Literatura ecuatoriana Del Siglo XIX

UTPL .•‘LITERATURA SIG L O X IX (III) JU A N . M ONTALVO F R A Y V IC E N T E S O L A N O JO SÉ P R ALTA F E D E R I

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.•‘LITERATURA SIG L O X IX (III) JU A N .

M ONTALVO

F R A Y V IC E N T E S O L A N O JO SÉ P R ALTA

F E D E R IC O G O N Z Á L E Z S U Á R E Z ^

M A R IE T T A D E V E M T E M I U A

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El siglo X IX ecuatoriano vio florecer insignes y polémi­ cos ensayistas, envueltos, casi todos, en los avatares políticos de la época. Vicen­ te Solano fue paradigmático en ello: insultador y terrible panfletista, fue también un escritor erudito, fiel a Bolí­ var, quien, sin embargo, se declaró adversario de la utopía monárquico-republi­ cana propuesta por el com­ bativo fraile. Más tarde, Juan Montalvo, fustigador de toda forma de tiranía, lleva el ensayo a un punto cimero como género litera­ rio e instrumento mediante el cual el intelectual, llama­ do por los requerimientos de la época a jugar un papel orientador en la arena polí­ tica, podía expresar su pen­ samiento y movilizar las conciencias. Este volumen, a más de Solano y Montalvo, ilustra sobre la obra de otros gran­ des ensayistas e historiado­ res de nuestro siglo xix: José Peralta, Federico Gon­ zález Suárez y, junto a ellos, una mujer que fue a la vez protagonista de hechos tras­ cendentes e historiadora de estilo austero y brillante: Marietta de Veintemilla.

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Literatura del siglo XIX (III)

BIBLIOTECA BÁSICA DE AUTORES ECUATORIANOS

BIBLIOTECA BÁSICA DE AUTORES ECUATORIANOS

© U niversidad T écnica P articular de Loja Proyecto editorial de la utpl (2015) L i t e r a t u r a d e l s i g l o X I X (III)

Primera edición 2015 ISBN de la Colección: 978-9942-08-773-7 ISBN-978-9942-08-765-2 Comité de honor utpl :

José Barbosa Corbacho M. Id. Rector

Santiago Acosta M. Id. Vicerrector

Gabriel García Torres Secretario General

A utoría y dirección general:

Juan Valdano Miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Española Coordinación:

Francisco Proaño Arandi Miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Española Revisión de textos:

Pamela Lalama Quinteros D iseño y diagramación:

Ernesto Proaño Vinueza I nvestigación y asesoría en diseño gráfico: Departamento de Marketing de la utpl, sede Loja D igitalización de textos: Pablo Tacuri ( utpl, sede Loja) I mpresión y encuadernación : EDiLOJACía. uda. URL: h ttp ://a u to r e s e c u a to r ia n o s .u tp l.e d u .e c /

Loja, Ecuador, 2015

Literatura del siglo XIX Juan Montalvo Fray Vicente Solano José Peralta Federico González Suárez Marietta de Veintemilla E s t u d io s O

in t r o d u c t o r io s :

s w a ld o A lv a r o

F r a n c is c o

E n c a la d a A le m

P r o a ñ o

á n A r a n d i

Aclaración: En la presente edición se conservó la versión original de los textos literarios seleccionados.

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J u a n M ontalvo

Sobre el autor / 11 El Espectador. Fray Miguel Corella (Fragmento) / 17 Las Catilinarias (Fragmento) / 24 Los héroes de la emancipación de la raza hispanoamericana. Simón Bolívar (Fragmento) / 28 F ray V ic en te S olano

Sobre el autor / 35 Máximas, sentencias y pensamientos (Fragmentos) / 41 Modelos de necrologías / 50 F ábu la s

El gallo, la zorra y el caballo / 52 Los cazadores y el conejo / 53 El burro político / 54 La libertad y la escoba / 58 La libertad y el borrico / 59 El buey y la garrapata / 60

índice J o sé P eralta

Sobre el autor / 63 Años de lucha (Fragmento) / 69 F eder ic o G onzález S uár ez

Sobre el autor / 85 Historia General del Ecuador (Fragmento) / 91 Hermosura de la naturaleza y sentimiento estético de ella (Fragmento) /104 M a r ie t t a d e V e in tem illa

Sobre la autora /121 P á g in a s d e l E c u a d o r

Lucha armada (Fragmento) /127 Viaje de exilio (Fragmento) /161

Juan Montalvo

Juan Montalvo

N ota biográfica

no de los más grandes prosistas de la lengua española, Juan Montalvo, nace en Ambato el 13 de abril de 1832. Dos años antes el Departamento del Sur se había sepa­ rado de la Gran Colombia, con el nombre de República del Ecua­ dor. Comenzaba una época de profundas turbulencias políticas en la cual el escritor ambateño sería protagonista, testigo y críti­ co inclaudicable, siempre comprometido con la causa de la liber­ tad del ser humano y de sus derechos, voz admonitiva contra las tiranías y, usando un término propio del siglo xx, un disidente.

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Luego de cursar los años escolares en Ambato, en el transcurso de una infancia más bien feliz —siempre recordaría el hermo­ so huerto de la quinta familiar de Ficoa—, Montalvo va a Quito, donde estudia en el Convictorio de San Femando y en el Semina­ rio de San Luis y luego la carrera de Derecho en la Universidad Central, estudios que abandona pronto. En 1857, el gobierno del general Francisco Robles lo envía a Eu­ ropa, con el cargo de adjunto civil a la Legación en Roma y luego como secretario de la Legación en París. Su estancia en Europa fue más bien breve (dos años), pero fructífera en experiencias y adquisición de conocimientos para un talentoso joven como

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era Montalvo. La nostalgia de la patria y el rumbo que tomaba la situación política en el país, hacen que renuncie y retome a su ciudad, Ambato, desde donde, sin embargo, sigue atento los acontecimientos, los cuales tenían como telón de fondo la conso­ lidación del régimen autoritario de García Moreno. Comienza entonces la publicación de El Cosmopolita, en cuyas páginas zahiere y enjuicia sistemáticamente al régimen garciano, lo que pronto le obliga a un nuevo exilio —esta vez como perse­ guido—, en Ipiales. Montalvo se encuentra así, apenas frisando la treintena, con su destino, en el cual confluyen el gran estilista y artista del lenguaje con el paladín de las libertades, inquisidor sin tregua de las tiranías. Su palabra es de una negatividad -esto es, contestataria, insurrecta- creadora, en el decir de la escritora Lupe Rumazo1: «escritura desacralizante [...] que niega para afir­ mar, dar con lo nuevo». Esta posición ética y política constituirá la línea fundamental que subyace a toda su obra y la firmeza con que cumplirá con ello será la causa de su tormentosa existencia, marcada por sucesivos exilios. En Panamá, en 1867, Eloy Alfaro le facilita un nuevo viaje a Euro­ pa, del que regresa pronto. En 1870 lo encontramos de nuevo en Ipiales. Allí permanecerá hasta 1876 y será una estancia fructífe­ ra para su creación literaria: comenzará la redacción de los Siete Tratados y de los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. La circulación clandestina de su panfleto La dictadura perpetua, contra García Moreno, habría encendido más el ánimo de los jó­ venes opositores que finalmente conspirarían para propiciar el asesinato del dictador el 6 de agosto de 1875. Por ello Montalvo pudo decir: «Mi pluma lo mató». De regreso en Quito inicia la publicación de El Regenerador. Pronto se instaura la dictadura de Ignacio de Veintemilla; Montalvo conspira; es tomado preso y enviado casi enseguida al

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Juan Montalvo

destierro. Escribe entonces contra Veintemilla y tratando de crear una conciencia militante frente a la tiranía, Las Catilinarias, obra que se publica en Panamá, en tanto que su autor se desplaza a París, en un nuevo exilio del que no volverá. En Europa es reconocido por figuras notables del mundo litera­ rio, entre ellos Edmundo D'Amicis, César Cantó, Juan Valera y otros. Desde la capital francesa debe enviar su respuesta, que tituló Mercurial Eclesiásticay a la Pastoral del Obispo Ordóñez, que prohibía la lectura de los Siete Tratados. Vive austeramente, en digna pobreza. Finalmente, un grave problema respiratorio lo lleva a la tumba el 17 de enero de 1889, en su habitación de la Rué Cardinet, número 26, en París.

O bra literaria

El Cosmopolita, periódico que aparecería por entregas entre ene­ ro de 1866 y enero de 1869. El Antropófago, 1872. La dictadura perpetua, 1874. El Regenerador, circularía por entregas desde junio de 1876 a agosto de 1878. Las Catilinarias, 1880-1882. Los Siete Tratados, 1881. La Mercurial Eclesiástica, 1884. El Espec­ tador, entre 1886 y 1888. Capítulos que se le olvidaron a Cer­ vantes (póstumamente, en 1895). Geometría Moral (también

póstumamente, en 1902). Juicio crítico Aunque escritor castizo por excelencia, la crítica ha señalado en su obra vertientes dispares, las que a la vez sustentan su estilo brillante e incomparable. Plutarco Naranjo subraya, en su escritura, la coexistencia armoniosa de tres corrientes «en general

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antitéticas»2: romanticismo, neoclasicismo y liberalismo. Gustavo Alfredo Jácome llama la atención, en detenido estudio, sobre la estructura barroca de la escritura de Montalvo, proveniente de su «apasionado estudio» de los clásicos del Siglo de Oro3. Se ha dicho también que el estilo montalvino presagia la futura prosa modernista —pulida, musical, imaginativa—. Al mismo tiempo fue un pionero en el género novela: lo prueban capítulos de los Siete Tratados y los Capítulos. Fue un gran ensayista erudito y apasionado que deja, muchas veces, volar su pluma en temas no necesariamente conexos con el principal, pero que enriquecen y deleitan, tal la fuerza de su lenguaje. Son famosas sus digresiones. Se ha llamado la atención sobre la diatriba y el insulto montalvinos, recursos a los que apela en el enjuiciamiento de sus enemigos políticos. Unamuno, leyendo Las Catilinarias, se declaró deslumbrado por el insulto montalvino, mientras que para Hernán Rodríguez Castelo este rasgo conduce en ciertos pasajes al esperpento4. Sin embargo, para Juan Valdano5, más allá del manejo demoledor del insulto que llamó la atención de Unamuno y de Benjamín Camón, establece la existencia de otros niveles acaso de mayor trascendencia en Las Catilinarias, obra, junto con la Mercurial Eclesiástica, paradigmática en cuanto al despliegue avasallador del insulto y la diatriba. Entre esos niveles, Valdano registra y analiza lo que constituía el ideario político y social de Montalvo, «su defensa de la vida, del hombre y de la cultura como genuina manifestación de lo humano», todo lo cual nos demuestra la riqueza, complejidad, la excelencia estilística y la universalidad de la obra entera de Montalvo. f p a

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Juan Montalvo N o ta s:

1 Rumazo, Lupe. «La negatívidad creadora de Montalvo». En Vivir en el exilio, tallar en nubes. Caracas: Edime, 1992, pág. 31. 2 Naranjo, Plutarco. Citado por Julio Pazos en «Juan Montalvo». Historia de las literaturas del Ecuador, Vol. 3. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/ Corporación Editora Nacional, 2002, pág. 195. 3 Jácome, Gustavo Alfredo. «Juan Montalvo». En Memorias del Coloquio

Internacional sobre Juan Montalvo, Ambato, del 14 al 22 de julio de 1988. Ambato: Fundación Friedrich Naumann, 1989. 4 Rodríguez Castelo, Hernán. «Prólogo». En Las Catilinarias. Guayaquil: Ariel, 1970. 5 Valdano, Juan. «Palabra y sentido en Las Catilinarias». En Las Catilinarias. Ambato: Ilustre Municipio de Ambato, 1987. B ib l io g r a f ía s o b r e e l a u t o r :

Actas del Coloquio deBesangon: Juan Montalvo en Francia. París: Imprimerie Jacques et Demontrond, 1976. Alarcón, César Augusto. Diccionario biográfico ecuatoriano. Quito: Editorial Raíces, FED, 2010. Anderson Imbert, Enrique. «La libertad estilística». En Historia de las literaturas del Ecuador, Vol. 3. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/ Corporación Editora Nacional, 2002. Barrera, Isaac J. Juan Montalvo. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1954. ______________ . Historia de la Literatura Ecuatoriana. Quito: Libresa, 1979. Barriga López, Leonardo y Franklin. Diccionario de la Literatura Ecuatoriana. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1973. Jácome, Gustavo Alfredo. «Juan Montalvo, escritor barroco». En Memorias del

Coloquio Internacional sobre Juan Montalvo, Ambato, del 14 al 22 dejulio de 1988. Quito: Fundación Friedrich Naumann, 1989. Naranjo, Plutarco. «Juan Montalvo, pensamiento fundamental». En Grandes pensadores del Ecuador, Vol. 1. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/ Corporación Editora Nacional, 2002. Pazos Barrera, Julio. «Juan Montalvo». En Historia de las literaturas del Ecuador, Vol. 3. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2002.

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Literatura del siglo xix Pérez Pimentel, Rodolfo. Diccionario biográfico ecuatoriano, T. VII. Guayaquil: Universidad de Guayaquil, [s. f.]. Pérez, Galo René. Literatura del Ecuador. 400 años. Crítica y selección. Quito: Abya Yala, 2001. Proaño Arandi, Francisco; Adoum, Alejandra. «Juan Montalvo». En Diplomáticos en la literatura ecuatoriana. Quito: AFESE, 2014. Reyes, Óscar Efrén. Vida de Juan Montalvo. Quito: Grupo América, 1935. Rodríguez Castelo, Hernán. «Prólogo». En Las Catilinarias. Guayaquil: Ariel, 1970. Rumazo, Lupe. «La negatividad creadora de Montalvo». En Vivir en el exilio, tallar en nubes. Caracas: Edime, 1992. Valdano, Juan. Léxico y símbolo en Las Catilinarias de Juan Montalvo. Otavalo: Instituto Otavaleño de Antropología, 1980. [Colección Pendoneros; 4 2 ].

Valdano, Juan. Introducción, selección y comentario de textos. Juan Montalvo. Quito: 1982. [Colección Biblioteca del Estudiante; 1]. Valdano, Juan. «Palabra y sentido en Las Catilinarias». En Las Catilinarias. Ambato: Ilustre Municipio de Ambato, 1987.

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El Espectador* (Fragmento)

Fray Miguel Corella

n el pueblo de Navarra vivía a principios del siglo decimo­ sexto un hombre llamado Miguel Corella; buen hombre que había sido alcalde, prioste de San Juan, síndico de la Virgen y hermano de muchas cofradías. Algo maduro ya, empezó a sentir las desventajas y los males del celibato, y se casó con una guapa vizcaína menor que él con tanta desproporción de años, que bien hubiera podido ser su hija. Todo fue a las mil maravi­ llas durante el primer año de matrimonio: don Miguel adoraba a su mujer, la cual parecía apreciar debidamente no menos el afecto de su marido que sus buenas prendas, correspondiendo a su amor de la manera más honesta y leal del mundo. Un día se vino para él una criada antigua de casa de sus padres, y le dijo en secreto que mirase por sí, que abriese el ojo y no fuese la burla de las gentes y la risa del pueblo. Don Miguel, espantado, exigió explicaciones; pero la vieja se cerró a la banda, y agregó que no sabía otra cosa, y que hombre prevenido estaba en camino. No pareciéndole suficiente su propia vigilancia, don Miguel se abrió a un hermano menor suyo que vivía con él, y le confió sus zo­ zobras y sus penas. Ayúdame, le dijo: Si algo ves, adviértemelo. Dios sabe si la he querido a ésta, y si he hecho obras de buen esposo. Si es verdad que me está engañando, sangre ha de correr aquí. No le he dado mi corazón y mi nombre para que me pague

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de este modo. £1 joven hizo presente a su hermano que la criada pudo haberse equivocado en algún indicio, y que no era prudente dar crédito así en un pronto a personas en quienes un celo exce­ sivo pudiera causar ilusiones y quimeras. Puede ser, replicó don Miguel; y por lo mismo no tomo por el camino del medio. Lo que quiero es cerciorarme: una vez que me halle en posesión de la verdad, haré ver que el hijo de los Corellas no desmerece de sus padres, quienes a nadie fueron inferiores en Navarra por lo to­ cante la honra. Celina ha sido siempre criada fiel y amorosa: algo ha visto, cuando me ha hecho esta advertencia. Don Miguel, dueño de sí mismo por de pronto, no dejó ver la menor alteración en su semblante, el menor cambio respecto de su mujer; fue ésta, al contrario, quien no pudo ocultar desde ese día una turbación y una timidez para con su marido, que dieron mucho peso al denuncio de la criada. ¿Le has dicho algo?, preguntó una vez don Miguel a su hermano; ¿le has dado a entender mis sospechas? Toribio Corella, que así se llamaba el muchacho, respondió que no; y que su cuñada había quizá echado de ver que era objeto de observación y vigilancia de parte de los dos hermanos. Los celos estaban encendidos en el pecho de ese hombre; y como esta pasión no puede permanecer oculta largo tiempo, andaba ya asomándose por la mirada, la sonrisa y las acciones de ese de quien se había apoderado con furia silenciosa. Cuando con mucha suavidad preguntaba a su mujer por la mañana: Dositea, ¿vas a misa hoy? Dositea veía bien que esa mansedumbre era forzada. Y cuando salía a misa, él, de lejos, embozado en su capa, la iba siguiendo y devorando con los ojos. Así pasaron más de seis meses, la una temblando de miedo, el otro hirviendo de cólera reprimida, pronta a romper el dique de la prudencia en la primer oportunidad. Nada vio durante un año. Un día llamó a la vieja criada y le dijo: Celina, o has mentido, o te has engañado: la he estado viendo con cien ojos: nada

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hay. Quiera el cielo, respondió la vieja, que el diablo me haya ofuscado la vista: si nada hay, mejor. Pero, hijo, yo te he criado, tú has mamado la leche de mis pechos, y no había de ir ahora a perturbarte la vida: así por puro gusto. He cumplido con mi deber, y mi conciencia está tranquila. Don Miguel principió a volver a su calma y serenidad, y el amor subió de punto cuando pensó que había hecho una ofensa gratuita a su mujer con las sospechas y la vigilancia debajo de las cuales estaba oprimida hacía tanto tiempo. Dositea se hallaba inocente, o era un monstruo de habilidad y disimulo. El hecho es que su marido recobró toda su confianza y siguió viviendo con ella como Dios manda, sin aludir en ningún caso a sus aprensiones pasadas. Devoto de suyo, don Miguel Corella tuvo por conveniente descontar de algún modo su mal proceder para con su esposa, yendo de peregrino, a pie y descalzo, a Santiago de Galicia. Unióse con otros amigos y parientes suyos, abrazó a su mujer, y se fue en efecto, dejando a su hermano Toribio el cuidado de la casa. La misma tarde se vio acometido de tal punzada en la tetilla, que le fue imposible continuar el viaje; antes entre sus amigos resolvieron que se volviese a su casa, acompañándole un primo suyo llamado Jaime Porres, y postergarse la romería, para la cual todos los meses del año son buenos. Don Miguel se volvió efectivamente. Por no echarse a dar aldabazos y más aldabazos a la puerta grande, entró a su casa, por una puertita del corral cuya llave acostumbraba cargar en la faltriquera, y halló a su hermano Toribio lindamente acomodado en su dormitorio. Si tiene un puñal, allí mata a los dos cómplices; pero a Santiago no se llevan armas, y con los puños no le fue posible vengarse de contado. Cuando la mala mujer se hubo puesto en cobro, el mal hermano, que había estado luchando a brazos con el peregrino, se escabulló como pudo, se libró y se fue a todo correr, dejando solo con su furor al pobre Don Miguel en esa horrible casa. Juró

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éste por Dios y por todos los santos del cielo meterle un puñal en el corazón hasta el cabo al traidor, aun cuando hubiese de esperar hasta el día del juicio. Tan bien se supo esconder aquel felón, que al cabo de dos años todavía no había podido su hermano adquirir el menor indicio de su paradero. Le buscó en los pueblos vecinos, andando disfrazado; hizo viaje a varias provincias en donde pensaba pudiera haber tomado refugio; pasó al reino de Aragón, por un soplo que le dieron de que se le había visto en Zaragoza. Nada y nada. Le tragó la tierra al veinte veces desleal y picaro, y don Miguel vio perdida su venganza, frustrado el juramento que había hecho de matarle. Cansado este hombre de tanto aborrecer, extenuada su naturale­ za por esa larga sed de sangre, se convirtió de repente, se confesó, pidió perdón público, y dijo en la iglesia, después de comulgar en misa mayor, que a su vez perdonaba a su hermano, porque las malas pasiones habían muerto en él, habiéndose dignado el Señor llamarle a la caridad y el arrepentimiento. El pueblo ala­ bó mucho la humillación de don Miguel; sus parientes y amigos fueron a su casa; él abrazó a todos con lágrimas en los ojos, ma­ nifestándoles el propósito que tenía de ordenarse y entregarse de un modo absoluto al servicio de Dios y la Iglesia; pues su mujer había muerto en su escondite, agobiada por los remordimientos, el desprecio público y la mala vida. Don Miguel, dicho y hecho, se puso a estudiar teología y moral con unos padres muy sabios que le recibieron en su convento, en donde fue novicio y corista más de dos años; ni quiso tomar las órdenes sino cuando las pruebas de la paz de su alma y la sinceridad de su conversión fuesen lar­ gas e irrecusables. Hombre de buen entendimiento, se hizo tam­ bién al estudio de la teología y los cánones, que al año estuvo apto para presentar un certamen, en el cual sostuvo con brillo las más graves y difíciles proposiciones; y en tres años de labor constante,

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se opuso a una cátedra de las principales, y se la llevó contra fray Eustaquio de los Ángeles, cuyo ingenio y saber daban golpe en el convento. Mas por donde sobresalió realmente fray Miguel Corella fue por su vocación para el púlpito, donde era un podero­ so señor sobre las conciencias y los corazones. Un día predicó tal sermón acerca de la caridad y el perdón de las injurias, que enemigos mortales de veinte años se abrazaron y reconciliaron buscándose unos a otros. Así es que fray Miguel, corista aún por pura modestia, era ya uno de los padres venerables y de lo más respetados del convento. Llegó por fin el día, y se ordenó de ma­ yores. El ilustre Cabildo, el corregidor, el pueblo todo le honró con su presencia cuando cantó misa, para dar a esta ceremonia toda la solemnidad que estaba requiriendo tan sabio y benemé­ rito eclesiástico. Según la costumbre de esos tiempos, después de la bendición, el sacerdote se hacía a un lado en el altar mayor, e iba recibiendo y abrazando a sus parientes inmediatos. Venía el abuelo, si lo había, y daba paz en el rostro al misacantano. En seguida el padre, y hacía otro tanto. Después los hermanos, y así hasta las últimas personas de la familia. Don Miguel, en postura humilde, abrazó a todos los suyos. Cuando entraba a la sacristía a divertirse, porque nadie se presentaba ya, Toribio, su hermano, medio empujado y medio arrastrado por varias personas, salió de entre la muchedumbre y, pálido, trémulo, se tiró de rodillas ante el sacerdote, quien le hizo levantar con mucho amor, le dio un beso de paz, y sacando bonitamente un puñal de debajo de la casulla, con súbita furia, se lo enterró hasta el cabo en el corazón diciendo: ¡Hermanito, nada has perdido por haber esperado! Aterrados los circunstantes, nadie sabía lo que se hacía. Mientras los hombres daban voces, lloraban las mujeres y chillaban los ni­ ños, el fraile se tiró afuera, y fue gritando por las calles: ¡Sacri­ legio! ¡Sacrilegio! La gente pensó que algo estaba sucediendo en

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la iglesia, y acudió a ella; con lo cual el fratricida tuvo tiempo de huir y desaparecer. La santa hermandad se echó tras él en todas direcciones; se hicieron expresos a los pueblos y las ciudades ve­ cinas; se ofreció dos mil maravedises al que le matase en donde quiera: todo en vano, porque el fraile no fue visto ni oído en tierra de España. Unos decían que se le había hallado comido de perros en un derrumbadero; otros, que el diablo había cargado con él en cuerpo y alma. El horror que dejó en el país este caso increíble de venganza, fue igual, por lo menos, a la veneración que había infundido aquel admirable sacerdote. Una noche, a las dos de la mañana, tres personas se asomaron por las orillas del Tíber en profundo silencio. Las dos iban a pie, la tercera a caballo. Este personaje llevaba un cuerpo muerto atravesado a la grupa. Cuando llegaron a cierto punto, el jinete hizo una seña: los dos hombres tomaron el cadáver, el uno por la cabeza, el otro por los pies, y lo dispararon al agua. Miguel, dijo el caballero, lávale el anca a mi caballo. El criado mojó un paño y lavó cuidadosamente al animal que estaba chorreando sangre, como que el ilustrísimo César Borgia, hijo de su santidad Alejan­ dro Vi, acababa de dar de puñaladas a su hermano el duque de Gandía en una encrucijada del Trastebere. Don Miguel Corella fue por largo tiempo el esbirro de más confianza de César Bor­ gia, hasta cuando sus pecados le hicieron caer en manos de un piquete de españoles que andaban de ronda una noche en Nápoles. Negó por lo pronto su personalidad; más un caballero que le había oído en Navarra el famoso sermón acerca del perdón de las injurias, dijo que ése era el genuino fray Miguel Corella. Otros navarros que había en el ejército español confirmaron el testimo­ nio del caballero, y tanto por los crímenes con que había servido a César Borgia, cuanto por la proscripción que pesaba sobre él en su patria, el Gran Capitán le hizo ahorcar a mediodía, para satis­ facción de todo el mundo.

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Este pasaje consta en las crónicas españolas del siglo decimosex­ to. El conde de Fabraquer lo recuerda en dos palabras: yo le he dado la extensión y el corte de novela que tiene en este escrito; pero el crimen espantoso cometido al pie del altar es histórico, lo mismo que el castigo que el Gran Capitán le dio a ese malvado en Nápoles.

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Las Catilinarias Segunda (Fragmento) Tanto monta Mote de la empresa de Fernando el Católico

na tiranía fundada con engaño, sostenida por el cri­ men, yacente en una insondable profundidad de vicios y tinieblas, podrá prevalecer por algunos años sobre la fuerza de los pueblos. Las más de las veces, la culpa se la tienen ellos mismos: como todas las cosas, la tiranía principia, madura y perece; y como todas las enfermedades y los males, al princi­ pio opone escasa resistencia, por cuanto aún no se ha dado el vuelo con que romperá después por leyes y costumbres. La tira­ nía es como el amor, comienza burla burlando, toma cuerpo si hay quien la sufra, y habremos de echar mano a las armas para contrarrestar al fin sus infernales exigencias. A la primera de las suyas, alce la frente el pueblo, hiera el suelo con el pie, échele un grito, y de seguro se ahorra azaz de tribulaciones y desgra­ cias. Avino que un hombre de fuerte voluntad mandase azotar un anciano condecorado con el título de procer de la independencia: hízole azotar, y voló a esconderse, mientras veía cómo la toma­ ban grandes y pequeños. Un clérigo andaba por esas calles gri­ tando: pueblo vil, ¿no lapidas a ese monstruo? Un coronel se fue para el escondite y le dijo al azotador: salga vuecelencia; el pue­ blo aguanta todo. Su excelencia salió, y fue García Moreno. Ig­ nacio Veintemilla ha salido también: si los ecuatorianos le dejan seguir adelante, serán el pueblo de Capadocia, ese pueblo infame que no aceptó la libertad cuando se la ofrecieron.

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Principio quieren las cosas, dice Juan de Mallara. Comer y rascar, todo es principiar, responde el gobernador Griego. Los refranes son advertencias preñadas en sabiduría: el vulgo es el príncipe de los filósofos, que arropado con su manto de mil colores está pasando y repasando en vaivén perpetuo del Pórtico al Liceo, del Liceo a la Academia. Súfranle los primeros desmanes a ese can­ didato del patíbulo, y por entre los cascos echará uñas el anima­ lito de Dios. Le sufrieron, las echó, y tan largas, que es prodigio: el molino está picado: ahora ha de comer, se ha de rascar hasta que le rasquen a él con el machete. La maldad de un gobernante puede consistir en su propia naturaleza; del ejercicio de ella, los que padecen en silencio son culpables. Ignacio Veintemilla (¡oh triste fuerza de la necesidad! proferir este nombre es humillación impuesta por los deberes a la patria; es vergüenza que deja ar­ diendo el alma: ¿qué es, quién es este desconocido que se llama Ignacio Veintemilla?). Ignacio Veintemilla principió engañando, hizo luego algunos ensayos groseros de despotismo: le salieron bien, pasó adelante. La codicia es en él ímpetu irracional, los bie­ nes ajenos carne, y los devora como tigre. A boca llena y de mil amores llamaba yo tirano a García Moreno; hay en este adjetivo uno como título: la grandeza de la especie humana, en sombra vaga, comparece entre las maldades y los crímenes del hombre fuerte y desgraciado a quien el mundo da esa denominación. Ju­ lio César fue tirano, en cuanto se alzó con la libertad de Roma; pero ¡qué hombre! inteligencia, sabiduría, valor, todas las pren­ das y virtudes que endiosan al varón excelso. En Süa había de zorro y de león, de cómico y de rey, de persona mortal y de Dios. Napoleón fue también tirano, y en su vasta capacidad intelectual giraba el universo, rendidas las naciones al poder de su brazo. Tirano sin prendas morales, sin virtudes ni prestigio de ningún género, no se compadece con la opinión que el filósofo suele te­ ner de esos hombres raros que se vuelven temibles por la fuerza,

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y llenan los ámbitos del mundo con el trueno de su nombre. El individuo vulgar a quien saca de la nada la fortuna y le pone so­ bre el trono o bajo el solio, por más que derrame sangre, si la derrama con bajeza y cobardía, no será tirano; será malhechor, simple y llanamente. Hablando de nosotros, achicándonos, descendiendo a la órbita como un arito donde giran nuestros hombres y nuestras cosas, podemos decir que don Gabriel García Moreno fue tirano: inte­ ligencia, audacia, ímpetu; sus acciones atroces fueron siempre consumadas con admirable franqueza; adoraba al verdugo, pero aborrecía al asesino; su altar era el cadalso, y rendía culto pú­ blico a sus dioses, que estaban allí danzando, para embeleso de su alto sacerdote. Ambicioso, muy ambicioso, de mando, poder, predominio; inverecundo salteador de las rentas públicas, codi­ cioso ruin que se apodera de todo sin mirar en nada, no. Si García Moreno robó, lo que se llama robar, mía fe, señor fiscal, o vos, justicia mayor de la República, que lo hizo con habilidad e mane­ ra. Un periódico notable de los conservadores lo acusó de tener en un banco de Inglaterra un millón y medio de pesos. El tiem­ po, testigo fidedigno, aún no depone contra ese terrible difunto: allá veremos si sus malas mañas fueron a tanto; en todo caso, su consumada prudencia para sinrazones y desaguisados al Erario, queda en limpio. Ignacio Veintemilla no ha sido ni será jamás tirano: la mengua de su cerebro es tal, que no va gran trecho de él a un bruto. Su cora­ zón no late; se revuelca en un montón de cieno. Sus pasiones son las bajas, las insanas; sus ímpetus, los de la materia corrompi­ da e impulsada por el demonio. El primero soberbia, el segundo avaricia, el tercero lujuria, el cuarto ira, el quinto gula, el sexto envidia, el séptimo pereza; ésta es la caparazón de esa carne que se llama Ignacio Veintemilla.

