La modernidad decadente

LA MODERNIDAD DECADENTE Martín Lozano LA MODERNIDAD DECADENTE Falange Española de las J.O.N.S. -1- LA MODERNIDAD D

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LA MODERNIDAD DECADENTE

Martín Lozano

LA MODERNIDAD DECADENTE

Falange Española de las J.O.N.S.

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LA MODERNIDAD DECADENTE

COLECCIÓN POLÍTICA"

"CUADERNOS

DE

FORMACIÓN

Títulos aparecidos hasta el momento: 1.- LA MODERNIDAD DECADENTE, de Martín Lozano 2.- TEXTOS PROGRAMÁTICOS FUNDACIONALES 3.- SÍNTESIS DEL PENSAMIENTO FALANGISTA, de Miguel Núñez Caballero 4.- LOS 27 PUNTOS (un nuevo enfoque), de Miguel Argaya Roca 5.- CURSO DE Garrido San Román

ECONOMÍA

NACIONALSINDICALISTA (Primera Parte), de Jorge

6.- CURSO DE ECONOMÍA Jorge Garrido San Román

NACIONALSINDICALISTA (Segunda Parte), de

7.- LA INVASIÓN DE LOS BÁRBAROS (dos conferencias de 1935), de José Antonio Primo de Rivera 8.- PEQUEÑO DICCIONARIO SENTIMENTAL DEL FALANGISTA, de Miguel Argaya Roca 9.- MEMORIA HISTÓRICA DE LA II REPÚBLICA 10.- JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA: UNA PENSAMIENTO POLÍTICO, de Ángel Luis Sánchez Marín

APROXIMACIÓN

A

SU

11.- JULIO RUIZ DE ALDA (Antología) 12.- SOBRE EL SOCIALISMO Y EL COMUNISMO, de Ángel Pestaña 13.- ONÉSIMO REDONDO (Antología) 14.- HISTORIA (BREVE) DE LA FALANGE ESPAÑOLA DE LAS JONS, de Miguel Argaya

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INTRODUCCIÓN El objeto de toda organización política es alcanzar el poder para transformar la sociedad y acercarla lo más posible al esquema teórico que su cuerpo doctrinal define. Pero antes de lanzarse a la arena pública, es absolutamente imprescindible tener hecho un esquema, un diagnóstico, claro y totalmente fiel de la realidad social en la que se está inmerso y sobre la que se va a operar, como paso previo a su modificación; esto es claro, pues el error en el diagnóstico conduciría a nefastas y peores consecuencias en la aplicación de fórmulas equivocadas para su curación. La Falange no es una excepción a esta regla, y con este primer cuadernillo de formación política, esta Territorial pretende dar una visión somera pero lo más fiel posible de la realidad social de nuestro mundo, a día de hoy; mundo sobre el que vamos a actuar intentando cambiar la realidad que, en función de nuestro pensamiento político, y según se desprende del análisis que nos presenta este texto, es manifiestamente mejorable. Esperamos que esta serie de cuadernillos que iniciamos con esta publicación, tenga el favor de los camaradas a los que va dirigido, conscientes ellos como nosotros de la importancia de la formación en un mundo cambiante a ritmo veloz.

