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OCHO ENSAYOS SOBRE NARRATIVA FEMENINA DE NUEVO LEÓN

HUGO VALDÉS

PRESENTACIÓN

Si bien para la estructuración del presente trabajo se han seguido criterios semejantes a los establecidos por José Javier Villarreal en su antología del cuento en Nuevo León,1 el punto de partida es la búsqueda, a través de una visión ensayística, de la tradición narrativa femenina desde los años cuarenta a la fecha, tomando en cuenta una serie de libros que por su representatividad autoral y aciertos estilísticos podríamos llamar clásicos, y de entre los cuales apenas dos escapan a la cuentística. Así, de los nueve libros que aquí se tratan tendríamos siete volúmenes de cuentos y sólo dos novelas —Apártate, hermano, de Josephina Niggli, y El hombre de barro, de Adriana García Roel—. Otra diferencia con relación al estudio de José Javier Villarreal la marca el tiempo en que realizó su trabajo. Aunque en el suyo hable de Irma Sabina Sepúlveda, Cris Villarreal Navarro, Patricia Laurent Kullick y Rosaura Barahona, no lo hará en cambio de Dulce María González —quien publicó Detrás de la máscara en 1993—, ni aun de los libros que en ese año y 1994, respectivamente, dieron a conocer las citadas Patricia Laurent y Rosaura Barahona: Están por todas partes y Abecedario para niñas solitarias. Mucho menos, por cuestiones obvias, se referirá a una autora como Josephina Niggli, nacida en Monterrey pero cuyos libros fueron publicados en inglés.

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A saber: “que los autores a estudiar sean oriundos del estado o que se hayan avecindado permanentemente en él, o bien hayan vivido una larga temporada que les haya permitido producir su obra en Nuevo León y manifestarse a incidir en el desarrollo literario del estado” (Nuevo León, entre la tradición y el olvido. Cuento (1920-1991), Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Letras de la República, México, 1993, p. 17); “que los autores sean trabajados en forma individual, de tal manera que la atención se canalice a sus obras y no a lo circunstancialmente anecdótico”; y, por último, “que los textos, tanto comentados como antologados, estén

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Por su parte, el autor de esta serie de ensayos sólo se detuvo en Agua de las verdes matas, de Irma Sabina Sepúlveda, teniendo en cuenta el valor y el prestigio que rodea a este libro, aun cuando su autora publicó dos más que, a su juicio, son menos importantes que el antes mencionado: Los cañones de Pancho Villa (1968) y El agiotista (1974). Un razonamiento parecido lo orientó al escoger de Rosaura Barahona únicamente su Abecedario para niñas solitarias, un libro cuya intencionalidad literaria merece atención no obstante sus altibajos. Abecedario..., por lo demás, ha pasado a ser ya, y en muy poco tiempo, un libro clásico de narrativa femenina en el estado. Por más paradójico que resulte, la precursora de la narrativa femenina regiomontana del siglo XX, por antigüedad y, sobre todo, por su ejemplo creador —escribió poemas, novelas, guiones cinematográficos y varios volúmenes de cuentos—, es Josephina Niggli (Monterrey, 1910), cuya obra completa, incluyendo la novcla Apártate, hermano (Step Down, Elder Brother), fue escrita en inglés. Pese a ello, Apártate, hermano constituye un hallazgo envidiable por dedicarse a un periodo de la vida y el pensamiento regiomontanos —los años cuarenta— de los que se creía nadie había pergeñado textos en verdad significativos. Apártate, hermano es así la historia más o menos común y corriente de un vendedor de bienes raíces que se enamora de una mujer de diferente clase social, lo que da pie para destacar la preeminencia de ciertas relaciones opresivas —a veces inconscientes— que surgen en el marco de clanes adinerados donde el cálculo y el control de los paterfamilias se vuelven del todo indispensables para conservar el orden de cosas en el que han podido medrar y prosperar. Y si en su momento fue un texto en clave, hoy que el publicados; esto con el fin de trabajar material que ya forma parte del acervo de la literatura del estado”

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tiempo impide acercarse a leerlo así, el más grande encanto de Apártate, hermano es que pareciera más bien como si alguien, cualquiera, lo hubiese escrito desde el presente. Adriana García Roel (Monterrey, 1916), quien desde muy joven resaltó la capacidad de su aliento creador con la publicación, en 1943, de la novela El hombre de barro, es a nuestro parecer otro de los puntales de la narrativa femenina contemporánea en Nuevo León. En dicho libro campea un claro afán social cuyo propósito es recordar la pobre condición del campesinado. Reacia a la sonrisa y a la compasión, Adriana García Roel, en una suerte de epifanía, observa con seriedad tanto a los hombres como a los elementos naturales. De sus constantes intromisiones pasa a tomar distancia para narrar con una buena dosis de crítica y escepticismo hospitalario. Acaso por esta razón, El hombre de barro se antojará a momentos un trabajo desigual. Además de abrirnos una puerta al campo —como en su momento lo hiciera El hombre de barro—, Agua de las verdes matas, publicado en 1963, de Irma Sabina Sepúlveda (Villaldama, N. L., 1930), nos muestra el ingenio de una serie de personajes mediante el cual se acorazan contra la desolación rural. Asistidos por la esperanza, no escapan del todopoderoso calor de la canícula. Gracias a él, sin embargo, se reconcentran para narrar sus historias, ajenos así a la tentación de perderse en la monótona descripción del paisaje. Narrados en un estilo directo, de gran economía, sus cuentos son de una desnudez esencial a cargo de hábiles verbalizadores cuya oralidad es unas veces amarga y otras plena de humor. Al margen de la constante ginecomanía de Rosaura Barahona (Ciudad de México, 1942) en Abecedario para niñas solitarias, publicado en 1994, habría que prestarle (idem.).

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la atención debida a los trabajos mejor logrados. En ellos, de una factura estupenda, la imaginación corre parejas con el ritmo libre de la prosa, a diferencia de aquellos textos cuyo ritmo monótono se origina del empleo de la frase corta. Sin embargo, una cabal comprensión de Abecedario... será sólo posible si revisamos a conciencia la serie de detalles que desfavorecen al libro: su ingenua inclinación fabulatoria; la manera gazmoña en que toca el tema sexual; y la casi declaración de guerra que se le rinde al hombre, elemento discordante y perturbador de la felicidad de las mujeres, sea para emularlo o, lo que es peor, deshacerse para siempre de él. Los cuentos de Nosotros, los de entonces, publicado en 1983, de Cris Villarreal Navarro (Anáhuac, N. L., 1949), se caracterizan tanto por su atmósfera confesional como por la fuerza y el lirismo de su voz narrativa. Inteligentes por sugerir de manera elíptica universos y relaciones más complejas que las mostradas a primera vista, su temática gira en torno de un periodo concreto de la vida universitaria en el estado. Por figurar en muchos de los 11 cuentos, Marcia, una estudiante identificada con la izquierda radical, parece a momentos el protagonista central de Nosotros, los de entonces. De ella ha advertido con razón José Javier Villarreal en su antología:

Marcia viene a representar una especie de alter ego del cual los personajes se aferran para adquirir una personalidad, una identidad social. Marcia es el sueño, la oportunidad que se fue, la juventud idealizada.2

En Detrás de la máscara, publicado en 1993, Dulce María González (Monterrey, 1958) entrega una notable galería compuesta de relatos cortos y largos. Sitios de encuentro de amantes que usufructúan la hechicería y la magia para llevar a cabo su unión amorosa y

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custodiar así el frágil equilibrio del mundo; tributarios del sueño y del humor; ominosos por cuanto sugiere su ambigüedad; elípticos al grado de producir espectación, los cuentos de Detrás de la máscara retan al lector a descifrar una verdad última que perturba por su malicia e inteligencia. Fieles al verbo y a sus juramentos, sus personajes buscan a toda costa traspasar la frontera de su ceñida realidad o, bien, mimetizándose, consiguen ese desnudamiento donde el cuerpo es sólo la herramienta del ascenso espiritual. A partir de los temas históricos, Dulce nos muestra al hombre como un animal de viejas costumbres, tan obediente al llamado del tiempo, que soslaya y ofrenda su existencia actual a cambio de restaurar una vida anterior. Pero el tiempo cíclico lastra a sus personajes, y al trasponer realidades que los encarcelan suelen caer en otras que los cercarán igualmente. En Esta y otras ciudades, publicado en 1991, Patricia Laurent Kullick (Tampico, 1962)

conforma un universo particular dividido en dos vertientes: el cuento fantástico y el

relato de introspección. En ambas los personajes muestran un constante afán de permutar sus pieles, disfrazándose, metamorfoseándose, en busca de su liberación. Pero la representación los trasciende peligrosamente, dándole incluso al juego —al que tanto suelen frecuentar— una maliciosa dimensión de vértigo. Pobladores de paisajes otros en razón su marcado exotismo geográfico, sus personajes siempre se están debiendo algo entre sí. La impresión inquietante que dejan algunos de estos cuentos radica en el hecho de que una dimensión netamente terrena enmascara realidades atroces. La diversidad de hombres y mujeres que puebla Esta y otras ciudades cobra un singular realce gracias sobre todo a la intuición del fondo humano que tiene su talentosa autora. 2

Ibid., p. 36.

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Los 21 relatos cortos que integran Están por todas partes, el segundo libro de relatos de Patricia Laurent publicado en 1993, se distinguen por un lirismo preciso y una desaforada autoconciencia que roza la locura. En lugar de ampararlos, la auto-observación en que se regodean sus personajes los deja a merced del mundo que tanto temen. Están por todas partes tiene bastante de esa concepción histérica del medievo que veía al mundo infestado de millares de invisibles demonios. Su título de hecho puede leerse como la llamada de socorro de un personaje colectivo que se cree perseguido, en consecuencia de su hipersensibilidad, por fantasmas de toda laya: obsesiones, miedos, murmullos. Así, Patricia Laurent nos muestra cómo el horror se despliega no sólo en los socorridos caserones de la tradición gótica, sino en hogares comunes y corrientes como los de sus personajes solitarios. A pesar de que hibride especies diversas para convocar el humor, sus alucinaciones, si bien caricaturescas para el lector, no lo serán nunca para aquéllos. Pese a los tropiezos que evidenciaba su primer libro, Tiempos de arcilla (la mezcla poco afortunada de una sección de poesía; la indiscernible unidad temática que justifica la selección de los relatos; la monotonía rítmica, semejante a la que presentan algunos de los cuentos de Rosaura Barahona), la joven narradora Gabriela Riveros (Monterrey, 1973) encontró madurez y equilibrio en Ciudad mía (1998), un volumen donde se impone la fascinación por una urbe que convierte en insobornables devotos a cuantos intentan descifrar su sentido último. Posesivo y tierno, generoso y vigilante, el Monterrey de Gabriela Riveros regresa por sus fueros como la tierra original, espacio anterior a la urbe presente, al tiempo que sus personajes se comunican entre sí desde el asombro melancólico que les produce descubrirse tan antiguos como la rumorosa ciudad.

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Que establezca el lector, pues, las afinidades y las diferencias pertinentes entre las autoras actuales o aquéllas que ha separado el tiempo; pero, sobre todo, que este trabajo lo invite a leer —o releer— sus libros, clásicos, importantes y fundamentales dentro de la tradición narrativa contemporánea en el estado de Nuevo León.

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JOSEPHINA NIGGLI (1910)

Resulta en verdad paradójico que la precursora invisible de la narrativa femenina regiomontana del siglo XX haya escrito en inglés todos sus libros, incluyendo una novela que retrata Monterrey en los años cuarenta y de la que nos ocuparemos en este trabajo. Aunque Apártate, hermano (Step Down, Elder Brother) aparezca hasta 1947,3 y se le haya adelantado Adriana García Roel con El hombre de barro en 1943, Josephina Niggli, nacida en Monterrey en 1910, precede a la nómina de narradoras que van desde la mencionada García Roel (1916), hasta Gabriela Riveros (1973), no sólo por antigüedad, sino sobre todo por su ejemplo creador: autora de poemas, novelas, guiones cinematográficos y varios volúmenes de cuentos, entre los que destaca Mexican Village, señalado por los estudiosos de las letras chicanas como uno de los primeros testimonios literarios de un latino acerca de las ásperas relaciones entre los mexicanos avecinados en los Estados Unidos y los orgullosos norteamericanos nativos, como seguramente las padeció la propia Niggli, quien se trasladara con su familia a San Antonio, Texas, en 1913. Para los interesados en la ciudad desde la óptica de la narrativa, Apártate, hermano constituye un hallazgo envidiable por dedicarse a un periodo de la vida y el 3

1947 es un año significativo en la producción novelística mexicana por haberse publicado entonces la magnífica Al filo del agua, de Agustín Yáñez. En un recuento que realiza Emmanuel Carballo a propósito de las obras que surgen ese mismo año en las principales literaturas, apunta: “En el mejor de los casos, las novelas aparecidas en México son mediocres. Ellas son: Lola Casanova de Francisco Rojas González, Donde crecen los tepozanes de Miguel N. Lira, Más allá existe la tierra de Magdalena Mondragón, Lluvia roja de Jesús Goytortúa Santos y El coronel fue echado del mar de Luis Spota. En Hispanoamérica tampoco surgen obras narrativas importantes. Entre las menos indecorosas se cuentan: Huairapamuschcas de Jorge Icaza, Solar Montoya de Enrique A. Laguerre, Carne de quimera de Enrique Labrador Ruiz, Plenilunio de Rogelio Sinán y El hombre y su verde caballo de Antonio Márquez Salas” (“Agustín Yáñez, novelista”, en Tierra adentro, núm. 88, México, octubre-noviembre de 1997, p. 18).

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pensamiento regiomontanos de los que se creía nadie había pergeñado textos en verdad significativos, confirmando la idea del páramo intelectual con que se calificó a la región durante muchas décadas del siglo XX hasta el advenimiento, en los años noventa, de una docena de escritores, mujeres y hombres, que han tenido un favorable destino editorial, acorde a la calidad de su obra. Apártate, hermano es así la historia más o menos común y corriente de Domingo Vázquez de Anda, un vendedor de bienes raíces que se enamora de una mujer que no pertenece a su clase social. Sin embargo, el encanto del libro de Niggli es que cuanto nos resulta venturosamente cercano a una época concreta —o de lo que se nos hace pensar que fueron los años cuarenta—, y simultáneamente a una serie de momentos imprecisos, se vuelve más entrañable para algunos al advertir que el texto se nutre novelísticamente de Monterrey. Pero por la singular recreación a la que es sometida la ciudad, siempre quedará en el lector la sensación de que sus historias e intrigas pudieron más bien haber ocurrido en otra parte. De hecho, Niggli rompe con el “exotismo” tópico de Monterrey, el calor, e inicia su novela en el invierno insípido de nuestra ciudad, en un frío mes de febrero. Por otra parte, el encanto de esta novela poco tiene que ver con el que produce cualquier roman à clef: si en su momento fue un texto en clave, hoy el tiempo impide acercarse a leerla así. El nombre de los banqueros Palafox no nos dice nada ahora, como tampoco el apellido de la familia protagonista, Vázquez de Anda. ¿Atrae entonces por despertar una fuerte dosis de chauvinismo provinciano? No, en realidad. Acaso el más grande encanto de Apártate, hermano es que pareciera más bien como si alguien, cualquiera, la hubiese escrito desde el presente.

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La reinvención de Monterrey Debido a la diferencia entre los nombres reales de edificios públicos y negocios, el lector pensaría en dos posibilidades: la falta de investigación o el propósito de reinventar la ciudad. Un caso semejante es el de la leyenda de Graciela Miranda, de la cual ignoramos si la autora la relata tal como pudo circular hace más de 50 años entre algunas familias de la ciudad, o si “inventa” así el pasado de Monterrey. Un recurso del que Niggli se vale en exceso para subrayar la insoslayable índole urbana de Monterrey, al grado de parecer cómico, es la constante mención de los turistas. Pero, ¿se trata en verdad de un exceso o, por el contrario, de invención, de pura voluntad narrativa? Para un lector escéptico no sólo debe resultarle sospechoso que haya turistas en Monterrey en pleno invierno, sino la insistencia en mencionarlos una y otra vez.4 Sin embargo, tan reiterada referencia hace pensar, más bien, en el cosmopolitismo que aguardaba entonces la ciudad. La reacción que tiene Serafina, la sirvienta de la familia Vázquez de Anda, cuando vive en un pueblo como era entonces el municipio de Santa Catarina:

La muchacha nunca había vivido fuera de la ciudad, y la vida de pueblo le fascinó. Tenía muchas historias que contar acerca de la gente: del carnicero, de la mujer que criaba pollos y de la que criaba patos. Le contó [a Domingo] de todos ellos con un espíritu de una descubridora, como si estos personajes nunca hubieran existido sino hasta que ella los vio.5 4

Los turistas aparecen, como meras figuras incidentales (en algunas cantinas situadas en el trayecto entre Monterrey y Santa Catarina; en la Plaza Zaragoza; en el Casino; en el Obispado) o incluso mencionados, en los capítulos V, XIII, XIV, XV, XVIII y XIX. Sólo toman estrictamente parte en la historia en el capítulo XXIV, cuando a bordo de su automóvil “unos turistas” llevan a Jaime, primo de Serafina, desde Santa Catarina hasta Monterrey. 5

Josephina Niggli, Apártate, hermano, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Nuevo León, Árido reino, traducción de David Toscana, Monterrey, 2003, p. 319. Step Down, Elder Brother cuenta con dos

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confirma por cierto la visión de ciudad cosmopolita que Niggli tiene del Monterrey de 1947. Las referencias históricas que aparecen en Apártate, hermano podrían hacernos pensar en una reelaboración semejante a la que Niggli hace con la ciudad, si no fuera porque alude a nombres reales y a que, en demérito de la narración, en ocasiones se pierde en consideraciones y digresiones del todo innecesarias. Además, algunas inexactitudes son tan enormes que se antojan simples vaciladas.6 Por ejemplo Pablo González, un general revolucionario, es llamado Gonzalitos, como el ilustre médico tapatío que se radicó en Monterrey desde 1833 hasta 1888, el año de su muerte. Tal vez como consecuencia de esta reelaboración, Niggli decide crear para sus personajes un Monterrey tan confiable, tan pequeño —al alcance de la mano, próximo, inmediato—, que a cada momento, al andar en un camión o en un taxi, se detienen para darse mensajes o conversar, y donde incluso escenas como ésta son posibles:

Debieron esperar a que pasara un camión para cruzar la calle. Una voz chillona gritó el nombre de Domingo y el camión se detuvo en seco frente a él, con el chofer y los pasajeros esperando mientras un joven se asomaba peligrosamente por la puerta. —Oye, hermano, tengo un mensaje para ti. Dice mamá que vengas hoy a cenar a la casa. Tío Agapito está invitado.7

versiones en inglés: una publicada por Rinehart, en New York, en 1947, y una segunda que apareció en Londres, Inglaterra, publicada por Sampson Low, Marston & Co. en 1949. 6

En la versión original, por ejemplo, a Velarde, un médico asociado con Victoriano Huerta, se le atribuye durante la revolución haberle cortado la lengua a Ruperto Martínez, cuando la verdad es que este soldado republicano, defensor de la causa juarista, murió en junio de 1868. Josephina Niggli se refería, más bien, a Belisario Domínguez, dato que aparece correctamente en la versión original en el capítulo XVIII. 7

Ibid., p. 24.

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Así, sin complicación alguna y, curiosamente, sin que les produzca asombro, los personajes se enteran de cuanto les sucede a los demás y se encuentran unos a otros en los lugares más insospechados.8 Novela de periplos, de andanzas, a pesar de cierta vocación turística Niggli consigue crear perdurables espacios interiores en su texto: la oficina taurina de Wilfrido Vidal, el bar de Primitivo,9 la propia oficina de Domingo, etcétera. Visitamos también un Monterrey secreto, algunas de cuyas atmósferas —la que se percibe en la descripción del estudio fotográfico de Bárcenas, el padre de Márgara— nos recuerdan a Hoffmann por un sugerente toque de misterio.

La devoción a una ciudad Al replicarle a su hermana Brunilda el desdén que experimenta hacia la ciudad nativa en su afán por conocer “las cosas del mundo”, será precisamente Domingo quien explique también por qué la nuestra es, ha sido siempre, una ciudad novelable: “¿Y Monterrey no es parte del mundo? ¿No nace y muere la gente en Monterrey? ¿No hay pasión aquí? ¿Llanto? ¿Alegría?”.

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Mateo Chapa se entera sin más que Domingo Vázquez de Anda necesita un chofer. El agente del Hotel Ancira asignado a la estación de ferrocarril alcanza a Domingo para darle un mensaje de su casa. En la Universidad, un compañero de clases de Cardito reconoce a Domingo con una facilidad pasmosa a pesar de nunca haberlo visto antes. Márgara sabe que Domingo Vázquez de Anda se llama así porque alguien le “dijo su nombre en la plaza”. A Lucio no le asombra en lo más mínimo que su sobrino Domingo aparezca de pronto en la oficina del general a cargo del campo militar: cuando lo ve, lo invita sencillamente a tomarse con ellos una cerveza. Años atrás del momento en que se desarrolla la novela, un aduanal en el puente internacional de Laredo identifica a Brunilda cuando intenta pasar la frontera y huir con el novio que tiene entonces. De hecho, la ciudad es tan pequeña que Domingo se va con Márgara a Saltillo para hacer el amor. Sofía y Mateo harán más tarde lo mismo. Y, sin embargo, cuando Niggli lo desea, se las ingenia para que Domingo no se encuentre con nadie en la calle. 9

Además de que la excentricidad de Primitivo refuerza esta idea: “sólo permitía la entrada a este paraíso a la gente que le agradaba. A los demás les cobraba tan caro que no hacían otro intento por volver” (ibid., p. 43).

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Y debido precisamente al gran amor que siente por la ciudad, Domingo detesta al capitalino Jorge Palafox, el pretendiente de Brunilda, a causa del entusiasmo que siente por Monterrey, siempre desde la perspectiva de un turista que, además, la encuentra deliciosamente naïve —tanto como para que en medio de una función de ópera se presente un violinista y toque a lo largo de 45 minutos, satisfaciendo todas las peticiones del público—. Pero la visión de turista que Domingo atribuye a Jorge Palafox 10 no es al fin muy diferente de la que sin duda tendrán los lectores actuales, sorprendidos también ante un Monterrey tan naïve como inédito. Para Domingo, cuyo mayor problema, al decir de Tito, es llevar “a Monterrey en la sangre”, el comentario que escucha una vez de boca de su tío Lucio debe parecerle perturbador, al grado de cuestionarse lo que en una situación límite tendría que hacer sólo con el fin de demostrar que es digno de la urbe. Según el tío Lucio, el amor por Monterrey implica un singular sacrificio en el que acaso no habrá recompensa:

es como amar una mujer diabólica. Sabes que es un demonio. Te muestra toda su perversión sin avergonzarse. Si tú le fallas, ella te abandonará sin una lágrima, pero no te le puedes resistir. Te arrastrarás de rodillas con tal de ganarte una sonrisa suya, y tolerarás cualquier humillación con tal de que te ame. Monterrey no es para el poeta, para el artista o el soñador. Pertenece al guerrero, al hombre con puños de acero. Monterrey no es para el débil. Manténte fuerte, Domingo. Manténte fuerte y conquístala.11

Es significativo que sea Lucio quien haga esta observación por representar el universo que en Apártate, hermano se opone al bando imperante de los hombres prácticos: el de los

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Domingo subraya más adelante la para él inseparable condición de turista de Jorge Palafox cuando lo ve sumarse al grupo que canta el corrido de Monterrey en la cantina de Primitivo: “Jorge se unió tímidamente a los gritos, inseguro, [...], como un extranjero tratando de ganarse la simpatía” (ibid., p. 326).

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infantiles.12 Maniaco de los cursos por correspondencia en una época en que éstos debían gozar de prestigio, Lucio ve el mundo como si fuese muy nuevo para él, lo disfruta, pero, a diferencia de los prácticos, no lo usufructúa para fines materiales. Identificables a primera vista por ser quienes logran “sus objetivos sin importarles el sinsentido de los planes infantiles”, los hombres prácticos son enemigos del ocio, del juego, de todo aquello que obstaculice el proyecto regiomontano de progreso y prosperidad a ultranza. Y están igualmente a salvo de la tentación artística (en una época en que, paradójicamente, a los regiomontanos no los avergonzaba ser artistas) por ser conscientes de que nadie puede, ni vale la pena, aventurarse a seguir una carrera sin talento. Este mismo sentido práctico hace que Brunilda, cuando es enviada a estudiar piano a Nueva York, decida no engañarse más a sí misma a cambio de engañar todo ese tiempo a su familia haciéndole creer que mejora su técnica pianística y que volverá a México como una gran ejecutante. Brunilda no emprenderá una batalla contra el talento y el destino por saber que será en vano.

La oscura dignidad de Domingo Vázquez de Anda Mientras observa su recámara y reflexiona en que “aun los días más soleados estaba llena de sombras”, Domingo se hace una pregunta que nos ayudará a entender la razón de muchos de sus actos y la decisión que respecto a Márgara tomará al final de la novela: 11

Ibid., p. 73.

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Ante la negativa de Domingo de cenar un plato de cabrito al pastor en consideración a su estómago, Lucio reitera su condición infantil explicándoles a sus compañeros de mesa: “[mi sobrino] es un hombre viejo. En cambio don Primitivo y yo aún somos unos niños. No tenemos que cuidar nuestra dieta” (p. 293). Como dato accesorio, el propio don Primitivo no siente vergüenza alguna de su monomanía infantil: cantar “Mamá Carlota”.

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“¿Acaso estaba condenado a una digna oscuridad?”, que a poco cambiará por “oscura dignidad”. Atípico para el Monterrey de ese tiempo no sólo por ser un auténtico solterón de 35

años, sino por una proverbial esplendidez que a su modo lo vuelve excéntrico, Domingo

Vázquez de Anda es demasiado consciente de lo que son o cómo son los demás, no obstante en muchos casos sea falible y hasta cómico en sus razonamientos, como por ejemplo cuando reflexiona sobre el fotógrafo Bárcenas:

Domingo notó el alto puente de su nariz, la caída de los pómulos, la curva del cráneo, y pensó automáticamente, “Es de sangre india. Probablemente de los alrededores de la ciudad de México, cerca de Xochimilco”.13 Las cortinas verdes se abrieron apenas y una mano de mujer colocó un gran álbum negro sobre el mostrador. Luego desapareció en la oscuridad. Esta pequeña acción le agregó otra faceta a la imagen mental que Domingo tenía sobre Bárcenas. No es totalmente indio, pensó. Tiene una fuerte ascendencia española que data de la época de los moros, si es que la mujer enclaustrada significa algo.14

Sin embargo, muchos de sus razonamientos son, más que atinados, temerarios para la ciudad en la que vive. Valga de muestra el que lo visita cuando observa en sí mismo “la expresión Vázquez de Anda”, permanente entre los hombres de su familia a lo largo de las generaciones:

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Ibid., pp. 29-30.

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Ibid., p. 30.

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Domingo concluyó que lo que verdaderamente necesitaban los Vázquez de Anda era sangre nueva. Después de todo, pensó, somos parientes de tres cuartas partes de Monterrey.15 El “hallazgo” de Márgara —la sangre nueva que su apellido y su vida necesitan— en el estudio fotográfico de Bárcenas, un sitio que Domingo “descubre” una tarde en que acompaña a su amigo Tito, divide su existencia entre el eficiente y calculador sentido práctico que lo caracteriza,16 y la magia, el misterio que supone para él la aparición de la hija de Bárcenas. (De la misma manera que Agapito, su tío, es “idealizado” al revés, detestado pero invocado constantemente, Domingo idealiza a Márgara sin saber cómo realmente es sino hasta mucho más tarde.) Domingo crea entonces para sí un mundo paralelo: la “tierra encantada” donde habita la Xtabay, es decir, Márgara. Este mundo alternativo es sin embargo tan real y consistente como el de su propia clase. Tanto, que ante la dicotomía Márgara-ciudad (casarse con Márgara equivale renunciar a Monterrey por el escándalo que implicaría rechazar a Verónica, su “prometida” oficial), Domingo opta por Márgara, a quien “amaba aún más de lo que amaba a su ciudad”. Había que subrayar aquí la enorme importancia que tiene esta decisión para Domingo en tanto que el mundo que intenta dejar por Márgara es ordenado y capaz de darle seguridad, pues más que ser visto como falso, es visto por aquél como un mundo transparente que aparece etiquetado:

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Ibid., p. 60.

