Foucault Las Sociedades Disciplinarias

Las sociedades disciplinarias La respuesta post-estructuralista de Foucault al determinismo óntico de lo útil Juan Carlo

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Las sociedades disciplinarias La respuesta post-estructuralista de Foucault al determinismo óntico de lo útil Juan Carlos González Caldito Junio - 2013

Índice I.

Introducción a la problemática foucaultiana ........................................................................ 2

II.

El método genealógico ........................................................................................................ 4

III.

Vigilar y Castigar ................................................................................................................. 10

Suplicio ......................................................................................................................................... 11 Castigo .......................................................................................................................................... 17 Disciplina ..................................................................................................................................... 23 Prisión ........................................................................................................................................... 33 IV.

Las sociedades disciplinarias como extensión óntica .................................................... 38

El método disciplinario como sombras de Dios .................................................................... 43 Tecnologías del yo: Cuidarse de si ............................................................................................ 46 La Naranja Mecánica como ejemplo estético ......................................................................... 49 V. Bibliografía ............................................................................................................................... 54

I.

Introducción a la problemática foucaultiana

¿Y ahora qué pasa, eh? Con esta cuestión se inicia cada una de las tres partes de la novela La naranja mecánica, narrada por su protagonista Alex DeLarge, de Anthony Burguess, el cual practica la ultra-violencia por mera diversión, destrozando todo cuanto ve, ya sean inmuebles, personas e incluso familiares. Nada le importa y lo lleva hasta el extremo: el placer del poder, de dominar todo cuanto puede, de destruir configuran su vida. Vive al margen de la ley y más allá de toda moral compasiva y solidaria hasta que el abuso de poder, la traición y el encuentro con la autoridad marcarán un antes y un después en su modo de interpretar la vida, pero no el fin. Condenado y encarcelado por un asesinato, el joven protagonista de quince años pasa del castigo disciplinario de la cárcel a la corrección de su alma mediante el tratamiento Ludovico, terapia ficticia de aversión asistida mediante drogas, con la que el cuerpo es tratado para modificar, en última instancia, la conducta del criminal: modificar su alma para reintegrarlo en la sociedad a la cual violentó y ser un miembro útil de la misma. El castigo de Alex es corregir su conducta para volver al lugar del que vino. Sin embargo, la sociedad lo rechaza como criminal, excluyéndolo de toda posible reincorporación en la misma: el odio, la venganza y la culpa perseguirán al joven Alex sin poder hacer nada para modificarlo, hasta llegar al extremo de intentar suicidarse para acabar con su vida, exenta ya, de cualquier tipo de elección moral. Pero no muere tras el intento de suicidio y vuelve a su estado pre-carcelario: sigue teniendo deseos de ultraviolencia, aunque pronto le desaparecen y se pregunta si puede cambiar de vida, su forma de encararla, de vivir en ella. El joven Alex ha crecido y cree que ha llegado el momento de cambiar. La adultez, la libertad de pensamiento le permitirá elegir entre el bien y el mal, entre ser de una manera o de otra. ¿Por qué La naranja mecánica? Me ha parecido interesante hacer una introducción estética de la problemática foucaultiana puesto que tras leer Vigilar y Castigar sentí la extraña sensación de lo que significa la naranja mecánica: convertir «en máquinas a todos los liudos [individuos], y que en realidad todos – usted y yo y él y bésame los scharros [nalgas]– tenían que ir creciendo de manera natural, como una fruta»1. En otras palabras, la aplicación de una moralidad mecánica en unos cuerpos vivos llenos de pasiones, pero de tal modo que esta moral se introduzca de forma

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Burgess, A.: La naranja mecánica. 1976, Barcelona. Ediciones Minotauro. Págs.: 162 – 163.

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natural en la cotidianidad de los individuos: que ejerzan una moral que les ha sido instruida, aprendida, incorporada en su alma pero nunca pensada, nunca sospechada, sino, simplemente, como si fuera la única moral buena posible, es decir, disciplinar a los individuos de tal manera que la moral deseada se lleve a cabo de forma automática, mecánica y que, además, parezca que sea natural, o sea, que parezca como si fuera la única moral posible. Todo lo contrario de lo que Foucault hace en Vigilar y Castigar pues él problematiza, pone como problema la moral y la verdad de ella, es decir, relativiza, desabsolutiza el saber de la moral como saber incuestionable. De ahí que Foucault se cuestione, no su origen, sino su comienzo y lo instaura en los albores del siglo XVII con el cambio del modo de castigar a los presos que han cometido delito. La caída de las monarquías absolutas y de los viejos sistemas feudales dieron paso a una nueva clase social – la burguesía – que planteó una nueva forma de gobernar, así como el crecimiento demográfico, una nueva economía emergente y el imperio de la Razón procedente de la Ilustración llevaron a modificar, no sólo las ciudades y su distribución, sino también las relaciones de poder. La pregunta recaerá en el hombre porque el hombre se ha vuelto el epicentro del mismo hombre: consiste en saber qué es el hombre. Ya no se trata tanto de que el hombre se cuide de sí, sino que trate de conocerse a él mismo: hay que definirlo, determinarlo, hay que, pues, objetivarlo. Serán las ciencias humanas, esos nuevos saberes que ponen al hombre en el centro de sus investigaciones, las que lo definirán, las que intentarán determinar lo que es. El discurso que quedará oculto tras esta ansia de conocer al hombre será la utilidad, el interés: ¿qué motivó a dichas ciencias su aparición? Según Foucault, la preocupación por la especie humana, el querer conocerla, objetivarla alejándola de las interpretaciones subjetivas para encontrar una explicación racional a todo el conjunto, donde las categorías científicas se convierten en objeto de atención pública, y la centralización en el cuerpo humano para su manipulación: es el bio-poder, el poder positivo de la vida, contrario a la muerte/suplicio que ejercía el soberano rey. He querido introducir el tema del post-estructuralismo de Foucault desde un espacio estético porque remite a la hermenéutica: permite pensar lo impensable, re-pensar lo ya pensado: la estética, como lugar de interpretación de la verdad, permite llevar a ficción lo que tal vez es una realidad. La naranja mecánica puede ser un reflejo de la filosofía de Foucault puesto que el protagonista es inducido y manipulado mediante la ficticia terapia de Ludovico y luego excluido de la sociedad. A partir de lo que Alex no debía ser se puede construir el Alex que debe ser. En palabras de Foucault, estamos ante la creación de la normalidad a partir de la definición de los anormales. Allí donde está el límite de la locura, el límite 3

de la criminalidad, allí está también el límite de la cordura, de lo legal, en definitiva, de lo bueno. Estamos ante un ejemplo estético de como una sociedad disciplinaria quiere llevar a cabo su último intento para disciplinar, corregir, determinar de forma deshumanizada a la misma sociedad puesto que está dispuesta a arrebatarle toda posibilidad de cometer el mal que la sociedad cree como tal mediante el castigo nauseabundo del cuerpo. Pero si la novela de Anthony Burgess tiene cabida aquí es, precisamente, por la libertad ontológica de su protagonista: comienza siendo un chicho amante de la ultra-violencia, encerrado y castigado en la cárcel para luego ser corregida su conducta, es decir, para delimitar su libertad. Sin embargo, la libertad del protagonista no reside en la cosa, en ser aquello que debe ser, sino en poder elegir aquello que quiere ser: Alex, como ser humano, no es tan solo un mero ente que se configura por las estructuras de su sociedad, sino que siempre le queda su última interpretación, su capacidad de elegir, su querer cuidarse a sí mismo, es decir, Alex es porque como ser es posibilidad de ser. ¿Cuál será la direccionalidad éticopolítica y filosófica que se deriva del debilitamiento ontológico de los discursos de la Modernidad, extendida hasta nuestros días?

II.

El método genealógico La influencia de Nietzsche sobre Foucault fue, sin duda alguna, notable. En una

entrevista del 25 de octubre de 1982 Foucault consideró a Nietzsche como una revelación para sí que transformó su pensamiento y su vida2, pero patente es también el método filosófico empleado por Foucault: la genealogía. El método genealógico que Nietzsche inició fue apropiado por Foucault pero éste lo sistematizó y lo dotó de un órgano riguroso, desplazando la genealogía de la moral que Nietzsche realizó a la genealogía del aparato punitivo de las sociedades occidentales: Vigilar y Castigar es la prueba evidente de una investigación genealógica del ser del hombre objetivado a partir de unos intereses de control y producción de la sociedad y del hombre. Pero, ¿qué es el método genealógico? Al igual que Nietzsche, Foucault problematiza la verdad y la moral, relativizándolas y despojándolas de su carácter universal, esencial, indiscutible: en ambos, la verdad es despojada de su supuesta esencia objetiva e inmutable, rebajándose al nivel de la

FOUCAULT, M.: Tecnologías del yo. Barcelona, 1990. Ediciones Paidós Ibérica. «Nietzsche fue una revelación para mí. Sentí que había alguien muy distinto de lo que me habían enseñado. Lo leí con gran pasión y rompí con mi vida: dejé mi trabajo en el asilo y abandoné Francia; tenía la sensación de haber sido atrapado. A través de Nietzsche me había vuelto extraño a todo eso.». Págs..: 146 – 147. 2

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humanidad (mediocre, falsa, cruel, interesada, inventiva). El estudio genealógico muestra como la verdad pertenece al tiempo, es decir, es un invento, un producto histórico. Tanto Nietzsche como Foucault atacan la esencia profunda de las cosas: «para ellos, esta esencia no es, sin embargo, más que el concepto elaborado a partir de la igualación de lo distinto, de la subsunción de lo diferente en lo idéntico»3. Tanto a uno como al otro les inquieta ese impulso hacia la verdad, esa voluntad de verdad que caracteriza a la voluntad de saber, que no es nada más que una tendencia histórica propia de la cultura occidental, iniciada en Sócrates y explotada durante el cristianismo. La verdad es un sistema de exclusión porque ella supone un límite para con otras verdades, otros discursos: todo aquello que no pueda ser asumido por dicha verdad quedará como falso y, por lo tanto, como excluido de todo posible conocimiento verdadero. Todo acontecimiento que no se adhiera a esta verdad quedará desplazada al terreno de la inutilidad, de la nulidad, de la infertilidad: sólo la verdad permitirá el conocimiento de los acontecimientos como condición de posibilidad. Sin embargo, el método genealógico de Foucault heredado de Nietzsche no busca tanto las condiciones de posibilidad de los acontecimientos, sino la singularidad de éstos: «el modo específico en que su irrupción o emergencia en un determinado campo de fuerzas y posibilidades, modifica y reconfigura dicho estado de cosas»4 es lo que permite el estudio genealógico. La pregunta de la genealogía, ya en Nietzsche, es la de cómo fabricar los ideales de la tierra5, es decir, cómo fabricar modos de vivir. No se pregunta por el origen sino por el comienzo de los ideales y valores: mientras que la metafísica se pregunta por la esencia, el origen, la genealogía se pregunta por sus comienzos (¿cómo empezó tal acontecimiento a darse?), ya que para ella las esencias se producen, se construyen históricamente: La historia entera de una “cosa”, de un órgano, de un uso, puede ser así una ininterrumpida cadena indicativa de interpretaciones y reajustes siempre nuevos, cuyas causas no tienen siquiera necesidad de estar relacionadas entre sí, antes bien a veces se suceden y se relevan de un modo meramente casual.6

Por lo tanto, la verdad es histórica, se construye históricamente, es decir, está sujeta al tiempo: la verdad pertenece al devenir, se hace y se deshace en el tiempo y su curso.

Martínez-Novillo, J.R.: “Genealogía y discurso. De Nietzsche a Foucault”, Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas, Universidad complutense de Madrid, número 26. 4 Ibíd. 5 Nietzsche, F.: La genealogía de la moral: un escrito polémico. 1997, Madrid. Alianza Editorial. «¿Quiere alguien mirar un poco hacia abajo, al misterio de cómo se fabrican ideales en la tierra?» Pág.: 61. 6 Nietzsche, F.: La genealogía de la moral: un escrito polémico. 1997, Madrid. Alianza Editorial. Pág.: 100. 3

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Entonces, el método genealógico sustituye al origen, entendido éste como esencia ahistórica, por un comienzo temporal, histórico. Pero si la genealogía no es historia porque es un modo de acercarse al cómo empezó cierto acontecimiento, a algo singular, ¿cuál será la relación de la genealogía con la historia? La historia intenta buscar la integración de la diversidad en una totalidad cerrada, una objetividad de las acciones, mientras que la genealogía rechaza todo absoluto objetivizante. La genealogía es, según Foucault, «gris; es meticulosa y pacientemente documentalista. Trabaja sobre sendas embrolladas, garabateadas, muchas veces reescritas»7, es decir, trabaja sobre terrenos ya elaborados, sobre verdades ya fundamentadas, reinterpretando minuciosamente aquellas verdades que parecían inmutables y destrozándolas, desgarrando toda creencia del que está investigando: reescribe la verdad sobre la que trabaja. Vuelve al inicio de la verdad que se investiga y en ella descubre su temporalidad, su momento inicial. Se reintroduce el devenir en lo que parecía eterno del hombre: los sentimientos, los instintos, el cuerpo, las relaciones, etc., todos ellos tiene una historia, son históricos y, por lo tanto, distintos a lo largo del tiempo humano ya que se configuran y modulan históricamente. Como diría Foucault, el sentido histórico «reintroduce en el devenir todo aquello que se había creído inmortal en el hombre»8. Pero la genealogía tiene perspectiva: Mira desde un ángulo determinado con el propósito deliberado de apreciar, de decir sí o no, de seguir todas los trazos del veneno, de encontrar el mejor antídoto. Más que simular un discreto olvido delante de lo que se mira, más que buscar en él su ley y someter a él cada uno de sus movimientos, es una mirada que sabe dónde mira e igualmente lo que mira.9

La perspectiva de la genealogía, por lo tanto, sabe desde donde mira, desde donde opina y construye: aprecia deliberadamente desde un ángulo guiado por su pasión, por sus intereses. Es re-mirar lo visto, preguntarse de nuevo por lo conocido hasta desconocerlo: ver lo visto como nunca visto. Se trata de una mirada metódica que pretende satisfacer su curiosidad, responder sus preguntas a través de la investigación concienzuda, con apoyo de materiales y técnicas. Vigilar y Castigar es, sin duda alguna, un ejemplo del empleo metodológico y meticuloso de la genealogía que Foucault hereda de Nietzsche, como hijo suyo. ¿Por qué hijo suyo?

Foucault, M.: Microfísica del poder. 1979, Madrid. Ediciones la Piqueta. Pág.: 7. Ibíd., Pág.: 19. 9 Ibíd., pág.: 22. 7 8

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Nietzsche puso en sospecha las verdades más férreas de la tradición occidental, tanto las filosóficas como las religiosas, morales, políticas e incluso científicas: criticó el objetivismo de las ciencias y su positivismo, así como la idea de progreso que reinaba en la confianza de los Estados; destruyó el mundo ideal platónico-cristiano con su Zaratustra e inició un estudio genealógico de la moral que mostraba el resentimiento del cristianismo hacia la vida, predicando una nueva moral que se preocupara por el hombre en vez de tener el ansia de conocerse. En definitiva, Nietzsche puso en tela de juicio todas las verdades que habían reinado durante tanto tiempo en la cultura occidental definiéndolas, al final, como meras mentiras inventadas que nos permiten vivir pero que hemos olvidado que son mentiras: ¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.10

Pues bien, Foucault es hijo de Nietzsche, de su filosofía, en el mismo sentido que éste: también pone en tela de juicio aquellas verdades que creemos inmutables, a saber, las instituciones que configuran y determinan nuestras sociedades como sistemas de libertad de los individuos. Las escuelas, los orfanatos, los hospitales, las prisiones, los manicomios, las fábricas, etc., parecen instituciones que permiten el desarrollo y la libertad de los individuos, pero lo que detrás de ellas impera, lo que las dirige es un saber que, de alguna manera, nos determina a lo largo de nuestras vidas y nos define: Foucault se pregunta quien somos en nuestro presente y actualidad. El método genealógico empleado por Foucault, según la cual no existe ninguna esencia ni objetividad de la verdad, sino que ésta se forja a través del hombre, ha permitido al pensamiento mostrar los procesos de normalización de los individuos. Su pregunta, siempre problemática, gira en torno a la configuración del hombre moderno a partir de su contrario: los anormales (mendigos, desempleados, libertinos, excéntricos, homosexuales, locos, insensatos, enfermos, niños, ancianos, etc., en definitiva, inútiles) son necesarios para poder configurar y determinar qué son los normales. De alguna manera, el ser del hombre se determina a partir de lo contrario, pero para ello es necesario determinar, primero, a esos contrarios, saber de ellos, definirlos, es decir, objetivarlos. De ahí que la cuestión de la

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Nietzsche, F.: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Tecnos, Madrid, 1996.

