Literatura ecuatoriana del Siglo XX

UTPL LITERATURA DEL SI ISAAC J. BARRERA LEOPOLDO BENITES VIN U EZA BENJAM ÍN CARRIÓN GABRIEL CEVALLO S GARCÍA AURELIO E

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UTPL LITERATURA DEL SI

ISAAC J. BARRERA LEOPOLDO BENITES VIN U EZA BENJAM ÍN CARRIÓN GABRIEL CEVALLO S GARCÍA AURELIO ESPINOSA PÓ U T G O N Z A L O ZALDUMBIDE

BIBLIOTECA B/ÍSICA DE AUTORES ECUATORIANOS

Los autores que comparecen en este volumen represen­ tan las diversas tendencias que tuvo la prosa ensayística ecuatoriana durante la pri­ mera mitad del siglo XX. Gonzalo Zaldumbide, Benja­ mín Carrión, Isaac J. Barre­ ra y Aurelio Espinosa Pólit (nacidos entre 1884 y 1889) pertenecieron a la primera vertiente de aquella genera­ ción ecuatoriana que empe­ zó a influir a partir de 1914. En cambio, Leopoldo Benites y Gabriel Cevallos García (nacidos entre 1899 y 1914) formaron parte del grupo generacional más joven, el cual se manifestó a partir de 1929. Sin embargo, más allá de convivir una misma expe­ riencia vital e histórica y más allá de lo coetáneo exis­ tieron, entre ellos, profun­ das divergencias doctrina­ rias, políticas y aun estéticas como las que se aprecian entre Zaldumbide, Espinosa Pólit, Barrera y Cevallos García, por una parte y Ben­ jamín Carrión y Leopoldo Benites, por otro.

UTPL U N IY IR ÍID A O T ÉC N IC A PARTICULAR D I LOJA

Literatura del siglo XX (VII)

B1BIIOTEC \ B VSK A 1)F AUTORES ECUATORIANOS

BIBLIOTECA BÁSICA DE AUTORES ECUATORIANOS U niversidad T écnica P articular de Lo ja

Proyecto editorial de la utpl (2015) Literatura del siglo XX (VII) Primera edición 2015 ISBN de la Colección: 978-9942-08-773-7 ISBN-978-9942-08-771-3 C omité de honor utpl :

José Barbosa Corbacho M. Id. Rector

Santiago Acosta M. Id. Vicerrector

Gabriel García Torres Secretario General

A utoría y dirección general:

Juan Valdano Miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Española C oordinación:

Francisco Proaño Arandi Miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Española R evisión de textos:

Pamela Lalama Quinteros D iseño y diagramación:

Ernesto Proaño Vinueza I nvestigación y asesoría en diseño gráfico:

Departamento de Marketing de la utpl, sede Loja D igitalización de textos:

Pablo Tacuri (utpl, sede Loja) I mpresión y encuadernación: e d ilo ja O jl Ltda.

URL: http://autoresecuatorianos.utpl.edu.ee/

Loja, Ecuador, 2015

Literatura del siglo XX Isaac J. Barrera Leopoldo Benites Vinueza Benjamín Carrión Gabriel Cevallos García Aurelio Espinosa Pólit Gonzalo Zaldumbide Estudios introductorios: Juan Valdano Francisco Proaño Arandi Aclaración: En la presente edición se conservó la versión original de los textos literarios seleccionados.

I ndice

I saa c J. B a r r e r a

Sobre el autor 11 H isto r ia de la lite r a tu r a e cu a t o r ia n a

Capítulo XVIII. Fray G aspar de V illarroel / 15 Capítulo XXII / 29

L e o po ld o B en ite s V in u e za

Sobre el autor 39 A m anera de prólogo (De Los argonautas de la selva) / 43 Una encrucijada de la geografía (De Ecuador: dram a y p a ra d oja ) / 53

B e n ja m ín C a r r ió n

Sobre el autor / 67 A nocheció en la m itad del día (D e A tahuallpa) / 71 Pablo Palacio (De M apa de A m érica) / 78

índice G a b r ie l C e v a l lo s G a r c ía

Sobre el autor / 95 C ervantes y el ser en sí (Fragm ento) / 101

A u r e l io E s p in o s a P ó lit

Sobre el autor / 129 C uarta clase. T res cam pos de educación literaria (De D ieciocho clases de L itera tu ra ) / 135 C apítulo séptim o. O riginalidad rom ana (De Virgilio: el p oeta y su m isión p rovid en cia l) / 139

G o n z a l o Z a l d u m b id e

Sobre el autor / 147 Panoram a de la literatu ra h isp an o-am erican a / 151

Isaac J. Barrera

N ota biográfica

istoriador, periodista y crítico de literatura ecuatoriana. Nació en Otavalo el 4 de febrero de 1884. Desde 1934 colaboró como editorialista v crítico de la literatura en las páginas de diario El Comercio de Quito. Por muchos años fue profesor de Literatura en el Colegio Mejía. Fue subsecretario de Gobierno en la administración del presidente Isidro Ayora y di­ putado y senador por Imbabura en varias ocasiones, así como miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. En 1915, el historiador y arzobispo, Federico González Suárez, le invitó a que formara parte de la Sociedad de Estudios Históricos Americanos, institución que, luego, pasó a ser la Academia Ecuatoriana de Historia. El periodista Manuel de J. Real emitió el siguiente juicio sobre Isaac J. Barrera:

H

La cultura fue el quehacer, la pasión, la vocación de Barrera, dedicado a ella con plenitud de entrega y con fecunda cosecha. El culto a la letra im­ presa lo acompañó todas sus horas, dejando una de las bibliotecas más ricas del país. Lo más hermoso de esta noble adhesión es que Barrera fue un autodidacta, un hijo de su propio esfuerzo, de sus largas y ambiciosas lecturas. Un hombre hecho a sí mismo1. Ensayista erudito, crítico ecuánime y justiciero, gran lector de excepcio­ nal memoria. Su obra grande es la Historia de la literatura ecuatoriana y su mejor momento el año 1944, en que la comenzó a editar, de allí en adelante vino la declinación natural a todo ser humano, pues ya no dio

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Literatura del siglo xx nada de tanto interés y penetración. [...] Falleció el 29 de Junio de 1970 de 86 años, a causa de insuficiencia cardiaca y vejez. Fue un gran tra­ bajador de la cultura y un sujeto de excepcionales prendas personales, verdaderamente ejemplar2.

O bra

Isaac J. Barrera ñie un fecundo ensayista; sus obras se relacio­ nan con la historia, la cultura, el arte y la literatura de Ecuador e Hispanoamérica. De entre ellas, destacamos las siguientes: Rocafuerte: Estudio histórico biográfico (1911); Quito colonial, siglo xvin, comienzos del siglo XIX (1922); Estudios de literatu­ ra castellana: el Siglo de Oro (1935); Literatura hispanoame­ ricana (1935); Los grandes maestros de la literatura universal ( 1935 ); Historia de la literatura ecuatoriana (1954); De nuestra América; hombres y cosas de la República del Ecuador (1956); Ensayo de interpretación histórica; introducción a los aconteci­ mientos del 10 de Agosto de 1809 (1959); Del vivir, reflexiones de juventud (1972); Epistolario a Isaac J. Barrera. Recolección postuma (1981). De todas estas obras, aquella que dio mayor re­ nombre a su autor es, sin duda, su Historia de la literatura ecua­ toriana, publicada en cuatro tomos.

V aloración

El crítico literario Antonio Sacoto ha hecho un certero balance del aporte de Isaac J. Barrera en el ámbito de la historiografía literaria. En su opinión: Barrera, más que creador es investigador y crítico. Su labor investigativa ha sido incansable, a pesar de trabajar en un medio que carece de recursos adecuados para el conocimiento del devenir histórico literario

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Isaac J. Barrera del país. Para valorar su trabajo en su justa dimensión habría que te­ ner en mente que como antecedentes de esta obra solo se encuentran el Ensayo sobre literatura ecuatoriana de Pablo Herrera (1860) y Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana desde la época más remo­ ta hasta nuestros días, de Mera (1868). Las dos del siglo XIX. De esto se desprende que su radical importancia consiste en ser la primera ver­ dadera historia de la literatura ecuatoriana; además, la primera con un marcado afán didáctico y que ha hecho amplio uso de la investigación. Barrera amplía y renueva los anteriores estudios sobre literatura ecua­ toriana; hace un buen sondeo sobre la época colonial estableciendo nombres claves como el de Gaspar de Villarroel, Juan Bautista Aguirre, Jacinto de Evia y otros. Emite juicios consagratorios en referencia a Espejo, el padre Juan de Velasco, Mejía, Mera, Montalvo y otros. Si bien es verdad que desde una perspectiva actual, la historia carece de algunos elementos de la disciplina, tales como una bibliografía al final o citas de las fuentes, en su época recibió el elogio unánime: Gonzalo Zaldumbide la reseña y reconoce su valor; Augusto Arias la comenta muy positiva­ mente y Aurelio Espinosa Pólit dice al respecto que es «la consagración de toda una existencia»3.

JV N otas :

’ Manuel de J. Real. Rebelión contra el olvido, pág. 116. 2 Pérez Pimentel, Rodolfo. Disponible en www.diccionariobiográficoecuador. com 3Sacoto, Antonio. «El ensayo y la crítica literaria en el Ecuador». En Historia de las literaturas del Ecuador, Literaturas de la República 1925-1960, Vol. V. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2007. págs. 252-253. B ibliografía sobre el au to r :

Arias, Augusto. Panorama de la literatura ecuatoriana. Quito: El Comercio, 1946, págs. 231-234. Pareja Diezcanseco, Alfredo. «El ensayo en la literatura ecuatoriana actual». En Cuadernos americanos, n.° 4. México, julio-agosto de 1957.

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Literatura del siglo xx Sacoto, Antonio. «El ensayo y la crítica literaria en el Ecuador». En Historia de las literaturas del Ecuador, Literaturas de la República 1925-1960, Vol. V. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2007. págs. 252-253.

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Historia de la literatura

1

(Fragmentos)

Capítulo XVIII Fray Gaspar de Villarroel2 a suerte ha querido que la literatura ecuatoriana abriera las páginas de su historia con el nombre de un escritor de verdad. Hemos visto cómo la expresión literaria se mos­ traba con timidez en escritos de escaso valor, y es asombroso por lo mismo, encontrarse de pronto con una figura de extraordina­ rias dimensiones, que toma puesto holgado y de honor en toda la literatura continental. Fray Gaspar de Villarroel es la representa­ ción de una época cultural, aquella en que se establece el equili­ brio administrativo en las agitadas Colonias. Son las ordenanzas reales y los privilegios eclesiásticos los que encuentran doctrina abundante en los libros de este ilustre quiteño.

L

La literatura ecuatoriana tiene que vanagloriarse de contar en su haber la obra de este admirable escritor, porque fue en Quito en donde nació, aun cuando la educación superior la obtuvo en un centro de mayor importancia social, como el de Lima. En esa América en formación, que era todavía el siglo xvii , los hombres recorrían las regiones descubiertas y las otras que guardaban el secreto de misteriosas riquezas, emprendiendo en múltiples aventuras. Además, la organización de los Virreinatos fijaba por anticipado el hito de varias empresas. La fama del Peni atraía a muchos

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Literatura del siglo xx

españoles de otros establecimientos y a los criollos ambiciosos que buscaban centro propicio para hacer la demostración de sus merecimientos. Y era así como se trasvasaban los hombres de Norte a Sur, en busca de fortuna o de ocasión para sobresalir y ganar provecho. Los padres de Villarroel permanecieron por más de tres años en la ciudad de Quito. El 3 de octubre de 1588, los vecinos de Pas­ to conferían poder al abogado de la Real Audiencia, Licenciado Gaspar de Villarroel y Coruña, para efectuar gestiones ante el Ca­ bildo de esta ciudad, con el fin de procurar el establecimiento, en Pasto, de un convento de monjas de la Concepción. No puede precisarse el tiempo que tardó el matrimonio en seguir a Lima, la capital que podía prometer fortuna a quienes en ella trabajaran con talento y decisión. Como había estado en Santa Fe, vino a Quito, pasó a Lima y al Cuzco para avecindarse definitivamente en la capital del Virreinato del Perú. El P. Rubén Vargas Ugarte, S. J., anota en el interesante estudio que dedicó al quiteño Villa­ rroel, que el Licenciado hizo oficio de Relator de la Audiencia de Quito, por espacio de tres años. En este lapso nació el escritor, quien lo recordará con cariño, con el amor que se guarda para el lugar de nacimiento, circunstancia decisiva en la vida de todo hombre. La importancia de la obra de Villarroel ha hecho que se ocuparan en estudiar a esta notable figura varios escritores antiguos y mo­ dernos. Los cronistas de la orden agustiniana reunieron valiosos documentos sobre Villarroel. Historiadores y eruditos chilenos; historiadores del Perú, y escritores ecuatorianos nos han deja­ do estudios de gran consideración y de los cuales tenemos que aprovechar los datos que nos permitan reconstruir la vida y los hechos de este notable ingenio. Además, Villarroel se ha cuidado de referirnos circunstancias de su vida. La anécdota toma el carácter de ejemplo y se constituye

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en confidencia que nos hace penetrar en la vida de ese tiempo y en el pensamiento del escritor. Los últimos años de Villarroel serán los menos conocidos, acaso porque al dejar la pluma, cesó de consignar la anécdota que lo conservaba viviente para la posteridad. A cinco estudios principales tenemos que referirnos para tratar de este escritor ecuatoriano, y que son los compuestos por Pa­ blo Herrera, el P. Nicolás Concetti, Honorato Vásquez, Gonzalo Zaldumbide y el citado jesuita P. Vargas Ugarte. Ellos nos dan cuanto podíamos necesitar para trazar los contornos de esta ad­ mirable figura: el dato biográfico, la bibliografía de las obras que escribió Villarroel, la exégesis de sus libros y la apreciación críti­ ca de su literatura. Cuando Fr. Bernardo Torres, cronista agustiniano de la Provin­ cia del Perú pidió a Villarroel datos acerca de su vida, el Obispo contestó desde Arequipa, en 8 de agosto de 1654, lo siguiente: «Nací en Quito, en una casa pobre, sin tener mi madre un pañal en que envolverme, porque se había ido mi padre a España». Por datos de escritores contemporáneos a Villarroel se había fijado el año de 1587 como el del nacimiento de este escritor ecuatoriano, si bien el último estudio del P. Vargas Ugarte induce a la duda respecto de la fecha, que habría que fijar más bien hacia el año de 1590, para concordar con la de regreso de España del padre del escritor y la afirmación hecha por este mismo cuando escribía: «entróme fraile muy niño». Villarroel entró en la Orden de San Agustín en 1607 y profesó el 6 de octubre del año siguiente. De nacer en 1587 no se habría creído muy niño a la edad de más de veintiún años. El escritor era hijo del Licenciado Gaspar de Villarroel y Coruña, natural de la ciudad de Guatemala y de Ana Ordóñez de Cárdenas, venezolana. ¿Por qué azares de la fortuna llegó a Quito este ma­ trimonio? Se sabe por lo consignado en el Gobierno Eclesiástico

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Literatura del siglo XX

Pacífico, que residía en Bogotá en 1583; lo encontramos después en Quito y luego en el Perú. ¿Iba buscando tierra dónde acomo­ darse? ¿Fue la intención establecerse en Quito o en alguna de las ciudades de este Reino? Ya hemos leído en la carta de Villarroel al P. Torres el señalamiento del lugar en que vino al mundo el escri­ tor. Nació en Quito; pero esta denominación, para entonces, no precisaba el lugar, porque con el nombre de Quito se designaba a toda la Provincia, es decir, a todo el Reino, como con la denomi­ nación de Perú se comprendieron todas las Provincias que que­ daban bajo su jurisdicción, y así también la de Quito. Si hemos de creer a Fr. Bernardo Torres, a Ascaray y a Pablo He­ rrera, Villarroel nació en la ciudad de Quito; pero si se ha de dar crédito a Fr. Francisco de Loyola de Vergara, que fue quien pro­ nunció la oración fúnebre del escritor, el lugar de nacimiento se­ ría el de Riobamba, cosa igual que aseveraron Peralta, el autor de Lima Fundada, otros cronistas agustinianos y también Alcedo. Por supuesto que tampoco faltó quien hiciera nacer a Villarroel en Lima; equivocación muy explicable por cierto, dados los nexos que guardó durante toda su vida con la capital peruana. En alguna historia de la literatura ecuatoriana se asegura que Vi­ llarroel nació en Alangasí, sin que haya sido posible hallar nin­ guna comprobación, pues en la parroquia expresada, el libro más antiguo del archivo parroquial alcanza solamente al año de 1667; esto es, mucho tiempo posterior al que suponemos debe corres­ ponder el del nacimiento según todas las hipótesis. El P. Vargas Ugarte opina que, mientras no se pruebe lo contrario, habrá que considerarse a Quito como la ciudad de nacimiento de Villarroel. «En Quito tratamos de encontrar su partida bautismal, pero, desgraciadamente, en la parroquia del Sagrario de la Catedral ni en la de Santa Bárbara, que son las más antiguas de la ciudad, se conservan libros parroquiales de esa época».3

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A medida que van publicándose noticias biográficas referentes a este ilustre escritor de la Colonia hay que rectificar criterios que se habían mantenido antes de ahora. No fue casual el nacimiento de Villarroel en Quito desde el momento que se sabe que el Licen­ ciado, su padre, ejerció el oficio de Relator de esta Audiencia por el tiempo de tres años.4 De Quito se trasladó la familia al Cuzco y solamente aparece en Lima a fines de 1596 con la solicitud pre­ sentada al claustro de San Marcos para obtener la exoneración del pago de la mitad de las propinas para graduarse en Cánones. En la solicitud se consigna otro dato relacionado con la familia del escritor. Fueron siete hermanos: tres mujeres y cuatro varo­ nes. En 1608, dos de estos hermanos eran ya religiosos de Santo Domingo y de San Francisco. Gaspar entró en la Orden de San Agustín en 1607, poco después del fallecimiento de su madre, y profesó el 6 de octubre de 1608. El Licenciado Villarroel fue uno de los mayores letrados que se vieron en las Indias, si se ha de creer a su hijo. También fue poe­ ta y han quedado varias composiciones que escribió para que se publicaran como introducción de libros de poetas célebres de la corte de Lima. Tenía nobles y valiosos entronques. Era pariente del Arzobispo de Bogotá, Fr. Luis Zapata de Cárdenas. Pero la mala suerte le persiguió por todas partes; y después de que hubo llegado a Lima, la meta de su ambición tal vez, tuvo que acogerse a la Iglesia, como tantos desesperados de ese tiempo. En 1608 se le encuentra en Lima, viudo ya, ordenado de Evangelio y aten­ diendo al mantenimiento de sus siete hijos. Según Ascaray, Villarroel debió pasar su primera infancia en la ciudad de Quito y educarse en el Seminario de San Luis, aun cuando el mismo Villarroel nos ha dejado un dato al respecto. En carta que dirigió al Pontífice romano, dice que tuvo ocasión de

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ver a Santo Toribio, Arzobispo de Lima, cuando niño le llevaron para que lo confirmara. Lo siguió viendo después cuando adulto y pudo darse cuenta de las virtudes de ese Prelado. No debió ser de muy corta edad cuando conservó el recuerdo de la confirmación. ¿En qué tiempo fue llevado a Lima? En todo caso parece que la familia sólo se asentó en la capital peruana, después de la perma­ nencia en el Cuzco; esto es, a fines de 1596, lo que daría 6 años para la época de la confirmación, sin indicarse ni así la edad que tenía cuando la familia se trasladó al Perú. Se pueden fijar, con alguna seguridad, dos fechas, la de 1590 en que la familia se en­ contraba en Quito, en donde nacía el escritor, y la de 1596 en que el Licenciado presenta su solicitud al Claustro de San Marcos de Lima, en la que se encuentra el dato de que fueron siete los hijos que tuvo el pobre licenciado, quien abrazó el estado eclesiástico y continuó ejerciendo la abogacía para mantener a su numerosa familia. De estos siete hijos, tres eran mujeres, la mayor carada al tiempo de la solicitud y las otras dos de siete y diez años de edad. De los varones dos eran religiosos, de Santo Domingo y de San Francisco. Datos posteriores nos hacen saber que sólo dos hijos se casaron; los demás se hicieron religiosos o clérigos. Villarroel es el escritor que con más frecuencia acude a sus re­ cuerdos y siembra sus escritos de notas autobiográficas. Así sa­ bemos, por su propia confesión, que cuando niño era muy bonito y que como a tal le criaron con poco castigo. Sabemos así mismo que concurrió al real Colegio de San Martín de Lima, que formó parte de la brillante juventud intelectual que por entonces residía en la ciudad de los Reyes, que ya era conocido como prosista de grandes bríos y como hombre de facundia ordenada y profun­ da, y que, además, componía poesías al par de los poetas Mexía, Montes de Oca, Oña y otros, amigos y compañeros de su padre. Menos de veinte años tenía cuando en 1607 ingresó en el insti­ tuto agustiniano de Lima. En sus libros se encuentran frecuentes

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y desenfadadas alusiones a la época del noviciado, que duró un año, ya que en 1608 pronunció los votos solemnes. Desde mozo, el adolescente de figura seductora, cobró fama de inteligente e instruido. «Aunque estudié mucho, dice, supe me­ nos de lo que de mí juzgaron otros». Es la verdad que desde los primeros momentos fue considerado como hombre de vasta pre­ paración en las letras y en la ciencia teológica. Constante en el es­ tudio, iba hirviendo el ingenio al calor de la juventud y se estaba espumando ya, según sus propias expresiones, para emprender en los serios trabajos en que lo vamos a encontrar muy pronto. En su primera juventud de religioso dictó clases de teología es­ colástica y expositiva, y desempeñó los cargos de Prior, Vicario Provincial en Lima y en el Cuzco, en tanto preparaba ya las nu­ merosas obras que le producirían fama y que le ocuparían toda la vida, mientras obtenía el grado de Doctor en Teología en la Uni­ versidad de San Marcos, disputando para ello sobre cuestiones quodlebíticas, escolásticas y positivas. Además de gran escritor, fue orador elocuente y los primeros triunfos obtuvo con el poder de su elocuencia. Desde los comien­ zos de su labor religiosa, adquirió celebridad con sus sermones. Tenía las condiciones exigidas a un orador; figura agradable, ademán elegante, voz sonora y persuasiva, que iba matizándose al calor de los sentimientos, para conmover, excitar y sosegar, para producir admiración o dolor, para ganarse a las multitudes. El famoso Solórzano Pereira asistió a un sermón predicado por Villarroel. Cuando llegó a su casa, impresionado por el fervor oratorio del fraile, exclamó: «Más quisiera predicar como Villa­ rroel, que ser Oidor». Hay que recordar que Solórzano, además de Oidor, era también formidable orador, que lo mismo hablaba en romance como en latín, y que llegó a los más altos puestos, como miembro del Consejo de Hacienda, de Indias y de Castilla.

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Fue escritor excelente y notable jurisconsulto. De entre sus mu­ chas obras hay que nombrar especialmente la Política Indiana. La fama de sus estudios y de su predicación proporcionó a Villarroel la simpatía del Reformador General Fray Pedro de la Madriz quien lo eligió para su compañero y secretario en la visita que hizo a la Provincia. Este primer paso iba a conducirlo por los caminos de la consideración y de la fama, que lo llevaron a los más altos puestos y honores. Escribirá, después: «Mis padres me llevaron a Lima, mi ambición a España». En efecto, después de desempeñar el Priorato en el Cuzco, fue elegido Procurador en la corte española. «Tuve oficios en que me puso no la santidad sino la solicitud», escribiría el fraile, como una modesta excusa de sus triunfos. El P. Concetti asegura que era de uso en la época colonial que las Provincias enviaran a la Metrópoli a sus mejores sujetos. He aquí, pues, cumplida la primera etapa de la vida de este gran fraile, cuya fama iba a crecer y cuya obra sería de tanta conside­ ración en todos los centros de cultura de España y de América. Ya tenemos a Villarroel en España. Se iniciaba un movimien­ to contrario al tan común de ese tiempo: en lugar de buscar en América la fortuna, iríase a solicitarla en España. A España vol­ vían de Flandes los capitanes que iban a pedir mercedes al Rey por los servicios prestados; a España iban los descendientes de los Incas o de los reyes indios despojados, a pretender una in­ demnización. El viaje de Villarroel tenía otro carácter: un hijo de aquellos conquistadores españoles regresaba a la Madre Patria, no en busca de reconocimiento, sino a conquistarla. Nuevo éxodo que se repetirá muchas veces a lo largo de la historia. En España le precedía la fama de ser perulero y también la de sus aptitudes reconocidas de escritor y de orador sagrado. Los

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ricos Oidores de Lima escribirían para favorecer la pretensión del joven criollo, y los jesuitas a fuer de agradecidos, no dejaron de recomendar a Villarroel a la atención de sus hermanos de co­ munidad por el brillantísimo discurso que pronunciara en Lima en honor de San Ignacio. Este viaje a España da lugar a una disquisición histórica: en la Se­ rie cronológica de los varones ilustres que ha producido la Uni­ versidad pública y nacional del Angélico doctor Santo Tomás de Aquino, etc., se encuentra el dato de que Villarroel, Obispo de Santiago de Chile y Arzobispo de Charcas, se graduó de Doctor en esa Universidad quiteña, el año de 1630. De ser efectivo el dato, el doctorado no pudo concederse sino cuando Villarroel se dirigió a España, lo que indicaría un profundo amor por la tierra de su nacimiento. Por desgracia, su obra es demasiado explícita acerca de estos puntos: en primer lugar no es del todo proba­ ble que para irse a España hubiera optado por la vía del Norte, antes bien se cree que lo hizo por Buenos Aires, acompañando al Visitador Madriz; y esta creencia encuentra apoyo en las no­ ticias consignadas en las propias obras de Villarroel, cuando da a entender que estuvo en Paraguay, Tucumán y Buenos Aires. Respecto del recuerdo de la tierra de su nacimiento, Villarroel cuando se encuentra en Chile suspira por Lima, con la nostalgia de un desterrado, porque Lima encierra para él todo el recuerdo de su niñez y de su juventud. Por lo demás, hay para creer también que de Buenos Aires pasó a Lisboa, en donde se detuvo para publicar el tomo primero de sus Comentarios, dificultades y discursos literales y místicos sobre los Evangelios de la Cuaresma. Esta obra, publicada en 1631, es ya la clara demostración de sus grandes conocimientos y de sus buenas letras.

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Esta era la primera obra que publicaba al visitar Europa. Años antes, y como preparación de su viaje, había enviado tres volú­ menes sobre los Evangelios de la Cuaresma, que no pudieron pu­ blicarse por no haber llegado a España. En el prólogo de esta pu­ blicación de Lisboa, escribe: «heme expuesto a ellos por algunos motivos de consideración, y el que solo fue presuroso a que me apresurase, fue haber robado Olandeses, una nao en que remi­ tía un tanto de aquestos libros, y no saber qué fortuna corrieron ellos, que a ser verdad que los rasgaron herejes, será presagio de felicidad, que, cuando comienzo a servir a la Iglesia, blasfemen mis escritos enemigos de la fe». Además ya corría en los círculos religiosos y literarios de España el sermón predicado en Lima con ocasión de haber sido canonizado San Ignacio de Loyola. El Sermón se había publicado en Sevilla en 1626 y se publicaba también en Lisboa este mismo año de 1631. El sermón debió valerle el reconocimiento de los jesuítas españoles, quienes lo demostraren así cuando en 1634 Villarroel estuvo en Sevilla. Los jesuítas le dedicaron un acto científico y literario, replicado en la ciudad de Córdoba, «como pudiera un maestro en Salamanca». No era extraño, pues, que, con tales antecedentes, el recibimien­ to que se le dispensara en la Corte fuera proporcionado a los mé­ ritos, aquilatados con la acogida que se dio al libro publicado en Lisboa, que preparó el mismo buen éxito para el segundo tomo que se publicaría en Madrid y para el tercero que se imprimiría en Sevilla. La edición se agotaba y andaba preparándose ya una nueva, nos cuenta el escrito: «Compuse unos librillos, juzgando que cada uno había de ser un escalón para subir». Pero el mejor agente de triunfo era su elocuencia. Como orador piensa el escritor y como orador procede. Cuando escribe sus li­ bros de madurez, aquellos que da principio en España, lo hace

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hurtando el tiempo al pùlpito y porque sus comentarios son apetecidos por los predicadores para utilizarlos en los sermones vespertinos. Y como orador continúa su fortuna en Madrid, en donde los cortesanos del Rey le conceden su amistad, desde el Conde-Duque de Olivares, el Conde del Castillo, Presidente del Consejo Supremo de Indias, hasta los otros grandes señores y aún los mejores teólogos, como el insigne Melchor Cano5. El Pre­ sidente del Consejo de Indias le pidió cierto día que predicase en el Convento de Constantinopla, y después de escuchar al criollo se entusiasmó tanto que ordenó se le llevara en su coche hasta el convento de San Felipe en que moraba Villarroel. Y luego tomó a su cargo al predicador para protegerlo y honrarlo, consiguiendo primero que se le nombrara predicador del Rey, notable distin­ ción para un criollo, y, luego, Obispo de Santiago. Mientras se complacía en cosechar laureles como orador, su pluma seguía infatigable, «porque el escribir ha sido en mí una tentación continuada desde mi tierna edad». En España escribió y publicó un voluminoso libro sobre los Jueces, mientras conti­ nuaba editando las otras obras que había llevado escritas desde América, y planeaba ya las demás que escribiría después. En el libro de los Jueces anunciaba las Dominicas y Fiestas de los San­ tos, «en que no tiene trabajado poco». La ambición lo había llevado a España; la ambición lo devolve­ ría a América. Después de una permanencia en España de cerca de ocho años, resolvió aceptar el Obispado de Santiago. «Fui tan vano, escribía más tarde, que para no aceptar el obispado no bas­ tó conmigo el ejemplo de cuatro frailes agustinos, que, electos en aquella circunstancia, no quisieron aceptar. Ninguno de éstos quiso ser Obispo, y sólo yo aconsejado de mi poca edad y apadri­ nando mi ambición la corta experiencia del tamaño de la carga, me eché al hombro un peso con que castigado gimo». No era tan poca la edad que entonces tenía Villarroel.

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Y ya le tenemos otra vez en América, seguido de su fiel amigo y compañero el P. Luis de Lagos, sobre quien y sobre cuya amistad habría para escribir un capítulo especial. Al regreso llevó la ruta de Cartagena y Panamá. Lima era la ciudad de su juventud, de sus primeros triunfos, de sus mejores amigos, y la recepción que entonces hizo al flamante Obispo fue entusiasta y cariñosa. Las autoridades civiles y ecle­ siásticas lo honraron como merecía. Se conserva el recuerdo de dos célebres visitas efectuadas por Villarroel. Visitó al Virrey, que era el Conde de Chinchón. Cuando el Virrey supo que se acercaba a su casa Villarroel, puso dos caba­ lleros para que lo esperasen al pie de la escalera, y lo recibió casi a la puerta de la primera sala. El Obispo tomó asiento en silla igual a la del Virrey. La conversa­ ción fue cordial y amistosa. Recibida la consagración, Villarroel volvio en visita de despedida al palacio del Virrey, quien correspondió la cortesía al prelado. De esta visita del Virrey ha quedado una interesante huella en el Gobierno Eclesiástico: «Hízome un discreto preámbulo como paladeándome el gusto para darme un consejo. Cargó la mano en alabarme mucho, como el diestro barbero que antes de picar con la lanceta, la trae por el brazo. Tanto amarga en el mundo un buen consejo que le pare­ ció al Virrey que era bien almibararlo, siendo de tanta importan­ cia uno que me traía. Díjome que en España ya eran conocidas mis letras, que el Supremo Consejo me había visto en el púlpito, que mis escritos andaban impresos, y a esto añadió otros favores como captando la benevolencia del oyente: «Yo soy ya, me dijo, gobernador viejo: V. S. está en España conocido por las partidas todas referidas; lo que no se puede saber es si sabrá gobernar.

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Y así quiero darle un consejo brevísimo, en que se cifra toda la razón de estado que cabe en un buen gobierno: no lo vea todo, ni lo entienda todo, ni lo castigue todo. He procurado seguir este consejo y débole a él toda la paz que he gozado». El consejo del Virrey llegaba a su tiempo, porque consagrado Villarroel en 1638 se disponía a marchar a su lejano Obispado. San­ tiago era entonces el pequeño centro de una Audiencia alborota­ da. La guerra con los indios de Arauco obligaba al mantenimiento de un ejército permanente que llegó a un estado de escandalosa desmoralización con la soldadesca desenfrenada: «Hemos visto, escribe Villarroel, en este reino matar los soldados a un indivi­ duo sólo por quitarle un caballo que han de vender por un peso y despedazar a una india por robarle una manta». Las autoridades civiles tenían necesariamente que escogerse entre gente capaz de imponerse en ese medio y así se explican los continuos rozamien­ tos que se producían entre las altaneras autoridades civiles y las eclesiásticas. El antecesor de Villarroel mantuvo una enconada disputa, a consecuencia de la cual abandonó el Obispado, sin ob­ tener licencia del Papa ni del rey, y se marchó a España, echando pestes contra la Audiencia, después de haberse conseguido un itinerario para no tocar con Oidores en el camino. En esta situación llegaba Villarroel. Pero el Obispo no era una persona común; le llevaba ante todo el impulso de conquistar gloria, y tenía después un acopio de meditaciones que se adelan­ taron en el trabajo que lo esperaba: había analizado cuidadosa­ mente su caso y lo había resuelto satisfactoriamente. Iba con la confianza en el triunfo y no le importaba que sus amigos consi­ deraran a Santiago como un lugar de destierro. «Triste cosa será, le escribía en 1646 el Dr. Nicolás de Polanco de Santillana: morir en esta Libia desterrados de nuestra patria en ajeno sepulcro». Villarroel llevaría la paz y la concordia, impulsaría el progreso y sentaría un ejemplo destinado a fructificar.