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No había misterios, ninguna frase que debiera analizarse para extraerle la verdad. En este mundo la gente no decía ser una cosa cuando en realidad era otra. Aquí todos tenían su etiqueta: ingeniero, corredor de bienes raíces, doctor, banquero. Algunos incluso llevaban una doble etiqueta, como en el caso de Irineo Miranda, un abogado-historiador. Pero lo importante era que existiera la etiqueta para que nunca hubiera duda sobre la relación entre ellos.17

El deseo de llevar una vida privada, como la de cualquiera otro, se opondrá en su fuero interno a la dorada colectividad de la clase alta a la que pertenece, la “metafamilia”, una idea tan audaz como inteligente para entender esta ciudad:

Tal vez había una metafamilia, y él estaba atrapado en esa sustancia y era uno con la sustancia, y por lo tanto él, como Domingo, como el hombre Domingo, como el deseo ardiente Domingo, no tenía importancia.18

En cuanto a las otras mesas [del Casino], parecía más un banquete privado que una reunión pública. Todas estas personas habían ido juntas a la escuela y juntas hicieron sus primeras comuniones, en sus propias generaciones. Habían asistido a las bodas de cada quién y eran compadres. Se trataba de la familia regiomontana reunida para disfrutar un sábado por la noche.19

Mas, ¿cuál será la causa por la cual Domingo revoque al final su decisión y elija cuidar y criar al hijo de Cardito y separarse de Márgara? En una de las varias dicotomías a las que se ve enfrentado Domingo, la narradora lo sitúa en oposición a Mateo Chapa, el chofer de la familia que acabará desposándose con Sofía Vázquez de Anda: 16

Esta visión práctica la vemos cuando, de manera inmediata, Domingo planea el despido de Serafina al ver su interés por Cardito. De igual manera, Domingo es tan inequívocamente práctico que sabe el destino exitoso que le espera a Mateo confiándole la suerte de la agencia. 17

Ibid., p. 120.

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Ibid., p. 166.

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Ibid., p. 312.

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Siempre, desde que era niño, [Domingo] razonaba un problema hasta resolverlo, sólo para descubrir demasiado tarde que la mayoría de las dificultades las había creado él mismo. Eran los Mateos sin imaginación los que en verdad podían ver el mundo tal como era.20

¿Es entonces la imaginación de Domingo la que magnifica los problemas, y su afán de razonarlo todo —a pesar de su sentido práctico— la causa de que no pueda imponerse al entorno o de que asuma papeles que los demás no le asignan? Es muy probable, sobre todo si tenemos en cuenta que se ve envuelto en situaciones por demás ambiguas que amenazan con cercarlo, trátese de la forma como lo compromete Verónica, la “novia oficial” que la familia y la ciudad le asignan; o el modo como Domingo se ocupa de la suerte de Serafina, embarazada en realidad por su hermano Cardito, quien abandona inopinadamente la casa para luego de algún tiempo ser localizado por Domingo en una pensión de la Ciudad de México. Enemigo de protocolos y ceremonias, Domingo oficia a su pesar un ritual que lo victima la ocasión en que Verónica Miranda, frente a su familia, lo cita a la salida de misa, un privilegio exclusivo de las parejas comprometidas, no obstante momentos antes Domingo le haya aclarado que no tiene interés en casarse con ella. Precisamente a causa de las formas y del respeto que todos, incluido él, observan hacia ellas, Domingo se sabe inerme para escapar del cepo social. Su amor propio, empero, su voluntad de romper con esas formas, lo obligan a maniobrar subterráneamente, tal como lo vemos en la cena-baile del Casino, mostrándonos hasta qué punto puede ser maquiavélico al no bailar una sola vez con Verónica y, por el contrario, conseguir que los demás hombres de la mesa lo hagan con 20

Ibid., p. 462.

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ella, a sabiendas de que “las mujeres comprometidas no bailan con nadie más, ni siquiera con parientes”. Su amor filial hacia Cardito es más complicado en cuanto que éste no se lo ha solicitado nunca y que Domingo no puede sustraerse a preferir la felicidad de su hermano antes que la de sus padres, sus hermanas o aun la suya propia. Si bien el embarazo de la sirvienta es un suceso desafortunado en el seno de la familia, Domingo lo toma como una responsabilidad que lo fortalece y convierte incluso en un hombre nuevo. Así, una suerte de “razón de familia” —a la manera de una razón de Estado— asiste a Domingo cuando decide evitarle a Cardito los tropiezos que Serafina pudiera ocasionarle. Mas cuando al fin Domingo encuentra a Cardito, su reacción lo sorprende:

Si quieres la verdad te la voy a decir. No me escapé por el banco de tío Agapito. Todo lo que tenía que hacer era cruzarme de brazos y quedarme quieto. ¿Qué podría hacer tío Agapito contra eso? Del que estoy huyendo es de ti.21

¿Es en verdad tanta la ingratitud de Cardito como para olvidar que su hermano se ha culpado ante los demás del embarazo de Serafina? No, desde luego, y ello por una razón evidente, la misma que explica el título de la novela: lo que ha sido el “terrible” tío Agapito para casi todos los Vázquez de Anda (de cuyo parecer despótico han dependido siempre, no obstante formen una familia bien avenida que vive casi desahogadamente), lo es ahora Domingo para Cardo. Conocidos tanto el manifiesto afán de Domingo de contradecir a Agapito22 como su odio hacia él, tan inmenso que “incluso lo afectaba físicamente, al punto de tenerlo

21

Ibid., p. 453-454.

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exhausto en la cama” —un odio hasta cierto punto justificado si recordamos que Agapito intervino en la elección de carrera de Domigo, alejándolo de su ambición de ser médico—; lo peor que a Domingo podría pasarle no es que su tío se oponga a sus planes, sino que acabe pareciéndose a él, asumiéndose líder de la familia. Hermano mayor como Agapito, Domingo se descubre pensando igual que su tío cuando proyecta empujar a Jorge Palafox hacia un matrimonio con Verónica para liberarse de ella y casarse con Márgara: “sus planes eran muy del estilo de los Vázquez de Anda, que trataban a la gente como si fueran piezas de ajedrez”. En efecto, y le agrade o no, su estilo personal de hacer las cosas se ha vuelto cada vez más semejante al de su tío. Incluso su cuidado por las formas no lo hace muy distinto de Agapito o de cualquiera de los integrantes de la “metafamilia”.23 Si puede hablar con bastante desenvoltura de las relaciones sexuales, por ejemplo, y sabe que es bastante usual que una pareja se ame extramaritalmente, como él mismo y Márgara, o su hermano Cardo y Serafina, sabe también que volviéndose un hecho público se convierte en un escándalo que debe evitarse a toda costa.

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En tanto que Agapito habita una casa utilitaria, sin libros, y como deplora que su sobrino gaste el dinero en ellos, Domingo “compraba muchos más de los que podía leer”. Por lo demás —y no obstante el “villano” del libro aparezca en él cuando el lector ha leído ya, más o menos, las tres cuartas partes de Apártate, hermano—, la presencia de Agapito gravita sobre la familia en todo momento: enemigo de que las mujeres manejen, especialmente las Vázquez de Anda, es capaz, si se lo propusiera —según el temor de Domingo—, de ensombrecer la felicidad de una reunión, o de tratar de hallarle defectos a la elegancia de éste, por más acicalado que estuviese. De hecho, y a causa de los muchos prejuicios que la parentela tiene de él, un momento hay en la novela en que, tras la intriga que Sofía y Domingo aventuran que ha tramado Agapito en torno a Brunilda, el lector bien puede pensar en cosas más terribles, por ejemplo que el anciano sostiene relaciones incestuosas con su sobrina, cuando simplemente la apoya para que continúe en Nueva York sin obligarla a llevar más sus clases de piano. 23

Una reflexión del propio Domingo da buena cuenta de ello: “Para bien o para mal, todos estaban hechos con el mismo molde, y para Domingo era un milagro que alguien pudiera escapar. Y en ese momento supo que era precisamente ese molde el que levantaba una barrera entre él y Márgara” (ibid., pp. 127-128).

21

Pero no será la amenaza de un escándalo la razón por la que se separa definitivamente de Márgara, sino un morboso sentido de la responsabilidad que a ojos del lector vuelve detestable a Domingo. Así, decide quedarse en la ciudad, en el país que para la mujer significa sólo lágrimas y miedo, y hacerse cargo del hijo de Cardo y Serafina ahora que ésta ha muerto:

intentó en vano dar con las palabras adecuadas. Quería decir: “Fracasé con Cardito, que fue más mi hijo que mi hermano. Y este bebé nació porque yo le robé a Cardito todo el sentido de la responsabilidad. Tengo una deuda con este niño y debo pagarla. Es una deuda más grande que cualquier promesa que te haya hecho, que un hombre pueda hacerle a una mujer. Es una deuda que tengo con el futuro porque fallé en el presente”.24

Al cabo, el amor que dice sentir por Márgara, ni aun con el exotismo implícito en su origen —por venir del sur ella es lo otro, el “otro”—, reforzado por la lectura que Domingo hace del libro de Antonio Mediz Bolio, La tierra del faisán y del venado, de donde aquél toma el nombre de la Xtabay para Márgara; no conseguirá imponerse al hombre práctico que hay dentro de Domingo, por lo demás el hombre al uso en ese momento:

estaban en los cuarenta, la era del hombre práctico, del progreso social. No había espacio para las leyendas. No hay espacio, suspiró en su mente, para la Xtabay.25 La decisión nunca dejará de resultarnos decepcionante a causa de esa como “patriotería” de la paternidad que embarga a Domingo, sobre todo porque se trata de una paternidad que nunca tuvo sino vicariamente, apropiándose del destino y el cuidado de su hermano Ricardo 24

Ibid., p. 492.

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—como Agapito de los de todos los Vázquez de Anda—, en un proceso semejante al que vive el personaje de Miguel de Unamuno, Manuela, al asumir el papel de Gertrudis, la tía Tula en la novela del mismo nombre, a fin de cuentas una especie de parásito afectivo por cuyo temor a construirse una vida propia, junto a un marido e hijos, se arroga el papel de la tía, tan santurrona como marisabidilla, para dirigir la existencia de una familia incapaz de librarse de su tutela. Pero mientras que Agapito acciona de esa manera por una evidente devoción al poder que puede ejercer sobre los demás, Domingo se escuda en valores familiares que, justo en ese momento, están cambiando.

La afortunada visión de Tito Gómez Voluntarioso como Mateo Chapa, amigo íntimo de Domingo y pretendiente insobornable de Brunilda (con la que, para despecho de Jorge Palafox, terminará casándose), Tito Gómez se propone redimensionar el tradicional comercio citadino valiéndose de la publicidad. La intuición de todo cuanto puede lograr con ella —panacea, fórmula mágica—, da a Tito no sólo una positiva conciencia de sí mismo —se percibe dotado de genio—, sino que además destaca esa preeminencia de la forma sobre el fondo que caracterizará a muchos de los personajes de la novela. Interesado menos por el valor auténtico de algo que por el prestigio y la fama que se puedan crear en torno suyo, a Tito le parecerá un reto idóneo implementar su plan publicitario convirtiendo un estudio fotográfico de tercera categoría en uno de moda y, a partir de ello, formar su propia agencia. Bárcenas sin embargo, el propietario del estudio, estará por completo ajeno a la ambición de Tito. Por ello, cuando éste pone en marcha su 25

Ibid., p. 432.

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tesis publicitaria llevando a Brunilda, Sofía y Verónica al local para que se retraten y distingan así el negocio, sólo irrumpirán en su espacio secreto, el único posible donde Bárcenas goza de seguridad y calma, a juzgar por su reacción de “niño perdido y temeroso, como si el mundo fuera demasiado extenso para él”, con que lo sorprende Domingo en el bar de Primitivo. Pese al desinterés absoluto de Bárcenas, la reacción del público ha dado a Tito la razón:

La sociedad de Monterrey siguió la ruta que Tito le marcó y Bárcenas tuvo tantos clientes que otros fotógrafos comenzaron a quejarse. No debían preocuparse, pues Bárcenas se negó a hacer citas. A veces ni siquiera abría la puerta cuando alguien la golpeaba. Desafortunadamente, ese aislamiento avivó el hambre de los regiomontanos. Estaban listos para comprar. ¿Por qué Bárcenas no tenía interés en vender? Entonces un fotógrafo de la avenida Madero capitalizó la reputación de Bárcenas y publicitó sus fotografías como “estilo Bárcenas”, subió los precios por sobre sus competidores y finalmente dejaron a Bárcenas en paz.26

Si al establecerse en Monterrey, Bárcenas y su hija Márgara vieron la posibilidad de no mirar hacia atrás sino hacia el futuro, la relación de la mujer con Domingo ha echado todo al traste. Y más todavía por la decisión blandengue de éste cuando decide no seguir junto a Márgara, dentro o fuera del país, para ocuparse del hijo de Cardo, no obstante haberse enterado ya —desenredando una suerte de trama policiaca que salpimenta y da tensión a la lectura—, de todo el misterio que envuelve el pasado de Bárcenas, en realidad un médico asociado con el tristemente célebre Victoriano Huerta.

26

Ibid., p. 401.

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Mateo Chapa, el representante del nuevo orden En éste que es también un mundo de pobres y de ricos —Cardito y Serafina, Domingo y Márgara—, donde por uno u otro motivo no hay posibilidad de superar la escala social, será Mateo Chapa, “ambicioso, práctico y enamorado del poder de la tierra”, quien haga posible el deseo de Domingo de romper la endogamia ambiente, tanto en la “metafamilia” que compone la ciudad, como dentro del propio clan Vázquez de Anda, casándose con Sofía. Primero chofer de la familia y en poco tiempo un exitoso vendedor de bienes raíces, Mateo Chapa es un personaje que, al igual que Domingo, se sale de la norma. Sin embargo, esta suerte de Pigmalión con sentido práctico encarna más bien esa juventud ambiciosa de la que Domingo se siente cada vez más ajeno, de tal manera que su personalidad subraya, en contraste, el extraño idealismo del primogénito de los Vázquez de Anda:

Ante los ojos de Domingo, Chapa dejó de ser un individuo para convertirse en todos los jóvenes de Monterrey, quienes, al igual que don Agapito, veían la vida en términos económicos y no de valores humanos. Toda su curiosidad sobre Chapa se abatió en una ola de repulsión.27 Mas por ver así su vida futura y por ser fuerte, un “hombre con puños de acero”, como ésos a quienes, al decir del tío Lucio, sólo puede pertenecer la ciudad, Mateo podrá ascender social y económicamente. Fiel representante del nuevo hombre, del mestizo —si bien no se le describe estrictamente como tal, sino “robusto” y de “quijada firme”—, Mateo será la contraparte del criollo, del regiomontano recalcitrante a la manera de Domingo, en una de las dicotomías más importantes de la novela, por subrayar significativamente la etapa que, 27

Ibid., pp. 81-82.

25

según Josephina Niggli, vive Monterrey en ese tiempo: el final del dominio del criollo y el ingreso, en todos los ámbitos, del mestizo, en la novela de una ciudad en la que, como una provocativa nota de modernidad, la autora nos presenta a personajes que no se emocionan al heredar los grandes destinos financieros, sino que odian apenas ser consultados acerca del sesgo que los mayores le darán a su destino. Una ciudad, el Monterrey de la segunda mitad de la década de los cuarenta, que Domingo ve simbolizada por la entonces próspera y rutilante calzada Madero, “llamativa como una mujer maquillada”, carente de sutileza así como del encanto y la placidez del sur de México, y por ello “francamente interesada en una sola cosa: el dinero”; una auténtica ciudad Fénix, “ciudad viva que se consume a sí misma para crecer, de modo que siempre vuelve a nacer, surge del fuego”; y que, al decir de Agapito Vázquez de Anda, no es hermosa para quien ama la belleza, pero sí magnífica para todo aquél que ama el poder, como Mateo Chapa o Tito Gómez, pero nunca para Domingo Vázquez de Anda, condenado a su oscura dignidad.

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ADRIANA GARCÍA ROEL (1916)

El hombre de barro o, mejor, la hoy críptica distinción del Premio Lanz Duret, otorgado por El Universal a la novela de Adriana García Roel en 1942, le dio una aura de prestigio a su autora a lo largo de seis décadas. Una de las prerrogativas de que gozó entonces El hombre de barro fue su publicación en un folletín diario del propio Universal, y luego, al año siguiente, 1943, contarse entre los libros de Porrúa. Ediciones Botas, 13 años más tarde, editaría también esta novela. Por una reseña un tanto ácida que escribiera José Luis Martínez sobre El hombre de barro28 sabemos, entre otras cosas, que Adriana García Roel recibió en su momento algunos homenajes. ¿Habría que pensar que el premio provocó un alboroto provinciano en Monterrey y que desde entonces la narradora se dedicó a vivir de aquella antigua fama? Para contestarnos una parte de esta pregunta tengamos en cuenta, primero, que el Premio Lanz Duret fue instituido en 1941, de modo que El hombre de barro fue la segunda novela en merecerlo, y su autor era nada menos que una mujer, para más señas una regiomontana de 26 años de edad, por lo cual es muy probable que hubiese un prolongado alboroto. Sobre la otra consideración, pensemos en los Apuntes ribereños, publicado en 1955,

que denota una gran madurez estilística, resultado de un poderoso como evocador

aliento creativo que viene a dar al traste con la especie de que, satisfecha y muy segura de 28

Literatura mexicana Siglo XX 1910-1949, Tercera Serie, Lecturas mexicanas, 29, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Dirección General de Publicaciones, México, 1990, pp. 238-243.

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sí, doña Adriana se durmió, desde los años cuarenta, en la gloria de sus laureles. ¿Valdría entonces la pena orientarse al pie de la letra en la lectura que José Luis Martínez hiciera en 1943

y, de buenas a primeras, desdeñáramos sin más la novela de Adriana García Roel? En

lo personal me parece que no. El imperativo de la creación lleva a darle peso y profundidad a las descripciones —en contra de la idea de que la escritora se ocupó, en principio, de hacer un reportaje, y a diferencia de los Apuntes ribereños, donde la voz, de manera sobria y precisa, se encuentra con una realidad de suyo exuberante—. Una vieja y hoy casi olvidada costumbre —la de observar los momentos de la naturaleza: atardeceres y albas, el curso de los ríos, el contorno de las montañas— conduce a Adriana García Roel a apreciar la dimensión y la fuerza de los elementos. El río cautiva cuando suele mostrarse manso y procura solaz y vida al poblado miserable que crece a su vera; pero la voz no vacila en llamarlo el “demonio del río” cuando las lluvias lo desbordan y presagia la tragedia. El río, o el demonio de la avenida, sume a los lugareños en una suerte de fatalidad: todos se asoman por la noche para ver su curso creciente. Si éste sigue en aumento, tendrán que movilizarse. ¿Por qué esperar tanto el roce de la desgracia?, se pregunta el lector. ¿Cómo va el río?, preguntan las mujeres a los hombres de barro. Resignado a sufrir la catástrofe, pareciera que el poblado entero se complace en observar su próxima ruina. La constante intromisión autoral, en la primera parte del libro, recuerda la participación de los narradores en las películas de los años cincuenta que abordaban temas sociales —entre muchos, un ejemplo memorable lo constituye el comienzo de Los olvidados, de Luis Buñuel—. En El hombre de barro, este afán social tiene como propósito

28

recordarnos lo poco que se ha hecho a favor de aquellos seres por cuyas acciones la escritora, si lo quisiera, podría sonreír para sí con la misma suave malicia que poseen sus personajes.29 Elaborando una especie de antropología de las costumbres,30 Adriana García Roel se asume a ratos como un observador distante a la vez que comprensivo. Gracias a ello puede entender las aristas que componen las relaciones humanas. Pero eso no es todo: sabe observar también con escepticismo hospitalario y entiende así que el luto, manifestación del dolor, nunca deja de ser rigurosamente una representación. La charla entre dos cercanos de una mujer a la cual velan, torna a preocupación cuando se recuerda la presencia de la muerte; pero la teatralidad de dolor no está todavía a punto: la narradora sabe, tanto como nosotros y los lugareños, que las escenas de histeria vienen mejor a cuento cuando hay un mayor público.31 Buena parte del valor de El hombre de barro radica, pues, en la negativa de la autora a ser tentada por la sonrisa y la compasión a cambio de tomar en serio a los hombres como a la furia —o fuerza— de los elementos. Aumentamos de ser, adquirimos verdadera importancia cuando somos vistos o nos volvemos actores de las relaciones humanas:

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¿Y quién no lo hace al saber que la pareja de profesores, la gente ilustrada del poblacho, se ve obligada a hablar en clave, con la efe, para conservar, frente al alumnado, la intimidad de sus pláticas; o al saber del remedio que para una torcedura del cuello recomienda el prodigioso curandero Teodoro de Amarante a sus enfermos: enrollarse sus propios calzones, usados, en el pescuezo? 30

Consigna, por ejemplo, que los familiares deben propinarle una buena zurra a la novia para animar al novio a que la saque de su casa y acto seguido la despose, haciéndole creer que es por culpa suya que la golpean. 31

Más adelante la voz narradora profundiza y especula sobre las razones que llevan a Lorenzo Alemán a meterse de santón y hacerse llamar San Lorenzo: “En el fondo de tanta audacia —nos dice—, en lo más profundo de aquella desfachatez, sólo había hambre”. Ya que la mirada se vuelve abiertamente crítica, vemos que esta visión hospitalaria campea sólo en la primera mitad del libro.

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Tenía entonces Blas unos seis meses de haber enviudado; y ya comenzaba la gente a hablar, que si no pensaría volver a casarse, que si ya iría olvidando a la difunta, que todo como el que a la hora que quisiera escoger mujer ningún trabajo tendría. Porque, ¿a poco cualquiera de las muchachas le iba a decir que no? ¡Buena de zonza sería! Blas era mayordomo y no dejaría de ganar harto.32

¿Y no es este campesino pobre, Blas, tan importante como un viudo de ciudad, rico o de clase media? ¿No lo vuelven las relaciones humanas tema de interés, de estudio y reflexión precisamente por su capacidad para tender lazos hacia los otros? Pero volvamos a nuestra dimensión inicial: el mundo de El hombre de barro se hunde en la miseria, la mugre y el olvido. De Blas se dice que gana mucho, sí, pero qué poco es en realidad. No podemos, por otro lado, ignorar el riesgo que existe en esta novela. Para Adriana García Roel el hombre de barro es el rudimentario y esencial hombre del campo ávido de ser “cocido”, moldeado plenamente. ¿Se refiere con esto a que el hombre de la urbe debe ser quien, como en las cosmogonías indígenas, se encargue de traerlo a la vida cociéndolo en el fuego de la creación? ¿O es el Dios Progreso quien debe encargarse de la tarea? (Llamados por la autora “seres de color de tierra”, en La casa que arde de noche Ricardo Garibay nos habla de “hombres minerales”.)

A propósito de la narración Hay un gradual convencimiento de tomar la narración con distancia y crítica

—aunque,

una vez logrado, el distanciamiento no será del orden moral—. Tal vez por ello El hombre de barro da la impresión de ser un trabajo inconexo, hecho bajo temperaturas distintas, aunque sí dueño de una atmósfera —que preside un espacio común— cuya coloración sube

32

Adriana García Roel, El hombre de barro, Ediciones Botas, México, 1956, p. 160.

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gradualmente de tono. De hecho, a una cierta altura del libro, digamos que aun en el capítulo VIII, “Quejas de enamorado”, tenemos la impresión de que Adriana García Roel factura, más que una novela, una serie de estampas. Sin embargo, desde el capítulo IX, “El demonio de la Avenida”, el texto toma conciencia de sí; poco a poco se da un distanciamiento entre la narradora y los hechos, lo cual le da fuerza y verosimilitud al texto: poco a poco, también, se convierte en novela.33 En “En busca del ahogado”, capítulo X, la narradora parece ya advertir su difícultad en presenciar todos los hechos. Si se ha enterado de algunas historias a través de los testimonios que vierten los personajes, tiene ahora la prerrogativa, apartándose al fin de la oralidad, de poder instalarse en la ominisciencia. Para darnos una idea del mecanismo de la narración, habría que imaginar una ronda de lugareños contando el suceso de modo orquestado, dándole forma a una secuencia de acontecimientos; enseguida, la voz se eleva del corro y, al cabo, urde panorámicamente la historia. Pero la narradora recorre los hechos tanto como ha gustado de recorrer el lugarejo. De pronto se encarama en los párrafos: “Allá me fui con él” —nos confiesa, y luego, dejándole el lugar a la voz, su voz, desaparece de la escena verbal—. Hay también una especie de técnica —¿o descuido?— por medio de la cual la narración deja ver sus fuentes. Partículas como ésta delatan el origen del testimonio y, por tanto, de la escritura: “Blas no llegaría con ellos, sabía bien que Manuel y ella [Patricia] jamás se interesaban en ningún mitote. Después me lo decía:...”.

33

Significativamente, el romance de que tenemos noticia en el capítulo VIII, el amor contrariado de Rodrigo y Chonita, le da al resto del libro carácter de novela por la forma como tal historia se vuelve un hilo conductor que cruza los capítulos.

31

Algo en lo que gana este libro es la forma, tal vez involuntaria, como el personaje-narrador da cuenta de su estancia en el campo. Es decir: aunque sepamos que está de visita en un mundo que no es el suyo, el desarrollo de El hombre de barro representa una suerte de epifanía. Ahora bien, si el personaje que narra pasa una o varias temporadas en el poblado, la seducción que en él ejerce no le impide poseer lucidez suficiente para procurar la síntesis: ¿o sucedió todo en la realidad siguiendo ese orden? ¿Quién nos podría decir que entre el baile del tamborazo, inmediatamente posterior a la fiesta escolar del 16 de Septiembre, y la aparición de San Lorenzo no haya una secuencia estricta, y sea el último, en realidad, un episodio que tuvo lugar uno o varios años más tarde, o acaso antes, en el feliz pasado mítico? (Acaso Adriana García Roel fue dejando cocer su voz, hecha de barro como su hombre, y conformando una prosa que paulatinamente gana en invención y distancia.) La narradora tiene cabal conciencia del desamparo que desola al poblado cuando nos habla de la maestra:

Ahora que la conocemos, nosotros tampoco podremos decir nada de la señorita Diamantina. Pobre y olvidada; tan triste y tan excluida como cualquiera de los que en los jacales del camino viven, ¿qué querríamos exigirle?34

¿Pero es esto válido? Al describirse indemne para juzgar, ¿no se pone a cubierto tras un halo de asepsia? ¿Retrata y registra nada más? Ya que ha seguido el destino de seres como Rodrigo —tanto humana como literariamente hablando—, ¿quiere decir que éste representa, con su mezcla de deseo y temor, el espíritu del lugar, y que por ello encarna su 34

Ibid., p. 238.

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fatalismo —el así tenía que ser que explica todos los tropiezos y retrasos—, su modo de recelar ante

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la posible fortuna? Porque el final de El hombre de barro está lleno de una fatal admonición: muere la juventud brava, anhelante, bajo el poder ciego del cacique, y, al mismo tiempo, está a las puertas de la vida un ser más. Pero tal ser es concebido por la misma mujer que, capítulos antes, supimos ha dado a luz a un hidrocéfalo y una niña sin brazo. ¿Es ése el destino de la población de barro, cuyo referente más cercano no es siquiera la ciudad sino un pueblo seguramente no tan miserable y olvidado? ¿Es ésta la cifra última de un villorrio ansioso de milagros y prodigios con que sobrellevar la miseria, crecido en un camino polvoriento junto a un río a veces plácido, a veces tiránico?

