Recuerdos Fantasmas

Recuerdos Fantasmas Camila Buzzo Recuerdos Fantasmas | Camila Buzzo Recuerdos Fantasmas Copyright © 2014 Camila Buzzo

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Recuerdos Fantasmas Camila Buzzo

Recuerdos Fantasmas | Camila Buzzo

Recuerdos Fantasmas Copyright © 2014 Camila Buzzo Todos los derechos reservados Derechos de Autor: Nº 247238 ISBN-10: 9563582468 ISBN-13: 978-9563582468

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Agradecimientos Agradezco a Dios por darme la oportunidad de escribir y al universo por poner en mi camino a un grupo tan maravilloso como SomosLetras. A cada uno de sus integrantes por ser parte de mi diario vivir, entregarme tantas lecciones y por emocionarme con sus talentos. A Christian Guerrero, Ave Literaria, por apoyarme y hacer del proceso de edición una experiencia entretenida. A todos los que me leyeron antes de publicar, comentaron y dieron su visión. A mi familia y amigos, porque sin ellos no estaría en este mundo.

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Prefacio Recuerdos Fantasmas nace de una inquietud personal y grupal: ¿queremos leer y escribir frases sueltas que hablan de amor o estamos interesados en historias que nos inviten a meditar sobre asuntos de la vida? Un día, revisando las distintas publicaciones que he realizado en la red social Tumblr, decidí unir algunas de ellas, entregándoles una vida diferente: un relato, la historia de Catalina. En este proceso de escritura, fui explorando asuntos como el amor, la fidelidad y el suicidio a nivel psicológico, religioso y moral, en un momento en que las letras han pasado a ser parte una fundamental de mi vida.

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I Abrí la puerta del departamento, era verano y hacía calor. Apenas podía respirar, pues venía llegando del gimnasio. Había repetido tres veces la rutina de ejercicios que el entrenador me sugirió. “Mientras más veces la realice, mejores resultados”, pensé. Tomé una ducha rápida, salí del baño envuelta en una toalla blanca y encendí la radio. Seleccioné un dial al azar y sonaba Ricky Martin. Cantaba “Living la vida loca” con el cepillo como micrófono, intentando superar el estilo del burro de Shrek, mientras secaba mi pelo.

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Pensé en ponerme ropa ligera. Abrí mi clóset y bailé frente al espejo intentando recordar la coreografía del vídeo. “Me faltan unas 10 clases de baile antes de hacer algo mínimamente digno”, pensé soltando una suave risa. Estaba de buen humor y ya había empezado a creer en eso de que el ejercicio libera endorfinas y te hace feliz. Me di cuenta que aún estaba envuelta en la toalla e intenté ponerme seria. “Ropa”, pensé. Miré mi clóset y, por un instante, me sentí unida a miles de mujeres a lo largo del mundo: “no tengo qué ponerme”. Y sonreí, pues era irónico que sintiera que no tenía nada para vestirme, considerando que no saldría de casa y que, en ese instante, tenía tantas otras cosas de qué ocuparme.

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“Es sólo para estar en la casa”, me dije, “no tienes que verte como si fueras a una gala. Ni que fueras la Reina Isabel o Lady Di”, me auto-regañé con algo de humor. En el mismo instante, vi en el fondo del primer cajón la polera blanca que compré durante mi viaje a Italia, por la que pagué un ojo de la cara aunque no me sentía cómoda, sólo porque el vendedor era demasiado guapo e insistió en que me veía “bellissima”. Así no hay quien se resista. “Esta es”, pensé, e inmediatamente surgió una nueva interrogante: “¿Con qué podré combinarla?”. Unos shorts aparecieron mágicamente ante mis ojos, en el espacio del clóset donde guardo los pantalones, y los saqué sin mucha meditación.

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Me puse la ropa y noté que me quedaba muy suelta. “He bajado unos 10 kilos”, pensé con una rara mezcla de sentimientos. Por un lado alegría, porque un número menos en la balanza siempre es motivo de felicidad. Pero también una extraña sensación de tristeza por saber el motivo: llevaba varios días comiendo muy poco, enfocada en el gimnasio con la sutil esperanza que, además de secretar endorfinas y eliminar grasas, me estuviera liberando de él. ÉL. Podría decir tantas cosas acerca de él…

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II (tiempo atrás)

No creo en el amor a distancia. Prefiero el amor aquí y ahora. Presente y palpable. Escribí sobre la libreta dorada que me regaló Paz, cuando en Navidad jugamos al “amigo secreto” en la oficina. En ese momento había tanto de cierto en esa frase que era inevitable pensar en Fernando. Llevábamos una relación de más de ocho años, y alrededor de dos viviendo juntos. Fernando era un tipo muy serio y tímido. No era fácil entablar una conversación con él, menos lograr que se relajara en alguna

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situación social. La mayoría de mis amigos lo encontraban pesado, pero en el fondo yo sabía que él tenía un buen corazón. Era alto, medía 1.85 cms, tenía la piel morena y siempre usaba traje y corbata, incluso los fines de semana. Trabajaba como abogado en una compañía minera transnacional y viajaba constantemente a resolver situaciones legales a las diferentes sedes del mundo. Ese era el motivo por el que no lo veía hacía ya tres meses. La compañía lo envió a Australia en una misión que lo tendría por esas tierras durante un año. Era la primera vez que nos separábamos por tanto tiempo y eso me causaba algo de temor. Luego de varias conversaciones, y algunas peleas, habíamos quedado en que seguiríamos nuestra relación

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a pesar de la distancia. Sin embargo, lo extrañaba tanto que empecé a dudar si realmente iba a ser capaz de esperarlo un año completo, si sería posible mantener una relación en estos términos. Estaba absorta en mis pensamientos cuando de pronto sonó el aviso de mail en mi computador. Di un pequeño salto por culpa del ruido, sacudí mi cabeza -como queriendo deshacerme de mis pensamientosy me acerqué al escritorio. Era un correo de Fernando. “Qué raro”, pensé, “allá deben ser cerca de las 3 de la madrugada”.

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Lo abrí y decía: Brotaste natural, espontánea, simple e inexplicable. Como una flor que nace en el desierto. Como un milagro, acompañado de una excelsa melodía y un resplandeciente fulgor. Te extraño más de lo que nunca imaginé. Siempre tuyo, Fernando. Me quedé atónita. Con la boca abierta, literalmente. “Le está pasando lo mismo, está dudando”, fue lo primero que pensé. Es que

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hay hombres que suelen ser dulces y tienen lindos gestos con sus parejas, pero Fernando era todo lo contrario. Siempre fue bruto, desde la manera en que solía decirme las cosas hasta la forma en que se comportaba en la intimidad. Muchas veces, después de una noche de sexo, despertaba con dolores en los lugares más insólitos de mi cuerpo. “Son recuerdos para que no me olvides”, solía decirme con gracia cada vez que intentaba reclamar su exceso de cariño. Una lágrima brotó tímida y bajó por mi mejilla derecha. Su frase, si bien hermosa y conmovedora, no parecía ser escrita por él. Era otro hombre el que la había pensado, el que la había sentido, uno que, afectado por la distancia, intentaba encontrar formas de

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hacerme sentir querida, pues sus besos y abrazos ya no eran una herramienta útil. Me limpié la cara y pensé en contestarle, pero realmente no sabía qué escribir. Decidí concentrarme, tenía que terminar la última fase de mi proyecto: la decoración para la casa de playa de la familia Errázuriz. La construcción, de tres plantas y más de 300 metros cuadrados, era lo que me mantenía ocupada las 24 horas del día durante los últimos ocho meses. Fernando solía decirme que me preocupaba más de esa casa que de nosotros, pues muchas veces me pasaba días y noches dibujando los muebles y pensando en colores y texturas. “Sofía Errázuriz no podrá ser la

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chica de moda si no tiene dónde recibir a sus amigos durante el verano”, solía decirle como excusa y en un tono burlesco mientras le daba un beso. Así era nuestra relación, un constante juego de palabras, ironías, sarcasmo y mucho cariño. Éramos felices a nuestra manera, a pesar de la falta de tiempo, con todas las obligaciones y las responsabilidades que pueden afectar a dos personas en la mitad de sus treintas. Tan distintos pero complementarios a la vez, no creía haber sido feliz con nadie como lo era con él. Bueno, al menos hasta ese entonces. Mis pensamientos fueron interrumpidos por un calambre en mi pie. Adolorida intentaba

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mover el dedo pulgar y estirar mi rodilla, como solía decir mi abuelita, para detener el terrible dolor que me hacía chillar en la habitación. “Los vecinos van a pensar que estoy matando a un cerdo”, pensé. A veces me sorprendo de las cosas que soy capaz de pensar en los momentos menos oportunos. Una vez pasado el dolor, me acerqué al computador, hice click en “responder” y escribí: Hasta los dedos de mis pies extrañan tus caricias… No puedo concentrarme sin pensar en tu ausencia. Te necesito aquí, presente, ahora. Te quiero entre mis sábanas, me quiero entre tus

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brazos… Yo también te extraño. Catalina. Hice click en “enviar” y apagué mi computador. Entre el enojo que me provocó el calambre y lo mucho que extrañaba a Fernando no quería estar más en casa. Decidí partir al parque que está a unas cuadras, con la esperanza de tomar un poco de aire, despejar mi mente y encontrar algo de inspiración para la sala de estar “natural” que quería el viejo Errázuriz. Llevé mi block de dibujo, mi lápiz grafito y, por algún motivo que no entendí, sumé también la libreta dorada. Creo que tenía

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el presentimiento de que algo importante sucedería y necesitaría escribirlo. Cerré la puerta. Revisé dos veces que hubiese quedado bien cerrado y emprendí rumbo. En el camino se me acercó un perro callejero con una mirada que decía “sólo quiero compañía” y empezó a andar a mi lado. “Somos dos”, pensé y le hice cariño en el lomo. Llegué al parque y comencé a buscar una banca en la cual sentarme. No era una elección fácil: debía estar alejada de las familias con bebés chillones y niños gritones, en un lugar donde aún creciera el pasto y además le debía llegar la sombra de algún árbol.

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Lamentablemente, y fuera de todo presupuesto, la única disponible estaba al lado de un tipo que había visto un par de veces antes. Era poeta y solía sentarse a escribir lo que veía para luego leer en voz alta sus textos frente a un grupo de personas que se reunía a su alrededor cada tarde. Traté de ignorarlo, pero hubo algo en su postura que me llamó la atención. Parecía ser alguien alegre y relajado, sin embargo, sus ojos decían otra cosa. Tomé mi libreta y escribí:

Tienes ojos tristes, como si cargaras una gran pena. Tu mirada se ve vacía; tu sonrisa, una mueca falsa. Hay algo que te duele, lo sé. Me gustaría poder sanarlo…

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Releí la frase y taché la parte de “me gustaría poder sanarlo”, pues no tenía intención alguna en hablar con él ni conocerlo, menos aún quería sanar sus heridas si con suerte podía con todo lo que llevaba en mi cabeza. Además, siempre me ha costado confiar en las personas. Pensé en Fernando y lo difícil que fue para él que yo aceptara su invitación a comer, simplemente porque su aspecto serio me hacía sentir que no era un hombre de fiar. Recuerdo que me convenció un día en una fiesta en la casa de Francisca, mi mejor amiga. Estaba yo conversando con un grupo de la universidad sobre lo interesante que se estaba poniendo el ambiente de la decoración en Nueva York y las ideas sobre los pisos que proponía la diseñadora Sallie Giordano. De

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repente Manuel, un amigo de infancia, me entregó una servilleta doblada. “Te la manda Fernando”, me dijo con mirada pícara. Sonreí levemente y la abrí. Decía:

No me sé el nombre de las constelaciones. Poco entiendo de astronomía. Lo que sí sé es que los astros se alinearon de forma perfecta el día en que te conocí. ¿Me concederías el honor de una velada contigo?