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Y así resultó, en efecto. Las antiguas rencillas desaparecieron; dejaron de producirse los ruidosos litigios por cuestiones de competencia, y se estableció la mejor armonía entre las autorida­ des. Del esfuerzo que hizo entonces para asentar la concordia en ese medio hostil y tan poco preparado a las soluciones pacíficas, saldría su gran obra, la que iba a ser el depósito de su experiencia y de su vastísimo saber. El resto lo ganarían su palabra elegante y su elocuencia convincente. El patronato ejercido por los Reyes españoles en la iglesia católi­ ca era causa para que en América, sobre todo, tuviera tal exten­ sión que fuera motivo para innumerables abusos de parte de las autoridades civiles, que en todo acto de la autoridad eclesiástica querían mantener lo que hoy diríamos el «control», a fin de que los derechos de S. M. no resultaran lesionados en lo más mínimo. De allí provenían los frecuentes disgustos entre los Oidores y los Obispos. Establecer el equilibrio con el conocimiento justo del derecho de cada uno y con el examen de los infinitos casos que en el gobierno de América podían suscitarse, es lo que se propuso Villarroel con su gran obra Gobierno Eclesiástico Pacífico, obra que para transigir con el mal gusto de la época lleva también el título de Concordia y Unión de los dos Cuchillos, título, por lo demás, de un simbolismo fácil de comprender. El Marqués de Baides, Presidente de la Audiencia de Chile, con todo de ser uno de los soldados de la época y de aquel país, no pudo menos de reconocer los beneficios del comportamiento de Villarroel y de la obra que escribiera en corroboración de su conducta.

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Capítulo XXII6

n tanto la vida de la Audiencia corría con desesperante tristeza y languidez. Las industrias y el comercio, confiados en manos mercenarias, no prosperaban como era de desearse. Las autoridades españolas desempeñaban sus puestos con miras al provecho solamente, y no cuidaban por la prospe­ ridad general, contentándose con aquello que pudiera ser de be­ neficio inmediato. Sin embargo, no faltaron hombres decididos que trataron de buscar otros horizontes y que marcharon atraí­ dos por el ruido del mundo, aventurándose a trazar rutas hacia el océano y caminos para Esmeraldas y Manabí.

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Pero el esfuerzo inaudito que tal empresa requería era dominado, si no por el influjo de intereses contrapuestos, por la llegada de los piratas holandeses, franceses e ingleses que entraban a sangre y fuego por las desarmadas e indefensas poblaciones del Nuevo Mundo, y que, para vengar rivalidades políticas de los reyes europeos, recorrían estos mares con patentes de corso concedidas por esos monarcas desaprensivos. El robo, el asesinato y mil infamias más quedaban autorizados pol­ los reyes, quienes encubrían sus crímenes con el engaño de perseguir aspiraciones nacionales y justas. Guayaquil, que supo defenderse heroicamente contra esos inicuos asaltos, vio su ciudad convertida en ruinas, una y otra vez, robadas sus riquezas, muertos sus hombres. Pero si el pirata traía la desolación, dejaba

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también una inquietud que se infiltraba en el alma del criollo: había algo más que España y los reyes españoles, y había otros monarcas tal vez más poderosos. Los cuadros de desolación y ruina se alteraban a la llegada de un nuevo Presidente o de otro Obispo. El Presidente era por lo regular un hombre de letras y de leyes, pero aquí se olvidaba de todo su saber para ejercer despóticamente la autoridad con que se encontraba investido. Los Oidores, lejos de administrar justicia, se dedicaban a servir la causa de sus propios intereses y de sus odios. Los Obispos, por buenos que fueran, tenían que enfrentarse contra la abierta rebelión del clero, y contra la insolencia y la relajación de los frailes. Continuamente la sociedad era turbada por los escándalos de los grandes señores. La religiosidad tomó caracteres típicos en nuestra tierra: el es­ cándalo de un convento no servia sino para dividir en bandos a la población; la estricta significación moral de los acontecimientos pasaba inadvertida y la grandeza de la doctrina cristiana se re­ flejaba tan sólo en la pasión intolerante y en la devoción al culto externo. El pecado tomaba figuras especiales de candorosidad o hipocresía; se abominaba de cuanto podía parecer pecaminoso. Era la apariencia la que se condenaba, no el pecado mismo. Cuando el Obispo Ribera quiso establecer la cortesana costumbre de la capital del Virreinato, y celebró el matrimonio de una sobrina suya haciendo representar comedias en el Palacio Episcopal, la sociedad se escandalizó, y no fue suficiente la autoridad del Prelado para considerar como buena esa manifestación de cultura: el teatro había sido condenado por sabios religiosos y era suficiente para huir de las representaciones como de las causas más temibles para entrar en pecado. El teatro ha sido perseguido hasta en los tiempos modernos por la Iglesia católica, no obstante de quedarnos el testimonio de que buenos cristianos

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de aquellos tiempos dejaron el ejemplo del respeto que tenían para con el arte dramático. Hemos visto cómo Villarroel quiso festejar en Lima su consagración al Obispado de Santiago con la representación de comedias. La comedia era en la fastuosidad de la corte virreinal un elemento de cultura y de elegancia, una actitud desenfadada ante la vida, que no podían aceptarla quienes vivían con el escándalo del pecado diario y con el martirio placentero de la consideración de la muerte. En México y en Lima prosperó el teatro porque se trató de emular con la vieja corte española. En nuestra Audiencia, el teatro hubiera sido un lujo demasiado complicado para aquellos tiempos. Tardarán muchos años hasta que la comedia sea un número de fiesta importante y pomposa. En la época a la que nos estamos refiriendo los espectáculos principales constituían las solemnidades religiosas, el traslado del sello real, los toros, las cañas y las iluminaciones. También se promovían sucesos impresionantes que ponían en conmoción a las clases sociales. Un día llegaba el inquisidor Mañozca a poner en un puño al Presidente, a los orgullosos Oidores y a los frailes desaforados. En otro, la sociedad se dividía en dos bandos que tomaban parte, uno por el Obispo, y otro, por los frailes de alguna comunidad. ¿Qué había sucedido? Poca cosa. Los frailes penetraban en la clausura de las monjas contra toda prescripción canónica c inquietaban el celo del Obispo, quien trataba de poner orden en el escándalo. Pero los frailes se sometían difícilmente y antes reclamaban el auxilio de sus adeptos comprendidos en la circunscripción del barrio en que el convento se levantaba como una fortaleza. Los habitantes de ese barrio respondían al llamamiento, mientras la sociedad sensata apoyaba al Pastor. Otra vez, el pueblo se agolpaba ante las puertas de un monasterio en el cual los gemidos de las monjas delataban que los frailes las estaban azotando cruelmente. Esa es la materia del Tomo rv de la Historia de González Suárez, quien por su misma condición

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de escritor religioso empleaba toda severidad al referir cosas tocantes al mundo eclesiástico de ese tiempo. También pudo y debió su minucia histórica contamos las escandalosas aventuras del donjuanesco Presidente Morga, quien dejaba a su esposa instalada ante una mesa de juego para salir de trapicheo y recorrer, bien envuelto en su capa, en la pañosa, por las calles tortuosas de Quito, por las mismas calles que durante el día paseaba airoso en el primer coche llegado a esta ciudad. Pero en medio de los escándalos clericales existían ciertamen­ te sólidos ejemplares de virtud. La religiosidad intransigente, se aplacaba en el sentimiento de personas que se apartaban y huían del mundo para buscar los deliquios espirituales que condujeran a esos seres atormentados, pero llenos de amor divino, a la con­ templación. Los monasterios no siempre estuvieron concurridos por religiosos devotos, pero algunos de ellos se recluían en su celda y se entregaban a la penitencia y a la oración. El mundo an­ daba revuelto; pero también había quienes no participaban de la preocupación material para dedicarse enteramente y con el ma­ yor fervor al cotidiano enaltecimiento del espíritu. El mundo religioso de ese tiempo está representado por varias figuras de diverso valor y significado. El fraile relajado era producto de la época; pero en veces el extravío hallaba fin y arrepentimiento ante el desasosiego de la conciencia que lo llevaba hasta la visión sancionadora. Entonces la antigua vida se transformaba y el fervor para el pecado se convertía en fervor para el arrepentimiento. El fraile se retiraba a una ermita, pasaba los días en oración y moría en olor de santidad. Este fue el caso del célebre y legendario franciscano Almeida, cuya figura ha popularizado la tradición. Fraile que pertenecía a su época y a los escándalos de su tiempo, salía todas las noches del convento en que debía guardar clausura, y al hacerlo se servía de los hombros

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de un Cristo como de escalón. El Cristo era una de esas esculturas de artistas atormentados, de faz severa y sanguinolenta, que se conserva aún en la sacristía de San Diego. Una noche, en que el P. Almeida, como el estudiante de Salamanca asistirá a la contemplación de su propio entierro, como el Tenorio con el Convidado de piedra, oyó que el Cristo decía en el momento en que saltaba por sobre su hombro llagado: —¿Hasta cuando, P. Almeida? — Hasta la vuelta, Señor, dice la tradición que tuvo alientos para responder el desenfadado parrandista. Vuelto el fraile de su alucinación de dipsómano, sintió miedo del pecado y horror de la muerte. Y se convirtió. Tal vez se sintió ya viejo. Recluido en una miserable ermita, que también se conserv a has­ ta ahora, vivió mucho tiempo. Componía versos de encumbra­ do misticismo y escribía, para edificación de pecadores, las me­ morias de su vida; manuscrito precioso que no ha llegado hasta nosotros. Al recorrer por los claustros del viejo convento de San Diego, se encuentran estrofas escritas en grandes letras y en di­ versos sitios, y se piensa al leer esos versos que acaso pudieron ser escritos por el fraile arrepentido. De todo lo que escribió no se conserva sino una décima, de la cual se afirma que contiene un pensamiento afín al del célebre soneto de autor desconocido: No me mueve, mi Dios, para quererte La décima del P. Almeida es la siguiente: A Vos se deben, Señor, por vuestro infinito ser, todo amor, todo querer, toda alabanza y honor. iOh, si se hallara mi amor en tan encumbrada esfera, que, sin que nada quisiera

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y sin que nada esperara, a Vos, por Vos, os amara, a Vos, por Vos, os temiera! Pero no siempre el afán místico fue obra de pecador arrepentido. Infinidad de veces la plegaria religiosa brotaba con sinceridad de los labios de los buenos cristianos, los cuales, olvidando a los hombres poco escrupulosos en la observancia de la ley de Dios, se consagraban a la oración con toda la fe. En estas almas piado­ sas el ascetismo era lo de menos, lo que importaba era el fondo de puro y grande misticismo de que disponían para alimentar sus aspiraciones a la gloria eterna. Sobre todo en los conventos de mujeres se encuentran ejemplos preciosos de vírgenes con­ sagradas por entero al amor divino. Si hubo monjas turbadas en su paz por el escándalo del mundo, hubo también las que vivían entregadas a los goces espirituales. Seres exacerbados de pasión, de espíritu enfermizo, de imaginación loca, que tenían visiones, que se mortificaban para domar la carne, que vivían encendidos en la oración y confundidos en la fe. Muchas de estas religiosas consignaron su fervor en versos sencillos y candorosos y escribie­ ron acerca de las apariciones con que las favoreció su Dios. La primera religiosa ecuatoriana de la cual es necesario acordarse al hablar de las manifestaciones literarias de la Colonia, es Teresa de Ahumada, la hija del Tesorero de las Cajas Reales en Quito y hermano de la santa de Avila. Teresa de Ahumada nació en Quito, en 1566. Muerta la madre, don Lorenzo de Cepeda, su padre, la llevó a España y la entregó al cuidado de su hermana. Tenía entonces la quiteña Teresa, nueve años solamente. Buena edad para un aprendizaje provechoso. Su tía, la futura santa española, amaba con predilección a esta sobrina que le llegaba de las Indias, y sobre este amor y cariño escribió varias de las mejores cartas de su epistolario. En una de ellas dice:

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Así se crió la hermosa quiteña, a la sombra de la gran santa y de la gran escritora que fue Teresa de Cepeda y Ahumada. Marquina, el poeta español de nuestros días, en La Alcaldesa de Pastrana ha puesto en escena a la monja quiteña, de la cual hace decir a Santa Teresa, que su sobrina, entre las monjas parecía pan hecho de cereal, tierno, blanco, limpio, lleno, era el granito de sal que lleva todo pan bueno. El Dr. Manuel M. Pólit, Arzobispo de Quito, fue un notable teresiano; comentó la obra de la santa y publicó dos magníficos estudios sobre los hermanos Cepedas y Ahumadas que vinieron a América. Estos estudios están llenos de datos y referencias sobre tan notable familia en sus relaciones con América y con la vida de santa Teresa. Allí se copian varios testimonios de personas que conocieron a la monja quiteña y que apreciaron su virtud y su hermosura. Se transcriben declaraciones y cartas de la herma­ na Teresa, quien siguió las huellas de su santa tía y trabajó con el mayor empeño en la labor de las fundaciones. En uno de los libros del Sr. Pólit se reproduce en facsímil una de sus últimas

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cartas dirigida a Tours, que nos la enseña humilde, discreta y de­ cidida, sin embargo. Hay en esta carta muestras del casticismo primoroso de la santa de Ávila. N otas:

1Tomado de Historia de la literatura ecuatoriana (1954). 2 En el original, figura la siguiente descripción al inicio del capítulo: Fr. Gaspar de Villarroel, su vida, sus obras. - El primero y más grande de los escritores de la Colonia. - Autores que se ocuparon en estudiar esta figura. - Bibliografía. 3 Rubén Vargas Ugarte S. J. - El limo. D. Fray Gaspar de Villarroel - Universidad Católica del Perú - Instituto de Investigaciones Históricas. - Tomo I. N9 1. Lima 1939. (Nota del Autor) 4 Un nuevo dato sobre el Licenciado se encuentra en el libro que el historió­ grafo Sergio Elias Ortiz ha dedicado a la fundación del Monasterio de Monjas Concepcionistas de Pasto. En octubre de 1588, recibía el Licenciado Gaspar de Villarroel y Coruña, Abogado de la Real Audiencia, poder para gestionar la aprobación del Cabildo Eclesiástico de Quito para la fundación del convento de Concepsionistas en Pasto. (Nota del Autor) 5 «En Cádiz me visitó, escribía diez años después, con capa y muceta de seda el Sr. Maestro Cano, confesor que había sido del Infante Carlos y era fraile dominico. —Gobierno Eclesiástico. (Nota del Autor) 6En el original, figura la siguiente descripción al inicio del capítulo: Inquietudes de la Audiencia. - Los piratas. - Desdén por el teatro. - Escándalos defrailes y monjas. - El P. Almeida. - Teresa de Ahumada. - Monjas videntes y profetisas. - Gertrudis de San Ildefonso. - La doncella santa, Mariana de Jesús. - Un poeta espadachín, pintor y místico.

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Leopoldo Benites Vinueza

Leopoldo Benites Vinueza

N ota biográfica

nsayista, narrador, poeta, periodista y diplomático, Leopoldo Benites Vinueza nace en Guayaquil el 17 de oc­ tubre de 1905 y fallece en la misma ciudad el 7 de marzo de 1995. Sus estudios escolares y los iniciales de la secundaria los realizó en Riobamba, ciudad a la que su padre, el doctor Leónidas Benites Torres, se había trasladado para ejercer funciones admi­ nistrativas, entre ellas, las de gobernador de Chimborazo.

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De regreso en Guayaquil y mientras prosigue sus estudios en el Colegio Vicente Rocafuerte, evidencia su vocación literaria, formando parte del grupo juvenil Los Hermes. Ejerce más tar­ de la docencia en el citado colegio y estudia jurisprudencia en la Universidad de Guayaquil. La publicación, en 1927, de dos re­ latos cortos, La mala hora y El enemigo, lo constituyen en un precursor del realismo social que cobrará fuerza a partir de 1930, e incluso, en virtud del segundo de los relatos nombrados, de la vertiente indigenista. En 1935, comienza a colaborar en el diario El Universo con el seudónimo de «Alsino». Su columna, «Hombres, hechos, cosas», abordará temas políticos, económicos y sociales, cuyo tratamiento, según señalará años después el propio escritor, le

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servirá para ir acumulando ideas y reflexiones que culminarán en la redacción de uno de sus grandes ensayos: Ecuador: drama y paradoja. En 1944, será designado diputado funcional por el periodismo de la Costa a la Asamblea Nacional de ese año, y tres años más tarde, en 1947, el presidente Carlos Julio Arosemena Tola le designa como consejero de la Embajada en Bogotá, iniciándose así una carrera diplomática que lo llevará a diversos países: Uruguay, Argentina, Bolivia y a las Naciones Unidas, en Nueva York. Desde 1960, Benites ejercerá como representante permanente del Ecuador ante la organización mundial, en cuyo ámbito cumplirá una brillante función que durará hasta 1973 y que incluirá, entre otras instancias, la de haber sido presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas en su XXVIII período de sesiones. En los años siguientes, Benites cumplirá diversas misiones inter­ nacionales, entre ellas, la de ser parte de la comisión de Naciones Unidas encargada de investigar las violaciones a los derechos hu­ manos por parte de la dictadura de Pinochet; delegado guberna­ mental para defender la posición ecuatoriana durante el conflicto de Paquisha (1981); y embajador en México (1982).

O bra literaria Benites Vinueza cultivó fundamentalmente el ensayo, pero, como se consignó más arriba, incursionó también en el relato sin que persistiera en ello, por lo que algunos críticos lo han considerado «un escritor devorado por la diplomacia». Fue también poeta y pudo publicar su poesía en 1977, en el volumen Poemas de tres tiempos, edición de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas. A más de La mala hora y El enemigo, se conoce otro

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relato suyo: El dolor de no haber pecado, publicado también en 1927, en la revista Savia, de Guayaquil. En lo referente al ensayo, cabe mencionar los siguientes: El zapa­ dor de la Colonia, estudio biográfico de Espejo, 1941; Los argo­ nautas de la selva, biografía novelada de Francisco de Orellana, 1945; Ecuador: drama y paradoja, 1950; Estudio introductorio sobre Eugenio de Santa Cruz y Espejo, y José Mejía Lequerica, en el volumen Precursores de la Colección Biblioteca Ecuatoriana Mínima, 1960; Estudio introductorio a la obra Eugenio Espejo, reformador ecuatoriano de la Ilustración, de Philip L. Astuto, 1969; Francisco Eugenio Espejo, habitante de la noche (ensayos sobre Espejo, Mejía y Montalvo), 1984.

J uicio crítico Leopoldo Benites Vinueza es, sin duda, uno de los grandes ensa­ yistas, no solo del Ecuador, sino de América. A la profundidad de sus reflexiones y a la vasta erudición que denota, une una fuerza expresiva que delata, por sobre el rigor de las ideas, al gran escri­ tor. Incluso, en una obra más bien de intención sociológica como Ecuador: drama y paradoja, finalmente uno de sus atributos es el soplo poético que transfigura muchas de sus páginas. En este sentido, Benites inaugura, por una parte, una corriente ensayística que se sustenta en la más rigurosa investigación y, al mismo tiempo, reivindica el ensayo como una vertiente de la literatura, es decir, de la expresión artística. Algunos estudiosos conceptúan a Los argonautas de la selva, como una verdadera novela: tal la articulación de su trama, que no solo que revela la historia de la gesta descubridora del gran río de las Amazonas, sino que se adentra en el interior de

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los personajes, enfrentados a la terrible y desproporcionada realidad de la selva, a la que describe, por otro lado, en páginas magistrales. Sus diversos ensayos forman parte, con razón, de lo más significativo de la literatura ecuatoriana contemporánea. FPA

B ibliografía sobre el au to r :

Calderón Chico, Carlos. Tres maestros. Ángel F. Rojas, Adalberto Ortiz y Leopoldo Benites Vinueza se cuentan a sí mismos. Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, 1991. Rodríguez Castelo, Hernán. «Introducción. Los argonautas de la selvailustración literaria de la crónica». En Los argonautas de la selva. Guayaquil: Ariel, [s . f.]. [Clásicos Ariel; 68]. Varios autores. Re/incidencias, Vol. 4. Ed. Javier Ponce. Quito: Centro Cultural Benjamín Camón, 2007. Encalada Vázquez, Oswaldo. «Estudio introductorio». En Los argonautas de la selva. Quito: Libresa 1992. Guzmán Játiva, David. «Estudio introductorio». En Ecuador. Drama y paradoja. Quito: Comisión Permanente de Conmemoraciones Cívicas, 2005. Lara, Claude. «Homenaje a Leopoldo Benites Vinueza en el Centenario de su nacimiento (1905-2005)». En AFESE, n.° 43. Piñeiro íniguez, Carlos. «Leopoldo Benites Vinueza: dos vidas y una pasión ecuatoriana». En Pensamiento equinoccial: seis ensayos sobre la nación, la cultura y la identidad ecuatorianas. Quito: Planeta, 2005.

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A manera de prólogo Los argonautas de la selva'

a C onquista es la más fascinante novela de caballería de la Historia. El ímpetu primordial del españolismo no fue, sin embargo, ni el afán de someter el suelo ni la llama de la fe. No era el conquistador un colono amoroso. Lo que le arrastró fue un despierto apetito de oro y de gloria, un afanoso deseo de

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mando y una viva concupiscencia de poder. Eran los días casi milagrosos en que el euro-africano de la Hispania recién nacida descubría maravillado el mundo nuevo. Los días del asombro para el hombre que venía de mesetas ásperas, montañas berroqueñas, extensiones desérticas y vegas domesti­ cadas por esfuerzos pacientes: el hombre de Castilla, de Extre­ madura, de Asturias, de Galicia y de Andalucía, amamantado por la necesidad y adoctrinado por el hambre. El hombre de Hispania se sentía aplastado por el peso de fuerzas demasiado grandes: las fuerzas cósmicas desatadas de un mundo nuevo en el que las montañas tocan el cielo de nubes espesas y de monte a monte cruza la palabra tronante de la tempestad; en donde el agua de los deshielos galopa sobre las aristas desnudas de las cordilleras en cataratas vertiginosas; en donde había flores raras con pétalos de muerte, frutos dulces que traían el sueño definitivo y rígido, animales tan fantásticos como los dragones

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de las fábulas, ríos extensos que se arrastran entre la selva den­ sa en donde la fina nube zumbadora sobre el pantano hirviente trae la muerte bajo la forma del aguijón envenenado y la lanceta urticante. El conquistador sufría en las alturas vértigos al respirar un aire ralo de serranía que le oprimía el pecho bajo la coraza. En la sel­ va le perseguía la fiebre, se le hinchaban monstruosamente los pies, se le cubría el cuerpo de bubas asquerosas y de verrugas deformes. Para responder a las llamadas de ese mundo exterior, tuvo que renovar sus sentidos y formar nuevas imágenes. Crear un mundo de conceptos míticos. Colón creyó que el Orinoco era el río que bajaba del Paraíso Terrenal. Ponce de León buscó la fuente de la eterna juventud. Y los hombres de Pizarra, mientras pasaban los días cansinos de Panamá, fantaseaban acerca de un imperio vasto que quedaba más allá del Birú o Pirú, en donde el oro abun­ daba como cosa vil. Esa leyenda vaga fue al mismo tiempo norte y brújula de la an­ danza hazañera. Les condujo sobre mares tropicales dramatiza­ dos por tempestades. Les hizo soportar el hambre en las soleda­ des de la Gorgona y de la Isla del Gallo. Les hizo pelear en gru­ pos pequeños contra muchedumbres prietas. Y así avanzaron de cabo en cabo y de bahía en bahía hasta las tierras meridionales de Tumbes que formaban parte del imperio quiteño de Atabaliba o Atahuallpa, el último Inca del Tahuantinsuyu. Francisco de Orellana, junto con los hombres de la mesnada de Pizarro, vio apagarse el sol del Incario en las brumas de Caxamarca, teñidas de sangre. Mozo demasiado tierno para ser te­ nido en cuenta por su deudo Francisco Pizarra, tomó parte, sin embargo, «en las conquistas de Lima é de Trujillo é Cuzco é se­

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guimientos del Inga». Vio la matanza sin piedad, bendecida por las manos ungidas» de óleo sagrado de Fray Vicente Valverde y el asesinato del Inca. Y vio llegar las cargas de oro para llenar un aposento hasta la altura de un hombre con los brazos alzados y para adormecer la conciencia cristiana de los conquistadores. El tesoro no alcanzó a llegar en su totalidad. Setenta mil cargas de oro, cada una de las cuales tenía el peso de una arroba espa­ ñola, quedaron guardadas en las tierras de Quito. Lo suficiente para hacer perder el reposo a los aventureros cuya filocrisia fue una borrachera sin despertar y para empujarlos a la crueldad: Calicuchima, de la dinastía imperial, fue quemado vivo, fueron quemados todos los indios que no supieron dar razón del tesoro, escondido quizás en los Llanganatis de la niebla y el espanto. En ese ambiente bárbaro y sangriento nació la leyenda. Un in­ dio capturado por Luis de Daza en la heredad pre-incaica de los Pansaleos había contado que hacia el Oriente existía un lago azul de aguas tranquilas en el que los indios arrojaban sus ofrendas y que, junto a ese lago, vivía un cacique: el cacique Dorado, monar­ ca fantástico que solía bañar su cuerpo en goma suave y espolvo­ rearlo de oro. Otra leyenda nació en Caxamarca, la «tierra del frío» empapada de sangre india: el Inca Atahuallpa había regalado a Francisco Pizarro un puñado de olorosas flores de ishpingo, raras flores de perfume penetrante con las que sazonaban los nativos sus co­ midas y que habían sido traídas como presente por un indio de las más remotas comarcas de Oriente, una selva vasta, perpetua­ mente verde y recorrida por ríos sin fin. Esas flores de ishpingo afiebraron, junto con la leyenda de El Dorado, las mentes hispanas: era la canela, la riqueza morena y odorante de la especiería. Y si el oro encendía la imaginación de

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los aventureros, las especias ejercieron también una fascinación irresistible sobre sus mentes apasionadas. Por buscar especias habían ido los españoles y portugueses de tumbo en tumbo hasta las playas lejanas en donde la soledad tiene palabras de espuma. Por buscar especias fue Colón en pos de las Islas del Poniente y se encontró con un continente tendido entre los mares. Por buscar especias filé Magallanes con sus cinco naves dejando en torno del mundo un cinturón de espumas. El puñado de flores de ishpingo dado por el Inca al Conquista­ dor y la leyenda del Cacique Dorado puesta en circulación por el indígena de Cuntinamarca, al narrar la fábula a Luis de Daza, pusieron desasosegados a los españoles. Los Incas mismos no habían permanecido indiferentes a la ten­ tación de esas selváticas tierras de Oriente pobladas de hombres desnudos y de anímales fantásticos. Se contaba que Huaynacapac, el rutilante Alejandro del Incario, bajó a esas comarcas bos­ cosas. Una india vieja, bautizada por los españoles con el nombre de Isabel Huachay, solía narrar a los españoles de la villa de San Francisco de Quito la aventura estupenda del viaje del Inca. Con­ taba mama Huachay de las selvas húmedas, de los tigres feroces, de las serpientes venenosas y del oro que extrajeron con sus tac­ llas y sus coas los incanos, relucientes pepitas de oro del tamaño de las semillas de la calabaza. Otra leyenda decía que el infortunado Atahuallpa, el último mo­ narca del Tahuantinsuyu, había enviado sus capitanes, después de la batalla de Tumibamba, para someter a los indios de las re­ giones de Maspa, Cosanga y Coca. Las leyendas del oro y la canela ejercieron su acción seductora sobre la mente de los primeros conquistadores. Por buscar el oro llegó a estas tierras de Quito el Adelantado Sebastián Moyano,

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nativo de Belalcázar. Por buscar el oro vino desde las tierras sep­ tentrionales el Adelantado don Pedro de Alvarado. Por buscar el oro vino don Diego de Almagro hasta el país ecuatorial de los Schvris. Sebastián Moyano de Belalcázar se dejó seducir por las leyen­ das casi en los mismos momentos en que peleaba palmo a palmo por el territorio de los Schyris con el héroe aborigen Rumiñahui quien, en espectacular momento de grandeza bárbara, ordenara sacar la piel del débil Quillascacha, príncipe de la sangre, y hacer con ella un tambor para llamar a la rebelión. Al mando de Pedro de Añasco envió cuarenta jinetes que se aven­ turaron por las tierras de los quillasingas en pos del vellocino fantasma. Otro Capitán, Juan de Ampudia, también al servicio de Belalcázar, le siguió por los fragosos caminos de las cordilleras. Frustrada la tentativa, no faltaron otras, inútiles también. Rodrigo Núñez de Bonilla, Tesorero de Campaña y Repartidor de Velas y Comidas en la Conquista del Perú, entró al país de la Canela en 1540, como teniente de Gobernador de las ilimitadas comarcas de Macas y Pumallacta. Las noticias vagas y las consejas repetidas fueron tejiéndose más seductoras mientras más confusas. Había peligros descomunales y habitaban allí seres fantásticos. Se hablaba de tribus de mujeres guerreras: las Huarmi Aucas, como las nombraban en el dulce quechua de las serranías, a las que los hispanos, con vagas evo­ caciones renacentistas, impregnadas de helenismo, comenzaron a llamar Las Amazonas. Se contaba de iscay-uyas, hombres de dos caras, y de los sacha-runas que en la sencilla mitología del Incario equivalían a los sátiros capricantes de la Hélade. Una leyenda, que se hacía ascender hasta los tiempos fabulosos de Tupac-Yupanqui, contaba de unos indios cuzqueños que en el

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camino verde de los bosques orientales encontraron tal cantidad de tigres feroces que hubo de obligarles la necesidad a vivir en las copas de los árboles como los simios chillones. Las noticias más concretas provenían de un hidalgo montañés: Gonzalo Díaz de Pineda, nacido en las rispidas serranías de las Asturias de Oviedo. Nombrado Teniente de Gobernador de Qui­ to, mientras Belalcázar bregaba en el territorio de los Pastos, sintió la tentación de la leyenda. Equipó su tropa con los esca­ sos ocho mil pesos de que disponía y, ante la expectación de los vecinos, salió una mañana con cuarenta y cinco jinetes, treinta arcabuceros y diez ballesteros, haciendo ondear al viento, en las manos del Alférez Gonzalo Herrera de Zalamea, la bandera ne­ gra con una cruz escarlata de lado a lado, distintivo del hidalgo montañés. El camino elegido por Díaz de Pineda fue el que recorre las altu­ ras heladas de Papallacta y las soledades inhóspitas de Huamaní. Días enteros pasaron caminando bajo la lluvia persistente y las nieblas acumuladas como un velo de misterio. Noches enteras oyendo el grito bárbaro de los vientos cordilleranos. Y siempre sin encontrar otra cosa que la soledad sin límites, las espadañas cortantes, los pajonales desolados. La aventura del hidalgo asturiano fracasó. La selva derrotó al hombre que retomó con nostalgia de jungla en la mirada; pero la obsesión de El Dorado y la Canela persistió latente y ocupó los ocios de los conquistadores como un espejismo mágico. Un fermentar de odios estalló en tanto en las tierras de la Con­ quista. Pizarro y Almagro, que tantas veces echaron mano de las buidas espadas antes de emprender la aventura, no se miraban bien. Almagro se creía pospuesto por las ambiciones de Pizarro debido a las ventajas obtenidas por aquél en las Capitulaciones

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con el Rey. Creció la tensión entre los conquistadores al par que crecía el descontento entre los indios. La rebelión indiana estalló al fin. Pizarro lanzó su llamada de auxilio y acudieron del norte y del sur las mesnadas aventureras. Mas, tan pronto como había terminado la matanza de indios, ya se batían los hombres blan­ cos en la dura guerra de Las Salinas que acabó con la vida de Almagro. Gonzalo Pizarro, el más joven de los hermanos del Marqués Gobernador, comenzaba a soñar con un reino propio para los hombres de su estirpe que habían conquistado las tierras sola­ res de Tahuantinsuyu. Crecían las ambiciones y las pasiones se desataron. Era la influencia del mundo nuevo sobre los nervios deshechos, la neurosis violenta del desarraigado hispánico en el mundo perturbador que había conquistado. Francisco Pizarro comprendió que era necesario dar trabajo a las manos y ocupación a las mentes. Cortó con la espada pedazos de territorios para darlos a sus hombres. Y en el reparto no pudo evitar la voz de la ternura. La ternura de este hombre desarraigado y sin hogar era Gonzalo, su hermano menor, mozo arrogante y firme, de ancha ambición, decidido, enérgico y resuelto. Para él señaló el mejor de sus rei­ nos. Y de acuerdo con las Capitulaciones Reales, que le autori­ zaban para formar gobernaciones autónomas, le dió el Reino de los Quitus que había sido independiente antes de la conquista incaica. Le señaló como separado de la Gobernación del Perú, el territorio que iba por el norte hasta los Pastos, por el sur hasta Tumbes, que por el oeste tenía como límite el Pacífico rumoroso y por el este no tenía límite sino todo lo que descubriere y poblare en el incógnito país de los Quixos y la Canela.

