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La Obra del Espíritu Santo Por Abraham Kuyper

Tabla de contenidos

1. Prefacio del Autor 2. Notas Explicativas para la Edición Norteamericana 3. Nota Introductoria 4. Volumen 1: Introducción 5. La Creación 6. Re-Creación 7. La Sagrada Escritura Del Antiguo Testamento 8. La Encarnación Del Verbo 9. El Mediador 10. El Derramamiento Del Espíritu Santo 11. El Apostolado 12. La Sagrada Escritura en El Nuevo Testamento 13. La Iglesia De Cristo 14. Volumen 2: Introduccíon 15. La Obra de Dios en el Pecador 16. La Gracia Preparatoria 17. Regeneración 18. Llamamiento y Arrepentimiento 19. Justificación 20. Fe 21. Volumen 3: Santificación 22. AMOR 23. Oración

Prefacio del Autor Los tratados dedicados especialmente a la Persona del Espíritu Santo son comparativamente pocos, y el tratamiento sistemático de Su Obra es incluso más escaso. En la dogmática, ciertamente, se introduce este asunto, se desarrolla y se explica, pero el tratamiento especial es excepcional. Tanto se ha escrito sobre Cristo, y tan poco se ha escrito sobre el Espíritu Santo. El trabajo de John Owen en este asunto es el más conocido, y aún no ha sido superado. De hecho, John Owen escribió redactó tres obras acerca del Espíritu Santo, las cuales fueron publicadas en 1674, 1682 y 1693. Owen era un prolífico escritor y teólogo por naturaleza. Nacido en 1616, murió a la buena edad de setenta y cinco años, en 1691. Desde 1642, el año en que su primer libro fue publicado, continuó escribiendo libros hasta su muerte. En 1826 Richard Baynes publicó nuevamente las obras de John Owen, D.D, editado por Thomas Russell, A.M., con notas biográficas de su vida y escritos (veintiún volúmenes). Esta edición aún se encuentra en el mercado, entregando un tesoro de sólida y exhaustiva teología. Además de las obras de Owen, menciono las siguientes: • • • • • • • • • • •

David Rungius, “Proof of the Eternity and Eternal Godhead of the Holy Spirit,” Wittenberg, 1599. Seb. Nieman, “On the Holy Spirit,” Jena, 1655. Joannes Ernest Gerhard, “On the Person of the Holy Spirit,” Jena, 1660. Theod. Hackspann, “Dissertation on the Holy Spirit,” Jena, 1655. J. G. Dorsche, “On the Person of the Holy Spirit,” Köningsberg, 1690. Fr. Deutsch, “On the Personality of the Holy Spirit,” Leipsic, 1711. Gottfr. Olearius (John F. Burgius), “On the Adoration and Worship of the Holy Spirit,” Jena, 1727. J. F. Buddeuss, “On the Godhead of the Holy Spirit,” Jena, 1727. J. C. Pfeiffer, “On the Godhead of the Holy Spirit,” Jena, 1740. G. F. Gude, “On the Martyrs as Witnesses for the Godhead or the Holy Spirit,” Leipsic, 1741. J. C. Danhauer, “On the Procession of the Holy Spirit from the Father and the Son,” Strasburg, 1663. J. Senstius, Rostock, 1718, y J. A. Butstett, Wolfenbüttel, 1749. John Schmid, John Meisner, P. Havercorn, G. Wegner, y C. M. Pfaff.

La Obra del Espíritu Santo ha sido discutida en forma separada por los siguientes autores: Anton, “The Holy Spirit Indispensable.” Carsov, “On the Holy Spirit in Conviction.” Wensdorf, “On the Holy Spirit as a Teacher.” Boerner, “The Anointing of the Holy Spirit.” Neuman, “The Anointing which Teaches All Things.” Fries, “The Office of the Holy Spirit in General.” Weiss, “The Holy Spirit Bringing into Remembrance.” Foertsch, “On the Holy Spirit’s Leading of the Children of God.” Hoepfner, “On the Intercession of the Holy Spirit.” Beltheim, Arnold, Gunther, Wendler, and Dummerick, “On the Groaning of the Holy Spirit.” Meen, “On the Adoration of the Holy Spirit.” Henning y Crusius, “On the Earnest of the Holy Spirit.” Los teólogos daneses a continuación han escrito sobre el mismo tema: Gysbrecht Voetius en su “Select-Disput,” I, p. 466. Sam, Maresius, “Theological Treatise on the Personality and Godhead of the Holy Spirit,” en su “Sylloge-Disput,” I, p. 364. Jac. Fruytier, “The Ancient Doctrine Concerning God the Holy Spirit, True, Proven, and Divine”; exposición de John xv. 26, 27. Camp, Vitringa, Jr., “Duæ Disputationes Academicæ de Notione Spiritus Sancti,” en su Opuscula.

Los estudios del presente siglo sobre el mismo tema difícilmente pueden ser comparados a las obras de John Owen. Mencionamos los siguientes: Herder, “Vom Paraclet.” Kachel, “Von der Lästerung wider den Heiligen Geist,” Nürnberg, 1875. E. Guers, “Le Saint-Esprit, Étude doctrinale et pratique sur Sa Personne et Son OEuvre,” Toulouse, 1865. A. J. Gordon, “Dispensation of the Spirit.” Esta pobre bibliografía deja en claro lo insuficiente del tratamiento sistemático en cuanto a la persona del Espíritu Santo. Lo estudios sobre la Obra del Espíritu Santo son incluso más escasos. Es verdad que existen muchas disertaciones sobre las diferentes partes de su Obra, mas esta nunca se ha tratado en su unidad orgánica. Ni siquiera por Guers, el cual reconoce que su pequeño libro no tiene la intención de ser ubicado dentro de la dogmática. De hecho, Owen aún no ha sido superado y por lo tanto sigue siendo solicitado por los buenos teólogos, tanto laicos como clérigos. Aún así, la obra maestra de Owen no da a entender que un estudio aun más detallado de este asunto sea algo irrelevante. Aunque sea un campeón invencible para los arminianos y semi-arminianos de fines del siglo diecisiete, su armadura es demasiado liviana como para responder a los errores doctrinales del tiempo presente. Por esta razón, el autor ha tomado la tarea de entregar al público cristiano pensante una exposición de la segunda parte de este grandioso asunto, en una manera adaptada a las pretensiones de la época y a los errores de hoy. El autor no ha tratado la primera parte, la Persona del Espíritu Santo, pues este no es un tema controversial. De hecho, la Divinidad del Espíritu Santo es confesada o negada, pero los principios de los cuales confesión o negación son el resultado obvio divergen de manera tal que es imposible sostener una discusión entre quien los confiesa y quien los acepta. Si aquellos entraran en tal discusión, tendrían que bajar la guardia en el punto de principios fundamentales y discutir cuál es la Fuente de la Verdad. Y cuando esto se haya dejado claro, podrán discutir un asunto especial como el del Espíritu Santo. Pero antes de esto, una discusión entre ellos que niegue la Revelación sería casi sacrílega. Pero con la Obra del Espíritu Santo, esto es diferente. Porque aunque los que profesan ser cristianos reconocen su Obra, y todo lo que esta incluye, y todo lo de que de ella fluye, los diferentes grupos en los cuales ellos se dividen lo representan en maneras divergentes. ¡Cuántas diferencias hay en este punto entre calvinistas y éticos, reformados, kohlbruggianos y perfeccionistas! Las representaciones de los sobrenaturalistas prácticos, místicos y antinomianos difícilmente se pueden reconocer. Me pareció infactible y confuso atacar a estas desviadas opiniones en puntos secundarios. Estas diferencias jamás deben ser discutidas si no es sistemáticamente. Aquel que no ha delineado primeramente el dominio entero en el cual el Espíritu Santo obra, no puede medir ninguna parte de él exitosamente, ni para ganar a un hermano ni para la gloria de Dios. Así, dejando las polémicas casi enteramente fuera, he hecho el esfuerzo de representar la Obra del Espíritu Santo en sus relaciones orgánicas, de modo que el lector quede habilitado para estudiar el dominio entero. Y al estudiarlo, ¿quién no se sorprenderá de las dimensiones cada vez más grandes de la Obra del Espíritu Santo en todas las cosas relativas a Dios y al hombre? A pesar de honrar al Padre y de creer en el Hijo, ¡cuán poco vivimos en el Espíritu Santo! A veces incluso nos parece que el Espíritu Santo es añadido accidentalmente a la grandiosa obra de redención sólo para efectos de nuestra santificación. Por esta razón nuestros pensamientos se ocupan tan poco del Espíritu Santo; por esta razón se le honra tan poco en el ministerio de la Palabra; por esta razón el pueblo de Dios, postrado en súplica ante el Trono de Gracia, lo hace tan poco el objeto de su adoración. Sientes involuntariamente que de tu piedad, que ya es bastante pobre, el Espíritu Santo recibe una porción demasiado escasa. Y ya que este es el resultado de una falta inexcusable de conocimiento y de apreciación de Su gloriosa Obra en toda la creación, un entusiasmo santo se apoderó de mí, en el poder de Dios, para proporcionar un poco de ayuda en este asunto a mis amigos campeones en la fe entregada una vez por los padres.

Que el Espíritu Santo, cuya Obra he pronunciado en palabras humanas y con lengua tartamuda, corone esta labor con tal bendición, de manera que puedas sentir más de cerca Su Presencia invisible, y que Él pueda brindar a tu corazón intranquilo abundante consuelo. —Ámsterdam, 10 de Abril de 1888—

Posdata a lectores norteamericanos, añado una observación más. Esta obra contiene ocasionales polémicas en contra del metodismo, las cuales para muchos ministros y miembros de las iglesias llamadas “metodistas” pueden parecer injustas y fuera de lugar. Que quede claramente dicho, por lo tanto, que mi controversia con el metodismo nunca va dirigido a estas iglesias en particular. El metodismo contra el cual contiendo prevaleció hasta hace poco en casi todas las iglesias protestantes como fruto insalubre del Avivamiento al principio de este siglo. El metodismo al cual me refiero aquí es idéntico a lo que el Sr. Heath, en The Contemporary Review (Mayo, 1898), criticó como lamentablemente inadecuado para ubicar otra vez al protestantismo a la cabeza del movimiento espiritual. El metodismo nació del declive espiritual de la Iglesia Episcopal de Inglaterra y Gales. Surgió como la reacción del individuo y de lo subjetivo espiritual contra el poder destructivo de lo objetivo en la comunidad como se manifestó en la Iglesia de Inglaterra. Como tal, la reacción fue preciosa y sin duda un don de Dios, y habría continuado así de saludable en sus funcionamientos si hubiera preservado su carácter de reacción predominante. Debería haber pensado en la Iglesia como comunidad como un poder objetivo, y en este dominio objetivo debería haber vindicado la importancia de la vida espiritual individual y de la confesión sujetiva. Pero falló en esto. De la vindicación de los derechos de los sujetos, pasó pronto al antagonismo en contra de los derechos objetivos de la comunidad. Dogmáticamente, esto trajo como resultado la controversia acerca de la obra objetiva de Dios, a saber, Su decreto y Su elección, y eclesialmente, el antagonismo en contra de la obra objetiva del oficio por medio de la confesión. Dio supremacía al elemento subjetivo en el libre albedrío del hombre y al elemento individual al momento de tomar decisiones frente a conflictos extra eclesiásticos en la Iglesia. Y así no mantuvo ningún otro fin que la conversión de pecadores individuales; y para esta tarea abandonó lo orgánico y retuvo sólo el método mecánico. Como tal, durante el así llamado Avivamiento celebró su más glorioso triunfo, penetrando en casi todas las iglesias protestantes, e incluso en la Iglesia Episcopal, bajo el nombre de Evangelicalismo o Iglesia baja. Como segunda reacción al segundo declive de las iglesias protestantes de aquel tiempo, sin duda este triunfo trajo una gran bendición. Pero cuando surgió la necesidad de reducir esta nueva vida espiritual a un principio definido sobre el cual construir una vida cristiana-protestante y una cosmovisión en oposición a las filosofías no-cristianas y a la vida y cosmovisión esencialmente panteístas, y darles posición y mantenerla—ahí fracaso vergonzosamente. Le faltaban principios consciente y nítidamente definidos; con su individualismo y subjetividad, no pudo responder a los cuestionamientos sociales, y debido a su completa falta de unidad orgánica, no pudo formular una vida y una cosmovisión independientes; así es, por el lado que se le mirara, fue un obstáculo para tales formulaciones. Por esta razón es absolutamente necesario enseñar a las iglesias protestantes a ver claramente esta sombra oscura del metodismo, mientras que, al mismo tiempo, deben continuar estudiando su preciosa importancia como reacción espiritual. De ahí viene mi disputa con el metodismo y mi persistente apunte hacia la necesidad imperativa de vindicar, en oposición y junto a la subjetividad puramente mecánica, los derechos de la orgánica social en toda la vida humana, y de satisfacer la necesidad del poder de la objetividad en presencia de las extravagantes declaraciones de la subjetividad. Esto urge tanto más ya que la tendencia moderna está ganando terreno en la teología metodista de Norteamérica. La Obra del Espíritu Santo no puede ser desplazada por la actividad del espíritu humano.

Kuyper. Ámsterdam, 21 de Abril de 1899.

Notas Explicativas para la Edición Norteamericana La obra del Dr. Kuyper acerca el Espíritu Santo apareció por primera vez en publicaciones semanales en el Heraut, siendo publicada más tarde en forma de libro en Ámsterdam, 1888. Esto explica el objetivo del autor al escribir su libro, a saber, dar instrucción al pueblo de Holanda. Escrito en el lenguaje común del pueblo, el libro satisface las necesidades tanto de laicos como del clero. No obstante, la profundidad de pensamiento no fue sacrificada en pro de la simplicidad de lenguaje. Por el contrario, el lenguaje fue sólo el instrumento por medio del cual el pensamiento fue hecho lúcido y transparente. El Heraut es una publicación semanal de la cual el Dr. Kuyper ha sido editor principal por más de veinte años. Se publica cada viernes, y forma parte de la lectura dominical de un amplio grupo de personas. En sus columnas, el Dr. Kuyper ha enseñado nuevamente, tanto en el campo como en la ciudad, los principios de la fe reformada al pueblo holandés, proporcionando al mismo tiempo maneras con las cuales dar un nuevo desarrollo a estos principios según la consciencia moderna de nuestro tiempo. El Dr. Kuyper no es un apologeta, pero sí un reconstructor sincero y concienzudo. Ha familiarizado a la gente con los símbolos de la fe reformada, y por medio de su exposición exhaustiva de las Escrituras, ha mantenido y defendido la posición de tales símbolos. Su éxito en esto se puede ver claramente en la reforma de las iglesias reformadas en 1886 y en el subsiguiente desarrollo espléndido de energía y actividad en Iglesia y Estado, los cuales son productos del calvinismo revivido y reconstruido. Sin el esfuerzo y la labor paciente de este cuarto de siglo, tal reforma habría sido imposible. En sus reformas religiosas y políticas, el Dr. Kuyper procedió desde la convicción personal de que la salvación de Iglesia y Estado sólo podría lograrse volviendo a los fundamentos abandonados de la teología reformada nacional; pero no para reconstruirlo en su forma desgastada. “Su fresco y valiente espíritu se encuentra enteramente libre de todo conservadurismo” (Dr. W. Geesink). El Dr. Kuyper un hombre tanto de su tiempo como para su tiempo. Él busca adaptar la superestructura, la cual ha estado erigiendo sobre los fundamentos cuidadosamente redescubiertos de la teología reformada, a todas las necesidades, demandas y aflicciones del presente. Sólo el tiempo dirá cuánto éxito ha tenido. Desde 1871 ha publicado, primero en las columnas del Heraut y luego en libros, los siguientes títulos: los estudios bíblicos “Out of the Word,” en cuatro volúmenes; “The Incarnate Word,” “The Work of the Holy Spirit,” en tres volúmenes, y “E Voto Dordraceno,” una explicación del Catecismo de Heidelberg, en cuatro volúmenes. Esta última obra es un rico tesoro de teología firme y exhaustiva, dogmático y práctico. Ha publicado muchos otros tratados que aún no han aparecido en forma de libro. Entre estos, destacamos especialmente “On Common Grace,” el cual, aún en proceso de publicación, es una lectura excelente. El número de sus obras supera ya los ciento cincuenta. Al final de esta introducción se encuentra una lista parcial de tales obras. Las siguientes obras ya han sido traducidas al inglés: “Encyclopædia of Sacred Theology” (Charles Scribner’s Sons, 1898); “Calvinism and Art”; “Calvinism and Our Constitutional Liberties”; “Pantheism and Destruction of the Boundaries”; “The Stone Lectures.” Para un mejor entendimiento de la obra, el traductor ruega poner atención a las siguientes explicaciones: “Ético irénico,” o simplemente “ético,” es el nombre de un movimiento en Holanda que busca mediar entre el racionalismo moderno y la confesión ortodoxa de la iglesia reformada. Busca

restaurar la paz y tranquilidad, no por medio del regreso al orden original de la iglesia, ni por medio del mantenimiento de la antigua Confesión y la remoción por medio de juicio y deposición (Tratamiento Judicial) de los ministros que se desvían, sino por medio de esfuerzos por encontrar un lugar común entre ambos partidos. Procede de la idea que aquello enfermo en la Iglesia puede volver y volverá a ser saludable: en parte dejando que la enfermedad siga su curso por sí misma (Doorzieken)—olvidando así que la corrupción en la Iglesia no es enfermedad sino pecado (Dr. W. Geesink); en parte por medio de una difusión liberal de conocimiento bíblico entre el pueblo (Tratamiento Médico). El Dr. Chantepie de la Saussaye, un discípulo de Schleiermacher, fue el padre espiritual de esta teología ética. Nacido en 1818, el Dr. De la Saussaye entró a la Universidad de Leyden en 1836. Insatisfecho con el sobrenaturalismo racional de una generación anterior, e incapaz de adaptarse a la vaguedad y ambigüedad de la llamada escuela de Groningen, o de encontrar en los tesoros de la teología calvinista una base para el desarrollo de su ciencia teológica, se sintió atraído a la escuela de Schelling, y por medio de él llegó a estar bajo la influencia del panteísmo. Durante los años de su pastorado en Leeuwarden (1842-48) y en Leyden hasta 1872, modificó y desarrolló las ideas de Schleiermacher en una forma independiente. El resultado fue la teología ética. La idea esencial de tal pensamiento puede resumirse de la siguiente manera: “Trascendente por sobre la naturaleza, Dios también es inmanente en la naturaleza. Esta inmanencia no es física solamente, sino también, sobre esta base, ética. Esta inmanencia ética se manifiesta a sí misma en la vida religiosa moral, que es la vida real y verdadera del hombre. Se origina en el mundo pagano, y a través de Israel asciende hasta Cristo, en quien alcanza plenitud. Entre los paganos, se manifiesta a sí misma especialmente en la consciencia con sus dos elementos: temor y esperanza; entre Israel, en la Ley y la Profecía; y en Cristo, en Su perfecta unión con Dios y con la humanidad. Por esta razón, pues, Él es la Palabra par excellence, el Hombre Central, en quien se completa todo lo que es humano. Sin embargo, aunque hasta Cristo procedía desde la circunferencia hacia el centro, después de Cristo procede en círculos que se ensanchan eternamente desde el centro hacia la circunferencia. La vida fluye desde Cristo hacia la Iglesia, la cual, habiéndose transformado temporalmente en una institución para la educación de las naciones, a través de la Reforma y la Revolución Francesa llegó a ser lo que debiera ser, una Iglesia confesional. Su poder ya no se encuentra en la organización eclesiástica, ni en credo ni confesión autoritativa, sino en actividad moral e influencia. La Palabra divina en la consciencia comienza a obrar y a gobernar; el cristianismo comienza a transferirse a la esfera moral. “No obstante; si la inmanencia ética perfecta de Dios no es alcanzada en esta dispensación, siendo siempre posible, podría alcanzarse en las eras venideras.” [1] No es sorprendente que esta teología, cuya corriente panteísta destruye los límites entre el Creador y la criatura, haya entrado en hostil contacto con la teología reformada, la cual defiende celosamente estos límites. De hecho el movimiento ético, en vez de unir a los dos partidos existentes en un espacio común, añadió un tercero, el cual, en el conflicto subsiguiente, fue mucho más amargo, arbitrario y tiránico que los modernos, los cuales ya se han apartado de las Santas Escrituras de la misma manera que Wellhausen y Kuenen. En 1872, el Dr. Chantepie de la Saussaye fue nombrado profesor de teología en la Universidad de Groningen, a continuación de Hofstede de Groot. Estuvo en este puesto sólo trece meses. Durmió el 13 de Febrero de 1874. Su excelentísimo discípulo es el altamente dotado Dr. J. H. Gunning, profesor de teología en la Universidad de Leyden hasta 1899. El nombre del Dr. Kohlbrugge aparece frecuentemente en las páginas que siguen. Nacido luterano, graduado del seminario de Ámsterdam, candidato al ministerio luterano, el Dr. Kohlbrugge se familiarizó con la doctrina reformada a través del estudio de sus primeros exponentes. Siendo conocido y temido por su admiración ardiente a la doctrina de la predestinación, fue rechazada su admisión al ministerio, primero en la Iglesia Luterana y luego en la Iglesia del Estado. Se marchó de Holanda hacia Alemania, en donde, por la misma razón,

fue excluido de los púlpitos de las iglesias reformadas alemanas. Por fin fue llamado al púlpito de una iglesia reformada libre en Elberfeld, la cual él mismo fundó. Fue un profundo teólogo, un escritor prolífico, y celoso por el honor de su Maestro. Sus numerosos escritos—en parte luteranos, en parte reformados—se difundieron por Holanda, las provincias renanas, los cantones de Suiza, e incluso entre algunas iglesias reformadas de Bohemia. Algunos de sus discípulos cayeron en el antinomianismo, y al día de hoy ocupan púlpitos en la Iglesia del Estado. Se les llama neo-kohlbruggianos. El profesor Böhl, de Viena, es el instruido representante de los kohlbruggianos antiguos. Tanto la antigua como la nueva escuela se oponen fuertemente al calvinismo. La traducción de “The Work of the Holy Spirit” fue llevada a cabo por encargo del autor, a quien el borrador de casi todo el primer volumen fue entregado a corrección. Sin embargo, estando “sobrepasado” de trabajo y completamente satisfecho con la traducción hasta ahora, el autor decidió no atrasar el trabajo con la lectura de los siguientes volúmenes, sino que la dejó a discreción del traductor. También se dejó a juicio del traductor la omisión de materias referentes a condiciones locales y de discusiones teológicas actuales. Agradecimientos al Rev. Thomas Chalmers Straus, A. M., de Peekskill, N. Y., por su valiosa asistencia en la preparación de esta obra para la imprenta. TRADUCTOR Peekskill, N. Y., 27 de enero de 1900.

A continuación, un listado parcial de las obras del Dr. Kuyper: •

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"J. Calvini et J. a Lasco: De Ecclesia Sententiarum inter se Compositio Acad. Diss.” 1862. “Joannis a Lasco: Opera tum Edita quam Inedita.” Two vols., 1866. “Wat moeten wy doen, het stemrecht aan ons zelven houden of den Kerkeraad machtigen?” (What Are We to Do: Retain the Right of Voting, or Authorize the Consistory?) 1867. “De Menschwording Gods Het Levensbeginsel der Kerk.” Intreêrede to Utrecht. (The Incarnation of God the Vital Principle of the Church. Inaugural discourse at Utrecht.) 1867. “Het Graf.” Leerrede aan den avond van Goede-Vrydag. (The Tomb. Sermon on Good Friday night.) 1869. “Zestal Leerredenen.” (Six Sermons.) 1869. “De Kerkelyke Goederen.” (Church Property.) 1869. “Vrymaking der Kerk." (The Emancipation of the Church.) 1869. “Het Beroep op het Volksgeweten.” (An Appeal to the National Conscience.) 1869. “Eenvormigheid de Vloek van het Moderne Leven.” (Uniformity the Curse of Modern Life.) 1869. “De Schrift het Woord Gods.” (Scripture the Word of God.) 1870. “Kerkeraadsprotocollen der Hollandsche Gemeente te London.” 1569-1571. (The Consistorial Minutes of the Dutch Church in London.) 1870. "De Hollandsche Gemeente te London,” 1570-1571. (The Dutch Church in London.) 1870. “Conservatisme en Orthodoxie. Valsche en Ware Behoudzucht.” (Conservatism and Orthodoxy, the True and the False Instinct of Self-Preservation.) 1870. “Geworteld en Gegrond, de Kerk als Organisme en Institute.” (Rooted and Grounded, the Church as Organism and Institute.) Inauración en Ámsterdam. 1870. “De Leer der Onsterfelykheid en de Staats School.” (The Doctrine of Immortality and the State School.) 1870. “Een Perel in de Verkeerde Schelp.” (A Pearl in the Wrong Shell.) 1871. “Het Modernisme een Fata Morgana op Christelyk Gebied” (Modernism a Fata Morgana in the Christian Domain.) 1871. “De Zending Naar de Schrift.” (Missions According to Scripture.) 1871. “Tweede Zestal Leerredenen.” (Another Six Sermons.) 1851.

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“O God Wees My Zondaar Genadig!” Leerrede op den Laatsten Dag van Het Jaar; 1870. (O God be Merciful to Me a Sinner! Sermon on Old Year’s night, 1870. ) 1871. “De Bartholomeusnacht.” (The Bartholomew Night.) 1872. “De Sneeuw van den Libanon.” (The Snow of Lebanon.) 1872. “Bekeert u Want het Koningryk Gods is Naby.” (Repent, for the Kingdom of Heaven Is at Hand). Sermón en el ultimo día de 1871. 1872. “Het Vergryp der Zeventien Ouderlingen.” (The Mistake of the Seventeen Elders. Memoir of the Consistory of Amsterdam.) 1872. “Uit het Woord.” (Out of the Word.) Devotional Bible studies. 1873. “Het Calvinisme, Oorsprong en Waarborg onzer Constitutioneele Vryheden.” (Calvinism, the Origin and Surety of Our Constitutional Liberties.) 1874. “Uit het Woord.” (Out of the Word.) Segundo volumen, 1875. “De Schoolquestie.” (The School Question.) Seis folletos, 1875. “Liberalisten en Joden.” (Liberalists and Jews.) 1879. “Uit het Woord.” (Out of the Word.) Third volume, 1879. “Ons Program.” (Our Program.) 1879. “De Leidsche Professoren en de Executeurs der Dordtsche Nalatenschap”. (The Leyden Professors and the Executors of the Inheritance of Dordt.) 1879. “Revisie der Revisielegende:” (Revision of the Revision Legend.) 1879. “De Synode der Nederlandsche Revormde Kerk uit Haar Eigen Vermaanbrief Geoordeeld.” (The Synod of the Reformed Church in the Netherlands Judged by Its Own Epistle of Exhortation.) 1879. “Antirevolutionair ook in uw Gezin.” (Anti-Revolutionary Even in the Family.) 1880. “Bede om een Dubbel Corrigendum.” (Prayer for a Double Corrigendum.) 1880. “Strikt Genomen.” (Taken Strictly. The Right to Found a University, Tested by Public Law and History.) 1880. “Souvereiniteit in Eigen Kring.” (Sovereignty in Our Own Circle.) 1880. “Honig uit den Rottsteen.” (Honey Out of the Rock.) 1880. “De Hedendaagsche Schrifteritiek in Hare Bedenkelyke Strekking voor de Gemeente des Levenden Gods.” (Modern Criticism and Its Dangerous Influence upon the Church of the Living God.) Discurso. 1882. "D. Franscisci Junii: Opuscula Theologica.” 1882. “Alexander Comrie.” Traducido de The Catholic Presbyterian Review. 1882. “Ex Ungue Leonem.” El Método de Interpretación del Dr. Doedes Probado en un Punto. 1882. “Welke zyn de Vooruitzchten voor de Studenten der vrye Universiteit?” (What Are the Prospects for the Students of the Free University?) 1882. “Tractaat van de Reformatie der Kerken.” (Tractate of the Reformation of the Churches.) 1883. “Honig uit den Rottsteen.” (Honey Out of the Rock.) Segundo volumen, 1883. “Uit het Woord.” (Out of the Word.) Segunda serie, primer volumen: That Grace Is Particular. 1884. “Yzer en Leem.” (Iron and Clay.) Discursos. 1885. “Uit het Woord.” (Out of the Word.) Segundo volumen: The Doctrine of the Covenants. 1885. “Uit het Woord.” Tercer volumen: The Practise of Godliness. 1886. “Het Dreigend Conflict.” (The Conflict Threatening.) 1886. “Het Conflict Gekomen.” (The Conflict Come.) Tres volúmenes, 1886. “Dr. Kuyper voor de Synode.” (Dr. Kuyper Before the Synod.) 1886. “Laatste Woord tot de Conscientie van de Leden der Synode.” (Last Word to the Conscience of the Members of Synod.) De parte de los miembros perseguidos del Consistorio de Ámsterdam. 1886. “Afwerping van het Juk der Synodale Hierarchie. “(The Throwing Off of the Yoke of the Synodical Hierarchy.) 1886. “Alzoo zal het onder u niet zyn.” (It Shall Not be So Among You.) 1886.



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“Eene ziel die zich Nederbuigt.” (A Prostrate Soul.) Discurso de apertura del Congreso de la Iglesia Reformada en Ámsterdam. 1887. “De Verborgen Dingen zyn voor den Heere Onzen God.” (The Secret Things Belong to the Lord Our God.) 1887. “Sion Door Recht Verlost.” (Zion Saved through Judgment.) 1887. “De Vleeschwording des Woords.” (The Incarnation of the Word.) 1887. “Dagen van Goede Boodschap.” (Days of Glad Tidings.) 1887. “Tweederlei Vaderland.” (Two Fatherlands.) 1887. “Het Calvinisme en de Kunst.” (Calvinism and Art.) 1888. “Dr. Gisberti Voetii Selectarum Disputationum Fasciculus.” En la Bibliotheca Reformata. 1888. “Het Work des Heiligen Geestes.” (The Work of the Holy Spirit.) Tres volúmenes, 1889. “Homer voor den Sabbath.” (Homer for the Sabbath.) Meditaciones sobre el Sábado. 1889. “Niet de Vryheidsboom Maar het Kruis.” (Not the Tree of Liberty, but the Cross.) Discurso de apertura en la decimal reunion annual de los Diputados. 1889. “Eer is Teêr.” (Honor Is Tender.) 1889. “Handenarbeid.” (Manual Labor.) 1889. “Scolastica.” (The Secret of True Study.) 1889. “Tractaat van den Sabbath.” (Tractate on the Sabbath.) Un estudio histórico dogmático. 1890. “Separatie en Doleantie.” (“Secession and Doleantie.” “Doleantie” de doleo, sufir dolor, lamentarse—es en Holanda el nombre histórico adoptado por un grupo de cristianos para designar el hecho que, o están siendo perseguidos por la Iglesia del Estado, o han sido expulsados de la comunión por su adherencia a la confesión ortodoxa.) 1890. “Zion’s Roem en Sterkte.” (Zion’s Strength and Glory.) 1890. “De Twaalf Patriarchen.” (The Twelve Patriarchs.) Un estudio de personajes bíblicos. 1890. “Eenige Kameradviezen.” (Chamber Advices.) De los años 1874, 1875, 1890. “Is er Aan de Publieke Universiteit ten onzent Plaats voor eene Faculteit der Theologie?” (Is there Room in Our Public Universities for a Theological Faculty?) 1890. “Calvinism and Confessional Revision.” En el Presbyterian and Reformed Review, Julio, 1891. “Voor een Distel een Mirt.” (Instead of a Brier, a Myrtle-Tree.) 1891. “Maranatha.” Opening address at the meeting of Deputies. 1891. “Gedrachtslyn by de Stembus.” (Line of Conduct at the Polls.) 1891. “Het Sociale Vraagstuk en de Christelyke Religie.” (The Social Question and the Christian Religion.) Discurso de apertura en el Congreso Social. 1891. “De Verflauwing der Grenzen.” (The Destruction of the Boundaries.) Discurso en la transferencia de la Rectoría de la Free University. 1892. “In de Schaduwe des Doods.” (In the Shadows of Death.) Meditaciones para la enfermería y el lecho de muerte. 1893. “Encyclopædie der Heilige Godgeleerdheid.” (Encyclopedia of Sacred Theology.) Tres volúmenes.,1894. “E Voto Dordraceno.” Explicacion para el Catecismo de Heidelberg. Cuatro volúmenes., 1894-95. Levinus W. C. Keuchenius, LL.D. Biografía. 1896. “De Christus en de Sociale Nooden, en de Democratische Klippen.” (Christ and the Social Needs and Democratic Dangers.) 1895. “Uitgave van de Statenvertaling van den Bybel.” (Edition of the Authorized Version of the Bible.) 1895. “De Zegen des Heeren over Onze Kerken.” (The Blessing of the Lord upon Our Churches.) 1896. “Vrouwen uit de Heilige Schrift.” (Women of the Bible.) 1897.

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“Le Parti Antirevolutionaire.” (The Anti-Revolutionary Party.) En Les Pay-Pas. Presentado a la Sociedad Danesa de Periodistas a periodistas extranjeros en la instalación de la Reina. 1898. “By de Gratie Gods.” (By the Grace of God.) Discurso. 1898. “Calvinism.” Six lectures delivered at Princeton, N. J., October, 1898. “Calvinism in History,” “Calvinism and Religion,” “Calvinism and Politics,” “Calvinism and Science,” “Calvinism and Art,” “Calvinism and the Future.” Publicados en danés, Enero, 1899. “Als gy in uw Huis Zit.” (When Thou Sittest in Thine House.) Meditaciones para la familia. July, 1899. “Evolutie.” (Evolution.) Oración en la transferencia de la rectoría de la Free University, 20 de Octubre, 1899.

Notas

1. ↑ Dr. Bavink. Nota Introductoria Afortunadamente, ya no es necesario presentar formalmente al Dr. Kuyper al público religioso de Norteamérica. Muchos de sus destacados ensayos han aparecido en nuestros periódicos en los últimos años. Estos han llevado títulos tales como “Calvinism in Art,” “Calvinism the Source and Pledge of Our Constitutional Liberties,” “Calvinism and Confessional Revision,” “The Obliteration of Boundaries,” y “The Antithesis between Symbolism and Revelation”; y han aparecido en las páginas de publicaciones como Christian Thought, Bibliotheca Sacra, The Presbyterian and Reformed Review—no sin deleitar, por seguro, a sus lectores con la amplitud de su tratamiento y con la alta y penetrante calidad de su pensamiento. En el último año, las columnas de The Christian Intelligencer han sido adornadas de vez en cuando con ejemplos de las prácticas exposiciones del Dr. Kuyper de la verdad de la Escritura; y de vez en vez ha aparecido una breve pero iluminadora discusión acerca de un tema contingente en las columnas de The Independent. El apetito despertado por esta degustación de buena calidad ha sido satisfecho parcialmente por la publicación en inglés de dos tratados extendidos de su autoría—uno que discute de manera singularmente profunda los principios de “The Encyclopedia of Sacred Theology” (Charles Scribner’s Sons, 1898), y otro exponiendo con máxima envergadura y contundencia los principios fundamentales de “Calvinism” (The Fleming H. Revell Company, 1899). El volumen posterior consiste de cátedras presentadas en “The L. P. Stone Foundation,” en Princeton Theological Seminary en el otoño de 1898. La visita del Dr. Kuyper a Estados Unidos en esta ocasión lo reunió con muchos amantes de las ideas elevadas, y ha dejado la sensación de una relación personal con él en las mentes de los muchos que tuvieron la suerte de conocerle o de oír su voz en aquel momento. Para nosotros ya es imposible ver al Dr. Kuyper como un extraño, como alguien que necesita una presentación para que lo notemos con agrado la próxima vez que se presente ante nosotros; por el contrario, ahora lo vemos como uno de nuestros propios profetas, a cuyo mensaje tenemos cierto derecho, y a cuyo nuevo libro recibimos de su mano como el regalo de un querido amigo, cargado con una sensación de cuidado por nuestro bienestar. El libro que ahora se le ofrece al público norteamericano no llega a nuestras manos recién salido del horno. Ya ha estado al alcance de la audiencia danesa por más de una década (fue publicado en 1888). No obstante, el Dr. Kuyper ha llegado a ser parte de nosotros sólo recientemente, y la publicación de su libro en inglés, esperamos, es sólo otro paso en el proceso que hará gradualmente nuestro todo su mensaje. Ciertamente nadie avanzará por las páginas de este volumen—ni mucho menos, como nuestros amigos judíos dirían, “se hundirá en el libro”—sin darse cuenta de que es un regalo de alto valor que viene a nosotros de mano de nuestro nuevo maestro. Como se notará a primera vista, es un tratado exhaustivo acerca de la Obra del Espíritu Santo—un tema mucho más elevado que muchos de los que puedan ocupar a la mente del hombre cristiano, y aún así, un tema en el cual los tratados realmente exhaustivos son comparativamente escasos. Es fácil, ciertamente, exagerar la relevancia del hecho último. Por supuesto, nunca existió el tiempo en el cual los cristianos dejaron de confesar su fe en el Espíritu Santo; y nunca existió el tiempo en el cual no se hablaron unos a otros acerca de la obra del Bendito Espíritu, el Ejecutor de la

Divinidad, no sólo en la creación y en la sustentación de los mundos y en la inspiración de los profetas y apóstoles, sino también en la regeneración y santificación del alma. Ni tampoco ha existido el momento en el que, al realizar la tarea de darse cuenta mentalmente de los tesoros de verdad que se han encargado en la revelación de la Escritura, la Iglesia no se haya dedicado a la investigación de los misterios de la Persona y la obra del Espíritu Santo; y en especial, nunca ha habido un momento desde ese majestuoso avivamiento de la religión que llamamos Reforma en el que la obra entera del Espíritu en la aplicación de la redención consumada por Cristo no haya sido un tema digno del estudio dedicado y apasionado por parte de hombres cristianos. De hecho, muy pocos tratados exhaustivos acerca de la obra del Espíritu han sido escritos en parte por causa de la misma intensidad del estudio enfocado en las actividades salvíficas del Espíritu. El asunto ha parecido tan inmenso, sus ramificaciones tan extensas, que pocos han tenido el valor de tomarlo como un todo. Los dogmáticos, ciertamente, se han sentido empujados a presentar el rango entero del asunto en el lugar que le corresponde dentro de sus sistemas completos. Sin embargo, cuando tales monografías llegaron a ser escritas, la tendido a concentrarse en un segmento particular del gran círculo; y así hemos tenido tratados acerca de, por ejemplo, la regeneración, la justificación, la santificación, o de la unción del Espíritu; o de la intercesión del Espíritu, o del sellado del Espíritu, pero no de la obra del Espíritu como un todo. Sería un gran error pensar que la doctrina del Espíritu Santo ha sido rechazada meramente porque haya sido presentada preferentemente bajo sus distintas rúbricas o partes en vez de en su totalidad. La facilidad de caer en tal error ha sido ilustrada por ciertas críticas que recientemente se le han hecho a la Confesión de Fe de Westminster—la cual es (como todo puritano estaba seguro de serlo) un tratado acerca de la obra del Espíritu—pues se le ha considerado deficiente por el hecho de no contar con un capítulo específicamente dedicado al “Espíritu Santo y Su Obra.” La única razón por la cual no le da un capítulo específico a este asunto es porque prefiere darle nueve capítulos; y cuando se hizo el intento de suplir esa supuesta omisión, se demostró que lo único que fue posible hacer fue presentar en el nuevo capítulo propuesto un escuálido resumen de los contenidos de esos nueve capítulos. De hecho, habría sido más plausible decir que, comparativamente, la Confesión de Westminster dejaba de lado la obra de Cristo, o incluso la obra de Dios Padre. De la misma manera, la falta de un gran número de tratados exhaustivos en nuestra literatura acerca de la obra del Espíritu Santo se debe en parte a la riqueza de nuestra literatura en tratados sobre porciones separadas de tal obra. Por tanto, la relevancia del libro del Dr. Kuyper viene dada sólo en parte por el hecho de que él ha tenido el valor para enfrentar y los dones para cumplir exitosamente la tarea que pocos se han atrevido a tomar sobre sí por miedo o por capacidades. Y es de no poca ganancia el ser capaz de observar el campo completo de la obra del Espíritu Santo en su unidad orgánica bajo la guía de tan fértil, sistemática y práctica mente. Si no lo podemos ver como algo nuevo, ni decir que es la única obra de este tipo desde Owen, por lo menos podemos que reúne el material acerca de este gran tema con un genio sistemático que es único, y que lo presenta con un entendimiento incisivo de su significado y con una compresión riquísima de sus relaciones que son excesivamente iluminadores. Se debe observar, sin embargo, que no hemos dicho sin reservas que la rareza comparativa de los tratados exhaustivos acerca de la obra del Espíritu Santo como la del Dr. Kuyper de deba simplemente a la grandeza y dificultad de la tarea. Hemos sido cuidadosos en decir que se debe a esto sólo en parte. A decir verdad, es sólo en los círculos a los cuales se presenta esta traducción en inglés que se puede aplicar este comentario. Para los cristianos reformados angloparlantes es un gozo ser los herederos de lo que debe llamar, justamente y con toda libertad, una gran obra literaria sobre este tema; se podría decir incluso, con algo de razón, que la peculiaridad de su labor teológica se debe a la diligencia de su estudio de este locus. Se debe recordar que es el gran “Discurso acerca del Espíritu Santo” de John Owen al que el Dr. Kuyper se refiere como tratado normativo, hasta ahora, en cuanto al tema. Pero el libro de John Owen no fue el único en su tiempo ni generación; más bien, fue una obra sintomática del engrosamiento del pensamiento teológico del círculo en el cual Owen fue de gran valor para la investigación de este asunto. El tratado de Thomas Goodwin “La Obra del Espíritu Santo en Nuestra Salvación” bien merece un lugar a su lado, y es simplemente la verdad decir que el pensamiento puritano se ocupaba casi enteramente al amante estudio de la obra del Espíritu Santo, y que tuvo su más alta expresión en las exposiciones dogmático-prácticas de los muchos aspectos de ella—de los cuales tratados tales como aquellos de Charnock y Swinnerton acerca de la regeneración son sólo los ejemplos más conocidos dentro de una

multitud que han sido olvidados en el curso de los años. De hecho, este tema siguió siendo el eje de la teologización de los Inconformistas ingleses por ciento cincuenta años. Tampoco ha perdido su posición central en las mentes de aquellos que tienen el derecho a ser considerados los sucesores de los puritanos. Ha habido decaimiento en algunos cuarteles, ciertamente, en cuanto al entendimiento y precisión teológica en la presentación del tema; pero es posible que un número mayor de tratados prácticos sobre un elemento u otro de la doctrina del Espíritu siga siendo publicado anualmente por la imprenta inglesa más que en cualquier otra rama del estudio teológico. Entre estos, libros tales como “The Ministry of the Spirit” del Dr. A. J. Gordon, “Through the Eternal Spirit” del Dr. J. E. Cumming, “Veni Creator” del Rector H. C. G. Moule, “Vox Dei” del Dr. Redford, “The Holy Spirit, the Paraclete” del Dr. Robson, “The Gifts of the Holy Spirit” del Dr. Vaughan—por nombrar sólo algunos de los libros más recientes—alcanzan un alto nivel de claridad teológica y poder espiritual; mientras que, si se nos permite volver sólo unos pocos años, podemos encontrar “The Office and Work of the Holy Spirit” del Dr. James Buchanan, y en “The Doctrine of the Holy Spirit” del Dr. George Smeaton dos tratados ocupando todo el terreno—el primero con un espíritu más práctico, mientras que el segundo con uno más didáctico—de una manera digna de las mejores tradiciones de nuestros padres puritanos. Por tanto, siempre ha habido un fluir abundante de literatura acerca de la obra del Espíritu Santo entre las iglesias angloparlantes, por lo que el libro del Dr. Kuyper no aparece como algo completamente nuevo, sino como una presentación especialmente pensada y ejecutada con fineza acerca de un tema en el cual todos estamos meditando. Pero no es el mismo caso para las todas partes del mundo cristiano. Si levantamos nuestros ojos desde nuestra condición especial y los hacemos ver la Iglesia panorámicamente, el espectáculo con el que se encuentran es muy diferente. A medida que ponemos la mirada en la historia de la Iglesia hacia el pasado, descubrimos que el tema de la obra del Espíritu Santo fue uno que emergió tardíamente en realidad como explícita materia de estudio entre hombres cristianos. Cuando ponemos los ojos sobre la toda la extensión de la iglesia moderna, descubrimos que es un tema que atrae con muy poca fuerza a grandes sectores de la iglesia. De hecho, la pobreza de la teología continental en este locus, después de todo lo que se ha dicho y hecho, es deprimente. Existen uno o dos libritos franceses, por E. Guers y G. Tophel, [1] y un par de estudios formales de la doctrina neotestamentaria del Espíritu por los escritores holandeses Stemler y Thoden Van Velzen, pedidos por la Sociedad Hague—y con eso tenemos ante nosotros a casi toda la lista de los viejos libros de nuestro siglo que pretenden cubrir toda el área. Tampoco se ha hecho mucho recientemente para suplir tal deficiencia. Ciertamente, la grandiosa actividad teológica alemana del último tiempo no ha sido capaz de ignorar por completo un tema importante, y por lo tanto sus eruditos nos han dado unos cuantos estudios científicos de secciones de material bíblico. De estos, los dos más relevantes aparecieron, de hecho, el mismo año que el libro del Dr. Kuyper—“Der heilige Geist in des Heilsverkündigung des Paulus” de Gloel, y “Die Wirkungen des heiligen Geistes nach d. populär. Anschauung der apostolischen Zeit and der Lehre d. A. Paulus” (2da ed.; 1899) de Gunkel; estos han sido seguidos en el mismo espíritu por Weienel en una obra llamada “Die Wirkungen des Geistes und der Geister im nachapostolischen Zeitalter" (1899); mientras que, un poco antes, el teólogo holandés Beversluis produjo un estudio más exhaustivo, "De Heilige Geest en zijne werkingen volgens de Schriften des Nieuwen Verbonds" (1896). No obstante, su investigación del material bíblico no solamente es muy formal, sino que también está dominada por imperfectas presuposiciones teológicas tales, que con mucha suerte la investigación podría ayudar al estudiante a dar un paso adelante. Algo mejor respecto a esto ha aparecido muy recientemente en libros tales como "Der heilige Geist und sein Wirken am einzelnen Menschen, mit besonderer Beziehung auf Luther" (1890, 12mo, pp. 228) de Th. Meinhold; [2] "Pneumatologie, oder die Lehre von der Person des reiligen Geistes" (1894, 8vo, pp. 368) de W. Kölling; "Die biblische Lehre vom heiligen Geiste" (1899, 8vo, pp. 307) de Karl von Lechler; y "Geschichte von der Lehre vom heiligen Geiste" (1899, 8vo, pp. 376) K. F. Nösgen—los cuales, se espera, sean el principio de un cuerpo variado de obras de eruditos alemanes, desde las cuales, después de un tiempo, surjan algunos exhaustivos y amplios tratados acerca del tema, tales como el que el Dr. Kuyper le ha dado a nuestros hermanos holandeses y del cual ahora tenemos una traducción en inglés. Pero ninguno de ellos provee el tratado deseado, y es relevante que ninguno siquiera profesa hacerlo. Incluso en donde el tratamiento es realmente temático, el autor es cuidadoso al dejar en claro que el propósito de su obra no es entregar un

panorama compacto y sistemático del asunto—y esto lo hace incluyendo en el título algo como “una perspectiva histórica” o “exegética.” De hecho, sólo en una instancia en toda la historia de la literatura teológica alemana—o podríamos decir, antes del Dr. Kuyper, en toda la historia de la literatura teológica continental— alguien ha tenido el valor o sentido el impulso de enfrentar la tarea que el Dr. Kuyper ha completado de manera tan admirable. Nos referimos, por supuesto, a la grandiosa obra acerca de "Die Lehre vom heiligen Geiste,” escrita por ese gigante teológico, K. A. Kahnis, pero de la cual sólo fue publicada la primera parte—un delgado volumen de trescientas cincuenta y seis páginas en 1847. Indudablemente esto fue sintomático del estado anímico en Alemania en cuanto al tema, pues Kahnis, en su larga vida de búsquedas teológicas, nunca tuvo el tiempo ni el ánimo de completar su libro. Y, de hecho, en los círculos teológicos del tiempo, el libro causó un poco de risa: “¿Quién sería capaz de dedicar tanto tiempo y trabajo a este tema y esperar a que otros tuvieran el tiempo y la energía para leerlo?” decían. Se nos cuenta que un conocido teólogo, refiriéndose sarcásticamente a la obra, dijo que si las cosas se llevaran a cabo a tal escala, nadie podría esperar vivir los años suficientes como para leer la literatura acerca del tema; y se dice también que palabras similares fueron pronunciadas por C. Hase en el prefacio a la quinta edición de su “Dogmática,” aunque sin mencionar nombres, teniendo en mente el libro de Kahnis.[3] La importancia del intento único y sin éxito de Kahnis por darle al protestantismo alemán un tratado digno acerca de la doctrina del Espíritu Santo es tan grande que se nos recompensará si fijamos bien en nuestras mentes los hechos respecto a él. Y con este fin citamos el siguiente reporte de la introducción a la obra de Von Lechler que acabamos de mencionar (p. 22 sqq.) “Debemos indicar, en conclusión, otra circunstancia en la historia de nuestra doctrina, la cual es a su manera tan relevante para la actitud de la ciencia del tiempo presente hacia este tema, como lo fue el silencio del primer Concilio Ecuménico en cuanto a esto para el final de la primera época teológica. Esta es, la extraordinaria pobreza de monografías acerca del Espíritu Santo. Aunque hay algunos estudios, y en algunos casos importantes estudios acerca del tema, aun así su número es desproporcional a la grandeza y extensión de los problemas. Sin duda alguna, no deberíamos errar al asumir que el interés vital en una cuestión científica se expresará no meramente en exhaustivos manuales y compendios enciclopédicos—de los cuales los últimos están especialmente obligados a ver la totalidad de la lista de temas tratados —sino por necesidad en aquellas investigaciones independientes, en las cuales especialmente el fresco vigor de la juventud está acostumbrado a probar su utilidad para estudios mayores. ¡De cuán grande lacuna tendríamos que lamentarnos en otras ramas de la ciencia teológica si un rico desarrollo de literatura monográfica no se desplegara al lado de los compendios, abriendo nuevos caminos aquí y allá, instalando cimientos más profundos, supliendo material valioso para la completitud constructiva o decorativa de la estructura científica! No obstante, todo esto, en la instancia presente, apenas ha comenzado. El único tratado que ha sido proyectado sobre una profunda y amplia base de investigación—el “Lehre vom heiligen Geiste” de K. A. Kahmis (entonces en Breslau), 1847—quedó en pausa luego de su primera parte. Este celebrado teólogo, quien ciertamente poseía de manera sorprendente las cualidades que lo capacitaban para preparar el camino en el estudio de este tema tan desconocido y tan poco dignamente estudiado, se había propuesto la meta de investigar este, como el mismo lo llamaba, ‘extraordinariamente ignorado’ tema, en su aspecto bíblico, eclesiástico, histórico y dogmático, todo en conjunto. La historia de su libro es muy instructiva y sugerente con respecto al tema en sí. Kahmis encontró que el tema, a medida que lo veía más de cerca, era uno complicado en un grado muy especial, principalmente por la multiplicidad de su concepción. En un principio sus resultados eran cada vez más negativos. Una controversia con los ‘amigos de la luz’ de su tiempo le ayudó a avanzar. Testium nubes magis juvant, quam luciferorum virorum importuna lumina. Pero Dios, dice, le guió a una mayor claridad: la doctrina de la Iglesia le aprobó. Sin embargo, no era su propósito establecer la doctrina bíblica en todos sus puntos, sino sólo exhibir el lugar que el Espíritu Santo ocupa en el desarrollo de la Palabra de Dios en el Antiguo y Nuevo Testamento. Vino sobre él un sentimiento de que estábamos en la víspera de un nuevo derramamiento del Espíritu. Pero el anhelado amanecer, dice, aún se hacía esperar. Su amplia investigación, más allá de su asunto especial, del domino completo de la ciencia en la vida corporativa de la Iglesia es característica no menos del asunto que del hombre. No obstante, no se le concedió ver el deseado derramamiento sobre los pastos secos. Su ‘cimiento’ exegético (caps. i-iii.) anda sobre los viejos rieles. Ya que esencialmente

compartía el punto de vista subjetivo de Schleiermacher y le dejaba la decisión final en la determinación de las concepciones a la filosofía, a pesar de sus notables destellos de entendimiento de las Escrituras, se mantuvo pegado al modo ético-intelectualista de concebir al Espíritu Santo, aunque haya estado acompañado por muchos intentos de ir más allá de Schleiermacher, mas sin alcanzar una concepción unitaria y sin ningún esfuerzo por solucionar bíblicamente la alarmante cuestión de la personalidad o impersonalidad del Espíritu. El cuarto capítulo hace una comparación entre el Espíritu del cristianismo y el del paganismo. El segundo libro trata primero de la relación de la Iglesia con el Espíritu Santo en general, y luego entra en la historia del desarrollo de la doctrina, pero sólo en los primeros padres, y luego termina con un recuento de la escuálida cosecha que la primera época le dio a las siguientes, en las cuales tuvo lugar el desarrollo más rico de la doctrina. Aquí cierra el libro. . . .” [4] Así, el único digno intento que la teología alemana ha hecho por producir un tratado exhaustivo acerca de la obra del Espíritu Santo sigue siendo un torso ignorado aun hoy. Si reuniéramos los hechos en los cuales hemos puesto nuestra atención un tanto desganadamente para formular una tesis, nos encontraríamos obligados a reconocer que la doctrina del Espíritu Santo fue traída a la consciencia explícita de la Iglesia sólo lentamente, y que aun hoy sólo se ha aferrado firmemente a la mente y a la consciencia de una pequeña parte de la Iglesia. Para ser más específicos, deberíamos notar que la Iglesia primitiva se dedicó a la investigación dentro de los límites de este locus de sólo la doctrina de la persona del Espíritu Santo—Su deidad y personalidad—y de su función como inspirador de los profetas y apóstoles, mientras que toda la doctrina y obra del Espíritu en su totalidad es un regalo que la Iglesia recibió de manos de la Reforma; [5] y deberíamos agregar que desde su formulación por medio de los reformadores, esta doctrina ha plantado una raíz más profunda y entregado su entero fruto sólo en las iglesias reformadas, y entre ellas en exacta proporción a la lealtad de su adherencia a los principios fundamentales de la teología reformada, y a las riquezas del desarrollo de estos. Dicho de manera más aguda, esto es igual a decir que la desarrollada doctrina de la obra del Espíritu Santo es una doctrina exclusivamente de la Reforma, y particularmente una doctrina reformada, y más particularmente aun, una doctrina puritana. Donde sea que los principios fundamentales de la doctrina reformada hayan ido, esta ha ido con ellos, pero sólo se ha expresado con todas sus letras entre las iglesias reformadas; y entre ellas, sólo en donde lo que nos hemos acostumbrado a llamar “la Segunda Reforma” ha profundizado la vida espiritual de las iglesias y ha dejado al cristiano atónito con una especial intensidad de la gracia de Dios como la única fuente de su salvación de los bienes para esta vida y para la venidera. De hecho, es posible ser más precisos aun. La doctrina de la obra del Espíritu Santo es un regalo de Juan Calvino a la Iglesia de Cristo. Por supuesto que él no la inventó. El todo de ella se encuentra esparcido por las páginas de la Escritura con tal claridad y denuedo que uno podría estar seguro de que incluso aquel que hojeó la Escritura lo vio; y tan ciertamente como lo vio, así también ha alimentado el alma del verdadero creyente en todas las épocas. Hay destellos de su entendimiento repartidos por toda la literatura cristiana, y en particular los gérmenes de la doctrina se encuentran por en todas las páginas de Agustín. Lutero no falló en aferrarse a ellos; Zwinglio muestra una y otra vez que su mente rebosaba de ellos; pues estos constituyeron, en verdad, una de las bases del movimiento reformador o, más bien, fueron lo que le dieron el aliento de vida. Pero fue Calvino el que le dio por primera vez una expresión sistemática o adecuada, y es a través de él y desde él que estos principios han llegado a ser una segura posesión de la Iglesia de Cristo. No existe fenómeno más sorprendente en la historia doctrinal que el de las contribuciones hechas por Calvino al desarrollo de la doctrina cristiana. Actualmente se piensa en él como padre de doctrinas tales como la predestinación y la reprobación, de las cuales fue simplemente un heredero, tomándolas enteramente de las manos de su gran maestro Agustín. Mientras tanto, sus contribuciones realmente personales se olvidan completamente. Estas son del tipo más alto y no pueden ser enumeradas aquí. Pero corresponde a nuestro tema presente notar que primeros en la lista se encuentran tres regalos de sumo valor para el pensamiento y vida de la Iglesia, los cuales por ningún motivo debemos dejar de recordar agradecidamente. Es a Juan Calvino a quien le debemos la amplia concepción de la obra de Cristo expresada en la doctrina de su oficio triple: Profeta, Sacerdote, y Rey; él fue el primero en presentar la obra de Cristo bajo este schema, y desde él ha llegado a ser parte de la propiedad común cristiana. Es a Juan Calvino a quien le debemos la entera concepción de una ciencia de “Ética Cristiana”; él fue el primero en esbozar su idea y desarrollar sus principios y contenidos, y siguió siendo un peculium para sus seguidores por un siglo. Y es a Juan Calvino a quien le debemos la primera formulación de la doctrina de la obra del Espíritu Santo; él mismo le dio un lugar muy

importante, desarrollándola especialmente en los amplias ramas de la “Gracia Común,” “Regeneración,” y del “Testimonio del Espíritu”; y es, como hemos visto, sólo entre sus descendientes espirituales que al día de hoy ha recibido atención adecuada en las iglesias. Debemos cuidarnos, por supuesto, de exagerar en el asunto; los hechos en sí, presentados sin pausar en los detalles oscuros, suenan como una exageración. [6] Pero es simplemente cierto que estos grandes temas recibieron su primera formulación por manos de Juan Calvino; y de él la Iglesia los ha derivado y a él le debe las gracias por ellos. Y si nos detenemos a pensar por qué la formulación de la doctrina de la obra del Espíritu esperó hasta la Reforma y hasta Calvino, y por qué el desarrollo avanzado de los detalles de esta doctrina y su enriquecimiento por medio del estudio profundo de mentes cristianas y la meditación de corazones cristianos llegó sólo de Calvino a los puritanos, y de los puritanos a sus descendientes espirituales como los maestros de la era disruptiva de la Iglesia Libre y los contendientes holandeses de los tesoros de la religión reformada de nuestros propios días, las razones son fáciles de encontrar. En primer lugar, hay un orden regular en la adquisición de la verdad doctrinal, inherente en la naturaleza del caso, la cual, por lo tanto, la Iglesia estuvo obligada a seguir en su comprensión gradual del depósito de verdad dado a ella en las Escrituras; y en virtud de esto, la Iglesia no podía comenzar la tarea de asimilar y formular la doctrina de la obra del Espíritu hasta que los cimientos estuviesen afirmados en un claro entendimiento de otras doctrinas aun más fundamentales. Y hay, en segundo lugar, ciertas formas de construcción doctrinal que no dejan espacio, o quizás sólo un espacio exiguo, para la obra del Espíritu Santo personal en el corazón; y en presencia de estas construcciones, esta doctrina, incluso en donde es entendida y reconocida en parte, languidece y queda fuera del interés de los hombres. La operación de la última causa pospuso el desarrollo de la doctrina de la obra del Espíritu hasta que el camino estuvo preparado para ello; y esta preparación se completó sólo en la Reforma. La operación de la segunda se ha retrasado en donde no sido capaz de superar la asimilación propia de la doctrina en muchas partes de la Iglesia, hasta hoy. Para ser más específicos, el desarrollo del sistema doctrinal del cristianismo en la comprensión de la Iglesia ha seguido—como debería haberlo hecho en teoría—un curso regular y lógico. Primero, la atención fue absorbida en la contemplación de los elementos objetivos del depósito cristiano y sólo después los elementos subjetivos fueron tomados en consideración más seriamente. Antes que todo, fue la doctrina cristiana de Dios que se forzó a sí misma hacia la atención de los hombres, y no fue sino hasta que la doctrina de la Trinidad había sido exhaustivamente asimilada que la atención fue atraída vigorosamente hacia la doctrina cristiana del Dios-hombre; y nuevamente, no fue sino hasta que la doctrina de la Persona de Cristo fue exhaustivamente asimilada que la atención fue atraída emotivamente a la doctrina cristiana del pecado—la necesidad e impotencia del hombre; y solamente después de que eso fue forjado completamente, la atención se pudo enfocar en la provisión objetiva para suplir las necesidades del hombre en la obra de Cristo; y, otra vez, sólo después de eso, hacia la provisión subjetiva para suplir las necesidades del hombre en la obra del Espíritu. Este es el orden lógico del desarrollo, y es verdaderamente el orden en el cual la Iglesia, lentamente y en medio de tropiezos y todo tipo de conflictos—con el mundo y con su propia lentitud para creer todo lo que los profetas han escrito—, se hizo camino hacia toda la verdad revelada a ella en la Palabra. El orden es, debe señalarse, Teología, Cristología, Antropología (Harmatiología), Impetración de Redención, Aplicación de Redención; y en la naturaleza del caso, los temas que caen bajo la rúbrica de la aplicación de la redención no podían ser investigados sólidamente hasta que la base se hubiese fijado para ellas en la asimilación de los temas anteriores. Hemos conectado los grandes nombres de Atanasio y sus dignos sucesores que lucharon en las disputas cristológicas, de Agustín y Anselmo, con las etapas precedentes de este desarrollo. Los líderes de la Reforma fueron llamados a poner la piedra final a la estructura al procesar los hechos referentes a la aplicación de la redención al alma del hombre a través del Espíritu Santo. Algunos elementos de la doctrina del Espíritu están implicados, de hecho, en previas discusiones. Por ejemplo, la deidad y personalidad del Espíritu—toda la doctrina de Su Persona —era una parte de la doctrina de la Trinidad, y por lo tanto esta se transformó en un tema de debate en los primeros siglos, y la literatura de los padres es rica en discusiones acerca de ella. La autoridad de la Escritura era fundamenta a la entera discusión doctrinal, y la doctrina de la inspiración de los profetas y apóstoles por medio del Espíritu fue afirmada, por tanto, desde el principio con mucho énfasis. En la determinación de la necesidad del hombre en la controversia pelagiana, mucho se determinó en cuanto a la “Gracia,”—su necesidad, su proveniencia, su eficacia, su indefectibilidad—, y en esto mucho se anticipó de lo que fue más adelante

desarrollado con más orden en la doctrina de la obra interior del Espíritu; y, por ende, hay tanto en Agustín que prefigura la determinación de los tiempos que vinieron después. Pero incluso en Agustín existe una vaguedad e incertidumbre en el tratamiento de estos temas, el cual nos advierte que aunque los hechos relativos al hombre y sus necesidades y los métodos del obrar de Dios en él para la salvación están firmemente entendidos, los mismos hechos relativos a las actividades personales del Espíritu aún esperan su completa asimilación. Otro paso adelante debía darse; la Iglesia tuvo que esperar a Anselmo para fijar finalmente la determinación de la doctrina del la propiciación vicaria; y sólo cuando se dio tiempo para su asimilación, por fin las mentes de los hombres estuvieron capacitadas para dar el paso final. Entonces lutero se levantó para proclamar la justificación por la fe, y Calvino para establecer con su maravilloso balance la doctrina completa de la obra de Espíritu en la aplicación de la salvación al alma. En esta materia, también, hubo que esperar hasta que llegara el tiempo indicado; y cuando el tiempo llegó, los hombres estuvieron listos para la tarea y la Iglesia estuvo lista para su obra. Y aquí encontramos una parte del secreto de la inmensa agitación de la Reforma. No obstante, desafortunadamente la Iglesia no estaba igualmente lista en todas partes para dar el nuevo paso en el desarrollo doctrinal. Esto se encontraba, por supuesto, en la naturaleza del caso: pues el desarrollo de la doctrina ocurre naturalmente en una matriz de viejas y endurecidas concepciones parciales, y se hace camino sólo por medio de un conflicto de opiniones. No todos los arrianos desaparecieron inmediatamente después del Concilio de Nicea; por el contrario, parecieron estar destinados a gobernar la iglesia por toda una época. El decreto de Calcedonia no terminó con el debate cristológico ni terminó con todo error al respecto. Hubo restos de pelagianismo que siguieron existiendo luego de Agustín; y de hecho, comenzaron a ganar terreno contra la verdad después del Sínodo de Orange. La construcción de la propiciación por parte de Anselmo sólo pudo entrar en los corazones de los hombres lentamente. Y así, cuando por primera vez Calvino había formulado una doctrina más completa y precisa de la obra del Espíritu, ya existían en el mundo fuerzas antagonistas que se amotinaban en contra de ella, que limitaban su influencia y obstruían su avance en la comprensión de los hombres. En general, se habla de dos fuerzas: por un lado, la tendencia sacerdotal, y por el otro, la tendencia libertaria. La tendencia sacerdotal se encontraba atrincherada en la Iglesia antigua, de la cual los Reformadores fueron excluidos, de hecho, por la fuerza misma de la nueva levadura del individualismo de su vida espiritual. Por lo tanto, tal Iglesia era hermética a la doctrina formulada recientemente acerca de la obra del Espíritu. Para ella, la Iglesia era el depósito de la gracia, los sacramentos su vehiculo indispensable, y su administración estaba en las manos de agentes humanos. Donde sea que fuere este sacramentarianismo, por pequeña que haya sido su medida, tendía a distraer la atención de los hombres en el Espíritu de Dios y a enfocarla en los medios de su obra; y en donde se ha atrincherado, el estudio acerca de la obra del Espíritu ha languidecido en ese lugar. En verdad es fácil decir que el Espíritu está detrás de los sacramentos y que se encuentra operativo en ellos; de hecho, en todos esos casos, los sacramentos tienden a absorber toda la atención, y las explicaciones teóricas de su eficacia vestida de la energía del Espíritu tienden a dejar durmiendo el interés vívido de los hombres. Por el otro lado, la tendencia libertaria fue el nervio del antiguo semi-pelagianismo en el cual el tomismo y el tridentinismo se convirtieron en una forma modificada de la doctrina de la Iglesia de Roma; y pronto comenzó a filtrarse en varias formas y a provocar problemas en las iglesias de la Reforma—primero en la Luterana y luego en la Reformada también. En esto, la voluntad del hombre era el mayor o menor factor decisivo en la recepción subjetiva de la salvación; y según estaba más o menos desarrollada o más o menos completamente aplicada, el interés en la doctrina de la obra subjetiva del Espíritu languidecía, y también en estos círculos las mentes de los hombres fueron distraídas del estudio de la doctrina de la obra del Espíritu y tendieron a enfocarse en la autocracia de la voluntad humana y en su habilidad natural o renovada para obedecer a Dios y buscar y encontrar comunión con Él. Sin duda que aquí también es fácil apuntar a la función que aún se le permite al Espíritu, en por lo menos la mayoría de las construcciones teológicas sobre esta base. Pero el efecto práctico ha seguido a la proporción en que se ha enfatizado la autocracia del hombre en la salvación, y el interés en la obra interna del Espíritu ha dependido de ello. Cuando consideremos la amplia influencia que estas dos tendencias antagonistas han alcanzado en el mundo protestante, dejaremos de preguntarnos el por qué la doctrina de la obra del Espíritu ha recibido tanto rechazo. Y habremos ahorrado mucho tiempo en nuestra búsqueda si nos damos cuenta cómo estos hechos explican el fenómeno ante nosotros: que es completamente cierto que el interés en la doctrina de la obra del Espíritu ha fracasado

justamente en aquellas regiones y justamente en aquellas épocas dominadas por el sacramentarismo o por opiniones libertarias; y que es verdad que el compromiso con esta doctrina ha sido intenso sólo a orillas de ese delgado arroyo de vida religiosa y pensamiento del cual el soli Deo gloria, en totalidad de su significado, ha sido el motor fundamental. Teniendo esta clave, se resuelven para nosotros los misterios de la historia de esta doctrina en la Iglesia. Por lo tanto, uno de los puntos principales en el libro del Dr. Kuyper se encuentra enraizado en el hecho de que es producto de un gran movimiento religioso en las iglesias holandesas. Este no es el lugar para contar la historia de tal movimiento. Todos lo hemos visto con el mayor interés, desde el surgimiento de las Iglesias Libres hasta la unión a ellas del nuevo elemento de los Doleantie. No necesitamos más pruebas para comprobar que fue un movimiento de profundidad espiritual excepcional; pero si la llegáramos a necesitar, sería suplida desde su mismo corazón por la aparición de este libro. Cuando los hombres se están dedicando a las santas y felices meditaciones en el Espíritu Santo y Su obra, es seguro decir que se están plantando los cimientos de una verdadera vida espiritual, y que se está levantando la estructura de una rica vida espiritual. El mero hecho de que un libro de este carácter se ofrezca a sí mismo como uno de los productos de este movimiento, nos hace sentirnos atraídos—ilumina las esperanzas para el futuro de las iglesias en las cuales ha nacido. Sólo una Iglesia con una mente espiritual es capaz de proveer el terreno en el cual puede crecer una literatura del Espíritu. Algunos extrañarán en el libro lo que ellos llaman carácter “científico”; [7] ciertamente no le hace falta ninguna exactitud científica en su concepción, y si pareciera necesitar alguna forma “científica,” ciertamente tiene una cualidad mejor que cualquier forma “científica” podría darle—es un libro religioso. Es el producto de un corazón religioso, y conduce al lector a una contemplación religiosa de los grandiosos hechos del obrar del Espíritu. Que traiga a todos aquellos, en cuyas manos se hace camino en el fresco vehículo de un nuevo lenguaje, un permanente y feliz sentimiento de reposo en Dios el Espíritu Santo y sobre Él, el Autor y Señor de toda vida, a quien desde el corazón de nuestros corazones oramos: “Veni, Creator Spiritus, Spiritus recreator, Tu deus, tu datus coelitus, Tu donum, tu donator." Princeton Theological Seminary, 23 de abril de 1900. Notas

1. ↑ “Le Saint-Esprit: Étude Doctrinale et Practique” (1865) de Guers; “The Work of the 2.

3. 4. 5.

6.

Holy Spirit in Man” (E. T., 1882) de Tophel, y también recientemente “Le Saint-Esprit; Cinq Nouvelles Études Bibliques” (1899). ↑ El libro de Meinhold es principalmente una polémica luterana que apoya a los principios fundamentales en contra del racionalismo de Ritschl sobre este tema. Su opuesto ha sido provisto en el tratado reciente de Rudolf Otto, "Die Anschauung vom heiligen Geiste bei Luther" (1898). ↑ Ver Holtzmann en el Theolog. Literaturzeitung de 1896, xxv., p. 646. ↑ Comparar con las declaraciones del Dr. Smeaton, op. cit., ed. 2, p. 396. ↑ Para el carácter que hace de la Reforma el punto que separa dos épocas distintas en la historia de esta doctrina cf. También Nösgen, op. cit., p. 2. “Por su desarrollo, es simple decir que sólo la Reforma provee una línea divisoria, y esto se debe meramente a que en ese tiempo la atención se dirigía de manera intensa solamente al modo correcto de aplicación de la salvación. Así, los problemas acerca de la operación especialmente salvífica del Espíritu Santo y de la manera de Su obrar en la congregación de los creyentes se hicieron los temas centrales de discusión, y el tratamiento teológico de esta doctrina se hizo cada vez más importante para la Iglesia de Cristo,” etc. ↑ Así, por ejemplo, una lectura sin cuidado de pp. 65-77 de “Le Temoignage du SaintEsprit” da la impresión de ser una exageración, mientras que es meramente la

7.

supresión de todos los detalles para enfatizar los hechos importantes lo que causa este efecto. ↑ Así, por ejemplo, Beversluis, op. cit. se refiere al voluminoso libro del Dr. Kuyper diciendo que “no tiene valor científico,” aunque en realidad está lleno de finos pasajes y trata el asunto en todos sus aspectos.

Volumen 1: Introducción La Obra Del Espíritu Santo en La Iglesia Como un Todo I. Se Requiere de un Trato Cuidadoso “… que también nos dio su Espíritu Santo”.- 1 Ts. iv. 8 No hay mayor necesidad de orientación divina para una persona, que cuando se compromete a enseñar acerca de la obra del Espíritu Santo - el tema es tan indescriptiblemente sensible, que toca los secretos íntimos de Dios y los misterios más profundos del alma. Instintivamente, protegemos las intimidades de nuestra familia y amigos, de la observación entrometida; y nada hiere más al corazón sensible, que la exposición grosera de aquello que no debiera ser revelado, y que sólo resulta bello en el retiro del círculo familiar. Aun mayor delicadeza es apropiada para el acercamiento al santo misterio de la intimidad de nuestra alma con el Dios viviente. De hecho, apenas es posible encontrar palabras para expresarla, pues toca un ámbito que se encuentra muy por debajo de la vida social donde el lenguaje se forma y el uso determina el significado de las palabras. Destellos de esta vida han sido revelados, pero la mayor parte se ha mantenido oculta. Es como la vida de Aquel que no gritó, ni se alzó, ni causó que Su voz fuera oída en la calle. Y aquello que se escuchó fue más bien susurrado, no hablado- un aliento del alma, suave pero sin voz, o más bien, una radiación del santo calor del alma misma. A veces, un clamor o un grito arrebatado rompen la quietud; pero, principalmente, ha sido un trabajo silencioso, la administración de un reproche severo o dulce consuelo, dada por ese maravilloso Ser de la Santísima Trinidad a quien con lengua tartamuda adoramos bajo el nombre de Espíritu Santo. La experiencia espiritual no puede proporcionar base alguna para la enseñanza, debido a que tal experiencia se basa en lo que tuvo lugar en nuestra propia alma. Ciertamente, tiene valor, influencia y voz en el asunto. Pero, ¿qué garantiza exactitud y fidelidad en la interpretación de dicha experiencia? Y nuevamente, ¿cómo podemos distinguir sus diversas fuentes- de nosotros mismos, desde fuera, o del Espíritu Santo? La doble interrogante siempre sostendrá: ¿Comparten otros nuestra experiencia, y puede ésta no ser afectada negativamente por lo que es pecaminoso y espiritualmente anormal en nosotros? Aunque no existe una materia, en cuyo trato más se incline el alma a recurrir a su propia experiencia, no existe ninguna que exija más que ésta, que nuestra única fuente de conocimiento sea la Palabra que nos fue dada por el Espíritu Santo. Luego de ello, la experiencia humana puede ser tomada en cuenta, dando fe de lo que los labios han confesado; incluso permitiendo vislumbres de los santos misterios del Espíritu, los que son indescriptibles, y por lo tanto de los cuales, las Escrituras no hablan. Pero esto no puede ser el terreno de enseñanza a otros.

Ciertamente, la Iglesia de Cristo presenta abundante expresión espiritual en relación a himnos y canciones espirituales, a homilías, exhortación y consolación; a confesión moderada de los estallidos de almas casi abrumadas por las avalanchas de persecución y martirio. Pero aun nada de esto puede ser la base del conocimiento sobre la obra del Espíritu Santo. Las siguientes razones harán esto evidente: En primer lugar, se presenta la dificultad de discriminar entre los hombres y mujeres cuya experiencia se considera pura y saludable, y aquellos cuyos testimonios son dejados de lado, por considerarse tensos y poco saludables. Lutero, a menudo habló de su experiencia, al igual como lo hizo Caspar Schwenkfeld, el peligroso fanático. Pero, ¿cuál es nuestra garantía para aprobar las declaraciones del gran Reformador, y alertar en contra de las del noble Silesiano? Pues evidentemente, no puede ser igualmente verdadero el testimonio de ambos hombres. Lutero condenó como mentira, lo que Schwenkfeld elogió como un gran logro espiritual. En segundo lugar, el testimonio de los creyentes presenta sólo un tenue esbozo de la obra del Espíritu Santo. Sus voces son débiles como si procedieran de un ámbito desconocido, y su destrozado discurso es sólo inteligible cuando nosotros, iniciados por el Espíritu Santo, podemos interpretarlo desde nuestra propia experiencia. De otro modo, oímos, pero no logramos entender; escuchamos, pero no recibimos información. Sólo el que tiene oídos puede oír lo que el Espíritu ha hablado secretamente a los hijos de Dios. En tercer lugar, de entre aquellos héroes Cristianos cuyos testimonios recibimos, algunos hablan con claridad, con sinceridad y en forma contundente; otros hablan confusamente, como si se encontraran a tientas en la oscuridad. ¿De dónde viene la diferencia? Un examen más minucioso revela que los primeros han tomado todo su discurso de la Palabra de Dios, mientras que los otros, trataron de añadirle algo novedoso que prometía ser importante, pero que demostró ser sólo burbujas, que se revientan rápidamente, sin dejar rastros. Por último, cuando en esta antología del testimonio Cristiano, encontramos en cambio alguna verdad mejor desarrollada, más claramente expresada o más acertadamente ilustrada que en las Escrituras; o, en otras palabras, cuando el mineral de la Sagrada Escritura ha sido fundido en el crisol de la angustia mortal de la Iglesia de Dios, y se ha moldeado en formas más permanentes, entonces siempre se descubren determinados tipos rígidos en esas formas. La vida espiritual se expresa a sí misma de modo distinto entre los vehementes Samis y los nativos de Finlandia, que entre los desenfadados franceses. El fuerte escocés derrama su corazón desbordante de una manera diferente a la del emocional alemán. Sí, en forma aun más sorprendente, cierto predicador ha tenido una marcada influencia sobre las almas de los hombres de una determinada localidad; un exhortador se ha aferrado de los corazones de la gente; o una madre en Israel ha arrojado su palabra entre sus vecinos; y ¿qué descubrimos? Que en toda esa región no encontramos otras expresiones de vida espiritual más allá de las acuñadas por ese predicador, ese exhortador, esa madre en Israel. Esto demuestra que el lenguaje, las propias palabras y formas en las que el alma se expresa a sí misma son, en gran medida, adoptadas; y rara vez surgen de la propia conciencia espiritual y, por lo tanto, no aseguran la exactitud con que interpretan la experiencia del alma. Y cuando héroes tales como San Agustín, Thomas, Lutero, Calvino y otros, nos presentan algo sorprendentemente original, nos vemos en dificultades para comprender sus firmes y vigorosos testimonios. Pues la particularidad de estas selectas vasijas es tan marcada, que a menos que sean escudriñadas y examinadas, no podemos comprenderlas plenamente. Todo esto, demuestra que la provisión de conocimiento concerniente a la obra del Espíritu Santo, que cuando es juzgada superficialmente parece indicar que brotaría indefinidamente de los profundos pozos de la experiencia Cristiana, no entrega más que unas pocas gotas. Por lo tanto, para el conocimiento del tema debemos volver a la maravillosa Palabra de Dios, que como misterio de misterios, yace aun incomprendida en la Iglesia, aparentemente muerta como una piedra, pero una piedra que enciende el fuego. ¿Quién no ha visto sus brillantes chispas? ¿Dónde está el hijo de Dios cuyo corazón no ha sido encendido por el fuego de esa Palabra?

Pero la Escritura arroja escasa luz sobre la obra del Espíritu Santo. Como prueba, vea cuánto dice el Antiguo Testamento sobre el Mesías y, comparativamente, cuán poco sobre el Espíritu Santo. El pequeño círculo de los santos, María, Simeón, Ana, Juan, quienes, desde el umbral del Nuevo Testamento pudieron explorar, con una sola mirada, el horizonte de la revelación del Antiguo Testamento - cuánto sabían sobre la Persona del Libertador Prometido, ¡y cuán poco sobre el Espíritu Santo! Aun considerando todas las enseñanzas del Nuevo Testamento, ¡cuán escasa es la luz sobre la obra del Espíritu Santo, en comparación con la que existe sobre la obra de Cristo! Y esto resulta muy natural, y no podría ser de otra manera, pues Cristo es el Verbo hecho Carne y tiene forma visible, bien definida, en la que reconocemos la nuestra, la del hombre, cuyo perfil sigue la dirección de nuestro propio ser. Cristo puede ser visto y oído; hubo una vez, cuando las manos de los hombres pudieron incluso tocar la Palabra de Vida. Pero el Espíritu Santo es totalmente diferente. Nada de lo Suyo aparece en forma visible; Él nunca se asoma fuera del vacío intangible. Suspendido, indefinido, incomprensible, permanece como un misterio. ¡Él es como el viento! Oímos su sonido, pero no podemos decir de dónde viene ni hacia dónde va. Ojo no puede verlo, oído no puede oírlo, y mucho menos, la mano puede tocarlo. Existen, ciertamente, señales y apariencias simbólicas: una paloma, lenguas de fuego, el sonido de una ráfaga de viento poderosa, la respiración de los santos labios de Jesús, una imposición de manos, un hablar en otras lenguas. Pero de todo esto nada queda, nada perdura, ni siquiera el rastro de una huella. Y luego de que las señales han desaparecido, Su ser sigue siendo tan extraño, misterioso y distante como siempre. Por lo tanto, casi toda la enseñanza divina relativa al Espíritu Santo es, de igual modo, poco clara; sólo inteligible en la medida en que Él la hace clara frente al ojo del alma favorecida. Sabemos que lo mismo puede decirse de la obra de Cristo, cuya verdadera importancia es comprendida únicamente por los espiritualmente preparados, los que contemplan las maravillas eternas de la Cruz. Y, sin embargo, cuán maravillosa fascinación existe, incluso, para un pequeño niño, en la historia del pesebre en Belén, la de la Transfiguración, la de Gábata y el Gólgota. Cuán fácilmente podemos interesarlo contándole sobre el Padre celestial, Quien enumera los cabellos de su cabeza, engalana los lirios del campo y alimenta los gorriones sobre el tejado. Pero, ¿resulta entonces posible, llamar su atención hacia la Persona del Espíritu Santo? Lo mismo puede decirse de aquellos no renovados espiritualmente: no se oponen a hablar sobre el Padre celestial; muchos hablan con honda emoción sobre el Pesebre y la Cruz. Pero, ¿hablan ellos alguna vez del Espíritu Santo? No pueden hacerlo, pues este tema no tiene control sobre ellos. El Espíritu de Dios es tan sagradamente sensible, que se retrae naturalmente de la irreverente mirada de quienes lo desconocen. Cristo se ha revelado plenamente a sí mismo. Ese fue el amor y la compasión divina del Hijo. Pero el Espíritu Santo no lo ha hecho. Es Su fidelidad salvadora reunirse con nosotros sólo en el lugar secreto de Su amor. Esto causa una nueva dificultad. Debido a Su carácter no revelado, la Iglesia ha enseñado y estudiado la obra del Espíritu mucho menos que la de Cristo, y ha alcanzado mucha menor claridad en su discusión teológica. Podríamos decir, debido a que Él ha entregado la Palabra e iluminado a la Iglesia, que habló mucho más acerca del Padre y del Hijo, que de Sí mismo; no como si hubiera resultado egoísta hablar más sobre Sí mismo- pues el egoísmo pecaminoso resulta inconcebible en relación a Él- sino que debía revelar al Padre y al Hijo antes de que pudiera guiarnos hacia una comunión más íntima con Él. Esta es la razón por la que se predica tan poco sobre el tema, por la que los libros de texto sobre Teología Sistemática raramente lo tratan por separado; por la que Pentecostés (la fiesta del Espíritu Santo) atrae y anima a las iglesias mucho menos que la Navidad o la Pascua; por la que lamentablemente muchos ministros, que de otro modo serían fieles, promueven muchas visiones erróneas sobre este tema - un hecho del cual ellos y las iglesias parecen estar inconscientes. Por lo tanto, merece nuestra atención llevar a cabo una discusión especial sobre el tema. No es necesario decir que requiere gran cautela y trato delicado. Es nuestra oración que la discusión pueda poner de manifiesto el gran nivel de cuidado y cautela que se requiere, y que

nuestros lectores Cristianos puedan recibir nuestros débiles esfuerzos con ese amor que es paciente. II. Dos Puntos de Vista “Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, Y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca”.- Salmos xxxiii. 6 La obra del Espíritu Santo que concentra más nuestra atención, es la renovación de los elegidos a la imagen de Dios. Y esto no es todo. Sabe, incluso, a egoísmo e irreverencia hacer esto tan sobresaliente, como si se tratara de Su única obra. Los redimidos no pueden ser santificados sin Cristo, Quien es hecho santificación para ellos; por lo tanto, la obra del Espíritu debe abarcar la Encarnación del Verbo y la obra del Mesías. Pero la obra del Mesías involucra una obra de preparación en los Patriarcas y Profetas de Israel, y más tarde, actividad en los Apóstoles, esto es, los presagios de la Eterna Palabra en las Escrituras. Así mismo, esta revelación involucra las condiciones de la naturaleza del hombre y el desarrollo histórico de la raza; por lo tanto, al Espíritu Santo le conciernen la formación de la mente humana y el desarrollo del espíritu de la humanidad. Por último, la condición del hombre depende de la de la tierra: las influencias del sol, la luna y las estrellas; los movimientos elementales; y no en menor medida, en las acciones de los espíritus, ya sean estos ángeles, o demonios de otras esferas. Por tanto, la obra del Espíritu debe alcanzar a la totalidad de las huestes del cielo y la tierra. Para evitar una idea mecánica de Su obra, como si comenzara y terminara al azar, como un trabajo por pieza en una fábrica, no debe ser determinado ni limitado hasta que se extienda a todas las influencias que afectan la santificación de la Iglesia. El Espíritu Santo es Dios, por ende, soberano; consecuentemente, no puede depender de estas influencias, sino que las controla por completo. Para ello, Él debe ser capaz de operarlas; de modo que Su obra debe ser honrada en todas las huestes del cielo, en el hombre y en su historia, en la preparación de las Escrituras, en la Encarnación del Verbo y en la salvación de los escogidos. Pero esto no es todo. La salvación final de los escogidos no es el último eslabón en la cadena de los acontecimientos. La hora en que se complete su rescate será la hora del juicio final para toda la creación. La revelación Bíblica del regreso de Cristo no es un mero desfile que da cierre a esta dispensa preliminar, sino el evento grandioso y notable, la consumación de todo lo previo, la catástrofe a través de la cual todo lo que existe recibirá lo que merece. En ese día grande y notable, los elementos se combinarán con conmoción e imponente cambio, formando una tierra y un cielo nuevos, esto es, que de estos elementos en llamas surgirá la verdadera belleza y la gloria del propósito original de Dios. Entonces, toda enfermedad, miseria, plaga, todo lo impío, todo demonio, todo espíritu que se volvió en contra de Dios, se volverá verdaderamente infernal, y todo lo malvado recibirá lo que merece, es decir, un mundo en el cual el pecado ejerce dominio absoluto. Porque, ¿qué es el infierno sino un reino en el que lo profano opera en cuerpo y alma sin ninguna restricción? Entonces, la personalidad del hombre recuperará la unidad destruida por la muerte, y Dios concederá a Sus redimidos el cumplimiento de esa bendita esperanza confesada en la tierra, en medio de conflicto y aflicción, en las palabras “Yo creo en la resurrección del cuerpo”. Entonces, Cristo triunfará sobre todo poder de Satanás, el pecado y la muerte; y así, recibirá lo que le es justo como el Cristo. Entonces, el trigo y la cizaña serán separados, la mezcla llegará a su fin, y la esperanza del pueblo de Dios se convertirá en vista; el mártir estará extasiado y su Verdugo en tormento. Luego, el velo de la Jerusalén celestial será también corrido. Las nubes que nos impidieron ver que Dios era justo en todos Sus juicios se disiparán; entonces, la sabiduría y la gloria de todos Sus consejos serán reivindicadas, tanto por Satanás y los suyos en el abismo, como por Cristo y Sus redimidos en la ciudad de nuestro Dios, y el Señor será glorioso en todas Sus obras. De este modo, radiante por la santificación de los redimidos, vemos que la obra del Espíritu abarca, en tiempos pasados, la Encarnación, la preparación de las Escrituras y la formación del

hombre y del universo; y extendiéndose por las edades, el regreso del Señor, el juicio final, y ese último cataclismo que deberá separar el cielo del infierno para siempre. Este punto de vista, impide que nuestra forma de ver la obra del Espíritu sea la de la salvación de los redimidos. Nuestro horizonte espiritual se ensancha, pues el asunto principal no es que los escogidos sean completamente salvos, sino que Dios sea justificado en todas Sus obras y glorificado por medio del juicio. Éste debe ser el punto de vista único y verdadero para todos aquellos que reconocen que “…el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan iii. 36). Si se es partidario de esta poderosa declaración, no habiendo perdido nuestro camino en el laberinto de lo que se denomina una inmortalidad condicional, la que en realidad aniquila al hombre; entonces, ¿cómo se puede soñar con un estado de perfecta dicha para los escogidos, mientras que los perdidos están siendo atormentados por el gusano que no morirá? ¿Es que ya no queda más amor o compasión en nuestros corazones? ¿Podemos imaginarnos a nosotros mismos disfrutando por un solo momento de la dicha del cielo, mientras el fuego no se ha apagado y ninguna antorcha encendida es llevada a la oscuridad exterior? Hacer que la dicha de los escogidos sea el fin último de todas las cosas, mientras Satanás aún ruge en el abismo insondable, es aniquilar el pensamiento mismo de esa dicha. El amor no sólo sufre cuando un ser humano está en dolor, sino incluso cuando un animal está en peligro; cuánto más cuando un ángel hace crujir sus dientes en la tortura, siendo él tan hermoso y glorioso como lo fue Satanás antes de su caída. Y, sin embargo, la sola mención de Satanás, levanta inconscientemente la carga de nuestros corazones por el dolor, el sufrimiento y la compasión del prójimo, pues sentimos de inmediato que el conocimiento del sufrimiento de Satanás en el abismo no atrae nuestra compasión en lo más mínimo. Por el contrario, creer que Satanás existe, pero que no se encuentra en la miseria absoluta, lastimaría nuestro profundo sentido de justicia. Y este es el punto: imaginarse la bienaventuranza de un alma que no está en absoluta unión con Cristo, es profana locura. Nadie es bendito sino Cristo, y ningún hombre puede ser bendito, sino el que es substancialmente uno con Cristo- Cristo en él y él en Cristo. De igual modo, es profana locura concebir que hombre o ángel se encuentren perdidos en el infierno, a menos que ellos mismos se hayan identificado con Satanás; habiéndose convertido, desde el punto de vista moral, en uno con él. El concepto de que un alma que no sea moralmente uno con Satanás, se encuentre en el infierno, es la más terrible crueldad de la que todo noble corazón se repliega con horror. Todo hijo de Dios se encuentra furioso con Satanás. Satanás resulta simplemente insoportable para ellos. En su hombre interior (no importando cuan infiel pueda ser su naturaleza), existe amarga enemistad y odio implacable contra Satanás. Por lo tanto, el saber que Satanás se encuentra en el abismo insondable satisface nuestra conciencia más sagrada. El alentar en nuestro corazón alguna defensa a favor de él, constituiría traición en contra de Dios. La indescriptible profundidad de la caída de Satanás, puede atravesar su alma de una agonía tan intensa como un puñal; sin embargo, como Satanás, autor de todo lo que es demoníaco y diabólico, y quien ha herido el talón del Hijo de Dios, él nunca podrá conmovernos. ¿Por qué? ¿Cuál es la única y profunda razón por la que, en lo que se refiere a Satanás, la compasión está muerta, el odio es correcto, y el amor sería condenable? ¿Es que acaso nunca podemos mirar a Satanás sin recordar que él es el enemigo de nuestro Dios, el enemigo mortal de nuestro Cristo? Si no fuera por ello, podríamos llorar por él. Pero ahora, nuestra lealtad hacia Dios nos dice que ese llanto sería traición en contra de nuestro Rey. Sólo podemos permanecer en una posición correcta en esta materia si medimos el fin de las cosas por lo que le pertenece a Dios. Sólo podemos observar el tema de los redimidos y de los perdidos desde el punto de vista correcto, cuando los subordinamos a lo que es más alto, esto es, la gloria de Dios. Medido a través de Él, podemos concebir a los redimidos en un estado de dicha, en el trono, pero no en peligro de caer en orgullo; pues fue, y es y siempre será, únicamente por Su gracia soberana. Pero también medido a través de Él, es que podemos pensar en aquellos identificados con Satanás, en tristeza y desgraciados, sin dañar en absoluto el sentido de justicia que se halla en el corazón del recto; pues, para aquel que ama a Dios con

amor profundo y eterno, es imposible inclinarse misericordiosamente hacia Satanás. Y ese es el amor de los redimidos. Considerada desde este punto de vista, tan superior, la obra del Espíritu Santo asume necesariamente un aspecto diferente. Ya no podemos decir que Su obra es la santificación de los escogidos, con todo lo que le precede y le sigue; sino que confesamos que es la reivindicación del consejo de Dios con todo lo que le pertenece, desde la creación y a través de los tiempos, hasta la venida del Señor Jesucristo, y en adelante por toda la eternidad, tanto en el cielo como en el infierno. La diferencia entre estos dos puntos de vista puede ser comprendida fácilmente. De acuerdo al primero, la obra del Espíritu Santo sólo se encuentra subordinada. Lamentablemente, el hombre se encuentra caído, y por lo tanto, está enfermo. Debido a que es impuro y profano, incluso sujeto a la muerte misma, el Espíritu Santo debe purificarlo y santificarlo. Esto implica, en primer lugar, que si el hombre no hubiera pecado, el Espíritu Santo no habría tenido trabajo que hacer. En segundo lugar, que cuando el trabajo de santificación es acabado, Su acción llega a término. De acuerdo al punto de vista correcto, la obra del Espíritu es continua y eterna, comenzando con la creación, continuando durante toda la eternidad, comenzada incluso antes de que el pecado hiciera su primera aparición. Se puede objetar que algún tiempo atrás, el autor se opuso enérgicamente a la idea de que Cristo hubiera venido al mundo aun si el pecado no hubiera entrado en él; y que ahora afirma con igual énfasis que el Espíritu Santo hubiera obrado en el mundo y en el hombre, si éste último se hubiera mantenido libre de pecado. La respuesta es muy simple. Si Cristo no hubiera aparecido en Su calidad de Mesías, como Hijo, la Segunda Persona de la Divinidad, hubiera tenido Su propia esfera de acción divina, ocupándose de que todas las cosas fueran constituidas a través de Él. Por el contrario, si la obra del Espíritu Santo estuviera confinada a la santificación de los redimidos, y si el pecado no hubiera entrado al mundo, Él se encontraría absolutamente inactivo. Y puesto que esto sería equivalente a una negación de Su Divinidad, no puede ser tolerado ni por un momento. Al ocupar este punto de vista superior respecto de la obra del Espíritu Santo, se le aplica el principio fundamental de las iglesias Reformadas: "Que todas las cosas deben ser medidas por la gloria de Dios". III. Las obras que moran en el interior de Dios y las obras externas de Dios “Y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca”.- Salmos xxxiii. 6 Los teólogos rigurosos y lúcidos de los períodos más florecientes de la Iglesia, solían distinguir entre las obras que moran al interior de Dios y las obras externas de Dios. La misma distinción existe, en cierta medida, dentro de la naturaleza. El león que observa a su presa, difiere ampliamente del león que está descansando entre sus cachorros. Se pueden observar los ojos centelleantes, la cabeza levantada, los músculos tensos y la respiración jadeante. Se puede ver que el león está al acecho, esforzándose intensamente. Sin embargo, el acto se encuentra sólo en fase de contemplación. El calor, la agitación y la tensión nerviosa, ocurren todos por dentro. Una acción terrible está a punto de ocurrir, pero está aún bajo control, hasta que él se abalanza con un rugido estruendoso sobre su víctima desprevenida, enterrando sus colmillos profundamente en la carne temblorosa. Encontramos la misma diferencia entre los hombres, aunque en una forma más sutil. Cuando una tormenta ha causado estragos en el mar, y el destino de los barcos de pesca que se espera que regresen con la marea, es aún incierto, la esposa de un pescador, atemorizada, se sienta en la cima de una duna observando y esperando, enmudecida y en suspenso. Mientras espera, su corazón y su alma se esfuerzan arduamente, elevando una oración; los nervios están tensos, la sangre corre rápido, y la respiración se encuentra casi suspendida. Sin embargo, no ocurre ningún acto externo, sino sólo arduo trabajo en su interior. Pero luego del regreso seguro de los barcos de pesca, cuando ella distingue el suyo, emite un grito de gozo que alivia su sobrecargado corazón.

O bien, tomando ejemplos de las más comunes condiciones de la vida, compare al estudiante; el becario; el inventor, ideando su nuevo invento; el arquitecto, creando sus planes; el general, estudiando sus oportunidades; el fornido marinero, escalando ágilmente el mástil de su embarcación; o aquel herrero, elevando el mazo para golpear el hierro encendido sobre el yunque, con concentrada fuerza muscular. Al juzgar superficialmente, se podría decir que el herrero y el marinero están trabajando, pero que los hombres eruditos se encuentran ociosos. Sin embargo, aquel que mira bajo la superficie, conoce que la situación no es lo que parece. Pues, aunque esos hombres no realizan ningún trabajo manual aparente, trabajan con el cerebro, los nervios y la sangre; sin embargo, dado que esos órganos son más delicados que una mano o un pie, su obra interna, invisible, es mucho más agotadora. Con todo su esfuerzo, el herrero y el marinero son imágenes de salud; mientras que los hombres que están haciendo trabajo mental, aunque aparentemente ociosos entre sus pliegos de papel, están pálidos de agotamiento, y su vitalidad está siendo casi consumida por su uso intenso. Al aplicar esta distinción a las obras del Señor, sin sus limitaciones humanas, nos encontramos con que las obras externas de Dios tuvieron su comienzo cuando Dios creó los cielos y la tierra, y que antes de ese momento, que marca el nacimiento del tiempo, no existía nada, sino sólo Dios trabajando dentro de Sí mismo. De aquí esta doble operación: La primera, manifiesta externamente, conocida para nosotros en los actos de crear, sostener, y dirigir todas las cosasactos que, en comparación con los de la eternidad, no parecen haber comenzado sino ayer, pues, ¿qué son miles de años en la presencia de eras eternas? La segunda, tras y bajo la primera- una operación no iniciada ni terminada, pero eterna como Él mismo; más profunda, más rica, más completa; sin embargo, no manifiesta, oculta en Su interior, y que por tanto se denomina Su obra interna. A pesar de que apenas se puede separar ambas operaciones- pues nunca hubo una manifiesta sin que primero se completara internamente- aun así la diferencia es fuertemente marcada y fácilmente reconocible. Las obras que moran al interior de Dios provienen de la eternidad, mientras que las obras externas pertenecen al tiempo. Las primeras preceden, las últimas, siguen. Los fundamentos de lo que se vuelve visible, yace en aquello que permanece invisible. La luz misma está oculta, es sólo la radiación la que aparece. En relación a las obras que moran al interior de Dios, las Escrituras dicen: “El consejo de Jehová permanecerá para siempre; Los pensamientos de su corazón por todas las generaciones”. (Salmos xxxiii. 11). Dado que en Dios, el corazón y el pensamiento no tienen existencia por separado, sino que Su Esencia íntegra piensa, siente, y desea, de este importante pasaje se aprende que el Ser de Dios obra en Sí mismo desde toda la eternidad. Esto responde a la tan reiterada y necia pregunta, “¿Qué hizo Dios antes de que creara el universo?”, ¡la cual es tan irracional como preguntar qué hizo el pensador antes de que expresara sus pensamientos, o el arquitecto antes de que construyera la casa! Las obras que moran al interior de Dios, las cuales provienen de lo eterno y van hacia lo eterno, no son insignificantes, sino que superan Sus obras externas en profundidad y fuerza, así como el pensamiento del estudiante y la angustia del que sufre superan en intensidad sus expresiones más fuertes. “Si pudiera llorar”, dice el afligido, “¡cuánto más fácilmente podría soportar mi dolor!” ¿Y qué son las lágrimas, sino la expresión exterior del dolor, que alivia la pena y la tensión del corazón? O se podría pensar en la maternidad de una madre antes del parto. Se dice que el decreto ha “tenido efecto” (Sof. ii. 2); lo que significa que el fenómeno es sólo el resultado de una preparación que ha sido oculta a la vista, pero más real que la producción, y sin la cual no habría nada para dar a luz. Así pues, la expresión de nuestros primeros teólogos está justificada, y la diferencia entre las obras que moran al interior y las obras externas, es patente. En consecuencia, las obras que moran al interior de Dios, son las actividades de Su Ser sin distinción de las Personas, mientras que Sus obras externas, admiten, y en cierta medida exigen la distinción: por ejemplo, que la común y bien conocida distinción de la obra del Padre, como la de creación, la del Hijo, como la de redención, y la del Espíritu Santo, como la de santificación; se refiere únicamente a las obras externas de Dios. Aunque estas accionescreación, redención y santificación- se ocultan en los pensamientos de Su corazón, Su consejo

y Su Ser; es Padre, Hijo y Espíritu Santo quien crea Padre, Hijo y Espíritu Santo quien redime; Padre, Hijo y Espíritu Santo quien santifica; sin ningún tipo de división ni distinción de actividades. Los rayos de luz que se encuentran ocultos en el sol, son indivisibles e indistinguibles hasta que irradian; así mismo, el obrar interno del Ser de Dios, es uno y un todo; Sus glorias personales permanecen invisibles hasta que son reveladas en Sus obras externas. Una corriente de agua es un todo, hasta que cae sobre el precipicio y se divide en múltiples gotas. Así es la vida de Dios, única e indivisible mientras se encuentra oculta dentro de Sí mismo; pero cuando se derrama en las cosas creadas, sus colores se muestran revelados. Cómo entonces, las obras que moran al interior del Espíritu Santo son comunes a las tres Personas de la Divinidad, no lo discutiremos, sino sólo trataremos aquellas acciones que lleven las marcas personales de Sus obras externas. Sin embargo, no se pretende enseñar que la distinción de los atributos personales de Padre, Hijo y Espíritu Santo, no existía en el Ser divino, sino que se originaba sólo en Sus actividades hacia el exterior.

La distinción de Padre, Hijo y Espíritu Santo es la característica divina del Ser Eterno, Su modo de subsistencia, Sus fundamentos más profundos; sería absurdo pensar en Él sin esa distinción. De hecho, en la economía divina y eterna del Padre, Hijo y Espíritu Santo, cada una de las Personas divinas vive, ama y alaba según Sus propias características personales, de modo que el Padre permanece siendo Padre hacia el Hijo, y el Hijo permanece siendo Hijo hacia el Padre, y el Espíritu Santo procede de ambos. Es correcto preguntar de qué manera esto concuerda con la declaración hecha anteriormente, en relación a que las obras que moran al interior de Dios pertenecen, sin distinción de Personas, al Padre, Hijo y Espíritu Santo; y son, por lo tanto, las obras del Ser divino. La respuesta se encuentra en la cuidadosa distinción de la doble naturaleza de las obras que moran al interior de Dios. En el Ser divino, algunas acciones están destinadas a ser reveladas en el tiempo; otras, permanecerán para siempre no reveladas. Las primeras son concernientes a la creación; las últimas, son sólo concernientes a las relaciones de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Se puede tomar, por ejemplo, la elección y la creación eterna. Ambas son obras que moran al interior de Dios, pero con marcada diferencia. La creación eterna del Hijo realizada por el Padre, jamás podrá ser revelada, sino que será el misterio eterno de la Divinidad; mientras que la elección pertenece como decreto a las obras que moran al interior de Dios; sin embargo, está destinada a hacerse manifiesta en la plenitud de los tiempos, en el llamado de los escogidos. En cuanto a las obras que moran permanentemente al interior de Dios, que no se relacionan a la criatura, sino que fluyen de la relación mutua del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; se debe mantener la atención en las características distintivas de las tres Personas. Pero con las que han de hacerse manifiestas, en relación con la criatura, esta distinción desaparece. Aquí se aplica la regla de que todas las obras que moran al interior, son actividades del Ser Divino, sin distinción de Personas. A fin de ilustrar: En el hogar existen dos tipos de actividades, una se deriva de la relación mutua de los padres y los hijos, y la otra es relativa a la vida social. En la primera, nunca se ignora la distinción entre padres e hijos; en la última, y si la relación es normal, ni el padre ni sus hijos actúan en forma separada, sino que actúa la familia como un todo. Aún así, en la santa y misteriosa economía del Ser divino, cada acción del Padre sobre el Hijo, y de ambos sobre el Espíritu Santo, es distinta; pero en todo acto externo se trata siempre del único Ser divino, de quien los pensamientos de Su corazón son para todas Sus criaturas. Por esa razón, el hombre natural no conoce más, sino sólo que tiene que ver con un Dios. Los Unitarios, negando la Santísima Trinidad, nunca han alcanzado algo más elevado que aquello que puede ser visto por la luz del oscurecido entendimiento humano. A menudo se descubre que muchos bautizados con agua, pero no con el Espíritu Santo, hablan del Dios Trino sólo porque otros lo hacen. Sólo saben que Él es Dios. Esta es la razón por la cual el conocimiento discriminatorio del Dios Trino no puede iluminar el alma hasta que la luz de la redención brille por dentro, y la Estrella de la mañana se levante en el corazón del hombre. Nuestra Confesión lo expresa correctamente, diciendo: “Todo esto lo sabemos tanto por el

testimonio de la Sagrada Escritura como por sus acciones, y principalmente por aquellos que sentimos en nuestro interior,” (art. IX). IV. La Obra del Espíritu Santo Diferenciada “… y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”.- Gn. i. 2 ¿Cuál es, en general, la obra del Espíritu Santo, a diferencia de la del Padre y la del Hijo? No se trata de que cada creyente necesite conocer estas diferencias en todos sus detalles. La existencia de fe no depende de distinciones intelectuales. La interrogante principal no es si podemos distinguir la obra del Padre de la del Hijo y de la del Espíritu Santo, sino, si hemos experimentado sus misericordiosas acciones. Lo que decide es el fondo del asunto, no su nombre. ¿Entonces debemos dar poco valor a una comprensión clara de las cosas sagradas? ¿La consideraremos superflua y calificaremos sus grandes asuntos como sutilezas? De ninguna manera. La mente humana investiga cada sección de la vida. Los científicos consideran un honor el pasar sus vidas en el análisis de las más pequeñas plantas e insectos, describiendo cada detalle, nombrando cada miembro del organismo seccionado. Su trabajo nunca es llamado “una sutileza”, sino que es distinguido como “investigación científica”. Y con razón, ya que sin diferenciación no puede haber comprensión, y sin comprensión no puede haber un conocimiento minucioso del tema. ¿Por qué, entonces, calificar este mismo deseo como no rentable, cuando en vez de dirigir la atención a la criatura, lo hace al Señor Dios nuestro Creador? ¿Puede existir algún objeto más digno de diligencia mental que el Dios eterno? ¿Es correcto y adecuado, insistir en la distinción correcta en cualquier otro ámbito de conocimiento y, sin embargo, en relación con el conocimiento de Dios, estar satisfechos con generalidades y puntos de vista confusos? ¿Es que acaso Dios no nos ha invitado a compartir el conocimiento intelectual de Su Ser? ¿Acaso no nos ha dado Su Palabra? ¿Y no es la Palabra la que ilumina los misterios de Su Ser, Sus atributos, Sus perfecciones, Sus virtudes, y el modo de Su subsistencia? Si se aspirara a penetrar en las cosas demasiado elevadas para nosotros, o a develar lo no revelado, la reverencia nos exigiría resistir tal audacia. Pero dado que buscamos, en el temor de Dios, escuchar las Escrituras y recibir el conocimiento que ofrecen sobre las cosas profundas de Dios, no puede haber espacio para la objeción. Más bien, se diría a quienes desaprueban tal esfuerzo: “sabéis distinguir el aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos no podéis!” De ahí que la pregunta relativa a la obra del Espíritu Santo, a diferencia de la del Padre y la del Hijo, es muy legítima y necesaria. Es lamentable que muchos de los hijos de Dios hayan confundido los conceptos en este sentido. Ellos no pueden distinguir las obras del Padre y las del Hijo y las del Espíritu Santo. Incluso en la oración utilizan indistintamente los nombres divinos. Aun a pesar de que el Espíritu Santo es llamado explícitamente el Consolador, buscan recibir consuelo principalmente del Padre o del Hijo, incapaces de decir por qué y en qué sentido el Espíritu Santo es especialmente llamado Consolador. Ya la Iglesia primitiva sintió la necesidad de hacer distinciones claras y exactas en esta materia; y los grandes pensadores y filósofos cristianos que Dios entregó a la Iglesia, especialmente los Padres Orientales, gastaron sus mejores esfuerzos principalmente en este tema. Ellos vieron muy claramente que, a menos que la Iglesia aprendiera a distinguir las obras del Padre, Hijo y Espíritu Santo, su confesión de la Santísima Trinidad sería vacía. Obligados, no por amor a las sutilezas, sino por la necesidad de la Iglesia, se comprometieron a estudiar estas distinciones. Y Dios permitió que los herejes afligieran a Su Iglesia, a fin de despertar la mente a través del conflicto, y guiarla así a buscar la Palabra de Dios. Por lo tanto, no somos pioneros en la exploración de un nuevo campo. La redacción de estos artículos sólo puede impresionar a aquellos que son ignorantes de los tesoros históricos de la Iglesia. Simplemente proponemos hacer que la luz, que por tantos siglos arrojó sus claros y

reconfortantes rayos sobre la Iglesia, vuelva a entrar por las ventanas, y en consecuencia, mediante un mayor conocimiento, se aumente su fuerza interior. Comenzamos con la distinción general: Que en todas las obras realizadas en común por el Padre, Hijo y Espíritu Santo, el poder de dar efecto procede del Padre: el poder de organizar, procede del Hijo; y el poder de perfeccionar, procede del Espíritu Santo. En 1 Co. 8:6, Pablo enseña que: “…sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él; y un Señor, Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas". Aquí tenemos dos preposiciones: de quién y por quién. Sin embargo, en Ro. xi. 36 añade una más: “Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas”. Esta operación mencionada es triple: en primer lugar, aquél por el que se originan todas las cosas (de Él); en segundo lugar, aquél mediante el cual todas las cosas consisten (a través de Él); en tercer lugar, aquél por el que todas las cosas alcanzan su destino final (para Él). En relación con esta clara distinción apostólica, luego del siglo V, los grandes maestros de la Iglesia solían distinguir las acciones de las Personas de la Trinidad, diciendo que la acción por la cual se originaron todas las cosas procede del Padre; la acción por la cual ellas recibieron coherencia procede del Hijo; y la acción por la cual ellas fueron conducidas a su destino procede del Espíritu Santo. Estos lúcidos pensadores enseñaron que esta distinción estaba en consonancia con la de las Personas. Por lo tanto, el Padre es padre. Él genera al Hijo. Y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. De ahí que la peculiar característica de la Primera Persona es, evidentemente, que Él no sólo es el Nacimiento y la Fuente de la creación material, sino de Su propia concepción; de todo lo que fue y es y siempre será. La peculiaridad de la Segunda Persona, evidentemente no se encuentra en generar, sino en ser generada. Se es hijo por el hecho de ser generado. Por lo tanto, ya que todas las cosas proceden del Padre, nada puede proceder del Hijo. La fuente de todas las cosas no se encuentra en el Hijo. Sin embargo, Él le añade una obra de creación a aquello que está viniendo a existencia, dado que el Espíritu Santo procede también de Él, pero no de Él solamente, sino del Padre y del Hijo; y de tal manera, que la emanación desde el Hijo se debe a la igualdad de su esencia con la del Padre. Las Escrituras concuerdan con esto en enseñar que el Padre creó todas las cosas a través del Hijo, y que sin Él, nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. Debido a la diferencia entre “creado por” y “creado a partir de”, nos referimos a Col. i. 17: “… y todas las cosas en él subsisten”, esto es, por Él ellas se mantienen unidas. Heb. i. 3 es aún más claro, diciendo que el Hijo sustenta todas las cosas por la Palabra de Su poder. Esto demuestra que, como los elementos esenciales de la existencia de la criatura, proceden del Padre como Fuente de todo, así la formación, reunión y organización de sus componentes son, respectivamente, la obra del Hijo. Si nos dispusiéramos a comparar reverentemente la obra de Dios a la del hombre, diríamos: Un rey se propone construir un palacio. Esto requiere no sólo de material, mano de obra y planos, sino también la reunión y organización de los materiales de acuerdo a esos planos. El rey proporciona los materiales y los planos; el constructor construye el palacio. Entonces, ¿quién lo construyó? Ni el rey ni el constructor por sí solos, sino que el constructor lo erige a partir del tesoro real. Esto expresa la relación entre el Padre y el Hijo en este respecto, tan perfectamente como las relaciones humanas puedan ilustrar las divinas. Aparecen dos acciones en la construcción del universo: en primer lugar, la causativa, que produce los materiales, las fuerzas y los planos; en segundo lugar, la constructiva, con la que estas fuerzas forman y ordenan los materiales de acuerdo al plan. Y tal como la primera proviene del Padre, así también la segunda proviene del Hijo. El Padre es la Fuente Real de los materiales y poderes necesarios; y el Hijo, como Constructor, construye con ellos todas las cosas de acuerdo con el consejo de Dios. Si el Padre y el Hijo existieran independientemente, esa cooperación sería imposible. Sin embargo, como el Padre genera al Hijo, y en virtud de esa generación, el Hijo contiene todo el Ser del Padre, no puede haber división del Ser, y sólo permanece la distinción de las Personas. Pues toda la sabiduría y el poder a través de los cuales el Hijo da la coherencia a todo, es generado en Él por el Padre; mientras que el consejo que lo ha diseñado todo, es una determinación del Padre

de esa sabiduría divina que Él como Padre genera en el Hijo. Pues el Hijo será para siempre el resplandor de la gloria del Padre, y la imagen misma de Su Persona - Heb. i. 3. Esto no completa la obra de la creación. La criatura no se hace sólo para existir, ni para adornar algún nicho en el universo como si se tratara de una estatua. Más bien, todo fue creado con un propósito y un destino, y nuestra creación se completará sólo cuando nos hayamos convertido en lo que Dios diseñó. Así pues, Gn. ii. 3 dice: “Descansó Dios de toda Su obra que Él había creado para hacerla perfecta” (traducción del holandés). Por lo tanto, la obra que le corresponde al Espíritu Santo, es guiar a la criatura a su destino, hacer que se desarrolle de acuerdo a su naturaleza y hacerla perfecta.

La Creación V. El Principio de Vida en la Criatura “Su espíritu adornó los cielos; Su mano creó la serpiente tortuosa”.- Job xxvi. 13. Se ha visto que la obra del Espíritu Santo consiste en guiar a toda la creación a su destino, y cuyo propósito final es la gloria de Dios. Sin embargo, la gloria de Dios aparece en la creación en diversos grados y formas. Un insecto y una estrella, el moho en la pared y el cedro del Líbano, un trabajador común y un hombre como San Agustín, son todas criaturas de Dios; sin embargo, cuán diferentes son, y cuán variadas sus formas y grados de glorificar a Dios. Entonces ilustraremos la afirmación de que la gloria de Dios es el fin último de toda criatura. Compararemos la gloria de Dios a la de un rey terrenal: es evidente que nada puede ser indiferente a su gloria. El material de construcción de su palacio, sus muebles, incluso el pavimento de su entrada, pueden o bien aumentar o disminuir el esplendor real. Sin embargo, el rey es aun más honrado por sus súbditos, cada uno en su grado, desde el maestro de ceremonias hasta su primer ministro. Aun así, su mayor gloria la constituye su familia, hijos e hijas engendrados con su propia sangre, formados por su sabiduría, animados por sus ideales, siendo uno con él en los planes, los propósitos, y el espíritu de su vida. Al aplicar, con toda reverencia, este ejemplo a la corte del Rey del cielo, es evidente que, si bien cada flor y estrella aumenta Su gloria, las vidas de los ángeles y hombres son de mucho mayor importancia para Su Reino; y que mientras los ángeles están más estrechamente relacionados con Su gloria, a quienes ha ubicado en posiciones de autoridad, más cerca que todos, es a los hijos engendrados por Su Espíritu, y admitidos en lo secreto de su pabellón Real. Se concluye, entonces, que la gloria de Dios se refleja principalmente en Sus hijos, y dado que ningún hombre puede ser Su hijo a menos que sea engendrado de Él, confesamos que Su gloria es más evidente en Sus escogidos o en Su Iglesia. Su gloria no es, sin embargo, limitada a éstos, pues ellos se relacionan a toda la raza, y viven entre todas las naciones y pueblos, con los que comparten el terreno común. Tampoco se puede ni debe separar su vida espiritual, de su vida ciudadana, social y doméstica. Y puesto que todas las diferencias de su vida ciudadana, social y doméstica, son causadas por el clima y la atmósfera, la comida y la bebida, la lluvia y la sequía, las plantas y los insectos- en una palabra, por la economía completa de este mundo material, incluyendo cometas y meteoritos; es evidente que todos éstos afectan el resultado de las cosas y están relacionados a la gloria de Dios. Por lo tanto, en relación con la tarea de conducir a la creación a su destino, el universo entero se enfrenta a la mente como unidad poderosa, orgánicamente relacionada a la Iglesia, tal como la cáscara lo está a la semilla. En el cumplimiento de esta tarea, surge la pregunta respecto de en qué medida la parte más justa, más noble y más sagrada de la creación logrará alcanzar su destino, ya que para conseguirlo, todas las partes restantes deben ser sometidas.

De ahí la pregunta, ¿Cómo es que la multitud de los escogidos logrará alcanzar su perfección final? La respuesta a esto indicará cuál es la acción del Espíritu Santo sobre todas las otras criaturas. La respuesta no puede ser dudosa. Los hijos de Dios nunca podrán cumplir su glorioso fin, a menos que Dios habite en ellos como habita en Su templo. El amor de Dios es lo que lo obliga a vivir en Sus hijos, por su amor por Él, por amor de Sí mismo, y para ver el reflejo de Su gloria en la conciencia de Su propia obra. Este glorioso fin se hará realidad sólo cuando los escogidos conozcan de la misma manera que se les conoce a ellos, contemplen a su Dios cara a cara, y disfruten de la felicidad de la más cercana comunión con el Señor. Dado que todo esto sólo puede ser realizado cuando Él hace morada en sus corazones; y dado que es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad la que entra al espíritu de los hombres y de los ángeles; es evidente que los propósitos más altos de Dios se realizan cuando el Espíritu Santo hace del corazón del hombre su lugar de habitación. Quien sea, o lo que sea que seamos por educación o posición, no podemos alcanzar nuestro más alto destino a menos que el Espíritu Santo more en nosotros y actúe sobre el organismo íntimo de nuestro ser. Si ésta, Su más alta obra, no tuviera influencia alguna sobre ninguna otra cosa, se podría decir que se trata simplemente de completar la perfección de la criatura. Pero esto no es así. Cada creyente sabe que existe una muy íntima conexión entre su vida antes y después de su conversión; no como si la primera determinara la última, pero de tal manera que la vida en pecado y la vida en la belleza de la santidad están ambas condicionadas por el mismo carácter y disposición, y por circunstancias e influencias similares. Por lo tanto, para dar lugar a nuestra perfección final, el Espíritu Santo debe influir en el desarrollo previo, en la formación del carácter y en la disposición de toda la persona. Y esta acción, aunque se encuentra menos marcada en la vida natural, también debe ser examinada. Sin embargo, dado que nuestra vida personal es sólo una manifestación de la vida humana en general, se deduce que el Espíritu Santo debe haber sido también activo en la creación del hombre, aunque en un grado menos marcado. Y, por último, como la disposición del hombre como tal, está relacionada con las huestes de los cielos y la tierra, Su obra también debe tocar esta formación, aunque en mucha menor medida. De ahí que la labor del Espíritu alcance aun a las influencias que afectan al hombre en el logro de su destino, o en el fracaso para alcanzar dicho objetivo. Y la medida de las influencias está dada por el grado en el que ellas afectan su perfeccionamiento. En la partida de un alma redimida, todos reconocen una obra del Espíritu Santo; pero ¿quién puede rastrear Su obra en el movimiento de las estrellas? Aun así, las Escrituras enseñan no sólo que somos nacidos de nuevo por el poder del Espíritu de Dios, sino que: “Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, Y todo el ejército de ellos por el aliento [Espíritu] de su boca” (Salmos xxxiii. 6). Por lo tanto, la obra del Espíritu en guiar a la criatura hacia su destino, incluye una influencia sobre toda la creación, desde el principio. Y, si el pecado no hubiera entrado, podríamos decir que esta obra es realizada en tres etapas sucesivas: en primer lugar, la impregnación de la materia inerte; en segundo lugar, la animación del alma racional; en tercer lugar, tomar Su morada en el hijo escogido de Dios. Pero entró el pecado, es decir, apareció un poder para alejar al hombre y la naturaleza de sus destinos. Por lo tanto, el Espíritu Santo debe antagonizar el pecado; Su llamamiento es para aniquilarlo, y a pesar de su oposición, lograr que el hijo escogido de Dios y la creación entera alcancen su fin. Por lo tanto, la redención no es una nueva obra añadida a la del Espíritu Santo, sino que es idéntica a ella. Él se comprometió a llevar todas las cosas a su destino, ya fuera sin la perturbación del pecado, o a pesar de ella; en primer lugar, mediante la salvación de los escogidos; y luego, mediante el restablecimiento de todas las cosas en el cielo y sobre la tierra al regreso del Señor Jesucristo. Cosas circunstanciales a esto, tales como la inspiración de las Escrituras, la preparación del Cuerpo de Cristo, la extraordinaria ministración de gracia a la Iglesia, son sólo eslabones que conectan el comienzo con su propio fin predeterminado, de modo que a pesar de la perturbación del pecado, el destino del universo para glorificar a Dios, podría estar igualmente garantizado.

Se podría decir, resumiendo todo en una sola declaración: Habiendo entrado el pecado, factor que debe tenerse en cuenta, la obra del Espíritu Santo brilla más gloriosamente en el reunir y salvar a los escogidos; antes de lo cual se encuentran Sus acciones en la obra de la redención y en la economía de la vida natural. El mismo Espíritu, que en el principio se movía sobre las aguas, en la dispensación de la gracia nos ha dado la Sagrada Escritura, la Persona de Cristo y la Iglesia Cristiana; y es Él quien, en conexión con la creación original y por estos medios de gracia, ahora nos regenera y santifica como hijos de Dios. Es de suma importancia, en relación con estas poderosas y extensas acciones, el no perder de vista el hecho de que en todas ellas, Él efectúa sólo lo que es invisible e imperceptible. Esto distingue todas las acciones del Espíritu Santo. Detrás del mundo visible, se encuentra uno invisible y espiritual, con patios exteriores y recovecos interiores; y bajo estos últimos se encuentran las insondables profundidades del alma, las cuales escoge el Espíritu Santo como escenario de Sus obras- Su templo, donde Él establece Su altar.

La obra redentora de Cristo también tiene partes visibles e invisibles. La reconciliación en Su sangre fue visible. La santificación de Su Cuerpo y el atavío de Su naturaleza humana con sus múltiples gracias, fueron invisibles. Cada vez que se especifica esta obra oculta e íntima, las Escrituras siempre la conectan con el Espíritu Santo. Gabriel dice a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”. (Lucas i. 35). Se dice de Cristo: “Aquel que tuvo el Espíritu sin medida”. También observamos un material de vida en las huestes de los cielos, hacia el exterior, tangible, lo que en pensamiento nunca se asocia con el Espíritu Santo. Pero, aunque sea débil e impalpable, lo visible y tangible tiene un trasfondo invisible. ¡Cuán intangibles son las fuerzas de la naturaleza, cuán llenas de majestad las fuerzas del magnetismo! Pero la vida subyace a todo. Incluso en un tronco aparentemente muerto, ella exhala un aliento imperceptible. Desde las insondables profundidades de todo, un principio íntimo y escondido opera ascendente y hacia el exterior. Se muestra en la naturaleza, mucho más en el hombre y el ángel. Y ¿cuál es este principio avivador e inspirador, sino el Espíritu Santo? “Les quitas el hálito, dejan de ser. Envías tu Espíritu, son creados” (Salmos civ. 29,30). Este algo íntimo e invisible es el toque directo de Dios. Existe en nosotros, y en toda criatura, un punto en el que el Dios vivo nos toca para sostenernos; pues nada existe que no sea sustentado segundo a segundo por Dios Todopoderoso. En los escogidos, este punto es su vida espiritual; en la criatura racional, su conciencia racional; y en todas las criaturas, ya sean racionales o no, su principio de vida. Y como el Espíritu Santo es la Persona de la Santísima Trinidad, a cuyo cargo está llevar a cabo este contacto directo y comunión con la criatura en su ser íntimo, es Él quien habita en los corazones de los escogidos, quien anima a todo ser racional, quien sostiene el principio de vida en toda criatura. VI. Las Huestes del Cielo y de la Tierra “El espíritu de Dios me hizo…”. (Job xxxiii. 4). Comprendiendo, en alguna medida, la nota característica de la obra del Espíritu Santo, veamos lo que este trabajo ha sido y es y será. El Padre da efecto, el Hijo dispone y organiza, el Espíritu Santo perfecciona. Hay un solo Dios y Padre de quien son todas las cosas, y un solo Señor Jesucristo por medio de quien son todas las cosas; pero ¿qué dicen las Escrituras de la obra especial que el Espíritu Santo hizo y está aún haciendo en la creación? En aras del orden, en primer lugar se examinará la historia de la creación. Dios dice en Gn. i. 2: “Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”. Véase también Job xxvi. 13: “Su espíritu adornó los cielos; Su mano creó la serpiente tortuosa [la constelación del Dragón, o, según otros, la Vía Láctea]”. Y también Job xxxiii. 4: “El espíritu de Dios me hizo, Y el soplo del Omnipotente me dio vida”. Y luego en Salmos xxxiii. 6: “Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, Y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca”. Así también Salmos civ.

30: “Envías tu Espíritu, son creados, Y renuevas la faz de la tierra”. Y con diferente significado, en Is. xl. 13: “¿Quién enseñó al Espíritu de Jehová [en la creación], o le aconsejó enseñándole?”. Estas declaraciones ponen de manifiesto que el Espíritu Santo hizo Su propia obra en la creación. Así mismo, muestran que Sus actividades se encuentran estrechamente relacionadas con las del Padre y las del Hijo. Salmos xxxiii. 6 las presenta como casi idénticas. La primera oración dice: “Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos”; la segunda: “Y todo el ejército de ellos por el aliento [Espíritu] de su boca”. En la poesía hebrea, es conocido que oraciones paralelas expresan el mismo pensamiento de formas diferentes; de modo que a partir de este pasaje se desprende que la obra de la Palabra y la del Espíritu son la misma, esta última añadiendo sólo la que es especialmente Suya.

Cabe señalar, que casi ninguno de estos pasajes menciona el Espíritu Santo por Su propio nombre. No es el Espíritu Santo, sino el “Espíritu de Su boca”, “Su Espíritu”, “el Espíritu del Señor”. A causa de esto, muchos sostienen que estos pasajes no se refieren al Espíritu Santo como la Tercera Persona en la Santísima Trinidad, sino que hablan de Dios como Uno, sin distinción personal; y que la representación de Dios creando cualquier cosa por Su mano, Sus dedos, Su Palabra, Su aliento, o Su Espíritu; no es más que una manera humana de hablar, y que por lo tanto, sólo significa que Dios estaba involucrado. La Iglesia siempre se ha opuesto a esta interpretación, y con razón, sobre la base de que incluso el Antiguo Testamento, no sólo en unas pocas partes, sino en toda su economía, contiene indudable testimonio de las tres Personas divinas, mutuamente igual, mas con una única esencia. Es cierto que esto también ha sido negado, pero por causa de una interpretación errónea. Y frente a la respuesta: “Pero nuestra interpretación es tan buena como la suya”, respondemos que Jesús y los apóstoles son nuestras autoridades; la Iglesia recibió su confesión de labios de ellos. En segundo lugar, negamos que la expresión “Su Espíritu” no se refiera al Espíritu Santo, por cuanto en el Nuevo Testamento se presentan expresiones similares que, sin duda, se refieren a Él; por ejemplo, “…Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de Su Hijo” (Gl. iv. 6); “…a quien el Señor matará con el Espíritu de Su boca” (2 Ts. ii. 8), etc. En tercer lugar, a juzgar por los siguientes pasajes,- “Por la Palabra de Jehová fueron hechos los cielos” (Salmos xxxiii. 6); “Y dijo Dios: Sea la luz” (Gn. i. 3), y “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Jn. i. 3).- no cabe duda de que Salmos xxxiii. 6 se refiere a la Segunda Persona de la Divinidad. Por lo tanto, también la segunda oración del mismo versículo: “Y todo el ejército de ellos por el aliento de Su boca” debe referirse a la Tercera Persona. Por último, hablar de un Espíritu de Dios que no es el Espíritu Santo es transferir a la Sagrada Escritura una idea puramente occidental y humana. Nosotros, como hombres, a menudo hablamos de un espíritu malo que controla una nación, un ejército o una escuela, refiriéndonos a una cierta tendencia, inclinación o persuasión- un espíritu que procede de un hombre distinto de su persona y de su ser. Pero esto no puede y no debe aplicar a Dios. Hablando de Cristo en Su humillación, se podría decir con razón “tener la mente de Cristo”, o “tener el espíritu de Jesús”, lo que indica Su carácter. Sin embargo, distinguir el Ser divino, de un espíritu de ese Ser, es concebir la Divinidad en una forma humana. La conciencia divina difiere totalmente de la humana. Mientras que en nosotros existe una diferencia entre nuestras personas y nuestra conciencia, con referencia a Dios, tales distinciones desaparecen, y la distinción de Padre, Hijo, y Espíritu Santo toma su lugar. Incluso en aquellos pasajes donde “el aliento de Su boca” es añadido para explicar “Su Espíritu”, se debe mantener la misma interpretación. Pues todos los idiomas muestran que nuestra respiración, incluso como la “respiración de los elementos” en el viento que sopla ante

la cara de Dios, corresponde al ser del espíritu. Casi todos ellos expresan las ideas de espíritu, aliento y viento, mediante términos afines. En toda las Escrituras, soplar o respirar es el símbolo de la comunicación del espíritu. Jesús sopló sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. xx. 22). Por lo tanto, el aliento de Su boca debe significar el Espíritu Santo. La antigua interpretación de las Escrituras no debería ser abandonada precipitadamente. Y aceptar el dictamen de la teología moderna, que dice que la distinción de las tres Personas divinas no se encuentra en el Antiguo Testamento, y que las alusiones a la obra del Espíritu Santo en Génesis, Job, Salmos o Isaías, están fuera de cuestión. Por consiguiente, nada es más natural para los partidarios de esta teología moderna, que negar por completo el Espíritu Santo en los pasajes mencionados. Pero si desde una convicción íntima, aún confesamos que la distinción de Padre, Hijo y Espíritu Santo se ve claramente en el Antiguo Testamento; entonces, examinemos con discernimiento estos pasajes relacionados con el Espíritu del Señor; y mantengamos en gratitud la interpretación tradicional, que encuentra referencias a la obra del Espíritu Santo en muchas de estas declaraciones. Estos pasajes demuestran que Su obra particular en la creación fue: 1º, cernirse sobre el caos; 2º, la creación de las huestes de los cielos y de la tierra; 3º, ordenar los cielos; 4º, animar la creación impetuosa, y llamar al hombre a existencia; y por último, la acción por la cual toda criatura es hecha para existir según el consejo de Dios que le ataña. Por lo tanto, las fuerzas materiales del universo no proceden del Espíritu Santo, ni fue Él quien depositó en la materia las semillas latentes y microorganismos de la vida. Su misión especial comienza sólo después de la creación de la materia con los microorganismos de la vida contenidos en ella. El texto hebreo demuestra, que la obra del Espíritu Santo en movimiento sobre la superficie de las aguas, fue similar a la de las aves padres que con sus alas desplegadas rondan sobre sus crías para albergarlas y cubrirlas. La figura implica no sólo que la tierra existía, sino que también dentro de ella existían los microorganismos de la vida; y que el Espíritu Santo, fecundando estos microorganismos, provocó que la vida surgiera a fin de conducirla a su destino. Los cielos no fueron creados por el Espíritu Santo, sino por la Palabra. Y cuando los cielos creados debían recibir sus huestes, sólo entonces llegó el momento para que el Espíritu Santo ejerciera sus funciones particulares. No es fácil decidir lo que “las huestes de los cielos” significa. Puede referirse al sol, la luna y las estrellas, o a los ejércitos de ángeles. Quizás el pasaje no significa la creación de los cuerpos celestes, sino su recepción de la gloria divina y del fuego celestial. Pero Salmos xxxiii. 6, ciertamente, no se refiere a la creación de la materia de la cual las huestes celestiales se componen, sino a la producción de su gloria. Gn. i.:2 pone de manifiesto, en primer lugar, la creación de la materia y sus microorganismos, luego su activación; por lo tanto Salmos xxxiii. 6 enseña en primer lugar, la preparación del ser y la naturaleza de los cielos, luego el traer a existencia sus huestes por el Espíritu Santo. Job xxvi. 13 conduce a una conclusión similar. Aquí se hace la misma distinción entre los cielos y su ordenamiento, siendo este último representado como la obra especial del Espíritu Santo. Este ordenamiento es equivalente al ordenamiento en Gn. i. 2, mediante el cual lo sin forma tomó forma, la vida oculta emergió, y las cosas creadas fueron llevadas a su destino. Salmos civ. 30 y Job xxxiii. 4 ilustran aún más claramente la obra del Espíritu Santo en la creación. Job nos informa que el Espíritu Santo tuvo una parte especial en la creación del hombre; y Salmos civ, que Él realizó una obra similar en la creación de los animales, de las aves y los peces, pues sus dos versículos previos implican que el versículo 27– “Envías tu Espíritu, son creados”no se refiere al hombre, sino a la monstruos que juegan en lo profundo. Se ha conferido, que la materia de la cual Dios hizo al hombre, ya se encontraba presente en el polvo de la tierra; que el tipo de su cuerpo estuvo en gran medida presente en el animal; y que la idea del hombre y de la imagen sobre la que él iba a ser creado, ya existían; aun así, en Job xxxiii. 4 se hace evidente que el hombre no llegó a ser, sin que antes mediara una obra especial del Espíritu Santo. Por lo tanto, Salmos civ. 30 demuestra que, aunque ya existía la materia de la cual la ballena y el unicornio se debían hacer, y el plan o modelo se encontraba

en el consejo divino, aun, una acción especial del Espíritu Santo era necesaria para causarles su existencia. Esto se hace aun más evidente, en vista del hecho de que ninguno de los pasajes se refiere a la primera creación, sino a un hombre y animales formados más tarde. Pues Job no habla de Adán y Eva, sino de sí mismo. Él dice: “El espíritu de Dios me hizo, y el soplo del Omnipotente me dio vida” (Job xxxiii. 4). En Salmos civ, David no se refiere a los monstruos de las profundidades creados en el principio, sino a aquellos que estaban recorriendo los cursos del mar mientras él cantaba este salmo. Si, por lo tanto, los cuerpos de los hombres existentes y de los mamíferos, no son creaciones inmediatas, sino que se han tomado a partir de la carne y sangre, de la naturaleza y del tipo de seres existentes; entonces se hace más evidente que el hecho que el Espíritu Santo se cierna sobre lo no formado, es un acto presente; y que por lo tanto, Su obra creativa consistía en poner de manifiesto la vida ya oculta en el caos, esto es, en los microorganismos de la vida. Esto concuerda con lo que se dijo en un principio en relación al carácter general de Su obra. “Conducir a su destino”, es traer a la vida escondida, provocar que la belleza oculta se revele a sí misma y despertar actividad en las energías adormecidas. Pero se debe evitar representarla como una obra que fue realizada en fases sucesivas- primero por el Padre, cuya obra terminada fue tomada por el Hijo, después de lo cual el Espíritu Santo completó la obra así preparada. Tales representaciones son indignas de Dios. En las actividades divinas existe distribución, pero no división; es por ello que Isaías declara que el Espíritu del Señor, es decir, el Espíritu Santo, dirigió desde el principio- así es, desde antes del principio- todo lo que iba a venir a través de la obra completa de la creación. VII. El Hombre en su Calidad de Criatura “El espíritu de Dios me hizo, Y el soplo del Omnipotente me dio vida”.- Job xxxiii. 4 El Dios Eterno y siempre Bendito entra en contacto vital con la criatura, a través de un acto que no procede del Padre ni del Hijo, sino del Espíritu Santo. Traspasados de la muerte hacia la vida, por la gracia soberana, los hijos de Dios son conscientes de esta comunión divina; ellos saben que no consiste en un acuerdo íntimo de predisposición o inclinación, sino en el contacto misterioso de Dios sobre su ser espiritual. Pero también saben que ni el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu Santo, es Quien ha hecho de sus corazones Su templo. Es cierto que Cristo viene a nosotros a través del Espíritu Santo, y que a través del Hijo tenemos comunión con el Padre, de acuerdo a Su palabra, “Yo y el Padre vendremos a ustedes, y haremos Nuestra morada en ustedes”; pero todo estudiante inteligente de la Biblia, sabe que es especialmente el Espíritu Santo quien entra en su persona y toca su más íntimo ser. El hecho que el Hijo encarnado haya entrado en más estrecho contacto con nosotros, no prueba nada en contra de esto. Cristo nunca ha entrado en una persona humana. Él tomó sobre Sí mismo nuestra naturaleza humana, con la que Se unió mucho más estrechamente de lo que lo hace el Espíritu Santo; pero no tocó el hombre íntimo y su personalidad oculta. Por el contrario, dijo que era conveniente para los discípulos que Él se fuera; “…porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (Jn. xvi. 7). Más aun, la Encarnación no fue llevada a cabo sin el Espíritu Santo, quien vino sobre María; y las bendiciones que Cristo impartió a todos alrededor de Él, fueron en gran parte debido al don del Espíritu Santo que Le fue dado sin medida. Por lo tanto, la idea principal permanece indemne: Cuando Dios entra en contacto directo con la criatura, es la obra del Espíritu Santo la que efectúa dicho contacto. En el mundo visible, esta acción consiste en encender y avivar la chispa de la vida; por lo tanto, es muy natural y está en plena armonía con el tenor general de la enseñanza de las Escrituras, que el Espíritu de Dios se mueva sobre la superficie de las aguas, y que traiga a existencia las huestes de los cielos y la tierra, ordenadas, con aliento, y resplandecientes. Además de esta creación visible, existe también una invisible, la cual, en lo que a nuestro mundo se refiere, se concentra a sí misma en el corazón del hombre; por lo tanto, en segundo

lugar, debemos ver en qué medida la obra del Espíritu Santo puede ser rastreada en la creación del hombre. No hablamos del mundo animal. No porque el Espíritu Santo no tenga nada que ver con su creación. A través de Salmos civ. 30, hemos demostrado lo contrario. Más aun, nadie puede negar los admirables rasgos de astucia, amor, fidelidad y gratitud que se encuentran en muchos animales. Aunque no seríamos tan necios como para basarnos en ello para decir que el perro es mitad humano; pues evidentemente, estas propiedades de animal superior no son sino preformaciones instintivas, bocetos del Espíritu Santo, llevados a su destino correcto únicamente en el hombre. Y aun así, aunque estos rasgos puedan resultar impactantes, en el animal no encontramos una persona. El animal procede del mundo de la materia, y regresa a él; sólo en el hombre aparece lo que es nuevo, invisible y espiritual, dándonos la justificación para que busquemos una obra especial del Espíritu Santo en su creación. De sí mismo, esto es, de un hombre, Job declara: “El espíritu de Dios me hizo, Y el soplo del Omnipotente me dio vida” (Job xxxiii. 4). El Espíritu de Dios me ha hecho. Aquello que soy como una personalidad humana, es la obra del Espíritu Santo. A Él debo lo humano y lo personal que me constituyen como el ser que soy. Y añade: “Y el soplo del Omnipotente me dio vida”, lo que, evidentemente, hace eco de las palabras: “Entonces Jehová Dios…sopló en su nariz aliento de vida” (Gn. ii. 7). Al igual que Job, usted y yo deberíamos sentir y reconocer que somos creados en Adán; cuando Dios creó a Adán, Él nos creó a nosotros; en la naturaleza de Adán, Él llamó a existencia la naturaleza en la que ahora vivimos. Gn. i y ii no es el registro de extranjeros, sino de nosotros mismos- en cuanto a la carne y la sangre que llevamos con nosotros- la naturaleza humana en la que nos sentamos a leer la Palabra de Dios. Aquél que lee su Biblia sin esta aplicación personal, lee fuera de propósito. Le deja frío e indiferente. Puede encantarlo durante su infancia, cuando uno es aficionado a cuentos e historias, pero no tiene ningún control sobre él en los días de conflicto, cuando se encuentra con los hechos y realidades más duros de la vida. Pero, si nos acostumbramos a ver en este registro, la historia de nuestra propia carne y sangre, de nuestra propia naturaleza y vida humanas, y reconocemos que por generación humana brotamos de Adán y, por lo tanto, estábamos en Adán cuando él fue creado- entonces sabremos que cuando Dios formó a Adán del polvo, también nos formó a nosotros; que también estábamos en el Paraíso; que la caída de Adán fue también la nuestra. En una palabra, la primera página de Génesis no se relaciona a la historia de un extranjero, sino a la de nuestros auténticos propios seres. El aliento del Todopoderoso nos dio vida, cuando el Señor formó al hombre del polvo, y sopló en su nariz y lo hizo un alma viviente. La raíz de nuestra vida se encuentra en nuestros padres, pero a través y más allá de ellos, la tierna fibra de esa raíz se remonta a través de la larga línea de generaciones, y recibió sus primeros comienzos cuando Adán respiró por primera vez el aire puro de Dios, en el Paraíso. Y, sin embargo, aunque en el paraíso recibimos el primer inicio de nuestro ser, también existe un segundo inicio de nuestra vida, es decir, cuando cada uno de nosotros fue llamado individualmente a ser, a través de la raza, por la concepción y el nacimiento. Y sobre esto, Job también testifica: “El espíritu de Dios… me dio vida”. (Job xxxiii. 4) Y nuevamente, en la vida del hombre pecador, existe un tercero inicio, cuando a Dios le agrada convertir a los malvados; y de esto también testifica el alma dentro de nosotros: “El espíritu de Dios… me dio vida”. Dejando este nuevo nacimiento fuera de cuestión, el testimonio de Job nos muestra que él estaba consciente del hecho que debía a Dios tanto su existencia como hombre, como persona, como un yo- y por lo tanto- su creación en Adán, así como su ser personal. ¿Y qué nos enseñan las Escrituras acerca de la creación del hombre? Lo siguiente: que el polvo de la tierra de la cual Adán fue formado, fue tan trabajado, que se convirtió en un alma viviente, lo que señala el ser humano. El resultado no fue una mera criatura que se mueve, gatea, come, bebe y duerme, sino un alma viviente que vino a existencia en el momento en que el aliento de vida fue soplado hacia el polvo. No vino primero el polvo y, a continuación, la vida

humana al interior del polvo, y después de eso, el alma con todas sus facultades superiores dentro de esa vida humana; no, sino que tan pronto como se manifestó la vida en Adán, él fue un hombre, y todos sus preciosos dones fueron su dote natural. El Hombre pecador que nace de lo alto, recibe dones que están por encima de la naturaleza. Por esta razón, el Espíritu Santo solamente mora en el pecador viviente. Pero en el cielo esto no será así, pues en la muerte, la naturaleza humana resulta cambiada en forma total, de modo que el impulso de pecar desaparece completamente; es por esto que en el cielo, el Espíritu Santo obrará en la misma naturaleza humana para siempre y eternamente. En el estado actual de humillación, la naturaleza del regenerado sigue siendo la naturaleza de Adán. El gran misterio de la obra del Espíritu Santo en él, es el siguiente: que en y por esa naturaleza corrupta y rota, Él obra las obras santas de Dios. Es como la luz que brilla a través de los paneles de nuestra ventana, que de ninguna manera puede mantenerse invariable bajo el efecto del vidrio. En el Paraíso, sin embargo, la naturaleza del hombre estaba completa, intacta; todo acerca de él era santo. Debemos evitar el peligroso error de que el recientemente creado hombre tenía un grado inferior de santidad. Dios hizo al hombre recto, sin nada de él o en él que estuviera torcido. Todas sus inclinaciones y facultades eran puras y santas, en todo su funcionamiento. Dios se deleitaba en Adán, vio que él era bueno; con seguridad, no se podría desear nada más. En este sentido, Adán difería del hijo de Dios por gracia, en que aquél no tenía vida eterna; debía alcanzarla como recompensa por las obras santas. Por otro lado, Abraham, el padre de los fieles, comienza con vida eterna, de la que las obras santas debían proceder. Así pues, un contraste perfecto. Adán debía alcanzar la vida eterna a través de las obras. Abraham, tiene vida eterna a través de la cual obtiene las obras santas. De este modo, para Adán, no puede haber morada interior del Espíritu Santo. No existía ningún antagonismo entre él y el Espíritu. Entonces, el Espíritu podía impregnarlo, y no solamente morar en él. La naturaleza del hombre pecador rechaza al Espíritu Santo, pero la naturaleza de Adán lo atraía, lo recibía libremente, y lo dejaba inspirar su ser. Nuestras facultades e inclinaciones se encuentran dañadas, nuestros poderes están debilitados, las pasiones de nuestros corazones, corrompidas: por lo tanto, el Espíritu Santo debe venir a nosotros desde fuera. Sin embargo, como todas las facultades de Adán estaban intactas, y toda la expresión de su vida interior, imperturbable, entonces, el Espíritu Santo podía obrar a través de los poderes y acciones comunes de su naturaleza. Para Adán, las cosas espirituales no eran bienes sobrenaturales, sino naturales- excepto por la vida eterna, que él debía ganar por el cumplimiento de la ley. Las Escrituras expresan esta unidad entre la vida natural de Adán y los poderes espirituales, mediante la identificación de ambas expresiones: “Respirar el aliento de vida” y “convertirse en un alma viviente” (Gn. ii. 7). Otros pasajes muestran que esta “inhalación” divina indica, especialmente, la obra del Espíritu. Jesús sopló sobre Sus discípulos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. xx. 22). Él compara el Espíritu Santo con el viento. En ambos idiomas bíblicos, el hebreo y el griego, la palabra espíritu significa viento, respiración o soplido. Y tal como la Iglesia confiesa que el Hijo es eternamente generado por el Padre, entonces confiesa que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como por la respiración. Por lo tanto, se concluye que el pasaje “…y sopló en su nariz aliento de vida” (Gn. ii. 7)- en relación con: “el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Gn. i. 2) y las palabras de Job: “El espíritu de Dios…me dio vida (Job xxxiii. 4)- apuntan a una obra especial del Espíritu Santo. Antes de que Dios soplara el aliento de vida sobre el polvo inerte, se produjo una conferencia en la economía del Ser divino: “Hagamos al hombre a Nuestra imagen, conforme a Nuestra semejanza” (Gn. i. 26) Esto demuestra – En primer lugar, que cada Persona divina tenía un trabajo bien definido en la creación del hombre- “Hagamos al hombre”. Antes de esto se utiliza el singular de Dios, “Él habló”, “Él vio”; pero ahora se utiliza el plural “Hagamos al hombre”, lo que implica que, aquí especialmente y con mayor claridad que en cualquier pasaje que le precede, las acciones de las Personas se han de diferenciar. En segundo lugar, que el hombre no fue creado vacío, para luego ser dotado de mayores facultades y poderes espirituales, sino que el propio acto de la creación lo hizo a la imagen de

Dios, sin ninguna posterior adición a su ser. Porque leemos: “Hagamos al hombre a Nuestra imagen, conforme a Nuestra semejanza”. Esto nos asegura que el hombre recibió, por creación inmediata, la impresión de la imagen divina; que en la creación, cada una de las Personas divinas realizó una obra definida; y por último, que la creación del hombre en relación con su destino superior, fue efectuada por aliento de Dios. Esta es la base para nuestra declaración, respecto de que la obra creativa del Espíritu estaba haciendo de todos los poderes y dones del hombre, instrumentos para Su propio uso, conectándolos en forma vital e inmediata con los poderes de Dios. Esto concuerda con las enseñanzas bíblicas acerca de la obra regeneradora del Espíritu Santo, que aunque en forma diferente, también hace que el poder y la santidad de Dios entren en contacto inmediato con los poderes humanos. Por lo tanto, negamos la frecuente afirmación de teólogos éticos, que dice que el Espíritu Santo creó la personalidad del hombre, ya que esto se opone a toda la economía de las Escrituras. Porque, ¿qué es nuestra personalidad, sino la realización del plan de Dios en relación con nosotros? Tal como desde la eternidad, Dios nos ha ideado a cada uno como distinto de los otros hombres, con nuestro propio sello, historia de vida, vocación y destino- y como tal, cada uno debe desarrollarse y mostrarse para llegar a ser una persona. Sólo de esa manera, cada uno obtiene carácter; cualquier otra cosa así llamada es orgullo y arbitrariedad. Si nuestra personalidad es consecuencia directa del plan de Dios, entonces ella y todo lo que tenemos en común con todas las demás criaturas no puede provenir del Espíritu Santo, sino del Padre; como todas las otras cosas, recibe su disposición del Hijo, y el Espíritu Santo actúa sobre ella como sobre cualquier otra criatura, encendiendo la chispa e impartiendo el resplandor de la vida. VIII. Dones y Talentos “Y el Espíritu de Jehová vino sobre él”.- Jue. iii. 10. Ahora consideraremos la obra del Espíritu Santo en el otorgar dones, talentos y habilidades, a hombres artistas y profesionales. Las Escrituras declaran que la animación y capacitación especiales para el trabajo, que han sido asignadas a las personas por Dios, proceden del Espíritu Santo. La construcción del tabernáculo requirió de trabajadores capaces, hábiles carpinteros, orfebres y plateros, y maestros en las artes de tejer y bordar. ¿Quién se los suministrará a Moisés? El Espíritu Santo. Pues leemos en Éxodo xxxi. 2,3: “Mira, yo he llamado por nombre a Bezaleel hijo de Uri… y lo he llenado del Espíritu de Dios, en sabiduría y en inteligencia, en ciencia y en todo arte, para inventar diseños, para trabajar en oro, en plata y en bronce, y en artificio de piedras para engastarlas, y en artificio de madera; para trabajar en toda clase de labor”. El versículo 6 muestra que esta acción del Espíritu Santo incluía otras: “…y he puesto sabiduría en el ánimo de todo sabio de corazón, para que hagan todo lo que te he mandado”. Y para dar mayor luz sobre este tema, las Escrituras también dicen: “y los ha llenado de sabiduría de corazón, para que hagan toda obra de arte y de invención, y de bordado en azul, en púrpura, en carmesí, en lino fino y en telar, para que hagan toda labor, e inventen todo diseño” (Éxodo xxxv. 35). La obra del Espíritu no sólo se muestra en simple mano de obra calificada, sino también en las esferas más elevadas del conocimiento humano y la actividad mental; pues el genio militar, la perspicacia jurídica, el arte de gobernar, y el poder para inspirar a las masas con entusiasmo, son igualmente atribuibles a Él. Esto es generalmente expresado en las palabras, “Y el Espíritu del Señor vino sobre…” tal héroe, juez, estadista, o tribuna de la gente, especialmente en los días de los jueces, cuando se dijo de Josué, Othoniel, Barak, Gedeón, Sansón, Samuel, y otros que el Espíritu del Señor vino sobre ellos. También se dijo respecto de Zorobabel reconstruyendo el templo: “…ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos”. (Zac. iv. 6). Incluso del rey de los paganos, Ciro, leemos que Jehová lo había llamado a Su obra y le ungió con el Espíritu del Señor- Is. xlv.

Esta última instancia introduce otro aspecto del asunto, es decir, la acción del Espíritu Santo en el capacitar a los hombres para funciones de oficio. Pues, aunque esta acción sobre y a través del oficio recibe su pleno significado sólo en la dispensación de la gracia, aun así, el caso de Ciro muestra que el Espíritu Santo tiene inicialmente una obra que llevar a cabo en este sentido, la cual no sólo es resultado de la gracia, sino que pertenece esencialmente a la naturaleza de la obra, aunque sólo es evidente en la historia de las relaciones especiales de Dios con Su propio pueblo. En la lucha entre Saúl y David, resulta especialmente notable. No existe ninguna razón para considerar a Saúl como uno de los escogidos de Dios. Luego de su ungimiento, el Espíritu Santo, viene sobre él, permanece con él, y obra sobre él, mientras él siga siendo el rey escogido del Señor sobre Su pueblo. Pero, tan pronto como, por desobediencia deliberada, pierde ese favor, el Espíritu Santo se aparta de él y un mal espíritu del Señor lo atribula. Evidentemente, esta obra del Espíritu Santo no tiene nada que ver con regeneración. Durante un tiempo puede obrar sobre un hombre y luego apartarse de él para siempre; mientras que la obra salvadora del Espíritu, aunque puede ser suspendida por un tiempo, nunca puede perderse totalmente. La conmovedora oración de David, “no quites de mí tu santo Espíritu” (Salmos li. 11), debe, por lo tanto, referirse a los dones que lo califican para el oficio real. David tuvo el terrible ejemplo de Saúl antes que él. Él había visto en lo que se convierte un hombre a quien el Espíritu Santo abandona a sí mismo, y su corazón temblaba por la posibilidad de que un espíritu maligno viniera sobre él, y de tener un final tan triste como el de Saúl. Como Judas, Saúl muere al cometer suicidio. De la enseñanza, en todas las Escrituras, concluimos que el Espíritu Santo tiene una obra en relación con las artes mecánicas y las funciones de oficio- en cada talento especial mediante el que algunos hombres sobresalen en tal arte u oficio. Esta enseñanza no consiste simplemente en que esos dones y talentos no son del hombre sino de Dios, como todas las demás bendiciones, sino que ellos no son la obra del Padre, ni la del Hijo, sino la del Espíritu Santo. La distinción descubierta en la creación, puede ser observada aquí: dones y talentos vienen del Padre; son dispuestos para cada personalidad por el Hijo, y encendidos como por una chispa que proviene de arriba, por el Espíritu Santo. Se distingue el arte en sí, el talento personal para practicarlo, y la vocación asociada a él. El arte no es una invención del hombre, sino una creación de Dios. En todas las naciones y las épocas, los hombres se han dedicado al arte de tejido, bordado, costura, extracción y fundición de metales nobles, corte y pulido de diamantes, moldeado de hierro y bronce; y en todos estos países y épocas, sin conocer de los esfuerzos mutuos, se han aplicado las mismas artes a todos estos materiales. Por supuesto que existe alguna diferencia. El trabajo oriental lleva un sello muy diferente al de Occidente. Incluso el trabajo francés y el alemán difieren. Sin embargo, bajo esas diferencias, el esfuerzo, el arte aplicado, el material, el ideal perseguido, es el mismo. Así, también, el arte no alcanzó perfección de una sola vez; entre las naciones, las formas que en un principio fueron crudas y torpes, gradualmente se convirtieron en formas puras, refinadas y hermosas. Las sucesivas generaciones mejoraron sobre los logros anteriores, hasta que entre las diversas naciones, se alcanzó relativa perfección del arte y la habilidad. De ahí que el arte no es el resultado del pensamiento y el propósito del hombre, sino que Dios ha puesto en diversos materiales determinadas posibilidades de ejecución; y el hombre debe lograr, mediante la aplicación de esta ejecución, lo que se encuentra en ese material y no lo que sea que el mismo hombre escoja. Dos cosas deben cooperar para efectuar esto. En la creación de oro, plata, madera, hierro, Dios tiene que haber depositado en ellos ciertas posibilidades; y haber creado poder inventivo en la mente del hombre, perseverancia en su voluntad, fuerza muscular, visión precisa y delicadeza de tacto y acción en sus dedos, calificándolo así para desarrollar lo que se encuentra latente en los materiales. Dado que este trabajo tiene la misma naturaleza en todas las naciones, el progreso perpetuo de la misma gran obra que está siendo alcanzado de acuerdo con el mismo plan majestuoso, a través de sucesivas generaciones- todas las aptitudes artísticas y habilidades ejecutivas deben ser forjadas en el hombre por medio de un poder superior y de acuerdo a un mandato superior. Al observar los tesoros de una exposición industrial a la luz de la Palabra revelada, se verá en su desarrollo progresivo y unidad genética la caída del orgullo humano, y se exclamará: “¡Qué es todo este arte y habilidad, sino la

manifestación de las posibilidades que Dios ha puesto en estos materiales, y de los poderes de la mente y el ojo y el dedo que Él ha dado a los hijos de los hombres!” Consideremos, ahora, el talento personal como completamente distinto del arte. El orfebre en su arte, y el juez en su oficio, entran en una obra de Dios. Cada uno trabaja en su vocación divina, y todas las habilidades y el juicio que se pueden desarrollar dentro de ella provienen de los tesoros del Señor. Aún así, un obrero difiere de otro obrero, un general de otro general. Uno de ellos sólo copia el producto de la generación previa a él, y lo lega sin aumentar la habilidad artística. Empezó como aprendiz, e imparte esta habilidad a otros aprendices, pero la destreza artística es la misma. El otro, manifiesta algo parecido a un genio. Rápidamente supera a su maestro; ve, toca, descubre algo nuevo. En su mano el arte es enriquecido. Le es dado, desde los tesoros de la habilidad artística divina, transferir belleza nueva hacia la habilidad humana. Así también respecto de hombres en el oficio y la profesión. Miles de oficiales entrenados en nuestras escuelas militares se conviertan en buenos maestros de la ciencia de la estrategia tal como se ha practicado hasta ahora, pero no le añaden nada; mientras que entre estos miles puede haber dos o tres dotados de genio militar, quienes en caso de guerra, asombrarán al mundo por sus brillantes hazañas. Este talento, este genio individual tan íntimamente relacionado con la personalidad del hombre, es un don. Ningún poder en el mundo, puede crearlo en el hombre que no lo posee. El niño nace con o sin él; si es sin él: ni educación, ni rigurosidad- ni siquiera la ambición- pueden llamarlo a existencia. Pero, como el don de gracia es libremente otorgado por el Dios soberano, así también ocurre con el don de la genialidad. Cuando la gente ora, no debería olvidar pedirle al Señor que levante entre ellos hombres de talento, héroes del arte y del oficio. Cuando en 1870 Alemania obtenía sólo victorias, y Francia sólo derrotas, fue la soberanía de Dios la que dio a la primera generales talentosos, y en desaprobación, se los negó a la segunda. Consideremos la vocación. Oficiales y mecánicos tienen una alta convocatoria. No todos tienen la misma habilidad. Uno está adaptado para el mar, otro para el arado. Uno de ellos es una persona torpe en la fundición, pero un maestro en el tallado de madera, mientras que otro es todo lo contrario. Esto depende de la personalidad, la naturaleza y el deseo. Y puesto que el Espíritu Santo ilumina la personalidad, Él también determina el llamado de cada hombre al oficio o profesión. Lo mismo se aplica a la vida de las naciones. Los franceses se destacan en el gusto, así como en la realización de arte; mientras que los ingleses parecen creados para el mar, nuestros maestros en todos los mercados del mundo. El Espíritu Santo da incluso la habilidad y el talento artísticos a una nación de una sola vez, y la retira de igual manera. Holanda, hace tres siglos, superó a toda Europa en tejido, en manufactura de porcelana, en imprenta, en pintura y en grabado. Pero, ¡Cuán gran descenso posterior en estas áreas! -aunque ahora el progreso aparece de nuevo. Lo que encontramos en Israel tiene relación con esto. Esta misma sed y capacidad de conocimiento, han causado que el hombre caiga. El primer impulso dado a la habilidad artística fue entre los descendientes de Caín: los Jubales y los Jabales y los Tubal-Caín fueron los primeros artistas. Y aun así, todo este desarrollo, aunque se alimentaba de los tesoros de Dios, se apartó más y más de Él; mientras que Su propio pueblo no lo tenía en absoluto. En los días de Samuel, no se había encontrado ningún herrero en toda la tierra de Canaán. Por lo tanto, el Espíritu que viene sobre Bezaleel y Aholiab, sobre Otoniel y Sansón, sobre Saúl y David, significa algo más que un mero impartir de habilidades y talentos artísticos; particularmente, la restauración de lo que el pecado había corrompido y manchado. Y, por tanto, la iluminación de un Bezaleel vincula la obra del Espíritu Santo a la creación material y a la de la dispensación de la gracia.

Re-Creación IX. Creación y Re-Creación “He aquí yo derramaré mi espíritu sobre vosotros.”—Prov. i. 23. Abordamos la obra especial del Espíritu Santo en la Re-creación. Hemos visto que el Espíritu Santo desempeñó una parte en la creación de todas las cosas, particularmente en la creación del hombre, y muy particularmente al dotarlo de dones y talentos; también, que Su obra creadora afecta al sostenimiento de las “cosas,” del “hombre,” y de los “talentos,” a través de la providencia de Dios; y que en esta doble serie de actividad triple la obra del Espíritu está íntimamente conectada con aquella del Padre y aquella del Hijo, de manera que toda cosa, todo hombre, todo talento, brota del Padre, recibe disposición en su respectiva naturaleza y ser a través del Hijo, y recibe la chispa de la vida por el Espíritu Santo. El viejo himno, “Veni, Creator Spiritus,” y la antigua confesión del Espíritu Santo como el “Vivificans” concuerdan con esto perfectamente. Porque lo último significa aquella Persona en la Trinidad que imparte la chispa de la vida; y lo primero significa, “Viendo que las cosas que han de vivir y que vivirán están listas, ven Espíritu Santo y avívalas.” Siempre está el mismo pensamiento profundo: el Padre permanece fuera de la criatura; el Hijo la toca externamente; por el Espíritu Santo la vida divina la toca directamente a su ser interior. Sin embargo, no se entienda que estamos diciendo que Dios entra en contacto con la criatura sólo en la regeneración de Sus hijos, pues eso sería falso. A los cristianos en Atenas, San Pablo dice “En Él vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser.” Y nuevamente, “Porque de Su descendencia somos” (Hechos xvii. 28). Sin mencionar plantas o animales, no existe en la tierra vida, energía, ley, átomo o elemento sin que el Dios Todopoderoso y Omnipresente avive y soporte esa vida de momento a momento, haga que esa energía trabaje, y haga cumplir esa ley. Supongamos que por un instante Dios dejara de sostener y animar esta vida, estas fuerzas, y esa ley; en ese mismo instante dejarían de ser. La energía que procede de Dios debe, por lo tanto, tocar a la criatura en el centro de su ser, desde donde toda su existencia debe brotar. De ahí que no hay sol, luna, ni estrella, ni material, planta, o animal, y, en mucho mayor sentido, no hay hombre, habilidad, don, o talento si Dios no los toca y los sostiene a todos. Es este acto de entrar en contacto directo con cada criatura, animada o inanimada, orgánica o inorgánica, racional o irracional, que, de acuerdo a la profunda concepción de la Palabra de Dios, no es realizado por el Padre, ni por el Hijo, sino por el Espíritu Santo. Y esto pone la obra del Espíritu Santo en una luz bastante diferente de aquella en la cual por muchos años la Iglesia la ha mirado. La impresión general es que Su obra se refiere a la vida

de gracia solamente, y está confinada a la regeneración y santificación. Esto, de cierta forma, se debe a la bien sabida división del Credo Apostólico por el Catecismo de Heidelberg, pregunta 29, “¿Cómo se dividen estos artículos?” que se responde: “En tres partes—de Dios el Padre y nuestra creación. De Dios el Hijo y nuestra redención, y de Dios el Espíritu Santo y nuestra santificación.” Y esto, también lo ha declarado en su “Thesaurus” Altho Ursinus, uno de los autores de este catecismo: “Todas las tres Personas crean, redimen y santifican. Pero en estas operaciones observan este orden—que el Padre crea de Sí mismo mediante el Hijo; el Hijo crea mediante el Padre; y el Espíritu Santo mediante ambos.” Pero como la profunda percepción del misterio de la adorable Trinidad se perdió gradualmente, y la el énfasis del púlpito sobre ella se tornó tanto escaso como superficial, el error sabeliano naturalmente se volvió a introducir lentamente en la Iglesia, a saber, que habían tres períodos sucesivos en las actividades de las Personas divinas: primero, el del Padre solo, creando el mundo y sosteniendo el orden natural de las cosas. Esto fue seguido por un período de actividad por parte del Hijo, cuando la naturaleza se había desnaturalizado y el hombre caído se había vuelto un tema de redención. Finalmente, vino el del Espíritu Santo regenerando y santificando a los redimidos sobre la base de la obra de Cristo. De acuerdo a esta visión, en la niñez, cuando comer, beber y jugar ocupaba todo nuestro tiempo, teníamos que ver con el Padre. Más adelante, cuando la convicción del pecado se nos presentó, sentimos la necesidad del Hijo. Y no sino hasta que la vida de santidad comenzara en nosotros el Espíritu Santo empezó a fijarse en nosotros. De ahí que mientras el Padre forjaba, el Hijo y el Espíritu Santo estaban inactivos; cuando el Hijo desarrolló Su obra, el Padre y el Espíritu Santo estaban inactivos; y ahora como el Espíritu Santo solo realiza Su trabajo, el Padre y el Hijo están ociosos. Pero como esta visión de Dios es totalmente insostenible, Sabellius, que la desarrolló filosóficamente, llegó a la conclusión que Padre, Hijo, y Espíritu Santo eran después de todo sólo una Persona; la cual primero forjó la creación como Padre; luego, después de transformase en el Hijo, forjó nuestra redención; y ahora, como Espíritu Santo, perfecciona nuestra santificación. Y sin embargo, por inadmisible que sea esta visión, es más reverente y temerosa de Dios que las crudas superficialidades de las actuales opiniones que confinan las operaciones del Espíritu enteramente a los elegidos, comenzando sólo en su regeneración. Cierto, los sermones sobre la creación se referían, al pasar, al movimiento del Espíritu Santo sobre la faz de las aguas, y Su presencia ante Bezaleel y Aholiab es tratada en la clase de catequesis; pero ambos no están conectados, y al auditor nunca se le hace entender qué tuvo que ver el Autor de nuestra regeneración con el movimiento sobre las aguas; fueron meramente hechos aislados. La regeneración fue la obra principal del Espíritu Santo. Nuestros teólogos reformados siempre nos han advertido sobre tales representaciones que son sólo el resultado de hacer del hombre el punto de partida en la contemplación de cosas divinas. Siempre hicieron de Dios mismo el punto de partida, y no estuvieron satisfechos hasta que la obra del Espíritu Santo fuera claramente observada en todas sus etapas, a través de los tiempos, y en el corazón de toda criatura. Sin esto el Espíritu Santo no podría ser Dios, el objeto de su adoración. Sentían que un tratamiento así de superficial llevaría a una negación de Su personalidad, reduciéndolo a una mera fuerza. De ahí que no hemos escatimado ningún dolor, ni omitido detalle alguno, con el objeto, por la gracia de Dios, de exponer ante la Iglesia dos pensamientos distintos, a saber: Primero, La obra del Espíritu Santo no está confinada a los elegidos, y no comienza con su regeneración; pero toca a cada criatura, animada e inanimada, y comienza Sus operaciones sobre los elegidos al momento mismo de su origen. Segundo, La obra correcta del Espíritu Santo en cada criatura consiste en el avivamiento y sostenimiento de la vida con referencia a su ser y talentos, y, en su sentido más elevado, con referencia a la vida eterna, que es su salvación. De esta forma hemos retomado el verdadero punto de vista necesario para considerar la obra del Espíritu Santo en la re-creación. Porque así aparece:

Primero, que esta obra de re-creación no se efectúa sobre el hombre caído independientemente de su creación original; sino que el Espíritu Santo, quien en la regeneración enciende la chispa de la vida eterna, ya ha encendido y sostenido la chispa de la vida natural. Y, nuevamente, que el Espíritu Santo, que imparte al hombre nacido, desde lo alto, dones necesarios para la santificación y para su llamado a la nueva esfera de vida, lo ha dotado en su primera creación con dones y talentos naturales. De aquí sigue la fructífera confesión de la unidad de la vida del hombre antes y después del nuevo nacimiento que corta toda forma de Metodismo[1] desde la raíz, y que caracteriza a la doctrina de las iglesias Reformadas. Segundo, es evidente que la obra del Espíritu Santo mantiene el mismo carácter en la creación y la re-creación. Si reconocemos que Él aviva la vida en aquello que es creado por el Padre y por el Hijo, ¿qué hace Él en la re-creación sino una vez más avivar la vida en aquel que es llamado del Padre y redimido por el Hijo? Nuevamente, si la obra del Espíritu es Dios tocando el ser de la criatura por medio de Él, ¿qué es la re-creación sino el Espíritu entrando en el corazón del hombre, haciéndolo Su templo, reconfortándolo, animándolo y santificándolo? De esta forma siguiendo a la Sagrada Escritura y a los teólogos superiores, alcanzamos una confesión que mantiene la unidad de la obra del Espíritu, y lo hace unir orgánicamente la vida natural y la espiritual, el reino de la naturaleza y aquel de gracia. Por supuesto Su obra en lo último sobrepasa aquella en lo primero: Primero, como es Su trabajo tocar el ser interior de la criatura, mientras más tierno y natural sea el contacto, más gloriosa será la obra. De ahí que aparece más hermoso en el hombre que en el animal; y más brillante en el hombre espiritual que en el natural, dado que el contacto con el primero es más íntimo, la hermandad más dulce, la unión completa. Segundo, dado que la creación está tan lejana detrás de nosotros y que la re-creación nos toca personalmente y diariamente, la Palabra de Dios dirige más atención a lo último, reclamando para ello más prominencia en nuestra confesión. Sin embargo, por diferentes que sean las mediciones de operación y energía, el Espíritu Santo permanece en la creación y la re-creación como el único Trabajador omnipotente de toda vida y avivamiento, y es, por lo tanto, digno de toda alabanza y adoración. X. Orgánica e Individual "¿Dónde está el que puso en medio de él Su Santo Espíritu?"—Isaías lxiii. 11. La siguiente actividad del Espíritu Santo reside en el reino de la gracia. En la naturaleza el Espíritu de Dios aparece creando, en la gracia, re-creando. La llamamos recreación, porque la gracia de Dios no crea algo inherentemente nuevo, sino una nueva vida en una naturaleza vieja y degradada. Pero esto no debe entenderse como que la gracia restauró sólo lo que el pecado había destruido. Porque entonces el hijo de Dios, nacido de nuevo y santificado, debe ser como Adán lo fue en el Paraíso antes de la caída. Muchos lo entienden así, y lo presentan como sigue: En el Paraíso Adán se enfermó; el veneno de la eterna corrupción entró en su alma y penetró en todo su ser. Ahora viene el Espíritu Santo como médico, portando el remedio de la gracia para sanarlo. Vierte el bálsamo en sus heridas, sana sus magulladuras y renueva su juventud; y así el hombre, nacido de nuevo, sanado y renovado, es, de acuerdo a su postura, precisamente lo que era el primer hombre en un estado de rectitud. Una vez más las condiciones del pacto de obras son presentadas a él. Por sus buenas obras nuevamente ha de heredar la vida eterna. Nuevamente puede caer como Adán y ser presa de la muerte eterna. Pero todo este parecer está equivocado. La Gracia no pone al impío en un estado de rectitud, pero lo justifica—dos cosas muy diferentes. Aquel que se mantiene en un estado de rectitud tiene ciertamente una virtuosidad original, pero la puede perder; puede ser juzgado y fracasar tal como fracasó Adán. Debe reivindicar su rectitud. Su consistencia interior debe descubrirse a sí misma. Aquel que es recto hoy, puede no serlo mañana.

Pero cuando Dios justifica a un pecador lo pone en un estado totalmente diferente. La justicia de Cristo se vuelve suya. ¿Y cuál es esta rectitud? ¿Estaba Jesús sólo en un estado de rectitud? De ninguna manera. Su virtud fue puesta a prueba, juzgada, y cernida; incluso fue puesta a prueba por el fuego destructor de la ira de Dios. Y esta virtuosidad convertida de “rectitud original” a “virtuosidad reivindicada” fue imputada a los impíos. Por lo tanto lo impío, al ser justificado por gracia, no tiene nada que ver con el estado de Adán antes de la caída, sino que ocupa el lugar de Jesús después de la resurrección. Posee un bien que no puede perder. No trabaja más por un salario, pero la herencia es suya. Sus obras, su celo, amor y alabanza no fluyen de su propia pobreza, sino de la rebosante plenitud de la vida que fue obtenida para él. Como se expresa a menudo: Para Adán en el Paraíso, estaba primero el trabajo y luego el descanso sabático; pero para los impíos justificados por gracia el descanso sabático viene primero, y luego el trabajo que fluye de las energías de ese sábado. En el comienzo la semana cerraba con el sábado; para nosotros el día de la resurrección de Cristo abre la semana que se alimenta de los poderes de esa resurrección. Por lo tanto, la gran y gloriosa obra de re-creación tiene dos partes: Primero, la eliminación de la corrupción, la curación de la violación, la muerte al pecado, la expiación de la culpa. Segundo, la inversión del primer orden, el cambio de todo el estado, la presentación y el establecimiento de un nuevo orden. Lo último es de suma importancia. Porque muchos enseñan algo distinto. Aunque conceden que un recién nacido hijo de Dios no es precisamente lo que fue Adán antes de la caída, ven la diferencia sólo en la recepción de una naturaleza superior. El estado es el mismo, con diferencias de grado. Esta es la teoría actual. La naturaleza de mayor grado se denomina “divino-humana,” la cual Cristo lleva en Su Persona; la cual, siendo consolidada por Su Pasión y Resurrección, es ahora impartida al alma recién nacida, elevando la naturaleza más baja y degradada a esta vida superior. Esta teoría está en conflicto directo con las Escrituras, que nunca hablan de condiciones similares pero con diferencias de grado y poder, sino de una condición a veces muy inferior en poder y grado que aquella de Adán, pero transferida a un orden totalmente diferente. Por esta razón la Escritura y la Confesión de nuestros padres enfatizan la doctrina de los Pactos; porque la diferencia entre los Pactos de Obras y de Gracia muestra la diferencia entre dos órdenes de cosas espirituales. Aquellos que enseñan que el nuevo nacimiento meramente imparte una naturaleza superior, permanecen bajo el Pacto de Obras. De ellos es el trabajo agotador de subir a la montaña la piedra de Sísifo, aunque sea con la mayor energía de la vida superior. La doctrina de Gracia de Las Escrituras pone fin a esta tarea imposible de Sísifo; transfiere el Pacto de Obras de nuestros hombros a los de Cristo, y abre ante nosotros un nuevo orden en el Pacto de Gracia donde no puede haber más incertidumbre ni temor, ni pérdida ni confiscación de los beneficios de Cristo, sino uno del cual la Sabiduría grita, "¿No clama la sabiduría, y da su voz la inteligencia? En las alturas junto al camino, a las encrucijadas de las veredas se para” (Prov. viii. 1, 2) diciendo que todas las cosas están ahora listas. La obra de re-creación tiene esta peculiaridad, que pone al elegido inmediatamente al final del camino. No son como el viajero que aún está a medio camino de su hogar, sino como uno que ha completado su viaje; el largo, triste y peligroso camino está completamente detrás de él. Por supuesto, no recorrió ese camino; nunca podría haber alcanzado la meta. Su Mediador Árbitro lo viajó por él—y en su lugar. Y por unión mística con su Salvador, es como si hubiera viajado la distancia completa; no como nosotros lo consideramos, sino como Dios lo considera. Esto mostrará por qué la obra del Espíritu Santo aparece más poderosa en la re-creación que en la creación. Porque, ¿de qué camino se habla, sino de aquel que nos guía desde el centro de nuestros corazones degenerados hasta el centro del corazón amante de Dios? Toda piedad apunta a traer al hombre a comunión con Dios; por lo tanto, a hacerlo viajar el camino entre él y Dios. El hombre es el único ser en la tierra para el cual su contacto con Dios significa comunión consciente. Dado que esta comunidad se rompe por la aparición del pecado, al final del camino

el contacto y la comunidad deben ser perfectos, en lo que respecta el estado y los principios del hombre. Si el compañerismo es el término y la gracia de Dios pone a Su hijo ahí de inmediato, por lo menos en lo que concierne su estado, hay una obvia diferencia entre él y el no regenerado; porque el recién mencionado está infinitamente distante de Dios, mientras que el anterior tiene la más dulce comunidad con Él. Dado que es la operación interna del Espíritu Santo la que logra esto, Su mano debe aparecer más poderosa y gloriosa en la re-creación que en la creación. Si pudiéramos ver Su obra en la re-creación como un hecho cumplido, podríamos entenderlo en su totalidad y escapar las dificultades con las que nos encontramos ahora comparando el Antiguo Testamento con el Nuevo sobre este tema. La re-creación nos trae aquello que es eterno, terminado, perfeccionado, completado; mucho más allá de la sucesión de momentos, el curso de los años, y el desarrollo de circunstancias. Aquí yace la dificultad. Esta obra eterna debe ser traída a un mundo temporal, a una raza que está en proceso de desarrollo; de ahí que esa obra debe hacer historia, aumentando como una planta, creciendo, floreciendo, y dando frutos. Y esta historia debe incluir un tiempo de preparación, revelación, y finalmente de llenar la tierra con arroyos de gracia, salvación y bendición. Si no estuviera relacionado con el hombre sino con seres irracionales, no habría dificultad alguna; pero cuando comenzó su curso, el hombre ya estaba en el mundo, y al pasar de las épocas el flujo de la humanidad se expandió. De ahí la pregunta importante: Si es que las generaciones que vivieron durante el largo camino de preparación antes de Cristo, en quienes la obra de re-creación fue finalmente revelada, fueron partícipes de sus bendiciones. La Escritura responde afirmativamente. En las épocas antes de Cristo los elegidos de Dios compartían las bendiciones de la obra de re-creación. Abel y Enoc, Noé y Abraham, Moisés y David, Isaías y Daniel fueron salvados por la misma fe que Pedro, Pablo, Lutero y Calvino. El Pacto de Gracia, aunque hecho con Abraham y por un tiempo conectado con la vida nacional de Israel, ya existía en el Paraíso. Los teólogos de las iglesias reformadas han develado claramente la verdad de que los elegidos de Dios de ambas dispensaciones entraron por la misma puerta de rectitud y caminaron la misma vía de salvación que aún caminan al banquete del Cordero. ¿Pero cómo pudo Abraham, viviendo tantos años antes de Cristo, siendo el único a través de quien la gracia y la verdad han sido reveladas, tener su fe contada a su favor como justicia de manera que vio el día de Jesús y se gozó en él? Esta dificultad ha confundido a muchas mentes en relación a las Antiguas y Nuevas Dispensaciones, y hace que muchos pregunten vanamente: ¿Cómo pudo haber una operación de salvación del Espíritu Santo en el Antiguo Testamento si fue vertido sólo en Pentecostés? La respuesta se encuentra en la casi inescrutable obra del Espíritu Santo, donde, por un lado, Él trajo a la historia de nuestra raza esa eterna salvación ya terminada y completa que debe recorrer períodos de preparación, revelación, y frutos; y donde, por otro lado, durante el período preparatorio, esta misma preparación fue hecha, mediante gracia maravillosa, el medio para salvar almas aun antes de la Encarnación del Verbo. XI. La Iglesia Antes y Después de Cristo "Y todos éstos, aunque recibieron buen testimonio por la fe, no recibieron el cumplimiento de la promesa."—Hebreos xi. 39. La claridad requiere distinguir dos operaciones del Espíritu Santo en la obra de re-creación antes del Adviento, a saber, (1) la preparación de la redención para toda la Iglesia, y (2) la regeneración y santificación de los santos que entonces vivían. Si no hubieran habido elegidos antes de Cristo, de manera que Él no tuviera Iglesia sino hasta Pentecostés; y si, como Balaam y Saúl, los portadores de la revelación del Antiguo Testamento no hubieran tenido interés personal en el Mesías, entonces sería evidente por sí mismo que, antes del Adviento, el Espíritu Santo pudo haber tenido sólo una obra de re-creación, a saber, la preparación de la salvación que vendría. Pero como Dios tenía una iglesia desde el principio del mundo, y casi todos los portadores de la revelación eran partícipes de Su salvación, la obra

re-creativa del Espíritu debe consistir de dos partes: primero, de la preparación y redención de toda la Iglesia; y, segundo, de la santificación y consuelo de los santos del Antiguo Testamento. Sin embargo, estas dos operaciones no son independientes, como dos cursos de agua separados, sino como gotas de lluvia cayendo sobre el mismo río de revelación. Ni siquiera son como dos ríos de distintos colores que se juntan en el mismo lecho de un río; porque la primera no contenía nada para la Iglesia del futuro que no tuviera también significado para los santos del Antiguo Pacto; ni la segunda recibió revelación o mandamiento alguno que no tuviera significado también para la Iglesia del Nuevo Pacto. El Espíritu Santo entretejió y entrelazó de tal manera esta obra bipartita que lo que fue la preparación de la redención para nosotros, fue al mismo tiempo revelación y ejercicio de fe para los santos del Antiguo Testamento; mientras que, por el otro lado, Él usó sus vidas, conflictos, sufrimientos y esperanzas personales como el lienzo sobre el cual bordó la revelación y redención para nosotros. Esto no significa que la revelación de antaño no contuviera un gran porcentaje que tenía un sentido y propósito diferente para ellos del que tiene para nosotros. Antes de Cristo, el servicio completo de tipos y sombras tenía significado que perdió inmediatamente después del Adviento. Continuarlo después del Adviento sería equivalente a una negación y repudio a Su venida. La sombra de uno va por delante; cuando sale a la luz la sombra desaparece. Por lo tanto, el Espíritu Santo desarrolló una obra especial para los santos de Dios al darles un servicio temporal de tipos y sombras. Que este servicio haya eclipsado toda su vida hace que su impresión sea tanto más fuerte. Esta sombra estuvo sobre toda la historia de Israel; estuvo esbozado en todos sus hombres desde Abraham hasta Juan el Bautista; cayó sobre los sistemas judiciales y políticos, y más pesadamente sobre la vida social y doméstica; y en las imágenes más puras se extendió sobre el servicio de culto. De ahí los pasajes del Antiguo Testamento que se refieren a este servicio no tienen el significado para nosotros que tuvieron para ellos. Cada característica de él tenía fuerza vinculante para ellos. Por el contrario, no circuncidamos a nuestros varones, pero bautizamos a nuestros niños; no comemos durante la Pascua, ni observamos la Fiesta de Tabernáculos, ni sacrificamos la sangre de toros o vaquillas, como cualquier lector discriminador del Antiguo Testamento entiende. Y aquellos que en la Dispensación del Nuevo Testamento buscan reintroducir el diezmo, o restablecer el reino y el sistema judicial de los días del Antiguo Testamento, se embarcan, de acuerdo a experiencias anteriores, en una tarea sin esperanzas: sus esfuerzos muestran poco éxito, y toda su actitud demuestra que no gozan de la totalidad de la libertad de los hijos de Dios. En realidad todos los cristianos están de acuerdo con esto, reconociendo que la relación que sostenemos hacia la ley de Moisés es del todo diferente a aquella del antiguo Israel. El Decálogo por sí solo es ocasionalmente fuente de discrepancia, especialmente el Cuarto Mandamiento. Aún hay cristianos que no admiten ninguna diferencia entre aquello que tiene un carácter pasajero, ceremonial, y aquello que es perpetuamente ético, y que buscan sustituir el último día de la semana por el día del Señor. Sin embargo, dejando a un lado estas serias diferencias, repetimos que el Espíritu Santo tuvo una obra especial en los días antes de Cristo, que estaba dirigido a los santos de esos días, pero que para nosotros ha perdido su significado anterior. No significa, sin embargo, que podamos descartar esta obra del Espíritu Santo, y que los libros que contienen estas cosas puedan dejarse de lado. Esta visión ha logrado vigencia— especialmente en Alemania, donde el Antiguo Testamento se lee incluso menos que los libros del Apócrifo, con la excepción de los Salmos y algunos pericopios seleccionados. Por el contrario, este servicio de sombras tiene aun en los más mínimos detalles un significado especial para la Iglesia del Nuevo Testamento; sólo que el significado es diferente. Este servicio en la historia del Antiguo Pacto atestigua para nosotros las maravillosas obras de Dios, mediante las cuales de Su infinita misericordia nos ha salvado del poder de la muerte y del infierno. En las personalidades del Antiguo Pacto revela el maravilloso trabajo de Dios al implantar y preservar la fe a pesar de la depravación humana y la oposición satánica. El servicio de ceremonias en el santuario nos muestra la imagen de Cristo y de Su gloriosa redención en los más mínimos detalles. Y finalmente, el servicio de sombras en la vida política, social y doméstica de Israel nos revela esos principios divinos, eternos e inmutables que,

liberados de sus formas transitorias y temporales, deberían gobernar la vida política y social de todas las naciones cristianas por todos los tiempos. Y sin embargo, esto no agota el significado que siempre tuvo este servicio, y que aún tiene, para la Iglesia Cristiana. No sólo nos revela los lineamientos de la casa espiritual de Dios; pues, de hecho, operó en nuestra salvación: Primero, preparó y preservó en medio de la idolatría pagana a gente que, siendo portadores de los oráculos divinos, preparara al Cristo en Su venida un lugar para la planta de Su pie y base de operaciones.[2] No podría haber llegado a Atenas o Roma ni a China o India. Nadie allí lo habría entendido, o hubiera suministrado instrumento o material para construir la Iglesia del Nuevo Pacto. La salvación que fue lanzada como un fruto maduro en la falda de la Iglesia Cristiana había crecido en un árbol profundamente enraizado en este servicio de sombras. De ahí que la historia de ese período es parte de la nuestra, como la vida de nuestra niñez y nuestra juventud permanece nuestra, a pesar de que como hombres hemos dejado de lado las niñerías. Segundo, el conocimiento de este servicio e historia, siendo partes de la Palabra de Dios, fueron fundamentales en el traslado de los hijos de Dios desde la oscuridad de la naturaleza a Su luz maravillosa. Sin embargo, como el Espíritu Santo desarrolló obras especiales para los santos de esos días que tienen un significado diferente pero no menos importante para nosotros, también realizó obras en esos días que estaban dirigidas más directamente a la Iglesia del Nuevo Testamento, las cuales también tenían un significado diferente pero no menos importante para los santos del Antiguo Pacto. Esto fue obra de la Profecía. Como declara Cristo, el propósito de la profecía es predecir cosas futuras de manera que, una vez ocurridos los eventos predichos, la Iglesia pueda creer y confesar que fue obra del Señor. El Antiguo Testamento a menudo plantea esto, y el Señor Jesús lo declaró a Sus discípulos, diciendo: “Ahora os lo he dicho antes que suceda, para que cuando suceda, creáis” (Juan xiv. 29). Y nuevamente: “Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para que cuando suceda, creáis que Yo Soy” (Juan xiii. 19). Y aun más claramente: “Pero estas cosas os he dicho, que cuando llegue el momento, podáis recordar que Yo les hablé de ellas.” Estas afirmaciones, comparadas con las palabras de Isa. xli. 23, xlii. 9, y xliii. 19, no dejan dudas respecto al objetivo de la profecía. No significa que esto agote el tema de la profecía, o que no tiene otros objetivos; pero su fin principal y final se alcanza sólo cuando, sobre la base de su realización, la Iglesia le cree a su Dios y Salvador y lo magnifica en Sus poderosos actos. Pero mientras que su centro de gravedad es la realización, en la iglesia del Nuevo Testamento, estaba igualmente dirigida a los santos contemporáneos. Porque, aparte de las actividades proféticas que se referían exclusivamente al pueblo de Israel que vivía en ese tiempo, y las profecías cumplidas en la vida nacional de Israel, las profecías que valientemente esbozaban a Cristo dieron preciosos frutos para los santos del Antiguo Testamento. Conectado con teofanías, produjo en sus mentes una forma tan fija y tangible del Mesías que la hermandad con Él, que por sí sola es esencial para la salvación, fue hecha posible para ellos por anticipación, tal como a nosotros por memoria. No sólo se hizo posible esta hermandad al final de la Dispensación, en Isaías y Zacarías; Cristo atestigua que Abraham deseaba ver Su día, lo vio, y se gozó. Notas

1. ↑ Para el sentido en que el autor toma el metodismo, vea la sección 5 en el Prefacio. 2. ↑ En holandés, “centro de vida.”

