La Buena Suerte

La buena suerte Editor “Hagamos ahora Ponge, después Bataille, al final Bonnefoy, el año que viene seguimos con el re

Views 193 Downloads 0 File size 459KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

La buena suerte

Editor

“Hagamos ahora Ponge, después Bataille, al final Bonnefoy, el año que viene seguimos con el resto”, me decía el mejor editor que conocí. Con él se fue quizá el único público para esa biblioteca de erudiciones libres que soñaba escribir en el presente sin darse cuenta que a esas mercancías se las devora el tiempo. En otro tono, cuando murió le dediqué una entrada en el diario más vanidoso posible. “Dejame descansar en las tinieblas”, lo hacía cantar, traduciendo un barroco lamento inglés. Pero ¿quién puede poner esas palabras resignadas en una boca muerta? Le gustaban las novelas inglesas muy complejas, toda la poesía, que más joven había llegado a hacer con maestría, y se peleaba con casi todo el mundo por malentendidos indescifrables. Quería ser deseado, respetado, y así empezaban sus trifulcas con unos y con otros. No le adjudicaré anhelos de reposo, sino un voto más intenso, algo que se parezca

a la fuerza que lo movía, que pensaba en la literatura entera como una bolsa de vida donde armar libros que alguna vez todos debieran leer. Y cierta noche, corrigiendo, cayó en la nada, en esa nebulosa de volverse recuerdo. Cumplió entonces un adagio menos triste, no cristiano: “¿Cómo querés que te sorprenda el fin? Al marino navegando, al labrador labrando.”

Próxima primavera

Un viento agita las hojas de este mes, de día cálido, de noche helado, y trae del futuro la estación que abre todas las inclemencias de la belleza física. El cielo a la distancia ya parece demasiado claro, celeste metalizado, en las planicies de pasto amarillo, en medio de los edificios universitarios que imitan casas regionales, europeas, los árboles son como intrusos que mueven los brazos para avisar: “ya viene, ya está acá la primavera”. Todo se desviste y empieza a surgir de mi negación del tiempo y de la muerte reducida a idea su ansiedad destructiva. Lo que vive no reconoce su cara en el espejo que soy yo, mirándolo. Pasan debajo del sol al mediodía chicas que fijan la vista en el suelo para que la tierra no les entre en los ojos. Mi cuaderno me prepara y reclama con su ritmo la atención paralela, la agudeza de algún sentido. ¿Soy de verdad el que escribe los borradores de más y más libros pero que sólo quiere la risa o el tiempo de personas precisas? Mi máscara se agrieta para tocar el yeso de los gestos idóneos y el desdén ágil. Arrecian las ráfagas

afuera del bar: arbustos de todos los verdes mueven múltiples dedos, forman letras propias para septiembre. Entonces puedo formular mi deseo de buena suerte: todo lo que ha nacido es necesario y es bueno el clima para que sigan naciendo niños, gatos, florcitas y proyectos de poesía. La duración es un efecto de pura prosa. Cada instante parece prólogo pero en el medio, en pausas, brillará este contorno luminoso que las palabras no dicen y señalan. Yo indico el centro de lo vivo en estado de percepción; que empiece ya la temporada de los brazos desnudos en las noches reducidas a tul de estrases efímeros.

Ornitología

Una llovizna intensa enfría los anuncios del final del invierno, pero el último día en que sentí la presencia del sol, estábamos cerca de un arroyo en las sierras, visitábamos a una amiga muy joven que se instaló a vivir ahí, y mientras caminaba pisando el pasto, la tierra y las piedras, vi un pajarito de pecho amarillo, busqué en mi muy escaso repertorio biológico y exclamé, en silencio: “un benteveo”. Me acordé del origen puramente imitativo de su nombre, dicen que su canto anuncia: “¡bicho feo!”, o bien que está llamando a un público cautivo del suntuoso color de su camisa. No hay mitos para él, pero pensé en los pájaros saltarines que insultaron tantos refranes y tantos versos, en el lujo de todo conjunto innumerable. No es una explicación decir que los bípedos cantan para reproducirse o que sus plumas atraen a una pareja que se asombra por el riesgo de aquella exhibición. No busca nada, no sabe, está en el aire como una hoja, está en su mundo amarillo del pecho que se hincha y en mi cabeza está, es una palabra que alitera furiosamente con el nombre

