M EDEA R EDUX D E N EIL L ABUTE T RADUCCIÓN DE N OÉ M ORALES M UÑOZ (P RIMERA V ERSIÓN ) P ERSONA
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M EDEA R EDUX D E N EIL L ABUTE T RADUCCIÓN DE N OÉ M ORALES M UÑOZ (P RIMERA V ERSIÓN ) P ERSONAJE Ú NICO : U NA MUJER SENTADA ANT E UNA MESA DE OFICIN A . U NA LUZ DESLUMBRANTE LA ILUMINA JUSTO POR SOBRE SU CABEZA .
S OBRE LA MESA HAY UNA GRABADORA QUE REPRODUCE A B ILIIE HOLI DAY , UN GARRAFÓN DE AGUA Y UN CENICERO .
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L A MUJER FUMA UN CIGA RRO . L O TERMINA Y COMIENZA LENTAMENTE A HABLAR . Sólo quisiera hablar. Porque sólo ahora puedo hacerlo con un poco de soltura. A pesar de que nunca he sido una gran conversadora. Me gusta guardarme las cosas. Dejarlas para mí. Algunos me dirían reservada. Pero yo prefiero llamarlo de otra forma. Soy una persona introvertida. Es un término más preciso. Supongo que la introversión tiene que ver con circunstancias familiares, emocionales, personales. El caso es que siempre he sido introvertida. Una mujer introvertida que ha dejado de hacer preguntas. De cualquier forma, he aprendido que la gente casi nunca tiene respuestas para las preguntas que uno hace. Para lo que uno demanda. Uno puede preguntar una y mil veces y no obtener respuesta. 2
(PAUSA) Pero ahora es mi turno de hablar. Comienza a hablar. Luego se interrumpe. Reconsidera. Por fin vuelve a hablar, en voz más baja. Es curioso cómo uno supera ciertas cosas. Aunque en realidad, superar no es el término adecuado. Uno se impone. Uno acaba imponiéndose. Aunque la mayoría de las veces uno no tiene el control de esa imposición. Por más que creamos lo contrario. Nos gusta hacernos a la idea de que tenemos sensatez y fortaleza. Nos gusta creer que de vez en vez regresamos al buen camino. Que de vez en vez nuestra vida retoma el cauce que suponemos que debiera tener. Pero yo soy más escéptica. No creo que eso sea posible. Estoy convencida de que mientras nos sumimos en reflexiones supuestamente trascendentes, la vida se descarrila. Sin remedio. Sin posibilidad de retorno. Hacemos mal las cosas todo el tiempo. Nos equivocamos tantas veces que llega el punto en que dejamos de preocuparnos. Nos conformamos con la situación a la que nos ha llevado nuestra propia inercia.
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(PAUSA) Hay una palabra para eso. Una palabra griega que describe justamente esa sensación. La aprendí en la escuela. Él me la enseñó. O mejor dicho, a él se la escuché. Porque de habérmela enseñado la recordaría. Sé que es griega. Pero no la recuerdo… (PAUSA) Todo comenzó hace tiempo. Cuando el mundo comenzó a girar en la dirección equivocada. Fuera de su eje. Y eso es culpa exclusiva de nosotros. De nosotros los mortales. Eso es lo que mi maestro decía. “Los mortales somos los culpables”. Y, según él también, todo radica en nuestra condición mortal. En lo inevitable de nuestro fin. (PAUSA) Cada uno de nuestros problemas es resultado de nuestra mortalidad. De nuestra humanidad. Y por lo mismo es que el mundo ha tomado la dirección errónea. Debo confesar que aún me cuesta entenderlo del todo.
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Enciende un cigarro. Casi siempre me costaba descifrar las palabras que salían de su boca. Era un tipo inteligente. Tenía dos licenciaturas. Y aún así era maestro de secundaria pública. Eso me hacía admirarlo. Fui su alumna durante su primer año en la escuela. Recuerdo que nos llevó de paseo varias veces. Al bosque. A museos. Incluso una vez fuimos todos a Chicago. Fue divertido. Veinticinco adolescentes dentro del autobús escolar. Un autobús que recorría la carretera junto al lago. Hermoso. Recuerdo su cara al vernos a todos pegados a las ventanas. Fascinados ante esa extensión de agua. Tan felices nos vio que le ordenó al chofer que se detuviera. Y nos dio quince minutos para hacer lo que quisiéramos a la orilla del lago. Hubo quienes corrieron. Quienes aventaron rocas. Yo, en cambio, me quedé parada ante el lago. Contemplando el movimiento del agua. Enfundada en un rompevientos rojo.
