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LA NOVELA DEL SIGLO XVIII ISBN: 84-96479-54-4 Joaquín Álvarez Barrientos (CSIC, Madrid) [email protected] Thesau

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LA NOVELA DEL SIGLO XVIII

ISBN: 84-96479-54-4

Joaquín Álvarez Barrientos (CSIC, Madrid) [email protected]

Thesaurus: novela, relato, cuento, imitación, prosa, costumbre, costumbrismo, novela del XVII; la novela del XIX; el cuento

Artículos relacionados: La novela del XVII; la novela del XIX; el cuento; el costumbrismo

Resumen: Se traza un panorama sobre el género literario novelesco en el siglo XVIII, durante mucho tiempo olvidado en las historias literarias. Se plantean algunos problemas de carácter estético: valor de la novela, su ausencia de preceptiva, y otros de carácter ideológico que caracterizan al relato de ficción en la época. También se relacionan algunas de las novelas y de los novelistas más importantes del momento.

1. Introducción

Durante muchos años la historia literaria española ha puesto el acento en la novelística del Siglo de Oro, donde había obras como el Quijote y las novelas picarescas que suponían cumbres de la producción narrativa, para pasar después a señalar a La gaviota de Fernán Caballero como el momento en que, ya en el siglo XIX, comenzaba la restauración de la ficción en prosa. En este panorama el siglo XVIII quedaba sepultado por una supuesta inexistencia de relatos novelísticos o, todo lo más, se aludía a que fue época que reivindicó la prosa como medio de expresión literaria, pero mirando al ensayo, a la prensa y a los primeros intentos de producir obras teatrales en prosa. De hecho el teatro moderno fue abandonando el verso mientras Leandro Fernández de Moratín creaba un verdadero lenguaje poético en prosa que, sin embargo, tardaría aún en ser asimilado por otros escritores, ya que lo habitual fue acusar de “prosaísmo” a aquellos que empleaban la prosa o simplemente un lenguaje fácil y comprensible en géneros que tradicionalmente utilizaron el verso. Hoy las cosas se entienden de otro modo. Por un lado, se valora esa reivindicación de la prosa como un paso hacia la modernidad literaria y como un despegue de los valores estéticos de los siglos XVI y XVII, que confiaban todo el peso estético al verso; y, por otro, ya se considera que durante el XVIII se produjo mucha novela en España, tanta y con las mismas características que tuvo el género fuera de la Península. Hoy en día la historiografía hace una valoración más positiva de la producción prosística, amplia y variada, pues abarca desde el ensayo y la novela, a las memorias, polémicas, sátiras y trabajos de erudición. La razón de este giro y de considerar a la prosa desde una nueva perspectiva está en clara relación con el hecho de que la literatura va a tener una función nueva en la sociedad. Se va a considerar que debe explicar el entorno, lo que sucede en una realidad cada vez más convulsa y distinta de la de épocas anteriores, en la que las conductas cambian, se abandonan modelos anteriores y se proponen otras formas y maneras de relación. Y se va a ver que la prosa, clara y cercana, es lo que mejor sirve para conseguir esos objetivos y dar la imagen literaria de la realidad. El teatro, como antes, seguirá teniendo su importancia y también se hará cargo del objetivo de dar cuenta del entorno, pero la novela, que permite una lectura íntima y privada, tanto como la lectura en grupo y comentada (y de ambas cosas tenemos testimonios), sirvió mejor a este objetivo. Al mismo tiempo que se daba esta circunstancia de acercamiento del objeto literario al público, como consecuencia del cambio en la consideración y función de la literatura, algunos de los géneros prestigiados por la preceptiva y practicados en siglos

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anteriores dejaban de tener vigencia en el XVIII: así, por ejemplo, la épica, determinadas formas de la lírica y del teatro ya no servían a los escritores, ni al público, y dejaron paso a otros nuevos, más actuales y cercanos a los problemas del momento. Estos nuevos géneros se sirvieron principalmente de la prosa. Algunos de ellos, como el ensayo, la novela, el drama burgués respondían a las nuevas circunstancias sociales y a la necesidad cada vez mayor del público de verse convertido en imagen y objeto estético. Al escritor se le pidió que convirtiese a la realidad en materia literaria, que sus modelos fueran los del entorno, no los de obras o moldes literarios, ni modelos del pasado, y para ello dejó de lado la imitación universal en beneficio de la particular. Y, como había que producir un efecto de verdad sobre el lector y puesto que le hablaba de algo que conocía, se vio obligado a escribir en prosa, dejando a un lado los artificios de la métrica. Este objetivo moral de la literatura se percibe en casi todos los géneros, pero seguramente sea en la novela donde mejor se capta. Y conviene adelantar que al hablar de “moral” se está aludiendo tanto al componente ético, como a lo que tiene que ver con las costumbres, que serán el objeto fundamental de los novelistas.