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locura11 sea un tema importante para Foucault, no en su sentido científico (¿qué es la locura?), sino en encontrarla dentro de la sociedad: es importante para la sociedad colectiva porque no hay una estructuración cultural y social de la experiencia de la locura. Foucault quiso analizar la experiencia histórica y el poder institucional que se ocupó de la locura, así como también de los criminales y delincuentes de las prisiones y de otras instituciones, porque es a partir de ellas que se puede forjar la cordura: lo normal. No obstante, hay una cuestión que subyace a todo esto: ¿cómo la locura se ha constituido como un saber objetivo de la medicina? ¿Cómo el delincuente se ha constituido como un saber objetivo para la ciencia? Resumiendo: ¿cómo una característica del hombre se ha convertido en un saber objetivo para las ciencias? Es a partir de las ciencias humanas que se fijó el límite entre la razón y la locura, entre lo normal y lo anormal, así como también se impuso el castigo como método de corrección. De alguna manera, es a partir que de un saber se puede ejercer un poder. En la mayoría de análisis la cuestión del poder había sido simplificada ya que tan sólo se limitaba a definir un poder legítimo o de producción. ¿Cuál es la manera en la que el poder funciona efectivamente? El poder no es una “cosa” que se pueda determinar, sino una relación que determina la conducta de otro – voluntaria o no voluntariamente -, es decir, uno puede gobernar a alguien. El poder permite el ejercicio de la gobernabilidad y el saber justifica dicha gobernabilidad: ¿cómo hemos gobernado a los locos, a los enfermos, a los delincuentes? El método genealógico llevado a cabo en Vigilar y Castigar es preguntarse por el hombre actual (¿qué somos hoy?) viajando al pasado, allí donde se iniciaron los cimientos del hombre moderno: su investigación consiste en detectar cuales son nuestros modos de reflexión y de práctica. Se ha preguntado por la lógica que subyace al castigar o encerrar a alguien, ya sea en una prisión, en un manicomio, o en cualquier otra institución: es, según Foucault, la prisión una herramienta que evidencia nuestro modo de actuar, a saber, el castigo. Al igual que con la locura, nuestra relación con la delincuencia, con el delincuente, está históricamente constituida. Lo que intentó Foucault fue integrar nuestras evidencias dentro de la historicidad, es decir, hacer una genealogía de la locura, del loco, del castigado, del enfermo, es decir, de los anormales.

Entenderemos la locura, no como enfermedad mental, sino como el hecho de rebasar los límites de la Razón, esta impuesta por una ley del soberano, por un pacto social o por ser, sencillamente, aquello que no encaja y que, por consiguiente, está prohibido o mal visto dentro de una determinada sociedad. 11

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Surge, entonces, una pregunta elemental: ¿qué fundamenta el poder? ¿Qué lo legitima? De alguna manera será el saber que posibilitará ejercer dicho poder en determinado lugar. Podemos observa que Foucault se escapa de la filosofía moderna de las esferas de Kant porque ya no se pregunta qué es conocer, sino que hace la historia de la problematización: transforma en problema lo que es evidente. Algo tan evidente como que los criminales deben ser encerrados en prisiones, los enfermos en hospitales, los niños en colegios, los adultos en lugares de trabajo, los locos en manicomios, etc., no es sino un modo de determinar nuestra sociedad de un modo dual: se distingue entre razón-sinrazón constituyéndose, así, el comienzo de nuestras culturas occidentales. Dicho de otra manera, se puede determinar al ser a partir de lo que no es. Nuestra cultura mantiene a distancia la locura, así como a los enfermos, a los criminales, a los ancianos: se distancian de la cotidianidad de la sociedad permitiendo a los normales su mayor efectividad. Podríamos decir que no existe civilización sin locura: la civilización establece límites y en ellas se dan las instituciones, encargadas de llevar a cabo tal distanciamiento, acatando aquellas leyes que se fijaron para su buen desarrollo. No obstante, hay civilizaciones en las que la locura es pariente cercana de la religión, como nos enseñó Nietzsche en su Nacimiento de la tragedia, donde Dionisos representaba la locura, la desmesura propia del ser humano. Es justamente esta desmesura que, a pesar de haber sido incluso una fiesta en la Edad Media (el carnaval), empieza a tornase una amenaza en el horizonte del siglo XVI y lo albores del XVII: mientras en la época clásica la locura permitió mantener una actitud escéptica ante la razón posibilitando el repensar aquellas verdades que se postraban como absolutas, en la época moderna se vuelve lo contrario a la razón y, por consiguiente, merecedora, no sólo de no ser escuchada ni atendida, sino, además, de ser incluso excluida de la vida cotidiana. En el siglo XVII Descartes escribía: Y ¿cómo podré negar que estas manos y este cuerpo sean míos, si no es comparándome a ciertos insensatos cuyo cerebro está de tal modo turbado y ofuscado por los negros vapores de la locura, que aseguran constantemente que son reyes, siendo pobres; que están vestidos de oro y púrpura, cuando están desnudos; o que imaginan ser cántaros o tener el cuerpo de barro? Pero éstos son locos, y yo no lo sería menos si por su ejemplo me guiase.12

Descartes consideraba que la locura no pertenecía al ámbito de la razón y, por consiguiente, tenía que ser eliminada de todo razonamiento posible: sólo mediante la razón se podía alcanzar la verdad. La locura, excluida del pensamiento, también es excluida de la sociedad:

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Descartes, R.: Meditaciones metafísicas. Madrid, 2005. Alianza Editorial. Meditación primera, pág.: 82 – 83.

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sólo en una sociedad donde la locura, lo criminal, lo anormal sea excluido podrá funcionar la razón, la lógica, la efectividad en ella misma. Se reza, pues, la máxima de sacar la locura de la razón. Es a partir de Descartes que la locura queda exiliada. Sin embargo, no es la locura aquello que interesa a Foucault, sino el paso del uso de la palabra loco a enfermo mental debido a la introducción de la medicina: lo que parece una recalificación del concepto se trata, en realidad, de una toma de poder. Dicho de otra manera, la medicina, introducida en las instituciones, es un saber que toma el poder. Es a partir de la introducción de la medicina que se recalifica el término “locura” y con ello se justifica el encarcelamiento de los dementes desde un saber científico. Ocurre lo mismo con los delincuentes, a los que se estudia y se determina, clasificándolos, modificando también la forma de operar el castigo: la punición ejercida por el poder del rey, del soberano, que era el que instauraba la ley, venía determinada por su interpretación, a saber, se suponía un regicidio el hecho de ir en contra de la ley del soberano, con lo que se torturaba el cuerpo del preso, siendo el cuerpo el medio por el cual el soberano rey mostraba y ejercía su poder mediante la punición. Esta forma de ejercer el poder empezó a llegar a su fin en el siglo XVII, puesto que el castigo cesó, poco a poco, de ser un espectáculo, una muestra de poder del soberano, pues cogió un aire negativo gracias a los humanistas, y se inició una nueva estrategia para el ejercicio del poder de castigar. A partir del siglo XVII se seguirá castigando, pero se castigará mejor: se introducirá el castigo en el tejido social. Serán las ciencias humanas (psicología, sociología, ciencias políticas, ciencias económicas, etc.) las que, tras introducirse en las instituciones, permitirán una objetivación del ser humano: las ciencias humanas, que se ocupan del hombre, han intentado objetivarlo, preguntarse por aquello óntico del hombre, es decir, preguntarse por el ente en cuanto tal. La tarea de la filosofía es problematizar este proceso óntico para devolver al hombre su libertad ontológica: el ser no puede ser determinado ónticamente, objetivamente por la ciencia sino que tiene que ser pensado y repensado constantemente, tarea propia de la filosofía. La libertad ontológica será la libertad de ser y, por lo tanto, la libertad del hombre.

III.

Vigilar y Castigar

Con la llegada de la Razón y la substitución de Dios por parte de ésta, el hombre pasa a ser algo que se puede objetivar: deja de ser una creación a imagen y semejanza de Dios que para saber lo que es se debe conocer qué es Dios (teología), para ser aquello que, en tanto 10

que cosa, en tanto que ente, puede ser observado, estudiado y conocido por sí mismo, independientemente de la divinidad a la que rece (antropología). El hombre es ese ser que se fundamenta por su libertad de conocer, sus ansias de saber, y las ciencias, como fuente de conocimiento, son sus libertadoras. No obstante, en tanto que la Razón es lo que permite conocer, todo aquello que escape de ella deberá ser apartado, no sólo del pensamiento sino, además, de la calles, de la vida cotidiana, de las prácticas comunes de la sociedad porque enturbian el progreso de la Razón dentro de la misma. A los que roban se los encarcela, a los que violan se los encarcela, a los que matan se los encarcela. Se trata de una tecnología nueva que pretende controlar, medir, y encauzar a los individuos para hacerlos dóciles y útiles. ¿Cómo? Mediante la constante vigilancia, ejercicios, calificaciones, clasificaciones, exámenes, etc. Se trata de someter los cuerpos, de dominar las multiplicidades humanas y de manipular sus fuerzas mediante las instituciones clásicas de los Estados: los hospitales, el ejército, las escuelas, los colegios o los centros de trabajo. Estamos ante el desarrollo de la disciplina. Se tratará, entonces, de unas sociedades libres pero erigidas gracias a la disciplina ejercida en los mismos individuos y por ellos mismos. Suplicio La redistribución de la economía del castigo en occidente se inicia entre los siglos XVIII y XIX, donde comienza toda una serie de reformas de leyes y definiciones de los delitos, caracterizándolos, clasificándolos, determinándolos. Se construyeron nuevas justificaciones morales y/o políticas al derecho de castigar aboliendo las viejas ordenanzas para construir un nuevo modo, no sólo de pagar por las fechorías, sino de visión del mundo. Dicho de otro modo, se estaba cosiendo el tejido de una nueva sociedad alejada del mundo clásico, determinando el ser del hombre. Hubieron muchos cambios, no sólo en el castigo, sino también en el encierro de locos y enfermos, pero ahora nos centraremos concretamente en uno: se estaba gestando la desaparición de los suplicios, como el sufrido por Damiens13. Desaparece la mutilación, la tortura, el espectáculo público del sufrimiento del preso poco a poco. Nos encontramos ante una variación del modo de castigar procedente de la Edad Media, donde el soberano rey era el dictador de las leyes y último responsable de aplicarlas: Unos castigos menos inmediatamente físicos, cierta discreción en el arte de hacer sufrir, un juego de dolores más sutiles, más silenciosos, y despojados de su fasto visible, ¿merece todo esto que se le conceda una consideración particular, cuando no es, sin eluda, otra cosa que el efecto de reordenaciones más profundas?

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Foucault, M.: Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión. Capital Federal, 2002. Siglo XXI Editores. Pág.: 6 – 8.

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Y, sin embargo, tenemos un hecho: en unas cuantas décadas, ha desaparecido el cuerpo supliciado, descuartizado, amputado, marcado simbólicamente en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o muerto, ofrecido en espectáculo. Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal. A fines del siglo XVIII, y en los comienzos del XIX, a pesar de algunos grandes resplandores, la sombría fiesta punitiva está extinguiéndose.14

Así, estamos ante la desaparición del espectáculo punitivo ya que el castigo deja de ser un teatro como el de Damiens puesto que empieza a considerarse de forma negativa: la ejecución pública se percibe, a partir de entonces, como un foco en el que se reaviva y engendra la violencia. Constatamos un cambio en el modo de castigar pues el castigo pasará a ocultarse dentro del proceso penal, no sin consecuencias: 1) Se abandona el castigo que penetra en la vida cotidiana para entrar en la conciencia abstracta, pensativa, imaginativa de la sociedad y sus instituciones. 2) Se pretende que el castigo sea mejor, más efectivo, para evitar posibles delitos en el futuro. 3) Y uno de los puntos más importantes es que la nueva forma de castigar penetrará en la conciencia de la gente engendrando una incógnita en ellos (¿qué me harán?) lo cual debe procurar apartar del crimen a los individuos. Se tratará, en definitiva, de modificar el modo de castigar con la intención de sanar, de curar, de corregir, de modificar y encauzar la conducta de aquellos individuos que se hayan saltado las reglas, es decir, de los presos, de los delincuentes, de los criminales. No obstante, el cambio no es radical puesto que se suprime el suplicio pero no el castigo como tal: «no tocar ya el cuerpo, o lo menos posible en todo caso, y eso para herir en él algo que no es el cuerpo mismo»15. Hasta el siglo XVIII aquel que padecía el castigo era el cuerpo, se lo torturaba, pero sin ninguna otra intención que devolverle el daño que el delincuente había causado a la sociedad y, por consiguiente, al rey; pero a partir de ahora, el cuerpo será el instrumento, el medio que, bajo la privación de su libertad y forzado a trabajos obligados y prohibiciones legales, se utilizará para la cura y la corrección (saneamiento) de la conducta de los presos, es decir, se modificará el alma a través del cuerpo donde el dolor y la muerte no serán la finalidad del castigo, sino la corrección de su conducta. Se substituye, pues, al verdugo por el técnico: vigilantes, médicos, capellanes, psiquiatras, psicólogos, educadores, etc. Nos encontramos, por lo tanto, ante un doble proceso: la desaparición del espectáculo

14 15

Ibíd., pág.: 10. Ibíd., pág.: 13.

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y la anulación del dolor. Este será el nuevo método de castigo moderno, pero el castigo, la privación e incluso la eliminación de los derechos a través del castigo seguirá ejerciéndose al igual que en épocas anteriores. Estamos ante una nueva moral del acto de castigar. Ya la guillotina es el ejemplo de ir hacia la igualdad en la muerte, reduciendo el espectáculo y minimizando el dolor, además de favorecer la economía del castigo y, por consiguiente, la economía del Estado, tanto monetaria como del tiempo. No obstante, sigue siendo la muerte la finalidad de dicho castigo, sin posibilidad de corregir al ejecutado aunque informando, amenazando, avisando al público que ve la ejecución, a saber, la sociedad. A partir de ahora, con el cambio de castigo donde el suplicio del cuerpo ya no es la finalidad última sino la corrección de la conducta del delincuente para devolverle, en modo de deuda, a la sociedad la culpa, el desorden que ha generado en ella, el castigo no desaparece (la acción sobre el cuerpo sigue ejerciéndose), pero se elimina de la escena pública, se encierra, se esconde el castigo. Ya no es la pena del cuerpo la meta del castigo, sino que ha tomado como objeto principal la pérdida de un bien o de un derecho, aunque «un castigo como los trabajos forzados o incluso como la prisión —mera privación de libertad—, no ha funcionado jamás sin cierto suplemento punitivo que concierne realmente al cuerpo mismo: racionamiento alimenticio, privación sexual, golpes, celda»16. El dolor no ha sido eliminado completamente de las prisiones pues es justo que un condenado sufra más que los otros hombres debido a sus crímenes. El condenado será condenado y pagará su deuda para con la sociedad, pero esta vez no lo hará con su muerte sino con su transformación: la finalidad de la creación de las prisiones es volver útiles, productivos, es decir, hacer individuos de provecho para la ciudadanía a aquellos individuos que estaban más allá de los límites que marcaba la ley, incluso más allá de la misma moral. El castigo ya no se hará en el cuerpo sino por el cuerpo: el castigo no será “corporal” sino que estará dirigido al alma del delincuente. De ahí que Foucault se pregunte ¿qué será un castigo no corporal? La tesis de Foucault es que la atenuación de la severidad de los castigos se ha realizado para lograr más “humanidad” en dicho fenómeno. Es cierto que se ha buscado la disminución de la intensidad del dolor pero no el cambio de objetivo, de finalidad: castigar, pero castigar mejor. A partir de ahora, el castigo tendrá siempre como meta enseñar, re-educar: el castigo que conducía a la muerte pretendía advertir a la sociedad (si no acatas la ley, te enfrentas al soberano, y la muerte será su venganza: mira como descuartizamos a este individuo, no quieras ser como él), mientras que el castigo que se empieza a engendrar en el siglo XVIII 16

Ibíd., pág.: 17.

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reza algo muy distinto, a saber, castigar para aprender, para que el culpable aprenda que dicho delito no está bien y que, por lo tanto, tiene que aprender a no cometerlo otra vez (serás castigado por tus delitos y tu castigo irá arreglo a tus delitos, así aprenderás, en el futuro, qué es lo que no debes hacer). Para poder realizar tal cambio fue necesario, no sólo modificar el castigo, sino también ocuparse del objeto “crimen”, ya que dicho concepto ha sido profundamente modificado en dos siglos: Bajo el nombre de crímenes y de delitos, se siguen juzgando efectivamente objetos jurídicos definidos por el Código, pero se juzga a la vez pasiones, instintos, anomalías, achaques, inadaptaciones, efectos de medio o de herencia; se castigan las agresiones, pero a través de ellas las agresividades; las violaciones, pero a la vez, las perversiones; los asesinatos que son también pulsiones y deseos. Se dirá: no son ellos los juzgados; si los invocamos, es para explicar los hechos que hay que juzgar, y para determinar hasta qué punto se hallaba implicada en el delito la voluntad del sujeto.17

No sólo se juzga y condena el acto, sino también la voluntad del individuo y, con ella, la voluntad de todos pues esas pasiones, esos instintos pueden darse en todos los hombres ya que todos somos individuos. Pero lo que realmente se juzga no es el acto, sino las causas de los actos mismos: sus causantes, a saber, las pasiones que los motivan. Así, el castigo no sólo está destinado a sancionar el delito, sino también a controlar al individuo, a neutralizar su estado peligroso y no cesar en ello hasta obtener el cambio deseado: se pretende normalizar a los a-normales. Durante la Edad Media, juzgar era establecer la verdad de un delito, determinar su autor y aplicarle una sanción legal; en la era Moderna, estos puntos han cambiado sustancialmente: se establece qué hecho se ha cometido y en qué realidad inscribirlo (si es un psicópata, o ha sido un delirio, una perversidad, etc.), así como buscar las causas que lo han originado, ya sea en el autor o en otros. Además, ya no se busca una sanción sino una corrección y que sea, sobre todo, la más apropiada, la más eficaz, la más segura para cambiar la conducta del sujeto encarcelado: se trata de crear un complejo entramado científico-jurídico. Foucault se fija en un ejemplo: la manera en que la cuestión de la locura ha evolucionado en la práctica penal, ya que bajo la locura el delito puede ahora desaparecer. Se razonará del siguiente modo: si se es culpable, no se está loco; si se está loco no se puede ser culpable. Se excluye a la locura de la culpabilización, ya que ésta sólo puede darse en el ámbito de la Razón, es decir, se es culpable cuando se sabe lo que se está haciendo y, aun así, se sigue haciendo. Pero para determinar la locura es necesario, ante todo, saber qué es, es decir, estudiarla,

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Ibíd., pág.: 19.