de otro pájaro vistoso: la abubilla, que fue un marido cruel y recibió un castigo incontable, por eso ahora vuela como un borracho y no pronuncia nada demasiado melódico. En cambio, vos, benteveo, que naciste acá, donde yo aprendí a hablar, me llamaste en el azul y el verde de la tarde que parecía confirmar nuestro derecho a estar presentes: la amiga conversaba sobre cuestiones de arte con mi esposa y nuestro hijo corría por el campo. Tomaste un sorbo de agua en la pileta de fibra de vidrio y saliste volando a repetir tu forma en otra parte. Te vi bien, te obedecí, y ahora escribo no para ejercitar la mano alzada sino por devolver al sinsentido el roce de los labios que se juntan en este pensamiento. ¿Será así la respuesta al proverbio de tener en la cabeza pájaros? Quizás sean apenas sílabas, ben-te-ve-o, a-bu-bi-lla, formas de pluma suave, inaccesible, que volverán cuando la lluvia pare.

Primer amigo

El sol caía sin sombras como sólo puede hacerlo en la calle de un barrio cuyos árboles nuevos tienen poco follaje, yo estaba con mi único amigo de seis años y nos dio miedo la llegada a la cuadra en la que vivíamos de un grupo de gitanas, matronas de polleras coloridas que tocaban los timbres y pedían o daban vagas promesas. Mi casa y mi pieza quedaron tras la banda de mujeres que mendigaban en broma y corrimos los dos a casa de mi compañero de infinitos juegos, sobre todo de indios y vaqueros. Nos asustaba, adentro, que la puerta se abriera, que sonara el timbrazo, y aparecieran altas dueñas de un destino para huérfanos que quisieran llevarnos. Por la noche, o en mi recuerdo es noche porque el miedo estiraba la tarde, llegó al fin mi padre joven a buscarme y me llevó en sus brazos. Y no mucho después vendría la mudanza y nunca más vería de nuevo a mi primer amigo. La escena está aislada, casi no tengo más que la sensación de su amistad continua desde que empieza todo, en las primeras imágenes que tal vez invento. Pero

sueño que al despedirme desde arriba de los hombros paternos, me doy vuelta y una voz inaudible me decía: “si te das vuelta, nunca vas a poder acordarte de su cara, del afecto indestructible que le tenías”, pero yo igual miro. Trato de retener algo de su hospitalidad, su inteligencia, y recuerdo su nombre. En la otra casa, lloré un año pensando que el destino nos había separado y que estábamos en dos orillas del río enorme que es una ciudad a los seis años. Lloré mientras hacía amigos nuevos, algunos que vi crecer y que cubrían de dicha las formas de mi memoria; escuchaba canciones cursis sobre las amistades y me brotaban lágrimas calladas como sólo podrían salir de una cabeza que no conoce el arte: “cuando un amigo se va, queda un espacio vacío…” Pero era yo el que se iba, me había ido a ser lo que siempre fui, para ser siempre el que se estaba yendo. Sólo queda el impulso, me olvidaba día a día de su sonrisa, su voz, me aferraba al nombre, al sobrenombre, al silabeo que comprobaba a ciegas que no había sido un sueño nuestro juego. ¿Qué es tener un nombre? ¿Qué llamaba entonces?

Algo como un destello, gritos en la calle, ruidos de zapatos y la luz amarilla que daba sombras al comedor de diario. Y yo digo su nombre por penúltima vez, y ojalá hayas tenido buena vida, como la mía, querido amigo: “Luli”.

