La Imagen en Ruinas

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Eduardo Cadava La imagen en ruinas Palinodia

La imagen en ruinas

Palinodia

Colección Escribir las Artes Visuales

Eduardo Cadava La imagen en ruinas

Colección Escribir las Artes Visuales

Registro de Propiedad Intelectual Nº 000-000-000 ISBN 000-0000-00-0 © Editorial Palinodia © Eduardo Cadava © Traducción: Cecilia Bettoni © Traducción Prefacio: Alejandra Castillo © de las imágenes: Bibliothèque Nationale de France National Monuments Record, London Marcelo Brodsky Dirige la colección: Cristián Gómez-Moya Diseño editorial: cgm+elissetche | estudio Portada: Victor Hugo on His Deathbed, May 23, 1885 Nadar (Gaspard-Félix Tournachon) © Musée d’Orsay, Paris

Santiago de Chile, diciembre 2015

Índice

Prefacio 9

La “fotografópolis” de Nadar 17

Lapsus Imaginis 57

Bosques de la memoria 117

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Prefacio

Decir que vivimos en un mundo que de un modo importante puede ser comprendido como fotográfico –como dominado, movido, y más aún definido por imágenes, por inscripciones de todo tipo– es articular el comienzo de un misterio. ¿Qué es una imagen o una inscripción? ¿Qué es, realmente, una fotografía? Y, ¿qué nos puede decir hoy sobre quiénes somos, dónde hemos estado, hacia dónde vamos y qué podemos ser? Los tres ensayos que conforman esta colección buscan responder a estas preguntas expandiendo lo que entendemos por fotografía. Ellos forman una constelación de reflexiones en torno a una serie de temas relacionados, incluyendo las relaciones entre imágenes, escritura, memoria, ruinas, desaparición, muerte, duelo y medios técnicos. Como una colección, y de diferentes maneras, los ensayos se relacionan con algunos de los temas centrales que informan los debates contemporáneos sobre la fotografía (la relación entre sujeto y objeto, el fotógrafo y lo fotografiado, personas y cosas, 9

Eduardo Cadava

vida y muerte, lo visual y lo lingüístico, percepción y memoria, el testimonio y su imposibilidad, tiempo e imágenes, la traza y el archivo, la singularidad y la repetición de la imagen, violencia y representación, preguntas del medio-específico, y el rol y el plano de la fotografía dentro del dominio histórico político), y al hacerlo se demuestra que el léxico de la fotografía puede incluir figuras no usualmente asociadas con la fotografía, tales como cadáveres y catacumbas, madres y ciudades invisibles, instancias de petrificación y arresto, espacios violados y en ruinas, e incluso árboles. Los ensayos están organizados en torno a un conjunto de ejes o motivos: 1) extender y generalizar el motivo de la relación de la fotografía con la muerte a cada uno de los conceptos o términos que hemos usado para hablar de fotografía –desde duelo a memoria y más allá, pero también la muerte misma; 2) demostrar que, habitando el discurso de la fotografía en general, la muerte nombra la incapacidad de cualquier otro término dentro del discurso para permanecer idéntico a sí mismo; nombra la ruina de estos términos y conceptos, y en general del principio de representación; 3) interrumpir la relación entre la fotografía y lo fotografiado, y por lo tanto desafiar la llamada “indexicalidad” de la fotografía, sugiriendo que la superficie de toda fotografía sella dentro de ella no sólo un referente, sino una completa red de trazos y relaciones; 10

Prefacio

4) sugerir que cada fotografía –ya sea esta un retrato, un documento, un objeto, una cosa– es un archivo, un conjunto de archivos; 5) no usar la fotografía simplemente como un fenómeno tecnológico con una historia y desarrollo particular, sino como un tipo de nivel que nos habilita abrir una completa red de preguntas que son a la vez estéticas, históricas, políticas y éticas; incluso cuando al mismo tiempo ellas parecen enfatizar un hilo de estas preguntas más que otro. El primer ensayo, “La ‘fotografópolis’ de Nadar”, se centra en las memorias de Nadar, las que fueron publicadas bajo el título Quand j’étais photographe en 1900. Éste elabora la duradera relación entre fotografía y muerte y anuncia, así, el hilo que será tejido en los dos ensayos siguientes, aun si el hilo toma diferentes giros y es intratejido en relación a los materiales considerados en cada ensayo. Tomando fotografías de algunos de los más afamados artistas, escritores y actores de su tiempo, haciendo fotos de las catacumbas de París y, desde su globo de aire rojo, de un París en transformación, el trabajo de Nadar literaliza la relación entre fotografía y muerte que explora en sus memorias –llenas de cadáveres, esqueletos, huesos y escenas de disolución de la identidad–; memorias que comprende como pertenecientes a la firma de la fotografía. Si rechaza incluir imágenes en sus memorias, es debido a que 11

Eduardo Cadava

el lenguaje del texto es completamente fotográfico; moviliza una serie de figuras, las que pueden ser vistas como fotográficas y que repetidamente desaparecen en nombre de nuevas y diferentes figuras. Su encuentro con la muerte puede ser registrado en su enfoque, continuo, sobre las ruinas, la muerte y la finitud en general (incluyendo su obsesión con los cuerpos mortales tan frecuente ante su cámara). El segundo ensayo toma como punto de partida la destrucción de Londres durante a la Segunda Guerra Mundial y, en particular, una fotografía de la Biblioteca de la Holland House tomada alrededor de tres semanas después del bombardeo alemán que la destruyó el 27 de septiembre de 1940. Trazando la manera en que esta fotografía guarda las huellas de los acontecimientos que permitieron la destrucción, el ensayo extiende la lectura de las relaciones entre las imágenes, el tiempo, la muerte, y las ruinas ya exploradas por Nadar, incluso si también sugiere lo que significa leer una imagen históricamente –en relación al contexto histórico en la que fue producida pero también en relación a la fuerza de descontextualización que tiene lugar en toda fotografía. Este ensayo toma este punto de partida desde la imagen de las ruinas, e indica a la ruina como el corazón de todas las imágenes: la ruina del principio de representación que trabaja en toda imagen. 12

Prefacio

El ensayo final de este volumen es la respuesta a una invitación a seleccionar, y luego escribir, sobre un concepto político. En vez de seleccionar un concepto político tradicional –tal como emancipación, explotación, capital, lucha de clases, alienación, trabajo, o cualquier otro concepto que podría pertenecer a nuestro léxico de la política–, decidí centrarme en el trabajo del fotógrafo argentino Marcelo Brodsky y, en particular, en los árboles que parecen habitar muchas de sus fotografías, y que están incluidas en una exhibición, “Tiempo del árbol”, que tuvo lugar en Rosario, Argentina, en el año 2013. Pensé que si lograba llamar la atención sobre esos árboles estaría llamando la atención sobre un modo de conceptualización de lo político; uno que diera lugar a un concepto político fotográfico (y esto incluso contra la advertencia de Deleuze y Guattari, en Mil Mesetas, de que una “cultura arborescente” no puede fundarse en la política). La inexistencia de un concepto tal, quizá se deba a que no sabemos aún qué podría ser la política o la fotografía. De hecho, este último ensayo sugiere que, si son vistos de un modo diferente, estos árboles ya proveen las fuentes para una reconceptualización tanto de la fotografía como de la política –ellos no son sólo rizomáticos, sino que también nos permiten expandir nuestro lenguaje y mundo de la fotografía incluyendo aparatos arbóreos dentro de la historia. 13

Eduardo Cadava

En 1927, en un ensayo titulado “Photography in Advertising”, Lászlo Mohonly-Nagy escribió “el analfabetismo del futuro no será la ignorancia de saber leer o escribir, sino de la fotografía”. Los tres ensayos que componen este volumen buscan ayudarnos a resistir este analfabetismo y otorgar un tipo de guía al maravilloso devenir de la historia de esta cosa mágica, que nunca es sólo una, que llamamos la fotografía. Lo que está en juego es nuestra capacidad para pensar el propio futuro de la fotografía, un futuro que ya está inscrito en sus tempranos comienzos –como queda claro en las memorias de Nadar– y que, debido a las vidas itinerantes sin fin de los medios, permanece como todo futuro, abierto.

Eduardo Cadava New York-Atenas, diciembre 2014

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Premier resultat de Photographie A’erostatique, 1868. Nadar (Gaspard-Félix Tournachon). © Bibliothèque Nationale de France.

La “fotografópolis” de Nadar

El mismo mundo se ha autosuministrado una “cara de fotografía”; puede ser fotografiado debido a que aspira a ser absorbido totalmente por el continuo espacial, que se presenta como fotografías instantáneas. […] Las fotografías quisieran desterrar, a través de su acumulación, el recuerdo de la muerte que está presente en cada una de las imágenes de la memoria. En los semanarios, el mundo se convirtió en un presente susceptible de ser fotografiado, y el presente fotografiado está completamente inmortalizado. Podría parecer que está a salvo de la muerte, pero en realidad es presa de la muerte. ––––– Siegfried Kracauer, La fotografía 1

Siegfried Kracauer. La fotografía y otros ensayos. El ornamento de la masa I. Barcelonda, Gedisa, 2007. 1

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I En un fragmento del texto póstumo “Sobre el concepto de historia” –un fragmento titulado “La imagen dialéctica” que cita un pasaje de André Monglond–, Walter Benjamin escribe: Si se quiere considerar la historia como un texto, vale a su propósito lo que un autor reciente dice acerca de [los textos] literarios: el pasado ha depositado en ellos imágenes que se podría comparar a las que son fijadas por una placa fotosensible. ‘Sólo el futuro tiene reveladores a su disposición, que son lo bastante fuertes como para hacer que la imagen salga a la luz con todos los detalles. Más de una página en Marivaux o en Rousseau insinúa un sentido secreto que los lectores coetáneos nunca pudieron descifrar completamente.’ El método histórico es un método filológico, que tiene a su base el libro de la vida. ‘Leer lo que nunca fue escrito’, reza Hofmannsthal. El lector en que ha de pensarse aquí es el verdadero historiador.2

Aun cuando Monglond sugiere que la historia se asemeja al proceso mediante el que una fotografía es producida con el objeto de asir un recuerdo, Benjamin

Walter Benjamin. La dialéctica en suspenso. Traducción, introducción y notas de Pablo Oyarzún. Santiago de Chile, ARCIS-LOM, 2009, p. 67. 2

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La “fotografópolis” de Nadar

complejiza el simil introduciendo en él una serie de comparaciones. Como señala David Ferris, si incluimos la frase condicional al comienzo –“Si se quiere considerar la historia como un texto”– esta hace tres comparaciones: “La primera, hipotética, vuelve el texto y la historia equivalentes entre sí. La segunda compara el texto con una placa fotográfica. La tercera, aceptando los términos del primer símil hipotético, revelaría al sujeto inicial de toda la secuencia: la historia.” “[L]a lógica puesta en obra por estas comparaciones,” sugiere Ferris, “cobra la forma de un silogismo que puede expresarse como sigue: si la historia es comparable con un texto y un texto es comparable con una placa fotográfica, entonces la historia es comparable a esa misma placa fotográfica.”3 Pero lo que hay aquí de propiamente histórico, sólo se revela para una generación futura que sea capaz de reconocerlo como tal; esto es, una generación que posea reveladores lo suficientemente fuertes como para fijar una imagen nunca antes vista. En esto reside la complejidad del argumento de Benjamin: dado que la imagen que emerge ya estaba ahí, pero no podía ser

David Ferris, “The Shortness of History, or Photography in Nuce: Benjamin’s Attenuation of the Negative”, Andrew Benjamin (ed.) Walter Benjamin and History (New York, Continuum, 2006), p. 20 [Traducción CB]. 3

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vista ni al momento de ser tomada, ni en el intervalo posterior, ambas imágenes ofrecen distintos grados de detalle. De ahí que no pueda haber imagen alguna que no implique una desviación o un viraje. En la segunda entrada del “Convoluto N” de la Obra de los Pasajes, Benjamin subraya la importancia crítica de esta desviación para el objetivo histórico de este proyecto, atribuyendo su causa al tiempo. “Aquello que para los otros son desviaciones, para mí son los datos que determinan mi curso. –Sobre los diferenciales del tiempo, que para los otros perturban los ‘grandes lineamientos’ de la investigación, yo erijo mis cálculos”4, escribe Benjamin. “Leer lo que nunca fue escrito”, implica por lo tanto leer las desviaciones introducidas por estos “diferenciales del tiempo”, algo que Benjamin ya había sugerido cuando, en uno de sus primeros comentarios sobre Baudelaire, señala: Comparemos el tiempo con un fotógrafo –el tiempo terrenal con un fotógrafo que captura la esencia de la cosas. Pero dada la naturaleza del tiempo terrenal y de su aparato, el fotógrafo sólo consigue registrar el negativo de esa esencia en sus placas fotográficas. Nadie puede leer esas placas; nadie puede deducir de ese negativo, en que el tiempo ha grabado los objetos,

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Walter Benjamin. La dialéctica en suspenso. Op. Cit., p. 87.

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la verdadera esencia de las cosas como realmente son. Incluso, el elixir que pueda actuar como agente revelador es desconocido.5

Aun cuando no podamos revelar esos negativos, quizás sí seamos capaces de tener –como dice Benjamin que consigue Baudelaire– “un presentimiento de su imagen real”6, registrando que la imagen dialéctica debe leerse en el lenguaje. Lo que hay de legible en una imagen dialéctica es una constelación del otrora y el ahora –pero no se trata del ahora leyendo el otrora, sino de leer el otrora en el ahora o, más precisamente, de leer el otrora ahora, que es lo que quisiera hacer ahora, aquí.7 Walter Benjamin, “Baudelaire”, en Jennings, Michael W. (ed.) The Writer of Modern Life. Essays on Charles Baudelaire (Cambridge, MA, The Belknap Press of Harvard University Press, 2006), p. 27. Se trata de un brevísimo texto, escrito por Benjamin entre 1922 y 1923. Hemos traducido aquí desde la versión inglesa de Rodney Livingstone: “Let us compare time to a photographer –earthly time to a photographer who photographs the essence of things. But because of the nature earthly time and its apparatus, the photographer manages only to register the negative of that essence on his photographic plates. No once can read these plates; no one can deduce from the negative, on which time records the objects, the true essence of things as they really are. Moreover, the elixir that might act as a developing agent is unknown.” [Nota de la traductora CB]. 6 Ibid. 7 De este modo cierra el autor la presentación en su versión en inglés. En virtud de la paráfrasis implícita hemos decidido mantener el estilo fiel al texto original [Nota del editor]. 5

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He comenzado con Benjamin no sólo porque quisiera poner bajo el signo de su nombre lo que diré sobre las memorias de Félix Nadar –Quand j’étas photo-graphe–, tampoco porque él haya sido uno de los mejores lectores de Nadar (citando repetidas veces las memorias en sus escritos sobre Baudelaire y en la Obra de los Pasajes), sino porque quisiera sugerir que, si apenas se ha leído el texto de Nadar, quizá sea porque hemos debido esperar para poder hacerlo. Necesario para tal empresa, esboza Benjamin, sería un trabajo de lectura que intente rastrear aquello que nunca ha sido escrito o leído, así como seguir la cualidad digresiva y deambulante del texto, en particular porque este carácter deambulante ha sido lo que constantemente ha disuadido a sus lectores. Como señala Rosalind Krauss, las memorias están estructuradas como un conjunto de mitos, como si una comunidad hubiese confiado sus archivos al cotilleo. De sus catorce capítulos, sólo uno, ‘Los Primitivos de la Fotografía’, verdaderamente permite producir algo así como un relato histórico. Y aunque este es el capítulo más extenso del libro, está situado casi al final, tras una casi enloquecedora gama de curiosos recuerdos personales, algunos de los cuales mantienen con el supuesto tema una relación cuando mucho tangencial. [...] Quizás sea esta cualidad de anécdota laberíntica [añade], de elaboración arbitraria de lo que parecen ser detalles irrelevantes, de constante vagabundeo desde lo

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La “fotografópolis” de Nadar

que podría ser un punto central, lo que hace del libro algo relativamente oscuro.8

Por el contrario, el espectro itinerante de las actividades de Nadar –fotógrafo, escritor, actor, caricaturista e inventor– debiera llevarnos a considerarlo más un artista que un pensador riguroso.9 Incluso ahí donde su escritura parece parlanchina y caprichosa, todavía podemos identificar una potencia analítica que hace de este texto uno de los escritos sobre fotografía más excitantes y exactos que tengamos. Dispuesto en catorce viñetas, el texto se nos presenta como una serie de instantáneasen-prosa, cada una de las cuales ofrece una alegoría de distintas características y rasgos del mundo fotográfico –que Nadar llama, en un relato de sus experiencias aeronáuticas, la “fotografópolis”.10 Esta fotografópolis refiere no sólo a París como una ciudad íntegramente fotográfica –según Nadar, París no sólo es fotografiable, sino esencialmente fotográfica por naturaleza–, sino a Rosalind Krauss, “Tracing Nadar”, October 5 (Summer 1978), p. 29 [Traducción CB]. 9 La única excepción es Jerome Thelot, que en el tercer capítulo de su libro Les inventions littéraires de la photographie argumenta a favor del carácter teórico y performativo de los escritos de Nadar (Paris, Presses Universitaires de France, 2003), pp. 53-69. 10 Félix Nadar, “La première épreuve de photographie aérostatique”, en Quand j’étais photographe (Paris, Seuil, 1994), p. 104. 8

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un mundo que, devenido en una serie de imágenes, se compone cada vez más de una proliferación de copias, repeticiones, reproducciones y simulacros. Las Memorias figuran así como una máquina de repeticiones: varios de los textos compilados ya habían sido publicados por Nadar (aunque a veces los modifica). Así, ellas constituyen una antología palimpséstica no sólo de los textos previos de Nadar sino de los textos que cita y hace re-circular en su obra. El texto es en sí mismo una constelación de otroras y ahoras que busca ofrecer una historia de la fotografía en el siglo dieci-nueve en adelante. Sin embargo, el texto de Nadar no es una crónica, en tanto no ofrece una secuencia de eventos cronológicos, un registro histórico en el que los hechos son narrados sin adorno o dejo alguno de estilización literaria; es, en sentido benjaminiano, una cuestión de Darstellung –un problema de representación, presentación, performance y, en un sentido químico que Nadar habría sabido apreciar, de recombinación. Escrito en secciones y, por tanto, tramando su avance con una serie de interrupciones, las memorias de Nadar ponen en obra un “método” de representa-ción que procede, como una performance, por medio de digresiones y desvíos. Cada una de las viñetas es entonces una apertura en el laberinto de lectura que son a la vez su vida y su texto. Como Benjamin, sabía que “la memoria no es un instrumento para conocer el pasado, sino sólo su 24

La “fotografópolis” de Nadar

medio”, una especie de “teatro” en el que el recuerdo es escenificado y ejecutado.11

II Las memorias de Nadar se abren con un relato, titulado “Balzac y el daguerrotipo”, sobre las reacciones y respuestas a la invención de la fotografía. Según Nadar, la fotografía apareció bajo la forma de una serie de preguntas que, desafiando todos los prejuicios, nos piden reconceptualizar las relaciones entre percepción y memoria, vida y muerte, presencia y ausencia. En respuesta a su advenimiento, la gente se mostró “estupefacta”, “asombrada”, “fija” en su lugar –detenida como en una fotografía.12 Para Nadar, la irrupción de la fotografía transforma a todo el mundo en una especie de fotó-

Véase Walter Benjamin, “Excavar y recordar”, en Denkbilder. Imágenes que piensan, Madrid, Abada, 2012, p. 140. La versión en inglés, “Excavation and Memory”, en Michael Jennings, Howard Eiland and Gary Smith (eds.) Selected Writings, vol. 2: 1927-1934 (Cambridge MA, The Belknap University Press, 1999), p.576. 12 Nadar, “My life as a photographer”, October 5 (Summer 1978), p. 6. Posteriores referencias a este texto se entregan entre paréntesis, abreviando “ML” e indicando la paginación adecuada. La traducción (del francés al inglés) ha sido modificada en los casos necesarios. El original en francés consigna: “Quand le bruit se répandit que deux inventeurs 11

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grafo –quizás, especialmente, en tanto uno se resiste a posar frente a la cámara. Por esto –aun cuando la fotografía, la electricidad y la aeronáutica son para Nadar los principales emblemas de la modernidad, por cuanto pertenecen a las innumerables “invenciones” producidas por lo que él llama “el gran siglo científico”– nada es más extraordinario que la fotografía, pues ella expande los límites de lo posible y responde al deseo de materializar “el impalpable espectro que se desvanece tan pronto como es percibido, sin dejar sombra alguna en el cristal del espejo” (ML, 8; Q, 13). Que la fotografía precise la existencia de cosas tales como fantasmas y espectros, es confirmado en el que quizás sea el pasaje más famoso de esta sección, donde Nadar se refiere a la teoría de los espectros de Balzac y, en particular, a la espectralidad de las imágenes fotográficas. En el “Convoluto Y” de su Obra de los Pasajes, Benjamin explica que Nadar “repite la teoría de Balzac sobre la daguerrotipia, que procede de la teoría de los eidola de

venaient de réussir à fixer sur des plaques argentées toute image présentée devant elles, ce fut une universelle stupéfaction dont nous ne saurions nous faire aujourd’hui l’idée, accoutumés que nos sommes depuis nombre d’années à la photographie et blasés par sa vulgarisation.” Véase Nadar, Quand j’étais photopraphe. Op. Cit., p. 9. Referencias posteriores a la edición íntegra de las Memorias, se entregan entre paréntesis, con la abreviación “Q” y el número de páginas que corresponda.

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Demócrito”13. Benjamin no cita su fuente, pero se refiere claramente al siguiente pasaje de la viñeta inicial de Nadar: Según Balzac, cada cuerpo en la naturaleza se compone de una serie de espectros, infinitamente estratificados, foliados en capas infinitesimales, en todas direcciones en que la óptica percibe este cuerpo. Dado que el hombre es incapaz de crear –esto es, constituir a partir de una aparición, a partir de lo impalpable, algo sólido, o hacer algo a partir de nada– toda operación daguerriana atraparía, desprendería y conservaría, aplicándose a sí misma una de las capas del cuerpo fotografiado. Se sigue que, para dicho cuerpo y en cada repetición de esta operación, se produjo la evidente pérdida de uno de sus espectros, lo que equivale a decir, de una porción de su esencia constitutiva. (ML, 9; Q, 15-16).