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observarla mediante sistemas y métodos meticulosos. Se tratará, en última instancia, de objetivarla y, para ello, los centros de encierro y exclusión (prisiones, manicomios, asilos, hospitales, etc.) serán las piezas claves para lograr los fines científicos apropiados. Se precisará, por lo tanto, de un saber que la pueda definir, y ese saber ya no vendrá dictado por el poder que juzgaba, sino por otro saber: el del médico, el del psicólogo, el del psiquiatra. Ya no es el juez quien juzga sino los expertos, los científicos que estudian al hombre, a pesar de que se diga que no juzgan sino que ilustran la sentencia del juez, pero son estos expertos los que determinan el estado del sujeto juzgado: a ellos «toca decir si el sujeto es "peligroso", de qué manera protegerse de él, cómo intervenir para modificarlo, y si es preferible tratar de reprimir o de curar»18. El poder de juzgar ha sido transferido a otras instancias gracias a su saber. Es lo que se conoce como el progreso del humanismo o el desarrollo de las ciencias humanas. El castigo que se comenzó a practicar a partir del siglo XVIII recoge cuatro puntos esenciales: 1) Es una función social compleja. 2) Requiere de una táctica política. 3) La tecnología del poder está subordinada a la humanización. 4) Se hace el estudio del alma como transformación del cuerpo en relación a las distintas relaciones de poder. Podemos hablar de una economía política del cuerpo, ya que éste, a parte de su estudio biológico, también puede ser estudiado considerándolo como inmerso en un campo político, de decisión: «las relaciones de poder operan sobre él una presa inmediata; lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos signos»19, es decir, los cuerpos están sometido a la producción, pero el cuerpo sólo es útil en la sociedad cuando es productivo y está sometido. Los centros de encierro y exclusión para la práctica punitiva tendrán, como última finalidad, la creación de cuerpos dóciles, y el encargado del someter a los cuerpos, a los individuos, de volverlos dóciles, será el poder, pero para que éste pueda justificarse, para que su discurso pueda considerarse bueno, verdadero, necesitará del saber, de la ciencia que transforme sus prácticas en verdaderas: las tecnologías del cuerpo derivadas del saber (médico, psiquiátrico, estudiantil, económico, etc.) permitirán que el poder se ejerza dentro de la sociedad, en ella misma, ejerciéndola en 18 19

Ibíd., pág.: 23. Ibíd., pág.: 26.

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aquellos sujetos considerados anormales por no ser productivos, por no ser útiles. Se los intentará construir a partir de las instituciones donde el poder se ejerce de forma jerárquica. Con lo cual, el poder no es una cosa que se posea, ni que se hereda, no es tampoco un privilegio, sino que el poder invade la sociedad, invade a los individuos, pasa por ellos y a través de ellos, es decir, el poder es una estrategia que permite dirigir a quien se le ejerce tal poder. Éste poder requiere del saber, porque lo justifica, pero a su vez, el poder produce saber porque es a partir de su ejercicio que se puede conocer mejor. Es gracias a las instituciones donde el poder se empieza a ejercer, donde se pueden poner en práctica las aptitudes de las ciencias que estudian a los individuos considerados anormales: este saber que se crea en las instituciones es gracias al poder que en ellas reside y, a su vez, el saber fortalece el ejercicio del poder. De alguna manera, podríamos afirmar que el alma, concepto filosófico tan discutido, tiene una importante relevancia en nuestras sociedades occidentales, pero no por su aire místico o religioso, sino porque el poder que se ejerce sobre los que se castiga, a los que se vigila, educa y corrige, permite un cambio en sus conductas que se introduce a través del cuerpo y en el cuerpo se manifiesta, pero incluso sin tocarlo, sin ejercer directamente en él, sino que va dirigido al alma. Pero esta alma se separa de la cristiana: ya no es un alma que nace culpable, sino que nace de procedimientos de castigo, de vigilancia, pena y coacción. Nos encontramos ante un fenómeno nuevo: el alma será la prisión del cuerpo. Como hemos descrito, es el cuerpo el que es castigado: a partir del siglo XVIII se castiga al cuerpo para corregir el alma, pero anteriormente el castigo pasaba siempre por lo mismo, tuviera una finalidad u otra: el suplicio del condenado. ¿Qué es un suplicio? Un pena corporal, dolorosa, más o menos atroz. Anteriormente al siglo XVII toda pena, más o menos seria, debía llevar con ella algún suplicio: «el suplicio descansa sobre todo en un arte cuantitativo del sufrimiento»20. La finalidad del suplicio era volver infame al condenado, siempre arrastrando su castigo, su condena, a través de marcas, cicatrices, mutilaciones, o con la misma muerte. El castigo con suplicio no buscaba reconciliar el delito con la sociedad ya que los signos no debían borrarse. Era, en última instancia, la manifestación del poder que castigaba. Pero el suplicio no quedaba exento de funcionalidad: debía manifestar la verdad del delito. De algún modo, y siguiendo la doctrina cristiana, el cuerpo ya estaba condenado tras el crimen, pero todavía podía salvarse el alma:

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Ibíd., pág.: 33.

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El suplicio es una anticipación de las penas del más allá; muestra lo que son, es el teatro del infierno; los gritos del condenado, su rebelión, sus blasfemias, significan ya su irremediable destino. Pero los dolores de aquí abajo pueden valer también como penitencia para disminuir los castigos del más allá: tal martirio, si se soporta con resignación, no dejará de ser tenido en cuenta por Dios.21

El suplicio judicial hay que comprenderlo también como un ritual político, ya que es otra de las ceremonias por las que se manifestaba el poder, con lo cual, el delito no sólo atacaba a la víctima sino, además, al soberano, debido a que la ley era como si fuera la voluntad del soberano rey: el infractor de la ley atentaba contra el soberano mismo y éste caía con toda su fuerza sobre el acusado. Era la práctica de la política del terror. Tras la condena y el castigo, pasando por su debido suplicio, no se restablecía la justicia tras el crimen del condenado, sino que se reactivaba el poder del soberano. Hasta el siglo XVIII hay que concebir el suplicio como un operador político. ¿Qué razones llevaron a sustituir las penas por el suplicio y la vergüenza por unos castigos que reivindicarían el honor del ser humano? El protagonista del suplicio no era el condenado sino el pueblo que lo veía, que era espectador, porque era el mensaje de advertencia que el soberano ofrecía a la sociedad: sin espectáculo el suplicio no tendía sentido para aterrorizar y amenazar al pueblo. Pero así como el pueblo podía colaborar en el suplicio avergonzando al acusado y recibir el mensaje amenazante del soberano, también podía revelarse contra el suplicio por considerarlo injusto. De alguna manera, era un modo de maldecir al poder y a sus ejecutores, ya que la multitud podía agolparse en torno del patíbulo, con lo cual, «no es únicamente para asistir a los sufrimientos del condenado o azuzar el furor del verdugo: es también para oír cómo aquel que no tiene ya nada que perder maldice a los jueces, las leyes, el poder y la religión»22. Así como el criminal era visto siempre como un malhechor por el soberano, los ricos, los magistrados, etc., también era visto muchas veces como un héroe, un luchador silenciado por la justicia que decía, a viva voz, lo que el pueblo sentía en contra del poder. Castigo Las protestas contra los suplicios se pueden encontrar en todas partes, sobre todo a partir de la mitad del siglo XVIII. A partir de entonces ya no se quiere que la justicia se vengue, sino que castigue realmente. Incluso con el peor de los asesinos existe algo digno de respetar: su humanidad. Para los humanistas, el castigo ya no es la tortura pública del

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Ibíd., pág.: 44. Ibíd., pág.: 57.

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criminal, sino el trabajo público, puesto que el criminal «sería puesto a trabajar en las rutas, los canales y las plazas públicas de Francia. Sería visible y viajaría a través del país, portando consigo las representaciones de sus crímenes. La sociedad se beneficiaría con su trabajo y su lección»23. Ahora el hombre, no sólo es la medida de las cosas, sino también del poder, del uso del poder. El exceso de abuso de poder por parte del soberano, por ejemplo mediante los suplicios y los castigos considerados injustos o desproporcionados, llevaron a reformular el ejercicio del poder: no es la crueldad, sin embargo, lo que lleva a reformarlo sino que se hace una crítica a la mala economía del mismo. El exceso y abuso de poder no permite gestionar debidamente el Estado, pero detrás de todo existe una pregunta: ¿gestionarlo para qué? Para que sea productivo. El verdadero objetivo de la reforma no es tanto fundar un nuevo derecho de castigar a partir de principios más equitativos, sino establecer una nueva "economía" del poder de castigar, asegurar una mejor distribución de este poder, hacer que no esté ni demasiado concentrado en algunos puntos privilegiados, ni demasiado dividido entre unas instancias que se oponen: que esté repartido en circuitos homogéneos susceptibles de ejercerse en todas partes, de manera continua, y hasta el grano más fino del cuerpo social.24

El reacondicionamiento del poder de castigar, de su ejecución, para volverlo más regular y no dejado a la deliberación del soberano, los magistrados y los jueces. Resumidamente, es preciso que aumente el efecto del castigo y del ejemplo pero disminuyendo su costo económico y político. Esta reforma, entonces, se hace desde dentro, desde ellos mismos, a saber, desde el poder mismo. La reforma no es más que una extensión de su ejecución anterior, con un nuevo objetivo: regularlo, hacer del castigo «una función regular, coextensiva a la sociedad; no castigar menos, sino castigar mejor; castigar con una severidad atenuada quizá, pero para castigar con más universalidad y necesidad; introducir el poder de castigar más profundamente en el cuerpo social»25. Esta regularidad del castigo tuvo que convertir en crimen todo ilegalismo, ya fuera, por ejemplo, el abandono del patrón por parte del obrero, de los criados que huían de sus amos, de los soldados desertores, etc. Este ilegalismo aumentaba, obviamente, la criminalidad. El ilegalismo de los derechos, pues, se transformaba en un ilegalismo de bienes y había que castigarlo: con la burguesía el poder económico marcará el camino. Se podría decir que los ilegalismos se han estructurado con el desarrollo de la sociedad capitalista. Ahora es la burguesía quien toma el poder, reservando el ilegalismo de derechos.

Dreyfus, H.: Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica. Buenos Aires, 2001. Ediciones Nueva Visión. Pág.: 180. 24 Foucault, M.: Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión. Capital Federal, 2002. Siglo XXI Editores. Pág.: 74. 25 Ibíd., pág.: 76. 23

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El nuevo enfoque económico y productivo de la burguesía también transforma los castigos ya que «se afirma la necesidad de definir una estrategia y unas técnicas de castigo en las que una economía de la continuidad y de la permanencia remplacen la del derroche y del exceso»26. A partir de ahora, en el nuevo mundo donde los soberanos han cedido el poder a los nuevos gobiernos democráticos, republicanos y/o parlamentarios, donde el rey absoluto ha dejado de tener vigencia, el castigo tiene que ser efectivo, ejemplar, económico y “humano”, y es mediante la aceptación del contrato social que el ciudadano acepta, para siempre, estas leyes. El criminal es, pues, quien rompe el pacto, volviéndose enemigo de la sociedad pero es partícipe (o lo fue) del castigo que se le impondrá: ahora el ciudadano es responsable de su propio castigo, tanto por el acto criminal como por el tipo de castigo que se le impondrá. Ya no se comete un delito contra el soberano sino contra la sociedad y la mejor forma de pagar las culpas será devolviendo a la sociedad su justicia, es decir, «el derecho de castigar ha sido trasladado de la venganza del soberano a la defensa de la sociedad»27. En otras palabras, el crimen que se realiza, no se le hace sólo al individuo que es víctima, sino al cuerpo social en tanto que se desobedece ley que representa a la totalidad de la ciudadanía. Es considerado como un ataque de un ciudadano al conjunto de la sociedad y, por consiguiente, el delincuente tiene una deuda para con su ciudadanía: esa deuda la pagará mediante su castigo y su castigo será el abandono de lo que es, corrigiendo su conducta para volver a ser un ciudadano normal dentro de los límites de la ley. ¿Dónde está el límite, la moderación de la pena? Con el soberano, la moderación residía en él mismo, pero a partir de ahora residirá en el corazón de los hombres, en su humanidad. La venganza deja de ser productiva para la sociedad, y sólo un castigo que sea capaz de reparar el mal hecho a la sociedad será útil. El crimen introduce el desorden en la sociedad, con lo cual, para que el castigo sea útil, debe tener las consecuencias del delito: intentar castigar de tal manera que no se repita el crimen, es decir, castigar para impedir su repetición. Se ha desplazado la mecánica del ejemplo en el castigo: en el suplicio se “repetía” el crimen, se representaba otra vez; ahora se trata de evitar la repetición del crimen en el futuro. Así, debido a que la finalidad del castigo es evitar la reincidencia, se tiene, pues, que tener en cuenta aquello que es el criminal en su naturaleza, en sí mismo: como es su voluntad. Es decir, habrá que buscar los caracteres singulares de cada delincuente –un mismo crimen puede ser realizado por dos personas completamente distintas, ya sea en la escala social, en

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Ibíd., pág.: 81. Ibíd., pág.: 84.

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la personalidad, el lugar, el momento, etc. -: habrá que individualizar a cada criminal. De alguna manera, «lo que comienza a esbozarse ahora es una modulación que se refiere al propio infractor, a su índole, a su modo de vida y de pensamiento, a su pasado, a la "calidad" y no ya a la intención de su voluntad»28, es decir, se empieza a determinar el ser del criminal, del hombre criminal. Para cada crimen se creará una ley penal y un castigo: se encasilla el ser del hombre en una determinación legal. Pero, ¿cómo aplicar leyes fijas a individuos singulares? Se tratará de alcanzar la objetivación de los delincuentes y los delitos: se puede conocer al delincuente bajo criterios específicos y esta objetivación nace en las tácticas del poder y su ejercicio. Se iniciará la sumisión de los cuerpos por el control de ideas: «un déspota imbécil puede obligar a unos esclavos con unas cadenas de hierro; pero un verdadero político ata mucho más fuertemente por la cadena de sus propias ideas»29. Todo un nuevo ejercicio del poder está en marcha: se trata de someter a los cuerpos dóciles, que no son delincuentes, bajo un discurso que dice verdad, es decir, a partir de la objetivación de lo anormal de la sociedad, de aquello que debe de ser evitado, se podrá encasillar lo que es el hombre normal y dirigirlo en la sociedad como un instrumento de conducción de la misma. Pero este discurso, que se origina en el seno de las instituciones bajo el mando de las ciencias humanas, cala mucho más hondo de la superficie de la sociedad hasta llegar a los sujetos: el discurso, que se traduce como verdad, producido por las instituciones, será asumido, adquirido, apropiado por los sujetos libres. Esta nueva forma de castigar que se está gestando, este nuevo arte de castigar debe apoyarse en una tecnología de la representación, es decir, encontrar a cada delito su castigo correspondiente. No obstante, para que dicho castigo sea efectivo, para que funcione tiene que seguir varios puntos: tiene que ser lo menos arbitrario posible y la mejor solución es que el castigo derive del crimen; debe apoyarse en el mecanismo de fuerzas, es decir, disminuir el deseo que hace atractivo el delito ofendiendo el orgullo que llevó a hacer el delito, enseñar al preso lo que es perder la libertad y aprender a ganársela; se requerirá, además, de la utilidad de una modulación temporal, es decir, la pena debe transformar al delincuente en un ser útil para la sociedad, y para ello debe de trabajarse, prolongarla en el tiempo; es importante que estos signos sean aceptados y redistribuidos por todos, con lo cual el castigo debe parecer natural e interesante, que de alguna manera parezca que repone al desorden que ha generado a la sociedad, como si el condenado fuera un esclavo puesto al

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Ibíd., págs.: 92 – 93. Ibíd., pág.: 96.