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IRMA SABINA SEPÚLVEDA (1930)

Ilustrado por Manuel Durón con una serie de grabados notables por su ceñido dramatismo, Agua de las verdes matas es un volumen compuesto por siete cuentos donde a lo yermo del campo, a su desolación —tanto como a la brutalidad con que perciben su vivir—, se le antepone el ingenio de los personajes. Y si entre otras cosas pensamos en su soledad, es cierto que en ello habrá mucho de Juan Rulfo. Pero si a través de la cotidianidad rural Rulfo recreó la visión trágica de una existencia que vive en la muerte y sólo en ella puede explicarse, Irma Sabina nos historia un mundo diferente. Como a Rulfo, a ella también el campo la ha enseñado a ver de nuevo. Pero, a diferencia de aquél, a sus personajes los asiste la esperanza. Contra la latitud desértica cuentan con los árboles para guarecerse. Se protegen así del todopoderoso calor de la canícula, y se reconcentran en sus pensamientos para “relatar” sus historias: Cleto lo hace bajo una anacua en “Agua de las verdes matas”; el niño de “Chicharrones” bajo un mezquite; la narradora de “La cruz de Jacinto Rocha” observa los primeros eventos de la historia a la sombra del nogal donde se instala por un rato con su metate. El calor los guarda además de la tentación de abandonarse a describir el paisaje. Sólo hay tiempo y ocasión para mirar dentro de sí, y sacar luego, como de un pozo, la historia que los contiene y los cifra. Narrados en un estilo directo y claro, de gran economía —construidos principalmente con oraciones breves donde las subordinaciones le dan mucha elegancia al texto—, por su desnudez esencial los cuentos de Irma Sabina se antojan tal como sus

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descripciones de los esqueletos: “como uña de gavilán”, escribe en “Agua de las verdes matas”; “secos y limpios”, anota en “El hambre”. Siempre con algo qué contar y a quién contárselo, los suyos son cuentos de hábiles decidores, cuando no de verbalizadores35, que nos convidan a paladear, a veces amarga, a veces llena de humor, su oralidad memoriosa. —o— “Agua de las verdes matas” narra la experiencia de un hombre que debe evitar el trago pero que, para nuestro humor, se verá impelido hacia él a pesar de su labor de autoconvencimiento. La reiteración de la frase “Yo no quería beber” —repetida también bajo la forma “Yo no debía beber”— nos señala con malicia el posible rumbo del cuento, sin restarle sorpresa. La manera de desarrollar este texto se antoja una hábil lección narrativa asentada en el principio de que las palabras iniciales de un cuento deben escribirse cuando ya aquellas otras, las que nos darán cabal cuenta de la historia, han asomado en el campo mental del narrador. El de “Agua de las verdes matas” es un mundo en el que los empleadores, los dueños, se muestran a disgusto con quienes rompen la norma, violentando lo “normal”: es absurdo, loco quizás, hablar en verso, y más a mitad de la calle. El temor al ridículo que expresa el patrón es reforzado por la voluntad de Cleto de no tomar, traducida para sí en valentía. Sin embargo, en todo momento Cleto coquetea con el mezcal, sacándolo primero de la bolsa trasera del pantalón y luego colocándolo a tiro de mano. 35

Con la excepción de “El pajarito triste”, contado en la tercera persona del singular, los trabajos de Aguas de las verdes matas son relatados cada uno por un narrador protagonista.

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Antes de que el lector se pregunte si en efecto Cleto beberá, ya éste lo habrá hecho, asumiendo toda eventualidad con su patrón —el disgusto, el despido— según nos lo dice mediante una frase cuya dramática solemnidad no puede sino devenir el humor: “La vista se me nubló cuando agarré la botella”, pues es inevitable pensar en la supuesta venda roja que cubre la mirada de los asesinos en el momento de dar muerte a sus víctimas, cuando Cleto en rigor sólo se pondrá a decir su versos.36 Hay una simetría evidente en el hecho de que la carne que ofrece —cecinas, entre las cuales oculta una anforita de mezcal— sea rechazada de manera unánime, rotunda, pública:

Ese día la gente no quiso comprarme la carne. Unas mujeres decían que eran de cabra vieja, otras que de animal enfermo, otras que mi patrón era un chivo. No sé cuantas burlas y ascos me hicieron, el caso es que me cansé de andar cargando la canasta.37

Y el que Melesio, luego de escuchar sus versos, le diga que acaso han perdido la tonada —rechazándolos, como lo ha sido antes la carne—. Ante el doble repudio, Cleto opta por resolver el último, incluso a costa de perder su trabajo: “Para mí, que soy solo, mis versos son mis hijos. El patrón quería que dejara el mezcal para que perdieran la tonada, pero yo no iba a dejarme”. 36

La reacción de Cleto raya en lo melodramático: “Yo me quedé callado. Sus palabras me cayeron como una cuchillada. Un sudor helado me recorrió el cuerpo y en vez de respirar, sentí que algo me roncaba en el pecho” (Irma Sabina Sepúlveda, Agua de las verdes matas, Editorial Vallarta, Monterrey, 1963, p. 11). Irma Sabina incorpora además en textos como “El hambre” cierto humor originado en las bromas corrientes que los norestenses solemos gastarnos; la narradora describe así a su tía Remedios: “Vieja sudona chonguda. Con sus patas zambas y sus talonzotes rajados. Dice la gente que puede pasar un pleito de perros por entre sus piernas y ni se las rozan” (ibid., p. 17). 37 Ibid., p. 9.

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Paradójicamente, una vez que ha empezado a beber, dicha cuestión pasará a un segundo término: lo fundamental no es tanto la rendición al trago, sino que éste es el ingrediente que le da chispa a sus versos. —o— La narradora protagonista de “El hambre”, como los de “Agua de las verdes matas” y “Las cabras mancas”, es también una verbalizadora. Pero a diferencia de Cleto, no malgasta su don en abono del amor propio, sino que se valdrá de él para dormir a su hermano menor y distraerlo del hambre. Puesto que la muchacha teme a ratos que sus cuentos puedan volverse ciertos, se le da a la palabra una carga que debe observarse —y, desde luego, manejarse— con sumo cuidado. En su poder se asienta la atmósfera mágica que envuelve al texto. Por su poder, también, es muy probable que los males que la muchacha les desea a sus parientes se materialicen. Sin embargo, para ella será suficiente elaborar un cuento con los dones del verbo. Así, aquello que la desvelase una noche la “elevará” a esa distancia gratificante donde se origina la imaginación, dispensándola del hambre —y del dolor físico38 y la intemperie social— al alejarla por un momento de su realidad. Por tanto, el efecto deberá ser semejante en Chemito, su hermano menor. En su cuento, el Sol y la Luna cobran animación y traza antropomórfica, figurando cada cual como en una cosmogonía. La Luna se encarga de enmendar los males diarios que causa el Sol —como “achicharrar parcelas y secar arroyos”— llevando a la 38

Por arrastrar hasta la tienda de su tío Mercé los huesos de un burro que encuentra muerto en un socavón, la narradora se lastima un pie.

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tierra “miles de grangenos, tunas y pitahayas”. Como el escenario ficticio y el real son idénticos, salvo en lo que toca al papel de los astros, la estrategia de la narradora resultará balsámica para el escucha al introducirse ella misma en el cuento:

Una noche en que ella se entretenía desempolvando las flores de anacahuita que brotaban a montones desparramadas por todo el cerro, oyó la voz de una muchacha que le estaba contando un cuento a su hermanito más chico.39

Pues en éste que parece un juego de espejos, la imagen reflejada descubre un mundo donde la esperanza es posible: las lágrimas de la Luna forman un arroyo de leche que alimenta a los niños “ficticios”, inspirados en los tres “reales” que integran la parentela de la narradora. A cambio de la leche real que no puede darles, el cuento que les contará por la noche a sus hermanos será, literalmente, una golosina verbal. —o— Si en “El pajarito triste” asoma en principio el llamado religioso, tras él se cierne el de la carne, sorpresivo y sinuoso, por encima de las sencillas elucubraciones de los lugareños. Pero, ¿es en verdad un llamado tan maquiavélico y apremiante como para montar un complejo aparato religioso? Recordemos, empero, que no todo es trapacería carnal. “El pajarito triste” ha podido convertir a la fe a personajes poco edificantes como Abundio, el matón del camino real, además de que Sus acertadas profecías y curaciones maravillosas le ganaron el fervor del pueblo que agradecido multiplicó con cerdos y gallinas las exiguas pertenencias de San Andrés.40

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40

Ibid., p. 19. Ibid., p. 24.

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¿Qué clase de pensamientos y deseos cruzan entonces por la cabeza del flamante San Andrés? ¿Es que desde que recibiera el llamado maquinó a costa de sus elegidos el modo de desembarazarse de su mujer para quedarse con otra más joven? No lo sabremos. Su interpretación de la palabra divina —como el origen y razón de los nombres sucesivos de Cástulo Rodela— puede parecer tan críptica a sus coterráneos como a ojos legos resultan los papeles y atributos de las personas del Espíritu Santo. Por ello es que nadie dudará, según su decir, de que deban ser 13 los apóstoles, puesto que el Señor le ha manifestado su preferencia por los números nones. Ni, claro está, del designio divino conforme al cual no tocará ya sexualmente a Pajarita, su esposa, para dedicarse más en cuerpo que en alma a la joven sobrina de San Melitón. La ventolera religiosa les da a todos la oportunidad de mudar nombres y personalidades. En este trasiego se anuncia la veleidad de los papeles que el hombre interpreta en la Tierra, y lo sencillo que resulta arrogarse la investidura apostólica si para ello sólo es necesario ponerse el disfraz verbal, la máscara del nombre: el alias sacro, sancionado por la fe colectiva. Singularmente, a partir de los apodos civiles41 y de los sacros podemos distinguir una división social del desempeño religioso. En torno a la figura rectora del bendito San Andrés (antes “El pajarito triste”, antes Cástulo Rodela) sobresale una especie de panteón apostólico del que sólo se nos da noticia de seis nombres: el glorioso San Pascual (Abundio); San Melitón (Rosendo Mocha, el cantinero, cuya sobrina 41

Irma Sabina emplea igualmente apodos de alguna elaboración en “Agua de las verdes matas” (“El Mechas”), en “La cruz de Jacinto Rocha” (“La melga y media”), y en “Las cabras mancas” (el Güero “Rendijas” y Celso “El pinto”). Es frecuente también que utilice diminutivos o apodos sencillos construidos a partir de los nombres propios: Cleto —el protagonista— y Chito, en “Agua de las verdes matas”; Mercé, Cholita y Chemito, en “El hambre”; Chencho, Ticho y doña Pancha, en “Chicharrones”; “La melga y media”, en “La cruz de Jacinto Rocha”, es llamada Chona en lugar de Concepción.

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será “desposada” por San Andrés); el casto San Román (don Benito, el de la tienda); San Hilarión; San Bonifacio y San Honorato. Después aparece el “personal operativo”, penetrado de la fe si bien no parte de los elegidos, tales como Paula, apodada “La ardilla nogalera” (comadre de “El pajarito”, y de la cual se vale para anunciar a los pueblerinos su conversión); Chole, “La coyota mielera” (mujer de San Bonifacio, que corta flores de sauco para adornar la corona ceremonial); Chencho, “La pachorra” (toca la tambora en la fiesta del desposorio); y doña Olegaria (encargada de preparar la comida de la fiesta con la ayuda de las esposas de los apóstoles). Y al final los “laicos”, cuyos nombres no devienen apodos, y quienes, beneficiándose considerablemente con él, hacen posible el aparato religioso: don Emilio, el arabe (vende las piezas de linón amarillo huevo para las túnicas), y doña Chita, la costurera, (confecciona las túnicas de los elegidos). Habría por último que mencionar el inevitable parentesco de “El pajarito triste” con “Anacleto Morones”. Aunque el tema de ambos trabajos sea semejante, en el de Juan Rulfo el dispendio sexual de su protagonista no es para nadie secreto. En “El pajarito triste” el desenlace se abre apenas al erotismo, de tal forma que, en relación a aquél, podríamos pensar que el cuento de Irma Sabina detalla una de las primeras etapas que Anacleto debió cumplir para consagrarse como un santón de polendas. —o— A partir del entierro de Serafín Contreras, Antonio, el narrador de “Como los troncos del puente”, hace el recuento de la lejana ocasión en que enfrentara al primero por un motivo religioso, la procesión de la Santa Cruz.

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En lugar de que el agrarista sea la víctima del terrateniente arbitrario, sus líderes nos son mostrados bajo su otra cara: la del patrimonialismo y el abuso. De hecho, Serafín Contreras puede ser visto como una especie de Pedro Páramo:

A últimas fechas, tenía cierta fama de hombre formal. Pura carátula. El mal natural que traía adentro, nunca se le salió. Lo que hizo fue chalpaquearlo por fuera para disimular.42 A diferencia de “El pajarito triste”, donde la fe no causa escisión alguna entre los habitantes del pueblo, en “Como los troncos del puente” la religión es un factor de cohesión social que atrae la atención pública y, en consecuencia, es temida por los incipientes agraristas. La disputa de agraristas contra beatos tiene así su expresión el 3 de mayo, día de la Santa Cruz, cuando Sotero y Serafín desacralizan la ceremonia en la persona del Capitán de Festejos, Antonio, vejándolo públicamente aun con la cruz que lleva a cuestas. Juanita43, la hija única de Antonio, increpa entonces a Serafín:

le cantó sus verdades. Él, que siempre la persiguió, quiso abrazarla. Pero ella corrió a mi lado y se cogió de la Santa Cruz. Por más que el infame quiso acercarse, algo lo rebotaba para atrás. Era la mano de Dios.44

Sin embargo, el milagro es soslayado en la narración por una cuestión más importante para Antonio: la muerte de Juanita a causa del susto. Si bien no está expresado, entre líneas 42

Ibid., p. 31.

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Hay un tono premonitorio —de algún modo semejante al “yo no quería beber” de “Agua de las verdes matas”— en la forma como el narrador describe a Juanita la mañana del tres de mayo: “Tengo muy presente a mi hija con su vestido azul y sus trenzotas negras y relumbrosas que le daban dos vueltas en la cabeza. No sé que me dio al verla tan bonita” (ibid., p. 34). 44

Ibid., p. 35.

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podemos advertir la enorme amargura de Antonio ante la voluntad de Dios y la paradoja de que un milagro ciego le haya alargado tanto la vida —es viejo ya en la época del incidente— cuando su hija, por el contrario, muere el día en que cumple 16 años. Por ello es que no sentirá alegría siquiera de saber muerto a Serafín. El título del cuento obedece pues a la desolación de morir sin vástagos que perpetúen su memoria: “nos quedamos como los troncos del puente. Sin un retoño”. —o— “Chicharrones” se vincula con “El hambre” en el tema que le da título a este último. En “Chicharrones”, sin embargo, la miseria es dirigida: obedece al cálculo de un paterfamilias mezquino cuyo propósito de hacer economías extremas tiene como fin, tal vez, mejorar una posición en ningún modo paupérrima. De no ser ésta la razón, habrá entonces muy pocas que expliquen la avaricia del tendero. Una de ellas es ésa que nos lo presenta como un intruso que ha burlado la sangre de una familia al casarse con la hermana de Chencho. La intromisión ha llegado al punto de envilecer su progenie heredándole muy probablemente su baja estatura. Ante la cercanía de madre e hijo con ese “extraño”, Chencho —tío y padrino del niño—, asume al pie de la letra su compromiso sacramental: se preocupa de aquél como de su propio hijo y tal como si el padre estuviese ausente. El divorcio que se establece entre el tendero y su esposa e hijo es subrayado por Chencho cuando asegura que de no ser alimentado, su sobrino se quedará enano. La madre llora ante tal posibilidad, y ya antes, de hecho, ella misma ha esgrimido ese argumento para que su hijo consuma los huevos crudos que le consigue a espaldas del padre: “dijo que si no

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me los comía iba a quedarme chaparro como papá. Y yo quiero ser alto. Muy alto. Igual a mi padrino Chencho”. La mezcla de humorada y visión trágica de este trabajo se debe a la solución temporal que le da Chencho a una de las —suponemos que— tantas privaciones de su sobrino: le regala un peso para que compre chicharrones en la tienda de su padre y se los coma, delante suyo, a la sombra de un mezquite. Anotaba que, al menos en este cuento, el imperativo económico resultaba hasta cierto punto cuestionable. Aun así, la situación de los personajes de Agua de las verdes matas aparece confinada a un vivir austero. Podemos incluso apreciarlo en su manera de metaforizar. Por remitir con frecuencia a hechos que tienen lugar no fuera sino dentro del mundo que habitan, las comparaciones parecen hallarse siempre “a la mano” de los narradores:45 “Me gusta morderlos fuerte [a los chicharrones] para sentir cuando escurre la mantequita. Truenan en la boca como palos secos cuando los aplastan las carretas”.46 —o— Salvo el inquieto revoloteo del zenzontle, en “La cruz de Jacinto Rocha” lo sobrenatural se anuncia cuando la tosca realidad cotidiana permanece inamovible:

Siempre que pasaba algún coche, yo corría a cerrar las ventanas para que no entrara polvo al jacal. Esa tarde no lo hice. No hubo necesidad. 45

En “Agua de las verdes matas” las moscas dejan el esqueleto del difunto Chavarría “como uña de gavilán” (ibid., p. 10). En “El hambre”, las imágenes y símiles que retratan a Mercé son, no obstante su ingenio, elementales y llanas: “Que se le reviente a tío Mercé esa barriga melonuda que se le ve como una piedra encajada en una estaca por lo flaco que está. Por eso dicen que parece mecate con un nudo” (ibid., pp. 16-17; mías las cursivas). Recordemos asimismo la sencillez con que en “La cruz de Jacinto Rocha” es descrito el jacal incendiado de Chona Miranda: “Sólo se miraba el caballete como un tizón apagado” (ibid., p. 50; mías las cursivas). 46

Ibid., pp. 39-40; mías las cursivas.

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El coche de Juan pasó sin levantar polvareda. Parecía que las ruedas no rozaban el suelo.47 Ni una rama se movía. El campo estaba tan quieto como un paisaje fotografiado. No volaba un solo pájaro, ni se oía más ruido que el que yo hacía al machacar los granos tostados.48

Las mujeres que Juan ha recogido al atardecer en la estación se convierten de pronto en una legión de lechuzas que por la noche invade, sin mayor dificultad, el jacal de la narradora, quien se halla sola porque su hija y su yerno han salido a regar las labores. Luego de divertirse con ella —levantan entre todas la cama y, próxima al techo, la dejan caer entre carcajadas—, las brujas huyen al grito de “¡Ave María Purísima!”. Su aparición, al azar, precede a un evento de semejante naturaleza aunque ajeno a las brujas, puesto que tiene su origen en un trabajo de hechicería que tiempo atrás la narradora encargó a Chona Miranda:

Apenas iba cruzando para la cocina cuando sentí que me rozaba el cuerpo una sombra alargada que pasó dando gemidos. Estuve sin moverme hasta que la vi perderse entre la nogalera.49

¿De quién es esta sombra que remata el poco valor que le resta a la mujer después de ser visitada por las brujas? En la madrugada del otro día, la hija de la narradora le da cuenta del incendio que ha destruido el jacal y la vida de Chona Miranda, conocida también como “La melga y media” “porque era más larga y flaca que una garrocha”. La manera como encuentran los 47 48 49

Ibid., p. 47. Ibid., p. 48. Ibid., p. 50.

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restos de Chona no permite dudas acerca del carácter vindicativo a la vez que ritual de la ejecución:

Alrededor de la cama de la bruja, vieron tirados a sus trece borregos negros humeando como incensarios. Tenían maneas de alambre, lo mismo que “Caín”, el gato consentido de la hechicera. A este pobre animal le cortaron la cabeza. Dicen que la vieron ensartada en un filoso machete junto a la cabecera. Amarrado a los respaldos de la cama de fierro, estaba el largo esqueleto de “La melga y media”. Tenía los brazos abiertos y las piernas juntas. Como formando una cruz.50

Sin embargo, el horror se atempera al enterarnos de que tras esta tragedia se oculta una historia que concierne exclusivamente a la narradora y a Chona Miranda. El hecho de que sienta un poco menos de temor por la presencia sobrenatural que por el riesgo de ser atacada —y, eventualmente, asesinada en manos de las brujas—, se explica en buena parte porque la narradora ha convivido antes con “La melga y media” y la ha visto “volar y convertirse en sombra”, entre las muchas cosas que presenció y no se atreve a contar por haber sido amenazada de muerte. Más allá de esta familiaridad, habría que pensar que, tanto como la propia Chona, la narradora ha aceptado las corruptelas del mal bajo la forma de hechicería, a costa de la cual mantiene el orden de las cosas, la felicidad y armonía conyugal entre su hija y su yerno. El epílogo de este maravilloso y escalofriante cuento de brujas detalla cómo la narradora, aconsejada por “La melga y media”, arrancó del panteón la cruz de Jacinto Rocha y la enterró bajo de la cama de su hija para que su esposo, amancenbado entonces con otra mujer, regresara a su lado. Si el compromiso —con la bruja y lo sobrenatural— había sido devolver la cruz al panteón tan pronto el yerno volviese, la narradora ha faltado a

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su palabra. La sombra alargada que la noche anterior pasa junto a ella es la de Jacinto Rocha, un pobre cristiano muerto a machetazos, cuyo descanso se verá interrumpido mientras la cruz que lleva su nombre continúe, como la cabeza cercenada de un cuerpo, separada de su sepultura.

Algunas veces, al acostarme, oigo unos quejidos largos que salen del rincón donde ellos [su hija y su yerno] duermen. Sé muy bien que es la cruz del muerto que clama por su sepultura, pero me hago la sorda. No tengo confianza en mi yerno, y como ya no está “La melga y media” para sacarme de otro apuro, prefiero oírle los clamores a Jacinto Rocha.51 —o— “Las cabras mancas” es una carta que dirige Nicanor a su compadre Leandro para contarle de los sucesos que en días pasados lo llevaron por corto tiempo a la cárcel. Dueño del don de las palabras tanto como Cleto, el versificador borrachín de “Aguas de las verdes matas”, y la muchacha miserable de “El hambre”, su habilidad para contar historias lo meterá en problemas cuando en el velorio de Paula Luna decide poner en práctica su arte poética, acaso la misma de Irma Sabina Sepúlveda:

Tú sabes que para eso de las historias no hay quién me gane. Y no es que me crea una lumbrera, lo que pasa es que tengo oído y memoria para guardar las cosas que oigo y siento, y sé decirlas cuando llega la ocasión. No niego que la mayoría de las veces le pego alguna cosa a lo que me cuentan, pues no tiene chiste contarlo a como fue. Esa no es habilidad. Lo bueno es saber arreglar las cosas de modo que no se te duermen las oyentes. Las historias que le llegan a uno son como pedazos de género sin forma. Uno tiene que recortarlos y componerlos aquí y allá, como le hacen las costureras para dejarnos la ropa a la medida.52 50 51 52

Ibid., p. 51. Ibid., pp. 53-54. Ibid., pp. 58-59.

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Así, contándole algo más real a su auditorio,53 Nicanor provocará involuntariamente la molestia de varios de los presentes que se dicen familiares de los personajes. A diferencia de “El hambre”, donde sin otro fin que el de dormir a su hermano la muchacha construye un mundo a la vez mágico y próspero a partir de la miseria en que vive —como una transposición casi exacta en la que se cambian sólo algunos detalles— en “Las cabras mancas” la “ficción” asalta la “realidad” y toma su forma por originarse de elementos de una y otra naturaleza.54 Además del imperativo de remitirle noticias a Leandro, el motor de la carta es el silencio a que sus coterráneos lo han confinado encarcelándolo. Escribiendo puede contar a placer, sin cortapisas; dígalo si no el modo como pinta a la difunta Paula Luna. Si en “Aguas de las verdes matas” Cleto sucumbe al alcohol para darle chispa a sus versos, en “Las cabras mancas” Nicanor piensa en irse a Texas con su compadre porque ya en el pueblo no puede expresarse con libertad. La falta de solidaridad —de allí el nombre del cuento— y la estrechez de criterio —para los pueblerinos cuentista y difamador son sinónimos— chocarán de manera irremisible en el ánimo de un verbalizador tan experimentado que incluso se da el lujo de titular sus historias.

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Se trata de la historia de tres hombres que cruzan a nado el río Bravo, dos de ellos desnudos por haber guardado sus ropas en una tina, y las vergüenzas que pasan en territorio norteamericano al perder sus cosas en la corriente, historia construida a partir de un episodio “real” que protagonizó un tal Juan Salinas. 54

Además de que la historia de Juan Salinas es “auténtica”, tal como se lo dice a Leandro en su carta, Nicanor ha inventado a sus personajes según los nombres de tres individuos que en la “realidad” cruzaron el río.

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ROSAURA BARAHONA (1942)

Al margen de la, a momentos, molesta ginecomanía que profesa Rosaura Barahona en Abecedario para niñas solitarias (el tema de la mujer siempre ha sido de su interés; todos los epígrafes están tomados de textos escritos por mujeres, etcétera), habría que prestarle la atención debida a los trabajos mejor logrados en comparación con los que no. Hablaré primero de estos últimos y de ciertos detalles.55 Con mucha razón la autora prefirió llamar a su libro Abecedario para niñas solitarias en lugar de Abecedario: cuentos para niñas..., pues en efecto no todos sus textos son cuentos. Campea en muchos una clara intención fabulatoria, por ejemplo “Abril”, el que inicia la serie. Hago mención a la fábula porque una de sus acepciones señala que se trata de un relato inverosímil, y “Belisa”, además de ser ligero y reacio a aterrizar, no deja de parecerlo en cuanto que su personaje, como las personas de bajo nivel económico, cosecha flor de palma —la narradora no explica si alguien más lo hace en su lugar— y degusta a la vez la comida internacional. Sin tener luchas internas o externas con sus semejantes, los personajes salvan obstáculos considerables como lo hacen los de los cuentos de hadas: en respuesta a la orden 55

Significativamente, sobre los trabajos publicados por Rosaura Barahona en ¿Por qué no ferlos o cardo? (Oasis, México, 1984) y El pescador de estrellas (Fernández Editores, México, 1984), José Javier Villareal ha hecho notar algunas de las fallas que se harán presentes una década más tarde en Abecedario para niñas solitarias: “Uno de los logros más señalables de estos cuentos es sin duda que la realidad que nos ofrecen es de índole femenina; es decir: la otra cara de la moneda, el mundo visto desde la perspectiva que da el ser mujer en una sociedad patriarcal y machista como la nuestra. Esta óptica cuando no se logra del todo queda en caricatura de lo pretendidamente femenino, y es entonces cuando se presentan los mayores tropiezos y caídas de esta narrativa; por ejemplo, un exacerbado solipsismo en los protagonistas da por resultado un clima similar al de la novela rosa donde el universo se nos presenta en blancos y negros, donde el amor es amor y el odio, odio” (op. cit., p. 32).

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de que se alejase de los libros por resultarle perniciosos, “Camila ignoró la preocupación de su madre y continuó leyendo”. Simplemente, y además obtuvo una beca para estudiar fuera del país. Tal como Victoria, en el trabajo del mismo título, que deja el antiguo mineral donde nace y crece y, como quien decide ir a Saltillo o a Montemorelos un domingo por la mañana, viaja a Florencia en una misión indeterminada. La japonesa Kaori ilustra con el suyo el desenfadado racionamiento gracias al cual Camila y Victoria debieron decidir su destino:

Cuando le preguntaron cómo había llegado a Monterrey, [Kaori] respondió: “Vi lista universidades América Latina ofrecen carrera Letras escogí México; vi lista universidad mexicanas ofrecen carrera Letras escogí Monterrey”.56

Recordemos, sin embargo, que tan aguzada muchacha viene de una de las primeras potencias económicas del mundo, y debe por tanto tener más opciones reales de viajar y estudiar en el extranjero que un par de mexicanas con sólo una suerte bárbara para ganarse becas. A otras el tiempo les ningunea a tal grado su vida, que sólo a los 38 años Dreisde empezará a despertar a su cuerpo. ¿Fue monja de tiempo completo o nadie, desde su temprana madurez, se le acercó? Personajes no improbables sino huecos y difíciles de creer, cuyas decisiones las toman muy a la ligera —recordemos el suicidio de Ivana—.

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Rosaura Barahona, Abecedario para niñas solitarias, Ediciones Castillo, Colección Más Allá, núm. 1, Monterrey, , 2ª ed., 1994, p. 59.

