Lucie Smith Edward - El Arte Simbolista

1 FERNAND KHNOPFF La musa dormida 1896 EL ARTE SIMBOLISTA EDWARD LUCIE-SMITH 185 ilustraciones, 24 en color EDICIO

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1

FERNAND KHNOPFF

La musa dormida 1896

EL ARTE SIMBOLISTA EDWARD LUCIE-SMITH

185 ilustraciones, 24 en color

EDICIONES DESTINO THAMES AND HUDSON

Para Mario Am aya

T ítu lo original: Sym bolist A rt T raducción: V icente V illacam pa C ubierta: G ustave M oreau, Safo, poetisa griega (fragm ento)

© 1972 Tham es and H udson Ltd, London © Ediciones Destino, S.A. Consell de Cent, 425. 08009 Barcelona Prim era edición: septiembre 1991 Segunda edición: abril 1997 ISBN: 84-233-2032-4 Impreso en C.S. Graphics Impreso en Singapur - Printed in Singapore

índice

( :a p ítu lo i

Arte simbólico

CAPÍTULO II

Romanticismo y simbolismo

CAPÍTULO III

Corrientes simbolistas en Inglaterra

c : a p í t u l o iv

El movim iento simbolista en Francia

CAPÍTULO V

Gustave Moreau

CAPÍTULO VI

Redon y Bresdin

t :a p ít u l o

v ii

Puvis de Chavannes y Carriére

CAPÍTULO VIII

Gauguin, Pont-Aven y los Nabis CAPÍTULO IX

La Rose + Croix

CAPÍTULO X

La década de 1890 en Inglaterra

CAPÍTULO XI

Los simbolistas internacionales CAPÍTULO XII

Rops y Ensor

7 23 33 51 63 71 81 91 109 127 143 173

CAPÍTULO XIII

Edvard Munch CAPÍTULO XIV

Klimt y la Secesión vienesa CAPÍTULO XV

183 193

El joven Picasso

201

Bibliografía

209

Lista de ilustraciones

210

Indice de nombres

214

C A P ÍT U L O I

Arte simbólico

Aunque este libro trata específicamente de un episodio de la historia del arte europeo, creo que al lector le resultará más fácil asimi­ lar la información y las opiniones contenidas en los capítulos que siguen, si empiezo por recordarle algunos hechos relacionados con la función del simbolismo en general en la pintura y la escultura occi­ dentales. Esta recapitulación sería superflua si no explicara el triunfo del espí­ ritu m oderno. Nacido del m ovim iento simbolista, lo m oderno se ha m ostrado sin em bargo hostil al símbolo como medio de comunicación visual. El auge del arte abstracto, en particular, ba tendido a centrar nuestra atención en la obra como una cosa en sí, identificada por com­ pleto con el proceso artístico. En cambio, toda creación que pueda clasificarse como simbolista debe rechazar necesariamente esa actitud, pues detrás de las formas y los colores que se hallan dispuestos sobre la superficie pictórica, siempre hay algo más, otro ámbito, otro orden de significados. Debido a nuestro rechazo de los procedimientos simbólicos, a m e­ nudo hallamos dificultades para entender a los viejos maestros; m ayo­ res dificultades, a decir verdad, que ante algunos pintores y escultores contem poráneos famosos por las dificultades que plantean. Pero a me­ nudo la situación es otra: creemos entender la obra de arte tal como se revela ante nosotros, cuando en realidad se nos está escapando la m itad de su significado. El artista medieval esperaba que sus contemporáneos reconocieran de inmediato qué santo estaba representado, gracias al atributo convencional que acompañaba la figura. Pero nosotros, paga­ nos m odernos, las más de las veces nos quedamos desconcertados ante el m ism o objeto que pretendía ilustrarnos. Sin embargo, en lugar de sum ergirnos en las complejidades del sim­ bolismo religioso medieval, bastará a mi propósito empezar por el Renacimiento. El arte renacentista, en efecto, manifiesta cualidades e ideas que iban a fascinar a los pintores y escultores simbolistas del si­ glo X I X . Hallamos, por ejemplo, el conflicto entre sistemas «abiertos» y «cerrados» de comunicación simbólica. Los elementos tom ados de

2 FR A N C E SC O DEL c o s s a

Triunfo de Venus

1 4 5 8 -1 4 7 8

un lenguaje que se esperaba pudiera entender toda persona culta, se mezclan con otros símbolos cuyo significado sólo se revelaría a los iniciados. Al m ism o tiempo, descubrimos por vez prim era en las obras creadas por los maestros del Renacimiento, con Giorgione, un rechazo de la noción de equivalencia exacta entre el símbolo utilizado y el sig­ nificado que se intenta expresar. Ahora el símbolo se convierte en algo que resuena dentro de la m ente del espectador, y la propia obra es algo más que una suma de los símbolos que contiene. Podemos observar el paso de una clase de simbolism o a otra en el trabajo de los maestros italianos preocupados por revivir y reinterpretar la imaginería de la antigüedad pagana. Agostillo di Duccio, al.adornar ese extraordinario m onum ento al hum anism o renacentista que es el Tem plo malatestiano de Rímini, aún cree que basta con añadir un J símbolo a otro. Si su Mercurio posee un significado adicional, ello se debe a que se le han añadido atributos. De forma similar, en los frescos 2 alegóricos de Francesco del Cossa en el palacio Schifanoia de Ferrara, continuamos, pese a la festiva alegría de las imágenes, en el ám bito del simbolismo puram ente «acumulativo». En la escena que representa el triunfo de Venus, por ejemplo, observamos que M arte no sólo se arro3

A G O S T IN O

Di

Duccio M ercurio d e s p u é s

d e 145Ü

4 t i z i a n o Alegoría de la Prudencia 5

S A N D R O B O T T IC E L L I

Primavera (detalle) h. 1478

dilla ante su amante Venus, sino que en realidad está encadenado a su trono, lo cual significa que es su prisionero. U n simbolismo acumulativo de esta clase continuó desempeñando un papel im portante en el arte italiano hasta bien entrado el siglo X V I . A él responde el m étodo adoptado por Tiziano para pintar su extraña 4 Alegoría de la Prudencia, hoy en la N ational Gallery de Londres. Tres cabezas hum anas están superpuestas a las cabezas de otros tantos ani­ males: m irando a la izquierda, la de un lobo; a la derecha, la de un perro; y m irándonos directamente, la cabeza de un león. Cada uno de los rostros debe relacionarse con el animal que tiene debajo, y los ani­ males a su vez deben relacionarse entre ellos. El lobo es el emblema del pasado, el tiem po devorador; el perro olisquea el futuro; en tanto el león encarna la fuerza y la gloria del presente. Cada uno de estos tres aspectos ha de tom arlo en cuenta el hom bre prudente, y los tres juntos componen la imagen del Consilium o Buen Consejo, que engendra por su parte la más alta cualidad de la Prudencia. Se pretende también una alusión a la mitología pagana, pues los tres animales representan el m onstruo tricéfalo que acompañaba al dios egipcio Serapis.

Pero ya en la época en que se pintó Alegoría de la Prudencia se había operado una aproximación mucho más compleja y sutil a los problemas de la representación simbólica. Dicha aproximación fue analizada por el desaparecido Edgar Wind en un estudio de historia del arte, cuyo mérito ha sido ahora reconocido: Los misterios paganos del Renacimiento. Wind comprendió que una clave importante para la interpretación de muchas de las más célebres imágenes renacentistas debía buscarse en los escri­ tos de los filósofos neoplatónicos, como Plotino, y en la interpretación que de tales textos hacían los humanistas del Renacimiento. Plotino, por ejemplo, define al filósofo místico como «el que avanza hasta el santuario más interior, dejando atrás las estatuas del templo externo». Esta idea se asimiló bien en la Florencia del siglo X V . La Primavera de 5 Botticelli, por ejemplo, invita al espectador a extender la pintura y su sentido hasta penetrar en lo más recóndito de su propia mente, de la

m anera que parece sugerirlo Plotino. (Lo m ism o es válido para el, en apariencia menos complejo, Nacimiento de Venus.) En la Primavera, debe prestarse gran atención al grupo de las Tres Gracias: a sus actitudes, expresiones, atavío y ornam entos, así como a su mera presencia. Los filósofos del Renacimiento interpretaban las Gracias como un emble­ ma de los tres diferentes aspectos del am or, y las nom braban de acuer­ do con ellos. En la Primavera hallamos a Castitas o la Castidad, a la que el ciego Cupido amenaza con su dardo. Castitas se encuentra en situa­ ción opuesta a su hermana más salvaje, Voluptas o el A m or sensual. Pulchritudo o la Belleza, la tercera de las hermanas, es menos vehe­ m ente, pero no por ello deja de aproximarse a Voluptas. Junto con Mantegna, Botticelli ejerció gran influencia en el arte sim­ bolista de últimos del siglo X I X . En Inglaterra, su obra fue especial­ m ente admirada, y advertimos continuos ecos de ella en las produccio­ nes de Edw ard Burne-Jones, Aubrey Beardsley y Charles Ricketts. Cabe argum entar que, puesto que el significado más escondido de las grandes pinturas simbólicas de Botticelli se había perdido casi por en­ tero hasta que en nuestros días lo redescubrió W ind, había más ad­ m iración hacia las formas inventadas por Botticelli que fascinación ha­ cia el contenido que quiso expresar a través de tales formas. Pero la aparente oscuridad de algunos de los símbolos botticellianos no hacía sino añadirse a la riqueza de alusiones que atraía a sus admiradores decimonónicos. O tro tanto podría decirse de M antegna, que influyó en num erosos simbolistas franceses e ingleses, y no sólo a causa de su gusto por la estilización lineal, sino debido a su tendencia a dar sentido 52 al m enor detalle. Sus formaciones rocosas reaparecen en M oreau y en Burne-Jones, y el hermoso grupo de M ercurio y Pegaso, a la izquierda 6 del Parnaso de M antegna (en el Louvre desde 1801), es el claro antece­ dente de grupos similares en la obra de Picasso y Redon. Además, el neoplatonismo en general era casi tan im portante para los filósofos y estetas del m ovim iento simbolista como lo había sido para los precursores de la nueva escuela florentina. En el ambiente simbolista, los filósofos en boga eran Hegel y Schopenhauer, ambos caracterizados por un im portante com ponente neoplatónico. M uchos simbolistas cultivaron el ocultismo, y el herm etism o lo consideraban una virtud. Ciertam ente captamos un eco de Plotino en la formulación del Sar Péladan, un divulgador de las ideas simbolistas tan im portante como olvidado hoy día. La Primavera y el Parnaso no son, desde luego, las únicas produccio6

ANDREA M ANTEGNA

Parnaso (detalle) h. 1490-1497

nes del Renacimiento que preludian la forma y contenido del arte sim­ bolista del siglo XIX. O tra obra que fascinó a los propios simbolistas es 7 el grabado de D urero Melancholia. Pocas creaciones artísticas han sus­ citado tanta controversia como su adecuada interpretación. El título se lo puso el mismo artista, y así se planteaba una doble indicación sobre su significado. «La llave —manifestó— significa poder; la bolsa, riqueza.» O sea que, en cierto modo, Melancholia se adscribe a los métodos tradiciona­ les de simbolización tal como se heredaron de la Edad Media, y pueden asignarse significados concretos al menos a algunos de los muchos ob­ jetos representados. Partiendo de este punto, los eruditos han escudriña­ do las fuentes a su disposición, y han descubierto, por ejemplo, referen­ cias a las siete artes liberales y a las siete mecánicas, tal como las clasificaba el pensamiento escolástico de la época de Durero. Y también a la por entonces axiomática teoría de los «humores» o temperamentos predomi­ nantes. Los observadores menos instruidos comprendieron en seguida algo distinto, y acaso más importante: que el grabado encierra una confe­ sión, que nos habla de una gran lucha del artista contra su propio domi­ nio. El arte simbolista del siglo XIX implica también un importante aspec­ to de confesión: en efecto, su recurso al simbolismo no es impersonal. Por esta razón, tal vez el más profédco de los legados del RenaciH m iento a los simbolistas sea la Tempestad, de Giorgione, una obra acaso

7 ALBERTO DURERO Melancholia 1514

8 G IO R G I O N E

Tempestad

más celebrada aún que Melancholia, y que a primera vista parece sugerir algo mucho más sencillo. Pero en realidad, como el profesor Wind seña­ laba en un ensayo dedicado a este problema, la pintura de Giorgione es mucho más enigmática que cualquiera de las de Botticelli. Hay varios elementos alegóricos simples: las dos figuras, un soldado y una gitana, las ha consagrado la tradición como íntimamente relacionadas con la fortu­ na, y la propia tempestad encierra una alusión a sus vicisitudes. Las co­ lumnas rotas en segundo plano se interpretaban en tiempo de Giorgione como un emblema de Fortitudo, o sea la fortaleza en la adversidad. Pero sin duda el efecto que produce la pintura va mucho más allá de la infor­ mación fragmentaria que tales detalles comportan. En la Tempestad, el arte manifiesta un misterioso poder para comunicar significado sin ser abiertamente concreto. El espectador completa la obra por sí mismo, con algún elemento que descubre en su propio interior. Esta capacidad de sugerir y esta ambigüedad eran la esencia misma de la poesía simbolista, tal como la cultivaba, por ejemplo, Stéphane Mallarmé, y ambas cualida-

9

t iz ia n o

A m or sagrado y amor profano h. 1515-1516

des tenían asimismo una importancia decisiva en el arte simbolista. Si examinamos la obra de algunos de los sucesores de Giorgione, no tardaremos en descubrir la posteridad de sus concepciones radicales. 9 A m or sagrado y amor profano, de Tiziano, por recurrir a un ejemplo de inmediata relevancia, tiene contraída una gran deuda con Giorgione: indudablemente, reina en esta pintura una atmósfera mágica que refleja de manera indefinible la magia misma del amor. Y a pesar de las con­ fusiones creadas en torno a la manera en que el artista deseaba que se interpretara su obra, ésta se halla íntim am ente vinculada a un progra­ m a alegórico concreto. La principal razón por la que se ha considerado misteriosa es que el título generalmente aceptado —del que no hay noticia antes del año 1700— tergiversa el tema tratado. Lo que se re­ presenta es el am or celestial y el am or hum ano, y la figura desnuda es la superior y no la inferior de ambas, una y otra alegorías de la pasión castigada. La fuente que vemos es, claro está, la Fuente del A m or, e incluso los relieves que la adornan tienen por objeto revelarnos su inten­ cionalidad: se azota a un hombre, a una mujer se la arrastra por el cabello, y se frena un caballo desbocado agarrándolo por las crines. El mensaje es que la carnalidad puede disciplinarse y tomarse de las riendas. El caballo constituye un símbolo neoplatónico de la pasión sensual. En la pintura renacentista y posrenacentista, es difícil separar los conceptos de símbolo y de alegoría. La originalidad de los simbolistas del siglo XIX consistió en su propósito de establecer una distinción teórica que, en cierto m odo, existía desde m ucho antes en la práctica. Los teóricos del m ovim iento simbolista reconocían que el símbolo po-

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PEDRO p a b l o r u b e n s

Enrique I V recibiendo e¡ retrato de María de Médicis 1622-1625

día ser algo existente por derecho propio, que difundía una misteriosa influencia a su alrededor, y que afectaba a todo el ám bito en que se inscribía. Sus efectos no eran del todo predecibles. Por otra parte, en la alegoría tradicional se daba por sentado que el símbolo representaba algo racionalmente decidido de antemano: los objetos simbólicos se consideraban, pues, simples unidades de lengua­ je. U na dem ostración cabal de las consecuencias de adoptar esa actitud respecto al simbolismo —sus puntos fuertes y sus puntos débiles — 10 puede hallarse en el ciclo de María de Médicis, de Rubens. Tenemos aquí una presentación alegórica y halagadora de los principales aconte­ cimientos de la vida de la reina. Muchos de los detalles le fueron im ­ puestos al artista por su cliente y por los consejeros de ésta. Así, una de las pinturas trata el tema de Enrique IV recibiendo el retrato de María de Médicis. Ese retrato se lo presentan al rey de Francia las figuras voladoras de Eros e Himeneo. Detrás, y bajo la forma de una figura femenina semidesnuda, se personifica a Francia, que urge a Enrique a que lleve a cabo la alianza. Júpiter y Juno se sientan en lo alto, entre nubes, y m iran abajo con aprobación. M ientras tanto, dos Cupidos retiran el yelmo y el escudo del rey, como signo de la nueva era de paz que el m atrim onio reportará al país. U na presentación como la descrita requiere confianza en la capaci­ dad de com prensión del espectador. Mezcla elementos incongruentes y nos m uestra personajes y acontecimientos que serían imposibles en la realidad, en el m undo de las percepciones, pese a que la manera en que se nos presentan deriva en últim a instancia de ese m undo. U na pintura alegórica de este tipo es un jeroglífico. La leemos elemento por ele­ m ento, símbolo por símbolo, y apenas tenemos sentido de ella como un todo. N i siquiera la sensualidad del colorido rubensiano y su pince­ lada pueden ocultarnos que Enrique I V recibiendo el retrato de María de Médicis está destinado a ser leído tanto como contemplado. Relacionado con la convención alegórica, pero inferior en categoría (al menos en opinión de los teóricos del siglo XVll), está el bodegón 11 Vanitas. A grandes rasgos, el auge de la pintura de bodegones parece representar, en la historia de la cultura europea, una respuesta más abierta a los sentidos. La Vanitas, sin em bargo, es un bodegón com­ puesto según principios simbólicos. Los objetos representados llaman la atención del espectador sobre su propia moral; predican un sermón sobre la naturaleza transitoria del m undo de los sentidos. En algunos ejemplares, el mensaje está tan hábilm ente disimulado,

I I JA C Q U ES D E G H EY N

Vanltas

que podem os pasarlo por alto fácilmente. N o así en la m uestra que hemos escogido para ilustrar el caso. Se trata de la Vanitas en toda su opulencia y elaboración. La calavera —usual pero no invariablemente presente en las pinturas de este tipo— es un recordatorio moral, y las burbujas refuerzan el concepto de transitoriedad. Entre los objetos amontonados encima de la mesa encontram os algunos emblemáticos de los cinco sentidos. Aunque la realidad, tal como se presenta en una obra como ésta, es una realidad m ucho más coherente que la que halla­ mos en pinturas com o las de la serie María de Médicis, el tratamiento abstracto y conceptual se mantiene dominante. Lo anterior no es del todo cierto en otras pinturas del mismo período. Por ejemplo, el Paisaje con el ángel apareciéndose a Agar, de Í2 Claudio de Lorena, fusiona el paisajismo con la pintura de historia, mediante un recurso genuinam ente simbólico. Las figuras de Agar y

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CLA U D IO DE

lorena

Paisaje con el ángel apareciéndose a Agar h. 1670

de su hijo tienen su eco e interpretación en los árboles entrelazados que se alzan detrás: el uno plenamente crecido, el otro, todavía un arbolito. A través de ellos, el artista es capaz de decir algo acerca de la relación de la madre con su hijo. Al m ism o tiem po, todo el vasto paisaje en derredor crea un ambiente que, a su vez, matiza nuestra reacción ante lo que representan las figuras. Claro está que si buscamos una línea continua en el desarrollo del arte simbólico, deberíamos dirigirnos a los paisajistas franceses. Sólo en fechas recientes se ha llegado a la conclusión, por ejemplo, de que el célebre cuadro de W atteau El embarco para la isla de Citera, que debería 13 titularse, más correctamente, Partida de la isla de Citera, es una obra en la que el sim bolism o tiene un papel extrem adam ente im portante. Las tres parejas de amantes en las que se pone m ayor énfasis representan, en realidad, distintos aspectos de la misma pareja y de la misma rela­ ción. Los personajes situados más a la derecha aún se hallan por entero

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je a n -a n t o in e w a tt e a u

Partida de la isla de Citera 1716-1717

bajo el hechizo de la diosa del amor. La m ujer no presta atención al Cupido que le está tirando de la falda. La siguiente pareja está ya levan­ tándose, y la tercera, que se dispone a alejarse, mira atrás con pesar. Debe admitirse, sin em bargo, que la amable ambigüedad que dio pie a una interpretación radicalmente errónea de este tema constituye en buena medida el encanto de la pintura, y es lo que la liga a Giorgione por una parte y al m ovim iento simbolista por otra. N o es casual que W atteau atrajera la atención de ciertos artistas del entorno simbolista, entre ellos a A ubrcy Beardsley y a Charles C onder. Tam bién es verdad que gracias a los Goncourt y a otros, la Francia del siglo X V I I I estaba de m oda a fines de la centuria siguiente. Pero no es menos cierto que los simbolistas reconocieron en W atteau a un hom bre cuyas intenciones estaban m uy próximas a las suyas: en efec­ to, había abandonado la alegoría convencional en favor de un uso del simbolismo que era más penetrante, más vigoroso y más misterioso.