La Sagrada Escritura Del Antiguo Testamento XII. La Sagrada Escritura “Toda la Escritura es inspirada por Dios y es útil para la enseñanza, para la reprensión, para la corrección, para la instrucción en justicia; a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente capacitado para toda buena obra.”—2 Tim iii. 16, 17. Entre las divinas obras de arte producidas por el Espíritu Santo, la Sagrada Escritura es la primera. Puede parecer increíble que las páginas impresas de un libro puedan sobrepasar Su trabajo espiritual en los corazones humanos; sin embargo, asignamos a la Sagrada Escritura el lugar más conspicuo sin vacilación. Los objetantes nunca pueden haber considerado lo que este Libro sagrado es, o lo que es cualquier otro libro, escrito, o lenguaje es, o lo que significa poner un mundo de reflexión en una colección de Sagrada Escritura. Negamos que un libro, especialmente uno como la Sagrada Escritura, se oponga a un mundo de divino pensamiento, a la corriente de la vida, y experiencia espiritual. Un libro no es meramente papel impreso con tinta, sino como un retrato —una colección de líneas y rasgos donde vemos la semejanza de una persona. Si nos ponemos de pie cerca, no vemos a la persona, sino manchas y líneas de pintura; pero a la distancia apropiada éstas desaparecen y vemos la semejanza de una persona. Aun ahora no nos habla, porque es la cara de un extraño; podremos juzgar el carácter del hombre, sin embargo, no nos interesa. Pero dejemos que su hijo mire, e instantáneamente la imagen que no nos provocó nada a nosotros lo atrae a él con calidez y vida, las cuales eran invisibles para nosotros porque nuestros corazones carecían de lo esencial. Lo que atrae al niño no está en el cuadro, sino en su memoria e imaginación; la cooperación de los rasgos en el retrato y la imagen del padre en su corazón hacen que la semejanza hable. Esta comparación expicará el misterioso efecto de la Escritura. Guido de Brès habló de ello en sus debates con los Bautistas: “Aquello que llamamos Sagrada Escritura no es papel con impresiones negras, sino aquello que se dirige a nuestros espíritus mediante esas impresiones.” Esas letras son muestras de reconocimiento; esas palabras son sólo clicks de la tecla del telégrafo señalando pensamientos a nuestros espíritus por las líneas de nuestros nervios visuales y auditivos. Y los pensamientos señalados así no están aislados ni son incoherentes, sino que son parte de un completo sistema que es directamente antagónico a los pensamientos del hombre, y aun así entran en su esfera. Leer la Escritura trae a nuestra mente la esfera de pensamientos divinos en tanto los necesitemos como pecadores, para glorificar a Dios, amar a nuestro prójimo, y salvar el alma. Esto no es una mera colección de bellas y brillantes ideas, sino el reflejo de la vida divina. En Dios la vida y el pensamiento están unidos: no puede haber vida sin pensamiento, ningún pensamiento puede no ser el producto de la vida. No es así con nosotros. La falsedad entró en nosotros, es decir, podemos cortar el pensamiento de la vida. O más bien, siempre están cortados, a no ser que voluntariamente hayamos establecido la unidad previa. De ahí nuestras frías abstracciones; nuestro hablar sin hacer; nuestras palabras sin poder; nuestros

pensamientos sin trabajar; nuestros libro que, como plantas cortadas de sus raíces, se marchitan antes de florecer, mucho menos dan fruto. La diferencia entre la vida divina y la humana le da a la Escritura su singularidad e imposibilita el antagonismo entre su letra y su espíritu, tal como podría sugerir una falsa exégesis de 2 Cor. iii. 6. Si la Palabra de Dios estuviera dominada por la falsedad que se ha deslizado en nuestros corazones, y en medio de nuestra miseria continúa poniendo palabra y vida en oposición así como en separación, entonces nos refugiaríamos en el punto de vista de nuestros hermanos disidentes, con su exaltación de la vida por encima de la Palabra. Pero no necesitamos hacerlo, porque la oposición y la separación no están en la Escritura. Por esta razón es la Sagrada Escritura; porque no se perdió en el quiebre de pensamiento y vida, y es, por lo tanto, claramente diferente de escritos donde hay un abismo entre las palabras y la realidad de la vida. Lo que carecen otros escritos está en este Libro: perfecta concordancia entre la vida reflejada en el pensamiento divino y los pensamientos que la Palabra engendra en nuestras mentes. La Sagrada Escritura es como un diamante: en la oscuridad es como un pedazo de vidrio, pero tan pronto como la luz la golpea, el agua comienza a centellear, y el centelleo de la vida nos da la bienvenida. Así es que la Palabra de Dios apartada de la vida divina no tiene valor, no digna siquiera del nombre Sagrada Escritura. Existe sólo en conexión con su vida divina, desde donde imparte pensamientos que dan vida a nuestras mentes. Es como la fragancia de un parterre que nos refresca sólo cuando las flores y nuestro sentido del olfato se corresponden. Por lo tanto, la ilustración del niño y el retrato de su padre es exacta. Aunque la Biblia siempre destella pensamientos nacidos de la vida divina, los efectos no son los mismos en todos. Como un todo, es un retrato de Él que es la luminosidad de la gloria de Dios y la imagen expresa de Su Persona, apuntando ya sea a mostrarnos Su semejanza o a servir como su fondo. Nótese la diferencia cuando un hijo de Dios o un extraño se enfrentan a esa imagen. No significa que no tiene nada que decir a los no regenerados—este es un error del Metodismo que debería ser corregido.[1] Se dirige a todos los hombres como la Palabra del Rey, y todos deben recibir su sello a su manera. Pero mientras que el extraño ve sólo una cara extraña, que lo fastidia, contradice su mundo, y de esa forma lo repele, el hijo de Dios lo entiende y lo reconoce. Está en la más sagrada simpatía con la vida del mundo desde donde esa imagen lo saluda. De esta forma leyendo lo que el extraño no pudo leer, siente que Dios le habla, susurrando paz a su alma. No se trata de que la Escritura sea sólo un sistema de señales para transmitir pensamiento al alma; más bien, es el instrumento de Dios para despertar y aumentar la vida espiritual, no como por magia, dando una suerte de atestación de lo genuino de nuestra experiencia—una visión fanática siempre opuesta y rechazada por la Iglesia—pero por el Espíritu Santo a través del uso de la Palabra de Dios. Él nos regenera por la Palabra. El modo de esta operación será discutido más adelante; aquí basta decir que las operaciones de la Palabra y del Espíritu Santo nunca se oponen entre sí, pero, como declara enfáticamente San Pablo, que la Santa Escritura es preparada por el Espíritu de Dios y entregada a la Iglesia como un instrumento para perfeccionar la obra de Dios en el hombre; como él lo expresa. “Que el hombre de Dios pueda ser perfecto,” (2 Tim. iii. 17) es decir, un hombre anteriormente del mundo, hecho un hombre de Dios por acto divino, para ser perfeccionado por el Espíritu Santo; de manera que ya es perfecto en Cristo a través de la Palabra. Para este fin, como declara San Pablo, la Escritura fue inspirada por Dios. Por lo tanto, esta obra de arte fue preparada por el Espíritu Santo para guiar al hombre nacido de nuevo a este elevado ideal. Y para enfatizar el pensamiento agrega: “Que pueda ser completamente dotado para toda la buena obra” (2 Tim. iii. 17). Por lo tanto, la Escritura sirve este doble propósito: Primero, como instrumento del Espíritu Santo en Su obra sobre el corazón del hombre. Segundo, para preparar al hombre perfectamente y equiparlo para cada buena obra.

Consecuentemente el funcionamiento de la Escritura abarca no sólo el avivamiento de la fe, sino también el ejercicio de la fe. Por lo tanto, en vez de ser una letra muerta, no espiritual, mecánicamente opuesta a la vida espiritual, es la fuente de agua viva, que, al ser abierta, fluye hacia la vida eterna. De ahí que la preparación y preservación de la Escritura por parte del Espíritu no esté subordinada, sino que es prominente en referencia a la vida de toda la Iglesia. O para que sea más claro: si la profecía, por ejemplo, apunta primero a beneficiar a las generaciones contemporáneas, y en segundo lugar a ser parte de la Sagrada Escritura que habrá de reconfortar a la Iglesia de todos los tiempos, lo segundo es de infinitamente mayor importancia. De ahí que el principal objetivo de la profecía no era beneficiar a la gente viviendo en ese tiempo, y a través de la Escritura de dar frutos para nosotros sólo indirectamente, sino a través de la Escritura dar fruto para la Iglesia de todos los tiempos, e indirectamente beneficiar la Iglesia de antaño. XIII. La Escritura una Necesidad “Pues lo que fue escrito anteriormente fue escrito para nuestra enseñanza, a fin de que por la perseverancia y la Exhortación de las Escrituras tengamos esperanza.”—Rom. xv. 4. Que la Biblia es el producto del Artista Jefe, el Espíritu Santo; que Él lo obsequió a la Iglesia y que en la Iglesia lo usa como Su instrumento, no puede ser sobre-enfatizado. No es como si Él hubiera vivido en la Iglesia de todos los tiempos, y entregado en la Escritura un registro de esa vida, su origen e historia, de manera que la vida fuese la real sustancia y la Escritura el accidente; más bien, la Escritura fue el fin de todo lo que precedió y el instrumento de todo lo que vino después. En el amanecer del Día de días, el Volumen Sagrado indudablemente desaparecerá. Dado que la Nueva Jerusalén no necesitará sol, luna, o templo, porque el Señor Dios será su luz, no habrá necesidad de Escritura, porque la revelación de Dios llegará a Sus elegidos directamente a través de la Palabra desvelada. Pero en tanto la Iglesia esté en la tierra, la comunión cara a cara esté suspendida, y nuestros corazones sean accesibles sólo por las avenidas de esta imperfecta existencia, la Escritura ha de permanecer un instrumento indispensable mediante el cual el Dios Trino prepara las almas de los hombres para la gloria superior. La causa de esto yace en nuestra personalidad. Pensamos, estamos conscientes de nosotros mismos, y el triple mundo alrededor y arriba y adentro de nosotros se refleja en nuestros pensamientos. El hombre de consciencia confundida o no formada, o uno insano, no puede actuar como hombre. Cierto, hay profundidades en nuestros corazones que el plomo de nuestro pensar no ha sondeado; pero la influencia que ha de afectarnos profundamente, con efecto duradero sobre nuestra personalidad, debe ser forjada a través de nuestra consciencia de nosotros mismos. La historia del pecado lo demuestra. ¿Cómo entró el pecado al mundo? ¿Fue Satanás quien infundió su veneno en el alma del hombre mientras dormía? De ninguna manera. Mientras Eva era totalmente ella misma, Satanás comenzó a discutir el tema con ella. Trabajó en su consciencia con palabras y representaciones, y ella, permitiendo esto, bebió el veneno, cayó, y arrastró a su marido con ella. ¿No había Dios predicho esto? La caída del hombre no iba a conocerse por sus emociones reconocidas o no reconocidas, sino por el árbol del conocimiento del bien y el mal. El conocimiento que causó su caída no fue meramente abstracto, intelectual, sino vital. Por supuesto, la causa operativa fue externa, pero labró sobre su consciencia y tomó la forma de conocimiento. Y tal como su caída, también debe ser su restauración. La redención debe venir desde afuera, debe actuar sobre nuestra consciencia, y debe llevar la forma de conocimiento. Para afectarnos y ganarnos en nuestra personalidad debemos ser tocados en todos los lugares donde el pecado por primera vez nos hirió, a saber, en nuestra orgullosa y altanera consciencia de nosotros mismos. Y como nuestra consciencia se refleja en un mundo de pensamientos— pensamientos expresados en palabras tan íntimamente conectadas como para formar, por decirlo así, sólo una palabra—por lo tanto, era de suma necesidad que un nuevo, divino mundo

de pensamiento hablara a nuestras consciencias en una Palabra, es decir, en una Escritura. Y esta es la misión de la Sagrada Escritura. Nuestro mundo de pensamientos está lleno de falsedad, como también lo está el mundo externo. Pero un mundo de pensamientos es absolutamente cierto, y ese es el mundo de los pensamientos de Dios. A este mundo debemos ser traídos, y él a nosotros con la vida que le pertenece, como el brillo a la luz. Por lo tanto la redención depende de la fe. Creer es reconocer que todo el mundo de pensamientos dentro y alrededor de nosotros es falso, y que sólo el mundo de pensamientos de Dios es verdadero y duradero, y como tal aceptarlo y confesarlo. Todavía es el Árbol del conocimiento. Pero el fruto tomado y disfrutado crece en la planta interior de anonadamiento y negación de nosotros mismos, mediante lo cual renunciamos a todo nuestro mundo de pensamiento, sin seguir juzgando entre el bien y el mal, sino fielmente repitiendo lo que Dios enseña, como niños pequeños en Su escuela. Pero esto no nos serviría si los pensamientos de Dios vinieran en palabras ininteligibles, que habría sido el caso si el Espíritu Santo hubiera usado meras palabras. Sabemos lo imposible que es tratar de describir los gozos celestiales. Todos los esfuerzos hasta el momento han fracasado. Esa dicha sobrepasa nuestra imaginación. Y la revelación en la Escritura relacionada a ella está escondida en imágenes terrenales—como el Paraíso, una Jerusalén, o una fiesta de bodas—que, por hermosos que sean, no dejan claras impresiones. Sabemos que el cielo debe ser hermoso y fascinante, pero una concepción concreta de él está fuera de alcance. Tampoco podemos tener ideas claras de la relación del glorificado Hijo del hombre y la Trinidad; del hecho que está sentado a la diestra de Dios; de la vida de los redimidos, y su condición, cuando, pasando de las cámaras de la muerte, entran al palacio del gran Rey. Por lo tanto, si el Espíritu Santo hubiera presentado la palabra de pensamientos divinos, concernientes a nuestra salvación por escrito, directamente desde el cielo, una clara concepción del tema habría sido imposible. Nuestra concepción habría sido vaga y figurativa como aquella respecto al cielo. Por lo tanto, estos pensamientos no fueron escritos directamente, sino traducidos a la vida de este mundo, que les dio forma y aspecto; y de esta forma llegaron a nosotros en lenguaje humano, en las páginas de un libro. Sin esto no podría siquiera haber un lenguaje para encarnar tan sagradas y gloriosas realidades. San Pablo tenía visiones, es decir, fue liberado de las limitaciones de la consciencia y habilitado para contemplar cosas celestiales; pero habiendo retornado a sus limitaciones, no pudo hablar de lo que había visto, como dijo él: “Son indecibles.” Y para que las cosas de la salvación, igualmente indecibles, puedan tornarse expresables en palabras humanas, complació a Dios, traer a este mundo, la vida que las originó; para acostumbrar a nuestra consciencia humana a ellas, de ello sacar palabra para ellas y así exhibirlas a todos los hombres. Los pensamientos de Dios son inseparables de Su vida; por consiguiente, Su vida debe entrar al mundo antes que Sus pensamientos, al menos al comienzo; luego, los pensamientos se volvieron el vehículo de la vida. Esto aparece en la creación de Adán. El primer hombre es creado; después de él los hombres nacen. Al comienzo, la vida humana apareció, inmediatamente, de plena estatura; de esa vida introducida, nueva vida nacerá. Primero, la nueva vida se originó formando a Eva de una costilla de Adán; luego, por la unión del hombre y la mujer. También aquí. Al comienzo Dios introdujo la vida espiritual al mundo, completa, perfecta, por medio de un milagro; y después de manera diferente, ya que el pensamiento introducido como vida a este mundo es representado para nuestra visión. De ahí en adelante el Espíritu Santo usará el producto de esta vida para despertar nueva vida. Así es que la redención no puede comenzar con el obsequio de la Sagrada Escritura a la Iglesia del Antiguo Pacto. Tal Escritura no pudo ser producida hasta que su contenido fuese forjado en la vida, y la redención sea objetivamente lograda. Pero ambas no deben ser separadas. La redención no fue primero completada y luego registrada en la Escritura. Tal concepción sería mecánica y no espiritual, directamente contradicha por la naturaleza de la Escritura, la cual está viva y da vida. La Escritura se produjo espontáneamente y gradualmente por la redención y desde ella. La promesa en el Paraíso ya

lo anunciaba. Porque aunque la redención precede a la Escritura, en la regeneración del primer hombre la Palabra no estaba ociosa; el Espíritu Santo comenzó hablando al hombre, actuando sobre su consciencia. Aun en el Paraíso, y posteriormente cuando la corriente de la revelación procede, una Palabra divina siempre precede la vida y es el instrumento de la vida, y un pensamiento divino introduce el trabajo redentor. Y cuando la redención se completa en Cristo, Él aparece primero como Orador y luego como Obrero. El Verbo que fue desde el principio se revela a Sí mismo a Israel como el Sello de la Profecía, diciendo: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros” (Lucas iv. 21). Por consiguiente, la obra del Espíritu Santo nunca es puramente mágica o mecánica. Aun en el período preparatorio Él siempre actuó a través del Verbo en la traslación de un alma desde la muerte hacia la vida. No obstante, entre entonces y ahora, hay una clara diferencia: Primero, en ese entonces, el Verbo vino al alma directamente por inspiración o por la palabra de un profeta. Ahora, ambos han cesado, y en su lugar viene el Verbo sellado en la Sagrada Escritura, interpretada por el Espíritu Santo en las prédicas en la Iglesia. Segundo, en ese entonces, la introducción de la vida estaba confinada a Israel, se expresaba en palabras y originaba relaciones que separaban estrictamente a los sirvientes del único verdadero Dios de la vida del mundo. Ahora, esta dispensación extraordinaria, preparatoria, está cerrada; el Israel de Dios ya no constituye la descendencia natural de Abraham, sino la espiritual; la corriente de la Iglesia fluye por todas las naciones y pueblos; ya no se encuentra en las afueras de la vida y desarrollo del mundo sino, más bien, los gobierna. Tercero, aunque en la antigua Dispensación la redención ya existía parcialmente en la Escritura, y el Salmista muestra en todas partes su devoción a ella, la Escritura sólo tenía un pequeño alcance, y necesitaba constantes suplementos vía revelaciones y profecías directas. Pero ahora, la Escritura revela el completo consejo de Dios, y nada se le puede agregar. ¡Ay del que se atreva a agregarle o quitarle al Libro de Vida que revela el mundo del divino pensamiento! No obstante, permanece el hecho de que el Espíritu Santo resolvió el problema de traer al hombre perdido en el pecado el mundo de divinos pensamientos, mediante lenguaje humano entendible a todas las naciones y a todos los tiempos, de manera de usarlos como el instrumento para el avivamiento del hombre. Esto no altera el caso de que la Sagrada Escritura muestre tantas costuras y lugares disparejos, y sea ve diferente a lo que deberíamos esperar. La principal virtud de esta obra maestra fue envolver los pensamientos de Dios en nuestra vida pecaminosa para que, desde nuestro lenguaje, pudieran formar un discurso con el cual proclamar a través de los tiempos, a todas las naciones, las poderosas palabras de Dios. Esta obra maestra está terminada y yace ante nosotros en la Sagrada Escritura. Y en vez de perderse en criticar estos defectos aparentes, la Iglesia de todos los tiempos la ha recibido con adoración y acción de gracias; la ha preservado, degustado, disfrutado, y siempre creído encontrar la vida eterna en ella. Esto no significa que esté prohibido el examen crítico e histórico. Tal emprendimiento para la gloria de Dios es altamente encomiable. Pero tal como la búsqueda de la génesis de la vida humana por parte del fisiólogo se torna pecaminosa e inmodesta o peligrosa para la vida nonata, así también toda crítica a la Sagrada Escritura se vuelve pecaminosa y culpable si es irreverente o busca destruir la vida del Verbo de Dios en la consciencia de la Iglesia. XIV. La Revelación a la cual la Escritura del Antiguo Testamento Debe Su Existencia “Oh Jehová. . . más fuerte fuiste que yo, y me venciste.”—Jer. xx. 7. La comprensión de la obra del Espíritu Santo en la Escritura requiere que distingamos la preparación, y la formación que fue el resultado de la preparación. Discutiremos estas dos cosas separadamente. El Espíritu Santo se preparó para la Escritura por las operaciones que, desde el Paraíso hasta Patmos, sobrenaturalmente, aprehendieron la vida pecaminosa de este mundo, y de esta forma levantó a hombres creyentes que formaron la Iglesia en desarrollo.

Esto parece muy necio si consideramos a la Escritura un mero libro de papel, un objeto inerte, si escuchamos hablar a Dios desde allí directo al alma. Cortada de la vida divina, la Escritura es infructuosa, una letra que mata. Pero cuando nos damos cuenta que irradia el amor y misericordia de Dios en una forma tal que transforma nuestra vida y se dirige a nuestra consciencia, vemos que la revelación sobrenatural de la vida de Dios debe preceder a la radiación. La revelación de las tiernas misericordias de Dios debe preceder a su centelleo en la consciencia humana. Primero, la revelación del misterio de Santidad; luego, su radiación en la Sagrada Escritura, y de ahí al corazón de la Iglesia de Dios, es la forma natural y ordenada. Para este propósito, el Espíritu Santo primero eligió individuos, luego unas pocas familias, y finalmente una nación entera, para ser la esfera de Sus actividades; y en cada etapa Él empezaba Su obra con el Verbo, siempre con la Palabra de Salvación seguida por los Hechos de Salvación.

Comenzó Su obra en el Paraíso. Después de la caída, la muerte y la condenación reinaron sobre la primera pareja, y en ella sepultaron la raza. Si el Espíritu los hubiera dejado solos, con el germen de la muerte siempre desarrollándose en ellos, ninguna estrella de esperanza hubiera surgido para la raza humana. Por lo tanto, el Espíritu Santo introduce Su obra al comienzo del desarrollo de la raza. El primer germen del misterio de la Santidad ya estaba implantado en Adán, y la primera palabra madre, de la cual nacería la Sagrada Escritura, fue suspirada a su oído. La palabra fue seguida por el acto. La palabra de Dios no retorna vacía; no es un sonido, sino un poder. Es una reja de arado labrando el alma. Detrás de la palabra está el poder impulsor del Espíritu Santo, y así se vuelve efectivo, y cambia completamente las condiciones. Lo vemos en Adán y Eva; especialmente en Enoc; y “Por fe Abel alcanzó testimonio de que era justo.” Después de estas operaciones en individuos comienza el trabajo del Espíritu en familias, en parte en Noé, mayormente en Abraham. El juicio del diluvio había cambiado completamente las relaciones anteriores, había causado el surgimiento de una nueva generación, y quizás había cambiado las relaciones físicas entre la tierra y su atmósfera. Y entonces, por primera vez, el Espíritu Santo comienza a trabajar en la familia. Nuestro ritual de Bautismo apunta enfáticamente a Noé y sus ocho, que a menudo ha sido una piedra de tropiezo a una no-espiritualidad irreflexiva. Y sin embargo lo hace innecesariamente, porque al apuntar hacia Noé nuestros padres quisieron indicar, en esa plegaria sacramental, que no es el bautismo de individuos, sino del pueblo de Dios, es decir, de la Iglesia y su semilla. Y dado que la salvación de familias emerge primero en la historia de Noé y su familia después del diluvio, era perfectamente correcto apuntar a la salvación de Noé y su familia como la primera revelación de Dios respecto a la salvación para nosotros y nuestra semilla. Pero el trabajo del Espíritu Santo en la familia de Noé es sólo preliminar. Noé y sus hijos aún pertenecen al viejo mundo. Formaron una transición. Después de Noé la línea sagrada desaparece, y desde Sem a Taré el trabajo del Espíritu Santo permanece invisible. Pero con Taré aparece en la más clara luz; porque ahora Abraham sale, no con sus hijos, sino solo. El hijo prometido aún descansaba en la mano de Dios. Y no lo pudo engendrar excepto por la fe; de manera que Dios pudiera auténticamente decir, “Soy el Dios Todopoderoso,” es decir, un Dios “que levanta los muertos y llama a las cosas como son no como si fueran.” Por consiguiente, la familia de Abraham, en un sentido literal, es casi el producto del trabajo del Espíritu Santo en lo referente a que no hay nada en su vida sin fe. El producto del arte en la historia de Abraham no es la imagen de un pío pastor-rey o patriarca virtuoso, sino el maravilloso trabajo del Espíritu Santo operando en un anciano—que repetidamente “da coces contra los aguijones,” que produce de su propio corazón sólo incredulidad—construyendo en él una fe constante e inamovible, llevando esa fe en conexión directa con su vida familiar. Abraham es llamado “el Padre de los Fieles,” no en un sentido superficial de una conexión espiritual entre nuestra fe y la historia de Abraham, sino porque la fe de Abraham estaba entrelazada con el hecho del nacimiento de Isaac, a quien obtuvo por fe, y de quien le fue dada una simiente como las estrellas en el cielo y como la arena de la costa. Desde el individuo la

obra del Espíritu Santo pasa a la familia, y de ahí a la nación. De esa forma Israel recibió su ser. Fue Israel, es decir, no una de las naciones, sino un pueblo recién creado, agregado a las naciones, recibidos entre ellas, perpetuamente diferentes de todas las otras naciones en origen y significado. Y este pueblo es también nacido de la fe. Con este fin Dios lo arroja a la muerte: en Moriah; en la huída de Jacobo; en las angustias de José, y en los temores de Moisés; junto a los fieros hornos de Pitón y Ramsés; cuando los lactantes de los hebreos flotaron en el Nilo. Y de esta muerte es la fe que salva y libera una y otra vez, y por lo tanto, el Espíritu Santo que continúa Su gloriosa obra en la generación y regeneración de este pueblo venidero. Después que nace este pueblo es nuevamente arrojado a la muerte: primero, en el desierto; luego, durante el tiempo de los jueces; finalmente, en el Exilio. Sin embargo, no puede morir, porque lleva en su vientre la esperanza de la promesa. No importa cuán mutilado, plagado, y diezmado, se multiplica una y otra vez; porque la promesa del Señor no falla, y a pesar de vergonzosos retrocesos y apostasía, Israel manifiesta la gloria de un pueblo nacido, que vive y muere por fe. Por lo tanto, la obra del Espíritu Santo pasa por estas tres etapas: Abel, Abraham, Moisés; el individuo, la familia, la nación. En cada una de estas tres el trabajo del Espíritu Santo es visible, en la medida que todo es forjado por la fe. ¿No es la fe forjada por el Espíritu Santo? Muy bien; por fe Abel obtuvo buen testimonio; por fe Abraham recibió al hijo de la promesa; y por fe Israel pasó a través del Mar Rojo. ¿Y cuál es la relación entre vida y la palabra de vida durante estas tres etapas? ¿Es, de acuerdo a las representaciones vigentes, primero vida, y luego, la palabra fluyendo como una muestra de la vida consciente? Evidentemente la historia demuestra completamente lo contrario. En el Paraíso la palabra precede y la vida viene después. A Abraham en Ur de los Caldeos, primero la palabra; “Salid de vuestra tierra, y os bendeciré, y en ti serán bendecidas todas las familias de la tierra.” En el caso de Moisés es primero la palabra en el arbusto ardiente y luego la travesía por el Mar Rojo. Esta es la forma determinada por el Señor. Primero habla, luego obra. O mejor dicho, Él habla, y al hablar aviva. Estos dos están en la más cercana conexión. No es como si la palabra causara la vida; porque el Eterno y Trino Dios es la única Causa, Fuente, y Manantial de vida. Pero la palabra es el instrumento mediante el cual Él desea completar Su obra en nuestros corazones. No podemos detenernos aquí para considerar la obra del Padre y del Hijo, ya sea que precedió o que vino después de aquella del Espíritu Santo, y con la cual está entrelazada. De los milagros hablamos sólo porque descubrimos en ellos un doble trabajo del Espíritu Santo. La ejecución del milagro es del Padre y del Hijo, y no tanto del Espíritu Santo. Pero tan a menudo como complacía a Dios usar a hombres como instrumentos en la ejecución de milagros, es la obra especial del Espíritu el prepararlos poniendo fe en sus corazones. Moisés golpeando la roca no creía, pero imaginó que al golpear él mismo podría producir agua de la roca; lo cual sólo Dios puede hacer. Para el que cree, da lo mismo si habla o golpea la roca. Palo o lengua no pueden afectarlo en lo más mínimo. El poder procede sólo de Dios. De ahí la grandeza del pecado de Moisés. Pensó que él iba a ser el obrero, y no Dios. Y esta es obra del pecado en el pueblo de Dios. Por consiguiente vemos que cuando Moisés arrojó su vara, cuando maldijo el Nilo, cuando Elías y otros hombres de Dios forjaron milagros, no hicieron nada, sólo creyeron. Y en virtud de su fe se transformaron para los observadores en los intérpretes del testimonio de Dios, mostrándoles las obras de Dios y no las suyas propias. Esto es lo que exclamó San Pedro: “¿Por qué nos miráis a nosotros como si con nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a este hombre?” (Hechos iii. 12). Forjar esta fe en los corazones de los hombres que habrían de ejecutar estos milagros fue la primera labor del Espíritu Santo. Su segunda labor fue avivar la fe en los corazones de aquellos sobre quienes debía ejecutarse el milagro. De Cristo está escrito que en Capernaúm no pudo efectuar muchas obras poderosas debido a la incredulidad de ellos; y leemos repetidamente:

“Vuestra fe os ha salvado” (Mat. ix. 22; Marcos v. 34; Marcos x. 52; Lucas viii. 48; Lucas xvii. 19). Pero el milagro por sí solo no tiene ningún poder de convencimiento. El no creyente comienza por negarlo. Lo explica de causas naturales. No quiere ni puede ver la mano de Dios en él. Y cuando es tan convincente que no puede negarlo, dice: “Es del diablo.” Pero no reconocerá el poder de Dios. Por lo tanto, para hacer efectivo el milagro, el Espíritu Santo debe también abrir los ojos de aquellos que son testigos de él para ver el poder de Dios allí contenido. Toda la lectura de los milagros en nuestra Biblia es infructuosa a no ser que el Espíritu Santo abra nuestros ojos, y entonces los veamos vivir, escuchemos su testimonio, experimentemos su poder, y glorifiquemos a Dios por Sus poderosas obras.

XV. La Revelación del Antiguo Testamento por Escrito “Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude.”—Jer. xx. 9. Aunque los milagros realizados para Israel y en medio de él crearon un glorioso centro de vida en medio del mundo pagano, no constituyeron una Sagrada Escritura; porque esta no puede ser creada si Dios no habla al hombre, incluso a Su pueblo, Israel. “Dios, que en varios momentos y en diversas formas habló en tiempos pasados a los padres mediante los profetas, nos ha hablado en estos últimos días por medio de Su Hijo” (Heb. i. 1). Este hablar divino no está limitado a la profecía. Dios habló a otros aparte de los profetas, por ejemplo, a Eva, Caín, Agar, etc. Recibir una revelación o una visión no hace de uno un profeta, a no ser que sea acompañada de una orden a comunicar la revelación a otros. La palabra “nabi,” el término bíblico para profeta, no señala una persona que recibe algo de Dios, sino alguien que trae algo al pueblo. Por consiguiente, es un error confinar la revelación divina al oficio profético. De hecho, se extiende a toda la raza en general; la profecía es sólo uno de sus rasgos especiales. En relación a la revelación divina en su alcance más amplio, es evidente en la Escritura que Dios habló a los hombres desde Adán hasta el último de los apóstoles. Desde el Paraíso hasta Patmos, la revelación fluye como un hilo dorado a través de cada parte de la Historia Sagrada. Por lo general, la Escritura no trata este hablar divino metafóricamente. Hay excepciones, como por ejemplo, “Dios habló a los peces” (Jonás ii. 10); “Los cielos declaran la gloria de Dios, y día tras día pronuncian palabra” (Salmos xix. 2, 3). Sin embargo, puede ser demostrado, en mil pasajes contra uno, que el hablar ordinario del Señor no puede ser tomado en otro sentido que no sea el literal. Esto es evidente en el llamado de Dios a Samuel, que el niño confundió con el de Elí. Es evidente también de los nombres, números, y localidades que son mencionadas en este divino hablar; especialmente de los diálogos entre Dios y el hombre, como en la historia de Abraham en el conflicto de su fe en relación a la simiente prometida, y en su intercesión por Sodoma. Y por lo tanto no podemos concordar con aquellos que tratarían de persuadirnos que el Señor en realidad no habló; de que si se lee de tal manera, no debe ser entendido de esa manera; y que una percepción más clara muestra que “una cierta influencia de Dios afectó la vida interior de la persona mencionada. En relación con el particular carácter de la persona y las influencias de su pasado y presente, este suceso dio especial claridad a su consciencia, y forjó en él una convicción, tal que sin vacilación, declaró: ‘Como haré lo que Dios quiere, sé que el Señor me ha hablado.’” Esta representación la rechazamos como excesivamente perniciosa y dañina para la vida de la Iglesia. La llamamos falsa, porque deshonra la verdad de Dios; y nos rehusamos a tolerar una teología que comienza desde tales premisas. Aniquila la autoridad de la Escritura. A pesar de ser elogiada por el ala ética, es excesivamente antiética, en la medida que se opone directamente a la, claramente expresada, verdad de la Palabra de Dios. Más

aun, este hablar divino, cuyo registro ofrece la Escritura, debe ser entendido como verdadero hablar. ¿Y qué es hablar? Hablar presupone una persona que tiene un pensamiento que desea transmitir directamente a la consciencia de otro sin la intervención de una tercera persona o de escritura o de gesto. Por consiguiente, cuando Dios habla al hombre hay tres implicancias: Primero, que Dios tiene un pensamiento que desea comunicar al hombre. Segundo, que Él ejecuta Su plan en forma directa. Tercero, que la persona receptora del mensaje ahora posee el pensamiento divino con este resultado, que está consciente de la misma idea que un momento atrás sólo existía en Dios. Con toda explicación que haga total justicia a estos tres puntos estaremos de acuerdo; todas las demás las rechazamos. Con respecto a la pregunta de si el hablar es posible sin sonido, respondemos: “No, no entre los hombres.” Ciertamente el Señor puede hablar y ha hablado en ocasiones por medio de vibraciones de aire; pero Él puede hablar al hombre sin el empleo de sonido u oído. Como hombres, tenemos acceso a nuestras mutuas consciencias sólo por medio de los órganos sensoriales. No podemos comunicarnos con nuestro prójimo si él no escucha, ve o siente nuestro tacto. El desafortunado que carece de estos sentidos no puede recibir la más mínima información desde el exterior. Pero el Señor nuestro Dios no está limitado en este aspecto. Tiene acceso al corazón y la consciencia del hombre desde dentro. Puede impartir a nuestras consciencias lo que desee en forma directa, sin el uso de tímpano, nervio auditivo ni vibración del aire. Aunque un hombre sea totalmente sordo, Dios lo puede hacer oír, hablando internamente a su alma. Sin embargo, para lograr esto Dios debe condescender a nuestras limitaciones. Porque la consciencia está sujeta a las condiciones mentales del mundo en que vive. Un negro, por ejemplo, no puede tener otra consciencia que aquella desarrollada por su entorno y adquirida por su lenguaje. Hablando con un forastero no familiarizado con nuestra lengua, debemos adaptarnos a sus limitaciones y dirigirnos a él en su propio idioma. Por consiguiente, para hacerse inteligible al hombre, Dios debe vestir Sus pensamientos en lenguaje humano y de esta forma transmitirlos a la consciencia humana. A la persona referida le debe parecer, por lo tanto, como si se le hubiera hablado de forma normal. Recibió la impresión que escuchó palabras del idioma humano transmitiéndole pensamientos divinos. Por consiguiente, el hablar divino siempre se adapta a las capacidades de la persona a quien se dirige. Dado que en condescendencia el Señor Se adapta a la consciencia de todo hombre, Su hablar asume la forma peculiar a la condición de cada hombre. ¡Qué diferencia, por ejemplo, entre la palabra de Dios a Caín y aquella a Ezequiel! Esto explica cómo Dios pudo mencionar nombres, fechas, y diversos otros detalles; cómo podía hacer uso del dialecto de cierto período; de la derivación de palabras, como en el cambio de nombre, como en el caso de Abraham y Sara. Esto muestra también que el hablar de Dios no está limitado a personas devotas y susceptibles preparadas para recibir una revelación. Adán estaba totalmente no preparado, escondiéndose de la presencia de Dios. Y también lo estuvieron Caín y Balaam. Incluso Jeremías dijo: “No hablaré más en Su nombre. Pero Su palabra estaba en mi corazón como un fuego ardiente, encerrado en mis huesos: traté de sufrirlo, pero no pude” (cap. xx. 9). Por consiguiente, la omnipotencia divina es ilimitada. El Señor puede impartir la sabiduría de Su voluntad a quienquiera le plazca. La pregunta de por qué no ha hablado durante dieciocho siglos no debe ser respondida, “Porque ha perdido el poder”; sino, “Porque no le pareció bien.” Habiendo ya hablado y habiendo traído en la Escritura Su palabra a nuestras almas, Él está silencioso ahora para que podamos honrar la Escritura. Sin embargo, se debe notar que en este divino hablar desde el Paraíso a Patmos hay un cierto orden, unidad, y regularidad; por eso agregamos: Primero, el hablar divino no estaba confinado a individuos, pero, teniendo un mensaje para todos los pueblos, Dios habló a través de Sus profetas elegidos. Que Dios puede hablar a una nación completa a la vez queda demostrado por los eventos de Sinaí. Pero no siempre le

complació hacer esto. Por el contrario, Él nunca les habló de esa forma después, pero introdujo el profetismo en su lugar. Por consiguiente, la misión particular del profetismo es recibir las palabras de Dios e inmediatamente comunicarlas al pueblo. Dios habla a Abraham lo que es sólo para Abraham; pero a Joel, Amos, etc., un mensaje no para ellos mismos, sino para otros a quienes debe ser transmitido. En relación a esto notamos el hecho de que el profeta no está solo; está en relación con una clase de hombres entre quienes su mente fue gradualmente preparada para hablar al pueblo, y recibir el Oráculo divino. Porque la particular característica de la profecía era la condición de éxtasis, que difería enormemente de la forma en que Dios habló a Moisés. Segundo, estas revelaciones divinas están mutuamente relacionadas y, tomadas en su conjunto, constituyen un todo. Primero está la fundación, luego la superestructura, hasta que finalmente el ilustre palacio de la divina verdad y sabiduría es completado. La revelación como un todo muestra, por tanto, un glorioso plan dentro del cual se introducen perfectamente las revelaciones especiales para individuos.

Tercero, el hablar del Señor, especialmente la palabra interior, es particularmente la obra del Espíritu Santo, que, como hemos descubierto antes, aparece más sorprendentemente cuando Dios entra en contacto más cercano con la criatura. Y la consciencia es la parte más íntima del ser del hombre. Por lo tanto, tan a menudo como el Señor nuestro Dios entra a la consciencia humana para comunicar Sus pensamientos, vestidos como pensamientos y hablar humano, la Escritura y el creyente honran y adoran, en ese sentido, la reconfortante operación del Espíritu Santo. XVI. Inspiración “Escribe al ángel de la iglesia en Sardis: el que tiene los siete espíritus de Dios dice estas cosas.”—Rev. iii. 1. No hablamos aquí del Nuevo Testamento. Nada ha contribuido más a falsificar y socavar la fe en la Escritura y la visión ortodoxa respecto a ella que la práctica no-histórica y antinatural de considerar la Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento al mismo tiempo. El Antiguo Testamento aparece primero; luego vino el Verbo encarnado; y sólo después de ello la Escritura del Nuevo Testamento. En el estudio de la obra del Espíritu Santo el mismo orden debería observarse. Antes que hablemos de Su obra en la Encarnación, la inspiración del Nuevo Testamento ni siquiera debe ser mencionada. Y hasta la Encarnación, no existía otra Escritura aparte del Antiguo Testamento. Ahora, la pregunta es: ¿Cómo ha de trazarse la obra del Espíritu Santo en la construcción de dicha Escritura? Hemos considerado la pregunta de cómo fue preparada. Por maravillosas obras Dios creó una nueva vida en este mundo; y, con el objeto de hacer que el hombre crea en estas obras, Él habló al hombre ya sea directa o indirectamente, es decir, por los profetas. Pero esto no creó una Sagrada Escritura. Si no se hubiera hecho nada más, nunca habría habido tal Escritura; porque los eventos se desarrollan y pertenecen al pasado; la palabra una vez hablada se desvanece con la emoción en la consciencia. La escritura humana es el maravilloso obsequio que Dios otorgó al hombre para perpetuar lo que de otra forma se habría olvidado y perdido absolutamente. La Tradición falsifica el relato. Entre hombres santos esto no sería así. Pero somos hombres pecadores. Por pecado una mentira puede ser contada. El pecado es también la causa de nuestra falta de seriedad, y la raíz de todo olvido, descuido, y desconsideración. Estos son los dos factores, mentiras y descuido, que roban de su valor a la tradición. Por esta razón Dios dio a nuestra raza el obsequio de la escritura. Ya sea en cera, en metal, en piedra, en pergamino, en papiro, o en papel, no tiene importancia; pero que Dios habilitó al hombre para encontrar el arte de dejar para la posteridad un pensamiento, una promesa, un evento, independiente de su persona,

adjuntándolo a algo material, de manera que pudiera perdurar y ser leído por otros aun después de su muerte—esto es de la mayor importancia. Para nosotros, los hombres, la lectura y la escritura son formas de hermandad. Comienza con el hablar, que es esencial para la hermandad. Pero el mero hablar lo confina a estrechos límites, mientras que leer y escribir le da un alcance más amplio, extendiéndolo a personas lejanas y a generaciones que aún no nacen. A través de la escritura las generaciones pasadas en realidad viven juntas. Aun ahora nos podemos encontrar con Moisés y David, Isaías y Juan, Platón y Cícero; podemos escucharlos hablar y recibir sus declaraciones mentales. La escritura no es entonces una cosa despreciable como lo consideran algunos que son excesivamente espirituales y desprecian la Palabra escrita. Por el contrario, es grande y gloriosa—uno de los poderosos factores mediante el cual Dios mantiene al hombre y a las generaciones en viva comunicación y ejercicio de amor. Su descubrimiento fue una maravillosa gracia, el obsequio de Dios para el hombre, duplicando sus tesoros y mucho más. El obsequio ha sido a menudo abusado; sin embargo, en su uso correcto hay gloria ascendente. ¡Cuánto más glorioso aparece el arte de escribir cuando Dante, Shakespeare, y Schiller escriben su poesía, que cuando un pedagogo compila sus libros de ortografía o el notario público garabatea el arriendo de una casa! Como la escritura puede ser usada o abusada, y puede servir propósitos bajos o altos, surge la pregunta: “¿Cuál es su fin superior?” Y sin la más mínima vacilación respondemos: “La Sagrada Escritura.” Tal como el hablar y el lenguaje humano son del Espíritu Santo, Él también nos enseña la escritura. Pero mientras que el hombre usa el arte para registrar pensamientos humanos, el Espíritu Santo lo emplea para dar forma fija y duradera a los pensamientos de Dios. Por consiguiente, hay un uso humano de ella y uno divino. El más alto y completamente único es aquel en la Sagrada Escritura. En realidad no hay otro libro que sostenga la comunicación entre hombres y generaciones como lo hace la Sagrada Escritura. Para honrar Su propia obra, el Espíritu Santo ha motivado la distribución universal sólo de este libro, poniendo así a hombres de todas las condiciones y clases en comunicación con las más antiguas generaciones de la raza. Desde este punto de vista, la Sagrada Escritura debe ser considerada de hecho como “la Escritura por excelencia.” De ahí la divina y a menudo repetida orden: “Escribe.” Dios no sólo habló y actuó, dejando al hombre discernir si Sus obras y el tenor de Sus Palabras habrían de ser olvidadas o recordadas, sino Él también ordenó que fueran registradas por escrito. Y cuando justo antes del anuncio y cierre de la divina revelación a Juan en Patmos, el Señor le ordenó, “Escribe a la Iglesia” de Éfeso, Pérgamo, etc., Él repitió en un resumen cuál era el objeto de todas las revelaciones precedentes, a saber, que deberían ser escritas y en forma de Escritura, un obsequio del Espíritu Santo, y ser depositadas en la Iglesia, que por esta misma razón se denomina la “columna y baluarte de toda verdad.” No, de acuerdo a una interpretación posterior, como si la verdad estuviera oculta en la Iglesia; sino, de acuerdo a la antigua representación, esa Sagrada Escritura fue confiada a la Iglesia para su preservación. Sin embargo, no queremos decir que en referencia a todos los versos y capítulos el Espíritu Santo ordenó, “Escribid,” como si la Escritura, tal como la poseemos, hubiera entrado en existencia página por página. Con certeza la Escritura es divinamente inspirada: una afirmación distorsionada y pervertida por nuestros teólogos éticos hasta dejarla irreconocible, si entienden por ella que “profetas y apóstoles estaban personalmente animados por el Espíritu Santo.” Esto confunde iluminación con revelación, y revelación con inspiración. La “Iluminación” es la clarificación de la consciencia espiritual que en Su propio tiempo el Espíritu Santo dará, en mayor o menor medida, a todo hijo de Dios. La “Revelación” es una comunicación de los pensamientos de Dios entregados de forma extraordinaria, por un milagro, a profetas y apóstoles. Pero “inspiración,” la cual totalmente diferente a estas, es aquella especial y única operación del Espíritu Santo mediante la cual Él dirigió las mentes de los escritores de la Escritura en el acto de escribir. “Toda Escritura es inspirada por Dios” (2 Ti. iii. 16); y esto no tiene relación con la iluminación ordinaria, ni la revelación extraordinaria, sino a una operación que se mantiene totalmente sola y que la Iglesia siempre ha confesado bajo el nombre de Inspiración. Por consiguiente, inspiración es el nombre de esa exhaustiva operación del Espíritu

Santo mediante la cual otorgó a la Iglesia una completa e infalible Escritura. Llamamos a esta operación exhaustiva porque fue orgánica, no mecánica. La práctica de escribir data de la antigüedad remota; precedida, sin embargo, por la preservación de la tradición oral por el Espíritu Santo. Esto es evidente en la narrativa de la Creación. Connotados físicos como Agassiz, Dana, Guyot, y otros han declarado abiertamente que la narrativa de la Creación registró hace muchos siglos lo que hasta el momento ningún hombre podría saber por sí mismo, y que en realidad, es sólo revelado parcialmente por el estudio de geología. Por consiguiente, la narrativa de la Creación no es mito, sino historia. Los eventos tuvieron lugar como se registra en los capítulos iniciales de Génesis. El Creador mismo tiene que haberlos comunicado al hombre. Desde Adán hasta el tiempo en que se inventó la escritura, el recuerdo de esta comunicación tiene que haber sido preservada correctamente. Que existan dos narrativas de la Creación no demuestra lo contrario. La Creación es considerada desde los puntos de vista naturales y espirituales; por consiguiente, es perfectamente correcto que la imagen de la Creación deba ser completada en un esquema doble. Si Adán no recibió el encargo especial, sin embargo, de la revelación misma obtuvo la poderosa impresión de que tal información no estaba diseñada sólo para él, pero para todos los hombres. Dándose cuenta de su importancia y la obligación que imponía, generaciones sucesivas han perpetuado el recuerdo de las maravillosas palabras y obras de Dios, primero oralmente, luego por escrito. De esta forma surgió gradualmente una colección de documentos que a través de la influencia egipcia fueron puestas en forma de libro por los grandes hombres de Israel. Estos documentos habiendo sido coleccionados, cernidos, compilados, y expandidos por Moisés, formaron en su día el comienzo de una Sagrada Escritura propiamente tal. Si Moisés y esos escritores anteriores estaban conscientes de su inspiración no es importante; el Espíritu Santo los dirigió, trajo a su conocimiento lo que debían saber, agudizó su juicio en la elección de documentos y registros, para que decidieran correctamente, y les otorgó una madurez mental superior que los habilitó para siempre elegir la palabra correcta. Aunque el Espíritu Santo habló directamente a los hombres, no siendo el hablar y el lenguaje invenciones humanas, en la escritura utilizó agencias humanas. Pero ya sea que dicte directamente, como en la Revelación de San Juan, o gobierne la escritura indirectamente, como con historiadores y evangelistas, el resultado es el mismo: el producto es tal, en forma y contenido como el Espíritu Santo lo diseñó, un documento infalible para la Iglesia de Dios. Por consiguiente, la confesión de inspiración no excluye la numeración ordinaria, la recolección de documentos, filtrar, registrar, etc. Reconoce todas estas materias que son claramente discernibles en la Escritura. El estilo, la dicción, las repeticiones, todas retienen su valor. Pero debe insistirse que la Escritura como un todo, como fue finalmente presentada a la Iglesia, con respecto a contenido, selección, y arreglo de documentos, estructura, y aun palabras, debe su existencia al Espíritu Santo, es decir, que los hombres empleados en esta obra fueron consciente o inconscientemente controlados y dirigidos por el Espíritu, en todos sus pensamientos, selecciones, filtrados, elección de palabras, y escritura, de modo que su producto final, entregado a la posteridad, poseía una perfecta certificación de divina y absoluta autoridad. Que las Escrituras mismas presenten una cantidad de objeciones y en muchos aspectos no dejen la impresión de absoluta inspiración no milita en contra del hecho que toda esta labor espiritual estaba controlada y dirigida por el Espíritu Santo. Porque la Escritura tuvo que ser construida para dejar espacio para el ejercicio de la fe. No estaba destinada a ser aprobada por juicio crítico y aceptada sobre esa base. Esto eliminaría la fe. La fe se afianza directamente con la plenitud de nuestra personalidad. Para tener fe en el Verbo, la Escritura no debe captarnos en nuestro pensamiento crítico, sino en la vida del alma. Creer en la Escritura es un acto de vida del cual tú, ¡oh hombre sin vida! no eres capaz, a menos que el Avivador, el Espíritu Santo, os habilite. El que motivó la escritura de la Sagrada Escritura es el mismo que ha de enseñaros a leerlo. Sin Él, este producto de divino arte no os puede afectar. Por consiguiente creemos:

Primero, que el Espíritu Santo eligió esta construcción humana de la Escritura a propósito, de manera que nosotros como hombres podamos más fácilmente vivir en ella. Segundo, que estos escollos fueron introducidos para que fuera imposible para nosotros aprehender su contenido con mera comprensión intelectual, sin ejercicio de la fe. Notas

1. ↑ Para la interpretación del autor respecto al Metodismo, vea la sección 5 en el Prefacio.

La Encarnación Del Verbo XVII. Como Uno de Nosotros "Mas me preparaste cuerpo."—Heb. x. 5. La finalización del Antiguo Testamento no dio término a la obra que el Espíritu Santo había emprendido para toda la Iglesia. Las Escrituras pueden ser el instrumento a través del cual se puede actuar sobre la conciencia del pecador, y abrir sus ojos a la belleza de la vida divina; pero no pueden transmitir esa vida a la Iglesia. De ahí, que esa primera obra del Espíritu Santo sea seguida por otra que proviene de Él mismo, la cual es la preparación del cuerpo de Cristo. Las conocidas palabras de Salmos xl. 6-7: “Sacrificio y ofrenda no te agrada; Has abierto mis oídos; Holocausto y expiación no has demandado. Entonces dije: He aquí, vengo; En el rollo del libro está escrito de mí,” son traducidas por San Pablo: “Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; Mas me preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, Como en el rollo del libro está escrito de mí” (Hebreos x. 5-7). No discutiremos de qué manera las palabras “Has abierto mis oídos,” pueden, así mismo, significar “Mas me preparaste cuerpo.” Para el propósito que nos concierne, es irrelevante si se dice como Junius: “El oído es un miembro del cuerpo; la audición se vuelve posible mediante la perforación del oído; y el cuerpo se vuelve un instrumento de obediencia sólo mediante la audición,” o como algún otro diría: “Tal como el cuerpo del esclavo se convirtió en un instrumento de obediencia mediante la perforación de su oído, así mismo el cuerpo de Cristo se convirtió en un instrumento de obediencia mediante la concepción del Espíritu Santo,” o, finalmente: “Tal como el israelita se convirtió en un servidor por haber traspasado su oído, así también el Hijo Eterno ha adoptado la forma de siervo, mediante el llegar a hacerse partícipe de nuestra carne y nuestra sangre.” La perfecta exposición de Salmos xl. 7 realizada por San Pablo, no plantea objeción grave alguna a ninguna de estas interpretaciones. Para el propósito que nos concierne, sería suficiente si sólo se reconociera que, de acuerdo con Heb. x. 5, la Iglesia debe confesar que hubo una preparación del cuerpo de Cristo. Habiendo aceptado esto, y considerándolo en conexión con lo que el Evangelio relata acerca de la concepción, no se puede negar que en la preparación del cuerpo del Señor, se produce una obra singular del Espíritu Santo. Pues el ángel dijo a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lc. i. 35). Y nuevamente: “José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es” (Mt. i. 20). Es evidente que ambos pasajes, adicionalmente a sus respectivos significados, buscan producir la impresión de que tanto la concepción como el nacimiento de Jesús, son extraordinarios; que

ellos no ocurrieron por causa de la voluntad del hombre, sino como resultado de una acción del Espíritu Santo. Como todas las otras obras que provienen de Dios, la preparación del cuerpo de Cristo es una obra divina que es común a las tres Personas. Es incorrecto decir que el Espíritu Santo es el Creador del cuerpo de Jesús, o, como algunos lo han expresado, “Que el Espíritu Santo fue el Padre de Cristo, conforme a Su naturaleza humana.” Tales descripciones deben ser rechazadas, dado que destruyen la confesión de la Santísima Trinidad. Cuando alguna de las obras que proviene de Dios se describe como si no fuera común a las tres Personas, esta confesión no puede mantenerse. Por lo tanto, queremos destacar que fue el Dios Trino, y no sólo el Espíritu Santo, quien preparó el cuerpo del Mediador. En este acto divino, no sólo colaboró el Padre, sino también el Hijo. Sin embargo, en esta cooperación, el trabajo de cada Persona lleva su propia marca distintiva; tal como lo hemos visto en la Creación y en la Providencia. Del Padre, de quien provienen todas las cosas, es de quien provino la materia del cuerpo de Cristo, la creación del alma humana y de todos Sus dones y poderes, junto al plan completo de la Encarnación. Del Hijo, quien es la sabiduría del Padre, disponiendo y ordenando todas las cosas en la Creación, provino la santa disposición y el ordenamiento en relación a la Encarnación. Y tal como en la Creación y la Providencia, los actos interrelacionados del Padre y del Hijo reciben vida y perfección a través del Espíritu Santo; así mismo, existe un singular acto del Espíritu Santo en la Encarnación, a través del cual, los actos del Padre y del Hijo en este misterio, reciben consumación y manifestación. Por tanto, en Heb. x. 5 se dice respecto del Dios Trino: “Mas me preparaste cuerpo,” mientras que también se declara que lo que es concebido en María, es del Espíritu Santo. Sin embargo, esto no puede ser explicado en el sentido usual. Podría decirse que no hay nada asombroso en ello, pues Job declara (capítulo xxxiii. 4) “…el soplo del Omnipotente me dio vida,” y de Cristo leemos que nació de María, habiendo sido concebido por el Espíritu Santo. Ambos ejemplos cubren el mismo terreno. Ambos conectan el nacimiento de un niño, con un acto del Espíritu Santo. Si bien, en lo que respecta al nacimiento de Cristo, no negamos este acto común del Espíritu Santo, el cual es esencial para la activación de todas las formas de vida y en especial la de un ser humano; aun así, negamos que la concepción mediante el Espíritu Santo fuera el acto normal. La antigua confesión, “Creo en Jesucristo, Su Unigénito Hijo nuestro Señor, quien fue concebido por el Espíritu Santo,” se refiere a un milagro divino y a un profundo misterio, en el cual la obra del Espíritu Santo debe ser glorificada. En consecuencia, es imposible realizar un análisis completo de esta obra. De lo contrario, dejaría de ser un milagro. Por esta razón, sólo vamos a analizar este asunto con la más profunda reverencia, y no sugeriremos teorías contrarias a la Palabra de Dios. Lo que conocemos, es lo que a Dios le ha complacido revelar; lo que Su Palabra sólo insinúa, podemos conocerlo sólo como débiles esbozos; y lo que se insinúa fuera de la Palabra, no es más que el esfuerzo de un espíritu entrometido o de una curiosidad no consagrada. En esta obra del Espíritu Santo, se debe distinguir dos cosas: En primer lugar, la creación de la naturaleza humana de Jesús. En segundo lugar, su separación de los pecadores. Sobre el primer punto, las Escrituras nos enseñan que ningún hombre podría jamás reclamar un vínculo paternal con Jesús. José aparece y actúa como el padrastro de Cristo; pero las Escrituras nunca hablan de un compañerismo de vida y origen entre él y Jesús. De hecho, los vecinos de José suponían que Jesús era el Hijo del carpintero, pero las Escrituras siempre tratan esta suposición como algo incorrecto. Sin lugar a dudas que cuando San Juan declaró que los hijos de Dios no nacen de la voluntad del hombre ni de la voluntad de la carne, sino de Dios, tomó esta gloriosa descripción sobre nuestro nacimiento superior, de la extraordinaria obra de Dios que destella en la concepción y el nacimiento de Cristo. El hecho de que María fuera llamada una virgen; que José estuviera preocupado por el descubrimiento de la condición

de su novia; que él se hubiera propuesto abandonarla en secreto, y que un ángel se le apareciera a él en un sueño—en una palabra, todo el relato del Evangelio, así como la ininterrumpida tradición de la Iglesia, no permite ninguna otra confesión, más que decir que la concepción y el nacimiento de Cristo fueron de la virgen María, pero no de su prometido esposo José. Las Escrituras, excluyendo entonces al hombre, ponen tres veces al Espíritu Santo en primer plano como el Autor de la concepción. San Mateo dice (capítulo i. 18): “…Estando desposada María su madre con José, antes que se juntasen, se halló que había concebido del Espíritu Santo.” Y una vez más, en el versículo 20: “…porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es.” Por último, Lucas dice (capítulo i. 35): “…El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios.” Estas obvias declaraciones, no reciben un reconocimiento pleno a menos que se confiese claramente que el acto de la concepción de un embrión de naturaleza humana, en el vientre de la virgen, fuera un acto del Espíritu Santo. No es conveniente ni legítimo profundizar en este asunto. Cómo se origina la vida humana luego de la concepción, si acaso el embrión instantáneamente contiene una persona humana, o si ella es creada luego dentro de él, y otras preguntas similares, deberán tal vez permanecer para siempre sin respuesta. Podemos sugerir teorías, pero el Omnipotente Dios no permite que ningún hombre descubra Sus funcionamientos dentro de los laboratorios ocultos de Su poder creativo. Por tanto, todo lo que puede decirse de acuerdo a las Escrituras, está contenido en los cuatro puntos siguientes: En primer lugar, en la concepción de Cristo, no se llamó a la vida a un nuevo ser, como en todos los otros casos; sino a Uno que había existido desde la eternidad, y que entró entonces en una relación vital con la naturaleza humana. Las Escrituras lo revelan claramente. Cristo existió desde antes de la fundación del mundo. Su existencia es antigua, desde los días de la eternidad. Él tomó sobre Sí mismo la forma de un siervo. Incluso si el biólogo descubriera el misterio del nacimiento humano, este no podría dar a conocer nada acerca de la concepción del Mediador. En segundo lugar, no se trata de la concepción de una persona humana, sino de una naturaleza humana. Cuando un nuevo ser es concebido, viene a existencia un ser humano. Pero cuando la Persona del Hijo, quien estuvo con el Padre desde la eternidad, participa de nuestra carne y huesos, Él adopta nuestra naturaleza humana en la unidad de Su Persona, convirtiéndose así en un verdadero hombre; pero no se trata de la creación de una nueva persona. Las Escrituras lo demuestran claramente. En Cristo no aparece más que un único ego, existiendo el Hijo de Dios y el Hijo del hombre, simultáneamente en la misma Persona. En tercer lugar, de esto no se desprende que se creara en María una nueva carne, tal como los menonitas enseñaban; sino que el fruto dentro del vientre de María, del cual Jesús nació, fue tomado de su propia sangre y alimentado con ella—la misma sangre que ella había recibido del Adán caído, a través de sus padres. Por último, el Mediador nacido de María, no sólo participó de nuestra carne y huesos, tal como los que existían en Adán y los cuales nosotros hemos heredado de él; sino que nació como un verdadero hombre: pensando, deseando y sintiendo al igual que otros hombres; vulnerable a todas las sensaciones y sentimientos humanos que causan las innumerables emociones y palpitaciones de la vida humana. Y, sin embargo, Él fue apartado de los pecadores. De esto hablamos en el siguiente artículo. Que esto sea suficiente para el hecho de la concepción, a partir del cual obtenemos el precioso consuelo: “Que a los ojos de Dios, Él cubre el pecado y la culpa en los que fui concebido y dado a luz” (Catecismo de Heidelberg, pregunta 36). XVIII. Inocente y Sin pecado “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos.”—Heb. vii. 26.

A lo largo de los siglos, la Iglesia ha confesado que Cristo tomó sobre Sí mismo la verdadera naturaleza humana, a partir de la virgen María; no como era antes de la caída, sino tal como aquello en lo que se había convertido, después de la caída, y debido a ella. Esto se establece claramente en Heb. ii. 14-17: “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo…Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos…para expiar los pecados del pueblo.” Su participación de nuestra naturaleza fue tal, que incluso Le hizo sentir el aguijón de Satanás, pues luego sigue: “Pues en cuanto Él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados.” Entonces, basándose en la autoridad de la Palabra divina, no se puede dudar que el Hijo de Dios se hizo hombre en nuestra naturaleza caída. En virtud de la culpa heredada de Adán, nuestro sufrimiento consiste en que no podemos vivir ni actuar sino como partícipes de carne y sangre que fueron corrompidas por la caída. Y dado que como hijos somos participantes de carne y sangre, así mismo es que Él también ha llegado a ser partícipe de lo mismo. De ahí que no se pueda hacer suficiente hincapié en que, caminando entre los hombres, el Hijo de Dios llevó la misma naturaleza en la que nosotros vivimos nuestras vidas; que Su carne tenía el mismo origen que nuestra carne; que la sangre que corrió por Sus venas fue la misma que la nuestra, y que llegó a Él del mismo modo que llegó a nosotros, desde la misma fuente en Adán. Nosotros debemos sentir, y atrevernos a confesar, que nuestro Salvador agonizó en Getsemaní en nuestra propia carne y sangre; que fue nuestra carne y sangre lo que fue clavado en la cruz. La “sangre de la reconciliación” es tomada de la propia sangre que está sedienta por reconciliación. Sin embargo, doblegándonos ante la autoridad de las Escrituras, confesamos con la misma seguridad que esta unión íntima del Hijo de Dios con la naturaleza humana caída, no implica Su más mínima participación en nuestro pecado y nuestra culpa. En la misma epístola en la cual el apóstol establece claramente la comunión de Jesús con la carne y sangre humanas, alberga testimonio igualmente claro de Su condición sin mancha, de modo que todo malentendido pueda ser obviado. Como por causa de nuestra concepción y nacimiento somos impíos, culpables y corruptos, uno con los pecadores, y por lo tanto, agobiados con la condenación del infierno, es por ello que el Mediador fue concebido y nacido santo, inofensivo, puro, apartado de los pecadores, hecho más alto que los cielos. Y el apóstol declara con igual prominencia que el pecado no entró a Sus tentaciones, pues, a pesar de que fue tentado en todas las cosas al igual que nosotros, aun así, Él se mantuvo siempre sin pecado. Por lo tanto, el misterio de la Encarnación yace en la aparente contradicción de la unión de Cristo con nuestra naturaleza caída, la cual por un lado es tan íntima, como para que Él se haga vulnerable a sus tentaciones, mientras que por otro lado, Él resulta completamente aislado de toda comunión con su pecado. Cuando se desarrolla lógicamente la confesión que debilita o elimina cualquiera de estos factores, esto se degenera en grave herejía. Al decir, “El Mediador es concebido y nacido en nuestra naturaleza, tal como era antes de la caída,” cortamos la comunión entre Él y nosotros; y al aceptar que Él tuvo la porción menos personal de nuestra culpa y pecado, cortamos Su comunión con la naturaleza divina. Pero, ¿acaso las Escrituras no enseñan que el Mediador fue hecho pecado y llevó la maldición por nosotros, y que sufrió la agonía más profunda “como un gusano y no como hombre”? Respondemos: Así es, si no hubiera sido por esto, ciertamente no podríamos tener redención. Pero en todo esto Él actuó como nuestro Sustituto. Su propia personalidad no fue afectada en lo más mínimo por ello. El que Él pusiera nuestros pecados sobre Sí mismo, fue un acto SumoSacerdotal, llevado a cabo en nuestro lugar. Él fue hecho pecado, pero nunca pecador. Un pecador es aquel que es personalmente afectado por el pecado; la persona de Cristo nunca lo fue. Él jamás tuvo comunión alguna con el pecado, mas que aquella de amor y compasión, para cargar con él como nuestro Sumo Sacerdote y Sustituto. Sin embargo, aun cuando Él fue extraordinariamente afligido, incluso hasta la muerte; aun cuando fue severamente tentado, al punto que gritó “Que pase de Mí esta copa,” en el centro de Su ser, permaneció absolutamente libre del más mínimo contacto con el pecado. Un análisis detallado de la forma por la cual llegamos a ser partícipes del pecado arrojará nueva luz sobre este tema.

Los pecados individuales no son sólo producto de nuestra propia creación, sino que también forman parte del único y poderoso pecado de toda la especie, el pecado común, en contra del cual se encendió la ira de Dios. No sólo participamos de este pecado a medida que crecemos, por un acto de la voluntad; ya era nuestro en la cuna, en el vientre de nuestra madre—así es, incluso en nuestra concepción. La Iglesia de los redimidos de Dios nunca podrá negar esta terrible confesión, “Concebido y nacido en pecado.” Es por esta razón que la Iglesia siempre ha establecido este nivel de presión sobre la doctrina de la culpa heredada, tal como lo declarado por San Pablo en Rom. v. Nuestra culpa heredada no surge a partir del pecado heredado; por el contrario, somos concebidos y nacemos en pecado, debido a que somos parte de la culpa heredada. La culpa de Adán se imputa a todos los que estaban en sus entrañas. Adán vivió y cayó como nuestro representante natural. Nuestra vida moral tiene una relación directa con su vida moral. Estuvimos en él. Él nos transportó dentro de sí mismo. Su estado determinó nuestro estado. De ahí que por el juicio justo de Dios, su culpa fuera imputada a toda su posteridad; por tanto, por la voluntad del hombre, ella debería nacer sucesivamente de sus entrañas. Es en virtud de esta culpa heredada que somos concebidos en pecado y nacemos dentro de la participación de pecado. Dios es nuestro Creador, y de Sus manos nosotros emergimos puros y sin mancha. Enseñar lo contrario, es hacerlo a Él el autor del pecado individual y destruir el sentido de culpa que alberga nuestra alma. De ahí que el pecado, particularmente el pecado original, no se origina como obra de Dios en nuestra creación, sino por nuestra relación vital con la especie pecaminosa. Nuestra persona no procede de nuestros padres. Esto se encuentra en conflicto directo con la indivisibilidad de espíritu, con la Palabra de Dios, y su confesión de que Dios es nuestro Creador, “quien también me ha hecho.” Sin embargo, toda creación no es una misma cosa. Existe creación indirecta y creación inmediata. Dios creó la luz por creación inmediata, mas el césped y las hierbas, indirectamente, pues estas brotan de la tierra. La misma diferencia existe entre la creación de Adán y la de su posteridad. La creación de Adán fue inmediata: no la de su cuerpo, que fue tomado del polvo; sino la de su persona, el ser humano llamado Adán. Su posteridad, sin embargo, es una creación indirecta, pues cada concepción queda sujeta a la voluntad del hombre. Por esta razón es que, aun cuando emergemos de la mano de Dios puros y sin mancha, al mismo tiempo nos convertimos en partícipes de la culpa de Adán que nos ha sido heredada e imputada; y en virtud de esta culpa heredada, Dios nos lleva a la comunión con el pecado de la especie a través de nuestra concepción y nacimiento. Cómo se da lugar a esto, constituye un misterio insondable; pero es un hecho, que mediante nuestra creación, la cual comienza con la concepción y termina con el nacimiento, nos convertimos en partícipes del pecado de toda la especie. Y ahora, con referencia a la Persona de Cristo, todo depende de la pregunta sobre si la culpa de Adán fue también imputada a Jesucristo el hombre. Si es así, entonces en virtud de esta culpa original, Cristo fue concebido y nació en pecado, como todos los demás hombres. Y donde se encuentre culpa original imputada, debe existir corrupción pecaminosa. Pero por otra parte, donde no se encuentra, la corrupción pecaminosa no puede existir; por esta razón, es que Aquel que es llamado santo e inofensivo debe ser sin mancha. La culpa de Adán no fue imputada a Jesucristo el hombre. De haberlo sido, entonces Él también habría sido concebido y nacido en pecado; de ese modo, Él no sufrió por nosotros, sino por Sí mismo; entonces, no puede haber sangre de reconciliación. Si la culpa original de Adán fue imputada a Jesucristo hombre, entonces, en virtud de Su concepción y nacimiento pecaminosos, Él también estuvo sujeto a la muerte y la condenación; y sólo pudo haber recibido vida a través de la regeneración. Por lo tanto, se desprende también que, o bien este Hombre se encuentra en Sí mismo necesitado de un Mediador, o que nosotros mismos así como Él, podemos entrar a la vida sin un Intermediario. Sin embargo, toda esta representación no tiene fundamento y debe ser rechazada sin reservas. Toda la Escritura se opone a ella. La culpa de Adán es imputada a su posteridad. Pero Cristo no es un descendiente de Adán. Él existió antes de Adán. Él no nació pasivamente como nosotros, sino que Él mismo tomó la carne humana sobre Sí. Él no se encuentra bajo Adán, ni

lo tiene como Su cabeza, sino que Él mismo es una nueva Cabeza que tiene otras bajo Él, y de quienes dijo: “He aquí, yo y los hijos que Dios me dio” (Heb. ii.13). Es cierto que Lucas iii. 23 contiene la genealogía de José, la que culmina con las palabras, “El hijo de Adán, el hijo de Dios,” pero el evangelista añade enfáticamente “según se creía,” por lo tanto, Jesús no era el hijo de José. Y en Mateo, Su genealogía se detiene en Abraham. Aunque San Pedro dice en Pentecostés, que David conocía que Dios levantaría a Cristo de su descendencia, a pesar de eso él agrega esta limitante, “en cuanto a la carne.” Más aun, dando cuenta de que el Hijo no asumió una persona humana, sino la naturaleza humana, de modo que Su Ego es el de la Persona del Hijo de Dios, se deduce necesariamente que Jesús no puede ser descendiente de Adán; por lo tanto, el imputar a Cristo de la culpa de Adán destruiría la Persona divina. Tal imputación se encuentra absolutamente fuera de cuestión. A Él nada se Le ha imputado. Los pecados que cargó, Él mismo los tomó voluntariamente sobre Sí, por nosotros, en su rol de Sumo Sacerdote y Mediador.

XIX. El Espíritu Santo en el Misterio de la Encarnación “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria.”—Juan i. 14. Existe una pregunta adicional a tratar en este tema: ¿Cuál fue la acción extraordinaria del Espíritu Santo, que permitió que el Hijo de Dios adoptara nuestra naturaleza caída sin que fuera contaminado por el pecado? A pesar de que aceptamos que es ilegítimo entrometerse en lo que se encuentra tras el velo y que Dios no nos abre libremente, aun así podemos buscar el significado de las palabras que contienen el misterio; y esto es lo que intentaremos hacer en el debate de esta pregunta. En relación a Su pureza, la encarnación de Cristo está conectada con el ser del pecado, el carácter del pecado original, la relación entre el cuerpo y el alma, la regeneración, y el obrar del Espíritu Santo en los creyentes. Por lo tanto, para lograr una clara comprensión, es necesario tener una correcta perspectiva de la relación de la naturaleza humana de Cristo con estos importantes asuntos. El pecado no es una bacteria espiritual, escondida en la sangre de la madre y recibida en las venas del niño. El pecado no es material ni tangible; su naturaleza es moral y espiritual, y pertenece a las cosas invisibles, cuyos resultados podemos percibir, pero cuyo verdadero ser escapa a la detección. Por tanto, en oposición al maniqueísmo y herejías semejantes, la Iglesia siempre ha confesado que el pecado no es una sustancia material en nuestra carne y sangre, sino que consiste en la pérdida de la justicia original en la que Adán y Eva florecieron y prosperaron en el Paraíso. Los creyentes tampoco difieren en este punto, pues todos reconocen que el pecado es la pérdida de la justicia original. Sin embargo, rastreando el siguiente paso en el curso del pecado, nos encontramos con una grave diferencia entre la Iglesia de Roma y la nuestra. La primera, enseña que Adán emergió perfecto de la mano de su Creador, aun antes de que fuera dotado de la justicia original. Esto implica que la naturaleza humana está completa sin la justicia original, la que se pone sobre él como una túnica o adorno. Tal como nuestra naturaleza presente está completa sin vestimenta ni adornos, los cuales son sólo necesarios para parecer respetables frente al mundo, así era la naturaleza humana según Roma, completa y perfecta en sí misma sin la justicia, que sólo sirve como vestido y joya. Sin embargo, las iglesias Reformadas siempre se han opuesto a este punto de vista, manteniendo que la justicia original es una parte esencial de la naturaleza humana; es por ello que la naturaleza humana en Adán no estaba completa sin ella; que no fue simplemente añadida a la naturaleza de Adán, sino que él fue creado en posesión de la misma, como la manifestación directa de su vida. Si la naturaleza de Adán era perfecta antes de que él poseyera la justicia original, se deduce que sigue siendo perfecta después de la pérdida de la misma, en cuyo caso el pecado se

describe simplemente como “carentia justitix origirialis”; es decir, la falta de justicia original. Esto solía ser expresado así: ¿Es la justicia original un bien natural o sobrenatural? Si fuera natural, entonces su pérdida causaría que la naturaleza humana fuera totalmente corrupta; si fuera sobrenatural, entonces su pérdida podría llevarse la gloria y el honor de esa naturaleza, pero como naturaleza humana retendría casi todo su poder original. Belarmino dijo que el deseo, las enfermedades, los conflictos, etc., pertenecen ciertamente a la naturaleza humana; y que la justicia original era una brida de oro situada sobre esta naturaleza, para contener y controlar este deseo, enfermedad, conflictos, etc. De ahí que, cuando la brida de oro se perdió, la enfermedad, el deseo, los conflictos y la muerte, se soltaron de su freno (tomo IV, capítulo 5, col. 15, 17, 18). Tomás de Aquino, con quien Calvino estaba profundamente en deuda, y a quien el Papa presente elogió fervientemente frente a sus sacerdotes, tenía una postura más acertada. Esto es evidente en su definición de pecado. Si la enfermedad, el deseo, etc., ya existían en el hombre cuando este emergió de la mano de Dios, y sólo la gracia sobrenatural puede refrenarlos, entonces el pecado no es más que la pérdida de la justicia original, y por lo tanto, es puramente negativo. Pero, si la justicia original pertenece a la naturaleza humana y no fue simplemente añadida a ella en forma sobrenatural, entonces el pecado es doble: en primer lugar, constituye la pérdida de la justicia original; en segundo lugar, constituye la ruina y la corrupción de la propia naturaleza humana, desorganizándola y desarticulándola. Tomás de Aquino reconoce este último aspecto, ya que enseña ("Summa Theologiae", prima secundæ, IX, secc. 2, art. 1) que el pecado no es sólo privación y pérdida, sino también un estado de corrupción en el que debe distinguirse: la falta de lo que debería estar presente, es decir, la justicia original; y la presencia de lo que debería estar ausente, es decir, un desarreglo anormal de las partes y facultades del alma. Nuestros padres sostuvieron casi igual criterio. Ellos consideraron que el pecado no es material, sino la pérdida de la justicia original. Sin embargo, como la justicia original pertenece a la naturaleza humana que se encuentra en buen estado, su pérdida no dejó esa naturaleza intacta, sino dañada, inconexa, y corrompida. A modo de ilustración: Un hermoso geranio que adornaba una ventana, murió por causa de las heladas. Sus hojas y sus flores se marchitaron, dejando sólo una masa de moho y descomposición. ¿Cuál fue la causa de su muerte? Simplemente, la pérdida de la luz y del calor del sol. Y eso fue suficiente, pues éstos pertenecen a la naturaleza de la planta y son esenciales para su vida y belleza. Privados de ellos, no puede seguir siendo lo que es, sino que su naturaleza pierde su solidez; esto provoca descomposición, moho y gases tóxicos, los que pronto la destruyen. Lo mismo se puede decir de la naturaleza humana: en el Paraíso, Adán fue como la plantas en floración; floreciendo en la calidez y el brillo de la presencia del Señor. Por causa del pecado, él huyó de esa presencia. El resultado fue, no sólo la pérdida de luz y calor, sino que como éstos eran esenciales a su naturaleza, esa naturaleza perdió vitalidad, desfalleció y se marchitó. El moho de la corrupción se formó sobre él, y el proceso auténtico de disolución se inició, sólo para finalizar en la muerte eterna. Incluso ahora, los hechos y la historia demuestran que el cuerpo humano se ha debilitado desde la época de la Reforma; que a veces, un cierto tipo de malos hábitos pasa de padres a hijos, aun cuando la temprana muerte de los primeros impida su propagación a través de la educación y del ejemplo. De ahí la diferencia entre Adán cuerpo y alma, antes de la caída, y su descendencia después de la caída; no se trata sólo de la pérdida del Sol de Justicia, que por naturaleza ya no brilla sobre ellos, sino del daño que esta pérdida provoca a la naturaleza humana, en el cuerpo y el alma, los cuales por lo tanto se ven debilitados, enfermos, corrompidos y arrojados fuera de su equilibrio. Esta naturaleza corrupta pasa del padre al hijo, tal como la Confesión de Fe lo expresa en el artículo XV: “Que el pecado original es una corrupción de toda la naturaleza y una enfermedad hereditaria, con la que los propios niños son infectados en el vientre de su madre; y que produce en el hombre todo tipo de pecados, actuando en él como una causa de ellos.” Sin embargo, es necesario tener en cuenta la relación entre una persona y su ego. La confusa condición de nuestra carne y sangre se inclina e incita hacia el pecado; un hecho que, como efecto de aquello, se ha observado en las víctimas de ciertas horribles enfermedades. Pero, si no existiera un ego personal que se permitiera autoestimularse, esto no podría conducir al pecado. Una vez más, aunque el desequilibrio de las facultades del alma que causa el

oscurecimiento del entendimiento, el entumecimiento de las susceptibilidades, y el debilitamiento de la voluntad, despiertan las pasiones, aun así, si ningún ego personal se viera afectado por este funcionamiento, ellos no podrían conducir al pecado. Por lo tanto, el pecado sólo pone su marca propia sobre esta corrupción cuando el ego personal se aleja de Dios y se mantiene, en esa alma trastornada y ese cuerpo enfermo, condenado ante Él. Si de acuerdo con la ley establecida, lo impuro da lugar a lo impuro, y si Dios ha hecho que nuestro nacimiento dependa de una creación a través de hombres pecadores, entonces, debe desprenderse que nacemos, por naturaleza—en primer lugar, sin la justicia original; en segundo lugar, con un cuerpo dañado; en tercer lugar, con un alma que no se encuentra en armonía con ella misma; y por último, con un ego personal que está alejado de Dios. Todo lo cual se aplicaría a la Persona del Mediador si Él, tal como uno de nosotros, hubiera nacido como persona humana por la voluntad del hombre y no la de Dios. Sin embargo, dado que Él no nació como persona humana, sino que tomó nuestra naturaleza humana sobre Sí mismo y que no fue concebido por la voluntad del hombre, sino por una acción del Espíritu Santo, no pudo existir en Él un ego que se hubiera apartado de Dios; así como, ni por un momento, la debilidad de Su naturaleza humana podría haber sido una debilidad pecaminosa. O, para llevarlo a lo concreto: Aunque hubo algo en esa naturaleza caída que lo inducía a desear, aun así, en Él, aquello nunca llegó a ser deseo. Existe una diferencia entre nuestras tentaciones y conflictos, y los que Jesús vivió; mientras que nuestro ego y naturaleza desean, oponiéndose a Dios, Su santo Ego se opuso a la incitación de Su naturaleza adoptada, y aquél nunca fue superado. Por consiguiente, la propia obra del Espíritu Santo consistió en lo siguiente: En primer lugar, la creación, no de una nueva persona, sino de una naturaleza humana, la cual fue adoptada por el Hijo en unión con Su naturaleza divina, en una sola Persona. En segundo lugar, que el Ego divino-humano del Mediador, quien de acuerdo con Su naturaleza humana también poseía vida espiritual, fuera resguardado de la corrupción interna que por causa de nuestro nacimiento, afectó nuestro ego y personalidad. Por lo tanto, en cuanto a Cristo se refiere, la regeneración—que no afecta a nuestra naturaleza sino a nuestra persona, se encuentra fuera de discusión. Pero Cristo necesitaba de los dones del Espíritu Santo para permitirle que Su debilitada naturaleza se transformara, cada vez más y más, en instrumento para el funcionamiento de Su diseño santo; y por último, para transformar Su naturaleza debilitada en una naturaleza gloriosa, despojada del último rastro de debilidad y preparada para desplegar su gloria suprema; y esto no a través de la regeneración, sino de la resurrección.

El Mediador XX. El Espíritu Santo en el Mediador “…el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios.” Heb. 9:14. La obra del Espíritu Santo en la Persona de Cristo no se agotó en la Encarnación, sino que aparece claramente en la obra del Mediador. Analizaremos esta obra en el desarrollo de Su naturaleza humana; en la consagración a Su oficio; y en Su humillación hasta la muerte; en Su resurrección, exaltación, y regreso en gloria. En primer lugar—La obra del Espíritu Santo en el desarrollo de la naturaleza humana en Jesús. Se ha dicho previamente, y ahora se reitera, que consideramos el esfuerzo de escribir la “Vida de Jesús” como ilegítimo, o que su título lleva un nombre inapropiado: lleva un nombre inapropiado cuando, pretendiendo escribir una biografía de Jesús, el escritor simplemente omite explicar los hechos psicológicos de Su vida; y es ilegítimo, cuando explica estos hechos a partir de la naturaleza humana de Jesús. Nunca existió una vida de Jesús en el sentido de una existencia humana y personal; y la tendencia a sustituir las diversas biografías de Jesús de Nazaret por las simples narraciones del Evangelio no apunta realmente a nada más que posicionar a la única persona del Dioshombre en el mismo nivel que los genios y grandes hombres del mundo, a humanizarlo; y por tanto, a aniquilar al Mesías en Él—en otras palabras, a secularizarlo. Y frente a esto levantamos con todas nuestras fuerzas nuestro más serio reclamo. La Persona Dios-hombre del Señor Jesús no vivió una vida, sino que entregó un poderoso acto de obediencia al humillarse a Sí mismo hasta la muerte; y de esa humillación Él no ascendió por poderes desarrollados a partir de Su naturaleza humana, sino por un poderoso y extraordinario acto del poder de Dios. Cualquiera que se haya comprometido exitosamente a escribir la vida de Cristo, no pudo haber hecho más que extraer el cuadro de Su naturaleza humana. Pues la naturaleza divina no tiene historia; no opera a través de un proceso de tiempo, sino que sigue siendo la misma hasta el fin de los tiempos. Sin embargo, esto no nos impide indagar, conforme a la necesidad de nuestras limitaciones, de qué manera se desarrolló la naturaleza humana de Cristo. Y luego, las Escrituras nos enseñan que ciertamente hubo crecimiento en Su naturaleza humana. San Lucas relata que Jesús creció en sabiduría, en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres. Por lo tanto, hubo un crecimiento y un desarrollo en Su naturaleza humana, el cual lo llevó de lo menor hacia lo mayor. Esto habría sido imposible si la naturaleza divina del Mesías hubiera tomado el lugar del ego humano, pues entonces la majestad de la Divinidad habría llenado siempre y por completo la naturaleza humana. Pero eso no fue lo que sucedió. La naturaleza humana en el Mediador

fue real, es decir, existió en cuerpo y en alma tal como existe en nosotros; y todas las obras internas de la vida, luz, y poder divinos, pudieron manifestarse sólo mediante un proceso de adaptación a las singularidades y limitaciones de la naturaleza humana. Cuando se sostiene la opinión equivocada de que el desarrollo de un Adán libre de pecado se habría logrado sin la ayuda del Espíritu Santo, es natural suponer que la naturaleza sin pecado de Cristo se desarrolló igualmente por Sí misma, sin la ayuda del Espíritu de Dios. Pero sabiendo, a través de las Escrituras, que no sólo los dones, poderes, y facultades del hombre son resultado de la obra del Espíritu Santo, sino también su funcionamiento y ejercicio, vemos el desarrollo de la naturaleza humana de Jesús bajo una luz diferente, y comprendemos el significado de aquellas palabras que dicen que Él recibió el Espíritu Santo sin medida. Pues esto indica que Su naturaleza humana también recibió el Espíritu Santo; y que esto no sólo ocurrió luego de que viviera durante años sin Él, sino en cada momento de Su existencia, en función de la medida de Sus capacidades. Incluso en Su concepción y nacimiento, el Espíritu Santo no sólo efectuó una separación del pecado, sino que también dotó Su naturaleza humana con los gloriosos dones, poderes y facultades a los cuales esa naturaleza es susceptible. Por consiguiente, Su naturaleza humana no recibió estos dones, poderes y facultades por parte del Hijo, por comunicación desde la naturaleza divina; sino por parte del Espíritu Santo, por comunicación hacia la naturaleza humana; y esto debería ser comprendido a cabalidad. Sin embargo, Su naturaleza humana no recibió estos dones, poderes y facultades en pleno funcionamiento, sino totalmente inoperantes: Tal como en todo bebé existen poderes y facultades que permanecerán latentes, algunos de ellos por muchos años, de igual manera, en la naturaleza humana de Cristo existieron poderes y facultades que por un tiempo permanecieron adormecidos. El Espíritu Santo impartió estas dotaciones a Su naturaleza humana sin medida—Juan 3:34. Esto se relaciona con un contraste entre los demás, a quienes el Espíritu Santo no dotó sin medida, sino en un grado limitado de acuerdo a su llamado o destino individual; y Cristo, en quien no existe una distinción ni individualidad de este tipo—a quien, por lo tanto, dones, poderes y facultades se imparten en tal medida, que Él nunca podría sentir la falta de ningún don del Espíritu Santo. Él no carecía de nada, lo poseía todo; no por causa de Su naturaleza divina, la cual siendo la plenitud eterna en Sí misma, no puede recibir nada; sino en virtud de Su naturaleza humana, la cual fue dotada por el Espíritu Santo con tales dones gloriosos. Sin embargo, esto no fue todo. El Espíritu Santo no sólo adornó la naturaleza humana de Cristo con estas dotaciones, sino que también provocó que ellas fueran ejercidas poco a poco hasta llegar a una plena actividad. Esto estuvo sujeto a la sucesión de los días y los años del tiempo de Su humillación. Aun cuando Su corazón contenía el origen de toda sabiduría, siendo un niño de un año, por ejemplo, Él no podía conocer las Escrituras por medio de Su comprensión humana. Como Hijo Eterno las conocía, pues Él mismo las había dado a Su Iglesia. Pero Su conocimiento humano no tenía libre acceso a Su conocimiento divino. Por el contrario, mientras que el segundo nunca aumentó, pues conocía todas las cosas desde la eternidad, el primero debía aprenderlo todo; no tenía nada de sí mismo. Este es el aumento en sabiduría del cual habla San Lucas—no un aumento de la facultad, sino de su ejercicio. Y esto nos permite obtener una idea de la magnitud de Su humillación. Él, que sabía todas las cosas en virtud de Su naturaleza divina, comenzó como hombre, no sabiendo nada; y lo que Él supo como hombre, lo adquirió mediante el aprendizaje bajo la influencia del Espíritu Santo. Y lo mismo se aplica a Su aumento en estatura y en gracia para con Dios y los hombres. Estatura se refiere a Su crecimiento físico, incluido todo lo que en la naturaleza humana depende de ello. No fue creado adulto como Adán, sino nacido como niño, tal como cada uno de nosotros; Jesús tuvo que crecer y desarrollarse físicamente: no por arte de magia, sino en la realidad. Cuando estaba en el regazo de María, o cuando como chiquillo miraba a Su alrededor en la tienda de su padrastro, Él era un niño; no sólo en Su apariencia pero con la sabiduría de un hombre respetable y de cabellos blancos; sino como un niño real, cuyas impresiones, sentimientos, sensaciones y pensamientos iban acorde con Su edad. No cabe duda que Su desarrollo fue rápido y hermoso, superando todo lo alguna vez visto en otros niños, de modo

que los ancianos rabinos en el Templo estaban sorprendidos cuando miraban al Niño de sólo doce años; aun así, siempre mantuvo el desarrollo de un niño que primero estuvo sobre el regazo de Su madre, que luego aprendió a caminar, que poco a poco se convirtió en un muchacho y joven, hasta que alcanzó la plenitud de la estatura un hombre. Y tal como con cada aumento de Su naturaleza humana, el Espíritu Santo amplió el ejercicio de sus poderes y facultades; así también lo hizo con respecto a la relación de la naturaleza humana con Dios y los hombres, pues Él creció en gracia para con Dios y los hombres. La gracia tiene relación con la evolución y el desarrollo de la vida interior, y puede manifestarse en una doble vía, ya sea complaciendo o desagradando a Dios y a los hombres. Se dice que en el desarrollo de Jesús, tales dones y facultades, disposiciones y atributos, poderes y capacidades, se manifestaron desde la vida interior de la naturaleza humana que el favor de Dios depositó sobre ellos, los cuales, al mismo tiempo, afectaban a aquellos que se encontraban en torno a Él en una manera refrescante y útil. Incluso separado de Su condición de Mesías, y con relación a Su naturaleza humana, Jesús permaneció durante todos los días de Su humillación bajo la constante y penetrante acción del Espíritu Santo. El Hijo, quien no tenía falta de nada, sino que como Dios en unión con el Padre y el Espíritu Santo poseía todas las cosas, adoptó compasivamente nuestra naturaleza humana. Y en la medida en que es singular a esa naturaleza obtener sus dones, poderes y facultades no de sí misma, sino del Espíritu Santo, por cuya sola acción constante se pueden ejercer; de la misma manera, el Hijo no quebrantó esta singularidad, sino que aunque Él era el Hijo, no tomó su preparación, enriquecimiento y funcionamiento en Sus propias manos, sino que estuvo dispuesto a recibirlos de manos del Espíritu Santo. El hecho de que el Espíritu Santo descendiera sobre Jesús durante Su Bautismo, a pesar de que Él Lo había recibido sin medida en Su concepción, puede ser sólo explicado si se mantiene en la mira la diferencia entre la vida personal y la vida oficial de Jesús. XXI. No Como en Nosotros “Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto.”—Mt. iv. 1. La representación de que la naturaleza humana de Cristo recibió influencias e impulsos que estimularon y dieron cualidades directamente de Su naturaleza divina, aunque en lo total, es incorrecta, contiene algo de verdad. A menudo distinguimos entre nuestro ego y nuestra naturaleza. Decimos: “Mi naturaleza está contra mí,” o “Mi naturaleza está a mi favor”; de ahí se desprende que nuestra persona activa y anima nuestra naturaleza. Aplicando esto a la Persona del Mediador, se debe distinguir entre Su naturaleza humana y Su Persona. Esta última ha existido desde la eternidad; la primera, fue adoptada en el tiempo. Y puesto que en el Hijo la Persona divina y la naturaleza divina son casi una, se debe reconocer que la Divinidad de Nuestro Señor controló directamente Su naturaleza humana. Este es el significado de la confesión de los hijos de Dios, respecto de que Su Divinidad dio apoyo a Su naturaleza humana. Sin embargo, es erróneo suponer que la Persona divina alcanzó en Su naturaleza humana lo que en nosotros es realizado por el Espíritu Santo. Esto pondría en peligro Su humanidad real y verdadera. Las Escrituras lo niegan absolutamente. En segundo lugar—La obra del Espíritu Santo en la consagración de Jesús a Su oficio (ver “En primer lugar” en la página 93). Esto debería observarse cuidadosamente, en especial porque la Iglesia nunca ha confesado con suficiente fuerza la influencia que el Espíritu Santo ejerce sobre la obra de Cristo. La impresión general es que la obra del Espíritu Santo se inicia sólo una vez que ha terminado la obra del Mediador en la tierra, como si antes de ese momento hubiera estado celebrando Su día de descanso divino. Sin embargo, las Escrituras nos enseñan una y otra vez que Cristo realizó Su obra mediadora controlada e impulsada por el Espíritu Santo. Ahora consideraremos esta influencia en relación a Su consagración a Su oficio.

Cristo ya había dado testimonio de este rescate por medio del espíritu de los profetas, a través de la boca de Isaías: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos.” Pero el gran hecho del cual uno no puede enterarse a través de la profecía es el del descenso del Espíritu Santo en el Jordán. Isaías, seguramente, se refería en parte a este evento; pero principalmente, a la unción en el consejero de paz. Sin embargo, cuando Jesús emergió del Jordán y el Espíritu Santo descendió sobre Él como paloma, se oyó una voz del cielo diciendo, “Este es mi Hijo amado,” sólo entonces la unción se volvió real. En lo que respecta al evento en sí, mencionaremos sólo unas pocas palabras. Que el Bautismo de Cristo no fue puramente un rito, sino que el cumplimiento de toda justicia demuestra que Él se sumergió en el agua cargado con nuestros pecados. De ahí, por lo tanto, que San Juan haga que las palabras, “He aquí el Cordero de Dios” (Jn. i. 29), precedan al relato de Su Bautismo. Por tanto, es incorrecto decir que Cristo fue instalado en Su oficio Mesiánico sólo en Su Bautismo. Por el contrario, Él fue ungido desde la eternidad. Por ello, Él no puede ser representado como si, de acuerdo con la medida de Su desarrollo, hubiera estado inconsciente por un momento respecto de la tarea de Mesías que recaía sobre Él. Esto radica en Su santa Persona; no fue añadida a Él en un período posterior, sino que fue Suya antes de que Adán cayera. Y aunque en Su conciencia humana, Su Persona alcanzaba estatura gradualmente, siempre se trató de la estatura del Mesías. Esto se hace evidente cuando, en Su respuesta a la edad de doce años, habló de las cosas de Su Padre de las cuales debía ocuparse; y aún más claramente, en las palabras que con autoridad dijo a Juan el Bautista: “Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia.” Y, sin embargo, es sólo en Su Bautismo que Jesús recibe la verdadera consagración a Su oficio. Esto se demuestra por el hecho de que inmediatamente después del Bautismo, Él entró públicamente a Su rol como Maestro; y también por el propio evento, y por la voz del cielo que lo señala a Él como el Mesías; y especialmente por el descenso del Espíritu Santo, el cual no puede ser interpretado de ninguna otra manera sino como la consagración a Su santo oficio. Lo que hemos dicho en relación a la comunicación del Espíritu Santo, que capacita a alguien para el oficio, tal como en el caso de Saúl, David, y otros, resulta tener aquí aplicación directa. Aunque en Su naturaleza humana, Jesús estuvo personalmente en constante comunión con el Espíritu Santo, aun así la comunicación oficial fue establecida sólo en el momento de Su Bautismo. Sin embargo, por causa de esta diferencia, mientras que en otros la persona y su oficio son separados al momento de la muerte, en el Mesías ambos permanecen unidos incluso durante y después de la muerte, para continuar de ese modo hasta el momento en que Él deba entregar el Reino a Dios el Padre, para que así Dios sea todo en todo. De ahí la observación descriptiva de Juan: “Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él” (Jn. i. 32). Y, por último, ante la pregunta de por qué la Persona del Mediador necesitaba este importante evento y los tres signos que lo acompañan, nuestra respuesta es la siguiente: En primer lugar, Cristo debe ser un verdadero hombre incluso en Su oficio, por lo que debe ser instalado de acuerdo a la costumbre humana. Él entra a Su ministerio público a los treinta años; Él es públicamente instalado y ungido con el Espíritu Santo. En segundo lugar, debido a Su conciencia humana, esta sorprendente revelación del cielo era de suma necesidad. El conflicto de la tentación debía ser absoluto, es decir, indescriptible; de ahí que la impronta de Su consagración debe ser indestructible. En tercer lugar, era necesario distinguir frente a los apóstoles y la Iglesia, y sin dejar lugar a dudas, al verdadero Mesías respecto de todos los seudo-mesías y anticristos. Este es el motivo del firme interés de San Juan en este evento. Si la obra del Espíritu Santo respecto de la consagración es evidente y está claramente indicada en la Sagrada Escritura, el hecho de que la influencia oficial del Espíritu Santo acompañara al Mediador a través de toda la administración de Su oficio no está establecido en forma menos clara. Esto se desprende de los hechos inmediatamente posteriores al Bautismo. San Lucas relata que Jesús, estando lleno del Espíritu Santo, fue llevado por el Espíritu al desierto. San Mateo añade: “para ser tentado por el diablo.” Se dice que el Espíritu tomó a

Elías, Ezequiel y algunos otros, y los trasladó a otro lugar. Esto se presenta en evidente conexión con respecto de lo que hemos leído aquí de Jesús. Pero con la siguiente diferencia, y es que mientras que en aquellos casos la fuerza impulsora vino a ellos desde fuera, Jesús, siendo lleno del Espíritu Santo, sintió la presión de esa fuerza en las profundidades de Su propia alma. Y, sin embargo, a pesar de que esta acción del Espíritu Santo estaba activa en Su alma, no fue lo mismo que los impulsos de la naturaleza humana de Cristo. Jesús no habría ido al desierto por Sí mismo; Su ida a ese lugar fue el resultado del Espíritu Santo dirigiéndolo. Esta es la única manera en que este pasaje puede recibir su explicación completa. En San Lucas se muestra que la dirección del Espíritu Santo no se limitó a este único acto. San Lucas relata (cap. iv. 14) que después de la tentación, Jesús regresó a Galilea en el poder del Espíritu Santo, entrando entonces al ministerio público de Su oficio profético. Evidentemente, el propósito de las Escrituras es destacar la incapacidad de la naturaleza humana que Cristo había adoptado para cumplir con la obra del Mesías; esta sólo pudo ser lograda mediante la constante acción y la poderosa dirección del Espíritu Santo, por medio del cual, Su naturaleza humana fue de tal manera fortalecida, que pudo ser el instrumento del Hijo de Dios para la realización de Su maravillosa obra. Jesús era consciente de esto, y lo indicó expresamente al comienzo de Su ministerio. En la sinagoga, se dirigió a Isaías lxi. 1 y leyó para los presentes: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová”; y luego agregó: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros.” El Espíritu Santo no sólo apoyó Su naturaleza humana al momento de la tentación y del inicio del ministerio, sino en todas Sus poderosas acciones; como Cristo mismo declaró: “Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt. xii. 28). Más aun, San Pablo enseña que los dones de sanidad y milagros proceden del Espíritu Santo; y esto, en relación a la afirmación de que estos poderes operaron en Jesús (Mr. vi. 14), nos convence de que estos fueron los poderes del Espíritu Santo mismo. Otra vez, con frecuencia se dice que Él se regocijó en el Espíritu, o que estaba turbado en el Espíritu; lo que puede interpretarse como un regocijo o una turbación frente a dificultades que se generan en Su propio espíritu; pero esto no es una explicación completa. Cuando se refiere a Su propio espíritu, se puede leer: “Y gimiendo en su espíritu” (Mr. viii. 12). Pero en los otros casos interpretamos las expresiones como apuntando a emociones que son más profundas y más gloriosas, de las cuales nuestra naturaleza humana es susceptible sólo cuando permanece en el Espíritu Santo. Pues, aunque San Juan afirma que Jesús gimió en Sí mismo (cap. xi. 38), esto no es contradictorio, especialmente en relación a Jesús. Si el Espíritu Santo siempre moró en Él, la misma emoción se puede atribuir tanto a Él como al Espíritu Santo. Sin embargo, exceptuando estos pasajes y sus interpretaciones, se ha dicho lo suficiente como para demostrar que esa parte de la obra de mediación de Cristo, comenzando con Su Bautismo y concluyendo en el aposento alto, fue caracterizada por la acción, la influencia y el apoyo del Espíritu Santo. De acuerdo al divino consejo, en la creación, la naturaleza humana se ha adaptado a la obra interior del Espíritu Santo, sin la cual no puede desplegarse a sí misma más de lo que el capullo de una rosa puede hacerlo sin la luz y la influencia del sol. Como el oído no puede escuchar sin sonido, y el ojo no puede ver sin luz; así es nuestra naturaleza humana sin la luz y la morada interior del Espíritu Santo, incompleta. Por tanto, cuando el Hijo asumió la naturaleza humana, la tomó tal como es; es decir, incapaz de realizar cualquier acción santa el poder del Espíritu Santo. Por lo tanto, el Espíritu Santo concibió que desde un principio la naturaleza humana de Cristo estuviera ricamente dotada de poderes. El Espíritu Santo desarrolló estos poderes, y Cristo fue consagrado a Su oficio mediante la comunicación de los dones Mesiánicos a Su naturaleza humana; mediante los cuales Él todavía intercede por nosotros como nuestro Sumo Sacerdote y nos gobierna como nuestro Rey. Y por esta razón, Él fue guiado, impulsado, animado y apoyado por el Espíritu Santo en cada etapa de Su ministerio Mesiánico. Existen tres diferencias entre la comunicación que ocurre entre el Espíritu Santo y la naturaleza humana de Jesús, y aquella que ocurre con nosotros:

En primer lugar, el Espíritu Santo se encuentra siempre en nuestros corazones con la resistencia propia del mal. El corazón de Jesús no tenía pecado ni maldad. Por lo tanto, en Su naturaleza humana, el Espíritu Santo no encontró resistencia. En segundo lugar, la acción, la influencia, el apoyo y la dirección del Espíritu Santo en nuestra naturaleza humana es siempre personal; es decir, en parte imperfecta; en la naturaleza humana de Jesús fue vital, perfecta, no dejó vacío alguno. En tercer lugar, el Espíritu Santo se encuentra con un ego en nuestra naturaleza que, en unión a ella, se opone a Dios; mientras que en Cristo, la Persona que encontró participando de la naturaleza divina en Su naturaleza humana, era absolutamente santa. Pues el Hijo, habiendo adoptado la naturaleza humana en unión con Su Persona, estaba cooperando con el Espíritu Santo.

XXII. El Espíritu Santo en la Pasión de Cristo “El cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo.”—Heb. ix. 14. En tercer lugar—Examinaremos la obra del Espíritu Santo en el sufrimiento, la muerte, resurrección y exaltación de Cristo (ver "Primero" y "Segundo", páginas ___ y __). En la Epístola a los Hebreos, el apóstol pregunta: “Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne; ¿cuánto más la sangre de Cristo, limpiará vuestras conciencias de obras muertas?” añadiendo las palabras: “el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios.” El significado de estas palabras ha sido objeto de controversia. Beza y Gomarus entendieron que el Espíritu Eterno significaba la naturaleza divina de Cristo. Calvino y la mayoría de los reformadores lo tomaron como si se refiriera al Espíritu Santo. Los expositores de de hoy, especialmente los de tendencias racionalistas, lo entienden simplemente como la tensión de la naturaleza humana de Cristo. Junto a la mayoría de los expositores ortodoxos, adoptamos el punto de vista de Calvino. La diferencia entre Calvino y Beza es aquella a la que ya se ha hecho referencia. La pregunta es si acaso en lo que respecta a Su naturaleza humana, Cristo sustituyó la obra interna del Hijo por la del Espíritu Santo, o si Él simplemente tuvo la acción normal del Espíritu Santo. En la actualidad muchos han adoptado el primer punto de vista sin tener una comprensión clara de la diferencia entre ambos. Y por lo tanto razonan: “¿Acaso no están ambas naturalezas unidas en la Persona de Jesús? ¿Por qué, entonces, el Espíritu Santo debería ser añadido para capacitar la naturaleza humana? ¿No podría acaso el Hijo mismo hacer esto?” Y así, llegan a la conclusión de que, dado que el Mediador es Dios, no puede haber necesidad de una obra del Espíritu Santo en la naturaleza humana de Cristo. Y, sin embargo, este punto de vista debe ser rechazado, debido a— En primer lugar, Dios ha creado la naturaleza humana de tal manera que, sin el Espíritu Santo, no puede tener ninguna virtud ni santidad. La justicia original de Adán fue obra y fruto del Espíritu Santo tan auténticamente como hoy lo es la nueva vida en el que ha sido regenerado. El Espíritu Santo brillando al interior es tan esencial a la santidad como lo es para la vista la luz que brilla en el ojo. En segundo lugar, de acuerdo con la distinción de tres Personas divinas, la obra del Hijo con referencia a la naturaleza humana es distinta de la obra del Espíritu Santo. El Espíritu Santo no podía convertirse en carne; esto es algo que sólo el Hijo podía hacer. El Padre no ha entregado todas las cosas al Espíritu Santo. El Espíritu Santo trabaja desde el Hijo, pero el Hijo depende del Espíritu Santo para aplicar la redención a las personas. El Hijo adopta nuestra naturaleza, y de este modo se relaciona a Sí mismo con toda la especie; pero luego, sólo el Espíritu Santo puede entrar en las almas de las personas para glorificar al Hijo en los hijos de Dios.

La aplicación de estos dos principios a la Persona de Cristo nos permite ver que Su naturaleza humana no podía otorgarle la constante iluminación interior del Espíritu Santo. Por eso las Escrituras declaran: “Él le dio el Espíritu sin medida.” El Hijo tampoco podía, de acuerdo a Su propia naturaleza, tomar el lugar del Espíritu Santo, sino que en la economía divina, por causa de Su unión con la naturaleza humana, Él siempre dependió del Espíritu Santo. En cuanto a la interrogante respecto de si la Divinidad de Cristo apoyó o no a Su humanidad, nuestra respuesta es: No cabe duda de que sí lo hizo; pero nunca en forma independiente al Espíritu Santo. Nosotros desmayamos, pues resistimos, contristamos y rechazamos al Espíritu Santo. Cristo fue siempre victorioso porque Su divinidad nunca aflojó Su apoyo sobre el Espíritu Santo en Su humanidad, sino que lo recibió y se adhirió a Él con todo el amor y la energía del Hijo de Dios. La naturaleza humana es limitada. Es susceptible de recibir del Espíritu Santo para poder así ser su templo. Sin embargo, esa susceptibilidad tiene sus límites. Enfrentada por la muerte eterna, pierde su tensión y cae fuera de la comunión del Espíritu Santo. De ahí que no tenemos bien imperdible en nosotros mismos, sino sólo como miembros del cuerpo de Cristo. Fuera de Él, la muerte eterna tendría poder sobre nosotros, nos separaría del Espíritu Santo y nos destruiría. Por lo tanto, toda nuestra salvación se encuentra en Cristo. Él es nuestra ancla que ha sido arrojada dentro del velo. En cuanto a la naturaleza humana de Cristo, esta se encontró con la muerte eterna y pasó a través de ella. Esto no podría ser de otra manera. Si Él sólo hubiese pasado a través de la muerte temporal, la muerte eterna aún se encontraría invicta. Nuestra respuesta a la pregunta de cómo Su naturaleza humana pudo pasar por la muerte eterna y no perecer, sin tener un Mediador para sostenerlo a través de ella, es la siguiente: La naturaleza humana de Cristo habría sido aplastada por ella, y la iluminación interior del Espíritu Santo habría cesado si Su naturaleza divina, es decir, el infinito poder de Su Divinidad, no hubiera estado por debajo de Su naturaleza humana. De ahí que el apóstol declare: “el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo,” no a través del Espíritu Santo. Ambas expresiones no son equivalentes. Existe una diferencia entre el Espíritu Santo, la tercera Persona de la Divinidad, separado de mí, y el Espíritu Santo obrando dentro de mí. Las palabras de las Escrituras, “Él estaba lleno del Espíritu Santo,” se refieren no sólo a la Persona del Espíritu Santo, sino también a Su obra en el alma del hombre. Así, con referencia a Cristo, existe una diferencia entre las expresiones: “Él fue concebido por el Espíritu Santo,” “El Espíritu Santo descendió sobre Él,” “Ser lleno del Espíritu Santo,” y “El cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo.” Las dos últimas citas indican el hecho de que el espíritu de Jesús había alojado al Espíritu Santo y se había identificado con Él; casi en el mismo sentido que en Hechos xv. 28: “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros.” El término “Espíritu Eterno” fue elegido para indicar que la Persona divino-humana de Cristo entró en tal indisoluble comunión con el Espíritu Santo, que ni siquiera la muerte eterna pudo romperla. Un análisis más detenido de los sufrimientos de Cristo aclarará este punto. Cristo no nos redimió únicamente mediante Sus sufrimientos: siendo escupido, azotado, coronado con espinas, crucificado y muerto; sino que esta pasión se hizo efectiva para nuestra redención mediante Su amor y obediencia voluntaria. Estos dos son llamados generalmente Su cumplimiento pasivo y activo. Por el primero, entendemos Su real aguante y carga de dolor, angustia y muerte; por el segundo, Su celo por el honor de Dios, el amor, la fidelidad, y la compasión divina por los que Él se hizo obediente aun hasta la muerte—así es, la muerte de cruz. Y ambos son esencialmente distintos. Satanás, por ejemplo, también lleva el castigo y lo llevará para siempre, pero él carece de la disposición para llevarlo. Esto, sin embargo, no afecta la validez de la pena. Un asesino que se encuentra en la horca puede maldecir a Dios y a los hombres hasta el final, pero esto no invalidará su castigo. Ya sea que él maldiga u ore, resulta igualmente válido. Por lo tanto, en los sufrimientos de Cristo había mucho más que un mero cumplimiento penal pasivo. Nadie obligó a Jesús. Él, partícipe de la naturaleza divina, no podía ser obligado, sino que Se ofreció a Sí mismo muy voluntariamente: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí.” Para entregar ese sacrificio voluntario, él adoptó el cuerpo preparado con la misma voluntad: “El cual, siendo en forma de Dios, no

estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”; “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia.” Y para dar mayor prueba de esta obediencia hasta la muerte, en Su interior Se consagró a la muerte, como Él mismo declaró: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo.” Esto lleva a la importante interrogante respecto de si Jesús entregó esta obediencia y consagración en forma externa a Su naturaleza humana o dentro de ella, para que se manifestara a sí misma en Su naturaleza humana. Sin duda, lo correcto es la segunda aseveración. La naturaleza divina no puede aprender ni ser tentada; el Hijo no podría amar al Padre sino con amor eterno. En la naturaleza divina no existe el más o el menos. Suponer esto aniquila la naturaleza divina. La afirmación respecto de que, “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia,” no significa que Él como Dios aprendió la obediencia, porque Dios no puede obedecer. Dios rige, gobierna, ordena, pero nunca obedece. Como Rey, Él puede servirnos sólo en forma de esclavo, ocultando Su majestad principesca, habiéndose derramado a Sí mismo, de pie ante nosotros como un despreciado entre los hombres. Y por lo tanto, respecto de “Y aunque era Hijo,” se entiende: si bien en Su Ser interior Él es Dios el Hijo, aun así estuvo frente a nosotros en tal humildad, que nada traicionó Su divinidad; así es, Él fue tan humilde, que incluso aprendió obediencia. Por tanto, si el Mediador como hombre mostró en Su naturaleza humana tal celo por Dios y tal compasión por los pecadores, que voluntariamente Se entregó a Sí mismo hasta la muerte, entonces es evidente que Su naturaleza humana no podía ejercer tal consagración sino por la obra interna del Espíritu Santo; y una vez más, que el Espíritu Santo no podría haber efectuado tal obra interna a menos que el Hijo lo hubiera querido y deseado. El grito del Mesías se escucha en las palabras del salmista: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado.” El Hijo estaba dispuesto, por lo tanto, a vaciarse de tal modo a Sí mismo que fuera posible que Su naturaleza humana pasara a través de la muerte eterna; y con este fin, Él Se dejó llenar de todo el poderío del Espíritu de Dios. Por lo tanto, el Hijo se ofreció a Sí mismo “mediante el Espíritu eterno para que sirváis al Dios vivo.” De ahí que la obra del Espíritu Santo en la obra de la redención no se iniciara sólo en Pentecostés; sino que el mismo Espíritu Santo que da aliento a toda vida en la creación, sostiene y capacita nuestra naturaleza humana; y en Israel y los profetas, forjó la obra de revelación; también preparó el cuerpo de Cristo; adornó Su naturaleza humana con dones afables y los puso en funcionamiento; Lo instaló en Su oficio; Lo llevó a la tentación; Lo capacitó para echar fuera demonios y, finalmente, Lo habilitó para concluir esa eterna obra de cumplimiento mediante la cual nuestras almas son redimidas. Esto explica por qué Beza y Gomarus no podían estar satisfechos del todo con la exposición de Calvino. Calvino dijo que se trataba de la obra del Espíritu Santo, separada de la divinidad del Hijo. Y ellos consideraban que algo estaba faltando. Pues el Hijo no Se aferró a ninguna reputación, y Se hizo obediente; pero si todo esto es la obra del Espíritu Santo, entonces nada queda de la obra del Hijo. Y para escapar a esta postura, ellos adoptaron el otro extremo y declararon que el Espíritu Eterno sólo hacía referencia al Hijo de acuerdo con Su naturaleza divina—una tesis que no puede aceptarse, pues a la naturaleza divina nunca se le designa como espíritu. Pero ellos no estaban del todo mal. La reconciliación de estas opiniones contrarias debe buscarse en la diferencia entre la existencia del Espíritu Santo sin nosotros, y Su obra al interior de nosotros tal como la ha recibido nuestra naturaleza, e identificada con la propia obra de ella. Y ya que el Hijo, mediante Su Divinidad, permitió a Su naturaleza humana efectuar esta unión en el terrible conflicto con la muerte eterna—entonces, el apóstol confiesa que el sacrificio del Mediador fue hecho por la obra del Espíritu Eterno. XXIII. El Espíritu Santo en el Cristo Glorificado “Que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos.”—Rom. i. 4.

De los estudios anteriores se desprende que, a medida que Cristo descendía por los diversos pasos de Su humillación hacia la muerte en la cruz, el Espíritu Santo realizaba una obra en Su naturaleza humana. La interrogante se plantea ahora respecto de si Él también tuvo una obra en los diversos pasos de la exaltación de Cristo hacia la excelente gloria, es decir, en Su resurrección, ascensión, dignidad real y segunda venida. Antes de responder a esta pregunta, debemos considerar en primer lugar la naturaleza de esta obra en la exaltación. Porque es evidente que debe diferir mucho respecto de la de Su humillación. En esta última, Su naturaleza humana sufrió violencia. Sus sufrimientos no sólo antagonizaron Su naturaleza divina, sino también Su naturaleza humana. Sufrir el dolor, el insulto y la burla, ser azotado y crucificado, va en contra de la naturaleza humana. El esfuerzo para resistir tales sufrimientos y para escapar de ellos, resulta completamente natural. El gemido de Cristo en Getsemaní es la expresión natural del sentimiento humano. Él fue cargado con la maldición y la ira de Dios en contra del pecado de la especie. Entonces, la naturaleza humana luchó contra esa carga; y el grito, “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa,” fue un grito de horror sincero y natural que la naturaleza humana no podía reprimir. Y no sólo en Getsemaní; aunque en menor grado, Él experimentó lo mismo a través de toda Su humillación. Su propio derramamiento no fue una simple pérdida o aflicción, sino un volverse cada vez más y más desposeído; hasta que finalmente no quedó nada de Él, sino sólo un pedazo de tierra donde Él pudiera llorar y una cruz sobre la cual Él pudiera morir. Él renunció a todo lo que el corazón y la carne tanto aprecian, hasta que, sin amigo ni hermano, sin recibir una sola muestra de amor, y en medio de la risa burlona de Sus calumniadores, Él entregó el espíritu. Ciertamente, Jesús pisó solo el lagar. Siendo Su humillación tan profunda y real, no es de extrañar que el Espíritu Santo socorriera y consolara a Su naturaleza humana, de modo que ella no fuera aplastada. Porque la obra que le corresponde al Espíritu Santo es hacer posible que la naturaleza humana, mediante los dones de la gracia, pueda mantenerse firme frente a la tentación de pecar producida por la aflicción, y superarla. Él animó a Adán antes de la caída; hoy, Él consuela y apoya a todos los hijos de Dios; y Él hizo lo mismo en la naturaleza humana de Jesús. Lo que es el aire a la naturaleza física del hombre, el Espíritu Santo lo es a su naturaleza espiritual. Sin aire, hay muerte en nuestros cuerpos; sin el Espíritu Santo, hay muerte en nuestras almas. Y como Jesús debía morir, aunque Él era el Hijo, cuando le faltó la respiración ya no pudo vivir de acuerdo a Su naturaleza humana, a pesar de que Él era el Hijo, con la excepción de que el Espíritu Santo habitaba en esa naturaleza. Dado que, de acuerdo al lado espiritual de Su naturaleza humana, Él no estaba muerto tal como nosotros lo estamos, sino que nació en posesión de la vida de Dios; entonces era imposible que Su naturaleza humana existiera por un solo momento sin el Espíritu Santo. Pero, ¡cuán diferente es lo que ocurre en el estado de Su exaltación! El honor y la gloria no están en contra de la naturaleza humana, sino que la sacian. Ella los codicia y anhela con todas sus fuerzas. De ahí que esta exaltación no creara ningún conflicto en el alma de Jesús. Su naturaleza humana no necesitaba ayuda para soportarla. Entonces, se desprende la pregunta: ¿Qué es, por lo tanto, lo que el Espíritu Santo podría hacer por la naturaleza humana en el estado de gloria? En cuanto a la resurrección, las Escrituras enseñan en más de una oportunidad que ella estaba conectada a una obra del Espíritu Santo. San Pablo dice (Rom. i.4) que Jesús fue “declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos.” Y San Pedro dice (1 P. iii. 18) que Cristo “siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu,” lo que evidentemente se refiere a la resurrección, tal como lo demuestra el contexto: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios.” Su muerte apunta hacia la crucifixión; y Su vivificación, que es lo contrario de la última, sin duda se refiere a Su resurrección. San Pablo, hablando de nuestra resurrección en Rom. vii. 11, explica estas declaraciones un tanto desconcertantes afirmando que “si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a

Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros.” Este pasaje dice tres cosas acerca de nuestra resurrección: En primer lugar, que el Dios Trino nos vivificará. En segundo lugar, que esto será realizado mediante una obra especial del Espíritu Santo. En tercer lugar, que será efectuado mediante el Espíritu que mora en nosotros. San Pablo nos induce a aplicar estas tres cosas a Cristo, pues Él mismo compara Su resurrección con la nuestra; no sólo en lo que respecta al hecho en sí, sino también en relación a la obra mediante la cual se efectuó. Por lo tanto, con referencia a lo último, se debe declarar: En primer lugar, que el Dios Trino Lo levantó de los muertos; San Pedro lo declaró claramente en el día de Pentecostés: “al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte,” San Pablo lo repitió en Ef. i. 20, pasaje en el cual se habla de “Su gran poder” el cual Él operó en Cristo cuando Lo levantó de los muertos. En segundo lugar, que Dios el Espíritu Santo llevó a cabo una obra singular en la resurrección. En tercer lugar, que Él realizó esta obra en Cristo desde dentro, habitando en Él: “Que mora en vosotros.” La naturaleza de esta obra se desprende de la participación que el Espíritu Santo tuvo tanto en la creación de Adán como en nuestro nacimiento. Si el Espíritu enciende y trae a existencia toda vida, especialmente en el hombre, entonces fue Él quien reavivó la chispa que el pecado y la muerte habían apagado. Él Lo hizo en Jesús; Él así mismo lo hará en nosotros. La única dificultad restante se encuentra en el tercer punto: “Que mora en vosotros.” La obra del Espíritu Santo en nuestra creación y, por tanto, en la de la naturaleza humana de Cristo, vino desde fuera; en la resurrección, opera desde dentro. Por supuesto que las personas que mueren no siendo templos del Espíritu Santo están excluidas. San Pablo habla exclusivamente de los hombres cuyos corazones son Su templo. Por lo tanto, al representarlo habitando en ellos, San Pablo Lo llama el Espíritu de santidad, mientras que Pedro lo llama el “Espíritu”; esto indica que no se refieren a una obra del Espíritu Santo en oposición al espíritu de Jesús, sino a una en la cual Su espíritu accedió y cooperó. Y esto concuerda con las propias palabras de Cristo, respecto de que en la resurrección Él no tendría un rol pasivo, sino uno activo: “Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.” Los apóstoles declaran una y otra vez no sólo que Jesús fue levantado de los muertos, sino que Él se ha levantado. Él así lo había predicho, y los ángeles dijeron: “No está aquí, pues ha resucitado.” Por tanto, llegamos a la siguiente conclusión: la obra del Espíritu Santo en la resurrección fue diferente de aquella que operó en la humillación; fue similar a la de la creación; y fue realizada desde dentro por el Espíritu que habitó en Él sin medida, quien permaneció con Él a través de Su muerte, y en cuya obra Su propio espíritu estuvo totalmente de acuerdo. La obra del Espíritu Santo en la exaltación de Cristo no es tan fácil de definir. Las Escrituras nunca hablan de ella en relación con Su ascensión, Su posición a la diestra del Padre, ni con la segunda venida del Señor. Su relación con el descenso en Pentecostés será tratada en el lugar que le corresponde. La luz sobre estos puntos sólo puede obtenerse a partir de las declaraciones esparcidas relativas a la obra del Espíritu Santo sobre la naturaleza humana en general. Según las Escrituras, el Espíritu Santo pertenece a nuestra naturaleza tal como la luz al ojo; no sólo en su condición de pecadores, sino también en su estado sin pecado. De esto se deduce que Adán, antes de que cayera, no carecía de Su obra interna; por lo que, en la Jerusalén celestial, nuestra naturaleza humana Lo poseerá en una medida más rica, más completa y más gloriosa. Pues nuestra naturaleza santificada es la morada de Dios a través del Espíritu—Ef. ii. 22. Si, por consiguiente, nuestra dicha en el cielo consiste en el goce de los placeres de Dios, y es el Espíritu Santo quien entra en contacto con nuestro ser más íntimo, se deduce que, en el cielo, Él no puede salir de nosotros. Y por lo tanto, sobre esta base confesamos que no sólo los

elegidos sino también el Cristo glorificado, quien sigue siendo un verdadero hombre en el cielo, deberán seguir siendo llenados eternamente del Espíritu Santo. Esto es lo que nuestras iglesias siempre han confesado en la Liturgia: “El mismo Espíritu que mora en Cristo como la Cabeza y en nosotros como Sus miembros.” El mismo Espíritu Santo que ha realizado Su obra en la concepción de nuestro Señor; quien asistió a la evolución de Su naturaleza humana; quien trajo a actividad cada don y cada poder en Él; quien Lo consagró en Su oficio como el Mesías; quien Lo capacitó para cada conflicto y tentación; quien Lo facultó para echar fuera demonios; y quien Lo apoyó en Su humillación, pasión y amarga muerte; fue el mismo Espíritu que realizó Su obra en Su resurrección, a fin de que Jesús fuera justificado en el Espíritu (1 Tim. iii. 16); y es quien habita ahora en la naturaleza humana glorificada del Redentor en la Jerusalén celestial. En cuanto a esto, cabe señalar que Jesús dijo de Su cuerpo: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.” El Templo era la morada de Dios en Sión; por lo cual era un símbolo de la morada de Dios que se debía establecer en nuestros corazones. Por lo tanto, esta expresión no se refiere a la morada interior del Hijo en nuestra carne, sino a la del Espíritu Santo en la naturaleza humana de Jesús. Por esta razón, San Pablo escribe a los Corintios: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros?” Si el apóstol llama a nuestros cuerpos templos del Espíritu Santo, ¿por qué se debería tomar en otro sentido, cuando se habla en relación a Jesús? Si Cristo habitó en nuestra carne, es decir, en nuestra naturaleza humana, en cuerpo y alma, y si el Espíritu Santo mora, por el contrario, en el templo de nuestro cuerpo, vemos que Jesús mismo consideró Su muerte y resurrección como un terrible proceso de sufrimiento a través del cual Él debía entrar en la gloria, pero sin estar por un solo momento separado del Espíritu Santo.

El Derramamiento Del Espíritu Santo XXIV. El derramamiento del Espíritu Santo “Pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado.”— Juan 7: 39. Hemos llegado a la parte más difícil en la discusión de la obra del Espíritu Santo, esto es, el derramamiento del Espíritu Santo en el décimo día después de la ascensión. En el manejo de este tema, no es nuestro objetivo crear un nuevo interés en la celebración de Pentecostés. Lo consideramos casi imposible, pues la naturaleza del hombre es muy poco espiritual como para lograrlo con éxito. Pero en forma muy reverente, realizaremos un esfuerzo para dar, a todos aquellos en que el Espíritu Santo ya ha comenzado la obra en sus corazones, una visión más clara respecto de este evento. Pues, aunque el relato del segundo capítulo de Hechos pueda parecer simple, en realidad es muy complejo y difícil de explicar; y quien intente seriamente comprender y explicar este evento, a medida que profundice en los vínculos íntimos de la Sagrada Escritura, se encontrará cada vez con mayores dificultades. Por esta razón, establecemos que nuestra exposición no va a resolver totalmente este misterio. Simplemente procuraremos anclar más seriamente a él las mentes santificadas del pueblo de Dios; y convencerlo de que, en general, este tema es tratado con demasiada superficialidad. En el análisis de este acontecimiento, surgen cuatro dificultades: En primer lugar, ¿cómo explicaremos el hecho de que mientras que el Espíritu Santo fue derramado sólo en Pentecostés, los santos del Antiguo Pacto ya eran partícipes de Sus dones? En segundo lugar, ¿cómo distinguiremos el derramamiento del Espíritu Santo ocurrido hace diecinueve siglos, respecto de Su entrada en el alma de los inconversos el día de hoy? En tercer lugar, ¿cómo podían los apóstoles—quienes ya habían hecho la buena confesión, abandonándolo todo, siguiendo a Jesús, y sobre quienes Él había soplado diciendo: “Recibid el Espíritu Santo”—no haber recibido el Espíritu Santo sino hasta el décimo día después de la ascensión? En cuarto lugar, ¿cómo debemos explicar las señales misteriosas que acompañan el derramamiento? No hay ángeles alabando a Dios, sino que se escucha un sonido como el de un viento apresurado y poderoso; y no aparece la gloria del Señor, sino que lenguas de fuego se ciernen sobre sus cabezas; no se produce teofanía, sino un hablar con sonidos extraños e inusuales, pero que sin embargo, fueron entendidos por quienes se encontraban presentes. Con referencia a la primera dificultad: Cómo explicar el hecho de que, mientras que el Espíritu Santo sólo fue derramado en Pentecostés, los santos del Antiguo Pacto ya eran partícipes de Sus dones. Llevemos esto a lo concreto: ¿cómo se deberían conciliar los siguientes pasajes?

“porque yo estoy con vosotros, dice Jehová de los ejércitos, así mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis” (Hag. ii. 4, 5); y “Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado” (Jn. vii. 39). Evidentemente, las Escrituras pretenden impresionarnos con ambos hechos, respecto de que el Espíritu Santo vino sólo en el día de Pentecostés, y que el mismo Espíritu ya había obrado durante siglos en la Iglesia del Antiguo Pacto. San Juan no sólo declara concluyentemente que el Espíritu Santo aún no había sido dado, sino que las predicciones de los profetas y de Jesús, y toda la postura de los apóstoles, demuestran que a este hecho no se le puede restar la más mínima importancia. En primer lugar, examinaremos las profecías. Isaías, Ezequiel y Joel, contienen un testimonio innegable respecto de que esto era lo que los profetas esperaban. Isaías dice: “Porque los palacios quedarán desiertos, la multitud de la ciudad cesará—hasta que sobre nosotros sea derramado el Espíritu de lo alto, y el desierto se convierta en campo fértil, y el campo fértil sea estimado por bosque. Y habitará el juicio en el desierto, y en el campo fértil morará la justicia.” Esta profecía se refiere, evidentemente, a un derramamiento del Espíritu Santo, que efectuará una obra de salvación a gran escala, ya que termina con la promesa: “Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre” (Is. xxxii. 14-17). De la misma manera, Ezequiel profetizó “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra. Y os guardaré de todas vuestras inmundicias; No lo hago por vosotros, dice Jehová el Señor, sabedlo bien” (cap. xxxvi. 25); Ez. xi. 19 provee la introducción a esta profecía: “Así ha dicho Jehová el Señor: Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, para que anden en mis ordenanzas.” Joel pronunció su conocida profecía: “Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días” (Jl. ii. 30, 31); —una profecía que, según la magistral exposición de San Pedro, se refiere directamente al día de Pentecostés. Zacarías añade una hermosa profecía (xii. 10): “Y derramaré espíritu de gracia y de oración.” Es cierto que estas profecías fueron dadas a Israel durante su período tardío, cuando la vigorosa vida espiritual de la nación había ya muerto. Sin embargo, Moisés expresó el mismo pensamiento en su oración profética: “Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su espíritu sobre ellos” (Nm. xi. 29). Pero estas profecías son prueba de la convicción profética del Antiguo Testamento, respecto de que la dispensación del Espíritu Santo en esos días era en extremo imperfecta; de que la verdadera dispensación del Espíritu Santo aún se tardaba; y que sólo en los días del Mesías vendría en toda su plenitud y gloria. En cuanto a la segunda dificultad, nuestro Señor, en varias ocasiones, puso el sello de Su autoridad divina sobre esta convicción profética; anunciando a Sus discípulos la aún futura venida del Espíritu Santo: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; porque mora con vosotros, y estará en vosotros” (Jn. xiv. 16, 17); “Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí” (Jn. xv. 26); “He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lc. xxiv. 49); “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Jn. xvi. 7, 8). Y por último: Él les mandó que no se apartaran de Jerusalén, sino que esperaran la promesa del Padre, “la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo

dentro de no muchos días. Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” (Hch. i. 4, 5, 8). La tercera dificultad se satisface, por el hecho de que los mensajes de los apóstoles concuerdan con la enseñanza de las Escrituras. Ellos, efectivamente, permanecieron en Jerusalén sin siquiera tratar de predicar durante los días que transcurrieron entre la ascensión y Pentecostés. Ellos explican el milagro de Pentecostés, como el cumplimiento de las profecías de Joel y Jesús, y ven en él algo nuevo y extraordinario; y nos muestran claramente que en sus días, se consideraba que un hombre que quedó fuera del milagro de Pentecostés, no sabía nada sobre el Espíritu Santo. Pues cuando se preguntó a los discípulos de Efeso, ¿Recibisteis el Espíritu Santo?” ellos respondieron ingenuamente: “Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo.” Por tal razón, no cabe duda de que la Sagrada Escritura pretende enseñarnos y convencernos de que el derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés fue Su primera y verdadera venida sobre la Iglesia. Pero, ¿cómo puede conciliarse esto con pasajes del Antiguo Testamento, tales como los siguientes? “Pues ahora, Zorobabel, esfuérzate, dice Jehová; esfuérzate también, Josué… sumo sacerdote; porque yo estoy con vosotros,…así mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis” (Hag. ii. 4, 5), y de nuevo “Pero se acordó de los días antiguos, de Moisés y de su pueblo, diciendo: ¿Dónde está el que les hizo subir del mar con el pastor de su rebaño? ¿Dónde el que puso en medio de él su santo Espíritu?” (Is. lxiii. 11). David estaba consciente de que había recibido el Espíritu Santo, pues después de su caída él ora: “Y no quites de mí tu santo Espíritu” (Sal. li. 11). Hubo un envío del Espíritu, pues lo que dice es: “Envías tu Espíritu, son creados, Y renuevas la faz de la tierra” (Sal. civ. 30). Parece haber ocurrido un descenso real del Espíritu Santo, pues Ezequiel dice: “Y vino sobre mí el Espíritu de Jehová” (cap. xi. 5). Miqueas testificó: “Mas yo estoy lleno de poder del Espíritu de Jehová” (cap. iii. 8). De Juan el Bautista, está escrito que él sería lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre—Lc. i. 15. Aun el mismo Señor fue lleno del Espíritu Santo, a quién Él recibió sin medida. Ese Espíritu vino sobre Él en el Jordán, ¿cómo entonces se podría hablar de Él como si todavía estuviera por venir?—una pregunta todavía más desconcertante, ya que leemos que en la noche de la resurrección, Jesús sopló sobre sus discípulos, diciendo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. xx. 22). Ha sido necesario presentar a nuestros lectores esta gran serie de testimonios, a fin de demostrarles el grado de dificultad que presenta el problema que nos esforzaremos en resolver en el siguiente artículo. XXV. El Espíritu Santo en el Nuevo Testamento, Distinto al del Antiguo Testamento “Por Su Espíritu que mora en vosotros”—Rom. viii. 11. A fin de comprender el cambio que ocurrió por primera vez en Pentecostés, se debe distinguir entre las diversas formas mediante las cuales el Espíritu Santo entra en relación con la criatura. Nosotros confesamos, tal como la Iglesia cristiana, que el Espíritu Santo es Dios verdadero y eterno, y por lo tanto es omnipresente; de ello se desprende que ninguna criatura, piedra o animal, hombre o ángel, es excluido de Su presencia. Con referencia a Su omnisciencia y omnipresencia, David canta: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; Y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba Y habitare en el extremo del mar, Aun allí me guiará tu mano, Y me asirá tu diestra.” Estas palabras establecen, con total certeza, que la omnipresencia pertenece al Espíritu Santo; que no existe un lugar o punto, ni en el cielo ni en el infierno, en el este ni en el oeste, del cual Él sea excluido. Para el tema en cuestión, esta simple consideración es de vital importancia, pues de ella se desprende que nunca se podrá decir que el Espíritu Santo se hubiera trasladado de un lugar a otro; que hubiera estado en medio de Israel, pero no entre las naciones; que hubiera estado

presente en forma posterior al día de Pentecostés, en lugares donde Él no estaba antes. Todas estas representaciones se oponen directamente a la confesión de Su omnipresencia, eternidad, e inmutabilidad. El Omnipresente no puede ir de un lugar a otro, porque no puede entrar donde Él ya existe. Y suponer que Él es omnipresente en un momento y no en otro, se encuentra en total desacuerdo con Su eterna Divinidad. El testimonio de Juan el Bautista, “Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él,” y el de San Lucas, “el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso,” no puede, por tanto, entenderse como si el Espíritu Santo hubiera llegado a un lugar donde Él no se encontraba antes, porque eso resultaría imposible. Sin embargo—y esta es la primera característica que arrojará luz sobre el asunto—la descripción de omnipresencia por parte de David se aplica a la presencia local en el espacio, pero no al mundo de los espíritus. Nosotros no sabemos lo que son los espíritus, ni tampoco lo que es nuestro propio espíritu. En el cuerpo, se puede distinguir entre los nervios y la sangre, entre los huesos y los músculos, y sabemos algo sobre sus funciones en el organismo; pero cómo existe un espíritu, cómo se mueve y funciona, no lo sabemos. Sólo sabemos que existe, se mueve, y opera en una forma totalmente diferente de la del cuerpo. Cuando un hermano muere, nadie abre una puerta o ventana para que el alma salga, pues sabemos que ni techo, ni pared, pueden obstruir su vuelo en dirección al cielo. En nuestras oraciones, susurramos como para no ser oídos, y aun así creemos que el hombre Cristo Jesús escucha cada palabra. La rapidez de un pensamiento supera a la de la electricidad. En una palabra, las limitaciones del mundo material parecen desaparecer en el reino de los espíritus. Incluso el funcionamiento del espíritu sobre la materia es maravilloso. El promedio de peso de un adulto es de aproximadamente ciento sesenta libras. Se requiere de tres o cuatro hombres para poder llevar un cadáver de ese peso a la parte superior de un edificio alto; sin embargo, cuando el hombre estaba vivo, su espíritu tenía el poder para hacer que este peso subiera y bajara por esos tramos de escaleras con facilidad y rapidez. Pero, dónde el espíritu se apodera del cuerpo, cómo lo mueve, y de dónde obtiene esa velocidad, constituye un perfecto misterio para nosotros. Sin embargo, esto demuestra que el espíritu está sujeto a leyes totalmente diferentes de aquellas que rigen la materia. Hacemos hincapié en la palabra ley. De acuerdo con la analogía de la fe, deben existir leyes que rijan al mundo espiritual, tal como existen las que rigen al mundo natural; pero debido a nuestras limitaciones, no podemos conocerlas. Pero en el cielo las conoceremos, junto a todas las glorias y los detalles del mundo espiritual, tal como nuestros médicos conocen los nervios y los tejidos del cuerpo. Sin embargo, esto es lo que sabemos: que aquello que se aplica a la materia, no por ello se aplica así mismo al espíritu. La omnipresencia de Dios hace referencia a todo espacio, pero no a todo espíritu. Del hecho que Dios sea omnipresente no se desprende que Él también habite en el espíritu de Satanás. Por lo tanto, es evidente que el Espíritu Santo puede ser omnipresente sin morar en cada alma humana; y que Él puede descender sin cambiar de lugar y, sin embargo, entrar en un alma que hasta entonces no se encontraba ocupada por Él; y que Él Se encontraba presente en medio de Israel y en medio de los gentiles, y aun así se manifestó entre los primeros y no entre los últimos. De esto se deduce que, en el mundo espiritual, Él puede venir a donde antes no estaba; que Él vino en medio de Israel, no habiendo estado entre ellos antes; y que entonces, Se manifestó entre ellos en una forma distinta y menos poderosa que en el día de Pentecostés y previamente a él. El Espíritu Santo parece actuar sobre un ser humano en una manera dual—desde fuera, o desde dentro. La diferencia es similar a la que se presenta en el tratamiento que realizan en el cuerpo humano el médico y el cirujano: el primero actúa sobre él mediante medicamentos ingeridos hacia el interior; el último, mediante incisiones y la administración de medicamentos en forma externa. Una comparación muy defectuosa, de hecho, pero que puede ilustrar ligeramente la doble operación del Espíritu Santo sobre las almas de los hombres. En un principio, sólo se descubre una impartición externa de ciertos dones. En Sansón, Él otorga una enorme fuerza física. Aholiab y Bezaleel son dotados de talento artístico para

construir el tabernáculo. Josué es enriquecido con genio militar. Estas operaciones no tocaban el centro del alma, y no eran para salvación, sino que eran únicamente externas. Se convierten en más duraderas cuando asumen un carácter oficial, como en Saúl; aunque en él encontramos la mejor evidencia del hecho que ellas fueran sólo imparticiones externas y temporales. Estas operaciones asumen un carácter superior cuando reciben el sello profético; aunque el ejemplo de Balaam nos demuestra que ni aun así atraviesan al centro del alma, sino que sólo afectan al hombre en lo externo. Pero en el Antiguo Testamento había también una operación interior en los creyentes. Los israelitas que creyeron fueron salvos. Por lo tanto, deben haber recibido gracia salvadora. Y puesto que la gracia salvadora se encuentra fuera de cuestión sobre si existe un obrar interior del Espíritu Santo, se deduce que Él fue el Forjador de la fe en Abraham, tal como lo es en nosotros mismos. La diferencia entre las dos operaciones es evidente. Una persona forjada en lo externo puede ser enriquecida con dones externos, mientras que espiritualmente permanece tan pobre como siempre. O, habiendo recibido el don interno de la regeneración, ella podrá ser privada de todo talento que adorna al hombre en lo aparente. Por lo tanto, tenemos los tres siguientes aspectos: En primer lugar, existe la omnipresencia del Espíritu Santo en el espacio; la misma se encuentra en el cielo y en el infierno, en medio de Israel y en medio de las naciones. En segundo lugar, existe una operación espiritual del Espíritu Santo de acuerdo a la elección, la cual no es omnipresente; está activa en el cielo, pero no en el infierno; activa en medio de Israel, pero no en medio de las naciones. En tercer lugar, esta operación espiritual obra, ya sea desde fuera, impartiendo dones temporales; o desde el interior, impartiendo el don permanente de la salvación. Hemos hablado hasta ahora respecto de la obra del Espíritu Santo sobre personas individuales, lo suficiente para poder explicarla en los días del Antiguo Testamento. Pero cuando llegamos al día de Pentecostés, esto deja de ser suficiente. Pues Su operación singular, durante ese día y después de él, consiste en la extensión de ella a un grupo de hombres orgánicamente unidos. Dios no creó a la humanidad como una serie de almas aisladas, sino como una especie. De ahí que en Adán, las almas de todos los hombres estén caídas y contaminadas. De la misma manera, la nueva creación en el ámbito de la gracia no ha operado la generación de individuos aislados; sino la resurrección de una nueva raza, un pueblo particular, un sacerdocio santo. Y esta raza favorecida, este pueblo singular, este santo sacerdocio, es también orgánicamente uno y participante de la misma bendición espiritual. La Palabra de Dios expresa esto mediante la enseñanza de que los escogidos constituyen un solo cuerpo, del cual todos son miembros, uno de ellos siendo un pie, otro un ojo, y otro una oreja, etc. —una representación que transmite la idea de que los escogidos sostienen mutuamente la relación de una unión espiritual vital y orgánica. Y esto no es sólo en apariencia, a través del amor mutuo, sino mucho más a través de una comunión vital que les pertenece por causa de su origen espiritual. Tal como nuestra liturgia lo expresa bellamente: “Porque así como de muchos granos se muele la harina y un pan es horneado, y de muchas bayas que se prensan en conjunto, un vino fluye y es mezclado, así, los que por una verdadera fe somos injertados en Cristo, seremos todos juntos un cuerpo.” Esta unión espiritual de los escogidos no existió en medio de Israel, ni podía existir en su tiempo. Hubo una unión de amor, pero no una comunión espiritual y vital que fluía de la raíz de la vida. Esta unión espiritual de los escogidos, se hizo posible sólo mediante la encarnación del Hijo de Dios. Los escogidos son hombres que están conformados por cuerpo y alma; por lo tanto, al menos en parte, su cuerpo es visible. Y cuando se dio el hombre perfecto en Cristo, quien podía ser el templo del Espíritu Santo en cuerpo y alma, sólo entonces la entrada y el derramamiento del Espíritu Santo se establecieron en y a través del cuerpo así creado.

Sin embargo, esto no ocurrió inmediatamente después del nacimiento de Cristo, sino luego de Su ascensión; pues Su naturaleza humana no desarrolló toda Su perfección hasta después de que Él había ascendido, cuando, como el Hijo de Dios glorificado, se sentó a la diestra del Padre. Sólo entonces se produjo el Hombre perfecto, quien sin impedimento alguno podía, por un lado, ser el templo del Espíritu Santo, y por otro lado, unir el espíritu de los escogidos en un solo cuerpo. Y cuando esto se había convertido en un hecho, mediante Su ascensión y al sentarse a la diestra de Dios y cuando, por lo tanto, los escogidos se habían convertido en un cuerpo, resultó perfectamente natural que la morada interior del Espíritu Santo fuera impartida desde la Cabeza a la totalidad cuerpo. Y, de este modo, el Espíritu Santo fue derramado hacia el cuerpo del Señor, a Sus escogidos, la Iglesia. De esta forma, todo se vuelve sencillo y claro: se vuelve claro por qué los santos del Antiguo Testamento no recibieron la promesa, pues sin nosotros ellos no debían aún ser hechos perfectos, y debían esperar por esa perfección hasta la formación del cuerpo de Cristo, en el cual también ellos serían incorporados; se vuelve claro que la tardanza del derramamiento del Espíritu Santo no impidió que la gracia salvadora operara sobre las almas individuales de los santos del Antiguo Pacto; se vuelve clara la palabra de Juan respecto de que el Espíritu Santo todavía no había sido dado, porque Jesús aún no había sido glorificado; se vuelve claro que los apóstoles nacieron de nuevo mucho tiempo antes de Pentecostés, y que recibieron los dones oficiales en la noche del mismo día de la resurrección, a pesar de que el derramamiento del Espíritu Santo en el cuerpo así formado no se produjo hasta Pentecostés. Se vuelve claro cómo Jesús pudo decir: “porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros,” y otra vez, “mas si me fuere, os lo enviaré,” pues el Espíritu Santo fluiría a Su cuerpo desde Él mismo, quien es la Cabeza. Se vuelve claro también que Él no lo enviaría desde sí mismo, sino desde el Padre; se vuelve claro por qué este derramamiento del Espíritu sobre el cuerpo de Cristo nunca se repitió, y no podía ocurrir sino una sola vez; y por último, se vuelve claro que el Espíritu Santo estaba de hecho presente en medio de Israel (Is. lxiii. 12), obrando sobre los santos desde el exterior, mientras que en el Nuevo Testamento se dice que Él está dentro de ellos. Llegamos, en consecuencia, a las siguientes conclusiones: En primer lugar, los escogidos deben constituir un cuerpo. En segundo lugar, ellos no fueron constituidos como tal durante los tiempos del Antiguo Pacto, de Juan el Bautista, y mientras Cristo estuvo en la tierra. En tercer lugar, este cuerpo no existió hasta que Cristo subió al cielo y, sentado a la diestra de Dios, le confirió su unidad de cuerpo; en el que Dios Lo puso como Cabeza sobre todas las cosas para la Iglesia—Ef. iv. 12. Por último, como la Cabeza glorificada, y habiendo formado Su cuerpo espiritual mediante la unión vital de los escogidos, en el día de Pentecostés Cristo derramó Su Espíritu Santo sobre todo el cuerpo, para nunca más dejarlo que Se apartara de él. Estas conclusiones descritas contienen únicamente lo que la Iglesia de todos los tiempos ha confesado, y esto se desprende del hecho de que las iglesias reformadas siempre han mantenido las siguientes afirmaciones: En primer lugar, que nuestra comunión con el Espíritu Santo depende de nuestra unión espiritual con el cuerpo del cual Cristo es la Cabeza, concepto que constituye la esencia de la Cena del Señor. En segundo lugar, que los escogidos forman un cuerpo bajo Cristo, Su Cabeza. En tercer lugar, que este cuerpo comenzó a existir cuando recibió Su Cabeza; y que, según Ef. i. 22, Cristo fue dado para ser la Cabeza sólo después de Su resurrección y ascensión. XXVI. Israel y las Naciones “De que también sobre los gentiles se derramase el don del Espíritu Santo”—Hch. x. 45.

La pregunta que surge con relación a Pentecostés es la siguiente: Ya que el Espíritu Santo impartió la gracia salvadora a los hombres, tanto antes como después de Pentecostés, ¿cuál es la diferencia que causó el descenso del Espíritu Santo? Un ejemplo puede explicar la diferencia. La lluvia desciende del cielo y el hombre la colecta para saciar su sed. Cuando los habitantes la recogen cada uno en su propia cisterna, llega a cada familia por separado; pero cuando, como en la vida de la ciudad moderna, todas las casas son suministradas a partir del embalse de la ciudad, por medio de matrices y tuberías de agua, ya no hay más necesidad de bombas y cisternas privadas. Supongamos que una ciudad, cuyos ciudadanos han estado bebiendo cada uno desde su propia cisterna por generaciones, propone la construcción de un embalse que abastecerá a todos los hogares. Cuando el trabajo se haya completado, el agua podrá fluir a través del sistema de matrices y tuberías hacia cada casa. Se podrá decir, entonces, que ese es el día en que el agua fue derramada en la ciudad. Hasta este momento, cayó sobre el techo de cada hombre: ahora, mana a través del sistema organizado hacia la casa de cada hombre. Si se aplica esto al derramamiento del Espíritu Santo, la diferencia que existe entre el antes y el después de Pentecostés, se hará evidente. Las suaves lluvias del Espíritu Santo, descendieron sobre el antiguo Israel en gotas de gracia salvadora; pero sólo de tal manera que cada uno recogía de la lluvia celestial para sí mismo, para saciar la sed de cada corazón en forma separada. Así continuó hasta la venida de Cristo. Entonces se produjo un cambio, pues Él recolectó, en Su propia Persona, el torrente completo del Espíritu Santo para todos nosotros. Con Él, todos los santos están conectados por los canales de la fe. Y cuando, después de Su ascensión, esta conexión con Sus santos fue completada y Él había recibido el Espíritu Santo de Su Padre, entonces, el último impedimento fue removido, y el torrente completo del Espíritu Santo llegó rápidamente a través de los canales de conexión hacia el corazón de cada creyente. Anteriormente: aislamiento, cada hombre para sí mismo; ahora: la unión orgánica de todos los miembros bajo su única Cabeza: esta es la diferencia entre los días previos y los días posteriores a Pentecostés. El hecho esencial de Pentecostés consistió en que, en ese día, el Espíritu Santo entró por primera vez en el cuerpo orgánico de la Iglesia, y los individuos vinieron a beber, ya no cada uno por sí mismo, sino todos juntos en unión orgánica. Respecto de la pregunta sobre dónde puede ser encontrado ese sistema de canales de conexión que nos une en un solo cuerpo bajo nuestra Cabeza, no podemos dar respuesta. Esto pertenece a las cosas invisibles y espirituales que escapan a nuestra capacidad de observación, de las cuales sólo podemos tener una representación a través de imágenes. Sin embargo, esto no altera el hecho de que la unión orgánica realmente exista. Para nosotros, la Palabra de Dios es su testigo innegable. La vida orgánica aparece en la naturaleza en dos formas: en la planta, y en el cuerpo del hombre y del animal. Estos son los mismos tipos que Cristo utiliza para ilustrar la unión espiritual entre Él y Su pueblo. Él dijo: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos.” Y San Pablo habla de haber sido plantado con Cristo. Y con frecuencia utiliza la imagen del cuerpo y sus miembros. Por lo tanto, no puede haber ninguna duda de que existe una unión espiritual entre Cristo y los creyentes, la que funciona por medio de una conexión orgánica que une la Cabeza y los miembros de una manera que resulta invisible e incomprensible para nosotros. Fue a través de esta unión orgánica que el Espíritu Santo fue derramado en Pentecostés, desde Cristo la Cabeza, hacia nosotros, los miembros de Su cuerpo. Si fuera posible construir las obras hidráulicas de la ciudad en el aire, por encima de la ciudad, el ingeniero jefe podría decir con propiedad: “Cuando abra la llave del agua por primera vez, voy a bautizar a la ciudad con agua.” En sentido similar, se puede decir que Cristo ha bautizado a Su Iglesia con el Espíritu Santo. Pues la palabra de Juan el Bautista, “Yo a la verdad os bautizo en agua; pero viene uno más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo,” es explicada por Cristo mismo como una referencia al día de Pentecostés (Hch. i. 4, 5): “Y estando juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días”; —una promesa que, sin duda, se refería al milagro de Pentecostés. Esto concuerda con el hecho de que Jesús, durante Su ministerio, permitió a Sus discípulos continuar con el Bautismo de Juan. Y esto demuestra que,

incluso antes de la crucifixión, Juan y Pedro, Felipe y Zaqueo, y muchos otros, recibieron la gracia salvadora del Espíritu Santo, cada uno por sí mismo; pero ninguno de ellos fue bautizado con el Espíritu Santo antes del día de Pentecostés. Con referencia a los apóstoles, por tanto, debemos distinguir una triple impartición del Espíritu Santo: En primer lugar, aquella de la gracia salvadora en la regeneración, y su consecuente iluminación—Mt. xvi. 17. En segundo lugar, los dones oficiales capacitándolos para la actividad apostólica—Jn. xx. 22. En tercer lugar, el Bautismo con el Espíritu Santo—Hch i. 5 en relación con Hch. ii. 1 a continuación. Aún resta una dificultad. A menudo leemos de derramamientos del Espíritu Santo ocurridos después de Pentecostés. ¿Cómo se puede conciliar esto con nuestra explicación? En Hechos x. 44, 45, leemos: “Mientras aún hablaba Pedro estas palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso. Y los fieles de la circuncisión que habían venido con Pedro se quedaron atónitos de que también sobre los gentiles se derramase el don del Espíritu Santo.” Y Pedro confirma esto diciendo: ¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros?” De esto se desprende, en forma evidente, que el derramamiento ocurrido en la casa de Cornelio fue de la misma naturaleza que la del ocurrido el día de Pentecostés. Más aún, se nos habla de una venida del Espíritu Santo en Samaria (Hch. viii.), y de otra en Éfeso (Hch. xix. 6). Esta venida tuvo lugar, en ambos casos, después de la imposición de manos realizada por los apóstoles; y en Cesarea y Corinto, fue seguida de un hablar en lenguas extrañas, tal como en Jerusalén. Es evidente, por lo tanto, que el derramamiento del Espíritu Santo no se limitó únicamente a Pentecostés en Jerusalén, sino que luego fue repetido en una forma algo distinta y más débil, pero aún extraordinaria, tal como en Pentecostés. ¿Y quién negaría que hoy en día exista un derramamiento del Espíritu Santo en las iglesias? Sin que él ocurra, no puede haber regeneración ni salvación. Sin embargo, no hay presencia de las señales de Pentecostés; por ejemplo, no hay más hablar en lenguas. Por lo tanto, se hace necesario distinguir entre el derramamiento normal que ocurre en estos tiempos y el extraordinario que ocurrió en Corinto, Cesarea, Samaria y Jerusalén. De ahí que la pregunta se presente de la siguiente manera: Si en el día de Pentecostés el Espíritu Santo fue derramado de una vez y para siempre, ¿cómo podemos explicar los derramamientos normales y los extraordinarios? Permítanos recurrir, una vez más, a nuestro ejemplo anterior. Supongamos que la ciudad antes mencionada estuviera conformada por una parte baja y una parte alta, ambas para ser suministradas por el mismo embalse. Tras la finalización del sistema de la parte baja de la ciudad, esta puede recibir el agua primero, y la parte superior la recibe sólo después de que el sistema haya sido ampliado. Aquí nos damos cuenta de dos cosas: la distribución del agua se llevó a cabo de una sola vez, en lo que fue la inauguración formal de las obras hidráulicas, y no podría ocurrir más que en una única ocasión; mientras que la distribución del agua en la parte alta de la ciudad, aunque fuera extraordinaria, no fue más que un efecto resultante del evento anterior. Esta es una ilustración clara de lo que ocurrió en el derramamiento del Espíritu Santo. La Iglesia estaba conformada por partes bien definidas, es decir, los judíos y el mundo gentil. Sin embargo, ambos debían constituir un solo cuerpo, un solo pueblo, una sola Iglesia; ambos debían vivir una vida en el Espíritu Santo. En Pentecostés, Él fue derramado en el cuerpo, pero sólo para saciar la sed de una parte, es decir, la parte judía; la otra parte aún era excluida. Pero luego, los apóstoles y evangelistas salen desde Jerusalén y entran en contacto con los gentiles, y ha llegado la hora para que el torrente del Espíritu Santo se derrame en la parte gentil de la Iglesia, y todo el cuerpo sea refrescado por medio del mismo Espíritu Santo. Por consiguiente, existe un derramamiento original en Jerusalén el día de Pentecostés, y un derramamiento adicional en Cesarea para la parte gentil de la Iglesia; ambos son de la misma naturaleza, pero cada uno tiene su propio carácter especial. Además de estos, existen algunos derramamientos aislados del Espíritu Santo, asistidos por la imposición de manos de los apóstoles, tal como en el caso de Simón el Mago. Explicaremos

esto de la siguiente manera: tal como de vez en cuando se realizan nuevas conexiones entre las casas particulares y el embalse de la ciudad, así mismo, nuevas partes del cuerpo de Cristo fueron añadidas a la Iglesia desde afuera, a las cuales el Espíritu Santo se derramó desde el cuerpo como a nuevos miembros. Es perfectamente natural que los apóstoles, en estos casos, aparezcan como instrumentos; y que, recibiendo en la Iglesia personas que provienen de una parte del mundo que aún no ha sido conectada con ella, se les extienda mediante la imposición de manos, la comunión del Espíritu Santo que mora en el cuerpo. Esto también explica por qué hoy en día personas recién convertidas reciben el Espíritu Santo sólo en la forma ordinaria. Pues aquellos convertidos que están en medio de nosotros ya están en el pacto, ya pertenecen a la semilla de la Iglesia y al cuerpo de Cristo.[1] Por lo tanto, no se forma ninguna nueva conexión, sino que una obra del Espíritu Santo es forjada en un alma con la que Él ya estaba relacionado a través del cuerpo. Y de esta manera, todas las objeciones son satisfechas y cada detalle es puesto en orden, y los límites del área que se habían vuelto ambiguos y confusos, vuelven a estar claramente delineados. Así mismo, es evidente que la oración que pide otro derramamiento o bautismo del Espíritu Santo es errónea y no tiene real significado. En realidad, una oración de ese tipo niega el milagro de Pentecostés. Porque Aquél que vino y permanece con nosotros, no puede volver a venir a nosotros. XXVII. Las Señales de Pentecostés Y señales abajo en la tierra” —Hch. ii. 19. Veamos ahora las señales que acompañaron al derramamiento del Espíritu Santo—el sonido de un viento apresurado y poderoso; lenguas de fuego; y el hablar en otras lenguas—las que constituyen la cuarta dificultad con que nos encontramos en la investigación de los sucesos de Pentecostés (véase pág. __ (Referencia libro internet)). La primera y la segunda señal, preceden al derramamiento; la tercera, le sigue. Estas señales no son meramente simbólicas. Al menos el hablar en otras lenguas aparece como parte del relato. Un símbolo pretende representar o indicar algo, o llamar la atención hacia ese algo, por lo que puede ser omitido sin afectar al asunto en sí. Un símbolo es como una señal vial en el camino: se puede retirar sin afectar el camino. Si las señales de Pentecostés fueron puramente simbólicas, el evento habría sido el mismo sin ellas; sin embargo, la ausencia de la señal de otras lenguas habría modificado completamente el carácter de la historia posterior. Esto justifica la teoría de que las dos señales precedentes fueron además partes componentes del milagro. Fortalece la teoría el hecho de que ninguna de ellas es una señal apropiada; pues un símbolo debe hablar. La señal vial que deja al viajero en la duda sobre la dirección que debe tomar, no constituye ninguna señal vial. Teniendo en cuenta el hecho de que durante dieciocho siglos los teólogos han sido incapaces de determinar, con algún grado de certeza, el significado de los llamados símbolos; debe reconocerse que es difícil creer que los apóstoles o la multitud captaran su significado en forma simultánea y en un mismo sentido. El punto demuestra lo contrario. Ellos no entendieron las señales. Las personas dentro de la multitud, confundidas y perplejas, se dijeron unas a otras: “¿Qué quiere decir esto?” Y cuando Pedro se levantó como apóstol para interpretar el milagro, aclarado su entendimiento por el Espíritu Santo, no hizo ningún esfuerzo para vincular significado simbólico alguno a las señales, sino que simplemente declaró que había ocurrido un acontecimiento mediante el cual la profecía de Joel se había cumplido. ¿Entonces el acontecimiento de Pentecostés extrajo todo lo que contenía la profecía de Joel? De ninguna manera, pues el sol no se convirtió en tinieblas, ni la luna en sangre, y no se dice nada respecto de los sueños de los ancianos. Tampoco podría; el sorprendente día que se agoten esta y tantas otras profecías, no puede llegar hasta el regreso del Señor. Lo que el santo apóstol quiso decir en realidad fue que, a través de este acontecimiento, el día del regreso del Señor se había acercado de manera importante. El derramamiento del Espíritu Santo es uno de los grandes hechos que promete la llegada de ese día grande y notable. Sin

él, ese día no puede llegar. Cuando nos encontremos mirando hacia atrás desde el cielo, el día de Pentecostés se nos aparecerá como el último gran milagro que ocurrió en forma inmediatamente anterior al día del Señor. Y como aquel día será acompañado de señales terribles, tal como lo fue el día de preparación de Pentecostés, el apóstol los une y los hace aparecer como uno, mostrando que en la profecía de Joel, Dios apunta a ambos acontecimientos. Si fuera cierto que las señales que acompañarán el regreso del Señor—sangre, fuego y vapor de humo—no serán simbólicas, sino más bien, elementos constitutivos de la última parte de la historia del mundo, es decir, su último holocausto; entonces es seguro que Pedro no entendió las señales de Pentecostés como simbólicas. Tampoco puede ser contemplada la explicación aún más insatisfactoria, respecto de que estas señales estuvieron destinadas sólo a atraer y mantener la atención de la multitud. Los sentidos de la vista y la audición son los medios más eficaces mediante los cuales el mundo exterior puede actuar sobre nuestra conciencia. Con el fin de lograr repentinamente estimular y emocionar a una persona, sólo se necesita asustarla por medio de una explosión o mediante el destello de una luz deslumbrante. Actuando de acuerdo a esto, algunos de los primeros metodistas solían disparar pistolas en sus reuniones de avivamiento, con la esperanza de que la detonación y el fogonazo crearan el estado mental que se deseaba producir. La emoción posterior de la gente la haría más susceptible a la operación del Espíritu Santo. Los experimentos del Ejército de Salvación son similares. Según este concepto, las señales de Pentecostés tuvieron un carácter similar. Algunos suponen que los discípulos, aún hombres inconversos, se encontraban en el día de Pentecostés sentados todos juntos en la cámara alta. A fin de volverlos susceptibles al fluir del Espíritu Santo, ellos debían ser estimulados por un ruido y un disparo. Debía parecer como si una violenta tormenta hubiera estallado sobre la ciudad, entonces destellos de relámpagos y truenos serían vistos y oídos. Y cuando la multitud estuviera ya sobresaltada y aterrorizada, entonces reinaría la condición deseada para recibir al Espíritu Santo, y el derramamiento podría llevarse a cabo. Pero tales extravagancias sólo dañaban los delicados sentidos de los hijos de Dios, siendo además casi un sacrilegio comparar las señales de Pentecostés al fogonazo de una pistola. Por lo tanto, sólo queda una explicación posible, es decir, considerar las señales de Pentecostés como elementos verdaderos y reales del evento; enlaces indispensables en la cadena de acontecimientos. Cuando un buque entra en el puerto, se puede ver la espuma debajo de la proa y escuchar las aguas al estrellarse contra los costados de ella. Cuando un caballo corre por la calle, se oye el ruido de sus cascos contra el pavimento y se ven las nubes de polvo que se levantan. Pero, ¿quién diría que estas cosas que se han visto y oído son simbólicas? Ellas, necesariamente, pertenecen a aquellas acciones y son parte de ellas, y a la vez, es imposible que ocurran sin ellas. Por lo tanto, no creemos que las señales de Pentecostés hayan sido simbólicas, o destinadas a crear una sensación, sino que pertenecían inseparablemente al derramamiento del Espíritu Santo, y fueron causadas por él. El derramamiento no podía ocurrir sin generar estas señales. Cuando el torrente montañoso se precipita por las laderas empinadas de las rocas, debemos oír el sonido de aguas apresuradas, debemos ver el rocío que vuela; de la misma manera, cuando el Espíritu Santo desciende de las montañas de la santidad de Dios, debe oírse el sonido de un apresurado y poderoso viento, y verse un brillo glorioso, y el hablar en lenguas extrañas debe seguirle. Esto bastará para explicar el significado que le hemos dado. No es que neguemos que estas señales también tuvieran un significado para la multitud. El ruido de los cascos del caballo advierte a los viajeros en el camino. Y aceptamos que el propósito de las señales fue comprendido en la perplejidad y el desconcierto que ellas causaron en los corazones de aquellos que se encontraban presentes. Pero aun así, mantenemos que incluso en ausencia de la multitud y su desconcierto, el sonido de un impetuoso y fuerte viento se habría oído y las lenguas de fuego se habrían visto. Tal como los cascos del caballo provocan que el suelo vibre aun cuando no haya ningún viajero a la vista, así el Espíritu Santo no podría descender sin ese sonido y ese resplandor, aun cuando ni un solo judío pudiera encontrarse en toda Jerusalén.

El derramamiento del Espíritu Santo fue real, no aparente. Tras haber encontrado Su templo en la Cabeza glorificada, Él necesariamente debía descender del cielo y fluir hacia el cuerpo. Y este descenso del cielo y esta propagación hacia el cuerpo no podían ocurrir sin causar estas señales. No resulta legítimo adentrarse más profundamente en este asunto. En Horeb, Elías escuchó al Señor pasar en una suave brisa, e Isaías oyó el movimiento de los pilares de las puertas del Templo. Esto parece indicar que la aproximación de la majestad divina provoca un alboroto en los elementos, el que resulta perceptible para el nervio auditivo. Pero cómo ocurre, no lo sabemos. Sin embargo observamos: En primer lugar, el que el espíritu pueda obrar sobre la materia resulta evidente, pues nuestros propios espíritus actúan sobre el cuerpo en todo momento, y por esa acción son capaces de producir sonidos. Hablar, llorar y cantar, no son sino nuestro espíritu que está actuando sobre las corrientes de aire. Y si nuestro espíritu es capaz de tales acciones, ¿por qué no lo será el Espíritu del Señor? ¿Por qué decir que fue algo misterioso cuando el Espíritu Santo, en Su descenso, obró de tal manera sobre los elementos que los efectos vibraron en los oídos de los presentes? En segundo lugar, cuando Dios el Señor hizo el pacto con Israel en el Sinaí, habló con tan terribles truenos que incluso Moisés dijo: “Estoy espantado y temblando”; pero no con la intención de aterrorizar a la gente, sino porque un Dios santo y enojado no puede hablar de otra manera a una generación pecadora. Por lo tanto, no es de sorprenderse que la venida de Dios a Su pueblo del Nuevo Pacto fuera acompañada por señales similares, no a fin de llamar la atención de los hombres, sino porque no podía ser de otra manera. Lo mismo se aplica a las lenguas de fuego. Las manifestaciones sobrenaturales son siempre acompañadas por la luz y el resplandor, especialmente cuando el Señor Jehová o Su ángel aparecen. Recordemos, por ejemplo, el momento en que Dios hace el pacto con Abraham, o los acontecimientos en la zarza ardiente. ¿Por qué, entonces, nos debería sorprender que el descenso del Espíritu Santo contara con la presencia de fenómenos como los que fueron vistos por Elías en Horeb, Moisés en la zarza, San Pablo en el camino a Damasco, y San Juan en Patmos? Entonces, las lenguas repartidas asentándose sobre cada uno de ellos, no prueba nada en contra; pues Él Se dirigió a cada uno de ellos y entró en sus corazones, y en cada situación dejó atrás un rastro de luz. La interrogante respecto de si el fuego visto por estos hombres en esas ocasiones pertenecía a una esfera más alta, o fuera el efecto de la acción de Dios sobre los elementos de la tierra, no puede ser respondida. Ambos puntos de vista tienen mucho en su favor. No existe oscuridad en el cielo, y la luz celestial debe ser de una naturaleza superior a la nuestra, incluso por encima del brillo del sol, de acuerdo a la descripción que dio San Pablo sobre la luz en el camino de Damasco. Por tanto, es muy probable que en estos grandes acontecimientos, las fronteras del cielo se superpusieran a las de la tierra y una gloria mucho mayor resplandeciera sobre nuestra atmósfera. Pero, por otra parte, es posible que el Espíritu Santo obrara este misterioso resplandor directamente a través de un milagro. Y esto parece ser confirmado por el hecho de que las señales que acompañaron la entrega de la ley sobre el Sinaí, evento que fue semejante a este, no provenían de más altas esferas, sino que fueron operadas a partir de elementos terrenales. Por último, se debe notar que el derramamiento del Espíritu Santo en la casa de Cornelio y sobre los discípulos de Apolos, fue acompañado de un hablar en otras lenguas, pero no de las otras señales. Esto confirma nuestra teoría, pues no se trató de una venida a la casa de Cornelio, sino de una conducción del Espíritu Santo hacia otra parte del cuerpo de Cristo. Si la intención hubiera sido el simbolismo, las señales se hubieran repetido; como no se trata de símbolos, ellas no aparecieron. XXVIII. El Milagro de las Lenguas

“Si habla alguno en lengua extraña… uno interprete. Y si no hay intérprete, calle en la iglesia, y hable para sí mismo y para Dios.”—1 Co. xiv. 27, 28. La tercera señal que siguió al derramamiento del Espíritu Santo consistió de sonidos extraordinarios que provenían de los labios de los apóstoles—sonidos extraños a la lengua aramea, que nunca antes se habían escuchado de sus labios. Estos sonidos impresionaron a la multitud de diferentes maneras: algunos los llamaron balbuceos de hombres ebrios; otros oyeron en ellos proclamadas las grandes obras de Dios. Para estos últimos, parecía como si les estuvieran oyendo hablar en sus propias lenguas. Para los partos sonaba como el parto, para los árabes como el árabe, etc.; a la vez que San Pedro declaró que esta señal pertenecía a la esfera de la revelación, ya que era el cumplimiento de la profecía de Joel que decía que todas las personas se convertirían en partícipes de la operación del Espíritu Santo. La pregunta sobre cómo interpretar esta señal maravillosa ha ocupado las mentes pensadoras de todos los tiempos. Permítanos proponer una solución, la que presentaremos en las siguientes observaciones: En primer lugar—Este fenómeno de hablar espiritual en sonidos extraordinarios no se limita a Pentecostés, como tampoco al segundo capítulo de los Hechos. Por el contrario, el Señor dijo a Sus discípulos, incluso antes de la ascensión, que ellos hablarían en nuevas lenguas—Mr. xvi. 8. Y de las Epístolas de San Pablo, resulta evidente que esta profecía no se refería sólo a Pentecostés, pues se lee en 1 Co. xii. 10 que en la Iglesia apostólica, dentro de los dones espirituales, se encontraba el de las lenguas; que algunos hablaban en γενη γλωττῶύ, es decir, en tipos de lenguas o sonidos. En el versículo 28, el apóstol declara que Dios ha establecido este fenómeno espiritual en la Iglesia. Cabe señalar que en 1 Co. xiv. 1-33, el apóstol presta especial atención a esta señal extraordinaria, y muestra que en aquel tiempo era muy normal. No puede ponerse en duda que el don de lenguas mencionado por San Pablo y la señal sobre la cual habla San Lucas en Hechos ii., son sustancialmente uno y el mismo. En primer lugar, la profecía de Cristo es general: “hablarán nuevas lenguas.” En segundo lugar, se dice que ambos fenómenos han provocado irresistibles impresiones sobre los incrédulos. En tercer lugar, ambos son tratados como dones espirituales. Y, por último, a ambos se aplica el mismo nombre. Sin embargo, había una diferencia muy perceptible entre ellos: el milagro de las lenguas en el día de Pentecostés fue patente a un gran número de oyentes de diferentes nacionalidades; mientras que en las iglesias apostólicas fue entendido sólo por unos pocos, quienes fueron llamados los intérpretes. En conexión con esto, está el hecho de que el milagro de Pentecostés generó la impresión de hablar a una sola vez a todos los oyentes en lenguas diferentes, de modo que ellos fueran edificados. Sin embargo, esto no constituye una diferencia fundamental. Aunque en las iglesias apostólicas no hubo más que unos pocos intérpretes, aun así, hubo algunos que entendieron el discurso maravilloso. Hubo, además, una marcada diferencia entre los hombres que fueron dotados de esta manera: algunos entendieron lo que decían, otros no. Pues San Pablo los amonesta, diciendo: “Por lo cual, el que habla en lengua extraña, pida en oración poder interpretarla.” (1 Co. xiv. 13). Sin embargo, incluso sin esta capacidad, el hablar en lenguas tenía un efecto edificante sobre el propio orador; aunque se trataba de una edificación no comprendida, el efecto que una operación desconocida tenía en el alma. De esto podemos deducir que el milagro de las lenguas consistía en la expresión de sonidos extraordinarios, los cuales no podrían ser explicados a partir de la información existente, ni por el orador, ni por parte del oyente; y al cual en ocasiones se agregaba otra gracia, es decir, la de interpretación. Por lo tanto, tres cosas eran posibles: que el orador por sí mismo comprendiera lo que decía; o bien, que los demás comprendieran lo que decía pero que él mismo fuera incapaz de hacerlo; o por último, que tanto el orador como los oyentes lo comprendieran. Este entendimiento hace referencia a una o más personas.

Sobre esta base, incluiremos los milagros de lenguas en una sola clase; sin embargo, haciendo la distinción de que mientras en el día de Pentecostés se materializó un milagro perfecto, más tarde lo hizo en forma incompleta. Tal como en los milagros realizados por Cristo al resucitar muertos, existe un perceptible aumento de la energía: en primer lugar, el levantar a una recién muerta (la hija de Jairo); luego, a uno a punto de ser enterrado (el joven de Naín); y por último, a uno que ya se encontraba en descomposición (Lázaro); así también en el milagro de las lenguas, existe una diferencia de poder—no que aumenta, sino que disminuye. La más poderosa acción del Espíritu Santo es vista primero, a continuación, las menos poderosas. Es precisamente lo mismo que ocurre en nuestro propio corazón: en primer lugar, el hecho poderoso de la regeneración; después de eso, las manifestaciones de poder espiritual que son menos marcadas. Por lo tanto, en el día de Pentecostés, se produjo el milagro de las lenguas en su perfección; más tarde en las iglesias, se produjo en una medida más débil. En segundo lugar—No hay pruebas de que el milagro de las lenguas consistiera simplemente en hablar alguna de las lenguas conocidas, no aprendidas previamente. Si este hubiera sido el caso, San Pablo no podría haber dicho: “Porque si yo oro en lengua desconocida, mi espíritu ora, pero mi entendimiento queda sin fruto” (1 Co. xiv. 14). La palabra “desconocida” aparece en cursiva, y no se encuentra en el griego. Más aun, dice que las lenguas son una señal no para aquellos que creen, sino para aquellos que no creen—vers. 22. Si se hubiera tratado de un asunto de idiomas extranjeros, pero comunes, la cuestión de entenderlos no hubiera podido depender de la fe, sino simplemente del hecho de si la lengua había sido adquirida mediante su estudio o si se trataba de la propia lengua materna de la persona. Por último, la noción de que estas lenguas se refieren a las lenguas extranjeras no adquiridas mediante el estudio, está en contradicción con San Pablo: “Doy gracias a Dios que hablo en lenguas más que todos vosotros.” Por lo cual él no puede referirse a que había aprendido y dominaba más idiomas que otros, sino que él poseía el don de lenguas en mayor grado que otros hombres. El verso siguiente es la evidencia: “pero en la iglesia prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua (desconocida).” De acuerdo con el otro punto de vista, esto debería haber sido: “Quisiera hablar en un idioma, de modo que la Iglesia me pueda entender, más que en diez o veinte idiomas que la Iglesia no entienda.” Pero el apóstol no dice esto. Él no habla de muchas lenguas, en oposición a una, sino de cinco sonidos o palabras en contra de diez mil palabras. De esto se deduce que cuando San Pablo dice: “hablo en glottai (idiomas o sonidos) más que todos vosotros,” debe referirse al milagro de los sonidos. Porque, aunque se objeta muy naturalmente que en Pentecostés los apóstoles hablaron en idioma árabe, hebreo y parto, además de muchos otros, aun así, el hecho al que se apela no se ha demostrado que ocurriera. Podemos aprender con certeza de Hechos 2, que estos partos, elamitas, etc., recibieron la impresión de que a cada uno de ellos se le habló en su propia lengua; sin embargo, el propio relato demuestra más bien lo contrario. Probemos el experimento. Permita que quince hombres (el número de idiomas mencionados en Hechos 2) hablen en quince idiomas diferentes a la vez y en conjunto, y el resultado no será que cada uno oye su propia lengua, sino más bien que ninguno puede oír nada. Pero el relato de Hechos 2 se explica completamente con que los apóstoles pronunciaron sonidos inteligibles para partos, medos, cretenses, etc., porque ellos los entendieron, recibiendo la impresión de que estos sonidos estaban de acuerdo con sus propias lenguas madre. Como un niño holandés, que ve un problema en el pizarrón desarrollado por un niño inglés o alemán naturalmente recibe la impresión de que fue desarrollado por otro niño holandés, simplemente porque las cifras no son signos afectados por la diferencia de idioma; así mismo, cuando el día de Pentecostés ellos oyeron sonidos pronunciados por milagro, los cuales, en forma independiente a la diferencia de idiomas, fueron inteligibles para el hombre como hombre; el elamita debe haber recibido la impresión de que oyó en idioma elamita, y el egipcio, que se le dirigió la palabra en la lengua egipcia. No debemos olvidar que el hablar no es nada más que producir impresiones en el alma del oyente, a través de vibraciones en el aire. Pero si las mismas impresiones pueden ser producidas sin la ayuda de las vibraciones del aire, el efecto sobre el oyente deberá ser el mismo. Pruebe este experimento sobre los ojos. La visión de estrellas centelleantes o de figuras que se diluyen excita la retina. El mismo efecto puede ser producido al frotarse los ojos

con los dedos, cuando se está reclinado en un sofá en una habitación oscura. Y esto es lo que se aplica aquí. Las vibraciones del aire no son lo más importante, sino la emoción que el habla produce en la mente. Los nativos de Panfilia acostumbraban recibir emociones al oír su lengua materna, y cuando recibieron la misma impresión de un modo distinto, debieron pensar que estaban siendo abordados en la lengua de Panfilia. En tercer lugar—De acuerdo con la interesante información que entrega San Pablo, el milagro de las lenguas consistía en esto: que los órganos vocales no producían sonidos mediante un trabajo de la mente, sino mediante una operación del Espíritu Santo sobre estos órganos. San Lucas escribe: “y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hch. 2: 4) y San Pablo demuestra cabalmente que la persona que hablaba en lenguas no lo hacía con su entendimiento, es decir, como resultado de su propio pensamiento, sino como consecuencia de una operación diferente. Que esto sea posible, lo vemos, en primer lugar, en las personas que sufren delirio y dicen cosas que están fuera de su propio pensamiento; en segundo lugar, en las personas dementes, cuyo hablar incoherente no tiene sentido; en tercer lugar, en las personas poseídas, cuyos órganos vocales son utilizados por demonios; en cuarto lugar, en Balaam, cuyos órganos vocales expresaban palabras de bendición sobre Israel en contra de su voluntad. Por lo tanto, es necesario reconocer que tres cosas son posibles en el hombre: En primer lugar, que durante un tiempo tal vez pueda ser privado de la utilización de sus órganos vocales. En segundo lugar, que un espíritu que ha tomado control de él puede apropiarse del uso de estos órganos. En tercer lugar, que el Espíritu Santo, apropiándose de sus órganos vocales, puede producir de sus labios sonidos que son “nuevos” y “diferentes” al lenguaje que él normalmente habla. En cuarto lugar—En el griego, estos sonidos son invariablemente designados por la palabra ãëùôôáé, es decir, lenguas, por lo tanto, lenguaje. En el mundo griego, del que se toma esta palabra, la palabra “glotta” siempre se encuentra en fuerte oposición al “logos,” la razón. El pensamiento de un hombre constituye el oculto, invisible e imperceptible proceso de su mente. El pensamiento tiene un alma, pero no un cuerpo. Pero cuando el pensamiento se manifiesta y adopta un cuerpo, entonces ahí se obtiene una palabra. Y siendo que la lengua es el órgano movible del habla, da un cuerpo al pensamiento. De ahí el contraste entre el logos, es decir, aquello que un hombre piensa con la mente, y el glotta, es decir, aquello que él expresa con los órganos vocales. Normalmente, el glotta viene sólo a través del logos y después de él. Sin embargo, en el milagro de las lenguas descubrimos el fenómeno extraordinario en el que, si bien el logos permaneció inactivo, el glotta pronunció sonidos. Y como era un fenómeno de sonidos que no procedía de la mente pensante, sino de la lengua, la Sagrada Escritura lo llama muy apropiadamente un don del glottai, es decir, un don de lengua o fenómenos de sonido. Por último—En respuesta a la pregunta sobre cómo debe entenderse esto, ofrecemos la siguiente representación: El habla en el hombre es el resultado de su pensamiento; y en un estado sin pecado, este pensamiento es un resplandor interior del Espíritu Santo. Por lo tanto, el habla en un estado sin pecado es el resultado de inspiración, aspiración del Espíritu Santo. Por lo tanto, en el lenguaje de un hombre que se encuentra en un estado sin pecado, habría sido el producto puro y perfecto de una operación del Espíritu Santo. Él es el creador del lenguaje humano, y sin la lesión y degradante influencia del pecado, la conexión entre el Espíritu Santo y nuestro lenguaje habría estado completa. Pero el pecado ha roto la conexión. El lenguaje humano está dañado: dañado por el debilitamiento de los órganos del habla; por la separación de las tribus y naciones; por las pasiones del alma; por el oscurecimiento de la comprensión; y, principalmente, por la mentira que ha entrado. De ahí esa infinita distancia entre este lenguaje humano puro y auténtico, que tal como la operación directa del Espíritu Santo sobre la mente humana, debería haberse manifestado a sí mismo, y las lenguas realmente existentes que hoy separan a los países—una diferencia semejante a la que existe entre el Adán glorioso y el deformado hotentote.