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servicio de todos, es decir, un siervo al servicio del Estado. Mientras el terror era el soporte del suplicio, ahora lo será la lección, el discurso, la moralidad, pues en el castigo se verán las leyes de todos, con la finalidad de que la sociedad aprenda del castigo si pasa por él. Sólo así se podrá, entonces, invertir el heroísmo de algunos criminales que se enfrentaban al soberano: «el crimen no podrá aparecer ya sino como una desdicha y el malhechor como un enemigo a quien se enseña de nuevo la vida social»30 puesto que el criminal ya no ataca la voluntad del soberano sino el orden, el pacto, el contrato de la vida social, es decir, a la sociedad misma. Esta será la nueva forma de castigar: para cada delito, una ley, y para cada criminal su castigo. De alguna manera podemos ver como el determinismo óntico hace hincapié a partir de las acciones: se determina aquello que es cada uno a partir de lo que hace, e incluso se puede determinar al ser del hombre desde su propia naturaleza como si ésta existiera ya que se castiga la voluntad como si esta fuera de una determinada manera y sólo pudiera corregirse para ser determinada conforme al pacto social: la libertad ontológica propia del ser humano queda cercada en un marco legal que separa entre buenos y malos, entre útiles e inútiles, entre gente de bien y delincuentes. Dicho de otro modo, se intenta que cada castigo sea instructivo, no sólo al condenado, sino también a la sociedad: se trata de un condicionamiento del ser de los individuos para alcanzar una modalidad moral, una ontología secuestrada para la supuesta utilidad del orden de la sociedad. El teatro del suplicio ha sido sustituido por una gran arquitectura cerrada, compleja y jerarquizada como es la prisión (en todas sus formas), la cual está inmersa en las redes del Estado. Nos hallamos, pues, ante una nueva forma de dominar el cuerpo completamente distinta. Ahora, sea cual sea el delito, se encierra al delincuente. Posteriormente se pensará un castigo apropiado, aquel que le pertenezca, para su propia cura. Pero todos los delincuentes pasan por el mismo criterio, la misma puerta: el encierro del cuerpo para modificar el alma. El castigo tendrá como pedagogía el trabajo, inculcando la idea de que el trabajo permite vivir tanto al individuo como a la sociedad: las prisiones son instituciones muy costosas económicamente y con el trabajo de los presos se costeará parte de su gasto. Como diría Dreyfus, «las prisiones debían ponerse a trabajar para pagar si propia corrección»31. A los que han cometido delito se les instruirá en el trabajo por ser en su mayoría holgazanes y vagabundos, desertores del Estado y de los señores burgueses. Como anotó Foucault, se

Ibíd., pág.: 104. Dreyfus, H.: Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica. Buenos Aires, 2001. Ediciones Nueva Visión. Pág.: 181. 30 31

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trata de una reconstrucción del homo oeconomicus: se quiere hacer una utilización económica de los criminales corregidos. La solitud del preso le ayudará a recapacitar sobre sus fechorías, despertando en él la conciencia moral, religiosa. Los presos trabajarán durante el día, redirigiendo su alma mediante oficios religiosos y meditando en soledad y silencio en sus celdas durante la noche. Se castiga al cuerpo, se corrige el alma y todo bajo una máxima: trabajar para vivir. Los presos desobedientes, agresores del orden social, entorpecedores de la paz y de la productividad de la vida social, pasan de ser inútiles para la sociedad que los encarceló a entrar en un programa de reinserción a la misma, es decir, para serle útil a ella, de nuevo o por primera vez. La prisión, que era un aparato administrativo, será también modificadora de espíritus. No obstante, «lo más importante, sin duda, es que este control y esta trasformación del comportamiento van acompañados —a la vez condición y consecuencia— de la formación de un saber de los individuos»32: se estudia y observa su conducta, siendo la prisión también un observatorio, y se divide a los presos según su conducta, peligrosidad y saneamiento, individualizándolos, ejerciendo en ellos otro poder que deriva de un saber. Las prisiones tiene varias intenciones: no pretenden borrar el delito sino evitar que se repita mediante dispositivos dirigidos al futuro para prevenirlos, siendo éste el fin último del castigo. ¿En qué punto recae la pena? ¿Por qué ejerce fuerza sobre el individuo? Por las representaciones: se le representan sus intereses, sus ventajas, si acata las órdenes de la prisión, y sus desventajas si se opone. Se representa su futuro si acepta y lleva a cabo el castigo, es decir, la modificación de su alma. Pero la pena se aplica sobre el cuerpo, sobre su tiempo, sobre las actividades que ejerce cada día: «el cuerpo y el alma, como principios de los comportamientos, forman el elemento que se propone ahora a la intervención punitiva»33. Se trata de una manipulación “reflexiva” del individuo. Para ello es necesario conocer el principio de las sensaciones, de las pasiones del cuerpo. Se trata de construir sujetos obedientes, sometidos a hábitos, que actúan, finalmente, de forma automática sobre ellos mismos, es decir, fabricar cuerpos dóciles: «el castigo ya no busca la representación pública significativa y la enseñanza didáctica moral, sino intentar la modificación de la conducta – tanto del cuerpo como de alma – a través de la aplicación precisa de técnicas administrativas de saber y de poder»34. Qué se pretende, entonces, ¿corregir al individuo para solucionar el mancillado pacto social, o formar un sujeto obediente? Con la prisión se pretenderá institucionalizar el poder de castigar, es decir, se

Foucault, M.: Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión. Capital Federal, 2002. Siglo XXI Editores. Pág.: 118. Ibíd., pág.: 120. 34 Dreyfus, H.: Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica. Buenos Aires, 2001. Ediciones Nueva Visión. Pág.: 182. 32 33

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pretenderá convertir en un aparato del Estado, de interés público. En todo caso, a finales del siglo XVIII existían tres maneras de organizar el poder de castigar: a) La que se apoyaba en el viejo derecho monárquico, el antiguo método de venganza. b) Una especie de ciudad punitiva que intenta arreglar el pacto social violado mediante la observación ciudadana de los delincuentes trabajando en las calles constituyendo un juego social con la intención de evitar, corregir, y volver útil al delincuente para el servicio de la sociedad. c) Una instrucción del preso hacia la obediencia del poder, previniendo, corrigiendo y volviendo útiles también para el servicio de la sociedad, pero en instituciones cerradas, inmersas en la sociedad pero ocultas a ella. Será el tercer modelo, según Foucault, el triunfante: «¿Cómo el modelo coercitivo, corporal, solitario, secreto, del poder de castigar ha sustituido al modelo representativo, escénico, significante, público, colectivo?»35, ¿cómo se ha impuesto el castigo físico substituyendo el juego social? Disciplina Para poder llevar a cabo la corrección de la conducta del sujeto habrá que someter su voluntad bajo un estricto método que doblegue su ímpetu. Se necesitará, no sólo de un aparato punitivo, de una institución, sino de una disciplina a la que el castigado se someta y se rija por ella para re-educar su propia conducta. Foucault toma como ejemplo las disciplinas militares que a partir del siglo XVIII se desarrollan, donde se fabrica el cuerpo militar: ha dejado de ser el campesino par ser el soldado. El filósofo francés no sólo se fija en el modelo de la prisión para ver donde se instala el castigo, sino que éste se instala allí donde la disciplina debe imponerse: allí donde toda institución requiera de la disciplina, el castigo aparecerá como herramienta de dirección. Se iniciarán mecanismos que conduzcan a la docilidad del cuerpo para su manipulación: será dócil aquel cuerpo que pueda ser sometido, utilizado, transformado y perfeccionado para los intereses que sean necesarios, para los que el cuerpo se haya transformado. Esto no es nuevo, ni es la primera vez que el cuerpo se manipula para los intereses del Estado, del Imperio y/o de la cultura, pero sí que es cierto que a partir del siglo XVIII aparecen nuevas técnicas: aumenta la escala de control, trabajando cada una de las partes del cuerpo; el cuerpo se torna objeto de control, buscando la eficacia de la organización interna, es

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Foucault, M.: Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión. Capital Federal, 2002. Siglo XXI Editores. Pág.: 123.

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decir, el ejercicio sobre los cuerpos (corrección ininterrumpida, constante). Las disciplinas han existido siempre, pero ahora son las fórmulas generales de dominación: es distinta de la esclavitud porque no es la apropiación del cuerpo; distinta de la domesticidad porque no está bajo el capricho del amo; distinta, también, del vasallaje porque no atañe tanto a las operaciones del cuerpo, sino a lo productos del trabajo; y distinta del ascetismo y las disciplinas monásticas ya que éstas pretenden más renuncias que el aumento de la utilidad, siendo el dominio de uno mismo la finalidad última de las disciplinas. Con las disciplinas modernas nace el arte del cuerpo humano en tanto que se ha transformado el castigo desde la modernidad. Éstas pretenden aumentar la capacidad del cuerpo. Son disciplinas inocentes en apariencia ya que son la respuesta a las preguntas de distintos intereses: hacer, preparar, crear los cuerpos más capaces para aquellos intereses que los determinan, pero, ¿aumentar la capacidad de los cuerpos bajo qué intereses? El detalle minucioso, el arte de trabajar lo pequeño, cada parte del cuerpo, incluso aquello que no se ve: una nueva microfísica del poder se está generando, a saber, la disciplina de las partes del cuerpo, el adoctrinamiento y la manipulación de éste para alcanzar una mayor eficacia y productividad de los intereses originarios que promovieron tales disciplinas. Adoctrinar los cuerpos estudiantiles para que aprendan mejor; manipular los cuerpos militares para que maten mejor; transformar los cuerpos enfermos para que vuelvan a la sociedad mejor; instruir, vigilar y premiar o castigar a los cuerpos de los obreros para que trabajen mejor y produzcan más, evitar la delincuencia procurando un castigo mejor dentro y fuera de las prisiones, etc. Será preciso todo un conjunto de técnicas, de saberes y procedimientos. Son justo estas pequeñeces, estos detalles que en otras épocas no tenían importancia, de donde ha nacido el hombre del humanismo moderno. Así, la disciplina requiere de todo un cálculo de los individuos en el espacio y, para ello, se usarán varias técnicas: 1) Requiere clausura: un lugar propio en el que pueda realizarse, como las prisiones, los hospitales, las escuelas, los centros de trabajo, los cuarteles, la fábrica, etc., con un objetivo muy claro: «obtener de ellas el máximo de ventajas y de neutralizar sus inconvenientes […]; de proteger los materiales y útiles y de dominar las fuerzas de trabajo»36. 2) La clausura no es ni constante, ni suficiente: son mucho más flexibles, repartiendo el espacio disciplinario en tantas parcelas como cuerpos hay: «es preciso anular los efectos de las distribuciones indecisas, la desaparición incontrolada de los individuos, su circulación 36

Ibíd., pág.: 131.

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difusa, su coagulación inutilizable y peligrosa; táctica de antideserción, de antivagabundeo, de antiaglomeración»37. Son procedimientos para conocer, dominar

y utilizar a los

individuos e incluso la soledad será la compañera de la disciplina. 3) Se requiere de emplazamientos funcionales: vigilar, pero también crear espacios útiles donde no sólo se distribuyan los cuerpos sino que su manipulación sea eficaz. En hospitales (según enfermedades, sexo edad, etc.), en fábricas (según criterio de producción), en escuelas (según edad y capacidad de aprendizaje), en prisiones (según la gravedad del crimen, según el sexo) etc., ejemplos en los que en su correcta distribución de emplazamientos funcionales han permitido su gran expansión y crecimiento (la gran industria, los grandes hospitales, grandes multinacionales, etc.). 4) Los elementos disciplinarios son intercambiables, ya que cada uno se define por el lugar que ocupa en una serie: la disciplina «individualiza los cuerpos por una localización que no los implanta, pero los distribuye y los hace circular en un sistema de relaciones»38. Foucault toma como ejemplo las escuelas, en las que se individualiza a los alumnos en fileras de uno, permitiendo así hacer de la escuela una “máquina de aprender”, además de un lugar donde vigilar, jerarquizar y recompensar. Se aprecia que la disciplina organiza el espacio repercutiendo en el control de los cuerpos, permitiendo transformar la inutilidad, la confusión, la peligrosidad en “multiplicidades ordenadas” enfocadas a extraer la máxima utilidad de ellas dentro de unas determinadas tareas. Se trata, pues, de imponer un orden para recorrerlo y dominarlo, reconociendo al sujeto como individuo, ya que esta es la condición primera para el control y el uso de un conjunto de partes distintas: es la base de la microfísica del poder. Para ello será necesario un control, sino absoluto, lo más regulado posible de la actividad. El empleo del tiempo, como las comunidades monásticas, estableciendo ritmos, obligando a ocupaciones determinadas, regulando los ciclos de repetición, etc. No obstante, las herencias religiosas se modifican: se afinan las horas (el reloj con su división del tiempo) para su mayor control y castigo, es decir, se construye un tiempo útil. Esto repercute en el acto, introduciendo el tiempo en él, intentando asegurar que el acto se haga, controlando desde el interior su desarrollo y sus fases: «se define una especie de esquema anatomo-cronológico del comportamiento»39 que se puede apreciar en la precisión de los desfiles militares por ejemplo. Se define, también, el acto de Ibíd., pág.: 131. Ibíd., pág.: 134. 39 Ibíd., pág.: 140. 37 38

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cuerpo, midiendo su distancia, su tiempo, su dirección, etc.: el tiempo cronometrado se introduce en el cuerpo. Esto conlleva un establecimiento de correlación del cuerpo y del gesto, buscando eficacia y rapidez, dejando de banda lo ocioso y la inutilidad. Estamos hablando, pues, de una articulación de cuerpo-objeto, objetivando el cuerpo, definiendo las relaciones del cuerpo con los objetos: como tomar el fusil, como coger el lápiz para escribir, como sentarse para trabajar, etc., siempre con una finalidad muy clara, a saber, hacer las tareas pero hacerlas mejor. Se trata, en última instancia, de una utilización exhaustiva del tiempo para lograr ser más útiles: cuanto más se descompone el tiempo, mejor se controla. En definitiva, se está creando un cuerpo nuevo, un cuerpo mecánico y, en consecuencia, se ofrece a nuevas formas de saber, entrando en el terreno de la micropenalidad donde cualquier cosa es potencialmente punible. Ejercicio, autoridad y utilidad son las máximas de las disciplinas, modificando, así, las disposiciones orgánicas del cuerpo para un uso determinado. Pero las disciplinas, además de organizar el espacio e introducir el tiempo en los cuerpos, tienen que ser comprendidas como aparatos de sumar y capitalizar el tiempo, lo cual se logra mediante tres procedimientos: 1) Dividir la duración en segmentos, por ejemplo, edades. 2) Organizarse bajo un esquema. 3) Finalizar estos segmentos temporales, indicando si el sujeto ha pasado la prueba o no, es decir, examinándolos. Estos rasgos los encontramos tanto en el ejército, como en las escuelas, como en el trabajo: se trata del adoctrinamiento de los cuerpos. Así, los procedimientos disciplinarios hacen aparecer el tiempo lineal, ahora evolutivo, una línea que conduce hacia un progreso que aumente las capacidades de la sociedad: «una macro y una microfísica de poder han permitido […] la integración de una dimensión temporal, unitaria, continua, acumulativa en el ejercicio de los controles y la práctica de las dominaciones»40. Es el ejercicio el medio por el cual las disciplinas penetran en los cuerpos, perpetuando una caracterización del individuo. El ejercicio permitirá economizar el tiempo para que sea útil y ejercer el poder sobre los individuos por medio del tiempo impuesto que les penetra. El ejercicio ya no busca el más allá terrenal (la salvación que predicaba la moral cristiana), sino el más allá temporal, la mejora de la sociedad: una felicidad ucrónica, y no utópica, supedita el control del cuerpo, pero que nunca acaba de alcanzarse puesto que siempre se puede mejorar.

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Ibíd., págs.: 148 – 149.

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Además del control del cuerpo por el tiempo y del ejercicio como medio para alcanzar dicha tarea, la disciplina también permite obtener un aparato eficaz ya que el cuerpo singular se puede colocar, mover, articular sobre otros, donde el cuerpo está en relación con otros. Su función se determina en esa relación: piezas de un todo donde el tiempo de unos se ajusta al de los otros y viceversa, para obtener mayor eficacia. Pero esta combinación exige un sistema preciso de mando que se encargue de llevarlo a cabo. Resumiendo, la disciplina fabrica individuos, a seres bajo cuatro características comunes: primera, la distribución del espacio (celular); segundo, la definición de las actividades (orgánica); tercero, la economización del tiempo (genética); y por último, de todo ello se requiere de la composición de las fuerzas (combinatoria). Para ello es preciso el uso de cuatro técnicas: separar, ordenar, ejercitar y siempre mediante tácticas, siendo ésta la base de todo. Hemos creído que el progreso kantiano ha venido dado por la Razón, pero esta Razón estaba subordinada a unos intereses particulares, es decir, que rezaba a un tipo de racionalidad: la completa distribución, jerarquización y manipulación de los individuos y de la sociedad para lograr su mejor producción. La paz civil no se ha dado por la Razón sino por el control: Los historiadores de las ideas atribuyen fácilmente a los filósofos y a los juristas del siglo XVIII el sueño de una sociedad perfecta; pero ha habido también un sueño militar de la sociedad; su referencia fundamental se hallaba no en el estado de naturaleza, sino en los engranajes cuidadosamente subordinados de una máquina, no en el contrato primitivo, sino en las coerciones permanentes, no en los derechos fundamentales, sino en la educación y formación indefinidamente progresivos, no en la voluntad general, sino en la docilidad automática.41

Esto supone, en cierta medida, el éxito del poder disciplinario, el cual se debe al uso de instrumentos simples, como la inspección jerárquica, la sanción normalizadora y su combinación: el examen. La introducción del tiempo en el cuerpo y el ejercicio como proceso para disciplinarlo requiere de la examinación del mismo proceso para saber si se ha logrado tal objetivo o no. Se trata de ver el cuerpo, observarlo en todo su proceso, pero sin que el que vea sea visto: estamos ante el nuevo modelo de vigilancia. Foucault se fija en el modelo militar: «el campamento es el diagrama de un poder que actúa por el efecto de una visibilidad general»42. Pero también lo podemos encontrar en el urbanismo, en las

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Ibíd., págs.: 156 – 157. Ibíd., pág.: 159.