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Soberbio. Si un animal pudiera rebelarse contra el Altísimo, él se rebelara, y fuera a servir de rufián a Lucifer. «Yo y Pío ix», «yo y Napoleón», éste es su modo de hablar. Entre los volátiles, el guacamayo y el loro se acomodan a la pronunciación humana: si hubiera cuadrúpedos que gozasen del mismo privilegio, los ecua­ torianos vivirían persuadidos de que su dueño le crió enseñán­ dole a decir: «Yo y Pío IX», «yo y Napoleón». Un célebre bailarín del siglo pasado solía decir de buena fe: no hay sino tres grandes hombres en Europa: yo, el rey de Prusia y Voltaire. Pero ese far­ sante sabía siquiera bailar, tenía su oficio, y en él era perfecto: el rey de las ranas, la viga con estómago y banda presidencial que se llama Ignacio Veintemilla, ¿sabe bailar? Zapatecas en el aire, de medio arriba vestido, y de medio abajo desnudo, puede ser que las haga, cuando amores de la República le escamonden qui­ tándole su vestimento para pedirle cuenta y razón de traiciones y fechorías. Entretanto, puede seguir diciendo: «Yo y el presidente de los Estados Unidos». [...]

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Los héroes de la emancipación de la raza hispanoamericana Simón Bolívar (Fragmento) l tiempo que el Genio de la guerra se coronaba emperador de Francia por mano de un pontífice cautivo, corría la Eu­ ropa un hijo del Nuevo Mundo, poseído de inquietud in­ definible que no le daba punto de reposo. De ciudad en ciudad, de gente en gente, ni el estudio le distrae, ni los placeres le encade­ nan, y pasa, y vuelve y se agita como la pitonisa atormentada por un secreto divino. Est Deus in nobis, exclama el poeta, gimiendo bajo el poder de Apolo, en la desesperación que le causa la tiranía de las Musas. Dios está en el pecho del poeta, Dios en el del filó­ sofo, Dios en el del santo, Dios en el del héroe, Dios en el de todo hombre que nace al mundo con destino digno de su Creador: Be­ lleza, verdad, beatitud son cosas dignas de él: la libertad es tam­ bién digna de él: él es el libre por excelencia: la libertad es bella, verdadera, santa, y por lo mismo tres veces digna de Dios. No el Genio impuro del vicio, ni el amable Genio del placer le poseen a ese desconocido, sino un Genio superior a todos, el primero en la jerarquía mundana, el Genio de la libertad encendido en las llamas del cielo. Tiene un dios en el corazón, dios vivo, activo, exigente, y de allí proviene el desasosiego con que lucha, sintien­ do cosas que no alcanza, deseando cosas que no sabe. El dios sin nombre, el dios oculto a quien adoraban en Atenas, le pareció a San Pablo la divinidad más respetable. La más respetable, sí, pero la más temible, la más insufrible, por cuanto el seno del hombre

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no ofrece tanto espacio como requiere la grandeza de un dios que se extiende infinitamente por lo desconocido. De Madrid a Pa­ rís, de París a Viena, de Viena a Berlín, de Berlín a Londres no para el extranjero: ¿qué desea? ¿qué busca? El dios de su pecho le atormenta, pero él no le conoce todavía, si bien columbra algo de grande en la obscuridad del porvenir, y ve apuntar en el horizon­ te la luz que ha de ahuyentar la hambrienta sombra que le devora el alma. No podemos decir que no procurase poner remedio a su inquietud, cuando sabemos por él mismo que en tres sema­ nas echó a mal treinta mil duros en una de esas capitales, como quien quisiese apartar los ojos de sí mismo, dando consigo en un turbión de logros y deleites. O era más bien que tenía por mise­ rables sus riquezas sino daba como rey, él que había nacido para rehusar las ofertas de cien agradecidos pueblos. Si la vanidad no es flaco de las naturalezas elevadas, el esplendor les suele influir, en ocasiones: mal de príncipes, si ya la inclinación a lo grande es enfermedad en ningún caso. Llamábase Bolívar ese americano; el cual sabiendo al fin para lo que había nacido, sintió convertirse en vida inmensa y firme la desesperación que le mataba. La grande, muda, inerme presa que España había devorado trescientos largos años, echa al fin la primer queja y da una sacudida. Los patriotas sucumben, el verdugo se declara en ejercicio de su ministerio, y el Pichincha siente los pies bañados con la sangre de los hijos mayores de la patria. Bien sabían éstos que el fruto de su atrevimiento sería su muerte; no quisieron, sino dar la señal, y dejar prendido el fuego que acabaría por destruir al poderoso tan extremado en la opre­ sión como dueño de llevarla adelante. ¿Qué nombre tiene ese ofrecer la vida sin probabilidad ninguna de salir con el intento? Sacrificio; y los que se sacrifican son mártires; y los mártires se vuelven santos; y los santos gozan de la veneración del mundo. Nuestros santos, los santos de la libertad, santos de la patria, si

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no tienen altares en los templos, los tienen en nuestros corazo­ nes, sus nombres están grabados en la frente de nuestras mon­ tañas, nuestros ríos respetan la sangre corrida por sus márgenes y huyen de borrar esas manchas sagradas. Miranda, Madariaga, Roscio a las cadenas; Torres, Caldas, Pombo, al patíbulo. Pero los que cogieron la flor de la tumba, los que desfilaron primero hacia la eternidad coronados de espinas bendecidas en el templo de la patria, se llaman Ascásubi, Salinas, Morales, y otros hombres, grandes en su obscuridad misma, grandes por el fín con que se entregaron al cadalso, primogénitos escogidos para el misterio de la redención de Sud América. La primera voz de independen­ cia fue a extinguirse en el sepulcro: Quito, primera en intentarla, había de ser última en disfrutarla: así estaba de Dios, y doce años más de cautiverio se los había de resarcir en su montaña el más virtuoso de los héroes. Ese ¡ay! de tan ilustres víctimas; ese ¡ay! que quería decir: ¡Americanos, despertaos! ¡americanos, alas ar­ mas! llegó a Bolívar y él se creyó citado para ante la posteridad por el Nuevo Mundo que ponía en sus manos sus destinos. Presta el oído, salta de alegría, se yergue y vuela hacia donde tiene un compromiso tácitamente contraído con las generaciones venide­ ras. Vuela, mas no antes de vacar a una promesa que tenía hecha al monte Sacro, mausoleo de la Roma libre, porque el espíritu de Cincinato y de Furio Camilo le asistieran en la obra estupenda a la cual iba a poner los hombros. Medita, ora, se encomienda al Dios de los ejércitos, y en nao veloz cruza los mares a tomar lo que en su patria le corresponde de peligro y gloria. Peleó Bolívar en las primeras campañas de la emancipación a órdenes de los proceres que, ganándole en edad, le ganaban en experiencia; y fue tan modesto mientras hubo uno a quien juzgó superior, como fiero cuando vio que nadie le superaba. Bolívar, después del primer fracaso de la república, tuvo la desgracia de

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ser uno de los que arrestaron al generalísimo, achacándole un se­ creto que no podía caber en la conducta de tan claro varón, solda­ do de la libertad que había corrido el mundo en busca de gloriosa muerte. Si historiador o cronista ha explicado el motivo de esa vergonzosa rendición del ejército patriota, no lo sé. Sin batalla, sin derrota, seis mil valientes capaces de embestir con Jeijes ba­ jan las armas ante enemigo menor en número, sin más capitán que un aventurero levantado, no por las virtudes militares, sino por la fortuna. Miranda expió su falta con largos años de prisión, agonizando en un calabozo, donde no padeció mayor tormento que el no haber vuelto a tener noticia de su adorada Venezuela, hasta que rindió el espíritu en manos del único a quien es dado saber todas las cosas. No era Bolívar el mayor de los oficiales cuando hubo para sí el mando del ejército; y con ser de los más jóvenes, principió a gobernarle como general envejecido en las cosas de la guerra. Hombre de juicio recto y voluntad soberana, aunque temblaran cielos y tierra sus órdenes habían de ser obedecidas. En los ojos tenía el domador de la insolencia, pues verle airado era morirse el atrevido. Estaba su corazón tomado de un fluido celestial, y no era mucho que su fuego saliese afuera ardiendo en la mirada y la palabra. La fuerza física nada puede contra ese poder interno que obra sobre los demás por medios tan misteriosos como irresisti­ bles. Los hombres extraordinarios en los ojos tienen rayos con que alumbran y animan, aterran y pulverizan. Pirro, agonizante, hace caer de la mano la espada del que iba a cortarle la cabeza, con una mirada, ¡qué mirada! eléctrica, espantosa: en ella fulgu­ ran el cielo y el infierno. Mario pone en fuga al cimbrio que viene a asesinarle, sin moverse, con solo echarle la vista; y se dice que la mirada de César Borgia era cosa imposible de sostener. El Ge­ neral Páez habla de los ojos de Bolívar encareciendo el vigor de

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esa luz profunda, la viveza con que centellaban en ocasiones de exaltación. Y sino, ¿por dónde había de verse el foco que arde en el pecho de ciertos hombres amasados de fuego y de inteligen­ cia? La medianía, la frialdad, la estupidez miran como la luna, y aun pudieran no tener ojos. Júpiter mueve los suyos, y treme el firmamento. Homero sabía muy bien lo que convenía a los in­ mortales. [...] N ota:

* Textos tomados de Fisiología de la risa y otros textos. Quito: Ministerio de Educación del Ecuador, 2009

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Fray Vicente Solano

Fray Vicente Solano

N ota biográfica

olano (Cuenca, 16 de octubre de 1791 - 1 de abril de 1865) es el punto de arranque de la Ilustración y la Modernidad en Cuenca. Para poder comprender a cabalidad la presen­ cia y la época de Solano hay que tener en cuenta los siguientes antecedentes:

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Primero: el primer gran remezón para la cultura colonial domi­ nada totalmente por los estrechos horizontes de la religión es la llegada de la Misión Geodésica Francesa en 1736 a las tierras de lo que posteriormente sería la República del Ecuador. Tiempo después los académicos se establecen en Cuenca, con la finali­ dad de realizar mediciones que permitan establecer la verdadera forma de la tierra. Los científicos trabajan entre Irquis, Tarqui y Cuenca. Por eso es que al cerro que antes se lo denominaba Puguín, se lo llamará, a partir de entonces, Francesurco. La presencia de la Misión Geodésica es la primera clarinada de una nueva forma de hacer ciencia, alejada ya de la disputa me­ dieval y teológica, y basada, ahora sí, en la observación de la na­ turaleza. En la obra de Solano se encuentran ya algunos atisbos de esta actitud en los artículos: Extensión del océano, su profun­ didad y Elevación de los montes, donde todavía trata de compa­ ginar la opinión bíblica con las observaciones de los viajeros y científicos.

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El segundo antecedente es la presencia de Alejandro von Humboldt (1769-1859) y Bompland en nuestra tierra. Humboldt fue un estudioso de las ciencias de la naturaleza: Botánica, Zoología, Mineralogía, Geología, Orografía, corrientes marinas, todo le interesaba; y por donde pasaba dejaba una huella imbo­ rrable, que se traducía después en nuevos trabajos científicos. Humboldt y Bompland estuvieron en Bogotá en 1801 con Mutis y los miembros de la expedición botánica. El tercer antecedente, algo ya más próximo a la época en que vi­ vió Solano es la presencia de Francisco José de Caldas (nacido en Popayán, 1768), que formaba parte de la expedición botánica de Mutis (fundada en Bogotá en 1781). Caldas es considerado como el más célebre detractor de Cuenca. Estuvo en la ciudad en el año 1804. Su juicio sobre el estado de los estudios es el siguien­ te: «Las letras están en cero en esta capital; no hay ni nociones ligeras, ni noticias de las ciencias. Un poco de mala gramática es toda la educación pública que presenta Cuenca a su juventud»1. Un pensamiento muy parecido es expresado años más tarde por Solano en su Segundo viaje a Loja (1849), lo que demuestra que la educación no había avanzado: «No basta que tengamos doc­ tores en Teología y en ambos derechos, médicos y gramáticos. En suma, si el Ecuador quiere elevarse a la altura de las naciones ilustradas es menester que se persuada de que no debe conten­ tarse con lo que tiene». Caldas realizó estudios de Botánica sobre las plantas de los Andes ecuatorianos. Fruto de ello son su «Quinología» (estudio sobre los árboles de quina o cascarilla) y la «Carta botánica del virrei­ nato de Nueva Granada», donde clasifica a las plantas en tres grupos: plantas medicinales, plantas útiles para la subsistencia y para las artes, y plantas de aplicación desconocida o vegetación en general.

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La exploración y recolección botánica de Caldas se reproduce — aunque en menor escala—en los dos viajes de Solano a Loja (no es coincidencia que Solano haya viajado precisamente a Loja, la región donde se había descubierto el poder curativo de la quina). En el «Objeto» de su viaje Solano dice: «Este fue el deseo de hacer algunas observaciones sobre la cascarilla en el monte Uritosinga, tan afamado por las especies de quinos que produce».

O bra

La obra de Solano puede clasificarse por géneros: C omo periodista y polemista. L os

primeros periódicos de Cuenca

fueron fundados por él: El eco del Asuay1 (1828). El telescopio (1828-1829. La alforja (1829). Semanario eclesiástico (1835). La luz (1843). La escoba (1854-1858). La verdad (1858). El eco del Asuay marca el inicio del periodismo en Cuenca. La

razón de su nombre la explica el mismo Solano: No solo debe hacer oír su voz al simple ciudadano ante la autoridad y ante el público, sino, y con mayor derecho corresponde a la colectividad, porque en esta se reúnen todos los derechos y pesan todas las obligacio­ nes, y es quien demanda el remedio de las necesidades que le aquejan. No quiero que se diga el eco del P. Solano, sino el eco del Asuay; del conjunto de ciudadanos que viven bajo el amparo de unas mismas leyes y aspiran a la conservación del mejor bien social. La prensa tiene su voz y voto, y a ella le corresponde puesto de primacía, para que los gobiernos la atiendan y el pueblo se eduque en una vida social digna de amar a Dios y a servir a la Patria.

Dentro de este mismo género deben ubicarsé sus Cartas ecuato­ rianas, 19 en total.

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La predestinación y reprobación de los hombres, según el sentido genuino de las Escrituras y la razón (1828), C omo teólogo.

obra que fue incluida dentro del índice de libros prohibidos por la iglesia. La prohibición se levantó en 1853. C omo filósofo de la historia .

Bosquejo de la Europa y de la

América en igoo (1839). C omo filósofo moralista. Máximas, sentencias y pensamientos.

Primer viaje a Loja (1848). Segundo viaje a Loja (1849). Y artículos sobre física e historia natural, como Los cetonios, o Cuestión de oriente. Como naturalista.

Como literato la labor de Solano se encuentra únicamente en artículos sueltos, algunos de ellos verdaderamente antológicos como es el caso de los Modelos de necrologías, Anécdota, Bravatas, Fragmento de un manuscri­ to caído de la luna, Fábulas. Como crítico literario: Reflexiones sobre la poesía, Juicio imparcial sobre el poema intitulado La virgen del sol, leyenda indiana, por J. L. Mera. C omo literato y crítico literario.

En este campo Solano tradujo, hacia 1850, la Guerra catilinaria, de Salustio. La finalidad de esta traducción no es solamente la de un ejercicio de humanista, sino que está pensada en la educación y mejoramiento de su pueblo. C omo traductor.

J uicio crítico

Lengua y estilo: la vena polémica y la actitud combativa de Solano lo llevaron a la diatriba. Antes de Montalvo, no existe en la literatura ecuatoriana nadie con la capacidad de insultar y ofender hasta destrozar a sus enemigos, como Solano. A veces,

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inclusive se puede pensar que las lacerantes y acerbas palabras de Montalvo se hubiesen nutrido de las páginas de Solano. Por ejemplo: «Dejemos a este infeliz anciano revolcarse en su fango, ya que no podemos curar su manía» (Carta V). Montalvo, al refe­ rirse a Veintemilla dice: «la mengua de su cerebro es tal, que no va gran trecho de él a un bruto. Su corazón no late, se revuelca en un montón de cieno». Además del insulto usa el humor, y dentro de este aspecto, y como ya lo hizo el gran Francisco de Quevedo, Solano inventa palabras o las modifica para acoplarlas a las situaciones. Véase, por ejemplo, la introducción a la polémica con Antonio José de Irisarri: EPÍSTOLA CRÍTICO-BALANZORIO-MOLONDRÓNICA A LOS EDITORES DE LA BALANZA, FLOR Y NATA DE LOS GERUNDIOS

POR FR. JUSTO PORRAZO, NATURAL DELA VILLA DE BURLÓN, YAUTOR DE LAS PÍLDORAS INFALIBLES CONTRA LA BALANZO-MANÍA DEDICATORIA A LAS MADRES DE LOS BALANCEROS Augustas madres de tantos muchachos, que no son ranas, ni tampoco machos. Vuestros votos sinceros hicieron balanceros. ¡Madres felices, mucho más dichosas que cuantas han parido algunas cosas! Os tributo homenajes por estos partos que no son salvajes; y de esto la probanza todos admiran en nuestra Balanza. ¡Oh qué ventura, qué bella tajada tendrán los chicos de esta gran camada!

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(i) Estos versos son muy malos, y por consiguiente parecidos a los que hacen los balanceros. Pero como los vicios dominantes de este siglo sean el hacer malos versos y robar, yo me contento con el primero, y doy gracias al cielo por haberme preservado del segundo.

La sátira y la ironía están presentes en muchos pasajes de sus obras periodísticas y literarias, sobre todo en las fábulas, tan ac­ tuales siempre, especialmente en El burro político. La figura de Solano es de tal importancia en la vida cultural de Cuenca que, se puede decir, la cultura ilustrada, el periodismo, la crítica literaria, el humor comienzan con él. OE N ota:

1En el original. i

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B ib l io g r a f ía s o b r e e l a u t o r :

Cueva Tamariz, Agustín. «Las ideas biológicas del Padre Solano». En Semblanzas biotipológicas. Cuenca: Colegio Nacional Benigno Malo, 1944. Uoret Bastidas, Antonio. «Fray Vicente Solano». En Historia de las literaturas del Ecuador, Vol. 3. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2002. Rodríguez Castelo, Hernán. Obras escogidas, T. I. Guayaquil: Ariel, [s. f.]. Sacoto, Antonio. «Fray Vicente Solano». En El ensayo ecuatoriano. Cuenca: Universidad del Azuay, 1992. Muñoz Vemaza, Alberto. «Fray Vicente Solano». En Orígenes de la nacionalidad ecuatoriana. Quito: Corporación Editora Nacional, 1984.

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Máximas, sentencias y pensamientos* (Fragmentos) A Abogado.—La superioridad de talentos de un abogado, o de un general de ejército, no consiste en que éste gane todas las batallas y aquél todos los pleitos; sino en que cada uno sepa desistir opor­ tunamente de lo que no pueda ganar. Abundancia.—La abundancia de víveres prueba escasez de dine­ ro; así la multitud de leyes es signo de poca libertad. Aduladores.—Los aduladores y pretendientes son como los por­ dioseros, que no miran la virtud o los vicios de las personas, sino la posibilidad de éstas para dar algo. Ambición.—La democracia es la infancia de la ambición; la aris­ tocracia es la vejez. Bienaventurados los ambiciosos, porque de ellos es el reino de este mundo. Amistad.—Tener amistad con todos no es posible ni convenien­ te; pero amar a todos es posible y necesario. La amistad es un género que cuesta muy caro. El que no tiene amigos se expone a perecer, y el que los tiene, a ver desenga­ ños. En el comercio de este mundo no se compra el consuelo sino como una mercadería preciosa de un país pestífero. La amistad es como la hermosura, que varía según el tiempo, y al ñn se acaba.

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La amistad es una planta que se marchita sin el riego de los regalos. Amigo.—Conviene que tu amigo sea algunas veces amargo; por­ que, si siempre fuera dulce, tal vez te lo comerías todo. Amor paterno.—Por más que ames a tus padres, nunca llegarás a exceder su amor. Los padres comúnmente pecan por exceso, y los hijos por defecto. El amor es una atracción: la fuerza atractiva está en los padres. Si te emancipas de ellos, no por eso se acaban tus relaciones. Ve un árbol, y observarás que las hojas y frutos se desprenden y caen al pie del tronco que los produjo, para fecun­ darlo y producir arbolillos a su presencia. Casi toda la naturaleza presenta fenómenos semejantes. Amor de la patria.—El filósofo ama su patria, y quiere verla en un estado de perfección; el ciudadano la ama, aunque sea imper­ fecta, porque es su patria. El uno es un adulto, que se avergüenza de las imperfecciones de su madre, y el otro es un niño que se complace con ella, según las impresiones de la naturaleza. Véase por qué hay más patriotismo en el ciudadano que en el filósofo. ¿Y qué es un ciudadano? Es un hombre que mira su patria como el mejor punto del universo. Un hombre que morirá por ella, sin el fanatismo de Catón y la imprudencia de Pompeyo. Amor propio.—El amor propio es el fénix de los vicios: vive mu­ cho tiempo, y cuando muere renace de sus propias cenizas. El amor propio es un veneno como todos los demás: útil en algu­ nos casos. Menos daño te causará tocar un avispero, que el amor propio de los hombres. [...]

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B [...] Brutos.— Los brutos no son felices, ni infelices; porque no conocen su estado. La Religión excita nuestra compasión con respecto a los brutos, mucho mejor que las reflexiones de Pitágoras y los cuadros de Hogart. Si los brutos tuviesen alma racional, semejante a la nuestra, ha­ rían en la moral, en las ciencias y en las artes, mayores progresos que nosotros y nos darían mejor trato que el que nosotros damos a ellos. C Calaveras.—No sólo hay calaveras en los cementerios, sino tam­ bién en los palacios y en las casas más decentes. £1 vulgo teme las primeras, y el sensato las segundas. Calvario y Tabor.—Todo el mundo es Jerusalén, que tiene más cerca el Calvario que el Tabor. Celebridad.—Si los hombres supiesen que la celebridad es una tentación muy peligrosa, ciertamente no la buscarían con tanto ardor. Censura.— La censura es tan necesaria en el mundo, como el movimiento. Sin éste se destruiría el mundo físico; sin aquélla el mundo moral. La censura se diferencia de la detracción en sus causas y en sus efectos. La una nace del odio al vicio, y la otra de la envidia o del furor. La primera reforma y la segunda destruye.

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El hombre no puede vivir sin censurar o detractar. Por esto, los gobiernos que impiden la censura de los escritores públicos, no hacen sino fomentar la detracción, y, por consiguiente, la desmo­ ralización de la sociedad. Ciencia.— Si la ciencia se vendiese, muy pocos la comprarían; porque son muy pocos los que conocen el mérito de ella. El árbol de la ciencia produce muchas flores y pocos frutos. Por esta razón, las verdades que conocemos, que son los frutos, son en muy corto número y todo lo demás son conjeturas, hipótesis, sistemas y teorías: iflores del árbol de la ciencia! La ciencia es como el sol, que ilumina todo el sistema solar; pero muy pocos rayos tocan al hombre. [...]

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Demonio.— El demonio es un cero en el guarismo de nuestras culpas: los números que dan todo el valor somos nosotros mismos. Despotismo.— El despotismo literario es tan temible como el político. En la república de las letras se ven, a veces, dictadores como en la sociedad política. No es tan nocivo al progreso de las luces el despotismo, como el que sea el jefe de la nación un pedante. Los siglos de Alejandro, de Augusto, de Luis xiv, fueron brillantes. ¿Por qué la Inglaterra no hizo progresos bajo el reinado de Jacobo I? —Porque Jacobo, a pesar de que los ingleses le llamaban el Salomón de su siglo, no era Salomón, sino un pedante. —¿Por qué la Prusia con Federico II, llamado el Grande, no se aventajó, como debía,

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con su academia de Berlín, Voltaire, Maupertuis, etc.? Porque Federico no era sabio, sino un pedante. —El pedante sostiene a los literatos con el brazo izquierdo, y los deprime con el derecho. El pedante quiere singularizarse, y si tiene el mando supremo, es el Cromwel de la literatura. [...] Dios.—Si fuese posible ignorar la existencia de Dios, también se­ ría posible comprender su esencia: no se ignora ni se comprende sino lo finito. Nadie ignora la existencia de la tierra, del aire, del fuego, del agua; porque estos elementos están en relación con nuestro ser físico. Mucho menos se puede ignorar la existencia de Dios, por ser mayor la relación de la constitución física y moral del hombre con su creador, que la de los elementos con nuestro cuerpo. Si la existencia de Dios fuese una invención humana, como quie­ ren los ateístas, el inventor de una cosa tan admirable merecería los honores divinos. Se daría una idolatría excusable, o más bien, no habría idolatría. Entre todos los señores, el menos servido es Dios: entre todos los reyes, el menos obedecido es Dios: entre todos los padres, el menos amado es Dios. Dios es todo y para el hombre es nada. Doctores.—Si todos los doctores fuesen doctos, la ciencia sería muy vulgar, y, por consiguiente, despreciable. Felizmente sucede en la carrera de las ciencias lo que en los juegos olímpicos: muchos corrían y muy pocos eran dignos del premio. Dolor.—El dolor es un aire mortífero que respira el hombre des­ de su nacimiento. El placer es un céfiro que vivifica y pasa.

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E Economía.—La economía es a la riqueza lo que la luz a los obje­ tos. Sin luz, no hay visión; sin economía, no hay riqueza. Ecuador.— El Ecuador nunca puede ser una República grande mientras exista entre la Nueva-Granada y el Perú, así como no puede progresar una planta oprimida por dos cuerpos enormes. Séneca era un filósofo tocado del spleen, y por tanto nos dejó los siguientes versos en su tragedia intitulada Troas (Las Troyanas), act. 4.0 Dulce moerenti populus dolentum, Dulce lamentis resonare gentes.

Si Séneca hubiese vivido en este tiempo y en el Ecuador, sin duda habría estado como en su centro disfrutando de tantos dolores y angustias que experimentamos; porque verdaderamente, en la época actual, nuestra pobre patria es el populus dolentum del fi­ lósofo español. Sin embargo, no habría dejado de reírse algunas veces asistiendo a las graciosas comedias políticas que se repre­ sentan entre nosotros. [...] G Granadinos.—Un escritor granadino ha dicho: el Ecuador es una nación degenerada. Esta censura maligna me ha inspirado la fá­ bula siguiente: L a garza y la tortuga

—Volátil más pesado que la garza No se conoce, la tortuga dijo. La otra contesta: —¿Tú, mezquina en todo,

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Necia, pretendes, sin que te conozcas, Formar censuras de mis movimientos, Cuando los tuyos mucho son más lentos? Si el Ecuador, como afirmas, Es nación degenerada, Yo te digo de mi parte: También la Nueva Granada. Con esta composición Que no juzgo peregrina, El Ecuador queda igual A la nación granadina. Son dos hermanas coquetas Que de una madre nacieron: Colombia las engendró Y ellas serán lo que fueron. Si padeces de insomnios y quieres dormir como una marmota, conversa con ciertos políticos granadinos y ecuatorianos. Y si duermes mucho, la vocinglería de los peruanos te quitará el sueño. M Matrimonio.—El matrimonio es santo, y por lo mismo está lleno de trabajos. Mentira.—La mentira es muy fecunda: si echas una, verás nacer innumerables. Tres clases de hombres se han hecho dueños de la mentira: los mercaderes, los viajeros y los historiadores.

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N Nación.—Tres algos hacen la prosperidad de cualquier nación. Algo de piratería, algo de infidelidad y algo de conquista. Los ro­ manos y cartagineses comenzaron con estos algos, y se acabaron por exceso. Algunas naciones de Europa tienen también estos al­ gos; y se acabaron como los romanos y los cartagineses. P [...] Política.— El campo de la política tiene tres zonas: frígida, templada y ardiente. Un buen político desecha los extremos y adopta el medio. La política ecuatoriana, aunque muy complicada, es fácil com­ prenderla. En el Ecuador no hay más que dos partidos: uno de engañadores y otro de engañados. Aquí viene la exclamación de Shakespeare: ¡Poorpeople! ¡Pobre pueblo! Prensa.—La prensa es un fuego que ilumina y quema. Hace lo primero, si es imparcial; y lo segundo, si procede con parcialidad. La imparcialidad no consiste en no tener partido alguno, sino en que no se sostenga una facción: partido y facción son cosas dis­ tintas. La prensa, si al menos no dice como Quevedo: Verdades diré en camisa —poco menos que desnudas—, no merece el nombre de republicana. La verdad desnuda conviene a las repúblicas. La prensa ecuatoriana ha sido hasta ahora como una vieja rega­ ñona, que habla mucho y hace peores a sus hijos y domésticos.

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T Tontos.— Los tontos son necesarios en la sociedad, como las sombras para la perfección de un cuadro. V Vengativo.—No hay espectáculo más bello para el vengativo, que el enemigo muerto. Vicio.—Jamás quiere el vicio presentarse con su propio ropaje, sino con el de la virtud. Las costuras, el corte, el color de estos ropajes son los mismos; pero la materia es distinta. De aquí resulta que los que saben discernirla no se dejan engañar de la apariencia. Vida.— La vida no es otra cosa que un apoyo para saltar de la cima al lecho de la muerte.

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Modelos de necrologías Para la muerte de un perro El día... de tal mes... del presente año, falleció el virtuoso perro Tragahuesos, dejando en la más dolorosa situación a su dueño y a todos los individuos de su casa. Era ñel custodio de ella, adictísimo a su amo; por manera que, si hubiera tenido alma racional, habría sido un excelente perio­ dista. En la caza era tan veloz, que podía apostárselas a un pre­ tendiente. Su olfato era exquisito, y olía más que un político ras­ trero. Tantas virtudes, juntas con las que manifestó en su última agonía, le merecerán, sin duda, un lugar distinguido en la región de los Perros. Un muchacho de casa.