Amigo ruso

¿Qué hace tan rítmico el ruido en mi cabeza que enumera unos cuantos nombres raros como si las sílabas hubieran sido un puro azar? Sopla el viento caliente de noviembre cuando su cumpleaños llega a nueve, con su rima invertida, y no entran en el verso mis cuarenta y ocho; una nube de polvo se levanta y hace que tiemble la bolsa de nailon y las hojas del libro afrancesado de un poeta que dijo, hace cien años: “Ancho viento de Orfeo, ya te vas a regiones marinas, a sembrar lo que siempre existió”. Y me olvidaba del yo inútil, me perdí pensando en un bosque de piedras de juguete que un soplo de once sílabas eleva y ninguna es pesada en un subsuelo para llevarla una y otra vez a la loma prosaica. Antes de irse mi amigo se imagina una caverna cerca del mar, azul, húmeda y fresca. “¿Será verdad que soy real, y que la muerte realmente llegará?” Llegó y no la viste, te callaste con la palabra “laurel” en la boca y no sé si mi idioma va a tener algo para decirme si me toca

darme cuenta del último minuto.

Un amigo que escribe

Hace treinta años hablamos una tarde en la universidad, pero se pierde ese recuerdo, justo, ya encubierto por docenas de siestas similares y de noches hablando de literatura. Él tenía una biblioteca de poesía y prosa del presente, del país: en su pueblo interior había tenido una vida de libros y un par de años antes había desertado del estudio de la filosofía. En cada clase ahogábamos la risa al escuchar las tonterías de los profesores y a la noche tomábamos cerveza para discutir cada renglón, cada título encontrado en revistas imposibles o ediciones porteñas que un milagro nos había traído. Los dos escribíamos sobre todo poemas o fragmentos de futuras novelas sin futuro y pensábamos que al menos acá, en la provincia absurda que nos toca, cambiaríamos algo. Él tenía más claro su objetivo, estructuraba los versos en un estilo mental y no trataba de contar anécdotas. Un día entramos al diario local para escribir reseñas y sufrimos

la nueva disciplina, él reemplazó su dosis semanal de fragmentos o versos por esa obligación. Nuestras lecturas teóricas avalaban el papel de la llamada crítica. De a poco yo fui escribiendo más y más poemas, y ensayos, y una maniática carrera de profesor me fue haciendo su presa. Me casé y ya nos vimos algo menos: él esperaba una visita mía como una conexión con cierto mundo que no le estaba destinado. Y no eran solamente los libros, la vida no los trae casi para nadie, sino también el amor y los hijos que no tuvo como los poemas que dejó de escribir. Teníamos veinte años de amistad, de leernos, aunque las últimas veces en que me escapé de la semana más habitual y nos tomamos varias cervezas, siempre el segundo vaso o el tercero le daban la razón para lamentarse o reclamarme mis ausencias y sus vacilaciones. Y sin pensarlo mucho fui dejando que se acumularan meses en el medio de nuestras ya reiterativas entrevistas. Hasta que me propuso un plan de libro colectivo, que él recopilaría con un farsante y que iba a contener

epitafios de autores aún vivos y uno era yo. Le mandé entonces un simulacro de inscripción antigua: “Caminante o lector, decí mi nombre porque viví una vez y traté siempre de hacer lo mejor que podía, intenté escribir algo todas las semanas, y dejé hijos lindos que mejoran la apariencia del mundo y el carácter opaco del futuro”, o algo así. A él no le gustó, le parecía que no había hecho el esfuerzo necesario. Le contesté que mucho no me atrajo su propuesta antológica y necropolitana. “A vos nunca te interesa lo mío” –surgió el reclamo– y entonces me di cuenta que ya no éramos un libro para el otro y le respondí mal. Quizás hubiese debido entenderlo. Después de todo sin él no existirían mis primeros poemas y quizás el resto: si creciste en un barrio cualquiera, ¿quién te dice que serás un poeta?, ¿cómo saber si las cosas que hiciste valen algo o nada? La duda entre nosotros, los que fuimos alguna vez un deseo de escribir, es nuestra mejor definición, o casi. La otra es un viejo pecado, ahora virtud, una sobria soberbia. Ya pasaron como diez años más. Nos saludamos,