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ciudades obreras, en los hospitales, asilos, prisiones, etc., todas bajo un mismo principio: el encaje espacial de las vigilancias jerarquizadas. Ya no se pretende la admiración estética del poder, como podían ser los palacios señoriales, que vigilaban el exterior, sino que ahora se precisa de un control interior: hacer visibles a los que están dentro, es decir, los que componen la sociedad, una comunidad, un colectivo. Por ejemplo, un hospital, el cual ya no es el lugar donde se cobija la miseria, sino el lugar donde, mediante el cuidado y la vigilancia, se examina a los enfermos constantemente para su final curación. Lo mismo ocurre en las escuelas: se educa a los niños pero siempre bajo la mirada del vigilanteprofesor que los evalúa examinándolos, es decir, determinando si son aptos o no según los criterios de lo que se enseña. También en las fábricas se vigila para una mayor producción: la vigilancia no recae en la producción, sino en los hombres, en su habilidad, examinando y determinando la manera de trabajar, la conducta del obrero. Es la vigilancia en la fábrica un modo de economizar la productividad, de no pagar la inutilidad. Resumiendo, las instituciones disciplinarias han actuado como una máquina de control que ha vigilado la conducta de los vigilados, de los productores, para alcanzar los fines que la institución impone. Obviamente la vigilancia no se inventa en el siglo XVIII, pero con el poder disciplinario que se perfecciona a partir de este sujeto, la vigilancia es un instrumento clave, necesario para la finalidad de las disciplinas. La examinación constante, la vigilancia de los individuos permite captar aquellas faltas que comete el sujeto, a saber, aquellas acciones que están fuera de la disciplina, que no las contempla, aquellas que, de alguna manera, dificultan la finalidad de la disciplina. Estos errores, estas faltas que se hayan más allá de la disciplina deben ser castigadas, corregidas, con una finalidad muy clara: corregir el error para encauzar al individuo en la disciplina, para hacerlo volver a ella. Así, las disciplinas dejan espacios de castigo, en forma de sanción, a aquellos individuos que no realizan las tareas disciplinarias, es decir, a las desviaciones de la disciplina: «el soldado comete una "falta" siempre que no alcanza el nivel requerido; la "falta" del alumno, es, tanto como un delito menor, una ineptitud para cumplir sus tareas»43. Así, el castigo disciplinario tiene por función reducir las desviaciones, es decir, debe ser correctivo. Pero al igual que se castiga, también se debe premiar los éxitos disciplinarios: esto permite separar, en la conducta, el bien del mal de un modo muy directo y visual. Por lo tanto, la disciplina, al velar y sancionar los actos, moldea a los individuos bajo el castigo y la recompensa, separando a unos individuos de otros bajo la determinación de “los buenos” y

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Ibíd., pág.: 166.

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“los malos”. Se debe diferenciar a unos de otros, pero todos bajo la misma regla disciplinaria: se está trazando el límite que definirá y diferenciará a los “normales” de los “anormales”. En otras palabras, aun existiendo la diferencia cualitativa entre ellos, todos estarán bajo las mismas reglas conjuntas para poder normalizarlos a todos: «el poder de normalización obliga a la homogeneidad; pero individualiza al permitir las desviaciones, determinar los niveles, fijar las especialidades y hacer útiles las diferencias ajustando unas a otras»44. Estamos ante la examinación constante de los individuos, ya que el examen combina vigilancia y sanción que normaliza: permite calificar, clasificar y castigar. La examinación requiere de un saber, y es este saber el que va tomando el poder de las viejas instituciones. El examen une cierta forma de ejercer el poder con cierto tipo de formación del saber: la disciplina hace que quien ejerce el poder sea visto, y el examen les permite la objetivación. El examen también permite la individualidad en el campo documental, ya que a partir de cada registro que supone el examen se encuentra un individuo, pudiendo así analizar al sujeto y también al grupo. Entonces, el examen hace de cada individuo un “caso”, es decir, es el individuo tal y como se le puede definir. Por lo tanto, el sistema de examinación indica la aparición de una nueva forma de poder en la que «cada cual recibe como estatuto su propia individualidad, y en la que es estatutariamente vinculado a los rasgos, las medidas, los desvíos, las "notas" que lo caracterizan y hacen de él, de todos modos, un "caso"»45. Garantiza, pues, las funciones disciplinarias y, por lo tanto, la fabricación de individuos. Bajo el poder disciplinario que la institución impone a los sujetos, el niño está más individualizado que el adulto, el loco más que el cuerdo, el enfermo más que el sano, es decir, el anormal está más individualizado que el normal, ya que a ellos se les dirigen todos los mecanismos individualizantes. Una de las fórmulas más famosas explicadas y usadas por Foucault para poder explicar el ejercicio de tal control, de tal vigilancia de los sujetos, es el conocido Panóptico de Bentham, que es la arquitectónica ideal de la vigilancia, la individualización, el control y la exclusión, permitiendo ejercer este poder sobre los hombres bajo la siguiente forma: En la periferia, una construcción en forma de anillo; en el centro, una torre, ésta, con anchas ventanas que se abren en la cara interior del anillo. La construcción periférica está dividida en celdas, cada una de las cuales atraviesa toda la anchura de la construcción. Tienen dos ventanas, una que da al interior, correspondiente a las ventanas de la torre, y la otra, que da al exterior, permite que la luz atraviese la celda de una parte a otra. Basta entonces situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda a

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Ibíd., pág.: 171. Ibíd., pág.: 178.

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un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un escolar. Por el efecto de la contraluz, se pueden percibir desde la torre, recortándose perfectamente sobre la luz, las pequeñas siluetas cautivas en las celdas de la periferia. Tantos pequeños teatros como celdas, en los que cada actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible. El dispositivo panóptico dispone unas unidades espaciales que permiten ver sin cesar y reconocer al punto. En suma, se invierte el principio del calabozo; o más bien de sus tres funciones —encerrar, privar de luz y ocultar—; no se conserva más que la primera y se suprimen las otras dos. La plena luz y la mirada de un vigilante captan mejor que la sombra, que en último término protegía. La visibilidad es una trampa.46

El hombre es vigilado, visto, observado siempre que se quiere, pero él no ve que está siendo visto. Es la individualización del sujeto evitando, así, toda posibilidad de complot, permitiendo el funcionamiento automático del poder: los individuos también son portadores de ejercer este poder porque cualquier individuo puede ejercerlo sin tener porqué ser el soberano del pasado. Como comentó Dreyfus, «mientras que en los regímenes monárquicos era el soberano el que tenía la visibilidad, bajo la institución del bio-poder son aquellos que son disciplinados, observados y comprendidos los que son los más visibles»47, es decir, es el propio sujeto libre el que ejerce el poder, el que vigila y controla, el que intenta mantener la normalidad dentro de la sociedad porque se ha introducido el panóptico en él, en su forma de actuar, de pensar. El soberano rey es el súbdito y cada uno de ellos: todos controlan, todos vigilan, todos se encargan de mantener vivo el panóptico y las disciplinas, la normalización de los individuos y la exclusión y encierro de los anormales. El poder se visualiza en todos los individuos pero nadie lo ejerce de forma absoluta y totalitaria, sino compartida y fragmentada: estamos ante la micro-física del poder. El panóptico no sólo vigila, sino que además sirve para estudiar, para analizar un mismo caso de diferentes formas sin que éstas se compartan: «el Panóptico es un lugar privilegiado para hacer posible la experimentación sobre los hombres, y para analizar con toda certidumbre las trasformaciones que se pueden obtener en ellos»48. En definitiva, el panóptico es un laboratorio del poder, ya que va a permitir definir las relaciones de poder con la vida cotidiana. Aunque sea un ideal, es un modelo que puede ser aplicado en todas aquellas instituciones en las que la vigilancia sea algo esencial. Sin embargo, el panóptico escapa de la tiranía porque puede ser ejercido por todos y, en consecuencia, también visto por todos. Su objetivo es volver más fuertes las fuerzas sociales, es decir, hacer crecer y multiplicar. El modelo de panóptico está Ibíd., págs.: 184 – 185. Dreyfus, H.: Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica. Buenos Aires, 2001. Ediciones Nueva Visión. Pág.: 222. 48 Foucault, M.: Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión. Capital Federal, 2002. Siglo XXI Editores. Pág.: 188. 46 47

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en el lado opuesto del soberano rey porque éste eliminaba toda irregularidad, toda anormalidad, todo salto de la ley, excluyendo, torturando o matando, mientras que el panóptico pretende dominar a estos anormales para corregirlos y volverlos a la sociedad: «el panoptismo es el principio general de una nueva "anatomía política" cuyo objeto y fin no son la relación de soberanía sino las relaciones de disciplina»49. No obstante, no sólo controla, vigila y pretende dominar a los anormales, sino que los denominados normales son los que ejercen el modelo panóptico con los otros y con ellos mismos: ellos son los guardianes de la normalidad. Las disciplinas se dedican a fabricar individuos útiles, pero ya no sólo desde las instituciones como la escuela, el hospital, la fábrica, la prisión, etc., sino también desde sus mismos familiares, amigos, conocidos, etc. del individuo que está dentro de ella, involucrándose en los procesos del mismo: la cotidianidad ejerce un poder panóptico en los sujetos, ejercido desde ellos mismos, que configura a los individuos, determinándolos. Son las conocidas tecnologías del yo que actúan de la misma forma que las tecnologías del poder: una complementa y permite a la otra ser. Estos procesos de control social y autocontrol individual se racionalizan y se llevan a la práctica, por ejemplo, en el cuerpo de policía, encargado de vigilar y mantener la normalidad que, en teoría, reina, o debe reinar, fuera de las instituciones que dirigen y corrigen a los esferas sociales consideradas anormales (locos, enfermos, niños, delincuentes, etc.). Sin embargo, la disciplina no es una institución ni un aparato, sino que es un tipo de poder, un modo de ejercerlo, que puede ser asumido por distintas instituciones. Podríamos decir que nuestras sociedades occidentales son sociedades disciplinarias, infiltrándose la disciplina en las otras modalidades de ejercer el poder: la prisión, el hospital, la escuela siguen existiendo al igual que antes del siglo XVIII, pero la disciplina ha penetrado en ellas. Nos encontramos ante una nueva sociedad, alejada de la Antigua, ya que ahora se quiere hacer entrar la visión de muchos hombres en uno sólo. Nuestra sociedad no es la del espectáculo sino de la vigilancia: «no estamos ni sobre las gradas ni sobre la escena, sino en la máquina panóptica, dominados por sus efectos de poder que prolongamos nosotros mismos, ya que somos uno de sus engranajes»50. Empero, la formación de nuestras sociedades disciplinarias respondes a procesos históricos: 1) Organización de las masas de forma económica debido al crecimiento demográfico del siglo XVIII, así como de querer producir más luchando contra la “inutilidad” de

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Ibíd., pág.: 192. Ibíd., pág.: 200.

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los fenómenos de masa y fabricar individuos útiles para la nueva sociedad porque «la disciplina es el procedimiento técnico unitario por el cual la fuerza del cuerpo está con el menor gasto reducida como fuerza "política", y maximizada como fuerza útil»51. 2) Los dispositivos disciplinarios son la cara oscura del cambio político, llevado a cabo por la burguesía, de instaurar la igualdad y parlamentos representativos de la sociedad (democracia): «el contrato podía bien ser imaginado como fundamento ideal del derecho y del poder político; el panoptismo constituía el procedimiento técnico, universalmente difundido, de la coerción»52. Es decir, la finalidad era obtener las libertades de las democracias, pero para ello fue necesario el procedimiento técnico del panóptico en tanto que permitía el control, la vigilancia y la dirección continua de las masas para poder alcanzar los objetivos necesarios dentro de la democracia. 3) La formación del saber y el aumento del poder se refuerzan mutuamente. Las ciencias humanas han permitido poner en el centro del saber al hombre y, con ello, también dominarlo, desplazando el castigo del soberano a la corrección que ofrecen las ciencias humanas dentro de las instituciones que ejercen el poder. Así pues, bajo el modelo ideal del panóptico las disciplinas pueden aplicarse desde el individuo mismo porque éste, en el constante convencimiento de que puede ser vigilado en cualquier instante y, por ello castigado para la corrección de la falta, se somete a la disciplina de forma automática. Ya no es necesario un amo que controle constantemente, como con los esclavos de la Antigüedad, sino que ahora el mismo sujeto se controla a sí mismo: está individualizado de los otros, es autónomo, se impone a sí mismo la disciplina adquirida y actúa como un ser mecánico, haciendo reminiscencia a la introducción, como una naranja mecánica. Se consigue, por lo tanto, una gestión del poder ejercida desde el mismo individuo sin necesidad de capataces, guardias ni represalias constantes. El modelo ideal del panóptico de Bentham ha penetrado más allá del cuerpo, se instala en el alma de los sujetos, individualizándolos y haciendo que ellos mismos se gestionen, se apliquen la disciplina: la vigilancia que se ejerce desde la torre que en el modelo se halla en el centro, ahora se ejerce desde el mismo sujeto, es decir, el mismo sujeto es su propia torre y su propia celda, su propio vigilante y vigilado. De alguna manera, el sujeto acaba por vigilarse y castigarse a sí mismo: él es el portador de su propio poder, de ejercérselo y ejercerlo fuera de él.

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Ibíd., pág.: 204. Ibíd., pág.: 205.

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Prisión De entre todas las instituciones que puedan existir en nuestras sociedades occidentales, Foucault presta especial atención a la prisión en su libro Vigilar y Castigar porque la prisión es el castigo que iguala a todos los hombres privándolos a todos de lo mismo: la libertad. ¿Para qué? En un primer momento para modificar la conducta de los individuos presos y, así, a ellos mismos. Pero Foucault también enfoca toda su atención en la prisión porque esta institución, en tanto que debe de ser un aparato disciplinario exhaustivo en varios sentidos, debe ocuparse de todos los aspectos del individuo (educación física y moral, adaptación al trabajo, autoconciencia y reflexión en la clausura de la celda, etc.), siendo, pues, una institución omnidisciplinaria porque en ella se dan todas las disciplinas en un hombre y en un mismo centro. Además, es ininterrumpida porque está separada, aislada del mundo exterior: crea su propio mundo. La prisión «tiene que ser la maquinaria más poderosa para imponer una nueva forma al individuo pervertido»53. La prisión dispone de dos principios básicos: aislamiento del mundo exterior y de unos presos con otros ya que la soledad debe ayudar a reformar al preso a partir de la reflexión de su culpa, asegurando el coloquio entre el preso y el poder que en él se ejerce; el trabajo, remunerado o no, involucra al preso en las tareas de la sociedad, lo transforma en útil para ésta, es decir, es un principio de orden y regularidad que aleja del vicio y la pereza, ocupando al preso en su libertad presa. La prisión tiende a convertirse en un instrumento de modulación de la pena para reformar al criminal y reintegrarlo en la sociedad, y para ello es necesario, no el saber del juez que dictamine la sentencia, sino el juicio de quien los vigila (un psicólogo, un capellán, un director, etc.). Será su juicio, y no quien lo condenó a la pena, quien modulará el castigo del preso. El saber ocupa un lugar en el poder y este nuevo saber desplaza a otro saber: el poder ha sido relevado del juez/soberano a los expertos de las ciencias humanas. Se pide a la prisión que sea útil, que vuelva útiles a los criminales, y para ello el modelo carcelario ha recurrido a tres esquemas: «el esquema político-moral del aislamiento individual y de la jerarquía; el modelo económico de la fuerza aplicada a un trabajo obligatorio; el modelo técnico-médico de la curación y de la normalización. La celda, el taller, el hospital»54. La prisión se inició como modo de culpabilizar al criminal por sus actos, pero luego se lo quiso moralizar, necesitando para ello de especialistas, de expertos. Así, la prisión es el lugar donde se da el castigo y la 53 54

Ibíd., pág.: 216. Ibíd., pág.: 228.

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observación: el preso debe estar bajo la mirada permanente de su observación, con lo cual la teoría del panóptico, aun siendo un ideal, se aplica en la prisión. Para la corrección e inserción del delincuente a la sociedad que ha atacado, se requerirá de toda una tecnología correctiva, investigando la biografía del preso: hace existir al criminal antes del crimen porque busca las causas que lo llevaron a realizar tal crimen. Es ahora que aparece la figura definida del delincuente: el criminal se ha saltado el pacto original de su sociedad y además es un sujeto jurídico readaptado por el castigo. Se determina al individuo tras el saber médico, psicológico, penitenciario, jurídico, etc., marcándolo, determinándolo como delincuente y, por lo tanto, definiéndolo, delimitando su ser dentro de la sociedad. Pero a pesar de que la prisión debe fabricar hombres reducados y capaces de reintegrarse en la sociedad para ser útiles en ella, ésta acaba creando más delincuentes que reinciden, que vuelven a la prisión porque la sociedad ejerce el rechazo hacia ellos debido a su pasado, castigándolos por sus actos o, simplemente, porque los delincuentes no han sido transformados: «el quebrantamiento de destierro, la imposibilidad de encontrar trabajo y la vagancia son los factores más frecuentes de la reincidencia»55. El rechazo ejercido por la sociedad en el delincuente que, ya liberado, ha pagado su falta, determina al expresidiario como anormal, no permitiendo su reintegración y, con ello, su vuelta a la delincuencia, es decir, a actuar más allá de los límites delimitados por el pacto social, arrastrando con ellos, muchas veces, a familiares abocados a la pobreza que, por necesidad, acaban delinquiendo como el expresidiario. Los principios penitenciarios se podría resumir en siete: principio de la corrección, principio de la clasificación (aislados y repartidos según sus actos), principio de la modulación de las penas, principio del trabajo como obligación y como derecho, principio de la educación penitenciaria, principio del control técnico de la detención, y el principio de las instituciones anejas, que lo ayudarán durante y después de la prisión a reducarse. Es decir, observar, estudiar y comprender al preso y, entonces, reducarlo, modificarlo, reconducirlo a la sociedad: hacerlo pertenecer a ella de nuevo, reintegrándolo en el sistema, haciendo del preso un individuo útil para la sociedad desde la autodeterminación e individualización del hombre que le permite repensarse y reflexionarse siempre hacia el bien común, que será el suyo propio si se mantiene dentro de los límites del pacto original de su sociedad, de su Estado, tal y como le había mostrado el sistema representativo.