Pero la diferencia no está destinada a permanecer. El pecado desaparecerá. Lo que el pecado destruyó será restaurado. En el día del Señor, en el banquete de bodas del Cordero, todos los redimidos se entenderán entre sí. ¿De qué manera? Mediante la restauración en los labios del redimido, de la lengua pura y original, la cual nace de la acción del Espíritu Santo sobre la mente humana. Y el milagro de Pentecostés es el germen y el comienzo de ese gran evento que aún tarda, por lo que llevó sus marcas distintivas. En el día de Pentecostés, en medio de la confusión ruidosa de las naciones, se reveló el lenguaje humano único, puro y poderoso que un día todos hablarán, y todos los hermanos y hermanas de todas las naciones y lenguas van a entender. Y esto fue forjado por el Espíritu Santo. Ellos hablaban según el Espíritu Santo les daba que hablasen. Ellos hablaron un lenguaje celestial para alabar a Dios—no el que era de los ángeles, sino una lengua que se encuentra por encima de la influencia del pecado. Por lo tanto, la comprensión de este idioma también fue una obra del Espíritu Santo. En Jerusalén, sólo lo entendieron aquellos sobre quienes el Espíritu Santo obró especialmente. Los demás no lo entendieron. Y en Corinto, no fue comprendido por las masas, sino sólo por aquél a quien le fue dado entender, por medio del Espíritu Santo. Notas

1. ↑ El autor se refiere ya sea a las personas bautizadas en su infancia, enseñadas por los ministros de la Palabra en las doctrinas de la Iglesia y que a una edad adecuada fueron recibidas en la Iglesia al confesar su fe, o a personas no recibidas de esta manera en la Iglesia, y todo sobre la base de que Holanda pertenece a las naciones bautizadas- Trad.,

El Apostolado XXIX. El Apostolado “Para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo.”—1 Juan i. 3. El apostolado tiene el carácter de una manifestación extraordinaria nunca antes vista, en la cual podemos descubrir una obra propia del Espíritu Santo. Los apóstoles fueron embajadores fenomenales— distintos a los profetas, distintos a los ministros de la Palabra de hoy en día. Ocupan un lugar único en la historia de la Iglesia y del mundo, y son particularmente importantes. Por lo tanto, el apostolado debe ser discutido en forma especial. El apostolado, además, forma parte de las grandes cosas que el Espíritu Santo ha hecho. Todo lo que la Sagrada Escritura declara con relación a los apóstoles nos impulsa a buscar respuestas sobre sus personas y misión en la obra especial del Espíritu Santo. Antes de Su ascensión, Cristo repetidamente predijo que ellos serían Sus testigos sólo después de haber recibido el Espíritu Santo de manera extraordinaria. A la espera del cumplimiento de esta promesa, permanecen escondidos en Jerusalén. Y al llevar el mensaje de la cruz a Jerusalén y hasta lo último de la tierra, apelan al Espíritu Santo, quien los capacita poderosamente para la misión. El apostolado era santo y por eso los llamamos los santos apóstoles— no porque hayan alcanzado un grado más alto de perfección, sino usando el sentido bíblico de la palabra; es decir, la idea de haber sido separados, apartados para el servicio del Dios santo, tal como lo fueron el Templo y sus utensilios. Muchas cosas se han vuelto impías por causa del pecado. Antes del que el pecado entrara en el mundo todas las cosas eran santas. Aquella parte de la creación que se volvió impía se opone a aquella que se mantuvo santa. Esta última es el Cielo; y la que fue santificada es la Iglesia; y, por tanto, se denomina santo todo aquello que pertenece a la Iglesia, a su ser y organismo. Por eso Jesús pudo decirles a sus discípulos justo antes de que lo negaran: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado.” Los miembros de la Iglesia y sus hijos son “santificados” de manera similar; San Pablo los llama santos y amados en sus epístolas: no

porque no hayan pecado, sino porque Dios los había llamado santos en la esfera de Su santidad, la cual Él, por Su gracia, había separado de la esfera del pecado. De la misma forma la Escritura es santa: no porque sea el registro solamente de cosas santas, sino por que su origen no es la vida del hombre pecaminoso, sino la esfera santa de la vida de Dios. Nosotros confesamos, por lo tanto, que los apóstoles de Cristo fueron apartados para el servicio del Reino santo de Dios, y que fueron dignos de su llamado por el poder del Espíritu Santo. Si omitimos la palabra “santos”, como muchos hacen, convertimos a apóstoles en hombres comunes y corrientes; los comenzamos a considerar como predicadores ordinarios— en un grado más alto indudablemente, debido a que son poseedores una gran ventaja, en especial por su relación cercana con Cristo y como testigos Suyos a nosotros—, pero aun así en el mismo nivel junto a otros maestros y ministros a lo largo de la historia de la Iglesia. Se pierde así la convicción de que los apóstoles eran hombres de un tipo diferente a los demás; se pierde la consciencia de que tuvieron un ministerio especial y único; se pierde también la confesión de que, por medio de ellos, el Señor nuestro Dios nos dio una gracia extraordinaria. Esto explica por qué algunos ministros, al ser instalados, al salir o al jubilar, aplican sobre sí mismos declaraciones apostólicas que no se aplican a ellos, sino que son exclusivas para aquellos que ocupan un lugar especial y único en la Iglesia de todos los tiempos y lugares. Por esta razón repetimos el título de honor, “santos apóstoles,” para que así la importancia distintiva del apostolado sea reconocida nuevamente con honor en nuestras iglesias. La Sagrada Escritura muestra esta importancia distintiva del apostolado de varias maneras. Comenzaremos refiriéndonos al prólogo de la Primera Epístola de San Juan, en el cual, en la plenitud del sentido apostólico, el santo apóstol se dirige a nosotros solemnemente. San Juan abre su epístola declarando que ellos, los apóstoles del Señor, ocupan una posición excepcional en el milagro de la encarnación de la Palabra. Dice: “El Verbo se hizo carne, y en ese Verbo encarnado, la Vida se manifestó; y esa Vida manifiesta escuchamos, vimos y palpamos.” ¿Por quiénes? ¿Por todos? No, sino por apóstoles; por eso añade enfáticamente: “Aquello que hemos visto y oído os anunciamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó.” ¿Cuál fue el objetivo de esta declaración? ¿La salvación de las almas? Ciertamente, pero no en primer lugar. El propósito de esta declaración es unir a los miembros de la Iglesia con el apostolado. Por eso añade clara y enfáticamente: “Esto os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros.” Y sólo después de haber establecido este vínculo y de haber logrado comunión con el apostolado, dice: “Y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo.” La lógica del apóstol es clara como el agua. La Vida fue manifestada de tal forma que pudo ser vista y palpada. Aquellos que la vieron y palparon fueron los apóstoles; y fueron ellos también los que declararon esta vida a los elegidos. La comunión necesaria entre los elegidos y el apostolado se establece por medio de esta declaración. Y como consecuencia de esto, los elegidos ahora pueden disfrutar de la comunión con el Padre y el Hijo. Esto no debe entenderse como si se refiriera sólo al pueblo de ese entonces; y con respecto a Roma, tal perspectiva, incluso con Biblia en mano, es demasiado débil si se sostiene que esta mayor relevancia del apostolado se aplicaba sólo a los que vivían entonces, y no en la misma medida para nosotros hoy. Por cierto nosotros, que vivimos en el final de los tiempos, debemos mantener la comunión vital con el santo apostolado de nuestro Señor Jesucristo. Roma se equivoca al decir que sus obispos son los sucesores de los apóstoles, enseñando que la comunión con el apostolado depende de la comunión con Roma: un error que se hace evidente al ver que San Juan expresa y, enfáticamente, relaciona la comunidad del apostolado con los hombres que vieron, oyeron y palparon aquello que fue manifestado de la Palabra de Vida— algo a lo que ningún obispo de Roma podría aspirar hoy en día. Además, San Juan dice distintivamente que esta comunión con el apostolado debe ser el resultado de la declaración de la Palabra de Vida por los apóstoles mismos. Y en la medida que Roma sostenga que esta comunión es por medio del símbolo sacramental, y no por medio de la predicación de la Palabra, su doctrina se encuentra en directa oposición a la de los apóstoles.

Sin embargo, de aquí no se desprende que Roma se equivoca en el pensamiento fundamental, a saber, que todo hijo de Dios debe estar en comunión con el Padre y el Hijo a través del apostolado; por el contrario, esta es la declaración positiva de San Juan. La solución a este aparente conflicto se encuentra en el hecho de que ellos no sólo hablaron, sino que también escribieron: en otras palabras, su declaración de la Palabra de Vida no se limitó al pequeño círculo de personas que tuvieron el privilegio de escucharles; al contrario, por medio de sus escritos le han dado a su predicación una formas reales y duraderas; la han enviado a toda tierra y nación; para que, como apóstoles genuinos y ecuménicos, puedan dar testimonio de la Vida que ha sido manifestada a todos los elegidos de Dios en todo lugar y a través de todas las épocas. Por tanto, los apóstoles se encuentran predicando al Cristo vivo en las iglesias incluso hoy mismo. Sus personas han partido, pero su testimonio personal permanece con nosotros. Y tal testimonio personal— el cual ha llegado a toda alma, en todo lugar y en toda época como documento apostólico—es el testimonio que aún hoy es el instrumento en la mano del Espíritu Santo para llevar a las almas a la comunión de la Vida Eterna. Si alguien dice, “La palabra de los apóstoles, en este sentido, ciertamente aún es efectiva; sin embargo, esta no trae como resultado la comunión con ellos ni se efectúa por medio de su comunión con Cristo, sino que, de manera más simple, nos apunta directamente al Salvador de nuestras almas,” nos oponemos enérgicamente a esta noción no-bíblica. Tal razonamiento ignora al cuerpo de Cristo y pasa por alto el hecho significativo del derramamiento del Espíritu Santo. No se trata de la salvación de unas pocas almas individuales, sino de la recolección del cuerpo de Cristo; y a ese cuerpo deben ser incorporados todos los que son llamados. Ya que el Rey de la Iglesia da Su Espíritu, no a personas separadas, sino exclusivamente a aquellos que son incorporados, y que el fluir del Espíritu Santo hacia Su cuerpo ocurrió en Pentecostés, principalmente en los apóstoles, por ende, en el tiempo presente nadie puede recibir don espiritual o influencia alguna del Espíritu Santo a menos que se encuentre en conexión vital con el cuerpo del Señor; y tal cuerpo no se puede concebir sin los apóstoles. De hecho, la Palabra apostólica viene al alma en el día de hoy como testimonio de lo que ellos vieron, oyeron y palparon de la Palabra de Vida. En virtud de este testimonio se obra en el interior de las almas, y se estas hacen manifiestas al ser incorporadas al cuerpo de Cristo. Y esta comunión se manifiesta como una comunión con el mismísimo cuerpo del cual los apóstoles son líderes, en cuyas personas y en cuyos asociados fue derramado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés. Sabemos que esta perspectiva—esta confesión, más bien—se encuentra en directa oposición a la perspectiva del metodismo,[1] el cual ha impregnado a los hombres de toda clase y condición. Los deplorables resultados se han hecho evidentes de varias maneras. El metodismo ha matado el aprecio consciente por sacramento; es frío e indiferente con respecto a la comunión de la iglesia; ha cultivado un desprecio ilimitado por la verdad en la confesión.[2] Mientras que el Señor nuestro Dios ha considerado necesario darnos una Santa Escritura extensa, formada por sesenta y seis libros, el metodismo se jacta de poder escribir su evangelio en una moneda. Este error no puede ser superado a menos que la Palabra de Dios sea nuevamente nuestra Maestra y nosotros sus dóciles estudiantes. Entonces entenderemos— 1. Que no son personas por separado las que están siendo rescatadas de las corrientes de la iniquidad, sino que un cuerpo será redimido. 2. Que todos los que han de ser salvos serán incorporados a tal cuerpo. 3. Que este cuerpo tiene como Cabeza a Cristo y a los apóstoles como sus líderes permanentes. 4. Que el Espíritu Santo fue derramado sobre ese cuerpo en Pentecostés. 5. Que incluso hoy cada uno de nosotros experimenta las acciones bondadosas del Espíritu Santo sólo a través de la comunión con este cuerpo.

La gloriosa palabra de Cristo “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos,” será bien entendida sólo cuando estas cosas sean claras para el alma. Entendiéndola en el otro sentido, esta palabra no nos entrega el más mínimo consuelo; porque, entonces, el Señor oró solamente por sus contemporáneos, aquellos que tuvieron el privilegio de oír personalmente a los apóstoles, y aquellos que se convirtieron por medio de su testimonio verbal. Quedamos completamente excluidos. Pero si entendiéramos esta petición en el sentido que hemos estado defendiendo, es decir, como si Cristo estuviese diciendo, “No oro solamente por Mis apóstoles, sino también por aquellos que creerán en Mí por medio de su testimonio, ahora y en todas las edades, tierras y naciones,” entonces esta petición adquiere mayor alcance, incluyendo aun una oración por cada hijo de Dios, incluso por aquellos que son llamados hoy desde nuestros propios hogares. Cuando en el Apocalipsis de Juan echamos un vistazo a la cuidad celestial, la Nueva Jerusalén, con doce fundamentos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero, podemos notar que la importancia única del apostolado está profundamente incrustada en el corazón del Reino. De ahí que su importancia no sea pasajera ni temporal, sino permanente e incluyendo a toda la Iglesia. Y cuando la guerra haya acabado y la gloria de la Nueva Jerusalén sea revelada, incluso en ese momento, en tal fruición celestial, la Iglesia descansará sobre el mismo cimiento sobre el cual fue edificada aquí; y, por lo tanto, llevará gravados sobre sus doce fundamentos los nombres de los santos apóstoles del Señor. El apóstol Pablo tiene tan en alto al apostolado que en su Epístola a los Hebreos aplica el nombre de Apóstol al Señor Jesucristo. “Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús.” El significado es perfectamente claro. Propiamente dicho, es Cristo mismo el que llama y testifica en Su Iglesia. Tal como el blanco rayo de luz se divide en muchos colores, así mismo Cristo se imparte a Sí mismo a Sus doce apóstoles, a quienes Él ha elegido como los instrumentos por medio de los cuales tiene comunión con Su Iglesia. Por tanto, los apóstoles no andan cada uno por su cuenta, sino que juntos constituyen el apostolado, cuya unidad no se encuentra en San Pedro ni en San Pablo, sino en Cristo. Si quisiéramos comprender al todo el apostolado en uno solo, tendría que ser en Él en quien está contenida la totalidad de los doce —el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra profesión, Cristo el Señor. Si no captamos completamente estos pensamientos ni vivimos en ellos, no seremos capaces de entender las epístolas de San Pablo ni de apreciar su conflicto espiritual por mantener en alto el honor del apostolado en su misión celestial. Especialmente en sus epístolas a los Corintios y Gálatas, Pablo contiende valiente y efectivamente en este aspecto— pero de una manera que el metodista no puede ver ni oír. Éste se lamenta por el celo del apóstol, y dice: “Si Pablo hubiese hecho menos hincapié en su título y se hubiese concentrado más humildemente a la conversión de las almas, nuestra imagen de él sería mucho más preciosa.” Y desde su punto de vista, tiene mucha razón. Si los apóstoles son más importantes sólo por haber sido los primeros maestros y ministros de la Iglesia, no tiene sentido que San Pablo haya desperdiciado su energía reclamando un título inútil. Sin embargo, el hecho innegable de que el gran esfuerzo de San Pablo no va en línea con nuestras ideas en el día de hoy, no nos debe hacer creer que el apóstol, simplemente porque no se amolda a nuestras opiniones, no tiene la razón. Por el contrario, debemos reconocer que no podemos sostener nuestra perspectiva sin condenar al apóstol y, por tanto, debemos abandonarla—mientras más pronto sea, mejor. San Pablo no debe amoldarse a nuestras ideas; al contrario, nuestras ideas deben ser modificadas o cambiadas por el pensamiento de San Pablo. XXX. Las Escrituras Apostólicas “Y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios.”—1 Cor. vii. 40. Hemos visto que el apostolado tiene una importancia extraordinaria, ocupando una posición única. Esta posición consiste de dos partes: una temporal, con referencia a la plantación de las primeras iglesias; y otra permanente, con relación a las iglesias a lo largo de todas las edades.

La primera debe ser necesariamente temporal, porque lo que ya se ha hecho no puede se puede repetir. Un árbol puede ser plantado sólo una vez; un organismo puede nacer sólo una vez; la plantación o fundación de una Iglesia puede ocurrir sólo una vez. Sin embargo, esta fundación no fue sin previa preparación. Por el contrario, Dios ha tenido una Iglesia en el mundo desde el principio. Incluso, esa Iglesia era una iglesia mundial. Pero cayó en idolatría; y la única iglesia pequeña que quedó, en medio de un pueblo casi desconocido, fue la Iglesia en Israel. Para que esta iglesia particular pudiera convertirse otra vez en una iglesia mundial, dos cosas fueron necesarias: En primer lugar, que la Iglesia de Israel dejara de lado su nacionalidad. En segundo lugar, que la Iglesia de Cristo apareciera en medio del mundo pagano, para que ambas pudieran manifestarse como la Iglesia Cristiana. Con estas dos cosas la labor apostólica queda prácticamente completa. En San Pablo se unen ambas. Ningún apóstol trabajó para quitarle a la Iglesia de Israel su vestimenta judía con tanto celo como él, y ningún apóstol fue tan prolífero en la plantación de nuevas iglesias en todas partes del mundo de la manera que él lo fue. No obstante, el apostolado tenía un llamado mucho más amplio y alto, no sólo para con la gente de esos días, sino también para la Iglesia a lo largo de todas las edades. Ellos fueron ordenados para la tarea de apóstoles: dar a las iglesias formas definidas de gobierno, para así determinar su carácter; y darles la documentación escrita de la revelación de Cristo Jesús, para asegurar su pureza y perpetuidad. Esto es evidente al observar el carácter de sus labores: porque no sólo plantaron iglesias, sino que también les dieron ordenanzas. San Pablo les escribe a los corintios: “En cuanto a la ofrenda para los santos, haced vosotros también de la manera que ordené en las iglesias de Galacia.” (1 Cor. xvi. 1) Ellos estaban conscientes, por tanto, de poseer poder, de estar dotados de autoridad: “Esto ordeno en todas las iglesias,” dice el mismo apóstol (1 Cor. vii. 17). Esta orden no es como la de los directorios de nuestras iglesias que tienen poder para hacer reglas; o como cuando el ministro anuncia algunas regulaciones desde el púlpito en nombre del consistorio. No, los apóstoles ejercían una autoridad en virtud de un poder que poseían conscientemente en sí mismos, independientemente de una iglesia o de un concilio particular. Pues San Pablo, después de haber dado ordenanzas en cuanto al matrimonio, escribe: “Y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios” (1 Cor. vii. 40). Por tanto, el poder y la autoridad para mandar, para ordenar y juzgar en las iglesias, no derivaban de la Iglesia, ni de un concilio, ni del apostolado, sino directamente del Espíritu Santo. Esto es cierto incluso en cuanto al poder para juzgar; pues San Pablo, en el caso de una persona incestuosa en la iglesia de Corinto, juzgó que tal individuo debía ser entregado a Satanás. La ejecución de tal sentencia la dejó en manos de los ancianos de la iglesia, pero la había determinado en virtud de su autoridad apostólica—1 Cor. v. 3. En esta conexión, cabe destacar que San Pablo estaba consciente de una doble corriente que fluía a través de su palabra: (1) aquella de la tradición, tocante a las cosas ordenadas por el Señor Jesús durante Su ministerio; y (2) aquella del Espíritu Santo, tocante las cosas que debían ser dispuestas por el apostolado. Pues escribe: “En cuanto a las vírgenes no tengo mandamiento del Señor; mas doy mi parecer, como quien ha alcanzado misericordia del Señor para ser fiel” (1 Cor. vii. 25). Y otra vez dice: “Pero a los que están unidos en matrimonio, mando, no yo, sino el Señor: Que la mujer no se separe del marido” (versículo 10). Y en el versículo 12 dice: “Y a los demás yo digo, no el Señor.” Muchos han quedado con la impresión de que San Pablo quería decir: “Lo que el Señor ordenó, aquello deben cumplir; pero las cosas que yo les he ordenado son menos importantes y en ningún caso obligatorias”; una perspectiva que destruye la autoridad de la palabra apostólica y que, por ende, debe ser rechazada. El apóstol no tiene la más mínima intención de poner en riesgo su autoridad; pues habiendo entregado el mensaje, expresamente añade: “Y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios”; (1 Cor. vii. 40) lo cual, en conexión al mandamiento del Señor, no puede significar nada distinto a: “Aquello que yo he ordenado tiene la misma autoridad que las palabras del propio Señor”;— una declaración ya contenida en la palabra: “He alcanzado misericordia para ser fiel,” es decir, en mi trabajo de dar regulación a las iglesias.

Por medio de estas ordenanzas, los apóstoles no sólo dieron a las iglesias de aquellos días una forma definida de vida, sino que también prepararon el canal que debía determinar el curso futuro de la vida de la Iglesia. Esto lo hicieron de dos maneras: En primer lugar, en parte por medio de las marcas que dejaron en la vida de las iglesias, las cuales nunca fueron totalmente borradas. En segundo lugar, también en parte y más particularmente al dejarnos por escrito la imagen de esa Iglesia, y al sellar las características principales de estas ordenanzas en sus epístolas apostólicas. Estas dos influencias— aquella directa a la vida de las iglesias, y aquella de las Escrituras apostólicas—, se han encargado de cuidar que la imagen de la Iglesia no se pierda, y de que, en donde existe el peligro de que se pierda, sea totalmente restaurada por la gracia de Dios. Esto nos lleva a considerar la segunda actividad de los apóstoles, por medio de la cual obran en la Iglesia de todos los tiempos, a saber, la herencia de sus escritos. Nuestros escritos son los más ricos y maduros productos de la mente; y la mente del Espíritu Santo obtuvo su más rica, completa y perfecta expresión cuando Su significado fue puesto en forma documental. Por lo tanto, la labor literaria de los apóstoles merece cuidadosa atención. En cada una de las actividades que Pedro y Pablo realizaron— predicar el Evangelio, sanar enfermos, juzgar a los rebeldes y plantar iglesias, entregando ordenanzas—, llevaron a cabo una obra gloriosa. Aun así, la importancia de la labor de San Pablo al escribir, por ejemplo, la Epístola a los Romanos, es tan superior al valor de la predicación y de la sanación, que no puede haber comparación entre las dos. Cuando escribió ese librito, que impreso en un panfleto común y corriente no tendrá más de dos páginas, él hizo la obra más grande de su vida. El rango de influencia de este librito ha sido tremendo. Por medio de este pequeño libro es que San Pablo se transformó en un personaje histórico. Sabemos, claro está, que muchos teólogos de nuestro tiempo invierten este orden y dicen: “Estos apóstoles eran hombres profundamente espirituales; vivieron cerca del Señor y pudieron conocer en profundidad la mente de Cristo; trabajaron y predicaron, y ocasionalmente escribieron una que otra carta, algunas de las cuales han llegado hasta nosotros; sin embargo, estos escritos no tuvieron mayor importancia para ellos”; y en contra de toda esta falsa representación protestamos con todas nuestras fuerzas. No, estos hombres no eran excelentes personalidades que escribieron cartas con sus propias manos que no tuvieron mayor importancia en sus vidas. Por el contrario, la labor epistolar fue la obra más importante de todas sus vidas; pequeñas en tamaño, pero ricas en contenido; aparentemente de menos valor, pero en realidad, en virtud de su profunda y extendida influencia, de una importancia mucho mayor. Y ya que los apóstoles no pueden ser considerados unos tarados que con suerte sabían algo del futuro de la Iglesia y de lo que estaban haciendo, afirmamos que un hombre como San Pablo, al terminar su Epístola a los Romanos, estaba consciente del hecho de que su obra ocuparía un lugar prominente dentro de sus labores apostólicas. Aunque se transe y se acepte que el apóstol estaba inconsciente de esto, esto no altera el hecho. Hoy, cuando todas las iglesias fundadas hace dieciocho siglos han pasado, y que la iglesia de Roma apenas puede ser reconocida; cuando aquellos que por medio de su maravilloso poder fueron sanados o salvados se han convertido en polvo, y que no queda ni un recuerdo de estas labores; hoy esta herencia epistolar aún gobierna la Iglesia de Cristo. No podemos imaginar cuál sería la condición de la Iglesia sin las epístolas de San Pablo, si perdiéramos la herencia del gran apóstol que ha llegado a nosotros por medio de nuestros padres. ¿Qué es lo que controla nuestra confesión sino las verdades desarrolladas por él? ¿Qué es lo que gobierna nuestras vidas sino los ideales que él puso en alto? Podemos decir con toda seguridad que nuestra Iglesia sin las epístolas paulinas tendría una forma y apariencia completamente diferente. Siendo esto así, también tenemos justificación para decir que la concretización de la verdad cristiana en las epístolas apostólicas es la más importante de todas sus labores. En vez de llamarlas “letras muertas,” confesamos que ellas la actividad de los apóstoles alcanzó su cenit. No obstante, siendo nuestra presente preocupación la obra particular del Espíritu Santo en el apostolado, y no el apostolado en sí, consideraremos a continuación la siguiente pregunta: ¿Cuál es la naturaleza de esta obra?

Nuestra alternativa está entre la teoría del proceso mecánico y la del proceso natural. Quienes apoyan la primera dicen: “Nada puede ser más simple que la obra del Espíritu Santo en los apóstoles. Ellos sólo tuvieron que sentarse, tomar pluma y tinta, y escribir según se les dictaba.” Quienes abogan por el proceso natural dicen: “Los apóstoles habían entrado profundamente a la mente de Cristo; eran más santos, más puros, y más piadosos que los demás; y por lo tanto ellos calificaban para ser los instrumentos del Espíritu Santo el cual, después de todo, le da vida a todo hijo de Dios.” Estos son los puntos de vista extremos. Por un lado, la obra del Espíritu Santo es considerada como un elemento ajeno introducido a la vida de la Iglesia y a la de los apóstoles. Cualquier escolar capaz de escribir un dictado podría haber escrito la Epístola a los Romanos igual de bien que San Pablo. La diferencia obvia de estilo y forma de presentación entre sus epístolas y las de San Juan no surge de la diferencia de sus personalidades, sino del hecho que el Espíritu Santo a propósito adoptó el estilo y la forma de hablar de Su escriba elegido— sea San Pablo o San Juan—. El otro extremo considera que las personas de los apóstoles dan cuenta de todo; por tanto, hablar de una obra del Espíritu Santo es simplemente repetir un término religioso. Según esta posición, la influencia de la relación personal tuvo un efecto pedagógico en Sus discípulos, la cual dejó una marca tan fuerte de Su vida en ellos que pudieron entender Su Persona y Sus objetivos mucho mejor que otros. Por tanto, siendo las mentes mejor desarrolladas del círculo cristiano en ese entonces, adoptaron en sus escritos una cierta autoridad apostólica. Además de estos dos extremos, debemos mencionar la perspectiva de ciertos teólogos amigables que cambian este proceso natural en uno sobrenatural— pero, aun así, desarrollado por el mismo individuo—. Ellos reconocen junto con nosotros que existe una obra del Espíritu Santo, a la cual llaman regeneración, y que a ella a menudo se le suma el don de la iluminación. Y basado en esto arguyen: “Entre los regenerados hay algunos en los cuales esta obra divina es solamente superficial, mientras que en otros Él opera con más profundidad. En los primeros, el don de la iluminación no está desarrollado; en los últimos, el don toma más realce; y a esta clase pertenecían los apóstoles, quienes fueron partícipes de este don en el grado más alto. Debido a estos dos dones, la obra del Espíritu Santo llegó a tal claridad y transparencia en ellos que, al hablar o escribir acerca de las cosas del Reino de Dios, casi invariablemente tocaron en la nota exacta, eligieron la palabra exacta, y continuaron en la dirección correcta. De ahí procede el poder de sus escritos, y la autoridad casi obligatoria de su palabra.” En contra de estos tres oponentes queremos presentar el punto de vista de los mejores teólogos de la Iglesia cristiana, los cuales, a pesar de entender completamente los efectos de la regeneración e iluminación en los apóstoles, sostienen que a partir de esto, la autoridad infalible de los apóstoles no puede ser explicada; y que la autoridad de su palabra es reconocida sólo por la confesión incondicional de que estas operaciones de gracia fueron los medios usados por el Espíritu Santo al momento de entregar Su propio testimonio, por medio de los apóstoles, en formas documentales para la Iglesia de todos los tiempos. XXXI. La Inspiración Apostólica “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir.”—Juan xvi. 13. ¿Cuál es la naturaleza de la obra del Espíritu Santo en la inspiración de los apóstoles? Aparte de las teorías mecánicas y naturales, las cuales son vulgares y profanas, existen otras dos, a saber, la ética y la reformada. Según la primera, la inspiración de los apóstoles difiere del aliento de los creyentes sólo en grado y no en naturaleza. Los éticos representan este asunto como si, por medio de la encarnación de la Palabra, una nueva esfera de vida fuese creada; la llaman “Dios-hombre.” Aquellos que han recibido la vida de esta esfera más alta son los creyentes; los demás son incrédulos. En estos creyentes, la consciencia es cambiada, iluminada y santificada gradualmente. Por tanto, ellos ven las cosas en una luz diferente, es decir, sus ojos son

abiertos para que puedan ver el mundo espiritual del cual los no-creyentes nada ven. Sin embargo, este resultado no es el mismo para todos los creyentes. Los más favorecidos ven más correcta y claramente que los menos favorecidos. Y los más excelentes entre ellos, quienes poseen esta vida divino-humana con más abundancia, y ven las cosas del Reino con la mayor claridad y precisión, son los hombres llamados apóstoles. De ahí que la inspiración de los apóstoles y la iluminación de los creyentes es la misma en principio, mas diferente en sólo en grado. Las iglesias reformadas no pueden estar de acuerdo con esta visión. En su juicio, cualquier esfuerzo por asimilar la inspiración apostólica a la iluminación de los creyentes aniquila en realidad a la primera. Pues ellas sostienen que la inspiración de los apóstoles era totalmente única en naturaleza y en clase, totalmente diferente de lo que la Escritura llama la iluminación de los creyentes. Los apóstoles poseían este don en el más alto nivel, y en este aspecto apoyamos de todo corazón lo que dicen los teólogos éticos. Pero, cuando todo se ha dicho, nos aferramos a que la inspiración apostólica ni siquiera se toca; que yace enteramente fuera de ella; que no está contenida en ella, sino añadida a ella; y que la Iglesia debe reverenciarle como obra del Espíritu Santo extraordinaria, peculiar y única, forjada exclusivamente en los santos apóstoles. Entonces, ambos lados están de acuerdo en que los santos apóstoles eran nacidos de nuevo, y que fueron iluminados en un grado peculiarmente alto. No obstante, mientras los teóricos éticos sostienen que esta iluminación extraordinaria incluye inspiración, los reformados afirman que la iluminación en su más alto grado no tiene nada que ver con la inspiración; pues esta última fue única en su especie, sin igual, dada sólo a los apóstoles; jamás a otros creyentes. La diferencia entre los dos puntos de vista es obvia. Según el punto de vista ético, las epístolas son escritos de hombres muy dignos, piadosos y santificados; los brillantes discursos de creyentes altamente iluminados. Y aún así, habiendo dicho eso, ellos son falibles después de todo; pueden tener el noventa por cierto de la verdad bien expresado y correctamente definido; mas la posibilidad de que el diez por ciento restante esté lleno de errores y fallas aún existe. Aunque puede haber una o más epístolas infalibles, ¿qué provecho sacamos, si no sabemos cuál es cual? De hecho, no tenemos certidumbre alguna en cuanto a esto. Y por esta razón se acepta que en verdad los apóstoles cometieron errores. De ahí que las iglesias reformadas no puedan aceptar esta fascinante representación. Las consciencias de los creyentes siempre protestarán en contra de ella. Lo que esperamos en los “santos apóstoles” es esta mismísima certidumbre, fiabilidad, y decisión. Al leer su testimonio, queremos confiar en él. Esta certidumbre ha sido la fortaleza de la Iglesia por todas las edades. Sólo esta convicción le ha dado descanso. Con todas estas teorías que suenan tan hermosas, las cuales desvisten a la palabra apostólica de su infalibilidad, la Iglesia de hoy siente instintivamente que se le está usurpando la fiabilidad a su Palabra, a su Biblia. Así se muestran los santos apóstoles en sus escritos, y no en otra forma. San Juan, el más amado entre los doce, testifica que el Señor Jesús le dio a los apóstoles una promesa excepcional, diciendo, “Él os guiará a toda la verdad,” (Juan xvi. 13) una palabra que no puede aplicarse a otros, sino exclusivamente a los apóstoles. Y otra vez: “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho.” (Juan xiv. 26) Esta promesa no es para todos, sino sólo para los apóstoles, la cual les asegura un don evidentemente distinto que el de la iluminación. De hecho, esta promesa no era sino la dotación permanente del don recibido sólo temporalmente cuando salieron en su primera misión a Israel: “Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros.” (Mt. x. 20) Además, el Señor Jesús no sólo les prometió que la palabra que saliera de sus bocas sería una palabra del Espíritu Santo, sino que les concedió tal poder y autoridad personal que sería como si Dios mismo hablara a través de ellos. De esto testificó San Pablo a la iglesia de Tesalónica, diciendo: “Por lo cual también nosotros sin cesar damos gracias a Dios, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios” (1 Ts. ii. 13). Y San Juan nos dice que, tanto antes como después de la resurrección, el Señor Jesús les dio a Sus discípulos el poder para atar en la tierra, en el sentido de que su palabra tendría un poder atador para siempre: “A

quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos”— (Juan xx. 23) palabras que resultan horribles e insoportables a menos que se entiendan con la implicancia del perfecto acuerdo entre la mente de los apóstoles y la mente de Dios. Las palabras de Cristo a Pedro tienen un significado similar: “Y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos.” (Mt. xvi. 19) No obstante, al leer y meditar en estas palabras notables y de mucho peso, seamos cuidadosos de no caer en el error de Roma ni de—por tratar de evitarlo— hacer inefectiva la Palabra de Dios. Pues la Iglesia de Roma aplica estas palabras de Jesús a Sus discípulos, a toda la Iglesia como institución; y especialmente a Pedro, haciendo que se refiera a todos los (supuestos) sucesores de Pedro en el gobierno de la Iglesia de Roma. Si ese fuera en verdad el significado de estas palabras, Roma tendría toda la razón; así, al Papa se le ha concedido el poder para atar, y a los sacerdotes de Roma el poder de absolver. Nuestra razón para negar que Roma tenga este poder no es que los hombres sean incapaces de poseerlo, pues fue dado a los apóstoles; Pedro era infalible en sus discursos ex cátedra, y los apóstoles podían conceder absolución. Pero negamos que Roma tenga la más mínima autoridad para conferir este poder de Pedro al Papa, o el de los apóstoles a los sacerdotes. Ni Mateo xvi. 19 ni Juan xx. 23 contienen la más mínima prueba para tal pretensión. Y ya que ningún hombre tiene la libertad para ejercer ese poder tan extraordinario a menos que muestre las credenciales de su misión, negamos que Roma esté calificada para ejercer tal autoridad en papas o sacerdotes, no porque sea imposible, sino porque Roma no puede justificar tales pretensiones. Al mismo tiempo, en nuestro enfrentamiento con Roma, no caigamos en el error opuesto de desacreditar el sentido claro y directo de la palabra. Esto es lo que hacen los teólogos éticos; pues no le hacemos justicia a dichas palabras de Jesús si nos negamos a reconocer una obra del Espíritu Santo enteramente particular, única y extraordinaria en los apóstoles. Diluimos las palabras de Jesús y violamos su sentido si no reconocemos que, si los apóstoles aún estuvieran vivos, tendrían el poder para perdonar nuestros pecados; y que Pedro, si aún estuviera vivo, tendría el poder y autoridad para promulgar ordenanzas obligatorias para toda la Iglesia. Las palabras son tan claras, la aptitud otorgada en términos tan precisos, que no se puede negar que Juan podía perdonar pecados ni que Pedro tenía el poder para promulgar un decreto infalible. El Señor les dijo a los discípulos: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos” (Juan xx. 23); y a Pedro: “Y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos.” (Mt. xvi. 19) Al reconocer de esta manera la posición única y el poder extraordinario de los apóstoles, inmediatamente añadimos que este poder les fue otorgado sólo a ellos y a nadie más. Enfatizamos esto en oposición a Roma y a aquellos que aplican las palabras de Cristo—las cuales fueron dichas exclusivamente a Sus discípulos—a los ministros y a otros creyentes. Ni Roma ni los teólogos éticos tienen derecho a hacer esto, a menos que puedan demostrar que el Señor Jesús les dio tal derecho. Pero no pueden hacerlo. Se debe tener cuidado, por lo tanto, en la elección de textos, pruebas y citas de la Escritura para asegurar no sólo qué se dice, sino también a quién se le dice. Así el error en cuanto al apostolado será pronto superado; y los creyentes verán que los apóstoles ocupan una posición diferente a la de otros cristianos, que las promesas citadas tienen un carácter excepcional, y que la Palabra del Señor se malentiende cuando la inspiración es confundida con la iluminación. En oposición a estas perspectivas incorrectas, las cuales suenan a doctrina de Roma— clericales en principio y al mismo tiempo con tendencia hacia el racionalismo—nos adjuntamos a la antigua confesión de la Iglesia Cristiana, la cual declara que, como extraordinarios embajadores de Cristo, los apóstoles ocuparon una posición única en la raza, en la Iglesia, y en la historia del mundo, y que fueron vestidos de poderes extraordinarios que requirieron una operación extraordinaria del Espíritu Santo. No obstante, no negamos que estos hombres hayan nacido de nuevo y que hayan tenido parte en la iluminación celestial; pues para que el nuevo hombre fuera revelado en ellos con poder, el hombre viejo tuvo que ser quitado. Sin embargo, su estado y condición personal fue la causa de su continua pecaminosidad hasta la hora en que murieron; por lo tanto, su autoridad infalible

jamás podría haber surgido desde la condición falible de sus corazones. Incluso si hubiesen sido menos pecaminosos, no se podría dar cuenta de tal poder. Y si hubiesen caído más profundamente en pecado, esto no hubiese frustrado la operación del Espíritu Santo con referencia al ejercicio de esta autoridad. Ellos eran santos porque estaban escondidos en Cristo como otros cristianos; pero eran santos apóstoles, no sobre la base de su estado y condición espiritual, sino sólo en virtud de su llamado santo y de la obra del Espíritu Santo que les fue prometida y otorgada. Finalmente surge la pregunta de si hubo alguna diferencia entre la operación de Espíritu Santo en los profetas y en los apóstoles. La respuesta es afirmativa. Los oráculos de Ezequiel son diferentes al Evangelio de San Juan. La Epístola a los Romanos da testimonio de una inspiración diferente a la de las profecías de Zacarías. El libro de Apocalipsis prueba indudablemente que los apóstoles también eran susceptibles a inspiración por medio de visiones; el libro de Hechos da evidencia de que en esos días también hubo señales maravillosas; San Pablo también habla de visiones y éxtasis. Y aún así, el tesoro colectivo que hemos heredado bajo el nombre de los apóstoles da evidencia de que la inspiración del Nuevo Testamento tiene un carácter distinto al del Antiguo Testamento. Y la diferencia principal consiste en el hecho poderoso del derramamiento del Espíritu Santo. Los profetas fueron inspirados antes de Pentecostés, y los apóstoles después de él. Este hecho está destacado con tanta fuerza en la historia de su misión, que antes de Pentecostés los apóstoles se encuentran quietos, y luego de él se muestran en su rol apostólico ante el mundo. Y ya que en el derramamiento el Espíritu Santo vino a morar en el cuerpo de Cristo, al cual ya había estado preparando, es obvio que la diferencia de inspiración en el Antiguo y Nuevo Testamento consiste en el hecho que, en el primero, la inspiración fue forjada en los profetas desde fuera, mientras que en el último fue forjada en los apóstoles desde dentro, proveniente del cuerpo de Cristo. Y esta es la razón por la cual los profetas nos dan más o menos la impresión de haber recibido una inspiración independiente de su vida personal y espiritual, mientras que la inspiración en los apóstoles actúa casi siempre a través de la vida del alma. Es este mismísimo hecho el que le da pie al error de la perspectiva ética. Seguramente la persona y su condición son mucho más prominentes en los apóstoles que en los profetas. No obstante, tanto en el profeta como en el apóstol, la inspiración es esa operación completamente extraordinaria del Espíritu Santo por medio de la cual, de una manera incomprensible para nosotros y no siempre consciente para ellos, fueron resguardados de la posibilidad de error. XXXII. ¿Apóstoles Hoy? “¿No soy apóstol? ¿No soy libre? ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?”—1 Cor. ix. 1. No podemos abandonar el tema del apostolado sin un último vistazo al círculo de sus miembros. Pues este es un círculo cerrado; y todo esfuerzo por reabrirlo tiende a borrar una característica del Nuevo Pacto. Aun así, el esfuerzo se hace una y otra vez. Lo vemos en la sucesión apostólica romana; en la perspectiva ética, la cual borra gradualmente la línea divisoria entre apóstoles y creyentes; y en su forma más fuerte y concreta, entre los irvingitas.[3] Estos últimos dicen, no sólo que el Señor dio a Su Iglesia un colegio de apóstoles en el principio, sino que ahora ha llamado a un cuerpo de apóstoles en Su Iglesia para preparar a Su pueblo para lo que viene. No obstante, esta posición no puede ser sostenida con éxito. Ni en los discursos de Cristo, ni en las epístolas de los apóstoles, ni en el Apocalipsis encontramos la más mínima sugerencia a tal evento. Repetidamente se habla del fin de todas las cosas. El Nuevo Testamento da cuenta frecuentemente de los eventos y señales que han de preceder al retorno del Señor. Se encuentran registrados tan cuidadosamente que algunos llegan a decir que se puede saber la

fecha exacta de cuándo ocurrirán. Y aun así, en medio de todas estas profecías, no se encuentra la más mínima pista acerca de un apostolado subsiguiente. En el panorama de las cosas que han de venir, literalmente no hay espacio para tal cosa. Ni siquiera los resultados han satisfecho las expectativas de estos hermanos. Su apostolado ha sido una tremenda desilusión. Sus logros son prácticamente nulos. Ha venido y se ha ido sin dejar rastro. No negamos que algunos de estos hombres hayan hecho cosas maravillosas; pero se debe notar, en primer lugar, que las señales hechas estuvieron muy por debajo de las de los apóstoles; en segundo lugar, que el pastor Blumhardt también ha hecho señales que merecen ser destacadas; en tercer lugar, que de vez en cuando la Iglesia Católica Romana también muestra señales que no son fingidas ni artificiales; y, por último, que el Señor nos advirtió en Su Palabra acerca de hombres que harán señales, pero que no vendrán de parte Suya. Además, no olvidemos que los apóstoles de los irvingitas carecen completamente de las marcas del apostolado. Estas eran: (1) un llamado directo del Rey de la Iglesia; (2) una calificación particular del Espíritu Santo que los hiciera infalibles en el servicio a la Iglesia. Estos hombres carecen de ambas. Nos cuentan, de hecho, de haber recibido un llamado por boca de profetas; pero esto no sirve de nada, pues el llamado de un profeta no es igual al llamado directo de Cristo; y, otra vez, el nombre “profeta” es demasiado engañoso. La palabra profeta tiene, en la Escritura, una amplia aplicación, y ocurre se usa tanto en un sentido limitado como en uno general. El primero involucra la revelación de un conocimiento que la mera iluminación no puede suplir; mientras que el último se aplica a hombres que hablan en éxtasis santo para alabanza de Dios. Aceptamos que el profetizar, en el sentido general, es un charisma permanente de la Iglesia; por esa razón los reformadores del siglo dieciséis intentaron revivir este oficio. Por tanto, si los irvingitas creen que la actividad profética ha revivido en sus círculos, no lo disputaremos; aunque no podemos decir que los informes de sus profecías han tenido un efecto abrumador sobre nosotros. De todas formas, aceptemos que tal don ha sido restaurado. Pero entonces debemos preguntar: ¿Qué han ganado con él? Pues no hay la más mínima prueba de que estos profetas y profetizas sean como sus predecesores en el Antiguo Testamento. La voluntad oculta de Dios no les ha sido revelada. Si es que verdaderamente son profetas, entonces su profecía es meramente un hablar para alabanza de Dios en un estado de éxtasis espiritual. La inutilidad de la apelación a tales profetas para apoyar a este nuevo apostolado es evidente. Este es, meramente, el esfuerzo para sostener un apostolado insostenible por medio de un profetismo igualmente insostenible. Tampoco se debe olvidar que las labores de estos supuestos apóstoles no han cumplido con sus propios programas. Han fracasado en ejercer influencia perceptible alguna en el curso de las cosas. Las instituciones fundadas por ellos no han superado a ninguna de las nuevas organizaciones eclesiales de este siglo en ningún aspecto. No han establecido ningún nuevo principio; sus labores no han manifestado ningún nuevo poder. Todo lo que han hecho ha carecido del sello de origen divino. Y prácticamente todos estos nuevos apóstoles han muerto, no en cruces ni en hogueras como los doce genuinos, sino es sus propios lechos, rodeados por sus amigos y admiradores. No obstante, esto no es todo. El nombre de apóstol puede tomarse (1) en el sentido de ser llamado directamente por Jesús a ser embajador de Dios, o (2) en un sentido general, refiriéndose a todo hombre enviado por Jesús a Su viña; pues la palabra apóstol significa “uno que es enviado.” En Hechos xiv. 14, Bernabé es llamado apóstol: no porque haya sido parte de los doce, sino meramente para indicar que fue enviado por el Señor como Su misionero y embajador. En Hechos xiii. 1, 2, Bernabé es mencionado antes de Saulo, al cual ni siquiera se le llama por su nombre apostólico; todo esto muestra que este llamado del Espíritu Santo tenía un carácter temporal solamente, teniendo en vista sólo esta misión especial. Por esta razón, el Señor Jesucristo, Aquel enviado por el Padre, el gran Misionero en este mundo, el Embajador de Dios a Su Iglesia, es llamado Apóstol: “Por tanto, hermanos santos,... considerad al Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús” (Heb. iii. 1). Si los irvingitas hubiesen llamado apóstoles a los grandes reformadores del siglo dieciséis, o a algún líder de iglesia prominente en el presente tiempo, no se podría hacer gran objeción. Pero no es esto lo que ellos quieren decir. Ellos presumen que estos nuevos apóstoles deberán

presentarse frente a la Iglesia con un carácter peculiar, al mismo nivel que los primeros apóstoles, aunque con una tarea diferente. Y esto es inaceptable. Pues estaría en directa oposición a la declaración apostólica de 1 Cor. iv. 9: “Porque según pienso, Dios nos ha exhibido a nosotros los apóstoles como postreros, como a sentenciados a muerte.” ¿Cómo podría Pablo hablar de los postreros apóstoles si Dios tuviera contemplado en Su plan enviar a otros doce apóstoles al mundo después de dieciocho siglos? En vista de esta palabra positiva del Espíritu Santo, dirigimos a todos aquellos en contacto con los irvingitas a lo que la Escritura dice acerca de los hombres que se hacen llamar apóstoles pero no lo son: “Porque éstos son falsos apóstoles, obreros fraudulentos, que se disfrazan como apóstoles de Cristo.” También, el Señor Jesús testifica a la iglesia de Éfeso: “Has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos.” La noción de que los falsos apóstoles deben ser algo así como demonios encarnados no se aplica de ninguna manera a los tranquilos, respetables y venerables hombres vistos frecuentemente en los círculos de los irvingitas. Pero, lejos de esta noción absurda, y considerando que los falsos profetas del Antiguo Testamento se parecían tanto a los verdaderos que incluso el pueblo de Dios fue engañado por ellos, podemos entender que los falsos apóstoles del tiempo de San Juan pudieran ser detectados sólo por un discernimiento espiritual más alto: y que los supuestos apóstoles del siglo diecinueve, quienes por su similitud a los doce genuinos cegaron los ojos de los más superficiales, pueden ser detectados sólo por criterio de la Palabra de Dios. Y esa Palabra declara que los doce del tiempo de San Pablo fueron los últimos apóstoles, lo cual cierra la conversación con este supuesto apostolado. Este error de los irvingitas no es, por tanto, algo tan inocente. Es fácil explicar cómo se originó. El desdichado y deplorable estado de la Iglesia necesariamente da espacio al origen de sectas. Y de corazón reconocemos que los irvingitas han enviado muchas advertencias y reprensiones bien merecidas a nuestra superficial y dividida Iglesia. Pero estas buenas acciones no justifican por ningún motivo el llevar a cabo las cosas que la Palabra de Dios condena; y aquellos que se han dejado llevar por tales enseñanzas tarde o temprano experimentarán su resultado fatal. Ya es manifiesto que este movimiento, el cual comenzó en medio de nosotros bajo el pretexto de la unión de una iglesia dividida por medio de la reunión del pueblo de Dios, ha logrado sólo un poco más que la adición de otra secta al gran número de ellas, robándole así a la Iglesia de Cristo sus excelentes poderes y desperdiciándolos. El apostolado era un círculo cerrado y no una teoría flexible, como lo demuestra Hechos i. 25: “Tú, Señor, muestra cuál de estos dos has escogido, para que tome la parte de este ministerio y apostolado”; y también las palabras de San Pablo (Rom. i. 5): “Por quien recibimos la gracia y el apostolado”; y también (1 Cor. ix. 2): “Porque el sello de mi apostolado sois vosotros en el Señor”; y finalmente en Gal. ii. 8: “Pues el que actuó en Pedro para el apostolado de la circuncisión, actuó también en mí para con los gentiles.” Y, nuevamente, es evidente por el hecho de que los apóstoles siempre aparecen como los doce; y por haber sido especialmente elegidos e instalados por Jesús, el cual por Su aliento les dio el don oficial del Espíritu Santo; y por los poderes y dones excepcionales relacionados con el apostolado. Y es especialmente desde este lugar conspicuo en la venida del Reino de nuestro Señor Jesucristo de donde el apostolado recibe su carácter categórico. Pues la Santa Escritura enseña que los apóstoles se sentarán sobre doce tronos y juzgarán a las doce tribus de Israel; y también que la Nueva Jerusalén tiene “doce cimientos, y sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero.” (Ap. xxi. 14) San Pablo, en su propia persona, nos da la prueba más convincente de que el apostolado era un grupo cerrado. Si no hubiese sido así, jamás habría habido contienda alguna sobre si él era verdaderamente o no un apóstol. Aun así, gran parte de la Iglesia se negó a aceptar su apostolicidad. Él no formó parte de los doce; no caminó al lado de Jesús; ¿cómo podría ser un apóstol? Contra esto luchó San Pablo levantó su voz tantas veces y con tanta energía y valor. Este hecho es la clave para el correcto entendimiento de sus epístolas a los corintios y a los gálatas. Estas brillan con un santo celo por la realidad de su apostolicidad; pues él estaba profundamente convencido de que era un apóstol tal cual Pedro y los otros. No en virtud de mérito personal; en sí mismo no había nada digno como para ser llamado apóstol—1 Cor. xv. 9. Pero tan pronto como su oficio se veía atacado, Pablo saltaba como un león, porque era el honor de su Maestro el que se veía afectado, el honor de Aquel que se le apareció en el

camino a Damasco; no, como se dice normalmente, para convertirlo—pues esta no es obra de Cristo, sino del Espíritu Santo—sino para designarlo como apóstol en aquella Iglesia a la cual estaba asolando. En cuanto a la pregunta de cómo la adición de San Pablo a los doce es consistente con tal número, estamos convencidos que el nombre de Pablo, y no el de Matías, es el que está escrito sobre los cimientos de la Nueva Jerusalén junto con los de los demás; y que, no Matías, sino San Pablo se sentará a juzgar a las doce tribus de Israel. Tal como una de las tribus de Israel fue reemplazada por otras dos, así también con respecto al apostolado; pues así como Simeón cayó y Manasés y Efraín le sustituyeron, Judas fue reemplazado por Matías y Pablo. No queremos decir que los apóstoles se hayan equivocado al elegir a Matías para ocupar el puesto vacante que dejó Judas al suicidarse. Por el contrario, el número apostólico no podía esperar hasta la conversión de San Pablo. La vacante debía ser ocupada inmediatamente. Pero se podría decir que cuando los discípulos eligieron a Matías, tuvieron una concepción demasiado pequeña de la bondad de su Señor. Supusieron que por Judas recibirían a Matías, mas ¡he aquí! Jesús les dio a Pablo. En cuanto a Matías, la Escritura no vuelve a mencionar su elección. Y aunque para la Iglesia de los últimos tiempos el apostolado sin San Pablo sea inimaginable, y aunque esta haya dado a su persona el primer lugar entre los apóstoles, y a sus escritos la más alta autoridad entre las Escrituras del Nuevo Testamento, a la persona de Matías su elección al apostolado debe haberle brindado el más alto honor. El apostolado es un lugar tan alto que el hecho de haber sido identificado con él, incluso temporalmente, imparte mucho más realce al nombre de un hombre que una corona real. Notas

1. ↑ Ver sección 5 en el Prefacio.—Trad. 2. ↑ La verdad de esto es visible en el Ejército de Salvación, el nuevo exponente del 3.

metodismo. Este niega los sacramentos, se aísla de las iglesias, y parece no importarle la verdad en la confesión, pues no tiene confesión alguna.—Trad. ↑ Los irvingitas son conocidos en Inglaterra y en Norteamérica como la Iglesia Católica Apostólica.—TRAD.

La Sagrada Escritura en El Nuevo Testamento XXXIII. La Sagrada Escritura en el Nuevo Testamento "Pero estas cosas han sido escritas para que Creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo Tengáis vida en su nombre."—Juan xx. 31. Habiendo considerado el apostolado, analizaremos ahora el obsequio de Dios a la Iglesia, a saber, la Escritura del Nuevo Testamento. El apostolado otorgó un nuevo poder a la Iglesia. De seguro que todo el poder está en el cielo; pero ha complacido a Dios permitir que este poder descienda a la Iglesia mediante órganos e instrumentos, de los cuales el principal es el apostolado. Este órgano fue un consuelo del Consolador, obsequiado a la Iglesia después que Jesús subió al cielo y provisoriamente no gobernaría a Su Iglesia en persona. Por lo tanto, fue a una Iglesia abandonada, no aún plantada, y pronto a ser dispersada, que el Espíritu Santo dio el apostolado como un vínculo de unión, como un órgano de auto-extensión, y como un instrumento para su propio enriquecimiento con el cabal conocimiento de la vida de gracia. Comisionados por el Rey de la Iglesia, los apóstoles estaban animados por el Espíritu Santo. Así como el Rey trabaja por Su Iglesia sólo por medio del Espíritu, también hizo que el apostolado funcionara por los altos poderes del Espíritu Santo. No fue la intención del Señor que Su Iglesia comenzara su camino en la ignorancia, a vagar en errores múltiples, para finalmente, cuando el largo viaje fuera completado, llegara a una percepción más clara de la verdad; sino que desde el principio se parara a la luz del total conocimiento. De ahí que Él le dio el apostolado, para que desde la cuna de su existencia recibiera la luz del sol de gracia, y que ningún avance posterior del cristianismo jamás sobrepasara a aquel de los apóstoles. Este es un hecho muy significativo.

En realidad, en el curso de la historia hay avances, especialmente en doctrina, que no ha cesado aún, y que continuarán hasta el final. El Rey ha lanzado Su Iglesia al medio de guerras y desventuras; Él no la ha permitido confesar Su nombre de una manera cobarde e indolente, sino que de época en época Él la ha obligado a defender esa confesión contra el error, la incomprensión, y la hostilidad. Es sólo en esta guerra que ha aprendido gradualmente a exhibir cada parte de su gloriosa herencia de verdad. Dios juzgará a los herejes; no obstante, aparte de mucho daño, han prestado a la Iglesia este excelente servicio de obligarla a despertar de su sueño sobre sus minas de oro, de explorarlas, y de abrir el tesoro escondido. De ahí que nuestro conocimiento conciente de la verdad es más profundo que en los siglos anteriores. ¡Semper excelsior! ¡Siempre más alto! Puede que nunca cese la investigación de las cosas sagradas; aun ahora el Señor cumple Su promesa a cada verdadero teólogo: "Preguntad, y os será dado; buscad, y encontraréis" (Lc. xi. 9). Y en el desarrollo de la conciencia de la Iglesia en relación a su tesoro de verdades, el Espíritu Santo tiene un trabajo especial, y aquel que lo niegue permite que la Iglesia se petrifique y está ciego a la palabra del Señor. No obstante, no importa cuán grande sea su progreso presente o futuro, nunca poseerá un grano de verdad adicional que cuando el apostolado dejó de existir. Posteriormente la mina de oro podría ser explorada; pero cuando los apóstoles murieron la mina misma ya existía. Nada se le puede agregar ni se agregará jamás; está completa por sí sola. Por esta razón los grandes hombres de Dios, quienes, en el curso de las épocas, mediante valientes palabras han animado a la Iglesia, siempre han señalado hacia atrás, a los tesoros de los apóstoles, y sin excepción han dicho a las iglesias: "Vuestro tesoro no está delante de ustedes, sino detrás de ustedes, y proviene de los días de los apóstoles." Y aquí estaba la misericordia; cualquier otra disposición habría sido despiadada. La gente de hace un siglo o dieciocho siglos atrás tenían las mismas necesidades espirituales que nosotros; nada menos de lo que nosotros tenemos podría satisfacerlos. Sus heridas son nuestras; el bálsamo de Galaad que nos ha sanado, también los sanó a ellos. En consecuencia, el remedio para las almas debe estar listo para uso inmediato. La demora sería cruel. Por lo tanto, no es extraño ni problemático, sino en perfecta concordancia con la misericordia de Dios, que el tesoro completo de la verdad salvadora haya sido dado a la Iglesia directamente en el primer siglo: Lograr esto fue la misión del apostolado. Es como la ciencia médica en este sentido, que realiza constantes progresos en el conocimiento de las hierbas. Pero no importa cuán grande sea ese progreso, no se ha producido ninguna nueva hierba. Aquellas que existen ahora, existieron siempre, poseyendo las mismas propiedades medicinales. La única diferencia es, que sabemos mejor que nuestros ancestros, como aplicarlas. De la misma manera, desde los días del apostolado, ningún nuevo remedio para sanar almas ha sido creado o inventado. En realidad, algunos de los poderes que entonces operaban se han perdido para nosotros, por ejemplo, el don de lenguas. La única diferencia entre la Iglesia de entonces y la de ahora es que nosotros, en concordancia con esta época pensante y emocional, entendemos más profundamente la conexión entre el efecto del remedio y la curación de nuestras heridas. Esta diferencia no nos hace ni más ricos ni más pobres. Para el simple campesino es suficiente recibir la medicina prescrita, a pesar de que sea ignorante de sus ingredientes y de sus efectos sobre la sangre y los nervios. En su mundo esta necesidad no existe. Pero el hombre pensante, que entiende la conexión entre causa y efecto, no tiene ninguna confianza en medicina alguna a no ser que sepa algo de su funcionamiento. Para él, el conocimiento es una necesidad absoluta, y para el efecto psicológico es aún más indispensable. Asimismo, esto es cierto de la Iglesia de Cristo; no siempre ha sido igual, ni tampoco lo han sido sus necesidades. El desarrollo de nuestro conocimiento ha sido tal que cada época ha recibido una revelación adaptada a su necesidad. Más que esto: la propia fermentación de la época ha creado la necesidad modificada, y ha sido empleada por Dios para dar un entendimiento más claro de la verdad. Y sin embargo, cualquiera sea el aumento en la claridad y madurez del conocimiento en cuanto al secreto del Señor a través de los tiempos, el secreto mismo ha permanecido igual. Nada se le ha agregado. Y el misterio del apostolado es que, por las labores de sus miembros, todo el

secreto del Señor se dio a conocer a la Iglesia bajo la infalible autoría del divino Inspirador, el Espíritu Santo. Este es el gran hecho logrado por el apostolado: la publicación de todo el secreto del Señor, mediante la cual la revelación en el Antiguo Testamento a Juan el Bautista y a Cristo fue ampliada y elaborada. Porque el completar una cosa significa agregar aquello que antes faltaba; después de lo cual nada más puede ser agregado. Y este es el segundo punto que enfatizamos. A través de los apóstoles la Iglesia recibió algo no poseído por Israel ni impartido por Cristo. Cristo mismo declara: "Tengo aún muchas cosas que deciros, pero no las podéis soportar ahora. No obstante cuando Él, el Espíritu de la verdad, venga, Él os guiará hasta la verdad; porque Él no hablará de sí mismo; sino lo que sea que escuche, eso hablará; y Él les mostrará cosas que vendrán. Él me glorificará a Mí; porque Él recibirá de Mí, y lo mostrará a vosotros " (Jn. xvi. 12-14). San Pablo habló con no menos claridad, diciendo: "Que el misterio que se mantuvo en secreto desde el comienzo del mundo ha sido manifestado" (Rom. xvi. 25). Y nuevamente: "Para hacer que los hombres vean cuál es la dispensación del misterio que por todos los tiempos estuvo oculto en Dios." Y nuevamente: "El misterio que ha estado oculto desde siempre y de generaciones, pero que ahora se hace manifiesto a sus santos" (Col. i. 16). Finalmente, San Juan declara que los apóstoles atestiguan de aquello que habían visto con sus ojos, y sus manos habían tocado de la Palabra de la Vida, que estaba con el Padre, y que se manifiesta. Aunque no negamos que la semilla del conocimiento salvador fue dada en el Paraíso, a los Patriarcas, y a Israel; la Escritura enseña claramente que la verdad que fue revelada a los Patriarcas, era desconocida en el Paraíso; la que fue revelada a Israel, era desconocida para los Patriarcas; y la que vino por Jesús, fue una verdad que estaba oculta a Israel. De manera similar, la verdad no declarada por Jesús fue revelada a la Iglesia por el santo apostolado. Contra esta última afirmación, sin embargo, se han planteado objeciones: Muchos escritores no creyentes del presente siglo han afirmado frecuentemente que, no Jesús, sino Pablo fue el verdadero fundador del cristianismo; mientras otros nos han exhortado frecuentemente a abandonar la teología ortodoxa de San Pablo, y a volver a las simples enseñanzas de Jesús; especialmente a Su Sermón del Monte. Y realmente, mientras más se estudia la Escritura, más obvia parecerá la diferencia entre el Sermón del Monte y la Epístola a los Romanos. Esto no significa que ambos se contradigan, sino de esta forma, que el último contiene elementos de verdad, nuevos rayos de luz, no encontrados en el primero. Si uno objeta las doctrinas de los apóstoles, como lo hace la Escuela de Groninger, es natural posicionar a los evangelios por encima de las epístolas. De ahí el hecho de que muchos pseudocreyentes reciben las Parábolas y el Sermón del Monte pero rechazan la doctrina de justificación, como la enseñaba San Pablo; mientras aquellos que desean romper completamente con el cristianismo se inclinan a considerar la epístolas paulinas como su real exponente, pero sólo para rechazarlas junto con todo el cristianismo Paulino. Para la Iglesia del Dios vivo, que recibe a ambas, hay en esta tendencia impía una exhortación a tener un ojo abierto a la diferencia entre los evangelios y las epístolas, y reconocer que nuestros oponentes tienen razón cuando la denominan una marcada diferencia. Sin embargo, mientras nuestros oponentes usan la diferencia para atacar, ya sea a la autoridad de la doctrina apostólica o aquella del cristianismo mismo, la Iglesia confiesa que no hay nada sorprendente en esta diferencia. Ambas son partes de la misma doctrina de Jesús, con esta distinción: que la primera parte fue revelada directamente por Cristo, mientras la otra la dio a Su Iglesia indirectamente mediante los apóstoles. Por supuesto, en tanto los apóstoles sean considerados como personas independientes, enseñando una nueva doctrina por su propia autoridad, nuestra solución no resuelve la dificultad. Pero al confesar que son santos apóstoles, es decir, instrumentos del Espíritu Santo a través de quienes el propio Jesús enseñó a Su gente desde el cielo, entonces todas las objeciones son respondidas, y no existe ni la sombra de conflicto.

Porque Jesús simplemente actuó como un padre terrenal en la preparación de sus hijos, que les enseña de acuerdo a su comprensión; y por si acaso él muere, con su labor aún no terminada, dejará instrucciones escritas a ser abiertas después de su partida. Pero Jesús murió para alzarse de nuevo, y aun después de su ascensión Él continuó estando en contacto vivo con Su Iglesia a través del apostolado. Y lo que nosotros escribiríamos antes de nuestro deceso, Jesús hizo que fuera escrito por Sus apóstoles bajo la dirección especial del Espíritu Santo. De esta forma se originan las Escrituras del Nuevo Testamento—un Nuevo Testamento en un sentido ahora más fácilmente entendido. La exactitud de esta representación queda demostrada por las propias palabras de Cristo, que nos enseñan— Primero, que hubo cosas declaradas a los apóstoles antes de Su partida, y hubo cosas no declaradas, porque en ese momento no las podían soportar. Segundo, que Jesús declararía las últimas también, pero a través del Espíritu Santo. Tercero, que el Espíritu Santo revelaría estas cosas a ellos, no aparte de Jesús, sino tomando las de Cristo y declarándolas a ellos. XXXIV. La Necesidad de la Escritura del Nuevo Testamento "Porque testifico ante todo hombre que escuche las palabras de la profecía de este libro, Si algún hombre agregue a estas cosas, Dios le agregará a él las plagas que están escritas en este libro."—Rev. xxii. 18. Si la Iglesia después de la ascensión de Cristo hubiese estado destinada a vivir sólo una vida, y hubiese estado confinada sólo a la tierra de los judíos, los santos apóstoles podrían haber logrado su cometido con la enseñanza verbal. Pero como hubo de vivir al menos dieciocho siglos, y hubo de extenderse por el mundo entero, los apóstoles estuvieron obligados a recurrir a la comunicación escrita de la revelación que habían recibido. Si no hubieran escrito, las iglesias de África y Galia jamás habrían podido recibir información confiable; y la tradición hubiera perdido su carácter fidedigno hace mucho tiempo. La revelación escrita ha sido, por lo tanto, el medio indispensable mediante el cual la Iglesia, durante su larga y siempre creciente trayectoria, ha sido preservada de la completa degeneración y falsificación. No obstante, de sus epístolas no se desprende que los apóstoles entendieran claramente esto. De seguro no esperaban que la Iglesia permaneciera en este mundo por dieciocho siglos; y casi todas sus epístolas llevan un sello local, como si no estuvieran dirigidas a la Iglesia en general, sino sólo a iglesias particulares. Y sin embargo, aunque ellos no lo entendían, el Señor Jesús lo sabía; así lo había planeado; de ahí que la epístola escrita exclusivamente para la iglesia de Roma estaba dirigida y ordenada por Él, y sin que Pablo lo supiera, para edificar la Iglesia de todos los tiempos. Por lo tanto, dos cosas debían hacerse para la Iglesia del futuro: Primero, la imagen de Cristo debía ser recibida de los labios de los apóstoles y plasmada en escritura. Segundo, las cosas respecto de las cuales Jesús había dicho, "No las podéis soportar ahora, pero el Espíritu Santo las declarará a vosotros," debían ser registradas. Este es el postulado de todo este asunto. La condición de las iglesias, su larga duración en el futuro, y su crecimiento mundial lo exigían. Y los hechos demuestran que las medidas se tomaron; pero no inmediatamente. En tanto la Iglesia estuviera confinada a un pequeño círculo, y el recuerdo de Cristo permaneciera fresco y poderoso, la palabra hablada de los apóstoles era suficiente. El decreto del Sínodo de Jerusalén fue quizás el primer documento escrito procedente de ellos. Pero cuando las iglesias empezaron a extenderse al otro lado del mar a Corinto y Roma, y hacia el norte en Éfeso y Galacia, entonces Pablo comenzó a sustituir las instrucciones escritas por las verbales. Gradualmente esta labor epistolar se extendió y el ejemplo de Pablo fue seguido. Quizás cada cual escribió en su propio turno. Y a estas epístolas se agregaron las narrativas de la vida,

muerte, y resurrección de Cristo y los Hechos de los Apóstoles. Al fin, el Rey ordenó a Juan desde el cielo a escribir en un libro la extraordinaria revelación que se le dio en Patmos. El resultado fue un aumento gradual en el número de escritos apostólicos y no-apostólicos, excediendo con creces aquellos contenidos en el Nuevo Testamento. Al menos las epístolas de Pablo revelan que escribió muchas más de las que actualmente poseemos. Pero aún si él no nos hubiera informado al respecto, el hecho habría quedado suficientemente establecido; porque es improbable que escritores excelentes como Pablo y Juan no hubieran escrito más de una docena de cartas durante sus largas y memorables vidas. Aún en un año deben haber escrito más que eso. La controversia de antaño respecto de la afirmación que ningún escrito apostólico se podría haber perdido fue muy desatinada, y evidenció poco reconocimiento de la vida real. Es notable que de esta gran masa una pequeña cantidad de escritos fuera gradualmente separada. Unos pocos fueron recolectados primero, luego más fueron agregados, y dispuestos en cierto orden. Tomó bastante tiempo hasta que hubo uniformidad y concordancia; de hecho, algunos escritos no fueron universalmente reconocidos hasta pasados tres siglos. Pero a pesar del tiempo y la controversia, el cernido se llevó a cabo, y el resultado fue que la iglesia distinguió en esta gran masa de literatura dos partes claramente diferenciadas: por una parte, este grupo ordenado de veintisiete libros; y por otra parte, el remanente de escritos de antiguo origen. Y cuando se finalizó el proceso de filtrar y separar, Espíritu Santo siendo testigo en las iglesias de que este conjunto de escritos constituía un todo, y de que era, en realidad, el Testamento del Señor Jesús a Su Iglesia, entonces la Iglesia tomó conciencia de que poseía una segunda colección de libros sagrados de igual autoridad que la primera colección entregada a Israel; entonces juntó el Antiguo Testamento con el Nuevo, que unidos forman la Sagrada Escritura, nuestra Biblia, la Palabra de Dios. A la pregunta, ¿Cómo se originó el Nuevo Testamento? respondemos sin vacilación: por el Espíritu Santo. ¿Cómo? ¿Les dijo a Pablo o a Juan: "Siéntate y escribe?" Los evangelios y las epístolas no nos dan esa impresión. En realidad sí se aplica a la Revelación de San Juan, pero no a las otras escrituras del Nuevo Testamento. Ellas nos dan la impresión de haber sido escritas sin la más mínima idea de estar dirigidas a la Iglesia de todos los tiempos. Sus autores nos dan la impresión de estar escribiendo a ciertas iglesias de su propio tiempo definido, y que después de cien años quizás ni un solo fragmento de sus escritos existiría. Estaban, de hecho concientes de la ayuda del Espíritu Santo en la escritura de la verdad tal como la disfrutaban al hablar; pero que estaban escribiendo partes de la Sagrada Escritura, de seguro no lo sabían. Cuando San Pablo terminó su Epístola a los Romanos, jamás se le ocurrió que en épocas futuras su carta poseería para millones de los hijos de Dios una autoridad igual a, o aún mayor, que las de las profecías de Isaías y los Salmos de David. Y tampoco los primeros lectores de su epístola, en la Iglesia de Roma, pudieron imaginar que después de dieciocho siglos los nombres de sus hombres principales serían aún palabras caseras en todo el mundo cristiano. Pero si San Pablo no lo sabía, de seguro el Espíritu Santo sí lo sabía. Tal como por la educación el Señor a menudo prepara a una doncella para su aún desconocido, futuro esposo, asimismo el Espíritu Santo preparó a Pablo, Juan y Pedro para sus labores. Él dirigió sus vidas, circunstancias, y condiciones; Él provocó que surgieran en sus corazones los pensamientos, las meditaciones, e incluso las palabras requeridas para la escritura del Nuevo Testamento. Y mientras ellos escribían partes de la Sagrada Escritura, que un día sería el tesoro de la Iglesia universal de todos los tiempos—un hecho no comprendido por ellos, pero sí por el Espíritu Santo—Él dirigió sus pensamientos para protegerlos de los errores y guiarlos a la verdad. Él sabía de antemano cómo debería ser la versión completa de la Escritura del Nuevo Testamento, y qué partes la integrarían. Tal como un arquitecto, en sus procedimientos, prepara las diversas partes del edificio para después ubicarlas en sus lugares, asimismo el Espíritu Santo mediante diversos trabajadores preparó las diferentes partes del Nuevo Testamento, que posteriormente unió como un todo.

Porque el Señor, que por Su Espíritu Santo motivó la preparación de estas partes, es también el Rey de la Iglesia; Él vio estas partes esparcidas por doquier; dirigió hombres a cuidarlas, y a creyentes a tener fe en ellas. Y, finalmente, por medio de los hombres interesados, unió todos esos fragmentos sueltos, de manera que gradualmente, de acuerdo a Su Decreto Real, se originó el Nuevo Testamento. Por lo tanto, no fue necesario que el Nuevo Testamento contuviera sólo escritos apostólicos. Marcos y Lucas no fueron apóstoles; y la noción de que estos hombres tienen que haber escrito bajo la dirección de Pablo o Pedro no tiene prueba o fuerza alguna. ¿Cuál es el beneficio de escribir bajo la dirección de un apóstol? Lo que otorga autoridad divina a los escritos de Lucas no es la influencia de un apóstol, sino que haya escrito bajo la absoluta inspiración del Espíritu Santo. Creyendo en la autoridad del Nuevo Testamento, debemos reconocer que los cuatro evangelistas tienen idéntica autoridad. En lo que se refiere al contenido, el Evangelio de Mateo sobrepasa al de Lucas, y el de Juan puede exceder al Evangelio de Marcos; pero su autoridad es igualmente incuestionable. La Epístola a los Romanos tiene mayor valor que aquella a Filemón; pero su autoridad es la misma. En cuanto a sus personas, Juan estaba por sobre Marcos, y Pablo por sobre Judas; pero como dependemos no de la autoridad de sus personas, sino sólo de la del Espíritu Santo, estas diferencias personales no son significativas. Por lo tanto, la pregunta no es si los escritores del Nuevo Testamento eran apóstoles, pero si fueron inspirados por el Espíritu Santo. De seguro, ha complacido al Rey conectar Su testimonio con el apostolado; porque Él dijo: "Vosotros sois Mis testigos." Por ello sabemos que Lucas y Marcos obtuvieron su información respecto a Cristo de los apóstoles; pero nuestra garantía de la precisión y confiabilidad de sus afirmaciones no es el origen apostólico de las mismas, sino la autoridad del Espíritu Santo. Por lo tanto, los apóstoles son los canales a través de los cuales fluye a nosotros desde Cristo el conocimiento de estas cosas; pero si este conocimiento llega a nosotros mediante sus escritos o los escritos de otros no hace ninguna diferencia. La pregunta vital es si los portadores de la tradición apostólica fueron infaliblemente inspirados o no. Aunque un escrito fuera endosado por los doce apóstoles, esto no sería prueba fehaciente de su credibilidad o autoridad divina. Porque aunque tuvieran la promesa de que el Espíritu Santo los guiaría a la verdad, esto no excluye la posibilidad de que ellos cayeran en errores o incluso en falsedades. La promesa no implicaba absoluta infalibilidad siempre, sino simplemente cuando actuaran como los testigos de Jesús. De ahí que la información de que un documento proviene de la mano de un apóstol es insuficiente. Requiere la información adicional de que pertenece a cosas que el apóstol escribió como testigo de Jesús. Si, por lo tanto, la autoridad divina de cualquier escrito no depende de su carácter apostólico, sino exclusivamente de la autoridad del Espíritu Santo, se desprende, como un hecho obvio, que el Espíritu Santo tiene la competa libertad de tener el testimonio apostólico registrado por los apóstoles mismos, o por cualquier otro; en ambos casos la autoridad de estos escritos es exactamente la misma. Las preferencias personales no tienen cabida. En lo que se refiere a forma, contenido, riqueza, y atractivo, podemos distinguir entre Juan y Marcos, Pablo y Judas. Pero cuando toca el tema de la autoridad divina ante la cual debemos inclinarnos, entonces, ya no tomamos en cuenta tales distinciones, y preguntamos solamente: ¿Está este o aquel evangelio inspirado por el Espíritu Santo? XXXV. El Carácter de la Escritura del Nuevo Testamento "Estas cosas escribimos nosotros para que nuestro gozo sea completo."—1 Juan i. 4. De los dos artículos precedentes, es evidente que la Escritura del Nuevo Testamento no fue realizada con la intención de tener la condición de documento notarial. Si esta hubiera sido la intención del Señor, habríamos recibido algo completamente diferente. Habría requerido una evidencia legal de dos partes:

En primer lugar, la prueba de que los eventos narrados en el Nuevo Testamento ocurrieron tal como fueron relatados. En segundo lugar, que las revelaciones recibidas por los apóstoles fueron correctamente comunicadas. Ambas certificaciones deberían ser presentadas por testigos, por ejemplo, para demostrar que el milagro de la alimentación de los cinco mil requeriría: 1. Una declaración de un número de personas, afirmando que fueron testigos oculares del milagro. 2. Una declaración auténtica de los magistrados de las localidades circundantes certificando sus firmas. 3. Una declaración de personas competentes para probar que estos testigos eran gente honrada y digna de confianza, desinteresadas y competentes al juzgar. Más aún, sería necesario por testimonio apropiado demostrar que, entre los cinco mil, sólo había siete panes y dos pescados. 4. Que el aumento de pan se produjo mientras Jesús lo partía. En la presencia de una cantidad de tales documentos, cada uno debidamente autenticado y sellado, personas no muy escépticas podrían encontrar posible creer que el evento había ocurrido como se narra en el Evangelio. Probar sólo este milagro requeriría una cantidad de documentos tan voluminosa como todo San Mateo. Si fuera posible comprobar de esta forma todos los eventos registrados en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles, entonces la credibilidad de estas narrativas estaría correctamente establecida. Y aún esto estaría lejos de ser satisfactorio. Porque se mantendría la dificultad de demostrar que las epístolas contienen comunicaciones correctas de las revelaciones recibidas por los apóstoles. Tal comprobación sería imposible. Requeriría testigos oculares y auditivos de estas revelaciones; y una cantidad de taquígrafos para registrarlos. Si esto hubiera sido posible, entonces, reconocemos, habría habido, si es que no certeza matemática para cada expresión, al menos suficientes fundamentos para aceptar el tenor general de las epístolas. Pero cuando los apóstoles las escribieron no había una voz que se escuchara. Y cuando se escuchó una voz, no se podía entender, tal como en la base de la revelación de Pablo camino a Damasco. Lo mismo se puede decir de lo que ocurrió en Patmos: San Juan efectivamente escuchó una voz, pero el escuchar y entender las palabras que expresaba requería una peculiar operación espiritual que escaseaba en la gente del mismo período en la isla. El hecho es que la revelación del Espíritu Santo concedida a los apóstoles fue de una naturaleza tal que no podía ser percibida por otros. De ahí la imposibilidad de comprobar su autenticidad por medio de evidencia notarial. Aquel que insiste en ella ha de saber que la Iglesia no puede entregarla, ya sea por las narrativas históricas de los evangelios, o por el contenido espiritual de las epístolas. Por lo tanto, es evidente que todo esfuerzo para probar la verdad de los contenidos del Nuevo Testamento por medio de evidencia externa sólo se condena a sí mismo, y debe resultar en el completo rechazo de la autoridad de la Sagrada Escritura. Si un juez actual condenara o absolviera a una persona acusada sobre la base de la insignificante evidencia que satisface a mucha gente honrada en relación a la Escritura, ¡que tormenta de indignación surgiría! La lista completa de las llamadas evidencias respecto a la credibilidad de los escritores del Nuevo Testamento, que eran competentes para juzgar, dispuestos a testificar, desinteresados, etc., no prueba absolutamente nada. Tales elementos externos pueden ser suficientes en relación a eventos ordinarios, de los cuales uno podría decir: "Yo creo que realmente ha ocurrido; no tengo razones para dudarlo; pero si mañana se comprobara que no es así, yo no perdería nada a causa de ello." Pero, ¿cómo pueden aplicarse tales métodos superficiales cuando concierne a los eventos

extraordinarios relatados por la Sagrada Escritura, sobre cuya absoluta certeza dependen mis más altos intereses y los de mis hijos; de manera que, si se comprobara que son falsas, por ejemplo, el relato de la resurrección de Cristo, debamos sufrir la pérdida invaluable e irreparable de una salvación eterna? Esto no puede ser; es absolutamente impensable. Y la experiencia demuestra que los esfuerzos de gente necia de apuntalar su fe con tales demostraciones han terminado siempre con la pérdida de toda fe. No, tal tipo de demostración es por su propia insignificancia, ya sea no digna de ser mencionada en relación a temas tan serios, o, si vale de algo, no puede ser suministrada, ni debiera serlo. Las pruebas notariales o matemáticas no pueden ni deben suministrarse, porque el carácter y naturaleza de los contenidos de la Escritura son inconsistentes con tal demostración o la repelen. Ningún hombre puede exigir pruebas legales para el hecho de que un hombre a quien ama y honra como padre sea, en efecto, su padre; Dios ha hecho tal prueba imposible por la naturaleza misma del caso. La delicadeza que ennoblece toda vida familiar coarta la sola aparición de tal investigación; y, si fuera posible, el hijo, provisto de tal prueba, habría perdido ipso facto a su padre o madre; dejarían de ser sus padres; y debajo del montón de evidencia, su vida de hijo quedaría sepultada. El mismo principio se aplica a la Sagrada Escritura. La naturaleza y el carácter de la revelación ha sido ordenada de tal forma que no permite demostración notarial. La revelación a los apóstoles es impensada, si otras personas pudieran haberla escuchado, registrado, y publicado tan bien como ellos. Fue una operación de energías sagradas; cuya intención no era obligar a los dubitativos a una mera fe exterior, sino simplemente lograr aquello para lo cual Dios la había enviado, sin preocuparse mucho de la contradicción de los escépticos. Tiene que ver una obra de Dios que resulta insondable para la investigación legal o matemática; que se manifiesta en el dominio espiritual donde la certeza no se obtiene por demostraciones externas, sino por la fe personal del uno en el otro. Tal como la fe en padre y madre no surge de demostraciones matemáticas, sino del contacto del amor, el compañerismo de la vida, y confianza personal mutua, también ocurre aquí. Una vida de amor se desplegó. Las misericordias de Dios cayeron sobre nosotros en tierna compasión. Y todo hombre tocado por esta vida divina fue afectado por su influencia, tomado por ella, vivió en ella, se sintió en compañerismo compasivo con ella; y, en forma imperceptible y no comprendida, obtuvo una certeza, mucho más allá que cualquier otra, que estaba en presencia de hechos, y que fueron revelados divinamente. Y tal es el origen de la fe; no apoyada por pruebas científicas, porque entonces no sería fe; que ha dominado al lector de la Sagrada Escritura de una forma totalmente diferente. La existencia de la Escritura se debe a un acto de las insondables misericordias de Dios; y por esta razón la aceptación por parte del hombre debe, igualmente, ser un acto de absoluta auto-negación y gratitud. Es únicamente el corazón roto y compungido, lleno de gratitud hacia Dios por Su excelente misericordia, que puede lanzarse a la Escritura como a su elemento de vida, y sentir que aquí se encuentra la verdadera certeza, expulsando toda duda. Por lo tanto, debemos distinguir una operación de tres partes del Espíritu Santo en relación a la fe en la Escritura del Nuevo Testamento: Primero, una obra divina que entrega una revelación a los apóstoles. Segundo, una obra llamada inspiración. Tercero, una obra, activa hoy día, que crea fe en la Escritura en el corazón que en un principio se niega a creer. Primero viene la revelación propiamente tal.

Por ejemplo, cuando San Pablo escribió su tratado sobre la resurrección (1 Cor. xv.), no desarrolló esa verdad por primera vez. Probablemente la había tomado anteriormente, y en sus sermones y correspondencia privada expuesto el tema. Por lo tanto, la revelación antecede a la epístola. Pertenece a las cosas sobre las cuales Jesús había dicho: “Cuando el Espíritu Santo haya venido, Él os guiará a toda la verdad, y os mostrará las cosas que vendrán.” (Jn. xvi. 13) Y recibió esa revelación de tal manera que tuvo la positiva convicción que de esa forma se la había revelado el Espíritu Santo, y que así la vería en el día del juicio. Pero la epístola no estaba aún escrita. Esto requería un segundo acto del Espíritu Santo— aquel de la inspiración. Sin esto, el conocimiento de que San Pablo había recibido una revelación sería inútil. ¿Qué garantía tendríamos de que él la había entendido correctamente y la había registrado fielmente? Podría haber cometido un error en la comunicación, agregándole o restándole, haciéndola, de esta forma, un informe no fidedigno. De ahí que la inspiración era indispensable; porque por ella el apóstol fue alejado del error mientras registraba la revelación previamente recibida. Finalmente, el vínculo espiritual debe ser creado conectando el alma y la conciencia con las realidades espirituales de la infalible Palabra de Dios—la convicción positiva de las cosas espirituales. El Espíritu Santo logra esto por la implantación de la fe, con las diversas preparaciones que ordinariamente preceden el surgimiento del acto de creer. El resultado es la convicción interior. Esto no se forja por referirnos a Josefo o Tácito, sino en una forma espiritual. El contenido de la Escritura es traído al alma. El conflicto entre la Palabra y el alma se siente. La convicción así forjada nos motiva a ver, no que la Escritura debe hacer espacio para nosotros, sino que nosotros debemos dejar espacio para la Escritura. En la discusión de la regeneración nos referiremos a este punto más extensamente. Por el momento estaremos satisfechos si hemos tenido éxito en mostrar que la existencia de la Escritura del Nuevo Testamento y nuestra fe en ella no son la obra del hombre, sino una obra donde únicamente el Espíritu Santo debe ser honrado.

La Iglesia De Cristo XXXVI. La Iglesia de Cristo “Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.”—1 Juan v. 6. Ahora procedemos a examinar el trabajo del Espíritu Santo en la Iglesia de Cristo. Aun cuando el Hijo de Dios ha tenido una Iglesia en la tierra desde el principio, las Escrituras hacen la distinción en su manifestación antes y después de Cristo. Tal como la bellota, plantada en la tierra, existe, aunque pasa por los dos períodos de germinación y enraizamiento y luego de crecimiento hacia arriba formando el tronco y las ramas, así también la Iglesia. En un principio escondida en la tierra de Israel, envuelta en los pañales de su existencia nacional, fue sólo en el día de Pentecostés que fue manifestada en el mundo. No es que la Iglesia fue fundada sólo en Pentecostés; esto sería una negación de la revelación del Antiguo Pacto, una falsificación de la idea de Iglesia, y una aniquilación de la elección de Dios. Solamente decimos que ese día se convirtió en la Iglesia para el mundo. Y en ella el Espíritu Santo ha realizado una obra extremadamente exhaustiva. No así su formación, ya que ese es el trabajo del Dios Trino en el decreto divino; o, hablando de forma más precisa, de Jesús el Rey cuando compró a Su pueblo con Su propia sangre. En efecto, el Espíritu de Dios regenera a los elegidos, a quienes desde un principio no encuentra en el mundo, sino en la Iglesia. Toda representación de que el Espíritu Santo reúne a los elegidos sacándolos desde un mundo perdido, y de esa forma trayéndolos a la Iglesia, se

opone a la representación bíblica de la Iglesia como organismo. La Iglesia de Cristo es un cuerpo, y como los miembros nacen desde el cuerpo mismo y no son sumados a él desde afuera, de la misma forma se debe buscar la semilla de la Iglesia en la Iglesia misma y no en el mundo. El Espíritu Santo obra solamente sobre lo que ha sido santificado en Cristo. De ahí que nuestro orden de Bautismo dice: “¿Reconoces que aunque nuestros hijos son concebidos y nacen en pecado y por lo tanto son objeto de toda miseria, verdaderamente a la condenación misma; así y todo son santificados en Cristo? No obstante, ya que la regeneración corresponde a Su obra sobre el individuo, y ahora estamos considerando Su obra en la Iglesia como un todo, como una comunidad, dirigimos nuestra atención en primer lugar a su obra de conferir dones espirituales, específicamente aquellos llamados “charismata.” Algunos pasajes del Nuevo Testamento hablan de los regalos ofrecidos a Dios (Mat. V. 23): "Por tanto, si traes tu ofrenda al altar"; o regalos entregados a otros (2 Cor. viii. 9) y Fil. iv. 17) y el don de la salvación; pero no estamos considerando esos. Un don ofrecido a Dios en griego es llamado "doron"; conferido a otros, comúnmente es llamado "charis"; mientras que el don de gracia, usualmente es llamado "dorea." Por lo tanto estos dones son distintos de los que ahora ocupan nuestra atención. Y la diferencia se ve de forma más clara cuando comparamos el don del Espíritu Santo con los dones espirituales. El Espíritu Santo mismo es un don de gracia. Pero cuando Él confiere dones espirituales, nos adorna con ornamentos santos. El primero se refiere a nuestra salvación; los segundos a nuestros talentos. En referencia a nuestra salvación, las Escrituras lo llaman un don gratuito y misericordioso, generalmente “dorea” en griego, que, viniendo de una raíz que significaba dar, indica que no tenemos derecho a él, no habiéndolo merecido o comprado, sino que es un bien regalado. San Pablo exclama: “Gracias a Dios por su don inefable,” es decir, de salvación (2 Cor. ix. 15). Y nuevamente: “Abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo." “Mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia.” (Rom. v. 15, 17). Por último: “Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo." (Ef. iv. 7). [1] La misma expresión es usada invariablemente en la entrega del Espíritu Santo: “y recibiréis el don del Espíritu Santo.” (Hechos ii. 38). Y: “De que también sobre los gentiles se derramase el don del Espíritu Santo.” (Hechos x. 45). Por consiguiente se debe destacar cuidadosamente que esto no tiene nada que ver con el tema bajo consideración. Cuando San Pablo habla de la fe como un don de Dios, él se refiere a nuestra salvación y a la obra salvadora de Dios en el alma. Pero los dones a los cuales ahora nos referimos son totalmente distintos. No son para salvación, sino para la gloria de Dios. Son prestados a nosotros como ornamentos, para que podamos mostrar su belleza en forma de talentos para obtener otros talentos de ahí en adelante. Son acciones adicionales de gracia; los cuales no pueden tomar el lugar de la obra adecuada de la gracia para salvación, ni pueden confirmarla, ya que tienen un propósito totalmente distinto. La obra de la gracia es para nuestra propia salvación, gozo y edificación; los charismata nos son dados para otras personas. Lo primero implica que hemos recibido el Espíritu Santo; lo segundo que Él nos imparte dones. Para ser precisos, los charismata son dados a las iglesias, no a las personas individuales. Cuando un comandante selecciona y entrena a hombres para ser oficiales en el ejército, es evidente que no hace esto para el placer, honor o enaltecimiento personal de ellos, sino para la eficiencia y honor del ejército. Él puede buscar a hombres con talento para el servicio militar y entrenarlos e instruirlos; pero él no puede crear tales talentos. Si esto fuera posible, todo rey dotaría a sus generales con la genialidad de un Von Motke y cada almirante sería un De Ruyter. Pero Jesús no está limitado de esta forma. Él es independiente; a Él le es dado todo poder tanto en el cielo como en la tierra. Él puede crear talentos e impartirlos libremente a quien sea. Por consiguiente, sabiendo lo que la Iglesia necesita para su protección y edificación, Él puede proveer completamente para sus necesidades. Su propósito no es meramente agradar o enriquecer a ciertos individuos, menos aún darle a algunos lo que les niega a otros; más bien, con las personas que han sido dotadas, el adornar y favorecer a toda la Iglesia. No ponemos una lámpara sobre la mesa para mostrarle a ella un favor especial o porque sea mejor que la silla o la estufa; sino simplemente porque así cumple su propósito y toda la habitación es

iluminada. El considerar los charismata como un mero adorno o beneficio para la persona que los recibe sería tan absurdo como decir: “Yo enciendo el fuego no para calentar la habitación, sino la estufa”; y el envidiar los charismata dados a otros en la Iglesia sería igual de insensato que la mesa envidiara a la estufa porque esta recibe todo el fuego. Los charismata, entonces, deben ser considerados en un sentido económico. La Iglesia es un gran casa con muchas necesidades; una institución que se hace eficiente a través de muchas cosas. Ellos son para la Iglesia lo que la luz y el combustible son para el hogar; no existiendo para sí mismos, sino para la familia, debiendo ser dejados de lado cuando los días son largos y cálidos. Esto es aplicable directamente a los charismata, muchos de los cuales, dados a la Iglesia apostólica, no son de ayuda para la Iglesia de hoy. Estos charismata indudablemente tienen, en algún grado, un carácter oficial. Dios ha instituido oficios en la Iglesia; no de forma mecánica o dependiendo de formalidades externas; tal concepción poco espiritual es ajena a las Escrituras. Pero tal como hay una división del trabajo en el ejército, así también en la Iglesia. Consideremos, por ejemplo, el cuerpo. Debe ser cuidado de las lesiones; la sangre debe ser trasportada a los músculos y nervios; la sangre venal debe ser convertida en arterial; los pulmones deben inhalar aire puro, etc. Todas estas actividades dependen de los diferentes miembros del cuerpo. Los ojos y el oído vigilan; el corazón bombea la sangre; los pulmones proveen el oxígeno, etc. Y esto no puede ser modificado arbitrariamente. Los pulmones no pueden vigilar; los ojos no pueden proveer de oxígeno; la piel no puede bombear la sangre. Por consiguiente, esta división de trabajo no es ni arbitraria, por consentimiento mutuo, ni tiene que ver con el gusto; sino que es divinamente ordenada, y esta ordenanza no debe ser ignorada. Por lo tanto, los ojos tienen la función y el don de vigilar el cuerpo; el corazón de hacer circular la sangre; los pulmones de proveer aire puro; etc. Y esto es aplicable a la Iglesia en todo sentido. El gran cuerpo requiere que se hagan muchas y variadas cosas para el bienestar común. Hay necesidad de una guía, de que se profetice, del heroísmo; la misericordia debe ser ejercitada, los enfermos deben ser sanados, etc. Y esta gran tarea mutua el Señor la ha divido entre muchos miembros. Él le ha dado a Su cuerpo, la Iglesia, ojos, oídos, manos y pies; y a cada uno de estos miembros orgánicos una tarea, un llamado y un oficio en particular. De ahí, que el ser llamado a un oficio significa simplemente el ser comisionado por Jesús, el Rey, con una tarea claramente definida. Tú has trabajado. Muy bien, pero ¿de qué forma? ¿De forma impulsiva, o en obediencia a la comisión de Quien te envió? Esto hace toda la diferencia. El Rey podrá enviarnos de forma ordinaria o extraordinaria. Zacarías era sacerdote de la clase de Abías; pero su hijo Juan fue el heraldo de Cristo mediante una revelación extraordinaria. El levita servía por derecho de sucesión; el profeta porque era escogido de Dios. Pero esto no cambia nada; sea llamado de una forma u otra, la función sigue siendo la misma, siempre y cuando tengamos la seguridad de que el Rey Jesús nos ha llamado y ordenado. Por esta razón nuestros padres hablaban devotamente de un oficio de todos los creyentes. En la Iglesia de Cristo no hay meramente unos pocos funcionarios y una masa de sujetos ociosos e indignos, sino que todo creyente tiene un llamado, una tarea, una comisión vital. Y en la medida que somos convencidos de que realizamos la tarea porque el Rey nos la ha entregado no para nosotros mismos, ni por un motivo filantrópico, sino para servir a la Iglesia, nuestro trabajo tiene un carácter oficial, aunque el mundo nos niegue este honor. XXXVII. Dones Espirituales "Procurad, pues, los dones mejores. Mas yo os muestro un camino aun más excelente." —1 Cor. xii. 31. Los charismata o dones espirituales son el medio y el poder divinamente ordenados a través de los cuales el Rey faculta a Su Iglesia para realizar Su tarea sobre esta tierra.

La Iglesia tiene un llamado en el mundo. Está siendo atacada violentamente no sólo por los poderes de este mundo, sino aun más por los poderes invisibles de Satanás. No hay descanso permitido. Negándose a admitir la victoria de Jesús, Satanás cree que el tiempo que le queda aún puede traerle victorias. De ahí su incansable rabia y furia, sus incesantes ataques sobre las ordenanzas de la Iglesia, su constante afán de dividirla y corromperla y su varias veces repetida denegación de la autoridad y señorío de Jesús sobre Su Iglesia. Aunque jamás tendrá éxito completamente, sí logra su cometido hasta cierto punto. La historia de la Iglesia en todos los países es prueba de ello; demuestra que un estado satisfactorio de la Iglesia es altamente excepcional y de corta duración, y que por ocho siglos, de un total de diez, este ha sido triste y deplorable, motivo de vergüenza y profundo dolor por parte del pueblo de Dios. Y aun así en medio de esta batalla tiene un llamado que cumplir, una tarea designada la cual llevar a cabo. A veces podría consistir en ser tamizada como el trigo, como en el caso de Job, para mostrar que gracias a la virtud de la oración de Cristo, la fe no puede ser destruida en su seno. Pero cualquiera fuese la forma de la tarea, la Iglesia siempre necesita poder espiritual para realizarla; un poder que no está en sí misma, sino que debe ser provisto por el Rey. Todo medio provisto por el Rey para realizar Su obra es un charisma, un don de gracia. De ahí la conexión interna entre obra, oficio y don. De ahí que San Pablo dice: “Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho.” (1 Cor. xii. 7) o sea, para el bien común (ðñïò ro avpotpov) (1 Cor. xii. 7). Y, nuevamente de forma más clara aún: "Así también vosotros; pues que anheláis dones espirituales, procurad abundar en ellos para edificación de la iglesia." (1 Cor. xiv. 12). De ahí la petición, "Venga tu reino," la cual el Catecismo de Heidelberg interpreta como: "Reina de tal modo sobre nosotros por tu Palabra y Espíritu, que nos sometamos cada vez más y más a ti. Conserva y aumenta tu Iglesia. Destruye las obras del diablo y todo poder que se levante contra ti, lo mismo que todos los consejos que se tomen contra tu Palabra, hasta que la plenitud de tu reino venga, cuando Tú serás todo en todos." Está mal, por lo tanto, el estimar en demasía y por sí solas las vidas de creyentes de forma individual, separándolas de la vida de la Iglesia. Ellas existen sólo en conexión con el cuerpo y de esa forma se convierten en participantes de los dones espirituales. El Catecismo de Heidelberg confiesa, en este sentido, la comunión de los santos: “Primero, que todos los fieles en general y cada uno en particular, como miembros del Señor Jesucristo, tienen la comunión de Él y de todos sus bienes y dones. Segundo, que cada uno debe sentirse obligado a emplear con amor y gozo los dones que ha recibido, utilizándolos en beneficio de otros y para la salvación de los demás." La parábola de los talentos apunta a lo mismo; ya que el siervo que con su talento fracasa en servir a los demás, recibe un juicio terrible. Aun el don oculto debe ser estimulado, como dice San Pablo; no para jactarse de él o alimentar nuestro orgullo, sino porque es del Señor y es dado a la Iglesia. Cuando San Juan escribe, “Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas." (1 Juan ii. 20), y "no tenéis necesidad de que nadie os enseñe" (1 Juan ii. 27), no quiere decir que cada creyente de forma individual posea la unción completa y por lo tanto conozca todas las cosas. Porque si esto fuera cierto, ¿quién no renunciaría a la esperanza de salvación, ni se atrevería a decir: “Yo tengo la fe”? Es más, ¿cómo podría la afirmación, “no tenéis necesidad de que nadie os enseñe,” ser reconciliada con el testimonio del mismo apóstol, de que el Espíritu Santo capacita a los maestros designados por Jesús mismo? No el creyente como individuo, sino toda la Iglesia como cuerpo posee la unción completa del Santo y conoce todas las cosas. La Iglesia como cuerpo no necesita que alguien de afuera venga a enseñarle; ya que posee todo los tesoros de la sabiduría y el conocimiento, estando unida con la Cabeza, quien es el reflejo de la gloria de Dios, en quien habita toda sabiduría. Y esto no es aplicable sólo a la Iglesia de un período específico, sino a la de toda la historia. La Iglesia de hoy es la misma que la del tiempo de los apóstoles. La vida vivida entonces es la vida que la inspira hoy. Las ganancias obtenidas hace dos siglos pertenecen a su tesorería, al igual que las recibidas hoy. El pasado es su capital. La maravillosa y gloriosa revelación recibida por la Iglesia del primer siglo fue dada, a través de ella, para la Iglesia de toda la historia y sigue siendo eficaz. Y toda la fortaleza espiritual y el entendimiento, la gracia interior, la conciencia más clara, recibidas a lo largo de la historia, no están perdidas, mas forman un tesoro acumulado que sigue creciendo aún gracias a las siempre renovadas adiciones de

dones espirituales. Quien reconoce y acepta este hecho se ve enriquecido y ciertamente bendecido. Porque esta visión apostólica del tema nos hace estar agradecidos por los dones de nuestro hermano, que bajo otras circunstancias podríamos envidiar; en la medida en la cual esos dones no nos empobrezcan sino que nos enriquezcan. En una ciudad puede haber doce ministros de la Palabra, todos dotados en distintos sentidos. Según el hombre natural, cada uno estará envidioso de los dones de su hermano y temerá que sus dones superen a los suyos. No así entre los siervos del Señor mismo. Ellos sienten que juntos sirven a un mismo Señor y un rebaño, y bendicen a Dios por darles en conjunto lo que el liderazgo y la alimentación del pueblo requieren. En un ejército, el artillero no está envidioso del soldado de caballería, ya que sabe que este último está para su protección en la hora del peligro. Más aún, este punto de vista apostólico excluye el aislamiento; ya que crea el deseo de hermandad con hermanos distantes, aun cuando anden en caminos más o menos distintos. Bíblicamente, es imposible limitar la Iglesia de Cristo a una pequeña comunidad propia. Está en todos lados, en todas partes del mundo; y sea cual sea su forma externa, frecuentemente cambiante, muchas veces impura, aun así los dones, dondequiera que sean recibidos, aumentan nuestras riquezas. Este punto de vista apostólico también está en contra de la tonta noción de que por dieciocho siglos la Iglesia no ha recibido dones de ningún tipo; y dado eso, tal como la Iglesia primitiva, cada uno de nosotros debe tomar su Biblia para formular su propia confesión. Ese punto de vista hace que uno esté tan intensamente consciente de la comunión de los dones espirituales que no puede sino apreciar el tesoro acumulado de la Iglesia a lo largo de los siglos. De hecho, la Iglesia de Cristo ha recibido dones espirituales en gran abundancia; y hoy tenemos a disposición no sólo los dones de las Iglesias en nuestra propia ciudad, sino también los dados a las Iglesias en otros lados y el capital histórico acumulado durante dieciocho siglos. Por consiguiente, el tesoro de cada iglesia en particular consiste de tres partes: Primero, de los charismata en su propio círculo cercano; en segundo lugar, de aquellos dados a otras iglesias; y por último, aquellos recibidos desde los tiempos de los apóstoles. Según su naturaleza, estos dones espirituales pueden ser divididos en tres clases: los oficiales, los extraordinarios y los comunes. San Pablo dice: "Porque a éste es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe por el mismo Espíritu; y a otro, dones de sanidades por el mismo Espíritu. A otro, el hacer milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversos géneros de lenguas; y a otro, interpretación de lenguas. Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere." (1 Cor. xviii. 8-11). De la misma manera le habla el apóstol a la Iglesia en Roma: "De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe; o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que reparte, con liberalidad; el que preside, con solicitud; el que hace misericordia, con alegría." (Rom. xii. 6-8). De estos pasajes es evidente que entre estos charismata San Pablo asigna el primer lugar a los dones correspondientes al servicio común de la Iglesia a través de sus ministros, ancianos y diáconos. Ya que cuando menciona la profecía, está hablando de la predicación viva, en la cual el predicador se siente animado e inspirado por el Espíritu Santo. Con “enseñanza” quiere decir el hacer un catequismo común. Con “servicio” se refiere a la administración de los temas temporales de la Iglesia. El “repartir” hace referencia a preocuparse por los pobres y los abatidos. “El que preside” se refiere a los dirigentes a cargo del gobierno de la Iglesia. Estos son los oficios comunes que abarcan el cuidado de los asuntos espirituales y temporales de la Iglesia. Luego sigue una serie diferente de charismata, es decir, dones de lenguas, sanidades, discernimiento de espíritus, etc. Estos dones no-oficiales se dividen en dos clases—aquellos que fortalecen los dones de la gracia salvadora y aquellos que son aparte de la gracia de la salvación. Los primeros son, por ejemplo, la fe y el amor. Sin fe nadie puede ser salvo. Por lo tanto es lo que le corresponde a todos los hijos de Dios y como tal no es "charisma," sino un "doron." Pero mientras todos tienen fe, Dios es libre para dejarla manifestarse a sí misma de forma más fuerte en unos que en otros. Por una parte las Escrituras dicen: “Cree en el Señor Jesucristo, y

serás salvo, tú y tu casa.” (Hechos xvi. 31); y por otra parte: "Porque de cierto os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará." (Mateo. xvii. 20). La primera funciona internamente y la segunda externamente. Por esta razón San Pablo habla no sólo de ministerios y dones, sino también de “manifestaciones,” que consisten en un ejercicio más vigoroso de la gracia que el creyente ya posee como tal. Cuando la fe de muchos se debilita, el Señor frecuentemente concede manifestaciones extraordinarias de fe a algunos, para así refrescar y consolar a otros. Lo mismo es cierto del amor, que también le corresponde a todos, pero no con el mismo grado de eficacia. Y donde el amor de muchos se enfría, el Señor a veces lo aviva en unos pocos a tal punto que otros lo ven y son llevados a sentir una envidia santa. Además de estos charismata comunes, que son sólo manifestaciones más energéticas de lo que todo creyente posee en sus rudimentos, el Señor también le ha dado dones extraordinarios a su Iglesia, obrando en parte en el área espiritual y en parte en el área física. A estos últimos pertenecen los charismata de dominio propio y de sanidad de los enfermos. De los primeros habla Cristo en Mateo. xix. 12, donde llama a tales personas "eunucos por causa del reino de los cielos.” San Pablo dice que por causa del hermano débil se abstendrá de comer carne; y nuevamente, que golpea su cuerpo, y lo pone en servidumbre, etc. El charisma de sanidad se refiere al glorioso don de sanar a los enfermos: no sólo a aquellos que sufren de dolencias nerviosas y enfermedades sicológicas, quienes son más susceptibles a influencias espirituales, sino también a aquellos cuyas enfermedades están completamente fuera del ámbito espiritual. De una naturaleza totalmente diferente son los charismata extraordinarios, puramente espirituales, de los cuales San Pablo menciona cinco: sabiduría, ciencia, discernimiento de espíritus, lenguas y su interpretación. Estos también pueden ser divididos en dos clases, considerando que los primeros tres mencionados también se encuentran, aunque en forma distinta, fuera del Reino de Dios; y los dos últimos, que presentan un fenómeno absolutamente particular, dentro del Reino. La sabiduría, la ciencia, y el discernimiento de espíritus existen aun entre los paganos y son muy admirados por aquellos que rechazan a Cristo. Pero esos dones naturales ocurren en la Iglesia de una forma distinta. El charisma de la sabiduría le permite a uno sin mucha investigación, con gran discreción y claridad, entender condiciones y ofrecer consejos juiciosos. La ciencia es un charisma a través del cual el Espíritu Santo le permite a uno adquirir un entendimiento inusualmente profundo respecto de los misterios del Reino. El discernimiento de espíritus es un charisma a través del cual uno puede discernir entre los espíritus genuinos que vienen de Dios y aquellos que solamente simulan hacerlo. El charisma de lenguas lo hemos discutido largamente en el vigésimo-octavo artículo. Los charismata actualmente existentes en la Iglesia son aquellos correspondientes al ministerio de la Palabra; los charismata comunes del acrecentado ejercicio de la fe y el amor; aquellos de sabiduría, ciencia y discernimiento de espíritus; aquel de dominio propio; y por último, aquel de sanidad de los enfermos sufriendo de enfermedades nerviosas y sicológicas. En el presente, los demás están inactivos. XXVIII. El Ministerio de la Palabra "Él os guiará a toda la verdad."—Juan xvi. 13. Consideremos ahora la segunda actividad del Espíritu Santo en la Iglesia, que preferimos llamar su cuidado de la Palabra. En esto distinguimos tres partes: el Sellado (Sealing), la Interpretación, y la Aplicación de la Palabra. En primer lugar, es el Espíritu Santo quien sella la Palabra. Esto hace referencia al “testimonium Spiritus Sancti,” del cual nuestros padres solían hablar y a través del cual entendieron la forma mediante la cual Él crea en el corazón de los creyentes la convicción firme y duradera respecto de la autoridad divina y absoluta de la Palabra de Dios. La Palabra es, si se nos permite expresarlo así, un criatura del Espíritu Santo. Él la ha engendrado. Se la debemos enteramente a su especial actividad. Él es su Auctor Primarius, es decir, su Autor Principal. Y por lo tanto no puede parecer extraño que Él lleve a cabo ese cuidado maternal sobre su criatura a través del cual la faculta para cumplir su destino. Y este destino es, en primer lugar, el ser creída por los elegidos; en segundo lugar, el ser entendida por ellos; y por último, el ser vivida por ellos; tres operaciones que son efectuadas

sucesivamente en ellos a través del sellado, la interpretación y la aplicación de la Palabra. El sellado de la Palabra aviva la “fe”; la interpretación imparte el “entendimiento correcto”; y la aplicación lleva a cabo el que sea “vivida.” Mencionamos el sellado de la Palabra primero ya que sin fe en su divina autoridad no puede ser la Palabra de Dios para nosotros. La pregunta es: ¿cómo logramos tener un real contacto y comunión con las Santas Escrituras, que son puestas en frente nuestro como un mero objeto externo? Se nos dice que es la Palabra de Dios; pero, ¿cómo puede convertirse esto en nuestra firme convicción propia? Jamás puede ser obtenida a través de la investigación. De hecho, debiera ser admitido que mientras más uno investiga la Palabra, más pierde la fe simple y pueril en ella. Ni siquiera puede decirse que la duda nacida de una examinación superficial será disipada a través de un estudio más profundo; porque aun el profundo escrutinio de hombres serios y sinceros ha tenido un solo resultado, a saber, el aumento de signos de interrogación. No podemos examinar los contenidos de las Escrituras de esta forma sin destruirlas. Si uno desea examinar el contenido de un huevo, no debe romperlo ya que de esa forma lo desbarajusta y deja de ser un huevo; más bien debe preguntarle a aquellos que conocen sobre él. De forma similar podemos conocer la verdad de las Escrituras sólo a través del sellado y de la comunicación externa. Porque supongamos que el veredicto final de la ciencia confirmará eventualmente la autoridad divina de las Escrituras, como creemos firmemente que será; ¿de qué forma nos beneficiaría eso en relación a nuestra presente necesidad espiritual, considerando que en el curso de nuestras cortas vidas, la ciencia no llegará a ese veredicto? Y aun si después de treinta o cuarenta años llegásemos a verlo, ¿en qué me beneficia en relación a mi presente aflicción? Y si esta dificultad también pudiese ser removida, aun así preguntaríamos: ¿acaso no es cruel darle certeza sólo a los eruditos griegos y hebreos? ¿No ven y entienden los hombres, por lo tanto, que la evidencia de la autoridad divina de las Escrituras debe venir a nosotros de tal forma que la anciana más común y corriente en la hogar de caridad pueda verlo de la misma forma que yo? Por lo tanto, toda investigación aprendida, como base de la convicción espiritual, está fuera de toda consideración. El que niega esto maltrata el alma e introduce un clericalismo ofensivo. Porque, ¿cuál es el resultado? La noción de que las personas poco eruditas no tienen certeza por sí mismas; para eso están los ministros; ellos han estudiado el tema; ellos deben saber y las personas comunes y corrientes deben creer bajo su autoridad. Lo absurdo de esta noción es evidente. En primer lugar, los hombres más instruidos frecuentemente son los que más dudan. En segundo lugar, un ministro casi siempre contradice lo que otro ha presentado como la verdad. Y, en tercer lugar, la congregación, tratada como un menor de edad, es entregada nuevamente al poder de los hombres; se le deposita sobre sí un yugo que nuestros padres no pudieron soportar; y se comete el error de intentar probar el testimonio de Dios a través de los hombres. Si debemos cargar con un yugo, dennos el de Roma diez veces antes que el de los eruditos; porque aunque Roma pone a los hombres entre nosotros y las Escrituras, al menos hablan de una manera. Repiten lo que el Papa ha establecido para ellos y su autoridad se basa no sobre su erudición, sino sobre su pretendida iluminación espiritual. De ahí que los sacerdotes católicos romanos no se contradicen entre sí. Ni tampoco es su enseñanza la noción caprichosa de un aprendizaje defectuoso, sino el resultado de un desarrollo mental que Roma alcanzó en sus mejores hombres, y esto en conexión con la labor espiritual de muchos siglos. De entre la totalidad del clericalismo, el de carácter intelectual es el más insoportable; ya que uno siempre queda sin palabras ante el comentario, “Tú no sabes griego,” o “Tú no sabes leer hebreo”; mientras que el hijo de Dios siente de forma irresistible que en materias relacionadas con la eternidad, el griego y el hebreo no pueden tener la última palabra. Y esto aparte del hecho que a varios de estos eruditos, el professor Cobet podría decirles: “Querido señor, ¿acaso conoce bien usted mismo, el griego?” Del poco conocimiento del hebreo en la mayor cantidad de los casos, mejor ni hablar.

No, de esa forma jamás llegaremos. Para hacer que la autoridad divina de las Escrituras sean reales para nosotros, necesitamos no de un testimonio humano, sino de uno divino, igualmente convincente para los doctos como para los poco eruditos—un testimonio que no debe ser echado como perlas a los cerdos, sino ser limitado a aquellos que pueden recoger de él el fruto más noble, es decir, aquellos que han nacido de nuevo. Y este testimonio no deriva del Papa y de sus sacerdotes, ni de la facultad teológica con sus ministros, sino viene solamente con el sellado del Espíritu Santo. Por lo tanto, es un testimonio divino y como tal remueve toda contradicción y silencia toda duda. Es un testimonio igual para todos, perteneciendo tanto al campesino en el campo como al teólogo en su estudio. Por último, es un testimonio que reciben sólo aquellos que tienen ojos abiertos, para que puedan ver espiritualmente. Sin embargo, este testimonio no funciona por magia. No hace que la confundida conciencia de incredulidad grite de repente: “¡Ciertamente las Escrituras son la Palabra de Dios!” Si este fuera el caso, el camino de los entusiastas sería abierto y nuestra salvación dependería nuevamente de una comprensión espiritual fingida. No, el testimonio del Espíritu Santo obra de una forma completamente distinta. Él comienza a ponernos en contacto con la Palabra, ya sea a través de nuestra propia lectura o través de la comunicación de otros. Luego nos muestra la imagen del pecador según las Escrituras y la salvación que lo rescató de forma misericordiosa; y por último, nos hace escuchar la canción de alabanza sobre sus labios. Y después de que hemos visto esto objetivamente, con el ojo del entendimiento, Él obra de tal manera sobre nuestro sentimiento que comenzamos a vernos en ese pecador y a sentir que la verdad de las Escrituras nos concierne directamente. Finalmente, toma el control de la voluntad, haciendo que el poder mismo visto en las Escrituras obre en nosotros. Y cuando, de esa forma, la totalidad del hombre, la mente, el corazón y la voluntad han experimentado el poder de la Palabra, entonces Él le agrega a esto la exhaustiva operación de la certeza, por medio de la cual las Santas Escrituras en esplendor divino comienzan a relucir ante nuestros ojos. Nuestra experiencia es como la de una persona que, desde una habitación que resplandece brillantemente, mira hacia fuera al anochecer. Al principio, debido al resplandor en el interior, no ve nada. Pero al apagar su luz y mirar hacia fuera nuevamente, gradualmente comienza a distinguir figuras y formas y luego de un rato disfruta del suave crepúsculo. Apliquemos esto a la Palabra de Dios. Mientras la luz de nuestro propio entendimiento relampaguee en el alma, nosotros, mirando a través de la ventana de la eternidad, no podremos percibir nada. Todo está encubierto en una oscuridad nebulosa. Pero cuando por fin nos persuadimos y extinguimos esa luz, y miramos afuera nuevamente, entonces vemos un mundo divino apareciendo gradualmente desde la penumbra, y para nuestra sorpresa, donde en un comienzo no veíamos nada ahora vemos un mundo glorioso bañado en luz divina. Y de esa forma los elegidos de Dios obtienen una firme certeza acerca de la Palabra de Dios que nada puede estremecer, que no puede ser robada por ningún conocimiento. Están firmes como una muralla. Están fundados sobre una roca. Los vientos podrán soplar y las lluvias descender, pero no temen. Se mantienen sobre su fe indestructible, no sólo como resultado de la primera intervención del Espíritu Santo, sino porque Él sostiene la convicción continuamente. Jesús dijo, “para que esté con vosotros para siempre”; y esto hace referencia primariamente a este testimonio respecto a la Palabra de Dios. En el corazón creyente, Él testifica continuamente: “No temas, las Escrituras son la Palabra de tu Dios.” Sin embargo, esto no es toda la obra del Espíritu Santo en relación a la Palabra. También debe ser interpretada. Y sólo Él, el Inspirador, puede dar la interpretación correcta. Si entre los hombres cada uno es el mejor intérprete de sus propias palabras, ¿cuánto más aquí, donde ningún hombre tendrá la osadía de decir que entiende el significado completo y adecuado del Espíritu tan bien como Él o mejor que Él mismo? Incluso si los autores de ambos Testamentos se levantaran de entre los muertos y nos contaran el significado de sus respectivas Escrituras—ni siquiera eso sería la completa y profunda interpretación. Porque ellos escribieron cosas cuyos significados exhaustivos no comprendían. Por ejemplo, cuando Moisés escribió acerca de la simiente de la serpiente, es obvio que él no comprendió todo lo que significaba el “tú le herirás en el calcañar.”

Por consiguiente, sólo el Espíritu Santo puede interpretar las Escrituras. Y, ¿cómo? ¿Siguiendo el modo de Roma, a través de una traducción oficial como la Vulgata; una interpretación oficial de cada palabra y oración; y una condena oficial a cualquier otra explicación? De ninguna manera. Esto sería muy fácil, pero a la vez muy poco espiritual. La muerte se aferraría a ella. El completo e ilimitado océano de verdad estaría confinado a los estrechos límites de una fórmula. Y la refrescante fragancia de la vida, que siempre encontramos en la página santa, se perdería de inmediato. Ciertamente las iglesias no pueden ser entregadas a una traducción arbitraria e irresponsable de la Palabra; y apreciamos enormemente el cuidado mutuo de las iglesias al proveer una traducción correcta en el idioma local. Consideramos incluso altamente deseable que, bajo el sello de su aprobación, las iglesias publiquen lecturas expositivas en el margen. Pero ni lo uno ni lo otro debiera reemplazar jamás a las Escrituras mismas. La investigación de las Escrituras debiese ser siempre libre. Y cuando hay coraje espiritual, entonces que las iglesias revisen su traducción y vean si sus lecturas expositivas necesitan modificación. No, sin embargo, para desestabilizar las cosas cada tres años, sino para que en cada período de vida vigorosa, animada y espiritual, la luz del Espíritu Santo pueda alumbrar en mayor medida sobre las cosas que siempre necesitan más luz. Por lo tanto la obra del Espíritu Santo en referencia a la interpretación es indirecta, y los medios usados son: (1) el estudio científico; (2) el ministerio de la Palabra; y (3) la experiencia espiritual de la Iglesia. Y es a través de la cooperación de estos tres factores que, en el curso del tiempo, el Espíritu Santo indica qué interpretación se desvía de la verdad y cuál es el correcto entendimiento de la Palabra. A esta interpretación le sigue una aplicación. Las Santas Escrituras son un maravilloso misterio, que tiene la intención de satisfacer las necesidades y conflictos de toda época, nación y santo. Al prepararlas Él conocía de antemano estas épocas, naciones y santos, y considerando sus necesidades Él las planeó y arregló de la forma en la cual se nos ofrecen hoy a nosotros. Y sólo entonces las Santas Escrituras lograrán el fin en mente, cuando a cada época, nación, iglesia e individuo sean aplicadas de tal forma que cada santo recibirá finalmente cualquier porción que haya sido reservada para él en las Escrituras. Por consiguiente, esta obra de aplicación pertenece sólo al Espíritu Santo, ya que sólo Él conoce la relación que las Escrituras deben mantener finalmente con cada uno de los elegidos de Dios. Respecto de la manera en que la obra es llevada a cabo, esta puede ser directa o indirecta. La aplicación indirecta viene generalmente a través del ministerio, que logra su fin más elevado cuando frente a su congregación el ministro puede decir: “Este es el mensaje de la Palabra que en este momento el Espíritu Santo tiene en mente para ti.” Una afirmación sobrecogedora, sin dudas, y sólo alcanzable cuando uno vive tan profundamente arraigado en la Palabra como en la Iglesia. Aparte de esto también hay una aplicación de la Palabra que viene a través de la palabra de un hermano, hablada o escrita, que es a veces tan efectiva como un largo sermón. La lectura concienzuda y en silencio de alguna exposición de la verdad ha conmocionado el alma de forma más efectiva, a veces, que un servicio en la casa de oración. La aplicación directa de la Palabra del Espíritu Santo se efectúa al leer las Escrituras o al recordar pasajes. Entonces Él trae al recuerdo palabras que nos afectan profundamente por su singular poder. Y, aunque el mundo sonríe e incluso los hermanos reconocen que no entienden a qué se refiere, es nuestra convicción que la aplicación especial de ese momento fue para nosotros y no para ellos, y que en nuestra alma interior el Espíritu Santo realizó Su propia obra especial.

XXXIX. El Gobierno de la Iglesia "Nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo."—1 Cor. xii. 3.

La última obra del Espíritu Santo en la Iglesia tiene referencia al gobierno. La Iglesia es una institución divina. Es el cuerpo de Cristo, aunque se manifiesta en la forma más defectuosa; porque como el hombre, cuyo discurso es afectado por un ataque de parálisis, sigue siendo la misma persona amigable que era antes, a pesar del defecto, así la Iglesia, cuyo discurso está dañado, sigue siendo el mismo cuerpo santo de Cristo. La Iglesia visible e invisible es una. Hemos escrito en otra parte: “La Iglesia de Cristo es al mismo tiempo visible e invisible. Tal como un hombre es al mismo tiempo un ser perceptible e imperceptible sin ser de esa forma dos seres, así también la distinción entre la Iglesia visible e invisible de ninguna forma daña su unidad. Es una y la misma Iglesia, que según su esencia espiritual está escondida en el mundo espiritual, manifiesta sólo al ojo espiritual y que según su forma visible se manifiesta a sí misma externamente a los creyentes y al mundo.” "Según su esencia espiritual e invisible la Iglesia es una en toda la tierra, una también con la Iglesia en el cielo. De igual manera es también una Iglesia santa, no solamente porque es hábilmente creada por Dios, dependiente totalmente de Sus influencias y obras divinas, sino también porque la adulteración espiritual y el pecado interior de los creyentes no pertenecen a ella, sino luchan contra ella. Según su forma visible, sin embargo, sólo se manifiesta a sí misma en fragmentos. Por lo tanto es local, es decir, ampliamente esparcida; y las iglesias nacionales se originan porque estas iglesias locales forman tal conexión como lo demandan su propio carácter y sus relaciones nacionales. Combinaciones más extensas de iglesias sólo pueden ser temporales o extremadamente poco firmes y flexibles. Y estas iglesias, como manifestaciones de la iglesia invisible, no son una, ni tampoco santas; porque participan de las imperfecciones de toda la vida del mundo y son constantemente profanadas por el poder del pecado que socava interna y externamente su bienestar.” Por lo tanto, el tema no puede ser presentado como si la Iglesia espiritual, invisible y mística fuese el objeto del cuidado y gobierno de Cristo, mientras los asuntos y la supervisión de la Iglesia visible son dejados a los placeres del hombre. Esto está en directa oposición a la Palabra de Dios. No existe una Iglesia visible y otra invisible; sino una Iglesia, invisible en lo espiritual y visible en el mundo material. Y mientras Dios cuida tanto el cuerpo como el alma, de la misma forma Cristo gobierna los asuntos externos de la Iglesia, tan ciertamente como con su gracia Él la nutre interiormente. Cristo es el Señor; Señor no sólo del alma, ya que antes de que pueda ser eso debe ser Señor de la Iglesia como un todo. Cabe destacar que la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos pertenecen no a la economía interna de la Iglesia, sino a la externa; y ese gobierno eclesiástico sirve casi exclusivamente para mantener pura la predicación y a los sacramentos de ser profanados. Por lo tanto no es oportuno decir: “Si la Palabra de Dios es predicada sólo en su pureza y los sacramentos son administrados correctamente, el orden eclesiástico es de menor importancia”; si se eliminan estos dos del orden eclesiástico, quedará muy poco de él. La pregunta es, por lo tanto, si estos medios de gracia deben ser organizados según nuestro placer, o según la voluntad de Jesús. ¿Nos permite entretenernos con ellos según nuestras propias nociones o reprende y aborrece toda religión obstinada en satisfacer los deseos propios? Si la respuesta es la última, entonces también debe, desde el cielo, dirigir, gobernar y cuidar de Su Iglesia. Sin embargo, Él no nos obliga en esta materia; nos ha dejado la terrible libertad de actuar en contra de Su Palabra y de sustituir Su forma de gobierno por la nuestra. Y eso es exactamente lo que el desorientado mundo cristiano ha hecho una y otra vez. A través de la incredulidad, no mirando al Rey, frecuentemente lo ha ignorado, olvidado y destronado; ha establecido su propio régimen obstinado en Su Iglesia, hasta que al final el recuerdo mismo del legítimo Soberano se ha perdido.

La iglesia individual, aún consciente del reinado de Jesús, profesa doblegarse incondicionalmente a Su Palabra real tal como está contenida en las Escrituras. Por lo tanto, decimos que en la iglesia del estado de Holanda, cuyo orden eclesiástico no sólo carece de tal profesión, sino que también pone el poder legislativo supremo exclusivamente sobre los hombres, se burla del reinado de Cristo; que un embaucador ha usurpado su lugar, quien debe ser removido tal como está escrito: “Pero yo he puesto mi rey Sobre Sión, mi santo monte.” (Salmo ii. 6) Por lo tanto se debe sostener firmemente y sin miedo que Jesús es no sólo el Rey de las almas, sino también el Rey en su Iglesia; cuya absoluta prerrogativa es ser el Legislador en su Iglesia; y que el poder que compite por ese derecho debe ser enfrentado por el bien de la conciencia. Frente a la pregunta de por qué la iglesia es tan apta para olvidar el reinado de Cristo, de tal forma que muchos ministros piadosos no tienen la más mínima conciencia de esa realidad y muchas veces dicen: “Ciertamente Jesús es el Rey en el mundo de la verdad pero, ¿qué le importa a Él lo que haga la iglesia externa? Al menos yo, un hombre espiritual, jamás voy a las reuniones oficiales del concilio”; respondemos: “Si Jesús tuviera un trono en el mundo y de ahí reinara personalmente sobre Su Iglesia, todos los hombres se inclinarían ante Él; pero al ser exaltado en el cielo a la diestra del Padre, el Rey es olvidado; fuera de toda vista, fuera de la mente.” De esta forma, la ignorancia en relación a la obra del Espíritu Santo es la causa. Ya que Jesús gobierna su Iglesia pero no de forma directa, sino a través de Su Palabra y Espíritu, no hay respeto alguno por la majestad de su soberano gobierno. El ojo espiritual del creyente, por lo tanto, debe ser reabierto a la obra del Espíritu Santo en las Iglesias. El hombre no-espiritual no la puede ver. Un consistorio, un concilio o un sínodo es para él un grupo de hombres congregados para negociar asuntos bajo su propia luz, lo mismo que una reunión de directorio de la dirección de comercio o alguna otra organización secular. Uno es un accionista y un miembro del comité y como tal ayuda en la administración de los asuntos usando todas sus habilidades. Pero para el hijo de Dios, siendo capaz de ver la obra del Espíritu Santo, estas asambleas eclesiásticas contraen un aspecto totalmente distinto. Él reconoce que este consistorio no es consistorio, que este concilio no es concilio, que este sínodo no es tal, a menos que el Espíritu Santo presida y decida las materias junto con los miembros. La oración hecha al comenzar un consistorio, concilio o sínodo es, por lo tanto, no igual a la de Y.M.C.A. o una convención misionera, simplemente una oración para pedir luz y ayuda, sino una cosa totalmente distinta. Es la petición que el Espíritu Santo esté en medio de la asamblea. Porque sin Él, ninguna reunión eclesiástica puede ser completa. La reunión no puede ser llevada a cabo a menos que Él esté presente. De ahí que en la oración litúrgica al comenzar un consistorio hay una petición inicial de la presencia y liderazgo del Espíritu Santo; después, una confesión de que los miembros nada pueden hacer sin Su presencia; y por último, una súplica de las promesas para estos miembros. La oración dice: “Ya que estamos reunidos en tu Santo Nombre, siguiendo el ejemplo de las Iglesias apostólicas, para consultar, como requiere nuestro oficio, acerca de aquellas cosas que pueden venir ante nosotros, para el bienestar y edificación de Tus iglesias, ya que reconocemos que somos poco aptos e incapaces, ya que por naturaleza no podemos pensar en lo bueno y mucho menos ponerlo en práctica, por lo tanto te rogamos, O Dios y Padre fiel, que Tú te complazcas en estar presente con Tu Espíritu según Tu promesa, en medio de nuestra asamblea, para guiarnos en toda verdad.” En la oración de conclusión del consistorio ocurre la expresa acción de gracias de que el Espíritu Santo estuvo presente en la reunión: “Más aun, te agradecemos que has estado presente con Tu Espíritu Santo en medio de nuestra asamblea, dirigiendo nuestras determinaciones según Tu voluntad, uniendo nuestros corazones en mutua paz y armonía. Te rogamos, O Dios y Padre fiel, que te complazcas misericordiosamente en bendecir nuestra labor intencionada y efectivamente en ejecutar el trabajo que Tú ya comenzaste; siempre reuniendo ante Ti una iglesia verdadera y preservándola en la doctrina pura, en el correcto uso de Tus santos sacramentos y en el diligente ejercicio de la disciplina.”

Por lo tanto el gobierno de la iglesia denota: Primero, que el Rey Jesús instituye los oficios y nombra a las personas a cargo de tales funciones. En segundo lugar, que las iglesias se someten incondicionalmente a la ley fundamental de Su Palabra. Tercero, que el Espíritu Santo debe entrar en la asamblea y dirigir las deliberaciones; como lo expresó Walæus: "Que el Espíritu Santo pueda personalmente pararse detrás del presidente para presidir cada reunión.” Y este dicho tiene un significado tan enriquecedor que diríamos seriamente, si no es ya obvio, que un mero cambio de oficiantes no beneficiaría en nada, si la organización misma no está sometida a la Palabra de Dios. El tema no es si mejores hombres llegan al poder, sino si el Espíritu Santo preside la asamblea; algo que no puede hacer, a menos que la Palabra de Dios sea la única instrucción y autoridad. Notas

1. ↑ Cabe destacar que en Rom. v. 15, 16; vi. 23; xi. 29, vemos en el texto griego la palabra “charisma” refiriéndose a la salvación. La razón es que estos pasajes no se refieren a lo misericordioso que es el don, sino a su brillante resplandor en contraste con la corrupción y la muerte. “Porque la paga del pecado es muerte, mientras que la dádiva de Dios es vida eterna.”

La Obra del Espíritu Santo/Volumen 2: Introducción Por Abraham Kuyper

Volumen 2: La Obra Del Espíritu Santo en el Individuo I. El Hombre que Dios Ha de Formar “He aquí, yo derramaré mi Espíritu sobre vosotros, y os haré saber mis palabras.”—Prov. i. 23. Hasta ahora, la discusión se ha limitado a la obra del Espíritu Santo en la iglesia como un todo. Ahora consideraremos Su obra en las personas como individuos. Hay una diferencia entre la iglesia como un todo y sus miembros como individuos. Está el cuerpo de Cristo, por un lado, y los miembros que constituyen partes del cuerpo. Y el carácter de la obra del Espíritu Santo en uno, es necesariamente diferente al del otro. La Iglesia, que nace por el deleite divino, es completa en la eterna perspectiva y propósito de Dios, y la elección soberana ha determinado su curso completo. El mismo Dios que ha contado el número de cabellos sobre nuestras cabezas, también ha contado los miembros del Cuerpo de Cristo. De la misma manera en que todo nacimiento está ordenado de antemano, cada nuevo nacimiento cristiano en la iglesia está divinamente predestinado. El origen y despertar de la vida eterna vienen del cielo; no de la criatura, sino del Creador, y se basan en Su libre y Soberana elección. Y así permanece, no es una mera decisión, sino un acto divino, igualmente decisivo, que lleva a cabo y realiza por completo la decisión. Esta es la omnipotencia espiritual de Dios. No es como el hombre, que experimenta; Él es Dios, quien jamás niega la obra de Sus manos, y persiste en llevar a cabo, irresistiblemente, todo lo que le deleita. Por tanto Sus decretos se convierten en historia; y la Iglesia, cuya forma es diseñada por la voluntad de Dios, debe nacer, incrementar y perfeccionarse de acuerdo al consejo de Dios a través de las edades; y ya que Su consejo es indestructible, las puertas del infierno no prevalecerán en contra de la Iglesia. Esta es la base de la seguridad y consolación de los santos. No tienen otra base de confianza. Adquieren la plena convicción con la cual profetizan en contra de todo lo visible y fenomenal por el hecho de que Dios es Dios, y por ser Dios, todo lo que a Él le place, permanece. En la obra de la gracia, no hay rastro de casualidad o fatalidad; Dios ha determinado no sólo su fin, sin decidir la forma en la cual se llevaría a cabo, sino que, en Su consejo, ha preparado cada medio para llevar a cabo Su decisión. Y en Su consejo, se revelan formas que el ojo humano no puede seguir ni comprender. La omnipotencia divina se adapta a la naturaleza de la criatura. Causa el crecimiento de sus cedros del Líbano, y que aumenten los toros de Basán; pero alimenta y fortalece a cada uno de acuerdo a su propia naturaleza. El cedro no come pasto, y los toros no escarban en la tierra en busca de su alimento. El decreto divino determina que por medio de sus raíces el árbol absorba los líquidos del suelo, y que por la boca el toro ingiera su comida y la transforme en sangre. Y Él honra Sus propios decretos al proveer alimento en el suelo para uno y pasto en el campo para el otro. El mismo principio prevalece en el Reino de la Gracia. Dios ha dado, al hombre como sujeto del Reino, y al mundo moral que le pertenece, un organismo distinto al del buey, cedro, viento o arroyo. Los movimientos de este último, son plenamente mecánicos; el arroyo debe descender por la montaña. Actúa en forma distinta sobre los toros y los árboles; y aun de otra manera en los seres humanos. En el ser humano, las fuerzas químicas funcionan mecánicamente y son distintas a las del toro y del cedro. Y aparte de estas, hay fuerzas morales en el hombre que Dios también opera de acuerdo a su naturaleza. Sobre este argumento, nuestros padres consideraron que la idea fanática de que en la obra de gracia el hombre fuera un mero bloque de materia, era indigna frente a Dios; no porque le atribuyera algo al hombre, sino porque muestra a un Dios que niega Su propia obra y decretos. Al crear un toro o un árbol o una piedra, cada uno distinto del otro, dándoles una naturaleza

propia, no puede violar esta condición, sino adaptarse a ella. Luego, todas Sus operaciones espirituales están sujetas a las disposiciones del decreto divino del hombre como un ser espiritual; y esta particularidad hace de la obra de la gracia una obra extraordinariamente hermosa, gloriosa y adorable. Porque, si Dios tratara al hombre mecánicamente, como a un bloque de materia, no nos engañemos entonces hablando de la obra de gracia como si fuera algo glorioso. No habría misterio para los ángeles, sino una obra de omnipotencia inmediata que de pronto deshace y recrea todas las cosas. Para admirar la obra de la gracia, debemos considerarla tal cual ha sido revelada, es decir, como una obra compleja e insondable, por medio de la cual Dios se adapta a las necesidades del ser espiritual del hombre, frágiles y variables; y revela Su omnipotencia venciendo los enormes e interminables obstáculos que la naturaleza humana pone en Su camino. Incluso el alma de Dios tiene sed de amor. Todo Su consejo puede reducirse a un pensamiento: que en el fin de los tiempos Dios tenga una Iglesia que entienda Su amor y pueda darle de ese amor de vuelta. Pero el amor no puede ser decretado, ni puede ser forzado de alguna manera que no sea espiritual. No puede derramarse en el corazón del hombre mecánicamente. Para llegar a ser cálido, refrescante, y satisfactorio, el amor debe ser avivado, cultivado y preciado. Por tanto, Dios no derrama ni siquiera una gota de amor en los corazones de Su pueblo, pues eso produciría instantáneamente amor en ellos. Más bien, demuestra Su amor mediante Aquél, que estaba en el principio con Dios y era Dios, quien con inmensurable amor muere por el hombre en una cruz. Esto sería irrelevante si el hombre fuera un mero bloque de materia. Dios sólo tendría que crear amor en sus corazones, y el hombre lo amaría por pura necesidad, tal como la estufa emite calor cuando se prende. Pero el amor que se ilustra con tanta calidez en la Biblia no es irrelevante cuando Dios lidia con los seres espirituales de forma espiritual. Por lo tanto, la cruz de Cristo es una manifestación del amor divino, el cual supera enormemente toda concepción humana; consecuentemente ejercitando este irresistible poder sobre todos los escogidos de Dios. Y aquello que es preeminentemente verdadero y evidentemente amoroso, es verdad en cada parte de la obra de gracia—en cada una de sus etapas. En ella Dios nunca se niega a sí mismo, ni a sus decretos ni planes para los cuales el hombre fue creado. Así, es glorioso que por un lado Dios haya concedido al hombre los medios para tal resistencia, y por otro lado, haya superado divina y majestuosamente dicha resistencia por la omnipotencia de Su gracia redentora. Cuando el apóstol testifica: “Así que somos embajadores, en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (2 Cor. v. 20), revela tal profundidad del misterio del amor, que finalmente las relaciones son literalmente revertidas, de manera que el Dios santo implora a Sus criaturas rebeldes, quienes en realidad debieran rogarle a Él por misericordia. La tradición cuenta de seres misteriosos ejerciendo su fascinación irresistiblemente sobre viajeros y marineros hasta tal punto que estos últimos se lanzan voluntariamente a la destrucción, sin embargo, en contra de su propia voluntad. De acuerdo a la revelación divina, esta tradición, de una forma revertida y santa, se ha convertido en realidad. Aquí también, hay una fascinación todopoderosa, finalmente irresistible para el pecador condenado: permitiéndose a sí mismo ser atraído en contra de su voluntad y, sin embargo, voluntariamente, la eterna miseria no lo acarrea hacia la destrucción sino fuera de ella. Sin embargo, la maravillosa obra del amor apenas se puede analizar. Los amantes nunca saben quién fue el que atrajo y quién fue atraído, ni cómo el amor llevó a cabo su atracción en medio de la lucha de afectos. El amor es demasiado misterioso como para revelar sus variadas obras y cómo estas obras se entrelazan. Esto se aplica en mucho mayor medida al amor de Dios. Todo santo conoce por experiencia, que finalmente se convirtió en algo irresistible y que prevaleció, pero no logra expresar cómo se logró la victoria. Esta obra divina viene sobre nosotros desde alturas y profundidades infinitas, nos afecta misteriosamente, y en el comienzo

era tal la escasez de luz espiritual, que uno apenas puede tartamudear acerca de estas cosas. ¿Quién entiende el misterio del nuevo nacimiento? ¿Quién tenía conocimiento cuando fue entretejido curiosamente en las partes más profundas de la tierra? Y si esto se llevó a cabo inconscientemente, ¿cómo podemos comprender nuestro nacimiento espiritual? Es evidente que, subjetivamente, es decir, dependiendo de nuestra experiencia personal, no sabemos absolutamente nada acerca de éste; y todo lo que se dijo y puede decirse al respecto, se conoce directamente por la Escritura. A Dios le ha complacido levantar sólo una punta del velo que cubre el misterio—no más de lo que el Espíritu Santo consideró necesario para fortalecer la fe, para la gloria de Dios y el beneficio de otros en el tiempo de su nacimiento espiritual. Por tanto, en esta serie de artículos sólo intentaremos sistematizar y explicar lo que Dios ha revelado para que Sus hijos sean dirigidos espiritualmente. Nada puede estar más lejos de nuestras intenciones que instruirnos en cosas demasiado elevadas para nosotros, o penetrar los misterios que se han escondido de nuestra vista. Donde la Escritura se detiene, nosotros nos detendremos; a las dificultades que queden sin explicar no añadiremos lo que sólo puede ser el resultado de la estupidez humana. Pero donde la Escritura proclama incuestionablemente el poder soberano de Jehová en la obra de gracia, ni la crítica, ni las burlas del hombre nos impedirán demandar sumisión absoluta a la soberanía divina y a darle la gloria a Su nombre. II. La Obra de Gracia, Una Unidad “Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.”—Rom. v. 5. El fin último de todos los caminos de Dios es que Él sea todo en todo. No puede dejar de trabajar hasta que haya entrado en las almas de los hombres. Tiene sed del amor de las criaturas. En el amor del hombre hacia Dios, desea ver las virtudes de Su propio amor glorificado. Y el amor debe nacer del ser del hombre que habita en el corazón. Es imposible dar suficiente alabanza a la obra de gracia efectuada por el consejo divino. Desde el Paraíso hasta Patmos, revelada a profetas y apóstoles, es trascendentemente profunda, abundante y gloriosa. Fue preparada en el mismo Emanuel, quien ascendió al cielo, quien ha recibido dones para los hombres—sí, para los rebeldes también—para que el Señor Dios pueda morar entre ellos. Esta obra de gracia excede las alabanzas de hombres y ángeles. Sin embargo, la mayor gloria y majestad, se muestra sólo cuando vence la rebelión que opera en el alma, mostrando su luz al hombre para que glorifique al Padre que está en los cielos. Consecuentemente, el derramamiento del Espíritu Santo es la corona por sobre todos los eventos de salvación, porque revela subjetivamente, en percepción de las personas como individuos, la gracia revelada hasta ahora objetivamente. Claramente, en los días del antiguo pacto, la gracia salvífica obró en el individuo, pero siempre mantuvo una característica preliminar y especial. Creyentes del antiguo pacto “no recibieron lo prometido, proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros.” (Heb. xi. 39, 40) Y la dispensación de la salvación personal, en su carácter normal, sólo comenzó cuando, finalizada la obra de reconciliación y habiendo resucitado Emanuel, llegó silenciosamente el otro Consolador a enriquecer a los miembros del Cuerpo de Cristo. De ahí que el propósito del Dios Trino mueva todas las cosas inexorablemente hacia esta gloriosa consumación. La compasión divina no puede dejar de trabajar hasta que la obra de salvación del alma no haya comenzado. En toda la obra preparatoria, Dios se dirige persistentemente a sus escogidos; no tan sólo después de la caída sino incluso antes de la creación, Su sabiduría se deleitaba en el mundo terrenal, y “Sus delicias eran con los hijos de los hombres.” (Prov. viii. 31) Desde la eternidad Él conoce a todos los que recibirán Su gloriosa luz. No le son extraños aquellos quienes, al pasar las edades, Él descubre infructíferos al ser examinados, o a ser forjados para llegar a ser sujetos apropiados y útiles de acuerdo a sus respectivos méritos; no, nuestro fiel Dios de Pactos, nunca es un extraño ante ninguna de Sus criaturas. Creó a todos, y decretó cómo debían ser creados; no han sido creados y luego predestinados; sino predestinados y luego creados. Aun así, la criatura no es independiente del Señor, ya que antes de que haya palabra en Su boca, conoce todas las cosas; no por

información de lo que ya existía, sino por conocimiento divino de lo que habría de venir. Aun las relaciones de causa y efecto que conectan las etapas de su vida se encuentran desnudas y abiertas delante de Él; nada se esconde de Él; y Dios conoce mucho más íntimamente al hombre de lo que el hombre se conoce a sí mismo. Las aguas de salvación que descienden de la cima de la montaña de la santidad de Dios no corren hacia campos desconocidos. Sus cauces están preparados, y recorriendo los montes se encuentran con los pastizales que han de regar. Por tanto, aunque mayor claridad demanda divisiones y subdivisiones en la obra de gracia, éstas en realidad no existen; la obra de gracia es una unidad, es un hecho eterno y continuo, que procede del vientre de la eternidad, avanzando sin parar hacia la consumación de la gloria de los hijos de Dios que será revelada en el gran Día del Señor. Por ejemplo, aunque en el momento de la regeneración Dios llamó a las cosas que no eran, con todo lo que contienen inherentemente como en un germen, esto no debe ser representado como si Dios abandonara el alma del hombre por veinte o treinta años. Porque aun este aparente abandono es una obra divina. Contenido por su amor, hubiera preferido volcarse a sus escogidos, a sus criaturas perdidas, para encontrarlos y salvarlos inmediatamente. Pero Él mismo se abstuvo, si así podemos expresarlo; pues este mismo abandono, este temporal escondimiento de su rostro, obra finalmente para bien como medio de gracia en la hora del encuentro del amor para lograr la eficacia de la gracia en aquella alma amada. Por tanto, la salvación de un alma, en su ser personal, es una obra eterna, ininterrumpida y continua, cuyo punto de partida es el decreto y su punto final es la glorificación delante del trono. No contiene nada formal ni mecánico. No hay un periodo de dieciocho siglos previos durante el cual Dios está preparando la gracia objetiva sin llevar a cabo ninguna obra de gracia sobre el individuo. Tampoco hay salvación preparada sólo para posibles almas cuya salvación permanecía incierta. No, el amor de Dios nunca obra hacia lo desconocido. Él es perfecto y Sus caminos son perfectos; por tanto, Su amor siempre contiene la elevada y santa marca: proceder de corazón a corazón, de persona a persona, conociendo y leyendo a la persona con conocimiento perfecto. Durante los tiempos en que Caín fue juzgado; mientras Noé y sus ocho aguardaban en el arca; mientras Abraham fue llamado y Moisés conversaba con Jehová cara a cara; mientras los videntes profetizaban; el Bautista apareció en público, Jesús subió al calvario y San Juan veía visiones—durante estos tiempos Dios nos conocía (si somos Suyos), la presión de Su amor se dirigía firmemente hacia nosotros, nos llamó antes de existir para que llegásemos a existir, y cuando llegamos a existir, guió cada uno de nuestros días. Cuando nos rebelamos contra Él y Él apartó Su rostro de nosotros, aun ahí, nos guió como nuestro pastor, fiel y verdadero. Sin duda todas las cosas deben ayudar a bien a los que aman a Dios, incluso las vidas y características de sus ancestros—ya que ellos son los llamados de acuerdo a Su propósito. En vez de ser frío y formal, es un acto de amor, lleno de vida, derramándose, desprendiéndose hacia fuera. Desde su fuente en las montañas más altas, atravesando incontables montes para alcanzarte, fluye el amor divino, sin descansar, hasta derramarse en tu alma. Por eso el apóstol se jacta de que finalmente el amor encontró su bendito fin en su persona y en la amada iglesia de Roma. “Ahora tenemos paz con Dios, porque el amor de Dios (que se mueve hacia nosotros desde la eternidad) finalmente nos ha alcanzado, y es derramado en nuestros corazones.” Esto no quiere decir que nosotros poseamos un amor puro, sino que el amor de Dios por Sus escogidos, habiendo descendido de lo alto, venciendo todo obstáculo, se ha derramado en las profundas cavidades de nuestros corazones regenerados. A esto Él le suma la gracia de lograr que el alma entienda, beba, y deguste de este amor. Y cuando el alma contrita y llena de lástima se pierde en los deleites del amor y la adoración de su eterna compasión, la gloria de Dios resplandece con mayor brillo y su deleite con los hijos de los hombres se completa. Sin embargo, cuando el Dios Trino anticipa la llegada y glorificación de los santos desde antes de la fundación del mundo, las Escrituras revelan claramente que esta llegada y glorificación es la obra del Espíritu Santo. El amor de Dios es derramado en nosotros por el Espíritu Santo quien nos ha sido dado.

Las Escrituras le dan un lugar prominente a la obra del Espíritu Santo; no para excluir la obra del Padre y del Hijo, sino para que esta obra personal sea solamente ejercida por el Espíritu Santo. La Escritura lo presenta con tanta fuerza que el Catequismo no se equivoca al explicar tres puntos de nuestra santa fe: de Dios el Padre y nuestra Creación; de Dios el Hijo y nuestra Redención, y de Dios el Espíritu Santo y nuestra Santificación. Y esto no es de sorprenderse, pues: En primer lugar, como ya hemos visto, en la economía del Dios Trino, es el Espíritu Santo quien mantiene el contacto más cercano con la criatura y lo llena de Sí mismo. Luego, es Su labor peculiar entrar en el corazón del hombre, y allí en sus recesos íntimos, proclamar las gracias de Dios hasta que él cree. Segundo, Él lleva toda la obra del Dios Trino a su consumación. Es así como Él perfecciona la obra de la gracia objetiva mediante la salvación de las almas, realizando su propósito final. Tercero, Él aviva. Pasando por encima de las aguas del caos, respira aliento de vida en el hombre. En perfecta armonía con esto, el pecador, muerto en delitos y pecados, no puede vivir a menos que sea avivado por el Espíritu de Avivamiento, a quien la Iglesia siempre ha invocado, diciendo: “Veni, Creator Spiritus.” Cuarto, Él toma lo de Cristo y lo glorifica. El Hijo no distribuye Sus tesoros, sino el Espíritu Santo. Y ya que todo el plan de salvación de los redimidos consiste en el hecho de que hombres muertos y corazones marchitos sean unidos a Cristo, la fuente de Salvación, debemos alabar al Espíritu Santo por llevar a cabo esta obra. Luego, en el deseo constreñido de amor divino por la salvación individual de criaturas escogidas, pero a la vez perdidas, la obra del Espíritu Santo ocupa, evidentemente, el lugar más conspicuo. Nuestro conocimiento de Dios no es completo a menos que lo a Él conozcamos como bendita Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero “como nadie llega al Padre sino es por Mí,” (Juan xiv. 6) y “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quiera revelar,” nadie puede venir al Hijo si no es por medio del Espíritu Santo y nadie puede conocer al Hijo si el Espíritu Santo no se lo revela. Pero esto no implica en absoluto la separación, aun en pensamiento, entre las Personas Divinas. Esto destruiría la confesión de la Trinidad, substituyéndolo por la falsa creencia del triteísmo. ¡No! Es el mismo Dios eternamente subsistiendo en tres Personas. La verdad de nuestra confesión brilla en el entendimiento de la unidad de la Trinidad. El Padre jamás se encuentra sin el Hijo, ni el Hijo sin el Padre. Y el Espíritu Santo jamás podría venir a nosotros o trabajar en nosotros si el Padre y el Hijo no cooperan con Él. III. Análisis Necesario “Vamos adelante hacia la perfección; no echando otra vez el fundamento.”—Heb. vi. 1. Para sistematizar la obra del Espíritu Santo en el individuo, primero es necesario considerar la condición espiritual antes de la conversión. Una mala comprensión de este punto, nos lleva al error y a la confusión. Produce una confusión en las diversas operaciones del Espíritu Santo que nos lleva a utilizar los mismos términos para cosas distintas. Esto confunde los propios pensamientos de uno llevando a otros a desviarse. Es más notorio en ministros que discuten el tema en términos generales, a quienes les eluden las definiciones claras y consecuentemente terminan reiterando trivialidades. Tal predicación impresiona poco o nada; su monotonismo es tedioso; acostumbra el oído a la repetición; carece de estímulo para el oído interno. Y la mente, que no puede permanecer inactiva frente a impunidad, busca alivio mediante sus propios métodos, muchas veces en incredulidad, alejada de la obra del Espíritu Santo. Las palabras “corazón,” “mente,” “alma,” “consciencia,” “hombre interno,” se usan indiscriminadamente. Existen frecuentes llamados a la conversión, regeneración, renovación de vida, justificación, santificación, y redención; mientras el oído no se ha acostumbrado a distinguir, en cada uno de éstos, algo especial y una

revelación peculiar de la obra del Espíritu Santo. Y al final, este tipo de predicación caótica impide la discusión inteligente de temas divinos, ya que aquél que se ha iniciado o instruido profundamente no será comprendido por otros. Sobretodo, protestamos solemnemente en contra de aquella apariencia piadosa que esconde un vacío interno de este tipo de predicación que dice: “Mi Evangelio simple no da cabida a estas diminutas distinciones; estas prueban el escolasticismo seco con el cual mentes quisquillosas aterrorizan a los hijos de Dios, llevándola al cautiverio de la letra. ¡No! El evangelio de mi Señor debe mantenerse lleno de vida y Espíritu: por lo tanto, libérenme de estas liviandades.” Sin duda hay algo de verdad en esto. Mediante el análisis seco de verdades refrescantes para el alma, las mentes abstractas tienden a robar el gozo y consuelo de almas más simples. Discuten temas espirituales en términos más de mestizaje del latín con el inglés, como si el alma no tuviera parte con Cristo a menos que sea experta en el uso de estas palabras bastardas. Aterrorizar al débil así demuestra al orgullo y a la auto-exaltación. Y efectivamente es un orgullo muy torpe, porque el conocimiento del cual se enorgullecen, se adquiere, meramente, por el uso de la memoria. Tal externalización de la fe cristiana es ofensiva. Substituye la genuina piedad por una lengua fluida, y la justificación por la fe por la justificación mental. Por consiguiente, la piedad del corazón es reemplazada por la de la mente, y en vez del Señor Jesucristo, Aristóteles, el maestro de la dialéctica, se convierte en salvador. Abogar o defender tal caricatura está lejos de nuestro propósito. Creemos que nuestra salvación depende completamente de la obra de Dios en nosotros, y no en nuestro testimonio; y aquél pequeño con labios tartamudos, pero trabajado por el Espíritu Santo, precederá a aquellos vanos escribas en el camino hacia el Reino de los Cielos. Que nadie imponga el yugo de sus propios pensamientos sobre otros. Sólo el yugo de Cristo encaja en el alma del hombre. Ahora, aun así, el Evangelio no perdona la superficialidad, ni aprueba la basura. Claro, hay una diferencia. No requerimos que nuestros hijos se aprendan los nombres de todas las venas y músculos del cuerpo humano, de las posibles enfermedades que podrían afectarle, y los contenidos de los fármacos. Sería una carga para estos pequeños, quienes son más felices no teniendo consciencia del organismo que acarrean. Pero el doctor que no está muy seguro de la localidad de estos órganos; quien, despreocupado de los detalles, está satisfecho con conocer las generalidades de su profesión; quien se equivoca en la receta de los remedios, incapaz de diagnosticar el caso correctamente, será prontamente destituido para recibir a alguien que pueda discriminar mejor. Y hasta cierto punto se requiere lo mismo de toda persona inteligente. Los hombres bien informados no debieran ser ignorantes respecto a los órganos vitales del cuerpo humano y sus funciones principales; madres y enfermeras deberían informarse aun mejor. Lo mismo se aplica a la vida de la Iglesia. Aquellos con menos dones no entienden las distinciones de la vida espiritual; incapaces de masticar carne, deben ser alimentados sólo con leche. Tampoco es bueno cargar y aburrir a los niños con frases que van mucho más allá de su comprensión. Hay que enseñarle a ambos de acuerdo al "son de su música." Que un niño hable de cuestiones religiosas discriminando términos, inquieta el sentir espiritual. Pero no así con el médico espiritual, o sea, el ministro de la Palabra. Si se expulsa a un veterinario por no tener capacidades para su trabajo, con mayor razón se debiera expulsar a aquellos quienes, fingiendo curar y tratar el alma, traicionan su propia ignorancia de las condiciones y actividades de su vida espiritual. Por lo cual, insistimos que todo ministro de la palabra, debe ser un especialista de esta anatomía y fisiología espiritual; familiarizado con las diversas formas de enfermedad espiritual y siempre preparado, por la plenitud de Cristo, para escoger correctamente los remedios espirituales que se requieren. Y pedimos el mismo conocimiento, aunque no en el mismo grado, de todo hombre o mujer inteligente. El doctor o abogado que sonríe ante nuestra ignorancia de los principios básicos de su profesión, debiera avergonzarse de igual manera, al traicionar su propia ignorancia de la condición de su alma. En la vida espiritual, cada talento debiera captar nuestro interés. Todo

hombre debiera desarrollarse simétricamente. Debiera ser capaz de distinguir las cuestiones espirituales y las necesidades de su alma de acuerdo al rango de visión, a la fortaleza de sus poderes y profundidad de discernimiento. Que este conocimiento se encuentre sólo en torno a nuestros hombres simples y temerosos de Dios y no en las clases más altas, es una seria y deplorable señal de nuestros tiempos. El conocimiento que tiene poder en la esfera espiritual, y es capaz de sanar, no viene en términos afuerinos, no se expende en las variadas formas de la crítica bíblica, interesándose solamente en razonamientos filosóficos, logrando que las almas hambrientas sean alimentadas con piedras en vez de pan; sino que busca, sistemáticamente, la Palabra y obra de Dios en el alma del hombre, y comprueba que el hombre ha estudiado las cosas que debe ministrar a la iglesia. Consecuentemente, nuestros líderes espirituales, quienes han reemplazado este conocimiento espiritual por la crítica y apologética en las universidades y en las clases de catequesis, tienen mucho por lo cual responder. Durante los últimos treinta años, este conocimiento se ha abandonado en estas instituciones. Y como se perdió tal conocimiento, la predicación se tornó monótona y gran parte de la iglesia se perdió. Se mantenía siempre un ojo y un oído abiertos a la obra objetiva del Hijo, pero la obra del Espíritu Santo fue abandonada y despreciada. Consecuentemente, la vida espiritual se ha hundido a tal grado que, mientras un tercio de la plenitud de la gracia que es en Cristo Jesús se conoce y honra, el hombre afirma que está predicando a Cristo y a este crucificado. Por tanto, la discusión de la obra del Espíritu Santo sobre le individuo demanda que dejemos de lado las sendas de la superficialidad y de las generalidades y avancemos hacia el análisis más cuidadoso, aún existiendo el riesgo de ser tildados de "buzos escolásticos." Las operaciones del Espíritu Santo sobre diversas partes de nuestra condición deben ser distinguidas y tratadas en forma separada; no sólo en los escogidos, sino también en los no escogidos, ya que no son las mismas. Es cierto que las Escrituras enseñan que Dios hace brillar el sol sobre buenos y malos, y que Su lluvia cae sobre justos y pecadores para que en la naturaleza toda buena dádiva que viene del Padre dé luces y sea conocida por todos; pero en el Reino de la gracia no es así. El Sol de justicia muchas veces brilla sobre uno, dejando a otro en oscuridad; y las gotas de gracia riegan el alma de uno mientras otros permanecen absolutamente privados de ella. Cristo también fue puesto como tropiezo para muchos en Israel; y aun esto es causado por el testimonio del Espíritu Santo. No tan sólo el sabor de la vida, sino también el sabor de la muerte alcanza al alma por medio del Espíritu Santo; tal como el apóstol declaró respecto a aquellos que, habiendo recibido el don del Espíritu Santo, se perdieron. Es debido atender cuidadosamente a Su actividad en ellos, y la condición de ellos cuando comienza Su obra de salvación o endurecimiento. Claramente, este no es el lugar para discutir exhaustivamente la condición del hombre caído. Esto requiere una investigación especial. Muchas cosas que en otra sección requerirán mayor detalle, aquí se tocarán brevemente. Pero servirá para nuestro propósito si logramos entregar al lector una visión lo suficientemente clara de la condición del pecador para que nos pueda comprender cuando discutamos la obra del Espíritu Santo en el pecador. Por pecador entendemos al hombre tal cual es, vive y se mueve por naturaleza, sin los efectos de la gracia. En aquel estado está muerto en delitos y pecados; alienado de la vida de Dios; completamente depravado y sin fuerza; pecador, y por ende culpable y bajo condenación. No sólo muerto, sino también tendido en medio de la muerte, hundiéndose, cada vez más profundo en los abismos de la muerte, la cual se ensancha por debajo de él si no examina su caminar hasta que la muerte eterna sea revelada. Este es el pensamiento fundamental, la idea madre, el concepto principal de su estado. “Por un hombre entró el pecado al mundo, y la muerte por el pecado, y así pasó la muerte a todos los hombres.” (Rom. v. 12) Y “la paga del pecado es la muerte.” (Rom. vi. 23) “El pecado, siendo consumado, da luz a la muerte.” (San. i. 15) Para ser trasladado a otro estado, uno debe pasar de la muerte a la vida.

Pero hay que analizar esta idea general de la muerte en sus diversas relaciones. Con este fin, es necesario determinar qué solía ser el hombre, y qué llegó a ser después de esta muerte espiritual. IV. Imagen y Semejanza “Hagamos al hombre a Nuestra imagen y semejanza.”—Gen. i. 26. Es gloriosa la declaración que hace Dios cuando introduce el origen y la creación del hombre: “Y Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó.” El significado de estas importantes palabras fue discutido recientemente por el conocido profesor Dr. Edward Böhl, de Viena. De acuerdo al Dr. Böhl, esta frase se debe leer: El hombre fue creado “en” no “a” imagen de Dios, la imagen no se encuentra en la naturaleza o ser del hombre, sino fuera de él, en Dios. El hombre fue simplemente puesto en el resplandor de Su gloria. Por tanto, al permanecer en esa luz, viviría en esa imagen. Sin embargo, al salir de ella, caería y retendría su propia naturaleza, la cual es igual antes y después de la caída. En el idioma holandés, la preposición "en" no conlleva el mismo sentido de "conforme a" que dice el español, sino denota un estado de permanencia o moción limitada en el espacio, tiempo o circunstancia.[1] En la discusión acerca de la corrupción de la naturaleza del hombre consideraremos la opinión de este profesor de Viena, altamente estimado. Permítanos decir que en este punto rechazamos esta opinión, en la cual vemos un regreso al error de Roma. No podemos concebir el carácter negativo que presenta Böhl acerca del pecado, el cual es la base de esta representación del pecado. Más aun, se opone a la doctrina de la Encarnación y de la Santificación que declaraba la Iglesia Reformada. Por lo tanto, consideramos más apropiado, primero, explicar la confesión de los padres respecto a esto, y luego mostrar que dicha representación es inconsistente con la Palabra. Al aceptar el relato de la Creación como una revelación directa del Espíritu Santo, reconocemos su absoluta credibilidad en cada parte. Aquellos que no la aceptan o, como muchos teólogos éticos, niegan su interpretación literal, no tienen voz en esta discusión. Si estamos seriamente interesados en la exposición del relato, no jugando con palabras, debemos estar completamente convencidos de que Dios realmente dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.” (Gen. i. 26) Pero al negarlo y considerar que estas palabras son meras representaciones de cómo alguien, animado por el Espíritu Santo, presentó a sí mismo la creación del hombre, no podemos deducir nada de ellos. Luego no habría seguridad alguna de que sean divinas; sólo sabríamos que un hombre piadoso las atribuyó a los pensamientos de Dios y las puso en Su boca cuando era simplemente su propio relato respecto a la creación del hombre: Por lo tanto, la infalibilidad de la Sagrada Escritura es nuestro punto de partida. Vemos en Gen. i. 27 un testimonio directo del Espíritu Santo; y creemos con plena certeza que estas son las palabras del Todopoderoso dichas antes de crear al hombre. Con esta convicción, ellas tienen decisiva autoridad; por lo tanto, inclinados ante ella, confesamos que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Esta declaración, en conexión con todo el relato, muestra que el Espíritu Santo distingue claramente la creación del hombre a la del resto de la creación. Todas eran manifestaciones de la Gloria de Dios, porque Él vio que era bueno; un efecto de Su consejo divino pues encarnaban un pensamiento divino, pero la creación del hombre fue especial, fue más elevada y más gloriosa; porque Dios dijo: “Hagamos al hombre a Nuestra imagen y semejanza.” Por lo tanto, el sentido general de estas palabras es que el hombre es totalmente diferente a todos los otros seres; que esta especie es más noble, rica y gloriosa; y sobretodo, que la mayor gloria consiste en el vínculo más íntimo y relación más cercana que tendría con el Creador. Esto se aprecia en las palabras imagen y semejanza. En todas Sus obras creadoras, el Señor habla, y se hace; Él ordena, y todo existe. Hay un pensamiento de Su consejo divino, una voluntad para ejecutar, y un acto omnipotente para realizarlo, pero nada más; los seres son

creados enteramente fuera y aparte de Él. Pero la creación del hombre es completamente distinta. Claro, está el pensamiento divino que procede de Su eterno consejo, y lo lleva a cabo mediante Su omnipotente poder; pero esta nueva criatura está conectada con la imagen de Dios. De acuerdo al significado universal de la palabra, la imagen de una persona es la concentración de sus características esenciales que generan la misma impresión de su ser. Sea mediante lápiz, pintura o fotografía, un símbolo, una idea o una estatua, la imagen siempre será la concentración de características esenciales del hombre o de una cosa. Una idea es una imagen que concentra esa descripción sobre el campo de la mente; una estatua de marfil o bronce, etc., pero independiente de la forma en que se expresa, en esencia, la imagen es una concentración de diversas características del objeto que representa el objeto a la mente. No debemos perder de vista este significado fijo y definido. La imagen puede ser imperfecta, sin embargo, mientras sea posible reconocer el objeto en ella, aun cuando la mente deba suplir lo que falta, sigue siendo una imagen. Esto nos dirige hacia una observación importante: el hecho de que podemos reconocer a una persona de una foto fragmentada, comprueba la existencia de la "imagen del alma," una imagen impresa por medio del ojo en el alma. Ocupando la imaginación, esta imagen nos permite ver a esa persona mentalmente aún en su ausencia y sin su retrato. ¿Cómo se obtiene tal imagen? No la podemos crear, pero la persona, al mirarlo, la dibuja en la retina para luego proyectarla en el alma. En fotografía, no es el artista ni su aparato, sino las características de nuestro rostro que por arte de magia dibujan nuestra imagen sobre la placa. De la misma forma, la persona que recibe nuestro mensaje es pasiva, mientras que nosotros, al ponerla en su alma, somos activos. Luego, en el sentido más profundo, cada uno de nosotros lleva su propia imagen en o sobre su rostro, y la introduce en el alma del hombre o la imprime sobre la lámina del artista. Esta imagen consiste en características que, en conjunto, forman nuestra peculiar expresión de individualidad. Un hombre forma su propia sombra sobre un muro a su imagen y semejanza. Cada vez que damos una impresión externa de nuestro ser, lo hacemos a nuestra imagen y semejanza. Volviendo a Gen. i. 27, luego de estas observaciones preliminares, notamos la diferencia entre (1) la imagen divina por la cual fuimos creados a semejanza, y (2) la imagen que, consecuentemente, se hizo visible en nosotros. La imagen por la cual el hombre fue creado a semejanza es una, y la imagen que se imprimió en nosotros es otra bastante distinta. La primera es la imagen de Dios, por medio de la cual, fuimos creados a semejanza, la otra es la imagen creada en nosotros. Para prevenir confusiones es necesario mantener la distinción entre ellas. La primera existía antes que la segunda, porque de lo contrario, ¿cómo pudo haber creado Dios al hombre a Su semejanza? No es de extrañarse que muchos han llegado a pensar que tal imagen y semejanza se referían a Cristo, quien es “la Imagen del Dios invisible,” (Col. i. 15) y la “fiel imagen de Su Sustancia.” (Heb. i. 3) No son pocos los que han aceptado como parte de su doctrina. Sin embargo, junto a nuestros mejores ministros y maestros, creemos que es un error. Pues está en conflicto con las palabras, “Hagamos al hombre a Nuestra Imagen y Semejanza” (Gen. i. 26) la cuales deben significar que el Padre se dirigía al Hijo y al Espíritu Santo. Algunos dicen que estas palabras se dirigen a los ángeles, pero esto no puede ser ya que el hombre no es creado a imagen de ángeles. Otros dicen que el Padre se dirigía a sí mismo, motivándose a sí mismo a ejecutar Su diseño, usando la persona “Nosotros” como un plural usado para referirse a la majestad, pero esto no coincide con el uso del singular en la frase que viene inmediatamente después: “Y Dios creó al hombre a Su imagen.” (Gen. I. 27) Por tanto, nos unimos a la explicación de los ministros más sabios y piadosos de la Iglesia: al usar estas palabras el Padre se dirigía al Hijo y al Espíritu Santo. Luego, la unidad de las tres personas se expresa en las palabras, “Y Dios creó al hombre a Su semejanza” y la imagen no se refiere sólo a la del Hijo. ¿Cómo podría el Padre decirle al Hijo y al Espíritu Santo: “Hagamos al hombre a la imagen del Hijo”?

Luego, esa imagen se debe entender como la concentración de las características de Dios, por medio de las cuales se da a conocer a Sí mismo. Y ya que sólo Dios puede darse a conocer a Sí mismo, se deduce que la imagen de Dios es la representación de Su Ser, eternamente existente en la consciencia divina. Consideramos “Imagen” y “Semejanza” como sinónimos; no porque no se pueda hacer una diferencia; sino más bien porque en el v. 27 la palabra “semejanza” ni se menciona. Por tanto, nos oponemos a la explicación de que “imagen” se refiere al alma y “semejanza” al cuerpo, permitiendo que por la unión indisoluble del cuerpo y alma, las características de la imagen de Dios deben tener un efecto secundario en el cuerpo, el cual es Su templo; sin embargo, no hay una buena razón para estar de acuerdo con esta distinción tan precaria entre la imagen y semejanza. Entonces, la imagen por la cual fuimos creados a semejanza, es la expresión de Dios tal como existe en Su propia conciencia. Considerando esto, la pregunta que sigue es: ¿Qué había o hay en el hombre que hizo que Dios lo creara a Su imagen? V. Justicia Original “Porque en Él vivimos y nos movemos y somos; como algunos de nuestros propios poetas han también han dicho: porque linaje Suyo somos.”—Hch. xvii. 28. Es bastante peculiar la característica de la Confesión Reformada, la cual, más allá de cualquier otra confesión, humilla al pecador y enaltece al hombre libre de pecado. Empequeñecer al hombre no es bíblico. Al ser un hombre pecador, caído y al dejar de ser un verdadero hombre, debe ser humillado, reprendido y quebrantado interiormente. Pero el hombre creado divinamente, llevando el propósito divino o restaurado por la gracia omnipotente sobre los elegidos, es digno de adoración, ya que Dios lo ha hecho a Su propia imagen. Por estar tan en alto cayó tan bajo. Era un ser grandioso, y por eso pasó a ser un ser tan detestable. La excelencia del primer hombre es la fuente de su posterior maldición. Se dice que nuestra doctrina sólo empequeñece al hombre mientras nuestra era actual acertadamente lo aprecia y exalta; pero aun considerando todo elogio y alabanza, nuestra actual era jamás ha concebido un testimonio más exaltado que el que da la Escritura cuando dice: “Dios creó al hombre a Su propia imagen.” (Gen. i. 27) Protestamos en contra del grito de nuestra era, no porque dice demasiado respecto al hombre, sino porque dice muy poco al expresar que el hombre es glorioso aun en su condición caída. ¿Qué pensarías del hombre que, pasando por tu jardín marchitado y destruido por una tormenta, dijera que los tallos rotos y flores cubiertas de barro son magníficos? Y justamente esto es lo que hace nuestra era actual. Caminando por el jardín de este mundo, marchito y alterado por la tormenta del pecado, reclama en éxtasis, lleno de orgullo: “¡Cuán glorioso es el ser humano! ¡Cuán justo y excelente!” Y el botanista, al ver su jardín completamente destruido, diría: “¿A esto llamas bonito? Debieras haber visto cómo se veía antes de que la tormenta lo destruyera.” Así que le decimos a nuestra era: “¿Llamas a este hombre caído glorioso? Comparado a lo que debería ser, no tiene absolutamente ningún valor. Pero fue glorioso antes de que el pecado lo arruinara, brillando en toda la belleza de su imagen divina.” Por tanto, nuestra doctrina lo exalta a su mayor gloria. Después de la gloria de haber sido creados a imagen de Dios viene la gloria de ser Dios mismo. Tan pronto como el hombre presume ser Dios, arroja de inmediato toda la gloria de sí mismo; es el pecado detestable de querer ser como Dios. Si se afirma que aun en el paraíso prevalecía la ley de que sólo Dios es grandioso y la criatura no es nada frente a Él, diríamos que aquel que fue creado a imagen de Dios no puede aspirar a más que ser un reflejo de Dios; excluyendo la idea de estar sobre o en contra de Dios. Por tanto, está claro que el hombre original fue glorioso y excelente; por lo cual el hombre caído es despreciable y miserable. Entonces, ¿ha perdido el hombre caído la imagen de Dios?

Esta pregunta fundamental controla nuestra perspectiva del hombre en todo sentido, y por ende requiere de análisis exhaustivo; especialmente porque las opiniones de creyentes respecto a esta pregunta son diametralmente opuestas entre sí. Algunos dicen que después de la caída el hombre mantuvo algunos aspectos, otros dicen que perdió la imagen por completo. Para evitar todo mal entendido, antes debemos decidir si ser creado a la imagen de Dios (1) se refiere sólo a la justicia original, o (2) también incluye la naturaleza del hombre, la cual llevaba puesta esta justicia original. Si la imagen divina consistía sólo en la justicia original, entonces, claramente, se perdió completamente; porque cuando el hombre cayó perdió su justicia para siempre. Pero si la imagen de Dios se imprimió sobre su ser, naturaleza, y sobre su existencia humana, entonces no puede desaparecer completamente; ya que, por muy hundido que esté en el pecado, el hombre caído sigue siendo hombre. No queremos decir que quedó algo espiritualmente bueno en el hombre; entre los que finalmente se pierden, aun en los más hundidos en pecado quedará alguna evidencia de que fueron creados a imagen de Dios. No nos queda ni la menor duda de adherirnos a la opinión de los padres que, si los ángeles, incluso Satanás, fueron originalmente creados a la imagen de Dios (lo cual la Escritura no afirma concluyentemente), aun el diablo con toda su inmundicia mostraría algunas características de esa imagen. No queremos decir que después de la caída el hombre tuviera alguna voluntad, conocimiento, o cosa buena; y aquellos que infieren esto de la frase “algunos restos quedan” del Artículo xiv. de la confesión de fe, pervierten su enseñanza original. Aunque reconoce que algunos restos quedan, posteriormente afirma que “toda la luz que estaba en nosotros cambió a oscuridad”; y antes dice que “el hombre se convirtió en un ser perverso, malvado y corrupto en todos sus caminos,” y que “ha corrompido toda su naturaleza.” Por consiguiente, estos “restos no pueden entenderse como restos de vigor, voluntad o deseo de bondad.” No, el pecador en su naturaleza caída es enteramente condenable y no tiene, como dice el artículo, “ningún entendimiento que se conforme al entendimiento y voluntad de Dios, sino lo que Cristo ha formado en el hombre, lo cual nos enseñó cuando dijo: ‘Sin mí, nada podéis hacer.’” Por tanto, derribamos toda sospecha de que buscamos algo bueno en el hombre pecador. Junto a las Escrituras confesamos: “No hay justo, ni siquiera uno. No hay nadie que entienda, no hay nadie que busque a Dios. Todos se han descarriado, a una se hicieron inútiles, no hay quien haga lo bueno, ni siquiera uno.” ¿Pero cómo se concilia esto? ¿Cómo pueden ir juntas estas dos verdades? Por un lado el pecador no tiene nada, absolutamente nada digno de ser adorado; y por otro lado, ¡aún mantiene características de la imagen de Dios! Hagamos una ilustración. Dos caballos se vuelven locos; uno es un común caballo de carro, el otro es un noble semental árabe. ¿Cuál es más peligroso? El último, por supuesto. Cuando se suelte, su sangre noble lo hará violentamente incontrolable. Otro ejemplo: dos empleados trabajan en una oficina; uno es un simple trabajador no muy inteligente, el otro un joven brillante con mente aguda. ¿Quién podría hacerle más daño a su jefe? Por supuesto que el segundo. Todos sus esquemas mostrarían su superioridad en la dirección contraria. Este es siempre el caso. No hay enemigo más peligroso de la verdad que un incrédulo instruido en la religión. En todo su enojo impío muestra su instrucción y conocimiento superior. Satanás llega a ser tan poderoso porque antes de su caída fue excesivamente glorioso. Luego, en la caída, el hombre no dejó su naturaleza original, la mantuvo, sólo que su actuar se revirtió, corrompiéndose y dándole la espalda a Dios. Cuando el capitán de una nave de guerra traiciona a su rey y levanta la bandera del enemigo, lo primero que hace no es derribar su propio barco, sino que lo mantiene tan eficiente como puede, y con su armamento intacto, hace exactamente lo que no debería hacer. “Optimi coruptio pessima!” dice el proverbio del sabio—esto es, a mayor excelencia, mayor peligro tiene su deserción. Si el almirante tuviera la posibilidad de elegir el barco que lo traiciona, diría: “Que sea el más débil, porque la deserción del más fuerte es más peligrosa.” En cada ámbito de la vida es una realidad que las cualidades más extraordinarias de un ser o una cosa no desparecen cuando su acción es revertida, si no que se mantienen igualmente extraordinarios pero para mal.

En este sentido entendemos la caída del hombre. Antes de la caída tenía el organismo más exquisito, que se dirigía según impulsos santos hacia los propósitos más altos. Revertido por la caída, este precioso instrumento humano se mantuvo pero dirigido por impulsos impíos y hacia objetivos impíos. Comparando al hombre con un barco, su caída no echó perder su motor; sin embargo, antes de la caída se movía hacia los propósitos de Dios, y después de ella se movía en dirección opuesta. De hecho, tan rápido como navegaba hacia la felicidad, ahora navega hacia su perdición, lejos de Dios. Al mantener su moción, la caída se hizo aun más terrible, y más segura su destrucción. Por lo tanto, mantenemos ambas posturas: el hombre mantuvo sus características excelentes, y su destrucción es evidente a menos que haya un nuevo nacimiento. Ahora, de la imagen divina debemos ser cuidadosos en mantener: Primero, el organismo artístico y maravilloso llamado naturaleza humana. Segundo, la dirección hacia la cual se dirigía, es decir, hacia los fines más santos, en que Dios creó al hombre originalmente justo. Que Dios haya creado al hombre bueno y a su imagen no significa que Adán estaba simplemente en un estado de inocencia en el sentido de que no había pecado; ni tampoco que estuviera perfectamente equipado para llegar a ser santo al ir ascendiendo a un mayor desarrollo; sino que fue creado siendo realmente justo y santo, indicando no un grado de desarrollo, sino más bien, su estado. Esta era su justicia original. Luego, todo lo que salía de su corazón, todas sus inclinaciones, eran perfectas. No carecía de nada. Sólo en un aspecto difería su condición bendita a la de los hijos de Dios: podía perder su justicia, pero ellos no. De estas dos partes que constituyen la imagen divina—primero, el organismo artístico del ser humano; segundo, la justicia original, en la cual el hombre se movía naturalmente—la segunda se pierde completamente, y la primera se revierte; pero el ser del hombre, aunque fue completamente arruinado, permaneció igual, para obrar hacia objetivos contrarios, en maldad e injusticia. De ahí que las características o efectos secundarios de la imagen divina no se encuentran en las cosas buenas que permanecen en el hombre, sino “en todo lo que hace.” El pecado del hombre no podría ser tan terrible si Dios no lo hubiese creado a Su imagen y semejanza. Por tanto, las Escrituras dicen que todos se han descarriado, que todos han llegado a ser inmundos, y que todos han sido destituidos de la gloria de Dios; y al mismo tiempo declara que incluso este hombre es creado a imagen de Dios—Gen. ix. 6—y a Su semejanza—Santiago iii. 9. VI. Roma, Socino, Arminio, Calvino “Y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad.”—Ef. iv. 24. No es de extrañarse que creyentes acepten diferentes perspectivas acerca del significado de la imagen de Dios. Este es el punto de partida que lleva a cuatro caminos distintos. La más mínima desviación en el punto de partida te lleva a una representación completamente diferente de la verdad. Por eso, cada cristiano creyente y racional, deliberadamente debe elegir uno de estos cuatro caminos. Primero, el camino de Roma, representado por Belarmino. Segundo, el de Arminio y Socino, que van mano a mano. Tercero, el de gran parte de los luteranos, dirigido por Mellanchthon. Finalmente, el camino trazado por Calvino, el de los Reformados.