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Me sentía como una exploradora. Como una astronauta. Como llegada del espacio exterior por primera vez a la Tierra. Recordé una escena de El planeta de los simios. Cuando el héroe corre por la playa tras haber aterrizado. Y se da cuenta de que después de todo está en casa. A pesar de lo raro y lo novedoso y lo atemorizante del lugar. A pesar de lo desconocido. Quizás tengo la película un poco borrada. O quizás mi sensación haya sido diferente, o mejor. El caso es que me acordé de esa escena. (PAUSA) Es difícil olvidar el primer contacto. El primer contacto físico. No fue en ese paseo, sino en otro que hicimos un par de meses después. Al centro acuático. Me asusté. Al principio ni siquiera sabía qué estaba haciendo. En realidad tenía alguna idea, pero al final de cuentas sólo era una adolescente de trece años. Y no fue algo que esperara que me sucediera a esa edad. Se puso justo atrás de mí en la vitrina del acuario. En la sección de los tiburones. La otra maestra que nos acompañaba nos presionaba para alejarnos de los tiburones.
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Quería que fuéramos a la sala interactiva. Donde podríamos tocar a los cangrejos, a los caracoles. Pero a mí me fascinaban los tiburones. Aun cuando a los otros les asustaban. De hecho fue por los tiburones que, en una feria vocacional en la que nos pidieron anotar la profesión que seguiríamos de grandes, yo escribí “bióloga marina”. De entre todas las opciones que había, yo escogí esa. Porque me encanta el mar. Me encanta el agua. Así que la maestra me dijo que estaba bien, que podía quedarme en la sala de los tiburones. Y alcanzarlos después. (PAUSA) Estaba absorta contemplando a un enorme cabeza de martillo. Cuando empecé a sentir su presencia a mis espaldas. A sentir su presión. La presión de su cuerpo. Su peso aprisionándome contra el cristal del acuario. Me quede inmóvil. En realidad no podía hacer demasiado. No decía nada, él. Más bien no me decía nada a mí. Porque de hecho pude oírlo murmurar a mis espaldas. Algo sobre “la nobleza trágica de las criaturas del mar”.
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Algo por el estilo. Y mientras tanto yo sólo podía ver al tiburón martillo. Emergiendo de la oscuridad y pasando frente a mí. Una y otra vez. Y no fue hasta que nadó un poco sobre mi cabeza que pude ver sus ojos. Dio un giro frente al cristal y su ojo se deslizó hacia atrás, dejándome ver una esfera blanca. Dios mío, fue aterrador. Nunca lo he podido olvidar. La sensación del peso de mi maestro a mis espaldas y de ver el ojo de ese tiburón martillo. (PAUSA) En fin, es muy fácil asustar a una niña. Juguetea un poco con la colilla del cigarro en el cenicero. De cualquier manera, mi maestro no volvió a mirarme durante el resto del paseo. Ni siquiera una mirada fugaz. Pese a que había empezado a ser realmente amable conmigo, incluso divertido. No de una manera inapropiada. Simplemente era un poco más abierto. Me hacía chistes. Me mostraba fotos y revistas. Después del paseo en el acuario comenzó a llevar objetos marinos a clase. Me dejaba tocar las piezas de coral. Comenzábamos a hacernos amigos.
