de la ciencia jurídica La Baja Edad Media es también la etapa histórica en la que hace su aparición la moderna ciencia jurídica europea, que tiene su cuna y su sede de mayor esplendor en las ciudades italianas. A ello cooperan tres circunstancias accidentales, todas ellas acaecidas a comienzos del XII: la fundación del Studium Generale o Universidad de Bolonia; el descubrimiento de textos originales e íntegros de la compilación justinianea (principalmente, el Digesto y el Codex) y la iniciación de una nueva forma de enseñanza del Derecho, la glosa de estos textos, que inaugura un jurista del que conocemos poco más que el nombre, Irnerio o Guarnerio (1055-1130?); y, también, el comienzo de los estudios sistemáticos sobre el Derecho canónico, a partir de la complicación que el monje Graciano realiza hacia el año 1140 (conocida con el nombre de vulgar de Drecretum de Graciano). En todo este riquísimo panorama científico, el Derecho público (no ya el Derecho administrativo) brilla prácticamente por su ausencia. Las obras de los autores citados se dedican casi exclusivamente al Derecho civil o canónico, prestando a los temas jurídico-públicos una atención poco menos que marginal; y ello es lógico si se tiene en cuenta que, siendo el objeto único de atención de los juristas los textos romanosjustinianeos, las partes de éstos dedicados al Derecho público (principalmente, los tres últimos libros del Codex) carecían de toda utilidad práctica, al referirse a un complejo institucional y político totalmente diverso del existente en el mundo medieval. En realidad, una ciencia del Derecho público en cuanto tal no aparecerá sino en los últimos años del período que consideramos y en forma muy incipiente, como fruto de tres tendencias doctrinales muy dispares: - En primer lugar, toda la literatura política que surge en Europa a partir del siglo XI como consecuencia de las luchas entre Papado e Imperio: una literatura de carácter polémico, dirigida a apoyar dialécticamente a una de las partes en conflicto, y en la que se mezclan indiscriminadamente los argumentos históricos, filosóficos y teológicos con los estrictamente jurídicos, pero que es la primera en intentar una construcción racional de la posición jurídica y de los poderes del Rey. - En segundo lugar -y ante todo- la corriente doctrinal denominada jurisprudencia dogmática-sistematizadora. Surgida en el siglo XVI como una continuación de las escuelas humanistas, sus fundadores pretenden superar la metodología tradicional de los estudios jurídicos, basada en la glosa o comentario de los textos romanos, para lograr una elaboración científica y sistemática de la materia legal apoyada en conceptos o divisiones generales, una de las cuales es, precisamente, la clásica romana entre jus publicum y jus privatum. En esta tendencia, originariamente patrocinada por Johannes Oldendorp (1480-1567), por los franceses Hugo Donellus (o Doneau, 1527-1591) y Petrus Gregorius Tholosanus (1540-1617), y, sobre todo, por Johannes Althusius (1557-1638), la que induce la aparición de los primeros libros dedicados específicamente al Derecho público, si bien con un contenido que aún no se asemeja apenas al que hoy nos es familiar. Para ello, habrá que esperar a la inauguración del período absolutista, con la paz de Westfalia y el comienzo del siglo XVII. 100

III.- Los tiempos modernos: la monarquía administrativa y el absolutismo

A.- La maduración del poder estatal 1.- Caracteres generales del período El período histórico que hemos llamado "tiempos modernos" abarca un lapso de tres siglos, arrancando a fines del siglo XV y finalizando con el XVIII: las fechas de 1492 (descubrimiento de América) y de 1789 (Revolución Francesa) pueden servir como hitos del mismo. Aun dentro de lo convencional de toda periodificación histórica, la que aquí se propone es quizás la menos arbitraria de las posibles. Con el fin del siglo XV se abre una etapa de cambios en todos los órdenes de la vida social que darán a España la faz y las instituciones en las que aún nos movemos. Una etapa convulsa y contradictoria, pero de una extraordinaria fertilidad en todos los ámbitos de la cultura humana. Estas notas de convulsión y contradicción son claramente perceptibles, en primer lugar, en el terreno de las ideas. El siglo XVI es la centuria de apogeo en toda Europa del Renacimiento y del humanismo; pero es también el siglo de la Reforma y de las guerras de religión. Los siglos XVII y XVIII son los siglos del racionalismo y de la revolución científica: los siglos de Descartes, de Leibniz, de Galileo, de Bacon, de Vico, de Newton. Son también, sin embargo, la época de florecimiento de la hechicería, de la mística y de los iluminados. Las contradicciones no son menores en el terreno de la economía, en el que cada uno de los tres siglos aparece marcado por un signo distinto. El siglo XVI es una época de expansión violenta del capitalismo comercial y financiero, espoleado por los grandes descubrimientos geográficos; una época, en líneas generales, de crecimiento demográfico y bienestar, salvo en los países castigados por las guerras sistemáticas. El XVII es, en cambio, el "siglo de la gran crisis": un siglo en el que comienzan a notarse los efectos del "pequeño período glacial" (BARKER) y en el que las hambres y las epidemias castigan Europa con una intensidad desconocida desde los tiempos altomedievales; un siglo de guerras constantes (de los Treinta Años, de los Países Bajos, guerras de religión), de evolución interna y guerras civiles (guerra civil inglesa, 1642-49; Fronda francesa, 1648-53; rebeliones de Cataluña y Portugal, Nápoles y Sicilia, 1640-48), y de violentas revueltas populares (Austria, 1648; Suiza, 1647-48; Polonia, 1648-1651; Rusia, 1648-50; Suecia, 1650-53); un siglo de depresión económica, con un progresivo hundimiento de los precios, con una racha de malas cosechas y un evidente estancamiento demográfico. Apenas doblada la cota del siglo XVIII, en cambio, la coyuntura cambia, y desde 1740 se asiste a un crecimiento sin precedentes, que culmina con la revolución industrial en Inglaterra.

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Y nuevamente contradictoria aparece la historia europea de este período en el terreno político. En el plano internacional, el sistema de Estados nacionales se consolida definitivamente: los antiguos poderes universales (Papado e Imperio) dejan de representar un papel efectivo, y el mundo europeo se asienta, desde la paz de Westfalia, sobre el dogma del equilibrio entre los Estados. Este equilibrio no es, sin embargo, más que una aspiración parcial: la vieja idea imperial no ha desaparecido por completo (Carlos I, Felipe II) y es sustituida en cierta manera por la hegemonía de facto de uno u otro Estado sucesivamente (España, Países Bajos, Francia, Inglaterra). En el plano interno, por otra parte, las contradicciones son también patentes. De un lado, l protagonismo de la institución real se afianza de modo definitivo, hasta cristalizar en las teorías absolutistas: el Rey se convierte en la fuente de todo poder, un poder incondicionado y total que borra por completo la relevancia teórica de las instituciones representativas de origen feudal y estamental. Es, sin embargo, en el seno de este Estado absoluto, donde aparecen y se consolidan todo el mundo de ideologías que, frontalmente antiabsolutistas o no (contractualistas, monarcómanos; Locke, Rousseau, Montesquieu), darán al traste con aquél, de forma violenta, a fines del siglo XVIII. Y, de otro lado, asistimos en este período a la creación de una fuerte estructura administrativa estatal, que prefigura la existente en la actualidad, y que se forma el hilo del crecimiento del poder del monarca. Esta estructura, sin embargo, ha de coexistir con importantes residuos estamentales, que actúan a modo de poderes compensatorios: las tendencias uniformadores y centralizadoras chocan con la realidad de los Estados, internamente compuestos de unidades políticas semiautónomas y mínimamente vertebradas en una estructura común (así, en España, en el Sacro Imperio y aun en Francia). Y los intentos reales por crear una burocracia racional y moderna se ve frenada por la resistencia de instituciones donde se refugia la nobleza estamental (Consejos, en España; Parlamentos, en Francia) y, aún más, por el fenómeno refeudalizador que supone la venalidad y patrimonialización de los oficios públicos. Sobre todos estos temas volveremos de inmediato. En el terreno político, pues, la época tiene un claro protagonista: el Estado absoluto. Un adjetivo que ofrece dos vertientes: el Estado es absoluto, en primer lugar, en cuanto en él se opera una fuerte concentración del poder en manos del monarca (que no reconoce formalmente límites ni copartícipes en dicho poder) (2). Y es también absoluto, en segundo lugar, en cuanto sus funciones se van a extender a todos los ámbitos de la vida social, con el consiguiente enriquecimiento de las tareas estatales (3). A uno y otro aspecto vamos a referirnos seguidamente. 2.- La concentración del poder en el monarca La concentración del poder es la mejor y más simple descripción del Estado absoluto. En él, el Monarca se convierte en titular por derecho propio de todas las funciones y potestades del Estado: todo el poder emana de él, y en él reside, pudiendo ejercerlo libremente y no compartiéndolo con ninguna otra persona o institución. Desde el punto de vista histórico, el absolutismo es la negación dialéctica del pluralismo feudal y del dualismo estamental: el proceso de asunción de poderes en la Edad Media ha llegado a su culminación. 102

Desde nuestra perspectiva, sin embargo, más que profundizar en la descripción o definición del absolutismo, interesa ante todo insistir en sus causas, en los motivos determinantes de su aparición; y ello, no tanto en el plano ideológico cuanto en el de los puros hechos. En un plano material, la concentración de poder en manos del monarca tiene su causa en la situación de violencia endémica que caracteriza este período: en la guerra, en una palabra. De una parte, las brutales contiendas civiles y revueltas populares que asolaron los países europeos, principalmente en el siglo XVII, llevan a las clases ilustradas al terror: un terror que justifica la necesidad de un poder fuerte (ya sea éste un Enrique IV en Francia o un Cromwell en Inglaterra) que termine con dicha situación: no otro es el motivo personal del célebre Leviathan de HOBBES. De otra, la técnica militar se sofística y encarece la forma vertiginosa: los progresos de la artillería obligaron a una reconstrucción de todas las fortificaciones urbanas; y la puesta a punto de nuevas armas individuales, como el mosquete, pues en decadencia a la caballería y llevó a un incremento de los efectivos de infantería y a la creación de fuerzas regulares de carácter permanente. Las consecuencias de estos cambios son fáciles de suponer: de una parte, redujeron a la nada el papel de los señores territoriales, a los que se priva de su forma tradicional de guerrear (la caballería) y de toda posibilidad de intervención unilateral en la guerra: solo el monarca tendrá, en los sucesivo, la suficiente capacidad económica para afrontar los enormes gastos de una campaña. Y de otra, y sobre todo, la puesta a punto de grandes ejércitos obliga al montaje de toda una compleja organización burocrática de apoyo inmediato (tesorería militares, tribunales, asistencia médica y religiosa, intendencia y avituallamiento) y, lo que es más importante, a un crecimiento de la presión fiscal que generase los recursos públicos suficientes para atender estos gastos y, paralelamente, al establecimiento de un perfeccionado aparato administrativo dedicado a la recaudación de los nuevos tributos: todo ello, bajo la directa dependencia del monarca y de sus colaboradores íntimos, que de ese modo concentran en sus manos todo el poder físico del Estado y los medios para ejercerlo. 3.- El crecimiento de las funciones públicas Lo característico de esta época no es solamente que el poder del Estado se concentre y se ejerza de modo absoluto -sin limitaciones-. El Estado se hace también absoluto en la medida en que, por vez primera, deja de ser un puro aparato de dominación, superior y ajeno a la sociedad civil, para interesarse activamente en la marcha de ésta, interviniendo de forma creciente en todas sus manifestaciones: la vida económica, la vida intelectual, la vida religiosa serán objeto de reglamentación real. El Estado se inserta en la sociedad con afán de organizarla y dirigir su evolución: una actitud que hoy nos es habitual, pero que hubiera resultado impensable en los tiempos medievales. Y ello, claro está, conlleva un crecimiento exponencial de las funciones públicas y del aparato administrativo destinado a satisfacerlas. Las razones de esta nueva actitud del Estado son de tres tipos. En una primera etapa, es una consecuencia directa de las necesidades militares: la recaudación de 103

los recursos precisos para el sostenimiento de las campañas exigía fomentar la creación de fuentes de riqueza tributables en el interior del propio país. Esta necesidad encuentra de inmediato una justificación teórica en la doctrina económica reinante en los siglos XVI y XVII, el mercantilismo: constituido en principio básico de la economía estatal la acumulación máxima de metales preciosos, la actividad pública debía tender a favorecer el tráfico comercial, activar la producción interior y las exportaciones, y por el contrario, contener la importación de bienes. De esta forma, la economía se convierte en "política", esto es, en tarea pública fundamental, como lo demostró la acción del ministro COLBERT en la Francia de Luis XIV. Y una última justificación teórica aparece, ya en el siglo XVIII, a través de la filosofía política del iluminismo, que da lugar al conocido como absolutismo o despotismo ilustrado: la justificación del poder estatal se halla en la consecución del máximo bienestar de los súbditos, estándole autorizado, para ello, intervenir en todos los ámbitos de la vida social, incluso en el de la libertad personal. Esta expansión del intervencionismo estatal trajo como lógica consecuencia un incremento sustancial de los efectivos burocráticos al servicio del Rey. No existen muchos datos de la época, pero dos bastarán: en Francia, los funcionarios a sueldo de la Corona pasaron de dos mil en 1505 ochenta mil en 1664 (sin contar las fuerzas armadas); en España, el Consejo de Guerra pasó de producir solamente dos o tres legajos de documentación por año (entre 1560 y 1570), a treinta legajos anuales (entre 1590 y 1600). Pero ello ya nos introduce en los problemas típicamente organizativos, que vamos a analizar de inmediato.

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Actividad Nº 10 1.- Complete el siguiente cuadro:

MADURACION DEL PODER ESTATAL CARACTERES GENERALES

IDEAS

ECONOMIA

POLITICA

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CRECIMIENTO DE LA FUNCION PUBLICA

B.- La organización del poder público 1.- La triple administración Describir las estructuras políticas y administrativas de la etapa que estamos analizando constituye una tarea harto dificultosa, pues su heterogeneidad se resiste a cualquier tipo de exposición racional y ordenada. Por lo demás, sería inexacto afirmar la existencia de una administración: antes bien, desde una perspectiva política cabe hablar de al menos tres tipos semiautónomos de administración que coexisten sobre el mismo territorio: de una parte, los organismos, tradicionales o no, que constituyen el asiento de los poderes estamentales; de otra, la cadena de órganos y agentes creados por el monarca absoluto para su servicio y bajo su directa dependencia; por último, la estructura militar. La relación dialéctica entre los dos primeros tipos de organizaciones se mueve en el sentido de un progresivo vaciamiento de poder de las estructuras de base estamental por las de cuño monárquico (vaciamiento o debilitación, que no eliminación); el rey, para imponer su poder, actúa sobre las organizaciones estamentales, bien introduciendo en su composición personal propio (normalmente, técnicos de procedencia burguesa), bien creando junto a los mismos nuevos órganos a los que primeramente se dota de puras facultades de inspección, para luego atribuirles potestades propias de aquéllos. Sin embargo, el ritmo histórico que marca la relación entre ambos tipos de administración, es diverso según los países. 2.- Las estructuras formales Como ya ha quedado advertido en el anterior epígrafe, conviene distinguir las estructuras administrativas españolas de la época de los Austrias (siglos XVI y XVII), de las reformas experimentadas a partir del establecimiento de los Borbones. a.- En la época de los Austrias, la organización política y administrativa en el nivel central giraba sobre el sistema de Consejo. Este sistema, tan citado como poco conocido, se componía de un conjunto de doce órganos colegiados, creados entre 1483 y 1588. De ellos, seis poseían una competencia funcional: concretamente, los de Estado (creado en 1522 por desdoblamiento del antiguo Consejo Real), de Guerra (1517), de Ordenes Militares (1495), de Cruzada (1509), de Hacienda (1523) y de la Inquisición (1483); los seis restantes, competencia territorial, cuales eran los de Castilla (1522), de Aragón (1494), de Indias (1524), de Italia (1555), de Portugal (1582) y de Flandes (1588). Compuestos por un presidente, un número variable de consejeros (nobles y letrados) y varios fiscales, su competencia era absolutamente general: como órganos políticos, asesoraban el Rey en los altos asuntos de su competencia; como órganos judiciales, desempeñaban el papel de instancia suprema de apelación en todo tipo de litigios; por fin, su competencia administrativa era universal,

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estándoles reservadas todas las funciones no atribuidas expresamente a órganos territoriales inferiores. En definitiva, un sistema abigarrado y carente de toda racionalidad burocrática, al no existir ningún tipo de organismo coordinador entre ellos; un sistema lento e ineficaz, paradigma de lo que se ha denominado régimen polisinodial y al que un autor francés ha podido calificar, con justa dureza, como "la facade majestueuse d’un empire léthargique". En el nivel territorial, la organización administrativa es sumamente confusa: en dicho nivel actúan un complejo heterogéneo de órganos unipersonales y colegiados, unos y otros dotados de funciones administrativas y judiciales, si bien con predominio de las primeras en los unipersonales, y de las segundas en los colegiados. Entre los órganos unipersonales, actuantes en un escalón regional, se encuentran los lugartenientes, virreyes, gobernadores y capitanes generales. Las denominaciones son, en ocasiones, acumulativas o indistintas: el nombre de lugarteniente provenía de la Corona de Aragón, pero sus titulares fueron después llamados virreyes o capitanes generales; el de gobernador se aplica a los mandos de las tierras conquistadas o pacificadas (Galicia, Canarias, Indias), que en ocasiones pasan también a denominarse virreyes. Todos ellos, como representantes directos del poder real, ejercen funciones de gobierno político, en lo militar y en lo financiero, bajo la dirección del Consejo o Consejos respectivos; y también funciones judiciales. El bloque de estas últimas, no obstante, estaban confiado a órganos colegiados, denominados Chancillerías y Audiencias (nombre este último conservado hasta nuestros días): inicialmente, las primeras (con sede en Valladolid y Granada) constituían un escalón jerárquicamente superior a las segundas (con sede en Galicia, Sevilla y Las Palmas), pero más tarde la distinción se borró, quedando la denominación como un título puramente honorífico. Del mismo modo que los órganos unipersonales, las Chancillerías y Audiencias no ejercían solo funciones judiciales, sino también políticas y administrativas, siendo presididas por uno de los órganos unipersonales citados (gobernadores y capitanes generales). En el nivel local, por último, además de la confusión entre funciones administrativas y judiciales, se produce una mezcla inextricable de autoridades de origen real y de origen puramente local. Entre las primeras debe citarse la figura del corregidor, auténtica pieza clave del gobierno territorial castellano (así como los vegueres lo fueron en Cataluña). Aparecidos en el siglo XIV, se generalizan en todo el territorio de la Corona de Castilla desde 1480; concebidos inicialmente como autoridades inspectoras de las locales (para "corregir" sus abusos) se convierten pronto en el órgano de gobierno de un conjunto de municipios (designado por el Rey era, sin embargo, retribuido por éstos). A tal fin, el territorio se dividía en corregimientos, de los que había noventa y ocho en 1610. Sus funciones, por otra parte, eran múltiples: como A. DOMINGUEZ ORTIZ lo ha descrito gráficamente en lenguaje actual, el corregidor era "una especie de gobernador civil que tuviera además funciones judiciales, desempeñara el cargo de comandante o gobernador militar y presidiera el ayuntamiento cabeza de partido". Durante la segunda mitad del siglo XVII fue además el jefe superior de administración de las rentas reales.

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Junto al corregidor, las autoridades estrictamente locales eran de lo más varado. En Castilla, los antiguos concejos son sustituidos por un conjunto de regidores, en ocasiones de designación real, en otras de elección popular restringida, siendo también, a veces, oficios enajenados y vitalicios. A ellos se suma una autoridad de carácter judicial, denominado alcalde ordinario, que preside el ayuntamiento en defecto del corregidor. b.- Con la entrada de la dinastía borbónica, la Administración sufre importantes reformas, en parte inspiradas en el modelo francés. En el nivel central hace su aparición un germen de poder ejecutivo, representado por los Secretarios de Despacho (antecedentes de los actuales ministros), a los que se confía un sector funcional del gobierno. Inicialmente en número de dos, este oscila entre tres y siete durante el siglo XVIII, para fijarse en cinco en 1790 (Estado, Gracia y Justicia, Guerra, Marina y Hacienda). Se trata, por supuesto, de personas de estricta confianza real, que coexisten con los viejos Consejos de la Monarquía, aunque muy disminuidos en sus atribuciones. En 1787, Carlos III creó la Junta Suprema de Estado, formada por los Secretarios de Estado y que debía reunirse una vez por semana; este antecedente del Consejo de Ministros tuvo una vida efímera, siendo suprimida por Carlos IV en 1792. En el nivel territorial, la reforma borbónica se centró en la creación de los intendentes. Con algún antecedente en el período anterior (superintendentes de provincia de 1691), son creados en 1711, en plena guerra de Sucesión, para fiscalizar el funcionamiento administrativo de los ejércitos. Finalizada la guerra, el 1 de julio de 1718 se establecen con el nombre de "intendentes de provincia y de ejército", con amplias facultades en materia militar, financiera, de gobierno y de justicia. Duplicación de la clásica figura de los corregidores, su implantación suscitó resistencias: suprimidos en 1724, fueron restablecidos por Fernando VI en 1744, desplazando a los corregidores; éstos, sin embargo, fueron restaurados en 1766, dividiéndose las competencias entre unos y otros. El intendente constituye un claro precedente de los Subdelegados de Fomento de 1833 y, por tanto, de los actuales gobernadores civiles (y también de los Delegados de Hacienda). En el nivel local, las reformas borbónicas se produjeron en el reinado de Carlos III, en el sentido de una cierta democratización de los municipios. Junto a los órganos judiciales y regidores se crean los diputados del común, elegidos por los vecinos y, en determinados municipios, un procurador síndico personero, asimismo electo por los vecinos. La duración de unos y otros cargos tenía carácter anual. No podrían dejar de mencionarse, por último, las reformas borbónicas en el plano de gobierno territorial. La guerra de Sucesión fue aprovechada por Felipe V para uniformar la administración de los antiguos reinos, suprimiendo sus instituciones peculiares e implantando el patrón castellano (básicamente, Audiencia, capitanes generales y corregidores): así se hizo con los célebres Decretos de Nueva Planta (de 1707 para Valencia, 1707 y 1711 para Aragón y 1716 para Cataluña), de los que toma su punto de partida la cuestión regional en España.

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Actividad Nº 11 1.- Explique el fenómeno de la triple administración de la etapa que se analiza. 2.- Elabore un cuadro comparativo entre las estructuras administrativas de los Austrias y Borbones.

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3.- La burocracia Una descripción de la organización del Estado absoluto no puede omitir la referencia, por breve y esquemática que sea, a la burocracia, sin duda la más importante novedad de esta época histórica: por primera vez desde la caída del Imperio Romano, el Estado apoya su acción sobre la sociedad en una red articulada de agentes profesionales. Es esta red jerárquica de agentes la que, en lo sucesivo, va a canalizar e instrumentar la dominación del Estado sobre sus súbditos, desplazando a un lugar subsidiario el ejercicio de la violencia física. La burocracia del Estado absoluto no ofrece, sin embargo, el aspecto global, homogéneo y racionalizado que hoy la caracteriza. Antes bien, participa de las contradicciones internas que, como antes vimos, señalan al Estado en esta época. En ella cabe distinguir, al menos, una burocracia estamental, frecuentemente de signo nobiliario, y una burocracia de creación real, surgida al calor de las exigencias militares y de la política económica intervencionista que dichas exigencias imponen. Pero sería inexacto reducir la dinámica de esta época a una pugna entre estos dos tipos de burocracia, por cuanto en la mayor parte de los países europeos entra en juego un fenómeno adicional, cual es el de la patrimonialización de los oficios. El monarca, en efecto, actúa sobre la burocracia de dos maneras: una, incrementando artificialmente los cargos públicos estamentales, cargos que se venden a quien se encuentre en disposición de adquirirlos (a): otra, creando nuevas estructuras de carácter comisarial para atender al desarrollo de su política (b). a.- La venta de oficios públicos, en primer lugar, es un fenómeno que debe ser entendido en su justa medida y de acuerdo con la mentalidad de la época. Aunque objetivamente se tratase de una forma de corrupción de la función pública y una técnica de debilitamiento del poder estamental, es improbable que su utilización se efectuar con estos fines conscientes: antes bien, la venta de oficios es, en la época, una forma de financiación casi normal del Tesoro público, empleada sistemáticamente, como ha probado R. MOUSNIER, cuando las necesidades fiscales son más apremiantes. Una técnica, por lo demás, que en cierta manera fortalece el poder estamental en pugna con el monarca: los adquirentes de oficios son, por lo general, burgueses que pretenden ennoblecerse e integrar a su familia, por vía matrimonial, en el estamento aristocrático, cuyos intereses y mentalidad asumen. Es importante tratar de analizar este fenómeno desde la perspectiva de la época y no con ojos contemporáneos. Para los europeos de la Edad Moderna, la creación de oficios públicos es calificada técnicamente como una regalía (entre nosotros, FERNANDEZ DE OTERO, Tractatus de officialibus reipublicae, Colonia, 1732, II, pág. 85, dirá que "inter regalia constituitur vel iudicum creatio": y MASTRILLO, Tractatus de magistratibus, Palermo, 1616, que "magistratus creatio est de regalibus"). Ello significa no sólo que la potestad de crear oficios pertenece exclusivamente al rey, en cuanto fuente de toda jurisdicción, sino de que es también una regalía en sentido económico, un acto mediante el cual el rey se desprende de una parte de un propio patrimonio, confiriendo a un particular un oficio al que, ante todo, se concibe como una fuente de rentas. En la época, la venta de oficios como medio de financiación no merecía un juicio más negativo que el que nosotros podamos tener sobre la acuñación de moneda como medio de cubrir el déficit público.

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b.- De manera simultánea el proceso de venta de oficios, sin embargo, el monarca procede a crear una nueva burocracia, que la doctrina ha calificado como comisarial. El comisario -titular de una comisión- se opone al oficial -titular de un oficio- en cuanto que aquél es un agente de carácter extraordinario, libremente revocable por el rey y cuya función se agota en la realización de un mandato concreto (la comisión, expresada en instrucciones concretas, que suele consistir en una labor de inspección o control de la actividad de los oficiales permanentes) pero que más tarde deviene estables, suplantado en sus funciones a los antiguos oficios estamentales. Como OTTO HINTZE ha demostrado, la técnica comisarial es muy antigua (su origen se remonta a la reforma gregoriana de la Iglesia), pero adquiere un desarrollo singular en este período, en cuanto que constituye la palanca fundamental en la consolidación del absolutismo regio.

C.- El Estado absoluto y el Derecho Las relaciones que se dieron en esta época entre el poder público y el Derecho no son aún bien conocidas, en el nivel actual de la investigación histórica. La doctrina se mueve todavía en base a hipótesis más o menos demostradas y muchas de ellas se encuentran sometidas a constante polémica. Por ello, nos referiremos solamente a los rasgos generales de estas relaciones que hoy pueden tenerse como indubitados y que afectan a tres aspectos: la posición del monarca (a), los títulos o conceptos que el poder público emplea para justificar su actuación sobre los ciudadanos (2) y las garantías institucionales de éstos (3). 1.- La posición jurídica del rey Ya hemos recordado anteriormente cómo el poder monárquico deviene absoluto en este período desde una perspectiva jurídica, y cómo esta evolución viene preparada por toda la tradición bajomedieval dirigida a reforzar la figura del príncipe, tanto frente al emperador cuanto frente a los poderes señoriales. En el plano jurídico, el poder absoluto es consecuencia de la soberanía y se manifiesta en su no vinculación por las leyes: el rey es superior a la ley, no está obligado por ella; él mismo es autor de la ley, y nadie puede quedar vinculado por sus propios mandatos. Este principio no es originario de la etapa absolutista: entre nosotros, como ha señalado MARVALL, aparece solemnemente proclamado por el rey Juan II en 1453, en su pugna contra Alvaro de Luna. Sin embargo, es en este período cuando recibe un respaldo doctrinal unánime. El respaldo doctrinal no es, sin embargo, incondicionado. Los autores de la época dedican abundantes páginas a señalar los límites jurídicos del poder real. Límites éstos muy diversos: para empezar, la desvinculación monárquica de la ley se refiere a la ley humana, no al Derecho natural, al divino, ni al derecho de gentes, que, claro está, sí obligan al rey. El monarca está limitado, en segundo lugar, por la propia concepción de la realeza como un oficio: "el poder del príncipe no es un puro arbitro, sino

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el ejercicio de una función definida y que sólo a ella puede referirse, de manera que por necesidad de su propia naturaleza queda reducido a lo que tal función reclama" (MARVALLE). Está también limitado por el principio de inalienabilidad de los bienes y derechos del Reino, así como por las llamadas "leyes fundamentales" (concepto operante sobre todo en Francia). Y también encuentra un límite, finalmente en los derechos privados de los súbditos, principalmente los que nacen de la propiedad y de los contratos, que reciben genéricamente el nombre de derechos adquiridos (jura quaesita, wohlerworbene Rechte). 2.- Los títulos de intervención La existencia en esta época de una idea o título general que, como la soberanía, justificase cualquier tipo de actuación del poder real no impide la pervivencia de otros títulos singulares. La idea de un título genérico y abstracto era demasiado nuevo y revolucionaria como para poder ser opuesta con éxito a los derechos singulares y exhibían, como obstáculos a la acción del monarca, los poderes estamentales y los súbditos individuales. Algunos de estos títulos singulares empleados por el poder real son de vieja factura: así, las antiguas regalías, que en esta época perviven intactas y perduran hasta la misma Revolución Francesa. También, la idea de la pax pública, de singular importancia en una etapa histórica tan atormentada por guerras y discordias civiles. Importancia especial tiene la técnica, ya citada, de los llamados rescriptos contra jus naturale ac gentium; siendo los derechos privados o jura quaesita un límite al ejercicio del poder (en cuanto que la propiedad y los contratos eran instituciones de Derecho natural y de gentes), su quebrantamiento o privación mediante órdenes y disposiciones reales constituía un rescripto contra jus; el cual, sin embargo, era válido si hubiera sido dictado cum causa rationali. La concurrencia de dicha causa racional o de utilidad pública permitía al monarca quebrantar tal derecho singular, lo cual, no obstante, engendraba una obligación de indemnizar. En la época que examinamos, este técnica capital de intervención (de la que surge, entre otros institutos, la expropiación forzosa) se concibe como la consecuencia de un poder general, que HUGO GROTIUS denominará dominium eminens o dominio eminente y que Samuel PUFENDORF definirá como la potestad que corresponde al Estado sobre las cosas de los ciudadanos por causa de utilidad pública. Una última idea, de gran importancia en la época, es la de la policía. En puridad, no constituye, como los anteriores, un título legitimador o una técnica de intervención, sino una descripción genérica de toda la actividad pública o de algunas modalidades de la misma. Originariamente, en efecto, el término policía (politia) designa toda la actividad desplegada por el poder público en el gobierno de la comunidad política: así como en la Edad Media la función básica del monarca era la justicia, ahora lo será, en terminología de la época, "el gobierno y la policía de los Reynos". El concepto de policía, sin embargo, experimenta un proceso de reducción por obra de la doctrina alemana, hasta centrarlo en el significado usual que hoy día posee: en un primer momento se separan del mismo los asuntos de justicia (Justizsachen, encomendados a los Tribunales; los asuntos de policía o Polizeischen son competencias estricta 112

del monarca y sus agentes, sin que contra las decisiones recaídas en ellos cupiera recurso ante los Tribunales: de hay la célebre fórmula im Polizeisachen gilt keine Apellation). Más tarde, se excluyen del concepto de policía los asuntos relativos a las Administraciones exterior, militar y financiera; y ya a fines del siglo XVIII, queda reducida a las actividades estatales que persiguen la prevención de los peligros mediante el uso de la coacción (cura advertendi mala futura), excluyéndose del mismo las dirigidas a la promoción del bienestar y felicidad de los súbditos (cura promoviendi salutis) que entre nosotros recibirán el nombre de administración de fomento. 3.- Las instituciones de garantía Desde un punto de vista formal, las instituciones a través de las cuales se instrumentan las garantías de los ciudadanos frente al poder público no sufren grandes transformaciones al comienzo de esta época. Estructuralmente, no existe diferenciación entre órganos judiciales y administrativos, como hoy estamos habituados a ver; todo órgano o agente ostenta por igual potestades administrativas y judiciales, si bien actúa de modo diferente según la naturaleza de los asuntos: cuando la decisión afecta a derechos subjetivos (llamados asuntos contenciosos o "que tocan a perjuicio de partes"), el órgano o agente debe actuar de forma solemne y contradictoria, adoptando formas y trámites judiciales; cuando no existe tal afección de derechos subjetivos (asuntos llamados gubernativos), la autoridad actúa y decide de modo sumario, sin solemnidad de formas judiciales. Un sistema ciertamente difícil de comprender para la mentalidad actual, pese a que ha perdurado de manera intacta en el funcionamiento interno de nuestra Administración militar. Desde comienzos del siglo XVIII, este panorama comienza a sufrir una transformación radical, a través de las nuevas autoridades y agentes creados por el Monarca (principalmente, los de carácter monocrático y comisarial). Estas autoridades reciben, como era habitual, todas las competencias -administrativas y judiciales- referentes a las materias que se les confían, pero con dos novedades capitales: primera, la de que sus decisiones quedan exentas de la fiscalización (por vía de recurso o apelación) ejercida por las "Justicias ordinarias" (esto es, los antiguos órganos estamentales: entre nosotros, principalmente, las Audiencias y Chancillerías): estas autoridades son calificadas como "jueces privativos", pudiendo apelarse de sus decisiones solo ante el Rey o, en su caso, ente el Consejo central competente por razón de la materia. Y segunda, la de que sus disposiciones creadoras ordenan con frecuencia a estas nuevas autoridades que actúen siempre en forma gubernativa: estos es, sin forma solemne de juicio, de modo ágil y expeditivo, aunque los asuntos que hubiera que decidir fueran de naturaleza contenciosa (esto es, afectantes a derechos subjetivos). Son precisamente estos "jueces privativos" los que prefiguran el régimen de las potestades administrativas y de su control que se instaurarán a partir de la Revolución Francesa, como más adelante veremos.

