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INDICE PROLOGO I. FUGGER EL RICO: organizado! del Capitalismo II. JOHN LAW: el mago del dinero III. LOS ROTHSCHILD: los banqueros imperialistas PRIMER INTERMEDIO: I. Cosimo de Medici II. Sir Thomas Gresham. III. Jacques Coeur. IV. El arte y la industria del afeite. v. los escritores como negociantes. IV. ROBERT ÓWEN: el reformista V. CORNELIUS VANDERBILT: el Rey de los ferrocarriles VI. HETTY GREEN: la avara SEGUNDO INTERMEDIO: I. Avaros. II Pobreza VII. MITSUI: el dinasta VIII. CECIL RHODES: el constructor del Imperio IX. BASIL ZAHAROFF: el hacedor de guerras TERCER INTERMEDIO: I. Hugo StiNNES. II. Fortunas territoriales. III. Fortunas dinásticas X. MARK HANNA: el político XI. JOHN D. ROCKEFELLER: el constructor XII. J. PIERPONT MORGAN: el promotor

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JOHN T. FLYNN.

GRANDES FORTUNAS. HISTORIA DE DOCE HOMBRES RICOS. PROLOGO. Lo que sigue en este volumen es evidentemente una serie de ensayos biográficos. Estos ofrecen los contornos de las vidas de once hombres y una mujer. Y son presentados como doce fortunas significativas desde el Renacimiento. Habría sido muy sencillo hacer una selección algo diferente. Podía haber elegido a uno de los Médici, a Sir Thomas Gresham o a Jacques Coeur, en vez de a Jacob Fugger, en la aurora del sistema capitalista. En un período posterior podía haberme referido a los hermanos Páris o a Samuel Bernard más bien que a John Law. Podía haber elegido a Ouvrard, el financiero de la Revolución Francesa y Napoleón lo mismo que a los Rothschild. Alguien preguntará qué excusa puedo alegar para haber incluido a Cornelius Vanderbilt y no a John Jacob Astor, a Mark Hanna y no a Carnegie, a Hetty Green y no a Jay Cooke o Jay Gould. ¿Y qué motivo puede haber para dejar fuera a Henry Ford, Andrew Mellon y los Du Pont? En el curso del libro espero dejar en claro para el lector el motivo que me ha llevado a elegir esos nombres. Después de todo, el reparto de personajes de esta o de cualquier otra obra que tenga el mismo fin debe ser determinado de acuerdo con algún principio central de selección. Pude haberme limitado a elegir una docena de las fortunas más grandes, en cuyo caso habría dejado de lado no sólo a Mark Hanna y a Robert Owen, sino también a J. Pierpont Morgan y, en realidad, a casi todos los demás, salvo quizá a Rockefeller, Vanderbilt y Hetty Green. De haber hecho mi elección sobre esa base es posible que no hubiera incluido más que a Rockefeller. Lo que he tratado de hacer en general era escribir acerca de esas figuras de la historia de la riqueza cuyas fortunas fueron, en su conjunto, claramente representativas de los ambientes económicos en que florecieron y cuyos métodos de acumulación de la riqueza ofrecían las mejores oportunidades para describir dichos métodos. He tratado también de situar a esos hombres dedicados a hacer dinero en ciertas épocas importantes, poniendo más énfasis en las últimas. Habiendo elegido a Rockefeller como evidentemente el más importante desde todo punto de vista en el período entre 1870 y 1911, no era posible incluir a Andrew Carnegíe o Philip Armour ni a ninguno de los barones del petróleo de los Estados Unidos o de Europa, por grande que fuera la tentación. Luego de haberme decidido por Vanderbilt no podía, sin repetición, haber agregado a Gould, Huntington, Hopkins o Harriman y a otros muchos reyes del ferrocarril. Una vez elegido mi tema, mi propósito ha consistido en hacer, de la manera más clara y vivida posible dentro de los límites de un solo ensayo, una descripción del sistema económico de la época, de los medios con los cuales se producía la riqueza y de los recursos con que grandes cantidades de 4

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la misma iban a parar a las cajas dé caudales del hombre rico. Me he separado, en parte al menos, una o dos veces, de esa norma de selección. He elegido a Hetty Green porque deseaba incluir por lo menos la fortuna de un avaro y la fortuna de una mujer, y ella combinaba felizmente ambas cosas. En cuanto a las omisiones, he dejado de lado a varios hombres cuyas vidas me sentía fuertemente tentado a examinar. Entre ellos había por lo. menos una fortuna oriental. Había también una o dos fortunas inmensas basadas en la posesión de tierras. Las omití porque, después de todo, me di cuenta de que pertenecían no tanto a las épocas en que aparecieron como a un sistema de vida económica ya caduco o por lo menos en decadencia. En el caso del señor Ford —y esto se puede aplicar a otros varios— no le incluí obedeciendo a la regla de conducta que me tracé antes de iniciar mis estudios: no trataría de la fortuna de ninguna persona viviente. No sólo en mis selecciones, sino también en el método seguido me he guiado por mis ideas acerca de los medios por los que se crea la riqueza y los mecanismos mediante los cuales llega a manos de los ricos. La riqueza es creada por el trabajo, pero por un trabajo dirigido. Es creada por obreros que trabajan con herramientas y reforzada y multiplicada por muchas habilidades, habilidades manuales y mentales. Es creada por ese trabajo mediante la utilización de materiales. En resumen, podemos decir que la riqueza es creada por obreros que trabajan con diversas habilidades y con herramientas sobre materias primas y bajo una dirección. El producto terminado es el compuesto de los materiales, el trabajo común, las habilidades y las herramientas, e incluye todas las dotes tecnológicas de la raza y la dirección de los organizadores. Ningún hombre que trabaje con sus propias manos, con materiales que él solo posee y crea, con herramientas que él mismo ha fabricado, puede producir lo bastante para hacerse enormemente rico. El problema de hacerse rico consiste en apropiarse de una parte —grande o pequeña— del producto creado por la colaboración de muchos hombres que utilizan todas esas energías. Toda la historia de la acumulación de la riqueza consiste en descubrir los artificios mediante los cuales un hombre o un pequeño grupo de hombres pueden apoderarse del producto de muchos hombres, Al principio, cuando no había máquinas, ni dinero, ni inventos de crédito intrincados, ningún hombre podía afirmar su derecho a una participación en lo que habían producido otros hombres, como no fuera declarándose sencilla y escuetamente dueño de los materiales y de los hombres. La propiedad de tierras y la esclavitud humana fueron los primeros instrumentos para la adquisición de riquezas. Y como ningún hombre podía adquirir el dominio de tierras y de hombres suficientes para hacerse rico como no fuera afirmando un poder político de origen divino, encontramos que los primeros hombres ricos fueron reyes. A medida que la sociedad crecía y se desarrollaba, los hombres se fueron haciendo más productivos individualmente, por una parte, y, por la otra, la invención de la moneda y del crédito permitió a los individuos privados alegar derechos sobre el trabajo de grupos cada vez más grandes de hombres. Podemos decir que toda la historia del arte de acumular la riqueza es la historia de la invención ;uinas e instrumentos de crédito. En realidad, las dos fuerzas que distinguen al mundo más viejo y sus espantosas escaseces del, mando más nuevo y su creciente abundancia son la tecnología y d crédito. Los científicos y los doctos fueron añadiendo lentamente un fragmento de conocimiento a otro, un invento mecánico a otro, arrancando poco a poco a la tierra sus recursos no soñados y multiplicando la productividad de los hombres. Al mismo tiempo, los hombres de negocios iban descubriendo y perfeccionando lentamente los artificios del crédito. Comenzaremos con la sencilla transacción consistente en prestar cierta cantidad de cereal de una cosecha de la que debía resarcírseles con la siguiente. Inventaron el dinero como una medida de valor. Empezaron por hacer préstamos de dinero. Luego redujeron la transacción de préstamo de dinero a un documentó escrito y más tarde a un documento escrito que podía ser negociado. El lego que da por supuestos los métodos de 5

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negocio modernos apenas se da cuenta de los inmensos progresos que se ha hecho con esta energía dinámica del crédito. Al principio, cuando un hombre prestaba a otro un centenar de dracmas, esos dracmas tenían que existir en la realidad antes de poder ser prestados. Hemos adelantado tanto que ahora contamos con el milagro moderno del préstamo bancario en el que el dinero es creado en realidad por el mismo acto de prestarlo, de modo que vemos el fenómeno de una nación que utiliza como dinero las deudas de sus ciudadanos. En los capítulos siguientes hemos tenido en cuenta estos hechos. Y a medida que esos ricachos históricos crucen por nuestro escenario espero que podremos verlos tanteando esos inventos de crédito y de intercambio, fortaleciéndolos y refinándolos: el dinero, el crédito, los pagarés, el interés, las letras de cambio, los descuentos, los bancos de depósito, los bancos de descuento, los títulos de propiedad, las hipotecas, los beneficios líquidos, las acciones y obligaciones y, finalmente, los innumerables elementos del mundo social moderno. Mi propósito ha sido presentar las historias de esos hombres y sus épocas de la manera más exacta posible yen términos de nuestra propia época. Tenemos tendencia a pensar en los problemas de nuestra época, con sus depresiones, sus ejércitos de desocupados, sus labradores que reclaman precios más altos, sus pesadas deudas, sus recursos sociales para hacer frente a la pobreza, sus programas y planes, como únicos en la historia. Podemos suponer que las estratagemas con que nuestros dirigentes apremiados han tratado de evitar el destino y el desastre social son completamente nuevos y no experimentados. Pero no es posible recorrer los mercados, las bolsas, las plazas públicas y los barrios bajos de las ciudades viejas y, en realidad antiguas, sin sentirse impresionado por el paralelismo entre sus crisis y las nuestras. Veremos depresiones en Florencia, la lucha de Francia contra la deuda pública en la época de Luis XV, la pobreza que atormentaba a los agricultores y los obreros en la Edad Media, así como a sus soberanos y jefes de gobierno conferenciando y trazando inútilmente programas contra fuerzas que no comprendían y que estaban modificando sus sociedades respectivas. Veremos a los hombres de negocios y a los funcionarios públicos disputando acerca del monopolio, de la fiscalización gubernativa, de los impuestos y la deuda pública; a los obreros reclamando sus derechos y al gobierno gastando el dinero del pueblo. Contemplaremos a los Mesías económicos con sus evangelios de paz y de abundancia a través de todas las épocas, desde Fugger y Law y Rothschild hasta nuestros días. Los hombres se han amotinado a causa de los mismos males sociales, los mismos desórdenes, las mismas indignidades e irritaciones durante siglos innumerables. Por supuesto, este paralelismo puede ser llevado demasiado lejos. La tentación es grande. Y porque ello es evidente, me apresuro desde el comienzo a declarar que he tratado fielmente de no utilizar material alguno que no haya examinado laboriosamente y que no cuente con un amplio apoyo en la historia. Tengo que decir algo más. En el curso de estas historias de hombres ricos han surgido cuestiones y se me han ocurrido cosas que, a mi parecer, debían ser tenidas en cuenta. Pero no podía encontrar el modo de hacerlo sin interrumpir la narración con una exposición de esos problemas que sólo serviría para distraer al lector. He tratado de resolver el caso incluyendo entre algunos de los capítulos ciertos estudios intermedios en los que he hecho breves observaciones sobre las cuestiones y los puntos que me han interesado. El lector los encontrará en esos intermedios dispuestos de tal modo que si se interesa lo bastante por ellos podrá detenerse en su lectura, y si no se interesa podrá pasarlos por alto sin perder ninguna de las partes esenciales de las doce historias siguientes. Febrero de 1941. Bayside, L. L. JOHN T. FLYNN.

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CAPÍTULO 1 FUGGER EL RICO. ORGANIZADOR DEL CAPITALISMO

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JACOB Fugger, apodado el Rico, fué la figura más importante e imponente en la aurora de la era capitalista. Comenzó siendo sacerdote y terminó como el mayor millonario del siglo XVI, el más grande de los aventureros del comercio, el primer organizador de empresas industriales del mundo moderno, banquero de emperadores y de papas, cuyas oficinas comerciales, almacenes y factorías se extendían por todas las ciudades y todos los puertos a lo largo de las rutas comerciales de Europa. Nacido tres décadas antes de que Colón descubriera América, Fugger vino al mundo en un momento en que los hombres veían en todas partes, con angustia, que su sociedad se hallaba mortalmen-te enferma. >Un monstruoso desarrollo interno destrozaba las entrañas del feudalismo. Una nueva serie de huesos, músculos y nervios extraía la vida de los tejidos desintegrados del viejo sistema. social. La vida y el vigor se hallaban ya en la sangre del nuevo sistema que se adueñaría del mundo durante los cinco siglos siguientes y que ahora, a su vez, parece encanecido y débil y siente en sus entrañas los dolores de parto de nuevos sistemas. Los hombres buscaban a tientas otras formas y pautas de vida y otros instrumentos de organización apropiados para ordenar los nuevos métodos. El lucro, el comerciante moderno y la clase media, habían aparecido en escena para desafiar a la ética y la economía escolásticas de Tomás de Aquino, las teorías políticas de Alberto Magno y las técnicas adquisitivas de los nobles bandidos. Y en la organización de los instrumentos comerciales de esta nueva era desempeñó Fugger un papel no distinto del de Rockefeller y Morgan al dar dirección y forma a la nueva civilización colectiva que se iniciaba en América a comienzos de la década del 70. Quizá la sociedad europea no habría podido hacer nada mejor para sí misma que la organización del feudalismo dadas todas las circunstancias de la época. Pero en lo esencial el feudalismo no representaba un esfuerzo de crecimiento. Podría ser descrito como un vasto puerto de refugio al que acudían en busca de seguridad las masas acosadas, muertas de hambre y desordenadas de los primeros siglos que siguieron a la destrucción del Imperio Romano. Era una huida de la violencia y la necesidad. Lo que aterrorizaba a Europa en aquellos años primitivos era el hambre. Hallam informa que de los setenta y tres años de reinado de Hugo Capeto y sus dos sucesores, cuarenta y ocho fueron años de hambre y que desde 1015 hasta 1020 todo el mundo occidental careció casi por completo de pan. Fué un espantoso interregno de barbarie en el que, como dice Hallam, las madres se comían a sus hijos y los hijos a sus padres y la carne humana era vendida "de una manera más o menos encubierta" en la plaza del mercado. Las personas se vendían a sí mismas como esclavas para evitar el hambre. Y en presencia de un hambre persistente se desmorona y cae la corteza exterior de las costumbres civilizadas, dejando solamente al salvaje desnudo que busca ansiosamente alimento. Una libertad precaria le parece poco precio para pagar la seguridad y la comida. Entretanto, muchos de los caudillos más fuertes se dedicaban al bandolerismo. No emancipados todavía de los conceptos éticos de su paganismo nórdico y de la adoración de dioses que eran poco más que bandidos divinos y asesinos celestiales, caían sobre los débiles con esa extraña efusión de crueldad que ha caracterizado al paso del hombre por la tierra desde un principio. El único refugio para el campesino, más débil, consistía en venderse como esclavo a un barón feudal más fuerte. Con el tiempo, sin embargo, este sistema se fué organizando, fortaleciendo y cristalizando. Y era ese sistema el que ahora agonizaba. Iba a ocupar su lugar un nuevo sistema que simbolizaría, no la escapatoria y la huida, sino el crecimiento y desarrollo. El mundo de la Edad Media era un mundo rural en el que los hombres vivían en pequeños grupos de 50 a 500 almas. La unidad era el feudo. Se trataba de un microcosmos comunal formado por un pequeño número de familias reunidas alrededor del castillo del señor. El castillo, la casa de campo, el huerto, los campos, la 8

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dehesa, el bosque eran los constituyentes físicos de esa pequeña sociedad, que se hallaba aislada de todas las demás sociedades. Podía haber alguna aldea, pero ésta formaba parte del patrimonio. Y en algunos pocos lugares podía haber una ciudad. La sociedad existente dentro de ese pequeño cosmos era, en cuanto a los asuntos domésticos, totalitaria. Era una sociedad colectivista, una sociedad en la que el señor era el amo y el estado. El feudo produjo la riqueza creada en la Edad Media. Se trataba de una sociedad organizada para la subsistencia. Y eso era todo lo que conseguía, poco más de lo que consigue una familia en nuestras épocas de depresión. Los campos producían cereal, unas pocas hortalizas (zanahorias, repollos, nabos) y quizá algunos guisantes, habichuelas, cebollas, apio, ajo y perejil. Había probablemente algún huerto de perales y manzanos y una viña. La harina era molida en el pequeño molino del patrimonio feudal y el vino prensado en la prensa perteneciente al señor feudal. Había artesanos que podían ser también labradores y que cambiaban sus servicios por otros servicios o por los productos ajenos. Se hacían muebles, se recogía, cardaba y tejía la lana; se curaban los cueros y se hacían con ellos calzado, chaquetas y cinturones por cuenta de la comunidad. Pero la producción común estaba limitada por la capacidad de los artesanos para hacer cosas con herramientas muy toscas y materias primas muy reducidas. Hay más clases que cosas en las estanterías de un almacén de comestibles moderno que las que se podía encontrar en toda la Alemania de aquel tiempo. Era desconocida toda esa vasta multitud de artículos y mercaderías que constituyen las necesidades del siglo XX. En la América anterior a la depresión había más clases diferentes de llaves inglesas que diferentes clases de mercaderías en el Santo Imperio Romano feudal. Como alguien ha observado, ahora pasa más carga por un solo ferrocarril en una sola noche y en una sola dirección que toda la que pasaba por las carreteras del Tirol durante un año en la época de Federico III. Cuando podía disponerse de todos los frutos de una estación, los habitantes de una comuna feudal vivían una existencia modesta, pero en virtud de una serie de prescripciones y ordenanzas, tributos e impuestos, cierta cantidad de todo lo que se había producido iba a parar a las arcas, los graneros y las bodegas del señor. Pero como el señor sólo disponía de una parte de lo producido por una pequeña población de arrendatarios, todo lo que le correspondía no bastaba para hacerle rico. Sólo los señores que poseían inmensos feudos que comprendían una o dos ciudades, o que disponían de una docena, una veintena o un centenar de feudos, como sucedía en algunos casos, obtenían de sus arrendatarios lo bastante para aumentar sus riquezas. Los más ricos eran, por supuesto, los príncipes que poseían dominios extensos y obtenían tributos de centenares de feudos. En el feudo no había ni podía haber nada de lo que se llama abundancia, y que el político moderno exhibe con engaño ante los ojos hambrientos de sus electores. Salvo la visita del hambre o de la enfermedad, había lo bastante para comer, pero nada más. La vida era indeciblemente opaca. Al patio del castillo feudal llegaban a intervalos el acróbata, el juglar y el mago errantes con sus trucos; el peregrino con sus cuentos, el trovador con sus cantos y sagas, y el buhonero con sus escasas mercaderías y especias exóticas y su charla. Pero se trataba de intermedios poco frecuentes en un mundo opaco y triste. Ese mundo era el que se estaba deshaciendo. Y las fuerzas que lo deshacían eran el dinero, el comerciante y la ciudad. Imaginémonos una pequeña ciudad que forma parte de las propiedades de algún señor floreciente. Dentro de sus murallas hay un revoltijo de edificios toscos, los hogares y tiendas de los artesanos: tejedores, guanteros, armeros, herreros, quizá vidrieros o acaso tallistas en madera y otros obreros; el castillo del señor, con su séquito de obreros, villanos, hombres armados y caballeros. Fuera de las murallas, en algún lugar cubierto, hay un grupo de mercaderes, con sus carretas y banquetas al aire libre. A medida que pasa el tiempo, esos negociantes serviles y desclasifícados levantan sus viviendas, fijan allí su centro de operaciones y al cabo de algún tiempo forman una pequeña comunidad comercial. Dentro hay otros artesanos prósperos que asumen las funciones de comerciantes y venden sus productos y los de sus vecinos a esos extranjeros, así como en los 9