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Ibíd., pág.: 247.

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No obstante, la prisión no consigue corregir sino que perpetúa, extiende y amplia la delincuencia. Separa la sociedad en dos, la vuelve dicotómcia: por un lado los delincuentes y por otro lados los libres; los que van más allá de los límites legales y los que se mantienen dentro; los que son malos y los que son bueno; los anormales y los normales. La prisión ejerce presión sobre unos y libertad sobre otros; excluye una parte y hace útil a la otra. En suma, la prisión dicotomiza a la sociedad, siempre bajo la sombra de una ley que advierte y castiga. Nos hallamos ante unas sociedades dictomizadas (buenos y malos; normales y anormales) en las que el individuo se define por la totalidad que representa el Estado, en vez de definirse por sí mismo. De alguna manera, el crimen no está inscrito en el corazón y las pasiones de los hombres, sino que es una obra, una creación de la propia sociedad, del poder que la dirige, muy concretamente, debida a una clase social ya que la ley, lejos de estar hecha para y por todo el mundo, está hecha por algunos pero recae sobre todos. El concepto de delincuente también está inscrito en la historia, es decir, que está sumergida en el tiempo y su significado ha variado a lo largo del mismo: son conceptos genealógicos. Así como hasta el siglo XVII el delincuente podía ser visto como el atacante del soberano, siendo esto peligroso para el mismo soberano porque se consideraba una deslealtad, también podía ser considerado como una heroicidad dentro de la sociedad considerada reprimida dentro las leyes del soberano, pero a partir del siglo XVIII el delincuente dejará de ser visto como un atacante del soberano y/o un héroe dentro de la sociedad reprimida para ser un atacante de la sociedad, de las libertades individuales: el delincuente es quien ataca la paz de la sociedad y, por lo tanto, la paz de cada individuo deviniendo un estorbo para ella. Las sociedades libres del soberano absoluto, lejos de querer acabar con el castigo del hombre que delinque, mantendrán el castigo pero con la intención de corregir al delincuente, de hacerlo un buen ciudadano otra vez. También el concepto de castigo cambia: pasa de ser tortura y muerte a ser correctivo; pasa de pretender avisar a la sociedad mediante el espectáculo a corregir constantemente al ciudadano mediante el modelo disciplinario del poder. ¿Cómo, entonces, definir lo que es el hombre a partir de los hace? ¿Cómo saber que es el criminal, el delincuente como si estos conceptos se trataran de algo a-temporal? ¿Cómo ofrecer una respuesta objetiva última a la pregunta “qué es el hombre” tras observar, estudiar, determinar y clasificar a los mismos según criterios racionales? Si los conceptos que definen al hombre también son temporales, genealógicos, ¿acaso no estaría nuestra sociedad y todos sus conceptos también inscritos en dicha genealógica, en dicha temporalidad? ¿No quedaría todo el conocimiento absoluto por parte de algunas ciencias, relativizado, problematizado, puesto en cuestión? ¿Acaso no recaería la pregunta, no sólo 35

en nuestras instituciones, sino en nuestros hijos, abuelos, compañeros, enfermos? Podríamos pensar que hemos escapado del control de antiguas épocas, pero bajo las sociedades disciplinarias de las que somos partícipes, hemos esclavizado al ser del hombre en una única vía, en una única función que permite al hombre, que nos permite ser de una única manera, a saber, seres disciplinados. Empero, hay algo que también sigue latente en nuestras sociedades: seguimos siendo duales, dicotómicos. Para que haya delincuentes tiene que haber civiles libres; para que haya buenos tiene que haber malos. Debido a que el hombre es un ser libre, es decir, que tiene la capacidad ontológica de interpretar por si mismo, es necesario la creación de un discurso verídico, de encauzar la sociedad en un mismo torrente, de aunar la multiplicidad, unificarla si la pretensión es obtener algo de ella. Separar entre buenos y malos, entre delincuentes y ciudadanos de bien, determinar y definir a cada uno de ellos. La pregunta no reside en qué o quien es el normal, sino qué o quien es el anormal: en la objetivación de éstos podremos saber, de forma negativa, quienes son los normales. Sólo bajo la descripción, bajo el concepto de delincuente sabremos que éstos pueden existir y, por lo tanto, deben de ser perseguidos porque perturban la paz social. Para el control de estos delincuentes y de la delincuencia, se crea todo un aparato policial que, a su vez, también controla y vigila a todo el cuerpo social, siempre emparejado con la prisión. La policía es la extensión de la política del Estado que «permite al Estado aumentar su poder y ejerce su fuerza en toda su amplitud»56 ya que la policía tiene dos finalidades: luchar contra los enemigos del Estado, del pacto social, y la otra, favorecer la vida de los ciudadanos y la potencia del Estado. Tal aparato de vigilancia será introducido en la sociedad y se encargará de cazar a aquellos que van más allá del discurso de verdad, pues sin castigo el poder se escapa: «prisión y policía forman un dispositivo acoplado; entre las dos garantizan en todo el campo de los ilegalismos la diferenciación, el aislamiento y la utilización de una delincuencia»57. Es la policía la extensión de la prisión en el tejido social, encargada de mantener la normalidad definida por el pacto social y de encarcelar en la prisión, bajo el dictamen del juez y el juicio de los expertos, qué castigo se merece: prisión, manicomio, corrector, etc. Sin embargo, el delincuente, que es un producto de la institución carcelaria porque es ella quien lo crea a partir de su detención, de su castigo, de su intento de corrección e inserción

Foucault, M.: Tecnologías del yo. Barcelona, 1990. Ediciones Paidós Ibérica. Del texto Omnes et singulatim: hacia una crítica de la «razón política». Pág.: 135 – 136. 57 Foucault, M.: Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión. Capital Federal, 2002. Siglo XXI Editores. Pág.: 261. 56

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en la sociedad, no está fuera de la ley, sino en ella: es la ley que permite la creación de dicho delincuente porque es la que dictamina quien debe de ser libre y quien no. La prisión no es, sino, más que la extensión de la misma sociedad, es decir, continúa el trabajo comenzado en las disciplinas que se llevan a cabo en la sociedad: educar, controlar, vigilar a los hombres, determinándolos bajo disciplinas, en definitiva volverlos útiles. En la sociedad el sujeto se encarrila “libremente” a ser de provecho para ella misma: si se comete una falta, si se ataca a la ley, si no es posible doblegar y determinar la voluntad del sujeto dentro de la sociedad, se le debe encarcelar, ya sea en la prisión, en el reformatorio, en el manicomio, etc., para procurar corregirlo de una forma más eficaz, más severa, más controlada y estudiada, en definitiva, más vigilada para imponerle un castigo más eficaz. Incluso sin cometer faltas contra la ley, sin atacarla, todo aquél que no sea productivo, que no sea útil para la sociedad, que no esté doblegado a la voluntad general, al estilo de Rousseau, será atacado, avergonzado, tachado de inútil: discriminalizado, excluido por pretender ser otro que no se inscribe en los poderes que se ejercen sobre los sujetos. Dicho de otro modo, el poder genera la norma e ir en contra de ella, no ser ella, ser otro que no la norma significa ser un anormal. Serán los nuevos jueces del saber los que determinarán la norma (profesorjuez, médico-juez, educador-juez, etc.), haciendo viva la universalidad de lo normativo sometido al cuerpo de los juzgados para educar sus almas conforme a la utilidad por la que trabajan estos nuevos jueces. De algún modo «el sistema carcelario constituye una de las armazones de ese poder-saber que ha hecho históricamente posibles las ciencias humanas»58 porque ha permitido estudiar al hombre, individualizarlo, dirigirlo, corregirlo, en definitiva, hacerlo útil para la sociedad pero también para la ciencia: el “mejor” conocimiento del hombre, aun inscrito a unos intereses, ha permitido a las ciencias humanas definir al hombre, decirle qué es y, con ello, dirigirlo a través de la sociedad y los Estados. Es a partir del conocimiento de uno mismo, ya sea en la sociedad como sujeto libre que se auto-vigila, o como sujeto encarcelado el cual es controlado para ser dirigido y, en ello observado, estudiado. Se intenta conocer lo que es el hombre en sí, como cosa, pero esto siempre inscrito en un marco contextual, sometido a la vigilancia de la razón pero siempre bajo un tipo de racionalidad.

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Ibíd., pág.: 284.

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IV.

Las sociedades disciplinarias como extensión óntica

Vigilar y Castigar es un enorme estudio genealógico que gira en torno a la cuestión del castigo y la vigilancia, sus diferencias históricas a través del tiempo, su repercusión en la sociedad, su importancia dentro de ella y sus connotaciones, tanto en los individuos como en los aparatos del Estado: consiste en una genealogía del castigo y el control de los individuos y de las sociedades. Foucault nos relata la evolución de un castigo visible, espectacular, escandaloso del cuerpo a un castigo cauto, meticuloso, insistente y silencioso del alma: mientras el suplicio sufrido por el preso que le ofrecía el soberano era un castigo visible por toda la sociedad, el nuevo castigo que se gesta es invisible, el sufrimiento no se ve. Entre los siglos XVIII y XIX el cuerpo castigado, despedazado, amputado, desaparecerá y el afrontamiento físico dejará de ser puesto en escena. El contacto se reduce entre la ley y el cuerpo del criminal: se trata de un alivio de las normas gracias a la emergencia de los humanismos, pero es necesario ver si este alivio no es un desplazamiento del fin, de la espera, de los medios del procedimiento punitivo. Ya no se torturan los cuerpos, pero se castigan las almas. El planteamiento de Foucault en Vigilar y Castigar es el paso del cuerpo al alma como blanco del procedimiento jurídico del castigo. Se juzga el personaje del criminal, se evalúa su moralidad, se cuantifica su grado de locura, se calcula la probabilidad de enderezarlo, de curarlo para que se convierta en un ciudadano normal, etc. También el objeto “crimen” cambia: se castiga la agresividad en la agresión, el deseo en el matar, la perversión en la violación. Se castiga, en el acto, la pasión que lo ha causado. En otras palabras, se inventa el perfil del criminal, del delincuente, se lo define, determina, caracteriza, resumidamente, se lo objetiva. Pero este alivio penal es una técnica de poder, entrando en un poder asociado a la vigilancia: el cuerpo se revela como una realidad bio-política, es decir, es la preocupación por la especie humana, donde las categorías científicas se convierten en objeto de atención política y el poder se centra en el cuerpo para manipularlo. La hipótesis existente en Vigilar y Castigar es la idea del cambio en el modo del ejercicio del poder, que se produce en los siglos XVIII y comienzos del XIX, debido a la desaparición de la monarquía como poder absoluto (el soberano que impone su ley). Este cambio se debe por el aumento del poder de la burguesía que instaura un nuevo lazo con el poder económico, lo cual supone la explotación por una clase particular de la población: la clase obrera. Se torna imperativo vigilar a los obreros para que puedan ser útiles, ¿pero como hacer esto? Según Foucault, moralizando a la sociedad mediante el modelo disciplinario: se 38

trata de crear sociedades disciplinarias en las que el individuo mismo sea su propio vigilante (el modelo ideal del panóptico). Para lograr tal moralización hay que separar entre “buenos” y “malos”, por ejemplo oponiendo a los individuos buenos, los normales, a otra categoría de la población: los delincuentes, los anormales. Para hacerla ahora visible y existente se crea y organiza el sistema de prisiones: mientras que el proyecto inicial de las prisiones fue la transformación, la corrección del individuo que no respetaba la ley, el pacto social, se observa que lejos de transformar a los criminales en personas dentro de la ley, en personas morales, la prisión es una fábrica de nuevos criminales que empuja a los mismos en su criminalidad. La prisión produce la delincuencia, y traba por otro lado la reinserción: a causa de la prisión, será necesario desarrollar una policía, que podrá vigilar a los antiguos delincuentes, y por lo tanto, también a la sociedad. Se requiere de la vigilancia constante de la población para protegerla de la delincuencia y asegurar, así, la continúa producción de las sociedades productoras, ya sean capitalistas como comunistas. La disciplina que traviesa los cuerpos, las instituciones, los aparatos del Estado, llega a los individuos, los transforma, los configura, los determina: consigue dominarlos, hacer que sean lo que las disciplinas se proponen. De alguna manera, el significado de castigo, delincuente, normal, anormal, el significado de utilidad y moralidad, etc., parece que se produce a través de unas estructuras determinadas, es decir, que el concepto hombre (respondiendo a la pregunta ¿qué es el hombre?) vendría determinado por unas estructuras concretas. Nuestras sociedades occidentales parece que estarían determinadas, definidas, que serían originarias del modelo disciplinario, y las instituciones nos lo corroborarían. Los individuos, como productos de su sociedad, como hijos herederos de la misma, serían sujetos también determinados por dichas estructuras, eliminando toda libertad ontológica del individuo: su libertad vendría condicionada por la “esencia” de su tiempo, en este caso, por sus disciplinas. Empero, Foucault cree en la libertad de las personas, en su capacidad de actuar de modo distinto ante los mismos acontecimientos y, por consiguiente, en la libertad de interpretar lo que parece un mismo hecho de modo distinto. Del mismo modo que Nietzsche fue una influencia muy importante para Foucault, tanto en su modo de problematizar lo evidente, como en el método genealogista, así también fue importante la influencia que Heidegger y su ontología ejercieron sobre el filósofo francés, la cual determina al hombre como poder ser. Este carácter esencial del hombre determinado por Heidegger hace que el ser del hombre sea sólo en potencia (puede llegar a ser) pero no

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en acto (el hombre no es algo definido objetivamente). Vattimo lo resumen muy bien cuando escribe: Descubrir que el hombre es ese ente, que es en cuanto está referido a su propio ser como a su posibilidad propia, a saber, que es sólo en cuanto puede ser, significa descubrir que el carácter más general y específico del hombre, su “naturaleza” o “esencia” es el existir. La “esencia” del hombre es la “existencia”.59

Es la existencia, el caminar por la vida lo que determinan que somos, es decir, que aquello que es el hombre dependerá del devenir histórico al que esté sujeto y, por lo tanto, será un producto enmarcado en una temporalidad. Olvidar que el hombre es un ser que se hace, intentar objetivarlo más allá de todo tiempo, sería intentar definir al hombre como ente y no como ser y, por consiguiente, secuestrarlo de la temporalidad a la cual sus juicios están sujetos. De alguna manera, estaríamos remitiéndonos al olvido del ser del que habló Heidegger. Para éste, la metafísica correspondía al olvido del ser porque se preguntaba por el ente, cuando el conocimiento del ente implica ya una comprensión preliminar del ser del ente. La filosofía siempre se había preguntado por el ser del ente, aquello que constituye el ente como tal, donde el ser es aquello que todos los entes tiene en común y, por lo tanto, igualitario: la diferencia ontológica quedaba abolida a partir de esta igualdad, asemejando al ente con el ser. La pretensión de Heidegger fue devolver su carácter ontológico al ente, es decir, su ser y, con ello, la diferencia ontológica. En tanto que el ser es aquello que hace que el ente sea, el ser no es uno sino vario y, por lo tanto, estamos ante una ontología diferencial. Un ejemplo puede permitir esclarecer el argumento: así como el hombre, en tanto ente, es uno, el ser del ente es vario porque el modo en que el ente es visto y como éste actúa en el mundo, es distinto, vario, diverso y múltiple, y de ello dan prueba las distintas culturas del mundo o las distintas formas de pensar ante un mismo dilema. El hombre, en tanto que existe, en tanto que es poder ser, no puede ser considerado como algo “dado”, como algo óntico60, sino como algo ontológico61, es decir, la existencia del hombre tiene que concebirse como posibilidad frente a la realidad. La metafísica es, pues, el olvido del ser y la técnica la continuación de ella: es el desarrollo de la metafísica en la sociedad según Heidegger en tanto que pretenden una organización total.