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D.- La doctrina del Derecho público Los siglos XVII y XVIII son, sin lugar a dudas, los de la aparición decidida del Derecho público en el campo de la doctrina jurídica. Este florecimiento no tiene lugar, sin embargo, de la misma forma en toda Europa: en puridad, sólo se da en los países germánicos; Alemania es, sin lugar a dudas, la patria del Derecho público moderno hasta la Revolución francesa. Y ello tiene una explicación distinta de la que pueden darnos los tópicos acerca de la capacidad germana para el razonamiento abstracto: el Derecho público es un producto intelectual sumamente delicado e inestable, que sólo puede fructificar en los regímenes políticos donde se da una limitación jurídica efectiva del poder. Y esto es justamente lo que ocurre en la Alemania del Sacro Imperio Romano-Germánico: hasta el siglo XVII existe una tensión constante entre el poder del emperador y el de los príncipes territoriales, con una división efectiva de competencias entre uno y otros; una situación que consagran los Tratados de Westfalia de 1648, que convierten al Imperio en poco más que una confederación de Estados; una situación, por tanto, enormemente compleja en términos jurídicos que no es de extrañar que estimulase la aparición de textos de Derecho público. Allí donde no se dan estas condiciones, dado el carácter absoluto de sus regímenes monárquicos, el Derecho público no se desarrolla apenas: así ocurre en Francia y España, donde florecen, en cambio, el derecho privado y la teoría política y también en el seno de los propios principados territoriales de Alemania, cada uno de los cuales reunía individualmente los caracteres del Estado absoluto (la práctica totalidad de las obras que conocemos se aplican a Derecho público del Imperio, no de los Estados que lo componen). Con todo, la doctrina jurídico-pública de esta época reviste unos caracteres singulares: en primer lugar, es muy poco conocida, debido a la ausencia de reediciones modernas de la mayor parte de las obras, así como al hecho de estar escritos, en su inmensa mayoría, en lengua latina. A su olvido (que ha sido prácticamente total, salvo en Alemania), ha constituido también el escaso rigor de su metodología: el Derecho público es una ciencia aún en formación, en la que sus tratamientos dogmáticos mezclan con frecuencia perspectivas muy diversas de análisis; junto al razonamiento estrictamente jurídico se encuentran la teoría política, el derecho privado, el derecho natural y de gentes, los consejos morales a los príncipes, la economía, la estadística, las finanzas y la pura acumulación documental de textos legales. PO lo mismo, no es tampoco insólito que en obras dedicadas a cada una de estas ciencias o perspectivas metódicas se encuentren excelentes análisis jurídico-políticos.

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Actividad Nº 12 1.- ¿Qué justificación histórica tiene la venta de oficios públicos durante el surgimiento de la burocracia? 2.- Explique el proceso de venta de oficios en esta época. 3.- Especifique los límites jurídicos del poder real. 4.- Desde la óptica de esta época defina los siguientes términos. - regalías: - pax pública: - policía:

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El estado liberal y la génesis del Derecho Administrativo

A.- Burguesía, capitalismo y Estado Al alborear el último tercio del siglo XVIII, la sociedad europea ofrecía el panorama de una efervescencia sin precedentes: una efervescencia cuyos síntomas resultaban apreciables por igual en los terrenos económicos, ideológico y político, y que hacía inevitable pensar en la inminencia de un cambio radical. La economía aparece marcada en estas fechas por tres grandes rasgos. En primer lugar, un crecimiento demográfico espectacular; la población del continente europeo pasa de 118 millones de habitantes hacia 1700 y 187 millones a final de siglo; un crecimiento de la población activa, pues, que la economía de la época, aún preponderantemente agrícola, es incapaz de absorber. En segundo lugar, el cambio de la coyuntura económica; tras un período de prosperidad iniciado hacia 1730 -alza de precios-, desde 1770 la economía se vio sacudida por bruscas alteraciones, debidas, al parecer, a irregularidades climáticas; los años de cosecha escasa (p.ej., 1770, 1774, 1785-84, 1788-89), seguidos de épocas de superproducción, ocasionaron oscilaciones violentas en el nivel general de precios, que arruinaban alternativamente a productores y asalariados. Y, en tercer lugar, el siglo contempla la aparición del fenómeno crucial de la producción en masa, que hoy conocemos con el nombre de revolución industrial, y que se inicia en Inglaterra con las innovaciones tecnológicas en el sector textil (Kay, lanzadera volante, 1738; Hargreaves, spinning jenny, 1765; Crompton, mule jenny, 1779); Cartwright, telar mecánico, 1785), en el energético (Watt, máquina de vapor, 1767-1775) y en el metalúrgico (Huntsmann, acero fundido, 1749). El paro creado por el crecimiento demográfico; las crisis agrarias y la revolución industrial; y la pugna de interés entre el estamento campesino y la pujante burguesía, de un lado, y las clases privilegiadas, de otro, elevaron el nivel general de descontento, que pronto afloró al plano de las ideas bajo la modalidad de una sensación generalizada de necesidad de reformas. Los descubrimientos científicos, de un lado, y el racionalismo filosófico, de otro (en 1751 se publica el primer volumen de la Enciclopedia, y treinta años más tarde, en 1781, aparece la Crítica de la razón pura de Kant) son el caldo de cultivo en el que fermentan las nuevas ideas económicas (Quesnay, Tableau economique, 1758; Turgot, Essais sur la formation et distribution des richesses, 1765; Adam Smith, The Walth of Nations, 1776) y, sobre todo, las especulaciones políticas; en 1748, Montesquieu publica el Espíritu de las leyes, y en 1762 aparece el Contrato Social de J.J.Rousseau, por no citar sino las dos obras claves del período.

La situación, sin embargo, era particularmente inestable en el terreno político, en el que destacan dos notas: - Primera, la aparición de un creciente proletariado industrial y urbano; - y segunda, el conflicto generalizado de intereses que enfrenta al estamento nobiliario con los restantes poderes sociales. El siglo XVIII es, paradójicamente, un período de ascenso del poder político de la nobleza: espoleada por el alza de precios, acapara progresivamente tierras y presiona para incrementar el importe de las rentas agrarias, así como para revitalizar los 116

viejos privilegios feudales; lo que no hará sino fomentar el descontento campesino. Frente a la burguesía, se esfuerza para restringir el acceso a los títulos nobiliarios y por controlar todo el aparato administrativo y militar, en cuanto fuente de ingresos personales (en 1773 y 1774, las reformas del conde de Saint Germain en el ejército y de Sartine en la marina reservarán a la nobleza la totalidad de los grados militares); de esta forma, la burguesía, detentadora del poder comercial, industrial y financiero, veía drásticamente frenada su apetencia de completar aquél con una participación efectiva en el poder político. El conflicto más agudo fue, sin embargo, el que enfrentó a la nobleza francesa con la monarquía borbónica: un conflicto de singular importancia para nosotros, en la medida en que en el él se hallan las claves históricas que provocaron la gran Revolución de 1789 y aún algunos de los principales factores de conformación del Derecho Administrativo. El conflicto se produce, en sucesivas ocasiones, por la oposición de los Parlements, órganos judiciales donde residía el principal centro de poder de la nobleza, a los proyectos de reforma emprendidos por los ministros de Luis XV y Luis XVI. Oposición que los Parlements instrumentaban mediante dos tradicionales privilegios, denominados derecho de registro y de devolución (droit d’enregistrement y de remontrance). El primero consistía en la potestad de los Parlamentos de inscribir en sus registros las leyes y ordenanzas reales, como trámite previo a su aplicación; el segundo, en la potestad de rechazarlos y devolverlos, cuando el propio Parlamento entendiera que contravenían las leyes fundamentales del Reino. Un poder de resistencia, pues, que sólo el monarca podía quebrantar, compareciendo en persona ante el Parlamento e imponiéndole su voluntad soberana (lit de justice). El primer enfrentamiento tiene lugar en vida de Luis XV, cuyo ministro Maupeou llevó a cabo en 1771 una profunda reforma judicial que entrañaba la supresión de los Parlamentos; la oposición nobiliaria a la medida hizo que, subido al trono Luis XVI, la reforma fuese de inmediato derogada, en 1771. El conflicto se reanudó de inmediato, sin embargo. El déficit crónico de la Hacienda real, agravada por los gastos de la guerra de independencia de los Estados Unidos, hacía perentoria una reforma tendiente a abolir la exención fiscal de nobleza y clero. Nombrado Turgot Inspector General de Finanzas, este presentó al monarca un programa basado en la implantación de la llamada subvención territorial (impuesto directo que recaía sobre la propiedad rústica y que constituía una pieza fundamental de la doctrina fisiocrática). La oposición nobiliaria al proyecto determinó la destitución de Turgot (1776) y la llamada de Necker, que hizo frente al déficit mediante empréstitos que no hicieron sino empeorar la situación; con todo, la publicación en 1781 del Compte rendu au Roi (especie de Presupuesto de gastos en los que se da cuenta de la elevada cuantía de las pensiones concedidas por el Rey a los cortesanos) y el escándalo que ocasionó, produjeron la destitución de Necker. La política de empréstitos continuó, pero en 1786 el nuevo Inspector General, Calonne, se vio en la alternativa de declarar la bancarrota del Estado o retomar el proyecto de Turgot. Este fue nuevamente presentado a la llamada Asamblea de Notables, creada a tal fin como un órgano presuntamente "domesticable", pero que volvió a rechazar el proyecto, exigiendo el cese de Calonne. Así lo hizo Luis XVI, nombrando para sustituirle al jefe de la oposición nobiliaria, el arzobispo Loménie de Brienne: este se percató de inmediato que el establecimiento de la subvención territorial era inevitable, y así lo propuso a la Asamblea de Notables que, sin embargo, mantuvo su actitud intransigente declarando, sorprendentemente, que "sólo los auténticos representantes de la Nación" -esto es, los Estados Generales- podían aprobar el nuevo impuesto. Pre-

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sentado el proyecto más tarde al Parlamento de París, este lo rechazó, exigiendo de manera explícita la convocatoria de los Estados Generales. El monarca y Brienne decidieron recurrir a medidas de fuerza: el Parlamento de París fue desterrado a Troyes, pero la revuelta de los restantes Parlamentos les obligaron a ceder. El proyecto de la subvención territorial fue retirado y, en su lugar, Brienne presentó al Parlamento de París diversos proyectos de empréstitos. Pero el Parlamento, envalentonado, los rechazó también, exigiendo la convocatoria de Estados Generales para 1789. En un arranque de autoridad, el monarca exigió el registro de los proyectos, ordenó el arresto de varios magistrados y aprobó una reforma judicial, elaborada por Lamoignon, que privaba a los Parlamentos de sus atribuciones esenciales (mayo de 1788). La resistencia nobiliaria adquirió entonces tintes violentos. Los Parlamentos se negaron a acatar las medidas, y en el Delfinado se celebró una asamblea en el castillo de Vizille que decidió convocar, sin autorización real, los Estados Generales de la provincia. Ante la revuelta generalizada, el monarca tuvo que capitular nuevamente y convocó los Estados Generales para el 1º de Mayo de 1789. El resto de la historia ya es sobradamente conocido.

La conjunción de los factores económicos e ideológicos con la conflictiva situación política dieron lugar a una cadena de movimientos revolucionarios que transformaron por completo la faz de Occidente; movimientos cuya duración abarca prácticamente un siglo (1) y que determinan la aparición de un nuevo tipo de Estado, el Estado liberal (2). 1. - El siglo de las revoluciones (1770-1870) La destrucción del sistema social y político del Antiguo Régimen no se llevó a cabo sin esfuerzo. Es inexacto, sin embargo, reducir este fenómeno de cambio a la Revolución Francesa de 1789; un acontecimiento éste capital, ciertamente, pero que no constituye un hecho aislado; ni tampoco definitivo. La instauración del Estado liberal es fruto de un amplio abanico de movimientos revolucionarios que afectaron a la práctica totalidad de los países occidentales (y no siempre inducidos por el ejemplo galo) y que, por otra parte, no se consuman en los últimos años del siglo XVIII: antes bien, dichos movimientos integran un proceso largo y complejo, en el que cabe distinguir hasta tres sucesivas oleadas revolucionarias de distinta significación; a ellas hay que sumar, además, un poderoso movimiento de reacción intercalado entre la primera y la segunda oleada. Las examinaremos sucesivamente. a.- La primera oleada revolucionaria, la más prolongada en el tiempo y la de mayor intensidad, abarca un período de casi medio siglo, que se inicia simbólicamente con la guerra de la independencia de los Estados Unidos ("matanza" de Boston, marzo de 1770) y se cierra con la caída y destierro de Napoleón Bonaparte, en 1815: es lo que se ha dado en llamar la "revolución atlántica". De entre todos estos movimientos destaca con luz propia la Revolución Francesa, iniciada en 1789 y finalizada con el golpe de Estado bonapartista de 18 brumario (9 de noviembre de 1799), en la que se formalizan la práctica totalidad de los grandes principios sobre lo que se estructurará el Estado liberal (soberanía nacional, división

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de poderes, igualdad jurídica, libertad económica, principio de legalidad, derechos fundamentales de los ciudadanos). b.- La derrota de Napoleón en 1814-15 trae consigo un movimiento de retorno a las instituciones monárquicas tradicionales en toda Europa, que impone con la mayor solemnidad el acta final del Congreso de Viena (9 de junio de 1815). Es la época de la Restauración, que encarnan teóricos políticos como E.BURKE, J.DE MAISTRE, J.DE BONALD y L.VON HALLER, filósofos como HEGEL y políticos como METTERNICH; una restauración monárquica que no pretende un retorno puro y simple al sistema absolutista, sino que admite la existencia de asambleas representativas (bien que limitadas por la superioridad del poder real, que es quien "concede" o pacta con la burguesía los instrumentos constitucionales de la época). El período de la Restauración no posee fronteras temporales definidas: en puridad, sus límites son apreciables en Francia, donde se extiende desde la Carta otorgada por Luis XVIII en 1814 a la revolución de julio de 1930. Muchos países continuaron -o reimplantaron- un sistema absolutista prácticamente puro, como Austria, Prusia, Dinamarca, Portugal y España (de 1814 a 1820 y de 1823 a 1833). En Alemania, el sistema fue establecido en los principados del sur (Baviera, Baden, Württemberg, Hesse, Nassau, etc.) y en alguno del norte (Hannover, Mecklenburg, Oldenburg), pero, con diversas vicisitudes, se mantuvo prácticamente intacto hasta el fin de la primera guerra mundial.

c.- De 1820 a 1830 tiene lugar en Europa una segunda oleada de movimientos revolucionarios de signo liberal, que terminan en algunos países con los regímenes monárquicos "restaurados" e implantan, de modo definitivo, la estructura del Estado constitucional y el dominio de la burguesía. Nuevamente, sin embargo, la influencia de la etapa política precedente se hace notar, al dar a luz una ideología política liberal fuertemente mitigada, el doctrinarismo o liberalismo doctrinario. Los movimientos se inician en la década de los veinte con una serie de pronunciamientos del más clásico tipo liberal, por lo general de duración efímera: resuelta carbonaria en Nápoles (1820) y Piamonte (1821); complots militares de la charbonnerie francesa (1821-22); insurrección decembrista en Rusia (1825). Sólo el pronunciamiento de Riego en España dará lugar a un breve período de gobierno constitucional (trienio liberal, 1820-23). El movimiento se consolida, sin embargo, a partir de 1830, con la revolución de julio, en Francia (caída de Carlos X e institución de la dinastía liberal orleanista de Luis Felipe) y de agosto, en Bélgica, que produjo la creación de este país. En Alemania, en cambio, las tímidas manifestaciones liberales y nacionalistas del Vormärz (reunión de Hambach) fueron aplastadas por la reacción de Metternich, que alcanzó a la revocación de la Constitución otorgada de Hannover y a la destitución de los famosos siete profesores de la Universidad de Göttingen (uno de los cuales, E.ALBRECHT, volverá a aparecer en estas páginas). d.- La tercera y última oleada está representada por los movimientos revolucionarios de 1848, que se inician con las jornadas de 22 a 24 de febrero en París (caída de la monarquía de julio, establecimiento de la República y del sufragio

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universal), extendiéndose con gran rapidez a Italia (Turín, Roma, Nápoles y Florencia), Austria y Alemania (Baviera, Sajonia, e incluso en Berlín) todo ello en marzo del mismo año. Los movimientos revolucionarios del 48 no son solamente de signo liberal o ultraliberal. Hay en ellos dos componentes nuevos: el nacionalismo (así, en las revueltas de Milán y Venecia contra los austríacos) y, sobre todo, las ideas socialistas; no puede olvidarse que los años que siguieron a la caída de Bonaparte ven la aparición de las obras de los llamados socialistas utópicos (Saint-Simon, 1814-1820); Ch. Fourier, 1820; F. Buonarotti, 1828; L.Blanc, 1840; E. Cabet, 1841; y P. Proudhon, 184046, en Francia; R., Owen, en Inglaterra; L.Gall, ·W. Weitling y L. Feuerbach, en Alemania), y que las obras básicas de Marx y Engels aparecen en la década de los cuarenta, 1848 es, precisamente, el año de aparición del Manifiesto Comunista. Estos movimientos revolucionarios son fácilmente comprensibles en términos de conflicto de clases. En el primer período, burguesía y campesinado luchan contra los estamentos nobiliarios del Antiguo Régimen; éstos reaccionan en 1814, pero desde 1830 la victoria de la burguesía es aplastante en el oeste del Continente. Esta victoria se revalida en 1848-1850, que inaugura el período de esplendor de la burguesía y del capitalismo liberal, prolongado hasta 1870. En 1848, sin embargo, hace ya su aparición el movimiento proletario que, espoleado por el sufragio universal, se convertirá desde 1870 en el nuevo rival de la triunfante burguesía. 2.- El Estado liberal Los movimientos revolucionarios que sacuden Europa y América desde 1770 a 1815 constituyen, sin duda alguna, un momento estelar e irrepetible en la historia de Occidente: en menos de cincuenta años, el sistema político experimenta una transformación asombrosa, aniquilando el Antiguo Régimen y alumbrando una nueva forma de Estado. Esta transformación, sin embargo, no es radical y absoluta. El cambio es, ciertamente, total en cuanto se refiere a los presupuestos ideológicos y a los principios estructurales del Estado (a) que aún en buena parte se hallan hoy vigentes. No hay ruptura, en cambio, sino continuidad y reforzamiento en el plano real de la acción estatal (b). En él, el Estado liberal es un auténtico heredero -a beneficio de inventariodel monarca absoluto, como se manifiesta, sobre todo, en el ámbito de la Administración pública: el Derecho administrativo será el punto de convergencia de las técnicas de acción absolutistas y de las exigencias de libertad y garantía que la gran Revolución aporta; de ahí su permanente tensión interior. a.- Los grandes principios revolucionarios La forma de Estado que alumbran las revoluciones liberales se asienta sobre un entramado de principios estructurales cuyo rasgo fundamental es el de ser, en su conjunto, rigurosamente opuestos a los que vertebraban el régimen absolutista: no hay aquí, como en los tránsitos entre etapas anteriores, novedades puntuales y acen120

tuación de determinadas tendencias; el esquema estatal es radicalmente nuevo y opuesto dialécticamente, punto por punto, a cada uno de los extremos homólogos del Estado del Antiguo Régimen.

1.- La soberanía nacional La cúspide del sistema se encuentra en el principio de la soberanía nacional, formulado enfáticamente en el artículo 3º de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: "El origen de toda soberanía reside esencialmente en la Nación. Ningún cuerpo, ningún individuo pueden ejercer autoridad que no emane expresamente de ella". Se trata, como fácilmente puede suponerse, de una negación dialéctica del principio básico del Estado absoluto, según el cual el Rey era la fuente de todo poder y ostentaba la potestad suprema dentro del Estado. Pero es también, al propio tiempo, un principio de orden destinado a garantizar la libertad: si la soberanía sólo puede ejercerse en nombre de la Nación, "sus poseedores sólo podrán ejercerla en la medida en que la Nación se la ha confiado", por lo que "toda la organización constitucional deberá dirigirse a limitar la potestad de estos poseedores, a fin de impedir hasta donde sea posible que hagan un uso arbitrario de la misma o la empleen con fines personales; más exactamente, la organización constitucional deberá estar combinada de tal modo que ningún órgano del Estado pueda poseer por sí sólo la soberanía".

2.- Los derechos de los ciudadanos Junto al dogma de la soberanía nacional, los principios definidores del status de los ciudadanos. A su fijación se dedica la Asamblea Constituyente de los primeros momentos, plasmándose en la célebre Declaración, ya citada, de 20-26 de agosto de 1789. "Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos", dice su art. 1º; "el fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión" (Art. 2º). A partir de este núcleo inicial, la obra revolucionaria va a llevar a cabo un desarrollo concreto de este catálogo de derechos de forma minuciosa, en sus tres vertientes fundamentales de la igualdad (supresión de la servidumbre; abolición de los privilegios nobiliarios), la libertad (tanto en su aspecto político -de expresión de reunión, de pensamiento, de libre circulación, de garantía procesal y penal -como económico- libertad de industria y comercio-) y la propiedad. No corresponde a este módulo analizar en detalle el contenido y vicisitudes de esta y de las sucesivas tablas de derechos. Lo que importa señalar es que la Revolución configura el status de los ciudadanos no ya sólo como un santuario inviolable frente a la acción de los poderes públicos, sino como el fundamento y la finalidad misma del orden estatal. Afirmación esta en modo alguno apriorística; antes bien, responde a una concepción general de la sociedad profundamente arraigada en el pensamiento de la Ilustración.

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Como se ha expresado en una síntesis magistral, esta ideología concibe a la sociedad como "un orden espontáneo dotado de racionalidad, pero no de una racionalidad previamente proyectada, sino de una racionalidad inmanente, ... una racionalidad expresada en leyes económicas, y de otra índole, más poderosas que cualquier ley jurídica, y una racionalidad, en fin, no de estructura vertical o jerárquica, sino horizontal y sustentada capitalmente sobre relaciones competitivas, a las que se subordinaban las otras clases o tipos de relaciones. Tal estructura inmanente a la sociedad no sólo tiene una solidez superior a cualquier orden o intervención artificial, sino que genera, además, el mejor de los órdenes posibles tanto en el aspecto económico, mediante los maravillosos resultados de la oferta y la demanda, como en el aspecto intelectual, ya que sólo de la concurrencia de opiniones sale la verdad, o como en el social, ya que... se impide la consolidación de situaciones adscriptivas... y se abre paso a la acción de los mejores a los que asigna el status debido a su capacidad;... bajo estos supuestos, el Estado, organización artificial, ni debía, ni a la larga podía tratar de modificar el orden social natural, sino que su función habría de limitarse a asegurar las condiciones ambientales mínimas para su funcionamiento espontáneo y, todo lo más, a intervenir transitoriamente para eliminar algún bloqueo a la operacionalización del orden autorregulado de la sociedad": M.GARCIA PELAYO, Las transformaciones del Estado contemporáneo, Madrid, 1977, pág. 22; vid. también E.GARCIA DE ENTERRIA, Revolución Francesa..., cit., págs. 17 y ss..

3.- División de poderes y principio de legalidad Los dogmas de la soberanía nacional y de la preservación de los derechos del hombre exigían, como correlato lógico, una organización estatal adecuada para su establecimiento y garantía. A ello responden dos básicos principios de estructuración del Estado, como son el principio de la división de poderes y el principio de legalidad. El principio de división de poderes es solemnemente consagrado por los revolucionarios en el artículo 16 de la Declaración de Derechos: "Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no se encuentra asegurada, ni determinada la separación de poderes, no tiene constitución". Sería el texto constitucional de 1791, sin embargo, el que precisaría el contenido de este principio, al establecer un poder legislativo "delegado en una Asamblea Nacional compuesta por representantes temporales, libremente elegidos por el pueblo"; un poder ejecutivo "delegado en el Rey para ser ejercido, bajo su autoridad, por ministros y otros agentes responsables; y un poder judicial "delegado en jueces elegidos temporalmente por el pueblo" (arts. 3, 4 y 5 del Título III). El sentido de este principio es doble. De una parte, la división de poderes entraña una regla de racionalización del aparato estatal: cada función pública homogénea se confiere a órganos distintos, superando la confusión funcional típica del Antiguo Régimen. Por otra parte, y ante todo, la regla constituye un instrumento de defensa de la libertad; MONTESQUIEU, inspirador directo de la Revolución en este punto, ya lo había expresado en 1748: "cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad, porque se puede temer que el monarca o el Senado promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir tiránicamente. Tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo. Si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez sería al mismo tiempo legislador. Si va unido al poder legislativo, el juez podría tener la fuerza de un opresor" (De L’Esprit des 122

lois, Libro XI, Cap. VI). La libertad, de este modo es el vector resultante de los frenos y contrapesos derivados de la separación: en suma, del equilibrio de los poderes entre sí, como el propio MONTESQUIEU expresó en otro pasaje célebre: "Pero es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder siente inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites... Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder" (ibidem, XI, IV). La división de poderes, sin duda el dogma más célebre y controvertido del constitucionalismo, tiene un origen muy diverso que ha dado lugar a innumerables polémicas. Como puro principio analítico de distinción de funciones públicas, sus raíces son antiquísimas: se encuentra enunciado en Platón (Leyes, III, IV y IX), en Aristóteles (Política, IV. Cap. III, que distingue nítidamente entre "el cuerpo que delibera sobre los intereses comunes", "las magistraturas" y "el cuerpo judicial"), en Cicerón (De República, I, 45), en Santo Tomás (Summa Theologiae, Pars prima secundae, quaestio XCV, art 1) y en Marsilio de Padua (Defensor pacis, I discurso, cap. X y ss.); halla su primera expresión formal en el Instrument of Government de Cromwell, de 1653 (que estableció que "la suprema autoridad legislativa en la Commonwealth de Inglaterra... estará y residirá en una persona y en el pueblo reunido en Parlamento"; en tanto que "el ejercicio de la más alta magistratura y la administración del gobierno... pertenecerá al Lord Protector") y se formula de modo definitivo por John LOCKE (1632-1704) en Two Treatises on Civil Government, London, 1690. En los capítulos IX y ss. del segundo tratado distingue hasta cuatro poderes (en el sentido de funciones, no de órganos estables): el poder legislativo, o potestad de "gobernar mediante leyes fijas y establecidas, promulgadas y conocidas por el pueblo" (parág. 131); el poder ejecutivo, que responde a "la necesidad de que exista un poder permanente que cuide de la ejecución de las mismas (las leyes) mientras estén vigentes" (parág. 44); el poder federativo, que lleva consigo "el derecho de la guerra y de la paz, el de construir ligas y alianzas, y el de llevar adelante todas las negociaciones que sea preciso realizar con las personas y las comunidades políticas ajenas" (parág. 146); y el poder de prerrogativa, definido como "la facultad de actuar en favor el bien público siguiendo los dictados de la discreción, sin esperar los mandatos de la ley, y aún en contra de ellos" (parág. 160). La conversión de la división de poderes -esto es, de las funciones públicas- en un instrumento al servicio de la libertad, mediante su adscripción a órganos distintos que se contrapesan, controlan y equilibran entre sí, es un fenómeno más moderno. Con gran lucidez, C.SCHMITT (Teoría de la Constitución, trad.esp., Madrid, 2ª ed., 1982, pág. 187) ha señalado cómo el principio de equilibrio es una constante del pensamiento europeo desde el siglo XVI, que se manifiesta tanto en el plano internacional (teoría del equilibrio europeo), en la filosofía moral (Shaftesbury: equilibrio de afectos egoístas y altruistas) y aún en la física (teoría de la gravitación de Newton como equilibrio de fuerzas de atracción y repulsión). Su aplicación al plano político parece ser mérito de una polemista inglés contemporáneo de MONTESQUIEU, H.S.J. BOLINGBROKE con su teoría del Gobierno libre como producto de un equilibrium of powers entre Rey y Parlamento (Dissertation on Parties, 1733; The Idea of a Patriot King, 1738). La formulación de MONTESQUIEU (1689-1755) parece, pues, el resultado de una síntesis entre las ideas de equilibrio de BOLINGBROKE y la formulación teórica de las funciones de LOCKE, de quien toma parte de la nomenclatura, MONTESQUIEU distingue, en efecto, la "puissance legislative" (equivalente al legislative power de LOCKE: mediante ella, "el príncipe o magistrado hace las leyes para cierto tiempo o para siempre, y enmienda o deroga las existentes"), la "puissance exécutrice des choses qui dépendent du droit des gens" (equivalente al federative power de LOCKE: mediante ella, "hace la paz y la guerra, envía o recibe las embajadas, establece la seguridad, previene las inva-

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siones"), y la "puissance exécutrice des choses qui dépendet du droit civil" o "puissance de juger" (mediante la cual "castiga los delitos o juzga las diferencias entre los particulares"; no tiene paralelo en la clasificación de LOCKE, para quien la función jurisdiccional carece de entidad propia, comprendiéndolo en cierto modo como parte del poder legislativo; vid, parág. 131 y 136). No hay en MONTESQUIEU un paralelo del poder de prerrogativa de LOCKE.

La pieza que completa el sistema revolucionario de directrices estructurales del Estado es el principio de legalidad. En él cabe distinguir su basamento teórico de su expresión práctica. El fundamento teórico del principio de legalidad es múltiple. De una parte, se encuentra en la tradición doctrinal inglesa de lucha contra la arbitrariedad del monarca absoluto: "lo que primero se exige es que el hombre no dependa del hombre, sino solamente de la ley impersonal. ...La ley, en su estabilidad, se opone a lo que la voluntad particular tiene de cambio, de aleatorio. De una parte, lo arbitrario, lo caprichoso, los saltos de humor del despotismo; de otra, la ley estable y equitativa". Se trata, en definitiva, del viejo slogan republicano government of laws, not of men, que formulara el utópico inglés James HARRINGTON (1611-1677) en su Ocena. El basamento más sólido del principio, de otra parte, lo proporcionó la construcción de J.J.ROUSSEAU: el hombre, nacido libre, ha transmitido a la comunidad, mediante el contrato social, parte de su libertad, sólo la voluntad de la comunidad (la voluntad general, que se expresa en la ley) está legitimada para constreñir esa libertad que el individuo ha entregado, porque sólo así la libertad continúa siendo posible: al obedecer a la voluntad general -y no a ninguna persona-, el individuo no hace más que obedecerse a sí mismo. Pero ante todo, y finalmente, estas especulaciones no son sino expresión fiel de las exigencias de la economía capitalista: la creciente complejidad de la vida económica precisaba ineludiblemente de un marco de seguridad jurídica. El desarrollo de la actividad industrial y comercial a gran escala era ya incompatible con el manejo del poder público en base a decisiones subjetivas y cambiantes de cualquier instancia política; exige, en cambio, que el comportamiento del aparato político se encuentre predeterminado, lo cual sólo se consigue si dicho comportamiento está sujeto a pautas objetivas, contenidas en leyes generales, que tracen un ámbito exento, libre de inomisiones caprichosas, donde la iniciativa económica pueda desarrollar su potencialidad creadora. La expresión práctica, en términos jurídicos, del principio de legalidad, se encuentra insuperablemente recogido en los textos constitucionales franceses de la primera etapa revolucionaria; y ello, en sus dos vertientes de principio de relación entre el Estado y los ciudadanos y de principio de estructuración interna del aparato del Estado. La primera vertiente aparece expresada en la Declaración de Derechos de 1789. En primer término, la libertad -esto es, el ejercicio de los derechos naturales del hombre- sólo puede ser limitada y constreñida por la ley (art. 4º: "la libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro: de esta forma, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que aquellos que aseguran a los restantes miembros de la sociedad el disfrute de estos mismos derechos. Estos lími124

tes sólo pueden ser determinados por la ley"). En segundo término y como correlativo lógico, la libertad posee vis expansiva; es la regla, y la limitación la excepción, de donde se deduce que "todo lo que no está prohibido por la ley, no puede ser impedido, y nadie puede ser constreñido a hacer lo que ella no ordena" (art. 5º). Más importante aún, si cabe, tiene la segunda vertiente del principio como regla de estructuración interna del Estado. Siendo la ley la expresión de la voluntad general (Declaración de Derechos, art. 6º; Constitución montagnarde de 1793, art. 4º) y, por tanto, la manifestación primaria de la soberanía, sus mandatos son supremos e indiscutibles. Ella es la fuente de toda autoridad, superior, por supuesto a la del Rey: "No hay en Francia autoridad superior a la de la ley. El Rey no reina sino por ella, y sólo en nombre de la ley puede exigir obediencia", dirá enfáticamente la Constitución de 1791 (Tit. III, Cap. II, Sec. 1a., art. 3º). Consecuencia natural de esta premisa es la calificación del monarca como titular del poder ejecutivo; su función básica, pues, es la de "hacer ejecutar las leyes", que es justamente uno de los contenidos básicos del juramento que el Rey ha de prestar (Const. de 1791, Tít. III, Cap. II, Sec. 1ª, art. 4º). La Ley se convierte, por lo tanto, en la única manifestación posible de la voluntad estatal; la Asamblea Nacional se expresa mediante leyes, y el poder ejecutivo no tiene más misión que ejecutarlas de modo estricto. La Constitución montagnarde de 1973 lo dirá de modo rotundo: "le conseil (exécutif) est chargé de la direction et de la surveillance de l’administration; il ne peut agir qu’en exécution des lois et des décrets du corps législatif".

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Actividad Nº 13 1.- Mencione las causas del surgimiento del proletariado industrial y urbano y el enfrentamiento del estamento nobiliario con los demás poderes sociales. 2.- Realice un gráfico o diagrama sobre las Revoluciones llevadas a cabo durante 1770 a 1870. 3.- Elabore un cuadro sinóptico sobre los principios revolucionarios.