Mi piel se erizó. Me agradó que incluyera un toque de creatividad a su invitación y con una sonrisa decidí darle una oportunidad. Ahora que lo pienso, Fernando sí tenía ciertos detalles tiernos, creo que simplemente no los

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supe valorar. Intento recordar la respuesta que escribí en otra servilleta, no obstante, por más que trato se me hace imposible. De pronto, una voz me sacó de mis pensamientos. Era el poeta que se sentó a mi lado y me decía: “hola señorita, ¿qué hace?”. Tenía una voz chistosa, me dio la sensación de que era un niño jugando a ser hombre, intentando poner una voz grave y con tono pensativo, aunque siempre amable. “Hola”, le respondí sin mucho ánimo, haciendo un gesto con la cabeza. “Le pregunté qué hace”, me dijo con un tono cordial pero firme, como si yo fuera una reina y él un cortesano atrevido pero respetuoso. “Pensaba...”, contesté de forma cortante,

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intentando que notara lo incómoda de su presencia. Creí que hasta ahí llegaría la pequeña plática. Pero no, el tipo era algo insistente y agregó: “¿en qué pensaba?, o mejor dicho, ¿en quién?”. Sonreí avergonzada, porque me sentí descubierta y le respondí: “en nada relevante... ¿cuál es su nombre?”, pregunté intentando cambiar de tema. “Daniel”, me dijo mientras estiraba su mano para saludarme. “¿Y usted?”, agregó mirándome firmemente a los ojos. “Catalina”, pronuncié casi en un suspiro, mientras tomaba su mano y sentía que me absorbían sus ojos verdes. Me sonrojé como hacía tiempo no me sucedía. Sentí el calor subir lentamente desde

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mi pecho hasta mi frente. Me puse nerviosa y comencé a sudar. En un mismo movimiento solté su mano, me paré de la banca y le dije con el tono más cordial que encontré: “Hasta luego Daniel, se me hizo tarde. Un gusto, cuídese.” Y salí a paso ligero rumbo a mi casa. Llegué a la reja de la entrada y me detuve, mi corazón latía a mil pulsaciones por hora -o al menos así lo sentía yo- y no podía borrar la sonrisa de mi boca. No entendía qué era lo que había sucedido, me sentía confundida y necesitaba un respiro. Entré a mi casa, tomé la libreta dorada y escribí:

Me pierdo en la belleza de tu piel morena y tus ojos profundos.

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Me sentí estúpida, no entendí por qué había escrito esa frase, pero como había venido a mi mente, dejé que saliera y quedara atrapada entre las hojas de la libreta. “Mejor ahí que dando vueltas en mi cabeza”, pensé. Encendí mi computador y revisé mi correo para ver si Fernando me había respondido. Sólo tenía una decena de mails de distintas compañías de retail y aerolíneas con inútiles ofertas. Seleccioné todos los correos y los envié a la papelera, queriendo hacer “borrón y cuenta nueva”. Tenía hambre, miré el reloj y eran las 4pm. Iba atrasada tres horas con el almuerzo, y mi estómago rugía. No sentía deseos de cocinar. Opté por ir al restaurante que

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manejaba Fabián. Sabía que era bienvenida ahí y que me haría bien conversar un rato sobre banalidades. Fabián tenía la cualidad de hacerme reír hasta en los peores momentos, como cuando murió mi tío de un ataque al corazón en plena luna de miel. “Bueno”, me dijo, “al menos murió feliz y la esposa no alcanzó a amargarle la vida”. Caminé y llegué al restaurante. Tenía deseos de comer arroz con carne y ensalada de lechuga con mucho limón. Extraño antojo al que no le presté atención, pues iba con muy buen humor. Estaba segura que me haría bien ver a Fabián después de tanto tiempo. Me saludó con la cortesía de siempre y me sirvió un vaso de agua con hielo. Empezamos a hablar. Charlamos sobre el

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clima, lo costoso que es vivir en la ciudad, las ganas de emprender el rumbo a otros países. Recordamos las bromas que solíamos jugar cuando íbamos en el colegio y más de alguna anécdota de las fiestas que cada cierto tiempo hacíamos. De pronto miré hacia las mesas que estaban en el salón y lo ví: era el poeta, Daniel, sentado en una mesa comiendo una ensalada César. Inevitablemente me puse nerviosa, sentí un cosquilleo extraño en mi estómago: me pesaba la idea de que había hecho el ridículo al salir corriendo durante la escena del parque. Dejé de escuchar a Fabián y sentí la necesidad de hablar con Francisca, mi mejor

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amiga. Tomé mi teléfono, abrí Whatsapp y le escribí: “Conocí a un hombre, fue todo muy extraño”. Francisca, con su practicidad de siempre, me contestó “¿y qué pasó? 1313”. Respondí: “Era tan perfecto que me asusté, tomé mis cosas y salí corriendo.” Lo que vino después fue una “charla motivacional” por parte de la Fran. Me escribió todo un discurso acerca de los pros y contras de tener una relación paralela, pasando por el hecho de que tenemos necesidades básicas de afecto y sexo hasta llegar a lo excitante que era la idea de vivir una aventura. “Cálmate”, le respondí, “apenas lo saludé y sé su nombre”.

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Terminaba de escribir eso cuando de pronto alguien me dice: “¡Hola!”. Reconocí de inmediato la voz, era Daniel que se había acercado al mesón y buscaba entablar conversación nuevamente. Fabián me miró extrañado, preguntando ¿y éste quién es? a través de sus gestos. “Hola...”, le respondí, intentando ser lo más cool posible, pero sin alardear mucho pues Fabián era amigo de Fernando. “¿A este lugar venía tan atrasada?”, me preguntó con cierta ironía. Sonreí y lo miré a los ojos. Eran de un color verde muy extraño, con ciertos matices de tonos miel. Su pupila; en cambio, era de un tono azabache que se podría confundir con el color mismo de una noche sin luna ni estrellas. De pronto comenzó

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a acercarse y, a una distancia muy corta, me dijo: “¿la puedo invitar a tomar una taza de café?” Sentí un escalofrío que bajaba desde mi nuca hasta la parte baja de mi espalda. Mi piel comenzó a erizarse y mi corazón se aceleraba. Estaba absolutamente perdida entre su aroma y mis pensamientos, cuando recordé que Fabián debía estar viendo toda la escena. Me incorporé y me alejé de Daniel, miré hacia todos lados pero nadie nos estaba observando. Le dije: “salgamos de aquí, vamos a conversar a alguna parte, ¿te parece?”. “Encantado”, me contestó. Hice el intento de pagarle el almuerzo a Fabián y, como siempre, insistió en que la

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casa invitaba. Le agradecí la comida y me despedí. “Cuídate”, me dijo con tono paternal. “Sí”, le respondí como una adolescente rebelde que no hace caso. Salí del restaurante y me esperaba Daniel. No vi el momento en que salió y de cierta forma agradecí que esperara afuera mientras me despedía de Fabián. Llegué a su lado, me dijo “¿a dónde quiere ir la señorita?” y sonrió. Tenía una linda sonrisa, se le formaban unos hoyuelos en las mejillas y cerraba levemente sus ojos. “Creo que el caballero me había invitado a un café, ¿no?”, le contesté coquetamente. “No sólo es muy linda, también es inteligente”, agregó él con cierta picardía. Miré hacia el suelo, nos pusimos a caminar.

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- ¿Qué haces? -Le pregunté intentando entablar algo de conversación. - Soy psicólogo, poeta y músico. ¿Y usted? -Me respondió con una leve risa. - Decoradora de interiores -dije-, ya sabes, la gente me paga por decirle qué muebles usar en su casa y cuáles son los colores que combinan con su estilo -agregué con humor. - Debe ser muy entretenido -me dijo en un tono demasiado cortés. - Cuando uno hace lo que le gusta, todo es entretenido -respondí, dándome aires de filósofa. - Touché -me dijo y volvió a sonreír. “Me podría perder en su sonrisa”, pensé. Mientras caminábamos lo examiné con mayor

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detalle. Calculé que debía medir unos 1.78 metros; era blanco como el papel y tenía el pelo castaño un poco largo, por lo que se le formaban unos lindos rizos. Caminaba despreocupado y lento, seguro de sí mismo, como si estuviera en paz con todo lo que le rodeaba. Vestía jeans y una polera blanca con manga corta. Llevaba un morral de color café cruzado en su torso. Llegamos al café y estuvimos cerca de dos horas hablando de nuestras vidas, contándonos sobre nuestros hobbies y bromeando con tonterías. Resulta que, luego de graduarse, Daniel viajó a Europa por dos años viviendo en casas de amigos y hostales económicos. Había decidido que quería conocer el mundo y vivir una aventura

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antes de sentar cabeza y comportarse “como alguien adulto”. Tenía tantas historias que podríamos haber estado ahí dos o tres días. Nos interrumpió el sonido de mi teléfono. Era Francisca que me llamaba preocupada porque llevaba toda la tarde tratando de ubicarme por Whatsapp y no le contestaba. Le comenté que estaba tomando un café con un amigo y entendió todo. Sus últimas palabras antes de cortar fueron “pásalo bien y usa condón”. Me reí, no podía esperar otro comentario de mi amiga. Ella siempre fue así, políticamente incorrecta y su función era ser el diablito en mi oído. Miré la hora y ya eran las 8pm. De pronto recordé que no había avanzado nada en el

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proyecto y que de seguro Fernando me debía estar esperando por Skype, pues todos los viernes hacíamos una videoconferencia para contarnos sobre nuestra semana. Me excusé con Daniel, diciéndole que debía trabajar, omitiendo la existencia de mi pareja, lo que me hizo sentir un poco culpable. Se ofreció a llevarme a casa y acepté. Una vez en la puerta se despidió con un suave beso en la mejilla y siguió su camino. “Nos volveremos a ver en el parque”, me dijo con tono de sentencia. Sólo atiné a sonreírle. Entré apresurada para encender el computador. Abrí Skype, mas no había ninguna señal de Fernando. Miré mi mail y nada. Me sentí aliviada, pues así no tendría que dar explicaciones de mi inusual

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“desaparición” ni por el atraso a nuestra cita semanal. Esperé alrededor de media hora y vi que no habían luces de él y que, probablemente, ya no las habría. Le dejé un mensaje avisando que estaría ocupada la próxima media hora y que volvía pronto. Abrí el grifo de la tina y eché las sales de baño con aroma a vainilla que había comprado meses atrás. Cuando hubo espuma suficiente me metí en el agua, acomodé mi cabeza en el borde de la tina y cerré mis ojos. Suspiré profundo y, sin darme cuenta, caí dormida. Desperté una hora después con el agua fría y el cuello adolorido. Me quité el jabón con una ducha rápida y me puse pijama. Vi el computador y Fernando seguía sin dar señas. Me acosté y me dormí.