Para la muerte de un gato ¡Oh muerte! ¡Muerte que no perdonas ni las garras racionales ni las animales! ¡Tu tijera, o tu guadaña, para cortar el hilo de la vida de los mortales, vale más que las garras de éstos; el inmortal Felisandros ha sido la víctima de tu fiereza! Gato delicadísimo que no se mantenía de ratones, sino sólo de pan y queso. Era la diversión de los chicos; el modelo más acabado de todos los gatos de la vecindad; activo, estudioso, metido en todo, podía os­ curecer la gloria de cualquiera pedante de nuestro siglo. Su viuda Gatigata se halla inconsolable y promete no contraer otras nup-

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das, en memoria y reverenda de su finado esposo, si no es con algún gato honrado, que tenga más garras. Los partidarios del Gato.

Para la muerte de una casada Ayer falleció la Sra. N. llena de virtudes teologales, cardinales y de todas sus hijas. Fue arrebatada de este mundo en la flor de su edad, a los sesenta y cinco años. Sus virtudes domésticas no tienen comparación; educó a sus hijos con el mayor esmero, pues les daba de comer cada vez que ellos le pedían. En lo demás, los dejaba jugar y holgarse a sus anchas. Fue muy religiosa, y ha dejado monumentos de su piedad que pasarán a sus herederos juntamente con los ajuares domésticos. Vivió irreprensiblemen­ te con su esposo, a quien jamás intentó ponerle cuernos por su inocencia. Los parientes.

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Fábulas

El gallo, la zorra y el caballo Un gallo se holgaba a sus anchas en un muladar, mejor que un sultán en su serrallo. Acercósele una zorra y le habló de una ma­ nera muy dulce y seductora: «Señor, le dijo, no hay ave más her­ mosa, y lo que más os recomienda, es esa voz sonora y melodiosa, superior a la de todos los cantores de los bosques: sólo vuestro padre os excedía en el canto, y era porque cerraba los ojos cuando cantaba.» «—¡Hola! dijo el gallo, si esto era así, vamos al caso.» Bate las alas y cierra los ojos, a ñn de hacer más melodioso su canto. Al instante la zorra se arroja sobre él y corre con su presa al bosque. Por desgracia tenía que pasar por un campo en que había perros y pastores, quienes la persiguieron. «Mira, no seas boba, grita el cautivo; levanta tu voz y diles: este gallo es mío, nada tenéis que hacer ni con él ni conmigo...»

Abraza el consejo la zorra y para esto era menester soltar al gallo. Este, viéndose libre, vuela y se coloca en un árbol. ¡Cómo se en­ gañan mutuamente los picaros! La astuta zorra, al verse burlada de un animalejo al cual había engañado, llena de rabia, dijo: «Maldita sea la boca que habla cuando debe callar.» —«Maldito sea el ojo, replicó el gallo, que se cierra cuando debe velar.»

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Un caballo, que presenció toda esta escena, moralizó así: «El ga­ llo, por presumido, casi muere; y la zorra, por habladora, ha per­ dido su presa.» Con razón dice el proverbio: tres muchos y tres pocos son perniciosos al hombre: hablar mucho y saber poco, gastar mucho y tener poco: presumir mucho y valer poco.

Los cazadores y el conejo Los estudiantes salieron a caza de perdices, y no encontrándo­ las en el lugar frecuentado, se decían: «¿Qué se habrán hecho las perdices? Algunos cazadores... algún animal... algún viento recio...» Mientras discurrían así, saltó un conejo del inmediato soto. Uno de los cazadores, que tenía su arma preparada, le dis­ paró inmediatamente. Herido el conejo, abrió sus moribundos labios para quejarse: «Señores, les dijo: Vds. han salido a caza de perdices y no de conejos.» —«Es verdad, contestó el tirador; pero el fin de la caza es llevar algo a casa, sean perdices, conejos, palomas, u otras cosas semejantes.» —«¡Oh, cómo se conoce que Vds. desempeñan perfectamente el papel de grandes políticos!» dijo el conejo, y murió. El conejo habló la verdad. ¿Hay cosa más común que ver a los hombres convertir la política en caza, para llevar algo a casa? Uno caza empleos; otro dignidades; éste honores; aquél caza dinero... Y no solo aquí tenemos estos político-cazadores, en Europa lo hacen mejor que nosotros. El inglés caza la India; el francés, la Argelia; el español quiere cazar Marruecos; el ruso no pierde las esperanzas de cazar Constantinopla, después de haber cazado la Polonia para sí, para el Austria y para la Prusia. Víctor Manuel, rey de Cerdeña, Mazzini, Garibaldi y otros piensan cazar toda la Italia, etc., etc., etc.

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El burro político En cierta ocasión, no me acuerdo en qué tiempo y en qué lugar, convocó el león a sus vasallos para una asamblea. Ya que los tuvo reunidos, les habló de esta manera: «Señores, ya sabéis el cuida­ do que, como rey, tengo de vuestro bienestar. Las calamidades públicas me afectan demasiado, y quisiera remediarlas, oyendo vuestro consejo. Veo que la mayor parte de nuestros trabajos proviene de que no somos enteramente ilustrados. Es verdad que entre nosotros hay muchísimos profesores de ciencias y artes; pero nos falta lo más necesario. El gato es excelente geómetra; ni Euclides, ni Arquímedes supieron tomar tan bien las distancias, como nuestro gato para hacer presa. El oso blanco es un famoso navegante: plantado en una montaña de nieve, recorre los ma­ res polares sin peligro alguno. El buey es un agricultor sin igual. Tenemos para la guerra innumerables individuos: el oso, el tigre, la pantera, el rinoceronte, el elefante y otros, nos defienden con sus armas y con su valor contra las invasiones de nuestros feroces enemigos, los hombres. ¿Qué diré de la medicina, de esta cien­ cia tan útil a los mortales? Uno de ellos, el médico y naturalista Virey, no pudo menos de confesar nuestra superioridad sobre su especie, en estos términos: Los primeros doctores en medicina han sido los animales. En fin, señores, no quiero cansar vues­ tra atención; vosotros sabéis mejor que yo los talentos con que os dotó la naturaleza; pero es preciso confesar que no tenemos un político que nos dirija; la política es ignorada entre nosotros; y así, indicadme cuál de vosotros puede ejercer esta profesión, o de qué medios nos valdremos para conseguir tan importante objeto.» La zorra tomó primeramente la palabra y dijo: «Señor, lo que vuestra majestad quiere, consiste en la astucia; pues me acuerdo haber oído a un hombre que la política no es más que el arte de

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cubrir el corazón de león con la piel de zorra. No faltan animales

astutísimos entre nosotros, y V. M. puede escoger a cualquiera de ellos, comunicándole su gran corazón.» Un mono de cola asidora, queriendo ser preferido en la política, habló así: «No me gusta la idea del preopinante. La astucia, aun­ que algo valga, mejor es para la política el ser bailarín de cuerda. ¡Cómo divierte! ¡Cómo burla los ojos más perspicaces! ¡Qué ha­ bilidad en recorrer todo, de un extremo a otro, como lo hace el mono en su cuerda! Luego no carecemos de uno que desempeñe perfectamente el papel de político.» «Sin entrar en discusiones sobre la idea del mono, replicó el ti­ gre, digo que éste no puede ser político, porque es un anarquista. ¿Quién ignora que en los momentos de su libertad todo lo desor­ dena? Recorre los techos y abre goteras; rompe los utensilios de casa; trastorna cuanto encuentra, y algunas veces se hace feroz. ¿Esta es política? Acaba de decir S. M. el león, que tenemos bue­ nos defensores de la patria en el oso, en el tigre, en el elefante, etc.; y yo creo que la política consiste en defender los Estados contra las invasiones extranjeras y movimientos interiores. Hay muchísimos animales para este efecto, como se os ha hecho ver. Si carecemos de espadas y de cañones, tenemos buenas garras y colmillos...»

El caballo, que hasta entonces había guardado silencio, esperando la oportunidad de hacer recaer la profesión de político en alguno de su familia, se expresó así: «El tigre ha propuesto una calidad política, pero ella sola no es suñciente. Si así fuera, yo también pretendería ser político, porque más de una vez, con peligro de mi vida, me he hallado entre las filas de los soldados en los campos de batalla. La fuerza sola es propia de las monarquías absolutas; y la nuestra es limitada, como lo prueban la generosidad y el liberalismo de nuestro monarca, convocando

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la presente asamblea. Muchas cualidades se requieren para la profesión propuesta; y yo soy de parecer que el único que puede desempeñarla es mi pariente, el borrico. Recorramos lo principal y apliquémosle. 1. °, el político debe ser paciente; una política fogosa es propia de bisoños o de tiranos. ¿Qué habría sido de Esparta sin la pa­ ciencia de Licurgo? Un petulante, no pudiendo sufrir las leyes de este célebre legislador, le dio un garrotazo con que le hirió el ojo derecho. Licurgo, sin quejarse, sacó su pañuelo para restañar la sangre, y se retiró a su casa. El borrico es incomparablemente más pacienzudo que Licurgo. ¡Cuántos palos no sufre y sufrirá sin quejarse! 2. °, el político debe enseñar el modo de llevarlas cargas del Estado. En materia de cargas ¿quién más instruido que el borrico? 3.0, el político debe ser desinteresado, no teniendo otro objeto que el adelantamiento del pueblo. Y ¿quién más parco, ni más desinteresado que mi pariente? Se contenta con muy poco: una pequeña cantidad de paja o de cebada le basta. 4.0, un político debe ser en lo exterior muy afable; pero de tal suerte, que algunas veces levante su voz para aterrar a los de­ lincuentes. No ignoráis, señores, que el borrico reúne estas dos cualidades. Su rebuzno es tan fuerte y tan sonoro, que es capaz de imponer a todos los animales. El rugido del león, el mugido del buey, el relincho del caballo, etc., no llegan ni a la mitad de esa voz de trueno del señor jumento. Sólo Júpiter tonante puede excederle, disparando sus rayos y conmoviendo los cielos...» Iba a continuar el caballo, cuando en toda la asamblea se levantó una voz uniforme de aprobación. El león fue el primero en suscribir a las razones de la elocuencia equina, porque no quería

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en su reino un político con garras ni con cuernos. Los animales fuertes, como el oso, el tigre, la pantera, etc., suscribieron también, porque les parecía que podrían fácilmente hacer su presa del gran político. Los débiles como la zorra, el mono y otros, aprobaron con mucho gusto, en la inteligencia de que podrían abusar de la simpleza del borrico. En fin, todos gritaron: «¡Qué viva el borrico! ¡Qué viva nuestro político improvisado! ¡Qué se le dé prontamente una prensa y una tribuna para que emita sus oráculos políticos!» El borrico les dio las gracias con un rebuzno muy retumbante y con un sacudimiento de orejas no acostumbrado, y se instaló en su nueva profesión, sin atender a la incompatibilidad de borrico y político. »

¿Cuál es la moral de esta fabulita? Amigo lector, ya la tengo dicha. ¿Acaso no has visto en toda tu vida burros con empleos de categoría?

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La libertad y la escoba La Escoba y la Libertad iban juntas caminando; y la Libertad le dijo: —Piensa como voy pensando. —Está bien.... ¿pero qué llevas? —Pan y queso voy llevando. —Pues no pienso como tú actualmente estás pensando. La Escoba dijo:—Muy bien; porque la venalidad en todo lugar y tiempo excluye la libertad.

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La libertad y el borrico Del cielo vino la libertad, y aquí buscaba donde posar. Todos la echaron con impiedad, y fue la pobre a un muladar. Allí un borrico la dejó entrar, pensando que era su ángel de paz. Estaba atado de más a más, según refiere la historia asnal. —Rompe estos lazos para buscar por esos mundos tranquilidad; Dijo el jumento sin vacilar; soltóle luego la libertad. Desde entonces, en honor de un hecho tan singular, se apropiaron los borricos el nombre de libertad.

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El buey y la garrapata Allá en tierras de mi abuela el buey diz que trabajaba, y sin cesar le mordía una feroz garrapata. Fatigado y doloroso, al ver mordidas sus patas, con paciencia el animal díjole aquestas palabras: «Bien se ve que tú no puedes dejar tu costumbre mala; yo trabajo, tú me picas: ¿a quién le toca la palma?» Tantos útiles autores, a críticos garrapatas pueden decir esto mismo por sus censuras amargas. N ota:

* Todas las referencias y los fragmentos se han extraído de las Obras de Fray Vicente Solano, editadas en 1892, en Barcelona, imprenta «La Hormiga de Oro».

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José Peralta

José Peralta

N ota biográfica

onfusos son los datos acerca del nacimiento de José Peralta, aunque se sabe que fue hijo del párroco de Gualleturo, Cañar, doctor José Serrano Naranjo, y de Joaquina Peralta. Estamos hablando del año 1855. Lo que sí se conoce a ciencia cierta es que luego de pasar sus primeros años en la hacienda Chaupiyunga, es enviado a Cuenca, junto con su madre, y allí cursa con los jesuítas los estudios secundarios. Más tarde, en 1873, sigue los estudios de Derecho en la universidad. En los años inmediatamente subsiguientes se perfila como periodista, ferviente católico y amigo de otros intelectuales jóvenes, entre ellos Honorato Vázquez y Remigio Crespo Toral.

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En 1877 funda el periódico El Deber y colabora desde 1881 con El Correo del Azuay. Sus ataques a la dictadura de Veintemilla, desde una perspectiva de defensa de la religión, determinan su prisión en Cuenca y confinamientos en Guayaquil y Loja. No obstante, por esta misma época, comienza a dudar de su adhesión a la Iglesia e, influenciado por decisivas lecturas, deriva pronto sus simpatías hacia el liberalismo. En realidad, Peralta nunca abandonó su fe católica; su posición fue más bien anticlerical, esto es, contra el excesivo dominio político, económico y educacional que desde la época garciana ejercía la Iglesia sobre la sociedad.

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Convencido de la causa liberal, Peralta despliega una activa labor como escritor político hasta convertirse en uno de los principales ideólogos de esa vertiente política. Debido a ello se verá envuelto en diversas polémicas y persecuciones de carácter político. En 1895, con el triunfo de la Revolución Liberal, será blanco de intrigas por parte del ala más moderada del liberalismo, pero Eloy Alfaro confiará en él y lo nombrará, primero, ministro de Hacienda y, luego, de Instrucción Pública y de Relaciones Exteriores, durante su primera administración. Desde tan altas posiciones promovió el programa de fondo del liberalismo radical: la instauración del laicismo y la incorporación de la mujer a la educación, la adopción de medidas para frenar el poder económico eclesiástico, acciones encaminadas a eliminar el concertaje de indios, impulso la construcción del ferrocarril Guayaquil-Quito, entre otras tareas trascendentes. No acepta ser canciller del gobierno de Leónidas Plaza, dadas las intrigas antialfaristas de este político y solo volverá a ejercer esas funciones en 1910, año en el cual se destacó como artífice, junto con Alfaro, de una política soberana y firme contra las pretensiones expansionistas del Perú. Tras la muerte de Alfaro, se vio obligado a sufrir el exilio, en Lima, en el inicio de un largo periplo de persecuciones, destierros y confrontaciones con el poder en manos, en aquellos años, del liberalismo plutocrático. Finalmente, muere, desengañado, en 1937, dejando una extensa obra ensayística y la impronta de un pensamiento que, sin dejar de ser básicamente liberal, derivaría a posiciones claramente antiimperialistas (en lo que fue un adelantado para su época) y de reivindicación social.

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José Peralta O bra literaria

Peralta fue fundamentalmente un escritor político, aunque cultivó también el relato de corte costumbrista, la leyenda, la poesía, e incluso la novela y el teatro. Su obra es extensa, y una gran parte de ella se publicó de manera postuma. Cabe, de su prolífíca producción, destacar los títulos siguientes: En ensayo: Casus belli del clero azuayo (1898), La cuestión religiosa y el poder público en el Ecuador (1901), ¿Ineptitud o traición? (1904), Porrazos a Porrillo (1905), La venta del territorio y los peculados (1906), Documentos diplomáticos relativos al conflicto actual con el Perú (1910), El régimen liberal y el régimen conservadorjuzgados por sus obras (1911), Compte rendu (1920), Para la Historia (1920), Breve exposición históricojurídica de nuestra controversia de límites con el Perú (1925), El Monaquismo (1931). Postumamente: Eloy Alfaro y sus victimarios (1951, obra escrita en 1918), La esclavitud de la América Latina (escrita en 1927, pero publicada en 1961), Ensayos filosóficos (1961), Teorías del Universo (1967), La moral teológica, en dos volúmenes (1974), La naturaleza ante la teología y la ciencia (1974), Años de lucha, en tres tomos (19741976), La controversia limítrofe: un enfoque histórico (1995), Mis memorias políticas (1995, 2012), Lecciones sobre Historia Universal del Derecho (2003), Raza de víboras (2005), Escritos del destierro (2008).

En novela: Soledad. Apuntes para una leyenda. Cuadros de costumbres: Tipos de mi tierra (escritos antes de 1910, pero publicados en 1974). Leyendas históricas: Chumbóte, Yumblas, Las Tres Cruces.

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Cuento: Sebastián Pinillo. Teatro: Las catacumbas1. Y una importante obra periodística en los medios que él mismo fundó como La Libertad, La Linterna, La Verdad, La Época y El Constitucional.

J uicio crítico

Como ensayista político, Peralta fue poseedor de una prosa directa, elegante, clara, y, a la par, combativa, desacralizadora2, que recuerda a Montalvo en sus fases de polemista, pero que a la vez evoluciona de acuerdo con las vicisitudes de su pensamiento. De católico ferviente, Peralta se vuelve un revolucionario liberal radical y, más tarde, ante la derrota del alfarismo, deriva hacia posiciones cercanas al socialismo emergente en América Latina y cuya nota más característica es el antiimperialismo. Pese a esto último, fue, más que nada, un liberal progresista y un humanista. Carlos Paladines3 ubica al ideólogo liberal en la comente de lo que denomina «espiritualismo heterodoxo» o «racionalista», que permite aunar religiosidad con liberalismo político, corriente iniciada ya (según Paladines) por Juan Montalvo y seguida por otros connotados pensadores como Abelardo Moncayo, Roberto Andrade o Luis A. Martínez. Como novelista, su obra Soledad. Apuntes para una leyenda, mereció un juicio severo y adverso de Manuel J. Calle4. FPA

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José Peralta N ota s:

1Cárdenas Reyes, María Cristina. «José Peralta». En Historia de las literaturas del Ecuador. Literatura de la República, 1895-1925, Vol. 4. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2002, págs. 192-193* 2 Proaño Arandi, Francisco; Adoum, Alejandra. «José Peralta. Uno y múltiple». En Diplomáticos en la literatura ecuatoriana. Quito: AFESE, 2014, pág. 126. 3 Paladines, Carlos. «El pensamiento filosófico de José Peralta». En Visión actual de José Peralta. Quito: Fundación Friedrich Naumann, 1988, pág. 734 Citado por Ángel F. Rojas. En La novela ecuatoriana. Quito: Clásicos Ariel, [s. f.], págs. 111-112. B ib l io g r a f ía s o b r e e l a u t o r :

Albornoz, César. «José Peralta: Evolución de un pensamiento creador». En Ciencias Sociales, revista de la Escuela de Sociología y Ciencias Políticas, N.° 21. Quito: Universidad Central del Ecuador/Docutech, 2004. ______________ . «José Peralta: del liberalismo radical al socialismo». En

Textos y contextos, revista Teórica de la Facultad de Comunicación Social, No. 4. Quito: Universidad Central del Ecuador, 2005. Cárdenas Reyes, María Cristina. «José Peralta». En Historia de las literaturas del Ecuador. Literatura de la República, 1895-1925. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2002. Cordero, Juan. «Estudio introductorio a Peralta José». Pensamiento filosófico y político. Quito: Banco Central del Ecuador, 1981. [Biblioteca Básica del Pensamiento Ecuatoriano]. Núñez, Jorge. «José Peralta, un pensador latinoamericano en la época de emergencia del imperialismo». En Historia política del siglo XIX. Quito: Corporación Editora Nacional, 1992. [Colección Nuestra Patria es América; 3]. Pérez Pimentel, Rodolfo. Diccionario biográfico ecuatoriano, T. IX. Guayaquil: Universidad de Guayaquil, [s. f.]. Robles L., Marco. «Peralta honra al Ecuador». En El Observador, N.° 36,2 0 0 6 . Rojas, Ángel F. La novela ecuatoriana. Quito: Clásicos Ariel, [s. f.]. Varios autores. Visión actual de José Peralta. Quito: Fundación Friedrich Naumann, 1989.

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Años de lucha (Fragmento)

De «El problema obrero»

l problema obrero debe preocupar a los hombres de Esta­ do, y especialmente a los liberales; porque es un torrente que crece, que brama, que mina los diques y amenaza des­ bordarse; torrente que es menester encauzar y dirigir sabiamente para evitar cataclismos. Y precisa confesar que la razón está de parte del obrerismo. La historia del pueblo se puede compen­ diar en un gemido prolongado, tristísimo, de agonía infinita, que repercute a través de los siglos, como una maldición contra los inmisericordes explotadores del rebaño humano; contra la injus­ ticia que dividió a los hombres en señores y siervos, en verdugos y víctimas resignadas y cobardes. Abrid la historia y horrorizaos ante los dolores sin cuento, el martirio perpetuo, el arroyo no in­ terrumpido de lágrimas y sangre, con que las razas esclavas han marcado su luctuoso paso por el mundo. Mirad esas multitudes, agobiadas por el látigo y bajo un clima de fuego, levantando esos templos y palacios de Asiría, esas pirámides de las orillas del Nilo, todos esos monumentos de Belbek y Palmira que han desafiado la acción destructora del tiempo, y que aún dan testimonio de los milagros de la servidumbre. ¡Cuántas fatigas, cuánto esfuerzo, cuántos inútiles lamentos, cuántas víctimas caídas en la ruda y colosal faena, para satisfacer la insensata sed de inmortalidad de los tiranos! Comparad el bocado de pan que prolongaba la vida

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de esos infelices obreros, con las gotas de sudor, las lágrimas y gemidos que ese insuficiente alimento les costaba, y veréis toda la magnitud de la injusticia y la desventura que pesaba sobre los antiguos pueblos. A este lado de los mares existía un continente rico, civilizado, floreciente, exento de los vicios y crímenes del viejo mundo. El imperio de los incas gozaba de un gobierno patriarcal, eminentemente humanitario, con una religión basada en el amor y la clemencia mutua; religión de cuyos altares se había proscrito todo sacrificio de sangre, toda expiación dolorosa, todo culto contrario a los dictados de la razón y la naturaleza. Ese imperio era regido por leyes sabias, previsoras, altruistas y tendientes al mantenimiento de la paz y la fraternidad recíprocas entre los súbditos, a producir la felicidad común, sin esfuerzo y bajo la égida protectora del soberano, verdadero padre y guardián de los pueblos. Pero la ambición penetró en este imperio modelo, so pretexto de extender la fe cristiana; y la felonía, la traición, la ferocidad, destruyendo aquella envidiable civilización, sacrificaron impíamente a príncipes que confiaron en la buena fe y lealtad de sus ingratos huéspedes, degollaron multitudes de indios inocentes e indefensos, martirizaron a muchos caciques para arrancarles sus riquezas, adiestraron perros de presa para perseguir a los fugitivos, en fin, transformaron en yermo aquel vasto y floreciente imperio. Los indios, condenados al rudimentario y mortífero trabajo de las minas, transportados de un clima a otro para labrar las tierras de las encomiendas, maltratados y vejados de todas maneras por sus desalmados tiranos, fueron pereciendo en aquel continuado martirio, al extremo de que Humboldt calcula que en su tiempo apenas quedaban unos pocos miles de de esos desgraciados, como resto de la inmensa población incásica. Entonces fue preciso buscar nuevos siervos; y los reyes propagandistas de la doctrina y la fe de

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Cristo, favorecieron la trata de negros, condenados a la esclavitud por la maldición de Noé a su hijo Cam, que se había reído de él, viéndolo borracho. Los teólogos justificaron con dicha maldición la caza de negros, crimen atroz contra la humanidad y la religión redentora de Jesús; y los negreros talaron y despoblaron las costas de África para proveer de esclavos a la cristiandad americana. Cazábanlos como a fieras, y los trasportaban inhumanamente lejos de la patria y de sus más tiernos afectos, a morir en tierra extraña, víctimas de la crueldad y la tiranía de los plantadores de caña de azúcar o de los explotadores de minas, sin otro crimen que el color de la piel, que los sacerdotes habían señalado como sello celestial de predestinación para la servidumbre. Ya no se contaban los cautivos negros por cabezas, sino por toneladas, según los privilegios de los reyes de España y Portugal para la importación de esa abominable mercancía a los lugares de consumo en América. Crímenes fueron del tiempo y no de España —dice un poeta—; pero ese tiempo, sostenido y prolongado por los hábitos adqui­ ridos durante la dominación española, perdura hasta nuestros mismos días, de libertad y adelanto. Mirad, si no, la desdichada suerte de nuestros indios en la sierra; cruzad la alta planicie y contemplad la choza indiana, esa como pocilga infecta, oscura y húmeda, apenas cubierta de paja, donde viven hacinados, indígenas y animales, en asquerosa comunidad, mostrándonos el fiel emblema de la más espantosa miseria, de la degradación llevada a su último término. El indio, dueño antes de todo el territorio, no tiene hoy un solo palmo de tierra propia, salvo raras excepciones; y el miserable pegujal que cultiva tan penosamente, no es sino la mera prenda de esclavitud; pertenece al amo que explota al siervo, lo veja, lo azota, lo mantiene por cál­ culo egoísta en la ignorancia y la abyección más completa. Ni luz

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para la inteligencia, ni nociones de moral para la conciencia, ni esperanzas de mejora en su condición, ni una mirada hacia arri­ ba, ni una idea de dignidad y adelanto, ni una llamarada de rubor en las mejillas del degenerado siervo, nada de lo que demuestra al hombre consciente, hallaréis en el infeliz paria ecuatoriano; si no es la resignación estúpida con el abatimiento actual, el apego fatalista a la miseria que lo abruma, el encariñamiento inexplica­ ble con la desventura, como si la reconociera por condición natu­ ral e inherente a su raza. El indio no conoce el placer del espíritu, ni las elevadas expan­ siones del corazón. Su música plañidera, gemebunda, tristísima, simboliza como ya se ha dicho toda su existencia dolorosa, todo el destino cruel de una raza esclavizada, toda la amargura y la agonía del alma incásica que revela en sus notas musicales y en su canto, la mortal nostalgia de su antigua felicidad y opulencia. La misma embriaguez en el indio, reviste los caracteres de estu­ pidez doliente, de imbecilidad que tortura el corazón de quien contempla esos voluntarios embrutecimientos del dolor y la de­ gradación sin remedio ni esperanza. Ylos hombres de Estado pasan de largo sin parar mientes en tan grande desventura; y el sacerdote pasa junto al indio sin recordar que es su hermano, la oveja cuya guarda le confió Cristo; y pasan aun los filántropos, sin volver la vista hacia un pesar tan recon­ centrado, sin tender la diestra a esa caída raza que está clamando por la redención justiciera. Sólo Urbina y Alfaro pensaron seria­ mente en aliviar la suerte del indio; y son los únicos que merecen llamarse iniciadores de la obra magna de reparación y justicia para los esclavos de la gleba en nuestra República. Volved ahora la vista al proletariado de las ciudades, a ese in­ menso grupo de víctimas de la justicia social, de la inmisericorde

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ambición del capitalista, de la imprevisión de las leyes y el cri­ minal descuido de los gobernantes. Penetrad en esos antros de la miseria, de la desesperación, de la muerte. El obrero no halla trabajo, y sus pequeños ahorros están ya consumidos; la esposa enferma carece de alimento y medicinas; los hijos hambreados ensordecen con sus gemidos; el casero aumenta las angustias de ese hogar desgraciado, con la cruel exigencia del arrendamiento vencido; y hasta el recaudador de impuestos llega a tiempo para colmar la copa de acibar que apura el desdichado obrero. El des­ consuelo se cierne, como ave fatídica y precursora de la muerte, sobre esa miserable familia; y el capitalista enriquecido con el trabajo de ese hombre agobiado de pesares, lo ve naufragar sin conmoverse; y la caridad pública lo rechaza, a pretexto de que no está imposibilitado para trabajar y ganarse el pan cotidiano; y el poder público lo escarnece, tildándolo de vago, digno de policial castigo. La falta de educación es terreno fértil para el delito; el hambre suele dar los peores consejos; la tentación arrecia hora tras hora; el triste espectáculo del hogar, albergue de tantos padecimien­ tos, engendra la desesperación; y el obrero se lanza al fin, ciego, frenético, empujado por el instinto, sin escuchar otra voz que la de sus pequeñuelos que le piden pan y abrigo, y comete actos que la ley castiga. La misma sociedad que no instruye ni educa al proletario, que no lo protege contra la tiranía del capital, que no lo socorre en las horas negras de la vida, que deja sin ocupación los brazos que no anhelan sino trabajo con remuneración justa, que no tiene asilos para la miseria del pueblo, que jamás le ex­ tiende la diestra protectora al obrero que va a caer en delito por desnudez y hambre; esa misma sociedad indolente clama ahora y exige el castigo para el robo cometido, para la infracción debida al ciego deseo de llevar un bocado al hijo enfermo, un socorro

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a la esposa o la madre, postradas de inanición en un camastro, allá en el oscuro desván, donde jamás penetran las miradas de la mundanal clemencia. He aquí, a grandes rasgos, el luctuoso cuadro del proletariado; cuadro que pudiéramos pintarlo con lágrimas y sangre; traducir­ lo en lamentos y anatemas, en gritos de desesperación y esterto­ res de muerte; representarlo con las sociedades convulsionadas, con escombros y cataclismos, con esas temibles rebeliones del titán encadenado a la roca indestructible de la esclavitud. Desequilibrada la sociedad por ancestrales y añejas injusticias, por absurdos prejuicios y profanación de las santas leyes de la naturaleza, la hora del triunfo socialista ha sonado; pero del so­ cialismo científico, humanitario y justo; un socialismo que es sólo una faz, una ampliación, un avance ventajoso de las liberta­ des y garantías del ciudadano; un socialismo que no busca sino la felicidad de todos los asociados, la extirpación del pauperismo y las desigualdades impuestas por la tiranía y las malas pasiones, la restauración del amor y la fraternidad universales. La represalia contra los opresores, la venganza contra los tira­ nos, el despojo de los que han despojado, no harían otra cosa que mantener la desigualdad, la injusticia y el crimen, en otra forma; cambiar las víctimas en victimarios, y perpetuar la misma absur­ da y viciosa organización social que combatimos. ¿Qué adelan­ taría la humanidad, si se hiciera desgraciados y miserables a los que son hoy opulentos y felices, aunque su felicidad y opulencia dimanen del abuso, de la depredación y despojo de los pobres? Si se quiere reformar la sociedad, comencemos por ser justos; es decir, por desterrar del alma todo rencor, toda venganza, toda pasión indigna de la magnanimidad y nobleza de un pueblo civi­ lizado y cristiano, para buscar la ventura del mayor número en la familia humana.