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b.- La realidad de la actividad estatal: racionalización, intensificación y ampliación Un análisis somero del marco de principios revolucionarios que acaba de esbozarse arroja, a simple vista, una notable ausencia: la de la Administración y su aparato burocrático, que parecen poco menos que radicalmente expulsados del aparato estatal. Este silencio, unido a la concepción tópica del Estado liberal como un Estado puramente abstencionista, observador riguroso de la máxima laissez faire, laissez passer, podría quizás inducir a la creencia de que los movimientos revolucionarios habrían procedido a un desmontaje sistemático de las estructuras administrativas del Antiguo Régimen; bajo esta perspectiva, la Administración habría quedado minimizada en su organización y constreñido al máximo su contenido funcional, que sólo volvería a experimentar un crecimiento a fines del siglo XIX. Es ocioso decir que esta creencia es totalmente errónea. Ciertamente, los grandes principios revolucionarios no contemplan a la Administración como uno de sus protagonistas: ello se debe, simplemente, a que tales principios se mueven en un plano diverso y superior, el de la titularidad y ejercicio de la soberanía en el nivel constitucional. Tampoco puede desconocerse el hecho de la hostilidad que en el punto álgido de la crisis revolucionaria se expresa hacia la Administración, en la que se ve una constante amenaza de resurrección de la odiada burocracia de la monarquía absoluta. Cabe recordar un célebre texto de SAINT-JUST, contenido en su informe a la Convención de 10 de octubre de 1793: "Un peuple n’a qu’un ennemi dangereux, c’est son gouverment (la alusión es a la Administración), Six ministres nomment aux emplois; ils peuvent étre purs, mais on les sollicite, ils choisissent aveuglément; les premiers aprés eux son sollicités et choisissent d’eux mémes. Ainsi le gouvernement est une hierárchie d’erreurs et d’attentats... Vous devez vous garantir de l’independance de l’administration; le démon d’écrire nous fait la guerre, et l’on ne gouverne point". Que no se trataba de una reacción airada y extremista lo prueba el que la Convención terminara suprimiendo el Consejo ejecutivo provisional (esto es, la cabeza de la Administración) por ley de 1º de abril de 1794, sustituyéndolo por doce Comisiones ejecutivas de la Asamblea, especializadas por materias.

Sin embargo, ni la Revolución ni el siglo XIX son solidarios de estos hechos, ciertamente aislados. Aún antes de Napoleón, los revolucionarios prestaron una atención singular a las estructuras administrativas, especialmente a las locales (Ley de 26 de febrero - 4 de marzo de 1790, sobre constitución de los Departamentos; Ley de 14 de diciembre de 1789, sobre los municipios; Ley de 22 de diciembre de 1789, sobre constitución de asambleas primarias y administrativas; Ley de organización y reforma de 4 de diciembre de 1793; las Constituciones de 1791, 1793 y del año III contienen también minuciosos preceptos relativos a estos extremos); la primacía de la Administración es neta a partir de las reformas del año VIII (1799), y sus dimensiones y capacidad de influencia no dejarán de crecer desde entonces. Es equivocado, pues, pensar en la Revolución como un proceso de ruptura y destrucción de la Administración absolutista, sin edificar otra en su lugar. Ciertamente, las estructuras organizativas del Antiguo Régimen experimentaron un cambio extraordinario en su configuración formal, pero sin discontinuidad ni debilitamiento: antes al contrario. 127

Discontinuidad, desde luego, no hubo. En Francia, el cansancio creado por la época del Terror condujo, a partir de la reacción termidoriana, a una recuperación progresiva y acelerada de las técnicas administrativas del Antiguo Régimen, que Bonaparte llevó al límite. Así lo probó de manera exhaustiva Alexis de TOCQUEVILLE, en un libro clásico: en una de sus primeras páginas afirma que "por radical que haya sido la Revolución, innovó, sin embargo, mucho menos de lo que generalmente se supone"; afirmación que más adelante prueba respecto de instituciones administrativas capitales como la centralización, la tutela administrativa y el contencioso-administrativo. Y debilitamiento, tampoco, sino, por contra, un considerable y progresivo reforzamiento en los instrumentos de actuación y una constante ampliación de sus tareas: el crecimiento de los servicios públicos esenciales (educación, beneficencia, sanidad, obras públicas, etc.) es permanente durante todo el siglo XIX, lo que desmiente la falsa apariencia del laissez faire (sólo limitado al terreno económico; y aún en él, el Estado liberal actuó enérgicamente por vía de la política arancelaria). En realidad, lo que la Administración experimenta desde 1789 y durante el pasado siglo es un doble fenómeno de racionalización de sus estructuras y de redistribución social de los centros de poder público. La toma del poder por parte de la burguesía no fue más que el resultado ineludible de la oscilación del centro de gravedad económica e intelectual que sufre Europa durante los siglos XVII y XVIII, que de la minoría nobiliaria y eclesiástica se traslada a la clase burguesa. El progreso de la economía capitalista exigía tanto una racionalización del aparato del Estado cuanto la ampliación de su base social; esto es, su transferencia a la clase detentadora del poder económico y de la capacidad intelectual; de los treinta intendentes que gobernaban Francia, según el juicio que el Marqués de Argenson confiara al banquero Law a comienzos del siglo XVIII, el poder pasa a manos de la burguesía industrial, comercial y financiera, perfectamente servida por la clase universitaria. Nada hay, pues, de incoherente en la configuración del Estado liberal, plenamente acorde con los intereses de la burguesía. Los principios de libertad y de legalidad eran requerimientos elementales para el desenvolvimiento de la actividad económica; también el principio de división de poderes, que aseguraba a la burguesía, dominadora del legislativo, una Administración dócil a sus mandatos. Pero, ante todo, la burguesía precisaba de una estructura administrativa racional y centralizada, que permitiese eliminar las disparidades locales y conseguir la formación de un mercado nacional, así como eliminar las perturbadoras trabas feudales; y también, de una Administración robusta y enérgica, que procediese a la creación de las infraestructuras y servicios necesarios para potenciar la actividad económica (carreteras, canales, ferrocarriles, educación) y que permitiese la instauración de un orden público vigoroso, tanto para la lucha contra el bandolerismo rural (endémico hasta mediados del XIX, y que ponía en jaque las comunicaciones terrestres) cuanto para la represión de los incipientes movimientos obreros, que ya en esta época comienzan a hacer su aparición. La cita de A. de TOCQUEVILLE (1805-1859) pertenece a su libro El Antiguo Régimen y la Revolución, trad. esp., Madrid, 1911, pág. 37 (ed. francesa, 1856); un libro clásico,

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indispensable para conocer el tránsito de la Revolución al Estado liberal del XIX; la referencia al Marqués de Argenson se encuentra en el mismo libro, pág. 55, de donde también tomamos el juicio sobre el fortalecimiento del poder estatal surgido de la Revolución. Sus palabras son ya célebres; tras constatar la labor destructiva que la Revolución había operado sobre las instituciones del Antiguo Régimen, dice: "Pero apártense estas ruinas, y se percibirá un Poder central inmenso, que ha atraído y absorbido en su unidad todas las partículas de autoridad que antes estaban dispersas en una infinidad de poderes secundarios, órdenes, clases, profesiones, familias e individuos, y como difuminadas en todo el cuerpo social. No se había visto en el mundo poder semejante desde la caída del Imperio romano. La Revolución ha creado este poder nuevo, o mejor dicho, ha nacido por sí mismo de las ruinas amontonadas por la Revolución. Es cierto que los Gobiernos por ella fundados son más frágiles; pero al mismo tiempo son más poderosos que los que había derrocado" (op.cit., págs. 20 y 21).

B.- La formación del sistema de Administraciones Públicas Como anteriormente avanzamos, la estructura de los poderes públicos experimenta en la era liberal una radical transformación: el resultado será una configuración del Estado que, en sus líneas maestras, pervive aún en la actualidad. La directriz fundamental de dicho cambio tiene su origen en un propósito decididamente racionalizador; frente a la confusión de funciones típicas del Estado absoluto, el régimen liberal pretende implantar un orden estructural en el que cada función pública (o bloque homogéneo de funciones públicas) quede confiado a organizaciones separadas. Ello, unido a la intencionalidad política del principio de división de poderes, lleva a la definitiva independización y separación orgánica del poder legislativo y, sobre todo, de los jueces y Tribunales (aunque no sin dificultades: en España, la independización de los órganos judiciales estaba ya prevista en la Constitución de Cádiz de 1812, pero no pudo llevarse realmente a efecto hasta 1834, año en el que se estableció el esquema básico que aún perdura: jueces de primera instancia, Audiencias y Tribunal Supremo). El proceso racionalizador no es menor en el ámbito administrativo: más aún, puede decirse que la Administración pública, como concepto, sólo aparece en este período. Frente a la confusa trama de Consejos y oficiales regios típica del Estado del XVIII, la Administración adquiere entidad orgánica propia (dentro de su dependencia del poder ejecutivo) estructurándose en dos niveles: la Administración central o del Estado (1) y las Administraciones locales (2), cuyas vicisitudes estudiaremos someramente. 1.- La hegemonía creciente de la Administración estatal El siglo XIX es, sin lugar a dudas, el siglo del protagonismo de la Administración del Estado: el siglo en que cobra identidad orgánica (a) y en el que su volumen crece espectacularmente, adquiriendo a la par una organización interna racional (b); el siglo, en fin, en que sus funciones crecen de forma sustancial (c), en perjuicio de las administraciones locales. La Administración estatal se convierte, de esta manera, en el principal centro de poder civil de la totalidad del Estado.

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a.- El primero de los procesos que la Administración central experimenta desde comienzos del siglo XIX es la asunción progresiva de una identidad orgánica propia dentro del poder ejecutivo. Dicha entidad era ya un hecho real en la España del Antiguo Régimen, en el que las funciones administrativas eran desempeñadas de forma separada por el sistema de Consejos, al que antes se aludió; la dinastía borbónica intenta cambiar paulatinamente este estado de cosas, haciendo pivotar un creciente número de asuntos a través de la figura de los Secretarios de Estado y del Despacho, colaboradores directos del monarca y estrechamente vinculados al mismo por relaciones de confianza. La Administración española tiende así, a lo largo del siglo XVIII, a acomodarse al modelo absolutista francés, en el que el aparato administrativo constituye una mera prolongación personal del Rey, que lo controla mediante agentes unipersonales de cuño comisarial (Secretarios de Estado e intendentes). De forma un tanto paradójica, el régimen constitucional acentúa esta tendencia, que pone la Administración en manos del monarca: la Constitución de Cádiz confía al Rey "la potestad de hacer ejecutar las leyes" (art. 170), lo que se lleva a efecto a través de los Secretarios de Estado y del Despacho, de puro nombramiento regio y cuyo número se fija en siete (art. 222); los viejos Consejos desaparecen por entero, restando sólo un Consejo de Estado con facultades puramente consultativas. Las Secretarías de Estado, por su parte, se configuran como pequeños staffs burocráticos, cuya tarea principal parece consistir en la transmisión de las órdenes reales. La dinámica política habría de llevar a estas Secretarías, sin embargo, a la toma de un creciente peso específico propio y, sobre todo, a su constitución como una estructura administrativa distinta y separada del monarca. Pasos fundamentales a este objeto son, en primer lugar, la institucionalización de las reuniones del conjunto de los Secretarios de Estado como un órgano propio, denominado Consejo de Ministros; y, en segundo lugar, la separación de la figura del Rey y de la función de presidir dicho Consejo, que pronto se confía a un órgano independiente, el Presidente del Consejo de Ministros. La creación del Consejo de Ministros tiene lugar en España mediante un Real Decreto de 19 de noviembre de 1823 (sobre el precedente inmediato de la Junta Superior de Estado o reunión semanal de los Secretarios de Despacho, formada por Real Decreto de 2 de noviembre de 1815). Por cierto que la creación del Consejo tiene lugar en pleno comienzo de la segunda reacción absolutista: no es impensable, por lo tanto, que la influencia francesa fuese decisiva, ya que es el Rey Luis XVIII quien crea en el país vecino el Consejo de Ministros por la ordenanza de 9 de julio de 1815. Por su parte, la aparición de la Presidencia del Consejo de Ministros, como órgano distinto del Rey, se demora unos años. Originariamente, tal presidencia corresponde al propio monarca (y en su ausencia, y en su nombre, al Secretario de Estado -de Asuntos Exteriores, diríamos hoy-). Por vez primera se utiliza esta denominación a la muerte de Fernando VII, con el nombramiento de Francisco Zea Bermúdez; pero el cargo irá unido al de la Secretaría de Estado hasta 1840, en que se produce la separación definitiva. Sobre todos estos temas, vid.J.A.ESCUDERO, Los orígenes del Consejo de Ministros en España, Madrid, 2 vols. 1979; F.SUAREZ VERDEGUER, La creación del Ministerio

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del Interior, AHDE 19 (1948-49), págs. 15 y ss., y Notas sobre la Administración en la época de Fernando VII, en Actas del I Symposium de Historia de la Administración, Madrid, 1970, págs. 441 y ss.; F.FONTES, El Consejo de Ministros en el reinado de Fernando VII, RFDUC 71 (1985); J.SANCHEZ ARCILLA, Consejo Privado, Consejo de Ministros. Notas para el estudio de los orígenes del Consejo de Ministros en España, RFDUC 71 (1985); J.SANCHEZ BELLA, La reforma de la Administración Central en 1834, en Actas del III Symposium de Historia de la Administración, Madrid, 1974, págs. 655 y ss. F.GONZALEZ MARIÑAS, Génesis y evolución de la Presidencia del Consejo de Ministros en España (1800-1875), Madrid, 1974.

b.- El segundo fenómeno que experimenta la Administración estatal en este período es el de un incontenible crecimiento orgánico, que fuerza a la adopción de estructuras internas cada vez más complejas y racionalizadas. El crecimiento no es excesivo si se atiende al dato formal del número de Secretarías de Estado o Ministerios: de las siete fijadas por la Constitución de Cádiz se pasa solamente a nueve al final del período que consideramos; la estabilidad del número y denominaciones del esquema ministerial es una característica del siglo XIX. Sin embargo, este dato es por sí solo engañoso: el crecimiento se produce en el nivel de volumen de efectivos humanos al servicio de estas Secretarías. Valga un ejemplo: según los datos que J.CANGA ARGUELLES proporciona en su Diccionario de Hacienda, los empleados al servicio de este ramo eran 10.000 en 1790; 12.900 en 1807; 15.700 en 1821; y 24.078 en 1850. El aumento exponencial de efectivos burocráticos obligó a la implantación de esquemas organizativos cada vez más complejos y sofisticados. Este proceso de estructuración interna se desenvuelve a lo largo de tres líneas: - En primer lugar, la adopción del modelo de organización jerárquica, de origen típicamente militar, asentado sobre una red piramidal de órganos unipersonales. Frente al sistema de gobierno "por Consejo" o mediante órganos colegiados, propio del Antiguo Régimen, la Administración decimonómica hace suya la técnica ejecutiva monocrática, admirablemente sintetizada en la frase de ROEDERER: "déliberer est le fait de plusieurs; administrer est le fait d’un seul". La técnica colegial queda relegada al ejercicio de funciones consultivas o jurisdiccionales. - En segundo lugar, la división interna del trabajo de cada Secretaría mediante la vertebración e inserción del personal adscrito a la misma en unidades complejas o divisiones de denominación abstracta. Tras una primera fase de crecimiento, el personal se divide en bloques denominados Secciones, cada una de las cuales se integra de varios Negociados. En los años treinta, estas Secciones se agrupan en unidades superiores, denominadas Direcciones (a secas, o Direcciones General o Especiales, no existentes en todos los Ministerios). En 1834, por último, hace su aparición la figura del Subsecretario como segundo jefe del Ministerio, con el fin de descargar al Ministro "de los asuntos de leve cuantía, o que se reducen a meros trámites de instrucción de los expedientes" (R.D. de Martínez de la Rosa, de 16 de junio de 1834). - Y, por último, la prolongación de la línea monocrática de mando en el plano territorial. El territorio nacional se divide en circunscripciones uniformes (en Francia,

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Departamentos, creados por la Ley de 26 de febrero-4 de marzo de 1789; en España, las provincias, previstas en abstracto por la Constitución de 1812, establecidas por vez primera en 27 de enero de 1822 e implantadas definitivamente por el célebre Real Decreto de Javier de Burgos de 30 de noviembre de 1833), a cuyo frente se sitúa un agente del poder central encargado del control de las Administraciones locales y de la coordinación de los órganos estatales existentes en dicha circunscripción (prefectos, en Francia; en España, Gobernadores civiles). En el incremento del número e importancia de los órganos estatales actuantes en las divisiones territoriales se encuentra el origen de la división formal de la Administración del Estado entre su nivel central y su nivel periférico (Administración central y periférica). c.- Este fenómeno de crecimiento orgánico es, claro está, la consecuencia de un paralelo incremento competencial, cuyos caracteres generales ya se aludieron con anterioridad. Pese a las Tópicas concepciones tradicionales del Estado liberal como una estructura eminentemente corta y abstencionista, la realidad fue muy otra: las competencias de la Administración estatal crecen desmesuradamente a lo largo del siglo XIX. Ello es consecuencia de la acción convergente de tres grupos sociales. De una parte, la burguesía, a la que, como vimos, interesaba una enérgica acción estatal. De otra, la clase política superior, formada en los esquemas más puros del despotismo ilustrado: es en la primera mitad del XIX cuando las ideas de transformación social, progreso y creación de riqueza, propias de la Ilustración, se llevan a cabo en España. Y, por último, el estamento burocrático, al que inherente la tendencia a una creciente asunción de funciones, potenciadas al operar sobre una base social predominantemente agraria y de mentalidad fuertemente paternalista. Todo este proceso de crecimiento en organización y competencias no debe contemplarse, necesariamente, como un hecho disfuncional o aberrante. Antes bien, responde a una voluntad definida e históricamente inobjetable, cual es la de construcción de una auténtica estructura estatal, de la que España carecía, simplemente, a mediados del siglo XIX. La invasión napoleónica y la guerra de Independencia trituraron el precario edificio estatal de los Austrias, que los Borbones del XVIII no había podido transformar: un edificio que la violencia política y bélica de los tres decenios siguientes (retorno absolutista de Fernando VII, de 1814 a 1820; trienio constitucional, hasta 1823; segundo período absolutista, hasta 1833; epidemia de cólera y guerra carlista, hasta 1839; regencia de Espartero, hasta 1844) impidieron reconstruir. A mediados del XIX, España carece aún de un aparato público, aparte del Ejército. El gran mérito de los moderados que toman el poder en 1844 radica en la puesta en práctica de un proyecto consciente de construcción de un Estado, de un auténtico poder civil hasta entonces inexistente: sobre ello, vid, el lúcido análisis de D.LOPEZ GARRIDO. La Guardia civil y los orígenes del Estado centralista, Madrid. 1982, págs. 34 y 22., 71 y ss..

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Actividad Nº 14 1.- ¿Por qué razón los movimientos revolucionarios no contemplan a la administración como uno de sus protagonistas? 2.- Explique la hegemonía creciente de la Administración estatal, a partir de los siguientes procesos:

- Adquisición de progresiva identidad orgánica. - Crecimiento orgánico. - Incremento competencial.

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2.- Centralización y declive de las Administraciones locales. El crecimiento en volumen y poder de la Administración estatal tiene lugar, como resultaba inevitable, a costa del segundo escalón administrativo en que el Estado se estructura formalmente en el siglo XIX: las Corporaciones o Administradores locales, que también experimentan en este período histórico cambios trascendentales, tanto en el aspecto organizativo (a) cuanto en el plano funcional o de sus competencias (b). a.- Las transformaciones que, en el aspecto organizativo o estructural, sufren las Administraciones locales en España provienen de la adaptación que en los primeros cuarenta años del siglo se lleva a cabo del modelo forjado en Francia desde 1789 a las reformas napoleónicas del año VIII (1799). Las fases por las que atraviesa la formación de este modelo son muy conocidas. La primera línea marcada por los revolucionarios franceses es claramente descentralizadora y democrática: tras la "revolución municipal" del verano de 1789 (revueltas parisinas del 13 y 14 de Julio, "Gran Miedo" en el campo) alimentada por la ideología federativa inspirada en los Estados Unidos (14 de Julio de 1790: fiesta de la Federación nacional), la Asamblea Constituyente lleva a cabo, de una parte, la división territorial en Departamentos (ley de 15 de Enero-26 de Febrero de 1790) y la regulación de las entidades municipales (leyes de 14 y 22 de Diciembre de 1789), constituidas sobre base electiva, con una estructura netamente colegial y amplísimas funciones: el Departamento, en primer lugar, está regido por un Consejo electivo, que a su vez elige de su seno un directorio ejecutivo de ocho miembros; sus funciones son absolutamente generales, abarcando el bloque común de la acción administrativa (art. 2, ley 22-12-89: "les administrations de departament seront chargées, sous l’autorité et l’inspection du roi, comme chef supreme de la Nation et de l’administration genérale du royaume, de toutes les parties de cette administration"). El municipio -commune-, en segundo lugar, se gobierna por un Consejo general electivo con un alcalde (maire) a su cabeza, de elección directa; sus funciones son dobles (art. 49 ley 14-12-89; "les corps municipaux ont deux espéces de fonctions az remplir, les unes propres au pouvoir municipal, les autres propres à l’administration génèrale de l’Etat et délèguées para elle aux municipalités"). La potencialidad centrífuga de este esquema en un ambiente de inestabilidad revolucionaria pronto se iba a hacer patente. Los municipios elegidos en 1790 manifestaron una creciente resistencia (a veces, lucha abierta) al control central, y la tendencia se extiende a los Departamentos, que se resisten a acatar las órdenes de París, procediendo incluso a levantar ejércitos particulares ("crise fédéraliste" de mayo-junio de 1793). El fenómeno es explicable en términos políticos, pero poseía un apoyo jurídico indiscutible en la noción misma de pouvoir municipal: la elección directa de los órganos locales les permitía recabar una legitimidad y un papel representativo similares a los de la Asamblea legislativa de París. Los que estaba en juego, pues, era la titularidad del poder soberano, que la Asamblea legislativa pretendió monopolizar en los textos constitucionales; los artículos son sumamente expresivos: "les administrateurs (locales) n’ont aucun caractére de répresentation. Ils sont des agents élus à temps par le peuple, pour excercer, sous la surveillance et administrateurs et corps municipaux n’ont caractére de répresentation; ils ne peuvent en aucun cas, modifier les actes du corps législatif, ni en suspendre l’exécution" (Const. de 1793, art. 82). La reacción centralizadora del régimen de la Convención parecía, pues, inevitable: el Comité de salud pública destituye a los miembros de las asambleas locales revoltosas, suprime los Consejos de Departamento, suspende el régimen electoral y establece un aparato de control férreo sobre Departamentos y municipios apoyándose en órganos

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revolucionarios espontáneos de obediencia jacobina (clubs y sociedades populares, comités de vigilancia) y, sobre todo, en comisarios de la Convención ("représentants du peuple en mission") desplazados a la periferia y dotados de potestades omnímodas (sus decisiones se califican de "lois provisoires", ley de 17-7-1793). La reacción convencional (que ha forjado la unión, indisoluble en la terminología política, y no totalmente justa, entre los términos jacobino y centralización) se debió a causas puramente coyunturales (crisis federalista, amenaza exterior); los regímenes sucesivos, en cambio, las hicieron permanentes, integrantes de una nueva filosofía política. Tras un débil retorno descentralizador en los momentos siguientes a Termidor, el régimen directorial refuerza la línea centralizadora a través de medidas parciales e indirectas: de una parte, los Consejos de Departamento permanecen suprimidos; de otra, el Directorio se atribuye la facultad de suspender y destituir a los administradores de Departamento (y éstos, a los de los Consejos municipales), de nombrar a sus sustitutos hasta las nuevas elecciones, así como de nombrar Comisarios que fiscalizan estrechamente su labor; por último, las funciones de los entes locales se limitan drásticamente ("les administrations, soit de départament, soit de canton, ne peuvent correspondre entre elles que sur les affaires qui leur sont atribuées par la li et non sur le interéts généraux de la République": Const. del año III, art. 199). Estos antecedentes permiten comprender el sistema implantado por Bonaparte con la célebre ley orgánica de 28 de pluvioso del año VIII (17 de Febrero de 1800), que no hace sino culminar y racionalizar la tendencia centralizadora iniciada bajo la Convención. Aplicando sistemáticamente la fórmula organizativa de ROEDERER, antes citada, la Ley del año VIII sitúa en cada escalón local un agente unipersonal, de nombramiento gubernativo: el Prefecto en el Departamento, el Subprefecto en la circunscripción (arrondissement), el alcalde en el municipio. Junto a ellos, un órgano electivo: Consejo General en el Departamento, Consejo de circunscripción en ésta. Consejo municipal. La línea de agentes monocráticos se halla rígidamente jerarquizada en toda su extensión, y sus titulares poseen todas las potestades ejecutivas ("le préfet sera chargé, seul, de l’administration"; art. 3 de la Ley del año VIII); los Consejos, en cambio, tienen carácter puramente asesor (salvo la importante función de la distribución de los impuestos) y radicalmente limitado el período de sesiones (no más de quince días al año). Tal es la suma misma del modelo centralizado, de lo que A. DE TOCQUEVILLE denominó con fortuna "la Constitución administrative de la France" y cuyo funcionamiento describía con precisión y entusiasmo, en los debates del año VIII; el futuro Ministro del Interior. CHAPTAL, en un texto célebre: "le préfet. essentiellement occupé de l’exécution, transmet les ordres au souspréfet, celuici aux maires des villes, bourgs et villages: de maniére que la chaine d’exécution descend sans interruption du ministre a l’administré et transmet la loi et les ordres du gouvernement jusqu’aux derniéres ramification de l’ordre social avec la rapidité du fluide électrique".

La implantación en España del modelo francés se hace, en lo sustancial, con bastante fidelidad a partir de 1812. Sin entrar en el detalle del sistema, que será analizado en una parte posterior de este libro, sus líneas generales pueden resumirse de la manera siguiente: - Instauración de dos únicos niveles territoriales, los municipios y las provincias (creadas estas últimas en 1822 y 1833, como antes vimos, como meras circunscripciones administrativas del poder central). - Separación de órganos monocráticos (Alcalde-Jefe Superior, luego llamado sucesivamente Jefe Político, Subdelegado de Fomento y, por fin, Gobernador civil)

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y órganos colegiados (Ayuntamiento-Diputación Provincial), todos los cuales, salvo el Jefe Superior, son de carácter electivo. - Sistema jerárquico entre órganos de la misma naturaleza (el Alcalde está sometido al Jefe Superior, y el Ayuntamiento a la Diputación Provincial), pero no entre sí, aunque el predominio de facto de los primeros sobre los segundos es notorio. - Atribución de amplísimas funciones administrativas a los Ayuntamientos (y, en segundo grado, a las Diputaciones provinciales); no obstante, el vaciamiento que estas funciones experimentarán a lo largo del siglo por obra de la Administración central potencia indirectamente el papel de los órganos monocráticos, cuya jerarquización es la base del sistema centralizado español. b.- Las transformaciones en el aspecto funcional o competencial acaban de quedar apuntadas. En su primera configuración legal (Constitución de 1812 e Instrucciones de 1813 y 1823), los municipios españoles se convierten en herederos directos de la tradición administrativa del Antiguo Régimen: con un aparato central dedicado casi exclusivamente a las funciones elementales de la soberanía (relaciones internacionales, guerra, hacienda y justicia), el resto de la actividad e intervención administrativa sobre los súbditos quedaba en manos de los pueblos; posición esta que se transfiere a los municipios constitucionales. Desde este punto de partida, la historia de la Administración española durante el siglo XIX es la de un proceso de succión lenta e implacable de las competencias municipales por parte de la Administración central, que no utiliza a los Ayuntamientos como instancias ejecutivas, sino que absorbe sus funciones, confiándolas a una estructura paralela de nuevo cuño (la Administración periférica, fundamentalmente). Un proceso que tiene su origen y justificación en la endémica debilidad financiera de las Corporaciones locales, cuyo régimen tributario (frente a las sucesivas reformas del ordenamiento fiscal del Estado) queda petrificado. Un proceso, en fin, que se inicia en la década de 1830, pero que prolonga imperturbablemente hasta nuestros mismos días.

C.- El compromiso entre Revolución y poder público: el régimen administrativo. No es difícil concluir, a la vista de la exposición que precede, que los movimientos liberales de fines del siglo XVIII alojaban en su seno una fundamental contradicción: una contradicción entre principios e intereses, entre dogmas y realidad en torno a la configuración del Estado que habría de resultar, en definitiva, del proceso revolucionario. Los grandes principios de la Revolución, de un lado (libertad, garantía de los ciudadanos, legalidad, división de poderes), estaban dirigidos a conseguir una limitación efectiva del poder estatal: concretamente, del llamado poder ejecutivo. El interés de la nueva clase dominante y la propia dinámica del proceso político alumbran, sin embargo, un poder mucho más robusto y temible que el del Estado absoluto que los revolucionarios de la primera hora pretendían embridar.

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El resultado dialéctico de esta contradicción habría de venir por la vía de las soluciones intermedias, de los compromisos en el funcionamiento de los diversos centros de poder del Estado. Uno de estos compromisos -quizás el más importante y duradero- sería el relativo a la Administración. Sus términos afectan a dos de los principios cruciales de la Revolución: los de legalidad (1) y garantía judicial de los ciudadanos (2), así como al proceso de juridificación del poder público (3). Su resultado es lo que conocemos con el nombre de régimen administrativo: más simplemente, como Derecho administrativo. 1.- Principio de legalidad y potestad reglamentaria El sistema de Revolución parte de aceptar, como no podía ser menos, el principio de legalidad: la Ley es la máxima expresión de la voluntad del Estado; a sus mandatos están sometidos tanto los ciudadanos como los restantes poderes estatales, y principalmente el poder ejecutivo y su Administración, a quienes corresponde la responsabilidad primaria de hacerlos realidad. En definitiva, la Administración y el poder ejecutivo se hallan constitucionalmente sujetos a los mandatos con forma de ley emanados del poder legislativo. Es obligado reconocer que, formulado en estos términos, el principio de legalidad operaba una conquista histórica capital al precio de un grave encorsetamiento de la realidad política; una realidad, que, lógicamente, se resistía a conferir al poder real primero, y a la Administración, después, un mero papel subordinado, de simple ejecución de las leyes: de una parte, la tradición absolutista monárquica era demasiado fuerte para ser arrastrada por el primer torrente revolucionario; de hecho, emerge en el curso de la propia Revolución bajo formas autoritarias (Directorio, Imperio) y en el período de la Restauración. De otra, es un hecho sociológicamente innegable que el centro de poder real de todo Estado radica en el ejecutivo, que es quien dispone de la iniciativa y de las palancas de coacción básica (ejército y policía, finanzas, burocracia, propaganda). Todo ello habría de conducir a la aparición de mecanismos compensatorios (cuando no de clara fisuras) a la aceptación del principio de legalidad. La más importante de estas fisuras o mecanismos compensatorios se produce con el reconocimiento al poder ejecutivo de técnicas de participación en la función legislativa (iniciativa, sanción y promulgación, veto en ocasiones) y, sobre todo, de un poder normativo independiente para emanar disposiciones de segundo grado (siempre subordinadas a las leyes, por tanto) denominadas Reglamentos: en suma, con el reconocimiento de la potestad reglamentaria, una potestad que surge y se consolida en el seno de un paradójico proceso evolutivo, que analizaremos en un capítulo posterior. Con todo, dicha potestad reglamentaria, aunque de una importancia política trascendental, no deja de tener carácter subordinado: ha de ejercerse siempre "para la ejecución de las leyes", esto es, en desarrollo de una ley previa y con la exclusiva finalidad de facilitar o hacer posible su aplicación. En España, sin embargo, el panorama se complica con la recepción insensible, a partir de los años treinta del pasado 137

siglo, del esquema dualista propio de las monarquías limitadas alemanas (que examinaremos con detalle en un momento posterior) que admitían, junto a un poder de desarrollo reglamentario de las leyes dictadas en materias afectantes a la libertad y propiedad de los ciudadanos, una potestad reglamentaria (o de ordenanza) autónoma, utilizable en todas las restantes materias que, por no afectar a dichos ámbitos, no requerían de una ley previa. La adopción de este esquema lleva a la aparición espontánea de una potestad reglamentaria independiente (apoyada en una interpretación modificativa del sentido de los textos constitucionales: la "ejecución de las leyes" no consistirá sólo en el desarrollo por menudo de las leyes previas, sino en la adopción de todas las medidas normativas que sean precisas para la buena marcha del ordenamiento jurídico), cuyo riguroso ejercicio se ha prolongado hasta hoy mismo. 2.- Las contrapartidas del principio de garantía judicial Uno de los dogmas capitales de la Revolución, consecuencia directa de los principios de libertad y legalidad, radica en la garantía judicial. Forma elemental de asegurar la libertad es que los conflictos en los que se debata la aplicación de una ley hayan de ser resueltos por una instancia imparcial y ajena a aquéllos entre quienes el conflicto se traba: en suma, por los jueces y tribunales integrantes del poder judicial. La aplicación íntegra de este principio (que en el ámbito de los litigios civiles y penales había sido sustancialmente aceptado ya en el Antiguo Régimen) se puso a prueba en los comienzos mismos del proceso revolucionario: si, en lo sucesivo, la Administración habría de hallarse sujeta a las leyes como cualquier ciudadano, los conflictos entre una y otro resultaban ser puros problemas de interpretación de las leyes que, lógicamente, había de ser sometidos a las decisiones de los jueces y Tribunales. Una conclusión que habían seguido sin dificultades loa países anglosajones, pero que es frontalmente rechazada en el continente: antes bien, en él, los conflictos o contiendas jurídicas en los que la Administración sea parte (de ahí el nombre de contencioso-administrativo) se confían a la resolución de órganos especiales de la propia Administración que actúan a tal efecto utilizando formas y trámites en todo semejante a los judiciales. Los términos del compromiso son nítidos: garantía judicial, sí, pero ejercida no por los jueces, sino por la Administración. La historia de esta singular solución, forjada por la Asamblea Constituyente francesa en 1790, ha sido reiteradamente estudiada. Sin duda, en la exclusión del poder judicial de los procesos en los que la Administración era parte tuvo que jugar el recuerdo de la muy próxima revuelta de los Parlamentos judiciales a fines del Antiguo Régimen, que ya quedó descrita con anterioridad. Cuando a comienzos de 1790 se inician las discusiones sobre el proyecto de ley sobre la organización judicial, la desconfianza frente a los jueces (esto es, frente a los Parlamentos, sede de la nobleza) se hace patente, entre otras, en una violenta intervención de THOURET: "Un des abus qui ont denaturé le pouvoir judiciaire en France était la confussion de fonctions que lui son propres avec les fonctions incompatibles et inconmutables des autres pouvoirs publics. Rival du puvoir administratif, il en troublait les opérations en arrètait le mouvement et en inquétait les agents... L’esprit des grandes corporations judiciaires est un esprit ennemi de la régénération". Fruto de esta hostilidad fue el tan celebrado artículo 13 de la Ley sobre organización judicial, de 16-24 de agosto de 1790 ("les fonctions judiciaires sont distinctes et demeureront, toujours séparées des fonctions administratives. Les juges ne pourront, á peine de forfaiture,

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troubler, de quelque manière que ce soit, les opérations des corps administratifs, ni citer devant eux les administrateurs pour raison de leurs fonctions"), luego recogido en lo sustancial en la Constitución de 1791 (III, 5, art. 6) y del año III (art. 203). La prohibición a los jueces de inmiscuirse en los asuntos administrativos estaba, pues, sentada. Quedaba por resolver, sin embargo, el tema capital: quien resolvería los litigios en los que la Administración se hallara implicada; cuestión esta que no podía resolverse en base a una aplicación del principio de separación de poderes, por tratarse de una cuestión mixta (materialmente, se trataba de una función jurisdiccional, pero que suponía una inmisión en otro poder del Estado: como se decía gráficamente, "jugar á l’administration, c’est encore administrer"). Dos tesis se enfrentaron en la Asamblea: la de confiar el contencioso-administrativo a los Tribunales ordinarios (BERGASSE, SIEYES, CHABROUD), o a un Tribunal especial ubicado dentro del poder judicial (THOURET). Ambas fórmulas son rechazadas, optándose, en base a una propuesta del diputado PEZOUS, por una solución salomónica: el contencioso-administrativo se atribuye a la propia Administración activa (directorios de distrito y de departamento en el nivel local; a los ministros, en el central), salvo los litigios relativos a las contribuciones indirectas, que se atribuyen al poder judicial (Tribunales de distrito): leyes de 6 y 7-11 de septiembre y de 7-16 de octubre de 1790. Diez años más tarde, el bloque principal del contencioso se confiere a órganos colegiados específicos: los Consejos de prefectura, en el nivel departamental (ley de 29 pluvioso del año VIII) y el Consejo de Estado, en el central (Constitución del año VIII,art.52, y reglamento de 5 nivoso del mismo año). En España, el proceso ofrece algunos rasgos similares. Aunque de manera no especialmente clara, la legislación dictada por las Cortes de Cádiz opta por una solución judicialista: los conflictos en que sea parte la Administración se resolverán por los tribunales ordinarios (Decreto de 13 de septiembre de 1813). En el trienio constitucional, en cambio, se atribuye a los órganos de la propia Administración (Decretos LXXVIII, de 25 de junio de 1821, y XLV, de 8 de febrero de 1823); sistema que perdura hasta 1845, en que las leyes de 2 de abril y 6 de julio de dicho año confieren lo contencioso-administrativo a los Consejos provinciales y al Consejo Real: un sistema orgánico, pues, calcado del implantado en Francia el año VIII.