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Quito, convertido en Gobernación independiente iniciaría la con­ quista del Oriente. Una inquietud dominante hizo avanzar a Gonzalo Pizarro por pá­ ramos y valles hasta la villa de San Francisco de Quito que le es­ peraba. Temía que Díaz de Pineda se le adelantara a la conquista. Y tan pronto como llegó, el Io de diciembre de 1540, en ceremonia solemne ante el Cabildo, leyó la renuncia que el Marqués Gober­ nador del Perú don Francisco Pizarro hacía en su persona y tomó posesión de su nueva Gobernación. De inmediato, procedió a organizar la expedición. Para impedir los celos de Gonzalo Díaz de Pineda, le dio vastas encomiendas en Nambí y Mindo con los pueblos indianos de Nigua y Pelegasi y el señorío sobre los caciques Topo y Quicán. Convino en nombrar Teniente de Gobernador de Quito a Pedro de Puelles, con cuya hija estuvo casado Pineda. Y comenzó a organizar la expedición. Dificultades innumerables empezaron a surgir. El Cabildo —que ya desde sus orígenes fue la encarnación de la libre voluntad del pueblo— se opuso a que Gonzalo tratara a los indios como bestias a las que amarraba y encerraba en el fondo de sucios galpones. Faltaban víveres y hubo que recurrir a todos los medios para ob­ tenerlos. Faltaban hombres y armas. Pero todo lo venció con su voluntad tesonera y su tozudo carácter proclive a la crueldad. Al fin, en los primeros días de marzo de 1541, comenzó a salir de la tranquila villa de San Francisco de Quito la caravana de la sel­ va. Extraña caravana formada por piaras de cerdos en torno de los cuales ladraban los perros amaestrados y de llamas lindas, de cuellos gráciles, que llevaban pequeñas cargas sobre los lomos: cinco mil cerdos lustrosos e innumerables llamas. Y otras bestias más: los indios cargados de fardos y cadenas.

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El viaje por las ásperas serranías tuvo episodios de intenso dra­ matismo. En el páramo de Papallacta se quedaron adormecidos por el frío más de cien indios: sueño definitivo de muerte que llega dulcemente a paralizar el corazón agitado por la altura. En la ruta sin senderos, rodaron los caballos hacia precipicios abis­ males. Y siempre la hostilidad de la naturaleza y del hombre. La selva, tentadora desde las alturas, era el infierno. Allí había el calor sofocante, la humedad agobiadora, los mosquitos de lance­ tas crueles, las serpientes de colmillos de muerte. Allí había ríos que crecen de repente arrastrando hombres y bestias; animales desconocidos. Y había el indio... El selvícola no era manso como el indio de las serranías. La selva educa al hombre para la libertad. Actúa como fuerza centrífuga. Afianza la personalidad en el peligro. Prepara al hombre para la astucia y la astucia le enseña a tener amplia confianza en sus pro­ pios medios. Es cazador o pescador, hombre errátil y sin hábitos metódicos. El selvícola no puede adaptarse a la obediencia. Y pe­ lea hasta morir. Por eso las huestes de Pizarro al avanzar hacia el país de la Ca­ nela encontraron en la selva trampas aleves y lanzas diestramen­ te manejadas. Una guerra continua, muy distinta de las amplias maniobras de la llanura y de las cargas galopantes de los cen­ tauros blancos, en que las espadas filudas encontraron prietas muchedumbres apiñadas como la espiga bajo la hoz y las balas hacían blanco infalible. Hasta la naturaleza se opuso al paso. Durante el viaje la tierra tembló con fiereza de bestia nerviosa. Se desplomaron masas de roca y los ríos, al sentir sus cauces obstruidos, hicieron saltar sus aguas encabritadas. Días enteros tembló la tierra. Días de pavor

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ante las fuerzas cósmicas desatadas. Noches sin sueño, largas y desoladas de espanto. Así vagaron por la selva. Sin ruta y sin mañana, antes de partir, como una llamada de auxilio se había dirigido Pizarro a su pa­ riente Francisco de Orellana, Teniente de Gobernador de la ciu­ dad que él fundara con el nombre de Santiago de Guayaquil. Se sabía que Orellana estaba avanzando. Que había trepado ya los riscos occidentales de los Andes. Mientras tanto, Gonzalo Pi­ zarro iba al encuentro de su destino. N o ta :

' Benites Vinueza, Leopoldo. Argonautas de la selva. México, Fondo de Cultura Económica, 1945).

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Una encrucijada de la geografia Ecuador: drama y paradoja'

l Ecuador es un drama de la geografía. El factor geográfico actúa en él con una intensidad primordial. No es sólo el ambiente físico lo que determina de inmediato la existen­ cia ecuatoriana, sino lo geográfico en su sentido más extenso de posición en el mundo.

E

Hasta su vago nombre está determinado por ese factor; Ecuador —nombre geométrico y geográfico— es una denominación posti­ za que nada significa en la tradición y que se debió a circunstan­ cias accidentales en vez de ser una denominación expresiva. La tradición señalaba el nombre de Quito como el indicado para expresar la nacionalidad de modo más arraigado en la concien­ cia del pueblo y con un sentido histórico más rico de contenidos. Antes de existir como República independiente, el Ecuador fue Audiencia y Presidencia de Quito y más remotamente había for­ mado el Reino indio de Quito, si nos atenemos a la tradición un tanto borrosa y controvertida de los Shyris. Sólo una fortuita cir­ cunstancia determinó la nominación: el haber dado el nombre de Ecuador a un departamento de la Gran Colombia en las leyes de división territorial de aquella unidad transitoria. Ni siquiera fue a la totalidad del actual territorio ecuatoriano. Pero el país nació

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a la vida republicana con ese nombre que nada significaba en su vida histórica ni en su leyenda nacional. Su posición en el mundo —bajo la línea ecuatorial— no justificaba la denominación. En cambio determinó un conjunto de hechos que constituyen hasta ahora un sino que no ha sido posible vencer: en el momento en que el mundo se hacía atlántico —saliendo de la era mediterránea de la cultura— el Ecuador, situado sobre el Pacífico, en el centro del continente demasiado vasto, quedó fuera de las corrientes de la civilización. El siglo XV inició con la conquista de las rutas oceánicas, el pro­ ceso de transculturación sobre el Atlántico. En el XVI fue el azul Caribe el mar de la aventura. Tanteando sus costas, en busca del camino hacia las Indias, partieron de ese mar los duros conquis­ tadores del norte, los de la epopeya de México, los hombres del Darién y el Yucatán, lo mismo que los primeros aventureros es­ pañoles de la Florida. Explorando hacia el sur, los Yáñez Pinzón y los Díaz de Solís avanzaron hasta el mar dulce de la Amazonia y luego Magallanes abrazó la cintura de la tierra con un inmenso cinturón de espumas. Los litorales atlánticos ofrecían en el norte la ventaja de su mayor proximidad a Europa y de sus anchas vías de penetración: los ríos navegables. La colonización inglesa posterior no tuvo la pe­ ripecia heroica que la aventura española: vencimiento de impe­ rios, conquista de altas mesetas, dominio de cordilleras ásperas, sometimiento del trópico. Se extendió hacia el interior por ríos apacibles. Se arraigó en una tierra propicia, de clima regulado por estaciones, más blando a veces que el clima europeo. Los litorales atlánticos del sur ofrecieron al aventurero español o portugués una tierra rica, de especiería codiciada y de madera del Brasil. Hacia el sur del Pacífico se extendió solamente la masa de

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buscadores de metales. Cuando comenzó a vibrar la campana de plata del Potosí, acudieron hacia allá los hombres de la aventura. Se arraigaron en los lugares de riqueza minera: el Alto Perú, cuyo nombre despertaba en la imaginación de esos hombres la idea de lo fabuloso y de lo mítico. O se fijaron en los lugares en donde el clima les ofrecía semejanza con la Europa añorada, como ocurrió en el sur chileno. Situado en un recodo del Pacífico, el Ecuador quedaba inacce­ sible. Para llegar a él había que vencer la ardiente manigua del Istmo de Panamá. O que lanzarse por el Estrecho de Magallanes a desafiar tempestades. Las oleadas migratorias tuvieron que irse sedimentando en los lugares más fáciles y próximos. Las velas impulsaban demasiado lentamente los barcos para permitir que llegaran hasta ese lejano país de Quito los aventureros de la co­ lonización. Llegaron, sin embargo. En los primeros tiempos de la conquista, los atraía una leyenda. Contaban del tesoro perdido. Cuando el Inca quiteño Atahuallpa, soberbio y majestuoso, quiso calmar la filocrisia del conquistador, le ofreció llenar de oro una habitación «hasta la altura de un hombre con los brazos alzados». Del sur peruano recién conquistado —Quito acababa de convertirse en conquistador— comenzaron a llegar las cargas de oro. A lo largo de los reales caminos que trepaban por lo más fragoso de la cordillera, la procesión indiana llevaba hasta la fría Cajamarca el tesoro salvador ofrecido como rescate fabuloso. Todos los ríos quiteños acarrean oro: los cañaris sabían labrarlo con primor sacándolo de las alturas de Nabón y Sigsig o del apacible río Gualaceo; sabían labrarlo también las demás tribus comar­ canas. Y para salvar al Inca quiteño, la procesión innumerable caminaba horas y días por los caminos reales que trepaban la cordillera andina.

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Una parte del tesoro no alcanzó a llegar. La suspicacia española quiso ver en la oferta fabulosa una manera de dar tiempo para la preparación del levantamiento indio. Atahuallpa fue muerto. Una ola de horror sagrado corrió por el reino quiteño y vibró, con un sentido poético popular recóndito, maravilloso, la frase anó­ nima: Chaupipunchapi tutayacu (anocheció en la mitad del día). Mas no fue sólo la elegía desconsolada. Un hombre de estirpe quiteña llamó a la rebelión haciendo sonar un extraño tambor de guerra: Orominabí, o Rumiñahui, Ati de Píllaro, según cuenta la leyenda, mandó cortar la cabeza y sacar la piel al débil Quillascacha, el príncipe complaciente, listo a la colaboración con el con­ quistador, y con su piel hizo construir el épico tambor. Acudieron a la llamada. Las tropas indianas se aglomeraron. Se dio la ba­ talla. Y Rumiñahui, vencido, fue ajusticiado en la ciudad de San Francisco de Quito, que acababan de cristianizar los españoles. La noticia del tesoro hizo arder la mente de los españoles. Sebas­ tián Moyano de Belalcázar, lugarteniente de Pizarro, subió desde San Miguel de Piura en pos del tesoro. Diego de Almagro, el so­ cio del Marqués Gobernador, llegó a la zaga. Desde Guatemala, después de un ascenso heroico de la cordillera, llegó a Quito el Adelantado don Pedro de Alvarado. Pero el tesoro indio jamás descubrió su secreto. Lo buscaron en las breñas y las llanuras. Exploraron en la terrorífica soledad de los Llanganatis. Excavaron en las tierras de Loja. Inútilmente. Hasta hoy el tesoro sigue guardando su mudez de secreto. Se cal­ cula que más de veinticinco mil cargas de oro, cada una del peso de una arroba española, están bajo la tierra. A pesar de ello, el siglo xvi quiteño fue el siglo del oro. Los ríos fueron explorados. El río de Paute, cristianizado con el nombre de Santa Bárbara, vio remover sus aguas de maravilla. Se hundieron

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los cuerpos indios, bajo el látigo del capataz mestizo o blanco, en las aguas heladas de los altos ríos cordilleranos o en los orienta­ les sonoros de espumas y de mosquitos. Se siguió el trabajo de la metalurgia iniciado por la sabiduría de los Cañaris y otras tribus. Surgieron ciudades en la jungla: Sevilla del Oro y Logroño de los Caballeros, fundada esta por el capitán don Bernardo de Loyola y Guinea, en la selva densa y ardiente de los declives amazónicos, allá donde los ríos que horadaron la piedra de las montañas se tienden sobre las planicies sedimentando sus pepitas de oro. Pocos años después de la Conquista, cuando el volumen de hom­ bres blancos era escaso para poblar las extensiones ilimitadas del continente, Sevilla del Oro y Logroño llegaron a tener 25.000 habitantes, según lo consigna el P. Vacas Galindo. Y cuando, en 1599 »la voz bronca del caudillo jíbaro Quimba llamó a la rebelión a los selvícolas, murieron, bajo las lanzas diestras y las flechas envenenadas, 12.000 blancos y 7.000 mujeres fueron raptadas, incluyendo las monjas enclaustradas de la Concepción. La selva devoró luego las ciudades, cuya huella jamás volvio a encontrar el hombre. En 1549, poco después de la llegada blanca, las viejas minas de Zaruma —después copiosamente explotadas por la South Ameri­ can Development— comenzaron a sentir que el hombre les hur­ gaba las entrañas. Y el heroico capitán don Alonso de Mercadillo fundó la Villa y Real Asiento de Minas de Zaruma. Pero pronto la oleada migratoria del XVI —el siglo del oro quite­ ño— refluyó hacia tierras más fáciles y prósperas. La tierra ecua­ torial rechazaba al hombre. No sólo por la dificultad de llegar hasta ella, sino por la dificultad de penetrarla. Selvas extensas obstaban el paso de las cabalgaduras. Ríos bravos y anchos cor­ taban los senderos.

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Grandes pantanos les oponían trampas peligrosas. Y luego, para llegar a las mesetas templadas, gratas para el europeo, había que subir los peldaños de una cordillera áspera y fragosa. Demasiado alta. Inaccesible. Custodiada en sus laderas por la vegetación formidable del subtrópico y coronada arriba por el páramo cortante, frío, en donde pasea el viento andino aullador y desapacible. Las corrientes de migración se apartaron. No llegaron en el XVII, siglo de la sedimentación propiamente colonizadora. Ni en el x v i i i , de la estructura colonial definitiva. Ni siquiera en el XIX, emancipado políticamente. Para que el Ecuador comenzara a vivir tenía que esperar que pasara la era atlántica y que llega­ ra la gran era ecuménica que conquista los mares remotos y los océanos distantes con la máquina de petróleo. Y, sobre todo, te­ nía que esperar ese fíat creador del hombre que unió los océanos desunidos: el Canal, que vio la voluntad mística del español, que soñó el genio clarividente de Bolívar y que realizó la paciencia domesticada y la técnica del norteamericano. El Ecuador se incorpora al mundo cuando el resto de América está ya en avance. Llegó tarde a las rutas comerciales. Se incorporó tarde a la vida ecuménica. Cuando ya las corrientes migratorias se habían lanzado en busca de las fáciles regiones del norte. Cuando ya el Atlántico había servido de sendero para las ansias religiosas del puritano, para la rapaz aventura del mercadante, para la voluntad intrépida del aventurero. Tenía que esperar, también, que la técnica venciera la aspereza tenaz de su geografía: que el vapor pudiera subir fácilmente sus ríos, que las paralelas de hierro dominaran la oposición de la montaña, que la ingeniería aprendiera a domesticar los pantanos. El determinismo geográfico es más intenso mientras menor es el desarrollo técnico. En un principio, la geografía es primordial.

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Lo telúrico, el paisaje, la posición en el mundo, determinan de modo absoluto el destino del hombre. Es un drama patético: o la naturaleza vence al hombre y lo sojuzga a su imperio sombrío e inconsciente, o el hombre vence a la naturaleza y la somete a su designio. El determinismo geográfico ha dominado en el escena­ rio ecuatoriano durante siglos. Sólo ahora comienza la lucha del hombre por vencerlo. Y es en esa lucha en donde radica el pate­ tismo de sus dramas políticos, de sus revoluciones sangrientas, de su inestabilidad social. El Ecuador es un país en nebulosa que busca todavía sus núcleos condensadores. Un país en formación económica. Y su vida aún está regida por las determinaciones de su medio geográfico. Ese medio geográfico es de extraordinaria complejidad. La po­ sición del país —bajo la línea ecuatorial— sugiere de inmediato la idea de la exuberancia, del tropicalísimo, del calor agobiador, del clima malsano e insalubre. El nombre mismo de Ecuador despierta la asociación de África con sus pantanos bullentes y su selva agobiadora, asechante de muerte y tatuada de peligros. Sin embargo, pese a ser un país tropical y ecuatorial, las condiciones de existencia en él tienen óptimas ventajas. Hay dos factores que modifican las condiciones ecuatorianas: las enormes elevaciones de los Andes, muy próximos al mar, y las corrientes alternativas que se acercan hasta sus litorales. Pío Jaramillo Alvarado ha dicho la frase definidora: «El Ecuador es los Andes». La cadena vertebral de montañas americanas, que en Sudamérica es los Andes, se divide al llegar al Ecuador en ramales paralelos: la cadena oriental, que atalaya los bosques de la Amazonia, y la cadena occidental, que mira hacia el Pacífico. Entre el océano y la cordillera se tiende la verde tierra tropical, la zona maravillosa que, según estudios recientes de técnicos norteamericanos, es de prodigiosa riqueza en humus,

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sólo comparable a las tierras de Java. Entre los dos ramales de la cordillera, la meseta interandina ríe en la gracia de sus valles y sus zonas templadas paradisíacas. Más allá de la cordillera oriental se tiende la inmensurable tierra amazónica, a la que bajan reptando los ríos ecuatorianos ricos de oro: el Ñapo, el Pastaza, el Morona, el Zamora. La acción andina sobre el clima es decisiva. Sirve para la condensación de la evaporación del bosque y determina el ritmo de las lluvias. La nieve perpetua y los vientos que salen por las bocas rugosas de sus abras, enfrían el ambiente litoral, que de otro modo sería de calidez rigurosa. Y da a la meseta interandina —la zona templada— su eterno y grato clima de primavera o de otoño. Esta acción modificadora del clima impone al Ecuador una variedad extraordinaria y peligrosa: la selva tropical caliente, la zona templada y grata de los valles, el rigor del páramo frío, la zona glacial de la nieve perpetua se encuentran reunidos en una zona territorial reducida e imponen al hombre ecuatoriano una diversificación que retardó —y retarda aún— el proceso de unidad política y económica. Propiamente —y si se prescinde de diferenciaciones más particulares— hay tres países unidos y aún no vertebrados de modo definitivo: la zona litoral, húmeda, de grandes bosques y de tierra excepcionalmente fértil; la zona interandina, templada, de clima grato hasta los 3.000 metros, en donde han prendido todos los árboles europeos y se madura la espiga del cereal: trigo, cebada: la zona del pan y de la fruta; y la zona amazónica oriental, que tiene rasgos climáticos distintos de los de la zona litoral, aún cuando posea las calidades genéricas de tropicalísimo. Además de la acción modificadora del macizo andino, hay otro factor determinante: el mar. Hasta el Cabo Blanco, en el norte

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del Perú, sube la corriente antàrtica a la que dio su nombre el sabio Alejandro Humboldt. La acción de esa corriente fría rige la existencia del litoral peruano estéril y reseco. Desde ese punto, la corriente de Humboldt se desvía hacia el oeste y se aleja por las soledades oceánicas, después de pasar por las islas encantadas de las leyendas románticas y las ambiciones imperialistas: el archi­ piélago de Colón o Galápagos. Mas un ramal de dicha corriente se acerca al litoral ecuatoriano. Se hunde un tanto en el vientre sonoro del Golfo de Guayaquil y sigue hacia el norte, y a la altura del cabo que los españoles bau­ tizaron con el nombre de Pasao o Pasado, dobla definitivamente hacia el oeste. La acción de la corriente antàrtica de Humboldt en el clima peruano y ecuatoriano no fue bien determinada. La aridez de la costa peruana llevó a sabios como Raymondi y Bouger al círculo vicioso de una explicación simplista: la falta de lluvias era explicada como consecuencia de la falta de vegetación. Pero, a su vez, la falta de vegetación sólo era explicable por la falta de lluvias. Fue un sabio de vida apasionada y tormentosa, el exjesuita Teodoro Wolf, de la Politécnica de Quito —un ex-sacerdote que trocó a San Ignacio por Lutero y el celibato monástico por las alegrías carnales del matrimonio—, quien había de dar la explicación certera: la corriente antàrtica, al enfriar la extensa superficie marina, no permite la condensación de la humedad sobre la tierra caliente, sino que se precipita en forma de tenues garúas y densas nieblas sobre el mar. La acción de la corriente es, de este modo, doble: aridece la tierra por la falta de lluvias, y refresca el ambiente con sus brisas frías que van, recorriendo las sabanas aridecidas, hasta Guayaquil, cuyas noches durante la estación seca tienen un clima delicioso y tónico.

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Los Andes y el mar rigen la vida del país. Mas su determinismo no es inevitable ni su acción homogénea. La cordillera dividida se une, de trecho en trecho, por nudos montañosos que dan a la región interandina un aspecto de país de hondones y de hoyas: los nudos de Boliche, Mojanda-Cajas, Tiopullo, SanancajasIgualata, Tiocajas, Azuay, Portete-Tinajillas, AncayanaGuagrahuma y Cajanuma, dividen la zona interandina en nueve hoyas diferenciadas y difícilmente accesibles una a otra. A veces los hondones de la cordillera son tan profundos —como en el Chota y Yunguilla— que en medio de la serranía se encuentra el trópico con todas sus características. Tampoco la llanura litoral es uniforme. La sección sureña, some­ tida aún a las condiciones genéricas del litoral peruano, sufre la acción aridecedora de la corriente de Humboldt con dos modifi­ caciones importantes: la aproximación al mar de la cordillera en el sur, que crea el sistema del Jubones y la sección rica del Guabo, y la elevación de una pequeña cordillera, la de Colonche, que en el norte de la provincia del Guayas se aproxima al mar, condensa la humedad, y forma un oasis maravilloso de Manglaralto a Co­ lonche y Guangala. Desde el punto en que la acción de la corriente fría deja de ha­ cerse sentir, campea el trópico con toda su riqueza lujuriante: el norte de la provincia de Manabí y toda la de Esmeraldas, bella como un ensueño de la naturaleza. La acción de esa corriente, que modifica el clima, la vegetación, el régimen de lluvias, las condiciones mismas de la vida humana, es a su vez modificada por la rítmica corriente cálida que, desde enero hasta mayo, visita las costas del Ecuador. Esta corriente —mal estudiada todavía—, que aparece en los días cristianos de la Navidad, y que por lo mismo ha sido bautizada con el nombre

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de corriente del Niño, recorre el mar en un sentido opuesto: de norte a sur. La tibieza de sus aguas modifica la corriente fría. El mar se hace tibio. Y entonces es posible la precipitación de las lluvias abundantes sobre la tierra aridecida y caliente. La sabana gris se viste de verde. Hay alegría animal y vegetal: una euforia de la naturaleza que se baña de sol, de lluvia y de cantos. Esa corriente parece tener cierta periodicidad: ciclos de siete años en que se hace más intensa. Y llega a serlo tanto que a veces el cambio de la salinidad y la temperatura provoca la fuga de las variedades de peces del litoral. Vuelan entonces grandes banda­ das de aves marinas hambrientas hasta los pantanos de la región tropical —de tierra adentro— a la que no ha llegado la acción de las corrientes. Nubes de pájaros vuelan, días y días, como un pre­ sagio siniestro para las gentes sencillas de la campiña litoral. Las condiciones externas de carácter geográfico determinan de este modo la vida ecuatoriana. Le imponen su dramatismo. Le impiden la aglutinación en el presente como antes le impusieron, por la excentricidad, el aislamiento. Y si bien este determinismo no es invencible para la técnica, aún es patente en el drama de la vida ecuatoriana.

N o ta :

' Benites Vinueza, Leopoldo. Ecuador: drama y paradoja. Quito: Banco Central del Ecuador/Corporación Editora Nacional, 1950.

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Benjamín Carrión

Benjamín Carrión

N ota biográfica rincipal animador de la cultura nacional durante el siglo XX, insigne ensayista e impulsor de muchas vocaciones li­ terarias y artísticas, Benjamín Carrión nace en Loja el 10 de abril de 1897 y fallece en Quito el 8 de marzo de 1979. Termi­ nados sus estudios secundarios en el Colegio Bernardo Valdivie­ so, se traslada a Quito para inscribirse en la Facultad de Juris­ prudencia de la Universidad Central. En la capital se aproxima al modernismo ecuatoriano, asistiendo a lecturas de los poetas Humberto Fierro y Ernesto Noboa y Caamaño, y escribe en el diario El Día. En 1922 se gradúa de abogado.

P

En 1923 es nombrado cónsul en El Havre, lo que le abre las puer­ tas de Francia y de sus contactos con escritores hispanoameri­ canos entonces en boga y residentes en París, entre ellos, Fran­ cisco García Calderón, Alfonso Reyes, Manuel Ugarte, Gabriela Mistral, y europeos como Georges Duhamel y Romain Rolland. Estos contactos le llevan a escribir y a publicar, en 1928, su pri­ mer libro de ensayos: Los creadores de la nueva América, obra que incluye laudatorios estudios sobre Manuel Ugarte, Alcides Arguedas, Francisco García Calderón y José Vasconcelos. Su si­ guiente obra, Mapa de América (1931), coincidirá con su trasla­ do a Lima, como cónsul y secretario de Legación; sin embargo, opta por retornar a Quito e incorporarse al Partido Socialista.

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Participa activamente en la vida política e intelectual del país, inclusive como ministro de Educación del encargado del poder, Alberto Guerrero Martínez. En 1933 acepta la Embajada en Mé­ xico, misión que concluye en 1935. Durante la dictadura de Fe­ derico Páez (1936) es encarcelado y luego enviado al destierro en Ipiales; pero en 1937, el nuevo gobierno del general Alberto Enríquez Gallo lo nombra ministro plenipotenciario en Colombia. La tragedia internacional de 1941-1942, que significó la derrota ante el Perú y luego la segregación de casi la mitad del territo­ rio ecuatoriano, consagrada en el Protocolo de Río de Janeiro, gravitó profunda y negativamente en la conciencia del pueblo ecuatoriano; entonces Carrión concibió su «teoría de la nación pequeña» que postulaba la posibilidad, para el Ecuador, de ser una gran potencia cultural, antes que militar o económica. Un resultado de esa teoría fue la fundación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1944. Carrión asumiría más tarde responsabilidades como embajador en Chile y México, miembro del Consejo Ejecutivo de la Unesco y, en 1960, como candidato a la vicepresidencia en binomio del tribuno Antonio Parra Velasco; todo ello en paralelo a su intensa labor de escritor y polígrafo de dimensión continental.

O bra literaria Carrión fue fundamentalmente ensayista. Como tal, la nómina de sus libros incluye los siguientes: Los creadores de la nueva América (1928); Mapa de América (1931), estudios sobre varios escritores americanos; Atahuallpa (1934); índice de la poesía ecuatoriana contemporánea (1937);

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Cartas al Ecuador (1941 y 1943); El nuevo relato ecuatoriano: crítica y antología (1951); San Miguel de Unamuno (1954); San­ ta Gabriela Mistral (1956); Nuevas Cartas al Ecuador (1959); García Moreno, el santo del patíbulo (1959); El pensamiento vivo de Montalvo (1961); Raíz e itinerario de la cultura lati­ noamericana (1965); El cuento de la patria: breve historia del Ecuador (1967); Raíz y camino de nuestra cultura (1970); Plan del Ecuador (1977); América dada al diablo (postuma, 1981); La suave patria y otros textos (postuma, 1998). En novela: El desencanto de Miguel García (1929); ¿Por qué Jesús no vuelve? (1963). En su legado cobran sumo interés su correspondencia (con no­ tables intelectuales del Ecuador y del mundo), sus artículos pe­ riodísticos y los prólogos que escribió con gran generosidad para múltiples autores.

J uicio crítico Fue, sin duda, un gran prosista: ameno, erudito, coloquial y, a la vez, polémico, acerado, apasionado, dueño de un don de argu­ mentación convincente y de profundas y sorprendentes imáge­ nes. Debe mucho de su prosa al modernismo, en cuya época de vigencia se formó intelectualmente y, al mismo tiempo, hay que considerársele heredero de la gran tradición ensayística inaugu­ rada por Montalvo. Se ha señalado que su obra resalta sobre todo por sus valores escritúrales intrínsecos y por su gran erudición, dos niveles que lo configuran como un notable humanista, un suscitador de la cultura, un hombre comprometido con la libertad y los valores

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fundamentales del ser humano. Liberal progresista, no llegó a vertebrar una teoría sistemática de sus concepciones intelectua­ les. Sin embargo, su pensamiento expresado a través de múlti­ ples páginas gravitará por mucho tiempo en la vida intelectual y democrática de su patria. Su aporte fundamental a la formación de un canon de la literatura ecuatoriana constituye uno de sus principales legados. FPA

B ibliografía sobre el au to r :

Revista Re/incidencias, No. 3, Quito, diciembre de 2005, publicación del Centro Cultural Benjamín Carrión que incluye ensayos de varios autores dedicados a la vida y obra de Benjamín Carrión. 30 años sin/con Benjamín Carrión, varios autores, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2009. En torno al verdadero Benjamín Carrión, Michael Handelsman, Quito, Editorial El Conejo, 1989. Ideario de Benjamín Carrión, Michael Handelsman, Quito, Editorial PlanetaLetraviva, 1992. «Benjamín Carrión: por el camino de la cultura, volver a tener patria». En: Pensamiento equinoccial, Carlos Piñeiro Iñíguez, Quito, Editorial Planeta, 2005. Reeditado en Pensadores latinoamericanos del siglo XX, del mismo autor, Instituto Di Telia, Buenos Aires, 2006. «Benjamín Carrión», en Diplomáticos en la literatura ecuatoriana. Quito: ARESE, Ediecuatorial, 2014.

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Anocheció en la mitad del día*

ntes del reparto del oro, Pizarro llenó la fórmula de de­ clarar cumplido por Atahuallpa el pacto de rescate. Pero el inca seguía preso, más estrechamente vigilado que an­ tes. Todos sintieron que el episodio de Caxamarca, después del reparto, había llegado a su fin. Que no era posible prolongarlo sin mengua del éxito de la conquista. Pero quedaba en pie el gran problema: Atahuallpa. Tres soluciones se ofrecieron: enviarlo a España, con los conductores del quinto; seguir con él hasta el Cuzco; matarlo.

A

Las primeras eran sostenidas por Hernando de Soto, Pedro de Candía, Hernando Pizarro, Blas de Atienza, Antón de Carrión, Pedro de Ayala, los dos hermanos Chávez, Alonso de Ávila, Fran­ cisco de Fuentes, Juan de Herrada y algunos otros hidalgos de verdad. La última era aconsejada por Riquelme, Almagro y los suyos. El animador de la intriga asesina era Felipillo el intérprete. Y quien le daba visos de deber cristiano a la muerte de Atahuallpa ante las orejas indecisas de Pizarro, era Valverde. Hernando Pizarro hacía mucho peso en el ánimo del gobernador. Era más viejo que él y mejor educado. Almagro —que lo detestaba desde Panamá— resolvió alejarlo de cerca de Francisco.

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Y para lograrlo, el tuerto optó por ponderar sus méritos de hon­ radez y distinción, y proclamar que era el más indicado para ir a España llevando el quinto real y los obsequios al monarca. Y pi­ dió que, para el cumplimiento de misión tan delicada, se le diera una porción de oro mayor que a los otros capitanes... El marqués era lo bastante astuto para no caer en las marrullerías de su vie­ jo socio; pero esta vez le convenía escucharle, pues comprendía que la aspereza y la rectitud fanfarrona del viejo agriarían sus relaciones con Almagro. Se decidió, pues, la partida de Hernan­ do Pizarro a la metrópoli, con el encargo de llevar al rey el oro del Perú. Cuando Atahuallpa lo supo por el mismo Hernando, no pudo ocultar su abatimiento: —Cuando te vayas, capitán, estoy seguro de que me van a matar tus compañeros. Ese tuerto y ese gordo convencerán a tu herma­ no que me mate. No me abandones, capitán... Hernando se empeñó en tranquilizarlo. Le aseguró que no par­ tiría sin una nueva promesa del gobernador de respetar su vida. Pero Atahuallpa desconfiaba... Realmente, Hernando habló alta­ mente al marqués, y hasta le pidió llevar consigo al inca a Espa­ ña. Pero Francisco no quiso atreverse, y no accedió. Después de la partida de Hernando, la conspiración contra Atahuallpa arreció implacablemente. Todos los argumentos se esgrimieron por parte de Almagro y de los frailes: ofensa a Dios, mal servicio a la Corona, traición de los indios. Felipillo echaba leña en esa hoguera. Siempre andaba hablando de conversaciones sorprendidas a los indios, de conjuraciones para asaltar a los españoles; finalmente —y aprovechándose de la llegada de unos indios del sur, partidarios de Huáscar— inventa la existencia de un enorme plan indígena para libertar al inca, cuyo centro de acción y de reunión eran los campos de Guamachucho...

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Ante una acusación así concreta, Pizarro tiene miedo. Desconfía de la pasividad de los indígenas. Su entendimiento basto y uni­ lateral de soldado no concibe cómo millares de hombres, en su propia tierra, no tramen algo para salvar a su rey y arrojar a los invasores de su suelo. La causa de Atahuallpa es sostenida por Hernando de Soto y unos pocos con él. Para alejarlo de Caxamarca, Pizarro lo envía a Guamachucho, a comprobar la existencia del complot indio contra los españoles. Cuando Soto parte —seguro de traer con­ sigo la prueba de la inocencia del inca— Atahuallpa ve su causa definitivamente perdida. En efecto, Felipillo consigue que se le encadene y se le guarde más estrechamente. Y luego, ya sin es­ torbo serio, Francisco Pizarro ordena la formación del proceso del emperador del Tahuantin-suyu. El grotesco juzgamiento se inicia. Como jueces actuarán Pizarro y Almagro. Secretario será Sancho de Cuéllar. Y al pequeño grupo de hidalgos descontentos se le permite nombrar por defensor a Juan de Herrada. Cuando el proceso del inca se hallaba decidido, llegó un nuevo grupo de indígenas del sur. En medio de alaridos dolorosos, con­ taron a los españoles que el inca legítimo del Cuzco, Huáscar, ha­ bía sido ahogado en el río Andamarca por la escolta indígena que lo conducía. Felipillo —árbitro de la situación— agregó que la or­ den del asesinato había sido dada secretamente por Atahuallpa, temeroso de que Pizarro llegara en algún momento a entenderse con Huáscar y a protegerlo. La pérdida de Atahuallpa fue preci­ pitada por esto. La hipocresía de los de Almagro y de los frailes halló en esto un motivo concluyente: ellos, que no se habían dete­ nido ante nada, y que luego se entreasesinarían, hicieron motivo de escándalo de este suceso de guerra, en el cual la responsabi­ lidad directa de Atahuallpa no se halla ni siquiera lejanamente establecida.