2. Sobre la “desaparición” de la novela en el siglo XVIII

Pero, antes de entrar a narrar el desarrollo de la novela en el siglo XVIII, quizá convenga detenerse, si quiera someramente, para saber algo más sobre el porqué de la supuesta desaparición de la novela a finales del siglo XVII y durante el XVIII. La novela fue uno de los medios mejores para dar a conocer el proceso de secularización de la vida y la cultura europeas, y también, por tanto, españolas. La novela hablaba, o eso procuró desde que se abandonó la escritura de los ideales libros de caballerías y pastoriles, del entorno, de los avatares cotidianos, de manera que era un inmejorable vehículo para ofrecer las nuevas ideas, y para defender las antiguas. La novela suponía además un tipo de lectura diferente. Al leer una obra de entretenimiento se podía opinar, se podía cuestionar el pensamiento, la realidad ofrecida en el texto (y la conocida), cosa que era imposible con las lecturas de fe, es decir, con aquellas relativas a la Iglesia. La lectura de textos religiosos sólo admitía una interpretación, aquella dictada por la ortodoxia, y no cabía espacio para la especulación; sin embargo, la literatura de entretenimiento abría todo un mundo de posibilidades. Esta fue una de las razones por las que las autoridades eclesiásticas estorbaron la publicación de relatos, apoyando de manera decidida, en los años finales del XVII y de comienzos del XVIII, la edición de libros de fe, confiados en que su lectura repetitiva evitaría el desarrollo de las nuevas corrientes de pensamiento que, tanto desde fuera, como desde dentro, se estaban proponiendo (Álvarez Barrientos, 1996). Nos encontraríamos en los años que se ponen los cimientos de la modernidad en

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España, gracias a un grupo de pensadores y científicos conocidos como “novatores” (Pérez Magallón, 2002). Por el contrario, la Iglesia y aquellos poderes contrarios a los “libros de entretenimiento” favorecieron la lectura de novenarios, vidas de santos y misales, como forma de frenar el proceso de secularización de la cultura que se estaba dando en toda Europa. Todavía en el siglo XVIII, y aun después, la lectura se hacía en grupo, lo cual permitía afianzar la fe católica, si se leían libros religiosos, puesto que la doctrina era incuestionable, pero si la lectura en grupo era de novelas o de libros de entretenimiento en general, esa lectura se convertía en debate de las conductas, ideas, modelos y argumentos que proponía el relato, con lo que las novedades podían calar más en la población, incluso si las rechazaba (Álvarez Barrientos, 1991). A pesar de ese esfuerzo a la contra, la novela volverá a escribirse, si bien en las primeras décadas del siglo XVIII abundan más bien textos de carácter narrativo, más que novelas. Lo que sí se van a encontrar durante toda la centuria serán reediciones de novelas de siglos anteriores: del Lazarillo, de las obras de Cervantes, de las picarescas y cortesanas. Hay que esperar a 1758, cuando el padre Isla (1703- 1781) publica el primer tomo de la Historia de Fray Gerundio de Campazas, para encontrar una obra que se puede calificar de novela, a pesar de los defectos técnicos y del excesivo lastre didáctico. Isla toma como modelo narrativo al Quijote, incluso pensó titular su obra “Quijote de los predicadores” y así la llama a veces. Por otro lado, como el mismo Cervantes en sus Novelas ejemplares, se enorgullece de ser el primero que ha novelado en su época. Se sirve Isla de un joven con deseos de saber y ganar su vida con la palabra para hacer burla de las órdenes de predicadores, pero sobre todo critica la educación que reciben los jóvenes. Este es en realidad el asunto que más le preocupa, aunque también centre su sátira en la incomprensible y teatral oratoria religiosa. La novela fue pronto denunciada a la Inquisición y prohibida por ésta, quedando el segundo tomo inédito, aunque se distribuyó en copias manuscritas y clandestinas que llegaban a España desde el sur de Francia a lomos de mulas y en cestos de arrieros y buhoneros. Isla organiza su materia narrativa a base de pequeños grupos argumentales distribuidos en varios capítulos: en el primero reflexiona sobre un asunto y en los siguientes ejemplifica o dramatiza el concepto sobre el que pensó, lo que, desde el punto de vista de la estructura, acerca a veces su novela a los exempla medievales y, desde luego, pone de manifiesto su intención educativa. Esta estructura narrativa es a menudo más una rémora que otra cosa a la hora de acercarse al largo relato que hoy conocemos. Evidenciando el gusto moderno por la narración, pronto se vio que su extensión y sus digresiones dificultaban su recepción y se pensó en hacer versiones reducidas. Conocemos el caso de Leandro Fernández de Moratín que realizó una de ellas, de la que

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solo queda el prólogo que debía anteponer al relato. Muchas veces, sin embargo, se harían después ediciones expurgadas de la obra de Isla, como, por otra parte, de la de Cervantes. El ejemplo pionero del jesuita está lastrado por el excesivo didacticismo, pero como elemento positivo tiene la perspectiva satírica, dialógica e intelectual, frecuente en la narrativa europea de la primera mitad del siglo XVIII. Por ejemplo, en Tom Jones, publicada en 1750, novela con la que tiene más de un significativo punto en común, como es el empleo de la sátira y la ironía, pero sobre todo valerse de la técnica del contraste para orientar la lectura e interpretación de su público, una técnica que el escritor inglés teorizó en uno de sus capítulos. Por otro lado, tanto Henry Fielding como Isla, como Cervantes, señalaron que eran los primeros que novelaban en su siglo (aunque cada uno lo dijera para su país). Ese método irónico y su estilo pusieron a Isla en relación con otros autores ingleses, como el mismo Lawrence Sterne, como quedó demostrado al ser traducido al inglés en 1772. El modelo cervantino de Fray Gerundio fue seguido por otros escritores españoles en los años sesenta, aunque lo característico de la producción dieciochesca en la segunda mitad del siglo sea ya el relato sentimental. Un relato de exaltación de la emotividad controlada por la razón.