La contrapartida que supuso confiar a la Administración la resolución de sus propios litigios con los particulares debe ser enjuiciada hoy con una cierta perspectiva histórica. Dicha fórmula supuso la continuidad de técnicas propias del Antiguo Régimen (como ya lo advirtiera A.DE TOCQUEVILLE: uno de los capítulos de su obra antes citada se titula precisamente "la justicia administrativa y la garantía de los funcionarios son instituciones del Antiguo Régimen"), por lo que en su tiempo pudo ser considerado como una grave quiebra del Estado liberal y un privilegio intolerable de la Administración. De hecho, sin embargo, la labor llevada a cabo por estos órganos administrativos en favor de la libertad de los ciudadanos y de la garantía de la legalidad no ha desmerecido un ápice, en ningún país, de la que hubieran podido desempeñar los Tribunales ordinarios: en el mundo de las instituciones, más que las técnicas instrumentales en sí mismas, lo que importa es la naturaleza del marco político en que se aplican y la ideología y talante de las personas que las emplean.

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Actividad Nº 15 1.- Subraye las ideas principales sobre el tema "centralización y declive de la Administración Locales". 2.- Con las ideas subrayadas elabore una síntesis.

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3.- La juridificación del poder público La puesta en práctica del principio de la legalidad produjo en la Administración consecuencias que no se limitaron al puro terreno político. Antes bien, el sometimiento sistemático de la Administración a la ley -al Derecho, en definitiva- tuvo como efecto un proceso de juridificación creciente de todas sus manifestaciones: esto es, la conversión de las técnicas de acción estatal en técnicas jurídicas. En lo sucesivo, el Estado ya no actuará por vías personalizadas y subjetivas, como en el período absolutista: su actuación se objetiviza y adopta formas jurídicas; en una palabra, se institucionaliza jurídicamente, tanto en el aspecto organizativo como en el funcional. En el aspecto organizativo, el efecto institucionalizador tiene lugar mediante la aplicación a las diversas estructuras estatales de la técnica de la personalidad jurídica: si el Estado actúa sometido al Derecho, sus actos podrán ser calificados como actos jurídicos; he aquí que tales actos sólo pueden realizarse sino por entidades dotadas de personalidad, de donde se concluye forzosamente que el Estado debe ser considerado como una persona jurídica. En el aspecto funcional, en segundo lugar, la juridificación tuvo como efecto la reconducción de los diversos tipos de actividades estatales a los esquemas elaborados por la ciencia del Derecho Privado y, por ello, la aplicación a los mismos del régimen jurídico propio de éstos. Las decisiones singulares de la Administración, calificadas como actos jurídicos, pudieron ser así sometidos a la disciplina del negocio jurídico (teoría de los actos administrativos), de la misma manera que sus convenios pudieron encajarse en el régimen general de las obligaciones y contratos (teoría de los actos administrativos), de la misma manera que sus convenios pudieron encajarse en el régimen general de las obligaciones y contratos (teoría de los contratos administrativos); así como posibilitó la aplicación al Estado de las técnicas de responsabilidad por daños. Esta aplicación de los esquemas jurídico-privados no tuvo lugar de manera pura y simple, claro está: la idea del compromiso vuelve a actuar aquí, de tal manera que esta juridificación se lleva a cabo conservando la Administración una fuerte posición de autoridad, manifestada en un amplísimo abanico de privilegios materiales y procesales cuyo detalle constituye la sustancia misma del Derecho administrativo.

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Actividad Nº 16 Mencione las causas del surgimiento del Derecho Administrativo.

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La administración y el Derecho Administrativo en el estado contemporáneo

A.- El advenimiento del Estado Social y democrático de Derecho Al alborear el último tercio del siglo XIX, los principios del liberalismo aparecían sólidamente asentados en la Europa occidental: pasados los momentos críticos de 1848, la sociedad burguesa dejaba transcurrir el tiempo en un ambiente de euforia y prosperidad económica sin precedentes, que no hacía presagiar las convulsiones que habrían de sobrevenir casi de inmediato; convulsiones éstas cuyo germen se hallaba en la propia estructura de las sociedades europeas, y que sólo los teóricos socialistas habían acertado a anunciar. El desenlace de la guerra franco-prusiana (1870-71) sitúa a Europa en el umbral de un marco histórico totalmente nuevo (1) que había de suponer transformaciones radicales en la configuración misma del Estado (2). 1.- El marco histórico Desde la victoria de las tropas prusianas en Sedan hasta nuestros días han transcurrido poco más de cien años: un suspiro, en términos históricos, pero en el que la sociedad y la política han experimentado transformaciones quizás mayores que en el resto de este segundo milenio. Y ello, tanto en lo económico, como en lo político o en lo estrictamente social. a.- Los cambios económicos, en primer lugar, son bien conocidos. En 1870, Europa vivía en pleno auge de la civilización industrial, y en un ciclo de prosperidad de onda larga iniciado hacia 1850, que, salvo un período de recesión desde 1873 a 1895, se prolonga hasta la primera guerra mundial. Las cifras hablan por sí solas: en este período, la población europea se duplicó, y el volumen del comercio mundial se multiplicó por más de diez, facilitado por la explosión de los transportes (en 1840, la red ferroviaria de todo el mundo no llegaba a cinco mil millas, pero se acercaba a seiscientas mil en 1914; la marina mercante europea, que no alcanzaba los cinco millones de TRB en 1850, era de casi veinte millones al iniciarse la primera gran guerra). A todo ello coadyuvó la creación o apertura de grandes mercados nacionales (Alemania, Italia, Rusia, China, Japón), el fortalecimiento del sistema bancario (que permitió a las empresas afrontar grandes inversiones mediante la apelación al crédito), y la expansión colonial de todos los países europeos. Estas tendencias parecían acentuarse hacia fines del siglo, con un capitalismo potenciado por la aparición de grandes unidades productivas (Trusts y Kartell) y con el advenimiento de lo que PASDERMADJIAN llamó la segunda revolución industrial (aplicación industrial de la electricidad, del motor de explosión y de los descubrimientos químicos). Sin embargo, con el fin de la primera guerra mundial sobrevino una etapa de profunda inestabilidad monetaria que culminaría en la Gran Depresión, iniciada formalmente con el crack de la Bolsa de Nueva York de 1929. La adopción de políticas económicas activas, de corte keynesiano, permitieron la apertura de una nueva etapa de prosperidad a partir de 1945, que se truncó, como es bien sabido, desde la crisis energética de 1973.

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b.- En el terreno político, el cambio viene anunciado por la ruptura del tradicional equilibrio europeo merced a la aparición en 1871, de dos nuevos Estados: en este año se proclama el Imperio alemán y se culmina la unidad italiana con la entrada en Roma de las tropas de Vittorio Emmanuele II. Desde una perspectiva global, sin embargo, este hecho no es más que una de las causas de dos fenómenos de mucha mayor trascendencia: el primero de ellos radica en el desplazamiento de la hegemonía mundial desde Europa a las grandes potencias exteriores (los Estados Unidos y la Unión Soviética; también en un segundo plano, Japón y China), que comienza a producirse con el debilitamiento de las economías europeas producido por la primera guerra mundial y que es ya patente a partir de 1945. La estructura bipolar del poder en el planeta ha llevado, entre otras consecuencias, a un sistema de relaciones internacionales de dependencia no muy diversa de las existentes en la Edad Media, con la pugna entre el Papado y el Imperio: la soberanía limitada de la mayor parte de los Estados es, hoy de nuevo, un hecho indiscutible. El segundo fenómeno capital de este período es la existencia de un estado de tensión internacional permanente en el que, como ya ocurriera en la Europa del siglo XVII, el protagonismo pertenece, lamentablemente, a la guerra. Desde 1870 hasta nuestros días, las armas no han dejado de hablar en alguna parte del globo: bien en conflictos generalizados (1914-18, 1939-45), bien en guerras localizadas en las que las potencias hegemónicas utilizan un teatro de operaciones ajeno para medir sus fuerzas y rectificar sus esferas de influencia. Esta situación de guerra, larvada o abierta, en que el mundo se encuentra desde hace un siglo no es un hecho que se agote en sí mismo, por trascendente que sea. Objetivamente, ha actuado como un poderoso motor del progreso científico y tecnológico, y aún de la expansión económica (así, por todas, las guerras de Corea y Vietnam para los Estados Unidos), y ha condicionado las mentalidades y la propia estructura y significación del Estado: el vertiginoso crecimiento y potenciación de éste tiene su origen último en una necesidad de preparación de las comunidades nacionales por y para la guerra. c.- Aún sin desdeñar los anteriores, los hechos que mayor relevancia han tenido para la perspectiva que nos interesa son los acaecidos en el campo social. Entre los múltiples que sería preciso aludir en un estudio en profundidad, mencionaremos solamente tres. En primer lugar, la irrupción de los principios democráticos o, dicho con mayor precisión, el ascenso a un plano activo de clases sociales o colectivos tradicionalmente marginados de la posesión de bienes económicos y culturales, así como de la participación en el poder político. Mientras que las revoluciones liberales se limitaron a sustituir una oligarquía dominante por otra (la nobleza y el alto clero por la burguesía económica e intelectual), desde fines del siglo XIX las clases proletarias y campesinas comienzan a reclamar y obtener -parcialmente al menos- la protección del Estado, primero, y después un acceso efectivo al poder estatal y a los niveles de bienestar antes monopolizados por la burguesía. A ello coadyuvará la implantación progresiva del sufragio universal y los progresos de la ideología socialista, que culminan con la Revolución soviética de octubre de 1917. En segundo lugar, el crecimiento exponencial del fenómeno de la urbanización. En esta época. Occidente deja de ser una civilización agraria: la industrialización y los progresos en la explotación agrícola y ganadera concentran un porcentaje creciente y mayoritario de la población en las ciudades, con las consecuencias a que después se aludirá en orden a la progresiva división del trabajo y a la intensificación del grado de interdependencia. El tercer y último fenómeno de mayor incidencia social radica el fulgurante progreso tecnológico y científico, sin precedentes en toda la historia conocida y cuyo impacto

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social, lo bastante notorio como para ser recordado aquí, ha determinado unas repercusiones en la esfera pública coincidentes con las que antes se expusieron. La bibliografía sobre el marco histórico de los sucesivos períodos históricos que aquí se consideran crece en progresión geométrica según nos acercamos al presente: la relativa a la época contemporánea escapa a cualquier posible selección, por lo que habrá de bastar la referencia a las de carácter más general. Particularmente brillantes y completas son los tomos XVIII a XXI de la colección Peuples et civilizations (París, P.U.F.), debidos a M.BAUMONT, P. RENOUVIN y H.MICHEL, con diversas ediciones; también, los volúmenes X a XII de la New Cambridge Modern History, dirigidos respectivamente por J.P.T.BURY, F.H.HINSLEY y D.THOMPSON (este último en particular, The Era of Violence, 1898-1945, London, 1960); y, por último, los tomos VIII a X de la Propyläen Weltgeschichte, de W.GOETZ (ed.). Abarcando sólo la primera época, pero magistral, J. von SALIS, Weltgeschichte der neuesten Zeit, I, Die Historischen Grundlagen des 20. Jahrhunderts, 1871-1904, Zürich, 1951. Una visión global, breve y atípica, pero sumamente lúcida, en el clásico libro de G.BARRACLOUG, An Introduction to Contemporary History, London, 1964 (trad.esp., Madrid, 1965).

2.- La transformación del Estado La concurrencia simultánea de todos estos factores había de provocar, inevitablemente, alteraciones profundas en la estructura y funciones del Estado liberal, que se vio impulsado de modo irresistible a asumir tareas y actitudes radicalmente nuevas frente a la sociedad. Esta evolución puede esquematizarse en tres fases sucesivas. En un primer momento, el Estado asume la carga de intervenir autoritariamente en el campo de las relaciones de trabajo, con el fin de hacer frente a las desastrosas consecuencias que para la clase obrera había tenido la industrialización, la libertad contractual y el hacinamiento urbano. Un tanto paradójicamente, fue la Alemania de Bismarck la que dio el primer paso, al establecer un sistema de seguros de enfermedad, accidentes y jubilación entre 1883 (año, por cierto, en que muere Karl Marx: una simbólica coincidencia) y 1889. Por su parte, liberales y conservadores adoptan en el Reino Unido, por las mismas fechas, medidas protectoras que pronto seguirían el resto de los países europeos: limitación de jornada laboral, reglas restrictivas del trabajo de niños y mujeres, negociación colectiva y refuerzo de los sindicatos son medidas que se generalizan en los primeros veinticinco años del siglo XX, además de la seguridad social que, tras el precedente alemán, se consolida en Inglaterra con las célebres Old Age Pension Act y National Insurance Act, de 1908 y 1911, respectivamente. La segunda fase se abre con la intervención generalizada del Estado en el funcionamiento de la economía, que se impone con toda intensidad con la movilización general de recursos exigida por la primera guerra mundial (Zwangswirtschaft en Alemania desde 1916); Leyes para la Defensa del Reino de 1914 y 1915, en el Reino Unido), pero que permanece una vez finalizado el conflicto como forma de hacer frente a la gravísima inestabilidad monetaria de los años veinte: en estos años, por ejemplo, comienzan a dictarse en Europa las primeras leyes que intentan disciplinar el sistema bancario y someterlo a un control centralizado.

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Con respecto a la tercera fase los acontecimientos históricos de los años treinta probaron de forma concluyente que las intervenciones en el terreno social y económico no respondían a exigencias coyunturales: antes bien, todas las circunstancias empujaban a las sociedades occidentales a continuar y a intensificar, incluso, esta línea de acción. La lucha contra las consecuencias de la Gran Depresión, de una parte; el ejemplo de los éxitos económicos logrados por los regímenes totalitarios, tanto de izquierdas (Unión Soviética) como de derechas (Alemania, Italia), de otra; y la movilización y planificación generales impuestas por la segunda conflagración mundial, finalmente, acabaron por destruir los últimos vestigios de la concepción liberal del Estado. Los sistemas políticos que surgen de la victoria aliada de 1945 se inspiran en la reafirmación rotunda de los viejos valores de libertad y democracia, tradicionales en las potencias vencedoras. El Estado, sin embargo, había experimentado una transformación cualitativa: el siglo XIX quedaba definitivamente atrás, y el clásico Estado de Derecho había pasado a convertirse, en la práctica totalidad de los países europeos, en un Estado social y democrático de Derecho. Describir en pocas palabras el Estado social y democrático de Derecho es una tarea harto problemática, que sólo puede abordarse aquí de forma muy simplificada. Para ello, y esquemáticamente, distinguiremos sus causas (a), sus directrices básicas (b) y sus consecuencias esenciales (c). a.- Las causas de la aparición de esta nueva forma estatal son muy variadas, pero pueden reducirse a dos fundamentales. En primer lugar, su causa remota puede localizarse en el afán de reducir al máximo los antagonismos sociales por procedimientos reformistas y no violentos. Los principios de igualdad y de dignidad humana, elevados al máximo rango por el liberalismo, resultaban incompatibles con el estado de explotación y miseria en que la Revolución industrial había sumido al proletariado urbano y rural; un proletariado al que la ideología socialista había dado conciencia de su situación, y cuyo creciente poder amenazaba con subvertir violentamente el establishment económico y social. La reforma social en profundidad, impulsada y dirigida por el Estado, será la única salida que evite la revolución. Junto a este modo de ver las cosas, típico de ciertos sectores socialdemócratas del siglo XIX, cabe señalar, además, una causa próxima, cual es la extrema complejidad del tejido social y del proceso económico propios de las sociedades industriales. La idea del Estado social no se debe sólo al humanitarismo de algunos y al miedo a la revolución de otros; antes bien, es la consecuencia lógica e inevitable, la forma natural de estructurarse las sociedades avanzadas que practican el llamado capitalismo tardío. La complejidad de las sociedades industriales alcanza un grado tal que impide que puedan funcionar de modo espontáneo, como sistemas autorregulados: el incremento, y aún el simple mantenimiento, de las cotas de bienestar alcanzadas por ellas, exige que la mayoría, si no la totalidad, de los procesos sociales y económicos sean coordinados y dirigidos por una instancia superior. La célebre mano invisible de Adam SMITH puede actuar como mecanismo regulador sólo en sectores concretos y limitados; el conjunto del sistema, en cambio, sólo puede funcionar con cohe-

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rencia bajo la dirección e impulsión de una mano bien visible y autoritaria, la del Estado. b.- Directriz básica del Estado social es, por tanto, la asunción por éste de una posición activa y beligerante frente a la sociedad. Contrariamente a lo que ocurría en la etapa liberal, el Estado social "no puede limitarse a asegurar las condiciones ambientales de un supuesto orden social inmanente, ni a vigilar los disturbios de un mecanismo autorregulado, sino que, por el contrario, ha de ser el regulador decisivo del sistema social y ha de disponerse a la tarea de estructurar la sociedad a través de medidas directas o indirectas". Esta nueva actitud del Estado opera en un doble sentido. Desde la perspectiva de su extensión, la actividad del Estado social adquiere un carácter global: ya no se trata sólo, como en el pasado, de adoptar medidas concretas y aisladas para remediar la pobreza del proletariado (la llamada "política social") o para corregir algunas desviaciones del sistema económico, sino de dirigir la marcha entera de la sociedad, y aún de modificar su estructura misma para hacerla más justa y para extender el bienestar a toda la población: "resumiendo, y para decirlo en términos alemanes -intraducibles literalmente-, la Sozialpolitik se ha transformado en una Gesellschaftspolitik; la política social sectorial se ha transformado en política social generalizada, la cual no constituye tanto una reacción ante los acontecimientos, cuanto una acción que pretende controlarlos mediante una programación integrada y sistemática"; dicho de otro modo, "lo que podríamos denominar política social y económica factorial, es decir, compuesta por una pluralidad de medidas desconexas e independientes entre sí, se ha transformado en una política socioeconómica sistemática". El segundo sentido en que el Estado social opera es discernible desde una perspectiva material. Frente al Estado liberal, estructura limitada cuyo fin básico consistía -en términos puramente kantianos- en la realización del Derecho, el Estado social se presenta ante todo como un aparato prestacional. La complejidad de la civilización tecnológica, la urbanización creciente y la progresiva división del trabajo han convertido al ser humano en un ser radicalmente dependiente de un conjunto de sistemas, prestaciones y servicios públicos sin los cuales su existencia se colapsaría de forma irreversible. Función capital del Estado es asegurar unos y otros, esto es, proveer al conjunto de la sociedad de sistemas vitales (servicios públicos esenciales) y de prestaciones (empleo, seguridad social, sanidad, acceso a bienes culturales) que garanticen su funcionamiento y un nivel mínimo de bienestar. El Estado social es, pues, ante todo, un Estado de prestaciones. La más célebre y conocida formulación de esta concepción prestacional del Estado, hoy de aceptación unánime, se debe al jurista alemán Ernst FORSTHOFF (1902-1974), que la expresó magistralmente a través del concepto de "procura existencial" (Daseinsvorsorge). He aquí el espléndido resumen que de la misma nos hace GARCIA PELAYO: "El hombre desarrolla su existencia dentro de un ámbito constituido por un repertorio de situaciones y de bienes y servicios materiales e inmateriales, en una palabra, por unas posibilidades de existencia a las que Forsthoff designa como espacio vital. Dentro de este espacio, es decir, de este ámbito o condición de existencia, hay que distinguir, de un lado, el espacio vital dominado, o sea, aquel que el individuo puede

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controlar y estructurar intensivamente por sí mismo o, lo que es igual, el espacio sobre el que ejerce señorío (que no tiene que coincidir necesariamente con la propiedad) y, de otro lado, el espacio vital efectivo, constituido por aquél ámbito en el que el individuo realiza fácticamente su existencia y constituido por el conjunto de cosas y posibilidades de las que se sirve, pero sobre las que no tiene control o señorío. Así, por ejemplo, el pozo de la casa o de la aldea, la bestia de carga; el cultivo de su parcela por el campesino o la distribución de los muebles en la propia vivienda, pertenecen al espacio vital dominado; el servicio público de aguas, los sistemas de tráfico o de telecomunicación, la ordenación urbanística, etc., pertenecen al espacio vital efectivo. La civilización tecnológica ha acrecido constantemente el espacio vital efectivo, al tiempo que la estructura y medios de su propia existencia. Esta necesidad de utilizar bienes y servicios sobre lo que se carece de poder de ordenación y disposición directa, produce la "menesterosidad social", es decir, la inestabilidad de la existencia. Ante ello, le corresponde al Estado como una de sus principales misiones la responsabilidad de la procura existencial de sus ciudadanos, es decir, llevar a cabo las medidas que aseguren al hombre las posibilidades de existencia que no puede asegurarse por sí mismo". Esta tesis fue formulada primeramente en su trabajo Die Werwaltung als Leistungsträger, publicado en 1938 (trabajo al que no son ajenas resonancias de la doctrina nacionalsocialista; hay trad. esp. en el volumen Sociedad Industrial y Administración Pública, Madrid, 1967), y posteriormente en su Lehrbuch des Verwaltungsrechts, München (1ª ed.) 1950, y en su ensayo Die Daseinsvorsorge und die Kommunen (1958), recogido en su recopilación Rechtsstaat im Wandel, 1964. Sobre ella, vid. el trabajo de L. MARTIN RETORTILLO, La configuración jurídica de la Administración pública y el concepto de Daseinsvorsorge, RAP 38 (1862), págs. 35 y ss., y el de V.STOROST, Staat und Verfassung bei Ernest Forsthoff, 1979.

c.- Las consecuencias que el advenimiento del Estado social ha entrañado son fáciles de adivinar. Dejando para un momento posterior las producidas en el campo del Derecho, las que más nos interesan pueden reducirse a tres. En primer lugar, un nuevo impulso en el imparable proceso de crecimiento de las estructuras y órganos estatales; principalmente, de las administrativas y, dentro de éstas, de las encargadas de gestionar la dirección y control de la economía y el sistema de prestaciones sociales (en sentido amplio: trabajo y seguridad social, pero también sanidad, cultural, educación, urbanismo, protección del consumidor, medio ambiente, investigación y tecnología, etc.). Un crecimiento que ha aumentado exponencialmente el gasto público (en la actualidad, el Estado recicla a través del sistema tributario un porcentaje cercano o superior al 40 por 100 del PIB en todas las sociedades industriales), que ha hecho del Estado el mayor empleador de la nación (el personal a su servicio se cuenta por millones en los países europeos), y también el mayor holding de empresas industriales y de servicios (dando así la razón, una vez más, a la intuición de TOCQUEVILLE: "dans chaque royaume, le souverain devient le plus grand des industriels"). Una segunda consecuencia radica en el ostensible desplazamiento del centro de gravedad del poder estatal desde el órgano y función legislativa a la Administración: en una frase tópica, pero expresiva, del Estado legislativo, propio del régimen liberal, se ha pasado a un Estado administrativo. Lo cual, ciertamente, no constituye una novedad absoluta en el terreno de los hechos: salvo en coyunturas estrictamente excepcionales y fugaces, el predominio de facto del poder ejecutivo sobre el legislativo ha sido una constante en los Estados constitucionales. Hoy, desde luego, este liderazgo se ha agudizado de forma paralela a la creciente tecnificación y rapidez de 148

las decisiones públicas, que requieren un aparato de información y mando inasequible a los órganos legislativos. La novedad de nuestro tiempo radica en que dicho predominio se ha trasladado al plano de la legitimidad. La situación de crisis permanente en la que el mundo vive desde la primera guerra mundial ha hecho pasar a un segundo plano (aún sin hacerlos desaparecer) los valores legitimadores del Estado liberal de Derecho (garantía jurídica de la libertad, de la seguridad, de la propiedad privada y del proceso electoral), anteponiéndoles el valor de la funcionalidad eficacia en la gestión. El Estado social es, ante todo, un Estado manager cuya fuente primaria de legitimidad se encuentra en sus performances, en sus éxitos operativos. Las consecuencias que ello entraña para el conjunto de relaciones entre el Parlamento y la Administración son trascendentales, como en su momento se verá. La tercera y última de las consecuencias que deben ser aquí aludidas se refleja en el fenómeno de interpenetración entre el Estado y la sociedad y el correlativo desdibujamiento de sus fronteras respectivas. En el régimen liberal, Estado y sociedad eran concebidos como dos sistemas autónomos, conexos por un número limitado de relaciones y dotados de un ordenamiento jurídico propio y distinto (Derecho público-Derecho privado). Hoy día, la creciente intervención del Estado ha solapado e interrelacionado ambos sistemas, haciendo prácticamente imposible, en muchos aspectos, su diferenciación. El marco de relaciones es hoy totalmente nuevo: de una parte, ha dado lugar a un flujo recíproco de interferencias entre uno y otro sistema: como se ha dicho gráficamente, la sociedad se ha "estatizado", en tanto que el Estado se ha "socializado"; la llamada publificación del Derecho privado y el empleo sistemático por los entes públicos de instituciones y técnicas propias de éste son dos ejemplos bien notorios de este intercambio y penetración bidireccional. De otra parte, la imbricación Estado-sociedad ha conducido a la aparición de subsistemas organizativos híbridos, intermedios, cuyo carácter público o privado es literalmente indiscernible en términos nítidos: así ocurre con el mundo de las sociedades filiales de las empresas públicas, de las sociedades privadas prestadoras de servicios públicos esenciales, o de las llamadas Corporaciones de derecho público, ámbitos en que el Derecho público y el Derecho privado se funden a nivel de molécula (EISENMANN). "No es, pues, extraño -se ha dicho- que hoy estemos ante una cierta decadencia de la teoría del Estado, que tiende a ser sustituida por la teoría del sistema político, que 'se ha dicho' que hoy estemos ante una cierta decadencia de la teoría del Estado, que tiende a ser sustituida por la teoría del sistema político, que engloba factores estatales y sociales y que más que ante dos términos definidos nos encontramos con lo que los norteamericanos denominan "complejo público-privado", en el cual muchas de las funciones del Estado se llevan a cabo por entidades privadas, a la vez que éstas no pueden cumplir sus fines privados sin participar en las decisiones estatales".

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Actividad Nº 17 1.- Enumere los acontecimientos históricos más importantes que constituyeron el marco para el surgimiento de un nuevo estado. 2.- ¿Qué significa afirmar que el Estado Social, es ante todo, un estado de prestaciones? 3.- A través de ejemplos prácticos, explique las consecuencias de la aparición del Estado Social.

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B.- La revolución organizativa: inercia y cambio Los cambios sufridos por la estructura y funciones del Estado durante el período histórico que consideramos han inducido transformaciones sustanciales en el complejo organizativo de las Administraciones públicas. Tal consecuencia, sin embargo, se ha producido sólo en parte: la organización administrativa adolece de una inercia considerable, y su resistencia al cambio es más notoria. De 1870 a 1970, por lo tanto, no ha tenido lugar una remodelación de las Administraciones públicas paralela a la transformación del Estado, como quizá hubiera cabido esperar. Antes bien, la organización de la Administración central y de las Administraciones locales, así como la dinámica de sus relaciones, han permanecido dentro de las líneas de tendencia ya establecidas en la primera mitad del siglo XIX (1). Sin embargo, la asunción de múltiples funciones de nuevo cuño ha hecho reventar, literalmente, las costuras de los modelos organizativos clásicos, dando lugar a la aparición de nuevas costuras de los modelos organizativos clásicos, dando lugar a la aparición de nuevas estructuras y técnicas de actuación (2). Este proceso de renovación está teniendo lugar de modo empírico y no planificado, mediante el establecimiento de estructuras paralelas de difícil vertebración con las existentes, que no dejan de suscitar disfunciones de suma gravedad. Desde esta perspectiva, pues, el período que consideramos es, eminentemente, una etapa de transición, de alumbramiento espontáneo de fórmulas de tanteo cuyo futuro es incierto: el establecimiento de una organización administrativa de nueva planta es una tarea que habrá de abordarse, en su caso, ya en el próximo milenio. 1.- Administración del Estado y Administración local: la inercia del sistema napoleónico Como acabamos de avanzar, la estructura organizativa de la Administración del Estado y de las Administraciones locales, así como las relaciones entre ambos niveles, no experimentan mutaciones básicas en este período: por el contrario, su dinámica se ha mantenido rigurosamente dentro de las directrices evolutivas marcadas en los primeros setenta años del pasado siglo. a.- La Administración del Estado, en primer lugar, continúa su vertiginoso proceso de crecimiento, tanto en el orden estructural como funcional. En el primero de ellos, las cifras son bien expresivas. En cuanto al número de Departamentos ministeriales, los nueve Ministerios que en 1870 componían al Ejecutivo español se han convertido, en la actualidad, en quince (y llegaron a superar la veintena en algún corto período). En otros países, la progresión es similar: Francia tenía doce Ministros en 1914; en 1969 había dieciocho, y veinte Secretarios de Estado. El número de Ministros del Reino Unido era de doce a comienzos del siglo XIX, y hoy son veintiuno. Estados Unidos, por su parte, tenía ocho Secretarías el pasado siglo, que se han convertido hoy en doce (a las que hay que sumar sesenta y una Agencias Reguladoras). Y el mismo crecimiento se observa en el número de funcionarios: aunque en España las estadísticas de este género no han existido o son poco rigurosas, las estimaciones coinciden en señalar una cifra aproximada de trescientos mil funcionarios para la Administración del

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Estado a mediados de los años cincuenta de este siglo; en 1973, una estadística oficial fijaba el número en quinientos sesenta y cuatro mil (en uno y otro caso, sin contar los organismos autónomos y las empresas públicas, que sumaban otra cifra similar). El protagonismo de la Administración estatal es también creciente en el orden funcional. Baste señalar, a este efecto, que el Estado ha asumido, prácticamente sin excepciones, la totalidad de las nuevas competencias públicas surgidas al calor de la intervención en materia social y económica, sin compartirlas, salvo en grado simbólico, con otros niveles administrativos. b.- De forma paralela, y exactamente inversa, el declive de las Administraciones locales ha continuado de forma imparable, sin que la búsqueda de soluciones acabe de enfocarse en términos realistas. En efecto, el problema de las Administraciones locales se ha planteado tradicionalmente como un enfrentamiento dialéctico entre dos ideas-fuerza opuestas: la centralización y la autonomía. Durante el siglo XIX y el primer tercio del presente, la centralización se apoyaba en razones bien conocidas: la necesidad de implantar un modelo de Estado racional y eficaz, que funcionase de manera unitaria y sincronizada en todas sus piezas, tanto centrales como locales,; la conveniencia de instrumentalizar las Corporaciones locales como mecanismos electoralistas; y, en fin, la desconfianza ante la probable irresponsabilidad y/o falta de competencia de los gestores locales. Sus manifestaciones eran también notorias: implantación de un completo abanico de colores ejercidos por la Administración estatal (tutelas: aprobaciones, autorizaciones, suspensión de actos ilegales, etc.); congelación práctica de las competencias tradicionalmente atribuidas a los Ayuntamientos; y mantenimiento de un sistema tributario local anticuado, de una extraordinaria rigidez e insuficiente por naturaleza para sostener sus gastos. El sometimiento al Estado que este sistema centralizado suponía ha pretendido ser corregido por una vía que, a la larga, se ha revelado marginal y de efectos superficiales: la de la atribución a las entidades locales de autonomía, entendida básicamente como ausencia de tutelas o controles estatales. Una solución esta aparentemente taumatúrgica, que tiene su origen en la ideología del municipalismo romántico alemán y que ha logrado una consagración constitucional enfática (entre nosotros, arts. 137 y 140 CE). Una autonomía cuyo único fruto ha sido conferir un cierto grado de independencia formal a la actuación de los administradores locales, pero que no ha atacado el problema en su raíz. Bien que impuesta por medios más sinuosos, la centralización continúa siendo hoy un hecho que responde a circunstancias nuevas. La debilidad de las Corporaciones locales no se debe sólo al hecho de que posean pocas competencias, amén de poco dinero y controles estatales para ejercerlas. El problema radica en que, de un lado, el fenómeno de la urbanización y las exigencias en orden a la calidad de vida han hecho crecer exponencialmente los costes de ese escaso número de competencias y servicios públicos que las leyes les atribuyen; y también en que de otro lado, la complejidad de las sociedades industriales, y el alto 152

grado de independencia que determina, globalizan todos los conflictos, de tal modo que las decisiones adoptadas por una entidad local repercuten normalmente fuera de su ámbito territorial y afectan, no ya a los estrictos intereses municipales, sino posiblemente a toda la nación. En uno y otro caso, el Estado se ve obligado a intervenir: en el primero, para subvenir con ayuda financiera -que siempre tiene contrapartidasal sostenimiento de aquellos servicios; en el segundo, para condicionar las decisiones locales, en la medida en que afectan la interés de la nación misma. El proceso de vaciamiento competencial de las Administraciones locales es, pues, constante, y está aún lejos de haber finalizado. Por citar sólo algunos ejemplos de nuestra experiencia pasada, recordemos como el Estado ha tenido que absorber la gestión y los costes de la sanidad local y de la enseñanza primaria; como, en nuestros mismos días, las Diputaciones Provinciales -los entes locales financieramente con menos apuros- se ven en la imposibilidad de sostener una de sus más clásicas competencias, los hospitales provinciales, que poco a poco han ido endosando al Estado a través de la Seguridad Social; como los abastecimientos de aguas y su depuración en las grandes ciudades sólo pueden realizarse con el apoyo financiero mayoritario del Estado; y cómo los transportes urbanos, aún no asumidos formalmente por el Estado, ha llevado una situación próxima a la quiebra a los mayores municipios (que al final el propio Estado levanta por el procedimiento de los presupuestos extraordinarios de liquidación de deudas, que se cubren mediante créditos cuya devolución ‘capital e intereses- toma sobre sí el Estado).