La iglesia de Roma enseña que la justicia original del hombre no pertenece a la imagen divina, sino a la naturaleza humana como gracia sobreañadida. Citando a Belarmino, primero el hombre es creado en dos partes, cuerpo y espíritu; segundo, la imagen divina se estampa en parte en el cuerpo, pero primeramente en el espíritu humano, donde yace la consciencia moral y racional; tercero, hay un conflicto entre la carne y el espíritu, la carne lujuriando en contra del espíritu; cuarto, el hombre tiene un deseo e inclinación natural hacia el pecado que, como deseo, no se considera malo a menos que se efectúe el deseo; quinto, en Su gracia y compasión Dios le dio al hombre, independiente de su naturaleza, su justicia original como defensa y válvula de seguridad para controlar la carne; sexto, a través de su caída el hombre repulsó su justicia sobreañadida. Por tanto, como pecador, vuelve a su naturaleza desnuda, la cual se inclina naturalmente hacia el pecado, así como también sus deseos son pecaminosos. Creemos que los teólogos romanos concordarán que ésta sería su comprensión corriente respecto a este tema. De acuerdo al Catechismus Romanus, (Pregunta 38): “Dios, del polvo, le dio un cuerpo al hombre, de tal forma que participara de la inmortalidad, no por virtud de su naturaleza, sino por gracia añadida. Para con su alma, Dios lo creó a Su imagen y semejanza, y le dio libre albedrío; además [proeterea, luego, no perteneciendo a su naturaleza], templó sus deseos de tal manera que continuamente obedecieran el dictamen de su razón. Aparte de esto, derramó en él justicia original y le dio dominio sobre toda criatura.” La perspectiva de Socino, y la de Arminio que lo seguía de cerca, es completamente diferente. Es sabido que los socinianos negaban la deidad de Cristo, quien, tal como enseñaban, habría nacido como hombre. Más encima (y mediante esto desviaron a los polacos y húngaros), ellos creían que Jesús habría llegado a ser Dios. Por tanto, después de su resurrección, podía ser adorado como Dios. Pero, ¿en qué sentido? ¿Que se le dio la naturaleza divina? De ninguna manera, en las Escrituras, los magistrados, siendo investidos con divina majestad que les daba autoridad para ejercer autoridad, eran llamados “dioses.” Esto se aplicaba a Jesús quien, después de Su resurrección, recibió poder sobre todas las criaturas eminentes. Luego, Él es vestido completamente de divina majestad. Si un pecador, como magistrado, es llamado dios, ¿cuánto más podemos decir que Cristo es Dios porque se dice que fue vestido con divina autoridad? Para apoyar esta perspectiva falsa de la divinidad de Cristo, los socinianos adulteraron la doctrina de la imagen de Dios, haciéndola equivalente al dominio del hombre sobre los animales. En su opinión, esto también era un tipo de majestuosidad, que contenía algo divino, lo cual era imagen de Dios. Luego, el primer Adán, habiéndose vestido de majestad y dominio sobre una parte de la creación, era descendiente de Dios y creado a Su imagen. El segundo Adán, Cristo, también se vistió de dominio y majestad sobre la creación y, por lo tanto, las Escrituras lo llaman Dios. El hecho de que los remonstrantes también adoptaron esta representación doblemente falsa, se aprecia concluyentemente en lo que escribió el modesto profesor Limborch al comienzo del siglo dieciocho: “Esta imagen consistía en el poder y posición que Dios le dio al hombre sobre toda la creación. Mediante este dominio muestra claramente la imagen de Dios en la tierra.” A esto agrega: “Para ejercer dicho poder, fue dotado de gloriosos talentos. Pero éstos son sólo medios. El dominio sobre los animales es el elemento principal.” Luego podemos inferir que el animal más bravo y fiero de entre los animales más mansos, jugando con leones y tigres como si fueran mascotas, sería el tierno hijo de Dios. Lo decimos con toda seriedad y sin burla alguna, para mostrar la necedad del sistema sociniano. La perspectiva luterana, como veremos más adelante, ocupa el lugar intermedio entre la Iglesia de Roma y la Iglesia Reformada. Lo principal (reconocido por la representación del Dr. Böhl) es que la imagen divina es meramente la justicia original. No niegan que el hombre, en su naturaleza y ser, muestra hermosura y excelencia que recuerdan la imagen de Dios; pero la verdadera imagen no es la naturaleza del hombre, ni su ser espiritual, sino la sabiduría y justicia con la cual fue creada por Dios. Gerhardt escribe: “La verdadera similitud con Dios se encuentra en el alma del hombre, en parte, en su inteligencia, en parte, en sus inclinaciones morales y racionales; estas tres formas de excelencia constituyen su justicia original.” Y Bauer: “Con toda propiedad, esta imagen de Dios consiste de algunas perfecciones de voluntad, intelecto, y sentimiento que Dios

creó junto al hombre (concreatas), que corresponde a la justicia original.” Por tanto, la doctrina luterana enseña que la imagen propia de Dios se perdió completamente, y que el pecador antes de la obra de gracia es como un bloque de materia, atado e incapaz aun de mover el mentón. Los reformados, por el contrario, siempre han negado este punto, enseñando que la imagen de Dios, o de igual forma, Su semejanza, no sólo consistía en su justicia original, sino que incluía el ser y la personalidad del hombre; no sólo su estado, sino también su ser. De ahí que la justicia original no es algo adicional, sino que su ser, naturaleza y estado estaban originalmente en preciosa armonía y relación causante. Ursino dijo: “La imagen de Dios se refiere a: (1) la sustancia inmaterial del alma con sus dones de conocimiento y voluntad; (2) todo conocimiento de Dios y de Su voluntad creado en el interior del hombre; (3) con santas y justas motivaciones del corazón e inclinaciones del alma; (4) el gozo supremo, paz santa y abundancia de todo deleite; y (5) el dominio sobre las criaturas. Nuestra naturaleza moral refleja la imagen de Dios en todos estos aspectos, aunque de forma imperfecta. San Pablo describe la imagen de Dios desde la verdadera justicia y santidad, sin embargo, no excluye la sabiduría y conocimiento interior de Dios con el cual el hombre fue creado. De cierta forma lo presupone.” Estas cuatro perspectivas respecto a la imagen divina presentan cuatro opiniones contrarias y claramente definidas. Los socinianos conciben la imagen de Dios completamente exterior al hombre y su ser moral, consistiendo en el ejercicio de algo que se asimila a la autoridad divina. El católico romano sí busca la imagen divina en el hombre pero la separa del ideal divino, es decir, la justicia original es puesta sobre él como vestiduras. El luterano, tal como el sociniano, ubica la imagen divina fuera del hombre, exclusivamente sobre la divinidad, la cual no la considera como foránea o extraña al hombre sino calculada y originalmente creada para Él (sin embargo, distinta de Él). Finalmente, los reformados afirman que toda la personalidad del hombre es la imagen de Dios impresa sobre su ser y atributos; por tanto, naturalmente, le pertenece aquella perfección ideal que se expresa en la confesión de la justicia original. Sin lugar a dudas, la confesión reformada es la expresión más pura y excelente de la revelación bíblica; por lo cual la aceptamos con profunda convicción. Sostiene que Dios creó al hombre a Su imagen; no sólo su naturaleza, como diría la Iglesia de Roma; no sólo su autoridad, como dirían los socinianos; no sólo su justicia, como dirían los luteranos. Su imagen divina no se refiere sólo a un atributo, estado o cualidad del hombre, sino al hombre, todo su ser; porque creó al hombre a Su imagen; y cualquier confesión que se distancie de esto, se aleja de la afirmación bíblica, esto es, del testimonio del Espíritu: “Hagamos al hombre a Nuestra imagen y semejanza,” (Gen. i. 26) y no “Restauremos al hombre a nuestra imagen.” La imagen de Dios no se encuentra sólo en la personalidad del hombre, como sostienen los teólogos vermittelungos (de la mediación), siguiendo a Fichte. Claramente la personalidad del hombre le pertenece, pero esto no es todo, ni siquiera el elemento principal. La personalidad nos contrasta a nuestros semejantes, y el contraste no puede venir de la imagen de Dios, porque Dios es Uno. La personalidad es una característica bastante débil de la imagen divina. La verdadera personalidad no es contraste, sino algo en gloriosa completitud, como se aprecia en Dios. Una persona es algo defectuoso; tres personas es un ser, es completitud. Por tanto, protestamos en contra de las enfáticas y ruidosas afirmaciones que expresan que la imagen es nuestra personalidad imperfecta. Creemos que estas afirmaciones alejan a la Iglesia de las Escrituras. No; el hombre en sí mismo es la imagen de Dios, todo su ser—en su existencia espiritual, el ser y la naturaleza de su alma, en los atributos, formas y mecanismos que adornan y expresan su ser; no como si el hombre fuera un motor sin combustible, como un modelo, sino un organismo vivo y activo ejerciendo influencia y poder. El hombre como ser, no es defectuoso, sino perfecto; no está en un estado de “llegar a ser” sino en un estado de “ser”—es decir, no es que habría de llegar a ser justo, sino que era justo. Esta es su justicia original. Entonces, que Dios haya creado al hombre a Su imagen implica: Que el hombre es, en forma finita, la imagen del ser infinito de Dios. Sus atributos son, en forma finita, imagen de los atributos de Dios. Su estado era la imagen de la felicidad de Dios.

El dominio que ejercía era imagen del dominio y autoridad de Dios. Puede agregarse también que, como el cuerpo del hombre está diseñado para el Espíritu, debe contener también algunas sombras de esa imagen. Las iglesias reformadas deben mantener esta confesión en el púlpito, en clases de catequesis y, por sobre todo, en las aulas de recitación de teología. VII. Los Neo-Kohlbruggianos “Y vivió Adán ciento treinta años y engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen y llamó su nombre Set.”—Gen. v. 3. Muchos son los esfuerzos por alterar el significado de la palabra, “Hagamos al hombre a Nuestra imagen y Semejanza” (Gen i. 26) al cambiar su traducción, sobre todo al cambiar la palabra “a” por “en” en “nuestra imagen.” Esta forma alternativa de leer el texto es la base principal del Dr. Böhl. Con esta traducción, su sistema cae o permanece en pie. De acuerdo al Dr. Böhl, el hombre no posee la imagen divina, sino que mediante un acto divino fue puesto delante de ella, tal como una planta es puesta delante del sol. Mientras la planta permanece en la oscuridad, sus flores y formas son invisibles; pero frente a la luz, su belleza es notoria. En forma similar, el hombre no brillaba hasta que Dios lo puso en la gloria radiante de Su propia imagen, y luego el hombre resplandeció con belleza. Claramente esta idea requiere de la traducción “hagamos al hombre en Nuestra imagen.” (Gen i. 26) Permítanos explicar la diferencia: Gen. i. 26 en el hebreo usa dos preposiciones distintas. La que se encuentra antes de “semejanza” (‫ )ֵּכ‬se usa invariablemente en comparaciones; mientras que la otra, antes de “imagen” normalmente se usa para denotar que una cosa se encuentra en otra. De ahí que la traducción, “En Nuestra imagen y a Su semejanza,” aparentemente tiene argumentos a su favor. Esta traducción (aunque creemos que es incorrecta; para conocer las razones vea el próximo artículo) no altera el significado, si se interpreta correctamente. ¿Cuál es la interpretación correcta? No es la del Dr. Böhl; ya que, de acuerdo a él, este hombre creado no se hallaba en la imagen misma de Dios, sino sólo en su reflejo y radiación. La planta no es puesta en el mismo sol, sino que frente a su radiación. No; si Adán se encontró en medio de la imagen de Dios, entonces estaba completamente rodeado por ella. Ilustrémoslo. Hay imágenes de madera cubiertas con papel con una cabeza o busto impreso sobre el papel, pintado para imitar la apariencia del mármol o bronce. La madera podría estar en la imagen, cubierta por ella por cada lado. Efectivamente, el escultor acincela la imagen sobre el mármol, primeramente embargando la imagen total en su mente, o posando como modelo, encerrándolo en su imaginación. De la misma manera, se podría decir que Adán, al despertar por primera vez a la conciencia, fue envuelto por la imagen de Dios; no externamente, siendo él solamente Su reflejo, sino siendo permeado por completo por el ectipo de la imagen de Dios. La exactitud de esta exégesis se aprecia en Gen. v. 1-3, en el cual su contenido, aun cuando muchas veces es pasado por alto, soluciona el tema. Aquí las Escrituras conectan directamente la creación de Adán con el nacimiento de su hijo, quien es engendrado a su propia imagen. Leemos: “El día que creó Dios al hombre, a semejanza de Dios lo hizo. Varón y hembra los creó y los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán, el día en que fueron creados. Y vivió Adán ciento treinta años y engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen, y llamó su nombre Set.” En ambas se utiliza el término hebreo zelem, imagen. Luego, para entender correctamente el significado de la afirmación, “ser creado en la imagen y a semejanza de Dios,” las Escrituras nos invitan a entenderlo con la ayuda de la imagen de la similitud entre un padre y su hijo. La semejanza del padre se encuentra en el ser del hijo, es parte de él, no es sólo un reflejo

externo del padre sobre el hijo. Aun en su ausencia o muerte, la similitud de las características del padre permanece en él. Por tanto, engendrar a un hijo en nuestra imagen y a nuestra semejanza significa dar existencia a un ser que tiene nuestra imagen y similitud, aun si es una persona distinta a nosotros. De lo anterior se desprende que cuando las Escrituras dicen, refiriéndose a Adán, que Dios lo creó a Su imagen y Semejanza, usando las mismas palabras “imagen” (zelem) y “semejanza” (demoeth), no es posible concluir que la imagen divina resplandeció sobre él, dando a entender que caminó en su luz; sino que Dios lo creó para que todo su ser, persona, y estado reflejaran la imagen divina, ya que llevaba esa imagen en sí mismo. Es notable apreciar que las preposiciones usadas en Gen. i. 26 también aparecen en este pasaje, pero en orden revertido. Traduciendo la preposición “‫“ ”כ‬en” como en Gen. i. 26, se lee: “Engendró a un hijo en Su semejanza y a Su imagen.” Esto es concluyente. Muestra cuán injusto es usar un significado diferente por el uso de distintas preposiciones. Aun si traducimos “ëĔ” por “en”—“en la imagen de Dios”—el sentido sigue siendo el mismo; en ambos, la imagen no es sólo un reflejo sobre el hombre, indicando solamente su estado, sino también su forma. Indica ambos, su estado y su serf. Sin embargo, antes de proceder, permitamos al Dr. Böhl hablar por sí mismo, ya que posiblemente hemos malinterpretado sus dichos. Dejemos que sus propias palabras hablen directamente al lector. Extraemos estas citas de su obra, la cual lleva por nombre “Von der Incarnation des Gottlichen Wortes”; un libro dogmático, muy importante, en el cual lidia con los golpes teológicos de vermitullungos que han llenado nuestros corazones de gozo, en parte, porque Dios es honrado en él y también por el consuelo que trae a los corazones quebrantados. Por lo tanto, no es nuestra intención disminuir la obra del Dr. Böhl; sólo contendemos frente a su presentación de la imagen de Dios, la cual no consideramos acertada. Luego, apuntamos, a las frases más importantes y claras en las páginas 28 y 29: “Dios lo ordenó de tal manera que, desde el comienzo, el hombre estuvo delante de la influencia de lo bueno y, consecuentemente, hizo lo que era bueno. Lo creó en la imagen de Dios, a su semejanza. Lo que esto significa se hace más evidente cuando consideramos la restauración del hombre caído (de acuerdo a Efesios. iv. 24; Col. iii. 9). Pablo, hablando del nuevo hombre que debemos llevar al desvestirnos del antiguo, se refiere al estado original, y ahora describe este nuevo hombre como uno creado a imagen de Dios en justicia y santidad, tal como realmente es. Estas expresiones apostólicas contienen la descripción de la misma índole que con la cual Moisés caracteriza con las palabras: En la imagen de Dios, a Su semejanza. La regeneración es una nueva creación, sin embargo, se ordena según el modelo antiguo, sin extraer o agregar nada de éste. De ahí que uno podría deshacerse de esta posición del hombre frente a la imagen de Dios, donde es hecho a Su imagen, sin deshacerse de la criatura de Dios como tal. Más aun, el apóstol describe el actuar del nuevo hombre según la imagen de las vestiduras que debe usar (Col. iii. 12 ff.). La base sobre la cual se afirma que el hombre debe usar vestiduras es Cristo, el Espíritu que Cristo envía del Padre; o el estar en Cristo o en su gracia (2 Cor. v. 17; Gal. v. 16, 18, 25; Rom. v. 2). De la misma forma, es la base para la semejanza con Dios, estar en la imagen de Dios, de acuerdo a Gen. i. 26.” [2] Las frases en letra itálica descartan toda duda. Es posible concebir que la imagen de Dios desaparezca completamente y al mismo tiempo concebir al hombre siendo hombre. El Dr. Böhl vuelve a mencionar esto en las siguientes palabras (p. 29): Si pensamos en la criatura habiendo dejado su posición frente a la imagen de Dios, la criatura se mantiene intacta.” [3] Con esto, el Dr. Böhl llega tan lejos, que él mismo siente que se ha acercado a los límites de la iglesia de Roma, por lo cual continúa diciendo: “Sin embargo, con este entendimiento, la criatura no ha retenido suficiente fuerza, con la ayuda del don de gracia de Cristo, para restaurarse a sí misma, tal como la Iglesia de Roma enseña. Pero después de la caída, el ego del hombre, con todos sus elevados dones, ha dejado su posición y es entregado a la Muerte, quien gobierna sobre él, y a la Ley, su conductor hacia la muerte.” [4]

Pero aun más fuerte: el Dr. Böhl está tan firmemente sujeto a esta posición que, aun refiriéndose a Cristo, dice que antes de Su resurrección carecía la imagen divina. Observen la página 45: “Nuestro Señor y Salvador, estuvo fuera de la imagen de Dios.”[5] Lo cual es aun más serio ya que como consecuencia de esta presentación, las pasiones y deseos hacia el pecado, en sí mismos, no se consideran pecaminosos, tal como enseña la iglesia de Roma. Así leemos en la página 73: “El hecho de que el hombre tenga deseos, que sea guiado por pasiones como el enojo, temor, coraje, celos, gozo, amor, odio, anhelos, pena; todo esto no constituye pecado; porque la capacidad de experimentar enojo, irritación o compasión, junta a las demás pasiones, es creada por Dios. Sin estas, no habría ni vida ni revuelo en el hombre. Por tanto, los deseos y pasiones en el hombre no son pecados en sí mismos. Son y se convierten en pecados en la condición presente del hombre, porque, mediante la ley, y por esa tendencia pervertida del hombre que el apóstol Pablo denomina la ley del pecado, el ego del hombre lo obliga a determinar su relación con esas pasiones y deseos, esto es, para adoptar una buena o mala actitud hacia ellos.”[6] Que cada uno juzgue por sí mismo si fue demasiado hablar de la necesidad de protestar, en el nombre de nuestra Confesión Reformada, en contra de esta representación platónica que poco a poco ha ido apareciendo, y que más adelante ha sido defendida por la iglesia de Roma, y en parte por teólogos luteranos. El Dr. Böhl habla muy bien al mostrar que la justicia original no era un simple germen que habría de desarrollarse, sino que la justicia de Adán estaba completa y no carecía de nada. Su prueba en contra de Roma, también es excelente, al mostrar que el hombre, en su naturaleza desnuda, carece de todo poder para la santidad. Pero erra al representar la imagen de Dios como algo sin lo cual el hombre sigue siendo hombre. Esto, mecánicamente, ubica la justicia y santidad fuera de nosotros, justamente cuando la conexión entre esa imagen y nuestro ser, que existió y aún debiera existir, es la que hay que mantener. Sin embargo, que no se piense que el Dr. Böhl tiene alguna inclinación hacia la iglesia de Roma. Si lo entendemos correctamente, su desviación, explicada desde el punto de vista psicológico, nace de un motivo completamente diferente. Es un hecho conocido, que el Dr. Köhlbrugge ha contendido, con glorioso ardor de fe, en contra del restablecimiento del Pacto de las Obras en medio del Pacto de la Gracia: y nos ha introducido nuevamente, con tensión y énfasis, a la obra completa y finalizada de nuestro Salvador, y nada se puede agregar a ella. Luego, este predicador de la justicia fue forzado a llevar al hijo de Dios a recordar quién era cuando no estaba en Cristo. Claramente, fuera de Cristo no hay diferencia entre un hijo de Dios y un no creyente. Pues están todos en el mismo saco, tal como el ritual de la cena del Señor dice con tanta belleza: “Buscamos nuestra vida, fuera de nosotros mismos, en Jesucristo, y de esta manera reconocemos que nos encontramos en medio de la muerte”; así también el Catecismo de Heidelberg declara: “He transgredido groseramente todos los mandamientos de Dios, sin guardar ninguno de ellos, y aún me inclino hacia la maldad.” Si nuestra óptica es correcta, el Dr. Böhl ha intentado reducir esta parte de la verdad a un sistema dogmático. La ha racionalizado de la siguiente manera: “Si la vida del hijo de Dios está fuera de sí mismo, entonces la vida de Adán, quien fue un hijo de Dios, también debió haber estado fuera de sí mismo. Por tanto, la imagen de Dios no estaba en el hombre sino fuera de él.” ¿Cuál es el error de este razonamiento? Que el hijo de Dios sigue siendo pecador hasta su muerte y es restaurado completamente sólo después de su muerte. Sólo ahí le pertenece la redención completa, mientras que en Adán, no había pecado antes de la caída: por tanto, Adán jamás podría haber dicho que en sí mismo se encontraba en medio de la muerte. Con toda seriedad en nuestros corazones, imploramos a todos los que nos acompañan, quienes poseen este tesoro de la predicación del Dr. Köhlbrugge, que cuidadosamente

examinen y noten esta desviación. Si los jóvenes köhlbruggianos son tentados a malinterpretar a su maestro con respecto a este punto, la pérdida sería incalculable, y el brecha de la Confesión Reformada perduraría en el tiempo, ya que toca un punto que afecta toda la confesión de fe. VIII. Según La Escritura “El día en que creó Dios al hombre, a semejanza de Dios lo hizo.”—Gen. v. 1. En páginas recientes, hemos demostrado que la traducción “en Nuestra imagen,” realmente significa, “a nuestra imagen.” Crear algo “en la imagen de” no es un correcto uso de lenguaje; es inconcebible y lógicamente erróneo. Procedemos, ahora, a explicar cómo se debiera traducir correctamente, dando a conocer las razones del porqué. Comenzaremos citando algunos pasajes del Antiguo Testamento en los cuales la preposición "B" no puede ser traducida como "en" (la cual en Gen. i. 27. precede la palabra 'imagen'), sino que requiere una preposición de comparación, como por ejemplo: "como" o "según." Isa. xlviii. 10 dice: “He aquí, te he purificado, y no como la plata; te he escogido en horno de aflicción.” Aquí encontramos la preposición “B” antes de “plata,” tal como en Gen. i. 27 antes de “imagen.” Es evidente que no se puede traducir “en plata,” sino “como plata.” Claramente el Señor no convertiría a los judíos en vasijas de plata fundida. La preposición es de comparación; como en la Primera Epístola de Pedro i. 17 se compara la refinación de Israel a la de un metal noble. Se podría traducir: “Yo los he refinado, pero no de acuerdo a la naturaleza de la plata,” o simplemente: “como la plata.” El Salmo cii. dice: “Porque mis días se han consumido como humo, y mis huesos cual tizón están quemados.” En el hebreo se utiliza la misma preposición “B” antes de “humo” y casi todos los exegetas lo traducen “como humo.” Nuevamente, el Salmo xxxv. 2 dice: “Echa mano al escudo y al pavés, y levántate como mi ayuda.” “Levántate en mi ayuda” no tiene sentido. La idea no acepta otra traducción sino ésta: “Levántate para que seas mi ayuda;” o, “Levántate como mi ayuda”; o como lo ha traducido la versión autorizada: “Levántate para mi ayuda.” Vemos el mismo resultado en Lev. xvii. 11: “Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas, y la misma sangre hará expiación por las personas.” Aquí nuevamente se utiliza la preposición “B.” En el hebreo dice: “Banefesh” (Heb. Shin dot Pe segol Nun segol Bet patah dagesh), el cual se traduce “por vuestras almas.” Sería absurdo traducirlo como: “en vuestras almas”; ya que la sangre no entra en el alma y tampoco se lleva a cabo la expiación dentro del alma, sino sobre el altar. Aquí también tenemos una comparación (sustitución). La sangre es como el alma, representa al alma en la expiación, toma el lugar del alma. Notamos lo mismo en Prov. iii. 26, donde Salomón, con su sabiduría dice: “Porque Jehová será tu confianza, Y Él preservará tu pie de quedar preso.” Aquí se utiliza la misma preposición. El texto Hebreo dice: “Bkisleka” (Heb. Dalet hataf qamats Lamed segol Samekh sheva Kaf hiriq Bet dagesh sheva), en forma literal “como tus lomos.” Y por el hecho de que el lomo es la fuerza del hombre, se utiliza metafóricamente para indicar la base de confianza y esperanza en tiempos de angustia. Por tanto, el significado es perfectamente claro. Salomón dice: “Jehová será para ti la base de confianza, tu refugio, y tu esperanza.” Porque si leemos: “Jehová estará en tu esperanza,” se podría inferir que entre otras cosas, el Señor se encontraba en la esperanza de los piadosos; lo cual sería antibíblico, dejando un sabor a pelagianismo. En las Escrituras el Señor es la única esperanza del pueblo. Por tanto, claramente, la preposición no significa “en,” sino más bien indica una comparación. Para añadir un ejemplo más, Ex. xviii. 4 dice: “El Dios de mi padre me ayudó y me libró de la espada de Faraón.” Si se tradujera, “El Dios de mi padre fue en mi ayuda,” ¡cuán ilógico y antibíblico sería!

De estos pasajes y otros que se pueden añadir, podemos decir: 1. Que esta preposición no siempre se traduce como “en.” 2. Que su uso como una preposición de comparación “como,” “para,” “a,” está lejos de ser considerado extraño o escaso. Con esta información, volvamos a Gen i. 26; que en nuestra opinión, ya no nos ofrece ninguna dificultad. Como en Isa. xlviii. 10, la preposición y el sustantivo se traducen “como la plata”; en el Salmo cii. 4, “como el humo”; en el Salmo xxxv. 2, “como” o “para mi ayuda”; en Lev, xvii. 11, “como” o “en mi alma”; en Prov. iii. 16, “como”, o “para mi confianza,” la versión alemana de la Biblia Hebrea de Viena traduce, “Hagamos al hombre a, o como Nuestra imagen,” es decir, hagamos al hombre, quien será nuestra imagen en la tierra. O, con más libertad: “Hagamos a alguien en la tierra quien tendrá nuestra imagen, quien será como nuestra imagen en la tierra, o que será una imagen en la tierra para nosotros.” Consecuentemente, podríamos traducir en Gen. i. 27: “Y Dios creó al hombre para su imagen, a imagen de Dios lo creó.” Es exactamente lo mismo si digo, “Dios creó al hombre a su imagen,” esto es, así el hombre pasó a tener o poseer la imagen de Dios, o “Dios creó al hombre como imagen de sí mismo.” En ambas, de forma similar, se expresa que el hombre exhibiría la imagen de Dios. Hasta ese momento, la tierra carecía de la imagen de Dios. Cuando Dios creó al hombre, esta carencia se suplió, porque dicha imagen era el hombre, sobre el cual Dios estampó su propia imagen. Por tanto, no vemos diferencia en ambas traducciones. Si hablamos de la estampa de cera de un sello, puedo decir, “Hice una estampa de cera a la imagen del sello,” refiriéndome a la imagen cóncava del sello; o, “La imagen fue estampada sobre la cera,” refiriéndome a la imagen convexa sobre la cera. Añadimos, entonces, tres comentarios: Primero, la palabra “hombre” en Gen. i. 26 no se refiere a una persona, sino a toda la raza. Adán no era simplemente una persona, sino nuestro progenitor y cabeza representante. Toda la raza humana estaba sobre sus hombros. La humanidad, en cualquier punto de la historia, es la suma de todos los que viven o vivirán algún día en este mundo, sean muchos o pocos. Sólo Adán fue la humanidad; cuando Dios le dio a Eva, ambos juntos eran la humanidad. “Hagamos al hombre a Nuestra imagen y a Nuestra semejanza,” es igual que decir: “Hagamos a la humanidad, la cual llevará sobre ella Nuestra imagen.” También se refiere al individuo, en el sentido que él también es parte de la familia humana. Por tanto, Adán engendró hijos en su imagen y su propia semejanza. Sin embargo, hay una diferencia. Cada hombre tiene distintos dones y cualidades; no se podría apreciar la plenitud de la imagen de Dios en los dones de los individuos, sino en la manifestación completa de la raza, si el hombre no hubiese pecado. De ahí que la versión holandesa usa el plural, aun cuando el hebreo usa el singular “hombre”: no se refiere sólo a Adán, sino al género hombre, a la humanidad, creada a imagen de Dios. Luego, cuando el primer hombre cayó, el segundo Adán vino en Cristo, quien, como segunda cabeza representante, contenía en Sí mismo a toda la Iglesia de Dios. En su capacidad de mediador, Cristo apareció como la imagen de Dios en lugar de Adán, por lo cual cada miembro de la Iglesia debe ser transformado a Su imagen—1 Cor. xv. 49; Rom. viii. 29. Y la Iglesia, representando a la humanidad regenerada, es el pléroma del Señor; ya que se le llama “la plenitud de Aquel que lo llena todo en todo.” Segundo, como el hombre es creado a imagen de Dios, debe permanecer entendiendo que es sólo imagen y nunca presumir o creerse “el original.” La imagen y “el original” son opuestos. Dios es Dios y el hombre no es Dios, sino la imagen de Dios. Por consiguiente, la esencia del pecado es que el hombre rehúsa aceptar su condición de imagen, reflejo, sombra, al exaltarse, creyendo ser algo real en sí mismo. Su conversión, por tanto, depende completamente de la voluntad de volver a ser imagen, es decir, creer. Aquel que es formado a imagen de Dios, no es nada en sí mismo, sino que exhibe todos sus atributos en absoluta dependencia de quien recibió dicha imagen; esto corresponde a su mayor honra y completa dependencia. Finalmente, es necesario que la imagen de Dios se vea sobre la tierra. Con este propósito creó a Adán. El hombre niega la existencia de la imagen de Dios sobre la tierra desvirtuando completamente los propósitos de Dios. Aquí comienza la alabanza de la imagen. La alabanza de la imagen quiere decir que el hombre dice que creará la imagen de Dios en sí mismo, por su

propia iniciativa. Esto se opone diametralmente a la obra de Dios. El santo derecho de crear una imagen de Sí mismo, es sólo Suyo y el hombre jamás debiera intentar tomarlo para sí. Por tanto, es presunción, cuando, al aspirar ser como Dios, el hombre rehúsa mantener su condición de imagen de Dios, desvirtúa su propósito, e intenta por sí mismo, ser una representación de Dios de oro y de plata. La alabanza a la imagen es un pecado horrendo. Dios dijo: “No te harás imagen.” (Ex. xx. 4) Este pecado viene de Satanás. Él siempre imita la obra de Dios. No quiere ser menor que Dios en nada. Cuando finalmente aparezca la gran bestia, el Dragón proclamará: “¡Los que habiten sobre la tierra crearán una imagen de la Bestia!” Dios ha decretado que Su propia imagen será el objeto de eterno deleite. Pero Satanás, en oposición, desvirtúa esa imagen y hace una imagen para sí mismo; no de hombre, pues este está corrompido y arruinado, sino de una bestia. Y así, en su manifestación suprema, se juzga a sí mismo. El Hijo de Dios se hizo hombre, la creación de Satanás es una bestia. Cuando la bestia y su imagen sean finalmente derrotados, por Aquel que es como hijo de hombre, es el triunfo del Señor sobre Sus enemigos. Entonces la imagen divina es restaurada y nunca más se podrá deshonrar. El Todopoderoso se regocijará para siempre en el reflejo de Sí mismo. IX. La Imagen de Dios en el Hombre “Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial.”—1 Cor. xv. 49. Sólo nos queda un punto por discutir, a saber, si la imagen divina se refiere a la imagen de Cristo. Esta opinión singular ha encontrado muchos adeptos en la iglesia, desde sus inicios. Se originó con Origen, quien con brillantes, fascinantes y seductoras herejías, ha provocado gran disturbio en la Iglesia; y su herejía respecto a este tema ha encontrado muchos defensores al este y al oeste. Incluso Tertulio y Ambrose lo apoyaron, junto a Basilio y Crisóstomo; y fue nada más ni nada menos que San Agustín quien tuvo que desarraigar esta herejía. Nuestros teólogos reformados, siguiendo de cerca la línea de San Agustín, se han opuesto firmemente a ella. Junius, Zanchius y Calvino, Voetius y Coccejus condenaron la herejía, declarándola como un error. Podemos decir, con seguridad, que en nuestra herencia reformada no hubo lugar para este error. En el último siglo, sigilosamente, ha vuelto a entrar a la Iglesia. La filosofía panteísta fue la responsable; y sus efectos secundarios han tentado a los teólogos holandeses de la mediación a volver al antiguo error. Los grandes filósofos que encantaron las mentes de este siglo en sus comienzos se enamoraron de la idea de que Dios se hizo hombre. No enseñaron que el Verbo se hizo carne, sino que Dios se hizo hombre; y esto en el sentido fatal de que Dios va eternamente convirtiéndose, y que se convierte en un mejor Dios, más puro, cuando se hace hombre. Este pernicioso sistema, que subvierte los fundamentos de la fe cristiana, y bajo disfraz cristiano aniquila al cristianismo esencial, ha conducido a la doctrina de que en Jesucristo esta encarnación se convirtió en un hecho; y de ella se dedujo que Dios se habría convertido en hombre aun si el hombre no hubiera pecado. En reiteradas ocasiones nos hemos referido al peligro de enseñar esta doctrina. Las Escrituras la repudian, enseñando que Cristo es el Redentor de nuestro pecado, en expiación y propiciación. Pero una mera contradicción no va a detener esta perversa enseñanza; este hilo venenoso que se entrelaza en la urdimbre y trama de la teología ética, no se extirpará de la predicación hasta que prevalezca la convicción de que es filosófico y panteísta, y que se aleja de la simplicidad de las Escrituras. Pero, respecto a los predicadores actuales, no hay nada que hacer. Prácticamente todos los manuales alemanes usados actualmente por nuevos ministros contienen este error; por esto

prevalece ampliamente la idea de que la imagen en la cual el hombre fue creado era la de Cristo. Esto es natural. Mientras se crea que, aun sin pecado, el hombre fue destinado para Cristo y Cristo para el hombre, se deduce que el hombre original fue diseñado para Cristo y, por lo tanto, fue creado a la imagen de Cristo. Como evidencia de que lo anterior nos desvía de la verdad, para los teólogos, nos referiremos a los escritos de San Agustín, Calvino, y Voetius acerca de este punto, y para nuestros lectores laicos, ofrecemos una breve explicación de porqué nosotros y todas las iglesias reformadas rechazan esta interpretación. Comenzaremos refiriéndonos a varios pasajes en las Escrituras, enseñanzas acerca de la necesidad de que el pecador redimido sea renovado y transformado a la imagen de Cristo. En 2 Cor. iii. 18 leemos: “Somos transformados de gloria en gloria a la misma imagen (del Señor), como por el Espíritu del Señor.”; y en Rom. viii. 29: “Que somos predestinados para ser conformados a la imagen del Su Hijo”; y en I Cor. xv. 49: “Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial.” A esta categoría pertenecen todos los pasajes en los cuales el Espíritu Santo nos amonesta a conformarnos al ejemplo de Jesús, lo que no debe entenderse como una mera imitación, sino que se refiere, categóricamente, a una transformación a Su imagen. Aquí también pertenecen aquellos pasajes que enseñan que debemos crecer a la estatura del hombre perfecto, “a la estatura de la plenitud de Cristo”; y que “seremos como Él, ya que lo veremos como Él es.” Por tanto, los cristianos están llamados a ser transformados a la imagen de Cristo, el fin último de su redención. Pero esta imagen no es el Verbo eterno, la Segunda Persona de la Trinidad, sino el Mesías, el Verbo encarnado. 1 Cor. xv. 44 proporciona la evidencia innegable. San Pablo ahí declara que el primer Adán era terrenal; es decir, no sólo después de la caída, sino en su creación. Luego dice que tal como los creyentes llevan la imagen del terrenal, también llevarán la imagen del celestial, es decir, la de Cristo. Esto muestra claramente que el hombre en su estado original no tenía la imagen de Cristo, pero más adelante sí la tendrá. Lo que Adán recibió en la creación se distingue claramente de lo que un pecador redimido posee en Cristo; distinguido particularmente, en que no fue formado a la imagen de Cristo en su naturaleza, sino que recibiría esta imagen por medio de la gracia, después de la caída. Esto es evidente por lo que San Pablo enseña en 1 Cor. xi. En el tercer versículo, hablando de diversos grados ascendentes de gloria, dice que el hombre es la cabeza de la mujer, y la cabeza de todo hombre es Cristo, y la cabeza de Cristo es Dios. Sin embargo, habiendo hablado de estos cuatro, mujer, hombre, Cristo y Dios, dice enfáticamente, en el versículo 7, no como se esperaría, “La mujer es la gloria del hombre, el hombre la gloria de Cristo,” sino, omitiendo el vínculo de Cristo, escribe: “Porque el hombre es la gloria de Dios, y la mujer la gloria del hombre.” Si la teoría a la cual nos referimos es correcta, debió haber dicho: “El hombre es la imagen de Cristo.” Por tanto, es evidente en las Escrituras que seremos renovados a la imagen a la cual fuimos creados; hay que distinguir entre ambas. Esta última es la imagen del Dios Trino que se introdujo en el ser de la raza. La primera es aquella imagen santa y perfecta de Jesucristo Hombre, nuestra cabeza representante, y como tal, nuestro ejemplo, [Holandés, Voorbeeld; literal, una imagen puesta delante nuestro.- Trans.], y todo hijo de Dios debe ser renovado a dicha imagen, a la cual finalmente se asimilará. Por consiguiente, las Escrituras muestran dos representaciones distintas: primero, el Hijo que, como Segunda persona de la Trinidad, es la imagen del Padre; segundo, el Mediador y ejemplo [Voorbeeld, imagen puesta delante nuestro], imagen a la cual debemos ser renovados; y entre ambas prácticamente no hay conexión. Las enseñanzas de las Escrituras acerca de Jesús siendo la fiel imagen de lo que Él es y la imagen del Dios invisible, se refiere a la relación entre el Padre y el Hijo en el misterio escondido del Ser Divino. Pero cuando nos referimos a nuestro llamado de ser renovados a la imagen de Cristo, hablamos del Verbo encarnado, nuestro Salvador, tentado en todas las cosas como nosotros, pero sin pecado.

La mera similitud de sonido no nos debiera llevar al error. Todo esfuerzo por traducir Gen i. 26, “Hagamos al hombre a la imagen del Hijo,” es confuso. “Hagamos” se referiría al Padre dirigiéndose al Espíritu Santo; y esto no puede ser así. Las Escrituras nunca expresan tal relación entre el Padre y el Espíritu Santo. Además, dejaría al Hijo fuera del acontecimiento más importante de la creación, la creación del hombre. Las Escrituras dicen: “Sin Él, nada de lo que ha sido creado fue hecho.” (Juan i. 3); y nuevamente: “Por Él, todas las cosas fueron creadas en el cielo y en la tierra.” Por tanto, este “hagamos” se debe tomar como un plural de majestad, en el cual el Hebreo no tiene un singular en la primera persona; o como el Dios Trino, las tres Personas de la Trinidad dirigiéndose el uno al otro; o el Padre dirigiéndose a las otras dos personas. Una tercera posibilidad es imposible. Suponiendo que las Tres Personas se dirigen el uno al otro; la imagen no se puede referir al Hijo, ya que, refiriéndose a Sí mismo, no puede decir “Nuestra imagen,” sin incluir a las otras Personas. O supongamos que el Padre se dirige al Hijo y al Espíritu Santo; aun así no puede referirse a la imagen del Hijo, ya que el Hijo es la imagen del Padre, no del Espíritu Santo. Mirado de cualquier ángulo, esta perspectiva es insostenible, está fuera de la analogía de las Escrituras y es inconsistente con la interpretación correcta de Gen. i. 26. De forma integral: Si la imagen divina se refiere a Cristo, debe referirse a la del Hijo Eterno, o la del Mediador, o la de Cristo encarnado. Las tres son imposibles. Primero, el Hijo está involucrado y comprometido en la obra de la creación. Segundo, sin pecado no hay necesidad de Mediador. Tercero, las Escrituras no enseñan que el Hijo se hizo carne a nuestra imagen y nunca habla de que nosotros nos hicimos carne a Su imagen. La idea de que la imagen divina se refiere a la justicia y santidad de Cristo, la cual implica que Adán fue creado según una justicia que no es pertinente con las enseñanzas de las Escrituras, confunde la justicia de Cristo que nosotros aceptamos por fe, la cual no existía cuando Adán fue creado con la justicia original y eterna del Hijo de Dios. Es cierto que David recibió la justicia imputada, aunque en sus días no existía, pero David era pecador, y antes de la caída Adán no era pecador. Fue creado sin pecado; por tanto, la imagen divina no puede referirse a la justicia de Cristo, que se revela sólo en relación al pecado. En nuestra triste condición presente, confesamos incondicionalmente que incluso ahora permanecemos en medio de la muerte, y que nuestras vidas están fuera de nosotros y solo en Cristo. Pero a esto añadimos: Bendito sea Dios, porque no será siempre así. En nuestro último suspiro moriremos completamente al pecado, y en la mañana de la resurrección seremos tal como Él; luego, en el gozo eterno, nuestra vida ya no estará con nosotros, sino en nosotros. Por tanto, ubicar esta separación que es consecuencia sólo del pecado y que permanece en el santo sólo en relación al pecado, en Adán, antes de la caída, es básicamente acarrear el pecado a la misma creación, y aniquilar la declaración divina de que el hombre fue creado bueno. Por esto, amonestamos a los predicadores de la verdad que vuelvan al antiguo y probado camino con respecto a este punto, y que enseñen en los salones de recitación, desde el púlpito, y en clases de catequesis, que el hombre fue creado a imagen del Dios Trino. X. Adán No Inocente, pero Santo “Creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad.”—Ef. iv. 24. Por tanto, entendemos que “Dios creó al hombre bueno, a Su imagen, esto es, en verdadera justicia y santidad, de tal manera que pueda conocer a Dios su Creador, amarlo de todo corazón, y vivir con Él con gozo eterno, glorificándole y adorándole.” O, tal como dice la Confesión de Fe: “Creemos que Dios creó al hombre, del polvo de la tierra, y lo creó y formó a Su imagen y semejanza, justo y bueno, y completamente capacitado para obrar de acuerdo a la voluntad de Dios.”

Cualquier representación que deprecie en lo más mínimo la justicia original del hombre debe ser rechazada. La justicia de Adán no carecía nada. La idea de que era santo sólo porque carecía de pecado original y que podía aumentar su santidad en base a un desarrollo constante, de manera que hubiese crecido en santidad si no hubiese pecado, es incorrecta y muestra ignorancia al respecto. La diferencia entre un hombre en su estado original y en su estado caído es similar a la diferencia entre un niño saludable y un hombre enfermo. Ambos deben crecer en salud y vigor. Si el niño permanece siendo lo que es, no será un niño saludable. La salud involucra crecimiento y aumento de fuerza, vigor y desarrollo hasta que se alcance la madurez. Lo mismo es cierto para el hombre enfermo; no puede permanecer igual. Debe recuperarse o empeorará. Si quiere mejorar, debe aumentar sus fuerzas. Hasta ahora, ambos son iguales. Pero la similitud termina aquí. Si aumentas la fuerza del hombre enfermo de inmediato, y se recupera, volverá a estar como siempre debiera haber estado. Pero si aumentas las fuerzas del niño como las de un hombre adulto, será anormal y poco natural. En su estado presente, el niño no necesita más de lo que tiene. En ningún momento no carece de nada. Para ser un niño, con salud perfectamente normal, debe seguir siendo exactamente lo que es. Pero el enfermo está muy necesitado. Para estar saludable y en condición normal no puede permanecer igual, debe dejar de ser lo que es. El niño, con respecto a su salud y vigor es perfecto; pero el hombre enfermo es imperfecto con respecto a su salud y vigor. La condición del niño es buena; la del hombre enfermo no es buena, y el desarrollo saludable del primero no tiene nada que ver con el mejoramiento en salud y vigor del segundo. Esto muestra cuán equivocado es aplicar la santificación a Adán antes de la caída. La santificación es inconcebible cuando nos referimos a un hombre sin pecado; es ajeno a la concepción de una criatura que Dios llama buena. “Excelente” dirá alguno; entonces Adán nació siendo inocente como niño para obtener gradualmente un nivel moral más desarrollado sin pecado; después de todo, ¡igual es santificación! Claramente no. La santificación de un creyente se acaba cuando este muere. Cuando él muere, también muere por completo al pecado. La santificación es el proceso que elimina parcial o completamente el pecado del hombre. Si está completamente libre del pecado, es santo, y es imposible santificarlo más allá de su condición santa. Tan sólo por esto es absurdo aplicar la santificación a Adán. ¿Qué necesidad existe en lavar algo que ya está limpio? La santificación presupone impiedad, y Adán no era impío. Si el pecado está completamente ausente, su santidad no carece de nada, está completa. Adán posee la misma santidad que ahora poseen los hijos de Dios, en la cual se mantienen por fe, y eventualmente, en la actualidad, mueren completamente al pecado por medio de la muerte. Ahora, en el cielo, los hijos de Dios no permanecerán siempre igual—su gozo y gloria aumentará por siempre, pero no su santidad, la cual no carecerá de nada. Es imposible ser más santo si ya eres perfectamente santo. Su desarrollo y crecimiento consiste, entonces, en beber más y más abundantemente de la vida de Dios. Lo mismo es cierto respecto a Adán, libre de pecado; no podía ser santificado. La santificación es sanidad, y una persona sana no necesita sanidad. La santificación es deshacerse del veneno, pero es imposible deshacerse del veneno de la mano del que no ha sido mordido. La idea de ser más santo o santísimo es absurda. Lo que está roto no está intacto y lo que está intacto no está roto. La santificación es arreglar algo, y ya que en Adán nada se había roto, no había nada que arreglar. Es inconcebible arreglar algo que está intacto. Aunque era santo, Adán no permaneció en esa condición, no se mantuvo quieto sin buscar sus propósitos de vida. Si tomamos, por ejemplo, la diferencia entre él y los hijos de Dios, estos últimos tenían un tesoro que no podían perder, mientras que Adán si podía perderlo, porque, de hecho, lo perdió. No que no haya sido santo; porque esto no tiene nada que ver con eso.

Ilustrémoslo. De dos platos, uno es de vidrio fino, pero frágil; el otro es de vidrio común, pero indestructible. ¿Quiere decir que el segundo está intacto y el otro no? ¿O que el primero puede estar más intacto de lo que está? Claro que no; que esté intacto, no tiene relación con que pueda o no pueda quebrarse. Luego, el hecho de que el tesoro de Adán se podía perder, no entra en el debate de la santidad. Si alguien es santo, o ha de ser santo, no depende de cuán factible es que pierda la santidad, sino de si la perdió o no la perdió. Cómo se debió haber efectuado este santo desarrollo de Adán, no lo sabemos. No debemos cuestionarnos cosas que Dios ha reservado para Sí. Como pecadores, nos cuesta comprender tal desarrollo libre de pecado, tal como nos cuesta entender la gloria revelada a los hijos de Dios. Si nos apegamos a las Escrituras, sabemos, primero, que el hombre libre de pecado no habría muerto; segundo, que por su trabajo hubiese recibido la vida eterna como galardón, es decir, siendo completamente apto, en todo momento, para obedecer a Dios, siempre hubiese anhelado y amado hacer la voluntad de Dios; y por esto habría recibido medidas más y más grandes de la gloria de Dios. Podemos comparar el contraste entre la condición de Adán y la nuestra, como la del hijo del Rey, heredero de abundantes riquezas y un hijo de la pobreza que debe ganarse la vida o depender de otro para que la gane por él. Al primero no le falta nada, puede hacer lo quiera para vivir y disfrutar; toda pertenencia del padre está a su disposición. Al crecer, no se hace más rico, pues sus tesoros son los mismos; pero se vuelve más consciente de ellos. Entonces, las riquezas de Adán no hubieran aumentado, porque todo lo que existía era suyo; a medida que crecía se haría más consciente del deleite y disfrute de sus riquezas. Por tanto, la justicia original de Adán no se refiere al grado de desarrollo, ni a su condición, sino a su estado; el cual era perfectamente bueno. Todas las nociones antibíblicas acerca del aumento de la santidad de Adán, vienen de las ideas antibíblicas que el hombre, tentado por herejías panteístas, ha elaborado acerca de la santidad. “Sean perfectos como vuestro Padre en los cielos es perfecto,” no significa que tú, hombre orgulloso y engrandecido por filosofías desquiciadas, debes llegar a ser como Dios. Siempre serás una criatura, aun en tu mayor gloria, y en esa gloria el entendimiento de que tú no eres nada y que Dios es todo será razón de ferviente adoración y profundo deleite. No, la palabra de Cristo simplemente quiere decir: “Sean santos, tal como el Padre en los cielos es santo y completo.” Decir que un vaso de greda debe ser tan completo y sólido como un vaso de porcelana, no quiere decir que tenga que ser igual a ese vaso. El primero cuesta unos pocos centavos, el otro se compra con oro. Esto sólo significa que tal como el vaso es entero como vaso, así también la vasija de barro debe ser entera como vasija de barro. Por consiguiente, las palabras de Cristo significan: Hay fisuras en ti; tus bordes están trizados; estás herido y dañado por el pecado. Pero esto no tiene que permanecer así. Puedes ser libre de todo deterioro en tu vida, libre de defectos que merman tu plenitud. Tal como tu Padre en los cielos es perfecto, tú debes ser pleno, completo, sano y perfecto. Esto es, tal como Dios permaneció siendo perfecto como Dios, así nosotros debemos permanecer siendo plenos y completos como hombre, criaturas en las manos de su Creador. Ahora, generalmente esto no se entiende. La postura actual es la siguiente: el primer paso para la santidad es el conflicto con el pecado. Segundo, el pecado se debilita. Tercero, el pecado se supera casi por completo. Cuarto, el pecado es completamente derrotado y sólo ahí, se establece en el hombre la santificación más alta, y comienza a ascender por la escalera completa; más y más alto, cada vez más santo, hasta que la santidad llega a las nubes. Claro, aquellos que aceptan estas fantasías sólo pueden imaginarse a Adán creado en un plano de santidad menos elevado, llamado a obtener mayores estándares de santificación. Pero, si sólo existe una santificación, es decir, la muerte al pecado y transformación de la naturaleza caída y rota a una nueva naturaleza santa y plena, es inconcebible pensar en una santificación más alta al considerar a Adán. A la santidad de Adán no se le puede añadir nada.

Adán habría conocido más y más a Su creador, lo habría amado con todo su corazón viviendo con Él en gozo eterno para glorificarlo y adorarlo, cada vez más consciente de la gloria de Dios; pero todo esto no añadiría nada a su justicia y santidad. Suponer esto iría en contra del correcto entendimiento de la santidad. Por tanto, el amor se confunde con la santidad; la justicia con la vida; su estado con su condición; la palabra con el ser; y los mismos fundamentos son arrancados de su lugar. ¡Y aún peor! Las almas son separadas de Cristo. Porque aquél que no logra entender la justicia original, no puede entender cómo Dios nos ha dado a Cristo para justicia, santificación y redención. Ciertamente anhela a Jesús. ¿Pero cómo? “Jesús encuentra al pecador enfermo y moribundo a un lado del camino, lo sube sobre su animal y lo lleva a un albergue donde paga por él hasta que este es completamente restaurado.” Por tanto, es siempre la misma representación, como si después de ser redimido uno debe buscar una justicia y santidad que se obtiene por medio del progreso constante. Si esto fuera verdad, entonces Jesús no sería nuestra justicia, santificación, ni redención; a lo más, sería un Amigo que nos ayuda y levanta a esforzamos para obtener nuestra justicia y santidad. No; si la Iglesia ha de gloriarse una vez más en la bendita confesión que dice que en Cristo posee ahora absoluta justicia, santidad y redención, primero debe entender la justicia original, es decir, que Adán no puede amar, no puede vivir en comunión con Dios, a menos que sea perfectamente justo y completamente santo. Notas

1. ↑ Con los sustantivos o los adjetivos la palabra gobernada por la preposición “en”,

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5. 6.

indica la esfera, el dominio dentro del cual se manifiesta una propiedad. Así la expresión holandesa, “Geschapen in het, beeld God’s” (creado en la imagen divina), indica la esfera dentro de la cual se movía Adán antes de su caída. ↑ “Gott nun veranstaltete es so, dass der Mensch gleich anfangs unter den Einfluss des Guten zu stehen kam and somit das Gute that. Er schuf ihn im Bilde Gottes, nach seiner Gleichheit (Gen. i. 26). Was dies heisst, wird dann erst recht deutlich, wenn wir die Wiederherstellung des gefallenen Menschen (nach Ephes. iv. 24; Col. Iii. 9) in Betracht ziehen. Paulus blickt hier auf den anfänglichen Zustand hin, wenn er redet von dam neuen Menschen, den wir nach Ausziehung des alten anzuziehen hätten. Er bezeichnet nun diesen neuen Menschen als einen Gott gemäss geschaffen (Kappa tau iota sigma theta epsilon w/ tonos nu tau alpha) in Gerechtigkeit und Heiligkeit, wie sie nach Wahrheit ist. Diese apostolischen Ausdrücke enthalten sine Umschreibung jener Ausstattung, welche Mose mit den Worten: ‘Im Bilde Gottes, nach seiner Gleichheit’ kennzeichnet. Die Wiedergeburt ist sine neue Schöpfung, die aber nach der Vorschrift der alten bestellt ist, ohne etwas davon- nosh dazuzuthun. Der Stand im Bilde Gottes, in dem der Mensch nach der Gleichheit Gottes war, ist also etwas, was man von dem Menschen hinwegnehmen kann, ohne die Creatur Gottes selbst aufzuheben. Es ist dem Apostel weiter eigenthümlich, die Bewegungen des neuen Menschen unter dem Bilde von verschiedenen Gewändern darzustellen, die man anzuziehen habe (Col. Iii. 12 ff). Grund and Veranlassung für solche Umwandlung ist Christus, der Geist, den Christus vom Voter her sendet, oder der Stand in Christo odes in der Gnade (z.B. 2 Cor. v.17; Gal. v. 16, 10, 25; Rom. v. 2) Und ganz ebenso ist nach Gen. i. 26. Grund für die Gleichheit mit Gott der Stand im Bilde Gottes.” ↑ "Wenn wir nun die Creatur aus jenem Stande hinausgetreten denken, so bleibt diese Creatur intact.”20 ↑ "Nur freilich, dass diese Creatur nicht, wie die romische Kirche lehrt, immer noch genug übrig behält, um sich wieder mit Hilfe des Gnadengeschenkes Christi selbst zu rehabilitiren. Sondern nach dem Falle ist der Mensch and zwar sein Ich mit den dem Menschen anerschaffenen höchsten Gaben (siehe Calvin, ‘Inst.,’ ii., 1, 9) aus der rechten Stellung herausgetreten und dem Tode als Herscher, dem Gesetz als unbarmherziger Treibert preisgegeben.”†21 ↑ “Ausserhalb des Bildes Gottes stand unser Herr.” ↑ "Das der Mensch Begierden hat, dass ihn Leidenschaften (pi alpha w/ tonos theta eta) treiben, wie Zorn, Furcht, Muth, Eifersucht, Freude, Liebe, Hass, Sehnsucht, Mitleid, dies Alles constituirt noch keine Sünde, denn das Vermögen, um Zorn, Unlust, oder

Mitleid and dergl. m. zu empfinden, ist von Gott geschaffen. Ohne dem wäre kein Leben und keine Bewegung im Menschen. Also die Begierde and überhaupt die Leidenschaften sind an sich nicht Sünde. Sie werden es und sind es im actuellen Zustand des Menschen, weil durch ein dazwischentretendes Gebot and durch jene verkehrte Lebensrichtung, die Paulus einen νόμος της αμαρτιας nennt, das menschliche Ich bewogen wird, zu den Leidenschaften und Begierden Stellung zu nehmen, d. h. sich richtig oder unrichtig zu ihnen zu verhalten.”22

La Obra de Dios en el Pecador XI. El Pecado no es Material “El pecado es infracción de la ley.”—1 Juan iii. 4 ¿Qué es lo que el pecado embotó, corrompió y destruyó en Adán, el portador de la imagen de Dios? Aunque sólo podemos tocar esta pregunta ligeramente, no podemos pasarla por alto. Es evidente que, para entender correctamente la obra del Espíritu en la regeneración y restauración del pecador, el conocimiento de esta condición es absolutamente imperativo. El remiendo debe ser acorde a la rotura. Debe reconstruirse el muro donde se ha hecho la brecha. El bálsamo debe ajustarse a la naturaleza de la herida. Cual sea la enfermedad, tal debe ser también su cura. O aún más, tal como es la muerte, así debe ser también la resurrección. La caída y el levantamiento son interdependientes. Las generalidades respecto a esto son inútiles. Los ministros que buscan descubrir y exponer al hombre al pecado a través de simplemente decir que los hombres están completamente perdidos, muertos en sus delitos y pecados, carecen la de la única fuerza cortante que puede abrir las úlceras putrefactas del corazón. Estos graves asuntos han sido tratados demasiado livianamente. Por consiguiente, al ignorar declaraciones generales y superficiales, regresamos simplemente a las formas probadas y demostradas de los padres. Comenzaremos haciendo referencia a uno de los principales errores del tiempo presente, a saber, el del resucitado maniqueísmo. Sería muy interesante presentar a la iglesia actual esta burbujeante y fascinante herejía en forma condensada. El efecto inmediato sería un descubrimiento del origen o de la semejanza familiar de mucha enseñanza perniciosa que se introduce en la Iglesia bajo un nombre cristiano y por hombres creyentes. Pero esto es imposible. Nos limitaremos a algunos pocos rasgos. La misión de la verdad divina en este mundo no es mezclarse con la sabiduría de éste, sino exponerla como mentira. La sabiduría divina no transa con las especulaciones o vanas ilusiones de la sabiduría mundana, sino que las llama locura y exige su sometimiento. En el Reino de la verdad, la luz y las tinieblas son declaradas como opuestos. Por consiguiente, la Iglesia, al entrar en contacto con el aprendizaje y la filosofía del mundo gentil, entró en conflicto directo y abierto con éste. Comparado con Israel, el mundo pagano era maravillosamente sabio, docto y científico. Y desde su punto de vista científico, éste miraba en menos, con gran desprecio e infinita displicencia a la insensatez del cristianismo. Ese cristianismo insensato, ignorante e iletrado no sólo era falso, sino que también muy poco merecedor de su atención, indigno siquiera de ser debatido. En Atenas, las personas bondadosas les daban una sonrisa homérica a estos hombres irracionales y a su palabrería absurda, mientras que los perversos los ridiculizaban con una amarga sátira. Pero ninguno de los dos grupos consideró seriamente el asunto, debido a que no era científico. Con todo, a pesar de esto, ese cristianismo estúpido iba a la vanguardia. Progresaba. Lograba influencia, incluso poder. Al fin las grandes mentes y los genios de esos días empezaban a sentirse atraídos a él. Había llegado la hora y luego de un conflicto de casi un siglo de duración, llegó la hora en que el mundo pagano estuvo obligado a bajarse de su vanidad y a reconocer aquel cristianismo ignorante, iletrado y no científico. La predicación vívida de esos nazarenos había ahogado las disputas de esos filósofos desabridos. Muy pronto la corriente de la vida del mundo pasó por sus escuelas y fluyó al cause de ese Jesús maravilloso e inexplicable. Aun antes de que la Iglesia tuviera dos siglos de vida, el paganismo soberbio descubrió que al estar mortalmente herido, su vida estaba en juego. Luego, bajo la apariencia de estar dando honra al cristianismo, Satanás lo hirió gravemente con gran astucia, inyectándole veneno al corazón. En el siglo segundo hubo tres sistemas doctos y

complicados, a saber, el Gnosticismo, el Maniqueísmo y el Neo-Platonismo, los cuales hicieron un gigantesco esfuerzo por suavizarlo con la mortal influencia de sus filosofías paganas. Existían dos imperios en el paganismo cuando la cruz fue alzada en el Calvario: uno en el oeste con Roma y Grecia, y otro en el este con sus centros en Babilonia y Egipto. En cada uno de estos centros, Babilonia y Atenas, había hombres con excepcionales poderes mentales, con una erudición exhaustiva y con una profunda sabiduría. Ambos centros recibieron influencia de una filosofía mundana y pagana, aunque de naturaleza diferente en ambos lugares. Desde estos centros procedió el esfuerzo por ahogar al cristianismo en las aguas de su filosofía. El neoplatonismo trató de lograr esto en el Oeste. El maniqueísmo en el Este y el gnosticismo en el centro. Manes fue el hombre que concibió aquel sistema magnífico, fascinante y seductor que lleva su nombre. Fue un profundo pensador y murió alrededor del año 270. Era un hombre de una mente genial, piadosa y seria. Confesaba creer en Cristo. Incluso su meta y el objeto de su fervor era extender el Reino de Dios. Pero había una cosa que le molestaba. El eterno conflicto entre el cristianismo y su propia ciencia y filosofía. Él creía que había puntos de acuerdo y contacto entre ambos, y que conciliarlos no era imposible. Salvar al abismo le parecía precioso. Uno puede caminar hacia el mundo pagano y darse cuenta de que sus brillantes filosofías descubren muchos elementos de origen divino; regresar al cristianismo guió a algunos importantes paganos a la cruz de Cristo. La profunda gloria de la fe cristiana le llenó de entusiasmo. Aun así, se quedó casi cegado por la falsedad inherente de la filosofía pagana. Estando ambos fundidos en su alma, su meta fue idear un sistema en que ambos pudieran estar entretejidos y transformados en un todo admirable. Es imposible presentar aquí su sistema, el cual demuestra que Manes había meditado cada pregunta trascendente de vital importancia y había medido exhaustivamente todas las dimensiones de su cosmología. Todo lo que podemos hacer es demostrar cómo este sistema condujo a engendrar ideas falsas en cuanto al pecado. Esto se produjo por su noción errada de que la palabra “carne” sólo se refiere al cuerpo, cuando la Escritura la usa haciendo referencia al pecado, esto es, toda la naturaleza humana, la que no ama las cosas de arriba, sino las cosas de la carne. La carne en este sentido se refiere más directamente al alma que al cuerpo. Las obras de la carne son de dos clases: una, en cuanto al cuerpo, son los pecados relativos a la fornicación y la lujuria. La otra, tocante al alma, consiste en pecados de orgullo, envidia y odio. En la esfera de las cosas visibles culmina su imagen con fornicación desvergonzada. En el reino de las cosas invisibles, termina con un orgullo obcecado. La Escritura enseña que el pecado no se origina en la carne, sino que en Satanás, un ser que no tiene cuerpo. Originándose en él, se introdujo lentamente en el alma del hombre primeramente, y luego se manifestó en su cuerpo. Por tanto, es antibíblico igualar “carne” y “espíritu” a “cuerpo” y “alma”. Esto es justamente lo que Manes hizo. Y este es el objeto de su sistema en todos sus rasgos. Él enseñó que el pecado es inherente a la materia, a la carne, a todo lo que es tangible y visible. “El alma”, dice, “es tu amiga, pero el cuerpo es tu enemigo. Resistir exitosamente la excitación de la sangre y del paladar te librará del pecado.” En su propio contexto oriental, él veía muchos más pecados carnales que espirituales. Y siendo engañado por esto, cerró sus ojos a esto último, o lo explicó como algo provocado por la excitación proveniente de la materia maléfica. Con todo, Manes era bastante consistente, lo que no podía ser de otro modo, siendo el gran pensador que era. Él concluyó de una manera muy singular, esencial a su sistema de invenciones, que Satanás no era un ángel caído, un ser espiritual e incorpóreo, sino que la materia en sí. Escondido en la materia había un poder que tentaba al alma, y ese poder era Satanás. Esto explica cómo Manes pudo ofrecer a la Iglesia una doctrina tan única y antibíblica. El sistema de Manes se limitaba al materialismo. El materialista dice que nuestro pensamiento es el fósforo ardiente en el cerebro. Y que la lujuria, la envidia y el odio son una descarga de ciertas glándulas en el cuerpo. Tanto la virtud como el vicio son meros resultados de procesos químicos. A fin de poder lograr que el hombre sea mejor, más libre y más noble, debiéramos enviarlo al laboratorio de un químico en vez de al colegio o a la iglesia. Y si le fuese posible al

químico abrir el cráneo del hombre, y someter sus células y nervios al debido proceso químico, el vicio podría dominarse y la virtud y sabiduría superior podrían efectivamente influenciarlo. Asimismo, Manes enseñó que el pecado habita en la sangre y músculos y se transmite a través de ellos como un poder inherente e inseparable. Decía que debían comerse ciertas hierbas como medio para vencer al pecado. Además, según lo que él enseñaba, había algunos animales, pero principalmente plantas en las que habían penetrado algunas partículas de luz redentoras y liberadoras del reino de luz que se contraponían al mal. Al comer estas hierbas, la sangre absorbería estas partículas salvadoras de luz, y por tanto el poder del pecado sería destruido. De hecho, la iglesia de Manes era un laboratorio químico, en el cual se hacía oposición al pecado a través de agentes materiales. Esto demuestra la consistencia lógica del sistema y la debilidad de los hombres quienes, habiendo adoptado la noción falsa de pecado material, tratan de escapar de su riguroso control. Pero no pueden porque, aunque desechan la fachada externa del sistema por no ser ajustarse a nuestro pensamiento occidental, adoptan todas estas teorías, y por tanto falsifican no sólo la doctrina del pecado, sino también casi todas las demás partes de la doctrina cristiana. Con todo, es en realidad en la doctrina del pecado heredado en la que este error es tan claramente manifiesto que no puede escapar a su detección: Se arguye: en virtud del nacimiento, el hombre es pecador. Por consiguiente cada hijo debe heredar de sus padres el pecado. Y debido a que un infante en la cuna ignora el pecado espiritual y no tiene desarrollo espiritual, el pecado heredado permanece oculto en su ser, transmitido a través de la sangre de sus padres. Esto es maniqueísmo puro, en cuanto establece que el pecado es algo transmitido como un poder inherente en la materia. La confesión de las Iglesias Reformadas, en referencia al pecado heredado, dice en su artículo xv. “Creemos que, a través de la desobediencia de Adán, el pecado original se ha extendido a toda la humanidad, lo cual es una corrupción de toda la naturaleza y una enfermedad hereditaria, con lo cual los propios infantes están infectados incluso desde el vientre de su madre, lo que produce en el hombre toda clase de pecado, estando en él la raíz del mismo. Por tanto, es tan vil y abominable ante los ojos de Dios, que es suficiente para condenar a toda la humanidad. Tampoco es abolido o eliminado a través del bautismo en ninguna manera, debido a que el pecado siempre nace de su lamentable origen, de la misma manera que el agua fluye de su fuente. No obstante, no se les imputa a los hijos de Dios para condenación, sino por su gracia y misericordia les es perdonado. Esto no es para que descansen seguros en pecado, sino para que el ser consientes de esta corrupción les cause una aflicción a los creyentes y un deseo de ser liberados de este cuerpo de muerte. Es por esto que rechazamos el error de los Pelagianos quienes aseguran que el pecado proviene solamente de la imitación.” Por tanto, es evidente que las iglesias Reformadas reconocen absolutamente el pecado heredado. Reconocen también que los hijos heredan el pecado de parte de los padres—incluso llaman a este pecado una infección, la cual se adhiere incluso al nonato. Pero—y esto es lo principal—ellos nunca dicen que este pecado heredado sea algo material o que sea transmitido como algo material. La palabra infección está usada metafóricamentef, y por lo tanto no es la expresión apropiada para aquello que ellos desean confesar. El pecado no es una gota de veneno, la cual, como una enfermedad contagiosa, pasa de padres a hijos. No. La transmisión del pecado permanece en nuestra confesión como un misterio no explicado, sólo expresado simbólicamente. Pero esto no satisface los corazones de la actualidad. De ahí la nueva escuela de los Maniqueístas que ha surgido entre nosotros. Enredada en las mallas de esta herejía están aquellos que niegan la doctrina del pecado heredado, quienes entretienen falsas perspectivas de los sacramentos, sosteniendo que en el Bautismo, el veneno del pecado es por lo menos en parte removido del alma, y que en la comunión de la Santa Cena, la carne pecaminosa absorbe unas pocas partículas del cuerpo glorificado; y finalmente quienes abogan por los esfuerzos ridículos de desvanecer influencias demoníacas en habitaciones o terrenos vacíos. Todo esto es necedad y enseñanza antibíblica,

y sin embargo, es defendido por hombres creyentes en nuestra propia tierra. Oh, Iglesia de Cristo, ¿hacia dónde te estás desviando? XII. El Pecado no es una Mera Negación “Veo otra ley en mis miembros, que batalla en contra de la ley de mi mente.”—Romanos vii. 23 La teoría del doctor Böhl, que el pecado es una simple pérdida, omisión o falta, es un error casi tan grave como el Maniqueísmo. Esto no debe malentenderse. Esta teoría no niega que el pecador sea impío, ni que deba ser santo. Establece dos cosas: (1) que no hay santidad en el pecador; pero—y esto indica el carácter real del pecado— (2) que debiera haber santidad en él. Una piedra no oye, y un libro ve. Sin embargo, el uno no es sordo, ni el otro es ciego. Pero el hombre que ha perdido tanto el oído como la vista es ambas cosas, ya que para su ser como hombre, ambas son esenciales. Una silla no puede caminar. Sin embargo, no es coja, ya que no se espera de ella que camine. Pero el minusválido es cojo, ya que el caminar pertenece a su ser. Un caballo no es santo, ni tampoco es pecador. Pero el hombre es pecador, ya que no es santo, y la santidad pertenece a su ser. Un hombre no santo es anormal y anti natura. El pecado, dice San Juan, “es injusticia,” no conformidad con la ley, o literalmente, sin ley, anomia. Por tanto el pecado sólo aparece en seres sujetos a la ley divina, moral, y consiste en la no conformidad con esa ley. Hasta aquí, esta perspectiva sólo presenta clara y pura verdad. Cada esfuerzo por darle al pecado una entidad positiva e independiente contradice a la Palabra y conduce al Maniqueísmo, como se puede ver en los hermanos moravos, quienes, al menos en cuanto otros temas, son fervientes y concienzudos. Las Escrituras niegan que el pecado tenga un carácter positivo, lo que implica que tenga un ser independiente. El ser independiente es, o bien creado o no creado. Si no ha sido creado, debe ser eterno, y en esto sólo está Dios. Si ha sido creado, entonces Dios debe ser su Creador, lo cual no puede ser, ya que él no es el autor del pecado. Por tanto, la Escritura no enseña que el poder el mal es inherente a la materia sino que a Satanás. ¿Y qué es Satanás? No es una substancia malvada, sino un ser creado para santidad y dotado de santidad, quien se entregó a la profanidad en la cual se enredó a sí mismo sin esperanza de redención, volviéndose absolutamente profano. La doctrina de Satanás se opone a la falsa noción que el pecado tiene una entidad. La idea que el pecado es un poder, en el sentido de ser una facultad que se ejerce por un ser independiente, es contraria a la Escritura. Hasta aquí concordamos plenamente con el Dr. Böhl, y reconocemos que él ha mantenido la convicción clásica y tradicional de los creyentes, y la confesión positiva de la Iglesia. Pero, a partir de esto, él infiere que, antes y después de la caída, Adán permaneció igual, con la sola diferencia que después de la caída perdió el esplendor de la justicia en la que hasta entonces había andado. En cuanto a sus poderes y a su ser, Adán permaneció igual. Esto es lo que nosotros no aceptamos. Esto asemejaría al hombre a una lámpara que arde brillantemente, pero que pronto se apagará, cuando se vuelva un cuerpo oscuro. O como una chimenea radiante, con el brillo y calor del fuego en un momento, pero fría y oscura en otro. O como un pedazo de hierro magnetizado por la corriente eléctrica, que le da poder para atraer, pero al removerse la corriente, deja de ser un magneto. Cuando la luz se ha apagado, la lámpara permanece intacta. Cuando el fuego se ha apagado, el hogar permanece como era antes, y cuando el flujo eléctrico abandona el hierro, este sigue siendo hierro. Y eso es lo que el Dr. Böhl afirma en cuanto al hombre. Del mismo modo que la corriente pasa a través del hierro y lo magnetiza, así la justicia divina pasa a través de Adán para hacerlo santo. Tal como la lámpara brilla cuando ha sido prendida por la chispa, así también Adán brilló cuando fue tocado por la chisca de la justicia. Y tal como el hogar brilla con el fuego, así también Adán estaba radiante con la justicia creada en él. Pero ahora el pecado entra en escena. Esto es, la lámpara se apaga, el hogar se vuelve frío y el magneto es simplemente hierro otra vez. Y el hombre permanece privado de su esplendor, en oscuridad e incapaz de atraer. Pero en lo restante, permanece tal como él es. El Dr. Böhl dice expresamente que el hombre permaneció igual antes y después de la caída.

Con esto no estamos de acuerdo. Como pecador seguía siendo hombre, indudablemente, pero un hombre como los padres confesaron en el Dordt (3ro y 4to, Principios de Doctrina [Head of Doctrine], art. Xvi): “Que el hombre después de la caída no dejó de ser una criatura dotada con entendimiento y voluntad, ni tampoco el pecado, que pervirtió a toda la raza humana, le privó de su naturaleza humana, sino que le trajo depravación y muerte espiritual.” La declaración del Dr. Böhl “Wenn wir die Creatur aus jenem Stande hin ausgetreten denken, so bleibtdiese Creatur intact,”[1] se contradice directamente con esta confesión pura de las iglesias Reformadas. No, la criatura no permaneció intacta, sino que el pecado le hirió tan gravemente que se volvió corrupta, aun hasta la muerte. Y aunque reconocemos que el pecado no tiene un ser real en sí mismo, aun así con igual decisión confesamos, con nuestra iglesia, que sus obras no son de ninguna manera exclusivamente negativas ni solamente privativas, sino que ciertamente muy positivas. Las Escrituras y nuestros mejores teólogos (Rivet, Wallaeus y Polyander por nombre, en sus Sinopsis) enseñan esto en forma tan concluyente que es casi inimaginable que el Dr. Böhl pudiera llegar a cualquier conclusión diferente. Es por esto que tendemos a creer que en este punto él concuerda con la confesión de las iglesias ortodoxas, pero que presenta este asunto de una manera muy extraña, con un objetivo y por una razón completamente distinta. Si se nos permite ser francos, nosotros representaríamos el curso del razonamiento del Dr. Böhl de la siguiente manera: “Mi profesor, Dr. Köhlbrugge, solía oponerse enérgicamente a aquellos hombres que les decían a los no convertidos: No me toques, pues yo soy más santo que tú. Él solía enfatizar el hecho que el hijo de Dios, considerado por un momento fuera de Cristo, permanece en medio de la muerte, tal como el inconverso. Por tanto, la regeneración no cambia al hombre ni en lo más mínimo. Antes y después de la regeneración, él permanece exactamente igual, con la sola diferencia que el hombre converso cree y por su fe anda en justicia pasiva. Y si esto es así, entonces en cuanto a la caída lo opuesto es cierto, esto es, antes y después de la caída el hombre permaneció en sí mismo igual. El único cambio fue que en la caída él abandonó la justicia en la cual permanecía antes.” Por supuesto que podemos estar errados, pero nos atrevemos a conjeturar que de esta manera el Dr. Böhl estuvo tentado hacia esta extraña representación, y aún más a declarar, como enseña Roma, que el deseo en sí mismo no es pecado. Algo a lo que la Iglesia Reformada, basada en el Décimo Mandamiento, siempre ha estado en contra. De hecho, la cuestión en cuanto a la caída y la restauración es la misma. Si la restauración no afecta a nuestro ser, entonces tampoco la caída pudo haberlo afectado. Si la redención significa solamente que un pecador es colocado en la luz de la justicia de Cristo, entonces la caída no puede significar nada más que el hombre simplemente se salió de esa luz. Ambos conceptos van juntos. Tal como lo fue en la caída, así también debe ser en la restauración. Lo que un hombre confiese creer en cuanto a la redención indicará, si es consistente, lo que confiese creer en cuanto a la caída. Por tanto, si el Dr. Köhlbrugge hubiera confesado que la restauración deja a nuestro ser sin cambio alguno, y sólo nos traslada en una esfera de justicia, entonces también deberíamos aceptar que él también representó la caída dejando al hombre y a su naturaleza intacta. Y este exactamente es el asunto que no podemos aceptar. El Dr. Köhlbrugge ha descubierto la corrupción misma de nuestra naturaleza con tanta fuerza y en forma tan concluyente que no podemos creer que, según su confesión, la caída haya dejado nuestro ser y naturaleza intactos. Tampoco podemos reconocer que, según su confesión, en la restauración, nuestro ser permanece sin cambio alguno, aun cuando él conectó el cambio, y con mucha razón, a la unión mística y con el morir al pecado en la muerte. Si él hubiera de hecho tenido la intención de enseñar lo que muchos de sus seguidores afirman que sí enseñó, entonces nosotros llamaríamos su tendencia definitivamente errónea. Pero debido a que no le podemos interpretar sin tomar en cuenta las distorsiones a las que él tanto se opuso, y especialmente ya que su confesión en cuanto a la corrupción de nuestra naturaleza estaba tan completa, permanecemos en nuestra opinión de que él no enseñó lo que muchos de sus seguidores dicen que sí hizo.

Por tanto, nuestro camino va en la dirección totalmente opuesta. El Dr. Böhl dice en otras palabras: “El Dr. Köhlbrugge, en su doctrina de la redención, parte de la idea que la redención deja al pecador esencialmente sin cambio. Por tanto, el pecado tampoco puede haberle afectado en su esencia”. Mientras que nosotros, por el contrario decimos: “La confesión de Köhlbrugge en cuanto a la corrupción de nuestra naturaleza es tan completa que él no podría sino confesar que en la caída, y por lo tanto en la restauración, nuestra naturaleza fue cambiada.” Pero sea como fuere, una cosa es segura: que, según la palabra y la doctrina constante de nuestra iglesia, el pecado, aunque esencialmente y exclusivamente privativo y sin existencia independiente, es sin embargo positivo en sus consecuencias, y destructivo en sus obras. Nuestra naturaleza no permaneció sin cambio, sino que se volvió corrupta. Y la corrupción es la palabra clave que indica los efectos fatales y positivos que resultaron de esta pérdida de vida y luz. Una planta necesita luz para crecer. Sin la luz, languidece, pronto se marchita, se pudre y finalmente enmohece. Esto es la corrupción. El cáncer y la viruela no son solamente pérdidas de salud. Tienen además una acción positiva, la que destruye los tejidos, produce crecimientos mórbidos y corrompe el cuerpo. Un cadáver no es solamente un cuerpo sin vida, sino que es un centro de disolución y corrupción. De la misma manera, somos conscientes que el pecado no es solamente la depravación de la santidad, sino que sentimos su aterradora actividad, corrupción y disolución, las cuales destruyen. La prueba más fuerte es el hecho que no damos la bienvenida gozosamente a la entrada de la gracia de Dios en el corazón, sino que nos oponemos a ella con toda nuestra naturaleza. Existe un conflicto, el que sería imposible a no ser que esa falta y pérdida no hubiera desarrollado el mal que se opone a Dios. Esta corrupción no se detiene sino hasta que el cuerpo se disuelve en sus elementos constitutivos originales. No sabemos qué pasó con los cuerpos de Moisés, Enoc y Elías. La Escritura hace algunas excepciones. Cristo no vio corrupción, y los creyentes que estén vivos cuando el Señor regrese, no experimentarán la disolución del cuerpo. Pero todos los demás, millones de millones, enfermarán y morirán, y volverán al polvo. La enfermedad física y la muerte son tipos de la corrupción del alma, sobre lo cual las palabras por sí solas no logran expresar. La Escritura y la experiencia muestran claramente que Satanás no se encuentra solamente depravado, vacío y en necesidad, sino que además ejerce una actividad positiva y de corrupción que procede de él. Y entonces, aunque en menor grado, el alma se ha vuelto corrupta, no sólo en el sentido de estar en oscuridad en vez de estar en luz, fría en vez de tibia, sino que esta depravación ha resultado en una corrupción y destrucción positiva. El frío es pérdida de calor, el cual, al alcanzar el punto de congelamiento, causa daño positivo en el cuerpo. Así mismo es el pecado. En cuanto a su ser es una perdida, privación y desnudez. Y estas producen en el cuerpo y alma una obra destructiva que afecta toda la naturaleza del hombre, aprisionándolo con los grilletes de la corrupción, a pesar de que él no cesa de ser hombre. Conciliamos el ser privativo del pecado con su obrar positivo de la siguiente manera: haciendo que falte la incesante actividad de la naturaleza del hombre hacia la guía correcta, hace que corra en la dirección opuesta, se arranca y destruye a sí misma. XIII. El Pecado, un Poder con Acción Invertida “Si vivís conforme a la carne, moriréis.” — Romanos viii. 13. Aunque el pecado es, en su origen y esencia, una pérdida, falta y privación, en su obrar es un mal positivo y un poder maligno. Esto se muestra en el mandamiento apostólico de no sólo vestirse del hombre nuevo, sino también de despojarse del hombre viejo y de sus obras. El conocido teólogo Maccovius, al comentar sobre esto, muy acertadamente observa: “Esto no podría ser impuesto si el pecado fuera una simple pérdida de luz y vida. Ya que una simple falta cesa tan pronto como es suplida.”

Si el pecado fuera una simple pérdida de justicia, sólo se necesitaría su restauración y el pecado desaparecería. El despojarse del viejo hombre, o el dejar a un lado el yugo del pecado, etc. no serían tema. La luz sólo debería manifestar la oscuridad del alma para que su salud fuera restaurada. Pero la experiencia demuestra que después de que somos iluminados, y el Espíritu Santo ha entrado en nuestro corazón, aún hay un terrible poder del mal en nosotros. Y esto, junto con el mandamiento repetido vez tras vez de separarnos de todo lo malévolo, demuestra el carácter positivo del pecado y el poder del mal en los individuos y en la sociedad, a pesar de su carácter privativo. Por tanto, la Iglesia confiesa que nuestra naturaleza se ha vuelto corrupta, lo que por supuesto nos vuelve al tema de la imagen divina. Nuestra naturaleza no desapareció, ni dejó de ser nuestra naturaleza, sino que permaneció igual en cuanto a sus rasgos originales. La imagen divina no se perdió, ni siquiera en parte, sino que permaneció sellada en cada hombre, y permanecerá aún en el lugar de destrucción eterna, simplemente porque el hombre no puede despojarse de su propia naturaleza a no ser que sea por aniquilación. Pero ya que esto es imposible, la retiene como hombre y en la naturaleza del hombre. Porque la Escritura enseña mucho después de la caída que el pecador es creado a imagen de Dios. Pero en cuanto a los efectos de sus rasgos en la naturaleza humana caída, lo opuesto es lo cierto: estos rasgos han desaparecido totalmente. Las ruinas que permanecen hablan sólo de la gloria y belleza que han perecido. Por lo tanto, los dos significados de la imagen divina no debieran confundirse más. Puesto que permanece en nuestra propia naturaleza, permanecerá para siempre. En cuanto a sus efectos sobre la calidad, es decir, en lo que a la condición de nuestra naturaleza se refiere, está perdida. La naturaleza humana puede ser corrompida, pero no aniquilada. Puede existir como naturaleza, aun cuando sus antiguos atributos se hubieran perdido, y ser reemplazada por obras opuestas. Nuestros padres hacían la distinción entre el ser de nuestra naturaleza, y su bienestar. En cuanto a su ser, permanecía ileso, sin daño alguno, es decir, sigue siendo la naturaleza humana real. Pero en cuanto a su condición, o sea, en sus atributos, obras e influencias, en su bienestar ha sido totalmente cambiada y corrupta. Aunque una picadura venenosa de un insecto elimine la vista, el ojo permanece. Así es con la naturaleza humana: ha sido privada de su brillo pero funciona en su actividad normal, está internamente en necesidad y repugnante; mas, aun así, sigue siendo naturaleza humana. Pero está corrompida por el pecado. Es cierto que el hombre ha retenido el poder para pensar, ejercer su voluntad y sentir, además de muchos otros talentos y facultades gloriosas, incluso en algunos casos geniales. Pero esto no abarca la corrupción de su naturaleza. Su corrupción es esto: que la vida que debiera ser entregada a Dios y animada por Él, está entregada a tendencias caídas, a cosas terrenales. Y esta acción invertida ha cambiado todo el organismo de nuestro ser. Si la justicia divina fuere esencial a la vida humana, esto no podría ser así. Pero no lo es. Según la Escritura, la muerte no es aniquilación. El pecador está muerto para con Dios, pero en esta muerte, late y se estremece su vida hacia Satanás, hacia el pecado y hacia el mundo. Si el pecador no tuviese una vida pecaminosa, la Escritura nunca podría decir “haced morir lo terrenal en vosotros,” ya que es imposible mortificar aquello que ya está muerto. No permitamos que ninguna similitud de sonido nos engañe. La vida humana es indestructible. Cuando el alma está activa en conformidad con la ley divina, la Escritura dice que el alma vive. De lo contrario, está muerta. Esta muerte es la paga del pecado. Pero por esta razón, la naturaleza del hombre no deja de obrar, de usar sus órganos, de ejercer su influencia. Esta es la vida de nuestros miembros que están en la tierra—nuestra vida pecaminosa, la infección interna del mal en nuestra naturaleza corrupta. Por esta razón debe dársele muerte. Por tanto, el pecado no hace que nuestra naturaleza deje de respirar, trabajar, alimentarse, sino que produce que estas actividades, que bajo la influencia de la ley divina funcionaban bien y estaban llenas de bendición, se arruinen y se corrompan. El engranaje principal de un reloj, cuando es separado de su pivote, no lo detiene inmediatamente, sino que estando fuera de control, gira sus ruedas tan rápidamente que

arruina su mecanismo. En algunos aspectos, la naturaleza humana se asemeja a ese reloj. Dios lo ha dotado de poder, vida y actividad. Bajo el control de su Ley, funcionaba bien, y en armonía con su voluntad. Pero el pecado le privó de ese control, y aun cuando esos poderes y facultades permanecen, ellas van en la dirección equivocada y destruyen el delicado organismo. Si esta condición durase sólo por un momento, y el pecador fuese inmediatamente restaurado a su estado original, no podría conducirlo a un mal positivo. Pero el pecado dura por un largo tiempo. Sesenta siglos ya. Su influencia perniciosa tiene sus efectos: una enfermedad secundaria después de la primaria, acumulaciones de escoria pecaminosa, y un aumento de úlceras supurantes. Los hilos del tejido de nuestra naturaleza se encuentran enredados. Todo está torcido y, debido a que esta actividad secundaria continúa sin revisión, su obra perniciosa se vuelve más y más grave. ¿Qué produce una llaga? Una pequeña ranura en el dedo corta sutilmente la circulación, pero la sangre continúa circulando, tratando de superar el obstáculo. La presión adicional contra las paredes de los capilares produce más fricción y eleva la temperatura. El tejido que lo rodea se hincha, los delicados vasos capilares se contraen, la fricción aumenta y la ampolla palpita. Aun cuando esto no es más que la acción normal y continuada de la circulación, sin embargo produce un mal notorio. Hay congestión local, la materia venenosa inflama al tejido sano y las partes terminan completamente enfermas. Tal es el curso del pecado. La acción de nuestros poderes continúa, pero hacia la dirección equivocada. Esto causa desorden, irregularidades que inflaman nuestra naturaleza hacia el mal. Esta inflamación pecaminosa crea deformaciones antinaturales y torcidas, lo que provoca en los tejidos del alma un tumor mórbido, lo cual es comparado en la Escritura como materia repugnante. Y de este pantano profano surgen gases continuamente que se expanden en toda nuestra naturaleza. Por tanto, todo el sistema está desordenado. Habiendo huido de la ley divina sin disciplina alguna, el cuerpo y el alma se vuelven rebeldes. Por tanto, incitado por su propia acción inherente, se involucra a sí misma más profundamente y huye aun más lejos de Dios. Como un tren que se ha descarrilado se destruye a sí mismo con su propia velocidad, así mismo el hombre, habiendo abandonado el carril de la ley divina, se conduce hacia su propia ruina por el ímpetu y obrar inherentes. No se necesita nada más. La destrucción resulta necesariamente de la vida misma de nuestra naturaleza. Por tanto, el pecador no tiene conocimiento, sus sentimientos están pervertidos, su voluntad se encuentra paralizada, su imaginación está contaminada, los deseos son impuros y todos sus caminos, tendencias y gastos son todos malos. No a nuestros ojos, quizás, pero esto es efectivamente así debido a que todo falla en cumplir con las demandas de Dios, cuya voluntad es que todo le encuentre a Él al final del camino, para que pueda estar con Él y en Él, haciendo que Su gloria sea el fin de todas las cosas. Y esto hace que muchas cosas que nosotros consideramos bellas y hermosas sean en realidad pecaminosas, injustas y malvadas. No es nuestro gusto el que decide qué es correcto o incorrecto, sino el de Dios. Aquel que desee saber cuál es ese gusto, que lo aprenda directamente de la ley de Dios. Esa ley es el estándar y la plomada. Pero el pecador busca o desea hacer cosas para agradar a Dios, sin hacer esto: por ejemplo, él puede estar perfectamente dispuesto a colgar su abrigo en la pared y hacerlo con garbo, pero no en el gancho que Dios ha colocado en la pared de nuestra vida. Colguémoslo en cualquier otro lugar, pero que no sea ahí. Por tanto, todo en él se torna malvado, la totalidad de su naturaleza es corrupta, incapaz de hacer bien alguno, inclinado hacia el mal, y sí, incluso propenso a odiar a Dios y a su vecino. Tal vez la obra no vea la luz, pero la inclinación misma y ese deseo son pecado. Tal como los teólogos católicos y algunos teólogos luteranos, el Dr. Böhl niega esto. Él enseña que hubo este deseo en el santo Adán, e incluso en Cristo. No cedió a él, pero lo restringió con bocado y freno—como si Dios hubiese creado al hombre con deseo en su corazón semejante a un animal hambriento, mientras que al mismo tiempo también lo hubiera dotado con poder para restringirlo. Mantener este deseo bajo control continuo habría sido la excelencia más grande del hombre.

Pero esto no va acorde con la Escritura. Nada muestra que el santo Adán tuviera deseo alguno por las cosas que vio. La posibilidad del deseo fue creada sólo por la prohibición “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás,” (Gn. ii. 16) pero aun después de esto tampoco descubrimos un indicio de deseo en él. Tal observación ansiosa del fruto no es aparente sino hasta que Satanás incitó internamente a Eva no a comer el fruto sino que a través del fruto te hagas semejante a Dios. Este es el primer deseo despertado en el corazón del hombre, y eso sólo después que su ojo fuera abierto para ver que el árbol era bueno para comer y agradable al ojo. En su estado de justicia, Adán estuvo lleno de paz, armonía y éxito divino, sin un rastro de la ansiedad que necesariamente nace de la tarea de refrenar a un monstruo peligroso. Y en la gloria celestial el refrenar el deseo no será un deseo sin fin, sino que habrá completa libertad de ese deseo. No que la gran profundidad de nuestro corazón sin fondo será absorbida, sino que todas sus profundidades serán llenadas con el amor de Dios. El mandamiento “No codiciarás” (Ex. xx. 17) es absoluto. El Señor Jesús no conoció la codicia. Nunca deseó lo que Dios no le concedió. En el terrible desenlace de Getsemaní, Él no deseó recibir un regalo, sino que deseó retener el suyo propio, es decir, que al estar bajo la maldición, no fuera abandonado por su Dios. XIV. Nuestra Culpa[2] “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.” — Rom. v. 12 El pecado y la culpa van juntos, pero no deben confundirse ni considerarse sinónimos, tal como tampoco debe confundirse la santificación con la justicia. Es verdad que la culpa está presente en cada pecado, y en cada pecado hay culpa, pero los dos deben mantenerse como conceptos distintos. Hay una diferencia entre las llamas y la mancha oscura que ellas dejan en la pared; mucho después de que la llama se apaga, la mancha aún permanece. Lo mismo sucede con el pecado y la culpa. La llama roja del pecado ennegrece el alma. Pero mucho después de que el pecado ha sido dejado atrás, la mancha negra en el alma aún permanece. Por tanto, es de primordial importancia que la diferencia entre ambos sea claramente entendida, especialmente debido a que confundir el pecado con la culpa nos llevará a también confundir la justificación con la santificación, lo que afecta al fervor de la vida cristiana. Si hubiera sólo un hombre en la tierra, él podría pecar en contra de sí mismo, pero no podría estar en deuda con otros. Y si, de acuerdo con la teología moderna, no existiese un Dios vivo, sino sólo un concepto de bien, este hombre podría pecar contra la idea del bien, y ser una persona extremadamente perversa, pero no estaría en deuda con Dios. Los hombres están en deuda con Dios porque Él vive, existe, nunca abandona, permanece para siempre y porque momento tras momento, ellos deben tratar con Él. Con los hombres podemos iniciar cuantos negocios queramos, y estaremos en deuda con las instituciones con que lo hagamos, pero nunca lo estaremos respecto de aquellas instituciones con las cuales nunca negociemos. Muchos aplican esto mismo a Dios bajo la noción errada que si ellos no tratan con Dios, no pueden deberle nada ni tener nada que ver con Él. Para ellos, Dios es inexistente— ¿Cómo, entonces, podrían estar en deuda con Él? Pero la verdad es que Él sí existe. No es que se nos deja a nuestra voluntad tener que tratar con Él o no. No. En todos nuestros asuntos, en todo tiempo y bajo toda circunstancia, debemos tratar y, de hecho, tratamos con Él. No hay ninguna transacción de la cual Él esté excluido. En todas las cosas, hagamos lo que hagamos, Él es el más interesado. En todos nuestros asuntos y empresas, Él es el Acreedor Preferente y Socio Principal con quien debemos ajustar la cuenta final. Podemos enterrarnos en el Sahara, o hundirnos en las profundidades del océano, pero nuestra obligación para con Él nunca se extingue. Nunca nos podemos alejar de Él. En todas nuestras acciones, sea que obremos con la cabeza, corazón o manos, abrimos una cuenta con Dios. Podemos engañar a otros compañeros, y no revelar parte de nuestras deudas a ellos, pero no podemos hacer lo mismo con Dios. Él es omnisciente. El conoce los asuntos más secretos. Él lleva cuenta de la más mínima fracción, cobrándonosla. Antes que hayamos comenzado nuestros cálculos, Él ya tiene la cuenta terminada y la pone ante nosotros.

Al considerar esto, nos damos cuenta de lo que significa ser deudores de Dios, ya que, aunque en cada momento, bajo toda circunstancia y en todas nuestras transacciones estamos obligados a pagarle todas las utilidades, nunca lo hacemos, o por lo menos no completamente. Por tanto, en cada acto de nuestra mente, corazón y manos, se crea un nuevo punto de deuda, la que no pagamos por no tener la voluntad de hacerlo, o no poder hacerlo. Si Dios no existiese, o no tuviéramos relación con Él, seríamos pecadores, pero no deudores. Si hace algunos años atrás las inundaciones en Krakatoa hubieran arrasado con todo Java, como se temía, ¿no habría esto cancelado todas nuestras deudas con las instituciones en Java? O supongamos que el Partido Patriótico en China volviese al poder, y el Emperador decretara cerrar el imperio hacia todas las naciones de modo tal que durante toda una vida fuera imposible pagar nuestras obligaciones a instituciones Chinas, ¿no cancelaría esto todas nuestras deudas para con China? Así mismo, si Dios dejase de ser, o se eliminase cada lazo que nos vincula con Él, todas nuestras deudas serían canceladas inmediatamente. Pero esto es imposible. Ese vínculo que nos une a Él no puede ser roto. Nuestra deuda para con Él permanece. No podemos cancelarla, y aunque nosotros creamos que podemos pagarlo, esa creencia no altera este hecho. Dios nos creó para sí mismo, y ese solo hecho crea nuestra deuda para con Él. Si Él nos hubiera creado simplemente, por el mero placer de crearnos, como un niño hace burbujas de jabón para su propia entretención, y después no le hubiera importado lo que fuese de nosotros, no podría haber deuda. Pero Él nos creó para sí mismo, con la carga absoluta de que en todas las cosas, en todo momento y bajo toda circunstancia, pongamos las ganancias de la vida ante el altar de Su nombre y gloria. Él no nos deja vivir 3 de cada 10 días para Él y el resto para nosotros mismos. De hecho, Él no nos suelta ni por un solo día o momento. Él nos exige la ganancia de nuestra existencia para Su gloria, incondicionalmente, siempre y para siempre. Nos diseñó y creó para esto. Por tanto Él nos pide cuentas. Y por consiguiente, siendo nuestro Señor y Soberano, Él no puede renunciar a ni un solo centavo de la ganancia de la vida. Y debido a que nunca le hemos pagado el tributo, somos sus deudores absolutos. El dinero es a los hombres lo que el amor es a Dios. Él nos dice a ti y a mí y a todo hombre “de la manera que tú tienes sed de oro, yo tengo sed de amor. Yo, tu Dios, quiero tu amor, todo el amor de tu corazón. Esto es lo que se me debe, y esto es lo que exijo. Esta deuda no la puedo condonar. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.” El hecho de que no le pagamos este amor, o que lo hagamos pero de una manera no santa, o fraudulenta, nos hace deudores perpetuos. Sabemos que esto se llama la concepción jurídica, y que en estos días tan poco varoniles el hombre desea escapar de la incomodidad de hacer lo correcto, debido a que la concepción ética es elogiada hasta los cielos. Pero todo este sentimiento nace directamente de una mentira. Esta oposición en contra de la concepción jurídica deja a Dios en cero o lo ignora. Aún sin creer en Dios, uno puede soñar con un ideal de santidad, según la concepción ética, y luchar contra el pecado con una sed interior de santidad. Pero si es solamente un ideal lo que lo incita, no puede haber cabida para lo justo, ninguna deuda para con Dios, porque uno no puede tener deudas para con ideales, sino para con personas vivientes. Pero cuando reconozco al Dios viviente y que siempre y en todas las cosas tengo relación con Él, es entonces cuando Él tiene justas demandas en contra de mis violaciones, las cuales deben ser satisfechas. Por tanto, la concepción jurídica viene en primer lugar. La concepción ética es: “Estoy enfermo, ¿cómo puedo sanarme?” La idea jurídica es: “¿Cómo se puede restaurar el derecho de Dios que ha sido violado?” Esto último es, por tanto, de importancia primordial. El cristiano no debe considerarse a él mismo primero, sino a Dios primero. Cuando se apunta desde el púlpito a la santificación sin un celo por la justificación, se contradice el corazón mismo de la confesión Reformada. El mayor mérito del Dr. Köhlbrugge estuvo en esto, que en aras de Dios, él se lamentaba de este rechazo, y con mano poderosa se oponía a la tendencia de mirar en menos el derecho de Dios, diciéndole a tanto a la iglesia como al individuo: “Hermanos, la justificación es lo primero.” Decir, “¡Si sólo fuese santo, mi deuda para con Dios no me preocuparía tanto!” suena muy lindo, pero es tremendamente pecaminoso. Los hijos de Dios desean la santidad de la manera

que los hijos de la vanidad desean riquezas, honor y gloria—siempre es un deseo por nosotros mismos, nuestro propio ego en nosotros mismos de ser algo que no somos. Y al Señor se le deja fuera. Es el pelagiano regulando su relación con Dios según su propia satisfacción. De hecho, aunque engañosamente presentado, esto es transgredir el primer y más grande mandamiento. Ciertamente que el profundo deseo del alma de buscar la santidad es algo bueno y justo, pero sólo una vez que se ha resuelto la pregunta: “¿Cómo puedo ser restaurado a mi correcta posición ante Dios, cuyos derechos yo he violado?” Si esta es nuestra preocupación principal, entonces, y sólo entonces amamos más al Señor nuestro Dios que a nosotros mismos. Sólo entonces la oración por santidad surgirá como consecuencia natural. No por el deseo egoísta de ser espiritualmente enriquecido, sino por el profundo anhelo del alma de nunca más violar ese derecho divino. Esto es muy profundo y de gran alcance, y muchos lo van a considerar como algo durísimo. Sin embargo, no nos lo podemos guardar. El cristianismo pusilánime y enfermizo de hoy en día, que se jacta de sí mismo, no es el de los padres o de los piadosos de todas las edades o de los apóstoles y profetas. El Señor debe ser el Primero y el Altísimo. En lugar de recibir honra, se le resta honra a Su ley cuando, en la búsqueda de la santidad, el derecho de Dios es olvidado. Aun entre los hombres se considera deshonesto cuando un hombre que no ha pagado todas sus deudas abandona el país en búsqueda de mejor fortuna. A tal hombre le diríamos “Pagar tus deudas honestamente es más honroso que tener éxito.” Y esto se aplica también aquí. El hijo de Dios no entra al reino por un deseo de éxito, sino para saldar sus cuentas con Dios. Y esto explica la diferencia entre el pecado y la culpa. Un criminal se arrepiente y devuelve el tesoro robado. ¿Por ese hecho ahora tiene el derecho a ser liberado? Claro que no. Pero si cae en las manos de la ley, deberá ser juzgado, sentenciado y sufrir una condena en prisión como pena por el derecho que ha violado. Apliquemos esto al pecado. Hay una ley y Dios es su Autor. Según esa ley, las transgresiones por omisión y comisión reciben el nombre de pecado. Pero eso no es todo. La ley no es un fetiche ni una fórmula de un ideal moral, sino que es mandamiento de Dios; “Dios dijo todas estas palabras.” Dios avala esa ley, la mantiene y la pone ante nosotros. Por lo tanto, no es suficiente medir nuestra acción según la ley y llamarla pecado, sino que también se debe dar cuenta ante el Dador de la ley y que la acción sea reconocida como culpa. El pecado es la no-conformidad de una acción, persona o condición, con la ley divina. La culpa es la invasión en el derecho divino en acción, persona o condición. El pecado crea la culpa, porque Dios tiene un derecho sobre todos nuestros actos. Si fuera posible actuar en independencia de Dios, tales actos, aun cuando estén desviados del ideal moral, no crearían culpa. Pero debido a que, bajo cualquier condición, todo acto del hombre debe dar cuenta a Dios, todo pecado crea culpa. Sin embargo, no son lo mismo. El pecado siempre reside en nosotros y no toca nuestra relación con Dios. Pero la culpa no reside en nosotros, sino que siempre se refiere a nuestra relación con Dios. El pecado nos muestra lo que somos en contraposición con el ideal moral. Pero la culpa hace referencia al derecho que Dios reclama sobre nosotros y a nuestra negación de ese derecho. Si Dios fuera como el hombre, esta culpa podría ser transada. Pero no lo es. Sus derechos son como el oro puro, perfectamente correctos; no arbitrarios, sino basados invariablemente en un fundamento firme e inmutable. Por tanto, nada puede ser descontado de esa culpa. Según la medida más estricta, el todo permanece para siempre cargado en nuestra contra. Por lo tanto, hay castigo. Porque el castigo no es más que el acto de Dios en oposición a la invasión de Sus derechos. Tales invasiones roban a Dios, y si persistiesen, le quitarían de Su divinidad. Pero esto no puede ser si Él en verdad es Dios. Por tanto, Su majestad opera directamente en contra de esta invasión, y en esto consiste el castigo. El pecado, la culpa y el castigo son inseparables. Sólo porque la culpa sigue al pecado, y el castigo enjuicia a la culpa, es que el pecado puede existir en el universo de Dios.

XV. Nuestra Injusticia “Mi espíritu no contendrá para siempre con el hombre.”—Génesis vi.3 Antes de entrar al tema de la obra del Espíritu Santo en la restauración del pecador, consideremos la cuestión, muy interesante pero poco tratada, de si el hombre estaba en comunión con el Espíritu Santo antes de la caída. Si es verdad que el Adán original regresa en el hombre regenerado, se deduce que el Espíritu Santo debió haber morado en Adán en la misma manera en que mora hoy en los hijos de Dios. Pero esto no es así. La Palabra de Dios enseña las siguientes diferencias entre ambos. 1. El tesoro de Adán podía perderse, en cambio el del los hijos de Dios no se puede perder. 2. Aquel era para obtener la vida eterna, mientras que éstos ya la tienen. 3. Adán estaba bajo el pacto de las obras. Los regenerados están bajo el pacto de la Gracia. Estas diferencias son esenciales, e indican una diferencia en el estado. Adán no pertenecía al grupo de los impíos que han sido justificados, sino que él fue justo, sin pecado. Adán no vivió según una justicia extrínseca que es por la fe, como los que han sido regenerados, sino que resplandeció con una justicia original que fue verdaderamente suya. Vivió bajo la ley que dice “Haz esto y vivirás, de lo contrario, morirás.” Por tanto Adán no tuvo otra fe que aquella que viene por “disposición natural.” Él no ejerció una justicia que es por fe, sino que una justicia original. La nube de testigos de Heb. xi no comienza con el Adán que nunca pecó, sino con Abel, antes de que fuese asesinado. Si cada relación correcta del alma es una de fe, entonces la justicia original necesariamente incluía la fe. Pero esto no es bíblico. San Pablo enseña que la fe es una gracia temporal, que finalmente entra en esa comunión más alta e íntima llamada “vista.” En la Biblia, la fe como un medio de salvación siempre es fe en Cristo no como el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, sino como el Redentor, Salvador y Garante—en resumen, la fe en Cristo y en Él crucificado. Y debido a que “Cristo, y Él crucificado” no pertenece al hombre no caído, no es correcto colocar a Adán junto al pecador justificado en lo concerniente a la fe. Aun en el estado de justicia, Adán no vivió en Cristo, ya que Cristo es sólo el Salvador del pecador y no una esfera o elemento en que un hombre vive como hombre. Ante la ausencia de pecado, la Escritura no conoce a ningún Cristo. Y san Pablo enseña que, cuando todas las consecuencias del pecado hayan cesado, Cristo entregará el reino al Padre, a fin de que Dios pueda ser el todo en todo. Por tanto, Adán y el hombre regenerado no son lo mismo. La diferencia entre sus estados es aun más obvia a la luz de que, fuera de Cristo, el último permanece en muerte, no teniendo vida en sí mismo como san Pablo lo dice, “No yo, sino Cristo que vive en mí, quien me amó y se entregó por mí” (Gal. ii.20); por el contrario, Adán tuvo una justicia natural en sí mismo. Los padres siempre han enfatizado firmemente este punto. Ellos enseñaron que la justicia original de Adán no era accidental, sobrenatural, agregada a su naturaleza, sino que era inherente a su naturaleza. No fue la justicia de otro imputada a él y apropiada a través de la fe, sino que una justicia que era naturalmente suya. Porque Adán no necesitaba un sustituto. Él se presentaba a sí mismo en la naturaleza de su propio ser. Por tanto, su estado era lo opuesto de lo que constituye para el hijo de Dios la gloria de su fe. Los maestros de una doctrina diferente son motivados, consciente o inconscientemente, por motivos filosóficos. La teoría ética dice: “En estricto rigor, nuestra salvación no es en la cruz, sino en la Persona de Cristo. Él fue Dios y hombre, por lo tanto divino-humano, y esta naturaleza divina-humana es comunicable. Esto se nos imparte a nosotros, nuestra naturaleza se vuelve de un tipo superior, y por lo tanto, nos transformamos en hijos de Dios.” Esta es una negación del camino de la fe y un rechazo a la cruz y de toda la doctrina de la Escritura—un gravísimo error. Su conclusión es: “Primero, aun ante la ausencia de pecado, el Hijo de Dios se habría hecho hombre. Segundo, por supuesto que el Adán sin pecado vivía en el Dios-hombre.”

Otros, sin estar completamente de acuerdo, enseñan imprudentemente que el Adán sin pecado vivía según la justicia de Cristo. Ojo con las consecuencias de esta enseñanza. La Escritura no permite la concepción de teorías que eliminan la diferencias entre el Pacto de las Obras y el de la Gracia. Pero el sostener la doctrina aprobada de que la justicia original de Adán era inherente a su naturaleza, y de la imagen divina siendo creada internamente, surge una importante pregunta: ¿Tuvo Adán la misma comunión con el Espíritu Santo que ahora tiene el creyente nacido de nuevo? La respuesta depende de la opinión que tengamos acerca de la naturaleza de la justicia original. La justicia de Adán era intrínseca. Él estuvo delante de Dios como debería estar el hombre. No le faltaba nada y no le debía nada a Dios. Adán le daba al Señor todo lo que momentáneamente le debía. No es importante saber por cuánto tiempo. Un segundo basta para perder el alma para siempre, pero también es el tiempo suficiente para entrar en una correcta posición ante Dios. Por lo tanto Adán poseía un bien perfecto. Porque la justicia implica santidad y ambas eran perfectas. Aun el más mínimo acto de impiedad o injusticia haría que todo lo que Adán pudiera ofrecer en respuesta a Dios fuera deficiente. Y cuando esa falta de santidad se hizo efectiva, la justicia fue inmediatamente dañada, desgarrada y rota. La más mínima falta de santidad produce inmediatamente la perdida de toda justicia. La justicia no tiene se mide por grados. Aquello que no está perfectamente derecho está torcido. Correcto, y perfectamente correcto son la misma cosa. No perfectamente correcto es incorrecto. La pregunta: “¿Cómo fue Adán perfectamente bueno?” recibió su luz más clara a raíz del conflicto entre los luteranos Flacius Illiricus y Victorinus Strigel. Aquel sostenía que el hombre es esencialmente justo. La opinión que uno tenga del pecado depende necesariamente de su forma de ver la bondad y viceversa. Una naturaleza realista tiende a concebir que el pecado y la bondad sean materiales. En su opinión, el pecado es como una suerte de bacteria invisible, perceptible sólo por medio un microscopio potente. La virtud, la bondad y la santidad tendrían igualmente una existencia tangible, independiente, medible y fraccionable. Pero esto no es así. Podemos comparar lo espiritual a lo material, ¿acaso no es esto simbolismo? La Escritura nos pone el ejemplo, comparando el pecado con una llaga, con un fuego, etc., y la bondad como gotas de agua que matan la sed, convirtiéndose una fuente de agua viva para el alma. Dejemos que el simbolismo mantenga su lugar honroso en este respecto. Pero el simbolismo consiste en la comparación de cosas que disímiles, por lo tanto su identidad queda excluida. El pecado no es algo sustancial, por lo tanto la virtud y la bondad no son esencialmente independientes. Sin embargo, Flacius Illiricus sintió que en este punto había una diferencia entre el pecado y la virtud. El pecado no es sustancial, porque es la falta, la ausencia de bondad. Pero la bondad no es la falta o ausencia del mal. La pérdida indica lo que debiera estar, pero que está ausente. El mal nunca debiera estar, por lo tanto, nunca puede faltar. Pero en cuanto a la bondad el asunto es distinto, esto es, si es que la bondad—entendida como un elemento externo e independiente —fue agregada al alma, de modo tal que pudiera decirse, “Aquí está el alma y allá la bondad.” Esto no puede ser. De la misma manera que no puede concebirse un rayo sin luz, así también la bondad no puede concebirse sin una persona de quién esta provenga. Esto fue lo que tentó a Flacius Illiricus a enseñar que el hombre originalmente era esencialmente justo. Por supuesto que estaba equivocado. Lo que él quería atribuirle al hombre sólo puede ser atribuido a Dios. La bondad es bondad. Dios es bondad. Bondad es Dios. En Dios, el ser y la bondad son uno. No hay ni puede haber diferencia entre ambas, porque Dios es perfectamente bueno en todo ámbito. Por lo tanto, incluso la más mínima separación entre Dios y la bondad es completamente inconcebible. Sólo Dios es un Ser simple. No como lo interpreta el profesor Doedes en su crítica a la Confesión, como si en Dios no pudiera haber distinción entre personas, sino que no puede haberla en Su esencia, entre Él y sus atributos. Pero esto no es así en el hombre. Nosotros no somos simples y no lo podemos ser en el mismo sentido. Por el contrario, nuestro ser permanece aunque todos nuestros atributos sean cambiados o modificados. Un hombre puede

ser bueno, y debiera serlo, pero sin la bondad él sigue siendo hombre. Su naturaleza se vuelve corrupta pero su ser se mantiene igual. El ser del hombre es o engañoso, o verdadero, no porque su alma esté inoculada con la materia de la falsedad o de la verdad, sino debido a una modificación de la cualidad de su ser. La bondad inherente no se refiere a nuestro ser sino sólo a la manera de su existencia. De la misma manera que una expresión facial de gozo o tristeza no es el resultado de una aplicación externa, sino de un gozo o tristeza internos, así también el alma es buena o mala según la forma en que ella se encuentre ante Dios. Y esta bondad fue la herencia directa de Dios hacia Adán. Sólo Dios es la Fuente de gracia que sobreabunda. Adán nunca forjó siquiera una partícula de bien de sí mismo en la tierra sobre la cual él podría haber dicho que merecía una recompensa. La vida eterna le fue prometida no como un premio o un elemento inherente, sino en virtud de las condiciones del pacto de las obras. De la misma manera en que nos oponemos firmemente a que se le aplique al Adán sin pecado las condiciones del Pacto de la Gracia, como si él hubiese vivido en Cristo, nos oponemos a la representación de que cualquier virtud, santidad o justicia procedieron de Adán sin que Dios las hubiera forjado en él. El afirmar lo contrario significaría que Adán era una pequeña fuente de un poco de bien, e iría en contra de la confesión que sólo Dios es la Fuente de todo bien. Por tanto, así llegamos a la siguiente conclusión: que toda bondad en Adán fue forjada por el Espíritu Santo, según el mandamiento santo que le asigna a la Tercera Persona de la Trinidad la operación interna en todos los seres racionales. Sin embargo, esto no significa que antes del derramamiento del Espíritu Santo hubiera habitado en Adán como en Su templo, de la forma en que sí lo hace en el hijo de Dios que ha sido regenerado. En este último, él sólo puede habitar, debido a que la naturaleza humana es corrupta y no es apta para ser su vehículo. Pero esto no fue así con Adán. Su naturaleza fue creada y calculada para ser el vehículo de las operaciones del Espíritu Santo. Por tanto Adán y el hombre regenerado son similares en cuanto a que en ambos no existe bondad que no haya sido forjada por el Espíritu Santo. Pero son diferentes en cuanto a que este último sólo puede ofrecer su corazón pecaminoso para ser la habitación del Espíritu Santo, mientras que el ser de Adán ejerció sus operaciones sin su habitación, en forma orgánica y natural. XVI. Nuestra Muerte “Estabais muertos en vuestros delitos y pecados.”—Efesios ii.1 A continuación nos corresponde tratar el tema de la muerte. Por una parte está el pecado, el cual es una desviación de la ley y una resistencia en contra de ella. Luego está la culpa, que consiste en no darle a Dios, retener, aquello que se le debe como el Dador y Sustentador de la ley. Pero también está el castigo, que es el acto del Dador de la ley mediante el cual hace cumplir Su ley en contra del transgresor de la misma. La Sagrada Escritura llama a este castigo “muerte.” A fin de entender qué es la muerte, debemos primero hacernos la pregunta: “¿Qué es la vida?” La respuesta en su forma más general es “Una cosa vive si se mueve desde adentro.” Si viéramos a un hombre en la calle apoyado en contra de una pared, completamente inmóvil, supondríamos que está muerto. Pero si él moviera su cabeza o su mano, sabríamos que está vivo. El movimiento es siempre una señal de vida, aunque sea casi imperceptible y tan débil que requiera de los dedos expertos de un médico para detectarlo. Puede ser que los músculos estén paralizados y los tendones y nervios rígidos, pero mientras haya un pulso, el corazón palpite y los pulmones inhalen aire, la vida no se ha extinguido. Aun en los casos más extremos como ahogo, trance o parálisis, una vez que observamos movimiento, toda duda se elimina. Por tanto, podemos decir con toda seguridad que un cuerpo vive si se mueve desde adentro. No podemos decir lo mismo de un reloj, ya que su mecanismo carece de movimiento inherente propio. Al echarle cuerda, puede almacenarse energía en su mecanismo principal, pero cuando se gasta, el reloj se detiene. Pero la vida no es una fuerza que ha sido agregada mecánica y

temporalmente a un organismo preparado, sino que es una energía inherente en él como un principio orgánico. Por lo tanto, es evidente que el cuerpo humano no tiene en sí mismo un principio vital inherente, sino que lo recibe de su alma. Un brazo permanece inmóvil hasta que el alma lo mueve. Incluso las funciones de la circulación, la respiración y la digestión son animadas por el alma. Así, cuando el alma abandona el cuerpo, todas estas funciones se detienen. Un cuerpo sin alma es un cadáver. De la misma manera en que la vida física depende de la unión del cuerpo con el alma, así también la muerte física es el resultado de la disolución de ese lazo. De la misma manera en que Dios en el principio formó el cuerpo humano del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida para que fuera un ser viviente, así también la disolución de ese vínculo, que es la muerte del cuerpo, es un acto de Dios. La muerte por tanto es la remoción de ese don maravilloso, el vínculo de la vida. Dios quita aquella bendición de la cual se ha perdido el derecho de posesión, y el alma se separa del cuerpo abandonando así la carne. El cuerpo, mientras tanto, es entregado a la corrupción. Pero esto no pone fin al proceso de la muerte. La vida y la muerte son extremos opuestos que abarcan el alma y el cuerpo. “En la muerte habréis de morir” es la sentencia divina, lo que incluye a la persona entera y no sólo su cuerpo. Aquello que posee la vida de criatura también puede morir como criatura. Por lo tanto el alma, siendo una criatura, puede también ser despojada de su vida de criatura. Sabemos que en otro sentido el alma es inmortal, pero a fin de evitar confusiones, rogamos al lector dejar a un lado por un momento este hecho. Volveremos a él enseguida. Si aplicamos nuestra definición de vida al alma como criatura viviente, llegamos a la conclusión de que el alma vive solamente cuando se mueve, cuando acciones proceden de ella y energías obran en ella. Pero su principio vital no es inherente al cuerpo sino que proviene de afuera. Originalmente no existía en sí mismo, sino que Dios le dio un principio vital interno y un poder de movimiento que él sustentó y calificó para obrar de momento en momento. En este punto Adán fue distinto a nosotros. Es verdad que en el alma de la persona regenerada hay un principio vital, pero su fuente de energía viene de afuera de nosotros, de Cristo. Hay morada pero no permeación interna. El habitante y la morada son distintos. Por lo tanto en el hombre regenerado la vida es extrínseca, el soporte no está en sí mismo. Pero esto no fue así en la vida de Adán. Aunque el principio vital que le dio energía al alma provino de Dios, fue sin embargo depositada en Adán mismo. Obtener gasolina de una bencinera es una cosa. Manufacturarla del propio bolsillo, en tu propio establecimiento, es otra totalmente distinta. El hijo de Dios que ha sido regenerado recibe la vida directamente de Cristo, quien está fuera de él a la diestra de Dios, a través de los canales de la fe. Pero Adán tuvo el principio vital dentro de sí mismo directamente desde la Fuente de todo Bien. El Espíritu Santo la había colocado en su alma y la mantuvo en operación activa, no como algo extrínseco, sino inherente y peculiar de su naturaleza. Si la vida de Adán hubiera tenido su origen en la unión que Dios había establecido entre su alma y el principio vital del Espíritu Santo, concluiríamos que la muerte de Adán vino como resultado del acto de Dios de disolver esa unión de modo tal que su alma se convirtió en un cadáver. Pero esto no es así. Cuando el cuerpo muere, no desaparece—el proceso de la muerte no se detiene ahí. Visto como una unidad, el cuerpo se vuelve incapaz de producir acción orgánica alguna, pero sus partes constituyentes se vuelven capaces de producir efectos terribles y corruptibles. Si se deja sin enterrar en una casa, los gases venenosos de la disolución producen fiebres malignas y causan la muerte a los habitantes de la comunidad. Después de esta disolución de carne y sangre, que no puede heredar el reino de Dios, el cuerpo como tal continúa existiendo con la posibilidad de ser vivificado y rediseñado en un cuerpo más glorioso, y en un ser reunido con el alma. Todo esto puede casi literalmente aplicarse al alma. Cuando un alma muere, es decir, cuando es cortada de su principio vital que es el Espíritu Santo, se vuelve completamente inmóvil e incapaz de realizar cualquier buena obra. Algunas cosas permanecen, como por ejemplo la compasión ante la muerte. Sin embargo, aquella compasión es inútil y sin provecho. De la

misma manera que un cuerpo muerto no puede realizar ninguna obra y está inclinada a toda disolución, así también un alma muerta es incapaz de producir bondad alguna e inclinada a toda maldad. Pero esto no significa que el alma muerta carezca de toda actividad; al contrario, en esto es similar a un cuerpo muerto. De misma manera que este contiene sangre, carbón y calcio, también aquella posee sentimientos, inteligencia e imaginación. Estos elementos en el alma muerta se vuelven igualmente activos con efectos aun más terribles, a veces demasiado horribles como para mirarlos. Pero de la forma que un cuerpo muerto con todas sus actividades no puede nunca producir algo para restaurar su organismo, asimismo el alma muerta no pude lograr nada para restaurar mediante sus obras su posición ante Dios. Todas sus obras son pecaminosas, de la misma manera en que el cuerpo muerto sólo emite olores fétidos. Así es, podemos continuar con este paralelo. Se puede embalsamar un cadáver, llenarlo de hierbas y cubrirlo como momia. En este caso su corrupción es invisible, toda su fealdad ha sido cuidadosamente oculta. Así también muchas personas embalsaman el alma muerta, la llenan con hierbas fragrantes y la envuelven como una momia en una mortaja de justicia propia, de manera tal que la corrupción interna apenas se ve. Pero de la misma manera en que los egipcios no podían devolver la vida a sus muertos a través del embalsamamiento, así tampoco pueden estas momias-de-alma, a través de todas sus artes egipcias, echar chispa alguna de vida a sus almas muertas. Un alma muerta no está aniquilada, sino que continúa existiendo y, por la gracia divina, puede ser resucitada a vida nueva. Continúa existiendo incluso más poderosamente que el cuerpo. Este es divisible, pero el alma no lo es. Debido a que es una unidad, no puede ser dividida. Por lo tanto, a la muerte del alma no sigue la disolución del alma. Es la obra venenosa de los elementos del alma después de la muerte la que produce una presión terrible en el alma indivisible, haciendo nacer en ella un deseo vehemente por la disolución. Hay fricción y confusión de elementos que claman por armonía y paz; hay una excitación violenta que despierta fuegos profanos, pero no hay disolución. Por lo tanto el alma es inmortal, es decir, no puede ser dividida o aniquilada. Se vuelve un cadáver, no susceptible de disolución, en el cual los gases venenosos continuarán para siempre su obra pestilente en el infierno. Pero el alma también es susceptible a un nuevo avivamiento y animación; estando muerta en sus delitos y pecados, cortada del principio vital, su organismo inmóvil, incapaz y sin ganancia alguna, corrupta y deshecha, con todo, sigue siendo un alma humana. Y Dios, el cual es misericordioso y lleno de gracia, puede restablecer aquel vínculo roto. La comunión interrumpida con el Espíritu Santo puede ser restaurada, como la comunión rota del cuerpo y alma. Este avivamiento del alma muerta es la regeneración. Cerramos esta sección con una observación más. El rompimiento del vínculo que causa la muerte no siempre es repentino. La muerte por parálisis es casi instantánea, pero la muerte por tuberculosis es lenta. Cuando Adán pecó, la muerte vino enseguida. Pero en cuanto a su cuerpo, su separación completa con el alma requirió más de novecientos años. Pero el alma murió en seguida, repentinamente. El vínculo con el Espíritu Santo fue cortado, y sólo quedan unas pocas fibras activas en los sentimientos de vergüenza. Cuando decimos que la muerte del alma puede ser menos pronunciada en uno u otro caso, no estamos insinuando que en el uno esté muerta y en el otro sólo esté muriendo. No, en ambos está muerta. El alma en cada caso es un cadáver, sólo que en uno está embalsamado como una momia, y en el otro está en proceso de disolución. También puede ser que las obras conflictivas, venenosas y destructivas del alma sólo hayan comenzado en un caso, mientras que en el otro ya han sido estimuladas y desarrolladas por medio de la educación u otros agentes. Estas diferencias entre distintas personas dependen de la gracia divina. La disolución de un cuerpo en el Polo Norte es lenta, mientras que en un cuerpo al sur del Ecuador es bastante rápida. Asimismo, las almas muertas son colocadas en distintas atmósferas, y de ahí surgen sus diferencias. Notas

1. ↑ “Removido de este estado [de justicia] a causa del pecado, el hombre permanece intacto”

2. ↑ En holandés, la palabra “schuld”, que literalmente significa “deuda” abarca las ideas de culpa y deuda en general.—Trad.

La Gracia Preparatoria XVII. ¿Qué Es?

“Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Aquel que no ama a su hermano, permanece en la muerte.” —1 Juan iii.14 No es necesario decir que el alcance de estas discusiones no incluye el trabajo redentor como un todo, el cual en su sentido más selecto no es solamente del Espíritu Santo, sino del Dios Trino, cuya real majestad brilla y centellea en Él con excelente gloria. No sólo incluye el trabajo del Espíritu Santo sino, aun más, el del Padre y el del Hijo. En ellos tres vemos la triple actividad de la bondadosa misericordia del Dios Trino. Estas discusiones se enfocan sólo en esa parte del trabajo que revela la operación del Espíritu Santo. La primera pregunta es aquella de la llamada “gracia preparatoria.” Esta es una pregunta de incomparable importancia ya que el Metodismo[1] la omite y la moderna ortodoxia abusa de ella, de modo de hacer que la elección determinante en la obra de la gracia dependa, otra vez, de la libre voluntad del hombre. En relación al punto principal, debe concederse que hay una “gracia prœparans,” así como solían llamarlo nuestros antiguos teólogos, es decir, gracia preparatoria; no una preparación de la gracia sino una gracia que prepara, la cual es en su trabajo preparatorio, gracia verdadera indudable e inadulterable. La Iglesia ha mantenido siempre este credo, por sus intérpretes más sensatos y sus más nobles confesores. No podría renunciar a él, mientras Dios sea efectivamente eterno, incambiable y omnipresente; pero debido a ello debe fuertemente protestar contra la falsa representación de un Dios que deja que un hombre nazca y viva por años de manera desapercibida e independiente de Él mismo, para súbitamente convertirlo en el momento de Su regocijo y sólo ahí, en un objeto bajo Su cuidado y custodia. Aún cuando no puede negarse que el pecador compartió esta desilusión ya que él no se interesó en Dios, entonces, ¿por qué Díos debía ocuparse de él?—pues bien la Iglesia no puede alentar en él una idea tan impía. Porque ello empequeñece las divinas virtudes, glorias y atributos. Herejes de diverso nombre y origen han hecho de la salvación del alma su mayor estudio, pero casi siempre han descuidado el Conocimiento de Dios. Aun así, cada credo comienza con “[Yo] Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y la tierra” y el valor de todo lo que sigue concerniente a Jesús y nuestra redención, dependen sólo de la correcta interpretación de ese primer artículo. De ahí que la Iglesia ha insistido siempre sobre el puro y correcto conocimiento de Dios en cada una de las confesiones y en cada parte de la obra redentora, y ha considerado como su deber y privilegio principal el resguardo de la pureza de este conocimiento. Aun la salvación de un alma no debiera desearse a expensas del más leve daño a la pureza de dicha confesión. En relación al trabajo de la gracia preparatoria, fue necesario examinar ante todas las cosas, si el conocimiento de Dios había sido retenido en su pureza, o si, con tal de salvar a un pecador, fue distorsionado. En prueba de esto, no se puede negar que el cuidado de Dios por Sus elegidos no comienza en un momento arbitrario, sino que están entrelazados con su total existencia, incluyendo sus concepciones e incluso antes de sus concepciones, por los misterios de ese amor redentor que declara “Os he amado con un imperecedero amor.” De ahí que sea impensable que Dios haya dejado a un pecador por si solo por años, para luego capturarlo en algún momento cualquiera de su vida. ¡No! Si Dios ha de permanecer Dios y Su poder Omnipresente es ilimitado, la salvación de un pecador debe ser un trabajo eterno, abarcando su existencia total—una obra cuyas raíces están ocultas en los fundamentos invisibles de las misericordias maravillosas que se extienden mucho más allá de su concepción. No puede negarse que un hombre, convertido a los veinte y cinco años, no haya sido durante su vida sin Dios, un sujeto del trabajo, cuidado y protección divina; que en su concepción y antes de su nacimiento, la mano de Dios lo sostuvo de ahí en adelante; así que, aun en el divino consejo, la obra de Dios debe ser rastreada mucho antes de su conversión. La confesión de elección y preordenación es esencialmente el reconocimiento de una gracia activa, mucho antes de la hora de la conversión. La idea que Dios, desde la eternidad, ha

registrado un mero nombre o figura arbitraria, para activarla sólo después de varios siglos, es realmente inverosímil. ¡No! Los elegidos de Dios nunca estuvieron ante Su eterna visión como meros nombres o figuras; sino toda alma elegida está también preordenada para pararse delante de Él en su desarrollo completo, como objeto en Cristo, para el eterno regocijo de Dios. El sacrificio de Jesús en el Calvario, que satisface a los elegidos, justificándolos por Su Resurrección, no se logró independientemente de los elegidos, sino que los incluyó a todos. La resurrección es el trabajo de la divina Omnipotencia, en la cual Dios trae de entre los muertos, no sólo a Cristo sin Él mismo, sino con Él mismo. De ahí que cada santo con una clara visión espiritual confiesa que su Padre celestial realiza en él un trabajo eterno, no iniciado solamente en su conversión, sino que forjado en el eterno ‘consejo’ a través de las antiguas y nuevas alianzas; en su persona todos los días de su vida y que trabajará en él por toda la eternidad. Aun en este amplio sentido la Iglesia no debe descuidar de confesar la gracia preparatoria. Sin embargo, el tema se estrecha cuando, excluyendo lo que procede a nuestro nacimiento, consideramos sólo nuestra vida pecaminosa antes de la conversión, o los años comprendidos entre la edad del discernimiento y la hora en que las escalas de medición caen de nuestros ojos. Durante esos años nos apartamos de Dios, en vez de acercarnos más a Él. El pecado irrumpió más violentamente en unos que en otros, pero hubo iniquidad en todos nosotros. Cada vez que nuestras almas eran medidas por la plomada divina, resultaban sus medidas fuera del perpendicular. Durante este período pecaminoso, muchos sostienen que la gracia preparatoria esta fuera de toda consideración. Ellos dicen, “Donde hay pecado no puede haber gracia,” de ahí que durante esos años el Señor deja al pecador consigo mismo, sólo para volver a él cuando el amargo fruto del pecado está lo suficientemente maduro como para moverlo a la fe y al arrepentimiento. Ellos no niegan la bondadosa elección de Dios y su preordenación, ni Su cuidado por los elegidos en su nacimiento, pero ellos sí niegan Su gracia preparatoria durante los años de alienación y creen que Su gracia comienza a operar sólo cuando irrumpe en sus conversiones. Por supuesto que hay algo de verdad en esto; existe tal cosa como el abandono del pecador a la iniquidad, cuando Dios permite que un hombre camine sus propios caminos, entregándose a viles pasiones y a cosas que son indecorosas. Pero en vez de interrumpir la labor de Dios sobre tal alma, las propias palabras de la Escrituras, “los entregó” (Ro. i. 24,28), muestran que el dejarse llevar por la corriente del pecado, no es sin que Dios lo note. Los hombres han confesado que si el pecado interno no se hubiera revelado a sí mismo, irrumpiendo con su furia, ellos nunca hubieran descubierto la corrupción interna, ni habrían pedido a gritos a Dios por clemencia. La realización de su culpa y el recuerdo de su temible pasado han sido para muchos santos una poderosa incitación para trabajar con mano fuerte y corazón compasivo en el rescate de aquellos perdidos sin esperanza de las mismas aguas mortíferas de las cuales ellos fueron salvados. El recuerdo de la profunda corrupción de la cual ahora se han librado ha sido para muchos la más potente defensa contra una fantasiosa rectitud personal, comportamiento orgulloso y engreimiento de ser más santo que otros. Muchas profundidades de reconciliación y gracia han sido descubiertas y proclamadas sólo por corazones tan profundamente heridos, que la mera confesión superficial de la sangre expiatoria no puede ser suficiente para cubrir su culpa. Cuán profundo calló David, ¿y quién grito más jubilosamente que él, desde las profundidades de la misericordia? ¿Quién inculcó la más pura confesión de la Iglesia que Agustín, incomparable entre los padres de la Iglesia, quien desde los abismos de su propia culpa y quebranto interior, aprendió a contemplar el firmamento de las misericordias eternas de Dios? Aun desde esta extrema visión sobre el pecaminoso camino del hombre, no se puede afirmar que de esa forma se suspendió la gracia de Dios. Luz y sombra están aquí necesariamente mezclados. Y esto no es todo. Aun cuando por el pecado hemos perdido todo, y el pecaminoso ego, como quiera que sea de virtuoso externamente, ha teñido cada acción de la vida con pecado, mas esto no es toda la vida. En medio de todo, la vida se moldea y desarrolla: el pecador de veinticinco difiere del niño de tres, quien por su mal genio simplemente mostró su naturaleza pecaminosa. Durante todos esos años el niño se ha vuelto hombre. Aquello que dormitaba en él, se ha manifestado gradualmente. Las influencias han llegado a él. El conocimiento ha sido dominado e incrementado. Los talentos se han despertado y desarrollado. La memoria y el recuerdo han acumulado un cúmulo de experiencia. No importa cuán pecaminosa sea la forma,

el carácter se ha asentado y algunos de sus rasgos han adoptado líneas definidas. El niño se ha vuelto hombre—una persona, viviente, existente y pensante en forma diferente a otras personas. Y en todo esto, así lo confiesa la Iglesia, estuvo la mano del Omnipresente y Todopoderoso Dios. Ha sido Él quien durante todos estos años de resistencia, ha guiado y dirigido a Sus criaturas de acuerdo a Sus propios propósitos. Tarde o temprano el Sol de la Gracia amanecerá sobre él y dado que mucho dependerá de las condiciones en las cuales la gracia lo encuentre, es Dios mismo quién prepara dichas condiciones. Él lo prepara, restringiendo bondadosamente su carácter de adoptar rasgos que puedan impedirle posteriormente seguir su curso en el reino de Dios, y por otra parte, por desarrollar bondadosamente en él, un carácter y características tales, que aparecerán después de su conversión, adaptados a la tarea que Dios deseó para él. Y así se hace evidente que aún durante tiempos de enajenación, Dios otorga gracia a Sus elegidos. Posteriormente él percibirá cuán evidentemente han trabajado para bien todas las cosas conjuntamente, no porque él lo haya determinado así, sino que a pesar de sus intenciones pecaminosas, y sólo porque la gracia protectora de Dios estuvo trabajando en y a través de todo ello. Su curso pudo haber sido completamente diferente. El que sea tal como es, y no mucho peor, lo debe no a sí mismo, sino a un favor superior. De ahí que en la revisión de su oscura vida anterior, el santo piensa en primera instancia que tan sólo tuvo una noche de satánica oscuridad; posteriormente, estando mejor instruido, él percibe a través de esa negrura una tenue luz de amor divino. De hecho, en su vida hay tres períodos distintivos de gratitud: En primer lugar, inmediatamente después de su conversión, cuando él no puede pensar en ninguna otra razón más que en la de la gracia recién encontrada. En segundo lugar, cuando él aprende a dar gracias también por la gracia de su eterna elección, que se extiende hacia mucho más atrás que la primera gracia. Finalmente, cuando la oscuridad entre la elección y la conversión se haya disipado, él agradece a Dios por la gracia preparatoria que en medio de esa oscuridad velo por su alma. XVIII. Qué no Es “Somos sus obreros.”—Efesios ii.10. En el artículo precedente quedamos contentos de saber que sí hay una gracia preparatoria. En oposición al moderno deísmo de los metodistas,[2] las iglesias reformadas deberían confesar esta excelente verdad en toda su extensión y amplitud. Pero no se debiera abusar de él para restablecer la libre voluntad del pecador, como lo hicieron los pelagianos y los arminianos después de ellos y como lo hacen ahora los éticos, aún cuando de forma diferente. Los metodistas yerran al decir que Dios no se preocupa del pecador hasta Él lo detiene de pronto en sus actos pecaminosos. Tampoco debemos tolerar el error opuesto, la negación de la regeneración, el nuevo punto de partida en la vida del pecador, el cual haría que toda la obra de conversión tan sólo fuera el despertar de energías dormidas y contenidas. No hay transición gradual; la conversión no sólo es mera curación de la enfermedad, o el surgimiento de lo que había sido contenido ni el menor de ellos, el despertar de energías latentes. En relación a su primer nacimiento, el hijo de Dios estaba muerto, y puede ser vuelto a la vida solamente por un segundo nacimiento tan real como el primero. Generalmente, la persona favorecida de esta forma no está conciente de ello. De hecho, el hombre es inconciente de su primer nacimiento. La conciencia sólo llega con los años. Lo mismo aplica para la regeneración, de la cual él es inconciente hasta el momento de su conversión y eso puede ser en diez o veinte años. Los fundamentos sobre los cuales la Iglesia confiesa que la gran mayoría de los hombres nace nuevamente antes del sagrado bautismo son muchos ciertamente; de ahí que en el bautismo se hace alocución a los hijos de los creyentes como ‘regenerados.’ ¿Qué enseñan respecto a esto los semi-pelagianos de todos los tiempos y matices, y los éticos del tiempo presente? Ellos reducen el primer acto de Dios en los pecadores a una suerte de gracia preparatoria, impartida no sólo a los elegidos, sino que a toda persona bautizada. Ellos lo representan como sigue:

Primero, todos los hombres son concebidos y nacen en pecado; y si Dios no diera el primer paso, todos perecerían. Segundo, Él imparte a los hijos nacidos en la Iglesia Cristiana una suerte de gracia asistencial, aliviando su incapacidad. Tercero, por consiguiente cada persona bautizada tiene el poder de elegir o rechazar la gracia ofrecida. Cuarto, por lo tanto, de los muchos que reciben la gracia preparatoria, algunos eligen la vida y otros perecen. Esta no es la confesión de Agustín sino de Pelagio; no de Calvino sino de Castellio; no de Gomarus sino de Arminio; no de las Iglesias Reformadas sino de las sectas que estas han condenado como heréticas. Esta mentira impía, que impregna toda esta representación, debe ser erradicada; y los hermanos metodistas merecen nuestro fuerte apoyo cuando con santo entusiasmo se oponen a ese falso sistema. Si esta representación fuera cierta, entonces el consejo de Dios habría perdido toda su certeza y firmeza: entonces la obra redentora del Mediador es incierta en su aplicación; entonces nuestro tránsito desde la muerte a la vida dependería al final sólo de nuestra propia voluntad; y al niño de Dios se le robaría todo consuelo en la vida y la muerte, ya que su nueva vida podría perderse. De nada les sirve a los teólogos éticos cuando, bajo distintas bellas formas, confiesan su creencia en una elección eterna y en que la gracia no puede perderse y en la perseverancia de los santos, mientras no se purgan a sí mismos de su principal error, a saber, que en el bautismo Dios libera al pecador de su inhabilidad de poder elegir su vida por sí mismo—ello no se basa en las iglesias reformadas, sino que está en directa contraposición a ellas. No serán considerados como hijos de la casa reformada de la fe, hasta que, sin ningún subterfugio, confiesen definitivamente que la gracia preparatoria no opera de ninguna forma, excepto sobre aquellas personas que ciertamente llegan a la vida y que nunca más se perderán. Suponer que esta gracia puede operar en un hombre sin salvarlo para lo eterno, es desligarse de la doctrina de la Escritura y darle la espalda a un rasgo vital de las iglesias reformadas. No negamos que muchas personas en quienes se han forjado muchos poderes excelentes se pierdan. El apóstol enseña esto muy claramente en Hebreos vi: “Ellos pueden haber probado del regalo celestial,” pero entre la obra de Dios en ellos y en el de Sus elegidos, hay un gran abismo. Las obras en aquellos no-electos no tienen nada en común con la gracia salvadora. Por consiguiente, la gracia preparatoria, así como la gracia salvadora, está enteramente fuera de cuestión. Por supuesto que hay una gracia preparatoria, pero sólo para los elegidos que ciertamente llegarán a la vida y que, una vez que han sido avivados, permanecerán así. La fatal doctrina de las tres condiciones, a saber, (1) de aquellos espiritualmente muertos, (2) de los espiritualmente vivos y (3) de aquellos hombres que deambulan entre la vida y la muerte—debe ser abandonada. La propagación de esta doctrina en nuestras iglesias por seguro destruirá su carácter espiritual, tal como lo ha hecho en las antiguas iglesias Huguenot en Francia. Vida y muerte son opuestos absolutos; un tercer estado entre ellos es impensable. El que está apenas vivo pertenece a los vivos y aquel que recién ha muerto pertenece a los muertos. Uno aparentemente muerto está vivo y aquel aparentemente vivo está muerto. La línea divisoria es del ancho de un cabello y el estado intermedio no existe. Esto se aplica a la condición espiritual. Uno vive, aun cuando tan sólo haya recibido el germen vital y todavía vague inconverso por los caminos del pecado. Y él está muerto, aún habiendo probado el regalo celestial, mientras la vida no se haya reencendido en su alma. Toda otra representación es falsa. Otros postulan que la gracia preparatoria prepara, no para la recepción de la vida, sino para la conversión. Esto es igualmente pernicioso, puesto que entonces la salvación del alma no depende de la regeneración, sino de la conversión; y esto hace que la salvación de nuestros infantes muertos sea imposible. ¡No! Parados al pie de las sepulturas de nuestros niños bautizados, confiados en su salvación, dada por el único Nombre bajo el cielo, rechazamos la enseñanza que hace depender la salvación de la conversión; pero confesamos que sí es

consecuencia del divino acto de creación de una nueva vida, que tarde o temprano se manifiesta en la conversión. La gracia preparatoria siempre precede a una nueva vida; por consiguiente, cesa aun antes del sagrado bautismo, en infantes avivados antes de ser bautizados. Por consiguiente, en un sentido más limitado, la gracia preparatoria sólo opera en personas avivadas más adelante en sus vidas, poco antes de su conversión, pues el pecador una vez avivado ya ha recibido la gracia, es decir, el germen de toda gracia; aquello que existe no puede ser preparado. Un tercer error sobre este punto es la representación que ciertos modos y disposiciones de ánimo deben ser preparados en el pecador antes que Dios pueda avivarlo; como si la gracia de avivamiento fuera condicionada por sobre la gracia preparatoria. La salvación de nuestros infantes fallecidos se opone también a esto. No había humores ni disposiciones en ellos; mas ningún teólogo dirá que ellos estaban perdidos. ¡No! El pecador no necesita nada para predisponerse a la implantación de la nueva vida; y aun cuando fuese el más duro de los pecadores desprovisto de cualquier predisposición, Dios es capaz de avivarlo según Su propio tiempo. La omnipotencia de la divina gracia es ilimitada. La implantación de una nueva vida no es un acto moral sino un acto metafísico de Dios—es decir, Él no lo pone en efecto por amonestación al pecador sino independientemente de su voluntad y conciencia; así a pesar de su voluntad, Él planta algo en el, con lo cual su naturaleza adquiere otra calidad. La representación, todavía mantenida por algunos de nuestros mejores teólogos, respecto a que la gracia preparatoria es como secar madera húmeda de modo que la chispa pueda encenderla más prontamente, es una que no podemos adoptar. La madera húmeda no tomará la chispa. Debe secarse antes de que pueda ser encendida. Esto no se aplica para la obra de la gracia. La disposición de nuestras almas es inmaterial. Sea lo que sea, la omnipotente gracia puede encenderla; y aún cuando no subvaluamos las disposiciones, no les concedemos la potencialidad de astillas para encender. Por esta razón los teólogos del período floreciente de nuestras iglesias insistieron que la gracia preparatoria no debía ser tratada aisladamente, sino en el siguiente orden: La gracia de Dios primero precede, luego prepara y finalmente realiza (prœveniens, prœparans, operans)—es decir, la gracia es siempre primera, nunca espera algo en nosotros, sino que empieza su trabajo antes que haya algo en nosotros. Segundo, el tiempo antes de nuestro avivamiento no es desperdiciado pues durante él la gracia nos prepara para nuestro trabajo de vida en el reino. Tercero, el en momento preciso la gracia sola nos aviva sin ayuda; por consiguiente la gracia es el operador, el verdadero obrero. De ahí que la gracia preparatoria no debe entenderse nunca como medio para preparar la entrega de vida. Nada prepara para tal avivamiento. La vida es encendida, sin preparación previa, no de algo en nosotros, sino que enteramente por el trabajo de Dios. Todo la gracia preparatoria concluye es esto, ya que por él, Dios dispone nuestra vida, organiza su curso y dirige nuestro desarrollo; los cuales, avivados por Su exclusivo acto, nos dará la disposición necesaria para realizar la tarea que nos ha asignado en el reino. Nuestra persona es como el terreno sobre el cual el sembrador debe esparcir la semilla: Suponga que hay dos terrenos donde la semilla debe sembrarse; una de ellas debe ararse, fertilizarse, escalonarse y limpiar de piedras, mientras que la otra permanece en barbecho y desatendida. ¿Cuál es el resultado? ¿Producirá el primer trigo por sí solo? De ninguna manera: los surcos nunca habían sido tan profundos y el terreno tan rico y suave; mas si no recibe semilla, nunca dará nada. En el otro, no cultivado, donde sí se esparció semilla, esta seguramente germinará. El origen del trigo cosechado no tiene conexión con la labranza del terreno ya que la semilla fue transportada allí desde otro lugar. Pero para el crecimiento del trigo, las labores de labranza son de suma importancia. Y de tal forma lo es en el reino espiritual. Sea grande o pequeña la gracia preparatoria, no contribuye en nada al origen de la vida, la cual surge de la “semilla incorruptible” sembrada en el corazón. Pero para su desarrollo es de más alta importancia. Es por esto que las iglesias reformadas insisten tan fuertemente en el correcto entrenamiento de nuestros niños. Porque aunque confesemos que todo nuestro entrenamiento no puede crear

la más mínima chispa de fuego divino, sabemos que cuando Dios pone esa chispa en sus corazones, encendiendo la nueva vida, mucho dependerá de la condición en la cual los encuentre. Notas

1. ↑ Vea al explicación del autor sobre Metodismo, sección 5 del Prefacio. 2. ↑ Ver sección 5 en Prefacio.

Regeneración XIX. La Antigua y Nueva Terminología “Lo que es nacido de la carne, carne es.”—Juan iii. 6

Antes que examinemos la obra del Espíritu Santo en esta importante materia, debemos definir primero el uso de las palabras. La palabra “regeneración” se usa en un sentido limitado y en un sentido más extenso. Se usa en un sentido limitado cuando denota el acto exclusivo de Dios de avivamiento, el cual es el primer acto divino por el cual Dios nos transfiere de la muerte a la vida, desde el reino de la oscuridad al reino de Su amado Hijo. En este sentido la regeneración es el punto de partida. Dios viene al nacido en iniquidad y muerto en transgresiones y pecados, plantando el principio de una nueva vida espiritual en su alma. Por consiguiente, él nace de nuevo. Pero esta no es la interpretación de la Confesión de Fe, que en su artículo 24 dice: “Nosotros creemos que esta verdadera fe, forjada en el hombre por el oír la Palabra de Dios y por la operación del Espíritu Santo, lo regenera y hace de él un hombre nuevo, llevándolo a vivir una nueva vida y liberándolo de las cadenas del pecado.” Aquí la palabra “regeneración,” usada en su sentido más amplio, denota el completo cambio efectuado por la gracia en nuestras personas, terminando con nuestra muerte al pecado y nuestro nacimiento para el cielo. Mientras que formalmente este era el sentido usual de la palabra, ahora estamos acostumbrados al sentido más limitado, por lo cual será el que adoptemos en esta discusión. Respetando las diferencias entre ambos—anteriormente la obra de la gracia era representada tal como el alma conscientemente la observaba; mientras que ahora la obra misma se describe aparte de la conciencia. Por supuesto, un niño no sabe nada de la génesis de su propia existencia, ni del primer período de su vida, desde su propia observación. Si tuviera que contar la historia de sus propios recuerdos, comenzaría desde el tiempo en que se sentó en la silla alta y proseguiría hasta cuando como hombre adulto salió al mundo. Pero, habiendo sido informado por otros de sus antecedentes, vuelve a sus recuerdos y habla de sus padres, familia, tiempo y lugar de nacimiento, cómo creció, etc. Por consiguiente, hay una notoria diferencia entre los dos relatos. Observamos la misma diferencia en el tema ante de nosotros. Antiguamente era costumbre describir nuestras experiencias, según la manera escolástica romana, a partir de nuestros propios recuerdos. Siendo personalmente ignorantes de la implantación de una nueva vida y recordando sólo las grandes alteraciones espirituales, las cuales nos llevaron a la fe y al arrepentimiento, fue natural fechar el comienzo de la obra de la gracia, no desde su regeneración, sino desde la convicción del pecado y la fe, procediendo luego a la santificación y así sucesivamente. Pero esta representación subjetiva, más o menos incompleta, no nos puede satisfacer ahora. Era de esperar que los partidarios de la “voluntad propia” abusaran de él, infiriendo que el origen y primeras actividades del trabajo de salvación provienen del hombre mismo. Un pecador al escuchar la Palabra, se impresiona profundamente; se persuade por sus amenazas y promesas; se arrepiente, se levanta y acepta al Salvador. Por consiguiente, no hay más que una mera persuasión moral que oscurece el glorioso origen de la vida nueva. Para resistir esta repulsiva deformación de la verdad, Maccovius, ya en los días del sínodo de Dort, abandonó este más o menos crítico método, para hacer de la regeneración el punto de partida. Él siguió este orden: “Conocimiento del pecado, redención en Cristo, regeneración y sólo entonces la fe.” Esto fue consistente con el desarrollo de la doctrina de la Reforma, puesto que tan pronto como se abandonó el método subjetivo, fue necesario retornar a la primera implantación de vida en repuesta a la pregunta: “¿Qué ha aportado Dios al alma?” Y entonces quedó en claro que Dios no empezó por guiar al pecador al arrepentimiento, puesto que el arrepentimiento debe ir precedido por la convicción del pecado; ni por llevarlo a escuchar la Palabra, porque eso requiere de un oído dispuesto. Por consiguiente, el primer acto conciente y comparativamente cooperativo, está siempre precedido por el acto original de Dios, que planta en él el primer principio de la vida nueva, acto en el cual el hombre se encuentra completamente pasivo e inconciente. Esto llevó a distinguir entre la primera y segunda gracia. La primera denota la obra de Dios en el pecador, creando en él vida nueva sin su conocimiento; mientras que el segundo, denota la obra realizada al regenerarlo con su completo conocimiento y consentimiento. La primera gracia fue naturalmente llamada regeneración. Sin embargo, no hubo unanimidad completa al respecto. Algunos teólogos escoceses lo pusieron de esta manera: Dios comenzó la obra de la gracia con la implantación de la facultad de fe (fides potentialis), siguiendo con la

nueva gracia del ejercicio de la fe (fides actualis) y con el poder de la fe (fides habitualis). Sin embargo, esto es sólo una diferencia aparente. Sea que se llame a la primera actividad de la gracia, la implantación de la “facultad de la fe” o “nuevo principio de vida,” en ambas instancias significa que la obra de la gracia no empieza con la fe ni con el arrepentimiento ni la constricción, sino que estos son precedidos por el acto de Dios que da poder a los desvalidos, audición a los sordos y vida a los muertos. Para hacernos una correcta idea sobre la obra de la gracia en sus diferentes fases, tomemos nota de las siguientes etapas o hitos sucesivos:

1. La implantación del principio de una vida nueva, comúnmente llamada regeneración en

2.

3.

4.

5.

el sentido limitado o implantación de la facultad de la fe. Este acto divino se forja en el hombre a distintas edades; ¿cuándo? Nadie puede saberlo. Sabemos por la referencia de Juan el Bautista que incluso se puede forjar en el vientre materno. La salvación de los infantes muertos nos obliga, junto a Voetuis y a todos los teólogos profundos, a creer que este acto original puede darse a muy temprana edad. La mantención del principio de vida implantada, mientras que el pecador todavía continúa en pecado en lo que a su conciencia se refiere. Aquellas personas que recibieron el principio de vida a temprana edad no están más muertos, sino vivos. Morir antes de la conversión no los pierde, los salva. A temprana edad ellos manifiestan inclinaciones santas, a veces realmente maravillosas. Sin embargo, no tienen fe conciente, ningún conocimiento de los tesoros que poseen. La nueva vida está presente, pero dormida, guardada no por el portador, sino por el Dador—al igual que la semilla en el terreno durante el invierno y como la llama incandescente bajo las cenizas que aún no enciende la madera; como un torrente subterráneo que finalmente aflora a la superficie. El llamado hecho por La Palabra y el Espíritu, interna y externamente. Aun esto es un acto divino comúnmente realizado a través del servicio de la Iglesia. Se dirige no a los sordos sino a los oyentes; no a los muertos, sino a los vivos, aunque aún estén dormidos. Procede de la Palabra y del Espíritu, porque no sólo la facultad de la fe, sino que la fe misma—es decir, el poder y ejercicio de la facultad—son regalos de la gracia. La facultad de la fe no puede ejercitar la fe por sí misma. Ella de nada nos sirve al igual que la facultad de respirar cuando el aire y el poder respirar son retenidos. Por consiguiente, la prédica de la Palabra y la obra interna del Espíritu son operaciones divinas extraordinarias y correspondientes. Con la predicación de la Palabra, el Espíritu energiza la facultad de la fe y así el llamado se hace efectivo y el durmiente se levanta. El llamado de Dios produce la convicción de pecado y la justificación, dos actos del mismo ejercicio de fe. Con esto, la obra de Dios puede representarse nuevamente ya sea subjetivamente u objetivamente. Subjetivamente, le parece a los santos que la convicción de pecado y el corazón contrito vienen primero y que luego él obtiene el sentido de ser justificado por fe. Objetivamente, esto no es así. La realización de su perdida condición ya fue un acto de fe audaz. Por cada acto subsiguiente de fe, él se convence aun más de su miseria y recibe más abundantemente de la plenitud que se encuentra en Cristo, su garante. Respecto a la cuestión de si la condena del pecado no debe preceder a la fe, no es necesario hacer la diferencia, ya que ambas representaciones se refieren a lo mismo. Cuando un hombre puede decir por primera vez en su vida “Creo,” él está al mismo tiempo completamente perdido y completamente salvado, siendo justificado en su Señor. Este ejercicio de fe tiene por resultado la conversión; en esta etapa del camino de la gracia, el hijo de Dios se vuelve claramente consciente de la vida implantada. Cuando un hombre dice y siente el “yo creo” y no lo recuerda pero Dios lo confirma, la fe es seguida inmediatamente por la conversión: la implantación de la vida nueva precede al primer acto de fe, pero la conversión le sigue. La conversión no se vuelve un hecho mientras el pecador sólo ve su condición perdida, sino cuando él actúa sobre dicho principio, pues sólo entonces el hombre viejo comienza a morir y el hombre nuevo empieza a levantarse; y estas son las dos partes de toda conversión real.

En principio, el hombre se convierte sólo una vez, es decir, al momento de rendirse a Emanuel. Después de eso, él se convierte diariamente, o sea, tan seguido como él descubra conflicto

entre su voluntad y la del Espíritu Santo. E incluso esto no es obra del hombre, sino la obra de Dios en él. “¡Cámbiame Tú a mí, oh Señor, y seré cambiado!” Sin embargo, existe una diferencia, ya que en el primer ejercicio de regeneración y fe él fue pasivo, mientras que en la conversión la gracia le permitió ser activo. Uno es convertido y uno se convierte a sí mismo; el uno está incompleto sin el otro.

1. Por consiguiente la conversión se funde en la santificación. Este también es un acto

2.

divino y no humano; no un crecer hacia Cristo, sino una absorción en Su vida, a través de las raíces de la fe. En niños de doce o trece años fallecidos poco después de la conversión, la santificación no aparece. Pero ellos toman parte de ella, tanto como los adultos. La santificación tiene doble significado: primero, la santificación como obra terminada de Cristo, que se da y atribuye a todos los elegidos; y segundo, la santificación que desde Cristo se forja gradualmente en los convertidos y se manifiesta de acuerdo a los tiempos y circunstancias. No hay dos sino una santificación; tal como hablamos a veces sobre la lluvia que se acumula en las nubes de arriba y luego cae como gotas en los sedientos campos de abajo. La santificación se termina y cierra en la redención completa, al momento de la muerte. En la separación del cuerpo y alma, la gracia divina completa la muerte al pecado. Por consiguiente, en la muerte se realiza una obra de gracia, que permite a la obra de regeneración su despliegue máximo. Si hasta entonces, considerándonos fuera de Cristo, todavía estamos perdidos en nosotros mismos y yacemos en medio de la muerte, la muerte misma termina con todo esto. La fe se convierte en una visión, la excitación del pecado se desarma y estamos por siempre fuera de su alcance.

Finalmente, nuestra glorificación en el último día, cuando la bienaventuranza interna se manifieste en una gloria externa y por medio de un acto de omnipotente gracia, el alma se reunifique con su cuerpo glorificado y sea colocado en una gloria celestial tal, que se convierta en un estado de perfecta felicidad. Esto muestra cómo las operaciones de la gracia están entrelazadas cómo eslabones en una cadena. El trabajo de la gracia debe comenzar con el avivamiento de los muertos. Una vez implantada, la vida todavía somnolienta debe ser despertada por el llamado. Habiendo sido despertado, el hombre se encuentra en una nueva vida, es decir, él se sabe justificado. Estando justificado, él deja que la nueva vida resulte en conversión. La conversión fluye en santificación. La santificación recibe la piedra angular a través del rompimiento del pecado en la muerte. En el último día, la glorificación completa el trabajo de la divina gracia en todo nuestro ser. Por consiguiente, se desprende que aquello que sigue está contenido en aquello que lo precede. Un infante regenerado que ha fallecido, muere al pecado en la muerte de forma tan cierta como un hombre de cabeza cana y ochenta años. No puede haber la primera sin incluir la segunda y última. Por consiguiente, la obra completa de la gracia puede representarse como un nacimiento para el cielo, y una continua regeneración a ser completada en el último día. Por lo tanto, puede haber personas ignorantes de todas estas etapas indispensables, como los hitos para el topógrafo, pero no se pueden colocar para oprimir las almas de los simples. Aquel que respira profundo, inconsciente de sus pulmones es muchas veces el más saludable. Tocante a la pregunta de si las Escrituras hacen referencia a estas disposiciones sobre los adultos, nos remitimos a la palabra de Jesús: “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan iii. 5); por lo cual podemos inferir que Jesús fecha toda operación de la gracia desde la regeneración: primero la vida y luego la actividad de la vida.

XX. Su Curso “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere.”—Juan vi.44

De lo precedente, se hace evidente que la gracia preparatoria es diferente en distintas personas; tal distinción debe hacerse entre los muchos regenerados en los primeros días de la vida y los pocos nacidos de nuevo a una edad más avanzada. Por supuesto, nos referimos sólo a los elegidos. En los no elegidos la gracia salvadora no opera; por consiguiente, la gracia preparatoria está totalmente fuera de cuestión. Los primeros nacen, con pocas excepciones, en la iglesia. Ellos no entran a la alianza de la gracia más tarde en la vida, pues pertenecen a ella desde el primer momento de su existencia. Brotan de la semilla de la Iglesia y, en su momento, ellos mismos se transforman en la semilla de la futura Iglesia. Por esta razón, el primer germen de la nueva vida es impartido a la semilla de las Iglesias (la cual está, por desgracia, siempre mezclada con mucha paja) ya sea antes o inmediatamente después de su nacimiento. La iglesia reformada estaba tan firmemente arraigada en esta doctrina que se atrevió a establecerla como la regla prevaleciente, creyendo que la semilla de la Iglesia (no la paja, por cierto) recibió el germen de la vida aun antes del bautismo; por lo cual ya se encuentra santificado en Cristo; y recibe en el bautismo el sello, no de algo que está aún por llegar sino sobre aquello que ya está presente. Por consiguiente, la pregunta litúrgica a los padres: “¿Reconoce usted que, aun cuando sus hijos fueron concebidos y nacidos en pecado y, por consiguiente, son sujetos de condenación en sí mismos, aun así son santificados en Cristo y, por lo tanto, como miembros de Su Iglesia, deben ser bautizados?” En períodos subsiguientes, menos firmes en la fe, los hombres han evitado esta doctrina, no sabiendo qué hacer con las palabras “son santificados.” Se ha interpretado diciendo que los niños como hijos de miembros de la alianza son también pertenecientes a dicho pacto y por ello con derecho al bautismo. Pero el más riguroso y profundo sentido común de nuestra gente ha sentido siempre que este mero “ser pertenecientes a” no hace justicia al rico y completo significado de la liturgia. Si usted averiguara el significado de estas palabras en la oficina del bautismo, “son santificados,” no con los más débiles epígonos, sino con los héroes de las enérgicas generaciones que han peleado victoriosamente las batallas del Señor contra Arminio y sus seguidores, usted descubriría que aquellos devotos e instruidos teólogos tales como Gysbrecht Voetious, por ejemplo, nunca, ni por un instante vacilaron en romper con estas explicaciones a medias, sino que hablaron abiertamente, diciendo: “Ellos tienen el derecho al bautismo, no porque sean contados como miembros de la alianza, sino porque, como regla, ellos ya poseen esa primera gracia; y por tal razón y sólo por tal razón se lee: ‘Que nuestros hijos están santificados en Cristo y por lo tanto, como miembros de Su cuerpo, deben ser bautizados.’” Por esta confesión la iglesia reformada probó estar de acuerdo con la palabra de Dios y no menos con los hechos mismos. Con pocas excepciones, aquellas personas que posteriormente prueban pertenecer a los regenerados, no comienzan la vida con ruidosos exabruptos de pecados. Más bien, es la regla que los hijos de padres cristianos manifiesten desde temprana edad un deseo y gusto por las cosas sagradas, un caluroso celo por el nombre de Dios y emociones internas que no pueden ser atribuidas a una naturaleza maligna. Aun más, esta gloriosa confesión dio el sentido correcto a la educación de los niños de nuestras familias reformadas, conservándolo en gran parte hasta el tiempo presente. Nuestra gente no vio en sus hijos unos retoños salidos de una vid silvestre a ser injertados quizás más adelante y con los cuales poco se podía hacer hasta su posterior conversión a la manera del Metodismo,[1] sino que vivieron con silenciosa esperanza y santa confianza en que el niño a ser entrenado ya estaba injertado y, por lo tanto, era digno de ser criado con el más tierno cuidado. Admitimos que, posteriormente, desde que el carácter de nuestras iglesias reformadas ha sido debilitado por la iglesia nacional, como una iglesia para las masas, este oro ha sido tristemente ensombrecido; pero su pensamiento original y vital, fue bello y estimulante. Hizo que el trabajo regenerador de Dios precediera al trabajo del hombre; al bautismo le dio su rico desarrollo, e hizo que el trabajo de educar no dependiera del azar, sino de una cooperación con Dios. Por consiguiente, reconocemos cuatro clases entre la generación que se levanta en la Iglesia:

1. Todas las personas elegidas regeneradas antes del bautismo, en quienes la vida implantada yace oculta, hasta que se convierten en un tiempo posterior. 2. Personas elegidas, no sólo regeneradas en la infancia, pero en quienes la vida implantada se manifiesta tempranamente y madura imperceptiblemente hacia la conversión. 3. Personas elegidas, nacidas nuevamente y convertidas más adelante en la vida. 4. Los no-elegidos o la paja. Examinando cada uno de estos cuatro, con especial referencia a la gracia preparatoria, llegamos a las siguientes conclusiones: Respecto a los elegidos de la primera clase, por la misma naturaleza del caso, la gracia preparatoria tiene escasa cabida aquí, en su sentido limitado. En su forma directa, es impensable en relación a los no nacidos o a los recién nacidos. En tal caso es sólo indirecto—o sea, frecuentemente le es grato a Dios darle a esos niños padres cuyas personas y naturalezas practican un tipo de pecado menos franco, en su lucha con la gracia, que otras formas de pecado. No como si tales padres tuvieran algo de lo cual el niño pudiera ser injertado, porque aquello que nace de la carne es carne; nada limpio de lo que no es limpio. Es siempre la vid silvestre que espera el injerto del Señor. ¡No! La gracia preparatoria en este caso siempre aparece del hecho que ese niño recibe de sus padres una forma de vida adaptada a su llamado celestial. Lo mismo se aplica a los elegidos de la segunda clase. Aun cuando concedemos que el llamado divino trabaja sobre ellos durante sus tiernos años mientras se prepara para la conversión, no se prepara para la regeneración a la cual sigue. El llamado no surte efecto salvo que la facultad de oír se implante primero. Sólo aquel que tiene oreja puede oír lo que el Espíritu le dice a las iglesias y a su propia alma. Por consiguiente, en este caso la gracia preparatoria es apenas perceptible. Por cierto que hay numerosos agentes que imperceptiblemente lo preparan para su conversión, pero esto es diferente a la preparación para la regeneración, de la cual estamos hablando ahora. Hablando correctamente, la gracia preparatoria en su sentido limitado, se aplica sólo a la tercera clase de los elegidos. Compromete toda su vida con todos sus giros y cambios, relaciones y conexiones, alturas y profundidades, eventos y adversidades. No como si todos estos pudieran producir el más leve germen de vida o la posibilidad de avivamiento. ¡No! El germen de la vida no puede surgir de la gracia preparatoria, como tampoco la preparación de diez cunas con una docena de canastos de ropa y un armario lleno de costosa ropa de niño puede llevar con malabares a un solo infante a cualquiera de esas cunas. La chispa vital se produce sólo por el acto del poderoso Dios, independientemente de toda preparación. Pero, desde su nacimiento, Dios cuida esa vid silvestre y controla el crecimiento de sus retoños salvajes hasta que en la hora de Su goce, cuando Él le injerta la verdadera vid, llega a ser todo lo que debió ser. Esto termina la discusión, porque en relación a la cuarta clase, ellos serán completamente separados del trigo y esparcidos por el abanico que esta en Su mano; por consiguiente, la gracia preparatoria está fuera de cuestión. De esto se hace evidente que la propia obra del Espíritu Santo respecto a la gracia preparatoria es escasamente perceptible. Cada aspecto de la obra presentada hasta ahora no apunta directamente a la operación del Espíritu Santo, ni a la del Hijo, sino que casi exclusivamente a la del Padre, porque las circunstancias del nacimiento de un niño—el carácter hereditario de su familia y más específicamente de sus padres, y el curso futuro de su vida hasta el momento de su conversión —pertenecen al ámbito de la divina providencia. El lugar asignado de nuestra habitación, nuestra generación y familia, la formación de nuestro ambiente inmediato, las influencias previamente establecidas para afectarnos—todas pertenecen al liderazgo de la providencia de Dios, atribuidas por las Escrituras a la obra del Padre. El Señor Jesús dijo: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere.” Y aunque esta atracción del Padre tiene un propósito superior y debe ser entendido espiritualmente, aun así indica

generalmente que la determinación de esas cosas, las que regulan posteriormente la dirección y curso de las cosas, es atribuible en forma particular a la Primera Persona. Notamos la obra del Espíritu Santo en estas materias sólo porque Él anima toda vida personal puesto que Él es el Espíritu de Vida y Aquel que coopera con el Padre en esa providencia especial que se refiere a los elegidos. Porque aunque en nuestras mentes podemos analizar la obra de la gracia, no debemos nunca olvidar que la realidad eterna no corresponde completamente a esta parte de nuestro análisis. Por consiguiente, en los elegidos la obra de la providencia y la gracia usualmente fluyen juntas siendo una y la misma cosa. Nuestra iglesia ha tratado de expresar esto, en su confesión de una providencia general que incluye XXI. La Regeneración, Obra de Dios “El oído que oye, y el ojo que ve, Ambas cosas igualmente ha hecho Dios.”—Proverbios xx. 12 “El oído que oye, y el ojo que ve, ambas cosas igualmente ha hecho Dios.” Este testimonio del Espíritu Santo contiene todo el misterio de la Regeneración. Una persona no regenerada es sorda y ciega; no sólo como el tronco o el bloque sino peor. Porque ni el tronco ni el bloque es corrupto o ruin, pero una persona no regenerada está completamente muerta y presa de la más temible disolución. Esta confesión, rígida, inflexible y absoluta, debe ser el punto de partida en nuestra discusión, o bien fallaremos en entender los alcances de la regeneración. Esta es la razón por la cual toda herejía que ha permitido de una u otra forma que el hombre tenga parte—generalmente la parte más grande—en la obra de la redención, siempre se ha comenzado cuestionando la naturaleza del pecado. “Indudablemente,” dicen ellos “el pecado es muy malo”—un mal horrible y abominable, pero seguramente hay algún remanente de bien en el hombre. Ese hombre noble, virtuoso y amigable no puede estar muerto en transgresiones y en pecado. Eso puede ser cierto en algunos villanos o bribones detrás de las rejas, o en ladrones inescrupulosos o asesinos, pero en realidad no puede aplicarse a nuestras honorables mujeres y caballeros, a nuestras bellas niñas, rubicundos niños y atractivos hijos. Estos no son proclives a odiar a Dios y a sus vecinos, sino que están dispuestos con todo su corazón a amar a todos los hombres y a rendir a Dios la reverencia que le es debida. Por consiguiente, ¡adiós a toda ambigüedad en esta materia! Este método de suavizar las verdades amargas, ahora tan en boga entre la gente afable, no lo podemos avalar. Nuestra confesión es y siempre será que por su naturaleza el hombre está muerto por trasgresiones y pecado, y que yace bajo la maldición, maduro para el justo juicio de Dios y todavía en maduración para una eterna condenación. Seguramente su ser como hombre está intacto por lo cual protestamos contra esa representación que dice que el pecador está en este aspecto como el madero o el bloque. ¡No! Como hombre él es incomparable; su ser está intacto, pero su naturaleza es corrupta y en esa naturaleza corrupta él esta muerto. Lo comparamos con el cuerpo de una persona que ha muerto de una enfermedad ordinaria. Tal cuerpo retiene intactas todas las partes del cuerpo humano. Está el ojo con sus músculos y el oído con sus órganos de audición. En el examen post-mortem, su corazón, el baso, el hígado y los riñones, todos parecen perfectamente normales. Un cuerpo muerto puede aparecer a veces tan natural que uno se tienta a decir: “Él no está muerto, sino durmiendo,” y sin embargo, a pesar de lo perfecto y natural, su naturaleza está corrompida con la corrupción de la muerte. Lo mismo es verdad con el pecador. Su ser permanece intacto y completo conteniendo todo lo que constituye un hombre, pero su naturaleza está corrompida, tan corrompida que está muerto, no sólo aparentemente, sino completamente muerto, muerto en todas las variaciones que pueden ser establecidas con el termino “muerto.” Por consiguiente, sin la regeneración, el pecador es completamente inútil. ¿Qué sentido tiene una oreja sino es para oír, un ojo sino para ver? Por eso el Espíritu Santo testifica “El oído que oye, y el ojo que ve, ambas cosas igualmente ha hecho Dios.”[2] Y como en el mundo de las cosas espirituales las orejas sordas y los ojos ciegos no avalan nada, la Iglesia de Cristo confiesa que toda operación de la gracia salvadora debe ser precedida con el avivamiento del

pecador, abriendo sus ojos ciegos y desbloqueando sus oídos sordos; en resumen, por la implantación de la facultad de fe. Y como aquel hombre que sentado en la oscuridad, puede ver tan pronto como se le abren sus ojos, así nosotros, sin mover ningún pelo respiramos y somos trasladados del reino de la oscuridad al reino de la luz. “Trasladados” no denota aquí un ir exactamente, ni “ser trasladado” significa un cambio de lugar, sino simplemente que la vida entra a la muerte, de igual modo que aquel que estaba ciego ahora puede ver. Este maravilloso acto de regeneración puede ser examinado en dos clases de personas: en el infante y en el adulto. La manera más segura de examinarlo es en el infante: no porque la obra de la gracia sea diferente en un infante de lo que es en un adulto, puesto que es de igual forma en todas las personas favorecidas de este modo; pero para la observación consciente en un adulto, las obras de regeneración están tan mezcladas con aquellas de la conversión, que se hace difícil distinguir entre las dos. Pero esta dificultad no existe en el caso del niño inconciente, como por ejemplo en Juan, el hijo de Zacarías y Elizabeth. Dicho infante no tiene conciencia, como para crear confusión. El tema se da en una forma pura y sin mezcla. Con ello estamos capacitados para distinguir entre la regeneración y conversión en un adulto. Es evidente que en caso de un infante como Juan, que todavía no ha nacido, no puede haber más que mera pasividad—es decir, el niño sobrellevó algo, pero él mismo no hizo nada. Algo se le hizo a él y en él, pero no por él; y toda idea de cooperación queda absolutamente excluida. Por consiguiente, en la regeneración el hombre no es ni el trabajador ni co- trabajador, sino meramente el objeto a forjar; el único trabajador en esta materia es Dios. Por esta misma razón, ya que Dios es el único Trabajador de la regeneración, debe entenderse completamente que su trabajo no comienza sólo con esta regeneración. ¡No! Mientras que el pecador esta todavía muerto en trasgresiones y pecados, antes que la obra de Dios haya comenzado, él ya es un elegido y ordenado, justificado y santificado, adoptado como hijo de Dios y glorificado. Esto es lo que llenó a San Pablo de éxtasis y alegría cuando dijo: “A los que antes conoció, también los predestinó para que fueran hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a estos también llamó, y a los que llamó, a estos también justificó, y a los que justificó, a estos también glorificó.” (Romanos viii. 29,30) Y esto no es la recitación de lo que ocurrió en el regenerado, sino la feliz suma de todas las cosas que Dios efectuó por nosotros antes que existiéramos. Por consiguiente, nuestra elección, preordenación, justificación y glorificación preceden al nuevo nacimiento. Es cierto que en la hora de amor, cuando la regeneración debió efectuarse en nosotros, las cosas llevadas a cabo fuera de nuestra conciencia, debieron ser reveladas a nuestra conciencia de la fe; pero en lo concerniente a Dios, todas las cosas estaban listas y preparadas. El pecador muerto, a quien Dios regenera, es ya para la divina conciencia un niño querido, elegido, justificado y adoptado. Dios sólo aviva a Sus queridos niños. Dios por supuesto justifica a los impíos y no a los justos. Él llama a los pecadores al arrepentimiento y no sólo a los justos, pero debe recordarse que esto se plantea desde el punto de vista de nuestra propia conciencia de pecado. El aún no-regenerado, no se siente a sí mismo como hijo de Dios, ni justificado, tampoco cree en su propia elección y, en efecto, muchas veces lo niega; mas él no puede alterar las cosas que divinamente han sido labradas en él para su beneficio, es decir, que ante el divino tribunal de justicia, Dios lo declaró justo y libre, mucho antes que él mismo declarara ante el tribunal de su propia conciencia. Mucho antes que él creyera, fue justificado ante el tribunal de Dios completamente para ser justificado por fe ante su propia conciencia. Pero, no importando cuán magnífico e insondable sea el misterio de la elección—y ninguno de nosotros será capaz jamás de contestar la pregunta de por qué uno ha sido elegido para ser un vaso de honra y otros para ser dejados como vasos de ira—en el tema de la regeneración no

enfrentamos ese misterio en absoluto. El que Dios regenere a unos y no a otros ocurre según una regla fija e inalterable. Él viene con la regeneración a todos los elegidos, y a los noelegidos Él los pasa de largo. Por consiguiente, este acto de Dios es irresistible. Ningún hombre tiene el poder de decir, “Yo no volveré a nacer de nuevo,” o de impedir la obra de Dios, o de poner obstáculos en su camino, o de hacerlo tan difícil que la regeneración no pueda realizarse. Dios efectúa su divina obra a Su manera, es decir, Él persevera con tal realeza, que todas las criaturas juntas no podrían robarle ni a uno de sus elegidos. Si todos los hombres y demonios llegaran a conspirar para arrancarle un hombre brutal, de entre los elegidos por su poder salvador, todos esos esfuerzos serían en vano. Tal como hacemos a un lado una telaraña, de tal forma Dios se reiría de todos sus esfuerzos. El poderoso taladro perfora la plancha de acero de forma no más silenciosa ni con menos esfuerzo con el que Dios silenciosamente y majestuosamente penetra el corazón de quienquiera sea Su Voluntad, para cambiar la naturaleza de Su elegido. La palabra de Isaías respecto a la noche estrellada—“Levantad en alto vuestros ojos y mirad quién creó estas cosas; Él saca y cuenta Su ejército; a todos llama por sus nombres y ninguno faltará. Tal es la grandeza de su fuerza, y el poder de su dominio.” (Isaías xl. 26) puede aplicarse al firmamento en el cual los elegidos de Dios brillan como estrellas: “Porque por la grandeza de Su fuerza y poder, ninguno falló.” Todos los que han sido ordenados para la vida eterna son avivados a la divina hora asignada. Esto implica que el trabajo de regeneración no es un trabajo moral, es decir no se realiza por medio de consejos o exhortaciones. Aún tomado en el sentido más amplio incluida la conversión, como por ejemplo, los cánones de Dort lo usan de vez en cuando, la regeneración no es un trabajo moral en el alma. No es simplemente un caso de mal entendido el que estando la voluntad del pecador todavía incorrupta sólo se requiera de instrucción y consejo para inducirla a tomar la elección correcta. ¡No! Tal consejo y admonición está totalmente fuera de cuestión respecto al hijo nonato de Zacarías, y de los miles de infantes de padres creyentes de quienes en Dort se estableció correctamente que de ellos se puede suponer que murieron en el Señor, es decir, habiendo nacido de nuevo, y respecto a aquellos regenerados antes del bautismo, pero convertidos más adelante en la vida. Por esta razón es que es tan necesario examinar la regeneración (en su sentido limitado) en un infante y no en un adulto, en quien es necesario incluir la conversión. El siguiente razonamiento no puede discutirse: 1. 2. 3. 4. 5.

Todo hombre, incluidos los infantes, nacen muertos en trasgresión y pecado. De estos infantes, muchos mueren antes que se vuelvan conscientes de sí mismos. De estas flores recogidas, la Iglesia confiesa que muchos son salvos. Estando muertos en el pecado, no pueden ser salvados sin haber nacido de nuevo. Por consiguiente, la regeneración efectivamente ocurre en personas que no están conscientes de sí mismas.

Siendo estas aseveraciones indiscutibles, es evidente, por lo tanto, que la naturaleza y carácter de la regeneración puede determinarse más correctamente examinándolo en estas personas aún inconscientes. Tal infante nonato es totalmente ignorante del lenguaje humano; no tiene ideas, no ha escuchado prédicas del Evangelio, no puede recibir instrucción, alertas u exhortaciones. Por consiguiente, la influencia moral está fuera de cuestión; y esto nos convence de que la regeneración no es una moral, sino un acto metafísico de Dios, tanto como la creación del alma de un infante nonato que se lleva a cabo independientemente de la madre. Dios regenera al hombre completamente sin su conocimiento previo. Qué es lo que constituye el acto de regeneración, no se puede decir. Jesús mismo lo dice así, porque dice: “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo aquel que nace del Espíritu” (Juan iii. 8). Y por lo tanto, es adecuado investigar este misterio con la mayor discreción. Aun en el reino natural el misterio de la vida y

sus orígenes están casi enteramente más allá de nuestro conocimiento. Los más letrados médicos son totalmente ignorantes respecto a la manera en que la vida se hace presente. Una vez presente, él puede explicar su desarrollo, pero de la instancia que precede a todas las demás él no conoce absolutamente nada. Respecto a esto, él es tan ignorante como el más inocente de los niños campesinos. El misterio no puede ser penetrado simplemente porque está más allá de nuestra observación, es perceptible sólo cuando la vida ya existe. Esto se aplica con mayor fuerza al misterio de nuestro segundo nacimiento. La examinación post-mortem puede detectar la localización del embrión, pero espiritualmente incluso esto es imposible. Las manifestaciones subsecuentes son instructivas hasta cierto punto, pero aun entonces mucho es incierto e indeterminado. ¿Por medio de qué infalible estándar podemos determinar cuánto de la vieja naturaleza forma parte de las expresiones de la nueva vida? ¿No hay hipocresía? ¿No hay condiciones inexplicadas? ¿No hay obstáculos al desarrollo espiritual? Por consiguiente, las experiencias al respecto no pueden aprovecharse; aunque pura y simple, sólo puede revelar el desarrollo de lo que es y no el origen de la vida no nacida. La única fuente de verdad en esta materia es la Palabra de Dios y en esa Palabra el misterio no sólo permanece sin ser revelado sino que velado, y por buenas razones. Si fuéramos a llevar a cabo la regeneración, si pudiéramos agregarle o quitarle, si pudiéramos adelantarlo u obstaculizarlo, entonces las Escrituras seguramente nos habrían instruido suficientemente respecto a ello. Pero como Dios se ha reservado esta obra completamente para sí mismo, el hombre no necesita resolver este misterio, como tampoco el de su primera creación o aquel de la creación de su alma. XXII. La Obra de la Regeneración “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas.”—2 Corintios v. 17. En nuestro artículo anterior vimos que la regeneración es un acto real de Dios, en la cual el hombre es absolutamente pasivo e incapaz, acorde a las antiguas confesiones de la Iglesia. Examinemos ahora reverentemente esta materia en detalle, no para penetrar en cosas muy elevadas para nosotros, sino para cortar errores y aclarar nuestra consciencia. La regeneración no es afectada sacramentalmente por el sagrado bautismo, aliviando la inhabilidad del pecador y ofreciéndole otra oportunidad para elegir a favor o en contra de Dios, como sostienen los éticos. Ni tampoco es una mera rectificación del entendimiento, ni un simple cambio de disposición o inclinación, haciendo que los indispuestos se dispongan, para adecuarse a la sagrada voluntad de Dios. Tampoco es un cambio de ego, ni como muchos mantienen, un dejar al ego imperturbable y la personalidad inalterada, colocando simplemente al ego malvado a la luz y reflexión de la justicia de Cristo. Los dos últimos errores deben refutarse y rechazarse tan positivamente como los dos primeros. En la regeneración el hombre no recibe otro ego, es decir, nuestro ser como hombre no cambia ni se modifica, pues antes y después de la regeneración es el mismo ego, la misma persona, el mismo ser humano. Aun cuando el pecado corrompe terriblemente al hombre, su ser permanece intacto. Nada falta. Todas las partes constitutivas que lo distinguen de otros seres están presentes en el pecador. No su ser, sino su naturaleza se vuelve totalmente corrupta. Naturaleza y ser no son lo mismo. Aplicado a una máquina de vapor, el ser es la máquina misma, con sus cilindros, tubos, ruedas y tornillos, pero su naturaleza es la acción que se manifiesta tan pronto como el vapor entra a los cilindros. Aplicado al hombre, el ser es aquello que lo hace hombre y naturaleza es aquello que manifiesta el carácter de su ser y de su trabajo. Si el pecado hubiese arruinado el ser del hombre, este no sería más un hombre y la regeneración sería imposible. Pero desde que su ser, su ego, su persona permanecen intactos y la profunda corrupción afecta sólo su naturaleza, la regeneración, es decir, la restauración de su naturaleza, es posible y esta restauración se efectúa por medio de un nuevo nacimiento.

Dejemos esto firmemente establecido. En la regeneración no recibimos un nuevo ser, ego o persona, sino que nuestra naturaleza renace. La mejor y más satisfactoria ilustración de la manera en que la regeneración se lleva a cabo está en el curioso arte de la enjertación. El exitoso injerto de un retoño de una parra en brote sobre una vid silvestre da por resultado un buen árbol creciendo sobre un tronco silvestre. Esto se aplica a todos los árboles frutales y árboles florales. Lo cultivado puede injertarse sobre lo silvestre. Dejado por sí solo, lo silvestre nunca rendirá nada bueno; la pera silvestre y la rosa silvestre permanecen atrofiadas, sin frutas ni flores. Pero deje que el jardinero injerte una rama de un peral sabroso sobre un peral silvestre o una doble rosa sobre una rosa silvestre y el primero dará frutas jugosas y el segundo magníficas flores. Este milagro de la injertación ha sido siempre un misterio para los hombres que piensan. Es un misterio. El tronco que se ha de injertar es absolutamente silvestre; con sus raíces succiona la sabia y la fuerza hacia sus células silvestres. Pero ese pequeño injerto tiene el poder para convertir la savia y fuerzas vitales en algo bueno, posibilitando que el tronco silvestre dé frutos nobles y preciosas flores. Es cierto que el tronco silvestre resiste vigorosamente la reformulación de su naturaleza mediante los vástagos que existen por debajo de lo injertado, y si tiene éxito, su naturaleza silvestre se esforzará para que la savia no pase a través del muñón. Pero manteniendo bajo control esos retoños salvajes, la savia puede ser forzada hacia el muñón, con excelentes resultados. Forzando el tronco viejo, el injerto llegará gradualmente hasta las raíces y nosotros llegaremos a olvidar que el árbol fue alguna vez silvestre. Esto claramente representa la regeneración hasta lo que se puede representar objetivamente de este misterio divino. Porque en la regeneración algo se planta en el hombre, algo que por su naturaleza no tiene. La caída no sólo lo sustrajo de la esfera de la divina rectitud, a la cual la regeneración lo trae de vuelta, sino que la regeneración efectúa una modificación radical en el hombre como hombre, creando una diferencia tan grande entre él y el no-regenerado que finalmente lo llegan a ser polos opuestos. Decir que entre el regenerado y el no-regenerado no hay diferencia, es equivalente a renegar de la obra del Espíritu Santo. Generalmente, sin embargo, no se notan al principio las diferencias, como tampoco en el árbol injertado. Los gemelos yacen en la misma cuna uno regenerado y el otro no, pero no podemos ver la menor diferencia entre ambos. El primero puede incluso tener genio peor que el último, pero se ven exactamente igual. Los dos surgen del mismo tronco salvaje. Ninguna navaja precisa ni microscopio puede detectar la menor diferencia, porque aquello que Dios ha forjado en el niño favorecido es totalmente espiritual e invisible, sólo discernible por Dios. Este hecho debe ser confesado definitivamente y enfáticamente en oposición a aquellos que dicen que la semilla de la regeneración es material. Este error ocupa el mismo terreno que la herejía maniquea con respecto al pecado. Esto último hace del pecado un microbio; y esto hace que la semilla de la regeneración sea una suerte de germen perceptible de vida y santidad. Y esto falsea la verdad contra la cual, entre muchos, el doctor Böhl protestó enérgicamente. La semilla de la regeneración es intangible, invisible, puramente espiritual. No crea dos hombres en un mismo ser, pues antes y después de la regeneración no hay más que un ser, un ego, una personalidad. No un hombre viejo y uno nuevo, sino un solo hombre—por ejemplo, el hombre viejo antes de la regeneración y el hombre nuevo después de ella—el cual es creado en perfecta rectitud y santidad por Dios. Porque aquello que es nacido de Dios no puede pecar. Su semilla permanece en él. “Las cosas viejas ya pasaron,” y he aquí, “Todas son hechas nuevas” (2 Co. v. 17). Sin embargo, la naturaleza del ego o personalidad ha cambiado verdaderamente, y de tal manera que, aun poniendo la nueva naturaleza como principio, esta continúa trabajando a través de la vieja naturaleza. El árbol injertado no es dos árboles, sino uno. Antes de la enjertación era una rosa silvestre; después, una cultivada. Aun así, la nueva naturaleza debe obtener sus nutrientes a través de la vieja naturaleza; lejos del injerto, el tronco permanece silvestre.