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Sexualidad Por otra parte, se habla en ellos del sexo muy gazmoñamente. Al saber que el archivo de Belisa con la información sobre sus novios “tenía cosas, ¡tan agradables!”, da la impresión de que nuestra heroína no hizo más que departir con cada uno. Más adelante, es cierto, en la complaciente conclusión del trabajo, la aparición de los agradecidos ancianos nos explicará lo tanto que Belisa supo hacerlos felices sexualmente, siempre y cuando pongamos mucho de nuestra parte y omitamos, como Rosaura, que Belisa es seguramente una mujer gordita —así se les dice en realidad a las gordotas—, a juzgar por la gran cantidad de comida que ingiere a cambio de dedicarse al ballet. Incluso luego de leer “Yennie” no deja el lector de preguntarse si de haber presentado a una fodonga —y no a una gringa apetecible, güera y de ojos azules— Rosaura la hubiera escarnecido de la misma forma y puesto un nombre menos tonto, o al menos uno que no recordara al de Barbara Eden en Mi bella genio.

Hombres El elemento en discordia que les estropea la vida a las mujeres de Abecedario... son, sin duda, los hombres. Hago notar, pues, la misandria que recorre el libro. Cuando en “Belisa” se nos anuncie al hombre ideal no creamos al pie de la letra en ello: David lo es, en principio, salvo que es taimado y curioso, los “vicios” indicados para que hurgue en los archivos secretos de su esposa, allí donde todos sabemos que guarda la información necesaria acerca de sus exnovios. Además de curiosos los hombres son machos, y además de machos son unos pelmazos: ¿no se las huele el esposo de Franèlise

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que su mujer puede huir, dado el “idílico” encuentro que tiene con un desconocido en plena calle? Ivana es un cuero digno de figurar en las páginas centrales de Playboy, sólo que comete el error capital de su vida: se casa, y lo hace con un tipo que si bien es guapo es también mentiroso, flojo, simpático, encantador y donjuán. De allí que los atributos de la mujer se desvanezcan en el aire y se convierta, de una página a otra, en una gorda bonita. A mí me resulta de lo más natural que una mulata alta y esbelta, que tiene “la gracia de su madre negra y los rasgos de su padre blanco”, inquiete a los hombres, si bien difiero en que se les llame “manada de lobos”, como si en el hecho de perseguirla hubiera una violencia intrínseca. ¿Es que pretenden violar a Ñeca? En este texto mi desacuerdo con la visión que Rosaura tiene de los varones fue extremo: además de machos, mentirosos, pelmazos, los hombres como Joao son unos auténticos tarados que llevan literalmente la música por dentro, pues en él es característica “la gracia contagiosa con la que bailaba y ponía a bailar a todo el mundo ante el menor pretexto”. Ñeca además es mujer de una pieza, en tanto que Joao jamás se regenera: no tiene opción de salir de sus rutinas autodestructivas. En “Prudencia” no sólo los hombres son pelmazos y, ahora, ingenuos y faltos de intuición, sino todo un pueblo de pescadores que se traga la torpe e inverosímil historia de una mujer que se viste de militar y que encima se casa con otra mujer. A diferencia de Ivana, la narradora piensa que el amor y la comprensión femeninas difícilmente sirven para hacer cambiar a un hombre que se las gasta de “mentirosísimo, flojísimo, simpatiquísimo”, etcétera. En su intento “las mujeres que se meten a redentoras” salen infaliblemente crucificadas. Pero este no es todo el lastre que deben soportar. Serena, un marimacho en la niñez que no devino lesbiana, está inconforme

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en que Natura la hubiese dotado con eso que la narradora llama cola y que deben ser sus genitales —aunque por el momento su deseo de cambio sólo obedece a la comodidad de que goza el varón para orinar—. Pero una vez que ha crecido, y que casi se ha domesticado, Serena “nunca se resignó a que las mujeres hubiesen salido con la peor parte en cuanto al diseño de colas se refiere”, como si la forma de la intimidad femenina fuese reprobable per se. Tan pronto Uka experimenta su primera menstruación, y pasa de niña a mujer, sabe que ya no podrá jugar con las demás niñas y deberá aprender a cuidarse de los hombres. De los machos, mentirosos, flojos, tarados e ingenuos de los hombres.

La mujer liberta Aunque pondere el análisis de Inés Sáenz, no estoy de acuerdo con él por entero. Más que asumir el mando de su cuerpo para convertirlo en “instrumento de venganza, de represión y también de liberación”57, las mujeres de Abecedario... quieren sobre todo quedarse solas, anulando su cuerpo como vínculo con el hombre. Puede tal vez ser muy respetable todo este afán de deshacerse del varón —en este caso, lo admito, para irse con otro—, si sólo por un momento nos olvidamos de pensar en los familiares, esposo e hijos, que deja una mujer como Franèlise. “Pero algo le faltaba. Siempre”, escribe Rosaura. ¿Experimentar la infidelidad para realizarse como mujer? ¿Es que su marido obligó a Franèlise casarse con él? De no ser así, resulta imposible aplaudir 57

cfr. La escritura y el cuerpo en Abecedario para niñas solitarias, Correo Literario de Monterrey, no. 2, diciembre/1994-enero/1995, pp. 33-35.

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actitudes tan veleidosas. Tengamos en cuenta que si un hombre abandona casa y familia será

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censurado olímpicamente. O incluso si golpea a mujer e hijos, un tipo como Raymundo será escarmentado por Enedina, quien calienta las planchas al rojo vivo para pedirle luego que se las baje del ropero según es la costumbre.58 En cuanto a su afán liberador en la variante de emular al hombre, tengo mis dudas. Así como la autora dispone su material para que los hombres sean con frecuencia detestables y las acciones de las mujeres sublimes, dignas de aplauso, en “Tere” le falló el cálculo y presentó no a una mujer esforzada que lucha por desempeñarse en ciertas tareas masculinas, sino a una soberana imbécil que por subestimar la precaución y los consejos del chofer que la adiestra pudo ocasionar las mismas o mayores pérdidas humanas que provocan por ejemplo los conductores ebrios.

Los cuentos Un rasgo ligado a los trabajos de factura ligera es su ritmo monótono, resultado del fraseo corto que utiliza la autora. Baste de ejemplo el inicial, “Abril”, para saber como nos “sonarán” la mayor parte de los textos. En los cuentos bien logrados pasa al revés: la imaginación corre parejas con el ritmo de la prosa, ahora libre, sin atarse a esa socorrida ligereza que sirve, es cierto, para ganar lectores, aunque no el respeto literario de propios y extraños.59 58

Lo que hasta ahora no logro comprender es cómo consiguió subirlas, ya calientes, si bajarlas frías implicaba de por sí algunas dificultades: para hacerlo “Enedina se paró de puntas sobre una silla y apenas pudo acercarlas con un gancho para colgar ropa. Bajó primero una y luego otra” (Rosaura Barahona, op. cit., p. 36). “Misterios” narrativos como éste se antojan poco logrados. 59

Omití mencionar en este apartado las historias de nombres exóticos. Trabajos como “Radha” (historia de amor hindú con adecuado tono local y final previsible), “Uka” (el rito de la menstruación inicial), “Widad” (el machismo exasperante versus la maternidad maldita, empecinada en prohijar mujeres en lugar de hombres) y “Zhu” (la paternidad que remunera sancionada por una ley criminal que se ensaña contra el hecho de nacer

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El panorama mejora en “Gracia y Helena”, una buena estampa donde la nostalgia en ningún momento neutraliza el propósito de describir un par de vidas cicladas en una rutina inútil —como la que debió observar Dreisde para descubrirse sola con su cuerpo luego de 38 años de existir en el mundo—:

¿Treinta y cinco años de venir domingo a domingo al mismo sitio, a la misma hora, con el mismo tipo de ropa, el mismo peinado, las mismas palabras? ¿Treinta y cinco años de qué? ¿De vida? ¿De rutina? ¿De disciplina? ¿De soledad?60 Se podría incluir a “Negra” entre los textos mejor logrados por su buen tono y por la acertada descripción del ambiente selvático. Sin embargo, habría que ver el pobre papel que, de nuevo, se le asigna al hombre. Tal vez ya una mujer, Negra le debe su orfandad y su desazón a la temeridad de un padre que cual pocos arriesgó a su familia cuando aquélla tenía ocho años en la aventura absurda de cruzar por pasajes escalofriantes para llegar a Honduras. Recalco que es un lance absurdo porque no se trata de un éxodo motivado por la persecución política o el apremio económico —la familia tiene automóvil propio y puede desplazarse en avión desde México a Tuxtla Gutiérrez—, sino de un simple viaje de nostalgia cuyo saldo es la desaparición del padre de Negra. “Ogla” es un cuento delicioso que, partiendo del tema de la vida de los artistas, da una mirada antropológica al mexicano desde el punto de vista de ese lenguaje críptico en que nos amparamos, lleno de sobrentendidos y malicia, de claves e hipocresía. Llegada a mujer), me resultaron, además de secos y esquemáticos, propios para figurar en alguna de esas colecciones que suelen llevar títulos tan horrendos como Las leyendas de amor y desamor más hermosas del mundo. 60

Ibid., p. 45.

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México con su esposo, el escultor Juanjo, la polaca Ogla se nos presenta como una mujer inteligente, políglota, cantante y actriz, aunque

Su principal defecto era que detestaba la superficialidad de los actos asociados a la apertura de las exposiciones, a los conciertos o a las conferencias. No entendía las páginas de sociales y le parecía idiota que se pagara porque los pobres vieran cómo se divertían los ricos en sus fiestas. Se negaba a hablar con personas que no tuvieran nada que decirle y cuando alguien le pedía su opinión acerca de alguna cosa era absolutamente sincera y directa.61 “Ogla” recuerda los libros de memorias de los viajeros del siglo pasado, como Madame Calderón de la Barca, en cuanto a su extrañamiento por la violencia, el clima, la comida y el lenguaje del país explorado, si bien tal comparación es un tanto peligrosa, pues podríamos pensar en una colección de nuestros peores lugares comunes verbales y su exposición literaria. Al margen de ello, me parece de lo más original y lúcido que sea el lenguaje, y no una tifoidea, el agente mexicano encargado de cobrarle la venganza a Moctezuma. Derrotada, apabullada por un idioma cuyo “significado subyacente” se vuelve contra ella, Ogla ve roto su frágil equilibrio emocional y enloquece. “Quica” está a la misma altura en calidad literaria e imaginación que “Ogla”. Su desarrollo y su ritmo son tan naturales, que el lector no repara siquiera en la forma del cuento; en realidad no hace falta. Más bien, el lector despierto pensará en la magnífica paradoja que Rosaura arma con el alcohol y la religión. Asombra la manera en que Quica crea necesidades para un pueblo que no tiene ya otro remedio sino crecer —como la misma Quica no tiene otra salida sino prosperar cuando Justo le ofrece el negocio de artículos religiosos—, así como el rústico argumento de que echa mano para vender aguardiente a los 61

Ibid., p. 84.

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lugareños: “aceptó porque ayudaría a que los trabajadores no se fueran al pueblo a dejar su dinero allá y disminuirían los riesgos de viajar borrachos”. El consumo del alcohol conduce a la creación de un centro de Alcohólicos Anónimos. Mas cuando aquél es excesivo y muere alguno de congestión alcohólica, Quica cubre esta necesidad gestionando para el villorrio una clínica del Seguro Social —una vez que gestionó la escuela y un dispensario—. Antes de que ella y su esposo tengan que montar el burdel y pagar así, irremisiblemente, “el precio del progreso”, Quica ha debido explicarle al matrimonio de maestros rurales encargado de la escuela la ceñida cadena de necesidades con la cual está tejida la vida de la población:

Si no hubiera borrachos, ¿a quién le daría clases de moral el maestro? Además, el negocio de las veladoras también se vería afectado: entre más arrepentidos hubiera, más veladoras vendidas y más milagritos prometidos por las esposas para que el viejo se alejara del vicio.62 Entre tantas otras cosas —la semilla de una espléndida novela, el tema de un buen guión cinematográfico—, “Quica” puede ser también la alegoría de cualquier ciudad cuyos resortes económicos se han apoyado en la venta del alcohol —Monterrey en la cerveza, por ejemplo—. A pesar de que consigue llevarlo con desparpajo y buen humor, “Serena” es un trabajo en el que Rosaura, no sé por qué clase de temor o recelo, evitó entrar de lleno en el tema del lesbianismo, del mismo modo como en “Prudencia” el travestismo acaparó la atención y no sus causas más íntimas, ésas que nos explican por qué una mujer gusta y, eventualmente, se enamora de otra. 62

Ibid., p. 103.

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En “Xochitl” debemos leer que tanta bondad no puede anunciar sino una tragedia. Julio, el marido, a diferencia de la imagen masculina a que se nos ha acostumbrado en Abecedario..., es un hombre bueno y comprensivo que lleva a su mujer desde Tlatlauquitepec a un moderno hospital de la ciudad de México para que dé a luz la hija que ambos esperan. El buen trazo y la ambientación se vienen un tanto abajo por ser éste uno de esos cuentos cuya historia íntima se inserta y se explica, ante el supuesto asombro del lector, en el marco de la Historia en mayúsculas. Así, la maternidad heroica de una moribunda que protegió y alimentó a su bebé bajo los escombros tendrá este epílogo:63

Xochitl nació el 19 de septiembre de 1985 pero su acta señala que fue el 21. Sus padres adoptivos alteraron por unos días la fecha del nacimiento de su hija, a quien llamaron Guadalupe, porque les parecía doloroso festejar su cumpleaños el día en que habían muerto sus padres, sus abuelos y miles de mexicanos.64 Termino este ensayo convencido de que una frase de “Abril” se aplica sin tropiezo a la propia Rosaura Barahona: “¿Por qué insistía en complicarlo todo cuando sólo debía repetir una receta infalible que había permanecido en la familia durante años?”, si pensamos que tal familia es la compuesta por mujeres que escriben como Ángeles Mastretta y Laura Esquivel, y la receta, infalible para tener lectores, escribir con la ligereza que demandan los tiempos. ¿Cómo explicarse, si no, el que junto a varios cuentos estupendos coexista la serie de historias planas que conforman el resto de Abecedario para niñas solitarias?

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A propósito de finales forzados o flojos, había ya apuntado mis reservas respecto al de “Belisa”; habría que sumar a él los de “Joana no es lo mismo que Juana” y “Mar”. 64

Ibid., p. 139.

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CRIS VILLARREAL NAVARRO (1949)

Contados desde la nostalgia y en torno de cierto periodo de la vida universitaria de Nuevo León; desde el otro lado del espejo social (“SOS.” y “La rectificación”), o bien desde el otro lado de la experiencia, de la asunción de los apetitos carnales (“Al aire libre”), los cuentos de Nosotros, los de entonces se caracterizan por el vigor y el lirismo de su voz narrativa. Inteligentes por abrirse de manera elíptica a mundos y relaciones más complejas, su íntima atmósfera confesional se produce a partir del empleo de la segunda persona del singular65, dirigida a interlocutores como Marcia, el psiquiatra, el diario, Natalia o, bien, al propio protagonista desde el mirador de la conciencia. Puesto que Marcia, una estudiante universitaria identificada con la izquierda, figura en muchos de los 11 cuentos, da la impresión de que fuera ella quien se dirige a sus émulos y condiscípulos. Pero, ¿quién es Marcia? Conforme lea uno por uno los cuentos de Nosotros, los de entonces el lector armará la imagen y la errancia política de quien parece a momentos su protagonista central.66 65

Con la excepción de “Jugada clásica”, narrado en la tercera persona del singular, los cuentos “Estela furtiva”, “Gente importante”, “La rectificación”, “El precio a pagar”, “Por el sur” y “Nosotros, los de entonces” están narrados en la segunda persona del singular. Por remitirse desde una primera persona a interlocutores específicos, “SOS.” —Marcia— , “Al aire libre” —el psiquiatra—, “Hasta el viernes” —el diario— y “Número equivocado” —Natalia— tienen también esa atmósfera de intimidad común a la segunda persona del singular. 66

Otro elemento de cohesión en Nosotros, los de entonces, tan importante y evidente como Marcia, es el lenguaje, señalado sin embargo por José Javier Villareal como uno de sus más graves problemas: “es uniforme en todo el libro e indistinto en todos los personajes. Pareciera que la autora en su afán por conferirle a la ciudad una memoria se olvidara de la individualidad de sus agentes, y ésta la quisiera presentar sólo a partir de las anécdotas, los accidentes y la ubicación social de los mismos. Nunca los enfrentamos a los sentimientos en directo, como en la novela rosa, siempre se nos cuenta o se nos narra acerca de ellos. Los personajes obedecen los designios de un narrador dictatorial celoso de la menor posibilidad de libertad” (op. cit., p. 36).

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“Palabra cataplasma para aliviar un poquito estas punzadas insistentes cerquita del corazón”, según el muchacho de “SOS.”, otros más de sus amigos cercanos tienen presente su idealismo radical en “La rectificación”; su tesón activista en “Hasta el viernes”, donde se le recuerda dirigiendo un círculo de estudios. El director de “El precio a pagar” evoca su pasado en común con Marcia, y la profesora de “Por el sur” se cartea con ella. Luis, en “Estela furtiva”, la conoce de forma circunstancial. Protagonista ella misma de textos como “Jugada clásica”, “Número equivocado” y “Nosotros, los de entonces”, los narradores de estos dos últimos trabajos la retratarán con gran fidelidad. Mas, ¿cómo será de grande nuestra nostalgia cuando al leer el libro de Cris Villarreal Navarro notemos que en muchos de sus cuentos los personajes añoran el tiempo y las oportunidades perdidas; cómo será de grande la nostalgia si el libro data de 1983 y remite a la década de los setenta?67 —o— “SOS.” es la crónica de la batalla que, tiempo atrás, entablara el padre del protagonista —y el grupo social que aquél representa— contra Marcia. Crónica de una derrota —o del triunfo de la clase a la que ha podido ascender su familia—, el narrador cuenta desde la perspectiva del desencanto, donde la utopía es imposible, impensable. ¿Qué acabó entonces con todos estos buenos propósitos; quién le dio el tiro de gracia a la ideología? Acaso por debatirse entre dos figuras de poder —su padre, un hombre 67

El paso que ha dado el tiempo desde la época en que ocurren las acciones del libro a la nuestra es tal, que la mayor parte de los frecuentados entonces por los personajes han perdido su novedad o desaparecido. Como ejemplos están el café del Pasaje y la “Latino” que aparecen en “SOS.” El Siglo XX en “Jugada clásica”. El bar Stein and Toklas en “Al aire libre”. La revistería de Zaragoza en “Hasta el viernes”. Y el Girasol, de Ciudad Tienda SyR , en “Número equivocado”. Por otra parte, el narrador de “Al aire libre” ve la “estatua del buen Juárez en su baño sauna” en el crucero de Constitución y Venustiano Carranza, emplazada actualmente en la Explanada de los Héroes. Él mismo, además, hace uso del biorritmo, hoy desprestigiado y en completo desuso.

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enérgico a la par que inteligente, y la omnipresente Marcia—, su vida se ha vuelto una piltrafa. ¿Tenía en realidad más opciones? ¿Es ésta una metáfora del debate que durante tanto tiempo hizo de la elección política un maniqueo campo de lucha donde únicamente lidiaba la derecha contra la izquierda? ¿Hacia qué esfera plegarse, hacia qué mundo rendirse? ¿Qué pasa con el hombre de las inmediaciones, o con el que prefiere habitar los márgenes? (Pero, ¿qué clase de personaje pudo haber sido el protagonista de continuar por el camino que siguió Marcia: un hippie envejecido y trasnochado, un izquierdista asimilado al sistema?) Por un lado, el padre del narrador busca vindicarse socialmente ante sus parientes ricos. A su éxito económico le sigue el inevitable éxodo social: del lugar donde reside se cambia, con su familia, a la colonia del Valle. Marcia, por el otro, representa una “profesión de fe universitaria”, asociada al sectarismo y a una obsesiva entereza por lograr la realización de sus ideales.68 Emisario de un grupo que a manera de rescate ideológico intenta politizar el colegio privado conforme a la dirección de Marcia (el proceso de politización dirigido, como en “La rectificación”), el protagonista se enfrentará a a la cunnocracia ejercida por Sonia, a su vez emisario de un grupo que ve en peligro la fidelidad de un integrante. La dura realidad del activismo contrasta con el cuento de hadas que lo hace vivir Sonia, vista por él como

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El protagonista se debate en efecto entre dos figuras con un poder semejante respecto a él: hay incluso un momento en que su padre y Marcia se lo disputan, cuando ésta busca conseguirle empleo para que pueda abandonar su casa. Por otra parte, resulta irónico que el narrador busque antiguallas junto a Marcia, y sean éstas las que formen la fortuna del padre de aquél.

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la coyuntura dentro de ese sentimiento generalizado y subyacente de rechazo hacia mí, el advenedizo, el que venía de la de los pobres, pecado difícil de perdonar por estos hijos de Reagan.69 Si el protagonista proyecta su nostalgia hacia un tiempo reciente —el de los mítines frente a Palacio de Gobierno—, una vez que se sabe cercado su nostalgia deviene “estigma, en vergüenza escondida” —tal como la educación popular, según el criterio de su padre, mancha, estigmatiza—. Así, y no obstante la idealización de Marcia que ronda los textos, el narrador puede verla imparcialmente:

te vi ahí, de pie, junto a la parada del camión, esperando a ver si me veías; pretendiendo rescatarme, pero yo ya estaba del otro lado, Marcia, te vi y me hice el que no te vi, me pareciste tan ordinaria con tu actitud decidida y tu ropa desteñida y pasada de moda.70

Irónicamente, el llamado de auxilio que el protagonista dirige a Marcia tiene ya muy poco que ver con el deseo de ser reintegrado por ella a la militancia política, pues alude al apremio de conseguir droga. El protagonista está ya del otro lado, no sólo de la lucha universitaria, sino del otro lado de la existencia normal: el ritmo de vértigo de su nueva vida —o de la vida que le pertenecía— lo ha reducido a la drogadicción más aparatosa. —o— Tras la anécdota de un hombre que ha plantado a su novia y su intento de reconciliarse con ella llevándole serenata, se desarrolla un singular cuento romántico en el que la locura del amor ultraterreno es siempre preferible al diario vivir lleno de frustraciones y 69

Cris Villarreal Navarro, Nosotros, los de entonces, Universidad Autónoma de Nuevo León, Facultad de Filosofía y Letras, Monterrey, 1983, p. 15. 70

Ibid., p. 17; mías las cursivas.

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conformidades. De hecho, la serenata que Luis le ofrenda a Laura es uno de los tantos actos mecánicos que, como un autómata urbano71, viene realizando desde la ocasión en que recibe un golpe en la cabeza. Así, “Estela furtiva” puede leerse bajo el supuesto de que una presencia sobrenatural reconforta y alienta a Luis o, bien, de acuerdo a la versión desnuda que nos lo presenta como un desequilibrado mental a causa del golpe. Lo que sin embargo consigue darle un tono trágico es la voz —esa mezcla de fatalidad y de vigor, de inminencia y fuerza narrativa—, salvándolo de la cursilería o del torpe desenlace fantástico. Derrotado en lo que toca a su vida profesional —Luis no se titula y es sólo un empleado bancario—, presta ya muy poca atención al “grito interior en que aflora esa antigua convicción de intuirte predestinado para figurar, para ser importante”. A su conformismo crónico, opone la libertad de no negociar con el mundo la dirección ni el empeño de su vida:

no estás dispuesto a embarcarte en quimeras consumistas, que tienen aniquilados a tus hermanos mayores y a tantos amigos casados, con la libertad vendida por una casa, que cuando terminen de pagarla va a hacer las veces de caja de muerto.72

Por ello es que, fiel al menos a sus propias reglas, se refugia en su mundo interior, más gratificante que la deriva cotidiana. Pero, ¿qué es o a quién pertenece la estela furtiva? Surgida a raíz del accidente como un “contacto cálido de unos dedos rozando tu mejilla”,

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Este pasaje da buena cuenta de ello: “Llegas a casa sin poder creer que estás ahí, piensas que de seguro el cuerpo debe tener algún radar interno que se conecta automáticamente para guiarte, por instrumentos, a lugar salvo y seguro” (ibid., p. 28). 72

Ibid., p. 32. 64

Luis conviene para sí su disposición a ser abordado, aconsejado, asistido y aun dirigido por una presencia evanescente que será “como un auxilio en los momentos desagradables o como un paliativo en las dichas ausentes”. Confundiéndose a veces con un súcubo, tanto por la manera de presentársele

poco a poco percibiste en el ambiente un aroma de jazmines y bajo la mesa su presencia regalada en el roce rítmico y acompasado que cosquilleaba tu región púbica.73

como por el despliegue erótico que tiene lugar durante las duchas nocturnas y luego durante los sueños, la estela furtiva, según una probable alucinación auditiva que se le manifiesta a Luis al encender la radio del automóvil74, es un enviado de la muerte —o la sombra de su muerte— que en lugar de recogerlo permanece un tiempo con él, “conmovida”, enamorada tal vez, de su voluntariosa lucha por no contaminarse de los intereses mundanos. Sin embargo, perdida la influencia “celestial” que permitió a la estela furtiva acompañarlo largo tiempo, habrá de separarse definitivamente de Luis debido a que su expediente se ha traspapelado. Rendirse, reducirse a vivir significa adaptarse a todo lo otro que no le dé la estela furtiva, Laura en primer término, y enseguida la desolación de la vida rutinaria. —o— “Jugada clásica” narra una jornada preelectoral en la que participa Rogelio, un estudiante originario de Sabinas por cuyas características —es belicoso, contestatario y crítico— 73

Ibid., p. 29. Como dato curioso habría que subrayar las inflexiones de oratoria sindical que asume la voz de la “estela furtiva”. En “Hasta el viernes” el novio de la narradora, buscando reconciliarse con ella, emplea una 74

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parece la contraparte masculina de Marcia. Y de hecho lo es, al final del texto, cuando la Planilla Negra, izquierdista sectaria, es derrotada y a manera de consuelo Marcia le hace una invitación sexual. El título alude a un procedimiento que solía ser frecuente, “clásico”, durante la época de elecciones de las planillas universitarias antes de —y propiamente en— 1970: el triunfo usurpado, arrebatado a cualquier opositor, asegurándolo no sólo con campañas más atractivas, sino con la sustitución de las urnas ante la vista de los estudiantes. Tendremos así noticia de la repartición de tareas y los preparativos de la propaganda política, los manejos y asignaciones, al igual que las transacciones y concertacesiones entre las planillas, y la desvergüenza y el cinismo que muestran tanto el director de la facultad como los integrantes de la Planilla Verde, oficialista y protegida, a la hora del cómputo: por espacio de dos minutos se perderá la energía eléctrica, se escuchará cerrar una puerta, y la luz volverá con otra urna en la mesa ostensiblemente más abultada de votos con el círculo verde cruzado.75

A pesar de que buena parte del texto se torna críptica por los sobreentendidos y claves, desconocidos para cierta clase de lector, así como por la fugacidad con que cruzan algunos personajes sin aparecer luego ya más,76 “Jugada clásica” tiene además de su valor terminología semejante: “ya tenía elaborada una manta que pensaba enclavar en el jardín de la entrada a la escuela, para exigir su reinstalación” (ibid., p. 90). 75

Ibid., p. 48.

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Si los nombres de El Duro, El Pelos, El Perro, Vidales, Montoya, Rolando, Martell, Horacio, Panchito, Hermilo, Mario, Luis, Guerra, Charras, Pámanes, Argüelles, Adriana, Romualdo y el jesuita Obeso no llegan en cierto momento sino a ambientar el trabajo, lo mismo puede ocurrir, sin poseer un conocimiento preciso de la política universitaria de esa época, con la nómina de las facciones: Liberales Progresistas, Jotaceros, Juventud Comunista, Espartas o Espartacos y los Ocus (o los cristianos alivianados).

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documental el mérito de su velocidad y desenvoltura, gracias a las cuales es posible la tensión narrativa.