En el plano organizativo, pues, el período histórico ahora analizado ha aportado bien pocas novedades en cuanto a las relaciones entre Administración del Estado y Administraciones locales; una y otras siguen conceptuándose como entidades distintas, formalmente separadas y recíprocamente autónomas, aunque tal independencia sea inviable en el terreno financiero y en el de la coordinación de los distintos niveles territoriales del interés público. 2.- Las nuevas estructuras y técnicas organizativas Sería profundamente inexacto, sin embargo, presentar el período 1870-1970 como una etapa de mera continuidad en el terreno de las estructuras orgánicas. El crecimiento desmesurado del sector público ha provocado numerosas innovaciones, por más que éstas -como ya se indicó- hayan surgido de forma empírica y sin sujeción a un plan racional, dirigido a adaptar globalmente la Administración a las exigencias del Estado social y democrático. Su aparición desordenada, y su desarrollo aberrante, en ocasiones, son factores que no autorizan, empero, a descalificarlas sin más: el hecho de que estas innovaciones hayan emergido de forma casi simultánea en casi todos los países occidentales, sin mimetismos deliberados, es indicio de que responden a necesidades auténticas, y no sólo a ocurrencias improvisadas. Estas necesidades son de muy diversa naturaleza. En unos casos, las nuevas técnicas organizativas han hecho aparición por motivaciones estrictamente políticas, cual es la conveniencia de una redistribución territorial del poder público. Otras técnicas, en cambio, han sido ideadas como un medio de corregir la insostenible acumulación de competencias en la Administración estatal, como formas de escapar a la rigidez del Derecho administrativo y de la disciplina presupuestaria, o, finalmente,

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como medios de luchar contra la excesiva burocratización e inasequibilidad a los ciudadanos derivadas de los modelos tradicionales de organización. Son estas exigencias las que, aisladamente o de modo conjunto, se hallan en la raíz de las innovaciones: innovaciones locales son de muy diversa índole: pero en todo caso revelan una que se lleva a cabo en otros lugares de esta obra. a.- La primera y más importante de las novedades organizativas es el proceso de descentralización política o regionalización que han experimentado, después de la segunda guerra mundial, Estados tradicionalmente centralizados: es, desde luego, el caso de España con la Constitución de 1978 (y antes también, con la de 1931), pero también el de Italia y, en menor grado el de Bélgica y el del Reino Unido (devolution of powers a Escocia y Gales, de muy corto alcance aún). Las razones que han impulsado la creación de estas nuevas instancias territoriales intermedias entre el Estado y las Administraciones locales son de muy diversas índole: pero en todo caso revelan una tendencia general a la superación del Estado centralizado, nacido con el absolutismo y racionalizado por la Francia napoleónica. b.- La creciente acumulación de funciones y competencias por la Administración del Estado, así como la rigidez de la disciplina presupuestaria, ha dado lugar a un fenómeno de ruptura de la organización departamental clásica. Determinados sectores funcionales que no podían ser gestionados eficazmente por los órganos burocráticos de los Ministerios han sido confiados a una pléyade de Administraciones autónomas: esto es, organizaciones dotadas de personalidad distinta de la del Estado a las que se encomienda, con uno y otro grado de autonomía, la gestión de determinadas funciones o servicios públicos propios del ente territorial que las crea. Se trata, pues, de todo un sistema de entes instrumentales oficiales que operan una denominada "descentralización funcional" de las competencias propias del ente matriz (que en principio fue solo el Estado; la técnica se extendió posteriormente, sin embargo, a los entes locales y regionales); una técnica que ha conocido un desarrollo extraordinario, hasta el punto de que el volumen de estos entes instrumentales supera en ocasiones al del propio ente matriz. Es el caso, en España, de los denominados genéricamente organismos autónomos (o Administración institucional); del llamado gráficamente en Italia el "parastato", y de todo el mundo de établissements publics en Francia. c.- La intervención del Estado en una economía de mercado, convirtiéndose aquél en un productor más de bienes y servicios, resultaba prácticamente inviable si se pretendía utilizar para estos fines la organización burocrática tradicional, sometida en su actuación a un Derecho administrativo considerablemente formalista y rígido (en cuanto diseñado básicamente para el ejercicio de funciones de autoridad). En el siglo XIX, el problema se salvó a través del principio del "concesionario interpuesto": la actividad económica la realizaba un empresario privado en régimen de concesión y sometido, por ello, a un estricto control por parte de la Administración concedente. Sin embargo, cuando en nuestro siglo las Administraciones se ven forzadas a asumir directamente la gestión de acti154

vidades económicas, la solución se encuentra recurriendo al Derecho privado, creando empresas o sociedades públicas (de propiedad pública total o mayoritariamente), en forma privada y con sujeción en su actividad, también, al Derecho civil, mercantil y laboral; empresas que, al igual que las Administraciones autónomas, poseen personalidad jurídica propia, distinta de la del ente propietario. d.- Las dos últimas innovaciones organizativas alumbradas en este período de las que debemos dejar aquí constancia son las muy diversas que se engloban en los conceptos de autoadministración y de participación: dos conceptos muy ligados y de distinción no siempre nítida. En el primero se comprenden todos aquellos supuestos en los que la ley confiere el ejercicio de determinadas funciones públicas a organizaciones de base privada, integradas total o mayoritariamente por las propias personas o entidades a las que dichas funciones van dirigidas; y ello con el objeto de que dichas organizaciones gestionen por sí mismas, democráticamente, una especie de autodisciplina del sector. Una fórmula cuyo ejemplo más conocido (aunque ni mucho menos el único) es el de los colegios profesionales, y que responde, bien a razones tradicionales, bien a la posibilidad de gestionar una función pública con mayor eficacia (nadie conoce mejor que los interesados los problemas y las debilidades de un sector) y sin incremento del gasto que supondría crear una organización ad hoc estrictamente burocrática. El fenómeno de la participación es, en parte, diverso y posee una trascendencia mucho mayor. Materializado en la incorporación de personas privadas a órganos administrativos (a título personal o representativo de organizaciones de intereses), los fines que con ella se persiguen son muy variados. En ocasiones, se trata meramente de una forma de enriquecer las fuentes de información de los entes públicos, dando entrada en sus órganos a representantes de los intereses sobre los que el órgano en cuestión ha de intervenir. Más generalmente, en cambio, la participación es una mera consecuencia del fenómeno de desplazamiento del centro de gravedad político desde el órgano legislativo al aparato administrativo, antes citado: se trata, en definitiva, de la búsqueda de una nueva legitimidad (J.CHEVALLIER), incorporando a los ciudadanos a las estructuras públicas que con mayor inmediación y eficacia operan sobre sus intereses y que, por lo mismo, no deben estar confiadas exclusivamente a profesionales de la burocracia, a la que es inherente un alto índice de hermetismo, de inasequibilidad y de alejamiento de los problemas cotidianos.

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Actividad Nº 18 1.- ¿Por qué cree Ud. que el panorama evolutivo que se ha estudiado en este período entró en una etapa de inercia? 2.- El centralismo vs. localismo ¿qué consecuencias trae aparejado respecto a la administración? 3.- En la actualidad asistimos al surgimiento de nuevas técnicas y estructuras organizativas, ¿podría presentarlos sintéticamente?

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C.- El ordenamiento jurídico-administrativo: madurez y crisis El panorama evolutivo que ofrece el ordenamiento jurídico-administrativo en este período histórico que llega a nuestros mismos días es de algún modo semejante al que acabamos de describir en el terreno organizativo: una situación de aparente estabilidad y plenitud en la superficie, pero acompañada y en cierta forma contradicha por una fuerte dinámica de cambio que tiene lugar por debajo y a extramuros del marco de sus grandes principios institucionales; una dinámica inducida por las transformaciones inherentes al Estado social y democrático de Derecho, que provoca la aparición empírica de nuevas realidades y técnicas que, sin embargo, no han alcanzado aún suficiente madurez o notoriedad para incorporarse al esquema de principios básicos, o para alterarlos. El proceso no es, desde luego, radicalmente original. Responde a un fenómeno muy común en el Derecho público, consistente en la permanente existencia de un desfase temporal en la conversión de los principios políticos en técnicas administrativas concretas. La Administración posee un ritmo vital mucho más lento que la política, de tal modo que los cambios que le imponen las transformaciones del Estado tardan años, cuando no siglos, en calar en la realidad administrativa y hacerse eficaces en ésta; de tal modo que, cuando esto ocurre, cuando el ordenamiento administrativo termina asimilando un cierto marco de principios constitucionales, no es extraño que la propia estructura del Estado haya variado ya, de forma que los principios que trabajosamente termina por hace realidad la Administración pertenezcan ya al pasado. Y esto es exactamente lo que está ocurriendo en nuestros días. El ordenamiento administrativo de la primera mitad del siglo XIX, pese a desarrollarse en un marco liberal, conserva en su estructura un buen número de técnicas y principios operativos del Estado absoluto: la "revolución administrativa" no se hace en una hora; ni siquiera en un cuarto de siglo. Es sólo a fines de la pasada centuria cuando los principios del Estado liberal comienzan a dejar de ser un simple barniz para calar en todas y cada una de las regulaciones de la actividad administrativa. Se trata de una penetración lenta que sólo ha finalizado -y no de modo completo- tras la segunda guerra mundial: es ahora cuando el Derecho Administrativo ha terminado por hacer realidad los grandes principios del Estado liberal... ahora que el Estado liberal ha desaparecido parcialmente para dar lugar a un marco de principios nuevos -los del Estado social y democrático de Derecho- que requieren técnicas y regulaciones originales. El proceso vuelve a iniciarse, con su parsimonia tradicional. El derecho administrativo ha alcanzado una alto grado de madurez y formalización técnica, del que legisladores y científicos se muestran complacidos: pero sus principios vertebrales pertenecen, en parte, al pasado. Por supuesto, la realidad impone sus exigencias al margen de las construcciones formales: el nuevo Estado social requiere principios y técnicas nuevas que pugnan por nacer, y que nacen de hecho, en contra o al margen de los principios constitutivos del ordenamiento formal. Lo cual determina una peligrosa dualidad en la regulación

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jurídica de la Administración: de una parte existe un Derecho administrativo oficial, cuyos principios se recogen en la Constitución y en las principales leyes, y cuya estructura responde fundamentalmente a la del Estado liberal de Derecho. De otra parte, sin embargo, ha aparecido un Derecho administrativo subterráneo, compuesto por reglas y exigencias opuestas a ese núcleo de principios clásicos, que conviven difícilmente con él, bajo la veste de excepciones o matizaciones de aquellos principios, pero que de hecho los contradicen (de forma que se llega a situaciones próximas a la esquizofrenia: se proclama solemnemente la vigencia de unos principios, sabiendo más o menos oscuramente que la realidad discurre por canales diversos). Y ha aparecido, también un Derecho administrativo marginal, integrado por técnicas e instituciones de nuevo cuño, nacidas con un escaso respaldo normativo -o con ninguno- y que, por su contradicción con las técnicas y principios estereotipados del Derecho administrativo oficial, no han sido aún "oficializadas", no han recibido carta de naturaleza para hacer su entrada e incorporación solemnes en éste. La descripción de este Derecho administrativo oficial, así como de este nuevo ordenamiento underground surgido junto a aquel, es el contenido propio de esta obra. Para ilustrar lo dicho, pues, deben bastar aquí algunos ejemplos tomados al azar. Así, el que hemos denominado metafóricamente Derecho administrativo subterráneo opera fundamentalmente en el sector capital del principio de legalidad y de la teoría de las fuentes: el primado absoluto de la institución parlamentaria y de la ley como instrumento habilitante de potestades a la Administración se halla socavado por instituciones que hacen realidad el fenómeno del desplazamiento del poder normativo en favor del Ejecutivo: decretosleyes, decretos legislativos, deslegalización, reglamentos independientes, reglamentos de entidades autónomas. Se proclama enfáticamente el principio de vinculación positiva de la Administración a la ley, pero todos sabemos que la realidad es muy otra: que, irresistiblemente, la ley sigue siendo un mero límite, y no solo la fuente única de poderes de la Administración, como veremos en un capítulo posterior. Se afirma que la potestad reglamentaria pertenece al gobierno (así, art. 97 CE), pero ello no obsta a que también la ejerzan muchas de las autoridades y organismos subordinados a él, con o sin habilitación al respecto. Por su parte, el que hemos llamado Derecho administrativo marginal posee una extensión material muy superior: la teoría clásica de los actos administrativos (declaraciones de voluntad, de juicio, de conocimiento o de deseo de la Administración) ignora el inmenso mundo de las actividades materiales, prestacionales o no, que la Administración hoy realiza. La teoría de los contratos administrativos continúa anclada en la contemplación beatífica de la trinidad de tipos contractuales propia del Estado liberal (ejecución de obras, servicios y suministros), cuando la actividad convencional del Estado se desarrolla en una inmensa gama de contratos y convenios atípicos, que van desde las compras de productos de primera necesidad a los convenios urbanísticos, pasando por los contratos -programa celebrados con empresas públicas. La propia teoría de las normas, por último, se halla aún encorsetada por la dualidad ley- reglamento olvidando figuras atípicas -pero capitales- surgidas a su margen, como las directivas, los planes de toda índole, las recomendaciones y las normas que emanan no de un mandato unilateral, sino de un procedimiento accionado.

Por otro lado, la dualidad descrita del Derecho administrativo de nuestro tiempo debe ser entendida rectamente. La contradicción hoy existente entre los principios básicos del que hemos llamado Derecho administrativo oficial, correspondientes al Estado liberal de Derecho, y las nuevas técnicas surgidas al calor del Estado social y democrático no entraña, en modo alguno, una invitación a arrojar por la borda un 158

ordenamiento pretendidamente obsoleto y sustituirlo por otro de nueva planta. En absoluto. Incluso como estrategia tal pretensión desconocería la realidad de las cosas: el Estado actual no constituye la negación dialéctica del constitucionalismo liberal, sino la inserción en el mismo del momento social y democrático; en términos escolásticos, podría decirse que el Estado social no niega al Estado liberal, sino que lo perfecciona. Aún cuando sus presupuestos históricos hayan quedado parcialmente superados, la inercia del ordenamiento jurídico cumple una capital función de freno que permite a la sociedad amortiguar y asimilar, a la velocidad justa, los cambios bruscos impulsados por la ideología política; que no siempre son acertados. Una función de freno, además, indispensable para contrarrestar la íntima tendencia al totalitarismo y a la regimentación que es inherente a los postulados del Estado social.

La era de la incertidumbre Nuestro análisis ha llegado a un punto en el que historia y presente se confunden; lo que, sin duda, constituiría una buena razón para poner punto final. Y sin embargo, aunque parezca ilógico, este rápido recorrido por la historia de la Administración pública y de su derecho no puede terminar sin echar una breve ojeada por la ventana que nos muestra el futuro inmediato. Motivos para ello no faltan, ciertamente. Como hemos podido apreciar, el ciclo de reconstrucción del poder que se abre con la destrucción formal del Imperio romano de Occidente parece haber llegado a su fin. Un ciclo cuyas fases no han sido diseñadas ad hoc a los meros fines didácticos, o al modo dramático: el telón cae no porque toda obra literaria exija un final, sino porque la historia verdadera que dicha obra relata ha llegado, realmente, a su término. Es un hecho notorio, y resaltado unánimemente desde hace años, que el mundo está entrando en una nueva era: una era cuyos rasgos característicos no podemos, claro está, adivinar, pero que, incuestionablemente, se nos presagia cargada de tintes amenazadores. Sabemos, porque lo estamos viviendo ya, que la civilización va a experimentar, en los próximos cien años, cambios de una intensidad y celeridad sin precedentes, cuyas manifestaciones se están haciendo patentes desde el final de la segunda guerra mundial. Parece obligado preguntarse, pues, si el Estado y la Administración de que hoy disponemos son instrumentos válidos para afrontar ese cambio y, más aún, si el Derecho administrativo que conocemos va a servir para ordenar la convivencia entre el poder público y los ciudadanos en las primeras etapas del próximo milenio. Los términos del cambio histórico que están comenzando a producirse son muy conocidos -y no es el objeto de este libro analizarlos-: bastará pues, con una escueta relación de los más relevantes, que afectan, de una parte, al medio físico en que la humanidad desarrolla su existencia y, de otra, a la civilización misma. En el primer plano, los dos problemas que la especie humana tiene planteados son obvios: el agotamiento de los recursos naturales del planeta y los daños irreversibles que la civilización industrial está ocasionando al ecosistema global. Uno y otro constituyen cuellos de botella que han de frenar, indefectiblemente, el proceso galopante de industrialización y de crecimiento económico emprendido a fines del siglo XVIII, sobre la base

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del consumo masivo de energías y recursos no renovables. El progreso industrial ha permitido acrecer hasta límites insospechados el nivel de bienestar material y cultural de una parte de la población del globo, pero ha envenenado los ríos y los mares, está devorando sus bosques, ha hecho palidecer definitivamente el sol sobre muchas ciudades prósperas, ha convertido su entorno en basureros y ha depositado en la atmósfera un nivel de dióxido de carbono que puede provocar cambios radicales en el clima. El sólido equilibrio del llamado con fortuna "navío espacial Tierra" no está amenazado solamente por la industrialización, sino por otros dos factores en cierta forma contradictorios -y, sin embargo, coherentes. De un lado, el brutal crecimiento demográfico, que hace duplicar la población del planeta cada treinta o treinta y cinco años y que, paradójicamente, es un índice de bienestar (erradicación de epidemias, mejora de las condiciones sanitarias y de la alimentación) y una fuente de problemas de extrema gravedad (crisis previsible de alimentos, que ya previera Robert Malthus, y pobreza creciente en el hemisferio sur: decenas de millones de seres humanos mueren cada año de desnutrición, de un hambre que no distingue entre el Este y el Oeste). Y junto a la explosión de la vida, y como siniestro contrapunto, la de la muerte: por vez primera en la historia, la humanidad dispone hoy de medios bélicos más que sobrados para aniquilarse a sí misma como especie en muy pocos días. Por una sarcástica ironía del destino, la física moderna ha permitido realizar el sueño demente de Calígula, que se lamentaba de que la humanidad no tuviera un sólo cuello que se pudiera cortar de un solo tajo: los dueños actuales de las manufacturas de la muerte tienen hoy en sus manos esa apocalíptica posibilidad. El sombrío horizonte que trazan estos problemas puede ser, sin embargo, abordado racionalmente gracias a las innovaciones técnicas; la vida humana no será la misma, pero las amenazas que pesan ella pueden conjurarse. Otros fenómenos, en cambio, se han producido ya de manera irreversible, sin que sus consecuencias a largo plazo puedan hoy siquiera entreverse. De una parte, la tecnología de la máquina, primero, de la automatización y de la electrónica, después, ha llevado a una creciente "terciarización" de la especie humana: en Europa, desde el neolítico hasta el siglo XVIII una proporción abrumadora de la población se dedicaba al trabajo agrícola; desde entonces hasta nuestros días se ha trasvasado a la industria, pero la creciente mecanización de ésta va a hacer repetir el proceso, concentrando la fuerza humana de trabajo en actividades terciarias y de orden intelectual. Consecuencia de todo ello es el fenómeno de urbanización creciente, al que ya nos referimos anteriormente, así como una disminución de la cantidad absoluta de trabajo a realizar por los seres humanos. Con una población en crecimiento acelerado y un volumen global de trabajo personal en disminución, la economía mundial habrá de optar entre tasas muy elevadas de desempleo (como las hoy existentes, que no se deben sólo a la recesión económica) o un nivel de empleo generalizado, pero distribuido y combinado con una reducción drástica del tiempo de trabajo (o, lo que es lo mismo, con un aumento del tiempo de ocio de cada persona). Otro fenómeno irreversible, y ya iniciado, radica en la creciente intelectualización de la sociedad, motivada tanto por el fenómeno de terciarización, ya aludido, cuanto por la alfabetización masiva y el incremento vertiginoso del volumen de información disponible, potenciada por la revolución de las comunicaciones. Sus consecuencias son evidentes: en primer lugar, ello multiplica nuestro grado de dependencia de las máquinas cuyo objeto es el registro y tratamiento de la información; y, en segundo lugar, ahonda progresivamente el generational gap, dificultando la comunicación entre las personas de distintas edades. Un fenómeno este con tendencia a aumentar, hasta no hace mucho, la investigación se consideraba como un lujo; hoy es ya un sector productivo de capital importancia para el crecimiento económico, basado en la innovación: mañana será un sector absolutamente prioritario, pues los cuellos de botellas derivados del agotamiento de los recursos y de la contaminación creciente sólo podrán superarse mediante la investigación. 160

Las reflexiones que brotan espontáneamente ante este abrumador catálogo de problemas son bienes simples. En primer lugar, la constatación elemental de que el Estado y el Derecho de la sociedad actual no son, ciertamente, los que habrán de ayudar a abordar y resolver estos problemas. El Estado y el Derecho público de nuestro tiempo son productos culturales creados para afrontar la primera revolución industrial y los cambios sociales que la misma supuso: los problemas planetarios de una era basada en la escasez les desbordan por todos lados, obviamente. No sabemos que serán la estructuras políticas y jurídicas del próximo futuro; pero, desde luego, serán bastante diferentes a las que conocemos. Ello no supone, sin embargo, que el Estado y el Derecho vayan a desaparecer, barridos por esa tercera ola que se avecina, sino que la balanza entre uno y otro corre grave riesgo de desnivelarse. Con una u otra estructura territorial (supranacional, infranacional o mundial), el Estado no corre el más mínimo peligro de extinción. Antes al contrario, todo apunta a que su poderío ha de experimentar un crecimiento extraordinario, consecuencia tanto de los nuevos instrumentos tecnológicos a su alcance como de la magnitud de los problemas que se le va a exigir que afronte y resuelva. Cualquiera que sea la perspectiva que se adopte, el futuro presenta un horizonte harto sombrío, en el que la libertad del hombre, desgraciadamente, no tiene apenas cabida. Abandonado a su propia dinámica, el Estado social y democrático de Derecho lleva derechamente a un nuevo totalitarismo tecnológico: quizá a "una ausencia de libertad cómoda, suave, razonable y democrática, señal del progreso técnico", como dijera Herbert MARCUSE, pero que no deja de ser por ello un melancólico camino de servidumbre, sin retorno ni esperanza, hacia la cerrada utopía del infierno que captara con aterradora lucidez, hace ciento cincuenta años, la asombrosa intuición de TOCQUEVILLE: "Sobre la especie humana se alza un poder inmenso y tutelar que asume la carga de asegurar las necesidades de las gentes y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, ordenado, previsor y bondadoso, se asemejaría al poder paterno si su misión fuera educar a los hombres para la edad adulta; pero, contrariamente, lo que pretende es mantenerlos en una infancia perfecta. Hállase propicio a que el pueblo goce, con tal que no piense sino en gozar. Convertido en el árbitro y en el origen de la felicidad de los hombres, el gobernante, con la mejor disposición, cuida y se preocupa de que nada les falte: satisface sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, regula el incremento de su patrimonio, interviene en su sucesión hereditaria y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir. ¿Qué resta a las gentes por hacer cuando se les ha ahorrado la inquietud de razonar y las tribulaciones que la vida comporta?"

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Actividad Nº 19 1.- ¿A qué se refiere el autor que estamos estudiando cuando expone sobre los derechos administrativos oficial, subterráneo y marginal? 2.- Enumere los acontecimientos más importantes entre 1870 y 1970 que merecieron el calificativo de edad diosa del derecho administrativo. 3.- ¿Qué reflexión personal le merece el calificativo de era de la incertidumbre aplicada al presente del derecho administrativo?

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El estado actual del Derecho Administrativo1 por AGUSTÍN A. GORDILLO, en Revista de Derecho Administrativo Nº 14, Sept.-Dic. de 1993.

1.- Introducción Para quien ha tenido oportunidad de referirse al "presente y futuro del derecho administrativo"2 parecería prudente la sola reflexión acerca del "estado actual del derecho administrativo". Sin embargo, decir al mismo tiempo que un cambio se está produciendo cuál es él, exactamente resulta a la postre casi tan azaroso como hablar del futuro. Es así como ya dos veces en el último par de años tuve oportunidad de hablar del "presente"3 y en cada ocasión pude decir o destacar algo diferente. En todo caso, el comienzo es fácil: para hablar del estado actual del derecho administrativo resulta inevitable referirse al pasado no sólo mediato (antes de la reforma del Estado) sino también inmediato (los primeros tiempos de la reforma), de lo cual hay muchísimo escrito4. 1.- Conferencia pronunciada en ocasión de recibir el nombramiento como profesor honorario de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 3 de setiembre de 1993. 2.- Presente y futuro del derecho administrativo en Latimoamérica, en el libro del Instituto Internacional de Derecho Administrativo Latino, El derecho administrativo en Latinoamérica, Bogotá, 1978, ps. 24 y ss.. Habíamos incursionado antes en el tema en nuestro Tratado de derecho administrativo. Parte general, t. 1, ed. Macci, Bs.As., 1974 y reimpresiones, 2ª edición en prensa, capítulo II: "Pasado, presente y futuro del derecho administrativo". 3.- Las tendencias actuales del derecho administrativo, en el libro colectivo Las tendencias del derecho. Unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, México, 1991; Panorama del actual derecho administrativo argentino, en la "Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales", año XXXII, enero-junio de 1991, nos. 1-2, Montevideo, Uruguay, 1991, ps. 18 a 36. 4.- Ver: Hutchinson, Barraguirre y Grecco, Reforma del Estado. Ley 23.696. Ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1990; Guillermo E. Fanelli Evans, La concesión de obra pública. La reforma del Estado (nueva legislación), ed. Ciencias de la Administración, Bs.As., 1989; Rodolfo C. Barra, La concesión de obra pública en la ley de reforma del Estado, en la revista "Régimen de la Administración Pública", año 12, nº 126, Bs.As., 1990, ps. 9 y ss.; las diversas contribuciones al libro Primer seminario internacional sobre aspectos legales de la privatización y desregulación. Agosto 9/11 de 1989, misma editorial, Bs.As., s/d y sus referencias; Carlos Menem y Roberto Dromi, Reforma del Estado y transformación nacional, ed. Ciencias de la Administración, Bs.As., 1990; Gustavo E. E. Pinard, La reforma del Estado, "J.A.", 18 de julio 1990, p. 12; Juan Octavo Gauna, Ejercicio privado de funciones públicas, "L.L.", 1990-D, p. 1203; Guillermo E. Fanelli Evans, La privatización de los ferrocarriles nacionales, "L.L.", 1990-D, p. 1281; Gustavo Ariel Kaufman, La suspensión de subsidios en la ley de emergencia económica, "L.L.", 1990-C, ps. 761 a 770; Lira Bernardino Bravo, La ley extraparlamentaria en Argentina 1930-1983: leyes y decretos-leyes, "L.L.", 1990-C, p. 1193; Héctor R. Trevisán, Reflexiones sobre el nuevo régimen de inversiones extranjeras, "L.L:", 1990-A, ps. 781 a 784; Martín R. Bourel, Nuevo régimen de inversiones extranjeras en la Argentina, "L.L.", 1990-A, ps. 920 a 923; Miguel Angel Ekmekdjian, El instituto de la emergencia y la delegación de poderes en las leyes de reforma del Estado y de emergencia económica, "L.L.", 1990-A, ps. 1125 a 1129; Guillermo E. Fanelli Evans, El control en las privatizaciones y concesiones, 17 de julio 1990, "L.L.", p. 3; Juan Carlos Cassagne, La transformación del Estado, 8 noviembre 1990, "L.L.", p. 1 a 3; Néstor Pedro Sagüés, Derecho constitucional y derecho de emergencia, 18 setiembre 1990, "L.L.", ps. 1 a 7; Cristián J. P. Mitrani, Privatización: métodos y cuestiones jurídicas, 5 octubre 1990, "L.L.", ps. 1 a 2; Horacio Ruiz Moreno, La emergencia a la luz de nuestra Constitución, 6 noviembre 1990, "L.L.", ps. 1 a 3; etc..

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Pero como el cambio continúa operándose tanto en la normativa como en la jurisprudencia, en la realidad como en la doctrina, aún la referencia al presente seguirá teñida hasta del pasado inmediato y resultará de inevitable modificación en el futuro próximo. Ni qué decirlo, también influyen la propia evolución del proceso político, alineamientos y realineamientos de fuerzas, reevaluaciones más optimistas o pesimistas del pensamiento político, etc.. Sigue, pues, escribiéndose mucho sin poderes claramente diferenciar sub etapas: pasado inmediato y presente continúan imbricados y todavía unidos y entrelazados en lo también mucho escrito más recientemente5. Empezaremos aquí por la pare final del pasado mediato (antes de la reforma y lo que de aquél aún subsiste después de ésta), seguiremos con el pasado inmediato (el ya terminado tiempo de la emergencia) y lo que de él se trasvasa al presente y continúa en el futuro inmediato. Forzosamente, haremos un análisis de temas puntuales, remiténdonos a trabajos análogos para otros aspectos del presente6.

5.- Numerosísimos trabajos recientes analizan este proceso de transformación; tan sólo en la "Revista de Derecho Administrativo", desde su nacimiento: Héctor Masnatta, En torno a "privatización y desregulación en la Argentina, Presente y futuro", nº 2, Bs. As., 1989, ps. 301 y ss.; Pedro Aberastury (h.), Reglamentos de necesidad y urgencia en el actual proceso de democratización, nº 2, ps. 502 y ss.; Carlos R. S. Alconada Aramburú, Rol del Estado en la economía: privatización, desregulación; nacionalización; estatización, nº 3, 1990, ps. 85 y ss.; Rodolfo Carlos Barra, La transformación del Estado y el Poder Judicial, nº 4, 1990, ps. 247 y ss.; Carlos Manuel Grecco, Potestad tarifaria, control estatal y tutela del usuario (A propósito de la privatización de Entel), nº 5, 1990, ps. 481 y ss.; Guillermo Andrés Muñoz, Reglamentos de necesidad y urgencia, nº 5, 1990, ps. 519 y ss.; Jorge A. S. Barbagelata, ¿Emergencia moral o económica frente a los reclamos contra el Estado?, nº 5, ps. 625 y ss.; Alberto B. Bianchi, De las leyes "de facto" en los gobiernos "de iure", nº 5, ps. 649 y ss.; Rodolfo Carlos Barra, La concesión de obra y de servicio público en el proceso de privatización, nº 6, ps. 17 y ss.; Juan Carlos Cassagne, La desregulación de actividades dispuesta por el decreto 2284/91, nº 7/8, ps. 379 y ss.; Armando N. Canosa, El proceso de desregulación, nº 7/8, ps. 579 y ss.; Héctor M. A. Pozo Gowland, Las leyes y decretos de necesidad y urgencia ante la Constitución nacional, nos. 7/8, ps. 527 y ss.. Existe desde luego una abundantísima bibliografía adicional, alguna de la cual mencionamos más adelante en el punto 4.2.. En todos ellos existen más referencias bibliográficas contemporáneas, por lo que un solo folleto podría ya confeccionarse con la mera lista bibliográfica actualizada, tarea que sin duda excede a este trabajo. 6.- Los ya citados Las tendencias actuales del derecho administrativo, México, 1991, y Panorama del actual derecho administrativo argentino, Montevideo, 1991. También nuestros artículos La validez constitucional del decreto 2284/91, en el "Periódico Económico Tributario", Bs.As., nº 1, noviembre de 1991; La concesión de obras públicas y la privatización de empresas públicas por la concesión. Aspectos comunes, en Iniciativa privada e servicios públicos, separata de la "Revista de Direito Público", vol. 98, San Pablo, abril-junio de 1991, ps. 9 a 17; El informalismo y la concurrencia en la licitación pública, en la "Revista de Derecho Administrativo", nº 11, Bs.As., 1992, ps. 293 a 318; Desregulación y privatización portuaria, en la "Revista de Derecho Administrativo", nº 9, Bs.As., 1993, ps. 31 a 46.

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2.- El "Estatu Quo Ante" Desde fines del siglo pasado hasta la década de los años 80 se fueron constituyendo los principios del derecho público que hemos recibido como una expresión mayoritaria y pacífica de la concepción política, social y jurídica del Estado7. El statu quo del liberalismo decimonónico pasó a ser sustituido por el nuevo statu quo del Estado social de derecho o Estado de bienestar.

2.1.- Intervencionismo. Regulación. El intervencionismo en la economía era uno de los principios adoptados pacíficamente de la Europa de fines del siglo pasado y primera parte del presente8. Se dictaron leyes reguladoras de la actividad económica, algunas fundadas en la emergencia (leyes de moratoria hipotecaria, prórroga de alquileres; leyes reguladoras de la carne, el vino, los granos, etc.) y otras no (correos, puertos, etc.).

2.2.- Nacionalizaciones. Las nacionalizaciones de la primera mitad del siglo en Europa fueron en la Argentina las nacionalizaciones de las postrimerías de ese primer medio siglo9.