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O al menos a tratarnos amigablemente. En el mundo de la secundaria era un gesto realmente importante. Un mundo en el que a ningún adulto parecía importarle nada una chica como yo. Una chica con un interés genuino por aprender. Con intereses más allá de los deportes y los bailes. Realmente tenía hambre por aprender. Por entender un poco más del universo. Sé que es ridículo, pero en verdad me intrigaba el universo. Aún me intriga la manera en que funciona. (PAUSA) Y el que un maestro notara estos intereses era realmente significativo. Él los notó. Así que empezamos a estar juntos. Sólo un poco. En la librería, viendo diapositivas durante los recreos. (PAUSA) Me gustaba pasar ese tiempo con él. Es decir, yo sólo tenía trece años. Y era bueno tener a un adulto al lado que no te estuviera molestando con que recogieras tus calcetines, por ejemplo. Era eso. Porque todos sabemos que la adolescencia es una etapa de mierda. (PAUSA) Pero después del episodio en el acuario, mi maestro se alejó.
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Deja de hablar por algunos instantes. En realidad sólo fue durante el regreso del acuario a la escuela. Porque al final terminó llevándome a casa. Algo un tanto inesperado. Porque durante el viaje mostró una lejanía evidente. Evidente para mí. Ni un gesto, ni una mirada. Una distancia considerable en el autobús. Pero de vuelta a la escuela él era responsable por nosotros. Era responsable hasta que nuestros padres nos recogieran. Y todos los padres acudieron puntualmente para recoger a sus hijos. Salvo el mío. Era tarde de viernes y mi padre no aparecía. Mi maestro me llevó a su oficina. Llamó al trabajo de mi padre. Llamó a casa. Y nada. Nadie. Tras media hora, no quedaba nadie en la escuela. Salvo él y yo. Estaba sentada en el borde de la acera. Esperando por mi padre. Hasta que él se acercó y me dijo que podía llevarme a casa. Si así lo quería
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Fue por su auto. Un Peugeot. Que recuerdo bien porque hacía poco que él me había enseñado a pronunciar su nombre. Un Peugeot. Color crema. Y me repitió que podía llevarme a casa si así lo quería. Eso dijo: “Si así lo quieres”. Lo recuerdo perfectamente. Como si fuera ayer. Una voz de mujer salía del estéreo del Peugeot. Recuerdo la voz porque también tuve que preguntar por el nombre de su dueña. “Billie Holiday”, dijo. Nunca había oído nada parecido. No era lo típico. No eran los Bee Gees, por ejemplo. “Es Billie Holiday”. Era lo más personal que me había dicho en cinco horas. Y sonreía. Era una sonrisa oscura. Pero sonrisa al fin. Podía verlo sonreír mientras esperábamos la luz verde en un cruce. Y agregó:
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“Es lo único que escucho desde hace un tiempo”. “Me recuerdas un poco a Billie Holiday, ¿te lo había dicho?”. ¿Qué mierda quería decir eso? Porque uno no le dice algo así a una chica de trece años. Uno no le dice esas cosas. Porque si uno las dice ella le pertenecerá para siempre. (PAUSA) Una cuadra antes de mi casa, en el estacionamiento de una florería, él se detuvo. Y me besó. Así. Me besó. Dios mío. Me besó como se besó por primera vez en la historia. En aquellos tiempos mitológicos. Cuando los hombres eran héroes que daban besos como esos. Y una podía esperar toda una vida por su regreso. Sin dejar de sentir la impronta de sus labios. Porque en ese entonces los besos significaban algo. Así me besó. Sorbe agua. Juguetea con el filo del vaso sin beber una gota. No pienso elaborar demasiado la historia de nuestra relación. Porque no es posible ocultar demasiado. Es una historia típica, la historia de amor entre un adulto y una adolescente.
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(PAUSA) Comenzamos a vernos con la frecuencia con que un profesor de secundaria y su alumna pueden verse. Supongo que no obstante lo que diga el juicio será siempre el mismo. Se pensará siempre que él era un abusador. Pero creo que en realidad todo era mucho más sencillo. Nos gustábamos mutuamente. Y hacíamos lo que una pareja que se gusta suele hacer. Algunos besos. Algunos abrazos. No mucho más que eso. Me escabullía en su salón durante el recreo para abrazarlo. Sólo por unos instantes. Eso era todo. Eso era lo que hacíamos. (PAUSA) Mi cumpleaños catorce se aproximaba. Soy Piscis. Cayó en jueves. Pero el sábado previo él me recogió en la biblioteca pública donde yo trabajaba como voluntaria dos veces al mes. Lo hacía sólo por los pequeños privilegios que eso implicaba: descuentos, ofertas. Le dije a la coordinadora del voluntariado que no asistiría ese día. Que me sentía un poco enferma.