—o— “Al aire libre” narra la seducción homosexual que emprende un joven de desahogada posición económica en uno de condición modesta, al que conoce de un automóvil a otro en un crucero de la ciudad. Puesto que resultan patentes los escrúpulos de clase y los prejuicios sociales: “era la clase de amistad que jamás invitaría ni a una comida informal a mi casa”, el narrador salpimenta su goce erótico por aventurarse no sólo sexual, sino socialmente. Ajeno al tema universitario y a todo activismo político, “Al aire libre” establece un puente de interlocución entre el narrador y su psiquiatra. Tal vez por ello ese aire de desenfado y crudeza, esa desenvoltura en historiar una simple caída más. Teorizante a propósito de sí mismo, optimista y cínico, la suya se antoja una crónica triunfalista, narrada sin culpa y aun con una especie de regodeo introspectivo, por saberse víctima, resultado de una educación blanda y de las perversiones familiares. La indolencia crónica —o la crónica de la indolencia—. ¿Cómo podría serlo, si no, quien obligado por su padre a visitar el psiquiatra, confiesa que su hermano lo inició desde la niñez en la homosexualidad? Sin embargo, cuando dice aventurarse en un mundo que no es “manejable”, como el que suele compartir con su amigo Paco —un mundo heterosexual, según su deseo de reeencontrar a una vieja amiga—, debemos ver en él no sólo una desaforada disposición hacia el placer, sino su hambre de comprender a cabalidad lo que es algún otro, sea mujer o un hombre. Por ello es que al debatirse entre el simple reto erótico y la piedad, y proponerse

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“normar” la noche con otros valores que no son ya los de la cultura y la educación afines,77 ha escogido por la piedad, por la comprensión de los otros; tal vez por el amor. Aunque exageradas y fantasiosas, ha podido cumplir sus expectativas: “me gusta irme con la finta de que todas las personas que conozco en circunstancias excepcionales pienso que tienen que ser así como muy fuera de serie”. Muy probablemente para sorprender al lector con la escena de los dos hombres en la cama, el nombre de Abel es retardado hasta el final,78 si bien al describir ciertos detalles de su vestimenta (las botas picudas, o los “dos botones desabrochados a la altura del pecho” con el fin de lucir sus cadenas) el lector puede muy bien intuir que se trata de un hombre. Abel, “la clase de compañía que da entre lástima y vergüenza”, se constituye para el narrador en el vínculo humano mediante el cual puede serle fiel a “una visión literaria” de Monterrey, penetrando

hasta su médula al involucrarme con personas fuera de mi medio, vivir una fracción de vida propia, sin los modelos de los demás o a lo mejor en el trasfondo estaba afirmar una frágil independencia de la familia.79

¿Es pues este epicuro generoso, experimentado y desinhibido, el espíritu de cierta zona de los setenta, abierto a todas las tentaciones y los retos? Recordemos que su derrota por ser

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Mientras que el narrador tiene un hermano que estudia en el Colegio de México, y se caracteriza por la desenvoltura de su lenguaje —además de que lleva consigo un disco de Pablo Neruda con fragmentos de Canto General y el libro Mi último suspiro—, al tomar del tablero del automóvil la autobiografía de Luis Buñuel, Abel le pregunta al narrador si es ése el dueño del cine que lleva su nombre. Luego califica la película que ven, una de Sylvia Kristel, como muy “perpicaz” (sic). 78

Abel será llamado sucesivamente “miradas inevitables”, “mirada sugestiva”, “mirada misteriosa”, “mirada inquisidora”, “mirada trivial”, “mirada escudriñadora”, “mirada atenta” y, por último, “amorcito nuevo”. 79

Ibid., p. 57.

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descubierto en falta es sólo aparente, a juzgar por el salero —y morosa salacidad— con que refiere su encuentro con Abel (a diferencia del fracaso real que sufre el protagonista de “SOS.”, confirmado por el tono narrativo); y que su desencanto —y la impronta de su corazón endurecido— se deslíe por el cinismo con que da cuenta de un lance que, al parecer, no será el último, pues de entrada ha advertido al psiquiatra que su visita obedece al más puro interés material: “Vine porque si no, papá me la cumple, y adiós carro. Nada de lo que diga va a alterar las cosas”. —o— “Gente importante” narra la espera de un porro que acecha a un hombre para matarlo de acuerdo a la solución radical que emana de “la junta”, encabezada por el director que ha susituido, en fechas recientes, al llamado “ingeniero”. Destituido de su cargo, el ingeniero se niega a dejar de servir a la universidad, y para ello cuenta con el apoyo de sus alumnos.

A pesar de que el porro es visto como un autómata que tiene siempre el rostro del “doctor” en la mente —con seguridad se refiere al rector—, El Tanque anuncia al espía telefónico de “Número equivocado” en cuanto que su trato con sus probables víctimas ha llegado a humanizarlo:

todo ese enjuague de guerrero a sueldo te parece sospechosamente incierto; te sientes permeado por la vida en las aulas, no pudiste evitar que se filtrase en tu cabezota de piedra algún rollo de aquellas discusiones con el ingeniero en el café.80

80

Ibid., p. 65.

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Por eso es que el arma con la que planea ejecutar al ingeniero puede acabar también con lo último bueno que aun quede en él mismo. ¿Por qué liquidar a alguien que se tomó el tiempo de asesorarlo para mejorar sus calificaciones? Animal de presa al servicio de autoridades usurpadoras y falsarias, por su rango de actividades El Tanque puede ser alguno de los porros que boicotean la propaganda de la Planilla Negra en “Jugada clásica” —aun cuando, como en el texto anterior, Marcia no aparezca—. Aunque bien remunerado por su trabajo, su ascenso económico será inversamente proporcional a su desgaste moral. Personaje simple cuya vida personal apenas existe, sus días se reparten entre esporádicas visitas a su casa (donde lo atiende una madre en sombras, trazada elípticamente, que rechaza el dinero que le deja en la mesa) y otras que hace a Viviana, una bailarina del Reno, con quien halla un momentáneo solaz sexual. Sin tomar la decisión por sí propio, el sueño que lo envuelve —menos que nunca un “sueño de los justos”— salvará la vida del ingeniero. — o— El tema de “La rectificación” es el espionaje de un grupo radical de izquierda, llamado llanamente la Organización,81 que infiltra mujeres como la protagonista “en las junglas de los consorcios trasnacionales, las industrias estratégicas, en las centrales oficiales”. Una vez allí, la Organización tratará de incorporar su personal en el sistema, también secreto, de la 81

Se ha tenido noticia ya de una “junta” en “Gente importante”. Sin la complejidad ni los objetivos de la Organización, “la junta” se antoja de un carácter siniestro por la misión que le es encomendada a El Tanque. Sin embargo, había que tomar en cuenta que por concurso de la elipsis la voz narradora de “La rectificación” omite con mucho tino todo cuanto la Organización planea hacer con los objetivos en su poder, es decir, con un ejecutivo de alto nivel como rehén; acaso, de acuerdo a la circunstancia, obre tan radicalmente como “la junta”. Ilustra su índole, peligrosa y al margen de la ley, el hecho de que, entre otros, uno de los apremios del espía telefónico de “Número equivocado” sea hacerle ver a Marcia “que su solicitud a la escuela de cuadros de la Organización era firmar su sentencia de muerte” (ibid., p. 122). El espía se entera también de algo que debe resultarle irónico al lector: Marcia no les resulta lo suficientemente sectaria a los militantes de la

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prostitución bancaria —el servicio sexual que un reducido grupo de empleadas presta a la casta dirigente—, con el probable fin de realizar sabotajes o secuestros de figuras claves. La cunnocracia al servicio de la ideología. Al igual que en algunos otros cuentos de Nosotros, los de entonces, Marcia aparece como una vaga figura de fondo —personaje furtivo de un documental—, jugando empero su papel según las directrices de la Organización: “totalmente desmadejada, cumpliendo con su cuota en el servicio doméstico de la casa de un funcionario”. La protagonista, una muchacha sinaloense que debió conocer a Marcia en la universidad, lleva una vida doble. Por una parte, a través de un elaborado sistema de carteo ha hecho creer a su familia que estudia ingeniería nuclear en Alemania Occidental. Por otra, mediante una falsa papelería —título académico, cartas de recomendación— y siguiendo un constante proceso de refinamiento, ha logrado colocarse como cajera en un banco citadino. La Organización, su mundo secreto e inmediato, se compone sólo de varios personajes visibles (sin contar a Mony, Esthela y Rocío, infiltradas en puntos estratégicos): una Coordinadora, que le da la línea de acción; José, el enlace, encargado de comprobar la existencia del sistema de prostitución bancaria; y Javo, que ocupa el puesto de chofer en la casa del objetivo. A su vez, el objetivo representa el enemigo a vencer —a espíar, secuestrar, etcétera—. En principio uno de los accionistas principales, es desplazado a poco por el gerente, “hijo de otro accionista importante del Consejo Nacional”, quien se interesa en formalizar relaciones con la protagonista. Mina, una de sus compañeras cajeras, forma parte del exclusivo servicio sexual. Organización; sospechan de su entrega y su seriedad; adolece a su juicio de cierta fragilidad política y puede pasar por policía.

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Izquierdista radical empeñada en socavar las bases del sistema capitalista “desde adentro”, la protagonista critica el “reducido universo” de los otros, como si el suyo fuera muy vasto o fascinante —Marcia de hecho resulta a ratos inaguantable82—. Si a cambio de la vida personal escoge pertenecer a una fraternidad política y entregarse a fondo en un “proyecto de destino común”, ¿cómo es entonces su vida interior? O, mejor, ¿qué la llena, qué le da sentido? La utopía, el cambio social que Marcia expresa aquí con desesperación: “había que educar la violencia entre las masas, impulsar la toma de terrenos, para seguirle con las industrias”, y en “Número equivocado” como una invitación de ingenuidad exultante:

mañana en la madrugada nos lanzamos a tomar El Norte por asalto, para poner en primera plana la noticia de la desaparición del PRI y los festejos a celebrarse en el extemplo de El Roble.83 Sin embargo, al ver a Marcia “totalmente desmadejada” y recordarla antaño “tan vistosa, tan responsable de su arreglo personal”, la protagonista no puede evitar llorar por ese pasado en común, asociado al activismo político, que de manera inevitable da forma a su tiempo íntimo. La cuota de nostalgia en proporción a la intensidad de “todo lo que dejaron atrás”, de “lo renunciado”. Pero, aun así, ¿le importa valerse de un hombre para conseguir los fines políticos de la Organización? Al convencerse de tomar por sí sola una decisión, ya que no ha tenido un contacto reciente con la Coodinadora, lo que en su fuero interno llama “la 82

No obstante pueda cansar su sectarismo, su rabiosa radicalización, Marcia representa en sí el alto grado de profesionalismo que tiene la Organización. 83

Ibid., p. 121.

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alternativa gerente” se traduce en aceptar la proposición matrimonial de un hombre que acaso siente amor por ella84, y del que sólo le interesa su cercanía para enterar a la comisión de información de

fechas de convenciones nacionales, lugares de las juntas de accionistas y consejeros, tal vez hasta habría listas de personajes y sus programas de hospedaje y actividades.85

Las recientes detenciones y asesinatos de sus amigos la apremian a resolverse por la acción “unilateral”. Mas aun cuando Marcia, según cree, hubiese aprobado su decisión de replegarse —desmantelar parcialmente su destino, rectificar, modificar su “vida personal” con un matrimonio—, ¿hará en verdad la protagonista algo más tarde, sin la línea de la Organización, o se replegará de manera definitiva? ¿Qué tan fuerte y efectivo ha sido en ella el proceso de politización? —o— En “Hasta el viernes” la protagonista le cuenta a un diario los problemas que tiene con su novio y su resolución de hacer el amor con él a pesar de que luego, según lo intuye, deje de verlo. Si éste, por un lado, tiene una gran autoestima sin un sustento real, es un chantajista emocional y para colmo un mal estudiante; por el otro, su padre es intransigente y colérico, al grado de ser visto como alguien ajeno por su propia hija. En

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medio

de

estos

dos

Así como se parapeta en la terminología del grupo para justificar su proceder, puede igualmente encontrarla hueca, o insuficiente, si la situación la afecta. Reacia a hacer el amor con un desconocido, el que sus camaradas califiquen el expediente como “un operativo político” no la convence del todo: “De pronto los compas se te hacían una caterva de perfectos imbéciles, y veías a la revolución fuera de tu vida, como que era muy alta la aportación que te exigía” (ibid., p. 77). 85

Ibid., p. 78.

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extremos, elige dar los primeros pasos en su iniciación sexual a manera de un acto de rebeldía contra el padre. Habría que subrayar la importancia de este episodio por tratarse de una activista que frecuenta el círculo de estudios dirigido por Marcia, capaz por lo tanto de emprender en un futuro inmediato acciones que implican cierto riesgo, como la cajera de “La rectificación”, para echar abajo el sistema establecido.86 Aunque a diferencia de la Marcia que conoceremos en Nosotros, los de entonces, es capaz de separar su preocupación política de la sentimental. El retrato que hace de Marcia y la relación que establece con ella despunta hacia una figura cada vez más compleja y difícil de encuadrar:

Hay algo sintomático en este desinterés que me inspira la Facultad; aprendo más en las reuniones del círculo de estudios que dirige Marcia, la chava de quien estoy enamorada.87 Complejidad que será confirmada, por cierta inclinación lésbica de Marcia, en “Número equivocado” —o— “El precio a pagar” refiere el lance en el que el director de una facultad, sometido a presiones de índole política, ve perdida su oportunidad de reelegirse en su puesto por haber conspirado con la izquierda. Abandonado por sus protegidos en la junta directiva donde se

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Su politización es evidente por sus lecturas —compra Proceso y Nexos periódicamente; lleva a la biblioteca de su facultad “unas revistas cubanas”—; por los discos que escucha —Pablo Milanés y Amaury Pérez—; y por su cantilena, aburrida para el novio, de la disciplina, el espíritu de lucha superior y el valor en la búsqueda de la perfección. 87

Ibid., p. 87; mías las cursivas.

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ventila la sucesión del poder, su nostalgia por el tiempo anterior a la molicie del dinero malhabido será tanta como la del muchacho de “SOS.” por la época de los mítines universitarios. Parecido al porro de “Gente importante” por su ascenso económico y el rechazo familiar: “Qué fácil te adaptaste a la prosperidad, a este nuevo status que tu papá no perdona: y que primero muerto que pararse en tu casa”, se contrapone sin embargo a Luis, de “Estela furtiva”, pues a diferencia de él no tiene empacho en plegarse a sus superiores para resultarles grato. En el frecuente recuerdo de Marcia encontrará más razones para potenciar su nostalgia. Así, es muy significativo que la evoque en actividades relacionadas con la disidencia estudiantil: “en el pasillo frente al jardín, panfleto en mano, después de haber pasado la noche en blanco junto al mimeógrafo de la escuela”. También en conflicto con su hijo Claudio a causa de su corrupción, le sugiere dejar la Universidad, para evitar ser provocado por los activistas de su escuela, sin éxito alguno. (Recordemos por contraste el padre del protagonista de “SOS.”, quien sin concesiones y mano dura obliga a su hijo a tomar esa misma determinación no obstante el esfuerzo de Marcia en ganarlo para su causa.) ¿Podríamos pensar que de antemano intuye caída, su derrota? Acaso no, pero antes de la junta directiva se ha convencido de que lo peor que puede sucederle, más que no reeligirse, es ser aprehendido. Incluso en la junta, al notar la frialdad de sus aliados, se dice:

nada podrán contra ti, cualquier acusación implicaría sacar a luz los nombres de gentes que ocupan posiciones de primera importancia en el equipo del jefe de gobierno.88

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Sin embargo, se le ha presentado el día que muy seguramente empezó a esperar desde que se hundiera en la corrupción. Sin el apoyo suficiente para ser reelecto como director, no sólo su vida política se ha ido al traste sino también los negocios que podía hacer valiéndose de ella. Al despertar, en adelante, se sentirá “absurdamente concluido”: “como si, en el sueño, hubieras perdido horas vitales, con la febril opresión de que había algo urgente que deberías, sin subterfugios, haber hecho”. Como si ese sueño fuese la época de bonanza y poder, desaprovechada y para siempre perdida, que le dio su desempeño en la Universidad. —o— A diferencia de aquellos personajes de Nosotros, los de entonces que tienen la cultura para sobrellevar el fracaso (Luis en “Estela furtiva”), o para conceptualizar sus desviaciones sexuales (el narrador de “Al aire libre”), la profesora que aparece en “Por el sur” cuestiona sus hábitos ilustrados al residir en la remota comunidad de La Escondida, en el municipio de Zaragoza. Están de más su “manía por comprar las revistas mensuales del DF y la asistencia a los ciclos de cine de las universidades”, puesto que “ahí no había periódico que te programara alguna audición, una conferencia”. La decisión de trabajar en la más lejana zona rural, resulta como un encierro espiritual que la purifica. Entregada al “país niño”, elige “los días rurales”, los “días silvestres” a cambio de la monotonía citadina: la vuelta al campo. Por su amistad con Marcia —rentaban juntas un departamento— y “los periódicos de la Liga” que aquélla le envía, se infiere que es también una activista. Lo confirma de algún modo que su devoción por Emiliano Zapata sea colmada al encontrar 88

Ibid., p. 100.

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“sus ojos de orgullo magullado” en los de Mundo, un lugareño de quien se enamora por su honestidad y su fuerza primaria. Aunque en ningún momento la mueve el afán experimental que caracteriza al joven epicuro de “Al aire libre”, la profesora tiene el cuidado suficiente de no idealizar a Mundo y verlo en su dimensión justa: “grotesco y desaseado, sin conversación, torvo: sin gracia”. Cuando al fin resuelve su conflicto interior y decide dejar a Pablo, “el fantasma ilustrado”, para permanecer en el sur al lado de Mundo, experimenta de hecho “esa vieja tristeza que trae consigo alternar con gente que está en la comedia sin fin de la conversación inteligente”.

La cultura vencida o, mejor, subordinada a los instintos, a la vida sin

maquillajes ni artificios. —o— En “Número equivocado”, la voz que narra es la de un escucha que se dirige a una segunda persona, Natalia, y alude a un tercero: Marcia. Este triángulo narrativo puede definirse en la comprensión y el amor por parte del escucha hacia Marcia, al cabo una situación imposible; Marcia tras un escaparate, inasible para quien, tal vez, la pudo comprender. Pero, ¿quién es el fantasma de quién? A ratos el espía es el fantasma que ronda a Marcia, deseoso de “aparecer en escena” y materializarse ante ella para darle su apoyo —como si la presencia de “Estela furtiva” se pudiese comunicar realmente con Luis—. Lejana e inmediata al mismo tiempo, el lector sabrá mucho más de Marcia que en todos los cuentos anteriores —donde con la excepción de “Jugada clásica” sólo había referencias y apariciones fugaces— por tomar para sí el papel del espía telefónico.

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Figura opuesta a la cajera de “La rectificación”, un trabajo de rutina convertirá al empleado telefónico en el oído de un mundo que no es el suyo, si bien no le resulta del todo ajeno:

Yo había estudiado en la Álvaro; anduve manejando el comando, moviendo brigadas en el 68, y ahora, en las asambleas de Sindicato, pues dos tres estaba con la raza que pugnaba por desafanarse de los charros.89 Como antes lo ha sido por el lector —adivinada, presentida, querida o desdeñada—, Marcia es inventada para solaz romántico del espía “a través de los matices de su voz”. Tanto como él, el lector sorprenderá a una Marcia decepcionada por la ignorancia, el machismo, la desvergüenza, la suciedad y la homosexualidad encubierta de sus compañeros. Una Marcia compleja y un poco lésbica, ayuna de un amor que no tiene empacho en pedir, desesperada, a su amiga Natalia, quien de hecho podría ser la joven de “Hasta el viernes”, que a un paso de iniciarse en la sexualidad con su novio dice estar enamorada de Marcia. Vulnerable y sentimental, Marcia muestra una “necesidad compulsiva de estabilidad” que la hace, paradójicamente, buscar a su pareja en los cuerpos de muchos hombres. Magnetizado por Marcia al punto de escuchar los casetes con sus charlas en la soledad de la noche, el espía tendrá que enfrentar a su esposa al regresar a casa. A pesar de que ha conseguido verla un par de veces —una con Eduardo y varias junto a Natalia en el cine —, no la abordará por un prurito moral:

cómo iba a tomar mi presentación —figúrate que aquí donde me ves no soy ningún extraño, tengo algunos años de conocerte; mi siniestro trabajo me ha permitido penetrar en tu intimidad.90 89

Ibid., p. 116.

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Luego de escuchar sus conversaciones telefónicas a lo largo de tres años —del 69 al 72—, no obstante su simpatía y el deseo de encontrarse con Marcia, no olvida que es también un verdugo y que forma parte de la represión oficial. Orillado a pasarse al otro lado no por el dinero abundante —como el director de “El precio a pagar”—, sino por presiones económicas elementales, puede sin embargo dar un paso atrás, rectificar —como lo hace involuntariamente el porro de “Gente importante”—, y prevenir a Natalia para salvar la vida de Marcia cuando es detenida por la policía judicial. Ahora sin la posibilidad de siquiera escucharla al teléfono, Marcia será vista de nuevo de manera fragmentaria, como figura de fondo. —o— En “Nosotros, los de entonces” aparece una Marcia íntima desde la perspectiva de uno de sus amantes. A juzgar por la dedicatoria y la intensidad de su relación, se trata muy probablemente de Eduardo, el mismo que se ve con ella en “Número equivocado” y del que se tiene ya noticia en “Por el sur”. Decepcionada acaso por los hombres del grupo revolucionario al que pertenece, Marcia escoge una “relación de orden clandestino” con alguien que no es militante y quien a la postre, dándose a la tarea de evocarla (como otros, los protagonistas de “SOS.” y “La rectificación”, se han dado antes a la tarea de pensarla), hará uno de los retratos físicos y emocionales más completo de ella. Por una parte está la aplicada y comedida estudiante universitaria; y por otra la mujer inmediata y sensual, rodeada de un “sentimiento de orfandad y de constante 90

Ibid., p. 120.

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despedida”, nostálgica por unos padres a quienes dejó por su autoritarismo y su mezquindad y a los que quisiera, a veces, poder ver de nuevo. Si bien es cierto que ella y el profesor universitario que la recuerda

forjaron un mundo a su medida, lejos del trato camaraderil, de la grilla carnicera e implacable: vivieron lo suyo, en esta ciudad paradójica y extraña, donde cambiar de círculo implica viajar en una máquina del tiempo al encuentro de etapas acabadas.91 Al grado de “dominar un mecanismo de identificación tal, que bastaba con una mirada significativa para desaprobar al mundo o darle el visto bueno”, la ilusión de separar su vida sentimental de la vocación de militante dura muy poco en el ánimo de Marcia. Una mujer “habituada a pensar que fuera de su trabajo político nada podía ser importante”, tendrá sólo en la revolución “su forma de vida”, sea la interior o la exterior. Su estado anímico se torna así en una suerte de termómetro que le indica al profesor universitario su partida irrevocable:

Aunque nunca te habló de las fases por que atravesaba su grupo político tú lo adivinabas en el amor; en la creciente melancolía de sus ojos, en la desesperación de sus manos que clamando silenciosas te asían a su vida, anunciando la separación.92

Un año después de marcharse, Marcia habrá de ser capturada en la Ciudad de México por agentes de la Federal de Seguridad. En una tarjeta postal enviada poco antes de su detención 91

92

Ibid., p. 132. Ibid., p. 134.

80

alude al título del cuento y del libro, refiriéndose a la pareja que fueron antaño: Nosotros, los de entonces.

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DULCE MARÍA GONZÁLEZ (1958)

Posterior por cuatro años a su participación en el volumen colectivo De mujeres y otros cuentos (UANL, 1989), y dos a la publicación de sus trabajos de crítica teatral en el volumen Gestus (Gobierno del estado de Nuevo León, 1991), Detrás de la máscara es el primer libro que reúne la cuentística de Dulce María González. Dividido en dos partes por criterios de extensión, en la inicial, Párodo, Dulce se vale de las formas cortas y del presente —de las 35 narraciones, 21 están escritas en ese tiempo—, así como de la primera y tercera persona del singular. La segunda parte, Éxodo, agrupa 14 trabajos largos narrados con mayor frecuencia en tiempo pasado y en la primera persona del singular —en comparación con aquéllos que narra en presente y en la tercera persona—. Dulce María González parece retar al lector a que desentrañe cuentos cuya verdad desnuda produce una gozosa perturbación. Elípticos, y tan maliciosos como inteligentes, son la sede de seres que proyectan fuera de sí profundidad, igual que una aura (“Hacia la playa”) y, sobre todo, de los amantes, custodios con sus prácticas del frágil equilibrio del mundo (“Demiurgos”, “Kama sutra”). Empecinados, tenaces, sus personajes usufructúan la hechicería y la magia para hacer llevadera la vida y posible su unión amorosa. Generadores y depositarios de historias, las guardan bajo sus párpados para compartirlas con los otros (“Miguel”). Tributarios del sueño y de la historia, del amor posible y del humor, los textos de Detrás de la máscara deben su afortunada escritura al empleo frecuente de una frase

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corta cuya autora trabaja con celo, apelando a su buen oído, para evitar la monotonía rítmica.

La unión de los amantes Muchos de los personajes de Detrás de la máscara buscan menos la sexualidad propiamente que su unión más allá o fuera del mundo. En “El infierno” el mal es aquello otro —personificado en alguien cercano, en medio de una fiesta— que aún no hemos domesticado con el cuerpo. Mientras que el deseo es impuro y mancha, la acción de los cuerpos lo purifica, cumpliéndolo. Así, ya que ha neutralizado la sórdida naturaleza del deseo y nos dice:

Escucho cómo las puertas del infierno se cierran tras de mí: Ya puedo estar contigo, ya puedo tocarte húmedo si me da la gana. Una paz repentina me transforma en ángel.93

la narradora cruza una frontera luego de la cual la unión de los amantes, angélica por el concurso de la carne, es posible. En “Carteles”, una pareja traspasa también la frontera de su ceñida realidad y converge en un espacio fuera del mundo para llevar a cabo la ceremonia del amor: un cartel turístico del Caribe. Sin embargo, el tiempo utilitario del hombre echa por tierra el encuentro:

93

Dulce María González, Detrás de la máscara, Premiá editora, s. a., El pez soluble, núm. 21, Puebla, 1993, p. 11.

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habiéndose consumido el verano, se llevaron aquel cartel donde solíamos amarnos. En su lugar han colocado la montaña cubierta de nieve que anuncia una de tantas promociones para viajar en fin de año.94 En “Hacia la playa”, los amantes permanecen un momento tras la delgada capa de la vigilia y coinciden en un verdadero “sueño compartido”95 cuyo escenario es el océano. Pero desde su fondo la mujer observa la llamada de la realidad en la hora del reloj que suele despertarlos. El tiempo de la vigilia los trae de vuelta a la rutina. En “Labios más rojos”, los amantes se dan cita en una ceremonia sadomasoquista para hallarse en el placer. No obstante ignoremos qué emociones suscite en el otro la escena, el placer convocado transporta a la mujer hacia un océano semejante96 al de “Hacia la playa”, según nos dicen las metáforas acuáticas:

Vinieron el dolor, la confusión, una ola que subió al cielo y me trajo con lentitud hacia abajo. El estómago se me iba a la garganta al tiempo que me deslizaba sobre aguas cada vez más cálidas.97

94

Ibid., p. 12.

95

Si bien “Hacia la playa”, “La leyenda de Takako”, “El viaje” y “Mujer” tienen que ver con el sueño, “Cacahuates” es el más paradojal de todos —incluso que “Mujer”— en vista de que, por su nitidez y persistencia, el sueño logra confundirse con la vigilia. Así, el hombre que la narradora sueña arribando a su cama en la madrugada con el peregrino propósito de comer cacahuates es percibido como uno real, tanto que al desear correrlo le resulta imposible por estar soñando con él en ese momento. Como si por virtud de su fuerza, el sueño proyectara esa especie de íncubo miserable y de malos modales hacia la vigilia circundante de la mujer. 96

En “I En una recámara de palacio” hay una descripción más completa de ese espacio de convergencia y unión: “Ocultos bajo el manto de la noche, somos capaces de internarnos en el océano profundo donde la vida y la muerte unen sus labios” (ibid., p. 26). Igualmente, en “El muro” la unión de los amantes es expresada con símiles marinos: “La existencia es una ola inacabable que revienta, que los convierte en espuma y sudor y sábanas y gritos inaudibles” (ibid., p. 62). 97

Ibid., p. 16.