2.3.- Administración del desarrollo económico y social. El doble sistema de regulación desde afuera de la actividad económica e intervención desde adentro como agente de producción pasó a ser un dato normal; es la época de la administración del desarrollo económico y social, de las agencias o corporaciones de desarrollo10.

2.4.- Los intentos de planificación. Quizá como exponente máximo se podría mencionar el intento de crear sistemas de planificación del desarrollo económico y social11, aunque sin la suficiente convicción12.

7.- Principios que hemos recogido en el Tratado de derecho administrativo. Parte general, t. 1, Ed. Macchi, Bs.As., 1974, reimpresión 1986, 2ª ed., en prensa, capítulos I y III, entre otros. También en nuestra Teoría general del derecho administrativo, Ed. Instituto de Estudios de Administración Local, Madrid, 1984, capítulo 1. 8.- Nuestro libro Empresas del Estado, Ed. Macchi, Bs.As., 1966, Introducción, ps. 15 y ss.; Derecho administrativo de la economía, Ed. Macchi, Bs.As., 1966. 9.- Nuestro libro Empresas del Estado, ob. cit., capítulo II, ps. 57 y ss.. 10.- Nuestro libro Empresas del Estado, ob. cit., capítulo V, ps. 119 y ss.. 11.- Tema, éste, al cual dedicamos sucesivamente tres obras: Derecho administrativo de la planificación, Bogotá, 1967, ed. de la O.E.A. Planificación, participación y libertad, ed. Macchi y Alianza para el Progreso, México y Buenos Aires, 1973; Introducción al derecho de la planificación, Editorial Jurídica Venezolana, Caracas, 1981. 12.- Ver Introducción al derecho de la planificación, ob. cit., Prólogo, ps. 5 y 6.

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3.- Génesis y desarrollo de la crisis. Aquel intervencionismo se fue hipertrofiando hasta finalmente distar de ser siempre no ya eficaz sino incluso razonable.

3.1.- El parasistema administrativo. La inexistencia de consenso social acerca de la bondad del sistema regulatorio llevó a su incumplimiento y a la generación de reglas espontáneas de comportamiento social de los particulares y de la administración pública. Se produce algo parecido al fenómeno que en algunas sociedades se denomina como derecho no estatal y que otras sociedades hemos denominado parasistema jurídico y administrativo13.

3.2.- La administración paralela. Tampoco la estructura administrativa formal coincide con aquella que funciona; en el caso anterior como en el presente, es el quántum de la distancia entre la norma y la realidad lo que diferencia a las sociedades más desarrolladas de las menos desarrolladas. La diferencia cuantitativa supera en algún momento el umbral de lo cualitativo14. Son tantas las diferencias entre el sistema formal y la realidad, como para que ya no se pueda hablar de meros incumplimientos al sistema, sino que se deba pensar en la existencia de un sistema paralelo, de una administración paralela15. algunas cosas del pasado han cambiado; ésta, ciertamente, no.

3.3.- La crisis de seguridad. En este sistema y normatividad paralelos se debe computar también la crisis que tuvo en nuestros países el sistema de la seguridad personal, tanto desde el ángulo de la subversión como de la represión. La acumulación de ambos factores lleva a que el Estado que debiera tutelar la seguridad no solamente no la aseguraba sino que la transgredía sistemáticamente16, y en algunos casos todavía la trasgrede. 13.- Nos remitimos a nuestro libro La administración paralela. El parasistema jurídico-administrativo, Madrid, 1982, Editorial Civitas. Hay traducción italiana bajo el título L’amministrazione parallela. Il "parasistema" giuridico-amministrativo, Milán, 1987. Ed. Giuffrè. En igual sentido: Yadh Ben Achour, Cours de droit administratif, Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Económicas de Túnez, Túnez, t. I, 1980, ps. 49 y 50. Posteriormente la literatura se ha extendido, sobre todo en el tema económico y fiscal. Ver, por ejemplo: Hernando de Soto, El otro sendero. La revolución informal, ed. Sudamericana, Bs.As., 1987; Adrián Giussarri, La Argentina informal, Emecé, Bs.As., 1989; Alejandro Portes, La economía informal, Planeta, Bs.As., 1990. 14.- O como decía Massimo Severo Giannini, Sull’azione dei pubblici poteri nel campo dell’ economia, "Rivista di Diritto Commerciale", Milán, 1959, p. 323, es indubitable "que en el campo jurídico la variación cuantitativa redunda en mutación cualitativa". 15.- Ver la remisión de la nota precedente. 16.- Para una descripción ver Rubén A. Sosa Richter, Función y violación de los derechos humanos en la posguerra (El caso argentino), Bs.As., 1990, editorial La Ley.

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Al margen de las consideraciones que sobre esto cabe hacer en materia de derechos humanos, lo cierto es que este masivo incumplimiento normativo constituye un ingrediente más de la virtual disolución del Estado como lo concibieron los pensadores del siglo pasado. La transgresión sistemática por el Estado a su propio derecho lleva a la creación de un derecho supranacional y organismo supranacionales de control17, cuya aceptación por el Estado constituye un principio que luego tendrá aplicación también en el campo de la integración económica subregional (Mercosur). Si bien se ha producido un importante avance en la materia, hasta ejemplificado por una abundantísima doctrina nacional18, el progreso en el derecho interno se ve frenado por un limitante casi estructural: la crisis del sistema judicial. No está, pues, resuelto el problema, pero se debe apuntar como un sustancial progreso el reconocimiento por la Corte Suprema de Justicia de la supranacionalidad operativa de ambos sistemas, el de derechos humanos y el económico.

3.4.- La crisis de la justicia. El sistema judicial fue acumulando un siglo de deterioro progresivo, lo cual sin duda agregó a la crisis generalizada del sistema. Esta tendencia no ha tenido punto alguno de inflexión en el presente y continúa siempre empeorando19.

17.- Ver nuestro artículo La supranacionalidad operativa de los derechos humanos en el derecho interno, "La Ley", 17 de abril de 1990, reproducido como capítulo II de nuestro libro Derecho humanos, ob. cit., ps 43 y ss.. Como explica Ataliba Nogueira, es uno de los signos que acompaña el colapso de la idea corriente de Estado: O perecimento do Estado, Revista dos Tribunais, San Pablo, 1971, ps. 24 y 25. Ver también, del mismo autor, Liçoes de teoria geral do Estado, Revista dos Tribunais, San Pablo, 1969, ps. 46 a 67. 18.- Nuestro libro Derechos humanos. Doctrina, casos y materiales. Parte general, Ed. Fundación de Derecho Administrativo, Bs.As., 1990, reimpresión 1992; Jonathan M. Miller, María Angélica Gelli, Susana Cayuso y otros. Constitución y derechos humanos, Astrea, Bs.As., 1991; Daniel E. Herrendorf y Germán J. Bidart Campos, Principios de derechos humanos y garantías, Ediar, Bs.As., 1991; Miguel M. Padilla, Lecciones sobre derechos humanos y garantías, Abeledo-Perrot, Bs.As., 1986/7; Juan Carlos Hitters, Derecho internacional de los derechos humanos, Ediar, 1991; Marcelo A. Sancinetti, Derechos humanos en la Argentina post-dictatorial, Lerner, Bs.As., 1988; Carlos E. Colautti, El Pacto de San José de Costa Rica. Protección a los derechos humanos, Lerner, Bs.As., 1989; Hortensia D. T. Gutiérrez Posse, Los derechos humanos y las garantías, Zavalía, Bs.As., 1988; Eduardo Angel Russo, Derechos humanos y garantías, El Derecho al mañana, Plus Ultra, Bs.As., 1992; Eduardo Rabossi, La carta internacional de derechos humanos, Eudeba, Bas. As., 1987; Genaro Carrió, El sistema americano de derechos humanos, Eudeba, Bs.As., 1987. 19.- Hemos tratado el tema en nuestro libro Derechos humanos, ob. cit., capítulo V; ver también Rafael Bielsa; comparar Roberto Dromi, Los jueces ¿Es la justicia un tercio del poder?, Ediciones Ciudad Argentina, Bs.As., 1992.

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3.5.- Servicios públicos y poder de policía: su crisis. Era también evidente, para mí, que se había creado toda una mitología peligrosa e inútil, alrededor de viejas nociones como "servicios públicos"20 y "poder de policía"21, que acompañó el proceso de deterioro del Estado, torciendo en favor de la autoridad el equilibrio entre autoridad y libertad22. Sin embargo, la doctrina ha sido reacia a reconocerlo23, y seguramente con el tema del control de los servicios privatizados aparecerán quienes se sientan vindicados en tal tesitura.

3.6.- La revolución tecnológica. Al propio tiempo que un mundo se desmorona, la revolución tecnológica constituye una modificación comparable a la revolución industrial24.

3.7.- Los recursos naturales. La convicción acerca de la riqueza de los recursos naturales25, que tanta elaboración recibieron26, fue dando paso a la convicción no sólo de que eran agotables o no renovables, sino que ni siquiera aseguraban per se la riqueza de una nación.

20.- La exposición de esta crisis, en nuestro país, la realizamos entre otros libros en el Tratado de derecho administrativo. Parte General, t. 2, Ed. Macci, Bs.As., 1975, reimpresión 1986, capítulo XIII. En el derecho comparado ver, entre otros, Jean-Louis de Corail, La crise de la notion juridique de service public en droit’administratif français, L.G.D.J., París, 1954. 21.- Quien primero expuso la crisis fue Walter Antoniolli, Allgemeines Verwaltungsrecht, ed. Manzsche y Universitätsbuchhandlung, Viena, 1954, ps. 288 y ss.. La desarrollamos en nuestro Tratado..., t. 2, ob. cit., capítulo XII. Una refutación a la crisis, que hemos contestado, en Clovis Beznos, Poder de policía, ed. Revista dos Tribunais, San Pablo, 1971. 22.- Lo planteamos en nuestro Tratado, ob. cit., t. I, capítulo III, punto 1. 23.- Recientemente Ismael Farrando, Poder de policía y derecho público provincial, en el libro colectivo Derecho público provincial, t. II, Depalma, Mendoza, 1991, ps. 275 y ss.. 24.- La bibliografía es vasta. Ver, entre otros, Shoshana Zuboff, In the age of the smart machine. The future of work and power, Basic Book, Nueva York, 1988. 25.- U otros excedentes por bonanzas históricas que son manejados con mentalidad de "Estado rico": Boneo, ob. cit., ps. 32 y ss.. Sobre el "potencial económico excepcionalmente apto" del país ver Aldo Ferrer, Crisis y alternativas de la política económica argentina, F.C.E., Bs.As., 1977, p. 119. 26.- Recientemente el enjundioso trabajo de Joaquín López, Los recursos naturales, la energía y el ambiente en las constituciones de las provincias argentinas, en el libro colectivo Derecho público provincial, t. III, Depalma, Mendoza, 1993, ps. 1 y ss..

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3.8.- La crisis económica27. La crisis económica opera como elemento detonante del sistema: situación de endeudamiento externo28 no ya coyuntural29 sino estructural, recesión sistemática, el fantasma constante de la hiperinflación, el desajuste estructural de las cuentas fiscales, la quiebra virtual del aparato del Estado. En realidad, la crisis se venía perfilando desde 1960 y profundizando desde 1970: una persistente declinación en el ahorro y la inversión los llevan a fines de la década de los años 80 a la mitad del nivel de la década de los 70; el producto bruto per cápita es en este momento un 26% más bajo que en 1974; el ingreso per cápita cayó a un ritmo del 1,7% anual continuadamente desde 1975 a 198530. La deuda externa creció sin pausa desde 197031. En verdad, desde 1973 el déficit presupuestario se hace crónico en casi todo el mundo; la insuficiencia de recursos del sector público se solventaba con más déficit presupuestario, más endeudamiento, más emisión, más inflación. La década de 1970-1980 contuvo así lo que algunos llamaron "la peor crisis económica del país en este siglo"32. La siguiente década de 1980-1990 cerró con una inflación de 3,36 millones de veces, y tres años seguidos de profunda recesión, con la imposibilidad material sistemática del Estado nacional de hacer frente tanto a sus obligaciones legales33 como contractuales de pago.

27.- Nos hemos referido al tema en La emergencia económica y administrativa argentina, en el libro de homenaje al profesor Eduardo Ortiz, San José, Costa Rica, en prensa. 28.- Sobre algunas de sus particularidades ver Geraldo Ataliba, Emprésimos públicos e sea regime jurídico, ed., Revista dos Tribunais, San Pablo, 1973, y nuestro artículo. El contrato de crédito externo, "Revista de Administración Pública", Madrid, 1982, nº 97, ps. 423 a 449, reproducido en el libro de la A.A.D.A.. Contratos administrativos. Contratos especiales, t. II, Astrea, Bs.As., 1982, ps. 187 a 226. 29.- Lo que nació bajo el rótulo benevolente de Foreign Aid -ayuda externa- se transforma así en Foreign Debt -deuda externa-. Es algo más que un cambio Eckaus, Foreign Aid, Penguin, Bungay, Suffolk, 1970. 30.- Rudiger Dornbusch y Juan Carlos de Pablo, Deuda externa e inestabilidad macroeconómica en la Argentina, ed. Sudamericana, Bs.As., 1988, p. 11. 31.- Dornbusch y de Pablo, ob. cit., ps. 45 y ss.. Al comienzo los bancos prestaban, aún sólo para financiar los préstamos viejos, sin inconvenientes. 32.- "The Economist", Argentina: a survey, 26 enero 1980, ps. 11 y ss., 19 y ss.. 33.- Por ejemplo las que surgen de la ley 19.597 para ciertos productos estacionales. Las palabras de uno de los empresarios afectados al entrar en quiebra (uno más entre varios) fue "que la crisis actual [...] no es ni la más larga, ni la más profunda, ni la más grave: es la crisis terminal de la actividad" (ing. Jorge de Prat Gay, "La Gaceta", 13/12/90). Algo similar se puede decir del Estado a fines de la década del 80 cuando ya no puede prestar ni siquiera los servicios que Adam Smith preconizaba.

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Ya el endeudamiento externo se venía acelerando desde 197834, y ante la crisis del sistema financiero a partir de 198035 el Estado resuelve trasformar deuda privada en deuda pública externa36. Súmese a ello el costo de la guerra37 y es fácil advertir cómo tales efectos acumulativos llevan la deuda externa a su crisis terminal en 1980-198238. La respuesta estatal fue todavía de más intervencionismo39, conforme al esquema clásico. Pero es así como ya durante veintiocho años consecutivos el Estado no moviliza recursos para pagar la deuda y ella alcanza entonces en 1989, por inevitable efecto acumulativo, al 85% del producto bruto. En ese año ya se dieron dos episodios de hiperinflación. Era para algunos "la emergencia de la emergencia"40. Todavía en el año 89 se agrega la sequía más grande en un siglo41, en el 90 se produce el aumento del petróleo, la baja del precio de los productos primarios, y la perspectiva de no exportar en 199142. 34.- Por ejemplo con lo que resultó una desastrosa política de avales estatales a inversiones privadas de riesgo en obra pública: Domingo Cavallo, Economía en tiempo de crisis, ed. Sudamericana, Bs.As., 1989, ps. 20 y ss., p. 208. Algunos autores remontan el aumento constante de la deuda externa más atrás, otros lo hacen nacer en 1980: Dornbusch y de Pablo, ob. cit., p. 68. En todo caso, el colapso del programa de Martínez de Hoz es público en marzo de 1981: ob. cit., p. 64. 35.- Dornbusch y de Pablo, ob. cit., ps. 65 y 66. Se produjeron quiebras y múltiples intervenciones y liquidaciones por el Banco Central de la República Argentina, ratificadas o autorizadas por los decretos-leyes 22.267/ 80 y 22.229/80, que llevaron a mayor endeudamiento del Estado para enjugar las pérdidas del sistema, por ejemplo el decreto-ley 22.510/81; todo ello sumado a numerosas y cambiantes resoluciones del B.C.R.A.. Para una descripción de este plateau 1980-1982 de la crisis previa, ver Horacio Tomás Liendo (h.), Emergencia nacional y derecho administrativo, ed. Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría, Bs.As.., 1990, ps. 142 a 149. 36.- Liendo, ob. cit., ps. 148 y 149. 37.- La vinculación de la guerra con la crisis que se desata o acelera en la deuda externa es explicada en Cristina Noemí Berz, Estela Diana Sosa y Luis Adrián Gallardo, Deuda externa: optimización de recursos, ed. Tesis, Bs.As., 1990, ps. 17 y ss.. El efecto no se altera porque conforme al derecho internacional no se haya tratado de una guerra stricto sensu: Alberto Luis Zuppi, die besaffnete Auseinandersetzung zwischen dem Vereinigten Königreich und Argentinien im Südatlantik aus völkerrechtlicher Sicht, ed. Carl Heymanns, Berlín, 1990, p. 190. 38.- Berz, Sosa y Gallardo, ob. cit., ps. XX, 18 y ss., 176 y ss.. Al propio tiempo incide en el mundo el colapso de la crisis mejicana: Dornbusch y de Pablo, ob. cit., p. 64. La deuda externa pública y privada argentina aumentó U$S 26 mil millones entre fines de 1980 y fines de 1983, y la parte pública de ella pasó del 52% al 71,8%: Dornbusch y de Pablo, ob. cit., p. 65. 39.- Hay en esto una importante dispersión semántica, pues es común llamar "liberales" a distintas políticas económicas tan sólo intervencionistas que otras; por ejemplo, Aldo Ferrer, El retorno del liberalismo; reflexiones sobre la política económica vigente en la Argentina, "Desarrollo Económico", 1979, vol. 18, nº 72; La economía argentina, F.C.E., Bs.As., 1980; Crisis y alternativas de la política económica argentina, F.C.E., Bs.As., 1977. Sin embargo, Ferrer reconoce que las políticas llamadas liberales han mantenido intacta una estructura sobredimensionada del Estado, con instrumentos de raíz keynesiana: ob. últ. cit., ps. 137 y 138. Comparar Liendo, ob. cit., p. 145. 40.- Liendo, ob. cit., p. 152, nota 30. 41.- La anterior justamente corona la primera gran crisis de 1890-1894, igualmente acompañada de deuda externa imposible de pagar en los términos acordados, quiebras, etc.. Ver Roberto Cortéz Conde, Dinero, deuda y crisis, ed. Sudamericana, Bs.As., 1989. 42.- Con todo lo cual es casi superfluo agregar que algunos profetizan una gran depresión mundial, como Ravi Batra, La gran depresión de 1990, Grijalbo, Bs.As., 1988; o que se den en el mercado de capitales de países desarrollados datos aislados comparables a los de 1930. Entre tantos libros recientes R. Foster Winans, Trading secrets, St. Martín’s Press, New York, 1986.

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El Estado había crecido a impulso de la doctrina económica que veía en él la salida a la crisis de los años 3043, pero en esos años creció más de lo manejable44 y ya no pudo proveer siquiera seguridad y justicia; se aproximaba al ideario anarquista45 de la inexistencia o la disolución46, o en particular a "la necesidad imperiosa de liberar al Tesoro de los déficit crecientes producidos por las empresas no redituables"47. Quebró, en suma, el sistema por expandirse más allá de lo posible como gasto público eficaz48. La vieja pregunta acerca de si había poco o demasiado Estado49, de pronto se contestó: demasiado. Y consecuentemente se inició un proceso de adecuación a la nueva política económica mundial.

43.- J. M. Keynes, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, F.C.E., 6ª ed., México, 1963. 44.- Desde luego, ésta es una verdad de Perogrullo. Ver Horacio Boneo y otros, Privatización: del dicho al hecho, ed. El Cronista Comercial, Bs.As., 1985, ps. 31 y 49; William P. Glade, en el mismo libro, p. 251. 45.- Algo que avizoró Roulet cuando advertía contra "esta especie de neoanarquistas de derecha, no quieren un control social ni reglas de juego", quien también preconizaba un Estado "flaco y fuerte", trayendo a la menta la tesis actual de la empresa privada "lean, mean and hungry". Ver Jorge Esteban Roulet, El Estado necesario, Ed. Centro de Participación Política, Bs.As., 1987, ps. 20 y 22. 46.- O, como también la vaticinó un catedrático de teoría del Estado, a la desaparición de la noción entonces "moderna" del Estado. Ver Ataliba Nogueira, Perecimento de Estado, Ed. Revista dos Tribunais, San Pablo, 1971, quien aclara que desde luego no se trata de la anarquía, porque subsiste la sociedad política, el derecho y la autoridad: es la forma de organización que varía, ps. 19 y ss., y O estado é melo e nao fin, ed. Saraiva, 3ª ed., San Pablo, 1955, y las modificaciones de sus Liçoes de teoria geral do Estado, ob. lug. cits. 47.- William P. Glade, en el libro de Boneo y otros, ob. cit., p. 253. 48.- "Bajo el peso de una competencia que comprende todo, el Estado sucumbe por su incompetencia para hacer todo. Cumple mal su tarea, cuando la cumple": Ataliba Nogueira, O perecimento do Estado, ob. cit., p. 20. 49.- Ernst Forsthoff, Rechtsstaat im Wandel, Kohlhammer, Stuttgart, 1964, ps. 63 y ss..

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4.- El nuevo modelo mundial y local50. 4.1.- Lineamientos iniciales. Esta situación es mundial, es el fin de una época sin que se sepa qué quedará luego vigente51: el liberalismo, que había muerto52 por inviable53, pareció renacer: ¿volvimos al siglo pasado54, o se trata de los eternos corsi e ricorsi de la historia55? Ya a comienzos de la década del 80 los organismos mundiales56, en un cambio de orientación57, anticipaban el nuevo papel del Estado en el proceso económico y social58. En poco tiempo más la crisis económica se trasforma en crisis política, con el fin del gobierno soviético y el triunfo del libre mercado, la crisis del modelo burocrático, la sensación del fracaso de la empresa y en general la propiedad pública, privatizaciones por doquier.

50.- De la conferencia de Eduardo García de Enterría el 6 de diciembre de 1990 en Curitiba, en el Seminario del IDEPE, Instituto de Direito Público Empresarial de San Pablo. Ver también a Francis Fukuyama, The end of history and the last man, Ed. The Freee Press, Nueva York y Toronto, 1992; el contexto económico de esta tesis puede complementarse en James M. Buchanan y Gordon Tullock, The calculus of consent. Logical foundations of constitutional democracy, University of Michigan Press, Michigan, 1992; y Buchanan y Robert D. Tollison (compiladores), The theory of public choice-ll, The University of Michigan Press, 1984, especialmente James M. Buchanan, Politics without romance: A sketch of positive public choice theory and its normative implications, ps. 11 y ss., y Gordon Tullock, The backward society: static inefficiency, rent seeking, and the rule of law, ps. 224 y ss.; James M. Buchanan, Economics. Between predictive science and moral philosophy, Texas A&M University Press, 1987. 51.- El presente es claro, como fue en 1930. Las recetas son opuestas. Como dice el humorista: "No conviene hacer predicciones. Menos sobre el futuro". No acertó nadie, ni siquiera los dedicados al tema, antes de la década del 80. Ver por ejemplo Alvin Toffler, Previews and premises, Bantam, Nueva York, 1985; La tercera ola. Plaza and Janes, Barcelona, 1980. Tal vez más genéricamente estuvo precavido Jean-Francois Revel, El conocimiento inútil, Planeta, Barcelona, 1989. 52.- Para una descripción de ese proceso nos remitimos a Alejandro Nieto, La burocracia. I. El pensamiento burocrático, Instituto de Estudios Administrativos, Madrid, 1976, ps. 82 y ss. 53.- Como posiblemente lo vería Aldo Ferrer, quien ya se ha referido al "círculo vicioso liberalismo-populismo" en Crisis..., ob. cit., ps 104 y ss.. 54.- "Medio vil y endeble es la experiencia, pero la verdad es tan grande que bien merece que no se desdeñe recurso alguno que a ella nos conduzca. La razón tiene tantas formas que no sabemos a cuál ajustarnos", decía Montaigne, Ensayos completos, t. IV. ed. Iberia, Barcelona, 1953, p. 172, libro tercero, capítulo XIII. 55.- Aldo Ferrer, Crisis y alternativas de la política económica argentina, ob. cit., ps. 76 y ss.. 56.- Ver entre otros las publicaciones del Banco Mundial, Argentina, Economic recovery and growth, Washington, D.C., 1987; Argentina, social sectors in crisis, Washington, D.C., 1988; Argentina, Reformas encaminadas a lograr estabilidad de precios y creicmientos, Washington, D.C., 1990; Argentina. Reforma tributaria para la estabilización y la recuperación económica, Washington, D.C., 1990. 57.- William P. Glade, en Boneo y otros, ob. cit., p. 240. 58.- Banco Mundial, World development report, Johns Hopkins Press. 1983, p. 56; Peter J. Kennedy Jr., en Boneo y otros, ob. cit., p. 177. Una somera descripción de los cambios mundiales de política en esta década en William P. Glade, en Boneo y otros, ob. cit., ps. 219 y ss..

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Desregulación, desmonopolización, privatización, dejan de ser banderas políticas inglesas o norteamericanas59, son políticas económicas mundiales, del Oeste60 y del Este, de las naciones y los organismos multinacionales de los cuales depende nuestro crédito externo; "las ideologías son más potentes que los Estados"61. También en nuestro país, desde luego, se comenzó en esa década a postular la desregulación y desmonopolización62 y a prestar atención a la protección del consumidor63. En lo político la Carta de París del 21 de noviembre de 1990, suscrita por los 32 Estado de la OTAN y del Pacto de Varsovia, es el nuevo orden internacional, el triunfo ideológico y empírico de la democracia y los derechos humanos unidos al libre mercado, ambos ahora reconocidos con su correcto carácter supranacional y supraconstitucional operativo por nuestra Corte Suprema de Justicia. Entre los principios que consagran el nuevo orden económico internacional aparecen en Europa la liquidación de los monopolios existentes (que no sean propios de la defensa o la prestación de servicios llamados públicos), evitar el abuso de posición dominante en el mercado y la práctica de fijación de precios o reparto de mercados, la prohibición de ayuda de los Estados a las empresas, ayudas, éstas, que distorsionarían los mercados, creación de fondos estructurales comunitarios para concurrir a situaciones de crisis u homogeneizar el mercado. Aparece también el principio de la creación de un sistema monetario europeo, estabilidad de la moneda, creación de un banco central independiente de los Estados miembros y del cual los bancos centrales nacionales son delegados para aplicar en el orden interno la política crediticia y fiscal del banco central europeo, imposibilidad al banco central nacional de financiar el déficit presupuestario más allá de un porcentaje mínimo, etc.. Toda política, decía Paul Valéry, implica alguna idea del hombre, y toda administración también64. El contexto mundial es entonces, al menos por este fin de siglo, el de una ideología y una concepción del hombre y del Estado distinta de la que prevaleció durante el siglo.

59.- A partir de 1980 con la Staggers Rail Act sobre desregulación ferroviaria en los Estados Unidos. Edouard Cointreau, Privatización. El arte y los métodos, Unión Editorial S.A., Madrid, 1986, ps. 97 y ss.. En general el origen de la idea de desregulación de la economía se remonta a los Estados Unidos. Jean Loyrette, Dénationaliser. Comment réussir la privatisation, Dunod, París, 1986, p. 19. 60.- Croisset, Prot, de Rosen, Dénationalisations. Les leçons de Pétranger, Ed. Económica, París, 1986, p. 8. 61.- Ataliba Nogueira, Parecimento do Estado, ob. cit., p. 8. El empresariado argentino reunido en FIEL también asume estas banderas en el libro colectivo. El fracaso del estatismo. Una propuesta para la reforma del sector público argentino. Ed. Sudamericana-Planeta, Bs.As., 1987. 62.- El decreto 1842/87. 63.- Ver: Gabriel Stiglitz, Protección jurídica del consumidor, Depalma, Bs.As., 1986. 64.- Gérard Timsit, Le nouvel ordre économique international et l’administration publique, Institut International des Sciences Administratives y Unesco, Aire-sur-la-Lys, 1983, p. 13.

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4.2.- El sistema legislativo a partir de la emergencia. El nuevo orden económico mundial tuvo su reflejo nacional en la llamada "reforma del Estado", leyes 23.696 y 23.69765 y las leyes posteriores 23.928 y 23.982. Cabe destacar que todo ello se da: a) en el marco de la inserción del Estado en el doble sistema supranacional operativo del Pacto de San José de Costa Rica y del Mercosur, así como también de la estabilidad monetaria y del ajuste fiscal e impositivo en marcha, como datos positivos; y b) como datos negativos, la persistencia de un sistema paralelo66, la crisis permanente del poder judicial67, un desequilibrio adicional entre el ejercicio de facultades legislativas y ejecutivas68, y el quedar aún otras importantes reformas pendientes69. Para juzgar la constitucionalidad de la legislación inicial de emergencia (23.696 y 23.697) es aplicable toda la vieja construcción doctrinal y jurisprudencial sobre la constitucionalidad del intervencionismo y la regulación en épocas de emergencia, la que se vuelve contra sí misma cuando se trata de juzgar, a la inversa, la desregulación y desmonopolización estatal, desintervención y privatización, en otra emergencia. En los antiguos ejemplos de potestad legislativa en época de crisis encontramos el caso de la moratoria hipotecaria en la depresión de los años 3070, la prórroga de los contratos privados de locación y la limitación del monto de los alquileres71, paralización de juicio contra el Estado72, fijación de cuotas de producción, precios máximos,

65.- Entre los trabajos más generales ver Hutchinson, Barraguirre y Grecco. Reforma del Estado, Ley 23.696, Ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1990; las diversas contribuciones al libro Primer seminario internacional sobre aspectos legales de la privatización y desregulación. Agosto 9/11 de 1989, editorial Ciencias de la Administración, Bs.As., s/d, y sus referencias; Carlos Menem y Roberto Dromi, Reforma del Estado y transformación nacional, ed. Ciencias de la Administración, Bs.As., 1990; Gustavo E. E. Pinard, La reforma del Estado, "J.A.", julio 18 de 1990, D, p. 1203; Juan Carlos Cassagne, La transformación del Estado, 8 noviembre 1990, "L.L.", ps. 1 a 3; Néstor Pedro Sagüés, Derecho constitucional y derecho de emergencia, 18 de setiembre 1990, "L.L.", ps. 1 a 7; Cristián J. P. Mitrani, Privatización: métodos y cuestiones jurídicas, 5 octubre 1990; "L.L.", ps. 1 a 2: Horacio Ruiz Moreno, La emergencia a la luz de nuestra Constitución, 6 noviembre 1990, "L.L.", ps. 1 a 3; etc.. 66.- Supra, punto 3.2.. 67.- Supra, 3.3. y 3.4. 68.- Infra, 4.4. 69.- Algunas de las cuales mencionamos infra, nº 5, y otras hemos reseñado en nuestro artículo El informalismo y la concurrencia en la licitación pública, "Revista de Derecho Administrativo", nº 11, Bs.As., 1992, especialmente ps. 304 a 306. 70.- "Avico c. de la Pesa", "Fallos", t. 172, p. 21, año 1934. 71.- En el caso "Ercolano", "Fallos", t. 136, ps. 170 y ss., 1922. 72.- "D’Aste vs. Caja Nacional de Previsión Social para el Personal del Estado", "Fallos", t. 269, p. 417, año 1967; revista "La Ley", t. 130, ps. 485 y ss..

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etc.73, monopolios estatales que regulan la producción privada en materia de carnes74, yerba mate75, vinos76, grano77, algodón78, y así sucesivamente. Se ha resuelto la inconstitucionalidad cuando la norma era retroactiva79, o no tenía en sí misma categorías razonables de diferenciación80, pero salvo estos supuestos relativamente excepcionales, lo cierto es que la Corte Suprema de Justicia de la Nación tiene admitida reiteradamente la constitucionalidad de normas restrictivas a garantías constitucionales como la propiedad, libertad de comercio e industria, de contratación, en épocas de emergencia81. También se ha encontrado en algún caso que no subsistía la situación de emergencia en forma continuada como para que el régimen limitativo mantuviera caracteres de permanencia82, pero más frecuente es que fuera el propio legislador el que, habiendo dictado las leyes de emergencia, las derogara o dictara luego otras "mejores" para corregir los males causados por las anteriores83. Del mismo modo se puede estimar que en materia de legislación de emergencia la posición de la Corte es que en definitiva "no le toca... opinar sobre cuál de varios medios posibles es el mejor, sino si el elegido por el legislador es [...] proporcionado al fin perseguido"84.

73.- "D’Aste vs. Caja Nacional de Previsión Social para el Personal del Estado", "Fallos", t. 269, p. 417, año 1967; revista "La Ley", t. 130, ps. 485 y ss.. 74.- El caso de las leyes 11.226, 11.228, 11.563 y 11.747, de 1933, esta última de creación de la Junta nacional de Carnes, declarada constitucional por la Corte Suprema en el año 1944 en el caso "Inchauspe", t. 199, p. 483. En sentido similar: "Frigorífico Anglo S.A. vs. Gobierno Nacional", "Fallos", t. 171, p. 366, año 1934; "Cía Swift de La Plata y otros c. Gobierno Nacional", t. 171, p. 348, año 1934. Ver: maría Susana Taborda Caro, Derecho agrario, Plus Ultra, Bs.As., 1979, ps. 400 y ss.. La solución se mantiene en el caso "Cavic", 1970, "La Ley", t. 139, p. 527, con nota de Carlos Sáenz Valiente, y nota de Julio Oyhanarte en "La Ley", t. 139, p. 1118. 75.- Ley 12.236. Ver: José María Sáenz Valiente (hijo), Curso de derecho federal, ed. Dovile, Bs.As., 1944, ps. 287 y ss.; Zavalía, Derecho federal, t. II, ps. 982 y ss.. 76.- Leyes 12.137 y 12.355; Zavalía, ob. cit., p. 987; Sáenz Valiente, ob. cit., ps. 290 y ss.. 77.- Ley 12.253, luego de un decreto de 1933; Sáenz Valiente, ob. cit., ps. 293 y ss.; Taborda Caro, ob. cit., ps. 461 y ss.. 78.- Decreto del 27 de abril de 1935; Sáenz Valiente, ob. cit., p. 294. 79.- Caso "Horta", 21 de agosto de 1922, "Fallos", t. 137, p. 47. 80.- "Muñiz Barreto de Alzaga vs. Antonio Destéfanis", 1958, "Fallos", t. 270, p. 379. 81.- "Ferrari", año 1944, t. 199, p. 496; "Giraldo", t. 202, p. 456, año 1945; "Ciarrapico", t. 204, p. 195, año 1946; "Caillard de O’Neil", t. 234, p. 384, año 1956; "Russo", t. 243, p. 467, año 1959; "Nadur", t. 243, p. 449, año 1959; "Diodato", "Fallos", t. 266, p. 170, año 1966; "La Ley", t. 125, p. 402, "Inco", "Fallos", t. 268, p. 364, año 1967; "La Ley", t. 128, p. 419; "Banco Hipotecario Franco Argentino", "Fallos", t. 270, p. 462, año 1968, "La Ley", t. 132, p. 797; etc.. 82.- "Mango vs. Traba", año 1925, "Fallos", t. 114, p. 219: "en las condiciones expresadas no es posible ya considerar razonable la restricción extraordinaria al derecho de usar y disponer de la propiedad que mantiene en vigor la ley 11.318 y que en su origen fue sancionada como una medida excepcional destinada a salvar una grave emergencia". 83.- Es la expresión de Juan Francisco Linares, Razonabilidad de las leyes, Astrea, Bs.As., 1970, ps. 130 y 131. 84.- Miguel M. Padilla, Lecciones sobre derechos humanos y garantías, Abeledo-Perrot, Bs.As., 1986, p. 79, y sus referencias. Con todo, "la Corte, por tanto, dijo primero que no podía analizar la eficacia de los medios elegidos para obtener el fin propuesto, y a continuación se remitió a una serie de circunstancias de hecho que, a su juicio, acreditaban suficientemente la referida eficacia. También se puede verificar la misma contradicción en el caso Ercolano" (Padilla, ob. cit., p. 78).