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mercados y las ferias. Con el tiempo, esos comerciantes de dentro y de fuera de las murallas descubren que poseen intereses comunes, que tienen que hacer frente a injusticias comunes, que deben defender derechos comunes contra las exacciones del señor. Se organizan. Y así nace la burguesía; la burguesía y la Cámara de Comercio que ha de heredar la tierra. Esta burguesía exige una voz en los asuntos públicos. Se extiende y crece hasta que devora a la ciudad. Organiza los gremios. Presenta demandas. Arrebata al señor la función de gobernar las ciudades por medio de una carta de privilegio o de la asunción violenta del poder. Reglamenta el comercío, los precios, la producción, la competencia. Casas gremiales imponentes se alzan en las nuevas ciudades de toda Europa. Esos comerciantes se hacen moderadamente ricos. Construyen edificios más sólidos junto a murallas más inexpugnables. A mediados del siglo XIV ya casi desafiaban el poder de los señores feudales. Y así, no sólo sentaron las bases de la ciudad moderna, pusieron en movimiento la economía monetaria e iniciaron el sistema capitalista, sino que también crearon las primeras técnicas rudimentarias del gobierno representativo, aunque pasó mucho tiempo hasta que esa clase de gobierno llegó a ser popular. Así nació la ciudad moderna y de ella nació a su vez el ogro que devoró la filosofía, la ética, la esclavitud y los medios de vida del sistema medieval casi congelado. Y así surgió en el mundo una nueva clase de hombre rico. El rico del sistema feudal era el señor hereditario que en un mundo fuera de la ley daba al campesino y al burgués protección y orden a cambio de una parte de lo que éstos producían. Se quedaba con parte de su producción y de su trabajo directamente, y en algunos lugares llegaba a quedarse con el fruto de tres días de trabajo de cada seis. Exigía impuestos y tributos, y casi todos los acontecimientos de su propia vida así como los nacimientos, casamientos y muertes de sus vasallos eran excusas para imponer una nueva gabela. Pero poco a poco iban afluyendo el oro y la plata a ese mundo del trueque. Europa fué desviándose gradualmente hacia la economía monetaria, con consecuencias que no podían prever sus incultos filósofos sociales. Y a medida que se extendían las ciudades comenzaron los mercaderes a . acumular dinero a cambio de un servicio completamente diferente del que prestaba el señor feudal. Al cabo de unos pocos siglos se apoderarían de la tierra y la harían girar alrededor "del eje resonante del cambio", hasta que un día surgiría una nueva fuerza que amenazaría al hombre de empresa como él había amenazado al señor feudal en otro tiempo. 2. Más o menos por esa época, en 1380, un sencillo tejedor suavo llamado Hans Fugger abandonó su aldehuela de Graben para probar fortuna en una de esas ciudades en desarrollo, la ciudad libre de Augsburgo. Al final de su vida era todavía tejedor, pero más comerciante que tejedor, pues compraba algodón en rama .en Venecia para él y sus vecinos y vendía su fustán y el de éstos a otras ciudades. Cuando murió le sucedieron sus dos hijos, Andreas y Jacob. Estos formaron con el tiempo dos empresas separadas y, en realidad, dos dinastías separadas. Se convirtieron respectivamente en los jefes de dos casas Fugger: los Fugger Corzo y los Fugger Lirio. Los Fugger Corzo, encabezados por Andreas, prosperaron en un principio, pero luego desaparecieron rápidamente de las crónicas de la época. Los descendientes de Jacob se convirtieron en los Fugger Lirio (llamados así a causa de sus blasones). Jacob creó un negocio floreciente, se casó con la hija de un tal Franz Basinger, un comerciante próspero y director de la Casa de Moneda, y se instaló en una hermosa casa de la calle principal de Augsburgo, frente a la sede del gremio de los tejedores. Cuando falleció en 1469 ocupaba el séptimo lugar entre los ricos de la ciudad. Jacob Fugger II, su hijo más joven, había nacido el 6 de marzo de 1459 en aquella casa imponente. Tenía dos hermanos mayores, Ulrich y Jorge, quienes trabajaban ya en el escritorio de su padre cuando éste murió. Ulrich tenía en ese tiempo 28 años y Jorge 16. Jacob no tenía más que 10. Pero tenían la suerte de contar con una madre inteligente que era también una excelente mujer de 10

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negocios y podía dirigir a sus hijos cuerdamente hasta que ellos pudieran manejarse por sí solos. Sin embargo, Jacob fué destinado al sacerdocio. Llegó a hacer sus primeros votos y era prebendado en Herrieden cuando su viril madre decidió que dejara el templo por la oficina comercial. Abandonó la catedral de Franconia y fué a hacer su aprendizaje a Venecia. En 1478, a la edad de diecinueve años, volvió a Augsburgo y ocupó su lugar como socio en el negocio que llevaba entonces el nombre de Ulrich Fugger y Hermanos. Por lo tanto, Jacob no partió de la nada. Inició su carrera de hombre de negocios como socio de una empresa muy floreciente. Su hermano Ulrich, administrador muy capaz, había ampliado mucho el negocio y establecido, en realidad, relaciones con la Casa de Habsburgo, que más tarde iba a tener tanta importancia en la carrera de Jacob. Había fundado ya sucursales de la casa en una docena de ciudades comerciales europeas y se había establecido como recaudador de las rentas papales en Escandinavia. No obstante, aunque Ulrich y Jorge eran negociantes muy hábiles, las facultades intelectuales de Jacob eran de primer orden. A pesar de su juventud, no llevaba mucho tiempo en la casa cuando su influencia comenzó a afirmarse. Antes de terminar el siglo XV Se había convertido en el jefe de aquella empresa que crecía rápidamente. Era uno de esos hombres que no sólo poseen grandes talentos, sino que los muestran en su porte y su semblante. Tenía la manera de ser imperiosa y el rostro jupiterino que caracterizaron al mayor de los Morgan y que hacían que los cazadores de dinero inferiores temblaran en su presencia. Poseía esa vitalidad inagotable, ese temperamento tranquilo y sereno y ese inmenso talento para la organización que caracterizan a los grandes capitanes de la industria de nuestra época. Durante su vida fué atacado con diversos grados de furia como monopolista, enemigo de los intereses alemanes, cazador egoísta y codicioso de beneficios, enemigo de las normas morales establecidas por la Iglesia y el Estado. Lutero le denunció en numerosas ocasiones. Y en verdad, el destino le llevó a Fugger a verse envuelto en aquella fatal aventura de las finanzas papales que precipitó la revuelta de Lutero. Pero a través de todo ello conservó la perfecta compostura del hombre que se cree a sí mismo instrumento especial de Dios. Así como un santo industrial posterior, John D. Rockefeller, decía: "Dios me ha dado mi dinero", así también el piadoso y adquisitivo Fugger decía: "Hay en el mundo muchas personas que me son hostiles. Dicen que soy rico. Soy rico por la gracia de Dios, sin daño de hombre alguno". Habiéndose iniciado como teólogo y luego como comerciante, llegó a ser sucesivamente banquero, organizador de empresas industriales, industrial y estadista comercial. Era un dinasta. Pero no sentía la ambición de fundar una familia de rentistas nobles e improductivos. Contemplaba con pura satisfacción la función del empresario y el beneficio de que éste vive. Rechazó la sugestión de retirarse a la vida tranquila y cómoda con la observación de que "deseaba seguir obteniendo beneficios todo el tiempo que pudiera". Su ambición consistía en crear una dinastía rica y poderosa de banqueros e industriales. Se asoció con príncipes, emperadores y papas, pero nunca se jactó de ello. Podía escribir a un emperador que le debía dinero —el potentado más poderoso de Europa— para recordarle que debía su corona al apoyo financiero de Fugger, que su Majestad le debía dinero, y pedirle que "ordenase que el dinero que yo he prestado, junto con el interés que devenga, sea reconocido y pagado sin más demora". Vivía en plena magnificencia, rodeado de objetos de arte valiosísimos y de la biblioteca más grande de Europa, y contaba con una serie de propiedades que él juzgaba apropiada para un gran príncipe del comercio. Después de su muerte, el capital de la compañía Fugger, de acuerdo con un inventario hecho en 1527, alcanzaba a 2.021.202 florines oro. Y veinte años después (1547) la casa, bajo la dirección de su sobrino Antón, un hombre de talento vulgar, poseía un capital de cinco millones de florines. 3. La base de la fortuna de los Fugger fué, por supuesto, el comercio. Durante mucho tiempo los grandes comerciantes se habían codeado con los enjambres de buhoneros que pululaban por Europa. 11

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El carromato del buhonero había ido dejando las huellas de sus ruedas a lo largo de nuevos caminos, y estos caminos, junto con los restos de las antiguas carreteras romanas, se convirtieron en el sistema nervioso del Renacimiento. A lo largo de esas rutas comerciales se alzaron nuevas ciudades y las viejas adquirieron una vida nueva. Se formaron compañías de transporte y se abrió a la navegación nuevos canales. Esos buhoneros cambiaban la faz y animaban el corazón y los pulmones de Europa. Hicieron posible que el colmenero de algún feudo remoto de Turingia cambiase su miel por unas pocas onzas de pimienta o canela procedentes de las islas de Asía. Gracias a sus expediciones a caza de beneficios y moneda, le fué posible al tejedor de fustán de Augsburgo comprar el producto del platero de Florencia, las sedas de Venecia, los brocados de Lahore y los perfumes de Alejandría. Dos grandes corrientes comenzaron a fluir por toda Europa: una corriente de mercaderías hechas con toda clase de productos de todos los climas; y otra corriente de dinero acuñado en las pequeñas casas de moneda de centenares de pequeños príncipes. Esos tejedores de fustán y de lana y traficantes de herramientas comenzaron a contar con un mercado más amplio para sus mercaderías y a producirlas en mayor escala. Los hombres afluían a las ciudades. El sistema capitalista, con su dinero y sus libertades, se convertía en la doctrina reinante, aunque esa palabra era desconocida y las únicas doctrinas de que oían hablar los hombres eran las que defendían los ejércitos sanguinarios y guerreros de la religión. Hombres como Fugger se iban haciendo una necesidad. Los comerciantes menores, que se movían en corriente incesante por la creciente red de rutas comerciales de Europa, habían dependido hasta entonces de los parroquianos que encontraban en las puertas de las haciendas, en las plazas de los mercados y en las ferias. Aportaban al comercio la utilidad de un lugar fijo. Pero se necesitaba una clase distinta de comerciante a quien se pudiera conferir la utilidad del tiempo y que desempeñase además la función de comerciante al por mayor o intermediario. Esto exigía un talento especial, ese talento que en tiempos posteriores explica Jas grandes fortunas de los primeros Astor, los comerciantes aventureros ingleses; los Stewart, los Wanamaker, los Selfridge y los Straus en los Estados Unidos e Inglaterra. jTenían que poseer algo más que el mero instinto para el regateo. Tenían que poseer no sólo una gran capacidad para la organización y la contabilidad', sino también espíritu de aventura, a diferencia del comerciante moderno, que todo lo reduce a fórmulas llamadas la ciencia del comercio y hace que recaigan todos los riesgos en los hombros ajenos. Estos emprendedores en gran escala se granjeaban el respeto. Ya algunos comerciantes ingleses como Sir William de la Pole y Sir Richard Whíttíngton hablan alcanzado el título de caballeros y los Médici habían alcanzado en Florencia la nobleza y eran los gobernantes de la ciudad. El comerciante, que apenas se había distinguido del pirata, y cuya moralidad, según dice Niietzsche, no era más que el refinamiento de la moral del pirata, surgía ahora como los traficantes de Tiro, "la ciudad cuyos comerciantes son príncipes, cuyos traficantes son los honorables de la tierra". La casa Fugger manejaba gran número de mercaderías y productos. El paño de fustán, una especie de tejido de algodón tosco del que la pana es un tipo, era muy solicitado, y Augsburgo constituía un gran centro manufacturero de ese producto. Fugger abastecía a los tejedores con algodón en rama que adquiría en los puertos del Mediterráneo, sobre todo en Venecia, y transportaba a lomo de muía a través del Tírol. A cambio, compraba sus productos y abastecía con ellos a toda Europa. Era algo más que un comerciante; era también un intermediario, muy parecido al contratista, que operaba de acuerdo con el sistema de distribución, proporcionando la lana y adquiriendo el paño de los numerosos telares a mano, los cuales llegaban a 3.500, según algunos historiadores. Era un gran importador de metales, especias, sedas, brocados y damascos, terciopelos, hierbas, medicinas, obras de arte, viandas raras y costosas, frutos y joyas. Compró grandes diamantes, algunos de los cuales le costaron de 10.000 a 20.000 florines oro.

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Figuraban en primer lugar entre esas mercaderías los objetos de lujo. Los príncipes, los nobles, los caballeros y los comerciantes más ricos eran clientes suyos. Los señores, la clase media y los ciudadanos acomodados recaudaban sus tributos, impuestos y multas en dinero y se disponía de un volumen creciente de plata y oro para las inversiones. Los señores contaban con una afluencia constante de moneda que en su mayor parte se desvanecía. Las rentas de toda Europa comenzaban a amontonarse en las manos de los grandes comerciantes. Esos hombres eran inevitablemente banqueros, banqueros de otros comerciantes, de los labradores, de los tejedores y de los gobiernos grandes y pequeños. Cuando algún gobierno necesitaba dinero acudía ordinariamente a esos ricos comerciantes. 4. En el joven mundo capitalista del siglo XIV lo que más se acercaba a la técnica de los grandes negocios era el comercio de especias. Las especias desempeñaban el papel que iba a desempeñar el cobre en el siglo XV y el petróleo en el siglo XX. No había mucha variedad en los alimentos de aquel tiempo, y los medios para conservarlos se hallaban aún poco desarrollados. El paladar se resarcía de la monotonía de una dieta limitada, mediante la pimienta o alguna otra especia. Las especias eran objeto de una gran demanda y los capitanes del comercio recorrían los mares en busca de provisiones de especias con algo del arrojo que muestra el capitalista moderno en la caza del petróleo. Venecia fué durante muchos años el centro del comercio europeo de especias. Pero Portugal, después de sus conquistas en la India, llegó a poseer tan grandes provisiones de esa mercadería que la capital mundial de las especias se trasladó de Venecia a Lisboa, y más tarde a Amberes. He aquí el modo cómo operaba ese negocio. Ante todo, era un monopolio real. El rey de Portugal, como la mayoría de los monarcas de su época —y de las posteriores— necesitaba constantemente fondos. Contrataba con algún comerciante el equipo de un navio, a expensas del comerciante, para una expedición a las regiones productoras de especias del Oriente dominado por Portugal. El comerciante prestaba al rey una cantidad de dinero proporcionada con la cantidad de especias o de pimienta que esperaba llevar de vuelta en el barco. Cuando regresaba con la bodega de su navio cargada de pimienta, canela y otras especias, el rey pagaba el empréstito con el cargamento. Esas operaciones eran llamadas contratas de pimienta o tratados de especias. Es evidente que se trataba de empresas muy inseguras, pues el viaje era largo, en navios primitivos y a través de mares amenazados por tormentas y piratas. El mercader que regresaba de su viaje con las manos vacías perdía, por supuesto, su empréstito. Fugger comerciaba con especias, pero durante la mayor parte de sü vida consideró esas aventuras y sus tratados correspondientes de una manera muy parecida como John D. Rockefeller consideró más tarde a los productores de petróleo. Rockefeller prefería comprar su petróleo una vez que ellos lo habían extraído de la tierra, así como Fugger prefería comprar las especias a los navegantes afortunados una. vez que éstos las habían puesto a salvo en los puertos. Un hombre tenía que comprar pimienta en un punto distante, pagar por ella de antemano en la forma de un préstamo al rey, transportarla a su costo y riesgo y correr en un mercado fluctuante el albur de que no valiese lo que había pagado por ella. Esta no era la clase de negocio que le gustaba a Fugger. Pero los otros comerciantes de Augsburgo, sobre todo la gran casa Welser, se dedicaban a él activamente. Cuando los portugueses conquistaron la India, un consorcio de comerciantes de Augsburgo encabezado por los Welser hizo un tratado de pimienta con el rey para equipar una flota y obtuvo un beneficio inmenso. Fugger sólo tuvo una pequeña participación en el negocio. Pero al final sucumbió, como sucumbieron los refinadores a la quimera del petróleo. Magallanes, tras un viaje de tres años alrededor del mundo, regresó con varias conquistas en su haber. Tomó posesión de las Molucas, las fabulosas Islas de las Especias, para la Corona de España. Jacob Fugger se procuró un contrato de especias con el de España. Con sus colegas los comerciantes del 13