84

Gracias a una suerte de literatura interactiva —vago resabio de “Continuidad de los parques”, de Julio Cortázar—, la mujer que lee un libro en “Verano” invoca a un hombre y se encuentra con él por unos instantes en el espacio de la escritura. De la gradual conciencia de ser los personajes de una historieta, las criaturas de un demiurgo cuyo voyeurismo es indispensable para dotarlos de vida y pasión:

sin ti la pasión se esfumaba y nos convertíamos en muñecos planos y estáticos.98 cuando te alejabas, las horas volvían a llenarse de humo, Isabel y yo nos desvanecíamos en el espacio que habías abandonado.99 Isabel y su compañero deciden en “Demiurgos” deshacerse de su creador una noche en que se queda dormido mientras fingen amarse. Así, será transportado hacia su dimensión fuera del mundo.100 La libertad de la que gozan, sin un testigo omnipresente, estará empero limitada por la aparición de un demiurgo más poderoso que ellos: el próximo dibujante, quien quizá opte por cambiar la historieta. En “El muro”, como caso frontero, la unión de los amantes, si bien propicia en un principio, se verá frustrada por el deseo de Isabel de perderse en la nada, no obstante Carlos se dé a la tarea de buscarla bajo cualesquiera de las formas que asuma su 98

Ibid., p. 53.

99

Ibid., p. 54.

100

Esta creación con vida propia, contenida en un objeto plástico, recuerda el lienzo ejecutado en “Enero”, que atrae hacía sí las cosas “reales” del cuento —los pinceles que caen sobre un charco, “ficticio”, del cuadro—.

85

mimetismo101: “ni siquiera le importaría que Isabel de pronto fuera viento, ya inventaría la manera de aprehender algo tan frágil”. Este empeño de autoanulación explica, además de tal mimetismo, el hecho de que, como un desnudamiento, Isabel quiera despojarse de ciertos imperativos sociales: “advirtió que al lado de Carlos era más fácil olvidarse del peinado y los zapatos”. Mimetizándose en él, Carlos será el filtro del que se sirva para observar el mundo. Insuficiente, limitado —más adelante Isabel sentirá “un deseo de romper con todo aquello que la limita”—, el “filtro Carlos” es suplido a poco por un espejo, el muro perfecto. Refugiándose por último en el mar —el “muro cristalino”—, ahora integrada al mundo por su vocación panteísta, Isabel asume, lejos de Carlos, “la felicidad de saberse libre de las cosas, de la gente”. En “A cielo abierto”, la narradora se dirige a un interlocutor historiándole su encuentro, una mañana en un café, con Otto von Karloff. Más que ser seducida por él, la narradora lo escoge por ser el opuesto de su amante “original”: Otto es nervioso, inseguro y da la impresión de desmoronarse. Su relación con él es sólo tributaria:

Otto nunca fue importante. Sin embargo, el vacío detrás de los abrazos, la indiferencia de mi cuerpo ante su cercanía me provocaba buscarte desesperadamente, aguardar sin aliento que tu mano se posara, al fin, en mi regazo. Otto se iba convirtiendo en el prisma a través del cual nuestros encuentros cobraban trascendencia, su presencia aumentaba el valor de aquellas citas, aquel ritual en donde, después de fingirnos extraños [...], nos despedíamos sabiendo que volveríamos sobre nuestros pasos desde la banqueta, ahora abrazados.102 101

Su vocación mimética es tal —“siente que su silueta se disuelve en la pared” (ibid., p. 61); “apenas se mueve, le resulta suave y cálida esa existencia de ladrillo rojo”—, que al acariciarla Carlos “es como si su mano recorriera alguna banca” (idem.). 102

Ibid., p. 85; mías las cursivas.

86

Dotándolo de la destreza y morosidad del otro, imántandolo con sus expresiones, la mujer ha hecho de Otto un amante a la medida de su deseo que no le produce ya temor alguno, a diferencia de la “atmósfera de dominio” impredecible y acaso violenta asociada al amante primero, cuyas ideas y expresiones faciales aquélla suele repetir —tal como si lo hubiese atemperado—. La paradoja mayor de este cuento, y su sorpresa, sería sin duda que el interlocutor fuera no el amante de la mujer sino su esposo, y Otto, al cabo inocuo y manipulable, el tercero en discordia necesario para mechar la unión amorosa. De vaga semejanza con “El muro”, “Endimión” ilustra la afortunada manera en que luego de su muerte un hombre se ha integrado al mundo inmediato de la mujer que lo ama, volviéndose para ella más cercano y propio incluso que en vida. Asociado con cierta frecuencia a las palmas:

te encuentro de nuevo entre las palmas de la estancia.103 [está segura de que la puede] observar desde las paredes, desde las palmas de mi estancia, copia fiel de aquella otra, la de tu casa.104

ello tiene probablemente su razón en la idea de que al morir la humanidad se torna una con los elementos. Como Isabel, la narradora se ha instalado en la visión de su amante: puede nombrar “las cosas del mundo con palabras llenas de asombro, porque he llegado a verlas en la relación que guardan con tus ojos” (mías las cursivas). Aún más: se ha apropiado para siempre de su deseo —“Cierro los ojos porque en mis manos respira tu deseo”— y de las viejas tentativas con que solía ser saciado: “Yo me conformo con cerrar los ojos y 103

Ibid., p. 87.

87

avanzar por el camino de todas las noches, sentir las yemas de tus dedos que ahora bajan hacia el vientre”.

Transmutaciones Una modalidad más compleja de la unión de los amantes es la transmutación que en ellos se opera para encontrarse. Si bien visto ya en el apartado anterior, “Carteles”, por ejemplo, prefigura la transmutación en el hecho de que en pos de la unión la mujer ensaye “todo tipo de hechizos” y confiese: “Al observarte imaginaba ser lluvia y pájaro”. Además, los amantes mutan su ser en imágenes fotográficas. Por engañar con un príncipe al emperador Seiwa, de quien es concubina, Takako recibe una maldición que la convierte en flor de cerezo en “La leyenda de Takako” —como si la condenara a dar un paso atrás en la rueda transmigratoria—. Sin embargo, quien ingiere “cierta bebida elaborada con los pétalos de estas flores” se une a la princesa fuera del mundo: “La única prueba de la cópula es el ligero cansancio que se presenta al abandonar las sábanas. Hasta ahora, nadie ha logrado recordar el sueño”. Quintaesenciada en la bebida narcótica, Takako se ha vuelto una figura de sueño que espera en él el espíritu de sus eventuales amantes.105 “Kama sutra” compendia de manera notable la idea de la transmutación. La puntual obediencia que dos amantes rinden al Kama sutra, llevándolo a la práctica, los invita a asumir las características de un árbol, una serpiente o un pájaro. 104

Ibid., p. 88.

105

Este cuento anuncia la fantasía sexual alimenticia de Carlota en “Los placeres de Carlota”, en cuanto que luego de comer carne la mujer se traslada, posiblemente masturbándose, con el carnicero: supera la carne para merecer los goces del espíritu.

88

Sin reflexionarlo, sin darnos cuenta, una noche fuiste árbol; con raíces y hojas que debía morder, con un alma verde para seducir, con viento entre tus cabellos y tus manos a los cuales debía enlazarme mientras escuchaba el arrullo de los ríos arcaicos.106

Al igual que la narradora de “Carteles”, ambos echan mano de la magia: “preparamos encantos y hechizos con el fin de transformar la apariencia de las cosas”. Según la poética que ha presidido cuentos como “El infierno” o “Hacia la playa”, el placer se desplaza de la epidermis —del exterior— hacia el interior —el espíritu—. En la búsqueda de una mayor pureza deciden recorrer “los cuatro estadios de la existencia humana”. La sorpresa del texto es la sencilla afirmación que cierra el trabajo, acorde a su desarrollo y al aprendizaje progresivo del Kama sutra: “Ahora somos pájaros”. Los amantes se transforman, salen fuera de sí. Una transmutación involuntaria y repulsiva, opuesta al proceso de espritualización de “Kama sutra”, es la que por un instante padecen los amantes de “Cucarachas” al hacer el amor en un cuarto de hotel de paso. Luego de matar cuanta cucaracha encuentran por toda la pieza y de empezar a amarse, algo extraño los violenta y transforma:

crio que se nos metió el diablo, porque nos pusimos como locos nomás de pensar en esa cochinada que train dentro y que se escurre cuando las aplastas. Terminamos todos sudorosos y llenos de esa caca como amarilla.107 106

107

Ibid., p. 77. Ibid., p. 40.

89

Aunque no para el amor sino más bien para ganarse el halago público, la mujer de “Ritual” se somete a una transmutación estética que recuerda un auténtico proceso de recomposición:108 de la serie de redondeces fofas, labios resecos y piernas flácidas de que está realmente hecha, resulta al final una mujer joven, bella y bien formada. De modo semejante, “Bajo la cúpula” presenta un mundo que si bien al principio su protagonista percibe como un divertimento, se vuelve de pronto ominoso de acuerdo a la técnica empleada por Salvador Dalí en cuadros como La carreta fantasma o El hombre invisible, donde el espectador ve simultáneamente una realidad dada e inamovible y otra, superpuesta a ella, sugerida por el título del trabajo. Así, una vez que la ciudad oscurece por “la cúpula gris que forman las nubes al juntarse”,109 el cerro con apariencia de criatura prehistórica, atento al fluir del tráfico, se transforma en un dinosaurio a punto de moverse, y el Volkswagen en un escarabajo rojo que puede acabar aplastado bajo su pie. Por fortuna la transmutación es momentánea: la cúpula de nubes se dispersa y la realidad torna a ser la misma de antes. La literalidad Fieles a la palabra, hacen de lo literal su condena. En “Gourmet”, por ejemplo, a partir de una premisa como “no era un hombre como lo demás, era una sonrisa de pan recién

108

Baste de ejemplo el tratamiento que le da a la nariz: “Extendió sustancias de varias tonalidades sobre su nariz hasta lograr una corrección del tamaño, un ocultamiento de la forma” (ibid., p. 37). 109

“Y de pronto la noche” se antoja un preámbulo de cuanto en la realidad visible puede ocurrir una vez que, por la noche, el mundo queda en suspenso. De hecho, la frase final —“El mundo oscurece”— es muy parecida a aquélla que en “Bajo la cúpula” anuncia los cambios, imaginarios o reales, que están por ocurrir: “En un segundo la ciudad oscurece”. Todo entonces adquiere connotaciones humanas u ominosas: las cucharas y tenedores suspiran; los chícharos murmuran enfermos; el calor se convierte en “un espíritu maligno que amenaza desde los candiles y se apodera poco a poco de los muebles” (ibid., p. 17).

90

horneado, un silencio de manzanas rojas”, la acción se volverá realmente literal: la mujermar, en cuyo pecho hay un océano, se engulle al hombre como un pastel. A la manera de una viuda negra frutal, “sintió cómo su amor crecía a medida que Pablo iba desapareciendo”. “Arrepentida” lleva hasta sus consecuencias últimas la voluntad sin quebranto de aquellas mujeres que prometen seguir al hombre que aman hasta el fin del mundo:

Eso fue hace cuarenta años. Ahora las cosas han cambiado. Resulta difícil sobrevivir tan lejos, en el punto más apartado de la tierra. Además el viejo olvida hasta su nombre y se pone cada día más necio.110 “Los marcianos volvieron ya” potencia la carga de humor que caracteriza a la pieza “Los marcianos llegaron ya” al presentar una situación en que la letra de toda aquella música que los mencione confirmará la amenaza de su segunda visita a la tierra. La “realidad” sobrepuesta a la “ficción” por el llamado de la palabra. Como en “Verano”, donde por obra del verbo una mujer llama a un hombre, en “Final de televisión” la palabra es el conducto involuntario de la magia. Sin saberlo, la narradora ha invocado el mal: “Aún no puedo explicarme cómo fue que sucedió. Leía un libro de hechizos y magia negra cuando escuché, entre sollozos, su voz”. Pero no será ella

110

Ibid., p. 31.

91

quien cruce hacia ese otro lado de la realidad que custodia el televisor —tal como sucede en Poltergeist, la cinta de Steven Spielberg—, sino su bebé.111 En “A mitad de la noche” dos personajes comparecen en las palabras, si bien uno es “real”, y autor de las líneas que forman el texto, y el otro una entelequia, un ente de la escritura. Llamado por una historia que quisiera abandonar como por el personaje que la encarna, una mujer, el narrador acude a ella y la hace seguirlo hasta un café donde pareciera que conversan, cuando en rigor aquél sólo se ha puesto a escribir. Al cuerpo desnudo de esta sombra le es dado recostarse sobre las palabras que forman el nombre del narrador. Pero de sus caricias, una vez revisado el texto por la voz en primera persona del singular, sólo queda “una imagen, un número determinado de letras sobre una superficie blanca”. El breve desdoblamiento de las voces —de la segunda persona del singular ha pasado a la primera, y de allí nuevamente a la segunda— permite advertir la honda frustración del narrador, encadenado a un personaje que habita dentro de la escritura.

La doble lectura Algunos de estos trabajos ofrecen una doble lectura al proyectar en la imaginación del lector historias diversas a partir de una, determinada pero ambigua.

Elípticos al grado de ni siquiera aludir en sus títulos a los personajes que los protagonizan, “Zacate y “Biografía” producen cierta atmósfera de espectación por cuanto 111

“La mamá y el lobo”, versión remozada del viejo cuento del lobo feroz, guarda alguna semejanza con “Final de televisión”. Tal como en éste la magia negra ha enviado al bebé de la protagonista al universo del televisor, el lobo mete a la madre en una caja para separarla de sus hijos. A poco, Claudia se volverá por entero ajena a ellos: una voz que los arrulla y un nombre que no les dice nada.

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tienen de adivinanza literaria.112 No obstante se piense en personas, ambos narran la vida y el drama de los pequeños seres: de una hormiga, el primero, y de una ave, el segundo. (Su contraparte, en más de un sentido, sería “Fastidio divino”: sabemos siempre que el cuento habla de Dios, y lo cotidiano divino tiene un escenario monumental: la inmensidad del océano.113 La sorpresa, empero, radica en los estropicios que el baño de Dios suele dejar en el Universo.) “Ángel psicodélico” puede leerse como la saga de un admirador de Jim Morrison que, después de su muerte, experimenta en su búsqueda con toda clase de drogas para, al cabo, perturbado mentalmente, cantar con él “entre las nubes”. O bien, de manera más objetiva, como la historia de tantos jóvenes cuya enorme admiración por el músico los lleva a tocar, cantar y vestirse como él ganándose de paso la vida. A sugerencia de su título, “Niñas, sed juiciosas (Historia de amor con final trágico y moraleja)” permite —o exige— una lectura simultánea tanto de la historia de una manzana que del árbol pasa al frutero y de allí a su destino alimenticio, como de la génesis de las muchachas engañadas por sus amantes. “Clase de música” detalla los intentos de un menor —puede ser un niño o una niña— por aprender a tocar. Puesto que su maestra le ha explicado que la ejecución de la nota sí “es un pajarito que se pone contento cuando tocamos la flauta”, el lector no sabrá a 112

“La persiana” tiene ese mismo efecto: el lector debe imaginar la historia que la anciana presencia en la calle a partir de una serie de acciones precisas y en apariencia inconexas. 113

“Mujer” describe ambas dimensiones, la minúscula y la colosal, a través de un juego onírico que sugiere una partenogénesis infinita: una mujer sueña que sobre su mano hay otra, diminuta; al rechazarla y ver que se ha ido, descubre que una mujer gigantesca la observa. En “Demiurgos” un pasaje subraya el gigantismo del creador frente a la insignificancia de sus criaturas: “En las noches nos gustaba embriagarnos de tus ojos que eran como los ojos de la luna” (ibid., p. 53).

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ciencia cierta si el ave que dice sentir dentro del estómago anuncia la temprana sexualidad que la instructora ha despertado en ella o él merced a su cercanía física:

Como la maestra sabe que batallo, se acerca para ayudarme: primero acomoda mis dedos con sus manos tan blancas y tan suavecitas, después se inclina a mi lado, muy pegadita para escuchar.114

O se trata tan sólo de su sentido musical a un paso de manifestarse. Acostumbrado a tener de confidente y compañero de juegos a un muñeco que ha llamado Chito, el niño del cuento que lleva este título dibuja una figura a la que interpela a lo largo del texto en vista de que, enojado con él, Chito “no ha querido hablar en todo el día”. Aunque es víctima y testigo de violentas escenas familiares (su padre es un alcohólico que suele pegarle por cualquier motivo, como a su madre la noche anterior, y ha llegado incluso a encerrarlo en el baño), ve el mundo sin comprenderlo cabalmente. Cuando descubre que no puede pegarle a su madre según se lo ordena Chito —y, rigurosamente, por imitación paterna, tan común entre los niños—, su muñeco ha roto lazos con él. Otra lectura de “Chito” es ésa que describe el momento justo en que el niño, más bien, rompe sus ligas con la fantasía —no obstante trate de asirse a ella hablándole a un dibujo— y empieza a comprender, oscuramente, su entorno inmediato.

Revelaciones infantiles 114

Ibid., p. 42.

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Los niños tienen un papel principal en estos cuentos. En “El mar”m una historia ingeniosa y de un fondo tan terrible como algunos cuentos infantiles es superada por otra cuyo final, sorpresivo y balsámico, suscita una espléndida imagen plástica: Coque trae de vuelta, tranquilo como un animal doblegado, a ese mar que, según las consejas, se retira y convierte a la playa en una enorme sabana con el único fin de engañar y tragarse a los niños que lo buscan. “Revelación” ilustra la inocencia del mal en una niña cuyos razonamientos y la certeza de haberse comportado de manera incorrecta se vienen abajo cuando, contra todo pronóstico, la mañana de Navidad descubre junto al árbol lo que había antes pedido:

[entre una montaña de juguetes] había una muñeca con un orificio en la boca y una caja de pañales. Un gato se abrió paso de manera majestuosa, era blanco, peludo, lucía manchas oscuras en el lomo y las patas. “Ni quien lo dude”, pensé, “soy una santa”.115 “Miguel” narra la relación de dos niños cuya fraternidad biológica trasciende los límites convencionales al grado de parecerse a la unión de los amantes de la que se ha hablado atrás:

yo no tenía necesidad de ver con mis ojos, era como si los de Miguel nos pertenecieran a ambos. Aún ahora, después de que han ocurrido tantas cosas, existen momentos en que percibo la realidad desde las pupilas de Miguel.116

Miguel, el menor de los dos hermanos, manifiesta un gran gusto por la oscuridad tanto como una adoración por las luciérnagas que acaba transmitiéndole al narrador. De la 115 116

Ibid., p. 43. Ibid., p. 50.

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captura de luciérnagas para darles un nombre y enseguida la libertad, pasan a una etapa de enseñanza que anticipa los sucesos futuros:

poco a poco habíamos comprendido que las luciérnagas tenían su universo y nosotros el nuestro, así que nos limitábamos a observarlas en espera de que alguna vez nos permitieran compartir aquella extraña existencia de luces, aquel mundo que era un espejo de estrellas.117

Anudados por un sentimiento común, tras la muerte de Miguel éste regresará al poco tiempo por su hermano para introducirlo en el universo que brota de sus ojos. Al transmutar su naturaleza por la de las luciérnagas, entablan un juego de planos y dimensiones como el de “Mujer”:

Hay dos niños que juegan con nosotros cuando el sol se ha ocultado. En una ocasión atraparon a Miguel, pero se dieron cuenta de que ya tenía nombre y le permitieron marcharse.118

Los temas históricos Desde “La leyenda de Takako” hemos visto el empleo de los temas de corte histórico. En la primera parte, Párodo, hay una serie corta que debe leerse como una trilogía. Al cabo, “I En una recámara de palacio”, “II Mientras tanto” y “III En Itaca” conforman una historia aparentemente circular cuyo núcleo es la ausencia que deja el hombre en la mujer, sea por razones bélicas —Menelao en el primero— o por cuestiones de honor —Odiseo en el tercero—. Si bien el proceder de Odiseo en el último tiene sus causas en el inicial (la seducción que Paris Alejadro ejerce en Helena para separarla de su marido, 117 118

Idem.. Ibid., p. 51.

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chispa de la guerra de Troya), “III En Itaca” rompe la circularidad viciosa por la célebre estratagema de Penélope, subestimada por Ulises antes de partir, que a la postre guardará a la mujer de abandonarse al deseo y a la infidelidad: su obstinación en tejer. Irónicamente, “II Mientras tanto” narra el rescate de Helena, muerto Paris Alejandro, por un Menelao distante obligado a recordar a la mujer más hermosa del mundo para volver a amarla. A través de la ingestión de hongos, un joven regiomontano de visita en Oaxaca —“En la sierra mazateca”— convoca en su persona las antiquísimas existencias de Minos y Pericles, tanto como los lugares donde ambos gobernaron: Cnosos de Creta y Atenas. Cuando dice saber “que no existe la soledad eterna de Minos, de Pericles, la mía propia”, confirma la existencia de un limbo común. Muerto, presencia su funeral por estar encadenada su alma al cuartucho de la sierra mazateca donde Juana le ha dado a comer teonancates. Como en el cuento anterior, “Las voces de Agamenon” suma al discurso —en este caso un diario; en aquél un monólogo— un testimonio objetivo que al procurar distancia da una idea más completa del estado emocional del protagonista. En tanto que “En la sierra mazateca” leemos el fragmento de una nota periodística que sitúa físicamente al personaje, en “Las voces...” el catedrático Gabriel Roll presenta el texto redactado por el escritor Samuel Wilcox, El caso Atrax, introducción a su vez del diario de Agamenón Atrax Villatoro. El caso Atrax pone de resalto la influencia que el padre de Agamenón ejerció en él a propósito de un interés desmesurado y enfermizo por el estudio de antiguas culturas mediterráneas:

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lo inundaba de palabras y en su interior nacían ciudades, vidas, seres lejanos que de pronto eran los grandes amigos que nunca había tenido, y se le habían ido metiendo entre los poros de aquella piel morena que empezaba a parecerle extraña.119

En su afán de restaurar la leyenda, Agamenón se desposa con una joven griega de nombre Helena. Apremiado por las voces y lamentos de los héroes de sus libros y ante la incógnita que para él representa la “pequeña tablilla con singulares inscripciones” que le heredara su padre, Agamenón se decide a emprender un viaje a Atenas. En algo que se antoja un viaje astral —como el del protagonista de “En la sierra mazateca”, ayudado por los hongos—, Agamenón es capaz de desprender su conciencia de su cuerpo. (Recordemos que su espíritu “oscila ante el poder de una fuerza desconocida”). En la isla de Creta, poco antes de dirigirse con Helena al Palacio de Cnosos, se siente seguido por una de las voces de la biblioteca. Cuando su razón le sugiere que tales voces pueden venir de sí mismo, le espanta menos la locura ordinaria que perder la pista que lo ayudará a descifrar las inscripciones de la tablilla. Es indicativo que en su diario no haya una fecha precisa de su encuentro con el pasado, en el restituido palacio de Cnosos, dentro de los límites del universo que ha mencionado al inicio del diario y cuya existencia y poder son necesarios para hallarle sentido a la tablilla; se trata de un encuentro fuera de tiempo. Pero ya que ha traspuesto la realidad que lo encarcela ingresará a otra, contenida en el universo, que paradójicamente lo cercará también. El dueño de la voz que lo ha guiado hasta la sala del trono ha logrado escapar —es el vagabundo que “asegura haber vivido en Creta durante el reinado de Minos”—, mientras que de Agamenón Atrax sólo ha quedado 119

Ibid., p. 69.

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su cadáver, descubierto cerca del palacio, y cuya antigüedad, no obstante vestir ropa contemporánea, se calcula de una era anterior a la cristiana. Ambos, el vagabundo y Agamenón, tienen alrededor de 30 años. ¿Ha vuelto en verdad Agamenón a su viejo mundo, desligado de él antaño por la muerte biológica? ¿Reencarnó en un joven tijuanense y, en lugar de hacer una vida propia, obedeció el llamado del tiempo y se reincorporó al pasado, al universo? Y, por último, “Una conversación entre los árboles” refiere el encuentro del narrador con un viejo amigo, Ernesto, desterrado para siempre de la razón. En el plano objetivo, Ernesto ha presenciado cómo un perro degüella a un niño. La terrible escena lo ha trastornado al punto de creer que el niño era su hijo, y que la causa de la tragedia se debió a que el perro de Alcibíades tomó así venganza por enterarse de sus investigaciones sobre el tema. Muestra de su obsesión erudita es el pasaje en que narra la aparición del animal en Inglaterra, el año de 1837, “durante una manifestación de la recién creada Unión de los obreros de Londres”. En el plano subjetivo, dentro de ese tiempo cíclico120 que lastra a los protagonistas de “En la sierra mazateca” y “Las voces de Agamenón” —y que permite al lector hacer una puntual doble lectura—, Ernesto concibe el hecho como una vindicta perpetua: “ese hijo mío viene muriendo desde hace siglos”. Según su lógica, la raíz del suceso se remonta al año 420 a. C., cuando en un acto impío cuyo sólo fin aparente era el

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Aunque ajeno al tema histórico, “Frente él, que finge estar dormido” tiene ligas evidentes con “Las voces de Agamenón” y “Una conversación entre los árboles”, pues a lo largo de una espera de 10 minutos Jorge reactiva, a su pesar, un viejo trauma infantil de desamparo materno en su discontinua relación con Clara.

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escándalo —en realidad el excéntrico general apelaba a la adivinación—, Alcibíades degolló a su perro.121

121

En Párodo, “La perrucha” anticipa “Una conversación entre los árboles” por la índole fantasmal que se le imputa a los animales que aparecen en ambos cuentos: “Decidimos matarla porque deseábamos dormir tranquilos y acabar con el cuento de los niños que aseguraban verla en los rincones de sus cuartos” (ibid., p. 34). Una vez que le dan muerte, los vecinos se reparten el cuerpo de la perrucha y fortifican su amistad restaurando el antiquísimo rito de dispersar los restos de un cadáver por los cuatro puntos cardinales. Otra relación conflictiva entre personas y animales es la que tiene con un gato la narradora de “Un dominio redondo”. Son tantos su dependencia y su odio hacia él, que se aplica a la hechicería plástica armando un rompecabezas que tiene dibujada su muerte.

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PATRICIA LAURENT KULLICK (1962)

En Ésta y otras ciudades, el primer libro de cuentos de Patricia Laurent Kullick, matices, sensaciones y tonos —melancólicos o humorísticos— son fundamentales para la conformación de un universo regido por dos vertientes: el cuento netamente fantástico, con su final insólito; y el relato de introspección, intimista, que poco a poco se acerca al terreno de la novela. En ambos, los personajes se verán poseídos por un constante afán de permutar sus pieles en un aparente deseo de nulificarse, disolviéndose en otros, donde hay menos autodestrucción que necesidad de liberarse. La aldea de Gal-Ehl, una vez completo el Vaso ritual, podrá liberarse hacia la nada desértica en la que el protagonista se halla al final del relato; Martina y Érik serán fantásticamente otros al recuperar su vieja identidad, para dar los primeros ejemplos.