Por consiguiente, antes y después de la regeneración, yacemos en medio de la muerte, tan pronto como nos consideramos fuera de la divina semilla. Por lo cual, tratando de evitar una falsa posición, debemos ser cuidadosos de no entrar en otra; tratando de escapar, el barco siamés del hombre viejo y del hombre nuevo, y manteniendo la unidad del ego antes y después de la regeneración, no debiéramos empezar a enseñar que la regeneración deja a nuestra persona sin cambios, que no afecta al pecador en sí mismo, sino que meramente lo traslada hacia la esfera de una entrañable rectitud. ¡No! Las Escrituras hablan de una nueva criatura, un nuevo nacimiento, un ser cambiado y renovado. Y esto no puede reconciliarse con la noción que el pecador debe permanecer sin cambio alguno. Respecto a la cuestión de qué hay en el muñón que tiene la potencia de regenerar al tronco silvestre, ni el botánico mejor informado puede descubrir la fibra o el líquido que pueda tener ese poder. Él sólo sabe que cada muñón tiene su propia naturaleza y que posee la potencia de producir otra rama o árbol de la misma naturaleza por su poder formativo. Y esto se aplica a la obra de la regeneración. En el centro de nuestro ser, nuestro ego, la personalidad gobierna nuestra naturaleza, disposición, forma de ser y existencia, compartiendo su impresión, su forma, carácter y calidad espiritual a lo que somos, trabajamos y hablamos. Ese centro controlador de todo es por naturaleza pecaminoso y malvado. Bajo sus formas más ocultas, es todo excepto recto. Por consiguiente, voluntaria o involuntariamente presionamos sobre nuestro ser y labramos la estampa de la iniquidad. De acuerdo con la edad y desarrollo, esta naturaleza del ego esculpe en el mármol de nuestro ser un hombre maligno y pecaminoso correspondiente a la imagen contenida en nuestra naturaleza de la cual procede. En la regeneración, Dios ejecuta en este centro controlador de nuestro ser, un acto maravilloso convirtiendo su naturaleza, esta fuerza formativa, en algo enteramente diferente. Consecuentemente nuestro ser, trabajo y hablar, son de aquí en adelante controlados por otro predicamento, ley de vida y gobierno. Y esta nueva fuerza formativa esculpe otro hombre en nosotros, un nuevo y santo hijo de Dios, creado en rectitud. Pero este cambio no se completa de inmediato. El árbol injertado en marzo puede permanecer inactivo durante el mes entero, porque aún no hay trabajo en su naturaleza; pero es seguro que, tan pronto como ocurra cualquier acción, esta será de acuerdo a la nueva naturaleza injertada. Y así es aquí. La nueva vida injertada puede yacer durmiendo por una temporada, como un grano de trigo en la tierra, pero cuando empiece a trabajar será de acuerdo a la naturaleza de la vida nueva. Por consiguiente, la regeneración implanta el germen de vida del nuevo hombre, a quien contiene en toda su plenitud, y del cual continuará tan ciertamente como el trigo contenido en el grano del cual procede. Para apoyarnos en la representación de este misterio, nos asistiremos de los grandes teólogos de las iglesias reformadas, quienes han presentado el divino plan de la regeneración en las siguientes etapas: (1) En Su propia mente, Dios concibe al hombre nuevo a quien (2) Él identifica como persona particular, creando así al hombre nuevo; (3) Él coloca el germen de este nuevo hombre en el centro de nuestro ser, (4) y en tal centro, Él efectúa la unión entre nuestro ego y esa vida en germinación; (5) en ese germen vital, Dios coloca el poder formativo, el cual en Su tiempo Él hará que se haga presente, por el cual nuestro ego se manifestará a sí mismo como hombre nuevo.

XXIII. Regeneración y Fe “Pues habéis renacido, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre.”—1 Pedro i. 23.

Hay una objeción posible en lo que se ha dicho anteriormente respecto a la regeneración. Es evidente que la Palabra de Dios y, por consiguiente los símbolos de la fe, ofrecen una representación modificada de estas cosas, las cuales consideradas superficialmente parecen condenar nuestra representación. Esta representación que no considera a los niños sino a los adultos debe ser establecida: Dentro de un círculo de personas inconversas, Dios hace que la palabra sea predicada por medio de Sus embajadores de la cruz. Por la predicación les llega el llamado. Si hay personas elegidas entre ellos para los cuales ahora es el tiempo del amor, Dios acompaña al llamado externo con el llamado interno. Consecuentemente, ellos dejan sus caminos del pecado para ir por el camino de la vida. Y así son engendrados por Dios. San Pedro presenta esto de la siguiente manera: “Habiendo renacido, no de semilla corruptible sino incorruptible por la palabra de Dios que vive y permanece por siempre” (1 Pedro i. 23); y también San Juan cuando declara: “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos x. 17). Esto armoniza completamente con lo que San Pablo escribe respecto al bautismo sagrado, a lo que él llama el lavado de la “regeneración,” porque en esos días los judíos y gentiles eran bautizados en el nombre de nuestro Señor Jesús inmediatamente después de su conversión por medio de la predicación de los apóstoles. Por esta razón, nuestros padres dijeron en su Confesión (artículo 24): “Nosotros creemos que esta verdadera fe, habiendo sido traída al hombre por haber escuchado la palabra de Dios y por la operación del Espíritu Santo, ambas regeneran y hacen nuevo al hombre.” De la misma forma enseña el Catecismo de Heidelberg (Ver asunto 65): “Tal fe procede del Espíritu Santo, quien obra nuestra fe en nuestros corazones por la predicación del Evangelio y lo confirma por el uso de los sacramentos.” Y también los cánones de Dort, Encabezados Tres y Cuatro de Doctrina sección 17: “Tal como la todopoderosa operación de Dios por la cual Él prolonga y mantiene nuestra vida natural, no excluye, sino que requiere el uso de medios por los cuales Dios y Su infinita misericordia y rectitud han elegido ejercer Su influencia; de igual modo, la antes mencionada sobrenatural operación de Dios, por la cual somos regenerados, de ninguna manera excluye o subvierte el uso del Evangelio; el cual el muy sabio Dios ha ordenado que sea la semilla de la regeneración y alimento para el alma. Por lo cual, tal como los Apóstoles y los maestros que les siguieron han instruido piadosamente a la gente respecto a esta gracia de Dios, para su Gloria y para el abandono de todo orgullo, y que en el entretanto sin embargo descuidaron de no guardar, por los sagrados preceptos del Evangelio en el ejercicio de la Palabra, los sacramentos y la disciplina; así también, aún hasta estos días, se encuentra lejos de los instructores e instruidos, el presumir tentar a Dios en la Iglesia por la separación de lo que Él y Su beneplácito han unido en lo más íntimo. Porque la gracia se confiere por medio de admoniciones; y mientras más prontamente realicemos nuestra labor, más evidente usualmente será la bendición de Dios trabajando en nosotros y más directamente avanza Su obra.” Y ahora, para erradicar cualquier suspicacia que tengamos contra esta representación, declaramos abierta y definitivamente que le damos nuestro más sincero apoyo. Sólo rogamos que se considere que en esta representación, tanto las Escrituras como los símbolos de la fe, apuntan a los misterios subyacentes, a la magnífica obra de Dios que se esconde en un misterio inescrutable, sin el cual todo esto se convierte en nada. Los cánones de Dort describen este misterioso, inescrutable y maravilloso trasfondo, muy elaborada y bellamente, en el artículo 12, Encabezados Tres y Cuatro de Doctrina: “Y esta es la regeneración tan altamente celebrada en las Escrituras y denominada una nueva creación; una resurrección desde la muerte, un hacer vivir, el cual Dios obra en nosotros sin nuestro apoyo. Pero esto no se ve afectado de ninguna manera meramente por la predicación externa del evangelio, por disuasión moral, ni por un modo de operación que, después Dios ha realizado Su parte, todavía deja en manos del hombre el ser regenerado o no, el ser convertido o seguir inconverso; sino que es evidentemente una obra sobrenatural, muy poderosa y a la vez muy placentera, asombrosa, misteriosa y inefable, no inferior en eficacia a la creación ni a la resurrección de los muertos, como lo declaran las Escrituras inspiradas por El Autor; de modo que todos en cuyos corazones Dios obra de esta maravillosa manera estén ciertamente, infaliblemente y eficazmente regenerados, y efectivamente crean. Con lo cual la voluntad así

renovada, no sólo es actuada e influenciada por Dios, sino que como consecuencia de esta influencia se hace activa en sí misma. Por lo cual también el hombre por sí mismo dice correctamente creer y arrepentirse, en virtud de la gracia recibida.” Y también en el artículo 11: “Pero cuando Dios logra Su buena satisfacción en los elegidos, u obra en ellos una verdadera conversión, Él no sólo hace que el Evangelio se predique externamente a ellos y poderosamente ilumine sus mentes, por el Santo Espíritu, sino que también puedan entender correctamente y discernir las cosas del Espíritu de Dios, sino por la eficacia del mismo Espíritu regenerador. Él domina los más íntimos escondrijos del hombre; Él abre el closet y suaviza el corazón endurecido, circuncida aquello que no ha sido circuncidado, infunde nuevas cualidades a la voluntad, la cual hasta ese momento se hallaba muerta. Él revive; de malvados, desobedientes y refractarios los vuelve buenos, obedientes y flexibles; lo mueve para que, al igual que un buen árbol, pueda generar frutos de buenas acciones.” El Catecismo de Heidelberg apunta a esto, en el párrafo 8: “A menos que seamos regenerados por el Espíritu de Dios.” Y también en la Confesión, artículo 22: “Creemos que para lograr el verdadero conocimiento de este gran misterio, el Espíritu Santo inculca en nuestros corazones una fe sincera y recta, que abraza a Cristo Jesús con todos Sus méritos.” Este misterioso trasfondo que nuestros padres en Dort llamaron “Su dominio de los más íntimos escondrijos del hombre por la eficacia del Espíritu regenerador,” es evidentemente lo mismo que nosotros llamamos “la divina operación que penetra hasta el centro de nuestro ser para implantar el germen de la nueva vida.” ¿Y cuál es esta obra misteriosa? De acuerdo al testimonio universal basado en las Escrituras es una operación del Espíritu Santo en el ser más profundo del hombre. Por consiguiente, la pregunta es si el acto regenerativo precede, acompaña o sigue al acto de escuchar la Palabra. Esta pregunta debe ser bien entendida, ya que conlleva la solución de este aparente desacuerdo. Nosotros respondemos: El Espíritu Santo puede realizar este trabajo en el corazón del pecador antes, durante y después de la predicación de la Palabra. El llamado interno puede asociarse con el llamado externo o le puede seguir. Pero aquello que precede al llamado interno, es decir, la apertura del oído sordo para que este pueda oír, no depende de la predicación de la Palabra y, por consiguiente, puede preceder de dicha predicación. La correcta discriminación en este aspecto es de la máxima importancia. Si designo todo el trabajo consciente de la gracia, desde la conversión hasta la muerte, como “regeneración,” sin ningún miramiento a su misterioso pasado, entonces puedo y debo decir junto con la Confesión (artículo 24): “Que esta fe, habiendo sido labrada en el hombre por escuchar la Palabra por y la operación del Espíritu Santo, ambos cosas lo regeneran y hacen de él un hombre nuevo.” Pero si distingo en esta obra de la gracia, de acuerdo a los planteamientos de los sacramentos, entre el origen de la nueva vida, para lo cual Dios nos dio el sacramento del sagrado Bautismo, y su soporte, para lo cual Dios nos dio el sacramento de la Santa Cena, entonces la regeneración cesa inmediatamente después que el hombre nace nuevamente, y aquello que sigue se llama “santificación.” Para diferenciar claramente entre aquello que el Espíritu Santo forjó en nosotros consciente o inconscientemente: la regeneración se refiera a aquello que fue forjado en nosotros inconscientemente, mientras que conversión es el término que aplicamos al despertar consciente a esta nueva vida implantada en nosotros.

Por consiguiente, la obra de la gracia de Dios fluye a través de estos tres estados sucesivos.

1. La regeneración en su primera etapa, cuando el Señor planta una nueva vida en el corazón muerto.

2. La regeneración en su segunda etapa, cuando el hombre renacido se convierte. 3. La regeneración en su tercera etapa, cuando la conversión se funde con la santificación. En cada uno de estas tres, Dios realiza una obra maravillosa y misteriosa en el ser interno del hombre. De Dios proceden el avivamiento, la conversión y santificación, y en cada etapa Dios es el Operador, sólo que con las siguientes diferencias: en el avivamiento Él trabaja solo, encontrando y dejando al hombre inactivo; en la conversión Él nos encuentra inactivos pero nos hace activos; en la santificación Él trabaja en nosotros de tal manera que nos trabajamos a nosotros mismos a través de Él. Describiendo esto aún más finamente, decimos que en la primera etapa, aquella del avivamiento, Dios trabaja sin medios; en la segunda etapa, aquella de la conversión, Él emplea medios, por ejemplo, la predicación de la Palabra; y en la tercera etapa, aquella de la santificación, Él usa medios además de nosotros, a quienes Él usa como medios. Condensando lo antes dicho, hay un gran acto de Dios en el que recrea al corrupto pecador y lo hace un hombre nuevo—el exhaustivo acto de la regeneración. Este tiene tres etapas: avivamiento, conversión y santificación. Para el ministerio de la Palabra es preferible considerar sólo los últimos dos, la conversión y la santificación, ya que estos son los medios designados para llevarlo a cabo. El primero, la regeneración, es preferentemente una materia de meditación privada, ya que en ella el hombre es pasivo y sólo Dios activo, y también porque en este acto la grandeza de la operación divina es más evidente. Por consiguiente, no hay conflicto u oposición. Refiriéndonos sólo a la conversión y santificación, según la Confesión, artículo 17, la no detención del oído sordo que precede a la posibilidad de oír la Palabra no se niega. Y penetrando en la obra que antecede a la conversión, “En el cual Dios obra en nosotros sin nuestro apoyo” (Art. 12 del canon de Dort), no se niega, sino que se confiesa que, esa conversión y santificación siguen a la apertura del oído sordo y que, propiamente tal, la regeneración sólo se completa en la muerte del pecador. No suponga que ponemos a estos dos en conflicto. Al escribir la biografía de Napoleón, sería suficientemente simple mencionar su nacimiento, pero uno también podría mencionar aquellas cosas que ocurrieron antes de su nacimiento. De igual manera en este aspecto: me puedo referir ya sea a las dos partes de la regeneración, conversión y santificación, o también podría incluir algo de lo que precede a la conversión y hablar también del avivamiento. Esto no implica antagonismo, sino que una mera diferencia de exactitud. Es más exhaustivo, respecto a la regeneración, hablar de las tres etapas: avivamiento, conversión y santificación, aun cuando es más habitual y práctico hablar sólo de estas dos últimas. Nuestro propósito, sin embargo, nos llama a una mayor amplitud. El propósito de este trabajo no es predicar la Palabra, sino el de destapar los fundamentos de la verdad, y así detener la construcción de murallas torcidas sobre los fundamentos, como lo hacen los éticos, racionalistas y supernaturalistas. La exhaustividad del tratamiento requiere preguntar no sólo cómo y qué escucha el pecador avivado, sino también quién le ha dado oídos capaces de escuchar. Y esto es en lo que más hay que insistir, puesto que nuestros niños no deben ser ignorados en este aspecto. En 1618 en Dort, nuestros niños fueron tomados en cuenta y nosotros no debemos negarnos esta placentera obligación. Y aquí yace un peligro real. Porque hablar de los pequeños, sin considerar la primera etapa de la regeneración—es decir, el avivamiento—, causa confusión y perplejidad de la cual no hay escapatoria. La salvación depende de la fe, y la fe del escuchar la Palabra; por consiguiente, nuestros hijos fallecidos están perdidos, porque no pueden escuchar la Palabra. Para escapar de este tenebroso pensamiento, se dice usualmente que los niños se salvan en virtud de la fe de los padres—un mal entendido que confundió grandemente nuestra concepción del bautismo en su totalidad e hizo de nuestra forma bautismal algo que nos dejaba perplejos. Pero tan pronto

como distinguimos el avivamiento, como etapa de la regeneración, de la conversión y santificación, se hace la luz. Porque desde que el avivamiento es un acto inasistido de Dios en nosotros, independiente de la Palabra y frecuentemente separado de la segunda etapa, la conversión, por un intervalo de varios días, no hay nada que impida que Dios realice su obra aun en los bebés, y que el aparente conflicto se disuelva en una bella armonía. Aun más, a penas observe a mis hijos inconversos aún sin ser regenerados, su entrenamiento debe correr en la dirección de un cuestionable Metodismo.[3] ¿Qué sentido tiene el llamado, mientras suponga y sepa que “esta oreja aún no puede oír”? Tocando el tema respecto a “la fe,” estamos plenamente preparados para aplicar la misma distinción en esta materia. Usted sólo tiene que discriminar entre el órgano o la facultad de la fe, el Poder de ejercer la fe y el obrar de la fe. El primero de estos tres, o sea, la facultad de la fe, se implanta en la primera etapa de la regeneración—es decir, en el avivamiento; el poder de la fe se comunica en la segunda etapa de la regeneración—es decir, en la conversión; el obrar de la fe, se forja en la tercera etapa—es decir, en la santificación. Por consiguiente, si la fe se forja sólo al escuchar la Palabra, la predicación de la Palabra no crea la facultad de la fe. Mire solamente lo que nuestros padres confesaron en Dort: “Aquel que obra en el hombre el querer y el hacer, produce tanto la voluntad para creer y también el acto de creer” (Tercer y Cuarto encabezado de La Doctrina, artículo 14). O, para expresarlo en una manera aun más fuerte: cuando la Palabra se predica, yo lo sé; y cuando la oigo y la creo, yo sé de dónde viene el obrar de la fe. Pero la implantación de la facultad de la fe es una cosa completamente diferente. Nuestro Señor Jesús dice de esto: “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va”;[4] (Juan iii. 8) y como el viento, así es también la regeneración del hombre. XXIV. Implantación en Cristo “Porque si fuimos plantados juntamente con Él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección.”—Romanos vi. 5. Habiendo discutido la regeneración como acto de Dios llevado a cabo en un pecador perdido, malvado y culpable, examinaremos ahora un asunto más sagrado y delicado: ¿cómo afecta este acto divino a nuestra relación con Cristo? Consideramos este punto más importante que el primero, ya que toda concepción de la regeneración que no hace plena justicia a la “unión mística con Cristo” es antibíblica, erradica el amor fraterno y provoca orgullo espiritual. El santo apóstol declara: “Yo vivo, más no yo, sino Cristo vive en mí, y la vida que vivo ahora en la carne, la vivo por la fe del Hijo de Dios.”[5] [Gálatas ii. 20][6] La idea de que un santo pueda tener una vida fuera de la unión mística con Emanuel, no es más que una ficción de la imaginación. El regenerado no puede vivir una vida más que aquella consistente en la unión con Cristo. Dejemos esto firme y fuertemente establecido. Las expresiones de las Escrituras “fuimos plantados juntamente con Él”[7] † y “ramas de la vid,” las cuales se deben tomar en su significado más completo, son metáforas enteramente diferentes a las que usamos. Estamos confinados a metáforas que expresan nuestro entendimiento por analogía; pero no se pueden aplicar ni expresar completamente el ser de la cosa; de ahí viene el concepto del tercer término de la comparación. Pero las figuras usadas por el Espíritu Santo expresan una real conformidad, una unidad de pensamiento divinamente expresado en el mundo espiritual y visible. Por consiguiente Jesús podía decir “Yo soy la vida verdadera”[8] [Juan xv. 1], es decir, “Toda otra vid es sólo una figura. La Vid verdadera soy Yo, y sólo Yo.” Siendo excesivamente sobrio y selectivo en Su discurso metafórico, el Señor Jesús no dice que una rama se injerta en la vid, simplemente porque eso no ocurre en la naturaleza, es decir, en la creación de Dios. En Juan xv., Jesús ni siquiera toca la cuestión de como uno se convierte en rama. Ese es trabajo del Padre. Mi Padre es el Labrador. En Juan xv. 3 Él solamente habla de una persona que, al no permanecer en Él, se marchita y será quemada.

Ni siquiera Romanos vi. 5 habla de ir a Jesús, y Romanos xi. 17-25 sólo lo hace parcialmente. El primero habla de haber sido plantado con Él, pero no dice “cómo”; y ni siquiera se menciona “injertar.” En el último, donde se habla de ramas de olivo quebradas, de olivos silvestres injertados sobre un buen olivo y finalmente de ramas quebradas restauradas al olivo original, no se hace ninguna referencia a la implantación de individuos en Cristo, tal como lo vamos a probar pronto. Aun así, esta figura sólo es aplicable parcialmente. En efecto, en Romanos xi., San Pablo, con su característico discurso y estilo osado, invierte, por un fin comparativo, la obra de Dios en la naturaleza; porque mientras que en la realidad el brote cultivado se injerta en un tronco silvestre, él simula en dicha instancia que el brote silvestre se injerta sobre un pie o tronco bueno. Un golpe audaz sin duda, y muy beneficioso para nosotros, porque hace posible ver de forma clara y distintiva la implantación general en Cristo. Pero eso es todo. Porque, nótelo cuidadosamente, esta figura no se debe forzar demasiado. Es un error tomarla para referirse a la regeneración del pecador individual. Porque una persona una vez implantada en Cristo no puede ser separada de Él. “Ninguna persona puede arrancarlo de mis manos”[9] [Juan x. 28, 29]; “A quienes Él ha justificado, a ellos Él también a glorificado”[10] [Ro. viii. 30]. Sin embargo, se hace referencia aquí a las ramas que son quebradas y que luego son injertadas nuevamente. Si esto se refiriere a individuos particulares, entonces los judíos, quienes durante la vida de San Pablo denegaron al Señor, deben haber sido personas regeneradas que cayeron y retornaron antes que murieran. Si este hubiera sido el significado dado por San Pablo, los eventos subsiguientes habrían rebatido sus palabras y revocado todo el tenor de sus otras enseñanzas. Pero él simplemente dice que las tribus de Israel, quienes estaban en el Pacto de la Gracia, habían perdido su posición en ella por sus propias faltas; y que, aun fuera del pacto, ellos debían ser preservados a través de las épocas siguientes, y que en el curso de la historia, el camino sería abierto incluso para ellos, para ser reintroducidos al Pacto de la Gracia. Esto muestra que Ro. xi. 17-25 no enseña acerca de la regeneración de personas individuales, y que el buen olivo no habla de Cristo, porque el que es implantado en Cristo, nunca puede ser cortado de Él, y que el que es cortado de Él, nunca le perteneció. ¿Acaso no creemos en la perseverancia de los santos? Puede objetarse que en Juan xv. se hace referencia a las ramas que son descartadas de la vid; a lo cual nosotros respondemos: primero, que esto no quita la dificultad de que los judíos apóstatas de los tiempos de San Pablo nunca fueron injertados nuevamente; y que, en segundo lugar, con Calvino sostenemos que Jesús, hablando de la ramas desechadas, hace referencia a personas que, como Judas, parecían estar implantadas; de otra manera, sus propias palabras, “Nadie puede arrebatarlos de Mi mano,”[11] [Juan x. 28-29] no se sostienen ni por un momento. Arribamos, por consiguiente, a esta conclusión: que ni en Juan xv., ni en Romanos xi., se hace referencia alguna a la regeneración personal, en su sentido limitado; ya que Romanos xi. habla de llegar a ser implantados, no introduce la idea del injerto, ni hace la menor alusión a la manera en la cual este “llegar a ser implantado” se logra. Es innecesario decir que no pocos exegetas juzgan como incorrecta la traducción, “implantados con Él,” omitiendo las palabras en cursiva. No expresamos aquí nuestra opinión respecto a este tema, pero se muestra claramente que Romanos vi. no tiene nada que decir respecto a la manera en la cual nuestra unión con Cristo se lleva a cabo. De hecho, las Escrituras nunca aplican la figura de injerto a la regeneración. Romanos xi. trata sobre la restauración de las personas y naciones al pacto de la gracia. Romanos vi. habla sólo de una íntima unión, y Juan xv. nunca alude a las ramas silvestres que se vuelven buenas por ser plantadas en Cristo. Estas figuras ponen por delante la unión con Cristo, pero no enseñan nada con respecto a la manera en que esta se lleva a cabo. Las Escrituras son completamente silenciosas respecto a esto; y como no hay otra fuente de información, la inventiva humana es completamente inútil. Aun la experiencia cristiana no arroja luz sobre esto, porque no puede enseñar nada que las Escrituras no hayan enseñado ya. Y nuevamente, podemos fácilmente percibir la unión con Cristo donde existe, pero no podemos verla donde no existe, o donde se está recién formando.

Sin embargo, esta unión con Cristo debe enfatizarse fuertemente. Los teólogos que representan la verdad divina, deben poner mucho más énfasis en esta materia. Y aun cuando Calvino pudo haber sido el más rígido entre los reformadores, aun así, ninguno de ellos ha presentado la unio mystica, esta unión espiritual con Cristo, tan incesantemente, tan tiernamente y con tanto ardor santo como él. Y tal como Calvino, así lo hicieron todos los teólogos reformados desde Beza a Comrie, y desde Zanchius a Köhlbrugge. “Sin Cristo, nada; por esta unión mística con Cristo, todo”; tal era su consigna. Aun ahora el valor de un predicador debe medirse por el grado de su prominencia, según la unión mística con Emanuel en su presentación de la verdad. Las fuertes declaraciones de Köhlbrugge, “Uno puede nacer de nuevo, uno puede ser un hijo de Dios, uno puede ser un sincero creyente, pero sin esta unión mística con Cristo, uno no es nada en sí mismo, nada más que un perdido y malvado pecador,” fue siempre la gloriosa confesión de nuestras iglesias. De hecho, es lo que nuestra forma de administración de la Santa Cena tan bien expresa: “Considerando que buscamos nuestra vida fuera de nosotros mismos, en Cristo Jesús, reconocemos que yacemos en medio de la muerte.” Pero es una errado enseñar sobre esta base—como se reporta que lo hacen algunos de nuestros jóvenes ministros—y despectivo a la obra del Espíritu Santo, que la regeneración no logra nada en nosotros, y que toda la obra se realiza completamente fuera de nosotros, como algunos han dicho, “Que no necesitamos ni siquiera ser convertidos, porque aun eso ha sido hecho por nosotros de forma vicaria por el Señor Jesús.” Decir que no hay diferencia entre una persona regenerada y una no-regenerada, es contradecir las Escrituras y negar la obra del Espíritu Santo. Por lo cual, nos oponemos fuertemente a esta noción. Por supuesto que hay una diferencia. La primera ha entrado en la unión con Cristo y la última no. Y de esta unión depende todo; hace la diferencia en los hombres, así como lo es entre el cielo y el infierno. Ni puede decirse lo contrario: “Que una persona regenerada, aun sin la unión con Cristo, es otra o mejor que un incrédulo”; porque esto separa lo que Dios ha unido. Fuera de Cristo, en el hombre nacido de mujer, no hay nada más que oscuridad, corrupción y muerte. Por consiguiente, afirmamos enfáticamente la indisoluble unicidad en estos dos: “No hay regeneración sin establecer la unión mística con Cristo”; y otra vez: “No hay unión mística con Emanuel salvo en un regenerado.” Estos dos no se pueden separar nunca; y en el largo camino entre el primer acto de la regeneración y la completa santificación, a la unio mystica no se le debe quitar la vista, ni por un momento. Los teólogos éticos probablemente estarán de acuerdo en todo lo que hemos dicho sobre esta materia; y, sin embargo, de acuerdo a nuestra más profunda convicción, ellos lo han degenerado completamente y no han comprendido este precioso artículo de fe. Con toda certeza, enfatizan fuertemente la unión con Cristo; incluso nos dicen que hacen esto más que nosotros, manteniendo que es irrelevante si un hombre está en lo cierto o no, respecto a las Escrituras, mientras esté unido a Cristo. En tal caso, no hay necesidad de ninguna fórmula, confesión, artículo de fe o incluso fe en las Escrituras. Un prominente ético, profesor en la Universidad de Utrecht, ha declarado abiertamente: “Aun cuando llegara a perder todas las Escrituras, y aun cuando no pueda verificarse la verdad de ninguna de las narrativas del Evangelio, no estaría en absoluto afectado, porque aún estaría en posesión de mi unión con Cristo; y teniendo eso, ¿qué más puede desear un hombre?” Esto tiene un sonido tan piadoso y tan cierto tomado en abstracto, que muchas consciencias deben estar de acuerdo, sin tener la menor sospecha de la apostasía que contiene con respecto a la fe de los padres. Si alguien nos preguntara si no creemos que el alma unida con Jesús tenga todo lo que se pueda desear, casi negaríamos una respuesta, pues él sabe mejor. No, por supuesto, alma favorecida, teniendo aquello que ya no necesitas más; vete en paz, tres veces bendecido por Dios. Pero como la unión mística con el Hijo de Dios es un artículo de fe tan preciado y de tanto peso, deseamos que todo hombre lo trate de la forma más seria y examine si la unión que dice poseer, es realmente la misma unión mística con el Señor Jesucristo que las Escrituras prometen a los hijos de Dios, y de la que han gozado a través de los tiempos. XXV. No Una Naturaleza Divina-Humana “Yo en ellos, y Tú en mí.”—Juan xvii. 23

La unión de los creyentes con el Mediador es, entre todas las materias de la fe, la más tierna, invisible, imperceptible a los sentidos, e insondable; escapa a toda visión interior; rehúsa ser dividida o ser representada de cualquier forma objetiva; en el sentido más completo de la palabra, es mística—unio mystica, como lo llamó Calvino, siguiendo el ejemplo de la Iglesia primitiva. Aun así, no obstante cuan misteriosa sea, ningún hombre está en libertad de interpretarla de acuerdo a sus propias nociones; de hecho, es necesaria una fuerte vigilancia para que no se efectúe un contrabando injurioso al interior del santuario divino, bajo una apariencia piadosa de este místico amor. Hemos, por lo tanto, alzado nuestra voz contra las falsas representaciones de las sectas místicas anteriores y la de los teóricos éticos del tiempo presente. Expliquemos primero las enseñanzas éticas sobre este punto. Sus creencias comienzan de la antítesis existente entre Dios y el hombre. Dios es el Creador; el hombre, una criatura. Dios es infinito; el hombre es finito. Dios habita en lo eterno; el hombre habita en lo temporal. Dios es santo; el hombre es impío, etc. Mientras existan todos estos contrastes, así enseñan ellos, no puede haber unidad, no puede haber reconciliación, no puede haber armonía. Así como la filosofía panteísta acostumbraba hablar de tres etapas sobre las cuales fluye el curso de la vida: primero, aquella de la proposición (tesis), luego aquella del contraste (antítesis), y finalmente, aquella de la reconciliación, combinación (síntesis)—de igual modo los éticos, enseñan que entre Dios y el hombre, existen estas tres: tesis, antítesis y síntesis. En el primer lugar, está Dios. Ésta es la tesis, la proposición. Opuesto a esta tesis en Dios, la antítesis, el contraste, aparece en el hombre. Esta tesis y antítesis encuentran su reconciliación, síntesis, en el Mediador, quien es a la vez finito e infinito, quien carga con nuestra culpa, santo, temporal y eterno. Es sólo recientemente que citamos la siguiente oración del pequeño libro del profesor Gunnings, “El Mediador entre Dios y el Hombre” (Pág. 28): “Jesucristo es el Mediador equidistante entre los judíos y los gentiles; y también entre todas las cosas que necesiten mediación y reconciliación; y entre Dios y el hombre, espíritu y cuerpo, cielo y tierra, tiempo y eternidad.” Esta representación contiene el error fundamental de la teología ética. Ella interfiere con los límites que Dios ha establecido. Los borra. Provoca que finalmente todos los contrastes desaparezcan y, por este mismo hecho, se convierta, sin quererlo, en el instrumento divulgador del panteísmo de la escuela filosófica. Sin entender este sistema, uno puede enamorarse fuertemente de él. Este fermento panteísta está fuertemente asentado en nuestro corazón pecaminoso. Las aguas del panteísmo son dulces, su sabor religioso es peculiarmente agradable. Hay una intoxicación espiritual en este vaso; y una vez embriagado, el alma pierde su deseo por la sobria claridad de la divina Palabra. Para escapar de los embrujadores encantos panteístas, uno necesita la estimulación de una experiencia amarga. Una vez despierta, el alma se alarma ante el temible peligro a la cual la sirena lo expuso. No, el contraste entre Dios y el hombre no debe cesar; el contraste entre el cielo y la tierra no se puede colocar sobre la misma línea que la de los judíos y gentiles; el contraste entre lo finito e infinito no debe ser borrado por el Mediador. El tiempo y la eternidad no se deben establecer como idénticos. Deben ser traídos a reconciliación por el pecador. Eso es todo y nada más. “Poner al alcance la reconciliación” es la obra asignada al Mediador y eso solamente. Y esa reconciliación no es entre el tiempo y la eternidad, el infinito y lo finito, sino exclusivamente entre una criatura pecaminosa y el Santo Creador. Es una reconciliación que no podría haber ocurrido si el hombre no hubiera caído; es necesaria solamente por su caída; una reconciliación no esencial al ser de Cristo, sino Suya per accidents, vale decir, por algo independiente de Su ser. Y ya que la esencia de la verdadera santidad se basa no en la remoción de los límites y contrastes establecidos divinamente, sino en la profunda reverencia por la misma; y en este terreno, la criatura diferenciada del Creador, no se puede sentir a sí misma como uno con Él,

sino absolutamente distinta de Él, queda en claro que este error de los éticos afecta la esencia de la santidad. La iglesia de los primeros tiempos descubrió este mismo principio en Origen, y subsiguientemente en Eutico; y nuestros padres del último siglo lo encontraron en Hernhutters y fuertemente se opusieron a él. Sólo porque carecemos de conocimiento e inteligencia, estas doctrinas éticas han sido capaces de esparcir tan rápidamente aquí, en Alemania, Suiza e incluso en Escocia, su tendencia panteísta sin que nos demos cuenta. ¿Y cómo afecta este mal a su cristología? La afecta en tal medida que es enteramente diferente de aquella de las iglesias reformadas. Aunque nos dicen: “No estamos de acuerdo en nuestra visión de las Escrituras, pero estamos de acuerdo en nuestra confesión de Cristo,” esto es absolutamente falso. Su Cristo no es el Cristo de las iglesias reformadas. El Cristo, de las iglesias reformadas, de acuerdo a las Escrituras y a la iglesia ortodoxa de todos los tiempos, lo confiesan a Él, como Hijo de Dios, eterno Partícipe de la naturaleza divina, quien en el tiempo, en adición a la naturaleza divina, adoptó la naturaleza humana, uniendo estas dos naturalezas, en la unidad de una persona. Él las une de tal manera, sin embargo, que estas naturalezas continúan cada una por sí mismas, no se funden y no comunican los atributos de uno al otro. Por consiguiente, dos naturalezas se unen íntimamente, en la unidad de una persona, pero continuando hasta el final, e incluso ahora en el cielo, en dos naturalezas, cada una con sus propiedades particulares. “Él es uno, no por conversión de la Divinidad en carne, sino al tomando la condición humana y llevándola a Dios” (Confesión de Atanasio, art. 35). Y nuevamente: “Él es uno, no por mezcla de sustancias, sino por unidad de persona” (art. 36). De igual manera, confesamos en el artículo 19 de nuestra Confesión: “Creemos que por esta concepción la persona del Hijo está inseparablemente unida y conectada a la naturaleza humana, de modo que no hay dos Hijos de Dios, no dos personas, sino dos naturaleza unidas en una misma persona; mas cada naturaleza retiene sus propiedades distintivas. Entonces, tal como la naturaleza divina se ha mantenido siempre increada, sin comienzo de días o fin de la vida, llenando el cielo y la tierra; de igual modo, tampoco la naturaleza humana ha perdido sus propiedades, sino que ha permanecido siendo criatura, teniendo principio de días, teniendo naturaleza finita y reteniendo todas las propiedades de un cuerpo real. Y aun cuando Él, por Su resurrección, ha dado inmortalidad al mismo hombre, sin embargo, Él no ha cambiado la realidad de Su naturaleza humana, por mucho que nuestra salvación y resurrección también dependan de la realidad de Su cuerpo. Pero estas dos naturalezas fueron unidas tan cercanamente en una persona que no fueron separadas ni aun por Su muerte.” Esta clara confesión, que la iglesia ortodoxa ha defendido siempre contra los eutiquianos y monotelitas, y que en particular nuestras iglesias reformadas han mantenido en oposición a los luteranos y místicos, se opone a la visión de los éticos a lo largo de toda línea. El reciente profesor Chantepie de la Saussaye dijo claramente en su discurso inaugural que era imposible mantener la antigua representación en este punto, que también era mantenida por nuestra Confesión; y que su confesión acerca el Mediador era otra. Por consiguiente, el ala ética se desvía de los antiguos caminos, no sólo en cuanto las Escrituras, sino que también en la confesión sobre la persona del Libertador. Enseña lo que las iglesias reformadas han negado siempre, y niegan lo que las iglesias reformadas han mantenido siempre, en oposición a las iglesias menos correctas en sus visiones. Por la influencia que el entrenamiento de Schleiermacher entre los hermanos moravos, y su desarrollo panteísta y dogmática luterana han ejercido sobre los éticos, ellos predican a un Cristo que no es el Cristo ante el cual la iglesia ortodoxa de todo los tiempos ha doblado la rodilla; y cuya confesión ha sido siempre preservada incorrupta por los reformados y, especialmente por nuestros teólogos nacionales. Pues sus conclusiones son las siguientes: 1ro. Que la encarnación del Hijo de Dios debió haber ocurrido, aun si Adán no hubiera pecado. 2do. Que Él es el Mediador no sólo entre el pecador y el Santo Dios, sino que también entre lo finito y lo infinito. 3ro. Que las dos naturalezas se mezclan y comunican sus atributos uno al otro en tal medida que de Él, que es tanto Dios y hombre, procede aquello que es divino-humano. 4° Que esta naturaleza divina-humana también es comunicada a los creyentes.

Este error se reconoce inmediatamente por el uso de la palabra divino-humano. No es que condenemos su uso en toda instancia. Al contrario, cuando no se refiere a las naturalezas sino a la persona, su uso es legítimo, porque en la misma persona las dos naturalezas están inseparablemente unidas. Sin embargo, en nuestros tiempos es mejor ser cautelosos con dicha palabra. Divino-humano tiene actualmente un significado panteísta, denotando que el contraste existente entre Dios y hombre no existió en Jesús, pero que en Él, la antítesis entre lo divino y lo humano no se encontró. Esto es totalmente antibíblico, y resulta ser, en sus consecuencias finales, pura teosofía. Pues de hecho el resultado es una fusión de las dos naturalezas: una naturaleza divina en Dios y una naturaleza humana en el hombre, y una naturaleza divina-humana en el Mediador. De modo que, si el hombre no hubiera caído, el Mediador habría aparecido aun así en una naturaleza divina-humana. Esta es una doctrina verdaderamente horrenda. Pone en lugar del Salvador de nuestros pecados, a otra persona enteramente diferente; el contraste entre el Creador y la criatura desaparece; la naturaleza divina-humana del Cristo se coloca realmente por encima de la naturaleza divina misma. Porque el Mediador en su naturaleza divino-humana posee algo de lo cual carece en la naturaleza divina, o sea, su reconciliación con los humanos. Esto muestra cuánto más lejos de lo que generalmente se cree se han apartado los éticos de la pura confesión del Señor Jesucristo. Según ellos, hay en la persona del Mediador un tipo de nueva naturaleza, un tipo de tercera naturaleza, un tipo de naturaleza superior, que se llama “humano-divina.” La unión con Cristo se encuentra (no subjetivamente, sino objetivamente) en el hecho que el Señor Jesucristo vierte en nosotros ese nuevo, tercer y superior tipo, es decir, la naturaleza divino-humana. Por consiguiente, los regenerados son los que han recibido este nuevo, tercer y superior tipo de naturaleza. Esto no tiene conexión con el pecado, pero habría aparecido aún en la ausencia de pecado. La reconciliación de los pecadores es algo adicional, y no toca las raíces de esta materia. La real y principal cosa es, que el Mediador entre lo “finito y lo infinito” (para usar las mismas palabras del profesor Gunning) imparte esta nueva, tercera y superior naturaleza divinohumana, sobre los que tenemos la naturaleza menor, la naturaleza humana. No es que la naturaleza humana deba removerse, y que la naturaleza divino-humana tome su lugar. No, por supuesto; pero, de acuerdo a los teólogos éticos, la naturaleza humana está originalmente planeada y destinada a ser ennoblecida, refinada y exaltada de esta forma. Y tal como la estaca de la planta, bajo la influencia del sol desarrolla y produce flores de selección, de igual forma la naturaleza humana se desarrolla y despliega, bajo la influencia del Sol de la Justicia, hacia su superior naturaleza. Que esto deba lograrse por medio de la regeneración es por causa del pecado. Si no hubiera existido caída en el paraíso, y ningún pecado después de la caída, no habría existido regeneración, y nuestra naturaleza caída de menor grado habría pasado espontáneamente a esa naturaleza superior de tipo divino-humana. Y esto es, en el círculo de los éticos, la base de una mucho más elogiada unio mystica con el Cristo. La iglesia invisible es, de acuerdo a su punto de vista, aquel círculo de personas en los cuales esta superior y más noble tintura de vida se ha inculcado, y otros no tan favorecidos todavía permanecen sin ella. De ahí, su falta de aprecio por las iglesias visibles; pues, ¿no es la tintura divino-humana de la vida lo que determina a este círculo? Por eso su preferencia por lo “inconsciente”; la confesión consciente y expresión del pensamiento es irrelevante; el asunto principal es estar dotado de esta nueva, superior y más refinada naturaleza divino-humana. Esto explica su postura, generalmente altanera, hacia aquellos que no comparten sus opiniones. Ellos pertenecen a una suerte de aristocracia espiritual; son de más noble descendencia, están relacionados con formas más refinadas, viviendo una vida superior, desde la cual con ojos compasivos, miran hacia abajo a aquellos que no sueñan sus sueños de vida con tintes superiores. Baste con decir aquí que las iglesias reformadas no pueden avalar esta representación de la unio mystica, sino que deben rechazarla positivamente.

XXVI. La Unión Mística con Emanuel “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria.”—Colosenses i. 27. La unión de los creyentes con Cristo, su Cabeza, no se pone en efecto por el inculcar en el alma una tintura de vida divino-humana. No hay vida divino-humana. Hay una muy santa Persona que unifica en sí mismo la vida divina y humana; pero ambas naturalezas se mantienen sin mezclarse, sin fusionarse ni homogenizarse, reteniendo cada una sus propias propiedades; y como no hay una vida divino-humana en Jesús, no puede instaurarlas en nosotros. Debemos reconocer de corazón, que hay una cierta conformidad y similitud entre la naturaleza divina y la humana, porque el hombre fue creado a imagen de Dios: por eso San Pedro podía decir: “para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro i. 4); pero de acuerdo a todos los expositores cuerdos, esto sólo significa que al pecador se le imparten los atributos de rectitud y santidad, que originalmente él poseyó en su propia naturaleza en común con la naturaleza divina, pero que perdió por el pecado. Comparado con la naturaleza de las cosas materiales y con aquella de los animales y demonios, hay ciertamente una característica de similitud entre la naturaleza divina y la humana, pero esto no se debe entender como si borrara los límites entre la naturaleza divina y humana. Por consiguiente, no dejemos que se abuse más de la gloriosa palabra de San Pedro con el fin de justificar un sistema filosófico que no tiene nada en común con la sobriedad y simplicidad de la Sagrada Escritura. Lo que San Pedro llama “ser partícipe de la naturaleza divina” se menciona en otro lugar cuando se habla de llegar a ser los hijos de Dios. Pero aun cuando Cristo es el Hijo de Dios y nosotros somos llamados hijos de Dios, esto no hace que la Filiación de Cristo y nuestra filiación se encuentren en el mismo plano y sean de la misma naturaleza. No somos más que hijos adoptados, aun cuando tenemos otros descendientes, mientras que Él es el mismo y Eterno Hijo. Mientras Él es esencialmente el eterno Hijo, partícipe de la naturaleza divina que en la unidad de Su persona se une con la naturaleza humana, nosotros somos solamente restituidos a una similitud de la naturaleza divina que hemos perdido por pecado. Por consiguiente, “ser adoptado como hijo,” y “ser el Hijo por siempre” son contrastantes, como también es lo siguiente: “tener la naturaleza divina en sí mismo,” y “ser sólo partícipes de la naturaleza divina.” El amigo que comparte el luto desconsolado de una madre, no es desconsolado mismo en sí mismo, sino que a través del amor y compasión, él se ha vuelto partícipe de ese luto. De manera similar, los creyentes, al aceptar estas grandes y preciosas promesas, se convierten en partícipes de la naturaleza divina, aun cuando en sí estén totalmente desprovistos de dicha naturaleza. Partícipe no denota que lo uno posee en sí mismo, que sea de él mismo, sino una comunicación parcial con aquello que no le pertenece a él sino a otro. Por consiguiente, esta palabra gloriosa y apostólica no debiera usarse más en su sentido panteísta. Como es ilícito decir de que somos hijos esenciales de Dios, debemos humildemente confesar, a través de Cristo, ser sus hijos adoptivos, ya que no es lícito decir que por fe nos hemos convertido en portadores de la naturaleza divina; pero debemos estar satisfechos con la confesión que, a través de nuestra hermandad de amor, Dios nos ha hecho partícipes de las emociones vitales de la naturaleza divina, hasta el punto en que nuestras capacidades humanas sean capaces de experimentarlas. Esto nos trae de vuelta a la unio mystica con Cristo, la cual, siendo un misterio impenetrable, debiera definirse suficientemente como para no hacernos caer en error. Mencionamos, por lo tanto, sus puntos vitales y así plasmamos nuestra confesión con respecto a ella: 1ro. El primer punto es que el Señor Jesús no requiere que seamos purificados ni santificados para poder unirnos a Su persona. Jesús es un Salvador no para los justos, sino para los pecadores. Y por esta razón, Él adoptó la naturaleza humana; no como lo enseñan los bautistas, por haber recibido un nuevo cuerpo creado desde el cielo, como el cuerpo paradisíaco de Adán, sino para hacerse partícipe, como los niños pequeños, de nuestra carne y huesos. Lo mismo es verdadero de Su unión con los

creyentes. Él no espera hasta que sean puros y santos, para luego desposarse espiritualmente con ellos; sino que Él se desposa de modo que se pueden convertir en puros y santos. Él es el rico novio, y el alma es la novia pobre. Él viene en las relucientes túnicas de Su rectitud y la encuentra negra, fea, en su deshonra. Él no dice, “Límpiate, hazte sabia y rica, y como novia rica, Yo me casaré contigo”; sino, “Yo te tomo a ti tal como eres; y te digo, en tu sangre, Vive. Aunque seas pobre, cazándome contigo, te haré coparticipe de Mí y de Mi tesoro. Pero un tesoro tuyo, no poseerás jamás.” Este punto se debe establecer firmemente. El Señor Jesús se une, no a los justos, sino a los pecadores. Él se casa no con los puros e inmaculados, sino con los contaminados y sucios. Cuando el santo apóstol Pablo habla de una novia que el presentará sin mancha ni arruga, él se refiere a algo enteramente diferente; no a Su matrimonio con el individuo, sino al matrimonio del Señor Jesús con su Iglesia como un todo. Mientras la Iglesia continúe en la tierra, separada de Él, ella es Su novia, hasta que en la plenitud del tiempo, terminada la separación, Él la traiga a la rica y completa comunión de la vida unificada en la gloria. 2do. El segundo punto al cual pedimos poner atención es el cuándo de dicha unión comienza. Decir que esta unio mystica es el resultado de la fe solamente, es sólo parcialmente correcto. Porque las Escrituras enseñan muy claramente que ya estábamos en el Señor Jesús cuando Él murió en el Calvario, y cuando Él resucitó de entre los muertos; que ascendimos con Él al cielo y que por dieciocho siglos hemos estado sentados con Él, a la diestra de Dios. Por consiguiente, debemos distinguir cuidadosamente entre las cinco etapas por las cuales se despliega la unión con Emanuel. La primera de estas cinco etapas yace en el decreto de Dios. Desde el mismo momento en que el Padre nos entregó a Su Hijo, fuimos realmente de Él, y se estableció una relación entre Él y nosotros, no débil ni floja, sino muy profunda y extensa, de modo que todas las relaciones subsiguientes con Emanuel surgen solamente de esta fundamental relación de raíz. La segunda etapa está en la Encarnación, cuando, adoptando nuestra carne y entrando en nuestra naturaleza, Él hace de esa relación esencial y preexistente algo real; cuando el vínculo de la voluntad divina pasa, o sea, desde el decreto a la existencia real. Cristo en carne lleva a todos los creyentes en las ancas de Su gracia, como Adán llevó a todos los hijos del hombre en las ancas de su carne. Por consiguiente, las Escrituras enseñan, no figurativamente ni metafóricamente, sino en el sentido real, que cuando Jesús murió y resucitó, nosotros morimos y resucitamos con Él y en Él. La tercera etapa comienza cuando nosotros mismos, no aparecemos en nuestro nacimiento, sino en nuestra regeneración; cuando el Señor Dios comienza a obrar sobrenaturalmente en nuestras almas; cuando en la hora del amor, el Amor Eterno concibe en nosotros al hijo de Dios. Hasta entonces, la unión mística se ocultaba en el decreto y en el Mediador; pero, en la regeneración y por medio de ella, aparece la persona con quien el Señor Jesús lo establecerá. Sin embargo, no la regeneración primero y luego algo nuevo; es decir, unión con Cristo, sino que en el mismo momento de concretarse la regeneración, esa unión se vuelve un hecho internamente acabado. Esta tercera etapa debe distinguirse cuidadosamente de la cuarta, que no comienza con el avivamiento, sino con el primer ejercicio consciente de fe, puesto que, aun cuando la facultad de fe fue implantada en la regeneración, puede permanecer inactiva por largo tiempo; y sólo cuando el Espíritu Santo le permite actuar, produciendo una fe genuina y la conversión en nosotros, se establece subjetivamente la unión con Cristo. Esta unión no es el fruto subsecuente de un mayor grado de santidad, pero coincide con el primer ejercicio de la fe. La fe que no vive en Cristo no es fe, sino su opuesto. La fe genuina se forja en nosotros por el Espíritu Santo y todo lo que Él imparte en nosotros lo obtiene de Cristo. Por consiguiente, puede haber una aparente o pretendida fe, sin la unión con Cristo, pero no una fe real. Por lo tanto, es un hecho cierto que el primer suspiro del alma, en su primer ejercicio de fe, resulta de la maravillosa unión del alma con su Garante. No negamos, sin embargo, que hay un incremento gradual de la realización consciente, de un sentir vívido y de un regocijo libre de esta unión. Un niño posee a su madre desde el primer

momento de su existencia; pero el sensato regocijo en el amor de su madre despierta gradualmente, y se incrementa con los años hasta que él plenamente sabe del tesoro que Dios le ha dado en su madre. Y así, la consciencia y el regocijo de lo que tenemos en nuestro Salvador se hace gradualmente más clara y profunda, hasta que llega un momento que nos damos cuenta plenamente cuán ricos Dios nos ha hecho en Jesús. Y por esto, muchos llegan a pensar que su unión con Cristo se remonta a ese momento. Esto es así sólo aparentemente. Aun cuando pueden volverse completamente conscientes de su tesoro en Cristo, la unión misma existía (incluso subjetivamente) desde el momento de su primer grito de fe. Esto nos lleva a la quinta y última etapa, o sea, la muerte. Regocijándonos en Él con alegría innombrable y plena de gloria, y aún no viéndole a Él, queda mucho más por desear. Por consiguiente, nuestra unión con Él no logra su máximo despliegue hasta que toda carencia haya sido suplida y lo veamos a Él como es; y en esa visión de gozo seremos como Él, porque entonces nos dará todo lo que tiene. Por consiguiente, la fe nos hace partícipes primero de Él mismo y luego de todos sus regalos, como el Catecismo de Heidelberg, claramente lo enseña. 3ro. El tercer punto hacia el cual enfocamos nuestra atención, es la naturaleza de esta unión con Emanuel. Tiene una naturaleza peculiar a sí misma; puede compararse con otras uniones, pero no puede explicarse completamente por ellas. Magnífica es la unión entre el cuerpo y el alma; más magnífica aun es la unión sacramental del Sagrado Bautismo y la Cena del Señor; igual de magnífica es la unión vital entre la madre y el hijo en su sangre, así como la unión entre la vid y sus ramas en crecimiento; magnífica la unión de marido y mujer; y mucho más magnífica la unión con el Espíritu Santo, establecida por Su morada en nosotros. Pero la unión con Emanuel es distinta a todas estas. Es una unión invisible e intangible; el oído no la percibe o falla en percibirla y elude toda investigación; sin embargo, es una unión y comunión real, por la cual la vida del Señor Jesús nos afecta y controla directamente. Al igual que el bebé nonato que vive en la sangre de la madre, cuyo corazón late fuera de él, así vivimos nosotros en la vida de Cristo, cuyo corazón late, no en nuestra alma, sino fuera de nosotros, en el cielo de arriba, en Cristo Jesús. 4to. En el cuarto lugar, aun cuando la unión con Cristo coincide con nuestra relación de pacto con Él como Cabeza, aun así, no es idéntica a ella. Nuestras relaciones de comunión con Cristo son muchas. Hay una hermandad de sentimiento e inclinación, de apego y cariño; somos discípulos del Profeta, somos Su posesión comprada con Su sangre, los súbditos del Rey y miembros del Pacto de Gracia, del cual Él es Cabeza. Pero en vez de absorber la unio mystica, todas ellas se basan en esto. Sin este vínculo verdadero, todos los demás son sólo imaginarios. Por consiguiente, mientras sabemos, sentimos y confesamos que es glorioso estar escondidos de forma segura bajo en la Cabeza de la Alianza, es más dulce, más precioso y delicioso vivir en la mística comunión del Amor. Notas

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

↑ Para ver el sentido con que el autor trata el Metodismo, vea la sección 5 del Prefacio. ↑ [Prov. xx. 12] ↑ Ver la explicación de Metodismo en la sección 5 del Prefacio. ↑ “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, mas ni sabes de dónde viene ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu.” ↑ San Pablo no declara en estas palabras que el recibió otro ego; al contrario, dice enfáticamente que en su ego, que continúa siendo de él, no es más el Yo quien vive, sino Cristo. ↑ “Con Cristo estoy juntamente crucificado y ya no vivo yo, más Cristo vive en mí; y lo que ahora vive en la carne lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.” ↑ † Al Menos si las palabras “con Él” son originales. ↑ “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador.” ↑ “Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano 29 Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.”

10. ↑ “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó.”

11. ↑ “y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. “

Llamamiento y Arrepentimiento XXVII. El Llamamiento de los que Han Sido Regenerados

“Y a los que predestinó, a éstos también llamó.”—Rom. viii. 30. Para poder escuchar, el pecador, que es sordo por naturaleza, debe recibir oídos que escuchen. “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” (Apoc. ii. 7, 11, 17, 29; iii. 6, 13, 22). Pero por naturaleza el pecador no pertenece a este grupo favorecido. Esta es una experiencia diaria. De dos oficinistas en la misma oficina, uno obedece al llamado y el otro lo rechaza; no porque lo desprecie, sino porque no escucha el llamado de Dios en él. Por lo tanto la obra avivadora de Dios antecede a la recepción del pecador; y así él es capaz de escuchar la Palabra. La obra revitalizadora, la implantación de la capacidad de tener fe y la unión del alma con Cristo, aunque aparentemente tres hechos, son en realidad un hecho, constituyendo juntos (objetivamente) la así llamada primera gracia. Mientras esta gracia opera, el pecador es perfectamente pasivo e indiferente; es el sujeto de una acción que no involucra la más minima acción, sometimiento, ni siquiera no-resistencia de su parte. De hecho, el pecador, estando muerto en sus transgresiones y pecados, está bajo esta primera gracia como un cuerpo sin movimiento y sin alma, con todas las propiedades pasivas pertenecientes a un cadáver. Este hecho no puede ser manifestado con suficiente fuerza y énfasis. Es una pasividad absoluta. Y cada esfuerzo o inclinación para adjudicarle al pecador la más pequeña cooperación en esta primera gracia destruye el Evangelio, daña el canal de la confesión Cristiana y no sólo es una herejía sino también anti-bíblico en el sentido más profundo. Este es el punto donde es erigido el poste indicador; donde los caminos se separan, donde los hombres de la confesión purificada, o más bien, confesión reformada, se separan de sus oponentes. Habiendo manifestado este hecho de forma poderosa y definitiva, es de suma importancia afirmar con el mismo énfasis que, en todas las operaciones de gracia posteriores (denominadas segunda gracia), esta pasividad absoluta cesa debido la maravillosa obra de la primera gracia. Por lo tanto, en toda la gracia posterior el pecador, hasta cierto punto, coopera con ella. En la primera gracia el pecador es como un cadáver, absolutamente. Pero la pasividad del pecador al comienzo y su cooperación posterior no deben ser confundidas. Existe una pasividad, en línea con las Escrituras, que no puede ser exagerada, que debe ser dejada intacta; pero también existe una pasividad fingida, anti-bíblica y pecaminosa. La diferencia entre ambas no es que la primera está cooperando parcialmente y la segunda no tiene cooperación alguna. Ciertamente con tal acto temporizador, las iglesias y las almas en ellas no son inspiradas con energía y entusiasmo. No; la diferencia entre la pasividad saludable y la enfermiza consiste aquí en que la primera, que es absoluta e ilimitada, pertenece a la primera gracia, para la cual es indispensable; mientras que la segunda se aferra a la segunda gracia, en un lugar al cual no pertenece. Debe haber un entendimiento claro y profundo respecto de esta verdad, que después de todo es bastante simple. El escogido, y al mismo tiempo, pecador aún no regenerado, no puede hacer nada y la obra que debe ser llevada a cabo en él debe ser llevada a cabo por otro: Esta es la primera gracia. Pero una vez que esto ha sido logrado, él ya no es pasivo, porque algo le ha sido entregado de forma tal que, en la segunda obra de gracia, cooperará con Dios. Pero esto no implica que el pecador regenerado y escogido ahora sea capaz de hacer cualquier cosa sin Dios; o que si Dios cesara de obrar en él, la conversión y santificación ocurrirían por sí solas. Ambas representaciones son absolutamente falsas, no-reformadas y nocristianas porque le restan mérito o valor a la obra del Espíritu Santo en los escogidos. No; todo bien espiritual es por gracia hasta el final: gracia no sólo en la regeneración sino en toda etapa del camino de la vida. Desde el principio y hasta el final y a lo largo de la eternidad, el Espíritu Santo es el Obrero de la regeneración y conversión, de la justificación y cada parte de la

santificación, de la glorificación y de toda la dicha de los redimidos. Nada de esto puede ser aminorado. Pero mientras el Espíritu Santo es el único Obrero en la primera gracia, en todas las operaciones posteriores de la gracia la persona regenerada siempre coopera con Él. Por lo tanto no es verdad, como dicen algunos, que la persona regenerada es tan pasiva como la noregenerada; esto sólo le resta mérito y valor a la obra del Espíritu Santo en la primera gracia. Tampoco es cierto que de ahí en adelante la persona regenerada sea la obrera principal, sólo asistida por el Espíritu Santo; ya que esto es igualmente despectivo hacia la obra del Espíritu en la segunda gracia. Debemos oponernos y rechazar ambos errores. Porque a pesar de que, por un lado, se dice que la persona regenerada considerada fuera de Cristo, aún yace en medio de la muerte; aun así, aunque fuese considerada mil veces fuera de Cristo, ella se mantiene en Él, ya que una vez en Su mano nadie puede quitarla de allí. Y aunque, por el otro lado, la persona regenerada es constantemente amonestada con el propósito de que sea activa y diligente, aunque el caballo es quien tira, no es el caballo sino el conductor quien maneja la carreta. Guardando este último punto hasta que consideremos la santificación, consideramos ahora el llamamiento, ya que esto nos muestra de forma más clara que cualquier otra parte de la obra de la gracia, la confesión de las iglesias Reformadas respecto de la segunda gracia. Una vez que el pecador escogido ha nacido de nuevo, es decir, vitalizado, provisto de la facultad de la fe y unido con Jesús, la siguiente obra de la gracia en él es el llamamiento, algo acerca de lo cual las Escrituras hablan con tanto énfasis y tan a menudo. “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro i. 15); “Que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro ii. 9); El Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna (1 Pedro v. 10); “A lo cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tes. ii. 14); “Que os llamó a su reino y gloria” (1 Tes. ii. 12); “Os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados” (Ef. iv. 1); sin mencionar aun más: “Tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás.” (2 Pedro i. 10) En la Sagrada Escritura el llamamiento tiene, al igual que la regeneración, un sentido más amplio y otro más limitado. En el primer sentido, significa ser llamado a la gloria eterna; por lo tanto esto incluye todo lo que viene antes, es decir, el llamado al arrepentimiento, a la fe, a la santificación, a la realización del deber, a la gloria, al reino eterno, etc. Sin embargo, no estamos hablando de esto ahora. Es nuestra intención considerar el llamado en su sentido más limitado, que significa exclusivamente el llamado a través del cual somos llamados de las tinieblas a la luz; es decir, el llamado al arrepentimiento. Este llamado al arrepentimiento es puesto por muchos al mismo nivel del hecho de que Dios “atrae,” de lo cual habla Jesús, por ejemplo: “Nadie puede venir a mí, si el Padre, que me envió, no lo atrae.” (Juan vi. 44) Esto lo encontramos también en algunas palabras de San Pablo: “Nos ha librado [traducción holandesa, sacado] del poder de las tinieblas” (Col. i. 13); “Para librarnos [sacarnos] del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre.” (Gal. i. 4) Sin embargo, esto me parece menos correcto. Aquel que debe ser sacado parece no estar dispuesto a que lo hagan. Aquel que es llamado debe ser capaz de venir. El primero implica que el pecador aún es pasivo y, por lo tanto, se refiere a la operación de la primera gracia; lo segundo se ocupa del pecador mismo y lo considera capacitado para venir y, por lo tanto, pertenece a la segunda gracia. Este “llamado” es una convocación. No es meramente el llamado de alguien para decirle algo, sino un llamado que supone el mandato a venir; o un llamado implorante, como cuando San Pablo ora: “Como si Dios rogara por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.” (2 Cor. V. 20); o como en los Proverbios: “Dame, hijo mío, tu corazón.” (Prov. Xxiii. 26) Dios envía este llamado a través de los predicadores de la Palabra: no a través de la predicación independiente de hombres irresponsables sino a través de aquellos que Él mismo envía; hombres dotados de forma especial, es decir, cuyo llamado no pertenece a ellos

mismos sino a Dios. Ellos son los ministros de la Palabra, embajadores reales, en nombre del Rey de Reyes exigiendo nuestro corazón, vida y ser; sin embargo, su valor y honor dependen exclusivamente de su misión divina y de su comisión. Como el valor de un eco depende del retorno correspondiente de la palabra recibida, así también el valor, honor y significancia de ellos depende puramente de la exactitud con la cual hacen el llamado, como un eco de la Palabra de Dios. Aquel que llama como debe ser, cumple con el más alto oficio sobre la tierra; ya que se pone incluso sobre reyes y emperadores y los llama. Pero aquel que llama incorrectamente o que simplemente no llama, es como un metal que resuena; como ministro de la Palabra no tiene valor ni honor. Si es fiel a la Palabra pura, él es todo; si no lo es, entonces es nada. Tal es la responsabilidad del predicador. Esto debe ser tomado en cuenta, no sea que el Arminianismo se meta lentamente en el oficio santo. El predicador debe ser el instrumento del Espíritu Santo; aun el sermón debe ser producto del Santo Espíritu. El suponer que un predicador puede tener la más mínima autoridad, honor o significancia oficial fuera de la Palabra, es hacer que el oficio sea Arminiano; no es el Espíritu Santo sino el clérigo quien obra; el trabaja con todas sus fuerzas y el Espíritu Santo puede ser el asistente del ministro. Para evitar tal error, nuestras iglesias reformadas siempre se han desecho de la mala influencia del clericalismo. Y a través de este oficio el llamado viene desde el púlpito, en la clase catequística, en la familia, en escritos y a través de exhortaciones personales. Sin embargo, esto no ocurre siempre a través de este oficio para todo pecador. En un barco en el mar Dios puede usar un comandante piadoso para llamar a pecadores al arrepentimiento. En un hospital sin supervisión espiritual el Señor puede usar algún hombre o mujer piadosa, tanto para preocuparse por los enfermos como para hacer un llamado a sus almas al arrepentimiento. En un pueblo donde un pseudo-ministro descuida su deber, el Señor Dios puede complacerse en darle vida a las almas a través de sermones impresos y libros, a través de algún diario incluso o a través de la exhortación individual. Y aun en todos estos casos, la autoridad para hacer el llamado reposa sobre la comisión divina del ministerio de la Palabra. Porque los instrumentos del llamamiento, hayan sido personas o libros impresos, vinieron del oficio. Las personas fueron llamadas a través del oficio y ellos sólo transmitieron el mensaje divino; y los libros impresos ofrecieron en papel lo que de otra forma es escuchado en el santuario. Este llamado del Espíritu Santo viene en la predicación de la Palabra y a través de ella, y hace el llamado al pecador regenerado, de levantarse de la muerte y dejar que Cristo le de luz. No es un llamamiento de personas aún no regeneradas, simplemente porque estas personas no tienen un oído capaz de escuchar. Es cierto que la predicación de un misionero o ministro de la Palabra se dirige también a otros pero esto no entra en conflicto con lo que acabamos de mencionar. En primer lugar, debido a que también hay un llamamiento externo hacia los que no han sido regenerados, con el fin de despojarlos de alguna excusa y para mostrar que ellos no tienen un oído capaz de escuchar. Y en segundo lugar, porque el ministro de la Palabra no sabe si un hombre ha nacido de nuevo o no, por lo cual no podrá hacer diferencias. Como regla, toda persona bautizada debe ser reconocida como perteneciente a las personas regeneradas (pero no siempre convertidas); por lo cual el predicador debe llamar a cada persona bautizada al arrepentimiento, como si fuera un nacido de nuevo. Pero que nadie cometa el error de aplicar esta regla, que se aplica sólo a la Iglesia como un todo, a cada persona en la Iglesia. Esto sería el clímax de la desconsideración o un absoluto mal entendimiento de la realidad de la gracia de Dios.

XXVIII. La Venida de los Llamados

“Para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciera, no por las obras sino por el que llama.”—Rom. ix. 11. La pregunta es, si los elegidos cooperan en el llamado o no. Nosotros decimos, Sí; ya que el llamado no es llamado, en el sentido más completo de la palabra, a menos que la persona llamada pueda escuchar y escuchar tan claramente que lo impresiona, lo motiva a levantarse y obedecer a Dios. Por esta razón nuestros padres, en pos de la claridad, solían distinguir entre el llamado común y el llamado efectivo. El llamado de Dios no va dirigido sólo a los elegidos. El Señor Jesús dijo: “Muchos son los llamados, pero pocos escogidos.” (Mat. xxii. 14) Y el asunto muestra que grandes cantidades de hombres mueren sin convertirse, a pesar de ser llamados a través del llamado común externo. Tampoco este llamado externo debiese ser menospreciado o considerado como poco importante; ya que a través de él, el juicio de muchos será más duro aun en el día del juicio: “Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los Milagros que han sido hechos en vosotros, tiempo ha que en vestidos ásperos y ceniza se habrían arrepentido. Por tanto os digo que en el día del juicio será más tolerable el castigo para Tiro y para Sidón que para vosotros” (Mat. xi. 21,22); “Aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no se prepare ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes.” (Lucas xii. 47) Además, el efecto de este llamado externo a veces cala más hondo de lo que se supone generalmente y trae a alguien a veces al punto mismo de conversión real. Las personas que no han sido regeneradas no son tan insensibles a la verdad como para nunca ser tocadas por ella. Las palabra cruciales de Heb. vi., respecto de los aparentemente convertidos que incluso han gustado del don celestial, prueban lo contrario. San Pedro habla de la puerca lavada que luego vuelve a revolcarse en el cieno. Uno puede ser persuadido a ser casi un cristiano. Si no fuera porque no pudo vender sus bienes, el joven rico hubiese sido ganado para Cristo. Por lo cual el efecto del llamado común en ningún caso es tan débil ni magro como se cree comúnmente. En la parábola del sembrador, sólo la cuarta clase de oyentes pertenece a los elegidos, ya que sólo ellos dan fruto. Aun así, hay entre dos de las otras clases una considerable cantidad de crecimiento. Una de ellas incluso produce un gran tallo; sólo que no hay fruto. Y por esta razón los hombres que hacen compañía con el pueblo de Dios debieran examinar seriamente sus propios corazones, par ver si el seguimiento de la Palabra es el resultado de tener la semilla sembrada en “buena tierra”. ¡Oh, hay tanto de iluminación y aun de deleite! Y sólo para ser ahogado, porque no contienen el origen genuino de vida. A todas estar personas no-regeneradas les falta la gracia salvadora. Escuchan sólo con un entendimiento carnal. Ellos reciben la Palabra pero sólo en los prados de su imaginación nosantificada. La dejan obrar sobre su conciencia natural. Sólo actúa sobre las olas de sus emociones naturales. Así, pueden ser movidos incluso a las lágrimas y aman apasionadamente aquello que los afecta de esa forma. Sí, muchas veces hacen muchas buenas obras que son verdaderamente dignas de alabanza; incluso pueden darle sus bienes a los pobres y sus cuerpos para ser cremados. Así, su salvación es considerada como un hecho. Pero el santo apóstol destruye su esperanza por completo cuando dice: “Aunque hablaran en lenguas humanas y angélicas, aunque entendieran todos los misterios, aunque repartieran todos sus bienes para dar de comer a los pobres y aunque entregaran su cuerpo para ser quemado y no tienen amor, de nada les sirve.” Por lo tanto para ser hijo de Dios y no un metal que resuena, no son requeridos un profundo entendimiento de los misterios divinos, una imaginación emocionada, una conciencia aproblemada y olas de sentimiento, ya que todas estas cosas pueden ser experimentadas sin una real gracia del pacto; pero lo que sí se necesita es un verdadero y profundo amor operando en el corazón, iluminando y vitalizando todas estas cosas. El pecado de Adán consistió en esto, que expulsó todo el amor de Dios de su corazón. Ahora es imposible ser neutral o indiferente frente a Dios. Cuando Adán dejó de amar a Dios, él comenzó a odiarlo. Y es este odio hacia Dios que ahora existe en lo profundo del corazón de

todo hijo de Adán. Por lo tanto la conversión significa esto, que un hombre se deshace de ese odio y recibe amor en su lugar. El que desde el corazón dice, “Yo amo al Señor;” está bien. ¡Qué más podría desear! Pero mientras no haya amor por Dios, no hay nada. Porque una mera voluntad por hacer algo para Dios, aun el soportar grandes sacrificios y el ser muy piadoso y benevolente, a menos que nazca del motivo correcto, es en los más profundo nada más que un desprecio de Dios. No importa cuan hermoso sea el enchapado, todas estas aparentes buenas obras están corrompidas internamente, infestadas por el pecado y podridas. Sólo el amor imparte el verdadero sabor al sacrificio. Por lo cual el santo apóstol declara tan severa y abruptamente: “Aunque entregues tu cuerpo para ser quemado y no tienes amor, de nada te sirve.” El realizar buenas obras para ser salvo, o el obligar a Dios, o el hacer de la propia piedad algo altanero y extravagante, es un crecimiento desde la antigua raíz y en el mejor los casos una mera apariencia del amor. El valorar el verdadero amor por Dios es estar constreñido por el amor para ceder el ego personal con todo lo que es y con todo lo que contiene, y dejar que Dios sea Dios nuevamente. Y el llamado común, general y externo jamás tiene tal efecto; es incapaz de producirlo. Por esa razón dejamos a un lado el llamado común y volvemos al llamado que es particular, maravilloso, interno y eficaz; que se manifiesta a sí mismo no a todos, sino exclusivamente a los elegidos. Este llamado, que se dice es “celestial” (Heb. iii. 1), “santo” (2 Tim. i. 9), “irrevocable” (Rom. xi. 29), es “conforme al propósito de Dios” (Rom. viii. 28), es “el supremo mandamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. iii. 14) y no tiene su punto de partido en la predicación. Él que llama a través de él es Dios, no el ministro. Y este llamado se lleva a cabo a través de dos agentes, una viniendo al hombre desde afuera y el otro desde adentro. Ambos agentes son efectivos y el llamado ha cumplido su propósito y el pecador ha llegado al arrepentimiento tan pronto como la obra de estos agentes se une en el centro de su ser. Por lo tanto negamos que la persona regenerada, al escuchar la Palabra predicada, vendrá por sí misma. No entendemos de esta forma su cooperación. Si el llamado interno es suficiente, ¿cómo es que el hombre regenerado puede a veces escuchar la predicación sin levantarse, sin arrepentirse, rehusándose a dejar que Cristo le entregue luz? Pero nosotros confesamos que el llamado del hombre regenerado es dual: desde afuera por la Palabra predicada y desde adentro a través de la exhortación y la convicción del Espíritu Santo. Por lo tanto la obra del Espíritu Santo en el llamado es dual: La primera obra es, mientras Él viene con la Palabra: la Palabra que es inspirada, preparada, escrita y preservada por Él mismo, quien es Dios el Espíritu Santo. Y Él trae esa Palabra a los pecadores a través de predicadores que Él mismo ha dotado con talentos, viveza y profundo entendimiento espiritual. Y conduce tal predicación a través del canal del oficio y del desarrollo histórico de la confesión de forma tan maravillosa, que finalmente llega a él en la forma y la modalidad que se necesita para que lo afecte y lo tome por completo. En esto vemos una guía muy misteriosa por parte del Espíritu Santo. Después un predicador sabrá que, mientras el predicaba en tal iglesia y a tal hora, una persona regenerada se convirtió. Y sin embargo él no se había preparado de forma especial para ello. Frecuentemente, él ni siquiera conocía a la persona; mucho menos su condición espiritual. Y a pesar de ello, sin saberlo, sus pensamientos fueron guiados y sus palabras fueron preparadas de tal forma por el Espíritu Santo; quizás miró al hombre de manera tal que su palabra, en conexión con la operación interna del Espíritu, se convirtió para esa persona en la verdadera y concreta Palabra de Dios. Muchas veces escuchamos: “Eso fue predicado directamente a mí.” Y así lo fue. Sin embargo, se debe entender que no fue el ministro quien te predicó, ya que ni siquiera pensó en ti; sino que fue el Espíritu Santo mismo. Fue Él mismo quien obró en ti. Por lo tanto, los ministros de la Palabra debiesen ser extremadamente cuidadosos de no jactarse en lo más mínimo de las conversiones que ocurren bajo su ministerio. Cuando después de días de fracaso el pescador saca su red llena de pescados, ¿es esto causa de que

la red misma se jacte? ¿Acaso no salió vacía una y otra vez; y luego no fue casi rota en pedazos por la multitud de pescados? Decir que esto demuestra la eficiencia del predicador va en contra las Escrituras. Puede haber dos ministros, uno firme en la doctrina y el otro provisto de muy poco; y sin embargo el primero sin convertidos en su iglesia, mientras que el segundo siendo bendecido abundantemente. En esto el Señor Dios es y permanece como Señor Soberano. Él sigue de largo frente a los campeones muy bien armados del ejército de Saúl, y David, con apenas unas pocas armas, mata al gigante Goliat. Todo lo que el predicador tiene que hacer es considerar cómo, en obediencia a su Señor, puede ministrar la Palabra, dejando los resultados al Señor. Y cuando el Señor Dios le da conversiones, y Satanás susurra, “¡Que gran predicador eres, que te fue dado a ti el convertir a tantos hombres!” entonces él debe decir, “Quítate de delante de mí, Satanás,” dándole la gloria sólo al Espíritu Santo. Sin embargo, el llevar la Palabra a una persona regenerada no es el único cuidado del Espíritu Santo que ocurre de esa forma y con ese foco, sino que agrega también una segunda obra, a saber, aquella a través de la cual la Palabra predicada entra de forma efectiva al centro mismo de su corazón y vida. A través de este segundo cuidado, Él ilumina de tal forma su entendimiento natural y fortalece de tal forma su habilidad e imaginación natural, que él recibe el sentido general de la Palabra predicada y comprende exhaustivamente su contenido. Pero esto no es todo, porque aun creyentes fingidos pueden tener esto. La semilla de la Palabra logra este crecimiento también en aquellos que han recibido la semilla en los pedregales o entre los espinos. Por lo tanto, a esto se agrega la iluminación de su entendimiento, regalo maravilloso que le permite no sólo comprender el sentido general de la Palabra predicada, sino también percibir y darse cuenta que esta Palabra viene a él directamente de Dios; que afecta y condena su propio ser, causando así que él penetre dentro de la esencia escondida de ella y sienta su punzante aguijón que lleva a la convicción. Por ultimo, el Espíritu Santo emplea esta convicción—que de otra manera se desvanecería rápidamente—de forma tan extensa y severa, que finalmente el aguijón, como el buen filo de una lanceta, penetra la piel gruesa y deja al descubierto la herida infectada. Esta es una operación maravillosa en la persona que es llamada. El entendimiento general pone el asunto delante de él; la iluminación le revela su contenido; y la convicción pone la espada de doble filo sobre su corazón. Entonces, sin embargo, él tiende a alejarse de esa espada; a no dejarla penetrarlo, sino a dejarla alejarse inofensivamente del alma. Pero entonces el Espíritu Santo, en plena actividad, sigue empujando la espada de la convicción, dirigiéndola con tal fuerza hacia el alma que finalmente logra entrar y surtir efecto. Pero esto no concluye el llamamiento. Ya que después que el Espíritu Santo ha hecho todo esto, Él comienza a operar sobre la voluntad; no doblándola a la fuerza, como una barra de hierro en las fuertes manos del herrero, sino haciéndola, aunque rígida e inconmovible, flexible y dócil desde adentro. Él no podría hacer esto en las personas no-regeneradas. Pero poniendo el fundamento de todas estas operaciones posteriores del alma sobre la regeneración, Él procede a construir sobre la persona; o, tomando otra ilustración, Él extrae los brotes desde la semilla en la tierra. Ellos no aparecen por sí solos, sino que Él los extrae desde la semilla. Un grano de trigo puesto sobre un escritorio sigue siendo lo que es; pero entibiado por el sol en la tierra, el calor hace que brote. Y lo mismo ocurre aquí. La semilla vital no puede hacer nada por sí misma; sigue siendo lo que es. Pero cuando el Espíritu Santo hace que los alentadores rayos del Sol de Justicia la alumbren, entonces brota, y entonces Él extrae de ella no sólo las hojas, sino también el fruto. Por lo tanto, el sometimiento de la voluntad es el resultado de una ternura y una emoción y un afecto que brotó desde la semilla de vida que fue implantada, a través de la cual la voluntad, que en un principio era inflexible, se hizo flexible; a través de la cual aquellos que tendían hacia la izquierda fueron atraídos hacia la derecha. Y así, a través de este último hecho, la convicción, con todo lo que contiene, fue puesta en la voluntad; y esto resultó en el sometimiento del ser propio, dándole gloria a Dios.

Y de esta forma, el amor entró en el alma—un amor tierno, genuino y misterioso, cuyo éxtasis vibra en nuestros corazones a lo largo de nuestras vidas venideras. Y esto concluye la exposición de la obra divina del llamamiento. Pertenece sólo a los elegidos. Es irresistible y ningún hombre puede entorpecerla. Sin ella, ningún pecador ha pasado desde la amargura del odio a la dulzura del amor. Cuando el llamado y la regeneración coinciden, parecen ser uno; y así lo son para nuestra conciencia; pero en realidad son distintos. Difieren en este sentido, que la regeneración se lleva a cabo independientemente de la voluntad y del entendimiento; que es obrada en nosotros sin nuestra ayuda o cooperación; mientras que en el llamamiento, la voluntada y el entendimiento comienzan a actuar, y así escuchamos tanto con el oído externo como el interno y con la voluntad predispuesta estamos dispuestos a salir a la luz. XXIX. Conversión de Todos Aquellos que Vienen “Conviérteme, y seré convertido.” —Jer. xxxi. 18. El elegido, nacido de nuevo y efectivamente llamado, se convierte a sí mismo. Permanecer sin ser convertido es imposible; más bien él inclina su oído, él vuelve su rostro al Dios bendito, él es convertido en el sentido más completo de la palabra. En la conversión el hecho de la cooperación por parte del pecador salvado toma una forma clara y perceptible. En la regeneración, ésta no existía; en el llamamiento ella había comenzado; en la conversión propia se convirtió en un hecho. Cuando el Espíritu Santo regenera a un hombre, es un “Effatha,” es decir, Él abre su oído. Cuando lo llama de forma efectiva, Él le habla al oído abierto, que coopera al recibir el sonido, es decir, al escuchar. Pero ya cuando el Espíritu Santo convierte al hombre, entonces la obra del hombre se combina con la obra del Espíritu Santo y se dice: “Deje el impío su camino, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia” (Isa. lv. 7); y en otra parte: “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma.” (Sal. xix. 7) Es un hecho asombroso el que las Santas Escrituras se refieren a la conversión casi ciento cuarenta veces como una obra del hombre y sólo seis veces como una obra del Espíritu Santo. Se repite vez tras vez: “Arrepiéntete y conviértete al Señor tu Dios” (Hechos xxvi. 20); “Convertíos, hijos rebeldes, dice el Señor” (Jer. iii. 22); “Y los pecadores se convertirán a ti” (Sal. li. 13, versión holandesa); “Arrepiéntete, y haz las primeras obras” (Ap. xxvi. 20). Pero la conversión como un acto del Espíritu Santo es mencionada sólo en Sal. xix. 7, “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma”; en Jer. xxxi. 18, “Conviérteme, y seré convertido”; en Hechos xi. 18, “De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida”; Romanos ii. 4, “La benignidad de Dios te guía al arrepentimiento”; en 2 Tim. ii. 25, “Por si quizá Dios les conceda que se arrepientan”; en Heb. vi. 6, “Porque es imposible que sean renovados (los que recayeron) para arrepentimiento.” Este hecho debe ser considerado cuidadosamente. Cuando las Escrituras hablan de la conversión como una obra del Espíritu Santo apenas seis veces y como una obra del hombre ciento cuarenta veces, en la predicación se debe guardar la misma proporción. Y entonces, los predicadores que, al predicar sobre la conversión, la tratan casi invariablemente en su forma pasiva y de forma abstracta; a los cuales aparentemente les falta el coraje y la audacia para declararle a sus oyentes que es su deber convertirse a sí mismos a Dios, se equivocan groseramente. Tiene una apariencia muy piadosa pero va en contra de las Escrituras. Y sin embargo, es perfectamente natural que uno vacile al decir “Tú debe convertirte a ti mismo,” en la medida que la regeneración y la conversión son confundidas. Ya que así, la declaración, “Tú debes convertirte a ti mismo,” ignora la soberanía de Dios e implica que un pecador que está muerto aún puede hacer algo por sí mismo. Y esta es la razón por la cual los predicadores que no negarán la soberanía de Dios y que no restarán nada de lo muerto que se encuentra el pecador, temen “hablarle a oídos sordos.” De ahí que oran por la conversión de los oyentes pero no se atreven, en el Nombre del Señor, a exigírselo a ellos. Y nada puede ser restado, ya sea de la soberanía divina como de lo muerto que está el pecador. Toda exigencia de conversión con tal tendencia es Pelagianismo y debe ser

rechazada. Pero si la enseñanza de la Iglesia Reformada en cuanto a este tema es correctamente entendida, desaparece toda esta problemática. Debe ser mencionado, sin embargo, que las Escrituras, al hablar de la conversión, no siempre implican que es una conversión salvadora. La verdadera obra de salvación siempre es acompañada en su camino por un fantasma. Junto a la fe salvadora va la fe temporal; junto al llamado efectivo, el llamado común; y junto a la conversión salvadora, la conversión común. En su sentido salvador, la conversión sólo ocurre una vez en la vida del hombre, y este hecho jamás puede ser repetido. Una vez que se pasa de muerte a vida, él está vivo y jamás volverá a la muerte. La perdición no es un arroyo sobre el cual cruzan varios puentes; ni tampoco el santo, arrojado entre interminables esperanzas y miedos, cruza el puente que lleva a la vida, para eventualmente volver a través de otro a las orillas de la muerte. No; hay sólo un puente, que sólo puede ser cruzado una vez; y aquel que lo ha cruzado es guardado, por el poder de Dios, de volver atrás. Aunque todos los poderes se combinaran para atraerlo de vuelta, Dios es más fuerte que todo y nadie lo arrancará de Su mano. Declaramos esto con la mayor fuerza y de la forma más distintiva posible, ya que en este punto las almas usualmente son descarriadas. Se escucha mucho por estos días, “Tu conversión no es un hecho momentáneo sino un hecho de la vida que se repite constantemente; y ay del hombre que fracase un día en ser convertido nuevamente.” Y esto es enteramente errado. El lenguaje no debiese ser confundido de tal forma. Aunque el pequeño crece por veinte años después de que ha nacido y antes obtiene madurez, sin embargo nace sólo una vez y ni a la concepción ni al embarazo anterior, ni al crecimiento posterior, se les llama nacimiento. El límite que está fijo también debiese ser respetado en esta instancia. Es cierto que la conversión es precedida por algo más pero eso no es llamado “conversión”, sino “regeneración” y “llamamiento”; y así hay algo que sigue después de la “conversión”, pero a eso se le llama “santificación”. Sin dudas la palabra “conversión” puede ser aplicada también al regreso de hijo de Dios que ha sido convertido pero anduvo descarriado, siguiendo el ejemplo de las Escrituras; pero ahí no se refiere a la obra salvadora de la conversión sino a la continuación de la obra ya comenzada, o a un retorno no desde la muerte sino de un descarriamiento temporal. Con el fin de discriminar correctamente sobre esta materia, es necesario notar el uso cuádruple de la palabra conversión en las Escrituras.

1. “Conversión,” en su sentido más amplio, significa un abandono de la maldad y una

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disposición hacia la moralidad. En este sentido, se dice de los Ninivitas que Dios vio sus obras y que se volvieron de sus malas obras. Esto no implica, sin embargo, que todos estos Ninivitas pertenecían a los elegidos y que cada uno de ellos fue salvo. “Conversión,” en su sentido más limitado, significa conversión salvadora, como en Isa. 1v. 7: “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar.” Y nuevamente, “conversión” significa que, aun después de que es un hecho en nuestros corazones, sus principios deben ser aplicados en todos los aspectos de nuestra vida. Una persona convertida puede por un largo período seguir consintiéndose con malos hábitos y practicas poco piadosas pero gradualmente sus ojos son abiertos a la maldad y luego se arrepiente y abandona una tras otra. Así leemos en Eze. xviii. 30: “Convertíos, y apartaos de todas vuestras transgresiones.” Por último, “conversión” significa el retorno de personas convertidas a su primer amor, luego de una etapa de frialdad y debilidad en la fe, por ejemplo: “Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras” (Apo. ii. 5).

Pero en este contexto hablamos de la conversión salvadora, sobre la cual hacemos los siguientes comentarios: Primero—No es la obra espontánea de la persona regenerada. Sin el Espíritu Santo la conversión no seguiría después de la regeneración. Aun al ser llamado, él no podría venir por sí mismo. Por lo tanto, es de primordial importancia el reconocer al Espíritu Santo y el honrar Su obra y tomarla como la primera causa de la conversión, al igual que de la regeneración y del llamamiento. Tal como nadie puede orar como debe a menos que el Espíritu Santo ore en él con gemidos indecibles, así también ninguna persona regenerada y llamada puede convertirse

a sí mismo como debe a menos que el Espíritu Santo comience y termine la obra en él. La obra redentora no es como una planta que crece, aumentando por sí misma. No, si el santo es el templo de Dios, el Espíritu Santo mora en él. Y este morar dentro indica que todo lo que el santo logra es obrado en él a través de la animación del Espíritu Santo, incitado por Él y en comunión con Él. La vida implantada no es una semilla aislada dejada para enraizarse en el alma sin el Espíritu Santo y el Mediador, sino que es llevada, conservada, humedecida y alimentada en cada momento gracias a Cristo por el Espíritu Santo. Tal como los hombres no pueden hablar sin el aire y la operación de la providencia divina que vitaliza los órganos respiratorios y articulatorios, así también es imposible que el hombre que ha sido regenerado pueda vivir y hablar y actuar desde la vida nueva sin ser sostenido, incitado y animado por el Espíritu Santo. De ahí que cuando el Espíritu Santo llama a ese hombre y él se vuelve, entonces no hay la más minima parte de este acto de voluntad que no sea sostenido, incitado y animado por el Espíritu Santo. En segundo lugar—esta conversión salvadora es también la elección y acto conciente y voluntario de la persona nacida de nuevo y llamada. Aun cuando el aire y el impulso a hablar deben venir desde afuera y mis órganos de discurso deben ser sostenidos por la providencia de Dios, soy yo quien hablo. Y el Espíritu Santo obra en forma aún más fuerte en la conversión, sobre las ruedas y los mecanismos de la personalidad regenerada del hombre, de forma tal que todas Sus operaciones deben pasar a través del ego del hombre. Muchas de Sus operaciones no afectan el ego, como en el caso de Balaam. Pero no así en la conversión. Entonces el Espíritu Santo obra sólo a través nuestro. Lo que sea Su voluntad lo pone dentro de nuestra voluntad; Él causa que todas Sus acciones se hagan efectivas a través del organismo de nuestro ser. De ahí que al hombre se le debe mandar, “Conviértete a ti mismo.” El maestro alienta al alumno a hablar aunque sabe que el pequeño no podrá hacerlo sin la ayuda de la providencia divina. En la nueva vida, el ego depende del Espíritu Santo quien mora y obra en él. Pero en la conversión él no sabe nada de esta morada en su interior, ni de que él ha nacido de nuevo; y sería inútil el hablarle a él respecto de esto. Se le debe decir, “Conviértete a ti mismo.” Si la acción del Espíritu acompaña a esa palabra, el hombre ser convertirá a sí mismo; si no es así, seguirá siendo un inconverso. Pero aunque se convierta a sí mismo, no se jactará diciendo, he hecho esto yo mismo, sino que se arrodillará en agradecimiento y glorificará aquella obra divina a través de la cual él fue convertido. En estas dos cosas encontramos la evidencia de la conversión genuina: primero, el hombre animado, se convierte a sí mismo y luego él en agradecimiento le da la gloria sólo al Espíritu Santo. No es que temamos que la conversión de un hombre será entorpecida por la negligencia de alguno. En toda la obra de la gracia de Dios, Su Omnipotencia barre con todo lo que se resista, para que toda resistencia se derrita como la cera y toda fuente de orgullo huya de Su presencia. Ni la flojera ni la negligencia podrá entorpecer el paso de muerte a vida en el momento designado de una persona elegida. Pero sí hay una responsabilidad para el predicador, para el pastor, para los padres y custodios. Para ser libres de la sangre de un hombre, debemos decirle a todos los hombres que la conversión es su deber urgente; y para estar sin excusa delante de Dios, después de la conversión de tal hombre, debemos darle gracias a Dios mismo, pues es Él quien ha logrado la conversión en Su criatura y a través de ella sin nuestra ayuda.

Justificación XXX. Justificación

“Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús.”—Rom. iii. 24. El Catecismo de Heidelberg enseña que la verdadera conversión consta de estas dos partes: la muerte del hombre viejo, y la resurrección del nuevo. En esto último hay que poner atención. El Catecismo no dice que la nueva vida se origina en la conversión, sino que se levanta en la conversión. Aquello que se levanta debe existir antes. De otra forma, ¿cómo podría levantarse? Esto concuerda con nuestra afirmación de que la regeneración precede a la conversión, y que por el llamado eficaz el niño recién nacido es traído a la conversión. Procedemos ahora a considerar una materia que, perteneciendo al mismo tema y yendo paralelamente a él, se mueve, sin embargo, por una línea totalmente diferente, a saber, la justificación. En la Sagrada Escritura, la justificación ocupa el lugar más conspicuo, y es presentada como de la mayor importancia para el pecador: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Rom. iii. 23, 24). “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. v. 1); “El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Rom. iv. 25); “El cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor. i. 30). La justificación no sólo está fuertemente enfatizada en la Escritura, sino que también era el núcleo de la Reforma, que ubica esta doctrina de “justificación por fe” y claramente en oposición a las “meritorias obras de Roma.” “La justificación por fe” era en esos días la contraseña de los héroes de la fe, Martín Lutero a la cabeza. Y cuando, en el presente siglo, una santificación auto-forjada se presentó nuevamente, como el verdadero poder de redención, no fue un mérito insignificante de Köhlbrugge que él, aunque menos exhaustivamente que los reformistas, haya fijado este tema de la justificación con penetrante seriedad en la conciencia de la cristiandad. Puede haber sido superfluo para las iglesias aún verdaderamente reformadas, pero fue extremadamente oportuno para los círculos en donde la guirnalda de verdad estaba menos estrechamente tejida, y se había permitido que el sentido de justicia se tornara débil, como ocurrió parcialmente en nuestro propio país, pero especialmente más allá de nuestras fronteras. Hay grupos de hombres en Suiza y Bohemia que han escuchado, por primera vez, de la necesidad de justificación por la fe, mediante los esfuerzos de Köhlbrugge. Por la gracia de Dios, nuestra gente no se desvió tanto del camino; y donde los éticos, en gran parte por principio, cedieron este punto doctrinario, los reformados se opusieron y aún se oponen a ellos, exhortándolos con toda energía, y lo más frecuentemente posible, a no unir la justificación con la santificación. En relación a la pregunta de en qué se diferencia la justificación, por un lado, de la “regeneración,” y, por otro lado, de “el llamado y la conversión,” respondemos que la justificación enfatiza la idea de derecho. El derecho regula las relaciones entre dos personas. Donde hay una sola persona no hay derecho, simplemente porque no existen relaciones para regular. Por lo tanto, por derecho entendemos ya sea el derecho del hombre en relación al hombre, o la exigencia de Dios sobre el hombre. Es en este último sentido que empleamos la palabra derecho. El Señor es nuestro Legislador, nuestro Juez, nuestro Rey. Por lo tanto Él es absolutamente Soberano: como Legislador determinando qué es correcto; como Juez juzgando nuestro ser y nuestras obras; como Rey dispensando recompensas y castigos. Esto aclara la diferencia entre justificación y regeneración. El nuevo nacimiento, el llamado y la conversión tienen que ver con nuestro ser como pecadores o como hombres regenerados; pero la justificación tiene que ver con la relación que sostenemos con Dios, ya sea como pecadores o como nacidos de nuevo. Aparte de la cuestión de derecho, el pecador puede ser considerado como una persona enferma, que está infectado e inoculado por enfermedad. Después de nacer de nuevo él se recupera, la infección desaparece, la corrupción cesa, y nuevamente prospera. Pero esto

concierne sólo a su persona, como él está, y cuáles son sus perspectivas; no toca la cuestión de derecho. La cuestión de derecho surge cuando veo en el pecador una criatura que no es suya propia, sino perteneciente a otro. He aquí toda la diferencia. Si el hombre es para mí el factor principal, de manera que no tengo nada más a la vista que su mejoría y su liberación de la miseria, entonces el Dios Todopoderoso es un simple médico en todo este tema, al cual se le llama para brindar ayuda, y que luego de recibir Sus honorarios es despedido con muchos agradecimientos. La cuestión de derecho no entra aquí para nada. Con tal que se haga más santo al pecador, todo está bien. Por supuesto, si se le hace perfecto, tanto mejor. Entendiendo claramente, sin embargo, que el hombre no se pertenece a sí mismo, sino a otro, el tema asume un aspecto totalmente diferente. Porque entonces no puede ser como quiere o hacer lo que le plazca, sino que otro ha determinado lo que debe ser y lo que debe hacer. Y si hace o es lo contrario, es culpable de trasgresión: culpable por haberse rebelado, culpable por haber trasgredido. Por lo tanto, cuando creo en la soberanía divina, percibo al pecador de una forma totalmente diferente. Infectado y mortalmente enfermo, ha de ser compadecido y tratado amablemente; pero considerado como perteneciente a Dios, estando bajo Dios, y habiendo robado a Dios, ese mismo pecador se transforma en un trasgresor culpable. Esto es cierto en alguna medida de los animales. Cuando lazo un caballo salvaje en las praderas norteamericanas para entrenarlo, no entra en mi mente castigarlo por su salvajismo. Pero el caballo desbocado en las calles de la ciudad debe ser castigado. Es ruin; tiró a su jinete; se rehusó a ser guiado y eligió su propio camino. Por lo tanto, necesita ser castigado. Y el hombre mucho más. Cuando me encuentro con él en su loca carrera de pecado, sé que es un rebelde, que rompió las riendas, tiró a su jinete, y ahora sigue su carrera en loca rebelión. Por lo tanto, tal pecador no sólo debe ser sanado, sino castigado. No requiere sólo tratamiento médico, sino ante todo necesita tratamiento jurídico. Aparte de su enfermedad, el pecador ha cometido maldad; no hay virtud en el; ha violado el derecho; merece castigo. Supongamos, por un momento, que el pecado no hubiera tocado a esta persona, no lo hubiera corrompido, lo hubiera dejado intacto como hombre, entonces no habría existido ninguna necesidad de regeneración, de sanar, de surgir de nuevo, de santificación; no obstante, habría sido sometido a la venganza de la justicia. Por lo tanto, el caso del hombre en relación a su Dios debe ser considerado jurídicamente. No tengas miedo de esta palabra, hermano. Más bien, insiste en que sea pronunciada con el mayor énfasis posible. Debe ser enfatizada, y con mayor fuerza aun, porque por tantos años ha sido despreciada; y se ha hecho creer a las iglesias que este aspecto “jurídico” del caso no tenía importancia; que era una representación realmente no digna de Dios; que la cosa principal era traer frutos propios de arrepentimiento. Hermosa enseñanza, gradualmente empujada al mundo desde el armario de la filosofía: enseñanza que declara que la moralidad incluía el derecho y estaba muy por encima del derecho; que el “derecho” era principalmente una noción de la vida de épocas menos civilizadas y de personas crudas, pero de ninguna importancia para nuestra era ideal y al desarrollo ideal de la humanidad y del individuo; sí, que en ciertos sentidos es hasta objetable, y que jamás debería permitírsele entrar en esa santa, alta y tierna relación que existe entre Dios y el hombre. El fruto de esta pestilente filosofía es que ahora en Europa el sentido del derecho se está muriendo gradualmente por dentro. Entre las naciones asiáticas este sentido del derecho tiene mayor vitalidad que entre nosotros. El poder es nuevamente mayor que el derecho. El derecho es nuevamente el derecho de los más fuertes. Y los círculos lujosos, quienes en su atonía (Nota Ed.: Def. "falta de tono corporal o tono muscular") de espíritu en un comienzo protestaron contra lo “jurídico” en teología, descubren ahora con terror que ciertas clases en la sociedad están perdiendo más y más respeto por lo “jurídico” en el tema de la propiedad. Aun en relación a la posesión de tierra y casa, y tesoro y campos, esta nueva concepción de la vida considera lo “jurídico” una idea menos noble. ¡Amarga sátira! Ustedes que, en su desenfreno, comenzaron la mofa de lo “jurídico” en relación a Dios, encuentran su castigo ahora en el

hecho que las clases bajas comienzan la mofa de lo “jurídico” en relación a su dinero y sus bienes. ¡Sí! Y más que esto. Cuando recientemente en París una mujer fue juzgada por haber disparado y dado muerte a un hombre en el tribunal, no sólo fue absuelta por el jurado, sino que fue hecha heroína y ganadora de ovación. Aquí también otros motivos fueron considerados más valiosos, y el aspecto “jurídico” no tuvo nada que ver en ello. Y, por tanto, en el nombre de Dios y del derecho que Él ha ordenado, pedimos urgentemente que cada ministro de la Palabra, y cada hombre en su lugar, ayude y labore, con clara conciencia y energía, para detener esta disolución del derecho, con todos los medios a su disposición; y especialmente con solemnidad y efectividad a restituir a su propio lugar conspicuo el rasgo jurídico de la relación del pecador con su Dios. Cuando esto se lleve a cabo, vamos a sentir nuevamente el estímulo que causará que los músculos relajados del alma se contraigan, despertándonos de nuestra semi-inconciencia. Todo hombre, y especialmente todo miembro de la Iglesia, debe nuevamente darse cuenta de su relación jurídica con Dios ahora y para siempre; que no es simplemente un hombre o una mujer, sino una criatura perteneciente a Dios, controlada absolutamente por Dios; y culpable y punible cuando no actúe de acuerdo a la voluntad de Dios. Entendiendo esto claramente, es evidente que la regeneración y el llamado, y la conversión, ¡sí! incluso la completa reforma y santificación, no pueden ser suficientes; porque, aunque estas son muy gloriosas, y liberan al hombre de la mancha y la contaminación del pecado, y lo ayudan a no violar la ley con tanta frecuencia, sin embrago, no arreglan vuestra relación jurídica con Dios. Cuando un batallón insurgente se mete en serios problemas, y el general, enterándose de ello, los rescata con un costo de diez muertos y veinte heridos, que no se habían amotinado, y los trae de vuelta y los alimenta, ¿cree usted que eso será todo? ¿No ve usted que dicho batallón está aún sujeto a castigo con diezma? Y cuando el hombre se amotinó contra su Dios, y se metió en problemas y casi fallece de miseria, y el Señor Dios le envió ayuda para salvarlo, y lo llamó de vuelta, y el volvió, ¿podrá ser eso el fin del tema? ¿No ven claramente que todavía está sujeto a un severo castigo? En el caso de un ladrón que roba y mata, pero que al escapar se rompe una pierna, y es enviado al hospital donde es tratado, y luego sale como un inválido incapaz de repetir su crimen, ¿creen ustedes que el juez le daría su libertad diciéndole: “Ahora está sano y nunca lo hará de nuevo”? No; él será juzgado, condenado, y encarcelado. Lo mismo ocurre aquí. Porque por nuestros pecados y trasgresiones nos hayamos herido a nosotros mismos, y nos hayamos convertido en unos desdichados, y necesitemos ayuda médica, ¿es nuestra culpabilidad olvidada por esta razón? ¿Por qué, entonces, se traen estas ideas dañinas a la gente? ¿Por qué sucede que bajo el disfraz de amor se introduce un cristianismo sentimental acerca del “querido Jesús,” de que “estamos tan enfermos,” de que “el Médico anda cerca,” y de que “¡oh, cuán glorioso estar en comunión con aquel santo Mediador!”? ¿Es tan ignorante nuestra gente del hecho de que toda esta representación está diametralmente opuesta a la Sagrada Escritura—opuesta a todo lo que siempre animó la Iglesia de Cristo y la hizo fuerte? ¿No sienten que un cristianismo tan débil y esponjoso es una arcilla demasiado blanda como para hacer héroes en el Reino de Dios? ¿Y no ven que el número de hombres que son atraídos al “querido Jesús” es mucho más reducido ahora que el número que antes era atraído al Mediador del derecho, quien con Su preciosa sangre ha satisfecho completamente la paga por todos nuestros pecados? Y cuando se responde, “Eso es exactamente lo que enseñamos; ¡reconciliación en Su sangre, redención por Su muerte! ¡Todo ha sido pagado! ¡Sólo vengan a escuchar nuestras prédicas, y a cantar nuestros himnos!” entonces imploramos a los hermanos que hablan así a ponerse serios por un momento. Porque, mirad, nuestra objeción no es que ustedes nieguen la reconciliación por Su sangre, sino que, al quedarse callados respecto a la cuestión del derecho de Dios y de nuestro estado de condenación, y por quedar satisfechos con que la gente “sólo venga a Jesús,” permiten que la conciencia de la culpabilidad se desvanezca, hacen que el genuino arrepentimiento sea imposible, sustituyen un cierto descontento con uno mismo por un

rompimiento de corazón; y de esta forma, debilitan la facultad de sentir, entender, y de darse cuenta cuál es el significado de reconciliación a través de la sangre de la cruz. Es posible lograr la reconciliación sin tocar en absoluto el tema del derecho. Por algún malentendido dos amigos se han enemistado, se han separado, y se han tornado hostiles el uno al otro. Pero pueden ser reconciliarse. No necesariamente haciendo que uno reconozca que violó los derechos del otro; esa quizás nunca fue la intención. Y aunque algún derecho haya sido violado, no sería conveniente hablar del pasado; sería mejor cubrirlo con el manto de amor y mirar sólo hacia el futuro. Y tal reconciliación, si fuese exitosa, sería muy deleitable, y podría haber ahorrado tanto al reconciliado como al reconciliador gran parte del conflicto y sacrificio, plegarias y lágrimas. Y sin embargo, con todo esto, tal reconciliación no toca el tema del derecho. De esta forma nos parece que estos hermanos predican la reconciliación. Es cierto que la predican con mucha calidez e incluso ánimo; pero—y esta es nuestra queja—la consideran y la presentan como una enemistad causada por el susurro, el malentendido, y la inclinación errónea, en lugar de una violación del derecho. Y, en consecuencia, sus prédicas de reconciliación a través de la sangre de la cruz ya no causan que vibre en las almas de los hombres el profundo acorde del derecho; sino que se asemeja a la reconciliación de dos amigos, que en una hora siniestra se enemistaron. XXXI. Nuestro Estatus “Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia.”—Gen. xv. 6. El derecho afecta el estatus de un hombre. Siempre que la ley no haya demostrado su culpabilidad, no lo haya condenado ni sentenciado, su estatus legal es el de un hombre libre y respetuoso de las leyes. Pero tan pronto se comprueba su culpabilidad en la corte y el jurado lo ha condenado, pasa de aquello a un estatus de ciudadano confinado y quebrantador de leyes. Lo mismo se aplica a nuestra relación con Dios. Nuestro estatus ante Dios es aquel del justo o del injusto. En el primero, no estamos condenados o nos libramos de la condenación. Aquel que aún está bajo condena ocupa el estatus del injusto. Por lo tanto, y vale la pena destacar, el estatus de un hombre depende, no de lo que es, sino de la decisión de las autoridades competentes en relación a él; no de lo que él es en realidad, sino de cómo se le tiene en cuenta. Un empleado en una oficina siendo inocente es considerado sospechoso de malversación, y acusado ante un tribunal de justicia. Él se declara inocente; pero las sospechas en su contra son convincentes, y el juez lo condena. Ahora, a pesar de que no malversó, es en realidad inocente, se le considera culpable. Y como un hombre no determina su propio estatus, sino su soberano o su juez lo determinan por él, el estatus de este empleado, aunque inocente, es, desde el momento de su condena, el de un violador de la ley. Y lo contrario puede ocurrir con la misma probabilidad. En ausencia de evidencia condenatoria el juez puede absolver a un empleado deshonesto, quien, a pesar de ser culpable y violador de la ley, aún retiene su estatus de ciudadano honrado y respetuoso de la ley. En este caso él es indigno, pero se le considera honorable. Por lo tanto, el estatus de un hombre no depende de lo que en realidad es, sino de lo que se le considera ser. La razón es, que el estatus del hombre no tiene ninguna relación con su ser interior, sino sólo con la manera en que ha de ser tratado. Sería inútil que el mismo determinara esto, porque sus conciudadanos no lo recibirían. Aunque afirmara cien veces, “Soy un ciudadano honorable,” ellos no le prestarían ninguna atención. Pero si el juez lo declara, honorable; y ellos se atrevieran a calificarlo de deshonroso, habría un poder para mantener su estatus en contra de quienes lo atacan. Por lo tanto, la propia declaración del hombre no puede obtenerle estatus legal. Puede imaginarse o asumir un estatus de virtud, pero no tiene ninguna estabilidad, no es ningún estatus. Esto explica por qué, en nuestra propia buena tierra, el estatus legal de un hombre como ciudadano es determinado, no por él, sino únicamente por el rey, ya sea como soberano o como juez. El rey es juez, porque toda sentencia es pronunciada en su nombre; y, aunque al

poder judicial no se le puede negar cierta autoridad independiente del ejecutivo, en toda condena es la magistratura del rey la que pronuncia sentencia. De ahí que el estatus de un hombre depende únicamente de la decisión del rey. Ahora el rey ha decidido, una vez y para siempre, que todo ciudadano que no ha sido condenado por un crimen es considerado honorable. No porque todos sean honorables, sino porque serán considerados como tales. De ahí que en tanto un hombre nunca haya sido sentenciado, pasa por honorable, aunque no lo sea. Y tan pronto es sentenciado, se le considera deshonroso, aunque sea perfectamente honorable. Y de esta forma su estatus es determinado por su rey; y en ese estatus es considerado no debido a lo que él es, sino por lo que su rey lo considera ser. Aun sin el poder judicial, es el rey quien determina el estado de un hombre en la sociedad, no debido a lo que él es, sino por lo que su rey lo considera ser. El sexo de una persona no es determinado por su condición, sino por lo que el registrador de estadísticas vitales lo ha declarado ser en sus registros. Si por algún error una niña fuera registrada como niño, y por ello considerada como niño, entonces en el momento apropiado sería llamada a servir en la milicia, a no ser que el error fuera corregido, y fuera considerada como lo que ella es. Podría ser un suplantador y no el verdadero hijo del noble acaudalado, y estar está registrado bajo su nombre. Y sin embargo, no hace ninguna diferencia de quién es el hijo en realidad, porque el estado lo apoyará en todos sus derechos de herencia, pues pasa por el hijo del noble, y es considerado como su legítimo hijo. Por lo tanto, es regla en la sociedad que el estatus de un hombre sea determinado, no por su condición real, ni por su propia declaración, sino por el soberano bajo el cual se encuentra. Y este soberano tiene el poder, por su decisión, de asignar a un hombre el estatus al cual, de acuerdo a su condición, pertenece; o de ponerlo en un estatus donde no pertenece, pero al cual se considera que pertenece. Este es el caso aun en temas en que no se pueden cometer errores. Al momento de la muerte del rey y del embarazo de su viuda, se considera que existe un príncipe o una princesa, aun antes de que él o ella nazca. Y, en consecuencia, mientras el niño es aún un lactante, se le considera como dueño de grandes posesiones, aunque estas posesiones puedan perderse completamente antes que el niño sepa de ellas. Y así hay una cantidad de casos donde posición y condición, sin que haya culpa ni error, son totalmente diferentes; sencillamente porque es posible que un hombre esté en un estado dentro del cual aún no ha crecido. Solamente el rey puede determinar su propio estatus; si le place aparecer mañana de incógnito, como un conde o un barón, será relevado de los habituales honores reales. Hemos elaborado más largamente este punto porque los Éticos y los Místicos tienen a nuestra pobre gente tan enconadamente fuera del hábito de considerar con este conteo de Dios. La palabra de la Escritura, “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia,” (Gen. xv. 6 y Rom. iv. 3) ya no se comprende; o se le hace referir al mérito de la fe, que es doctrina Arminia. El Espíritu Santo a menudo habla de este ‘tener en cuenta’ de Dios: “Soy contado entre los que descienden al sepulcro” (Sal. lxxxviii. 4); “Jehová contará al inscribir a los pueblos” (Sal. lxxxvii. 6); “Y le fue contado por justicia de generación en generación para siempre” (Sal. cvi. 31). También se dice de Jesús, que “fue contado con los inicuos” (Marcos xv. 28); de Judas que “fue contado con los once”; de la incircunsición que aleja de la ley, que “Será contado ante el por circuncisión”; de Abraham que “su fe le fue contada por justicia” (Rom. iv. 3); de que “al que no obra, sino cree en Aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia,” que “su fe le es contada por justicia” (Rom. iv. 5); y a los hijos de la promesa que “son contados como descendientes” (Rom. ix. 8). Es este mismo ‘tener en cuenta’ el que parece tan incomprensible y problemático a los niños de esta época. No quieren saber nada de él. Y, tal como Roma en algún momento cortó el tendón del Evangelio al fusionar la justificación con la santificación, mezclando e igualando ambos, la gente ahora se rehúsa a escuchar otra cosa que no sea una justificación ética, que en realidad es simplemente una especie de santificación. Por ello el ‘tener en cuenta’ de Dios no significa

nada. No es tenido en cuenta. No se le asigna ningún valor o importancia. La única pregunta es qué es un hombre. La medida del valor no es otra cosa que el valor de nuestra personalidad. Y a esto nos oponemos enfáticamente. Es una negación de la justificación en su totalidad; y tal negación es esencialmente un motín y una rebelión en contra de Dios, un sustraerse de la autoridad del soberano legal. Todos aquellos que se consideran salvos porque tienen emociones santas, o porque se consideran menos pecaminosos, y profesan estar progresando en santificación—todos estos, no importa cuán distintos puedan ser en todo otro orden de cosas, poseen esto en común, que insisten en ser contados de acuerdo a sus propias declaraciones, y no de acuerdo a cómo Dios los tiene en cuenta. En vez de dejar, como criaturas dependientes que son, el honor de determinar su estatus a su Rey soberano, se sientan como jueces para determinarlo ellos mismos, por su propio progreso en buenas obras. Y no sólo esto, sino que también restan importancia a la redención que es en Cristo Jesús, y a la realidad de la culpa por la cual Él pagó. Aquel que sostiene que Dios debe contar a un hombre de acuerdo a lo que es, y no de acuerdo a cómo Dios desea contarlo, jamás podrá entender cómo el Señor Jesús pudo cargar con nuestros pecados, y ser “maldición” y “pecado” por nosotros. Debe interpretar la carga de pecados en el sentido de una camaradería física o ética, y buscar la reconciliación no en la cruz de Jesús, sino en Su pesebre, como muchos en realidad lo hacen en estos días. Y como, en esta forma, hacen impensable la carga de nuestra culpa por parte del Mediador, también hacen que la culpa heredada sea imposible. Con seguridad, dicen, hay manchas heredadas, tomadas en un sentido maniqueo, pero ninguna culpa original. Porque, ¿cómo podría asignarse a nosotros la culpa de un hombre muerto? Es evidente, por lo tanto, que por esta desconsiderada y atrevida negación del derecho de Dios, no sólo se desarticula la justificación, sino que también la estructura completa de la salvación es despojada de su fundamento. ¿Y por qué ocurre esto? ¿Es porque la conciencia humana no puede concebir la idea de ser contados de acuerdo a lo que no somos? Nuestras ilustraciones de la vida social muestran que los hombres entienden fácilmente y aceptan diariamente tal relación en los asuntos ordinarios. La causa profunda de esta incredulidad yace en el hecho de que el hombre no va a descansar en el juicio de Dios sobre él, sino que buscará descansar en su propia estimación de sí mismo; pues esta estimación se considera un escudo más seguro que el juicio de Dios respecto a él; y que, en vez de vivir con los reformadores por la fe, trata de vivir por las cosas encontradas dentro de sí. Y de esto los hombres deben regresar. Esto nos lleva de vuelta a Roma; esto es renunciar a la justificación por la fe; esto es cortar la arteria de gracia. Mucho más que en el ámbito político, debe aplicarse el sagrado principio al Reino del de los cielos, que sólo a nuestro Rey Soberano y juez pertenece la prerrogativa, por Su decisión, de determinar absolutamente nuestro estado de justicia o de injusticia. La soberanía que reposa sobre un rey terrenal es sólo prestada, derivada, e impuesta sobre él; pero la soberanía del Señor nuestro Dios es la fuente y manantial de toda autoridad y de toda fuerza vinculante. Si pertenece a la esencia misma de la soberanía, que por la decisión del gobernante por sí solo se determina el estatus de sus súbditos, entonces debe estar claro, y no puede ser de otra manera, que esta misma autoridad pertenece originalmente, en forma absoluta, y en forma suprema a nuestro Dios. A quien juzga culpable, es culpable, y debe ser tratado como culpable; y a quien declara justo es justo, y debe ser tratado como justo. Antes de entrar a Getsemaní, Jesús nuestro Rey declaró a Sus discípulos: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Jn. xv. 3). Y esta es Su declaración aun ahora, y permanecerá así para siempre. Nuestro estado, nuestro lugar, nuestra suerte por la eternidad no depende de qué somos, ni de lo que otros ven en nosotros, ni de lo que nos imaginamos o presumimos ser, sino sólo de lo

que Dios piensa de nosotros, cómo Él nos cuenta, lo que Él, el Todopoderoso y justo juez, nos declara ser. Cuando nos declara justos, cuando piensa en nosotros como justos, cuando nos cuenta como justos, entonces somos, por este hecho, Sus hijos, quienes no mentirán; y nuestra es la herencia de los justos, aunque nos encontremos en medio del pecado. Y de la misma manera, cuando Él nos pronuncia culpables en Adán, cuando en Adán nos cuenta como sujetos a la condena, entonces somos culpables, caídos, y condenados, aunque en nuestros corazones nosotros veamos sólo dulce e infantil inocencia. Sólo de esta forma se debe entender e interpretar que el Señor Jesús haya sido contado con los inicuos, a pesar de ser santo; hecho pecado, a pesar de ser la Justicia viviente; y declarado maldición en nuestro lugar, a pesar de ser Emanuel. En los días de Su carne fue contado con los inicuos y pecadores, fue puesto en el estado de ellos, y fue tratado en consecuencia; como tal, el peso de la ira de Dios cayó sobre Él, y como tal Su Padre lo abandonó, y lo entregó a la más amarga muerte. Sólo en la resurrección fue restaurado al estatus de los justos, y así fue levantado para nuestra justificación. ¡Oh, cuán profundo va este tema! Cuando al Señor Dios se le atribuye nuevamente su prerrogativa soberana de determinar el estatus de un hombre, entonces cada misterio de la Escritura asume su justo lugar; pero cuando no, entonces todo el camino de salvación debe ser falso. Finalmente, si uno dijera: “Un soberano terrenal puede estar errado, pero no Dios; por lo tanto, Dios debe asignar a todo hombre un estatus de acuerdo a su obra”; entonces respondemos: “Esto sería así, si la gracia omnipotente de Dios no fuera irresistible.” Pero como lo es, no estás estimado por Dios de acuerdo a lo que eres, sino por lo que Dios estima que eres. XXXII. Justificación desde la Eternidad “La justicia que es de Dios por la fe.”—Fil. iii. 9. Se ha hecho evidente que el tema que nos concierne más cercanamente es, no si somos más o menos santos, sino si es que nuestro estatus es aquel del justo o del injusto; y que esto es determinado, no por lo que somos en un momento dado, sino por Dios como nuestro Soberano y Juez. En la creación de Adán Dios nos puso, sin ningún mérito precedente de nuestra parte, en el estado de justicia original. Después de la caída, de acuerdo a la misma prerrogativa soberana, nos puso, como descendientes de Adán, en el estado de injusticia, imputando la culpa de Adán a cada uno personalmente. Y exactamente de la misma manera ahora justifica al impío, es decir, lo ubica, sin mérito alguno previo de su parte, en el estado de justicia de acuerdo a Su propia santa e inviolable prerrogativa. En la creación, Dios no esperó primero para ver si el hombre desarrollaría las santidad por sí mismo, para declararlo justo sobre la base de esta santidad; sino que lo declaró originalmente justo, aún antes que siquiera hubiera una posibilidad de su parte para mostrar un deseo de santidad. Y después de la caída, Él no esperó a ver si es que el pecado se manifestaría en nosotros para asignarnos el estado de injusticia sobre la base de este pecado; sino que antes de nuestro nacimiento, antes que hubiera una posibilidad de pecado personal, Él nos declaró culpables. Y de la misma manera, Dios no espera a ver si un pecador muestra señales de conversión para restaurarlo al honor de una persona justa, sino que declara justo al impío antes de que haya tenido la más mínima posibilidad de hacer una buena obra. Por lo tanto, hay una línea divisoria entre nuestra santificación y nuestra justificación. La primera tiene que ver con la calidad de nuestro ser, depende de nuestra fe, y no puede realizarse fuera de nosotros. Pero la justificación se lleva a cabo fuera de nosotros, independientemente de lo que somos, dependiente sólo de la decisión de Dios, nuestro juez y Soberano; de tal manera que la justificación precede a la santificación, lo segundo procediendo de lo primero como un resultado necesario. Dios no nos justifica porque nos estamos volviendo

más santos, sino que cuando Él nos ha justificado crecemos en santidad: “Estando ya justificados en Su sangre, por Él seremos salvos de la ira” (Rom. v. 9). No debería existir jamás la más mínima duda respecto a este tema. Todo esfuerzo por revertir este orden establecido por la Escritura debe ser seriamente resistido. Esta gloriosa confesión, declarada con tanto poder a las almas de los hombres en los días de la Reforma, debe conservar esa preciosa joya, para ser transmitida intacta por nosotros a nuestra posteridad como una sagrada herencia. Mientras nosotros mismos no hayamos entrado aún a la Nueva Jerusalén, nuestro consuelo jamás deberá fundarse en nuestra santificación, sino exclusivamente en nuestra justificación. Aunque nuestra santificación estuviera muy avanzada, mientras no seamos justificados permanecemos en nuestro pecado y estamos perdidos. Y si un pecador justificado muere inmediatamente después que su justificación ha sido sellada en su alma, puede gritar de alegría, porque, a pesar del infierno y de Satanás, está seguro de su salvación. El profundo significado de esta confesión es tenuemente discernible en nuestras relaciones terrenales. Para poder hacer negocios en el piso de la bolsa, un corredor debe ser un ciudadano honorable. Si es condenado por un crimen, justa o injustamente, será expulsado de la bolsa, aunque sea diez veces más honesto que otros cuyas transacciones fraudulentas nunca han sido descubiertas. ¿Y cómo podrá este hombre deshonrado ser restaurado a su anterior posición? ¿Sobre la base de futuras transacciones de negocios honradas? Eso está fuera de discusión; porque mientras se le cuente como deshonroso, no tiene permitido hacer negocios en el piso. Por lo tanto, no puede demostrar su honradez con transacción alguna en la bolsa o en el mercado. De manera que para comenzar de nuevo, primero debe ser declarado como hombre honorable. Entonces, y no antes, puede establecer su negocio una vez más. Llámese a este hacer negocios santificación, y a esta declaración de ser un hombre de honor justificación, y el tema quedará ilustrado. Porque tal como este mercader, al ser declarado deshonroso, no puede hacer negocios mientras continúe en ese estado, y debe ser declarado honorable antes de que pueda comenzar de nuevo, también un pecador no puede realizar buenas obras mientras se le cuente como perdido. Por lo tanto, primero debe ser declarado como justo por su Dios, para poder realizar el honorable negocio de la santificación. Para demostrar que esto se lleva a cabo absolutamente sin nuestro propio mérito, haciendo o no haciendo, y completamente sin nuestra condición real, nos referimos a la prerrogativa real de conceder perdón y restitución. Aunque, entre nosotros, las decisiones del poder judicial se entregan en el nombre del rey, y no por el rey mismo, es imaginable una cierta oposición entre el rey y el poder judicial. Puede ocurrir que el poder judicial declare culpable y deshonroso a un hombre, a quien el rey desea que no se le declare de esa manera. Para mantener inviolada la majestad de la corona en tales casos, la prerrogativa de otorgar perdón y restitución es retenida por casi todas las cabezas coronadas; una prerrogativa que en la actualidad está estrechamente circunscrita pero que, no obstante, representa aún la idea exaltada de que la decisión del rey, y no nuestra efectiva condición, determina nuestra suerte. De ahí que un rey pueda conceder perdón, es decir, remitir la pena y liberar al culpable de todas las consecuencias de su crimen; o, aún más poderosamente, otorgar la restitución, es decir, pueda restaurar al acusado y condenado a la condición de uno que jamás fue declarado culpable. Y esta exaltada prerrogativa real, de la cual, debido al pecado, no queda en los reyes terrenales sino una leve sombra, es el inviolable derecho en el que Dios se regocija, siendo Él mismo la Fuente y la Idea que abarca toda majestuosidad. No tú, sino Él quien determina lo que será Su criatura; por lo tanto, Él dispone soberanamente, por la palabra de Su boca, el estatus donde te ubicarás, ya sea de justicia o de injusticia. También es evidente que la justificación del pecador no necesita esperar hasta que esté convertido, ni hasta que se haya vuelto consciente, ni siquiera hasta que haya nacido. Esto no podría ser si la justificación dependiera de algo dentro de él. Entonces no podría ser justificado antes que existiera y hubiera hecho algo. Pero si la justificación no está ligada a nada en él, entonces toda esta limitación debe desaparecer, y el Señor nuestro Dios puede ser soberanamente libre para otorgar esta justificación en cualquier momento que se le plazca. De ahí que la Sagrada Escritura revela la justificación como un eterno acto de Dios, es decir, un acto que no está limitado por ningún momento en la existencia humana. Es por esta razón que el hijo de Dios, buscando penetrar en esa gloriosa y exquisita realidad de su justificación, no se siente limitado al momento de su conversión, sino siente que esta bienaventuranza fluye hacia él desde las eternas profundidades de la vida oculta de Dios.

Debe ser, por lo tanto, abiertamente confesado, y sin abreviación alguna, que la justificación no ocurre cuando nos volvemos conscientes de ella, sino que, por el contrario, nuestra justificación ya ha sido decidida desde la eternidad en el tribunal sagrado de nuestro Dios. Hay, indudablemente, un momento en nuestra vida cuando por primera vez la justificación es publicada a nuestra conciencia; pero seamos cuidadosos en distinguir a la justificación misma de su publicación. Nuestro nombre de pila fue seleccionado y aplicado a nosotros mucho antes de que nosotros, con clara conciencia, lo conocimos como nuestro nombre; y aunque hubo un momento en que se tornó una viva realidad para nosotros y fue llamado por primera vez en el oído de nuestra conciencia, ningún hombre sería tan necio de imaginar que fue entonces cuando en realidad recibió ese nombre. Y en este caso es lo mismo. Hay un cierto momento en que la justificación se convierte en un hecho vivo para nuestra conciencia; pero para transformarse en un hecho viviente, tiene que haber existido antes. No nace de nuestra conciencia; es reflejada en ella, y por lo tanto debe tener un ser y un valor en sí misma. Aun un niño elegido que muere en la cuna es declarado justo, aunque el conocimiento o la conciencia de su justificación jamás hayan penetrado en su alma. Y las personas escogidas, convertidas, como el ladrón en la cruz, con su último suspiro, pueden apenas ser sensibles a su justificación y, sin embargo, entran a la vida eterna exclusivamente sobre la base de su justificación. Tomando una analogía de la vida diaria, a un hombre condenado durante su ausencia en tierras foráneas le fue concedido el perdón a través de la intercesión de sus amigos, absolutamente sin su conocimiento. Este perdón, ¿se hace efectivo cuando, mucho después, la buena noticia le llega, o cuando el rey firma el perdón? La respuesta es, por supuesto, el segundo caso. Asimismo, la justificación de los hijos de Dios se hace efectiva, no en el día en que por primera vez es publicada a sus conciencias, sino al momento en que Dios en Su tribunal sagrado los declara justos. Pero—y esto no debe ser pasado por alto—esta publicación en la conciencia de la persona misma debe necesariamente venir a continuación; y esto nos trae de vuelta nuevamente a la obra especial del Espíritu Santo. Porque si en el sistema judicial de Dios es más particularmente el Padre el que justifica a los impíos, y en la preparación de la salvación es más particularmente el Hijo quien en Su Encarnación y Resurrección efectúa la justificación, también sucede que, en un sentido más limitado, es el Espíritu Santo quien revela esta justificación a las personas escogidas y hace que se apropien de ella. Es por este acto del Espíritu Santo que los elegidos obtienen el bendito conocimiento de su justificación, que sólo entonces empieza a ser una realidad viva para ellos. Por esta razón la Escritura revela estas dos verdades positivas, aunque aparentemente contradictorias, con énfasis igualmente positivo: (1) que, por una parte, Él nos ha justificado en Su propio tribunal desde la eternidad; y (2) que, por otra parte, sólo en la conversión somos justificados por la fe. Y por esta razón la fe misma es fruto y resultado de nuestra justificación; mientras también es cierto que, para nosotros, la justificación comienza a existir sólo como resultado de nuestra fe. XXXIII. La Certeza de Nuestra Justificación “Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús.”—Rom. iii. 24. Las ilustraciones precedentes arrojan luz inesperada sobre el hecho de que Dios justifica a los impíos, y no a aquel que es en efecto justo en sí mismo; y sobre la palabra de Cristo: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Jn. xv. 3). Ilustran el hecho significativo de que Dios no determina nuestro estatus de acuerdo a lo que somos, sino que, por el estatus al cual Él nos asigna, Él determina que hemos de ser. La Confesión Reformada, que en todas las cosas parte de las obras de Dios y no del hombre, se volvió nuevamente clara, elocuente, y transparente. De esta forma, la divina Palabra, normalmente rebajada a un mero anuncio de lo que Dios encuentra en nosotros, se vuelve una vez más el mandato de Su poder creativo. Encontró a un hombre impío y dijo, “Sé justo,” y he aquí se hizo justo. “Sí, te dije, cuando estabas en tus sangres: ¡Vive!” (Ez. xvi. 6).

De esta manera, las diversas partes de la obra redentora fueron dispuestas cronológicamente cada una en su lugar. Mientras prevaleciera la falsa y estrecha idea de que un hombre se justificaba después de la conversión sobre la base de su aparente santidad, la justificación no podía preceder a la santificación, sino que debía venir después. En ese caso, el hombre se hace primero santo, y, como recompensa o reconocimiento a su Santidad, es declarado justo. Por lo tanto, la santificación viene primero, y la justificación segunda; una justificación, por lo tanto, sin valor alguno, porque, ¿cuál es la utilidad de declarar que una pelota es redonda? La Escritura se rehúsa a aceptar una justificación posterior. En la Escritura, la justificación es siempre el punto de partida. Todas las otras cosas nacen de ella y vienen después de ella. “Cristo nos ha sido hecho por Dios sabiduría y justificación,” y sólo entonces “santificación y redención” (1 Cor. i. 30). “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo por quien también tenemos entrada” (Rom. v. 1). “Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Rom. iii. 24). “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó” (Rom. viii. 30). Por esta razón, la Reforma hizo la justificación por la fe el punto de partida de la conciencia, y con esta confesión, valiente y energéticamente se opuso a la justificación de Roma por las buenas obras; porque en esta justificación por buenas obras esa prioridad de la santificación encontró su raíz. La Iglesia de Cristo no puede desviarse de esta línea recta de la Reforma sin alejarse y separarse de su Cabeza y Fuente de Vida, vitalmente hiriéndose a si misma. Las sectas que, como los éticos y los metodistas,[1] se apartan de esta verdad, cortan la fe de su raíz. Si nuestras iglesias desean una vez más ser fuertes en la doctrina y resueltas en el testimonio, no deben reposar letárgicamente en la mera forma de la doctrina, sino que deben enérgicamente abrazar la doctrina; porque presenta este punto cardinal en una forma superior y excelente. Sólo aquel que heroicamente se atreve a aceptar la justificación del impío se vuelve efectivamente partícipe de la salvación. Sólo él puede confesar enérgicamente y sin reservas la redención que es soberana, inmerecida, y libre en todas sus partes y obras. La última pregunta a ser discutida es: ¿cómo la justificación de los impíos puede ser reconciliada con la divina omnisciencia y santidad? Debe reconocerse que, en un aspecto, esta completa representación parece fallar. Se debe ser objetar: “Vuestro argumento ha sido pensado ingeniosamente pero no resiste la prueba. Cuando un soberano terrenal decide que el estado de un hombre será distinto a lo que en realidad es, actúa por ignorancia, error, o arbitrariedad. Y como estas cosas no pueden ser adscritas a Dios, estas ilustraciones no pueden ser aplicadas a Él." Y nuevamente: “Que un juez terrenal a veces condene al inocente y exculpe al culpable, y haga que el primero ocupe el estatus del segundo, y viceversa, es posible sólo porque el juez es una criatura falible. Si hubiera sido infalible, si pudiera haber sopesado la culpabilidad y la inocencia con perfecta exactitud, el perjuicio no podría haberse cometido. Por lo tanto, si el pecado no hubiera entrado, ese juez no podría haber actuado arbitrariamente, sino que habría actuado de acuerdo al derecho, y habría decidido lo correcto porque es correcto. Y dado que el Señor Dios es un juez que prueba las riendas y que está familiarizado con todas nuestras formas de ser, en quien no puede haber fracaso o error o ignorancia, es impensable, es imposible, es inconsistente con el Ser de Dios, que como el Juez justo, pueda pronunciar alguna vez un juicio que no estuviera perfectamente de acuerdo con las condiciones realmente existentes en el hombre." Sin la más mínima vacilación nos sometemos a esta crítica. Es bien tomada. El error mediante el cual un niño puede ser registrado como una niña; el hijo del campesino por aquel del noble; mediante el cual el ciudadano que cumple las leyes puede ser juzgado como aquel que las quebranta, y viceversa, es imposible que ocurra con Dios. Y, por lo tanto, cuando Él justifica a los impíos, tal como el juez terrenal declara al deshonroso ser honorable, entonces estos dos

actos, que son aparentemente similares, son totalmente disímiles y no pueden ser interpretados de la misma forma. Y sin embargo, lo correcto de la objeción no invalida en sí misma la comparación. La Escritura misma a menudo compara los actos de los hombres, que son necesariamente pecaminosos, con los actos de Dios. Cuando el juez injusto, fatigado por las lágrimas y la importunidad de la viuda, dijo finalmente, “Le haré justicia, no sea que viniendo de continuo, me agote la paciencia,” (Lc. xviii. 5) el Señor Jesús no vacila un momento en referir esta acción, a pesar de que surgió de un motivo impío, al señor Dios, diciendo: “¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche?” (Lc. xviii. 7). Y no puede ser de otra manera. Porque como todos los actos de los hombres, aún los mejores de entre lo más santos de ellos, están siempre contaminados por el pecado, por otro lado, sería imposible comparar los actos del hombre con las obras de Dios, o uno debería necesariamente considerar tales obras de los hombres separadas del motivo pecaminoso, y aplicar a Dios sólo un tercio de la comparación. Y como Jesús no quería decir que finalmente Dios debía responder a sus escogidos para que "no se le agotara la paciencia,"—sino que, sin hablar del motivo, simplemente señaló el hecho de que la plegaria inoportuna es finalmente escuchada—también nosotros comparamos la decisión equivocada del juez, declarando inocente al culpable, a la infalible decisión de Dios, justificando al impío, ya que, a pesar de la diferencia en los motivos, coincide con un tercio de la comparación. Más aún, los errores humanos están fuera de cuestión en lo referente a otorgar el perdón y la restitución. De ahí que esta expresión de soberanía real es en realidad un tipo directo de toda la soberanía del Señor nuestro Dios. Pero esto no resuelve la pregunta. A pesar de que concedemos que el motivo impío del error no puede ser atribuido a Dios, sin embargo debemos inquirir: ¿Cuál es el motivo de Dios, y cómo puede la justificación de los impíos ser consistente con Su naturaleza divina? Respondemos apuntando a la hermosa respuesta del Catecismo, pregunta 60: “¿Cómo seréis justos ante Dios? Sólo por una verdadera fe en Jesucristo; de manera que, a pesar de que mi conciencia me acusa, que he groseramente transgredido todos los mandamientos de Dios, y no he cumplido ninguno de ellos, y aún estoy inclinado al mal; no obstante, Dios, sin ningún mérito mío, pero sólo por mera gracia, me otorga e imputa la perfecta satisfacción, justicia, y santidad de Cristo; tal como si yo nunca hubiera tenido, ni cometido pecado alguno: sí, como si yo hubiera cumplido a cabalidad toda esa obediencia que Cristo ha cumplido por mí; en la medida en que abrace tal beneficio con un corazón creyente." Que el Señor Dios justifique a los impíos no se debe a que Él disfrute de la ficción, o que se deleite por una terrible paradoja de llamar justo a uno que en realidad es malvado; pero este hecho corre paralelamente al otro, de que ese impío es en realidad justo. Y que el impío, quien en sí mismo es y permanece malvado, al mismo tiempo es y continúa justo, encuentra su razón y fundamento en el hecho de que Dios pone a este pobre y miserable y perdido pecador en sociedad con un Mediador infinitamente rico, cuyos tesoros son inagotables. Para esta sociedad, todas sus deudas son canceladas, y todos los tesoros fluyen a él. De tal manera que aunque continúa, por sí mismo, empobrecido, es a la vez inmensamente rico en su socio. Esta es la razón de por qué todo depende de la fe en el Señor Jesucristo; por qué esa fe es el vínculo de sociedad. Si no hay tal fe, no puede haber sociedad con el acaudalado Jesús; y aún estás en tu pecado. Pero si hay fe, entonces la sociedad está establecida, entonces existe, y puedes hacer negocios ya no por tu propia cuenta, sino en sociedad con El que cancela todo tu endeudamiento, mientras te hace receptor de todo Su tesoro. ¿Cómo ha de entenderse esto? ¿Es la persona de Cristo quien nos acepta en sociedad? Y, como Dios ya no tiene que lidiar con nuestra pobreza, sino que ahora puede depender de las riquezas de Cristo, ¿nos cuenta entonces como buenos y justos? No, hermanos, y nuevamente, ¡no! No es así, y no puede ser presentado así; porque entonces no habría justificación por parte de Dios. Ustedes tienen una cuenta que cobrar a un hombre que fracasó en un negocio, pero que fue aceptado como socio de un rico banquero, que canceló todas sus

deudas. ¿Existe ahora la más mínima misericordia o bondad de vuestra parte, cuando endosan el cheque de ese hombre? Si hicieran lo contrario, ¿no estarían derechamente contradiciendo hechos sólidos y tangibles? No, el Señor Dios no actúa de esa forma. Cristo no borra la deuda, y no obtiene para nosotros tesoros externamente a Dios; ni tampoco entra el impío, a través de la fe, en sociedad con el acaudalado Jesús independientemente del Padre; tampoco Dios, estando informado de estas transacciones, justifica al impío, que ya se había transformado en creyente. Porque entonces no habría honor para Dios, ni alabanza por Su gracia; no sería un impío sino, por el contrario, un creyente que el que justificado. El tema no se transa de esa forma. Fue el señor Dios, antes que nada, quien, sin diferenciar persona, y por lo tanto sin considerar la fe en la persona, de acuerdo a Su poder soberano, eligió una porción de los impíos para la vida eterna; no como juez, sino como Soberano. Pero siendo Juez además de Soberano, y por lo tanto incapaz de violar el derecho, El que ha elegido, el Dios Trino, también ha creado y dado todo lo que es necesario y requerido para la salvación; de manera que estas personas escogidas, en el momento apropiado y por los medios apropiados, puedan recibir y experimentar las cosas por las cuales finalmente se mostrará que todas las obras de Dios fueron majestuosas y todas su decisiones justas. Por eso, este ordenamiento del Pacto de Gracia; y en este Pacto de Gracia, el ordenamiento del Mediador; y en el Mediador toda la satisfacción, justicia, y santidad, y de esa satisfacción, justicia, y santidad, primero la imputación, y después de eso el regalo. Por eso Dios declara al impío justo antes de que crea, para que pueda creer, y no después que crea. Este acto de justificación es el acto creativo de Dios, en que también es depositada la satisfacción, la justicia, y la santidad de Cristo, y de las cuales fluye también la imputación de una concesión de todas estas al impío. Por lo tanto, no hay en este acto de justificación ni el más mínimo error o falsedad. Sólo es declarado justo aquel que siendo impío en sí mismo, por medio de esta declaración, es y se hace justo en Cristo. Sólo de esta forma es posible entender a cabalidad la doctrina de justificación en toda su riqueza y gloria. Sin esta profunda concepción de ella, la justificación es meramente el perdón del pecado, después del cual, estando relevados de la carga, comenzamos nuestro camino con un renovado entusiasmo para trabajar por Dios. Y esto no es otra cosa que un genuino, fatal arminianismo. Pero, con esta percepción más profunda, el hombre reconoce y confiesa: "Tal perdón de los pecados no es ventajoso para mí. Porque sé: 1º Que estaré día tras día contaminado por el pecado; 2º Que tendré dentro de mí un corazón pecaminoso hasta el día de mi muerte; 3º Que hasta entonces, jamás seré capaz de lograr cumplir toda la ley; 4º Que, dado que ya estoy condenado y sentenciado, no puedo hacer negocios en el Reino de Dios como un hombre honorable.” La respuesta de la justificación, tal como la revela la Escritura y la confiesa nuestra Iglesia, cubre muy satisfactoriamente estos cuatro puntos. Acepta que uno no es un santo, con una santidad auto-asumida, sino como uno que confiesa: "Mi conciencia me acusa que he transgredido groseramente todos los mandamientos de Dios, y que no he cumplido ninguno de ellos, y que todavía estoy inclinado al mal"; y sin embargo, no eres expulsado. Le dice que no puede depender de ningún mérito suyo, sino que debe depender sólo de la gracia. De ahí que comienza poniéndolo en las filas de los cumplidores de la ley, de aquellos que son declarados buenos y justos, "tal como si nunca hubiera tenido o cometido ningún pecado." Como fundamento de la santidad no requiere de usted el cumplimiento de la ley, sino que le imputa y le imparte el cumplimiento de la ley por parte de Cristo; estimándolo como si hubiera cumplido completamente toda aquella obediencia que Cristo ha logrado para usted. Y borrando en este acto la diferencia de su pasado y su futuro pecado, le imputa y le otorga no sólo la satisfacción y santidad de Cristo, sino además Su justicia original, de una manera tal que usted está ante Dios una vez más, justo y honorable, y como si toda la historia de su pecado hubiera sido sólo un sueño.

Pero la oración de cierre del Catecismo debe ser notada: "Hasta donde abrazo tales beneficios con un corazón creyente.” Y que “corazón creyente,” y “abrazando”—he aquí, todo eso es la obra del Espíritu Santo. Notas

1. ↑ Ver Sección 5 del Prefacio del Autor

Fe XXXIV. Fe en General “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios.”—Ef. ii. 8. Cuando el acto judicial del Dios Trino, que es la justificación, es anunciado a la conciencia, la fe comienza a estar activa y se expresa a través de obras. Esto nos impulsa a llamar la atención de nuestros lectores hacia la obra del Espíritu Santo, la cual consiste en la impartición de la fe. Somos salvos por medio de la fe; y esa fe no es de nosotros mismos, pues es un don de Dios. Es, muy especialmente, un regalo del Dios Trino, a través de una operación particular del Espíritu Santo; “nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Co. xii. 3). San Pablo llama al Espíritu Santo el Espíritu de fe (2 Co. iv. 13). Y en Ga. v. 22, él habla de la fe como el fruto del Espíritu Santo. En la salvación, casi todo depende de la fe: por lo tanto, es esencial tener una concepción correcta de la fe. Siempre ha sido el objetivo del error el contaminar la existencia de la fe, para así destruir tanto a las almas débiles como a la Iglesia misma. Por lo tanto, la tarea urgente de los ministros, resulta ser el instruir a las iglesias con respecto a la existencia y la naturaleza de la fe; a través de definiciones correctas, a fin de detectar errores imperantes, y restablecer de este modo el gozo de una clara y bien fundada conciencia de la fe. Durante años, la gente ha escuchado las teorías más pobres y vagas sobre la fe. Cada ministro ha tenido su propia teoría y definición, o peor aún, ninguna definición en absoluto. De manera general, ellos han sentido lo que es la fe, y lo han presentado de manera elocuente; pero estas brillantes, metafóricas y a menudo elaboradas descripciones, frecuentemente han sido más un oscuras que esclarecedoras; no han logrado instruir. El día domingo ocurría a menudo que, dejando la definición de fe a la inspiración del momento, el ministro ofrecía inconscientemente a su iglesia todo lo contrario de lo que él había proclamado con elocuencia durante la semana previa. Esto no debería ser así. La Iglesia también debe aumentar en conocimiento; y lo que fue suficiente para la Iglesia apostólica, no lo es ahora. Las ideas de fe eran equivocadas entonces; y los primeros escritos muestran que los diferentes problemas en relación con la fe no habían sido resueltos. Pero no ocurre así en los escritos apostólicos, cuya inspiración queda comprobada por el hecho de que contienen una respuesta clara y definitiva a casi todas estas preguntas. Sin embargo, en la Iglesia de los primeros siglos y después de que los apóstoles habían muerto, aún no siendo comprendida la profundidad de sus palabras, existía una confusión infantil de estas ideas; hasta que el Señor permitió que aparecieran las diversas formas heréticas de fe, a las cuales la Iglesia se vio obligada a oponerse, a través de las formas reales de la fe. Para lograrlo con éxito, fue necesario salir de esa confusión y llegar a distinciones y concepciones más claras. De ahí las muchas diferencias, las preguntas, y las distinciones que surgieron posteriormente en relación a la existencia y el ejercicio de la fe. Debido a los serios debates, la existencia real de la fe se ha ido diferenciando paulatinamente, en forma más clara y definida, respecto de sus formas falsas y sus imitaciones. Que en la actualidad, cada camino, tanto bueno como malo, tenga sus señales distintivas y propias de modo que nadie pueda hacer un giro en la dirección equivocada por ignorancia, es el fruto de un largo conflicto librado con mucha paciencia y talento. No cabe duda de que la ignorancia ha causado mucha confusión. Sin embargo, sostenemos que un guía que descuida examinar los caminos, antes de que asuma el rol de guiar a los viajeros, es indigno de su título. Y un ministro de la Palabra es un guía espiritual, designado por el Señor Jesús para conducir a los peregrinos que viajan a la Jerusalén celestial a través de los elevados Alpes de la fe, desde una meseta montañosa a otra, donde las comunicaciones normales de la vida terrenal han dejado de existir. De ahí que resulte inexcusable cuando él, simplemente adivinando la ubicación de la ciudad celestial, aconseje a sus peregrinos intentar el camino que parece llevar en esa dirección. En virtud de su cargo, él debería procurar que su

preocupación principal, fuera la de conocer cuál es el camino más corto, más seguro y más certero, y entonces informarles que este y no otro, es el camino. Anteriormente, cuando los varios caminos aún no habían sido examinados, era en cierta medida loable probarlos todos; pero ahora, dado que su carácter engañoso es tan conocido, resulta imperdonable volver a ponerlos a prueba. Y, cuando la gente despreocupada dice “Por sobre todas las cosas, permítannos mantener nuestra simplicidad; ¿cuál es la utilidad que tienen todas esas distinciones aburridas para nuestra fe cristiana?” le preguntamos si acaso en una operación quirúrgica preferiría un cirujano, quien en su simplicidad, sólo corta sin importarle dónde o cómo; o si en el caso de una enfermedad, preferiría un boticario que simplemente hace una mezcla a partir de sus múltiples frascos y botellas, sin importar los nombres de las drogas; o, por dar otro ejemplo, si en caso de una travesía por mar, se embarcaría en una nave cuyo capitán, cauteloso del uso de cartas e instrumentos, gobierna su barco en una dulce simplicidad, confiando únicamente en su buena suerte. Y cuando ellos responden, como deben hacerlo, que en casos como estos ellos exigirían profesionales que conozcan a profundidad los más mínimos detalles de sus profesiones. Entonces les preguntamos, en el nombre del Señor y de su obligación de rendir cuentas a Él, cómo pueden ir al trabajo tan simplemente, es decir, de manera tan descuidada e irreflexiva, cuando se trata de enfermedad espiritual, o del viaje a través de las aguas insondables de la vida, como si en estos asuntos, la discriminación reflexiva resultara insignificante. Por lo tanto, cuando se trata de la fe, nos negamos a ser influenciados por aquella enfermiza habladuría respecto de simplicidad, o por el clamor impío contra el llamado dogmatismo; y por el contrario, se buscará diligentemente hacer una exposición de la existencia de la fe, la cual, erradicando todo error, apuntará al único camino seguro y confiable. Como punto de partida, se debe entender claramente que existe una diferencia bien definida entre la fe salvadora y la fe que en diversas esferas de la vida es llamada “fe en general.” Cuando Colón, por causa de un apremio interior, es incitado a dirigir su mirada inquieta al otro lado del océano occidental, hacia el mundo que él espera con certeza casi absoluta que se encuentre ahí, llamamos a esto fe; y sin embargo, la fe salvadora no tiene ninguna relación con esta inclinación instintiva en la mente de Colón. Y siempre que el predicador usa este y otros ejemplos similares sólo a modo de débil analogía, no explica, sino que por el contrario, confunde el asunto y conduce a la Iglesia en la dirección equivocada. A veces, entre nuestros niños, se presenta uno cuya mente está constantemente ocupada por un objetivo o idea inconsciente que no le da descanso. En los años posteriores, puede que parezca ser su objetivo y propósito de vida. Este es el apremio de una ley interna que pertenece a su naturaleza; la misteriosa actividad que lo obliga, proveniente de una idea imperante que gobierna su vida y su persona. La gente que es así impulsada, vence todos los obstáculos; no importa cuán desafiados se encuentren, se van acercando cada vez más a ese propósito inconsciente, y por último, debido a este impulso irresistible, alcanzan aquello a lo que han estado apuntando por tanto tiempo. Y con frecuencia, esto también es llamado fe; pero tiene sólo algo más que el nombre en común con la fe de la cual nos disponemos a hablar. Pues, mientras que tal fe estimula la energía humana y la exalta y glorifica, la fe salvadora, por el contrario, derriba toda grandeza humana. Lo mismo ocurre respecto de la llamada fe en las propias ideas. Alguien que es joven y entusiasta, tiene hermosos sueños de una edad de oro de felicidad, y ve deliciosos ideales de justicia y gloria. Su hermoso mundo de fantasía parece consolarlo de las decepciones de este mundo pragmático. Si ese fuera el mundo real, y si siempre fuera a permanecer como tal, habría roto su joven corazón y hubiera apagado anticipadamente su entusiasmo; y, habiendo envejecido aún siendo joven, se habría unido a los pesimistas que mueren en la desesperación, o a los conservadores que encuentran alivio en el silenciamiento de los más altos dictados de la conciencia. Pero, afortunadamente, su número es pequeño. En esta experiencia dolorosa, muchos descubren un mundo de ideales, es decir, tienen la valentía de condenar este mundo de pecado y lleno de miseria, y de profetizar sobre la venida de un mundo mejor y más feliz.

¡Ay! la presunción juvenil, persiguiendo sus ideales, a menudo se imagina que la causa de todos los males radica en los padres. “Si mis padres sólo hubieran visto y planificado las cosas tal como yo lo hago ahora, nuestro progreso hubiera sido mucho mayor.” Pero esos padres no lo veían así. Ellos se equivocaron; por ello, nuestros ideales aún no se han hecho realidad. Pero existe esperanza; muy pronto se oirá una generación joven que comprende estas cosas claramente; y luego, grandes cambios tendrán lugar: gran parte de la miseria existente va a desaparecer, y nuestro mundo ideal se volverá una realidad. Pero la respuesta de la experiencia que se apega a los hechos es cruel. Pues el hijo actúa tan neciamente como lo hizo el padre antes que él. En consecuencia, el mundo ideal nunca se vuelve una realidad. Él grita a voces, pero los hombres no lo oirán; ellos se rehúsan a ser librados de su miseria, y la antigua tristeza continúa por siempre. En este punto, es donde se divide el equipo de los hombres idealistas. Algunos abandonan el esfuerzo; tildan sus sueños como engañosos y, aceptando lo inevitable, aumentan el ancho torrente de las almas igualmente holladas. Pero unas pocas almas más nobles se niegan a someterse a esta degradada e innoble miseria; y, prefiriendo dirigir sus cabezas contra la pared de granito, con el grito “Advienne que pourra,” se aferran a sus ideales. Y a estos mismos hombres, quienes no logran ser lo suficientemente amados y apreciados, se les dice que crean. Pero, aun esta fe no tiene nada en común con la fe salvadora; hablar de ella como si se tratara de una misma fe, no es sino hablar idiomas diferentes y unir cosas que son distintas. Por último, lo mismo es cierto sobre una forma mucho más baja, comúnmente llamada fe, que es la expresión despreocupada de la alegría; o, la suposición afortunada de algo que accidentalmente llega a pasar. Existen almas alegres y joviales, las cuales, a pesar de la adversidad, nunca parecen resultar abatidas o dañadas; y que aunque se puedan encontrar muy reprimidas, siempre tienen suficiente elasticidad en sus contentos espíritus como para permitir que el resorte maestro de su vida interior rebote hacia la plena actividad. Estas personas siempre tienen una mirada alentadora y esperanzadora para todo lo que las rodea. Ellas son ajenas a los tristes presagios, y no están familiarizadas con los temores de la melancolía. La preocupación no les quita el sueño, y la inquietud nerviosa no envía sangre a sus corazones a un ritmo acelerado. Sin embargo, no son indiferentes, sino que simplemente no resultan fácilmente afectadas. Las cosas pueden ir en contra de ellas, las nubes pueden cubrir su cielo, pero detrás de las nubes ellas pueden ver que el sol sigue brillando, y anuncian, con una sonrisa alegre, que la luz pronto atravesará la oscuridad. Por lo tanto, se dice que tienen fe en las personas y en las cosas. Y esta fe, si no fuera demasiado superficial, debería ser valorada. Con millones de almas tristes, la vida en este país resultaría insoportable; y es motivo de gratitud el que nuestro carácter nacional, que de otro modo sería tan flemático, desarrolle hijos e hijas, en cuyos corazones arda tan brillantemente la fe de los alegres. Y en ocasiones, sus profecías realmente se cumplen; todo el mundo pensó que la pequeña embarcación perecería y, he aquí, que alcanzó el puerto y entró en él en forma segura; y pareció que su alegre fe fue en realidad una de las causas de su feliz arribo. Y entonces, estos profetas te preguntan: ¿Acaso no te lo dijimos? ¿No estabas siendo demasiado pesimista? ¿Acaso no ves que todo resultó bien? Pero incluso esta fe no tiene nada en común con la fe salvadora, con excepción del nombre. Debemos hacer notar esto en forma particular, porque en las instituciones y empresas cristianas con frecuencia nos encontramos con hombres y mujeres que son sostenidos por este espíritu de alegría y confianza a toda prueba; quienes por este espíritu esperanzado pilotean a puerto seguro muchas embarcaciones cristianas que de otra manera podrían perecer. Pero esta alegría espiritual, que en el cristiano es tal vez fruto de la fe auténtica, no es de ninguna manera verdadera fe propiamente tal. Y cuando se dice: “¿Puede usted ahora ver lo que la fe puede hacer?” la fe salvadora es nuevamente confundida con esta fe general, la que a veces se encuentra incluso entre los paganos.

XXXV. La Fe y el Conocimiento “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida.”— Juan iii. 36. Cuando se discute acerca de la fe salvadora, la fe general no puede entregarnos la más mínima ayuda. Para entender lo que es la “fe,” debemos volvernos en una dirección completamente diferente, y responder a la pregunta: “¿Cuál es la idea radical universal y el significado original de la fe que tienen las naciones?” Y entonces nos encontramos con el singular fenómeno de que en todas las naciones y en todos los tiempos, la fe es una expresión que en algunos momentos denota algo incierto, y en otros, algo muy cierto. Se puede decir: “Yo creo que el reloj dio las tres, pero no estoy seguro,” o “yo creo que sus iniciales son H.T., pero no estoy seguro,” o “yo creo que usted puede tomar un pasaje directamente a San Petersburgo, pero sería conveniente que antes lo averiguara.” En cada una de estas oraciones, las cuales pueden ser traducidas literalmente a todos los idiomas civilizados, “creer” significa una mera suposición, algo menor que conocimiento real, una confesión de incertidumbre. Pero cuando digo, “yo creo en el perdón de los pecados,” o “yo creo en la inmortalidad del alma,” o por último, “yo creo en la integridad incuestionable de aquel estadista,” “creer” no implica duda o incertidumbre acerca de estas cosas, sino que significa la más fuerte convicción acerca de ellas. De esto se desprende que toda definición de la existencia de la fe debe estar equivocada; lo cual no explica cómo, a partir de una única y misma idea radical, se puede derivar un uso de la misma palabra, que resulta dual y diametralmente opuesto. Para esta dificultad no puede existir sino una sola solución, es decir, la diferencia en la naturaleza de las cosas con respecto al grado de certidumbre que se desea; de modo que, con referencia a cierta clase de cosas, la más alta seguridad se obtiene mediante la fe, y, con referencia a otra, no se obtiene a través de ella. Esta diferencia se presenta debido al hecho de que existen cosas visibles e invisibles, y que la certeza respecto de las cosas visibles se obtiene mediante el conocimiento y no a través de la fe; mientras que la certeza en lo que respecta a las cosas invisibles, se obtiene exclusivamente por medio de la fe. Cuando un hombre dice respecto de las cosas visibles, “yo creo,” y no, “yo sé,” nos causa la impresión de que no está seguro; pero al decir acerca de las cosas invisibles “yo creo,” él nos da la idea de seguridad. Se debe señalar aquí, que las expresiones “visible” e “invisible” no deberían ser tomadas en un sentido demasiado limitado; por cosas visibles se debe entender todas las cosas que pueden ser percibidas por medio de los sentidos, como en las Escrituras; y por cosas invisibles, las cosas que no pueden ser percibidas de ese modo. Por tanto, las cosas que pertenecen a la vida oculta de una persona, deben en última instancia, basarse en la fe. Sólo sus acciones pertenecen a las cosas visibles. La certeza, en lo que respecta a estas, puede ser obtenida mediante la percepción de los sentidos. Pero no así la certeza respecto de su personalidad interior, sus pensamientos, sus afectos y su sinceridad, su carácter y su fiabilidad, y todo lo relacionado a su vida interior; la seguridad en relación con todo esto, se puede alcanzar solamente por medio de la fe. Si fuéramos a adentrarnos más profundamente en este asunto, deberíamos sostener que toda certeza, incluso aquella sobre las cosas visibles, se basa siempre únicamente en la fe; y deberíamos establecer las siguientes suposiciones: Cuando usted dice que vio a un hombre en el agua y lo oyó gritar pidiendo ayuda, su conocimiento se basa, en primer lugar, en su creencia de que usted no lo soñó, sino que se encontraba completamente despierto y que usted no lo imaginó, sino que realmente lo vio; en segundo lugar, se basa sobre su firme convicción de que

como usted vio y oyó algo, debe existir una realidad correspondiente que ocasiona ese ver y oír; en tercer lugar, sobre su convicción de que al ver algo, por ejemplo, la forma de un hombre, sus sentidos le permiten obtener una impresión correcta de esa forma. Y, procediendo de esta manera, se podría demostrar que al final, toda certeza en lo que respecta a las cosas visibles, así como respecto de las cosas que son invisibles, se basa en última instancia no en la percepción, sino en la fe. Para mi ser es imposible obtener cualquier conocimiento sobre las cosas externas a mí mismo sin que exista un cierto vínculo de fe, el cual me une a estas cosas. Yo siempre debo creer, ya sea en mi propia identidad, es decir, que soy yo mismo; o en la claridad de mi conciencia; o en la percepción de mis sentidos; o en la realidad de las cosas externas a mi ser; o en el axiomata del cual yo derivo. Por lo tanto, se puede afirmar sin la más mínima exageración, que ningún hombre podrá jamás decir: “yo sé esto o aquello,” sin que sea posible demostrarle que su conocimiento, en un sentido más profundo y basado en un análisis más estrecho, depende, en lo que a su certeza se refiere, únicamente de la fe. Pero preferimos no considerar esta concepción más profunda del asunto, porque más bien confunde y no logra explicar la existencia de la fe; pues se debería recordar que en la Sagrada Escritura, el Espíritu Santo siempre usa las palabras tal como ellas se presentan en el modo de hablar de la vida cotidiana, simplemente porque de lo contrario, los hijos del Reino no podrían entenderlas. Y, en la vida cotidiana, la gente no hace esa distinción más estrecha, sino que dice, en el caso de amor al que se refiere: “yo sé que hay un hombre en el agua, porque vi su cabeza y le oí gritar.” Mientras que, por otra parte, en el modo de hablar cotidiano se dice: “Si no me cree, no puedo hablar con usted,” indicando el hecho de que, en relación a una persona, la fe es el único medio a través del cual se puede obtener certeza. Y, teniendo esto en cuenta, en aras de la claridad deberemos presentar el asunto de esta manera: “el Señor Dios ha creado al hombre de tal manera, que este pueda obtener conocimiento de dos mundos, del mundo de las cosas visibles, y de aquel de las cosas invisibles; pero de modo que obtenga ese conocimiento de cada uno de ellos, de una manera especial y particular. El hombre obtiene el conocimiento del mundo de las cosas visibles por medio de los sentidos, los cuales son instrumentos diseñados para hacer que su mente entre en contacto con el mundo exterior. Sin embargo, los sentidos no le enseñan nada respecto del mundo de las cosas invisibles, para el cual él necesita órganos totalmente diferentes. No disponemos de nombres para estos otros órganos, tal como sí los tenemos para los cinco sentidos; sin embargo, sabemos que desde ese mundo invisible recibimos impresiones, sensaciones y emociones; sabemos perfectamente bien que estas difieren unas de otras en duración, profundidad y poder; y también sabemos que algunas de estas nos afectan en forma real y otras en forma no real. De hecho, el mundo invisible, así como el mundo visible, ejercen influencias sobre nosotros; no a través de los cinco sentidos, sino por medio de órganos innombrables. Esta influencia del mundo invisible afecta el alma, la conciencia, el ser más íntimo. Este obrar deja impresiones en el alma, despierta sensaciones en la conciencia, y provoca emociones en el ser interior. Sin embargo, esto se hace de tal manera que siempre queda lugar para la pregunta: “¿Son reales estas impresiones? ¿Puedo confiar en estas sensaciones? ¿Existe una realidad que corresponda a estas sensaciones, impresiones y emociones?” Y a esta última pregunta, sólo la fe puede contestar con un “sí” en forma precisa, y si obtiene certeza de mi propia conciencia, de mis sentidos y del axiomata, recibe su “sí” única y exclusivamente por medio de la fe. Para obtener certeza sobre las cosas invisibles, tales como el amor, la fidelidad, la justicia y la santidad, el cuerpo místico del Señor—en una palabra, con respecto a todas las cosas que pertenecen al misterio de la vida personal en mis semejantes, en Emanuel, en el Señor nuestro Dios, la fe es la única forma adecuada y la única divinamente ordenada que la alcanza; no como algo inferior al conocimiento, sino como algo igual a él, sólo que mucho más seguro, y a partir del cual todo conocimiento extrae su certeza. En cuanto a la objeción de que la Sagrada Escritura declare que la fe se convertirá en vista, podemos decir que esta “vista” no tiene nada en común con la vista por medio de los sentidos. Dios ve y conoce todas las cosas, y sin embargo, Él no posee ninguno de los sentidos: Su vista

es un acto inmediato de penetración, por medio de Su Espíritu, en la esencia y la consistencia de todas las cosas. A Adán se le impartió algo de esta sabiduría y conocimiento inmediatos en el Paraíso; pero por causa del pecado, él perdió esa gloriosa característica de la imagen de Dios. Y las Escrituras prometen que esta gloriosa característica será restaurada a los hijos de Dios, en el Reino de Gloria, en una medida mucho más gloriosa que en el Paraíso. Pero, mientras residimos temporalmente como peregrinos, no poseyendo aún el cuerpo glorificado más que en la medida de gloria de nuestro estado interior, nuestro contacto con el mundo invisible todavía no consiste en la vista; nuestra mente aún carece de la facultad de penetrar de inmediato en las cosas invisibles; y nosotros todavía dependemos de las impresiones y sensaciones producidas por ellas. Por ello, es que no podemos tener certeza respecto de estas impresiones y sensaciones, salvo por la fe directa. No obstante, existiendo y viviendo juntos como peregrinos, creemos en el amor mutuo, en la buena fe y en la honestidad de carácter; creemos en Dios el Padre, en nuestro Salvador, y en el Espíritu Santo; creemos en la Santa Iglesia Católica; creemos en el perdón del pecado, la resurrección del cuerpo y la vida eterna. Y nosotros no creemos en todos estos con el secreto pensamiento posterior de que en realidad preferiríamos conocerlos, en vez de creer en ellos; pues eso sería tan absurdo como decir, respecto de un concierto de órgano: “En realidad yo preferiría ver esto.” La música no puede ser vista más allá de lo que uno puede, a través de los sentidos, llegar a ser consciente de las cosas que son invisibles. Y tal como el sentido de la audición es el único medio adecuado para oír y disfrutar de la música, así mismo la fe es el medio peculiar y único a través del cual puede obtenerse certeza en lo que respecta a nuestro contacto con el mundo oculto e invisible. Habiendo sido esto completamente entendido, no puede ser difícil ver que esta fe, en referencia a las cosas visibles, es muy inferior al conocimiento; pues las cosas visibles están destinadas a ser verificadas, cuidadosamente y con precisión, por medio de los sentidos. La observación imperfecta vuelve incierto nuestro conocimiento. Por lo tanto, en lo que respecta a las cosas visibles, ningún conocimiento distinto a aquel obtenido mediante los sentidos, debería ser considerado fiable. Pero en una cierta cantidad de casos de escasa importancia, el conocimiento exacto es innecesario; por ejemplo, en la diferencia existente entre las alturas respectivas de dos campanarios. En tales casos, se utiliza la palabra “creer” como “yo creo que esta torre es más alta que la otra.” Y una vez más, las cosas visibles imprimen su imagen en la memoria, la cual se vuelve borrosa en el transcurso de los años. Encontrándome con un caballero que he visto antes, y reconociéndolo plenamente, digo: “Este es el Sr. B.,” pero no estando seguro, entonces digo, “creo que este es el Sr. B.” En este caso, parece que estuviéramos tratando con cosas visibles, pues es un caballero que está ante nosotros; y sin embargo, la imagen que lo recuerda pertenece al contenido interno de la memoria. De ahí proviene la diferencia que se presenta en el lenguaje. Llegamos, por tanto, a la siguiente conclusión: En primer lugar, que toda certeza respecto tanto a las cosas visibles como a las invisibles depende, en un sentido más profundo, de la fe. En segundo lugar, que en el modo cotidiano de hablar, la certeza en relación con las cosas visibles se obtiene por medio de los sentidos; y en relación con las cosas invisibles, en especial con las cosas que pertenecen a la personalidad, la certeza se obtiene por medio del creer. Por esta razón, el esfuerzo de Brakel por interpretar el verbo creer, de acuerdo a los idiomas hebreo y griego, en el significado de confiar, y no como un medio para obtener certeza, fue un fracaso. Estos significados son los mismos en todos los idiomas, y no existe diferencia, pues son el resultado directo del organismo de la mente humana, la cual, en sus rasgos más fundamentales, es la misma en todas las naciones. La confianza es el resultado directo de la fe, pero no es fe propiamente tal. “Creer” se refiere, en primer lugar, a la certidumbre o incertidumbre del conocimiento respecto de algo. Si no existe tal certeza, yo no creo; estando conscientemente seguro, yo creo. Cuando una persona se me presenta como un hombre de integridad, la primera pregunta es si acaso yo

le creo. Si no estoy seguro de que él sea un hombre de integridad, no le creo. Pero si le creo, la confianza es el resultado inmediato. Entonces, resulta imposible no confiar en él. Pues creer que él es lo que dice ser, y no confiar en él, es simplemente imposible. Por lo tanto, “creer” siempre mantiene el significado primordial de “dar certeza a la conciencia,” y la fe salvadora me obliga a “tener la certeza de que Cristo es para mí, tal como Él se revela y se ofrece en la Sagrada Escritura.” XXXVI. Brakel y Comrie 1 [1] “Y si otra cosa sentís, esto también os lo revelará Dios.”—Fil. iii. 15. Llamaremos la atención de nuestros lectores hacia las dos posturas que en el siglo pasado fueron más correctamente esbozadas por Brakel y Comrie, respectivamente; y no negaremos que de ambas, la adoptada por Comrie fue la más correcta. Esto no pretende herir a los amigos de Brakel, pues entonces nos deberíamos herir a nosotros mismos. Sin embargo, aunque el nombre de “Padre Brakel” todavía es valioso para nosotros; aunque apreciamos su valiente protesta en contra de la tiranía de la iglesia, y sinceramente reconocemos que estamos en deuda con sus excelentes escritos; aun así, esto no lo hace infalible, ni tampoco altera el hecho de que en materia de fe, Comrie tuvo un criterio más acertado que él. Para hacer justicia a ambos hombres, citaremos sus respectivos argumentos, y luego demostraremos que Comrie, quien a pesar de que tampoco mantuvo en forma consistente un punto de vista correcto, fue más estrictamente apegado a la Escritura, y por lo tanto, más estrictamente Reformado que Brakel. En el capítulo sobre la Fe (“Religión Racional,” ii., 776, ed. 1757), Brakel escribe: “La pregunta es: ¿Cuál es el acto de fe esencial y fundamental? ¿Es la aprobación de la mente al Evangelio y sus Promesas, o es el confiar del corazón en Cristo para la justificación, santificación y redención? Antes de responder a esta pregunta, quisiéramos decir: “En primer lugar, que por ‘confiar’ no entendemos la garantía y confianza de un cristiano de que él está en Cristo y que es partícipe de Cristo y de todas Sus promesas, ni de su paz y reposo en Cristo, pues eso es fruto de la fe que algunos tienen en mayor medida que otros; sino que por confiar entendemos el acto del alma, mediante el cual un hombre se entrega a Cristo y lo acepta, encomendándose a Él en cuerpo y alma; como por ejemplo, un hombre que confía su dinero a otro, o bien, como uno se encomienda y apoya en los fuertes hombros del hombre que lo cruza a través de un río. “En segundo lugar, que dicha confianza requiere necesariamente de un conocimiento previo de verdad evangélica y aprobación de su credibilidad; y que luego de eso, la fe se ejercita en y mediante sus promesas. “Ahora, responderemos a la pregunta ya establecida conforme a lo siguiente: Es cierto que la fe salvadora no es el acto de aprobación mental de la verdad evangélica, sino el acto de confianza del corazón para ser salvado por Cristo sobre la base de Su ofrenda voluntaria de Sí mismo a los pecadores, y de las promesas a aquellos que confían en Él. Y decimos también que la fe tiene su base, no en el entendimiento, sino en la voluntad; al no tratarse de la aprobación de la verdad, no puede encontrase en el entendimiento, y dado que es confianza, debe tener su residencia en la voluntad. “La verdad de lo que hemos dicho es evidente: “En primer lugar, desde el propio nombre. Lo que nosotros llamamos ‘creer,’ las Escrituras lo llaman ‘confiar,’ ‘confiarse,’ ‘encomendar.’ Cuando se habla de las cosas divinas que nos han sido reveladas en la Palabra por sí sola, no debemos limitarnos a nuestro propio idioma, pues esto causaría que muchos cayeran en un error; sino que deberíamos adaptar nuestro modo de hablar y nuestro entendimiento a la naturaleza y al carácter del hebreo y griego originales. Pues en nuestro idioma ‘creer’ significa aceptar las promesas y el relato de los acontecimientos en la

validez de la palabra de otro hombre; pero de acuerdo a la fuerza de los idiomas originales, las palabras (Griego Pi Iota Sigma Pi Épsilon con acentos Épsilon omega, Hebreo He con Segol Aleph con hataf Segol Mem con hiriq Yod Nun, KAF con qamats Mem con Patah Lamed, otro texto) se traducen no sólo como ‘creer,’ sino como ‘confiar,’ ‘encomendar,’ ‘apoyarse.’ Se utilizan, no para indicar la naturaleza de la confianza, sino para que, por medio de confiar, rindamos nuestro propio ser a Cristo, confiando en Él. “En segundo lugar, las Escrituras atribuyen el acto de fe al corazón: ‘Porque con el corazón se cree para justicia’ (Ro. x. 10); ‘Si crees de todo corazón, bien puedes. Y respondiendo, dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios.’ (Hch. viii. 37). Confiar y creer son ambos actos del corazón, de la voluntad. Si se dijera que el corazón también se refiere al entendimiento, nuestra respuesta sería: muy raramente, y aún entonces no se referiría únicamente al entendimiento, sino también a la voluntad, o al alma con todos sus funcionamientos. “En tercer lugar, si el acto de fe consistiera en la aprobación mental de la verdad, sería posible tener una fe salvadora sin aceptar a Cristo, sin confiar en Él; y usted podría conocer y reconocer a Cristo como el Salvador por el tiempo que deseara, pero ¿qué unión y comunión con Cristo permitiría? Aceptar a Cristo y confiar y apoyarse en Él sería sólo un efecto de la fe, pero un efecto no completa la existencia de una cosa que ya se haya completa antes del efecto; y la fe salvadora no sería diferente de la fe histórica, sino que sería de su misma naturaleza. Pues la fe histórica, es también la aprobación mental a la verdad del Evangelio, e incluso los demonios y los inconversos tienen esta fe. Si se dijera que el conocimiento de una de ellas es espiritual y el de la otra no, responderíamos: (1) Si bien es cierto que el conocimiento de los convertidos es diferente al de los inconversos, aun así, el asunto seguiría siendo el mismo. Su conocimiento histórico, si se aprobara, sería fe histórica tanto en uno como en el otro. (2) Las Escrituras nunca hacen que la espiritualidad del conocimiento histórico sea la característica distintiva de la fe salvadora. (3) Es cierto que el conocimiento de fe de una persona inconversa no es espiritual. Y de la misma fe, uno nunca puede saber con certeza si esa persona realmente cree; de esto uno se puede dar cuenta únicamente por los frutos, y eso estaría del todo equivocado. “En cuarto lugar, la fe salvadora cree en Dios, en Cristo, y no se detiene en la Palabra sino que, a través de la Palabra llega a la persona de Cristo, y confía en Él. ‘Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos’ (Jn. xvii. 20). Esto es lo único que da a la fe su propósito, naturaleza y perfección; por lo cual, las Escrituras dicen que la fe salvadora consiste en creer en Dios, en Cristo: ‘Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo’ (Hch. xvi. 31). Creer en Cristo es fe propiamente tal y no el fruto de la fe, lo cual tendría que ser en caso que la fe fuera mero conocimiento y aprobación. “En quinto lugar, es la propia fe la que une el alma a Cristo, la que se apropia de las promesas, satisface la conciencia, permite acceso al trono de gracia y da la audacia para llamar Padre a Dios (Ef. iii. 17; Juan iii. 36; Ro. v. 1; Ef. iii. 12). Pero la mera aprobación de la verdad no puede hacer ninguna de estas cosas. Usted puede aprobar todo el tiempo que quiera, pero eso nunca hará que una sola promesa le pertenezca; no va a unir su alma a Cristo, ni tampoco le dará la audacia para decir ‘Abba, Padre.’ Es por ello que la mera aprobación no es la fe salvadora. Se puede decir que el aceptar a Cristo y confiar en Él es obra de la mente aprobadora, y así mismo el fluir de los resultados anteriormente mencionados desde la aprobación de la verdad. Pero a eso respondo: (1) Que la mera aprobación, como tal, no puede obtener estos resultados, sino que ellos son sus frutos; que la aprobación debe en primer lugar obrar la aceptación y la confianza en Cristo; por lo que es la forma de la fe, y no su naturaleza. Por otra parte, las Escrituras atribuyen todas estas cosas a la fe en sí, no a sus frutos. (2) Lo mismo puede decirse del conocimiento de los misterios del Evangelio, que tiene el mismo efecto; que esto también une a Cristo, se apropia de las promesas, etc.; pero dado que esto sería absurdo, también resulta absurdo decir que la mera aprobación obra estas cosas. Y por lo tanto, resulta certero decir que la fe salvadora no es aprobación, sino confianza. “En sexto lugar, lo contrario de la fe salvadora no es el rechazo de la verdad del Evangelio, sino el no lograr confiar en Cristo. ‘El que cree en el Hijo’: ‘El que rehúsa creer en el Hijo’ (Jn. iii. 36, Traducción holandesa); ‘No se turbe vuestro corazón—creed también en mí’ (Jn. xiv. 1);

‘¿Dónde está vuestra fe?’ (Lc. viii. 25). En el último texto, la fe es contrastada con el miedo. De ahí que la fe verdadera no sea aprobación, sino confianza.” La característica de Brakel es que él considera la fe, no como un hábito inherente, sino como una acción que proviene del corazón; y, en relación a esto, que el órgano de la fe y su lugar de residencia no se encuentran en el entendimiento, sino principalmente en la voluntad. Comrie, por el contrario, enseñó que la fe es el hábito increado e inherente, cuyo momento principal es el ser convencido. En su “Explicación del Catecismo de Heidelberg” (ii., 312) leemos: “La pregunta, ‘¿Qué es la fe verdadera?’ es muy importante, y merece la más cuidadosa consideración; pues sólo aquellos que tienen la fe verdadera pueden ser salvos. Pues si bien en la fe propiamente tal no existe poder salvador inherente, Dios ha establecido tal conexión entre la salvación y la fe impartida, que sin esta última ninguna persona, ya sea joven o anciana, puede ser salvada. Los niños, así como los adultos, deben por este medio ser incorporados a Cristo; pues no existe salvación en ningún otro. “Esta pregunta resulta terriblemente torcida y distorsionada por aquellos que siempre hablan de la fe como de una acción o acciones. Al leerse la definición de fe (Catecismo de Heidelberg, pregunta 21), ellos dicen que esto describe, no la naturaleza y el carácter de la fe, sino su perfección y más alto grado. Veremos cómo los Reformadores han definido la fe como un instrumento de acuerdo con el fundamento verdadero de la Palabra divina, en armonía con la doctrina de la gracia gratuita y en su relación con la justificación, y no según el principio de las obras de los semi-pelagianos, como muchos hacen ahora; quienes también dicen que los autores de la vigésimo primera pregunta no describieron la verdadera fe de la cual la respuesta anterior había hablado brevemente, demostrando que sólo pueden ser salvos aquellos que están injertados en Cristo y así recibir todos Sus beneficios a través de una fe verdadera; sino que ellos describieron las obras de la fe. Pero ¿cómo es posible que los autores del Catecismo pudieran olvidar lo que ellos mismos acababan de declarar como la condición esencial de salvación para todo hombre, y hablar de un grado alto y perfecto de fe, el cual no es alcanzado por todos los redimidos, si tomáramos las palabras del Catecismo en su sentido literal? No, amado, la pregunta se refiere a la misma fe de la cual hemos estado hablando, la fe que es indispensable para todos, tanto niños como adultos; es decir, la fe impartida, la cual ha sido definida como una facultad y hábito impartidos, forjados en los escogidos por el Espíritu Santo con poder re-creador e irresistible cuando ellos son incorporados a Cristo; mediante lo cual ellos reciben todas las huellas que Dios el Espíritu Santo les confiere a través de la Palabra (en relación con los niños, esto ocurre de una manera desconocida para nosotros), y mediante lo cual se encuentran activos de acuerdo a la naturaleza y el contenido de la Palabra, cuyos propósitos son revelados a sus almas. De ahí que la realidad o sinceridad de la fe impartida no dependa de las acciones de fe, sino que la sinceridad de estas acciones depende de la realidad y la sinceridad de la facultad o hábito de los que ellas han surgido; de modo que, aunque ninguna acción surja de ella, como en los niños escogidos fallecidos, aun así ellos poseen la verdadera fe, a partir de la cual las acciones habrían surgido si ellos hubieran sido capaces de emplear sus facultades racionales. “Por otra parte, la fe impartida desarrolla todas sus facultades, no en un instante, sino poco a poco; y aunque una acción pueda no parecer tan fuertemente pronunciada como otra, esto no es señal de falta de sinceridad; sino que es la señal de que esas acciones no son visibles. Por ejemplo, el sentido del gusto puede ser perfecto, aunque nunca se haya probado lo dulce, y formarse una idea de dulzura resultaría entonces imposible; sin embargo, una vez que se haya probado lo dulce, esa idea no será producida por una nueva facultad de gustar lo dulce, sino por un objeto nuevo, el cual estimula la facultad y que producirá la idea que no se poseía antes. “Lo mismo es cierto respecto de la fe forjada internamente; con referencia al hábito de la fe, este se imparte y perfecciona por medio de la acción sobrenatural del Espíritu Santo en un momento específico, pero no actúa hasta que el alma se hace consciente de él. Y esta es la razón por la cual algunos hombres, quienes por causa de su esclavitud al miedo a la muerte, durante toda su vida nunca estuvieron seguros de su estado en Cristo, pudieron aun así ser salvados. Sin embargo, no insistiremos sobre este punto; sólo queremos decir que la respuesta describe la verdadera naturaleza y carácter de la fe impartida como una facultad, mediante la

cual recibimos el conocimiento de todo lo que Dios nos ha revelado en Su Palabra, y como una seguridad de que Cristo y Su gracia se nos dan libremente de parte de Dios. “Por lo tanto, resulta evidente— “En primer lugar, que la fe consiste en una convicción o convencimiento. Este es el género de la fe. La fe, ya sea humana o divina, no resulta posible sin la convicción de la mente respecto de la realidad del asunto que se cree. Cuando esta falta, no existe fe, sino que sólo se tiene una conjetura, una fantasía, o una suposición. “En segundo lugar, que esta convicción o convencimiento es el producto o acción, no de la fe propiamente tal, sino del testimonio que es tan convincente y persuasivo que su verdad no puede ser puesta en duda. Esta es la naturaleza de todo convencimiento; el alma, a fin de ser persuadida, no actúa, sino que simplemente recibe las pruebas del asunto en cuestión, y se convence tan profundamente, que ya no se encuentra en libertad, ya sea de rechazar o de aceptar esa convicción, sino que debe cederse con la mayor disposición a la verdad. “En tercer lugar, que, de acuerdo al grado de claridad con el cual el testimonio divino, como con un argumento, estampe la fe impartida en relación a los asuntos de nuestra herencia perdida y del camino de salvación, la convicción de la verdad o del contenido del testimonio será más o menos firme y convincente. “Por último, que tal como la fe es forjada por un testimonio, así también se vuelve activa por un testimonio de la Palabra de Dios, entregado por una acción del Espíritu Santo. Encontrándose entonces en el adulto, la hija de la Palabra (Bathkol, filia vocis), se encuentra también, de principio a fin, sujeta a la Palabra, obedeciéndola y siguiéndola en todas las cosas. Pues se trata de una norma establecida entre los Reformados, que a través de la acción del Espíritu Santo, primero recibimos una facultad, de la cual proceden las actividades posteriores; y que esta facultad impartida no funciona por su propia energía, a menos que fuera causada (acti agimus: siendo capacitados, actuamos) por medio de la Palabra y del poder omnipotente del Espíritu Santo que acompaña a esa Palabra, en la cual y por la cual entra y penetra en el alma como su instrumento y órgano, para estimularla hacia la actividad y para fluir hacia esa actividad. “En cuanto a la fe misma, es preciso recordar— “En primer lugar, que casi todas las confesiones antiguas y privadas de múltiples mártires, desde el año 1527, han entendido la fe impartida de este modo, según nuestros teólogos de Heidelberg la describen, en la respuesta de la vigésima pregunta en general, y en la de la pregunta vigésimo primera en forma particular. “En segundo lugar, debemos llamar su atención cristiana a las acciones que se derivan de la fe impartida. Los teólogos contemplan opiniones diferentes en relación a la cantidad de estas acciones de fe, y respecto de cuál es el acto de fe propiamente tal, sólo diremos unas palabras en relación con ambos. En lo que respecta a la cantidad, el celebrado Witzius enuncia nueve: tres acciones anteriores, tres acciones propiamente tal, y tres acciones posteriores. Y nosotros no nos oponemos a esto; todo hombre es libre de expresarse como le plazca. Sin embargo, preferimos el método antiguo, que sostiene que la fe consiste en tres cosas: conocimiento, aprobación y confianza. No tenemos ninguna duda de que todo lo que la Palabra de Dios enseña respecto de la fe puede ser fácilmente organizado en el marco de estas tres acciones. En cuanto al acto de fe propiamente tal, el cual es llamado el actus formalis fidei; es decir, el acto formal de la fe, se sostienen las siguientes opiniones: (1) que es la aprobación; (2) que es la venida de Cristo; (3) la aceptación de Cristo; (4) una cierta confianza en Cristo; y, por último, que es el amor. Las discusiones de los teólogos sobre este punto son violentas, y muchos tratados son escritos por las diferentes partes, ya sea para establecer sus propias opiniones o para refutar aquellas de otros. “Amados, consideramos que podríamos dejar que este asunto pasara inadvertido, si no fuera por el hecho de que esta definición puede favorecer en este respecto a los semi-pelagianos, quienes sostienen que la fe es una acción, y que recibe su existencia formal por medio de una acción: ‘Forma dot esse rei’ (la forma da existencia a la materia). Y al ver que algunos comienzan a desviarse, decimos: Que ninguna acción ni conjunto de acciones pueden dar su forma o existencia a la fe. Pues ello implicaría, que la fe impartida que el Espíritu Santo obra en los escogidos es una fe no formada, que carece de aquello que es esencial a su existencia. Y

esto resulta absurdo, dado que por este ‘actus formalis’ que se implica es atribuible más a nosotros que al Espíritu Santo; sí, mucho más, en la medida que la forma es más excelente que el material. De acuerdo a esta suposición, Él nos imparte sólo el material de la fe, sin su forma; y por medio de nuestra acción o acciones, le damos forma a esa fe sin forma.” Nuestro objetivo principal al presentar estas citas, fue que el estudiante pudiera recibir el contraste de los propios labios de estos dos hombres, y que de ese modo descubriera que la ligera desviación de Amesius a partir de Calvino, y de Beza en Brakel ya se inclina demasiado hacia lo subjetivo; y que el carácter objetivo de la gracia salvadora está suficientemente cubierto sólo por la postura de San Agustín, Thomas, Calvino, Zanchius, Voetius, Comrie. Brakel tenía razón al oponerse al dogmatismo petrificado de su época. Pero cuando sistematizó su oposición, fue demasiado lejos en esa dirección. De manera exacta a como Köhlbrugge estaba en lo correcto cuando, en oposición a sus contemporáneos, mantuvo el objetivo tan inflexiblemente como pudo, en tanto que sus seguidores se equivocan cuando sistematizan su entonces necesaria oposición. Siguiendo la línea de Agustín, Calvino, Voetius, Comrie, se puede estar más seguro. XXXVII. La Fe en la Sagrada Escritura “Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.”— Ro. x. 10. Calvino, bellamente y con todo detalle, dice que el objeto de la fe salvadora no es otro que el Mediador, y siempre bajo la cobertura de la Sagrada Escritura. Esto debería ser aceptado incondicionalmente. Por lo tanto, la fe salvadora es posible únicamente en los hombres pecadores, y mientras ellos se mantengan como tales. Suponer que la fe salvadora ya existía en el Paraíso, es destruir el orden de las cosas. En cierto sentido, en el paraíso no existía necesidad de salvación, porque había felicidad pura y sin estorbos; y para el desarrollo de esta felicidad hacia una gloria aún mayor, no era la fe sino las obras, el instrumento designado. La fe pertenece al “Pacto de Gracia,” y únicamente a ese pacto. Por lo tanto, no puede decirse que Jesús tuvo una fe salvadora. Pues Jesús no fue un pecador y, por lo tanto, no podía tener “esa confianza asegurada de que no sólo a otros, sino también a Él mismo, se le había dado la justicia del Mediador.” Sólo tenemos que conectar el nombre de Jesús con la descripción clara y transparente de la fe salvadora, dada por el Catecismo de Heidelberg, para demostrar cuán necio resulta que los teólogos éticos expliquen las palabras “Jesús, el Autor y Consumador de nuestra fe,” como si Él hubiera tenido fe salvadora tal como todo hijo de Dios. De ahí que la fe salvadora resulte impensable en el cielo. La Fe es salvadora; y aquel que es salvado ha obtenido la finalidad de la fe. Él ya no camina más por fe, sino por vista. Por lo tanto, debe ser entendido a cabalidad, que la fe salvadora se refiere sólo a los pecadores; y que Cristo, bajo la cobertura de la Sagrada Escritura, es su único objeto. Por tanto, se deben distinguir cuidadosamente dos cosas: la fe en el testimonio respecto de una persona, y la fe en esa persona en sí. Haremos una ilustración. Un barco se encuentra listo para zarpar, pero no tiene capitán. Dos hombres se presentan ante el dueño del barco; ambos cuentan con excelentes recomendaciones firmadas por personas encomiables y dignas de confianza. El propietario del barco se encuentra totalmente convencido de la autenticidad absoluta de estas recomendaciones. Y sin embargo, a pesar de esta recomendación, uno de ellos resulta contratado y el otro es descartado. Al conversar con ambos, el propietario ha encontrado que el primero es un sujeto muy sensato, y le permitirá de buena gana a él, como propietario del barco, emitir órdenes durante la travesía; de hecho, el capitán mismo no tendrá que decir nada. Pero el otro hombre, un marinero de verdad, exigió control absoluto de la nave, de lo contrario, no tomaría ninguna responsabilidad. Y, dado que el propietario del barco disfrutaba el dar órdenes, prefirió al capitán sumiso y manejable y desestimó al rudo marinero. En consecuencia, mientras el manso capitán obedecía órdenes durante la primera travesía, perdió el barco; mientras que el barco rival, capitaneado por aquel marinero, volvió a casa repleto con un rico cargamento.