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g io v a n n i b a t t ist a

PlR A N E S l

Prisión con rueda colosal 1745

C A P ÍT U L O II

Romanticismo y simbolismo

En el estricto e histórico sentido del térm ino, sólo cabe una aproxim a­ ción al simbolismo considerándolo como una parte de un todo de ma­ yor alcance: el m ovim iento rom ántico. El rom anticism o representa una crisis, una convulsión en el espíritu europeo cuyos efectos aún se dejan sentir en nuestros días. En sus conferencias, recogidas en el volu­ men Some Sourccs o f Romanticism , sir Isaiah Berlin se refiere a «un des­ plazamiento de la conciencia» que «partió la espina dorsal del pensa­ miento europeo». En esencia, la espina dorsal partida fue la razón o, mejor dicho, la creencia, sustentada durante largo tiem po, en el poder de la razón hum ana para gobernar todas las acciones y resolver todos los problemas. Entre los rom ánticos, por una parte se encendía la rebelión contra las restricciones de todo tipo, y por otra urgía la búsqueda de un nuevo criterio de certidumbre, una vez destruido el marco externo de refe­ rencia y abandonado el concepto de orden inmutable. La validez y autoridad del m undo percibido objetivam ente había caído en la duda, por lo que inevitablemente triunfó la subjetividad. Ahora los hom bres miraban en su propio interior en busca de una guía. De este m odo se alimentó el m ito del «genio», el hom bre divinamente inspirado cuya imaginación sin cortapisas le permitía transm utar todas sus experien­ cias y emociones en arte, y que estaba dispensado, en razón de sus dotes, de la obediencia a las reglas normales. Podía, en efecto, negarse a someterse a ellas en interés de su propia realización. En térm inos artísticos, la esencia de la nueva doctrina era el prim ado de la imaginación. El crítico suizo Bodm er declaraba ya en 1741 que «la imaginación supera el m undo de los magos: no sólo coloca lo real ante nuestros ojos en una vivida imagen y presenta como distantes las cosas presentes, sino que, en virtud de un poder superior al de la pro­ pia magia, saca de su estado de potencialidad aquello que no existe, le confiere apariencia de realidad y nos perm ite ver, sentir y escuchar esas nuevas creaciones». C om o el intérprete más destacado de Shakespeare entre los de su generación, parecía estar parafraseando el m onólogo del «ojo del poeta» de El sueño de una noche de verano. Pero esta form ula-

c i ó n n o d e j a b a d e s u s c it a r c o n t r o v e r s i a y d e a p a r e c e r c o m o r a d ic a l e n la a t m ó s f e r a r a c i o n a l i s t a d e c o m i e n z o s d e l s i g l o X V III.

Conviene tener presente a Bodm cr cuando se contemplan algunas de las más insólitas producciones de los artistas dieciochescos. Algunos de los grabados de los artistas venecianos G. B. Piranesi y G. B. Tiepolo son notables por lo extraños que resultan. Los aguafuertes de la 14 serie Las prisiones, publicados por Piranesi en 1745, podrían servir para corroborar las palabras de Bodm er, aunque es más corriente conside­ rarlos com o los precursores de la madurez rom ántica del siglo X I X . H istóricam ente consideradas, Las prisiones de Piranesi pertenecen a un género veneciano bien arraigado, el capricho, un estudio de arquitec­ tura imaginaria (de una arquitectura real en un escenario inventado). U n capricho, tal como lo entendían los pintores y dibujantes contem po­ ráneos de Piranesi, era una trasposición de la realidad, una prueba para la habilidad y la inventiva del artista. Al menos en Venecia, las artes plásticas se estaban asimilando a la más abstracta y autosuficiente de las artes, la música; y a los artistas, lo m ism o que a los músicos de la época, les preocupaba dem ostrar su virtuosism o. Los caprichos de Canaletto y Guardi, en quienes los familiares edificios y m onumentos vene­ cianos aparecen en nuevos emplazamientos, son ejercicios de ese tipo.

Pero el capricho tenía también antecedentes puram ente pictóricos. En última instancia derivaba de Giorgione, y en particular de la Tempes­ tad. Las figuras que aparecen en dos series de aguafuertes de Tiepolo, los Capricci y los Sclierzi di fantasía, unos y otros de la década de 1750, 15 sin duda guardan relación con el soldado y la gitana representados en la obra maestra de Giorgione. Tiepolo pasó sus últim os años en España, trabajando para la corte de este país, y las obras que ejecutó influyeron sobre el joven Francisco de Goya. El cual, sin em bargo, se m antuvo fiel a la luminosa tradición del rococó hasta la década de 1790. Sólo entonces empezó a crear las obras que ha escogido la posteridad como más típicas de él. Goya, lo mismo que Tiepolo, realizaba grabados como parte de su actividad artística general, y esos grabados, también como en el caso de Tiepolo, eran utilizados como un vehículo para su fantasía personal, a m enudo terro­ rífica, al menos hasta que la invasión napoleónica de España reemplazó en la m ente de Goya los horrores imaginados por los reales. Desde luego, siguió la tradición veneciana hasta el punto de titular su princi­ pal serie de grabados los Caprichos. En ellos, como en los Capricci y 15 G I O V A N N l liA T T IS T A T IE P O L O

Dos magos y un muchacho 1755-1765

16 F R A N C IS C O DE ('■OY A E l sueño de la

razón produce monstruos 1797-1799

Scherzi di fantasía de Tiepolo, hallamos una imaginería tomada de la tradición popular sobre la brujería, pero también está presente una vena de com entario social y político. La temática general queda expli­ cada en el n.° 43, en principio destinado a ser el frontispicio de la colec­ ción, pero más tarde reemplazado por un autorretrato del artista. El 16 título es El sueño de la razón produce monstruos, una frase que se aclara más adelante gracias a unas notas manuscritas contemporáneas aporta­ das como prueba en un juicio, y en las que se lee que la fantasía aban­ donada por la razón produce m onstruos imposibles; pero que, al pro­ pio tiem po, es la madre de las artes y el origen de sus maravillas. Más tarde Goya dio rienda suelta a sus símbolos. El impresionante 18 Pánico del Prado es, desde todos los puntos de vista, una pintura sim­ bólica. La figura que surge y que dom ina el espacio pictórico es una representación gráfica de cóm o el pánico parece aum entar hasta llenar el últim o resquicio de la mente. Desde luego que cuanto más de cerca examinamos la historia del arte rom ántico, más importancia cobra el com ponente simbólico. La

17 H E N R Y FUSELI La pesadilla h. 1782 18 F R A N C IS C O DE C O Y A Pánico

1808-1812

pesadilla, de H enry Fuseli, es, con todo m erecimiento, uno de los más 17

famosos m onum entos del rom anticism o pictórico tem prano. Aun siendo melodramática, La pesadilla tiene poder para convertirse en una obsesión de la mente. Esa fantasmal cabeza de caballo, que surge por encima del postrado y atorm entado cuerpo de la m ujer dorm ida, es más que la simple traslación de una metáfora convencional a la pintura. Para hallar un uso pleno del m étodo simbólico, sin em bargo, debe­ mos volvernos hacia un contem poráneo algo más joven que Fuseli, Caspar David Friedrich. Sus paisajes simbolizan una experiencia sub­ jetiva. Así, La cruz en las montañas, pintada en 1808, ejemplifica cierta 20 tensión en la obra de Friedrich entre el deseo de representar y expresar la inmutable arm onía de la naturaleza, y el deseo contrapuesto de im ­ poner a ésta un significado hum ano. El m étodo simbólico resulta aún más evidente en otra obra poste­ rior: El naufragio del Hope, que data de 1821. Al parecer, la fuente de 19 inspiración fue la narración del capitán Perry sobre sus exploraciones

por el Ártico. Pero está claro que pronto fue abandonada cualquier intención documental. El barco es la esperanza (hope) misma, que se va a pique en medio de la helada vastedad de la m uerte y la desesperación. La pintura constituye un impresionante ejemplo del poder de Friedrich para lograr que una simple m etáfora pictórica resuene en la mente, transform ándola en un símbolo. O tras figuras menores entre los artistas rom ánticos franceses adop­ tan en ocasiones una estrategia similar. Por ejemplo, existe una sor­ prendente semejanza entre la pintura de Friedrich de la que acabo de 21 ocuparm e, y uno de los dibujos de Gustave D oré para ilustrar este texto favorito de los románticos que es El decir del viejo marino, de Coleridge. Hay también un parentesco con algunos de los num erosos 23 dibujos realizados por el poeta Víctor H ugo. El sueño, aquí reproduci­ do, m uestra una concentración sobre una única imagen simbólica, que prefigura los dibujos y litografías de O dilon Redon. Pero la m ayor parte de la pintura rom ántica francesa presenta un aspecto algo distinto. Su expresión más característica debe descubrirse en la obra inmensa de Eugéne Delacroix, con su vigor, su pasión, su gusto por los gestos decisivos y extravertidos. Y es que Delacroix de­ sempeñó un papel im portante en el proceso por el cual el m ovim iento simbolista propiam ente dicho emergió del rom anticism o. Esto lo ilus-

19 C A SP A I! D A V ID FR IE D R IC H

/:/ naufragio del H ope 1821

20 C A S P A R D A V ID FR IED R IC H La cruz en las montañas 1808

21 G U S T A V E D O R É Barco entre icebergs h. 1865

22 tra una de sus principales obras maestras, La muerte de Sardanápalo,

expuesta en el Salón de 1827. El tema está tom ado de un drama de Byron. El rey de Asiría, últim o descendiente de Semíramis, después de escuchar acercarse a un enemigo al que es incapaz de resistir, se dispone a suicidarse, a dar m uerte a todas sus esposas y a destruir su tesoro. Contem poráneos de Delacroix, como Baudelaire —que en cierta ocasión definió al artista como un «lago de sangre, habitado por los ángeles del mal» — , reconocieron que los temas de esta clase ejer­ cían una especial fascinación sobre el pintor. La lánguida, casi ambigua postura de Sardanápalo, los rutilantes m ontones de oro y joyas que lo rodean, el sadismo con que el esclavo del prim er plano da m uerte a la m ujer que tiene asida, son otros tantos elementos que volveremos a descubrir en la obra de Gustave M orcau. El vínculo entre Delacroix y los simbolistas debe rastrearse, en un sentido más directamente personal, en la obra y en la carrera de Théodore Chassériau. Era éste discípulo de Ingres, que le habría converti­ do, en buena medida, en el oponente de Delacroix. Pero no tardó en

io r h u g o

El sueño

II I > D O R E C H A S S É R I A U

M azepa 1851

experim entar la irresistible atracción del m undo de la imaginación conjurado por el propio Delacroix. Lo m ism o que él, Chassériau visitó Argelia, y lo que encontró allí le sedujo. Tam bién sintió la atracción demoníaca de los dramas y poemas de Byron, pero hay algo frío y 24 calculado en su arte: su brillante colorido, en particular, es una de sus características personales, y puede comunicar a sus pinturas una sensa­ ción de claustrofobia. Además, le resultaba difícil abandonar el culto de la línea y del contorno, que había aprendido con Ingres. Estas cuali­ dades, entre otras, las transm itió a su vez a su alumno Gustave M oreau. El cual reverenció toda su vida a Chassériau.

i UGÉNE

D EL A C R O IX

La muerte de Sardanápalo 1827

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w il l ia m b l a k e

E l anciano de los días 1794

C A P ÍT U L O III

Corrientes simbolistas en Inglaterra

I ;i mayoría de los historiadores del arte considera la pintura inglesa del siglo xix como un callejón sin salida. Desde hace tiempo se ha adm itido que los artistas neoclásicos ingleses tuvieron una amplia inlluencia en Europa. En particular Flaxman, bien conocido por sus ilus­ traciones abocetadas de Hom ero. En cuanto a Constable, un artista de i aracterísticas m uy distintas, causó un impacto considerable en Delai roix cuando su obra fue expuesta en París. Turner, por su parte, es reconocido como un genio de categoría europea, pese a que el alcance de su influencia ha sido objeto de discusión. M onet, que se trasladó a I ondres a raíz de los trastornos causados por la guerra franco-prusia­ na, parece haber conocido su obra. A los prerrafaelistas suele conside­ rárseles representantes típicos de la «insularidad» que afligió al arte inglés en la segunda m itad del siglo. En realidad, esta visión del arte inglés y de su desarrollo precisa una corrección a fondo. Se reconoce ahora que los propios prerrafaelistas 110 constituyeron un fenómeno aislado, sino que representaban un es­ píritu idealista existente en el arte inglés desde comienzos de siglo. El abuelo, si no el padre del prerrafaelismo, fue William Blake. El vocabulario artístico que Blake empleó es, en su detalle, m ucho 25 menos original que los usos que le daba. En su m ayor parte lo apren­ dió por sí mismo, y sus principales influencias fueron Rafael, D urero y M iguel Ángel, modificados por el neoclasicismo en boga en la épo­ ca de su formación. Sin em bargo, aun dependiendo de las urgencias de «la Inspiración y la Visión», siempre quiso rom per las reglas, y sir Joshua Reynolds, como gran defensor del m étodo académico, se atrajo su enemistad. El resultado es que encontram os una extraña mezcla de originalidad y convencionalismo en la obra artística de Bla­ ke. En conjunto, su m étodo de dibujo de figura es esquemático, y está basado en la experiencia artística más que en la observación personal. Pero esas figuras, esquemáticas y convencionales habitan un m undo de ensueños en el que quedan abolidas todas las reglas normales: flo­ tan, se sum ergen y las rodea un inmenso espacio. El arbitrario trata­ m iento del espacio por Blake iba a ser, de hecho, una de las más no-

tables y duraderas características de su influencia sobre otros artistas. Sus inmediatos sucesores fueron un grupo de jóvenes artistas que se llamaban a sí mismos «los antiguos». Entre ellos, los de mayor talento fueron Samuel Palmer y Edward Calvert. Aunque fascinados por Blake, no por ello dejaron de seguir una trayectoria algo distinta de la que aquél eligió. Su misticismo estaba más específicamente vinculado a la naturale­ za. Esta era para ellos el reflejo imperfecto de un arquetipo divino, y el deber del artista consistía en descubrir ese arquetipo en el escenario que tenía ante sí, y expresarlo con la máxima pureza e intensidad. Había, pues, un acusado elemento de neoplatonismo en su ideario. 27 En sus mejores creaciones, como por ejemplo E l manzano mágico, de 26 Palmer, y en Una ciudad primitiva, de Edw ard Calvert, produjeron unas imágenes en las que cada detalle se combina para intensificar la fuerza simbólica del conjunto. En el caso de Palmer, como en el de Calvert, la inspiración visionaria sólo duró unos pocos años, hasta que la Edad de O ro que el artista había creado en su m ente quedó asfixiada por el materialismo de los tiempos que le tocaron vivir. Al principio pareció como si nadie pudiera perseverar en el sendero visionario en la Inglaterra de la Revolución industrial, sin sucum bir a la locura. Richard Dadd, por ejemplo, fue un pintor y dibujante m enor que disparó contra su padre, por lo que se le confinó en un hospital de Bethlem y en Broadm oor. D urante sus años de internam iento produjo unas pocas obras, de m érito m uy superior a lo que pareció ser capaz de 28 crear con anterioridad. Entre ellas se cuenta la acuarela El peñón y el castillo de la vida retirada, que además de ser emblemática de su propia situación, evidencia la deuda con Calvert. Tam bién ejecutó algunas

l(t E D W A R D C A L V E R T

I hia ciudad primitiva

h 1822 27

S A M U E L PA L M ER

lil m anzano mágico

h 1830

pinturas extrañas y fantásticas, la más elaborada de las cuales es la enig­ mática El golpe maestro del narrador de cuentos de hadas. La pintura de 29 cuento de hadas fue un género m enor del rom anticism o, favorecida por artistas alemanes como M oritz von Schwind, pero tuvo significa­ do para el futuro, pues determ inó la existencia de otro universo m uy diferente, paralelo a lo cotidiano. La continuidad de la corriente idealista y simbólica en el arte inglés del siglo X I X vino a asegurarla, sin em bargo, la fundación de la her­ mandad prerrafaelista. Parte de la inspiración del prerrafaelismo vino del extranjero, de los nazarenos alemanes, pero otra parte procedía de Blake, cuya influencia empezaba a revivir a mediados de siglo. Los principales m iem bros de la herm andad —Dante Gabriel Rossetti, Wil-

28 R IC H A R D D A D D E l p alón y el castillo de la i’ida retirada 1861

liam H olm an H unt y John Everett M illais— diferían entre sí en no pocos aspectos, y el m ovim iento que les unió m antuvo su cohesión tan sólo unos años: la más generosa estimación lo situaría entre 1850 y 1856. Estos prim eros años fueron los que después se llam aron del prerra­ faelismo liard edge («perfiles definidos»), intensamente visto e imagina30 do. Ejemplos característicos son El regreso de la paloma al Arca, de M il31 lais (1851), y El chivo expiatorio, de H olm an H unt (1854). Resulta im ­ posible negar el carácter «simbólico» a estas dos pinturas. Cada una de ellas trata de resum ir un área de experiencia y de sentimiento de una forma característicamente com prim ida y alusiva; de hecho, ambas obras, que tienen poco en com ún aparte la meticulosa técnica emplea­ da, impresionan por su economía en el uso de la imaginería. H olm an H unt iba a permanecer fiel a esa técnica meticulosa, liard edge, característica del prim er prerrafaelismo, el resto de su larga carre29 R IC H A R D D A D D

El golpe maestro del narrador de atentos de liadas 1855-1864

ra artística. Nunca evolucionó a lo que ahora reconoceríamos como simbolism o m aduro, sino que se m antuvo encallado e inseguro entre la alegoría religiosa pasada de moda y la pintura de género a la manera victoriana clásica. Millais, un pintor de extraordinarias dotes naturales, cedió ante el éxito y se zambulló en las dulzonas profundidades del sentimentalismo. Sin em bargo, precisamente en la época en que Millais estaba apar­ tándose de la órbita prerrafaelista, produjo un reducido grupo de pin­ turas que revisten el m ayor interés desde el punto de vista del presente 32 estudio. Sir Isumbras vadeando el río (1857) es, de todas esas obras, la que menos éxito tuvo pero acaso la más interesante. Cuando se expuso en la Academia, cayó sobre ella un diluvio de im properios, los cuales no se dirigieron tanto a sus manifiestas torpezas compositivas, cuanto al hecho de que parecía prom eter al espectador una narración que, 30 J O H N E V E R E T T M IL L A IS El regreso de hi paloma al Arca 1851

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W ILLIAM H O L M A N

h u n t

1854

E l chivo expiatorio

32 J O H N E V E R E T T M IL L A IS Sir Isumbras vadeando el río 1857

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desde el punto de vista de un artista que iba descubriendo poco a poco su propia hostilidad hacia el realismo decimonónico. Entre las más notables de estas producciones a pequeña escala, se cuenta Los esponsales de san Jorge y la princesa Sabra, de 1857. Pese a su reducido formato, es una de las obras m ejor conocidas de Rossetti, gracias en parte a la descripción que hizo de ella su correligionario prerrafaelista James Smetham, según la cual era «como un sueño dora­ do y ligero». La sensación de visionaria serenidad e irrealidad que co­ munica es de veras impresionante. Los críticos no se han m ostrado remisos a la hora de señalar que esa sensación deriva en gran parte de la manipulación del espacio por el artista. La composición parece estar constituida por un elevado núm ero de pequeños recuadros o com parti­ mientos, los cuales dan lugar a violentos contrastes de escala. El inacabado Dantis Amor, de 1859, m uestra un tratam iento aún más audaz. Aquí, Rossetti ignora virtualm ente cualquier referencia al espa­ cio. La figura de Dante flota sobre un terreno dividido en diagonal, como un escudo heráldico. Desde una de las esquinas superiores, Cris­ to dirige su mirada hacia abajo en medio de los dorados rayos solares, mientras que desde la esquina inferior opuesta Beatriz, con su cabeza rodeada por la luna, m ira hacia lo alto. Es ésta una representación sim­ bólica en el más pleno sentido del término. Dantis A m or es una obra de naturaleza excepcionalmente radical, incluso para Rossetti. Pero en la época en que fue pintada él ya había inventado la fórmula que, con las variaciones apropiadas, iba a servirle para el resto de su carrera artística. La prim era obra en que hallamos esta nueva manera de hacer es Boca besada (Bocca baciata), de 1859, que de hecho fue la primera pintura al óleo en gran form ato que Rossetti em prendía desde Ecce ancilla Domíni, nueve años antes. A partir de este m om ento, empezaron a dom inar la obra de Rossetti los temas gemelos de las mujeres y las flores. Estas pinturas, y en especial las últimas, por lo general han merecido el rechazo de los historiadores del prerrafaelismo, quienes han encon­ trado en ellas la prueba de la decadencia física y psicológica de Rossetti. Sin duda es cierto que carecen de la frescura primaveral que caracteriza la obra de las figuras rectoras del prerrafaelismo durante la primera mitad de los años cincuenta, pero con todo resultan interesantes y en ocasiones impresionan. Las mujeres que pinta Rossetti existen en un universo aparte; carecen de localización concreta en el espacio o el tiempo. La Astarte Syriaca de 1877, acaso la obra más destacada de toda

DANTE GABRIEL uossetti

IS59

Boa j besada

Li serie, encierra una nueva concepción de la mujer, que iban a hacer muy familiar los poetas y pintores simbolistas franceses en el curso de l.i siguiente década. La femmefatale, que tanto fascinó a los hom bres de los años noventa, se manifiesta ya aquí con sus atributos más caracte­ rísticos. A partir de 1856, año en que la herm andad prerrafaelista original empezó a disgregarse, Rossetti se vinculó estrechamente, como perso­ na y como artista, a dos hom bres a los que conoció cuando aún eran estudiantes en O xford: William M orris y Edw ard Burne-Jones. M orris era un buen diseñador y un organizador nato, pero no un pintor nato, como pronto se puso de manifiesto. Sobre él recayó la urea de encabezar la revuelta contra el materialismo decimonónico, precisamente en aquellos aspectos de la vida, como el m obiliario de los hogares de clase media, donde sus efectos eran más manifiestos. Su

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D A N T E GA BRIEL R O S S E T T I

D aníis amor 1859

influencia sobre las artes aplicadas fue inmensa, y su obra, una de las fuentes más im portantes del m ovim iento de alcance universal que, al­ gunas décadas más tarde, se conocería como A rt Nouveau. Burne-Jones, por su parte, es-el pintor más sobresaliente de los que se asocian a la segunda fase del prerrafaelismo. En buena medida auto­ didacto, partió del medievalismo más bien académico de la hermandad originaria, para transform arlo en algo nuevo. Al actuar así, a m enudo pareció contradecir los fines más característicos del prerrafaelismo. Existe, por ejemplo, un notable contraste entre lo que Tim othy Hilton ha llamado la democratización de la santidad a cargo de la hermandad 37