Vattimo, G.: Introducción a Heidegger. Barcelona, 2002. Editorial Gedisa. Pág.: 25 – 26. Lo óntico (ente) toma su significado de la existencia en sí de las cosas, como si fuera un dato independiente de lo que el hombre puede saber de ellas (cosa-en-sí) dejando al margen su posibilidad de hacer o deshacer dicha cosa: es aquello per se que se justifica por sí mismo, como por ejemplo Dios y el mundo suprasensible. 61 Lo ontológico (ser) atañe a la interpretación que el hombre da a las cosas cuando quiere descubrir su esencia: cuando el individuo mira las cosas, no ve en ellas la cosa-en-sí, no aparece el ser de las cosas, sino el ser del individuo que las mira, que las pone frente a su ser, es decir, el ser de las cosas no es sino el ser del ser que las interpreta y, por ello, hace que sean lo que son. 59 60

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La lectura estructuralista de la obra de Foucault llevaría a pensar que las instituciones, mediante la disciplina, la vigilancia y el castigo, han constituido el ser del hombre moderno: le han ofrecido un discurso que se ha convertido en su verdad. Sin embargo, aunque también para Foucault el hombre es hijo de su tiempo, heredero de lo que la sociedad le ofrece, en palabras de Heidegger, el sujeto está yectado en el mundo en el que vive, no significa que el hombre no sea libre: Foucault cree en la libertad de los hombres porque todos actúan de manera distinta ante una misma situación. La interpretación, la hermenéutica que el hombre ejerce en su vida está siempre patente con la frase anterior, ya que actuamos de distintas maneras ante una misma situación porque esa misma situación la interpretamos de diferentes maneras debido a la diferencia ontológica de la que el hombre es portador: mientras que el estructuralismo busca las estructuras a través de las cuales se produce el significado dentro de una cultura, de una sociedad, el post-estructuralismo se propone defender que el significado último corresponde, no a las estructuras que se preocupan de producir el significado, sino al hombre que interpreta, al ser del hombre que hace que el ente sea lo es, es decir, pone al hombre como productor de aquello que hace que el hombre sea lo que es. El post-estructuralismo se opone al estructuralismo porque según éste el sujeto estaría constituido por las estructuras sociales que se ocupan de él: el hospital, la escuela, la prisión, la fábrica, los centros de trabajo, el asilo, etc. El sujeto, el hombre, estaría constituido, definido, determinado por estas estructuras que se preguntan por el hombre: se cuestionan qué es el hombre y en su pregunta buscan, anclados a la vieja metafísica, la verdad última de lo que es el hombre. Las respuestas relacionadas de la sociología, de la psicología, de las ciencias económicas, en definitiva, de las ciencias humanas responden a su pregunta inicial desde diferentes puntos, desde distintos lugares, configurando al hombre, lo que es, objetivándolo, es decir, haciéndolo alcanzable a la Razón como si estuviera situado en alguna realidad atemporal. Despojan al hombre, a su propia definición, de todo libre albedrío, de todo azar, de toda elección, de todo tiempo: el hombre no es algo que se pueda re-pensar, que se pueda interpretar, sino que detrás de él se halla una objetividad, un carácter óntico más allá de todo tiempo. Pero si delante de una misma situación todos los hombres actúan de una manera diferente ¿cómo podemos saber lo que es el hombre objetivamente? ¿A caso no corresponde al mismo hombre definirse por su cuenta? ¿A caso no es, en última instancia, responsabilidad del hombre decirse a él lo que él es para sí? La teoría estructuralista según la cual el sujeto está constituido por las estructuras de su cultura no sería más que, en el vocabulario de Heidegger, estar yectado en un mundo y, para 41

ser libre, para ser auténtico, el sujeto tendría que constituir su propio ser, su propio mundo, es decir, para que el sujeto sea libre tiene que interpretar su propio mundo. Estaríamos entrando en el sujeto-artista de Nietzsche, en el superhombre que, después de la muerte de Dios, se daba sus propios valores. Se trata de una ontología en la que la libertad del sujeto como capacidad de elección está siempre presente: aunque las estructuras de una determinada cultura constituyan el discurso de verdad que, a la vez, fabrica el pensamiento de los sujetos y, por consiguiente, a los mismos sujetos, eso no significa que los hombres no sigan siendo libres y no puedan pensar su vida, pensar su mundo, pensar-se por ellos mismos, es decir, preocuparse por él y para él mismo. Aunque los discursos propios del individuo que interpreta no les permitan introducirse en los discursos que los dispositivos ofrecen, dejándolo al margen, no ya como otra posible verdad, sino como una no-verdad por no caber en el discurso oficial, eso no significa que dejen de tener valía: una vez ha muerto Dios, una vez se ha visto que el ser es histórico y que la verdad, perteneciente al ser que la hace, está introducida en la historia y el devenir, es decir, que tiene tiempo, entonces toda verdad que pretenda mostrarse como absoluta caerá en un absurdo que sólo puede combatirse desde la libertad del sujeto, desde el libre pensamiento, desde una ontología diferencial que se pregunte por el ser del hombre, por aquello que lo hace ser. En cierto modo, con Foucault ya no hablaríamos del olvido del ser del ente del que hablaba Heidegger, sino del intento de convertir al ser en ente porque al intentar corregir el alma mediante el castigo del cuerpo de los condenados, de los encarcelados, de los anormales, el querer modificarlos, etc., se puede concebir el reconocimiento de la diferencia ontológica por parte del saber: la muerte de Dios supone que ya no hay una única doctrina, una única metafísica real, sino que el hombre es libre, la diferencia es su esencia. No obstante, a pesar de que el hombre sea de muchas posibles maneras, se lo quiere de una forma única, a saber, útil y productiva y, por lo tanto, dócil, obediente. La vieja tradición cristiano-platónica se extiende, a modo de sombra (las sombras de Dios) en el conocimiento del hombre en cuanto tal ya que al concebir a los seres de forma múltiple, diversa, se hace de ellos seres naturales, se busca su esencia, es decir, se intenta hacer de ellos seres ónticos en tanto que se determina el tipo de hombre que se es según los actos, la voluntad, la historia pasada del mismo: es, por ejemplo, el tipo delincuente que se describe en Vigilar y Castigar como producto de tales conocimientos del hombre. La objetivación de este tipo de ser es lo que convertirá en óntico al ser del ente, es decir, que se estudia al ente como si éste fuera natural: las ciencias humanas, como saber, serán las que llevarán a cabo tal ejercicio de poder. 42

El método disciplinario como sombras de Dios El fin de la metafísica como el olvido del ser lo encuentra Heidegger en Nietzsche cuando éste escribe el mayor de los acontecimientos del mundo occidental, a saber, que Dios ha muerto. Famoso es el texto de la Gaya Ciencia62 en el que Nietzsche desvela la muerte de Dios cuando el loco sale a la plaza del pueblo revelando tal acontecimiento. Sin embargo, en Vigilar y Castigar no es tan importante la muerte de Dios como sus sombras. También Nietzsche hace referencia a las sombras de Dios en la Gaya Ciencia cuando escribe: Nuevas luchas. – Después de la muerte de Buda, se mostró aún durante siglos, en una cueva, su sombra – una sombra colosal y pavorosa. Dios ha muerto: pero, siendo los hombres lo que son, habrá acaso aún por espacio de milenios cuevas donde se muestre su sombra. - ¡Y nosotros – tendremos que vences también a su sombra!63

He querido resaltar este texto, esta intencionalidad de Nietzsche en la extensión de la metafísica cristiano-platónica más allá de la muerte de Dios porque, así como su muerte podía significar el paso de lo utópico a lo ucrónico, en Foucault las sombras pueden significar algo parecido pero a la vez distinto: la extensión de la forma “atemporalizante” de la objetividad, tanto en la metafísica cristiano-platónica como en las ciencias naturales y humanas. Las sombras de Dios se extenderían hasta nuestra actualidad pero en este caso gracias a las ciencias humanas mediante las sociedades disciplinarias en las que el saber objetivante tomaría el control y el poder sobre el saber ontológico. Descartes inició la vía de la certeza como prueba de verdad estableciendo los criterios básicos para toda ciencia moderna en sus Meditaciones Metafísicas, pero ¿en que consiste la esencia de la ciencia moderna?, se preguntó Heidegger. Según él en la investigación, y ésta consiste en que el propio conocer se instala en un ámbito de lo ente. Para la ciencia moderna conocer es investigar, teniendo como prueba última la certeza verídica de ellas, es decir, que aquello que se dice tiene validez porque se corresponde con los hechos, a diferencia de la ciencia de la Edad Media que pretendía comprender la palabra que establece la norma y la palabra de las autoridades que la proclamaban, es decir, comprenderlo todo bajo los designios y la existencia de Dios. La diferencia entre una ciencia y la otra está servida: la ciencia moderna busca la respuesta a una incógnita, mientras que la ciencia medieval buscaba respuesta a una fe. No obstante, hay un punto en común que las hace iguales: ambas buscan la verdad última, invariable y atemporal de las cosas. De 62 63

Nietzsche, F.: La gaya ciencia. Madrid, 2001. Ediciones Akal. § 125, p 160-162. Ibíd., §108, p. 147.

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alguna manera, despojan a las cosas de su ser y se acaban preguntando por lo ente de la cosa: buscan la verdad última a sus preguntas, una respuesta que fundamente la vida, que de una respuesta objetiva, más allá del subjetivismo, del interés particular, es decir, una respuesta que esté fundamentada por la Razón. El carácter de objetividad es el que comparten tanto la ciencia como la metafísica cristianoplatónica: se sigue pensando que hay una cosa que puede ser conocida en sí misma, que hay una cosa que es incondicionada, que está más allá de nuestra experiencia, de nuestro entendimiento, en definitiva, un cosa-en-sí como dictaminó Kant. De ahí que Heidegger se pregunte por la cosa: ¿qué preguntamos cuando preguntamos por la cosa? Pues bien, preguntamos por lo incondicionado, es decir, preguntamos por aquello que hace que la cosa sea cosa, o en vocabulario de Heidegger, preguntamos por la coseidad de la cosa, es decir, aquello que condiciona a la cosa como tal. Heidegger descubre que lo que hace que la cosa sea lo que es no es la cosa-en-sí misma, sino el ser que hace que sea: sin ser, no hay nada ya que el ser es como la luz que permite al ente que se dé. Como ya dijimos anteriormente, el carácter del ser no es óntico, no es natural, sino que es ontológico como posibilidad de ser, es decir, el ser es poder ser. Así, cuando nos preguntamos por la cosa, estamos preguntando, en última instancia, qué es el hombre. No obstante, al preguntarnos por el hombre lo podemos hacer de dos maneras: o nos preguntamos qué es el hombre en sí, lo cual acabaríamos preguntándonos por aquello que hace que el hombre sea, o nos preguntamos por el hombre dentro del conocimiento, es decir, inscrito en la historia, concepto dentro de la genealogía, con lo cual no tendríamos una definición de hombre sino varias a lo largo del tiempo del hombre. Si nos preguntamos por el hombre, entonces preguntamos por él ontológicamente y/o genealógicamente y, en ambos casos nos escapamos de la intención óntica de las ciencias y de la metafísica cristiano-platónica porque ellas han pretendido buscar lo objetividad de lo que el hombre es, más allá de todo subjetivismo y de todo tiempo. ¿Por qué Heidegger en Vigilar y Castigar? El cambio del castigo torturador, del suplicio, al castigo correctivo es una intención de cambio de modo de gobernar, de ejercer el poder: se trata de romper con la diferencia ontológica que podría suponer el libre pensamiento para encauzarla en un mismo sentido bajo el método disciplinario. Podríamos hablar de sociedades disciplinarias porque en ellas se ha intentado disciplinar a los individuos desde que nacen hasta que mueren: se inicia por la escuela, se pasa por los centros de trabajo, las fábricas, las oficinas, y se acaba por la asilo, el hospital. Si ninguno de ellos ha podido 44

domesticar al hombre, hacerlo igual al resto, si el hombre no ha podido ser disciplinado, si actúa más allá de la norma establecida, más allá de la ley, entonces es encarcelado en la prisión si es un delincuente, en el manicomio si es un loco, y si está enfermo en el hospital: la derivación al centro al que pertenece al hombre ser encarcelado, asilado de la sociedad es responsabilidad de un saber científico que determina qué y cómo es el hombre al que se debe aislar. En otras palabras, el saber científico toma el poder, elaborando toda una biopolítica que permite excluir y aislar a todo aquel que sea considerado anormal. Todo aquello que no pueda ser beneficioso, productivo, útil para la sociedad será encerrado en centros, en instituciones que se ocupan, en mayor o menor medida, de instruir al sujeto en la disciplina. Las sociedades modernas se han preocupado de que el hombre, el sujeto libre, no padezca las fechorías que un soberano rey pueda ejercer sobre él, de que nadie quede por encima de nadie respetando y consagrando la libertad y la independencia del individuo por encima de todo. Para ello se lo ha estudiado, se lo ha observado y, a partir de ahí, se ha averiguado quien era normal y quien no lo era. ¿Pero normal para qué? ¿Dentro de qué funcionalidad? Sería considerado normal todo aquello que favorezca al colectivo, que sea productivo y útil para el mismo: aquello que lo entorpezca debería ser, ya no eliminado sino corregido, reinsertado en la sociedad, normalizado, es decir, encauzar la diferencia ontológica en una misma senda bajo las disciplinas. Se ha tenido que objetivar al hombre, saber lo que era dentro de un lugar y, con ello, determinarlo. De alguna manera, toda la importancia que había obtenido el hombre al intentar conocerse la ha perdido instaurándose como algo objetivo, como algo funcional: se ha pensado en salvar al sujeto del barbarismo pero el sujeto no puede pasar por encima del colectivo, de la sociedad, del pacto originario del Estado. Heidegger lo anota mejor cuando escribe: No cabe duda de que la Edad Moderna ha traído como consecuencia de la liberación del hombre, subjetivismo e individualismo. Pero tampoco cabe duda de que ninguna otra época anterior ha creado un objetivismo comparable y que en ninguna otra época precedente adquirió tanta importancia lo no individual bajo la forma de lo colectivo.64

En definitiva, podríamos decir que la sombras de Dios se han extendido hasta nuestras sociedades en tanto que son sociedades disciplinarias, donde los individuos son instruidos desde las instituciones para convertirse en productores, gracias al empleo de las ciencias humanas objetivantes del hombre: han querido conocer al hombre, saber qué es, pero en la pregunta sobre lo que es el hombre no se ha preguntado por aquello que lo hace ser (su ser,

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Heidegger, M.: La época de la imagen del mundo. Texto extraído de http://www.heideggeriana.com.ar/

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lo cual sería una cuestión ontológica y, por lo tanto, filosófica), sino por el hombre como cosa: se ha querido saber qué es el hombre en su esencia, el ente del hombre, aquello óntico que es, olvidando que lo ente es aquello que se da a la luz del ser. Tecnologías del yo: Cuidarse de si Si he querido exponer el tema de las sombras de Dios es porque las sociedades modernas, como sociedades disciplinarias, son, de alguna manera, una continuación de la metafísica cristiano-platónica sin Dios pero con el trono divino de la objetivación: estamos ante el imperio de la Razón. ¿Por qué dicho imperio? Porque nuestras sociedades, así como nuestras ciencias que fundamentan y justifican las instituciones disciplinarias, ejerciendo el poder sobre los sujetos, creen que lo que se puede hacer con el hombre es conocerlo, objetivarlo, es decir, estaríamos ante una forma de vida, una concepción del yo completamente distinta a otros tiempos, como podría ser la cultura grecorromana. Ha habido una inversión: «en la cultura grecorromana el conocimiento de sí se presentaba como la consecuencia de la preocupación de sí. En el mundo moderno, el conocimiento de sí constituye el principio fundamental»65. Se trata de la renuncia de uno mismo para conocerse, es decir, se ha invertido el preocuparse de si como modo de desplegarse en las acciones, en las decisiones, para volcarnos en el conocimiento de sí, de nosotros mismos, suponiendo con ello la renuncia de nosotros, porque en el conocerse se ha querido conocer lo ente en vez del ser, en tanto que se ha querido evitar el poder ser a favor de lo que el ente es. En Vigilar y Castigar se ha intentado mostrar como las tecnologías de poder, es decir, el modo en que el poder actúa sobre el individuo, repercuten en las tecnologías del yo, es decir, el modo en que el individuo actúa sobre sí mismo para transformarse a sí mismo: las disciplinas que desde las diferentes instituciones del cuerpo del Estado han intentado modificar y dirigir, controlar y vigilar la conducta de los ciudadanos, también han actuado en el propio individuo. Mientras las tecnologías del yo «permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos»66 con un fin determinado, en Vigilar y Castigar se trataba de las tecnologías del poder que determinan las conductas individuales, sometidas para determinados fines, consistiendo en una objetivación del sujeto. No obstante, no es que el poder haya transformado al

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Foucault, M.: Tecnologías del yo. Barcelona, 1990. Ediciones Paidós Ibérica. Pág.: 55. Ibíd., pág.: 48.