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Doce puntos de acusación sostuvo ante los jueces el fiscal Riquelme, asistido por el charlatán Sancho de Cuéllar. Entre ellos sobresalen: que Atahuallpa es un bastardo y un usurpador; que ha hecho asesinar a su hermano Huáscar; que ha disipado las rentas del Estado; que ha cometido el delito de idolatría; que es adúltero, pues vive públicamente con muchas mujeres; que ha excitado a los pueblos a la revuelta contra España... Valverde dice uno de sus más lúgubres discursos, y pide la muerte —invocando los más tremendos textos bíblicos— contra este salvaje, encarnación viviente del demonio que se hace adorar públicamente por su pueblo; que practica la más repugnante idolatría y que practica descaradamente uno de los pecados más horrendos: la poligamia. Inútil es que Juan de Herrada invoque todas las leyes divinas y humanas en favor del inca; inútil que les diga que sólo el emperador tiene jurisdicción para juzgar a un rey vencido; que les proclame la inocencia de un hombre que ha vivido de acuerdo con su ley, y que no ha podido infringir leyes ni practicar religiones que no conocía... La causa estaba juzgada de antemano. Pizarro y Almagro —llenando hipócritamente las fórmulas— condenaron a Atahuallpa a ser quemado vivo, a menos que se convirtiera al cristianismo, en cuyo caso le sería conmutada la hoguera por el garrote. Pedro Pizarro ha visto a su hermano Francisco con los ojos en lágrimas al salir de la sala del tribunal asesino... Eso no obstante, la misma noche de ese 29 de agosto de 1533, Atahuallpa debía ser supliciado en la plaza mayor de Caxamarca, antes de que Soto regresara con la prueba plena de su inocencia. Como un último esfuerzo, los defensores del inca hacen una consulta a los aventureros: hombres de la España negra, ganados por el fanatismo religioso y la codicia, diez sobre uno votan en contra

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del gran prisionero. Finalmente, Pizarro, para salvar un último escrúpulo de su conciencia y tener una defensa posterior, por si en España desaprobaban lo hecho, le pidió a Valverde su firma en la sentencia: sin vacilar estampó su nombre, precedido de una cruz, este inquieto, desasosegado e deshonesto clérigo... Cuando le fue comunicada la sentencia, Atahuallpa increpó a Pi­ zarro su falsedad; le recordó haber cumplido —según declaración pública del mismo Pizarro— el pacto del rescate, y le dijo que mientras él y su pueblo no habían tenido para los españoles más que cuidados y afecto, ellos se lo pagaban con la muerte... Viendo inútiles los requerimientos, volvio de nuevo a su actitud aparen­ temente serena y, de acuerdo con sus ritos, recomendó al vence­ dor la suerte de sus hijos y de sus mujeres. Enseguida conversó unos momentos con los amautas y los apus que estaban cerca de él. Ellos le recordaron que el espíritu de un inca no puede retor­ nar al sol cuando su cuerpo ha sido consumido por las llamas del fuego terrestre, y le aconsejaron que se deje bautizar a fin de que le sea conmutada la pena. Ese fue el momento del desquite sombrío de Valverde. Ya en la plaza, en medio de la hoguera presta a ser incendiada y la horca, está el grupo formado por el inca y sus verdugos. El sol se ha escondido ya. Unas cuantas antorchas vacilantes alumbran el fatídico escenario. Valverde rezonga salmodias y, después que el inca declara —por medio de los latines del acólito— que abjura su infame idolatría y abraza la religión cristiana, vierte sobre la cabeza del gran rey las aguas del bautismo, imponiéndole con la unción y la sal, el nombre grotesco de Juan Francisco... El suplicio. Los frailes recitan su oficio de difuntos; se arrodillan los soldados. En los rincones de la plaza, como borrachos, los indios escuchan los estertores agónicos del hijo del Sol.

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Cuando regresa Hernando de Soto con la noticia de ser falso todo lo de la conspiración de Guamachucho, se encuentra con el cri­ men consumado; se indigna el joven e hidalgo capitán, increpa a Pizarro su precipitación, su cobardía, su injusticia; le asegura que esto le traerá el desfavor de la Corona, porque sólo al emperador le tocaba juzgar sobre la suerte del gran rey. Pizarro se confunde, echa la culpa a Valverde y a Riquelme; estos se lanzan acusacio­ nes e insultos, queriendo cada cual exculparse del asesinato. Así, pues, la historia —lo que ha dado en llamarse pomposamen­ te la historia— no ha tenido dificultad para rendir su fallo: lo rin­ dieron ya, con sus disputas, con sus mentís, los tres principales actores del sombrío drama, declarándose culpables. Una mujer indígena de la parcialidad de los zarzas dijo, al saber la noticia, la oración fúnebre máxima del inca y del imperio: Chaupi punchapi tutayaca. Anocheció en la mitad del día. El inca joven y fuerte murió en la mitad de su trayectoria vital. Y el gran imperio de Tahuantin-suyu, realizador de una cultura fuerte y sólida y de una organización política y social más sabia y más justa que la del occidente de ayer y de hoy, cortó su parábola en pleno desenvolvimiento. Pues es preciso afirmar que la disgregación del imperio que realizara el gran Huayna-Cápac en un momento de amor, se hallaba ya corregida por este hijo suyo, fuerte y sabio, rico de novedad y tradición. Después... fue la ridicula comedia de los reyes postizos —que siguieron y siguen poniendo en práctica todos los im perialism ospara dar a los pueblos sometidos la irrisoria vanidad de una burlesca independencia. Después fue Vilcabamba y su protesta; la epopeya heroica y trágica del sinche mayor de la parcialidad de los quitus, Rumiñahui, cara de piedra, y fue, por último, el grito heroico de Túpac-Amaru.

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Hoy es la hora de construcción en Indohispania. Todas las vo­ ces —que se expresan indeclinablemente en español— afirman su anhelo de vivir en justicia y en igualdad sociales. Desde el Mé­ xico eterno de Zapata, pasando por el Perú de Mariátegui, hasta el sur fecundo de afirmación y anhelos, Atahuallpa nos dice en estas páginas su odio hacia Pizarro. Cuatro siglos ya. Atahuallpa y Pizarro esperan —y harán llegar— la hora de la tierra y de la justicia.

N o ta :

* El texto ha sido seleccionado de Carrión, Benjamín. Atahuallpa. México: Im­ prenta Mundial, 1934.

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Pablo Palacio* (Fragmento)

Sucede que se tomaron las realidades grandes, voluminosas, y se callaron las pequeñas realidades, por inútiles. Pero las realidades pequeñas son las que, acumulándose, constituyen una vida. Toda esa vaciedad golpea la frente del hombre. ¿Quién me dice que toda esa bruma, como manos, no le hizo la cara que tiene hoy? Perdía el control ante ese caprichoso órgano (el corazón), cuyo sen­ tido espiritual perdió terreno en el avance del tiempo: cincuenta años antes presidió las actitudes amorosas, los altos grados aní­ micos de emoción; ahora, hondamente incomprendidos se animan ante bajos cambios de la normalidad. Sólo los locos exprimen hasta las glándulas de lo absurdo y están en el plano más alto de las categorías intelectuales. Pablo Palacio

os pobladores de la ciudad de Loja, en la República del Ecuador, han llegado, por leyenda que es ya casi un bla­ són nobiliario, al convencimiento de que viven en el úl­ timo rincón del mundo. Hay toda una literatura, oral y escrita, a este respecto. Realmente, diez días a lomo de muía, por entre inverosímiles senderuelos bordeados de precipicios, separan este pueblo de las más próximas vías del mar o del ferrocarril. Peor que en el centro de África.

L

Enemigos del nocivo patrioterismo abultador, ya alguna vez declaramos que, hace cincuenta años, el Ecuador ha perdido el sitio que le parecía reservado en la jerarquía intelectual del continente. Y en la jerarquía de valores políticos también. Montalvo y García Moreno son las dos últimas grandes figuras de valor supranacional, después de las cuales nos hundimos

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plácidamente en la tarea familiar de coronar —casi anualmente— a poetas domésticos. La generación americana del novecientos —hasta aquí la mejor cosecha espiritual de las Indias españolas: poetas presididos por Rubén, prosistas presididos por R o d ó no tuvo ningún representante ecuatoriano: la política interna, el panfleto, habían acaparado las mejores inteligencias. Y en la lírica, un retrasado romanticismo eglógico y mariano —que después ha invocado el patrocinio de Mistral— había cerrado el camino de las nuevas tendencias. Sólo diez años después, y cuando ya el modernismo, como escuela, estaba pasado de moda, y sólo quedaban en pie las consagraciones sobresalientes de los jefes de fila — Rubén, Herrera Reissig, Rodó, Blanco-Fombona, los García Calderón, Arguedas, Ñervo, Ugarte, etc.), cuando ya las miradas juveniles se volvían hacia nuevos caminos, entonces asomó una generación ecuatoriana modernista, particularmente atacada de dos excesos de aquella modalidad: el saturnianismo —poetas marcados del estigma sagrado, abuso de estupefacientes— y la desgraciada, falsa, hueca imitación de Samain. Bastante bien dotados muchos de estos poetas, ninguno —excepción hecha de Medardo Ángel Silva el suicida— configuró integralmente su personalidad ni consiguió que su reputación atravesara las fronteras del país. Acaso esto se debe también a la solución de continuidad tan larga entre Montalvo y ellos: interrumpida la cadena, era preciso la aparición de una personalidad original y fuerte para romper el maleficio. Arturo Boija, Ernesto Noboa, pudieron ser quizás grandes poetas. El que más cerca llegó —el Perú había ya producido en la misma tendencia al estupendo José María Eguren, la voz más pura de la lírica hispanoamericana— fue Humberto Fierro. En «el último rincón del mundo», mientras tanto, en Loja, coetáneamente a la aparición de la falange modernista, Héctor Manuel Carrión, que el Ecuador acaso por exceso de grandes

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figuras desconoce, había escrito estudios sobre Baudelaire, sobre Anatole France, sobre Edgard Poe, y sus poemas emparentaban con el simbolismo más alto —no con Samain— de Mallarmé y de Rimbaud. Durante el ciclo de nuestra política trágica —1911 y cinco años después—, cuando culminaba en el panfleto ese gran insultador y escritor admirable que fue Calle, en «el último rincón del mundo», Pío Jaramillo Alvarado atalayaba todos los caminos, y con una curiosidad inagotable de pensamiento y de acción, ensayaba la novela indígena El último Yaguarshungo; presidía cenáculos de avanzada literaria: el grupo Vida nueva, en el que, aún dentro de la corriente modernista, se bebía la parte más pura: Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Herrera y Reissig; y en escaramuzas provinciales, descubría en sí mismo la capacidad periodística más auténtica de la historia ecuatoriana. Pablo Palacio salió también de «el último rincón del mundo». ¿Salió a cantar la yerba buena y el tomillo, la égloga monótona que nos dura ya un siglo, sin variar la cuerda? ¿Salió a dolerse, en malas novelas y peores versos, de la suerte del indio, no pe­ netrando en su profundidad, sino prestando al aborigen la sen­ siblería de criollos debilitados por la holganza?... Pablo Palacio de «el último rincón del mundo», salió a hacer la literatura más atrevida —de contenido artístico y temático— que se haya hecho en el Ecuador. Sin duda alguna. Literatura audaz de asunto, au­ daz de ironía; una ironía seca, filuda, inaudita en nuestro medio.

Hace años, en un concurso literario infantil, de cuyo Jurado for­ mé parte, se recibió, entre muchas ingenuidades, una especie de cuento, vargasvilesco en la forma recortada y asintáxica, pero que acusaba cierta facilidad de disparate expreso, intencional. Entre

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descalificar al audaz que tomaba el pelo al Jurado o premiarlo por curiosidad, optamos por lo último. El autor resultó ser Pablo Palacio. —En ese tiempo se llamaba Pablo Arturo. Yo le insinué —y estoy orgulloso de ello— que se cortara ese Arturo burlesco que habría comprometido su carrera literaria. Un muchacho magro, con una cara alargada, de esas a las que el expresivismo popular aplica la fórmula: «de frente, filo; de filo, nada». El pelo rojizo, cortado a la «cepillo de vestidos». La cara blanca, constelada de pecas. Y allí, unos ojillos pequeñines, que, de cuando en cuando, se iluminan de pasajero fulgor. La cara inclinada y un cierto balanceo perezoso en el andar. Cuentan de este muchacho que a los tres años de edad no daba señales de gran inteligencia, ni mucho menos. Un buen día, la niñera lo llevó consigo a lavar ropa blanca en el arroyo. Un arroyo que, haciendo un pequeño remanso en lo alto de «la colina de la Virgen», se precipita luego por entre cavidades rocosas, hacia el valle y hacia el río. La niñera lavaba y el niño, mientras tanto, se entretenía andando a gatas por los bordes del agua. Sin duda, ella cantaba y ensoñaba. ¿Por qué esto de cantar, trabajar y ensoñar está sólo reservado a las bordadoras? Volviendo de su canto y de su ensueño, mira hacia el sitio donde estuvo el niño. A los gritos de espanto de la mujer horripilada, los puebleros de la loma hicieron multitud para seguir en la corriente loca las posibilidades de encontrar al desaparecido. Y de cascada en cascada, la espuma nada devolvía. Sólo medio kilómetro más lejos, ya en la llanura, al confluir del torrente con el río, deshecho, amoratado, informe, el cuerpo del muchacho. Días entre la vida y la muerte. Pero cuando comenzó a sanar de sus setenta y siete cicatrices, las palabras, que antes del accidente eran difíciles, babosas, surtieron llenas de inteligencia. Y en la curiosidad infantil que iba descubriendo las cosas, como alguien que despierta de una larga letargía

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cataléptica, había siempre el acierto de las relaciones y las comparaciones: parecía una persona mayor. No balbuceó nunca, no dijo medias palabras. La familia quiso aprovechar esta inteligencia sorprendente en el oficio de la platería, propio de gentes finas. Y a platero —en el taller de Cuadrado— se dedicó el muchacho, en las horas libres que le dejara la escuela. En la escuela ganó premios de aprovechamiento, de aplicación y de piedad. Los hermanos cristianos, para descargar su conciencia, declararon al tío de Pablo Palacio que era un deber hacer un esfuerzo para continuar los estudios del chico, en el que acaso había madera de prior o de arzobispo. El virtuoso tío apoyó la secundaria de Pablo. Siguieron los premios de virtud escolar y las distinciones en álgebra y química. Sobre todo en lenguas vivas. El cuento vargasvilesco del concurso que hemos recordado, nos hizo la revelación del escritor, que Pablo había tenido hasta entonces escondido, como un pecado mortal. Ya escritor —en el Ecuador se es «escritor» después del primer artículo acogido por un periódico—, el rincón provinciano, «el último rincón del mundo», resultó estrecho para Pablo Palacio. Hubo que mandarlo a Quito, a la capital. Y la Providencia, en for­ ma de tío, asomó nuevamente. A Quito, pues, a estudiar medici­ na por cuenta del tío. ¿Medicina? Al llegar a Quito, Pablo vacila­ ba entre la Pintura y la Jurisprudencia. Optó momentáneamente por la Jurisprudencia, más explicable y aceptable a los ojos del tío. Y a los dos años de estudiar —siempre con distinción— las asignaturas jurídicas, publicó Un hombre muerto a puntapiés... Escándalo. La Prensa seria se indigna del desacato social. Los ojillos de Pablo Palacio iluminan su fulgor. Y los grupos intelectuales de vanguardia, con Gonzalo Escudero —el poeta

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de parábolas Olímpicas», un Sabat Ercasty ecuatoriano— a la cabeza, acogen al recién llegado, lo sostienen, orgullosos del inesperado reclutamiento: el humorista que les hacía falta.

Quiso leer D’Annunzio, en Loja, a los quince años. Le presté «El Fuego»; me lo devolvió sin haber podido pasar de las primeras páginas. Insistí con dos o tres libros más: inútil. En cambio, de­ voraba los libros de Ega de Queiroz, los de Pirandello, entonces recién revelados a los públicos hispanoamericanos, y los novelis­ tas franceses desde Flaubert. Un hombre muerto a puntapiés, libro de cuentos con que se reveló Pablo Palacio, tiene de Poe y de Maupassant —dos grandes desequilibrados—, de Pirandello el cuentista. Pero sobre todo, tiene de Pablo Palacio. Es un libro esencialmente antirromántico. Pero no de un antirromanticismo combativo, de escuela y de prédica. Su sentido interior recuerda un poco el de «Une vie», de Maupassant, por aquello de mantener lo que yo alguna vez he llamado el descrédito de la realidad. Pero lo que en el francés resuma —por entre una elegante ironía— desesperanza, espíritu de rebelión, en el cuentista ecuatoriano es algo espontáneo, corriente, natural. Todo dramatismo, toda sensiblería le son consustancialmente ajenos. Si a Pablo Palacio se le viniera —por transigir con un público habituado al lagrimón— la idea de escribir literatura sentimental, le resultaría tan falsa como falsa es la literatura indigenista nuestra, que presta a los indios los modos de ver y de sentir de mestizos holgazanes y criollos reblandecidos por la imitación de vicios literarios.

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El humorismo, propiamente tal, cuenta pocos representantes en la literatura hispanoamericana. Existe, sí, abundante y con cul­ tivadores de primer plan lo que pudiéramos llamar el «costum­ brismo satírico»; el panfleto a base de ironía y hasta de insulto —sobre todo de insulto— ; la literatura chascarrillera. El humo­ rismo es más raro. Y es que nada más trascendental que el ver­ dadero humorismo; nada que llegue más hondo al tuétano de la verdad y de la vida. Humorista así, en el alto sentido, conserván­ dose artista, sin caer jamás en la anécdota pueril ni en la alusión ordinaria y barata, en el juego de palabras ni en la sicalipsis ba­ bosa; humorista trascendente es Pablo Palacio. Pero no es el suyo una aproximación del humorismo inglés, naci­ do del aburrimiento, y que deja asomar las orejas a la sensiblería. Ni del francés, discutidor, cargado de argumentos en pro de una tesis, clarificador y a veces corrosivo. El de Pablo Palacio es hu­ morismo puro, como la poesía, como la música puras. Casi todas las grandes obras del humor, de Las nubes a El Quijote, de Cán­ dido a La isla de los pingüinos, envuelven una enseñanza, una tesis o una prédica; van tras una finalidad de moral o de estética, envuelven dentro de sí un cierto pragmatismo: son obras satí­ ricas. Este humorismo puro: Cami, Ramón Gómez de la Serna, Mássimo Bontempelli —en cuya línea hallamos a Pablo Palacio, a Lascano Tegui—, vive por sí mismo, sin trastienda moral ni po­ lítica: tiene su contenido artístico propio, su materia en sí. Recurriendo a una imagen cinematográfica, y considerando a Charles Chaplin como el representante del humor humano, humanizado, que dice algo, que algo prueba, puedo decir que Pablo Palacio es un Buster Keaton —el cómico que nunca ríe— del humorismo. Un humorismo deshumanizado, con la expresión cara al señor Ortega y Gasset.

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Considero a Ramón Gómez de la Serna como el maestro de hu­ moristas en lengua española. —A Fernández Flores en España, a Genaro Prieto en Chile, los considero autores satíricos. Julio Camba, dueño de mi admiración, es un autor festivo—. Y veo en él al tipo de humorista puro que va directamente a la realidad —hombre, paisaje—, y de su encuentro con ella surge, como el chispazo eléctrico, la..., pues, la greguería — ¡y yo que pretendo definirla!— es la imagen, o un conjunto de imágenes estilizadas. No es preciso ni siquiera la estilización en el sentido caricatural; basta que proponga, al realizar la imagen, una solución inespe­ rada, original. Se ha sostenido que el alargamiento espiritualizado, superhumano, de las figuras del Greco es un producto, antes que del genio, de un defecto de la vista de Doménico Theotocopuli. Esto que no ha resistido el análisis felizmente, al tratarse del iluminado de Toledo, es quizás lo que ocurre con las antenas atrapadoras de la realidad que poseen humoristas como Ramón, como Pitigrilli. Los ojos, los oídos, el tacto de estos hombres tienen un poder de­ formador, o mejor, reformador sobre las cosas, y estas, al pasar por sobre los alambiques del espíritu, para ofrecérsenos en forma de novela, cuento, greguería, han adquirido una individualidad apariencial distinta, son la plasmación de Ramón o de Pitigrilli sobre el barro primario de la realidad. Hay más: los humoristas de la línea de Gómez de la Serna poseen una especie de mediumnidad, de don de milagrería más pronun­ ciado que el que siempre se ha atribuido a los poetas: ven, oyen más allá de la realidad. En una greguería típica de Ramón —cuya relación literal no recuerdo— hay un hombre con el ojo derecho en el sitio del izquierdo y el ojo izquierdo en el sitio del derecho; tiene toda la realidad atravesada, en forma de X. Quizás ese hom­ bre sea la mejor representación del humorismo verdadero, del humorismo puro.

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Pablo Palacio tiene también esos dones de atravesamiento. Pero lo que predomina en él, algo que le es peculiar, es una especie de fuerza de inercia ante la emoción, una resistencia pasiva, pero in­ vencible, ante la emoción que, junto con su inercia ante la moral, lo deshumanizan fundamentalmente. Creo yo que ese desbordar lloriqueante, quejoso, que por mo­ mentos han dejado trasparentar aún los más grandes burlones de la literatura; ese espíritu de confidencia reclamadora de socorro, al que casi nunca han escapado ironistas y satíricos, es una es­ pecie de movimiento reminiscente, una reproducción del llanto infantil que pide el seno de la madre, que pide amparo al padre. La infancia de Pablo Palacio da acaso la clave de su actitud litera­ ria, que muchos consideran artificiosa, de originalidad rebusca­ da. No es que haya sido una infancia desgraciada, de abandono o de miseria; han sido una infancia sin padre y sin madre, atendida por parientes petis-bourgeois, sin canciones de cuna, sin cuentos de hadas y sin mimos. Así, Pablo Palacio no ha aprendido a ver las cosas a través de lentes sentimentales, que cultivan el sentido de la hipérbole. Ni se ha desarrollado en él el espíritu de queja. Sus relaciones con la realidad han sido siempre directas y secas. Su posición queda así radicada más acá de la emocional y es, por lo mismo, la posición ideal para el humorista puro. Además, Pablo Palacio es un determinista esencial. Sus personajes evolucionan, viven lejos de toda volición, de toda voluntariedad. Andan sueltos. Sueltos de la mano de Dios y — lo que en este caso es más grave— sueltos de la mano del autor mismo. Y no se crea por ello que Palacio —como Duhamel con su Salavín, por ejemplo— nos de patrones corrientes, tipos de a ciento en calle, encarnadores de la generalidad, de la serie humana. Al contrario, sus casos son casos clínicos: el pederasta,

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el antropófago, el sifilítico. Y bien: lo admirable en Palacio es que estos personajes, dentro de su arbitrariedad son perfectamente lógicos en el desenvolvimiento de su conducta, y no se nota el esfuerzo constante del autor por mantenerlos en un plano de anormalidad. Nos da una sensación de anormalidad NORMAL: «Eso de ser antropófagos es como ser fumador, o pederasta o sabio». Y más allá: «Me refiero a la irresponsabilidad que existe, de parte de un ciudadano cualquiera, al dar satisfacción a un deseo que desequilibra atormentadoramente su organismo». Y aún: «Estar de loco, como estar de teniente político, de maestro de escuela, de cura de parroquia...». Insisto en mi comparación de Pablo Palacio con Buster Keaton, el cómico cinematográfico que nunca ríe. Su posición de hombre sin ligámenes cordiales, le da la posibilidad de decir todo lo que se le viene a la cabeza. No espera que se produzca todo el proceso de elaboración de la idea, tan caro al pensamiento francés, clari­ ficador y mesurado. Él nos deja ver ese proceso, como los vende­ dores de automóviles dejan ver el esqueleto del motor, el compli­ cado funcionamiento de la máquina. Y entonces, el entrechocar de paradojas, de paralogismos, de disparates, que precede a la ordenación del pensamiento y a la emisión de la idea, nos la ofre­ ce Pablo Palacio con orgulloso impudor. «Piensa en voz alta», se dice, con esa fuerza de expresión que muchas veces escapa a las literaturas. En el caso de Pablo Palacio la expresión adquiere verdad. Su pluma es más bien una aguja registradora del pensa­ miento a medida que se produce. Mientras ese trabajo mecánico se realiza, él, como Buster Keaton, permanece serio, indiferente, Pablo Palacio, aun físicamente, se parece a Buster Keaton; más estilizado, con la cara más larga. Un Buster Keaton que se viera en un espejo convexo, en el reverso de una cuchara nueva. Con un poquito de Poil de Carotte.

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Lo hemos dicho ya alguna vez: Pablo Palacio fundamentalmente tiende al descrédito de la realidad. Sin apoyarse expresamente en ninguna teorización científica, cree que las desigualdades a que la humanidad se ha habituado, un poco trágicamente, en lo económico y en lo social, no deben ser trasladadas a la literatu­ ra, a los temas, al contenido literario. Que dentro de la materia total, no hay cosas más nobles y cosas menos nobles. Y con un sentido goyesco, del Goya de los Caprichos —que es acaso el más grande—, ataca, por reacción contra la melcocha romántica, los asuntos más triviales y bajos. Encuentra que, por lo general, la literatura sólo se limita a re­ producir lo apariencial de la vida, cayendo necesariamente en el lugar común. Y que, de lo apariencial, una especie de gazmoñería de las convenciones y los usos sociales, sólo elige lo que se cree más noble, más decente. «Dado un boticario, verbigracia, se le hace vender drogas y presidir las reuniones cuchicheantes del pueblo; sólo esto. Nos olvidamos que le tortura el «ojo de pollo» metido entre los dedos de los pies, y el mal olor de las «arcas» del chico, y el peso exacto de las cebollas compradas por la señora». Y en otro sitio, más explícitamente, abomina la novela realista: «¿A quién le van a interesar que las medias del Teniente están rotas, y que esto constituye una de sus más fuertes tragedias, el desequilibrio esencial de su espíritu? ¿A quién le interesa la rela­ ción de que, en la mañana, al levantarse, se quedó veinte minutos sobre la cama cortándose tres callos y acomodándose las uñas? ¿Cuál es el valor de conocer que la uña del dedo gordo del pie de­ recho del Teniente es torcida hacia la derecha y gruesa y rugosa como un cacho?». «Sucede que se tomaron las realidades, grandes, voluminosas; y que se callaron las pequeñas realidades, por inútiles. Pero las

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realidades pequeñas son las que, acumulándose, constituyen una vida. Las otras son únicamente suposiciones: «puede darse el caso», «es muy posible». La verdad, casi nunca se da el caso, aunque sea muy posible. Mentiras, mentiras y mentiras». Por reacción, Pablo Palacio insiste —como un romántico puede insistir en el lago y en la luna— en lo de los callos y la digestión: «Todo hombre de estado, denme el más grande, se sorprende cotidianamente con esto: ya es tarde y no he ido una sola vez al water». ¿Olvida Pablo Palacio que la aceptación de la realidad integral como tema artístico —sin excluir lo que, siendo natural y real, no se cree decente— ha sido practicada, con deliciosa me­ sura, por los grandes clásicos? ¿Olvida Pablo Palacio la escena de los batanes, en el Quijote: «porque ahora más que nunca, San­ cho, hueles y no a ámbar»? Viejo empeño este, que condujo a J. K. Huysmans a excesos lamentables, que con tanta gracia realizó Jules Renard y que, actualmente, tiene un representante discreto y amable en Duhamel. Pero Duhamel no tiene esa insistencia de prédica, que tanto peijudica al cuentisa ecuatoriano; nada más natural, más encantador que las escenas menores, sobre todo en Confession de Minuit: cuando Salavin sintió la tentación irresis­ tible de rascarle la oreja a su jefe, origen de todas sus desgracias; cuando —a pesar de su gran cariño para ella— se le vino al pen­ samiento, como una mosca negra, la idea de la muerte de su ma­ dre, e inconscientemente comenzó a hacer planes con la posible herencia. Y es que Duhamel nos demuestra la integridad verda­ dera, y Pablo, cayendo en el exceso contrario al vicio que critica, se preocupa en presentar, de preferencia, los aspectos vulgares o que en el estado de la verdad actual son considerados como tales. Esto que Pablo Palacio reclama ahora para los detalles de la di­ gestión, para el proceso integral del pensamiento en todas las horas, lo han reclamado ya —frente al romanticismo del beso y de los puntos suspensivos que hacen nacer los hijos— quienes

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hacen literatura sicalíptica, para los detalles de la generación. No es nuevo el pleito. Pablo Palacio predica esta teoría del descrédito de la realidad, o del igualamiento de todas las realidades en literatura, casi a todo lo largo de su obra. Especialmente en su novela Débora, que es a ratos un verdadero alegato en pro de la tendencia. Es en este aspecto en el que corre el riesgo de anular sus dones de humorista puro.

La imagen es algo que entra en el proceso mecánico del pensa­ miento. Ya Marcel Proust afirmó que la imagen no se la busca, se la encuentra. Pablo Palacio, hombre que esconde su literatura, es un encontrador de imágenes. En uno de sus cuentos pretende hallar una comparación para el sonido que produce un puntapié en la nariz. Y después de ensayar dos o tres símiles, concluye: «como el encuentro de otra recia suela de zapato con otra nariz». A pesar de esta ingeniosa diatriba contra el afán de hacer litera­ tura, la obra de Pablo Palacio está nutrida de imágenes, pero con el mismo sentido irónico y despoetizador: «el lugar común de una velada familiar»; una revelación de intimidad es «un pedazo de alma tendido a secar»; y abunda en esta imagen de lavande­ ría: «De puntillas sobre la ciudad, su plano sería un cuero tendi­ do a secar». En su odio por el lugar común, Pablo Palacio acaba por atribuirle poderes verdaderamente taumatúrgicos. Para él, la literatura, aún más la ramplona —precisamente esa—, a fuerza de ser repetida, ha llegado a tomar una consistencia real, a cuajar en fuerza operante de la naturaleza. El recuerdo de una página libresca es capaz de suscitar, de re-suscitar la emoción que ella pinta. Esto, que lo ha sostenido líricamente el romanticismo, que en sus esfuerzos de originalidad lo expresa Pirandello, lo afirma

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también Pablo Palacio con su humorismo corrosivo: «sucede que muchas veces nos emocionamos porque llega el caso de atender a la emoción adquirida de una página y que la tenemos guardada hasta que circunstancias análogas le revelen como si fuera muy nuestra». Se le pasó, en efecto, por la memoria al Teniente —en Débora— el lugar común: «respirar a plenos pulmones». Y Pablo afirma: «Y respiró a plenos pulmones, debido a esta sugestión del recuerdo. También él. Claro, se nos clava la vieja frase del libro y el aire nos produce un beneficio hasta literario».

Un aspecto esencial de la obra de Pablo Palacio, que quizás ha escapado a lectores y críticos —un poco desconcertados por la originalidad de la obra y su contradicción con el medio—, es el de su carácter introspectivo, psicoanalítico, sobre una base velada de autobiografía. Desde luego, me refiero principalmente a su novela Débora. Sin embargo, a diferencia de las obras modernas de carácter introspectivo, que emplean siempre el «yo», tomando un airecito confidencial en primera persona, para contarnos casi siempre historias de inversiones, y más vicios secretos, Pablo Palacio ensaya un procedimiento cuya realización es, por lo menos, de una poderosa originalidad: como en el cinematógrafo, proyecta el negativo de sí mismo sobre la pantalla —no sin antes estilizarlo con su humorismo implacable—, y él se constituye en operador y espectador de la película. Oigámosle a él mismo exponer su manera, en estas palabras dirigidas al Teniente, en Débora: «Quiero verte salido de mí. Sin la ilusión visual de la niñez, no pasarás la mano ante tus ojos, creyendo encontrar a diez centí­ metros de la pupila todo el mundo real atemorizador». «Ir, cogidos de los brazos, atento al desarrollo de lo casual. Hacer el ridículo, que hace sonreír al dómine, y que congestionado dirá:

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«¿Pero qué es esto? Este hombre está loco». «Ve —alargando mi brazo y con el indicador estirado». «Y mientras ves, alejarme de puntillas, haciendo genuflexiones, horizontalizando los brazos para guardar el equilibrio». Hallamos aquí un poco de Unamuno, del Unamuno de Niebla, interpelado por su personaje. Y también de Pirandello. Pero, pre­ ciso es decirlo, principalmente hallamos de Pablo Palacio.

N o ta :

‘ Carrión, Benjamín. Mapa de América. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1976.

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Gabriel Cevallos García

Gabriel Cevallos García

N ota biográfica ace en Cuenca el 6 de enero de 1913. Se inició como pe­ riodista colaborando en pequeños periódicos ocasiona­ les durante la década del 30. Desde entonces se muestra como un periodista apasionado y mordaz, dispuesto a participar en la polémica ideológica que dividía la vida política de la época. Con palabra frontal, y a veces severa, diserta y defiende aque­ llos valores y principios conservadores que le fueron legados por tradición familiar y frente a los cuales él permaneció fiel hasta sus últimos días. Al recordar sus inicios en el periodismo local, Cevallos García confiesa: «yo ponía los artículos y mi hermano (Eduardo Cevallos) se encargaba de rellenar el periódico con sus conocidas bromas».