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La equitativa repartición de los medios de vida, es el más hermo­ so ideal del socialismo; y por tanto, la ventura del pueblo ecua­ toriano no puede consistir jamás en la abolición de la propiedad, sino en tender a dividirla, a fin de hacer que todos, o siquiera el mayor número posible, llegue a ser propietario. El derecho de propiedad es el fundamento y nervio de la vida social; es el estí­ mulo y el premio del trabajo; es el lazo que nos une a la familia y al Estado, en el tiempo y en el espacio; es la perpetuación de nuestra existencia misma en nuestros descendientes, por los me­ dios de vida que les deparamos antes de bajar al sepulcro. ¿Para qué trabajamos sin descanso, sin perdonar fatiga ni ahorrar su­ dores? Indudablemente, no es sólo para ganamos el pan de cada día; sino para acumular valores para nuestra esposa e hijos, para prolongar nuestra protección paternal a los seres que amamos, más allá del último momento. Suprimir este interés sagrado, se­ ría hacer decaer nuestro entusiasmo, desaparecer nuestro afán productor, y de consiguiente la escasez invadirá el hogar, hasta convertirse en penuria. Y si abandonamos el trabajo por entero, en la esperanza de que los demás han de trabajar para nosotros, como todos pensarían lo mismo, el bienestar y la holgura desaparecerían del mundo, para ser reemplazados por la universal miseria. ¿Dónde la abne­ gación sublime que trabajara sin recompensa, y en beneficio de la ociosidad indolente y punible? La abolición de la propiedad sería a la postre, la muerte del trabajo, la mina de toda industria pro­ ductiva, la sentencia capital para todos los pueblos que tal error cometiesen; en fin, el epitafio colocado en la tumba del género humano, fallecido de inanición y miseria. Los postulados sociales del liberalismo reclaman la justa distri­ bución de los medios de sustentar la vida; pero, por la misma razón, no pueden negar el propio derecho a los demás hombres.

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Piden la mejor repartición de la propiedad; pero no pueden com­ batirla sin contradecirse; sino, antes bien, preconizan la equidad y el esfuerzo de cada cual, para obtener esa nivelación tan ne­ cesaria al bienestar de todos. Imponen una como asociación del trabajo y el capital; pero sin atentar a las industrias, sino antes bien, fomentándolas y vigorizándolas para aumentar la produc­ ción y la ganancia, en beneficio del trabajador y el capitalista. El liberalismo, en su aspecto social, se mantiene en el fiel de la balanza; no suprime ningún derecho ajeno; pues anhela que to­ dos los asociados gocen de los derechos que la naturaleza y la so­ ciedad han concedido a los hombres; debiendo establecerse este goce sobre la posible igualdad. Ni la violencia ni la fuerza son necesarias para la reforma de la organización social. La autoridad y la ley, emanadas de la volun­ tad popular, son las llamadas a realizar esta transformación vi­ tal; y esa voluntad soberana, esa fuerza creadora de la asociación moderna, es la popular, libremente manifestada en los comicios. Elíjanse mandatarios patriotas, amantes sinceros del pueblo, preparados para la obra de redención que ansiamos, y las justas aspiraciones sociales del liberalismo, serán pronta y satisfacto­ riamente colmadas. ¿Qué hay que hacer para llevar a la práctica los ideales del verdadero liberal ecuatoriano? La labor es fácil, si la voluntad del pueblo es vigorosa y firme; si los mandatarios de la Nación no traicionan al mandante, y se convierten en sus peores enemigos, como por desgracia sucede casi siempre. Álcese al poder a varones de virtudes cívicas bien probadas; llévese a los congresos y municipalidades a hombres honrados y entendidos, leales y anhelosos del engrandecimiento de la patria; y cuando esté bien representado el pueblo, exíjaseles a sus mandatarios que se

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lleve a buen término la redención del pueblo. Exíjaseles la mejor distribución de la propiedad agraria. La tierra es para todos los hombres; y el latifundio —cuando no se destina a grandes empresas que dan trabajo y pan a muchos braceros—es atentado contra la naturaleza y un estancamiento de la riqueza pública. Mantener improductivas y estériles inmensas extensiones territoriales, que podrían ser otras tantas fuentes de abundancia, es un crimen de lesa humanidad; y las leyes deben impedir tan enormes perjuicios sociales, colocando esas tierras inexplotadas, en manos de trabajadores activos e interesados en el aumento de la riqueza privada y pública. Gladstone y Balfour combatieron el latifundio sin faltar a la justicia ni pasar por sobre el derecho de los terratenientes de Irlanda: expropiaron las tierras sin cultivo por su justo precio y las repartieron a los proletarios, en pequeñas parcelas, y sin exigirles otro pago que el interés equitativo hasta la amortización del capital adeudado por la compra. ¿Por qué nuestros mandatarios no pudieran obtener un empréstito para estas expropiaciones; crédito que sería servido con los mismos réditos que los nuevos propietarios pagarían al Gobierno? Los bienes de manos muertas, esas riquezas que la superstición y el fanatismo arrojaron en las arcas monacales, son del pueblo, porque la infantil credulidad del pueblo fue la que antaño cambió los bienes terrestres por las promesas de bienaventuranza eterna que el monaquismo prodigaba entre los fieles. ¿Por qué no se distribuyen a los proletarios sin hogar y ham­ brientos; por qué no se les hace servir de alivio a la miseria, de dique al pauperismo que nos está arrastrando a la catástrofe so­ cial? Yno queremos que esa benéfica repartición sea gratuita; no, que cada parcela sea avaluada y vendida al mejor postor, y que el Estado cobre el interés hasta que se amortice el precio de la tierra vendida. Las tierras nacionales son inmensas, fértiles, riquísimas

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en toda clase de producciones; ¿por qué no son distribuidas entre los pobres; por qué no se auxilia eficaz y positivamente la forma­ ción de colonias agrícolas que, aliviando la miseria pública, au­ mentarían también la riqueza nacional? Exigid todo esto a nues­ tros mandatarios, que exigirlo podéis con todo derecho y justicia. La miseria en el Ecuador tiene otras causas ocasionales que el poder público no ha querido remover, acaso por punibles complacencias con los intereses creados en peijuicio del pueblo. El impuesto antieconómico, tiránico, absurdo, ha venido —año tras año—devorando la fortuna pública sin que se viera jamás el término de esas contribuciones, siempre y siempre crecientes, destinadas sólo a satisfacer la codicia de los círculos políticos dominantes, y a llenar necesidades ficticias del Estado. El derroche de los caudales de la nación, el saqueo escandaloso de las arcas fiscales, han desnivelado constantemente el presupuesto; y para equilibrarlo, los congresos —compuestos por lo general, de ignorantes y gente acomodaticia—no han hallado otro medio económico, que gravar y gravar al pueblo con toda clase de impuestos, hasta sumirle en la miseria más terrible y espantosa. La contribución absorbe diariamente los pequeños capitales; arruina la agricultura y las industrias; paraliza el comercio y dificulta la vida en todo sentido. Los países sabios favorecen la producción, protegiéndola con empeño y eficacia, concediendo a los productores toda libertad y franquicia; pero aquí, se encadenan las fuerzas generadoras de la riqueza, con leyes absurdas; se mata la industria con el monopolio y el estanco; se obstaculiza y limita la exportación con sofismas económicos y gravámenes increíbles. El cacao, el café, la tagua, el azúcar, etc., productos que son nuestro oro colocado en el Exterior, que forman el contrapeso beneficioso en la balanza comercial, no sólo están gravados absurdamente, sino que se les dificulta la salida con múltiples pretextos, rompiendo así todo posible equilibrio,

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entre lo que compramos y lo que vendemos en los mercados extranjeros. Y este inexplicable procedimiento deja siempre un saldo deudor, que aumenta y aumenta cada día, y nos arrastra fatalmente a la bancarrota. De aquí se originan naturalmente, la pérdida del crédito nacional, la desvalorización de la moneda, el ocultamiento del oro y la plata, la falta de elementos de producción, el pauperismo y la muerte económica que, de tan cerca nos amenaza. Hacemos todo lo contrario de lo que la ciencia nos aconseja y vamos por camino opuesto al que siguen las naciones sabias; y así, no es extraño que el pueblo se vea sumido en la miseria, la desesperación y la agonía. Exigid que se modifique el absurdo sistema tributario que nos rige; que se alivie la carga, derogando impuestos, redimiendo la agricultura de los impuestos antieconómicos; devolviendo su valor intrínseco a la moneda; aboliendo los monopolios y los estancos; removiendo, en fin, los obstáculos a la exportación, para equilibrar debe y haber, como en las naciones sabias y felices. Esto por lo que atañe al bienestar del pueblo, que por lo tocante a su redención espiritual, a la elevación moral del trabajador de los campos, a la regeneración del indio —nuestro paria—, a la digni­ ficación del taller e ilustración de las masas populares, la tarea del poder público es más complicada y larga; requiere mayores sacrificios y constancia, mayor energía en los procedimientos, si se ha de obtener el resultado que el liberalismo reclama. La multiplicación de las escuelas rurales bien dotadas y dirigidas; la obligación impuesta a los grandes propietarios e industriales de mantener maestros competentes para la enseñanza primaria de los hijos de los obreros que de ellos dependan; la prohibición de ocupar a los niños en el trabajo fabril o agrícola, antes de los quince años, para que puedan instruirse y educarse; la abolición absoluta del concertaje, especie de esclavitud ultrajante y depre­ siva; el establecimiento de escuelas nocturnas para adultos; la

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extensión universitaria práctica y constante; la libre asociación obrera, con fines altruistas y de recíproco adelanto; la creación de bibliotecas populares, han de ser los medios de llevar la luz a la mente del pueblo y elevar el carácter aun de los siervos de la gleba. El indio, abrumado por varias centurias de esclavitud, necesita regenerarse mediante una educación dilatada y paulatina, para volver a ocupar su antiguo puesto en la familia humana. El in­ dio necesita comenzar por adaptarse a las costumbres propias del hombre; por abandonar su vida de troglodita, e ingresar en las vías de una civilización rudimentaria, como si aún estuviéra­ mos en la primera aurora del progreso de nuestra raza. Hay que obligar a los patronos a darle mejor habitación, mejor alimento, mejor salario y vestido. Hay que acostumbrar al indio a buscar la relativa comodidad del obrero; a sujetarse al saludable yugo de la higiene y del aseo; a huir de la embriaguez y del vicio; a odiar la servidumbre engendradora de todas las desgracias de esta raza. Hay que emanciparlo de la superstición, única fe religiosa que se le ha infundido para explotarlo. En una palabra, hay que resuci­ tar en él, la dignidad humana, el carácter, el alma misma, ener­ vada, muerta, podemos decirlo, a causa de centenares de años de abyección y sufrimiento. Redimir al indio, rehabilitar esta noble raza de otros tiempos, es crear un nuevo y poderoso factor de engrandecimiento patrio; y esta obra social es digna del liberalis­ mo, tarea grandiosa del partido renovador de la República. Exi­ gid del poder público leyes que rediman al indio, que lo eleven a la condición de verdadero ciudadano, a colaborador consciente del progreso nacional; y habréis prestado un vital servicio a la República y a la especie humana. El obrero llega a la vejez, aniquilado por las diarias faenas, consumido por las privaciones, imposibilitado para continuar la

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ruda y penosa lucha por la existencia, sin ahorros y sin auxilio, rodeado de una famélica prole; y en esos momentos de angustia y desconsuelo supremos, el capitalista lo abandona, olvida que ese desvalido colaborador ha labrado su fortuna, y lo arroja de la fábrica, del taller, de la hacienda, como un harapo inútil, como herramienta gastada que estorba. Lo mismo acontece con el operario que se inutiliza por accidentes del trabajo; sin pan, sin abrigo, sin apoyo, arrastra por las calles sus mutilados miembros y su miseria, mientras el amo, en cuyo servicio se incapacitó para proseguir sus tareas, nada en la opulencia y desdeña arrojar a su infeliz siervo siquiera un mendrugo. Yel poder púplico —amparo obligado del pobre—ve indiferente tanta injusticia; y descuida dictar leyes que establezcan asilos de obreros, que exijan al patrón pensiones para sus sirvientes envejecidos, inutilizados o enfermos en el trabajo. Son anhelos sociales del liberalismo, son los llamados a reparar estas clamorosas injusticias; a exigir de los gobiernos y las legislaturas, medidas urgentes para que la pobreza del trabajador no quede sin otro socorro que la caridad pública. • i He aquí ligeramente diseñados los principios y aspiraciones so­ ciales del liberalismo, los derechos del obrero y las necesidades del pueblo para su redención. El más sagrado deber del gober­ nante es volver por la justicia y ponerse a la cabeza del movi­ miento de renovación social; hacer respetar los derechos de los asociados, pero de suerte que haya la posible igualdad en el goce de esos recíprocos derechos; favorecer todas las energías, todas las aptitudes, todos los esfuerzos productores del bienestar co­ mún; instruir y educar con interés y empeño a las masas popula­ res, estimulando los talentos y premiendo las virtudes; dignificar el taller, declarándolo inviolable, poniéndolo al abrigo del abuso de la fuerza, libertándolo del cuartel y de las fatigas de la guerra, cuando la imperiosa necesidad de defender la patria no exija este

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sacrificio; proteger las industrias, exonerándolas de impuestos arbitrarios y antieconómicos, así como de estancos y monopo­ lios que entraban la producción y la aniquilan a la postre; en fin, disminuir los padecimientos del pobre, socorrer las desventuras que se albergan en el desván y la cabaña, mirar como hermanos a todos los habitantes de la República, y tenderles la mano compa­ siva en sus horas de dolor y abandono. El pueblo es el único soberano; pero hasta ahora se ha resignado a ser un rey de burlas, a dejarse coronar de espinas y vestir un harapo de púrpura, por irrisión de su soberanía. En los comicios, cuando no se ha manchado con su sangre el ánfora del sufragio, ha sido simple comparsa de los ambiciosos, instrumento de po­ líticos sin moral y sin conciencia. Engañado por los aspirantes, víctima escogida por el despotismo y el sacerdocio, yunque eter­ no de todos los golpes; degollado en los mataderos de la guerra civil por pasiones que no germinaron en pecho, por intereses que no le incumbían y casi siempre para remachar mejor sus propias cadenas, el pueblo, como en los tiempos remotos, ha sido un re­ baño de ilotas, una agrupación de esclavos desposeídos de toda preeminencia y derecho. Pero hoy, debemos sostener con deci­ sión y firmeza los intereses del obrero, del trabajador del campo, de los parias que gimen y perecen agobiados por la ferocidad de los poderosos. Seamos liberales de verdad: hagamos respetar los derechos de los demás, pero reclamemos para el obrero partici­ pación equitativa en ellos; propendamos a la incrementación y desarrollo de las industrias, pero exijamos que se dé el salario justo y proporcional a las necesidades del operario. Hagamos algo avanzado y eficaz por el obrerismo y el proleta­ riado, levantemos este poderoso elemento de la vida nacional, y habremos contribuido a engrandecer la República.

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Federico González Suárez

Federico González Suárez

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o ta biog rá fica

onzález Suárez es una de las figuras intelectuales más re­ levantes de los siglos xix y xx, polígrafo y erudito, su in­ fluencia marca la historia de las letras ecuatorianas hasta el presente. González Suárez vive sus primeros años en condicio­ nes de pobreza y enfermedad y logra graduarse mediante becas y la asistencia de órdenes religiosas que facilitan su ingreso al Seminario bajo el amparo de la Compañía de Jesús. Se separa de los jesuítas luego de diez años de formación y a los 28 años ter­ mina el sacerdocio en Cuenca. Ahí participa de veladas literarias conducidas por el padre Julio Matovelle e incluso escribe versos de juventud.

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La producción textual de González Suárez inicia con escritos so­ bre la poesía, Virgilio y más adelante en tomo a la profesión de la fe católica. En 1875 muere García Moreno y se inicia el tránsi­ to del conservadurismo hacia el liberalismo que marcará la tra­ yectoria ideológica del Ecuador. En este escenario es en donde González Suárez se desenvuelve. Durante la celebración de las exequias de García Moreno, el futuro historiador, en un sermón improvisado, inaugura su cercanía a la polémica al decir «no per­ tenecí yo a su partido político, como es notorio».

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Tres años más tarde fue designado representante del Azuay ante la Convención Nacional reunida en Ambato y aparece su primera obra histórica Estudios históricos sobre los Cañaris, antiguos ha­ bitantes de la Provincia del Azuay, en la República del Ecuador. Ya González Suárez se destaca como orador, como erudito a la vez que como un espíritu modemizador dentro de la iglesia que defiende la libertad de conciencia y de prensa. En 1883 viaja a Europa, donde entabla amistad con Marcelino Menéndez Pelayo, filólogo e historiador influyente con quien mantendría una relación epistolar. En España consulta los ar­ chivos de Sevilla, Madrid y Alcalá de Henares y cuando regresa al Ecuador, emprende y publica, entre 1890 y 1903, los siete tomos de su Historia General de la República del Ecuador que, pese a su nombre, abarca el registro arqueológico previo a la Conquista hasta el inicio del proceso de independencia. En 1893 González Suárez es nombrado obispo de Ibarra, poco tiempo después se desata un escándalo con la publicación del IV volumen de su Historia, en que se relatan escándalos que involu­ cran a comunidades religiosas en el siglo XVII. En 1895 adviene la Revolución Liberal y González Suárez juega un papel clave como interlocutor entre el conservadurismo serrano y los líderes libe­ rales que toman la capital e inician el proceso de reforma y laici­ zación del estado. Su papel como interlocutor es fundamental y se une a un celo patriótico que lo distingue y lo convierte en un aliado del poder político al momento de la defensa del territorio nacional frente a incursiones del Perú. En 1906 González Suárez es nombrado arzobispo de Quito y desde ahí preside tanto el proceso de despolitización del clero ecuatoriano, históricamente vinculado al partido conservador (sin abdicar en la defensa de lo que consideraba las prerrogativas

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de la Iglesia) como la consolidación de los estudios históricos, formando la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos, precursora de la Academia Nacional de Historia.

O bra literaria

González Suárez es un polígrafo, su obra consiste en más de 300 trabajos entre artículos y libros. Escribió poesía, crítica literaria, historia, arqueología, teología, oratoria sagrada y un largo episto­ lario. Carlos Paladines divide su obra en tres grandes apartados: Estudios literarios (1896), Hermosura de la naturaleza y sentimiento estético de ella C o n s id e r a c io n e s

literar ias y est é t ic a s :

(1908), «La poesía en América» (1871), «La poesía y la historia» (1879), «Discurso sobre la libertad de imprenta» (1878), todos en Ultima miscelánea de González Suárez (1932). (que incluye arqueología e historia, tanto eclesiástica como secular): Estudio histórico de los Cañaris (1878), Historia eclesiástica del Ecuador (1881), Historia General de la República del Ecuador (1890-1903), Memoria H

isto r io g r a fía

Histórica sobre Mutis y la Expedición Botánica en Bogotá

(1888), «Bibliografía ecuatoriana. La imprenta en Quito durante el tiempo de la colonia» (1892), Los aborígenes de Imbabura y del Carchi (1908), En defensa de mi criterio histórico (1937), «Advertencias para buscar, coleccionar y clasificar objetos arqueológicos pertenecientes a los indígenas, antiguos pobladores de los territorios ecuatorianos» (1914), Notas Arqueológicas (1915). P olém ica p ren sa ):

po lítica y r elig io sa

( q u e i n c l u y e o r a t o r i a y a r t íc u l o s d e

Observaciones sobre el poder temporal del Papa ( 1 8 7 5 ) ,

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«Opúsculos de polémica religiosa»(i876), Exposiciones en defensa de los principios católicos (1877), «Discurso en defensa de la unidad religiosa» (1878), «Carta pastoral colectiva de los obispos del Ecuador, sobre el liberalismo» (1885), Refutaciones históricas (1889), «Novena carta pastoral sobre el radicalismo» (1895)» «Cuestiones palpitantes» (1900). Juicio crítico La obra magna de González Suárez es su Historia General de la República del Ecuador, escrita inicialmente para suplementar y llenar los vacíos del Resumen de la Historia del Ecuador desde su origen hasta 1845 de Pedro Fermín Cevallos y de la Historia del Reino de Quito del padre Juan de Velasco. González Suárez concibe la historia como un conocimiento moralizante, fundamental para la formación tanto cívica como espiritual de la ciudadanía, a la vez que como una indagación inmisericorde, comprometida con la verdad. El resultado es una prosa puntillosa, acompañada tanto por el detalle y el registro puntual de informaciones, como por el deseo ferviente de señalar las limitaciones y los errores de los personajes evocados junto con las equivocaciones de historiadores previos. El prelado quiteño participa de una visión providencial de la historia, tomada de San Agustín; en ella, el acercamiento al pasado deviene un ciencia moral en que el historiador, al interpretar lo pretérito, facilita el desarrollo nacional de acuerdo con la ley divina. En González Suárez se reúne, de manera contradictoria, la vocación por el sermón admonitorio y prescriptivo y la visión positiva de una historia moderna, desprendida y justa. Cosa aparte constituye su valoración y entusiasmo por el romanticismo como corriente de pensamiento y como elaboración

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textual, las páginas de su Hermosura de la naturaleza y sentimiento estético de ella constan entre los documentos más interesantes y bien logrados de nuestras letras de cambio de siglo. Como observa Menéndez Pelayo, se trata de una prosa que bien podría llamarse poética en tanto alcanza un vuelo evocativo y un efecto de sosiego que largamente excede el objetivo manifiesto de la descripción y hasta la poesía convencional dedicada a los mismos temas. Los paisajes y la naturaleza ecuatoriana reciben en este breve libro no solo una atención privilegiada y un tratamiento escritural soberbio, sino que exhiben una dimensión crítica y alegórica fundamental para pensar el espacio nacional, geográfico y hasta botánico del Ecuador. Concebido como ensayo, el documento debería constar en cualquier antología sobre el ensayo ecuatoriano. Por otro lado, la oratoria de González Suárez es un aspecto de su producción textual de importancia, su dominio de la retórica y su construcción de frases y estructuras verbales es fundamental, y no ha recibido entre nosotros el estudio que su importancia y valor requieren.

B ibliografía sobre el autor

Existen excelentes estudios críticos sobre la vida y obra de González Suárez, algunos de ellos realizados por sus pupilos y seguidores en la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos (SEEHA), precursora de la Academia Nacional de Historia (1920). Este es el caso de su primera biografía, lograda por uno de sus confidentes, Nicolás Jiménez, y titulada Federico González Suárez (1936). Otro esfuerzo en ese sentido es de Monseñor Manuel María Pólit Lazo, que edita dos volúmenes titulados Obras pastorales del limo Sr. Dr. Dn. Federico González Suárez en 1928 y que ofrece a la prensa apuntes biográficos sobre

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el historiador quiteño. En 1944 Jacinto Jijón y Caamaño, tal vez el principal continuador de su proyecto histórico, elabora el estudio introductorio a sus Obras escogidas y en 1959, el proyecto de publicar una Biblioteca Ecuatoriana Mínima produce un tomo dedicado al prelado e historiador ecuatoriano, junto con el estudio introductorio de otro de sus aprendices, Carlos Manuel Larrea. Más cerca a nuestros días, encontramos el estudio introductorio de Enrique Ayala Mora al texto Federico González Suárez y la polémica sobre el estado laico, cuya edición la realizaron el Banco Central del Ecuador y la Corporación Editora Nacional en 1980; de 1990 es Sentido y trayectoria del pensamiento ecuatoriano de Carlos Paladines Escudero, en que se explora la influencia y originalidad del pensamiento de González Suárez. Un texto reciente e interesante, que trata el papel de González Suárez en la formación de la identidad ecuatoriana es el de Ernesto Capello, City at the Center ofthe World: Space, History and Modemity in Quito, publicado por U. of Pittsburgh Press, 2011.

En 2014 encontramos El pensamiento político de inspiración católicaf de Femando Ponce León, S. J., publicado en Quito por la Secretaría Nacional de Gestión de la Política. En cuanto a la producción literaria de González Suárez, resulta indispensable consultar la introducción de Menéndez Pelayo (1908) a su Hermosura de la naturaleza y sentimiento estético de ella; ese mismo texto es objeto de reflexión por parte de Daniel Prieto Castillo en su estudio introductorio al libro Pensamiento estético ecuatoriano: Quito: Corporación Editora Nacional (1986). Valioso también es el estudio preliminar de Hernán Rodríguez Castelo a la reedición de Memorias Intimas del prelado, publicado en 1971 en la Colección Clásicos Ariel. AA

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Historia General del Ecuador* (Fragmento)

ara que se conozca bien cuanto vamos a referir, conviene que hagamos primero algunas observaciones indispensables; pues, sin ellas, sería imposible a nuestros lectores formar idea clara de los hechos, en cuya relación vamos a ocupamos.

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Los dominicanos, en la época a que hemos llegado con nuestra narración (1620-1630), eran muy numerosos, poseían muchos conventos y más de treinta curatos; pero la observancia regular yacía postrada en la relajación más completa, de tal modo que una de las más venerables órdenes religiosas que hay en la Iglesia católica, había venido a ser, para esta desgraciada ciudad, una piedra de escándalo y un motivo de frecuentes trastornos de la tranquilidad pública. Entre los religiosos reinaba la división más profunda, dando ocasión a odios, a riñas y a discordias inextin­ guibles; los españoles oprimían a los americanos; los americanos aborrecían a los españoles. En el convento de Quito encontraban no sólo hospitalidad y protección, sino hasta honores y prelacias los frailes —139—españoles prófugos de otras partes, expulsos de la orden y condenados a galeras por sus crímenes. Para cortar de raíz los motivos de discordia, se discurrió un arbitrio funesto, y fue el de la alternativa, con el cual se atizó más y se mantuvo

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perpetuamente encendido el fuego de la división. La alternativa era un estatuto, por el cual se disponía que el cargo de provincial y los oficios de definidores alternaran entre los españoles y los americanos, de tal manera que en un periodo fuera provincial un español, y para el siguiente se eligiera un americano, con la con­ dición de que cada provincial haría de modo que el definitorio, durante su período, estuviera compuesto solamente por frailes compatriotas suyos. La ley de la alternativa principió a regir en Quito desde el año de 1617; y el primer provincial americano fue el célebre padre fray Pedro Bedón; hasta el año de 1623 se habían sucedido varios provinciales, sin que la alternativa se observara escrupulosamente; así fue que el padre Rosero tuvo por predece­ sor a otro fraile también americano. Mas he aquí que, a los ocho meses de elegido el padre Rosero, llega de Roma el padre fray Alonso Bastidas, español, trayendo sobre la alternativa una nueva patente, expedida por fray Serafín de Pavía, maestro general de la Orden de Predicadores. La nueva patente tenía una cláusula, por la cual el Padre General decla­ raba nula en adelante toda elección de provincial que se hicie­ ra sin guardar la alternativa. Vio esta patente el Inquisidor y, al punto, se le ocurrió darle un efecto retroactivo, y aprovecharse de ella para hacer destituir al padre Rosero, contra quien estaba enojado. £1 Inquisidor tenía por amigo y confidente a un frai­ le español, llamado fray Luis Maldonado, al cual dispensaba la más ciega protección. Ambicionó el padre Maldonado el curato de Píntag, uno de los más pingües que entonces administraban los dominicos, porque comprendía casi todo el extenso valle de Chillo, y valióse de Mañozca para que se lo diera el Provincial; el Visitador solicitó el curato de que estaba antojado su protegido, y el Provincial tuvo la entereza de negárselo. Semejante negativa por parte de un fraile, y de un fraile criollo, irritó a Mañozca y

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le impulsó a la venganza, o al castigo, como decía el mal sufrido Inquisidor. El padre Bastidas anunció que había resuelto notificar a los frai­ les con la patente del General, reuniendo, a campana tañida, toda la comunidad en el coro; pero el padre Rosero no lo consintió, diciendo que bastaba hacer la notificación a cada fraile en parti­ cular. Entre tanto, el padre Maldonado se proveyó de una copia, legalmente autorizada, de la patente y, con poderes del padre Martínez, se presentó ante la Audiencia, pidiendo auxilio para deponer al padre Rosero como provincial intruso; solicitaba ade­ más que la Audiencia juzgara acerca de la validez o nulidad del capítulo que había elegido al padre Rosero, y la Audiencia avocó a su tribunal la causa, declarándose competente para sentenciar­ la; todo no sólo por insinuaciones, sino por órdenes terminantes del visitador Mañozca. El padre Rosero reclamó haciendo obser­ var que no era la Audiencia la llamada a juzgar sobre ese punto, y que el caso debía resolverse según las constituciones de la orden; no obstante, la Audiencia falló que la elección del padre Rosero era nula, y que el padre Martínez era el legítimo provincial. Cuando se trató de notificar con semejante sentencia a los frai­ les fue imposible; pues descolgaron la campana de comunidad, cerraron las puertas del convento y no permitieron que entra­ ra nadie. Los del bando del padre Martínez se trasladaron a la Recoleta; la Audiencia hizo venir inmediatamente a su favoreci­ do, que estaba en Loja, y el fraile se vino por la posta, se alojó en la Recoleta e imploró el auxilio del brazo secular para hacerse obe­ decer de todos los demás religiosos; la Audiencia y el Visitador apoyaban al padre Martínez, y se resolvió forzar las puertas del convento, que los frailes habían vuelto a cerrar como un arbitrio contra las violencias y desafueros del Inquisidor. No faltó quien, en medio de tanta confusión, diera consejos de paz e indicara que