D A N T E G A BRIEL R O S SE T T I

Astarte Syriaca 1877

prerrafaelista, y el tratam iento por Burne-Jones de un material m itoló­ gico m uy amplio, la m ayor parte de él no cristiano. El crítico francés Robert de la Sizeranne resume bien los sentimientos que suscita la obra de Burne-Jones, cuando se refiere a «esa impresión de exquisito tedio y elegante desmaño, de psicología compleja y ligeramente pesimista». Burne-Jones fue tal vez el prim ero de los pintores Victorianos que se dirigió a un público restringido, de forma totalm ente deliberada y des­ de el principio de su carrera. Ese público era el que poseía suficiente sensibilidad como para captar el mensaje que el artista se proponía transmitirle. C on toda razón, se transform ó en el héroe del m ovim ien­ to estético (Aesthetic M ovement) de la década de 1880. La fama de Burne-Jones fue una planta de crecimiento lento. Recibió un notable impulso tras la apertura de la G rosvenor Gallcry en 1877, que reservaba un lugar para los artistas cuya obra la Royal Academy se oponía a que fuera expuesta. Hasta 1885, las obras de Burne-Jones no empezaron a alcanzar pre­ cios elevados en las subastas. Su fama se consolidó merced a una invi­ tación para concurrir a la Exposición Universal de París de 1889, don­ de fue galardonado con una medalla de prim era clase; y gracias también a la presentación de la serie de la Rosa silvestre en la galería Agnew, de Londres, en 1890. Por esta razón, y también por su directísima influencia sobre los artistas más jóvenes, en Inglaterra y fuera de ella, parece m ejor aplazar para un capítulo posterior el tratam iento detallado de la obra de BurneJones. Pero no debe olvidarse que desde el principio m ism o del m ovi­ m iento simbolista, los círculos artísticos de París conocían bien a Burne-Jones y estaban al tanto de lo que hacía. Fue sin duda uno de los más destacados creadores del arte finisecular. El otro nom bre inglés m encionado con reverencia en los círculos 38-40 progresistas parisinos era el de George Frederick Watts. En este m o­ m ento concreto, W atts plantea un problema al historiador del arte. Muchas de las sólidas reputaciones victorianas en el terreno artístico son hoy día objeto de revalorización, pero no la de Watts, pese a que a comienzos de nuestro siglo no sólo era bien conocido en París, sino celebrado en la propia Inglaterra, donde no se le regateaban los m ayo­ res elogios. Al igual que Burne-Jones, W atts era autodidacto, y lo m ism o que él su fama creció despacio. Expuso por vez prim era en la Royal Academy en 1837, cuando contaba sólo veinte años, pero hasta que transcurrie-

ron aproxim adam ente veinte más no se convirtió en un concurrente asiduo. Mientras tanto, en 1842 obtuvo el prim er premio en el concur­ so para la decoración del Parlam ento, y otro prim er premio en el se­ gundo concurso, convocado en 1846. En 1867, fue nom brado sucesi­ vamente m iem bro asociado y num erario de la Royal Academy. Sin embargo, nunca se identificó por com pleto con el arte oficial. Estuvo estrechamente vinculado a la Grosvenor Gallery desde el m om ento m ism o de su fundación, y pese a que su lama fue extendiéndose, con­ servó el prestigio de ser un artista para intelectuales. Su gran simpatía personal hacia los gigantes de la literatura victoriana —pintó retratos de la mayoría de ellos, y dedicó un culto especial a T cnnyson— sin duda contribuyó a crearle aquella reputación. W atts manifestaba con total claridad que propósitos artísticos le ani­ maban. «Yo pinto ideas, no cosas —declaró —. Pinto, ante todo, por­ que tengo algo que decir, y puesto que me ha sido negado el don de un lenguaje elocuente, utilizo la pintura. Mi intención no es tanto realizar cuadros que complazcan la vista, com o suscitar elevados pensamientos que hablen a la imaginación y al corazón y fom enten lo que hay de m ejor y más noble en el ser humano.» En vida del pintor, sus admiradores corroboraron entusiásticamente el program a así anunciado. U no llegó a proponer que sus pinturas estaban «fuera de lugar en una exposición popular» porque tenían «un carácter sagrado, y deberían colgarse, com o muchas de las obras reli­ giosas de los grandes maestros italianos, como los frescos de Fra Angé­ lico, en alguna capilla abierta al culto, encima del altar». Se ha sugerido en ocasiones que la concentración de W atts en lo convencionalmente noble le convierte en un artista m uy distinto de los verdaderos simbolistas. Pero el simbolismo, como veremos, se tom ó a sí m ism o bastante en serio. Y son muchos los elementos de la obra de Watts que sirven para vincularlo estrechamente al m ovim iento sim bo­ lista tal como floreció en la Europa continental. En W atts también cuenta el uso del color, cuyo «curioso brillo o resplandor provenía sobre todo de una pincelada singular e individual» que Chesterton admiraba m ucho. H ugh MacMillan, otro adm irador contem poráneo, advierte que W atts «rodea sus formas ideales con una atmósfera neblinosa o nublada, con el propósito de m ostrar que son producto de una visión o ideales». «Sus colores —prosigue M acM il­ lan—, al igual que el color de los velos del antiguo tabernáculo, lo m ism o que los matices de las murallas enjoyadas de la N ueva Jerusa-

■j»

i1; G E O R G E FR E D E R IC K W A T T S

/:/ amor y la muerte 1887

4 0 G E O R G E F R E D E R IC K W A T T S

E l Muiotauro h. 1877-1886

lén, están revestidos de un significado que es una parábola... A los tonos más corrientes les confiere algo que está más allá de su fuerza ordinaria.» Pasando de los excesivos halagos de sus contem poráneos a las pintu­ ras de Watts tal como han llegado hasta nosotros, ¿qué descubrimos en ellas? Es cierto que resulta difícil com partir el entusiasmo de esos con­ temporáneos por sus dotes como colorista. W atts era un entusiasta de Tiziano, pero comparadas con las obras de los grandes venecianos, las pinturas del inglés parecen borrosas y deslucidas. Se advierte, no obs­ tante, un sostenido esfuerzo para expresar ideas complejas en una for­ ma pictórica honrada. El Minotauro, por ejemplo, es un tributo carac- 40 terísticamente elíptico al periodista W. T. Stead. A Watts le había im ­ presionado m ucho el famoso texto de Stead «El tributo de las don38

G E O R G E F R E D E R IC K W A T T S

El morador del interior 1885-1886

38-39

celias de la m oderna Babilonia», que revelaba hechos relativos a la prostitución en Londres. Más típicas de la obra de W atts, considerada en su conjunto, son composiciones tales como El morador del interior y El amor y la muerte. Su suavidad marchita abona en alguna medida la aseveración de M acMillan de que «Watts es esencialmente un profeta. El piensa en imáge­ nes lo que se presenta de manera espontánea ante el ojo interior, y asume una forma definida casi sin esfuerzo alguno de la conciencia». El hecho de que los tres principales pintores del período Victoriano tardío, de los que acabo de tratar —Rossetti, Burne-Jones y Watts — no recibieran el apoyo de un m ovim iento literario inglés tan inequívo­ camente definido en su carácter como el simbolismo en Francia, no debería impedirnos reconocer su importancia en cualquier historia del arte simbolista. Ellos fueron los precursores, tanto como Gustave M oreau, de una nueva aproximación a la pintura. La obra de arte se colo­ caba en una nueva relación con respecto al espectador, «no transm i­ tiendo un mensaje a uno, una inadecuada concepción a otro y el significado total del pensamiento del artista a un tercero* sino narrando su historia a todos, sin ayuda o interpretación alguna por parte del pintor, como si éste estuviera ya muerto».

C A P ÍT U L O IV

El movimiento simbolista en Francia

Pese a una reciente reviviscencia del interés por el arte simbolista e idealista del siglo XIX, ha dom inado la tendencia a infravalorarlo en un im portante aspecto. Se han hecho denodados esfuerzos para identificar los orígenes de la nueva aproximación a las artes plásticas que se pro­ dujo en la segunda m itad del siglo, con el nacimiento del m ovim iento simbolista, que en su estricta definición es un fenómeno literario. El hecho es, sin em bargo, que los literatos simbolistas, cuando por fin consolidaron su propia identidad reuniendo ideas que llevaban gestán­ dose algunos años, buscaron también en derredor artistas que parecían hacerse eco y justificar su propio program a anunciado, en otro ám bito de actividad creadora. El ejemplo m ejor conocido es el descubrimiento por J.-K . Huysm ans de la obra de Gustave M oreau y O dilon Redon, y el uso que hizo de él en su novela A rebours (A contrapelo), publicada en 1884. Tam bién Gauguin fue utilizado en este sentido, en una fecha algo más tardía, tras la exposición en el café Volpini en 1889. Huysm ans es una figura crucial en otro aspecto. N o se puede tratar 41 del simbolismo literario sin ocuparse también de la noción de decaden­ cia, tan vigorosam ente ejemplificada en A rebours y también en la si­ guiente novela de Huysm ans, La-has (A llá lejos), en la que exploraba el subm undo del satanismo en boga. Tras su conversión al catolicismo ortodoxo, Huysm ans proclamaba: «A través de una mirada a lo sobre­ natural m aligno dirigí la primera mirada a lo sobrenatural benéfico. Lo uno derivaba de lo otro». Más tarde, muchos escritores simbolistas buscaron y evitaron al m ism o tiempo la salida de la moral, habida cuenta que el moralismo había sido uno de los vicios característicos de la prim era m itad del siglo. Pero el m ovim iento nació a finales de la década de 1880 como resultado de una sacudida moral tanto como intelectual. El decadentismo no era un simple despertar de la obsesión byroniana por el «hombre grande y malo», el héroe echado a perder que, de algún m odo, es superior a su intachable contrapartida. Y tampoco era un simple y perverso despertar de la fascinación del prim er rom anticis­ m o por la m uerte y el sufrimiento. El decadentismo implicaba una

renuncia a la idea de progreso, tanto espiritual como material, que venían sosteniendo los intelectuales desde el siglo X V III. Esta idea esta­ ba particularmente extendida y mostraba especial vigor en el período en que Huysm ans publicó sus dos libros más influyentes, y constituía el núcleo del talante que por entonces prevalecía, y que se identificaba con el racionalismo científico. En líneas generales, el satanismo de La-bas estuvo en la raíz del inte88 rés de los simbolistas por el ocultism o y el hermetismo. Joséphin Péladan, el más pintoresco de los propagandistas del simbolismo, autor de Le vice suprime, una novela repleta de elementos decadentes que se publicó el m ism o año que A rebours, había penetrado tan hondamente en las ciencias ocultas como el propio Huysm ans. Pero hubo un período en el que ambos se encontraron enfrentados en un conflicto mágico que, al parecer, uno y otro tom aron m uy en serio. Péladan, al igual que otros simbolistas, nunca siguió hasta el final el ejemplo de H uysm ans en su conversión a la ortodoxia cristiana. Junto a este interés por lo espiritualmente «especial», por el conoci­ m iento oculto que sólo se comunica a unos pocos seres privilegiados,

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GIO V AN N I

E l conde Robert de Montcsquloii 1897 iso ld in i

reinaba un esnobismo menos rarificado desde el punto de vista intelec­ tual (e incluso, en ocasiones, social). Ahí la perversa noción de deca­ dencia se tornaba perdonable e incluso admirable a los ojos de quienes la asumían. Las publicaciones periódicas, como la famosa Reinte Man­ che, desempeñaron un papel m uy relevante en la historia del m ovi­ m iento simbolista, y siempre se distinguieron por su carácter exclusi­ vo. El culto del dandy, al que ya se adhirió Baudelaire, gozaba de una reviviscencia y producía más de un exótico personaje. A todos aventa­ jó en exotismo el conde Robert de M ontesquiou quien, después de 42

haber servido de modelo principal a Huysm ans para el personaje de Des Esseintes, protagonista de A rebours, iba a inspirar más adelante a Proust el barón de Charlus. El hecho de que el decadentismo, el dandismo y el esnobismo pue­ dan definirse a m enudo en térm inos de rechazo, tanto si participan de algún acontecimiento como si los asume algún individuo en concreto, llama la atención sobre los aspectos en general negativos del clima emocional del simbolismo. Éste era una manera de decir «no» a m u­ chas cosas contemporáneas. En particular, fue una reacción no sólo contra el m oralismo y el racionalismo, sino también contra el grosero materialismo que prevalecía en la década de 1880. En el más estricto sentido literario, constituyó una protesta contra las opresivas doctrinas del naturalismo, representadas por un novelista como Zola; mientras que desde el punto de vista político podría considerarse una reacción tardía a la aplastante derrota sufrida por Francia en la guerra francoprusiana, y al enfrentamiento civil de la Com una, que siguió a aquel episodio. Pero —y ello resulta bastante paradójico— esta rebelión dandy contra el materialismo, este repliegue a la torre de marfil —como atestiguan las palabras de Mallarmé: «Dejad que las masas lean obras de m oral, pero ¡por am or del Cielo! no les deis nuestra poesía como botín»— podía conducir también directamente al socialismo. El des­ agrado por la política corrupta de la época acabó em pujando a muchos simbolistas hacia la izquierda. La combinación de simbolismo y socia­ lismo era, sin embargo, más corriente en Holanda y Bélgica que en Francia. Q uien puso en circulación el térm ino «simbolismo» no fue H uys­ mans, y ni siquiera Péladan, sino el poeta relativamente m enor Jean Moréas, en un manifiesto que apareció en Le Fígaro el 18 de septiembre de 1886. Se estima convencionalmente que la prim era fase del sim bo­ lismo literario dura desde esa fecha hasta 1891, cuando Moréas renun­ ció al m ovim iento que había fundado, en favor de algo más confor­ mista y clásico que bautizó com o «romanismo» y que jam ás llegó a prender. En cambio, el simbolism o persistió hasta bien entrada la dé­ cada de 1890. 43-45 La figura central del m ovim iento no fue Moréas, sino el poeta Stéphane M allarmé. Si el honor de ser el prim er poeta verdaderamente m oderno se lo disputan Baudelaire y Rim baud, no puede caber duda alguna de que Mallarmé, con sus procedim ientos poéticos, puso los cimientos de las actitudes m odernas hacia las artes. Su originalidad

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édouaro

MANET

Stcphanc M allanné 1876

como poeta radica en su fascinación por el m isterio del lenguaje. «Nombrar un objeto —declaró— equivale a suprim ir las tres cuartas partes del gozo que ha de hallarse en el poema, el cual consiste en el placer de descubrir las cosas poco a poco: sugerencia, ése es el sueño.» Puesto que la palabra misma constituía una experiencia concreta para Mallarmé, el poema se convirtió en un universo paralelo compuesto por esas experiencias. Excluye la realidad porque estropea el misterio que él está en trance de crear. Pone palabras a situaciones, gramaticales y de asociación, que son contrarias a lo que se espera de su contexto, y que las dota (o así lo espera él) de fuerza y de poder. En la poesía de M allarm é encontram os las cualidades que más tarde todos los verdaderos simbolistas iban a reclamar como propias en al­ guna medida: am bigüedad deliberada; hermetismo; el sentimiento de que el símbolo es un catalizador (algo que m ientras permanece inm uta­

ble en sí m ism o, genera una reacción en la psique); la noción de que el arte existe junto al m undo real más bien que en medio de él; y la prefe­ rencia por la síntesis en oposición al análisis. La síntesis es un concepto simbolista particularmente im portante: implica un esfuerzo para com­ binar elementos tomados del m undo real, o incluso prestados de otras obras de arte, a fin de producir una realidad separada, diferente y desde luego autosuficiente. Además de ser la influencia estilística y teórica más poderosa al al­ cance de los jóvenes escritores simbolistas, M allarmé aportó también un foco personal al m ovim iento, con sus recepciones de todos los m ar­ tes en su piso de la rué de Rome. T odo el que era alguien en los círcu­ los simbolistas acudía a ellas. Pero en lo relativo a las artes plásticas, las simpatías de M allarmé de ningún m odo se dirigían exclusivamente a quienes profesaban doctrinas afines a las que él m ism o sustentaba en literatura. Mantenía amistad con W histler y con Redon, como vere­ mos, y conoció a Gauguin y a Edvard M unch. Sin em bargo, la amis­ tad más estrecha que le unió a un pintor fue indudablemente la que tuvo con Edouard M anet, uno de los fundadores del impresionismo.

44 EDVARD M U N CH

Stéphane M allarmé 1896

45 P A U L G A U G U T N Stéphanc Mallarmc

El retrato que M anet hizo de M allarmé es más sutil e íntim o que los 43 ejecutados por M unch y Gauguin, pese a que éstos constituyen nota- 44, 45 bles ejemplos de la interpretación «subjetiva» del personaje. El que M allarmé mantuviera una afinidad con M anet tanto intelec­ tual como de tem peram ento, probablem ente radicaba en que ambos suscribían la doctrina de «el arte por el arte», aunque tal vez no de la manera rígida en que la heredarían los simbolistas posteriores. Para M allarmé, «el arte por el arte» significaba una creencia en la obra de arte como un universo paralelo, que no tenía por qué brindar una in­ terpretación o un comentario del m undo de la experiencia cotidiana. Para M anet las cosas eran más sencillas. Lo que él deseaba era liberarse de la tiranía del «tema», tal como lo entendían los pintores del Salón. W histler tom ó las ideas de M anet y las convirtió en doctrina estética, pero fue el propio M anet quien protagonizó el rechazo inicial de las actitudes dominantes. O tro escritor de im portancia cardinal para el simbolismo literario

46 fue Paul Verlaine. En la década de 1880, Verlaine fue retornando gra­

dualmente al ambiente parisino, del que había desertado tras el escándalo de su vinculación homosexual con Rimbaud, y su subsiguiente encarcela­ miento en Bélgica. Su pintoresca y sórdida trayectoria vital le valió una gran aceptación entre decadentes, y el efecto que produjo entre ellos se vio reforzado por una serie de ensayos Les poetes maudits (Los poetas maldi­ tos), entre los que incluía a Mallarmé y a sí mismo. También su poesía tenía que aportar su contribución, con su frecuente dependencia de unio­ nes de palabras y frases más sugestivas que específicas. Pero algunos poe­ mas sí son bastante específicos, y entre ellos el famoso Artpoétique, escrito en 1874, durante su prisión en Mons, y publicado en 1882. Se trata de un manifiesto simbolista más resumido, más memorable y más efectivo que cualquiera de los formulados por Moréas: Car nous voulons la Nuance encor, Pas la Couleur, rien que la nuance! O h! la nuance seulefiance L e reve au reve et lajlúte au cor!

(Pues seguimos deseando el Matiz; no el Color, ¡sólo el matiz! ¡Oh, sólo el matiz casa el sueño con el sueño y la flauta con el cuerno!)

Al m ism o tiempo, debe admitirse que Verlaine parece haber conside­ rado algo cómica, aunque halagadora, la adoración de su nueva gene­ ración de seguidores. Es una conversación, se refirió a ellos como «los cimbalistas», un térm ino que encantaba a Gauguin, que también se vio convertido en objeto del entusiasmo desprovisto de hum or de los inte­ lectuales simbolistas. Si hom bres de genio como M allarmé y Verlaine alim entaron con su inspiración el simbolismo literario, el m ovim iento como tal fue fruto de la elaboración de escritores de menos talento. Fueron típicos indivi­ duos como Gustave Kahn, el inventor del vers libre y fundador y redac­ tor jefe de La vogue, una revista que (como él proclamara más tarde) jam ás contó con más de sesenta y cuatro suscriptores; y Édouard D ujardin, redactor de la Revue indépendante y corredactor de la Revue wagnérienne. D ujardin era el más ciegamente entusiasta seguidor de Mal­ larmé, y el poeta lo define, con un toque de impaciencia, como «el engendro de un viejo lobo de m ar y una vaca bretona». El pintor de

46 E U G É N E C A R R IÉ R E Paul Verlaine h. 1896

sociedad Jacques-Ém ile Blanche, que también conoció a Dujardin, re­ coge regocijadamente en sus m emorias que el otrora simbolista acabó como «seguidor de Lenin». U n terreno en el que los literatos afiliados al simbolism o ejercieron una notable influencia fue la crítica de arte. Defendían a los pintores y escultores que parecían trabajar de acuerdo con sus principios, y llama­ ban la atención sobre ellos. Cualquier artista del que se ocuparan tenía asegurada una reducida pero ruidosa claque. La exposición más clara de la doctrina simbolista aplicada a las artes plásticas se encuentra en el artículo de Albert A urier sobre Gauguin, aparecido en el Mercure de France en 1891. Aurier consideraba que la obra de arte debería ser: 1. Ideativa, puesto que su único propósito habría de ser la expresión de la Idea. 2. Simbolista, puesto que debe expresar esa idea en formas. 3. Sintética, puesto que expresará esas ideas y signos de una manera que resulte comprensible para la mayoría.

4. Subjetiva, puesto que el tema tratado nunca deberá considerarse un m ero objeto, sino la traducción de una idea por el sujeto. 5. Decorativa (como consecuencia de lo anterior), puesto que la pin­ tura decorativa, propiam ente hablando, tal como la concebían los egipcios, no es más que un arte a la vez sintético, simbolista e ideativo. Estos preceptos de Aurier, aunque derivados de la obra de Gauguin, y encaminados a hacer a éste un sitio en el panteón simbolista, sirven de guía para todo el arte simbolista.