3. El Quijote y el quijotismo en el XVIII español

Ahora bien, hasta que llegue a posesionarse del mercado este tipo de narración emocional, la novela satírica o, más bien, el uso de la novela para hacer sátira de las costumbres será un recurso habitual. Esto fue así porque durante mucho tiempo a lo largo del siglo, y por muchos, se entendió que la novela o los relatos de ficción habían de servir para burlar aspectos de la sociedad, como Cervantes había hecho con su Quijote. En la consideración de no pocos la novela cervantina era sólo una sátira, a pesar de que fuera de España, sobre todo en Inglaterra, se había abierto camino la interpretación de la misma como la primera novela moderna. La aceptación del Quijote como sátira de los libros de caballerías sirvió para que se pensara que cualquier cosa podía ser satirizada utilizando al viejo y asendereado caballero. De ese modo, se publicaron abundantes relatos que contaban con su nombre en el título y que eran unas veces más sátira y otras más relato, pero siempre burlando algún aspecto de la realidad. Esto en España como en Europa, donde la novela cervantina conoció extraordinaria fama, en traducciones, imitaciones y continuaciones. Para el caso español, es posible encontrar la Vida y empresas literarias del ingeniosísimo caballero don Quijote de la Manchuela, de 1764, cuyo autor fue Cristóbal de Arenzana, el Quijote de la Cantabria, de Bernardo Alonso Ribero y Larrea, tres tomos entre 1792 y

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1800, y numerosas continuaciones de la novela, casi todas centradas en la figura de Sancho Panza, como es lógico, que en la recepción europea se disputa con don Quijote el protagonismo. Son las más interesantes las Adiciones a la Historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en que se prosiguen los sucesos ocurridos a su escudero el famoso Sancho Panza, de 1786 y de Jacinto Mª Delgado. Pedro Gatell produjo la Primera salida de don Quijote el Escolástico (1786), La moral de don Quijote (1789) y La moral del más famoso escudero Sancho Panza (1793), que no son novelas, pero que muestran su interés por la obra cervantina. Sólo ese año se atrevió a publicar el primer tomo de su Historia del más famoso escudero Sancho Panza, desde la gloriosa muerte de don Quijote de la Mancha hasta el último día y postrera hora de su vida, en dos tomos (1793 y 1798). Ya se ve que la afición a la novela fue mucha y que la fascinación por dar cuenta de la vida de los personajes también. Se tiene la impresión de que los autores entienden que una novela ha de contar una vida y que el intento queda fallido si no se llega hasta el desenlace final de los implicados, de ahí que Sancho sea el protagonista de estas continuaciones, todo lo cual llevó a los diferentes autores a entrar en polémicas sobre si la suya era mejor y más autorizada (verdadera o verosímil) continuación que la de otro. Por otro lado, estas narraciones, además de continuar la vida de los personajes, sirven para ofrecer análisis del momento y de la sociedad en que se escriben. Este interés por continuar el relato cervantino tuvo su paralelo en la preocupación erudita por averiguar la vida y las circunstancias de Cervantes. Todo ello llevó a descubrir su patria, a hacer ediciones y valoraciones de su teatro, a editar numerosas veces sus otras novelas y a hacer por primera vez su biografía, que apareció en 1737 de la mano de Gregorio Mayans. También en 1780 la Real Academia Española hizo su edición de la novela con estampas y con el texto cuidado. Don Quijote se había convertido en un personaje universal, representado en estampas, cuadros, tapices, naipes, porcelanas, muebles, etc., y tanto servía a veces para caracterizar a los españoles, como se utilizaba para dar cierta imagen de Europa. Cada país lo adoptó a su manera, ya mediante traducciones, que empezaron pronto, ya mediante imitaciones, algunas tan famosas como el Quijote de las mujeres de Charlotte Lennox Ramsay. Al mismo tiempo, desde los años ochenta, Cervantes y su novela se convertían en figuras estelares de la cultura española y se enfrentaban como valores seguros y de influencia universal a los que otras naciones proponían (Petrarca, Molière, etc.). Habían entrado en las historias de la literatura, del mismo modo que su influencia era tal que puede decirse que, desde el Quijote, la ficción en prosa es una variante del mismo, es decir del enfrentamiento entre apariencia y realidad, entre un mundo que desaparece y otro que surge, cuestión de renovada importancia en el XVIII.