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sur de Alemania equipó las naves para dos viajes, uno de ellos encabezado por Sebastián Caboto y el otro por García de Loaisa, con objeto de transportar pimienta de las Molucas. Ambos viajes fueron completos fracasos. Pero Fugger murió antes de que los viajes terminaran y no pudo comprobar en la práctica lo acertado de su actitud anterior. Perdió en esa aventura 4.600 ducados españoles. 5. Los nacientes magnates del comercio nó dejaron, en su época, de caer en cierto descrédito. Eran revolucionarios de la economía. Se hallaban tan obviamente en guerra con el orden establecido como los inventores de los telares mecánicos en una época posterior, o los creadores del moderno capitalismo financiero en el siglo pasado, o los protagonistas de la sociedad capitalista planificada en nuestros días. Un antiguo dogma de la ética económica, encanecido por la edad y abrumado con las bendiciones de la Iglesia —el principio del "precio justo"— era eliminado de la civilización. Europa venía operando a base de la ética económica y social de San Juan Crisóstomo, modelada de nuevo y adaptada a la época por Santo Tomás de Aquino, desde hacía siglos. La busca ilimitada de la riqueza estaba condenada como algo inherentemente malo. El beneficio y el rédito, eran los demonios gemelos de los escolásticos, como lo fueron de los marxistas ateos cuatro siglos más tarde. Crisóstomo había dicho: "Quienquiera que compra una cosa para beneficiarse vendiéndola, tal como es y sin cambio, es un traficante que debe ser arrojado del templo de Dios". "¿Qué otra cosa es el comercio —dijo Casíodoro, un jurisconsulto frailesco y una especie de escritor fantasma de Teodorico— sino comprar barato y querer vender caro al menudeo?. . . El Señor arroja a esos traficantes del Templo". Así era la cristiandad de los siglos XIV al XVI. El gran Doctor Angélico corrigió esas sentencias para permitir un beneficio. . . pero a un "precio justo". "El comercio en sí mismo —dijo-— es considerado como algo deshonroso, puesto que no implica un fin lógico o necesario". "La ganancia —argüía en su Summa Theológica— que es la finalidad del comercio, aunque no implica lógicamente algo honorable o necesario, no implica algo pecaminoso o contrario a la virtud; de aquí que no haya motivo para que la ganancia no pueda ser dirigida a algún fin necesario u honorable; y por lo tanto el comercio puede ser lícito, como cuando un hombre utiliza las ganancias moderadas adquiridas en el comercio para el mantenimiento de su familia o piara ayudar a los necesitados". (Proposición LXXVII, Artículo IV.). De aquí surgió la doctrina del precio justo que, según se suponía, inspiró al comercio de Europa hasta el siglo XVIII. Pero como había dicho el propio Santo Tomás, el "precio justo no es absolutamente preciso, sino que depende más bien de una especie de cálculo". En consecuencia, la sociedad creó un medio legal para determinar y proclamar el precio justo. El gremio de comerciantes se convirtió en el arbitro. Se suponía que el comerciante y el artesano se contentaban con un ingreso adecuado a su posición en la vida. Y se suponía también que el gremio se guiaba para fijar el precio justo por el interés de la sociedad y no por el interés del hombre de empresa, lo que implica una diferencia entre el antiguo gremio y sus ediciones modernas, las sociedades comerciales del siglo XX. Bajo la influencia de esta filosofía se erigieron los gremios como autoridades legislativas en una especie de NRA medieval y procedieron a someter al comercio de su época a las reglamentaciones más extensas y exigentes. Todo se hallaba formalizado. El mismo comercio fué encauzado a macha martillo por rutas jurisdiccionales. En, Francfort había 191 gremios, dieciocho de ellos en la industria del hierro solamente. Y como la reglamentación engendra la reglamentación, la ciudad feudal quedó entrampada en un embrollo de reglas, fórmulas, ordenanzas y expedientes que coartaban por completo el sistema económico. Todo había tendido a congelarse. Los comerciantes trataban de hacer trabajar a sus obreros durante largas horas, con jornales bajos, y les sometían a un prolongado aprendizaje. Había resistencia a que ingresaran nuevos hombres en las filas de los comerciantes y los artesanos. Se imponían elevadas cuotas de ingreso para mantener fuera a los recién llegados. A un latonero de Bruselas se le cobró 300 florines por el privilegio de abrir su negocio. El aprendizaje y el período de jornalero se 14

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prolongaban a veces hasta doce años. Toda forma de progreso tenía que luchar contra las reglas establecidas del feudo y de la ciudad. La pobreza era espantosa. Los obreros vivían en chozas. En toda Europa se produjeron levantamientos proletarios que abortaron. Los campesinos se sublevaron sin éxito en Sajonia, Silesia, Brandenburgo, Iliria y Transilvania. Los obreros ingleses pidieron que se les pagase en moneda. Los gremios de jornaleros organizaron, a cubierto de asociaciones religiosas y de instrucción técnica, uniones de contrabando, así como las tabernas clandestinas norteamericanas de la época de la prohibición se disfrazaban de clubs literarios y dramáticos. Durante un siglo se mantuvo una resistencia silenciosa, cauta, sin ostentación e inarticulada a esas cadenas que se multiplicaban. Nuevos modos de vida, nuevas demandas comerciales, los cambios introducidos por la economía monetaria en expansión traían consigo crecientes alteraciones en la aceptación general de esos conceptos teológicos del comercio. En una economía monetaria en desarrollo era necesario el crédito para una cosa, inclusive para el Papa y el abate que tronaban contra el rédito. El Papa Juan XXIII murió después de haber empeñado su mitra a Giovanni de Médici por 38.500 florines. Al fallecer Juan, su sucesor exigió la devolución de la mitra bajo pena de excomunión. Y un monarca, que poseía lo que se creía ser la corona de espinas que había desgarrado las sienes de Cristo crucificado la empeñó en una banca veneciana a cambio de un préstamo. Esta necesidad de crédito se manifestó al principio en forma de tolerancia con los judíos. Los nuevos monarcas asumían nuevos poderes sin los medios financieros para mantener esos poderes. Las órdenes religiosas, entregadas a grandiosos programas de construcción de catedrales y monasterios, necesitaban dinero. Los cristianos no podían prestarlo porque la Iglesia se lo prohibía. Esto ofrecía una oportunidad a los judíos, que no estaban ligados por la ética cristiana. Y así, al ser excluidos de otras formas del comercio, se convirtieron en los prestamistas de dinero de Europa. Tiene más que un interés pasajero que Aaron de Lincoln, uno de los primeros prestamistas judíos ingleses, adelantara fondos al ministro de St. Albans en Lincoln y por lo menos a otras nueve abadías cístercien-ses. Cuando falleció le debían los monasterios 24.000 libras esterlinas, que el buen rey Enrique II declaró piadosamente canceladas, al mismo tiempo que confiscaba los bienes y el dinero contante de Aaron, que utilizó para costear la guerra contra Felipe Augusto de Francia. Se recuerdan muchos ejemplos semejantes. Santo Tomás había proporcionado una excusa ética conveniente para esa linda situación. El gran teólogo sostenía que el préstamo a interés era un pecado y una injusticia para quien recibía el préstamo, el que era víctima de la usura. "El usurero peca al cometer una injusticia con quien recibe el préstamo a base de la usura. Pero el que recibe el préstamo con usura no peca, puesto que no es pecado ser una víctima". Pero, se preguntaba el teólogo, ¿el que recibe el préstamo no induce al prestamista a cometer un pecado ofreciéndole la ocasión? "Es legítimo —explicaba el Doctor Angélico— utilizar el pecado para un buen fin". Y añade con lo que podría llamarse un sofisma ingenuo y casi santo, que "el que toma prestado dinero con usura no consiente el pecado del usurero, sino que lo utiliza; no le satisface la usura, sino el préstamo, el cual es bueno". ¿Y qué fin podía ser mejor que la construcción de un monasterio o de una catedral o el apoyo a un monarca cristiano? En cuanto a la confiscación de las propiedades del usurero, ¿no está el pecador sujeto al castigo? No es posible excomulgar a un judío. Pero es posible privarle de los medios con los cuales él o su tribu cometen un pecado. Apoderarse de sus fondos es como desarmar a un bandido. A medida que los nuevos métodos se extendían bajo la influencia de la economía monetaria en expansión, crecía la necesidad de crédito de los hombres de negocios y los soberanos hasta el punto de que se precisaban fondos mayores de los que podían proporcionar los judíos. Además, la clase mercantil acumulaba sus ahorros en dinero y se apresuraba a prestarlo con interés, por lo que 15

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apareció en escena el banquero cristiano, y la ética cristiana perdió parte de su plausibilidad. La sociedad se dividió en dos escuelas: la de quienes defendían la vieja escolástica y la de quienes siguieron el camino por el que les guiaban los humanistas. Los anticuados denunciaron rotundamente a Jacob Fugger y sus colegas en el comercio. Emprendieron la guerra en la Dieta y en el campo político. Había grandes ciudades cuya seguridad dependía del poder de los gremios, como Constanza, Basilea, Lübeck y las ciudades han-seátícas. Había otras, como Augsburgo, las ciudades flamencas y muchas de Francia, que edificaban su prosperidad a base del capitalista independíente. La Liga Hanseática, que comprendía a 150 ciudades en plena prosperidad, prohibía comprar trigo antes de que creciera, paño antes de que fuera tejido y arenque antes de que fuera pescado. Regulaba los precios, sometía a sus miembros a las reglamentaciones más minuciosas, lo ordenaba todo para perpetuar el lugar y el poder del "hombre vulgar", respaldaba su política y sus reglamentaciones con asambleas, tribunales, policía, flotas de barcos mercantes protegidas por una armada; enarbolaba su propia bandera y mantenía sucursales extranjeras en las que los administradores y empleados vivían en una especie de cuarteles bajo una disciplina de hierro. A pesar de su poder, esos comerciantes tenían que luchar cruelmente contra los recursos libres y sin trabas de los comerciantes independientes. De aquí que acusasen a Fugger, que aparecía como una potencia. La Compañía Ravensburg de Constanza, hasta entonces la mayor corporación comercial de Alemania, pidió que no se permitiese a nadie poseer un capital que pasase de los lOú.000 florines, aunque el suyo no bajaba de los 140.000. El Concejo de Nuremberg restringió esa cantidad a 25.000 florines. En la Dieta alemana se dijo que se reprochaba a la riqueza "la destrucción de todas las oportunidades para el trabajo del pequeño comerciante en una escala moderada". En Francia se inició un movimiento similar. Jacques Coeur, el millonario francés, excéntrico pero poderoso, fué acusado de "haber empobrecido a un millar de comerciantes dignos para enriquecer a un solo hombre". Esta frase, con innumerables variaciones, estaba destinada a encontrar eco durante los siglos subsiguientes. En el Congreso norteamericano, más o menos en la época en que nació John D. Rockefeller, un representante de Misi-sipí lamentaría más tarde "la muerte de tantos pequeños establecimientos que habrían podido llegar por separado y en silencio a vivir existencias honrosas", y "un gran establecimiento se alza sobre las ruinas de todos los que lo rodean". Fugger sacó pronto en consecuencia, como lo hicieron más tarde John D. Archbold y John D. Rockefeller, que su filosofía necesitaba un apologista. Y encontró ese apologista ideal en el Dr. Konrad Peutinger, el humanista, que vivía en Augsburgo. Peutinger era un paladín más formidable que el canciller Day de la Universidad de Siracusa o el grupo de predicadores propicios que tomaban el oro de Rockefeller y utilizaban las Santas Escrituras para defenderle. Era una especie de combinación de Samuel C. T. Dodd, el consejero versificador y filosofante de Rockefeller, y Elihu Root, quien cubrió tenuemente con su propia respetabilidad a los odiados monopolistas de su época. Era un abogado como la mayoría de los abogados de su época, un teólogo que ocupaba su lugar en la escuela que creía que la filosofía conveniente para la sociedad humana debía buscar su criterio y sus datos en los asuntos de los hombres más bien que en la contemplación abstracta del espíritu. Era el principal consejero de Fugger. Escribió: "Todo comerciante está en libertad de vender lo más caro que pueda y que quiera. Al obrar así no peca contra el derecho canónico, ni es culpable de conducta antisocial. Pues sucede con bastante frecuencia que los comerciantes se ven obligados, en su propio perjuicio, a vender sus mercaderías a un precio más bajo que el que pagaron por ellas". Defendía los "carteles" y los monopolios, el beneficio y el rédito. Fué en realidad el primer evangelista filosófico del sistema de beneficio. Hizo que el emperador Maximiliano I dictara leyes de acuerdo con sus doctrinas y los intereses de su poderoso cliente. Así, el grupo adquisitivo reinante debe contar siempre con su filósofo. Ramsés encontró el suyo en el templo. Nicias tuvo a su Hiero. Las corporaciones de Roma a su Cicerón. Santo Tomás surge providencialmente para erigir una fortaleza de filosofía alrededor 16

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del señor feudal, cuyo régimen depende de la supresión del comerciante. Y el Dr. Peutinger aparece en escena para refutar al apologista Angélico cuando la ética de éste ya no se adapta al procedimiento prevaleciente de conseguir la riqueza. En realidad, hasta el mismo gran Doctor Angélico había dejado una gran escapatoria para los recaudadores de réditos. Sostenía que aunque un hombre no podía percibir interés, si recibía un donativo "sin pedirlo y sin ninguna obligación tácita o expresa, sino como un donativo voluntario, no peca, porque aún antes de que preste el dinero podría recibir legalmente un donativo voluntario, y no queda en desventaja por el acto de prestar". (Summa Theoíogica, Lección LXXVIII, Artículo II). Aquí hay algo que se aparta de la rigidez teológica e, inevitablemente, la teología quedó un tanto resquebrajada, primero por la utilización del "donativo", luego por un acuerdo para percibir adehalas, de una manera muy parecida a como se elude en nuestra época las leyes sobre el impuesto a los réditos; y finalmente, arrojando abiertamente por la borda todo el bagaje aquiniano. Pues cuando Fugger escribe a Carlos V para que le paguen su préstamo pide claramente que "el dinero que yo he prestado, junto con-el interés que devenga, sea reconocido y pagado sin mayor demora". Es cierto que Fugger, el piadoso comerciante cristiano, necesitaba una base ética para sus empresas, puesto que disfrutaba de beneficios y réditos en una escala mucho mayor. Su biógrafo Jacob Strieder calcula —utilizando las cifras del propio Fugger—- que en 1494 él y sus dos hermanos habían invertido en su casa un capital de 54.385 florines, y diecisiete años más tarde (1511) ese capital había aumentado a 269.091 florines oro. Era un aumento de capital de alrededor del 400 por ciento, o sea de un 23.5 por ciento al año. Pero esto no representa todo el beneficio obtenido, pues no tiene en cuenta las cantidades retiradas durante esos diecisiete años por todos los socios. Sin embargo, en 1511 se inicia una nueva contabilidad. Fueron extraídas del negocio diversas cantidades para pagar a los herederos del sexo femenino. La firma comenzó a operar nuevamente en ese año con un capital de 196.791 florines oro. Al fallecer Jacob, su sobrino Antón hizo un inventarío que se tardó dos años en terminar y que reveló un capital de 2.021.202 florines oro. Esto representa un beneficio de 1.824.411 florines oro, o sea más del 900 por ciento. Es decir, que en un período de dieciséis años se había obtenido un beneficio de más del 50 por ciento anual. Pero otra vez es necesario agregar a esa cuenta un porcentaje considerable si se tiene en consideración las grandes cantidades retiradas por los Fugger para hacer frente a los elevados gastos que implicaba la vida de esplendor que llevaban. 6. La larga lucha para destruir el viejo sistema feudal y la ética gremial primitiva de las ciudades y para poner en movimiento a la sociedad capitalista se prolongó a través de una serie de etapas. La primera fué la lenta infiltración de la moneda. Luego vino el abandono público de la moral escolástica. Más tarde surgió la libre competencia y la desaparición de los monopolios comerciales de los antiguos gremios. La etapa siguiente fué el desarrollo del sistema bancario moderno. Y por fin surgió el empresario industrial en gran escala. Y Fugger aparece como la figura más importante de la aurora de la era capitalista, porque desempeñó un papel dirigente en todas esas etapas. No es fácil fijar la fecha exacta en que se inició el sistema bancario moderno. Es ingenuo decir que comenzó cuando empezaron a hacerse los préstamos, no en dinero contante, sino mediante créditos bancaríos. Había habido bancos desde los tiempos más antiguos. Y en verdad, el famoso Mercato Nuovo o el Vendi Tavolini de la Florencia de los Médici no diferían mucho, por lo menos en su aspecto y en la mayoría de sus funciones, de los puestos que ocupaban los banqueros en la calle de Jano en el lado norte del Foro romano. En éste ocupaban los prestamistas un gran departamento mal iluminado, y se sentaban en hileras sobre grandes banquillos, con sus monedas extendidas ante ellos tras una reja de bronce. En el Mercato Nuovo, que todavía subsiste, los banqueros se sentaban en banquillos más bajos detrás de sus mesas cubiertas con tapetes verdes, hojas ordinarias de 17

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pergamino para hacer las anotaciones, balanzas, una escudilla para las monedas de plata, y el oro en bolsas colgadas del cinturón. El banquero romano primitivo era ante todo un cambista. Llegó un tiempo en que aceptaba depósitos que luego prestaba a sus clientes. El banquero florentino era también un cambista. Pero era mucho más un prestamista de dinero. En un principio prestaba su propio dinero, pero luego empezó a aceptar fondos ajenos que utilizaba en su negocio y por cuyo uso pagaba. Hay'una solución de continuidad —un largo período en la primera Edad Media— en que se pierde toda huella de los bancos. El prestamista —y sobre todo el prestamista judío— es el único que aparece como una figura solitaria que se mueve en un mundo inamistoso de feria en feria y de ciudad en ciudad, víctima de los caballeros, los reyes y los bandidos. Por ese tiempo, sin embargo, reaparece la banca en el mundo de los negocios. Surge entre los lombardos de Asti, Chieri y otras ciudades, y posteriormente en Florencia. Esos banqueros operaban a la manera de prestamistas sobre prendas, como los judíos, y se hacían cargo de objetos de valor de diversas clases como negocios accesorios. Luego encontramos a los aventureros comerciales más importantes afluyendo a los negocios bancarios. Se veían obligados a pedir en préstamo ciertas cantidades de dinero en relación con sus actividades en los mercados. El comerciante banquero ponía su puesto en el mercado. Los otros comerciantes se dedicaban a la compra y venta de mercaderías. A veces operaban mediante el intercambio de artículos y otras veces mediante la moneda, quizá hasta el 40 por ciento. Pero había comerciantes que necesitaban un crédito hasta que pudieran disponer de todas las mercaderías que les habían sido consignadas. En consecuencia, acudían con sus vendedores al banquero, el que, o bien garantizaba el pago, o bien lo hacía en realidad para ser resarcido posteriormente. De aquí surgió la práctica de las letras de cambio. Siempre había particulares, instituciones o gobernantes que sentían la necesidad de un depositante seguro para su dinero. El rey inglés depositaba a veces sus fondos en manos de los Caballeros Templarios, y lo mismo hacían otros príncipes y señores. Era una supervivencia lógica de la antigua costumbre de conservar los fondos en los templos. Con el tiempo los banqueros fueron haciéndose más que meros prestamistas de sus propios fondos. Aceptaban en depósito los fondos de otras personas y quedaban en libertad de prestarlos a su v¿z. Esos depósitos daban derecho a pedir préstamos a los banqueros. Sin embargo, ocurría a veces que cuando el depositante iba a reclamar parte de su dinero se encontraba con que el banquero no disponía de él. En esas circunstancias el banquero llevaba a su cliente a otro banquero en poder del cual tenía dinero depositado o con quien gozaba de crédito, y así podía satisfacer el pedido de su cliente. Al cabo de un tiempo se hizo ya innecesario para el banquero acudir personalmente a un colega para arreglar esas cuestiones. Daba a su cliente una orden escrita para un banquero vecino por los fondos( de que carecía. De este modo comenzaron a ponerse en uso los cheques. Y la siguiente fase consistió en que el propio cliente diese a otra persona una orden escrita para que su banquero le entregase los fondos. Así se puso en boga el uso general de los cheques. Durante todo el tiempo sirvió el banquero para sacar de dificultades a los reyes, pequeños príncipes y señores que necesitaban dinero. Cuando el rey necesitaba dinero a préstamo podía obtenerlo, al principio, de un usurero particular. Pero más tarde éste tenía que ser ayudado por un consorcio de comerciantes, que subscribían el préstamo, por lo general bajo la dirección de uno de los colegas que disponía de más medios e influencia. Y uno de esos colegas solía ser Fugger. Y así vemos la aparición del banquero internacional. Las ciudades, ayudadas ahora por un sistema ordenado de impuestos, podían, si lo necesitaban, vender sus ingresos de antemano a los recaudadores de impuestos, quienes, con no poca frecuencia, reunían los fondos a la manera de las antiguas corporaciones romanas de impuestos, mediante 18