47 J E A N DELVILLE Parsifal 1890

48 AUBREY BEARDSLEY

Los wagnerianos (Tristán e Isolda) 1894

C A P ÍT U L O V

Gustave Moreau

Gustave M oreau debe ser la figura central de cualquier estudio sobre el arte simbolista. En comparación con sus contem poráneos, M oreau emerge como un artista de características m uy especiales y distintivas. C om o señala M ario Praz en La agonía romántica, «Moreau siguió el ejemplo de la música de W agner, com poniendo sus cuadros a la mane­ ra de poemas sinfónicos, recargándolos con significativos accesorios en los que recoge el eco del tema principal, hasta que el tema destile la última gota de su savia». M oreau abogó por dos principios vinculados entre sí: los de Belleza e Inercia y los de Necesidad y Riqueza. Él m ism o señaló: «Uno debe amar solamente, soñar un poco y negarse a sentirse satisfecho, so pre­ texto de simplicidad en lo que se refiere a un producto de la imagina­ ción, con un simple y aburrido bla, bla, bla». Lo m ism o que a BurneJones, a M oreau la fama le llegó gradualmente, y a pesar de la relevan­ cia de sus admiradores, y la naturaleza verbal de su entusiasmo, su arte siempre permaneció como algo que requería un gusto especial. Su obra primera manifiesta la acusadísima influencia de Delacroix, y en 1850 él m ism o se consideraba m uy influido por Chassériau, cuyo gusto por el color brillante como una joya dejó una profunda huella en la formación del estilo de M oreau. En 1856, siguió una tradición anti­ gua entre los artistas franceses, y visitó Italia. Permaneció allí cuatro años, y se sintió especialmente atraído por los pintores primitivos, por los vasos arcaicos, por los mosaicos antiguos y por los esmaltes bizan­ tinos. En 1864, produjo verdadera impresión en el Salón oficial su Edipo. Su obra iba ganándose ya la reputación de excéntrica y rara. U n comentarista declaró que era «como un pastiche de M antegna creado por un estudiante alemán que descansa de la pintura leyendo a Schopenhauer». Fue violentam ente atacado por los críticos a causa de las obras que envió al Salón de 1869, y después de ello tendió a apartarse más y más de aquella competición del arte oficial. Por ejemplo, estuvo represen­ tado en el Salón de 1872, pero no volvió a él hasta 1876. A partir de 1880 dejó de exponer. 49 GUSTAVE MOREAU Flor mística

Pero fue en ese Salón de 1880 donde al parecer M oreau atrajo la atención de J.-K . Huysm ans, por entonces un autor de novelas natura­ listas algo conocido, a quien la mayoría del público tenía por discípulo de Zola. En su reseña de la exposición, Huysm ans reservó lo m ejor de su entusiasmo para la obra de M oreau: «El señor Gustave M oreau —escribió— es un artista único, extraordinario... Después de haber recibido la influencia de M antegna y de Leonardo, cuyas princesas se m ueven a través de misteriosos paisajes negros y azules, el señor M o­ reau ha experim entado entusiasmo por las artes hieráticas de la India. Y de las dos corrientes del arte italiano y del arte hindú, espoleado también por los tonos febriles de Delacroix, ha extraído un arte pecu­ liar y propio, ha creado un arte personal y nuevo, cuya inquietante atmósfera desconcierta al principio». En los años ochenta y noventa, tras su retirada de los Salones, y de m anera bastante paradójica, M oreau logró cierto grado de reconoci­ m iento oficial. Se le había distinguido con la Legión de H onor en 1875; en 1883 recibió la cruz de oficial; en 1889 fue designado m iem bro del Instituto; y en 1892 se convirtió en chef d ’atelier, o sea profesor con taller propio en la Ecole des Beaux-Arts. Este últim o nom bram iento era algo más que un honor vacío de significado. El solitario M oreau se convirtió en un maestro de genio, y entre los que pasaron por sus manos se cuentan Matisse y Rouault. (Este últim o fue más tarde con­ servador del Musée Gustave M oreau.) Cuando escribió sobre la obra de M oreau en A rebours, Huysm ans seleccionó, naturalmente, los aspectos de ella a los que se sentía más afín por tem peram ento, y que m ejor servían sus propósitos artísticos. Des Esseintes —y, en consecuencia, el propio H uysm ans— veía a M o­ reau como el creador de «inquietantes y siniestra^ alegorías, fruto de las desasosegantes percepciones de una neurosis enteramente m oder­ na», como alguien «permanentemente apesadumbrado, obsesionado por los símbolos de perversidades y amores sobrehumanos». Lo que fascinaba a Des Esseintes/Huysm ans era el tratam iento que hizo M o­ j í reau del tema de Salomé. U na versión a la acuarela de La aparición, en la que la cabeza cortada del Bautista aparece en una visión a la joven princesa de Judea, da tema a páginas de extática descripción en Á re­ bours.

M oreau no puede haber apreciado sin reservas esta atención de que era objeto, pues siempre le desagradó la idea de ser un pintor literario. Él se consideraba todo lo contrario. Sus propias notas son reveladoras

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G U S T A v e M O R E A U Júpiter

y Semele (detalle) 1896

al respecto. «¡Oh, noble poesía de la vida y de apasionado silencio! —escribió — . ¡Cuán admirable es ese arte que, bajo un envoltorio m a­ terial, espejo de belleza física, refleja también los m ovim ientos del al­ ma, del espíritu, del corazón y de la imaginación, y responde a esas divinas necesidades sentidas por la hum anidad a través de los tiempos! ¡Es el lenguaje de D ios...! A esta elocuencia, cuyo carácter, naturaleza y poder han resistido hasta ahora toda definición, he dedicado todos mis cuidados, todos mis esfuerzos: la evocación del pensamiento a tra­ vés de la línea, del arabesco, y los medios abiertos a las artes plásticas, ¡tal ha sido mi meta!» 5(J Cada obra se basaba en un elaborado program a. De su Júpiter y Semele, por ejemplo, M oreau observó: «Es una ascensión hacia esferas superiores, un rem ontarse de seres purificados hacia lo Divino: m uerte terrenal y apoteosis en la Inm ortalidad. El gran M isterio se completa a sí m ism o, y la naturaleza entera está impregnada de lo ideal y lo divi­ no; todo se transforma». ¿Hasta qué punto el artista consiguió realizar su programa? Que M oreau es literario, casi nadie lo dudaría hoy. De hecho, se le ha consi­ derado el sucesor directo del Flaubert, que no sólo creó Salammbo, sino también La tentación de san Antonio. El detallismo pululante y visiona­ rio de esta obra parece particularmente cercano en espíritu a las pintu­ ras de M oreau. El detallismo, sin em bargo, era una especie de tram pa para M oreau. La concepción de sus obras no le planteaba dificultad alguna; pero la elaboración, con frecuencia sí. Era un artista genuinam ente visionario, puesto que la prim era idea parece habérsele presentado por sí misma ante los ojos de la mente, completa en sus rasgos principales. Com o señalaba Théophile Gautier, las dificultades empezaban cuando trataba de com pletar esos rasgos, utilizando un material directamente tomado de la naturaleza o bien de otras obras de arte. El prim er esbozo de M oreau para una composición, a m enudo se parece más a la versión definitiva que cualquier otro esbozo intermedio. Pero ese detallismo obsesivo era también una forma de reserva per­ sonal. O dilon Redon, siempre perspicaz en sus comentarios sobre otros artistas, dijo de M oreau: «No sabemos nada de su vida interior. Permanece velada por un arte que es esencialmente m undano, y los seres evocados han dejado de lado la sinceridad instintiva. ¿Abandona­ rán esos seres el cuadro para actuar? No». Al propio tiem po, debemos reconocer su poder para encender las

>1

GUSTAVE MOREAU

La aparición 1876

imaginaciones de los hom bres. H uysm ans fue inspirado por él; el Sár Péladan le reverenciaba a pesar de la honda suspicacia de M oreau hacia el abracadabra rosacruciano. Más adelante, André Bretón, pontífice del m ovim iento surrealista, iba a frecuentar con asiduidad el Musée Gustave M oreau en una época en que casi nadie más se molestaba en visitarlo. C ontem plando una obra com o la Flor mística, con sus formas 49 tumefactas, es fácil com prender la fascinación de Bretón por un pintor

que parece haber sido, en gran medida, el prisionero de su propio in­ consciente. Particular influencia ejerció, al menos en lo que se refiere a los artis­ tas contem poráneos de M oreau, el lánguido tipo andrógino que pobla­ ba sus composiciones. La idea neoplatónica del andrógino iba a ejercer una poderosa fascinación sobre los críticos y estetas de fines del siglo X I X , pero fue M oreau quien dio forma a esa idea plasmándola sobre el lienzo. Pero había más que eso. En M oreau, por encima de todo, el lángui52 do, el predestinado a la destrucción, es el macho. Los poetas que apare­ cen a m enudo en sus composiciones son criaturas débiles y pasivas. En 54 Las pretendientes, somos testigos de la matanza de hermosos afemina­ dos, y nuestra simpatía se inclina hacia ellos antes que hacia Ulises, cuya casa han invadido. Las mujeres de M oreau, en cambio, si no destructoras activas, como Salomé, son seres a los que no sería sensato ofender. Sus hadas, por 52

GUSTAVE MOREAU

Poeta cn'cintc

53

GUSTAVE MOREAU

Hada con grifoHt

54 g u s t a v e m o r e a u Los pretendientes 1852

ejemplo, nunca son las delicadas y aleteantes criaturas del prim er ro­ manticismo, sino personajes poderosos y siniestros en su belleza. C o- 53 m o gran parte de su imaginería, parecen participar de una vigorosa e imaginativa celebración de los temores masculinos de castración e im ­ potencia.

55

o d il o n r e d o n

Orfeo h. 1913-1916

C A PIT U L O VI

Redon y Bresdin

Además de M oreau, el Des Esseintes de Huysm ans admitía en su casa a otros dos artistas contem poráneos. Eran éstos Rodolphe Bresdin y O dilon Redon. Puesto que el prim ero, inferior como artista, ejerció una notable influencia sobre el segundo al comienzo de la carrera de Redon, resulta conveniente tratar de los dos a la vez. Redon nació en Burdeos. Su padre, natural de la misma ciudad, había hecho fortuna en Luisiana, tras lo cual regresó allí para estable­ cerse. Al parecer, sus padres descuidaron a Redon, que fue criado en una propiedad familiar fuera de la ciudad, a cargo de un anciano tío. Esa finca, llamada Pcyreblade, iba a apoderarse de la imaginación del artista. M anifestó m uy pronto talento para el dibujo, y su prim er maestro fue un hom bre llamado Stanislas Gorin, a su vez alumno del pintor romántico Isabey. Al habitar la región de Burdeos, Redon estaba m uy bien situado para conocer las obras de los más destacados maestros contem poráneos. En las exposiciones anuales de la Société des Antis des Arts vio pinturas de M illct, C orot y Delacroix, e incluso las prim e­ ras de Gustave M oreau. Pero a quien él rindió culto fue a Delacroix. Ante sus obras, experimentaba «temblores y fiebre». A su debido tiempo, Redon se trasladó a París, donde estudió en el taller del pintor académico Géróme. El encuentro de estas dos perso­ nalidades no tuvo nada de feliz. Redon diría más tarde: «El profesor me torturaba». N o tardó en abandonarlo, y com prendió con claridad que debería encontrar otros medios para formarse como artista. De regreso en Burdeos, conoció a Bresdin, que vivía y trabajaba en esta ciudad desde 1862. Junto con M oreau, era uno de los pocos artis­ tas que se mantenían firmes contra la incontenible marea naturalista que se abatió sobre Francia en los años sesenta y setenta (esta última década, en particular, fue el gran m om ento del impresionismo). Bresdin era un individuo solitario y algo excéntrico. Su aspecto físi­ co era el de un campesino. Redon lo describe como «un hom bre de estatura media, rechoncho y vigoroso, de brazos cortos», pero tam ­ bién «con hermosas y finas manos». Poseía «una naturaleza extraña,

fantasiosa, infantil, brusca y bienhum orada. Tan pronto se m ostraba reservado como abierto y jovial». Sin em bargo, Redon continuó con él lo que no consiguió llevar adelante con Géróme. Bresdin no era pintor, sino grabador, y poseía una imaginación fan­ tástica, retorcida y siniestra. Des Esseintes admiraba especialmente dos de sus composiciones, que siguen siendo las más conocidas de Bresdin: La comedia de la muerte y El buen samaritano. N ada m ejor que citar la descripción de Huysm ans de la primera: «En un paisaje de aspecto inverosímil, erizado de árboles, maleza y manchas de vegetación, to­ dos con formas de demonios y fantasmas, y cubiertos de aves con cabezas de rata y colas hechas de vainas de judías, sobre un terreno sobre el que se desparraman vértebras, tibias y calaveras, se alzan algu­ nos sauces coronados por esqueletos que agitan en el aire un ramo, m ientras Cristo huye a través de un cielo m anchado, un eremita, con la cabeza entre las manos, medita en las profundidades de una gruta, y un desdichado se está m uriendo, consumido por las privaciones, con los pies junto a una charca». Bresdin se parece a Des Esseintes y al creador de Des Esseintes, «un vago Durero», con un cerebro «nublado por el opio». Pero también es posible reconocer en estos grabados, y en otras obras del m ism o artis­ ta, la libertad de que gozaban en el siglo X I X las artes gráficas, en oposi­ ción a la pintura y la escultura. Los caricaturistas habían dejado sentado mucho antes que un grabador podía tom arse libertades con las aparien­ cias que no se le permitían a un pintor, y además parece haberse esta­ blecido una especie de equivalencia entre la realización de un grabado y la impresión de un libro. Sobre el papel, los símbolos visuales, a esta escala, no estaban tan lejos de ser palabras. La decisión de Redon, al menos en parte, evidentemente, resultado de la influencia de Bresdin, de limitarse al blanco y negro y al grabado y el dibujo, le abrió una amplia variedad de posibilidades que le hubie­ ra resultado más difícil explorar com o pintor. Redon aseguraba que usaba la litografía «con el único propósito de producir en el espectador una especie de difusa y dom inante atracción hacia el oscuro m undo de lo indeterminado». Su prim er álbum litográfico, publicado en 1879, lle­ vaba el título, bastante apropiado, de En sueños. Se han suscitado algunas disputas sobre si Redon era, en esta etapa de su carrera, un ilustrador. Parece que más bien debería considerársele un traductor en imágenes de lo que hallaba en los libros. U no en parti­ cular le sedujo: La tentación de san Antonio, de Flaubert, que leyó por 56 RODOLPHE BRESDIN La comedia de la muerte 1854

vez prim era en 1881. Lo que le atrajo en particular fue «la parte des­ criptiva de esa obra..., el relieve y el color de todas esas resurrecciones del pasado». Iba a dedicar varios álbumes de litografías a expresar su relación personal con lo que halló en las páginas de Flaubert. Durante la década de 1880, la fama de Redon empezó a crecer, pero no tanto como la de M oreau. Su notoriedad se limitaba a un restringi­ do círculo de intelectuales. Huysm ans fue uno de sus tempranos entu­ siastas, y descubrió a Redon en 1880, en la primera exposición indivi­ dual del artista en los locales de la revista La i’ie moderne. M allarmé le fue presentado a Redon un poco más tarde, en 1883, y de ahí nació una 57 estrecha amistad. Cuando Redon envió a M allarmé su álbum Homenaje a Goya, el poeta le escribió a propósito de la primera lámina de la serie: «En mi sueño he visto un rostro del m isterio... N o conozco ningún otro dibujo que com unique tanto tem or intelectual y suscite tan horri­ ble simpatía como esa grandiosa cara». Pese a estos distinguidos admiradores, fue en Bélgica y Holanda donde se consolidó la reputación de Redon. Bruselas había tenido siempre fama de ser más liberal y experimentalista que París, y el m o­ vim iento simbolista cuajó vigorosam ente allí gracias, en buena parte, a los esfuerzos de los artistas y escritores vinculados a Les xx. Redon expuso bajo los auspicios de este grupo, y fue invitado a ilustrar las portadas de tres libros del gran poeta simbolista belga Émile Verhaeren. Se publicaron en 1888, 1889 y 1891. Gradualmente, París también tuvo noticia de Redon. En 1886 expu­ so con los impresionistas, y en 1889 estableció relación con Gauguin y con el joven discípulo de éste, Émile Bernard. Al m ism o tiempo, su arte empezó a cambiar: Redon inició el descubrimiento de las posibili­ dades del color. En la obra realizada durante la prim era mitad de la década de 1890, insistió obsesivamente en un tema: la cabeza con los ojos cerrados, perdida en la contemplación. A este período le siguió otro más breve durante el cual la figura de Cristo dom inó su produc­ ción. Después de 1900, entró en una fase más objetiva, y cum plim entó algunos encargos de decoración: unos pocos biombos realizados para los Gobelinos. En 1903 pudo decirse que por fin Redon había alcanzado el reconocimiento: se le impuso la Legión de Honor, y en 1904 el Estado adquirió una de sus obras con destino al Palais du Luxembourg, en tanto el Salón d’Automne le hizo objeto de un homenaje especial. Una particularidad interesante de la fama tardía que obtuvo Redon fue que la crítica ya no le asoció autom áticam ente con M oreau. Sus

57 O D IL O N R E D O N Homenaje a Goya 1885

admiradores más jóvenes, en cambio, empezaron a ligar su nom bre al de Cézanne. Redon aparece en la pintura de gran form ato de Maurice Denis Homenaje a Cézanne, que data de 1900. M ientras tanto, la crítica inglesa había encontrado otro posible punto de comparación. Escri­ biendo acerca de Redon en 1890, A rthur Symons se refería a él como una especie de Blake francés. Probablem ente el propio Redon hubiera preferido que lo vincularan a Turner, pues quedó grandem ente im pre­ sionado por la obra de este pintor cuando visitó Londres en octubre de 1895. Según su propia estimación, Redon era más genuinamente ambicio­ so que M oreau; aspiraba a sacudirse las limitaciones que constreñían a ese artista, de más edad que él. Su ventaja, que ahora aparece m uy clara, era que su aproxim ación a la noción de «misterio», tan cara a todos los simbolistas, era más sutil. «El sentido del misterio —escribió en sus “N otas a sí m ism o” — es una cuestión que siempre está inmersa

en el equívoco, en un doble y aun triple aspecto, e incide en aspectos (imágenes dentro de imágenes) y formas que nacen o que nacerán se­ gún el estado mental del observador.» O tro punto de disparidad entre Redon y M oreau era su manera de abordar el concepto de naturaleza. Ambos sostenían que era im portan­ te. «Me repelen —confesaba R edon— aquellos que vocean la palabra “naturaleza” sin tener ni rastro de ella en sus corazones.» Pero nunca interpretó la naturaleza con la rígida fidelidad observada por M oreau: nunca trató de com poner sus obras a partir de detalles tom ados del m undo exterior. El coleccionista Gustave Fayet, m uy amigo de Redon en sus últimos años, es la fuente de una reveladora anécdota acerca de los m étodos de trabajo del pintor. Fayet entró en la habitación de Re­ don en ausencia de éste. La obra en ejecución en ese m om ento era La 61 muerte roja, un cuadro íntim am ente vinculado a La muerte x>erde, aquí reproducido. Apoyado contra la caja de colores había un libro infantil 59

O D IL O N R ED O N

La araña sonriente 18 8 1

5 8 ODILON REDON

Cabeza de un mártir

1877

de zoología, abierto para m ostrar una tosca ilustración de una boa constrictor. En ella se inspiraba la composición. Resultaría injusto concluir de ahí que Redon era un ingenuo. Pese al episodio que acabamos de narrar, parece que era más bien lo contrario. A un siendo un pilar del m ovim iento simbolista, Redon estaba clara­ m ente interesado en los descubrimientos llevados a cabo por el m ate­ rialismo científico; muchas de las formas que aparecen en sus com posi­ ciones parecen haberse inspirado^n lo que puede verse con ayuda de un microscopio. Sus criaturas inventadas tom an formas de bacilos o de espermatozoides. Semejante tratam iento está en perfecto acuerdo con la declaración que el artista hizo en una ocasión: «Toda mi originalidad consiste... en dar vida, a la manera humana, a seres imposibles de 58 acuerdo con las leyes de la posibilidad». Todo era para él aprovecha­ ble, incluidas las grandes colecciones zoológicas y botánicas de París.

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o d il o n

REDON

El carro solar de Apolo tirado por cuatro caballos h. 1905

Si contem plam os la obra de Redon con esta idea concreta en la men­ te, podrem os descubrir la m ayoría de las constantes que se dan en el 59 simbolismo: máscaras, m onstruos serpentinos, cabezas seccionadas, 55, 60 femrnes fatales y nuevas versiones de la mitología clásica. Pero lo que im porta es la personalísima forma de interpretarlas. Redon proclama­ ba que continuamente quedaba sorprendido por su propio arte, mien­ tras que M aurice Denis, que lo admiraba m ucho, declaraba que «la lección de Redon es su incapacidad para pintar algo que no sea repre­ sentativo de un estado anímico, que no exprese alguna emoción pro­ funda, que no traduzca una visión interior». De todos los maestros del arte simbolista, es el que más convence por su consistencia.