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Se ha sugerido, posiblemente con acierto, que el análisis de los hechos por nuestra Corte Suprema es menor en esta materia que el de los tribunales norteamericanos cuyos procedentes con frecuencia se invocan85. La crisis de la década del 80 es heredera de la crisis mundial de 1973, y sin embargo bajo el signo de la misma crisis se han dictado en el mundo medidas exactamente contrapuestas: nacionalizaciones en Francia86 y Colombia87 en 1982, privatizaciones en Gran Bretaña, desregulación en los Estados Unidos. En cualquier hipótesis, no cabe duda de que la legislación dictada a partir de la reforma del Estado se inserta en un modelo económico mundial que nuestra jurisprudencia no habrá de considerar inconstitucional. Algunos casos son más complejos por una tradición de pensamiento muy diferente en la materia88, pero también pensamos que superarán el test constitucional.

4.3.- La derogación por decreto de leyes intervencionistas. Los decretos dictados luego de las leyes 23.696 y 23.697 durante los dos o tres primeros años de ejecución de esta legislación se dividen básicamente en: a) los que sientan principios y normas legales no establecidos en esas leyes, pero con fundamento en el mismo estado de necesidad pública; por tanto, "reglamentos de necesidad y urgencia"; b) los que constituyen la ejecución del principio desregulatorio y desmonopolizador del art. 10 de la ley 23.696; por tanto, reglamentos de ejecución o delegados. En el segundo caso, no creemos que exista duda de que el Congreso de la Nación puede en determinadas circunstancias delegar al Poder Ejecutivo la determinación de un aspecto fáctico integrador de una norma legislativa89, y no nos parece que el Poder Ejecutivo haya excedido el marco de la legislación al identificar otras normas legislativas alcanzadas por el principio de derogación genérica y delegación individualizadora del art. 10 de la ley 23.696.

85.- Padilla, ob. cit., p. 79, quien señala que aquel tribunal "estimó indispensable un examen de la realidad para poder decidir si los medios ordenados por el legislador mantenían una adecuada equivalencia respecto de los fines que buscaba alcanzar". Sobre el tema en la jurisprudencia actual de los Estados Unidos se puede ver, entre otros, John E. Nowak, Ronald D. Rotunda y J. Nelson Young, Constitutional law, 3ª ed., St. Paul, Minnesota, 1986, capítulo 11, ps. 331 y ss., y la más completa exposición de rotunda, Nowak y Young, Treatise on constitutional law: substance and procedure, St. Paul, 1986. 86.- André G. Delion y Michel Durupty, Les nationalisations, ed. Economica, París, 1982. 87.- Jaime Vidal Perdomo, Nacionalizaciones y emergencia económica, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 1984. 88.- Ver nuestro artículo Desregulación y privatización portuaria, en la "Revista de Derecho Administrativo", nº 9/10, Bs.As., 1993, ps. 31 a 46. 89.- Corte Suprema de Justicia de la Nación, caso "Delfino", "Fallos", t. 148, ps. 434 y ss., año 1927, que reproducimos y comentamos en nuestro Tratado de derecho administrativo. Parte general, t. I, Ed. Macchi, Bs.As., 1974, capítulo V, ps. 47 y ss., 57 y ss..

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A diferencia de las clásicas delegaciones para la regulación de derechos individuales90, éstas son principalmente delegaciones para la desregulación91, lo cual supone expandir el ámbito de los derechos individuales -en una concepción clásica, se entiende92- antes restringidos por la legislación que se abandona93. Concluimos, pues, que los decretos que individualizan leyes que se identifican como derogadas por aplicación del principio de los arts. 10 y 61 de la ley 23.696 son constitucionales y no constituyen reglamentos de necesidad y urgencia ni necesitan ratificación legislativa. Destacamos también que por aplicación del viejo principio de que la abrogación de una norma abrogatoria no hace renacer la norma inicialmente abrogada (Messineo), las leyes así dejadas sin efecto sólo pueden ser restablecidas por nueva ley del Congreso, siendo imposible tanto hacerlas renacer por acto reglamentario como sustituirlas por normas nuevas regulatorias en sede con sólo ejercicio de competencia administrativa.

4.4.- Los reglamentos de necesidad y urgencia. La intención legislativa era específica en cuanto a las delegaciones que realizaba al órgano administrativo y no estaba en ella realizar una masiva transferencia de potestades a la administración como de hecho se produjo: como decía Cammeo, "la necesidad no legitima este poder en el silencio y aún contra la voluntad de la ley escrita"94. Con todo, es de observar que la calificación legislativa de la realidad efectuada por las leyes 23.696 y 23.697, que da punto de partida a este proceso normativo, tuvo en su momento sustento fáctico suficiente, como lo atestiguaban los datos económicos ya vistos. Si estas leyes son constitucionales en haber determinado la existencia de un estado de necesidad pública, entonces también pudo el Poder ejecutivo, con igual fundamento en el estado de necesidad pública existente, tener habilitación de competencia, en esa época, para dictar reglamentos de necesidad y urgencia. Ello es así sólo en cuanto a la habilitación de competencia legislativa, sin perjuicio entonces del control de constitucionalidad del contenido de lo que en cada caso se

90.- Un listado de ellas en Bianchi, ob. cit., capítulo IV, apartado B, ps. 180 a 195. 91.- Ver nuestro artículo La validez constitucional del decreto 2284/91, en el "Periódico Económico Tributario", Bs.As., nº 1, noviembre de 1991; Juan Carlos Cassagne, La desregulación de actividades dispuesta por el decreto 2284/91, en la "Revista de Derecho Administrativo", nº 7/8, Bs.As., 1991, ps. 379 y ss.. 92.- No se trata, obviamente, de una expansión de los llamados derechos sociales. Sobre el tema de los derechos sociales, económicos y culturales nos remitimos a nuestro libro Derechos humanos, ob. cit., ps. 99 y ss.. 93.- El principal supuesto es el contemplado en el art. 10 de la ley 23.696. 94.- Federico Cammeo, Corso di diritto amministrativo, reimpresión de la obra concebida en los años 19111914, ed. Cedam, Padua, 1960, p. 95.

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haya resuelto: sustento fáctico de la decisión concreta, proporcionalidad, adecuación de medio a fin, ausencia de desviación de poder, no creación de tributos, etc.. En los primeros tiempos de la emergencia fue explicablemente caótica la sanción de reglamentos de necesidad y urgencia, muchos de ellos derogados luego entre sí o caídos en virtual desuetudo, o retirados del Congreso por el Poder ejecutivo en una suerte de autoderogación. En cuanto a los demás, es probable que alguna parte de los dictados en el período 1989/1992 sobrevivan, a fuero a pesar de la historia95. En cualquier caso, cabe recordar que no entran en esa lista los decretos que ejercen la delegación o realizan la ejecución del art. 10 de la ley 23.696. De todos modos, se ha de evitar caer en las peligrosas doctrinas de que los hechos crean derecho96, el derecho de necesidad97, la necesidad como fuente de derecho98, el derecho de emergencia99 y parecidas variantes argumentales, como la legitimación de hecho "por consenso" que alguna doctrina argumentó a comienzos del gobierno de facto instalado en 1966. Hay decretos fundados en la emergencia que son directamente inconstitucionales, de lo cual hay bastante escrito al respecto, aunque no parece prima facie próxima ni masiva su declaración judicial de inconstitucionalidad, salvo algunos supuestos aislados. En cualquier caso, ésta es sin duda una diferencia capital frente a otros supuestos históricos de concentración legislativa en el ejecutivo, en los que se trataba del ejercicio de una política intervencionista y restrictiva de los derechos100, o de hipótesis de guerra101. 95.- Dentro de la copiosa bibliografía ver Rafael Bielsa, El "decreto-ley". Caracteres generales y régimen jurídico, en Estudios de derecho público, t. III, Derecho constitucional, ed. Depalma, Bs.As., 1952, ps. 431 y ss.; César A. Quintero, Los decretos con valor de ley, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1958, ps. 84 y ss.. Para una bibliografía específica en materia de decretos-leyes de gobiernos de facto ver la que reseñamos en nuestro Tratado de derecho administrativo. Parte general, t. I, Bs.As., 1974, reimpresión 1990, capítulo V, p. 38, nota 1. 96.- Walter Jellinek, Verwaltungsrecht, Lehrmittel-Verlag, Offenburg, 3ª. ed., 1948, ps. 125 y 126. Comparar, del mismo autor, Gesetz, Gesetzesanwendung und Zweckmässigkeitserwägung, ed. Mohr, Tübingen, 1913, ps. 13 y ss. 97.- Un ejemplo en María Antonia Leonfanti, Derecho de necesidad, Astrea, Bs.As., 1980, ps. 85 y 86. 98.- De la cual hay poca bibliografía en épocas constitucionales, y copiosa en épocas de guerra, como la que cita Giovanni Miele en su nota b a la p. 95 de la reimpresión de la obra de Cammeo, ya citada. Lo mismo ocurre entre nosotros: cuando decae el constitucionalismo y se debilita el Estado de derecho, aumentan los poderes de facto y sus defensores. 99.- Néstor Pedro Sagüés, Derecho constitucional y derecho de emergencia, conferencia de incorporación a la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, 10 de mayo de 1990, en prensa, que reseña Liendo, ob. cit., p. 92, nota 1. Sagüés considera más "moderado" el principio necessitas jus constituit que el necessitas non habet legem (y habla de un "derecho de emergencia supraconstitucional"). La distinción es demasiado próxima a la que recuerda Zuppi entre el jus and bellum y el jus in bello (Zuppi, ob. cit., p. 188). 100.- Sobran ejemplos. Entre otros ver el que relata Roger Bonnard, Le droit et l’Etat dans la doctrine nationalesocialiste, 2ª ed., L.G.D.J., París, 1939, ps. 5 y 6, y sus referencias. 101.- Como ley inglesa de 1940 Emergency Powers (Defence) Act, también denominada cáusticamente "Everything and Everybody Act". Ver Carleton Kemp Allen, Law and orders, ed. Stevens and Sons, Londres, 1947, ps. 206 y ss..

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Y cabe también advertir que la reversión de los datos económicos posiblemente permita sostener que el estado de necesidad pública terminó aproximadamente en 1992, cesando de partir de entonces la habilitación para el dictado de reglamentos de necesidad y urgencia. Así es como, por ejemplo, nos parece constitucional e irreversible la desregulación y desmonopolización postal del decreto 1187/93, pero no necesariamente la nueva regulación que en el mismo decreto se establece.

5.- Reformas pendientes La reforma que venimos de explicar ha desarmado mucho del viejo aparato estatal, pero le ha faltado ajustar el resto a la nueva dinámica que ha creado. Corre con ello el riesgo de quedar claudicante frente a la nueva realidad que ha creado. Hemos mencionado ya algunas de las cuestiones jurídicas que quedan por ahora en saldo negativo102.

5.1.- La protección del usuario. En primer lugar, destacamos que todavía no parece haberse tomado noticia en nuestro medio de que las "nuevas" formas contractuales de concesión o licencia tienen un régimen jurídico tradicional en nuestro medio, que corresponde desempolvar: la limitación de los derechos del concesionario o licenciatario103, la protección del usuario por la autoridad estatal de control104. Ese régimen jurídico todavía está inmerecidamente no vuelto a la memoria presente, en parte porque falta aún instrumentar plenamente la operatividad de los organismos de aplicación.

5.2.- La regulación de nuevos contratos. Existieron en 1992 dos proyectos de reforma de la legislación de contratos administrativos105, que hemos tenido oportunidad de analizar recientemente106. Ellos conti102.- Supra, punto 4.2., apartado b, y sus remisiones. 103.- Rafael Bielsa, consideraciones sumarias sobre la concesión de servicios públicos, Bs.As., 1937, Compañía Impresora Argentina, ps. 49 y ss.; IVa. Conferencia Nacional de Abogados, Régimen jurídico de la concesión de servicio público, Bs.As., 1936, Talleres de "Artes Gráficas", ps. 37 y ss.; "Fallos C.S.N.", t. 49, p. 224, 97; in re "Ercolano v. Lanteri de Renshaw", t. 136, p. 161; t. 155, p. 12; etc.. En ellos se hizo mérito de la jurisprudencia americana: "Munn v. Illinois", 94 U. S. 113; "Granger Cases", 94 U. S. 155 y ss., Spring Valley Water Works v. Shottler", 110 U. S. 347; 12 U. S. 659, in re "Northwestern Fertilizing Cº v. Village of Hyde Park". 104.- Carlos Manuel Grecco, Potestad tarifaria, control estatal y tutela del usuario (A propósito de la privatización de Entel), "Revista de Derecho Administrativo", nº 5, 1990, ps. 481 y ss., con completa y prolija recopilación de jurisprudencia y doctrina en la materia. 105.- Uno de ellos, que no fue enviado al Congreso, está publicado en la "Revista de Derecho Administrativo", nº 9/10, Bs.As., 1992, ps. 233 y ss.. 106.- Comentarios al Proyecto de Ley de Contratos Públicos, conferencia pronunciada en Córdoba, en las Jornadas de 1993 de la Cámara Argentina de la Construcción, en prensa.

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núan una tendencia actual en los países de América Latina107, bajo la sugerencia externa de procurar eficientizar el proceso de contratación estatal y bajar sus costos. Tales proyectos no recogen algunas de las verdaderamente nuevas figuras contractuales, como, por ejemplo, el contrato por agencia previsto en el decreto 790/90.

5.3.- Una nueva legislación contractual. Otra falencia es que no intentan reparar a la luz de la experiencia comparada los efectos deletéreos de antiguos vicios administrativos108, ni mejorar la eficiencia del Estado en contratar a precios de mercado109.

5.4.- Los controles de la actividad privatizada El cambio hasta ahora transitó la vía de la desmonopolización y desregulación, pero no perfeccionó aún el control estatal de las actividades privatizadas bajo un régimen monopólico: gas, aguas, electricidad, teléfonos, etc. A modo de ejemplo uno de tales mecanismos de control es el de las audiencias públicas.

107.- Por ejemplo Colombia, Brasil, Uruguay. Hemos comentado la ley brasileña 8666 en nuestro trabajo Principios de la licitación pública en la ley 8666, conferencia pronunciada en el III Congreso Internacional de Derecho Administrativo, primera parte, Foz de Iguazú, Brasil, 9 de setiembre de 1993, en prensa. 108.- Algo hemos dicho en nuestro artículo El informalismo y la concurrencia en la licitación pública, "Revista de Derecho Administrativo", nº 11, Bs. As., 1992, ps. 293 a 318. 109.- Algo parecido está ocurriendo en otros países latinoamericanos, que por igual sugerencia externa están modificando su legislación general de contratos administrativos, con eficacia variada. Hemos tratado el tema en Principios de la licitación pública en la ley 8666, conferencia pronunciada en el III Congreso Internacional de Derecho Administrativo, primera parte, Foz de Iguazú, Brasil, 9 de setiembre de 1993, en prensa.

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Actividad Nº 20 Investiga el sistema de control por vía de la "Audiencia Pública"; parte corresponde a este mismo artículo, puntos 6 y 8, con el agregado de otros autores, obtenidos por la búsqueda personal del alumno

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Actividad Nº 21 1.- Subraye en el módulo las ideas rectoras de la formulación del Derecho Administrativo en cada etapa histórica. 2.- Efectúe a continuación un gráfico marcando una línea de tiempo en la que se destaquen los grandes hilos. 3.- ¿Cuál es, a su parecer, el contenido jurídico del Derecho Administrativo en la actualidad? Fundamente su respuesta 4.- Régimen Exorbitante: Efectúe un cuadro sinóptico compatibilizando la enumeración de Prerrogativas y Garantías que efectúan los autores citados en la lectura obligatoria Dres. Cassagne y Barra. 5.- C.S.J.N.: Agregue a su material de estudio los siguientes fallos: "Montalvo" del 02/12/90 L.L. 1991-C-80, y "Peralta" del 27/12/90 L.L. t. 1991-C.-158, exprese su opinión personal sobre los mismos a partir de la lectura obligatoria encomendada.

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Sres. Alumnos: El presente módulo se compone de la segunda parte, o segundo eje temático según Programa de la Asignatura. Sin embargo, para una mejor comprensión de los puntos de estudio, se les ha asignado un orden diferente, conforme se detalla en éste. Siguiendo el esquema de la Relación Jurídica Administrativa, contenida en la Unidad 1, e ingresando al estudio de los SUJETOS de la misma, se desarrolla en la unidad 3 y 4 lo referente al Estado y la Administración Pública; refiriéndonos en la unidad 5 a las distintas situaciones jurídicas en las que puede verse involucrado el sujeto particular o administrado frente a la Administración. Se les recuerda muy especialmente, el estudio de la legislación nacional y provincial aplicable en cada caso, la que siempre es requerida en los exámenes parciales y finales. Igualmente, a partir del presente ciclo académico, se incorpora la búsqueda y lectura de jurisprudencia referida a los temas tratados, la que también será requerida en las evaluaciones de referencia. Atentamente. Graciela E. Moreno Prof. en Ciencias Jurídicas

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Diagrama Conceptual Unidades III y IV SUJETOS DEL DERECHO ADMINISTRATIVO PERSONA Concepto - clasificación Jurídicas Públicas

Estatales

Privadas

No Estatales Públicos Privados

Carácter de sus actos

Actuación del Estado

Principios Jurídicos Jerarquía

Competencia

Delegación

Avocación

Adm. Central

Poder Ejecutivo Jefe Gobierno

org. cargo oficio

Potestad Organizatoria Organo Administrativa

Adm. Descentralizada

Agentes Relaciones Administrativas

Territorial

Organo Ministerial Organo Burocrático Consultiva Contralor Tribunal cuentas

Teorías

Contaduría Gral.Nación

Entidad autárquicas

Auditoría Gral.Nación

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Mandato Representación Organo

Institucional

Empresas

Entidad Desc. atípicas

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Guía de Estudio SEGUNDO EJE TEMÁTICO Los Sujetos del Derecho Administrativo:

UNIDAD III La persona. Concepto y clasificación. Personas jurídicas públicas y privadas; estatales y no estatales. El carácter público de los actos de las entidades estatales. Personas públicas no estatales. Personas jurídicas privadas estatales. Actuación del Estado: distintas teorías. Potestad organizatoria: organización administrativa: Concepto, contenido y clasificación. La organización burocrática, consultiva y contralor. Organo, cargo y oficio. Agentes y funcionarios. Relaciones interorgánicas e interadministrativas. Centralización y descentralización: concepto, consecuencias. Autonomía y autarquía: concepto, consecuencias. Desconcentración. Lectura obligatoria a.- Juan Carlos Cassagne, Ob. Cit.. Lectura alternativa: a.- José Roberto Dromi, Derecho Administrativo, Ediciones Ciudad Argentina, última edición. b.- Manuel María Diez (Colaboración de Tomás Hutchinson) Manual Derecho Administrativo, Editorial Plus Ultra, año 1996 (dos tomos).

UNIDAD IV Principios jurídicos de la organización administrativa: Jerarquía: concepto y consecuencias. Competencia: concepto, caracteres, clasificación, conflictos que pueden suscitarse. Delegación: distintas especies. Avocación: régimen legal. Tipología de los entes públicos: Administración central: Poder Ejecutivo, atribuciones. Jefatura de Gabinete, naturaleza, atribuciones. Organo ministerial, naturaleza, atribuciones. Normativa nacional y provincia.. Administración descentralizada: distintas formas jurídicas que puede asumir. Entidades autárquicas. Concepto, origen, caracteres y régimen jurídico. Empresas del estado. Concepto, origen, caracteres y régimen jurídico. Las distintas formas societarias del Estado Argentino. Lectura Obligatoria: a.- Cassagne, Juan Carlos. Ob. Cit. b.- Constitución Nacional, Constitución Provincial. c.- Ley Nacional de Procedimientos Administrativos, nº 19.549 y decreto reglamentario.

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d.- Ley de Procedimientos de la Provincia de Salta, nº 5348, o su similar en la Provincia a la que corresponde la Tutoría. e.- Ley Provincial nº 6811 Orgánica del Gobernador, del Vice-Gobernador y de los Ministros, o su similar en la Provincia a la que pertenezca la Tutoría. Lectura Alternativa: a.- Idem unidad 3.

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El jefe de gabinete en la organización administrativa ISMAEL MATA

I.- Aproximación a la nueva figura

1.- Introducción La reciente reforma de la Constitución Nacional ha creado la institución del jefe de gabinete de ministros cuyas atribuciones se establecen en el artículo 100 del nuevo texto constitucional. La ley 24.309 que declaró la necesidad de la reforma parcial de la constitución de 1853 (con las reformas de 1860, 1866, 1898 y 1957), previó la creación de la figura del jefe de gabinete en el contenido del "Núcleo de coincidencias Básicas", bajo el título de "Atenuación del Sistema Presidencialista". El nuevo funcionario de acuerdo con el mencionado "Núcleo", sería nombrado y removido por el presidente de la Nación y tendría responsabilidad política ante el Congreso, que podría también removerlo mediante un voto de censura. Según Alfonsín1, la excesiva concentración de funciones en el presidente ha generado una fuerte personalización del sistema de gobierno que alimenta el avance del Poder ejecutivo sobre los otros poderes y resiente la estabilidad y gobernabilidad del sistema. En función de ello, las notas negativas del régimen presidencialista argentino serían: a.- rigidez y falta de mecanismos para superar situaciones de crisis; b.- juego de suma cero (en la confrontación política todo lo que uno gana es a costa de lo que pierde otro); c.- bloqueo entre los poderes del Estado; d.- dificultad para formar alianzas y coaliciones multipartidarias; y e.- concentración de presiones sobre el Poder Ejecutivo. "La incorporación de un jefe de gabinete de ministros contribuirá a solucionar los problemas de gobernabilidad... El jefe de gabinete incrementará la legitimidad y representatividad del gobierno, al exigir que el mismo cuente con un respaldo parlamentario... La figura del jefe de gabinete representa una verdadera transformación institucional. El poder político ya no se concentrará únicamente en el presidente"2. 1.- ALFONSIN, Raúl R., "Núcleo de coincidencias básicas", L.L., del 26-VIII-1994, págs. 1 a 7. 2.- ALFONSIN, R.R., "Núcleo...", cit. págs. 4/5.

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Tal es el pensamiento de uno de los líderes políticos que impulsó la reforma y que se inserta en la línea de trabajo del Consejo para la Consolidación de la Democracia, creado en 1985 durante su gestión presidencial. Asimismo, la opinión transcripta, a pesar de que puede ser considerada como una expresión de carácter partidario, resulta concordante con el "Núcleo" de la ley 24.039 que al establecer "la finalidad, el sentido y el alcance de la reforma", determinó que la creación de un jefe de gabinete era una política básica para satisfacer el objetivo de la "atenuación del sistema presidencialista".

2.- El jefe de gabinete y el sistema parlamentario de gobierno (Inglaterra). El origen del sistema debe buscarse en la laboriosa evolución de las instituciones inglesas de gobierno, que partiendo de la Edad Media fueron transformándose durante siglos con un notable grado de continuidad3. Desde el comienzo de la hegemonía normada (siglo XI) la Corona mantuvo un poder central, resistiendo la dispersión de su autoridad en la época feudal y sujetando a los poderosos del reino a su mando, mediante equilibrados mecanismos de participación. La política desenvuelta por la monarquía de consultar y discutir con los pares del reino los asuntos del Estado en el Consejo Real (Curia Regis) fue el origen del vigoroso parlamentarismo inglés y, a su vez, el tronco del que se desprendieron los más importantes cargos públicos británicos, tales como el Treasury, los Courts of Common Law, la House of Lords y el Privy Council (base del actual gabinete). En particular en el ámbito del Consejo se producía el intercambio (do ut des) entre el rey y los nobles, por lo general, consistente en el pedido de dinero por parte del primero para sus proyectos políticos y en las peticiones (petitions)4 de ventajas de los grandes del reino reunidos en Parlamento. Luego de la muerte de Cromwell en 1658, el Parlamento reinstauró en el trono a la dinastía de los Estuardo en la persona de Carlos II, quien durante su reinado (16601685) prefirió consultar sólo a un pequeño grupo de consejeros de su confianza en lugar de convocar al Consejo en pleno, con lo que éste ya nunca recobraría la posición de poder que tuvo desde el reinado de Enrique VIII (1509-1547) al de Carlos I (1625-1649).

3.- DE SMITH, S.A., Constitucional and Administrative Law, Penguin Books Ltd., Harmodns Woth, Middlesex, England, Third edition, reprinted 1979, pág. 32. 4.- Las antiguas petitions fueron llamadas luego bills y esta denominación se mantiene hasta nuestros días.

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Con el advenimiento de la dinastía alemana de los Hannover, en 1714, se vio decisivamente impulsada la transformación de la monarquía británica en una monarquía de carácter parlamentario. Los reyes Jorge I (1714-1727) y Jorge II (1727-1760) apenas conocía el idioma inglés y gobernaban atendiendo más los intereses alemanes que los ingleses, como aconteció con la Guerra del Norte en que la estrategia de Jorge I aspiró a la obtención de las ciudades de Bremen y Verden, en lugar de apoyar a Suecia para detener el avance ruso en el Báltico. La falta de conocimiento del idioma y el desinterés por los asuntos británicos hizo que los monarcas mencionados dejaran de participar en las reuniones del Gabinete, con lo que éste fue adquiriendo en forma gradual una gran independencia. Recordemos que anteriormente con el llamado a Guillermo III de Orange (16881702), luego del derrocamiento de Jacobo II, se estableció la idea de que la soberanía no residía más en el monarca sino en el Parlamento actuando en nombre del pueblo. En torno a esta cuestión fundamental se formaron dos fracciones dentro del Parlamento, la primera llamada de los tories (formada por los dignatarios de la Iglesia anglicana y la aristocracia campesina), que pugnaba por conservar los poderes de la Corona, y la de los whigs (integrada por burgueses y puritanos), que aspiraba a ampliar las atribuciones del Parlamento. Cabe destacar, por otra parte, que durante el reinado de Jorge I se produjeron en el Parlamento gravísimas tensiones entre los tories y los whigs, ya que éstos gozaron de la preferencia de la casa Hannover y consecuentemente, los tories quedaron excluidos de casi todos los cargos importantes. Por lo tanto, el sistema parlamentario inglés, además de la bicameralidad, se caracterizó por el bipartidismo. La lucha entre tories y whigs y la consolidación del poder de estos últimos permitió que surgiera la figura de Robert Walpole, que puede ser considerado el primer premier de Gran Bretaña. Como bien señala Stammen, la circunstancia de que el jefe de gabinete tuviera que sujetar su política a la aprobación de la Cámara Baja, dio lugar a que el Gabinete se vinculara estrechamente con el Parlamento, especialmente con la Cámara Baja, de cuyas decisiones mayoritarias dependía la dirección de la política. A finales del siglo XVIII estaba tan adelantado este proceso, que el rey inglés sólo podía tener en funciones un gabinete que se apoyara en una mayoría parlamentaria, o sea, que desde esa época el Gabinete ya dependía prácticamente de la confianza del Parlamento5.

5.- Vid. STAMMEN, Theo, "Sistemas políticos actuales", Madrid, 1969 (traducción de la obra Regierungssysteme der Gegenwart, 1967), págs. 55/56.

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En síntesis, el sistema parlamentario de gobierno se caracteriza por las notas siguientes: a.- El Parlamento interviene en la formación del gobierno (entendido éste como Poder Ejecutivo); b.- el Gobierno tiene la obligación de dimitir ante un voto de desconfianza o de censura del parlamento; c.- el gobierno tiene la atribución de disolver el Parlamento; y d.- el partido oficial dirigido por el jefe del Gobierno tiene mayoría en el Parlamento. En la realidad, en el sistema parlamentario de la actualidad el poder pasa por el jefe de gobierno, aunque sea nombrado por el Parlamento y sea sostenido por la cámara de representación popular6. En Inglaterra, el papel decisivo en el poder lo cumple hoy el primer ministro, quien nombra a sus ministros y dirige el Gabinete. A esto se suma que, a través de una estricta disciplina partidaria, también control a la Cámara baja y finalmente, puede ejercer la importante atribución de solicitarle al monarca la disolución del Parlamento. El peso político del primer ministro ha llevado a pensar en la sustitución de la denominación del "sistema parlamentario" por la de ministerial government o Kanzlerdemokratie ("democracia de canciller") en Alemania.

3.- El jefe de gobierno en el llamado "sistema semiparlamentario" (Francia). En Francia, a diferencia de Inglaterra, la evolución del sistema político o de Gobierno n sigue un desarrollo evolutivo y continuo, sino que es el fruto de sucesivas revoluciones frente a un poder absolutista, lo que provoca que la autoridad estatal sea, en general, sentida por el francés como una amenaza para su libertad y esa desconfianza hace que la función del Parlamento se vea como contestataria de la acción del Poder Ejecutivo. Las organizaciones constitucionales de las III y IV Repúblicas, nacidas en los años 1875 y 1946, respectivamente, fueron marcadamente parlamentarias (Gouvernement d’Assemblée), por lo tanto, el Gobierno salía de la Asamblea, debía renunciar cuando ella le retiraba la confianza, pero a su vez, en ciertas condiciones podía disolver el Parlamento. No obstante, el sistema tenía serias dificultades para su funcionamiento, básicamente por la imposibilidad de un control del Gobierno sobre los partidos que eran

6.- Ibidem, "Sistemas...", cit., pág. 45.

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mayoría en la Asamblea, lo que provocaba un Parlamento fuerte y enfrentado al Gobierno. La crisis final de la IV República fue causada por las graves cuestiones de Indochina y Argelina, que demostraron la inoperancia del sistema y dieron lugar a la Revolución de 1958 y a la instalación de la V República conducida por De Gaulle. El 28 de septiembre de 1958 fue votada una nueva Constitución que modificó el sistema parlamentario tradicional y cuyos rasgos salientes son: a.- El presidente es elegido por sufragio universal y directo; b.- El presidente nombra y remueve al primer ministro y a propuesta de éste a los demás ministros; c.- El primer ministro debe presentar su dimisión al presidente de la República cuando la Asamblea decide una moción de censura o desaprueba un programa o una política general del Gobierno, d.- El presidente establece y dirige la política nacional, mientras que el primer ministro dirige la acción del gobierno; e.- El presidente preside el Consejo de Ministros; f.- El presidente disuelve la Asamblea Nacional; g.- Las funciones de un ministro son incompatibles con un mandato parlamentario. La preponderancia del presidente de la República en el sistema francés sobre el primer ministro (jefe del Gobierno), unido al principio de incompatibilidad, hacen que no pueda ser asimilado al sistema parlamentario y que ofrezca una gran afinidad con el sistema presidencialista; esto explica que se lo denomine "semiparlamentario".

4.- El sistema presidencialista de los Estados Unidos La Constitución norteamericana fue sancionada el 17 de septiembre de 1787 y, por lo tanto, es la Constitución escrita de mayor antigüedad que se encuentra vigente; constituye una creación original, sin perjuicio de la influencia que sobre ella ejercieron las ideas de los filósofos políticos Locke y Montesquieu. Asimismo, puede destacarse que en su organización federal pesó, sin duda, el régimen de administración inglesa de las colonias americanas, que era de carácter descentralizado y dotaba a las mismas de una amplia autonomía funcional. El principio de "incompatibilidad" del Act of Settlement de 1701 que en Inglaterra prohibió a los funcionarios reales tener cargos parlamentarios, a través de la conocida fórmula "That no person who has an office or a place of profit under the King, or receives a pension from the crown, shall be capable of serving as a menber of the House of Commons", tuvo corta vida en su país de origen ya que fue suprimido por la Regency Act de 1706, pero se incorporó vigorosamente en la Constitución norteamericana y caracterizó al modelo por una marcada separación de los poderes.

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Sin duda, por la necesidad de funcionamiento del sistema, la separation of powers en la realidad configura un régimen de coordinación de poderes (checks and balances), lo que en la doctrina constitucional se califica como un "sistema de coordinación" frente al parlamentario, que se considera "sistema de integración". En síntesis, los rasgos salientes del sistema presidencialista norteamericano son: a.- El presidente es elegido por el pueblo en forma indirecta; b.- Es jefe supremo del Gobierno Federal, general en jefe de las Fuerzas Armadas y responsable de la Administración federal; c.- No puede ser destituido por el congreso a través de un voto de censura o de desconfianza y sólo en caso de delito o alta traición puede ser removido a través del impeachment, que es similar a nuestro juicio político. d.- En su tarea es asistido por secretaries que componen un cabinet, los que son nombrados y destituidos libremente por él; e.- Los secretaries no son responsables ante el Congreso, sino solamente ante el presidente; f.- Existe la figura del vicepresidente que es elegido junto al presidente y lo sucede en caso de que éste no pueda continuar en el ejercicio de sus funciones. Su cometido principal es dirigir el Senado; g.- En Estados Unidos, lo mismo que en Inglaterra se ha formado un sistema bipartidista, "republicanos" y "demócratas", pero no tienen ni la unidad ni la rígida disciplina de los partidos europeos, que generalmente posibilitan el control parlamentario del Jefe del Gobierno. De acuerdo con Stammen el "precepto de incompatibilidad" ha contribuido significativamente a que el Congreso norteamericano sea probablemente hoy el parlamento más poderoso del mundo, ya que ha evitado la estrecha unión de gobierno y Parlamento que, en los sistemas parlamentarios condujo a un predominio del gobierno. Si se comparan los dos sistemas de gobierno se puede arribar a la paradójica conclusión de que en el "sistema parlamentario de Gobierno", el Parlamento no es como el nombre para indicar- el elemento más fuete, sino la parte más débil. En el "sistema presidencialista", en cambio, es hoy un oponente del gobierno absolutamente de igual categoría"7.