N

A partir de agosto de 1949 y durante una década, Gabriel Cevallos García formó parte del grupo de redactores de La Escoba, célebre periódico humorístico cuencano en el que colaboraron escrito­ res e intelectuales del Grupo Elan, entre ellos: Francisco Estrella Carrión, Estuardo Cisneros Semería, Efraín Jara Idrovo, entre otros. Graduado de abogado por la Universidad de Cuenca, via­ ja a España; en Madrid asiste a las lecciones que, por entonces, eran dictadas por renombrados pensadores españoles, como Dámaso Alonso, Javier Zubiri y José Ortega y Gasset. A su regre­

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so, funda en la Universidad de Cuenca y junto con un grupo de catedráticos españoles la Facultad de Filosofía y Letras, institu­ ción de la que fue decano y luego, entre 1964 y 1968, rector de di­ cha universidad. En 1968 fue contratado, junto con su esposa, la académica María del Carmen Candau, para ejercer el magisterio en la Universidad de Mayagüez, en Puerto Rico. Desde entonces, hasta el final de sus días, fijó su residencia en Puerto Rico y en los Estados Unidos, donde prosiguió con sus trabajos de escritor, filósofo, historiador y profesor. Fue miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y de la Academia Nacional de Historia. A los 91 años de edad murió lejos de su patria, en marzo de 2004, en la ciudad de Tampa, Estados Unidos.

O bra literaria En 1987, el Banco Central del Ecuador publicó en trece volúme­ nes la prolífica obra que Gabriel Cevallos García había escrito hasta esa fecha. En esta colección se recogen sus ensayos his­ tóricos, filosóficos, biografías, crítica literaria y artículos varios, larga lista de más de 200 títulos que muestran la fecundidad y riqueza excepcionales de un escritor que merece más atención y estudio de historiadores y críticos de las letras ecuatorianas. Del conjunto de sus obras destacamos las siguientes: Entonces fu e el Ecuador (1942); Anhelo y dimensión del orden nuevo (1943); Sacrificio: emoción humana en la realidad divina (1944); Teoría del hombre-pueblo (1944); Caminos de España (1947); Del arte actual y de su existencia (1950); Tiempo y hombre (1952); De Sócrates a Freud: una herencia inquietante (1956); Reflexiones sobre la Historia del Ecuador (2 volúmenes, 1957 y 1960); Visión teórica del Ecuador (1960); América: teoría de su descubri­ miento (1960); De aquí y de allá (2 volúmenes de escritos varios, 1962-63); Historia del Ecuador (1967); Evocaciones (Creencias

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y Sentimientos, 1977); Cuatro estaciones del periodismo (1977); Por un García Moreno de cuerpo entero (1978); Un milenio, un poeta y dos ciudades (1979); Virgilio y sus milenios (1982); La grandeza de ser útil (Luis Cordero, 1982); La Eneida y la Historia de Roma (1983); Problemas filosóficos; Filosofía del Derecho (1997). Y la lista no está completa.

J uicio crítico

Cevallos García enarboló un pensamiento humanista y ame­ ricano con el que buscó entender la realidad de su país y de Hispanoamérica. Se apoyó, para ello, en los instrumentos con­ ceptuales que le brindaba la filosofía de la historia que, en su mo­ mento, se ventilaba en Europa, sobre todo la visión de Arnold Toynbee y Diltbey. Supo enfrentar con sensatez y parsimonia los virulentos dogmatismos marxistas que, por entonces, soplaban casa adentro con renovado furor. De ahí sus libros más connota­ dos: Visión teórica del Ecuador o sus Reflexiones sobre la histo­ ria del Ecuador. En este aspecto, Cevallos García pertenece a ese grupo de intelectuales que teorizaron sobre «nuestra América», desde las raíces propias, desde el mestizaje, desde esa lucha secular por conformar una respuesta inédita —es decir una «cultura»— frente a las cambiantes incitaciones del medio. Su nombre debe estar, por ello, junto al de otros grandes pensadores de América como Alfonso Reyes, Germán Arciniegas o Leopoldo Zea. Lejos de una inocua imparcialidad, Cevallos García entendió su intento de explicar la historia ecuatoriana como una tarea apasionada. Su «Visión» histórica es una interpretación de los hechos desde su ángulo temporal, espacial y mental. Su

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Literatura del siglo xx

historia es «interpretativa», esto es, que da por supuesto que los hombres obran impulsados por unos objetivos, ideales, valores, aspiraciones o propósitos y que son estos intereses los que confieren un movimiento y un sentido a la historia.

U na prosa y un estilo «El dominio de la forma, la posesión del estilo, la plenitud de la manera personal, son metas inasequibles, vedadas al vulgo de los pergeñadores... A un escritor, en su condición de escritor, solo puede comprenderle otro de igual oficio»1, escribió Gabriel Cevallos García atestiguando con ello de algo muy cercano a él: la faena diaria que consume al auténtico escritor en su búsqueda por encontrar su propio lenguaje, la forma que exprese la impronta de su alma en aquello que escribe, ese estilo que es su huella personal. «La faena intelectual —confesó en otra ocasión— es un trabajo que cada día se cumple y jamás está cumplida. Inmenso deber. Casi infinito. Somos infinitos en la esperanza»2. Al inicio de este trabajo marqué un punto de partida: el auténtico ensayo, recordé, es aquel escrito en prosa en el cual la materia verbal ya no es solo soporte de objetividades y razonamientos acerca de un tema, cualquiera que este sea, pues el asunto no es lo determinante, en este caso, sino, aparte de ello, de subjetivaciones de un yo, el ser altavoz de una conciencia. Además, «el arte del ensayo literario —lo dije en cierta ocasión— se funda­ menta en la personalidad del ensayista; mientras más rica sea esta, mientras más experiencias de vida y conexiones cognosciti­ vas despliegue el autor, contrastando así el impulso lógico con la intuición y la imaginación, más sugestivo será el resultado»3. Y es esto lo que triunfa en los ensayos de Cevallos García.

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Gabriel Cevallos García

Lo dicho aquí nos acerca al aprecio de ciertas claves del estilo de este autor. Los rasgos formales de la prosa ensayística de Gabriel Cevallos García se subordinan a una clara voluntad de estilo. En su caso, las líneas expresivas de su prosa surgen del íntimo impulso de sus ideas, obedecen al ritmo torrencial de su pensa­ miento, a su nunca desmentida capacidad de afinar conexiones asociativas; en fin, a la riqueza de su conocimiento y de su ima­ ginación. Ello da como resultado un estilo claro y fluido, río de aguas espesas que se remansa, a ratos y a ratos se desborda, que acarrea evocaciones cultas que ilustran una idea que se expone o una doctrina que se defiende. El pensamiento avanza impulsa­ do por tales asociaciones que convocan imágenes, lo que torna sugerente y rica su prosa; una prosa que, por otra parte, corre el riesgo de la ampulosidad, el oropel verbal, el regodeo de la frase de amplia estructura. Su saber histórico y filosófico, su conocimiento de libros y de au­ tores, vertidos en sus escritos de forma natural y para nada pe­ tulante, amplían su palabra, confieren solidez a una prosa que se disuelve en frases amplias, que se deleita en el enunciado ora­ torio, enjundioso; prosa en la que la claridad del pensamiento no se pierde ni se opaca, pero que se torna barroca ya que, cual torrente caudaloso, arrastra sedimentos conceptuales, sugestio­ nes semánticas. Ello se aprecia en la construcción del párrafo, estructura que se divide y subdivide en incisos subordinados a impulsos de los diversos matices de la idea. El resultado es un estilo verboso que se vierte en abundante fraseo, en ostentación retórica, ajeno a toda economía expresiva, que convoca dema­ siadas palabras, hojarasca barroca que al caer en desmesura, se torna en vicio elocutivo. JV

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Literatura del siglo xx N otas :

1 Cevallos García, Gabriel. De aquí y de allá. Cuenca: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Azuay, 1963, pág. 82. 2 Ibíd., pág. 9. 3 Valdano, Juan. «El ensayo poético de Nuestra América». En Memorias de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, n.° 71. Quito: Academia Ecuatoriana de la Lengua, 2011. También incluido en Ecuador de feria. Muestra de literatura ecuatoriana, cuento, poesía y ensayo. Bogotá: Planeta, 2011, págs. 239-249.

B ibliografía sobre el a u to r :

Cevallos García, Gabriel. De aquí y de allá. Cuenca: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Azuay, 1963 Valdano, Juan. Gabriel Cevallos García: filósofo de la Historia y ensayista literario. Disponible en Juanvaldanom.blogspot.com/2013/06/gabriel-cevallos -garcia.html León Pesántez, Catalina. «Filosofía e historia en el pensamiento de Gabriel Cevallos García». Procesos: revista ecuatoriana de historia, n.° 22. Quito, 2005, págs. 131-136. Vega Delgado, José. Cevallos García ¿Historiador? Principios filosóficos e influencias en el pensamiento de Gabriel Cevallos García. Quito: Conesup, 2009.

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Cervantes y el ser en s f (Fragmento)

i a nosotros se nos endilgara la pregunta que don Quijote dirigió a quemarropa al bachiller Sansón Carrasco, acer­ ca de cuál de las hazañas debiéramos ponderarla con más ahínco, seguramente nos veríamos en angustia, pues al momento se insinuara la duda entre la de los molinos de viento, la de los ejércitos de carneros, la del valeroso vizcaíno u otra por el estilo. Mas si nos dan reposo y lento rumiar antes de la respuesta, de seguro confesaríamos ser la peripecia del encierro en la carreta de bueyes, la que lleva al Caballero a la cumbre de las aventuras, al par de sus desventuras.

S

La razón de esta preferencia no anda clara, de improviso, sin an­ tes imponérsenos un rodeo que nos permita exponerla con vi­ sos de satisfactoria. ¿Cómo decir mejor la aventura donde don Quijote es reducido a la condición de fiera, ya mismo de cosa inerte, situación risible si no fuese por la pena que inspira el Hidalgo generoso? Rebajado de su altura por un encantamiento soez, piensa todavía en conquistar un reino y echarlo a las plan­ tas de una dama, con lo cual la desproporción se agrava y deja al descubierto la miseria de un asunto inverosímil en arte y absurdo en la vida real. No cabe desproporción más enorme, y sin embargo nada hay en Cervantes que con más elegancia y facilidad se redima del absurdo

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o de la inverosimilitud. Aquí ocurre exactamente como en la isla del Gallo, en donde los doce capitaneados por Pizarro, desnudos, sin armas, abandonados en el Océano, dieron comienzo a la verdadera conquista del Imperio Dorado, tan fabuloso como el reino Micomicón. Las situaciones del Conquistador y del Andante son análogas, aunque éste llevase la ventaja de soñar más limpio, pues en sus planes jamás entró hacer suyo el botín entrevisto desde el fondo de la jaula. Pizarro y don Quijote se redimieron del absurdo, y no es lícito alegar su convalescencia merced a circunstancias favorables, lue­ go sobrevenidas a uno y a otro, pues adventicias como son en nada acrecientan o en nada restan méritos al primer impulso. El heroísmo estuvo antes, y eso basta: en sus aguas se redimió la fábula del Dorado y la del reino Micomicón. Pero dejemos a un lado al conquistador del Perú y detengámo­ nos a considerar la peripecia cervantina. Como Sancho Panza, al darse traza de encantar a Dulcinea, sentémonos bajo un árbol y echemos cálculos a ver si el andante cae en nuestras redes. Conque, ¿reino tenemos y las manos van atadas? ¿Caballeros so­ mos y nos arrastran bueyes? ¿Auguramos victorias y dos pueble­ rinos se llevan el triunfo? ¿Pensamos en el Olimpo y un cura y un barbero nos conducen como despojo a la aldea? ¡Qué miseria y qué grandeza! Quienquiera dirá que la miseria asoma por todas partes, pero la grandeza... ni en átomos. ¿Por dónde camina esta aludida? Por dos senderos: en el intento de conquistar el reino y, sobre todo, en el buen sentido del escudero, quien se resiste a doblegar su fe al encantamiento. Cómo va a estar encantado su amo si él, Sancho, huele el olor de aquellos demonios, que no es de azu­ fre sino de ámbar. Cómo, si los fantasmas tienen cuerpo y él los palpa al descuido. Cómo, y esto es lo importante, si don Quijote

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confiesa su hambre, su sed y sus miserables urgencias biológicas. No, no hay encantamiento posible, y aunque el amo persista en haber cambiado de conciencia, el mozo persiste en no haber cam­ biado de sentidos. Con esto hemos tocado en el corazón de la peripecia. Hasta en­ tonces don Quijote, salvo la ocasión de su primer fracaso cuando se creyó ser el Marqués de Mantua, había guardado firme con­ ciencia de sí mismo: vio gigantes en los molinos, vio también ejércitos en los rebaños, tomó por castillos las ventas, tomó por púdicas princesas a ciertas doncellas presuntas. Y, de repente, a partir de esta desventura, comienza a sentir, a sentirse otro distinto: alojado en el fondo de la carreta de bueyes cambia la conciencia y se la remuda con agilidad pasmosa, como nadie lo hiciera antes de él. Y allí le tenemos, víctima resignada de un encantamiento sin pre­ cedentes, no llevado en el fondo de alguna nube parda o sobre el lomo de un hipogrifo raudo, sino arrastrado pesadamente por una vulgar pareja de bueyes. Allí le tenemos sin que de sus labios se descuelgue una protesta, sin que exteriorice un solo acto de rechazo a una suerte extraña en todo a los usos caballerescos. Ciertos fantasmas semejantes a los hombres pronunciaron una sentencia mientras le ataban y le enjaulaban y él, antes caballero sin obediencias al temor, sumiso ahora más que un niño, da en la flaqueza de sentirse otro hombre, abdica de su poderoso albedrío y muestra el cuello a una burla infame. Indudablemente se ha licuado el personaje, se ha derretido en las manos del propio creador. En otros casos de caballerías no hay cambio de conciencia, los encantamientos ennoblecen o por lo menos no infaman al héroe, y sus creadores no sienten deshacer­ se los personajes entre las manos. Pero en este caso don Quijote parece acabársenos, y Cervantes por tanto.

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Otro habría naufragado, mas no Cervantes. Cuando nadie se le­ vanta a socorrerle, he aquí que Sancho el misericordioso acude con un lote de buen sentido, argumenta en favor de las cosas y con este aporte de realidad salva la vida y la deja otra vez sonrien­ te. Una boya, un remolque de seres existentes, un punto de apoyo material, de nuevo el pie al estribo y la conciencia adelante. La peripecia de la jaula es la cumbre de la desventura y de la aventura quijotescas. La desventura que no significa sino la negación del futuro, el momento menos pensado se esfuma en sus propias tinieblas, se rompe en uno de sus costados y por un boquete bastante ancho entran mares de claridad. En consecuencia, vuelve la aventura a ponerse en pie, la aventura que no significa sino la afirmación del futuro se hace ala y don Quijote con cuerdas y barrotes, y a pesar de todo aquello, vuela al reino Micomicón. Qué realismo tan pertinaz el de Cervantes. Con este hombre se llega a palpar la fábula, como Sancho palpaba a los demonios olientes a ámbar. La historia del Caballero se redime del absurdo y de la inverosimilitud, readquiere carta de naturaleza humana y sigue caminando, regocijada o taciturna, pero andante sobre las cosas e iluminada con poderosa lumbre interior. El aventurero atado en la jaula, a pesar de sus fantasías, encuentra el poderoso sentido de la realidad, porque ha visto las cosas que los otros no vieron por hallarse en el trajín de engañarle, ha tenido una doble visión, visión neta y afirmativa de muchas verdades que los débi­ les y los apresurados no alcanzan a encontrar. ¿Qué clase de mirada tenía la pupila quijotesca de Cervantes? Seguramente una mirada capaz de hallar la aventura en el corazón de la desventura más siniestra. Aun cuando con esto no hayamos dado fin a la pregunta, debemos agregar que Cervantes poseía en sus ojos una implacable luz de realidad y una luz inextinguible

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de ensueño. Pero firmemente deberíamos quedarnos en una sola respuesta donde se compendien ambas en una verdad permanente: la mirada de esa pupila fue de tal naturaleza que aun sobrepasa el realismo de las montañas más altas y llena el firmamento del ensueño.

L a mirada cervantina

Por donde quiera que echemos a andar en el inmenso campo li­ terario de Cervantes, descubriremos el mismo tratamiento a las cosas: amor a ellas, ferviente contagio con la esencia de los seres, una especie de corriente alterna entre el alma del poeta y el secre­ to que guarda en su seno cada ser. El ente, el ontos de la Filosofía no es tan inerte como solemos suponer cuando nuestros pasos tocan el guijarro o estropean la hierbecilla. El apresuramiento de nuestro trato con ellos nos hace caer en el lugar común de llamar inertes a los seres cuya voz no nos grita o cuya esencia no profie­ re voces análogas a las humanas. Engreídos con la superioridad idealista de la cual nos sentimos dueños, vemos en planos muy bajos a las cosas sencillas y despreciamos el efluvio propio de su naturaleza, olvidando que tal efluvio les sirve como vehículo de comunión universal. El poeta, el creador verdaderamente tal, descifra el alfabeto de las cosas, las comprende en su esencia íntima sin auxilio de dis­ cursos frágiles y penosos, sin el trabajo lento del naturalista u otro científico de este jaez. Camina desde su amor hasta la esen­ cia de las cosas, va y viene en una alteridad fácil y elegante, acaso sin dejar huella de este tránsito que apenas es un diálogo dicho en forma de soliloquio. El diálogo entre semejantes plantea pro­ blemas enteramente serios; esto saben quienes llevan en su alma muchas almas, por sentir de cerca el tumulto de los seres seme­ jantes; esto comprenden de modo especial los novelistas. Mas

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el diálogo silencioso del poeta con las cosas cuya voz habla sin palabras, acarrea un cúmulo de enigmas tales, que la infinita ma­ yoría de los hombres siempre hemos de contentarnos con cuanto secreto nos descifran los creadores de belleza. Muchas veces el mismo poeta es quien ignora la profunda duración de sus mira­ das, y generaciones de espíritus inflamados por el misterio no acaban de descifrar el soliloquio del gran intuitivo con las cosas. Si esto no fuera así, ¿tendría algún sentido el empeño humano de beber esos manuales perennes de vida que llamamos La Ilíada, Fausto, Don Quijote? En el final de este último encontramos una conversación de Cervantes con su péñola, en la cual ésta le dice: «Para mí sola nació don Quijote y yo para él...». Líbreme Dios del atrevimiento de usar en mi provecho tales palabras, con el mal encubierto propósito de deformarlas adecuándolas a mi tesis. Pero indudablemente en el fondo de ellas deberíamos encontrar mucho de lo que Cervantes por modestia no dijo. El alma de él, y por consiguiente su mirada, solían adecuarse a las cosas, a todas, grandes o pequeñas, parleras o calladas, no solamente a don Quijote y a su universo, solían adecuarse y de tal guisa al mundo externo, que este parecía creado para la mirada cervantina. No incurro en hipérbole. Acaso no haya en la historia de las letras una mirada capaz de identificarse de tal manera con la realidad como la mirada cervantina. Algunos notaron que Cervantes no describía, y no faltaron quienes achacasen esto en mengua del creador. Pero Ortega y Gasset supo interpretar la maravilla guar­ dada en el fondo de aquello: Cervantes no necesitaba describir para lo más de describir. Y es por cuanto las cosas están en la mirada de él como la luz anida en las estrellas. Tomemos una cualquiera de las situaciones cervantinas, la que más fantástica nos parezca, y examinémosla con toda lentitud,

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desmontémosla pieza por pieza, hagamos lo que el naturalista con el insecto, y veamos qué ocurre. De modo seguro, a pretexto de estudiar la vida, el naturalista habrá dado muerte al insec­ to. Pero Cervantes, a pretexto de hacer una creación fantástica, siempre acaba dando vida a la realidad, realizándola de nuevo, en el instante en el cual parecía evaporarse. En la aventura de los molinos de viento, en la del desencantamiento de Dulcinea, en la de los cueros de vino tinto, en donde quiera, la realidad se afirma a pesar de un sinnúmero de negaciones. Parece que Cervantes quisiera acumular sobre sí montañas de fantasía, para demostrar su agilidad de buen soldado, echando por tierra de un solo golpe el edificio imaginario que él mismo ha levantado. Al cabo la reali­ dad asoma, el creador muestra la máquina de sus prestidigitaciones y sonríe Cervantes dejándonos aniquilados por la fuerza de su realismo extraordinario. ¿Qué ha pasado? Lo de siempre: el conocedor del secreto puede desorientar, descorazonar, acabar de fatiga a los concurrentes que no saben ver o no poseen la fuerza de penetración suficiente para entender las cosas por dentro. El mago, el prestidigitador, el ilusionista hacen lo mismo, plantean la solución de cuanto ellos han resuelto anteriormente y en veces han acrecentado la com­ plejidad. Los espectadores somos crédulos, caemos en la trampa, reímos de nuestra impericia y nos desilusionamos para siempre. Otra vez no será el engaño. Con Cervantes sucede de igual y de distinto modo. Hace lo del prestidigitador, pero nosotros no nos desencantamos. Cada vez que leemos Don Quijote nos ilusionamos, sonreímos luego con la desilusión, lloramos con la desventura, y seguimos en busca de nuevas ilusiones, de fantasías que luego veremos rodar a los pies de la realidad más pura. Lo diverso de Cervantes y lo pro­ pio exclusivo de él finca en sólo esto: jamás maltrata la realidad,

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siempre nos la ofrece en sus frescas apariencias y en su existencia auténtica, aun cuando previamente nos haya obligado a un rodeo espectacular y negativo, acaso para hacernos sentir más honda­ mente su amor por la realidad. Y claro está, sentimos por conta­ gio su amor de alto quilataje, hasta el punto de descubrir cómo la mirada de Cervantes y la realidad se identifican. Esa mirada intuitiva consiste en ver la realidad de modo que las cosas vayan definidas para siempre, y en crear cánones visua­ les y cognoscitivos en donde aprendemos más de una manera de orientarnos en el mundo que nos rodea. Los hombres de habla hispánica poseemos una de las más altas formas de ver el mundo, con sólo asomarnos al balcón de la mirada cervantina.

C ervantes en el m undo y en la F ilosofía Hay pocas personas a quienes asiste el derecho de ocupar sitio indiscutible. Todos pasan en tumulto, del tumulto nadie queda por regla general: apenas alguien llama la atención, cuando desa­ parece sin dejar nada a sus espaldas. Al morir los hombres llama­ dos buenos, tras ellos se vierte un rocío de lágrimas que se pierde al primer sol. Y al morir los saludos de la grey, los egregios, les vemos sobresalir unos instantes más, hasta cuando se pierden también en las brumas. Después... el tumulto y su caminar sin parada, el torrente de la vida y el derrumbamiento de unas cabe­ zas sobre otras cabezas. Hay, sin embargo, algunas rocas firmemente plantadas en medio del oleaje, son obstáculos imprescindibles que obligadamente batimos con nuestras emociones, con nuestros anhelos y esperanzas. Golpeamos aquellas rocas acaso para arrojarlas fuera de camino, pero nos vencen obligándonos a confesar que tienen

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sitio propio, a pesar del tumulto y del constante derrumbamiento de viajeros. Nadie se atreverá a negar que a Cervantes hallamos de tal modo, como una eternidad clavada en la angustia del tiempo. Eternidad en cuanto este término puede encajar dentro de lo humano, en cuanto de fijo tienen nuestras actitudes mutables, sobre todo en cuanto el español ha definido como enseñanza cabal. En otras palabras, a nadie se le ocurrirá discutir el sitio ocupado por Cervantes en el mundo. Pero vemos sitios y sitios y observamos, sobre todo, maneras distintas de ocuparlos. La más alta cumbre de la historia está divinamente ocupada por un patíbulo capaz de abrir a los hom­ bres en dos campos y de mostrarles lo terrenal y lo sagrado que guardan. Hay otras eminencias guardadas por el pensamiento, algunas por la fuerza, unas pocas por la bondad, muy escasas por la astucia y una o dos por el mal. Hay sitios poseídos en silencio mientras otros se conservan con clamorosos estampidos. Existen unos tenidos a regaño con los circunstantes, y otros tenidos man­ samente. En fin, el panorama de esas pocas situaciones firmes de la historia no es uniforme sino abigarrado con tantas maneras y estilos de vida y actitud de los hombres capaces de permanecer en medio del cambio. Llamamos biografía al arte de comprender cómo es cada unidad en la compleja variedad de este paisaje. Si damos con el modo de aislar, mentalmente desde luego, a una cualquiera de las rocas firmes y la envolvemos con nuestra atención demorada y afec­ tuosa, decimos haber ubicado el personaje en el mundo, si se quiere en su mundo peculiar. O expresándonos de otro modo: acabamos dándole sentido y significación en la gran máquina de la Historia. Esta labor, por comenzar en fuentes diversas, lleva a

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resultados diversos y requiere de métodos singulares. Biógrafo no es quien aplica igual cartabón a todas las dimensiones espi­ rituales egregias, ni siquiera quien descubre el epíteto para cada uno de los estudiados, por adecuado que sea dicho epíteto. La comprensión biográfica es múltiple y móvil como la vida en cuya búsqueda vamos por entre desconsoladores obstáculos. El con­ junto biográfico, cuando lo entendemos en colectivo, representa­ rá un panorama heterogéneo y abigarrado también, como el de los personajes dueños de los sitios elevados. Y cuando lo enten­ demos en singular representará así mismo un conjunto variado y complejo, paradójico, contradictorio, fallido en veces, logrado en ocasiones, pero siempre inquietante y repleto del misterio que cada cual lleva en su seno. En el caso de Cervantes, seguimos concretamente la huella, por saber qué sitio ocupa en el mundo. A muchos egregios podemos dirigir esta pregunta fundamental: ¿qué sintieron en la vida y cómo sintieron a los seres circundantes? Con seguridad, no es­ taremos jamás en el caso de esperar contestaciones análogas, ni siquiera levemente parecidas, sino contradictorias, al extremo de hallarlas absurdas si las confrontamos. Las gentes lógicas o de­ masiado racionales no cuentan con el absurdo, pero es urgente contar con él si no queremos tener un paisaje falso de la vida humana. Si preguntamos a Emmanuel Kant qué sintió en la vida y cómo sintió a los seres circundantes, nos contestará que sin dejar de amar tanto a una como a otros, los vio desrealizados, tamizados por el acto cognoscitivo, proyectados en la pantalla interior. En otras palabras, nos contestará haber sentido el universo con una disposición idealista. Y si después nos volvemos a Cervantes y le dirigimos idéntica pregunta, nos responderá con voces total­ mente opuestas: amé la vida mía, mi vida desgraciada, y la amé

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por sentirla llena de esperanzas y de desventuras, la amé por contradictoria y por opuesta a mis pensamientos; y levanté mi amor a cuantos seres me rodearon, a todos aquellos cuyo aguijón penetró en mis sentidos los contemplé largamente, tales como son en sí, y no como hubiera querido hacerlos mi pensamiento desbordado. Los amé, pues entraron a modo del torrente en mi vida y, como amé mi vida, hube de amar las cosas doblemente. O sea, nos dice, siempre fui realista. ¿Cabría síntesis o simpatía siquiera en las dos respuestas? Son irreductibles como vemos y, sin embargo, son ciertas para cada personaje interrogado. Pero, entonces, ¿en dónde queda la ver­ dad?, ¿en nuestro pensamiento o en las cosas existentes fuera de nosotros? He allí la tremenda cuestión que afligirá siempre a la Filosofía. Pero no nos alejemos aún. ¿Qué sitio ocupa Cervantes en el mun­ do? Si nos atenemos a sus apasionadas respuestas, le encontrare­ mos sumido en el océano de las cosas, amando la vida, la vida en todas sus manifestaciones, la humilde como la más alta, la oscura como la radiante, la pobre como la opulenta. Amando a los seme­ jantes, abrazando a todos ellos en un solo impulso de la simpatía, en un solo mandato del amor. Cervantes jamás pasa de largo ante las cosas y siempre se detiene, aunque sin hacerlo notar, siempre se detiene por demás ante sus semejantes. Los mira en su bajeza, en su iniquidad, los enciende hasta lo más hondo, hasta dar con lo bueno, con lo más insignificante de bueno que haya bajo las externas apariencias del mal, del engaño o de la vileza. Aprendió de la añeja y respetable filosofía realista de Aristóteles que todo ser, por sólo el hecho de tener tal calidad de ser, reúne en sí las condiciones de bueno, verdadero y bello. Ante cualquiera de sus maritornes se detiene hasta encontrar un buen corazón. Junto a tantos picaros se sienta a oírles, hasta cuando de los labios de

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esos pobres traspasados inmisericordemente por la vida escucha desprenderse, al acaso, con temor, una palabra de fe o de bondad. Cervantes nada oculta y a él nada se le oculta. Las cosas y los hombres son como son: sin velos, sin disimulos, sin escrúpulos. Amarlos vale más que defenderlos. Exhibirlos vale más que en­ salzarlos. En veces vituperarlos importa infinitamente más que adularlos. Esta es la cualidad cervantina donde vemos resumidas otras más: Cervantes ama la vida como es, sobre ella encuentra el gran panorama de lo animado y de lo inanimado, ama la na­ turaleza al trasluz de la vida, ama la vida en sí, sin disfraces ni limitaciones. ¿Qué lugar ocupa Cervantes en el mundo? Pues sencillamen­ te éste, cuyo valor es el de un inmenso programa de Filosofía: Cervantes, sin lugar a réplica, es el más humano de todos los es­ critores. Pero al llamarle más humano y al haber distinguido su capacidad de engendrar el universo por entre la vida, simultá­ neamente decimos que Cervantes encarna uno de los ejemplares más elevados de la filosofía realista. En el mundo, humanidad. En la filosofía, realismo. Doble repre­ sentación egregia la de este excelso, cuya memoria basta a cubrir y justificar por siempre el destino de su pueblo en la Historia.