o al menos yo lo saludo si él me esquiva, en algún esporádico evento, alguna presentación de libros. Me sorprende su rencor prolongado cuando evita decir mi nombre en sus informes planos de prensa. Pero vuelvo a saludarlo con un beso y en verdad le deseo paz y felicidad, él sigue siendo un chico en busca de arte y en su tiempo nada envejece y nada se recobra. Trato de retenerlo en los encuentros casuales, preguntarle lo que hace pero veo en su cara la impaciencia por irse, su anhelo de inventarse otro lugar donde no importa la literatura sino su afán. “¿Seguís dando talleres?” –le pregunto y llega otro y él se da vuelta, no dice una palabra más, y me deja clavado con mis libros, deriva como siempre por el lago del resto de su vida, lleva a bordo sus evasiones y las mías. Sólo espero que no sufra, que las musas protejan su inocencia sin objeto.

Amigo al que veo poco

Darse vuelta es un signo del olvido y de su aceptación. Así el que mira atrás para escribir algún recuerdo va cortando las cuerdas que subían desde el fondo y nunca más verá los ojos de los otros del pasado. Aunque pueda encontrarme con sus cuerpos de tipos cincuentones, las sonrisas adolescentes del par de chicos que estaban siempre conmigo, los pocos diálogos, la música de vanguardia industrial, la eterna espera de que pasara algo y que la vida desenrollara su farsa, no pueden volver sino en la réplica del verso que avanza de costado. El que no quiere verme quizás halló su descontento en la fea palabra “intelectual” y en el agotamiento de un impulso de escribir cuentos. El primero o el último tenía un personaje con mi nombre de pila, pero le pasaban cosas extravagantes, sus fantasías falsas que ni siquiera deseaba el que escribía. No puedo regalarle mis libritos porque tal vez la escena de la mano estirada con ese prisma impreso se grabe en su cabeza como un mito: Orfeo deja a Sísifo en el pozo

y le da toallas húmedas que sequen su frente transpirada. Pero ahora escribo lo que un día quizás lea y repito mi lema: “Sísifo somos todos”. A solas, sin un cómplice, en silencio me hundo en lo que traduzco, en otro idioma de agua dulce, que quiere decir suave, donde busco senderos. Cada frase da un paso cierto y falso al mismo tiempo, que desea estar vivo y que tan sólo titila en su esfera ambigua. Estoy atado a la mesa, cierro un rato los ojos y aparecen las luces, ¿serán señas del autor que murió? ¿O exactamente nada más que palabras? Nada más que montones de imágenes privadas que la mirada barre sin sentido, espirales de humo que hace el sol afuera de mis párpados. Más raras y menos luminosas, las presencias de algún otro, callado, que prepara en su cabeza un chiste mientras toma uno de los tres vasos. Sigo hundido en preguntas que no abren ningún signo: por ejemplo, ¿qué hacer con ese verbo en esa frase trunca? Tiene un ritmo y no existe en las lenguas conocidas. A mí, a vos, a él, se nos indica la amistad en un tiempo que no existe ahora que lo decimos. Estas hojas

se siguen arrastrando con el aire caliente de la notebook. Y otra frase me hace leer de nuevo, soñaría que traduzco la risa de quince años compartida, el habla de otra parte, de ningún lado y que sin poder vernos está en lo más profundo de nosotros.

Dos amigos del barrio

Los altísimos plátanos de hojas grandes y pelotas plumosas amarillas me sorprendieron. En el otro barrio no había árboles tan viejos. Entre troncos pálidos y con cáscara, otros menos espigados, oscuros, sostenían copas redondas de un verde más denso y apenas asomadas tras el velo o el ramillete de hojas, pelotitas verdes en primavera, que en verano se volvían como pasas, amarillas, rugosas. Seguro a los seis años no sabía que su nombre anunciaba: “paraísos”. Y en un momento fueron proyectiles para lentos combates en la cuadra, donde a dos casas de la que ocupaba con mi familia vivía otro chico más o menos de mi edad y mi estatura, que un día llegó a buscarme junto a otro, morocho y alto, y los dos me invitaron a jugar en la calle. Después supe que era un antiguo hábito barrial tratar de sumar niños que llegaban en los contados acontecimientos que traen las mudanzas. Pero entonces hablamos muchas horas, otros días serían para guerritas y partidos de fútbol improvisados, con amigos