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4. Emotividad y razón

Al margen de esta línea narrativa directamente implicada con el Quijote, la ficción dieciochesca se organizó sobre dos elementos esenciales de la Ilustración, que fueron la razón y el sentimiento. Con demasiada frecuencia se identifica Ilustración y Razón, como si la primera se redujese a la segunda, o fuera sinónimo. La historiografía moderna ha señalado que si la Razón tuvo un peso fundacional en el giro que se dio en la cultura europea entre el siglo XVII y en el XVIII, el Sentimiento, la sensibilidad y el sensismo, como formas de conocimiento desde la experiencia sirvieron también de forma decisiva para alimentar la nueva cultura de las Luces. La Ilustración es razón y sentimiento, algo alejado del sentimentalismo romántico posterior, y las novelas de más éxito en el siglo fueron aquellas que aunaron la exaltación del sentimiento (y de los sentidos) junto con el control razonable de la razón. En las clasificaciones de la novela de esa época suele hablarse de novelas góticas, de aventuras, epistolares, sentimentales, pero en realidad, a menudo, casi todas podrían figurar indistintamente en un apartado o en otro, según valoremos más un componente u otro. Al mismo tiempo, en esas catalogaciones se conjugan criterios diferentes, que van desde la forma (epistolar) a la temática (sentimental, aventurera), lo cual no es coherente. Por lo tanto, desde esta consideración, no se va a hacer catalogación alguna; en todo caso, podrían distinguirse las que se han dado en llamar “novelas góticas” de las “novelas sentimentales”. Las primeras se comenzaron a escribir en Inglaterra y a España no llegaron sino en el XIX. Son novelas de misterio y terror, en las que se explora el aspecto irracional del individuo. Pero estas obras tienen también su conflicto amoroso, que es siempre uno de los reclamos principales para el lector, aunque, como se verá después, el amor se empleó también como un instrumento de análisis crítico. Los relatos góticos, que abundan en escenas nocturnas, suelen desarrollarse en el campo, entre ruinas, como si se aludiera al derrumbe ético de los personajes y de la sociedad en que se encuentran. Se sitúan a menudo en tiempos pasados y el misterio o lo fantástico, que ha servido de motor de la acción junto con el problema amoroso, encuentra solución al final del relato: es la razón la que explica lo sucedido. Se trata de novelas como The Castle of Otranto, The Mysteries of Udolfo, The Italian, The Monk y otras en las que los autores más destacados fueron Ann Radcliffe y Matthew Lewis. Las traducciones de estas novelas llegaron tarde a España pero lo que sí se conoció fue el gusto por lo sangriento y truculento que, en gran medida, se cubría en España gracias a los romances y a la poesía popular y, desde luego, a las tragedias. En 1801 Quintana estrenó El duque de Viseo que está inspirada en una de las obras de Lewis. Entre

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novelas y obras teatrales habrá un trasvase frecuente, adaptándose al teatro aquellos argumentos narrativos de éxito, relatos a menudo sentimentales. Por otro lado, el relato gótico se inscribe dentro de la narrativa moderna aplicando a ella las ideas de Locke sobre la sensación. Este tipo de narrativa ahonda en el conocimiento del individuo, incorporando a lo sentimental y racional lo irracional, entendido como parte también de lo humano, para realzar la subjetividad del personaje. Una subjetividad que considera también el lado negativo y malvado. De modo complementario, la naturaleza se presenta desquiciada y enfrentada al hombre. A veces, en esta naturaleza violenta y contraria al individuo se ha visto un rechazo del progreso y cierta nostalgia del mundo ideal, estable, que se perdía con el avance de la civilización, basada en el orden y en el dominio de esa naturaleza. Desde distintos puntos de vista, pero teniendo en cuenta siempre el aspecto emocional, se iba concretando un punto de vista de estudio del hombre, una antropología que tendía hacia la comprensión total del individuo. Pero quizá lo más visible en toda la narrativa del siglo XVIII sea el sentimiento, empleado además para referir el descubrimiento del yo, algo que también se percibe en la producción memorialística. Las novelas sentimentales presentan problemas de amor que alcanzan tanto a la órbita privada de los personajes como a la pública, lo cual supone consecuencias sociales. El amor se emplea, por tanto, como instrumento de análisis de la sociedad, y así suele aprovecharse el conflicto amoroso para afianzar la idea de que la atracción entre dos personas es un sentimiento natural con el que no hay que comerciar y que debe estar al margen de pactos de familia. Como tal es un sentimiento valioso y digno de ser respetado por la estructura social; como eso no se hace en la realidad, en las novelas se aprovecha para cuestionar el papel de los padres en la elección del estado de los hijos y de su esposos, así como para socavar las relaciones paternofiliales y políticas que obligan a la obediencia de los jóvenes. La crítica a la concepción del amor como algo ajeno a los sentimientos sirve para cuestionar el orden social y para hacer una propuesta de nueva sociedad, desde la sinceridad de las emociones. Los protagonistas, a menudo mujeres jóvenes, dan valor a lo que sienten frente a los criterios paternos, que prefieren entender los matrimonios como salidas profesionales, similares a los enclaustramientos de las hijas. Los jóvenes de estas novelas adoptan posturas que pueden parecer ingenuas hoy pero que para la época podían considerarse “revolucionarias”, pues estaban proponiendo un nuevo modo de vivir basado en los sentimientos controlados, lo cual implicaba un cambio de valores. En estos planteamientos no se olvida el compromiso social del amor y de los amantes, pero se hace desde un planteamiento de responsabilidad que tiende a desmontar las ideas establecidas.