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se redujera a los padres dominicanos por la razón; ofreciéron­ se para desempeñar esta comisión el padre maestro fray Andrés Sola, mercedario, el padre fray Agustín Rodríguez, agustino, y el padre Florión de Ayerve, rector de los jesuítas. Los comisionados fueron bien recibidos, y los dominicos convinieron en que se les hiciera la notificación. Pasó entonces el oidor Castillo de Herrera al convento, para practicar la diligencia judicial con todo aparato; acompañábanle el corregidor de Quito, don Femando Ordóñez de Valencia y un escribano. Mañozca había hecho registrar las celdas, temiendo que los frailes estuviesen armados. Hízose con la campana la señal acostumbrada, llamando a comunidad; acu­ dieron los religiosos a la sala de capítulo, y allí todos en pie, con las cabezas descubiertas, oyeron en profundo silencio la lectura de la patente del General; así que el escribano la hubo leído toda, se pusieron de rodillas y declararon que obedecían absolutamen­ te las órdenes de su Maestro General. Presentóse luego en la sala el padre Martínez, y el Oidor exigió de la comunidad que le rin­ diera obediencia; pero todos, hasta los más humildes hermanos conversos, se negaron a rendirla, diciendo terminantemente que la Audiencia no podía dar jurisdicción al padre Martínez, a quien lo había declarado provincial; firmeza tan inesperada inflamó en venganza al desairado Padre, y acudió al Visitador pidiéndole su apoyo para someter a los frailes; dioselo Mañozca tan bastante como lo deseaba el elegido, y hubo prisiones, encarcelamientos y censuras. Esto pasaba a fines de julio de 1625. La voluntad del Visitador quedó triunfante, y su poder muy te­ mido y acatado. El padre Maldonado recibió el apetecido curato de Píntag, y el padre Martínez continuó haciendo el oficio de pro­ vincial, sin manifestar ni el más ligero remordimiento por la ma­ nera ilegal con que lo había adquirido. Algún tiempo después de sometida la comunidad, se ausentó de Quito en son de ir a visitar

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la provincia, dejando por su vicario al padre fray Marcos Flores, español, religioso grave y de buenas costumbres; pero también le otorgó al padre Maldonado una patente secreta, por la cual le confería el cargo de vicario provincial para el caso en que, de cualquier modo que fuera, dejara el gobierno el padre Flores. £1 padre Rosero y los de su partido no se dejaron estar mano sobre mano; antes, por el contrario, obraron con actividad y di­ ligencia; acudieron al tribunal del Virrey y enviándole todos los documentos, tanto de la una como de la otra parte, le pidieron amparo contra los decretos de la Audiencia de Quito. Y aun dos frailes se fueron personalmente a Lima para dar calor al asunto. Era entonces virrey del Perú el conde de Chinchón, y consideran­ do como de gran importancia el asunto, reunió una consulta de teólogos y jurisconsultos para que lo estudiaran maduramente. , La junta examinó los documentos; y, después de largas conferen­ cias y discusiones, dictaminó acerca de la validez de la elección del padre Rosero. Súpose en Quito la resolución de lajunta consultada por el Virrey, y el padre Rosero reclamó el provincialato y volvió a empuñar las riendas del gobierno, que, sin dificultad, se las cedió el padre Flores; pero el padre Maldonado vino volando de Píntag y pro­ testó ante el Visitador, ante la Audiencia y ante los frailes contara lo que él llamaba el cisma y la usurpación del padre Rosero. El padre maestro Flores murió poco después de su separación del mando. El poder civil prestó apoyo a las pretensiones del padre Maldonado, por lo cual éste, usurpando la autoridad del Provincial, hizo enér­ gica oposición al padre Rosero, abandonó el convento y se pasó a vivir en la portería del monasterio de Santa Catalina. Inútiles fueron cuantos esfuerzos hizo el padre Rosero para reducirlo a la

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obediencia e ineficaces las medidas que empleó para hacerlo re­ gresar a la clausura, hasta que envió unos cuantos frailes con or­ den de tomarlo preso y llevarlo por la fuerza al convento. Nada de cuanto se hacía ignoraba el Visitador; puso, pues, a sus criados en las calles, para que dieran auxilio al padre Maldonado contra los frailes que fueran a prenderlo. En efecto, a las tres de la tarde, hora en que las calles de la ciudad estaban silenciosas, pasaron cuatro frailes criollos a prender al padre Maldonado; llegaron a Santa Catalina y el desalmado del fraile los recibió con espada en mano; detiénense los emisarios, le intiman que envaine el arma y le requieren que obedezca; re­ siste y los despide con insolencia; rodéanlo y procuran quitarle la espada, pero se defiende con arrojo; al fin, los cuatro logran desarmarlo y, poniéndolo al centro, salen; toman la calle, que va directamente de Santa Catalina a Santo Domingo, y se encami­ nan al convento. El padre Maldonado no pertenecía a la provin­ cia de Quito sino a la de Lima, de la cual se vino huido, porque lo condenaron a despojo perpetuo del hábito y a servicio forzado en galeras; üy un fraile tan criminal fue protegido por el inquisidor Mañozcaü... Vieron los criados de éste que el fraile era llevado preso, y corrie­ ron a ponerlo en libertad; trabóse primero una lucha de palabras entre los frailes y los criados del Inquisidor; arremetieron luego éstos contra aquéllos y, dándoles empellones, les arrebataron el preso. El fraile Maldonado se dirigió a la casa de Mañozca, adon­ de fueron llevados por los oficiales del Santo Oficio los frailes de la escolta; Mañozca los salió a recibir y los cubrió de oprobios; agarró por la capilla a uno de ellos y lo sacudió con ira; a otro le dio de golpes. ¡¡¡Se excomulga Vuesa Merced!!!, le gritó uno de los frailes. ¡Yo! ¡Excomulgarme, pegándoos a vosotros, que sois unos mestizos?, exclamó con furia el Inquisidor. Pero, señor, le

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contestó uno de los circunstantes que estaban amontonados pre­ senciando el alboroto: Pero, señor, en la Bula de la Cena está la excomunión... ¡Qué Bula de la Cena ni qué Bula de la comida!, re­ plicó cada vez más airado el Inquisidor. ¡¡¡Estos frailes son unos mestizos. Yo soy un rayo, añadió con énfasis, caigo de repente; nadie se escapa de mis manos; a los que yo persigo, de dentro de la tierra los he de sacar para castigarlos!!! Desde ese momento, Mañozca no guardó consideración ningu­ na con los frailes, resuelto a hacerse obedecer en cuanto había mandado; retuvo presos, en su propia casa, a algunos; a otros los encerró en los conventos de San Diego, de San Francisco y de la Merced; y a nueve en el colegio de los jesuítas. Uno de los encar­ celados fue el mismo padre Rosero, a quien se le violentó a que entregara los sellos de la provincia; el famoso padre Maldonado se hizo cargo del gobierno hasta que llegara el padre Martínez. Era lamentable el aspecto que presentaba la comunidad de Santo Domingo en aquellos días; la división entre americanos y espa­ ñoles se había convertido en guerra manifiesta de éstos contra aquéllos; y, durante varios días seguidos, se sacaban frailes crio­ llos para llevarlos presos públicamente a los otros conventos; para esto, el Inquisidor se valía de la autoridad del Santo Oficio, y empleaba a los seglares en el ministerio de escoltar a los frailes y reducirlos a prisión. Sin embargo, los frailes americanos, desde los conventos en que estaban presos, se defendieron con la mayor actividad; hicieron uso del privilegio de nombrar juez conservador, escogieron uno adecuado y lo eligieron; era éste el prior de los agustinos y se llamaba fray Fulgencio Araujo, quiteño, todavía joven; aceptó el cargo, juró desempeñarlo fielmente y comunicó a la Audiencia que iba a proceder a la formación del sumario para sostener y de­ fender los privilegios de los regulares, que habían sido violados

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por el Visitador; los oidores guardaron silencio y no dieron con­ testación ninguna a la comunicación del Juez Conservador; se­ gunda vez les notificó éste con la aceptación de su nombramien­ to, y los Oidores no le dieron respuesta, pues el Visitador y ellos suponían a los frailes muy acobardados, y juzgaban que no se atreverían a defenderse. Empero, el Juez Conservador practicó diligencias y recibió informaciones, mediante las cuales se probó que el Visitador y sus criados habían dado de golpes a los frailes, y que muchos de éstos se hallaban presos arbitrariamente; así que constó el hecho, el Juez Conservador pronunció un auto, por el cual declaró excomulgado vitando al Inquisidor por el canon Si quis suadente diabolo, pues había puesto manos violentas en religiosos sacerdotes. El día 25 de diciembre, Pascua de Navidad, por la mañana, amanecieron en las esquinas de las calles unos cartelones, en los que se declaraba excomulgado público vitan­ do al visitador Mañozca. También se denunciaban, asimismo por excomulgados vitandos, a los criados del Visitador, citándolos uno por uno como percusores de clérigos. Los jueces conservadores eran ciertos individuos, elegidos y nom­ brados por los religiosos mendicantes, para que hicieran respetar y guardar los privilegios que a las órdenes religiosas habían con­ cedido los papas; ordinariamente se nombraban cuando las au­ toridades eclesiásticas superiores exigían de los religiosos alguna cosa contraria a las constituciones de las órdenes mendicantes o a los privilegios que los miembros de ellas gozaban por concesión de la Sede Apostólica. En el caso presente vamos a ver el respeto que a las disposiciones canónicas manifestó el Visitador. La noticia de la excomunión lo enfureció; no sentía tanto la humillación de haber sido excomulgado por un fraile, cuanto el que el fraile fuera criollo; pero su enojo se desbordó cuando le dijeron que el fraile no sólo era criollo sino mestizo. Llamó

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inmediatamente al comisario del Santo Oficio, que lo era el chantre de la Catedral, don Garcí Fernández de Velasco, y le mandó que, al instante, pasara al convento de San Agustín, y, a nombre de la Inquisición, le confiscara al Prior todo el expediente que había formado; el Comisario obedeció ciegamente lo que se le ordenaba, pero el Juez Conservador contestó fría y secamente: «Yo no he declarado excomulgado al reverendísimo señor inquisidor don Juan de Mañozca, sino al bachiller Mañozca, público precursor de sacerdotes». Pensativo se quedó el Chantre, oyendo semejante respuesta; mas como era un soldado viejo, que, después de haber militado algunos años en Nueva España, se había ordenado de sacerdote, y no sabía nada de cánones ni de leyes eclesiásticas, se vio ofuscado por las sutilezas teológicas del agustino y regresó a dar cuenta al Visitador del éxito de su comisión. A ese mismo tiempo los frailes agustinos tocaban las campanas haciendo señal de entredicho; también las tocaban en Santo Domingo y en Santa Catalina; consumían las Sagradas Formas y cerraban las puertas de las iglesias. Oyendo las campanadas de entredicho y sabiendo la respuesta del Juez Conservador, rebosó en cólera el Visitador y se lanzó a medidas de mayor violencia. Convocó al alcalde de la Hermandad y le dio orden para llamar a las armas a todos los vecinos de la ciudad; pregonóse, en efecto, la disposición de acudir a la milicia bajo pena de la vida, por traidor al Rey, para todo el que, teniendo armas y caballo, no se presentara inmediatamente; se amenazó con la pena de doscientos azotes al padre, hermano o pariente de los frailes que tomara parte o hablara en defensa de los dominicos americanos. Luego dispuso que el Juez Conservador fuera tomado preso, sa­ cado de su convento y puesto en la cárcel; mas cuando fueron a prenderlo, ya el fraile se había escondido. El Visitador atribuyó la fuga del padre Araujo a los consejos del fiscal de la Audiencia

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y del provincial de San Agustín, y mandó que luego fuesen redu­ cidos a prisión en la cárcel pública; el Fiscal logró escaparse me­ tiéndose en la Catedral; pero el Provincial fue arrastrado a la casa del Visitador, donde éste lo echó en un calabozo y lo metió de pies en un cepo; allí estuvo el fraile sin que el Visitador permitiera que le pusieran cama, ni menos que le dieran papel y tinta; once días lo tuvo así atormentado, y aun la comida la hacía examinar con sus criados o la examinaba él mismo, antes de que se la metieran al preso. La prisión del Provincial no le satisfacía al rencoroso Mañozca, y ansiaba por haber a las manos al Juez Conservador; amenazó, pues, con pena capital al que lo tuviera escondido, y a los que supieran donde estaba oculto y no lo denunciaran dentro de un término contado de días. Con tan terribles amenazas, he­ chas por un déspota como Mañozca, ya no hubo escondite seguro para los pobres frailes; presentáronse, pues, en el convento, pero más tardaron ellos en manifestarse que el Visitador en hacerlos prender y sacar desterrados. En la mañana del 23 de enero de 1626, los tres frailes agustinos, el Provincial, el Prior y el que había actuado como notario del Juez Conservador, fueron sacados de la ciudad y desterrados a Chile; iban los tres frailes en cabeza, a pie, y en medio de un gru­ po de hombres armados; algunos dominicos españoles, caballe­ ros en sendas muías, andaban entre la escolta insultando a los desterrados. Cuando éstos fueron tomados presos, estaban con toda la comunidad rezando el «Itinerario de los clérigos», de­ lante del Santísimo Sacramento, expuesto como para hacer más escandalosa la conducta del Visitador. En la plaza pública, parándose en medio del pueblo, que estaba apiñado lamentando por el destierro de los frailes, comenzó a gri­ tar el Provincial, en tono y voz de pregonero: «¡¡Ésta es la justi­ cia, que, en estos tres pobres frailes agustinos, hace el Inquisidor

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Mañozca por haber defendido la autoridad del Romano Pontífice; quien tal hace, que tal pague!!...». La Audiencia, bajo la presión que sobre los oidores ejercía el Visitador, les negó el viático a los desterrados, aunque ellos lo solicitaron repetidas veces; en todos los pueblos donde llegaban, pedían el viático y hacían requerimientos y protestas sobre la in­ justicia de su destierro y la violación de los privilegios apostóli­ cos, cometida por el Visitador; pero en ninguna parte se les pres­ tó la menor atención; y, por sus jomadas contadas, llegaron a Guayaquil, de donde el Corregidor los hizo embarcar para Lima. En esta ciudad terminó su destierro, porque el Virrey revocó las órdenes del Visitador, calificándolas de arbitrarias e injustas. Mañozca los condenó a los frailes a destierro perpetuo en Chile, porque entonces el reino de Chile, donde era necesario estar so­ bre las armas, para contener las correrías de los araucanos, era mirado como un lugar lleno de molestias y sobresaltos, y, por lo mismo, como muy a propósito para residencia de desterrados. Para poner en ejecución todas estas medidas violentas y teme­ rarias, el visitador Mañozca empleaba su autoridad temporal y su poder de inquisidor, y, aún más, explotaba los sentimientos vanidosos de los españoles contra los americanos exacerbando la desunión, que, ya desde entonces, existía entre los europeos y los nacidos en estas provincias; así fue que quienes le prestaron al Visitador una cooperación más activa y decidida, para las pri­ siones y destierros de los frailes, fueron principalmente los espa­ ñoles avecindados o residentes entonces en Quito. Desterrados los tres frailes agustinos, y entregada la comunidad de Santo Domingo en manos de los padres Maldonado y Martínez, el Visitador se acordó que sus criados y familiares estaban exco­ mulgados; y, aunque ellos no habían hecho caso ninguno de la excomunión, con todo creyó indispensable mandarlos absolver.

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Era entonces obispo de Quito el señor Sotomayor, el cual, ha­ cía algunos meses, se hallaba bien lejos de la ciudad, ocupado en practicar la visita de la diócesis; en Quito estaba gobernando como provisor y vicario general un eclesiástico español, hombre sagaz, aunque de escasos conocimientos en ciencias eclesiásti­ cas; no obstante, en punto a bulas y rescriptos pontificios, decía públicamente que el pase real no era necesario para que surtie­ ran todos sus efectos canónicos, cosa que al inquisidor Mañozca le sonaba muy mal; lo hizo, pues, venir a su presencia y le ordenó que absolviera a sus criados. Resistióse discretamente el Vicario, alegando que no tenía autoridad. El Vicario era sevillano y se lla­ maba Jerónimo Burgacés; fue comerciante en Cartagena, donde se casó siendo todavía muy joven; a los tres años se le murió la mujer, hizo un viaje a Sevilla, regresó a Cartagena y se ordenó de sacerdote; sirvió de cura en Mompox, de donde lo echaron a pe­ dradas, y después obtuvo el destino de capellán de las galeras rea­ les; hallábase ocupado en este beneficio cuando tocó en Cartagena el obispo Sotomayor, y se lo trajo en su compañía a Quito, y, al salir a las visitas de la diócesis, lo dejó por su provisor y vicario general. El Visitador y el Vicario se conocían mutuamente; y así el primero sospechó que los escrúpulos canónicos del segundo no eran más que una ocurrencia andaluza para desobedecer sus mandatos, hizo, pues, que la Audiencia pronunciara un auto, por el cual se le conminaba al Vicario que absolviera a los criados del Visitador; requerido con el decreto de la Audiencia, convocó el Vicario a los canónigos para discutir el asunto; los pareceres estuvieron divididos y el Vicario se permitió en sus palabras mu­ cha libertad contra el Visitador; sin embargo, dio la absolución a los excomulgados, pero empleando una fórmula condicional, pues declaró que los absolvía no de una manera absoluta, sino tan sólo en cuanto tuviera autoridad y jurisdicción para absolver de excomuniones reservadas al papa. No era necesaria tanta in­ dependencia para concitar las iras del mal sufrido Visitador; y así 102

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el Vicario fue desterrado al punto a cuarenta leguas de distancia fuera de Quito, sin respeto ninguno a la inmunidad de la juris­ dicción eclesiástica. Causa verdaderamente sorpresa semejante conducta en un sacerdote, ya maduro en edad como Mañozca, e investido, además, del cargo de inquisidor, es decir, de centinela y guardián de los intereses católicos, pero nuestro hombre estaba ciego; los amigos y protectores que lo habían elevado a la digni­ dad en que se encontraba, no le podían comunicar las cualidades que necesitaba para desempeñarla cumphdamente.

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Hermosura de la naturaleza y sentimiento estético de ella (Fragmento)

Capítulo IV Descripciones naturales Ensayo de una descripción física del Ecuador, considerando los objetos desde un punto de vista meramente estético.— Rasgos generales.— El agua y sus fenómenos— Erupciones volcánicas — La flora equinoccial.— La formación geológica cuaterna­ ria.— Particularidades de lafauna ecuatoriana.—Armonías de la Naturaleza.— Conclusión.

I n América, y de un modo particular en el Ecuador, abundan los panoramas naturales hermosos: aquí la Naturaleza es grandiosa, no hace nada en pequeño; en todo despliega fuerzas extraordinarias. El aspecto físico es muy variado y lleno de contrastes: en el centro se encuentra un callejón, que se extiende de norte a sur, entre los muros laterales que forman las dos ramas de la cordillera de los Andes: el de Oriente, gigantesco e imponente, almenado de altísimos conos cubiertos de nieve perpetua; el de Occidente, con algunos montes de altura extraordinaria, como el Chimborazo, pero no tan encumbrado como el muro oriental. El llano interandino se

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hunde en unas partes, formando valles hondísimos; se tiende y dilata en otras, haciendo llanuras y mesetas extensas; ya se levanta, construyendo cerros enhiestos; ya ondula, fabricando colinas de alturas desiguales, de modo que la vista descubre a cada paso espectáculos nuevos. Aquí, rocas desnudas, areniscas tajadas a plomo; al lado, campos risueños en que amarillean las mieses; allá páramos solitarios, donde un viento helado zumba, agitando el monótono pajonal; a no mucha distancia, en los flancos de la cordillera, grupos caprichosos de arboles, cuyas copas balancean, mecidas suavemente por la brisa, que casi sin cesar está soplando en aquellos lugares. Por el lado occidental, la cordillera va descendiendo como un anfiteatro: sus gradas son desiguales; sus pendientes, bruscas; a su base se tienden llanuras uniformes, cortadas por ríos caudalosos que van a desaguar al Pacífico. La vegetación, rica, exhuberante, viste, como un manto de verdura, de matices multiplicados el descenso de la cordillera en los llanos, en las playas de los ríos, crecen el café, la caña de azúcar, el cacao. El café, ese colono venido de Arabia, embalsama el ambiente con la fragancia que sus jazmines despiden, fecundizados por el reverberante sol del Ecuador. La caña de azúcar, esa otra extranjera llegada a América en pos de los conquistadores castellanos, vive y prospera como en solar nativo en los ardientes valles ecuatorianos, asociada al oloroso teobroma, indígena del suelo intertropical americano, que antes vivía vida agreste, escondido a la sombra en los bosques equinocciales, y que ahora, esclavo de la industria humana, medra acariciado por el trabajo, que lo encierra en vallados de hierro y lo vigila, estimulado con la esperanza en un tributo óptimo. En las sinuosidades de la misma cordillera occidental, allí donde los contrafuertes de la cordillera se abren formando valles abri­ gados al amor del agua que en riachuelos y torrentes desciende

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de las cumbres de los cerros, se yergue lozano, en grupos com­ pactos y apiñados, el banano, el verdor subido de sus largas hojas recrea la vista, y la garrulería que forman al soplar el viento, llena de un ruido apacible la ardiente cuenca del valle. El paisaje occi­ dental cambia a cada instante, y sorpresas se suceden a sorpresas en una naturaleza abrupta y fecunda. II Si ñjamos nuestra atención en el agua, pronto sentiremos una impresión de susto y de temor con los fenómenos grandiosos que produce ese elemento en la región ecuatoriana. Los cauces de los ríos son ordinariamente muy profundos, y el lecho por donde co­ rren las aguas está erizado de pedrones; hondonadas sombrías, cuyas paredes, en plano inclinado, cubren una vegetación tupida, ocultan a la vista la corriente del río; pero las aguas braman, cho­ cando en las piedras, y el bramido, conforme va creciendo en in­ tensidad, anuncia al viajero que la orilla está más y más cercana. Muchas veces, en la cima yerma y solitaria de la cordillera, nos hemos puesto a considerar la formación de los ríos y los prime­ ros pasos que dan ellos en su peregrinación al Océano: gotitas pequeñas de agua estaban derramadas en el haz de paja salva­ je; cristalinas, nítidas, transparentes, esas gotitas parecía que se agarraban a los filamentos de la brizna de paja, cuando comen­ zaba a soplar el viento, pero, a medida que arreciaba su fuerza, iban cayendo al suelo, donde se juntaban, y juntas comenzaban a andar, formando hilos delgados de agua; esos hilos débiles ca­ minaban en el más profundo silencio, haciéndose a un lado con tímido comedimiento así que encontraban una piedrezuela o un tallo de hierba en que tropezar.

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Juntándose vanos hilos de agua, asociados corren con más des­ embarazo; en el descenso de la cordillera, el arroyo es torrente que baja bramando; ya se desgalga de roca en roca, golpeándose y bufando; ya se precipita como atronadora cascada, desde empi­ nados riscos; ya descansa un momento en tranquilos remansos, y luego da saltos y tumbos por sobre las peñas, que lo comprimen: horas enteras se mantiene oculto, arropándose con un vellón de blanca niebla; de repente, por entre la frondosa vegetación de sus márgenes, se deja ver cual cándido sudario que se descolgara airoso y flotara, jugando con los cambiantes del arco iris, que, con rapidez fascinadora, se forman y se deshacen en el aire; otra vez toma a hundirse en obscuros abismos, se esconde a la vista, se oculta mugiendo, y, a larga distancia, asoma de nuevo, abrién­ dose paso lentamente por menos pendientes riberas. En el terreno bajo, principalmente en las comarcas trasandinas de la región oriental, el aspecto de los ríos es sobre manera pinto­ resco. El caudal de aguas aumenta de un modo rápido; la corrien­ te, enriquecida por instantes con nuevos afluentes, se ensancha, rebosa y se derrama, inundando las orillas; entumecidas las olas, se encaraman unas sobre otras, se arremolinan, se hinchan, for­ man vorágines amenazadoras, caen con precipitación, y braman­ do sin cesar, ensordecen la selva. En las horas silenciosas de la noche, cuando todo está en calma, se oye el bramido retumbante de las aguas, y ese bramido que resuena a lo lejos es en aquellos momentos el único mido que interrumpe el silencio solemne de aquellas selvas desiertas y solitarias. La majestad de las corrientes, cuando los ríos en su descenso han llegado ya a las llanuras de la cuenca del Amazonas, es sorpren­ dente: las orillas de un lado y de otro están muy alejadas; las aguas han callado y pasan arrastrándose en silencio; la vista se espacia, el ánimo se ensancha. En el amontonamiento de las aguas hay un

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no sé qué tan extraordinario, que el alma se conmueve y entra en una convulsión a un tiempo de alegría y de temor. III Pocos espectáculos naturales habrá tan grandiosos como el que ofrecen los cerros nevados en la cordillera de los Andes. Para hacerse cargo de la magnitud y de la elevación de esas moles, verdaderamente estupendas, es indispensable un punto de vista bien adecuado; viéndoles de muy cerca, los cerros más elevados parecen pequeños y se pierde la ilusión de su grandeza. Lomas puestas sobre otras lomas; eminencias del terreno que van levantándose progresivamente; masas de rocas gigantescas derrumbadas y amontonadas en desorden titánico; quebradas profundísimas de paredes perpendiculares; capas de terrenos dislocadas, presentando a la vista del observador inteligente los efectos de las fuerzas volcánicas; ese es el aspecto de la base sobre que se asientan los grandes cerros nevados. La vida se va ahuyentando de esas regiones desoladas; las lavas petrificadas se cubren apenas de un musgo rojizo, diminuto; no hay ni un solo ser viviente, y el granito deja ver su superficie negra y dura junto a los bancos de nieve compacta, transparentes y diáfanos como un cristal, y que forman muros macizos, gruesos y fantásticos. La vida no ha subido jamás a esas alturas; en ellas todo es solem­ ne y desconsolador, y el único ruido que se percibe, a intervalos desiguales, es del agua que, gota a gota, va cayendo de las rocas de hielo conforme de ellas se va desprendiendo perezosamente. La Naturaleza es avara de los grandes espectáculos en la cordillera de los Andes, y de ordinario mantiene los cerros nevados cubiertos con un velo de nubes densas: de repente, al amanecer, ese velo ha sido retirado, y los suntuosos conos volcánicos se

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presentan con un manto de plata bruñida» destacándose bajo un cielo azul y transparente. Por la tarde, hay temporadas en que el Cotopaxi y el Tungurahua se muestran ya blancos argentinos, ya violados o tornasolados, con cambiantes de oro, a medida que va iluminándolos la luz del sol en su majestuoso descenso al Occidente. Esos juegos de luz en los arreboles vespertinos son de un hechizo delicioso en la meseta interandina. En ciertas noches, cuando el cielo está despejado, la atmósfera limpia y el aire sereno, los cerros nevados adquieren un tinte de nácar; y, vistos a los extremos del horizonte, alumbrados por la luz apacible de la luna, tienen un aspecto de muda solemnidad, que llena de suave melancolía el alma y la estimula a pensar en sus destinos eternos. Mas, cuando alguno de esos titanes de la cordillera se enfurece; cuando atiza sus hornos y da impulso a sus calderas, entonces la escena es aterradora: un bramido subterráneo, ronco y prolongado, es la señal de que el monte reaviva su actividad; la detonaciones se suceden unas a otras, y semejan descomunales marejadas que se estrellaron contra la costra terrestre, en los profundos antros del globo; el ruido subterráneo, va viniendo como de lejos; crece, aumenta, estalla, y un estruendo como el de innumerables carros, que rodaran con ímpetu desapoderado, precede algunos instantes al terremoto... Al ruido sigue la conmoción; las bases de la cordillera se desequilibran, los cerros bambolean, el suelo se agita, unas veces con sacudimientos bruscos de abajo para arriba; las colinas se trastornan y el cauce de los ríos queda obstruido. Con ímpetu furioso las aguas derriban el dique, saltan y se precipitan, hinchando el álveo, estrecho ya al gran volumen de la corriente, que echa por tierra cuanto encuentra, troncha los árboles y los arrebata, golpeando las orillas y bramando con ruido aterrador.