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III Había pasado más de una semana encerrada en casa avanzando a full en el proyecto de los Errázuriz. Sólo había salido dos veces a hacer compras en el supermercado y el resto del tiempo me dediqué a investigar, esbozar y armar la presentación. Fernando brillaba por su ausencia, no me contestó ninguno de los mensajes que le dejé. Pensé que tal vez había hecho o dicho algo que lo molestara, por más que lo medité no encontré motivos. Preferí asumir que sólo tenía mucho trabajo y que, al igual que yo, había pasado su semana cumpliendo obligaciones. Comencé a ordenar los papeles que había encima de mi escritorio y me topé con la

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libreta dorada. Busqué una hoja en blanco y escribí:

Dormir abrazada a ti, sintiendo tu aroma. Sólo eso.

Extrañaba a Fernando, pero no tenía tiempo para pensar en ello. La entrega y presentación final era el viernes y me quedaban sólo dos días para dejar todo listo. Estaba en silencio e intentaba concentrarme para dibujar lo último que me faltaba: la chimenea de la sala de lectura. No podía pensar en nada, tenía la sensación de que algo malo pasaba. Volví a tomar la libreta y escribí:

Tic-toc… Tic-toc… Hay algo en el sonido del reloj que me desespera. Tal vez sea que pasan los segundos y tú sigues lejos de mí.

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Fui a la cocina a buscar agua y algo para comer, y cuando volví el mensaje de alerta me avisaba que tenía un nuevo correo electrónico. Me acerqué a revisar y era un mail de Fernando. Recordé cuando en el colegio decíamos que alguien era Beatlejuice si aparecía después de nombrarlo muchas veces. Di click al mensaje que decía: Mi Catita, perdona lo abandonada que te tengo. Estoy con muchas cosas, hubo un lío legal en una de las sedes de la compañía y tuve que viajar de urgencia a Singapur. Ya sabes cómo son las cosas. ¿Cómo estás princesa? Creo que tengo algunas noticias:

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mi jefe quiere que me quede en Australia 3 años manejando todas las sedes de Asia Pacífico. Me pregunto, ¿quieres venir a vivir conmigo amor? Espero que me digas que sí, ya deseo abrazarte y darte un beso eterno. Te amo, Fernando. Me puse a llorar y respondí: Llévame contigo, no importa dónde vayas. Me arrepentí apenas lo envié. No era cierto. No quería irme al otro lado del mundo y dejar abandonado todo mi mundo. Tampoco era que tuviera alguna responsabilidad grande

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que me impidiera partir, pero éste era mi hogar y no quería marcharme por seguir a Fernando. “¿No se supone que por amor uno es capaz de hacerlo todo?”, me pregunté. Ahí fue cuando cuestioné lo nuestro, empezando por preguntarme cuánto de nuestra relación era amor y cuánto costumbre. Busqué un abrigo, pues ya era otoño y hacía frío en las tardes, y salí rumbo al parque. Quería tomar aire, mirar las hojas caer de los árboles y calmar mis pensamientos. Caminé a paso doble buscando aumentar mi temperatura. Llegué y me senté en una banca solitaria donde nadie podría molestarme. Me puse a dibujar a un perro que estaba jugueteando con una pelota a unos metros de

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distancia. Más allá vi a una mujer con un bebé que lloraba. Siempre había pensado que los bebés no eran cosa mía, no obstante algo de la escena me hizo pensar en tener hijos, un perro y venir a jugar con ellos al parque. Tomé la libreta y quise escribir sobre la idea de tener una familia, sobre la maternidad y las mascotas, sobre seguir el curso aparentemente natural de las cosas. Sin embargo, de mi lápiz salió:

No sé Quién soy hoy Ni hacia dónde voy Sólo sé que ya no quiero Saber

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“Qué lindo...”, escuché que me decía una voz, a estas alturas, familiar. Era Daniel que leía por encima de mi hombro lo que escribía. Cerré rápidamente la libreta y la guardé en mi bolso. Sentí un tanto invadida mi privacidad, pero mentiría si dijera que no me alegró verlo. “Gracias”, respondí de forma amable. “¿Siempre escribes?”, me preguntó con la curiosidad de un niño. “No, a veces se me ocurren cosas y ya, pero no lo hago de forma constante. ¿Qué cuentas?”, pregunté cambiando de tema. Se sentó a mi lado, muy cerca mío. Me hacía sentir extrañamente cómoda con su exceso de confianza. “Yo también estaba escribiendo, mira”, me dijo mientras me pasaba un cuaderno con hojas cuadriculadas.

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De mi cuerpo no me sentía dueño Ella rozaba mi torso con su lengua Mientras yo flotaba en una nube Acariciando su desnudez Extasiado pedía por más, más amor Lentamente se fue convirtiendo en serpiente y sentía sus suaves escamas rozar mi piel morena Me abrazaba lentamente con sexys contoneos Me estimulaba con cada movimiento No creí poder aguantar más la excitación Y entre gemidos desperté de ese sueño Era una caligrafía temblorosa, algo desordenada, pero legible. “Qué sexy…”, pensé en voz alta. “Escribes muy bien, ¿podrías enseñarme cómo lo haces?”, agregué. No sé por qué le pedí aquello, las palabras salieron impulsivamente de mi boca

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y no pude detenerme hasta que la frase estaba completa. “Se me ocurre una idea, ¿tu teléfono móvil tiene internet?”, me preguntó. Asentí con la cabeza, tratando de entender qué estaba maquinando. “Bueno, vamos a hacer lo siguiente: nos enviaremos algún texto o frase todos los días. Luego nos juntaremos acá todos los sábados como a las 6 de la tarde y los comentaremos. ¿Te parece una buena idea?”, me dijo entusiasmado esperando alguna reacción mía. “Sí, creo…”, dije dubitativa. Tomó mi celular, tecleó algunas cosas y me lo devolvió. “Ya tienes mi número, escríbeme cuando quieras. Me tengo que ir, me esperan

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para celebrar el cumpleaños de mi hermana menor”, me dijo mientras se levantaba de la banca y partía. Miré entre los contactos y había uno nuevo: “Daniel Martínez”. Y en el espacio donde se introduce la empresa anotó “Banca del Parque”. Sonreí e inconscientemente mordí mi labio inferior. El deseo de escribirle algo se hizo inmediato, pero no sabía qué decirle. Luego de dar muchas vueltas, finalmente le escribí: Te desconozco. No sé quién eres. Me cuesta entenderte. Pero quiero hacerlo, tengo intenciones de lograrlo.

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En un par de minutos, tenía una respuesta en mi móvil: Quiero sentir el sabor de tus labios en mi boca… No dejo de pensar en ello. Sí, yo también me preguntaba cómo serían sus besos. Pero no me podía olvidar de la presencia de Fernando en mi vida. Probablemente me iría con él a Australia, formaríamos una familia y todas esas cosas. Tenía que ser una mujer seria, ese era el plan, no podía desviarme por un affaire. Decidí olvidarme de Daniel por un momento. Guardé mi celular en el bolsillo de mi abrigo y tomé la libreta dorada.

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Sentí la necesidad urgente de escribir algo lindo para mi novio:

Eres el culpable de mis mejores insomnios, de las más deliciosas cursilerías, del amor que me eleva. Eres la razón por la que no puedo evitar suspirar y el motivo por el que las mariposas se adueñaron de mi estómago. Eres el condimento especial, la planta exótica, el tesoro invaluable, el aroma indescifrable, la textura placentera. Eres mi compañero, mi maestro y mi alumno. Eres tú, simplemente tú. Me sentía cínica escribiéndole. No estaba segura de nada, lo quería muchísimo, pero a veces pensaba que sólo era rutina. Además estaba Daniel, a pesar de haberlo visto un par

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de veces me atraía tanto que temía dejarme llevar por mis hormonas y echarlo a perder todo. Caminé hacia mi casa y llegué a encender mi computador. Había un correo de respuesta de Fernando. Decía: “Okey, te daré más señales cuando sepa realmente qué va a suceder. Un beso”. Me dio rabia leerlo, yo me sentía triste y apenada por la distancia, algo culpable por lo de Daniel y él vivía todo tranquilo, como si nada. Su mail era un memo, como los que les escribía a su secretaría o a algún compañero de oficina. Enojada escribí un borrador con mi respuesta: Hoy tengo tantas preguntas en mi mente que me cuesta

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procesarlas. Es difícil intentar desvanecerlas, aunque sea por un rato; ni siquiera tratar de resolverlas, porque sé que eso es imposible. Iba a enviarlo, pero decidí esperar. Lo más prudente sería respirar y enfriar mi cabeza. Fui al baño y mojé mi rostro. Encendí el televisor e hice zapping por distintos canales. Nada interesante que ver. Me detuve en una serie policial de esas en que el espectador sabe quién es el asesino antes que los protagonistas de la historia. Aburrida volví al computador con la finalidad de escuchar algo de música y mirar las novedades de mis amigos en las redes

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sociales. En una pestaña del navegador seguía abierto el borrador del mail que había escrito un par de horas atrás. Finalmente, cuando decidí enviarlo agregué: “No me quiero ir a Australia, es todo lo que sé. ¿Tendremos una solución? Espero que sí”. Me largué a llorar, sentía que estábamos en un momento en el que no habría vuelta atrás. De pronto, unas fotografías en Facebook me darían aún mayor razón. Miraba mi muro y Carlos, amigo y colega de Fernando, había subido unas fotos de una fiesta que tuvieron en la oficina en Australia. En muchas de ellas aparecía mi pareja muy abrazado y cariñoso con una chica de unos 25 años, de piel clara, ojos color miel y pelo castaño. Fue inevitable sentir celos y no fue agradable.

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Enojada, apagué el computador, tomé mi celular y con lágrimas en los ojos le escribí a Daniel: Bésame hasta que tus labios curen todas mis heridas. A los pocos minutos me llegó una respuesta: Te voy a besar de tal forma que no encontrarás un nombre para lo que vamos a sentir… Preferí no responder...

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IV “¡Terminé con la cuenta Errázuriz! Creo que hoy debemos emborracharnos”, le escribí por Whatsapp a Francisca con ganas de que mi amiga se sumara a mis deseos de pasar un buen rato. “10-4, en cuarenta minutos estoy en tu casa”, me respondió. Comencé a ordenar un poco el living y a preparar algo para picar. Galletitas saladas, snacks varios, nachos, salsas y guacamole. Para beber, como siempre, vino espumante. Añadí también, y sólo por si acaso, una botella de vodka y un jugo de naranja. “Mejor estar listas en caso de necesidad antes que salir en la mitad de la noche a comprar”, pensé.