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Así que quedé con él en la puerta de un restaurante cercano. Me recogió y salimos de paseo en su auto. En su Peugeot. Le pregunté hacia dónde íbamos. Y él respondió: “Es una sorpresa”. Me recosté en la parte de atrás del Peugeot. Él había abierto el quemacocos. Era un día realmente lindo. Me dejé llevar por el sonido del viento en la carretera. El sonido del viento y la voz de Billie Holiday cantando en las bocinas traseras. (PAUSA) Cuando llegamos a Chicago, enfilamos directamente al embarcadero. El había rentado un bote. Un bote motorizado en color rojo. Precioso. Me emocioné. Era el tipo de detalles que él solía tener conmigo. Como la canasta de picnic dispuesta en el bote. Realmente adorable. O el brazalete envuelto en papel encerado junto a mi almuerzo. De hecho, estaba dentro del pan de mi sándwich. O el libro ilustrado sobre historias griegas. Casi todas de Eurípides. Porque según él Eurípides era el más humanista de los escritores griegos.
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El que enfatizaba más claramente el concepto de… (PAUSA) Mierda, no puedo recordar la palabra. El asunto es que Eurípides, según él, era el escritor griego que más furia demostraba ante la descomposición del mundo por nuestra condición mortal. Como fuera, el libro tenía unas ilustraciones realmente bellas. Él insistía en que me iba a gustar cada vez más conforme fuera haciéndome vieja. (PAUSA) Aún lo conservo. (SILENCIO) Supe que estaba embarazada a finales de abril. El 23 de abril. No lloré al confirmarlo. Debí haber llorado. Después de todo sólo era una niña. Pero no me pesó, no sentí que se me cayera el mundo ni nada parecido. Lo que hice fue ir directamente a su casa. Después de llamarle, por supuesto. Me presenté en su casa y estuvimos hablando del tema durante horas. (PAUSA) Sorpresivamente, pareció tomarlo muy bien. Parecía estar genuinamente emocionado. Nada de gritos ni reclamos. Dijo que le encantaban los niños.
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Que no podía pensar en nada mejor que convertirse en padre. Que debíamos ser muy cuidadosos. Porque nuestra situación era delicada. Le prometí que no iba a decirle a nadie quién era el padre. Sin importar que mi padre se volviera loco de ira. (Y así fue, en verdad). Sin importar los problemas que surgieran en la escuela. Le prometí que guardaría nuestro secreto. Hicimos un pacto aquella noche, en su sofá. Y lo cumplí. (PAUSA) Después me dijo que iba a salir por un par se semanas. Hasta el fin del verano. Tenía que presentar el examen profesional de otra carrera. En una universidad. Y que a su regreso haríamos planes. (PAUSA) Fue duro saberlo, no voy a negarlo. Porque estaba asustada. Pero el que se titulara era muy importante para él. Para nosotros. Podría ayudarnos. Seguimos hablando por un rato. Y nos besamos.
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Dios mío. Era tan dulce. Y luego me fui a casa. Me fui a casa con nuestro hijo en las entrañas. Y me puse a ver televisión. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Creo que necesito un poco más de agua. Se sirve un poco más de agua en el vaso y sorbe. Me enteré que había renunciado a la escuela por casualidad. Las vacaciones de verano estaban por terminar y yo tuve que presentarme en la oficina del director. Para llevar un reporte médico de mi hermano, que se había enfermado de paperas. Y fue allí tuve que escuchar lo que salía de los labios de la secretaria de la escuela: “Es una pena lo del profesor de Ciencias y Artes”. “Creo que vamos a resentir su ausencia, ¿no te parece?”. Ya no pude escuchar mucho más, salvo: “Supongo que necesitan buenos maestros en Phoenix como en cualquier otra parte”. (PAUSA) No pedí ningún dato. Ningún número, ninguna dirección. Tan sólo me quedé parada allí. En esa oficina. Con mis catorce años a cuestas y un bebé en mis entrañas.