El tiempo del juego Por obra del juego, los personajes de Patricia Laurent ritualizan sus actos hasta adquirir, a ojos del lector, un peso dramático. Se disfrazan, mutan sus personalidades por hallarse a disgusto dentro de pieles mezquinas. Pero la representación los trasciende peligrosamente: lo que en “Niebla en Berlín” empezó como una simple puesta en escena, al ritualizarse con la quema de una prenda y una fotografía, cuyas cenizas ingiere la mujer, lleva a Érik a figurar como nazi y a Martina como una judía desprotegida. ¿Castigo o fatalidad? Si pueden volver a la edad primera es posible que no haya condena ni castigo. Están tan ansiosos de reconocerse como otros, en otros, que Érik observa a Martina mientras realiza la ceremonia

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“desde otra dimensión”. (De hecho, Érik Golchack posee una gran imaginación de viajero mediante la cual busca acceder hacia una realidad distinta.) En “La aldea de Gal-Ehl” el juego es un asunto de lo más serio. Quebrar un vaso para que con uno de sus fragmentos pueda completarse el Vaso ritual y conseguir el perdón divino, es fundamental para los aldeanos. Si el narrador debiera sentir asombro e incluso temor, muestra desafío en consecuencia de la atmósfera absurda, consiguiendo un logrado efecto cómico:

Para entonces ya no me molestó la situación, sino que mi orgullo de turista engañado y los quince vasos que me bebí, me hicieron jurar que me terminaría el barril esa misma noche enfrente de todos esos pares de ojos que esperaban mi fracaso.122 El plan del robo en “Pan de barro” trasciende el simple juego, dándole una maliciosa dimensión de vértigo. Lupe Babas, una deficiente mental, hurtará un par de pasteles de acuerdo a las instrucciones de la narradora y una amiga suya. Desde las azoteas imaginan el recorrido que hará Lupe luego de llevar a cabo el plan. En el entrenamiento vemos la parte oscura del juego: Lupe salta la cuerda para ganar condición física. La narradora y su amiga cambian de nombre para protegerse y Lupe, a pesar de no necesitarlo, se exotiza con el de Yesenia. Incluso en la ocasión del robo la camuflajean con lodo: “se veía realmente diferente”. El juego adquiere suma gravedad cuando Lupe estrella una báscula en la cabeza del hijo del tendero y es recluida en el manicomio. 122

Patricia Laurent Kullick, Ésta y otras ciudades, Fondo Editorial Tierra Adentro, núm. 21, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1991, p. 14.

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El protagonista de “Éste era un rey” se da a la tarea de montar un último escenario: el personaje asiste, disfrazado, a su muerte ceremonial para reencontrarse consigo mismo en el origen.

El peso del disfraz Asumir un disfraz permite a los protagonistas de “Niebla en Berlín”, a la vez que sentirse otros, emprender una escatología erótica:

Martina se ponía la sábana en forma de toga y jugaba al César ordenándole que le chupara el sexo y, mientras él paseaba la lengua por su clítoris, ella bebía vino y hablaba en latín. Ahogada en sollozos de placer, Martina se quitaba la toga y la convertía en un capote blanco. Entonces él bufaba muerto de risa y ella lo toreaba pasando el capote por su pene erecto hasta dejarse cornar por el trasero.123 El director de teatro de “Ésta y otras ciudades” puede elevarse de su condición mediocre a través del disfraz:

En este escenario he fingido la locura que espero, juego a la revolución francesa, me emborracho en una taberna italiana vestido a la manera del siglo XV.

124

Herminia es presa de la fatalidad del disfraz. Una vez que se cubre con un hábito de monje para asistir a una fiesta, no abandonará la prenda un solo momento. Cuando la narradora se pregunta qué hacía Herminia —¿era curandera, vagabunda o, tal vez, misionera?—, piensa que fue algo que leyó o que tuvo una conversación con alguien para lanzarse a aquella 123 124

Ibid., p. 10. Ibid., p. 28.

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aventura. La presunción de una lectura sediciosa la explican ciertos detalles suscitados durante una huída que acometieron con muy poco éxito la narradora y Herminia en la adolescencia. La silenciosa e introvertida Herminia, para gran sorpresa de su hermana, crea entonces una realidad paralela:

Inventó la existencia de una tía malévola que, a la muerte de nuestra madre, se había hecho cargo de nuestra frágil existencia. Que nos utilizaba como sus sirvientas, malcomíamos y nos pegaba. Que a mí me había puesto a trabajar en una tienda explotándome hasta el último centavo y a ella la obligaba a vender empanadas desde hacía tres años.125 La fluidez como se alza este mundo convence incluso a la narradora: “Desde ese momento no había más verdad que la que ella había creado para nosotros”. Es tan sólida su fuerza imaginativa, que puede repetir con “increíble exactitud” cuanto ha dicho momentos antes. Pero no sólo crea historias, sino los nombres y empleos de los seres que pueblan su mundo verbal: “Ahí vamos, a Linares. Andamos buscando a nuestro hermano Memo. Maneja un bulldozer en una constructora”. Lo otro en “Hermana Herminia” pareciera existir como sola condición del personaje, no obstante el paisaje, el escenario —las calles de Linares—, aparezca como parte de una cotidianidad muy próxima, si tenemos en cuenta el exotismo geográfico de muchos de los relatos de Patricia Laurent: paisajes, al cabo, otros. Porque Linares, tan cercano a nosotros —qué distancia entre esta ciudad y Berlín—, representa para las dos mujeres una gran aventura. La ruptura con lo cotidiano nos instala en la desolación más absoluta, en el pánico, el miedo, la tristeza, la total desesperanza. Si en la niñez Herminia se había vuelto

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una especie de pasatiempo y un chiste en los recreos de la escuela, en gran parte por la indiscreción y el desinterés de su propia hermana —“yo aportaba nuevas anécdotas de mi hermana que provocaban risa entre la bola”—, en la vida adulta su presencia incomoda a la narradora por esa lejanía y extrañeza llevadas al extremo del juego. Mientras Herminia va hacia su propio encuentro, actualizando un rico universo interno mediante el disfraz —como Martina y Érik en “Niebla en Berlín”, o el violinista que reta al expectador en “Duelo”—, la voz narradora nos sumerge en su búsqueda angustiante, en su irremediable nostalgia.

La edad original En “Duelo”, un espectador toma, al parecer sin quererlo, el reto de un violinista. Entre ambos ofician, como los personajes de “Niebla en Berlín”, rituales secretos, íntimos: como signo de cambio el espectador percibe un vapor interior que lo aliena: “Reconocí el vapor de cenizo hervido y el olor a hierba reseca”. La identidad original, como en el cuento mencionado, aparece en el lugar menos previsto: el violinista se duplica; al tiempo que ejecuta su pieza se refleja en el espejo del baño. Al suplantar la personalidad (¿o al fundirla?), ya que es el espectador quien se había arrancado la corbata y los botones de la camisa, éste aparece distante en el escenario a los ojos de la mujer que lo acompañó al concierto. Lo más perturbador no es tanto el trueque de identidades, sino el saldo de la aventura: ¿qué clase de híbrido encarna en la piel del nuevo violinista? ¿Qué se tiene a fin de cuentas al barajar así las personalidades? 125

Ibid., p. 79.

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La otra realidad Entre los cuentos de Patricia Laurent cuyos sucesos derivan en una realidad fantástica, hemos visto ya “Niebla en Berlín” y “Duelo”, relatos con más aristas por la incursión del juego, el disfraz o el reencuentro con la edad original. Habría que incluir igualmente “El último grito”, donde un carterista se halla, por el azar del robo, un terrible objeto custodio: una billetera que es como la lámpara del genio.126 Las imágenes que suscitan este relato me recuerdan “Metamorfosis en marfil”, donde una aparente incompletitud da paso a imágenes perturbadoras: ¿es una morsa vuelta mujer o viceversa? El más sorpresivo de esta serie, impregnado de un discreto humor —y de olor a ajo— es “Se solicita sirvienta”. Pareciera que al conocer los recados que se dejan Angulema y Jonas Kushner fuéramos a asistir al inicio de una relación amorosa o de una amistad que pudiera suavizar la distancia que pone el dueño de la casa entre su persona y la de su nueva sirvienta. Pero si creímos habernos solazado con una estampa de buenos modales y mejores costumbres entre una sirvienta y su patrón, presencia ausente, éste es nada menos que un vampiro cuya no-vida es puesta en peligro por los afanes doméstico de Regulema. Si bien se desarrollan en una dimensión netamente terrena, podemos asociar a esta vertiente aquellos relatos que, por enmascarar realidades atroces, dejan una impresión inquietante al cabo de su lectura. En “Al cerrar los párpados”, por ejemplo, la distancia con que la voz narradora se recuerda (desconoce la razón por la cual llevaba puesta una blusa de 126

La fantasmagoría visual, como en “Duelo” —“La puerta del retrete estaba encendida y los azulejos al rojo vivo”—, ayuda en mucho a conseguir el efecto: la calavera del broche tiene ojos de esmeralda que se encienden furiosamente.

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enormes bolas rojas) y un alucinante efecto verbal hace que reparemos muy poco en el hecho de que quien narra es posiblemente una niña o adolescente —anda descalza y sucia— , cuya necesidad de droga —hay humo multicolor en sus párpados— obliga a su amigo o hermano (en todo caso no un adulto: lleva canicas en los bolsillos), a prostituirse en la cantina. Hay mucha familiaridad entre la narradora y el entorno, y por ello mismo debe haberla también entre Mundo y ella: “Antes de entrar a casa vimos por la ventana que mamá arrullaba a Beto”. Patricia se vale de este recurso en “Donovan en el 68”. La niña que recibe a Donovan narra a través de la distancia una relación cómplice en la que no hay brutalidad sino evocación y nostalgia. La presencia del personaje es tan inusitada como su nombre: Donovan Méndez. Donovan es una aparición terrenal descendida del cielo político de aquella época; incluso en la forma en clave de aludir a los sucesos hay resabios de lirismo. La última imagen de Donovan se hibrida de lo terreno y lo espectral: “Tenía un ojo cerrado, un pómulo de carne al descubierto y la boca distorsionada”. Pero enseguida, con la lectura de una nota que Donovan deja a Alfredo, hermano de la niña, sabemos que aquella “aparición” rodeada de magia y misterio no es más que un hombre perseguido por pertenecer a un movimiento político. “Martín sigue en el cuarto” produce asimismo un hondo desasosiego en función de la atmósfera opresiva en que se mueve la narradora, aligerado un tanto por el humor absurdo del Simio, quien tan pronto conoce a la mujer le pregunta si juega a la oca.

Las tramas cíclicas

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Algunos de los cuentos de Patricia Laurent violentan las posibilidades de los personajes, su capacidad del disfraz, la seriedad con que emprenden el juego, hacia la solución del texto. Martina y Érik, en “Niebla en Berlín”, ofician rituales gracias a los que pueden volver a la edad primera. Érik, condenado por una especie de reproche cíclico, encarna con uniforme de nazi. El juego erótico anticipa la transformación final:

Aunque siempre era diferente, muchas veces [Martina] se fue asustada hasta un rincón del cuarto y Érik tuvo que entender el juego. Se ponía las botas negras de su trabajo y caminaba desnudo, hablando como los nazis, hasta la celda de aquella pobre y desprotegida judía que temblaba —verdaderamente— al ver la sombra de él que se acercaba a violarla.127 Desde el inicio de “En la aldea de Gal-Ehl” se nos anuncia su condición fantasmal: “Me dio la impresión de estar en un pueblo fantasma, donde los espectros requerían de lámparas de querosén para iluminar sus tumbas”. Porque al acabar la lectura encontraremos al narrador solo, con el despertador y la maleta semienterrados en la arena, en medio de las dunas. La época de ahorro y esfuerzo descrita en “Éste era un rey” prepara un despertar explosivo, pero es un sueño terrible, premonitorio, lo que decide al personaje a montar su escenografía final:

ya estaba yo entre ceja y ceja del Orate aquel que rige el destino. Lo vi en sueños, muerto de risa, frente a un computador donde aparecía, línea por línea, toda mi historia. Por entre sus dedos huesudos, dejó caer gruesas gotas de insatisfacción en mi vida.128

127

Ibid., pp. 10-11.

128

Ibid., p. 54.

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El protagonista, empeñado en organizarse una muerte simétrica y bien ensayada, se turba por las imágenes de caos y violencia que pueblan La taberna del Elfo: “Veía sesos embarrados en los tablones de mi taberna, mandolinas tiradas, guitarras rotas y sonrisas evaporándose en el alcohol. No lo pude soportar. Vendí el negocio”. En “La revelación” un sueño anticipa a Tolstoy la obra maestra. La computadora del sueño visionario registra las varias reencarnaciones que ha tenido el escritor a la vez de confirmar su talento: aquel hombre de barba pinta y larga, alto y corpulento, de cejas pobladas y nariz de coliflor, sería sin duda una gran figura literaria. Esta escritura cíclica se cumple con mayor exactitud en “Señor M”, puesto que el principio:

Estruendo de vidrios. Una navaja hundiéndose en la carne. La lluvia. Una calle vacía. Dos sombras que se confunden. El parpadeo de una M mayúscula difuminada en un fondo naranja. La música: ¿cuerdas, violines, timbales, teclados, viento? El silbato de la fábrica. Sueño obsesivo.129

y final del cuento coinciden incluso en la escritura:

Mi sombra se reflejó en la pared húmeda de una fábrica. Crecía, se desfiguraba alta y cuadrada, trepaba por mi espalda ahogándome; desenfundó una navaja que sentí entrar zigzagueante en los bajos de mi espalda. Las luces de la calle parecían estrellas reventadas por la lluvia. Escuché la música, los vidrios. Doblada por el dolor agudo, caí en un charco de la calle, sobre el reflejo de unas letras de neón naranja que anunciaban parpadeantes: welcome to Mathews Palace.130

129

Ibid., p. 71.

130

Ibid., p. 73.

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¿Opera la violenta escena del travesti victimado como un anuncio de la muerte del narrador?

La búsqueda del amor Los personajes que pueblan estos cuentos siempre se están debiendo algo: la niña de “Donovan en el 68” oculta para sí, como prueba de fiel complicidad con la aparición terrenal, un mensaje que Donovan deja a Alfredo. En “Pan de barro”, cinco años después de que Lupe estrelle la báscula en la cabeza del hijo del tendero, la narradora la visita para entregarle su parte del robo, una taza, y Lupe le entrega a cambio el botín: unos pasteles húmedos y enverdecidos. La relación se acaba entonces. Hay en la narradora mucha frialdad: haber manipulado a Lupe con consecuencias tan desastrosas no le causa remordimiento. En “Desencuentro” Silvestre identifica a una mujer con la que, siendo niños, tuvo en el pasado su iniciación sexual: en el solitario velatorio de su madre. Si la narradora de “Hermana Herminia” muestra hacia ésta una preocupación omnipresente: “Me doy cuenta que recuerdo todo de ella. Era como un enorme ojo siguiéndola”; la voz de Silvestre planea sobre los actos de la mujer cuando, niña en ese tiempo, lo busca la tarde en que muere su madre. Incluso, a través de ella, accede en una dimensión imaginaria: “El camino era sinuoso. Podría haber animales salvajes, hadas esperando. Reptaste por el pasto, escondida de los gigantes”. En “Ésta y otras ciudades” los amantes se rehuyen, se desencuentran una y otra vez. pero en “Martín sigue en el cuarto” nos convencemos que, después de todo, el amor, cómico o absurdo, es aun posible.

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Le acaricié [al Simio] el pelo de púas grises, hundí mi lengua en las quemaduras de cigarro escondidas en su barba rala. Le besé las cejas llenas de caspa y el cuello; lamí la sangre de sus encías negras.131 La pelea en “Señor M” obedece menos a la violencia gratuita que al loco amor suscitado en el agresor por su víctima:

Encontré al bailarín rubio a mi lado. Pedía perdón al hombre que lo golpeaba. Era más atractivo fuera de las luces verdirrojas de su danza. Aún vestía los calzones de tiras plateadas. El hombre que lo había bajado del escenario lo agarró furioso por las orejas para acercarlo a su boca en un beso apasionado. Al levantar la cara, tenía entre sus dientes la nariz del bailarín. La apretó fuertemente en sus quijadas. Tomó la copa vacía de mi mesa y la quebró dando un grito de cuerno africano. Luego enterró la copa astillada en el ojo del bailarín, de la cuenca salió sangre a borbotones.132 Una consideración: “Ésta y otras ciudades” Alguna parte de “Ésta y otras ciudades” —cuando el director dice vestirse a la manera del siglo XV—, me obliga a recordar “Éste era un rey”, por su desplante, su desparpajo, su ridícula magnificencia. De hecho, el recorrido que hace el protagonista por el mundo en “Éste era un rey” puede compararse con el que ha realizado Cleotilde. Pero ella se nos presenta más triste y desprotegida que nunca por ignorar la razón de su angustia al volver del extranjero. ¿Esperaba hallar a su regreso una mejor relación con el director? Acaso creer que la sola ausencia iba a disolver su gran fracaso 131

132

Ibid., p. 63. Ibid., p. 72; ; mías las cursivas.

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interior y descubrir que fue inútil, la conducen al suicidio. Su exilio le ha dejado un gran peso de culpa: busca siempre el perdón (¿por haberse ido?):

Ella me contagiaba [en sus cartas] con frases cargadas de ansiedad, insomnio y tristeza, describiendo una hermosa reconciliación impulsada por el arrepentimiento y el deseo de volver con la cabeza baja, dispuesta a todos los castigos que debiera someterse para ser perdonada.133

La colectividad sin rostro a la cual pertenece no es capaz de brindarle fortaleza: es una Cleotilde “que había dejado de ser nuestra minutos, horas, quizás años atrás o desde aquel instante en que decidió partir”. De hecho, el director se obligaba a explicarle que nadie jugaba contra ella, pero, igualmente, se ignora su ausencia: “aquí nadie esperaba a Cleotilde hasta que llegó”. —o— Ésta y otras ciudades es más que un libro-inventario. Tal diversidad de hombres (de carcajada eléctrica, sonrisa morada, ojos oxidados, dientes empalmados y brillantes); de mujeres con decepcionantes carcajadas de hachís; de personajes que quisieran borrar su pasado con gestos fáciles; de seres que con la sola mención de un nombre se abandonan a la evocación de la lluvia en septiembre o al olor de un trapeador de petróleo en los corredores de la escuela —“Donovan en el 68”—, o que piensan en faldas percudidas y tierras congeladas al decir la palabra Irlanda —“Después del muro”—, convirtiendo las presencias en pasatiempos y chistes en los recreos escolares —“Hermana Herminia”—; cobra mayor realce gracias a la capacidad de síntesis y la intuición del fondo humano que posee la narradora. 133

Ibid., p. 29.

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Están por todas partes Patricia Laurent escoge para título de su segundo libro de relatos el de Están por todas partes gracias a una discreta sabiduría: de haberlo escrito entre signos de admiración y consiguiera así un determinado efecto, el dramatismo visual habría entorpecido la carga que guarda esta en apariencia inofensiva frase. Están por todas partes es la llamada de auxilio de un personaje colectivo y sin nombre —¿ o el mismo de todos estos relatos?— que, a no dudarlo, se sabe perseguido por los números fosforescentes del reloj, por los incontables fantasmas y demonios que pueblan el aire y, tal vez, si está en vena, por las voces de la gente oculta tras las paredes y aun por las miradas de los retratos. Habría que imaginar a los personajes de Patricia Laurent musitando su derrota, diciendo: ellos están aquí, mirándome, obsediéndome por todas partes. Pero, ¿qué es lo que está por doquier, llenando el aire cotidiano? Las obsesiones, los miedos, los murmullos, todo en razón de su sensibilidad abierta, desgarrada, así como por una excesiva autoconciencia que limita con la locura.

Asuntos de conciencia Una de las novedades de Están por todas partes respecto al libro anterior es la aparición de la autoconciencia. El narrador del segundo relato asegura que puede observarse a sí mismo y a su pareja aun en los momentos más íntimos, o bien que es capaz de registrar “todo como un ojo observador”. Esto no sería tan grave si esa mitad vigilante, acaso la Conciencia gazmoña que conoceremos en el relato XVII, no se volviera contra la voz que intenta

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ordenar las palabras al grado de deformar la escritura y confirmar lo que se nos ha dicho en el séptimo relato —“No se puede escribir desde la intensidad”—:

siempre estoy en observa, observemo, fingiendo, observome escribiendo, observome borrachza como ahora, SIEMPRE estoy en continyua observación.134 Alguién me persigue, alguién esta viendo si soy capaz,. alguién, e4sta viendo si puedo con el mundo o no, pero yo, paranoica quizás, desde ahora declaro., no ella, nho puede con el mundo, no soporeta la oscuridad aunque la pro9cure.135

Tampoco sería tan grave si tal posibilidad de observarse fuese un acto independiente de la escritura, ya que por su concurso, por su evidente tentación —“me pregunto a veces, si yo realmente escribiera todo lo que observo, a estuviera viva aúan?”—, el personaje de Patricia corre el peligro de convertirse en una paradoja desquiciante como el memorioso Funes de Jorge Luis Borges, por cuya infalible como implacable memoria es capaz de recordar minuciosamente todo cuanto vive y ha vivido —puede reconstruir, verbigracia, un día entero requiriendo para ello... un día entero—. De hecho en el relato XI un peligro semejante se ha cumplido: tan persistente auto-observación, a pesar de la complacencia que le rinde al personaje, en lugar de procurarle una coraza que lo proteja, lo desampara. Pues esa atroz vigilancia impide que sea capaz de acometer cualquier acto rutinario (le impide concentrarse):

Dejo de ver el sol por verme viendo al sol.136 134

Patricia Laurent Kullick, Están por todas partes, Presidencia Municipal de Ciudad Guadalupe, N. L., Serie Abrapalabra, núm. 9, Cd. Guadalupe, 1993, p. 11. 135

136

Idem. Ibid., p. 30. 114

Hace tiempo pagué una fuerte cantidad de dinero para obtener la clave de la concentración y todo el tiempo estuve tratando de concentrarme en los consejos del conferencista mientras me veía cómo me vería si fuera su discípula eternamente.137

Y aun lo deja inerme ante una agresión que de seguro lo aniquilará:

Me veo concentrada en la carrera del camión mientras el señor de atrás, sin aguantarse más las ganas, apresa mi cuello e intenta ahorcarme. No me puedo zafar porque la mitad de mi conciencia está viendo que me torno pálida, luego morada. Los ojos se me ponen en blanco. No siento ahogo, sólo observo lo mal que me veo morada.138

Pero, ¿a quién pertenece ese otro yo que, en primer término, convoca la escritura, y a continuación la sola existencia de algunos de estos personajes? ¿Puede tratarse de una voluntad? Tengamos presente que en su prólogo a los Doce cuentos peregrinos, con algo que a primera vista parece socarronería —y con mucho de ese tono fulminante y sabio con que sus personajes pronuncian cualquier frase—, Gabriel García Márquez apuntó que escribir, o el puro placer de narrar, era quizás el estado humano que más se parecía a la levitación. ¿Y por qué a primera vista? Si nos detenemos, y meditamos, y le damos un par de vueltas, veremos que el autor colombiano, fuera de toda broma, se refiere a esa escisión común que dualiza al escritor, según ha observado con frecuencia el poeta Octavio Paz: el que escribe y aquél que mira al que escribe.139 Aunque de modo provisional Paz menciona en el acto creativo la “irrupción de una voluntad ajena”, la “misteriosa colaboración ajena, con la no invocada aparición de otra

137

Idem.

138

Ibid., pp. 30-31.

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voz”, el poeta dubita no sólo a propósito de la procedencia de esa otra voluntad —ya se ha preguntado, por cierto, si el que escribe y aquél que lo mira son una misma persona—, sino acerca de su verdadera naturaleza:

La voluntad que aquí nos preocupa no implica reflexión, cálculo o previsión; es anterior a toda operación intelectual y se manifiesta en el momento mismo de la creación. ¿Cuál es el verdadero nombre de esta voluntad? ¿Es de veras nuestra?140

Patricia Laurent, según notamos, no escapa a esta ¿condición?, ¿fatalidad?, puesto que además de dualizar a su narrador, llevando el experimento tan lejos como puede, igualmente “desdobla” a otros, no ya en el acto de narrar sino en el puro y simple de existir —como vimos ya en el relato XI—. Pero, ¿no debería ser tal “voluntad” cosa ajena a la conciencia, esa madrastra de la creación? O, más bien, si se trata de su otro yo, ¿no estará manipulando al narrador de estos relatos para configurar propósitos que nos parecerán siempre arcanos? La potencial actividad literaria que despliega el personaje del relato XII a partir de los pasajeros que observa en un vagón del Metro, tiene su principio en estos dos enunciados: “la rutina es a toda madre. Que otros nos cuenten sus historias”. Pero esta actividad revierte contra sí mismo al advertir que si bien su imaginación puede inventarles historias, “desdoblando” su existencia en otra (traduciendo a palabras la “lectura” que hace en el rostro de las personas, o alguna escena que, en principio, parece absurda e

139 140

Pasión crítica, Seix Barral Biblioteca Breve 664, México, 2a reimpr., 1985, p. 212. Ibid., p. 215.

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inexplicable), cualquiera de los pasajeros podría asumir esa misma función y traicionar la intimidad del obstinado observador. Creo que el grito que concluye el trabajo, “¿quién de ustedes está contándose mi cuento?”, aparece en función del temor que invade al personaje femenino no ya porque le sea inventada alguna historia, sino porque le da a la imaginación literaria una suerte de implacable adivinación al través de la cual, como una conciencia que todo lo viera —su doble insobornable—, uno de sus congéneres podría inventar o, mejor, revelar su verdad más profunda: que está frustrada y lleva una rutina que ya no soporta.141 Además de vigilar o participar en la escritura (o censurarla, como en el relato XVII,

aunque de manera infructuosa: después de todo el texto, escrito, muestra que la voz

narradora ha podido burlarla), la conciencia es capaz de desplazarse. En el relato XI, el personaje nos dice que su energía está “elevada siempre a la altura de mi cabeza, nos observaba a los dos [a la discípula y el maestro] y tomaba apuntes sobre nuestra forma de sentarnos”, dándonos un tanto la idea de que el cuerpo fuera un autómata subordinado a una generosa conciencia panorámica. Este poder de desplazamiento permite que el personaje del relato XIII visite una zona del tiempo con la cual, creemos, no está del todo conforme: después de sobrevolar la escuela y aterrizar en una escena de su niñez se dirige al kínder de junto, “latigueando la cuerda mientras formulo, después de veinte años, el perdón por la tardanza”, pues su hermana, antaño, la esperó allí durante tres horas. Si al decir de viejas creencias un

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El peso y el mucho valor que guarda la imaginación en este relato se ponen de manifiesto cuando la mujer ha visto a una pareja de payasos —tras de los que no duda de que siempre habrá un gran cuento— y a otra de hippies: no obstante se queden en el anden del Metro, surge la idea de hacer un cuento sobre ellos y la imaginación no se hace esperar; es decir, aparece y ejecuta su trabajo de forma independiente, al margen de la

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moribundo puede darle un repaso completo a su vida, en este caso la conciencia o energía del personaje lo desplazan sólo hacia un determinado momento del pasado. Incluso la concepción de observarse protagonizando una cinta, la película que fue nuestra existencia, es reasumida por Patricia Laurent cuando describe la calle de la escuela: “ahora pavimentada, se convierte en un rollo de película muda y lenta. Lámina a lámina aparece mi huida, mis calificaciones mediocres”.142 A diferencia del relato XIII, en que el personaje carga un instante con su atadura corpórea: “Reviento las uñas al recorrer los muros pintarrajeados de la escuela. Me aferro a un poste de luz para no continuar el viaje”, el XIX nos remite a un riguroso viaje astral en el que el cuerpo permanece en el mundo:

Vi cómo me arrancaba poco a poco elevándome hacia el techo. Un grito mudo. Mi cuerpo se quedó estático sobre la barda, con la boca abierta, la mirada sorprendida y la taza de café sostenida entre el pecho y la boca.143 Y ya en vuelo, atravesando túneles de luz resplandeciente —echando mano de la fantasmagoría visual que tan bien se empleó en Esta y otras ciudades—, ¿quién o qué tiene que perseguir el alma para reintegrarla al cuerpo que espera sentado sobre la barda? ¿Se trata realmente de la conciencia, de suyo vigilante y sobreprotectora? ¿O se refiere a alguna de toda esa serie de distinciones truculentas que ciertas cienciologías hacen del hombre, en conciencia —pero será precisamente la conciencia quien meta al personaje en consideraciones tan puntillosas como exasperantes y lo haga sospechar que alguien cuenta su historia—. 142

En el relato XIV hay también una suerte de desplazamiento de la conciencia, que se traduce en algo así como un generoso estar en el mundo, cuando la mujer piensa “en los grillos que esperan a que pase la luz del coche para cruzar la carretera”, lo cual, de igual forma, nos hace pensar en los movimientos de cámara que siguen dentro del camión al personaje del relato XI. 143

Patricia Laurent Kullick, op. cit., p. 44.