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Francisca llegó pasadas las 10 de la noche. Venía con ganas de emborracharse pues había llegado un jefe nuevo a su trabajo, que se dedicaba todo el día a pedirle reportes. “Es un idiota”, dijo con tono molesto. Segundos después agregó coqueta: “de igual forma, es simpático y guapo. Ya sabes, tal como me gustan a mí” y se rió a carcajadas. Se llamaba Paolo, tenía 32 años y era sexy hasta más no poder. Según lo que me contó la Fran, varias habían caído enamoradas de su fuerte personalidad y belleza, cualidades que derretían hasta a la mujer más fría. Conversamos de la vida, del trabajo, del clima, de los planes que tenemos a futuro, de las ganas de ir de viaje a algún lugar exótico. Me

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contó que estaba saliendo con un chico que conoció en un bar, pero que había algo en él que le causaba desconfianza. “Es demasiado preocupado, en exceso. Siento que me ahoga y no le creo nada, pareciera que actúa en el papel de príncipe todo el tiempo”, me dijo Francisca suspirando de forma aburrida. “No hay caso, a ti no hay quién te convenza”, le dije riéndome de ella. “¿Y Fernando?”, me preguntó sabiendo que metía el dedo en la llaga. “En Australia”, le contesté haciéndome la tonta. “No me digas”, contestó sarcástica. “Ya, hablando en serio ¿qué pasa con eso?”, me habló con tono de funeral. “Le dije que no me quiero ir a vivir a Australia y de ahí no supe más de él”, dije sin mucho ánimo. “No sé si somos, si ya fuimos o

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si estamos en stand by”, agregué. No me preguntó más, entendió que no era mi tema favorito, seguimos bebiendo y pusimos en el computador “¿Conoces a Joe Black?” para verla por enésima vez. “¿Cuál será la probabilidad de conocer a alguien en una cafetería y que ambos se enamoren a primera vista?”, me preguntó Francisca al comienzo de la trama. Inevitablemente pensé en Daniel. No estaba enamorada de él, pero dentro de mi experiencia era lo más cercano a un flechazo a primera vista. “No sé…las mismas probabilidades de que te caiga un rayo”, le contesté despreocupada y un tanto borracha.

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Mientras veíamos la película, tomé disimuladamente mi celular y le escribí a Daniel: Quiero beber una copa de vino contigo, sentados en la alfombra y con la chimenea entregándonos luz. Quiero que nos acerquemos y que el deseo de besarnos se haga presente al punto de no saber qué me embriaga más: el licor o tu sabor. Treinta minutos más tarde me contestó: “Voy camino a tu casa”. Pegué un salto que asustó a Francisca, que estaba mitad borracha y mitad dormida por lo que no atinó a nada. Me fui a la cocina y apresuradamente respondí:

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NO, sólo estoy siguiendo con el trato que teníamos. Se me ocurrió esa frase viendo una película y te la envié, nada más. Mi corazón acelerado temía que en cualquier momento sonara el timbre. Daniel no contestó y eso me tenía aún más preocupada. Al rato me llegó un mensaje que decía: Dame el calor de tu cuerpo. Entrégame el sabor de tus besos. Endulzame con tus letras. Intoxícame de ti. Hazme sentir que voy al cielo sin temer a pasar por el infierno.

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Tenía muchas ganas de contestar, pero estaba tan borracha que sentía que en cualquier momento caería en el suelo de la cocina y me quedaría dormida en el frío de la cerámica. Sin embargo, tomé el último impulso y mientras caminaba rumbo a mi cama le escribí: Busco en el fondo de botellas vacías el mapa para llegar al tesoro: tu corazón. “Muy ad hoc”, pensé totalmente borracha antes de caer dormida al lado de Francisca, quien roncaba como si estuviese en el quinto sueño.

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V Al día siguiente despertamos por culpa de un pájaro al que se le ocurrió cantar posado en el árbol que está en el jardín de mi casa. “¡Pájaro de mierda!”, gritó la Fran en un intento de espantarlo. Lo único que logró fue hacer que el dolor de mi cabeza se hiciera más intenso. No podía moverme, ni abrir los ojos y juré como todo borracho que nunca más volvería a tomar, que la próxima vez contaría los vasos, que me faltó comer un poco más. Sólo deseaba que alguien me trajera un gran vaso con agua y una aspirina. O tal vez dos. Fran se levantó y se despidió pues tenía que ir a almorzar con sus padres. Yo por mi parte me di una ducha y cuando salí de ella recordé

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los mensajes que había intercambiado con Daniel. Revisé mi celular y tenía un mensaje que decía: “te invito a almorzar para pasar la resaca. Nos vemos en tu restaurante favorito”. Fue un agrado leer un mensaje que contenía algo de empatía frente a lo pésimo que me sentía, pero de inmediato pensé “¿Cómo mierda sabe cuál es mi restaurante favorito?”. Intenté recordar si lo había nombrado en alguna de nuestras conversaciones, pero el alcohol había matado casi todas las neuronas encargadas de mi memoria. Dejé de pensar y busqué algo lindo que ponerme. Me miré al espejo e intenté ocultar el desastre que dejó el alcohol en mi rostro. “Bueno, el maquillaje ayuda pero no hace milagros”, pensé resignada e irónica. Me puse

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una blusa celeste medio hippie con jeans y me hice una trenza hacia el costado derecho. “Me encanta mi pelo largo”, pensé mientras peinaba mi cabellera rubia. Salí rumbo a mi restaurante favorito sin saber si Daniel estaría ahí o no. Llegué y en la mesa del fondo, al lado de un macetero de geranios rosados, estaba sentado él. Lucía más guapo que de costumbre y me sonrió de forma amable. Siguió con su mirada mi caminar y cuando estaba cerca de la mesa se paró para recoger la silla por mí. Llegó el mesero y nos entregó una carta de menú a cada uno. De inmediato comencé a pensar en alguna comida ligera, no quería salir corriendo al baño en medio de nuestra cita.

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Decidí que comería un trozo de pollo a las finas hierbas con puré de papas y para beber una rica limonada con menta. Él optó por unos ravioles con salsa tres quesos y un jugo de frambuesa. Disfrutamos la comida entre risas, coqueteos, anécdotas y algunos silencios que lo eran todo menos incómodos. Daniel tenía una forma de ser muy simpática, caía bien y reír con él era fácil. Se le ocurrían locuras de un momento a otro y eso lo hacía un hombre muy interesante. Podíamos estar hablando del hambre en África y de pronto cambiaba el tema de conversación, no sé cómo, y nos poníamos a charlar de lo tediosa que era la función de teatro de moda.

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Terminábamos de comer cuando el mesero nos preguntó si queríamos postre. No alcancé a decir palabra alguna cuando Daniel respondió con un amable “No, gracias”, dirigiéndome luego una mirada y un coqueto “el postre lo comeremos en otra parte”. Sonreí y mordí mi labio inconscientemente. Luego de unos segundos agregó: “quiero que conozcas un lugar muy especial para mí”. Salimos del restaurante y empezamos a caminar hacia la costanera. Llegamos a una heladería pequeña, que nunca antes había oído nombrar. “Sabores del cielo” decía en el letrero de la entrada. “Este es un negocio familiar, lo heredé cuando murió mi padre el año pasado”, me dijo Daniel adivinando mis preguntas.

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“¿Quieres un helado?”, me ofreció y fue a saludar al personal que trabajaba en el lugar. “¿De cuáles vas a querer?”, insistió. Miré el mostrador y las mezclas de sabores eran muy llamativas. Elegí “Chirimoya con canela” y “Chocolate-jengibre”. Él pidió una doble porción de helado de vainilla. “Me gusta lo clásico”, dijo con un tono juguetón al ver mi cara de sorpresa. Mientras nos tomábamos el helado paseamos por la costanera, nos acompañaba un tímido sol que aparecía entre las nubes y entibiaba nuestro caminar. De pronto se detuvo en una banca y me invitó a sentar. “Es agradable pasar el tiempo contigo Catalina, me alegras el día, gracias por aceptar mi invitación”, me dijo mientras sonreía. Se puso serio y agregó:

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“no cualquier mujer sale de su cama con resaca para comer con un tipo que recién está conociendo”. Me sentí avergonzada, pero no iba a dejar que ganara: “bueno, no todos los días uno conoce a alguien tan insistente”, le dije con tono sepultural. Nos miramos con seriedad por unos segundos y nos largamos a reír. No sé cómo sucedió pero en un instante sentí a nuestros labios acercarse y sin darnos cuenta nos besamos. Sus labios sabían a vainilla y en un suspiro cerré los ojos. No sé cuánto tiempo estuvimos besándonos, poco importaba pues fue como si el tiempo se hubiese detenido y todo a nuestro alrededor se hubiera convertido en una película en cámara lenta. Sus manos acariciaban mi espalda y yo tocaba

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suavemente su cuello. Apretó sus brazos contra mi cintura queriendo retenerme y surgía cada vez más pasión entre nosotros. Un mordisco en mi labio inferior y una risa suave se convirtieron en una pausa breve, seguidos por un tierno juego nariz con nariz. No me quería soltar y yo no quería alejarme de él, era un momento simplemente perfecto. Podía sentir la brisa de su respiración y el latir cada vez más fuerte de mi corazón. Metí mi cabeza en el huequito que se formaba entre su cuello y sus hombros e inhalé su aroma. Él acariciaba suavemente mi cabeza mientras me abrazaba y pasamos así un buen rato. Entre besos, caricias, palabras dulces y otros cariños se nos hizo de noche.

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Camino a casa conversamos de todo hasta que me comentó, en un tono serio, lo mucho que le habían gustado las frases que le había enviado. “Deberías escribirlas en algún lugar especial...”, me dijo mientras sacaba un paquete y me lo pasaba. Y con una sonrisa agregó: “...tal vez esto te pueda ayudar”. Tomé el papel de regalo y lo rasgué igual que un niño en Navidad con los ojos expectantes y la ansiedad de saber qué contenía en su interior. Era una libreta de tamaño pequeño, con forma de corazón, de tapa roja y papel blanco. En la primera hoja traía una dedicatoria escrita con tinta: “Un corazón para que le dediques cada letra de tu sangre. Para que le des vida a nuestra historia”.

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Lo miré y no pude hacer más que abrazarlo y besarlo. “Gracias, me encantó”, le dije sinceramente. Me sostuvo fuerte mientras metía su nariz entremedio de mi pelo. Nos quedamos así algunos segundos. Luego me dio un largo beso de despedida y se marchó caminando lentamente por la calle. Cuando su silueta desapareció ingresé a mi casa y busqué rápidamente un lápiz. Tomé la libreta que me había regalado y escribí:

Tus abrazos están dentro de las mejores cosas que existen en la Tierra. Aunque tus besos… Tus besos son de otro planeta. Me sentía feliz, no podía sacar la sonrisa de mi cara y parecía que caminaba sobre nubes. Tuve la necesidad de bailar y cantar a la vez.

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Encendí mi computador, encontré algunas canciones de Ricky Martín y subí un poco el volumen. Pensé en revisar mi correo por si había algo importante del trabajo y al ver la bandeja de entrada quedé paralizada. Tenía un correo de Fernando. En ese momento me acordé de su existencia y el hecho que, aunque estuviera lejos, lo había engañado. En su mail hablaba de lo mucho que me extrañaba, que estaba intentando acortar el plazo de su estadía en Australia, que quería volver pronto a casa y que ya no le parecía tan loca la idea de casarnos. Habíamos conversado mucho sobre ese tema y él solía decir que no creía en el matrimonio. Yo siempre había querido una ceremonia bonita para coronar nuestro amor ante el mundo.

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Entre tantas discusiones al respecto llegamos a un mutuo acuerdo: vivir juntos. No quise pensar mucho en el tema, pues la culpa no era un sentimiento agradable. Preferí distraerme viendo una película y luego caí rendida en la cama. No era momento para tomar ninguna decisión.