E l realismo , función cultural de

E spaña

De igual modo que Cervantes explica a España, no entenderíamos a aquél sin esta. La cultura al fin no es sino un diálogo silencioso entre la raza, que en determinadas circunstancias produce ciertos hombres, y éstos con su raza. La cultura se edifica sobre tal reciprocidad y por tanto la comprensión del hacer y del

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hacerse humanos resulta manca si la tomamos en singular. Por muchísimos motivos podemos decir: Cervantes es España, pero España es Cervantes. Y al decirlo no intentamos quedarnos en el mero retruécano, de suyo miserable como todo juego de palabras, sino intentamos, con deuda y obligación intelectuales, pasar adelante y explicarnos cómo un hombre está en su raza y cómo la raza halla definición en un solo hombre. Si comenzamos preguntándonos por la obra de España en la gran época, hallaremos en el fondo de su impulso la portentosa audacia de enfrentarse con muchas fábulas, mitos y fantasías, aun cuando para hacerlo anduviese con auxilio de poderosos ensueños. Dicho sea de paso y para descargo de ella, que los ensueños que podamos achacarla no tienen nada de la fábula que es autoengaño, del mito o alquitarada creencia inconsistente, o de las fantasías que delatan el pulso acelerado de la loca de la casa; sino de sueño a ojos muy abiertos, pues la más alta acepción de ensueño significa al mismo tiempo imperativo reflejo de la vida en perspectiva, clara visión del futuro y anticipado boceto de un programa de realizaciones lentas: «Soñemos, alma, soñemos, como tradujo Calderón esta existencia programática de su pueblo.» Efectivamente, la gran vida española comienza enfrentándose con las fábulas marinas y ultramarinas amamantadas en el non plus ultra de las columnas de Hércules, límite del mundo ante­ rior a Colón. El incógnito y el más allá solían ser colmados de relatos fabulosos, merced a los cuales los espíritus disimulaban su miedo al vacío, relatos fabulosos donde pululaban monstruos de un solo ojo, enormes hombres con un solo pie y otras crea­ ciones por el estilo, especie de simulación con la cual se trataba de encubrir, además, la impotencia de robar su silencio al otro lado del mar... si es que lo tenía. Contra la fábula marina va la

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aventura española y alumbra el fondo de verdad encubierto con sombras terroríficas. Va la aventura y descubre para el mundo el espectáculo y, sobre todo, el provecho de continentes llenos de otras vidas, humanas y reales, sin fábulas, vidas de hombres con alma y cuerpo, semejantes a todos los hombres conocidos. Y si de mitos se trata, el Imperio se alza en armas contra el mito suprarracionalista escondido en los pliegues mal disimulados de la reacción de Lutero. El formidable monje, mientras insultaba a la razón, no se daba cuenta de que al predicar el libre examen, exaltaba la potencia discursiva del hombre hasta sobreponerla no sólo a la Revelación, sino al mismo Dios. Esta razón omnicomprensiva, creada por Lutero y nutrida en gran parte con las bellas abundancias renacentistas, y exaltada por un racionalismo en religión como es el Protestantismo, se halló con España y se trabó en sangrienta batalla, porque en la tierra de la Reconquista siempre se ha amado la claridad, y allí los mitos, muchos siglos antes que el monje de la célebre protesta, hallaron la dosis de cordura que los sana, reduciéndolos a dimensiones proporciona­ das, cuando no los extirpa en manera definitiva. Pero al mismo tiempo España se revelaba contra fantasías más irreales que el propio nombre de ellas. Antaño se habló mucho del Santo Imperio, del dominio universal y de otras cosas por el estilo, aun cuando sin demostrar su realidad. Tocó a España hacer un imperio de santidad, y sobre todo le tocó redondear el mundo y edificarlo para la fe cristiana. A la teórica defensa de los emperadores germanos, España opuso la defensa práctica del solio pontificio y de la jerarquía religiosa de Roma; y a los an­ helos vanos de Carlomagno y otros monarcas, sobrepasó con la incalculable obra civilizadora de capitanes, misioneros, artistas, legisladores, teólogos e historiadores que confluyeron al océano espiritual juntamente con las carabelas de Colón, porque éste no

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sólo viajó por el mar sin rutas del Atlántico, sino ante todo por el mar millonario de rutas denominado espíritu. Conquistar es obra de casi todos los pueblos grandes; pero hacer lo de España, dar sangre, y con ella idioma, cultura, legislación y arte, es llevar a cima una tarea singularísima en la Historia, y ejemplar. ¿Quién posee título de madre de naciones, ostentado por ella, en veces sin querer España, y en veces contra el querer de nosotros los ameri­ canos, hijos suyos? Las preeminencias y defensas educadoras de otros pueblos, ¿cuántas veces resultan dolorosas fantasías? Los pocos ejemplos aducidos no agotan la tesis de que el gran período español desbarató fábulas, combatió mitos y superó con la realidad a las fantasías. Con lo dicho he tratado de señalar solamente la tarea de entonces como portadora de un signo: el realismo, tanto en el anverso como en el reverso del medallón fundido por los Descubrimientos, la Contrarreforma —que fue la auténtica reforma— y el Imperio de Isabel y Carlos V. Los ejemplos deberíamos multiplicarlos si de ello se tratara, y entonces veríamos de qué modo la creencia, el arte, la vida política y la vida cotidiana son realismo neto, precisa aceptación y dominio de las cosas tales cuales son, sin deformarlas o alterarlas al antojo de poetas, soldados, monarcas o sacerdotes. Muchas veces tamaño realismo llegaba al límite más extremo, y aun así no obtenía el retroceso de la actitud española, ni en el umbral de espectáculos tan punzantes como los autos de fe. La uniformidad de tal cuadro histórico debería hacernos meditar en que España durante su alta época tuvo una función por cumplir, y ésa fue nada menos que plasmar el realismo, a más de pensarlo. Si comparásemos este gran siglo con otros de acusado síntoma realista, como el ateniense de Pericles, tendríamos para destacar algunas particularidades a favor de España. Por ejemplo: en Grecia hallamos, a pesar del predominio del alma

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cercana, corporal y euclidiana como alguien la ha calificado, hallamos brotes de tendencias opuestas, incorporales, idealistas, lejanas y negativas de las cosas en su auténtica realidad. La fábula y el mito, con sus secuelas, aparecen dentro del drama y de la filosofía y más de una vez perturban esa visión tan diáfana con que la mayoría de los griegos solía captar las cosas. Algunas situaciones grandiosas de los personajes en la tragedia nada tienen de realidad. La filosofía de Zenón de Elea, para no citar sino una, defiende postulados tan irreales como el estatismo de lo dinámico, la inmovilidad del movimiento, y eso con auxilio de metáforas: basta recordar la de Aquiles y la tortuga, la de la flecha en el espacio y algunas más por el estilo. Si buscásemos en otras reconditeces daríamos con una poesía lírica no exenta de irrealidades, en donde más de una vez el subjetivismo, que debe ser realista por necesidad ideológica, pues florece en lo hondo de la vida —la fundamental realidad para cada hombre—, más de una vez daríamos con un subjetivismo apoyado en las muletas del mito o de la fábula. Si interrogamos a la cultura española hallaremos siempre el mis­ mo son: realismo. Realismo por doquiera, expresión de vida, y vida sentida y vivida con plena responsabilidad. Los hombres sabían cuánto hacían, no ignoraban el juego del hombre con los seres, pues si él desconoce las cosas, las deforma o las niega, se halla al cabo desorientado entre las mismas; o, en otros térmi­ nos, no sabe cuanto hace y pierde el juego. Ni en ciertos brotes casi exóticos en el medio intelectual hispánico, como en los Diálogos del Amor de León Hebreo, escritos en Italia en lengua italiana y luego traducidos al castellano por el Inca Garcilaso de la Vega, ni allí recogemos la más leve negación de las cosas. Recordemos de pasada que este Hebreo —Judá Abarbanel por nombre propio— es quien más se acerca al platonismo de

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Platón, y digo así por haberse falsificado mil veces esta filosofía. Pues ni León Hebreo, participante de la doctrina de las ideas existentes en sí, según la enseñanza del griego iluminado, estruja o deforma la realidad, antes bien la acepta bella y humildemente como debe hacerse con los pétalos o con el rocío. Es que Abarbanel profundizó el pensamiento de su maestro, hasta saber cómo las ideas de Platón, los arquetipos, por lo que poseían de ser en sí, antes de constituir idealismo, constituían un realismo de las ideas. Y cómo no ponderar lo español brotado en España. Tomemos lo que aparentemente menos puede favorecer a la tesis realista: la mística o mística teología como la denominaron sus cultivadores. ¿Qué es esta mística, no solamente la del Siglo de Oro, sino toda ella, desde Raimundo Lulio, desde Ben Gabirol, desde más atrás, todo lo pretérito que podamos ir en este sendero? ¿Pues qué? Realismo, ni más ni menos, aun cuando tal cosa nos suene a paradoja. Nos contentaremos con una observación, una solamente: en España no se ha dado un solo místico en quien amor y sendero de amor no se hayan identificado; en otras palabras, no se ha dado un escritor de esta naturaleza en quien la necesidad de expresar los caminos del alma, al par de los estados de ella, no se haya presentado en forma imperativa. Todos los místicos realizan entre el bosque de sus imágenes una misma tarea, ejecutan en maneras distintas idéntica labor: la topografía del alma enamorada, del alma plenamente poseída de la realidad de Dios, con Quien dialoga, a Quien ve y trata como a otro de los seres circundantes. Y por esta razón la mística española es fuente documental de estados de alma, lo cual no cabría asegurar, si el realismo no se hubiera consustanciado con ella. En este mar del realismo, ¿qué papel le toca a Cervantes? Porque nuestro intento capital fue establecer correlación entre

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este hombre y su España. Para eso hemos de recordar que la Península, desde fines del siglo XV, vio asomar una nueva forma de vida histórica, concatenada naturalmente con las formas anteriores, pero específica, del mismo modo que la edad plena del espíritu en un hombre ofrece caracteres nuevos aun cuando no desconectados de la vida anterior del joven, del adolescente y del niño. España entró entonces en la fuerza espiritual que convierte la Historia en biografía de excelsos personajes, lo cual no constituye rareza, pues toda plenitud cultural es suma de vidas egregias. La realidad histórica, en tales épocas, se realiza en la vida y en el nombre de personajes levantados sobre la masa. El camino seguido por los pueblos, de la insipiencia a la alta cul­ tura, resulta muy parecido al de la formación del personaje sin­ gular: desde el peldaño en cierto modo caótico de movimientos mecánicos, el niño avanza, se organiza plenamente y adquiere un tipo psicológico sobre el cual se fundará definitiva y propia la persona en el sentido más hondo de esta palabra. Entonces el hombre, de animal colectivo y biológico pasa a ser singular y biográfico en mérito de la adquisición de tales límites o contor­ nos peculiares, capaces de volverle diverso de sus semejantes, con quienes no deja de parecerse mucho, pero de quienes dista así mismo en proporciones cada vez mayores. Y decimos que hay más personalidad en tanto esa distancia se ha acentuado de ma­ nera más visible. Cosa pareja sucede con los pueblos: al orden cósmico y etnográfico, base material de la Historia, sucede la organización biológica, especie de troquel donde se funde el tipo nacional; y sólo sobre éste alcanzan a modelarse la cultura propia y los personajes con posibilidad de realizarla. En las épocas de plenitud se acentúa el tipo nacional sin detrimento del proceso histórico y sin que ocurra ningún encantamiento o clausura, pues se destacan fuertemente

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los egregios, sus cabezas descuellan como estandartes y, cosa rara aunque muy natural, se multiplican los sujetos de gran talla histórica. Y del modo como la personalidad en sentido ético no se divorcia del pasado de cada hombre singular, aunque no deje de distanciarle de sus semejantes, la plenitud cultural se da gracias a las diversificaciones de los personajes que, cada uno por su vertiente propia, confluye al mar histórico en donde le tocó depositar su tesoro. El conocido principio de la unidad concordante con la variedad aparece no sólo en la obra orgánica o artística, sino principalmente en la Historia, máximo organismo y arte supremo. De tal guisa se cumple la vinculación de los grandes hombres con sus épocas respectivas, vinculación natural por el ancestro, y ética por la capacidad de dar figura externa a los anhelos más profundos del consorcio humano dentro del que viven. No puede ser grande para su pueblo sino el hombre capaz de retomar la vida colectiva en sus fuentes, con el propósito de imprimirla un movimiento ascensional de largo alcance, de hacerla sobresalir del nivel de existencia común, y de ejecutar dicho esfuerzo natu­ ralmente, o sea sin falsificar el tipo histórico y sin renegar de la paternidad de los antecedentes. A más del diálogo de ciertos hombres con su raza, en el secreto de la cultura existe un abrazo del protagonista singular con el protagonista colectivo, éste huérfano de palabras y aquél dotado de verbo y acción definitorios. Y en el fondo de la cultura hispá­ nica, uno de esos grandes diálogos silenciosos ha entablado la intimidad de la raza con Cervantes. Calderón, que la vio y habló con ella acerca de algunas honduras, definió a España o la puso límite en su profundidad. Cervantes, que habló con aquella mis­ ma interlocutora, íntima y enorme, trató acerca de temas de la vida cotidiana, no pudo menos que dar en el realismo, y por tal

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motivo nos entregó la definición de España, de esa a quien cupo el papel de personera de la filosofía realista y el papel de soldado defensor de las cosas —grandes y pequeñas— en las lides de la Historia y del pensamiento.

C ervantes y el realismo español Tenemos al novelista enseñoreado de un sitial muy alto, en el momento preciso en el cual la historia peninsular se convierte en síntesis de biografías insignes. ¿Cómo y por qué ocupa este puesto? He allí una curiosidad desprendida del hecho de ver a Cervantes donde le vemos, y para satisfacerla no emplearemos el sistema de la crítica simplemente literaria. Con respecto a esta técnica nos detendremos en una breve consideración. Para nosotros, los sujetos egregios no se presentan del mismo modo que los vulgares. La actitud general hacia éstos suele manifestarse uniforme, sin cambios y sin problemas: los amamos o los odiamos sin que nuestras pasiones constituyan enigma, pesadilla o tortura. Con los egregios observamos otro comportamiento: los aclamamos primero y luego los odiamos, aun cuando a veces procedamos en contrario; pero siempre acabamos concediéndoles generosamente una hora de tormento, siquiera una, para demostrarles que nuestra animosidad tanto como nuestra simpatía son capaces de esgrimir, por igual, un abultado conjunto de instrumentos supliciatorios, buidos en la crítica. Después, como final de escena, determinamos calificar de inmortales a los pocos afortunados de recia complexión, cuyas carnes salieron ilesas de una máquina montada con esmero cruel. La crítica racional, la implacable deidad lógica, la crítica de escuela y documento, mil veces ha trazado estos caminos retorcidos, senderos a la inversa por donde, lejos de caminar los vivos, hacemos deambular a los muertos. ¿Qué motivos

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determinan emprender faenas tan irrespetuosas? Acaso la ley del menor esfuerzo ande por en medio y nos deje regalonamente sentados en postura cómoda aunque falsa, y en espera de que las personas o las cosas de la Historia nos vengan de visita. Cualquier conocimiento justo obliga a caminar a redropelo y re­ montar el tiempo, evitando en todo instante causar molestia a los muertos. Pues si se ha de hablar con verdad, generalmente llámase Historia a cierta inexplicable necrofilia, a cierta técnica de remover cadáveres o hacer que ellos se remuevan hasta que­ dar colocados en situación agradable a nuestra razón. Como si la verdad de los hechos fuese siempre cuanto nosotros deseamos obtener, o como si la verdad de los hechos no fuera casi siempre lo contrario, lo descubierto al visitar desinteresadamente los re­ cintos del pretérito. Cervantes fue víctima escogida de tal crítica. Durante décadas, por no decir siglos, los dómines se han conjurado en tributar­ le alabanzas y en practicarle expurgos tan impertinentes como el del Cura y el Barbero a la biblioteca de don Quijote. El pobre Cervantes alcanzó la inmortalidad sólo cuando el criticismo dia­ léctico de los verdugos no logró triturarle. Pero al mismo tiempo Cervantes es un egregio a quien debemos mirarle en su posición propia, no importa si quitándole muchos epítetos inútiles, acumulados sobre él por la admiración falsa. Debemos mirarle acomodándonos a él y a su medio, sin miedo a empequeñecerle, porque siempre saldrá ganando. Será bueno que comencemos preguntándole, ex abrupto, algunas cosas un poco íntimas y generalmente incontestadas por los artistas. Digamos a Cervantes: cuantos crean o piensan, ¿lo hacen por sí solos? ¿Los hombres grandes son los que son, o representan el ser colectivo? ¿La existencia egregia es un género de vida singular, unitario y simple, o se da únicamente sobre la

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vida de la multitud y, más aún, sobre la compleja disparidad de ésta? Puede que al proceder con tales cuestiones, y esto es lo más seguro, disminuyamos lo comúnmente llamado fama, prestigio u originalidad de los egregios; pero, y esto es seguro también, al hacerlo menguamos la dimensión individual a trueque de ensanchar al personaje hasta las latitudes de su siglo. Al mermarle fama u originalidad, disminuiremos literatura; y al ensancharle hasta los linderos de su tiempo, le regalaremos vida. ¿La creación cervantina es exclusiva de Cervantes? No. Inves­ tigadores modernos, movidos por hondos anhelos de vida, han destacado el aspecto colectivo del Quijote. Menéndez Pidal descubre el camino realizado por el Romancero junto al caballo del Ingenioso Hidalgo; señala el paso del cantar popular, lírico y heroico, en los ensueños de Cervantes, como estela de inspiración muy sensible y como lazo innegable entre la genialidad del escritor y las hondas emociones de su pueblo. Entre don Miguel, soldado o burócrata, dramaturgo o novelista, impulsivo o fracasado, y el pueblo de España, hay un cordón umbilical por donde va la savia, el jugo que vivifica y mantiene lozana la siembra cervantina. El mismo maestro y eminente reconstructor de las cosas de España, Menéndez Pidal, ha descubierto cómo don Quijote no aparece en bloque y no nos es dado plenamente desde el comien­ zo, sino va depurándose, adentrándose poco a poco en el alma de su pueblo, definiéndose en virtud del moroso usufructo realizado por Cervantes en la cantera legendaria y tradicional, anterior a la gestación del Caballero Manchego, tanto que sólo al fin de la Primera Parte del libro don Quijote se presenta nítido y recreado por la genialidad del novelista. Esto implica dos cosas, según mi entender. La primera que como ser real y vivo, don Quijote no está dado, no constituye un dato, no viene concluso y definitivo en la conciencia de su creador, sino

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que el mismo Caballero va edificándose libremente a lo largo de su existencia y sin que Cervantes pueda, ni trate de impedir, el curso de una locura multifásica y humana. Si don Quijote fuese un preconcepto, Cervantes no nos contaría las mil contradiccio­ nes acaecidas en el alma de su héroe, sino al contrario, en el curso de la biografía del Aventurero, seguiría la lógica impertérrita de una idea o de un preconcepto que se autodesarrolla, por sí y en sí, sin atender a las tortuosidades de la vida, la cual en su más íntima y secreta esencia lleva el terrible fermento de la libertad, por tanto de la imprevisión y, en este caso concreto de Cervantes y su biografiado, la contradictoria conducta de un personaje cuya pertinacia habría descorazonado cien veces a otro escritor. Pero éste era hombre vital como su héroe, y su gran espíritu no daba para miedos lógicos o temores dialécticos, ínfimos de suyo si se los compara con los supremos planteados por la vida, el amor, lo desconocido y Dios mismo, primordial temor de donde arranca la sabiduría existencial. La segunda cuestión implicada en el lento desarrollo de don Quijote se desprende del hecho de que el personaje no es una creación vacía, sino una colaboración espiritual entre el medio y el intérprete, o sea, entre el medio hispánico del Siglo de Oro y su definidor, Cervantes. Qué amable el espectáculo de este novelista filósofo, echado a sugerente dogmatizador, aunque sin dogma­ tismos, inclinado sobre el panorama de su raza, bebiendo lenta­ mente el licor esencial de ella, el jugo emotivo de su pueblo, para dibujar luego después la fisonomía aprehendida de incontables horas de comunión. ¿Quién restará originalidad a don Quijote por resucitar el roman­ ce de Durandarte y su amigo Montesinos; o por suplantarse al protagonista del romance del Marqués de Mantua; o por echar mano, a cada paso, del cancionero popular? ¿La originalidad, en

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el más hondo sentido, en el que debemos atribuir a la fuente ori­ ginal, no estuvo precisamente en eso? De otro lado, ¿el drama español, por mandato del alma nacional, no hacía lo propio? El caso era que España se sentía ella misma, a plena conciencia se holgaba en conocerse y, sonriente o dolida, aceptaba las defini­ ciones dictadas por el drama, los Concilios y las otras enseñadas por Cervantes. Para España ambas cosas eran iguales: el Concilio Tridentino y el Ingenioso Hidalgo nacieron en la misma vena, se hincharon con la misma sangre y calzaron espuela para análogas caballerías. Don Miguel de Unamuno lo vio con mirada precisa, cuando en su Vida de don Quijote y Sancho reconstruyó la histo­ ria cervantina enredándola en la vida del Santo Caballero Ignacio de Loyola. El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha no es obra de imaginación. Cervantes nada imaginó. Se limitó a historiar en tercera persona, en supuesta persona, la realísima historia de su siglo. ¿Acaso algunos cervantistas no han dado por encontrar en documentos de la época la vera efigie del Cura, del Barbero, de Sancho, de Dulcinea, del Ama y la Sobrina, y la magnífica del Caballero Busca Pleitos? Consciente o inconscientemente algu­ nos cervantistas se han dedicado a historiadores y, por cierto, tienen la razón. Don Quijote fue un personaje de carne y hueso, más todavía, una persona de espíritu y ensueño, trashumante o dormitante en cada español del Siglo de Oro. Y conste que no voy sino anticipando algo que diré después, cuando demuestre cómo las creaciones intuitivas poseen realidad, cómo los personajes creados por los artistas intuitivos, digo creados y no imaginados, viven con mayor vida que aquellos cuyo nacimiento consta en una vulgar partida de registro civil. Las verdaderas creaciones in­ tuitivas viven por esos cientos y miles de sujetos sin historia, cuya existencia jamás alcanza nombre y fama, y allí está el secreto de ellas, el fecundo secreto que va escanciándose gota a gota.

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Y aquí podemos anotar cómo, lejos de la crítica simplemente li­ teraria, sin haber torturado a Cervantes, hemos comprendido en algún modo por qué ocupa un sitial tan elevado. Desde luego no será en virtud de la supuesta original invención del Quijote, eso vale muy poco, pues cada vez vemos marchar al olvido miles de creaciones originalísimas y sin precedentes, mientras sentimos durar ciertas imágenes, muy pocas desde luego, meras copias al parecer, pero en cuyo seno descansa la vida, detenida si se quie­ re, para no decir inmortalizada. Un buen día, en esos calmosos días de la cincuentena, don Quijote enloqueció de pura madurez de espíritu, como ha des­ cubierto Unamuno. Y Cervantes, también en uno de esos lentos días de la cincuentena, salió para su última aventura: fue camino de su raza, se entendió con ella luego de buscarla por todos los campos de Montiel, los visibles y los invisibles, y en pago de la aventura la solicitó un grano de esa perennidad que toda raza guarda en su seno. Obtuvo lo solicitado y con tal ingrediente, con esa arcilla, moldeó un tipo de hombre a quien sopló con el soplo español y le mandó vivir como todos los españoles que han sido y serán después. He allí la obra cervantina: no es más, pero tampoco es menos. Y no es más por cuanto don Miguel de Cervantes nunca anduvo divorciado de la realidad; ni es menos porque en la cabeza de él cabe un mundo, como en la cabeza de Cristóbal Colón.

N o ta :

’ Textos tomados de: Gabriel Cevallos García. Obras completas. Banco Central del Ecuador, Cuenca, 1987-

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Aurelio Espinosa Pólit

N ota biográfica ste escritor y notable polígrafo ecuatoriano nació en Quito el n de julio de 1894 y murió en la misma ciudad el 21 de enero de 1961. Perteneció a la orden de los jesuitas. Se formó en Inglaterra, Francia e Italia, países en los que cursó Humanidades Clásicas. Tuvo un conocimiento amplio y profun­ do de la cultura greco-romana, así como del griego y del latín clásicos, del francés, catalán e inglés. Fruto de ello son sus ver­ siones al castellano de las obras de Sófocles, Horacio y Virgilio. Maestro reputado. Ejerció la cátedra de humanidades clásicas en el Colegio Loyola de Cotocollao y en el noviciado jesuíta de San Gregorio Magno, ambos en Quito. Pedagogo e innovador en la di­ dáctica en literatura, biógrafo, poeta, crítico literario y ensayista. Emprendió en múltiples proyectos literarios en trabajos eruditos y en la publicación de los clásicos ecuatorianos. Buena parte de su tiempo lo dedicó a recopilar bibliografía y manuscritos en ries­ go de desaparecer de autores nacionales, material riquísimo con el cual formó la Biblioteca Ecuatoriana, el más completo patri­ monio bibliográfico sobre temas nacionales que existe en el país y que hoy se lo puede visitar en la casa jesuíta de Cotocollao. Uno de sus proyectos bibliográficos más importantes fue la dirección de la Biblioteca Ecuatoriana Mínima en 29 tomos, colección pu­ blicada en México en 1960. Fue fundador y primer rector de la Pontificia Universidad Católica de Quito.

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O bra literaria En la extensa y variada obra literaria de Aurelio Espinosa Pólit se aprecian tres aspectos: a) Ensayos. Escribió numerosos en­ sayos de crítica e interpretación literaria, de carácter pedagógi­ co y sobre temas religiosos, b) Obra poética, c) Traducciones al castellano de los clásicos griegos y latinos y de autores ingleses y catalanes. Al primer grupo pertenecen, entre otras, las siguientes obras: Virgilio, el poeta y su misión providencial (1932). La ascen­ sión espiritual de la crítica virgiliana: tres sonetos (1933). El bimilenario de Horacio (1935). Musicalismo en Virgilio: cua­ tro versos de las Geórgicas (1937). Síntesis Virgiliana (1960). Dieciocho clases de Literatura (1947). Varios estudios críticos publicados como prólogos en diversos volúmenes de la Biblioteca Ecuatoriana Mínima, entre ellos: José Joaquín Olmedo; Los dos primeros poetas coloniales ecuatorianos (Antonio Bastidas y Juan Bautista Aguirre); Los jesuítas quiteños del extrañamien­ to. Además, una recopilación de ensayos titulada: Temas ecuato­ rianos (1954). Al segundo grupo pertenecen sus libros de poesía lírica: Alma adentro (1938). Del mismo laúd (1941). La fuente intermitente (1946). Alzando el velo al silencio. En tercer lugar están sus trabajos de traducción al castellano. Traducciones del griego al castellano: Tres tragedias de Sófocles: Edipo rey ( 1945 ). Edipo en Colono (1936) y Antígona (1955). Traducciones del latín al castellano: de Horacio: Odas, Épodos y El canto secular. De Virgilio: Las Bucólicas, Geórgicas y Eneida CPublio Virgilio Marón, Obras Completas. Edición bilingüe. Biblioteca Áurea. Ediciones Cátedra. Madrid-Barcelona, 2003).

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Aurelio Espinosa Pólit

Del idioma inglés tradujo de Francis Thompson El lebrel del cielo (1948). Del catalán, el poema: La vaca ciega de Joan Maragall.

J uicio crítico Hacia 1950, cuando Isaac J. Barrera daba por concluido el tercer tomo de su Historia de la literatura Ecuatoriana, consideraba la obra de Aurelio Espinosa Pólit, «jesuita sabio, modesto y afable», como la «de mayor sustancia en nuestras letras y en estos días». Aparte de sus traducciones de Sófocles, Horacio y Virgilio y que, en el mundo literario, pasan por ser de las mejores que pueden encontrarse en castellano, la obra crítica de Espinosa Pólit es de las más sólidas, eruditas y acertadas. Sus análisis y juicios críti­ cos sobre la poesía quiteña del siglo XVIII, Juan Bautista Aguirre y Olmedo constituyen referentes indispensables para quien de­ see conocer los procesos literarios de fines de la Colonia e ini­ cios de la República. Una de sus obras que ha ganado merecido aprecio internacional es Virgilio, el poeta y su misión providen­ cial. Valentín García Yebra, uno de los virgilianistas españoles contemporáneos y de mayor autoridad, señala los méritos que posee Espinosa Pólit como crítico y traductor de Virgilio: «un buen conocimiento de la lengua original, espléndido manejo del castellano; perfecta familiaridad con el tema tratado, su amor a la tarea de traducir»1. Acerca de su obra poética, Alejandro Carrión opinó: El P. Espinosa, además de erudito y crítico, de traductor y maestro, de latinista y helenista, de historiador de la literatura ecuatoriana, es un notable poeta que llega al humilde murmullo de la nota mística más encumbrada, con una admirable sencillez de técnica. No sufrió nunca inquietudes por los afanes vanos y superficiales de la forma o el alarde metafórico. Cultivó la poesía ceñido a las doctrinas clásicas; sus versos

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Literatura del siglo x x son como los que pueden leerse en los grandes poetas castellanos, pero la emoción lírica es propia del poeta y es de alta calidad2.

Raúl Vallejo resume la postura estética de este autor con estas palabras: «Para el P. Espinosa Pólit, el arte, en general, juega un papel de primer orden en la formación de la conciencia nacional que él la llama “tradición asimilada por cada uno y convertida en fuerza psicológica unificadora”3, llegando a la conclusión de que el arte «recoge, interpreta, idealiza y transfigura, amalgama y sintetiza, da vida concreta imperecedera a todos los aspectos característicos de la vida nacional»4. Siendo, como fue, el más destacado crítico literario de su tiempo, Espinosa Pólit basó su trabajo en conceptos y métodos de interpretación de la obra y cuyos principios los ha resumido acertadamente el escritor Raúl Vallejo: Justamente por su postura ética, Espinosa Pólit, reclama para la crítica la búsqueda de los valores humanos de las obras y recalca la necesidad de no ir con juicios preconcebidos puesto que atentaría contra la posi­ bilidad crítica, sino el ceñirse al texto como fuente de todo valor: estos valores supremos están en el campo humano, y ellos son los que importa descubrir, estudiar, desentrañar y calificar, no por procedimientos abs­ tractos ni análisis ideológicos sino por inmersión en el texto...5.

De ahí que el método del crítico sea la lectura textual, verso por verso, en el caso del Lebrel del cielo, señalando que las referencias no son más que eso, simples anécdotas y que, tomando en cuenta los aspectos literarios y poéticos, al crítico deben importarle los poéticos puesto que «lo literario tiene modas; la poesía no»6. Así lo demuestra en su traducción y edición crítica de Antígona y de Edipo. El crítico, para Espinosa Pólit, «no es ni padre ni juez»7, no cabe en él la fría objetividad del juez preocupando ante todo de la imparcialidad, pues esta le impediría la plena comprensión; no cabe tampoco el cálido y ciego afecto paternal,

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Aurelio Espinosa Polii

que irremediablemente le encubriría los lunares de la realidad8. El crítico tiene que leer una obra poética con mentalidad poética9, tiene que vivir la literatura que critica, entrar en un proceso de identificación con el autor y su obra, buscando la realidad desde su mismo punto de vista, y al mismo tiempo debe procurar no entregarse totalmente a estas impresiones que pierda la plena seguridad de juicio con que justipreciar el valor estético de la obra o del conjunto de obras que critica10, j v N otas : 1 Virgilio.

Obras completas. Navarra: Cátedra, [s. f.]. 2 Diccionario de la literatura latinoamericana. 1962. 3 AEP, Temas Ecuatorianos, «La tradición nacional en el arte religioso ecuatoriano» (Cotocollao: De. Clásica 1954)- pág. 179-

Ecuador: Unión Panamericana,

4Ibíd., págs. 179-180. 5AEP. Síntesis Virgiliana. Quito: La unión católica, 1960, pág. 21. 6AEP. Olmedo en la historia y en las letras. Quito: Clásica, 1955, pág. 115. 7 Temas. Ob. cit., pág. 172. 8Ibíd., pág. 156. 9AEP. Antígona (traducción). Quito: Clásica, 1955, pág. 156. 10Vallejo, Raúl. Disponible en http://wjvw.raulvallejo.com/ B ibliografía sobre el autor :

La medalla «Honorato Vázquez» y el Libro «Virgilio, el poeta y su misión providencial. Quito: Editorial Ecuatoriana, 1935. Barrera, Isaac J. Historia de la literatura ecuatoriana. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1960. Romero Arteta, Oswaldo. Bibliografía de Aurelio Espinosa Pólit S. I. Quito: Don Bosco, 1961. En torno a la traducción. 1983 El humanista ecuatoriano Aurelio Espinosa Pólit.

García Yebra, Valentín. Miranda Rivadeneira, Francisco. México: J. M. Cajica, 1975-

Madrid: Gredos,

-

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Cuarta clase Tres campos de educación literaria y dos ejercicios esenciales* 21 de agosto de 1945 (Fragmento)

Los TRES CAMPOS DE LA EDUCACIÓN LITERARIA Una vez persuadidos de la necesidad de dar un carácter prácti­ co a los cursos literarios, dos cuestiones importantes debemos considerar, cuestiones que se compenetran y se complementan: la primera, cuál es el campo en que actúa la Literatura para pro­ ducir su fruto específico en la educación integral del alumno; la segunda, cuáles son los ejercicios prácticos con que este fruto específico se puede lograr. La primera responde a la pregunta: ¿Qué pretende dar al alumno la Literatura?; la segunda es esta otra: ¿Cómo produce estos resultados? Abordando la primera cuestión, creo que la podemos dejar satis­ factoriamente resuelta señalando a la obra educadora de la Lite­ ratura un triple campo: el campo estético, el campo técnico y el campo psicológico. El educador trabajará con sus alumnos para guiar sus primeros pasos por el mundo de la belleza, para ejerci­ tarlos en el arte difícil de la expresión hermosa, y para iniciarlos en los problemas complejos de la psicología planteados en forma práctica en las grandes obras literarias.

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Inútil advertir, por evidente, que estos tres campos no están estrictamente divididos, que toda composición artística se presta a ser estudiada con referencia a cualquiera de estos tres puntos de vista, que muchas veces se podrán y deberán entremezclar todas tres en una misma explicación de clase. La triple división tiene, sin embargo, la utilidad de permitir la consideración sucesiva de diversos pasos, necesarios todos, para la educación literaria completa.

C ampo estético : percepción de la belleza Y lo primero es iniciar a los jóvenes en el mundo estético, es de­ cir, despertar en ellos el sentimiento de lo bello. Despertar digo, no crear, pues hay en el hombre una predisposición innata para la percepción de lo bello, predisposición que sólo necesita recibir impulso adecuado, para entrar espontáneamente en acción. Hay, pues, que poner al niño y al joven en la ocasión de manifestar esa disposición innata, ponerle frente a la belleza para ver cómo reacciona, qué alcanza a sentir de ella, qué acierta a discernir en sus propias emociones, cómo las explica, cómo las juzga, cómo las vive. Hay que darle normas objetivas, no tanto por reglas teó­ ricas, cuanto por comprobaciones concretas en modelos puros de belleza; hay que ayudarle a formar su criterio estético, encauzar, enderezar sus primeros juicios personales acerca de la belleza li­ teraria con que ha llegado a conmoverse en sus lecturas. Podrá alguno, en esta invasión universal de materialismo, poner en duda la utilidad de esta iniciación estética, la importancia de despertar en los jóvenes esta inquietud. ¿No será la belleza un aspecto totalmente secundario en la vida?, ¿una de esas ocupaciones gratuitas e infructuosas que no traen consigo

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ningún provecho positivo? —No, jamás pudiéramos, nosotros educadores, rebajarnos a este criterio utilitarista. Nosotros encargados de elevar el ánimo de nuestros alumnos a todo plano de grandeza, de ideal, de altivez moral y de pureza, no podemos deprimirlos y matar en ellos ese germen de aspiración a lo noble y bello, que es patrimonio de la juventud. El aprecio, el amor de la belleza es parte integrante de toda cultura, es flor de civilización. Para el pueblo helénico, el que cimentó sobre criterios inconmovibles y realizó ejemplarmente el concepto de la vida civilizada, la belleza era una necesidad. La ponían en todo, aun en los utensilios más humildes de la vida, en la alfarería de sus despensas, en sus jarras y lecitos, orgullo ahora de los museos de las grandes capitales. La vida moderna ha amortiguado esta necesidad de belleza y ha logrado imponer la fabricación en serie de artefactos sin más miras que la utilidad inmediata; no ha podido, sin embargo, eliminar del todo la importancia del factor belleza, y para ella y por ella debemos educar a nuestro alumnos, si queremos darles aquella cultura integral, que es fruto de la Segunda Educación.

C ampo técnico : capacidad de expresión El segundo campo en que actúa la formación literaria es el que hemos llamado técnico, y versa acerca del aprendizaje de la ex­ presión literaria. Hemos de enseñar a nuestros alumnos a expre­ sarse bien, a escribir y a hablar bien. No tanto se trata de dar­ les reglas de buena composición o de buena dicción cuanto de formar en ellos hábitos literarios, que desarrollen su capacidad para la expresión hermosa. Ya tuvimos ocasión de ver la enorme trascendencia que tiene esta capacidad para el éxito en la vida, capacidad que cuando se universaliza en una nación, como en

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Francia, llega a darle un predominio en el orden espiritual que por ningún otro medio se alcanza. Como el tratar adecuadamente de práctica tan compleja y difícil requeriría muy detenida aten­ ción, habremos de dejarlo para ocasión mejor, y sin entrar en pormenores técnicos, dejando únicamente indicado este segun­ do campo de tan amplio trabajo, pasamos enseguida a apuntar el tercero, en que se verifica la acción de la Literatura.