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o d ilo n re d o n

La muerte verde h. 1905-1916

C A P IT U L O VII

Puvis de Chavannes y Carriére

Pierre Puvis de Chavannes representa un aspecto m uy distinto del sim­ bolismo, en relación con el que ilustran las obras de M oreau y Redon. En esencia, Puvis se proponía infundir nueva vida a la tradición acadé­ mica, devolverle su antigua gravedad y nobleza de propósito. Atraía a todos los que deseaban seguir las ideas m odernas sin perder el contacto con la ortodoxia establecida. Pero su influencia se extendió m ucho más allá: encontramos, en efecto, una deuda contraída con Puvis en ám bi­ tos en los que, en principio, no esperaríamos hallarla. Él es una de las fuentes de Gauguin, y también el Picasso de los períodos azul y rosa le debe mucho. Puvis y M oreau fueron casi exactamente contemporáneos. Nacieron con dos años de diferencia y m urieron el m ism o año. Además, su for­ mación artística fue m uy similar, si bien como artistas se manifestaron diferentes en casi todos los aspectos de su obra respectiva. En su juventud, la enferm edad im pidió a Puvis convertirse en inge­ niero o en oficial del ejército, y fue entonces cuando sus ojos se abrie­ ron al arte. Pasó casi un año en Florencia, pintando y dibujando, y regresó a Francia en 1847. A continuación ingresó en el taller del pintor Henri Scheffer, herm ano del más conocido Ary Scheffer, pero no tar­ dó en abandonarlo para regresar a Italia. Más adelante estudió durante un breve período con Delacroix, y pasó tres meses con C outure, uno de los pintores de más éxito del Salón de su tiempo. Lo m ism o que M oreau, fue influido por el efímero Chassériau, con cuya amante, la inteligente y simpática princesa Cantacuzéne, se^asaría más tarde. Pero inicialmente la influencia que prevaleció fue la de Delacroix. En 1850, Puvis expuso una Pieta en el Salón, que era casi un pastiche del gran maestro rom ántico. N o iba a participar ya en la exposición anual hasta 1859, en que envió el Regreso de la cacería, de inspiración tizianesca. Esto constituyó un preanuncio de su ambición de ser un pintor «decorativo» a la escala y en gran parte también según la manera de los viejos maestros, a los que había aprendido a adm irar durante sus estudios en Italia. Al Salón de 1861 m andó dos composiciones de gran formato, Con62 PIERRE PUVIS DE CHAVANNES Meditación 1869

cordia y Belíum, que reafirmaron la dirección que había escogido. Estas

pinturas atrajeron considerable atención, en parte debido a su tamaño, pero tam bién por su manierismo. El dibujo simplificado, el color páli­ do y desteñido y la com posición semejante a un friso constituían otros tantos rasgos personales y reconocibles. Aunque Concordia fue adquiri­ da por el Estado, Puvis se convirtió en una figura más bien controver­ tida. Pese a su respeto por Tiziano y por Poussin, se había apartado un tanto de la norm a a la cual se esperaba que se atuviese. N o obstante, Puvis continuó acudiendo al Salón, y su obra siguió col­ gándose en él. A finales de los años sesenta y principios de los setenta, recibió un número importante de encargos oficiales, alcanzando con ello la posición que el propio Delacroix había ocupado en otro tiempo como principal pintor decorativo de Francia. Inició una serie de decoraciones para el Panthéon de París en 1874, y trabajó en ellas en los siguientes cuatro años. En el Salón de 1876 le valieron un éxito considerable. Las obras más pequeñas y más personales tendían a ser peor recibi63 das. La Degollación de san Juan Bautista, expuesta en 1870, y que se considera ahora una de las pinturas más vigorosas y características de Puvis, fue m uy atacada por lo que se calificó de falso ingenuism o en el dibujo y la composición. Tam poco deja de ser curioso que Huysm ans, que tan gran influencia ejerció en la formación de un gusto inequívocam ente simbolista en las artes plásticas, manifestara tan escaso entusiasmo por la obra de Puvis. 64 Escribiendo a propósito de E l hijo pródigo, exhibido en el Salón en 1879, manifestó: «Uno admira sus esfuerzos, y desearía aplaudir, pero acaba rebelándose... Siempre el m ism o colorido pálido, siempre el m ism o aspecto de fresco, siempre la m ism a dureza y angulosidad, y uno term ina por aburrirse, como siempre, de esas pretensiones de in­ genuism o y de esa sencillez afectada». O tros escritores aún se m ostraron más severos. Cuando se presentó 65 en el Salón de 1881 El pescador pobre, que hoy se tiene por la obra maestra de Puvis, Auguste Balluffe dijo de este cuadro: «Este pescador que no es ni carne ni pescado, ni ave de corral ni un buen arenque, colocado en m itad de un simulacro de pintura, se encuentra en una embarcación insinuada que flota en un río ausente. Para decirlo con toda franqueza, este lienzo es la anotación taquigráfica de un boceto». Paul M antz calificó la obra de «pintura de Viernes Santo». Pero Puvis siguió adelante, aceptado tanto por las instancias oficiales com o por una nueva generación de jóvenes entusiastas de su obra. En

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p i e r r e p u v i s DE c h a v a n n e s

Degollación de san Juan Bautista 1869

1882 fue distinguido con una medalla honorífica del Salón, y dos años más tarde, una pintura titulada El madero sagrado (que había de ejercer gran influencia sobre los nabis) impulsó al crítico y empresario sim bo­ lista Péladan a aclamarlo como «el más grande maestro de nuestro tiempo». El artista parece haber aceptado los honores oficiales con más com ­ placencia que la admiración de los simbolistas, y se esforzó en distan­ ciarse de Péladan. Cuando Mallarmé le dedicó un soneto, Puvis lo rechazó sin contemplaciones, calificándolo de «demencial», y añadió que lamentaba que se le considerara el inspirador de tales cosas. Intelectual y tem peram entalm ente, Puvis sintonizaba con las ideas simbolistas, por más que en ocasiones se negara a reconocerlo. «Deseo —m anifestó— no ser naturaleza, sino m antenerm e paralelo a ella.» In-

cluso un hom bre como H uysm ans, a quien realmente no agradaba la obra de Puvis, se vio forzado a reconocer la im portancia que tuvo en su propia manera de pensar: «A pesar de que su pintura actúa sobre m í como un revulsivo cuando me sitúo frente a ella, no puedo evitar cierta atracción cuando me alejo». H oy día, las obras de Puvis que parecen haber sobrevivido con más éxito son aquellas a las que se puede aplicar la observación hecha por el crítico Castagnary: «El señor Puvis de Chavannes ni dibuja ni pinta: compone, tal es su especialidad». Cuando contem plam os, por ejem63 pío, la Degollación de san Juan Bautista, lo que sorprende no es cómo se presenta el tema, sino la disposición de las figuras, inscritas en un rec­ tángulo. Las composiciones con una única figura, como Esperanza o 62 Meditación, resultan particularm ente interesantes al respecto, porque en ellas Puvis se libera de los esquemas com positivos cerrados que había heredado de Poussin y, a través de éste, de Rafael. H ay una torpeza deliberada en la manera de colocar la figura y en la postura que adopta, que atrae la atención hacia su relación con la form a que la contiene. En 64

PIERRE PUVIS DE CHAVANNES E l

hijo pródigo h. 1879

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p i e r r e p u v i s DE c h a v a n n e s

E l pescador pobre 1881

efecto, existe en Puvis una urgencia hacia la abstracción que va más allá de la consigna simbolista de «el arte por el arte». El colorido artificioso, como de yeso, tam bién nos ayuda a entender la naturaleza abstracta de la pintura de Puvis, puesto que la carnación, los vestidos, la tierra y las hojas parecen hechos de la m ism a sustancia. En su preocupación por la unidad de la superficie pictórica, Puvis es el auténtico precursor de Cézanne. H ay otro artista que, en principio, parece com partir con Puvis la m ism a despreocupación por el color: Eugéne Carriére. Pero cuanto 61 más de cerca se estudia a ambos, más se ponen de manifiesto sus dife­ rencias. Aunque nacido en las proxim idades de París, Carriére creció

en Alsacia. Era hijo de un médico rural y procedía, por tanto, de un medio m uy alejado del parisiense, tan refinado, en el que floreciera el simbolismo. Pero entre sus parientes próxim os había artistas: su abue­ lo había sido pintor profesional, y su tío abuelo, profesor de dibujo en el liceo de Douai. A los diecinueve años, Carriére abandonó Estras­ burgo y se trasladó a Saint-Quentin, en cuyo museo descubrió los pasteles del gran retratista del siglo X V III Maurice Q uentin de la Tour. Esto parece haber decidido su vocación. Sirvió en el ejército francés en la desastrosa guerra franco-prusiana, 66

PIERRE PUVIS DE CHAVANNES

El Sllcño 1883

en cuyo transcurso cayó prisionero. Más tarde estudió en la École des Beaux-Arts. En 1877-1878 pasó seis meses en Londres, donde también quedó impresionado por Turner. N o concurrió al Salón hasta 1879, y aun entonces apenas suscitó interés. En efecto, los inicios de Carriére fueron igual de lentos que los de la m ayoría de los pintores simbolistas im portantes. Sus años de éxito llegaron a mediados de los ochenta: en 1885, por ejemplo, expuso un cuadro titulado El niño enfermo (un tema que también trataría el gran pintor noruego Edvard M unch), que adquirió el Estado y que valió a Carriére una medalla. C uatro años más tarde, en 1889, fue distinguido con otra medalla honorífica y condecorado. A diferencia de Puvis, Carriére no tiene inclinación alguna por la abstracción. La temática de sus pinturas, por lo general limitada a una reducidísima variedad de situaciones posibles, sin duda tenía un gran significado para él. Le obsesionaba la vida de familia, y en particular la relación entre m adre e hijo. Las escenas domésticas tenían para él la fuerza de arquetipos, de lo que era bien consciente. En una ocasión señaló: «Veo otros hom bres dentro de mí, y me vuelvo a encontrar a m í mismo en ellos. Lo que a m í me fascina, ellos lo valoran». Sus planteamientos guardaban estrecha relación con ciertos aspectos de la estética simbolista. Así, declaraba: «No sé si la realidad está separada del espíritu; no sé si un gesto es un m ovim iento visible de la voluntad. Siempre he creído que forman una unidad». El recurso de Carriére de envolver sus figuras en una especie de niebla amarillenta tiene una intencionalidad simbólica, como señalaba Gustave Geffroy en un perspicaz ensayo: «Siente la necesidad de reca­ pitular, de hacer evidente el aspecto esencial, y al m ism o tiempo repro­ duce este aspecto en formas cada vez más amplias, mientras las envuel­ ve en una visible atmósfera que distancia su lienzo del espectador, lo aísla, lo localiza en otra región, fuera de la galería donde se expone». Esta «visible atmósfera» no gustó a todo el m undo, incluso cuando Carriére alcanzó su máxima reputación. Redon, por ejemplo, le com ­ paraba con Greuze, con lo que no pretendía precisamente elogiarlo. En una nota sobre la obra de Carriére escrita en 1906, Redon se refiere a «lim bos..., limbos opacos donde unos rostros pálidos, m órbidam ente hum anos, flotan como algas: eso es la pintura de Carriére». El juicio de Redon sobre la obra de Carriére puede haber sido tanto más agudo cuanto que ambos artistas tenían ciertos rasgos en común. Los dos aplicaban la idea del arabesco unificador, la línea ondulada que

hace de la composición un todo, si bien Carriére la emplea de manera más bien sentimental, para expresar cómo la em oción brota del perso­ naje central en una de sus escenas de familia, se expande hacia los de­ más presentes y luego fluye de nuevo a su fuente. En 1895, rom pió con su fórmula usual para realizar una serie en la que la forma de una m ujer se eleva gradualm ente de la de una flor o un fruto. Parece haber sido impulsado a este experim ento por un estudio m uy parecido al material científico que suministraba inspiración a Redon. En una conferencia titulada «L’H om m e visionnaire de la réalité», Carriére comentaba: «Una síntesis absoluta del m undo en una sola criatura es visible en cada esqueleto, el cual constituye una expresión cabal de la verdadera belle­ za». Pero resulta difícil sentir entusiasmo por Carriére. Su abundante obra es de una m onotonía deprimente. El m undo de Redon, volunta­ rioso, misterioso y en ocasiones cruel, es infinitamente más fascinante. Pero si om itiéramos a Carriére en un estudio de los simbolistas, igno­ raríamos un aspecto im portante del m ovim iento, puesto que él repre­ senta un revivir y una transform ación del culto al sentimiento hereda­ do de Rousseau y de los prim eros románticos.

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E U G É N E CARRIÉRE

Maternidad

C A P ÍT U L O VIII

Gauguin, Pont-Aven y los Nabis

En 1889-1890 el arte simbolista encontró un nuevo héroe en la persona de Paul Gauguin. Significativamente, este pintor, tan bruscam ente ele- 68 vado al pináculo de la consideración no sólo intelectual sino financiera, no supo m uy bien a qué atenerse respecto de la posición que ahora se le atribuía. Aunque en privado mostraba cierta inclinación a mofarse de sus admiradores, al m ism o tiem po se sentía agradecido por la atención que le prestaban. En 1882 Gauguin decidió dedicarse por entero a la pintura. D u­ rante m ucho tiem po había sido un pintor dom inguero. U na de sus obras fue aceptada por el Salón en 1876, y expuso con los im pre­ sionistas en 1880, 1881 y 1882. Su valedor en el seno de este último grupo fue Camille Pissarro, al que se refería como su «profesor». La decisión de Gauguin de abandonar su trabajo en el despacho de un agente de bolsa no fue súbita, como se ha supuesto durante lar­ go tiempo: un docum ento recientemente hallado demuestra que fue despedido por sus patronos, afectados por el hundim iento de la bolsa. Los tres años siguientes no fueron fáciles. Se trasladó a Dinamarca, donde dejó a su esposa, que era danesa (y que no aprobaba en absoluto su nuevo género de vida). Pero a pesar de sus numerosas dificultades siguió pintando, y colgó diecinueve lienzos en la octava exposición impresionista, en 1886. En junio de ese m ism o año, Gauguin viajó por prim era vez al pue­ blo de Pont-Aven, en Bretaña. Los encantos de esta rem ota provincia francesa fueron descubiertos entonces por num erosos pintores y litera­ tos. En la pensión regida por Marie-Jeanne Gloanec, Gauguin halló a otros muchos artistas. La vida era barata, y pudo vivir a crédito. Trabó amistad con Charles Laval, quien más tarde le acompañaría a Panamá y a la Martinica. En agosto se presentó un estudiante de arte de dienueve años llamado Emile Bernard. Bernard era un joven de talento y cultura, que ya conocía a varios 69 pintores, entre ellos a Anquetin, Toulouse-Lautrec y Van Gogh. Se interesaba por todo lo que esos días estaba de moda: la poesía sim bo-

lista, la música de W agner y la filosofía de Schopenhauer. Su idea fija era la superioridad de la síntesis sobre el análisis. Al principio, Gauguin y Bernard no progresaron en su relación. Más tarde, Bernard manifestaría no haber sentido la m enor impresión ante la obra que Gauguin estaba creando en aquellos m om entos, y que consideraba demasiado influida no sólo por Pissarro, sino también por Puvis de Chavanncs. Pero Bernard continuó visitando Bretaña. Re­ gresó en 1887, en ausencia de Gauguin, y en 1888. Esta vez ambos experim entaron una m utua simpatía. Después de su estancia en la M artinica, Gauguin se sentía insatisfecho con casi todo lo que había pintado hasta entonces, pero aún no había llegado a conclusión alguna acerca de la dirección que debía tomar. Bernard, por su parte, estaba a punto de sufrir una transform ación de su personalidad. En julio de 1888, empezó a trabajar en una extraña pintura. 70 La obra en cuestión, Mujeres bretonas en un pasto verde, prescinde tan­ to de la perspectiva como de los modelos. La disposición de las super­ ficies de color, limitadas por firmes líneas negras, es la característica más aparente del cuadro. A prim era vista, parece com o si el tema fuera un m ero pretexto. El elemento de abstracción, latente ya en la obra de Puvis de Chavannes, aquí queda subrayado. Pero al m ism o tiempo se trata del reflejo de algo que el pintor vio efectivamente, o más bien algo que experim entó. Y tom ó esta experiencia y la tradujo al lenguaje artístico. Mujeres bretonas en un pasto verde es un ejemplo de la pintura «sintética» que Bernard había estado buscando tanto tiempo. Gauguin quedó impresionado. Una carta de Van Gogh recoge que cambió uno de sus propios lienzos por aquel cuadro, y se lo llevó a París cuando regresó en otoño. Van Gogh, por su parte, pintaría una copia a la acuarela. N o satisfecho con expresar su admiración, Gauguin pidió prestados a Bernard algunos de los colores que empleó, y empe­ zó a trabajar, a fin de producir algo parecido. El resultado fue la famo71 sa Visión después del sermón o Jacob y el ángel. Esta pintura, además de estar basada en el m étodo de composición que Bernard había inventa­ do, realmente contiene num erosos préstamos directos, en especial las grandes cabezas cubiertas con tocas. Pero la pintura de Gauguin tiene una intensidad que falta en la de Bernard. Las mujeres bretonas no son meros elementos compositivos; acaban de salir de la iglesia, y Jacob y el ángel se les aparecen como resultado del sermón que han escuchado. C on la disposición de los diversos elementos y con su uso del color, deliberadamente irrealista,

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é m ile b e r n a r d

Autorretrato

Gauguin conjura una atmósfera visionaria que convence plenamente. Partiendo del descubrimiento de Bernard, ha hecho el suyo propio. La facilidad con que absorbió y transformó las ideas de Bernard acabaría suscitando una amargura que separó por mucho tiempo a ambos artistas. La ocasión del distanciamiento parece haber sido la exposición en el café Volpini en 1889. Coincidió con la Exposición Universal celebrada

70

Ém i l e

bernard

Mujeres bretonas eti un pasto 1888

en París ese m ism o año. Burne-Jones fue uno de los participantes ofi­ ciales, y cosechó un gran triunfo entre el público parisino. Gauguin y sus amigos no podían esperar semejante reconocim iento, pero hallaron un café en el propio recinto de la exposición —en realidad estaba in­ m ediatam ente detrás de la sección dedicada a las artes visuales — , cuyo dueño se avino a permitirles que exhibieran sus obras en las paredes del establecimiento. Estuvieron representados nueve pintores, la mayoría de ellos íntim am ente vinculados a Pont-A ven. C om o era natural, la personalidad dom inante fue Gauguin. Los críticos acogieron la exposición del café Volpini con bastante frialdad. Les desorientó la vulgaridad del título que habían escogido

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pa ú l g a u g u in

Vision después del sermón (Jacob y el ángel) 1888

para su colección aquellos artistas relativamente desconocidos: «El grupo impresionista y sintetista». Pero al m ism o tiempo reconocieron la existencia de una personalidad dom inante, y se m ostraron inclinados a atribuirle todos los elementos innovadores. Bernard hubo de pasar el resto de su vida irritado por el perjuicio que, según él, le había ocasio­ nado Gauguin. Las relaciones de Gauguin con otros artistas jóvenes fueron algo más felices. En el verano de 1888, había m antenido un contacto m uy breve con un joven pintor llamado Paul Sérusier. Éste provenía de la clase media acomodada y había estudiado en el Lycée Condorcet, del que salieron muchos dirigentes del establishment intelectual francés. Más

tarde estudió arte en la Académie Julián, donde no tardaría en im po­ nerse como personalidad dom inante entre sus compañeros. En 1888, cuando visitó por vez prim era Pont-A ven, trató de apar­ tarse de Gauguin y sus compañeros. En prim er lugar, éstos tenían ma­ la reputación; segundo, parecían más revolucionarios de lo que él mis­ m o soñaba ser. El contacto acabó estableciéndose a través de Emilc Bernard, precisamente cuando Sérusier se preparaba para regresar a París. Gauguin halló algo simpático en la personalidad del recién llega­ do, y al día siguiente de ser presentados fueron juntos a un lugar desde el que se divisaba una hermosa vista, llamado el Bois d ’A m our. Allí, bajo la dirección y supervisión de Gauguin, Sérusier pintó un pequeño paisaje ateniéndose enteramente a la técnica sintetista. Esta lección úni­ ca parece haber impresionado al joven artista con la fuerza de una reve­ lación. Se llevó su cuadrito a París, donde no tardó en ser bautizado El 12 talismán, y empezó a predicar la nueva doctrina a un círculo de amigos, muchos de ellos jóvenes pintores como él. En 1889, Gauguin y Sérusier viajaron una vez más a Bretaña, en esta ocasión a Le Pouldu. Allí, en una pared de su habitación, Sérusier escribió la siguiente cita de Wagner: «Creo en un Juicio final en el que todos los que en este m undo se atrevieron a traficar con el sublime y casto arte, todos los que lo han contam inado y degradado con la bajeza de sus sentimientos, con su vil avidez de placeres materiales, serán condenados a un terrible castigo. Creo además que los fieles discípulos del gran arte serán glorificados y, rodeados por una celestial amalgama de rayos, perfumes y sonidos melodiosos, se fundirán para toda la eternidad en el seno de la divina fuente de armonía». El contenido de este texto y su autor son significativos. Sérusier repartía sistemáticamente sus intereses. Mientras aceptaba la influencia de Gauguin, absorbía con el m ism o entusiasmo todas las modas inte­ lectuales de los círculos simbolistas: la filosofía neoplatónica, el ocul­ tismo, el neocatolicismo. Pretendía sintonizar sus lecturas con su expe­ riencia como pintor. «La inteligencia extrem adam ente filosófica de Sérusier —señalaba Maurice D enis— m uy pronto transform ó las con­ sideraciones más triviales de Gauguin en doctrina científica, lo que nos produjo una decisiva impresión.» Tam poco dejó de ejercer influencia Sérusier sobre el propio Gau­ guin. Éste empezó a elaborar sus ideas acerca de las bases teóricas de la pintura y, aunque el entusiasmo de los simbolistas por su obra en oca­ siones pudo haberle abrumado, lo aceptó como un deber. En la época

73

PAUL

SÉRUSEKR Paisaje: el Bois d'Am otu (El talismán) 1888

73 MAURICE DEN1S Paisaje con mi encapuchado 1903

en que se marchó a los mares del Sur, en 1891, llegó a identificarse m uy estrechamente con el m ovim iento. Los simbolistas le dieron un banquete de despedida presidido por Mallarmé. Pero una vez hubo abandonado Francia, la influencia de los sim bo16 listas se desvaneció. U n cuadro como los Cuentos bárbaros nos revela con toda precisión qué pedían los simbolistas al arte: misterio, ambi­ güedad, la invitación a la búsqueda de un significado más profundo bajo la superficie. Mientras tanto, Sérusier había organizado a sus amigos en lo que venía a ser una sociedad secreta. Se llamaron a sí m ism os los nabis, palabra hebrea que significa profetas. M antenían reuniones regulares,