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subscripciones entre los comerciantes acomodados. Se ve funcionar durante todos esos años primeros una serie de ordenanzas, edictos, leyes y reglamentaciones de las ciudades, los reyes, organismos públicos y gremios que se refieren a cheques, depósitos, letras de cambio, certificados negociables de depósito, registros bancarios y libros de contabilidad. La contabilidad por partida doble fué perfeccionada en Venecia, donde hizo Fugger su aprendizaje. Los italianos, sobre todo los banqueros florentinos, inventaron nombres para diversos instrumentos y transacciones —casa, banco, giornali, debitóte, creditore-— que iban a llegar a ser las palabras cotidianas de las oficinas comerciales del mundo entero. Esos hombres forjaban lentamente los instrumentos, las armas y la jerga del estado capitalista moderno que, con el tiempo, se convertirían en el molde de la sociedad. Esos antiguos banqueros han dejado sus nombres en las instituciones y en las calles de las ciudades de Europa. En Florencia se conserva todavía en los nombres de las calles el recuerdo de los Bardi, los Peruzzi, los Albruzzi, los Grecci y otros, todos ellos banqueros. La familia Fugger había seguido esa evolución —primero como tejedores, luego como prestamistas de dinero en las cercanías de las ferias y mercados, y más tarde como banqueros internacionales— durante la mayor parte del tiempo. La casa comercial de Jacob Fugger contaba con una red de sucursales y factorías que se extendía desde Ñapóles en el Sur y la Península española hasta Hungría y Polonia en el Este y Escandinavia e Inglaterra en el Oeste. 7. Ningún cuadro que trate de describir la aurora del capitalismo sería completo si no se consagra un breve espacio a la que fué quizá la primera depresión auténtica y estrictamente capitalista de Europa, originada en gran parte por las operaciones de esos nuevos banqueros. El episodio es conocido, generalmente, como la quiebra de los bancos Bardi y Peruzzi, en Florencia, y tuvo consecuencias no muy distintas de las de la bancarrota de Jay Cooke en los Estados Unidos, de Baring en Inglaterra o del Credít Anstalt en Viena en 1931. Florencia había llevado muy adelante la organización de sus energías productoras. Los tejidos de lana eran uno de sus productos más importantes. Los hogares de los ciudadanos y de los aldeanos fueron convertidos en talleres en los que se trabajaba con exceso por una paga ínfima y a los que los comerciantes enviaban la lana cruda para que la laborasen. Mientras la Iglesia y sus doctores tronaban contra el rédito y el beneficio, los sacerdotes de las aldeas leían cartas pastorales amenazando a los obreros con negarles los santos sacramentos si se oponían a las exacciones de los usureros ricos de Florencia que dominaban el sistema. Una provisión continua de lana cruda por una parte, y amplios mercados por la otra, se hicieron esenciales para la seguridad económica de la ciudad. Esto llevó probablemente a los comerciantes banqueros florentinos a Inglaterra, donde se producía la mejor lana. Dos de las casas comerciales más grandes de Florencia, los Bardi y los Peruzzi, iniciaron extensas operaciones en Florencia en la última parte del siglo XIII y comienzos del siglo XIV. Hicieron grandes empréstitos, primero a Enrique III y más tarde a Eduardo II y Eduardo III, pero sobre todo al último. A cambio consiguieron el privilegio de comerciar en Inglaterra, la que de otro modo estaba cerrada para los comerciantes extranjeros, así como el de comprar lana para el mercado florentino. A esos préstamos a Eduardo III atribuyen los historiadores las quiebras de los Bardi y los Peruzzi. Pero es simplificar demasiado las cosas. Ya en 1337, cuando Eduardo III emprendió la inútil lucha de un siglo, conocida con el nombre de Guerra de los Cien Años, invadiendo a Francia, debía a los Bardi 62.000 libras y a los Peruzzi 35.000 libras. Pero inmediatamente hizo otros enormes empréstitos adicionales para financiar su ambicioso deseo de arrebatar la corona de Francia a Felipe VI. En 1343, al terminar la primera fase de aquella aventura quijotesca, se dice que debía 900.000 libras a los Bardi y 600.000 libras a los Peruzzi. Sapori, quien ha estudiado recientemente este episodio histórico, cree que esas sumas son exageradas y que en realidad se acercaban a las 500.000 y 400.000 libras respectivamente. Eduardo había prometido pagar el capital y los intereses de esos empréstitos en moneda acuñada, y 19

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su compromiso había sido garantizado por el Arzobispo de Canterbury y el Obispo de Lincoln. Tan ansioso por esas sumas se hallaba el temerario Eduardo que, por haber llevado a cabo el arreglo, entregó a "los comerciantes de la sociedad Bardi" 30.000 libras esterlinas, a los "comerciantes de la sociedad Peruzzi" 20.000 libras esterlinas, y "en consideración a la gran ayuda prestada al rey", 500 marcos a un agente de los Peruzzi en Inglaterra y, por la misma razón, otros 500 marcos a la esposa de otro agente y a la de un agente de los Bardi. Las esposas de otros dos agentes percibieron 200 libras cada una. Fué como si dos grandes casas bancarias norteamericanas manejasen un empréstito de los Estados Unidos para el gobierno de Chile a base de un 20 por ciento de interés, mientras los socios de las dos casas bancarias perciben una adehala de varios centenares de millares de dólares del presidente chileno, quien también hace objeto de sus larguezas a los agentes sudamericanos de las casas bancarias y a sus esposas. Así, el soborno comercial se había abierto ya camino en fas operaciones bancarias. Pero, durante todo este tiempo, Florencia, lanzada de lleno en el primer episodio de expansión incontrolada de la era capitalista, se endeudaba cada vez más. Los comerciantes obtenían beneficios y los depositaban en las bancas de los Bardi, los Peruzzi, los Mozzi, los Frescobaldi y los Scali, o los invertían en diversas emisiones de bonos subscritas y administradas por esas casas, pero sobre todo por los Bardi y los Peruzzi. Inglaterra y los tejedores flamencos competían cada vez más con su industria lanera. Pero a medida que aumentaba su producción trataban continuamente de ensanchar sus mercados. Florencia, una unidad económica como la Inglaterra moderna, importaba materias primas y exportaba productos elaborados. Disfrutaba de su expansión gracias a las actividades estratégicas de sus banqueros ricos, quienes se hacían ricos explotando a los monarcas y príncipes europeos y utilizando al mismo tiempo sus empréstitos como armas para hacer que los productos florentinos penetrasen en los países y las ciudades europeos cerrados desde antiguo por los derechos de aduanas. Un mercado, entre otros, era de gran valor para Florencia: la ciudad de Lucca. Esta ciudad era un campo de batalla comercial entre los mercaderes de Florencia y los de Pisa. Y a consecuencia de esa situación se convirtió en la víctima de un episodio que pinta notablemente el espíritu de violencia que deformó a las primeras luchas del capitalismo primitivo. Una banda de mercenarios germanos se apoderó de Lucca y ofreció venderla a la ciudad de Pisa. Esta accedió a pagar 60.000 florines oro e hizo un primer pago de 13.000 florines, que estaba destinado a perderse cuando Florencia se armó para impedir la venta de su valioso mercado a su rival principal. Más tarde ciertos comerciantes y banqueros florentinos —entre los que figuraban sin duda los Bardi y los Peruzzi—< ofrecieron a los mercenarios germanos 80.000 florines. Así podrían disponer de Lucca como mercado para sus productos y apoderarse de sus aduanas y sus ingresos por impuestos. Fué como si unos cuantos de los comerciantes y fabricantes principales de Filadelfia propusieran comprar la ciudad de Pittsburgo a un regimiento amotinado de la Guardia Nacional de Nueva York, que se hubiera apoderado de ella y tratara de vendérsela al Este. Pero Florencia, gobernada todavía por los restos del viejo espíritu güelfo, protestó contra esa compra inmoral de los pobladores de una ciudad como otros tantos esclavos. Por fin, los apresadores de Lucca vendieron la ciudad por 30.000 florines a un comerciante aventurero genovés llamado Gherardíno Spínola. El resultado de todo esto fué la guerra entre Florencia y Pisa. El primer efecto de la guerra fué una demanda de empréstitos para financiarla, que tuvieron que arbitrar las casas bancarias. Y esto sucedió en el tiempo en que Eduardo III hacía avanzar a sus ejércitos por Flandes y pedía mayores adelantos de dinero a los Bardi y los Peruzzi. La competencia de los tejedores de lana ingleses y flamencos había estado minando el comercio de Florencia de una manera muy parecida a como la competencia de las Carolinas influyó en los negocios de la industria textil de Nueva Inglaterra y la competencia del Oriente en la industria textil de Manchester. La producción decayó en Florencia. Las calles se llenaron de desocupados. Los comerciantes que tenían grandes depósitos de dinero en las 20

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bancas Bardi, Peruzzi, Frescobaldi y otras reclamaban sus fondos. ¡Algunos de los banqueros menores quebraron. Crecía la indignación contra todos los banqueros. Florencia hizo frente a una crisis no muy distinta de la que tuvieron que enfrentar los Estados Unidos en 1933 y Alemania en 1932. Lo único que podía salvar a los grandes banqueros era una moratoria. Llegaban rumores inquietantes de Flandes, donde los generales de Eduardo no obtenían más que pequeños éxitos. En esa crisis, la vieja ciudad, donde el partido popular había sido siempre fuerte, con su activo popólo minuto, que odiaba a los gibelinos porque representaban no sólo la filosofía del realismo económico, sino también la intervención y el dominio extranjeros, se sometió al recurso de la dictadura. En 1342, el grotesco aventurero llamado Gualterio de Brienne, un francés que se daba a sí mismo el título de Duque de Atenas, fué nombrado dictador gracias a las maquinaciones de los banqueros. Proclamó una moratoria de tres años para las deudas privadas, lo que salvó a esos banqueros. Pero luego de haber llegado al poder conspiró inmediatamente para completar su dominio. Suspendió el pago del interés de la deuda pública e hizo planes para ir extinguiéndola gradualmente mediante la repudiación progresiva, lo que le acarreó en seguida la rabia de los banqueros En 1343 la miseria de la ciudad era tan grande, la marcha de la guerra tan adversa, la ira contra el dictador tan general que el pueblo se lanzó a las calles en una sublevación desenfrenada. Saquearon el palacio de los Bardi, apoderándose, según se ha dicho, de objetos preciosos por valor de 30.000 florines. El dictador se vio obligado a renunciar y huyó de la ciudad. Ciertos banqueros napolitanos que tenían empréstitos todavía pendientes de pago en Florencia los reclamaron. Llegaron noticias de los reveses que sufría Eduardo y que llevaron a la Guerra de los Cien Años a su primera pausa en 1343; el rey inglés dio el golpe de gracia a los banqueros florentinos negándose a pagar sus empréstitos. La banca Peruzzi quebró inmediatamente. Y al cabo de un año le sucedió lo mismo a la gran banca Bardi. Arrastraron en su caída a la mayoría de los banqueros de Florencia. El desastre conmovió a toda Europa y produjo las consecuencias más deprimentes en aquellas ciudades en las que la organización capitalista se había extendido, como Venecia y Genova. La deuda excesiva, la industria demasiado desarrollada, la concentración del dinero, el poder y la riqueza; el derroche de los gobernantes y la fuerza destructora de la guerra habían acarreado a Europa su primera gran depresión capitalista de la era moderna. 8. Como la mayoría de los grandes banqueros, desde Jacques Coeur y Wílliam de la Pole en la aurora del capitalismo hasta J. P. Morgan y los Mitsui en nuestros días, Fugger juzgó esencial para sus grandes planes mantener una asociación íntima con el soberano. Y el soberano, cuando Fugger subió al poder, era Maximiliano I, quien, como todos los gobernantes de la historia desde Perides y César hasta Roosevelt y Churchill, consideraba esencial mantener una asociación íntima con las fuentes de crédito. Fugger estableció una relación estrecha con el pobre e inestable Maximiliano, el "último caballero de Europa". Cuando el Habsburgo falto de recursos necesitaba fondos podía contar siempre con el fiel Fugger y sus recursos, al parecer inagotables. Pero si Fugger era una fuente inagotable de dinero para el emperador, su Majestad era una fuente inagotable de privilegios, monopolios y beneficios para Fugger. Si éste tenía en sus arcas todo lo que Maximiliano requería, el rey tenía en su rico reino metales y otras riquezas muy valiosas indispensables para el Jacob adquisitivo. Maximiliano era emperador del Sacro Imperio Romano, la pálida sombra imperial de poder que iba desapareciendo lentamente de Europa. Pero de mucha mayor importancia para él era la lucha por la supremacía que tenía lugar en Alemania, así como en todos los demás países, entre el rey por un lado y los numerosos señores feudales por el otro. Del mismo modo que en la lucha apenas oculta que tiene lugar en los Estados Unidos entre los gobiernos locales y el gobierno federal con respecto a la creciente supremacía del último, Alemania se volvía hacia un gobierno central fuerte que resolviera sus problemas mal comprendidos. El espíritu de revuelta en religión, la expansión de la 21

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cultura, el despertar de la curiosidad de las masas, las energías dinásticas, comerciales, tecnológicas y políticas, mantenían en fermento a la población, pero quizá en el centro de todo ello, acentuando y estimulando a todos los demás elementos de inquietud, se hallaban las fuerzas económicas. Pero lo que agitaba principalmente el espíritu de turbulencia, de controversia y de cambio era probablemente, más que nada, el dinero. Desde hacía doscientos años por lo menos se venía desintegrando el mundo feudal. La gente sabía que las cosas iban mal. Discutían, argumentaban y luchaban con respecto a las causas y a los medios de curación. En toda Alemania se realizaban conferencias para investigar qué era lo que andaba mal y cómo podía ir bien. Pero al parecer nunca dieron con la verdadera causa ni siquiera hablaron acerca de ella. La lucha se resolvía por sí misma ora en enconadas controversias religiosas, ora en guerras entre principados y estados, ora en debates políticos. Lo que veían era un trastorno político, el esfuerzo del rey para hacerse el amo contra la violenta oposición de los señores. Adoptaron medidas contra esto. Pero no tomaron medidas contra la potente energía que impregnaba al sistema como un germen maligno: el dinero. Así, cuando se examina la larga historia de la declinación de la Edad Media a uno le sorprende el hecho de que nada contribuyese tanto a destruir el orden existente como las medidas que tomaron los políticos de la época para salvarlo. Durante varios siglos el dinero —la moneda acuñada— había venido escurriéndose por las manos de los gobernantes y del pueblo. Después de la caída del Imperio Romano, las monedas comenzaron a desaparecer. Se calcula que en el año 518 después de Cristo había una cantidad equivalente a 370.000.000 de pesos de oro y plata en Europa. Ya en el año 806 esa cantidad había disminuido a 160.000.000, o sea más o menos a la mitad. Pero después del 800 la producción —sobre todo en el Sacro Imperio Romano— era más que suficiente para compensar la cantidad que desaparecía anualmente, y en los siglos XIV y XV esa producción aumentó de manera notable. Sin duda, gran parte de los metales preciosos ocultos comenzaron a reaparecer. Los cálculos sobre las cantidades precisas en uso deben ser tomados con mucha cautela. Ciertamente, a medida que los hombres se daban cuenta del valor de esos metales para el intercambio se aceleraba la busca de los mismos. Durante todos esos años tuvieron lugar las aventuras de los alquimistas que entraban al servicio de diversos particulares y gobernantes ricos con la esperanza de que pudieran producir el oro que tanto se anhelaba. Los reyes comenzaron a imponer y reformar las medidas más severas para aumentar la provisión de metales preciosos en sus reinos. En Inglaterra, por ejemplo, todo comerciante era obligado a importar cierta cantidad de moneda acuñada ó de oro y plata en barras en cada barco y la exportación de metal estaba prohibida. Durante un tiempo esas monedas de metal fueron poco más que mercaderías glorificadas —oro, plata, cobre— que competían, como señala Marx, con todas las demás mercaderías. Pero las monedas no se consumían como las otras mercaderías y adquirieron una velocidad que no podían adquirir otras mercaderías. Los obreros querían que se les pagase en moneda. Los labradores preferían cambiar sus productos por monedas siempre que les fuera posible. Preferían también pagar sus impuestos y servicios en moneda, e inclusive su renta. Los señores estaban de acuerdo con ello. El señor podía entregarse ahora al lujo. La gente compraba cada vez más a los comerciantes, quienes a su vez se hacían cada vez más ricos. El banquero fué adquiriendo importancia a medida que crecía el crédito. Los hombres —comerciantes, banqueros, ciudadanos— ya no podían tolerar los desórdenes que se derivaban de las pequeñas guerras, las querellas familiares y el bandolerismo de los numerosos señores y caballeros. Se volvieron hacia la Corona en busca de orden, estabilidad y protección contra los barones feudales. El rey —-Maximiliano— no percibía más ingresos del reino que los de su propio estado: el Tirol. Podía obtener soldados de los señores vasallos suyos mediante el reclutamiento, de acuerdo con las obligaciones feudales de aquéllos, cuando deseaba luchar contra los paganos o un enemigo extranjero. Pero en la gran lucha por el dominio de Alemania, el emperador necesitaba un ejército mercenario para utilizarlo contra los propios señores y eso requería dinero contante. Y sólo podía obtenerlo en cantidad suficiente 22