Como diría Balzac, entonces, todo cuerpo está íntegramente constituido por capas o imágenes fantasmales. Cada vez que alguien es fotografiado, una capa espectral es desprendida del cuerpo y transferida a la fotografía. Las exposiciones reiteradas conducen entonces a la pérdida de subsecuentes capas espectrales. Benjamin aclara que está al tanto de la teoría de Balzac Walter Benjamin. Obra de los pasajes. Madrid, Akal, 2005, p. 686 [Y 2 a, 1]. 13

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citando, un poco más tarde en el mismo convoluto, un pasaje del mismo Primo Pons de Balzac: Si alguien le hubiese ido a decir a Napoleón que un edificio y que un hombre son incesantemente y a cualquier hora representados por una imagen en la atmósfera, que todos los objetos existentes representados tienen en ella un espectro captable, perceptible, habría encerrado a este hombre en Charenton… Y sin embargo, es lo que Daguerre ha probado mediante su descubrimiento… Así, del mismo modo que los cuerpos se proyectan realmente en la atmósfera dejando substitir en ella ese espectro capturado por el daguerrotipo que lo detiene en el pasaje, también las ideas viven espectralmente…14

Como sugiere Balzac, las imágenes fotográficas se basan en imágenes espectrales que emanan de los objetos físicos mismos y que son entonces capturados por la cámara. Balzac presenta aquí el esbozo de una teoría eidética de las imágenes. Como el comentario de Benjamin sobre Nadar sugiere, esta teoría ya ha sido elaborada en la antigüedad por la obra de Demócrito y, como

Walter Benjamin. Obra de los Pasajes. Op. Cit., p. 696 [Y 8 a, 1]. 14

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señala en Crónica Berlinesa, por Epicuro.15 La lectura más extensa e influyente de los escritos de Epicuro sobre la imagen puede encontrarse en el cuarto libro de De rerum natura, de Lucrecio. Ahí, Lucrecio describe: Digo que existen cuerpos a quien [sic] llamo / simulacros, especies de membranas, / que, de las superficies de los cuerpos / desprendidos, voltean el aire / al azar, de continuo, noche y día, / y al espíritu agitan con terrores, / nos hacen ver figuras monstruosas / y espectros y fantasmas horrorosos / que el sueño nos arranca muchas veces […] Pues de la superficie de los cuerpos digo salir efigies y figuras / de gran delicadeza, que llamamos / membranas, o cortezas, porque tienen / la misma forma y la apariencia misma / que los cuerpos de donde se separan / para andar por los aires esparcidas.16

Véase Walter Benjamin, “Crónica Berlinesa”, en Escritos autobiográficos, Madrid, Alianza, 1996. Allí, Benjamin se refiere a imágenes que “según la teoría de Epicuro se disocian constantemente de las cosas y condicionan nuestra percepción de ellas.”. 16 Lucrecio, De la naturaleza de las cosas. Madrid, Ediciones Orbis, 1984, pp. 238-239. La traducción de Abate Marchena, que citamos aquí, difiere levemente de la utilizada por el autor, quien trabaja con la versión de David R. Slavitt, De Rerum Natura. A Poetic Translation (Berkeley and Los Angeles, University of California Press, 2008), pp. 140-141. Esta versión prefiere, en lugar de “membrana”, la palabra “film”, que el autor utilizará en el sentido de una red que se echa sobre el mundo, estructurándolo relacionalmente [Nota de la traductora]. 15

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Según Lucrecio, los objetos se encuentran incesantemente representados por una imagen en la atmósfera, apareciendo en ella como un tipo de espectro; más precisamente, los objetos están representados por una serie de imágenes, por una casi inconcebiblemente veloz secuencia de discretas imágenes fílmicas, las cuales emanan del objeto y sirven de filtro para el observador.17 Los objetos y los cuerpos son, pues, compuestos de múltiples capas de imágenes; así, ninguna imagen es siempre cerrada o idéntica a sí misma. Esto vale para todas las imágenes, pero es particularmente legible en los retratos que contribuyeron a cimentar la reputación de Nadar como fotógrafo. Estas fotografías presumen siempre que la imagen ante el observador ya es múltiple –y que lo ha sido desde un comienzo. Benjamin llega a una conclusión similar cuando cita a Bertolt Brecht en la Obra de los Pasajes: “Los antiguos aparatos, menos sensibles a la luz, recogían en sus placas de larga Estoy aquí en deuda con la lectura de Eric Downing sobre el rol y lugar de la teoría de las imágenes de Lucrecio en las reflexiones en torno a la fotografía de Benjamin. “Lucretius at the Camera: Ancient Atomism and Early Photographic Theory in Walter Benjamin’s Berliner Chronik,” The German Review 81, n° 1 (Winter 2006), pp. 21-26. En lo que respecta a la teoría democrítea de los eidola en relación a la fotografía, véase Branka Arsic, “The Home of Shame”, en Eduardo Cadava y Aaron Levy (eds.) Cities without Citizens (Philadelphia, Slought Bookds and the Rosenbach Musem and Library, 2003), p. 36. 17

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exposición múltiples expresiones”, produciendo una “expresión más universal y viva”. En comparación, los aparatos nuevos “no resumen ya rostros, pero, ¿tienen que ser resumidos? ¿Hay quizá una manera de fotografiar, posible para los nuevos aparatos, que descomponga los rostros? Esta manera… seguro que no se encontrará al margen de una nueva función para ella”.18 Esta descomposición del rostro –de los muchos rostros fotografiados por Nadar– parece resultar de una acumulación de múltiples capas de imágenes más o menos instantáneas. Mientras los retratos exhiben la estratificación temporal de múltiples imágenes, ninguna de las cuales nunca es sólo una, el rostro del sujeto nunca es del todo un mero rostro, sino un archivo de las redes de relaciones que han contribuido a constituir este cuerpo y este rostro en particular –la pose que adopta, las ropas que viste, la mirada que proyecta, y lo que quiere representar. El mismo Nadar sugiere que el retrato debe siempre llevar consigo dicha trama, por invisible que ella sea y aun cuando sus huellas estén encriptadas en la superficie de la fotografía: La fotografía es un descubrimiento maravilloso, una ciencia que utiliza las más altas inteligencias, un arte

Walter Benjamin. Obra de los Pasajes. Op. Cit., p. 695 [Y 8, 1] 18

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que aguza las mentes más sagaces –y cuya aplicación se encuentra al alcance de cualquier imbécil… La teoría de la fotografía puede aprenderse en una hora y los elementos para practicarla en un día. Lo que no puede aprenderse… es el sentido de la luz, una apreciación artística de los efectos producidos por fuentes de luz distintas y combinadas, la aplicación de tal o cual efecto de acuerdo con la fisonomía que, como artista, se debe reproducir. Lo que aun menos puede aprenderse es la comprensión moral del tema –ese tacto instantáneo que te comunica con el modelo, te ayuda a sopesarlo, te guía en sus hábitos, sus ideas, su carácter, y te permite darle, no una reproducción indiferente, banal o accidental, como podría darle cualquier asistente de laboratorio, sino el parecido más convincente y empático, una íntima semejanza.19

En cualquier caso, esta íntima semejanza o retrato requiere que el fotógrafo sea capaz de leer lo que no es visible en la superficie del rostro o del cuerpo de la persona que tiene delante, “lo que nunca fue escrito” en ella, pero sin embargo ha dejado huellas tras de sí. Como el rostro y el cuerpo, el retrato fotográfico es también un palimpsesto que debe ser leído, una espe-

Félix-Tournachon Nadar, Exposé de motifs pour la revendication de la propriété exclusiva du pseudonyme Nadar, et supplément au mémoire (Paris, Dondey-Dupre, 1857), pp. 14-16 [Traducción CB]. Respecto a la centralidad del retrato en general para Nadar, véase Stéphanie de Saint Marc, Nadar (Paris, Éditions Gallimard, 2010), pp. 140-166. 19

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La “fotografópolis” de Nadar

cie de archivo; siempre lleva varias memorias al mismo tiempo; nunca está cerrado. Decir esto, no obstante, es quizás también decir que toda fotografía es ya, de antemano, parte de una serie de redes, incluso si esta red de relaciones permanece innombrable e indeterminada y no es generalmente enfatizada, como sucede aquí. La comprensión que Nadar tiene de sus retratos puede incluso decirnos lo que hay de verdad en toda fotografía: toda fotografía está ya fisurada por su propia serialidad, pero una serialidad que –como las innumerables capas espectrales que forman las pieles o membranas del cuerpo en Lucrecio (y luego en Balzac)– no pueden entenderse en términos de sucesión, pues están constantemente desprendiéndose de las cosas, incluso si ellas condicionan nuestra percepción. Esta multiplicidad y serialidad se vuelven legibles en la siguiente viñeta de Nadar, en tanto ella, también, es una historia de fantasmales repeticiones fotográficas.

III Nadar inicia la segunda sección de sus Memorias, “Gazebon vengado”, reproduciendo una carta que presumiblemente recibió veinte años antes, en 1856, del dueño del Café du Grand-Thèâtre de Pau. En dicha carta el dueño, llamado Gazebon, esgrime que un señor 33

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Mauclerc –“un actor de paso por nuestra ciudad”– tiene en su poder un retrato daguerrotipiado de sí mismo que se suponía había sido hecho por Nadar en París mientras Mauclerc se encontraba en Eaux-Bonnes. Gazebon escribe a Nadar para pedirle que tome una fotografía suya en París mientras él se encuentre en Pau, y que lo haga utilizando el mismo procedimiento eléctrico que produjo la imagen de Mauclerc. Solicita también que el retrato sea hecho a color y, en lo posible, estando él sentado en una mesa de su salón de billar. Promete a Nadar que exhibirá el retrato prominentemente en su establecimiento y que, dado que su café “es frecuentado por lo mejor de la sociedad, incluyendo un gran número de caballeros ingleses y sus damas”, este trabajo dará a Nadar aun más visibilidad de la que ya tiene. (ML, 11; Q-19-20). Nadar afirma “reproducir” la carta “original”, pero se trata, obviamente, de una mera reproducción en sus Memorias. No obstante, rápidamente recuerda que este “original” es una reproducción también en otro sentido, pues tiene su propio precedente en una carta que Gazebon le había enviado dos años antes –nuevamente motivado por Mauclerc, que estaba “ya entonces de paso por nuestra ciudad”– preguntado por el valor de un grabado en cobre dorado del que, según Mauclerc, Nadar poseía la única otra pieza. Nadar señala que nunca respondió a la carta original y que también esta 34

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vez ha elegido no responder a la petición de Gazebon. Que esta escena de apertura comience con la oscilación entre singularidad y repetición, entre ver y no ver, recordar y olvidar, comportando además una estructura de citas que contrapunteará todo el relato, sugiere las repeticiones y recirculaciones que configuran el carácter citacional de la fotografía misma –su capacidad de duplicar, repetir, reproducir y multiplicar lo que ya es doble, repetido, reproducido y múltiple– y, al hacerlo, sugiere también que lo que sigue habrá de decirnos algo sobre la naturaleza de la fotografía.20 Inmediatamente después de haber tomado la decisión de no responder a esta segunda carta –este doble de la primera– Nadar ofrece una escena crepuscular que servirá como matriz para el resto de la sección. En esta escena, comenzamos a leer otra serie de efectos fotográficos, duplicadores. Nadar escribe: ¿Puede usted imaginar algo más satisfactorio que esos momentos de reposo previos a la cena, tras un largo día de trabajo? Llevado fuera de su cama antes del amanecer por las preocupaciones del trabajo, el hombre no ha dejado de actuar y pensar. Ha dado todo

En cuanto al carácter citacional de la fotografía, véase mi Words of Light (Princeton, Princeton University Press, 1997), xvii. Hay traducción al español: Trazos de luz. Santiago de Chile, Palinodia, 2006. 20

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lo que puede, sin quejarse, luchando contra la fatiga que se hace más opresiva a medida que el día avanza… y es sólo al anochecer, cuando el tiempo de la liberación suena, el tiempo en que todos se detienen, que, cerrada la puerta principal de la casa, se agradece a sí mismo y confiere una tregua, hasta el día siguiente, a sus neuronas y miembros exhaustos. Es en esta hora dulce par excellence cuando,… entregado a sí mismo, por fin, se arrellana con placer en su sillón preferido, recapitulando los frutos de su día de trabajo. Pero aun cuando nuestra puerta principal esté cerrada, la trasera siempre permanece entornada, y si nuestra buena suerte resulta perfecta ese día, él vendrá hacia nosotros para tener una buena, íntima y reconfortate charla… él, uno de los que amamos más que a nadie y que nos ama –uno de los que nuestro pensamiento siempre siguen, pues nuestro pensamiento siempre está con ellos… Exactamente esa tarde, uno de los mejores y más amados me visitó, el alma más elevada y el espíritu más diáfano y despierto, uno de los compañeros más brillantes de la conversación parisina, el excelente Hérald de Pages –y qué agradable e íntima conversación hemos tenido, dejando la fatiga y todo eso muy lejos– hasta que se nos ha anunciado un visitante. (ML, 12-13; Q, 23-24)

Esta notable escena tiene lugar al atardecer, ese momento liminal entre el día y la noche, entre luz y oscuridad, y por lo tanto dentro de una temporalidad y un topos fotográficos. Incluso en este momento transicional, y en el contexto de varias otras figuras-umbral, 36

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especialmente las numerosas puertas que Nadar menciona, el cambio de los pronombres –del usted al él al yo al nosotros– sugiere un yo que, como Mauclerc, está siempre en tránsito, siempre pasando de un yo al otro, nunca identificándose simplemente consigo mismo. La escena íntegra pone en obra, en el sentido más teatral, un yo que, siempre en movimiento, no puede nunca localizarse de manera precisa, y en el momento en que el yo se relaja, se estira –quizás incluso hacia otros yo– Nadar hace imposible una determinación de si el alegóricamente denominado “Hérald de Pages” (aquel cuya llegada se anuncia en la escritura) efectivamente llega “en persona” o si es un doble de Nadar que simplemente entra por la siempre entornada puerta de su inconsciente. Ya sea Hérald de Pages un visitante que “se deja caer” sobre Nadar al atardecer, o un “doble” interior, Nadar presenta un yo cuya identidad está esencialmente vinculada y disuelta en relación con este otro. Escindido de sí mismo –porque está habitado por otro, porque, portando la huella de este otro, el yo no es más simplemente él mismo– la multiplicidad de este yo será confirmada más adelante en la historia y en relación a lo que sucede cuando uno ingresa en un espacio fotográfico. Aun más, que ya hayamos entrado en este espacio fotográfico se refuerza por los detalles que serán revelados en el encuentro con el visitante anunciado. El visitante en un hombre de veinte años. Afirma 37

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que debe hablar con Nadar y que, aun cuando pudiese haber vuelto en otra ocasión, sintió que debía insistir en verlo ese día, dadas las conexiones que compartían: la madre del joven solía trabajar para la madre de Nadar, y ambos tienen además un amigo en común, Léopold Léchanché, que había muerto recientemente. En tanto las madres son siempre otro nombre para la fotografía –ambos constituyen medios de reproducción–, y que el duelo es la experiencia fotográfica por excelencia, la relación entre Nadar y el joven está mediada, aun antes de conocerse, por lo fotográfico. Que el joven haya nacido el año que Nadar recibió la carta donde Gazebon solicitaba la elaboración de su retrato a distancia, coinciden porque, como Nadar revelará pronto, el joven ha venido a pedirle que patrocine su nuevo descubrimiento de la fotografía de largo alcance. Tras entregar a Nadar un relato de su experiencia en las ciencias y en varios avances tecnológicos, incluyendo el velocípedo, los cronómetros electrónicos, el teléfono y, más recientemente, la fotofonía, el joven pide a Nadar que ponga atención a su historia: Señor, admitiría usted, sólo por un instante, la hipótesis que si, por alguna imposibilidad (pero no me corresponde recordarle a usted –especialmente a usted– que, descontando la matemática pura, el gran Arago no aceptaría la palabra “imposibilidad”), si, entonces,

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un modelo, un individuo cualquiera, estuviera en esta habitación donde nos encontramos ahora mismo, por ejemplo, y al otro lado, el camarógrafo con su lente estuviera en este estudio, ya sea en este piso o en cualquier otro piso por sobre o bajo nosotros, es decir, absolutamente separado, aislado de este modelo del cual no es consciente, que no puede ver –admitiría usted que, si una fotografía puede tomarse aquí, frente a usted, bajo estas estrictas condiciones de segregación, la operación así ejecutada en tan corta distancia tendría alguna oportunidad de ser reproducida en distancias aun mayores. (ML, 16; Q 30-31)

Aunque Nadar responde inmediatamente al joven, inmovilizándose –“Osé no mover un músculo”– Pages emerge y exclama: “¿Afirma usted ser capaz de tomar fotografías a cualquier distancia y más allá de su propio campo de visión?” A lo que el joven respondió: “No afirmo ser capaz de hacerlo, señor; ya lo he hecho… No he inventado nada; sólo he encontrado algo que ya estaba ahí” (ML 16-17, Q 32-33). El joven exhibe entonces una página arrancada de un comentario a su experimento, en la que Nadar y Pages leen el siguiente relato: Siendo las dos en punto de la tarde del domingo pasado, en la alcaldía de Montmartre, un curioso experimento tuvo lugar. Un joven, habiendo obtenido los permisos necesarios, mostró por primera vez de manera pública su método de fotografía eléctrica, un

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ingenioso proceso que le permite fotografiar personas o cosas más allá de su campo de visión. El inventor afirmó que, desde Montmartre, podía fotografiar la ciudad de Deuil. El Alcalde y varios miembros del Consejo estaban presentes, así como dos o tres residentes de Deuil, convocados para indicar los lugares que serían fotografiados. Varias tomas fueron hechas en una rápida sucesión y las imágenes finales fueron producidas simultáneamente. Los lugares representados fueron inmediatamente reconocidos por el grupo de Deuil; casas, árboles y gente podían distinguirse con notable claridad. (ML 17, Q 34-35)

La alegoría de la fotografía que Nadar desea poner en obra aquí, se vuelve vertiginosamente auto-reflexiva: más allá del hecho que el joven pueda fotografiar aquello que no puede ver –es decir, que la fotografía puede hacer visible lo invisible–, lo notable aquí es que el joven fotografía una ciudad llamada “Deuil”, lo que quiere decir “duelo”. Al tomar una fotografía del duelo, el fotógrafo no sólo toma la fotografía de una experiencia que está en el corazón de la fotografía –duelo puede incluso ser otro nombre para la fotografía–, sino que también toma una fotografía de la fotografía misma. En reacción a esta fotografía, tanto Nadar como Pages quedan estupefactos y sorprendidos, congelados como en una especie de fotografía, como si la revelación fotográfica misma los transformara en fotografías. Esta transformación es reforzada en el siguiente pasaje, 40

La “fotografópolis” de Nadar

donde Nadar aclara que, cuando uno ingresa en un espacio fotográfico (y, en este punto de la historia, no hay otro tipo de espacio), uno siempre avanza como otro; de hecho, como múltiples otros: Sí, por supuesto, me di por vencido. Hubiera cedido mucho antes… de no haber sido imperativamente interrumpido por una singular alucinación. Repentinamente, como suele ocurrir con las ilusiones ópticas y con ciertos casos de visión doble, los nobles rasgos del rostro de Hérald parecieron fusionarse con los del joven trabajador, transformándose en una especie de máscara diabólica que lentamente tomó la forma de un rostro que yo nunca había visto, pero que pude reconocer de inmediato: Mauclerc, el maquiavélico Mauclerc, “de paso por nuestra ciudad”; la imagen eléctrica emergió burlonamente hacia mí desde el país de Enrique IV… y pareció convertirse en Gazebon, sí, el crédulo Gazebon. Pude verme sentado en mi Café du Gran Théatre en Pau, todavía esperando a que el retrato fuera tomado por “el proceso eléctrico” del señor Nadar en París: mientras tanto, para pasar el tiempo, hice un brindis por “la mejor Sociedad, incluyendo los caballeros Ingleses y sus mujeres. (ML 18, Q 37-38)

Que todo yo deviene aquí otra persona, e incluso más de una, sugiere las continuas distorsiones y desplazamientos de los que emerge el sujeto fotográfico, pero siempre como otro. Experimentado la alteridad del otro, por ejemplo, Nadar percibe la alteración que, 41

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“en él”, desplaza y delimita infinitamente su singularidad. Este movimiento de desfiguración –vinculado a la pluralidad quiasmática de los rostros entretejidos del pasaje– hace imposible una determinación de quién habla en el resto de la historia. Cuando todos pueden convertirse en alguien más –por ejemplo, en el espacio fantasmal y aleatorio de la fotografía– nadie es simplemente sí mismo. Dado que las imágenes siempre están poseídas por otras imágenes –ellas siempre portan los rastros de otras– son siempre ellas mismas, y al mismo tiempo no lo son. Lo que aquí se señala no es sólo la estructura de la fotografía en general, una estructura que nombra la pérdida de identidad que se produce con la entrada en el espacio fotográfico, sino también un modo de escritura que opera al nivel de las frases y palabras aquello que quiere darnos a entender. Esto se hace más evidente cuando, tras la partida del joven, Nadar puede apreciar su actuación: sugiere que el joven seguía un guíon que le permitiría engañar a Nadar y a su compañero Hérald. Un teatro, recuerda al lector, es siempre un lugar de memoria y anticipación, donde lo que ha sido es ensayado y repetido como aquello por venir. La historia acaba con un recuerdo del carácter citacional del joven y, por ende, de todos nosotros. Vivimos, parece sugerir Nadar, dentro de comillas, tanto en relación con el duelo como con la fotografía. Que Nadar asocie la fotografía con la muerte y con el duelo, 42

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permite dar cuenta de por qué los recuerdos son acumulados con los cadáveres –del cuerpo de Léchanché que cumple un rol mediador entre Nadar y el joven inventor de la fotografía de largo alcance, al amante farmacéutico en la sección “Fotografía homicida”, al cadáver cuyo cuerpo yace en la escena funeral que abre la viñeta titulada “El secreto profesional”, a los millones de cadáveres que pueblan las catacumbas parisinas.

IV Cuando Baudelaire se refiere en “Spleen II” a “Una pirámide, una inmensa cueva, / que contiene más muertos aún que una fosa común. / […] un cementerio de la luna olvidado”21, se está refiriendo a lo que, en un fragmento citado por Benjamin en su Obra de los Pasajes, François Porché llama “los antiguos osarios nivelados o desaparecidos, tragados por las olas del tiempo con todos sus muertos, como los barcos hundidos con su equipaje”.22 Estos osarios apuntan a otra ciudad en el interior de París, una ciudad cuyos habitantes sobrepasan por mucho a los seres humanos de la metrópolis en

Charles Baudelaire. “Spleen II”, en Las flores del mal. Madrid, Edaf, 1985, p. 139 [Les fleurs du mal, 1857]. 22 Benjamin. Obra de los Pasajes. Op. Cit., p. 126 [C 9, 2]. 21

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la superficie: las catacumbras subterráneas.23 La creación del Osario Municipal bajo la ciudad se corresponde casi con exactitud con la época de la Revolución: instruidas en 1784 por el Consejo de Estado y abiertas el año siguiente, las catacumbas tenían como objetivo aliviar la carga del Cementerio de los Inocentes e incluso, con mayor éxito que la Revolución, crear una especie de igualdad que no pudiera encontrarse en la superficie. Como escribe Nadar en el relato de su descenso fotográfico en el submundo parisino: En esta confusa igualdad que es la muerte, los reyes merovingios mantienen un silencio eterno junto a las víctimas de la masacre de septiembre del ’92. Valois, Bourbon, Orléans y Stuarts azarosamente cumplen su descomposición, perdidos entre simuladores… y los dos mil “de la religión” ejecutados el día de San Bartolomé. (Q 129)

Incluso, añade, figuras célebres como Jean-Paul Marat y Maximilien Robespierre, Louis de Saint-Just y En esta discusión sobre las catacumbas parisinas me encuentro en deuda con la obra de Christopher Prendergast, Paris and the Nineteenth Century (Cambridge, MA, Blackwell Publishers, 1995), pp. 74-101; David L. Pike, Subterranean Cities: The World beneath Paris and London, 1800-1945 (Ithaca, Cornell University Press, 2005), pp. 101-128; Shelley Rice, Parisian Views (Cambridge, MA, The MIT Press, 1997), p. ch. 5; and Caroline Archer, Paris Underground (New York, Mark Batty Publisher, 2005). 23

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Georges-Jacques Danton, o el Conde de Mirabeau, todos sucumbieron al anonimato de las catacumbas. Hacia finales del siglo XIX, las catacumbas contenían los restos de casi once millones de parisinos. En sus Memorias, Nadar se refiere a esta ciudad subterránea como una “necrópolis”, una ciudad de los muertos. (Q, 137) Como la fotografía, París –una ciudad que existe tanto bajo como sobre la tierra– nombra la intersección entre la vida y la muerte. Nadar llevó su cámara bajo tierra, hacia las catacumbas y alcantarillas, en 1861. Gran parte del relato de este trabajo detalla las dificultades y desafíos a los que se enfrentó mientras experimentaba con la luz eléctrica. Entre otras cosas, el trabajo subterráneo de Nadar literaliza la relación entre fotografía y muerte, que él ya había señalado en las viñetas precedentes y que, entiende, constituye la signatura de la fotografía. Ya sea que los huesos sean puestos azarosamente unos sobre otros, o que estén prolijamente organizados, las catacumbas son signos de mortalidad. Pero, como Christopher Prendergast nota, la iluminación de Nadar a veces da “un aspecto extrañamente pulcro” a algunos de los cráneos, transportando al espectador “de vuelta hacia el mundo de las Grandes Tiendas, como si las calaveras fuesen brillantes mercancías espectrales puestas en exhibición”.24

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No obstante, este no es el único recordatorio de la superficie en la ciudad subterránea. Los restos esqueléticos también recuerdan los rostros enmascarados de la ópera o del teatro. Estas resonancias teatrales se acentúan con el uso que Nadar hacer de los maniquíes para representar obreros en sus fotografías. Como Nadar explica en un fragmento que Benjamin cita en su Obra de los Pasajes: Necesitábamos en cada desplazamiento tantear empíricamente nuestro tiempo de exposición; ahora bien, esos clichés son de tal clase que exigían hasta dieciocho minutos. –Recordar que estábamos todavía en el colodión… Me había parecido bien animar alguno de estos aspectos con un personaje, menos desde el punto de vista pintoresco que para indicar la escala de proporciones; precaución descuidada muy frecuentemente por los experimentadores y cuyo olvido a veces nos desconcierta. Para dieciocho minutos de exposición, me resultó difícil obtener la inmovilidad absoluta, inorgánica, de un ser humano.25

Si bien los maniquíes tenían por objeto aumentar el realismo de la fotografía, acentuaban en cambio la teatralidad de la imagen. Obrando presumiblemente para ordenar los restos de los muertos, ellos evocan, junto 24 25

Prendergast, Op. Cit., pp. 80-81 [Traducción CB]. Benjamin. Obra de los Pasajes. Op. Cit., p. 685 [Y 2, 2].