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Hay en estas ficciones, que hablan de la realidad circundante, un contenido político, una moral burguesa de carácter utilitario (pues los jóvenes insisten en el valor de los sentimientos y de la atracción como garantes de la estabilidad matrimonial y por tanto social y moral, pues se supone que habrá infidelidades ni divorcios) y una propuesta de libertad responsable que preocupó a las autoridades, hasta el punto de proceder a la prohibición de publicar novelas en 1799. Los modelos que se proponían desde los relatos agitaban a los jóvenes, podían llegar a ser inmorales (sin necesidad de ser pornográficos o decididamente eróticos), servían para cuestionar el orden establecido y eran una vía indiscutible de introducción de nuevas ideas, filosofías, modelos, imágenes, modales, modas, conductas y formas de relación. La prohibición no tuvo excesivo seguimiento y pronto se volvió a encontrar producción narrativa. Por un lado, se prohibía editar novelas nuevas, pero no reeditar las que ya habían conseguido licencia; por otro, a menudo se disimuló lo novelesco bajo otros formatos. La llegada de la Guerra de la Independencia supuso un freno en la producción editorial, pero al acabar el conflicto, no sólo se volvieron a editar novelas sino que además se amplió el espectro argumental y aparecieron relatos sobre tema bélico y patriótico, en los que el amor siguió desempeñando aquel papel ideológico ya señalado. La novela sentimental utilizó con gran frecuencia la carta como medio narrativo, aunque el formato epistolar no se agotó sólo en ese argumento (Rueda, 2001; Baquero Escudero, 2003). El considerable éxito que consiguió la fórmula epistolar --no sólo en la novela, también en los ensayos y en los artículos periodísticos-- se debió a que producía sobre el lector un rápido efecto de proximidad y de implicación en el problema. Permitía acercarle asuntos cotidianos con un lenguaje fácil, mientras daba bastante libertad de movimiento al escritor, ya que le permitía variar de registros con comodidad, interiorizar sentimientos, analizar situaciones y describir escenas. La carta permitía también dosificar la cantidad de lectura y producir efectos sobre el lector, tales como el suspense, la implicación, etc. Quizá en el XVIII la novela sentimental más característica en formato epistolar fuera La Serafina (1797) de José Mor de Fuentes (1762- 1848). Hubo otras muchas novelas epistolares, pero esta que cuenta las dificultades de dos amantes en la sociedad urbana y aburguesada de la Zaragoza finisecular cosechó bastante éxito y alcanzó tres ediciones (aunque no se conserva la primera), siempre ampliadas. Mor usa con acierto la libertad que le proporciona la carta para retratar tanto escenas costumbristas de tertulias y salidas al campo, como para contar un sueño y dar así entrada a un relato utópico, además de para expresar los sentimientos amorosos y las dudas de turno. La carta era un recurso fácil para producir un efecto de verdad en un lector que pedía a la literatura la reproducción de la realidad circundante. Por otro lado, Mor de Fuentes emplea un lenguaje que nada tiene que ver con las formas recargadas o

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retóricas; sus personajes hablan de un modo directo y claro, muy cercano al que será el lenguaje narrativo del XIX. Entre las novelas epistolares destaca por su éxito (dos ediciones) La filósofa por amor (1799), que es una traducción de Francisco de Tójar (1995), de un original francés de autor desconocido. Esta novela plantea bien mucho de lo expuesto más arriba con respecto al papel que se adscribía al amor y a los jóvenes. La protagonista del relato es una joven de buena familia llamada Adelaida que se enamora de un hombre más joven y pobre que ella, pero lleno de virtudes, que es lo que le hace valioso, ante ella y ante la sociedad, porque no es un vago. Sin embargo, los padres de ella se niegan al matrimonio. Adelaida se enfrentará a diferentes situaciones, desde ser encerrada en su casa a salvar a su enamorado de prisión (lo que da pie a varias escenas de carácter gótico bien presentadas). Al mismo tiempo, Adelaida no excusa ni disimula sus sensaciones físicas, de modo que explicita sus deseos amorosos de un modo a veces sorprendente para ese tipo de relatos. Tójar publicó también una Colección de cuentos morales, conjunto de relatos y novelas breves, presidido por “Zimeo”, una historia sobre la esclavitud, la igualdad de los hombres y el valor de la amistad, que era obra de Saint- Lambert (2002). Se trata de historias con fuerte peso moral, en marcos exóticos de América, a los que se añadieron varios cuentos y anécdotas de ambiente oriental, tipo de narrativa que era nueva en España por entonces. En la producción novelesca del momento destaca La Leandra, de Antonio Valladares de Sotomayor, en nueve tomos y epistolar, que tiene por protagonista a una actriz. Esta novela, “que contiene muchas”, es como una síntesis de todos los estilos y maneras de la narrativa de entre siglos, a lo que contribuye el momento de su publicación, entre 1797 y 1807. En ella hay narraciones sentimentales, de aventuras, góticas, exóticas, y su protagonista defiende un papel nuevo para la mujer en la sociedad naciente. Valladares, que fue además famoso hombre de teatro y periodista, empleó un estilo sencillo y natural, como correspondía al tono conversacional de la carta, mientras habilitaba el esquema de la novela dentro de la novela para construir su relato. Este formato le permite tanto contar historias dentro de historias, como pasar sin problema del relato costumbrista al de aventuras, sin perder de vista las disquisiciones amorosas, sobre el valor de las mujeres en la sociedad y los conflictos que se planteaban en la conflictiva realidad española de entre siglos. A esta novela hay que añadir otras importantes como El Valdemaro (1792) de Vicente Martínez Colomer (1985), y El emprendedor, o aventuras de un español en el Asia (1805) de Jerónimo Martín de Bernardo (1998), que son dos relatos de aventuras, el primero con fuerte presencia de lo fantástico y el segundo en geografías orientales;