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pidiéndoselo prestado a los banqueros, quienes, a su vez, por medio de consorcios, podían reunir el dinero entre los comerciantes. Y así el rey, las ciudades y los comerciantes, quedaron unidos por las necesidades ineludibles de la nueva economía monetaria. Esta inmensa necesidad de dinero que sentían el emperador, y también el Papa, con esa finalidad, tuvo consecuencias perjudiciales para la vieja moral escolástica de Tomás de Aquino, pues tanto el rey como el Papa necesitaban del hombre rico como la fuente de crédito, y el hombre rico, a su vez, originó un franco abandono del "justo precio" y de la proscripción contra la riqueza monetaria y el rédito. Y así, los comerciantes y banqueros, bien defendidos, se convirtieron en los subditos más poderosos, desafiaron el poder de los señores, se construyeron castillos propios, adquirieron títulos y propiedades y llegaron a ser con el tiempo los dueños de la creación. Maximiliano era uno de esos frágiles vasos en los que se vierten los destinos de un pueblo en un momento de crisis. Era joven, bien proporcionado, rubicundo y sano, inquieto, ambicioso y no enteramente desprovisto de talento. Vivía con sencillez, comía moderadamente y evitaba las copiosas libaciones de vino del Rin y de cerveza que embrutecían a la nobleza alemana. Los campesinos tiroleses le adoraban porque era valiente y aventurero como un cazador, y una figura brillante en los torneos. Gozaba de una popularidad inmensa entre los nobles jóvenes, era gracioso y encantador en sus relaciones personales, estimulaba a los artistas y los sabios y, en general, mostraba las cualidades de urbanidad, cordialidad, buen natural entusiasta y coraje que le valieron el título de el "último caballero de Europa". Pero era inestable, peleador, y conspiraba continuamente por el poder supremo. Se lanzó a una guerra calamitosa tras otra. Inventaba constantemente nuevos artificios para obtener más dinero. Hasta cuando era ya anciano, en 1518, hablaba de otra cruzada contra el infiel. Habiendo caído hacia el final de su reinado en la pobreza más humillante, amargado por las dificultades a que ésta le exponía, abandonó el Tirol, descendió por el Inn y el Danubio y, postrado por una larga enfermedad, falleció. 'y A ese príncipe inestable, quimérico y tolerante se alió Jacob Fugger como su banquero principal. Y la altura a que se elevó el gran banquero de Augsburgo en la jerarquía de Habsburgo queda de manifiesto por el papel que desempeñó en la designación del sucesor de Maximiliano en el trono. Carlos I, rey de España, era un Habsburgo, el hijo mayor del Archiduque Felipe, único hijo de Maximiliano. Felipe se había casado con la hija de Fernando e Isabel de España, y muerto antes que esos monarcas. Su hijo le sucedió en el trono de España con el nombre de Carlos I. Maximiliano había decidido hacer de su hijo Carlos su sucesor en el Sacro Imperio Romano. Pero había otro candidato en el campo, Francisco I de Francia. La elección del emperador se hallaba en manos de los Electores, un pequeño grupo de duques y arzobispos. El Margrave de Brandenburgo, el Conde Palatino del Rin y los Electores de Maguncia y de Trier eran caballeros prácticos y podía conseguirse sus votos con una sola condición: Maximiliano tenía que ofrecerles un precio más alto que Francisco. La pelea se inició en la Dieta de Augsburgo en 1518. Maximiliano se iba haciendo viejo. Su tesoro estaba vacío. Y aunque hablaba de sus planes de emprender otra cruzada, no podía pagar los gastos de posada de sus cortesanos. Sin embargo, ayudado por los recursos financieros de Fugger, pudo conseguir la promesa de que los Electores apoyarían la candidatura del rey de España. Las negociaciones, reducidas a los términos comerciales más groseros, llegaron a un punto en que el Margrave de Brandenburgo tenía el voto decisivo. Fugger emprendió la compra del noble malandrín. Francisco le había ofrecido una rica esposa francesa con una gran dote. Pero Fugger contaba con la nieta de Maximiliano —la hermana de Carlos de España y 300.000 florines renanos. Garantizó la entrega de 100.000 florines en moneda contante como adelanto en cuanto Carlos fuese elegido. Fué necesario obtener grandes sumas de diversas fuentes, inclusive inmensas cantidades que había que reunir en España, para completar la compra de los otros Electores. Maximiliano había 23

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encargado a Fugger la realización de esos arreglos. Pero el anciano Maximiliano falleció poco tiempo después y Carlos I asumió la dirección de su propia campaña. Casi su primer acto fué desplazar a Fugger. Acudió a los Welser, los principales rivales de Fugger en Augsburgo, y les confió la tarea de manejar más de 300.000 florines recaudados en España para administrar la elección. Eso llenó de rabia a Fugger. Se hallaba amenazada toda su posición como banquero de la casa real más poderosa de Europa, los Habsburgo. No perdió tiempo para obrar. Hizo saber a Carlos que no tenía más que dar su apoyo al francés para echar abajo todas las esperanzas del díscolo monarca español. Se puso en contacto con los Electores. Pronto aprendió Carlos que una elección no consiste sólo en hacer promesas a quienes tienen votos que vender, sino en convencer a los electores comprados de que serán cumplidas las promesas. Cuando los agentes de Carlos se pusieron en contacto con los Electores éstos les hicieron saber con claridad que deseaban que Fugger manejase los arreglos financieros mediante los cuales se comprometían a no vender la corona de su país a un francés. Insistieron en que sólo se sentirían satisfechos si Fugger garantizaba el pago de sus participaciones respectivas. Fugger fué puesto otra vez triunfalmente al timón. En el desempeño de esa importante comisión, de la que resultó la elección de Carlos de España como emperador del Sacro Imperio Romano con el título de Carlos Vi en 1519, Fugger extendió créditos por un valor de más de medio millón de florines oro. Su fama llegó a la cumbre. En adelante siguió siendo el indiscutido banquero y consejero financiero principal del emperador. Los augsburgueses decían con orgullo que el nombre de Fugger era conocido en todo el mundo. Se convirtió en una figura casi legendaria. Lutero relató, con algo de temor reverente a pesar del odio que sentía por la clase rapaz de los Fugger y de su enemistad con el propio Fugger, cómo el obispo de Brixen, uno de los compañeros literarios de Peutinger, había muerto en Roma dejando un trozo de papel apenas legible, y cómo el Papa Julio se lo envió al agente de Fugger en Roma para que lo descifrase. El agente lo reconoció como la prueba de un depósito de varios centenares de miles de florines que el buen obispo tenía en la casa de Fugger. Cuando el Papa preguntó en qué plazo podía ser entregado el dinero, el agente de Fugger replicó: "En cualquier momento". El Papa se volvió hacia los cardenales franceses e ingleses que se hallaban presentes y les preguntó: "¿Podrían también vuestros reyes entregar tres toneladas de oro en el término de una hora?". Cuando le respondieron que no, Su Santidad replicó: "Pues eso es lo que puede hacer un ciudadano de Augsburgo". El astuto banquero de Augsburgo obtuvo más que el interés y los "donativos" de su soberano. La función de banquero —banquero siempre dispuesto y leal y consejero financiero— le abrió la puerta de valiosos privilegios en el dominio ducal del Tirol perteneciente a Maximiliano, rico en recursos naturales, el-mismo Tirol que estimuló con sus minas el anhelo patriótico del Anschtuss entre los estadistas alemanes del siglo XX. Obtuvo del manirroto monarca cargado de deudas los valiosos monopolios del cobre y de la plata que llegaron a ser la fuente principal de su gran fortuna. No obstante, sería cometer una injusticia con Fugger decir que su lealtad a los Habsburgo era solamente fruto de sus planes rapaces. Era banquero, comerciante, industrial, católico y alemán. No es posible afirmar, por supuesto, cuáles eran los porcentajes en que se combinaban esos ingredientes en su naturaleza imperiosa. Se sentía fuertemente ligado a la Casa de Habsburgo. Su filosofía política, basada en sus intereses comerciales, le unió inevitablemente con el monarca cuya lucha contra los principados y pequeños estados fomentaba la causa del orden y la estabilidad a base de un gobierno central más fuerte, tan esencial para la prosperidad de la clase comercial. Dio a la campaña del Habsburgo por el gobierno central fuerte el apoyo celoso que el magnate industrial de la época de Mark Hanna dio a McKinley y Taft, y que sus sucesores dan hoy día con igual vigor a los defensores del gobierno local contra las fuerzas del poder federal, porque han cambiado sus intereses variables. Pero sentía sin duda alguna un fuerte apego personal a Maximiliano. Durante todas las 24

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asombrosas luchas del soberano contra él viejo orden, sus esfuerzos frenéticos para obtener la ayuda militar y financiera de los señores hostiles, en Dieta tras Dieta, en las que, como sucedió en Augsburgo, los estados se negaban a darle armas y hombres, o como en Tréveris, cuando rechazaron su pedido de que adoptaran una moneda común, Fugger se mantuvo a su lado y, en los casos extremos, abría siempre sus arcas de oro llenas hasta el borde. Debió de sentirse conmovido al contemplar su riqueza creciente junto a la creciente pobreza de su soberano. En el Congreso de Viena, donde Fugger, rodeado de sus ricos agentes y los miembros de su familia, ataviado con magnificencia, entregó a los nobles favorecidos valiosos regalos de oro y perlas y otras piedras preciosas, el emperador empobrecido se presentó resplandeciente con costosas joyas que su rico banquero le había prestado en secreto para que pudiera desempeñar con mayor esplendor el papel de monarca. Fugger tenía sin duda alguna plena conciencia de que ocupaba un puesto de soberano en una provincia dentro del imperio: la nueva provincia, el gran principado del dinero. Pues vemos que se dirige al emperador Carlos V en términos que sólo empleaban en aquel tiempo los vasallos grandes y poderosos, quienes, bajo el lenguaje oficial de fidelidad, hablaban a los reyes en tono de igualdad. 1 Comenzó a desempeñar el papel de Magnífico. En 1511 fué hecho Conde. Pero ya había empezado a adquirir grandes propíe1 - Carlos V tardaba en devolver las grandes sumas que le había adelantado Fugger para conseguir su elevación al trono imperial. Fugger, a quien el delincuente real había agotado la paciencia, escribió al emperador la siguiente carta extraordinaria: "Su Serenísimo, Todopoderoso Emperador Romano y Graciosísimo Señor: Vuestra Real Majestad se da sin duda plena cuenta de hasta qué punto yo y mis sobrinos nos hemos inclinado siempre a servir a la Casa de Austria y a promover con toda sumisión su bienestar y su prosperidad. Por esa razón cooperamos con el anterior emperador Maximiliano, el antepasado de Vuestra Majestad Imperial, y, en leal sometimiento a Su Majestad, con objeto de asegurar la Corona Imperial a Vuestra Majestad Imperial, dimos garantías a varios príncipes que pusieron su confianza y su fe en mí como quizá en ningún otro. Nosotros también, cuando los delegados designados por Vuestra Majestad Imperial trataban de terminar la empresa antes mencionada, proporcionamos una considerable suma de dinero que fué conseguida, no por mí y mis sobrinos solamente, sino también por algunos de mis buenos amigos, a gran costo, de modo que los excelentes dades. Antes de ese año había adquirido por lo menos cuatro dominios espléndidos, dos de ellos del propio emperador, ambos en Suabia, y otro muy cerca de Augsburgo. Poseía también una o dos propiedades en el Tirol y en Hungría, y su magnífico palacio de Augsburgo, lleno de cuadros y esculturas de los mejores artistas de Europa, era un valioso museo de arte. Pero ante todo, como otro magnífico del siglo pasado, J. Pierpont Morgan, era un coleccionista inveterado de manuscritos y libros raros y bellos de gran valor. Cuando murió, su biblioteca era ya la mejor de Alemania, y después de su muerte, gracias a los aportes hechos por su familia, llegó a ser la más famosa de Europa. En realidad la mayor parte de sus tesoros fué reunida por los sucesores de Jacob Fugger. Merece la pena recordar aquí que, 125 años después de su muerte, esa famosa biblioteca fué vendida por el Conde Felipe Eduardo Fugger al emperador por 15.000 florines, alrededor de la quinta parte de la cantidad que habían ofrecido por ella anteriormente, y cuando el bibliotecario imperial fué a Augsburgo para trasladar la colección a Viena, los concejales de la ciudad se lo impidieron a instancias de los acreedores de la familia Fugger, cuyos poder, riqueza y gloria habían desaparecido por entonces. Jacob, como muchos de los cristianos ricos de su época, era un filántropo generoso, aunque nunca secreto, y hacía donativos a los monasterios, los templos, los hospicios y los pobres. Por uno de nobles alcanzaron el éxito para gran honor y bienandanza de Vuestra Majestad Imperial. Es también muy sabido que Vuestra Majestad no habría podido adquirir sin mí la Corona Imperial, 25

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como puedo comprobar con las declaraciones escritas de todos los delegados de Vuestra Majestad Imperial. Y en todo esto yo no he_ buscado mi propio provecho. Pues si hubiera retirado mi apoyo a la Casa de Austria y lo hubiera transferido a Francia, habría obtenido mayor beneficio y mucho dinero que me ofrecieron en aquella época. Pero la desventaja que se habría derivado de ello para la Casa de Austria es algo que Vuestra Majestad Imperial, con su profunda comprensión, puede concebir bien. Tomando todo esto en consideración, ruego respetuosamente a Vuestra Majestad Imperial que reconozca graciosamente mi fiel y humilde servicio consagrado al mayor bienestar de Vuestra Majestad Imperial y que ordene que el dinero que he desembolsado, junto con el interés que devenga, sea reconocido y pagado sin mayor demora. Con objeto de merecer eso de Vuestra Majestad Imperial, me comprometo a seros fiel con toda humildad, y por la presente me encomiendo como fiel en todo tiempo a Vuestra Majestad Imperial. El más humilde servidor de Vuestra Majestad Imperial. Jacob Fugger». esos actos de caridad es en verdad famoso. Fué su realización de un proyecto de casas modelo — cincuenta casas de campo para dos familias cada una, conocidas todavía como las Fuggerei— en los suburbios de Augsburgo, con objeto de proporcionar, mediante una renta muy baja, hogares decentes a los obreros más pobres de la ciudad. Se trata quizá del primer ejemplo de un plan de construcción de casas baratas en Europa. Y que la empresa fué bien realizada lo atestigua el hecho de que esas casas siguen en buenas condiciones y aún están habitadas. Siempre deseó Fugger aumentar y realzar las pruebas visibles de su riqueza y su poder, en parte, quizá, para satisfacer su vanidad, y en parte para acrecentar el prestigio de su casa. Pues esa gran Casa de Fugger asumió siempre en su mente una identidad distinta de la de sus miembros, y el orgulloso comerciante estudió sin cesar la manera de asegurarse la inmortalidad y la magnificencia. El contrato de sociedad de los Fugger fué hecho a base de ese sueño dinástico. Los tres hermanos eran socios iguales. A la muerte de uno de los hermanos, los otros debían actuar como directores y elegir entre los herederos masculinos a uno digno de recibir la preparación necesaria para que pudiera ocupar su puesto como director cuando fuese preciso. A la muerte de todos los hermanos, los dos directores designados así entre sus herederos deberían asumir la jefatura y preparar a un tercero para que les sucediese. Las herederas del sexo femenino y los que habían recibido las órdenes religiosas estaban excluidos del negocio. Todos los herederos estaban obligados a dejar la participación que habían heredado en el negocio por el término de tres años, luego de lo cual podían retirarla gradualmente si así lo deseaban. Los grandes intereses mineros fueron separados de las otras empresas, y sólo podían heredarlos los varones de la familia. En la estructura del negocio se introdujeron varias disposiciones, con las penas correspondientes, para asegurar su permanencia. Pero Fugger, que sabía tan bien cómo manejar el gran barco que capitaneaba, conocía bastante poco los peligros de los mares por que navegaba. Antón Fugger, uno de sus sobrinos, se hizo cargo de la dirección principal a la muerte de Jacob. Y antes de que él falleciese en 1560 la gran Casa Fugger se hallaba empantanada en las aventuras financieras de la Casa de Habsburgo tan profundamente como lo habían estado los Bardi y los Peruzzi en las finanzas de Eduardo III. Cuando el hijo de Antón, Marco, tomó en sus manos las riendas, vio cómo las riquezas de los Fugger desaparecían de la compañía. La mayor parte de la riqueza amasada por Jacob se disipó durante la vida de su sobrino nieto. Un siglo más tarde, la única parte de esa riqueza que quedaba era la invertida en tierras. 9. 26

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Más grande que ningún emperador, más rico en rentas que cualquier monarca temporal, era el Papa de Roma. El Papado era entonces, como lo es ahora, un super-estado altamente organizado, con dependencias hasta en la última aldea, funcionarios parroquiales, provinciales y nacionales, diplomáticos, ejércitos y agentes secretos. Su función primaria era la salvación de las almas, pero en el cumplimiento de ese deber había organizado una maquinaria inmensa. Su fundador había administrado la gran empresa cuando ésta no abarcaba literalmente más que al campo abierto, al cielo azul y a la ropa sencilla de un mendicante. Pero la Iglesia moderna continuó ejerciendo su ministerio desde los palacios de sus prelados ricos y medíante una vasta estructura física, que requería una afluencia incesante de ingresos en su tesoro. La Iglesia había desarrollado inevitablemente un sistema muy extenso de impuestos papales que consistían en pequeñas contribuciones de todas partes del mundo, las cuales afluían a las numerosas diócesis, en las que formaban caudales mayores, y por fin se abrían camino hacia Roma. Durante varios siglos había utilizado el Papa los servicios de diversos banqueros, sobre todo italianos. Pero desde 1502 Jacob Fugger echó a un lado a todos sus rivales y se convirtió en el principal agente fiscal de Roma. Recaudaba las rentas papales en Alemania, Holanda, Hungría, y los países escandinavos. Hizo adelantos al Papa y se resarcía de sus préstamos con esas recaudaciones. De igual modo se encargaba de hacer llegar el dinero papal a los diplomáticos, los monarcas, los generales y las misiones de toda Europa. Sin embargo, el puesto que ocupa en la historia en relación con este tráfico, descansa principalmente en el papel que desempeñó como recaudador del dinero de las indulgencias y de las sumas que pagaban los candidatos ricos a los beneficios eclesiásticos por su promoción. Ese papel fué siniestro. Parece haber poca duda de que se constituyó astutamente en lo que en la moderna jerga norteamericana se llamaría el "hombre de contacto" de la Santa Sede para la distribución de los honores y beneficios eclesiásticos en Alemania. El clérigo ambicioso que aspiraba a la púrpura del monsignori o al palio del arzobispo, tenía por lo general que "ver a Fugger". Debía entregar una buena cantidad de dinero a la Dataría romana, y Fugger era el caballero que sabía cómo utilizarla del modo mejor posible en beneficio del candidato, cómo proporcionar ese dinero y los medios para recuperarlo. Fugger se jactó en cierta ocasión de que "había intervenido en la designación de todos los obispos alemanes". Gracias a ese tráfico, denunciado abiertamente como simonía por la Iglesia, pero practicado entre bastidores por sus prelados desde el Pontífice para abajo, alcanzó Fugger una dudosa inmortalidad en el episodio histórico que precipitó la ruptura de Martín Lutero con la Iglesia Católica. En el otoño de 1517 se reunieron los fíeles en las iglesias católicas de la diócesis de Maguncia, para oír a un famoso predicador hablar del tema inspirador de una gran Basílica madre para la Cristiandad —San Pedro de Roma—, que el Papa León X se proponía terminar. Lo que deseaba el predicador eran fondos, dinero para el santo proyecto. El Pontífice había ofrecido la indulgencia plena-ria a todos los que contribuyeran. Y los fieles contribuyeron, por lo menos durante un tiempo. Pero el buen éxito de la campaña para recaudar fondos, fué interrumpido por una revelación escandalosa de los hechos siniestros que ocultaba. t El joven Albrecht, Margrave de Brandenburgo, sentía una ambición excesiva por acaparar arzobispados. Habiendo conseguido, gracias a la influencia de su hermano, el Elector de Brandenburgo, la sede de esa ciudad, consiguió luego el arzobispado de Magdeburgo, en 1513, a la edad de 23 años. Esta era una hazaña nunca vista hasta entonces. Pero él decidió conseguir también el arzobispado de Maguncia cuando el puesto quedó vacante, en 1514, por la muerte de su beneficiario. Disponer de tres diócesis era una exhibición de codicia eclesiástica que el avariento partido florentino que gozaba del poder en Roma sabía cómo explotar. La Dataría —la oficina eclesiástica encargada de las gracias y beneficios—, informó al audaz Albrecht que el asunto se podía arreglar si lograba reunir 10.000 florines además de los quince o veinte mil que había tenido que pagar ordinariamente por cada diócesis como aquélla. Albrecht tenía apenas probabilidad 27