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con las imágenes en que aparecen, la tradición de las vanitas, algo que Nadar mismo sugiere en sus Memorias (Q, 106). En este mundo en que los límites entre la vida y la muerte, las personas y las cosas, han comenzado a difuminarse, los maniquíes que empujan vagones, palas y huesos en varias de las imágenes, sugieren la muerte-en-vida sobre la que Nadar tantas veces insiste, la sombría transitoriedad y finitud de todos los seres vivos, una finitud cuyas huellas no pueden ser borradas, ya sea en la vida o en la muerte. Es por ello que Nadar enfatiza la relación palimpséstica entre la red subterránea de túneles y la red superficial de calles. El París de Nadar es siempre doble, siempre es más de uno, de ahí que, como los maniquíes que sirven como dobles de los trabajadores, sea este otro nombre para la repetición y la cita, y quizás para la fotografía misma.

V En su libro de 1864, En la tierra y en el aire: memorias de lo gigante –parte del cual fue luego incorporado en sus Memorias–, Nadar explica que su atracción por la fotografía aérea surge de su interés por mapear la ciudad desde el punto de vista de un ave. Cuando Nadar miró hacia el cielo, sin embargo, tal como cuando miraba las alcantarillas y catacumbas, se encontró más que 47

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nada con su finitud, aun cuando seguía creyendo que podía excederla. Como dice, describiendo la sensación de estar en el aire sobre París: Allí, completo desapego, soledad real… [En] la ilimitada inmensidad de estos hospitalarios y benevolentes espacios donde ninguna fuerza humana, ningún poder maligno puede alcanzarte, te sientes vivo por primera vez… y el orgulloso sentimiento de tu libertad te invade… en este supremo aislamiento, en este espasmo sobrehumano… el cuerpo se olvida de sí; no existe más.26

Pero estando entre las nubes, cuando miró hacia su adorada ciudad, en lugar de sentir simplemente que estaba “viviendo por primera vez”, registró y experimentó otro tipo de muerte. Las fotografías muestran lo que vió: París tal como existía a finales de la década del ’50; es decir, un París en transformación a causa de los esfuerzos de Georges Haussmann por renovar y reconstruir la ciudad. Partiendo de los Champs de Mars, el globo aerostático de Nadar le permitió vislumbrar las edificaciones al noroeste de París, destinados a reacomodar a la burguesía más adinerada. La imagen titulada Primer resultado de fotografía aerostática muestra las nuevas calles que comenzaban a alterar la identidad de

26

Véase Rice, Op. Cit., p. 173 [Traducción CB].

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la ciudad, así como edificios e hitos tales como el Parc Monceau, Montmartre y el Arc de Triomphe, los cuales se encuentran ahora relocalizados –y, por ende, redefinidos– en el contexto de la transformación de París. Otra imagen muestra el Arco al centro de la Place de l’Étoile, que fue uno de los logros característicos de Haussmann (y que, en tanto las estrellas pertenecen a la historia de la fotografía, confirma el carácter fotográfico de París). Como sugiere Shelley Rice: Por el trazo prolijo de sus diagonales, por su organización geométrica, por su enfoque en los cruces y lugares de intercambio, las fotografías de París mismo son, en efecto, los dobles de las fotografías subterráneas… Todas las imágenes documentales de Nadar, ya sean tomadas en la superficie o bajo tierra, abordan el dinamismo, la circulación, el cambio y, como resultado, una forma nueva, rigurosamente moderna, de muerte.27

¿Pero en qué consiste esta muerte? Esta es la pregunta que toda fotografía nos pide abordar, y puede hacerse en cada paso de la trayectoria fotográfica de Nadar, en cada página de sus Memorias. En efecto, su encuentro con la muerte es legible en la persistencia –por más de cuatro décadas– con que se mantuvo abierto al regis-

27

Ibid, p. 177 [Traducción CB].

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tro fotográficos de las ruinas y la muerte (incluyendo aquellas ruinas que son los cuerpos mortales que, con tanta frecuencia, comparecieron ante su cámara, por lo que su estudio puede también entenderse como cámara mortuoria, algo que él mismo sugiere en sus Memorias). Pero la muerte también es legible en la desaparición de los lugares y personas que él fotografió en este período. El mundo que fotografió –incluyendo un París que pertenece al pasado, al ayer–, ya no existe y estaba ya, mientras eras fotografiado, en proceso de alterarse y desaparecer. Como escribiría Baudelaire en “El cisne”, tomando nota de las transformación que los parisinos de la época de Haussmann atestiguaron, “El viejo París ya no existe (la forma de una ciudad cambia más aprisa, ¡ay!, que el corazón de un mortal).” “París cambia”, agrega, “Pero mi melancolía en nada / ha cambiado. Nuevos palacios, bloques, andamios, / viejos arrabales, todo para mí deviene alegoría, / y mis queridos recuerdos pesan como si fueran montes.”28 Sugiriendo que Haussmann estaba destruyendo más que objetos y lugares, Baudelaire también implica que estaba borrando y demoliendo los repositorios de imágenes de la memoria, los barrios y piedras que portaban las huellas de las historias y Charles Baudelaire, “El cisne”. En Las flores del mal. Op. Cit., pp. 175-176. 28

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memorias de la ciudad. Articulando un quiebre con el pasado, puso los recuerdos no llorados a vagar sin destino por la nueva metrópolis. Este es uno de los motivos por los cuales la fotografía –capaz de capturar momentos y lugares que están en proceso de evanescencia– pasó a ser, durante este período, un aparato importante. En palabras de Benjamin, “cuando uno sabe que algo será pronto removido de su propia vista, esa cosa deviene imagen” (W, 115). Es por esto que las fotografías aéreas de Nadar (y no sólo estas) rememoran las huellas y la especificidad de una cultura y una historia particulares, toda vez que marcan, inevitablemente, la desaparición, la pérdida y la ruina de esta misma cultura, de esta misma historia. Así, sus imágenes llevan la firma de un acto de duelo que es, quizás, más que un simple testimonio de sobrevivencia, en tanto permanece enamorado de una ciudad que, podría decirse, ha muerto ya muchas veces, incluso si vive todavía, incluso si, viviendo, sigue poseída por su pasado y sus muertes. Precisamente esta sobrevivencia, este seguir viviendo, nos recuerda que las cosas pasan, que cambian y se alteran; de ahí que, a lo largo de su carrera literaria y fotográfica, Nadar se haya mantenido interesado y fiel a este proceso de cambio y transformación. La verdadera ley que motiva y signa sus escritos y sus fotografías es la ley del cambio y la transformación.

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En cierto sentido, el Nadar fotógrafo, por causa de su fidelidad a la finitud y la evanescencia de las cosas, ya trasunta el duelo por París –esa ciudad que, como siempre sugirió, pertenece a la muerte. De ahí que el duelo por París, este duelo de un París que ha desaparecido y que muestra el cuerpo de sus ruinas –pero también el duelo del París que, como sabe ya al fotografiarlo, mañana habrá desaparecido–, esté él mismo destinado a extinguirse, aunque siempre en otro acto de duelo. Benjamin acentúa el sentido en que Nadar lee la finitud de París cuando, en el “Convoluto C” de su Obra de los Pasajes –una sección dedicada al “Viejo París, Catacumbas, Demoliciones, [y al] Declive de París”– cita los comentarios de Gustave Geoffroy sobre los grabados parisinos de Charles Meryon (comentarios que pueden utilizarse para describir las fotografías que el propio Nadar hiciera de París): Su obra de grabador es uno de los poemas más profundos que se hayan escrito sobre la ciudad, y la originalidad singular de esas páginas penetrantes reside en haber tenido de una forma inmediata, aunque hayan sido directamente trazadas según aspectos vivos, una vida cumplida, que está muerta o que va a morir…29

Walter Benjamin. Obra de los Pasajes. Op. Cit., p. 123 [C 7a, 1]. 29

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La “fotografópolis” de Nadar

Pero, como Nadar también sabía, la muerte no es sólo cuestión de cosas que desaparecen, aun si el acto fotográfico pareciera buscar preservarlas. Otra forma de duelo es posible, una donde la fotografía captura escenas que, aun cuando sean visibles hoy, habrán desaparecido mañana. Nadar sabe que todo caduca. Los rostros y personas en sus fotografías, los sitios, los objetos, todos están destinados a la muerte. Es por esto que, en el mundo de las fotografías de Nadar, en su “fotografópolis”, toda fotografía está asociada a la muerte, del mismo modo que las secciones de sus Memorias a las que me he referido aquí, están todas marcadas por un instinto de muerte. Cualquiera sea la cosa representada, cualquiera sea el tema, cualquiera sea el contenido –e incluso ahí donde la muerte no es mostrada de manera directa– la cosa representada siempre está tocada por la muerte, por el hecho de su finitud. Incluso el sol –punto de partida de toda fotografía– se extinguirá algún día, dejará de proyectar su luz sobre la tierra. En tanto la fotografía pertenece al sol moribundo, también pertenece, para Nadar, a París, la moribunda ciudad de la luz. París es la ciudad de la fotografía par excellence; ella es una fotografía, y en el mundo de Nadar, París y la fotografía constituyen cada una la alegoría de la otra. Nadar piensa sobre este París-Fotografía todos los días. Pero ¿qué sucede en su imaginación en cuanto a París? ¿Qué lo persigue? 53

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¿Qué lo anima a enfocarse, como una especie de cámara, en las relaciones entre fotografía, muerte, y el día-y-noche que ha tocado cada uno de sus objetos? Las fotografías de Nadar son indicios de su visión particular, rastros de una declaración de amor. Si escuchamos el silencio de sus fotografías, quizás podamos escucharlo decir, a través de este silencio y hacia el París y las personas que amaba, y que amaba fotografiar, incluso mientras estaban en trance de desaparición, “sólo puedo hallarme en relación a ustedes, aun cuando sé que, dada esta relación, nunca podré ser simplemente yo mismo. Obsesionado con ustedes y por ustedes, me pierdo en la locura de un solo deseo: alterar el tiempo. No quiero más que suspender el tiempo, detenerlo, atraparlo en la superficie de una fotografía. No quiero más que archivar y preservar, en una serie de fotografías, no sólo la velocidad de la luz, sino también la noche y el olvido sin los cuales nunca podríamos ver y, sí, la muerte y el duelo sin los cuales no podría decirse ni de ustedes ni de mí, que estamos vivos. Quiero tocar y preservar este pasar que pertenece tanto a la vida como a la muerte, la mía y la de ustedes, y que me ofrece una serie de reflexiones cambiantes, como en el agua, donde puedo verme como aquel que ya no es solamente yo, como aquel que ya no está aquí.”

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Holland House Library, 1940. © Crown Copyright. National Monuments Record, London

Lapsus Imaginis: La imagen en ruinas *

El desastre lo arruina todo, dejando todo como estaba. No alcanza a tal o cual, “yo” no estoy bajo su amenaza. En la medida en que, preservado, dejado de lado me amenaza el desastre, amenaza en mí lo que está fuera de mí, alguien que no soy yo me vuelve pasivamente otro. No hay alcance para el desastre. Fuera de alcance está aquél a quien amenaza, no cabría decir si de cerca o de lejos –en cierto modo el infinito de la amenaza ha roto todos los límites. ––––– Maurice Blanchot, La escritura del desastre 1

No puede haber imagen que no hable de destrucción y supervivencia. Esto es, particularmente, lo que sucede con la imagen de la ruina. Podemos decir incluso que la imagen de la ruina nos dice lo verdadero de

* Comencé este ensayo hace ya varios años en respuesta a la invitación que me hiciera Mark Wigley para contribuir a un número especial de Assemblage, dedicado a la relación entre espacio y violencia. En parte, surge de esta versión previa y más breve, publicada bajo el título “Leseblitz: sobre el umbral de la violencia”, en Assemblage 20, así como de dos versiones más extensas y distintas que di en

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cada imagen: que ella atestigua la enigmática relación entre muerte y supervivencia, pérdida y vida, destrucción y preservación, luto y memoria. También nos dice –si es que acaso puede decirnos algo– que aquello cuyo duelo hacemos en la imagen –aun si sobrevive y lucha por existir– no es sino la imagen misma. Es por esto que la imagen de la ruina –y me refiero aquí a todas las imágenes– habla con tanta frecuencia de la muerte, si no de la imposibilidad misma de la imagen. Ella anuncia la incapacidad que tiene la imagen de contar una historia: la historia de la ruina, por ejemplo. Dado este silencio ante la pérdida y la catástrofe –incluso allí donde la ruina permanece encubierta– la imagen es siempre, al mismo tiempo, una imagen de la ruina

la Tate Gallery de Londres en la primavera de 1997 y en el Departamento de Arte e Historia del Arte the la Stanford University en la primavera del año 2000, y de una breve meditación sobre la relación entre las imágenes y la historia titulada “Restos evanescentes”, publicada en 1999 en Salvatore Puglia (ed.) Via Dalle Imagini: Verso un’arte della storia, Salerno: Edizioni Menabo. Agradezco al Registro Nacional de Monumentos en Londres por permitirme reproducir esta imagen de la Biblioteca de la Holland House bombardeada, y a los muchos amigos y colegas con quienes he discutido este ensayo en todas sus formas. Agradezco particularmente a Hal Foster y Benjamin Buchloh por alentarme a reunir, recontextualizar y expandir estas ruinas y fragmentos en el presente ensayo. 1 Maurice Blanchot. La escritura del desastre. Traducción de Pierre de Place. Caracas, Monte Ávila Editores, 1990, p. 9. Citado en adelante como ED.

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Lapsus Imaginis: La imagen en ruinas

y de la imagen en ruinas, de la capacidad arruinada de la imagen para mostrar, representar, interpelar y evocar aquellas personas, acontecimientos, cosas, verdades, historias, vidas y muertes a las que habría de referirse. En este sentido, podríamos decir que la lógica del mundo puede leerse aquí en tanto lógica de la imagen. Como el mundo, la imagen puede experimentarse sólo como aquello que se sustrae a la experiencia. Su experiencia –y si fuese distinta, no sería del todo una experiencia– es la de una imposibilidad de la experiencia. La imagen nos dice que debemos convivir con la pérdida y la ruina. Sin embargo, lo que hace de ella una imagen es su capacidad de exhibir las huellas de lo que no puede mostrar, insinuando, más allá de esta pérdida y esta ruina, su potencial elocuencia. En otras palabras, el hecho de que la imagen exista –y me refiero aquí sólo a una imagen digna de ser llamada así, a una imagen que permanecería fiel a los ruinosos silencios que la articulan– arruina la ruina de la que toda imagen habla –o, al menos, quiere hablar. La imagen, entonces. Esto significa “de la ruina”: compuesta de ruina, que pertenece a la ruina, que toma su punto de partida de la ruina, que busca hablar de la ruina. Y no sólo de la propia, sino también “la ruina de la ruina”, la emergencia y supervivencia de una imagen que, diciéndonos que ya nada puede mostrar, no obstante muestra y atestigua lo que la historia ha silen59

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ciado, eso que, no estando ya aquí, pero emergiendo de las noches más oscuras de la memoria, nos atormenta, alentándonos a recordar las muertes de las que todavía somos responsables.

I ¿Qué significa hacerse responsable de una imagen o de una historia –por una imagen de la historia, o por la historia contenida en una imagen? ¿Cómo se puede responder, por ejemplo, a la imagen y la historia inscritas en esta extraña fotografía que encabeza este ensayo –sobre todo cuando, ante nuestros ojos, ella arruina las distinciones que la articulan? La imagen nos hereda un espacio –tanto el de la fotografía como el fotografiado– en el que ya no podemos saber qué es propiamente el espacio. Nos ofrece un tiempo –el de la fotografía y el fotografiado– en el que ya no podemos saber qué es propiamente el tiempo. No sabemos qué permanece dentro o fuera del espacio violado, dentro o fuera del tiempo interrumpido, ni lo que pueden ser el espacio y el tiempo así arruinados. Los límites, los bordes y las distinciones que garantizarían nuestra comprensión de la imagen han sido destrozados por una explosión de la que ninguna determinación puede cobijarse. 60

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Entonces, ¿cómo podemos comenzar a leer esta imagen? Al exhibir y archivar los restos de su propia implosión, la imagen permanece atada tanto a la supervivencia de las huellas de un pasado, como a nuestra habilidad para leer estas huellas como trazas, esto es, de leerlas como lo que Walter Benjamin llama su “índice histórico”. Como explica en una nota del “Convoluto N” de la Obra de los Pasajes, decir que las imágenes están históricamente datadas no quiere decir que ellas “pertenecen a un tiempo determinado” –el tiempo del clic de la cámara, por ejemplo– sino que sólo “en un tiempo determinado [ellas] alcanzan legibilidad”. “Este ‘alcanzar legibilidad’”, dice: constituye un punto crítico determinado por aquellas imágenes que le son sincrónicas: todo ahora es el ahora de una determinada cognoscibilidad. En él, la verdad está cargada de tiempo hasta estallar. (Un estallar que no es otra cosa que la muerte de la intención, y por tanto coincide con el nacimiento del auténtico tiempo histórico, el tiempo de la verdad.) No es que lo pasado arroje luz sobre lo presente, o lo presente sobre lo pasa-do, sino que imagen es aquello en donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constela-ción. En otras palabras: imagen es la dialéctica en reposo. Pues mientras que la relación del presente con el pasado es puramente temporal, la de lo que ha sido con el ahora es dialéctica: de naturaleza fugitiva, no temporal. Sólo las imágenes dialécticas son imágenes auténticamente históricas, esto 61

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es, no arcaicas. La imagen leída, o sea, la imagen en el ahora de la cognoscibilidad, lleva en el más alto grado la marca del momento crítico y peligroso que subyace a toda lectura.2

Para que una imagen pueda ser leída (para que “alcance legibilidad” en el “ahora de la cognoscibilidad”), debe enfrentarse a una constelación de peligros, entre los que se cuenta su propia disolución. Sin embargo, la posibilidad de esta disolución pertenece a lo que constituye una imagen y, en particular, a lo que hace de ella una imagen genuinamente histórica. Entre muchas otras cosas (incluyendo la disolución de la subjetividad que quisiera leer dicha imagen), nombra el movimiento al interior de la imagen, la transferencia dialéctica entre el Otrora y el Ahora que, componiendo y fisurando al mismo tiempo la imagen, ocurre con lo que podríamos llamar “el relámpago de la historia”. Si el índice histórico de una imagen –“la marca del momento crítico y peligroso que subyace a toda lectura”– delimita la relación entre una imagen y un tiempo en el que esta puede ser leída, también marca este tiempo (el tiempo

Walter Benjamin. Libro de los Pasajes. Edición de Rolf Tiedemann. Traducción de Luis Fernández Castañeda, Fernando Guerrero e Isidro Herrera Baquero. Madrid, Akal, 2005, p. 465. Citado en adelante como LP. 2

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que la data, pero que no es sólo el de su producción) en que ella puede leerse “Ahora”. Este “Ahora”, compuesto como el presente de todas las imágenes que le son sincrónicas, nunca es simplemente “Ahora”. Nunca es separable del “Otrora” que, uniéndose a este “como un relámpago al ahora en una constelación”, está más acá y más allá del tiempo en que la imagen parece emerger. Esto quiere decir que el “Ahora” de Benjamin no designa un presente, tal como el “Otrora” no puede reducirse al pasado. Más bien, dado que el presente se constituye en relación con todas las imágenes a las que el “Ahora” otorga su firma –que le adviene de otros lugares, pero también de otros momentos históricos– tampoco él puede nunca estar presente. Es por esto que el índice histórico de una imagen siempre emplazará la imagen en otro tiempo3 –otro momento histórico (en sí mismo, plural y compuesto por muchos otros momentos), y otro tiempo, distinto del lineal y cronométrico (que sería, para Benjamin,

Tanto aquí como en mi discusión de la nocion benjaminiana de “índice histórico” en general, estoy en deuda con el texto de Christopher Fynsk, “The Claim of History”, incluido en Language and Relation (Stanford, Stanford University Press, 1996), particularmente las páginas 212223. Asociando la discusión que Benjamin hace del índice histórico de la imagen con lo que, en la segunda tesis de “Sobre el concepto de historia”, es referido como el “índice temporal” de la imagen, Fynsk describe esta relación en 3

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“puramente temporal” y “continuo”). En este sentido, que la comprensión que Benjamin tiene del índice histórico de la imagen no puede entenderse exclusivamente como indicial o referencial: no puede indicar o referir a un solo momento o evento histórico.4 Como señala en otra parte, “para que un fragmento del pasatérminos de lo que Benjamin llama un “secreto acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra” (Walter Benjamin. Dialéctica en suspenso. Traducción, introducción y notas de Pablo Oyarzún Robles. Santiago de Chile, LOM, 2009, p. 40). En GS 1, pp. 693-694, Benjamin señala: “El pasado ‘lleva consigo’ un índice temporal: la fecha de su emergencia y su expiración” [“The past ‘carries with it’ a temporal index: the date of its emergence and of its expiration”]. Esta fecha de expiración, argumenta, significa que la imagen “debe ser leída por” y que “no podrá ser leída antes” de dicha fecha. Incluso, “si el presente no lee el pasado (y a sí mismo en tanto está implicado en el pasado) –si fracasa en leerse y escribirse a sí mismo- la constelación de pasado y presente simplemente huirá” (Language and Relation, pp. 220-221). Es por esto que el momento de lectura es crítico y peligroso: tanto el pasado como el presente están aquí en juego. 4 El concepto benjaminiano de índice debiera leerse junto con la distinción que Charles S. Peirce hace entre el “índice”, que implica una relación física con el objeto representado, y el “ícono”, que se asemeja al objeto sin tener necesariamente una relación física con él. Véase “Logic as Semiotic: The Theory of Signs”, en The Philosophy of Peirce: Selected Writings, ed. Justus Buchler (New York, Harcourt, Brace, 1950), pp. 98-119. Para un comentario sobre la pertinencia de las meditaciones de Peirce en lo que toca a la fotografía en general, véase Rosalind Krauss. “Notes on the Index”, en The Originality of the Avant-Garde and Other Modernist Myths (Cambridge, MIT Press, 1985) pp. 196-219.

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do sea alcanzado por la actualidad, no puede haber ninguna continuidad entre ellos” (LP, 472). Al confirmar que la relación entre pasado y presente es dialéctica, en un sentido fuertemente histórico e imagístico, el índice interrumpe la presencia de la imagen. Éste indica que la imagen sólo existe en relación a un tiempo que, al señalar la explosión que marca tanto su nacimiento como su destrucción, le impide ser meramente él mismo. Así, todo intento por leer esta imagen debe empujarla allí donde ella no existe. Debe desplazarla (suspenderla en otro lugar), y esto porque en el “Ahora” de su legibilidad –la verdad de la imagen– está, en palabras de Benjamin, “cargada de tiempo hasta estallar”. En tanto las huellas que la imagen porta incluyen una referencia al pasado, el presente y el futuro, de modo tal que ninguna de ellas puede aislarse de la otra, la imagen no puede exhibir las huellas de la explosión que ella rememora –sin al mismo tiempo explotar, o hacer estallar, su capacidad de (estar) presente. Es en esta interrupción y explosión de la presentación histórica que abordamos las condiciones de una comprensión histórica “auténtica”, una comprensión que, ofreciéndonos la verdad del tiempo, nos dice que la historia es algo que nunca puede estar presente.