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UNA MODERNIDAD DECADENTE Los planteamientos ideológicos alumbrados por el Renacimiento, punto de arranque del racionalismo y el capitalismo modernos, se consolidaron definitivamente con la Ilustración y el triunfo de las revoluciones burguesas del XIX, dando así paso al mundo actual. Un mundo absurdo cuyo pedestal lo ocupan las más acabadas expresiones de la superficialidad (el objeto y la imagen), y caracterizado, además, por una creciente subordinación de la persona a la máquina. La moderna civilización occidental, que tan orgullosa se muestra de sí misma, se asienta apenas sobre un conjunto de logros industriales, tecnológicos y materiales, en tanto que su base metafísica y moral es prácticamente inexistente, todo lo cual la coloca en una situación de extrema inestabilidad. Constatamos igualmente cómo el cambio de valores operado por la modernidad en nombre del progreso tiene, en realidad, un significado muy distinto, y éste no es otro que la decadencia. Una vez descartado el predominio de lo espiritual, pretendió establecerse el de la razón, exacerbada hasta convertirse en sinrazón. Y de ahí, cerrando el ciclo del descenso, se ha llegado al momento presente, en el que la razón ha sido desplazada por un estrato aun inferior, los instintos. Después de tantos milenios de evolución humana, de la que constantemente se ufana la ciencia positivista, vemos como aquélla no ha consistido más que en pasar del hacha de sílex al arma nuclear. Y es que la progresión tecnológica no se ha visto acompañada de un avance parejo en otros terrenos bastante más importantes, lo que supone un riesgo evidente. Porque si bien la inteligencia es un valioso instrumento cuando se subordina a los valores de rango espiritual, constituye, por el contrario, un útil devastador cuando, como hoy, está al servicio de la codicia, la ambición y las apetencias más ínfimas. El tan cacareado progreso ni siquiera ha servido para salir de ese estúpido círculo vicioso en el que está enredado el mundo occidental desde hace dos siglos. Durante este tiempo no se ha cesado de oscilar en vaivén para volver siempre al mismo punto, pero dejando por el camino un reguero de muerte, sufrimiento y desolación. Del materialismo capitalista al materialismo marxista, y de éste nuevamente a aquél. De la democracia burguesa a la dictadura burguesa, del capitalismo parlamentario al autoritario, y del autoritario al parlamentario, y vuelta a empezar. Siempre ganando el Poder, la mentira y la iniquidad. Lo peor, sin embargo, es que después de tantos errores no existen razones fundadas para pensar que los hombres hayan aprendido una sencilla lección, a saber, que la única causa que merece el sufrimiento y la sangre que tan pródigamente se derrama en luchas absurdas y estériles es aquélla en la que esté en juego una alternativa radicalmente opuesta al materialismo actual. Serán numerosas las ocasiones en las que a lo largo de estas breves páginas se hará alusión al Sistema. Y aunque no parece que pueda quedar excesivo margen para el equívoco, no estará de más añadir algunas puntualizaciones sobre su exacto significado, a fin de imposibilitar cualquier torcida interpretación. Porque el Sistema no se reduce la modelo pseudo-democrático capitalista, pese a que por ser éste el predominante en la actualidad, frecuentemente se le identifique en exclusiva con el mismo. Dicho modelo es sólo una de las formas que puede adoptar, sin duda la más sutil y eficaz. El fascismo, que es la continuación de lo mismo, aunque por otros procedimientos, es Otra de esas formas. El marxismo y todas sus derivaciones, también. Sobre lo que el fascismo representa, en tanto que instrumento totalitario al servicio de los poderes económicos, no será preciso extenderse demasiado. Está meridianamente claro, por mucho que desde todos los ámbitos se pretenda hoy manipular la realidad contraponiéndolo al modelo vigente, habida cuenta de que uno y otro sólo son fases distintas de un mismo proceso. Por lo que al marxismo (y sus derivaciones) se refiere, es obvio que su génesis ideológica está íntimamente vinculada al materialismo burgués en cuyos planteamientos de -4-