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alguna de obtener tanto dinero de los fieles de Maguncia, ya cargados con exceso de gabelas, puesto que aquella sede había tenido dos arzobispos de corta vida, cada uno de los cuales había pagado catorce mil ducados por su elevación. La diócesis estaba en bancarrota, por lo que no podía proporcionar ya más fondos. Era necesario algún modo más eficaz de exprimirla. Al parecer, el asunto fué arreglado en Roma por Johan Zinc, el eclesiástico de Augsburgo que. estaba a sueldo de Fugger. Albrecht recibiría a préstamo de Fugger los 10.000 florines que necesitaba. El Papa León X le concedería en Maguncia y Brandenburgo una indulgencia plenaria, ostensiblemente para la construcción de la Basílica de San Pedro. Sin embargo, el beneficio se repartiría a partes iguales entre el Papa y el Arzobispo, como uno de esos beneficios obtenidos por el Milk Fund en los espectáculos públicos de boxeo, en los qué el Milk Fund retiene un porcentaje modesto, en tanto que los organizadores y los luchadores se quedan con el resto, pero en realidad todas las ventajas son para el Milk Fund. Una vez obtenido ese privilegio, Albrecht se hallaba en situación de tomar prestados de Fugger los diez mil florines que necesitaba, en tanto que el banquero, como garantía, se encargaba de la recaudación del dinero de las indulgencias. Pero era importante que no se cometieran errores en la venta de las indulgencias a los fieles. En consecuencia, Albrecht y sus administradores banqueros hicieron lo que hacen en sus campañas la Asociación Cristiana de Jóvenes o los organismos encargados de las contribuciones voluntarias para gastos municipales en los Estados Unidos. Encargaron de la campaña a un organizador profesional muy activo. En Alemania había, por lo menos, una persona adecuada para el caso: John Tetzel, el famoso predicador de indulgencias, una especie de Billy Sunday que había demostrado en otras diócesis que podía hacer que afluyese el dinero a las cajas de recaudación. Tetzel se había especializado en las campañas de predicación de indulgencias. Con esta organización —Tetzel manejando las exhortaciones y Fugger manejando el dinero—, Albrecht se dedicó a recaudar en Maguncia y Brandenburgo los diez mil florines que le había prestado Fugger y los quince o veinte mil que debía pagar además. Tetzel fué de ciudad en ciudad y de templo en templo. Predicaba el evangelio de la total remisión del castigo temporal por los pecados para aquellos que contribuyesen a la erección de la Basílica de San Pedro, sin descubrir el verdadero objetivo de la campaña. Las contribuciones eran guardadas en cajas selladas, contadas en la oficina de Fugger en Augsburgo en presencia de los representantes de Albrecht, y entregadas al banquero para que las dividiese de acuerdo con lo convenido. Martín Lutero se hallaba entregado en esa época a su creciente disputa con la Iglesia a cuenta de esa misma cuestión de las indulgencias. Las hazañas del triunvirato Albrecht-Fugger-Tetzel, provocaron su indignación, y estalló ante aquel episodio en el que un arzobispo "enviaba a los salteadores de Fugger por todo el país" para recaudar dinero con la excusa de ayudar a una causa sagrada y para pagar, en realidad, un préstamo al usurero de Augsburgo. Lutero acusó a Fugger en los términos más rotundos. Acumuló su desprecio sobre las prácticas comerciales del banquero. Aunque Lutero basaba su ataque en motivos puramente religiosos, sus fulminaciones encontraron eco en las mentes de los burgueses alemanes prácticos, quienes veían en todo el asunto de las indulgencias y los beneficios eclesiásticos, un plan para recoger las escasas provisiones de moneda alemana y llevarlas con pretextos hipócritas a Italia. El acontecimiento produjo en la mente de Lutero un efecto tan violento que precipitó su resolución de llevar todo el asunto a una decisión y, a los dos meses de haber comenzado la campaña de predicación de Tetzel, el monje revolucionario clavó en las puertas de la ciudad de Wittenberg sus famosas Noventa y Cinco Tesis. 10. Si nos remontamos a fines del siglo XV y visitamos imaginariamente la antigua ciudad de Neusohl, nos encontraremos con algo que se parece extrañamente, por su importancia, a la Butte, Montana, 28

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de la actualidad, o quizá a las regiones petrolíferas de Pennsylvania en la década del 70. En cuanto a la Augsburgo de la época de Fugger, tenía con la creciente industria del cobre la misma relación que Cleveland con las regiones petrolíferas en la época de Rockefeller. Pues en Augsburgo y en las regiones productoras de cobre del Tirol y de Hungría, sentó Jacob Fugger las bases del moderno sistema industrial. Allí, según revelan los tristes recuerdos de la época, fueron sembradas las semillas de la futura organización industrial, con sus compañías, sus sucursales, sus carteles, sus monopolistas pacientes e intrigantes, sus "trusts", sus campañas contra los monopolios con sus procesos judiciales, investigaciones y fracasos. No se podría afirmar que Fugger inventó ninguno de los artificios que llegaron a ser instrumentos familiares de sus sucesores monopolistas, como no se podría afirmar que los Rockefeller, Morgan, Carneggie y Harriman inventaron los artificios con que construyeron el sistema corporativo de nuestros días. Pero Fugger organizó esas empresas y las utilizó con audacia y habilidad. Y gracias a ellas adquirió la mayor parte de la gran fortuna que le convirtió en el hombre más rico de su época. Fué su papel como "pionner" industrial, el que le da más derecho a figurar en la historia. Esas actividades se realizaron en la industria del cobre y de Ia plata. El escenario de esas hazañas fueron los distritos mineros de Alemania, el Tirol y Hungría. Desde alrededor de mediados del siglo XV los comerciantes alemanes, sobre todo los de Augsburgo, comenzaron a comerciar con el cobre del Tirol. El metal era producido por muchos explotadores pequeños. Bajo el sistema feudal, las minas pertenecían, por supuesto, al Duque, y los propietarios las tenían como concesiones feudales. El Duque, por lo tanto, tenía derecho a una participación en todo el cobre y la plata que extraían los explotadores de las minas. Esta fué la base de la regalía mineral y petrolera que todavía subsiste. Los comerciantes de Augsburgo intervenían en el negociado sólo como traficantes, tomando el producto a los explotadores tiroleses, Pero el Duque —Segismundo I— como todos sus contemporáneos, necesitaba constantemente fondos. Era un prestatario habitual de los comerciantes o de algún consorcio comercial de Augsburgo, y garantizaba esos préstamos con el cobre y la plata que le correspondían. Ahora bien, como tenía poder para quedarse con toda la producción de una mina, podía declararse el único comprador de dicha producción al precio que él mismo señalaba y conceder su administración a algún comerciante. Estas concesiones eran llamadas tratados sobre el cobre, tratados sobre plata, etc. Hasta 1491 Hans Baumgartner, un rico comerciante de Kufstein, era el principal beneficiario de los tratados sobre cobre del Duque. Pero en ese año consiguió Fugger eliminar a Baumgartner. Desde entonces sintió Fugger la infección de ese microbio maligno, el sueño del monopolista. Y durante los siguientes treinta y dos años conspiró pacientemente, sobornó e intrigó para llegar a ser el rey del cobre del siglo XVI. No podía hacer eso, por supuesto, a menos de que dispusiera de los recursos de Hungría. Pero el comercio de Hungría estaba prácticamente cerrado para el comerciante alemán, aunque no fuera demasiado arriesgado, pues Matías, el rey de aquel país, se hallaba en guerra con el Sacro Imperio Romano. Maximiliano, hijo del emperador, tomó partido contra Matías y le venció tras una guerra sangrienta, memorable por haber sido utilizadas en ella por vez primera las bombas. Maximiliano terminó su lucha con una gran victoria, la muerte de Matías, la elevación de Vladislav de Bohemia al trono de Hungría y la famosa Paz de Pressburgo. Por ese tratado Vladislav accedía a que, si no tenía herederos varones, recayese en los Habsburgo la corona de San Esteban. Una vez que Hungría quedó asegurada para el comercio, Jacob Fugger hizo su entrada en ella. Un ingeniero capaz, Johann Thurzo, había llegado allí a adquirir importancia en la industria de los metales. Había perfeccionado un método para desagotar las minas inundadas por medio de una bomba hidráulica, y había hecho grandes progresos en el arte de separar los metales. Lo que necesitaba Thurzo era dinero. Fugger, en cambio, necesitaba el talento técnico de Thurzo, por lo 29

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que ambos se unieron para formar la Compañía Fugger-Thurzo, de un modo muy parecido a como John Rockefeller, el hombre del dinero, se unió con Andrews, el práctico refinador de petróleo, para formar la primera unidad de la Standard Oil. Y esta compañía, respaldada por la influencia política de Maximiliano y el poder de Vladislav, adquirió una posición dominante en la producción de cobre y plata de Hungría. ¦ Pero Fugger nunca dejó de intrigar para conservar su posición y consolidarla. Su fuerza estribaba en sus relaciones con los gobernantes de la Casa de Habsburgo y, por supuesto, en su creciente fortuna. Deseaba no dejar nada al azar ni correr el riesgo de una repudiación de la convención de Pressburgo. En consecuencia, proyectó durante años la unión de los herederos de Maximiliano con las hijas de Vladislav. Y lo consiguió en el Congreso de Viena, en 1515, cuando la hija de Vladislav, Ana, se desposó con el nieto de Maximiliano, Fernando. El biógrafo de Fugger recuerda que la cuenta de gastos de éste cargada a la firma Fugger-Thurzo en ese Congreso fué de 10.000 florines. El comercia del cobre y la plata húngaros era dominado por una compañía subsidiaria, una mitad de la cual pertenecía a la Compañía Fugger y la otra mitad a la Compañía Fugger-Thurzo, y se dedicaba por entero a las minas, la fundición y la producción de cobre. Toda la producción era vendida a las compañías que la constituían. La Compañía Fugger se quedaba con la mitad de la producción, y la Compañía Thurzo con la otra mitad. Esas dos compañías vendían luego sus participaciones respectivas y se embolsaban los beneficios. La Compañía Fugger-Thurzo especulaba con las minas, algunas de las cuales compraba, mientras arrendaba otras. Trabajaba el mineral en sus propias plantas de fundición y trataba el producto en sus propíos talleres de laminación. Tenían tres talleres principales en Neusohl, Hochkírch y Fuggerau, una ciudad industrial precursora de la moderna Gary. La compañía empleaba a varios centenares de obreros en las minas y los talleres. Era, probablemente, el negocio en mayor escala emprendido hasta entonces. A través de todo ese período se perciben los continuos esfuerzos de Fugger por ampliar y consolidar su dominio del cobre. Como los grandes industriales norteamericanos de nuestra época, cuyos primeros experimentos en el monopolio fueron hechos mediante acuerdos comerciales, los primeros esfuerzos de Fugger fueron hechos por medio de "carteles". Ya en 1498 llegó a un acuerdo con Herwart y Gossembrot, de Augsburgo, y Hans Baumgartner, de Kufstein. Mancomunaron sus provisiones de cobre tirolés y las vendieron en Ve-necia por medio del agente de Fugger, Hans Keller, eliminando así la competencia y manteniendo altos el precio y los beneficios. En 15.15 concedió el emperador Maximiliano toda la producción de cobre de Schwaz, el distrito minero más rico del Tirol, a un consorcio formado por Fugger y Hochstetter. De ese modo llegó Fugger a dominar la producción de cobre del Tirol por medio de ese consorcio y la de Hungría por medio de la Compañía Fugger-Thurzo. Se había convenido en que el cobre tirolés se vendiera sólo en la Alemania del Norte y en Italia, y la producción húngara únicamente en los Países Bajos". Esas maquinaciones trascendieron y Fugger tuvo que hacer frente a los alaridos de rabia de los pequeños negociantes de Alemania. Fué objeto de frecuentes ataques en el Reíchstag. Finalmente, el abogado imperial o fiscal de la Corona, inició un proceso contra él por haber violado las leyes antimonopolistas de Alemania. El gran comerciante alemán tuvo que abrir las puertas de su palacio a los representantes de la justicia. La técnica para eludir las citaciones no había sido perfeccionada todavía. Más o menos por el mismo tiempo, las autoridades de la ciudad de Augsburgo se alzaron contra él, y le abrieron proceso para obligarle a rendir cuentas. En esa crisis hizo Fugger lo que han hecho siempre los magnates de la industria norteamericana. Movilizó a sus abogados y volcó toda su influencia política contra los funcionarios. Se puso en comunicación con el emperador Carlos V, que se hallaba en Burgos. Carlos escribió al fiscal de la Corona ordenándole que pusiese fin al proceso. Escribió también al Archiduque Fernando para que anulase la acción judicial. Pero esto no satisfizo al insaciable Fugger. En mayo de 1525 promulgó el 30

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emperador Carlos V un decreto, que le prepararon principalmente los cabilderos imperiales de Fugger, declarando que en adelante los contratos sobre minerales que concedían derechos de monopolio a los comerciantes no serían considerados como tales monopolios, y que esos comerciantes podrían vender sus minerales a un comprador, mediante acuerdos monopolistas, sin violar los decretos del Reichstag. Pero ni aún esto tranquilizó al imperioso Jacob. No descansó hasta que, cinco meses más tarde, el emperador dio otro decreto declarando que sus dos contratos sobre el cobre, de 1515 y 1520, no implicaban un "aumento criminal de los precios". Mas a pesar de esas tenaces estratagemas para defender la estructura de la riqueza que había atesorado, las nubes se iban amontonando sobre el implacable monopolista. Las llamaradas de la lucha religiosa, que brotaban de la antorcha de Lutero, se extendían sobre la perturbada Alemania. Los anabaptistas se hallaban excita-dísimos, los campesinos se sublevaban, los castillos y las propiedades de los nobles y de los poseedores de la riqueza eran destruidos. Fugger vio a muchas antiguas familias abandonar a la vieja Iglesia por el estandarte de Lutero, quien no perdía oportunidad para acusarle a él y a sus "salteadores". Y mientras se hallaba sentado en su espléndido palacio trazando los planes para evitar mayores daños y humillaciones por parte de los cruzados de la campaña antimono-polísta, llegaban de Hungría las noticias más graves. Aquel país infeliz y atrasado se hallaba a la sombra del turco, pues el sultán Suleiman había capturado ya una de las fortalezas de Belgrado, y sólo esperaba la terminación favorable de alguna de sus otras empresas bélicas para lanzarse sobre el país en que Jacob había levantado su gran edificio industrial. Pero la propia Hungría se hallaba en un estado de confusión política mientras su pueblo se revolcaba en la pobreza más degradante. Vladislav, el amigo regio de Fugger, había muerto, dejando a un niño de diez años en el trono y un grupo de cortesanos y de políticos que luchaban por el dominio. Se inició un poderoso movimiento nacionalista. Los campesinos, medio muertos de hambre, se unieron con los pequeños nobles para levantarse contra los capitalistas "extranjeros" que explotaban su país y agotaban sus riquezas. En medio de esos desórdenes Alexis Thurzo, quien sucedió a su padre Johann como agente de la Compañía Fugger-Thurzo en Hungría, fué nombrado Tesorero de ese país. El rey estaba cargado de deudas procedentes en parte de las indemnizaciones o "reparaciones" que tenía que pagar en virtud del Tratado de Pressburgo, y en parte contraídas por él mismo, muchas de las cuales lo habían sido con la casa Fugger. ¡Todo el país gemía bajo el peso aplastante de la deuda. Thurzo llevó a cabo una desvalorizacíón de la moneda corriente. Ello no afectó a los créditos de Fugger, puesto que eran pagaderos en oro, pero aumentó en Hungría el valor de sus pertenencias en cobre. En todo caso, estalló en toda Hungría una tormenta de indignación contra Fugger, la que añadida al odio general contra el concesionario extranjero, hizo que las multitudes se lanzasen contra los talleres de Ofen y Neusohl pertenecientes a la compañía, los cuales fueron saqueados con inmensas pérdidas. El joven rey Luís llamó a Thurzo y le obligó a firmar un acuerdo cancelando las deudas reales con Fugger, renunciando a toda demanda por daños y perjuicios en las instalaciones de la compañía, y comprometiéndose a proporcionar al rey 200.000 florines oro renanos. Cuando la noticia de esos desastres llegó a conocimiento de Fugger, en su oficina de Augsburgo, le llenó de rabia. No perdió tiempo en tratar de vengarse y resarcirse. Hizo precisamente lo que el concesionario de petróleo norteamericano o británico hace en México cuando el gobierno de ese país se apodera de algún pozo petrolífero. Apeló directamente al emperador Carlos V, quien se hallaba entonces en España. El emperador se apresuró a notificar al rey de Hungría que apoyaría hasta el máximo las demandas de Fugger. Amenazado por los turcos en una frontera, y por el monopolista ultrajado en la otra, Luis cedió. Pero el dominante comerciante, príncipe y banquero, había llegado al término de su vida. Agotado por sus incesantes aventuras en busca de riqueza en tantos frentes, y antes de que el asunto de Hungría pudiera ser arreglado, Jacob Fugger moría en su 31

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palacio de Augsburgo. El Archiduque Fernando, que representaba al emperador durante su ausencia, al inaugurar la Dieta de Augsburgo con su séquito de cortesanos y guardias, ordenó que callasen los tambores y las trompetas mientras el cortejo real pasaba frente a la casa del comerciante moribundo. Fugger falleció el 30 de diciembre de 1525. Al año siguiente Suleíman se lanzó con sus turcos sobre Hungría, aniquiló a su pequeño ejército, devastó una cuarta parte del país y se marchó llevándose consigo 107.000 cautivos. Pero en la única batalla decisiva en que fué destruido el ejército inútil de Luis, fué muerto el propio rey. El monarca húngaro falleció sin dejar descendencia y, de acuerdo con el tratado de Pressburgo, la corona de San Esteban recayó en los Habsburgo. El Archiduque Fernando fué elegido en 1526 rey de Hungría. La dinastía Fugger, encabezada ahora por Antón Fugger, sobrino de Jacob, llegó a poseer por completo los intereses de la Compañía Fugger-Thurzo y a dominar una vez más totalmente las riquezas de cobre de Hungría. Fugger fué enterrado en la hermosa capilla que, como un Faraón, había comenzado a construir quince años antes. ¡De qué manera tan distinta esos dos hombres —Maximiliano y Fugger, su banquero y consejero—, habían considerado su muerte y su tumba! Maximiliano, sintiendo en sí mismo las señales de la edad y la disolución, había llevado consigo durante cuatro años, adondequiera que iba, un sólido ataúd de roble. Antes de fallecer en Innsbruck dejó instrucciones detalladas para su entierro. Ordenó que le cortasen el cabello, que le extrajeran todos los dientes y los convirtieran en polvo, y que le quemaran públicamente en la capilla de su palacio. Ordenó además que sü cadáver fuese expuesto al pueblo como un ejemplo regio de inmortalidad. Mandó asimismo que su cuerpo, metido en un saco de cal y envuelto en seda, fuese colocado en el ataúd de roble y enterrado bajo el altar de su capilla de modo que el sacerdote, al decir su misa todos los días, humillase los restos mortales caminando sobre el corazón y la cabeza. Pero el orgulloso comerciante de Augsburgo se preparó una magnífica capilla mortuoria resplandeciente de mármoles, colores y oro, decorada por pintores y escultores, y que llevaba un epitafio cuya letra y cuyo artista había designado el propio Fugger antes de morir, y que pasma por su descarado egotismo: lA DIOS TODOPODEROSO Y BUENO! Jacob Fugger, de Augsburgo, ornamento de su clase y su país, Consejero Imperial bajo Maximiliano I y Carlos V, no inferior a nadie en la adquisición de una riqueza extraordinaria, en liberalidad, en pureza de vida y en grandeza de alma, así como no fué comparable a nadie en vida, así también, después de la muerte, no debe ser incluido entre los mortales.