75 P A U L SÉ RU SIEU Paul Ranson vestido de uabi 1890

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i ' a u l c ;a u c ;u in

Cuentos bárbaros

1902

y entre sus miem bros figuraban Maurice Denis, Paul Ranson, K.-X. Rousscl, Picrre Bonnard y Edouard Vuillard. U n atractivo cuadro del 75 propio Sérusier, P a u l R a n s o n vestido de uabi, nos transmite algo del sa­ bor de esas reuniones. En realidad, los nabis diferían m ucho entre ellos en cuanto a tempe73 ramento. Los serios, místicos y filósofos eran Sérusier y Denis. Ellos, en particular, se inclinaban por el neocatolicismo y por la idea de un 74 renacer del arte sacro. Paul Ranson era un pintor menos dotado, pero su sociabilidad ayudó a m antener cohesionado el grupo. Era en su ta­ ller donde se reunían todos los sábados, y a él se le ocurrieron los

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k e r - x a v ie r r o u sse l

La siesta de mi fauno 1919

sobrenom bres con que se conocían entre ellos. Denis, por ejemplo, era «le N abi aux belles icones». En la obra de Ranson descubrimos la más estrecha afinidad entre el estilo de los nabis y el Art Nouveau. Por su parte, ni Bonnard ni Vuillard eran místicos. Los campesinos y los calvarios bretones no les atraían como temas pictóricos. Lo que parece haber fascinado a estos dos artistas cuando eran jóvenes es el ambiente simbolista, por entonces de moda: los salones donde se m an­ tenían aquellas conversaciones sobre neoplatonism o, M allarmé y las ciencias ocultas. Vuillard, en particular, se convirtió en una especie de 80 pintor de cámara de Misia Sert, a la sazón casada con Thadée N atanson, director de La Revue blanche (una de las más im portantes publica79 ciones del simbolismo tardío). Bonnard, que durante muchos años

78 FÉLIX VALLOTTON Indolencia 1896

com partió taller con Vnillard y con Maurice Denis, también formaba parte del círculo de La Reinic blanche. Eran asimismo nabis, y llevaban los correspondientes sobrenom ­ bres, el cuñado de Vuillard, K .-X . Roussel, y el artista suizo Félix Vallotton. Roussel trataba de encontrar una manera de adaptar el arte 77 de Fragonard al espíritu de los años noventa del siglo X IX , y su línea era el paganismo de salón. La mezcla sigue pareciendo poco afortunada. En cuanto a Vallotton, pintó retratos de la mayoría de los escritores simbolistas im portantes, y durante la década de 1890 ejecutó excelen­ tes xilografías, tom ando y desarrollando una técnica por la que Gau- 78 guin había dem ostrado predilección. En el círculo más interno fue adm itido un escultor: el hoy poco

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é d o u a r d v u ill a r d

Misia Sert y F élix VaUotton 1899

81 conocido Georges Lacombe. Su obra también parece m ostrar el im ­

pacto vivificante de la personalidad de Gauguin. Aristide Maillol, por su parte, estuvo relacionado con los nabis en los comienzos mismos de su carrera. O tros artistas que no eran nabis, pero cedieron al encanto de Gau­ guin, manifestaron ocasionalmente inclinaciones por el simbolismo. Dos ejemplos bastarán. U no lo brinda Claude-Ém ile Schuffenecker, el fiel y sufrido Schuff, de cuya amabilidad tanto abusó Gauguin. Esen­ cialmente un impresionista tardío, Schuff también fue, con escasa in­ congruencia, teosofista. Se interesó por los escritos de M me. Blavatsky y de Annie Besant, y dibujó una apropiadamente mística portada 82 para Le Lotus bleu, de la prim era de esas autoras.

«ÍS 81

C.EORGES

Sania María Magdalena 1897 LACOMBE

82

CLA U D E -É M IL E SCH U FFE N E CK E R

Le Lotus bien

83 A R M A N D SÉGUIN Las flores del mal 1892-1894

El otro artista es A rm and Séguin, de corta vida, que trabajó con Gauguin en Le Pouldu y era amigo de Sérusier. Séguin se vio obligado a ganarse la vida como ilustrador a destajo, y tuvo escasas oportunida­ des de pintar. Sin em bargo, uno de los pocos cuadros suyos que se conservan, Las flores del mal, hoy en la colección Josefowitz, desprende 83 todo el misterio y la magia que cabría desear. Utiliza la técnica de Redon de trasponer y transform ar la experiencia literaria.

C A P IT U L O IX

La Rose + Croix

De todos los aspectos del arte simbolista, el más olvidado hasta hace poco era el representado por el Sar Péladan y sus seguidores. Pero ahora, como resultado de libros y exposiciones recientes, parece inclu­ so verosímil que se le haya otorgado una atención desproporcionada. Pese a toda la energía que desplegó, no parece que Péladan fuera consi­ derado como una figura de primera m agnitud en su tiempo, ni como escritor creativo ni como esteta. Aun así continúa presentándose como un personaje fascinante, en muchos aspectos típico de su época. Tiene aspectos en com ún con Apollinaire, el profeta de los cubistas, pero en realidad a quien más se asemeja es a F. T. M arinetti, el declarado opositor al simbolismo. Al igual que M arinetti, Péladan parece haber sido un exhibicionista com­ pulsivo, cuya m ayor creación artística fue su propia personalidad. Si uno lee la novela de Péladan Le Vice suprime y Marfaka, de M arinetti, se percata de cuán similar es su mentalidad. Y ambas, claro está, tienen contraída una pesada deuda con la Tentación y Salauinibó de Flaubert. Joséphin Péladan nació en Lyon en 1859, hijo del director de una publicación religiosa y literaria. Su herm ano mayor, el doctor Antonin Péladan, fue quien le empujó hacia el ocultismo. En 1872, la familia se trasladó a Nimes. Al igual que muchos jóvenes de la época, Péladan com pletó su educación en Italia, y allí se enam oró del arte italiano. En 1882 se estableció en París, dispuesto a convertirse en hom bre de letras y crítico de arte. N o tardó en proclam ar sus convicciones estéti­ cas, ni tampoco en darse a conocer como novelista. En su reseña del Salón de 1883 le vemos poner las cartas sobre la mesa. Su escrito em­ pieza con estas palabras: «Creo en el Ideal, en la Tradición, en lajerarquía». En 1884, que fue también el año de la aparición de A rebours, Péladan lanzó su colorista novela Le Vice siiprérne, primera de una serie que iba a sum ar veinte volúmenes. Barbey d ’Aurevilly, uno de los fundadores del m ovim iento simbolista en la literatura, aportó un prefacio en el que decía: «El autor de Le Vice supreme posee en su interior las tres cosas más odiadas en el presente: aristocracia, cato­ licismo y originalidad». Gracias, en parte, a los esfuerzos de Barbey 84 CARLOS SCHWABE Cartel: Satán de la Rose + C roix 1892

d ’Aurevilly en su favor, Le Vice suprime tuvo un considerable éxito. Atrajo, en particular, la atención del ocultista Stanislas de Gua'ita, el cual se encontró con Péladan y ambos decidieron revivir el rosacrucismo. Christian Rosenkreuz fue un visionario del siglo xv, de dudosa historicidad, pero las doctrinas que se le atribuyeron, en centurias pos­ teriores fueron adornadas con ideas e imágenes extraídas de la cábala y de la masonería. De este m odo, Péladan se convirtió en una de las figuras que encabezaban el activo m undo del ocultismo francés. En el cual no todo era cordialidad: Huysm ans, que se había aliado con el Abbé Boullan, un notorio mago negro de la época, abrigaba hondas sospechas respecto de Gua'ita y Péladan, a los que consideraba «enemi­ gos mágicos». Estaba convencido de que Gua'ita en particular había tratado de causarle daño físico recurriendo a la nigromancia. U n m iem bro im portante de la facción Péladan/Guai'ta era el conde Antoine de la Rochefoucauld, un rico pintor y escritor aficionado que pro­ porcionaba recursos financieros para gran parte de la actividad rosacruciana, incluido el prim er Salón de la Rose + Croix. C on el tiempo, Péladan y Gua'ita riñeron. El segundo tendía a subra­ yar los elementos no ortodoxos del rosacrucismo, mientras que Péla­ dan veía estas doctrinas, en frase de Robert Pincus-W atten, responsa­ bles de buena parte de la investigación reciente sobre el tema, como una «fachada simbólica que disfrazaba las verdades católicas». Péladan form ó entonces un nuevo grupo rosacruciano propio el cual, pese a sus extravagancias, nunca fue denunciado com o herético por la Iglesia, sentencia que sí term inó recayendo sobre los secuaces de Gua'ita. En la segunda m itad de los años ochenta, Péladan se m ostró, pues, activo. Se otorgó a sí m ism o el misterioso título de Sár: En 1888 acu­ dió a Bayreuth, donde asistió por vez prim era a una representación de Parsifal (que le impresionó como una revelación). En 1889 viajó a Tie­ rra Santa donde, en palabras de un apologista contem poráneo, RenéGeorges A ubrun, «hizo un descubrimiento tan asombroso, que en otra época cualquiera hubiera sacudido el m undo católico hasta sus cimien­ tos: halló la auténtica tum ba de Jesús en la mezquita de Ornar». En 1892, Péladan estaba dispuesto para organizar un nuevo Salón que se contrapusiera al oficial, en las galerías Durand-Ruel. Tenem os sobrada constancia de cuáles eran sus criterios en materia de artes vi­ suales. Sus escritos sobre el tema son volum inosos, e insistió en su propia versión de la doctrina simbolista mucho después de que el sim­ bolismo en general hubiera perdido el favor del público. En 1909 toda­

vía hallamos esta afirmación: «Los tres grandes nombres divinos son: 1) Realidad, la sustancia del Padre; 2) Belleza, la vida o el Hijo; 3) Verdad o la unificación de Realidad y Belleza, que es el Espíritu Santo». N uestra guía más fiable es, sin em bargo, el conjunto de reglas que redactó para el Salón de la Rose + Croix. He aquí algunos extractos: II. El Salón de la Rose + Croix se propone acabar con el realismo, reform ar el gusto latino y crear una escuela de arte idealista. III. N o hay jurado ni se cobra la entrada. La O rden, en la que sólo se ingresa por invitación, es demasiado respetuosa con el artista como para juzgarlo por su m étodo, y no im pone otro program a salvo la belleza, la nobleza y el lirismo. IV. Para m ayor claridad, he aquí los temas rechazados, sin que im­ porte lo bien ejecutados que estén; incluso en el caso de que alcanzaran la perfección: 1. Pintura de historia, prosaica, como de libro de texto, a la manera de Delaroche. 2. Pintura patriótica y militar, como la de Mcissonier, Neuville o Detaille. 3. Todas las representaciones de la vida contemporánea, privada o pública. 4. El retrato, excepto si es imposible fecharlo por el atavío y por el estilo del acabado. 5. Todas las escenas rústicas. 6. Todos los paisajes, excepto los compuestos a la manera de Poussin. 7. Marinas y marineros. 8. Todos los temas humorísticos. 9. El orientalismo m eram ente pintoresco. 10. Todos los animales domésticos y los que se relacionan con el deporte. 11. Flores, naturalezas muertas, frutos, accesorios y otros ejercicios que los pintores suelen tener la desfachatez de exhibir. V. La O rden favorece ante todo el ideal católico y el misticismo. La O rden prefiere los trabajos que presentan un carácter semejante a los frescos, por ser de esencia superior, y que se basen en la leyenda, el m ito, la alegoría, el ensueño, la paráfrasis de la gran poesía. En defini­ tiva, se pronuncia en favor de todo lirismo. VI. Para m ayor claridad, a continuación se relacionan los temas que serían bien recibidos, aun en el caso de que la ejecución fuera imperfecta:

8 5 C H A R L E S FlLIC¡Eli

Notación cromática n " 1 h. 1900

1. El dogm a católico desde M argharitone hasta Andrea Sacchi. 2. La interpretación de teogonias orientales, excepto las de las razas amarillas. 3. La alegoría, tanto si es expresiva, como en el caso de «Modestia y Vanidad», com o si es decorativa a la manera de una obra de Puvis de Chavannes. 4. El desnudo subí ¡unido; el desnudo al m odo de Primaticcio o de Correggio, o el busto expresivo a la manera de Leonardo y Miguel Ángel. VII. Las mismas reglas se aplican a la escultura. Arm onía jónica, sutileza gótica e intensidad renacentista son igualmente aceptables. Se rechaza la escultura histórica, patriótica, contemporánea y pinto­ resca; o sea la escultura que sólo refleja el cuerpo en movimiento, sin expresar el alma. N o se aceptará busto alguno sin permiso especial. VIII. El Salón de la Rose + Croix admite todas las formas de dibu­ jo, desde los sencillos estudios a lápiz hasta los cartones para frescos y las vidrieras. IX. Arquitectura. Puesto que este arte fue asesinado en 1789, sólo se aceptan restauraciones o proyectos de palacios de cuentos de hadas.

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A N T O IN E d e l a r o c h e f o u c a u l d

Santa Lucía h. 1892

En el prim ero y más im portante de los Salones, expusieron artistas relacionados con Gauguin y Pont-A ven y con los nabis. Émile Bernard y Vallotton enviaron sendas obras. O tro expositor que mantenía vínculos con Gauguin fue Charles Filiger, acaso la personalidad más extraña de todo el círculo de Pont-A ven/Le Pouldu. Llegó a la pensión Gloanec de Pont-A ven en julio de 1889, más tarde se trasladó a Le Pouldu y, finalmente, se estableció en Plougastel. Permaneció en Bre­ taña el resto de su vida, cada vez más enclaustrado. Filiger era ante todo un místico. Sus composiciones son casi siempre de pequeño form ato, pintadas a la aguada, con perfiles firmes. Su línea suele tener algo de ingenuista y prim itivo. Especial interés revisten las 85 que el artista tituló Notaciones cromáticas. Se trata de composiciones cir­ culares o poligonales cuya entera superficie aparece dividida en facetas, que a su vez se emplean para construir el busto estilizado de la Virgen o de un santo. Parecen haber sido creadas poco después de 1900. En vida, Filiger fue un artista maldito, en el sentido plenamente tradicional del concepto: bebedor empedernido, sujeto a accesos paranoides durante los que creía ser perseguido a través del paisaje bretón por sus enemigos, y finalmente suicida. Tam bién escribió largas cartas místico-filosóficas a sus amigos de París. Entre sus más rendidos ad­ m iradores figuraban Alfred Jarry, el autor de Ubu roi, y el conde An86 toine de la Rochefoucauld, que trabó conocim iento con su obra en 1892, a raíz del prim er Salón de la Rose + Croix, y se convirtió en su más firme protector. De hecho, existe un estrecho parentesco entre la obra del propio La Rochefoucauld y la de Filiger. Ambos acusan en cierto grado la influencia de los puntillistas, una tendencia que Péladan desaprobaba violentamente, y que parece haber sido causa de la ruptu­ ra entre el Sár y su protector. H ubo sin em bargo otro artista tributario del puntillism o que escapó a la proscripción: Alphonse O sbert, que expuso en los seis certámenes de la Rose + Croix. Sus principales influencias artísticas provenían de Puvis de Chavannes (con quien le unía una amistad tan íntim a como para que Puvis actuara de padrino de boda de O sbert en 1894) y de Georges Seurat, con quien O sbert mantenía tam bién una estrecha 87 amistad desde sus días de estudiante. La visión, aquí reproducida, m uestra a santa Genoveva, patrona de París, un tema m uy familiar para Puvis, pero con acusados rasgos del estilo tardío de Seurat. Fue exhibida en el segundo Salón de la Rose + Croix. Tal vez los más representativos de la orientación estilística que pre-

87 A L PH 'O N S E o s b e r t La visión 1892

88

m a r c e l l in d e s b o u t in

SSr P éladatr\89\

dom inó entre los participantes franceses fueron hom bres como Arm and Point, Alexandre Séon, Edgar M axence y Marcellin Desboutin. Point fue un pintor medievalizante, de técnica m uy elaborada, cuyo 89 estilo mezclaba la influencia de M oreau y la de los prerrafaelistas. M a­ xence fue alumno de M oreau, pero también en él hallamos a veces influencia prerrafaelista: un ejemplo de ello lo da El alma del bosque, 92 hoy en el museo de Nantes. Séon, que dibujó portadas para las novelas 90 de Péladan y que también pintó un retrato suyo, combina influencias tanto de M oreau como de Puvis: del prim ero en el tema y del segundo en el colorido. U n texto suyo, escrito en 1892, pone bien de manifiesto que estaba hondam ente penetrado de la estética simbolista: «Debemos

89 A R M A N D P O IN T La sirena 1897

90 ALEXANDRE SÉON La desesperación de la Quimera h. 1892

expresar un símbolo a través de líneas en un m odelo ampliado del ar­ quetipo; debemos hom ogeneizar ese símbolo mediante los colores, con el carácter de una criatura viva o, m ejor aún, con su sustrato». Marcellin D esboutin merece ser reseñado, sobre todo, como autor del retrato de Péladan que se m ostró en el segundo Salón de la Rose + Croix, en 1893. A ubrun, biógrafo del Sár, lo alaba en unos 88 términos extravagantes que, podem os estar razonablemente seguros de ello, reflejan los propios puntos de vista del mago: «Debemos retro­ ceder a los esplendores del Renacimiento veneciano si queremos lograr una similar aristocracia en modelo y ejecución. Esta pintura no es sola­ m ente una obra maestra de la iconografía contem poránea sino que, sin duda alguna, ha de ser com parada con los mejores tizianos». El cuadro no justifica esta descripción: posee el aire deslucido, excesivamente tra­ bajado y académico de los retratos menos afortunados de Watts. Pero ciertamente iban a descubrirse buenos artistas entre los partici-

pantes en los Salones de la Rose + Croix: el escultor Bourdelle se pre­ sentó a los dos primeros, y el joven Rouault estuvo bien representado en el último. Y aunque no se pueda atribuir a artistas como Point y O sbert una importancia comparable, no es menos cierto que han sido injustam ente olvidados. Lo m ism o cabría decir de un hom bre como Edm ond Aman-Jean, que alternaba sus correctos pero más bien insípi91 dos estudios de mujeres y flores con pinturas com o San Julián el H os­ pitalario, aquí reproducida. Pero carecía de la auténtica consistencia de una obra lograda. Si los Salones desempeñaron un papel im portante fue porque atraje­ ron la atención sobre la obra de cierto núm ero de pintores simbolistas 9 2 EDGAR m axence

E l alma del bosque

91 EDMOND AMAN-JEAN

San Julián el Hospitalario 1882

que no eran de nacionalidad francesa. Entre ellos se cuentan el suizo Ferdinand H odler y el holandés Jan Toorop, de los cuales nos ocupare- 140, 153 mos con detalle más adelante. Pero el contingente más im portante provino de Bélgica. M uchos de estos artistas pertenecían al grupo van­ guardista de su país llamado Les X X , y en realidad form aban una fac­ ción disidente del m ism o. Jean Delville encabezaba este cisma, que se consumó en 1892, el año del prim er Salón de la Rose + Croix, y ex­ puso en él y en los siguientes. La obra de Delville parece a m enudo un desarrollo extravagante y casi paródico de la de M oreau. La cabeza cortada del Orfeo (el m odelo 94 fue la esposa del artista) se combina con la lira del poeta, y este trofeo se dispone entre olas y conchas de moluscos. En otro cuadro titulado El fin de un reinado, la m ano de un verdugo sostiene la cabeza secciona- 95

da pero todavía coronada de una emperatriz bizantina, mientras que el fondo sugiere un edificio semejante a una mezquita. Las pinturas y dibujos de Fernand K hnopff también guardan rela­ ción con M oreau, pero de una m anera más personal, con elementos de los prerrafaelistas y de Alma-Tadema. 96, 91 K hnopff es el más im portante de los simbolistas belgas (aparte el m uy distinto James Ensor), y su redescubrim iento constituye un gran logro del entusiasmo presente por el arte simbolista. Vivió en Brujas y más tarde en Bruselas, y de joven le influyeron sus lecturas de Flaubert, Baudelaire y el poeta parnasiano Leconte de Lisie. C om o prove­ nía de una familia de abogados, empezó a estudiar Derecho, pero aca­ bó optando por la pintura bajo la guía de Xavier Mellery, un concurrente a los Salones de la Rose + C roix y m iem bro de Les X X . En 1879 se trasladó a París a fin de com pletar sus estudios de arte, y allí le poseyó el entusiasmo por M oreau. N o permaneció en la capital m u­ cho tiempo, pues en 1880 regresó a Bélgica. En 1883 cosechó su pri­ m er éxito con un cuadro titulado Escuchando a Schumann. Esto, según su biógrafo D um ont-W ilden, le hizo aparecer «tan atractivo como sos­ pechoso» a los ojos del público belga. Péladan adm iró grandem ente la obra de Khnopff, ensalzándolo como «igual a Gustave M oreau, Burne-Jones, Chavannes y Rops». La admiración era m utua, y K hnopff realizó portadas para las novelas de Péladan, e ilustró Le Vice supreme. K hnopff era un dandy, y ello se reflejaba tanto en su vivienda como en sus pinturas. Su casa de Bruse­ las recordaba a quienes tenían el privilegio de visitarla a Des Esseintes y A rebours. Cultivaba el pesimismo, que parece ser una de las caracte­ rísticas del verdadero dandy. En cuanto a sus temas, pueden resumirse en su m ayor parte en cuatro palabras: orgullo, soledad, crueldad y desdén. Tenía también la obsesión del dandy por la precisión. Sus composiciones, aunque extrañas, no ceden nunca a la improvisación: cada efecto está calculado, cada detalle, precisa y deliberadamente dis­ puesto. 1, 99 El elemento de perversidad en la obra de K hnopff queda m uy subra­ yado, y presenta una extraña característica propia: los tipos femeninos que reflejó en sus composiciones parecen estar todos basados en su hermana, cuya belleza le obsesionaba. D um ont-W ilden facilita una elocuente descripción de la clase de emoción que K hnopff se proponía expresar, cuando se refiere a «esas fisonomías femeninas, al mismo tiem po enérgicas y lánguidas, en las que se reafirman el deseo de lo

96 FERNAND k h n o p f f Las caricias de la Esfinge 1896

imposible y la angustiosa sed de pasiones imposibles de satisfacer; almas singulares y heroicas cuya heroína predilecta debe ser siempre Isabel de Austria». Dadas las circunstancias, no cabe sorprenderse de que la fama de K hnopff haya renacido, hasta el punto de que sus entusiastas lo com ­ paran con Beardsley, si no como artista sí al menos como héroe de la cultura. 97

fernand khnopff

Cierro la puerta tras de m í 1891

O tros simbolistas belgas im portantes, todos los cuales expusieron

100 en los Salones de la Rose + Croix, fueron Xavier M ellery (maestro de

Khnopff), Emile Fabry (uno de los principales aliados de Delville

98 cuando disputó con Les xx) y el escultor Georges Minne. Tam bién 84 hay que incluir a Carlos Schwabe, que realizó el cartel para la prim era

exposición, pero nunca volvió a participar. Este cartel ha adquirido cierta celebridad como precursor de la plenitud del A rt N ouveau y como obvia influencia sobre Alphonse M ucha. Pero Schwabe también 93 cultivó un estilo diferente, más prerrafaelista. Su gran acuarela La Vir­ gen de las lilas es un ejemplo al respecto. La composición, con su for­ m ato alto y estrecho y la consiguiente com presión del espacio, con una curva destinada a vincular el prim er plano con el fondo, se acerca m u­ cho a Burne-Jones, si bien es más naturalista en el detalle. En su com­ binación de excentricidad y academicismo, la obra parece típica de muchos de los artistas que expusieron en los Salones de Péladan. Los Salones de la Rose + C roix fueron sintomáticos antes que configuradores de una época. Reflejaban el talante de ésta, pero no lleva­ ron a cabo revolución alguna en las artes visuales. Los artistas relacio­ nados con estos certámenes alcanzaron una fama enorm e en su tiempo, pero la m ayoría se hundió en un olvido del que sólo recientemente se les ha rescatado.