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VI Llevaba un mes saliendo con Daniel y todo marchaba muy bien. Teníamos citas frecuentes, generalmente no pasaban más de dos días sin vernos y nos escribíamos a diario. Era algo muy natural, simple, sin grandes pretensiones. O al menos así lo fue en un inicio. Me sentía una adolescente, me la pasaba cantando todo el día y quería hacer muchas cosas en poco tiempo. Con Fernando las cosas no marchaban bien. Discutíamos cada día más y la distancia no ayudaba al momento de querer solucionar los problemas. Una noche conversábamos y sin previo aviso me confesó que llevaba un mes engañándome y que creía que lo mejor era

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que cada uno hiciera su vida por separado mientras él estuviese fuera. Sentí la necesidad de ser honesta y contarle que yo también estaba viendo a alguien, pero quise mantener a Daniel como un secreto, como mi mágico secreto. Con todo esto, empecé a escribir cada vez más. Tal vez como una forma de inmortalizar ese sentimiento juvenil que apretaba mi estómago y me hacía sonreír constantemente. A pesar de que no era un diario de vida ponía la fecha en cada texto o verso nuevo que surgía. Un día, después de una cena hermosa con Daniel, llegué a casa con una sensación de plenitud, un deseo en exceso, y escribí:

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Devélame de todas las formas posibles. Encuentra los secretos que se esconden en mis lunares. Versa las palabras que mi boca no pronuncia. Descubre el sabor de mis cicatrices. Siente los relieves de mis diferentes texturas. Explora mi universo y mis constelaciones. Cada vez me era más fácil olvidarme de Fernando, cada vez tenía más sentimientos por Daniel. Estaba recordando los bellos días que estaba viviendo cuando de pronto sonó mi teléfono. Era Francisca que balbuceando entre llantos me pedía que fuera a su casa a verla. Tomé mi bolso, un abrigo y salí a la calle a tomar un taxi. Llegué al hogar de mi amiga que estaba en pijama y tenía los ojos rojos, evidentemente había llorado.

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Lo que vino después fue una sorpresa. Tras varias lágrimas la Fran logró contarme que estaba embarazada del chico con el que salía y que al contarle la había dejado. Ahora esperaba un bebé, estaba sola y se sentía culpable pues tenía poco más de un mes de gestación y no había tomado ninguno de los cuidados iniciales. Yo estaba sin palabras, no sabía qué decirle ni cómo darle ánimos, así que me limité a abrazarla y ofrecer mi apoyo incondicional. Esa noche me quedé a dormir con ella, le preparé algo para comer, vimos televisión hasta que se calmó y cayó rendida en su cama. Yo, por mi parte, tenía un nudo en el estómago, una sensación mezclada: si bien no era la mejor forma de traer un bebé al mundo

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creo que es una bendición poder ser madre. Cada día crecía más mi instinto maternal, cosa que antes yo negaba con ahínco. Por mi mente pasaba la idea de que, a pesar de estar entre dos hombres, realmente estaba sola y no tenía con quién proyectarme. Al día siguiente, después de almorzar, me fui de la casa de la Fran y pasé a Sabores del cielo, la heladería de Daniel, por un cono doble de menta y chocolate. Me senté en la banca donde nos dimos el primer beso. Miré hacia el horizonte y vi cómo un lindo zorzal comía los frutos maduros que habían caído de un arbusto cuyo nombre no sé. Corría una brisa leve, sentía al tímido sol calentar mi cuerpo e inevitablemente vino a mí el deseo de que algo más que el viento rozara mi piel.

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Ni que hubiese pedido un deseo a una estrella fugaz, Daniel apareció minutos después. Iba rumbo a la heladería y me vio desde lejos. “Hola bonita”, me dijo con esa sonrisa hermosa que me traía prendada. “Hola lindo”, le dije con un gesto coqueto, de esos que sólo me parecían normales cuando tenía 15 años. Me dio un beso tierno y se sentó a mi lado. Estuvimos así, abrazados en la banca, sin hablar por mucho rato. Me sentía segura en sus brazos, su pecho cómodo era el lugar ideal para acurrucarse y su aroma, ¡cómo me embriagaba su aroma! Ese atardecer me pareció perfecto. Pasados unos minutos me dijo: “te veo melancólica, ¿sucede algo?”. Me alejé de sus brazos y lo miré a los ojos. Luego de un

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momento de silencio le dije: “Nada, sólo que estoy muy feliz de estar contigo”, dejando de lado por un rato todas mis dudas. Me respondió con un beso largo e intenso. No había nada más que pensar...

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VII Caminamos rumbo a mi casa. Íbamos lento, nos deteníamos bajo algún farol con la excusa de un beso, y en cada semáforo nos tomábamos el tiempo para darnos un abrazo, decirnos algo bello, simplemente estar juntos. En la última esquina antes de llegar a mi casa, y cuando el semáforo nos daba luz verde, Daniel me tomó de la mano y me retuvo a su lado. - Dame un beso -dijo con tono firme. - ¿Dónde lo quieres? -respondí juguetona. - Aquí -pronunció mientras señalaba cerca de su boca.

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Me acerqué lentamente y besé la comisura derecha de su boca. Acto seguido pasé mi lengua por sus labios mientras Daniel sonreía por mi actitud. Nos quedamos cerca y compartimos una respiración nerviosa y acelerada. Me miraba mientras yo recorría con mis dedos su cuello y sus hombros, hasta perdernos en un beso de deseo eterno. Llegamos a mi casa y le pedí que me esperara un momento. Entré al dormitorio a borrar todo rastro de Fernando. No era mucho, pues teníamos clósets y baños separados, pero de todas formas quise evitar cualquier detalle inesperado. Una vez lista volví al living donde Daniel estaba escribiendo en su celular.

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- ¿Qué haces, lindo? -le pregunté mientras lo abrazaba por atrás y besaba su cuello. - Miraba un correo del trabajo -contestó con un tono aburrido. - Tan serio que es Señor Martínez -le dije en un tono burlesco. Se rió y enseguida me tomó entre sus brazos y me alzó. Yo me aferré a él mientras cruzaba mis piernas rodeando su cintura. Me llevó al dormitorio y se tiró conmigo a la cama. Solté una pequeña risa nerviosa. Daniel se detuvo a observarme por un momento y luego me dio una mirada dudosa, como buscando aprobación de mi parte. Yo sólo atiné a rodear su cuello con mis brazos mientras un beso lo iniciaba todo.

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Poco a poco fuimos desprendiéndonos de nuestra ropa y acariciándonos hasta el alma. Nos enredábamos entre las sábanas mientras la desnudez se nos hacía cada vez más cómoda, listos para querernos, sentirnos y amarnos. Su corazón latía como caballo desbocado, tanto así que por un segundo temí; nuestra respiración se aceleraba y sincronizaba. Sus besos, no sé cómo describirlos, pero era como si me llenaran de vida. Su tacto tenía una energía especial, como si sus manos estuviesen hechas de un terciopelo cálido y magnético. Delicada y suavemente nos fuimos haciendo uno: un cuerpo, un gemido, un orgasmo, una obra de arte.

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“Quiero que hagamos el amor toda la noche, Catalina”, fue lo último que escuché antes de perder toda cordura entre sus brazos.

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VIII Desperté con la luz del sol rozando mi cara. Miré hacia el otro lado de la cama y Daniel no estaba. Me incorporé lentamente y lo vi sentado en el borde del colchón mientras miraba las noticias. Gatié hasta donde estaba, me senté detrás de él y lo abracé por la espalda. Le besé la mejilla y con mis piernas comencé a rodear su cintura. Apoyé mi cabeza en su espalda. Él me acariciaba suavemente los muslos y con su dedo índice jugaba a hacerme cosquillas en los pies. - Buenos días -dije minutos después. - Excelente inicio del día a tu lado, preciosa -me dijo y besó mi mano. - ¿Quieres que prepare el desayuno? -le

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pregunté muriendo de hambre. - Sí, es una buena idea, pero lo haremos juntos… Si me dejas, quiero cocinar contigo -me dijo con un toque romántico. - Siempre y cuando no quemes la cocina -bromeé. Nos pusimos algo de ropa y partimos a la cocina. Encendí el hervidor de agua y exprimí el jugo de algunas naranjas. Daniel por su parte, preparó café, tostó unos panes e hizo huevos revueltos. Una vez todo listo llevamos las cosas a la terraza y tomamos desayuno disfrutando de unos suaves rayos de sol. Luego de comer, Daniel propuso que nos quedáramos todo el día en la cama, viendo películas y holgazaneando. Me pareció un

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excelente plan considerando que no tenía mucho trabajo y que era maravillosa la idea de pasar una jornada romántica juntos. Primero vimos “500 días con ella” a petición mía. A diferencia de lo que esperaba, Daniel encontró interesante la historia, aunque algo cursi, y aprovechó el momento para criticar la tonta costumbre de enviar tarjetas con frases repetidas en vez de escribir algo desde el corazón. - Si lo piensas… el lenguaje es una de las cosas más lindas que tenemos. El español tiene ¿cuántas? ¿250 mil, 300 mil palabras? ¿Por qué no usarlas para expresar lo que sentimos en lugar de comprar algo que escribió una persona pensando quizás en

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qué? Tal vez te encuentras con una frase que dice algo así como “quiero sentir tu dulce sabor en mis labios” y en realidad al escribirlo esa persona pensaba en una dona o un chocolate -dijo soltando una risa al final. Me reí, no pude evitarlo… - Sí, tienes razón -le dije -esas tarjetas suelen ser impersonales pero no todas las personas tienen la habilidad que tú tienes para expresarte. A veces por miedo a quedar en ridículo o hacer mal las cosas la gente tiende a buscar algo seguro, una solución basada en fórmulas infalibles -concluí.

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- ¿Sabes? Por eso me gustas… -me dijo en un tono tranquilo- ...intentas ver el lado amable a todas las cosas. Eres una mujer genial, Catalina- me sonrío. Me acerqué, le di un beso y le dije “es tu turno de elegir la película”. “Mmmmm… me parece perfecto, pero antes debo hacer un llamado… ¿Me das unos minutos?”, me pidió mientras acariciaba mi pelo. “Claro, no hay problema”, sonreí. Tomó su teléfono y salió a la terraza. Yo me quedé en la cama y tuve un pequeño flashback de las cosas que habían sucedido en la noche. Miré hacia el velador y encima estaba la libreta roja.