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CAPITULO 2 JOHN LAW EL MAGO DEL DINERO

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JOHN Law, el hijo del orfebre, nació en Edimburgo, Escocia, en abril de 1671. Habiéndose escapado de la prisión de Londres, donde había sido encerrado convicto de asesinato apenas cumplidos los veinte años, recorrió Europa ganándose la vida como jugador profesional, para dar luego el salto más asombroso de la historia. Saltó en un inmenso vuelo desde la mesa de juego hasta el puesto más alto de Francia, país del que no era ciudadano y del que unos pocos años antes había sido expulsado por la policía a causa de sus ganancias sospechosamente consecuentes. Había dirigido una mesa de juego en casa de una célebre actriz y cortesana. Y cuando asumió el papel de dictador financiero de Francia tuvo la satisfacción de suceder al mismo caballero que como ministro de policía le había invitado a salir de París. Law descubrió y perfeccionó el instrumento que ha desempeñado, quizá, el papel más importante en el desarrollo de lo que ahora llamamos capitalismo financiero. He aquí lo que descubrió. El primero de enero de 1939 los bancos de los Estados Unidos tenían en depósito, garantizado por el gobierno, el dinero de sus depositantes hasta la cantidad de cincuenta mil millones de dólares. Pero los balances de esos bancos mostraban sólo diecisiete mil millones de dólares en dinero contante. Un examen más detenido revela, sin embargo, que no sólo eran un mito los cincuenta mil millones en depósito, sino que los diecisiete mil millones en moneda corriente eran igualmente una ficción. No hay tanto numerario en los Estados Unidos. La cantidad real de dinero en efectivo —dinero en circulación— en los bancos, era de menos de cinco mil millones de dólares. John Law no inventó el procedimiento que hace posible ese milagro. Pero descubrió sus usos y los dio a conocer al mundo. Experimentando con él alcanzó uno de los éxitos materiales más pasmosos, acumuló una gran fortuna, dirigió una de las aventuras más asombrosas en la historia de las finanzas nacionales y terminó por morir pobre en Venecia. Su padre era un orfebre. Este orfebre era todavía muy joven cuando apareció el banquero moderno. Hizo una fortuna moderada prestando dinero a interés usurario. Así, el niño pasó los primeros años en casa de un prestamista escocés. Fué educado con el mayor cuidado, concediéndose una atención particular a las matemáticas. Cuando cumplió los veinte años de edad salió de Edimburgo para Londres con objeto de gustar los placeres de la picaresca capital de Guillermo y María. Consiguió entrar en los círculos más elegantes. Era un joven educado y culto, bello, inteligente, un buen atleta que se destacaba en el tennis, un bailarín gracioso y un conversador temible. Pasaba las mañanas en la ciudad, donde alcanzó reputación por su habilidad para especular con los valores del gobierno. Pasaba las tardes en los parques, las noches en la ópera o el teatro y las últimas horas del día en las tertulias, los bailes, las mascaradas y las casas de juego. Jugaba haciendo elevadas puestas y ganaba grandes cantidades. Era un hombre con un sistema. Si hubiera vivido en nuestra época, habría actuado en Wall Street con una fórmula infalible para manejar el mercado. El final de todo eso fué un duelo que puso fin a su carrera en Inglaterra. Tuvo una disputa con un petimetre entrado en años, conocido como el Hermoso Wilson. Cualquiera que fuera la causa, que sigue siendo obscura, los dos caballeros se batieron en Blooms-bury Square, el 9 de abril de 1694. No fué una hazaña noble. Al parecer no habían dado más que un paso cuando el señor Law hundió la hoja de su espada unos centímetros en el esternón del anciano mequetrefe, quien quedó muerto en el sitio. Law fué llevado al tribunal de lo criminal, juzgado, convicto de asesinato y condenado a muerte. Pero poco tiempo después fué puesto en libertad, hasta que, a petición de los parientes de la víctima, le encerraron de nuevo en la prisión. No tardó mucho, sin embargo, en escaparse de ésta, y fué conducido a remo, Támesis abajo, hasta un navio que le esperaba y en el cual, como si lo hubiera dispuesto el destino, hizo su viaje a Amsterdam. Se ofreció una recompensa de cincuenta libras por su captura. Pero probablemente el verdugo no apetecía demasiado su cabeza, ya que la ley contra el duelo había sido 34

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suficientemente vindicada con su condena. Esto sucedía en 1694. En Amsterdam estableció una especie de relación con el residente británico de dicha ciudad. Y así encontró.la oportunidad de observar cómo trabajaba el famoso Banco de Amsterdam. Allí se incubaba el banco moderno. Esa institución histórica desempeñó un papel decisivo en la modelación del sistema de capitalismo financiero que ha alcanzado su completo florecimiento en nuestra época. Law deseaba el dinero como un instrumento del poder. Pero también le interesaba profundamente como un mecanismo social. Estudió sus usos, sus caprichos y, sobre todo, sus cantidades limitadas. Era más que un jugador. Era un fabricante de teorías. Ya en 1700 —cuando tenía veintinueve años— se hallaba de nuevo en Escocia con un plan para restablecer la economía zozobrante del país. Imprimió un libro titulado Propuestas y razones para constituir un Consejo de Comercio en Escocia. Lo dio a conocer a sus compatriotas, quienes lo rechazaron. Después de lo cual regresó al Continente, donde durante catorce años recorrió toda Europa amasando una fortuna en la ruleta y con los naipes, y exponiendo su teoría financiera a todo hombre público con quien podía ponerse en contacto. Esta teoría consistía en que el sistema económico de la época fracasaba a causa de las provisiones insuficientes de dinero. Y utilizando al Banco de Amsterdam como modelo, tenía un plan para producir todo el dinero que necesitara una nación. Le acompañaban su esposa, su hijito y su hija. Como el fabuloso Don Luis, Marqués de Vincitata, de Anthony Adverse, el incansable jugador viajaba en un coche primoroso. Durante la mayor parte de los catorce años recorrió ese coche infatigable todas las rutas comerciales de Europa, de metrópoli en metrópoli, en busca de los lugares en que la gente rica y a la moda se reunía para buscar placer y provecho en las mesas de juego. En todas partes se mezclaba con las personas más importantes y nobles. Jugaba con ministros de Estado, les ganaba el dinero y les daba conferencias sobre las virtudes de sus teorías económicas. En 1705 se hallaba una vez más en Escocia con otro libro y otro plan para salvar a sus abúlicos compatriotas. Pero a pesar del apoyo de personas tan poderosas como el Duque de Argyle, éstos no quisieron saber nada del plan. En 1708 se hallaba en París. Allí produjo mucha sensación. Poseía un gran capital. En todas partes ganaba. Llegó a-ser una especie de figura legendaria en todos los salones a la moda: en la Rué Dauphine, en el Hotel de Gréve, en la Rué des Poulies. Instaló una mesa para el juego del faraón en el salón de Madame Duelos, quien ha sido descrita diversamente como famosa actriz cómica y cortesana. Los tahúres nobles y ricos del París de Luis XIV, llenaban de bote en bote el salón. Contrajo amistad con el Duque de Orleans. El Duque le presentó a Desmarets, Ministro de Hacienda, quien escuchó encantado el proyecto de Lampara restaurar el sistema financiero de Francia. Desmarets presentó el plan a Luis XIV, quien lo rechazó inmediatamente1. Law aparecía por las noches en las salas de juego con dos grandes bolsas de dinero contante. Hacía apuestas tan altas, que la moneda existente se hacía pesada, por lo que él mismo había acuñado una moneda más grande con objeto de facilitar el manejo de las apuestas. La gente se maravillaba por su constante buena suerte. Él decía que no era suerte, sino que tenía un sistema. Era cuestión de matemáticas. Otros murmuraban, como era inevitable, que se trataba de algo más que de buena suerte y matemáticas. El Jefe de Policía, M. d'Ar-genson, tuvo noticia de aquel extranjero audaz y arrojado, y le dijo al señor Law que haría bien en salir de París. Pero es justo decir de él que contaba con el testimonio del perspicaz Duque de Saint-Simon, uno de sus críticos, asegurando que nó era un embaucador. El, coche emprendió de nuevo sus viajes incesantes a Alemania, Genova, Florencia, Venecía y Roma. En Genova volvieron a pedir a Law que siguiera adelante. Su fortuna crecía. Era millonario. En toda Europa se forjaban leyendas alrededor de su nombre. En Turín le presentaron a Víctor Amadeo, rey de Cerdeña. Law zumbó su sistema en el oído del soberano. Pero el astuto italiano le dijo que debía ir a Francia. Francia necesitaba a alguien que hiciera milagros financieros. El anciano Luis XIV se acercaba al final de su reinado. Y Law vigilaba otra vez aquel puerto de refugio. 35

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Cuando falleció Luís XIV, corrió Law a París, y en un tiempo sorprendentemente breve se conquistó la confianza del Regente, su amigo el Duque de Orleans, y puso en movimiento, con la mano más liberal, todas sus teorías, que resultaron en lo que Law y los franceses llamaron el Sistema, y lo que la historia ha apodado la Estafa del Misísipí. 1 Se ha dicho que Luis rechazó el plan porque Law no era católico. Esto es difícil de creer, puesto que Samuel Bernard, el principal agente financiero del rey, era hugonote. No duró mucho tiempo, pero entretanto Law fué investido de los poderes más altos de Francia. Durante todo ese período, el jugador errante mantuvo su aplomo y su dignidad, como alguien nacido para gobernar. Ejercía literalmente todos los poderes del gobierno. Estaba rodeado de aduladores. Costosos carruajes se amontonaban en el camino que conducía a su residencia. Su antesala se llenaba de ricos y nobles que pedían audiencia. Sü hijo fué invitado a comer con el joven rey Luis XV,. Su hija daba un baile, y los nobles más elevados intrigaban para conseguir una invitación y algunos aspiraban a su mano. Era, por supuesto, un protestante, pero para poder ser Registrador General de Francia abrazó ía religión católica. Se mostraba invariablemente cortés, afable, de buen humor y profundamente convencido de sus teorías. Y durante un tiempo, en verdad, vio en Francia a su alrededor tal resurgimiento de la confianza, tantas pruebas de una creciente prosperidad, que su ilusión estaba justificada. Un noble británico dijo a los franceses que Luis XIV no había podido sacar de Francia tanto como lo que Law podía devolverle. Law acumuló una gran fortuna, pero la invirtió enteramente en acciones de sus compañías y en una serie de espléndidas propiedades en Francia. Su carrera pública fué breve. Abrió su banco en 1716. Y fué expulsado de Francia, entre las execraciones del pueblo, en 1720. Entró en Francia con un capital de 1.600.000 libras, hecho principalmente en el juego de naipes. La dejó con las manos vacías después de fracasar el juego más grande de la historia, en el cual, según dijo Voltaire, un solo extranjero desconocido había jugado contra una nación entera. Tal era el hombre que alcanzó bajo Luís XV un poder que nadie había alcanzado desde la época de Richelieu. II La famosa Estafa del Misisipi de Law, fué algo más que un simple plan para enriquecerse rápidamente. Para comprenderla hay que tener una idea clara de la teoría en que se basaba. Esta teoría consistía en dos proposiciones. Una de ellas era que el mundo poseía cantidades insuficientes de moneda en metálico para negociar con ella. La otra era que, por medio de un banco de descuento, una nación podía crear toda la moneda que necesitaba, sin depender de los recursos metálicos inadecuados del mundo. El banco en que pensaba Law no era ni más ni menos que la clase de bancos con los que ahora ^negociamos umversalmente. Pero en aquel tiempo se trataba de una propuesta extraña. Law no inventó esa idea. Descubrió sus gérmenes en un banco que ya existía en su tiempo, el Banco de Amsterdam. Tuvo la oportunidad de observar su funcionamiento cuando se hallaba fugitivo de Inglaterra. El Banco de Amsterdam, fundado en 1609, era propiedad de la ciudad. Amsterdam era el gran puerto del mundo. Por sus mercados circulaba el dinero de innumerables Estados y ciudades. Todas las naciones, muchos príncipes y señores y numerosas ciudades comerciales, acuñaban su propia moneda. El comerciante que vendía un cargamento de lana podía obtener en pago un saco lleno de florines, dracmas, gulden, marcos, ducados, libras, pistolas, y otra gran variedad de monedas de las que nunca había oído hablar. Esto era lo que hacía tan esencial el negocio del cambista. Cada cambista llevaba un manual puesto al día, con la lista de todas esas monedas. El manual contenía los nombres y los valores de 500 monedas de oro y 340 de plata acuñadas en toda Europa. 36

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Ningún particular podía conocer el valor de esas monedas, pues eran desvalorizadas continuamente por los príncipes y recortadas por los comerciantes. El Banco de Amsterdam fué fundado para remediar esa situación. He aquí como trabajaba. Un comerciante llevaba su dinero al banco. Éste pesaba y contrastaba todas las monedas y acreditaba al comerciante en sus libros el valor equitativo en florines holandeses. En adelante el depósito seguía teniendo un valor inmutable. Era en realidad, un depósito. Los cheques no estaban en uso. Pero era considerado como un préstamo del banco con las monedas como garantía. El banco prestaba al comerciante lo que llamaba crédito bancario. Si más tarde quería pagar una cuenta podía transferir a su acreedor una parte de su crédito bancario. El acreedor prefería eso a la moneda. Prefería que le pagasen con algo cuyo valor era fijo y estaba garantizado que no con un puñado de monedas, sospechosas y de valor fluctuante, de numerosos países. Tan cierto era esto que quien quería vender un artículo por un centenar de florines holandeses se conformaba con esos cien florines en crédito bancario, pero exigía ciento cinco si se le pagaba en moneda. Una de las consecuencias de este sistema era que una vez que la moneda acunada o el oro y plata en barras ingresaba en el banco tendían a permanecer allí. Todos los comerciantes, inclusive los extranjeros, guardaban en él su moneda. Cuando un comerciante pagaba a otro, la transacción se efectuaba mediante la transferencia en los libros del banco y el metal seguía en las bóvedas del mismo. ¿Por qué había de retirar moneda el comerciante cuando con esa moneda sólo podía comprar el 95 por ciento de lo qu« podía adquirir con el crédito bancario? Y así, con el tiempo, la mayor parte del metal de Europa tendía a afluir a ese banco. Era lo que el Profesor Irving Fisher pide ahora para los Estados ¡Unidos: un banco que lo sea en un cíen por ciento. Por cada florín de crédito bancario o depósito había un florín de moneda metálica en las bóvedas del banco. En 1672, cuando los ejércitos de Luis XIV se acercaban a Amsterdam y los aterrados comerciantes corrieron al banco para exigir sus fondos, el banco pudo hacer frente a la demanda. Esto consolidó aun más su reputación. El banco no hacía préstamos. Se mantenía con los derechos que cobraba por el recibo de depósitos, el almacenamiento de la moneda y haciendo transferencias. Había en Amsterdam otra corporación, la Compañía de las Indias Orientales. Se trataba de una gran corporación comercial, considerada de vital importancia para el comercio de la ciudad. Esta poseía la mitad de su capital. Llegó un tiempo en que la Compañía de las Indias Orientales necesitó dinero para construir barcos. El gran depósito de moneda contante se hallaba en el banco. Los administradores de la compañía precisaban una parte de él. El alcalde de la ciudad, que era quien designaba a los miembros de la junta directiva del banco, ejerció presión sobre ellos para que concedieran préstamos a la compañía, préstamos sin depósito alguno en moneda o barras. Y así se hizo dentro del secreto más absoluto. Eso iba contra el reglamento del banco. Pero éste era impotente para resistir la presión. El banco y la compañía hicieron eso de una manera subrepticia. No se dieron cuenta de la naturaleza del poderoso instrumento que acababan de forjar. No se dieron cuenta de que sentaban las bases del capitalismo financiero moderno. Fué Law quien lo vio. Percibió con claridad que este banco, con su secreta violación de sus reglamentos, había inventado en realidad un método para crear moneda. Llegó a la conclusión de que se trataba de algo que no sólo debía ser legalizado, sino puesto en uso general para curar los males de Europa. Vio también con claridad que ese banco había creado un gran depósito de dinero y que quien dispusiese de ese depósito podría realizar milagros. Aquella iba a ser una de las armas más poderosas del hombre adquisitivo del futuro: la colección de grandes cantidades de dinero de otras personas en depósitos, y la captura o el dominio de esos depósitos. Tal es lo que vio Law. Se trata de una operación que realizan a diario nuestros bancos. El First National Dank de Middletown tiene en depósito un millón de dólares. El señor Smith entra en el 37

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banco y pide un préstamo de 10.000 dólares. El banco le hace el préstamo. Pero no le da los diez mil dólares en moneda. En vez de eso, el cajero anota en su libro de depósitos el registro de uno de ellos, por valor de 10.000 dólares. El señor Smith no ha depositado esa cantidad. El banco le ha prestado un depósito. El cajero anota también en sus libros ese depósito del señor Smith. Cuando éste sale del banco posee un depósito de diez mil dólares que no poseía al entrar. El banco poseía depósitos por un millón de dólares cuando entró el señor Smith. Cuando éste sale posee ya depósitos por valor de un millón y diez mil dólares. Sus depósitos han aumentado en diez mil dólares por el simple hecho de haber otorgado un préstamo al señor Smith. Y el señor Smith utiliza ese depósito como si fuese dinero. Es su dinero bancario. Por eso es por lo que hay actualmente en los Estados Unidos alrededor de mil millones de dólares en moneda corriente real en los bancos y cincuenta mil millones de dólares en depósitos o dinero bancario. Este dinero bancario ha sido creado, no mediante el depósito de moneda corriente, sino mediante los préstamos del banco a los depositantes. Esto es lo que hizo el Banco de Amsterdam con sus préstamos secretos a la Compañía de las Indias Orientales, préstamos que esperaba no recuperar nunca. Esto es lo que vio Law, aunque vio algo más importante todavía: los usos sociales de ese procedimiento. Y ello se convirtió en los fundamentos de su Sistema. III Law se sentía impulsado por ese demonio inquieto que lleva a sus poseídos a dar al mundo la forma que desea su corazón. Jugador, amante del ocio y del dinero fácilmente ganado, era, no obstante, un reformista. Tenía en consideración un problema que había desconcertado siempre a los hombres desde la Edad Media. Cuando las cosas van mal el comerciante se encuentra con que ño puede vender sus mercaderías porque no hay bastante dinero en manos de sus parroquianos. Piensa que el remedio consiste en más dinero. Y el modo de producir más dinero es un problema que ha fascinado durante siglos a los economistas aficionados a medida que una depresión seguía a otra. Y siempre aparece un salvador con un plan para producir más dinero con el que obtener el poder. Nunca ha faltado desde Law hasta el mayor Douglas. Y nunca dejaron de reunir un gran séquito de partidarios legales. Su remedio tiene siempre esta virtud suprema: es fácil. Fué el genio maligno del doctor Townsend el que le impulsó a proponer un plan para llevar a todas las personas ancianas a la prosperidad mediante pensiones, pero se proponía obtener el dinero para dichas pensiones por medio de un sistema opresivo de impuestos. Law apareció por primera vez como reformista en Edimburgo, en 1700. Escocia sufría una grave depresión. Propuso abiertamente un plan nacional. Pidió la creación de un Consejo de Comercio, compuesto por tres nobles, tres barones, tres plebeyos, tres representantes de las compañías de la India y de África y un presidente neutral, trece personas en total. Luego propuso la formación de un fondo nacional para los gastos que serían recaudados por medio de impuestos de alrededor del dos y medio por ciento sobre todas las manufacturas, las tierras, las herencias, las rentas y los beneficios religiosos, y de un diez por ciento sobre todo el trigo y los otros productos agrícolas. Un millón de libras esterlinas adicional podía ser tomado en préstamo a manera de adelanto sobre esos ingresos. Toda esa cantidad de 400.000 libras sería empleada en promover el comercio de las compañías de la India y el África, y el saldo sería utilizado en varios proyectos de socorro y recuperación: obras públicas, fijación de los precios de los productos agrícolas e industriales, préstamos y aportes a corporaciones y pesquerías, fomento de las industrias y donativos de caridad a las personas que se hallaban en la miseria. Había que establecer derechos de importación. Era preciso reglamentar los monopolios. Había que acuñar nuevas monedas de oro y plata en Una proporción fija y con pesos también fijos en las casas de moneda de Su Majestad. Nada de esto parecerá extraordinario a quienes están familiarizados con la historia económica y los recursos del mercantilismo y el colbertismo, así como a quienes vean en ello los prototipos de los 38