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No siempre los terremotos en el Ecuador están acompañados de erupciones volcánicas; antes, de ordinario, sucede que éstas se verifican cuando la tierra se mantiene tranquila. El Cotopaxi se despoja de la cortina de nubes que lo ocultaban a la vista; el cono gigantesco, con sus formas regulares, se deja ver limpio, con un manto de nieve cuya blancura argentina brilla iluminada por los rayos del sol; todo es silencio, todo parece en calma; de improvi­ so se oye un bramido prolongado y monótono; el ruido se repite, crece; un mugido obscuro sucede casi sin interrupción a otro mu­ gido, y el suelo parece que se sacude conforme la onda sonora se va alejando bajo de la tierra. Un penacho de humo denso comien­ za a salir majestuosamente por el cráter; sube, derecho, erguido, y luego, batido por el viento, se escarmena en la atmósfera; el aire se obscurece, la claridad del día se apaga y una lluvia copiosa de ceniza cae en medio de una aterrante obscuridad. Los bramidos del volcán continúan; llamas de fuego salen del cráter, se elevan, tiemblan, se doblan, lamen con rapidez las paredes superiores del cono; las nieves se derriten y torrentes de agua lodosa y de lava encendida bajan tronando; llegan al valle, se derraman, cho­ can con los edificios; un remolino de lodo, agua y lava, los envuel­ ve, cae sobre ellos, los arrolla, los derriba y arrastra lejos sus es­ combros... No hay espectáculo tan aterrador como una erupción volcánica: lo grandioso, lo sublime, anonada al espectador. La tempestad es otro de esos tremendos espectáculos de la cordillera de los Andes. Un manto negro de tinieblas se extiende por la atmósfera; se obscurece la luz al mediodía; los rayos culebrean en el espacio, surcando con líneas de fuego la obscuridad; revientan los truenos, y de monte en monte se va prolongando el fragor horrendo, devuelto y multiplicado por los ecos de la gran cordillera; el granizo cae con rapidez, disparado por las nubes; del cielo se descuelga a chorros la amenazadora catarata y el aguacero desciende zumbando, arrollado por el

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viento. Ríos de agua, improvisados, ruedan hirviendo del monte al llano, y todo viviente huye, buscando donde guarecerse mientras las fuerzas de la Naturaleza hacen alarde de sus aterrantes bríos. IV En las comarcas orientales trasandinas la vegetación intertropi­ cal forma selvas dilatadas, bosques tupidos donde apenas pene­ tra durante el día una escasa claridad; enormes árboles de ramas frondosas se levantan a inmensa altura, troncos gruesos yacen por tierra, y sobre ellos crece una verdadera selva de parásitas, que menean lánguidamente sus hojas de un verde descolorido, faltas de la vivificante luz del sol. Las lianas tejen una red estrecha entre los árboles, pasando de uno a otro y alargando sus brazos para formar de la selva un laberinto impenetrable y sin salida; las gotas de la lluvia caen precipitadamente una tras otra sobre las hojas; el aire se siente tibio, impregnado de una fragancia húme­ da, y flores de colores raros engalanan los árboles y las plantas. La luz las pinta y tiñe con colores mágicos y ellas matizan con su variada hermosura el verde paño con que se arropa la selva. La obscuridad que reina en los bosques, les da un aspecto grave y solemne durante el día; por la noche el terror de lo desconocido se apodera del viajero, las tinieblas anublan el espíritu, y la ener­ gía del alma se concentra en la imaginación que forja ilusiones, echando de menos los goces sociales. El viento comienza a so­ plar; un ruido áspero se difunde a la redonda, y la selva, sacudi­ da, se agita y conmueve en todas direcciones. La acción del viento sobre los bosques ofrece un espectáculo vis­ toso cuando se le observa desde un lugar elevado, durante el día: las ondulaciones de ese piélago de verdura se empujan unas a

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otras; los diversos matices del colorido verdoso forman olas de tamaños distintos, y por encima de esa superficie agitada levántanse las palmas, cabeceando, mecidas por el viento. De ordina­ rio los bosques orientales se conservan cubiertos por un grueso envoltorio de nubes que reposan sobre ellos. En la fauna ecuatoriana, aunque no abundan tanto como en la flora los objetos naturales hermosos, con todo, no faltan algunos que merecen particular atención. El paisaje no podrá menos de ser asombroso, si, con el auxilio de la Geología y de la Paleontología, reconstruimos la Naturaleza, y en nuestra imaginación le damos el aspecto que ha de haber tenido en la época terciaria y en los comienzos de la cuaternaria. Imaginemos, por ejemplo, cómo sería la provincia de Imbabura. Una llanura extensa, pantanosa, cubierta de arbustos, de carriza­ les y de hierba espesa; unos cuantos monstruos colosales andan vagando por ahí; su piel lanuda, negra, indica que la temperatura es fría y húmeda; con sus enormes colmillos escarban el suelo y lo remueven, buscando las raíces de que se alimentan: son el mastodonte andino, cuyas muelas encontró Humboldt a las fal­ das del cerro de Imbabura. Fuertes conmociones comienzan a agitar el suelo: el terreno se infla, se entumece, se rompe, y surgen, una después de otra, las eminencias que forman las cordilleras. Un impulso poderoso que parte del centro del planeta las empuja, las echa fuera, las levan­ ta, las encumbra. Sus dimensiones son elevadísimas. La condición atmosférica cambia: las cumbres de los cerros se llenan de nieve, los aguaceros son diluviales, y las tempestades asombrosas, por las grandes descargas de electricidad. Un lago enorme de agua dulce ocupa casi toda la extensión de la provincia;

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el fondo es muy desigual: apenas superficial en unas partes, en otras es profundísimo. Todavía, hasta ahora, en Cuicocha, en Yahuarcocha y en San Pablo quedan restos de ese inmenso lago. Grandes hundimientos del terreno, a consecuencia de terremo­ tos violentísimos, contribuyeron a que el lago fuera desaguán­ dose por el lado del cauce del Ambi: el nivel de las aguas bajó; un movimiento de vaivén cavó poco a poco el suelo, y al fin, lo dejó del todo seco: el lago había desaparecido. La imaginación se fatiga calculando el gran número de siglos que, para que se veri­ ficaran estos sucesos, no pudo menos de transcurrir. El hombre, entonces no existía sobre la tierra. V En la comarca ecuatoriana viven, como indígenas de ella, el co­ librí y el cóndor. El colibrí, el más pequeño entre todos los pajarillos pequeños; el cóndor, el gigante de toda la turba alada, que disputa al avestruz del antiguo mundo el imperio sobre las aves. Nuestro quinde, el picaflor, diminuto de cuerpo, de plumaje que fascina por lo vivo y lo brillante de los colores, cuelga su nido en lugares silenciosos, donde la sombra templa los colores del día; se precipita sobre las flores, disparándose con vuelo rápido, y, cuando parece que va a despedazar la flor, apenas la toca con la punta de su lengua imperceptible y lame pulcramente el néctar que destilan los pétalos, agitando, entre tanto, con celeridad las alas y haciendo zumbar el aire, con la velocidad de su aleteo: no aja las flores, ni las maltrata, se sostiene en el aire sin posarse si­ quiera en las ramas. El verde cristalino y vivido de la esmeralda, centella en su cuello, y sus espaldas, tornasoladas de azul y de oro, compiten en brillo con el más rico trozo de piedra lapislázuli.

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Delicado e impresionable, se retira al mullido abrigo de su nido de musgo, y allí descansa, aletargado, mientras arrecia la época de las lluvias, y no reaparece sino cuando ya ha pasado la esta­ ción de los fuertes vientos. La diminuta pequeñez de su cuerpecillo contrasta con la audacia de su genio, altivo y colérico; presume de valeroso y alardea de pendenciero; embiste con denuedo a los otros pajarillos, los aco­ sa, los persigue, los ahuyenta, y cuando queda dueño del campo, celebra satisfecho su triunfo, lanzando uno tras otro silbidos agu­ dos y estridentes. En lo más agreste de las cordilleras, en lo más yermo de los pá­ ramos, en las breñas de granizo, cerca de las nieves perpetuas, allí gusta de tener su manida el cóndor. Adereza su nido en rocas inaccesibles: encaramado en la punta de un peñasco, se está ata­ layando desde allí el campo a la redonda; de cuando en cuando menea la cabeza husmeando en el viento los efluvios dispersos de su presa. De repente se conmueve, sale de su meditabunda inmo­ vilidad, el ojo se le enciende, la pupila chispea, se sacude, se des­ pereza, abre las gigantescas alas y se lanza a los aires; ya se deja caer de súbito sobre su presa, ya la otea, desde lo alto, cerniéndo­ se majestuosamente en la región de las tempestades; da vueltas, describiendo, con pausado vuelo, círculos inmensos; desciende, y pasa rozando con sus alas el borde del abismo; se encumbra y se eleva serenamente, y en la atmósfera clara, despejada, allá arriba, a inmensa altura, se deja ver, con las alas extendidas, ho­ rizontales, y casi en completa quietud, guardando un misterioso equilibrio con un ligero balanceo. El cóndor es verdaderamente el monarca de los aires; ave ninguna jamás le disputa el señorío; desdeña los valles y vive solitario en los más desiertos riscos de la cordillera. Nuestra República lo ha puesto, como emblema de fortaleza y de valor, en el escudo nacional.

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Si consideráramos los objetos en sí mismos y en su relación con el conjunto de todo lo creado, y si prescindiéramos, sobre todo, del temor del daño que ciertos animales pueden causamos, en­ contraríamos belleza hasta en los caimanes, en las serpientes y en las arañas. Observad al caimán: su enorme cuerpo se desplo­ ma en el agua; enseñoreado de la corriente, nada con ligereza, se sumerge con agilidad; da vueltas, retoza en los remolinos, y el ancho Guayas le viene estrecho para sus excursiones piráticas; tendido en la orilla, harto de comida, saciado y satisfecho, des­ cansa, poniendo al sol abrasador de la costa, para que se enjuage, la escamosa piel de su vigoroso cuerpo. La variedad de los reptiles es asombrosa; no lo son menos su ta­ maño, las colores de que están pintados, sus costumbres, sus ins­ tintos. Chateaubriand ha hecho una descripción admirable de la serpiente de cascabel y de la fascinación que sobre ella ejerce la música. También el crótalo ecuatoriano es sensible a la armonía. Se para, queda inmóvil, acomoda el oído, se infla; una conmoción agradable parece que se le difundiera por todo el cuerpo: el fulgor de sus ojos se aviva; se enrosca, se retuerce, y al compás de la música, ya se envuelve sobre sí mismo, ya se desdobla, agitando las funestas castañuelas de su cola rugosa, y acompañando las tonadas de la flauta con un chasquido seco e irregular. Muy despreciables parecen a primera vista algunos animalillos; pero para quien los observa cuidadosamente no lo son. ¿Qué ob­ jeto más ruin que una araña? Sin embargo examinada despacio: en los flancos y sinuosidades de la cordillera occidental, donde el bosque es ya tupido y el calor sofocante; en sitios desiertos, alejados del camino, viven ciertas arañas grandes: vierais a la hi­ landera cómo se afana paramentando con cortinas de hilo finísi­ mo y lustroso, un agujero; cómo se gallardea, luciendo al aire los visos de oro de su aterciopelado corpezuelo; menudísimas gotitas

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de agua cristalina chispean a veces como ricos brillantes entre la sedosa felpa de su manto, ya negro como un azabache, ya morado como un lirio. Hay otras arañuelas pequeñas pero presumidas; no gustan del suelo, y tejen su red en los árboles: una colonia entera de ellas toma a menudo posesión del naranjo o del limonero, y cuelga sus toldos de habitación entre las ramas elevadas, como procurando que sus tiendas de campaña estén de continuo perfumadas con la fragancia de los azahares; es de verlas como maromean ve­ lozmente por los hilos sutiles que han templado de flor a flor, y cómo burlan la fuerza del viento, cambiando aceleradamente la posición del cuerpo sobre la hebra de hilo. En los valles abrigados abundan unos insectillos fosforescentes: por la noche, cuando ya la obscuridad es densa, comienzan los campos a chisporrotear con un sinnúmero de lucecülas, que se apagan y se encienden, suben, bajan, vuelan y se desparraman en todas direcciones. Es que esos animalillos nocturnos se han des­ pertado, y llevando su lamparilla de luz de oro, andan volando y discurriendo por el aire: es para ellos esa la hora de su lucha por la vida, y para eso, ya apagan, ya encienden su traicionero candil. Hay una armonía admirable de relación entre los animales y el aspecto físico de los lugares en que viven sus especies. El arma­ dillo, tímido e inofensivo, busca sitios retirados, se guarece en madrigueras profundas, y para salir a buscar su sustento, espera que venga la noche; y cuando ya todo está en silencio, sale callado y hace lejanas excursiones, gateando cauteloso, sin causar ni el más leve ruido. En riscos calcáreos, áridos, donde una que otra planta mustia y descolorida languidece escasa de jugo vital, allí se domicilia el caracol terrestre. Por la madrugada, cuando al clarear la aurora

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en el Oriente un rocío tenue humedece el suelo, entonces la tri­ bu va saliendo paso a paso de sus guaridas subterráneas: arras­ trando a cuestas cada cual su frágil y quebradiza cobertura, hace su peregrinación a la hoja de algún arbusto, y antes que arrecie el calor del día regresa a su retiro. ¡Ay del imprudente a quien sorprendiera el sol vagando todavía en el campo! Resecada, ab­ sorbida en un instante la savia de la vida, quedará muerto en el camino... ¡Qué cosas tan despreciables, al parecer!... ¿No es ver­ dad? El sentimiento de la Naturaleza pasa desadvertido para la generalidad de los espectadores. Asimismo, no puede menos de notarse la armonía que existe en­ tre el aspecto de los lugares y las condiciones de la voz de los animales y de las aves que habitan en ellos. Hay ciertas tempo­ radas del año en que en los campos reina el silencio: las aves no cantan, y el único ruido que se percibe de continuo es el molesto zumbido de los insectos. Viene la estación de las lluvias, el terre­ no se humedece, se empapa; el agua no corre, se ha estancado; la intensidad del calor aumenta, es casi insoportable: el llover no cesa durante largas horas; el cielo está obscuro, negro, tenebro­ so; desde el fondo de los pantanos sale el graznido ronco, geme­ bundo, dolorido, del sapo que con la humedad se ha despertado de su largo sueño de verano, y empieza a forcejear para salir a la superficie y respirar otra vez al aire libre. Los campos de la costa son entonces molestos, y las energías del espíritu se ocupan sólo en defender la vida: el sentimiento de la Naturaleza se extingue por completo. En los bosques seculares, tanto de la región oriental como de la occidental, durante la noche, se oye un murmullo indenifible que aumenta y se difunde por momentos; la soledad adquiere voz y murmura confusamente. ¿Qué es lo que entonces suena? No sa­ bréis decirlo: el petulante e incansable clarmoreo de las ranas, el

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agitado campanilleo de los grillos, el chillido inarmónico de las culebras, el zumbido agudo de los insectos, y otros ruidos con­ fusos que no es posible decir de donde provienen. De repente sopla el viento: todos los sonidos se funden en uno solo, como que se apagan, se alejan y cesan por un instante. ¡Oh! Señor casi involuntariamente se nos vienen a la memoria las palabras del Salmista: Formasteis las tinieblas y fue hecha la noche; durante ella salen a recorrer el campo los animales que viven en los bos­ ques. Posuisti tenebras etfacta est nox: in ipsa pertransibunt ommes bestiae silvae.1

La escena cambia: la noche va terminando su curso, y allá por el Oriente comienza a rayar la luz de la aurora; el murmullo cesa, trinan las aves, los cantores del bosque han despertado y llenan el aire de armonía, dando al viento los sones delicados de sus agrestes arpegios. Las armonías del Universo material son admirables. [...] N o ta s:

* Consultable en: www.cervantesvirtual.com/obra-visor-din/historia-generalde-la-republica-del-ecuador-tomo-cuarto—o/htm l/ooi3i68e-82b2-ndf-acc7oo2i85ce6o64_l5.htm l#I_6 1Del salmo 103.

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Marietta de Veintemilla

Marietta de Veintemilla

N ota biográfica

arietta de Veintemilla Marconi (1855-1907) fue hija de un militar ecuatoriano y de una cantante italiana. Ambos se conocen en Lima y se fugan al Ecuador, donde nace Marietta. Como niña queda huérfana de ambos padres a temprana edad y es criada por su tío, Ignacio de Veintemilla, militar que asciende al poder supremo mientras su sobrina, destacada en tareas intelectuales, asume el papel de primera dama de la República. Desde 1877 hasta 1881 lleva adelante asuntos de Estado y organiza veladas literarias y artísticas. Entre sus múltiples tareas está la planificación y construcción del Teatro Nacional Sucre y la rehabilitación del parque La Alameda como área de recreación de Quito. Se casa y enviuda casi de inmediato y en el episodio más notorio de su vida —luego de participar en la consolidación de la dictadura de su tío—enfrenta personalmente una revuelta militar y pasa a dirigir brevemente el ejército. Denominada «generala», es derrotada militarmente en 1883, encarcelada y enviada al exilio a Lima. En el Perú escribe su obra más importante, Páginas del Ecuador, publicada en 1890, en que narra las vicisitudes de la política ecuatoriana y su participación en ella. Veintemilla regresa al Ecuador en 1898, luego del triunfo del liberalismo, recupera los predios familiares,

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vuelve a desarrollar una intensa vida intelectual —publica artículos de varios temas—, se reintegra a la política en busca de una nueva postulación de su tío a la presidencia y muere en 1907.

O bra literaria

Páginas del Ecuador (189o)1. «Dies Irae Patriótico» (1900)2.

«A la memoria del doctor Agustín Leónidas Yerovi» (1904)3. «Madame Roland» (1904)4. «Goethe y su poema Fausto» (1904)5. «A los héroes de mi Patria» (1906)6. Conferencia sobre psicolo­ gía moderna (1907)7.

V aloración crítica

La obra de Marietta de Veintemilla es corta; consiste de seis ar­ tículos y un texto largo. Su obra más importante es Páginas del Ecuador, un documento complejo en que se entremezclan varios géneros: el análisis político, el recuento histórico, la crónica, la biografía, la literatura de viaje y el ensayo. El texto es notable en cuanto a su soltura narrativa, tanto Ángel Felicísimo Rojas como Isaac J. Barrera comentan su importancia como precur­ sor del género de la novela. En distintos tramos se despliegan el recuento en primera persona, el comentario en tercera persona y los ataques personales iracundos en contra de los enemigos po­ líticos de la protagonista/autora; en particular, el uso del pasado imperfecto disminuye la distancia entre el narrador y los hechos. Veintemilla es una figura transicional en las letras ecuatorianas entre un siglo XIX intolerante con la incursión de las mujeres a la vida pública y las letras —actitud ejemplificada en la figura y el destino de Dolores Veintimilla de Galindo—y un momento de mayor apertura en el siglo xx, marcado por el advenimiento del

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liberalismo. La obra de Marietta de Veintemilla es fundamental­ mente política, tanto en su orquestación de argumentos y defen­ sa de la opción administrativa de su tío, el presidente y dictador Ignacio de Veintemilla, como en su defensa del derecho de las mujeres a participar en la vida cívica como actoras. En Páginas del Ecuador, como dice Alexandra Astudillo: [...] la escritura de su texto permite a la autora construir su rol protagónico en la historia política del Ecuador, mostrar la injerencia que la vida privada de una mujer puede tener en la vida pública y viceversa, unir la historia nacional a su vida privada, reivindicar el ejercicio polí­ tico de su tío y, adicionalmente, imprimir en la descripción de su paso por la geografía de la Sierra norte del Ecuador una crítica a la herencia histórico-cultural de distribución, ocupación y uso del territorio que ha condicionado la forma de vida de los campesinos e indígenas.

Los textos cortos que produce la escritora ecuatoriana, y que aparecen en revistas de la época, tratan temas diversos que van desde la exaltación de personajes históricos y disquisiciones literarias hasta las inquisiciones del pensamiento ilustrado de su momento. En todos estos documentos se observan dos líneas de pensamiento, ambas enmarcadas en una envoltura positivista: la importancia de la formación intelectual para el progreso de todo individuo, incluida la mujer, y la necesidad urgente de suscitar dicha formación para promover el desarrollo del Ecuador. En un ámbito distinto, la figura de Marietta de Veintemilla construye e inaugura formalmente el espacio de la velada literaria en la era republicana.

B ibliografía sobre la autora

La obra crítica que se ocupa de Marietta de Veintemilla es relativamente escasa, una aproximación a su escritura debe incluir Las Catilinarias [1880-1882] de Juan Montalvo, obra

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que se ocupa en profundidad del gobierno y la figura de Ignacio de Veintemilla y que incluye la invectiva montalvina más aguda; la biblioteca Ayacucho presenta una edición publicada en 1 9 8 5 , con prólogo de Benjamín Camón. Dos textos críticos de la época de aparición de Páginas del Ecuador —obra considerada polémica en su tiempo—son Observaciones sobre las Páginas del Ecuador*de la Sra. Marietta de Veintemilla, de Acosta8y La verdad contra las calumnias de la Sra. Marietta de Veintemillat

de José Nieto9. Un texto más imparcial es el de Rafael M. Mata, Juicios históricos sobre las Páginas del Ecuador10. Sobre su obra ensayística, José María Ayora, presidente de la Sociedad Jurídico-Literaria y Monroe (Julio E. Moreno), miembro de la misma organización con la que colabora Veintemilla, publican comentarios a la Conferencia sobre psicología moderna que ofrece la autora en Quito en 1 9 0 7 y que luego aparece publicada por la Universidad Central. Sus observaciones aparecen en la misma edición de la Conferencia. En 1 9 4 9 , con el sello de la Casa de la Cultura Ecuatoriana ( C C E ) , Enrique Garcés publica una biografía novelada de la autora, titulada sencillamente Marietta de Veintemilla. Es esta la obra de mayor consulta en los recuentos contemporáneos de la leyenda de la «generala». En 1 9 5 6 , Luis Bossano publica, también con la C C E , un Perfil de Marietta de Veintemilla. Más cerca de nuestros días, Michael Handelsman publica Amazonas y artistas. Un estudio de la prosa de la mujer ecuatoriana“, aunque corta, su aproximación a la obra de Veintemilla resalta su condición de precursora y adelantada para el pensamiento feminista ecuatoriano. El pensamiento de Veintemilla recibe atención en uno de los pocos estudios que se ocupa de su obra a plenitud, se trata de

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la obra El pensamiento de Marietta de Veintemilla12 de la investigadora uruguaya Gloria da Cunha-Giabbai. En el 2007, la Universidad Andina Simón Bolívar (UASB) reedita la obra de Veintemilla junto con la Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura en un libro que incluye tanto Páginas del Ecuador como su Conferencia sobre psicología moderna. El texto está precedido de un estudio introductorio de Nancy Ochoa Antich. Un estudio adicional muy rico, que aparece como tesis doctoral de la UASB es el de Alexandra Astudillo, La emergencia del sujetofemenino en la escritura de cuatro ecuatorianas de los siglos xviii y XIX13. aa N o ta s:

1Páginas del Ecuador. Lima: Imprenta Liberal de F. Masías y Ca., 1890. 2 «Dies Irae Patriótico». En La Sanción. Quito: 4 de junio de 1900.

3«A la memoria del doctor Agustín Leónidas Yerovi». En Digresiones libres. Quito: Imprenta Municipal, 1904. 4 «Madame Roland». Revista de la Sociedad Jurídico-Literaria, Vol. 4, N.° ,24 1904. 5 «Goethe y su poema Fausto». La Musa Americana. Quito: 1904. [Reeditado en Letras del Ecuador, N.° 49-47, julio-septiembre, 1949]. 6 «A los héroes de mi Patria». En La Palabra. Quito: 10 de agosto de 1906.

7Conferencia sobre psicología moderna. Quito:

Imprenta de la Universidad

Central, 1907. 8 Acosta. Observaciones sobre las Páginas del Ecuador'de la Sra. Marietta de Veintemilla. Quito: Imprenta de la Nación y Cía., 1891. 9Nieto, José. La verdad contra las calumnias de la Sra. Marietta de Veintemilla. Quito: Imprenta del Clero, 1891. 10Mata, Rafael M. Juicios históricos sobre las Páginas del Ecuador. Guayaquil: Imprenta El Globo, 1890. 11 Handelsman, Michael. Amazonas y artistas. Un estudio de la prosa de la mujer ecuatoriana, Vol. 1. Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, 1978.

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Literatura del siglo xix “ Gloria da Cunha-Giabbai. El pensamiento deMarietta de Veintemilla. Quito: Banco Central del Ecuador, 1998. 13Astudillo, Alexandra. La emergencia del sujeto femenino en la escritura de cuatro ecuatorianas de los siglos XVIII y XIX. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar, 2010.

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Lucha armada IX. efieren así los Restauradores, nuestro triunfo en el núme­ ro 6.° de su periódico «Los Principios» el 10 de Febrero de 1883.

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«El tiroteo de las calles que van de Este a Occidente era espan­ toso; pero desalojados de ellas y las posiciones antes dichas, el enemigo se ocultó magníficamente en las almenas y torres que ocupaba, para hacer ineficaces nuestros fuegos, contando segu­ ramente, con la escasez de nuestras municiones, táctica antigua en todos sus combates; pero los dos Generales ordenaron no se hiciera un sólo tiro que no fuera con seguridad y los fuegos se de­ bilitaron en consecuencia. Como unos pocos individuos de am­ bas divisiones oían el combate lejos, creyeron llegada la hora de ponerse en salvo, y de aquí que se haya corrido la falsísima noticia de que se había iniciado la derrota en nuestras filas. Estos héroes del segundo día son responsables de que artificiosamen­ te se quiera menoscabar nuestra victoria; pero sepan todos que el número de estos cobardes es insignificante y que su conducta sólo sirve para enaltecer la de los nobles jóvenes que tenían vic­ toria por consigna y muerte por voto y por deber.» He aquí los héroes juzgados por ellos mismos.

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Salazar guardó silencio para excusar su derrota. Ni lugares comunes halló su rebuscada táctica; abrumado bajo el peso de la verdad, esperó defendido por el antifaz el momento de la venganza. X. Reinaba en tanto el orden entre los batallones de reserva. Recordé que había dejado en Palacio a mi familia y fui hacia ella para tomar descanso y dar alguna expansión al ánimo. Entreveía la sonrisa de la fortuna; mas, no ejerció fascinación so­ bre mi desconfiado espíritu. Conocedora de la justicia humana, ni aún la esperanza abrigué, de que mis sacrificios pudieran ser tenidos en consideración algún día. Ocupábase mi familia en curar a los heridos. No había escuchado aún las cariñosas frases que ella debía prodigarme en tales cir­ cunstancias, cuando me fue entregada una nota. Comunicábaseme que a las puertas de la ciudad, hacia el Norte, se encontraba la atrasada división de Landázuri. Este improvisado jefe había nacido con cualidades de aventurero. Oscuro, valiente y sin inteligencia, llegó a ser jefe de unos cuan­ tos tulcaneños a fuerza de conspiraciones y de manejos traidores. Presentábase entonces mandando la división del Norte, fuerte de más de ochocientos hombres. Rendir justicia a los enemigos es una virtud que revela al hombre superior a sus propias pasiones.

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Esta justicia les tributaría a los míos, si el accidente fortuito que tan feliz trascendencia tuvo para ellos, hubiera sido un rasgo de genio, o el fruto de una sabia combinación. Pero ¡oh versátil fortuna, si te recuerdo no es para vituperarte porque la ceguedad no lo merece! Después que hube leído el pliego que se me había entregado, me levanté con precipitación. —Nuevo combate —dije—está bien; combatiremos. Un vago presentimiento hízome sin embargo, volver hacia mis queridas tías y la Señorita Dolores Jaramillo, mi compañera. —Necesario es —les dije—, prevenirse contra todos los peli­ gros. En caso adverso, que no lo espero, encontrarán asilo en el Convento de los Jesuítas. Espontáneamente habíamos ofrecido allí seguro albergue, el Superior de ellos, Padre San Vicente. Ordené al Comandante Grijalva pasara por el cuartel con mi fa­ milia hacia aquel convento, mientras yo me dirigía apresurada­ mente a la Plaza Principal. Al verme, rodeáronme nuevamente los soldados. —A las armas —les dije, otra vez a las armas; no nos queda sino la porfía hasta el último. Entusiastas vivas fueron la contestación de esos soldados.

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XI. El combate vuelve a empezar. Témanse en ecos de furor los gri­ tos de victoria; el infernal estrépito de las armas redobla la intre­ pidez de los nuestros, que, al escuchar nuevamente los disparos, se lanzan en busca de los que turbaran su reposo a tanto precio conquistado; mas, no son ya seguros los tiros que dirigen al ene­ migo que avanza. Inmóviles los soldados bajo el certero plomo, caen con las armas en la mano; pretenden levantarse algunos, en su agonía, pero vuelven a caer sobre la tierra ensangrentada. La dispersión, consecuencia de una victoria que se creyó asegu­ rada, había debilitado nuestras filas. Comprendiendo entonces la imposibilidad de seguir el combate por guerrillas, ordené el fuego de las ametralladoras. Yo misma diles dirección, y coloqué a cada uno de los soldados en el lugar desde el cual se debía hacer fuego. El traquido de aquellas armas no podía ser más siniestro. Pronto se vio venir precipitadamente un soldado que pedía re­ fuerzo para los tulcaneños. Marchó en su auxilio una compañía; mas, la llegada sucesiva de nuevos mensajeros demostraba que acontecía algo extraordina­ rio y que no era suficiente el refuerzo. Busqué gente disponible entre la reserva, pero cada uno ocupaba el lugar conveniente, para mantenerse a la defensiva. ¿Qué hacer? No vacilé en ir hasta el Palacio a pedir consejo al General Echeverría que se hallaba en la Prevención. 130

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De muy delicada salud desde tiempo atrás, la continua agitación y sufrimiento después de la derrota en Quero habían agravado su dolencia, no siéndole posible prestar los servicios que deseaba. Sin embargo, la lealtad en aquellos momentos le enaltece. —Prudencia, no debilite el cuerpo de reserva contestóme; pero no hubo tiempo para poner en práctica su consejo. En ese mismo instante oyose extraño alboroto, e interrumpiéndole para escu­ char, dirigime veloz hacia el lado de donde provenía. XII. Semejando una ola tempestuosa, llegan desde San Francisco los tulcaneños con todos sus compañeros heridos y aun con los muertos. Costumbres hay que pintan a un pueblo de un sólo rasgo. Esa piedad que se sobrepone al miedo, esa conmiseración para el compañero, para el hermano en medio de los grandes peligros y que se traduce en heroica resolución para cargar con él, dificultando la huida, habla por sí sola más alto en favor de los tulcaneños, que todos los epítetos honoríficos y todas las alabanzas. Venían cien hombres poco más o menos, que abandonaban una posición insostenible, arrastrando de pies y manos otros tantos infelices cubiertos de sangre y dando recios tumbos contra las piedras. Los enemigos, pues, no podían tomar heridos ni aun muertos de entre hombres tan abnegados. —Traición, traición —gritaban los fugitivos.

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Por fin logré detenerles en la calle del Cuartel. ¡Qué espectáculo el de esa tropa al dejar en lugar seguro su sa­ grado depósito! El muy recomendable Presbítero Montado, Capellán del Ejército, se arrodilló para asistir a los moribundos. Uno de sus jefes más queridos expiraba entre el tumulto. Esta muerte les arrancó un inmenso clamor. Silenciosa en medio de esa multitud abrumadora, esperé el mo­ mento en que mi voz pudiera ser oída. —¿Quién ha traicionado?—pregunté. —Los Padres —contestáronme—, los padres de San Francisco que desarmaron a nuestros hermanos que guardaban las torres. Desde allí nos han asesinado después, aprovechando de nuestro descuido. En efecto, tras la victoria que obtuvimos a las dos de la tarde, los franciscanos cuyo superior era un Padre Baltazar, hicieron aban­ donar su puesto a los tulcaneños que guardaban las torres. —La caridad cristiana nos ordena daros de comer —dijéronles—, dejad entretanto vuestras armas en su lugar. Aquellos malos sacerdotes aprovecharon del engaño y colocaron en los lugares antes ocupados por los tulcaneños a los enemigos armados con nuestras propias armas, y fue así que, después de dos horas y a la llegada de Landázuri, pudieron hacer grande car­ nicería en nuestras tropas. —Esto no quiere decir que estamos perdidos —contesté a los des­ esperados tulcaneños—, triunfaremos a pesar de todo

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Solo entonces comprendí el respeto que yo había inspirado a aquellos hombres. Cesó la gritería al escucharme, y quedaron mirándome, silenciosos, por un momento. —Vengan —les dije, después que hube dado la orden de llevar un cañón hasta la mitad de la calle de San Francisco, llamada calle Angosta, —tenemos cañones, ametralladoras y valientes; ¿por qué temer? Antes que pudiera designar los que debían defender aquel lugar, noté hacia el lado derecho cierto movimiento de alarma en las tropas de reserva, que se batían ya muy de cerca con los enemigos. Entre los que rodeaban el cañón de la calle Angosta divisé a un viejo militar llamado Eguiguren. ¿Ve Ud. ese cañón? —le dije—, queda a cargo suyo. En diciendo esto, me alejé precipitadamente. El movimiento de alarma que había notado iba en aumento; mi primer cuidado fue atender el portal que ocupaban las ametralla­ doras. Nadie se había movido, pero el fuego contrario era mortí­ fero y tenaz en aquel punto. Las balas enemigas se cruzaban en derredor nuestro; los solda­ dos descargaban sus rifles sin descanso. Esta vez nada decían. Guardábamos todos ese sombrío silencio de la última hora del combate. XIII. En el portal arzobispal había sido colocado el batallón Número 26. El Comandante Sánchez, que recientemente lo mandaba, no

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tenía la autoridad de un antiguo y querido jefe. Llega hasta mí lleno de angustia. —Está tomada la torre de San Agustín —me dice, y los soldados escuchan al canónigo Arsenio Andrade, que los induce a penetrar en el Palacio Arzobispal. Desde la azotea del Palacio de Gobierno podía distinguirse la to­ rre de San Agustín. Al presentarme en ella, fui recibida por una nube de balas. Avancé hasta que pude ver el color de la cinta que llevaban en el sombrero los que estaban agrupados en la torre. No cabía duda, eran ellos: la cinta azul que percibía claramente confirmaba mis temores y los de Sánchez. La torre de San Agustín, situada a una cuadra de la plaza, domina parte de ésta y el portal de Palacio que le hace frente en un ángu­ lo. Los que la defendían, creyéndolo todo perdido, en el momen­ to en que los tulcaneños llegaban, abandonando San Francisco, consideraron inútil la resistencia. Error gravísimo en que caye­ ron muchos y que ocasionó la pérdida inconsulta de la torre. A la simple vista distinguíase perfectamente una persona, de modo que fui el blanco de aquel mortífero friego. Más tarde con­ fesaban que la orden dada fue matar a la mujer que era el alma de aquella lucha.