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una especie de disección metafísica: cuerpo, alma, cuerpo astral, espíritu, velo etéreo, etcétera? Aunque en un grado menos obsesivo, o más bien de manera más cotidiana, el personaje del relato XX es autoconciente en la medida en que al observarse se ha reconocido distinto. Y si bien se compara con “una máscara colgada de un clavo” y emprende un ritual, una ceremonia del vacío, para “construirse” un rostro,

Con un pincel azul me delíneo estos ojos insoportablemente tristes. El rímel impermeabiliza el toldo del alma. Una brocha de cerdas naturales construye un canal de tierra egipcia para hundir las mejillas. Un lápiz color vino dibuja una boca ficticia. Un labial chedrón y oro rellena unos labios carnosos, redondos y estrechos.144

parece prepararse para sus encuentros con fantasmones como la propia Conciencia, quien cuando al fin aparece, en contraste con el papel que ha venido cumpliendo en los relatos que he citado —presencia vigilante y aun motora, al desplazarse del cuerpo—, se corporiza para figurar como un personaje más en el volumen de Están por todas partes.

Los cadáveres exquisitos Menos esperpéntica que la Trascendencia (pues lleva apenas una capa negra y una cofia de enfermera de la Cruz Roja, así como unas gafas de caracol), la Conciencia que visita a la narradora del relato XVII puede por un momento instalarse en el lugar del hipócrita lector y vomitar por él cuando su anfitriona le cuenta su proyecto narrativo sobre aquella inopinada multitud de cebollitas que ve nacer en casa de su vecina porque, según ésta le contara

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la semana anterior pasaron por la cuadra un cebollo y un ajo que venían hasta las chanclas cantando “que no quede huella, que no, que no, que no quede hueeella” y al pasar por la ventana abierta olieron la cebolla que dormía plácidamente en el frutero y...145

Y si inferimos por este relato que mucho de o, si se quiere, todo cuanto escribe Patricia Laurent ha burlado la custodia de la Conciencia, no sucederá así con la Trascendencia, por cuya visita el personaje toma una ducha para sacudirse la depresión, compra vinos y frutas y pone incluso la mesa. Pues este cadáver exquisito creado por un voluntarioso ritual —semejante a como la mujer del relato XX “arma” su rostro—:

Como no era luna llena, no entró por la puerta sino que la vi erguirse, moldearse a sí misma con la cera derretida. Para su cabellera usó mi sacudidor de plumas. De senos se puso dos melones pelados y escurrientes. De ojos usó huesos de durazno. Sus manos exquisitas las cortó de una salamandra nocturna y cuando terminó de forjar el torso y empezaba con la cola, me levanté y corrí hasta la pecera. Inútil. Estaba vacía.146

beberá con ella y la besará en la frente antes de desaparecer.

Los preparativos de la soledad o las ceremonias del vacío Ya que hemos advertido cómo este personaje se acicala, reparemos también en que lo hace para hacerse acompañar de quimeras como las dos anteriores o, peor aún, por ausencias. Porque si se verá abatido por los fantasmas que lo acosan acoge muy bien, en cambio, a los fantasmas que engendra su soledad. 144 145

146

Ibid., p. 46. Ibid., p. 42. Ibid., p. 38.

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Como en el relato XV el personaje del décimo prepara una cena exquisita y dispone botellas de vino, amén de ataviarse y maquillarse minuciosamente. Pero su visitante es nadie: se esfuma de pronto. Y, según lo describe,

sube al peldaño de la ansiedad. Se agarra al barandal de la nostalgia. Respira hondo en el vestíbulo del insomnio. Toca fuertemente en los recuerdos y yo le doy a su silueta fría una cálida bienvenida.147

a momentos podríamos pensar que se trata de él mismo. ¿A ello se deberá la visión del suicidio que le tienden el cielo y la altura del edificio? Como ya he mencionado, los preparativos del relato XX parecen enderezados para recibir a alguien —por lo menos a la Trascendencia—, pero, vimos ya, nadie acompaña a este personaje. O si lo hace, será para protagonizar relaciones sepultadas por la abulia y el desencanto —relato cuarto—, encuentros tan frustrados —XIV: la cena con el examante; XVIII: la tentativa con el mesero—, como sinuosos —XVI: la mujer desmoronada; XXI: el poeta y la mentirosa—. De poco sirve, pues, que la mujer del relato XIV tenga la coquetería de sumir el estómago para simular esbeltez cuando su examante le pasa la mano por la cintura, o incluso que, solidaria, complete con efectivo el precio del cuarto del motel en vista de que no aceptan allí tarjetas de crédito. Ni aun que estos personajes se solazen en el intercambio de toda clase de fluidos —la saliva y las legañas saladas, por ejemplo (relato cuarto)—; o que se colmen las llagas de besos (XXI), si, a final de cuentas, la abulia y el fracaso los acabarán cercando, reduciéndolos al estado autista, inerme de la mujer quebradiza, hecha 147

Ibid., p. 28.

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polvo del relato XVI, desmoronada y sola, deshabitada de sí: “Cada vez que él se acercaba a besos, ella negaba, sonreía, lo acariciaba como a un perro y luego le decía: pa qué”.

El horror cotidiano o la personificación animal Luego de algunas reflexiones podríamos creer que personajes como el del primer relato, a pesar de hallarse prisioneros de sí mismos, pueden mirar más allá del encierro a que se ven confinados (recordemos que el discurso bélico le da sentido y soltura a la voz narradora, en contraste con sus tropiezos para aludir a su situación inmediata), aunque no deja de rondarnos la sospecha de que aun en el exterior continuarán esclavizados por sus obsesiones. Aquello mismo, pues, lo pensaríamos de los personajes sitiados por el desamparo y el completo abandono de sí mismos del relato cuarto, desencantados y sucios, pero de los cuales uno tiene ánimo para escribir un par de líneas, acaso para así poder imaginar todo aquello que quisiera vivir —la escritura describe un sueño en que la casa está limpia y huele a sábanas oreadas, entre otras pequeñas aspiraciones más—. Sin embargo, tendríamos que ser cautos y considerar, sobre todo, que el principio de la extrañeza se verifica ahora puertas adentro: Patricia Laurent nos enseña que el horror puede ser un pasatiempo que se practica en casa no bien se traspasa el umbral. Han quedado atrás no sólo los grandes espacios abiertos —los parques solitarios, las calles de la ciudad nocturna—, sino también los escenarios fastuosos —castillos, caserones—. Esto es muy claro en el tercer relato, el del secuestro del conejo del bote de Quik, cuya transición hacia el delirio nos recuerda que en tratos con la locura y el sueño, las obsesiones alucinantes y las pesadillas dan comienzo apenas uno lo desea, del mismo modo como en El pabellón de oro Mishima nos muestra que sucede con los abismos del alma,

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pues basta poseer una simple disposición a la fantasía y hacer una simple llamada para que, al instante, el infierno aparezca: “Desde que vi su blancura [la de un sobre] resaltar en el piso de cemento gris reconocí la angustia y no me equivoqué”. Ahora bien, ¿cómo es posible la existencia de este horror cotidiano? Marcel Schwob sugiere que la peculiar intensidad lograda por Robert Louis Stevenson en sus libros, merced a la cual resulta difícil abandonar la lectura, consiste esencialmente “en aplicar los métodos más simples y más reales a los temas más complicados y más inexistentes”. Según Schwob,

La ilusión de realidad nace del hecho de que lo que nos presentan son objetos cotidianos, a los cuales ya estamos acostumbrados; y la fuerza de la impresión que nos hacen surgir cuando las relaciones entre estos objetos materiales son súbitamente alteradas.148 Y qué mejor ejemplo que la animación de las velas en el séptimo relato —semejante a la de los fideos raptores en el tercero—, donde la exactitud de sus movimientos —“La persecución duró poco, exactamente doce metros de largo por cuatro de ancho y ellas solitas se acorralaron en la cocina, detrás del bote de basura”— consigue pillarnos y crear una perdurable ilusión de realidad cuyo efecto deviene un prodigioso humor macabro. O en la descripción de los seres de la alacena del tercer relato, tan cotidianos para nosotros, pero entre quienes las relaciones han sido alteradas —ahora participan de una animación gracias a que se expresan bajo el supuesto de su existencia—:

148

Ensayos y perfiles, Cuadernos de la Gaceta, 32, Fondo de Cultura Económica, México, 1987, pp. 81-82.

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La gallina Knorr se hizo la dormida. El sol de Raisin Bran se puso lentes oscuros. El torero del aceite de oliva ni siquiera me miró. El venado del vinagre se internó en el bosque. La Viuda de Sánchez balbuceaba puras incoherencias.149

Entre el horror y el humor La animación de los números fosforescentes del reloj en el primer relato llegaría a ser en verdad desquiciante si no mediase el recurso de contraponer especies distintas,150 asociaciones y símiles que, al cabo, nos roban la sonrisa: “Como un depravado vería miles de tetas, yo veo los números fosforescentes del reloj”. Tal es el caso del fideo en el tercer relato que, como un raptor común y corriente, finge su voz pidiéndole al personaje que le muestre el billete del rescate. O la intromisión, en el sexto relato, de un tipo venido de otro sueño y cuya apariencia cantinflesca contrasta con el elegante grupo que asiste al teatro:

Un hombre bajito atrajo mi atención. Llevaba unos pantalones de mezclilla que le llegaban a media nalga. Discutía acaloradamente con un gordo que usaba un bigote terminado en dos largas y puntiagudas colas de pato.151

A pesar de todo este humor, híbrido de la mezcla de una especie con otra (nada tiene de raro practicar una entrada al estilo Jesse James, salvo si quien lo hace, convencido de que en su casa espantan, cree que de esa forma podrá contrarrestar a los espíritus —relato octavo—), debemos detenernos en algo fundamental: si en principio pensamos que estas alucinaciones 149

Patricia Laurent Kullick, op. cit., p. 12.

150

En el relato XX asistimos a un singular intercambio de especies —el personaje imagina que espolvorea de talco el corazón en lugar de hacerlo con los pies—, donde, más que humor, se adivina el dolor tras de la autocompasión. 151 Ibid., p. 20.

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resultan caricaturescas, habría que advertir, con una buena dosis de distancia, que cualquier alucinación resulta cómica para quien no la padece. Recordemos, además, que trabajos como el quinto y el octavo tienen mucho de aquella concepción del Medievo según la cual el aire del mundo estaba infestado de diversas categorías de invisibles demonios cuyo número se calculaba en millares —al grado de hacernos pensar, hoy día, en una especie de demonios larvarios—, de tal suerte que nuestros antepasados estaban condenados a transitar el diablo mundo con su pureza como único escudo.152 Teniendo en mente los clásicos cuadros de histeria que tanto se gastaban durante el siglo XIX, leemos en algunos versos del quinto trabajo —el único poema de este libro—:

Estoy embrujada Alguien me llama y danza las navajas rojas de sus manos sobre mi cabeza y rìe chimuela en mi costado y deja cabellos calcinados a los pies de mi cama Sopla fuego verde sobre mis sueños suelda yunques en mi espalda sujeta la caravana de mis pasos.153

¿Y qué con ello? Si una premisa de esta locura es: en verdad están allí, por todas partes, pero se ocultan a tiempo porque son demasiado astutos; todos estos seres, ¿no mantienen 152

En el octavo relato leemos: “En ese instante se oye el motor del refri. Me tapo la cara con la colcha y oigo a los espíritus muertos de risa sobrevolando mi cama como zopilotes; aullando a coro: no existimos, no existimos, no existimos. Justo en ese instante entra la receta que me dio una buena amiga. Padre nuestro que estás en el cielo. Mientras rezo, mi mano temblorosa enciende la vela blanca y le doy un trago al último ingrediente de la receta: un vaso con agua previamente colocado sobre mi mesa de noche” (ibid., p. 22). 153

Ibid., p. 16.

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vivo a nuestro personaje, a fin de cuentas, y consiguen que por lo menos alguien, o algo, lo acoja, en lugar de confinarlo a la soledad más descarnada? Tal vez por eso es que el personaje del octavo relato reflexiona:

Ya soy parte de ellos. Los conoceré. Haremos tertulias en los escombros del patio. Nos contaremos nuestras respectivas muertes y juntos, aburridos, esperaremos el futuro habitante de la casa. Pero es un riesgo. No cualquiera los tomaría en cuenta como yo. Sé de esto porque cada vez que contemplo la posibilidad del suicidio dejan de molestarme. Tampoco quieren sentirse culpables.154

Sin embargo, según lo notamos en las entrelíneas de la alucinación, una de las velas, aludiendo al personaje, le dice a sus compañeras: “quién le manda”, en tanto que acto seguido éste sufre elaboradas flagelaciones por una legión de amigos, examantes y enemigos formados por cierto humo gris. ¿De qué es culpable este pobre ente verbal que en el quinto relato se ha confesado “inapetente por la vida” y que en el séptimo relato se ha vaticinado muerto? ¿Por qué se desgarran tanto las criaturas, invariablemente mujeres, de este libro? Como una paradoja insana, macabra, al humor le sigue el contrahumor cuando el personaje intenta salvar las formas de la cordura. En el tercer relato decide olvidarse del conejo desaparecido, pero en cuanto se dispone a consumir los alimentos que ha preparado: “Saqué la leche del refri, la serví en un vaso, fui por el... Quick y rompí en llanto”. Y, por otra parte, si al personaje del noveno relato le causa desasosiego la violencia que se desarrolla bajo su ventana, y de la refriega resulta que el agredido no es una persona de carne y hueso sino “el huevo más literalmente estrellado que jamás hubiera visto”, a punto

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de caerse a pedazos en cualquier momento, no tiene el menor empacho en darle una suerte de salida a su alucinación: completando el destino común y corriente de cualquier huevo; esto es, comiéndoselo. Aun así, el texto cierra con la aparición de la madre del huevo. La alucinación que persiste, en una escena propia del sueño (la señora hueva, a pesar de que usa rebozo negro, pregunta por un tal Henry en lugar de hacerlo, más consecuentemente, por Enrique), ¿lo abatirá al cabo? Y si el huevo es un ser animado, con una madre que inquiere por él, ¿no comete nuestro personaje, en realidad, un acto brutal, violento, demencial, al tomárselo en un licuado? ¿Dónde termina y empieza nuevamente el humor? —o— Retratista y descriptora astuta, capaz de evocar —o asimilar— el bagaje emocional de sus criaturas verbales valiéndose de apenas un par de líneas, Patricia Laurent parte de esta brevedad para dirigirse velozmente al asunto de sus historias y entregarnos 21 relatos cortos llenos de lirismo, locura y precisión. Según nos da cuenta la buena andadura con que ha dirigido estas dos travesías —Esta y otras ciudades, primero, y ahora Están por todas partes—, es seguro que dentro de muy pronto, como por sortilegio, podrá lograr que una palabra, es decir un nombre, conjure no sólo una persona sino un instante de su singular existencia, tal como lo hace la conciencia etérea del relato XIX. 154

Ibid., p. 23.

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GABRIELA RIVEROS (1973)

Pese a los tropiezos que evidenciaba Tiempos de arcilla, su primer libro publicado en 1994 (la mezcla poco acertada de una sección de poesía; la indiscernible unidad temática que presidía la selección de los relatos; la monotonía rítmica, semejante a la de algunos de los textos de Rosaura Barahona), Gabriela Riveros encuentra madurez y equilibrio cuatro años más tarde en Ciudad mía, un volumen donde se impone la fascinación por una urbe que convierte en insobornables devotos a cuantos intentan descifrar su sentido último. En una especie de involuntario como afortunado sincretismo, Gabriela Riveros conjunta además el legado de Irma Sabina por su filiación a ciertos temas rurales y el de sus predecesoras inmediatas, Patricia Laurent y Dulce María González, por su acercamiento a la vertiente fantástica. Así, a cambio de dedicarse a elaborar una visión sociológica del consabido contraste de la ciudad —la riqueza rutilante sustentada en la existencia misérrima de gran parte de sus habitantes—, Gabriela opta por subrayar una antinomia no menos emblemática y aun más fecunda para su literatura: la ciudad contemporánea, retratada en su fin de siglo, y el estrato indígena que sepultó aquélla y sobre el cual fue erigida. Al igual que en La región más transparente, la célebre primera novela de Carlos Fuentes, donde el universo indígena irrumpía en el México de mitad de siglo XX, en Ciudad mía la tierra hostil de los bárbaros estará allí, omnipresente como la mirada de sus personajes, para recordarnos que hay algo más viejo y perdurable en las ciudades que su voluntad fundacional, incluso anterior a la polis, y que, en lugar de coexistir armónicamente con ésta, estará siempre en pugna —el indio que don Chucho, el velador de “Ven por chile

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y sal”, dice que la ciudad esconde en sus entrañas; la mujer “tatuada e inmensa” que custodia Monterrey en “Ciudad de nadie”—.

La otra ciudad A lo largo de esta serie de cuentos protagonizados, encarnados por mujeres que se despliegan en todas sus edades; la ciudad anterior, la tierra original, traicionada, violentada, las reclamará puntualmente. Territorio de voces, la noche citadina emergerá primigenia, elemental, y por ello feroz y celosa, presta a cobrar víctimas entre los confiados pobladores de un territorio que, en realidad, les es ajeno: ciudad de todos y de nadie. En “Micaela”, un poder irracional y difuso, manifestado como una serie de siluetas, se ensaña contra la niña que le da nombre al relato. Acaso la fuerza de la ciudad, potenciada por la noche, haga que todo cuanto cae en ella se vuelva naturaleza muerta:

Las siluetas que la persiguen se encienden por el olor de azahar y naranja, por las semillas y cáscaras ahora inmunes que se vuelven escombro, piedra bola que refleja la luna.155

Aunque pueda admitirse una doble lectura y se piense que tales siluetas son las de simples delincuentes urbanos, la nota espectral que recorre el libro hace ver que probablemente se trata de viejas presencias, provenientes del Monterrey prefundacional.156 155

Gabriela Riveros, Ciudad mía, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Nuevo León/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Monterrey, 1998, p. 10. 156 En “Homenaje” hay una significativa mención a ellas, al principio y al final del cuento: “No te percatarás de las siluetas deformes que se arrastren por el piso de mármol retorcidas bajo el peso de la luz neón” (ibid., p. 22); “Las siluetas danzarán en el aeropuerto mudo” (ibid., p. 46). Asimismo, en “Ciudad de nadie” las siluetas se manifiestan como presencias remotas, espectrales, ante la joven atrapada en la tierra-madre durante la lluvia: “Tus voces internas se funden con las siluetas que danzan alrededor de la zanja” (ibid., p. 91).

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“Ven por chile y sal” sumerge al lector en un relato de brujería e iniciación anclado en las tradiciones y leyendas del noreste.157 Llamada, reclamada por el tiempo anterior, como algunos de los personajes de Dulce María González en Detrás de la máscara, Mariana acepta la invocación de las ancestrales tribus rayadas que poblaron el valle mucho antes de que lo hollaran por primera vez los europeos para volver a su noche original, la honda, larga noche del territorio bárbaro, y cumplir en ella su destino a manos de los indios nativos.158 Víctima ritual, será emparedada viva, bajo su encarnación de niña indígena, para avisarle a los suyos cuando la lluvia amenace con destruir la presa. Ese “otro” por antonomasia del Monterrey ardiente y desértico, la lluvia a raudales que lava su conciencia colectiva, revela en “Ciudad de nadie” la voz de la propia urbe. La ciudad memoriosa victima y cobija a una mujer que cae en una zanja durante un aguacero. Cautiva, vuelta una con la tierra, el espacio en que se asienta la ciudad, la joven se internará por los recuerdos colectivos, pasados y presentes, al mismo tiempo que por los suyos propios mientras se reintegra al origen, al seno materno. Conformada de voces y 157

En la charla del anciano que acompaña un rato a Isabel en “Homenaje” hay rezagos del norte mágico, urdido con leyendas, al que alude el viejo velador en “Ven por chile y sal”. 158

El constante retorno a esa edad original a la que, igualmente, algunos de los personajes de Patricia Laurent vuelven o aspiran en Ésta y otras ciudades, se advierte en Ciudad mía no sólo en Micaela y la joven de “Ciudad de nadie”, tragadas por la urbe, sino también en Isabel, la protagonista de “Homenaje”, cuya “memoria genética” la lleva de vuelta a la etapa inmediatamente posterior al Descubrimiento en 1492, cuando 20 princesas aztecas le son entregadas a los hombres de Castilla, de Cortés, para formar una raza de semidioses.

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tiempos, de olvido y memoria, será también una ciudad de muertos que desfilará —desde la época de la fundación, pasando por la Invasión Norteamericana en 1846, hasta la noche trágica del huracán Gilberto en septiembre de 1988— ante la presencia inerme de la joven. Así, “Ciudad de nadie” dará al lector una visión panorámica de la historia regiomontana: el pasado explica el presente de la ciudad, aunque no siempre con fortuna.159

La música: entre la conciencia y la polifonía colectiva Aunque la ciudad se adivina tumultuosa y múltiple fuera de los espacios donde viven y mueren los protagonistas de estos cuentos, Gabriela sabe silenciarla para mostrarnos el drama íntimo e irrepetible de algunos de ellos bajo el signo de la música. De allí que lo que Paula piensa de Monterrey en “La casa de los Leones” —“articula vivencias tan distintas bajo un mismo nombre”—, pueda también decirse del modo como se percibe el fenómeno musical. Y si, precisamente en dicho relato, la música ejecutada en un piano cataliza, en la conciencia de Paula, el recuerdo de la tarde en que arrostró la premonición y luego el misterio de la muerte en su encuentro con un jardinero empleado en casa de sus abuelos; en “Homenaje” Isabel esbozará el arte poética de “Los tres rostros del cuarto piso” al decir sobre la música: “esa voz que llevas enterrada en el cuerpo, tu memoria innegable, la unificadora de la multitud interna y de la polifonía externa”. En este cuento, espectros menos antiguos que las tribus rayadas de “Ven por chile y sal” se dan cita en un edificio que, en contrapunto con la música, convoca tiempos y

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Tal vez un conocimiento superficial de la historia de Nuevo León llevó a Gabriela Riveros a tratar de ver un antecedente del Monterrey fabril, con sus chimeneas emblemáticas, en la condena que sufrió Luis de Carvajal el Mozo a manos de la Inquisición: “La industria moderna es monumento a este hombre que perece en la hoguera” (ibid., p. 95). Además de que no se trata de una figura histórica tan relevante como la de su tío

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seres: el centro de una ciudad siempre a punto de hacerse y siempre a punto de sucumbir y desmoronarse.160 Si bien la noche de la ciudad, dueña de todos sus tiempos y todos sus destinos, se empeña en reincoporar a sus habitantes al polvo del origen, la mujer que escucha al pianista, quizás antepasada suya, se conformará con oírlo tocar y protegerlo, si está de su mano o de su compañera en la muerte, Raquel, la narradora cautiva, “emparedada” en el edificio como la niña Mariana en la presa india.

La mirada En ninguno de los libros de Patricia Laurent, Dulce María González, Cris Villarreal o Rosaura Barahona, la mirada figura y funge tanto como en este volumen, cuyos personajes se manifiestan por su capacidad de escrutar y descubrir el otro que es ese uno en el que se detiene la narración. Antes de ser abatida, la niña Micaela es seguida por miradas. El indio ancestral de “Ven por chile y sal” se hace presente, más que por sus tatuajes, por su mirada: “Vi unos homónimo o la de cualquiera de los otros fundadores, Luis el Mozo murió, en efecto calcinado en la hoguera, mas no en Monterrey sino en la Ciudad de México. 160

Ambiguo y sugerente, muy a tono con la condición espectral que permea Ciudad mía, “Los tres rostros del cuarto piso” redondea con acierto la propuesta que la autora se propuso cumplir, sin éxito y en demérito del volumen, en “Punto cero”: la búsqueda de una ciudad ideal que integre a todas las ciudades —“la ciudad como agujero negro que apresa todos los tiempos y espacios”—, cuyo encuentro conducirá al iniciado hacia su propio centro existencial. “Polifonía de tiempos, espacios y voces”, donde lo mismo hay cabida para la calurosa urbe exterior que para la ciudad secreta, urdida con leyendas y el imaginario colectivo, “Los tres rostros del cuarto piso” propone el antiguo Edificio de Música y Danza y la asamblea fantasmal que lo habita como el Punto Cero que Alicia, la protagonista del cuento homónimo, se empeña en buscar en distintas ciudades europeas y en Monterrey a través de su alter ego, el personaje que aparece en el “cuento dentro del cuento” que estructura el trabajo: “un fotógrafo que viene a captar imágenes de la ciudad de Monterrey con motivo de los cuatrocientos años de su fundación” (ibid., p. 72). El texto más largo del libro, “Punto cero” se desbarranca por su carácter autocelebratorio como por el afán de evidenciar cosmopolitismo y cultura libresca en cada una de sus páginas y, más allá de ello, por la serie de ideas sobre el proceso creativo que Alicia y su interlocutor intercambian en medio de elogios mutuos y que resultan, cuando no cuestionables, ya rebasadas o inoportunas, verbigracia: “Me parece espectacular escuchar directamente del autor cómo cede a sus personajes sus teorías personales, es una estupenda forma de canalizar tu visión de la vida o tus problemáticas” (ibid., p. 73).

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ojos inmensos pegados a mis párpados”. En “Los tres rostros del cuarto piso”, Raquel “pende” visualmente de lo que haga el joven pianista. En “La casa de los Leones”, la imagen fantasmal del jardinero llega a Paula por el recuerdo de su mirada ambarina. Mientras Paula lo evoca en su recámara, 16 años después del recuerdo, múltiples rostros de muñecos de ojos grandes la observan desde las repisas. Ella misma, cuando es consciente de estar “destinada a ser una voz oculta”, se visualiza como “unos ojos suspendidos en el viento que todo lo miran y se humedecen cuando cae la noche violeta” Sin embargo, el texto donde mayor juego tiene la mirada es en “Homenaje”, donde Isabel, al tiempo que repasa sus desencuentros europeos con Mauricio durante una espera en el aeropuerto, se recuerda observada obsesivamente por aquél:

(Mauricio te sonríe a través de la cámara. Te observa. Mauricio con las manos en las bolsas, gabardina verde. Te observa. Mauricio bajo la lluvia. Te observa. Mauricio sonríe; muerde sus uñas. Te observa.)161 Mauricio con su mirada insistente en ti estará en el centro de todos los pueblos, autobuses, hoteles, puentes y plazas desde el encuentro en el hotel frente al Sena.162 (Mauricio con las manos en los bolsillos. Te observa. El viento juega con su cabello. Te observa. La noche enmudece y enmarca su rostro. Te observa.)163 161 162 163

Ibid., p. 36. Ibid., p. 38. Ibid., p. 41.

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Invocación de la ciudad Hay que destacar por último la manera como la prosa nítida de Ciudad mía, que no teme caer en la ternura ni en la compasión y que con tanta naturalidad afronta y convoca la muerte, crea con pocos trazos un magnífico retrato del Monterrey finisecular. Impelidos siempre por imágenes que los perturban, sus personajes piensan, sueñan, confrontan una ciudad que puede ser vista, y acaso entendida, como Paula en “La casa de los Leones”: “fruto de una sucesión de reemplazos, de muertes imperfectas”, “todas y nunca la misma”. O, desde luego, como la “criatura tatuada por los millones de individuos” que la han habitado en las superficies y rincones de su cuerpo que aparece, memoriosa y total, en “Ciudad de nadie”.

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BIBLIOGRAFÍA

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN

2

JOSEPHINA NIGGLI (1910)

9

ADRIANA GARCÍA ROEL (1916)

27

IRMA SABINA SEPÚLVEDA (1930)

34

ROSAURA BARAHONA (1942)

48

CRIS VILLARREAL NAVARRO (1949)

58

DULCE MARÍA GONZÁLEZ (1958)

80

PATRICIA LAURENT KULLICK (1962)

99

GABRIELA RIVEROS (1973)

126

BIBLIOGRAFÍA

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