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ciudadano bajo la imposición, sino que el hombre, el ciudadano ya estaba predispuesto a tal ejercicio del poder sobre sí mismo porque las tecnologías del yo eran similares a las tecnologías del poder. No funcionan por separado sino que van de la mano y ambas implican la adquisición de habilidades y de actitudes, así como requieren modificar la conducta individual. Foucault cree que en la unión de ambas se halla la gobernabilidad: es el «contacto entre las tecnologías de dominación de los demás y las referidas a uno mismo»67. Según el filósofo, el “conócete a ti mismo” ha oscurecido al “cuídate a ti mismo” en la medida en que la moral cristina exigía la renuncia de sí como principio de salvación e incluso la filosofía moderna, de Descartes a Husserl, a priorizado el conocimiento del yo como sujeto pensante. Esto se debe al abandono del ser por el ente: se ha pretendido conocer al ente porque el ser era algo demasiado abstracto, demasiado diferencial entre los individuos – a pesar de que era aquello común entre todos -, hasta el punto de no poder ser conocido, objetivado. En otras palabras, la diferencia que supone el ser como poder ser no permite una estricta organización y control del hombre para ser utilizado según unos determinados fines, lo que supone que para poder ser útil a algo se debe estar dispuesto a ello y, por lo tanto, no poder ser una cosa u otra sino ser sólo una. La vigilancia, el castigo, el control y la organización de las sociedades modernas se debe, en gran parte, a nuestra cultura del olvido del ser al querer conocernos a nosotros mismos porque en ese conocernos hemos renunciado al sujeto a favor del colectivo. Utilizando de nuevo el método genealógico, Foucault traza el paso del “cuidado de sí” o “preocupación de sí” al “conócete a ti mismo”. El “cuidado de sí” era un intento de escapar de toda regla, de mantener la locura muy cerca de la razón para cuestionarla: era la posibilidad del ser de poder ser según sus intereses, sus apetencias, sus necesidades. En otras palabras, el “cuidado de sí” era un conocimiento de sí mismo al amoldarse a los constantes cambios del devenir, a las diferencias propias de la existencia, al proyectarse en el mundo a partir de la multiplicidad que en él existe. Esto escapa de toda posible objetivación atemporal para ser de estricta preocupación y responsabilidad del sujeto del hombre: el “cuidado de sí” es la absoluta libertad del sujeto frente a la diversa multiplicidad de la vida, conllevando con ello la capacidad de re-interpretar y de “re-interpretar-se”. En cambio, el “conócete a ti mismo” se trata de la renuncia del propio yo en la medida en que se buscan las reglas de conducta aceptables con los demás. Tiene lazos con el cristianismo en el momento en que se deben de aceptar un conjunto de obligaciones, considerando

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Ibíd., pág.: 49.

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ciertas verdades como permanentes, aceptando ciertas decisiones autoritarias como verdad y por consiguiente, aceptar institucionalmente la autoridad. Esta nueva tecnología del yo implica la revelación de la verdad para poder acceder a sí mismo: cada cual está obligado a revelarse a sí mismo sus faltas, reconocer sus tentaciones, sus culpas y revelarlo ante Dios o ante la comunidad. Para poder conocerse, se debe aceptar la doctrina del maestro, es decir, el sacrificio de sí, del sujeto, bajo un tipo de saber, que en el caso de las sociedades disciplinarias se encontraría en las instituciones y sus disciplinas. Esta relación está configurada por la renuncia al propio deseo de cada uno y a su propio yo, ya que no puede haber revelación sin renuncia. En cierto modo, el “conócete a ti mismo” busca la objetividad del propio yo lo que supone el rechazo de la subjetividad, del yo. En el cristianismo ocurría lo mismo que en las modernas sociedades disciplinarias: la dirección del ser a partir de unas determinadas reglas. En ambas sociedades se castiga al sujeto por aquello que no debe ser, por aquello que no debe de hacer, y en ese castigo se descubre a sí mismo, se descubre lo que es: «los actos por los cuales se castiga a sí mismo no pueden distinguirse de los actos por los cuales se descubre a sí mismo»68. Es decir, se conoce uno a sí mismo a partir de un conocimiento negativo, a partir de lo que no se es porque mediante la culpa y el castigo de la misma se dirige al sujeto hacia aquello que debe ser y ahí se conoce. Mientras en el “cuidado de sí” el ser se conocía desplegándose a lo largo de la vida, el “conócete a ti mismo” se celebra a partir de la restricción del sujeto mismo, en su rechazo del yo para objetivarlo. De alguna manera, la tecnología del yo que reza “conócete a ti mismo” es la que nuestras sociedades disciplinarias modernas llevan a cabo en sus aparatos punitivos e institucionales porque pretenden conocer aquello que es el hombre bajo normas disciplinarias que dictaminan quien es normal o anormal según si se somete a tales disciplinas o no. El Estado, como aparato globalizador de las instituciones, es la puesta en marcha de la tecnología del yo y del poder en la medida en que se prioriza el interés del colectivo al del individuo: el sujeto queda subordinado a la voluntad del Estado bajo la apariencia de un bien mejor porque es un bien común. Esto no significa otra cosa que la renuncia completa del yo por la apuesta absoluta del colectivo, o dicho de otra manera, es la renuncia del sujeto como responsable de su propio ser a favor de otorgar el ser a las instituciones del Estado para que sea dirigido según los intereses de éste. Las disciplinas tienen, pues, el interés de someter el ser de los hombres bajo un único carril igualitario, permitiendo, así, el 68

Ibíd., pág.: 83.

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desarrollo de una única idea como puede ser la del Estado. Y aunque el Estado pueda ser el amparo del hombre ante el poder dictatorial o las leyes de un soberano, etc., también puede ser su propio carcelario, su propio vigilante y controlador: sólo la sociedad que se preocupe por el ser del hombre, por su poder ser, puede asegurar la diferencia ontológica que esto supone. De ahí que el paso de lo óntico a lo ontológico sea todavía una tarea a desempeñar propia de la filosofía, a pesar de que el hombre sea siempre un ser ontológico. Las sombras de Dios de las que Nietzsche hablaba se han extendido hasta nuestros días y un ejemplo de ello lo podemos ver, de forma estética, en la novela La naranja mecánica de Anthony Burgess. La Naranja Mecánica como ejemplo estético Me pareció interesante introducir estéticamente el tema de Vigilar y Castigar mediante una obra literaria como La naranja mecánica porque vi en ella, a modo de experiencia estética, lo que la filosofía de Foucault intenta transmitir: a pesar de que nuestras sociedades son disciplinarias y con ello pretenden encarrilar, encauzar, someter al ser del hombre en una vía unidireccional, el hombre siempre tiene, a fin de cuentas, la última palabra sobre aquello que sucede en su mundo porque es él quien interpreta, quine dice lo que las cosas son: el hombre no es un ser óntico sino un ser ontológico. Esto quiere decir que el hombre no es una cosa-en-sí que se tenga que alcanzar; no es un ente que se debe recorrer a lo largo del tiempo para llegar a ser lo que se le dice que tiene que ser, sino que el hombre es en la medida que es portador del ser, que puede ser aquello que dé luz a su modo de vivir, es decir, que haga que las cosas sean lo que son. No obstante, como bien argumentó Paul Veyne, la diferencia entre Foucault y Heidegger es que en el segundo el hombre es el pastor de ser, mientras que en el primero el hombre es histórico. Es cierto que el hombre es portador del ser en la medida en que da luz a los entes para que estos sean lo que son, incluso el hombre es el que da luz a la definición de lo que el hombre es. Pero para Foucault, el hombre es histórico, es decir, está inscrito en el tiempo, lo cual quiere decir que toda definición del hombre – y de cualquier otro concepto – está sujeta a los intereses, conceptos, necesidades, poderes y saberes de su tiempo: el hombre como ente parece que sea el mismo desde la biología o la antropología a lo largo del tiempo, tanto el del mundo antiguo, como el del medioevo como el moderno y el contemporáneo, pero Foucault no cree que sea así porque aquello que hace que el ente sea lo que es es su propio ser y éste es distinto a lo largo del tiempo y el espacio. En tanto que el hombre es quien es a partir de su ser y éste es distinto, diferente, a lo largo del tiempo, estamos ante una ontología de la 49

diferencia en la que el ente se determina a partir de lo que el ser es: el hombre antiguo no tiene nada que ver con el hombre moderno. Como ya se expuso anteriormente, mientras el hombre antiguo se preocupaba de sí, el moderno ha querido conocerse, cambiando absolutamente la relación para consigo mismo y, con ello, todo posible saber y poder que se quería ejercer en el hombre. Dicho de otra manera, el modo en que el individuo actúa sobre si mismo (tecnologías del yo) y el modo en que el poder actúa sobre el individuo (tecnologías del poder) han variado a lo largo del tiempo, de la historia, haciendo que el hombre sea una cosa u otra en relación a estas tecnologías. Es por eso que, si algo podemos decir del hombre es que éste es en la medida que puede ser, es decir, que no se lo puede definir de forma óntica sino de forma ontológica. El hombre es siempre un proyecto, algo que puede ser, pero no una definición última, como pretendieron la metafísica cristiano-platónica, referente siempre a Dios como fundamento del hombre, o la ciencia moderna, referente siempre a la Razón como fundamente del hombre: ambos concebían al hombre como ente en tanto que ser objetivado, capaz de estudiarse, observarse y definirse. Las sociedades disciplinarias, como herederas del pensamiento científico, como aquellas que introdujeron el saber científico dentro de las relaciones de poder, consideraron que no sólo se podía contestar a la pregunta ¿qué es el hombre? como cosa, como ente, sino que, además, pensaron que podían condicionarlo, educarlo, determinar el ser del hombre para que fuera de una determinada manera. De alguna manera, el estructuralismo reza que el significado de las cosas viene determinado por las estructuras sociales (instituciones) de una sociedad y, con ello, la forma de ver la vida de los hombres. No obstante, el postestructuralismo se opone a tal noción en la medida en que el hombre, como ser libre, es el que, en última instancia, da sentido, interpreta todo cuanto sucede en la sociedad: es el hombre, como ser ontológico, el que decide como pueden ser las cosas que le suceden a él y a su alrededor, tanto en la política, como en la ética, como en todo aquello que concierne al hombre. De ahí que Foucault sea un post-estructuralista: en Vigilar y Castigar nos ha querido mostrar como el hombre moderno, que se extiende hasta nuestros días, es un hombre que viene determinado por las relaciones de la microfísica de poder, de sus relaciones constantes con la cotidianidad, un hombre que, enmarcado dentro de la sociedad, está fabricado a partir de sus instituciones pero que se permite el ejercicio de dichas instituciones porque su modo de operar ya está inmerso en el modo de actuar del propio yo. Las escuelas, los hospitales, las fábricas y centros de trabajo, los manicomios, la cárceles, etc., son aquellas instituciones que se encargan de conducir al hombre mediante 50

unas disciplinas concretas para que éste sea de una determinada manera y, a la vez, de definir como es el hombre. No obstante, Foucault también comparte que el hombre es un ser libre que, al pensarse, al cuidarse de sí mismo, es él mismo el que se puede definir, el que se puede conducir. El hecho de que unas determinadas instituciones se encarguen de adoctrinar a los hombres no significa que el hombre sea lo que dichas instituciones digan lo que éste sea, ya que el hombre, como cosa, como concepto, y como ser vivo está inscrito en el tiempo y todo aquello que se pueda decir de él es genealógico, es decir, que tiene un comienzo, el cual viene derivado de unos determinados intereses. Creo que la novela de La naranja mecánica es un buen reflejo de dicha problemática porque pone en evidencia lo que es evidente, pone como problema lo que, en principio, no debería ser un problema, a saber, que los castigados deben pagar su culpa siendo corregidos. En La naranja mecánica se dan los tres puntos esenciales de Vigilar y Castigar: 1) La creación del criminal que se guía por sus propias pasiones rompiendo el contrato social, el orden imperante en el colectivo. 2) El encarcelamiento del criminal en la prisión y su pretensión de corregirlo, de volverlo útil, de controlar y dirigir sus pasiones (su voluntad) para alcanzar unos objetivos finales: se elimina la opción moral de la elección para ser un sumiso de las órdenes pero sin necesidad de un soberano, sino de forma propia y automática. 3) El criminal, ya habiendo pagado su condena y sido corregido, es expulsado a la sociedad de nuevo, la cual lo sigue castigando, excluyéndolo de ella y evocando al criminal a volver a cometer crímenes. La cárcel como fabricadora de criminales. La tesis que gira alrededor de La naranja mecánica es la de la libertad de elección del individuo. Alex es encarcelado como podría serlo cualquier criminal que ha matado a una persona, pero él sufre el ficticio tratamiento de Ludovico que consiste en volver en horrorosa la violencia humana. Condicionan el alma de Alex mediante su cuerpo de tal manera que siempre que tenga el sentimiento, el deseo o, simplemente vea violencia cerca de sí, su cuerpo reaccionará en contra suyo, haciéndole entrar angustias, no permitiendo elegir ningún tipo de decisión que no sea la que las leyes, el Estado, el colectivo haya reconocido como buenas, a saber, como productivas para el orden y la paz de la sociedad. Se trata, en última instancia, de convertir en cuerpos dóciles a aquellos individuos que no fueron capaces de someterse a las disciplinas que el sistema Estatal ofrece a través de sus instituciones. Queda muy bien expresado por el escritor que lo acoge en su casa y le dice: 51

«te han convertido en algo que ya no es una criatura humana. Ya no estás en condiciones de elegir. Estás obligado a tener una conducta que la sociedad considera aceptables, y eres una maquinita que sólo puede hacer el bien»69. Dicho tratamiento ficticio es un intento de modificación del ser, de la conducta del hombre a través del sufrimiento angustioso del cuerpo ya que se pretende que el individuo escoja aquellos caminos, aquellas elecciones morales que no le hagan venir angustias. A pesar de que el individuo sienta nauseas ante las situaciones que debe evitar, siempre puede, incluso, seguir en esa angustia si es su elección con tal de poder modificar su estado: en este caso el protagonista Alex, siempre puede decidir aquello que más le conviene, aunque ello sea el suicidio, cosa que intenta y por ello es conducido al hospital. Es en el hospital donde Alex deja de tener nauseas a sus sentimientos violentos y, al salir, vuelve a cometer los crímenes que cometía antes de ser encarcelado. No obstante, la tesis del libro se encuentra en el último capítulo: Mientras recorría las calles oscuras y bastardas de invierno después de itear del mesto de té-ycafé, videé visiones parecidas a esos dibujos de las gasettas. Alex, Vuestro Humilde Narrador, regresaba a casa del trabajo para cenar un buen plato caliente, y una ptitsa acogedora lo recibía amorosamente. Pero no conseguía videarlo, hermanos, ni imaginar quién podía ser. Sin embargo, tuve la profunda certeza de que si entraba en la habitación próxima a aquélla donde ardía el fuego y mi cena caliente esperaba sobre la mesa encontraría lo que realmente deseaba, y de pronto todo cuadró, la fotografía recortada de la gasetta y el encuentro con Pete. Porque en esa otra habitación, en una cuna, mi hijo gorjeaba gu gu gu. Sí sí sí, hermanos, mi hijo. Y sentí un bolche agujero dentro de mi ploto, que me sorprendió incluso a mí. Comprendí lo que estaba sucediendo, oh hermanos míos. Estaba creciendo.70

Alex ha decido cambiar su forma de actuar, ha podido decidir ser de otra manera de la que era. Es cierto que se podría pensar que ha cambiado porque ha asumido el rol de las disciplinas de su tiempo, pero lo que está claro es que ha podido elegir por su cuenta: a modo de metáfora, el tratamiento que sufre Alex sería como las disciplinas que modulan la conducta de los individuos de nuestras sociedades de tal modo que incluso la decisión de sus libres acciones queda atrapada en esa microfísica del poder de la cotidianidad. Pero, a pesar de que las sociedades disciplinarias consigan dirigir, encauzar, controlar a los individuos, penetrando en ellos el poder mediante el castigo y la vigilancia, es cierto que la capacidad de elección y mucho más la diferencia ontológica del ser humano no puede ser administrada ni determinada por distintas tecnologías de poder, a pesar de que ellas lo

69

Burgess, A.: La naranja mecánica. 1976, Barcelona. Ediciones Minotauro. Pág.: 160.

70

Ibíd., pág.: 192.

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intenten y se escuden en saberes que intentan objetivar aquello que son las cosas. Aferrados al consuelo objetivante de la Razón olvidamos que el ser es aquello que puede repensarse por sí mismo, tal vez alejado de la Razón o a un paso de ella. Y sería absurdo, por no decir idiota, querer separar a la Razón del pensamiento por considerar que esta puede dominar a la humanidad, pero lo que realmente importa a la hora de problematizar algo que parece evidente, como podría ser el Estado como amparo y resguardo de la libertad del hombre, no es la crítica pueril a la Razón sino a qué tipo de racionalidad está implicada el ejercicio del poder por parte del Estado. Dicho de otro modo, Foucault no intenta un ataque indiscriminado a la Razón y una defensa de la irracionalidad sino todo lo contrario, a saber, preguntarse cuales son las intenciones de que dicha Razón que opera sea como sea, sabiendo que tal Razón está siempre inscrita a unos intereses. ¿A qué intereses responde la racionalidad que está implicada en el ejercicio de poder? Dado que las disciplinas han pretendido dominar al hombre, definir su ser para dominarlo a través de las instituciones con el objetivo de hacer de la sociedad un colectivo dicotómico que separe entre delincuentes y respetuosos de la ley, entre anormales y normales para poder mantener el ejercicio del poder con el fin de asegurar un constante uso de la utilidad del colectivo para la producción, la pregunta, la problemática recaería justamente en el replantearse los modelos estatales a los cuales pertenecemos: ¿son nuestros Estados aseguradores de la libertad o la condicionan para ser de una determinada manera? ¿Es la producción aquello que realmente interesa al hombre como colectivo o simplemente a un sector muy pequeño de la sociedad? Y por último, aunque no la última pregunta, si el hombre es un ser ontológico, un poder ser de distintas maneras, ¿por qué ciertas disciplinas, ciertas instituciones, ciertos poderes y saberes no permiten al hombre, como ser, repensarse, reformularse? ¿No estarán estas instituciones y disciplinas subordinadas a unos intereses que tal vez se alejen del individuo y se fijan sólo en los intereses de un determinado colectivo como algo útil para algo?

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V.

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