5.- Creación y remodelación de atribuciones en la reforma de 1994. En nuestro país, la reforma constitucional de 1994 situó la institución del jefe de gabinete entre el presidente de la Nación y los "demás ministros secretarios", fijando con ello el rango constitucional y político entre las tres instituciones8. 7.- STAMMEN, T., "Sistemas...", cit. págs. 146/147. 8.- "En torno a las importantes innovaciones que introduce la reforma constitucional se encuentra la incorporación del "jefe de gabinete", un "ministro coordinador" y "administrador", que intermedia la gestión política operativa" (DROMI, Roberto -MENEM, Eduardo, La Constitución Reformada, Buenos Aires, 1994, pág. 326).

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La creación del nuevo órgano motivó la remodelación de las atribuciones del presidente que ahora es el jefe supremo de la Nación, el jefe del Gobierno y el responsable político de la administración general del país (art. 99, inc. 1º, Const. Nac.). En particular, pienso que la jefatura del gobierno fue especificada entre las funciones básicas del presidente para que no quedaran dudas de que ese papel no le toca al jefe de gabinete, de modo que esta circunstancia está marcando una diferencia sustancian con los sistemas parlamentarios. Según la Constitución su nombramiento le corresponde exclusivamente al presidente, quien también puede removerlo (art. 99, inc. 7º, Const. Nac.). El nuevo funcionario tiene "responsabilidad política ante el Congreso" (art. 100, párr. 2º, Const. Nac.), responsabilidad de distinta índole de la que tienen el presidente, los demás ministros y el propio jefe de gabinete, por causa de mal desempeño, delito en el ejercicio de sus funciones o crímenes comunes y que se hace efectiva a través del llamado "juicio político" ante el Senado, por acusación de la Cámara de Diputados (art. 53, Const. Nac.). A través de este juicio se observa el principio fundamental del gobierno republicano, que establece la responsabilidad de los funcionarios públicos9. La responsabilidad "política" del jefe de gabinete, que se adiciona a la prevista en la norma precedentemente citada, puede ser sancionada por la "moción de censura" o la "remoción del cargo"; decidiéndose la primera por cualesquiera de las Cámaras, mientras que la segunda corresponde al Congreso (ver. art. 101, Const. Nac.). Las sanciones políticas señaladas no constituyen, a nuestro entender, un caso de quiebra de una "relación fiduciaria" entre el Congreso y el funcionario10, ya que en nuestro sistema tal relación no existe, por cuanto el jefe de gabinete no es designado por el Congreso como, en cambio, acontece en los regímenes parlamentarios. No hay, por lo tanto, relación de confianza sino simplemente una forma de control político que busca acentuar las potestades del Congreso, el que puede disponer la remoción sin necesidad de expresión de causa o de interpelación previa11. Las importantes atribuciones políticas del jefe de gabinete consiste en una de las técnicas de control constitucional entre titulares de poderes que desempeñan los primeros niveles de la gestión estatal. En concreto, se trata de un control "interórganos" cuya denominación está inspirada en el derecho constitucional de los Estados Unidos, que distingue entre jurisdicción de los Estados componentes de la Unión (intrastate) y jurisdicción interestatal o federal (inter-state)12. 9.- LINARES QUINTANA, V., Gobierno y Administración de la República Argentina, T. I, Buenos Aires, 1959, pág. 454. 10.- EKMEKDJIAN, Miguel Angel, "El Poder Ejecutivo y el gabinete ministerial", en Reforma Constitucional, Buenos Aires, 1994, pág. 14-18. 11.- Con lo que, a nuestro entender, la interpelación prevista en el art. 101, Const.Nac.., resulta de carácter potestativo para el Congreso y no es condición ni de la censura ni de la remoción. 12.- Vid. LOEWENSTEIN, Karl, Teoría de la Constitución, Barcelona, 1976, Caps. VI a IX, págs. 232 a 346.

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En torno a la remodelación de las atribuciones del presidente, luego de la reforma, puede señalarse de modo esquemático lo siguiente: a.- mantiene la jefatura suprema de la Nación, en la que a nuestro entender, está comprendida la jefatura del Gobierno; b.- es el responsable político de la "administración general" del país, con el alcance que luego veremos, y conserva determinadas atribuciones administrativas; c.- tienen a su cargo la jefatura de las Fuerzas Armadas; y d.- su jefatura inmediata y local sobre la Capital Federal ha sido suprimida, aún para el tiempo que medie entre la sanción de la Constitución Reformada y la instalación de las nuevas autoridades del régimen de autonomía de la ciudad de buenos aires (Disposición Transitoria Decimoquinta)13. El diseño del jefe de gabinete que adoptó la reforma es semejante al modelo de organización de la Constitución de Perú de 1979, por el cual se confería el carácter de jefe de la administración al presidente del Consejo de Ministros, quien era nombrado y removido por el presidente de la Nación, pero también podía ser destituido por la Cámara de Diputados. La Constitución de Perú de 1993 adoptó otro modelo que introduce un elemento propio del sistema parlamentario, como es la disolución del congreso si dos Consejos de ministros reciben censura o negativa de confianza por parte del Poder legislador14.

II.- El jefe de gabinete en la organización administrativa

1.- Presupuestos del análisis. Los tres presupuestos jurídicos de la relación entre el presidente y los ministros según la Constitución de 1853, se mantienen en la Constitución Reformada, esto es, el Poder Ejecutivo es unipersonal, el refrendo ministerial es condición de eficacia (no de validez) de los actos del presidente y los ministros no son subordinados del presidente. La anterior Constitución establecía que los ministros secretarios refrendarán y legalizarán con su firma los actos del presidente, sin cuyo requisito carecerían de eficacia. La reforma mantuvo la norma e incluyó al jefe de gabinete entre quienes pueden refrendar (art. 100).

13.- En cambio, el Congreso mantuvo su atribución de legislación en el territorio de la Capital de la Nación (art. 75, inc. 30, Const. Nac.). 14.- Vid. BARRA, Rodolfo Carlos, El Jefe de Gabinete en la Constitución Nacional, Buenos Aires, 1995, págs. 47-48.

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La Constitución Nacional ha sido y es precisa en este punto ya que establece la carencia de eficacia ante la falta de refrendo, es decir, que los actos del presidente aunque válidos y teniendo todos los elementos como tales, no pueden producir efectos15 sin dicho "requisito". Sobre el punto Marienhoff16 enseña que válido es el acto que ha sido creado conforme al derecho, mientras que la eficacia sólo se vincula con su ejecutoriedad. La reunión de todos los requisitos de su validez no hacen eficaz al acto, y la eficacia quedará demorada cuando así lo exija el contenido del acto o esté supeditada a su notificación, publicación o aprobación superior (art. 572 de la Ley de Régimen Jurídico del Procedimiento Administrativo Común de España)17. Por lo tanto, el Poder ejecutivo es unipersonal, el presidente por sí solo puede producir actos válidos y el refrendo, además de constituir un requisito para la producción de efectos, es un acto de asunción de responsabilidad política por los ministros secretarios, a la que se adiciona, luego de la reforma, la responsabilidad ante el Congreso del jefe de gabinete, en los términos del artículo 101 de la Constitución Nacional. Los ministros -según Fiorini- nada pueden resolver por mayoría pues su voluntad no cuenta en las decisiones, aunque su acuerdo crea la responsabilidad, porque como órgano del Poder Ejecutivo realizan colaboración de asesoramiento. La decisión es y proviene del presidente, su acuerdo es para adquirir responsabilidad y leal ejecución. La decisión es previa, el acuerdo es posterior18.

2.- Posición orgánica. Relaciones. El Poder Ejecutivo es unipersonal (art. 87, Const. Nac.) y la unidad de su función está dada por la titularidad del presidente de la jefatura suprema de la Nación y la responsabilidad política por la administración general del país (art. 99, inc. 1º).

15.- A veces la validez se confunde con la eficacia, como acontece con una de las acepciones del vocablo "refrendo" que contiene el Diccionario de la Real Academia Española: "Firma puesta en los decretos al pie de la del jefe del Estado por los ministros, que así completan la validez de aquéllos" (edición 1992), Madrid, T. II, pág. 1160). 16.- MARIENHOFF, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, T. II, Buenos Aires, 1966, págs. 336-337. 17.- GARRIDO FALLA, Fernando, Tratado de Derecho Administrativo, Vol. I, Madrid, 1994, pág. 497. Comentando la reforma del anterior texto del art. 572, este autor escribe que hasta tal punto son dos nociones distintas la de validez y la de eficacia que hay actos administrativos inválidos que producen efectos jurídicos en tanto no se anulan (id.id. nota 2). Vid. asimismo, en el art. 11 de la ley 19.549, la notificación o publicación como condición de eficacia en los actos administrativos. 18.- FIORINI, B., Manual de Derecho Administrativo, Parte Primera, pág. 180.

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Si bien la calificación de "suprema" que tiene la jefatura puede parecer un arcaísmo o un pleonasmo19, lo cierto es que está indicando una posición de "supremacía" que da lugar a relaciones jurídicas de contenido sustancialmente político. La organización de la Administración Pública es predominantemente centralizada y jerárquica pero, conforme se asciende en la estructura tales notas características, se van atenuando y son compensadas con una mayor responsabilidad, que en los estadios superiores es predominantemente de carácter político. Al más alto nivel de la organización del Estado, esto es, en la relación entre "poderes", sin perjuicio de la igualdad entre ellos por ser parte del "Gobierno federal"20, hay una posición de preeminencia del Poder Ejecutivo que se traduce en la representación de la Nación ante los Gobiernos de las provincias y la comunidad internacional, así como en ciertas atribuciones de impulso o aseguramiento de la continuidad de su funcionamiento con respecto a los otros dos poderes estatales. Así acontece, a título de ejemplo, en los casos de participación en la formación de las leyes (art. 99, inc. 39), apertura anual de las sesiones del Congreso (art. 99, inc. 8º), prórroga de las sesiones del Congreso o convocatoria a sesiones extraordinarias (art. 99, inc. 9º) y de designación en comisión durante el receso del Senado (art. 99, inc. 19). Tal potestad no tiene que ver con la denominada competencia "residual" del Poder Ejecutivo, que se refiere a las atribuciones no otorgadas a los otros dos poderes por la Constitución o que su ejercicio no está prohibido por ésta al Poder Ejecutivo, como en el caso del artículo 109, Constitución Nacional. La categoría, aunque discutible, ha sido aceptada por la doctrina (Bidart Campos y Ramella, entre otros) y la jurisprudencia de la Corte Suprema (Fallos, 156:81; 191:197). No consiste tampoco en una potestad organizativa relacionada con los otros poderes; porque ese cometido está asignado al legislador que puede hacer todas las leyes y reglamentos que sean convenientes para poder en ejercicio los poderes concedidos por la Constitución al Gobierno Federal (art. 75, inc. 32, Const. Nac.). La posición de supremacía institucional que en nuestro país tiene el Poder Ejecutivo no genera una relación de subordinación de los otros poderes porque sería inconciliable con la independencia del funcionamiento de estos últimos en el diseño constitucional. Tampoco resulta exacto considerarlas "relaciones de coordinación", entendida ésta tanto en su acepción corriente como la tarea de orientar -no dirigir- la acción de distin-

19.- Vid. EKMEKDJIAN, "El poder...", cit., pág. 17, nota (2). LINARES QUINTANA, por su parte, lo considera un pleonasmo porque el concepto de "jefe", del francés "chef" y éste del latín "caput", ya indica que es el superior o cabeza de un cuerpo u oficio (gobierno..., cit., T.I., págs. 441/442). 20.- El Sistema de la Constitución Nacional sitúa dentro del Gobierno Federal las tres Secciones que contienen sucesivamente la organización de los Poderes Legislativos, Ejecutivo y Judicial (V. asimos, art. 75, inc. 32).

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tos órganos hacia un cometido común o, con mayor precisión técnica, la relación de competencias en que la decisión de un órgano es presupuesto no normativo de la decisión de otro21. La coordinación orgánica no es la única alternativa frente a la subordinación y, más aún, integra como una atribución más las posiciones de supremacía, primacía y jerarquía. La supremacía institucional es considerada una posición de preeminencia "absoluta" frente a la preeminencia "relativa", que se denomina "primacía"22 y que consiste en una potestad de impulso y dirección dentro de la misma función estatal, tal como acontece en nuestro sistema, luego de la reforma constitucional de 1994, con las relaciones entre: a.- el presidente y el jefe de gabinete; b.- el presidente y los "demás ministros"; y c.- el jefe de gabinete y los "demás ministros". La doctrina también incluye entre las relaciones de primacía a las que se establecen entre la administración central y la descentralizada23, aunque en este caso, también llamado relación de "tutela", el cometido técnico es el predominante, mientras que la finalidad política resulta el rasgo saliente de las relaciones entre poderes. La jerarquía (o la "primacía jerárquica" si se quiere adoptar un concepto amplio de primacía) está integrada por las potestades siguientes: a.- mando o dirección, con el dato típico de dar órdenes; b.- control y sustitución; y c.- disciplinaria. Correlativamente, genera en el sujeto pasivo o subordinado el deber de obediencia, con las limitaciones provenientes del derecho de examen. Hay calificados autores que sostienen que entre el presidente y el jefe de gabinete (como lo hubo y hay con respecto a los "demás ministros") las relaciones son de carácter jerárquico24, lo que encontraría apoyo en las atribuciones de: a.- nombrar y remover al jefe de gabinete (art. 99, inc. 7º, Const. Nac.); b.- darle instrucciones para la ejecución de las leyes (art. 99, inciso 2, Const.Nac.);

21.- Vid. DE VALLES, Arnaldo, Teoría Giurídica della Organizacione dello Stato, Padova, 1931, T. II, págs. 244 y sigs.. 22.- Conf. MENDEZ, Aparicio, La Teoría del Organo, Montevideo, 1971, pág. 153. 23.- Conf. MENDEZ, La teoría.., cit., pág. 153. 24.- CASSAGNE, Juan Carlos, "En torno al Jefe de Gabinete", Anticipo de Anales, año XXXIX, Segunda Epoca, nro. 32, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales, Buenos Aires, 1994, págs. 9/10 y "El jefe de gabinete y las facultades del presidente", diario La Nación de Buenos Aires, del 29-IX-1994, pág. 9.

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c.- delegarle facultades administrativas (art. 100, incs. 2º y 4º); y d.- darle indicaciones para resolver temas determinados (Art. 100, inciso 4º)25. Sin embargo, el nombramiento o la remoción no siempre tienen la virtualidad de engendrar relaciones de jerarquía, por ejemplo, el jefe de gabinete puede ser removido por el congreso y esta circunstancia no lo transforma en subordinado de este último. Otro caso: los nombramientos en comisión de los jueces, que realiza el Poder Ejecutivo durante el receso del Senado, no sujeta a los primeros a la jerarquía presidencial. En lo tocante a las instrucciones para la ejecución de las leyes, están destinadas a asegurar el cumplimiento de éstas y el de sus normas reglamentarias; se trata de reglas para ser cumplidas en el ámbito interno de la administración, pero como todo precepto jurídico es obligatorio para su destinatario, sin que de ello pueda presumirse que quien debe cumplir la norma sea un subordinado jerárquico del emisor del precepto. Pese a las dificultades de terminología, corresponde distinguir entre instrucción y orden, aclarando previamente que el texto constitucional no emplea el vocablo "orden". La primera contiene una regla de actuación para determinadas circunstancias, lo que, usualmente, la configura como una norma de alcance general, en la medida en que debe ser aplicada mientras se den las circunstancias previstas y no sea derogada26. La "orden" u "orden de servicio", en cambio, es un imperativo de conducta para un caso concreto, individualizado, que un superior dirige a un subordinado27. El incumplimiento de una orden compromete la responsabilidad disciplinaria del destinatario. A partir de los conceptos precedentes resulta difícil pensar que un ministro, que pone en juego su responsabilidad política a través del referendo (arts. 100 y 53, Const. Nac.), esté sujeto a la potestad jerárquica del presidente y deba responder a sus órdenes. Menos aún, en el caso del jefe de gabinete que ejerce la administración general del país y tiene la responsabilidad política adicional que establece el artículo 101 de la Constitución Nacional. Un ministro no tiene responsabilidad disciplinaria, no está sujeto a sumario en esa materia y, consecuentemente, no necesita ejercitar su derecho de defensa. Su remo25.- DROMI - MENEM, La Constitución..., cit., pág. 331. Escribe CASSAGNE que "algunos creen que la relación entre el presidente y el jefe de gabinete traduce un vínculo de coordinación y no de jerarquía. Pero es evidente que, si el poder de dar órdenes o instrucciones sólo se concibe en el marco de una relación jerárquica o de mandato, la relación entre ambos no puede ser de coordinación, pues las voluntades jurídicas no se encuentran en el mismo plano orgánico sino en un nivel respectivo de superioridad y subordinación" ("En torno...", cit., pág. 9). 26.- FIORINI, Bartolomé A., "Los actos administrativos generales y su impugnación en la ley 19.549", L.L., 149908. 27.- Vid. MENDEZ, Aparicio, La Jerarquía, Montevideo, 1973, págs. 128/130.

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ción por el Poder ejecutivo no constituye una sanción disciplinaria, sino el efecto político de la pérdida de confianza. Con respecto a las delegaciones que el jefe de gabinete recibe del presidente (art. 100 incs. 21 y 4º), cabe señalar que por sí solas no son indicativas de una relación jerárquica, ya que entre delegante y delegado no es menester que exista tal vínculo. En conclusión, según mi entender, las relaciones entre presidente, jefe de gabinete y ministros, constituyen un vínculo de primacía y no de subordinación.

3.- El ejercicio de la administración general La Constitución de 1853 establecía que el presidente tenía "a su cargo" la administración general del país; el Núcleo aprobado por la ley 24.309 le otorgaba tal atribución al jefe de gabinete y, finalmente, el actual artículo 100 de la Constitución reformada le confiere a este último, el "ejercicio" de la administración general. Tal circunstancia puede inducir a pensar que la titularidad de la función quedó en cabeza del presidente, mientras que su ejercicio fue encomendado al nuevo funcionario28. Sin embargo, el primero sólo tiene atribuida la responsabilidad política de la administración general, que no es lo mismo que la titularidad y que se traduce en la correcta elección del jefe de gabinete y en su eficiente conducción política. Cabe destacar, no obstante, que en la terminología de la Constitución el vocablo "ejercer" estuvo empleado con el sentido de atribución originaria, como en el caso del artículo 75, inciso 30 (antes 67, 27), que otorga al Congreso el "ejercer una legislación exclusiva en el territorio de la Capital de la Nación" y el anterior artículo 86, inciso 8º (hoy suprimido), que encomendaba al presidente "ejercer los derechos del patronato nacional"29 y 30. Con la creación del jefe de gabinete, según expresa Quiroga Lavié, el ejercicio del Poder Ejecutivo ha quedado dividido en dos grandes áreas: la política, a cargo del presidente, y la administrativa, a cargo del jefe de gabinete31, por lo tanto, el primero "es responsable político de la administración, ya que la conduce en tanto que acción de gobierno. Pero no la ejerce, es decir no la tiene a su cargo"32.

28.- Conf. CASSAGNE, "En torno...", pág. 10, BARRA, El Jefe..., cit., págs. 73/75. 29.- La supresión fue consecuencia del Concordato celebrado en 1966 entre nuestro país y la Santa Sede, por el cual se reconoció a la Iglesia el libre ejercicio de su poder espiritual y el público ejercicio de su culto. 30.- En el lenguaje de la reforma "ejercer" aparece con doble significado: en el art. 100, inc. 4º se usa distinguiendo entre titularidad y ejercicio, mientras que en el art. 75, inc. 17, in fine, su sentido es de titularidad. 31.- QUIROGA LAVIE, Humberto, "El Jefe de Gabinete: Técnica dirigida a consolidar el sistema sustitucional de la República", L.L., Actualidad, del 24-V-1994, pág. 1. 32.- BARRA, El Jefe..., cit., pág. 57.

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En mi opinión, tanto la titularidad como el ejercicio de la administración general están atribuidos al jefe de gabinete, con las responsabilidades políticas para este último, que determina el nuevo texto constitucional y con responsabilidad también de carácter político para el presidente, que se traduce en la correcta elección del jefe de gabinete y en su dirección política eficiente. Por supuesto, la división no es categórica ni afecta la unidad del Poder Ejecutivo, por lo pronto, el presidente tiene atribuciones de carácter administrativo, como las siguientes: a.- concede jubilaciones, retiros, licencias y pensiones (art. 99, inc. 6º); b.- nombra y remueve a distintos funcionarios de la Administración, por sí solo33 o con acuerdo del Senado según los casos, y los empleados cuyo nombramiento no esté reglado de otra forma por la Constitución (art. 99, inc. 7º); c.- supervisa el ejercicio de la facultad del jefe de gabinete, respecto de la recaudación de las rentas y de su inversión (art. 99, inc. 10); d.- es comandante en jefe de todas las fuerzas armadas (art. 99, inc. 12); e.- hace los nombramientos militares (art. 99, inc. 13); f.- dispone de las fuerzas armadas y corre con su organización y distribución (art. 99, inc. 14); g.- puede pedir informes al jefe de gabinete, a los ministros y, a través de ellos, a los demás empleados (art. 99, inc. 17); h.- puede efectuar nombramientos en comisión durante el receso de, Senado (art. 99, inc. 19); i.- puede delegar funciones y atribuciones en el jefe de gabinete (art. 100, incs. 2º y 4º); j.- preside las reuniones del gabinete de ministros (art. 100, inc. 5º); y k.- recibe la delegación legislativa "en materias determinadas de administración" (art. 76). Por su parte, el jefe de gabinete también tiene atribuciones y deberes propios del Poder Ejecutivo en lo concerniente a su relación con el Congreso, como los siguientes: a.- refrendar los decretos reglamentarios de las leyes, los decretos de prórroga de las sesiones ordinarias o de convocatoria a sesiones extraordinarias, y las iniciativas legislativas (art. 100, inc. 8º); b.- concurrir a las sesiones del Congreso y participar en sus debates (art. 100, inc. 9º); c.- presentar al Congreso junto con los demás ministros una memoria detallada del estado de los asuntos de cada departamento (art. 100, inc. 10); d.- refrendar los decretos de delegación legislativa (art. 100, inc. 12); e.- refrendar los decretos de necesidad y urgencia y someterlos a consideración de la Comisión Bicameral Permanente (art. 100, inc. 13);

33.- "Por sí solo" significa sin acuerdo de otro poder (Senado), lo que se extiende también para los ascensos en el campo de batalla, los que de todos modos no están excluidos del refrendo ministerial (Conf. FIORINI, Manual, Primera Parte, pág. 174).

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f.- concurrir mensualmente al congreso para informar sobre la marcha del Gobierno (art. 101); g.- ser interpelado, recibir una moción de censura o ser removido por el Congreso (art. 101; y h.- ser sometido a juicio político (art. 53, Const. Nac.). En el ejercicio de las competencias precedentes, que se sitúan en la relación entre poderes, responde a la dirección y el control políticos del presidente. Por otra parte en razón de su carácter, no puede delegarlas en los demás ministros, ni tampoco el presidente está facultado para autorizar su delegación o disponer su traspaso.

4.- Las delegaciones Dentro del cuadro de distribución de atribuciones diseñado por los artículos 99, 100 y 101, la Constitución prevé expresamente la posibilidad de delegación de funciones del presidente al jefe de gabinete, en el artículo 100, incisos 2º y 4º. El jefe de gabinete expide los reglamentos (actos de alcance general) y actos (de alcance particular) necesarios para el ejercicio de la delegación. En estos casos es menester el refrendo del ministro con competencia material en el asunto delegado (inc. 2º). Por su parte, el inciso 4º, se refiere al ejercicio de las "funciones y atribuciones" delegadas, con lo que no se agregaría nada nuevo, ya que no parece posible en este nivel de la organización, distinguir entre delegación normativa y de ejecución. Cabe ahora preguntarse qué atribuciones del presidente pueden ser objeto de delegación y, en tal sentido, deben considerarse indelegables las inherentes a la jefatura de la Nación (o del Gobierno) y delegables las propias de la administración civil. Por lo tanto, puede darse delegación en las materias del artículo 99, incisos 6º, 7º (en los casos que no se requiera acuerdo del Senado y no se trata del nombramiento de los ministros del despacho) y 17 (aunque tal atribución debe considerarse implícita entre las del jefe de gabinete). En cambio no son susceptibles de delegación las facultades correspondientes a la jefatura de las fuerzas armadas, es decir, los denominados "poderes militares" de los incisos 12, 13 y 14 del artículo 99 que, a su vez, deben distinguirse de los "poderes de guerra", distribuidos entre el Congreso (art. 75, incs. 25, 26, 27 y 28) y el presidente (art. 99, inc. 15)34.

34.- Vid. TORTORA, Carlos, "El futuro jefe de gabinete, ¿tendrá injerencia en las FF.AA.?", en diario Ambito Financiero de buenos aires del día 19-IV-1995, pág. 18.

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En consecuencia, la declaración de guerra, prevista en esta última norma, el presidente la realiza en su carácter de "jefe supremo de la Nación" y no en su condición de titular de las potestades militares. Puede agregarse que con respecto a algunos aspectos de la "organización" de las Fuerzas Armadas (art. 99, inc. 14) en tiempo de paz, el presidente puede delegar funciones -por ejemplo, en temas de ejecución presupuestaria- sin que se infrinjan las competencias constitucionales. No obstante, en principio, la administración militar está asignada al presidente y la civil al jefe de gabinete. Conviene aclarar que no deben confundirse las atribuciones militares con las de mayor amplitud, relativas a la defensa -y que comprenden a las primeras35- o las concernientes a la seguridad, ya que ambas pueden estar incluidas, según el tema, entre las facultades del jefe de la Nación -como presidir el Consejo de Defensa Nacional36- o las administrativas propias del presidente -v.gr. supervisar la ejecución del presupuesto de defensa- o, finalmente, entre las de "administración general" del jefe de gabinete -caso de la planificación y coordinación de la defensa civil o, en general, de las actividades de la defensa-37.

5.- El gabinete La reunión de ministros en gabinete estaba implícita en el artículo 88 de la Constitución anterior, norma que la reforma mantuvo con el número 102 y que determina que cada ministro es responsable de los actos que acuerda con sus colegas. A su vez, la reforma instituyó expresamente el gabinete y su jefatura, aunque distinguiendo ésta de la presidencia del gabinete. El jefe de gabinete coordina, prepara y convoca las reuniones, con la atribución de presidirlas en ausencia del presidente, pudiéndose destacar que en el caso de ausencia previsto en el artículo 88 de la Constitución Nacional, el reemplazo tendrá lugar durante el lapso que tarde el vicepresidente para asumir el Poder Ejecutivo. En realidad, la norma apunta a las ausencias circunstanciales del presidente de la reunión de gabinete. La figura del gabinete había sido incorporada con anterioridad a la reforma en distintas leyes de ministerios y la actual (t. o. por dec. -ley 438/92) determina que el

35.- "Las Fuerzas Armadas son el instrumento militar de la defensa nacional" (art. 20, ley 23.554). 36.- Art. 14, ley 23.554. 37.- "El ministro de Defensa ejercerá la dirección, ordenamiento y coordinación de las actividades propias de la defensa que no se reserve o realice directamente el presidente de la Nación o que no son atribuidas en la presente ley a otro funcionario, órgano u organismo" (art. 11, ley 23.554).

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presidente será asistido en sus funciones por los ministros, en forma individual o en conjunto constituyendo el gabinete nacional, el que será convocado siempre que lo requiera el presidente (arts. 2º y 3º). En los artículos 99 y 100 de la Constitución reformada se preven los supuestos de decisiones que deben tomarse en acuerdo de gabinete. Ellos son: a.- los decretos dictados por razones de necesidad y urgencia (arts. 99, incs. 3º y 100, inc. 13); b.- las que le indique el Poder Ejecutivo al jefe de gabinete (art. 100, inc. 4º); c.- las que decida el jefe de gabinete por su importancia (art. 100, inc. 4º); d.- los proyectos de Ley de Ministerios y de Presupuesto (art. 100, inc. 6º); y e.- los decretos que promulgan parcialmente leyes (art. 100, inc. 13). Corresponde distinguir la reunión de gabinete como órgano integrado por el presidente, el jefe de gabinete y los ministros, de las decisiones tomadas en acuerdo de gabinete, es decir, debe diferenciarse entre el órgano y los actos que se derivan de su funcionamiento. Desde el punto de vista orgánico es de carácter pluripersonal y de asistencia y colaboración para las decisiones que deben tomar el presidente y el jefe de gabinete, pero no se trata de un cuerpo colegiado, ya que sus integrantes no votan para la toma de decisiones38. Sobre este punto no han perdido actualidad las reflexiones de Fiorini: "El órgano presidencial no manifiesta sus decisiones como resultado de las deliberaciones y por la voluntad de la mayoría. Esto no excluye la posibilidad de la consulta, el acuerdo y la responsabilidad conjunta. El acuerdo, la consulta, la responsabilidad ministerial y la legalización del decreto no son elementos que comprueben la existencia de un órgano colegiado"39. Marienhoff ha escrito que un órgano "colegiado" o "colegial" es aquél donde el ejercicio de la función está encomendado simultáneamente a varias personas físicas que actúan en un mismo pie de igualdad y que deciden conforme al principio regulador de la mayoría40. Por lo tanto, el gabinete no constituye un cuerpo colegiado y las decisiones que se toman luego de su labor de consulta, discusión y asistencia, corresponden unitariamente al presidente o al jefe de gabinete. En lo tocante a los actos o decisiones que se pueden adoptar en reunión de gabinete, la Constitución distingue entre "acuerdo" (art. 100, incs. 4º y 6º) y "acuerdo 38.- En contra, DROMI - MENEM, La Constitución..., cit., págs. 332/333, quienes sostienen que se trata de un cuerpo colegiado en cuya regulación deberán tenerse en cuenta los principios de "sesión", "quórum" y "deliberación". 39.- FIORINI, Manual de Derecho Administrativo, Parte Primera, pág. 166. 40.- MARIENHOFF, Tratado..., cit., T. I, págs. 109/110.

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general" (art. 99, inc. 3º), indicando con relación a este último, que el acto necesita del refrendo de todos los ministros y del jefe de gabinete (arts. 99, inc. 3º y 100, inc. 13). A mi entender, los textos expresan que en el gabinete pueden tener lugar acuerdos "parciales" y acuerdos "generales" y que los primeros se producen cuando el refrendo del acto -provenga éste del presidente o del jefe de gabinete- es acordado por dos o más ministros que asumen, consecuentemente, responsabilidad solidaria. Esta interpretación se armoniza con el artículo 102 de la Constitución Nacional, en cuanto hace responsable solidariamente a cada ministro de los actos que acuerda con sus colegas. Reitero que hará acuerdo parcial cuando la decisión cuente con dos o más refrendos, sin llegar al de la totalidad de los ministros, en cuyo caso sobreviene el acuerdo general. La interpretación precedente, por otra parte, se ajusta a la índole no colegiada del gabinete, ya que de otro modo llevaría a tener en cuenta criterios de mayoría ajenos a su naturaleza.

6.- Las atribuciones consecuentes Del deslinde de competencias que contienen los artículos 99 y 100 de la Constitución Nacional y de las precedentes reflexiones, resultan otras atribuciones para el jefe de gabinete que son consecuencia del modelo de organización adoptado41. En tal sentido pueden destacarse, las que siguen: a.- Dicta los reglamentos autónomos, en ejercicio de la "administración general" del país. b.- A su respecto, también se aplica el artículo 103 de la Constitución Nacional, en la inteligencia de que el "régimen administrativo" no sólo comprende el poder disciplinario y las órdenes de servicio, sino también actos administrativos de alcance particular respecto de los administrados42. c.- Sus actos necesitan refrendo ministerial, salvo que se trate de los dictados en el ámbito del artículo 103 de la Constitución Nacional. Así acontece en la práctica, donde los actos son denominados "decisiones administrativas"43. d.- Puede delegar sus cometidos de índole administrativa en los ministros secretarios y avocarse con relación a las materias delegadas y no delegadas. Tales atribuciones se desprenden del ejercicio de la administración general y la consecuente relación de primacía. 41.- Vid. las disertaciones de CASSAGNE, Juan Carlos, MATA, Ismael y FANELLI EVANS, Guillermo, "El jefe de gabinete", R.A.P., nro. 194 (noviembre de 1994), Buenos Aires, págs. 16 a 29 y FANELLI EVANS, Guillermo "El jefe de gabinete y demás ministros del Poder Ejecutivo en la Constitución Nacional", L.L., del 3-XI-1994, págs. 1/3. 42.- FIORINI, Manual de Derecho Administrativo, Parte Primera, pág. 172. 43.- Vid. Decisión Administrativa nro. 3/95 (B.O., 4-VIII-1995).

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e.- Ejerce el control de legitimidad y de mérito sobre los actos administrativos de su ámbito y el de los demás ministros, por lo que resuelve en forma definitiva los recursos jerárquicos interpuestos contra las decisiones de estos últimos.

7.- Apreciación final Considero que la política de la reforma de 1994, consistente en "atenuar el presidencialismo", conduce a interpretar que el jefe de gabinete ha recibido en plenitud la atribución de la administración general del país. El complejo y afinado deslinde de funciones que la Constitución reformada ha establecido entre el presidente y el jefe de gabinete, hace que este nuevo órgano, lejos de ser un delegado o un mero coordinador de tareas, constituya un instrumento útil para obtener una mejor distribución del trabajo dentro del Poder Ejecutivo y, en definitiva, tender hacia una administración más eficiente.

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