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fondo se inspiraría (positivismo, cientificismo, economicismo, etc...) Las utopías sociales que proclamó, rápidamente desmentidas por los hechos desde el primer momento de su puesta en práctica, no eran más que un atractivo señuelo debajo del cual subyacía un objetivo bien distinto: desmantelar, en unos casos, y adulterar gravemente, en otros, los fundamentos metafísicos y morales de la cultura europea. Tal desmantelamiento, imprescindible para el ulterior desarrollo del capitalismo expansivo, no podían llevarlo a cabo las clases dominantes sin que se notara flagrantemente la falsedad de su adscripción a los valores tradicionales tras los que se parapetaban, por lo que la tarea de demolición fue encomendada a otros. Avanzada ya dicha tarea, el reclamo de las utopías redentoras se ha desvanecido, pero la labor de zapa y disolución emprendida por la izquierda burguesa continúa (es el célebre "progresismo") y, con ella, el triunfo de los postulados ideológicos materialistas, requisito indispensable para la gran expansión del modelo capitalista. Nada tiene de extraño, por tanto, que el discurso de la izquierda moderna se centre básicamente en una cerrada defensa de los planteamientos enciclopedistas que posibilitaron la instauración del orden burgués. Así pues, el Sistema engloba todas esas modalidades a través de las que se materializa en cada momento y situación. Y se caracteriza (y esta es la verdadera esencia de su naturaleza, la que le hace reconocible más allá de sus múltiples disfraces) por fundamentarse en una escala de valores invertida y falsa en la que lo inferior (la materia) se antepone a lo superior (el espíritu), que prácticamente desaparece. Una escala de valores que, con independencia de sus respectivas argucias retóricas, es común a los tres grandes fenómenos ideológico-políticos de la modernidad, antagónicos sólo en el terreno de las apariencias, pero profundamente complementarios en la realidad. Fenómenos que, en definitiva, no son más que otras tantas categorías del Mal, si bien uno de ellos (capitalismo) es la matriz de la que proceden y en torno a la que gravitan los otros dos. Todo lo apuntado no quiere decir que sea válida cualquier alternativa que se presente enarbolando la bandera de lo espiritual. De hecho, es en la impostura religiosa donde reside el mayor de los peligros, ya que la mentira sólo puede alcanzar sus cotas más altas haciéndose pasar justamente por aquello a lo que desea oponerse. No es casual que sea precisamente en determinados grupos oficiales y sectarios que operan hoy en nombre de lo religioso donde se observen los mayores niveles de degradación. Se trata, por tanto, de distinguir la impostura de la autenticidad. Y no es dificil hacerlo. Basta para ello con relegar las palabras a un segundo plano y detenerse en los hechos, que son los que verdaderamente definen a los individuos y a las instituciones. El problema es que esta sencilla norma raramente se observa, unas veces por hipócrita conveniencia y otras tantas por necedad. Definido ya el Sistema, y a la vista de lo que éste representa, resulta perfectamente lógica la similitud existente entre todas las grandes fuerzas políticas del momento, coincidentes sin excepciones en lo esencial y discrepantes tan sólo en el terreno de lo puramente circunstancial. Tales discrepancias, nada más que aparentes, son el reflejo de una prolongada manipulación que ha identificado al modelo burgués con los valores tradicionales, cuando éstos no han jugado otro papel que el de coartada farisaica. Pero lo incuestionable es que la auténtica y genuina mentalidad burguesa, la que alumbró la Ilustración e implantó el capitalismo, consiste exactamente en lo contrario: laicista y materialista en sus fundamentos ideológicos, filantrópica en sus tópicos y estereotipos, hedonista y amoral en sus comportamientos. Y esa es justamente la mentalidad que abandera y ejercita la izquierda moderna. La derecha, más previsora, no la proclama abiertamente, que de eso ya se encargan otros; simplemente la pone en práctica. Tampoco puede sorprender la multitud de contradicciones que han adornado las controversias político-ideológicas de esta época, y que no deben ser consideradas sino como consecuencias inevitables de un mundo basado en la mentira y la confusión. Paradójica fue, por ejemplo, la crítica que suscitaron en el área capitalista los regímenes del este europeo, ya que tal animosidad obedecía bastante más a lo que teóricamente aquellos representaban que a lo que eran en realidad. Y es que la auténtica preocupación -5-