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La tomé y escribí:

Lo de nosotros no se limita a química. Estuvo presente la física, cada vez que sentíamos esas placenteras descargas eléctricas. Y geometría, al recorrer las curvas de nuestros cuerpos. Arte, al escribir versos de pasión y moldear -cual greda- nuestros cuerpos con las manos. También hubo geografía al rozar piel con piel, explorando nuevos territorios, pensando que no existen las fronteras. Y así, obtuvimos todos los grados académicos del mundo, descubriéndonos, amándonos, incitándonos…

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Terminaba de escribir en el momento en que llegó Daniel. - ¿Qué haces? -me preguntó intrigado. - Escribía algo… -respondí guardando la libreta en el cajón de la mesita. - ¿Estabas haciendo evaluación de mi comportamiento hasta hoy? -me dijo riendo. - Pues fíjate que sí… -aproveché para seguir su broma -es una libreta de puntos positivos y negativos -mi cara no podía ser más seria. - ¿De verdad? -me preguntó intrigado¿y cuántos puntos tengo? ¿Tengo más positivos que negativos, verdad? -insistió. - Creo que eso es un secreto, pero en tu conciencia deberías tenerlo claro ¿no? -mi

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tono de burla era evidente. - Tengo muchos puntos positivos y si tengo alguno negativo no es mi culpa -su cara de niño enojado me enterneció. - Tienes más positivos que negativos -le dije y lo besé profundamente. Almorzamos antes de ver la segunda película. Daniel había preparado spaguetti con salsa boloñesa y queso parmesano. Abrimos una botella de vino para acompañar la comida y luego de ello nos acomodamos en el living para seguir nuestro día de holgazaneo. Llegada la noche Daniel tuvo que partir. Me despedí de él en la puerta con un inocente beso en la mejilla. Fui a la cocina y me serví otra copa de vino. Busqué mis cigarrillos y

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salí a la terraza a pensar y tomar un tiempo de relajo. En un momento miré hacia la luna y sentí la necesidad imperiosa de escribir. Como mis libretas estaban adentro tomé el celular y en las notas escribí: El cielo está estrellado y yo no dejo de pensar en las pecas de tu espalda… Una vez que entré a la casa me dirigí a la mesa de noche y lo escribí en la libreta roja. Me dio curiosidad ver qué cosas había escrito durante todo este tiempo y grande fue mi sorpresa al darme cuenta que en la última hoja había algo escrito. Claramente no era mi letra y decía:

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Un abrazo con el calor de las estrellas, un beso con sabor a vía láctea. El universo completo para inventar nuevas caricias, para amarnos de todas las formas posibles Junto al texto, una postdata:

Catalina, aproveché un momento de distracción para ver si era cierto lo de los puntos… Jajajajaja, bromeo. Sólo quise dejar un poco de mí en la libreta, como modo de agradecimiento por el lindo día que pasamos juntos. Te amo. Daniel Me invadió una sensación de bienestar y felicidad inconmensurables. Realmente estaba enamorada, amaba a Daniel y quería que mis días con él fuesen para siempre.

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IX Recuerdo perfecto el día que decidí preguntarle a Daniel si le gustaría vivir conmigo en la casa. Habían pasado unas semanas desde mi última conversación con Fernando y ya estábamos de acuerdo en que lo nuestro no tenía rumbo. Sus cosas lo esperaban en la bodega, por lo que me sentí con la libertad de dar rienda suelta a mi amor. Daniel llegó un día viernes con una maleta pequeña. Llegamos al acuerdo de ir lentamente, para ver cómo nos adaptábamos. Además, él no podía abandonar del todo su actual casa, pues vivía con su hermana que sufría de una severa enfermedad.

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Mi bienvenida fue de lo más cursi: una botella de vino, unos patés y galletitas saladas. Todo en una canasta con una tarjeta que traía el siguiente mensaje:

Tengo montañas de amor para darte. Cerros de momentos alegres para compartir. Y una que otra piedra triste para que nunca olvidemos que somos parte de un mundo imperfecto. Por su parte, Daniel traía de regalo un tanto peculiar: una cámara fotográfica instantánea marca Polaroid. “Quiero tener muchas imágenes de nosotros dos”, dijo entusiasmado cuando hice las preguntas de rigor. Tomó el artefacto y me abrazó. “Sonríe”, susurró en mi oído, provocando una leve cosquilla

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en mi cuello. Minutos después una preciosa fotografía salía desde la máquina. Ese día ordenamos y organizamos toda la casa, un espacio en el refrigerador para sus alimentos favoritos; otro en la despensa para la variada cantidad de golosinas, chocolates y snacks que solía comprar en el supermercado; espacio en el clóset para su ropa y en el tocador del baño para poner sus artículos de aseo. Además, hicimos algunos cambios estéticos: compramos un nuevo sofá que incluía una mesita y un lugar para las latas de refresco; cambiamos el edredón blanco de la cama por uno de muchos colores y adquirimos en la Feria de Antigüedades una repisa pequeña

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para nuestra creciente colección de libros y revistas. Llegada la noche, Daniel cayó rendido en la cama mientras yo veía algo de televisión. Le hacía cariño en el pelo cuando noté que roncaba un poco. Me pareció una escena muy tierna y no pude evitar sonreír. Volví mi cabeza hacia la mesa de noche y vi la libreta roja. La tomé junto con una pluma y escribí:

Mientras dormimos te obser vo. Me gusta ver cómo descansas y sonríes mientras sueñas. Te doy un beso en el cuello y susurro un suave “te amo” en tu oído. Sólo puedo pensar en dos palabras: felicidad y amor.

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X La vida con Daniel no podía ser más fácil y entretenida. Constantemente planeábamos paseos, picnics en el parque, viajes a la playa, noches de películas y panoramas de todo tipo. Nos gustaba principalmente cocinar juntos, mezclando texturas, potenciando sabores y convirtiendo la hora de la cena en una competencia tipo Top Chef o Masterchef. Su especialidad eran los postres, la mía los guisos y salsas para pasta. También gozábamos de días enteros metidos en la cama. Como un jueves de julio, en que el cielo estaba lleno de nubes oscuras que se iluminaban de vez en cuando por los relámpagos. Teníamos planes de ir a una

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obra de teatro, pero la lluvia y el frío nos hizo optar por una película en cama. O un lunes de agosto en que fuimos a comprar fruta al mercado e hicimos nuestras propias recetas de helados caseros, ayudados por una máquina pequeña que Daniel había traído desde su heladería. Ya en septiembre, yo tenía que ir a un seminario de Arquitectura en Buenos Aires. Era un viaje de una semana, y dentro de mis planes estaba comprar unos libros y juntarme con Luisa, una chica que conocí en el seminario anterior que se realizó en Lima. Teníamos deseos de recorrer la zona del Palermo chico, conocido como “el París porteño”.

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Daniel me fue a dejar al aeropuerto, estaba muy triste que me fuera pues esa misma semana era el cumpleaños de su madre, festividad que quería aprovechar para presentarme a su familia. “En otra ocasión será, cariño”, le dije condescendiente, tratando de subir su ánimo. “Es que mi mamá no hace otra cosa que preguntarme sobre ti, y yo no aguanto las ganas de mostrarle a mi familia la hermosa mujer que está a mi lado”, me dijo con tono infantil. Un beso de despedida, un abrazo y un te amo sinceros fueron los protagonistas antes de abordar el avión. Ya dentro de la cabina me puse a leer un libro que Daniel me regaló

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días antes. Se llama “Vida y destino”, no había escuchado hablar de él, pero parecía prometedor. “Buenas tardes, les habla el capitán Jorge Valdés, bienvenidos al vuelo JK1200, con destino a la ciudad de Buenos Aires…” el piloto comenzó a dar las instrucciones clásicas antes del despegue. En el intertanto tomé mi celular para apagarlo y vi un mensaje de Daniel que decía “ya te extraño, hermosa. Pásalo muy bien y aprovecha tu viaje. Te amo”. Iba a responderle cuando la azafata , seria, me dijo que debía apagar mi móvil.

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XI Llegué a Buenos Aires y en el aeropuerto lo primero que hice fue encender mi teléfono. “Yo también te extraño. Prometo que me divertiré mucho, tú haz lo mismo. No te pases todo el día trabajando. Te amo”, le respondí. No recibí respuesta en los primeros tres días del viaje. Asumí que Daniel quería darme espacio y libertad para aprovechar al máximo la experiencia. Por una parte, agradecí ese gesto de entrega tan lindo; pero por otra, cierta incertidumbre me empezó a invadir. “Debe ser que estoy acostumbrada a que me hable en todo momento”, pensé sin querer darle demasiada importancia.

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Ya al cuarto día, se me ocurrió que tal vez mi primer mensaje no había llegado por culpa del roaming o una falla en la señal. Le envié otro texto que decía: “Mi alma por ti se ha convertido en miel.” Luego de tres días más estaba en el aeropuerto lista para volver luego de un viaje realmente encantador y Daniel aún no contestaba mis mensajes. No había tenido ninguna novedad de él y eso era muy extraño. Sentada en la sala de espera, se me ocurrió que tal vez estuvo muy ocupado con asuntos del trabajo o que mis mensajes nunca llegaron a destino. Sin embargo, mi preocupación aumentaba proporcionalmente al paso de las horas.

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Una vez el avión aterrizó en casa, encendí mi móvil e intenté llamarlo. Su celular me enviaba de inmediato al buzón de voz y la sensación de que algo malo estaba sucediendo me carcomía el pensamiento. Por más que pensaba no entendía por qué no quería comunicarse conmigo. Llegué a casa y todas sus cosas seguían ahí. No había ninguna señal de su paradero. Intrigada decidí ir a la heladería a preguntar por él...

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XII

Tengo un nudo en mi alma. No me permite escribir, ni hablar, ni llorar, ni gritar; nada, sólo pensar…

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XIII Acostada en mi cama tomé mi libreta y escribí:

Eres el milagro que nunca pedí y del que estaré agradecida por siempre. Había pasado un mes desde la última vez que había tomado la libreta. Fue el día en que preocupada por la desaparición de Daniel decidí ir a la heladería. Lo que pasó al llegar fue indescriptible. Lo más horroroso que me ha pasado en la vida. Un dolor y una angustia que nunca podré superar, la sensación de que nuestra historia tuvo un final muy injusto.

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Cuando llegué al local todo parecía normal, nada me daba luces de la ubicación de Daniel. Pedí un helado y me senté en las mesas para ver si lograba escuchar algo. Pasó cerca de una hora y nada. No pude más con la urgencia de saber sobre él, por lo que le pregunté a una de las empleadas si acaso el “chico que trabajaba ahí” estaba de vacaciones. El rostro de la mujer se paralizó, sus ojos se llenaron de lágrimas y me contó que don Daniel había muerto cinco días atrás en un trágico accidente. Sí, eso fue lo que me dijo, estaba muerto.

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Intenté salir del shock para atinar a preguntarle qué había sucedido. Sin saber quién era yo me contó que días atrás su patrón iba camino a comprar un anillo de compromiso para una joven de la que llevaba prendado hacía algún tiempo. En un cruce de calle, un conductor ebrio pasó por alto una luz roja y lo atropelló. Murió inmediatamente. Siempre había tenido muchas pretendientes, había salido con muchas chicas, pero nunca lo había visto tan feliz como en el último tiempo. En el local no la conocían, y se les hacía extraña su ausencia en el funeral. Sabían que llevaban algunos meses viviendo juntos, por lo que hubiesen esperado alguna reacción de su parte. También me contaron

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que la madre estaba contenta con la relación. “Se nota que es una chica que lo hace muy feliz”, les había comentado en una ocasión. Fue como si me hubieran arrancado el corazón con un sacacorchos. Sin previo aviso, sin anestesia. La mujer me miraba extrañada sin entender nada y yo me perdía en los recuerdos de los días más felices de mi vida. Sin decirle nada, me paré y salí camino a la costanera, En ese lugar, el recuerdo de nuestro primer beso fue inevitable. No lograba derramar ni una sola lágrima a pesar de la gran tristeza que me invadía. No tenía fuerzas para hacerlo, ni para mover mis brazos, ni para gritar… para nada. Sólo me senté con la mirada perdida, con la mente en blanco.