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ambos desarrollaron un estilo cervantino basado en el Persiles y Sigismunda. Son, seguramente, dos de las mejores novelas del fin de siglo. El emprendedor dio pie a una polémica en los periódicos sobre su verosimilitud y originalidad, ya que el autor blasonaba de que era enteramente suya, mientras algunos lo ponían en duda. Por otro lado, Martín de Bernardo puso al día el relato de viajes, con sus encuentros y anagnórisis, convirtiéndolo en un ejemplo de tolerancia y convivencia. Junto a estas encontramos las del novelista más prolífico, Pedro Montengón (1745- 1824), responsable de Eusebio (1786), Eudoxia, hija de Belisario (1793), Antenor (1788), Rodrigo (1793) y El Mirtilo, o los pastores transhumantes (1795). Montengón (1990; 1998) practicó la novela de viajes y de iniciación en Eusebio, que seguía con más o menos independencia el ejemplo del Emilio de Rousseau. Con este relato de gran fortuna en su momento sobre la tolerancia y la educación, Montengón tuvo problemas con el Santo Oficio, de resultas de los cuales se vio obligado a rescribirlo dejando fuera todo cuanto sonara a cuáquero y a cierta libertad de pensamiento. Como consecuencia de esta reescritura tuvo también problemas con su editor Antonio Sancha y con los hijos de éste, que, ante el éxito de la novela, quisieron quedarse con el libro pagándole menos de lo debido. El Mirtilo es un peculiar relato pastoril, en el que se hace la crítica de la sociedad urbana, que abandona valores más poéticos. El protagonista es un poeta que, nostálgico del pasado, prefiere la vida del campo frente al rigor de la ciudad. En las otras novelas, Montengón, jesuita expulso que vivía en Italia desde 1767, usa el molde del romance, al relatar la vida de personajes históricos y situar la narración en el pasado. Son muchas más las novelas que se publicaron en el siglo, así como importante fue el debate que alrededor del género se suscitó, tanto desde un punto de vista ético como desde el ángulo estético. Todo ello puede verse en Álvarez Barrientos (1991). Que muchas no conecten con nuestra sensibilidad, no es razón para despreciarlas, sobre todo si se considera que algunas llegaron a ser best seller en su época y aun después. Por otro lado, sirvieron para que la novela, tal y como entendemos al género hoy, pudiera alcanzar las cotas que logró en el siglo XIX. Sin embargo, algunas deberían interesar a un lector actual, por el asunto tratado y por el modo de acercarse a él. Es el caso de Cornelia Bororquia (1801), otro relato epistolar obra de Luis Gutiérrez (1985), que narra el deseo de un obispo por Cornelia, deseo que le lleva a secuestrarla y encarcelarla en las mazmorras de la Inquisición. El lector encuentra aquí pasiones, críticas a la Iglesia y a los poderes, cartas, dudas religiosas, tolerancia y respeto a las diferentes creencias. Un relato que tuvo vida propia al margen de la novela en pliegos de cordel. Fue prohibido por la Inquisición, pero se pasaba a España desde Bayona, como Fray Gerundio, y conoció muchas ediciones, cada una con algún añadido, dando ejemplo de cómo el público se había adueñado del relato y le hacía ajustarse a sus necesidades críticas. Se tradujo al

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francés, al portugués, al alemán y se empleó de forma política para desprestigiar a la monarquía y a la Inquisición. Su éxito durante más de ochenta años muestra cómo el relato tuvo diversas lecturas, todas satisfactorias para los diferentes públicos, que la convirtieron en representante de la intransigencia, la intolerancia y el oscurantismo españoles.

4. Traducciones

Además de obras originales, hubo una importante producción de novelas traducidas, casi siempre desde la lengua francesa, aunque eso no implique que fueran todas francesas; también se pusieron en español novelas inglesas, italianas y alemanas, aunque a veces quedaron inéditas o se publicaron mucho más tarde de su momento de traducción o en versiones posteriores. Es el caso de Robinson Crusoe y de Werther. Las obras traducidas, como sucede hoy, no fueron precisamente las que ahora consideramos más importantes desde el punto de vista de la historia literaria, sino aquellas de corte sentimental, epistolar y de corta extensión que triunfaban fuera y llamaban la atención de los editores, que eran, a menudo, quienes encargaban la traducción. Fueron muchos los autores que tradujeron, pero sobre todo mujeres como Inés Joyes, Mª Antonia del Río Arnedo, Mª Romero Masegosa o Joaquina Basarán, que casi se dedicaron a ello en exclusiva. No conocemos relatos originales de mujeres, salvo alguno de Clara Jara de Soto, que más parece un relato costumbrista, satírico y moral, en la línea de Quevedo y Vélez de Guevara. En todo caso, la traducción de relatos sirvió para introducir y difundir formas nuevas de narración y pensamiento; su alto número da cuenta de la creciente demanda que había de este tipo de literatura, que pasó pronto a los periódicos, en los que no es difícil encontrar relatos breves, cuentos, anécdotas, que preparan el camino al decimonónico folletín. El traductor de una obra podía ser también autor de relatos originales, como le sucede por ejemplo a Gaspar Zavala y Zamora (1762- 1814), que tras poner en español varias novelas de Florian y el relato Oderay (1804), de corte exótico, en el que, mediante la carta de una suicida, se hace una defensa del amor como sentimiento natural y de la naturaleza frente a la civilización, que acaba con lo mejor de los individuos, publicó su novela original. Frente al relato de tono rousseauniano contrasta su novela La Eumenia o la madrileña (1805), historia de una mujer que sale a buscar a su esposo por un mundo idílico: el paisaje belga. Zavala (1995) ofrece un relato sentimental y moralizante en el que se suceden numerosos pasos de comedia, no hay que olvidar su importante actividad como comediógrafo.