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de las "democracias occidentales" nunca fue lo mal que funcionaban las cosas en esos países, sino que hubieran funcionado bien. Como paradójico y nauseabundo es que desde sectores que siempre militaron en la reacción se alerte hoy sobre las asechanzas del fascismo. Nada más lógico, en semejante estado de cosas, que el éxito con el que se desenvuelven toda suerte de farsantes y demagogos, ya que están en su elemento. Continuando en esta línea de síntesis, se hace necesaria una referencia a la mentalidad imperante en las sociedades modernas, que en gran medida es el producto de una gigantesca sugestión colectiva creada por los medios propagandísticos del Sistema. Al insistente bombardeo de los medios de comunicación obedece la aceptación casi unánime de que gozan las falacias en las que se apoya el modelo. A esa campaña de intoxicación permanente y masiva, y a la colaboradora complicidad de sus víctimas, se debe también la entronización del dinero y otros reclamos habituales de los escaparates televisivos. Pero si bien los tópicos que sirven de cobertura moral al Sistema son artificios puramente teóricos (la solidaridad, la tolerancia, los derechos humanos, la libertad de expresión, etc.), no ocurre lo mismo con los infravalores en los que realmente se apoya, que esos sí son algo concreto y muy real. Y es en esos infravalores efectivos por los que se conduce la mayor parte de la población (el afán de lucro, la obsesión patológica por el placer, el egocentrismo consumista) donde reside su inmensa fuerza. Por lo demás, el control que el Poder posee sobre la información le permite, tergiversándola y manipulándola, crear un estado de opinión favorable a sus intereses, tanto en los diversos temas concretos como en el conjunto de la situación. Sin embargo, todavía no ha sacado a este poderoso instrumento todo el partido que puede sacársele, simplemente porque no ha necesitado hacerlo. Cuando las circunstancias lo requieran, así lo hará. Para terminar con este somero resumen, no podremos olvidarnos de la catastrófica agresión que el mundo moderno está perpetrando contra la Naturaleza, ni de la separación cada día mayor entre los países del Norte opulento y los del mísero Sur. Este último fenómeno está dando lugar, además, a una clandestina y masiva emigración de los desheredados hacia el "paraíso occidental", emigración que en algunos casos adquiere casi características de avalancha y que constituye una fuente inagotable de conflictos de imprevisible desenlace. De poco pueden servir las demagógicas e insuficientes políticas hospitalarias que propugnan a este respecto determinados sectores ideológicos, ya que la solución a un problema de esta envergadura pasa necesariamente por una drástica modificación de las condiciones actuales, esto es, por una distribución equitativa de los recursos mundiales que permita a las naciones pobres salir del ruinoso estado en el que se encuentran. Todo lo demás son remiendos coyunturales que poco o nada resuelven. Así pues, la suma de todo lo expuesto hasta aquí no permite participar de ese optimismo irresponsable del que suelen hacer gala los embaucadores y los necios, que luego son precisamente quienes más se lamentan cuando los males son ya irreversibles. Es absurdo pretender que sea estable un mundo en el que se están vulnerando las normas más elementales del equilibrio, tal y como ocurre hoy: el planeta asolado por la agresión tecnológica; las naciones compitiendo ferozmente por no quedar rezagadas en la carrera de lo que ha dado en llamarse "el progreso"; los pueblos enfrentados en atávicos tribalismo; la sociedad cada día más desvertebrada y, finalmente, los individuos sumidos simultáneamente en una fiebre neurótica por acceder a una falsa felicidad material y en una creciente angustia, consecuencia inequívoca de la frustración que esta dinámica genera. Un mundo así no puede inclinarse, lógicamente, sino hacia la descomposición y el conflicto. En las postrimerías del siglo XVIII, el historiador inglés Edward Gibbon publicó un magistral tratado (`Historia de la decadencia del Imperio Romano') en el que exponía las razones que, según su análisis, propiciaron el hundimiento de Roma. A través de laS mismas el juicio histórico de Gibbon adquiere caracteres premonitorios, y no es posible leerlas sin advertir su vigencia actual. Tales causas fueron: - Aumento desorbitado de los ingresos del Estado y despilfarro de los caudales públicos. -6-