C A P ÍT U L O X

La década de 1890 en Inglaterra

Ya se ha mencionado el lugar histórico de Burne-Jones en el desarrollo del arte inglés durante la segunda m itad del siglo X I X . Procede ahora tratar de sus logros pictóricos. Por el m om ento, siguen subestimados. Burne-Jones partió del medievalismo más bien pedante de los prim e­ ros prerrafaelistas y lo tradujo a un lenguaje propio. Es m uy percepti­ ble la deuda de su obra con los grandes maestros del Renacimiento italiano: amaba a M antegna, Leonardo, Botticelli, Signorelli y Miguel Angel. Pero era capaz de utilizar estos préstamos como parte de un lenguaje m uy personal. Rara vez alcanzó la intensidad del joven Millais o del también joven H olm an Hunt, pero les aventajó con m ucho en inventiva formal. Y asimismo en laboriosidad. Aunque algunas de sus características permanecen constantes, en su obra, especialmente la realizada a partir de los años setenta, se perm itió la suficiente libertad de acción para efectuar descubrimientos. Por ejemplo, experim entó con el form ato de sus cuadros. A veces empleaba lienzos horizontales alargados, evidentemente sugeridos por los paneles de los cassoni italianos. E l amor y el peregrino, de la Tate 104 Gallery, constituye una m uestra de lo anterior, y advertimos cómo Burne-Jones ha exagerado el efecto ya creado por la forma misma de la pintura, con el dibujo amanerado de las figuras, deliberadamente com­ primidas en un espacio de m uy escasa profundidad, y cuyos gestos angulosos les perm iten ocupar toda la superficie disponible. Pero más a m enudo Burne-Jones elige un form ato exageradamente alto y estrecho. La Anunciación nos brinda un claro ejemplo, porque el 102 tema suele presentarse —con toda lógica— en una composición más ancha que alta, a fin de perm itir respirar y moverse a las dos principales figuras. El ángel posado en lo alto, en el ángulo izquierdo de la com po­ sición de Burne-Jones, posee la falta de lógica propia de un sueño que descubrimos a lo largo de la obra del artista. Burne-Jones empleaba esas formas alargadas de dos maneras dife­ rentes. En prim er lugar exagerando la profundidad de la perspectiva, como por ejemplo en Dánae: la torre de bronce, donde las pequeñas figu- 101 ras del fondo (tomadas de Signorelli) producen un acusado contraste

con la figura de gran tam año de Dánae, en prim er plano. En segundo lugar, com prim iendo de forma antinatural el espacio, como en La esca- 103 lera dorada. Este últim o cuadro sirve para llamar la atención de la afini­ dad de Burne-Jones con Blake. Las figuras no están firm em ente dis­ puestas; carecen de peso, y la m ism a escalera se despliega en una espe­ cie de arabesco sobre la superficie. Podría evocarse El torbellino de los amantes, que obedece en buena medida al m ism o principio, aunque de una manera más violenta y decidida. En otros aspectos, sin em bargo, Burne-Jones es un auténtico hom ­ bre de su tiempo. Tal com o los simbolistas franceses reconocieron in­ m ediatamente, cuando su obra fue expuesta en París en 1889, tenía ciertas preferencias instintivas que coincidían con las suyas propias. Por ejemplo, com partía su gusto por el andrógino. En la serie Pig- 105 malión, que no se cuenta entre las pinturas de más éxito de BurneJones, pero sí ciertamente entre las más reveladoras de su punto de vista psicológico, cuando Galatea se inclina en su pedestal para abrazar a la diosa Afrodita, que le acaba de otorgar la vida, parece abrazar a un ser que es medio masculino medio femenino. Al igual que la obra de los artistas más prolíficos, la de Burne-Jones 102 E D W A R D B U R N E - J O N E S La Anunciación 1879 103 E D W A R D B U R N E - J O N E S La escalera dorada 1880 104 E D W A R D B U R N E - J O N E S El amor y el peregrino 1896-1897

105 EDWARD BURNE-JONES Pigmalión: Los fuegos de la divinidad 1878

106

w a lte r c ran e

La muerte del dragón 1881

precisa ser contemplada selectivamente. U no puede adm irar en segui-

108 da la poesía de Los caballeros durmientes, de Liverpool, donde las figuras

parecen la auténtica personificación de la languidez finisicular, aunque el cuadro se pintó en 1871. Tam bién encierran una enorm e inventiva la acuarelas de form ato circular que realizó a lo largo de varios años para W 7 el Flower Book que dedicó a su esposa. Cada dibujo de ese libro es una fantasía sobre el nom bre popular, más que sobre el aspecto real de una flor. «Quisiera —declaró Burne-Jones— que el nom bre y la imagen com partieran una sola alma, que fueran indisolubles, como si no pu­ dieran existir por separado.» En muchos casos el resultado está a la altura de esa expectativa. A pesar de su reducido tamaño —o acaso precisamente por ello — , los dibujos evidencian en todo su vigor la capacidad inventiva de este artista. La influencia de Burne-Jones fue sobremanera poderosa. Se dejó sentir en los académicos de éxito de la era victoriana tardía, como lord Leighton y sir Frederick Poynter. Los últimos seguidores de los prerrafaelistas derivan en su m ayor parte de Burne-Jones en particular, aunque raras veces se m uestran tan amanerados com o él. Le debe m uÍ06 cho, por ejemplo, W alter Crane, cuyo talento pictórico emerge de nuevo de la oscuridad.

El ejemplo más célebre del poder de Burne-Jones sobre los más jó ­ venes nos lo brinda, sin embargo, el impacto que causó en Aubrey Beardsley, el dibujante e ilustrador prem atura y trágicamente desapa­ recido, que para la m ayoría sigue siendo la personificación del inglés de los años noventa. Burne-Jones fue, inevitablemente, el hom bre al que se acercó Beardsley en sus prim eros pasos, en 1891, y el veterano artista tuvo la perspicacia y el buen sentido de estimularle. En 1892 Beardsley recibió su prim er encargo im portante como ilustrador de libros. El volumen era una edición de Le morte d’Arthur, y lo que el editor esperaba —y en cierto m odo consiguió— fue una populariza­ ción de la obra de Kelm scott Press, de William M orris, para la que el propio Burne-Jones había realizado unas xilografías. Í09 Es interesante com parar una m uestra del joven Burne-Jones, Merlín ÍÍO y Nimue, del Victoria and Albert Museum, con la versión de Beardsley del m ism o tema. Las deudas resultan obvias, com o también las dife­ rencias. Beardsley parece haber quedado especialmente fascinado por lo que era perverso en la obra de Burne-Jones. Lo que en éste se hallaba latente, él escogió ponerlo de manifiesto. Al m ism o tiem po, hizo suya la peculiaridad compositiva de Jones: su com prensión del espacio y el equilibrio asimétrico de las formas (preferencias éstas acentuadas en el

1 0 9 EDW A RD BU R N E -JO N E S

Merlín y N im ue 1861

caso de Beardsley por el estudio de los grabados japoneses). También parece haber comprendido que las convenciones a que se recurre para representar los ropajes en muchos de los últimos cuadros de jones podían rendirle un buen servicio como diseñador gráfico. Los ropajes de BurneJones tienden a ser acusadamente lineales, y no están hechos de ninguna sustancia en particular. A menudo poseen una vida independiente de la que anima a las propias figuras. Utilizando el blanco y negro, Beardsley era capaz de llevar aún más allá esas características. El arabesco lineal, equilibrado contra superficies completamente negras, se convirtió en su m odo de expresión a lo largo de la m ayor parte de su carrera. En 1891, Beardsley fue presentado a Oscar Wilde en casa de BurneJones. En 1894, se publicó el drama Salomé, de Wilde (escrito prim ero en francés y ahora en traducción inglesa de lord Alfred Douglas), con ilustraciones de Beardsley, las cuales causaron una enorme impresión. 1 12 Él fue uno de los fundadores del A rt N ouveau en Europa, y su influen­ cia alcanzó allí a la totalidad de las artes decorativas.

M uy consciente del clima intelectual de su tiempo, Beardsley trató la m ayoría de los temas favoritos de los simbolistas: el m undo medie­ val de ensueño de la leyenda artúrica, la femme fatale (la influencia de M oreau puede advertirse en la versión beardsleyana de Salomé y M esalina); y, por supuesto, las óperas de W agner. Su dandismo innato, acaso más pronunciado en él que en cualquier otro artista del simbolis­ mo, le empujó a representar la vida contemporánea, y así se interesó cada vez más por el siglo X V I II , interés que culmina en sus deslum bran­ tes ilustraciones para El hurto del bucle (Rape o f the Lock) de Pope.

112

AUBREY b e a r d s l e y

Salome h. 1894

Se ha dado en ocasiones por sentado que Beardsley era com pleta­ m ente sui generis, pero no es éste el caso: otros num erosos artistas, en particular ilustradores, pueden comparársele. U no de ellos fue el pin­ tor y grabador Charles Ricketts, cuyas ilustraciones son, con m ucho, lo más «simbolista» de su producción artística. Las ilustraciones de Ricketts al poema de Oscar Wilde La Esfinge parecen haberse concluí- 111 do realmente algún tiempo antes que los dibujos de Beardsley para Salo­ mé, aunque se publicaron poco después. N o cabe duda alguna sobre su inventiva ni tampoco acerca de su carácter esencialmente simbolista.

Ricketts fue, de hecho, uno de los canales a través de los que fluyó a Inglaterra la influencia del simbolism o continental, reavivando una tradición en esencia prerrafaelista. Su litografía El gran gusano, publica­ da en el prim er núm ero de su lujosa revista privada The Dial (1889), es un pastiche tom ado directamente de M oreau. Estuvo también m ucho más próxim o a Wilde de lo que Beardsley llegó a estarlo nunca, y se m ostró el más fiel de sus amigos cuando estalló el gran escándalo. Además de ilustrar La Esfinge, Ricketts había realizado con anterioridad dibujos para El retrato de Dorian Gray, Casa de granadas e Intenciones. Estuvieron relacionados con Ricketts su amigo de toda la vida Char­ les Shannon y el poeta y grabador en madera Thom as Sturge M oore. 113 Nadie pretende presentar a Sturge M oore como algo más que un artis­ ta de m uy segunda categoría, pero algunos de los dibujos que hizo para The Dial son deliciosos e históricamente fascinantes por su alto grado de abstracción. La abstracción también caracteriza la obra de artistas que pertenecie­ ron a la escuela de Glasgow, una de las grandes fuentes del A rt N ouveau. La escuela de Glasgow era el círculo que se reunía en torno al arquitecto Charles Rennie M ackintosh, y la m ayor parte del esfuerzo creador del grupo se dirigió al diseño más que al arte. Sin em bargo, los

dibujos de las dos hermanas M acdonald —M argaret, que se casó con 114, 115 M ackintosh, y Francés, que se casó con el diseñador H erbert M acN air— muestran un buen desarrollo de la tendencia del simbolismo tardío a la abstracción, particularidad que acaso explica en este caso la influencia del pintor holandés Jan Toorop. Conocían, en efecto, la 153 obra de Toorop porque la había publicado la influyente revista londi­ nense The Studio. 114

M ARGARET m a c d o n a l d m a c k i n t o s h

115

FRANCES m a c n a i r m a c d o n a l d

E l jardín de Kysterion h.1906

E l jardín a la lu z de la luna h . 1895-1897

116 CHARLES CONDER Una tocata de G aluppi 1900

117 AUBREY BEARDSLEY El oro del Rin (tercer cuadro) h. 1896 118 ARTHUR RACKHAM Las doncellas del Rin atormentando a Alberico 1910

La ilustración de libros, aún más que la pintura, acabó completa­ m ente dom inada por las concepciones simbolistas. A medias arte y artesanía, la ilustración se asimiló rápidam ente al m ovim iento A rt N ouveau, m ucho más arraigado en arquitectura y decoración. La obra de ilustradores como Edm ond Dulac y A rthur Rackham constituye una gran paradoja porque representa la popularización de unas ideas en esencia esotéricas. La ilustración de Rackham para El oro del Rin, de 118 W agner, publicado en 1910, brinda una fascinante comparación con 117 los dibujos de Beardsley para la obra de ese com positor, publicados menos de veinte años antes. La inspiración es reconocible como simi­ lar, pero, con toda su habilidad, Rackham no puede sustraerse al senti­ mentalismo, a diferencia de Beardsley. Esta relación de descendientes directos de Burne-Jones no completa en absoluto la historia del arte simbolista en Gran Bretaña. O tros m u­ chos artistas menores resultan difíciles de clasificar. Entre ellos se 116 cuenta Charles Conder, de cuyo estilo dijo Jacques-Emile Blanche que era «puramente inglés». Si así fuera, para nada contaría el hecho de que gran parte de su carrera transcurrió en Francia. Conder, amigo de Lau-

Í7T

trec y de Bonnard, m antuvo contacto con los principales simbolistas y con los rosacrucianos a través del propio Blanche, y también por me­ diación del círculo centrado en torno a La Revue indépendante. Al igual que Ricketts y m uchísimos otros, era un gran adm irador de la obra de Puvis de Chavannes. El gran descubrimiento que realizó por su cuenta, sin embargo, pa­ rece haber sido que W atteau podía traducirse m uy satisfactoriamente al lenguaje simbolista. Ya estaba de m oda por entonces la Francia del siglo X V III gracias, por una parte, a los G oncourt y , por otra, a la más bien nociva influencia de la emperatriz Eugenia. Los G oncourt logra­ ron que el arte de aquella centuria se considerase intelectualmente res­ petable, mientras que Eugenia revivió los estilos decorativos diecio­ chescos (con pinturas para hacer juego) en los salones de moda. Los cuadros de W atteau hacía tiem po que eran buscados afanosamente por coleccionistas como el marqués de H ertford y sus sucesores, pero na­ die había descubierto la manera de dar relevancia contem poránea a la féte galante. C onder parece haber advertido, casi de manera instintiva, que aquello era —o podía llegar a ser— el m undo de ensueño artúrico

con distinto ropaje, y explotó su descubrimiento. Transm itió su entu­ siasmo a Beardsley, del que se había hecho amigo en Dieppe. Aunque más bien m antenían una amigable enemistad. La obra de Conder presenta ciertas afinidades con la de W histler, y a estos dos artistas les une ciertamente su estrecha vinculación con el arte y los artistas franceses contem poráneos. W histler era un norteam erica­ no form ado artísticamente en Francia. N o era un simbolista en el senti­ do estricto del térm ino, pero, a pesar de su aparente aislamiento, no estaría com pleto un juicio sobre las corrientes simbolistas e idealista de fines del siglo X I X sin hacer alguna mención de él. Lo que separaba a W histler de los auténticos simbolistas era que 1 Í9 eludía deliberadamente la dimensión metafísica. Si com param os la Sin­ fonía en blanco n.° 2, de 1864, con el tipo de obra que estaba realizando Rossetti en la misma época, inm ediatam ente nos sorprende el pareci­ do: la relación personal y artística de W histler con Rossetti era m uy estrecha cuando el cuadro fue pintado. Pero tam bién advertimos cuán prosaico se m uestra W histler. La muchacha se halla pensativa, casi po­ dría decirse que en actitud soñadora, pero está fuera de lugar el ansia del más allá que inevitablemente hubiéram os encontrado en una obra de Rossetti. La verdadera aportación de W histler al arte simbolista fue de natu­ raleza intelectual. En su demanda por difamación contra Ruskin, en 1878, se había pronunciado por el derecho del artista a quedar libe­ rado de los viejos criterios morales. Su cuadro Cohete cayendo, que Ruskin había descrito como «un bote de pintura arrojado al rostro del público», él lo calificó simplem ente de «composición artística», an­ ticipándose así a la doctrina de Maurice Denis y de sus compañeros nabis. Además de ser el más decidido defensor del «arte por el arte», una doctrina que formaba parte del credo de los simbolistas, aunque pocos de éstos se adhirieron a él con tanta firmeza como el propio W histler, a éste se deben numerosas ideas e innovaciones que acabaron formando parte del repertorio de la pintura simbolista. La pasión whistleriana por la japonaiserie se extendió por doquier; su tem prano y adecuado uso de títulos musicales como «nocturnos», «sinfonías» y «arreglos» contribuyeron a confirmar la im presión de que las artes visuales debían aspirar a la condición de música; y sus ideas decorativas —como el empleo de pautas inspiradas en plumas de pavo real en la estancia que pintó para su protector F. R. Leyland— fueron ampliamente plagiadas.

1 1 9 JAMES A B B O T T MCNEILL w h i s t l e r La niña

de blanco: Sinfonía en blanco n." 2 1864

Los pavos reales y las pautas basadas en ellos en la Salomé de Beardsley Í12 están tom ados de W histler, no de M oreau ni de Burne-Jones. Es com ún la tendencia a infravalorar a W histler y a considerarlo un artista aislado. Pero proceder así equivale a distorsionar la historia del arte de su tiem po, en el que fue y sigue siendo una figura influyente e incluso capital.