C ampo psicológico : conocimiento del ser hum ano Privilegio suyo es el ser el espejo más cabal en que se refleja la vida humana, tal cual es. La Literatura viene, pues, a ser el terre­ no de observación más propicio para estudiar la vida humana, la psicología práctica sobre todo. Las grandes obras literarias en el curso de los siglos han pintado todas las situaciones imaginables, han planteado todos los problemas concebibles. Aquí es donde el niño primero, y mucho más el joven, pueden iniciarse en las grandes realidades de la vida, y, ayudado de maestros experi­ mentados, empezar a sondear los misterios del corazón humano. Iniciación estética, iniciación literaria técnica, iniciación psico­ lógica, triple campo de acción, triple aspecto de formación activa para el curso de Lengua patria y de Literatura que se extiende a lo largo del Bachillerato.

N o ta :

' Texto tomado de Dieciocho clases de Literatura. Academia Ecuatoriana de la Lengua, Quito, 1947.

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Capítulo séptimo Originalidad romana* (Fragmento)

Rene Joliannet, en un hermoso estudio escrito con ocasión del Bimilenario, después de recordar los extraños procedimientos de imitación rival que acabamos de exponer, llega a la paradójica conclusión de que ese círculo férreo en que los convencionalis­ mos de la época encerraban a los ingenios, sirvió precisamente para dar todo su ímpetu al vuelo de los más privilegiados. «Con semejantes normas directivas, dice, no podían sobresalir sino las originalidades macizas, absolutas, inconscientes y por lo mismo desbordantes. Para superar tales trabas hacía falta una alma real­ mente superior, un arte sin par. Tal fue evidentemente el caso de Virgilio.» Su obra, en efecto, produjo en sus contemporáneos una intensa impresión de novedad. Nuevas las Bucólicas, que sacaban a la poesía erudita del estrecho callejón del alejandrinismo y hacían resonar una música desconocida, exquisitamente juguetona y tierna: molle atquefacetum, como la caracterizó Horacio. Nuevas las Geórgicas, con su visión al mismo tiempo tan realista y tan divinamente ideal del campo —divini gloria ruris—, con su clamor de alarma y su himno de esperanza. Nueva la Eneida, libro sagra­ do en que Roma aprendió la santidad de su origen semidivino y la alteza de sus destinos inmortales.

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Para los contemporáneos estaba, pues, resuelto el problema que nos intriga, pues con todas sus imitaciones la obra virgiliana se les hacía nueva. Pero no es esto lo admirable, sino que esta im­ presión de novedad se haya perpetuado. Allí están para probarlo veinte siglos de fidelidad, en que, unas tras otras, sesenta gene­ raciones han ido a Virgilio, leyendo y releyendo sus poemas con aquel lungo shidio egrande amore que decía Dante, hallando en ellos un manantial de aguas cristalinas que nunca pierde su pri­ mitivo frescor. La explicación de este fenómeno no la hallaremos en un estudio fragmentario y unilateral del poeta. Es indispensable reaccionar contra la estrechez de miras de una crítica puramente literal, en la que invenciblemente tiende a circunscribirnos la controversia sobre la imitación. Nuestro campo de visión debe ensancharse y abarcar en su conjunto la obra del Mantuano; y si algo en adelante ha de atraer preferentemente nuestra atención, no será el estudio de la forma, ni siquiera el de las fuentes de la poesía virgiliana, sino el de su espíritu. Virgilio no es un texto, materia prima para elucubraciones de críticos y filólogos; es un hombre que habla a otros hombres, es un corazón que se entreabre, una alma que vi­ bra melodiosa en los versos, vinculando a las mágicas cadencias sus intuiciones e íntimos afectos, sus alegrías, sus dolores y sus ensueños. Quien no vibre al unísono con ella, ¿cómo se imagina comprender a Virgilio? La crítica es ante todo una sintonización. ¡Comprender a Virgilio! ¿Habrá problema que se presente a un tiempo más complejo y más atrayente? Pues ¿qué mayor atractivo que la esperanza de hallar una clave para esos secretos —viejos de veinte siglos, pero, en gran parte, secretos aún indescifrados— de la poesía virgiliana? Y a su vez ¿qué complejidad mayor que la de los hilos sutilísimos que envuelven al poeta y estrechamente le ligan con toda la historia psicológica y literaria de su época?

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Si, pues, queremos llegar al conocimiento del alma de Virgilio, e interpretar por ella el misterio de su profunda novedad y peren­ ne juventud, empecemos por el estudio del ambiente histórico y literario de su tiempo. Y, ya que rancios prejuicios se oponen a la enunciación misma de la tesis de una verdadera y estricta origi­ nalidad en Virgilio, tomemos el agua de más arriba, y veamos lo que nos responden los hechos, si los interrogamos sobre la origi­ nalidad de la literatura romana. Una de las oposiciones más marcadas que se pueden señalar en­ tre el pueblo griego y el romano, al subir cada uno de ellos al apogeo de su hegemonía política —el siglo V antes de J. C. y el I respectivamente—, es que, cuando llegó Grecia a esta cumbre, hacía siglos que estaba en posesión de dos poemas geniales, y con maravillosa fecundidad había acrecentado con incontables obras maestras aquel patrimonio inicial; mientras que Roma, en la hora en que el triunfo final sobre Cartago y Macedonia le aseguraba el dominio del mundo, no estaba lejos de los primeros balbuceos de la infancia literaria y no había aún producido cosa alguna que mereciese un puesto, por humilde que fuera, en la literatura universal. Convertida en poder mundial, le apremió la necesidad de una cultura proporcionada a su grandeza. Dotada por Dios de incom­ parables cualidades de acción, y al mismo tiempo de una facultad de asimilación tan flexible como poderosa, sentía en cambio la falta de instinto creador en la expresión de la belleza; había me­ nester impulso y modelos, y ambas cosas las halló principalmen­ te en la cultura griega. A gloria de Roma hay que reconocer que su conquista del mun­ do literario fue tan rápida y avasalladora como sus fulminantes invasiones de pueblos y reinos. Entre Livio Andrónico y Virgilio,

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entre las balbucencias y el canto divino, entre el tosco saturnio que traduce a tientas la Odisea y el hexámetro alado de la Eneida, no median doscientos años. ¿Qué literatura tuvo jamás tan estu­ pendo desarrollo en dos centurias? Un célebre pasaje de Horacio, entendido y citado las más veces fuera de su contexto, ha dado pie para una explicación simplista de estos orígenes de las letras latinas: Graecia capta ferum victorem cepit, et artes intulit agresti Latió. (II Epist. i, 156-157)

«Grecia cautiva cautivó a su rudo vencedor, e introdujo las ar­ tes en el agreste Lacio.» Esto es sustancialmente verdad, pero no toda la verdad, más aún, es una verdad que se presta a un grave engaño. La influencia educadora de Grecia no fue una imposición a un pueblo hasta entonces semibárbaro e iliterato; no fue una intromisión tan absorbente que en Roma iniciara, por decirlo así, una rama de la literatura griega en lengua latina. Pensar así es ignorar por completo el carácter étnico del pueblo romano. No hubo tal absorción de las letras latinas por las griegas. Ni ¿cómo hubiera podido haberla, estando éstas como estaban moribun­ das? Esto es lo que se ha olvidado demasiado. Los maestros que iniciaron a los Romanos en el arte divino no fueron Píndaro, Só­ focles o Aristófanes, fueron los Alejandrinos; y la escuela alejan­ drina, en que se concentraba entonces la poca vida que le que­ daba a la literatura griega, era una escuela de franca decadencia, heredera indigna de los grandes nombres de Homero, Esquilo, Píndaro y Platón. Si se exceptúa a Teócrito, ninguno de sus co­ rifeos tenía derecho a un puesto entre los antiguos maestros de Grecia, pues ni toda su brillantez y elegancia, ni su dominio del vocabulario griego y de la mitología les pueden librar del estigma de mortal frigidez.

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Pues bien, de esta literatura muerta brotó una literatura viva; de maestros que no producían ellos mismos sino obras muertas, y habían perdido por completo el secreto de vida de los supremos modelos que impotentes trataban de imitar, salieron discípulos que volvieron a descubrir por sí mismos este secreto, que vol­ vieron a mostrar al mundo cómo se hace palpitar la vida en las sílabas del verso, cómo se transfunde en él las ansias indefinibles, impalpables tristezas y viriles ternuras del corazón, y no menos los indomables alientos de la raza y las glorias de la patria senti­ das como propias por cada uno de sus hijos. Esta es la hazaña del genio romano, hazaña con la que el mundo ha sido positivamente injusto. Se ha ponderado con minuciosi­ dad extremada lo que a Grecia debe Roma, se ha dado a entender que se lo debe todo, que toda la literatura latina es copia, pálida copia de la griega. Y es falso, porque, si el aprendizaje fue griego y la forma es transparentemente griega, el espíritu es genuinamente romano. Si en la literatura latina se cuentan obras no sólo de forma, sino también de espíritu griego, ésas son obras muertas, como las hay en los panteones de todas las literaturas; pero las que viven y duran hasta nosotros, viven y duran no por lo que tienen de griego, sino por lo que tienen de romano. Si Catulo no hubiese escrito sino Las Bodas de Tetis y Peleo o La Cabellera de Berenice, sería lo que es Calimaco; pero tiene un puesto al lado mismo de Safo por el inolvidable espectáculo que ha dado al mundo de su corazón ensangrentado; y Lucrecio que imita mo­ delos griegos y enseña filosofía griega y propala impiedad griega, no es lo que es sino por la dureza y pujanza netamente romanas de sus furiosas convicciones; y Virgilio en fin, que puede cuando quiere lucir las más refinadas delicadezas alejandrinas, no vive por ellas sino por la fusión que nos ofrece en su poesía de toda la grandeza del alma romana, dominadora del mundo, con toda

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la piedad y ternura que en la suya providencialmente depositara Dios. No es esta protesta menguar en lo más mínimo la gloria de Gre­ cia; es darle más realce. Porque mayor triunfo le atribuye quien dice de ella que con su virtud sugeridora despertó el genio ador­ mecido de Roma, que quien pretendiese que lo sojuzgó, ahogán­ dolo antes que naciera. De este modo se sobrevivió Grecia a sí misma, encendiendo al contacto de su débil llama moribunda el faro luminoso de la poesía latina. Nos hallamos, pues, ante un hecho innegable: la superioridad de la literatura latina sobre la literatura griega contemporánea, re­ presentada por los Alejandrinos. Pero este hecho no basta por sí solo para deshacer la leyenda negra que oscurece las letras roma­ nas, pues no han faltado quienes diesen de él una explicación que más bien la confirma. Los Alejandrinos, dicen, fueron los educa­ dores, pero no propiamente, o por lo menos no exclusivamente, los modelos de los escritores latinos: pusieron en manos de éstos, enseñándoles a comprenderlas y apreciarlas, las obras maestras de la antigüedad griega; al influjo vivificador de estos ejemplares de toda perfección se debe todo el empuje de vida de la naciente literatura romana; por lo demás, el que los mismos griegos de los siglos III y II a. de C. no supiesen imitar sus propios modelos con tanto jugo y vigor, sólo prueba la triste degeneración en que habían ellos caído, pero no la incapacidad de sus antiguos clási­ cos para infundir vida en una materia mejor dispuesta, y que no fuese precisamente esto lo que sucedió con los Romanos, debién­ dose en último término al influjo de los grandes genios de Grecia todo lo que parece tener algún mérito en sus discípulos de Roma. N o ta :

* Texto tomado de Virgilio: el poeta y su misión providencial. Editorial Ecuatoriana, Quito, 1932.

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Gonzalo Zaldumbide

Gonzalo Zaldumbide

N ota biográfica ijo del poeta romántico Julio Zaldumbide, nace en Qui­ to, el 25 de diciembre de 1882, y fallece en la misma ciudad, en 1965. Su primera infancia transcurre en la casa solariega de su familia, en el barrio quiteño aledaño al tem­ plo de La Merced. A los cinco años muere su padre y la familia va a vivir a Ibarra, donde cursa la escuela primaria, alternando con temporadas en la hacienda familiar de Pimán, heredad que será escenario de su novela Égloga trágica y que, a la vez, modelará su visión paternalista y feudal de la realidad agraria ecuatoriana.

H

Terminados sus estudios secundarios en el Colegio San Gabriel, en Quito, hará evidente muy pronto su vocación literaria, parti­ cipando activamente en la vida intelectual de la capital. Un dis­ curso pronunciado en 1902 sobre el Ariel de José Enrique Rodó motiva al entonces presidente Leónidas Plaza a otorgarle una beca para estudiar en París y el joven Zaldumbide parte en 1903 al encuentro con su destino. En la capital francesa profundiza sus estudios humanísticos y comienza a relacionarse con figuras representativas de la intelectualidad. Escribe artículos y, hacia 1909, aparecen dos ensayos que consolidan su condición de es­ critor: En elogio de Henri Barbusse y La evolución de Gabi'iel D 'Annunzio.

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En 1910, de regreso en el Ecuador, en Pimán, escribe Égloga trá­ gica. Casi enseguida, en 1911, inicia su larga carrera diplomática, puesto que es nombrado secretario de la Legación en Lima. Pasa luego a París, en 1914, con igual categoría diplomática y en 1922 es nombrado encargado de negocios en Roma. Al año siguiente retorna a la capital francesa con el cargo de ministro plenipoten­ ciario, funciones que ejercerá hasta 1929, año en que es llamado a Quito para ejercer las funciones de ministro de Relaciones Ex­ teriores. En años subsiguientes se desempeñará como embajador en Colombia, Brasil, Gran Bretaña y, finalmente, en Chile. Entre otras actividades, será director de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y viajará por el mundo dictando conferencias y consoli­ dando su prestigio como ensayista y prosista insigne.

O bra literaria De manera paralela a su actividad pública, investigará y escribirá sobre autores de la historia ecuatoriana como Gaspar de Villarroel y Juan Bautista Aguirre y promoverá, durante su estadía en París, a autores nacionales novísimos entonces como Benjamín Carrión, Pablo Palacio, Humberto Salvador, Jorge Reyes, Aurora Estrada y Ayala, y otros. En 1926, financiará la publicación en esa capital de la obra del poeta guayaquileño Medardo Ángel Silva. A más de la novela citada y de sus ensayos sobre Barbusse y D Annunzio, Zaldumbide produjo las siguientes obras: Ensayos: A propósito del simbolismo (1911); Vicisitudes del descastamiento (1914); Frutos en Agraz; Gaspar de Villarroel (1917); José Enrique Rodó (1918); El diccionario inédito de A l­ cedo (1921); M i regreso a Cuenca (1929); Juan Montalvo en el centenario de su nacimiento (1932); Elogio a Bolívar (1933);

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Montalvo (1937); Cuatro grandes clásicos americanos: Rodó, Montalvo, Gaspar de Villarroel, Juan Bautista Aguirre (1947); Gonzalo Zaldumbide en Cuenca (1948). Crítica literaria: artículos y crónicas publicados en la Revue de YAmérique Latine, y en otros medios del Ecuador y de Hispa­ noamérica, como Páginas (1961). Relato: Cuentos de amor y de dolor.

J uicio crítico Zaldumbide merece ser conceptuado como uno de los más gran­ des prosistas del Ecuador y de Hispanoamérica, en la línea de Montalvo, pero, sin duda, ubicado dentro del movimiento mo­ dernista de principios del siglo. Fue un verdadero artista de la palabra y esta cualidad la desplegó fundamentalmente en el en­ sayo y en la crítica literaria. Su prosa ha sido valorada por diversos críticos ecuatorianos, españoles y latinoamericanos, entre otros, Aurelio Espinosa Pólit, que dedicó profundos estudios a la obra de Zaldumbide; Benjamín Carrión, Miguel Sánchez Astudillo, Galo René Pérez, Isaac J. Barrera, Humberto Toscano, Augusto Arias, José María Pemán, Gabriela Mistral, Teresa de la Parra, Alfonso Reyes, Jorge Salvador Lara. Para Isaac J. Barrera, en su Historia de la Literatura Ecuatoriana, iniciada en los años treinta del pasado siglo: Zaldumbide es —para ese entonces—, seguramente, el literato más notable del Ecuador contemporáneo. Su prosa reposada y repujada; libre, suelta y cadenciosa; llena de buen gusto y propiedad, se organiza en arquitectura de imponente gracia, por el estilo moderno, grácil, y, al mismo tiempo, lleno de penetración y hondura».

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En contrapartida, Zaldumbide ha sido objeto de cuestionamientos por estudiosos que critican su visión de la realidad ecuatoria­ na, especialmente cuando denota una concepción no solo pater­ nalista sino de menosprecio hacia el indígena, desde una pers­ pectiva marcadamente europeísta e hispanófila. En su concepto, la literatura americana no debe desprenderse de su raigambre europea, al tiempo que expresó su desacuerdo con aquellas obras cuyos autores proponían una literatura diferente, auténticamen­ te regional y desvinculada de la influencia española y francesa. Entre los críticos más acérrimos de Zaldumbide se cuenta Agus­ tín Cueva, para quien Égloga trágica era solo la expresión de la decadencia de la clase feudal ecuatoriana, luego del triunfo de la Revolución Liberal de 1895. FPA

B ibliografía sobre el a u to r :

Gonzalo Zaldumbide, Textos escogidos. Varios autores, Colección «Escritores de Quito», Quito, FONSAL, 2007. Historia de la Literatura Ecuatoriana, Isaac J. Barrera. Varias ediciones: Casa de la Cultura Ecuatoriana (i960); Libresa (1979). Dieciocho clases de literatura, Aurelio Espinosa Pólit. Quito, Editorial Fr. Jodoco Ricke, 1947. Introducción a Gonzalo Zaldumbide: en Cuenca, Aurelio Espinosa Pólit, Quito, Artes Gráficas, 1947. Gonzalo Zaldumbide (1884-1966), Galo René Pérez, «Prólogo» a Gonzalo Zaldumbide. Selección de Ensayos. Quito, Colección Permanente de Conmemoraciones Cívicas, 2003. «Tres momentos de la conciencia feudal ecuatoriana», Agustín Cueva Dávila, en Entre la ira y la esperanza, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1967. La novela ecuatoriana en el período, María Isabel Hayek, en «Historia de las Literaturas del Ecuador. Literatura de la República, 1895-1925», Vol. 4-, Quito, Corporación Editora Nacional, 2002.

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Panorama de la literatura hispanoamericana*

i alguna parte de América puede ser cifra y compendio del continente, es esta isla que lo prefigura y resume. Predesti­ nada a Colón, predestinada a Martí, la primera en nuestra historia y la más reciente en nuestra hermandad, abre y sella el destino de América.

S

Ápice de hemisferios, milagro del mar y revelación de lo por venir, pendiente todavía de la Europa materna, a dos pasos de Norteamérica, de aquel vórtice de razas y gigantesco crisol de aluviones; vuelta en espíritu y corazón hacia el Sur; como balan­ ceándose serena en medio de las corrientes, que se entrecruzan cargadas de civilización, de ventura y de fatalidad, Cuba es en verdad el signo de interrogación puesto a la entrada de un nuevo mundo y de una nueva era. Nuestra América toda siente que, de este divino archipiélago, por entre cuyos meandros tentaban a los marineros nuevas sirenas nunca engañosas, arranca nuestro sino histórico, proviene nuestro ser moral; pues, dígase lo que se quiera, para nosotros, tales cuales somos, nuestra venida al mundo data del descubrimiento y de la conquista, es decir, del secreto civilizador que estuvo cuajándose largos años en este mar arado por carabelas ardientes, tenaces, que fecundaron todas sus orillas para luego alzarse a derramar su

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luz hasta los montes andinos y hasta los valles pampianos y los témpanos australes. Si el armonioso coro de estas islas no salía pronto al paso de los argonautas y no enlazaba para siempre a aquellos mensajeros in­ conscientes e iluminados, ¡Cuán otro hubiera sido el destino de América! Y si hubiera continuado la tierra ignota su sueño de en­ cantamiento en la soledad del mar y crecido aislada su selvática naturaleza, no seríamos del todo o no seríamos el ser que somos: el americano de hoy no sería el dueño del porvenir que es ahora, no seríamos los depositarios responsables que somos de la ma­ yor civilización. Es este sentimiento de continuidad, de responsabilidad o de­ ber ante la civilización, el que más nos mueve a preocupamos del aporte especial, casi diré personal, que creemos se espera de nosotros: y así ante todo el mundo comenzamos a sentirnos ya como en deuda. Y esto me lleva a considerar uno de nuestros afanes, que, en este orden de sentimientos es acaso aquel al cual le damos mayor ur­ gencia, ya que no la mayor importancia. Porque creemos llegado el día de poder contar con una literatura cabal, hecha a imagen y semejanza de nosotros, de lo nuestro, de la tierra, hombres y cosas. Sabido es que, hasta hace poco, para la mayoría de los europeos, en particular franceses, lo mismo que para la ingenua sirvien­ te del cuento de Flaubert, «América, las colonias, las islas, todo aquello estaba perdido en una región incierta, al otro extremo del mundo». Felicité, la heroína de «Un coeur simple», se imaginaba La Habana como una ciudad donde nadie hace otra cosa que fu­ mar y veía a su sobrino Víctor circular echando humo en medio de negros acurrucados, encendidos y humeantes como fogatas

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nocturnas. Eran los tiempos felices en que los humoristas extran­ jeros representaban a nuestras repúblicas como un pastel que se dividían dos o tres presidentes a la vez, rodeados de muchos ge­ nerales, rodeados éstos de muy pocos soldados. Ahora las cosas han cambiado, y hace falta estar advertidos. Gra­ cias a la guerra, los europeos han acabado por descubrir defini­ tivamente a la América toda, y en especial a la nuestra, no sola­ mente como un mercado opulento y prestigioso por su don de fausto y despilfarro, sino también como una promesa para siglos venideros, como un alma nueva de infinitas posibilidades. Pron­ to tendremos que cesar de embromarles con su ignorancia geo­ gráfica, dándonos al fin cuenta de que la nuestra es quizás mayor. Sinnúmero de letrados, y no únicamente americanistas especiali­ zados, se interesan ya por las manifestaciones de nuestra cultura. Y lo primero que nos preguntan es si ya tenemos un arte, una poesía, una literatura propias, que reflejen nuestro ser íntimo, nos definan y sitúen en el mapa de las corrientes universales.

¿Existe, pues, una literatura hispano-americana, o, para mejor particularizarla, una literatura americana de lengua española, o portuguesa? Excluyamos por ahora la inglesa; y cuando diga yo americano, os pido que entendáis ibero-americano exclusi­ vamente. Por el número de autores así como por la calidad de algunas obras nuestras, ya clásicas, y que se bastan por sí mis­ mas para constituir una literatura, la nuestra es una de las más vivaces y dignas de interés entre las literaturas modernas. Pero examinada desde Europa y teniendo en cuenta que es el produc­ to de una cultura aprendida enteramente de la vieja Europa y que su medio de expresión es una antigua lengua europea, no es del todo arbitraria la tendencia a considerarla más bien como

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una rama del poderoso tronco castellano consubstancialmente nutrida de la misma savia. O tiene en realidad algo de profunda y propiamente americana que la distinga esencialmente de la li­ teratura madre, es decir, algo de orgánico y de íntimo que esté constituido, no por exteriores particularidades, —tales como mo­ dismos de lenguaje, descripción de costumbres locales, sujetos, paisajes, decorados y otros accesorios—, sino por la misma alma originaria que la vuelva viviente, inconfundible, irreemplazable? Para crear una literatura aparte no basta, como creen muchos de nosotros ingenuamente, haber reemplazado el águila por el cón­ dor, la gacela por la llama, y colocar el ombú en lugar del pino. Pues ni siquiera se ha renovado la imagen al cambiar el nombre demasiado conocido pero clásico por el término nuevo que es ne­ cesario a veces explicar al profano o al extranjero. Se ha perdido así en universalidad lo poco que se ha ganado en exactitud regio­ nal redorando lo más gastado de viejas metáforas. Felizmente, nuestra literatura se distingue ya de la española por algo más que por metáforas renovadas y también por algo más que por el lugar de nacimiento de nuestros escritores, lo cual, dentro de la unidad de la lengua, no seria en suma sino secundario, si el espíritu y la forma de las dos literaturas fueran los mismos. Pero, de ahí a pretender ser algo absolutamente desemejante y sin común medida con las otras literaturas, estamos muy lejos. Sin embargo, es esto lo que nosotros querríamos. Es nuestro legítimo orgullo el querer crear una literatura propia y tratar de revelar al mundo un alma modelada conforme al genio de una naturaleza distinta de todas las demás. ¿Lo hemos conseguido?... El lector francés, pongamos por caso, que quisiese conocer por nuestros libros aquello que se sintiera tentado a llamar: «el alma americana», ¿encontraría fácilmente lo que busca? Desde el pri­ mer golpe de vista de conjunto, lo que con más facilidad notaría

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en nuestra literatura es que todavía no hemos llegado a expresar un mundo nuevo, un mundo aparte. Para ese lector imaginario, que suponemos al tanto de lo que es literatura española y fran­ cesa, todo cuanto encontraría en la nuestra le parecería quizá ya algo conocido, amplificado o traspuesto. Es evidente que buscan­ do más detenidamente encontraría cosas locales, notas singu­ lares, matices, acentos particulares. Pero no aquello que tal vez esperaba y que nosotros mismos pedimos resueltamente: las ca­ racterísticas de una nueva sensibilidad, la posesión de una fuerza creadora, las voluntades de una raza diferente, el nuevo espíritu de una civilización. No se ve allí «un alma americana». Se nota sobre todo la marca de influencias extranjeras. Esto es un he­ cho. Digamos en seguida que aquello no disminuye ni descolore el mérito de nuestras obras, ya que no podría ser de otro modo. En una época de compenetración mutua de culturas, era particu­ larmente difícil para una literatura en formación el preservarse su fuerza nativa, su carácter autóctono. Cuanto más que esta li­ teratura en formación encontraba, al alcance de la mano, en su propia lengua y en las lenguas similares, en la historia de su raza o en su trayectoria espiritual, perfectos modelos ya hechos. La ley del menor esfuerzo le aconsejaba no tratar de inventar aquello que ya estaba inventado y consagrado. Además, puesto que todos como hermanos, lo tuyo es mío, se decía. «Hay ahora, —decía Tocqueville hace ya un siglo—, menos diferencia entre los europeos y sus descendientes del Nuevo Mundo, —a pesar del océano que les separa—, que entre ciudades del siglo XIII, que no estaban separadas sino por un río». Nada sorprendente es, pues, el que nuestros poetas no sean seres de otra índole que la común a todos los poetas y que canten casi las mismas cosas de la misma manera que sus hermanos de alma.

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Si de esta similitud se les hiciera un reproche, sería injusto. O bien sería necesario extenderlo al conjunto de nuestra civiliza­ ción. No somos nosotros los inventores de ella. No somos sino adaptadores impacientes y más o menos hábiles. Pero, por una contradicción singular, nosotros queremos exigir de nuestra li­ teratura una autonomía que no pedimos a ningún otro orden de actividad intelectual, económica o política. Nos sentimos orgu­ llosos, sin escrúpulos, de nuestras leyes, de nuestras institucio­ nes, de nuestros monumentos, de nuestras costumbres públicas y privadas, de todo cuanto hemos copiado de Europa; y pedimos que tan solo nuestra literatura no deba nada a nadie y sea ex­ clusivamente, específicamente «nuestra». Como si ella pudiera seguir otro ritmo que el seguido por nuestra evolución general, es decir por ley ineludible de la fatalidad contemporánea. El mun­ do actual no es otra cosa que un sistema de vasos comunicantes. Una literatura hasta ese punto personal y original no es posible sin duda sino en pueblos creadores de su propia civilización, que poseen una alma sin mezcla, como es sin mezcla su sangre; cuya manera de ver el mundo y el hombre, cuyo sentido de la vida y de la muerte, dimanan de una religión, de una filosofía que les pertenece exclusivamente a ellos desde épocas milenarias. ¿Te­ nemos nosotros «una alma americana» hecha de elementos tan diferenciados? Veinte pueblos jóvenes lo proclaman ya orgullosámente, pero tal vez no esté sino en formación y no se pruebe aún sino como se prueba el movimiento andando, pues definida ya en obras típicas no lo está aún. También es verdad que este sentimiento americano, esta aspira­ ción, esta pasión «americanizante», son muy recientes para ser traducidas ya en obras vivientes y numerosas, que, en su con­ junto, marquen con su sello la obra de los escritores. Estos están en función de la nacionalidad, y el sentimiento de nacionalidad

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es reciente entre nosotros. No pudo prosperar bajo la domina­ ción española. En el sopor y lentitud de la obscura gestación de tres siglos, los criollos crecieron en casi absoluta privación de sus derechos y en total ignorancia mutua; casi ningún contacto espi­ ritual ni comercial unía por sobre las orillas de los dos océanos a los pueblos homogéneos. Y así la América toda, reino insular encantado, ligado estaba únicamente al mundo de los vivos por los galeones, que partían pesados de oro y de quejas y no volvían repletos sino de codicias. En cuanto a la literatura considerada como un medio propio a despertar las conciencias y a conducir hacia el conocimiento de sí y del mundo exterior y del corazón humano, no pudo ser el ejercicio espiritual de la colonia. Sin conocer durante dos o tres siglos más maestros que los españoles, casi todos poetas gongóricos u oradores gerundianos, la España de ultramar se volvio como la España madre: gongórica a ultranza. Esta literatura exclusivamente metafórica, desfigurando el aspecto de todas las cosasbajo la enmarañada frondosidad de imágenes verbales que se engendran unas a las otras, no era la expresión de ninguna verdad interior ni exterior. Cambiada toda realidad, la más simple como la más extraña, en el mundo hermético de los símbolos donde la alucinación verbal creaba monstruos. Por otra parte, las letras, en las obscuras colonias, eran un lujo reservado a raros blancos y, por excepción, a algún mestizo instruido y privilegiado. La poesía, única forma, casi, de las bellas letras,la lectura de algunos autores consagrados (sabido es que la introducción de libros era prohibida y sustituida a medias por el contrabando) constituían pasatiempos insólitos, adornos de espíritus algo sospechosos cuando no estaban al servicio del pomposo culto católico. Además, eran casi siempre clérigos o frailes los dispensadores de las gracias sacro-profanas de las buenas letras, y, como en la más sombría edad media, solo los conventos eran los depositarios de

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la cultura. Las fiestas religiosas y la entrada de los virreyes en su nueva Jauja eran la inspiración única y forzada de los poetas. Y el gongorismo, desarrollando en extremo la parte decorativa, de ficción o de alegoría, que las normas clásicas permitían tan solo como excepción en ciertos pasajes u obras de imaginación pura, se prestaba maravillosamente a deformarlo o transfigurarlo todo: por su profusión enfática y churrigueresca, era naturalmente ditiràmbico. Descuidaba toda realidad y, con mayor razón, la humilde condición americana. Y duró el gongorismo casi tanto como la misma dominación española. Y si se puede decir que no formuló ni una sola vez durante dos siglos nada que sea americano ni de acento que suene a otra cosa que a imitación. Tanto más que el sentimiento lírico de la tierra natal no podía germinar por sí solo en el alma de quien no estaba ligado a su tierra por el conjunto de lazos naturales que vuelven sensible la comunión del alma con sus orígenes. El criollo, el español de América, no era ni español ni americano, en la plenitud del sentido que este calificativo encierra. No gozando del privilegio ni del ejercicio de la autoridad por donde crece la conciencia de la personalidad, no estando llamado a imprimir su destino en la suerte de su tierra nativa, privado de la noción misma de sus derechos, no podía tener el sentimiento de patria, menos aun aquel de la grandeza americana, de donde nace nuestro deseo de poseer un mundo espiritual a la altura de nuestro mundo natural y de nuestro ideal. Este sentimiento, del terruño que forma un solo ser con el hombre, habría debido nacer más bien en el indio desposeído. Pero el indio se enmudeció muy pronto con la servidumbre, en breve convertida en servilismo, que obliteró para siempre su alma desde los primeros tiempos de la conquista. No exhala el rencor de su alma acosada sino en la queja informulada de su «yaraví», emocionante quizá solamente para nosotros, que tenemos la visión de su tragedia, y no para él, que ni la siente acaso ni la comprende. Por otra parte, al indio sede prohíbe generalmente

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mezclarse en cosas de estudio; y cuando por milagro ha aprendido a leer, no se le permite escribir: el cacique Callaguaso presenció la quema de su historia de las guerras civiles de los incas, por orden del corregidor de Ibarra. Descartado el indio, quedaba el mestizo como intérprete posible de la raza; pero el mestizo se siente emparentado más con el blanco que con el indio y de éste se desvia con mayor desdén a medida que su situación se eleva. La práctica de las bellas letras, elevándole más que cualquier otra cosa, aumentaba en él el desdén y le hacía renegar más fácilmente de su sangre india para no presumir la sangre española que corre por sus venas. Llega hasta traicionar, por simple vanidad, a la ley de sus orígenes, y no sabe de qué lado inclinarse ni qué partido tomar entre las dos razas tan lentas en confundirse y en fusionarse aun dentro de él mismo. Así, pues, los americanos letrados, desviados de toda realidad por la aberración gongórica, ignorándose a sí mismos, no podían crear nada americano, sometidos como estaban por su condición a seguir el espíritu y la manera de la metrópoli, cultista, pedan­ te y absurda. Con la independencia, la literatura habría debido lógicamente volverse autónoma y sacudir todo yugo extranjero. Pero la Enciclopedia, que inspiró ese vasto movimiento de los. espíritus y los condujo hasta el fin, era, en materia literaria, tra­ dicional, conservadora, seudo-clásica. Por otra parte, no habla­ ba sino del hombre abstracto y de la razón universal. Desviaba por ahí, a nuestros conductores, del conocimiento y estudio de particularidades concretas, para enseñarles bellos axiomas, uni­ versales, abstractos, de donde nacieron nuestras instituciones y nuestras leyes ideales. Así, estábamos nosotros obligados, no a conocernos a nosotros mismos ni a formarnos un criterio propio de nuestro fondo, sino a hablar del género humano y a convertir­ nos en ciudadanos del universo.