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- Búsqueda obsesiva del placer. - Descrédito y desintegración de la entidad familiar. - Carácter brutal de las prácticas y espectáculos deportivos (brutalidad que en la era tecnológica se manifiesta masivamente a través de los medios audiovisuales de comunicación). - Acumulación ingente de armamentos, cuando el verdadero enemigo no estaba fuera sino dentro. - Degeneración de la fe religiosa, gravemente desvirtuada y convertida en simple rutina y pura fórmula. Es indudable, pues, que repasando la Historia se encuentran momentos que poco tienen que envidiar en degradación al presente, del que sólo se diferenciaron por la enorme superioridad de los medios técnicos existentes en la actualidad, factor este último determinante por lo que supone para el perfeccionamiento de los métodos de dominio totalitario y las posibilidades de destrucción. Quiere eso decir que el decadente mundo actual no ha surgido de la nada, sino que es el colofón de una trayectoria muy anterior. Por tal razón son insostenibles las tesis que abogan por un regreso a estructuras pretéritas, máxime si se considera que, salvo ingenuas excepciones, quienes las sostienen albergan los peores propósitos. No hay vuelta atrás. Lo nuevo sólo podrá edificarse sobre los despojos de lo decrépito, que ha de desaparecer llevándose consigo toda su putrefacción. Lo único que es necesario recuperar es la Verdad, y la Verdad está fuera del tiempo. Por lo demás, el presente más inmediato, antesala de un futuro turbulento, es un callejón sin salida en el que las fuerzas que se disputan la hegemonía política sólo son aspectos diferentes de un mismo cáncer. De una parte, y encabezado por la izquierda, "el progresismo", que no es sino la moderna expresión ideológica del capitalismo expansivo. Lo cierto es que nunca existió una ideología genuinamente proletaria. Desde los antiguos teóricos del marxismo, hasta sus más modernos sucesores, los portavoces del progresismo izquierdista, prácticamente todos salieron de la pequeña y media burguesía. Y al margen de su retórica obrerista, todos ellos estuvieron y están empapados de la mezquina mentalidad característica de esa clase social. De tal modo que la verdadera labor de la izquierda ha consistido en trasladar las taras mentales y morales propias de las clases acomodadas al conjunto de la población, consiguiendo así que la escala de valores burguesa sea hoy la vigente en toda la sociedad. De esta forma se ha hecho buena, una vez más, la máxima según la cual "la ideología de una sociedad es la ideología de su clase dominante". Este sector enarbola una mezcla de efectismos del pasado y vanguardismos postmodernos que sólo son artificios orientados a legitimar el mismo orden abyecto de siempre. Sus sicarios son los más decididos defensores de una dinámica infame empeñada en desmantelar cualquier vestigio de sacralidad y dignidad moral que todavía perdure. Los mejores valedores de un siniestro entramado ideológico, el del capitalismo avanzado, que ha envilecido cuanto encontró a su paso, convirtiendo la convivencia humana en competencia feroz, la amistad en interés, el amor en simple sexo, la maternidad en aborto, la inteligencia en estupidez y todo ello en dinero. Se trata, en definitiva, de los adelantados de la modernidad, que hablan y no paran del progreso mientras proponen la satisfacción de los instintos, lo más primitivo y regresivo de la naturaleza humana, con tanto entusiasmo como desprecian el espíritu, auténtico motor de la verdadera evolución y lo único que puede alejar al hombre de la bestia. En el otro bando se sitúa el reverso de la misma moneda, esto es, la derecha, reducto del capitalismo clásico y acomodo de la burguesía convencional, moralista e hipócrita, unas veces recurriendo al progresismo y otras al catecismo, según aconsejen las circunstancias de cada momento.