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El nudo en la garganta se sentía cada vez más asfixiante. Era como estar metida en un sueño, en una terrible pesadilla. Esperaba el momento en que pudiera despertar, no podía ser posible, Daniel no podía estar muerto.

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XIV

Por ti recité versos de amor a cada una de las estrellas nocturnas. Y encontré colores que no sabía que existían, en los matices del cielo, en las texturas del agua, en la diversidad de un prado en primavera. Por ti los aromas me traen recuerdos. La vainilla y el café se convierten en dulce poesía. El cigarro y el olor a vino en eróticos versos. Por ti el mundo dejó de ser lo que era y se convirtió en una sinfonía de nuevas sensaciones día tras día.

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Escribía en la libreta roja mientras una brisa suave rozaba mi cuerpo. Sentada en la banca del parque como aquella vez que conocí a Daniel. Lo extrañaba, muchísimo, lo quería a mi lado. Con sus palabras chistosas, las risas sin motivo, el romanticismo de nuestros momentos y todo el amor que sentíamos. Al recordarlo sólo podía rememorar buenos momentos. Sí, tuvimos algunas peleas, pero fueron insignificantes para todo el cariño y la felicidad que provocaba en mí. Fui tan feliz a su lado, tanto, que dudaba si volvería a sentir nuevamente esa dicha. Unas lágrimas corrían por mi mejilla cuando sonó mi teléfono. Era Fernando para decirme que había vuelto a Chile, que pasaría por sus

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cosas a la casa y que, si así lo deseaba, sería una buena idea aprovechar para conversar. Le dije que sí, aunque en realidad no tenía deseos. Pero en el fondo me pesaba el rumbo que tomó todo y la forma en que habíamos terminado una relación tan larga. Me paré de la banca y emprendí el camino a casa. Llegué y ordené un poco el desastre que había. Tenía varios días de comida a domicilio y vajilla sucia acumulada en el lavaplatos. También me dediqué a ordenar algunos papeles sueltos que estaban en el living. Entre el desorden encontré una carta que me había escrito Daniel para el día de mi cumpleaños. La estaba releyendo cuando sonó el timbre. Fernando.

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Me acerqué nerviosa a la puerta de entrada. Me asomé por la mirilla para comprobar que fuese él. Lo miré durante un rato, se veía nervioso, con las manos tomadas tras su espalda, evidentemente no sabía dónde ponerlas. “¿Quién es?”, bromeé con la intención de liberar un poco de tensión. “Es Fernando”, me dijo seriamente. Me decepcionó un poco, debo decirlo, pensé que me seguiría el juego. O al menos eso deseaba yo, como buscando algún detalle de Daniel en él, un atisbo de esperanza que me permitiera pensar en la posibilidad de una reconciliación. Pero era una idea estúpida. Abrí la puerta y lo abracé buscando evitar mirarlo a los ojos. “Tanto tiempo sin verte, qué bien te ves”, le dije sin querer enfrentar el

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momento cara a cara. “Tan condescendiente como siempre, Catalina”, respondió parco y entró a la casa. “Qué cambiado se ve este lugar, quedó muy linda la redecoración”, recalcó, dando a entender mi rápida vuelta de página tras nuestro quiebre. “¿Tendré la dicha de conocer al nuevo habitante de este hogar?”, inquirió con algo de celos. Fue una puñalada en medio de mi corazón. Sentí que mi cuerpo se partía en dos junto al recuerdo de Daniel. No sabía qué responder, el tiempo pasaba y el silencio era cada vez más largo. Una lágrima comenzó a caer por mi mejilla y, en una mirada, Fernando entendió todo. Me abrazó, fuerte y con cariño, como solía hacerlo antes. Un calor reconfortante invadió mi cuerpo y una sensación de

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bienestar y agradecimiento afloró como agua de manantial. Nos mantuvimos así algunos minutos hasta que un “debería ir a la bodega a buscar mis cosas” rompió la escena. Dentro de todo mi dolor, olvidé que la situación también era difícil para Fernando. Aunque él lo negara, seguía enamorado de mí y no perdía la esperanza de que pudiéramos volver a intentarlo. O al menos eso le había dicho a Francisca. “Tienes razón, deberíamos ir a la bodega”, le dije manteniendo mi mirada hacia el piso, una voz suave y sintiendo una leve incomodidad. “Déjame ir a buscar las llaves”, agregué. Caminé hacia el pasillo e hice un gesto para mostrarle que ya las tenía en mi poder.

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Abrimos la puerta y, en un rincón, había una caja transparente llena de fotografías. Fernando se puso a mirarlas. “¿Te acuerdas de ésta?”, me dijo mostrándome una fotografía mía besando a un Moai. “¡Sí! Es del viaje a Isla de Pascua”, dije con sincera emoción. “Estabas tan borracha que insistías en que tenías ancestros pascuenses”, me miró con cara de reproche, “¡incluso le preguntaste si tenías razón a unos turistas franceses! Ja, ja, ja, ja”, Fernando hizo una mueca de sonrisa. “En ese momento no se me hubiese pasado por la cabeza que íbamos a terminar así”, agregó cabizbajo. “Yo tampoco”, pensé, pero preferí no decir nada. Sólo atiné a poner mi mano en su espalda como un gesto de apoyo.

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Fernando estaba perdido en las fotografías y su mirada comenzaba a nublarse. - Bueno, empezaré a llevar las cosas a la maleta del auto -dijo tratando de darse ánimo. - Sí, yo te ayudo, pero con una pequeña condición -me puse seria. - ¿Qué cosa? -preguntó ingenuamente. - Que sonrías y te quedes a tomar el té -le pedí. - Me parece un buen plan, pero si de condiciones se tratan yo también tengo una. - ¿Cuál? - Que vayas a mi fiesta de bienvenida” -dijo entusiasmado- será algo pequeño, con los amigos de siempre -intentaba

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convencerme. - Bueno -accedí sin mucho ánimo- ¿irá la Fran? -pregunté para no estar tan sola. - Sí, me dijo que sí irá -contestó Fernando. -Gracias Cata -pronunció antes de concentrarse en la tarea de trasladar sus cosas. Eran muchas las cajas y algunas pesaban bastante, pues Fernando era adicto a coleccionar grandes libros legales y los archivos de todos los juicios en los que había trabajado desde que se graduó. Terminamos exhaustos luego de una hora. Fernando nunca había tomado un cuchillo o una olla para ayudarme a cocinar, por lo que no me sorprendió que se sentara a leer

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una revista mientras esperaba que la comida estuviese lista. Preparé unos waffles con Nutella y fruta. Puse la cafetera, saqué una botella de leche descremada y preparé la mesa. Nos sentamos a comer mientras conversábamos acerca de la vida en Australia. Pasadas las 9pm Fernando se levantó y anunció su partida. - Es tarde y debo manejar hasta mi casa -advirtió. - ¿En qué parte estás viviendo? -pregunté con amabilidad. - En el nuevo condominio en la salida sur del área metropolitana, ¿la ubicas? - Sí, son casas muy lindas. - No tan lindas como ésta...

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Siempre encontraba la frase exacta para hacerme sentir culpable, pero preferí ignorarlo. Lo acompañé hasta la puerta y me despedí. Minutos después me llegó un mensaje a mi celular: “gracias por todo, nos vemos en la fiesta”. Me dio flojera responder.

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XV Música ochentera y luces de discoteque. Me pregunté si realmente tomé un taxi o si Marty McFly por accidente me había llevado al pasado. “Parece que los amigos de Fernando tienen un serio complejo con asumir su edad”, pensé un tanto amargada. Miré hacia el fondo del lugar buscando un rincón dónde esconderme o una cara amiga para saludar. Me parecía extraño estar en la fiesta de bienvenida de mi ex pareja, más aún estando en duelo por la muerte de Daniel, pero hay obligaciones que a veces no puedes evadir.

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Sentí una voz totalmente familiar: “Cataaaa, ¡amiga! ¡ven por acá!”, gritaba estruendosamente la Fran, sonriendo de oreja a oreja por mi presencia. Caminé hacia su ubicación y en un abrazo gigante me refugié por algunos minutos. Ella con su alegría usual, y las ojeras típicas de una madre primeriza, tomó mi mano y me llevó a bailar al medio de la pista. Estábamos en eso cuando Fernando llegó a saludarnos. “Gracias por venir, pensé que no lo harías” me dijo con un abrazo intenso. “De nada. Te lo prometí y quise cumplir con mi palabra”, le respondí alejándome unos centímetros.

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Fran notó de inmediato mi incomodidad y no tardó en salvarme. “Fernando, bailemos”, le dijo mientras se lo llevaba y yo aprovechaba de caminar hacia la barra de refrescos con la excusa de buscar algo para beber. Pedí una cuba libre y me senté en un sillón blanco que había en una esquina. Tomé mi teléfono móvil, fingí una sonrisa y simulé estar escribiendo un mensaje. La verdad es que abrí la aplicación de notas. “Y yo aquí, sentada en una esquina, me siento como un extra de una película de bajo presupuesto. Y además, mal photoshopeada. El único elemento en tonos grises en un film a color. Apagada, triste, invisible. La melancolía en su máxima expresión”, escribí.

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Noté que alguien se acercaba rápidamente hacia mí. Apagué la pantalla del teléfono y miré. Era Fernando, quien había escapado de una borracha Francisca que bailaba sobre la mesa para llamar la atención de los presentes. - A mí no me engañas… estás triste -me dijo con evidente preocupación. - No tengo deseos de hablar sobre eso, Fernando -le contesté en tono de súplica. - Tranquila. No sé ni me interesa saber qué sucedió mientras yo no estaba acá -me abrazó. Me sentí aliviada, a pesar de no amarlo, aún le tenía mucho cariño y la pérdida de Daniel me dejó devastada. Dejé que me abrazara y, sin decir nada, creo que le di una esperanza.

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- Vamos a casa, yo te voy dejar. No quiero que lo sigas pasando mal -me dijo de forma comprensiva. - Fernando… no estoy segura. Es tu fiesta de bienvenida, no te puedes ir. Creo que mejor tomo un taxi -contesté incómoda. - Soy un amigo preocupado por una amiga. Nada más. Catalina, yo te quiero mucho pero sé que tú no sientes nada por mí. No podría obligarte a amarme de nuevo, sólo si tú llegaras a amarme de nuevo, no sé… -Fernando continuaba su discurso. - Déjame en casa. Sólo eso -lo interrumpí. - Te voy a dejar a casa. Espérame un momento.