de la esquina, a la vuelta y la otra cuadra. Los tres hablamos sin saber de qué, nos gustaba sentarnos en las siestas sobre el cordón de la vereda y dar nuestras versiones de películas o impugnar supersticiones varias. Otras veces entrábamos al porche de la vieja casona donde me tocó vivir y desplegábamos arduos juegos de mesa o de azar: tableros, cartas, figuras pintadas. Un chico bajo de ojos claros, otro más alto y desgarbado me ofrecieron una amistad basada en el humor, cierta locuacidad y ciertas ansias de inventar o fantasear. Tampoco yo puedo reconocerme en el recuerdo de siestas calurosas en esa calle nuestra que no sabía nombrar, que en el cartel era como una invocación: “oh, campo”, que se reía de felicidad. Los tres a la mañana en sus colegios teníamos otros mundos, pero cuando terminaba el almuerzo nos buscábamos para ver qué pasaba, qué otra cosa ocurría en cabezas tan despiertas, un poco disconformes y otro poco chistosas. De lejos podía llegar un rumor sordo sobre clases sociales, aunque el barrio lo reducía a simples vanidades todavía remotas: ropa, acumulaciones

de los padres que siempre eran extraños para lo que llamábamos “la barra”. Ahora sé lo que hacen, ya tenemos los tres cincuenta años, se diría, ellos saben que escribo, si se acuerdan, nunca hasta ahora les agradecí la década feliz que me brindaron como una bienvenida hecha de ramas de frutos del paraíso y plumones picosos de plátanos no escalables; no querían asustar al chico nuevo en la cuadra, soñaban con un tiempo de hospitalidad pura, en cada casa, donde no había un viejo, había un amigo. La luz atravesaba árboles de cien años y tocaba con gracia a los tres chicos hablando en la vereda sin querer hacer nada.

Relaciones sacramentales

Querido amigo, cuando miro atrás veo mi húmedo descubrimiento de tu ciudad adoptiva, y allí eras una posibilidad de charla, una atención y en tus ojos brillaba la memoria del campo entrerriano. Ningún olvido te afectaba, aunque entonces casi nadie decía tu nombre en el país natal. Tu voz aguda se alzaba en puntuaciones para una corriente que iba dando saltos de alegría: el recuerdo de un árbol que filtraba el origen de la luz, o el rumor de una fuente parisina que tal vez se había hecho antes que nuestras llanuras tuviesen nombres. O los tenían y ahora vos tenés que inventarlos. Yo era un chico y no te dije en la cena hace ya veinte años que me parecías un poeta tan grande como los ríos de tu zona y como el otro que no salió nunca de ahí. Pero también tu prosa se vertía en frases líricas y cada una necesaria, lenta, como si hubiesen de soñarse por milenios. Era una calma espléndida la tuya, una forma de guardar el mundo, ríos, bollos de papel, granza y polvo de ladrillo, las comidas rituales, camposantos antiguos que susurran misteriosos cantos, cosas griegas

y pasto, brotes, la infancia siempre de vuelta en las carreras del final del pueblo. La segunda vez que fui también hablamos dos o tres veces y te vi contento en una feria de poesía porque unos loquitos canadienses te habían dedicado su revista de jóvenes promesas. Rara vez te quejabas del estado charlatán de los murmullos, la figuración, más bien tratabas de reconocer la continuidad viva que escribía en los nuevos libritos, en silencio te decías que sí, que nunca dejaría de haber otros, naciendo, meditando al otro lado del mar, adonde ibas apenas agarrabas tu pluma parisina y enlazabas tu letra de elegancia primaria, aprendida en escuelas que no existen. En ningún poema dijiste lo que se insinuaba en las obras reunidas, en la edad: “yo que estoy por morir”. Pero lo hiciste. Sería una cita clásica y me causó cierto temblor. París significaba visitarte. Tu silueta flaca incitaba a escribir. Te mandé algunas cartas y me reí mucho con una tuya que hablaba de mis hijas que empezaban a caminar y vos contabas que entonces había que subir más altos los adornos, los libros, los retratos, fuera de sus curiosas