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Y más allá de todos ellos, el recambio del Sistema para las situaciones de grave crisis, el totalitarismo, cuya hora no parece demasiado lejana toda vez que la degradación presente no conduce a otro final. Y no estará de más dedicar a este asunto una breve reflexión. De un tiempo a esta parte la propagando oficial viene insistiendo en la amenaza fascista, hecho que procediendo de quien procede no constituye sino un elemento más de confusión. Porque la implantación de un régimen despótico en modo alguno ha de pasar forzosamente por un asalto a la "fortaleza democrática" por parte de esas fuerzas políticas a las que se identifica con el fascismo. Y porque el totalitarismo no es algo externo o ajeno al sistema vigente, como la campaña intoxicativa pretende hacer creer, sino que constituye su más íntima naturaleza. La apariencia democrática que adopta en circunstancias favorables es sólo una fachada, una fórmula de suma utilidad cuando no es necesario recurrir a otras más expeditivas. Pero bastará con que corran peligro los intereses que protege para que muestre su verdadero rostro, cosa, por otra parte, que ya ha hecho en numerosas ocasiones. Que el totalitarismo es una posibilidad real, y hasta cercana, es algo que no puede caberle duda a nadie medianamente lúcido. ¿A qué otro sitio, si no, conducen el estercolero pseudo-democrático y el envilecimiento social? En realidad, sólo falta el ingrediente, ya clásico, de un desmoronamiento económico. Lo que ya no resulta tan claro es la forma que adoptará. Y a este respecto, pese a la alarma informativa y a su relativo resurgimiento, lo razonable, por lógico, es descartar la opción del fascismo convencional, demasiado desacreditado por las catastróficas consecuencias que su puesta en práctica acarreó en un pasado aún reciente. Más probable, por ello, es que el despotismo se implante en un futuro recurriendo a fórmulas nuevas y más sutiles, y que la amenaza fascista, de la que tanto se habla, se convierta en el pretexto idóneo para adoptar en situaciones críticas, y en nombre de la democracia, una serie de medidas que acaben desembocando en una dictadura total. Más aún, el espantajo de la amenaza antidemocrática será utilizado por el Sistema para descalificar, con fundamento o sin él, todo aquello que pretenda oponerse a su orden corrupto. De hecho, esa táctica la utiliza ya, y con resultados óptimos, pues el mecanismo psicológico, pese a su simpleza, es de una eficacia temible. Pero en último extremo, que el totalitarismo se instaure abiertamente o de forma subrepticia no parece que sea el aspecto esencial de la cuestión. En primer lugar, porque, prescindiendo de ciertas formalidades, los actuales regímenes democráticos son en realidad sistemas oligárquicos en los que el poder y la capacidad decisoria sólo pertenecen a una reducida minoría. No puede sucumbir la democracia, por tanto, allí donde no la hay. Y en segundo término, porque lo verdaderamente prioritario en las sociedades económicamente avanzadas es un conjunto de logros materiales, muy por encima de cualquier consideración de orden político o moral. Siendo, pues, obvio que una mayoría ha renunciado a valores esenciales y ha aceptado la dinámica de la putrefacción establecida por el Sistema a cambio de un alto nivel de bienestar material, ¿qué razones hay para pensar que, llegado el momento, y por el mismo motivo, no va a renunciar también a la ficción democrática actual?. Téngase en cuenta que el dominio más absoluto es el que ya no precisa de la fuerza física y se sustenta en la alienación. Vivimos en el mejor de los mundos posibles. Ese es el mensaje que difunden insistentemente los incontables apologistas de un modelo de vida que ha antepuesto sus mezquinas conquistas materiales a todo lo demás. La adhesión al modelo en cuestión es casi unánime, pues ante sus tangibles beneficios son muchos los que piensan que poca importancia puede tener ese "todo lo demás". Lo malo es que hasta la realidad más prosaica está sujeta a ciertas leyes, y una de ellas demuestra que allí donde se instala la bajeza moral acaban imperando la destrucción física y la miseria material. El infernal esquema jerárquico del mundo actual es más que evidente, aunque una mayoría prefiera ignorarlo. En la cúspide, decidiendo el curso de los hechos, la mentira y el poder del dinero. En un segundo escalón, y al servicio de aquellos, los rectores políticos, una camarilla de mediocres sin conciencia. Y a ras de suelo, a modo de comparsa, los -8-