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Y con esa mujer fastidiándome con que mi hermano debía tomar una vacuna de refuerzo. Pero yo estaba congelada. El tiempo se había detenido en ese instante. El cielo se había abierto sobre mi cabeza. Y todo lo que podía oír era el rumor del universo. El alarido del cosmos. Un alarido que, en cuestión de instantes, se convirtió en una carcajada. En una carcajada que atronaba salvajemente en mi cara. Se detiene por un instante para encender otro cigarro. Como ya dije, hay mucha mierda que no necesita ser dicha más de una vez. Y como tampoco quiero ningún tipo de conmiseración, no he de repetirla. Así que nos saltaremos la etapa de las penurias. Cuando avisé a mis padres de mi embarazo. Cuando me vi forzada a abandonar la escuela. Cuando tuve que mudarme a la casa de una tía. Lo típico. Porque esta es una historia típica, una historia que no tiene nada de especial. Lo único excepcional es que me sucedió justamente a mí. (PAUSA) Como sea, lo importante es que mi hijo nació. Billie. William. Un niño hermoso, en verdad extraordinario.
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Sé que todas las madres dicen lo mismo de sus hijos. Pero en este caso la frase no indica más que la verdad. Di a luz y, para saltarnos más penurias, sólo diré que pasaron un par de años. Al cabo de los cuales hice contacto con su padre. Le escribí un par de cartas que fueron respondidas casi inmediatamente. Lo cual era previsible. Porque había esperado el tiempo justo para crear una expectativa. Yo sólo tenía diecisiete años en ese entonces. Y era de suponerse que él estuviera realmente asustado respecto a toda la situación. Eso fue lo que me dijo en una de sus cartas, de hecho. La misma carta en la que me pedía que comprendiera. No que perdonara. Que comprendiera. Eso decía la carta. (PAUSA) Le dejé saber que nuestro pacto estaba intacto. Y que decírselo no era una manera de chantajearlo para sacarle dinero. Pero también dejé muy en claro que, si a él no le molestaba demasiado, esperaba que estableciera algún tipo de relación con su hijo. Aunque fuera mediante cartas. Ya no tenía esperanza alguna de retomar algo con él. Sobre todo después de lo sucedido tras la confirmación de mi embarazo. (PAUSA) De cualquier forma, comencé a mandarle fotografías por correo.
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Eventualmente lo hicimos a través de un apartado postal. Fue de esa manera como él conoció a su hijo. A través de fotografías. Que fueron correspondidas con alguno que otro regalo. Fue así como corroboró que tenía un hijo. Y que la madre amaba a su hijo. Y que la madre había guardado el secreto de la identidad del padre durante todo ese tiempo. Y puede ser que lo siguiente suene absurdo, lo sé. Pero aun así quiero decirlo: De vez en vez cerraba los ojos. Y aún sentía la impronta de sus labios en los míos. Aún entonces. (PAUSA LARGA) El día que Billie cumplió catorce años rentamos un auto. Y nos dirigimos a Arizona. Para que Billie conociera a su padre. En ese entonces vivíamos en Utah, con unos parientes. Su padre y yo habíamos planeado el encuentro mediante nuestra ya copiosa correspondencia. Y acordamos que era el momento adecuado. Para ese momento él se había casado. Era un profesor casado y sin hijos en Phoenix. No tenía hijos porque su esposa era estéril.
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Lo cual no deja de parecerme un poco irónico. Ella había tenido un problema que la había dejado imposibilitada para procrear. Pese a lo cual se empecinaron en intentar un sinfín de tratamientos. Pero ninguno funcionó. Eventualmente se resignaron. Ni siquiera consideraron adoptar. Supongo que debió ser penoso para ellos. Debió ser triste. (PAUSA) El caso es que estábamos a punto de encontrarnos los tres. En el cuarto de un motel en Phoenix que él había escogido. Estábamos a punto de sentarnos los tres como una familia. Por primera vez. Íbamos a encontrarnos él y yo después de años. Íbamos a estar juntos de nuevo. Juguetea un poco con la grabadora. Creo que la cinta está a punto de terminar. La revisa tímidamente antes de proseguir. Nos encontramos un día en el que había un calor infernal. Un calor infernal para ser diciembre. Lo tengo grabado. Billie y yo estábamos agotados por el viaje. Y de repente, él apareció. Se veía realmente joven.