120

J O H N SIN G E R s a r g e n t

Astarté h. 1892

C A P ÍT U L O XI

Los simbolistas internacionales

La trayectoria que se ha fijado para el arte m oderno, que suele cen­ trarse en Francia, y según la cual el im presionism o generó el postim ­ presionismo, que a su vez generó el fauvismo, el cual dio origen al cubismo, distorsiona la verdad, como la m ayoría de los estudiosos del tema han acabado por advertir. U na de las distorsiones más graves atañe al desarrollo del m ovim iento simbolista en pintura y escultura. Hacia finales del siglo xix, y durante la primera década del xx, el arte simbolista dom inó internacionalmente. En esto se asemejó al m a­ nierismo a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. Desde luego ambos estilos, simbolism o y manierismo, tenían m ucho en común. Am bos, en efecto, eran el producto característico de una cultura relati­ vam ente unificada que trascendía las fronteras nacionales, y que era dirigido por una elite decidida a subrayar la distancia que la separaba de la masa. Ambos partieron del supuesto de que las artes constituían un m undo cerrado y específico, un m undo con sus propias reglas y su propio lenguaje. Al lograr su aceptación como el arte progresivo del día, y no simple­ mente como uno más de los m odos de arte progresivo en com peten­ cia, la pintura y la escultura simbolistas ya contaban con una ventaja. Puesto que los simbolistas atribuían más importancia a las actitudes filosóficas que a las técnicas de expresión, el arte simbolista estuvo a m enudo en condiciones de m antener sus vinculaciones con el m undo retrógrado de los salones y academias oficiales, que aún controlaba la distribución de honores y patrocinio oficial. Los pintores y escultores adscritos al simbolismo no lograron com partir plenamente esos reco­ nocimientos, pero sí en alguna medida, como ya hemos com probado al relatar la vida de artistas como Gustave M oreau y Puvis de Chavannes. Y ello sin duda les ayudó a m antener su posición. Naturalm ente, hubo países donde la pintura simbolista apenas se abrió paso. U n caso representativo lo constituye Estados Unidos, aca­ so porque resultaba demasiado fácil identificar el ultrarrefinam iento del simbolismo con aquellos aspectos de la cultura europea que en los americanos inspiraban la m ayor hostilidad instintiva. Oscar Wilde

gozó de inmenso éxito en su gira de conferencias por Norteamérica, pero el arte americano autóctono tenía relativamente pocos simbolistas que exhibir. Algunos de ellos son prerrafaelistas provinciales, como 121 Elihu Vedder. O tros artistas se desviaron al simbolismo de manera ocasional. El más famoso ejemplo de esa desviación lo brinda la deco120 ración que John Singer Sargent ejecutó para la biblioteca pública de Boston (Boston Public Library). El tema, que Sargent decidió por sí mismo, tras considerar y luego rechazar alternativas m ucho más con­ vencionales como «La búsqueda y hallazgo del Santo Grial», fue nada menos que la evolución de la religión. Su biógrafo, el honorable Evan Charteris, afirma que para Sargent ése «era un tema que podía ser contem plado con distanciamiento, y él lo trató sin predisposición al­ guna ni en contra ni a favor». Parece que consideró sobre todo el en­ cargo como una manera de dem ostrar que era algo más que un pintor de retratos de relum brón, y adoptó el lenguaje simbolista porque en la década de 1890 era el adecuado para aquella tarea. Las deidades paganas de Próxim o Oriente, que constituyen lo menos tradicional del esque­ ma, son también la parte donde la influencia simbolista resulta más claramente manifiesta. U n tipo más original de simbolism o norteam ericano puede descu123 brirse en la obra de A rthur B. Davies. Sus escenas mitológicas, tribu­ tarias rem otas de los paisajes de Giorgione, hacen lo que pueden por inspirar sentimientos de m isterio y ambigüedad. U n pintor más vigo-

124

v ík to r b o rís o v -m u s á to v

E l sueño de los dioses 1903

122 roso, pero también más ecléctico, es Maurice Prendergast, influido

por los nabis y también por Seurat. El simbolismo tuvo una repercusión m ucho más im portante en otro vasto país, influido por Europa pero no enteram ente europeo: la Rusia prerrevolucionaria. Tal vez el prim er simbolista auténtico en la pintura 125 rusa fue Mijaíl Vrúbel, una figura aislada a la que siguió la todavía más 124 solitaria de V íktor Borísov-M usátov. Este últim o se trasladó a París en 1895 y trabajó en el taller de Gustave M oreau, para abrirse más tarde a la influencia de Puvis de Chavannes. B orísov-M usátov m urió prema­ turam ente en 1905, pero su influencia persistió gracias a la admiración que le profesaba Diaghilev. Sus paisajes, con sus figuras ataviadas a la m oda de 1830, así como su colorido apagado, guardan semejanza con ciertas obras de Conder. Desde luego ambos exteriorizaban la misma nostalgia del pasado. El grupo M undo de Arte, de San Petersburgo, centrado en las per­ sonalidades de Diaghilev y Alexander Benois, fue el prim ero verdade­ ramente bien organizado que reunió a los simbolistas rusos. Benois ofrece un vivido relato de sus orígenes, logros y, al cabo, decadencia en sus dos volúmenes de memorias. Al igual que el grupo nabi de París, M undo de Arte tenía sus raíces en unos jóvenes que habían sido compañeros de escuela. A este núcleo se sum aron otras figuras, entre ellas Bakst y Diaghilev, a quien al principio se consideró un palurdo y se le tom ó a broma. Diaghilev organizó sus primeras exposiciones en 1897, y el prim er núm ero de M ir Iskusstva (Mundo de A rte), una

nueva revista lujosamente presentada, salió a la luz en octubre de 1898. Las simpatías artísticas de Diaghilev en la época en que su gusto empezó a m adurar se dirigían a Puvis de Chavannes y a Arnold Bock- 65, Í30 lin (de quien se tratará en este capítulo). Más tarde se interesó por los nabis. Benois era un simbolista de tipo nostálgico, obsesionado por las 128 glorias del siglo xvin ruso, de Pedro I y Catalina II, pero también, como hom bre de su tiempo, era devoto de Wagner. Sus prim eros dise­ ños de decorados teatrales los realizó para un m ontaje de El ocaso de los dioses en 1903. Con el tiempo, los simbolistas petersburgueses del círculo de M un­ do de Arte se ganaron reputación internacional como decoradores tea-

125

MIJAÍL VRÚBEL La

danza de Tamara

1890

trales, antes que como pintores de caballete. Diaghilev llevó los Ballets Russes a París por vez prim era en 1909. En el program a inicial se in121 cluían las «Danzas polovsianas» de E l príncipe Igor , con decorado dise­ ñado por N ikolái Roerich, y Cleopatra, en la que intervenía la beldad de la alta sociedad Ida Rubinstein, y con decorado de Léon Bakst. Estas muestras fueron las que colmaron las expectativas del público parisiense. Roerich poseía amplios conocimientos arqueológicos, que se reflejaron en sus decorados para El príncipe Igor. Pero de ningún m odo eran m eros ejercicios de pedantería; poseían una grandiosidad prim itiva que concordaba con las danzas, y esa grandiosidad fue evo­ cada mediante el lenguaje simbolista. En realidad, la obra de Bakst, y 126 en particular sus decorados y vestuario para Scheherazade , estrenada en la tem porada 1910, contribuyeron a prolongar la existencia del estilo simbolista más allá de lo que pudiera parecer su conclusión natural. La visión de Bakst de la vida en el harén derivaba, en última instan­ cia, del tema de Salomé según el tratam iento de Gustave M oreau, con 127 NIKOLÁI ROERICH Decorado para El príncipe fgor 1909 128 ALEXANDRE BENOIS E l pabellón de Anuida 1907

126 L É O N B A K ST Scheherazade: E l Cran Eunuco 1910

la contribución de alguna influencia de A ubrey Beardsley, cuya obra era bien conocida en Rusia desde mediados de la década de 1890. Lo que Bakst aportó fue la energía rusa y el sentim iento ruso del colorido exótico. Scheherazade causó una convulsión en la audiencia parisiense, y tuvo una profunda influencia en la moda, tanto de vestuario com o de decoración de interiores. El desarrollo más im portante del arte simbolista fuera de Francia e Inglaterra habría que buscarlo en Europa central. U na figura clave es el suizo A rnold Bocklin, que ocupa en la tradición que le es propia una posición más o menos equivalente a la de Gustave M oreau en Francia. Bocklin empezó su carrera com o paisajista rom ántico, con muchas afi­ nidades respecto a Caspar David Friedrich, si bien, de hecho, su obra temprana es menos abiertamente simbólica que la de Friedrich. Pero Bocklin también es tributario del sueño clásico, que desempeñó un papel tan significativo en la cultura germánica del siglo xix. En 1850, efectuó su prim er viaje a Italia, donde permaneció hasta 1852, regresó en 1853 y se quedó hasta 1857. Italia, su nativa Basilea, Zurich y M u­ nich, la capital bávara, iban a atraerle sucesivamente durante el resto de 1 2 9 A R N O LD BO CK LIN

Batalla de centauros 1 8 7 3

130

a r n o l d b ó c k lin

La isla de los muertos 1880

su vida. A finales de la década de 1850 ejecutaba una nueva clase de pintura, al menos por lo que se refiere al arte alemán. Sus cuadros se definen adecuadamente como «pinturas del estado de ánimo», y a ve­ ces son paisajes puros o bien con figuras, y en ocasiones composiciones mitológicas. Su obra más célebre es La isla de los muertos, cuya prim era 130 versión data de una fecha tan tardía como 1880. La isla de los muertos es una pintura «sintética» en sentido plenamente simbolista. N o refleja la naturaleza tal como es realmente, sino que reúne varias impresiones recibidas por la mente del artista, para crear un mundo nuevo y distinto, gobernado por su propio talante subjetivo. En este caso, ese talante es de alejamiento y rechazo de la realidad. Resulta intere­ sante señalar que el título con que ahora se conoce la obra le fue asignado por un comerciante. Bócklin se mostró mucho menos concreto; se refirió sencillamente a «un cuadro para soñar con él». O tras pinturas sí parecen obedecer a un program a más definido.

Esto es particularm m cntc cicrto en algunas obras mitológicas. La batalia de los centauros, pintada en 1873, trata uno de los temas favoritos de los artistas de la época. Aquí Bocklin simboliza la tuerza ciega y bruta de la naturaleza. M ar en calma , de 1887, es de nuevo la representación de unas criaturas semihumanas, en esta ocasión una sirena y un tritón. La sirena está representada como figura dominante: descansa sobre la roca y dirige su mirada al espectador, mientras que su compañero mas­ culino se hunde im potente en las profundidades. Desde el punto de vista técnico, Bocklin se mantiene firm em ente dentro de la tradición académica, pero esta observación también puede aplicarse a M oreau. Lo que im porta son los temas. Bocklin encabezó una dinastía de artistas. Max Klinger trabajó a sus órdenes, y sin duda debió m ucho a esta experiencia, si bien su propio talento esencial tendía a algo mucho más fantástico, em parentado con Goya (cuyos grabados admiraba grandemente). Klinger influyó a su vez no sólo en O tto Greiner, cuya principal serie de grabados le dedicó, sino también en Alfred Kubin, quien recogía en su autobiografía la

132 MAX klincilu El rapto 1878-1880

129 131

132

136 133

impresión que le causó la obra de Klinger: «Miré y me estremecí de placer. Se abría ante m í un nuevo arte que ofrecía libre juego a la ex­ presión imaginativa de todos los m undos concebibles de sentimiento». O tro artista que pertenece a este medio es Franz von Stuck, m iem ­ bro fundador de la Secesión de M unich en 1892, y durante muchos

136 o t t o GREINER El demonio mostrando a una mujer al pueblo 1897

137 ALBERT w e l t i Las hijas del rey 1901

años una figura im portante en el m undo artístico de esa ciudad. La obra de Stuck, desde Faunos luchando (1889), constituye una contribución im portante al desarrollo del arte simbolista en Alemania. Faunos luchando, una pintura relativamente temprana, desde luego está relacio­ nada con La batalla de los centauros de Bocklin, y parece expresar en buena m edida la m ism a actitud hacia las fuerzas de la naturaleza: un reconocimiento adm irado por su amoralidad esencial. La obra poste­ rior de Stuck, como E l beso de la Esfinge, desarrolla una cualidad latente en Bocklin: el sentido del mal. Encontram os un talante parecido en Klinger, Greiner y K ubin y en la obra de un im portante dibujante y grabador belga: Félicien Rops. Pero volviendo a Franz von Stuck, tal vez convenga subrayar la persistencia de la tradición simbolista en M unich. En este período, la ciudad era casi universalmente considerada la capital artística de Ale­ mania, y atraía a num erosos artistas de todas partes. U no de ellos, precisamente de la m ism a generación que Stuck, fue el pintor suizo Albert Welti. Al igual que Klinger, había estudiado con Bocklin, y

134 129 135

137

después de vivir en París y en Viena, regresó a M unich en 1889 para establecerse allí. Su obra tiene un regusto que la distingue del grupo del que acabo de ocuparme: es más contenida, más próxima a los prerrafaelistas ingleses. Con todo, puede también clasificarse como simbolista. U n pintor más joven que acudió a fijar su residencia en M unich fue i 39 el ruso Vassily Kandinsky. Aunque sólo tenía tres años menos que Stuck y cuatro menos que Welti, pertenecía a una generación entera­ m ente distinta desde el punto de vista artístico. Kandinsky empezó a pintar a los treinta años, y m ucho antes, en 1896, había llegado a M u­ nich. Estudió con Stuck, pero la propia fuerza de su personalidad no tardó en llevarle a encabezar la vanguardia muniquesa. Se convirtió en jefe de la asociación Phalanx, que poseía su propia escuela. En 1906 estableció contacto con W illibrord Verkade, un holandés que había m antenido estrecha relación con Gauguin tanto en París como en Pont-A ven, y que a continuación había profesado en la abadía alemana de Beuron, célebre por su escuela de pintura religiosa. Verkade acaba­ ba de abandonar el m onasterio y estudiaba pintura en M unich. En 1909, Kandinsky, en compañía de su amante Gabriele M ünter y de su paisano el ruso Alexéi Yavlenski, form ó un nuevo grupo: la

138 MIKALOJUS ClURLIONIS Sonata de las estrellas 1908

139

VASSILY

K AND INSKY

Pareja a caballo

h. 1905

Neue Künstlervereinigung. U no de los prim eros afiliados fue Alfred Kubin. Las descripciones que hizo éste de sus visiones de colores abs­ tractos en su novela Die andere Seite (El otro lado), publicada el mismo año, parecen haber influido en Kandinsky, que se desplazaba ahora hacia la abstracción. Dos años más tarde, hacia finales de 1911, la Neue Künstlervereinigung sufrió un cisma, y Kandinsky y Franz Marc renunciaron, para constituir el Blaue Reiter. Suele considerarse que la pintura del últim o período figurativo de Kandinsky es «fauve», y desde luego se advierten en su obra im portan­ tes influencias fauves a partir, más o menos, de 1906, com o también — a m enudo escenas de leyendas m edievales— confirma su vinculación al simbolismo.

140 FERDINAND HODLER La noche 1890

Y también se rom pió esa vinculación cuando dio el paso decisivo hacia el arte totalmente abstracto en 1910-1911. W erner H aftm ann, en su clásica obra Pintura del siglo XX, ha señalado la conexión entre Kan138 dinsky y el extraño artista lituano M. K. ¿iurlionis. El propósito que

141

fe rd in a n d h o d le r

Adoración 1894

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f r a n z M A R C E l m olino embrujado

1913

142

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143

este últim o se había fijado era hallar un equivalente pictórico de la música. Al comienzo de su vida había sido un prodigio musical, pero hacia 1905 cambió bruscam ente su orientación hacia la pintura. Parece haber experim entado durante sus investigaciones la influencia de los grabados de Redon y de los escritos de los rosacrucianos. Tam bién Kandinsky perseguía una visión sinestética, y su opúsculo Sobre lo espi­ ritual en el arte viene a dem ostrar su inclinación a considerar al artista una especie de místico. En el texto, Kandinsky expresa el m ayor respe­ to por las ideas de M me. Blavatsky. Franz Marc, la otra figura capital del Blaue Reiter, está igualmente abierto a la influencia simbolista, que parece haber persistido en M u­ nich hasta la víspera del estallido de la primera guerra mundial. La diferencia entre los cuadros de Marc y los de los expresionistas de Ale­ mania septentrional, como Max Pechstein o Erich Heckel, radica en la cualidad espiritual y ultram undana de su arte. Bocklin y Welti no fueron en m odo alguno los únicos pintores sim­ bolistas que produjo Suiza. Junto a Bocklin hay que situar al que acaso fuera el más im portante de todos ellos: Ferdinand Hodler. Éste extrajo buena parte de su inspiración de Suiza: su historia, su paisaje y sus pintores del siglo XVI. Su estilo abocetado y sencillo resultaba especial­ m ente apropiado para los murales a gran escala, y en este sentido reci­ bió num erosos encargos en los que apenas se aprecia huella de algo que pudiera llamarse simbolismo. Por otra parte, recibió la influencia de Puvis de Chavannes (que apreció la obra de Hodler cuando se m ostró en la Exposición U niver­ sal de París de 1889), y su natural misticismo le im pulsó a ejecutar composiciones de figuras aisladas en paisajes que se asemejan notable­ m ente a las incursiones de Puvis en el m ism o género. Tal vez este parecido con Puvis determ inó la invitación hecha a Hodler de exponer en el prim er Salón de la Rose + C roix en 1892. Su obra com prende asimismo unas cuantas composiciones alegóricas en un estilo simbolista identificable. Las más conocidas de ellas son La noche, de 1890, y El día, de 1900. Tam bién Italia produjo arte simbolista, si bien éste nunca logró la posición dom inante que dan a entender las denuncias de que el futurismo le hizo objeto. Giovanni Segantini fue el más intenso de los pinto­ res simbolistas italianos y el que recibió más encargos. Lo m ism o que sus contem poráneos suizos, se sintió atraído por el salvaje y hostil pai­ saje de los Alpes, y se nutrió místicamente de él. Vivió en Savignio, en

143

g i o v a n n i s e g a n t i n i E l castigo .Wi'\ 71, 74, 75, 76, 81, 115, 1 l‘J, 122, 136, 141, 143, 146, 148, 150. 153. 184, 186, 204; 49-54 M orris, W illiam 43-44, 132 M oser, K olom an 197; 175 M ucha, A lphonse 124, 166 M unch, Edvard 56, 87, 183-190, |')7. 204; 44, 162-169 M undo de A rte, grupo (San Petersburgo) 146-148 M ünter, G abriclc 158 N abis83, 98, 100-106, 114, 146, 147 N atanson, Thadée 102 naturalism o 54, 71 nazarenos 35 neoclasicism o 33 neoplatonism o 11, 12, 16, 34, 68, % ,

102

N eue K ünstlervereinigung (M unich) 158-159 Nietzschc, Friedrich 184, 201 N oncll, Isidre 204 ocultism o 52, 96, 110 O sbert, A lphonse 114, 118; 87 Palm er, Samuel 34; 27 Pechstein, M ax 162 Péladan, doctor A ntonin 109 Péladan, S arjoséphin 15, 52, 54, íi7, 83, 109-112, 114, 115, 117, 122, 124, 168, 171, 172, 173 Phalanx, asociación (M unich) 158 Picasso, Pablo 81, 196, 201-205; I19185 Pincus-W itten, R obert 110 Pirancsi, G iovanni Battista 24; 14 Pissarro, C am ille 91, 92 Plotino 11, 12 Poe, 'Edgar Alian 179 Point, A rm and 115, 118; 87 Pont-A ven / Le Pouldu, gru po di 107, 114, 158 Pope, A lexander 134 postim presionism o 143, l‘H Poussin, N icolás 82 Poynter, Sir Frederick 130 Praz, M ario 63 Prendergast, M aurice I 15- I Ir•, I prerrafaclista, herm andad U W. 46, 115, 122, 124, 127, I lo, I \i,, 144, ¡58, U»K, l(M

Previa ti, Gaetano 163; 145 Prikker, Johann T horn, 171-172; 151 Prim aticcio, Francesco 112 Proust, M arcel 54 puntillism o 114 Puvis de C havannes, Pierre 81-85, 87, 92, 112, 114, 139, 143, 146, 162, 204, 205; 62-66 R ackham , A rthur 138; 118 Rafael 33 Ranson, Paul 100, 102; 74 R edon, O dilon 12, 28, 51. 56, 66, 7178, 81, 88, 107, 162, 167, 168, 175, 186, 203; 55, 57-61 Reuue blanche, La 53, 103, 184, 203 Revue ¡ndépendante, La 58, 139 R eynolds, Sir Joshua 33 Ricketts, Charles 12, 135-136, 139; 111

Rilke, R ainer M ari a 204 R im baud, A rthur 54, 58 Rochefoucauld, conde A ntoine de la 110, 114; 86 Roerich, N ikolái 149 R om ani, R om olo 163; 147 rom anism o 54 R ops, Félicien 122, 157, 173-175, 198; 155 rosacrucism o 67, 109-124, 139, 162, 163, 168, 181 R osenkreuz, C hristian 110 Rossetti, D ante' Gabriel 35, 41-43, 50, 140, 172; 33-37 R ouault, G eorges 64, 118 Rousseau, Jean-Jacques 88 Roussel, K er-X avier 100, 103; 77 Rubens, Pedro Pablo 18, 178; 10 Rubinstein, Ida 148 Ruskin, John 140

Sacchi, A ndrea 112 Salm ón, A ndré 205 Salones de la Rose + C roix, véase rosacrucism o Sargent, Jo h n Singer 144; 120 Sartorio, G .A . 163 satanism o 51, 52, 174 Scheffer, A ry 81 Scheffer, H enri 81 Schiele, E gon 198, 200; 177 Schopenhauer, A rthur 12, 63, 92,

T ennyson, A lfred L ord 47 T haulow , Fritz 183 Tiepolo, G iovanni Battista 24, 25-26; 15 Tiziano 10, 16, 82; 4, 9 T oorop, Jan 119, 137, 167-168, 170172, 194; 153, 154 T oulouse-Lautrec, H enri de 91, 138— 139, 204 T our, M aurice-Q uentin de la 86 T um er, J.M .W . 33, 75, 87

Schuffenecker, C laude-É m ile 106; 82 Schwabe, C arlos 124; 84, 93 Schw ind, M oritz von 35 secesionistas: B erlín 184; M unich 155, 163; Viena 193-200 Segantini, G iovanni 162-163; 143 Séguin, A rm and 107; 83 Séon, Alexandre 115; 90 Sert, M isia 102 Sérusier, Paul 95-96, 98, 100, 107; 72, 75 Seurat, G eorges 114, 203 Shakespeare, W illiam 23 Shannon, Charles 136, 193 Sígnorelli, Luca 127 sintetism o 95 Sizeranne, R obert de la 46 Sm etham , Jam es 42 Stead, W .T . 49 Steinlen, Théophile A lexandre 204 Strindberg, A ugust 184 Stuck, Franz von 155, 157; 134-135 Sturge M oore, T hom as 136; 113 Sturm , grupo D er 200 surrealism o 67, 174 Sym ons, A rthur 75

V allotton, Félix 103, 114; 41, 78 V an G ogh, V incent 91, 172 Vanitas (bodegón) 18-19 Vedder, Elihu 144; 121 Velde, H enri van de 171 Verhaeren, É m ile 74, 171, 180 Verkade, Jan (D om W illibrord) 158 V erlaine, Paul 58, 168, 171 Vinci, Leonardo da 64, 127 V rúbel, M ijaíl 146; 125 Vuillard, É douard 100, 102-103; 80

201

Tachtigers (grupo de escritores holandeses) 168

W agner, Richard 63, 92, 96,134, 138, 147, 171, 201 W alden, H erw arth 200 W atteau, Jean-A ntoine 20, 139; 13 W atts, G eorge Frederick 47, 49-50, 117; 38, 39, 40 W elti, A lbert 157-158, 162; 137 W histler, Jam es A bbott M cN eill 56, 140-141, 172, 193; 119 W ilde, O scar 133, 135, 136, 143-144 W ildt, Adolfo 166; 146 W ind, E dgar 11, 12, 15 Y avlenski, Alexéi 158 Zecchin, V ittorio 163; 144 Zola, Ém ile 54. 64