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II ¿Cómo debemos interpretar esta imagen? ¿Cómo debemos revelarla o imaginarla –en el espacio de este ensayo, en el conjunto de palabras que ocupan el espacio de estas pocas páginas? ¿Qué significaría aquí responder? Cada detalle de la fotografía tiene su fuerza, su lógica, su lugar singular –entre tantos otros, los tres hombres mirando libros (cada uno exhibiendo una relación distinta con ellos), el desastre astillado tras ellos, las paredes hechas de libros, el cielo que colapsa, los vidrios destrozados, la puerta y la ventana, apenas visibles tras los escombros. En tanto condensación de historia y textos, la fotografía permanece vinculada a un acontecimiento absolutamente singular y, por ende, también a una fecha, a una inscripción histórica. Abre un espacio para el tiempo mismo, dispersándolo de su presente continuo. Mirando tanto hacia atrás como hacia delante, nos pide que pensemos en el “contexto”, pero de otro modo. Dicho contexto incluiría no sólo la fecha y las circunstancias de la fotografía misma –esta fotografía de la Biblioteca de la Holland House de Londres bombardeada fue tomada el 23 de octubre de 1940, casi tres semanas y media tras el ataque aéreo que llevó a su destrucción5–, pero también de aquellos ataques aéreos iniciales del 27 de septiembre y del bombardeo de la Luftwaffe alemana sobre Londres que comenzó el 7 de 66

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septiembre. Incluso hace referencia, aunque de manera subrepticia, a las legendarias quemas de libros de 1933 que confirmaron lo que Denis Hollier ha denominado “una especie de bibliofobia Nazi”,6 así como a la insistencia antifascista (en respuesta a estas quemas de libros) en la supervivencia de los libros, a la existencia de una censura en tiempos de guerra, a nuestra propia pasividad ante el desastre, y al desastre que designa nuestra pasividad respecto a lo que habitualmente llamamos “nuestro tiempo”. La imagen refiere, también, La fotografía fue tomada por un fotógrafo llamado Harrison, que trabajaba para Fox Photos. Nada sabemos de su circulación temprana –la misma Fox Photos fue bombardeada durante el ataque aéreo, perdiéndose muchos documentos y negativos-, aunque parece ser que el censor de la “Oficina de prensa y censura” liberó la imagen para su publicación casi inmediatamente después de que fuera tomada. Lo que sí sabemos es que en 1926 el financiero Richard Fox, junto con el fotógrafo Reginald Salmon y el periodista Ernest Beaver, se unieron para adquirir una compañía llamada Special Press, y que la rebautizaron como Fox Photos. En una carta del 20 de noviembre del año 2000, Sarah McDonald, curadora de la Hulton Getty (que compró la colección de la Fox Photo en 1989), escribe que “prontamente, la agencia se hizo de una reputación internacional, proveyendo un servicio de prensa y de fotografía industrial en un momento en que las nuevas revistas gráficas y periódicos clamaban por historias en imágenes.” La agencia incluía a los fotógrafos Reggie Speller, Ernst Hess (que fue uno de los primeros en utilizar película a color para sus reportajes) y Williams Vanderson. Como señala McDonald, “Fox fue una de las primeras agencias que utilizaron el color de manera extensiva en trabajos de campo, logrando una excelente cobertura de personalidades 5

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a nuestra capacidad de dar la espalda al desastre que nos rodea, entregándonos a los libros. Dada las muchas historias y contextos implícitos en la fotografía –ella está, como diría Benjamin, llena de historia y de tiempo– ¿qué significaría aquí responder? ¿Cómo podemos responder a las experiencias conmemoradas, desplazadas y cifradas en esta imagen? ¿Cómo podemos dar cuenta de las circunstancias en las que fue producida, o mejor, dar cuenta de quienes ella nombra, codifica, disimula o data en su superficie? ¿Cómo puede la memoria dar cuenta del trauma y de la realeza. Durante los años de guerra, la agencia adquirió la película a color Kodachrome 1 en los Estados Unidos, la que virtualmente no era utilizada en el Reino Unido en 1939, y la hizo atravesar el Atlántico en convoyes. Las películas expuestas eran enviadas de vuelta a los Estados Unidos para ser procesadas y vendidas. Las transparencias eran luego enviadas a Inglaterra, consitutyendo una rara colección a color de la Segunda Guerra Mundial.” McDonald también consigna una interesante anécdota del bombardeo de la biblioteca misma y, en particular, de la circulación de los libros arruinados: “el daño era imenso y muchos volúmenes fueron destruidos. Un bibliotecario de la Augustin Rischgitz Picture Collection, con ayuda de un par de soldados y carretillas, puso a salvo varios sets de libros, los que de otro modo habrían sido desechados, incluyendo una valiosa enciclopedia del siglo diecisiete. Más adelante, Hulton compró la Rischgitz Collection y todavía esos volúemenes se encuentran en nuestro poder. En las portadas interiores se hallan las placas originales de la Holland Library.” 6 Denis Hollier, “The Death of Paper: A Radio Play”, October 78 (Fall 1996), p. 4.

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y la violencia de la pérdida? ¿Hasta qué punto aquello que no se ve atraviesa la imagen como experiencia de la interrupción de su superficie? Si la estructura de la imagen se define como lo que permanece inaccesible a la visión, esta estructura de retención y sustracción nos impide experimentar la imagen en su integridad o, para ser más precisos, nos conmina a reconocer que la imagen, portando como siempre varios recuerdos a la vez, nunca está cerrada. Si la fotografía evoca un momento de crisis y destrucción, entonces parte lo que ha sido puesto en crisis es la finitud del contexto en que podemos leerla. De ahí que, cuando respondemos a una fotografía tratanto de establecer sólo los contextos históricos en que ella fue producida, nos arriesgamos a olvidar la desaparición del contexto –la descontextualización esencial– que es escenificada en cada fotografía. El momento en la imagen aparece suspendido y arrancado de cualquier momento histórico particular –pasando, presente o futuro. Como Benjamin explica en su ensayo temprano sobre el Trauerspiel y la tragedia: el tiempo de la historia es infinito en cada dirección y está sin consumar en cada instante. Es decir: no es lícito pensar que un acontecimiento de carácter empírico tenga una relación forzada y necesaria con la situación temporal en que sucede. En efecto, para el acontecer empírico, el tiempo sólo es forma, y algo que es aún 69

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más importante: forma sin consumar en cuanto tal. Y es que el acontecimiento no consuma la naturaleza formal del tiempo en que se encuentra.7

El tiempo nos dice que un acontecimiento nunca puede ser circunscrito o delimitado por completo. De ahí que el esfuerzo por determinar e imponer un sentido a los eventos registrados en la fotografía, por estabilizar la determinación de su contexto –un acto que supone leer aquello que no es visible en la fotografía– implique tanto violencia como represión. Es por esto también que la violencia implicada en el intento de establecer el contexto de esta imagen permanece ligada, por causa de esta represión, a una no-violencia esencial. Es en medio de esta relación altamente inestable y peligrosa entre violencia y no-violencia que se constituyen responsabilidades, las cuales están vinculadas al modo en que leemos esta imagen. Como hemos visto, Benjamin se refiere a la violencia o a la no-violencia de la lectura cuando afirma que “la imagen leída, o sea, la imagen en el ahora de la cognoscibilidad, lleva en el más alto grado la marca del momento crítico y peli-groso que subyace a toda lectura.” (LP, p. 465).

Walter Benjamin. “Trauerspiel y tragedia”, en Obras II.1. Traducción de Jorge Navarro Pérez. Madrid, Abada, 2010, p. 138. 7

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Al sugerir que no puede haber lectura de la imagen que no nos exponga a un peligro –en tanto dicha lectura sólo demostraría, si pudiese demostrar algo, la no contemporaneidad del presente, la ausencia de linealidad en la representación del tiempo histórico, y por tanto la fugacidad del pasado y del presente– Benjamin nos advierte sobre el peligro de creer que hemos visto o comprendido una imagen. Para Benjamin –que se suicidó el 26 de septiembre de 1940, apenas un día antes del bombardeo de la Holland House– la actividad de la lectura está cargada con un poder explosivo que hace estallar la imagen para leerla en su contexto. Esta fuerza de ruptura no es un predicado accidental de la lectura, sino que pertenece a su estructura misma. En un pasaje del “Convoluto N” que relaciona el “momento crítico y peligroso” de la verdad con el trabajo de “historiografía materialista” (que también es descrito como una especie de “estallido”), Benjamin sugiere que el objeto histórico emerge de una explosión destructiva: “El momento destructivo o crítico de la historiografía materialista”, escribe, “cobra validez cuando hace estallar la continuidad histórica operación en la que antes que nada se constituye el objeto histórico” (LP, p. 477). Es por ello que la historia supone la capacidad de suspender o detener el movimiento histórico, de hacer estallar los detalles de un acontecimiento respecto del continuum de la historia o, como Benjamin dice, 71

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liberarlos “de este transcurso continuado” (LP, p. 477). Dado que la historia se descompone en imágenes, no puede haber imagen fotográfica ni fuerza de suspensión que no de cuenta de la relación entre imágenes e historia, fotografía y memoria, espacio y violencia.

III Leer significa estar expuesto al tiempo y a las imágenes. Pero si leer las imágenes precisa esa desaparición en la que ellas se retiran, emergiendo al mismo tiempo –como Benjamin dice, en otro lugar, “lo que uno sabe que pronto no tendrá ya ante sí se converte en imagen”8–, es porque las imágenes mismas se refieren al tiempo. Roland Barthes insiste sobre este punto cuando, en La cámara lúcida, sugiere como propio de la fotografía que esta “posea una fuerza constatativa, y que lo constatativo de la fotografía ataña no al objeto, sino al tiempo”9. Pero lo que llamamos tiempo es justamente la incapacidad de la imagen de coincidir

Walter Benjamin. “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”, en Obras I,2. Traducción de Alfredo Brotons Muñoz, 2012, p. 182. 9 Roland Barthes. La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Traducción de Joaquim Sala-Sanahuja. Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 137. 8

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consigo misma. El tiempo exige que cada imagen sea una imagen de su propia interrupción –una imagen de la explosión del espacio y la borradura del tiempo. Al exponer la imagen al movimiento de su desaparición y de su disolución, la expone también a la ruina, al daño, a la aniquilación. En tanto movimiento de alteración, vehicula la exposición –la interrupción y colapso– de la imagen, impidiendo así que ella sea apenas esta imagen o una imagen. Es por esto que una imagen nunca está de entrada constituida, sino que siempre se encuentra en proceso de constituirse. Y también es por esto que, simultáneamente labrada y borrada, toda imagen es una ruina, un lapsus imaginis. El espacio de la ruina está él mismo expuesto al movimiento de la ruina. La ruina se erige en la imagen que yace arruinada: una mise en abyme en la que no hay sino ruina y más ruina. La ruina, la imagen de la ruina, carece de imagen. Nunca puede hacerse presente. Lo que arruina la imagen es, en efecto, la ley que prohibe su propia presentación. La imagen presenta una interrupción de la historia, y lo hace interrumpiendo el principio de presentación. O, para decirlo de otro modo, la desintegración de la presentación expone una cesura, una ruina en la presentación de la experiencia histórica. Como explica Benjamin en el libro sobre el Trauerspiel, “Pero con ésta [la ruina], la historia se redujo sensiblemente a escenario. Y así configurada, la 73

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historia no se plasma ciertamente como proceso de una vida eterna, más bien como decadencia incontenible”.10 Si la ruina está operando en toda imagen, es porque ella no es simplemente anterior a la imagen, no es simplemente lo que hace de la imagen una imagen; es también lo que, en y con la imagen, no es la imagen misma y, no siéndolo, permite que la imagen sea lo que es: una imagen en ruinas. Esta ruina significa que la imagen no significa, que nada designa –particularmente porque hace referencia a un tiempo cuya historia está siempre en ruinas. En palabras de Jacques Derrida, la ruina no es un accidente que sobreviene a un monumento que hasta ayer se encontraba intacto. En el principio hay ruina. La ruina es lo que le sucede a la imagen desde que es mirada por primera vez… [Ella] no está frente a nosotros… Es la experiencia misma: ni el abandonado pero todavía monumental fragmento de una totalidad ni, como Benjamin pensaba, un mero tema de cultura barroca. Precisamente no es un tema, pues arruina el tiempo, la posición, la presentación o representación de algo y de todo.11

Walter Benjamin. “Origen del drama barroco alemán”, en Obras I.1. Traducción de Alfredo Brotons Muñoz. Madrid: Abada, 2006, p. 396. 11 Jacques Derrida, Memoirs of the Blind: The Self-Portraiat nd Other Ruins. (Chicago, University of Chicago Press, 1993), pp. 68-69 [Traducción CB]. 10

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Esto quiere decir que, si bien el tiempo arruina la imagen, la imagen arruinada también interrumpe el movimiento del tiempo, de un modo que tiene, no la forma del tiempo, sino más bien la forma de la interrupción del tiempo, la forma de una pausa, de una explosión. Pero ya que el tiempo –y todo tiempo– puede ser intervenido de este modo, acaso él mismo sea tal vez una especie de locura.12

Hay, por supuesto, varias señales de que Benjamin no restringió su reflexión sobre la ruina a una cuestión de la cultura barroca. En “Crónica Berlinesa”, por ejemplo –en un pasaje que, sugiriendo que la memoria es un medio en el que los desechos y las ruinas son enterradas nuevamente en el acto de la rememoración, presenta la imagen como ruina–, escribe: “[…] la memoria no es un instrumento para conocer el pasado, sino sólo su escenario [Schauplatz]. La memoria es el medio de lo vivido, al igual que la tierra viene a ser el medio en que las ciudades muertas yacen sepultadas. Quien quiera acercarse a lo que es su pasado sepultado debe comportarse como un hombre que excava […] los ‘contenidos’ no son sino esas capas que sólo después de una investigación cuidadosa entregan todo aquello por lo que vale la pena excavar: imágenes separadas de su anterior contexto, son joyas en los sobrios aposentos de nuestro conocimiento posterior, como quebrados torsos en la galería del coleccionista”. Utilizamos la versión “Excavar y recordar”, en Denkbilder. Imágenes que piensan, Madrid, Abada, 2012, pp. 140-141 [Nota del editor]. La versión original “Berlin Chronicle”, en Reflections, trans. Edmund Jephcott, ed. Peter Demetz (New York, Harcourt Brace, 1978), pp. 25-26. Ver además GS 6, pp. 486-87. 12 Estoy aquí en deuda con la lectura que Werner Hamacher hace del desorden del tiempo en su ensayo “Des

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Como la imagen, el tiempo nunca es idéntico a sí mismo. Sólo puede ser lo que es, abandonándose. Es irrepresentable. Nunca es algo: una cosa, esto o aquello. Es lo que nunca está presente. No obstante, como Kant nos recuerda, todo en el tiempo pasa, excepto el tiempo mismo. El tiempo se repite eternamente: comienza con la repetición. Pero lo que se repite en el tiempo es un movimiento de diferenciación y dispersión –siendo el tiempo mismo lo que se diferencia y lo que se dispersa. No puede tener lugar un momento que no sea ya tanto pasado como futuro: el momento debe ser simultaneamente pasado, presente y futuro, para que pueda tener lugar del todo. Es por esto que lo que se repite en el tiempo no es simplemente lo mismo, sino aquello que se desvanece sin cesar. Si el tiempo es cuestión de repetición, lo es sólo de su irrepetibilidad. La exposición aporética del tiempo y de la imagen ya no sigue una presentación lineal de la historia. Se presenta como una repetición de la prohibición contra las imágenes, que nos dice que la historia sólo puede

Contrées du Temps”, en Zeit-Zeichen: Aufschübe ynd Interferenzen zwischen Endzeit und Echtzeit, ed. Georg Christoph Tholen and Michael O. Scholl (Weinheim, VCH, Acta Humaniora, 1990), pp. 30-31. Véase también una lectura similar de Blanchot en The Writing of Disaster, trans. Ann Smock (Lincoln, University of Nebraska Press, 1986), principalmente pp. 78-80 (en adelante citado como WD).

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emerger en la interrupción del continuum de su presentación. En la fotografía que nos ocupa, el signo de esta prohibición es legible en la X formada por los estantes de madera colapsados al centro. Es como si la prohibición que esta X debiera expresar interviniera, sin embargo, en su signo e hiciera de éste una ruina del signo que correspondería a la prohibición. Al permanecer fiel a la prohibición, el único signo en que ésta pudiera presentarse es interrumpido o arruinado. Esto sugiere que, sin interrumpir el continuum histórico, sin hacer estallar las técnicas de representación, no puede haber tiempo histórico. No hay historia sin interrupción de la historia. No hay tiempo sin interrupción del tiempo. No hay imagen sin interrupción de la imagen. Si, a pesar de todo, esta imagen interrumpida sigue siendo una imagen, entonces “imagen” significa “el desastre de la imagen”. Significa que toda imagen es una imagen del desastre –que la única imagen que puede realmente ser una imagen sería aquella que muestra su propia imposibilidad, su desaparición y su destrucción, su ruina.13

Haciendo de esta imagen del desastre y de la ruina nuestro punto de partida, podríamos incluso decir que la verdad de la fotografía yace en la relación articulada entre luz y cenizas. Como escribió Man Ray en 1933, en un ensayo titulado “The Age of Light”, las imágenes no son más que el residuo de la experiencia. Es por esto que lo que “vemos” en una imagen es lo que ha “sobrevivido una experiencia 13

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La imagen es sólo una imagen cuando no es una imagen, es decir, cuando dice “no hay imagen”14. Así pues, la imagen no muestra. Ninguna afirmación sobre la imagen (y esto quiere decir ninguna “imagen de la imagen”) puede mostrarnos la verdad de la imagen. Más bien, la imagen es un monstruo de tiempo –donde el tiempo no da propiamente el tiempo. Es, en palabras de Werner Hamacher, un “monstruum without monstration” (“un monstruo que no se muestra”).15

IV Volvamos a esta extraña fotografía. Tomada el 23 de octubre de 1940, ella monta una escena de lectura que demanda ser interpretada en relación con la ruina y la

trágicamente, [lo que recuerda] el acontecimiento con mayor o menor claridad, como las cenizas inmutables de un objeto consumido por las llamas”. En “The Age of Light”, Phillips (New York, Metropolitan Museum of Art / Aperture, 1989), p. 53 [Traducción CB]. 14 En lo que toca a esta cuestión, véase Bernard Stiegler’s “Límage discréte”, en Derrida’s and Stielger Écographies: de la televisión (Paris, Éditions Galilée, 1996), p. 165. 15 Véase Hamacher “The Gesture in the Name: On Benjamin and Kafka”, en Premises: Essays on Philosophy and Literature from Kant to Celan, trans. Peter Fenves (Cambridge, Harvard University Press, 1996), p. 316. Hamacher no utiliza la frase para describir la imagen, sino como un “nombre” para el nombre.

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violencia en la que ella tiene lugar. Esta ruina y esta violencia incluyen no sólo la ruina y la violencia dadas en la fotografía, sino también aquellas detonadas por las excursiones de la Luftwaffe alemana sobre Londres. A comienzos de septiembre, un año después de la invasión de Polonia, Alemania inició sus ataques sobre Londres. En los primeros días de octubre, el bombardeo ocurrió de forma nocturna, continuando hasta el 13 de noviembre. Seiscientos bombarderos fueron dirigidos a Londres en el ataque inicial. Hasta el 13 de noviembre, con la excepción de diez días, entre 150 y 300 bombarderos de la Luftwaffe soltaron cada noche sobre Londes por lo menos 100 toneladas de explosivos. Mil trescientas toneladas de explosivos y casi un millón de bombas incendiarias fueron lanzadas, matando a más de trece mil personas e hiriendo a veinte mil más. Impactando primero las calles adoquinadas densamente pobladas por casas pareadas, galpones e industrias, estas bombas y explosivos eventualmente desataron fuegos que se extendieron a través de la ciudad de Londres, transformándola en el proceso. Las carreteras se bloquearon con escombros, los servicios de trenes y autobuses fueron desarticulados, las vías de comunicación fueron interrumpidas y envueltas por el fuego. Las iglesias, escuelas, hospitales, edificios públicos, tiendas y casas se arruinaron. Pavimentos y calles se cubrieron de despojos y del finísimo brillo del vidrio 79

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hecho polvo. Miles de personas quedaron en la calle. La lectura misma decayó debido a la pobre iluminación de los refugios. Alrededor del 9 de octubre, más de cien mil libros habían sido destruidos o severamente dañados en el bombardeo de la University College Library. Los ataques fueron tan intensos que los bombardeos se volvieron casi rutinarios. A veces, las sirenas de ataques aéreos eran ignoradas a no ser que el ruido de las bombas fuera peligrosamente cercano.16 Durante dos meses de bombardeo sostenido, ese espacio llamado “Londres” –un espacio con una historia inmensa y estratificada, con sus muros, sus edificios y sus calles– pasó a ser un espacio que ya no podía ser habitado del mismo modo, que no podía reconocerse como tal. Y es que el bombardeo alemán afectó más al espacio que a la gente. Durante la Segunda Guerra Mundial, Inglaterra perdió cerca de 365.000 personas –apenas la mitad de las víctimas de la Primera Guerra Mundial. No obstante, la destrucción de la propiedad incluyó daños a cuatro millones de residencias y la destrucción prácticamente total de casi medio millón.17 Esto también incluyó la destrucción de edificios

Me he valido aquí del libro de Angus Calder, The Myth of the Blitz (London, Jonathan Cape, 1991), particularmente de los capítulos 2 y 6, y del libro de Philip Ziegler London at War: 1939-1945 (New York, Alfred A Knopf, 1995). 16

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reverenciados o talismánicos, como la Holland House. La última de las grandes fincas y uno de los últimos salones internacionales de Europa, una casa estilo Tudor de siglo XVII, fue completamente destruida (exceptuando su ala este) cuando, la noche del 27 de septiembre, bombas incendiarias fueron lanzadas sobre su ala oeste. Desde mediados del siglo XVIII hasta 1840, la Casa había sido un centro político, social y literario de la aristocracia Whig. Era frecuentado por los patricios e intelectuales más eminentes de la época: colaboradores del Edinburg Review, diplomáticos, embajadores y ministros de la cortes europeas, y literatos como Byron. Centro de transmisiones para el mecenazgo, la discusión política y el chisme, la Holland House fue llamada en algún momento por Charles Greville “la casa de la Vieja Europa”.18 Tomada un día después del centenario de la muerte de Lord Holland, esta extraña fotografía representa, entre tantas otras cosas, la ruina y la memoria de la “Vieja Europa”: la explosión y el colapso de cierta idea de Europa –con sus tradiciones, jerarquías, órdenes sociales e instituciones– y las huellas de su sobrevivencia en el archivo impasible. La imagen evoca una violencia que

Véase Calder, The Myth of the Blitz, pp. 41-42. Citado en Leslie Mitchell, Holland House (London, Gerald Duckworth & Co. Ltd., 1980), p. 306. 17 18

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quiso reducir “Europa” a las cenizas, que quiso destruir una “vieja” Europa en nombre de una más joven, para establecer su hegemonía en todo el continente y más allá. En respuesta a esta violencia hecha en nombre de otra Europa, Inglaterra y sus aliados contuvieron esta “unificación” europea combatiendo el Nazismo. Esta guerra por la identidad de Europa, por el territorio y sus fronteras, es sin duda inseparable de la Europa cuyos territorios y fronteras, aun hoy, no están del todo dados. Esta Europa que nunca ha sido y que nunca será idéntica a sí misma es nuevamente, como Derrida ha señalado, el incierto espacio del racismo, del anti-semitismo y del fanatismo nacionalista –y esto, a pesar e incluso a causa de los eventos recientes en la Europa del Este y la antigua Unión Soviética: lo que llamamos “Perestroika”, la caída del muro de Berlín, los distintos movimientos de “democratización” y los muchos llamados a elaborar “nuevas” identidades nacionales.19 Esta Europa ya está inscrita tanto en el espacio de la Holland House como en el de esta imagen arruinada, de esta imagen de ruinas. Este espacio –que arruina la distinción entre lo privado y lo público– se convertirá en 1955/57 en un parque que incluirá un

Véase Derrida, The Other Heading: Reflections on Today’s Europe, trans. Pascale-Anne Brault and Michael B. Nass (Bloomington, Indiana University Press, 1992), pp. 37-38. 19

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hostal para jóvenes, cafeterías y áreas verdes. El esfuerzo posguerra que opera para transformar este enclave aristocrático en una espacio público más democrático repetirá el explosivo trabajo de la violencia contenida en esta imagen arruinada.