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Era, pues, entonces natural que, por ejemplo, el gran «cantor» de la independencia, Olmedo, no haya creído necesario rebelarse en poesía contra la España clásica y contra la antigua maestría, para inventar y adaptar a su canto un instrumento americano y la manera de ta­ ñerlo. Tuvo razón, porque así, solo así, su obra filé bella, una de las más bellas de las que puede enorgullecerse la lengua materna. Ese seudo-clasicismo no resultó, como se ve en ese y otros ejem­ plos, completamente perjudicial. Pero apenas este nuevo género de iniciación literaria había reemplazado al gongorismo y co­ menzado a enseñar algunas reglas elementales para restablecer el buen sentido y la claridad, sobrevino de golpe, como un vien­ to huracanado, el romanticismo. Su conjuro era la palabra, más que cualquier otra, mágica para nosotros: libertad, libertad! A la verdad, en literatura, éramos libres de nacimiento: ningún pesa­ do pasado literario pesaba ingentemente sobre nosotros, ni exis­ tían tiranías contra las cuales rebelarnos en la cuasi virginidad de nuestra incultura. No sabíamos lo que eran las trabas clásicas para maldecirlas tanto. Pero ese grito de guerra halagaba nuestro gusto individualista y anárquico. Todo estaba permitido. Aquella rebelión contra fantasmas ajenos tenía un atractivo más; nos dis­ pensaba de aprender bien ciertas reglas ya reputadas por fasti­ diosas y sobre todo de aprender a contener nuestros ímpetus. No teníamos sino que escuchar «la inspiración» y «cantar». En compensación de esta desgracia prematura, o si queréis, por una doble felicidad, el romanticismo nos reveló no solamente el amor a la naturaleza, sino el carácter de nuestra naturaleza y hasta nuestro héroe autóctono. Ennobleció al indio como sujeto literario. A pesar de Rousseau, de su S aboya y de su buen salvaje, nuestros abuelos continuaban ignorando la selva y el

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indígena, a pesar de tenerlos a la vista. Preciso fue que nos los revelaran Bernardino de Saint Pierre y Chateaubriand. Y, sin la admiración de la vieja Europa ante el descubrimiento literario de la selva americana y de los trópicos, quién sabe si nosotros los hubiésemos descubierto a nuestro turno. Han sido menester ojos extranjeros para enseñarnos a ver. Su admiración nos enseñó a admirarnos nosotros mismos. Nos sorprendimos tanto, que nuestra sorpresa persiste: Chocano expresa todavía su asombro ante la selva que nos filé revelada por Chateaubriand y que la adoptamos animada de su alma romántica. Desde entonces se volvio a nuestros ojos lírica y filosófica para ir convirtiéndose, bajo otros maestros, como Leconte de Lisie, Paúl Adam o Verilearen, abrumadora, tentacular. Para comenzar, Chactas y Atala, Pablo y Virginia, poblaron de idilios las selvas paradisíacas. Adoptamos también el dogma del buen salvaje. La literatura romántica hizo del indio el héroe representativo de su americanismo reciente. Ya el mismo Olmedo, sintiéndose obligado a introducir una nota americana en la entonación tan castellana de su canto, tuvo que recurrir a la ficción del inca paternal a quien hizo intervenir en el poema, como si la independencia hubiera sido consumada para restituirle el imperio y reanudar la tradición incásica, borrando todo lo español y remontándose hasta los orígenes autóctonos. Nada más falso. América había cambiado para siempre de rumbo desde que los conquistadores plantaron aquí la cruz y su espada. Cambiando de dueño, América cambió de alma. Los incas se volvieron para nosotros, andando el tiempo, tan extranjeros como los reyes asirios o egipcios. Pero, de la simpatía literaria por el indio, nació toda una serie de ficciones románticas y quejumbrosas: Tymbiras, Caramurus, Cumandá, Tabares, diez o veinte obras más, desconocidas casi todas, quieren simbolizar a América. A la verdad, no nos la representan. Son falsos hasta literariamente, casi tan falsos como los incas de Marmontel que

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hablan y obran como griegos de tragedia. Aún en el caso de que hubieran sido verdaderos, no por eso su simbolismo habría sido más pertinente. Todo lo relacionado con la vida de los indios, no es para nosotros sino una forma de exotismo pintoresco, como es exotismo nuestro, aunque exotismo a la inversa, nuestro amor a las marquesas del Versalles rubendariano o a los zorrilescos romances feudales o moros. La influencia europea fue siempre tan fuerte que en lugar de reconciliarnos el romanticismo con nuestra propia historia, adoptamos integralmente el pasado romántico que el romanticismo europeo devolvió a Europa. Nuestra poesía se llenó de trovadores, de sultanes y de paladines. Y esto continúa con ligeras variantes. A pesar de todo y con todo, el romanticismo removió nuestras almas nuevas con viejos fermentos, y las dotó así de prematura profundidad y les dio sus antiguos exquisitos males, sus anhelos, sus melancolías. Con una sensibilidad aprendida, ficticia y sincera a la vez, nos compusimos una segunda naturaleza. ¡Sobre todo, la tristeza romántica arrullaba tan bien, en lo vago, nuestros ensueños informulados! Se ha dicho, especialmente de la poesía mejicana, que el tono quejumbroso y la tristeza de nuestros poetas eran debidos a la influencia hereditaria de los indios convertidos en siervos. Ante todo, la tristeza en poesía no es carácter definitivo ni menos indígena. ¿Dónde están los poetas que no son tristes? Y luego, nuestra tristeza poética, lejos de ser la tristeza del indio, opaca, atónita, inmóvil, al parecer insensible, es más bien la tristeza de Oberman, de René; es, sobre todo, la tristeza de Olympio, esa tristeza inventiva, múltiple, maestra en el arte de hacerse mal, recargada de los sedimentos del intelectualismo y de la voluptuosidad, cansada de saber y de recomenzar; por donde hemos hecho nuestras todas las angustias

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de la vieja Europa, tal como fueron profundizándose de Byron a Baudelaire. El romanticismo fue, pues, nuestro iniciador y verdadero maes­ tro. Sobrevino entonces el naturalismo convertido luego en rea­ lismo. Con ellos, pasamos de la selva a la ciudad y al campo, a las aldeas y las haciendas; pasamos del indio primitivo al campesino mestizo. Del culto por Zola, pasamos al gusto más mitigado de Daudet y de Pereda, de Maupassant y Galdós, y del psicologismo de Bourget al de Valera. Los cánones del realismo, que exigían verdad y observación, imponían la realización de temas familia­ res, sobre asuntos que teníamos bien delimitados delante de los ojos. Ventaja apreciable. Pero, ¿importa mucho el tema? Cual­ quiera que éste sea, es necesario remontarse siempre a la fuente de donde todo mana: el alma del autor; no se encuentra en las co­ sas exteriores sino lo que llevamos dentro de nosotros mismos. Y el gusto de la verdad no estaba muy desarrollado entre nosotros, —idealistas impertérritos y muchas veces ingenuos—. El gusto, el respeto de la verdad, nos hubiera venido de esta escuela realis­ ta; pero precisamente el romanticismo persistente y múltiple, no favorecía el culto de la verdad escueta. Se sentía lo deseable del procedimiento. Los temas eran nuestros y reclamaban su copia exacta; pero, con frecuencia se aplicaba a ellos criterios aprendi­ dos ad- hoc bajo influencias de maestros extranjeros. Escribía­ mos sobre lo nuestro a la manera o al través de tal o cual. Sin contar con que los extranjeros hubieran podido descubrir mejor que nosotros nuestras características; cegados por el hábito, no sabemos ver en torno nuestro. El hábito es una ceguera. Era fá­ cil practicar el realismo en literatura. Pero nos exponía a serios peligros. So pretexto de veracidad producíanse sobre todo en el diálogo y particularmente en el teatro todas las deformaciones de la lengua hablada. Se precipitaba así la barbarie lingüística amenazante. Ya en el Brasil y en la Argentina se discute sobre la

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adopción de lenguas «nacionales», que nos resulten de sintaxis barbárica y de léxico incomprensible. Inútil insistir sobre tal pe­ ligro. En suma, el realismo no nos sedujo nunca sobre manera. Tal vez porque el cuadro de nuestras costumbres, tema favorito del realismo, carece, falto de atmósfera tradicional, de esa poesía que encierran los hábitos seculares de los pueblos viejos. Entre nosotros, las costumbres cambian cada veinte años. No tienen tiempo de impregnarse de humanidad, de exhalar el encanto de lo que dura a pesar de todo, de volver emocionantes a fuer de añejas hasta las puerilidades y pequeneces. Pero lo más lamentable de todo es que so pretexto de realidad y realismo perdían nuestros escritores costumbristas la noción de la belleza. Lengua y estilo se afeaban de vulgaridad desenfadada, se aplebeyaban adrede. Por eso los poetas reaccionaron y se volvieron de buen grado hacia el parnasia- nismo, cuando éste apareció tan airoso en su forma escultural y altiva. Esta escuela en la cual cabe a Cuba el honor insigne de haber dado a Francia el mejor poeta, José María de Heredia, modelo insuperable, hubiese podido ser nuestro clasicismo, a falta del antiguo que nunca fue nuestro. Nos habría enseñado a mirar claramente, a pulir con una línea los contornos y a ennoblecer el alma de las cosas en actitudes estilizadas. Nos habría enseñado mejor que Boileau el valor de una palabra colocada en su lugar. Su aparente frialdad se hubiera caldeado con la fogosidad de nuestra imaginación, a la que habría contenido y depurado. Nos habría enseñado sobre todo a respetar el arte y la exactitud, a desconfiar de la improvisación, a desdeñar la expresión aproximativa, el poco más o menos con que se sale del paso, sirviendo así de correctivo precioso para los defectos más salientes e inveterados de nuestra raza. Carecíamos, de nacimiento, del sentido del orden y de las proporciones y no habíamos tenido hasta entonces la oportunidad de adquirirlo. Una nobleza incontestable hacía de esta escuela

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exigente una disciplina particularmente aprovechable en nuestras democracias. Pero fue substituida pronto por una nueva escuela, de proveniencia romántica, el llamado, simbolismo, que tenía el doble aliciente de proponer una teoría abstrusa y una práctica sin control. Sin profunda vida interior y sin genio trascendental nuestros poetas simbolistas hicieron de esta nueva escuela un lirismo imaginativo bastante arbitrario que los desviaba interiormente hacía una falsa profundidad, y hacia modalidades de expresión musical completamente ajenas a la índole de nuestra lengua, más escultórica que sugerente. Y así llegamos al «modernismo», nombre que no quiere decir nada de particular, puesto que en toda época no hemos hecho otra cosa que ir imitando lo más moderno. No hemos sido en el fondo otra cosa que modernistas impenitentes. La última palabra de Europa ha sido siempre nuestra primera palabra. Se ve, pues, por este rápido bosquejo que nuestra literatura no ha sido sino sucesión de escuelas importadas y casi nunca el testimonio directo del «alma americana». No ha sido nunca el producto espontáneo de nuestro suelo. Y, sin embargo, grandes poetas, poderosos escritores hemos tenido. ¿No habrán produci­ do acaso obras bellas y fuertes? Que sí. ¿Y no es eso lo esencial? Que hallemos en ellas, o no, sello americano, eso es cuestión de apreciación dejada a puntos de vista parciales. Por hoy no habla­ mos sino de conjuntos y de caracteres salientes. Si bien es cierto que nuestra literatura no revela auténticamente a primera vista aquello de original y de típico que puede haber en nosotros, el fondo autóctono de nuestro ser, ello demuestra, por eso mismo en esta tendencia invencible de apropiarnos y asimilarnos cuanto nos viene de Europa, nuestra ley fatal y nuestra aptitud innata de volvernos lo que somos en el fondo de nuestras preferencias: de volvernos o volver a ser los europeos de origen que somos en lo espiritual. Somos como europeos desterrados, constantemente

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vueltos en espíritu, —aunque sin nostalgias de corazón—, hacia las orillas de Europa. Estamos contentos de haber nacido bajo estrellas nuevas, pero nuestra vida intelectual está siempre en espera de la vuelta de los galeones que vienen cargados de libros y modas. ¿Qué es lo que nosotros pretendemos con esto? Simple­ mente ser hombres al igual de los mejores, vivir, pensar y sentir al diapasón de los pueblos conductores de la civilización, alcan­ zar su nivel de experiencias, salvar todas las etapas que de ellos nos separan. Contra esto no hay barreras americanistas ni pana­ mericanas que valgan, por más altas que se levanten. Y esta tendencia, lejos de contrariarla corriente americanista, que es profunda, vital y que lo acarreará todo, la va profundizando. Cabe tan solo canalizarla, definirla. Si hubiera contradicción se resolvería tal vez en la siguiente forma: nuestro espíritu ha sido hasta hoy europeo y nuestros tiempos irán siendo americanos cada día más. Conciliación que se impone: nosotros no podemos poseer de pronto intelectualmente otro espíritu que aquel que forma nuestros libros, nuestros viajes intelectuales, nuestra cultura, etc. La sangre misma que aun predomina en nuestras venas nos recuerda persistentemente a través de sus mezclas contradictorias, el antiguo Latium. Mas, como no tendremos nunca temas más propios para ser profundizados por nosotros y aclarados por nuestro amor, que los temas completamente nuevos de nuestra vida americana, por ahí iremos formando nuestro acervo propio. Estos temas son por otra parte los únicos para los cuales se nos hace crédito. Pero, ¿repudiaremos acaso, por no ser americanos, ni por el tema, ni por su espíritu obras como los «Capítulos que se le olvidaron a Cervantes», o «Prosas profanas», o «Motivos de Proteo»? La piedra de toque de nuestro poder, de nuestra madurez, ¿no sería acaso la de producir obras que pudieran ser incorporadas al espíritu universal sin llevar como una limitación su marca de origen?

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Si no somos todavía creadores ni inventores, cuyo genio se basa en todo y para todo, ya vendrá nuestro turno y quién sabe si más pronto de lo que piensan aún los más escépticos. En esta esfera, no hay razón de desesperar. Pero la necesidad de urgente ori­ ginalidad americana, cueste lo que costare, es una de las más inquietantes manías de nuestra época. No se es original a fecha fija. No es original quien quiere serlo a todo trance, pues no hay buena originalidad sino cuando ésta se ignora a sí misma por lo espontánea y genial. La más grande originalidad no confiere el menor talento a quien carece de talento. Por lo demás, tal origi­ nalidad es en extremo relativa y siempre precaria. Cada mañana vuelve vetusta la invención de ayer. Mejor haríamos nosotros en reemplazar este ideal urgente de originalidad por uno más dura­ ble y más sensato, cual es el de perfección. El criterio de perfec­ ción es el único duradero. Darío, original para nosotros, lo es menos mirado de lejos. Lo que de él perdura no es lo original sino lo prefecto. El genio se salva a sí mismo hasta en lo vulgar y convencional, siendo el único que crea. Pero una literatura no se compone únicamente de genios; y quien busca panoramas de conjunto tiene que tomar en cuenta la medianía. Los menores ingenios y los pequeños talentos son de preciosa utilidad global: ellos sirven para establecer una tradi­ ción de cultura, rellenan el vacío que media de cumbre a cumbre, entrelazan corrientes diversas. Ahora que la incoherencia nos es dada como signo sagrado del genio y que la rebusca de sedicen­ te originalidad enloquece la vanidad de jóvenes cenáculos, sería acaso de desear que obreros de buena fe emprendiesen un tra­ bajo concienzudo sobre temas americanos antes que buscar la abstracta originalidad verbal para lograr solo la extravagancia. Y puesto que son fecundantes y necesarias, acojámoslas con cora­ zón hospitalario y profundamente americano, abundante y celo­ so, a la vez absorbente y generoso. Es el corazón quien debe ser

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en nosotros decidido americanizante, mas no la inteligencia que no puede escoger a su arbitrio verdades arbitrarias ni justificar un americanismo convencional y de forma solamente porque se reclama a grandes gritos su advenimiento. Pues, ¿a dónde nos llevaría esta originalidad a la inversa sino a la estrechez, al exclusivismo y al final empobrecimiento de subs­ tancia humana? No olvidemos que junto a autores de sabor americano, de ten­ dencia americanizante, otros autores tenemos que han aspirado al pensamiento universal y logrado desprenderse de la fatalidad histórica que parecería condenarlos al terruño. Y aun a los que cultivan uno y otro campo, ¿por qué hemos de pesarlo en des­ igual balanza según que escriban obra americana u obra europea o universal? ¿Por qué, si Larreta, tuvo talento para «La gloria de don Rami­ ro», obra de estilo y reconstrucción doblemente exótica por lo lejana en el tiempo y por lo ajena en el espacio, hemos de negarle que lo tenga para su Zogoibi, obra de la pampa? Y notad que en esta obra fuerte y bien observada, aunque bien pudiera ser es­ crita por artista no americano, acaso lo más americano, a pesar de ser lo que más se le ha negado, es la pasión del mozo por la extranjera, que pudiera simbolizar en medio de la pampa la irre­ sistible atracción que ejerce sobre todo americano el prestigio de lo que viene de lejos y ofrezca lo que está cerca. La dulce novia criolla, nueva María más señorial, padece las consecuencias de este desvío, irresistible por lo sincero. ¿Se dirá que no es ameri­ cano, siendo tan hermano y universal? ¿Y no habremos de alegrarnos que un Carlos Reyles, que ya nos dio la «Raza de Caín», haya dado a España el «Embrujo de Sevi­ lla», haya dado a la misma España una Sevilla tan auténtica, una

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filosofía del toreo tan genuina, superando en obra tan castiza au­ tores españoles y desde luego a Montherlant, el francés, neófito a quien los toros se le crecen por demás de cerca? ¿Y hemos de reprocharle a Alfonso Reyes su culto a Góngora, sus sutilezas chestertomanas, sus resabios del gran siglo en el nuestro? ¿Y no hemos de creer en la eficacia de libros europeos de Francisco García Calderón? ¿No son sus libros de ideología y alta crítica un feliz caso de completa europeización del pensamiento y de todos los hábitos mentales? Como Francisco García Calderón hay y quizá por desgracia pocos, poquísimos hispanos americanos capaces de escribir libros netamente europeos por la sustancia y el método, por el fondo y la forma, y en modo tal, que no guarden huella de su pecado original; pero, en fin, los hay. Y acaso el toque para probar la excelencia del ingenio americano y mostrarlo susceptible de desprenderse y elevarse por encima de las fatalidades primigenias, sería éste de adueñarse de una ardua materia, filosófica por ejemplo, de interés y sentido universal en todo caso, y tratarla en forma tal, que para nada pese sobre la obra la condena a inferioridad perpetua a que nos tiene sometidos la barbarie nativa. No seamos, pues, exclusivos. Nadie deja de ser americano. El mismo Francisco García Calderón, a pesar de haber penetrado más adentro de todos los escritores de lengua española en aquel centro que es como el «sensorium communen» de todas las pulsaciones del mundo pensante, sintiéndose sin duda irremisiblemente extranjero en ese medio, solitario y como perdido entre maestros que lo ignoran y compañeros que le desconocen, volvio su espíritu a los suyos, a su tierra casi ignorada, a su América; y prefirió desbrozar la selva virgen de la historia americana en vez de continuar por caminos tentadores pero que a ningún dominio propio le conducían. Y así, después de reiterados ensayos de asimilación cosmopolita y de

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brillantes y hábiles empresas de universalidad, a su vez tornóse americano esencial y decidido americanizante. Lo demostró, triunfal y sucesivamente con magníficos libros. Ahora ha vuelto a sus estudios de Europa. No se lo reprochamos. ¿Cómo resolver de otro modo el ansioso dilema del que flota desorbitado, indeciso entre dos mundos, entre dos patrias: la patria de la inteligencia y la del sentimiento, la de la vocación espiritual y la del natural destino, la de predilección según las más altas preferencias intelectuales, y la fatalmente impuesta por el entrañable amor y el concreto instinto del terruño? A la labor de aplicar a asuntos americanos el pensamiento de for­ mación europea contraigan los pensadores las horas más plenas de su madurez intelectual de su servicial ahínco. Para llevarla a buen término, no solo hace falta una amplia y fuerte inteligencia de las cosas de América, sino también un grave y fervoroso sen­ timiento de ellas. Y es así, con un corazón forjador, mas también con un entendimiento crítico, como generosos pensadores irán modelando en páginas durables la imagen ideal de la América fu­ tura, de la América necesaria, de la que no puede fallar al destino que se divisa ya, magnifícente y risueño, en la linde del horizonte visible. Entiéndese también por americanismo en literatura la descrip­ ción desmedida de una desbordante naturaleza. Pero, en verdad, poco prueba que la naturaleza en América sea algo prodigiosa, todavía enigmática de magnitud y potencialidad. (¿No es también monstruosa la naturaleza en la Indias Orientales?) Poco puede, en verdad, el que a lo largo de las cordilleras ingen­ tes y de los ríos oceánicos la naturaleza sea todavía una barbarie suntuosa o bravia en vigor no domado aún. No nos parecemos a

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ella, nosotros, tan finos y tan sutiles, tan aptos a las delincuencias de la civilización más extrema, tan indecisos y tan contorneados de razones. Nos parecemos más a nuestros padres, venidos de lejos, a nuestras madres, venidas con ellos o que desde antes nos esperaban aquí. Pues más que el monte y el llano y la selva y el río que nos vieron nacer y nos circundaron, es la sangre propulsora, es la leche nutricia, es el alma, la verdadera levadura humana, el artífice que, de lo interno, modela y repuja lo externo como lo de­ cía Da Vinci. Nuestra única geografía verdadera es la plasmada, la humanizada por la vida y fecundada por el sudor; por la histo­ ria que es la tierra hecha alma, y por el habla, que es el soplo, la respiración del alma. Porque hablamos la misma lengua, hallamos un confidente en el desconocido. Ni hay tal desconocido entre la inmensa prole. Nunca nos vimos antes y al juntarnos es como si toda la vida hu­ biésemos andado juntos. Continúa en nosotros lo preestableci­ do por siglos. Así en el seno de nuestra América, no solo porque hablamos la misma lengua, sino porque la lengua dice la misma alma, el mejicano comprende al paraguayo, el antillano al andi­ no, el llanero al gaucho: así, a diferencia de Europa, el patriota comprende al patriota sin oponérsele, deseándole los mismos bienes, persiguiendo los mismos fines. Si alguna vez se le opone, es porque demasiado se le parece, porque uno y otro han vuelto cuestión de amor propio, punto de honra y énfasis caballeresco, litigios que en el fondo carecen de la importancia que se le da. Pues si algo sobra en América para todos es porvenir, como sobra llanura al brío del potro en la pampa y cielo a los cóndores en la altura. Las razones de esperar son muchas, mas no olvidemos también las de temer; al final del recuento prolijo y el lúcido examen de todas las posibilidades de nuestra América, prevalece la

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Literatura del siglo xx

promesa de las más halagüeñas. «El cielo clemente, la raza sutil, la libertad invencible, las riquezas de la tierra y de la piedra», son fuente inexhausta del bienestar como surge un haz de estandarte tocado por un impaciente viento de victoria, la visión de nuestras nacionalidades. Adviértase en la abigarrada novedad de nuestra América una y varia la tierra de promisión. «Todas las razas se congregan, dice García Calderón, para realizar en el Continente el milagro esperado». Y vislumbrándolo al fin en un rapto de inflamada esperanza y soliviado fuera del presente por una ilusión enorme, exclama bellamente: «Quizá nuestra América está destinada, desde el origen de los tiempos a que en sus amplias mesetas nazca, hijo del Sol como en la leyenda de los Incas imperiales, señor de las cumbres orgullosas y de los ríos tutelares, avasallador y solitario, el superhombre». Desmesurado parece, así de pronto, el ímpetu de la lírica invoca­ ción. En vano el magnífico arranque de su esperanza toma vuelo de lejos, del fondo del inaudito pasado americano en el que escu­ cha, y nos hace oír acordándole al diapasón de su ardiente lógica, un exaltante clamor de anhelos y heroísmos. La mediocre tris­ teza del presente opaca todavía el porvenir. Yo creo que García Calderón, como todos los que anticipan el porvenir, se apresura demasiado al canto de júbilo heroico. Sin embargo tan persuasiva esperanza tiene en sí misma su fuer­ za. Irá infiltrándose poco a poco en el ánimo de los preocupados, imponiendo sus direcciones a los creadores de historia. Libros de historia y filosofía americana contribuirán así, paulatina y efi­ cazmente, a la «creación de un continente» título que el mejor de ellos lleva y muy condignamente, como gallarda divisa. El anhelo de americanismo por el entusiasmo con que asienta los fundamentos, más no los límites, de su fe, parece que obedecie­ ra, si bien indirectamente, a un anhelo más vasto, a un patético

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Gonzalo Zaldumbide

anhelo de patria. ¿Qué sudamericano no ha experimentado la ne­ cesidad de sentirse sostenido, respaldado, crecido por una gran patria? Necesaria nos es una gran patria. Preciso es que la vasta América sea para nosotros esta gran patria, generosa y gloriosa. Si como tal ella no existe aún, menester será inventarla. La patria continental es nuestra más clamorosa necesidad. De ello son al­ tos signos que esta misión persigue, aunque no sean los medios más adecuados las confusas y vastas conferencias como la que acaba de terminarse aquí, dejando un surco de zozobra, pero no de completa desesperanza.

N o ta :

‘ Texto publicado por la Revista Nacional de Cultura No. en 20, del Consejo Nacional de Cultura. En dicha revista se indica que dicho texto, conferencia inédita pronuncia­ da en La Habana en 1928, fue proporcionado por Celia Zaldumbide.

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B ib l io t e c a

b á s ic a d e a u t o r e s e c u a t o r ia n o s

(BBAE) 1. L iteratura de la colonia (I)

Fray Gaspar de Villarroel Juan de Velasco Eugenio de Santa Cruz y Espejo 2. L iteratura

de la colonia

(II)

Juan Bautista Aguirre Ramón Sánchez de Viescas Rafael García Goyena José de Orozco 3. L iteratura del siglo xix (I)

José Joaquín de Olmedo Dolores Veintimilla de Galindo Julio Zaldumbide Remigio Crespo Toral 4. L iteratura

d e l sig lo x ix

8. L i teratura del siglo

Gustavo Alfredo Jácome Jorge Icaza Alfredo Pareja Diezcanseco Raúl Andrade

9. L

Hugo Mayo Pablo Palacio Humberto Salvador 10. L iteratura del siglo xx (V)

Jorge Carrera Andrade Gonzalo Escudero Alfredo Gangotena Manuel Agustín Aguirre 11. L iteratura

(III)

Juan Montalvo Fray Vicente Solano José Peralta Federico González Suárez Marieta de Veintimilla 6. L iteratura del siglo xx (I)

Ernesto Noboa y Caamaño Alfonso Moreno Mora Humberto Fierro Arturo Boija José María Egas Medardo Ángel Silva 7. L iteratura del

siglo x x

d e l siglo x x

(VI)

Adalberto Ortiz Nelson Estupiñán Bass Ángel F. Rojas 12. L iteratura

x ix

(IV)

iteratura d el siglo x x

(II)

Juan León Mera Manuel J. Calle Luis A. Martínez Roberto Andrade Miguel Riofrío 5. L iteratura del siglo

(III)

xx

(II)

Enrique Gil Gilbert Demetrio Aguilera Malta Joaquín Gallegos Lara José de la Cuadra

(VII)

d e l siglo x x

Gonzalo Zaldumbide Benjamín Carrión Leopoldo Benites Isaac J. Barrera Aurelio Espinosa Pólit Gabriel Cevallos García

13. L

iteratura del siglo x x

(VIII)

Jorge Enrique Adoum César Dávila Andrade Efraín Jara Idrovo 14. L iteratura

d e l siglo xx

(IX)

Pedro Jorge Vera Alejandro Carrión Arturo Montesinos Malo Alfonso Cuesta y Cuesta Rafael Díaz Icaza Miguel Donoso Pareja

15- L iteratura del siglo xx (X)

22. C ontemporáneos (VI)

Eugenio Moreno Heredia Jacinto Cordero Espinosa Carlos Eduardo Jaramillo Ileana Espinel Rubén Astudillo y Astudillo Femando Cazón Vera

Juan Andrade Heymann Vicente Robalino Bruno Sáenz Sara Vanegas Coveña

16. L iteratura del siglo xx (XI) Alfonso Barrera Valverde Francisco Granizo Ribadeneira José Martínez Queirolo Filoteo Samaniego Francisco Tobar García 17. C ontemporáneos (I)

Agustín Cueva Dávila Alejandro Moreano Hernán Rodríguez Castelo Fernando Tinajero Villamar 18. C ontemporáneos (II) Iván Égüez Raúl Pérez Torres Eliécer Cárdenas

23. C ontemporáneos (VII)

Carlos Béjar Portilla Carlos Carrión Abdón Ubidia Jorge Velasco Mackenzie 24. C ontemporáneos (VIII)

Marco Antonio Rodríguez Jorge Dávila Vázquez Vladimiro Rivas Iturralde Natasha Salguero 25. C ontemporáneos (IX) Oswaldo Encalada Alicia Ortega Santiago Páez Aleyda Quevedo Rojas Raúl Vallejo 26. C ontemporáneos (X)

19. C ontemporáneos (III) Rocío Madriñán Sonia Manzano Julio Pazos Barrera Alicia Yánez Cossío

Carlos Arcos Cabrera Modesto Ponce Huilo Rúales Raúl Serrano Javier Vásconez

20. C ontemporáneos (IV) Iván Carvajal Alexis Naranjo Javier Ponce Antonio Preciado Humberto Vinueza

27. C ontemporáneos (XI)

21. C ontemporáneos (V) Jaime Marchán Francisco Proaño Arandi Juan Valdano

28. C ontemporáneos (XII)

Gabriela Alemán Fernando Balseca Juan Carlos Mussó Leonardo Valencia Oscar Vela

María Eugenia Paz y Miño Juan Manuel Rodríguez Lucrecia Maldonado Gilda Holst

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B iB u oT E C A b á s i c a DF AUTORES ECUATORIANOS

Impreso en Ecuador en septiembre de 2015 Para la portada de este libro se han usado caracteres A Love ofThunder, creados por Samuel John Ross, Jr. (1971). En el interior se han utilizado caracteres Georgia, creados por Matthew Cárter y Tom Rickner.

Literatura del siglo xx L it e r a t u r a d e l s ig l o x x

(V I)

Adalberto Ortiz Nelson Estupiñán Bass Ángel F. Rojas L it e r a t u r a d e l s ig l o x x ( V il)

Gonzalo Zaldumbide Benjamín Carrión Leopoldo Benites Isaac J. Barrera Aurelio Espinosa Pólit Gabriel Cevallos García L it e r a t u r a d e l s ig l o x x (V IH )

Jorge Enrique Adoum César Dávila Andrade Efraín Jara Idrovo L it e r a t u r a d e l s ig l o x x (IX )

Pedro Jorge Vera Alejandro Carrión Arturo Montesinos Malo Alfonso Cuesta y Cuesta Rafael Díaz Icaza Miguel Donoso Pareja L it e r a t u r a d e l s ig l o x x (X )

Eugenio Moreno Heredia Jacinto Cordero Espinosa Carlos Eduardo Jaramillo Ileana Espinel Rubén Astudillo y Astudillo Fernando Cazón Vera L it e r a t u r a d e l s ig l o x x (X I)

Alfonso Barrera Valverde Francisco Granizo Ribadeneira José Martínez Queirolo Filoteo Samaniego Francisco Tobar García

La Biblioteca Básica de Autores Ecuatorianos ( b b a e ) es un proyecto editorial y académico de la Universidad Técnica Particular de Loja. Su finali­ dad es presentar una antología de la literatura ecuatoriana en la que se hallen presentes los auto­ res más representativos del pensamiento literario del Ecuador a partir del siglo x v i i . Esta magna tarea fue encomendada a un equipo de reconocidos críticos y estudiosos de la historia de las letras ecuatorianas, quienes, luego de evaluar el aporte de cada uno de los escritores cuyas obras han sido publicadas a lo largo de estos cuatro siglos, elaboraron un listado de nombres y obras que objetivamente se consideran los más destaca­ das e imprescindibles para entender la evolución del arte literario de nuestro país. Se trata, por lo tanto, de una visión panorámica de un proceso histórico vasto, complejo y progresivo que muestra la evolución de un aspecto de nuestra vida cultural desde sus orígenes, en los siglos colo­ niales, hasta hoy cuando prima la búsqueda de una voz propia, testimonio que se aprecia en las nuevas corrientes literarias que triunfan a partir de la década del 30 del siglo xx. La presente publicación ofrece al público lector (y, en especial, a los jóvenes estudiantes y docentes de los establecimientos educativos), una colección bibliográfica de fácil acceso en la que, a través de sus 28 volúmenes, se pueda conocer a los escrito­ res del Ecuador en sus propios textos, selección que llega precedida de prólogos críticos en los que se comenta la obra y el valor literario de cada uno de ellos.

URL: http://autoresecuaiorianos.utpl.edu.ec/