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Habló con dos chicos que no conocía, volvió a donde estaba yo y tomó mi mano. Yo simplemente lo seguí. Nos subimos a un taxi y dio mi dirección. Llegamos en unos 20 minutos a casa. Intenté abrir la puerta, pero tuve que pasarle las llaves a Fernando porque no lograba atinarle a la cerradura. Entramos y me llevó al dormitorio. Para ese entonces, había tensión, una potente energía entre los dos. Era como si el aire de la habitación pudiera cortarse con un cuchillo. No sabíamos hacia donde mirar o qué hacer. Evité en todo momento quedar frente a frente, tenía miedo que se produjera ese enganche visual que nos atrajo la primera vez. Fernando por su lado, miraba sus zapatos de una

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manera tan concentrada que llegué a pensar que efectivamente había algo interesante con ellos. Fue un largo segundo hasta que un abrazo comenzó a entibiarlo todo. Sentí su corazón palpitar con gran rapidez y yo intentaba con todas mis fuerzas evitar fluir con lo que sucedía. Sin embargo, era una sentencia ya declarada: terminaríamos enredados entre las sábanas. Tímidamente se acercó a mis labios y los rozó. Suspiré intentando hallar un escape. Sus manos se deslizaron por mi espalda y un escalofrío me dejó sin defensas. Respondí levemente a su beso, pero no encontré ese click necesario para dar rienda suelta a mi piel

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y cerrar mis pensamientos por un instante. “No me quiere, ni yo a él”, concluí. Con esa tristeza en mente, decidí tener sexo con mi ex. Primero fue una caricia, luego una mano tomando firme una que otra zona erógena. Nos conocíamos de tal forma que en dos o tres movimientos ya habían cambiado nuestros semblantes y la respiración, cada vez más agitada, comenzaba a convertirse en gemidos. Lo hicimos tres veces. En realidad, no sé bien qué fue lo que hicimos. No podría decir el amor porque sería una total mentira. Creo que hubo de todo, gemidos, orgasmos, caricias, besos y pasión, pero no amor. Fernando tenía gran experiencia en cómo complacerme y lo

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hizo bien, pero no pude evitar sentirme vacía una vez que todo acabó. A la mañana siguiente, desperté y ya no estaba. Seguramente quiso evitar el tedioso e incómodo momento en que tienes que sonreír, aún sabiendo que lo que pasó fue un error, uno de esos que no quieres volver a repetir. Me senté en el borde de la cama y miré a mi alrededor. Sentí naúseas y deseos de escapar. Todo en ese dormitorio me traía recuerdos mezclados. Mi relación con Fernando, la soledad en esa inmensa casa, el idilio con Daniel y todo lo demás. Tuve que contenerme, tomar aire, mirar hacia el techo. Tomar medidas para no sentirme mal. “Nada que no solucione un buen baño caliente”, pensé.

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Salí con mi cuerpo arrugado a causa del exceso de agua. Estaba tranquila, pero algo me faltaba. Pensé en masajear mi cuerpo con una crema relajante con olor a caramelo. Comencé a buscarla, entre la ropa de una de las gavetas me topé con la libreta roja. Tomé un lápiz. Imaginé que explotaba, que cada célula se convertía en átomos aún más pequeños y liberados volaban por el cielo hacia caminos insospechados. Cada poro de mi piel tenía la necesidad de liberarse, de dejar ir, de plasmar a través de las palabras todo aquello que había sucedido la noche anterior.

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Así fue como escribí:

Qué experiencia más traumática es tener sexo con recuerdos. Mientras él me besaba, no podía evitar pensar en tus besos. Mientras me tocaba, no podía dejar de pensar en tus caricias. Y así, tu olor, tu voz, tu lengua, tus manías, tu calor, tu cuerpo… Mi mente y mi alma se llenaban de ti, sin dejarle espacio a él. Me pregunto si seré capaz de volver a hacer el amor sin pensar en ti. ¡Daniel, oh, mi querido Daniel! ¡Cómo te extraño!...

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XVI Distinto a lo que pensé, Fernando no se alejó luego de aquella noche. Por el contrario, empezó lentamente a estar más presente en mi vida. Primero, una llamada telefónica para saber de mí; después, una invitación a tomar café. Yo me sentía sola y su presencia me animaba de cierta forma, por lo que no quise pensar mucho y me dejé querer. Pasaron unos meses y Fernando ya había vuelto a casa para lo que él llamaba un renacer de nuestra relación. Yo andaba como zombie, sin poder olvidar a Daniel, pero lo suficientemente vulnerable como para seguir su juego de la pareja feliz.

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No era lo mismo, ni lo volvió a ser. Me era imposible evitar comparar cada gesto de Fernando con los de Daniel. ¡Y es que eran tan distintos! Uno tan perfecto para mí, el otro un burdo intento por ser un hombre cariñoso que terminaba en una mezcla de arrumacos y gestos insípidos. Me daba la impresión de que Fernando interpretaba un rol en todo momento. Que era alguien totalmente distinto a lo que trataba de proyectar. Le costaba cada gesto de amor, en un intento vano de mostrar una actitud de compañero de vida, como un círculo que intentaba convencer a todos de que era un cuadrado.

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Daniel tenía un ángel, una forma de ver la vida que me llenó de energía y amor. Era un buen hombre, inconsciente de la magia que provocaba en los demás. Porque no, no era una actuación, simplemente le surgía ser maravilloso desde lo más profundo de su alma. Como escribí alguna vez en la libreta que me regaló:

Me enamoré de sus palabras, de sus chistes, de los pequeños detalles que para él no eran nada y para mí lo eran todo… ...porque sí, se convirtió en todo en tan poco tiempo que me sería imposible seguir fingiendo por mucho tiempo más. Cada gemido con Fernando era un grito suprimido para Daniel.

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XVII Después de un par de meses comportándome como actriz no pude más y decidí terminar todo vínculo con Fernando. Dada la cantidad de recuerdos que me acechaban en la casa preferí partir e irme a un departamento de soltera. Hice todos los trámites sin contarle nada a Fernando, me contacté con una corredora de propiedades, visité algunos inmuebles hasta que me decidí por uno. Programé la mudanza para un fin de semana en que él estaría fuera del país por trabajo. Antes de partir, y luego de haber empacado todas mis cosas, tomé una hoja de un

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cuaderno y me senté a escribir una carta de despedida.

Querido Fernando: Siempre temí que llegara este día, en el que debo tomar mis cosas y partir. Sin mirar atrás, sin dudar. Armo mi maleta, observo las paredes y, en un suspiro, siento el aroma de la habitación. Mientras lo hago, pienso en todo lo que ha pasado durante mi vida aquí. Y llegan los recuerdos: desde aquella lencería negra que tanto te gustaba hasta mi pijama de algodón con la cara de Minnie Mouse que tanto odiabas, todo cabe mi equipaje.

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Las risas, los llantos, las peleas, todo lo que nos fortaleció y también lo que nos debilitó. Los momentos en que quería huir, salir corriendo, y los instantes en que deseaba que éste fuera mi hogar por siempre. Sé que me tengo que ir, que nuestra magia se desvaneció, pero eso no hace el proceso más fácil. Ya me marcho, dejo físicamente este hogar, pero en mi corazón siempre habrá un espacio para tu recuerdo y las imágenes de nuestra vida juntos. Quise pensar en las segundas oportunidades, pero sólo son espejismos frente a una realidad que no queremos admitir. Te quiero, Catalina.

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Metí el papel dentro de un sobre y puse en él las llaves de la casa. Los dejé sobre la mesa de arrimo de la entrada, salí dando un portazo. Una vez afuera me largué a llorar. Uno de los chicos de la mudanza se dio cuenta de mi tristeza y me preguntó si podía hacer algo. “Nada, sólo trasladen con cuidado mis cosas”, respondí en un intento por ser amable. Subí a mi auto y me dispuse a manejar detrás del camión rumbo a lo que sería mi nuevo hogar: un departamento en un barrio universitario, con un dormitorio, baño, livingcomedor y una terraza pequeña.

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XVIII Sonaban los últimos acordes de Living la vida loca. Sentada en el borde de mi cama dejé que escaparan algunas lágrimas. Había pasado más de un año desde la muerte de Daniel y todo era tan distinto. Él ya no estaba, no tenía comunicación con Fernando ni nuestros amigos, Francisca se había ido al campo, a su pueblo natal, a criar a Cristóbal. Me sentía sola y tenía nostalgia de lo feliz que había sido... ¿Cómo se rearma una vida que se desmoronó por completo? Tomé la maleta grande y comencé a meter mis cosas en ella. Todo lo que había catalogado como importante, aunque probablemente no podría cargar nada conmigo. En el living,

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el resto de las cosas almacenadas en varias cajas y bolsas que pasarían a buscar durante el día los voluntarios de la caridad. No necesitaba mucho, en realidad nada, tantos años acumulando cosas realmente inservibles me pasaban hoy la cuenta. Ya no había horno ni refrigerador. La mesa, el sofá y el librero también los había donado. Sólo quedaba mi cama, una mesita de noche y el escritorio donde guardaba algunos recuerdos. Encima, la libreta dorada con la que comencé a escribir, mi croquera con papel blanco para dibujar y la libreta roja con forma de corazón que me regaló Daniel. Di una vuelta por el departamento y mis ojos se centraron en el cajón del escritorio. Lo abrí

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y saqué una cajita de madera. Dentro de ella encontré algunas cartas, recuerdos y varias fotografías. Me puse a ver las imágenes y encontré una postal de un viaje fugaz que hicimos un día a la playa. Él sonriente y con los ojos cerrados; yo, le daba un beso en su mejilla. El atardecer fue el fondo ideal. Habíamos sido muy felices. “Nuestro momento fue perfecto”, pensé y me puse a llorar. Brotaban las lágrimas y las fotografías se volvían difusas. Algunas de cuando fuimos a conocer a Cristóbal, el hijo de Francisca; otras de la boda de Felipe; algunas del día que fuimos a la nieve; además de varias tomadas en nuestro parque, porque sí, era nuestro como lo fue también la complicidad y el amor

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que nos inundaba y nos llenaba de alegría. Era nuestro escenario, nuestro mundo y realmente no necesitábamos más. Me quedé con la vista fija hacia un punto irrelevante, sin realmente mirarlo, mientras podía sentir en mi piel el tacto de Daniel. Cerré los ojos y mi cuerpo recordaba cada beso, cada abrazo, cada caricia. Me recosté sobre la cama, abracé la almohada y sentí que cada parte de mi cuerpo se rompía aún más. Me negaba a aceptar que estaba muerto. Me faltaba el aire, extrañaba su aliento, la brisa que salía de su boca y que yo inhalaba cuando nos reíamos. El calor de sus dedos, el poder sanador de sus besos en mi frente cuando algún pensamiento triste daba vueltas

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dentro de mi cabeza. Añoraba nuestros días juntos y sentía la injusticia de su muerte. “¡Teníamos todo para ser felices por la mierda!”, grité en un intento por calmar mi tristeza. Pero poco y nada podía hacer ante la cruel realidad. La vida se había encargado de darme y quitarme todo. No habían motivos para estar aquí, o al menos yo no los encontraba. Porque claro, al momento de hallar soluciones todos tenemos ideas, pero vivir es más complejo en la práctica que en la teoría. Sí, probablemente estaba pagando mis decisiones incorrectas, tal vez incluso eso del karma resultaba ser cierto, pero poco

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me importaba. Me senté en el escritorio, por última vez frente a la libreta roja que me regaló mi amado Daniel y escribí:

Traza el pájaro su vuelo en el cielo azul del recuerdo. Rozando con sus alas nubes negras que lloran débiles lágrimas de sal. Surca el aire que calma su llanto, acariciando un nuevo pálpito. el ritmo de un corazón herido que añora el regreso del amor perdido. Revive una mágica historia, en el océano profundo de un mar sin el tono azulado de su tinta, versos que traspasan la eternidad.

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Transmite con suavidad lo que sabe, rumores de un cielo en la tierra. Hojas en blanco escritas con el alma, cuyo destino es tomar un color sepia. Remembranzas de una vida eterna, recuerdos fantasmas.