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5. Narrativa y moral

Si la literatura en el XVIII debía ser útil y moral (moral también en el sentido de dar cuenta de las costumbres, mores en latín), la novela había de serlo por partida doble, ya que no entraba en la preceptiva literaria, por lo que era despreciada como género sin pedigrí y como simple literatura de entretenimiento. El debate sobre la utilidad de la literatura se recrudeció ante el éxito y el peligro ideológico de las novelas. Para justificar la escritura de ficción se había apelado desde el principio a su condición didáctica y el mismo Jovellanos había llegado a aceptarla desde esta perspectiva. Los autores en sus prólogos y en sus defensas ante la censura señalaron constantemente que las novelas enseñaban a amar el bien y a rechazar el mal. Sin embargo, los moralistas vieron pronto que antes y mejor que de las virtudes, se hacía una pintura detallada, atractiva, de vicios y defectos, con la excusa de que era necesario conocerlos bien para defenderse de ellos y rechazarlos. Estos argumentos, sin embargo, no convencían a censores y moralistas, que veían con preocupación cómo los lectores asumían conductas dudosas mientras aceptaban los nuevos valores aportados por la civilización y la urbanidad que llegaban desde las páginas de entretenimiento. En las novelas y en el debate que provoca su recepción puede percibirse bien la crisis del Antiguo Régimen y de su bagaje de valores de carácter teocrático y medieval. Los relatos que se publicaron en el siglo XVIII, por lo general, dieron cuenta de la entrada en vigor de un nuevo modelo de hombre, cuyos valores se basaban en criterios que no tardarán en denominarse burgueses. Desde este punto de vista, la producción novelesca del siglo XVIII es de marcado carácter moral. A la sensibilidad y a la razón, elementos que integran el relato, hay que añadir este otro componente que, no pocas veces, aparece como subtítulo del relato. Por “novela moral” hay que entender un tipo de relato que describe la nueva ética secular del siglo, vinculada a valores de utilidad, amistad y profesionalidad. Una novela que muestra el entorno y considera la realidad, y por tanto las costumbres, como materia literaria, como testimoniará un siglo después Benito Pérez Galdós. Aunque la Guerra de la Independencia y el reinado de Fernando VII supusieron un hiato en la producción novelesca --pero no su desaparición, pues con el comienzo del siglo asistimos al surgimiento de la novela histórica y de costumbres contemporáneas--, no se puede entender la narrativa decimonónica sin estas novelas que contribuyeron a renovar el panorama de la ficción en prosa en España y que prepararon el camino de posteriores novelistas.

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6. Costumbrismo y ficción

En el panorama de la prosa del siglo, hay una serie de textos que hacen referencia, de modo muy amplio y variado, a los cambios de las costumbres y que emplean como vehículo de la sátira un marco de ficción. La mayoría son papeles críticos que denuncian o defienden la introducción de nuevos modales y maneras en la sociedad española. No siempre son folletos que ven esas nuevas costumbres como ataques a la nacionalidad española y a sus esencias tradicionales. De nuevo, la prosa da cuenta de la fractura que estaba sufriendo la sociedad del momento. Bastantes de estos relatos aparecen en los periódicos, pero también en folletos como los que escribió Juan Fernández Rojas (1756- 1819) sobre Crotalópolis, trasunto de Madrid. Por lo que se refiere a la propia actividad literaria, fueron muchos los textos que se escribieron sobre los cambios que sufría en su sistema de producción, y el teatro no fue aspecto de la vida que quedó fuera de esa revisión: Cándido Mª Trigueros (17361798), por ejemplo, dejó inédito su Quijote de los teatros (2001), y son muchos los textos que podrían citarse, que están a medio camino entre la narración y el relato de visos costumbristas que emplean la ficción como cornice que encuadra el asunto. Ha de tenerse en cuenta que tanto la novela como el relato costumbrista, del que harán gran uso los periodistas, se centran en dar cuenta de las costumbres del momento. Cada género asume la costumbre de un modo distinto, dando pie a un relato de ficción o a un relato costumbrista. Para el primero, la costumbre es una excusa para narrar una historia; mientras que para el segundo, el objeto del relato o del cuadro es la costumbre en sí misma, todo lo cual lleva a contar de distinto modo, aunque puedan emplearse recursos de una u otra manera, siempre en aras de dar más variedad y amenidad al objeto que se presenta al lector. Es el caso de obras que se centran en el entorno y ofrecen al lector un diagnóstico o una radiografía cercana de la sociedad, de sus costumbres y del modo como están cambiando los individuos. Así por ejemplo hay que destacar textos como El café (1792 y 1794) de “Alejandro Moya”, pseudónimo de Fernández Rojas, y los de José Cadalso (1741- 1782), con las Cartas marruecas (1782) a la cabeza, Los eruditos a las violeta (1772) y El buen militar a la violeta, prohibido y sólo publicado en el siglo XIX. Son obras sobre el entorno, que hablan directamente de él y que pretenden dejar una estampa sobre algún aspecto de la realidad española; en el caso de las Cartas marruecas, sobre el momento de cambio en que se encontraba España, mediante el formato epistolar, de éxito en la Europa del momento, como indica el autor.