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pueblos, convenientemente aturdidos y envilecidos por la intoxicación permanente que lleva a cabo el aparato propagandístico del Sistema, los medios de comunicación. Ante una situación crucial, como es la presente, el ser humano dispone de dos vías para encarar el sin sentido al que han ido a parar sus miserias: la reflexión, o el sufrimiento. Sea cual fuere su decisión, al término del trayecto sólo podrá encontrarse un mundo radicalmente distinto del actual, si bien el camino que habrá de recorrerse será muy diferente en cada caso. La vía de la reflexión requeriría que la humanidad abandonase su estúpida ceguera y se hiciera consciente de que los derroteros por los que actualmente transita no conducen sino al fracaso, si bien, y para ser más exactos, habría que hablar no tanto de la humanidad en general como de esa porción privilegiada de la misma que tiene en sus manos el destino de todo el planeta. Para que tal despertar se produzca no bastan los actos simbólicos, las invocaciones retóricas a la solidaridad, ni tampoco esos gestos esporádicos de generosidad efectista, que en la mayor parte de los casos no tienen otro propósito que tranquilizar una mala conciencia. Quien piense que se conjura el peligro repitiendo incesantemente los tópicos al uso es que es un necio. Tampoco es la presente una situación que se resuelva simplemente con disposiciones legales o con medidas estructurales, como sostienen los tecnócratas, puesto que las que ya existen, siendo ingentes, resultan inoperantes. Medidas que, en cualquier caso, no persiguen otro propósito que apuntalar el modelo en vigor. Y es que no estamos aquí ante un asunto de formas, sino de fondo. Por eso resultan irrisorias, aunque el hecho en sí sea patético, las elucubraciones de una cohorte de obtusos con pasaporte oficial de intelectuales que proponen una insustancial gama de remedios político-económicos para resolver lo que fundamentalmente no obedece sino a un inmenso vacío metafísico y, consecuentemente, existencial. Son los arbitristas orgánicos, que se lamentan de las crecientes lacras del modelo, pero sin cuestionar ni por un momento su validez, y los `ideólogos' del economicismo, una legión de sujetos moral e intelectualmente incapacitados para entender que la abundancia material, erigida en objetivo prioritario, ocasiona en los colectivos humanos estragos no menores que la extrema precariedad. Así pues, sería una pérdida de tiempo aportar aquí elaboraciones de esa naturaleza como alternativa a la presente coyuntura, ya que tal cosa equivaldría a perderse en el aspecto superficial de la cuestión. La crisis del mundo moderno obedece a razones bastante más profundas, y esencialmente radica en su carencia de fundamentos metafísicos, suplantados por un conjunto de artificios racionalistas (que no racionales), simples falacias orientadas a encubrir la auténtica ley por la que se rige: la satisfacción de las apetencias animales. Y todo eso sólo permite hablar de regresión al simio tecnológico, dotado de más medios y, por ello, peor que el primitivo. Lejos de recetas banales, que a la postre no suponen sino enfangarse aún más en la presente situación, la única alternativa pasa ineludiblemente por el desmantelamiento de esa funesta dinámica y mentalidad que ha reducido la existencia humana al ámbito exclusivo de lo material, haciendo de la vida un asunto de costes y beneficios, un mercado regido por una absurda consigna: producir y consumir. Lo que se precisa, por tanto, rebasa con creces el marco ideológico convencional o, peor aún, resulta incompatible con el mismo, y consiste fundamentalmente en paralizar un proyecto que ya está en marcha de la mano de la sociedad tecnológico-materialista del `progreso': es el mundo feliz de Huxley, un edén de pesadilla habitado por androides sin cerebro, sin corazón y sin alma. Se trata, en definitiva, de que los valores del espíritu prevalezcan sobre los de la materia. Por eso es perentorio que quienes creen en los primeros asuman la tarea de hacer ver que no existe otro camino, pero avalándolo con su ejemplo. Si ellos no lo hacen, los impostores lo harán en su lugar. Obviamente, no existen indicios sólidos de que tal cambio de actitud vaya a producirse. Sería ilusorio confundir lo deseable con la realidad. Antes al contrario, lo que se observa es un envilecimiento progresivo, tanto a escala individual como social. En consecuencia, si esa drástica mutación no tiene lugar y los pueblos se obstinan en seguir rindiendo culto a lo -9-

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inferior, se impondrá la otra vía, la del horror y el sufrimiento. Pese a que el siglo que finalizó ha sido pródigo en hechos lo suficientemente catastróficos como para recapacitar, todo indica que los hombres no han aprendido la lección. Tal vez necesiten experiencias más dolorosas y fracasos más estrepitosos para comprender que los fundamentos sobre los que se asienta la modernidad son falsos; y si así es, no hay duda de que los tendrán. Pero, a la postre, la forma en la que han de desarrollarse los acontecimientos depende de lo que los humanos deseen. No es la fatalidad, sino su voluntad, lo que habrá de determinarlo. Básicamente se trata de recuperar el verdadero punto de referencia, y con ello, la capacidad de superar las bajezas y equivocaciones cometidas antes de que se impongan sus consecuencias. En cualquier caso, y sea cual fuere el camino que haya de seguirse, es lo cierto que sólo puede haber un final: la supremacía de la Verdad sobre la mentira, del Espíritu sobre la materia, de lo Superior sobre lo inferior. Porque lo contrario, además de absurdo, es imposible.

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