En esta misma torre fue colocado un joven Valdez, diestro en el manejo del fusil, para que dirigiera contra mí sus balas certeras. —Está bien —dije al Comandante Sánchez—, pueden tomar las torres pero no triunfarán. Sus cañones se hallan inutilizados; vaya usted a sostener esa gente. Tal fue la orden que llevó este jefe.

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Saltando por en medio de cadáveres ensangrentados llegué nue­ vamente hasta el portal. Mis obedientes servidores no se movían de sus puestos; el fuego que nuestros enemigos hacían desde la torre de San Agustín so­ bre el portal del Palacio, era tenaz y destructor. Caían al lado mío los soldados, pasando silenciosos de la vida a la muerte. Agitábales un estremecimiento instantáneo, sin que me fuera dado recoger las últimas miradas de esos héroes. £1 dolor mismo pasaba fugaz en mi espíritu, anestesiado por emociones tan va­ riadas como terribles. XIV. La necesidad, de acudir hacia uno u otro punto, obligábame a continuas marchas y contramarchas, lo cual desesperaba a los que desde la torre pretendían quitarme a vida, no siéndoles po­ sible, a pesar del corto espacio que nos dividía, lanzar tiros efica­ ces contra mí; empero, sus proyectiles pasaban casi rozando mis vestidos y diezmando a los que me acompañaban. Un cometa de doce a trece años me seguía. Repentinamente dobla las rodillas en actitud de sentarse, e inclina la cabeza. Cuando me precipité para sostenerle con un movimiento maquinal de ternura, cubrió­ se de tinieblas la faz de ese héroe adolescente. A pesar de los horrores de un desesperado combate, los soldados permanecían formados, correctamente, estrechando los claros de sus filas. Ya las torres y los objetos comenzaban a velarse por la luz incier­ ta del crepúsculo; pero el empeño de arrancar la vida al enemigo

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parecía mayor por ambas partes y se aumentaba el estrépito de las descargas. Vino la noche. Rodeados de tinieblas, vímonos obligados a guardar forzada tregua. La victoria se ocultó indecisa entre las sombras. XV. La suspensión de hostilidades, pensé que debía ser ventajosa para nosotros. Creyendo que nuestros enemigos darían un asalto sobre el Cuartel, situé a los tulcaneños en lugares convenientes para una vigorosa resistencia. Después de dar colocación a los centinelas y asegurar la en­ trada del Cuartel con un cañón cargado de metralla, dejé en la Prevención a los oficiales que debían guardar el orden, dirigién­ dome enseguida hacia Palacio. Reconcentradas las fuerzas en el Cuartel, una fracción de ellas debía defender todavía la Plaza Principal. Los acontecimientos de esa noche funesta oblíganme a ser minu­ ciosa. La abundancia de detalles es disculpable en quien quiere representar con la pluma los lances en que se ha visto, y que sien­ do de notoriedad para su país, no alcanzan igual suerte en donde sólo puede adquirirse cabal conocimiento de esos hechos por la lectura. Perdóneseme, pues, si sobreabundo en minuciosidades que de todos modos juzgo oportunas.

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Preparábame para pasar revista a las tropas que estaban en el Palacio, cuando salió a mi encuentro el Comandante Guillermo Franco, jefe de la columna de Ametralladoras. —Ha desaparecido Morales con su gente —me dijo—, como también Sánchez con el batallón «26», que guardaba la línea del Palacio Arzobispal. Imposible me fue, de pronto, dar crédito a tales palabras. —Aseguran este hecho algunos soldados que acaban de llegar, —continuó Franco. Este había penetrado en Palacio con la co­ lumna de su mando y las Ametralladoras. Quise persuadirme de lo que se decía y me dirigí a la Plaza. Nuestros enemigos nos rodeaban completamente. Desde las ex­ tremidades de las calles que forman los ángulos de la Plaza, ha­ cían fuego continuo hacia ésta, como también hacia la calle del Cuartel y la calle Angosta. El menor rayo de luz que se dejaba ver al abrir una puerta, o un objeto cualquiera que se moviese entre las sombras, redoblaban su furor, para volver luego a la monotonía de uno o dos tiros por minuto.

XVI. El Comandante Leónidas Grijalva, bravo y pundonoroso militar, estuvo pronto a seguirme en compañía de un soldado. Percibieron nuestra salida y sonó una descarga que no causó daño alguno.

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Literatura del siglo xsx

Con ojos ávidos me fijé en el portal opuesto al del Palacio; la es­ casa luz de los faroles dejaba ver que el portal de Salinas estaba desierto. —¿Qué ha sucedido? —dije a Grijalva—; vamos a saberlo en el lugar mismo donde debieran estar nuestros soldados. La empresa era peligrosa. Debíamos atravesar toda la Plaza y pa­ sar por las esquinas, desde las que hacían fuego los enemigos; sin embargo, la oscuridad favorecía nuestros intentos. Descendimos precipitadamente las escaleras del portal, mas creimos ser víctimas en ese instante. —Ya llegamos —decía el soldado que me acompañaba—, pero pueden tomarnos prisioneros en el portal de Salinas. Nada era más fácil, en verdad, pero yo no escuchaba. En el bolsillo de mi vestido llevaba un revólver cargado. Cuando me puse al frente del Ejército, hice el juramento de qui­ tarme la vida en el posible instante que cayera en manos de esa gente ebria y soez. Esto daba a mi espíritu completa serenidad. Por fin llegamos al portal de Salinas. La luz que despedían los faroles era suficiente para que pudiésemos ser vistos de nuestros enemigos que nos prodigaron maldiciones y balazos. ¿Cómo viendo tan sólo tres personas en un portal abandonado, no se precipitaban para asesinamos? Quizá sea injusta hipótesis la de la cobardía; debemos creer que ellos temían ser víctimas de una celada. Sospechando que las fuerzas que buscábamos habían penetrado en la casa del Sr. Carlos Aguirre Montúfar, llamamos vigorosa­ mente para que abrieran.

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Nadie contestaba; tan sólo la temblorosa voz de Grijalva repetía: —¡Van a tomarla prisionera, van á matarla! XVII. Para el pensador despreocupado y frío, fácil es juzgar como te­ merarios estos actos; mas, ¿quién es capaz de dar consejos de prudencia en tan extrema situación? Angustiada, puse el oído en las hendiduras de la puerta, con el deseo de adivinar lo que ocurría dentro. Un ruido siniestro y cual si saliera de las profundidades de la tierra, llegó hasta mí. —Son descargas cerradas —dije a Grijalva, comprendiendo lo que pasaba. ¿Qué había ocurrido en tanto? En el momento aquel de confusión ocasionado por la fuga que los tulcaneños emprendieron desde San Francisco hasta el Palacio, Morales con las compañías de su batallón, más el Número «26», creyeron que se había pronunciado la derrota en nuestras ñlas. Este último cuerpo penetró al Palacio Arzobispal a instigación del canónigo Arsenio Andrade, quien les persuadió de que era ya tiempo de cesar en la resistencia. En la casa del Señor Aguirre Montúfar, los soldados del «14», a su vez, buscaron asilo, mas, teniendo aquella antigua casa, subterráneos y una segunda puerta hacia la calle del Comercio, Landázurí y los suyos lograron sorprenderlos. Batiéronse las dos compañías antes de rendirse. Yo oía en ese instante el ruido extraño de las armas bajo la tierra. 139

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—Escuche —dije a Grijalva, llamando con más energía a las puer­ tas de Aguirre. La casualidad no permitió que se oyera esa llamada que tan fu­ nesta pudo haber sido. —¿Qué hacemos aquí? ¡Van a matarla! —repetían angustiadísi­ mos mis compañeros. No encontrando remedio, volvíme hacia la Plaza. A la sombría luz de un farol, distinguimos un hombre postrado en tierra. Este, al divisamos, quiso incorporarse, pero no pudiendo sino levantar la cabeza, nos dejó ver su cadavérico semblante. Con ojos abiertos espantosamente, parecía balbucear palabras de socorro; crispadas las manos sobre el suelo, cual si hubiera que­ rido asirse a la vida en un último esfuerzo, era la propia imagen de la desesperación. Espectáculos como éste atraen a la vez que alejan, produciendo una mezcla de horror y de compasión, que mantiene vacilante el espíritu. Hallábase el herido delante del portal, lugar peligrosísimo, pues nos exponía a ser blanco del fuego enemigo, situado en las calles de la Platería y del Comercio. Me acerqué al herido. Atenta más a su agonía que a todos los peligros, pretendí que mis acompañantes le llevaran en brazos, pero reparándonos los sitiadores, hicieron una descarga. Unos a otros nos miramos sorprendidos de encontramos aún con vida. Temerosos por mí, apresuráronse Grijalva y el soldado a separar­ me del lado del infeliz caído.

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Marietta de Veintemilla XVIII.

Sigilosamente llegamos hasta la embocadura de las calles del Comercio y del Correo que forman un ángulo de la Plaza Principal. Deseosa de ver desde más cerca la posición que ocupaban nues­ tros enemigos, me detuve, pero creyendo distinguir entre las sombras un objeto, di hacia adelante algunos pasos. ¡Cuál seria mi asombro al ver allí un cañón abandonado! Lo reconocí al ins­ tante. —Salvemos ese cañón que es nuestro—exclamé con energía. El Comandante Grijalva se apresuró a obedecerme, mas, no era posible en el momento tal empresa, siendo preciso que el bravo Comandante fuera en busca de algunos compañeros para salvar esa arma de las manos restauradoras. Parece increíble, en verdad, que nuestros enemigos posesionados como estaban de las calles, no hubieran avanzado cuatro pasos y apoderádose de un cañón que decidiera con mayor prontitud de la victoria, pues el soldado se siente abatido al ver en poder del enemigo, un elemento que constituyera momentos antes su es­ peranza y su fuerza. Pero, los Restauradores manteníanse prudentes. Con grande entusiasmo de los tulcaneños fue recibido el cañón en el Cuartel; mas, era necesario saber dónde se hallaban los dos restantes, ya que todos habían sido abandonados a las seis de la tarde, hora de la confusión y el desconcierto. Recordé al instante el puesto que a cada cual había asignado con el objeto de resistir al enemigo rehecho, y salí con precipitación hacia San Francisco. Allí, con una de estas piezas, había dejado al Mayor Eguiguren.

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Ordené a Grijalva me siguiera con unos pocos soldados tulcaneños, resueltos como yo a buscar el cañón hasta encontrarlo. La oscuridad nos sustraía de las miradas del enemigo, pero a la vez nos ocultaba el camino, obligándonos a recorrerlo con los brazos extendidos a fin de percibir lo que buscábamos, de tan singular manera, entre las sombras. En la calle Angosta y en dirección a San Francisco, tocamos con el segundo cañón abandonado. Hacia la izquierda y al centro de esta larga calle, se abre paso la del Cuartel. Atribuyo al temor de acercarse demasiado el desentendimiento de aquel cañón de parte de los Restauradores que ya se habían apoderado de esos contornos. Situada en esa misma línea, la casa de mi familia forma una sa­ liente que domina la calle Angosta y las que la rodean. Dueños los Restauradores de esa antigua residencia de mis abuelos, sa­ queáronla escandalosamente. Desde las ventanas, a la vez que detrás de los muros que hacen esquina, disparaban sus fusiles los contrarios, de quienes apenas nos separaba media cuadra. —Ligero, arrastren el cañón —ordené—y llevemos en brazos la caja de municiones. Mas, al levantarla, sentimos que estaba vacía. A tientas encontramos el pertrecho esparcido por el suelo. —Que se recoja —nuevamente ordené; pero, comprendiendo que iban a ser víctimas, di para salvarles la voz de pecho en tierra sugerida por el extremo peligro. Todos obedecieron. 142

Marietta de Veintemilla

La inquietud no me permitió tomar las precauciones que yo mis* ma aconsejaba. De pié, con la vista fija en la casa de mis padres, esperaba la consumación de la empresa. Vividos como la luz de los relámpagos, brillaban entre la oscu­ ridad los fogonazos de los rifles enemigos, y al golpe de la de­ tonación, sentíamos cruzar cerca de nuestros oídos la mortífera corriente de plomo. Recogido el pertrecho, avanzamos lentamente, a pesar del ene­ migo que redoblaba su furor ante el ruido y aparato inevitables; mas, no por esto se acercaba una línea, ni sus tiros pudieron im­ pedir que adelantáramos, paso a paso, en aquel camino en que la suerte nos protegió visiblemente. XIX. Llegamos a la calle del Cuartel. Algunos soldados que habían salido a nuestro encuentro nos reemplazaron. Yo les seguía. Sorprendidos nuevamente los tulcaneños, al ver el otro cañón que creyeron perdido, prorrumpieron en entusiastas exclamaciones. —Mañana triunfaremos por completo; mañana pelearemos más que hoy —repetían, mezclando sin inmutarse a estas reflexiones, los horribles detalles del anterior combate. Tranquilos con la seguridad de una nueva victoria, decidieron entre cariñosas frases, darme un nombre que se relacionara con ellos, con su pueblo, con su partido; pues, en la Provincia llama­ da de Veintemilla por la Convención Nacional y antiguamente 143

Literatura del siglo xix

del Carchi, a la que ellos pertenecen, no se conoce sino dos ban­ dos que desde tiempo atrás se odian profundamente. No lejos de Tulcán, Capital de la Provincia, existe una montaña llamada Mayasquer, y como apodo insultante llamáronles a los nuestros mayasqueros. Mientras se afanaban por encontrar un nombre que respondiese al entusiasmo que experimentaban por mí, dejóse oír una voz de entre un grupo. —¡Que se llame la mayasqueral Fueron acogidas con unánime aplauso estas palabras. Aquel lenguaje rudo, tenía sin embargo toda la dulzura del afecto para el improvisado jefe de esos hombres. ¡Cuánto valor, cuánta abnegación! ¿Qué queda hoy para señalar lo que debiera ser imperecedero? ¡Ni un sepulcro donde esparcir las flores de mi agradecimiento!

XX. Fui en seguida al Palacio, deseosa de hacer conocer a los jefes que allí estaban el éxito feliz de nuestras empresas. Mas, ¡cuánta diferencia! El entusiasmo aparente que Franco y algunos otros manifestaron hacía contraste con la helada sonrisa que produce el secreto terror de espíritu en ciertos hombres. ¡Qué amargo es ver la duda en el semblante de los que debieran dar ejemplo de valor! Dominando no obstante mi indignación, les dije:

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Marietta de Veintemilla

—Tenemos elementos todavía para el triunfo; mañana vencere­ mos. Entretanto, guarden ustedes las puertas grandes del Palacio que están cerradas y sin peligro, pues no hay cañones enemigos que puedan echarlas por tierra. Yo cuidaré el Cuartel que se halla abierto, y respondo que sea cual fuere el ataque de nuestros ene­ migos, no lograrán tomarlo. La defensa del Palacio estaba asegurada con las ametralladoras Después de brindarles seguridades tantas, ¿cómo podía yo dudar de que esos hombres no salieran de su ya manifiesto apocamiento? Me alejé, en consecuencia, algo más tranquila y halagada por la esperanza. Dividido el Palacio del Cuartel por una calle estrecha, no deja­ ba de ser peligroso su trayecto. La luz que se reflejaba desde las puertas del Cuartel era bastante para descubrir al que lo atra­ vesaba. Siendo unos cuantos metros la distancia que nos sepa­ raba del enemigo situado detrás de los muros de la calle de la Compañía, podía fácilmente lanzamos balas a la vez que amena­ zas e imprecaciones. Decidida a permanecer a la defensiva durante la noche, di orden de que no hicieran los nuestros un sólo tiro. Dos causas me obligaron a dar esta orden: el temor de hacer víctimas a nuestros propios soldados, que, ebrios, podían pretender regresar a su Cuartel, a pesar de los peligros, y el deseo de infundir confianza en nuestros enemigos, para que efectuaran un asalto sobre el Cuartel; asalto que yo creía seguro y que ellos quizá ni lo pensaron. Ocultos, como cazadores en la sombra, nos acechaban desde las esquinas, maldiciéndonos é injuriándonos sin adelantar un paso.

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—iMuera Veintemilla! ¡Abajo la Dictadura! ¡Viva la Religión!—

eran los gritos repetidos por esa turba ignorante a servicio de los ambiciosos. Trémulos de furor, cumplían no obstante, mis órdenes los sol­ dados. A consistir en ellos, habríanse lanzado sobre los que, tan sólo desde lejos, vociferaban valientemente; pero ni una palabra, ni una bala se dirigió de parte nuestra a los Restauradores: que­ ríamos algo mejor y más práctico que los denuestos. De pié, entre los centinelas de las puertas, velaba yo y pretendía con ávidos ojos, penetrar en la oscuridad. Sólo el reflejo de la luz portadora de la muerte aparecía entre la lobreguez de la noche. Colocados los centinelas de un extremo a otro del Cuartel, daban la voz de alerta, a la que respondían los Restauradores con insul­ tos, como si la atención y el orden en nuestras filas aumentaran una saña que se parecía tanto al despecho. El verdadero valor que repugna las bravatas no existía, por lo visto, entre los Restauradores. Así pues, comprendí que no seríamos atacados. ¡Cuántas veces las palabras vanas dan la medida de los hombres! Y si es verdad como dice Quinet, que la gloria exige algún rui­ do pues no le gustan los hombres modestos, nosotros debemos agregar empero que ella desprecia y se burla de los fanfarrones.

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Marietta de Veintemilla

XXL Eran las doce de la noche. Deseosa de hacer una ronda en el Cuartel, penetré en el interior. Parte del batallón dormía tranquilamente. Los soldados asidos de los rifles parecían prontos a responder a la menor señal. Casi medio batallón velaba, relevándose para tomar descanso. Todas las celdas del Convento de Jesuítas contiguas al Cuartel, y aun los corredores, fueron ocupados por nuestras tropas. Los soldados al verme hacían cariñosas demostraciones. —La hora de nuestro triunfo se acerca; estén listos a las cinco de la mañana —iba diciéndoles a medida que recorría el espacio en que se encontraban. —Sí, Generalita, a las cinco de la mañana —repetían con decisión. Cuando hube recorrido las celdas y corredores bajos, encontré al extremo de éstos a mi familia. El Convento de jesuítas es en Quito un edificio muy antiguo y que se presta para ocultar a cuantos se quiera. Varias familias habían sido colocadas en seguridad por los mis­ mos sacerdotes; mas, a la familia de Veintemilla diéronle por asi­ lo un lugar expuesto, cercano a la Iglesia. A esto se debe el que pudieran reunirse conmigo en un momento dado. Satisfecha de la decisión de los soldados, me retiré nuevamente al Cuartel. Comprendí que podía llevar a cabo y con buen éxito el plan que había formado para sorprender a nuestros enemigos.

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Literatura del siglo XIX XXII.

La una de la mañana había sonado. Paseábame silenciosamente entre los centinelas de las puertas. Al fin podía hablar conmigo misma. La idea de una próxima muerte era preferible a la derrota; de­ rrota a la que no podía resignarme en la creciente exaltación por entonces de mi espíritu. Los sucesos del día agolpáronse a mi mente con matadora angustia. En tan corto tiempo había podido medir la grandeza como las fragilidades del espíritu humano. Triste y meditabunda, deteníame a veces, cayendo en esa atonía solo explicable después de una agitación tan prolongada. Repentinamente volví de mi abstracción, creyendo oír un peque­ ño ruido. Fijando la vista, noté a la opaca luz de los faroles dos bultos que salían del Palacio y avanzaban proyectando su sombra en la pared. Eran dos individuos que tomaban precauciones para atravesar la angosta calle. Antes que distinguiera claramente sus fisonomías, había yo adi­ vinado quiénes podían ser. La presencia del General Echeverría y el Comandante Franco, pues, por tales les reconocí después, tenía un no sé qué de fatídico. —Queremos hablar con Ud. —dijéronme, adoptando un tono y manera misteriosos. Dirigíme en silencio hacia un corredor contiguo, desde el que no podían oímos.

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Marietta de Veintemilla

Franco se atrevió a hablar el primero. —Venimos —me dijo—porque es imposible resistir más tiempo y queremos rendirnos. —¿Y a quién? —le pregunté indignada. —La Plaza Principal está llena de gente que grita contra nosotros —prosiguió. Desdeñando contestarle, pues sabía que esto era falso, miré al General Echeverría de una manera interrogativa. Confundido éste, al ignorar que Franco abultaba los peligros para convencer­ me, contestó: —Es verdad lo que asegura el Señor. —Pues bien, yo misma veré esa multitud que llena la Plaza principal. XXIII. Encargué la vigilancia del Cuartel al Comandante Grijalva y me encaminé a Palacio seguida de los dos militares. Llegamos a la prevención. Las puertas del Palacio permanecían cerradas. —Abran esas puertas —ordené al cuerpo de guardia. —Pero, ¿cómo quiere así exponerse? —decían algunos. —Abran —repetí, al mismo tiempo que hice señales a dos solda­ dos para que me siguieran.

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Sonó de repente una descarga dirigida por los enemigos que ha­ bían visto aparecer la luz del interior del Palacio; pero, yo salí no obstante hacia el portal con los soldados. Detrás de nosotros cerráronse las puertas. Iban a repetirse las escenas de prima noche, en la requisa de los cañones. —Síganme —dije a los dos números de guardia que se apresura­ ron a obedecerme. El silencio y la lobreguez reinaban en tomo. De cuando en cuan­ do, los silbadores proyectiles iban a clavarse en los muros del edificio. Parecía que el ángel de la destrucción buscaba entre las tinieblas a quién señalar con sus caricias de muerte; sintiendo yo, en los revueltos giros del plomo, algo como el chasquido siniestro de sus alas. Escuchábase a cortos intervalos, voces apagadas por la lejanía; pero estaba desierta, sin embargo, la Plaza Principal. Quise que mi salida no fuera entonces de menor provecho. Próxima a descender las gradas del portal hacia la calle de la Concepción, volví a los soldados. —Vamos hasta el Palacio del Arzobispo —les dije—, y haremos salir a las compañías del batallón «26» que están allí porque ig­ noran lo que pasa. Nada me contestaron: sin duda consideraban el riesgo a que esta resolución nos exponía. Con todo, llegamos hasta la esquina de la Concepción. Cuando penetrábamos bajo la arcada arzobispal, percibimos dis­ tintamente voces que parecían rugidos.

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Marietta de Veintemilla

Llegaron a mis oídos términos descompuestos. Eran ellos. A cua­ tro pasos de distancia estaban las tiendas dentro de las que se en­ contraba un buen número de Restauradores en estado de beodez. Me detuve comprendiendo que al menor ruido estábamos en descubierto. —¡Gran Dios! ¿Tan cerca me hallo de esos hombres? —exclamé a tiempo que mi mano asía el revólver con un movimiento des­ esperado. Entre el temor de caer en poder de esa soldadesca y el dolor de renunciar a mi proyecto, permanecía indecisa. Mis compañeros procuraban regresar cautelosamente al portal del Palacio, suplicándome sin cesar, con voz misteriosa, que les siguiera. También era peligrosísimo el regreso. Mientras tomaba el camino que la necesidad a la vez que la pru­ dencia me imponían —he de triunfar con todo—, me dije y seguí entonces a los soldados sin vacilación alguna. Pisando ya las graderías del portal del Palacio, percibieron los contrarios nuestros movimientos. Salen de las tiendas y adelantan procurando distinguir la causa del ruido que hicimos inadvertidamente, al retirarnos. Partió del lado de ellos una descarga impotente para alcanzar­ nos, como ciega era su ira para desde tan cerca ofendernos. Los soldados, mis acompañantes, tomaron en esta vez el rumbo de Palacio en apretada carrera.

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Me era imposible seguirles con idéntica celeridad, pues el peligro mismo dio más orden y cautela a mis pasos. Destacábanse los enemigos sobre un fondo luminoso que no era otro que el de las tiendas abiertas. Yo seguía con la cabeza vuelta hacia atrás, al retirarme, la silueta fantástica de esos hombres, con una especie de alucinación. Veía en ellos algo como unos aparecidos del Infierno. Mas, prudentes siempre, vuelven a hacer otra descarga que ha­ bría sido funesta para mí, si guiada por el instinto de conserva­ ción no hubiera buscado el recodo que forma el muro en la esca­ lera del Portal. Allí permanecí algunos momentos. Sola en medio de mi angustia, no encontraba ya salvación sino en la muerte. Habiendo mis enemigos salido de las tiendas, llegaron hasta el pié de la escalinata de piedra a que me he referido. Túveles un instante a dos pasos de mí. Apenas si me atrevía a inclinarme con el revólver en la mano, para espiar sus movimientos. El más ligero ruido podía atraerles. No viendo bulto alguno que confirmase sus sospechas, retiráron­ se nuevamente a las tiendas. Yo permanecía inmóvil. Así como un ciego quiere inútilmente romper la masa de sombras que le circunda, poniendo en movi­ miento el cristal sin brillo de sus ojos, hundía yo los míos en la oscuridad, sin percibir el punto de salvación y de mis ansias. Al fin, entre el silencio que sucedió a esta escena, me dirigí a Palacio tentando sigilosamente las paredes.

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Marietta de Veintemilla XXIV.

Encontré en grande alboroto a los jefes que habían conocido de antemano mi empresa. Un ¡ah! de satisfacción escapó de sus la­ bios cuando me reconocieron. No dándoles tiempo para mayores explicaciones les dije entonces: —La Plaza Principal está desierta. Mañana al despuntar el día venceremos. Nuestros enemigos son inferiores, no cuentan con cañones ni ametralladoras; podemos todavía dar un golpe decisi­ vo. Atacaremos a las cinco de la mañana, sorprendiendo a los que nos sitian. Yo saldré hacia el Sur con doscientos tulcaneños y un cañón; hacia el Norte atacará el Comandante Leónidas Grijalva con los restantes, y Franco con la columna de su mando y las ametralladoras, permanecerá en los ángulos de la Plaza guardan­ do el Cuartel a la vez que protegiendo nuestra retirada en una eventualidad cualquiera. Cuando comuniqué á los soldados del «Tulcán» esta resolución, llenáronse de entusiasmo; mas, para el jefe de la Columna de Ametralladoras, nada bastaba. Obstinado en la triste idea de que sin el batallón «14» no podíamos triunfar, empleaba todos los medios que estaban a su alcance, para perdemos. Más tarde, cuando estuve prisionera, hizo guardia en la cárcel un negro Subteniente, natural de Esmeraldas, apellidado García. Relacionaba estos hechos con los más pequeños detalles. —Allí estuve yo —me decía—; la conocí en la Prevención donde fui mandado de parte de los nuestros para hablar con el Comandante Franco cuando quería entregar el Palacio. A menudo García re­ cordaba todo cuanto había ocurrido entre Franco y el enemigo.

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En tanto, yo abrigaba el convencimiento de que dicho jefe alen­ tado con una comisión que ofreciera menos peligros, ejecutaría fielmente la parte que le estaba recomendada. Triste creencia que me obligó a no tomar medidas enérgicas y salvadoras. ¡Ycuán fácilmente las habría dictado entonces! La orden dada a los tulcaneños de reducir a prisión a dos o tres que eran los débiles, y colocarles bajo la vigilancia de estos solda­ dos en el Cuartel, habría sido bastante. Franco no contaba con la sumisión de toda la Columna a sus cálculos. Oficiales pertenecientes a nobles familias como los Dávalos, Henriquez y otros, eran valerosos e ignoraban también las tramas, estando por su parte siempre listos para combatir. Era de no difícil ejecución el plan que llevo enunciado. ¿Qué importaba si sucumbíamos combatiendo, o si éramos pri­ sioneros después de agotar los últimos recursos? Me dirigí por centésima vez al Cuartel, después de suplicar al General Echeverría fuera a tomar el descanso que necesitaba y asegurándole que sería avisado antes de las cinco de la mañana. En el Cuartel reinaba la calma. Los centinelas cumplían su con­ signa y los oficiales velaban en la Prevención. Al verme agrupáronse en tomo mío, comprendiendo que sucedía algo grave. —Listos estamos para todo —dijéronme después de mil pregun­ tas que muy a la ligera satisfice. Con el objeto de manifestarme su decisión completa, entablaron animados diálogos sobre su futura suerte, encargándose de mu­ tuo los cuidados de la familia al que sobreviviese. 154

Marietta de Veintemilla

La aurora comenzaba apenas a bosquejarse sobre las montañas, cuando ordené al Comandante Grijalva alistara su batallón. Me dirigí enseguida al Palacio y di aviso al General Echeverría de que llegaba la hora de la salida. En cuanto a Franco, debía esperar la señal. Mientras yo penetraba hasta los corredores del Convento para hacer salir a la tropa allí diseminada, el General Echeverría ade­ lantó unos pasos para saludar a su hija Ana que se hallaba cerca, asilada junto con mi familia. XXV. Nos preparábamos con la prudencia y sigilo requeribles, para sorprender al enemigo. Próximos todos a descender a la Prevención en la que debíamos reunir las fuerzas, oyóse un ruido extraño. Un hombre se precipita a la carrera gritando: ¡Socorro...! ¡quieren matarme! ¡Han tomado el Palacio! ¡He escapado de la muerte!...