V La guerra no sólo designa la experiencia central de la modernidad, también juega un rol esencial en nuestra comprensión de la reproducción tecnológica en general y de la fotografía en particular. Como señaló Ernst Jünger en 1930, evocando la relación que existiría entre guerra y fotografía, Una guerra que se caracteriza por el alto nivel de precisión técnica que se requiere para sostenerla, debe necesariamente dejar tras de sí algunos documentos distintos y más numerosos que los de tiempos precedentes. Es esta misma inteligencia, cuyas armas de aniquilación pueden localizar al enemigo con gran exactitud espaciotemporal, la que opera para preservar este gran acontecimiento histórico hasta el más mínimo detalle. Entre los documentos de esta precisión particular, los cuales están a disposición de la inteligencia humana desde hace muy poco, se encuentran las fotografías, de las que un gran arsenal fue acumulado durante la guerra. Día tras día, los lentes ópticos 83

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apuntaron hacia la zonas de combate junto a cañones y rifles. Como instrumentos de conciencia tecnológica, preservaron la imagen de estos paisajes devastados.20

Para Jünger, no puede haber guerra sin fotografía. De ahí que sus escritos sobre fotografía esbocen los modos en que la guerra alemana de la luz y el desastre iluminó los vínculos entre la tecnología fotográfica y las técnicas bélicas modernas. Mientras los ingleses equipaban sus bombarderos con aparatos fotográficos, los bombaberos alemanes irradiaron muerte a través de los cielos y paisajes de Europa. Al dividir la noche en día y noche, iluminaron el espacio de la guerra. “Aquello que ocurrió en el cuarto oscuro de Nièpce y Daguerre”, explica Paul Virilio, “ocurría ahora en los cielos de Inglaterra”.21 En efecto, podríamos incluso decir que el apagón producido por el ataque –el evento Véase Ernst Junger, “War and Photography”. Traducción al inglés de Anthony Nassar, en New German Critique 59 (Spring/ Summer 1993), p. 24 [Traducción CB]. 21 Paul Virilio, War and Cinema: The Logistics of Perception, traducción al inglés de Patrick Camiller (New York, Verso, 1989), p. 75. En la guerra de las luces alemanas, la tecnología bélica converge con las técnicas de percepción. Como señala Jünger en su ensayo “Sobre el dolor”: “la fotografía es un arma de que se sirve el sujeto moderno. El acto de ver es para él un acto de agresión […] Ya hoy existen armas de fuego acopladas a células ópticas e incluso máquinas ofensivas volantes y flotantes provistas de pilotos ópticos”. Junger, Sobre el dolor, Barcelona, Tusquets, 1995, p. 72 [1934]. 20

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que, según el historiador Philip Ziegler, “incidió más violentamente en la vida del londinense promedio”22– transformó todo Londres en una especie de gigantesco Capturar el espacio y capturar imágenes resultan ser actividades similares. Esto contribuye a explicar por qué, hoy más que nunca, la cámara está del lado de la destrucción. Sólo necesitamos recordar esa tragedia que hoy llamamos “Guerra del Golfo”. Si esta guerra nos enseñó algo, fue que lo que el bombardeo ya había sugerido resultó ser verdad para todas las guerras: que toda guerra depende de las tecnologías de representación. Esta fue una guerra que dependió enteramente de las tecnologías de la visión: la fotografía satelital, las cámaras de televisión, los flashes infrarrojos y los aparatos de visión, las imágenes termográficas, incluso las cámaras instaladas en ojivas. Esta fue una guerra en la que la maquinaria bélica fue en todo sentido una maquinaria fotográfica. Al vincular la guerra con la fotografía y las armas con las imágenes, Jünger llegaría a argumentar que la tecnología bélica moderna da paso a una forma de percepción específicamente moderna, organizada en torno a la experiencia del peligro y el shock. De ahí que, en su ensayo “On Danger” –compuesto en 1931 como introducción a una colección de fotografías y de relatos de catástrofes y accidentes llamada Der gefährliche Augenblick (The Dangerous Moment)– Jünger señale que el momento de peligro no puede ya restringirse al ámbito de la guerra. Al identificar la zona de peligro contemporánea con el ámbito de la tecnología en general, argumenta que hay un aspecto moderno alzándose en respuesta a la “incursión ascendente del peligro en la vida cotidiana”, cuyo objetivo es desarrollar una relación anestesiada con el peligro (Jünger, “On Danger”, trans. Donald Reneau, in New German Critique 59 [Spring/ Summer 1993], p. 27). Los efectos de este anestesiamiento pueden leerse, en la imagen de la bibloteca bombardeada, en la calma y el ocio que exhiben los tres hombres, y esto a pesar de estar rodeados de varias señales de guerra y peligro. 22 Véase Ziegler, London at War, p. 67.

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cuarto oscuro, en un espacio fotográfico masivo. Simulando el flash de la cámara que hace posible la emergencia de una imagen, los bombarderos de la Luftwaffe soltaron bombas incendiarias tanto para trazar el área de bombardeo en Londres, como para iluminar objetivos nocturnos. Londres fue deslumbrada por los explosivos y por la enceguecedora luz de los reflectores cuyos haces luminosos tramaban la noche. Decir que no podría haber habido bombardeo sin la producción de imágenes es decir que no podía haber un guerra luminosa sin el flash de la cámara.23 No hay bombardeo sin fotografía –y esto, en parte, porque ambos son cuestión de velocidad. Como el bombardeo, la tecnología de la cámara también reside en la velocidad. Como el flash luminoso instantáneo, la cámara, en la partícula de segundo en que el disparador parpadea, toma una imagen que Benjamin asemeja a la actividad del rayo. “La imagen dialéctica”, nos dice, “es relámpago (aufblitzendes)” (LP, 475).

Como explica Calder, la palabra “Blitz” proviene de Blitzkrieg, “guerra-luminosa”, y “aplicada por la prensa mundial a la conquista alemana de Polonia en septiembre de 1939, así como al avance alemán sobre Francia y los Países Bajos el 10 de mayo de 1940. Mientas que el bombardeo duro sobre Londres comenzó hacia finales del verano, la palabra “Blitz” se volvió “casi de la noche a la mañana, una expresión coloquial entre los británicos para cualquier ataque aéreo” (The Myth of the Blitz, p. 2). 23

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Vinculada a los flashes de la memoria, a la intempestividad de la percepción de lo semejante y a la interrupción de acontecimientos e imágenes, el vocabulario relampagueante de Benjamin contribuye a registrar lo que sucede en la apertura y el cierre de la visión. El relámpago señala la fuerza y la experiencia de una interrupción que permite un repentino momento de clarificación o iluminación. Lo que se ilumina o se aclara por la intensidad puntual de este o aquel golpe luminoso –la emergencia de una imagen, por ejemplo– puede al mismo tiempo quemarse, incinerarse, consumirse en llamas. Es por esto que Benjamin señala en su discusión del drama barroco que “éste [el contenido de verdad] no sale a la luz en el desvelamiento, más bien se prueba en un proceso que, a modo de símil, podría definirse como el llamear del velo al entrar en el círculo de las ideas, como aquella combustión de la obra en la que su forma alcanza ya su punto culminante de fuerza lumínica”.24 Como luminosidad que enceguece tanto como ilumina, la llama nos dice que la verdad emerge al incendiarse la obra –la obra que arde, que está siendo consumida por las llamas, pero también la obra que quema sus propios

Walter Benjamin. “Origen del drama barroco alemán”, en Obras I.1, Op. Cit., p. 227. 24

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contenidos. Incluso podríamos decir que la verdad está ligada a las cenizas. Que no pueda haber verdad ni fotografía sin cenizas significa que, como en la alegoría benjaminiana, ambos tienen lugar en un estado de ruina, en un estado que se aleja de sí mismo para ser aquello que es. Como la fotografía que nos muestra lo que ya no está frente a nosotros, la verdad sólo puede ser leída en las huellas de lo que ya no está presente. Que la historia deba leerse como supervivencia significa que la verdad se manifiesta como ruina. No hay fotografía que no arruine sus “temas”. Es por ello que esta imagen de la ruina nos dice que, en toda imagen, en toda huella –y por tanto en toda experiencia– hay explosión e incineración. Borrando lo que ella inscribe, la imagen da testimonio de la imposibilidad del testimonio.25 Ella permanece como testamento de una pérdida.

Esta frase ha sido tomada en parte de una afirmación hecha por Derrida en una entrevista de 1986, publicada como “ ‘There Is No One Narcissism (Autophotobiographies).” Véase Points… Interviews, 1974-1994, ed. Elisabeth Weber, trans. Peggy Kamuf, et. al. (Stanford, Stanford University Press, 1995), p. 209. 25

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VI En la etiología benjaminiana, el shock es aquello que caracteriza nuestra experiencia. En su ensayo sobre la obra de arte, Benjamin vincula este shock con la operación de la cámara, afirmando que esta imprime en el momento un “schock póstumo”.26 Al vincular la experiencia del shock con el retraso incorporado en el acontecimiento fotográfico, Benjamin esboza lo que para él constituye lo latente de la experiencia; fundamentalmente, la distancia que hay entre un acontecimiento y la experiencia o comprensión que hacemos de él. Esta distancia nos demuestra que experimentamos un acontecimiento de manera indirecta, a través de una reacción mediada y defensiva ante él. Para Benjamin, lo que caracteriza la experiencia en general –la experiencia comprendida en su sentido estricto: atravesar un peligro, franquear algo riesgoso– es que ella no retiene huella alguna de sí: la experiencia se experimenta a sí misma como vértigo de la memoria, como una experiencia donde lo experimentado no se experimenta. Es aquí que podemos comenzar a pensar la posibilidad de una historia que no esté fundada en modelos tradicionales de experiencia y referencia. Sugerir que ya no Walter Benjamin. “Sobre algunos motivos en Baudelaire”, en Obras I.2, Op. Cit., p. 234. 26

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podemos experimentar de manera directa supone que la historia surge allí donde el entendimiento o la experiencia no pueden hacerlo. En palabras de Benjamin, “cuanto mayor es la participación del momento de shock en las impresiones individuales, cuanto más incansablemente tiene que mantenerse la conciencia alerta en interés de la protección contra los estímulos, cuanto mayor es el éxito con que opera, tanto menos aquéllas lograrán penetrar en la experiencia, y así también tanto mejor realizarán el concepto de vivencia. La peculiar función de defensa contra los estímulos quizás en último término se pueda ver en esto: asignar al suceso, a costa de la integridad de su contenido, un exacto punto temporal en el interior de la conciencia.”27 “Sólo puede convertirse en componente de la mémoire involontaire”, dice Benjamin en otra parte, “lo que no ha sido «vivenciado» con conciencia y explícitamente, es decir, aquello que al sujeto no le sucedió como «vivencia».”28 Paradójicamente, es aquello que no se experimenta en un acontecimiento lo que confirma el shock póstumo y tardío de la experiencia histórica. Si la historia debe ser una historia de este “shock póstumo”, sólo puede ser referencial en la medida en que, al acontecer, no sea ni percibido ni experimentado de 27 28

Ibid., p. 217. Ibid., p. 214.

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manera directa. Para Benjamin, la historia sólo puede ser aprehendida en su desaparición. Esto ayuda a comprender por qué los tres hombres que miran libros en esta fotografía, permanecen pasivos ante el desastre que se levanta tras ellos: es como si lo acontecido no hubiese tenido lugar. Si quisiéramos situar esta fotografía en una discusión sobre la relación entre shock y fotografía, debiéramos notar que, al retratar la aparente indiferencia de estos hombres respecto al desastre que los rodea, la fotografía también exhibe su relación con lo que fue quizás la retórica más penetrante de la propaganda británica durante la guerra y, particularmente, durante el bombardeo: la sensación de que –a pesar del miedo, las aprehensiones, la confusión y la desmoralización que con tanta frecuencia sobrevienen con la guerra–, los británicos eran modelos de coraje y fortaleza. Los discursos de Winston Churchill, las transmisiones de J. B. Priestley y los reportes diarios y semanales de la BBC Radio News contribuyeron a perpetuar la impresión de que la moral civil no sólo sobrevivió a la exposición a la violencia y el trauma de la guerra, sino que también garantizó, en palabras de August Calder, “que el pueblo británico como tal merecía salvar a Europa y derrotar a Hitler.”29

29

Véase Calder, The Myth of the Blitz, p. 142 [Traducción CB].

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Al mostrar calma, indiferencia ante el peligro que los rodeaba y resolución frente a la pérdida y la muerte, los londinenses estaban obrando una imagen de sí mismos como sobrevivientes ejemplares. La fotografía de la biblioteca bombardeada de la Holland House es sólo una de las innumerables fotografías y representaciones que se hizo circular para afirmar esta imagen de la perseverancia inglesa.30 Los efectos de este trabajo de propaganda fueron legibles en todas partes, llevando a Anna Freud –quien, junto a varios colegas, había organizado una red de clínicas psiquiátricas para lidiar con las neurosis causadas por el bombardeo– a decir que nunca había visto nada como la calma mostrada por los londinenses. Como señala Ziegler, le sorprendió que

Que la imagen probablemente sea producto de un montaje, es algo que puede confirmarse si se la compara con la imagen de la biblioteca bombardeada que fue publicada apenas un día antes en el London Times. En la fotografía reproducida en la edición del 22 de octubre de 1940, los libros en las paredes se encuentran mucho más desordenados, hay más despojos esparcidos por el suelo, no hay gente y la atmósfera de la escena es notoriamente más oscura y ominosa. Además, el bombardeo de la biblioteca no fue anunciado en el Times sino tres semanas después de ocurrido. Si bien este retraso puede atribuirse al caos producto del bombardeo, es mucho más probable que sea efecto de la censura, el Ministerio Británico de Información se resistía a anunciar la destrucción de algunos de los edificios más importantes de la ciudad. Ambos incidentes –la reproducción de la imagen en el London Times y el retraso con el que apareció– sugieren que la imagen que contemplamos 30

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“ni un solo caso de neurosis hubiese sido reportado, así como ningún colapso nervioso pudiera haber sido atribuido directamente al bombardeo”.31 No obstante, si esta fotografía conjura lo que Calder llamó “el mito del bombardeo” –el mito de que toda la población británica mostró fuerza y coraje en medio de la violencia y la muerte–, ella también sugiere otro modelo para leer la presunta distancia del desastre, modelo ofrecido por el padre de Anna Freud. En Más allá del principio del placer, por ejemplo –y esto anticipa las reflexiones de Benjamin sobre el shock–, Freud insiste sobre la distancia entre un evento traumático y la experiencia que hacemos de él. Enfrentados a un evento cuya magnitud nos paraliza, un evento que reconocemos como peligro, lo repelemos mediante un fue, entre otras cosas, montada para combatir los efectos psicológicos del bombardeo: los alemanes pudieron haber destruido nuestros libros, nuestros edificios –los símbolos de nuestra civilización–, pero seguimos leyendo. Para una excelente discusión del modo en que la retórica de la supervivencia de los libros circuló en los numerosos discursos fascistas del Frente Popular, véase Denis Hollier “The Death of a Paper”. “Los libros pueden arder”, escribe, “pero la idea de libro, es decir, la presencia misma de la idea de Libro, nunca será presa de las llamas […] la quema de libros está destinada a permanecer como acto simbólico”. Hollier discute brevemente la imagen de la Biblioteca en ruinas de la Holland House, sugiriendo que ella “funciona perfectamente en la línea de la iconografía antifascita” [Traducción CB]. 31 Citado en Ziegler, London at War, Op. Cit., pp. 170-171.

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proceso de represión: el peligro es, en cierto modo, inhibido, y la causa que lo provoca –en este caso, el bombardeo mismo– es olvidada. El olvido que toca a la experiencia del shock, “lo esencial de la latencia”, como Cathy Caruth ha argumentado respecto a Freud, “pareciera consistir no en olvidar una realidad que nunca puede ser enteramente conocida, sino en la existencia de una latencia inherente a la experiencia misma”. El poder histórico del shock, explica, “no consiste sólo en que la experiencia se repite una vez olvidada, sino que es sólo en este olvido inherente que ella es experimentada de manera efectiva”.32 La fuerza del trauma es tan terrible y penetrante que nos lleva a creer que no hemos sido alcanzados por ella. De ahí que, como explica Blanchot, “no somos contemporáneos del desastre” (ED, p. 13); este permanece “inexperimentado, [como] lo sustraído a cualquier posibilidad de experiencia” (ED, p. 14). A la larga, Blanchot sugiere que el desastre no es sino nuestra propia pasividad de cara a él: experimentamos en la modalidad del olvido. Es por esto que no puede haber una lectura que no se encuentre amenazada por la distancia, que no esté bajo su vigilancia.

Cathy Caruth, “Unclaimed Experience: Trauma and the Possibility of History”, en Yale French Studies 79 (1991), p. 187 [Traducción CB]. 32

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Leer a la luz del desastre –aquello que Blanchot llama “la lectura pasiva” o “de pasividad” (p. 88)– nos permite conocer por qué la ruina y el desastre pertenecen a lo banal. Como diría Benjamin, “que todo siga «así» es la catástrofe. Ésta no es lo inminente cada vez, sino que es lo cada vez ya dado.”33 Al escenificar la relación entre la experiencia traumática y el efecto fotográfico –ambos trabajan suspendiendo tiempo y experiencia, perturbando la memoria y el trabajo de la representación– esta notable fotografía evoca una devastación que destruye nuestra capacidad de referirnos a ella. Exhibe, en palabras de Rosalind Krauss, un “trauma del sentido”.34

VII ¿Cómo es nuestro mundo? ¿Cómo puede ser, si sólo es susceptible de ser revelado por la tecnología en general y la fotografía en particular? Si la tecnología es un modo de develar, ¿de qué modo puede nuestro mundo –que está siempre tocado por la tecnicidad y que no es, Walter Benjamin. “Parque Central”, en Obras I.2. Op. Cit., p. 292. 34 Krauss utiliza esta frase en referencia a la obra de Marcel Duchamp “With My Tongue in My Cheek”. Véase “Notes on the Index: Part I”, p. 206 [Traducción CB]. 33

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por tanto, simplemente un mundo– revelar la esencia de la tecnología? Si “modernidad” es otro nombre para la globalización del mundo, ¿puede decirse que nuestro mundo globaliza el sentido de la historia? Estas son las preguntas que motivan los esfuerzos de Benjamin por representar la historia y la modernidad en el lenguaje de la fotografía. En sus “Tesis sobre el concepto de historia”, redactadas poco antes de su suicidio en 1940 mientras huía de la Alemania nazi, Benjamin insiste en pensar la historia con el lenguaje de la fotografía, como si hubiese querido ofrecernos una serie de instantáneas de sus últimas reflexiones sobre la historia. Escritas desde la perspectiva del desastre y la catástrofe, las tesis son una especie de cámara histórico-biográfica que ilumina las preocupaciones de Benjamin, especialmente las de sus escritos de la década del 30, por la pregunta sobre lo que queda de aquello que pasa a la historia –pregunta que explora a partir de la fotografía. En la fotografía –que es, como ya he sugerido, una condensación de pasado, presente y futuro– el tiempo no debe entenderse como continuo y lineal, sino como espacial, un espacio imagístico que Benjamin llama “constelación” o “mónada”. “Cuando el pensar se detiene súbitamente en una constelación saturada de tensiones, entonces le propina a esta misma un shock, por el cual el tiempo se cristaliza como mónada. El materialista histórico aborda un objeto histórico única y 96

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solamente cuando éste se le presenta como mónada”.35 Así como este quiebre con el presente signa la conquista del pasado, la suspensión del pensamiento en una constelación o mónada “hace estallar” este pasado. Ella “hace saltar el continuum de la historia” y hace un llamado a la historia agazapada en toda imagen. Hace manifiestos los quiebres, dentro de la historia, de los cuales ella emerge. Enfocándose en lo que ha sido excluido u ocultado en una imagen, en la transitoriedad de los acontecimientos, en las relaciones entre cualquier momento y la totalidad de la historia, el materialismo histórico de Benjamin busca delinear los contornos de una historia cuya posibilidad depende de superar la idea de la historia como mera producción de pasado. Esta historia emerge en un momento de desastre, en el tiempo del desastre que estructura el peligro de la historia. En la ínfima fracción de tiempo que organiza su colapso, el pensamiento alcanza su detención. Se experimenta a sí mismo como interrupción. Como Benjamin explica, el pensamiento histórico involucra “no sólo […] el movimiento de los pensamientos, sino también su interrupción”36. Como señala en otra parte –citando un comentario de Ernst Bloch– la historia sucede cuando ella “deja ver el sello de Scotland Yard” 35 36

Walter Benjamin. Dialéctica en suspenso. Op. Cit., p. 50. Ibid.

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(LP, p. 465), cuando se promulga esta fuerza de la detención. Es por esto que él asocia la temporalidad radical de la fotografía con lo que él llama en otros lugares la “cesura en el movimiento del pensamiento” (LP, p. 478). Anunciando un punto en que “lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constelación” (LP, p. 465), la imagen fotográfica –como la imagen en general– interrumpe la historia y de este modo suministra otra historia, otra posibilidad para la historia. Ella traduce un aspecto del tiempo en un cierto espacio, un cierto intervalo y, al hacerlo, opera dialécticamente para espacializar el tiempo y temporalizar el espacio –sin nunca detener el tiempo o impedir que el tiempo sea “él mismo”, en tanto el tiempo nunca puede pensarse fuera de su espacialización. En la fotografía, el tiempo se nos presenta como este “espaciamiento”. Lo que aquí se espacia –en lo que Benjamin llama “el espacio de la historia [Geschichtsraum]” (LP, p. 460)– son los momentos del tiempo mismo en constante devenir y desaparición. Es precisamente este proceso continuo de devenir y desaparecer el que, para Benjamin, caracteriza el movimiento del tiempo. Al efectuar cierto espaciamiento del tiempo, la fotografía abre paso a un acontecimiento: la emergencia de la historia como imagen. Es por esto que, desde el instante mismo del evento fotográfico, la imagen que focaliza la historia en un momento –una abreviación o miniaturización que 98

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nos dice que la historia puede acabar o descoyuntarse– sugiere que lo que inaugura la historia se inscribe en un contexto que la historia misma quizás nunca comprenderá del todo. Este contexto excede los límites de su representación. Es por esto que lo que está en juego en la lectura de cualquier imagen es la posibilidad de registrar lo que se recoge en ella –su dimensión semántica y referencial–, así como lo que permanece de la imagen después que el sentido se ha retirado de ella. Leer lo que excede los bordes permeables de una imagen exige, pues, que respondamos a lo que queda de la imagen, a lo que no ha sido agotado en nuestro esfuerzo por comprender estos restos, después o antes de la temporalización de la imagen –una temporalización que hace posible la referencialidad y la significación, aun cuando permanezca irreductible a ellas. Escribir la historia –leer una imagen– no consiste entonces en re-presentar una presencia pasada o presente. “Articular históricamente el pasado no significa conocerlo ‘como verdaderamente ha sido’”, escribe Benjamin. “Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro”.37 Así, la historia comienza cuando la memoria es puesta en peligro, en el fogonazo que marca su emergencia y

37

Ibid., p. 41.

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su desaparición. Comienza allí donde la representación termina. Como nos dice Jean-Luc Nancy, “El trabajo del historiador –que nunca es un trabajo de memoria– es un trabajo de representación en varios sentidos, pero especialmente respecto de algo que no es representable, es decir, la historia misma”38. Esto significa que la historia y la memoria sólo pueden acontecer en tanto no cesan de alejarse de nosotros. Si no fuera por la huella desvanecida de su propia trascendencia, la historia y la memoria no tendrían lugar jamás.

VIII Es por esto que el movimiento de la historia corresponde al acontecimiento fotográfico: ambos demandan una reflexión acerca de lo que sucede cuando una imagen tiene lugar. En la quinta de sus “Tesis sobre el concepto de historia”, Benjamin se refiere a la posibilidad de capturar la imagen del pasado para y en el presente, lo que sugiere que la “verdadera imagen” de la historia pretende el presente: “La verdadera imagen del pretérito pasa fugazmente. Sólo como imagen que

Véase Nancy, “Finite History”, en The States of Theory, ed. David Caroll (New York, Columbia University Press, 1990), p. 166 [Traducción CB]. 38

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relampaguea [aufblitzt] en el instante de su cognoscibilidad para no ser vista ya más, puede el pretérito ser aferrado. […] Pues es una imagen irrecuperable del pasado que amenaza con desaparecer con cada presente que no se reconozca aludido en ella.”39 Lo que “amenaza con desaparecer” no es el pasado, sino una “imagen irrecuperable del pasado”. Así como puede decirse que sólo somos capaces de reconocernos en esta imagen del pasado en tanto estamos destinados a ella, la temporalidad de esta imagen de la historia coincide con una interrupción tanto del reconocimiento como de la intención: es irrecuperable, no puede ser reconocida ni intencionalmente realizada en el presente. De ahí que la imagen apunte a la irrecuperabilidad del presente mismo. Esta imagen del pasado –y del presente irrecuperable al que apunta– puede ser “fugaz” y “relampagueante”, pero también puede perdurar –incluso si lo que es capturado no es más que la imagen en su evanescencia. En otras palabras, si “la verdadera imagen del pretérito pasa fugazmente”, no es tanto que seamos incapaces de aprehender la verdad del pasado, sino que la verdadera imagen del pasado pasa fugazmente, la verdadera imagen del pasado es la que está siempre en un estado pasajero. Si Benjamin sugiere que

39

Walter Benjamin. Dialéctica en suspenso. Op. Cit., p. 41.

