Guillermina Bravo

Guillermina Bravo: Ha dicho, por ejemplo, que la danza es su vida. Y si algo se le reconoce a Guillermina Bravo –“la Br

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Guillermina Bravo:

Ha dicho, por ejemplo, que la danza es su vida. Y si algo se le reconoce a Guillermina Bravo –“la Bravo”, “la bruja”, “La gran abuela de los bailarines”— es precisamente eso: que su vida toda ha sido la danza, que no se ha dedicado nunca a otra cosa que no sea esa disciplina “cruel, horrible y elitista por naturaleza”, como ella misma la ha definido. Guillermina Nicolasa Bravo Canales nació el 13 de noviembre de 1920 en Chacaltianguis, Veracruz. Ha sido bailarina, coreógrafa y docente; defensora del arte como un instrumento crítico y político; fundadora —junto con un grupo de bailarines y coreógrafos— del Ballet Nacional de México y del Centro Nacional de Danza Contemporánea; ganadora del Premio Nacional de Artes en 1979 (premio que por primera vez se le asignaba a una mujer y por primera vez a un creador de la danza), y distinguida con el Doctorado Honoris Causa por la Universidad Veracruzana en 1996. Ha montado obras memorables, como Apunte para una marcha fúnebre (1968), en alusión a la masacre de Tlatelolco, y, al mismo tiempo, como todos, caído en equivocaciones rotundas, como aquella de no montar Carmina Burana nada más porque no le gustaba. Pero también, ha sido madre con un poco de culpa —según le contó a César Delgado— porque sus “hijos vivían muy abandonados [...] desde el punto de vista práctico”: “Al mismo tiempo que me dedicaba a la danza tenía que atender a mi hija, y después a mi hijo, en medio de unas pobrezas tremendas. Además mi marido, como militante político, a cada rato iba a dar a la cárcel. Pero yo jamás faltaba a un ensayo ni a una clase. Atendía a Sánchez Cárdenas en la cárcel por un lado, y a los hijos por el otro... y hasta al gato. No te puedo decir cómo, pero lo hacía; no había otro remedio”. Para quien no la conoce, el nombre de Guillermina Bravo aparece siempre con una especie de gravedad canónica: como una pieza monumental. Para algunos de sus alumnos, es más bien una figura muy exigente, bastante severa. Para sus enemigos, que son muchísimos, según lo reconoce ella misma, es una bailarina que tiene lo que no merece. Pero para sus amigos y conocidos más cercanos, Guillermina Bravo “es un trozo de desesperante humanidad”, “una mujer sencilla, sin ornatos ni artificios”, y sobre todo, alguien que “nunca descansa y siempre tiene la respuesta más inteligente, la más agresiva en la boca”, escribió alguna vez Alberto Dallal, uno de sus más entusiastas y constantes admiradores. A Querétaro, Guillermina Bravo llegó en 1991. Algunos dicen que su llegada se debió a una especie de exilio, pero ella, contundente, responde una y otra vez: nada de exilio, el objetivo era claro: profesionalizar la danza contemporánea; además, de que dice sentirse muy bien en Querétaro, eso sí, “a pesar del calor y de no tener un teatro”. Y es que, esto último, es quizá lo único que le falta por hacer (además, claro, de sacar a flote el Centro Nacional de Danza Contemporánea que, hoy en día, y con todo y los reconocimientos que se le hacen, más bien avanza en números rojos): un teatro de artes escénicas en forma, bien montado, no sólo porque es necesario en el sentido artístico y cultural, sino también porque siente que es algo que le debe a un lugar que le ha dado, y nos ha dado, mucho. En fin, como dijo Bárbara Alvarado, “Esa es Guillermina Bravo”.