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Como si los años no hubieran pasado por él. Debo decir que eso me molestó un poco. Porque yo sí había cambiado. Fue un gran momento para Billie. Estaba realmente emocionado. Inclusive nos abrazamos los tres. Y fue cuando se inclinó un poco para besar a su hijo que me di cuenta de que, pese a todo, realmente lo amaba. Pude verlo en sus ojos, en la manera en que lo miraba. Confirmé que lo que me había dicho años atrás era verdad. Que amaba la idea de ser padre. Estaba orgulloso, había orgullo en su semblante. El brillo de sus ojos era evidente cuando se acercó para besarme en la mejilla. Había desafiado al destino y a la suerte, y había salido indemne. (PAUSA) Después comimos pollo frito. Comprado por él en un restaurante de comida rápida. Tras eso, Billie recibió un par de regalos. Uno de los cuales resultó ser un libro de mitos griegos. Y una vez que terminamos de comer él dijo que tenía que regresar a la escuela donde trabajaba. Que debía ir a una feria de ciencias. Pero que estaría de regreso al cabo de una hora. Prometió que volvería.
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La última palabra que le escuché decir mientras salía del cuarto de hotel fue esa palabra griega que no logro recordar. La dijo después de susurrarme al oído: “Bueno, después de todo, no tendríamos por qué sentirnos culpables”. “Al final de cuentas somos humanos”. (PAUSA) Billie se metió inmediatamente al baño. Pude oír el sonido del agua corriendo. Había mucho calor, como ya dije, y él se estaba dando un baño. Amaba bañarse. Desde pequeño la tina fue su rincón favorito. Supe que estaba dentro de ella disfrutando del agua. Mientras su grabadora reproducía la voz de Billie Holiday. A quien él y yo llamábamos “La Señora Day”. La Señora Day cantaba Stormy Weather1. Pude verlo con los ojos cerrados, en medio del vapor, a través de una rendija que se había formado en la cortina. (PAUSA) Casi no luchó. No pudo oponer demasiada resistencia. Primero el golpe de la grabadora contra el agua. Luego, un sonido extraño. Una especie de chasquido. 1
Clima de tormenta (N del T).
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Como un foco tronando. Y luego el silencio. Apenas el último estertor de Billie mientras daba una o dos patadas contra el agua. (PAUSA) Tras unos instantes, cerré la llave. Y me senté en el mosaico. A observarlo. A ver su quietud en medio de esa nube de vapor. Sus ojos bien abiertos. Su cuerpo tan inmóvil. (PAUSA) Adakia. Ésa es la palabra. La palabra griega que no lograba recordar. “El mundo fuera de equilibrio”. Ésa es la palabra, y ése es el significado. No hace falta corroborarlo, estoy segura. Como segura estaba de que tarde o temprano iba a recordarla. Era cuestión de tiempo. Enciende otro cigarro. Logré llegar hasta Las Vegas. Comí algo en un restaurante. Y luego me trajeron aquí. (PAUSA)
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Como es de suponerse, planeé todo con anticipación. Quizás durante más tiempo del que pudiera creerse. Lo planeé durante mucho tiempo. Ríe. Y si bien es cierto que estoy preocupada por lo que pueda sucederme, en realidad me preocupa más él. Lo que ocupa mis pensamientos ahora es mi maestro. (PAUSA) Casi puedo verlo. Vagabundeando sin rumbo por las calles de Phoenix. Hasta detenerse en la sección de juegos infantiles de algún parque. En una tarde de sábado. Avanzando a tropezones entre la resbaladilla y el sube y baja. Para sostenerse finalmente del columpio. Sin poder hallar consuelo. Con un caudal de lágrimas bajándole por las mejillas. Y los gritos. Los gritos desgarrados dirigidos al universo. “¿Por qué? ¿Por qué?” Una y otra vez hasta quedarse sin aliento. (PAUSA) Y lo que es cierto es que, en esta fantasía, él no recibe una respuesta. Porque nunca las hay. Se sienta y sigue fumando mientras a grabadora sigue tocando.
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Silencio, penumbra.
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