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una “verdadera imagen del pasado” no nos suministra historia –o, más bien, que es lo único que podemos obtener de la historia–, esto no deja de implicar que ella puede considerarse verdadera. Es por ello que comprender la historia como una imagen no significa afirmar que la historia es un mito, ni sugerir que una cierta “realidad histórica” permanece oculta tras nuestras imágenes. Más bien, en Benjamin pareciéramos estar siempre suspendidos entre ambos: ya sea que ocurra algo que somos incapaces de representar (en cuyo caso lo que nos queda son imágenes que sustituyen la realidad), o que nada sucede sino la producción de imágenes ficticias, históricamente datadas. En ambos casos, la imagen es un principio articulador entre lenguaje e historia. Este principio es indisociable de aquello que, en la imagen, inaugura la historia de acuerdo a las leyes de la fotografía, leyes que determinan –aun si ellas mismas están determinadas por– la emergencia involuntaria de una imagen. Como sugiere Benjamin en las notas de sus Tesis, “La imagen del pretérito [true picture of the past] que relampaguea en el ahora de su cognoscibilidad es, con arreglo a su determinación ulterior, una imagen del recuerdo. Se asemeja a las imágenes del propio pasado, que se le aparecen al hombre en el instante de peligro. Estas imágenes vienen, como se sabe,

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de manera involuntaria”.40 Para Benjamin, estas leyes no sólo dan cuenta de la fuerza que las imágenes tienen sobre aquello que llamamos la “realidad” de la historia, sino también del imaginismo esencial que opera en el movimiento y constitución de la historia. Las imágenes están esencialmente ligadas a los actos históricos de producción de sentido. Sus lazos con el conocimiento son lo que determina su fuerza, así como sus efectos en el campo de la historia y la política. Es por esto que el materialismo de la teoría de la historia de Benjamin puede alegorizarse en la imagen fotográfica. En tanto la función de la cámara es hacer imágenes, la historiografía producida por la cámara pone en juego la construcción de estructuras fotográficas que producen y a la vez reconfiguran el significado y la comprensión históricos. Benjamin se refiere a esta cuestión en sus borradores para las Tesis, en un pasaje que no sólo comprende la historia como imagística y textual, sino que también la vincula a la estructura citacional de la fotografía misma: Si se quiere considerar la historia como un texto, vale a su propósito lo que un autor reciente dice acerca de [los textos] literarios: el pasado ha depositado en ellos imágenes que se podría comparar a las que son

40

Ibid., p. 72.

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fijadas por una plancha fotosensible. “Sólo el futuro tiene reveladores a su disposición, que son lo bastante fuertes como para hacer que la imagen salga a la luz con todos los detalles […]” El método histórico es un método filológico, que tiene en su base el libro de la vida. “Leer lo que nunca fue escrito”, reza en Hofmannsthal. El lector en que ha de pensarse aquí es el verdadero historiador.41

Para Benjamin, la imagen sólo puede “alcanzar legibilidad” en un tiempo particular: cuando el pasado posible emerge, como una imagen, del negativo fotográfico, para venir a nuestro encuentro con posibilidades futuras. De ahí que toda imagen sea una imagen del futuro –una imagen de pasados posibles, futuros. En tanto imagen del futuro, no puede decirse nunca que la imagen haya existido alguna vez.

IX Al escribir sobre el emperador Shih Huan Ti, que “ordenó la edificación de la casi infinita muralla china” y que “asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él”, Jorge Luis Borges sugiere en su

41

Walter Benjamin. Dialética en suspenso. Op. Cit., p. 67.

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ensayo de 1950, “La muralla y los libros”, que “acaso el incendio de las bibliotecas y la edificación de la muralla son operaciones que de un modo secreto se anulan”. Explica que “la muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mágicas destinadas a detener la muerte”, en tanto “todas las cosas quieren persistir en su ser”. No obstante, si Shih Huang Ti amuralló su imperio porque sabía que era perecible y destruyó los libros porque comprendió que eran sagrados, esta pequeña parábola sobre la preservación y la abolición de la historia nos dice que no puede haber quema de libros sin levantamiento de murallas, ni creación de murallas sin quema de libros –y esto, aun si “no fueron actos simultáneos”.42

Borges vuelve a esta imagen de la biblioteca en llamas en su libro de poemas Historia de la noche. Allí, en un poema llamado “Alejandría, A.D. 641”, dice: “Desde el primer Adán que vio la noche / Y el día y la figura de su mano, / Fabularon los hombres y fijaron / En piedra o en metal o en pergamino / Cuanto ciñe la tierra o plasma el sueño. / Aqui está su labor: la Biblioteca. / Dicen que los volúmenes que abarca / Dejan atrás la cifra de los astros / O de la arena del desierto. El hombre / Que quisiera agotarla perdería / La razón y los ojos temerarios. / Aquí la gran memoria de los siglos / Que fueron, las espadas y los héroes, / Los lacónicos símbolos del álgebra, / El saber que sondea los planetas / Que rigen el destino, las virtudes / De hierbas y marfiles talismánicos, / El verso en que perdura la caricia, / La ciencia que descifra el solitario / Laberinto de Dios, la teología, / La alquimia que en el barro busca el oro / Y las figuraciones del idólatra. / Declaran los infieles que si 42

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Pero, ¿y si las murallas son murallas de libros que permanecen en pie, mientras los edificios son quemados? ¿Cómo el espacio, cuando se lo vincula tanto a los textos como a la violencia? ¿Cómo es, cuando pertenece a la memoria? Esta fotografía –apenas una pequeña pieza del inmenso archivo fotográfico suministrado por la guerra–, pertenece a la cuestión de la memoria artificial y las formas modernas de archivo.43 En la medida que afectan la totalidad de nuestra relación con el mundo, estas preguntas no sólo tocan la relación entre tecnología y memoria, o las consecuencias de las nue-

ardiera, / Ardería la historia. Se equivocan. / Las vigilias humanas engendraron / Los infinitos libros. Si de todos / No quedara uno solo, volverían / A engendrar cada hoja y cada línea, / Cada trabajo y cada amor de Hércules, / Cada lección de cada manuscrito. / En el siglo primero de la Hégira, / Yo, aquel Omar que sojuzgó a los persas / Y que impone el Islam sobre la tierra, / Ordeno a mis soldados que destruyan / Por el fuego la larga Biblioteca, / Que no perecerá. Loados sean / Dios que no duerme y Muhammad, / Su Apóstol”. 43 Charles Baudelaire fue quizás el primer escritor que definió la fotografía como archivo de la memoria. En su “Salón de 1859”, en la sección “El público moderno y la fotografía”, utiliza esta definición para distinguir entre fotografia y arte. Señala, sobre la fotografía, que “Si salva del olvido las ruinas correspondientes, los libros, las estampas y los manuscritos que devora el tiempo, las cosas preciosas cuya forma va a desaparecer y que exigen un lugar en los archivos de nuestra memoria; entonces se le agradecerá y aplaudirá”, en Salones y otros Escritos sobre Arte, Visor, Madrid, 1996, p. 233 (Salon of 1859).

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vas técnicas de archivo y nuestra concepción de la historia, sino también la cuestión de si hay o no un afuera del archivo. ¿En qué sentido el archivo presupone la posibilidad de memorizar, de repetir, de reproducir, presumiendo por tanto una cierta exterioridad: la exterioridad de lo que debe ser recordado, repetido, reproducido? ¿En qué medida la lógica de la repetición que define el archivo pertenece a lo que Freud entiende por pulsión de muerte, de destrucción en general? Decir que el archivo comienza con el colapso de la memoria es decir que comienza con el olvido, con una amnesia que arruina su principio conmemorativo. Es por esto que, como argumenta Derrida en Mal de archivo, la cuestión del archivo nunca es simplemente un asunto del pasado sino también del futuro.44 Por cuanto el archivo depende tanto de la preservación y la destrucción de inscripciones, su estructura pareciera implicar una referencia a las cosas más allá de sus límites. Pero esta

“la cuestión del archivo no es, repitámoslo, una cuestión del pasado. No es la cuestión de un concepto del que dispusiéramos o no dispusiéramos ya en lo que concierne al pasado, un concepto archivable del archivo. Es una cuestión de porvenir, la cuestión del porvenir mismo, la cuestión de una respuesta, de una promesa y de una responsabilidad para mañana. Si queremos saber lo que el archivo habrá queri­do decir, no lo sabremos más que en el tiempo por venir.” Jacques Derrida. Mal de archivo. Una impresión freudiana. Madrid, Trotta, 1997, p. 44. 44

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extraña imagen de un espacio archivístico destruido está en sí misma destinada al archivo, está incluso archivada, fugazmente, en las páginas de este ensayo. Si la violencia que expone el archivo a su precariedad radical y a su fragilidad, nos permite atisbar su finitud, esta misma violencia permite también su sobrevivencia. Sólo necesitamos recordar la historia de las bibliotecas en llamas –de Alejandría a Estrasburgo y Lovaina– y los innumerables relatos que estas conflagraciones han ocasionado.45 Si el archivo nombra un corpus de textos cuya existencia se encuentra amenazada por la guerra, entonces la guerra también asegura la continuación de su existencia. En The Myth of the Blitz, Calder señala que “el Bombardeo (de 1940-41) existe en una innumerable proliferación de relatos publicados y documentos no publicados, así como en recuerdos sobrevivientes de grabados o filmados”. “No existe ningún archivo de tal magnitud –prosigue– para otro acontecimiento en la historia británica” (MB, p. 119). Al ligar la violencia destructiva del bombardeo –una violencia dirigida por lo general contra el archivo, como evidencia el bom-

Sobre el incendio de la biblioteca de Lovaina, véase Wolfgang Schivelbusch’s Die Bibliothek von Löwen: Eine Episode aus der Zeit der Weltkriege (Munich, Carl Hanser Verlag, 1988). 45

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bardeo alemán de la biblioteca de Lovaina en mayo de 1940, o las múltiples quemas de libros ordenadas por el régimen Nazi– con la proliferación de los textos, Calder sugiere que el bombardeo contribuyó extrañamente a preservar el archivo, que la misma destrucción que expuso el archivo a la ruina también lo hizo posible y lo condicionó. No es sólo violenta la condición de su preservación sino que, al mismo tiempo, podríamos decir que no hay guerra ni destrucción sin archivo: el archivo asegura la persistencia de la violencia. Este hecho es tanto más legible hoy cuanto que la militarización de la tecnología corresponde a la textualización de su armamento. Hoy, los misiles nucleares pueden pensarse cada vez más como misivas, como mensajes escritos, guiados por informaciones y códigos, inscripciones y huellas.46 Decir que los misiles de hoy están indisociablemente vinculados al lenguaje, al texto y a la escritura, no es reducirlos a la ineficacia que algunos se apresurarían a ver en los libros. Más bien, señala –expone y explota– lo que en la escritura corresponde al poder de la destrucción: no hay destrucción

En relación a esto, véase el reciente libro de Paul Virilio, The Information Bomb, trans. Chris Turner (New York, Verso, 2000). Véase también Derrida “No Apocalypse, Not Now: full speed ahead, seven missiles, seven missives”, en diacritics 14.2 (Summer 1984), pp. 29-30. 46

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sin textos, ni hay textos sin destrucción. Como dice Derrida, al situar la pulsión de muerte freudiana en el archivo mismo, lo que hace que archivar sea posible es también lo que “expone a la destrucción, y en verdad amenaza con la destrucción, introduciendo a priori el olvido y lo archivolítico en el corazón del monumento. En el corazón mismo del «de memoria». El archivo trabaja siempre y a priori contra sí mismo.”47 La “vocación silenciosa” de la pulsión de muerte, añade, es “quemar el archivo y empujarnos a la amnesia”.48 Si el texto sobrevive a la muerte que ello conlleva, es porque éste aparece como lo que excede las categorías de vida y muerte. El archivo siempre ha sido el nombre tanto de lo que pasa como de lo que queda.

Jacques Derrida, Op. Cit., pp. 19-20. Derrida insiste sobre esta cuestión más adelante, cuando sugiere que “ciertamente no habría deseo de archivo sin la finitud radical, sin la posibilidad de un olvido que no se limita a la represión. Sobre todo, y he aquí lo más grave, más allá o más acá de ese simple límite que se llama finidad o finitud, no habría mal de archivo sin la amenaza de esa pulsión de muerte, de agresión y de destrucción. Ahora bien, esta amenaza es infinita, arrastra la lógica de la finitud y los simples límites fácticos, la estética trascendental, se podría decir, las condiciones espacio-temporales de la conservación. Digamos más bien que abusa de ellos. Un abuso así abre la dimensión ético-política del problema. No hay un mal de archivo, un límite o un sufrimiento de la memoria entre otros: al implicar lo in-finito, el mal de archivo está rozando el mal radical.” Ibid., p. 27. 47 48

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El bombardeo y sus efectos anuncian las paradojas del archivo: refiriendo siempre a otra cosa, el archivo excede sus bordes, pone en obra el “anarchivo” sin el que éste no sería lo que es. Como Blanchot explica, citando y respondiendo a Mallarmé: ‘Sólo un libro es explosión’. Un libro: un libro entre tantos o un libro remitiendo al Liber único, último y esencial o, más exactamente, el Libro mayúsculo que siempre es cualquier libro, ya sin importancia o más allá de lo importante. ‘Explosión’, un libro; lo cual significa que el libro no es la reunión de una totalidad al fin lograda, sino que su índole es el estallido ruidoso, silencioso, que, sin él, no se produciría (no se afirmaría), mientras que, perteneciendo él mismo al ser estallado, violentamente desbordado, puesto fuera de ser, se indica como su propia violencia de exclusión, el rechazo fulgurante de lo plausible: el fuera en su devenir de estallido. (ED, p. 107)

Apuntando al “morir de un libro” que subyace “en todos los libros” (ED, p. 107), Blanchot evoca la insistencia de Mallarmé por abolir y borrar el libro. Como dice Mallarmé en Variations sur un sujet, es una “il s’agissait de désastre dans la librairie”.49 Tanto para

Stéphane Mallarmé, “Étalages”, en Variations sur un sujet, en Oeuvres complètes, ed. Henri Mondor and G. JeanAubry (Paris, Editions Gallimard, 1945), p. 373. 49

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Blanchot como para Mallarmé, este desastre –la dispersión y explosión sin las que un libro no sería un libro– es lo que nos lleva a leer.50 En este sentido, leer libros e imágenes significa leer las ruinas tras una explosión, leer las huellas de lo que ya no está presente. Las ruinas y las huellas siempre nos esperan.

X No puede haber imagen que no surja de las heridas del tiempo y la historia, que no esté arruinada por la pérdida y la finitud en la que tiene lugar, sin nunca tener lugar. Esto quiere decir que la imagen atestigua no sólo su propia imposibilidad, sino también la desaparición y la destrucción del testimonio y de la memoria. Es por esto que, si la historia y los acontecimientos contenidos en esta fotografía de la biblioteca bombardeada de la Holland House exigen una memoria de la violencia y

En palabras de Maurice Blanchot, “La literatura es ámbito de la coherencia y región común mientras no existe, mientras no existe para sí misma y se disimula. Tan pronto como ella aparece en el lejano presentimiento de lo que parece ser, vuelta en pedazos y entra en la vía de la dispersión, donde se niega a dejarse reconocer por signos precisos y determinables”, en “La búsqueda del punto cero”, en El libro que vendrá, Caracas, Monte Ávila Editores, 1969, pp. 228-229 (Le livre à venir, 1959). 50

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el trauma que ella evoca, esta memoria nunca podrá apuntar a la restauración o la conmemoración. Si el pasado es experimentado en términos de pérdida y de ruina, es porque no puede ser recuperado. No obstante, que esta violencia y este trauma, que esta pérdida y esta ruina persistan de múltiples formas políticas, históricas, religiosas o literarias que hoy heredan su legado, significa que las experiencias a las que ellas refieren no están tras nosotros. No hay un “después” histórico para el trauma de la pérdida y la violencia.51 Si ya no podemos creer que la memoria y la conmemoración nos ayudarán a prevenir desastres futuros, estamos sin embargo obligados a imaginar un medio de recordar lo que resta sin resto, lo que, destruyéndose y consumiéndose a sí mismo, todavía exige ser preservado, aun si es dentro de una historia que nunca podrá entrar en la historia. Si nada puede reemplazar lo que se ha perdido para la historia, ¿es posible interrumpir el curso de la historia y sus catástrofes, o estamos eternamente condenados a reiterar y re-actuar esta condición de pérEvocando la famosa afirmación de Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwizt, Hamacher propone un argumento similar en relación a la posibilidad de escribir historia después de un “trauma absoluto”. Véase ‘Journal, Politics,” trans. Peter Burgard et al., en Responses: On Paul de Man ‘s WartimeJournalism, ed. Werner Hamacher, Neil Hertz, and Thomas Keenan (Lincoln, University of Nebraska Press, 1988), p. 459. 51

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dida y desplazamiento? Esta pregunta nos dice por qué debemos aprender a leer el pasado y, en particular, las imágenes irrecuperables del pasado, de modo tal que sepamos cómo estas imágenes amenazan con desaparecen mientras no nos reconozcamos en ellas –pero reconociéndonos como aquellos que, tocados por las ruinas del tiempo y la historia, no somos ya meramente nosotros. De ahí que, como sugiere el artista italiano Salvatore Puglia, lo que queda para nosotros es to collect the fleeting images of the what has disappeared, to recollect the floating fragments of this history of disappearance. What remains is the possibi-lity of a gesture: to hand, to hold out, in the scattered memories to which we are condemned, some vestigia, some expressions of a multiple anamnesis.52

Lo que queda son fragmentos, las ruinas de una imagen o de una fotografía –acaso una como esta. Este pasaje corresponde a un manuscrito inédito, titulado “Abstracts of ‘Abstracts (of Anamnesis)’.” El texto fue producido con motivo de la muestra “Abstracts (of Anamnesis)”, montada en el Alexander S. Onassis Center en la Universidad de Nueva York, durante la primavera de 1995. Sobre la necesidad de interrumpir o arruinar la imagen, véase los comentarios de Puglia en una entrevista reciente, titulada “An Art of the Possible”, incluida en Fynsk’s Infant Figures: The Death of the ‘Infans’ and Other Scenes of Origin (Stanford University Press, 2000), pp. 147-149. 52

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Autorretrato fusilado. Plaza de San Felipe Neri, Barcelona, 1979 © Marcelo Brodsky

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Like leaves who could write a history of leaves The wind blows their ghosts to the ground And the spring breathes new leaf into the woods Thousands of names thousands of leaves When you remember them remember this Dead bodies are their lineage Which matter no more than the leaves. ––––– Alice Oswald, Memorial. 1

En un pasaje del maravillosamente performativo Mil Mesetas, que esboza las condiciones de la acción política, Gilles Deleuze y Félix Guattari escriben: Estamos cansados ​​de árboles. No debemos seguir creyendo en los árboles, en las raíces o en las raicillas, nos han hecho sufrir demasiado. Toda la cultura arborescente está basada en ellos, desde la biología hasta la lingüística. No hay nada más bello, más amoroso, más político, que los tallos subterráneos y las raíces aéreas, la adventicia y el rizoma.2

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Alice Oswald, Memorial, London, Faber & Faber, 2011.

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Oponiendo la figura del rizoma a la del árbol, lo arbóreo y la posibilidad misma de sujetos determinados o determinables, afirman que lo político no puede ser pensado en relación al árbol, sino que debe ser pensado en términos de la desintegración de identidades, valores y normas. Lo que está en juego es la borradura de cualquier significado específico de lo político, la que volvería a trazar los contornos de esta especificidad y que, en consecuencia, buscaría reinventar lo que la política puede ser, especialmente allí donde no existe un sujeto nombrable o identificable. Quisiera proponer que, mirados desde otro punto de vista, los árboles ya ofrecen los recursos para dicha reconceptualización de lo político, y quisiera hacer esto en relación a una muestra de fotografías de árboles del fotógrafo argentino Marcelo Brodsky.

Deleuze y Guattari, Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-Textos, 2006, p. 20 [1980]. 2

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I En una primera fotografía vemos a Marcelo Brodsky de pie contra un muro. Sus manos y piernas están estiradas y el tronco de un árbol divide su cuerpo en dos, al tiempo que cubre su rostro y nos impide identificarlo de manera directa. Si sabemos que es él –el título de la fotografía, “Autorretrato fusilado”, así lo señala–, también sabemos que no lo es, en tanto este título refiere no sólo a un sujeto que está a punto de ser fusilado, sino también a la destrucción del autorretrato mismo. Mostrándonos un sujeto que está a punto de perder su vida –aun cuando, en este caso, el acontecimiento sólo sea una puesta en escena– la fotografía es al mismo tiempo un archivo inmensamente fecundo de todo lo que puede advenir: no sólo de un largo pasado homicida, sino también de un futuro que, aún por acontecer, ya está inscrito en esta solitaria imagen profética. Tomada en 1979 mientras Brodsky se encontraba exiliado en Barcelona, la imagen muestra el muro de una plaza en la que el régimen franquista llevó a cabo numerosas ejecuciones durante la Guerra Civil Española. Las paredes de la Iglesia de San Felipe Neri están acribilladas de balas y desfiguradas por uno de los muchos bombardeos que tuvieron lugar durante la guerra, el que causó gran daño a la fachada de la iglesia en 1938. Este autorretrato inscribe a Brodsky en una historia 119

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mucho más amplia, que toca tanto su historia personal como la de otros. En otras palabras, este autorretrato donde Brodsky se pone en el lugar de todos los que fueron asesinados durante la guerra y de todos los que serán asesinados en el futuro, lo muestra como un otro, lo identifica con otros: con los otros muertos. En efecto, si es y no es simultáneamente él mismo en esta fotografía, es porque la imagen sugiere que un autorretrato nunca es sencillamente el retrato de un sujeto, sino más bien una especie de archivo, una red de relaciones, un conjunto de huellas históricas que, al ofrecer diversos contextos en los que podríamos situar al sujeto, impiden que este sujeto sea idéntico a sí mismo. Brodsky parece sugerir que el único autorretrato posible es el que escenifica la muerte –presente o futura– del sujeto. Este punto cobra fuerza si recordamos que la Iglesia de San Felipe Neri fue construida en un sitio que, durante la Edad Media, era un cementerio judío. La plaza pertenece al lugar de la muerte, al sitio dedicado a la memoria de los muertos. Este hecho parece estar cifrado en esta primera imagen como una especie de secreto, en tanto, además del tronco que lo divide en dos, las extremidades de Marcelo –sus brazos y piernas– forman una especie de hexagrama: una estrella de David, figura que emerge en otros lugares de su obra y que viene a señalar su propio linaje y herencia. De este modo, la fotografía 120

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lo identifica con el árbol, figura privilegiada de las genealogías e identidades familiares. Aun si nos impide verlo de manera directa, identificarlo de manera inmediata, el árbol constituye parte de su identidad. Esta identificación entre Brodsky y el árbol no carece de consecuencias. Pertenece al verdadero bosque de imágenes que, en conjunto, nos conminan a pensar en los innumerables árboles que marcan la trayectoria de su obra, desde sus inicios hasta hoy. Esta ecolalia visual entre personas y árboles tiene sus antecedentes en la literatura (no debemos olvidar que Brodsky comenzó como poeta y que su primera colección de poemas, titulada Parábola, ya da cuenta de un interés por las asociaciones poéticas). En un pasaje que medita sobre cómo mantener vivos a los muertos, cómo preservarlos y salvarlos, el escritor norteamericano Ralph Waldo Emerson, por ejemplo, nos dice que debe haber huellas del hombre en los árboles. De hecho, nos ofrece una alegoría de los árboles como hombres en duelo: “Me parece que los árboles son hombres imperfectos… Siento que todos sentimos cierta piedad al contemplar un árbol; enraizado allí, este Hombre-por-venir es bello, pero paciente e indefenso. Sus pensamientos y sus largas hojas caen y lloran su estrecha prisión”. Si en este pasaje los árboles parecen apuntar a una merma de la vida, en otros ellos posibilitan la vida e incluso vienen a reemplazar las lápidas: “cada familia escoge su 121