Se distinguen aquí dos tipos de fe. En primer lugar, la presencia o ausencia de fe en la recomendación presentada; en segundo lugar, la presencia o ausencia de fe en las personas a quienes se refiere esta recomendación. En la ilustración, la fe de la primera clase fue perfecta. Esas recomendaciones fueron aceptadas como auténticas; el propietario del barco tuvo una fe perfecta en las firmas. Y sin embargo, lo siguiente que ocurrió fue que él no estuvo inmediatamente dispuesto a delegar su propiedad a alguno de estos capitanes. Esto requería de otra fe; no sólo fe en el contenido de esos documentos, sino también fe de que esos contenidos comprobarían ser ciertos en relación con el comando de su barco. De ahí que él examinara cuidadosamente a ambos hombres, y al descubrir que uno de ellos no dejaba lugar para su carácter firme, resultó natural que contratara a aquel que con su carácter halagaba el egoísmo del propietario. Y entonces, influenciado por este egoísmo, no puso esa segunda fe en la persona adecuada. Su vecino en cambio, no motivado en forma tan egoísta, mantuvo el objetivo en mente, tuvo fe en el osado hombre de mar, y sus beneficios fueron casi fabulosos. Por lo tanto, ambos hombres tuvieron fe incondicional en las recomendaciones; pero uno, negándose a sí mismo, también tuvo fe en el excelente capitán; mientras que el otro, rechazando negarse a sí mismo, no la tuvo. Aplique esto a nuestra relación con Cristo. Esa nave es nuestra alma. Se está sacudiendo sobre las olas y necesita de un piloto. La travesía es larga y nos preguntamos: “¿Quién la capitaneará de manera segura?” Entonces, se presenta ante nosotros una declaración que concierne a Alguien que es maravillosamente experto en el arte de guiar las almas, de manera segura hacia el puerto deseado. Esa declaración es la Sagrada Escritura, las cuales, a través de todas sus páginas, no ofrecen sino una sola y duradera declaración divina concerniente a la excelencia única de Cristo para conducir almas a puerto seguro. Con esta declaración ante nosotros, nos corresponderá entonces decidir si la aceptaremos o no. Su rechazo pone fin al asunto, de manera que Jesús nunca será el Guía de nuestra alma. Pero aceptarla, diciendo: “Creemos todo lo que está escrito,” permite continuar. Esta confesión implica: (1) fe en la veracidad de la declaración, (2) fe en Dios, quien la entregó; y (3) fe en la verdad de su contenido. Pero esto no es fe salvadora, sino sólo fe en la declaración. Creer que eso resultará cierto en nuestro caso, en nuestras propias personas, es muy diferente. Esto no depende de la declaración, sino de si vamos a someternos a Aquel de quien ella habla. Aunque este capitán pilotea almas en forma segura por aguas muy profundas, Él no pilotea todas las almas. Ellas deben ser capaces y estar dispuestas a someterse a Él de acuerdo a Sus demandas. Los que no están dispuestos, son dejados atrás y, tratando de pilotearse a sí mismos, perecen miserablemente. Por lo tanto, debemos someternos. Y esto requiere que dejemos de lado toda nuestra suficiencia, requiere la completa expulsión del ego. Mientras el ego se encuentre en nuestro camino, nos rehusaremos a Él como nuestro Guía espiritual; y tampoco creeremos en Su poder. Pero tan pronto como el ego sea arrojado fuera, el yo sea silenciado, y el alma se abandone a Él, la segunda fe despierta, y, estando sobre nuestras rodillas, exclamamos: “¡Señor mío y Dios mío!” Es exactamente como nuestro Catecismo lo expresa hermosamente y con todo detalle: “Que la fe verdadera consiste en dos cosas: primero, un cierto[2] conocimiento mediante el cual abrazo como verdad todo lo que Dios ha revelado en Su Palabra; pero también, una confianza garantizada, la cual es firme e inconmovible, operada por el Espíritu Santo en mi corazón mediante el Evangelio; de que no sólo a otros sino también a mí, la remisión de los pecados, la justicia eterna, y la salvación, me son ofrecidas gratuitamente de parte de Dios; simplemente de gracia, sólo por el bien de los méritos de Cristo.” Examinando más de cerca lo que estos dos puntos tienen en común, nos encontramos, no con que uno es conocimiento y el otro es confianza, sino que ambos consisten en ser persuadidos. Con la declaración presentada ante él, el hombre natural se ve inclinado a rechazarla. Él tiene muchas objeciones. “¿Es auténtica?” “¿No es cierto que fue afectada por diversas modificaciones? ¿Puedo confiar en la veracidad de su contenido?” Por mucho tiempo, él continúa su resistencia, y dice: “Ningún hombre podrá jamás convencerme; creo en muchas cosas, pero no en esa escritura imposible.” Pero el Espíritu Santo continúa Su obra. Le muestra que está equivocado; y, aunque aún se resiste, se vuelve como un fuego en sus huesos hasta

que la oposición se hace imposible, y él confiesa que Dios es verdadero y su declaración es legítima. Sin embargo, esto no es todo. Él todavía carece de la segunda fe: si acaso esto se aplica a él personalmente. Él comienza con negarlo. “Esto no se refiere a mí,” dice; “Jesús no salva a un hombre como yo.” Pero entonces el Espíritu Santo se encuentra con él nuevamente. Él lo trae de vuelta a la Palabra. Sostiene la imagen del pecador salvado ante él hasta que se reconoce a sí mismo en esa imagen. Y aunque aún objeta, “No puede ser así; sólo me estoy engañando a mí mismo,” aun así, el Espíritu Santo persiste en persuadirlo hasta que, totalmente convencido, se apropia personalmente de Cristo y reconoce: “Bendito sea Dios, pues soy un pecador salvado.” Por tanto, no es primero el conocimiento y luego la confianza, sino que ambos son un convencimiento interior operado por el Espíritu Santo. Y el hombre que ha sido convencido de esta manera, cree. El que está convencido de la verdad de la declaración divina respecto del Guía de las almas, cree todo lo que se revela en las Escrituras. Y estando también convencido de que el pecador salvado descrito en las Escrituras es él mismo, cree en Cristo como su Fiador. De ahí que la característica particular de la fe en sus dos etapas, sea la de ser persuadido. La fe salvadora es un convencimiento, operado por el Espíritu Santo, de que las Escrituras son una declaración real respecto de la salvación de las almas, y que esta salvación incluye también mi alma. ¿Entonces está equivocado el Catecismo de Heidelberg, cuando habla de conocimiento y de confianza? No; pero se debería notar que no habla del origen de la fe, sino de su fruto y ejercicio, estando ello ya establecido. Estando convencidos de que las Escrituras son verdaderas, y creyendo la declaración divina con respecto a Cristo, poseemos a la vez conocimiento cierto e indubitable sobre estas cosas. Y estando persuadidos de que esa salvación incluye a mi alma, por causa de este convencimiento, yo poseo una confianza firme y segura de que el tesoro de la redención de Cristo es también mío. De este modo, la fe tiene tres etapas: (1) conocimiento de la declaración; (2) certeza de las cosas reveladas; y (3) convencimiento de que esto me concierne personalmente a mí. Estas solían llamarse conocimiento, asentimiento y confianza; y estamos dispuestos a adoptarlas, pero deben usarse con cuidado. Por la primera sólo debe entenderse la obtención de conocimiento de forma independiente a la fe. De ahí que el Catecismo de Heidelberg la omita, por no pertenecer ella al poder de la fe, y sólo mencione asentimiento y confianza. Pues ese conocimiento cierto del cual habla, no es lo que los escolásticos ponen en primer plano como conocimiento; sino lo que ellos llaman asentimiento. El conocimiento no es la palabra contundente, sino la certeza.[3] No es el conocimiento, sino la certeza del conocimiento lo que pertenece a la verdadera fe. Por esa razón, algunos solían distinguir conocimiento y asentimiento, y los trataban por separado. Pues se debe recordar que los inconversos no entienden las Escrituras, ni pueden leer su declaración. Al no ser nacidos de agua y del Espíritu, no pueden ver el Reino de Dios. El hombre natural no entiende las cosas espirituales. Por ello es que decimos enfáticamente que el hecho de que el conocimiento preceda a la fe y que la fe deba asentir a él, implica la iluminación del Espíritu Santo. Sólo bajo esa luz se puede ver la gloria de las Escrituras y comprender su belleza; sin esta luz, el conocimiento no es sino un obstáculo para el hombre natural. Aún así, no es parte de la fe, sino sólo una parte de la obra del Espíritu que hace posible la fe. Una verdad o una persona no constituyen la fe, sino el objeto de ella; la fe en sí misma es el ser persuadidos cuando, una vez que toda oposición ha acabado, el alma ha obtenido indubitable seguridad. De ahí el absurdo absoluto de hablar de la fe en forma separada de las Escrituras, o dirigida sobre cualquiera que no sea Cristo; o de llamar fe a una tendencia universal del alma que clama por salvación, para calmar su sed. Todo esto le roba a la fe su carácter. Cuando yo digo, “creo,” con ello quiero decir que esto o aquello es para mí un hecho indubitable. A fin de poder creer, uno tiene que estar seguro, convencido, persuadido—de lo contrario, no puede haber fe; y el fruto de este estar persuadido es conocimiento abundante, gloriosa confianza, y acceso al Señor.

Sin embargo, debe tenerse en cuenta que hemos hablado de la fe, tal como se manifiesta en la superficie. Pero eso no es suficiente. Aún debemos examinar la raíz, las fibras de la fe que se encuentran en el alma. Debemos examinar la facultad que capacita al alma para creer. Sobre esto trata el siguiente artículo. XXXVIII. La Facultad de Fe “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.”—Ro. viii. 14. La fe salvadora debería entenderse siempre como una disposición del ser espiritual del hombre, mediante la cual puede llegar a tener la seguridad de que el Cristo tras las Escrituras, el único Salvador, es su Salvador. Escribimos intencionadamente una “disposición” mediante la cual el hombre puede llegar a tener la seguridad. Tal como hay agua en las tuberías, aunque no se encuentre corriendo por una llave en este momento, o tal como el gas se encuentra en los ductos, aunque no esté ardiendo; así mismo, por causa de la regeneración, la fe se encuentra presente como una disposición en el ser espiritual del hombre, aun cuando él todavía no crea, o cuando haya dejado de creer. Si la casa está conectada a las obras hidráulicas de la ciudad, el agua puede correr; pero no por esta razón estará siempre corriendo; así como tampoco el gas se encontrará siempre ardiendo. La diferencia que existe entre esta vivienda y la de su vecino, es que en la primera el agua puede fluir y el gas puede arder, ya que la de su vecino no se encuentra conectada como lo está esta. Existe una diferencia similar entre los nacidos de nuevo y los no nacidos de nuevo; es decir, entre aquel que se une a Jesús y aquel que no se ha unido a Él. La diferencia no radica en que el primero crea y lo haga en forma constante y en todo momento, sino sólo en esto: que él puede creer. Pues quien no ha nacido de nuevo no puede creer, ha destruido deliberadamente el don precioso y divino mediante el cual él podría haberse unificado a la vida de Dios. Dios le dio ojos para ver, pero él se ha cegado a sí mismo en forma deliberada. Por lo tanto, no puede ver a Jesús. El Cristo vivo no existe para él. No ocurre así con el hijo de Dios nacido de nuevo. Es cierto que él también es un pecador; él también se ha cegado a sí mismo en forma deliberada; pero se ha realizado en él una operación tal, que ha restaurado su vista de manera que ahora sí puede ver. Y esta es la facultad de fe que le ha sido implantada. Esta facultad afecta la conciencia. Tan pronto como el hecho de que Cristo es el único Salvador y mi Salvador, es introducido a mi conciencia—la cual es la clara representación de todo mi ser, y se adapta y se une perfectamente a ello como una verdad fundamental, indubitable y firmemente establecida—entonces creo. Pero esta verdad no se ajusta a la conciencia del hombre natural. Él puede introducirla de vez en cuando por medio de una fe temporal o histórica, pero sólo como un elemento extraño, y su naturaleza reacciona inmediatamente en contra de ella; exactamente de la misma manera que la sangre y el tejido reaccionan, en contra de una astilla que se ha insertado en un dedo. Por esta razón, una fe pasajera nunca puede salvar a un hombre, sino, por el contrario, lo daña; pues hace que su alma se infecte. Por principio, la conciencia humana, tal como es según su naturaleza, y el Cristo que se encuentra tras las Escrituras, son diametralmente opuestos. Uno excluye al otro. Lo que se ajusta y acomoda a la conciencia del hombre natural, es la negación constante de Cristo. Esta conciencia natural es la representación de su existencia pecaminosa; y como un pecador inconverso siempre se hace valer a sí mismo, se cree salvable, y más aun, pretende salvarse a sí mismo, no puede tolerar a Cristo. Cristo resulta impensable para él; por lo tanto, no puede aceptarlo. No, no existe ninguna necesidad de Él; él mismo también puede salvar, con Jesús, o simplemente, tan bien como Jesús, o siguiendo el ejemplo de Jesús; por esta razón, este Jesús no es en ningún caso el único Salvador. Pero si el Cristo que se encuentra tras las Escrituras se ajusta a su conciencia, esa conciencia debe haber sido cambiada de lo que era según su naturaleza; y, siendo el reflejo y la representación de su ser y de todo lo que contiene, se deduce que para dar cabida a Cristo,

pero no para complacerlo a Él, sino debido en forma absoluta a su propia necesidad, su ser requiere primero ser cambiado. Por lo tanto, ocurre un doble cambio: En primer lugar, el nuevo nacimiento, que cambia la posición de su ser interior. En segundo lugar, el cambio que afecta a su conciencia, mediante la introducción de la disposición a aceptar a Cristo. Y esta disposición, siendo el órgano de su conciencia mediante el cual puede hacer esto, es la facultad de fe. Los padres han señalado acertadamente que esta disposición también ha sido impartida a la voluntad. Y no puede ser de otra manera. La voluntad es como una rueda que mueve los brazos de un molino de viento. En el Adán sin pecado, esta rueda permaneció perfectamente cuadrada sobre su eje, girando con la misma facilidad a la derecha y a la izquierda—es decir, se movía tan libremente hacia Dios como hacia Satanás. Pero en el pecador, esta rueda está en parte movida de su eje, de manera que puede girar únicamente a la izquierda. Cuando quiere pecar, puede hacerlo. En este sentido el eje se encuentra despejado; él tiene el poder para pecar. Pero la rueda no puede girar en sentido contrario; tal vez sólo un poco, con mucha dificultad y mucho chirrido, pero nunca lo suficiente como para moler maíz. El funcionamiento de su voluntad nunca podrá producir ningún bien salvador. Él no podrá hacer que la rueda de su vida gire hacia Dios, mediante la energía de la voluntad. Incluso después de que él ha sido cambiado interiormente, y que la facultad de fe ha entrado en su conciencia, ella resultará inútil mientras la impotente voluntad entre en la conciencia para expulsar su seguridad cristiana. Por lo tanto, para que la voluntad pueda servir a la conciencia cambiada, debe ser forjada por Dios. De ahí que la disposición de fe sea impartida no sólo a la conciencia, sino también a la voluntad, para adaptarla así al Cristo de las Escrituras. La voluntad del santo es llevada de nuevo a moverse libremente hacia Dios. Cuando el ego cambia su dirección y la voluntad es cambiada, sólo entonces la nueva disposición puede entrar en la conciencia, para estar seguros de que el Cristo que se encuentra tras las Escrituras es el único Cristo y es su Cristo. La facultad de fe es por tanto algo complejo. No puede ser independiente de la conciencia y del conocimiento; ya que implica un cambio del ser del hombre y la libertad de la voluntad para avanzar hacia Dios. Por ello, esta facultad no es un desarrollo espontáneo de la vida implantada, ni es independiente de ella; pero como disposición, puede entrar en nosotros sólo después del nuevo nacimiento, e incluso entonces nos debe ser dada por la gracia de Dios. Por supuesto, el hombre en el cual la facultad de fe empieza a trabajar, creerá en las Escrituras, en Cristo, y en su propia salvación; pero sin ella, él continuará hasta el fin oponiéndose a las Escrituras, a Cristo, y a su propia salvación. Él puede estar casi convencido; pero nunca estará totalmente convencido. Esto será fe temporal, fe histórica, fe en los ideales, pero nunca fe salvadora. Pero si un hombre ha recibido esta disposición, ¿es posible que crea de inmediato y para siempre? Seguramente no, no más de lo que un niño normal puede leer, escribir o pensar lógicamente. Y cuando a los dieciséis años puede hacer estas cosas, no es debido a nuevas facultades recibidas en forma posterior a su nacimiento, sino al desarrollo de aquellas con que nació. Un hijo de Dios nacido de nuevo posee la facultad de creer; pero no se produce un creer inmediato y efectivo. Esto requiere de algo más. Tal como un niño no puede aprender y desarrollarse sin maestros y sin conexión con su propio entorno, de igual manera la facultad de fe no puede ser ejercida sin la guía del Espíritu Santo y sin conexión con el contenido de las Escrituras. No podemos decir cómo ésta fue efectuada en niños que han fallecido; no porque el Espíritu Santo no pueda trabajar en ellos así como lo hace en adultos, sino porque ellos no conocen las Escrituras. Sin embargo, debido a que las Escrituras dan testimonio únicamente de Cristo, el Espíritu Santo puede tener una forma de llevar al niño no-pensante hacia una conexión con Cristo, del mismo modo que ha provisto las Escrituras para los hombres pensantes. En cualquiera de estos casos, la facultad de fe no puede producir nada por sí misma, sino que debe ser estimulada y desarrollada mediante la preparación y ejercicio del Espíritu Santo, aprendiendo poco a poco a creer—una preparación continua hasta el final; pues hasta que morimos, el obrar de la fe aumenta en fuerza, en avance y en gloria.

Pero esto no es todo. Un hombre puede tener la facultad de fe plenamente desarrollada y ejercitada, pero esto no quiere decir que, por lo tanto, creerá siempre. Por el contrario, la fe puede ser interrumpida por un período de tiempo. De ahí que la fe no debe ser llamada el aliento del alma; porque cuando un hombre deja de respirar se muere. No; la facultad de fe es más bien como la potencia que tiene un árbol para florecer y producir fruto: aparentemente muerto una temporada, pero bello y floreciente en la siguiente. El que yo posea la facultad para pensar resulta evidente, no de mi pensamiento ininterrumpido, pues cuando estoy dormido no pienso; sino que resulta evidente de mi forma de pensar cuando debo pensar. Así mismo ocurre con la facultad de fe, que ocupa la misma posición que las facultades de pensar, hablar, etc. En cuanto a estas facultades, se distinguen tres cosas: (1) la propia facultad; (2) su necesario desarrollo; (3) y su ejercicio cuando es suficientemente estimulada. Por lo tanto, nos damos cuenta no sólo de la primera operación del Espíritu, la implantación de la facultad de fe; así mismo, no nos damos cuenta sólo de la segunda operación, la capacitación de esa facultad para el ejercicio; sino también de la tercera, la estimulación y el llamado a la acción de creer, cada vez que al Espíritu Santo Le plazca. No existe hombre que esté en sí mismo dotado de la facultad de fe, sino que es el Espíritu Santo quien lo ha dotado de ella. No existe hombre habilitado para esta facultad de creer, sino que también es el Espíritu Santo quien ha habilitado esa facultad. Tampoco existe un hombre que use esta capacitación, creyendo de hecho, a menos que el Espíritu Santo haya obrado esto en él. La vida tiene sus altibajos. Lo vemos en el amor. Usted tiene un hijo a quien ama con ternura. Pero en la vida cotidiana usted no siempre siente ese amor, y a veces se acusa a sí mismo de estar frío y de no sentir un cálido apego por el niño: Pero imaginemos que alguien le hiciera daño, o que se enfermara—o peor aún, que su vida se encontrara en peligro—y entonces su amor adormecido se despertaría en un instante. Ese amor no vino a usted desde fuera, sino que habitaba en las profundidades de su alma, dormitando hasta que fuera despertado por completo por causa del incisivo aguijón del dolor. Lo mismo se aplica a la fe. Durante días y semanas podremos tener que reprocharnos a nosotros mismos la condición incrédula de nuestro propio corazón, cuando el alma parece seca y muerta como si no existiera vínculo de amor entre nosotros y nuestro Salvador. Pero, ¡he aquí! el Señor se revela a nosotros, o tal vez el sufrimiento nos abruma, o la seriedad de la vida de pronto se apodera de nosotros, y en un instante, esa fe que estaba aparentemente muerta, será avivada y el vínculo del amor de Jesús se sentirá fuertemente. Y más que esto: inspirado por el amor, usted está constantemente haciendo algo por su amado, pero sin decir: “hago esto o aquello por él, porque lo amo tanto.” Así también ocurre en relación a la fe: la fe salvadora es una disposición de cuya actividad no siempre nos damos cuenta, pero tal como otras facultades, trabaja continuamente, con inadvertidas funciones. De ahí que con frecuencia ejerzamos la fe sin estar especialmente conscientes de ello. Nos preparamos particularmente para pensar o hablar cuando una ocasión especial lo requiere; y de ese modo, actuamos con propósito consciente desde la fe cuando, bajo circunstancias particulares, debemos presentarnos osadamente como testigos o tomar alguna decisión importante. Pero este es nuestro consuelo, que el poder salvador de la fe no depende de una acción especial de creer; ni de actos menos conscientes; ni siquiera de la capacidad de fe adquirida, sino únicamente del hecho de que la semilla de fe ha sido plantada en el alma. Por lo tanto, un niño puede tener fe salvadora, aun cuando nunca hubiera realizado una sola acción de fe. Y así permanecemos salvos, incluso cuando la acción de fe pueda dormitar por una temporada. El hombre, una vez que ha sido dotado de la fe salvadora, es salvo y bendecido. Y cuando una y otra vez surgen las acciones de fe, él no se vuelve salvo en un mayor grado, sino que es sólo la evidencia de que, a través de la misericordia infinita de Dios, la semilla de fe ha sido plantada en él.

XXXIX. Aprendizaje Defectuoso “Y el que creyere en él, no será avergonzado.”—1 P. ii. 6. San Pablo declara que la fe es el don de Dios (Ef. ii. 8). Sus palabras, “esto no de vosotros, pues es don de Dios,” se refieren a la palabra “fe.” Una nueva generación de jóvenes expositores afirma confiadamente que estas palabras se refieren a “por gracia sois salvos.” La mayoría de ellos son, evidentemente, ignorantes de la historia de la exégesis del texto. Ellos sólo saben que el pronombre “esto” en la frase “y esto no de vosotros” es neutro en el griego. Y sin realizar un análisis más profundo, consideran establecido que el pronombre neutro no puede referirse a la “fe,” que es femenino en el griego. Permítanos alertar a nuestros lectores en contra de parloteos irreflexivos de una escuela de aprendizaje superficial. Se debe recordar que, si bien nuestra exégesis es y siempre ha sido aceptada casi sin excepción, la opinión contraria es compartida sólo por algunos expositores de los últimos tiempos. Casi todos los padres de la iglesia y casi todos los teólogos eminentes de la erudición griega han considerado que las palabras “pues es don de Dios,” se refieren a la fe. 1. De acuerdo con la tradición antigua, esta fue la exégesis de las iglesias en las cuales San Pablo había trabajado. 2. De aquellos que hablaban el idioma griego y que estaban familiarizados con la construcción particular del griego. 3. De los Padres de la Iglesia latina, quienes se mantuvieron en estrecho contacto con el mundo griego. 4. De los estudiosos como Erasmo, Grocio y otros, quienes, como lingüistas, no tuvieron par; y en ellos resulta aún más notable, ya que favorecieron personalmente la explicación de que la fe es obra del hombre. 5. De Beza, Zanchius, Piscator, Voetius, Heidegger, e incluso de Wolf, Bengel, Estius, Michaelis, Rosenmüller, Flatt, Meier, Baumgarten-Crusius, etc., quienes al día de hoy mantienen la tradición original. Y por último, Calvino, aunque se ha dicho que él ha favorecido la otra exégesis. Pero si se hubiera entregado a la interpretación original, habría dado alguna razón para hacerlo, pues estaba completamente familiarizado con ella. Y esto hace que sea probable que él nunca tuviera la intención de discutir el asunto. El hecho de que él se adhiriera a la exégesis tradicional, queda comprobado por sus propias palabras, en su “Antídoto en Contra de los Decretos del Concilio de Trento” (página 190, edición 1547): “La fe no es del hombre, sino de Dios.” Incluso nuestros educados laicos reformados están familiarizados con este hecho, aunque sólo fuera a través del estudio del magnífico comentario acerca de los Efesios realizado por Petrus Dinant, ministro de Rotterdam, quien alcanzó el éxito en la última parte del siglo XVII. Lo publicó en 1710, y el libro tuvo una venta tan masiva que fue reeditado en 1726; aun hoy tiene una gran demanda. Citamos de él lo siguiente (vol. i., p. 451): “‘Y esto no de vosotros, pues es don de Dios.’ La palabra ‘esto’ (GRIEGO tau omicron épsilon con acentos tau omicron), se refiere, ya sea al previo ‘ser salvo,’ o a ‘fe.’ Al primero no puede referirse, pues San Pablo ya había establecido que la salvación es un don de Dios. Por lo tanto se debe referir a la fe. Es cierto que el griego (GRIEGO tau omicron épsilon con acentos tau omicron), es un neutro, mientras que (GRIEGO pi iota con acentos sigma tau eta sigma), fe, es un femenino. Pero los estudiosos del griego saben que el pronombre relativo puede referirse de igual manera a lo siguiente (GRIEGO delta omega con acentos rho omicron épsilon), don, el cual es neutro, como a la anterior (GRIEGO pi iota con acentos sigma tau nu sigma), la cual es femenina, de acuerdo a la norma en la gramática griega que rige este punto. Por consiguiente, ‘esto,’ es decir, ‘fe, no de vosotros, pues es don de Dios.’” Pero, descubrimientos recientes pueden haber alterado esta antigua exégesis. Si los expositores modernos de Utrecht, Groningen y Leiden, quienes han hecho un pasatiempo de esta exégesis moderna, nos mostraran por lo tanto este reciente descubrimiento, los oiríamos muy atentamente. Pero no lo hacen. Por el contrario, dicen: “El asunto está resuelto, y es tan claro que aun un principiante en el idioma griego podría verlo.” Y al decir esto, se juzgan a sí

mismos. Pues inteligencias incomparablemente superiores, tales como las de Erasmo y Hugo Grocio, sabían tanto de griego que al menos estaban familiarizados con sus principios básicos. Y podemos atrevernos a decir que toda la erudición griega que se aloja ahora en la inteligencia de nuestros exegetas provenientes de las universidades recién mencionadas no sería suficiente para dejar a medio llenar el vaso que Erasmo y Grocio en conjunto llenaron hasta el borde. Por esta razón, se puede mantener confiadamente la exégesis tradicional. La declaración certera con que estos jóvenes expositores hacen sus afirmaciones no debe sorprendernos. Su explicación es fácil de encontrar. Casi todos ellos fueron preparados en universidades cuyos profesores de exégesis de Nuevo Testamento buscaban, por medio de sorprendentes observaciones, divorciar a sus alumnos de la interpretación tradicional de las Escrituras; por ejemplo, los estudiantes habían aprendido en casa que “el don de Dios,” en Ef. ii. 8, se refiere a la fe; pero ellos nunca habían consultado el texto original. Luego, el profesor observaba, con perfecta propiedad, que no dice (GRIEGO alpha con acentos épsilon tau eta), sino (GRIEGO tau omicron épsilon con acentos tau omicron), añadiendo: “Los caballeros pueden ver por sí mismos que esto no puede referirse a la fe.” Y, no conociendo el tema, sus inexpertos oyentes suponen que no queda nada que agregar. Si su erudición griega hubiera sido más minuciosa y extensa, ellos habrían sido capaces de formarse un juicio con mayor independencia. Ellos entran a la iglesia con esta convicción; y cuando un laico común repite la exégesis antigua, ellos se deleitan, al menos en esas ocasiones, al hacer ostentación del fruto de su formación académica; y se le hace entender al laico común que no sabe nada de griego, y que el texto griego se interpreta claramente de la otra manera; y que por tanto, él no puede apoyar la anticuada exégesis. Cuando a veces el Heraut [4] se atreve a repetir la opinión antigua y comprobada, estos sabios jóvenes no pueden evitar pensar: “El Heraut no actúa de buena fe; el editor sabe muy bien que se traduce (GRIEGO tau omicron épsilon con acentos tau omicron), y que (GRIEGO pi iota con acentos sigma tau eta sigma) es femenino.” Por supuesto, el Heraut lo sabe muy bien—tan bien como lo sabían Erasmo y Grocio—y, sabiendo un poco más de griego que estos infantiles rudimentos, se ha tomado la libertad, apoyado por la agradable compañía de los eruditos que recientemente mencionamos, de considerar una opinión diferente a la de los graduados de Utrecht. Sin duda, todo hombre tiene el derecho a tener su propia opinión y a rechazar la exégesis tradicional. Por otra parte, en Fil. i. 23, se indica claramente que la fe es un don de Dios. Pero presentaremos una objeción en contra de la superficialidad y la ingenuidad de los hombres, que en su ignorancia, se presentan como eruditos y lo hacen parecer como si incluso un principiante en griego, si sólo fuera un hombre honesto, no podría apoyar en ninguna medida la opinión contraria. Pues es imperdonable que una persona se atreva a pronunciar sentencia sobre otra que sabe de lo que está hablando, tal como se verá en el post scriptum de este artículo. El lector será amablemente paciente, para que podamos tratar este asunto en forma algo extensa, pues es a un principio a lo que hace referencia. Nuestras universidades niegan nuestra confesión de fe. Aunque ellas pueden reconocer que Dios es el autor de la salvación, la fe (como ellas lo interpretan) se toma en el sentido de un medio que se origina de la unión del aliento del alma y el obrar interior del Espíritu Santo. De ahí su manifiesta preferencia por aquella exégesis novedosa, que también se hace evidente por el esfuerzo enérgico y persistente que hacen para popularizarla. Y esta tendencia se manifiesta en muchas otras direcciones. Existen pocas oportunidades para realizar investigaciones individuales del original. De ahí que la enseñanza recibida en Utrecht constituya la única fuente de información. Y esta se encuentra tan profundamente arraigada en el corazón y la mente, que el estudiante no puede concebir que pueda ser de otra manera. Por otra parte, los razonamientos han sido presentados en forma ininterrumpida y de manera tan concisa, que obtener argumentos convincentes para puntos de vista contrarios parece absolutamente imposible.

Así las cosas, nuestros jóvenes teólogos, honestos en sus convicciones y leales a ellas, declaran desde el púlpito y en conversaciones privadas que la ambigüedad referente a diversos puntos doctrinales está fuera de cuestión; de modo que es preciso conceder y reconocer que los expositores antiguos estaban decididamente equivocados. Y esta es la causa de la fuerte oposición que existe en contra de muchas opiniones establecidas, incluso entre nuestros mejores ministros; no por amor a la oposición, sino porque convicciones sinceras les impiden seguir cualquier otra línea de conducta, al menos, mientras no puedan encontrarse mejor informados. Y esto no puede permanecer así. No existe seriedad en esa postura. Es indigna del hombre de formación científica; es indigna del ministro. Existe la necesidad de búsqueda e investigación individual. Estas novedades de Utrecht deberían ser recibidas con cierto grado de escepticismo. Incluso se puede leer libremente entre líneas, que cuando el aprendizaje de la facultad de Utrecht se opone al aprendizaje de la Iglesia total, debe ser desacreditado. Y de este modo, nuestros jóvenes se verán obligados a regresar a la investigación original. No sólo eso, sino que se verán obligados a comprar libros. Las bibliotecas de casi todos nuestros jóvenes teólogos no contienen casi nada excepto obras alemanas, producto de la teología de la mediación; por lo tanto, excesivamente unilaterales, no nacionales, foráneas a nuestra Iglesia, en conflicto con nuestra historia. Esta carencia debería primero ser suplida. Y entonces, esperamos que pronto llegue el tiempo cuando cada ministro en nuestras iglesias reformadas estará en posesión de al menos unas pocas sólidas y mejores obras. Y cuando, de este modo, surja la oportunidad para un estudio más imparcial y correcto, la naciente generación de ministros deberá una vez más reanudar sus estudios y obtener la convicción por su propia experiencia, incluso como otros ya lo han hecho, de que la labor de estudio e investigación, la cual dará buen fruto para la Iglesia de Dios, aún no está terminada sino que en realidad sólo acaba de comenzar. Entonces, una generación de hombres más serios y mejor capacitados tratará las opiniones que hemos propuesto con un poco más de gratitud, y, lo que es de mucha mayor importancia, tratará la existencia de la fe con mayor consideración. Es de vital interés, que el ejercicio de la fe y la facultad de fe no vuelvan a ser confundidos, y que se reconozca que esta última puede encontrarse presente sin que lo esté también el primero. De lo contrario, ocurrirá una desviación completa de la línea de las Escrituras, la cual es también la de las iglesias reformadas. Producirá que la salvación sea dependiente del ejercicio de la fe, es decir, del acto de aceptar a Cristo y todos Sus beneficios; y dado que este acto no es de Dios, sino del hombre, nos perdemos en forma imperceptible en las aguas del Arminianismo. Por lo tanto, todo depende de la correcta comprensión de Ef. ii. 8. Porque la fe no es el acto de creer, sino la mera posesión de la fe, incluso de la fe en su estado de semilla. El que posea la semilla o facultad de fe, y que en el tiempo de Dios también ejercite la fe, es salvo, salvado por gracia, pues le fue impartido el don de Dios. Anteriormente, los teólogos fueron utilizados para hablar de la existencia y del bienestar de la fe; pero esto se refería a otra peculiaridad, la cual no debe ser confundida con la hasta ahora tratada. Algunas veces la planta de la fe parece ser más fuerte en uno que en otro, y su desarrollo, más maduro y más completo, produciendo ramas, ramitas, hojas, flores y frutos—lo que es evidencia del bienestar de la fe. También puede ocurrir que, en la misma persona, la fe parezca pasar por las cuatro estaciones del año: primero ocurre una marea primaveral, en la cual crece; seguida de un verano, cuando florece; pero también existe un otoño, cuando pierde vitalidad; y un invierno, cuando dormita. Y esta es la transición que ocurre desde el bienestar de la fe hasta su mera existencia. Pero, tal como un árbol sigue siendo tal durante el invierno, y poseerá la existencia de un árbol aun cuando haya perdido su bienestar, del mismo modo la fe puede aún permanecer como fe viva en nosotros, aunque se encuentre temporalmente sin hoja y sin flor. Para el consuelo de las almas, nuestros padres siempre señalaron al hecho, y así también lo hacemos nosotros, que la salvación no depende del bienestar de la fe, siempre y cuando el alma posea la existencia de la fe. Aunque, sobre el ejemplo de nuestros padres, nosotros añadimos que el árbol no está vivo en el invierno, a menos que se active hacia la primavera,

cuando sus yemas brotan nuevamente; y que la existencia de la fe da pruebas de su presencia en el alma sólo cuando se activa hacia su bienestar. Post scriptum. Es necesario señalar dos cosas con respecto a la superficialidad de la cual reclamamos. En primer lugar, que la construcción de un pronombre neutro con un sustantivo femenino anterior a él, no constituye un error sino por el contrario, un excelente griego. En segundo lugar, que la Iglesia tenía razones por las cuales hasta ahora hacía que las palabras “y esto no de vosotros” se refirieran a la fe. En lo que respecta al primer punto, no nos referimos a una excepción helenística, sino a la norma común, que se encuentra en cada buena sintaxis griega, y que todo exegeta debería conocer. Una norma que fue formulada por Kühner, entre otros, en su “Ausführliche Grammatik der Griech. Sprache,” vol. ii., I, p. 54 (Han., 1870), y que consiste en lo siguiente: “Besonders häufig steht das Neutrum eines demonstrativen Pronomens en Beziehung auf ein männliches oder weibliches Substantiv, indem der Begrif desselben ganz allgemein als blosses Ding oder Wesen, oder auch als ein ganzer Gedanke aufgefasst wird.” Lo cual traducido al español es: Un pronombre demostrativo neutro se utiliza con frecuencia para referirse a un sustantivo masculino o femenino anterior, cuando el significado expresado por esta palabra se toma en un sentido general, etc. Los ejemplos citados por Kühner dan un golpe mortal a la exégesis de Utrecht. Tomemos, por ejemplo, los de Platón y Jenofonte: Platón, “Protágoras,” 357, C.: ‘Όμολογουμεν έπιστήμες μηδεν εϊναι κρεϊττον, αλλα τουτο αει κρατειν, οπου αν ενη, και ηδονης και των αλλων απαντων. Platón, “Menón,” 73, C.: ‘Έπειδη τοίνυν η αυτη αρετη πάντων εστί, πειρω ειπειν και αναμνησθηναι, τί αυτό φησι Γοργίας ειναι. Jenofonte, “Hiero,” ix., 9. Ει εμπορια ωφελει τι πόλιν, τιμώμενος αν ο πλειστα τουτο ποιων και εμπόρους αν πλείους αγείροι. A los que añadimos tres ejemplos más de Platón, y un cuarto de Demóstenes: Platón, “Protág.,” 352, B.: Πως εχεις προς επιστήμην; πότερον και τουτό σοι δοκει ωσπερ τοις πολλοις ανρώποις, η αλλως. Platón, “Fedón,” 61, A.: Ύπελάμβανον;. . . και εμοι ουτω ενύπνιον υπερ επραττον, τουτο επικελεύειν, μουσικην ποιειν, ως φιλοσοφίας μεν ουσης μεγίστης μουσικης, εμου δε τουτο πράττοντος. Platón, “Teeteto,” 145, D.: Σοφία δε γ οιμαι σοφοι; –ναι–τουτο δε νυν διαφέρει τι επιστήμης. Demóstenes, “Contra Aphob.,” 11: Έγω γαρ, ω ανορες δικασται, περι της μαρτυρίας της εν τω γραμμαείω γεγραμμένης ειδως οντα μοι τον αγωνα, και περι τούτον την ψηφον ύμας οισοντας επιστάμενος ωήθην δειν κ. τ. λ. Por ahora aplazaremos la discusión del segundo punto para otro momento. Pero es evidente que estas citas alteran todo el seudoaprendizaje de esta defectuosa erudición; y que las palabras, “y esto no de vosotros, pues es don de Dios,” justamente con el pronombre neutro en el más puro griego, pueden referirse a la fe; por lo que todo este alboroto acerca de la diferencia de género, no sólo carece de todo fundamento, sino que también deja una impresión muy pobre en relación a la erudición de los hombres que han planteado tal objeción.

Por otra parte, debemos demostrar no sólo que la interpretación antigua de Ef. ii. 8 puede ser correcta, sino además, que no puede ser sino correcta. Dice así: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya” (Ef. ii. 8-10). La idea principal es el poderoso hecho de que el operador causante de nuestra salvación es Dios. San Pablo expresa esto en los términos más convincentes y certeros al decir: “Sois salvos de gracia, a través de la gracia, y por gracia.” Si entonces continuara “y esto no de vosotros, pues es don de Dios,” tendríamos una frase redundante, con cláusulas gramaticales innecesarias, que está repitiendo tres veces lo mismo: “Lo habéis recibido por gracia, no de vosotros, pues es don de Dios.” Y esto serviría, si dijera: “Sois salvos por gracia, y por lo tanto no de vosotros”; pero no dice así. Es simplemente, “y esto no de vosotros.” La conjunción “y” se interpone. O si dijera: “Vosotros sois salvos por gracia, no de vosotros, pues es obra de Dios,” sonaría mejor. Pero primero decir: “Vosotros sois salvos por gracia,” (Ef. ii. 8) y luego, sin añadir nada nuevo, repetir, “y esto no de vosotros,” es duro y vacilante. Y más aún, si se considera que en el versículo noveno se repite por cuarta y quinta vez, “no por obras; somos hechura suya.” Y mientras todo esto es rígido y forzado, dificultoso y superfluo, cuando se adopta la exégesis de los expositores antiguos de la Iglesia cristiana, se vuelve de golpe suave y vigoroso. Pues entonces dice: “Porque por mera gracia sois salvos, por medio de la fe (No como si por este medio de fe la gracia de su salvación no fuera completamente de gracia; no, por cierto que no, pues incluso esa fe no es de vosotros, sino que es el don de Dios). Y, por tanto, salvos por medio de la fe, no por obras, para que nadie se gloríe, porque somos hechura suya.” Pero entonces esto genera un paréntesis, el cual es absolutamente cierto; pero incluso esto es verdaderamente paulino. San Pablo oye la objeción, y la refuta una y otra vez, aun cuando él no formule la contraposición. XL. La Fe Sólo en el Pecador Salvado. “Y creyeron la Escritura.”—Juan ii. 22. La fe no es el operar de una facultad inherente en el hombre natural; ni un nuevo sentido añadido a los cinco sentidos; ni una nueva función del alma; ni una facultad que en un principio se encontraba latente y ahora está activa; sino una disposición, un modo de acción, implantado por el Espíritu Santo en la conciencia y la voluntad de la persona que ha nacido de nuevo, mediante la cual ella es habilitada para aceptar a Cristo. De esto se desprende que esta disposición no pueda ser implantada en un hombre sin pecado, y que desaparece tan pronto como el pecador deja de ser un pecador. El santo cree hasta que muere, pero no luego de eso. O más correctamente: la fe desaparece tan pronto como él entra en el cielo, porque entonces no vive más por fe, sino por vista. La importancia de esta distinción es evidente. Los teólogos de la ética, negando que la fe sea una disposición especialmente implantada y considerando que se trata más bien de un sentido o su órgano, primero latente y luego en estado activo, no pueden admitir esto, sino que repiten que la fe es perpetua, basando su opinión en 1 Co. xiii. 13. De acuerdo a su teoría, no existe diferencia absoluta entre el pecador y aquel que es sin pecado; ellos no creen que, para salvar al pecador, el Espíritu Santo introduce un recurso extraordinario en su persona espiritual. De ahí su persistente esfuerzo para hacernos entender que antes de la caída Adán creía, y que incluso Jesús, el Capitán y Consumador de nuestra fe, caminó por fe. Pero toda esta presentación es objetada por las palabras apostólicas: “porque por fe andamos, no por vista” (2 Co. v. 7). Y de nuevo: “Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Co. xiii. 12), en relación con lo anterior “mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará” (v. 10). Y no menos por la palabra de nuestro Señor, que veremos a Dios tan pronto como seamos limpios de corazón (Mt. v. 8). Y a partir de este punto, sabemos con certeza que la fe en el sentido de la fe salvadora no es perpetua; que no existía en el Paraíso, sino que sólo puede ser encontrada en un pecador perdido. Para poder ser dotado de una fe salvadora, la persona debe ser un pecador, así

mismo como el alivio del dolor sólo puede darse a una persona que se encuentre sufriendo dolor. “Muy bien,” dicen los éticos, “lo aceptamos.” Pero cuando el médico trata de mejorar la respiración de un asmático haciéndole inhalar aire fresco, esto no implica que una persona sana no inhale. Por el contrario, una persona sana inhala fuerte y profundamente, y el propósito del médico es ayudar a la función normal de respiración. Y lo mismo se aplica a la fe. Es cierto que el Espíritu Santo sólo puede dar fe al pecador, pero con toda seguridad, un santo saludable como lo fue Adán antes de la caída y como lo fue Cristo, creían; porque la fe no es sino el aliento del alma. En Adán y en Cristo, esta respiración era espontánea; y en los pecadores como nosotros, se encuentra alterada. Por lo tanto, necesitamos ayuda para ser curados. Pero cuando nuestras almas inhalen una vez más y libremente el aliento de la fe, sólo habremos recibido lo que Adán y Jesús tuvieron antes que nosotros.” Y nosotros nos oponemos a esta postura. La fe salvadora no es el aliento común del alma, que primero fue perturbado, y luego fue restaurado. No; es el remedio específico para una persona que se encuentra perdida en el pecado; un recurso que se le ha brindado porque se convirtió en un pecador; que se mantiene en su poder mientras siga siendo un pecador; y que se le retira tan pronto como deje de pecar. Cuando el recurso ya no resulta necesario, y el alma que ha sido redimida del pecado puede respirar libremente hacia Dios sin el recurso de la fe, completamente restaurada y totalmente redimida, sólo entonces recibe una vez más esa comunión natural y espontánea con el Eterno, la que no requiere de ayuda interventora, sino que es como la del santo Adán y la de Jesús. La fe es como un par de anteojos, que no sólo es inútil, sino también perjudicial para los ojos que poseen una buena visión; muy útil para los ojos enfermos o débiles. En tanto que los ojos se encuentren en un estado anormal, los anteojos serán indispensables; antes de que se encontraran en ese estado anormal, los anteojos resultaban inútiles (Adán antes de la caída). Los ojos que nunca han sido anormales nunca los necesitaron (Jesús). Tan pronto como sean totalmente restaurados, los anteojos son dejados a un lado (los redimidos en el cielo). Siguiendo este orden, encontramos la fe en relación con la Sagrada Escritura; y aquí el error de los éticos se hace muy evidente. Su teoría que dice que Adán y Cristo, libres de pecado, ejercitaron la fe, y que los redimidos siguen creyendo cuando se encuentran en el cielo, se aleja de las Escrituras. En el Paraíso, un Adán sin pecado no tenía Escrituras; tampoco las tiene Cristo en el trono; y en la muerte, los redimidos pierden para siempre su Biblia. Por ello, la consecuencia lógica de este error, es que la fe de los éticos resulta posible sin las Escrituras, y que no está necesariamente destinada a Ellas. De acuerdo a su teoría, el creer es la respiración del alma, pero es sólo un poco más que otro nombre para la oración. De hecho, no deberían haber existido las Escrituras, y en la ausencia del pecado no las habría habido; de ahí que la fe, la cual es sólo la restauración de una función del alma que fue perturbada por el pecado, resulta posible sin las Escrituras. Esta teoría es de gran alcance. Ellos creen que el Señor tenía Sus escogidos incluso entre los paganos, aunque ellos nunca hubieran oído hablar de las Escrituras. Los paganos de la época clásica fueron una especie de cristianos no bautizados, entrando en el Reino de los cielos bajo el liderazgo de su patriarca Platón. Aunque los racionalistas modernos rechacen las Escrituras, aun así, son personas tan encantadoras y dedicadas que la fe no les puede ser negada. Y al razonar de esta manera, llegan a las siguientes conclusiones:

1. Lo principal no es la Confesión, sino el motivo del corazón; y 2. Aunque los hombres afirmen haber descubierto fraudes intencionales en las Escrituras, y por tal razón las rechacen, siguen siendo “amados hermanos.” La coherencia es evidente. Por lo cual los ministros, fieles a la Palabra, debieran tener cuidado respecto de cómo hablan sobre la existencia de la fe, no sea que alimenten el mismo mal que tratan de resistir. Toda esa conversación vaga y tan adornada sobre la fe como el aliento del alma, como la dulce confianza de amor del alma, etc., tiene una tendencia directa hacia el error ético. Pues la postura es una línea divisoria. ¿Usted la reconoce o la niega?

Los éticos la niegan. No existe un límite establecido entre Dios y el hombre, sino una cierta transición entre lo finito y lo infinito en el Dios-hombre; no existe separación absoluta entre los escogidos y los perdidos, sino una especie de transición gradual en la presentación de una redención universal; no existe separación absoluta entre el pecado y la santidad, sino una cierta conciliación en la santificación de los santos; no existe una separación absoluta entre la vida antes y después de la muerte, sino un puente sobre el abismo en el estado de creer. Tampoco existe una separación entre la Biblia y los libros de los hombres, sino una especie de afinidad en los mitos de las Escrituras; y, finalmente, no existe una diferencia entre el estado con fe y el estado sin fe, sino una transferencia de uno a otro en las operaciones preparatorias. El resultado práctico de este falso punto de vista, es la creencia en un término medio entre creyentes y no creyentes, es decir, un tercer estado para las almas atribuladas. O se puede llamar filosofía; pero entonces ha nacido en la tierra, en su obstinación panteísta que se niega a admitir el contraste absoluto que existe entre el Creador y la criatura, y que audazmente interpreta el ministerio de reconciliación de las Escrituras en el sentido de un sistema esencial, es decir, la mezcla de uno y otro ser. Las Escrituras se encuentran diametralmente en oposición a esto: “Y separó Dios la luz de las tinieblas” (Gn. i. 4); “Y Dios separó las aguas de la tierra seca”; “Y Dios separó el día de la noche.” Por ello, todos los que reconocen la absoluta separación entre la fe y la incredulidad, deben alinearse en oposición directa a los éticos. Esto explica la causa de nuestro conflicto eclesiástico. No cabe duda que quienes niegan los contrastes y hacen desaparecer las fronteras divinamente ordenadas, deben ser pacifistas; es decir, ellos deben considerar que una fisura en la Iglesia no puede ser permitida. La conclusión fatal de su tendencia panteísta es “No brechas, sino puentes.” Por lo tanto, nuestra postura confronta este punto de vista a lo largo de toda la línea de nuestra vida eclesiástica y teológica, con consistencia bien definida, estricta y absoluta: gracia especial, o Cristo pro omnibus; sólo dos estados, o tres; regeneración directa, u operaciones universales de preparación; Iglesia no dividida, o una Iglesia fiel a la Palabra de Dios; un Dios-hombre, o un mediador entre Dios y el hombre; Escrituras absolutamente inspiradas, o llenas de opiniones humanas ilustradas; y en relación con la fe, una disposición expresamente introducida en el pecador, o la restauración de una función del alma. Por lo tanto, existe oposición a lo largo de toda la postura. A partir de esto, es fácil determinar la relación que existe entre las Escrituras y la fe. Ambas existen por el bien del pecador, en virtud del pecado y a fin de deshacerse de éste; ninguna de ellas existe sin la otra, ambas deben estar juntas. Sin las Escrituras, la fe es una contemplación sin ningún propósito. Sin fe, las Escrituras son un libro cerrado. La experiencia lo demuestra. Personas dotadas de la facultad de fe, pero ignorantes de las Escrituras o incorrectamente instruidas, no logran progresar; una vez que han sido instruidas, ellas viven y se fortalecen. Por el contrario, para las personas familiarizadas con las Escrituras desde su juventud, pero que carecen de fe, la Biblia es un libro cerrado; la Palabra no puede entrar en ellos. Pero cuando ambas, Escritura y fe salvadora, bendicen el alma, entonces aparece la gloria del Espíritu Santo; pues fue Él quien concedió en un principio la gracia particular de las Escrituras, y luego también la de la fe. Esta es la razón por la cual las discusiones para obtener la verdad de las Escrituras nunca resultan de beneficio. Una persona dotada de fe, poco a poco aceptará las Escrituras; pero si no es dotada de ella, nunca las aceptará, aunque esté inundada de apologética. Sin duda, es nuestro deber ayudar a las almas que buscan, explicar o eliminar dificultades, algunas veces incluso silenciar a un escarnecedor; pero hacer que un no creyente tenga fe en las Escrituras, se encuentra absolutamente fuera del poder del hombre. La fe y las Escrituras deben estar juntas; el Espíritu Santo las destinó una para la otra. Las segundas están así dispuestas, de modo que sean aceptadas por el pecador dotado de fe. Y la fe es una disposición que reconcilia totalmente la conciencia y las Escrituras. De ahí, el “testimonium Spiritus Sancti” se debería tomar, no en el sentido racionalista o ético de ser la operación sobre una determinada disposición universal, sino como un testimonio verdadero del

Espíritu Santo, quien mora en la conciencia y nos da el experimentar la adaptación—tal como la que sufre el ojo al color—de las Escrituras a la fe. XLI. Testimonios “Pero sin fe es imposible agradar a Dios.”—Heb. xi. 6. A fin de evitar la posibilidad de ser conducidos por caminos de error, la fe se dirige, no a un Cristo de la imaginación, sino “al Cristo que se encuentra tras las Escrituras,” tal como Calvino lo expresa. Y por lo tanto, debemos distinguir entre (1) la fe como una facultad implantada en el alma sin nuestro conocimiento; (2) la fe como un poder mediante el cual esta facultad implantada comienza a actuar; y (3) la fe como consecuencia—ya que con esta fe (1) abrazamos la Sagrada Escritura como verdadera, (2) nos refugiamos en Cristo, y (3) estamos firmemente seguros de nuestra salvación en inseparable amor por Emanuel. A lo que finalmente se debe añadir que esta obra es únicamente del Espíritu Santo, quien (1) nos dio la Sagrada Escritura; (2) implantó la facultad de fe; (3) generó que esta facultad actuara; (4) hizo que esta fe se manifestara en ese acto; (5) en consecuencia fue testigo para nuestras almas, en relación a la Sagrada Escritura; (6) nos permitió aceptar a Emanuel con todos sus tesoros; y, por último, nos hizo encontrar en el amor de Emanuel la garantía de nuestra salvación. Completamente diferente a esta es la fe histórica, la que Brakel describe brevemente según lo siguiente: “La fe histórica es llamada así porque conoce la historia, el relato, la descripción de los asuntos de la fe en la Palabra, los reconoce como la verdad, y luego los deja abandonados como si se tratara de asuntos que no le conciernen en mayor medida que las historias del mundo; porque no se pueden utilizar en sus negocios, ni crean ninguna emoción en el alma, ni siquiera la suficiente como para provocar que el hombre haga una confesión: ‘Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan’ (Stg. ii. 19). ‘¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees’ (Hch. xxvi. 27).” Luego viene la fe temporal, respecto de la cual Brakel da la siguiente descripción: “La fe temporal es un conocimiento y un consentimiento a las verdades del Evangelio, reconociéndolas como la verdad; lo que causa algunos revoloteos naturales en los afectos y las pasiones del alma, una confesión de estas verdades en la Iglesia, y un paseo exterior en conformidad con esa confesión; pero no existe una auténtica unión con Cristo, con la justificación, santificación y redención. ‘Y el que fue sembrado en pedregales, éste es el que oye la palabra, y al momento la recibe con gozo; pero no tiene raíz en sí, sino que es de corta duración, pues al venir la aflicción o la persecución por causa de la palabra, luego tropieza’ (Mt. xiii. 20, 21). ‘Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, y recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento’ (Heb. vi. 4, 5, 6). ‘Ciertamente, si habiéndose ellos escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son vencidos, su postrer estado viene a ser peor que el primero’ (2 P. ii. 20).” Existe también una fe de milagros, la cual Brakel describe con las siguientes palabras: “La fe de milagros es el hecho de ser convencido interiormente, por un obrar interno de Dios, respecto de que tal o cual obra será forjada de una manera sobrenatural, cuando hablamos o damos una orden, ya sea en nosotros mismos o sobre otros. Pero la capacidad de realizar milagros no es del hombre sino de Dios, por Su omnipotencia, en respuesta a la fe: ‘que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible’ (Mt. xvii. 20). ‘Y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes’ (1 Co. xiii. 2). ‘Este oyó hablar a Pablo, el cual, fijando en él sus ojos, y viendo que tenía fe para ser sanado, dijo a gran voz: Levántate derecho sobre tus pies. Y él saltó, y anduvo’ (Hch. xiv. 9, 10). Esta fe fue vista en forma especial en los días de Cristo y de los apóstoles, para confirmación de la verdad del Evangelio.”

Estos tres tipos de fe se asemejan en algunos aspectos a la fe salvadora, pero carecen de su existencia. De todas, la que menos se asemeja es la fe para hacer milagros, la que también fue hallada en Judas. La fe que remueve montañas no es la fe que justifica. La fe histórica se acerca un poco más, a menos que, por causa de una indolencia y de indiferencia, simplemente haga eco de las palabras de otros sin aceptar su verdad, abriendo así el camino hacia el fariseísmo. La fe temporal se acerca más; esta es en realidad obrada por el Espíritu Santo y permite gustar de los dones celestiales, pero no tiene raíz en sí misma. Es como un ramo de flores, que por un día adorna el pecho de la persona que lo lleva, pero que por haber sido cortado de su raíz, ya no constituye una planta. Por último, se podría hablar de la fe en su sentido más general, la cual consiste en la ausencia de toda vacilación, duda u obstáculo para recibir en nosotros el obrar inmediato y directo de la santa majestad de Dios y de la majestad de Su verdad, en una manera tan penetrante, que de forma espontánea creemos que la Palabra y el Ser de Dios son la base y el fundamento de todas las cosas. En este sentido general, San Pablo dice, “Pero sin fe es imposible agradar a Dios” (Hb. xi. 6) y la fe en este sentido más general también perteneció al Señor Jesucristo. Pero esta no es una fe salvadora, pues no tiene nada que ver con la salvación. La fe salvadora acepta a Cristo. ¿Entonces cómo podría habitar en Emanuel esta fe que acepta a Cristo? En lugar de usar nuestras fuerzas para intentar demostrar este hecho evidente, presentaremos a nuestros lectores la bella exposición de Comrie sobre el conocimiento salvador de la fe, y en la que habla de forma tan incisiva como sigue: “Enumeraremos en forma breve los objetos de este conocimiento de fe: “En primer lugar, este conocimiento es una luz divina del Espíritu Santo, a través de la Palabra, mediante la cual me familiarizo, en cierta medida, con el contenido del Evangelio de la salvación que hasta ahora era para mí un libro sellado; el cual, a pesar de que lo entendía en su letra y en sus conexiones, no podía aplicar a mí mismo para dirigir y apoyar a mi alma en la gran aflicción, conflicto y angustia que el conocimiento de Dios y de mí mismo habían traído sobre mí. Pero, ahora se volvió claro y cognoscible para mí. Ahora aprendo, por la iluminación interna del Espíritu Santo, el contenido del Evangelio, para que pueda tratarlo y comunicarme con él. Y de este modo mamo de estos pechos de consuelo la leche pura, racional y no adulterada de la imperecedera Palabra de Dios. En realidad, las almas que son realmente humilladas por la fe impartida ya no obtienen ningún beneficio de sus propias ideas y opiniones respecto de la verdad del Evangelio; por el contrario, estas tienden a llenarlas de consternación, debido a que su conocimiento que es tan grande, no tiene ninguna utilidad para ellas. He conocido a hombres con excelente conocimiento de la letra, quienes por causa de su entendimiento natural de la verdad y en su temor a la ley, casi exclamaron en las mismas palabras de los demonios: “¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?” Sólo recuerde a de Spira y otros. Creo que el conocimiento de la letra del Evangelio, que fue despreciado aquí, será un verdadero infierno en el infierno. Pues si no se cuida este entendimiento de la letra, el cual es sólo un asentimiento a la verdad en sí misma, a menudo ocurre que hace pensar al alma: ‘Esto no es para mí, sino para otros.’ Dios sabe cuántas pobres almas se hunden en esta profundidad, y se mantienen ahí por causa de otras personas que hablan con jactancia. Sin embargo, cuando el Espíritu Santo hace que el divino Evangelio brille en la oscura prisión del alma, para iluminar los ojos de la fe obrada en el interior con una luz celestial y divina, el alma recibe el Evangelio como buenas noticias, y como una palabra de instrucción, aliento y dirección; y es guiada por él, paso a paso, como un niño que a partir de su abecedario aprende a escribir correctamente y a leer. Ahora dice: ‘¡He aquí, veo que aparece un camino!’ Y luego: ‘¡Grandes pecadores han sido salvos, por cierto que debe haber esperanza para mí!’ En la distancia, las puertas de la Ciudad de Refugio se ven abiertas de par en par, y Jesús está esperando detrás de esos muros—sí, Su gloria se ve brillar a través de las puertas. Y de esta manera, por medio de la luz celestial que se vierte sobre la fe que es obrada en el interior, el alma obtiene conocimiento del secreto del Señor en Cristo, quien es revelado a ella. Cuántas veces este conocimiento hace que el alma sea motivada por santos deseos, no necesitamos decirlo. Muchos parecen haber alcanzado con un solo paso o salto el más alto grado; pero, tal como una maravilla noble y exótica, la verdadera fe crece despacio, paso a

paso, desde las previas profundidades de la humillación, hasta que se perfecciona en el trabajo y el ejercicio verdaderos. En segundo lugar, este conocimiento es una luz divina del Espíritu Santo en, desde y a través del Evangelio, mediante el cual conozco a Cristo, quien es su Alfa y Omega, como la gloriosa, preciosa y excelente Perla que regocija el alma y el Tesoro escondido en este campo. Aunque conociera todas las cosas, si no conociera a Jesús por la luz del Espíritu, mi alma sería un almacén lleno de miserias; un sepulcro que parece hermoso en el exterior, pero que por dentro se encuentra lleno de huesos de cadáveres. Y este conocimiento de Cristo, impartido en el alma por la iluminación interior de la luz divina a través del Evangelio, nunca puede por sí mismo dar luz al alma, mientras que no vaya acompañado de la obra interior e inmediata y la iluminación del Espíritu Santo. Porque no es la letra la que está efectivamente operando en el alma, sino el obrar directo del Espíritu Santo por medio de la letra. “Y ahora, usted puede preguntar, ¿En qué aspectos tengo que conocer a Jesús? Nosotros nos limitaremos a los siguientes asuntos: Este conocimiento de fe, cuyo objeto en el Evangelio es Cristo, es un conocimiento por el cual recibo convicción, a través de la luz divina del Espíritu Santo, de mi necesidad absoluta de Cristo. Veo que debo diez mil talentos, y que no tengo ni un céntimo para pagar; y que necesito tener una garantía para pagar mis deudas. Veo que soy un pecador perdido que necesita de un Salvador. Veo que estoy muerto y que soy impotente por mí mismo y que Lo necesito a Él, quien es capaz de vivificarme y salvarme. Veo que no puedo presentarme ante Dios, y que necesito a Jesús como un intermediario. Veo que voy por mal camino y que Él debe estar buscándome. ¡Oh, mientras más me oprime esta necesidad de Cristo, por causa de este verdadero conocimiento de la fe, las expresiones de mi alma provenientes de la fe que ha sido forjada en mi interior, se vuelven más serias e intensas, derriten el corazón y se vuelven más perseverantes, y acompañadas de mayores conflictos! Muchos no las aprecian porque no las tienen, pero, siendo los efectos del Espíritu Santo y los resultados de la fe que ha sido forjada interiormente, ellas son agradables a Dios, a quien son dirigidas. Habrá considerado la oración de los desvalidos, Y no habrá desechado el ruego de ellos—Sal. cii. 17. “En tercer lugar, es a través de este conocimiento, a la luz del Espíritu, que yo conozco a Jesús en el Evangelio, adaptado a mi necesidad en todo aspecto. Es la misma convicción de la idoneidad de una cosa la que persuade a los afectos a elegir esa cosa por sobre todas las demás; la que lo vuelve a uno decidido y perseverante, a pesar de todos los obstáculos; para nunca abandonar la determinación de asegurar para sí la cosa o la persona elegida por causa de esta idoneidad con respecto a su necesidad. Esto se puede ver en relación al matrimonio. “Un joven puede considerar que casarse es absolutamente necesario para él. Y, sin embargo, aunque esté convencido de esta necesidad, puede encuentrarse buscando a tientas en la oscuridad. Hoy tiene una determinación total, y mañana ya no la tiene. Hoy quiere a cierta mujer, y al día siguiente quiere a otra. Pero tan pronto como conozca a una persona a la que considere que se adapta a él en todos los aspectos, él estará completamente decidido. Esta idoneidad es la flecha que penetrará en su alma, y que hará que la balanza de sus afectos no resueltos se incline a favor del afable objeto. Por lo tanto, en tanto que él considere que ella es apta para él, nada podrá apartarlo de ella; y si para obtenerla fuera necesario, él trabajaría como un esclavo dos períodos de siete años, tiempo que no le parecería a él sino como días, por causa de la esperanza de que al final podrá llamarla suya. “Y esto puede aplicarse fácilmente a lo espiritual. Demuestra que, si bien uno puede estar convencido de su necesidad de Cristo como su Salvador, aun así, mientras no lo vea y lo conozca por medio de la fe, adecuado en forma tan maravillosa a su persona en particular, los afectos no se verán atraídos a Él. De esto resulta que muchos, cuando tienen problemas comunes del alma, actúan de manera tan indecisa: hoy desean a Cristo, pero mañana no. En este momento ellos desearían convertirse, y al momento siguiente, no. Esta es la razón por la que muchos de los que una vez fueron tocados por el hecho de que Cristo se ajustaba con precisión a su necesidad y que por ello fueron en Su búsqueda por un tiempo, vuelvan atrás otra vez y ya no lo quieran, simplemente porque no Lo creen tan adecuado para su necesidad como para poder, por causa de Él, soportar el calor del día y el frío de la noche, o sacrificar todas las cosas, a fin de tenerlo a Él. Y esto demuestra que nunca han conocido Su verdadera idoneidad, que nunca la han visto con los ojos de la fe; de lo contrario, la semilla de Dios habría

permanecido en ellos. Pero, cuando la luz divina del Espíritu Santo que se encuentra en el Evangelio ilumina mi alma y recibo este conocimiento de la fe de parte de Jesús, ¡oh, entonces veo en Él cuán apto es como un Garante, un Mediador, un Profeta, Sacerdote y Rey, que mi alma es tocada en tal medida que considero imposible vivir una nueva hora siendo feliz, a menos que este Jesús se convierta en mi Jesús! Mis afectos se inclinan, se ocupan, se dirigen y se posan sobre este objeto; y mi determinación es tan grande, tan decidida y tan inamovible, que si requiriera de la pérdida de vida y de bienes, de padre y madre, hermana, hermano, esposa e hijo, ojo derecho o mano derecha—sí, aunque yo mismo fuera condenado a morir en la hoguera, estimaría todo esto ligeramente y lo sufriría con gozo, a fin de que este Salvador, tan maravillosamente apto, fuera mi Salvador y mi Jesús. ¡Oh, amigos míos! Examinen sus corazones, pues, por la propia naturaleza del caso, cualquier cosa menor que esto resultaría insuficiente. Si usted lo poseyera, se separaría gozosamente de todos sus pecados, ofrecería un adiós eterno y feliz a sus lujurias y pasiones íntimas más preciadas; le haría contar todas sus rectitudes, las cuales usted estimaba como ganancia, sólo como pérdida, rechazándolas como desechos infructuosos, por la excelencia del conocimiento de Cristo; le haría tomar con alegría la pérdida de sus bienes; le haría considerar un honor el ser azotado, junto con el apóstol, por amor a Cristo; le haría decir: ‘Aunque aún no Lo he encontrado y sólo estoy en la búsqueda de Aquel que ama mi alma, y aunque no me atrevo a decir, Mi Amado es mío y yo soy Suyo, aun así, si yo tuviera que trabajar por Él durante dos períodos de siete años, y los tuviera que pasar gimiendo y llorando, con lágrimas y súplicas, sólo serían para mí como unos pocos días, si al final sólo pudiera encontrarlo para que fuera mío. Dios mismo debe fijar vuestra mente en estas cosas; estos resultados son las señales infalibles de la raíz de esto que crece en nuestro interior. “En cuarto lugar, este conocimiento de la fe es una luz divina del Espíritu Santo, mediante la cual yo conozco a Cristo en el Evangelio en toda Su suficiente plenitud. Por lo que puedo ver, no sólo que Él está bien predispuesto hacia los pobres pecadores como yo—pues un hombre podría encontrase favorablemente dispuesto hacia otro para ayudarlo en su miseria, pero podría no tener el poder y los medios para hacerlo; y lo mejor que podría hacer sería compadecerse de aquel desdichado y decir, ‘Me compadezco de tu miseria, pero no te puedo ayudar’—sino que esta luz divina además me enseña que Cristo puede salvar hasta lo sumo; que aunque mis pecados fueran tan rojos como el escarlata y el carmesí, más pesados que las montañas, mayores en número que los cabellos de mi cabeza y las arenas a la orilla del mar, existe tal abundancia de satisfacción y méritos en el cumplimiento por causa de Su Persona, que, aunque yo tuviera todos los pecados de la raza humana en comparación con el cumplimiento de Cristo, que por causa de Su Persona tiene un valor infinito, ellos serían como una gota para un balde y como un pequeño polvo en la balanza. Y esto convence a mi alma de que mi pecado, en lugar de ser un obstáculo, más bien se suma a la gloria de la redención; que la gracia soberana se complació en hacer de mí un monumento perenne de infinita compasión. Anteriormente, siempre confesé mi pecado con desagrado; y fue arrancado de mis labios en contra mi voluntad, sólo porque me vi impulsado a ello por causa de mi angustia, porque siempre pensé, Mientras más confiese mi pecado, más alejado estaré de la salvación y más cerca me encontraré de la condenación eterna; y, por lo necio que fui, disfracé mi culpa. Pero, desde que sé que Jesús es tan todo suficiente, ahora clamo, más con mi corazón que con mis labios, ‘Aunque fuera un blasfemo y un perseguidor y todo lo que es malvado, esto es Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.’ Y, si fuera necesario, estoy dispuesto a firmar esto con mi sangre, para la gloria de la gracia soberana. De esta manera, cada creyente, si está establecido en esta actitud, se sentirá inclinado a declararlo junto conmigo. “En quinto lugar, es este conocimiento por medio del cual conozco, a la luz del Espíritu Santo brillando en mi alma a través del Evangelio, a Jesucristo, como el Salvador más dispuesto y más preparado, quien no sólo tiene el poder de salvar y reconciliar mi alma con Dios, sino que también está en extremo predispuesto a salvarme. ‘Dios mío, ¿qué es lo que ha provocado tal cambio en mi alma? Estoy sin habla y avergonzado; Señor Jesús, de estar de pie delante de Ti, por motivo del mal que te he causado, y de los pensamientos duros que he abrigado acerca de Ti, ¡Oh, precioso Jesús! Pensé que Tú no querías y que yo estaba dispuesto; yo pensaba que la culpa era Tuya y no mía; pensaba que yo era un pecador dispuesto y que tendría que suplicarte con mucho llanto, oración y lágrimas para hacer de Ti, reacio Jesús, un Cristo dispuesto; y no podía creer que la culpa fuera mía.’

“Esta oposición o controversia entre el alma sincera y Cristo, con frecuencia dura un largo tiempo, y nunca termina hasta que debido a la luz divina, se puede ver la buena disposición de Jesús. Sin embargo, no debe suponerse que durante ese tiempo no ha habido fe en el alma. Sino que se puede decir que, aunque haya habido fe, no ha habido ejercicio de ella en relación con este asunto. Y, cuando ésta aparece, el alma dice: ‘Con gran vergüenza y confusión de alma, ahora veo Tu buena voluntad. Tú me has dado la evidencia de Tu buena voluntad por Tu venida a este mundo, por Tu sufrimiento del castigo, por la invitación que me has extendido, y por la perseverancia de Tu obra sobre mi corazón. Recuerdo mis previas palabras de incredulidad, expresadas desde el más profundo escepticismo de mi corazón, y exclamo’: ‘Tú eres un Cristo que está dispuesto y yo era un pecador renuente. Dios mío, ahora siento que Tú eres demasiado poderoso para mí, me has convencido; y ahora en este día de Tu poder no puedo dudar, ni lo haré por más tiempo, sino que con mi mano escribo que voy a ser del Señor.’ “El conocimiento que cree en la buena disposición de Jesús, a la luz del Espíritu Santo a través del Evangelio, me hace ver mi previa falta de buena voluntad. Pero tan pronto como esta luz surge en el alma, la voluntad se inclina y se somete de inmediato. Aquellos que dicen ‘Jesús está dispuesto, pero yo sigo negándome,’ hablan sólo desde la teoría; pero les falta el conocimiento de la fe, y no han descubierto esta verdad. Porque, así como la sombra sigue al cuerpo, y el efecto a la causa, así mismo el conocimiento de creer en la buena voluntad de Cristo hacia mí es inmediatamente seguido por mi buena disposición hacia Él, con un perfecto abandono de mi ser a Él. Tu pueblo se te ofrecerá voluntariamente en el día de tu poder (Sal. cx. 3). “Por último, mediante este conocimiento, a través de la promesa del Evangelio y a la luz del Espíritu Santo, aprendo a conocer a la Persona del Mediador en Su gloria personal, estando tan cerca de Él que puedo tratar con Él. Y digo, ‘a través de la promesa del Evangelio,’ para mostrar la diferencia entre una visión de éxtasis como la de Esteban y el conocimiento presumido del cual los herejes hablan desde fuera y en contra de la Palabra. La Palabra es el único espejo en el que Cristo puede ser visto y conocido mediante la fe salvadora. Y aquí lo veo a Él en Su gloria personal con los ojos de la fe, tan cercano como nunca antes he visto con mis ojos físicos objeto alguno. Pues esta fe que ha sido obrada internamente, y la luz del Espíritu Santo brillando sobre ella, traen a la Persona misma en forma sustancial hacia el alma, de modo que ella se enamora y queda tan encantada con Él que exclama: ‘Mi amado es blanco y rubio, Señalado entre diez mil. Porque fuerte es como la muerte el amor; Duros como el Seol los celos; Sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama. Las muchas aguas no podrán apagar el amor. Si diese el hombre todos los bienes de su casa por este amor, De cierto lo menospreciarían’ (Cnt. iii. 10; viii. 6, 7). “Mi amado, la fe acepta no sólo las palabras y la letra del Evangelio, sino al propio Cristo en ellas. La fe convierte, no con la letra por sí misma, sino que con el Cristo contenido en la letra. La fe tiene dos fundamentos, la Palabra y la Sustancia. No se basa sólo sobre la Palabra, la cual es la letra del Evangelio; sino también sobre la Sustancia en la Palabra. Es decir, Jesucristo—1 Co. iii. 11. El Evangelio es un espejo, pero si Cristo no aparece ante el espejo, Él no puede ser visto. Y cuando Él se presenta, no es el espejo lo que constituye el objetivo de la fe, sino la Imagen que se ve en el espejo. Es la sabiduría justamente, la que debe discernir esto.” ¿No se ha dicho esto de una hermosa manera? El Señor nuestro Dios conceda a muchos de nosotros esta dicha rica y pura. Notas

1. 2. 3. 4.

↑ Brakel y Comrie fueron célebres teólogos holandeses del siglo XVIII. — Trad. ↑ “Certa fudicia” No es un cierto conocimiento, sino conocimiento cierto. ↑ “Certa fudicia” No es cierto conocimiento, sino conocimiento cierto. ↑ Una publicación semanal religiosa editada por el autor. —Trad.

La Obra del Espíritu Santo Volumen 3: Santificación I. Santificación “Pero por Él estáis vosotros en Cristo Jesús, cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención.”—1 Corintios i. 30. La santificación es uno de los más gloriosos regalos que el Mediador otorga a los santos por medio del pacto de gracia. Cubre toda su naturaleza mental, espiritual y física. Debemos, por lo tanto, entenderla completamente y aprender cómo obtenerla; y cada creyente, cualquiera sea la medida de su fe, debiera estar completamente consciente de su actitud hacia ella; porque las visiones erradas respecto a esto, nos llevarán de seguro a extraviarnos del Cristo viviente. Es tonto pensar que, aun cuando las herejías del tiempo actual han afectado las doctrinas de Cristo, pecado y regeneración, la santificación es demasiado simple como para que no se vea afectada. Incluso los sacerdotes caen en este triste engaño. Siendo hombres de fervor espiritual, se oponen estrictamente a las herejías con respecto a estos otros en sus instrucciones catequéticas, desde púlpito y en sus escritos, y los consideran errores fundamentales; pero por alguna razón, nunca se han dado cuenta que la doctrina de la santificación puede estar expuesta a peligro y fallan al no poner a la Iglesia en guardia. Tal riesgo era imposible, por lo tanto, ni siquiera se preocuparon de distinguir la santificación como un dogma en lo absoluto. “Al contrario,” dicen, “la belleza de la santificación es que sea vida; por consiguiente, completamente independiente de los misterios de un dogma. En la vida de la santificación, los creyentes pueden cargarse con negligencias, vivir una vida descuidada; en resumen, de un progreso lento, de un hacer y un obrar imperfectos; pues, ¿qué es la santificación sino el perfeccionamiento de uno mismo y el crecimiento diario en santidad? Pero nunca esto con una confesión defectuosa, con visiones erradas de la doctrina; porque la santificación no es doctrina sino vida.” De esta forma han llegado a negarle el valor y dignidad de un dogma o doctrina; para hacerla casi sinónimo de una superación de vida; por consiguiente, para hacerla parte de un bien común, para todos aquellos que tratan de llevar una vida esforzada y piadosa. Entonces la idea creció naturalmente, de modo que muchas personas de doctrina incierta pudieran llevar vidas más espirituales. Esta supuesta verdad fue incluso fortalecida usando la palabra de Jesús que menciona que los publicanos y prostitutas entran al Reino de Dios antes que nosotros; y las congregaciones muchas veces tuvieron la impresión que el racionalismo mismo podría llevarlos a mejores resultados que aquel que fluye de una creencia ortodoxa. El resultado fue que esta supuesta santificación llevó a un debilitamiento de la fe, a considerar la pureza de la doctrina como inmaterial; hasta que finalmente asumió una actitud hostil hacia los misterios de la verdad. Este fue el esfuerzo natural de confundir la autosuperación con la santificación y el oponer la vida a la doctrina, así como el oro al oropel. La difusión de estas falsas ideas sobre la santificación no ha beneficiado al cristianismo en estas provincias, sino que, al igual que en los días pre-Reforma, ha llevado a la gente a extraviarse de su doctrina pura. Roma una vez sufrió y aún sufre del mismo mal. No como si abandonara o incluso alivianara su doctrina; sin embargo, aun en los florecientes días de su jerarquía, la necesidad de reformar la vida se sintió tan fuertemente que resultó en una incitación unilateral de santificación. Su lema favorito era “Buenas obras.” Tenían la máxima importancia: no palabras, sino poder; no la confesión, sino el empeño y la voluntad de hacer el bien, no meramente en secreto, sino abiertamente de modo que los hombres pudieran verlo. Esto se llevó tan lejos que finalmente Roma cesó de estar satisfecha con las buenas obras como fruto de la conversión, e incluso comenzó a verlas como causa primaria y meritoria de la salvación; y así rompió el misterio de la fe por una predicación falsa de la santificación. Como ahora, en forma no intencionada, el grito “No doctrina, sino vida,” hace que los hombres se orienten como por una necesidad férrea, primero a subestimar el valor de la doctrina, para luego desaprobarla y finalmente para proclamarla injuriosa, sí, incluso peligrosa; de esta forma el grito por buenas obras llevó

gradualmente a Roma a divorciar el misterio del perdón del pecado por la cruz del Calvario, no en la confesión, sino en la consciencia de sus miembros. Con el fin de lograr una mirada interna más clara y un procedimiento más seguro, debemos volver definitivamente a enseñar que la santificación es una doctrina, una parte integral de la confesión y un misterio de igual forma como la doctrina de la reconciliación, y por ende un dogma. De hecho, en el tratamiento de la santificación penetramos al corazón mismo de la confesión, al dogma que centellea en la doctrina de la santificación. Por supuesto que no debemos separar la santificación de la vida. Ningún hijo de Dios, niega que la doctrina tenga aplicación en la vida; no hay verdad en una operación que no se sienta en su vida. Para él, toda doctrina está imbuida con la vida, es una braza viva, un fuego radiante, una lámpara siempre ardiente, una fuente de agua viva brotando hacia la vida eterna. El contenido de toda doctrina, de todo misterio, es algo en el Dios viviente o en Su criatura; la confesión de una condición, un poder o trabajo, una persona que existe realmente, que vive, que trabaja. La sangre del pacto no significa esas gotas particulares que fluyeron desde la cruz y que se perdieron en el inhóspito terreno del calvario; sino un tesoro en el Jesús viviente, que trabaja incesantemente en el cielo para aumentar en Sus hijos terrenales el glorioso poder que ahora conocen y experimentan. Y esto es verdad para todos los misterios, tal como lo muestra nuestra confesión sobre la Santa Trinidad, la cual acerca de este profundo e incomprensible dogma dice “que los hijos de Dios saben esto, por los testimonios de las Santas Escrituras, como por las operaciones de las Personas Divinas, y fundamentalmente por aquellas que sentimos en nosotros mismos” (art. ix). Y esto se aplica a la doctrina de la santificación, como a todas las otras doctrinas, porque no es, como no lo son otros dogmas, la confesión de un asunto muerto, sino la confesión de un poder tremendo que vive y obra efectivamente en nosotros. Por consiguiente, la santificación debe predicarse una vez más como una doctrina; debe ser confesada, examinada y estudiada como una doctrina a ser seguida por una adecuada aplicación, como la predicación de cualquier otra doctrina; y la santidad, la vida espiritual y las buenas obras, serán el resultado. Pero para obtener este resultado es necesario efectuar una clara exposición de las causas y el poder de la santificación que la anima. Cuando en una fría mañana el fuego no arde, y la familia sufre, es tonto decir: “Ya que el fuego no arde, quítelo y caliéntese sin él.” Para evitar congelarse se requiere más fuego; no se debe remover el fuego, sino la causa de su fracaso. Y esto también se aplica a la santificación. Hay un reclamo amargo y generalizado sobre la frialdad que ha caído sobre la Iglesia; se requiere la poderosa obra de la santificación para salvar a la Iglesia. Pero los medios empleados frecuentemente muestran un juicio pobre. Antiguamente la Iglesia confesaba una doctrina pura por medio de la cual se mantenía cercana a la fuente de calor vital que nos es dada por la Palabra de Dios; y los poderes y obras depositadas en el Mediador de la Iglesia irradiaban en gloriosa actividad. Entonces la iglesia floreció y la fe celebró sus más grandes triunfos. Estaba severamente fría sin ella, pero mientras el mundo yacía moribundo en sus mortajas, la verdad llenó a la iglesia de luz y calor, y el sagrado fuego de la pura doctrina brilló y centelló. Pero la luz se atenuó, y el fuego se apagó; y la iglesia de Dios se tornó oscura y fría. Y los santos, medio congelados y tiesos, se tornaron profundamente conscientes de la pérdida que habían sufrido y de la necesidad de luz y calor. Y ahora en vez de aconsejarles que prendieran la lámpara de la verdad y reavivaran el fuego de la confesión, para que sus almas fueran revividas y reconfortadas, muchos dijeron: “Querido hermano, no hay salvación en el dogma o la confesión; son completamente inútiles; nada permanece para avivar la luz y calentar nuestras almas sin ella.” Y así la iglesia se ve amenazada de muerte y destrucción. En la clara seguridad de la bendición de Dios, procedemos en la dirección opuesta y aconsejamos a los hermanos a llenar con aceite la lámpara de los divinos misterios y agregar más combustible al fuego de la confesión; entonces habrá luz y calor y la Iglesia se salvará. Esto será así siempre y cuando—y esto no necesita ningún énfasis—la doctrina sea confesada realmente. Pero confesar no es meramente decir “Hay un agradable fuego en casa” y quedarse

luego afuera en el frío, sino aceptar su consuelo y beneficio para otros, así como para nosotros mismos. El grito “No dogma, sino vida” es necio e incrédulo. Opongámonos mejor a la enseñanza superficial y poco cuerda de hoy en día. La doctrina debe ser una expresión fiel del misterio; el misterio debe destacarse claramente frente al ojo espiritual e iluminar al alma ya que irradia del Cristo vivo, de acuerdo al diseño de la salvación. En vez de alejar a la gente de la doctrina, debemos hacerles ver cuán poco la entienden; cómo la han trivializado, y no la han confesado; que el bienestar de su alma necesita estudiarla vigorosamente, de modo que el acto de la confesión se profundice y enriquezca su vida espiritual. Y entonces imaginemos, no que el fruto de la vida deba ser importado de otro lugar, sino que la doctrina correctamente confesada se convierte en el propio instrumento, que manifiesta su poder en nosotros. Así es como debiera tratarse la santificación. II. La Santificación es un Misterio “Limpiémonos de toda suciedad de la carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios.”—2 Corintios vii. 1. La santificación pertenece a los misterios de la fe; por consiguiente, no puede ser confesada sino como dogma. Por esta declaración intentamos cortar de raíz cualquier representación que haga de la “santificación” algo dependiente del esfuerzo humano para hacerse a sí mismo santo o más santo. El hacerse más santo es indudable una tarea recae sobre cada hombre. Dios ha condenado toda impiedad como algo abominable. La santidad inferior no puede existir ante Él. Todo hombre más o menos santo está sujeto a abandonar toda impiedad, renunciar a toda santidad menor y permitir que la santidad perfecta se manifieste y habite en él instantáneamente. El mandato “Sed santos como Yo soy santo” (Lev. xi. 45; 1 Pedro i. 16) no debe ser debilitado. La laxitud de la moral actual requiere que el derecho absoluto de Dios de demandar una santidad absoluta en cada hombre, se presente incesantemente a la conciencia, ligándola como un memorial al corazón y proclamándola a todos sin la menor duda. En los numerosos territorios del cielo, donde Dios reúne a Sus redimidos, se excluye toda impiedad y la santidad absoluta es la característica que nunca falla. Tal como lo es en el cielo, así debiera ser en la tierra. Dios, el Soberano Rector de todos los reinos de este mundo, ha prohibido estrictamente la más mínima impiedad en el corazón o casa, o en cualquier otro lugar en la tierra, bajo pena de muerte. De hecho, no hay ninguna impiedad en la tierra, sea de cualquier nombre u forma, que no exista como un desafío a Su expresa voluntad. Debe concederse por consiguiente, que es Su voluntad revelada y mandamiento que toda impiedad cese inmediatamente y sea reemplazada directamente por lo que es sagrado y bueno. Sus ojos son demasiado puros como para contemplar la iniquidad. Debe concederse igualmente, que es deber de todo hombre remover la impiedad y avanzar en las cosas que son santas. Aquel que causa dolor debe también sanarlo. Aquel que ha destruido, debe también restaurar las cosas destruidas. Aquel que ha desacreditado lo sagrado, debe también volver a consagrarlo. Los hombres aún vivos al sentido de la justicia no nos contradecirán en esto. La obligación de resantificar la vida del mundo descansa, en su sentido más profundo, sobre Satanás. Él inyectó en nuestras venas el veneno que genera las enfermedades de nuestras almas. La chispa que causó el fuego de nuestras pasiones pecaminosas para romper nuestra naturaleza humana fue avivada por él. El que Satanás esté irremediablemente perdido y anulado, no anula el eterno derecho de Dios. Aun Satanás mismo, de acuerdo a este derecho, debiera arrepentirse inmediatamente y presentarse delante de Dios tan santo como al principio. Y este mundo de hombres corrompido por él, que no fue suyo, sino que pertenecía a Dios, él nunca debió haber tocado. Por consiguiente, la obligación todavía continúa en él no solamente

para detener su quehacer malévolo, sino también para reconsagrar perfectamente aquello que él tan amargamente y maliciosamente ha profanado. El que Satanás no pueda hacer esto ahora ni en el futuro, justifica su temible juicio; pero no anula el derecho de Dios y nunca lo hará. Si el hombre del paraíso hubiera sido involuntariamente una victima de Satanás, la obligación de resantificar la vida del mundo habría caído sobre Satanás, pero no sobre él. Pero el hombre cayó voluntariamente; el pecado debe su existencia no sólo a la paternidad de Satanás sino también a la maternidad del alma humana; por consiguiente, el hombre mismo está envuelto en la culpa e incluido bajo juicio de muerte, y por consiguiente, obligado a restaurar lo que ha arruinado. Dios creó al hombre santo, con el poder de continuar santo, santo por la virtud del creciente desarrollo del germen implantado. El hombre arruinó el trabajo de Dios en su corazón. Él echó por tierra el remanente de santidad. Y haciendo esto, violó el derecho. Si él se perteneciera a sí mismo, Dios le hubiera permitido hacer con sí mismo lo que le placiese y el derecho no habría sido violado. Pero Él no le dio el pertenecerse a sí mismo; Él lo retuvo para sí, como Su propiedad. La mano que arruinó y profanó al hombre, destruyó la propiedad de Dios, cercenó el divino derecho de soberanía, sí, sobre Su verdadero derecho de posesión, haciéndose así responsable (1) de la penalización por este cercenamiento y (2) la obligación de restaurar la propiedad arruinada a su estado original. De ahí la innegable y positiva obligación del hombre de auto-santificarse. Esta obligación no recae en Dios ni sobre el Mediador, sino sobre el hombre y Satanás. La oración “Señor, santifícame,” que pronuncian los labios del inconverso, que no está bajo el pacto de la gracia, es de lo más indecoroso. Primero, destruir voluntariamente la propiedad de Dios, y luego, llevar lo arruinado ante el Demandante para que lo cure y lo restaure, es antagónico al derecho y revierte las ordenanzas. ¡No! Fuera de los misterios del pacto de gracia y bajo las obligaciones de una simple justicia, no podemos pedir “Señor, santifícanos”; por el contrario, Dios debe hacer cumplir Su justa demanda: “Santifícate a ti mismo.” Santificarse a sí mismo no significa que el hombre deba llevar a cabo la ley. El apego a la ley y la santificación son dos cosas enteramente diferentes. Deje primero que el pecador se santifique y luego él también llevará a cabo la ley. Primero la santificación, luego el cumplimiento de la ley. Es como un arpa con cuerdas cortadas. El arpa fue hecha para producir música a través de la vibración armónica de sus cuerdas. Pero la producción de música no es la reparación del arpa. Las cuerdas rotas deben reemplazarse; las cuerdas nuevas deben afinarse y luego será posible usarlas para melodiosos acordes. El corazón humano es como el arpa: Dios lo creó puro de modo que pudiésemos cumplir la ley; y esto es lo que un corazón impuro no puede hacer. Por consiguiente, habiendo sido profanado y siendo impío debe ser santificado; entonces podrá cumplir la ley. Para ser más claros, dos hechos ciertos deben destacarse: Primero, si el hombre no hubiese sido profanado por el pecado nunca hubiera entrado a su mente el santificarse a sí mismo y, sin embargo, la ley se habría cumplido sin alteración. Esto muestra que la santificación y el cumplimiento de la ley son dos cosas diferentes. Segundo, la santificación continúa hasta que el hombre muere y entra al cielo. Entonces él es santo. Por lo tanto, no hay santificación en el cielo. La única ocupación de los santos en el cielo es hacer aquello que es bueno. Por consiguiente, la santificación es un asunto en sí mismo; no consiste en hacer buenas obras, pero debe ser un hecho logrado, antes que pueda realizarse una sola buena obra. Desde que el hombre se profanó a sí mismo, es llamado por Dios a resantificarse a sí mismo. Por consiguiente, la demanda de santificación no contiene ni siquiera una sombra de misterio. No tiene nada que ver con los misterios, por lo cual no es dogma. Es el más simple y natural veredicto de los derechos de Dios en la consciencia. El que hablemos de impiedad, implica que estamos convencidos que debemos ser santos.

Por lo tanto, ¿hay contradicción, primero, cuando decimos que la santificación en sí misma es un misterio y que puede solamente ser confesada en el dogma; y segundo, que la demanda de santificación no tiene que ver con dogma? Ni en lo más mínimo. Los pecadores de quien Dios demanda que se santifiquen a sí mismos, son individual y colectivamente totalmente incapaces de satisfacer tal demanda. Hasta cierto punto, se pueden apartar del pecado y de cosas mundanas y muchos lo han hecho así. Muchos inconversos han efectuado trabajos dignos de aprecio. Hay muchos casos de vidas que han sido reformadas, en que todo el tono de la existencia ha mejorado por mero impulso, sin una traza de real conversión. Y concibiendo la santificación como consistente en hacer menos mal y más bien (y esto desde un motivo mejorado) se pensó que los hombres impíos, aun siendo incapaces de satisfacer esta divina demanda perfectamente, podrían satisfacerla en cierta medida. Pero todo esto no tiene nada en común con la santificación ni puede lograrse completamente sin ella. Con toda su autosuperación no puede efectuar la menor parte de ella; aun cuando se le haya dicho mil veces que se santifique a sí mismo, él no tiene la voluntad y es incapaz. Por lo tanto la pregunta: ¿cómo, entonces, se logra la santificación? Y como esta pregunta nunca recibió respuesta de ninguno de los sabios, sino sólo de Dios en Su Palabra; entonces no es la demanda sino los medios de santificación los que para nosotros son incomprensibles y misteriosos. Por consiguiente, es el carácter de la santificación el que debe enfatizarse como un misterio. ¿Y cuál es la razón para negar que la santificación sea un misterio, es decir, el contenido de un dogma? El suponer que es de origen humano, que el hombre no es totalmente incapaz, y que la santificación es una superación de carácter y vida. Por consiguiente, es tanto más que (1) degradar la santidad al nivel del humano; (2) una oposición a considerar la santificación como un obra de Dios. Esto es algo muy serio. Nuevamente debemos hacernos claramente conscientes del hecho que la santidad, sin la cual ningún hombre verá a Dios, no se obtiene al apartarse de algún mal ni por hacer habitualmente algún bien. La demanda de santificación pertenece al Pacto de Obras; la santificación por sí sola al Pacto de la Gracia. Esto hace más obvia la diferencia. No como si el Pacto de Obras mandara al hombre a santificarse a sí mismo; dado a hombres santos, dejó excluida la santificación. Pero Dios dio el Pacto de Gracia a las personas impías. Y la única conexión entre la demanda de santificación y el Pacto de Obras, es que este último persigue a los hombres caídos con su demanda y con el terror de Horeb. La impiedad destruye los fundamentos del pacto de Obras y hace imposible el cumplimiento de sus condiciones. De ahí la contradicción absoluta entre él y la vida personal del pecador. Uno debe hacer espacio para el otro; no pueden permanecer juntos. En este doloroso conflicto somos tentados muy seguido a preguntar si no es injusto Dios en Su ley al demandar de nosotros algo imposible, y así a culparlo a Él; pues, ¿acaso Dios no nos hizo así? De esta dificultad quiere escapar el arminiano que hay en nuestro corazón, ya sea negando que hubo alguna vez un Pacto de Obras, o sustituyendo el cumplimiento de la ley por la santificación. Por lo cual es nuestro objetivo, especialmente respecto a esta doctrina, escapar de esta dañina confusión de ideas y llegar a un correcto entendimiento y pureza de expresión. La predicación no debe sumar al caos, sino orientarnos a una más clara visión interna y entendimiento. En vez de acunarnos dulcemente en torno a la Palabra, debemos dedicarnos fuertemente a entenderla. En las iglesias de ciudades y campos, la Palabra debe predicarse persistentemente y siempre con creciente pureza, hasta que, liberados de toda impureza personal, los hombres empiecen a ver que por la absoluta santificación, y no por mera auto-superación, deben restablecer a Dios Su derecho; hasta que sintiendo su inhabilidad, con corazones rotos, se vuelvan a Dios para recibir el Misterio de la Santificación de entre los tesoros del Pacto de la Gracia.

III. Santificación y Justificación “Ahora para santificación, presentad vuestros miembros para servir a la justicia.”—Romanos vi. 19.

La santificación debe permanecer como santificación. No puede arbitrariamente ser despojada de su significado ni intercambiada por algo distinto. Debe siempre significar el hacer santo lo que es impío o menos santo. Debe tenerse cuidado de no confundir santificación con justificación; un error común que frecuentemente cometen los lectores irreflexivos Las Escrituras. De ahí la importancia de un cabal entendimiento de estas diferencias. Descuidarlas puede guiar a una predicación confusa que genera una visión unilateral; y los hombres activos y pensantes invariablemente sistematizan su postura unilateral. ¿Cuál es, entonces, la diferencia? Según nuestros antiguos teólogos hay cuatro partes: 1. la justificación obra por el hombre, la santificación en el hombre. 2. la justificación remueve la culpa, la santificación la mancha. 3. la justificación nos atribuye una justicia ajena a nosotros, la santificación obra una justicia inherente como propiamente nuestra. 4. la justificación se completa al instante, la santificación se incrementa gradualmente; por consiguiente, permanece imperfecta. En lo sustancial, la respuesta es correcta, pero insuficiente para alcanzar el error presente. Es plana, externa e incompleta; tiene muy en alto el “hacer justicia” y el “hacer santo,” mientras que no considera a “la justicia” y a “la santidad” como ideas correctas, absolutamente necesarias, para un correcto entendimiento de la justificación y santificación. Examinemos estas ideas fundamentales, primero en Dios mismo. Se hace evidente de inmediato que las palabras “nuestro Dios es justo,” nos impresionan de un modo distinto a “Santo, santo, santo es el Señor.” El último nos impresiona con la sensación que el nombre de Jehová es infinitamente exaltado por sobre nivel de esta vida impura y pecaminosa; descubrimos una distancia entre Él y nosotros que a medida que se ensancha hacia una santidad trascendente mayor, nos lleva de vuelta dentro de nosotros mismos como criaturas impuras, al mismo tiempo que provoca que Su Ser resplandezca en la luz inalcanzable. Si los ángeles que exaltan Su santidad cubren sus caras con sus alas, ¡cuanto más debiéramos nosotros, hombres pecadores, considerarlo, con cara tapada y con santo temor! “El Señor es de ojos demasiado puros como para contemplar el mal,” nos impresiona con el profundo sentido de la innombrable sensibilidad de Dios, la cual es tan sutil que aún la más leve sugerencia de pecado o impureza activa en Él tal antipatía, que no puede soportar verla. Pero la culpa no es el asunto. En la presencia de la divina santidad no nos sentimos culpables, pero somos sobrepasados cuando tomamos consciencia de nuestra total falta de pureza y de nuestra maldad. Y aun entre hombres, no nos sentimos del todo satisfechos de nosotros mismos. El cálido y amoroso celo de nuestros hermanos nos hace sentir avergonzados muchas veces. Pero ese sentir no se acumula como para desagradarnos a nosotros mismos. Mas, en la presencia de la santidad de Dios, sentimos al instante al igual que Isaías, nuestra impureza espiritual y somos impulsados a gritar por una braza viva del altar para santifique nuestros labios; y “aborrecernos a nosotros mismo” no es lo suficientemente fuerte como para expresar lo que sentimos cuando nos postramos frente a la santidad del Señor Jehová. Esto establece la antítesis de inmediato. La divina Santidad, en su aspecto más exaltado, nos afecta no con temor al castigo ni con angustia, porque tenemos una deuda que no podemos pagar; sino con la insatisfacción de nosotros mismos, con el horror de nuestra contaminación y con la complacencia de nuestra justicia, que son como trapos sucios. Nos hace sentir, no nuestra culpa, sino nuestro pecado; no nuestra condenación sino nuestra maledicencia sin remedio; no nos aplasta bajo la pena de la ley, pero nos causa el consumirnos por nuestra impurezas; no nos sobrepasa por su justicia, pero destapa nuestra falta de santidad y corrupción interna.

Pero la justicia divina nos afecta de una manera totalmente diferente. No me impresiona con la trascendencia del nombre de Su exaltado Pacto como la divina Santidad; pero en la mano de Dios me oprime, me persigue, no me da descanso, toma posesión de mí y me rompe en pedazos bajo su peso. Su santidad hace que mi alma tenga sed de santidad y con pena vemos a Su majestad apartarse. Pero su justicia antagoniza con el alma, quien no la desea, y que lucha por escaparse de ella. Algunas veces parece diferente, pero sólo aparentemente. Los hombres piadosos del Antiguo y Nuevo Pacto frecuentemente invocan la divina justicia: “¿No hará el bien el Juez de toda la tierra?” (Gn. xviii. 25). Este soporte divino del bien es la fuerza, el prospecto y la consolación de Su pueblo oprimido. Por esto es que en el cierre del artículo de su confesión, nuestros padres claman por el día del juicio, cuando como Juez justo Él destruirá a todos Sus enemigos y los nuestros. Pero la diferencia es sólo aparente. En este caso, el derecho divino se dirige contra otros, no contra nosotros mismos; pero el efecto es el mismo. Es en la oración y en la esperanza de Su pueblo que el derecho divino persigue a aquellos enemigos y los trata de acuerdo a sus propios méritos. Por consiguiente, la justicia de Dios nos impresiona, primero con el hecho de Su autoridad sobre nosotros; que no somos nosotros sino Él quien determina qué es correcto y cómo debiéramos ser; que toda nuestra oposición es vana, porque Su poder cumplirá lo que es correcto; y, por consiguiente, que nosotros debemos sufrir los efectos de esa justicia. Pero no es solamente el poder de lo justo lo que nos impresiona, ni la consciencia de ser tomados y juzgados, sino mucho más el saber que somos tomados y juzgados en justicia. Y esto no en forma arbitraria; al contrario, sentimos internamente que el poder divino tiene todo el derecho, y por lo tanto puede y debe sobreponerse a nosotros. Por consiguiente, la justicia divina incluye el consentimiento de la criatura: “La prerrogativa para determinar lo correcto no es mía, sino de Él.” Y no sólo esto, pues nuestras almas están profundamente conscientes que las decisiones de Dios no son sólo correctas y buenas, sino absolutamente justas y superlativamente buenas. La justicia divina nos pone cara a cara con la obra directa de la soberanía divina. Toda soberanía terrenal es un débil reflejo de la divina, pero suficientemente clara para mostrarnos sus fundamentales características. Una soberanía se estima lo suficientemente sabia para ver cómo las cosas debieran ser; calificada para determinar cómo ellas debieran ser; y poderosa para resistir a aquel que osa ser de otra forma. Esto también se aplica al Rey de reyes, o más bien, se aplica no a Él también, sino a Él solamente. Sólo Él es la Sabiduría con absoluta certeza para elegir, y de acuerdo a esa elección para ver cómo todo debe ser para que sea lo mejor. Sólo Él es el calificado sagrado que según esto puede determinar cómo todo debe ser. Y Él es el único Poderoso para condenar y destruir aquello que osa ser de otra forma. Y esto revela las profundas características de este contraste. La santidad de Dios se refiere a Su Ser; la justicia de Dios es Su Soberanía. Más bien, Su justicia toca Su relación y posición con la criatura; Su santidad apunta a Su propio Ser interior. IV. Santificación y Justificación (Continuación) “El que es santo, santifíquese todavía.”—Apocalipsis xxii. 11. La justicia divina que tiene por referencia a la soberanía divina, en cierto sentido, no se manifiesta a sí misma hasta que Dios entra en relación con las criaturas. Él ha sido glorioso en santidad por toda la eternidad, porque la creación del hombre no modificó Su Ser; pero Su justicia no podía desplegarse antes de la creación, porque lo justo presupone que hay dos seres sosteniendo la relación jurídica. Un exiliado en una isla deshabitada, no puede ser justo ni hacer justicia, ni siquiera puede concebir una relación de justicia, mientras no exista otro hombre presente cuyos derechos él deba respetar o que pueda denegar sus derechos. La llegada de otros hombres creará necesariamente, una relación jurídica entre él y ellos. Pero mientras él permanezca solo, el podrá ser santo o impío, pero no se podrá decir de él que sea justo o injusto. De igual manera, se puede decir de Dios que antes de la creación Él era Santo, pero no podía desplegar Su

justicia simplemente porque no había criaturas que sostuvieran con Él una relación jurídica. Pero inmediatamente después de la creación el despliegue de la justicia se hizo posible. Aun así, esta ilustración solamente se puede aplicar a Dios hasta cierto punto. Esencialmente, Dios no es solo, pues es Trino en personas; por consiguiente, hay entre el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo una relación mutua. Siendo esta relación la más alta, tierna, y la más intima, contiene desde la eternidad la más completa expresión de justicia. Y aun en referencia a la criatura, la justicia divina no se originó hasta después de la creación, sino que encuentra su perfecta expresión en el consejo eterno. Dicho consejo no sólo determina toda posible relación jurídica entre las criaturas y el Creador, y entre las criaturas mismas, sino que indica también los medios por los cuales dicha relación debe restablecerse cuando se haya roto o alterado. Por consiguiente, Su justicia es tan eterna como Su Ser; sin embargo, a fin de poder expresar claramente la diferencia entre santidad y justicia podemos decir que Su santidad ha sido gloriosa desde la eternidad, de modo que Su justicia se despliega y ejerce solamente en el tiempo, es decir, desde que la criatura comenzó a existir. No se originó en ese momento, pero se vuelve perceptible desde entonces. Cualquier cosa que se diga sobre la materia, permanece la diferencia fundamental: que Dios es Santo, aun cuando se le considere Él solamente; mientras que Su justicia comienza a irradiar cuando se le considera en relación a Sus criaturas. Dios es esencialmente Santo; antes que existiera la más mínima impureza, había en Él una presión vital de repeler toda mezcla foránea con Su Ser. Pero sólo como Soberano pudo determinar lo justo, mantener los derechos violados y ejecutar justicia sobre el violador. En sus características fundamentales esto se aplica a nosotros como hombres. Aun en nosotros la justicia es completamente diferente a la santidad; la primera hace referencia exclusiva a nuestra relación y posición ante Dios, hombre y ángel; mientras que la santidad se refiere no a cualquier relación, sino a la cualidad de nuestro ser interior. Hablamos de justicia sólo con respecto a nuestra relación con Dios o el hombre. Se dice que Noé fue un hombre justo en “su generación,” lo cual indica, no su cualidad esencial, sino su relación con otros. La justicia implica lo justo, lo cual es impensable sino existe entre dos personas en conexión con la calificación de cualquiera de ellos o una tercera para determinar ese derecho. Por consiguiente, la justicia del hombre en referencia a Dios tiene dos aspectos: Primero, implica el reconocimiento de las cualidades soberanas de Dios para determinar las relaciones del hombre con Dios y con los hombres. Segundo, implica reverencia a las leyes divinas y ordenanzas ejercidas con respecto al servicio del hombre hacia Dios. El hombre puede guardar estrictamente algunas de estas ordenanzas, pero no con motivo de reverencia, sino porque está obligado a aprobarlos. En algunos aspectos él da a Dios lo que merece; pero Su posición es errada. Falla en honrar a Dios como su Soberano Rector, para reconocer a Dios como Dios e inclinarse delante de Su majestad. O bien el puede reverenciar la autoridad divina en lo abstracto, pero en la práctica robar constantemente a Dios sus derechos. De ahí la que justicia original, que hace referencia al status del hombre delante de Dios como criatura, y la justicia derivada, que hace referencia al acto de honrar las ordenanzas divinas, sean dos cosas diferentes. Ambos son justas—es decir, el acto de ocupar la posición ordenada por la divinidad—pero la primera se refiere a nuestra posición personal determinada por Dios, y la segunda al acto de conformar nuestros pensamientos, palabras y obras al divino requerimiento. Es innecesario hablar particularmente sobre la justicia con referencia a los hombres. Cualquier cosa que hagamos en relación a ellos, es justo o injusto de acuerdo a su conformidad o inconformidad con las ordenanzas divinas, y toda transgresión contra el prójimo se vuelve pecado solamente porque no está en conformidad con la justicia de Dios. Brevemente, la justicia del hombre consiste de dos partes: Primero, que su status será lo que Dios ha determinado.

Segundo, que sus pensamientos palabras y obras se conformen a dicha ordenanza divina. Por consiguiente, nuestra justicia no debiera ser el producto de nuestra labor del alma. La justicia original de Adán y Eva no carecía de nada, aun cuando no le habían hecho nada personalmente. Ellos solamente permanecieron en la posición correcta delante de Dios; una posición no asumida por ellos mismos, sino divinamente determinada. Así lo justo, luego de haber sido alterado, puede ser restaurado por una tercera persona, independientemente del violador. La pregunta no es cómo la relación correcta se restaura, sino si ella concuerda nuevamente con la voluntad soberana de Dios. Aquel que libera a un deudor de la cárcel mediante el pago de sus deudas, lo restaura a una justa relación con sus acreedores anteriores, aun cuando el prisionero mismo no haya pagado un céntimo de la deuda. Porque la justicia dice relación con relaciones mutuas; el derecho se satisface tan pronto se restablece la relación alterada y la posición perdida se recupera. Cómo se logra, es irrelevante. Esto nos permite mirar con mayor detalle el profundo significado de la Cruz y por qué es que nuestra justicia no se puede incrementar ni disminuir, aun cuando no afecte nuestro carácter esencial. Enteramente diferente es la santidad del alma, que toca directamente la calidad de la persona y su carácter; como nuestros antiguos teólogos lo expresaban “la justificación actúa para el hombre; la santificación ocurre dentro del hombre.” El impío es justificado en el mismo momento en que cree. Antes que la santificación haya empezado a operar en él, sabe que se presenta perfectamente ante Dios. Él no está meramente comenzando a ser justo; parcialmente justo, para ser un poquito más recto mañana y perfectamente justo cuando entre al cielo; sino que perfectamente justo ahora, de hoy en adelante y para siempre. Él es hecho justo no sólo para el presente y por toda la eternidad, sino también por el pasado. Él está seguro de presentarse delante de Dios en derecho intachable, como si nunca se hubiese equivocado y sabiendo que nunca lo estará de nuevo. Por consiguiente, la percepción consciente de ser justificado es instantánea y completa y no puede ser incrementada ni disminuida. Esto es posible porque la justicia no tiene nada que hacer con su ser, sino que hace exclusiva referencia a la relación en la cual él se ve involucrado. Esta relación fue miserable y totalmente injusta; pero Alguien fuera de él ha restaurado dicha relación y ha hecho de ella lo que debió ser. Por consiguiente, él se presenta justo sin referencia alguna a su ser personal. Este es el significado profundo de la confesión, que aquel que es justificado es siempre una persona impía. Pero este no es el caso en relación a la santidad del hombre, la cual toca a su persona y no puede llevar a cabo fuera de su ser interno. V. La Vestimenta Sagrada Tejida por Nosotros “Yo habito en lo alto y la santidad.”—Isaías lvii. 15. La santidad es inherente al ser del hombre. Hay una santidad externa, como por ejemplo, aquella del orden levítico, efectuada por el lavamiento o por el rociamiento de sangre; o aquella la santidad oficial, que denota la separación para el servicio divino, en cuyo sentido, los profetas y apóstoles son llamados santos, y los miembros de la iglesia son llamados santos y amados. Pero estos no tienen nada que ver con la santificación que estamos discutiendo. La santificación como regalo de la gracia se refiere a la santidad personal del hombre. Como la santidad divina es la exaltación del Dios en lo alto y el rechazo furioso de toda impureza y corrupción, así también lo es la disposición esencial del hombre para la santidad humana, por la cual él ama espontáneamente la pureza y odia lo impuro. La victoria sobre la tentación, después de un largo y penoso conflicto, en el cual nuestros pies casi se deslizaron, no es santidad.

La santidad significa una disposición, una cualidad inherente, o dicho en otra forma, el tinte o sombra adoptada por el alma, de modo que las manifestaciones malignas del corazón y los malévolos susurros de Satanás nos llenan de horror positivo. Tal como el oído entrenado musicalmente es afectado dolorosamente ante una disonancia a medida que vibra a lo largo del temblante nervio auditivo, mientras que el oído no musical nunca percibe la ofensa contra la pureza tonal, así es la diferencia entre el santificado y el no santificado. Cualesquiera sean las disonancias morales del mundo, fallan en afectar al impío, quien incluso puede apreciar la música; pero angustian al santo cuya alma se deleita en la armonía del acorde sagrado. Esta disposición santa o impía incluye todo nuestro ser interno; él habita en la mente, en la consciencia, en el entendimiento, en la voluntad, en los sentimientos y en las inclinaciones. El discurso maligno e impuro proporciona placer o dolor a todos ellos. Sin embargo, esta no es la señal final de ser santo o impío. Se requiere algo más. ¿No se estremecen muchos no regenerados con lo que es maligno y se deleitan de igual forma con aquello que es bueno? Se puede llamar santidad a la simpatía por lo bueno sólo cuando posee esta característica esencial: que anhela lo bueno solamente para satisfacer a Dios. Sólo Dios es santo. No hay santidad salvo aquella que desciende de Él, la fuente de todo bien, por consiguiente de toda santidad. La mera santidad humana es una falsificación, un ataque al honor de Dios como Fuente exclusiva y única de todo lo bueno. Es el esfuerzo de la criatura igualarse a Dios y, como tal, es en esencia un pecado. No, la santidad del hombre debe ser la disposición implantada divinamente que remece todo su ser para amar aquello que Dios ama, no según su gusto personal, sino por amor a Su Nombre. Habiendo sido planeados a imagen de lo divino, Adán y Eva poseyeron esta santidad; por consiguiente, la discordancia entre ellos y su Hacedor era imposible. Su santidad no estaba solamente en el germen sino en todo, porque todo en ellos estaba en perfecta concordancia con Dios. Y los redimidos en el cielo son santos; en la muerte son separados completamente de la fuente interna del pecado; están esencialmente en plena y cálida simpatía con la santidad divina, y se sienten atraídos por todas Sus características. Pero el pecador ha perdido esta santidad. Es su miseria que toda manifestación de su ser colisione naturalmente con la voluntad de Dios, cuya santidad no le atrae sino repele. Y la mera regeneración no santifica su inclinación y disposición; ni es capaz de germinar por sí solo la disposición sagrada. Se requiere de un acto adicional y muy peculiar del Espíritu Santo para que la disposición del pecador regenerado y convertido sea llevada gradualmente a la armonía de la voluntad divina; y este es el clemente regalo de la santificación. Pero esto no implica que aquel hombre que muere inmediatamente después de la conversión entre al cielo sin santificación. Esto sería una doctrina muy incómoda, y animaría sin querer al antinomianismo. El hijo de Dios que entra al cielo está completamente santificado, no en esta vida, sino después de ella. De acuerdo a las Escrituras hay en el cielo una diferencia entre los espíritus de los redimidos; no se parecen uno al otro al igual que dos gotas de agua. En la parábola de los talentos, Cristo enseña claramente que en el cielo hay diferencias en la distribución de los talentos. Aquel que niega esto se roba a sí mismo la promesa positiva que “el Padre que ve en secreto re recompensará en público” (Mateo vi. 4, 6, 18). El estado celestial que predicamos no se basa en los principios de la Revolución Francesa; al contrario, en la asamblea de los hombres justos hechos perfectos, nunca ascenderemos al rango de profetas o apóstoles, probablemente ni siquiera de mártires. Sin embargo, en el cielo no hay santo cuya santificación esté incompleta. En este aspecto todos son similares. Pero habrá lugar para el desarrollo. La santificación completa de mi personalidad, cuerpo y alma, no implica que mi disposición santa esté de hecho ahora en contacto con toda la plenitud de la divina santidad. Al contrario, a medida que asciendo de gloria en gloria, encontraré en las infinitas profundidades del Ser divino el eterno objeto de las más ricas delicias cada vez más grandes. En este aspecto, los redimidos en el cielo son como Adán y Eva en el paraíso, quienes, aun cuando eran perfectamente santos, estaban destinados a entrar más plenamente a la vida del amor divino en un desarrollo sin fin.

Debe entenderse completamente, por lo tanto, que al momento de su entrada al cielo, la santificación del redimido no carece de nada. Sin embargo, su santificación se completará plenamente cuando sean alzados de la sepultura, en la gloria del cuerpo resucitado, entrando al Reino de Gloria después del día del juicio. Hasta esa hora ellos estarán en un estado de separación del cuerpo descansando en paz; esperando la venida del Señor. Como la santificación incluye cuerpo y alma, un tratamiento exhaustivo requiere que enfoquemos la atención sobre este punto. No como si este estado intermedio fuera pecaminoso, una suerte de purgatorio; porque las Escrituras nos enseñan claramente que en la muerte estamos separados del cuerpo. El hecho de que el cuerpo permanece impuro hasta el día de la glorificación no afecta el estado santo de los santos fallecidos. Habiendo sido liberado del cuerpo, no se ve más afectado por él. Y cuando, en el notable día del Señor, el cuerpo le sea restaurado, este será perfectamente santo, puro y glorificado. Aquello que le pertenece a Jesús entra al cielo perfectamente santo. La más mínima carencia indicaría algo internamente pecaminoso; aniquilaría la gloriosa confesión de que la muerte es un morir a todo pecado, así como la positiva declaración de Las Escrituras: que nada profano podrá entrar por las puertas de la ciudad. Por consiguiente, es una regla inalterable de la santificación que cada alma redimida que entra al cielo está perfectamente santificada. Esto también se aplica al infante que, habiendo sido regenerado en la cuna, es luego llevado de allí a la tumba, en quien, por consiguiente, el ejercicio consciente de la santidad está fuera de cuestión; a toda persona convertida que muere súbitamente; y al hombre que, endurecido por la vida, en la hora de su muerte se arrepiente ante Dios y fallece como uno de los redimidos del Señor. Los sustentadores de la ordinaria doctrina arminiana consideran imposible esta representación. Ellos creen que la santificación del santo es un efecto de su propio esfuerzo, ejercicio y conflicto. Es como una preciosa vestidura de lino fino, muy deseable, pero que debe ser de tejido propio. Esta labor comienza inmediatamente después de la conversión del santo. El telar es puesto a punto y comienza a tejer. Continúa su labor espiritual pero sólo unas pocas interrupciones. El pedazo de lino crece gradualmente bajo sus manos y toma forma y diseño. Si no es cortado a temprana edad, él espera terminarlo aun antes de la hora de su partida. El púlpito debe oponerse a esta teoría que no proviene de los libros arminianos, sino de la malvada alma del hombre. Porque no es sólo muy inconfortable sino también malvada. Es inconfortable porque si fuera cierto, entonces todos nuestros pequeños queridos que murieron en la cuna están perdidos, porque no pudieron dar una sola puntada en la vestidura de Su gloria; inconfortable, porque si el santo estuviera atrasado con su tejido o fuera arrebatado en la mitad de sus días, antes que pudiera darle término, estaría ciertamente perdido. Ni siquiera es menos inconfortable para aquel en el lecho de muerte, cuya conversión resulta completamente inútil, pues llegó muy tarde como para tejer esta vestidura de santificación. Y es también malvada: porque entonces Cristo no es un Salvador suficiente. Él puede afectar nuestra justificación y abrir las puertas del Paraíso, pero el tejer nuestra propia tenida de matrimonio, lo deja en nuestras manos sin asegurarnos el suficiente tiempo para terminarla. ¡Sí! muy malvado por cierto, porque esto hace que el tejido sea nuestro trabajo, que la santificación sea un logro del hombre, y que Dios no sea más el único Autor de nuestra salvación. Entonces, no es una gracia, pues el trabajo del hombre se vuelve a cero. Con esto se trastornan los fundamentos mismos de las cosas sagradas. Los irreflexivos teólogos éticos debieran considerar la destrucción que traen a la Iglesia de Cristo. Nuestros padres nunca creyeron estas doctrinas y siempre se opusieron a ella. “No hay Evangelio en él,” decían. Es anular del Pacto de Gracia; hace recaer en los santos de Dios el temor y desazón del Pacto de Obras.

VI. Cristo, Nuestra Santificación “Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención.”—1 Corintios i. 30. El alma redimida posee todas las cosas en Cristo. Él es un completo Salvador, Él no necesita de nada. Teniéndolo a Él somos salvados hasta en lo más remoto; sin Él estamos completamente perdidos y desechos. Debemos mantener firmemente este punto especialmente en lo referente a la santificación, y repetir con claridad cada vez más que Cristo nos es dado por Dios no sólo para sabiduría y justicia, sino también para santificación. Se lee claramente que Cristo es nuestra justicia y santificación. Esta traducción es perfectamente correcta. El griego no se lee “dikai sis” que es justificación, sino “dikaiosún,” que nunca se refiere al acto de hacer justicia, sino a la condición de ser justo, por lo tanto, justicia. Igualmente no se lee “hagios” o “hagiosúne,” que puede referirse a la santidad sino que se lee claramente, “hagiosmós,” que apunta al acto de hacer santo. Lo que el apóstol distinguió tan claramente, no se debe confundir. San Pablo y la iglesia de los corintios son creyentes. Ellos ya están justificados en Cristo, de una vez por todas; porque Cristo fue hecho justicia para ellos. Pero este no es en el caso con la santificación. “Aun las personas más santas están recién comenzando a andar en esta obediencia, la cual los constriñe a vivir no sólo de acuerdo a algunos sino a todos los mandamientos de Dios” (Catecismo de Heidelberg, n. 114). Pero el trabajo recién ha comenzado. Comparado con los tiempos anteriores, hay un amor y espíritu más santo en ellos, pero por ningún motivo están completamente santificados. Están bajo el tratamiento del Espíritu, su Santificador. Se asemejan más y más a la imagen de Dios (n. 15). Por consiguiente, hay grados de progreso en la santidad. En aquellos convertidos recientemente, la santificación ha progresado, pero sólo un poco; en otros se ha logrado un progreso glorioso. En la Iglesia hay personas santas, más santas y santísimas (n. 114). Dado que la justificación de los impíos se termina al instante, y que la santificación de los regenerados ocurre lenta y gradualmente, San Pablo le escribe a los corintios con mucha precisión que Cristo es para él y ellos, no un hacedor de justicia sino la justicia misma; de lo contrario, Él no se habría vuelto para ellos en santidad o sino en hacedor de santidad. Habiendo entendido bien esto, es imposible equivocarse. Si el apóstol hubiera intentado enumerar en abstracto todo lo que el perdido pecador posee en Cristo, él habría dicho: “Hacedor de sabiduría, hacedor de justicia y hacedor de santidad”; porque un pecador perdido todavía camina en su necedad, aún no ha sido hecho justo, etc. Pero él describe su propia experiencia, diciendo que, como una estrella, la sabiduría de Dios ha surgido en su alma oscurecida; que en beneficio de Cristo, ha obtenido el perdón y la satisfacción, por lo cual él se presenta perfectamente justo delante de Dios; y que ahora él está siendo hecho santo y siendo redimido. Él aún no es redimido completamente; el griego “apolutrosis” denota también aquí la acción continua de estar siendo liberado de la miseria interna y externa. El Catecismo de Heidelberg (n. 60) describe la presentación justa del alma frente a Dios de manera impactante: “P. ¿Cómo eres justo delante de Dios? “R. Sólo por fe verdadera en Jesucristo: de manera que, aunque mi consciencia me acuse que he transgredido a sobremanera todos los mandamientos de Dios, y que no guardo ninguno de ellos, y que todavía estoy inclinado al mal; no obstante, me presento ante Dios sin ningún mérito propio sino sólo por mera gracia, la cual me concede y atribuye la satisfacción perfecta, justicia y santidad de Cristo, tal como si yo nunca hubiera tenido ni cometido pecado alguno: sí, como si yo hubiera logrado toda la obediencia que Cristo ha realizado por mí; en la medida que adopte tal beneficio con un corazón creyente.”

El que esta respuesta incluya la santidad como parte de la justicia, ha provocado que los hombres menos pensantes infieran que la santificación y la justificación son la misma cosa. Discutido esto en el Sínodo de Dort, este asunto se resolvió insertando dentro del artículo 22 de la Confesión la cláusula siguiente: “Jesucristo atribuyéndonos todos Sus méritos y tantas obras santas, las cuales Él ha realizado por nosotros y en nuestro lugar, es nuestra Justicia.” ¿Qué incluye, entonces, la justificación? No la santificación de nuestras personas, sino la suma total de las obras santas que le debemos a Dios según con la ley. La Pregunta 60 llama a esto “nuestra santidad.” La diferencia entre ambos se ve claramente en Adán y Eva en el Paraíso. Ellos fueron creados personalmente santos, santos en sí mismos; no había nada impío en ellos. Pero no habían completado la ley aún. No poseían obras santas. No habían adquirido el tesoro de la santidad. Personalmente, uno puede ser santo sin haber logrado ni adquirido ni un grano de la santidad; y, por otro lado, uno puede haber completado perfectamente la ley, sin tener la más mínima función de la santidad personal. Cristo en el pesebre era perfectamente santo, pero no había aún completado la ley, por consiguiente, no había adquirido aún la santidad para presentarla a nosotros en nuestro lugar. Pero en la hora de la justificación, el hijo de Dios recibe (1) la completa remisión de su castigo en base a la propiciación de Cristo; (2) la completa remisión de su deuda en base a la satisfacción de Cristo. Y esta satisfacción no es más que el perfecto cumplimiento de la ley; una completa presentación de todas las buenas obras. Por consiguiente, una manifestación perfecta de santidad. Entre las Preguntas 114 y 115 no existe, por lo tanto, el menor conflicto. La santificación y la santidad son dos cosas diferentes. La santidad en la Pregunta 60 no hace referencia a las disposiciones y deseos personales, sino a la suma total de todas las buenas obras requeridas por la ley. La santificación, al contrario, no se refiere a cualquier obra de la ley, sino exclusivamente a la obra de crear una disposición santa en el corazón. Si alguien pregunta, ¿es Cristo tu santidad tanto como tu justicia y en el mismo sentido? Nosotros respondemos: ¡Sí! Por supuesto, alabado sea el Señor; Él es mi santidad completa delante de Dios como también mi perfecta justicia. Una es tan absoluta y cierta como la otra. El desempeño de todas las obras santas que la ley requiere de todo hombre, de acuerdo al Pacto de Obras, es un acto vicario de Cristo en el sentido más completo de la palabra. Por lo cual confesamos que la obras santas que Cristo hace por nosotros son justa y positivamente una santidad atribuida al presentarnos delante de Dios por una justicia atribuida. No se puede agregar nada. Es un todo, perfecto y completo en todo aspecto. Y aquello que se hace para nuestro beneficio no requiere nuevamente de nosotros. Esto sería moralmente absurdo. De acuerdo con el Pacto de Obras, ni la ley ni el dador de la ley tienen algo más que demandar de nosotros. Es un trabajo terminado. El castigo se sufre y la santidad requerida por la ley se presentado. Somos perfectamente justos delante de Dios y frente a nuestra propia consciencia, ya que recibimos este beneficio innombrable con un corazón creyente. Pero todo eso no tiene nada que ver con nuestra santificación. Adicionalmente a la justicia instaurada y a las obras santas, a continuación sigue nuestra santificación. Del pecado procede la culpa, la pena y la mancha. Debemos ser liberados de esos tres. De la pena por la expiación de Cristo; de la culpa por Su santificación; y de la mancha por la santificación. Después que Dios nos ha redimido de esta eterna condenación, aún estamos oprimidos en nuestra sangre impura. La santa disposición inherente en Adán y su deseo no están restaurados aún en nosotros. Al contrario, la mancha del pecado todavía está allí. Nos gozamos en la ley de Dios en del hombre interno, pero también encontramos al pecado siempre presente y en todo lugar, en el cuerpo y alma manchados por el pecado. Y la voluntad de Dios es que esto no continúe. Porque Él sustituirá la mancha del pecado por una santa disposición. Él resuelve reformarnos internamente y renovarnos después en honor a la imagen de Su querido Hijo, es decir, para santificarnos. Es sólo ahora que Él comienza a hacernos realmente santos. Como sus hijos, somos amados como la niña de Sus ojos. Él ha grabado nuestros nombres en las palmas de Sus Manos.

Nosotros rechazamos las cosas indiferentes, pero pulimos la preciosa joya. Y nuestra vieja vestimenta es descartada. Pero removemos la mancha de la costosa túnica de seda. La dueña de casa adorna el bien amado caserío y el jardinero saca las malezas de su jardín. De igual manera, Dios motivado por Su Amor desea que Sus hijos, en cuerpo y alma, sean iluminados, hasta que la mancha del pecado sea removida completamente. Esta es la obra de la santificación, apuntando exclusivamente a nuestra santificación personal, para restaurarnos a la santidad de Adán antes que hubiera realizado cualquier obra santa. En Adán la santidad personal vino primero, luego la santidad consistente en la cumplimiento de la ley. Pero para el hijo de Dios, el último, atribuido a él por amor a Cristo, es impartido primeramente, y luego le sigue su santidad personal. Así como Adán fue creado santo, así el regenerado es hecho santo. La santificación personal del regenerado y del pecador convertido comienza después del avivamiento de la fe; continua con más o menos interrupciones todos los días de su vida; es terminada, en lo que respecta al alma, con la muerte; y en relación al cuerpo, con la llegada del Señor. Y como esto es forjado por Cristo, a través del Espíritu Santo, las Escrituras confiesan que Cristo no es sólo nuestra Justicia, sino también nuestra Santificación. VII. Aplicación de la Santificación “A los que antes conoció, también los predestinó para que fueran hechos a la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos.”—Romanos viii. 29. En Su tiempo y con irresistible gracia, Dios trasladó a Sus elegidos de la muerte a la vida. Les dio fe y consciencia de ser justificados en Cristo; y por la conversión, Él puso sus pies en el camino de la vida. Así ellos están libres de culpa. No hay para ellos condenación. Ni el infierno ni el diablo pueden prevalecer contra ellos. De ahí surge el grito de victoria del apóstol: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Ro. viii. 33, 34). Los hijos de Dios tienen prueba formal de su justificación no sólo en la palabra, sino también en Cristo mismo, quien continuamente presenta Su sacrificio delante del trono. Tenga o no una alegría consciente de esto, no es relevante. En su sueño, en el delirio de la fiebre, privado de razón por causas físicas, continúa siendo el hijo de Dios. Independiente de sensaciones, experiencias y estados de ánimo, ¡sí! aun cuando no haya derramado una lágrima de arrepentimiento, posee su tesoro bajo toda circunstancia. Aun aquellos con discapacidad mental pueden poseerla. ¿Por qué Dios no podría tener hijos entre ellos? Por supuesto, bajo condiciones normales la fe consciente es la regla; pero la salvación no depende de la experiencia en sí del alma. Cuando caminas al sol, tu sombra es visible, pero tu existencia no depende de tu sombra. Se debe enfatizar que la santificación no implica esfuerzos humanos y para complementar el trabajo de Cristo: pero es la obra adicional de la gracia crear en el santo de forma sobrenatural una disposición santa. Los pecados generan polución, o sea, no puede haber pecado que no engendre pecado; el pecado genera pecado, atribuye pecado, es siempre madre del pecado. Si no detuviéramos el proceso engendrador de pecado en nuestros corazones, la cadena del pecado no se rompería, y sólo el pecado sería el resultado. Pero este no es el propósito divino. Dios desea que nuestras buenas obras sean vistas por los hombres y glorifiquen al Padre que está en el cielo. Por lo tanto, Dios ha preparado buenas obras para que andemos en ellas. Pero si la mancha del pecado trabajara sin interrupciones, no podríamos ni caminar en ellas: ni uno solo de nosotros podría nunca hacer una buena obra. La luz nunca brillaría en los hijos de la luz y no habría ocasión para glorificar a Dios en el cielo. Las buenas obras labradas en nosotros por el Espíritu Santo independientemente de nosotros no pueden ofrecer dicha ocasión. Sus obras son siempre santas: no hay nada sorprendente en eso. Él causa que las obras sagradas procedan de nosotros de tal manera que son

verdaderamente nuestras, y entonces hay motivos de alabanza—Mateo v. 16. Entonces los hombres preguntarán sorprendidos: ¿Quién hizo esto en ellos? Y mirando hacia arriba glorificarán al Padre. Y entonces la temible continuidad del pecado llamada “mancha” se rompe; entonces la ley que dice que el pecado debe engendrar pecado, es decir, cultivar una disposición pecaminosa, es reemplazada por otra ley que gradualmente introduce la santa disposición. Esta disposición sagrada no puede surgir del hombre, ni siquiera desde de la regeneración. Un niño hambriento no puede crecer, ni tampoco el niño de Dios puede proseguir a la santificación si se le deja solo. Aun cuando la santificación está orgánicamente conectada a la vida implantada, no germinará sin el derrame constante de la gracia. Por consiguiente, es un regalo gratis del Padre de las luces. El Espíritu que nos habita es el real Obrero. Él lo realiza en todos los santos, no parcialmente, sino completamente tanto en la vida como en la muerte, o sólo en la hora de muerte. Esto último se aplica a los niños elegidos, a los discapacitados mentales, a las personas enfermas y a las personas convertidas en su lecho de muerte. En todos los otros lo realiza durante toda su vida y en la hora de su partida. Pero hay diferencias en distintas personas. En algunos el Espíritu Santo comienza la santificación en la niñez; en otros, en la madurez; en algunos procede casi sin ninguna interrupción; en otros se dificultada por conflictos o apostasía. Pero en todos Él actúa de acuerdo a lo que le es grato. La santificación es un bordado artístico confeccionado en nuestra alma. Él se asegura que será terminado en el momento preciso dispuesto para nuestra entrada a la Nueva Jerusalén; pero la forma y medida del progreso dependerán solamente de lo que sea Su propósito y beneplácito. Primero, la santificación está íntimamente relacionada a Cristo y es parte del Pacto de Gracia que Él nos asegura como nuestro Garante. No es solamente Su obra, sino también una gracia inherente a Su Persona y tan identificada con Él, que el apóstol proclama: “¿Quién ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención?” Está relacionado a la unio mystica: Él vitalmente en nosotros y nosotros vitalmente en Él; Él es la vid y nosotros las ramas: “Ya no soy yo que vive, sino Cristo que vive en mí” (Gálatas xi. 20); Él la Cabeza y nosotros los miembros. Todos estos indican la unión vital entre el creyente y el Mediador. Se puede decir que el niño nonato respira a través de la respiración de la madre y que la madre respira en el niño. Lo mismo es verdad aquí, aun cuando la comparación ilustra pero no satisface completamente. Por tanto, el hijo de Dios no puede estar sino en Cristo. No es que siempre esté consciente de ello. Muchas veces siente como si Cristo estuviera lejos de Él, y despechado por esto, se aleja tanto que pareciera que los lazos de unión se disolvieran completamente. Esto no es realmente así, porque Cristo nunca suelta su dominio. Pero así le parece a él. Y esta es la causa de la dificultad. En esta condición, su naturaleza pecaminosa se queda con él; todos sus tesoros de la gracia se quedan con Jesús. Por esta razón la liturgia dice: “Yacemos fuera de Cristo en medio de la muerte.” Cuando con Dina dejamos la tienda patriarcal para dirigirnos a tomar el camino de Siquén, lo hacemos bajo nuestro propio riesgo y responsabilidad, teniendo tan sólo la herencia de Adán, a saber, un alma muerta y una naturaleza corrupta. Entonces, imaginarnos que tenemos algo en nosotros mismos que sea aceptable a Dios, es equivalente a una negación de Emanuel. Con Köhlbrugge decimos: “Considerado fuera de Cristo, el convertido y el inconverso son exactamente iguales.” Pero aun cuando renegamos de Él, Él nunca reniega de nosotros; esta es la inconmensurable diferencia entre el convertido en su más profunda caída y el inconverso, en que el alma del primero está unida inseparablemente a Jesús y el alma del último no lo está. Segundo, la santificación de los santos es impensable sin Cristo, porque la implantación de la disposición sagrada por el Espíritu Divino es: “Que nos transformamos más y más a la imagen de Dios hasta que llegamos a la perfección preparada para nosotros en la vida por venir” (Catecismo de Heidelberg, n. 155). ¿Y acaso esto no es la imagen de Cristo?

Ser santificados, entonces, significa dejar que Cristo crezca en nosotros. No son sólo unos pocos signos confusos de santidad, sino un todo orgánico de un deseo e inclinación pura, estampado en nuestra alma, abrazando todos los poderes del espíritu humano y su disposición. Por consiguiente, su progreso no puede medirse en diez grados ahora y en quince el próximo año. Es el reflejo de Cristo sobre la superficie reflexiva de nuestra alma; primero en tenues trazos, gradualmente más distinguible, hasta que el ojo experimentado reconoce en él, la forma de Jesús. Pero, aun en el caso más avanzado, no es nunca más que un daguerrotipo; sólo a través de la muerte se nos revelará una imagen perfecta de Emanuel. La disposición sagrada es un “hombre perfecto,” es decir, una forma de abrazar toda la personalidad del santo; una expresión completa de la imagen de Cristo; y, por consiguiente, abarca todo nuestro ser humano. Cuán necio es hablar entonces de la Santificación como resultado del esfuerzo humano. Cuando la persona desaparece, ¿no va también la sombra con ella? ¿Cómo podría entonces la imagen de Cristo, su forma o su sombra, permanecer en nosotros cuando, en nuestros vagabundeos, el alma se separa de Él? El resplandor desaparece con la luz. No se puede retener una sombra. Es por esto que Emanuel es nuestra santificación en todo el sentido de la palabra. Su forma reflejándose a sí misma en el alma y el alma reteniendo ese reflejo es toda la obra de la santificación. Finalmente, vamos a la pregunta: ¿Cómo puede la santificación implantar una disposición sagrada si depende de la reflexión de la forma de Jesús en el alma, si es que una negación o apostasía temporal que nos separa de Él? Contestamos: ¿Puede una disposición inherente no existir y continuar sin ser ejercida? Uno puede haber adquirido la disposición (hábito) de hablar inglés fluido y no hablarlo por todo un año. Así también puede adherirse al alma la disposición o hábito del deseo sagrado, aun cuando el flujo de la impiedad lo cubra por toda una temporada. Y el alma está completamente al tanto de esto por la lucha interna en la consciencia. Si Jesús pudiera perder su dominio sobre nosotros, sí, entonces la sagrada disposición podría no permanecer. Pero, ya que el alma inconsciente en medio de la profunda caída, permanece en Su mano, tal objeción no tiene peso. VIII. La Santificación en Hermandad con Emanuel “Pero ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación y. como fin, la vida eterna.”—Romanos vi. 22. La tercera razón por la cual nuestra santificación esta en Cristo es: que Él la ha obtenido; que de Él fluye y que Él la garantiza. Teniendo su mente completamente despojada de la falsa idea que la santificación es producto de sus propias manos, sujetando fuertemente la clara doctrina de que es un regalo de la gracia, esta tercera razón apela a usted. Si la santificación es un regalo, un favor, surge la pregunta: ¿para qué? ¿Es un regalo por la labor de su alma? ¿Fruto de su oración? ¿Un aliento en el camino? ¿Es por motivo de su amor, piedad, bondad? ¿Es por cualquier otra cosa en usted? Porque debe haber algún motivo. El que Dios deba otorgar el precioso y duradero regalo de la santificación a personas que con ambas manos se oponen a ella y con dedos torpes estropean su belleza, es inconcebible. ¿Qué fue, entonces, lo que movió al Señor Dios en favor suyo? Usted debe decir: “Su insondable placer, que es la base más profunda de toda nuestra salvación.” Muy bien; pero el divino consejo no trabaja por magia. Todo lo que proviene de ese consejo sigue su curso y muestra los vínculos que le dan consistencia. Por consiguiente, la pregunta que se debe hacer es: “¿Quién es el que obtuvo para usted el gracioso regalo de la santificación?” Y la respuesta es “Nuestro redentor; la santificación es el fruto de la Cruz.” No hay división en la obra de redención. Cristo no obtuvo en la Cruz solamente nuestra justicia, dejando que nosotros obtuviéramos la santificación por conflicto y negación propia; pero hay Uno que obra, y los otros entran en Su paz; Él solo pisó el lagar y, de la gente que estaba allí, no había ninguna con Él.

Dios ha ordenado que nuestra santificación fluya directamente de Cristo. El Espíritu Santo es el Trabajador, aun cuando cualquier cosa que Él nos imparte, lo toma de Cristo. “Él recibirá de mí y Él me glorificará.” Esta no es una frase vacía sino la pura realidad. Lo que un alma redimida necesita es una santidad humana. Un hombre debe santificarse, un ángel no. Este último no puede ser santificado. Una vez caído, se pierde para siempre. Creado y caído como Adán, no puede ser restablecido como Adán. Los ángeles sin saber nada de la redención, desean contemplar esto. Por consiguiente, cuando, a pesar del pecado, Dios induce a la vida eterna a una innumerable compañía de hombres y ángeles, Él efectúa esto santificando a los elegidos de entre los hombres impíos; mientras que los ángeles elegidos no necesitan santificación porque ellos nunca han sido impíos. La santificación se refiere, por tanto, exclusivamente a los hombres; se imparte una santidad hecha posible y decretada sólo para los hombres; se crea una disposición sólo para la forma y carácter humanos, calculada para las peculiares necesidades del corazón humano. El Espíritu Santo encuentra esta disposición sagrada en su forma requerida, no en el Padre, no en sí mismo, sino en Emanuel quien, como hijo de Dios e Hijo del hombre, posee la santidad en esa peculiar forma humana. Cristo también nos garantiza su precioso regalo. Siendo la justificación un hecho que se logra de una sola vez, no requiere esto, pero la santificación es gradual. La falta de garantía respecto a nuestra propia santificación nos llenaría de dudas e incertidumbres, viendo cómo comienza pequeña y progresa lentamente; y en lo que respecta a aquellos infantes fallecidos y personas convertidas tarde en la vida, tales dudas podrían causarnos temor y robarnos la satisfacción de una obra terminada. Cristo dice: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo xi. 28). Sin embargo, la experiencia nos enseña que a muchos creyentes la inherente falta de santidad les causa constante desasosiego. Saben que en Cristo son justos, mas están confrontados; porque Dios dice en Su palabra: “Sean santos como Yo soy santo” (1 Pedro i.16). Si sólo se leyera: “Actúa santamente,” los méritos de Cristo podrían ser suficientes, pero se lee “Se santo,” y eso significa disposición santa inherente. O si se leyera “Vuélvete santo,” su acercamiento gradual a la idea podaría inspirarle esperanza. Pero se lee inexorablemente “Sé santo,” y eso causa que su alma herida tema. Pero no todo creyente está complicado en este asunto. Muchos casi nunca, y la gran mayoría, nunca piensa en esto. Mientras se les predique la reconciliación y la satisfacción, incluidas las buenas obras terminadas, ellos están en paz. Su naturaleza carnal está suficientemente satisfecha con esto. Pero hay otros más pensantes y de consciencia más escrupulosa que no aceptan la “puerta ancha y el camino espacioso” abierto así a sus almas, pero que sí creen la palabra: “Angosta es la puerta y angosto el camino” (Mateo vii. 14). Para ellos se lee “Sean santos,” y no habrá paz o alivio para sus consciencias hasta que no se hayan reconciliado con esa palabra. Por consiguiente, decimos que no es suficiente que Cristo haya obtenido la santificación, que el Espíritu Santo le imparta, sino también que Cristo nos garantice no una vez, sino para siempre; de modo que cuando sea que aparezcamos delante del Único Santo, seamos realmente santos en Cristo. Y esta es la tranquilidad bendita de la Palabra, que Cristo mismo es nuestra santificación. Tal como los descendientes caídos de Adán tienen la temible certeza que toda su naturaleza está completamente contaminada, así también los redimidos por Cristo resucitado tienen la gloriosa garantía que en Él serán completamente santos. Este es el misterio de la Vid y sus ramas, y de las profundas palabras: “Ahora vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Pedro xv. 3). Como nuestro Garante, Él nos asegura de aquí en adelante: (1) que la disposición sagrada creada en nosotros, aun cuando sea sobrepasada temporalmente por el pecado, no se puede perder nunca; (2) que la forma de Cristo, de la cual sólo hay un pequeño comienzo en nosotros, logrará plena perfección antes

que entremos a la Nueva Jerusalén; (3) que como nuestro Garante Él está delante del Padre en nuestro beneficio, habiendo depositado en los tesoros de Sus méritos todo aquello que aún carecemos en nuestro nombre. Conociendo esto, el alma acongojada encuentra descanso. Seamos cuidadosos que la preciosa vasija en la cual Dios nos presenta esta gracia permanezca intacta, porque el pecador no puede conformarse con menos. Pero también debemos ser cuidadosos de evitar el otro extremo, el cual bajo el pretexto de que Cristo es nuestra santificación, niega el trabajo del Espíritu Santo. Los que sostienen este punto de vista conceden que Cristo sea nuestra santificación, que el Espíritu Santo trabaja en nosotros y que las buenas obras son el resultado, pero de tal manera que nuestra propia persona como tal permanece igual de malvada e inútil como antes. Ser regenerados o no, creer o no creer, es todo lo mismo. La única diferencia entre ambas es que, independientemente de nuestra propia persona y en contra de nuestra voluntad, el Espíritu Santo nos hace caminar inconscientemente por el camino de la vida. Esta perniciosa enseñanza se opone a Romanos vii. y a la Confesión de las Iglesias Reformadas. El apóstol no dice que sus deseos e inclinación sean todavía malvados, y que el Espíritu Santo realice buenas obras independientemente de él y aun así por medio de él; sino lamenta que, siendo su deseo simpatizar con la voluntad divina y desear el bien, el mal aún está presente. De manera similar, el Catecismo enseña que el hombre está inclinado a todo mal, mientras no haya nacido de nuevo, pero no más allá. Porque el avivamiento del nuevo hombre consiste en una sincera alegría de corazón en Dios a través de Cristo, y en el amor y deleite de la vida según la voluntad de Dios (Pregunta 90). Y el alma de los impíos no está dispuesta así. De ahí que la discrepancia entre ambos sea tan grande como el abismo entre el cielo y el infierno que bosteza entre ellos. Puede ser, por consiguiente, provechoso para nuestros lectores poner delante suyo la Confesión de los teólogos Reformados de las iglesias de Suiza, Alemania, Inglaterra y Países Bajos sobre este punto (1619). Ellos confesaron: “Que el Espíritu Santo domina los recesos más profundos del hombre; abre la habitación y suaviza el corazón endurecido; circuncida aquello que no fue circuncidado; inyecta nuevas cualidades a la voluntad que previamente estaba muerta; Él la aviva; al ser malvado, desobediente y obstinado, Él lo transforma en bueno, obediente y piadoso; lo activa y fortalece de modo que, al igual que un buen árbol, pueda dar frutos de buenas acciones” (Tercera sección del Cuarto Capítulo de la Doctrina, artículo 11). Y este glorioso trabajo se realiza de la siguiente manera, según la unánime confesión de las Iglesias Reformadas: “Que el Señor no quita la voluntad ni sus propiedades, ni hace violencia contra ellas; sino que la espiritualidad aviva, cura, corrige y, al mismo tiempo, doblega con dulzura y poder; de tal manera que donde anteriormente prevalecía la rebelión y resistencia de la carne, comienza a reinar una obediencia espiritual pronta y sincera; que es en lo que consiste la restauración verdadera y espiritual de nuestra voluntad y libertad” (Tercera sección, Cuarto Capítulo de la Doctrina, artículo 16). IX. Dispocisiones Implantadas “Perfeccionando la santidad en el temor de Dios.”—2 Corintios vii. 1. Negar que el Espíritu Santo crea nuevas disposiciones en la voluntad es equivalente a retornar al error Romano, aun cuando Roma discute esta materia de una forma diferente. Roma niega la total corrupción de la voluntad por el pecado; dice que sólo su disposición es completamente maligna. Por consiguiente, no siendo la voluntad del pecador completamente inútil, se desprende: (1) que el regenerado no necesita la implantación de una nueva disposición; (2) que en este aspecto no hay diferencia entre el regenerado y no regenerado. Aquellos que introducen en las Iglesias Reformadas esta y similares enseñanzas, debieran considerar que afectan uno de los fundamentos de la Reforma y, aun cuando sin intención, nos llevan de vuelta a Roma. La cuestión principal de esta controversia es: si el hombre es algo o nada.

Si el hombre es absolutamente nada, como algunos alegremente proclaman; entonces Dios no puede obrar en él, porque Dios no puede obrar en nada. En nada uno no puede hacer nada. En nada, nada se puede implantar. A nada, nada se le puede agregar. La nada no puede ser un canal para algo. Si el hombre es nada, no puede haber ni pecado ni justificación, porque el pecado de nada es nada; y nada es no pecado. Nada no puede nacer de nuevo, ni ser convertida ni compartir la gloria de los hijos de Dios. Y si no hay pecado no hay necesidad de un Salvador para reparar del pecado; porque para reparar de nada no se necesita expiación. Entonces no hay necesidad de discutir la santificación en absoluto. Esto muestra que la idea que el hombre no es nada no puede ser tomada en su sentido absoluto. Ya que el hombre es un ser, él debe ser algo; y aquellos que mantienen que es nada, muestran por sus acciones que ellos se consideran a sí mismos como algo muy lejos de ser nada. Pero si lo ponemos así: “El hombre es nada delante de Dios,” esto se vuelve comprensible de inmediato. Entonces todo buen cristiano se suscribe a esto incondicionalmente; él sólo llora porque es tan difícil ser nada delante de Dios; y con todos los santos él ora para que pueda negarse a sí mismo más sinceramente, morir a sí mismo, y saberse a sí mismo como nada delante de Dios. Medido por Dios, el hombre no tiene valor. Todo su esfuerzo por ser algo delante de Dios es una ridícula insensatez. Todo púlpito debiera echar abajo, con tonos de trompeta, toda montaña de orgullo y hacer humilde al hombre delante de Dios, de modo que sintiéndose como una mera gota en la cubeta—sí, menos que nada—pueda encontrar descanso en la adoración a la Majestad divina. Delante de Dios el hombre no es nada. Ni siquiera el hombre regenerado es algo; pero en Su mano, por Su ordenanza y Su estimación, él es tan grande que “Dios lo corona con gloria y honor,” lo ama como a Su hijo, lo hace heredero de la dicha divina y lo invita a pasar una eternidad con Él. Estas dos no deben confundirse jamás; el absoluto no-ser del hombre ante Dios no se puede aplicar nunca al hombre como instrumento en la mano de Dios. Y el poderoso significado del hombre, como instrumento de Dios, no puede tender nunca a hacerse el más mínimo algo ante Dios como un ser. De modo que nos oponemos al misticismo panteísta y al funesto pelagianismo. La equivocación esencial de este último es que le da al hombre como tal cierto prestigio ante Dios y rehúsa reconocer que incluso el más docto y más excelente, cuyo aliento está sus narices, “¿Y dónde está el que ha de ser apreciado?” es menos que nada delante de Dios. Y el falso misticismo en aquella injuriosa tendencia de la mente humana, la cual en todas las épocas y en todas las naciones con el fin de no ser nada delante de Dios, niega la significancia del hombre, incluso como instrumento de Dios. En sus escritos se reitera que ante Dios el hombre es nada, que en Dios él desaparece y se pierde a sí mismo, que Dios lo absorbe. Y este ‘ser absorbido’ es llevado tan lejos que nada permanece a lo cual el pecado o la culpa se puedan adscribir. Y así la conciencia de la responsabilidad y la concepción de imputabilidad se han perdido. Los cristianos, descarriados por la fascinación de no ser nada, han cantado himnos y predicado sermones muy aceptables para los budistas de India, pero enteramente fuera del panorama del cristianismo. El hombre como instrumento de Dios es importante, por cierto. Al crearlo de la nada, Él creó algo y no nada, y ese algo fue tan importante que todas las criaturas hechas antes que él apuntaban hacia él; en el Paraíso, sólo él fue el portador de la imagen divina. El dominio sobre toda la tierra le fue dado a él; aun el de juzgar a los ángeles. “El Hijo asumió la naturaleza, no de los ángeles, sino humana.” Decir esto significa que el hombre es sólo un espejo que refleja la naturaleza divina en el vano esfuerzo del enfermizo misticismo por reconciliar el significado del hombre con sus propias teorías panteístas. Las Escrituras enseñan, no que Dios refleja algo en nosotros, sino que nos imparte algo a nosotros. El amor de Dios, por medio del Espíritu Santo, es derramado en nuestros corazones. El Señor nos hace su templo y penetra en él. Una semilla divina es colocada en el alma. Agua pura es esparcida sobre nosotros. Las Escrituras usan muchas otras imágenes para

advertirnos contra la falsa teoría que niega la disposición inherente en el alma y reduce al hombre a un mero espejo. La rama no es un reflejo de la vid sino que crece del tronco soportando hojas y racimos. Un niño no es un mero espejo del padre pues, como ser, posee vida y cualidad. Un enemigo no es uno que meramente falla en reflejar correctamente, sino un ser dotado de existencia real. Hacer de un hombre, aun como instrumento de Dios, un mero espejo en principio niega el pecado, destruye el sentido de responsabilidad y cambia la vida misma en fantasías de un sueño. Las Escrituras enseñan sobre este punto que ante Dios el hombre es nada; que sólo a través de Dios el hombre es algo; y todo lo inherente y la bondad adquirida viene sólo de la Fuente de todo bien. Y siguiendo los pasos de los padres reformados, debemos mantener esta doctrina. Pero negar el ser real y peculiar del hombre, es inconsistente con las Escrituras y con la Confesión. Escapando de esta manera de un falso misticismo y retornando a la verdad purificada y ordenada, no encontramos más dificultad en la santificación. Por supuesto, si el niño de Dios no es más que un espejo pulido, entonces aquellos que niegan lo inherente y la disposición sagrada están en lo correcto y tal disposición está fuera de cuestión. Como espejo, el hombre está muerto y todo lo que se puede ver en él no es más que un pálido y pasajero reflejo de la imagen de Dios. Pero si el hombre, como instrumento de Dios, tiene un ser propio, es natural que aparte de ser, Dios también le dio cualidades. Un ser sin cualidades es impensable. Hay cualidades en toda esfera: en el mundo material, porque el hombre come, toma, camina y duerme; en el mundo intelectual, porque piensa, juzga y decide; en materias de gusto porque juzga las cosas como bellas, feas o indiferentes; y en el mundo moral, porque sus deseos son justos o injustos, nobles o abyectos, buenos o malos. Y estas cualidades difieren en distintos hombres. Uno ama la comida que otro detesta. El juicio de uno es plano y el de otro, agudo. Uno llama apuesto lo que otro considera antiestético, y bueno lo que otro considera maligno. Por consiguiente, debe existir una diferencia esencial en las condiciones del hombre que pueden surgir desde sus respectivos temperamentos, educación, ocupación, etc. Algunos hombres tienen estas diferencias en común. Hombres de un grupo no consideran el imprecar como algo pecaminoso, sino más bien parecen gozar de ello; aquellos de otro grupo lo aborrecen y protestan contra eso. Esto prueba que entre ambos debe haber una diferencia en algo; porque sin una causa diferente no puede haber un efecto diferente. Y esta diferencia que causa en algunos hombres disfruten el imprecar y otros lo aborrezcan se llama la disposición de la personalidad del hombre. Puede ser santa o impía, pero nunca indiferente. Siendo corrupta e impura en la naturaleza humana no regenerada, no puede ser santa en el regenerado a menos que Dios la haya creado en él. Aquello que es nacido de la carne, carne es. Todas nuestras carreras, trabajo y esclavitud no pueden crear en nosotros una santa disposición. Sólo Dios puede hacer eso. Como Él tiene el poder por medio de la regeneración para cambiar la raíz de la vida, también puede cambiar por la santificación la disposición de las afectaciones. Y podría haber hecho esto al instante, al igual que en la regeneración, haciendo que nuestra naturaleza sea inmediatamente perfecta en todas sus disposiciones; pero a Él, que no da cuenta ninguna de Sus materias, no le ha complacido hacerlo. Por supuesto, Él libera a Sus hijos de inmediato del lazo del pecado; pero, como regla, la santificación de sus disposiciones es gradual excepto en los infantes electos fallecidos, y hombres convertidos en el lecho de muerte. En todos los otros la implantación de las sagradas disposiciones va paso a paso, e incluso, a veces, con recaídas temporales. Sin este incremento en Cristo no puede haber santificación; y el alma que no alcanza santificación, ¿qué soporte tiene para gloriarse en su elección?

X. Perfecto en Partes, Imperfecto en Grados “Que el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo.”—1 Tesalonicenses v. 23.

La doctrina de las Escrituras que establece que la santificación es un proceso gradual, perfeccionado sólo en la muerte, debe mantenerse clara y sobriamente: primero, en oposición a los perfeccionistas, que dicen que los santos pueden ser santificados completamente en esta vida; segundo, en oposición aquellos que niegan la implantación de las disposiciones sagradas inherentes en los hijos de Dios. Debe hacerse notar, por lo tanto, que la Sagrada Escritura distinga la santificación imperfecta en grados y la santificación perfecta en sus partes. Un infante normal, aunque pequeño, es un perfecto ser humano. Por supuesto que debe crecer. Pero tiene todas las partes del cuerpo humano. Las facultades mentales no pueden ser examinadas, pero los miembros del cuerpo son obviamente perfectos y completos. La cabeza puede no estar cubierta de pelo, varios miembros pueden estar todavía incompletos, pero eso no impide su perfección: en un pequeño comienzo, las partes constitutivas y todos los miembros están presentes. Por consiguiente, al niño se le llama perfecto en sus partes. Sin embargo, no es perfecto en sus grados, es decir, no ha logrado su pleno crecimiento. Debe crecer e incrementar en todo aspecto. Y este es un progreso lento e imperceptible. Una prenda que calza perfectamente en la noche nunca quedará demasiado chica a la mañana siguiente. El crecimiento durante una noche es imperceptible. Sin embargo, crecemos e incrementamos; hasta la hora de la muerte, el cambio es constante. Y este incremento y el subsecuente decrecimiento con la edad avanzada, afectan a todas las partes por igual. Nunca pasa que el brazo del niño crezca, pero no su pierna; que su cuello se expanda, mientras que su cabeza permanece pequeña. Este incremento gradual es la fuerza expansiva inherente al principio vital, dominando a todos los miembros y a cada parte. Esto se aplica a los hijos de Dios, en su segundo nacimiento, aun con más fuerza, porque en el Divino Reino no hay deformidades; todos proceden de la mano del Creador como creaciones perfectas. Esta perfección es en las partes, o sea, tienen lo que en esencia les pertenece. Y todo miembro está internamente animado y labrado desde un principio vital, por el Espíritu Santo, de tal manera que todas las partes son afectadas por Él espontáneamente. Por consiguiente, en la santificación los deseos sagrados y las inclinaciones deben surgir de ese principio vital interno en las partes, el cual domina todo miembro. En este sentido, la santificación es una obra perfecta no externamente, sino en la parte de Dios, en la cual Él causa que el principio santificador afecte cada miembro. Él no santifica primero la voluntad y luego el entendimiento; o primero el alma y después el cuerpo; sino más bien, Su obra abarca a todo el hombre de una sola vez. Pero la santificación es imperfecta en el grado de su desarrollo. Cuando por diez años Dios ha labrado en nosotros el deseo sagrado, este debe ser mucho más fuerte que al principio. Este es el resultado del crecimiento, de un incremento gradual, a pesar de muchos altos y bajos, casi imperceptibles. Por consiguiente, hay pasos ascendentes, de lo menos a lo más en relación al hombre nuevo; y descendente de más a menos en la muerte del hombre viejo; pero en los dos siempre hay un cambio gradual, cada vez más lejos de Satán y más cerca de Dios. “Perfecto en partes, imperfecto en grados,” como nuestros santos padres acostumbraban decir, por medio de lo cual ilustraban el segundo nacimiento comparándolo con el primero; y en esto ellos simplemente seguían a las Escrituras que colocan la perfección del regalo de Dios junto a las imperfecciones de nuestro incremento gradual. El Catecismo lo expresa como sigue: “Aun el hombre más santo, mientras esté en esta vida, sólo tiene pequeños principios de esta obediencia.” Hasta que, con sincera resolución ellos comienzan a vivir, no sólo de acuerdo a algunos sino a todos los mandamientos de Dios” (p. 114). San Pablo dice que Cristo “constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios iv. 12). En 2 Corintios x. 15, él espera ser engrandecido entre ellos cuando su fe se incremente. A los colosenses,

escribe: “Para que podáis andar como es digno del Señor, agradándolo en todo, llevando fruto en toda buena obra y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colosenses i. 10). A los tesalonicenses: “Por cuanto vuestra fe va creciendo y el amor de todos y cada uno de vosotros abunda para con los demás” (2 Tesalonicenses i. 3). El salmista canta que “el justo florecerá como la palmera,” y San Pablo le dice a Timoteo, su hijo en Cristo, “Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos” (1 Timoteo iv. 15). De su propia experiencia el apóstol testifica: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús.” Y escribiendo a los Corintios, él esboza un cuadro del fruto de la santificación diciendo: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.” Pero no debemos caer en el error común de aplicarle a la santificación lo que las Escrituras enseñan con respecto a “los hijos” y “los perfectos.” Esto causa confusión. Hablando de diferentes clases de creyentes, las Escrituras reconocen que hay diferentes grados. Esto aparece más claramente la primera Epístola de San Juan (ii. 12-14), en donde se dirige a los creyentes como “hombres jóvenes” y como “padres,” evidentemente con referencia a su edad, porque coloca a los últimos como más maduros en experiencia espiritual que los primeros. En Hebreos v. 13-14, San Pablo distingue lo “perfecto” que usa alimento sólido y las “niños” que dependen de la leche. A los corintios: “Hermanos, no pude hablarles como a espirituales, sino como a carnales,” es decir, aquellos que no pueden soportar la carne, sino que todavía deben alimentarse de leche (1 Corintios iii. 1ss). Que estas palabras se refieran a la santificación, es evidente por lo que sigue: “Porque aún sois carnales; pues habiendo entre vosotros celos, contiendas y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como hombres?” (ver. 3). De él mismo él testifica: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, jugaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño” (1 Corintios xiii. 11). Él exhorta a los efesios (iv. 14): “Para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error”; y entre los filipenses distingue lo perfecto de lo imperfecto diciendo: “Así que, todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos” (iii. 15). Por consiguiente, el apóstol evidentemente distingue dos clases de creyentes: aquellos cuya condición es normal y aquellos que están todavía en una condición preliminar. Las Escrituras designan a los primeros como “perfectos,” “adultos,” y “hombres y padres,” a quienes pertenece el alimento sólido (‘la carne fuerte’); a los últimos como “niños” y “jóvenes,” quienes todavía necesitan leche. Ahora el tema surge entre si la transición del primero al segundo es lo mismo que el incremento gradual de la santificación. Generalmente la respuesta es afirmativa; pero las Escrituras responden negativamente, por razones tan claras como la luz del día. Encontramos pruebas convincentes en Filipenses iii. 12-15. En el versículo 12, San Pablo dice: “No soy perfecto aún” e inmediatamente después de eso (ver. 15) y en el mismo sentido él se pone distintivamente entre los perfectos; él se ofrece incluso como ejemplo. Es evidente que cuando San Pablo, bajo la directa guía del Espíritu Santo, declara en el mismo momento que todavía no es perfecto y que él es perfecto—sí, el ejemplo de lo perfecto—la palabra “perfecto” no se puede tomar en el mismo sentido, en ambos casos; en uno debe haber un significado diferente al otro. Aquellos que creen en la santificación gradual no deben apelar a este y a otros similares para sustentar su doctrina. Tal mal aplicación de las Escrituras es sacar agua de la piedra, para el molino de los perfeccionistas, los que con buena razón contestan: “Los apóstoles estaban relacionados evidentemente con santos ‘completamente santificados’ como nosotros.” ¿Y cuál es la diferencia? Un niño y un hombre no son lo mismo. El último está completamente crecido, el primero no; el último, habiendo llegado a la madurez, entra en un nuevo proceso de hacerse más noble, más refinado, interiormente más fuerte. El encino continúa su crecimiento hasta que logra su altura total—proceso que toma muchos años. Pero este no es el término de su desarrollo. Al contrario, no empieza a adquirir sus cualidades de pureza hasta que ha logrado pleno crecimiento. Se envía al niño al colegio para ejercitar sus poderes. Habiendo pasado por

sucesivas instituciones y habiéndose graduado de la superior, recibe su diploma que declara que su educación ha terminado y que está listo para entrar a la carrera de su vida; es decir, su educación ha terminado en lo que respecta al colegio. Pero esto no implica que no tiene nada más que aprender. Al contrario, sólo ahora sus ojos han sido abiertos para ver la realidad y la condición actual de las cosas. Su educación ha terminado y, sin embargo, él recién comienza a aprender. Y lo mismo se aplica a aquellos que las Escrituras llaman “perfecto.” Un nuevo convertido debiera ir primero al colegio y no, después de la práctica del Metodismo[1], ser puesto directamente a trabajar para convertir a otros como perfectos creyentes. Él es sólo un bebé, dice el apóstol, un bebedor de leche; y no se puede esperar de un bebé que dé asistencia, como a una esposa de mediana edad o una enfermera, en el nacimiento espiritual de otros bebés. Es un gran error de muchas escuelas dominicales hacer que los corderitos que aún maman hagan el trabajo de las ovejas; o descuidar de alimentar a los bebés recién nacidos con conocimiento y disciplina espiritual. Y la insana noción, que gana terreno más y más, de que los jóvenes que han evidenciado tan sólo un leve atisbo de vida espiritual deben ser promovidos de inmediato al estado de un cristiano maduro, lo cual trae destrucción a la Iglesia. Esto es, porque tan pocos indagan después la verdad, o buscan enriquecerse con conocimiento espiritual; porque la vida espiritual pareciera consistir solamente en correr y carreras hasta que espiritualmente exhaustos y empobrecidos, los hombres se sienten amargamente desilusionados. Esto hace cristianos enfermos, espiritualmente tísicos, altos y delgados, con ojos centellantes y pómulos febriles, sin aspecto varonil, fuerza y vigor. Por supuesto, tales personas no pueden resistir los vientos arremolinados de enseñanzas extrañas sin ser arrastrados con todo viento de doctrina. Por lo cual repetimos que el recién nacido debe ser alimentado primero con leche, enviado luego al colegio, no a enseñar sino a aprender. Y los ministros de la Palabra en el púlpito, los padres en la casa y los maestros de nuestros colegios cristianos, deben examinarse a sí mismos para ver si entienden el arte de alimentar a los bebés con leche, si es que el enseñar del pan no es demasiado pesado ellos, si es que no han olvidado que estos aún son ovejas que no han sido destetadas. Por supuesto que llegará el tiempo cuando el succionador tendrá la capacidad de digerir comida sólida. El conocimiento se acumulará y más tarde su educación terminará. Y luego sería tremendamente tonto no seguir hacia la perfección y retener la comida sólida y continuar alimentando a los miembros de la Iglesia con leche. Tal curso de acontecimientos dejaría pronto vacía la iglesia. Los hombres provistos con dientes espirituales no pueden vivir con esa dieta. La prédica que siempre está colocando los primeros cimientos mata tanto al predicador como a las personas. Por tanto, hay un tiempo en la vida de los santos cuando termina el primer proceso de crecimiento; cuando los creyentes habiéndose convertido en hombres tienen su lugar entre los maduros y perfectos. En este sentido escuchamos al apóstol decir: “Yo no pertenezco a los bebés en el regazo de la madre, ni a los niños en el colegio, sino a los adultos y perfectos cuya educación ha terminado. Pero, oh hermanos, no penséis que yo soy perfecto internamente, pues no lo he logrado aún; pero lo persigo, a ver si puedo alcanzar aquello por lo cual también he sido alcanzado en Cristo Jesús.” Vemos la misma diferencia entre plantas y animales, en el nacimiento natural y espiritual. Hay un primer crecimiento para lograr la altura total; sólo entonces comienza el real desarrollo que en los hijos de Dios corresponde al despliegue de la disposición sagrada en sus propias personas.

XI. El Pietista Y El Perfeccionista “Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad.”—Hebreos xii. 10. La santificación es obra de la gracia de Dios, por la cual, en forma sobrenatural, Él gradualmente despoja de pecado las inclinaciones y disposiciones del regenerado y lo viste de santidad. Aquí enfrentamos una seria objeción, que merece nuestra cuidadosa atención. Para el observador superficial, la experiencia de los hijos de Dios parece diametralmente opuesta al declarado regalo de santificación. Uno dice: “¿Puede ser que por más de diez años haya sido sujeto de una operación divina por la cual mis deseos e inclinaciones han sido despojados de pecado y vestidos de santidad?” Si este es el Evangelio, entonces no pertenezco a los redimidos de Dios; porque en mí mismo, escasamente percibo algún progreso; sólo sé que mi primer amor se ha vuelto frío y que la corrupción interna es atrayente. Algunos sueñan con el progreso, pero yo escasamente descubro algo en mí, salvo tropiezos. Ninguna ganancia, sólo pérdidas, es el triste estado de cuenta al día. Mi única esperanza es Emanuel mi Garante.” Mientras que la experiencia de un corazón roto purga de esta forma su aflicción, otros nos exhortan a no estimular la vanidad espiritual. Ellos dicen: “No debemos alentar el orgullo espiritual en los hijos de Dios, porque por naturaleza ya están inclinados a él. ¿Qué conduce más al orgullo espiritual que la presunción de una santidad siempre creciente? ¿No es la santidad el logro más alto y más glorioso? ¿No realizamos un rezo exhaustivo para hacernos partícipes de Su Santidad? ¿Y podría usted imaginar a esas almas que se han convertido años atrás, que hayan alcanzado ya un considerable grado de la perfección divina? ¿Daría usted licencia a los cristianos más antiguos para sentirse superiores a sus hermanos menores? La santidad quiere ser notada; por consiguiente, usted los insita a desplegar sus buenas obras. ¿Qué es esto, sino cultivar un espíritu farisaico?” No debemos descansar hasta que esta objeción de la consciencia sensible sea removida enteramente. No es que podamos escapar a todos los peligros del fariseísmo. Esto silenciaría toda exhortación a la vida santa. La luz sin sombras es imposible; la sombra sólo desaparece en la absoluta oscuridad. En los tiempos de los antiguos fariseos, Jerusalén comparado con Roma y Atenas era una ciudad temerosa de Dios. El fariseísmo no fue nunca más desembozado que en los días de Jesús. Y la historia muestra que el peligro del fariseísmo ha sido menor en las Iglesias Romanas y mayor en las Iglesias Reformadas; y entre estas últimas es más fuerte donde el nombre de Dios ha sido más exaltado. La santidad es imposible sin la sombra del fariseísmo. Mientras mayor la luz y gloria de los primeros, más oscura la sombra de los últimos. Para escapar completamente del fariseísmo, uno debe descender a los hoyos más pestilentes de la sociedad, donde nada controla las pasiones de los hombres. Y esto es natural. El fariseísmo no es una corrupción común, sino que es el moho de la más noble fruta que la tierra haya visto jamás, a saber, la santidad. Los círculos que están libres del farisaísmo también carecen del bien más alto; ¿cómo puede entonces pudrirse ahí? Y los círculos en los cuales este peligro es mayor, son los mismos círculos en los cuales el mayor bien es conocido y exaltado. Pero, aparte de estas escaramuzas sin destino con el fantasma farisaico, los escrúpulos mencionados más arriba tienen nuestra simpatía más profunda. Si fuera cierto que la santificación impresionara tanto al alma como para incitarlo al orgullo, no podría ser el artículo real; porque de todos los orgullos impíos, es el más abominable. Es la más dulce y sincera súplica de David: “Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí; entonces seré íntegro, y estaré limpio de gran rebelión” (Salmo xix. 13). La concepción fundamental de la gracia está íntimamente conectada con la idea de convertirse en un niño pequeño, y su regalo está tan fuertemente condicionado hacia una disposición humilde que el regalo que estimula el orgullo espiritual no puede ser un regalo de la gracia. Pero estamos confiados que la doctrina de la santificación, tal como se ha presentado en estas páginas, acorde a las Santas Escrituras, no tiene nada en común con esta caricatura. Desde

que en el Paraíso surgió el pecado de la primera incitación satánica al orgullo, y todavía crece de esa raíz venenosa toda la impiedad espiritual y carnal, es evidente que el primer efecto de la santa disposición implantada es hacer más humilde al orgullo; bajarlo de su pedestal y al mismo tiempo avivar un espíritu humilde, sumiso y parecido al de un niño. La idea que la santificación consiste en inspirar en el santo el horror por los pecados detestables y externos sin un rompimiento previo de la autoindulgencia, es contrario a las Escrituras y objetado por las Iglesias Reformadas. Las Escrituras enseñan que el Espíritu Santo nunca aplica la santificación al creyente sin adjuntar todos sus pecados al mismo tiempo. “Una sincera resolución de vivir no sólo de acuerdo a algunos sino a todos los mandamientos de Dios” (Catecismo de Heidelberg). De todos los pecados, el orgullo es el más insoportable, porque en todas sus manifestaciones es la trasgresión del primer mandamiento. Por consiguiente, la santificación real y divina labrada es inconcebible sin que antes se destruya el orgullo y se cree una disposición humilde como la de un niño, silenciosa y desconfiada de sí misma. Y esto resuelve toda la dificultad. Aquél que teme que la santificación gradual va a llevarlo al orgullo y el autoconsentimiento, confunde su falsa humanidad con la obra real divinamente labrada. Por lo cual, con esta objeción él debe atacar al hipócrita y no a nosotros. Sin embargo, una interpretación equivocada de lo que las Escrituras llaman “carne” puede sugerir esto. Si “carne” significa inclinaciones sensuales y apetitos corporales, y la santificación consiste casi enteramente en combatir estos pecados, la santificación así entendida puede estar acompañada por un incremento del orgullo espiritual. Pero por “carne” pecaminosa las Escrituras quieren denotar el hombre entero, cuerpo y alma, incluyendo los pecados que son espirituales así como los sensuales; por consiguiente, la santificación apunta al cambio inmediato de las inclinaciones espirituales y sensuales del hombre y, primero que todo, a su tendencia al orgullo. En el artículo anterior dijimos que la santificación incluía una descendente así como también una ascendente. Cuando el Señor nos eleva, también descendemos. No hay ascenso del nuevo hombre sin la muerte del viejo hombre; y todo intento de enseñar la santificación sin hacer completa justicia, no es de las Escrituras. Nos oponemos, por lo tanto, a los intentos de los pietistas y de los perfeccionistas, quienes dicen no tener nada más que hacer con el hombre viejo; que nada permanece en ellos para ser mortificado y que todo lo que se necesita de ellos es apurar el crecimiento del nuevo hombre. Y nosotros igualmente nos oponemos a lo opuesto; aquello que admite la muerte del hombre viejo, pero niega el surgimiento del nuevo y que el alma recibe todo aquello de lo cual carece. Toda conversión real y duradera, de acuerdo a nuestro Catecismo, debe manifestarse en estas dos partes, a saber, una mortificación del hombre viejo y el surgimiento del nuevo en iguales proporciones. Y a la pregunta “¿Qué es la mortificación del hombre viejo?” el Catecismo de Heidelberg responde, “un decrecimiento gradual” porque dice: “Es una sincera pena de corazón la que hemos provocado en Dios por nuestros pecados; y más y más por odiar y huir de ellos.” Mientras el avivamiento del hombre nuevo se expresa así de positivamente: “Es una sincera alegría de corazón en Dios a través de Cristo y con el amor y la alegría de vivir, de acuerdo con la voluntad de Dios en todas las buenas obras”—una declaración que se repite en la respuesta a la Pregunta 115, que describe así esta mortificación: “Que en toda nuestra vida podamos aprender más y más a conocer nuestra naturaleza pecaminosa”; y que habla del avivamiento del nuevo hombre como “llegar a ser más y más de acuerdo a la imagen de Dios.” Por consiguiente, hay dos partes, o más bien dos aspectos de la misma cosa: (1) el quebrantamiento del hombre viejo y (2) el crecimiento conforme a la imagen divina. Mortificar y para avivar, matar y dar vida, más y más—esta es, según la confesión de nuestros padres, la obra del Dios Trino en la santificación. El pecado no es meramente “la falta de justicia.” Tan pronto como la justicia, el ser bueno y la sabiduría desaparecen, toman su lugar la injusticia, la maldad y la locura. Así como Dios

implantó en el hombre los primeros tres, así también el pecado se los roba de ellos, poniendo los tres últimos en su lugar. El pecado no sólo mata en Adán al hombre de Dios, sino que también aviva en él al hombre del pecado; por consiguiente, la santificación debe afectarnos en el sentido contrario. Debe mortificar aquello que el pecado avivó y avivar aquello que el pecado ha mortificado. Si esta regla se entiende completamente, no puede haber confusión. Nuestra idea de la santificación necesariamente corresponde a nuestra idea del pecado. Aquellos que consideran al pecado como un mero veneno, y niegan la pérdida de la justicia original son pietistas; ellos ignoran la mortificación del viejo hombre y están siempre ocupados de adornar al nuevo. Y aquellos dicen que el pecado es la pérdida de la justicia original y niegan sus efectos malévolos están inclinados al antinomianismo y reducen la santificación a una emancipación fantasiosa del hombre viejo, rechazando el surgimiento del hombre nuevo. Por supuesto, esto toca la doctrina del hombre viejo y el nuevo. La representación de que el alma del convertido es una arena donde los dos se enganchan en una lucha cuerpo a cuerpo es incorrecta, y no tiene un solo texto satisfactorio que lo soporte. Rechazamos las dos representaciones siguientes: aquella del antinomianista quien dice: “El ego creyente es el nuevo hombre en Cristo Jesús; yo no soy responsable del hombre viejo, el ego personal y pecaminoso; él puede pecar tanto como le plazca”; y la representación de los pietistas, quienes lo consideran todavía como hombre viejo, parcialmente renovado y quien está siempre ocupado para remodelarlo. Ambos no pertenecen a la Iglesia de Cristo. Las Escrituras enseñan, no que el hombre viejo esté santificado por haberse cambiado al nuevo; sino que el hombre viejo debe ser mortificado hasta que nada de él permanezca. Tampoco enseña que en la regeneración sólo una pequeña parte del hombre viejo es renovada —el resto a ser parchado gradualmente—sino que un hombre enteramente nuevo es implantado. Esto es de suma importancia para el correcto entendimiento de estas cosas sagradas. El pecado fue labrado en nosotros como hombres viejos, el cuerpo del pecado: no meramente una parte, sino el todo, con todo lo que le pertenece cuerpo y alma. Por consiguiente, el hombre viejo debe morir, y el pietista con todas sus obras de piedad nunca puede galvanizar ni un músculo en su cuerpo. Él es totalmente inútil y debe perecer bajo su justa condenación. De igual manera, Dios por gracia regenera en nosotros una nueva criatura que es también un hombre completo. Por consiguiente, no debemos tomar al nuevo hombre como una restauración gradual del viejo. Los dos no tienen nada en común aparte que la base mutua de la misma personalidad. El nuevo no surge del viejo, sino que lo sustituye. Estando sólo en el germen, él puede estar enterrado en el nuevo regenerado, pero resurgirá y entonces la obra gloriosa de Dios se mostrará. Dios es su Autor, Creador y Padre. No es el hombre viejo, sino el hombre nuevo quien grita: “¡Abba Padre!” Sin embargo, nuestro ego se relaciona con el hombre viejo que muere y el hombre nuevo que surge. El ego de una persona no elegida se identifica con el hombre viejo. Son él mismo. Pero en la consumación de la gloria celestial, el ego de los niños de Dios se identifica con el hombre nuevo. Pero durante los días de nuestra temprana vida terrenal, esto no es así. El hombre nuevo de un no regenerado, pero electo, existe separadamente de él, pero oculto en Cristo. Él todavía está casado con su hombre viejo. Pero en la regeneración y la conversión Dios disuelve este matrimonio impío, y Él une su ego al nuevo hombre. Pero, a pesar de todo esto, él aún no está libre del hombre viejo. Ante Dios y la ley, desde el punto de vista de la eternidad, puede ser considerado así, pero no actualmente y realmente. Y esta es la causa del conflicto interno y externo. Todas las malignas amarras no son disueltas al instante y todas las amarras santas no son unidas al instante. Por la unión mística con Cristo, el hijo de Dios posee actualmente al hombre nuevo completo, aun cuando él pueda morir mañana; pero él aún no lo ha disfrutado. Habiendo sido desenganchado al nuevo hombre ante Dios, él debe todavía morir al hombre viejo, a través de un proceso penoso, y por la gracia divina el hombre nuevo será alzado en él. Y esta es su santificación: la muerte del viejo y el

surgimiento del nuevo por medio del cual Dios crece y nosotros decrecemos. ¡Bendita manifestación de fe! XII. El Viejo Hombre y el Nuevo “Para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia.”—1 Pedro ii. 24. El salmista canta: “Irán de poder en poder; verán a Dios en Sión” (Salmo ixxxiv. 7). Debemos mantener este glorioso testimonio, aun cuando nuestra propia experiencia parece contradecirla muchas veces. No es la experiencia, sino las Escrituras las que nos enseñan la verdad divina; ni es como si el procedimiento de la operación divina en nuestro corazón pudiera diferir del testimonio de la Sagrada Escritura, sino que nuestra experiencia suele interpretar incorrectamente nuestra real condición espiritual. Nuestro autoconocimiento es muy pequeño. La plomada de nuestra propia consciencia escasamente llega bajo la superficie, mientras que el ojo sagrado de Dios penetra las aguas de nuestra alma hasta el fondo. Somos ignorantes de lo mucho que ocurre en nuestra alma, y lo que percibimos de ella muchas veces se presenta en nuestra consciencia de forma diferente a lo que es en realidad. Si nuestro autoconocimiento fuera perfecto, el testimonio de nuestra experiencia espiritual sería tan confiable como aquella de las Escrituras. Pero no siendo así, ni siquiera entre los hijos de Dios, la experiencia espiritual, aun cuando útil, nunca debilitará la Palabra de Dios. Por consiguiente, aun cuando descubrimos en nosotros una debilidad siempre creciente, el testimonio de las Escrituras todavía es seguro: “Ellos van de poder en poder.” ¿Pero quién va de poder en poder? Por supuesto que no es el hombre viejo. No se debe decir que la regeneración efectúa un cambio en él, que se incrementa constantemente y que le permite un encomiable progreso y que con la ayuda divina probablemente tendrá éxito al final. Esto no es así. Las Escrituras enseñan que el hombre muerto está condenado a morir para siempre; que es incorregible y no puede ser restaurado, salvado, ni reconciliado. Está perdido y sin esperanza. Y en vez de hacerse gradualmente a sí mismo de nuevo, debe ser asesinado y enterrado. En vez de esperar algo bueno de él, debiera ser nuestra gloria morir a él y deshacernos de él. Ni tampoco va el hombre nuevo de poder en poder. Él no esta siendo rearmado poco a poco hasta que se pueda parar en sus propias piernas; pero desde que debemos vivir por siempre en la nueva criatura, debe ser un hombre real el que nazca en nosotros. Y como tal, él no puede crecer ni decrecer; sólo dormita en el germen y debe surgir. Pero mi persona, que por fe está en Cristo, debe ir de poder en poder. Esa persona nació una vez en el hombre viejo y, por lo tanto, nació en trasgresión y pecado y es un niño colérico por naturaleza. Él nunca hubiera salido y escapado del hombre viejo por sí solo. Eso no lo podía hacer. Fue identificado con el hombre viejo tan completamente, que este último fue su propio ego. No tenía otra vida o existencia. Pero en la regeneración ocurrió un cambio. Por este acto divino nuestra persona se desprende del ego anterior, en el hombre viejo. La raíz fue mochada y por la acción constante de la tormenta y la gravedad, las partes dañadas fueron separadas más y más. Nuestra persona no se identifica más con el hombre viejo, sino que se opone a él. Aun cuando tenga éxito en incitarnos de nuevo al pecado, aun sucumbiendo, no hacemos lo que queremos sino aquello que odiamos. Sólo escuchen lo que San Pablo dice: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (Romanos vii. 19-20). Por lo cual no se debe identificar al hijo de Dios con el hombre viejo después de la regeneración, porque esto se opone a la simple enseñanza de la Palabra. Él no es más el hombre viejo, sino que combate contra él. Como hijo de Dios llega a ser un hijo nuevo, no en parte, sino totalmente. “Las cosas viejas pasaron; todas las cosas son hechas nuevas[2].” Esto, y nada menos, es causa de glorificación. Su persona es llevada de muerte a vida. Es trasladada del reino de la oscuridad al Reino del amado Hijo de Dios. Él está tan completamente identificado con el hombre nuevo que mientras está en este mundo, ya está sentado con Cristo en el cielo, de donde es su ciudadanía, y donde su vida está oculta con Cristo en Dios.