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En El café, su autor, escondido tras el pseudónimo, describe el ambiente característico de esos locales, frecuentes en España desde mediados de siglo, que daban lugar a espacios de sociabilidad, donde se podía hablar con más libertad que en otras tertulias. Moya relata también la crisis de conciencia de muchos españoles, que son conscientes de la necesidad de cambio que hay en el país, y de cómo el modelo antiguo de español ya no sirve para enfrentarse a los nuevos tiempos. Es útil, además, esta obra porque permite reconstruir el espacio, las maneras de relación, los asuntos que se debatían, las fuentes (periodísticas o no) que se empleaban y las distintas corrientes de opinión ante el nuevo rumbo de los tiempos. En ella su autor debate también sobre la condición realista o no de las novelas, pues considera que proponen ejemplos de moral y conducta, esencialmente referidos a las mujeres, que no tienen que ver con la realidad cotidiana. De la conversación que mantienen varios contertulios se extrae la idea, ya señalada, de que a las novelas se les pedía que se basaran, reflejaran y explicaran la realidad. El caso de Cadalso es más complejo. Si, con cierta deficiencia, podemos calificar El café de diálogo con cierto marco narrativo, la ubicación genérica de las Cartas marruecas no está clara aún. Parte de la crítica la considera una novela, mientras que otros la tienen por un ensayo que da cuenta de la cambiante situación en que se encontraba la España del momento. Un ensayo epistolar, con un ligero entorno de ficción como ocurre en otras obras, por ejemplo, en los Ocios en mi arresto, que es un tratado epistolar de mitología para señoritas, escrito por Jerónimo Martín de Bernardo en 1803, y que contiene un primer episodio novelesco. En todo caso, las Cartas marruecas son un hito en la producción en prosa del siglo. Cadalso pasa revista a los diferentes ambientes sociales y territoriales, a las clases populares y aristocráticas, a los problemas de la educación y a los modos de divertirse de los españoles (y aquí podría relacionarse con otro excelente texto en prosa, la Memoria sobre los espectáculos y diversiones públicas de Jovellanos, escrito en 1792), a las relaciones de los españoles con los europeos, etc. Se ha señalado que Cadalso imitó con esta obra las Lettres persanes de Montesquieu, pero Cadalso está muy lejos del francés, aunque use el formato de la carta; es cierto que critica la imagen que se dio de los españoles en las Lettres persanes, pero su trabajo se interesa más en ofrecer a sus compatriotas una imagen crítica y constructiva del país y, para ello, para corregir la mala imagen que se tiene de España fuera, utiliza varios puntos de vista: externos, como es el de un marroquí, e internos. A diferencia de las Lettres, sus Cartas apenas tiene desarrollo argumental, cosa mucho más presente en la obra de Montesquieu. Cadalso indica en el prólogo a su obra que quiere escribir sobre las costumbres nacionales y cada carta es como un pequeño ensayo, como el fragmento de una conversación mantenida en alguna

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tertulia. La carta le permitía variedad de temas y extensiones y libertad de enfoque, como él mismo escribió: “El mayor suceso de esta especie de críticas debe atribuirse al método epistolar, que hace su lectura más cómoda, su distribución más fácil, y su estilo más ameno”. Palabras que bien podría haber suscrito Feijoo, padre del ensayo español, y que en modo parecido escribió Nifo en sus periódicos. Lo importante, por otro lado, es que pone de relieve el éxito de la forma epistolar, su aprovechamiento desde diferentes puntos de vista, y la conciencia de Cadalso de su utilidad. A la vista de lo someramente expuesto, se concluye que el panorama novelístico español en el siglo XVIII fue complejo. Por un lado, se encuentran las reediciones de novelas de los siglos XVI y XVII; por otro, las muchas traducciones de textos diversos, aunque abundaron sobre todo los sentimentales. Junto a esto, una realidad que iba desde los pocos que escribieron en la tradición picaresca y de la novela corta del Siglo de Oro, como Pablo de Olavide, a los que intentaron acomodar los modelos nuevos a las formas y a las características españolas, escribiendo relatos de viajeros, sentimentales, de aventuras, utópicos, etc. En todo caso, el concepto de novela que se manejaba en el siglo XVIII incluía elementos como la observación de la realidad, el compromiso con el lector, la idea de proponer un relato moral que fuera de utilidad y entretenimiento al público. Todo ello hacía posible que por primera vez se pudiera hablar de novela moderna, una novela que, frente al mundo ideal y caballeresco de los romances o relatos de caballerías y fantásticos, se centraba, siguiendo la estela del Quijote, en el entorno, que enfrentaba al individuo consigo mismo y con sus circunstancias, oponiendo como había hecho Cervantes realidad y deseo. Una novela que a lo largo de la centuria abandonó el concepto literario de imitación universal de la naturaleza para centrarse en la sociedad y reproducirla artísticamente desde un concepto más cercano al de imitación particular. Por otro lado, la novela, género sin espacio en la preceptiva y por tanto necesitado de lograr reconocimiento y aceptación, se reivindicó desde el lado de la moral, que la justificaba como vehículo educativo.

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