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propio puñado de árboles; acostamos al muerto en estas frondosas arcadas. Una arboleda – ¿Qué otro beneficio u ornamento es tan bello y grandioso? Forman el paisaje. Ella mantiene la tierra habitable: sus raíces corren hacia abajo… hacia los cauces de agua, sus cabezas se expanden para alimentar la atmósfera. La vida de un árbol tiene cien y mil años; su deterioro es ornamental; sus remiendos auto-producidos, crecen cuando dormimos, crecieron cuando todavía no habíamos nacido”. Lo notable aquí es que el árbol deviene signo de una nueva idea de cementerio. A través de sus raíces, el árbol toma su alimento de los muertos y, al soltar luego su aliento en la atmósfera, permite que lo vivo respire. Los muertos se vuelven parte del hálito de los vivos. Las cuatro imágenes que siguen a esta primera fotografía,3 y que dan cuenta de la relación entre la vida y la muerte, vienen a confirmar la sospecha de Emerson. El autor se referirá, a lo largo del texto, a la serie de fotografías que componen la exhibición, “Tiempo del árbol”, realizada por Marcelo Brodsky en Rosario, Argentina, en el año 2013. Con una amplia obra fotográfica, el trabajo de Brodsky se ha caracterizado por indagar en el cruce entre una memoria íntima y una memoria colectiva marcada por el trauma de la violencia en Argentina [Nota del editor]. 3

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La primera imagen, tomada en 1966, muestra a Brodsky y a su hermano Fernando (Nando) juntos en un árbol, mientras que las otras tres, tomadas ese mismo año, los muestran rodeados de árboles, “jugando a morir”. En estas fotografías (incluidas en Buena memoria, de 1997), la desaparición y muerte de Nando ya está inscrita, e incluso sugerida por el árbol que ocupa el centro de las tres imágenes tomadas en Yelporá, cuyas hojas se han secado y caído. Si estas fotografías de su hermano siendo niño portan las huellas de su futura muerte, es ciertamente porque cuando Brodsky vuelve sobre ellas, Nando ya ha desaparecido (en palabras de Roland Barthes, la catástrofe “ya ha ocurrido”, y es por esto que Brodsky sólo puede mirar estas fotografías a través del lente de su desaparición), pero también porque las fotografías, en el mismo momento de su captura, ya han mortificado e inmovilizado al sujeto (la catástrofe “ya había ocurrido”, incluso antes de que él pudiera ver estas imágenes nuevamente). Esté o no su hermano “ya muerto” en la imagen –y luego, literalmente muerto–, ya ha experimentado una (especie de) muerte. La fotografía siempre trae la muerte sobre lo fotografiado, pues la muerte es, en palabras de Barthes, el “eidos” fotográfico. Lo que sobrevive en la fotografía, lo que vuelve en ella, es siempre la supervivencia de los muertos, la aparición de un espectro o un fantasma. Es por esto que, en el espacio de la fotografía, los 123

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muertos siempre están vivos, y los vivos siempre están muertos, sin estarlo. Al instalar el árbol en el centro mismo de la primera imagen de la muestra –un árbol que, como la cámara, parece traspasar e inmovilizar a quien está a punto de ser disparado a muerte4– Brodsky propone una figura que, reuniendo a los vivos y los muertos (también él está “jugando a morir” en la imagen), arrojando su sombra sobre ellos, circula por la exhibición y nos permite trazar las raíces, las ramas y, como si se tratara de un libro, las hojas en las que ha esbozado sus motivos dolientes y fotográficos más profundos. Evocando la muerte y la violencia que marcaron la Guerra Civil Española –y, en este sentido, las huellas imborrables de la guerra en general–, esta imagen corresponde al sitio de la memoria y de la memorialización. Esta primera fotografía graba en su superficie todos los temas que, como una especie de hilo rojo, atraviesan la totalidad de la obra de Brodsky: identidad, desaparición, muerte, duelo, memoria y testimonio, entre muchos otros. No es casual que esta sea la imagen escogida por Brodsky como primera imagen. Como si debiésemos verla, pasar a través de ella, para vislumbrar sus otras imágenes, como si sólo pudiéraLa frase en inglés, “shot to death”, juega con la homonimia entre el disparo fotográfico y el disparo mortal [Nota de la traductora]. 4

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mos comenzar a aproximarnos a las otras imágenes a través de ésta. La primera imagen de esta serie es la misma que constituye la portada de Nexo, libro que Brodsky publica el año 2001.5 Al reaparecer veintidós años después, como una especie de fantasma, la imagen envuelve esta colección de sus proyectos. Se vuelve portada, primera imagen de una colección cuyo título sugiere el paso de una forma de movimiento a otra, una especie de fuerza aglutinante que articula o conecta, un proceso que hace confluir ideas y acontecimientos en la memoria o la imaginación. Cual un árbol, esta imagen es ella misma una especie de nexo. El árbol en la obra de Brodsky es quizá otra palabra para nexo. Es, incluso, una figura de la fotografía misma.

II ¿Qué es un árbol? ¿Y qué es, específicamente, cuando aparece en la fotografía? ¿Puede haber una fotografía de El primero libro de Marcelo Brodsky se tituló Nexo: un ensayo fotográfico, Buenos Aires, La Marca, 2001; posteriormente publicó Memoria en construcción, el debate sobre la ESMA, Buenos Aires, La Marca, 2005 y Buena memoria/Good Memory, Buenos Aires, La Marca, 2006 [Nota del editor]. 5

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los árboles, o incluso una filosofía de los árboles? Si fuese posible algo así como una fotografía o una filosofía de los árboles, me inclinaría a pensar que, quizás, debiera comenzar con la huella o el archivo, con un pensamiento sobre la relación entre vida y muerte, sobrevivencia y destrucción, rememoración y olvido. Esta hipótesis puede elaborarse tomando en consideración la imagen que abre la correspondencia visual entre Brodsky y el fotógrafo mexicano Pablo Ortiz Monasterio, una correspondencia que, como otras en las que Brodsky se ha involucrado –con el fotógrafo catalán Manel Esclusa, el brasileño Cassio Vasconcellos, el inglés Martin Parr y el artista alemán Horst Hoheisel, entre otros– implica el envío de imágenes a otro, superponiendo esta práctica a la correspondencia epistolar. Si mucho de lo que sigue tiene como punto de partida las correspondencias mantenidas por Brodsky, es porque, en un sentido muy concreto, las imágenes que tenemos ante nosotros son en sí mismas una especie de correspondencia, un conjunto de cartas visuales que Brodsky envía tanto a nosotros como a sí mismo, una especie de conversación epistolar que atraviesa su corpus fotográfico. Rastrear la aparición de árboles en su correspondencia nos dará un contexto para leer las imágenes de esta colección. Diría, incluso, que no es posible enfrentarse a ella sin haber pasado antes por las correspondencias, y esto no sólo a causa de to126

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dos los árboles que las marcan, o por el modo en que los árboles mismos constituyen figuras de distintos modos de correspondencia, sino también porque lo que hace legible la serialidad de la exhibición son justamente sus múltiples correspondencias y nexos con otras imágenes de la misma serie. En efecto, lo notable de este conjunto de imágenes es que, vistas como un conjunto de correspondencias, comienzan a leerse unas a otras, a resonar con las otras, a responder a las otras, mediante una especie de ecolalia visual que exige nuestra atención y vigilancia. Más precisamente, cada foto de esta colección está vinculada con las otras sólo a través de su otredad –la que se hace patente allí donde las obras son multiplicadas, reversadas, desplazadas o simplemente seriadas– lo que significa que ellas no están “relacionadas”, al menos no en un sentido de relación específico. Están “juntas”, pero juntas remite aquí a una otredad –es lo que aleja a la imagen de sí misma, lo que le impide existir “por sus propios medios”, lo que asegura que ella sea transformada y modificada en relación a las otras. Si puede decirse que cada obra cobra vida en función de la serie a la que pertenece, entonces cada una de ellas porta en sí misma una especie de serialidad abierta, una multiplicidad, una fisura o división interna que impide todo aglutinamiento en torno suyo y que, de hecho, sugiere que cada “uno” es ya “más que uno”. Como dijo Moholy-Nagy sobre la fotografía en su ensayo de 1932, 127

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La nueva visión: “La serie ya no es una ‘imagen’, y ninguno de los cánones de la estética pictórica le puede ser aplicado. Aquí, la imagen separada pierde su identidad para convertirse en un detalle del montaje, en un elemento estructural esencial al conjunto que es el objeto en sí. En esta sucesión de partes separadas, pero inseparables, una serie fotográfica puede convertirse a la vez en el arma más potente y en la poesía más tierna.” Por ejemplo, en esta colección Brodsky incluye la primera imagen que envió a Monasterio, justo después de las imágenes de infancia con su hermano. En ella figuran árboles cuyas ramas están entrelazadas unas con otras, como si formaran una especie de encaje o un conjunto de trazos gráficos (de modo no muy distinto a las complejas relaciones expuestas y cifradas en las imágenes que forman parte de esta exhibición), mediante los cuales el juego de luces y sombras se hace legible y se oculta al mismo tiempo. En tanto figura de la vida y de la genealogía, de la naturaleza y el parentesco, el árbol es también una imagen del archivo. Incluso, podríamos decir que el árbol es una fotografía de estas correspondencias, de estos nexos (aquel con Monasterio, pero también el que se establece entre las imágenes en la exhibición misma), u otra versión de ellos. De hecho, el árbol que naturalmente evocaría tanto a la naturaleza como a la genealogía, que haría confluir pasado, presente y futuro, y al que se confiere 128

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un aura icónica –como parece ser el caso– es más que espectral. Los tonos de blanco y negro remiten a los orígenes de la fotografía, mientras que las ramas entrelazadas sugieren el nudo de relaciones que habitamos. La respuesta de Monasterio a esta imagen es la de un hombre barbudo frente a un árbol. Su barba constituye la figura de otra red de entrelazamientos y trazados, una especie de boque facial que, en tanto el pelo torna siniestra la vida misma del cuerpo, dado que representa esa parte del cuerpo vivo y orgánico que más se asemeja a la materia muerta e inorgánica, viene a encarnar una confusión de los límites entre la vida y la muerte, esto es, viene a encarnar el lugar fotográfico en sí. Es particularmente significativo que la persona que tenemos delante sea Eduardo Matos Moctezuma, un prominente arqueólogo mexicano. Entre muchas otras investigaciones, ha conducido excavaciones en la Pirámide del Sol –buscando explorar la historia de la adoración de esta fuente lumínica– y, desde 1978, ha dirigido excavaciones en el Templo Mayor, ruina de una importante pirámide azteca en la Ciudad de México. Mi intención de leer su barba como figura de una relación entre la vida y la muerte, tiene asidero en su propio interés por esta relación (uno de sus libros se titulada Vida y muerte en el Templo Mayor, 1995). Como la fotografía, Moctezuma trabaja en el cruce del pasado con el presente, de la vida con la muerte, la 129

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memoria con el olvido, y esto no sólo a causa de su notable nombre. Como Walter Benjamin en su breve texto “Excavation and Memory”, Moctezuma sabe que “la memoria es el medio de lo vivido, al igual que la tierra viene a ser el medio en que las viejas ciudades están sepultadas”. Como una especie de red exfoliante de marcas y citas, el árbol de la vida o de las genealogías es un árbol espectral que toca o contamina (aunque también es afectado por) vastas redes de archivos, y no sólo dentro de estas correspondencias. De ahí que esta sea también una figura de las relaciones en general, como todos los árboles genealógicos: una figura de herencias y legados (y es ciertamente por eso que Brodsky lo sitúa ahora en relación a las imágenes con su hermano). Si cada fotografía que compone esta correspondencia debe, como las de la exposición que tenemos ante nosotros, ser leída en relación a otras fotografías –y, por lo tanto, nunca aparece sola–, entonces esta primera imagen también debe ser leída en relación a aquellas que le siguen y la preceden. Incluso diría que la historia y trayectoria de los desaparecidos argentinos ya se puede leer en esa imagen, sin que sea necesario aguardar la aparición de esa otra que tiñe toda imagen que le sigue –la fotografía de una de las marchas contra el exterminio que caracterizó al Estado argentino durante la dictadura militar. En otras palabras, si 130

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bien es cierto que, después de la imagen de la marcha, Brodsky y Monasterio sólo pueden hablar de ausencias, de legados, de distintos modos de honrar y recordar a los desaparecidos (lo que verifican todas las imágenes de esta correspondencia que evocan a los desaparecidos, incluyendo la escena funeraria que sigue a la escena de la marcha; la imagen de los libros de Brodsky –Memoria en construcción, Buena memoria y Nexo–, organizados en torno a una meditación sobre los desaparecidos; la imagen de infancia que ya evoqué y que Brodsky envía a Monasterio, en la que él y su hermano Nando están “jugando a morir” en una explanada verde rodeada de árboles –una imagen que no fue hecha en respuesta a aquella de Monasterio que muestra a una pequeña niña que se cubre los ojos con las manos y un pequeño niño que pretende dispararle, sino que fue extraída del archivo incluido en su libro Buena memoria, y que es por tanto una imagen suya y de su hermano tomada antes de su desaparición, pero desplegada tras ella–; todas las imágenes que se vinculan a la imagen del Día de los Muertos –otra manera de honrar y recordar a los muertos y desaparecidos, de rearticular la relación entre los vivos y los muertos–; y la respuesta final de Monasterio a esta imagen de infancia, una respuesta que, en tanto Monasterio reconoce la imagen de Brodsky y comprende su relación con el futuro de la desaparición de Fernando, cobra la forma 131

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de la imagen de un hombre que, arrodillado y evitando mirar a la cámara, está junto al trazado en el suelo de un cuerpo ausente), quisiera sugerir que estas huellas de los desaparecidos ya son legibles en la imagen del árbol que inaugura la correspondencia con Monasterio. De esto dan cuenta no sólo las imágenes que le siguen en esta misma serie, sino también su relación con un conjunto previo de imágenes, y no con una sola. En efecto, es imposible no leer esta primera fotografía de la serie, este árbol de la vida y las genealogías, este árbol familiar de parentescos en el que confluyen pasado, presente y futuro, en relación al proyecto fotográfico previo de Brodsky, El bosque de la memoria. De hecho, el fotógrafo abre esta correspondencia con Monasterio con una rima visual de la imagen que inaugura ese proyecto fotográfico y que se titula simplemente “Entrelazados”. Como la imagen del árbol a la que me estoy refiriendo también ella exhibe un amasijo de ramas de varios árboles recortadas contra el cielo, contra el fondo de una especie de red que, a su vez, evoca innumerables marcos fotográficos vacíos, como si estos espacios en blanco señalaran la ausencia de los desaparecidos mismos. Este proyecto tenía como objetivo documentar y explorar un proyecto planteado en 1996 por la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de Tucumán a la Universidad de Tucumán. En este proyecto, las familias de los desaparecidos en la pro132

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vincia fueron invitadas a plantar un árbol en memoria de sus familiares que habían sido blanco del terrorismo de Estado. Entre otras cosas, lo que le interesa a Brodsky no son sólo los actos de memorialización que El bosque de la memoria representa (un bosque compuesto de árboles y de las fotografías que Brodsky tomó de ellos), sino también de lo que les sucede en el tiempo, a medida que los árboles crecen o se marchitan, y que las marcas dejadas por las familias para identificar los árboles con sus seres queridos, se deterioran progresivamente como resultado de su exposición al agua, el viento y los efectos erosivos del clima. Como señala Brodsky en relación a estos signos evanescentes, “se han deteriorado casi por completo, implicando una especie de segunda desaparición de aquellos que debían ser recordados.” De este modo, la imagen que abre la correspondencia con Monasterio porta inevitablemente las huellas de este proyecto anterior y nos pide, por tanto, que la leamos no sólo en relación a las imágenes que le siguen, sino también en relación a las múltiples historias y contextos implícitos en ella, a las innumerables experiencias conmemoradas, desplazadas, cifradas en ella. La imagen nos pide, como todas aquellas que componen esta correspondencia, que la leamos en relación a lo que no es explícitamente visible en ella, pero que sin embargo ha dejado ahí sus huellas. Es por ello que, como los árboles que marcan la poesía de Paul 133

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Valéry, los árboles en esta primera imagen tienen más de “dos árboles” en su interior. Separado de sí mismo, cada árbol aparece como un plural singular cuyas múltiples ramas se vuelven figuras de innumerables hilos y relaciones en las que cada una de estas fotografías es producida y hecha circular. La interacción entre Brodsky y Monasterio confirma que ninguno de los dos fotógrafos puede enviar una imagen al otro sin haber recibido algo de éste (tal como cada imagen de la colección debe leerse en relación con la serie completa de imágenes incluidas en ella, en tanto ellas forman parte del contexto en que la imagen está ahora situada). Por ejemplo, cuando Monasterio responde a Brodsky con una imagen de los lomos de sus tres libros sobre los desaparecidos, y con una imagen que incluye el esbozo de un cuerpo desaparecido, lo que manifiesta es su comprensión de la centralidad que tiene la historia de las desapariciones en Argentina en los proyectos de Brodsky sobre la memoria. Además, esta imagen, así como la imagen con la que comenzamos, evocan imágenes e historias similares, las cuales también son evocadas por las correspondencias en que Brodsky participó. De hecho, estas imágenes sugieren una relación entre los espacios públicos urbanos, la historia, y la catástrofe que también fue evidente en ciudades como Barcelona, Madrid, Santiago, Buenos Aires, Ciudad de México y Río de Janeiro, 134

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las cuales sufrieron dictaduras, represión política, y violencia. Todas estas ciudades aparecen en la obra de Brodsky y forman parte del mapa virtual de sus correspondencias con Monasterio, Vasconcellos, y Esclusa. Como sugiere la imagen de Monasterio, los ojos de Brodsky están inundados por la memoria de la desaparición, pero de una desaparición que acontece incluso en la memoria. Que este intercambio descanse a ratos sobre imágenes que no han sido producidas en el presente como respuesta a tal o cual imagen, sino que sean extraídas de archivos de ambos fotógrafos, viene a confirmar que estas respuestas fotográficas siempre comienzan en otra parte, en un envío que es también una especie de auto-envío. Este axioma aparece en un notable poema de Miguel Ángel (otro M. B., siendo su apellido Buonarroti), de modo tal que parece anticipar los detalles de varias de las imágenes que se suceden en esta correspondencia. Refiriéndose al modo en que se recibe a otro a través de los ojos –incluso si los ojos de este otro lo penetran–, al modo en que siendo penetrado por este otro es, a la vez, dispersado y poseído por él, no siendo ya simplemente él mismo, Miguel Ángel escribe: “entraste en mí a través de mis ojos; he sido dispersado como un puñado de frutas inmaduras vertidas dentro de una botella y que, una vez que han pasado por el cuello, van a alojarse allí donde hay más 135

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espacio; del mismo modo tu imagen, que en el exterior me empapa, en el interior crece a través de los ojos, y me estiro como una piel dentro de la que la pulpa se inflama; entrando en mí por un espacio tan estrecho, que apenas me atrevo a creer que podrás salir alguna vez.” Se podrían decir muchas cosas sobre este pasaje. Además de lo que ya he sugerido, quisiera simplemente acentuar el erotismo del acto de visión que parece escenificarse en el modo en que la adopción de la imagen o la mirada del otro, es figurada como un acto sexual de penetración e inflamación. El juego entre las formas de la naturaleza y las partes del cuerpo, entre los frutos de árboles y el órgano de la visión, es legible en varias secuencias de esta correspondencia, ya que en el mundo fotográfico que aquí se nos entrega (y en la exhibición misma), los fenómenos naturales, los cuerpos, las formas y los patrones pueden corresponderse unos con otros, pueden rimar unos con otros, incluso si esta rima resulta imperfecta. Es por esto que, en relación a estas correspondencias y a las correspondencias implícitas en la exhibición, nuestros ojos son sometidos a una especie de entrenamiento, pero no un entrenamiento que nos llevaría a ver, a no ser que pueda decirse que ver comienza en la oscuridad, en una especie de ceguera. Esta progresión está escenificada, por ejemplo, en el movimiento de: i) la imagen de un libro que una mano mantiene abierto en una página en la que hallamos 136

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el torso desnudo de una mujer que sostiene una bandeja con la que cubre sus genitales y en la que hay dos pequeños objetos redondos que, coronados por otro objeto redondo, miman los pechos de una mujer a la vez que esbozan un par de ojos; ii) la imagen de una mano que se extiende por el tronco de un árbol (por cierto, el material del que están hechos los libros, incluyendo el que acabo de mencionar), sugiriendo nuevamente la transmisión que señala la relación entre la imagen previa y las que le siguen, otra imagen de un árbol, pero esta vez una especie de vacío que no se asemeja sino a genitales femeninos; iii) dos manzanas que semejan tanto ojos como pechos; iv) un close-up de dos ojos abiertos, los cuales no son necesariamente humanos; v) la imagen de una anciana con lentes de sol azules a través de los que podemos ver sus ojos cerrados; vi) la imagen de una niña que sostiene dos pequeñas frutas redondas sobre sus ojos, las que duplican sus ojos pero también bloquean su visión; vii) la imagen de una niña que se tapa la cara mientras un niño simula dispararle; viii) el tríptico de Buena memoria en que Brodsky y su hermano están jugando en una explanada y cuya imagen final muestra dos niños yaciendo en el pasto como si estuviesen muertos, seguida de la imagen final de Monasterio en la que hay un hombre junto al esbozo de un cuerpo ausente que no podemos ver. En este mundo, cada imagen puede convertirse en 137

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otra, y es por esto que ninguna de ellas puede nunca permanecer idéntica a sí misma. En efecto, allí donde todo puede asemejarse, nada es meramente idéntico a sí mismo; de ahí que nunca podamos “ver” lo que está frente a todos nosotros de una sola vez, cuestión que se hace legible en la progresión que acabo de trazar, en la medida que termina con una serie de ojos cerrados o cubiertos. Pareciera ser que, como en Kafka y Joyce, se nos pide cerrar los ojos para poder ver y, en estas correspondencias, generalmente lo que nos impide ver son los árboles que interrumpen nuestra mirada y, al hacerlo, nos permiten ver algo maravillosamente distinto.