Si la palabra del salmista no se refiere al hombre viejo ni al nuevo, ¿a quién entonces se refiere? Las Escrituras contestan: a los creyentes, sus personas, sus egos, quienes, habiendo sido separados del hombre viejo y oponiéndose a él, se identifican con el nuevo. Ellos van deponer en poder. Es cierto que el uso de de la palabra “ego” en ambos sentidos se presta para confusión; pero San Pablo hace lo mismo. Él dice “yo” y “no yo”: “Ya no soy yo quien vive, mas Cristo vive en mí” (Gálatas ii. 20). La misma persona que cayó en Adán y de Adán recibió al hombre viejo con quien por un tiempo se identificó, ahora está cambiado, trasladado y renacido con Cristo; de Cristo recibió un hombre nuevo y con ese hombre nuevo se empieza a identificar más y más. Por lo tanto, va de poder en poder. Esta identificación de nuestra persona con el hombre nuevo, inmediatamente después de la regeneración, es todavía muy suave; mientras estemos tan completamente ligados al hombre viejo, con casi todas las fibras de nuestro ser, parece que él es aún nuestro mismo ser. Pero, por la operación del Espíritu Santo, gradualmente morimos al hombre viejo y al mismo tiempo el hombre nuevo es avivado en nosotros más y más. Y dado que ambos, el hombre que muere y el gradual surgimiento del hombre nuevo son beneficiosos a nuestra persona, el Espíritu Santo testifica respecto a Su propia obra, que nosotros los hijos de Dios vamos de poder en poder, hasta que cada uno de nosotros en Sión aparezca frente a Dios. Se refiere no sólo a nuestro crecimiento hacia el hombre nuevo sino de igual forma a la liberación gradual del hombre viejo que muere. En ambos es la misma obra. Por consiguiente, ambos nos permiten incrementar nuestro poder. Consideraremos primero el morir del hombre viejo en lo relativo a la santificación. Este morir no tiene relación con nuestra propia actividad aludida en el ministerio del bautismo: “Que nosotros combatimos resueltamente y vencemos al pecado y al diablo y a todos sus dominios”; al contrario, se refiere a los frutos de la Cruz de Cristo. A la pregunta, ¿Qué ulterior beneficio recibimos del sacrificio y muerte de Jesús en la cruz?” la Iglesia Reformada responde: “Que en virtud de eso, nuestro viejo hombre es crucificado y enterrado con Él; de modo que las inclinaciones corruptas de la carne no pueden ejercer su reino en nosotros” (Catecismo de Heidelberg, Pregunta 43). Por consiguiente, la muerte del hombre viejo no es un fruto de nuestra labor; pues Cristo lo realizó en nosotros en virtud de Su Cruz a través del Espíritu Santo. Con el fin de inculcar esto en nosotros, el Espíritu Santo desvía nuestros afectos personales, inclinaciones y disposiciones del hombre viejo a quien estaban hasta ahora fuertemente adheridos, de modo que ahora empezamos a odiarlo. Es posible que la amistad muera. Pudimos haber sido íntimos con una persona de la cual después descubrimos que era de mal carácter. Entonces no sólo se rompe la amistad sino que nuestros afectos cesan. Lamentamos nuestra anterior intimidad y lo despreciamos aun más a medida que prueba ser más engañoso y malicioso. Y esto se aplica a nuestra relación con el hombre viejo. Anteriormente fuimos muy íntimos con él. Compartimos sus deseos, simpatías y sus afectos. Vivimos una vida con él. Nos sentimos ligados a él por las más tiernas ataduras. No podíamos estar contentos si no era en su compañía. Pero sobrevino un cambio. Adquirimos diferentes gustos. Nos relacionamos con otras y mejores personas, es decir, con el hombre nuevo en Cristo Jesús, y nos hacemos íntimos con él. Y este noble intercambio se nos descubre a través de la bajeza y corrupción del hombre viejo. Entonces cesa nuestro amor y empezamos cordialmente a odiarlo. Es cierto que nuestra conexión anterior nos lleva a contactos con él frecuentemente. En tales ocasiones nos atrae por su astucia, pero no por nuestro agrado; y estando nuestra alma sólo medianamente dispuesta, protesta y tan pronto como cometemos el pecado, nos embarga el autodesprecio y la constricción. Esta vuelta atrás en nuestros afectos no es nuestro trabajo, sino la operación del Espíritu Santo. No es que neguemos muchas veces que Él nos use como instrumento o nos incite a esforzarnos, sino que el cambio de nuestras inclinaciones no es nuestro trabajo sino la directa operación de Dios el Espíritu Santo.

Cómo se lleva a cabo, lo podemos entender sólo parcialmente. Esencialmente es un misterio, tanto como lo es la regeneración. Siendo Dios el Espíritu Santo, tiene acceso a nuestro corazón; Él descubre nuestra personalidad, la naturaleza de nuestros afectos y en qué forma su accionar se puede revertir. Pero nuestra inhabilidad para desentrañar este misterio no afecta en lo absoluto nuestra fe en este asunto. Ya que la muerte del hombre viejo no se hace efectiva por nuestras buenas obras, sino por la implantación de una disposición y una inclinación repugnante al hombre viejo, nuestro propio trabajo queda enteramente fuera de cuestión; por que nuestro propio corazón es inaccesible a nosotros. No tenemos poder sobre nuestro ser interno; carecemos de los medios para crear otra inclinación y cuando negamos esto nos decepcionamos a nosotros mismos. Sólo Dios el Creador puede hacer esto y, al hacerlo, Él es irresistible. El odio contra el hombre viejo, una vez que entra en el alma, es un poder que simplemente nos sobrepasa. Aun cuando seamos atraídos por él, no podemos hacer nada más que odiarlo. El séptimo capitulo de Romanos es muy instructivo al respecto. San Pablo dice: “Me deleito en la ley de Dios en el hombre interno” (Romanos vii. 22), es decir, desde mis sentimientos internos. Hay, por supuesto, otra ley en sus miembros, que lo hace cautivo a la ley del pecado; pero no tiene el menor amor o simpatía por tal ley, y por la ley de su mente él se resguarda contra eso. Cualquier otra representación contradice este testimonio positivo, expresado por boca del más excelente de los apóstoles, bajo el sello del Espíritu Santo. Aquel que cree, abraza al Hijo y no puede más que recibir impresiones y ser movido por influencias que causan que sus afectos e inclinaciones sean cambiados radicalmente. Un creyente está internamente labrado. Todos sus tratos anteriores con el hombre viejo—orgullo, dureza de corazón, desencanto y sed de venganza—ahora lo llenan de horror; aquello que para él era anteriormente el orgullo de vida y la lujuria de sus ojos, ahora es aflicción del espíritu, ya que ahora se da cuenta cuán vergonzoso y abominable es. De modo que muere gradualmente al hombre viejo, hasta que, a la hora de muerte, es entregado completamente. Y el hijo de Dios permanece como el cavador de tumbas del hombre viejo, hasta la hora de su propia partida. Sin embargo, él muere a él tan completamente que al final pierde toda confianza en él, completamente convencido que es, sin excusa, un abominable desdichado, un réprobo y un impostor, capaz de todo mal. Y cuando ocasionalmente él consiente el orgullo y las prácticas del hombre viejo, con desdeñoso júbilo, no es para jactarse de su propio trabajo o el de sus seguidores, sino sólo por glorificar la bondadosa obra de su Dios. XIII. La Obra de Dios en Nuestra Obra “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo.”—1 Tesalonicenses v. 23.

La diferencia entre santificación y buenas obras debe entenderse correctamente. Muchos confunden ambos, y creen que la santificación significa llevar una vida honorable y virtuosa; y, ya que esto equivale a buenas obras, la santificación sin la cual ningún hombre verá a Dios, es llevado a consistir en el esfuerzo decidido y diligente por hacer buenas obras. Pero este razonamiento es falso. No se debe confundir la uva con el vino, el rayo con el trueno, el nacimiento con la concepción, como tampoco la santificación con las buenas obras. La santificación es la semilla de donde brotará la brizna y la espiga llena de buenas obras; pero esto no identifica a la semilla con la brizna. La primera yace en el suelo y por sus fibras se afirma al surco internamente. La espiga brota del suelo externamente y se hace visible. De igual manera, la santificación es la implantación del germen de la disposición e inclinación que producirá la flor y el fruto de una buena obra. La santificación es la obra de Dios en nosotros, mediante la cual Él imparte a nuestros miembros una disposición santa, llenándonos internamente de gozo en Su ley y de repugnancia al pecado. Pero las buenas obras son actos del hombre que surgen de esta santa

disposición. Por consiguiente, la santificación es la fuente de todas las buenas obras, la lámpara que brillará con su luz, el capital del cual vendrán los intereses. Permítanos repetirlo: la “santificación” es una obra de Dios; “las buenas obras” son de los hombres. La “santificación” trabaja internamente; “las buenas obras” son externas. La “santificación” imparte algo al hombre; las buenas obras sacan algo de él. La “santificación” fuerza la raíz en el terreno; hacer “buenas obras” fuerza al fruto a salir del árbol frutal. Confundir estas dos hace que la gente se extravíe. Los pietistas dicen: “la santificación es el trabajo del hombre; no se puede insistir con suficiente énfasis. Es nuestro mejor esfuerzo de ser devotos.” Y los místicos sostienen: “no podemos hacer buenas obras porque no podemos perseverar en ellas, pues el hombre es incapaz; sólo Dios las obra en él e independientemente de él.” Por supuesto, ambos están igualmente equivocados y son antibíblicos. El primero, al reducir la santificación a buenas obras, lo saca de la mano de Dios y lo coloca sobre el hombre, quien nunca lo podrá realizar; y el último, en hacer que las buenas obras tomen el lugar de la santificación, liberando al hombre de la tarea impuesta a él y afirmando que Dios la realizará. Hay que oponerse a ambos errores. Tanto la santificación como las buenas obras deben recibir reconocimiento de los ministros de la Palabra, y a través de ellos el pueblo de Dios debe entender que la santificación es un acto de Dios, que Él realiza en el hombre; y que Dios ha dado instrucción al hombre para realizar buenas obras para la gloria de Su nombre. Y esto tendrá dos efectos: (1) el pueblo de Dios deberá reconocer su completa inhabilidad para recibir la santa disposición de otra forma que no sea como un regalo gratis de la gracia, y luego orará fervientemente pidiendo esta gracia; (2) orarán para que Su elegido, en quien esta obra ya ha sido labrada, pueda mostrarse aprobado por la Obra glorificadora de Dios: “[escogidos en Cristo Jesús] para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él” (Efesios i. 4). Aun cuando esta distinción es muy clara, dos cosas pueden causar confusión: Primero, el hecho que la santidad pueda atribuirse a las mismas buenas obras. Uno puede ser santo, pero también hacer obras santas. La Confesión habla de “las muchas obras santas que Cristo ha hecho por nosotros en nuestro provecho” (art. 22). Por consiguiente, la santidad puede ser externa e interna. El siguiente pasaje se refiere, no a la santificación sino a las buenas obras: “Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir!” (2 Pedro iii. 11). “Así como aquel que os llamo es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro i. 15). “Que siendo nosotros liberados de las manos de nuestros enemigos, podamos servirlo a Él sin temor en santidad y justicia todos los días de nuestra vida” (Lucas i. 75). Encontramos que la palabra “santo” se usa tanto en nuestra disposición interna como en sus resultados, nuestra vida externa. Se puede decir de la fuente así como del agua que contienen fierro; del árbol así como del fruto, que son buenos; de la vela así como de la luz, que es brillante. Y, dado que la santidad puede ser atribuida tanto a la disposición interna como a la vida externa, la santificación puede entenderse refiriéndose a la santificación de nuestra vida. Esto puede llevar al supuesto que una vida externa sin tacha, es la misma cosa que la santificación. Y si esto fuera así, entonces la santificación no es más que una tarea impuesta, no un regalo impartido. Debe, por consiguiente, hacerse notar cuidadosamente que la santificación de la mente, afectos, y disposiciones no son nuestro trabajo sino el trabajo de Dios; y que la vida santa que surge de ella es nuestra. Segundo: la otra causa de confusión son los numerosos pasajes de las Escrituras que exhortan y nos animan a santificar, a purificar y a perfeccionar nuestra vida, sí, aun “a perfeccionar nuestra santidad” (2 Corintios vii. 1); a “rendirnos como sirvientes a la santidad” (Romanos vi. 19); y de ser “irreprochables en santidad” (1 Tesalonicenses iii. 13), etc.

Y no debiéramos debilitar estos pasajes como lo hacen los místicos; quienes dicen que estos textos no quieren decir que debamos rendir nuestros miembros, sino que Dios mismo tomará especial cuidado para que ellos mismos sean rendidos. Estos son trucos que llevan al hombre a trivializar la Palabra. Es un abuso de las Escrituras, con el fin de introducir nuestras propias teorías bajo el alero de la autoridad divina. El predicador que por temor de imponer responsabilidades sobre los hombres se abstiene de la exhortación y dobla el borde de los mandamientos divinos para representarlos como promesas, asume una fuerte responsabilidad sobre sí mismo. Porque, aun cuando sabemos que ningún hombre ha realizado nunca una sola buena obra sin Dios, quien labro en él tanto la voluntad como el hacer; aun cuando de corazón estamos de acuerdo con la confesión “que estamos en deuda con Dios por nuestras buenas obras y no Dios a nosotros” (art. 24); y nos regocijamos con el santo apóstol en el hecho “que Dios ha preparado las buenas obras para que andemos en ellas” (Efesios ii. 19); aun así, esto no nos absuelve del deber de exhortar a los hermanos. Es verdad que Dios se complace en usar al hombre como instrumento y por el estímulo de su propia habilidad y responsabilidad para incitarlo a la actividad. Un hombre de la infantería en el campo de batalla está completamente consciente de cuánto depende del buen servicio de su caballo y también de que el animal no puede correr sino es porque Dios se lo permite. Siendo un hombre creyente, el reza antes de montar para que Dios permita que su caballo lo lleve a la victoria. Pero una vez montado usa toda su fuerza, con la espuela, rienda y voz para hacer que el caballo haga lo que debe hacer. Y lo mismo es verdad con la santificación. Salvo que la respiración del Señor sople a través del jardín de su alma, ni una hoja se agitará. El Señor realiza solo el trabajo de principio a fin. Pero Él lo realiza parcialmente con ayuda de los medios; y el instrumento elegido muchas veces es el hombre mismo, quien coopera con Dios. Y las Escrituras se refieren a esta instrumentalidad humana cuando, en conexión con la santificación, nos conmina a realizar buenas obras. Tal como en la naturaleza Dios da a la semilla las fuerzas de la tierra y la lluvia y el sol para madurar el fruto de la tierra, mientras que al mismo tiempo usa al labrador para perfeccionar su trabajo, así lo es también en la santificación: Dios hace que trabaje efectivamente, pero Él emplea el instrumento humano para cooperar con Él, tal como el serrucho trabaja en conjunto con aquel que lo sujeta. Sin embargo, esto no puede entenderse como si en la santificación Dios se hiciera absolutamente dependiente del instrumento humano. Esto es imposible; por naturaleza el hombre puede estropear la santificación, pero nunca más allá. Por naturaleza la odia y se opone a ella. Más aun, es absolutamente incapaz de producir desde su naturaleza corrupta, cualquier cosa para su crecimiento en la santificación. No se debe abusar, por consiguiente, de su cooperación instrumental ya sea por adscribir al hombre un poder para el bien o para oscurecer el trabajo de Dios. Es necesaria una discriminación cuidadosa. Aquel que implanta la disposición santa es el Señor. El ejercicio combinado de todos estos instrumentos no puede implantar una sola característica de la mente santa, no más que todas las herramientas del carpintero juntas pueden dibujar el molde de un panal. El artista pinta sobre la tela; pero con todas sus exenciones, su paleta, brochas y cajas de pintura, no podrían dibujar ni una sola figura. El escultor moldea la imagen; pero por sí solos, el cincel, el mazo, y el escaño no pueden sacarle una sola esquirla al áspero mármol. Grabar los rasgos de la santidad en el pecador es un trabajo indescriptiblemente divino, en el sentido artístico más elevado. Y el Artista que lo ejecuta es el Señor, al quien San Pablo llama Artista y Arquitecto de la Ciudad que tiene cimientos. El hecho que el Señor se alegre en usar instrumentos para algunas partes del trabajo no le confiere a ellos ningún valor, mucho menos una habilidad para realizar cualquier cosa por sí mismos sin el Artista. Él es el único Obrero. Pero como Artista, Él usa tres diferentes instrumentos, a saber, la Palabra, Sus providencias, y la persona regenerada en sí misma. 1. La Palabra es una fuerza poderosa en la Iglesia que penetra aun lo que separa las uniones y la médula, y que como tal, es un instrumento divinamente asignado para

2. 3.

crear impresiones en un hombre; y estas impresiones son los medios por los cuales la santa inclinación se implanta en su corazón. Las experiencias de vida también hacen impresiones en nosotros más o menos duraderas, y esto lo usa Dios también para crear una santa disposición. El tercer instrumento se refiere al efecto del hábito. Los actos pecaminosos repetitivos hacen audaz al pecador y crea hábitos pecaminosos; de esta forma él coopera haciéndose un pecador aun mayor. En un sentido similar, los santos cooperan con su propia salvación permitiendo que la santa disposición se irradie en buenas obras. El acto frecuente de hacer el bien crea el hábito. El hábito gradualmente se convierte en su segunda naturaleza. Y es esta poderosa influencia del hábito, la que usa Dios para enseñarnos la santidad. De esta forma Dios puede hacer de un santo el instrumento para la santificación de otro.

Un arquitecto construye un palacio que lo hace famoso como artista. Es cierto que el constructor-contratista, es una persona importante en su lugar, pues es quien erige la estructura, pero su nombre raramente se menciona. Es al arquitecto para quien se reservan todos los elogios. En la santificación no es la Palabra por sí sola la que es efectiva, sino la Palabra manejada por el Santo Espíritu. Ni tampoco lo es la experiencia de vida por sí sola, sino la experiencia empleada por el Santo Artista. Tampoco lo es la persona regenerada quien sirve como maestro de obras, sino el glorioso Dios Trino, en cuyo servicio él trabaja. XIV. La Persona Santificada “En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo.”—Colosenses ii. 11. La santificación abarca a todo el hombre, cuerpo y alma, con todas sus partes, miembros y funciones que le pertenecen a cada uno respectivamente. Abarca su persona y todo lo de su persona. Es por esto que la santificación progresa desde la hora de la regeneración a través de la vida y sólo puede completarse y a través de la muerte. San Pablo ora por la iglesia de Tesalónica: “Que el mismo Dios de paz os santifique por completo; y que todo vuestro ser—espíritu, alma u cuerpo—sea guardado irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses v. 23). La santificación es esencialmente una obra de una sola pieza, simplemente porque nuestra persona no es un ensamble de piezas, sino una orgánicamente en todas sus partes. La santidad del pecador o impiedad abarca todo su ser. Es un pecador no sólo en su cuerpo, sino en su alma y sobre todo en su alma; no sólo porque su voluntad es impía, sino también porque su entendimiento es impío, y aun más. La memoria, la imaginación y todo lo que le pertenece como hombre está radicalmente deshonrado, profanado y corrompido. Él yace en medio de su muerte. Aun como niño pequeño, cada parte está afectada. Sin el menor esfuerzo él aprende una canción de la calle, mientras que le parece imposible cantar una estrofa de un salmo. Si la santificación hace referencia a la mancha heredada, así como la justificación a la culpa heredada, se desprende que la santificación debe extenderse tan lejos como la mancha heredada. Si toda la persona está cubierta por el veneno de la mancha, la santificación lo debe cubrir con mayor abundancia aun. El pecado es disturbio, trastorno, discordia y lugar de lucha en el hogar y en el corazón, y no es superado completamente hasta que sea reemplazada por la santa paz. Esta es la razón por la cual San Pablo llama al Dios de la santificación Dios de paz; y por eso él ora por la iglesia para que el Dios de paz los santifique a ellos completamente, o literalmente, “hasta el fin completo,” de modo que el fin de la santificación se pueda lograr perfectamente en ellos.[3] Sin embargo, el punto de partida de esta gracia yace no en el cuerpo, sino en el alma. El pecado empezó en el alma, no en el cuerpo; por consiguiente, la mortificación del pecado debe empezar también en el alma.

Se dirige, antes que nada, a la conciencia y a sus facultades de cognición, contemplación, reflexión y juicio. La santificación procede, no desde la voluntad, sino desde la consciencia. La santificación es hacerse conforme a la voluntad de Dios, y esto requiere que en primer lugar Su buena, perfecta y aceptable voluntad se convierta en una realidad viviente a la consciencia y convicción. Las cosas de las cuales uno es ignorante no le afectan, pero la ignorancia de la voluntad divina es pecado y esto debe ser superado antes que todo. Pero, ¿cómo? ¿Aprendiendo de memoria? ¿Aprendiendo el Catecismo? Por ningún motivo. La santificación de la consciencia consiste en la acción de Dios que escribe su ley en nuestros corazones. Verdadero, hay aún unos pocos trazos de dicha ley escritas en el corazón del pecador, como escribe el apóstol, que los gentiles que están sin ley tienen una ley en sí mismos; pero esto es a lo más la fermentación de un principio mayor en la persona pecadora que no se puede sostener por sí sola. Los nihilistas y comunistas de hoy día muestran hasta qué punto el corazón puede perder el sentido de los principios de rectitud y justicia. Pero cuando las Escrituras prometen que el Señor escribirá la ley en sus corazones, y que no enseñará más el hombre a su vecino, diciendo “Conoce al Señor” porque todos le conocerán, desde el menor al mayor de ellos (Hebreos viii. 11), esto nos ofrece algo enteramente diferente y mucho más glorioso. Y esto se logra, no por estudio externo, sino por la aprehensión interna; no por un ejercicio de la memoria, sino por la renovación de la mente, como escribe San Pablo: “No sean conformados a este mundo, sino que sean transformados por la renovación de su mente, de modo que puedan probar lo que es la buena, aceptable y perfecta voluntad de Dios.” Ezequiel profetiza de esta renovación de la mente cuando el dice: “Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros” (Ezequiel xxxvi. 26). La instrucción previamente recibida puede usarse como medio para ese fin; pero la instrucción que el espíritu humano recibe en la santificación no es humana sino divina. Por consiguiente, se dice: “Ellos son enseñados por el Señor” (Isaías liv. 13). “Así que, todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí” (Juan vi. 45). “Pondré mi ley en su mente y la escribiré en su corazón” (Jeremías xxxi. 33). Ya que los libros de Moisés enfatizan el hecho de que las tablas de la ley fueron escritas, no por Moisés ni por Aholiab ni por Bezaleel, sino directamente por el dedo de Dios, se desprende por la naturaleza del caso que las Escrituras intentan presentar este escrito sobre las tablas del corazón, no como un trabajo del hombre, sino como la obra directa de Dios. La santificación de la consciencia humana es labrada en nosotros por Dios, de una manera divina, insondable e irresistible; pero no independientemente de la Palabra, porque la Palabra en sí es divina y la predicación de la Palabra está divinamente ordenada e instituida. Pero, ya que la Palabra y la predicación sólo pueden presentar la materia a la consciencia, es el Espíritu Santo quien hace que el corazón la entienda, la declare a la consciencia, trabaje la convicción, y motive a la consciencia a aprobarla, permitiendo así que sienta la presión que procede de aquello que está escrito en el corazón. Por consiguiente, la santificación de la consciencia consiste, no sólo en recibir nuevo conocimiento y ser impresionado con conceptos avivados, sino también en tener la razón calificada para ejercitar funciones completamente diferentes. Porque el hombre natural no entiende las cosas del Espíritu de Dios, pero el hombre espiritual, es decir, aquel cuya consciencia es regenerada, santificada e iluminada, discierne todas las cosas, porque tal hombre, como dice San Pablo, tiene la mente de Cristo. Sin embargo, la santificación de nuestra consciencia no completa la santificación en nuestra persona. Al contrario, aunque la voluntad es absolutamente dependiente de la consciencia, aun la voluntad misma es corrompida por el pecado. No pierde su operación funcional, pero al igual que en el pecador, el juicio todavía juzga y la emoción todavía siente, de igual forma la voluntad todavía es capaz de ejercerla, pero pierde su habilidad de extenderse en todas direcciones y nos sucede la calamidad de no poder por naturaleza hacer lo que Dios quiere. Y esa rigidez y dureza, la cual impide que la voluntad actúe libremente en este aspecto, debe ser removida. Las Escrituras llaman a esto: a quitar el corazón de piedra y darle un corazón de carne, que no sea más duro e insensible.

Donde el pecado ha amarrado a la voluntad inclinándola al mal, privándola de poder doblegarse en la dirección opuesta, es decir, hacia Dios, el bondadoso regalo de la santificación nos viene a aliviar de esta tendencia hacia el infierno y a darnos fuerza para inclinarnos hacia Dios. Formalmente nuestro conocimiento y convicción de la obligatoriedad de las cosas no prevalece; porque deja a nuestra voluntad sin poder, como una rueda encadenada que es incapaz de girar en la dirección correcta. Pero la conciencia no sólo tenía una mejor idea, una visión interna más clara sobre la obligatoriedad de las cosas y nosotros asentimos a ella, sino que el deseo también estaba inclinado por propia voluntad a elegir lo bueno; y entonces la hora de Dios ha llegado a su fin, a logrado su propósito y ha cambiado al hombre por completo. Y así el hombre recobra también el control sobre sus pasiones. Cada hombre tiene pasiones y propensiones que el pecado ha hecho indisciplinados, e incontrolables. De hecho, el hombre es su juguete; ellos pueden usarlo como les plazca. Es verdad que el inconverso a veces logra doblegar e imponer un bozal a una pasión, pero siempre para volverse esclavo sin esperanza de otros. La disipación se conquista sólo por la excitación de la avaricia, la sensualidad por el aprecio interno del orgullo, la rabia por acunar la sed de venganza. Se saca a Kamosh sólo para darle lugar a Moloc; el viento norte es reprendido sólo para ser seguido por una ráfaga del oeste. Pero las pasiones del santo se controlan de forma distinta. La santificación les da otra dirección. Él siente su látigo y espuela, pero son para él la vivencia de un poder externo. Por lo cual San Pablo declara que ya no es él quien lo hace sino el pecado que mora en él (Romanos vii. 17-20). Y ninguna pasión puede sobrepasarlo que con el poder de Dios él no pueda dominar y controlar. La santificación incluye al cuerpo, en segundo lugar. Tanto el pecado como la santidad afectan al cuerpo, no como sin fueran el asiento del pecado, lo cual es una herejía maniquea, sino en el sentido en el cual las Escrituras desaprueban el acto de tocar un cadáver. El cuerpo es un instrumento del alma; por consiguiente, los miembros se pueden usar para propósitos santos o impíos y ofrecer su cooperación o resistencia a tales propósitos. ¿Quién no sabe que un exceso de sangre inflama al feo temperamento y excita a la rabia; que los nervios irritables lo hacen a uno impaciente; y que una gran energía muscular tienta hacia la imprudencia y temeridad? Muchas son las conexiones entre el cuerpo y el alma. Puesto que el Espíritu Santo somete a los miembros corporales al reinado de la nueva vida, la santificación por supuesto que afecta la vida del cuerpo. Esto surge del hecho que el cuerpo sea llamado el templo del Espíritu Santo. San Pablo dice: “en el cual sois despojados de vuestra naturaleza pecaminosa” (Colosenses ii. 11); y nuevamente: “No reine, pues, el pecado de vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus apetitos” (Romanos vi. 12). Por consiguiente, el hombre viejo es así de malo y se convierte en algo peor. Pero al mismo tiempo hay un debilitamiento gradual—y así mueren sus malignas lujurias; mientras que el hombre nuevo continúa no sólo intacto y santo, sino que gradualmente nos domina y nos permite presentar nuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, el cual es nuestro servicio racional (Romanos xii. 1). Todo esto es forjado por el Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, el Consolador, Guía y Maestro de los desolados. Cristo está lejos de nosotros, en el cielo sentado a la diestra de Dios. Pero el Espíritu Santo es derramado. Él habita en la Iglesia en la tierra. Él nos sostiene como nuestro Consolador. Por consiguiente, no debemos imaginarnos que estamos completamente equipados, una nave bien aprovisionada, que bajo propio riesgo y sin un piloto, prontamente nos lleva al refugio de descanso; porque sin viento y marea no podemos mover nuestra barcaza en absoluto. El corazón del santo es una Betel; cuando él se despierta de los benditos sueños, se sorprende al encontrar que Dios está en ese lugar y que él no lo sabía. Cuando somos llamados a hablar, actuar o pelear, lo hacemos como si lo estuviéramos haciendo por nosotros mismos, sin percibir que es Otro el que obra en nosotros nuestra voluntad y en el hacer. Pero tan pronto como terminamos la tarea exitosamente y agradablemente a la voluntad de Dios, como hombres de fe, nos postramos delante de Él y decimos: “Señor, el trabajo fue todo tuyo.”

Y esto va en contra del hombre viejo. Antes que la obra sea llevada a cabo, está temeroso e impaciente, pero tan pronto como termina se llena de vanagloria, y el incienso del orgullo humano es dulce a su olfato. Pero el hijo de Dios trabaja en la simplicidad y espontáneamente, trae el sacrificio de su trabajo esperanza contra esperanza, con todo el ejercicio del talento que Dios le dio. Pero habiendo terminado el trabajo, él duda como pudo llevarlo a cabo, y se da cuenta que la única solución, de hecho, es que hay Uno que poderosamente lo forjó en él y a través del él. XV. Buenas Obras “Pues somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas.”—Efesios ii. 20. Las buenas obras son el fruto maduro del árbol que Dios plantó en la santificación. En el santo hay vida; de esa vida provienen las obras; y esas obras pueden ser buenas o malas. Por consiguiente, las buenas obras no se adicionan a la santificación para mero efecto, sino que le pertenecen a ella. La discusión de la santificación no se completa sin discutir las Buenas Obras. Sea lo que sea el hombre, las obras siempre proceden de él, y ya que las obras no pueden ser neutrales, sino que se conforman o no se conforman a la ley divina, se desprende que toda obra del hombre puede ser buena o mala, pecados de hecho (Peccata actualia) o buenas obras. De hecho, toda vida tiene su propia energía. Sin ella no hay vida. Hablando sin equívoco, la vida en el santo no proviene de la santificación, sino que la santificación facilita su tono, color y carácter. En un jardín, donde todas las condiciones son iguales y existe el mismo suelo, el mismo fertilizante, etc., se plantan distintos árboles frutales. Evidentemente, el trabajo que hace que los árboles crezcan proviene del suelo; porque si se plantaran en el desierto, no crecerían. Pero lo que hace que un árbol produzca duraznos y otro produzca uvas, no está en el suelo, sino en el árbol. Por ello, debemos distinguir el trabajo mismo de la sombra, del tono, del carácter, de la propiedad peculiar que asume el trabajo. El viento que produce la más dulce música del arpa eólica al soplar a través del vidrio quebrado del panel, produce sonidos lúgubres. Es una misma operación, pero con diferentes efectos. En la pradera, cerca al tierno trébol, crece el ponzoñoso tártago. Sin embargo, ambos levantan sus pequeñas cabezas del mismo suelo y beben del mismo aire, luz y lluvia. Aun cuando la energía vital es la misma, la diferencia en las semillas causa diferencia en las plantas y efectos opuestos. Lo mismo se aplica al jardín del alma, donde la vida humana está en plena actividad. Pero esa misma vida humana produce un acto abyecto hoy día y un acto heroico mañana. No hay más que un trabajo, pero varían los colores, puede ser blanco o negro, oscuro o claro. Y encontramos que, en el jardín del alma, todo crecimiento espontáneo es un crecimiento de malezas; mientras que la semilla que Dios ha plantado produce precioso fruto. Los efectos de la santificación son evidentes. Provoca que fluya agua dulce de fuentes salobres. Le facilita a cada operación su propia cualidad y propiedad, y le da una dirección que trabaja para el bien. Y así las buenas obras proceden del hombre perdido en sí mismo. Por supuesto, en la raíz, este trabajo aparentemente idéntico tiene dos caras. Una surge de la naturaleza vieja, la otra de la nueva; una de lo natural, la otra de lo sobrenatural. Pero, ya que tal distinción fue discutida ampliamente en el capítulo sobre la Regeneración, lo trataremos ahora simplemente desde la unidad de la persona. Aun cuando nosotros coincidimos de corazón con la Confesión, “Que una persona regenerada tiene en sí ambas expresiones de vida: una temporal y corpórea, aquella con la que viene desde su primer nacimiento y que es común a todos los hombres; la otra espiritual y celestial, aquella que le es dada en el segundo nacimiento y que es particular a los elegidos de Dios” (Art. 35); sin embargo, esto no afecta la unidad de la persona, ni altera el hecho que las operaciones de la vieja como la nueva vida son mis operaciones. Si divido mi persona y tomo la natural y la sobrenatural, cada una por separado, entonces no hay santificación alguna; porque la vida corrupta de mi vieja naturaleza no es santificada sino crucificada, muerta y enterrada, y mi vida celestial, espiritual y regenerada, no puede ser santificada, ya que nunca fue

pecaminosa ni podrá serlo nunca. Por consiguiente, en la santificación debemos considerar la vida desde un punto de vista de la unidad e indivisibilidad de la persona. El hombre que se ha casado primero a la naturaleza corrupta y ahora se halla casado al hombre nuevo, era entonces malvado y ahora se ha vuelto bueno; por lo cual su vida debe recibir el deseo divino, inclinación y disposición. Y sólo entonces le será posible producir buenas obras. Una obra es buena cuando se ajusta a la ley divina.

1. El primer punto es que sólo Dios tiene el derecho de determinar lo que es bueno y lo que es malo. El hombre también puede adquirir este discernimiento, pero sólo siendo enseñado por Dios. Pero tan pronto como presume poder determinar por sí mismo las diferencias entre bien y mal, él viola la majestad divina y el inalienable derecho de Dios de ser Dios. Ni un solo hombre ni muchos hombres, ni todos los hombres y ángeles juntos pueden hacer esto. No les pertenece. Es la prerrogativa eterna del Dios Todopoderoso, Creador del cielo y la tierra. Sólo Él determina lo bueno y lo malo para cada criatura por todo tiempo y eternidad. Aquello que Él demanda de cada vida será la ley de esa vida, de todo lo que le pertenece, y bajo todas las circunstancias; una ley en la cual todas las ordenanzas divinas están comprendidas. Su ley, cuyos principios están brevemente comprendidos en los Diez Mandamientos, crece de estos diez troncos, en ramas y ramillas frondosas y densas, conformando en su totalidad un inmensurable techo de hojas que cubre de sombra a la familia humana entera, en todas sus variedades. Por consiguiente, no hay la más remota oportunidad aquí para transar. La voluntad y ley de Dios son absolutas; gobiernan sobre todo; son vinculantes en todo dominio, y no pueden ser revocadas nunca. Y donde en el delicado trabajo de un reloj se permite una variación de milésimas de milímetro en una ruedecilla en la ley divina, tal juego es inconcebible. La ley de Dios no permite siquiera la desviación del grosor de un cabello, ni una infinitesimal parte de ella. Por consiguiente, una buena obra no significa solamente una mera obra no maligna; ni una obra que contenga algo de bien, o simplemente pasable, o una obra cuya buena intención es evidente. Pero una buena obra no es nada más ni nada menos que una buena obra. Y no es buena a menos que sea absolutamente buena, es decir, en todas sus partes igualmente conforme a la voluntad y ley divina. Un durazno no es mitad pera o mitad uva sino un durazno completamente; así, una buena obra no es meramente pasable, parcialmente bien intencionada, sino absolutamente conforme a lo que Dios ha determinado que sea bueno en consideración a la obra. Se ve rápidamente que, a menos que la santificación sea adaptable para permitir que el hombre realice tal obra, él nunca podría concretarlo. Tal como es un hábito peculiar del árbol duraznero, a través de su vida ascendente, el darle a la fruta el sabor de un durazno y a la parra vinífera el dar a su fruto el sabor de una uva, así es de peculiar, en principio, la cualidad del alma santificada para impartir a su fruto el sabor de la ley. La santificación no sólo inspira al alma con el deseo de algo superior, sino que le imparte tal disposición, tono, sombra, sabor y carácter para que se rinda a la ley divina. Y la ley le da su impronta al alma. La aspiración del alma no es más un ideal vago, sino que tiene un positivo placer, deseo y amor, por todos los mandamientos de Dios. Y ya que la santificación graba la ley en el alma, es posible que la obra que le sigue sea conforme a la ley. Decimos “posible,” porque de su propia y triste experiencia, el hijo de Dios sabe que es posible ser de otra forma, y que muchos veranos van y vienen sin cosechar de sus ramas ningún beneficio visible para la gloria de Dios.

2. Esto nos trae al segundo punto. Una buena obra debe serlo por fe. La santificación en sí misma no es por fe. No tiene nada que ver con la fe. Es labrada por Dios mismo. ¿Qué puede lograr la fe, entonces, en este aspecto?

Pero es diferente en relación a las buenas obras; porque ellas deben ser nuestras buenas obras. El hombre es y debe ser pasivo en todos los otros aspectos, pero no en su trabajo. El trabajo es el fin de nuestra condición pasiva. Trabajar y ser pasivo son opuestos. Imaginar que el trabajo puede ser pasivo o activamente pasivo es como imaginar que un círculo es cuadrado, que la tinta es blanca, que el agua es seca. Por consiguiente, el Catecismo de Heidelberg correctamente pregunta: ¿Por qué debemos nosotros hacer todavía buenas obras? Por lo tanto no puede haber buenas obras al menos que sean labradas por nosotros mismos. Y toda representación como si el hombre no realizara buenas obras, sino que el Santo Espíritu las realiza en él y en su lugar, es trastornar el Evangelio y despedazar las Escrituras. La obra de Cristo es indirecta; aquella del Espíritu Santo no lo es. Él obra en el hombre, pero no en su lugar. Y no obstante la extensión que pueda tener Su trabajo en nosotros, habiéndose labrado independientemente de nosotros, no puede ser nunca contado como propio nuestro. Cristo murió y resucitó de los muertos por nosotros, independientemente de nosotros. Pero el Espíritu Santo no puede sacar fruto del árbol si no es nuestro ego el que ejecuta el trabajo. Pero—y esto se debe enfatizar—nuestro ego no puede ejecutarlo si no es “el trabajo que es forjado en nosotros con poder.” La vida interior y superior no actúa como la savia en la vid, porque esta penetra en la vid naturalmente. Pero la obra de la vida santa es diferente. Aun cuando la santa disposición esté implantada, el hijo de Dios no produce ningún fruto bueno por sí solo. Aun cuando esté bien dotado y equipado, si se le deja solo, no produce nada, ni una sola buena obra por pequeña que sea. El más hábil cortador de diamantes, aunque cuente con las mejores herramientas no puede moldear la más pequeña de las rosas en el diamante a menos que el propietario del establecimiento le dé el diamante, la fuerza motriz para utilizar sus herramientas y aun la luz sobre sus manos. De igual forma, es imposible para el más excelente entre los hijos de Dios, aun cuando su alma esté bien equipada, poder realizar obra alguna si no es el Propietario del establecimiento de arte sagrado el que le da el material, el poder y la luz. Por consiguiente, el contenido y la forma entera de toda buena obra, no son del hombre, sino del Espíritu Santo, de modo que cuando se termine, le debemos dar gracias a Dios y no Él a nosotros. En todo hombre que realiza una buena obra, Él trabaja tanto la voluntad como el hacer. Pero cuando el Espíritu Santo ha provisto todo lo necesario, entonces falta todavía una cosa, a saber, que el santo lo haga y que haga suyo el trabajo. Y este es el magnífico acto de la fe. No hay ni una sola buena obra que Dios no haya preparado de antemano para que andemos en ella; y es por esto que no es forjada hasta que andemos en ella. El Señor le dijo a Ezequiel, “Yo haré que andes en mis estatutos” (Ezequiel xxxvi. 27); pero el Señor no provoca que vayamos hacia allá, hasta que realmente andamos en ellas. No seremos acarreados ni llevados sobre ruedas a ellos. Esto no tendría ningún valor delante de la Divina Majestad; no habría arte. Aun nosotros podemos llevar al inválido sobre ruedas, en su carruaje, pero el arte de hacerlo caminar, sí, incluso el de saltar como un ciervo, no es humano, sino digno de Dios solamente. Y no podemos permitir que esto sea quitado por un misticismo enfermizo y así robarle a Dios esta gloria. Decir, como muchos hacen, que el Señor lleva a sus hijos imperceptiblemente a los buenos caminos, y que esto constituye sus buenas obras, es despreciar las cosas sagradas. Nadie debiera tocar el honor de nuestro Dios; y no debemos descansar hasta que la pura doctrina arda nuevamente en el candelabro: que el poder de Dios se manifieste en el hecho que Él causa que el tullido pueda caminar, correr y saltar como un ciervo. Y este es el acto de la fe, a saber, ese maravilloso acto del alma de lanzarse a sí mismo al abismo, sabiendo que caerá en los siempre presentes brazos de la misericordia, aun cuando sea completamente incapaz de verlo. La fe en este aspecto, es estar de acuerdo con la voluntad divina: de aceptar la buena obra que Dios ha preparado para nosotros como nuestra, de apropiarnos de lo que Dios nos da. Un torpe estudiante tiene que dar un discurso ante una extraña audiencia. Es una tarea difícil y ni siquiera sabe cómo empezar. Todos los esfuerzos propios son inútiles. Entonces su padre lo llama y dice: “Si haces este pequeño discurso que he preparado y lo recitas sin omitir una palabra, será un éxito”. Y el niño obedece. No hay nada de él mismo—todo es obra de su

padre; él meramente cree que lo preparado para él por su padre es bueno. Y en esta confianza, enfrenta a la extraña audiencia, entrega la composición de su padre y tiene éxito. Sin embargo, el haber escrito el discurso no termina con el asunto, y no podría terminar hasta que el joven haya realizado su parte. Cuando Dios ha preparado la buena obra para nosotros, no la ha terminado hasta que hayamos hecho lo que Dios ha preparado para nosotros. Llegando a casa, el joven no pide orgullosamente un premio, sino que con gratitud abraza a su padre por su amor y fidelidad. Habiendo obtenido el éxito, los hijos de Dios están profundamente agradecidos por la excelente ayuda de su Padre y reconocen que todo se lo deben a Él. Y Él está contento de darles un premio, no porque se lo merezcan, porque si fuera cuestión de merecer, ¡los hijos deberían darle todo al Padre! Pero es meramente una recompensa de amor para el apoyo futuro de su fe. XVI. Negarse A Sí Mismo “Si alguien quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.”—Mateo xvi. 24.

Las buenas obras no son la santificación del santo, como tampoco las gotas de agua son la fuente, sino que brotan como gotas cristalinas de la fuente de la santificación. Son buenas, no cuando el santo intenta que sean buenas, sino cuando se ajustan a la ley divina y proceden de una fe verdadera. Sin embargo, la intención es de gran importancia; la Iglesia ha enseñado siempre que una obra no puede ser llamada buena a menos que esté dirigida a la gloria de Dios. Este es un punto vital que debe animar y orientar el asunto completo: sólo para la gloria de Dios. Toda otra intención hace de la buena obra algo malvado. Aun el esfuerzo de hacer buenas obras es imposible sin el “Soli Deo Gloria.” Esta es la razón por la cual tantos esfuerzos bien intencionados de la supuesta santificación se vuelven pecaminosos. Porque el hombre que se aplica esforzada y diligentemente a las buenas obras, sólo para lograr un estatus de mayor santidad y así hacerse una persona más santa, ha perdido su recompensa. Su finalidad no es Dios, sino él mismo; y ya que toda buena obra, hace humilde al hombre y la santificación real lleva a echar abajo el yo y a quitárselo, esta mal planeada santificación produce la auto-exaltación y el orgullo espiritual. Pensar que por la auto-santificación se honra a Dios y se exalta Su gloria es una decepción personal. El honor divino y su majestad son tan sagrados y exaltados que Su gloria debe ser el objetivo directo en la mira. Trabajar por la propia santificación directamente, e indirectamente por Su honor, no es digno de Su santidad. El fin y objetivo de todas las cosas debe ser del Señor Dios solamente. La justicia debe habitar en la tierra, no sólo para preservar el orden, sino para remover la iniquidad de la presencia del Señor. Se debe apoyar la causa misionera no sólo para conseguir almas convertidas, sino para convocar a las naciones a presentarse en Sión delante de Dios. La oración debe ofrecerse no sólo para obtener el bien que se otorga sin rezar, sino porque cada criatura debe tenderse, mañana y noche, sobre el polvo santo gritando, “¡Santo, santo, santo es el Señor!” haciendo que toda la tierra se llene de Su gloria. Y por tanto toda criatura debe hacer buenas obras y todos los niños de Dios pueden hacer buenas obras; no para que ellos se puedan hacer un poquito más santos, sino para que la gloria de la santidad pueda brillar en alabanza a nuestro Dios. 3. Este tercer punto, por lo tanto, no se debe omitir nunca. Cuando nuestro trabajo se hace de acuerdo a la ley y a la fe, pero no directamente para la gloria de Dios, esto no le complace a Él. No vale de nada, aun cuando el arco esté fuertemente doblado y la cuerda sea del mejor material, si es que la flecha puesta sobre la cuerda no se orienta en la dirección correcta. La doctrina de los Buenas Obras toca lo más delicado y sensible de nuestras emociones internas, a saber, el negarse a uno mismo. Las mentes superficiales, pobres en gracia y santidad, hablan de la negación de sí mismos sólo ocasionalmente, y entonces sin entender su significado. Piensan que consiste en hacer espacio para otros, en argumentar menos, en renunciar al placer o en obtener ganancias para un propósito más alto, o en preocuparse por otros y no por ellos mismos. Ciertamente este es un

fruto precioso, deseable encarecidamente; y si se encontrara con mayor abundancia entre los hijos de Dios, debiéramos estar agradecidos por esto. Pero, desgraciadamente, hay tanta delgadez del alma aun en los más empeñosos, tanta mezquindad, ambición, rabia y confianza en la criatura, que toda manifestación de impulso más noble resulta de lo más refrescante. Pero la pregunta que tenemos ahora por delante es esta: si es que hacer espacio para otros, tanto auto-sacrificio, merece el nombre de negarse de uno mismo. Y la respuesta debe ser un muy enfático: ¡No! La auto-negación del santo no hace referencia al hombre sino a Dios, y por esta razón es superlativamente alta y sagrada, difícil y casi imposible. Por supuesto que los hijos de Dios aman a su Padre Celestial, pero no con un amor inalterable. Su amor es muchas veces muy poco amoroso. Sin embargo, cuando la pregunta resuena a través de su alma “Simón, hijo de Jonás, ¿Me amas?” (Juan xxi. 15-17) y se siente tentado a reprocharse, diciendo “No, Señor,” entonces la respuesta surge como un rayo del fondo de su alma, contra toda contradicción: “Sí, Señor, Tú sabes que te quiero” (Juan xxi. 17). Por lo tanto, nada podría parecer más natural que encontrar gozo en negarse a sí mismo por amor a Dios. Y este es efectivamente el caso. Pasa sus momentos más felices en una sincera negación de sí mismo; porque entonces nunca está solo, sino que siempre con Jesús, a quien él sigue. Entonces él se da cuenta de la santidad y trascendencia gloriosa de la proclamación: “Si alguien quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mateo xvi. 24; Marcos viii. 34; Lucas ix. 23). Pero mientras que la bienaventuranza de su auto-negación anterior está todavía fresca en su memoria, cuando sea llamado nuevamente a un acto de la misma naturaleza, él se escabulle y lo encuentra casi imposible. La negación de sí mismo se extiende tanto así. Su profundidad no se puede comprender. Cuando la plomada ha descendido todo el largo de la línea, todavía hay una enorme profundidad por debajo de modo que el fondo nunca se toca. Se refiere no a unas pocas cosas, sino a todas las cosas. Abarca su vida y existencia entera, con todo lo que hay en nosotros, alrededor de nosotros; nuestro entorno total, reputación, posesión, influencia y posesiones; incluye todas las amarras de la sangre y afectos que nos unen a nuestra mujer o esposa y niños, padres y hermanos, amigos y asociados; todo nuestro pasado, presente y futuro; todo nuestros regalos, talentos, y donaciones; todas las ramificaciones y extensiones de nuestra vida interna y externa; la rica vida de nuestra alma y las emociones más tiernas de nuestros impulsos santos; nuestros conflictos y nuestras luchas; nuestra fe, esperanza y amor —¡sí! nuestra herencia en el Hijo, nuestro lugar en la mansión celestial, y en la corona que el Juez Justo nos dará algún día; y como tal, en ese amplio o entero espectro de vida, debemos negarnos a nosotros mismos delante de Dios. Somos, para usar una ilustración, en toda nuestra vida y existencia como un árbol frutal, enraizado ampliamente, completamente crecidos, plantados en suelo fértil, adornados con una corona de muchas ramas y un glorioso techo de hojas; y como ese árbol con raíces profundas y amplias en la tierra, y con ramas altas y amplias en el aire, estamos profundamente enraizados, poseyendo una existencia obtenida por medio del dinero, reputación, propiedad y descendencia, fe, esperanza, amor y las promesas de Dios. Y a ese árbol entero, a esa unidad completa, desde la más profunda raíz al más alto brote, el cual como nuestro ego, lleno de poder y majestad, se presenta ante nuestra consciencia y en nuestra vida; a todo esto el hacha debe caer; de todo esto, el alma que se niega a sí misma debe decir: “Dios lo es todo; yo no soy nada.” Muchos dicen, “Esto es está bien y es claramente mi idea,” y lo dicen bastante a menudo; porque cuando estas muy difíciles y excelentes palabras pasan una y otra vez por los labios como meros sonidos huecos, dan un golpe disonante al alma esforzada y sensible. Pero cuando agarramos el pensamiento como un hecho presente, entonces encontramos que esta negación de nuestro ser y existencia entera está casi totalmente fuera de nuestra comprensión. Uno mismo (el ‘yo’) puede minimizarse a tal punto que pensamos realmente que se ha ido y negado, mientras que al mismo tiempo se queda de pie a nuestras espaldas, sonriendo con satánico regocijo. El ‘yo,’ grande e inflado, no es difícil de negar. De esta forma el inconverso se presenta ante de Dios, pero no el santo. Eso le ha sido quitado. Aquello no es más un impulso de su anhelo. Pero un ‘yo’ encogido, reducido, parcialmente desvestido, escondido detrás de emociones pías y un montón de buenas obras, es extremadamente peligroso. ¿Qué más hay para ser negado? No queda casi nada. No busca ya al mundo, ni su propia gloria; su

finalidad última es la gloria del Señor. Al menos, eso es lo que cree. Pero está equivocado. El ‘yo’ todavía está ahí. Es como un resorte comprimido por un tiempo, pero listo para rebotar con la fuerza acumulada. Y lo que fue llamado auto-negación, no es realmente nada más que un cuidarse a sí mismo. Y esto es lo peor de él, porque el ‘yo’ es peligrosamente astuto. El corazón del hombre es “engañoso más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” Cuando estamos inclinados al pecado, el ‘yo’ deja su escondite y con todo su poder trabaja duro para hacernos pecar. Pero cuando el Espíritu Santo nos corteja y constriñe, librándonos del pecado, entonces, acurrucado en una esquina, se esconde, reclamándonos por el engaño que dejó de ser. Es entonces cuando, con evidente satisfacción, la ingenua piedad pregunta si es que la negación del yo no se ha completado. Pero el verdadero santo se reconoce por esto: mientras que el ingenuo se satisface con estas artimañas espirituales, él no. Él descubre la artimaña. Entonces se reprocha a sí mismo. Saca al yo de su lugar de escondite. Reprende y maldice al ser maligno que siempre se interpone entre él y su Dios. Y con gruñidos suplica, “Todopoderoso, misericordioso y bondadoso Dios, ten piedad de mí.” La negación de uno mismo no es un acto externo, sino un acto hacia el interior de nuestro ser. Como el barco a vapor que se maneja por el timón, que es a su vez girado por medio de una rueda, hay también dentro de nosotros un timón, o como quiera que se le llame, que se manipula desde un mando, y a medida que giramos la embarcación completa, ya sea a babor o estribor, negamos nuestro yo o a Dios. En un sentido más profundo, siempre negamos a uno o al otro. Cuando nos encontramos bien negamos al yo; en todos los otros casos negamos a Dios. Y el mando interno por el cual giramos toda la embarcación de nuestro ego es nuestra intención. El timón determina la dirección del barco; no sus aparejos y carga; no el carácter de la tripulación, sino su dirección, el destino del viaje, el puerto final; por consiguiente, cuando vemos que nuestra embarcación se aleja de Dios, giramos el timón en el otro sentido y lo obligamos a volverse hacia Dios. Note los aparejos y la carga. El primero puede ser magnífico: excelente talento, mente superior, un rico estado de gracia. La última puede ser preciosa: un tesoro de conocimiento, de poder moral, de amor consagrado, de conmovedora y adorable piedad. Y sin embargo, con esos excelentes aparejos y preciosa carga, podemos manejar nuestra embarcación lejos de Dios y apuntar a nosotros mismos. Sólo entonces hay auto-negación; cuando, sin importar los aparejos y el cargamento, el hombre hace que su embarcación se dirija directamente a la gloria de Dios. La intención lo es todo. Y es esta misma intención la que nos puede engañar amargamente. El pequeño mando de nuestras intenciones es tan increíblemente sensible que un mero toque del dedo puede revertir su acción. Es por esto que estamos tan dispuestos a creer en la bondad y belleza de nuestras intenciones. De ahí la necesidad de un profundo, correcto e íntimo conocimiento de sí mismo. ¿Y quién posee esto? Y ya por Su luz, el Espíritu Santo constantemente redefine y escarmienta nuestro conocimiento propio, ¿no es perfectamente natural que mientras hoy día nos imaginamos estar muy avanzados en la auto-negación, la próxima semana descubrimos cuán amargamente equivocados estábamos? Para buscar y mirar nuestra mejor y eterna salvación, no en toda criatura sino en Dios; para usar los regalos espirituales y materiales, no para nosotros mismos sino para Su gloria; para apreciar todas las cosas perecibles como sin valor comparadas con lo eterno; no deseando ser nuestro propio dueño, sino sirvientes de Dios y ser parte de Su empresa; no para poseer más cosas preciosas, como el dinero o tesoros, o incluso nuestros propios niños, como si fueran de uno mismo; para conocerse como el camarero asignado del Señor; para no tener más cuidado o pensamientos ansiosos; para renunciar a toda confianza y cuidado en el hombre, en el capital o en un ingreso fijo, o en cualquier otra criatura; para confiar sólo y completamente en el Dios fiel; para estar en paz con nuestro propio grupo y con la voluntad de Dios; y, finalmente, para dirigir todas las intenciones y emociones fuera de uno mismo, hacia el bien Amado y Glorioso— ¿no es esto ir demasiado lejos? ¿Y puede nuestro propio progreso respecto a ello llegar alguna vez a satisfacernos?

Y sin embargo, se requiere tal negación de uno mismo para dar cuenta de nuestras obras, buenas obras por cierto, en las cuales los ángeles puedan regocijarse. De este modo, las cosas que el Espíritu Santo tomó de Cristo para darlas a nosotros, retornan a nuestro Garante; porque es evidente que ni una sola de nuestras buenas obras puede nunca ser completa en ese sentido. Nuestra negación personal nunca es perfecta. De ahí el triste clamor que “nuestras mejores obras están siempre contaminadas delante de Dios”; y también la oración para que nuestras buenas obras sean limpiadas. Y esto debe ser así; ha sido divinamente ordenado que los hijos de Dios nunca deban dejar a Cristo. Si ellos hubieran realmente obtenido la perfección, perderían de vista a su Garante; pero el hecho que aun sus mejores esfuerzos son profanos los lleva a Cristo, para propiciación y limpieza por Su sangre. La negación de uno mismo es fruto de la propiciación hecha perfecta sólo por la propiciación. Y así, en el crecimiento y la maduración del fruto espiritual, Dios usa nuestros pensamientos, palabras y hechos como instrumentos de santificación. Porque, ¿no es el ejercicio frecuente de la auto-negación y la subsiguiente entrega del fruto de justicia bajo la bondadosa operación del Espíritu, el que crea hábitos santos en nuestra alma? ¿No es esta la manera natural de doblar nuestro corazón transfiriéndolo de Satán a Dios? Y cuando el Espíritu Santo hace que estos hábitos santos, este doblarse del corazón hacia la santidad, una permanente disposición, entonces nos hemos convertido en co-trabajadores con Dios de nuestra propia santificación. No es como si Él hiciera una parte y nosotros otra, sino que Él usa nuestro trabajo como un cincel para esculpir nuestra propia alma. Y por este motivo, los fieles ministros de la Palabra debieran persuadir, incitar y constreñir a los creyentes para que sean siempre abundantes en las obras del Señor. La santificación debe predicarse como si fuera con la más fuerte trompeta. La Iglesia de Cristo lo requiere imperativamente. La Palabra que declara que Dios es un Dios que justifica a los impíos no debe ser separada de esa otra palabra “Sed santos, porque Yo soy santo” (Levítico xx. 7; 1 Pedro i.16). Las operaciones de la Palabra y del Espíritu Santo fluyen juntas. Por consiguiente, todo joven discípulo de Cristo no sólo debe confesar Su nombre y vivir acorde a los deseos de su corazón, sino que debe arrancar de las lujurias del mundo, para caminar santamente y sinceramente delante de Dios. Los ministros de la Palabra deben ser cuidadosos en no ocultar la majestad del Señor Jehová detrás de la Cruz de Cristo. La responsabilidad debe ser aterradora, si es que alguna vez pareciera que nuestra predicación de la Cruz de Cristo, en vez de sofocar el pecado, apagase la vida santa. Notas

1. ↑ Para el sentido que el autor da al Metodismo, ver sección 5 del Prefacio—Trad. 2. ↑ [2 Corintios v. 17] 3. ↑ Este no es el lugar para discutir la opinión sostenida por muchos, que 1Tesalonisenses v. 23 enseña una tricotomía, es decir, la división en tres del ser humano. Solamente hagamos ver que no se lee “Ehdpopovs,” “en todas nuestras partes,” seguido por la sumatoria de esas partes, espíritu, alma y cuerpo; sino que se lee: “O2.OTEXEGS” que se refiere, no a las partes, sino a la parte final “TEXOS.” Más aun. se debe hacer notar que en esos pasajes donde se contraponen el hombre espiritual con el natural, es decir, lo espiritual a lo físico, como en 1 Corintios ii. 14-15— la palabra “rvevpa” indica el nuevo principio-de-vida, del cual nunca se puede decir que sea preservado sin culpa. Porque este “rvevjua” es sin pecado por naturaleza. Calvino explica “espíritu” y “alma” haciendo que se refieran a que nuestra existencia racional y moral está dotada de razón y voluntad propia.

AMOR XVII. Amor Natural “Y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.”—Rom. v. 5. La santificación no agota la obra del Espíritu Santo. Es una obra extraordinaria, requerida por la caída del hombre en el pecado. El Amor, tema que ahora trataremos, es su más profunda y excelente obra, la cual Él hubiese forjado aunque nunca se hubiera escuchado jamás del pecado, la cual Él continuará después de la muerte; que Él obra ahora ya en los ángeles, y que continuará en nosotros en las mansiones de la casa del Padre para siempre. Necesariamente, a través del camino del amor vivo cae la sombra oscura de esa terrible operación de juicio y endurecimiento que el Espíritu Santo obra en los perdidos. Cerraremos con un esbozo del imperdonable pecado contra el Espíritu Santo. Nuestro tema no es el amor en general, sino el Amor. La diferencia es evidente. El Amor significa el único puro, verdadero, divino amor; por amor en general se entiende toda expresión de generosidad, vínculo, mutua afección, y devoción donde se ven reflejos de la gloria del Amor Eterno. El amor en su sentido general también se encuentra en el mundo de los animales; un amor tan fuerte que a veces avergüenza al hombre, proyectando reproche sobre su conciencia. La ternura de la gallina es proverbial. La misma gallina que en otras ocasiones arranca ante la aproximación distante de un perro o un gato, vuela hacia el gato más feo o al buldog más fiero cuando tiene polluelos que defender. Toda ave madre defiende sus huevos al precio de su vida. Y a pesar de que ni gato ni perro tuvo la mínima consideración por el amor maternal de gallina o pato, no obstante ambos manifiestan el mismo amor por sus crías. Los animales más sanguinarios, aun tigres y hienas, nunca están más enrabiados que cuando el cazador se aproxima demasiado a sus cachorros. Es innecesario decir que el amor en este sentido no tiene valor moral. Sin embargo no está carente de valor. Cristo hizo del amor de la gallina un tipo de Su propio amor por Su pueblo y por Jerusalén. Y cuando nuestros pequeños hijos se ponen furiosos al ver al conejo macho matando a sus críos mientras la hembra lucha por ellos, hay en sus corazones de niños una voz pura de alabanza por el amor superior de aquella pequeña madre. Sin embargo, la alabanza por este amor que es meramente instintivo, no creado, irresistible, pertenece, no a la gallina o a la madre leona, sino a Aquel que lo creó en ellos. Yéndose del amor por instinto hacia el mundo de los hombres, nos sorprende encontrarnos con un fenómeno cercanamente semejante a él. Una doncella coqueta, aparentemente desprovista de toda devoción, se transforma en una esposa y madre, y repentinamente parece haber sido iniciada en los misterios del amor. Su hijo es el único objeto de todos sus pensamientos. Sufre por él sin quejarse, lo acaricia y lo quiere; y si un perro cruel atacara al bebé, como una heroína la otrora tímida doncella lucharía como monstruo. Y sin embargo con todas estas similitudes hay una diferencia. El amor en esa madre es más débil que en el animal. Por horas ella puede dejar a su hijo a cargo de otros, mientras que el ave madre que está empollando prácticamente no deja su nido. La primera tiene afecto por otros miembros de la familia, pero la segunda con sus chillidos aleja a todos los que se atreven a acercarse al nido. En una palabra, el amor maternal del animal es más absoluto; con respecto a esto excede al amor de la joven madre. Pero cuando los polluelos ya han crecido, la madre los olvida y los abandona; mientras que el amor de la mayoría de las madres hacia sus tiernos hijos asume gradualmente un carácter más noble, ascendiendo desde el amor instintivo hasta el amor espiritual. El poder de una madre yace en el hecho de que ella reza por su hijo. Evidentemente debemos distinguir aquí dos tipos de amor: una forma más baja que nace de la sangre, que la madre tiene en común con el ave, pero que es menos constante; y un amor

superior de otro tipo del cual carece la gallina, mediante el cual el ser humano sobrepasa por lejos al animal. Esta forma inferior es de la sangre; no del todo instintiva como en la paloma, pero casi instintivo, es decir, independiente del desarrollo moral de la madre. Esto puede ser observado en niñas de un desarrollo moral inferior, quienes, cuando se transforman en madres, se enamoran casi desesperadamente de sus bebés; mientras en otras, en un nivel más alto de moralidad, el amor maternal es mucho más moderado. Y esto demuestra que la pasión irresistible del amor materno carece de un motivo superior. Tal como el amor del animal, este nace de la naturaleza. Y cuando vemos y disfrutamos del espectáculo, nos damos cuenta que su gloria pertenece, no a la mujer, sino a Él cuya obra admiramos en las inclinaciones de la criatura. Próximo a este amor instintivo encontramos en la madre algo superior; no sólo en algunas, sino en todas. Y decimos esto a pesar del hecho que hay madres antinaturales que están casi desprovistas de este amor superior. Sólo que, se debe recordar, el alma humana contiene mucho que está reprimido, lo cual antes estuvo activo; que en mujeres deshumanizadas, sólo cuando parcialmente recuperado, este atributo más noble a menudo reaparece; sin duda que en las vidas de tales madres, en medio del pecado de la vergüenza, hay chispas momentáneas de un amor superior que ilumina su oscuridad moral como un relámpago. Este grado superior de amor maternal tiene un carácter totalmente diferente. La vista del dulce y encantador bebé puede apoyarlo, pero no puede ser la justificación de él, ni tampoco lo puede producir. Tiene un origen superior. Su signo es: una madre que lleva su hijo al santo Bautizo. Porque a pesar de que mucho de esto se hace por costumbre y por amor a la exhibición, es esencialmente la declaración de que un bebé humano es más que una joven ave o el cachorro de un animal. Incluso cuando la Revolución Francesa abolió temporalmente el santo Bautismo, lo reemplazó por una especie de bautizo político. La joven madre está limitada a ver en su hijo algo más grande que simplemente “pedazos de carne infantil.” Y a pesar de que en muchas madres se ha vuelto casi imperceptible, se ha hundido tan bajo que muchas han sido vistas arrastrando a sus hijos a los caminos del pecado; sin embargo, en naturalezas más nobles, y bajo circunstancias más favorables, este refrescante amor de madre tiene el poder de desarrollar la energía del crecimiento moral de las futuras generaciones. Al entender la diferencia entre padre y madre uno será capaz de distinguir este amor materno más alto y más bajo, aun en sus variaciones más finas. Por supuesto, el amor instintivo no es tan fuerte en el padre como lo es en la madre; de ahí que el amor que lleva el carácter moral del deber y la vocación es más conspicuo en el primero. Pero aun donde esta maravillosa mezcla de amor instintivo y moral en el amor mutuo de marido y mujer se manifiesta en forma más hermosa, en el amor de los padres y por contraposición en el amor filial, y como un eslabón conectivo en el amor fraternal, sigue siendo una forma de amor que puede existir en forma totalmente independiente al amor consciente de Dios. A menudo se expresa con fuerza entre los declarados no creyentes. Y lo mismo es cierto de aquella expresión más libre del amor que, independientemente de los vínculos de sangre, a menudo se desarrolla en hermosas formas entre amigos, entre mentes que congenian, entre camaradas en la misma lucha, entre los líderes y los liderados; ciertamente que de las cosas visibles puede surgir para abrazar las cosas invisibles, y desenvolverse en las más hermosas formas de amor por el arte y la ciencia, por el rey y el país, por la nación y su historia, por derechos y privilegios heredados—en resumen, por todo aquello que llena al pecho con los nobles sentimientos de consagración y sacrificio. Porque, cualquiera sea su riqueza y su centellante hermosura, en sí mismo está separado del Amor de lo Eterno. Con el objeto de no traicionar a sus cómplices, criminales endurecidos han soportado crueles torturas sobre el potro con maravillosa constancia. Comunistas, muriendo sobre las barricadas de París en defensa del más blasfemo barbarismo, han desplegado un heroísmo similar a nuestros héroes en Waterloo y Dogger-Bank. Soldados profanos y desenfrenados se han lanzado sobre el enemigo con un raro desprecio por la muerte. Pero en todas estas manifestaciones de amor, la sangre calentada por la pasión por un lado, y los motivos impuros por el otro, pueden jugar su rol y robarlo casi completamente de su carácter divino.

Sin duda que aun en sus manifestaciones más elevadas entre los hombres, tal como la compasión por los que sufren y la misericordia hacia los caídos y agonizantes, puede estar desprovisto de la chispa del Amor sagrado. Hay hombres naturales que no pueden soportar ver sufrir; que son afectados tan profundamente por los espectáculos desgarradores de pena y luto que deben mostrar piedad; para quienes el ofrecimiento de compasión es una necesidad natural; que consideran el calmar la pena de otros hombres como una felicidad más que como un sacrificio. Pero aun en su forma más elevada, que más cercanamente se aproxima a las misericordias divinas, frecuentemente no tiene conexión con el Amor Eterno. Puede ser un impulso instintivo, una inclinación surgida del temperamento, el efecto de un noble ejemplo, o con el objeto de obtener fama que casi en cualquier lugar es obtenible por obras de misericordia; pero el amor de Cristo está ausente. No es el palpitante Amor de Dios el que vibra en estas manifestaciones. Hay amor que debe ser apreciado; pero el Amor del cual declara San Juan que Dios es Amor, se encuentra sólo cuando el Espíritu Santo entra en el alma y le enseña a glorificar: “Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Rom. v. 5).

XVIII. Amor en el Ser Trino de Dios “Dios es Amor.”—1 Juan iv. 8. Entre el amor natural, aun en sus formas más elevadas y el Amor Santo hay un gran abismo. Esto tenía que ser enfatizado para que nuestros lectores no se equivocaran respecto a la naturaleza del Amor. Muchos dicen que Dios es Amor, pero miden Su Amor por el amor de los hombres. Estudian el ser del amor y sus manifestaciones en otros y en ellos mismos, y se consideran competentes para juzgar que este amor humano, en una forma más perfecta, es el Amor de Dios. Por supuesto que están equivocados. El Amor Esencial debe ser estudiado como es en Dios Mismo; como Él lo ha manifestado en su Palabra. Y los centelleos del débil amor de la criatura deben mirarse sólo como chispas del fuego del Amor divino. Nuestro Dios es la mismísima Fuente de todo bien. Siendo el amor el bien supremo, Dios debe ser la misma Fuente de todo Amor. Y de esa Fuente fluye todo amor terrenal de cualquier nombre, cuan tenue o débil sea. Sólo el Creador puede crear en su criatura el amor irresistible del instinto, donde vemos una exhibición de Su gloria. Con el mismo propósito Él creó un fuerte lazo en las criaturas, no totalmente instintivo, sino de la misma forma subconscientemente activo; a este pertenecen el amor de la madre por su bebé, el amor a primera vista, el amor fraternal, etc. Más alto que este es el amor de afinidad moral, mediante el cual Dios ha dispuesto espíritu a espíritu para camaradería congenial y amor mutuo. Estas son tres formas en las que se encuentra algo del Amor de Dios, pero que aún pertenecen a la Creación y a la Providencia, de ninguna manera compartiendo el tesoro de la Vida divina. El amor en la tierra adopta este carácter más elevado sólo cuando se vuelve autoconsagrante, abnegado, sacrificado; cuando el objeto del amor no atrae, sino que repele. La devota enfermera cuidando al extraño afectado por una peste no encuentra nada en él que le atraiga; más bien, todo lo contrario. Pero aun así permanece, persevera, no sólo por un sentido del deber, sino atraída por la miseria y la desolación del que sufre. Esto es sin duda el efecto de un amor superior, que fluye de la Fuente de Amor Eterno. Esa enfermera exhibe devoción a lo invisible, aprehensión de lo espiritual. Y aunque Dios ha constituido de tal manera nuestro sistema nervioso que el sufrimiento nos causa incomodidad, tanto que el ver dolor nos afecta dolorosamente, de manera que por un sentimiento fraterno estamos instantáneamente listos para proveer alivio al que sufre, sin embargo, esa forma más elevada de amor generalmente surge de la vida nerviosa inferior a una expresión más alta que es imposible sin una operación interna de gracia.

De esta forma prepara el camino para el más alto amor, que se dirige no sólo a las cosas invisibles, sino al Invisible, atrayendo el alma hacia Él con atracciones irresistibles. Y sólo entonces se alcanza el Amor mismo. La Palabra declara que Dios es Amor, y el testimonio del Espíritu dice en cada corazón: "Amén, no en nosotros, sino en Ti, oh Eterno. Tú eres Amor. ¡No hay amor que no nazca de Ti!" Y este es el misterio que hombres y ángeles no pueden desentrañar. ¿Quién expresó alguna vez su perfección en palabras? ¿Quién no se da cuenta que es una armonía maravillosamente hermosa, bendita y divina que el oído confundido de la criatura no puede apreciar completamente? Los hombres lo confiesan, absorben su dulzura y encanto; el corazón es bendecido y amado por él; pero después que la felicidad se ha probado y la taza se aleja de los labios, no sabemos más de la naturaleza del amor que el bebé que ha disfrutado, el Amor en el pecho de su madre. No podemos describirlo ni analizarlo; no podemos desentrañar ni penetrar su esencia escondida. Toma posesión de nosotros, nos invade, nos refresca; pero tal como el viento, del cual no sabemos de dónde viene y a dónde irá, de la misma manera en nuestros mejores momentos son las maravillosas atracciones de Amor de nuestro Dios. No es creado ni concebido. Es eterno como Dios Mismo. El Amor nunca estuvo fuera de Él, para venir a Él de otra parte; ni por un solo momento a través de la eternidad estuvo Él sin el Amor. Sin llevar en sí mismo un profundo, eterno Amor, sin ser Amor, no puede ser nuestro Dios. Las mentes superficiales, sin embargo, conciben el Amor de Dios sólo para perdonar el pecado; como demasiado bueno para tolerar el sufrimiento; demasiado pacífico para permitir la guerra. Pero la Palabra enseña que el amor de Dios es un amor Santo, intolerante de la maldad, por su propio bien haciendo sufrir al pecador para que pueda desligarse de sus falsas alegrías. Fue este mismo amor que dijo en el Paraíso, inmediatamente después de la ruptura pecadora: “¡Pondré enemistad!” Los hijos de Dios han derivado de la Palabra concepciones más ricas y profundas del Amor divino, porque confiesan a un Dios Trino, Padre, Hijo, y Espíritu Santo, un Dios en tres personas: el Padre, el que engendra; el Hijo, el que es engendrado; y el Espíritu Santo, que procede tanto del Padre como del Hijo. Y la vida de Amor mediante la cual estos Tres se aman mutuamente es el propia Ser Eterno. Esto por sí solo es la verdadera y real vida de Amor. Toda la Escritura enseña que nada es más precioso y glorioso que el Amor del Padre por el Hijo, y del Hijo por el Padre, y del Espíritu Santo por ambos. El amor no tiene nombre: la lengua humana no tiene palabras para expresarlo; ninguna criatura puede inquisitivamente mirar en sus eternas profundidades. Es el gran e impenetrable misterio. Escuchamos su música y la adoramos; pero cuando su gloria ha pasado a través del alma, los labios aún no pueden describir adecuadamente ninguno de sus rasgos. Dios puede soltar la lengua para que ella pueda gritar y cantar las alabanzas del Amor eterno, pero el intelecto permanece impotente. Antes que Dios creara el cielo y la tierra con todos sus habitantes, el Amor eterno del Padre, Hijo y Espíritu Santo brillaba con esplendor no visto en el Ser divino. El Amor existe, no por el bien del mundo, sino por el bien de Dios; y cuando el mundo entró en existencia, el Amor se mantuvo sin cambios; y si todas las criaturas desaparecieran, se mantendría tan rico y glorioso como siempre. El Amor existe y obra en el Ser Eterno aparte de la criatura; y su radiación sobre la criatura no es más que un débil reflejo de su ser. El amor no es Dios, pero Dios es Amor; y Él es suficiente para sí mismo para amar absolutamente y para siempre. Él no tiene necesidad de la criatura, y el ejercicio de Su Amor no comenzó con la criatura a quien Él podía Amar, sino que nace y fluye eternamente en la vida de Amor del Dios Trino. Dios es Amor; Su perfección, belleza divina, verdaderas dimensiones, y santidad no se encuentran en los hombres, ni siquiera en los mejores de entre los hijos de Dios, sino que sólo brillan alrededor del Trono de Dios. La unión del Amor con la Confesión de la Trinidad es el punto de partida desde donde procedemos a basar el Amor independientemente en Dios, absolutamente independiente de la criatura o cualquier cosa relacionada con la criatura. No se trata de hacer de la divina Trinidad

una deducción filosófica del amor esencial. Eso es ilegal; si Dios no hubiera revelado este misterio en Su Palabra seríamos totalmente ignorantes de él. Pero como la Escritura ubica al Ser Trino frente a nosotros como el objeto de nuestra adoración, y en casi todas las páginas exalta sobremanera el amor mutuo de Padre, Hijo y Espíritu Santo, y lo delinea como un Amor Eterno, sabemos y vemos claramente que este Amor sagrado jamás podrá ser representado sino es naciendo del amor mutuo de las Personas divinas. Por lo tanto, a través del misterio de la Trinidad, el amor que está en Dios y es Dios obtiene su existencia independiente, aparte de la criatura, independiente de las emociones de mente y corazón; y se levanta como el sol, con su propio fuego y rayos, afuera del hombre, en Dios, en quien descansa y desde quien irradia. De esta forma erradicamos toda comparación del Amor de Dios con nuestro amor. De esta forma la mezcla fácil cesa. En principio resistimos la inversión de las posiciones mediante la cual el hombre arrogante había logrado copiar de sí mismo un tal Dios de Amor, y silenciando toda adoración. De esta forma el alma regresa a la bendita confesión de que Dios es Amor, y que el camino de la misericordia y la piedad divina se abre de manera que la luminosidad de ese Sol pueda irradiar de una forma humana, es decir, en una forma finita e imperfecta hacia y en el corazón humano, para la alabanza de Dios.

XIX. La Manifestación del Amor Sagrado “Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros.”—1 Juan iv. 16. La pregunta que se presenta ahora es: ¿De qué manera se logra el acto divino, majestuoso, de hacer al hombre partícipe del amor verdadero? Respondemos que esto es— 1. Preparado por el Padre en la Creación. 2. Hecho posible por el Hijo en la Redención. 3. Efectivamente logrado por el Espíritu Santo en la Santificación. Con respecto a esto, primero la obra del Padre, que el Catecismo de Heidelberg designa, "de Dios el Padre y nuestra Creación," siguiendo el ejemplo de San Pablo, que escribió: "Para nosotros, sin embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas" (1 Cor. viii. 6). Con esto no queremos negar que Dios el Padre obre también en la redención y en la santificación, porque todas las obras salientes de Dios pertenecen a las Tres Personas. Sólo deseamos indicar que en la búsqueda del origen de las cosas, uno no puede detenerse en el Espíritu Santo, pues Él procede del Hijo y del Padre; ni tampoco en el Hijo, pues Él es engendrado por el Padre; sino en el Padre, porque Él no procede de nadie, ni tampoco es engendrado. En este sentido bíblico decimos que la obra de hacer al hombre partícipe del amor es preparada por el Padre en la creación. Porque cada ejercicio de amor, tanto en el hombre como en el animal, encuentra su raíz en la creación. En el animal Dios creó directamente el amor instintivo; en el hombre creó el amor al hacer a todos los hombres de una sangre, al ordenar que marido y esposa fueran compañeros, y creando en la sangre misma esa maravillosa atracción del uno por el otro. Más aun, Él también implantó en la conciencia del hombre el sentido del amor. El animal ama, pero sin saberlo. Por el contrario, el hombre no sólo siente el impulso del amor, pero este impulso se refleja además en el espejo de su alma en donde contempla la belleza del amor; de esta forma aprende a apreciar el amor y a alzarse al acto de amar con plena conciencia. Finalmente, por Su providencia, que es un resultado de la creación, el Padre ordena que el hombre se encuentre con el hombre, entre en contacto con el hombre, que de esta forma el

sentido del amor pueda hacerse activo en él. Porque ya sea se trate de una pobre persona que sufre, cuya angustia despierta mi amor, o un carácter audaz que atrae mi compasión, o, por último, una figura pura y hermosa que me atrae irresistiblemente, siempre es Dios el Padre quien me asigna estas reuniones, quien por Sus conducciones providenciales hace posible el inicio del amor. Esto es seguido, en segundo lugar, por la obra del Hijo, que se hizo carne para revelarnos la plenitud del amor divino en la carne. De ahí la manifestación del Amor en la obra redentora. Esto es totalmente diferente a lo que hizo el Padre en la creación; porque, aun cuando en la creación el amor divino fue prefigurado, su concepción implantada, y hecho posible su imperfecto ejercicio, sin embargo, el amor divino mismo no fue revelado. Pero es revelado en la venida del Hijo: "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” (Juan iii. 16); “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y nos envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan iv. 10). Esta es la "Paz en la tierra, buena voluntad para con los hombres” (Lucas ii. 14) de la cual cantaban los ángeles en los campos de Belén; este es el misterio que los ángeles desean investigar. Aquí notamos nuevamente dos cosas: Primero, el amor mediante el cual Dios amó al mundo comprobado por el hecho de que no escatima a Su propio Hijo, sino que lo entrega para todos nosotros. Segundo, el amor de Cristo por el Padre, cuyo obra Él terminó, y por nosotros, a quienes salvó. Lo segundo es de la mayor importancia para nosotros. En Cristo, a quien honramos como Dios manifiesto en la carne, se observa el Amor divino; en Él apareció y centelleó con brillo incomparable. La realidad del Amor divino apareció a los hombres por primera vez y para siempre en Él: "Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos, declaramos a vosotros.” (1 Juan i. 1-3); y esa fue siempre la gloria del Amor eterno que había cautivado e impregnado la totalidad de su alma. Hasta ahora el hombre había caminado en la sombra del amor, pero en Emanuel el Amor mismo apareció en carne viva y a la manera de los hombres. No fue una mera radiación del Amor, su reflejo, una característica, sentido, o inclinación increada, sino las ondas frescas, irresistibles del poder restrictivo propio del amor que fluyen de las profundidades de Su corazón divino. Fue este Amor que, en el corazón de Emanuel, trajo el cielo a la tierra, y que por su ascenso al cielo levantó nuestro mundo a las aulas de la luz eterna. Aunque Europa no había sentido nada de ello, y América nunca había pensado en un Salvador, aunque África no había escuchado las buenas nuevas, y fue un pequeño lugar en Asia donde sus pies habían tocado suelo, sin embargo, fue el corazón de Emanuel que unió cada continente y el mundo—por cierto, todo el universo que lo rodea, a la Misericordia divina. Ese Amor brilló como amor por un enemigo. El hombre se había vuelto enemigo de Dios: "No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Salmo xiv. 3; liii. 3; Rom. iii. 12). La criatura odiaba a Dios. La enemistad era absoluta y terrible. No había nada en el hombre para atraer a Dios; por el contrario, todo para repelerlo. Y cuando todo era enemistad y repulsión, entonces el amor de Dios se hizo manifiesto en el hecho de que Cristo murió por nosotros cuando éramos aún Sus enemigos. El amor entre hombres y animales descansa sobre atracción mutua, compasión, e inclinación; aun el amor que alivia al que sufre siente su poder. Pero aquí tenemos un amor que no encuentra atracción en ninguna parte, sino repulsión en todas partes. Y en este hecho brilla la libertad soberana del Amor divino: ama porque ha de amar, y amando salva al objeto de Su amor.

Dado que este Amor logró su más severa tensión en el Calvario, su símbolo es y será para siempre la Cruz. Porque la Cruz es la más temida manifestación de la enemistad del hombre; y por el propio contraste, la belleza y la adorabilidad del amor divino brillan gloriosamente: el Amor que sufre y soporta todo, amor que puede morir voluntariamente, y en esa muerte anuncia el amanecer de un futuro aun más glorioso. Pero incluso la obra del Hijo no termina la obra de poner la huella del Amor de Dios sobre el corazón humano. Tal como la Creación es seguida de la Encarnación, el Pentecostés sigue a la Encarnación; y es Dios el Espíritu Santo quien logra esta tercera obra al descender al corazón del hombre. “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros” (Juan xvi. 7). Esto implica que el Espíritu Santo daría a los discípulos un bien aun mayor que aquel que les pudiera dar el Hijo. Esto no es independiente del Hijo; porque la Escritura enseña enfáticamente que Él no puede ni tiene la voluntad de hacer cualquier cosa sin el Hijo, y que recibe del Hijo sólo para dar a nosotros. Sin embargo, se mantiene la diferencia de que, a pesar de que Jesús sufre, muere y resucita por nosotros, no obstante, la obra efectiva en las almas de los hombres espera la misericordiosa operación del Espíritu Santo. Es, como escribe San Pablo a los Romanos, que "el Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rom. v. 5). Y este es la obra propia del Espíritu Santo, que permanecerá suya para siempre. Cuando no quede más pecado para ser expiado, ni impiedad alguna para ser santificada, cuando los elegidos se regocijen ante el trono, aun entonces el Espíritu Santo realizará este trabajo divino de mantener el amor de Dios habitando activamente en sus corazones. Cómo, no lo podemos decir; pero esto entendemos, que es el Espíritu Santo quien, siendo igual en todos, unifica todas las almas en Santa unión. Cuando al mismo tiempo la vida espiritual se forja en tu alma y la mía y en las almas de otros, la unión mutua del amor debe ser el resultado. Porque, aunque los hombres y las cosas están conectados en el Padre, y las almas de los redimidos están unidas en el Hijo, sin embargo, el entrar personalmente en cada alma, haciéndola su templo y morada, es obra del Espíritu Santo. Por lo tanto, es el mismo Espíritu que como Dios entra en el corazón de cada uno de los redimidos, y como Dios realiza y perfecciona su obra irresistiblemente en cada corazón. Y, aunque diferentes circunstancias y múltiples pecados han causado diferencias de opinión entre personas en las cuales ha obrado el mismo Espíritu Santo, de manera que en ciertas oportunidades han sostenido posiciones fuertemente opuestas, sin embargo, subsiste el hecho de su unión interna, que por la obra del Espíritu Santo al interior de sus corazones se vuelve una unión real y, más aun, indisoluble. Puede que esto no siempre salga a la superficie, pero al interior el tema es tanto más real y glorioso. Aun más, el Espíritu Santo está siempre trabajando activamente para remover cualquier obstáculo externo; y si esto no es del todo exitoso antes de nuestra muerte, no hay motivo para temer con tal que en la muerte las escamas, por así decirlo, caigan de nuestros ojos, y el amor triunfe. Comparado con la eternidad, la vida en la tierra es sólo un momento. Por lo tanto, no puede negarse que el lazo de unión, el entrelazamiento que debe unir a los hijos de Dios en el fuego divino del Amor, es, por la obra del mismo Espíritu, un hecho real. Es el mismo Espíritu Santo quien, habitando en cada corazón, los dirige todos juntos a un mismo fin; quien, consagrando a cada alma a ser Su tabernáculo, en el sentido de que Él es Dios y por lo tanto es Amor, logra que, dentro y a través y consigo mismo, el Amor de Dios se derrame en cada corazón. Piensa en Él como desterrado de sus almas, y el amor de Dios habrá huido de sus corazones; pero deja que cada gracia esté oculta y dormida, deja que la apariencia externa niegue la gracia interna, porque con tal que estemos seguros que el Espíritu Santo habita en nuestros corazones podemos estar seguros de que el Amor de Dios aún habita en nosotros. Más aun, el Espíritu Santo no es un extraño en nuestros corazones, sino que penetra nuestro ser más profundamente y trae a cada cual un don, una palabra, un consuelo particularmente adaptado a nuestra necesidad individual. Por supuesto que este es un trabajo muy variado; pero, a pesar de su multiplicidad de sus formas, no es un trabajo parcial sin una conexión

interior, sino una ejecución del plan del Padre de acuerdo al Consejo eterno. De manera que, no importa cuán delicada pueda ser su naturaleza, está siempre apuntando a esa armonía pura y perfecta que en el Consejo de Dios está preparada no solamente para cada uno de los redimidos, sino para toda la casa de Dios, y el cuerpo de Cristo en todas sus proporciones. Como el mismo Espíritu no solamente obra en todos, uniendo todo, sino, como Él procede del Padre y del Hijo, Él también dispone y dirige su trabajo en un alma en relación a aquel en otra, de manera que el entrelazamiento y la soldadura de las almas de los santos debe ser el resultado. Cuando de acuerdo al mismo plan glorioso un Obrero trabaja en todos, entonces cada muro de separación ha de caer; el Amor debe prevalecer, y toda su dulce y bendita influencia debe sentirse: no como algo que procede de nosotros mismos y nos pertenece, sino como un Amor aún externo a nosotros que viniendo de Dios penetra y refresca el alma; no el mero ideal de entusiastas, sino el poder divino que nos domina y nos supera; no una concepción abstracta que meramente nos encanta, sino el Espíritu Santo a quien sentimos y descubrimos en el alma como Amor; un derrame de amor tibio, pleno, bendito, el cual es más fuerte que la muerte y que las muchas aguas no pueden apagar.

XX. Dios el Espíritu Santo, el Amor que Habita en el Corazón "Es como el buen óleo sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón, y baja hasta el borde de sus vestiduras.”—Salmos cxxxiii. 2. El hecho de que el amor pueda irradiar al interior del hombre no le asegura la posesión de un verdadero y real Amor, a no ser que, de acuerdo a Su eterno consejo, Dios esté complacido de entrar en hermandad personal con él. Mientras el hombre lo conoce sólo de lejos y no de cerca, Dios es un extraño para él. Puede admirar Su Amor, tener una leve sensación de Él, ser afectado placenteramente por Él, y aun regocijarse de ver a otros beber de Su Fuente, y sin embargo, nunca acercarse un paso a Él. De la mano de Dios él puede ser el medio para mostrar a otros el camino a él, sin conocerlo por experiencia personal. El verdadero Amor es uno con Dios e inseparable de Él. Puede irradiar su brillo aun en el animal, pero el Amor mismo no puede entrar al corazón a menos que Dios entre primero. Y los elegidos de Dios tienen el real privilegio de llamar a este don algo propio. Toda su fortuna y tesoro consiste en el hecho de que de la mano de su Señor ellos han recibido este oro refinado en fuego. Esto no significa, sin embargo, que este amor que los posee totalmente, será de aquí en adelante el único impulso de todas sus acciones. De San Pablo aprendemos que, mientras el amor de Dios se derrama en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, se puede encontrar mucha maldad entre nosotros; por lo tanto, se nos exhorta a ejercitar paciencia y a negarnos a nosotros mismos. Pero aunque, como la fe, el amor puede estar en la esencia y que nada sea visible en la superficie, en la tierra tibia, como una semilla, puede crecer, brotar, y sacar sus raíces al suelo. Por lo tanto, no importa cuán defectuosa e incompleta sea su forma, el amor mismo habita en nuestros corazones; y por nuestra propia experiencia tenemos conciencia de él. ¿Quién de entre los hijos de Dios no recuerda los benditos momentos cuando este amor cayó sobre el alma como leves gotas de rocío sobre la hoja sedienta, llenándolo de una felicidad hasta entonces desconocida? Esta bendita experiencia fue celestial y sobrenatural. El alma en verdad sintió los brazos eternos por debajo de sí, y reconoció que Dios es bueno y esencialmente es Amor. Es cierto que la divina Majestad, como se dice, consumió el alma, pero al mismo tiempo la levantó y la glorificó. El alma se dio cuenta de que estaba rodeada de Amor, levantada por encima de la llanura baja de la vanidad, y, más bendita aun, que había recibido el poder para abrazar a Dios con los brazos de su propio amor. Es cierto, esto no dura. El lucero de la esperanza es seguido una y otra vez por el amanecer de la vida común del día a día; pero por esa experiencia hemos visto abrirse los cielos, la señal del Amor Eterno descendiendo, y hemos escuchado la música de su voz diciendo: "He aquí tu Dios."

Por lo tanto, estos dos siempre deben ir juntos: (1) el Amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, y (2) el anuncio de la buena nueva de que nuestro Dios ha venido a nosotros. Y estos son uno y el mismo, porque, como hemos visto antes, cuando el Eterno viene a habitar con el hombre, no es el Padre, ni el Hijo, sino el Espíritu Santo cuya función es entrar al espíritu del hombre y establecer la relación más íntima entre él y Dios. El Padre y el Hijo también vendrán a habitar con él; incluso se dice que el Hijo se para a la puerta y golpea esperando ser admitido; pero ambos, Padre e Hijo hacen esto a través del Espíritu Santo. Estos tres son uno: el Espíritu Santo está en la creación, pero sólo a través de su unión esencial con el Padre y con el Hijo. También está en el trabajo redentor, porque está ligado al placer del Padre y a la Encarnación del Hijo. De la misma manera, tanto el Padre como el Hijo habitan en los santos, pero sólo a través del Espíritu Santo. Si ser testigo del Espíritu Santo fuera sólo momentáneo, si Él viniera a quedarse sólo por una noche, el bendito trabajo de Amor no podría forjarse. Y si Él tuviera que dejar los santos en una parte del mundo para visitar aquellos en otras partes, sería totalmente imposible. Pero Él es Dios, no tiene limitaciones: en mi recámara Él permanece conmigo en forma tan real como con miles en todos los lugares de la tierra al mismo tiempo; y no sólo con los santos abajo, pero en un sentido más elevado, en todos los redimidos que ya han llegado a la Jerusalén celestial. Tal como el sol brilla en tu habitación, mientras irradia luz y calor sobre millones en tierras lejanas, así es la operación del Espíritu Santo, no local ni limitada, sino divinamente omnipresente en ti y en mí, aunque ninguno conoce la cara del otro y tampoco ha escuchado su nombre. Porque el Espíritu Santo no habita en nuestros corazones tal como nosotros habitamos en nuestra casa, independientes de ella, caminando por ella, para abandonarla a la brevedad; sino que Él reside tanto en nosotros y se adhiere tanto a nosotros que, aunque nos lanzaran al crisol más ardiente, Él y nosotros no podríamos ser separados. El fuego más feroz no podría disolver la unión. Incluso el cuerpo es denominado el templo del Espíritu Santo; y aunque en la muerte Él pueda dejarlo al menos en parte, para traerlo nuevamente en mayor gloria en la resurrección, no obstante en lo que concierne a nuestro hombre interior, Él nunca nos deja. En ese sentido Él vive con nosotros para siempre. Angustiados y abrumados por la sensación de culpabilidad y vergüenza, podemos llorar con David: “¡No quites de mí tu Santo Espíritu!” (Salmos li. 11); mas Su morada en nuestras almas no puede ser destruida. Un antiguo templo era notable por el hecho de que, aunque las visitas iban y venían, y sucesivas generaciones traían sus sacrificios al altar, el mismo ídolo permanecía por siglos parado detrás del altar inamovible y firme. San Pablo escribió sobre el templo del Espíritu Santo, no a la gente de Jerusalén, sino a los Corintos; de donde resulta evidente que tomó prestada su imagen del templo-ídolo en su ciudad, y no de aquella en Jerusalén. Quiso decir que, tal como la imagen de Diana habitaba en el templo de Corinto permanentemente y sin ser removida, de la misma manera el Espíritu Santo habita permanentemente y en forma firme en las almas de los escogidos de Dios. David dice del Amor: "Es como el buen óleo sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, y baja hasta el borde de sus vestiduras” (Salmos cxxxiii. 2)—una figura no muy atractiva para nosotros que no estamos familiarizados con los aceites perfumados. Pero cuando se recuerda que el aceite usado para la unción del sumo sacerdote era fragante y volátil, de manera que cuando la preciada botella era abierta llenaba la casa entera con su fragancia, se apreciará la belleza de la figura; porque cuando el aceite dorado es vertido sobre la cabeza y se escurre por la ondeante túnica del sumo sacerdote, su fragancia que todo lo impregna se encuentra a la mañana siguiente en la basta de la prenda que toca el suelo. El sumo sacerdote, en su túnica oficial, es la imagen de la Iglesia del Dios viviente, y su cabeza es la imagen de Cristo. El aceite de unción representa al Espíritu Santo, quien, al ser vertido sobre la cabeza de Cristo, fluye hacia abajo desde Él sobre todos los que pertenecen a Su glorioso, místico cuerpo; llegando tan abajo que aun los menos estimados, los cuales son como la basta de Su vestimenta, son impregnados por la misma y preciosa unción. Esta bella figura ilustra la unidad que, como el fruto del Amor, es forjada por el mismo Espíritu Santo que en todos los siglos, entre todas las naciones, en todas las lenguas e idiomas, entra a los corazones de los elegidos de Dios, habitando con ellos, plantándose en ellos, para nunca

dejarlos; quien habitando y obrando en todos no de acuerdo a su propia elección, sino de acuerdo a la disposición de los miembros en el cuerpo de Cristo, bajo Él como su gloriosa Cabeza, ha establecido la más bendita hermandad entre la Cabeza y sus miembros; ha entrado a cada corazón y ha penetrado hasta su estrato más profundo; ha unido a la totalidad de la asamblea de los elegidos en un glorioso y concordante todo, en perfecto Amor, ahora y para siempre. Y este poderoso hecho, que el mismo Espíritu Santo habita y obra en todos, no sólo es la profecía del Amor, sino la demostración del hecho de que el Amor existe, y que todo elemento perturbador no es más que el polvo que aún cubre el diamante, y la escoria que impide que el oro brille. Dios el Espíritu Santo vive, es, y se siente Uno en todos los hijos de Dios; y aunque cada uno experimenta esto a su propia manera, y lo expresa en su propia lengua, es Uno y el Mismo el que los consuela y obra en todos ellos. De ahí que el Espíritu Santo que vive en nosotros, ama Su propio trabajo que Él obra en otros. El Espíritu Santo en uno, no puede negarse a Sí mismo en otro. De aquí se infiere que al habitar el mismo Espíritu Santo en todos no sólo garantiza una real y sustancial unidad para el futuro y para el presente, ya sea visible o invisible, sino que el solo hecho determina que el Amor de Dios sea derramado en los corazones de los santos, dado que el Espíritu Santo siempre deberá amarse a Sí mismo. Si Él meramente revoloteara sobre la superficie de la vida del alma, esto no significaría mucho; pero no puede haber ningún estrato en el alma tan bajo que Él no lo penetre. La fuente que Él ha abierto en nosotros fluye del lugar donde las primeras pulsaciones, los más profundos motivos y obras del nuevo hombre, se originan. En la superficie podemos entonces querer otro amor; pero cuando, engañados y decepcionados por ese amor, con corazones compungidos sentimos que no se puede confiar en la criatura, entonces encontramos al fondo de nuestra propia alma el mismo viejo, fiel, bendito y divino Amor mediante el cual el Espíritu Santo nos consuela y nos enseña a consolar a otros. Aunque en tiempos de indiferencia todo puede parecer perdido, no necesitamos temer, porque tan pronto como las fundaciones del alma son descubiertas, la presencia de ese Amor eterno se manifiesta. Por debajo, en la vida oculta, mística, yace el fundamento de todo amor en la presencia del Espíritu Santo. Dios es Amor, y a través del Espíritu Santo el Amor vive en todos los hijos de Dios; y estos hijos, unidos bajo Su gloriosa Cabeza en un cuerpo, son uno—uno por el mismo renacer, por la misma vida, y el mismo Amor; y, si fuera posible de una vez remover toda la basura y contaminación terrenal, veríamos el brillo de ese Amor en todos y entre todos, hermoso y glorioso.

XXI. El Amor del Espíritu Santo en Nosotros “Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste.”—Mat. xxiii. 37. La Escritura no sólo enseña que el Espíritu Santo habita en nosotros, y con Él el Amor, sino también que Él derrama ese amor en nuestros corazones. Este derramamiento no se refiere a la venida de la Persona del Espíritu Santo, porque una persona no puede derramarse. Él llega, toma posesión, y habita en nosotros; pero aquello que es derramado debe consistir en innumerables partículas. El verbo “derramar” se usa principalmente refiriéndose al agua, grano, o fruta; es decir, de líquidos o sólidos compuestos de partes o partículas de un tipo que pasan de un receptáculo a otro. En la Escritura, el verbo se usa metafóricamente. Ana dijo: “He derramado mi alma delante de Jehová” (1 Sam. i. 15); el Salmista: “Derramad delante de Él vuestro corazón” (Salmos lxii. 8); Isaías: "Derramaron oración cuando los castigaste” (Isa. xxvi. 16). “Derramar,” siempre significa que el corazón está lleno hasta rebalsar con tantas quejas, preocupaciones, tristezas, o angustias que ya no las puede contener, y las vierte delante de Dios o los hombres en gemidos y plegarias.

Con referencia a Dios, leemos que Él derramó la fiereza de Su ira sobre Sus enemigos; y nuevamente, "que Él derramará el Espíritu de plegaria y súplica." En el primer pasaje, la metáfora es tomada de la granizada que sobreviene al viajero y lo postra. De la misma manera, los golpes de la divina ira descienden como granizo sobre las cabezas de sus enemigos y los postran. Y en el segundo, se quiere decir que con un poder abrumador Su pueblo estará constreñido a la plegaria. En este último sentido, la Escritura lo aplica frecuentemente al advenimiento del Espíritu Santo. Tanto profetas como apóstoles declaran que Jehová derramará Su Espíritu sobre todos. Finalmente, leemos que el Espíritu Santo fue derramado. Pero aun aquí debe retenerse el significado principal de la palabra, porque por el derramamiento del Espíritu Santo entendemos la afluencia a nuestros corazones, o a la Iglesia, de una multitud de poderes del mismo tipo que llenan el vacío del alma. Puede objetarse—y esto merece cuidadosa consideración—que en este pensamiento contradecimos nuestra afirmación anterior, que es el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad, que toma posesión del corazón y habita allí; porque ahora decimos que no es la Persona que entra, sino una obra, un elemento, un poder que es derramado. Pero, en vez de ser contradictorias, estas dos son iguales; sólo que por su conexión mutua, nos dan una visión más correcta—y eso es justo lo que necesitamos. Cuando llevo una lámpara encendida a una pieza oscura, entro como el portador de la luz, mientras al mismo tiempo la luz se derrama en la pieza. Estas dos no deben ser confundidas. No soy yo el derramado, sino la luz. Yo entro a la pieza, pero la luz es llevada a ella. Y esto es exactamente lo que hace el Espíritu Santo. Cuando Él entra al corazón, el brillo de Su persona se derrama allí. Es cierto que en estos casos el Espíritu Santo es mencionado en un sentido algo modificado, pero lo mismo es cierto cuando hablamos de la luz. De una luz que se acerca decimos, “Ahí viene la luz,” aunque sabemos que alguien trae la luz. Al amanecer decimos, "El sol está saliendo," aunque sería más correcto decir: "La luz del sol está saliendo." En forma similar, el nombre del Espíritu Santo se usa en la Escritura en una doble forma: primero, en relación a la Tercera Persona de la Trinidad; segundo, en relación al brillo celestial y a la bendita actividad que Él lleva Consigo. Y en vez de estar más o menos incorrecto, este doble uso del nombre es mucho más correcto en relación al Espíritu Santo que cuando se refiere a la luz artificial o al sol. Debemos recordar que hay una diferencia entre la lámpara y la luz que irradia; y que el inmenso cuerpo del sol y su luz son también dos cosas diferentes. Pero esto no es así en relación al Espíritu Santo. No existe diferencia entre Él y Sus operaciones. Hacemos la distinción para asistir a nuestra representación, pero en realidad no existe. Allí donde está el Espíritu Santo, Él obra; y donde Él obra, allí está el Espíritu Santo. Son lo mismo. Él uno es incluso impensable sin el otro. Existe una ventaja en el uso de la metáfora "derramar." Esta enseña que la morada del Espíritu Santo en la congregación de los elegidos no es ni inefectiva, ni por compulsión manteniéndose al margen de sus personas; sino que Él no puede venir a ellos sin derramarse en ellos. Y, habitando en los elegidos, Él no duerme ni permanece en un eterno sábado, encerrándose ociosamente en sus corazones; pero como divino Trabajador, busca llenar sus personas individuales desde dentro, derramando el arroyo de Su brillo divino a través de cada espacio. Pero no debemos imaginar que cada creyente sea llenado e impregnado instantáneamente con ese brillo. Por el contrario, el Espíritu Santo lo encuentra lleno de todo tipo de maldad y falsedad. Hay iniquidades amontonadas por todos lados. Horribles pecados surgen por debajo. La consciencia de su amarga miseria espiritual lo acosa. Más aun, su corazón está dividido por muchos muros y divisiones. Incluso la luz más brillante no puede penetrar el todo de una vez; y lejos la mayor parte permanece, al menos por el presente, en la más profunda oscuridad. De aquí sigue que, cuando el Espíritu Santo ha entrado al corazón del hombre, Su trabajo no ha terminado, sino que ha recién comenzado—una obra tan difícil que sólo el poder del Espíritu Santo lo puede realizar. Su forma de proceder no consiste en usar su poder divino para obligar al hombre como si fuera material o bloque, sino para, mediante el poder del amor y la

compasión, influenciar y energizar los impulsos de la débil voluntad de manera que sienta el efecto, se incline, y finalmente consienta ser el templo del Espíritu Santo. Una vez firmemente establecido, Él gradualmente somete los más ocultos impulsos e intensiones de la personalidad del santo al poder de Su Amor, para así prevalecer. Para este fin, Él utiliza al mismo tiempo los medios externos de la palabra predicada que penetra la conciencia y coge a la persona, y la operación interna de bendecir la palabra y hacerla efectiva. Esta operación es diferente en cada persona. En uno procede con maravillosa velocidad; en otro, el progreso es excesivamente lento, siendo frenado por una seria reacción que en algunos casos excepcionales sólo es superada con el último aliento. Es raro encontrar dos hombres en quienes la graciosa operación sea completamente igual. No puede negarse que el Espíritu Santo a menudo se encuentre con seria oposición por parte del santo: no por enemistad, porque ya no es un enemigo, sino porque es ordenado a apartarse del pecado, a renunciar a sus ídolos, a sus afecciones pecaminosas, a las muchas cosas que parecen ser indispensables para su felicidad y su vida; y especialmente cuando, apuntando a la cruz, el Espíritu Santo le impone sacrificios, lo persigue con aflicciones, lo cubre de ignominia. Entonces esa oposición se puede tornar tan fuerte y severa que uno casi podría decir: "Él ya no es más un hijo de Dios." Y el Espíritu Santo soporta toda esta resistencia con infinita compasión, y la supera y elimina con eterna misericordia. ¿Quién, que no es un extraño para su propio corazón, no recuerda cuántos años demoró antes de ceder en un cierto punto de resistencia; como siempre evitó enfrentarlo; inquietamente se opuso, para al final terminar con el tema acordando una especie de modus vivendi entre él y el Espíritu Santo? Pero el Espíritu Santo no cesó, no le dio descanso; una y otra vez se escuchó ese golpeteo familiar, el llamado en su corazón de esa voz familiar. Y después de años de resistencia no pudo más que ceder al final; se tornó como fuego en sus huesos, y gritó: “Tú, Jehová, eres más fuerte que yo; Tú has prevalecido.” De esta forma, el Espíritu Santo rompe cada muro de división, derramando Su luz en todos los lugares vacíos del corazón, abriendo gradualmente cada puerta, logrando acceso a las cámaras más secretas del alma, incluso a las bóvedas debajo de la estructura de nuestro ser, hasta que finalmente, ya sea antes o en la muerte, el derramamiento de Su luminosidad se completa en toda nuestra personalidad, y el corazón entero se ha transformado en su templo. Esta labor es ejecutada sólo por medio del Amor. El Espíritu Santo se permite ser afligido, provocado, e insultado; pero nunca cesa. Nunca se cansa de repetir lo mismo al oído que una vez fue sordo. En nuestro pasado o presente no puede haber pecado, no importa cuán bajo sea, del cual Él no nos consuele, el cual Él no perdone. Él provee un bálsamo curativo para cada herida interna. Él siempre tiene una palabra reconfortante para todos los que están fatigados. Es Amor que siempre nos llena con vergüenza; pero al mismo tiempo siempre nos levanta, nunca desesperándose, incesante en su devoción. No es meramente un Amor por los hombres en general, sino en el sentido más exclusivo un Amor personal para el individuo; no sólo Amor por los redimidos tomados como una multitud, sino un Amor individual, con un tinte particular para satisfacer la especial peculiaridad de nuestro ser. No es sólo una misericordia por todos los que sufren, como aquella de la enfermera para los pacientes de su sala, sino amor que no puede satisfacer las necesidades de cualquier otro, pero es para mí en lo personal precisamente lo que debe ser y que no puede ser de otra manera. De ahí la divina paciencia para ganarte. Uno podría decir: "Existen miles de otros a quienes Él podría tomar e influenciar con mucho menos trabajo quizás." Pero esa no es la cuestión. Con toda la profundidad de Su Amor divino, Él te buscó personalmente. Es Amor en el sentido más rico, puro, tierno de la palabra. El Espíritu Santo prevalece al amarnos, al proveer Su Amor, al respirar Amor, mientras, al mismo tiempo, Su victoria trae Amor a nuestros corazones. Permite que entre en tu alma, y Él traerá el Amor que imperceptiblemente se imparte a tu corazón e inclinación. Cedemos, no

porque estemos obligados por una fuerza superior, sino que al ser atraídos por el Amor, somos afectados de tal manera que no lo podemos resistir. Y este es el glorioso, divino, y hermoso arte del cual el Espíritu Santo es el principal Artista. Sólo Él lo entiende, y aquellos a quienes Ha enseñado. Todo otro amor no es más que una débil sombra o tenue imitación. No hasta que a través del Amor el Espíritu Santo haya prevalecido, puede el Amor entrar a nuestros corazones. Y entonces nosotros, los anteriormente pecadores y egoístas, aprendemos a apreciar el Amor.

XXII. El Amor y el Consolador “En el Espíritu Santo, en amor sincero.”—2 Cor. vi. 6. La pregunta es, "¿En qué sentido es el derramamiento de Amor una obra siempre continua, que nunca termina?” El Amor aquí se toma en su sentido más elevado y puro. El amor que da sus bienes a los pobres y su cuerpo para ser quemado está fuera de discusión. San Pablo declara que uno puede hacer estas cosas y aún ser nada más que un metal que suena, que carece por completo de la más mínima chispa del verdadero y real Amor. En 2 Cor. vi. 6, el apóstol menciona los motivos de su celo por la causa de Cristo; y es notable que entre ellas menciona estas tres, en el siguiente orden: “En bondad, en el Espíritu Santo, en amor sincero.” La bondad indica benevolencia general y disposición al sacrificio; de éstas encontramos entre hombres de mundo muchos ejemplos que nos avergüenzan. Luego vienen las estimulantes y animantes influencias del Espíritu Santo; finalmente, el Amor sincero que es el verdadero, real, y divino Amor. En su himno al amor eterno el apóstol nos da una exquisita delineación de este "Amor sincero"; el cual no dejará de provocar la admiración de los santos en la tierra mientras el gusto por las melodías celestiales permanezca en sus corazones: "El Amor es sufrido, es benigno; el Amor no tiene envidia, el Amor no es jactancioso, no se envanece; y un no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El Amor nunca deja de ser… Por ahora vemos en un espejo, oscuramente; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido. Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el Amor” (1 Cor. xiii. 4-8, 12-13). Esto enseña cómo el Espíritu Santo desarrolla Su obra de Amor. Y de esa forma, dice el apóstol, deberá estar el fruto de su trabajo en nuestros corazones. Muy bien; si tal es el glorioso fruto de Su trabajo y los hombres conocen al árbol por sus frutos, ¿no podremos concluir que esto no es sino la descripción de Su propia obra de Amor? El medio empleado por el Espíritu Santo para derramar el amor de Dios en nuestros corazones es simplemente el Amor. Al amarnos Él enseña el amor. Al aplicar el amor a nosotros, al consumir amor en nosotros, Él nos inculca el amor. El Amor del Espíritu Santo ha hecho posible el derramamiento de amor en nuestros corazones. Tal como, de acuerdo a 1 Cor. xiii, el Amor debe manifestarse en nuestras vidas, el Espíritu Santo lo ha forjado en nuestros corazones. Con infinita paciencia y bondad buscó conquistarnos. Del amor que dimos al Padre y al Hijo Él nunca estuvo celoso, sino que se regocijó en él. Su Amor nunca hizo una exhibición de nosotros conduciéndonos a tentaciones insoportables. Nunca nos impresionó siendo egoísta, sino que siempre ministrando amor. Siempre se acomodó a las necesidades y condiciones de nuestros corazones. No importa cuán afligido estuviera, nunca fue provocado. Nunca nos malentendió o sospechó de nosotros, sino que siempre nos estimuló a nuevas esperanzas. Por tanto, se regocijó no en la iniquidad para santificarla, sino cuando la verdad

prevaleció en nosotros. Y cuando nos desviamos e hicimos el mal, cubrió el mal susurrando en nuestro oído que aún creía y esperaba puras cosas buenas de nosotros. Por tanto, soportó en nosotros todo mal, toda fealdad, todas las contradicciones. No nos falló como la lámpara que se apaga en la oscuridad. El Amor del Espíritu Santo nunca falla. Y mientras aquí gozamos de toda Su dulzura y ternura, profetiza que sólo en otra vida manifestará la plenitud de Su luminosidad y gloria, porque en la tierra se le conoce sólo parcialmente. Su dicha perfecta sólo aparecerá cuando, no mirando más por medio del vidrio a lo fenomenal, contemplaremos las verdades eternas. Porque por más que todo el resto falle, siendo entre nuestras bendiciones espirituales el más elevado, el más rico, por lo tanto el más grandioso, el Amor permanecerá para siempre. De esta forma comenzamos a entender algo acerca del Consuelo. Cristo llama al Espíritu Santo el “Consolador.” Él dice: “Yo os daré otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre” (Juan xiv. 16). Esto no se refiere a "sólo consuelo en la vida y en la muerte," porque eso consiste en "que no estoy solo, sino pertenezco a mi fiel Salvador Jesucristo" (Heid. Cat., p. 1). Cristo habla, no de consuelo, sino del Consolador. No una cosa, un evento, o un hecho, como el pago del rescate en el Calvario, sino de una Persona, quien por Su aparición personal viene en realidad a consolarnos. Abrumados por la angustia y la tristeza, no hemos perdido el consuelo, porque nada puede venir a nosotros sin la voluntad de nuestro Padre celestial; pero podemos haber perdido al Consolador. Es una cosa estar vigilando al costado de la cama de mi hijo enfermo, y recordar que aun esta aflicción puede ser para la gloria de Dios y una bendición para el niño; y es otra cosa muy diferente cuando un fiel padre entra a la pieza, y viendo mis lágrimas las seca; viendo mi tristeza busca cómo sacarla de mi corazón; con el calor de su amor, me trata con ternura en la frialdad de mi desolación; e inclinando mi cabeza contra su pecho me mira esperanzado a los ojos; y suavizando mi frente, con santa animación, me apunta hacia el cielo, inspirándome con confianza en mi Padre celestial. El consuelo es un tesoro depositado del cual puedo pedir prestado; es como el sacrificio de Cristo en quien está todo mi consuelo, porque, en el Calvario el abrió para toda la casa de Israel una fuente para la limpieza del pecado y la inmundicia. Pero un consolador es una persona, que, cuando yo no puedo ir a la fuente y ni siquiera la puedo ver, va por mí y llena su cántaro y pone las gotas refrescantes en mis labios quemantes. Cuando Ismael yacía muriendo de sed, el consuelo de su madre estaba cerca, en la grieta de la roca desde donde el agua salía en chorros; aun con el consuelo tan cerca podría haber muerto. Pero cuando el ángel de Jehová apareció y le mostró el agua, entonces Agar había encontrado a su Consolador. Y tal es el Espíritu Santo. Mientras Jesús caminó sobre la tierra Él fue el Consolador de Sus discípulos. Él los levantó cuando tropezaban; cuando estaban desalentados y angustiados por el temor y la duda, Él fue su fiel Salvador y Consolador. Pero Él mismo no fue consolado. Cuando estando en Getsemaní, estando muy triste aun ante la muerte, les pidió consuelo, ellos no se lo pudieron dar. No tenían fuerzas; durmieron y no pudieron vigilar con Él siquiera una hora. Así es que luchó solo, desconsolado e incómodo, hasta que vino un ángel que hizo lo que los pecadores no podían hacer, consolar al Salvador en Su angustia. Cuando estaba a punto de marcharse de la tierra, Jesús supo de antemano lo desolados que estarían sus discípulos. Eran cañas débiles, indefensas, rotas. Tal como la delgada vid se aferra al roble, asimismo se aferraban a su Señor. Y ahora, cuando el árbol iba a ser removido y las vides iban a yacer en el suelo en una masa enmarañada, necesitaban ser consolados como uno a quien su madre consuela. ¿Iban ahora a quedar como huérfanos, dado que Él que les había consolado aun más tiernamente que una madre tendría que irse? Y Jesús responde: "No, no los dejaré huérfanos, les enviaré otro Consolador, y Él permanecerá con ustedes para siempre." De esta manera el profundo significado de la palabra de Cristo, que el Espíritu Santo es nuestro consolador, naturalmente se revela. Por supuesto, para que pueda consolarnos Él debe estar personalmente con nosotros. Uno sólo puede consolar por medio del amor. Es el levantar de la cruz demasiado pesada de los hombros, el constante susurro de palabras de amor, el recoger

de las lágrimas, el escuchar pacientemente las quejas de nuestra aflicción, el compadecer nuestros sufrimientos, el estar oprimido por nuestras angustias, la identificación con nuestra persona que sufre. Con seguridad, aun un obsequio puede proveer consuelo; una carta de una tierra lejana puede emitir un rayo de esperanza al alma atribulada; pero consolarnos de tal forma que la carga caiga de nuestros hombros, y que el alma reviva y ame, esperando regocijarse en su amor—tal consuelo sólo podemos esperar de la persona viviente, quien, viniendo a nosotros con la llave de nuestro corazón, nos trata con ternura con el calor de su propia alma. Y como nadie más puede estar siempre con nosotros, entrar completamente en nuestras tristezas, entendernos completamente y consolarnos con amor infinito, resulta que el Espíritu Santo es el Consolador. Él permanece con nosotros para siempre, entra en los lugares profundos de cada alma, cada palpitación del corazón, es capaz de relevarnos de todas nuestras preocupaciones, lleva todos nuestros problemas sobre Sí mismo, y por Sus palabras de amor tiernas y divinas y Su dulce comunión nos levanta de nuestra condición desconsolada. Esta gloriosa obra del Espíritu Santo debe ser estudiada con extremo cuidado. Se puede comparar, no con aquella del artista que esculpe una estatua de mármol, sino con aquella madre piadosa quien con amor sacrificado estudia los caracteres de sus hijos, vigila sus almas mientras ellos mismos no tienen pensamiento alguno de ello, los cuida en la enfermedad, reza con ellos y para ellos para que puedan aprender a rezar por sí mismos, presta un oído oyente a sus pequeñas quejas, y quien a través de todo esto expende la energía de su alma con advertencias y admoniciones, con reprimendas, luego caricias, para atraer sus almas a Dios. Sin embargo, aun en esto no hay comparación; porque todos los sacrificios de la madre más piadosa, y todo el consuelo con el cual consuela a sus hijos, son absolutamente nada comparado con el exquisito y divino consuelo del Espíritu Santo. ¡Oh, ese Consolador, el Espíritu Santo, que nunca deja de preocuparse por los hijos de Dios, que siempre reanuda con nueva vida el tejido de sus almas, aunque su obstinación ha roto los hilos! En la tierra no hay una comparación adecuada para ello. En la vida humana puede haber un tipo en alguna parte; pero no existe una imagen de tamaño real capaz de medir este consuelo divino. Es del todo singular, del todo divino, la medida de todo otro consuelo. El consuelo mediante el cual consolamos a otros tiene valor y significado sólo cuando brilla con la chispa del consuelo divino. El Cantar de los Cantares contiene una descripción del tierno amor de Emanuel por su Iglesia: Él, el Novio que llama a la novia; ella, la novia que languidece con amor por su Novio dado por Dios. Esto es, por lo tanto, algo totalmente diferente: el amor, no de consuelo, sino de la más tierna, más íntima comunión y mutuo pertenecerse el uno al otro; el uno no feliz sin el otro; destinados el uno para el otro; unidos por la divina ordenanza, y en virtud de esa misma ordenanza, miserables a no ser que el uno posea al otro. Tal no es el amor del Espíritu Santo en el consuelo. La comunión de Cristo y la Iglesia es para el tiempo y la eternidad; pero, el consuelo del Espíritu Santo cesará—no Su obra de Amor, sino aquella de consolar. El consuelo puede ser administrado mientras haya uno sin consuelo y desconsolado. En tanto Israel deba rezar para ser liberada de las iniquidades; en tanto fluyan las lágrimas; en tanto exista amarga tristeza y angustia—durante todo ese tiempo, el Espíritu Santo será nuestro Consolador. Pero cuando el pecado se termine y la miseria ya no exista, cuando la muerte sea abolida y la última tristeza sea soportada y la última lágrima sea secada, entonces, yo pregunto, ¿qué le queda al Espíritu Santo por consolar? ¿Cómo podría haber aún lugar para un Consolador? ¿Entonces por qué dijo Jehová, "Yo os daré otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre”? (Juan xiv. 16) Yo respondo con otra pregunta: ¿Es para el honor del niño que, mientras llora por el consuelo de su madre, la olvida tan pronto la tristeza ha pasado? Esto no puede ser; esto sería una negación de la naturaleza del amor. Aquel que está verdaderamente consolado abriga para su consolador un sentido tan intenso de gratitud, obligación y apego que no puede mantenerse en silencio, sino que después de haber disfrutado del consuelo anhela

también la dulzura del amor. Lo mismo es cierto en relación al Espíritu Santo. Cuando Él nos haya consolado de nuestra última angustia, y nos haya apartado de la tristeza para siempre, entonces no podremos decir, "Oh Espíritu Santo, ahora te puedes retirar en paz"; al contrario, estaremos obligados a gritar, "Oh, refréscanos y enriquécenos ahora con Vuestro Amor para siempre.” Esto no sería así si el pecado aún habitara en nosotros; porque el pecado hace que uno sea tan mal agradecido y autosuficiente que después de haber probado el consuelo pueda olvidarse del Consolador. Pero entre los benditos no hay ingratitud; sino que por una profunda compulsión interior amaremos y alabaremos a aquel que, con amor cautivante, nos ha consolado divinamente. Por lo tanto el Consolador que ha de retirarse después de habernos consolado no puede ser el Consolador de los hijos de Dios. Por eso Jesús aseguró a sus discípulos: “No los dejaré desconsolados. Yo os daré otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre.”

XXIII. El Mayor de Ellos es el Amor “El mayor de ellos es el Amor.”—1 Cor. xiii. 13. Que el derramamiento del Amor y el brillo de su fuego a través del corazón es el trabajo eterno del Espíritu Santo, es afirmado concisamente por San Pablo en el último verso de su himno de Amor. La Fe, La Esperanza, y el Amor son los más preciados dones de Dios; pero el Amor sobrepasa por lejos a los otros en preciosidad. Comparados con todos los dones celestiales, La Fe, La Esperanza, y el Amor están en lo más alto, pero de estos tres el Amor es el más grandioso. Todos los dones espirituales son preciosos, y con santo celo el apóstol los codicia, especialmente el don de la profecía; pero, entre los diversos caminos para obtener dones espirituales, él conoce un camino aun más excelente, a saber, el camino real del Amor. Sabemos que algunos nos niegan el derecho a interpretar de esta manera el verso decimotercero; pero con poco efecto. Afirmar que en la vida celestial la fe y la esperanza, al igual que el Amor, permanecerán para siempre, se opone a la enseñanza general de la Escritura, y especialmente al curso de razonamiento de San Pablo. En su Epístola a los Corintos, opone la fe a la vista, diciendo, “Por fe andamos, no por vista” (2 Cor. V. 7); por lo cual no puede estar queriendo decir que después de todo la fe continuará cuando se transforme en vista. Si la fe es la evidencia de cosas no vistas, ¿cómo puede continuar cuando veamos cara a cara? ¿Cómo es posible sostener que San Pablo representa la fe como un don eterno cuando en el decimosegundo verso dice, "Entonces conoceré como fui conocido”? (1 Cor. xiii. 12). Y hace la misma representación en relación a la esperanza, "Porque en esperanza fuimos salvos,” agregando, "La esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo?” (Rom. viii. 24). Por lo cual la fe y la esperanza no pueden ser representadas como elementos permanentes y perdurables en nuestro tesoro espiritual. Ni la fe ni la esperanza pertenecen a la herencia legada a nosotros por testamento. Constituyen fuentes de vida y alegría espiritual para nosotros ahora, porque aún no poseemos la herencia; pero una vez que la herencia es nuestra, ¿por qué deberíamos preocuparnos aún por el testamento? Como prueba y seriedad de que la herencia no puede perderse, el testamento es muy preciado para nosotros; pero cuando la herencia es entregada a nuestras manos es un mero papel de desecho, y sólo la herencia tiene valor. Incluso los Doctores Beets y Van Oosterzee, a pesar de que eligen caminar por senderos algo diferentes a aquellos de los padres, conceden este punto completamente, como muestran claramente sus hermosos comentarios del último verso de 2 Cor. xiii, el Dr. Beets escribe: "Sin causa aparente, al final de la digresión sobre la excelencia del amor, el apóstol menciona la fe y la esperanza antes del amor. Es evidente que, mientras piensa en lo último, no puede pasar por alto lo primero. ¿No podemos inferir de esto que la fe y la esperanza son tan esenciales para el cristiano como lo es el amor? ¡Un cristiano sin amor! Es de hecho una contradicción de términos. El apóstol dice: ’Aquel que no tiene amor no es nada.’ ¿Cómo podría

serlo cristiano? ¡Ah, qué decepción, que hipocresía, qué horrible pecado disfrazar una vida sin amor, un corazón sin amor bajo el nombre de cristiano! Pero, ¿qué piensa usted de un cristiano sin esperanza? ¿No es esto igual de absurdo e igual de ofensivo? ¡Qué! La vida y la inmortalidad traída a la luz por Jesucristo; Él la Resurrección y la Vida, poseyendo las palabras de vida eterna; Su Evangelio las buenas nuevas del perdón de los pecados, de la reconciliación con Dios, de un cielo abierto de dicha; ¡y todavía se piensa que es posible que en medio del sufrimiento y la tristeza actual un cristiano pueda vivir sin la posibilidad y la expectativa de un futuro tan glorioso! ¡Sin esperanza! ¿No es éste un rasgo fatal en el triste cuadro del ciego pagano que hace el apóstol? ¿No es lo mismo que estar sin Cristo? ¿Sin Dios? Ciertamente, sin Cristo, ningún hombre puede conocer esta esperanza, y nadie que conozca a Cristo puede estar sin ella. "Y nuevamente, ¿se puede ser cristiano sin fe en Dios, que ‘tanto amó al mundo que dio a su único Hijo, para que quienquiera crea en Él no muera, mas tenga vida eterna’? ¿Sin fe en Cristo que ha dicho, ‘que no se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en Mí’? ¿Sin fe en esa fiel y verdadera palabra de la divina promesa que se centra en el hecho de que Jesucristo ha venido al mundo a salvar a los pecadores? ¿Un cristiano sin fe—no digo el poder de la fe mediante la cual el puede remover montañas, sino sin la fe que es la evidencia de cosas no vistas? Lector, si quizás tú eres uno de tales cristianos, ¿cuál es tu cristianismo? ¿En qué te beneficias? ¿Con qué derecho, con qué conciencia, con qué propósito persistes en pretender el nombre de cristiano? Un cristiano sin fe es uno sin esperanza; y como tal es un mortal, un pecador sin consuelo en la vida y en la muerte. "Quizás algunos responderán: ‘Aun como tal mi Cristianismo puede ser muy importante para mí, y servirme el más alto y mejor propósito, si sólo me causa ir al amor. Aunque yo tuviera fe que me permitiera mover montañas, y no tuviera amor, no sería nada. Sólo a través del amor uno es algo, es mucho, es todo. Teniendo amor, tengo suficiente; y teniendo amor, no puedo estar del todo sin esperanza. Siendo estos tres igualmente indispensables, son igualmente inseparables del cristiano. Ningún cristiano sin fe, sin esperanza, sin amor. Ninguna esperanza cristiana ni amor cristiano sin fe cristiana. Y, por otro lado, ninguna fe cristiana sin esperanza cristiana; ni fe cristiana sin amor cristiano. Fe, Esperanza, Amor; estos tres originan el uno del otro; se sostienen el uno al otro; estos tres son uno; se hacen uno más y más; se fortalecen, se purifican, se regeneran mutuamente. El amor no es el primero, ni tampoco la esperanza, sino la fe. Sin embargo, la fe es imposible, aun por un momento, sin esperanza y amor. "Pero entre estas tres, que son indispensables para el cristiano y absolutamente entre ellas, el amor es el más grande y más excelente de todos: "Primero, por su importancia para el cristiano. La fe es la salvación interior, y la esperanza es la felicidad renacida del hombre caído; pero el amor es la perfección creciente del hombre restablecido. "Segundo, por su relación con Dios. De la fe y de la esperanza Dios es el Objeto y el Ejemplo. Creer en Dios es lanzarse a los brazos de Dios; tener esperanza es descansar en Su corazón; pero, amar es llevar Su imagen. Su propio Ser es Amor. Amar es divino. Dios es Amor, y aquel que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. "Tercero, el amor es más grande por sus obras. Del profundamente enraizado árbol de la fe, es el fruto que glorifica a Dios y la sombra que difunde una bendición. Por el amor todos los que creen son uno; por él se fortalecen, se sirven, y se soportan mutuamente. ‘El amor edifica.’ Construye el Cuerpo del Señor; propaga Su Iglesia entre la raza pecadora, y continúa Su trabajo de amor. Por amor Su Iglesia, Su Cruz, Su Persona encuentran gracia y honor en los ojos de los no creyentes. Avergüenza la incredulidad y calla la burla. "Cuarto, el amor es más grande en razón de su resistencia; el Amor nunca falla. Cuando el tiempo se funde en la eternidad, la profecía estará en silencio. Cuando los redimidos de todas las naciones se unan en el canto del Cordero, las lenguas cesarán; y el conocimiento parcial desaparecerá cuando llegue aquel que es perfecto. Y cuando todo sea vista no habrá más lugar para la fe; y ¿dónde estará la esperanza cuando todo se haya cumplido?

"Finalmente, el amor nunca falla. Cuando este corruptible se haya puesto la incorrupción, y este mortal se haya puesto la inmortalidad; cuando sea revelado a nosotros aquello que seremos; cuando inclinados en adoración lo veamos a Él como Él es, en quien, aunque no lo veamos, sin embargo, creyendo, nos regocijemos con alegría indecible y llena de gloria, entonces todo nuestro ser, toda nuestra fe y esperanza, será sólo amor. Entonces el amor, purificado de su última mancha y habiendo logrado su más alta verdad, será en nosotros para siempre la fuente inagotable de felicidad y el poder inagotable de la actividad glorificadora de Dios. Sólo entonces nos daremos cuenta perfectamente, es decir para siempre, lo que significa amar, y también qué poco han sabido del amor aquellos que, negando el amor de Dios en Cristo, consideraron el ejercicio del santo amor consistente con la perseverancia en la incredulidad blasfema.” Y el Dr. Van Oosterzee ha escrito con no menos ánimo: "Son nobles compañeras aun cuando las consideramos cada una por sí sola: la fe, no meramente una cierta confianza del alma en la realidad de cosas invisibles, y en la certeza de la revelación de Dios en Jesucristo, sino aquella fe salvadora que construye sobre la Persona y la obra del Redentor; que entra en la más cercana comunión con Él; esperanza en el perfecto cumplimiento de todas las promesas de Dios que son amén en Jesucristo; y el Amor que une al creyente, no sólo con Dios y Cristo, sino con todos sus hermanos y hermanas en el Señor, y con toda la raza que en el cielo y la tierra lleva el nombre de Dios. "Un hermoso cuadro: a la derecha, la Fe abrazando la Cruz salvadora; a la izquierda, la Esperanza apoyándose en el ancla infalible; y al medio, el Amor sujetando en su mano el corazón ardiente, su sacrificio diario consagrado al Dios del Amor. Y sin embargo, aunque en la representación deben estar separadas, en la realidad no pueden estarlo, siendo compañeras inseparables, no sólo de cada cristiano, sino también de cada cual. Porque, ¿qué es la fe, sin esperanza y sin amor? Una fría convicción del entendimiento, pero sin el poder avivante en el corazón, y sin fruto maduro en la vida. Sin esperanza, la fe no podría ver el cielo siquiera una vez; pero aunque pudiera entrar al cielo sin el amor, perdería su más alta felicidad. Y, ¿qué es la esperanza, sin fe y sin amor? A lo más un vano engaño, seguido de un doloroso despertar; una flor fragante que pronto ha de marchitarse sin siquiera una vez dar fruto. Y finalmente, ¿qué es el amor sin esperanza y sin fe? Quizás el brotar del sentimiento natural; pero de ninguna manera un principio espiritual, vital. Si el amor no cree, debe morir; y si no tiene esperanza además de amor, debe ser una fuente de inmensurable sufrimiento. "Separar una de estas tres hermanas de las otras es escribir la sentencia de muerte de la una, y destruir la belleza de las otras. Inseparablemente unidas, sin embargo, merecen ser llamadas compañeras en el más amplio sentido de la palabra. La fe es mucho, la esperanza es más, el amor es lo máximo. La fe nos une con Dios; la esperanza nos levanta hasta Dios; pero el amor nos hace conformes a Dios, porque Dios es Amor. La fe es la hija de la humildad, la esperanza es el vástago de la persecución, pero el amor es el fruto de la fe y la esperanza juntas. Mediante la fe y la esperanza en cierto sentido nos buscamos a nosotros mismos; sólo el amor nos hace olvidarnos de nosotros mismos, trabajando para la salvación de otros. La fe se arrodilla en la habitación, y la esperanza, en santo éxtasis, ve abrirse los cielos; pero entonces el amor nos envía de vuelta al mundo para impartir a otros el tesoro de consuelo ahí recibido. Sí, del amor, no de la fe ni de la esperanza, se puede decir que nunca falla. La fe se transforma en vista y la esperanza en placer, porque ¿por qué el hombre ha de tener esperanzas por algo que ya ha visto? Pero aun ante el trono de Dios, el amor permanece tan joven como cuando nació por primera vez en el corazón. Aún ahí el lazo de perfección es al mismo tiempo la condición y la promesa de un infinito aumento en la santidad y en la bienaventuranza; y, por lo tanto, es el más grande para siempre, tanto aquí como allá, aunque su nombre está meramente en tercer lugar. Para el cristiano aquí estas tres son compañeras constantes; no importa qué pueda cambiar y desaparecer, ellas permanecerán, porque son una marca inmutable de cada creyente. Deben permanecer, o todo nuestro cristianismo se transformará en una forma sin vida. Ellas permanecerán, porque son sublimemente divinas y verdaderamente humanas. Puede que la fe tenga que luchar con la oscuridad, la esperanza con la duda, el amor con la resistencia; pero donde Cristo verdaderamente vive en el corazón, deberán permanecer para siempre.”

Hay, por supuesto, expresiones en estos pasajes que son de la exclusiva responsabilidad de estos dos divinos; queremos mostrar sólo que estos dos hombres han sentido fuertemente que la superioridad de lugar y calidad del Amor es principalmente conspicua por el hecho de que, mientras la fe y la esperanza eventualmente cesarán, el amor permanece para siempre. Ciertamente, la fe y la esperanza no cesan en el sentido que cesan otros dones espirituales. La palabra "temporal" tiene un doble significado. Temporal es el gusano que muere y del cual nada queda. Temporal es la oruga que debe morir como gusano, pero que surge hermosa nuevamente como una mariposa. Lo mismo es cierto de la fe y la esperanza, al compararse con los dones espirituales de hablar en lenguas y sanar a los enfermos. Los últimos fallaran completamente. Ellos desaparecerán completamente. Ellos se desvanecerán, como dice San Pablo en 1 Cor. xiii. 8. Pero el fracaso de la fe y de la esperanza no pueden tomarse en ese sentido. Ellas fracasan sólo para surgir nuevamente en una forma más completa, más rica, y más bella de vista y goce. Pero el amor no conoce esta metamorfosis. No sólo permanece para siempre, sino que permanece inmutable. En el hecho de que todos los otros dones perecen o cambian, y que sólo el amor es eterno, vemos el permanente trabajo del Espíritu Santo brillando en los corazones de los creyentes; en nuestra meditación sobre el Amor comprendemos su propia obra en todas sus profundidades, incluso hasta la raíz.

XXIV. El Amor en los Benditos “Que Dios sea todo en todos.”—1 Cor. xv. 28. La santificación y el derrame de amor no son la misma cosa. Antes de la caída, Adán no podría haber sido el sujeto de ningún acto de santificación, porque era santo; pero el Amor podría haber sido derramado en su corazón en forma más rica, más completamente, y más abundantemente. Y esto habría sido la obra del Espíritu Santo. Sólo los impíos necesitan santificación; pero suponer que el Amor se agota en la victoria sobre el egoísmo es un gran error. Por supuesto, el egoísmo es totalmente inconsistente con el Amor; pero el Amor no es la mera ausencia de egoísmo, como en Adán; ni su reprensión y victoria a costa de sangre en el santo; de hecho, el Amor empieza a revelarse y desarrollarse sólo después de que los últimos rastros de egoísmo han sido totalmente borrados. Lo mismo es cierto de la salud, que no es meramente deshacerse de la enfermedad y su sutil veneno; porque entonces sólo los convalecientes podrían ser denominados saludables, y la real vida saludable y la vida de salud estarían fuera de la cuestión. Por el contrario, la salud existe independientemente de la enfermedad; la antecede, y la expulsa cuando invade el sistema; porque esta es una de sus operaciones esenciales. Y después de su lucha con la enfermedad continúa en forma más rica y exuberante, como si no hubiera existido enfermedad alguna, desarrollando poderes y ofreciendo placeres cada vez más nuevos y gloriosos. De la misma manera el Amor antecede al egoísmo. Y cuando el egoísmo apareció, el Amor inmediatamente se preparó para expulsarlo. Y habiendo tenido éxito, su trabajo no estuvo concluido, sino que continuó su vida de amor como si nada hubiera ocurrido. La victoria sobre un enemigo invasor no termina la existencia nacional, sino que el desarrollo y la prosperidad de la nación continúan callada y agradecidamente. Satanás invadió el Paraíso, la morada del Amor, y con todos sus poderes malignos de egoísmo se opuso al Amor. Entonces el Amor tuvo que luchar, no porque estuviera en su naturaleza, sino en defensa propia. En realidad, puede que no deje de luchar hasta que el egoísmo esté bajo perfecto control. Y cuando el dominio del Amor está seguro, el amor no se reclina en un sueño eterno, sino que con un fuerte impulso y Santa animación continúa desplegando su Santa y reposada vida. Esta lucha no se combate separadamente en todo corazón. El hecho de que Satanás es el autor e inspirador de todo egoísmo comprueba la relación mutua del egoísmo en todo corazón. Hasta cierto punto incluso el egoísmo es organizado. Por lo tanto, la victoria sobre un egoísmo

individual no es de utilidad mientras continúe el egoísmo en otros. El egoísmo de uno necesariamente afectará al otro, y el amor no puede celebrar su triunfo. Es cierto, en la muerte Dios elimina todo pecado de nuestros corazones; y por lo que a nosotros concierne, el egoísmo es eliminado. Aquel que despierta en la eternidad con egoísmo en su corazón va camino al infierno. Pero aunque en la muerte Dios con Su gracia elimina los últimos rastros de egoísmo de los corazones de sus elegidos, la guerra contra el egoísmo no ha finalizado. Porque aun desde el cielo Cristo emprende la guerra, hasta la hora en que, como el verdadero Miguel, con todos Sus ángeles propinará el último golpe a Satanás y sus demonios impíos. Y si inmediatamente después de la muerte los elegidos gozan con Emanuel de la comunión del Amor, entonces por supuesto que participarán con Él en su conflicto contra Satanás y lucharán con Él día y noche. Ningún santo puede ver luchar a su Salvador y permanecer neutral. No, el Amor de Dios es tan profundo, inspirador, y cautivante que no puede sino entrar en el conflicto. No sabemos cómo participan del conflicto en el cielo los redimidos. Cuando en tiempos de guerra los maridos, los padres y los hijos salen a enfrentarse con el enemigo, las esposas, las madres y las hijas se quedan en el hogar y nunca ven el campo de batalla, pero sin embargo son partícipes del conflicto: en sus corazones y plegarias; por sus cartas de amor inspirando a los hombres en el campo; con sus propias manos proveyendo para sus necesidades; cuidando a los heridos y moribundos; honrando a los héroes que retornan y a los que cayeron batallando. Aun en la tierra uno puede participar en la lucha sin mover un pie, sin empuñar arma alguna excepto el Amor. Esto responde en alguna medida la pregunta de cómo participan los redimidos en el cielo en la guerra junto con Miguel contra Satanás: mediante el gran amor en sus corazones; y por anticipación gozan del cumplimiento de la promesa de que con Emanuel se sentarán sobre Su trono. Sin embargo, esta condición es sólo provisoria y terminará con el amanecer de ese día notable cuando desde el cielo se escuche el grito, "Consumado es,” como una vez se escuchó desde el Calvario: "¡Consumado es!” Entonces, con el último enemigo destruido, todos estarán sujetos a Cristo. Entonces terminado todo egoísmo, toda impiedad, y siendo vencida toda oposición al Amor, los hijos de Dios gozarán de una existencia eterna e inalterada en que el Amor logrará su apogeo; y este es, como lo expresa la Escritura: "Que Dios será todo en todos.” "Dios todo en todos,” considerado en conexión con la obra del Espíritu de derramar el amor de Dios en los corazones de los santos, arroja nueva luz sobre el tema. Si mediante Su morada interior el Espíritu Santo derrama el Amor de Dios en los corazones de los santos, y hace que ese Amor fluya como ríos de agua sobre los campos de su vida espiritual; si este cultivar el Amor es su más apropiada obra, entonces este “Dios todo en todos" es inmediatamente inundado de luz. Porque entonces significa ni más ni menos que el Espíritu Santo, habiendo entrado en el último de los elegidos, habitará en los corazones de todos los santos; habrá impregnado todo el cuerpo de Cristo tan completamente que el egoísmo no solamente será expulsado, y finalizado el conflicto con el egoísmo, sino que ni siquiera será recordado, ni temido su posible regreso. A pesar de que "Dios todo en todos" tiene indudablemente referencias a Satanás y a los perdidos, porque ellos permanecerán para siempre bajo el furor del Todopoderoso y serán consumidos por Su ira; no obstante, en su correcto y completo significado se refiere sólo a los elegidos. Sólo en ellos Él establece Su morada personalmente; sólo en ellos Él se transformó en algo; sólo en ellos Él se tornó gradualmente más y más; sólo en ellos Él se transformó en todo. "En todos,” refiriéndose al número de los elegidos, significa que en ellos, no individualmente, sino colectivamente como el cuerpo de Cristo, el triunfo del Amor será completo. Pero aun entonces el trabajo del Espíritu Santo no está terminado, pero de ahí en adelante continuará para siempre. Entonces la felicidad celestial sólo comenzará a revelarse en una forma totalmente divina, y sin el más mínimo impedimento la Rosa del Amor mostrará su brillante belleza. Cuando, como novio saliendo de sus aposentos, el sol surge del vientre de la mañana y hace que sus rayos dorados luchen con las nubes oscuras de la noche que se va,

hasta que, habiéndolas dispersado a todas, se incorpora como magnífico conquistador en el profundo azul de un cielo sin nubes, su esplendor no declina entonces con los últimos vapores que se desvanecen, sino sólo comienza a brillar con mayor fulgor y poder. Y lo mismo es cierto del Sol del Amor. Primero pelea y lucha para vencer la resistencia de las nubes oscuras y los vapores del egoísmo; y sólo gradualmente, después de lo que pareciera un conflicto interminable, Él tiene éxito en dispersarlas y expulsarlas ante el esplendor de Su brillantez. Pero cuando la victoria es suya, y el Sol del Amor se muestra finalmente en deslumbrante gloria en el cielo sin nubes, entonces, y sólo entonces, comienza a mostrar Su belleza perfecta y a irradiar sus rayos benditos y acariciantes. Después del día del juicio, el Espíritu Santo no puede dejar de alimentar, cultivar, y fortalecer el Amor de Dios en los elegidos; porque, si sólo por un momento los abandonara, dejarían de ser Sus hijos, y el cuerpo de Cristo perdería la ligadura que lo ata a su sagrada Cabeza. Los elegidos de Dios no existen sin la existencia interior del Espíritu Santo. Obtenemos todo lo que somos no de nosotros mismos, sino por ese rico Morador en nuestros corazones. Nosotros, su pobre anfitrión, no tenemos nada, y de nuestro tesoro no podemos producir siquiera un grano de amor; pero nuestra rica Visita obra en nosotros con toda Su riqueza. O en realidad, no con los Suyos propios, sino con las riquezas de los méritos de la Cruz de Cristo; y con pródigas manos el gasta esos méritos de la Cruz en el pobre dueño de la casa, haciéndolo indeciblemente rico. Pero Él hace esto, no de tal manera de hacer del Santo el poseedor de un capital independiente, a ser gastado sin el Espíritu Santo. No, es el Espíritu Santo quien de momento a momento sujeta la lámpara que irradia el brillo del Amor en el corazón en Su propia mano. Por lo tanto, si después del juicio, el Espíritu Santo dejara de trabajar en los corazones de los santos o se alejara de, toda su vida, luz, y amor serían apagados de una vez. Son lo que son por Su existencia interior, y el Amor puede celebrar su triunfo sólo al impregnar toda su personalidad con Sus influencias. Y qué es esto, sino que "Dios es todo en todos"; puesto que por el Espíritu Santo incluso el Padre y el Hijo vienen a habitar en ellos. Debido a los variados obstáculos que ahora impiden que la luz y el brillo del Amor los impregnen, esta existencia interior es bastante imperfecta. Aún en el cielo está obstaculizada en mayor o menor grado, debido al conflicto de Cristo y su gente contra Satanás. Pero después del juicio, terminándose para siempre estos obstáculos internos y conflictos externos, la obra del Espíritu Santo penetrará desde el centro a la circunferencia y desplegará gloriosamente la belleza interior del cuerpo de Cristo.

XXV. La Comunión de los Santos “Un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación.”—Ef. iv. 4. Clasificar el amor entre las obras del Espíritu Santo no es una invención nueva. En relación a esto, asignar al amor un lugar tan conspicuo puede ser nuevo, pero la doctrina misma es tan antigua como el Credo Apostólico, el cual confiesa: "Creo en el Espíritu Santo; en la Iglesia Santa, Apostólica, Cristiana, en la comunión de los santos.” Pues, ¿qué es la comunión de los santos sino el Amor en su manifestación más noble y rica? ¿Y cómo es presentada aquí sino como el propio fruto del Espíritu Santo? La obra del Padre se confiesa primero; aquella del Hijo en la Encarnación segundo; y en relación a la obra del Espíritu Santo, la Iglesia confiesa que esta no aparece en la creación, ni en la Encarnación, sino en la comunión de los santos, la cual, entre los hombres, es la expresión más tierna y gloriosa del amor. "Comunión de santos,” es decir, el régimen del Amor, no entre los egoístas, los débiles, los no puestos a prueba, los nuevos principiantes, sino entre los iniciados hijos de Dios, cuya vida es de Dios; una comunión cuyo anticipo se disfruta en la tierra, pero cuyo goce completo sólo puede encontrarse en el cielo; una comunión dulce y bendita, porque es pura, y procede sólo de santas impresiones; no fluyendo del corazón del hombre, sino derramada en él desde las

alturas cuando de pecador se transformó en santo, y desarrollándose en él más cálida y tiernamente en la medida que en su persona el hombre nuevo se pronuncia más y más; una comunión encontrada entre santos, no por casualidad, porque nace del hecho de que son santos, enraizado en el hecho de que son santos, y derivado de Aquel que los santificó. Por lo tanto, es un amor que la muerte no puede destruir; que, más fuerte que la muerte, continuará en tanto existan santos, inextinguible, para siempre. Por tanto, es evidente que los padres tenían un profundo conocimiento del magnífico pensamiento que la obra real, característica, y perpetua del Espíritu es el derramamiento del amor; y lo han expresado en una forma hermosa y artística. El Espíritu Santo no era para ellos una Persona mística en la Divinidad, a quien miraban maravillados, sino Dios el Espíritu Santo obrando con poder omnipotente dentro y alrededor de ellos. Por lo tanto, seguían la confesión del Espíritu Santo con aquella de su creación, es decir la Iglesia Santa, Católica, Cristiana, que es el cuerpo de Cristo; y esa por la confesión de la comunión de los santos, forjada por el Espíritu Santo en la Iglesia. La Iglesia y la comunión de santos son dos cosas. La primera se originó y existió antes de que hubiera la más mínima señal de la segunda. La Iglesia existe y continúa, aunque en tiempos desfavorables la comunión de los santos sufre pérdidas. El niño recién nacido no tiene conciencia de su relación con la familia. Vive, pero sin adhesión, inclinación, amor, ni lazo de unión alguno por la familia. El amor de hecho sí ejerce su influencia sobre él, y se preocupa por él, pero no vive ni en él ni a través de él. Por lo tanto, no existe comunión entre él y los otros miembros de la familia. Y lo mismo es cierto de la Iglesia. Ella puede existir, vivir, y aumentar antes de que exista una consciente comunión de santos. Por esta razón, la comunión de santos puede languidecer, desaparecer aparentemente, sí, incluso transformarse en amargura. Por lo tanto la Iglesia y la comunión de los santos son dos cosas. Primero la Iglesia, que es el cuerpo, luego la comunión de los santos, que es su sustento y alimento. Por tanto se lee, no que veo o pruebo el sabor, sino creo en la comunión de los santos. La comunión de los santos pertenece a las cosas invisibles y desconocidas, que en la tierra son parte del tenor de la fe, y que en la Nueva Jerusalén se transformarán en una rica y bendita experiencia. Porque este artículo de fe habla, no de una comunión de unos pocos santos, miembros del mismo círculo pequeño, sino de "la comunión de los santos"; y esta rica y comprensiva confesión no puede ser empequeñecida por una concepción estrecha de ella. La comunión de unos pocos santos no es algo desconocido en la tierra. Y existen pocos lugares donde algunos de los queridos hijos de Dios no viven juntos en dulce camaradería. Pero un círculo tan pequeño no constituye de ninguna manera el cuerpo de Cristo; y tal dulce camaradería sería injuriosa si no se considera el hecho, que debe ser una comunión de todos los santos de Dios en la tierra—del presente, pasado, y futuro. Para alguien viviendo en un oscuro caserío, la comunión de los santos constituye la conciencia de que pertenece a una familia muy rica, numerosa, santa, y elegida; y que, en lugar de alguna vez ser enajenado de ella, estará unido cada vez más de cerca a ella. Es el sagrado conocimiento que todos los santos del Antiguo y del Nuevo Pacto, todos los héroes y heroínas, la completa nube de testigos, junto con apóstoles, profetas, y mártires, y los redimidos en el cielo, no son extraños para él, sino que junto a él pertenecen al mismo cuerpo; no sólo de nombre, sino en realidad, como será manifestado gloriosamente de una vez. Es el preciado consuelo para el corazón solitario que, en todos los confines de la tierra, entre las naciones y las gentes, en cada ciudad y pueblo, Dios tiene a los suyos a quienes ha llamado y reunido hacia la vida eterna; y que yo comparto con ellos la misma vida, poseo la misma esperanza y vocación, y sostengo con ellos, no importa cuán imperceptiblemente, la más tierna y sagrada comunión; sí, la firme y positiva seguridad de que si la tierra llegara repentinamente a su fin, sólo serían salvados aquellos que, siendo poseídos de un principio eterno, tuvieran el poder para florecer para siempre, y que todos los santos de Dios se mostrarían como una familia sagrada, en cuyo círculo sagrado hasta los más mínimos de Sus sirvientes brillarían como piedras preciosas.

Y por lo tanto, esta gloriosa comunión ya no debe ser menospreciada confinándola al propio entorno pequeño, y a menudo superficial. Por supuesto que no hay objeción cuando amigos que viven en el mismo lugar, que se reúnen juntos en el Señor, entendiéndose mutuamente, y edificándose mutuamente a través de la Palabra, hablan de su pequeño círculo en conexión con la comunión de los santos. Porque, dondequiera que santos moren juntos en amor y adoración, ahí efectivamente la comunión de los santos rompe a través de las nubes, y concede a ellos un vistazo de su brillo y gloria. Pero, aunque tal morar juntos en unidad se presenta en conexión con la comunión de los santos, y es resultado de ella, y proporciona un anticipo de lo que será en algún momento, es sólo una pequeña parte y un débil reflejo de la realidad. En un círculo tal, no importa cuán bueno, devoto y santo, los corazones se vuelven excluyentes. Comparado con el gran círculo mundial, no puede ser otra cosa que una pequeña compañía. Y esto necesariamente le imparte algo privado y exclusivo; en tanto la comunión de los santos es totalmente lo contrario; no excluyente, sino incluyente. No es una idea que cierra la puerta y cierra las ventanas; sino que, abriendo de par en par puertas y ventanas, camina a través de los cuatro rincones de la tierra, busca tiempos pretéritos, y mira hacia adelante a los tiempos que vendrán. La comunión de los santos abre sus brazos lo más ampliamente posible. ¡Oh Dios mío! ¡Cómo puedo abarcar y abrazar a todos los queridos hijos a quienes Tú a través de los tiempos has regenerado y aún regeneras, los redimidos tanto en el cielo como en la tierra! Hay unos pocos de generaciones anteriores cuyos libros yacen abiertos sobre nuestra mesa, de manera que con Calvino podemos orar, o con gloria agustina en un Dios perdonador de pecados, o con Owen perdernos en la contemplación de las excelencias de Cristo, o caminar con Comrie por los senderos de la divina virtud. Pero ¿qué son estos pocos que hablan en comparación con los miles que están silenciosos; que fueron cada uno a su modo dotados y adornados divinamente con dones espirituales; que en el cielo se mostrarán brillantes con coronas, nuestros hermanos y hermanas ahora y para siempre? La comunión de los santos grita: "Alarguen sus cuerdas y afirmen sus estacas.” Porque es la comunión no con cientos, sino con miles; no con diez mil, sino con millones; una multitud que ningún hombre puede contar, como gotas de agua en el mar de cristal que está ante el trono de Dios. Y esta comunión de los santos será real: no limitada como en esta vida terrenal, donde viviendo juntos en la misma ciudad nos juntamos a lo sumo diez veces al año; sino un verdadero vivir juntos la misma vida, comiendo juntos en la misma mesa, bebiendo de la misma copa, pensando el mismo pensamiento, regocijados por la misma felicidad, adorando las mismas misericordias insondables de nuestro Dios. En Europa nuestra asociación con miles es ahora mucho más plena y rica que alguna vez la conocieron nuestros padres. Los medios de comunicación han mejorado y se han multiplicado maravillosamente. El telégrafo y el teléfono permiten al hombre una comunicación no confinada a lugar ni a distancia. Jamás se pensó contar con algo así. Nunca se le ocurrió al hombre que en quince minutos un santo en América podría intercambiar pensamientos con un hermano en Europa. Esta comunión de los santos era entonces para ellos un acertijo no solucionado. Pero para nosotros el velo se ha levantado parcialmente. En realidad vemos algo en ello: la intercomunicación del pensamiento en el más mínimo detalle, no confinado por la distancia, cruzando océanos, unificando continentes. Y sin embargo, ¿qué son el telégrafo y el teléfono comparados con los poderes de la era que vendrá? Y de esta forma vamos a tientas por la oscuridad y nos preguntamos cómo será cuando ya no exista distancia, cuando las ayudas materiales sean superfluas, cuando los hijos de Dios, activos en cualquier parte del cielo, gozarán de una comunión plena, rica, e íntima, hechos uno con Emanuel, todos participando del mismo amor. ¿Por qué es la comunión de los santos un artículo del credo de la Iglesia en la tierra? (1) Porque en el mundo invisible incluso ahora es una realidad; (2) porque está implícito en la naturaleza del caso; y (3) porque ya está activa en el germen. Primero, ya existe en el mundo invisible; porque arriba hay un Iglesia triunfante. Millones han dormido en su Señor, y han entrado a las aulas de la eterna Luz. Y aunque para ellos la gloria completa del Reino no está revelada, demorándose como lo hace hasta después del Día del

juicio, y la ausencia del cuerpo glorificado aún detracta de la completa comunión de los santos, incluso ahora los santos y mártires que se han ido viven en tal felicidad celestial que la palabra del Salmista, "Mirad cuán bueno y cuán delicioso es para los hermanos habitar juntos en la unidad,” sólo puede ser aplicado a aquella compañía celestial. Segundo, y aunque en ese sentido no se le encuentra en la tierra, sin embargo está insinuado y si existe en la naturaleza del caso; y como tal, debe ser el objeto de la fe. Profesamos creer en el Espíritu Santo, quien no vive separado de la Iglesia, sino que ha descendido a la Iglesia y a todos los miembros de Cristo, en quienes mora y obra; y tal hecho Él busca traer a sus conciencias individuales. Y como es la esencia de la auto-negación por parte del santo dejar que el Espíritu Santo obre en él más y más, siendo él sólo un colaborador, es evidente que la actividad de la fe debe tener este único resultado: que hay en todos los santos de Dios un solo Trabajador, trabajando en ti y en mí y en todos los que aman la aparición del Señor Jesucristo. Este es un hecho del cual estamos todos conscientes, cuyo resultado debe ser la más íntima armonía de vida, un crecimiento desde la misma raíz, y una fuerte y mutua atracción entre todos sus miembros. En el único Espíritu Santo debe concentrarse el trabajo en las almas de todos. Puede que no aparezca en la superficie, pero debajo de la superficie todas estas aguas deben fluir juntas en la comunión de los santos. Tercero, y esto es verificado por la experiencia; porque claramente descubrimos su germen en la tierra. Hasta cierto punto es evidente en nuestro propio círculo íntimo: en la lectura de antiguos libros, y en el cantar de antiguos himnos; es evidente cuando escuchamos cómo la obra de Dios prospera o sufre en otros lugares, en otros países, y entre otras naciones. Porque, cualquiera sean las diferencias, esto notamos, que es el mismo lenguaje de amor que se habla en los confines de la tierra; que entre todos los hombres es la misma humillación y levantamiento del pecador; una bendita, divina comunión que los hombres atestiguan en cada lengua humana. Sí, aun más, hay pocos hijos de Dios que en algún momento de sus vidas no han visto ampliarse su horizonte espiritual, y no han escuchado, por así decirlo, el Canto del Cordero ascendiendo de los confines de la tierra, e innumerables multitudes gritando: "También glorificamos en el Amor que es eterno, misericordioso, y divino; también somos los peregrinos de Sión, la Ciudad del Dios Viviente.” Esta es la actividad de la fe que, escapando de las actuales limitaciones, se glorifica en la ilimitada comunión de los santos de Dios, que aún llevan la cruz, o que ya llevan la corona.

XXVI. La Comunión de Bienes “Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros.”—1 Juan i. 7. La comunión de los santos está en la Luz. Sólo en el cielo, en las aulas de la eterna Luz, brillará con brillo no atenuado. Incluso en la tierra sus delicias se conocen sólo en la medida en que los santos caminan en la luz. La comunión de los santos es una sagrada confederación; una unión de accionistas en la misma sagrada empresa; una sociedad de todos los hijos de Dios; una unión esencial para el goce de un bien común; una firma no de la tierra, sino del cielo, en donde los miembros tienen igual participación, que no es tomada de su propia riqueza, sino legada a su favor por Otro. No se piense que esto tiene mucho sabor a laicismo. Aun el Señor Jesús comparó el reino del cielo con un mercader, y con alguien que había encontrado un tesoro en el campo. Y nuestro Catecismo también explica la comunión de los santos como la posesión de un bien común, diciendo que incluye dos cosas: Primero, ser partícipes de Cristo y de todas Sus riquezas y dones. Segundo, la obligación de emplear estos dones para la ventaja y salvación de otros miembros. Originalmente la comunión de los santos se tomaba en el sentido absoluto de incluir la comunión en las posesiones terrenales. De ahí el particular fenómeno en Jerusalén de tener

todo en común. Vendieron sus posesiones y depositaron lo obtenido en la Tesorería común, que estaba en manos de los apóstoles. Y de aquí eran sostenidos los pobres y aquellos que antes habían sido ricos. Por lo tanto, no había ni ricos ni pobres, sino que había igualdad. En relación a esta comunión de bienes, existen opiniones contrapuestas. Algunos la han tomado como una indicación de que todos los cristianos deberían renunciar a sus posesiones privadas, y vivir a la manera de los monjes, como miembros de una única familia; en tanto otros han desaprobado de ella considerándola una extravagancia de fanatismo cristiano. Ambos extremos son insostenibles. La Escritura parece estar mostrando que este esfuerzo generoso y entusiasta por escapar de la plaga de la pobreza era no sólo no rentable para unos pocos, sino que causaba un terrible sufrimiento que se extendía a toda la Iglesia. Al menos, en sus epístolas, San Pablo habla una y otra vez de los santos empobrecidos de Jerusalén quienes siempre estaban necesitando de una colecta y estaban en peligro de inanición. En otros lugares que no tenían una comunión de bienes había un excedente; y en Jerusalén, donde las posesiones se habían dividido en gran escala, la gente sufría escasez. Esto muestra convincentemente que la división de la propiedad, o comunión de bienes, no es la forma ordenada por Dios para sobreponerse a la pobreza o para lograr un estado de mayor prosperidad mutua. Los esfuerzos posteriores de varias sectas en Roma para lograr un ideal similar en una escala más pequeña y cuidadosa se encontró con fracasos similares. Y las empresas laicas de Proudhon y otras llegaron a resultados similarmente miserables. Pero es igualmente erróneo suponer que este fracaso nos justifica en condenar a la Iglesia primitiva de Jerusalén por este acto. Esto sería inconsistente con el sostenimiento de la autoridad apostólica. Los apóstoles tuvieron un rol en esta materia; ayudaron a la Iglesia a recibir el dinero para su distribución. Por lo tanto, romper el sello de los apóstoles de este heroico acto de la Iglesia de Jerusalén es simplemente imposible. Deberíamos ser cuidadosos en no condenar lo que los apóstoles han estampado en su propio manual. A juzgar por los resultados, esta comunión de bienes y la posterior miseria produjeron preciados frutos; en parte por el hecho de que la Iglesia de Jerusalén fue de este modo impedida de recaer en las actividades mundanas y al apego a casas y tierras; y con mayor fuerza en el otro hecho de que este mismo empobrecimiento de la Iglesia se transformó en el medio por el cual se previno el quiebre entre las iglesias de Palestina y aquellas del mundo de los Gentiles. La angustia de Jerusalén apagó el creciente orgullo del corazón judío; y el goce de impartir a otros ablandó los corazones en Corinto y en Macedonia. San Pablo, viajando a Jerusalén, llevando consigo tesoro europeo, sujeta en su mano la cuerda de plata que mantiene juntas y por corto tiempo une a las atribuladas iglesias. Pero, aparte de estos buenos resultados, la división de la propiedad encarna algo aun mayor y de más sagrada importancia, que esencialmente le pertenece a la primera congregación cristiana. La intercomunicación internacional se desarrolló gradualmente; la traducción de la Palabra de Dios a los idiomas del mundo para la predicación universal del Evangelio tomaría muchos siglos. Aún hoy no es universal; y sólo en el cielo, después del juicio, surgirá el himno a la Sagrada Trinidad desde todas las gentes y lenguas. Y sin embargo, mientras esto se demoraba, y la Iglesia del Nuevo Testamento estaba recién empezando manifestarse, a Dios le plació en Pentecostés, mediante el milagro de las lenguas, hacer que los hombres escucharan el glorioso mensaje que venía de los labios de los apóstoles, a cada uno en su propio lenguaje. Y lo mismo es cierto en relación a la comunión de bienes. Incluso esto algún día será una realidad. Los bienes externos, visibles del cielo serán para el mutuo goce de todos los redimidos. Pero, a raíz del pecado y las limitaciones actuales, esto es imposible ahora. En el Paraíso la posesión privada estaba fuera de discusión. Ni Adán ni Eva tenían cosa alguna que no perteneciera a ambos. El jardín entero era de ellos y su posesión era mutua. La división tuvo lugar sólo después de llegar la ruptura, y continuará mientras dure la ruptura. Pero tal como en Pentecostés el milagro de las lenguas fue una profecía, una manifestación, y una incipiente realización de lo que ante el Trono del Cordero será una realidad gloriosa, universal, asimismo la comunión de los bienes fue la profecía, la manifestación, y la incipiente realización de lo que será la comunión de dones externos en la gloria celestial.

No sólo hay una inmortalidad del alma, sino también una resurrección del cuerpo. Por tanto la gloria de la Nueva Jerusalén no puede ser presentada como consistiendo sólo en lo espiritual e invisible. El cielo existe, y en ese cielo Cristo se sienta sobre el trono en el cuerpo que el Padre ha preparado para Él. La casa del Padre no es una ficción, sino una verdadera ciudad con muchas mansiones; y cuando llegue la gloria, después del gran y notable día del Señor, la felicidad de los hijos de Dios será no sólo un deleite espiritual, sino también el goce de la gloria y belleza externa y visible. Como hubo en Edén, también habrá en el cielo, bienes externos en relación con la apariencia corporal externa del hombre, donde caminará en su cuerpo glorificado. Y como el cuerpo y el alma en perfecta e indisoluble unión trabajarán en forma armoniosa, la comunión de los santos debe tener dos lados: una comunión de bien espiritual, y una comunión de la gloria externa y visible. Y en la medida que esta doble naturaleza de la comunión de los santos debía ser ilustrada a la Iglesia de Jerusalén en su perfecta unidad, entonces la comunión en el partimiento del pan tenía que ser acompañado de una comunión igualmente íntima en la posesión de bienes temporales. La división de la propiedad contenía la profecía de esta futura comunión, una profecía gloriosa que contiene una exhortación triple para la Iglesia cristiana de todos los tiempos. La primera exhortación es lo que San Pablo llama "poseer como no poseyendo"; estar suelto del mundo; el llevar a cabo consistentemente la idea de que somos sólo administradores del Señor Jesucristo, quien es el único propietario de toda la propiedad personal y bienes raíces de los hombres. Siempre es la elección entre Jehová y Mamón. Ni Baal, ni Kamosh, ni Moloc, sino la Avaricia la cual es el poder idólatra en la que aparece Satanás en contra la gloria de Jehová, especialmente entre las naciones mercantiles. Muchos hombres, por lo demás no espirituales, pueden escasamente separarse del altar de la avaricia—las cosas visibles poseen una atracción tan fuerte, y se atrincheran tan firmemente en el corazón impresionable. Comparados con los tesoros de la tierra, aquellos del cielo nos parecen algo accidental y de valor incierto. Poseer como no poseyendo es a nuestra carne una cruz demasiado amarga. Y por esta razón la Iglesia primitiva de Jerusalén aparece al comienzo de la disposición del Nuevo Pacto gloriosa en su comunión de bienes, de manera de ilustrar contra el fondo oscuro de la debilidad de Ananías y Zafira el poder del Espíritu Santo para hacer que los hijos de Dios en Jerusalén inmediatamente se desprendieran de sus posesiones terrenales. Por supuesto no duró, porque faltaban las fuerzas espirituales del Paraíso para hacerlo duradero; pero muestra el acto majestuoso del Espíritu Santo, y la majestuosa prédica que derivó de él: "No acumulen tesoros aquí en la tierra,” sino “que su tesoro esté en el cielo.” Y la segunda exhortación es que los pobres sean recordados. No meramente vendieron sus posesiones, sino que las dividieron entre los pobres; y de esta divina manifestación de amor nació la hermosa flor de la misericordia, como autóctona de la Iglesia de Cristo. Puede decirse que fue resultado de la emoción; pero recuérdese que, a no ser que las impresiones sobre nuestros corazones pecadores se produzcan en una forma muy potente, pronto serán borradas; y con esto en mente debe reconocerse que ningún otro evento pudo estampar sobre la Iglesia la impresión de misericordia, que habría de perdurar por los siglos, en tanto durara la Iglesia, que esta división general de los bienes, la cual fue forjada por la poderosa presión de las ondas de amor y la maravillosa manifestación de la obra del Espíritu Santo. Y así, por esta comunión de bienes, devino el indestructible carácter de la Iglesia de Cristo de ejercitar la misericordia, de impartir a los pobres, de abundar en las obras de benevolencia, y de interpretar a los hombres la misericordia de Dios. Pero no es que la Iglesia debiera reducirse a una sociedad benévola; aquel que propone tal cosa corta su vida de raíz. El ejercicio de la misericordia en la Iglesia de Cristo es el fruto de la Cruz. Donde esto falta, la misericordia languidece. Pero es el placer del Espíritu Santo obrar el amor, mostrar el amor, cultivar el amor, causar que el amor sea glorificado. Y dado que la vida del hombre y de la Iglesia tiene un lado espiritual y material, el Espíritu Santo persevera con Su obra por tanto tiempo y tan poderosamente que incluso el oro y la plata de la tierra son dominados por Él y lo sirven a Él. Por lo tanto, la comunión de bienes en Jerusalén es la impresionante inauguración de la obra de misericordia para toda la Iglesia de Cristo, y como tal no es otra cosa que el poder del Espíritu Santo penetrando el círculo de la vida material.

Finalmente, la tercera exhortación está contenida en el interminable grito: "He aquí, Él viene.” Los hombres en Jerusalén hace diecinueve siglos no habrían vendido y dividido sus posesiones tan libremente y fácilmente si la expectativa del retorno del Señor para juzgar no los hubiera sobrecogido con un poder tan abrumador. Indudablemente esperaban ese retorno durante sus vidas; no después de muchos días, sino en un corto plazo. Y como esta expectativa depreciaba el valor de sus posesiones, resolvieron venderlas y distribuirlas mucho más fácilmente de lo que hubiera sido posible de otra manera para sus codiciosos corazones. Y aunque había en su excitación algo sobrecargado, que los siglos posteriores han corregido, no obstante hay en este “Maranata” de la Iglesia apostólica un testimonio inestimable, que exhorta a la Iglesia de todos los tiempos a mirarlo a Él, Aquel que vendrá sobre las nubes. Con pan y copa recordamos Su muerte hasta que Él venga. Todos los apóstoles nos dirigen al futuro; y cuando, en la Revelación de San Juan, se cierra el Libro de Testamentos, nos deja sobre la cima de la montaña, desde donde no hay otra perspectiva que la gloria del retorno de Cristo. Alejando ese retorno de nuestros pensamientos, o ignorándolo totalmente, es imposible que unamos nuestra vida con la vida de Emanuel. El Espíritu Santo pone en funcionamiento la eterna obra del Amor; pero esta obra nunca está cortada del Amor del Hijo. El tesoro que distribuye el Espíritu Santo está en Emanuel. Cristo es la Bendita Cabeza de esta santa comunión en donde Él junta a los elegidos de Dios. Y, por lo tanto, la vista nunca puede quitarse de Cristo; siempre debe estar puesta en Él; no debe dejar de esperarlo a Él. El amor forjado por el Espíritu Santo es el amor de la Novia por su Novio; y así la comunión de los santos encuentra su coronamiento en la comunión más íntima del corazón con el Redentor de las almas.

XXVII. La Comunión de los Dones “Pues el propósito de este mandamiento es el amor nacido de corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida.”—1 Tim. i. 5. La comunión de bienes en Jerusalén fue un símbolo. Tipificó la comunión de los bienes espirituales que constituía el verdadero tesoro de los santos de Jerusalén. Los otros habitantes de esa ciudad poseían casas, campos, muebles, oro y plata al igual que los santos, y quizás en mayor abundancia. Pero los últimos habrían de recibir riquezas que ni el judío, ni el romano, ni el griego poseía, es decir, un tesoro en el cielo. Los santos eran sagrados, no por sí mismos, sino a través de Aquel había dicho, "Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Juan xv. 3). El Señor en efecto había ascendido al cielo, pero sólo "para recibir dones para los hombres; sí, para los rebeldes también, para que el Señor Dios pueda morar entre ellos.” Y este tesoro era Cristo Mismo. Hablando de la contribución que estaba siendo recolectada en Macedonia, Acaya, y Corinto para los santos en Jerusalén, el apóstol aconseja a la Iglesia de Corinto rendir gracias a Dios por el obsequio infinitamente más grande que el oro que iba a ser enviado a Jerusalén; y es en conexión a esto que emplea la cautivante expresión—"obsequio indecible"—el cual recibimos en la entrega del amado Hijo de Dios. Es, por lo tanto, una posesión mutua, Jesús nos tiene a nosotros, y nosotros lo tenemos a Él. Él posee a los santos, y ellos lo poseen a Él. Que Él los posea es el único consuelo en la vida y en la muerte para ellos. Pero ellos también lo poseen a Él, como el tesoro de su corazón; es para ellos la fuente de toda su riqueza y lujo. El Catecismo confiesa, por lo tanto, muy correctamente que la comunión de santos consiste primero que todo en el hecho de que ellos son partícipes de Él, y luego de sus dones. El don no está sin la Persona, ni fuera de la Persona, ni siquiera antes de la Persona. El santo es partícipe primero de Cristo, y de esta sociedad sagrada fluyen todas las otras bendiciones. Tal como la Cabeza posee al Cuerpo, y el Cuerpo posee la Cabeza, de la misma manera esto es también una posesión mutua. La Cabeza y el Cuerpo se pertenecen una al otro, aunque la Cabeza tiene esta ventaja sobre el Cuerpo, que lo comanda a su voluntad, mientras el Cuerpo

debe seguir a la Cabeza dondequiera que vaya. "A seguir al Cordero dondequiera que Él vaya," es la marca particular de esta relación mutua. Pero, con la excepción de esta marca esencial, la posesión es absoluta. Los santos pertenecen a Jesús, tanto porque el Padre los ha obsequiado y los ha traído a Él, como que Él los ha comprado, no con oro y plata, sino con Su propia preciosa sangre. Y, por el contrario, Él pertenece a sus santos, no porque por su propio trabajo ellos lo haya obtenido a Él, sino como un don de libre gracia. El Dios Trino ha ordenado al Mediador para Su gente, a quienes lo ha obsequiado y entregado; y el Mediador habiendo venido en la carne, se ha obsequiado a Sí mismo a Su gente. Cada hijo de Dios sabe por experiencia propia que Cristo es todo su tesoro. Cuando María Magdalena grita, "Se han llevado a mi Señor,” (Juan xx. 13) ella ha perdido toda la riqueza de su alma. Los santos están en la fe y tienen paz sólo cuando y en la medida que posean a Emmanuel. Él es el Único para ellos, y su Todo. Tan pronto lo encuentran, toda su pobreza se transforma en riqueza. Sin Él están ciegos y desnudos; con Él la necesidad y la miseria dejan lugar para las riquezas y la abundancia. Con Él están establecidos en el cielo. Y cuando dejen esta vida su esperanza y su suerte para la eternidad dependen de esto: si lo poseen a Él como el Salvador de sus almas, glorioso y del todo hermoso. Por lo tanto, esto es lo más importante: el gran tesoro de los santos en Jerusalén era su Señor. Esto lo incluía todo. Todos los otros tesoros eran de ellos sólo a través de Él. Poseerlo a Él era poseer todo lo que Él había obtenido para ellos, incluso la justificación y la santificación; todo el poder dado a Él por el Padre para ayuda y protección de ellos; toda la sabiduría y la luz, todos los carismas, dones de gracia, recibidos del Padre para ser distribuidos entre Su gente. Sin embargo, no podían disponer de esta sociedad, porque su tesoro estaba fuera de su alcance; no estaba en la tierra, sino en el cielo. En la actualidad permanecían pobres y perplejos; ricos en el futuro, pero ahora necesitados y desamparados. La siguiente ilustración clarificará esto. Un millonario inglés, bien provisto de billetes, se encuentra en un pueblo africano reducido a la mendicidad. Los nativos, ignorantes de su riqueza y no entendiendo el valor de los billetes, rehúsan venderle cualquier cosa a no ser que sea por su propia moneda. Por lo tanto, con todo su tesoro, él es, en ese lugar distante, pobre e indigente. De la misma manera, siendo peregrinos, y residentes por una temporada en la tierra, los santos serían espiritualmente pobres y necesitados sino hubiera un Consolador, no hubiera un Intermediario que de Su tesoro celestial pudiera proveer para todas sus necesidades durante todos los días de su peregrinaje. Y este Intermediario es el Espíritu Santo. De Sí mismo no tiene nada. Por Sí mismo jamás podría salvar a un pecador. Él nunca ha adoptó la carne ni la sangre de niños ni habitó entre nosotros; nunca sufrió, murió ni resucitó en su nombre. Todo lo que Él puede hacer es rezar por ellos con gemidos indecibles, y en divino amor puede venir a habitar con ellos. Pero lo que el Espíritu Santo no posee, Cristo sí lo posee, quien, en nuestra carne, rico en los méritos obtenidos en la cruz, vive con el Padre en nuestro nombre. Y de ese tesoro en Cristo, el Espíritu Santo toma e imparte a los santos, tal como el cambista de dinero provee al viajero inglés de su moneda nativa. No sólo Él les da el oro y la plata espiritual tal como se encuentra en la tesorería de Cristo, sino que Él los convierte a las formas requeridas por sus necesidades y conflictos actuales. Y este es el rasgo particularmente consolador de la obra del Espíritu Santo. Él no reparte promiscuamente este tesoro del cielo, sino que lo lleva a cada uno de nosotros en una forma adaptada para satisfacer todas nuestras condiciones y capacidades. Él no les da carne a los bebés y leche a los adultos, sino que a cada paciente espiritual según la naturaleza de su queja. Mejor que el paciente mismo Él entiende la naturaleza de la enfermedad, a la cual, como el Médico divino, adapta el remedio. Para los santos de Jerusalén y para aquellos del presente, Cristo debe ser una posesión común. Tal como los primeros tenían su propiedad material en común—y esto los segundos también deberían tener, en un sentido más elevado, a través de los trabajos de misericordia— asimismo tenían ellos y tenemos nosotros nuestro tesoro espiritual como una posesión común,

en el mismo Emanuel, quien enriquece a todos. Pero no siendo capaces los santos de dividir correctamente su tesoro, el Espíritu Santo lo divide para ellos. Él toma la porción de cada miembro como yace en Cristo, marcado con Su nombre, especialmente adaptado para su particular necesidad, y lo distribuye cuidadosamente y sin errores, de manera que cada santo recibe lo propio. Y mientras de esta forma cada uno es partícipe de Cristo y de sus dones, el único Cristo con Su tesoro es común para todos. En el niño vemos algo del Amor cultivado por mutua posesión. El amor entre los padres se puede haber enfriado, pero mientras ambos pueden decir de su pequeña, “ella es mía,” y "mía" pueda transformarse en "nuestra," hay esperanza de que el anterior amor pueda volver. A pesar de sus diferencias ambos poseen a la única hija, quien con todo su amor y dulzura pertenece a ambos. Y esto se aplica en un sentido más elevado a Cristo. En la Iglesia hay muchos santos y cada uno dice: "Emanuel es mi Novio." Y este testimonio individual se transforma al fin en el himno general de alabanza: "Emanuel es nuestro Señor." Ciertamente cada santo encuentra en Cristo algo especialmente adaptado para sí mismo, sin embargo, todos poseen al único Señor y a todo su tesoro. Y este es el poder mismo del amor que en bendición vela por todo. El amor puede enfriarse y en una hora malvada puede transformarse en amargura; pero esto es sólo temporal; el amor debe volver. Tal como en la riqueza de la mutua posesión, marido y mujer sintieron su unión, de la misma manera los santos, considerando su mutua posesión de Emanuel, se sienten unidos por la abrumadora impresión del Amor. "Un bautizo, una fe, un Señor, un Jesús para cada corazón,"; "un Emanuel a quien todos llaman precioso," y sólo aquí yace el poder del amor para mantener unidos, y después de una separación temporal, reunir a todos los santos de Dios. Y tal como la comunión de los bienes en Jerusalén fue un símbolo de la posesión mutua de los santos en Emanuel, de la misma manera fue también la indicación simbólica de su obligación individual, de tener los dones en posesión común, usándolos voluntaria y diligentemente para los más altos beneficios de los otros miembros. El Señor imparte "dones," "ministerios," y "operaciones," como las llama San Pablo (1 Cor. xii. 4, 5, 6); agregando que todos estos dones son del mismo Espíritu, y estos ministerios son del mismo Señor, y estas operaciones son del Dios que obra todo en todos. Y luego muestra que es el deber de los santos de usar estos dones, ministerios, y operaciones no en forma egoísta para la propia gloria, sino para el Cuerpo del Señor, que es Su Iglesia. Y por esto son más conocidos los verdaderos hijos de Dios; y se conocen mejor a sí mismos en la operación de gracia de la cual ellos son los sujetos. Porque cuando el Espíritu Santo imparte talentos y dones, el tentador susurra en el oído que será para su mejor provecho usar estos dones para la gloria de cada cual, para brillar con luz propia y hacerse un nombre entre los hombres, y que de esa forma la bendición coronare su trabajo como resultado obvio. Y, ¡ay! Muchos escuchan estos susurros y de esta forma defraudan al hogar de la fe de sus dones individuales, no entendiendo el significado de la colmena, que enseña que uno puede purificar la miel sin comérsela. Y no debemos juzgar demasiado severamente; esta tentación es mucho más fuerte de lo que muchos están dispuestos a reconocer, especialmente para los ministros de la Palabra. La gente admira tremendamente tu sermón, te alaba por él, hablan de él, y te llevan sobre sus hombros. Y por este miserable quemado de incienso uno es intoxicado antes de que se dé cuenta. Ya no se trata de si Jesús está satisfecho, si es que hay una ganancia espiritual a la gloria de Su nombre, sino casi exclusivamente: ¿Le gustó a la gente? ¿Cómo los afectó? Y al cabo de diez años de ministerio bajo la influencia de tales susurros malvados, el resultado escasamente puede ser otra cosa que el talento enterrado fuera de la vista, el sagrado oficio profanado, toda operación espiritual suspendida, y el ministro de la palabra poco más que un ministro de su propia gloria. Y la misma maldad aparece entre los laicos. Existe una falta de ternura, de amor, de consagración, frecuentemente un abuso de los dones espirituales para la gratificación del corazón ambicioso. ¡Oh, somos tan aterradoramente débiles y pecadores! De seguro, todo talento estaría enterrado y todo buen don ensuciado si es que no hubiera Espíritu

Santo, quien con poder divino y superior vela en contra de esta maldad. Porque cuando en la Iglesia despierta la conciencia, y los talentos y dones son una vez más emancipados del y yugo de la ambición egoísta, vemos en ello no nuestra obra, sino la del Espíritu Santo. Entonces cumplimos nuestro deber. Entonces revive la comunión de los santos. Entonces los santos están nuevamente listos con dones y talentos para servir al Señor y a sus hermanos. Pero el poder que forjó el milagro de amor no fue nuestro, sino del Espíritu Santo.