manos, “como si fuera a venir la inundación”. Pero prestá atención –aunque decirlo sea imposible–: llegará un día, en el campo donde naciste, cerca de tu pueblo, habrá una chica joven caminando al lado del arroyo, un afluente llamado Calveyra que se apura a través de las cañadas y que no importa en cuál de los dos grandes ríos de tu provincia desemboca. Y ella les dirá a sus hijos: “¿No es hermoso? Tiene el nombre de alguien que nació en el pueblo y en su niñez se bañó varias veces acá. Después se fue a París donde vivió y escribió hasta el fin de su vida. Pero siempre se acordaba del sonido del agua y los chistidos de pájaros e insectos. Era un buen hombre, sabía que aún persistía la claridad en el medio de la violencia de la edad oscura. Y el hermoso arroyo que él vio todavía fluía en sus venas, allá, como lo hace en las nuestras, también fluye en nuestros ojos y fluye en el tiempo, nos hace parte de sí y de él. Esto es lo que se llama, chicos, dicen, una relación sacramental. Y es lo que hace un poeta, chicos, es alguien que crea relaciones sacramentales”. Sé que le escribo a un muerto, Arnaldo, pero seguís siendo

una voz para mí. Con el cariño y la admiración que duran para siempre.

El plátano

¿Puedo decir que voy hacia un lugar en donde nunca estuve? En esa esquina de la avenida que cruzaba el barrio y a pocos metros de la casa grande que ocupábamos, mi mano de doce años escribió el nombre que todavía tengo. Pero antes, quién sabe cuánto tiempo antes de querer ser el mundo entero, la historia, el miedo y el deseo engarzados en una firma impracticable, cuando mis dedos eran tan chicos que apenas sabían envolver un lápiz o enfilar la esfera de una birome, habrá tocado la corteza de los plátanos altísimos de esa cuadra, la cuadra. Ahora vuelvo a ver las copas grandes de color verde claro que murmuraban o hacían silencio para escuchar la charla de unos niños de siete u ocho años, sentados a la sombra amistosa de esos viejos árboles. No sabíamos cómo se llamaban, eran los que en verano daban sus ovillos de semillas pilosas que se vuelven “pica-pica” y se adhieren a la piel transpirada hasta que sólo un baño te los despega. Pero en este momento sé que existen en todas las ciudades, que los siembran, que más precisamente

les dicen “hispánicos” o “plátanos de sombra”, y que tienen un rasgo distintivo en sus cortezas, que se descascaran. Es como si renovaran la piel de su madera esbelta y sin embargo dura. El niño distraído que fui tocaba con sus dedos curiosos las placas leñosas de diferentes tonos, marrones, claroscuros, hasta fondos casi beiges, mientras hablaba y escuchaba las vidas impacientes y las risas de su grupo de amigos. ¿Es posible que a través de esas capas de corteza mi mano ahora toque mi otra mano y la que creció busque ahí su principio en el plátano insólito e intacto? En vísperas de escribir y de sentir, a punto de adquirir cierta conciencia de ser un cuerpo y de que sólo el tiempo lo va cubriendo de años invisibles, rascaban mis uñitas poco limpias un trapecio de cáscara, y debajo, más abajo seguía estando el árbol que tal vez creció un poco. Pero yo toco arriba de mis hombros, me intento acordar de ese niño pensativo, temerario y miedoso al mismo tiempo; y lo toco en el fondo de este plátano que es el testigo de mis movimientos o tal vez mi mano actual y la del chico atestiguan ahora la firmeza tranquila

de su existencia. La calle cambió mucho o yo no reconozco las fachadas, sólo vos, árbol nuestro, sos mi yo perdido.