Era el Comandante Guillermo Franco que, pálido y fuera de sí, como un demente, pedía favor. Antes de conocer los detalles de lo ocurrido en el mayor silencio dentro de la Casa de Gobierno, dije a los que me rodeaban. —Pues bien, tomemos a dos fuegos el Palacio. Siguiéronme resueltos. El Doctor Ascencio Gándara notable médico, Gobernador de Quito, y que seguía nuestra suerte con serenidad y valor, se puso a mi lado. 155

Literatura del siglo xix

Mas, cuando descendíamos a la Prevención, trepaban por la es­ calera gritando llenos de terror, los soldados: — ¡Tomaron las ametralladoras y estamos perdidos; vámonos a refugiar donde los Padres! Imposible fue detenerles. En medio de la inmensa gritería y con­ fusión, cada uno se esforzaba por cobijarse el primero, bajo la Divina misericordia, representada por los sacerdotes del Colegio de San Luis. Estos recibieron a los vencidos con el desdén propio de quienes lejos de esperar ya favor, temen que se lo pidan. Yo seguí a los soldados con dolor y con rabia; mas, cuando com­ prendí que para ellos no había la melosa compasión ofrecida ho­ ras antes, increpé a algunos padres que habían acudido, su tris­ tísimo renuncio. XXVI. Desde aquel momento se operó en mi ánimo una transición brus­ ca. Lejos de llorar la victoria perdida, sentí una indignación que me llevaba al opuesto extremo de las lágrimas. Hirvieron en mi cabeza por un instante los pensamientos más funestos, sucediéndose al cabo un arranque desdeñoso para la humanidad entera. Corrieron a mi encuentro mis tías y demás compañeras. Entre los prisioneros distinguíanse el Doctor Ascencio Gándara, el general Echeverría, los jóvenes Espinosa y Gándara, el Doctor Paredes cirujano de un batallón, Guerrero y otros tan valerosos como fieles amigos.

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Marietta de Veintemilla

El Comandante Leónidas Grijalva manifestó hasta el último la entereza de un verdadero militar. Reunidos todos, dirijímonos una mirada que no tiene traducción en el común lenguaje. Allí estaba Franco también. Nunca pudo parecer un hombre de estatura moral más pequeña. ¿Cómo había entregado el Palacio? Triste es decirlo. Logrando ponerse en comunicación con los enemigos, manifes­ tóles que estaba pronto a cesar en la resistencia, con la entrega de la Casa de Gobierno. Los Restauradores, que temían ser engañados, no aceptaron en todo el transcurso de la noche esa oferta dictada por un senti­ miento harto dudoso en tales circunstancias. Uno de los negociadores fue el ya citado subteniente García. Por fin, antes de la madrugada les da aviso de que si no aprove­ chaban de ese momento, todo sería inútil. Se deciden, y tomando grandes precauciones llegan hasta la ven­ tanilla que corresponde a la sala de la Prevención. —¿Ustedes ofrecen garantías para mí? —pregúntales el mal sub­ alterno de nuestra causa. Ellos, al oír su temblorosa voz, sienten desvanecerse las últimas sospechas que albergaran. —Sí —contestan, procurando ocultar la ironía que guardaba esta promesa. Entraron, finalmente.

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Al verles, uno de los oficiales, creo que Henriquez, preparó con­ tra ellos una de las ametralladoras, e iba a hacer fuego cuando le detuvo Franco gritando: —¡Basta ya, estamos rendidos!... Una vez apoderados de las armas, lanzóse el Coronel Aguirre so­ bre Franco. —¡Miserable! no hay garantías para ti —le dice, y asiéndole por el cuello, le derriba. El pusilánime jefe, haciendo un esfuerzo supremo, logra escapar de las garras que le oprimen, llegando en desalada carrera a pedir auxilio a esos mismos que acababa de entregar, villanamente, al enemigo. XXVII. Sea cual fuese el móvil que impulsara a Franco, aparecerá siem­ pre culpable. Si creyó que éramos débiles, ¿por qué no pensó en resistirse como los demás comprometidos ya por el honor, en una causa tan justa? En el número 6.° de los «Principios» se dice: «La noche silenció los fuegos, y las sombras fueron disipadas con innumerables faroles que manos solícitas colgaban en todos los balcones contra la orden de las noches anteriores en que la ciudad había permanecido desierta y en tinieblas. Acampadas las divisiones en las posiciones adquiridas en las trece horas de combate, los señores Generales Salazar y Sarasti daban disposi­ ciones convenientes para hacer volar al enemigo que creían re­ sistiría aun para cedemos la victoria. Pero Marietta, la valerosa

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joven, genio del mal pero genio único de la dictadura, que había dispuesto el fuego de las ametralladoras revólver en mano, se re­ fugió donde los jesuítas; los demás jefes habían huido sin ver el combate y los soldados que se portaron heroicamente durante el día, se desbandaron por la noche o esperaban una persona a quien rendirse. La aurora alumbró la victoria; nunca ha rayado para la Capital un sol más bendecido... Jefes, oficiales, soldados, ametralladoras, cañones, rifles, numeroso parque, todo cayó en nuestras manos.»

XXVIII. Es de notarse la circunstancia, de que la última parte, en la que caímos prisioneros, no han querido relatarla esos cronistas tan bien enterados de todo, por los detalles insignificantes que consignan. A Quito entero le consta nuestra actitud de última hora, y la trai­ ción de que tuvieron que valerse a las cinco de la mañana, los Restauradores, para adueñarse del Palacio sin quemar un sólo cartucho. Echan un velo sobre ese epílogo porque seguramente no les favorece. —La aurora alumbró la victoria: nunca ha rayado para la Capital un sol más bendecido... Jefes, oficiales, soldados, ametrallado­ ras, cañones, rifles, numeroso parque, todo cayó en nuestras ma­ nos —afirman esos plumarios. ¿Cómo no se da cuenta precisa de la manera que cayeron estos elementos en su poder?

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Literatura del siglo xix

¿Qué dicen de Franco y los parlamentarios que se entendieron con éste? ¿Era posible sin haberse puesto antes de acuerdo, sorprender los restos de un ejército, en armas todavía, y que hasta se preparaba a tomar la ofensiva, cual llevo dicho anteriormente? Los 400 cadáveres y cerca de 1 000 heridos que cayeron en el choque de ambos ejércitos, responden de la resolución firme por parte nuestra. Jamás Quito había presenciado un derramamien­ to de sangre igual al del 10 de enero, pues, las anteriores revo­ luciones no tuvieron el desenlace terrible de ésta, dentro de los muros de la ciudad. Cúlpese en todo caso de la tragedia, no a los que sostenían el or­ den establecido, sino a aquellos que forzaron el paso de la capi­ tal de la República, creyéndola abandonada por la ausencia del Dictador. En aquella alborada, quedé convencida entre el despecho natural de una mala suerte, de que no en todos los sucesos humanos tie­ ne la debilidad femenina la peor parte. Sin las vacilaciones de algunos hombres, hubiérase visto quizá, en la capital del Ecuador, el digno desenlace del drama del 10 de enero, para el que no habría faltado tampoco a una mujer, la suficiente energía.

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Viaje de exilio

XIV. ronto debíamos dar un adiós al Ecuador. ¿Haría aquel desaparecer con nosotros el nombre de Veintemilla? No; él existe en sus leyes, en sus obras, vivirá entre sus com­ patriotas, morará en su Patria, porque el espíritu de libertad que él encamaba se ha difundido en ella, y todas las fuerzas desenca­ denadas no podrán extinguir ese espíritu, generador de grandes acontecimientos en el porvenir.

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A la primera luz del alba en uno de los días de septiembre, nues­ tros amigos tanto hombres como mujeres, invadían en gran nú­ mero los salones de la Legación Francesa. En aquella mañana debía cumplirse el acordado destierro, y la Diligencia esperaba a la puerta desde temprano. Adentro no se oía sino los gritos de despedida y las protestas sin­ ceras de cariño probado en la desgracia. Cuando salíamos a la calle, el clamor entre la multitud que también nos aguardaba con interés afectuoso se hizo unánime. Trabajo nos costó subir a la Diligencia, envuelta entre el gentío más compacto que se haya visto en Quito, tratándose de manifes­ taciones iguales. Sentí agolparse a mis ojos las lágrimas con tal fuerza que bajé la cabeza para que no notaran mis amigos el enternecimiento natu­ ral del proscrito.

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¿Quién al dejar por vez primera los lugares en que corrió su in­ fancia, no experimenta una angustia difícil de explicar con pala­ bras, una opresión del alma tanto más fuerte cuanto más injusta es la causa del extrañamiento a que se ve forzado? Rendí, pues, culto a la debilidad humana que inmortalizara Ovidio al despedirse de Roma; pagué el tributo de pena que nos merece el hogar, cuando se abandona tal vez para siempre, si­ guiendo los dictados feroces de la suerte. No habíamos adelantado cuatro leguas, cuando fuimos recibi­ dos en la hacienda de Machache por la noble matrona María de Valdivieso, su propietaria. El distinguido esposo, de ésta, Señor José Félix Valdivieso, había salido desde Quito entre los amigos que nos acompañaban. Todos tuvimos en su casa suntuoso alojamiento. De paso por Latacunga, ciudad de aspecto funerario por las cons­ trucciones de piedra pómez, a la falda del Cotopaxi no pudimos menos que contemplar extasiados a ese gigante coronado de fue­ go, cuyos rugidos en el silencio de la noche son los de un mons­ truo de la mitología, y que se escuchan a enorme distancia. En San Miguel fuimos recibidos con verdadero entusiasmo. No parecía la comitiva de los desterrados sino la de los triunfadores, la que recorría todos esos pueblos. ¡Cuánta amabilidad en el rostro de aquellos modestos habitantes de aldea! El aire de habitual indiferencia que tienen para los de­ más viajeros, tornábase en cariñoso a la aproximación nuestra, no esperando, sin embargo, beneficio ninguno de quienes mar­ chaban al ostracismo.

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Bandas de música precedidas por numeroso pueblo, corrían a mi encuentro. Fue tal el entusiasmo en San Miguel, que las autoridades, desti­ tuidas después por el Gobierno, manifestaron públicamente sus opiniones, y sin temor ninguno, saliendo así, del vulgar encogi­ miento en los servidores de alma apocada. XV. Seguimos el camino a la costa. En pocas partes presenta la naturaleza perspectiva más variada que en aquellos parajes que recorríamos a caballo, siendo inútil ya la Diligencia. Rompen la natural monotonía de las vegas muy anchas, multitud de chozas aquí y allá, sobresaliendo entre marcos verdes, pajizos o morenos, como la tierra fresca antes de los brotes. Distingue el curioso viajero por donde quiera que vuelva la mira­ da, cercos de maguey, que, en imperfectos cuadrilongos, separan la propiedad de los indígenas; bueyes arrastrando el arado con lentitud; ovejas esparcidas al pié de levísimas colinas que matiza de rojo el sol poniente; mujeres y hombres entregados al pasto­ reo con sus vistosos multicolores trajes, y blancos penachos de humo elevándose al firmamento azul por la techumbre de las ca­ bañas, en el horizonte sin término. Esa misma tranquila sublimidad del paisaje, llévanos a buscar un reflejo de goces en la fisonomía del indio. ¡Qué amarga decepción sin embargo!

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La ponderada frescura y buen humor del campesino europeo no tienen en América el trasunto que corresponde. Bajo un cielo mil veces más alegre, con una naturaleza imponderablemente más rica, el indio agricultor manifiesta por los rasgos de su semblante algo que es muy contrario a la dicha y pasividad del campo. Humilde, en perfecta identidad con su buey, y encorvado sobre la reja en el surco, no parece labrar la tierra para ganarse el susten­ to. La postración de su espíritu diciendo está que ese grano arro­ jado en las entrañas de la madre común, fructificará para otro que no es su dueño... Rey destronado del continente por las hues­ tes de España, continúa bajo las pintadas banderas republicanas, sirviendo a los hijos de esos conquistadores que le desprecian. ¿Cuándo será Libertad un hecho efectivo, en el pueblo, desde la baja California a Magallanes? ¿Cuándo las doctrinas liberales, triunfando de la servidumbre os­ curantista, principiarán en la parte más bella del Nuevo Mundo, a ilustrar esas masas dislocadas de la civilización? ¿Cuándo será el indio un factor del progreso, en vez de un elemento frió, inepto para constituir la fuerza misma de las sociedades? Varias veces me he detenido a examinar en el camino a esos hom­ bres, y mi anterior envidia por la aparente dicha de sus faenas no ha podido dejar de convertirse en lástima. El indio del Ecuador es, sin embargo, inteligente y suave. Profunda impresión me causaban las mujeres que deteniéndo­ se en la vía, a nuestro paso, saludaban con curiosidad y respeto. Algunas cargando un niño a la espalda se dirigían por angostas veredas, armadas de hoces y otras herramientas campestres, o aportando también la comida de sus hijos, esposos o hermanos que aguardaban en el sembrío.

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Las caprichosas vueltas del camino poníannos a veces, de frente a una casucha miserable donde hilaba una vieja o gritaban varios chicuelos confundidos entre los chanchos, gallinas y perros, in­ dispensables en la morada del campesino. Todos esos cuadros me encantaban después de una reclusión tan larga en Quito, ya entre los halagos del poderío, ya entre las pri­ vaciones horribles de una cárcel. Puedo decir que respiraba verdaderamente, y absorbía nuevos elementos vitales en esa atmósfera. XVI. Llegamos a Ambato. Allí permanecimos un día, gozando de la admirable fertilidad de ese suelo; fertilidad comparable a la de los talentos que han naci­ do en tan privilegiada región del Ecuador. Sólo una naturaleza tan bella como la que rodea a esta población, puede inspirar a sus hijos. Bien se ve que Montalvo tomó allí las admirables tintas que le hacen por sus escritos, el Rembrandt de la literatura americana. Sus obras llenas de luz, de gracia y colorido, pecan sin embargo, por lo apasionadas en política; a punto tal, que el escritor eximio, el literato fecundo, puede en muchos casos ser confundido con el libelista desvergonzado. En Ambato se disfruta de todas las ventajas apetecibles del clima tropical y de la zona intermedia. Grandes árboles y enredaderas asoman por las tapias de los huertos en la población,

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comunicándole ese aspecto risueño de que no pueden gozar nunca las ciudades grandes y comerciales, por mucha que sea la simetría o esplendor de sus edificios. Saliendo de Ambato, oasis verdadero de aquellas regiones, cam­ bia de aspecto la naturaleza que se vuelve pesada y hasta sombría. Después de un largo maltratador camino, llegamos a Guaranda, donde nos encontramos con el General Camargo, distinguido y valiente militar colombiano, que con una misión diplomática de su gobierno, marchaba a Quito. Acompañábale como Secretario el Sr. Carlos Uribe, joven de nobles cualidades morales. Ambos habían pensado llegar a tiempo a la capital del Ecuador para in­ fluir por nuestra libertad. Su sorpresa, pues, como la de nosotros, no pudo ser más agrada­ ble, cambiándose con este motivo frases de reconocimiento y de simpatía. Pude saber por boca de los Señores Camargo y Uribe la penosa impresión que había causado en su patria la noticia del encarce­ lamiento de la familia de Veintemilla. —Sólo la violencia de las pasiones políticas —decíanos el Señor Uribe—, puede explicar el olvido de los sentimientos humanos con personas como Ustedes. —En nuestro país —agregó el General Camargo—, nos matamos los hombres, pero no nos vengamos de las mujeres que se portan como ellos. Dolióme patrióticamente esta frase, pero no tuve con qué rebatirla. Faltaba allí en esos momentos, un tribuno terrorista que desvirtuara con elocuencia los hechos, para salvar el honor de su partido.

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Marietta de Veintemilla XVII.

En Guaranda habíasenos preparado también alojamiento en casa del Señor Coloma. Muy gratos recuerdos conservo de la solicitud y porte caballe­ resco de todas las personas que en Guaranda hicieron mi mo­ mentánea sociedad, esforzándose porque olvidara las necesarias incomodidades del viaje. Uno de los espectáculos que noté en aquellas cercanías, y que se grabó en mi memoria, hasta el punto de mirarle hoy como si le tuviera ante los ojos, fue el del río denominado del Cristal. En efecto, la corriente de agua que allí se desliza es de la mayor transparencia imaginable en un líquido cualquiera. Quebrándose entre las guijas, afecta mil caprichosos juegos de luz, y las burbu­ jas que se levantan brillan de tal manera, que reproducen todas las cambiantes del iris. Si cabe similitud, podría decirse del rio del Cristal que su espuma es de pedrería, tomando el blanco vul­ gar de las aguas en alboroto por chispas de diamantes y de rubíes.

XVIII. Por fin, nos detuvimos en Chuquipoguio, tambo obligado para los viajeros, siendo como es el único punto de reposo en el desierto. Se siente allí un frío intensísimo. Como todas las altiplanicies andinas, no ofrece a la mirada sino horizontes dilatados en su circunferencia, notándose a veces pi­ cachos de nieve entre lejanas rugosidades montuosas, y que en nada destruyen tampoco la monotonía de la puna.

Literatura del siglo xix

Estábamos a una jornada del Chimborazo. Al anuncio de ver próximamente la ciclópea masa de rocas, por cuya falda había pasado ya de niña, sin comprender su grandeza, sentí agitarse mi corazón lleno de júbilo. Antes de amanecer estaban listas nuestras cabalgaduras, debien­ do recorrer los páramos inmediatos en hora prudente, a fin de evitamos el peligro del huracán, que suele arrastrar en esas al­ turas con imponderable fuerza a los jinetes, precipitándolos al abismo. Desde muchas leguas atrás, se distingue el Chimborazo, sueltas al aire las fajas blanquísimas de su turbante de nubes. Ya a cierta distancia puede mejor apreciársele, dibujando sobre el azul del cielo, con simetría artística, los dos ángulos grises del estupendo cono truncado por las nieves. Aquella montaña vista de lejos, parece antes que una eminencia rocallosa, un monstruoso soporte de la celeste bóveda, enclavado en el templo más digno de Dios, sobre las cordilleras andinas. El parador situado a las faldas del Chimborazo, es miserable en la extensión más alta de esta palabra. Cuatro paredes ennegrecidas, y un techo de paja forman la vivienda aquella, donde no se ve mueble de ninguna clase, ni se disfruta de otra comodidad que la de estar al abrigo del cierzo Allí, sin embargo, han reposado multitud de viajeros de todas las naciones, gozando del magnífico panorama que ofrece esta eminencia sin rival en el Nuevo Mundo, con la natural admiración de que no se sustrajo el mismo Bolívar, ese otro Chimborazo de las americanas glorias.

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¡Qué soberbio espectáculo el de la naturaleza por aquellos alrededores! Un silencio, una soledad profunda rodean al viajero, que sale de su abstracción para sentir la huracanada brisa que viene desde la altura, a recordarle que se halla en presencia de uno de esos dio­ ses gentílicos, que reclaman su adoración, prostemándole. Columna traquítica que se eleva a más de 6 ooo metros, suspen­ de el ánimo de admiración y salvaje terror, al considerar sus mu­ ros inconmovibles donde nacen y revientan las tempestades sin operar mayor cambio en los flancos de la montaña, que el que produce el leve soplo del viento sobre las catedrales macizas. El golpe de vista que da la nieve del Chimborazo es magnífico. Abraza una extensión inconmensurable, ese blanco deslumbra­ dor en la eminencia, necesitando de base como la que tiene, para herir los ojos en forma de un lienzo enorme entre los peñascos y el cielo. Del cimborrio de nubes que cubre constantemente esa altísima montaña, suelen desprenderse algunos copos que bajan hasta la parte intermedia; pósanse allí un instante, y como si tomaran aliento, emprenden nueva marcha hacia arriba, plateándose con la luz del sol a medida que más se elevan. El Himalaya de América no tiene competidor ninguno por la ma­ jestad de su aspecto. Arranca de una ya bastante elevada meseta, con la gallardía que sólo tienen ciertos montes perfectamente có­ nicos y aislados, entre las gigantescas vértebras de la cordillera. Domina, pues, augusto el Chimborazo en aquellas soledades, como domina el Genio de la Libertad sobre todas las culminancias del Mundo.

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Literatura del siglo xix XIX.

La agria región comprendida entre sinuosidades tantas de la cor­ dillera, termina al fin, aproximándose a la costa, cuya vegetación tropical se señala en bosques interminables de palmeras. Sobresalen allí los cocoteros y plátanos de anchurosas y verdes hojas, donde la vista se recrea y sobre los que pasan millares de pericos atronando el espacio con sus voces chillonas. Empieza el calor a sentirse con fuerza, no siendo bastante la proximidad al Pacífico, para gozar todavía las brisas dominan­ tes del Sur, que atemperan la atmósfera en las bajas regiones del occidente. Por todo el camino cruzan riachos cristalinos unos, y fangosos los otros, que humedecen las praderas contiguas, fertilizando el suelo que está llamado a un gran porvenir con las colonias que se establezcan mañana, dejando de ser el Ecuador un país mal conocido por la falta de buenas vías de comunicación. El anchuroso Guayas apareció a mi vista, y saludé en él a la ciu­ dad más simpática y liberal de la República; ciudad que está allí en la embocadura del rio, como un centinela avanzado del pro­ greso del Ecuador. Guayaquil es, en efecto, la población que mayor nivel intelectual ha alcanzado, tanto por las ventajas de su puerto, cuanto por el carácter levantado y noble de sus hijos. Cuna de muchos héroes de la Independencia, tuvo en Olmedo también, al digno cantor de sus hazañas. De Guayaquil han partido casi siempre las mejores ideas en be­ neficio patrio, y su juventud hábil, trabajadora, perseverante,

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está guiada por ese espíritu de libertad que lo trasforma todo, convirtiendo el eriazo de las añejas preocupaciones, en activísi­ mo campo de industria, sabiduría y grandeza. Al día siguiente de mi llegada, recibí una comunicación de Landázuri, Jefe de la Plaza, en la que se me hacía saber el rigor con que estaba resuelto a castigar a quien me diese algún motivo de queja. Muy extraña me pareció la solicitud del terrorista, que quiso, sin duda, manifestar conmigo una generosidad bastante cómica. Mientras permanecí en Guayaquil, no tuve motivo el menor de disgusto con sus pobladores. Bien al contrario, las muestras de interés que recibí de personas amigas, como de las que no lo eran, acreditaban un respeto en el pueblo más sincero que el de las autoridades. Contrastando en la forma con el oficio de Landázuri, y para hacer más patente la crudeza de ciertos enemigos, recibí otra comuni­ cación emanada del Gobierno Provisorio de Guayaquil, en la que se me prohibía la salida de la República, ordenándoseme a la vez que rindiese cuenta de los cargos públicos que había desempeña­ do mi esposo. Esta nota estaba firmada por un Coronel Gómez, que se titulaba Gobernador de la Provincia. Tan peregrina ocurrencia por la que me veía expulsada del país a la vez que retenida, hará comprender a cualquiera el dislocamiento y miseria, por entonces, de los hombres públicos del Ecuador. ¿Qué significaba ese oficio, a todas luces bárbaro, por el cual se pretendía que diese cuenta, una señora, de los cargos que

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desempeñara el esposo, que había muerto en su ausencia y después de una unión de cortos meses? Aquello pues, sería infame, a no merecer antes el calificativo de ridículo. Decididamente no había ni juicio ni corazón en el alma de esos dominadores, que al notificarme sus designios, siguieron tal vez creyéndome de hecho un varón, por la militar resistencia que les opusiera en Quito. Contesté sin pérdida de tiempo a ese oficio padrón de ignominia para sus autores, que Don Antonio de Lapierre, mi esposo, había tenido como todos los que han ejercido cargos de responsabili­ dad, un fiador; y que era a éste a quien se debía ocurrir, caso de haber reclamo —que no lo había—, en lo tocante a su adminis­ tración.

No dándose por satisfecho, sin embargo, este gobierno digno de la Polinesia, por sus teorías jurídicas, resolví burlarle, conocida ante todo, la perversa índole de mortificarme.

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(BBAE) 1. Literatura de la colonia (I)

8. Literatura del siglo xx (IH)

Fray Gaspar de Villarroel Juan de Velasco Eugenio de Santa Cruz y Espejo

Gustavo Alfredo Jácome Jorge Icaza Alfredo Pareja Diezcanseco Raúl Andrade

2. Literatura de la colonia (II)

Juan Bautista Aguirre Ramón Sánchez de Viescas Rafael García Goyena José de Orozco 3. Literatura del siglo xdc (I)

José Joaquín de Olmedo Dolores Veintimilla de Galindo Julio Zaldumbide Remigio Crespo Toral

9. Literatura del siglo x x (IV)

Hugo Mayo Pablo Palacio Humberto Salvador 10. Literatura del siglo xx (V)

Jorge Carrera Andrade Gonzalo Escudero Alfredo Gangotena Manuel Agustín Aguirre

4 . Literatura del siglo x i x (II)

Juan León Mera Manuel J. Calle Luis A. Martínez Roberto Andrade Miguel Riofrío 5. Literatura d e l siglo xix (III)

Juan Montalvo Fray Vicente Solano José Peralta Federico González Suárez Marietta de Veintemilla 6 . L it e r a t u r a d e l s ig l o x x ( I )

Ernesto Noboa y Caamaño Alfonso Moreno Mora Humberto Fierro Arturo Boija José María Egas Medardo Ángel Silva 7. Literatura del siglo x x (II) Enrique Gil Gilbert Demetrio Aguilera Malta Joaquín Gallegos Lara José de la Cuadra

11. Literatura del siglo x x (VI)

Adalberto Ordz Nelson Estupiñán Bass Ángel F. Rojas 12. Literatura del siglo xx (VII) Gonzalo Zaldumbide Benjamín Camón Leopoldo Benites Isaac J. Barrera Aurelio Espinosa Pólit Gabriel Cevallos García 13. Literatura del siglo xx (VIII) Jorge Enrique Adoum César Dávila Andrade Efraín Jara Idrovo 14. Literatura del siglo xx (IX)

Pedro Jorge Vera Alejandro Camón Arturo Montesinos Malo Alfonso Cuesta y Cuesta Rafael Díaz Icaza Miguel Donoso Pareja

15- Literatura del siglo x x (X)

22. Contemporáneos (VI)

Eugenio Moreno Heredia Jacinto Cordero Espinosa Carlos Eduardo Jaramillo Ileana Espinel Rubén Astudillo y Astudillo Fernando Cazón Vera

Juan Andrade Heymann Vicente Robalino Bruno Sáenz Sara Vanegas Coveña

16. Literatura del siglo x x (XI)

Alfonso Barrera Valverde Francisco Granizo Ribadeneira José Martínez Queirolo Filoteo Samaniego Francisco Tobar García 17. Contemporáneos (I)

Agustín Cueva Dávila Alejandro Moreano Hernán Rodríguez Castelo Femando Tinajero Villamar 18. Contemporáneos (II)

Iván Égüez Raúl Pérez Torres Eliécer Cárdenas

23. Contemporáneos (VII)

Carlos Béjar Portilla Carlos Camón Abdón Ubidia Jorge Velasco Mackenzie 24. Contemporáneos (VIII)

Marco Antonio Rodríguez Jorge Dávila Vázquez Vladimiro Rivas Iturralde Natasha Salguero

25. Contemporáneos (IX) Oswaldo Encalada Alicia Ortega Santiago Páez Aleyda Quevedo Rojas Raúl Vallejo 26. Contemporáneos (X)

Rocío Madriñán Sonia Manzano Julio Pazos Barrera Alicia Yánez Cossío

Carlos Arcos Cabrera Modesto Ponce Huilo Rúales Raúl Serrano Javier Vásconez

2 0. Contemporáneos (IV)

27. Contemporáneos (XI)

Iván Carvajal Alexis Naranjo Javier Ponce Antonio Preciado Humberto Vinueza

Gabriela Alemán Femando Balseca Luis Carlos Mussó Leonardo Valencia Oscar Vela

21. Contemporáneos (V)

28. Contemporáneos (XII)

Jaime Marchán Francisco Proaño Arandi Juan Valdano

María Eugenia Paz y Miño Juan Manuel Rodríguez Lucrecia Maldonado Gilda Holst

19. Contemporáneos (III)

UTPL U N IV ER SID A D T t CH IC A PA RTICU LA R CX LO JA

BIBLIOTECA BÁSICA DE ALTORES ECUATORIANOS

Impreso en Ecuador en noviembre de 2015 Para la portada de este libro se han usado caracteres A Love ofThunder, creados por Samuel John Ross, Jr. (1971). En el interior se han utilizado caracteres Georgia, creados por Matthew Cárter y Tom Rickner.

Literatura de la Colonia Literatura de la Colonia (I)

Fray Gaspar de Villarroel Juan de Velasco Eugenio de Santa Cruz y Espejo Literatura de ia Colonia (II)

Juan Bautista Aguirre Ramón Sánchez de Viescas Rafael García Goyena José de Orozco

Literatura del siglo xix Literatura del siglo xix (I)

José Joaquín de Olmedo Dolores Veintimilla de Galindo Julio Zaldumbide Remigio Crespo Toral Literatura del siglo XIX (II)

Juan León Mera Manuel J. Calle Luis A. Martínez Roberto Andrade Miguel Riofrío Literatura del siglo xix (III)

Juan Montalvo Fray Vicente Solano José Peralta Federico González Suárez Marietta de Veintemilla

La Biblioteca Básica de Autores Ecuatorianos (BBAE) es un proyecto editorial y académico de la Universidad Técnica Particular de Loja. Su finali­ dad es presentar una antología de la literatura ecuatoriana en la que se hallen presentes los auto­ res más representativos del pensamiento literario del Ecuador a partir del siglo xvii. Esta magna tarea fue encomendada a un equipo de reconocidos críticos y estudiosos de la historia de las letras ecuatorianas, quienes, luego de evaluar el aporte de cada uno de los escritores cuyas obras han sido publicadas a lo largo de estos cuatro siglos, elaboraron un listado de nombres y obras que objetivamente se consideran los más destaca­ das e imprescindibles para entender la evolución del arte literario de nuestro país. Se trata, por lo tanto, de una visión panorámica de un proceso histórico vasto, complejo y progresivo que muestra la evolución de un aspecto de nuestra vida cultural desde sus orígenes, en los siglos colo­ niales, hasta hoy cuando prima la búsqueda de una voz propia, testimonio que se aprecia en las nuevas corrientes literarias que triunfan a partir de la década del 30 del siglo xx. La presente publicación ofrece al público lector (y, en especial, a los jóvenes estudiantes y docentes de los establecimientos educativos), una colección bibliográfica de fácil acceso en la que, a través de sus 28 volúmenes, se pueda conocer a los escrito­ res del Ecuador en sus propios textos, selección que llega precedida de prólogos críticos en los que se comenta la obra y el valor literario de cada uno de ellos.

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