III Decir que no podemos ver lo que tenemos frente a nosotros de una sola vez, es decir que el sentido de cada una de las fotografías que componen estas correspondencias no está nunca presente, que nunca nos es dado de manera directa, que siempre está vinculado a algo tanto pasado como futuro y que permanece oculto, aun cuando deje sus huellas en la superficie de la fotografía. Este es el caso en la primera de estas correspondencias –la de Brodsky con Manel Esclusa– e incluso en las primeras imágenes de este “comienzo” ya que, cada vez, las imágenes comienzan en otra 138

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parte: al menos, en la relación entre dos fotógrafos (Brodsky fue alumno de Esclusa durante su exilio en Barcelona en los años ochenta), y en las trayectorias de sus respectivas obras. Esto puede leerse en el tríptico con el que Brodsky da inicio a la correspondencia. Está compuesto por tres imágenes, cada una de las cuales representa un edificio reflejado en el agua y parcialmente enmarcado o mediado por árboles, arbustos y pasto, que se vuelve cada vez más borroso y difuso a medida que el ojo se mueve de izquierda a derecha. Rindiendo un homenaje al modo preferido de Esclusa –las series fotográficas–, la primera imagen múltiple de Brodsky sugiere un proceso de desaparición, una declinación de la claridad de la visión y, al hacer esto, evoca varios de los temas más preciados de Esclusa: las relaciones entre el agua y la disolución, el agua y la tierra, los reflejos y las repeticiones de todo tipo, la memoria y el olvido, la presencia y la ausencia, la detención y el movimiento, la luz y la oscuridad, el día y la noche. La posibilidad de esta fotografía depende pues de lo que Brodsky ya ha leído, aprendido y recibido de la obra de su maestro: no podría haber enviado esta imagen sin haber sido antes receptor de estos trazos de luz. Brodsky confirma esto en un bello texto que escribió sobre Esclusa en junio de 2005, titulado “Poéticas de la noche”. El texto está organizado en torno a su lectura de una imagen de la serie fotográfica de 139

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Esclusa, “Sil-lepsis”, que él traduce como “hablar juntos”, queriendo sugerir que, incluso antes de la correspondencia a la que nos referimos aquí, ya ha tenido lugar una conversación entre ambos. Al implicar que el mundo de Esclusa es uno nocturno, en el que confluyen el mar y la tierra, la luz y la noche, la realidad y la poesía, Brodsky nos dice que Esclusa estaba fotografiando estas series mientras él era su estudiante, mientras él se convertía en fotógrafo, y que esta serie (como toda la obra de Esclusa) es por tanto uno de los ejes en torno a los que se formó su cultura visual –una compleja red de luz y oscuridad–, y a partir de la cual él aprendió a “ver el mundo”. Brodsky también confirma esta cuestión, al cifrar en esta primera imagen muchas de las obsesiones fotográficas de Esclusa, como si quisiera decirle que su producción fotográfica está vinculada a lo que ha aprendido a ver a través de los ojos de su maestro. Si envía una imagen de un edificio residencial reflejado en el agua y filtrado por árboles, un edificio que desaparece progresivamente de nuestra vista, es quizás porque quiere sugerir que, a “sus” ojos, los “hogares” fotográficos de Esclusa incluyen el agua, los árboles, el juego entre luz y oscuridad y la relación entre presencia y ausencia. En efecto, como el narrador de “El Aleph”, los ojos de Esclusa también están inundados de agua y, en particular, del océano –basta recordar el rol que el 140

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agua juega en Venezia (1979), Naus (1983-1996), Aquariana (1986-1989) y Aiguallum (2000). Precisamente, esta obsesión con el agua es central en su proyecto fotográfico. De hecho, podríamos decir que, en el mundo nocturno de Esclusa, el mundo, el continente, las rocas, piedras, plantas, peces, el aire, todo lo inanimado y lo animado, y quizás especialmente las nubes y los árboles que caracterizan sus fotografías, están todos movidos por el principio del agua. Si bien el agua es, en la obra de Esclusa, una figura de la movilidad, la inestabilidad e incluso de la disolución de la percepción misma –algo que también es legible en el tríptico de Brodsky– quizás sea más acertado decir que ella es el enemigo de todo aquello que se resiste a la transformación. Si el agua es una fuerza de disolución y de transformación, de supervivencia y destrucción, de vida y muerte, su inauguración de un nuevo “comenzar” también incluye el gesto de dejar atrás algo o a alguien. Dentro del mundo de Esclusa, el agua es quizás el verdadero principio del abandono, motivo por el cual el “comienzo” de Brodsky es tanto un homenaje como una partida, algo que es legible en el proceso de desaparición escenificado en este tríptico, y que es reforzado en una serie de cinco imágenes que constituyen la tercera misiva fotográfica que envía a Esclusa. En ella, Brodsky ofrece un conjunto de cinco imágenes, la primera de las cuales muestra el encuen141

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tro del mar con la tierra, una playa en que la palabra “comienzo” ha sido escrita en la arena. Las imágenes siguientes muestran los vaivenes del mar sobre esta palabra y su gradual erosión a medida que el agua pasa repetidas veces sobre ella. Sugiriendo que él comienza una relación con el mar y la arena, que el mar y la arena son su comienzo, y que este “comenzar” está vinculado a una palabra fugitiva escrita y disuelta por el agua que enjuaga la arena, nuevamente le está diciendo a Esclusa que su comienzo pasa por él: “Comienzo, comienzo en relación a ti, en relación al comienzo que eres para mí, en relación a tus fotografías de la tierra y el agua, las trazas y las huellas, las formas y los colores. Comienzo con esta huella de una palabra, ‘comienzo’, que, sugiriendo todo lo que estoy diciendo aquí, ya implica mi correspondencia contigo, mi ser con otro, mi ser contigo. Por esto, podría decir que comienzo sólo a condición de no estar solo, de ver a través de los ojos de otro, de no tener un yo sino aquel que desaparece en su relación con otro, en este caso, ‘tú’.” Al implicar que, en función de su relación con Esclusa, su identidad es tan pasajera como la palabra “comienzo” escrita sobre la arena, la primera y la tercera misiva de Brodsky a Esclusa dan cuenta del secreto abierto de esta deuda con su maestro. En ambos casos, Esclusa responde con una generosidad y gratitud que da cuenta de su propia relación con la obra de Brodsky. En respuesta a su primer tríp142

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tico, Esclusa envía uno de su autoría que vuelve sobre las relaciones entre presencia y ausencia, preservación y desaparición, memoria y olvido. Su tríptico se desplaza desde la imagen de una serpiente en un pedazo de tierra seca, con algunos arbustos y pasto al fondo, a la imagen de un rastro o huella dejado por la serpiente en la tierra, junto a lo que parece ser una segunda huella de la serpiente –la piel de la que quizás se desprende y deja atrás–, y finalmente una imagen donde sólo queda la huella de la serpiente (la misma que muestra la imagen previa). Como el de Brodsky, este tríptico también documenta el proceso de una desaparición. Dejando de lado el hecho que la serpiente de Esclusa pueda aludir a la Serpiente de película de Brodsky, una imagen que este produjo el año 2000 y que consiste en un rollo de película serpenteando por el suelo de forma similar a la serpiente de Esclusa y, en particular, a la piel que ella deja tras de sí, el tríptico implica el paso del tiempo, una transformación y una desaparición, una huella de la memoria que señala su pérdida y que, al hacerlo, medita auto-reflexivamente sobre el medio fotográfico. No obstante, el carácter indicial sugerido por el tríptico se vuelve más complejo en la respuesta que Esclusa elabora para la tercera imagen visual de Brodsky –la playa con la palabra “comienzo” escrita sobre la arena (que a su vez, responde a un díptico de Esclusa cuyo panel izquierdo muestra unas olas de arena en el 143

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desierto que, mimando un cuerpo de agua, sugieren la confusión entre tierra y agua que con tanta frecuencia marca su propio corpus y, en el panel derecho, la palabra “aigua” escrita sobre la arena)– en tanto Esclusa remite el tríptico de una playa barrida por el viento con huellas de pisadas en la arena que son legibles en una de las imágenes, pero que van desapareciendo a medida que avanzan hacia la imagen final. Así como las pisadas van siendo erosionadas de izquierda a derecha, el siguiente tríptico de Brodsky, enviado en respuesta a éste, muestra una mano en el agua que, como las pisadas en la arena, se va volviendo ilegible a medida que se mueve y, al hacerlo, evoca la virtual ilegibilidad de la mano cifrada sobre las pisadas de Esclusa, como si estuviese respondiendo a lo que retuvo, consciente o inconscientemente, de las imágenes de su maestro. El vértigo de estas series, de este juego especular, invita a una especie de reflexividad infinita que permea toda la correspondencia, y no sólo ésta (de hecho, esta reflexividad se hace quizás más evidente en las correspondencias de Brodsky con Ortiz y con Vasconcellos). En efecto, estas imágenes son extremadamente autoreflexivas. Están a menudo atravesadas por distintos efectos especulares: desde las imágenes desplegadas sobre superficies reflectantes como el agua, hasta los espejos en los que los objetos se reflejan, pasando por las numerosas imágenes que citan o replican otras 144

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imágenes –aun si lo hacen en forma dislocada– y los variados modos de representación figurados entre las imágenes (incluyendo, en esta correspondencia, la escritura, los edificios, los espejos y las ventanas que despliegan reflejos, pero también, en otras correspondencias, las fotografías y las piedras con inscripciones, los afiches, libros y retratos en distintos marcos, los signos en las ventanas y paredes, los dibujos e incluso las reproducciones plásticas de partes del cuerpo). Tales reflejos operan en estas fotografías como medios de fotografiar la fotografía misma. En otras palabras, son fotografías que nos dicen algo sobre la fotografía en tanto, en una fotografía, todo es representación. No obstante, también está implicado en la correspondencia entre Brodsky y Esclusa que las fotografías que componen estas series de intercambios traen aparejadas un lenguaje, aun cuando parecieran no hacerlo. Esto se debe menos a que las fotografías incluyan palabras como “comienzo” o “aigua”, y más a que, para poder responder al otro, Brodsky y Esclusa deben en primer lugar registrar un detalle, una forma, un objeto, una constelación de figuras, algo que los mueva a responder de una manera y no de otra. Este proceso de registro sólo puede tener lugar en relación al lenguaje: uno recibe la imagen de una serie de edificios que, reflejados en el agua, van desapareciendo, pero sólo puede recibir esa imagen y responder a ella consig145

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nando en primer lugar que tales imágenes incluyen un edificio, agua, etcétera. En otras palabras, la actividad de responder, reaccionar y definir cómo replicar a esta respuesta es una actividad que requiere lenguaje, aun si este lenguaje permanece la mayoría de las veces invisible y silencioso. Esto es lo que sucede, por ejemplo, cuando Brodsky envía una serie de manos en el agua en respuesta a un tríptico que incluye huellas de pisadas, pero también las huellas casi invisibles de manos inscritas en la arena barrida por el viento, sobre esas pisadas. Para traducir las imágenes de Esclusa a otro “lenguaje”, primero debe pasar por los recuerdos de lenguaje e imágenes que están en su mente. En otras palabras, el archivo de lenguaje e imágenes alojadas en los ojos y psiquis de Brodsky, está en deuda con lo que él ha recibido de Esclusa. Brodsky da cuenta de esta deuda de muchas maneras –he tratado de sugerir algunas de ellas aquí–, pero también la escenifica en esta imagen de manos en el agua y en la última de la serie, con los dos pares de brazos que se entrecruzan para formar una especie de rectángulo formado por estas cuatro manos. Las manos que se extienden aquí (y que circulan en las correspondencias de Brodsky con Ortiz y Hoheisel), que se toman entre sí, se vuelven para Brodsky una manera de sugerir lo que ha sido puesto en sus manos, como una especie de legado o herencia, por su relación con Esclusa y su obra. Así como estas manos nos piden 146

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que pensemos sobre lo que significa legar algo, también sugieren que, si hay “el pensamiento de la mano, pero también la mano del pensamiento”, este no es “del orden de la captura conceptual”, particularmente cuando adopta la forma de una Sil-lepsis. Se trata cada vez de una historia de lo que el ojo puede ver y lo que no –de lo que la cámara puede capturar y de lo que la elude. Sin embargo, decir esto es decir simplemente que nuestra experiencia de las fotografías que componen Correspondencias visuales –y la correspondencia entre Brodsky y Esclusa es un ejemplo– es siempre una experiencia del ojo –de un ojo que intenta ver allí donde no ve, donde ya no puede ver, o donde no ha visto aún.

IV Si los árboles circulan a través de las distintas correspondencias de Brodsky –aquellos que oscurecen parcialmente lo que podemos ver en la imagen que abre su correspondencia con Esclusa y que desaparecen progresivamente; aquellos que se reflejan en el agua o se dejan ver a través de ventanas; los que, en la correspondencia con el fotógrafo brasileño Vasconcellos, permanecen legibles sobre las casas o reflejados en ventanas; las superficies reflectantes de memoriales de árboles que ocluyen nuestra visión en la correspon147

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dencia con el artista visual alemán Hoheisel, rodeando los cuerpos de agua y nuevamente siendo reflejado en las superficies cambiantes de un río que, siendo él mismo una especie de cementerio, está también vinculado al destino de los desaparecidos; los muchos árboles que aparecen y desaparecen en la correspondencia con Monasterio, que se asocian con las manos y con el cuerpo, la sexualidad y la visión, y que tiñen toda la secuencia de desaparición y muerte– la ley según la que debemos cerrar nuestros ojos para ver es ejecutada de manera diferente en la correspondencia entre Brodsky y Hoheisel. Entre la fotografía y el dibujo, la correspondencia también opera en relación a la ceguera pues, como sabemos, la ceguera es el origen de todo dibujar –en el instante en que la mano desliza la punta de un bolígrafo, lápiz o pincel para hacer contacto con la superficie del papel, la inscripción o huella no puede verse, dado que está cubierta por la punta del instrumento que la traza. Al mismo tiempo –y más allá de la ceguera alrededor de la que este intercambio (y no sólo este) se organiza– la correspondencia sugiere un relevo entre estos dos modos distintos de representación que, preservando su diferencia, permiten no obstante que uno se asemeje al otro. Para ser más precisos, que este intercambio pueda tener lugar en el contexto de una serie de misivas fotográficas sugiere que hay quizás algo fotográfico en el dibujo, y algo de dibujo en la foto148

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grafía. Lo que permite que estos dos modos de representación se toquen, se aproximen, es el modo en que cada uno ofrece una serie de imágenes que reflejan tanto a la naturaleza de la visión en general, como a todas las imágenes de árboles que hay en ellos. La serie se abre con un conjunto de paneles a través de los que eventualmente logramos ver parte de un ojo pispando por las delgadas aberturas entre ellos, como si mirara entre los espacios de una cortina vertical. Mirando entre las cortinas, un ojo parece mirar sin ser visto. En respuesta a un tríptico de Brodsky, Hoheisel elabora uno en el que las dos imágenes externas representan el perfil de dos observadores que miran en dirección al panel central, con líneas que esbozan la trayectoria de la mirada de cada observador. Mientras cada observador intenta ver al otro que mira, los dos ojos parecen verse uno al otro a través de un intervalo, parecen encontrarse uno con el otro en el panel central pero, dado que el intervalo entre los paneles interrumpe la continuidad de la mirada, no es evidente que el primer observador pueda ver al otro. (Esta interrupción se repite de manera distinta en la respuesta de Brodsky, que lo representa de pie tras un árbol que resulta ser el mismo que dividía su cuerpo en la imagen con la que comenzamos, y con la que se inicia esta amplia colección, pero veinte años más tarde. Su visión se encuentra bloqueada no sólo por el árbol frente a él, sino también 149

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por la pared que, ocupando todo el panel central, sugiere el muro que le impide ver, que le impide verse a sí mismo viendo –el muro todavía acribillado y dañado por la bomba que cayó en la Plaza de San Felipe Neri–, como si siguiera poseído por este muro, por las huellas de muerte y violencia inscritas en su superficie.) Lo que el dibujo de Hoheisel sugiere aquí es que el intercambio de miradas –como figura del intercambio de miradas que genera esta correspondencia– intenta ver lo que es ver, más que lo visible. Si bien estos observadores creen estar viendo una mirada más que un par de ojos, realmente no están viendo nada, nada que pueda ser visto, nada visible. Este relevo entre miradas que no ven nada devuelve a los mirantes a sí mismos: como los que vemos y que no vemos al mismo tiempo. Es por esto que, cuando Picasso le dice a Gertrude Stein que, cuando la ve, no la ve, ella responde “Y yo, finalmente me veo a mí misma”. Si vemos sin ver, es porque nuestra percepción, nuestra mirada, comienza con la memoria, y por tanto nunca es instantánea, directa o transparente. Está mediada por toda nuestra historia, todas nuestras relaciones, y por todos los vivos y los muertos que nos han tocado, nos han conmovido, y que incluso nos han deshecho. La correspondencia entre Brodsky y Hoheisel se cierra con el dibujo de una imagen dentro de una cabeza, una imagen que muestra una especie de habit150

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ación cuya pared más lejana parece ser una abertura que lleva a una zona oscura, un umbral entre la luz y la oscuridad que conduce a un tipo de cuarto oscuro en el que, imagino, la mente (frecuentemente representada como una cámara) produce estas imágenes. En la profundidad del ojo de la mente, una fotografía es tomada o recordada, una fotografía que emerge en su espacio fotográfico y en la que yo puedo hallarme, pero nunca como “yo mismo”, pues en el acto de memoria o de percepción nunca estoy solo, dado que siempre estoy viendo a través de los ojos de otros, a través de un archivo de recuerdos cuyas huellas constituyen lentes a través de los cuales veo –y, por ende, no veo– lo que está ante mí. Como este dibujo, el fotógrafo nos atrae hacia su mundo, nos invita a atravesar su umbral. Atrayéndonos a su espacio, el fotógrafo nos dice que, para que podamos verlo desde afuera, debemos estar ya –o todavía– en la fotografía. Sacar a la luz la verdad de la fotografía, supone estar preparados para llevarla a la luz de la fotografía. Sin embargo, esto equivale a decir que sólo podemos hablar de la fotografía desde su umbral. Y la fotografía es ella misma, quizás, nada más que un umbral –como el obturador de la cámara, una apertura y un cierre, un saludo y un adiós al mismo tiempo. Es por esto que, a cada momento, se nos pide responder a un cierto juego de luces y sombras –las luces y sombras sin las cuales el ojo no tendría historia– y 151

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replicamos al silencio de este juego inventando historias, relacionando cada una de estas imágenes con muchos relatos posibles, ellas mismas acompañadas de imágenes que nunca son una sola imagen. Jamás sabremos, sin embargo, si las historias que contamos –sobre lo que creemos ver cuando miramos, sobre todos los árboles que marcan el trabajo de Brodsky– podrán alguna vez alcanzar o hacer frente a estas imágenes que están ante nosotros, y es por esto que estas correspondencias, estos nexos, deben ser iniciados cada vez, y permanecer sin final. Como la fotografía, los árboles existen en relación al juego de luces y sombras: la luz del cielo que les permite sintetizar el alimento que reciben de las profundidades de la tierra, y la oscuridad de tales profundidades. Arraigado en una especie de comunicación entre el cielo y la tierra, el árbol deviene una figura de la fotografía misma y, como la cámara, es también un medio para producir imágenes. Desplegando estas sombras sobre sí mismo, la superficie de la tierra y los cuerpos y objetos circundantes, el árbol opera como un aparato fotográfico y, combinado con la luz del sol, evoca los primeros experimentos fotográficos –no sólo los de William Henry Fox Talbot o los de Anna Atknis, cuyos “dibujos fotogénicos” se hallan entre los primeros intentos de producir imágenes sin una cámara, sino también los de Aristóteles. En los Problemata, 152

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Aristóteles nos cuenta que, sentado bajo un árbol durante un eclipse parcial de sol, fue testigo de cómo el sol proyectó en el suelo junto a él numerosas imágenes en forma de media luna. A medida que las hojas del árbol se movían, los espacios variables entre ellas operaban como agujeros, permitiendo el paso de los rayos de sol y el despliegue de imágenes en el suelo, enmarcadas por las sombras del árbol. A partir de esta observación, Aristóteles construyó su propio aparato, que consistía en un cuarto oscuro con un pequeño orificio que permitía el ingreso de la luz. Notó que, independiente de la forma de este orificio, siempre mostraría al sol como un objeto redondo. Su descripción de este aparato en los Problemata es la más temprana evidencia escrita de una cámara oscura, y las sombras producidas por los árboles en las fotografías de Brodsky son herederas de este modo de inscripción y reproducción. El propio interés de Brodsky por los árboles también ha sido compartido a través de la historia de la fotografía, desde Nadar, cuyos troncos y árboles dan cuenta de las raíces de las relaciones, pero también de los modos en que los árboles mismos median la creación de imágenes y reflejos, pasando por Harry Callahan, que frecuentemente enfatizó las relaciones entre personas, vegetación y árboles, así como las relaciones entre mujeres y árboles, hasta Lee Friedlander, cuyas fotografías de árboles presentan con frecuencia la relación entre los árboles y 153

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la luz, entre los árboles y su inscripción en un paisaje que es, él mismo, una especie de archivo, y el mismo Manuel Esclusa, que recientemente terminó una bella serie de árboles cuyas sombras y reflejos vienen a confirmar su carácter fotográfico. La relación entre la fotografía y los herederos, los legados, las relaciones, la reproducción, la memoria, y la vida y la muerte, es escenificada en las últimas imágenes de la colección. Se trata de una serie de imágenes de la familia de Brodsky contenidas por dos imágenes suyas mirando el mismo árbol tras el cual se paró en “Autorretrato fusilado”, casi treinta años antes, y que reaparece en la correspondencia con Hoheisel. En una de estas imágenes, Brodsky está de pie a la izquierda del árbol, mirándolo directamente y, en la otra, está a la derecha del árbol, nuevamente echando su mirada directamente sobre él. Sin embargo, en estas imágenes de cierre, más que el panel central del tríptico que aparece en su intercambio con Hoheisel –el panel que hace referencia a la primera imagen de la exhibición y a todo lo que ella significa para Brodsky–, lo que aparece es una serie de imágenes que despliegan la relación entre su familia y los árboles, incluyendo una imagen desenfocada de los árboles patagónicos, una especie de bosque enredado propio del paisaje de los Andes del sur y que, dado aquello que lo ha precedido en esta exposición, evoca todas las relaciones 154

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ya cifradas en la figura de los árboles; una imagen de los dos hijos de Brodsky, Ian y Valentina, encaramados en un árbol en una extraña repetición de la imagen de Brodsky y Nando en un árbol, y que sugiere, discreta pero poderosamente, su propia relación con la historia de la desaparición de su hermano (incluso si, claro está, signa también la posibilidad de un futuro que pueda no ser una repetición del pasado); una imagen de su familia participando en el ritual de abrazar árboles, ritual que refuerza el juego entre árboles y personas que circula a través de la obra de Brodsky; una imagen de su esposa Gianna jugando con Valentina, con Ian corriendo hacia un árbol en el fondo; y, finalmente, una imagen reciente de Ian mirando entre las ramas y hojas de un árbol, en un acto de percepción que repite el ver a través de los árboles que han sido escenificados, y exi-gidos, a lo largo de toda la serie. A estas imágenes sigue el despliegue de una última imagen, la imagen de la derecha del tríptico que apareció en la correspondencia con Hoheisel y que reaparece aquí, nuevamente como una especie de fantasma. Al reemplazar la pared cuya deformación porta las huellas de la muerte y el duelo, de la violencia y la desaparición, de la memoria y el futuro, con imágenes de su familia y de árboles, Brodsky cierra la serie con un emotivo memorial de todo aquello que evoca la imagen con la que comienza, y con la sugerencia ulterior de que su familia está ins155

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crita en su historia, en una historia de muerte y duelo. Al mismo tiempo, sin embargo, reemplazando esta pared deformada con todas las imágenes de su familia sobreviviente, Brodsky nos ofrece una memoria que tiene tanto que ver con el futuro, con una sobrevivencia gloriosa, como con el pasado. Nos dice aquí lo que nos ha dicho a lo largo de toda la serie: que no puede haber imagen que no sea de destrucción y sobrevivencia, sobre la muerte y sobre el deseo y la responsabilidad de seguir viviendo. Sobrevolando cada imagen de esta amplia colección, y marcado toda su obra fotográfica, el árbol da testimonio de una relación siempre presente entre muerte y sobrevivencia, memoria y duelo, destrucción y preservación. Nos dice que lo que está perdido en la imagen no es simplemente lo que está frente a la cámara sino la imagen misma, algo que podemos registrar en la primera imagen, el autorretrato “disparo de muerte”1. El árbol anuncia la capacidad de la imagen de contar una historia –la historia de la muerte del hermano de Marcelo Brodsky, por ejemplo (que para él, sigue siendo la pérdida y la catástrofe más significante, una pérdida que afecta, y sigue afectando, cada una de estas imágenes)– incluso cuando sugiere una historia que debe ser leída y reconstruida, al menos Recordemos el uso en inglés, “shot to death”, anunciado al inicio [Nota de la traductora]. 4

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parcialmente, a través de una serie de imágenes, cada una de las cuales señala quizás un fragmento de la historia que exige ser contada. Brodsky sabe que la imagen nos compele a vivir con la pérdida; de ahí que siga produciendo imágenes que, como el árbol que cifra las huellas de todo lo que hace de él lo que es, intenta no obstante portar las huellas de lo que ellas no pueden mostrar. Las imágenes arbóreas de Brodsky, los muchos árboles que, en conjunto –quizás a modo de firma de su obra–, nos dicen que también nosotros moriremos algún día, se levantan entretanto como memoriales del deseo de sobrevivencia, de la exigencia de recordar a los muertos para poder vivir. Estos son árboles a los que podemos expresar nuestra gratitud: nos permiten ver lo que no podemos ver, con la esperanza de que, en este juego entre visión y ceguera, entre memoria y olvido, entre vida y muerte, podamos aprender a conducir nuestras vidas, a llevarlas, como hace Brodsky, con árboles en los ojos.

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Bibliografía En proceso

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Origen de los textos “La “fotografópolis” de Nadar” apareció por primera vez, bajo el título “Nadar’s Photographopolis”, en Grey Room 48 (Summer 2012), pp. 56-77 y “Lapsus Imaginis: La imagen en Ruinas” se publicó originalmente bajo el título “Lapsus Imaginis: The Image in Ruins”, en October 96 (Spring 2001), pp. 35-60. Agradecemos a los editores de ambas revistas por concedernos la autorización para publicar estos ensayos en su traducción al español.

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Colección Escribir las Artes Visuales

Este libro se terminó de imprimir en Santiago de Chile, diciembre de 2015. Se utilizaron las tipografías Garamond y DIN Pro.