XXVIII. El Sufrimiento del Amor “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.”—Juan xv. 13. El amor sufre porque el espíritu del mundo es antagonista al Espíritu de Dios. El primero es impío, el Segundo es santo, no en el sentido de mera oposición al espíritu del mundo, sino porque Él es el Autor absoluto de toda santidad, siendo Dios Mismo. De ahí el conflicto. No hay punto alguno en toda la línea de la vida del mundo que no antagonice al Espíritu Santo cuando Él la toca. Cuando sea que somos tentados por el mundo e interiormente animados por el Espíritu Santo, hay una colisión en la conciencia: tan pronto como un miembro respira un espíritu mundana y otro testifica en contra de él en el Espíritu de santidad, hay problemas y distensión en la familia. Cuando en el estado, en el colegio, en la Iglesia, o en la sociedad aparece una tendencia mundana y una corriente del Espíritu divino, hay problemas y distensión para uno y todos. Estos dos se oponen mutuamente y no pueden ser reconciliados. El compromiso es imposible. Cualquiera de los dos, el espíritu mundano, al fin cierra nuestros corazones contra el Espíritu Santo, y entonces estamos perdidos; o después de un largo conflicto el Espíritu Santo vence al espíritu mundano; entonces el príncipe de este mundo no encuentra nada en nosotros, y nuestros nombres están escritos en la entrada de la Nueva Jerusalén. Y esto hace que el amor sufra. Cuando el amor aumenta en nuestros corazones, debido a la creciente actividad del Espíritu Santo, entra en conflicto con todo aquello que pertenece al espíritu del mundo y que busca mantenerse en el alma. Esto es evidente en mayor o menor grado en niños pequeños. La indulgencia es el método de educación más fácil, pero no el mejor. La mujer indulgente no ama a sus hijos, sino que los sacrifica siguiendo obedeciendo su propia debilidad. Ella encuentra más fácil no oponerse a sus maldades; evitando de esta manera las lágrimas, la contradicción, y la mala voluntad. Cuando ellos la llaman "querida madre," esto es dulce música para sus oídos; por lo tanto, nunca se ve disgustada, y antes que negarles cualquier cosa ella anticipa sus deseos. Entonces ella no los ama a ellos, sino a sí misma. Su objetivo no es el bienestar de ellos, o la realización de la voluntad de Dios en relación a ellos y a ella; sino ahorrarse el desagrado y asegurar para sí misma el afecto de los niños. Pero no es así con aquella que ama a sus hijos con el amor derramado por el Espíritu Santo. Movida por Su Amor; mirándolos en Su luz, ella busca el bienestar eterno para ellos. Para ella cada niño es un paciente que necesita medicina amarga, que ella no puede retener. Su objetivo no es la satisfacción del deseo del niño, sino su más alto beneficio en la forma de vida. Y esto causa conflicto; porque mientras la madre indulgente está siempre complacida con sus hijos y siempre lista para escuchar a los hombres alabarlos, la otra está a menudo agitada entre la esperanza y el temor, diciendo; "¿Cuál será el fin?” Más aun, llegará el momento en que su hijo, no entendiendo su amor, la resistirá; pensará que ella es hermosa sólo cuando lo consiente; cuando recompensará su devoción con mirada y voz enojada y desobediencia intencional; cuando su conversación se torne restringida; cuando, considerándola celosa de sus placeres, con un corazón rebelde se alejará de su amor; mientras que ante Dios ella está consciente de que busca sólo sus más altos y santos intereses. Hay otro cuadro de amor sufrido. Nunca surgió entre los hombres uno que tuviera más amor que Cristo. En el corazón humano el amor nunca brilló con luz más brillante, nunca resplandeció con una llama de amor más brillante. Sin medida Él había recibido el Espíritu Santo que habitó en Él, el cual lo llenó con el amor más tierno que impregnó el alma y ablandó el corazón. Su amor entendió el secreto de abrazar en la más verdadera intimidad todo lo que

era humano, y al mismo tiempo de respirar amor que vino como una bendición para cada individuo. Se entregó a la raza completa, y abre Su corazón a un judío viejo ciego en las puertas de Jericó. Tal es el poder infinito, rico, y casi omnipotente de Su amor. Abarca la eternidad, y sin embargo, sin importar cuán degradado, no hay ningún rechazado demasiado bajo para sus compasiones. ¿Y qué recepción preparó el mundo para Él? ¿Le ofreció amor, honor, y admiración? ¿Apreció Su santo Amor y encendió su propio corazón con Su llama? Por el contrario, el mundo fue ofendido por Él, no lo pudo tolerar; lo consideró un odio mortal; porque Él negó sus alegrías y placeres pecaminosos. Ni siquiera sonrió cuando estaba lleno de risas, y cuando le rogó por su aplauso, Él sólo le reprendió. Él impidió que el aristócrata de Jerusalén fuera fariseo, y al mundano de ser saduceo. Toda su apariencia era una protesta viviente contra el régimen del mundo. Por lo tanto, el mundo se opuso a Él, trató a Su amor como odio, y se lo devolvió con desprecio. Por supuesto, si Él sólo hubiera lamentado cuando estaba de duelo, hubiera bailado cuando le tocó música en el mercado, le habría construido un trono. Pero como Él lo amaba con un amor santo y no cedió a su súplica, entonces lo golpeó, amargó Su vida, y lo cubrió con vergüenza y burlas. Y cuando Él persistió en amar y amonestar, pronunció su "anatema," y el entierro de la Cruz en el calvario fue sólo una cuestión de tiempo. Y lo que le hizo a Jesús lo ha hecho a todos sus seguidores. Aquel que cede es tolerado. Aquel que deja lugar para el espíritu del mundo recibe la quema de incienso. Aquel que transa con él puede tener asegurado el honor y la gloria; pero aquel que se rehúsa a transar, amando al mundo con amor santo, debe tarde o temprano experimentar su ira. El pueblo de Dios en cada lugar y en cada nación siempre ha cantado: "Muchas son las aflicciones de los justos." Toda época tiene su historia de mártires. Y las mejores épocas de nuestra raza, en donde el Espíritu Santo ejerció su mayor poder, son los tiempos en que los santos más nobles y piadosos sufrieron las más crueles torturas y soportaron los mayores males. La causa del sufrimiento del amor yace en su origen. Dado que es el Espíritu Santo quien irradia Su calor en el corazón, y mantiene vivo el fuego de momento a momento, los impíos lo odian y lo rechazan. El amor puede soportar, pero no tolerar todas las cosas. Soporta sufrimientos, porque no tolera al espíritu mundano; mas el grito de "apacibilidad" y "moderación" nunca lo tientan a saciar el odio con el cual ha entrado en el conflicto con la impiedad. Porque el verdadero amor es también verdadero odio. Aquel que ama débilmente o falsamente no puede odiar enérgicamente. Pero si en tu corazón reina el amor ardiente, animado, entonces el odio reina junto a él. Aquel que ama lo bello odia lo feo. Aquel que ama la armonía odia la discordia. De la misma manera, aquel que se ha enamorado de la santidad ha concebido a través del Espíritu Santo un odio igualmente fuerte hacia todo lo impío. El amor por Jesús no puede existir sin el odio por Satanás. Y la mejor medida del amor de Dios en nuestros corazones es la profundidad de nuestro desprecio por el pecado. Aquel que ama al mundo odia a Dios, y ha hecho de Dios su enemigo; como señala correctamente el Catecismo: "Por naturaleza somos propensos a odiar a Dios y a nuestro vecino”; "la mente carnal es enemistad hacia Dios.” Pero el hombre cuya alma rebalsa con el amor de Dios odia al espíritu impío del mundo dentro y alrededor de él, y lucha contra ello hasta la hora de su muerte. El testimonio de David, "¿No odio, oh Jehová, a los que te aborrecen, y me enardezco contra tus enemigos?” (Salmo cxxxix. 21)—es sólo el reverso del sello del amor. Y si de entre aquellos nacidos de la voluntad del hombre jamás hubo uno que pudiera decir verdaderamente, "Señor, los odio con perfecto odio"; sin embargo, hubo Uno en cuyo corazón este odio fue profundo y verdadero, y sólo Él podía decir "que amó a Dios con todo Su corazón, con toda Su alma, con toda Su mente y con todas Sus fuerzas." Esta posición mutua es por lo tanto muy clara. Hay grados tanto en el amor como en el odio. Proporcionalmente a si el corazón late fuertemente o débilmente, es decir proporcionalmente como el espíritu de este mundo o como el Espíritu Santo habita en nosotros y nos anima a una expresión más fuerte, en esa proporción ese amor o ese odio surgirá en nosotros en más alto

grado. Y de acuerdo a ese grado será la proporción de nuestro verdadero conflicto, pena y sufrimiento. "A través del sufrimiento a la gloria," es cierto especialmente en relación al amor. Siendo amor, no puede ser neutral o insensible. Y en tanto su contacto con el hombre le causa mucho sufrimiento, este sufrimiento es aumentado por el conflicto en su propio seno. Porque este amor puro, santo se ama a sí mismo, pero sólo en un sentido santo. A pesar de que no puede purgar su corazón de una vez de todo lo que es impío e impuro, constantemente está luchando con ellos y se separa de ellos. Y dado que en ese conflicto a menudo es convencido de su propia falta de amor y fidelidad, y de haber acongojado al Amor divino, se entristece mucho. Frecuentemente se siente tan humillado en la presencia de Jesús que casi no se atreve a mirarlo; humillado en la presencia de Su Cruz; consciente de su inhabilidad para el auto sacrificio; humillado ante sus propios seres queridos a quienes debería bendecir, a quienes frecuentemente daña; y especialmente en la presencia del Espíritu Santo, que tiernamente buscó animarlo, y a quien a menudo silenció por su falta de coraje y voluntad. Y esto acongoja el alma del santo, que busca en vano la evidencia de su filiación en el amor de su propio corazón inconsistente. Y si este amor fuera del hombre, perecería al fin. Pero no lo es. Es del Espíritu Santo, derramado y esparcido por Él continuamente. Por lo tanto, nunca es aplacado; no importa cuán cerca esté de la muerte, es reanimado, y ardiendo nuevamente con una llama brillante, vuelve a entrar al conflicto. La historia ofrece la evidencia. Hubo épocas en que la Iglesia inicial fue casi exterminada; cuando los waldensianos fueron casi borrados de la faz de la tierra; cuando nuestros padres consagraron y sacrificaron sus vidas en esta tierra empapada de sangre, con el propósito de no negar al Señor su Dios. Porque entre estos mártires hubo hombres y mujeres a quienes les parecía imposible dar sus vidas por Cristo; que a menudo pensaron: "Cuando me llegue a mí, de seguro fracasaré.” Y sin embargo cuando llegó, el Espíritu Santo fortaleció estas almas con tanta gracia y en forma tan extraordinaria que el lisiado inmediatamente saltó como un ciervo, y aquellos que no creían posible ceder sus bienes, sacrificaron sus vidas en Su nombre. Entonces quedó demostrado que en el Hijo de Dios el amor de Cristo es un amor eterno, que, habiendo nacido de Su sacrificio, es más fuerte que la muerte—sí, intrépido en la presencia de la tortura y el martirio.

XXIX. El Amor en el Antiguo Pacto “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros.”—Juan xiii. 34. En relación con la obra del Espíritu Santo, de esparcir el amor de Dios en nuestros corazones, surge la pregunta: ¿Cuál es el significado de las palabras de Cristo: “Un mandamiento nuevo os doy”? ¿Cómo puede llamar a este mandato natural que es “Amarse unos a otros,” un mandamiento nuevo? Esto no ofrece ninguna dificultad para aquellos que consideran la perspectiva errónea de que Cristo, durante Su ministerio en la tierra, estableció una religión nueva y superior para reemplazar a la anticuada religión de Israel. Ellos declaran que las antiguas ideas religiosas de los Judíos eran burdas, defectuosas, y primitivas, incluso muy por debajo de la moral pagana. Entre los propios israelitas, se trataba de ojo por ojo, y diente por diente. Ellos perseguían con rencor vengativo a sus enemigos. Cantaban salmos imprecatorios. Y para colmo, consentían con el ávido deseo de sangre, que los llevaba a arrojar en contra de piedras a los inocentes bebés de sus enemigos. Entre esta gente ruda y bárbara fue que Jesús se levantó para proclamar una religión superior y más noble. Él dijo: “Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo. Oísteis que fue dicho: aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo:

Amad a vuestros enemigos. Y cualquier cosa de corta visión que Moisés haya enseñado al antiguo Israel, Yo, Jesús, les doy un mandamiento nuevo, Que os améis unos a otros.” En este sentido, las palabras “mandamiento nuevo” no ofrecen ninguna dificultad. “Nuevo,” que representa a la religión cristiana, se opone a “antiguo,” que simboliza la ley de Moisés. Pero, a pesar de ser convincente, esta representación es completamente falsa y hechos evidentes la contradicen. Cristo introduce el tema en Mt. v. 17-20, cuando muestra que Él no opone Su Evangelio como un código moral superior al código anticuado e inferior de Moisés; sino que Su objetivo, al oponerse a las falsas interpretaciones de Moisés que hacen las escuelas rabínicas liberales, es el de devolverle a la ley de Moisés su posición legítima. Él dice: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. No sólo en un sentido general, como si la semilla de valor que pueda contener, sólo necesitara que se le despoje de su cubierta exterior para poder ser desarrollada; sino que para dar cumplimiento a su sola jota o tilde. Mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos.” Desde el versículo 20, es claro que Él se opone, no a la justicia de Moisés, sino a la falsa interpretación de la misma, que fue llevada a cabo por los rabinos liberales. Y luego de esta introducción, Él continúa: “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo” (Mt. v. 43). ¿Alguna vez ha encontrado esto en el Antiguo Testamento? En efecto, no; por el contrario, en Pr. xxv. 21 dice: “Si el que te aborrece tuviere hambre, dale de comer pan, Y si tuviere sed, dale de beber agua,” y en Éx. xxiii. 4, 5, se le enseñó a Israel: “Si encontrares el buey de tu enemigo o su asno extraviado, vuelve a llevárselo. Si vieres el asno del que te aborrece caído debajo de su carga, ¿le dejarás sin ayuda? Antes bien le ayudarás a levantarlo.” Por lo tanto, es injusto decir que el Antiguo Testamento enseña una moral baja y perversa, ya que inculca exactamente lo contrario. Las palabras rechazadas por Jesús no se encuentran en el Antiguo Testamento, sino en los escritos de los rabinos liberales. Con “Liberal,” nos referimos a muchos de los rabinos que no respaldaron esta interpretación. Esto demuestra que un hombre realmente se rebaja a sí mismo cuando pone en boca de Jesús, una acusación en contra del Antiguo Testamento, la cual en realidad sólo puede ser proferida en contra de los rabinos liberales. Sin entrar en los detalles de Mat. v. 21 a continuación, existe otro motivo por el cual “mandamiento nuevo” no puede ser interpretado como hacer que la ley del amor cristiano se oponga al mandamiento mosaico del odio. Si Mt. v. 43, “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo,” había sido el antiguo mandamiento de Moisés, Jesús se pudo haber opuesto a él por medio de este nuevo mandamiento: “Pero yo os digo: Amarás a tu prójimo y a tu enemigo.” Eso habría tenido sentido. Pero, del “mandamiento nuevo” Él no habla en este pasaje, sino en Juan xiii. 34, donde Él trata, no del amor por el enemigo, sino del amor cordial y fraternal. Él acaba de lavar los pies de los discípulos; ningún enemigo se encuentra presente, Él está entre amigos. Y luego no dice, “Moisés os ha dado el mandamiento antiguo de amaros unos a otros, pero yo digo, amad incluso a vuestros enemigos, y este es Mi nuevo mandamiento,” sino, “Un mandamiento nuevo os doy, Que [en vuestro propio círculo] os améis unos a otros.” Por lo tanto, es evidente que toda esta representación referente a que el nuevo mandamiento del amor se encontraba en oposición al mandamiento mosaico del odio, no puede ser sostenida ni por un momento. Y así mismo, la ley divina del Sinaí no puede ser otra cosa sino una ley perfecta; y Jesús, siendo su propio Autor, no puede contradecirse a Sí mismo. A fin de evitar extraer inferencias tan perjudiciales a partir de las palabras “un mandamiento nuevo,” San Juan declara enfáticamente: “Y ahora te ruego, señora, no como escribiéndote un nuevo mandamiento, sino el que hemos tenido desde el principio, que nos amemos unos a otros” (2 Jn. 5). Y para hacer que esa representación sea aún más imposible, él llama al mismo mandamiento, antiguo y nuevo, de acuerdo al punto de vista desde el cual se considera: “Hermanos, no os escribo mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que habéis tenido

desde el principio; este mandamiento antiguo es la palabra que habéis oído desde el principio. Sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo, que es verdadero en él y en vosotros, porque las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya alumbra” (1 Juan ii. 7, 8). El camino está ya abierto para llegar a la correcta comprensión de este nuevo mandamiento, especialmente con referencia al tema que está siendo tratado. Jesús y los discípulos han entrado en el santuario interior de Su pasión. El Gólgota se da a conocer. La lucha dolorosa del lavado de pies y de la expulsión del traidor, ha terminado. Y durante estos solemnes momentos, Jesús habla de Su partida, de la venida del Espíritu Santo y de la nueva relación que el pueblo de Dios deberá mantener de aquí en adelante con el Mesías. Desde el Paraíso hasta el regreso del Señor, no existe sino una sola salvación para todos los escogidos, no existe sino un solo camino en el que todos deben andar, no existe sino una sola puerta por la que todos deben pasar. La obra de redención completa fluye desde un consejo inmutable. Y aquí radica la unidad del Antiguo y del Nuevo Pacto. Sin embargo, aunque reconocemos plenamente esta unidad, no podemos pasar por alto, el hecho de que en diferentes dispensaciones y circunstancias, los santos mantienen distintas relaciones con su Señor. Ver la expiación tipificada en las promesas del sacrificio ceremonial es una cosa, pero verla del modo que fue completada en el Calvario, es otra cosa muy distinta; y esta diferencia crea una relación modificada. Lo mismo resulta cierto respecto de la vida antes o después de la Encarnación. Caminar con Jesús en la tierra, o conocerlo en el cielo, pone a los santos en una posición diferente. Nuestros amigos que han partido, y aquellos que estarán vivos al regreso del Señor, se encuentran en relaciones diferentes; pues estos últimos no morirán, sino que serán cambiados en un momento, cuando se extinga la vida de este cuerpo mortal. El tema de conversación que sostuvo Cristo antes que Él entrara en Getsemaní, fue este cambio de la posición y la relación mutuas. Él hace especial hincapié en el nuevo hecho de la venida del Espíritu Santo para ser su Consolador. Él mismo partirá, pero su tesoro será aún más rico y más glorioso. Por lo tanto, no tienen por qué temer. Ellos recibirán el Espíritu Santo, a quien Él enviará desde el Padre. No como si el Espíritu Santo no hubiera ya operado para y en los santos de Israel; pues entonces la fe y la salvación habrían sido imposibles. De hecho, Su obra en las almas de los hombres es tan antigua como la generación de los escogidos, y se origina en el Paraíso. Pero para los santos bajo el Antiguo Pacto, esta operación provenía desde fuera; mientras que ahora, al ser liberados de los grilletes de Israel, el cuerpo de la Iglesia misma se convierte en el portador del Espíritu Santo, quien desciende sobre ella, habita dentro de ella, y por lo tanto, obra sobre sus miembros desde dentro. Esto es la parte nueva. Esto es Pentecostés. Y esta es toda la diferencia que existe entre la dispensación antes y después de la Resurrección de Cristo. Esta es Su promesa hacia y para Sus discípulos, y para todos Sus santos. Y en este sentido, Cristo habla del mandamiento nuevo, que se deberían amar unos a otros. El mismo amor que Moisés les había mandado, iba a afectarlos ahora de una manera diferente, dado que por causa de Su partida, ellos iban a entrar en una relación diferente. No es un suceso extraño que los hijos de una misma familia, que de pronto han quedado huérfanos, sientan como si tuvieran una relación mutua más íntima de lo que nunca la han sentido antes, y que ante la tumba de sus padres se prometan mutuamente un nuevo amor. Mientras permanecen ante el sepulcro abierto y se miran unos a otros, de pronto sienten en sus corazones una sensación que hasta ahora resultaba desconocida; es la comprensión de una nueva relación. Es el amor antiguo, y sin embargo, es uno nuevo, con una nueva concepción, un nuevo motivo, una nueva consagración. Así mismo ocurre en este caso. Mientras estaban con Jesús, los discípulos se amaban; sin embargo, nunca entendieron el carácter cercano y único de esa relación. Pero, cuando Jesús repentinamente los dejó, se dieron cuenta de la verdad de Su mandamiento nuevo, y su amor se volvió conscientemente más profundo, más íntimo, un amor realmente nuevo.

Y este nuevo amor es el fruto del Espíritu Santo que habita en la Iglesia. Es como la diferencia que existe entre transportar agua con un gran esfuerzo desde un manantial lejano, y tener un torrente de ese manantial fluyendo frente a su propia puerta, desde donde se puede beber en abundancia, por cuyo aroma vigorizante siente que su espíritu es reanimado, en el que puede lanzarse para darse un refrescante baño. El Espíritu Santo viene con gloriosa bendición a los hijos de Dios bajo el Nuevo Pacto. Ellos beben, no con medida escasa, sino de una completa y rebosante taza. Ellos se deleitan en la plenitud del Amor eterno, y Aquel que crea esta dicha es el Espíritu Santo, el Consolador, a quien Jesús ha enviado desde el Padre.

XXX. Orgánicamente Uno “De quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor”—Ef. iv. 16. La novedad del santo Amor se encuentra en la Iglesia. Cuando vemos el estado debilitado de la Iglesia en casi todas las épocas, casi dudamos en hacer esta declaración; sin embargo, la mantenemos en principio en toda su extensión y poder. La Iglesia de Cristo en la tierra es como un “ermitaño.” Los ermitaños eran hombres y mujeres honorables quienes en la Edad Media se encerraban a sí mismos en pequeñas celdas de piedra, construidas bajo la calle, sólo con la altura suficiente como para permitir que un hombre pudiera estar de pie en forma erguida. Luego de que el ermitaño había descendido a su celda, ella era cerrada tras él mediante una reja, y de este modo, él pasaba su vida solitaria y sin consuelo en aislamiento voluntario. Los transeúntes podían ver muy poco de él. A través de la reja, las líneas débiles de una forma oscura eran apenas visibles; sin embargo, no parecía poseer la más mínima atracción; no sugería ni por un momento, la estatura viril y noble que podría estar oculta en esa celda; y mucho menos, qué extraordinario poder podría estar contenido en ese ermitaño, y cuántas horas y días eran pasados en conflicto interior. Y esa es exactamente la imagen que tiene la Iglesia de Cristo en la tierra. Está cercada y no puede revelarse. De su forma real, sólo se asoma un leve perfil, casi siempre desfavorable y poco atractivo. A menos que su riqueza y nobleza espiritual se descubran de alguna otra manera, nadie supondría que ésta es la Iglesia que un día decidirá el destino de los cielos y de la tierra. Aun así, esta es la realidad. El Padre ama al Hijo. El cuerpo del Hijo es la Iglesia. Por lo tanto, nadie puede ser salvo, sino sólo aquel que se incorpora a Su Cuerpo, la Iglesia. Sin duda, se requiere de un gran esfuerzo de la imaginación para creer que esta capa de barro, que es la Iglesia visible, contenga una perla tan preciosa; pero los iniciados lo creen. Ellos saben que en este sentido, la Iglesia se asemeja a su gloriosa Cabeza en los días de Su carne; de quien se dijo: “le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres, y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos” (Is. liii. 3). Y cuando los soldados de Herodes se burlaron, y con oprobio Le rogaron, mientras estaba desnudo y agonizante, Él gimió sobre la cruz, “Tengo sed,” nadie más que aquellos que miraban bajo la superficie podrían suponer que este hombre era el Señor de Gloria. Y sin embargo, Él demostró serlo. “se les dé gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado” (Is. lxi. 3). Y lo mismo se puede decir de la Iglesia, mientras ella exista en la tierra. Cuando la vemos, no hay belleza por la que debamos desearla; ella es despreciada y rechazada. Todos están, por así decirlo, escondiendo su cara de ella. Sin embargo, es la esposa escogida del Cordero; y la santa Iglesia, que sin mancha ni arruga será presentada un día al Novio celestial, se oculta en su interior. Y por lo tanto, el santo Amor debe celebrar su triunfo en la Iglesia La novedad del mandamiento, “Amaos unos a otros,” consiste en el hecho de que, habiendo sido liberados de las ataduras del carácter nacional judío, el amor puede funcionar efectivamente en la Iglesia. Y aunque se objete una y mil veces que en ningún lugar el amor es un extraño más grande que en la propia Iglesia, y que más bien los conflictos y la división, la maledicencia y el devorarse unos a otros, siempre han parecido estar a la orden del día en ella, aun así, este hecho lamentable no modifica la definitiva declaración anterior.

En primer lugar, se debe recordar que la contienda y la división, adquieren su aspecto más feroz entre aquellos que están más estrechamente relacionados; resultan ser mucho más graves entre hermanos y hermanas que entre extraños. Caín y Abel estaban demasiado íntimamente conectados. Esta es también la razón de por qué las diferencias entre marido y esposa dejan huellas tan profundas y dolorosas. Su amor mutuo no puede tratar el asunto a la ligera. Se trata de la intimidad misma de la relación, la que da a la diferencia un carácter tan serio. En segundo lugar, no debemos olvidar que, incluso en la Iglesia, lo que hace más ruido es la contienda y la división, mientras que el amor prosigue oculta y silenciosamente su camino. Entre los iniciados en la Iglesia, siempre se ha dado una comunión en el alma que no tiene igual en ninguna parte—un apego y apertura de los corazones, imposible de presentarse sino en el pífano cristiano; un amor fraternal tan dulce, como para superar todo amor distinto de este. Y por último, por el momento, deberán continuar estas discordias, de modo que en el último día, la belleza y la simetría de la estructura puedan aparecer, para lograr el mayor beneficio. Durante la construcción de un palacio, se buscará en vano la simetría; el ojo no encontrará sino sólo desproporciones e irritantes contrastes. No podría ser de otra manera. La confusión deberá estar presente hasta que se complete el trabajo. Entonces, la simetría pura y perfecta del total podrá ser vista y admirada. Exigirla durante el período de construcción, haría que la belleza final resultara imposible. No traería beneficio, sino pérdida. Echaría a perder el trabajo. La armonía perfecta de las partes, tanto terminadas como sin terminar, se encontrará fuera de cuestión mientras que la totalidad del trabajo no se haya completado. Hasta entonces, la armonía perfecta será una cuestión de fe, no de vista. Esta es la razón por la que el santo no puede decir, "Yo veo,” sino, “Creo en la Iglesia Santa, Católica, Cristiana.” Esto es causado por otro elemento de separación en la Iglesia, que antagoniza al amor, es decir, la verdad. Esto resulta evidente de la palabra apostólica que nos advierte en contra del amor sentimental, diciendo: “Para que ya no seamos niños fluctuantes, sino que haciendo la verdad (Traducción holandesa) en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo” (Ef. iv. 15). ¿Qué debemos entender por el hecho de que la verdad se oponga al amor? ¿No provienen ambos de la misma fuente? El amor es unión; une y combina a las partes que se pertenecen mutuamente, pero que se encuentran separadas. Y esto puede realizarse de dos maneras. La forma más fácil de hacer coincidir dos engranajes que nos son congruentes, es quitando los dientes; y entonces sus caras se cubrirán mutuamente. Una manera mucho más difícil es la de limar cada diente al tamaño requerido. Apliquemos esto al amor. Hacer que las ruedas encajen entre sí mediante la eliminación de los dientes es, sin duda, una obra de amor; pues ahora las ruedas calzan perfectamente, parecen ser una sola pieza. Pero la verdad se ha perdido; las ruedas ya no son engranajes. Los dientes que las conformaban como tal, ya no están. Es cierto que para ajustarlas mediante el proceso de limar cada diente a su tamaño adecuado, se requiere de una paciencia inagotable, pero se conserva la verdad; las ruedas siguen siendo engranajes; aunque el amor, el cual constituye el calce de las ruedas, se alcanzará lentamente, es decir, no llegará hasta que el último diente se haya limado hasta su tamaño adecuado. El amor que debería reinar entre el pueblo de Dios, no es la emoción de un sentimiento místico, de ensueño, de una individualidad destructora; sino aquel que une y junta a los escogidos de manera tal, que cada uno pueda alcanzar la plena medida de su crecimiento individual decretado para él en el consejo divino; de modo que, en este logro, la gloria de su afiliación al mismo cuerpo, pueda aparecer y ser degustada en la conciencia bendecida de la unión más afectuosa e íntima. Esta está contenida en Ef. iv. 16: “de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor.” En primer lugar, el apóstol hace completa

justicia a la ordenanza divina, y honra la disposición divina en el “concertar” y “Unir entre sí” y “coyunturas de ayuda”; y luego, por este camino claramente definido, él regresa con las palabras: “Para ir edificándose en amor,” al misterio profundo de la santa intimidad. Es fácil cultivar el amor sin considerar la verdad. No requiere conflictos ni esfuerzo. Simplemente limamos cada lugar áspero y frotamos para quitar cada arruga; y al final no quedará nada que se pueda oponer al amor. Pero de esa manera, la disposición del Señor se deja simplemente de lado, Su ordenanza se ha dejado sin efecto y Su verdad tropieza en la calle. Pero, si se reconoce la verdad, el consejo y disposición divinos; si no se ponen reparos a la ordenanza y al orden divinos; si no se cepilla, lima y nivela, sino que se busca la unión de los espíritus, de tal forma, que juntos formen un todo de modo que los dientes de las ruedas siempre se enganchen entre sí—entonces, el cultivo del amor se encontrará con muchos más obstáculos y requerirá una atención y un trabajo infinitamente mayores. Pero finalmente, será coronado con el éxito glorioso de la obtención del amor, sin haber sacrificado la verdad divina. O, para expresarlo de manera más exhaustiva: Dios mismo constituye el mayor obstáculo en el camino de ese amor inmaduro y de rápido crecimiento. Si Dios no existiera, dos hombres muy serios podrían ser llevados a un acuerdo de manera mucho más fácil. Luego, ellos se encontrarían en libertad de disponer y arreglar las cosas a su antojo, según su propia elección. Pero Dios existe; de ahí que la disposición de las cosas deba ser de acuerdo a Su elección. En todo pacto de amor entre dos personas, Él es siempre la Tercera, y demanda que Él y su nombre no sean sacrificados por el amor mutuo de ellos. De ahí provienen todos los conflictos y dificultades; y la aflicción de espíritu. En el pueblo de Dios, el amor, en cualquiera de sus formas, se encuentra siempre sujeto al primer y más grande mandamiento: Dios, primero y último. Esta es la razón por la cual no es lícito atesorar y cultivar un afecto que excluya Su amor. En su afecto mutuo, ellos no pueden ignorar a Dios; actuar como si Dios no existiera; ser indiferentes a Su nombre y verdad, como si estos fueran de poca importancia y su amor mutuo fuera lo más relevante. No, la sabiduría que viene de lo alto es primeramente pura, luego pacífica. El amor mutuo entre los santos no puede florecer, a menos que ellos reconozcan a Dios, confiesen Su nombre, exalten Su verdad como su escudo y adarga; alaben Sus virtudes y reverencien Su consejo, especialmente en relación a su propia persona y destino. El amor cristiano, nuevo e incondicional, nacido aquí para vivir para siempre; puede centellear sólo donde el nombre del Señor resplandece en Su verdad, donde esa verdad, llevando y animando las almas, es experimentada y confesada. Y esto existe, no en el sentimentalismo, en tonos zalameros, o en la indulgencia pecaminosa, sino en el estar unidos y juntos por causa del Espíritu Santo, conforme a la predestinación divina. En este punto, la labor del Espíritu Santo regresa al consejo eterno de Jehová el Señor. Desde ese consejo fluye; en ese consejo, cada vida tiene su punto de partida, y todo desarrollo que se haya completado debe volver a ese mismo consejo, impulsado por su propia presión interna. Todo crecimiento, aunque se adorne a sí mismo con los nombres más bellos, lo cual se opone a ese consejo, prosigue en una dirección equivocada; y debe, o bien cambiar su curso, o impactar contra la muerte eterna. Aquello que va a recibir la coherencia, la resistencia, y la plenitud inagotable y eterna, debe brotar de ese consejo, y al final, con referencia a sí mismo, debe reflejar correctamente su plenitud. Y, como en ese consejo, las partes no se encuentran sueltas una al lado de la otra sino que están destinadas a formar un todo abundante y espiritual, entonces, es el Espíritu Santo quien une y junta estas partes—es decir, los hijos escogidos de Dios—de una manera apropiada de acuerdo con ese consejo. Sólo cuando esto se logre, aparecerá la belleza perfecta del amor. Entonces, la Iglesia de Cristo brillará como la portadora de ese amor en la presencia del Señor. Y sólo entonces, el Espíritu Santo, igual al Espíritu de Verdad, habrá terminado Su obra más importante—aquella del cultivo del Amor.

XXXI. La Operación de Endurecimiento del Amor

“Entristecido por la dureza de sus corazones”—Mc. iii. 5. El amor también puede ser revertido. Si se fallara en atesorarlo, en elevarlo y en enriquecerlo, consume y destruye. Este es un misterio que el hombre no puede comprender. Pertenece a las profundidades insondables del Ser divino, del cual no deseamos saber más de lo que nos ha sido revelado. Pero esto no modifica los hechos. Ninguna criatura puede excluirse a sí misma del control divino. Ningún hombre puede decir que no tiene nada que ver con Dios; que él o cualquier otra criatura existe en forma independiente de Dios; pues Dios lo sostiene, lo carga, y lo lleva de un momento al siguiente, dándole vida y poder, y todas sus facultades. Incluso Satanás no existe por sí mismo. Si le placiera a Dios poner fin a su existencia, él dejaría de existir. Satanás y todos sus demonios y toda carne, viven, y se mueven, y tienen su existencia en Dios. Esta palabra apostólica no significa un íntimo conocimiento del secreto del Señor, sino que es simplemente la afirmación clara y seria de la relación esencial que cada criatura sostiene con el Creador. Ya sea pecador o santo, ángel en el cielo o demonio en el infierno, incluso planta o animal, cada uno vive, se mueve y existe en Dios. Por lo tanto, distanciarse uno mismo de Dios resulta absolutamente imposible. Salmos cxxxix., no es sólo un boceto de la omnipresencia divina, sino mucho más; en un sentido santo, constituye un testimonio y una confesión desde la raíz misma de la existencia del hombre, de la incapacidad absoluta de la criatura de alejarse del control activo de Dios. La miseria de los perdidos en el infierno, consiste en el hecho de que en sus corazones impíos y malvados, están sujetos al activo y divino control. El clamor que una vez escapó de labios que gemían: “y déjame, antes que vaya para no volver” (Job x. 20, 21), es el presentimiento del control inevitable de Dios, que sobrepasa a los impíos como una inundación desastrosa. Si Dios los dejara en paz, no habría infierno ni miseria. El fuego inextinguible se apagaría, y el gusano moriría. Pero Él no los deja solos. Él continúa con Su dominio sobre ellos. Y esto causa el dolor eterno, y los abruma con la destrucción y la condena eternas. Se representa a veces, como si las relaciones materiales de Dios fueran a continuar con todos los hombres, fueren estos buenos o malos, mientras que Sus relaciones espirituales se limitaran sólo a los escogidos. Pero esto es un error. Es cierto que Su sol sale sobre el bueno y el malo, y Su lluvia cae sobre justos e injustos; pero lo mismo es cierto espiritualmente hablando: Existe una diferencia, sin embargo, y es que mientras los justos y los injustos se ven ambos beneficiados por la lluvia y el sol, la radiación del Sol de Justicia y la lluvia de la gracia resultan de bendición para los escogidos, pero de destrucción para los perdidos. Esto se ilustra claramente con los efectos de los rayos del sol en la naturaleza. En marzo, estos funden la nieve y temperan y fertilizan el suelo, mientras que en agosto, endurecen el campo y secan su fruto. Esto es causado, porque en verano existe una gran proximidad del campo al sol, mientras que en la primavera, ocupa la posición correcta en relación con el sol. Y esto mismo se aplica al Sol de Justicia. De pie en la posición correcta en relación a ese Sol, uno siente sus efectos nutritivos y fertilizantes; pero renunciar a esa posición a través de la exaltación propia, aspirando a mayores alturas, se descubre de inmediato que el Sol de Justicia ya no puede bendecirlo, sino que debe consumirlo con fuego divino. Las Escrituras nos enseñan esta terrible verdad de diversas maneras, y bajo variadas imágenes. San Pablo dice que el mismo Evangelio es para uno sabor de vida para vida, y para otro, es sabor de muerte para muerte. En cuanto al Santo Niño, Simeón profetiza que Él es puesto para caída y nuevo levantamiento de muchos en Israel; y el profeta declara que para los santos, el Mesías será una piedra de defensa, y para aquellos que abandonan a su Dios, Él será una ofensa y una piedra de tropiezo. Existen ramas que aparentemente están en la misma vid: sin embargo, algunas son arrojadas al fuego, y otras florecen y llevan fruto abundante. Es un solo barro y el mismo alfarero; sin embargo, del mismo terrón se formarán una vasija para honra y una vasija para deshonra; pero en ambos casos, será mediante el mismo poder.

Las Escrituras presentan esta operación para muerte y destrucción, con el serio nombre de: “endurecimiento del corazón”; en forma especial cuando el endurecimiento es el resultado de resistir al Amor eterno. No todo efecto de la operación divina, sin embargo, destructiva para el pecador, es en sí un endurecimiento del corazón. También se puede producir un mero “renunciar” o “dejar en paz.” Este es seguido por un más sombrío “oscurecimiento.” Y sólo entonces vendrá la operación mortal propiamente dicha y en su sentido limitado, el “endurecimiento del corazón,” en su peor y más temible grado. La forma más suave y, sin embargo, la más terrible de esta destrucción, consiste en el hecho de que según el testimonio del apóstol, el Señor entrega al pecador no arrepentido a una mente reprobada: “Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador” (Ro. i. 24, 25). De nuevo, él declara en el versículo 26: “Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas.” Y por tercera vez en el versículo 28: “Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen, estando atestados de toda injusticia.” Este “renunciar” se encuentra relacionado con el “oscurecimiento,” del cual San Pablo habla en conexión a lo mismo (v. 21): “Se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido.” En Ro. xi. 8, él describe lo mismo en las palabras de Isaías: “Dios les dio espíritu de estupor, ojos con que no vean y oídos con que no oigan.” De este modo, el “oscurecimiento” y “el espíritu de estupor” son las transiciones graduales entre el “ser entregados a una mente reprobada” y el “endurecimiento del corazón” propiamente tal. Cuando un pecador es entregado a una mente reprobada, el Señor le concederá el deseo de su corazón. Dios había abierto para él otro camino; pero los deseos y las inclinaciones del corazón pecaminoso giran en una dirección diferente. En principio, el Amor divino que lo observa, le impedirá dar en el gusto a estos deseos. Y si su corazón fuera recto, él daría gracias a Dios por esto. Sin embargo, él murmurará por causa de esta amorosa interferencia de su Padre celestial, y buscará los medios para obtener lo que Dios hasta ahora le ha negado. El resultado será una dolorosa tensión: por un lado, el pecador se ha inclinado hacia la ejecución de sus malas intenciones; y por el otro, Dios lo impedirá temporalmente, reteniendo la oportunidad. Pero a medida que el pecador persista en su mal rumbo y queme su conciencia, entonces, finalmente Dios retirará Su cuidado amoroso; la tensión cesará; Él permitirá al pecador obtener su deseo; y este último, entregado a una mente reprobada, se deleitará en la satisfacción de sus pasiones impías; y, en lugar de acongojarse en arrepentimiento ante el Dios santo, disfrutará de su victoria. Sin embargo, incluso desde esta condición terrible, el retorno será aún posible. Pues la primera alegría de la victoria será seguida por un sentimiento cierto y doloroso de desilusión. Es claro que él ha vencido, pero su conquista no será satisfactoria: en primer lugar, porque cada satisfacción pecaminosa alertará a su conciencia, y esto traerá desdicha para el alma; en segundo lugar, porque el placer impío siempre será agotador y decepcionante, nunca producirá lo que prometió, nunca probará ser lo que al principio parecía. En tales momentos, la salvación será aún posible. Mejores sentimientos podrían ser despertados, y podrían conducir al pecador a darse cuenta de que Dios está en lo correcto y lo ama más de lo que él se ama a sí mismo. Y, reconociendo que Dios tiene razón, podrá dejar de justificarse a sí mismo. Entonces, las puertas de la salvación estarán abiertas, y él no podrá encontrarse lejos del reino celestial. Sin embargo, superando el sentimiento de decepción, él caerá inmediatamente en un abismo más profundo. Luego, explicará sus sentimientos en el sentido contrario: está decepcionado, no porque ya haya bebido demasiado a fondo de la copa del pecado, sino porque no lo ha hecho de una manera suficientemente profunda. Él reconocerá su decepción, pero se imaginará que una mayor audacia en el pecado va a solucionar este problema. Y así, llegará el punto de inflexión. Cuando el terrible pensamiento sea una vez concebido y admitido, y el deseo casi demoníaco del corazón haya surgido profunda y sistemáticamente para deleitarse en los placeres del pecado, es en ese momento cuando él estará perdido. Entonces, “los vanos

razonamientos y el oscurecimiento de su necio corazón” se añadirán a ser “entregado a una mente reprobada.” Entonces el espíritu de estupor se apoderará de él. Ya no podrá discernir la verdadera causa de su descontento y desilusión. El pecado lo embriagará más y más. Y cuanto más consiente, mayor será su ceguera respecto de las consecuencias. Las cosas perderán sus formas. Lo extraordinario tomará el lugar de lo real. Él tendrá ojos, pero no para lo real y verdadero; tendrá oídos, pero no para la voz del Orador eterno. Y de este modo, se apresurará de un pecado a otro; insatisfecho con el pecado, y, sin embargo, sediento por más. Tal como San Pablo dice, incluso ansioso de ver a otros pecar. En el camino de la salvación hay “Gracia para gracia”; pero en el camino del pecado, hay pecado para pecado. Detenerse es imposible. El camino se inclina cada vez más. Así, Dios permite al pecador avanzar. Lo embriaga, para que no vea el precipicio que se despliega ante él. Y esto le abre el camino al endurecimiento. Todos los esfuerzos para hacer de esa persona, el sujeto de la gracia salvadora, son como arrojar perlas a los cerdos; entonces, Emanuel debe ocultar Su amor, de modo que viendo no vea, y oyendo no entienda.

XXXII. El Amor que se Marchita “De manera que de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece”—Ro. ix. 18. La idea del endurecimiento es tan horrible que, con toda su compasión profana y religión natural, el corazón del hombre la rechaza como un pensamiento horrible. La compasión natural no puede soportar la idea de que un compañero, instigado hasta la maldad por ese endurecimiento, debiera arruinarse para siempre. Y la religión natural no puede concebir a un Dios que, en lugar de persuadir a Su criatura hacia la virtud, lo entregaría y lo incitaría a pecar. Esta completa representación de endurecimiento se encuentra en un conflicto abierto e irreconciliable de tal magnitud con respecto de cada sentimiento del corazón humano, que resulta imposible suponer que se originó en la mente humana. Cuando, aún siendo niños, oímos de este endurecimiento del corazón por primera vez, no pudimos recibirlo. Nuestra completa naturaleza se alzó en contra de él. Y más tarde, cuando, en relación con esta doctrina, nos enteramos de los misteriosos salmos imprecatorios y de una inevitable condena eterna, entonces nuestra naturaleza humana se rebeló en contra de estas cosas terribles con una fuerza tan incontenible, que hemos preferido abandonar temporalmente nuestra confesión antes de ser obligados a aceptar una idea tan horrible. Por tanto, los escépticos tienen razón cuando dicen que, para demostrar la inconsistencia de las Escrituras, los milagros que ellas presentan no necesitan ser atacados, pues su doctrina de endurecimiento y maldición antagoniza las afirmaciones del corazón aún en mayor medida de lo que la doctrina de los milagros se opone a las afirmaciones de la razón. Por lo tanto, la oposición en contra de la Sagrada Escritura siempre procede en forma simultánea de dos frentes: por un lado, de mentes fríamente intelectuales que siempre resultan conmocionadas por los tan llamados absurdos e imposibilidades de las Escrituras; y por otro lado, de las personas emocionales, cuyos sentimientos siempre resultan heridos por la Escritura Santa. El esfuerzo por comprometerse nunca puede satisfacer a nadie. Decir: “Para mí, las Escrituras son la propia y preciosa Palabra de Dios; pero cuando llego a los ‘Salmos imprecatorios’ y al ‘endurecimiento del corazón,’ entonces simplemente cierro mis ojos y callo,” no es ninguna posición, sino mera auto contradicción. Y sin embargo, se debería recordar que la gran mayoría de los cristianos se pierden en esta lamentable falta de entusiasmo. Los de tendencia arminiana hacen esto en forma consciente; erigen voluntariamente su Dagón del libre albedrío, tan a menudo, como el testimonio del Arca del Pacto lo ha derribado ya. Estos constituyen un pueblo singular. Cuando un escéptico se niega a creer en la Divinidad de Cristo, se encuentran inmediatamente preparados para poder demostrar con su Biblia, mediante tal texto, tal pasaje, y tales hechos registrados, que Cristo debe ser el Hijo de Dios y, por lo tanto, Dios mismo. Pero, cuando en relación a la doctrina de

la salvación, se les prueba a partir de la misma Biblia, mediante textos, pasajes y hechos similares, que por cierto existe un endurecimiento del corazón que a veces es causado por Dios mismo, entonces su contradicción no tiene fin y se niegan a someterse a la Palabra. Ellos no parecen darse cuenta de la irracionalidad y la deshonestidad de este camino. Sólo demuestra que, cuando la gente se propone decidir arbitrariamente respecto de cuál parte de las Escrituras es verdadera y cuál es falsa, se deja ver una deslealtad interior y una falta de convicción culpable. Pues, o son las Escrituras las que deciden lo que es verdadero, o soy yo quien lo decide. Si son las Escrituras, entonces debo aceptar tanto sus afirmaciones con respecto de la Divinidad del Señor Jesús, así como aquellas respecto del endurecimiento del corazón. Pero si yo decido de acuerdo a mis propias ideas, entonces me estoy atreviendo a hacer de mí mismo un juez de las Escrituras, y, debido a la propia naturaleza del caso, su autoridad como un testimonio divino y absoluto, no logrará afectarme. No nos detendremos a considerar a aquellos que niegan voluntariamente el endurecimiento. Ellos se han apartado de las Escrituras y de la verdad divina. Pero nos damos cuenta de aquellos que prácticamente niegan esta doctrina, en parte, por ignorarla, en parte, al negarse a reconocerla como parte de su confesión en relación con el Ser divino. Ellos ensayan las declaraciones de las Escrituras con respecto a esta doctrina en forma fiel y correcta; si fuera necesario, estarían dispuestos a defenderla, en lugar de, por el bien de la sensibilidad humana, negarla. Por el contrario, su institucionalismo, incluso respecto de este punto, se encuentra por sobre todo reproche. Ellos enseñan los que las Escrituras enseñan, incluida la doctrina del endurecimiento. No obstante, sólo la ensayan. Ellos no saben cómo usarla. Los deja fríos; no están en contacto con ella. Aunque nunca se olvidan de darle un lugar en su inventario, no trabajan con ella. Y esta es la parte seria de su postura, ya que resulta incoherente. Aquel que trata las cosas santas honesta y sinceramente, debe considerar que la aceptación o el rechazo de esta doctrina afecta necesariamente su representación del Ser divino. La representación de nuestro propio corazón, naturalmente, excluye el endurecimiento. De esto se deduce que el Dios de las Escrituras quien efectúa el endurecimiento, y de quien no puede ser separado, no está de acuerdo con la representación de Él que hace nuestro corazón, y por lo tanto, requiere que adoptemos una distinta. Y esta es la dificultad con estos escépticos prácticos. Aunque registran la doctrina como un monumento en sus libros, nunca la aplican: en parte, porque nunca consideran la medrosidad de este pensamiento, y por tanto, hablan de ella insensiblemente; en parte—y esto merece una atención especial—porque nunca consideran cómo la seria confesión de la doctrina afecta necesariamente su representación del Ser divino. Este último punto tiene una importancia vital. De acuerdo con la representación de nuestro corazón natural, no tiene importancia quién o qué es Dios realmente y en esencia, si Él sólo nos ama no importando lo que seamos, y aun hasta tal punto, como para siempre restaurar lo que nosotros mismos destruimos. Por lo tanto, Dios mismo no es de ninguna importancia. El hombre es lo principal; y el objetivo más elevado del amor divino es llevar al hombre, tarde o temprano, al mayor disfrute de la felicidad, cualquiera sea su conducta, aunque hasta su último aliento él tenga que dar coces contra el aguijón. Ese Dios es exactamente el que sería apropiado para nosotros: un Dios sin carácter; quien en los asuntos grandes y en los pequeños no cuente para nada; quien, por causa de Su amor de proporciones enfermizas, sea insensible a cualquier insulto que le podamos ofrecer. De ahí, a pesar de cuán malvado pueda ser un hombre, a pesar de que sea insolente su tratamiento del Santo, el Padre bueno y benévolo encontrará, a Su tiempo, una manera de conducirlo a la felicidad eterna; si no es en esta vida, entonces será en la vida venidera. De esto se deduce que a medida que Dios disminuye, en esa misma proporción aumenta Su amor. Su amor será perfecto y completamente sobresaliente, sólo cuando Él mismo se convierta en nada y se rebaje totalmente a Sí mismo. Tal representación de Dios es el resultado de un proceso natural. Para el hombre, el amor significa abnegación y sacrificio. Es egocéntrico; y el amor no puede tener pleno dominio dentro y alrededor de él a menos que primero renuncie a sí mismo, se cuente a sí mismo como nada y sólo esté consciente de las necesidades de su prójimo. Su amor humano requiere que se

ignore a sí mismo cada vez más y más, y haga de la salvación de los demás, el único objeto de su existencia. Y dado que el amor obra así en él, se imagina que así debe obrar en Dios. En forma inconsciente, aplica a Dios el mismo concepto humano de amor; y, finalmente, se imagina que el amor de Dios se eleva más y más alto, a medida que Su gracia se hace más universal. Si una persona puede decir que no es posible que exista ningún pecador tan malvado y deshonroso, sino que el Amor divino finalmente lo recibirá en la felicidad perfecta, mientras otra dice, “Tienes razón, aunque me gustaría hacer una excepción con Judas y otros como él,” entonces, la primera postura parece ser la más plausible. Sólo aquel que incluye incluso a Judas entre los bienaventurados, tiene la idea más digna del Amor de Dios. La menor duda al respecto desprestigia ese Amor. Y la medida de esa denigración queda determinada por su estimación, tanto del número de los bienaventurados como del de los perdidos. El punto en cuestión es el Ser de Dios. Si la concepción humana del amor se aplica a Dios, entonces todos los hombres deben ser salvos, y Dios no tiene derecho a ser ninguna cosa en relación con la criatura. Pero, si hemos de confesar que Dios es la Fuente de todos los seres, y que por lo tanto, el concepto de amor que corresponde a las criaturas no se puede aplicar a Él porque entonces dejaría de ser el Ser Supremo, luego, toda la oposición se vuelve inválida. Pues entonces dejamos de lado nuestras propias ideas en relación a este misterio, y reconocemos que no pueden sino conducirnos por mal camino. Así mismo, desconfiamos de las enseñanzas de otros, sabiendo que su corazón, no más que el nuestro, nos puede enseñar nada a este respecto. Y, por la naturaleza del caso, se nos hace ver que respecto de este asunto, Dios es el único que puede iluminarnos. Por lo tanto, o bien se debe negar que existe una revelación sobre el Amor divino, para que de este modo no podamos ni negar ni confirmar nada respecto de él; o, debemos confesar que las Escrituras sí nos ofrecen tal revelación, y entonces, debemos también reconocer como verdadero todo lo que las Escrituras nos enseñan acerca de él. No negamos que nosotros mismos sentimos la influencia antagónica de esta doctrina, y confesamos que no concuerda en absoluto con la concepción de amor que tenemos como criaturas. Ni los escépticos ni los arminianos necesitan recordarnos de ella. Somos demasiado humanos, y libres, y sin trabas como para negarlo. Pero negamos absolutamente a nuestro propio corazón y sentimientos, el derecho a decidir sobre este asunto, o incluso a tener cualquier opinión respecto de él, y declaramos que nosotros y nuestros oponentes debiéramos someternos sin reservas a todo lo que Dios ha puesto de manifiesto en Su Palabra a este respecto. Si bien, el corazón humano considera que Dios no puede endurecer el corazón de ningún hombre, nos guste o no, nos encontramos en las Escrituras con el impresionante testimonio: “y al que quiere endurecer, endurece.” Y creámoslo con reverencia, aunque sea con temblor interior en nuestra alma.

XXXIII. El Endurecimiento en la Sagrada Escritura “Y endureció su corazón”—Juan xii. 40. La Biblia nos enseña, con total certeza, que el endurecimiento y el “oscurecimiento de su necio corazón” es un acto divino e intencional. Esto resulta claramente evidente de la acusación que hace Dios a Moisés con respecto al rey de Egipto: “Tú dirás todas las cosas que yo te mande. Y yo endureceré el corazón de Faraón, y multiplicaré en la tierra de Egipto mis señales y mis maravillas. Y Faraón no os oirá; mas yo pondré mi mano sobre Egipto. Y sabrán los egipcios que yo soy Jehová” (Éx. vii. 2-5). Antes de esto, el Señor había dicho a Moisés: “Cuando hayas vuelto a Egipto, mira que hagas delante de

Faraón todas las maravillas que he puesto en tu mano; pero yo endureceré su corazón, de modo que no dejará ir al pueblo” (Éx. iv. 21). Faraón, es la persona principal en las Escrituras en quien esta terrible verdad obtiene su más clara revelación. Por qué en él, no podemos decirlo. Y, en lugar de mirarlo hacia abajo desde las alturas de nuestra propia piedad imaginada, deberíamos más bien recordar las palabras del Apóstol: “y al que quiere endurecer, endurece.” Sin embargo, el tema de este terrible juicio de endurecimiento no es la persona de Faraón en su vida privada, sino el rey, el poderoso príncipe y soberano, el gobernante y déspota, quien en la majestad de su corona y su cetro, representaba la supremacía del primer gran imperio mundial sobre las naciones de la tierra. En aquellos días, Egipto ocupaba la posición que posteriormente sería alcanzada por Nínive, Babilonia, Macedonia y Roma; fue la encarnación de todo el brillo y la gloria que el mundo natural, pecaminoso y que rechaza a Dios, podría crear. En las ciudades del Alto y Bajo Egipto los hombres disfrutaban de los placeres refinados de la vida. El oro llegaba de todos los países circundantes y se derramaba a Egipto. Los gobernantes se construyeron grandes ciudades y poderosas fortalezas, esfinges y pirámides con forma de montañas. Las ciudades de los muertos fueron labradas en rocas. Magníficos sarcófagos fueron cincelados en mármol de exquisita belleza. En una sola palabra, el orgullo del mundo y las majestuosas creaciones de esos días, se encontraban todos a orillas del Nilo. El faraón de Egipto fue el hombre más poderoso de la tierra. Y como tal, él es el sujeto del endurecimiento. Resulta evidente que San Pablo veía el conflicto entre Jehová y Faraón bajo este punto de vista, y esto se desprende de su cita de Éx. ix. 14, 16, en la que se expresa en un lenguaje muy fuerte y evidente: “Porque yo enviaré esta vez todas mis plagas a tu corazón, sobre tus siervos y sobre tu pueblo, para que entiendas que no hay otro como yo en toda la tierra. Y a la verdad yo te he puesto para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea anunciado en toda la tierra” (Ro. ix. 11). Estas palabras no tienen sentido si se usan para hacer referencia a la vida privada de Faraón como individuo. Ningún individuo, como persona, poseyó jamás tal poder. Pero si ellas se entienden como una referencia a Faraón, el gran gobernante mundial, asumen un aspecto totalmente diferente. Pues él no fue el creador de ese poder, tampoco ocurrió que ese poder fuera creado en un día, sino que fue el resultado de un desarrollo gradual que se produjo bajo la propia dirección de Dios. Cuatro siglos antes de Moisés, Dios ya había hablado a Abraham respecto de este poderoso Egipto y había predicho el conflicto que traería Su poder sobre él. Muchas dinastías de los monarcas absolutos se habían sucedido, una tras otra. Y cuando la dinastía de Faraón subió al trono, el gobierno central del Imperio recayó por completo sobre su persona. En Su consejo insondable, evidentemente, el Señor había conducido al mundo sin Dios de ese tiempo, a concentrar toda su sabiduría, poder, intelecto y refinamiento, en el confinado territorio de Egipto. Él mismo había levantado a Egipto, Él mismo había levantado sus grandes dinastías, y por último, levantó a Faraón, quien, completamente absorto en el lujo, el poder y toda la majestad del mundo, los que se encontraban en Egipto, representó la encarnación en un solo hombre, tanto de todo aquello a lo que el mundo podría oponerse, así como él por tanto, siendo un hombre de pecado en contra de la majestad de Dios. Y este altivo monarca encerró a Israel en los lazos de la muerte, y con ellos la Esperanza de los padres, la preparación del Mesías según la carne, y la Iglesia de Dios en su estado patriarcal. Él debería haber honrado y bendecido a este pueblo, pero en cambio lo trató con crueldad. Las ciencias de aquellos días florecieron en Egipto. Los acontecimientos históricos fueron grabados sobre piedra en jeroglíficos, y publicados sobre obeliscos y sarcófagos, para la información de todo el público. Por lo tanto, Egipto no podía alegar ignorancia como una excusa; en la corte real, José era aún recordado como el gran benefactor de Egipto, quien lo había salvado de la hambruna; y los egipcios no podrían haber olvidado sus solemnes

promesas a los hebreos. Y sin embargo, Faraón tiranizó al pueblo, e incluso trató de impedir su aumento al ordenar la aniquilación de todos los bebés varones. Por lo tanto Faraón, esclavizando a Israel, representa el poder malvado del mundo que mantuvo al Cristo en la esclavitud. Por lo cual, Dios dijo: “He llamado a mi hijo fuera de Egipto.” Junto con Israel Él llamó al Mesías fuera de Egipto. El terrible conflicto fue a favor del Mesías y en contra de Faraón. Esto arroja alguna luz sobre las enigmáticas palabras: “Para esto mismo te he levantado.” Después de haber perdido su soporte, debido a su alejamiento de Dios, el mundo no podía manifestar su poder pecaminoso, sino a través de un imperio mundial, y a través de monarcas individuales. Y tal manifestación no fue casual, sino una necesidad lógica, divinamente intencionada, de modo que el poder divino pudiera triunfar sobre ella. Por esta razón, se declara en repetidas ocasiones: “Pero Jehová endureció el corazón de Faraón” (Ex. x. 20); “Y yo endureceré el corazón de Faraón para que los siga; y seré glorificado en Faraón y en todo su ejército, y sabrán los egipcios que yo soy Jehová” (Ex. xiv. 4); “Y endureció Jehová el corazón de Faraón, y él siguió a los hijos de Israel” (Ex. xiv. 8). Más tarde, el endurecimiento vino sobre todo Egipto: “Y he aquí, yo endureceré el corazón de los egipcios; y yo me glorificaré en Faraón y en todo su ejército” (Ex. xiv. 17). A lo largo de toda esta terrible historia, el eventual endurecimiento es primero anunciado, luego llevado a efecto y, por último, se registra que fue logrado en Faraón. Pues—y esto merece especial atención—cada anuncio del endurecimiento divino, es seguido por el anuncio desde un punto de vista subjetivo, respecto de que Faraón mismo endureció su corazón: “Y el corazón de Faraón se endureció” (Éx. vii. 13); y nuevamente: “Y los hechiceros de Egipto hicieron lo mismo con sus encantamientos, Y el corazón de Faraón fue endurecido”[1] (Éx. vii. 13); y otra vez: “Y el corazón de Faraón se endureció, y no dejó ir a los hijos de Israel” (Ex. ix. 35). Y por esta razón, San Pablo escribe: “¿Que hay injusticia en Dios? En ninguna manera. Pues a Moisés dice: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca. Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia. Porque la Escritura dice a Faraón: Para esto mismo te he levantado, para mostrar en ti mi poder” (Ro. ix. 14-17). A pesar de que Faraón es la figura que más llama la atención en este sentido, aun así, el endurecimiento no se limita sólo a él. De Sehón, el temido déspota de Hesbón, se escribió: “porque Jehová tu Dios había endurecido su espíritu, y obstinado su corazón para entregarlo en tu mano, como hasta hoy” (Dt. 2: 30). De los reyes aliados del norte de Palestina, que en virtud de Jabín, rey de Hazor, declararon guerra en contra de Josué, está escrito: “Porque esto vino de Jehová, que endurecía el corazón de ellos para que resistiesen con guerra a Israel” (Josué xi. 20). Satanás dijo que tentó a David a contar el pueblo (1 Cr. xxi. 1); pero, a partir de 2 S. xxiv. 1, resulta evidente que éste no actuaba sin la dirección divina y que sólo obedeció con desgano. El profeta tristemente pregunta: “¿Por qué, oh Jehová, nos has hecho errar de tus caminos, y endureciste nuestro corazón a tu temor?” (Is. lxiii. 17); un reclamo conmovedor, que hace eco de la terrible profecía de su investidura: “Anda, y di a este pueblo: Oíd bien, y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis. Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad” (Is. vi. 9, 10). A la objeción de que esta es teología del Antiguo Testamento, pero que tanta aspereza es ajena a la Iglesia cristiana en la que Cristo ha instituido el reino del Amor, nuestra respuesta es que esa Iglesia es tan antigua como el Paraíso, que en ambos pactos el Orador divino es el mismo, y que Cristo y Sus apóstoles revelan el mismo endurecimiento. En Mt. xiii. 14, Marcos iv. 12, 14, Lucas viii. 10, Cristo hace hincapié en gran parte en el hecho, y lo afirma, incluso para la dirección de la conducta, en las mismas palabras de la profecía de investidura de Isaías, respecto de que a veces Dios hace que la Palabra venga a un hombre de tal manera, que oyéndola no la oiga, sino que en cambio, endurezca su corazón. Y San Pablo dirigió las

mismas palabras a los romanos (Hechos xxviii. 26; x. 8). Ya hemos dado cuenta de sus palabras, “Entregar a una mente reprobada,” y así mismo el oscurecimiento del corazón, que tienen el mismo efecto que el endurecimiento. Es de destacar que el Nuevo Testamento presenta, especialmente, la idea de endurecimiento en una forma pasiva, no como un acto de los propios sujetos, sino como una calamidad que ha caído sobre ellos como una consecuencia terrible de sus pecados. En Ro. xi. 25 se lee: “Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, que ha acontecido a Israel endurecimiento en parte”; en 2 Co. iii. 14: “Pero el entendimiento de ellos se embotó”; en Ro. xi. 7, “Y los demás fueron endurecidos.” Así también, en Marcos vi. 52: “Por cuanto estaban endurecidos sus corazones”; en Hechos xix. 9: “Pero endureciéndose algunos”; y por último, en Heb. iii. 13: “Antes exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy; para que ninguno de vosotros se endurezca por el engaño del pecado.” Con estos pasajes presentados ante nosotros, resulta imposible negar que las Escrituras revelen a Dios como el Autor del endurecimiento. Y, el que dice que el Dios a quien adora no puede endurecer el corazón de cualquier hombre, debería entonces ver que él no adora al Dios de las Escrituras. La objeción que dice, que si el endurecimiento es una operación divina, entonces la advertencia y amonestación resultan vanas e inútiles, apunta a otro extremo. Las mismas Escrituras que dicen: “y al que quiere endurecer, endurece” (Ro. ix. 18) también dice, “antes exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy; para que ninguno de vosotros se endurezca” (Heb. iii. 13). A estos dos pasajes nos sometemos, llevando todo pensamiento cautivo a la obediencia de la Palabra.

XXXIV. Endurecimiento Temporal “¿Por qué, oh Jehová, endureciste nuestro corazón?” —Is. ixiii. 17. No se puede negar el que exista un endurecimiento del corazón, que culmina en el pecado en contra del Espíritu Santo. Cuando se trata con cosas espirituales, debemos tenerlo en cuenta; pues es uno de los instrumentos más terribles de la ira divina. Porque, ya sea que digamos que Satanás o David o el Señor tentaron al rey, viene a ser lo mismo. La causa se encuentra siempre en el pecado del hombre; y en cada uno de estos tres casos, la fatalidad destructiva mediante la cual el pecado envenena y destruye el alma, no puede separarse del gobierno de Dios. Sin embargo, al estudiar este asunto, deberíamos recordar, para nuestro propio consuelo, que el endurecimiento no es esencial e invariablemente absoluto e irreparable. Deberíamos distinguir entre un endurecimiento temporal y uno permanente. Este último es absoluto; el primero desaparece, y se diluye dentro de la fe salvadora. Clamando: “¿Por qué, oh Jehová, endureciste nuestro corazón?” Isaías representa a las personas que ahora están en la gloria delante del trono; más aún, la pregunta misma, el dolor que expresa y el deseo de Dios del cual habla, son suficientes para asegurarnos que Isaías no era Faraón. El que Israel fuera exhortado, “No endurezcáis vuestro corazón, como en Meriba” (Salmos xcv. 8), demuestra que el endurecimiento del que se habla no se había pretendido que durara para siempre. Y el endurecimiento que, de acuerdo con San Pablo, había venido “en parte” a Israel, no era absoluto, tal como se desprende de las palabras “en parte.” El endurecimiento temporal y el permanente, no deberían confundirse. De lo contrario, esto conduciría al pecador culpable a una desesperanza espiritual, y elevaría el pensamiento de Caín en su corazón—un peligro que requiere el más serio y atento cuidado. Satanás, el enemigo de las almas, entiende a cabalidad todas las debilidades del corazón humano. En este sentido, él conoce aun más que los hombres mejor informados. Él sabe si atacar a un hombre por el frente o por la espalda, sabe si arruinarlo con amenazas o con halagos, sabe asustarlo con desesperación o atraparlo con perspectivas de paz. Esta es la razón por la cual se deleita una y otra vez, ya sea en hacer que un hombre pierda el tiempo con el peligro mortal de su

alma, o en hacerle creer que está irremediablemente perdido y se encuentra fuera del poder de la redención. ¡Cuántas almas no ha aterrorizado Satanás con el pecado en contra del Espíritu Santo!—almas que nunca pensaron en una cosa como aquella; que por el contrario, tenían una tierna consideración por la honra del Espíritu Santo en la esperanza de su salvación, pero a las cuales, sin embargo, atrajo con engaño hacia la temible creencia de ser completamente desechadas, de haber cometido el pecado imperdonable. Por supuesto, si estas almas hubieran vivido más cerca de la Palabra, la hubieran buscado más intensamente, y se hubieran adherido más íntimamente a la conducción de la interpretación de la Iglesia sobre este oscuro misterio, no habrían caído en esta trampa. Pero, lo que ocurrió fue que Satanás lo susurró en su oído, y, casi asfixiando su vida espiritual, las mantuvo, en algunas ocasiones durante años, debilitándose en el temor mortal de perderse para siempre. Y la noche espiritual fue tan oscura, que parecía que ningún rayo de luz jamás la traspasaría. Y lo mismo ocurre con el endurecimiento. Aun con esta terrible operación espiritual, Satanás juega su horrible juego de robar la paz espiritual de los hijos de Dios. Por supuesto, esto nunca ocurre sin su propia falta. Toda la angustia espiritual de los santos, es el resultado necesario de sus transgresiones, ya sean públicas o privadas. Pero aquel que sembró la dañina semilla en el campo fertilizado por el pecado, no fue otro que el tentador de las almas, quien sigilosamente llegó a su lado y les sugirió que su lastimoso estado era aun peor que si fueran simplemente “abandonados”; que debía haber señales de endurecimiento que se incrementarían de manera constante; por lo cual, la flor de la esperanza fue secada y toda esperanza fue cortada. Y para este peligro, el alma debe ser preparada mediante la distinción clara y definida que existe entre el endurecimiento temporal y el permanente. El primero viene a cada uno de los hijos de Dios. No existe uno solo, entre aquellos que han envejecido en el camino, que no pueda recordar un tiempo en que sintió el amor de Dios atrayéndolo, a fin de separarlo de algún pecado o incredulidad; pero esto parecía sólo incitarlo aun más a resistir ese amor, a cerrar sus oídos a él y a abrazar el mal con mayor energía. No fue con la intención de persistir en él, sino simplemente para ganar más tiempo en el cual pudiera continuar disfrutando de los placeres pecaminosos, mientras el amor divino permanecía siendo resistido. Lo que decimos es: “Sólo una vez más, y luego dejaremos de resistir.” En realidad, mientras jugamos con el amor de Dios de este modo, creemos que ese amor será bastante fuerte, lo suficiente como para soportar esta pequeña oposición.- Y esto puede resultar en un endurecimiento temporal, el que a veces puede ser muy serio, y que se caracteriza y consiste en el hecho de que el santo, cuya intención era cortar con su pecado a la siguiente oportunidad, descubre entonces para su consternación, que debido a su indulgencia temporal ha perdido el poder para resistir. Y esta es la recompensa de la justicia de Dios. El amor que el santo desobediente resistió en post del pecado, ha sido insultado y se niega a que se juegue a costa de él. Aunque él no lo esperaba, sin embargo, por su obstinada resistencia de ese primer amor, el poder del pecado resultó fortalecido, la tierna sensibilidad del alma fue adormecida, y el corazón se volvió insensible. Lo que en un comienzo fue sólo una astilla en la carne, se convirtió en un furúnculo maligno. Un poder malvado se desarrolló en forma imperceptible e inesperada. La persona lucha contra él, pero resulta en vano. Después de repetidas caídas ella detiene la lucha, y poco a poco cae en un estado de endurecimiento tan grave, que ya no puede descubrir en su corazón ni el más mínimo rastro del amor divino. Sin embargo, este endurecimiento es sólo parcial, pues se refiere solamente a algún asunto en particular; y esta es la diferencia entre este endurecimiento y el permanente. Aparte de este asunto, la persona aún puede arder en amor y celo por su Dios; ella todavía puede abrir su corazón para la operación de los poderes de gracia de la vida eterna, e incluso, tener una bendecida comunión con el Señor. Sin embargo, todo esto desaparece lentamente. El absceso maligno imparte gradualmente su temperatura de fiebre de una parte a otra. La sangre en las venas del alma es mantenida en inquieta tensión, y a este endurecimiento parcial, se añade una sensación de abandono general que produce que su comunión se vuelva menos frecuente y menos refrescante. Puede ser que reciba una gota de aceite de vez en cuando, pero nunca, una unción completa y fresca. Como resultado, se siente pobre, seco y muerto; va de un lado a

otro con la sentencia de condenación en su conciencia; pero en medio de su angustia, su alma gime a Dios. Y el Señor escucha ese gemido. Puede que no haya ninguna oración, y el Espíritu Santo puede haberse ido hace demasiado tiempo como para permitir que su alma se derrame en súplicas; y, sin embargo, mientras haya un pabilo que humeare y una caña cascada que trate en vano de levantarse a sí misma, siempre y cuando exista una sensación de vergüenza y un gemido interior que se levanta a Dios por su liberación, el Señor inclina Su oído lleno de compasión, y se acerca la hora cuando el Sol de Justicia deberá disipar las nubes y derretir la dureza de su corazón. El amor, que en un inicio fue resistido, ahora regresa con fuerza irresistible para alegrar su alma. La capa de hielo se empieza a derretir. Una bendecida emoción, desconocida por años, se hace sentir. Los ojos secos se vuelven nublados por las lágrimas y las rodillas rígidas y el cuello duro se doblan en oración. Y la misericordia y la resignación de Dios, hacen que el aceite fresco fluya y ayude, con una auto degradación hasta ahora desconocida, el alma cree, alaba y adora una vez más la gracia del Señor Jesucristo y la abundante misericordia de Su Dios. A pesar de tratarse de un endurecimiento real, sin embargo, es semejante a aquel que cae sobre los arroyos y los campos en invierno, cuando las hojas amarillas caen de los árboles, los rayos del sol se inclinan, y las aguas se congelan. Pero ese invierno no dura para siempre. La primavera llegará muy pronto. Y cuando el pasto esté verde nuevamente y las aves canten en el bosque, parecerá como si, después de su sueño invernal, la naturaleza haya sido avivada a una vida más abundante y gloriosa. Tal es el endurecimiento temporal de los llamados de Dios: un invierno seguido de la primavera, hasta que llegue el amanecer de la mañana imperecedera en el reino de la luz eterna. Sin embargo, el endurecimiento permanente y eterno, no es así: Esto nos lleva a pensar en el mundo de la nieve y el hielo eternos en las regiones polares, donde se congela para jamás derretirse, y donde la naturaleza se cubre con sombrías mortajas, para ser descubiertas sólo cuando el Señor haya de venir sobre las nubes, y todo el mundo se derrita con calor ardiente. Es cierto que, aun en medio de esa nieve y hielo eternos, pueda ocurrir que por un tiempo, un único rayo por separado pueda atravesar la oscuridad, las estalactitas puedan caer, y los campos de hielo puedan separarse; pero el corazón de ese mundo de hielo no se verá afectado y sus fundamentos eternos permanecerán inconmovibles. Un témpano de hielo puede desprenderse de los demás, pero seguirá siendo un témpano. No se puede derretir; eternamente endurecido, ¡incluso en la naturaleza! Y ese mundo de hielo es la imagen terrible de los Sehón y los Faraones, y de todo aquel que está endurecido en forma permanente y que ha sido entregado a la sentencia de Dios. Se ha pecado para siempre en contra del amor de Dios, y cada nueva manifestación de vida, sólo se suma a la dureza del corazón, hasta que todo sentimiento, idea, y sensibilidad con respecto a las cosas espirituales hayan desaparecido por completo. Y si es que queda algo de vida y de crecimiento, son sólo la vida y el crecimiento de un moho que envenena, de un parásito que destruye. El endurecimiento es tan terrible, que el mismo sujeto es totalmente insensible a él. En su endurecimiento temporal, llegará el día en que el hijo de Dios finalmente llorará; pero el otro endurecimiento, avanzará con bulliciosas carcajadas hasta encontrarse con su condena. ¡El Señor Dios tenga misericordia de nosotros! ¡El juicio de Dios sobre el endurecimiento es una cosa tan horrible!

XXXV. El Endurecimiento de las Naciones “Pero los escogidos sí lo han alcanzado, y los demás fueron endurecidos”—Ro. xi. 7. La palabra de San Pablo en el título de esta sección, es sorprendentemente impresionante, y su contenido es extremadamente rico e instructivo. Anuncia claramente el hecho de que el

endurecimiento no es excepcional u ocasional, sino universal, afecta a todos quienes, estando en contacto con el Amor divino, no son salvados por él. La última limitación es necesaria, pues respecto de los paganos, no se puede decir que estén endurecidos. Sólo pueden ser endurecidos aquellos que viven bajo el Pacto de la Gracia. Es cierto que los paganos desarrollan una mente reprobada. Su corazón ha sido oscurecido. Andando por sus propios caminos, ellos no pueden resistir el impulso, pues el proceso de pecado no puede ser detenido; pero esta no es la concepción correcta de endurecimiento conforme a lo que las Escrituras presentan. Las naciones y los individuos paganos pueden entrar en contacto directo con el Señor y Su Ungido, tal como Faraón y Sehón lo hicieron a través de sus relaciones con Israel; y tal como los turcos y los pueblos de la India y China, que hoy están en contacto con naciones cristianas y con misioneros. Por supuesto, no nos referimos a que un simple contacto casual con una nación cristiana o con misioneros, hará que un país musulmán o pagano sea responsable. Esto es imposible. Cuando los turcos en Epiro encuentran hordas que se llaman a sí mismos cristianos, pero que son por completo carentes del Espíritu de Cristo, y que en salvajismo más bien superan a los bashi bazouks, entonces, ningún rayo de la cruz caerá sobre la luna creciente por causa de este encuentro. El hecho de que un misionero se instale en un rincón oscuro de una nación pagana, abra una pequeña escuela, y hable de las Escrituras con unos pocos individuos de una manera que revela su propia ignorancia sobre la naturaleza humana, no hará a esa nación responsable. Ellos no sabrán nada al respecto; no tocará de ninguna manera la vida nacional. Las naciones cristianas, sus gobiernos, sus iglesias, y sus misioneros, bien pueden preguntarse a sí mismos si acaso jugando a las misiones no aumentan sus propias responsabilidades más que las de las naciones paganas. ¡Cuán serias son estas responsabilidades, especialmente en relación con las naciones paganas y musulmanas! Debido al agrado divino, las naciones cristianas tienen una superioridad moral y material. Inglaterra por sí misma, es perfectamente capaz de controlar China, Japón, además de la totalidad de la India y Turquía. No existe la menor posibilidad de que las naciones paganas, de aquí a un largo tiempo, sean capaces de hacer frente con éxito a las naciones de la cristiandad. Puede que en sus propias selvas nativas, sean capaces de mantenerse a sí mismos, pero tan pronto como salgan a campo abierto, estarán vencidos. Podemos hostigar a los chinos, pero nunca entrará en nuestras mentes el que ellos vayan a efectuar un desembarco en nuestras costas. Respecto de si esto continuará igual, ese es otro asunto. A medida que las naciones cristianas regresan más y más al judaísmo, y de ahí al paganismo, es muy posible que ellas pierdan también su superioridad material. Ya hay señales que muestran que China podría alguna vez hostigar muy en serio a las naciones cristianas; y en la India, nuestra posesión no se encuentra tan imperturbable como una vez lo estuvo. La grandeza moral del mundo antiguo y la supremacía mundial de las naciones paganas, no debería ser olvidada; fue sólo hace quince siglos que tal estado de las cosas fue revertido. Mayor razón aún de por qué las naciones cristianas deberían considerar que deben su poder y gloria sólo al nombre de Cristo; y que son responsables ante Dios por el cumplimiento de su deber para con estas naciones. Dios exige que los traigamos a un encuentro con Cristo; y ellos mismos tienen el derecho a esto. Este encuentro debe ser amplio. Debería ser apreciable en los colonizadores europeos y estadounidenses en esos países; en las leyes e instituciones que imponemos sobre ellos; en los escritos y la información que les traemos; sobre todo en la predicación de Cristo que hacemos entre ellos. Y al comparar estas moderadas demandas, con los reportes que se han hecho respecto del modo vergonzoso en que hombres que se hacen llamar cristianos actúan en esos países, sus inmoralidades, sus crueldades, sus tomas a la fuerza, su corrupción de las naciones mediante sus leyes injustas y sus prácticas pecaminosas—por ejemplo, el tráfico de opio—resulta evidente que, en lugar de cumplir con esas demandas y, siendo nosotros la causa del endurecimiento de las naciones paganas, nuestra propia deuda y nuestras responsabilidades con respecto a ellos se ven grandemente aumentadas.

Es cierto que algunas naciones han trabajado entre los paganos con gran éxito; y existen incluso algunas pequeñas naciones paganas que, debido a su contacto con excelentes hombres cristianos, gobernadores y misioneros, se puede decir que han entrado en contacto con Cristo; y, si no Le recibieron, ese contacto debe ser la causa de su endurecimiento. Pero estas son excepciones, y nosotros, los miembros de las iglesias reformadas, no podemos presumir que nuestra participación en revolucionar al mundo pagano será muy grandiosa. Pero con estas excepciones, limitamos el endurecimiento a los hombres que, viviendo en países cristianos, han estado durante largo tiempo bajo la influencia del Evangelio. Esto se aplica también a Israel bajo el Antiguo Pacto. La Iglesia, hoy extendida entre las naciones, en Israel se encontraba oculta. El endurecimiento raramente se producía entre los paganos, y por regla general se limitaba a los judíos. Evidentemente, cuando San Pablo dice que los escogidos lo han obtenido, mientras que los demás fueron endurecidos (Ro. xi. 7), se refiere exclusivamente a Israel, como se deduce del contexto: “Lo que buscaba Israel, no lo ha alcanzado; pero los escogidos sí lo han alcanzado, y los demás fueron endurecidos.” Y luego sigue una descripción de este endurecimiento, tomado de Is. xxix. 10: “Porque Jehová derramó sobre vosotros espíritu de sueño, y cerró los ojos de vuestros profetas, y puso velo sobre las cabezas de vuestros videntes.” Por lo tanto, el endurecimiento que ahora se manifiesta como un nuevo obrar, se limita a la Iglesia cristiana. El endurecimiento que aún permanece sobre Israel, es un efecto secundario de la sentencia antigua; no es nuevo. Por su rechazo de Cristo frente al Gábata, en el Calvario, y el día de Pentecostés, ellos lo trajeron sobre sí mismos, y no pueden ser librados de él, sino sólo a través del don de la nueva gracia. Por lo tanto, en el debate sobre el endurecimiento que afecta a este tiempo, no entra en consideración. Como regla general, el endurecimiento que se manifiesta en nuestros días y en nuestros propios círculos, se encuentra limitado a la Iglesia cristiana, y sigue la pista hacia el santo Bautismo. Y aquí podemos distinguir un endurecimiento personal y un endurecimiento colectivo. Con referencia a este último, un hecho triste pero bien conocido, explicará nuestra intención. En muchas regiones, aquí y en otros lugares, las ideas correctas sobre el santo matrimonio han sido falsificadas; no sólo recientemente, sino por siglos. Esto resulta evidente, por el hecho de que se entra a la relación marital en medio del pecado, antes de que se confirme el matrimonio, por lo que se vuelve “obligatorio,” según se dice. Esto se trata de un endurecimiento colectivo en contra de la bendición divina del santo matrimonio. Es un pecado popular que no sólo afecta al individuo, sino a toda su generación y a todo su entorno. De la misma manera, existe pecado en todo negocio y compañía, sin el cual se dice que no se puede ser un hombre de negocios. “Todo hombre es un ladrón en su propia tienda”; y con este tipo de bromas pecaminosas se desecha el asunto. Cada nuevo empleado es correctamente iniciado. Aquel que no conoce los trucos es considerado incompetente, y de aquel que se encuentra renuente, se dice que estropea el juego. En este sentido, existe un endurecimiento colectivo en muchos países e iglesias, el que ha caído sobre las multitudes como un espíritu de somnolencia. Sólo se tiene que comparar las iglesias de Escocia y de España para estar convencido de esta realidad. Las iglesias de ambos países confiesan el nombre del mismo Señor Jesucristo; ellas leen el mismo Evangelio; en parte, cantan los mismos salmos; apenas existe sólo un misterio de fe confesado en Escocia, el cual no se confiesa en España. Pero a pesar de toda esta semejanza, ¡qué diferencia tan inconmensurable! En ambos países, se es bautizado con el mismo Bautismo y se alimenta con la misma Cena del Señor; pero ¡cuán bastamente diferente es la manifestación de la vida eclesiástica! No negamos que en las iglesias de Escocia, puedan existir muchas faltas y defectos. Incluso aceptamos que en la Iglesia de España puede haber en forma ocasional un compasivo resplandor de amor, mientras que en el norte de Gran Bretaña nos encontramos con algo frío y escalofriante. Pero aparte de esto, ¡qué clara y certera es la conciencia en Escocia, y cuán pesado es el velo que cubre el rostro de la Iglesia de Cristo en España! Es cierto que España todavía posee la confesión de la verdad salvadora, pero muy profundamente enterrada bajo un sinnúmero de instituciones humanas. El brillo de las divinas cosas santas es opaco y débil. No estamos negando la acción de la gracia divina en la Iglesia española, y admitimos con mucho gusto, el que Cristo sea predicado incluso bajo ese velo, y que Sus escogidos estén siendo recogidos para vida eterna. Pero en cuanto al resto, ¡qué

embotamiento del alma, qué endurecimiento de espíritu! Resulta evidente que en ese país grandiosamente bello, un poder maligno oprime los espíritus, en contra del cual su lucha resulta en vano. Aunque menos claramente y, en menor escala, el mismo endurecimiento colectivo se encuentra en todas partes. En las regiones montañosas de Escocia, la Iglesia es mucho más pura que en las tierras bajas. En la Iglesia Luterana de Noruega, la vida espiritual es mucho más afectuosa que en Sajonia. En el Cantón suizo de Vaud, es mucho más enérgica que en Berna. Y en nuestra propia tierra, ¿quién no llora por Drenthe cuando se le compara a Zelanda? ¿Quién no sabe que los distritos rurales de Holanda del Sur son mucho más susceptibles, espiritualmente, que los de Holanda del Norte? ¿Y quién puede dejar de notar la diferencia entre arena y arcilla en Friesland y en Gelderland? Pero si tenemos un entendimiento más profundo y una vida más larga, debido a las circunstancias más favorables del medio ambiente y la educación, no deberíamos hacer ostentación de ello. Si hubiéramos sido plantados en tierra tan seca, probablemente deberíamos haber crecido igual de enjutos y poco agraciados. Medir la culpabilidad de cada hombre, con referencia a este endurecimiento colectivo, no es de nuestra incumbencia, sino que es el Señor quien es juez de toda la tierra. Pero lo que nos corresponde es oponernos a este endurecimiento, donde sea que lo encontremos, con la levadura de la Palabra, y orar sin cesar por la liberación de esta plaga espiritual. Una y otra vez, el endurecimiento que había estado sobre pueblos y ciudades—y sobre países enteros, ha sido levantado por la audacia de un solo predicador de rectitud. Puede resultar incurable, como en Sodoma y Gomorra, las que debían ser destruidas, mientras que Nínive podía aún arrepentirse. Pero esto es excepcional. Normalmente vemos las naciones más endurecidas despertar de su letargo espiritual, tan pronto como el predicador de arrepentimiento les hace el llamado a volverse a Dios. El endurecimiento personal es algo totalmente diferente, y en mayor o menor medida, cae sobre todos los que viven bajo la influencia del Evangelio pero que no han sido vivificados por él—quienes fueron bautizados con agua y no con el Espíritu Santo; y respecto de este endurecimiento personal, el apóstol testifica: “Pero los escogidos sí lo han alcanzado, y los demás fueron endurecidos.”

XXXVI. El Amor Apostólico. “Cegó los ojos de ellos, y endureció su corazón”— Juan xii. 40. Es extraño que el endurecimiento, en su manifestación más terrible, no encuentre su exponente en Jeremías, el severo predicador de arrepentimiento, ni en San Pablo, el confesor de la lógica y testigo de la soberanía divina, sino en San Juan, el apóstol del amor. San Juan conoce a los hombres a quienes él llama “hijos del diablo,” que como tales, son lo opuesto de los hijos de Dios. Jesús había entrado en la ciudad santa en medio de los hosannas de las entusiastas multitudes. Aparentemente, todo Jerusalén, salió a vitorearlo. Incluso los griegos que ahí vivían lo pedían. Fue la hora del triunfo y la gloria. Y sin embargo, en medio de este aplauso popular, Jesús sabe que Él es el “Varón de Dolores,” y declara a Sus discípulos que Él es como el grano de trigo que, “si no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan xii. 24). Entonces Él gritó: “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre” (Juan xii. 27, 28). E inmediatamente vino una voz del cielo que decía: “Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez” (Juan xii. 28). La gente que le rodeaba “decía que había sido un trueno. Otros decían: Un ángel le ha hablado” (Juan xii. 29). Fue una de las señales más solemnes e impresionantes que nunca hayan estado presentes en la predicación de la Palabra—un acontecimiento como aquel del Carmelo; una respuesta directa del cielo.

Aún bajo su impresión, Jesús continúa con Sus palabras a la multitud, diciendo: “Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz” (Juan xii. 36). ¿Y cuál fue la respuesta? ¿Otro hosanna como aquel cuando Jesús había resucitado a Lázaro de entre los muertos, y que fue honestamente expresado por algunos? De hecho no fue así. Cuando, en lugar de prometerles que Él levantaría el reino y lo liberaría de la esclavitud romana, Jesús les presentó las demandas de la fe, entonces ellos se Le resistieron, y el mal en sus ojos revelaba lo contrario a paz en sus corazones. Y al mismo Nazareno que un momento atrás ellos habían ovacionado con el ondeo de las palmas, ahora se encontraban dispuestos a enterrarlo bajo una lluvia de piedras. Jesús, viendo esto, se marchó y se escondió de ellos. Y de este modo, en esa plaza pública de Jerusalén, la multitud se quedó sola. Ellos habían rechazado al Rey a quien deberían haber adorado. Una voz había hablado desde el cielo, pero ellos habían bloqueado sus oídos. ¡Engañado pueblo! No saben a quién han rechazado, y que su rechazo de hoy deberá conducir mañana a Su crucifixión. Ustedes Lo rechazaron, y, junto a Él, se rechazaron a ustedes mismos para siempre. Porque esto es lo que San Juan, el testigo de la paz y del amor, bajo la inspiración directa del Espíritu Santo, escribe acerca de ellos: “Pero a pesar de que había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él; para que se cumpliese la palabra del profeta Isaías, que dijo: Señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y a quién se ha revelado el brazo del Señor? Por esto no podían creer, porque también dijo Isaías: Cegó los ojos de ellos, y endureció su corazón; Para que no vean con los ojos, y entiendan con el corazón, Y se conviertan, y yo los sane. (Juan xii. 37-40). “No podían creer”. ¡Ningún juicio podría ser más agudo, más directo, más temible! ¿Quién puede oír estas palabras sin sentir dolor en el corazón? ¿Quién no tiembla, cuando el santo apóstol declara que tales son las ordenanzas del Reino? ¿Quién no inclina la cabeza en la presencia de esos misterios cegadores? ¡Oh, de manera que pudiéramos borrar estas palabras del Evangelio! Pero no podemos. Aunque nos afecten tan dolorosamente, aunque no nos podamos amonestar lo suficiente unos a otros para nunca hablar de estos temibles misterios, sino con un corazón amoroso y entristecido, sin embargo, estas palabras no pueden ser sacadas del Evangelio. Sin ellas, aun el Evangelio de San Juan no estaría indemne, rico y completo. Las Escrituras no pueden ser castradas. Fue Jesús quien descubrió que estos hombres de Jerusalén, miserablemente pecadores, fueron insensibilizados y que su cerviz fue así mismo endurecida. Esto desciende, no a los hombres en Roma o Atenas, sino a los hombres en la capital judía. Es notable, que cuando los griegos se acercaron a Felipe ingenuamente preguntando por Jesús, estos hijos de Abraham deberían haberse manifestado como endurecidos en sus corazones. Tales hombres habían existido en Jericó, Betania, y Jerusalén, veinte años atrás; sin embargo, el apóstol declara que esta profecía sombría acerca del endurecimiento completado se cumplió en toda su extensión sólo en los hombres que eran entonces los líderes de la opinión pública en Jerusalén, quienes fueron endurecidos por su encuentro, no con Juan el Bautista, sino con Jesús. El efecto del contacto con Jesús es tan decisivo, que determina todo el curso posterior de la vida y la existencia de un hombre para siempre. No existe uno más grande y más glorioso que Jesús. A quien Jesús no salva, no puede ser salvado. El que no ve la luz en Jesús, deberá por siempre vagar en la oscuridad. Él es la piedra de toque. Cuando es probada por Él, el alma es puesta de manifiesto. A partir de este relato, y de todo lo que las Escrituras revelan sobre este tema, resulta por lo tanto lastimosamente evidente que nuestra mayor gloria, es decir, nuestra certeza cristiana, y la miseria más terrible que el alma pueda concebir, el endurecimiento de un ser humano, se presentan codo a codo uno al lado del otro, y van juntos en conexión causal. Roca de agravio; de caída y nuevo levantamiento para muchos en Israel; una señal en contra de la que se hablará; el sabor de la vida, pero también el sabor de la muerte—¡nos preguntamos cómo es posible que Él quien es el Salvador del alma, pueda también causar que su corrupción mortal se vuelva manifiesta!

Y sin embargo, es un hecho; la Palabra de Dios no deja lugar a dudas. Y lo que es aún más maravilloso, esta espantosa operación de ser un sabor de muerte procede de Cristo en uno de los momentos más gloriosos de Su vida: en el momento en que Él brilla en toda la grandeza de Su majestad. Había llegado la hora cuando, como un grano de semilla de mostaza, Él debía caer al suelo. Los galileos vieron a su Señor. Los griegos preguntaron por Él. La voz del cielo seguía vibrando en sus oídos. Con súplica conmovedora, Él los llamó al arrepentimiento. Y es en ese momento que la enemistad del corazón humano Le muestra su odio mortal, y en su resistencia fundamental Le obliga a ocultarse. Y entonces, el endurecimiento de sus corazones se vuelve manifiesto. No existe forma de escapar a este momento crucial. Todo hombre debe ser atraído a Cristo. Y aquel que ha venido a Él debe ver más y más de Su grandeza y santidad, y llegar a tener una relación cada vez más íntima con Él. Y por esta misma entrada hacia el santuario interior, el alma perdida descubre su propia y verdadera interioridad, y si acaso alguna vez llegará a una rasgadura del velo. Pero de esto no deberíamos nunca extraer la conclusión equivocada, de que entonces el camino más seguro es nunca traer nuestros niños a Jesús. Esto no queda a nuestro criterio. Es el mismo Señor de los Ejércitos el que nos ordena: “Dejad que los niños vengan a mí” (Marcos x. 14). Sino que lo que este profundo misterio debiera enseñarnos, es a no arrojar las cosas sagradas a los perros, ni a hacer exhibición ostentosa de la verdad divina. Aunque no juzguemos a otros, sino más bien dejemos que su celo por la difusión del Evangelio reprenda nuestra tibieza, aun así, debemos recordarles el hecho de que están tratando con fuego. Seguramente no es otra que la espada de dos filos del Espíritu la que puede alcanzar la residencia interior de la corrupción; pero recuerde, si se trata sin cuidado, podría herir alguna parte vital. Y por lo tanto, debemos siempre advertir a los hermanos, en el espíritu de amor, que nunca prediquen el temible Evangelio de un modo irreflexivo y descuidado, sino que siempre se haga con la mayor precaución y con santa seriedad. Pues el trabajo de la predicación del Evangelio es sumamente delicado. En cuanto a la pregunta, ¿Cómo se produce el endurecimiento? simplemente decimos que debemos oponernos a todos los esfuerzos para ser más sabios que aquello que está escrito; siendo conscientes de nuestras propias limitaciones, preferimos velar, no sea que nuestra propia alma caiga bajo este terrible juicio; y de ese modo evitar perdernos en el vano esfuerzo de analizar lo que no podemos concebir sino en la unidad del misterio sagrado. Pero esto es lo que podemos decir: que en la naturaleza, Dios nos ofrece muchos ejemplos del hecho de que en su más alta actividad, la misma potencia puede tener efectos opuestos. Sin lluvia, el campo se seca y la vegetación se quema; pero la misma lluvia que en otro lugar hará que el grano crezca, en un campo con mal drenaje hará que el cultivo se pudra. El mismo sol que calienta el suelo y madura el grano en un acre, endurecerá el suelo y quemará la cosecha en otro. El mismo alimento que nutre y fortalece al saludable, carga al débil y pone en peligro la vida del enfermo. El conocimiento es glorioso y, en su fuente, el hombre ama saciar su sed; pero, ¡cuán abrumadora es la corrupción causada, ya sea por su aplicación unilateral o por una estimación desproporcionada de su valor! El vínculo entre marido y mujer, y entre madre e hijo, es santo y amoroso; pero, ¿existe alguna pasión que haya añadido más a la contaminación y la profanación de la vida humana que este mismo deseo por el estado marital y este anhelo de ser madre? Es una ley universal la que dice que la más alta excelencia, al no lograr su propósito, invierte su acción y causa destrucción, contaminación y, a menudo, ruina sin esperanza, en una medida mucho mayor que si fuera menos excelente. Y sabiendo esto; ¿es extraño que la misma ley prevalezca en el más alto dominio, es decir, el Amor de Dios? El endurecimiento no es sino el efecto del Amor divino que se ha vuelto en la dirección opuesta. Ama o consume. Atrae hacia el cielo o arruina en el infierno.

XXXVII. El Pecado en Contra del Espíritu Santo

“La blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada”—Mt. xii. 31. Aun cuando el amor de Dios falla en su propósito siempre provoca endurecimiento del corazón, a veces tiene un efecto aún más terrible, porque puede llevar al pecado en contra del Espíritu Santo. Los resultados de este pecado son especialmente aplastantes y terribles. Las palabras de Cristo a su respecto son sorprendentes e incisivas, y arrojan el alma culpable a la desesperación eterna: “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama. Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. A cualquiera que dijere alguna palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero” (Mt. xii. 30-32). San Marcos lo presenta aún con mayor dureza: “De cierto os digo que todos los pecados serán perdonados a los hijos de los hombres, y las blasfemias cualesquiera que sean; pero cualquiera que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tiene jamás perdón, sino que es reo de juicio eterno (Mc. iii. 28, 29). San Juan escribe acerca de él: “Si alguno viere a su hermano cometer pecado que no sea de muerte, pedirá, y Dios le dará vida; esto es para los que cometen pecado que no sea de muerte. Hay pecado de muerte, por el cual yo no digo que se pida. Toda injusticia es pecado; pero hay pecado no de muerte. Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1 Juan v. 16-18). Y San Pablo escribe: “Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, y recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento, crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole a vituperio. Porque la tierra que bebe la lluvia que muchas veces cae sobre ella, y produce hierba provechosa a aquellos por los cuales es labrada, recibe bendición de Dios; pero la que produce espinos y abrojos es reprobada, está próxima a ser maldecida, y su fin es el ser quemada” (Heb. vi. 4-8). Estas cortantes palabras dejarían perpleja al alma, si él no hubiera añadido: “Pero en cuanto a vosotros, oh amados, estamos persuadidos de cosas mejores, y que pertenecen a la salvación, aunque hablamos así. Porque Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre” (vs. 9, 10). Estas son palabras de consuelo, las que sin embargo, no desvirtúan la seriedad mortal con la que él habla en el décimo capítulo: “Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios. El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de dos o de tres testigos muere irremisiblemente. ¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia? Pues conocemos al que dijo: Mía es la venganza, yo daré el pago, dice el Señor. Y otra vez: El Señor juzgará a su pueblo. ¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” (Heb. x. 26-31). Mucho más podría añadirse. Está escrito respecto de Esaú, que no pudo encontrar lugar para arrepentimiento. San Pedro y San Judas, llenos de indignación, escriben sobre las personas que “han seguido el camino de Caín,” que “se lanzaron por lucro en el error de Balaam,” y que “perecieron en la contradicción de Coré.” Pero estas palabras no tienen relación directa con el pecado en contra el Espíritu Santo. Se ha dicho suficiente a fin de convencer a nuestros lectores de que juzgamos este terrible pecado, no en base a nuestra propia autoridad, sino en base a la autoridad del Espíritu Santo.

Abrimos el debate, haciendo hincapié en que ningún hijo de Dios podría ni puede cometer jamás este pecado. Es necesario decir esto a fin de evitar que muchas almas sean perturbadas. Existe una angustia indecible en estas palabras de Jesús: “Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. Pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero” (Mt. xii. 31-32). Para tal pecado no existe intercesión en el cielo ni en la tierra. Esa oración aun es condenada y prohibida como profana. De hecho, nos damos cuenta de cómo las almas afligidas, azotadas por la tempestad y sin consuelo, especialmente cuando el sufrimiento de un cerebro débil y de nervios enfermos, puede volverse tan morboso como para preguntar: ¿Acaso he cometido yo ese pecado? Y si es así, ¿cuál es la utilidad de las oraciones y las lágrimas? Pues entonces yo estoy perdido, irremediablemente y para siempre. Y un sufrimiento espiritual así de cruel no puede ser permitido. Es el resultado de una deficiente formación religiosa, y, más aún, de la predicación que, culpablemente ignorante de las formas profundas del alma, parlotea acerca de muchas cosas, pero casi nunca trata las cosas solemnes que conciernen a la eternidad. Cabe reiterar a estas almas afligidas a que se hace referencia, clara y distintamente, que ningún hijo de Dios podrá nunca cometer este pecado. No pertenece al corazón contrito y humillado, sino que se gangrena sólo en el espíritu orgulloso que se opone al Señor y a Sus santas ordenanzas. Es cierto que el apóstol declara que los hombres culpables de este pecado “fueron una vez iluminados” y que “han gustado del don celestial,” y “fueron hechos partícipes del Espíritu Santo,” y “han probado la buena Palabra de Dios y los poderes del siglo venidero”; pero nunca se ha dicho que hubieran tenido un corazón quebrantado y contrito. Por el contrario, a ellos les importan las cosas altas; ellos dependen de sus exaltadas experiencias; alardean de una cierta parcialidad que el Señor les ha mostrado últimamente; pero no muestran ninguna evidencia de que alguna vez se lamentaran, o cayeran al suelo como muertos ante la Majestad divina, o que alguna vez la consideraran como un fuego consumidor. Es un hecho particular que las mismas personas que nos hacen pensar en la palabra de las Escrituras, “el que piensa estar firme, mire que no caiga,” nunca tienen miedo de la perdición eterna; mientras que aquellos que no son en lo más mínimo propensos a pecar en contra del Espíritu Santo, se encuentran con frecuencia con temor y temblor de que puedan caer en él. Los médicos de manicomios están muy familiarizados con estos hechos. Y no hay sino un remedio para estas almas afligidas, esto es, alimentarlas con las Escrituras antes de que sean atribuladas. Por supuesto, aquel que medita y murmura acerca de su pecado, permaneciendo fuera de la Palabra, no puede escapar de ser perseguido por el pensamiento tipo Caín, de haber cometido un pecado demasiado grande como para ser perdonado, y al final, tampoco puede escapar de volverse loco. Pero aquel que vive cerca de la Palabra, se encuentra a salvo y no puede ser afectado de esa manera. Las Escrituras nos ofrecen una visión clara y transparente del pecado en contra del Espíritu Santo. Los escribas que habían bajado de Jerusalén estaban viendo gloriosas cosas y estaban oyendo palabras del cielo, pues Jesús estaba de pie en medio de ellos. Y mientras que con ojo y oído estaban gustando de estos dones celestiales, ellos se atrevieron a decir: “que tenía a Beelzebú, el príncipe de los demonios” (Mc. iii. 22). Y a esta declaración blasfema Jesús respondió de inmediato, que estas personas habían cometido el pecado en contra del Espíritu Santo, “Porque ellos habían dicho: Tiene espíritu inmundo” (Mc. iii. 30). Por lo tanto, entre las personas de buena disposición, no puede existir diferencia alguna de opinión a este respecto. El pecado en contra del Espíritu Santo sólo puede ser cometido por personas que, contemplando la belleza y la majestad del Señor, cambian la luz en oscuridad y consideran que la suma gloria del amor del Hijo de Dios pertenece a Satanás y a sus demonios. Y, dado que las almas afligidas a las que nos hemos referido están conscientes de su incapacidad para captar las cosas sagradas, y están familiarizadas con las sugerencias pecaminosas de sus propios corazones, sin embargo, a pesar de estas sugerencias, sinceramente desean ser persuadidas del amor de su Salvador, por lo tanto resulta imposible que alguna vez puedan convertirse en víctimas culpables de la desesperación.

Sin embargo, no se puede negar que a veces en los corazones de los santos, se levantan pensamientos terribles en contra del Santo. El pozo de iniquidad que se encuentra bajo nuestros corazones, con sus gases venenosos, se mantiene hasta la muerte. Mientras estamos comprometidos en la lectura de la Palabra, en la oración o en la santa meditación, a veces nos sobresaltan sugerencias que centellean por la mente, como la lanceta venenosa de una avispa, las cuales quisiéramos arrancar de la cabeza y el corazón, de las que nos encogemos como si fuéramos alcanzados por un rayo, con el clamor: Oh Dios, ¡libérame! Sin embargo, estas sugerencias no tienen nada que ver con el pecado en contra del Espíritu Santo; pues nosotros no nos identificamos con ellas, no las atesoramos, sino que las arrojamos a un lado como lo haríamos con una víbora. Ellas vienen a través de nosotros, pero no son de nosotros. O, más bien, ellas brotan de nuestra naturaleza pecaminosa, pero no están enredadas a nuestra voluntad—de hecho, resultan repugnantes a nuestra voluntad. Debemos prestar atención, por lo tanto, no sea que al apartarnos de las Escrituras, alejemos nuestras almas del amor de Dios. Esto complacería muy adecuadamente a Satanás. A él le encanta usar ese pecado en contra del Espíritu Santo para molestar a las almas débiles, y la angustia de éstas deleita su corazón. Por lo tanto, no se les debe permitir meditar en esta temible palabra de las Escrituras. Es cierto que el Evangelio es temiblemente serio, pero al mismo tiempo, es el Evangelio de toda consolación, y ningún hombre podrá jamás robarle ese carácter. En apego estricto a la Palabra, podemos añadir que los que comúnmente vagan lejos de Dios, no cometen el pecado en contra del Espíritu Santo; pues ellos no han visto absolutamente nada de los poderes y glorias del siglo venidero (Heb. vi.). Para cometer este pecado se requiere de dos cosas, las que van estrictamente juntas: En primer lugar, un estrecho contacto con la gloria que es manifiesta en Cristo, o en Su pueblo. En segundo lugar, no sólo el desprecio de esa gloria, sino la declaración de que el Espíritu que se manifiesta en esa gloria, el cual es el Espíritu Santo, es una manifestación de Satanás. Se puede pecar en contra del Hijo y no perderse para siempre. Existe esperanza de perdón en el día del juicio para los hombres que Lo crucificaron. Pero el que profana, desprecia y calumnia al Espíritu, que habla de Cristo, de Su Palabra, y de Su obra, como si Él fuera el espíritu de Satanás, se pierde en la oscuridad eterna. Este es un pecado deliberado, intencionadamente maligno. Deja ver una oposición sistemática a Dios. Ese pecador no puede ser salvado, porque ha despreciado al Espíritu de toda gracia. Ha perdido el último vestigio en el pecador, el gusto por la gracia y, con él, la posibilidad de recibir gracia. Por tanto, esta palabra de Jesús está divinamente intencionada a poner en guardia a las almas; las almas de los santos, para evitar que la Palabra de Dios sea tratada por ellas con frialdad, descuidadamente, con indiferencia; las almas de los falsos pastores y engañadores de la gente que, ministrando en los santos misterios de la cruz, hablan con desprecio de la “teología de la sangre”—blasfemando las más supremas manifestaciones del amor divino, como si se tratara de una abominación perversa; las almas de todos los que han abandonado el camino; de aquellos que una vez conocieron la verdad y ahora la rechazan, y quienes ‘en su auto imagen condenan abiertamente a sus hermanos que aún creen, como si fueran fanáticos ignorantes. Su sentencia será pesada por cierto. Nínive no opuso resistencia al profeta, ¡y fue exaltada por encima de Capernaum y Betsaida! De lo anterior, el amor cristiano deduce una exhortación doble: En primer lugar, a los creyentes declarados, de no tentar a otros a caer en este pecado por ignorancia y presunción. En segundo lugar, a los hermanos descarriados, a no decir que el escepticismo es el camino que conduce a la verdad. Pues es este mismo escepticismo la puerta fatal por la cual el pecador entra al terrible pecado en contra del Espíritu Santo.

XXXVIII. Cristo o Satanás “Pero el mayor de ellos es el amor”—1 Co. xiii. 13. Aunque la revelación de las Escrituras respecto del endurecimiento del corazón resulta temible, aun así es el único precio al cual el Todopoderoso ofrece al hombre la promesa bendita de la riqueza infinita del Amor. La luz resulta inconcebible sin la sombra; y mientras más pura y más brillante sea la luz, las sombras deberán ser más oscuras y más claramente delineadas. De igual manera, la existencia de la fe resulta inconcebible sin que exista la duda como su opuesto; la esperanza sin la angustiosa tensión de la desesperación; el mayor disfrute de amor sin la más penetrante incisión de odio. Si esto ocurre de este modo entre los hombres, ¿cuánto más fuertemente debe ocurrir cuando Dios derrama Su amor a través del Espíritu Santo? Incluso entre los hombres, el amor siempre pierde en profundidad lo que gana en amplitud. Por tanto, existen multitudes de hombres de los que todos hablan bien y nadie habla mal; que, aunque no siendo perseguidos por odio, tampoco son queridos con amor ferviente. Y existen hombres a quienes nadie puede tratar con indiferencia; que inspiran a algunos con ardiente amor y a otros con impulsivo odio. ¡Cuán dedicado es el amor de Timoteo y Filemón por San Pablo, y con cuánto odio los maestros judíos lo persiguieron! ¡Cuán afectuoso el apego del círculo de reformadores alemanes por Martín Lutero, y cuán amarga la violencia de la jerarquía papista en contra de él! ¡Cuán profundo y tierno el amor de nuestro pueblo cristiano por Groen van Prinsterer, el noble campeón de nuestros intereses cristianos, y cuán feroz el odio y la amargura con los que los hombres de la neutralidad lo persiguieron todos los días de su vida! Los círculos de la corte de San Petersburgo casi adoran al zar de Rusia, mientras que cada nihilista lo aborrece como si se tratara del mismo diablo encarnado. Y esto es cierto en todos los países y en todas las épocas. Tan pronto como el amor ha echado raíces en el suelo de los principios, separa a los mejores amigos y encuentra su polo opuesto en el odio más temible. El amor que es inspirado sólo por rasgos amables, que no tiene otra base que la buena voluntad mutua, que es la hija de una disposición condescendiente, que es apoyado por el servicio recíproco, la quema de incienso o el interés propio, nunca despierta tal odio. Pero tan pronto como el amor adopta un carácter más noble y más santo; cuando ama al amigo no por su apariencia, disposición, modales encantadores y formas agradables, sino a pesar de su carácter inflexible, demandas severas, y rasgos desagradables, simplemente porque es el portador de una convicción, el intérprete de un principio, el poderoso intercesor de un ideal, entonces el odio no puede tardarse mucho, sino que sigue al amor a su paso, y se enfurece con amargura y violencia en la misma medida que el apego del amor es tierno y estimulante. Esto nunca fue más evidente que en la Persona de Cristo. Sus contemporáneos tienen derecho a un trato justo. Con la excepción de aquellos a quienes había sido especialmente revelado, ni siquiera una persona vio en el rabino de Nazaret al Hijo de Dios, la Esperanza de los Padres, y al Mesías Prometido. La gran muchedumbre del pueblo Lo aclamó simplemente como el Héroe de Su creencia, el Predicador de la Justicia, Uno que estaba lleno de celo por principios elevados y santos. ¿Y qué revela la historia de Su vida? Que en el primer encuentro, encantados por Su discernimiento santo, conmovidos por Su elocuencia, sobrecogidos por Su palabra de amor, los hombres Le ofrecen homenaje y se unen a las alabanzas de las multitudes. Pero también, que este conocimiento superficial es luego seguido por un cambio en su inclinación y su disposición, desarrollándose en algunos hacia la fe certera y la entrega total a Su Persona, y en otros, hacia un odio que se vuelve día a día más violento. Jesús no causó molestias a nadie. Ni una sola palabra amarga salió jamás de Su boca. Hubo miles a quienes Él bendijo, y no hubo uno solo a quien dañara. Incluso a los niños pequeños Los atrajo hacia Sí y besó sus caras sonrientes. Y, aun así, ya en Su primera aparición en

Nazaret, las malas pasiones empezaron a airarse en contra de Él. Cuál fue el mal que Él había cometido, nadie lo podía decir; pero ellos no podían soportarlo; Él les molestaba; era para ellos algo que ofende a la vista; debía irse. Mientras Él permaneciera en la tierra de los vivientes, no podría haber descanso en Palestina, eso es lo que ellos pensaban. Esto explica los esfuerzos frecuentes de la multitud por apedrearlo y matarlo; los sucios adjetivos que aplicaba a Él, diciendo “que estaba fuera de Sí,” “que tenía un demonio y estaba loco,” “que Él alborotaba a la gente,” que era un “glotón” y un “bebedor.” Y cuando todo esto no fue de ninguna ventaja para ella, y Jesús siguió inspirando a muy pocos pero con un amor aún mayor, y el número de los Juanes y Marías aumentó, entonces la multitud consideró que se debía tomar medidas aún más severas; y entonces el odio se convirtió en persecución; entonces las mujeres honestas de Jerusalén gritaron: “Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Mt. xxvii. 25); y, sedienta por Su sangre, la multitud gritó: “¡Crucifíquenle!” y la tormenta de la pasión perversa no se aplacó hasta que Lo vieron muriendo sobre la cruz. Luego, al lado de la cruz estaban Juan y María, cuyo amor por Jesús nunca fue superado, codo a codo con los dirigentes de Jerusalén, quienes se atrevieron a burlarse de Él y a desafiarlo aun en Sus momentos de agonía, mientras que ellos casi se asfixiaban en su propia furia. Si Jesús no hubiera venido y testificado abiertamente del Padre, los serios caballeros de Jerusalén nunca habrían sido culpables de pasiones tan bajas y deshonrosas como aquellas. De hecho, Su aparición pública en Jerusalén y en Judea fue la chispa que encendió estas pasiones. Sin Él, los rabinos nunca hubieran cometido un pecado tan horrible; si Jesús no hubiera venido del cielo, la tierra nunca hubiera visto un odio tan vil, amargo y violento. ¿Por qué, entonces, Él no prefirió permanecer alejado? ¿Por qué vino a la tierra? Pues Él sabía el odio que su venida despertaría. Él sabía que -indirectamente- ocasionaría que Iscariote se convirtiera en un Judas, un hijo del diablo. Él sabía que se volvería una caída y un nuevo levantamiento para muchos; una piedra de tropiezo; una señal en contra de la cual se debería hablar. Él sabía, que por un encuentro con Él, miles de personas se convertirían en transgresores, y algunas incluso cometerían el pecado en contra del Espíritu Santo. Él sabía todo esto, porque sufrió todo por causa del consejo definitivo y el conocimiento anticipado de Dios. Y, aun así, Él vino. Él habló. Él llevó a cabo Su horrible tarea sobre la tierra, la de ser un Salvador para miles de almas, pero también una piedra de ofensa para miles de otras. ¿Y por qué no Se le impidió venir, de modo que todo este terrible mal pudiera ser evitado? ¡Por el bien del Amor, Oh hijos del Reino! Pues el Amor es más grande; el Amor es el derecho más elevado; y el Amor, lleno, abundante y divino, no puede ser derramado en los corazones de los hombres sino sólo a este precio. Un Amor menos grandioso hubiera provocado un odio menos violento. Si este Amor no hubiera venido en absoluto, el odio hubiera sido apagado totalmente. Sólo esto Amor despertó ese odio. Irritado por la perfección de este Amor, estalló en semejante malicia demoníaca. Tan pronto como el Amor muestra su brillante semblante, el odio arroja con fuerza sus espeluznantes llamas. Sin este temible estallido de impiedad, la santidad no podría existir en este mundo de pecado. Esto nos lleva nuevamente al Espíritu Santo. El carácter y el poder de cualquier forma de amor, están determinados por el carácter sagrado o profano del espíritu que habita en él. Por supuesto, el amor terrenal no puede alcanzar su máxima potencia a menos que el Espíritu Santo more en él y encienda en el corazón humano su chispa sagrada. Y dado que Él anima toda vida creada, Él también anima la vida del amor; y entonces empieza a vivir, recibe un alma y es verdaderamente animado; y la promesa del Padre es cumplida en la Iglesia y en nuestros corazones, y el amor es derramado por el Espíritu Santo. Es por esto, que la operación completa y penetrante del amor ocurrió sólo el día de Pentecostés. Luego, los muros que separaban a Israel fueron derribados, y el río de su vida reveló su lecho amplio y profundo a cada pueblo y nación. Hubo ahí lenguas como de fuego, y hubo un hablar con las lenguas de todas las naciones. Ellos tuvieron todo en común. Fueron

contenidos en la unión de un propósito. La melodía del salmo de alabanza se extendió a todos los círculos que invocaron el nombre del Señor. Pero, ¡ay! con la luz del amor vino también la temible sombra del odio, que obra la obstinación, termina en el endurecimiento, y añade a sí mismo la muerte por el pecado en contra del Espíritu Santo. Y esto es una cosa terrible. Aun así, si se pudiera lograr persuadir al Padre de las Luces para apagar la luz pura del amor, ¿diría usted: “Señor, extínguela”? ¿Se atrevería a orar para que el derramamiento de ese amor en la tierra cesara? Y de este modo, en medio de las diferencias, disputas y discordias, en medio del tumulto de odio y el estruendo de la irreverencia y la blasfemia, la obra de la redención continúa, y la operación del Espíritu Santo sigue cumpliendo el consejo de Dios. Así, el Rey reina majestuosamente; las almas se convierten; los rebeldes son consolados; los actos de abnegación y noble consagración se multiplican; la piedad brilla y la misericordia reluce; y, oculto a los ojos de los hombres, el amor perfecto acaricia el alma que fue una vez congelada por su propia culpa, y confiere a la tierra algo de la dulzura y la santidad de su esencial sagrado ser. Y todo esto continuará hasta que la Iglesia militante haya terminado su última batalla. Luego vendrá el fin, la señal del Hijo del Hombre será vista en las nubes, y luego, sólo la consumación de la gloria se manifestará, en la cual cada obra del espíritu profano será destruida y la obra del Espíritu Santo se completará—plena en la manifestación de la gloria, en el enjugar de muchas lágrimas, en la eliminación de todos los obstáculos, en la contemplación de lo que ojos nunca han visto y en el oír lo que oídos nunca han oído y en el éxtasis de lo que nunca ha entrado en el corazón humano; pero, por sobre todo esto, en la revelación perfecta del amor en su manifestación más santa y pura, en la imperturbable comunión con el Señor, nuestro Dios. Notas

1. ↑ Y el corazón de Faraón se endureció” (Traducción holandesa).

Oración XXXIX. La Esencia de la Oración “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos.”—Ef. vi. 18. Por último, consideramos la obra del Espíritu Santo en la oración. Se desprende de la Escritura, más de lo que se ha enfatizado, que en el sagrado acto de orar existe una manifestación del Espíritu Santo trabajando en nosotros y con nosotros. Y aun esto se desprende claramente de palabra apostólica: “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Ro. viii. 26, 27). Cristo expresa esto con igual claridad, cuando Él le enseña a la mujer samaritana que “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Jn iv. 24); por esto, Él añade, “porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren.” Con un sentido muy similar, San Pablo le escribe a los Efesios: “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos” (Ef. vi. 18). Ellos ya poseían la antigua promesa de Zacarías: “Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración” (Zac. xii. 10). Y esta promesa se cumplió cuando el apóstol pudo testificar respecto a Cristo: “Porque por medio de Él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Ef. ii. 18). En el “Abba Padre” de nuestras oraciones, el Espíritu Santo testifica con nuestros espíritus que somos hijos de Dios (Ro. viii. 15). Y en su anhelo por la venida del Novio, no sólo la Novia, sino el Espíritu y la Novia oran: “Ven Señor Jesús, ven pronto.” Tras un examen más detenido, pareciera que la oración no puede ser separada de la regla espiritual de que debemos orar: “Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido, lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual” (1 Co. ii. 12-13). De ahí que no puede haber ninguna duda de que aun en nuestras oraciones debemos reconocer y honrar una obra del Espíritu Santo; y que el trato especial de este sensible tema pueda dar fruto en el ejercicio de nuestras propias oraciones. Sin embargo, no proponemos tratar aquí el tema completo de la oración, el cual le pertenece en este punto a la explicación del Catecismo Heidelberg; pero sencillamente deseamos enfatizar la importancia del trabajo del Espíritu Santo para las oraciones de los santos. En primer lugar, debemos descubrir el hilo de plata, que en la naturaleza del caso, conecta la esencia de nuestras oraciones con la obra del Espíritu Santo. Pues todas las oraciones no son iguales. Existe una gran diferencia entre la oración sumosacerdotal del Señor Jesús y la oración del Espíritu Santo con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Las súplicas de los santos en la tierra son distintas a las de los santos en los cielos, aquellos que se regocijan ante el trono y aquellos que claman a los pies del altar. Aun las oraciones de los santos de la tierra no son iguales, según las variadas condiciones espirituales desde las que oran. Hay oraciones de la Novia, estas son, de todos los santos en la tierra como un todo; y oraciones de las asambleas locales de creyentes, súplicas de los círculos de hermanos cuando dos o tres están reunidos en el nombre de Jesús; y súplicas de creyentes individuales derramadas en la soledad de la habitación. Y diferenciadas en la raíz de estas oraciones de los santos están las oraciones de los aún inconversos, regenerados o no, quienes claman a Dios, a quien ellos no conocen y a quien ellos se oponen.

La pregunta es si el Espíritu Santo es activo, ya sea en una, o en todas estas oraciones. ¿Él solamente afecta nuestras oraciones cuando, en los escasos momentos de rica vida espiritual, tenemos comunión intima con Dios? ¿O sólo afecta las oraciones de los santos, excluyendo las oraciones de los inconversos? ¿O afecta todas las oraciones y súplicas, ya sean de santo o pecador? Antes que respondamos esta pregunta, es necesario que definamos con precisión qué es la oración. Ya que la oración pueden ser entendida en un sentido limitado, como un acto religioso en el que se requiere algo de Dios, en cuyo caso es meramente la expresión de un deseo que brota de un consciente querer, vacío o necesidad, que le pedimos a Dios que supla; una aplicación al poder y providencia divina, en la pobreza ser enriquecido, en peligro ser protegido, en tentación ser mantenido en pie. O puede ser entendida en un sentido más amplio incluyendo el agradecimiento. En la Iglesia Reformada, el Servicio de Oración siempre incluye el Servicio de Agradecimiento. En este aspecto el Catecismo Heidelberg la trata, llamando a la oración la parte primordial del agradecimiento (q. 116). De hecho, nos es difícil concebir la oración, en el sentido más sublime, ascendiendo al trono de la Gracia, sin agradecimiento. Por otra parte, la oración incluye alabanza y toda efusión del alma. La oración sin alabanza y agradecimiento no es oración. En la súplica de los santos, la oración y la adoración van juntas. Oprimida con la multitud de pensamientos, el alma puede carecer de una súplica terminante, o agradecimiento, o un himno de alabanza, y aun así, frecuentemente se siente obligada a derramar aquellos pensamientos ante el Señor. Cuando en Salmos xc. Moisés derrama su oración, hay: (1) una súplica, “Vuélvete, oh Jehová; ¿hasta cuándo? Y aplácate para con tus siervos”; (2) agradecimiento, “Señor, tú nos has sido refugio de generación en generación”; (3) alabanza, “Antes que naciesen los montes y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios.” Y aparte de esto hay (4) un derramamiento de los pensamientos que llenan su alma, “Porque con tu furor somos consumidos, y con tu ira somos turbados,” y aun más fuerte, “Los días de nuestra edad son setenta años; y si en los más robustos son ochenta años, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan, y volamos.” Y así mismo encontramos en la oración sumo-sacerdotal de Cristo (Juan xvii.): (1) una súplica, “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese”; o, “Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros”; (2) agradecimiento, “Como le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste”; (3) alabanza, “Porque las palabras que me diste, les he dado; y ellos las recibieron, y han conocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste”; (4) y aparte de esto, un derramamiento múltiple del alma, el cual no es ni oración, alabanza, ni agradecimiento, “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos”; “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese”; “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.” No le asignamos un lugar especial a la confesión de culpa y pecado, porque esta está incluida en la súplica, a la cual conduce y de la cual es la causa que la mueve; mientras que la confesión de la condición perdida del alma y la responsabilidad natural hacia la condenación necesariamente deben conllevar al derramamiento del alma. Por lo tanto, hablando de forma global, entendemos por oración: todo acto religioso por el que nos llevamos a nosotros mismos directamente a hablar con el Ser Eterno. La única dificultad está en el Himno de Alabanza. Ya que no puede negarse que en bastantes salmos hay un hablar directo con Dios en los himnos de alabanza; y, por lo tanto, la distinción entre la Oración y el Himno de Alabanza puede perderse de vista. Hay cuatro pasos en el Himno de Alabanza: puede ser un canto de la alabanza de Dios ante nuestra propia alma; o ante los oídos de los hermanos; o ante el mundo y los demonios; o finalmente, ante el mismo Señor Dios.

Cuando la llama del santo gozo quema libremente en el corazón del santo, aunque él esté solo, o en cadenas en el calabozo, él se siente limitado, por su propia satisfacción, como si fuera a cantar con una fuerte voz un salmo a la alabanza de Dios. De esta forma era como cantaba David: “Amo a Jehová, pues ha oído mi voz y mis súplicas.” Distinto es el Himno de Alabanza cuando, con y para los hermanos, el santo canta en su compañía; porque ahí ellos cantan, “Bienaventurado el pueblo que sabe aclamarte; Andará, oh Jehová, a la luz de tu rostro”; o dirigiéndose directamente al pueblo de Dios: “Oh vosotros, descendencia de Abraham su siervo, hijos de Jacob, sus escogidos, Él es Jehová nuestro Dios; En toda la tierra están sus juicios.” Y otro es el Himno de Triunfo, el cual la Iglesia canta como si lo hiciera ante el mundo y los demonios; entonces los santos cantan: “Porque tú eres la gloria de su potencia, y por tu buena voluntad acrecentarás nuestro poder. Porque Jehová es nuestro escudo, y nuestro rey es el Santo de Israel.” Pero el Himno de Alabanza se eleva más alto cuando se dirige al Eterno directamente; cuando el santo no piensa en sí mismo, ni en sus hermanos, ni en los demonios, sino sólo en el Señor Dios. Esto es alabanza en su aspecto más solemne. En el canto de las primeras frases del Salmos li. o el Salmos cxxx. la diferencia se percibe de inmediato: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones”; O: “De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo. Señor, oye mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica.” Entonces el orar y cantar en realidad se convierten en uno. Para orar en voz alta, la Iglesia debe cantar, aunque más por el bien de la súplica que del canto.

XL. Oración y la Conciencia “E invócame en el día de la angustia; Te libraré, y tú me honrarás.”—Salmo l. 15. La forma de la oración no afecta su carácter. Puede ser un mero gemido al estar pensando o un suspiro en el que el alma oprimida encuentra alivio; puede consistir de un solo clamor, un flujo de palabras o una invocación elaborada del Eterno. Incluso puede transformarse en algo hablado o en canto. Pero siempre que el alma, conciente de que Dios vive y escucha su clamor, se dirige directamente a Él como si estuviera en su inminente presencia, el carácter de la oración permanece intacto. Sin embargo, entender la diferencia entre varias formas de oración es necesario para poder descubrir, en el origen mismo de la oración, la obra del Espíritu Santo. El suplicante eres tú; tu ego; ni tu cuerpo ni tu alma, sino tu persona. Es cierto, tanto el cuerpo como el alma se involucran en la oración, pero de forma tal que tu persona, tu ego, tú mismo, entrega su alma; en el alma se hace conciente de tu oración y a través del cuerpo se expresa. Esto será más claro cuando consideremos el rol que toma el cuerpo en la oración; ya que nadie negará que el cuerpo tenga algo que ver con la oración. La oración mutua es simplemente imposible sin la ayuda del cuerpo, ya que requiere de una voz para pronunciar la oración por parte de una persona y oídos que escuchen en los demás. Además, la oración sin palabras rara vez satisface el alma. La oración meramente mental es necesariamente imperfecta; la oración seria y ferviente nos obliga a expresarla en palabras. Puede haber cierta profundidad en la oración que no puede ser expresada pero entonces somos concientes de esa carencia; y el hecho de que el Espíritu Santo ora por nosotros con gemidos indecibles es para nosotros una fuente de gran consuelo.

Cuando el alma está perfectamente serena, la mera meditación mental puede ser muy dulce y dichosa; pero tan pronto como las aguas del alma se elevan como una gran ola, nos sentimos obligados de forma irresistible a pronunciar una oración con palabras; y aunque estemos en la soledad del closet, la oración silenciosa se convierte en una invocación audible y a veces ruidosa de las misericordias de nuestro Dios. Aun Cristo en Getsemaní oró, no con una meditación silenciosa o con gemidos no pronunciados, sino con palabras poderosas que aún parecen sonar en nuestros oídos. Y no sólo esto, pero de otras maneras, el cuerpo afecta enormemente nuestras oraciones. Existe, en primer lugar, un deseo natural de hacer que todo el cuerpo participe de ella. Por esta razón nos arrodillamos cuando nos humillamos ante la majestad de Dios. Cerramos los ojos para no ser distraídos por el mundo. Levantamos las manos como invocando Su gracia. El luchador agonizante en oración se postra a sí mismo en el suelo. Dejamos nuestras cabezas descubiertas como señal de reverencia. En la asamblea de los santos los hombres se ponen de pie, como lo harían si el Rey de Gloria fuese a entrar. En segundo lugar, el efecto del cuerpo sobre la oración es evidente en cuanto a la influencia que las condiciones corporales frecuentemente ejercen sobre ella. Un dolor de cabeza depresivo, dolores musculares o nerviosos, desórdenes congestivos causando entusiasmo excesivo, usualmente impiden no solamente el suspiro, sino la efusión completa de: la oración. Todo el mundo sabe qué efecto tiene la somnolencia sobre el ejercicio de la oración cálida y seria. Mientras que por el otro lado, una organización vigorosa, una cabeza despejada y una mente tranquila son distintivamente conducentes a la oración. Por esta razón las Escrituras y el ejemplo de nuestros padres en la fe hablan del ayuno como medio para asistir a los santos en este ejercicio. Por ultimo, la aflicción corporal previa a la aflicción del alma usualmente ha abierto labios cerrados a la oración ante Dios. Familias a las que la oración resultaba completamente extraña han aprendido a orar en tiempos de enfermedades serias. Frente a los peligros que acechan, labios que eran antes usados para maldecir han clamado frecuentemente en súplica. Presionados por guerra, hambruna o pestilencia, ciudades ateas frecuentemente han designado días de oración con el mismo celo con el cual antes designaban días de regocijo. De ahí que la importancia del cuerpo en este aspecto es muy grande – de hecho, tan grande que cuando condiciones anormales causan que el vínculo entre el cuerpo y el alma se haga inactivo, la oración cesa al mismo tiempo. Sin embargo, el mero ejercicio del cuerpo no es oración, sino parla vacía. La mera imitación de las formas, meros sonidos de oración resonando en los labios, meras palabras dirigidas al Eterno sin un propósito consciente en el alma, son la forma de la oración pero no el poder de la misma. Y esto no es todo. Para trazar la obra del Espíritu Santo en la oración debemos entrar más profundamente en esta materia. Según la representación común, que en parte es correcta, la oración es imposible sin una acción de la memoria, a través de la cual recordamos nuestros pecados y las misericordias de Dios; sin una acción de la mente, al elegir las palabras para expresar nuestra adoración de las virtudes divinas; sin una acción de la conciencia, para representar nuestras necesidades en oración; sin una acción del amor, permitiéndonos entrar en las necesidades de nuestro país, iglesia y lugar de residencia, de nuestros parientes, hijos y amigos; y por último, sin meditar sobre los hechos fundamentales de la oración, recordando las promesas de Dios, las experiencias de los padres de la fe y las condiciones del Reino. Todas estas son actividades del cerebro, que es la base de la mente pensante; tan pronto como esto es perturbado por condiciones anormales, la conciencia es oscurecida y la capacidad de pensar cesa o se vuelve confusa. Sin el cerebro, por tanto, no se puede pensar; sin poder pensar no pueden haber pensamientos; sin pensamientos no puede haber acumulación de pensamientos en la memoria; y sin meditación, que es el resultado de las dos primeras, no puede haber oración en el sentido genuino de la palabra. De lo cual es evidente que la oración depende del ejercicio de funciones corporales mucho más de lo que se supone generalmente.

Y sin embargo, estemos alerta de no empujar esto demasiado lejos; e imaginarnos que la raíz de la oración esta en el cerebro, es decir, en un miembro del cuerpo; porque no lo está. Nuestra propia experiencia en la oración nos enseña, en conformidad con las Escrituras, que está en el corazón. Como del corazón son los asuntos de la vida, así también son los asuntos de la oración. A menos que el corazón nos fuerce a orar, todos nuestros clamores son en vano. Hombres con cerebros magníficos pero corazones fríos jamás han sido hombres de oración; y, por el contrario, entre los hombres de poco desarrollo mental pero con enormes y cálidos corazones, se encuentran un buen número de almas poderosas en la oración. Y aun esto no es todo; ya que el corazón mismo es un órgano corporal. En proporción con la circulación de la sangre a través del corazón con pulsación fuerte o débil, en esa proporción es la expresión vital del alma fuerte y aplastante o débil y cansada; y dependiendo de esto, la oración es cálida y animosa o fría y formal. Cuando el corazón está débil y sufriendo, la vida de la oración generalmente pierde algo de su frescura y poder. Somos hombres y no espíritus; y a diferencia de los ángeles, no podemos existir sin el cuerpo. Dios nos creó con cuerpo y alma. El primero pertenece a nuestro ser esencialmente y para siempre. De ahí que una expresión de nuestra vida como la oración debe depender necesariamente del alma y del cuerpo y en un sentido mucho más fuerte del cual usualmente suponemos. Sin embargo, se debe enfatizar el hecho de que la dependencia de la oración respecto del cuerpo no es absoluta. De otra forma no habría oración entre los ángeles ni en el Espíritu Santo. Nuestra oración depende de nuestra conciencia; cuando eso se pierde, la oración cesa. Y, ya que somos hombres, formados por cuerpo y alma, la conciencia humana está, en el sentido común, también relacionada con el cuerpo. Pero que esta dependencia no es absoluta es evidente por el hecho de que el Ser Eterno, cuya conciencia divina está apenas levemente reflejada en la del hombre, no tiene cuerpo. “Dios es Espíritu”. Y lo mismo es cierto de, el mundo de los espíritus, que, aunque incorpóreos, poseen una conciencia; y de las tres Personas de la Trinidad, especialmente del Espíritu Santo. Así pues nace la pregunta de si el hombre separado del cuerpo por la muerte pierde conciencia. A esto respondemos de forma afirmativa. Nuestra conciencia humana, como la poseemos en nuestra existencia terrenal presente, es perdida en la muerte, para ser restaurada a nosotros en la resurrección, en una forma más fuerte, más pura y más santa. San Pablo dice: “Nosotros,”—esto es, nuestra conciencia humana,—“ahora conocemos en parte, mas entonces nosotros,”—la misma conciencia humana,—“veremos cara a cara, como fuimos conocidos.” Pero de esto no se deduce que en el estado intermedio al alma se le deba negar toda autoconciencia. Las Escrituras enseñan exactamente lo opuesto. Por supuesto, para este conocimiento dependemos sólo de las Escrituras. Los muertos no pueden contarnos nada respecto de su estado después de la muerte. Nadie excepto Dios, quien ordenó las condiciones de vida en el estado intermedio, puede revelarnos cuáles son esas condiciones. Y Él nos ha revelado que inmediatamente después de la muerte los redimidos están con Jesús. San Pablo dice: “Teniendo deseo de partir y estar con Cristo.” Y ya que la presencia de un amigo no nos entrega placer a menos que estemos conciente de ello, se deduce que las almas de los santos, en el estado intermedio, deben poseer algún tipo de conciencia diferente a la cual poseemos ahora pero suficiente para darse cuenta y disfrutar de la presencia de Cristo. Por estas razones los padres de la fe rechazaron toda representación de la muerte como un dormir; como si nuestras personas, desde el momento de la muerte hasta aquel de la resurrección, debiesen dormir en perfecta amnesia de las cosas gloriosas de Dios; a pesar de que no negaron el estado intermedio en el cual el alma es separada del cuerpo. Por esta razón parece posible para el alma el ser conciente en un sentido más elevado, sin la ayuda del cuerpo, independiente del corazón y del cerebro—una conciencia que nos permite darnos cuenta de las cosas gloriosas de Dios y de la presencia del Señor Jesucristo. Cómo opera esta conciencia más elevada es un misterio muy profundo; tampoco es revelada la naturaleza de esta operación. Y ya que no podemos tener más representaciones que aquellas

formadas a través del cerebro, es imposible para nosotros tener la más mínima idea de esta conciencia más elevada. Su existencia es revelada pero no más que eso. Lo siguiente puede ser considerado como algo resuelto y esta es la principal cuestión de nuestra presente investigación: En esa conciencia temporal en la cual estaremos en el estado intermedio, la misma persona que ahora es conciente a través del corazón y del cerebro, será auto-conciente. Incluso después de la muerte será nuestra propia persona quien será portador de esa conciencia y a través de ella yo seré conciente de mí mismo. No puede ser de otra forma; de otra forma, la conciencia después de la muerte es algo imposible, por la simple razón de que la conciencia sola no puede existir sin una persona. Y no puede ser otra persona. Por lo tanto, mi propia persona será portadora de esa conciencia; y así seré facultado para disfrutar de la presencia de Jesús. De esto sacamos la siguiente conclusión que es importante: que en lo que se refiere a la forma de la conciencia común, esta depende del cuerpo; mientras que esencialmente no es dependiente de él. En esencia sigue existiendo, aun cuando el sueño oscurece el pensamiento o la locura me enemista de mí mismo o un desmayo me hace perder la conciencia; en esencia sigue existiendo aun cuando la muerte me separa temporalmente del cuerpo. De esto se deduce que la raíz y base de la conciencia debe ser buscada en el alma y que el corazón y el cerebro no son sino vehículos, conductores, que nuestra persona usa para manifestar esa conciencia en ideas y representaciones. Y ya que la oración es un hablar con el Eterno, es decir, un estar ante Él de forma conciente, se deduce que la raíz de la oración tiene su base en nuestra persona y en nuestro ser espiritual; y, aunque también atada al cuerpo, en lo que respecta al origen descansa en nuestro ego personal, en la medida en que el ego, conciente de la existencia de las Personas divinas y del vínculo que las une a él, permite que ese vínculo opere. Y así llegamos a esta conclusión final: que la posibilidad de la oración encuentra su terreno más profundo en el hecho de que somos creados a la imagen de Dios. No sólo es nuestra autoconciencia un resultado de ese hecho, porque Dios es eternamente auto-conciente, sino que también de esta realidad emana otro poderoso hecho de que yo, como hombre, puedo estar conciente de la existencia del Eterno y del vínculo íntimo que me une a Él. La conciencia de este vínculo y relación se manifiesta en oración tan pronto como nos dirigimos hacia Dios. De ahí que la obra del Espíritu Santo en la oración debe ser buscada en Su obra en la creación del hombre. Y ya que, en nuestro estudio anterior, en este punto, descubrimos que es Dios el Espíritu Santo quien en la creación del hombre causó que despertara esta conciencia, llevando a ella y manteniendo a través de ella la conciencia de la existencia de Dios y del vínculo que une al hombre con Él, es evidente que la oración, como un fenómeno en la vida espiritual del hombre, encuentra su base directamente en la obra del Espíritu Santo en la creación del hombre.

XLI. La Oración y los Inconversos “Mi Corazón ha dicho de ti: ‘Buscad mi rostro,’ Tu rostro buscaré, oh Jehová.”—Salmos xxvii. 8. La facultad de orar no es una adquisición de los años tardíos, sino que es creado en nosotros, inherente en la raíz de nuestro ser, inseparable de nuestra naturaleza. Y consecuente con este hecho, todavía esta el hecho de que la gran mayoría de los hombres no reza. Es posible poseer una facultad inactiva en nosotros por toda una vida. Los malayos poseen la facultad para estudiar idiomas modernos tan bien como nosotros, pero nunca lo usan. En el sueño conservamos la facultad de ver y oír, pero se encuentran inactivos. Aun cuando el gran tipo estaba dotado de gran poder, no levantó ni un dedo en contra del pequeño bribón que lo atormentaba. Por consiguiente, una facultad puede permanecer completamente subdesarrollada e inactiva por toda la vida o parcialmente desarrollada, pero contenida. Y lo mismo es verdad con la facultad de orar. Entre los mil cuatrocientos millones de la población mundial, hay escasamente doscientos millones que parecen estar familiarizados con la oración,

aun cuando su forma de rezar es muy defectuosa. De las masas que no rezan, quienes son casi exclusivamente de Europa, una mitad recuerda el tiempo cuando, de una u otra forma, acostumbraban rezar. Muchos de aquellos que incluso han perdido ese recuerdo, todavía respiran una oración ocasional. Y el número de los que desean poder rezar es muy grande; y entre las personas que no rezan indudablemente ellos representan lo más noble. Por consiguiente, mantenemos nuestro punto de partida, el que debemos nuestra facultad de orar a nuestra creación. Dios creó al hombre como un ser dispuesto a la oración. Si esto no fuera así, la facultad de orar no estaría entre sus dotes. Somos creados para la oración, de otra manera no podríamos haber saboreado nunca su dulzura. A la pregunta, “¿Por qué en nuestra creación esta es una obra particular del Espíritu Santo?” nosotros contestamos: la oración es el resultado de la atracción entre la imagen estampada en el hombre hacia la imagen Original, que es la del Dios Trino. Ser portadores de esa imagen estampada es el maravilloso honor concedido a los hombres. Aun cuando esté estropeada por el pecado—que Dios concedió por la regeneración restaurada en usted—aun las características originales de esa imagen todavía son las características originales de nuestro ser humano. Sin esa imagen, dejaríamos de ser hombres. Y, debiendo su origen a la impresión de esa Imagen original, nuestro ser interno se acerca hacia a Él, de manera natural, urgente y persistente. No puede vivir sin Él, y el hecho de que, por otro lado, la Imagen original del Eterno acerca la imagen impresa en el hombre a Él mismo, es el poder obligado y final de toda oración. Sin embargo, para elevar la dignidad de la oración, el acercamiento a Dios no debe ser como la succión involuntaria del agua hacia lo profundo, o el giro del botón de rosa hacia la luz. Porque el agua no sabe hacia donde va y el botón de rosa no tiene consciencia del brillo solar que lo gobierna. Ese acercamiento casi irresistible se puede llamar oración sólo cuando sabemos que es una oración, cuando lo percibimos y cuando, sabiendo a quién nos acerca, lo hacemos como un acto cooperativo consciente. Por consiguiente, orar no surge de la voluntad. El Dios trino es quien insta al alma a orar, quien nos acerca, y no nosotros mismos. Por eso el salmista dice: “Mi Corazón ha dicho de ti: ‘Buscad mi rostro,’ Tu rostro buscaré, oh Jehová” (Salmo xxvii.8). ¿Y cómo nos llega este primer impulso de Dios? No externamente como el viento, sino internamente en el corazón. Y sabiendo que no procede de mí, sino que viene a mí, debe ser del Espíritu Santo que obra en mí. ¿No son todos los impulsos internos que proceden del Eterno la propia obra del Espíritu Santo? No podemos tener camaradería con el Hijo sino a través del Espíritu Santo; ninguna con el Padre, sino es a través del Hijo, a quien el Espíritu Santo nos ha presentado. Sin embargo, no estamos hablando ahora del estado de regeneración. Hasta ahora en nuestro tratamiento de la oración, nos hemos referido al hombre en su estado original, independiente de la restauración; y en ese estado decimos que la oración no es el grito de un ser independiente a un Dios que le es desconocido, con quien tiene la esperanza de poder relacionarse; sino, al contrario, que toda oración presupone, de parte del hombre, un sentir interno del Eterno Ser de Dios, y del hecho que, habiendo sido creado a Su imagen, le pertenece a Él y conscientemente se acerca a su Imagen original. Por lo cual lo podríamos llamar magnetismo espiritual, que opera incesantemente sobre él, y que se origina en Su creación. Sin embargo, es diferente del magnetismo en dos aspectos: (1) en que el hombre está consciente de él; (2) en que es una atracción mutua. El segundo punto necesita un énfasis especial. En la atracción magnética, el magneto está activo y el fierro pasivo; pero en la oración no es así. La oración descansa sobre el fundamento de la atracción mutua. Mientras que sólo proceda del lado de Dios, no hay oración, pero sí la hay cuando nuestro ser comienza a acercarse a Dios, cuando sentimos que el impulso para acercarnos a Dios es posible: “¡Ven, Señor, tanto tiempo! ¡Señor no demores! ¡Ven pronto!” Este es el poder del amor que encuentra en la oración su más gloriosa manifestación. Orar es la flor más bella que crece sobre la vara del amor sagrado. Entonces el amor obra en Dios para el hombre, según la imagen por la cual Él lo ha creado. Y en el hombre el amor obra para Dios, debido a la Imagen por la cual él fue creado. De hecho, toda aflicción desde la que gritamos

para que se nos libere, no es más que la necesidad consciente del alma, del poder y de la fidelidad de Dios. De modo que el amor trabaja para encontrar amor, y para que pueda orar, en tranquilos susurros, no para ser liberado de problemas, sino sólo para poseerlo a Él cuyo amor el corazón añora. En un nivel más bajo, el orar ciertamente asume una forma más baja, la cual por el pecado se torna tan baja y tan mezquina, que la oración que debe el aliento al amor se ha tornado en un llanto egoísta. Pero nosotros discutimos la oración como fue originalmente antes que el pecado la haya afectado. Y así como el verdadero heredero del cielo añora su hogar celestial no con el propósito de la corona, palma y arpa de oro, sino solamente por su Dios; así lo es la oración pura e inmaculada, una añoranza, no por los regalos de Dios, sino por Dios mismo. Así como el zalamita llama por su novia, así lo hace el alma que ora, desde el deseo de amor que lo consume; reza y está sediento por la posesión de su Hacedor y ser poseído por Él. Ya que es la Tercera Persona de la Trinidad quien hace posible esta comunión entre Dios y el alma, trabajando y manteniéndola en el alma, es evidente que la oración pertenece al dominio propio del Espíritu Santo; sólo cuando se considera así puede entenderse la oración en su más profundo significado. Surge ahora la otra pregunta, respecto a la obra del Espíritu Santo en nuestra oración, después de habernos vuelto pecadores. Porque hasta los pecadores rezan. Esto es evidente del mundo pagano, donde no obstante cuan baja sea la forma de rezar, aún ofrece suplicas y peticiones. Es evidente por la facilidad con la cual un niño pequeño, enseñado por su madre, aprende a rezar; y de los muchos que, extraños a la oración, en calamidades súbitas doblan las rodillas, y aun cuando no pueden orar, asumen todavía la actitud de la oración, dispuestos a dar la mitad de sus reinos si sólo pudieran rezar. Y finalmente, es evidente de los cientos de miles que convencidos de su imposibilidad de orar por sí mismos dicen: “¡Oren por nosotros!” La oración en su más alto y sagrado sentido, no puede ser ofrecida por el pecador. Todo en él es pecaminoso, incluso su oración. En su pecado él ha revertido el orden establecido de las cosas: no existiendo él para Dios, sino Dios existiendo para él. Confirmado en su egoísmo, el Dios del cielo y la tierra es para él un poco más que un Médico en cada enfermedad y un Proveedor en cada necesidad; un Ser maravilloso, siempre dispuesto, ante el primer grito, a suplir desde Su plenitud, todas sus necesidades. Este es el egoísmo que inseparablemente pertenece a cada oración del pecador. La oración del santo redimido es “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea Tu nombre, Venga a nosotros Tu Reino, Hágase Tu voluntad en la tierra como lo es en el cielo: Porque Tuyo es el Reino, el Poder y la Gloria por siempre jamás. Amén.” El pecador convertido ofrece primero las peticiones por Su nombre, Su reino y Su voluntad; entonces añade la petición por pan, por perdón, por protección del pecado. Pero el pecador no convertido no tiene concepción de la oración por el nombre del Padre, Reino y voluntad; Él sólo reza por pan, por perdón también, pero sólo con el motivo de que el pan, la lujuria y la liberación de problemas no le sean denegadas. Por lo cual es imposible tener una estimación demasiado baja de la oración del pecador. La profundidad de nuestra caída al pecado no puede verse más claramente que en esta oración degenerada y bastarda. Todas esas oraciones pueden considerarse como un desafío y una irritación a Dios y a Su eterno amor. En este sentido, la oración del pecador no contiene nada de la obra del Espíritu Santo. Toda esta oración surge del egoísmo de un corazón pecaminoso, y no tiene el menor valor, sino más bien lo opuesto. Pero—y esta es lo principal—aun cuando nuestras manos han quitado las cuerdas al arpa, de modo que no produce más que disonancias, el artista sigue siendo grande pues él planeó, construyó y afinó el instrumento de modo que pudiera producir los tonos más puros y la música más alegre. Y así es el corazón del hombre. El pecado no remueve las cuerdas, porque aun si así fuera, no podría producir ni siquiera disonancias; pero el pecado lo ha desafinado y ahora sus tonos son ásperos e ingratos al oído. Sin embargo, esas mismas cuerdas testifican la obra del Maestro original, porque por Su obra original todavía producen sonidos. Mientras las

cuerdas estén sueltas sobre el arpa, pueden ser reparadas; pero cuando todas están rotas o han desaparecido ya no es más un arpa, sino un pedazo de madera inútil. Toda oración del pecador es una disonancia que desentona con la bella armonía del eterno amor de Dios. No obstante, las mismas disonancias de esa oración, son la evidencia que el Espíritu Santo originalmente puso las cuerdas en el corazón. Si el Espíritu Santo no hubiese ejecutado nunca tal obra en el corazón, no existiría arpa alguna; el corazón no produciría siquiera una discordancia. El que lo haga, muestra que originalmente había cuerdas que estaban perfectamente afinadas. Por consiguiente, la oración en el pecador es impensable sin la obra del Espíritu Santo. Pero esto no es todo. No sólo la posibilidad de tal oración discordante, sino la discordancia en sí misma, no es más que el trabajo revertido del poder creado, soportado y accionado por la obra del Espíritu Santo. Para dar mayor luz sobre esto, agregamos: que todo acto de imprecación y blasfemia, es la acción invertida de un poder del Espíritu Santo. Los blasfemos y hombres dados a la irreverencia se satisfacen en su terrible pecado, porque se dan cuenta que el Dios Todopoderoso vive, y que Su poder es a veces terrible. Imprecar y blasfemar son tonos y vibraciones diabólicas de la misma arpa de oración que el Espíritu Santo creó en el alma. Un animal no puede imprecar; y si el Espíritu Santo no hubiera encordado al alma con esas cuerdas de oración, ninguna maldición podría haber salido de los labios del hombre. Imprecar es un acto maligno, pero surge directamente de la arteria de la oración. Considérelo bien, aun Satanás no tiene el más mínimo poder directamente de sí mismo; todo el poder con el cual, en su rabia insana y blasfema, guerrea contra Dios, es un poder de Dios, torcido por Satanás. Aun la oración del pecador es una manifestación de poder. Debe haber un impulso e instigación, sin importar cuán débil sea, que lo lleva a orar. Y esto requiere fortaleza de consciencia y una expresión de la voluntad. Y estos poderes no los crea por sí mismo, sino por el Espíritu Santo; él sólo abusa de ellos o los corrompe. Cuando una mano inexperta toca las cuerdas del arpa y produce disonancia, él no crea esas disonancias; pero ellas se forman de los sonidos y tonos que están en las cuerdas vibrantes del arpa. Lo mismo es verdad de la oración del pecador. Él no podría ofrecer su oración pecaminosa sino hubiera tono de oración en las cuerdas de su corazón. El solo hecho que pueda orar se lo debe a que el Santo Espíritu creó los tonos de oración en su corazón; los cuales él hace salir, desgraciadamente, sólo para producir disonancias. Sin embargo, en este aspecto, la gracia ordinaria, en carácter preparatorio, no se debiera pasar por alto. El pecador está en la tierra y no todavía en el infierno. Entre ambos, la primera diferencia es que en la tierra hay una gracia preventiva que lleva las riendas del poder del pecado, previniendo que explote en toda su violencia. El pecado en la tierra, es como un buldog encadenado o una hiena con bozal. En segundo lugar, Dios ama a Su mundo. Tiene pensamientos de paz para él. Él no menosprecia la obra de Su creación y por Su gracia soberana provee la redención que salva al organismo del mundo y de la raza, de modo que el árbol se salva, mientras que los brotes inútiles y las hojas secas se juntan para ser arrojadas al infierno. Teniendo esto en vista, la gracia ordinaria o general apunta a la preservación de los poderes originales de la creación, para desarrollarlos en alguna extensión, y preparar así el terreno en el cual se plantará más tarde, la semilla de la vida eterna. Y aun cuando esta gracia ordinaria no hace efectiva la salvación, como tampoco la mera aradura del terreno jamás podrá hacer germinar las espigas que no son cosechadas en los surcos, esta aradura de la gracia ordinaria tiene una importancia real para el futuro crecimiento de la semilla de la vida eterna. Y en esta gracia general, la gracia de oración ocupa un lugar importante. Si no hubiera gracia general, amordazamiento del pecado y aradura del terreno, el pecador no podría orar más que Satanás, y como él, estaría maldiciendo a Dios sin cesar. Pero todavía ora, ha orado por siglos, y por su oración, aun cuando sólo sea fruto de la tradición, a veces ha sobrepasado el egoísmo pecaminoso de su corazón. Pero esta oración nunca surgió de la raíz del pecado, ni de algo bueno que mantuvo junto con el pecado en el sagrado lugar secreto de su corazón; sino que fue la obra bondadosa del Espíritu Santo.

Se encuentra evidencia del profundo trabajo interno de esta gracia, en las devociones exaltadas que aún resuenan en nuestros oídos, provenientes de las más antiguas oraciones tradicionales de la India, Egipto y Grecia antigua; y en el misterio de la oración desde el púlpito efectuada por ministros no convertidos, cuyas súplicas muchas veces mueven y tocan el alma. Sin embargo, la gloria de esto no le pertenece al pecador, ni afecta en lo más mínimo el carácter absoluto de la depravación humana por el pecado. Pero muestra que el Señor Dios no dejó al pecador a su pecado; sino que, aun en ausencia de la regeneración, y a la gloria de Su nombre, causó que la gracia general interviniera, la cual iluminó frecuentemente la vida de oración. Y cuando tales personas, conocedoras aun de estas tradiciones sagradas y bondadosas operaciones, recibieron el conocimiento del Cristo crucificado y de Su poder salvador, se hizo evidente después que las oraciones puestas en boca del pecador, independientemente a él mismo, prepararon un camino y abrieron una puerta para que el Rey de Gloria pudiese entrar en ellas. Tomándolo en casos individuales, aparece según la experiencia de muchos, que mucho antes que el alma tomara conciencia de la gracia salvadora, la gracia de Dios no sólo lo protegió de violentos exabruptos de pecado, sino que, a través de la tradición de oración, labró en él una obra cuyos benditos efectos sólo pudo entender mucho tiempo después. Y todas estas operaciones de la gracia general, tan pronto como tocan la vida de la oración, son obra del Espíritu Santo. Aquel que en la creación tocó el arpa de la oración en el alma, es el mismo que causa no sólo que el tono de la oración vibre aun con nuestras peticiones egoístas, sino quien, de una forma más gloriosa, a veces tañe las cuerdas con el aliento de Su boca, como si el alma fuera un arpa eólica, extrayendo de Él los bellos y cautivadores tonos de las oraciones peticiones.

XLII. La Oración de los Regenerados “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles.”—Rom. viii. 26. Lo siguiente a tocar es la pregunta: ¿Cuál es la obra del Espíritu Santo en la oración de la persona regenerada? Aquí hay que distinguir entre (1) la oración del santo y (2) la del Espíritu Santo por él. Vamos a ver esto último primero, porque a través del apóstol Pablo recibimos la más clara revelación tocante a este tema: “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Rom. viii..26). A fin de entender esto mejor, observemos: En primer lugar, el apóstol dice que la oración, o el gemido, surge, no de la persona regenerada en sí, sino de otro a su nombre. No es una oración, sino una intercesión del Espíritu Santo a su favor. [1] En segundo lugar, hay que distinguir entre la intercesión del Espíritu Santo y la de Jesucristo el Justo. Cristo intercede por nosotros en el cielo, y el Espíritu Santo en la tierra. Cristo, nuestra Santa Cabeza, estando ausente de nosotros, intercede desde fuera de nosotros. El Espíritu Santo, nuestro Consolador, intercede desde nuestro propio corazón, el cual ha elegido para ser su templo. Hay una diferencia, no sólo de lugar, sino también en la naturaleza de esta doble intercesión. El Cristo glorificado intercede en el cielo por sus elegidos y redimidos para obtener para ellos el

fruto de Su sacrificio: “Si alguno hubiere pecado, Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el Justo” (1 Juan ii.i). Pero el objeto de las peticiones del Espíritu Santo es poder presentar todas las necesidades más profundas y ocultas de los santos ante el ojo del Trino Dios. En Cristo hay una unión entre Dios y el hombre, ya que siendo en forma de Dios, él tomó para sí la naturaleza humana. Por lo tanto, su oración es la del Hijo de Dios, pero en unión con la naturaleza del hombre. Él ora como la Cabeza de la nueva raza, como el Rey de Su pueblo, como Aquel que sella el pacto del Nuevo Testamento en Su sangre. De la misma manera, hay hasta cierto punto una unión entre Dios y el hombre cuando el Espíritu Santo ora por los santos. Esto, porque a través de Su habitación en los corazones de los santos, Él ha establecido una unión íntima y duradera, y en virtud de dicha unión, se pone en su lugar, y ora por ellos y en lugar de ellos. En cada instancia hay intercesión, pero en cada una se realiza de distinta manera. El padre de familia en su capacidad sacerdotal, como cabeza de su hogar, ora por su familia, no porque los miembros no puedan ofrecer una oración semejante, sino porque es debido a su llamado como cabeza para representarlos ante Dios. Todos oran, pero él, como la cabeza ora por todos ellos. Por lo tanto, como la Cabeza del Cuerpo, el llamado de Cristo es a orar por el Cuerpo. Aunque Su oración fuera perfecta, Su oración aún sería necesaria. Todos los miembros deben orar, pero Él debe orar por todos ellos. Es completamente diferente, sin embargo, la oración de una madre por su hijo agonizante. Si tiene sólo cinco o seis años, el pequeño apenas puede orar por sí mismo. No tiene ni la menor idea de lo que le está pasando, ni cuáles son sus verdaderas necesidades. Es entonces cuando su madre se arrodilla a su lado y ora por él, “ayudándole en su debilidad, pues qué ha de pedir como conviene, no lo sabe.” Si fuese veinte años mayor, no habría necesidad de ello. Él mismo podría entender su condición y orar por sí mismo. Y esto se aplica a la intercesión del Espíritu Santo. Si el santo fuera lo que debiera ser y pudiera orar como debiera, no habría necesidad de esta intercesión. Pero, justamente debido a que es imperfecto y acosado por la debilidad, no sabiendo por qué orar, el Espíritu Santo le ayuda en su debilidad y ora por él. Cristo intercede por el cuerpo porque Él es la Cabeza. Aun cuando las oraciones de los miembros fuesen perfectas y maduras, aun así intercedería ante el Padre a su favor. Pero el Espíritu Santo ora porque las oraciones de los santos son imperfectas, inmaduras e insuficientes. Su oración es complementaria y necesaria debido a que el santo no puede orar como debe. Por lo tanto, va disminuyendo a medida que el santo va a aprendiendo a orar cada vez más correctamente. La intercesión del Espíritu Santo es según la condición del santo, la cual es descrita en el capítulo siete de Romanos. Seguramente, al Señor Dios le habría agradado regenerar al pecador de manera tal de liberarlo de una vez y para siempre completamente del pecado y de todos los demás efectos de su vieja naturaleza. Pero Él ha dispuesto otra cosa. La regeneración no obra un cambio tan repentino. Es cierto que sí cambia su estatus ante Dios de una vez y para siempre, pero no lo coloca inmediatamente en una condición de perfecta santidad. Por el contrario, después de la regeneración, permanece por una parte “según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios,” (Rom. vii.22), pero también por otra, “veo otra ley en mis miembros que se rebela contra la ley de mi mente” (Rom. vii.23). De ahí el clamor: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rom vii.24). La intercesión del Espíritu Santo suple toda necesidad por esta condición. Si en la regeneración nos volviésemos perfectamente santos, sin ninguna debilidad, con conocimiento perfecto de cómo debiéramos orar, no habría necesidad alguna de esta intercesión. Pero ya que no es así, el Espíritu Santo viene a ayudarnos en nuestras debilidades dentro de nosotros para orar por nosotros, como si fuera nuestra propia oración. Se debe enfatizar este último punto. El Espíritu Santo ora por hombres llamados santos. Y debe afirmarse que cada persona regenerada es un santo, pero sus debilidades permanecen. Es un santo, no por lo que es en sí mismo, sino por la palabra de Cristo: “Ustedes son míos.” Estas dos condiciones, 1) el ser un santo, y 2) aún profano en sí mismo, deben ser conciliadas.

Porque la Sagrada Escritura enseña que, aunque permanecemos en medio de la muerte, en Cristo somos santos. Por lo tanto, tenemos una santidad, pero no dentro de nosotros, sino fuera de nosotros en Cristo Jesús. “Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios.” Y lo mismo se aplica a nuestras oraciones. Somos santos, no sólo de nombre, sino también en obra. Por lo tanto, las oraciones que ascienden desde nuestro corazón al trono de misericordia deben ser oraciones santas. Es el dulce incienso de las oraciones de los santos. Pero siendo incapaces por nosotros mismos de prender el incienso, el Espíritu Santo nos ayuda en nuestra debilidad y desde nuestro propio corazón ora a Dios en nuestro lugar. No somos consientes de esto. Él ora por nosotros y en nosotros con gemidos indecibles, lo que no significa que Él nos hace a nosotros pronunciar gemidos fuera de nuestro control, sino que Él gime en nosotros con afectos y emociones que nos pueden consolar pero que no tienen nada en común con los suspiros que emiten nuestros órganos respiratorios. Esto queda muy claro por el versículo 27, donde San Pablo declara que el que escudriña los corazones conoce la intención del Espíritu. Además de la intercesión del Espíritu Santo a nuestro nombre, también está la obra de Su Persona en nuestras oraciones. La proporción entre estas dos operaciones es distinta de acuerdo con nuestras condiciones diferentes. El hijo, regenerado en la cuna y muerto antes de que la conversión fuera posible, no podría orar por sí mismo. El Espíritu Santo, por lo tanto, oró por él y en él con gemidos indecibles. Pero si el hijo hubiera sobrevivido y se hubiera convertido cuando fuera un poco mayor, habría sido al principio solamente la oración del Espíritu Santo. Y después de su conversión, sus propias oraciones habrían sido agregadas. Incluso después de su conversión, se podría haber vuelto indiferente y haber caído en una apostasía temporal, de forma tal que su oración fallaba completamente. Con todo, la oración del Espíritu Santo en él nunca le falla. Finalmente, según la medida de su crecimiento espiritual, su progreso en la oración será o lento o rápido. El Espíritu Santo ora en nosotros mientras y en la medida que nosotros no podemos orar por nosotros mismos. Pero al mismo tiempo nos enseña a orar, a fin de que gradualmente su oración se vuelva superficial. Esto incluye que cuando las tentaciones de las cuales no somos consientes nos amenazan, o cuando no somos capaces de entender, el Espíritu Santo inmediatamente renueva Su oración y clama a Dios en nuestro lugar. Pero esto no debiera entenderse como que el Espíritu Santo nos enseña a orar con el propósito de que pueda retirarse completamente de nuestras oraciones. Por el contrario, cada oración del santo debe estar en comunión con el Espíritu Santo. A fin de poder ser más fervientes en oración debemos mantener una comunión más íntima. Mientras más oremos solos y por nuestra propia cuenta, más nuestra oración se degenera en una oración pecaminosa, y deja de ser la oración del hijo de Dios. Por eso, San Judas nos exhorta a orar en el Espíritu. Sólo existe esta diferencia: cuando el Espíritu Santo ora por nosotros, ora en independencia de nosotros, aun cuando mora en nuestro corazón. Pero cuando hemos aprendido a orar, aunque el Espíritu Santo continúa siendo el verdadero Peticionario, Él ora con nosotros y a través de nosotros, y clama a Dios desde nuestros labios. Del mismo modo que una madre al principio ora por su hijo sin que él lo sepa, y después le enseña a orar para que de a poco ella pueda orar con él, así también es la obra del Espíritu Santo. Comienza orando por nosotros. Luego nos enseña a orar. Y luego, una vez que hemos progresado un poco en la escuela de la oración, comienza a orar con nosotros no sólo en nosotros, sino que también a través de nosotros. Este es el Espíritu de adopción, por el cual clamamos “Abba, Padre.” Pero es de tal forma que al mismo tiempo testifica con nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Por esta razón el Señor le dijo a la mujer de Samaria: “La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Juan iv. 23). La mención “en verdad” tenía relación con el servicio simbólico de las ceremonias en Israel. La tierra de Canaán era el tipo del cielo, Jerusalén del santuario interior, y Sión del trono de Dios. Los sacrificios sangrientos del carnero y el novillo significaban la remisión del pecado. El altar de incienso era un símbolo de las oraciones de los santos. Todo esto era verdaderamente típico, pero no la verdad en sí. Jerusalén no era el santuario del Señor Jehová, y Sión no era Su trono de misericordia. La verdad de todo esto estaba y está en el cielo de los cielos, y por lo tanto, la

verdad y la gracia vinieron de Jesucristo, del mismo modo que Su símbolo y sombra habían venido por la ley de Moisés. Después de la venida de Cristo, las oraciones de los santos debían ser separadas de Jerusalén. Porque Jesús le dijo a la mujer: “Jerusalén y Gerizím están fuera de discusión: ellas pertenecen a la dispensación de las sombras. Y esa dispensación terminó con Mi venida al mundo. De aquí en más no habrá más adoración en las sombras, sino una adoración del Padre de hecho y en verdad.” Esto nos da la verdadera interpretación de la voz “en espíritu.” Mientras las personas dependían del servicio de las sombras, ellas buscaban cosas externas para sustentar sus oraciones. Pero, ya que debía ser una adoración en verdad necesitaba el apoyo interno que el Consolador, el Espíritu Santo, les ofrecía. El santo es un santo porque recibió el Espíritu Santo, que ha tomado residencia en él, e internamente contrajo matrimonio con el alma. Cada pronunciamiento vital procedente de él, aparte del Espíritu Santo en él, es ajeno a su filiación y es pecado. Sólo en la medida que es movido y puesto en funcionamiento por la habitación del Espíritu, sus pensamientos, palabras y obras son el fruto del hijo de Dios en él. Y si esto es cierto en todas las dimensiones de su vida, ¿cuánto más no lo será en su vida de oración? Después de su conversión, él a menudo ora respecto a sí mismo separado del Espíritu Santo. Pero esa no es la oración del Hijo de Dios, sino del antiguo pecador. Pero cuando la comunión del Espíritu Santo está activa en su corazón y obra en él tanto el impulso como la animación de su oración, es entonces que verdaderamente es la oración del hijo de Dios, porque fue forjada en él por el Espíritu Santo. Por tanto, Zacarías combina el Espíritu de gracia y de suplicación. Es el mismo Espíritu que, al entrar a nuestros corazones, abre para nosotros la gracia de Dios, nos enriquece con esa gracia, nos enseña a darnos cuenta de esa gracia y al mismo tiempo nos causa sed por esa gracia, que se manifiesta en oración. La oración es el clamor por gracia, que no puede ser pronunciado hasta que el Espíritu Santo le presenta al ojo espiritual las riquezas de la gracia que están en Cristo Jesús. Y por otra parte, el Espíritu Santo no puede producir que esas riquezas de gracia brillen ante los ojos del alma sin producir en nosotros una sed y un gran deseo por esta gracia, y por lo tanto nos mueve a orar. O para ponerlo más exhaustivamente, la oración del santo requiere 3 cosas: Primero, un entendimiento de las riquezas de la redención eterna. Segundo, impresiones vívidas de su muerte espiritual y angustia. Finalmente, un deseo ferviente por una comunión viva con los tesoros insondables de la gracia divina. ¿Y cómo puede ser revelada la santa presencia del Señor Jehová a quien está en paz sino sólo por el Espíritu Santo que entra a su corazón? ¿Y cómo puede él tener una comprensión viva de su angustia espiritual si no es el Espíritu Santo el que se lo revela? ¿Y cómo podrá tener la audacia para clamar en su angustia a Dios en la comunión del amor, si no es el Espíritu Santo quien que produce esa audacia y confianza en su alma?

XLIII. La Oración los Unos por los Otros y los Unos con los Otros “Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho.”—Santiago v. 16. Este último artículo tratará una vez más la clave del amor, algo que ya fue mencionado en el artículo anterior. Hablar de la obra del Espíritu en nuestras oraciones y omitir la intercesión de los santos refleja una falta de entendimiento en cuanto al Espíritu de toda gracia.

La oración por otros es bastante distinta a la oración por nosotros mismos. Esta última es un mandato expreso. Dios nos lo ordena: “…sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias.” Sin embargo, esta puede contener un egoísmo refinado, aun cuando sea revestida de acción de gracias. Por lo tanto, a la oración es necesario agregar la intercesión, de modo tal que en la oración el aliento del amor pueda apagar suave, pero efectivamente, ese egoísmo restante, y nos guíe a una oración incluso más santa para el Rey celestial y Su Reino. Cristo ora por nosotros, pero la Novia también debe orar por su Novio celestial. La oración de David por Salomón apunta más allá de Salomón, al Mesías: “Dale al Rey tus juicios, oh Dios.” En el Salmo 20 y en el 61 se repite el mismo pensamiento. Sin embargo, esta no es una oración por su Persona (porque como tal, ya está glorificado), sino por la venida de Su Reino, por extender Su Nombre a los fines de la tierra y por la reunión de las almas de Sus elegidos. En la oración del Señor, la petición más santa se halla en el primer plano. Porque cuando oramos “Santificado sea Tu nombre; venga Tu reino; hágase Tu voluntad,” (Lucas xi. 2) nos inspira, no el amor por nosotros mismos o por otros, sino el amor por Aquel que está en los cielos. Es cierto que nos damos cuenta que el cumplimiento de esa oración es lo más deseable para otros y para nosotros mismos. Aun así, es el amor a Dios que está en primer plano aquí. Es el resumen de la oración, que encaja eminentemente con el resumen de la ley: “Amarás al Señor tu Dios.” (Mat. xxii. 37) Este es el primer y más grande mandamiento. Luego, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Mat. xxii. 39) Sucede lo mismo en nuestra oración: primero, hace referencia a la causa de Dios, esta es la primera y principal petición. Luego, la oración por nuestro prójimo como por nosotros mismos. Nuestra oración es la prueba de nuestra relación con el primer y grande mandamiento. ¿Cuál es la obra del Espíritu Santo en la oración de intercesión? Es necesario aquí, a fin de tener un entendimiento claro, hacer la distinción entre una intercesión con dos elementos: (1) hay una oración por las cosas que pertenecen al cuerpo de Cristo; y (2) hay otra por las cosas que no pertenecen a aquel cuerpo según nuestra percepción y concepción en esta materia. La oración por los reyes y por todos los que están en autoridad no tiene que ver con las cosas que pertenecen al cuerpo de Cristo. Tampoco la oración por nuestros enemigos, ni por nuestro lugar de habitación, país, ejército, armada, ni por una cosecha abundante, por ser guardados de enfermedades, por éxito comercial, etc. Todas estas materias pertenecen a la vida natural y a las personas, sean justos o pecadores con relación a la vida de la creación, y no al Reino de la Gracia. Pero nuestra oración sí tiene que ver con el cuerpo de Cristo cuando oramos por la venida del Señor, por una unción fresca a los ministros de Dios, por que ellos puedan ser revestidos de la salvación, por éxito en el trabajo misionero, por el bautismo del Espíritu Santo, por fortaleza en medio de la adversidad, por el perdón de pecados, por la salvación de un ser querido, por la conversión efectiva de la semilla plantada en la Iglesia. La primera intercesión dice relación con la esfera de la naturaleza, la segunda, con el Reino de la Gracia. Por lo tanto, en cada una de ellas debemos buscar el vínculo de la comunión de la cual surge nuestra oración intercesora. Esto se debe a que cada oración de intercesión supone una comunión con aquellos por quienes oramos. Una comunión que nos coloca en la misma aflicción y de la cual buscamos liberación, y esto de tal manera que el pesar de uno nos agobia, y el gozo de otro nos causa acción de gracias. Donde no existe tal comunión vital, ni el amor que surge de él, o donde está temporalmente inactivo, puede tal vez haber palabras formales de intercesión, pero no la intercesión verdadera que surge del corazón. En referencia a la intercesión en la esfera de la naturaleza, el fundamento de esta comunión se encuentra naturalmente en el hecho de que fuimos creados de una sola sangre. La humanidad es una. Las naciones forman un todo orgánico. Es un gran tronco con una corona frondosa. Las naciones y los pueblos son las ramas del mismo, las generaciones sucesivas las ramas, y

todos y cada uno de nosotros es una es una hoja que revolotea. Nos pertenecemos unos a otros y vivimos juntos basados en la misma raíz de nuestra naturaleza humana. Es una carne y una sangre la que cubre cada esqueleto y corre por las venas de cada hombre, desde Adán hasta el último recién nacido. De ahí nuestro deseo por la filantropía universal; el clamor que nada humano nos sea ajeno; la necesidad de amar a nuestro enemigo y orar por él, porque él también es nuestra carne y hueso. Si fuéramos como granos en un montón de arena, cada grano tal vez podría suspirar. Pero la oración de intercesión mutua sería impensable. Pero siendo las hojas que somos, sin embargo, provenientes del mismo árbol de vida, existe, aparte del clamor de cada hoja, también una oración los unos por los otros, una oración mutua por toda la vida humana; “toda la creación gime.” Pero en el Reino de la Gracia, la comunión del amor es mucho más fuerte, más firme y más íntima. También hay aquí un todo orgánico, el cuerpo de Cristo bajo su Cabeza. No es que una persona convertida sea independiente de otra, y que las dos estén unidas por un simple vínculo de simpatía. No, pues son una multitud de ramas, todas surgiendo de la misma raíz de Isaí. Crecen de la vid. Todas son uno, orgánicamente hablando. Salvados y redimidos por el mismo rescate de Su sangre. Proceden del acto único de la elección. Nacidos de nuevo por la misma regeneración. Acercados por la misma fe. La partición de un mismo pan y el beber de una misma copa. Fijémonos bien, pues esta unidad es doblemente fuerte. Porque no es independiente de la comunión de la naturaleza, sino que ha sido agregada a ella. Los que llegan a ser miembros del cuerpo de Cristo son creados juntamente con nosotros de la sangre de Adán, y juntamente con nosotros son redimidos por la sangre de Cristo. Por lo tanto hay aquí una doble raíz de comunión. Carne de nuestra carne, y hueso de nuestros huesos. Es más, nacidos por un mismo decreto, sellados por un solo bautismo, unidos en un solo cuerpo, incluidos en una promesa, con el tiempo copartícipes con nosotros de la misma herencia. El amor que une mutuamente a los hijos de Dios está en la raíz de esta doble comunión, especialmente en sus oraciones de intercesión, una unión que aparece de vez en cuando en sus oraciones mutuas. La comunión vital no surge de nuestro amor por el pueblo de Dios, sino que ese amor surge de la comunión de la vida de gracia, la cual es común a todos sus santos. Aquello que no crece de una raíz, y por lo tanto tiene parte, no puede alcanzar el amor en el sentido más alto. La oración los unos por los otros nace del amor mutuo, y el amor que nos une proviene de la raíz de vida en la cual todos hemos sido injertados a través de la gracia, en la cual todos estamos sujetos en virtud de nuestra creación desde Adán. Y así, la obra del Espíritu Santo en la oración de intercesión se apreciará en la más clara luz. En la esfera de la naturaleza, nuestro poder vital proviene del Padre, nuestro parentesco humano a través del Hijo, y la noción de ese parentesco, del Espíritu Santo. Por lo tanto, en las manifestaciones ordinarias de benevolencia, tales como auxilio en una aflicción, simpatía en la vida diaria, y el deseo por interacción social, es una obra del Espíritu Santo para mantener vivo en nosotros la noción de nuestro parentesco humano. Es verdad que el pecado ha afectado esta noción tremendamente. No obstante, el Espíritu Santo no ha abandonado Su obra. Sino que, cuando un hombre ve a un niño desconocido ahogándose, y aun sin considerar su propia vida, se lanza al agua y lo salva, el que debe llevarse la gloria en tal acto heroico de filantropía es el poder que obliga, el cual proviene del Espíritu Santo. Pero aun mucho más aparente es la obra del Espíritu Santo en la oración de intercesión que pertenece al dominio de la gracia. Porque, en referencia a la comunión del cuerpo de Cristo, nuevamente es del Padre que proviene nuestra redención, del Hijo en quien estamos unidos, y del Espíritu Santo que nos imparte la noción y la conciencia de esta unidad y comunión santa. El simple hecho de haber sido elegidos por el Padre y redimidos por el Hijo no nos obliga a amar. Es el acto del Espíritu Santo, quien, revelando a nuestra noción y consciencia este hermoso don de gracia, abriendo nuestros ojos a la belleza de estar unidos al Cuerpo de Cristo, enciende en nosotros esta chispa del amor por Cristo y por Su pueblo. Y cuando esta doble obra del Espíritu Santo opera efectivamente en nosotros, provocando que nuestros corazones

sean atraídos a todo lo que nos pertenece en virtud de nuestro parentesco con el Hijo, entonces se despierta en nosotros ese amor del cual el apóstol dice ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Con todo, esto no es toda la obra. El amor puede ser tierno sin obligarnos hacia la oración. Esto es evidente del amor universal de la benevolencia. Un hombre puede entrar a toda prisa a un edificio en llamas para salvar a otro, y al mismo tiempo, para él la oración puede ser algo completamente ajeno y desconocido. Y por el contrario, existen personas que siempre están hablando de cómo oran por otros, que constantemente ensanchan las filacterias de su propia oración de intercesión, que siempre están diciéndole a otros “oren por mí,” pero que a la hora del peligro, silenciosamente nos dejarían ahogarnos o perecer en las llamas, o guardarían con mucho cuidado sus bolsillos, no sea que la misericordia les llame a ayudarnos con su dinero. De esto es evidente que debe haber un vínculo conector entre el amor y la oración que nace del amor. Tan pronto como el amor comienza a orar, se le une la fe. Y en virtud de esta unión, la oración se torna activa. El amor en sí mismo no es oración. Y la pura oración de intercesión no es evidencia del amor. Entonces, sólo podemos decir que hay verdadera intercesión cuando el amor, junto con la fe, nos obliga a llevar el objeto de nuestro amor ante el trono de la gracia. Seamos, entonces, cuidadosos en nuestras oraciones de intercesión. Especialmente cuando la persona por quien oramos está presente, porque entonces nos enfrentamos al peligro que nuestra oración a su favor tenga la tendencia de mostrarle a esa persona cuánto la admiramos y amamos, en lugar de obligarnos a pedirle a Dios algo para ella. El metodismo[2] muchas veces peca en este aspecto; muchas oraciones han sido desechadas por esta intercesión tan poco sincera. Esto muestra claramente cuál es la obra adicional del Espíritu Santo en este respecto: no sólo que Él produzca en nosotros la fe en general, ni que Él avive en nosotros las llamas del amor fraternal. Sino que también Él provoque que la fe se una al amor en un matrimonio santo, dirigiéndoles de esa forma unida hacia el hermano por quien estamos orando. Este es el objetivo de San Pablo cuando desea que haya una comunión entre todos los santos, no sólo en el don de Dios, sino también en la oración de acción de gracias; no sólo para nuestro bien, sino “para que abundando la gracia por medio de muchos, la acción de gracias sobreabunde para gloria de Dios.” De la manera en que en una sala cuyas paredes están revestidas de espejos de cristal, la luz del candelabro se refleja no sólo en cada espejo, sino que también de espejo a espejo de modo tal que hay un eterno reflejo de luz, así también lo es respecto a la oración de intercesión y acción de gracias dentro del cuerpo de Cristo. En esta sala de gloria, Cristo es la Luz, la cual se refleja en el espejo del alma. Pero no es suficiente que cada alma-espejo reciba la luz y la refleje en acción de gracias. Esta gloria del Hijo debe ser reflejada de espejo en espejo, aquí o allá, hasta que haya un centelleo interminable de brillo en aumento. Y todo es bautizado en el lustre desbordante en que el Hijo se glorifica a sí mismo. Esto nos conduce a tratar el tema de la oración mutua. La oración mutua es intercesión en su expresión más rica, ya que su valor aumenta por la conciencia de ser mutua. En la intercesión ordinaria, uno ora por otro sin saber si el otro también está orando por él o ella, pero en la oración mutua el “yo” se vuelve en “nosotros,” como en la oración del Señor. Ya no es uno solo que está luchando ante el trono de la gracia, sino que todos juntos, dando así expresión a la unidad y a la comunión del cuerpo de Cristo. El clamor por una aflicción. Le bendicen a Cristo por la misma gracia. Claman por la misma promesa. Miran a futuro hacia la misma gloria. Acuden al mismo Padre en el nombre del único Mediador, descansando sobre la expiación de la misma sangre. Es entonces cuando la obra del Espíritu Santo logra Su gloria más alta. Entonces Él une la fe y el amor, no en un solo corazón, sino que en muchos. Es entonces que Él abre los corazones y une las almas de los santos. Es entonces que Él obra en ellos para que se junten en la sala de audiencias del Señor Dios, un pueblo, una multitud de creyentes, quienes en su parentesco espiritual reflejan la unidad del Cuerpo de Cristo.

De ahí que no haya nada más difícil que la oración mutua. La oración dentro de un armario es fácil. Orar por otros no es difícil. Pero orar los unos con los otros requiere tal tono espiritual exaltado, tal amor puro amor, tal percepción tan clara de la unidad del cuerpo y, ¡ay! tan pocas veces se logra en grupos grandes de creyentes en medio de esta vida pecaminosa. El líder entonces, si verdaderamente es el portavoz del pueblo, tiene una tarea muy difícil, y debe él mismo estar en un estado mental rigurosamente espiritual. Claro está que si el Espíritu Santo nos dejara solos, cada actividad de fe, amor y oración se paralizarían muy pronto. Pero, ¡bendito sea Dios! Él conoce nuestra debilidad y con divina piedad Él mira nuestra terrible impotencia. Él es y sigue siendo el Consolador. Su obra nunca termina. Cuando nos quedamos dormidos sin aceite en nuestras lámparas, Él vigilaba nuestras almas. Cuando nuestro amor fallaba, Él nos amaba igual. Cuando nuestra fe se volvió débil y apagada, y la oración se volvió sosa en nuestros labios, Él oró por nosotros con gemidos indecibles. En esto consiste Su obra continuamente. Es Él el Portador divino de toda concepción alta y toda consciencia santa entre los hijos de los hombres. Él, el Espíritu del Padre y del Hijo, el que exhibe todas las riquezas del Mediador a la Novia, y de esta manera hace que ella tenga más deseo de poseerlas. Es Él el que produce los tesoros de la Palabra a través de la chispa de su fuego santo, trayéndolas a la conciencia del hombre interior. Bendito es el hombre que ha gustado la obra del Espíritu Santo en su propia vida. Bendita es la Iglesia la cual, en su servicio, ha demostrado la obra interior del Espíritu de gracia y súplica. Bendito es aquel que, constreñido a amar por el amor del Espíritu Santo, ha abierto su corazón en acción de gracias, alabanza y adoración, no sólo al Padre, quien desde la eternidad lo ha elegido y llamado, y al Hijo quien lo ha comprado por precio y redimido, sino también a la Tercera Persona de la Santa Trinidad, quien ha encendido en él la luz y la mantiene ardiendo en la oscuridad interior. A quien, por tanto, conjuntamente con el Padre y el Hijo, pertenecen para siempre el sacrificio de amor y devoción de toda la Iglesia de Dios.

Notas

1. ↑ Expositores de un período anterior pensaron como Calvino que la intercesión del

2.

Espíritu Santo simbolizaba una obra en nosotros, en virtud de la cual nosotros gemíamos dentro de nosotros mismos. Pero esta visión no es correcta, ya que el versículo 23 establece lo que Calvino suponía estar establecido en el versículo 26. En aquel, el apóstol habla de los gemidos que proceden de nosotros forjados en nosotros por el Espíritu Santo. El versículo 26 no puede ser una mera repetición, ya que las palabras “y de igual manera,” presentan un nuevo tema, por más que sea similar a lo precedente. Además, la palabra que se emplea aquí en referencia al Espíritu Santo es la misma usada en el versículo 34, “entunchánein,” que simboliza la intercesión del Espíritu Santo. Y nuevamente la palabra “sunantilambánesthai,” que se traduce “ayudar,” requiere que la persona que presta la ayuda no sólo esté dentro de nosotros, sino que también obre con nosotros y por nosotros. El versículo 27 nos lleva a la misma conclusión, primero porque habla acerca de la mente del Espíritu, y no la mente del hombre. Segundo, porque se dice que la intercesión es conforme a Dios, “katà Theón,” no “eis Theón”, es decir, de acuerdo a la voluntad de Dios, y esto solamente puede ser dicho respecto del Espíritu Santo. Sin embargo no negamos que en un aspecto, este gemir hace un uso instrumental de los órganos vocales, como en el asunto de “glóssais lalein,” el hablar el lenguas. Sostenemos sólo que el gemir indecible no implica el uso de esos órganos. Es más bien lo opuesto. µ↑ Ver la sección 5 del Prefacio para la explicación que el autor da en cuanto al Metodismo.