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diversos instrumentos elementales del New Deal. Pero hasta entonces Law no se había puesto a producir dinero por medio de emisiones bancarias. A diferencia del New Deal, propuso pagar los gastos con los impuestos. El gobierno de Escocia rechazó ese plan. Law lo había expuesto en un libro que llevaba uno de esos títulos difusos del siglo XVIII: Propuestas y razones para constituir un Consejo de Comercio en Escocia. Los libros como ése, que se publican hoy en día llevan títulos tan oscuros como los siguientes: 2.500 dófares al año para todos. La salida. Cada hombre un rey. Las teorías monetarias están ausentes en ese primer plan para la rehabilitación de Escocia. Fué sin duda posteriormente cuando Law comenzó a tener una idea clara del sistema que vendió más tarde al Regente de Francia. Expuso esas teorías en un libro que publicó en Escocia en 1705 y que constituye su principal contribución a la literatura de la economía. Le llamó Consideración sobre el dinero y el comercio, con una propuesta para proporcionar dinero a la nación. Tras un breve examen de la naturaleza de la moneda metálica, Law sienta en ese libro la proposición de que el aumento de dinero produce un aumento del comercio y que un exceso de las exportaciones sobre las importaciones tiene como consecuencia una gran provisión de dinero para la producción. Así como el comercio depende de la moneda, así el aumento o la disminución de la población de un país depende del dinero. Escocia tenía poco comercio porque contaba con poco dinero. Era una buena doctrina mercantílista. No puede caber duda de que la nueva economía monetaria capitalista encontraba serios obstáculos en la falta de suficientes provisiones de dinero. No había dinero, sino moneda acuñada. Podemos darnos cuenta de las dificultades con que tropezarían nuestras actividades comerciales si no contásemos más que con la moneda en metálico que se halla en circulación. Esta no pasa nunca en los Estados (Unidos de los seis mil millones, en tanto que nuestros bancos cuentan con cincuenta mil millones en depósitos. Law argüía que se había utilizado toda clase de medidas para aumentar el dinero, pero ninguna de ellas había tenido buen éxito. Decía que los bancos eran los mejores instrumentos para conseguirlo. Luego se refería concretamente al Banco de Amsterdam y proponía que su propio banco hiciera en líneas generales lo mismo que hacía el Banco de Amsterdam en secreto en favor de una sola compañía: préstamos que excedieran a la moneda acuñada que tenía en depósito. Proponía también que se permitiese al banco emitir billetes por un valor superior a sus depósitos de moneda contante. Advierte que "algunos están en contra de todos los bancos en los que el dinero no existe en la misma proporción del crédito". Pero recuerda al lector que "si se supone que alcanza a 15.000 libras el dinero que existe en el banco y a 75.000 libras los billetes emitidos, se agregan 60.000 libras al dinero de la nación, sin interés". Law defendía en substancia la práctica que es ahora común, en nuestro sistema bancario y que constituye en realidad una de las piedras fundamentales del capitalismo moderno. Luego exponía su teoría de que la base del papel moneda debía ser la tierra más bien que el oro y la plata. La plata no era conveniente porque su cantidad estaba destinada a aumentar. Pero la tierra tiene un volumen limitado y está destinada, por lo tanto, a aumentar continuamente en valor: como base para el dinero sería cada día más sólida. Junto con todo esto renovaba su propuesta de crear una comisión para Escocia. Entre otras cosas, esa comisión tendría facultades para emitir billetes, mediante el préstamo sobre tierra ordinaria, de valores de hasta la mitad o los dos tercios del valor de la tierra. Así llenaría a Escocia de nueva moneda. Para este sistema consiguió el apoyo del Duque de Argyle, del Marqués de Tweeddale, de otros nobles poderosos y de un fuerte partido cortesano conocido con el nombre de El Squadrone. Pero el parlamento escocés lo rechazó, alegando en su resolución que "el establecimiento de cualquier clase de crédito en papel, así como el imponer su circulación, era un expediente impropio para la nación". Otro motivo alegado era que el plan podía hacer que todas las propiedades del reino dependiesen del gobierno, el que se convertiría en el acreedor universal. Pero con esta nueva 39

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edición de su plan de salvación para Escocia Law se había convertido en el promotor del New Deal de su época. Con este breve bosquejo de las teorías de Law estamos ya en condiciones de ver cómo las vendió a Francia y cómo, en breve tiempo, embarcó a ese país en una de las aventuras financieras más pasmosas de la historia, originó en él el primer gran pánico financiero del sistema bancario moderno y, mientras duró ese episodio, llegó a ser casi el dictador de esa nación. IV Luis XIV preparó a John Law el escenario. El monarca inescrupuloso y manirroto abrió el camino al evangelista de la abundancia fácil. Era necesario que Francia se arruinase antes de entregarse en brazos de un redentor tan fantástico. Y Luis XIV la arruinó. Ningún hombre ha sido tratado por la historia con tanta generosidad como Luis XIV. Ha sido juzgado de acuerdo con su propia valorización, sin el menor descuento. Se le recuerda como Le Grané Monarque. En realidad fué el peor de los reyes. Utilizó un poder que había sido puesto en sus jóvenes manos, consagrado por la Iglesia y santificado por la tradición, para saquear a Francia. Era un farolón voraz, egoísta y pretencioso. Consiguió producir un efecto de grandeza por medios que se hallan al alcance de cualquier aventurero con facultades para imponer gabelas y empréstitos a un pueblo sumiso y emplearlos en proyectos y guerras, exhibiciones, corrupción de servidores y un ejército de parada que producía los efectos escénicos a los cuales los reyes llaman su gloria. El poder que alcanzó era una herencia de sus antepasados conseguida gracias al genio de dos eclesiásticos corrompidos: Richelieu y Mazarino. Y el dinero lo obtuvo gracias a ministros que tenían talento para inventar medios siempre nuevos y sutiles de imponer gabelas al pueblo empobrecido. Despilfarró el dinero con un desenfado ilimitado. Solamente en un palacio —el de Versalles— gastó 116 millones de libras. Sus ministros, sus satélites y los traficantes con los puestos públicos, que se hacían ricos gracias a sus liberalidades y su incapacidad, le imitaban. Esa ostentación vulgar tenía por objeto exhibir al monarca y sus satélites en el papel de dioses nacidos para gobernar al rebaño. Se otorgaba grandes subvenciones a un enjambre de poetas y literatos para que cantasen la grandeza y las virtudes del rey. Cuando éste se restableció de una enfermedad afluyeron las odas y los apostrofes de una horda de escritorzuelos que comían de las liberalidades del rey. Hasta el joven Racine prorrumpió en versos de acción de gracias. La fuente de toda la riqueza de Francia eran los campesinos, en sus pequeñas granjas, y los artesanos en la ciudad. La máquina no había aparecido todavía. Aún no se tenía noticia de la industria en gran escala. No se podía pretender que la producción de riqueza en manos de esos humildes trabajadores fuese estimulada y dirigida por el genio creador de hombres de empresa inspirados. De aquí que hubiera muy pocos hombres de recursos verdaderamente grandes que acumularan su riqueza mediante la posesión y la dirección de los procesos de producción. La riqueza del pueblo, convertida en dinero, afluía al rey por medio de impuestos opresivos. Y la mayoría de las fortunas privadas se hallaban en manos de hombres que sabían cómo quedarse con parte de esa corriente de dinero público en su camino al gobierno. Los nobles conservaban aún sus tierras hereditarias y exprimían hasta la última gota los tributos de sus arrendatarios. Pero las fortunas comerciales eran acumuladas por hombres que las obtenían de los ingresos públicos por medio de contratos, monopolios, sobornos políticos y donativos del soberano o de los banqueros que explotaban el tesoro nacional. Eran fortunas estrictamente parásitas. Los campesinos vivían en casas de barro con techos bajos y sin vidrios en las ventanas. Un agricultor compraba un par de zapatos para su casamiento y le tenían que durar toda su vida. Pero la mayoría de ellos iban descalzos. Dormían sobre paja y como alimento hervían raíces y heléchos con un poco de cebada y de sal. Mal alimentados, eran fácil presa de enfermedades como el tifus y las viruelas. Millares de ellos afluían a las ciudades, y la mendicidad y la vagancia se convirtieron en una plaga. Había que cerrar los hospitales por falta de fondos. A pesar de que el pueblo languidecía, 40

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hambriento y en harapos, había superproducción, la maldición del mundo capitalista. En muchos lugares era insuficiente la cebada, pero nadie podía comprar ni siquiera la cantidad más pequeña. Los campesinos que tenían vino no podían venderlo a sus vecinos empobrecidos ni podían enviarlo a otros lugares porque, carecían de caballos para el transporte. Los ministros del Gran Monarca encontraban los medios de obtener de la magra substancia de esa gente miserable, mediante impuestos y empréstitos, casi todos los beneficios que alcanzaba la fracción próspera y cruel que se quedaba con todo. Lentamente fueron disminuyendo los ingresos monetarios de la nación en un aflujo creciente hacia el trono. Pero muchos millones nunca llegaban a él. Colbert descubrió que de 84 millones por impuestos recaudados en un año, sólo 32 millones habían ingresado en el tesoro real. El resto había ido a parar a los bolsillos de los recaudadores de impuestos. Lo que llegaba a poder del rey en impuestos y empréstitos proporcionaba inmensos beneficios a los contratistas de armamentos y dádivas a los favoritos. Y en verdad, hasta el virtuoso Colbert murió dejando diez millones, todos los cuales obtuvo, según dijo, gracias a los donativos regios y a las prerrogativas legales de su cargo. Había fortunas extraordinarias en la Francia empobrecida de esa época. El tesorero de la casa imperial fué acusado de haberse apropiado de una décima parte del dinero destinado a pagar a la guardia durante años y de haber invertido en el exterior 1.600.000 libras. Châtelain, que era lacayo en un convento, entró al servicio de un contratista del ejército, más tarde se estableció por su cuenta, puso a sus órdenes a sesenta empleados que recorrían el país â caballo, para recoger cereales para el ejército y acumuló una fortuna de más de diez millones de libras. Crozat, que era también un lacayo, llegó a ser el comerciante más grande de Francia, gracias a los monopolios del gobierno. Samuel Bernard, el gran banquero, poseía una fortuna superior a treinta millones, hecha mediante el manejo de las finanzas del gobierno. Bouret, abastecedor del ejército, reunió, según se supone, más de 40 millones, en tanto que los más o menos fabulosos hermanos Paris de Montmartel llegaron, según algunos cálculos, a acumular una fortuna de un centenar de millones. La Sala de Justicia descubrió que había seis mil hombres que, según sus propios cálculos, poseían más de mil millones de libras, suma equivalente a alrededor de diez mil millones de dólares en nuestra época. Estos parásitos, con el farolón dorado a su cabeza, habían despojado a la nación. En los últimos catorce años del reinado de Luis éste había gastado dos mil millones de libras más que lo que se había recaudado por impuestos. Mediante varias desvalorizaciones y otros recursos esa cantidad se había reducido a una deuda de 711 millones cuando él murió. A medida que su largo reinado llegaba a su fin y declinaba su prestigio sintió la necesidad de hacer algo para revivificar su gloria. Este poseur obstinado no podía improvisar una estratagema mejor que organizar algunos festejos deslumbrantes. Los festejos cuestan dinero, sin embargo, y el tesoro estaba vacío. Pero Desmarets, el Registrador, recibió la orden de encontrar dinero. Dos hechos afortunados le salvaron. Descubrió a dos de sus servidores revisando sus papeles y comunicando en secreto los detalles a ciertos agiotistas importantes. Desmarets proyectaba una emisión de treinta millones de libras. Puso ese papel en manos de Samuel Bernard para que lo vendiera. Y dejó deliberadamente sobre su escritorio el plan secreto de una lotería real para pagar la emisión de títulos. Esto llegó inmediatamente a conocimiento de los especuladores. Cuando Bernard ofreció sus acciones los agiotistas pujaron el precio. Cuando se hubo vendido todo y la lotería no se realizó, las acciones descendieron a un nivel muy bajo. El gobierno de Luis XIV tuvo que acudir a este expediente ruin y fraudulento para obtener fondos con objeto de poder montar un gran espectáculo y exhibir en él al pueblo desesperado de Francia, el esplendor del anciano y obsceno soberano. Falleció el 1 de septiembre de 1715, dejando al país que había saqueado en un estado de miseria espantosa y al tesoro en bancarrota. Cuando la noticia de su muerte llegó a oídos del jugador escocés errante, éste no perdió tiempo en meter a su familia y su equipaje en su ajetreado coche y 41

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ordenó al postillón que se dirigiese a París. V Hacia mediados de septiembre de 1715 —unas dos semanas después de la muerte de Luis XIV— el Duque de Orleans, Regente del niño Luis XV, reunió a su Gabinete recién constituido. Los ministros tenían el rostro grave y estaban aturdidos. Se había hecho la propuesta de que el Regente declarase a la nación en bancarrota. Francia se hallaba ciertamente en ruinas. El tesoro estaba vacío. No se había pagado al ejército. Los gastos del gobierno con motivo de la guerra anterior llegaban a 148 millones de libras. Los ingresos eran triviales. Además, vencerían durante el año, 740 millones de libras en obligaciones. Un hombre tan magnánimo y prudente como el Duque de Saint-Simon había pedido que se proclamase la bancarrota. La industria y el comercio casi habían dejado de funcionar. Francia llegaba al final de un camino, como los Estados Unidos en 1933, con la diferencia de que era tanto por su escasez de caudales como por el colapso de sus mecanismos económicos. Pero el Regenté se opuso a la vergüenza de una confesión pública de bancarrota. En cambio, trató de llegar al mismo fin mediante un recurso menos franco. A la muerte de Luis XIV fueron rechazadas todas las instrucciones que había dado en su testamento, y Felipe, Duque de Orleans, tomó virtualmente posesión del gobierno como Regente del rey niño. Este acto completó la serie de acontecimientos que debía tejer el destino para que surgiese Law. Ese destino había creado para él una nación arruinada. Ahora ponía en escena a un gobernante que abriría la puerta a un hombre que prometía buenas cosas. Orleans era una de esas personas listas que gustan de la superficie de las ideas. Era un chisgarabís. Se las daba de pintor, grabador, músico y mecánico. Compuso una ópera que fué ejecutada en presencia del rey. Chapuceaba con la química. Pero le gustaba jugar con las ideas y se sabía que tenía una inteligencia abierta —abierta por los dos extremos— un interés de aficionado por las masas y un talento infalible para elegir mal a sus sirvientes. En aquel momento, cuando la única necesidad obvia y desesperada del gobierno, era el dinero, apareció John Law como un ángel descendido del Cielo. En un mundo desordenado en el que naufragaban todos los estadistas él era el único que poseía un plan. Y se trataba de un plan que exigía, no el sacrificio ni una operación quirúrgica dolorosa, sino un viaje agradable a lo largo del camino glorioso a la riqueza. Como dijo el mismo Law, se trataba de un reparto perfecto en el que el rey, en vez de ser un exactor de impuestos omnívoro y un prestatario insaciable de los caudales públicos, se iba a convertir en el dispensador y prestamista de dinero. Aquello iba a ser un New Deal, el primer New Deat del orden capitalista. Además, Law tenía acceso a Orleans. El Regente había simpatizado con él años antes. El plan de Law se había desarrollado mucho bajo la influencia productiva de innumerables conversaciones. Law era un conversador fácil y un vendedor magnífico. Y vendió por completo al Regente. Su plan de un banco real fué sometido a la aprobación del Consejo el 24 de octubre, sólo siete semanas después de que Orleans asumiera el poder. Pero la mayoría del Consejo se opuso. Él persistió. Declaró que, si se le permitía, él mismo establecería un banco privado y lo financiaría si se lo autorizase una patente real. Se llamaría el Banque Genérale, Y el 2 de mayo de 1716 le fué otorgada la patente real y el Banque Genérale fué creado en privado y financiado principalmente por el propio Law. Comenzó a operar en pequeña escala. Pero era una buena cuña que penetraba en las finanzas nacionales. Era uno de esos bancos que vemos ahora en casi todos los rincones de los distritos comerciales de las pequeñas ciudades norteamericanas.. Recibía depósitos y descontaba letras y pagarés. Podía hacer préstamos y emitir sus propias acciones. Law y su hermano William instalaron el banco en el domicilio del primero. La compañía emitió 1.200 acciones de 5.000 libras cada una. Los subscriptores pagarían las acciones en cuatro plazos, una cuarta parte en moneda contante y las otras tres cuartas partes en billets d'état. Era un golpe maestro. Inventó un uso para los billets d'état 42

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o títulos del gobierno, que no valían más que veinte o treinta libras el ciento. La cantidad de moneda contante así conseguida era escasa, de modo que el banco era apenas mayor que el First National de cualquier pequeña ciudad de los Estados Unidos. No parecía formidable y eso disminuía la oposición. Dio a Law la oportunidad de experimentar con su idea. El Regente hizo saber que era su patrón y que le agradaría que los comerciantes abrieran cuentas con el señor Law. La institución obtuvo un éxito casi instantáneo. El valor de un depósito era grande. La ventaja de dar seguridades al valor de la moneda bancaria, como sucedía en el Banco de A'msterdam, estimuló a los comerciantes a llevar al banco su moneda metálica. No pasó mucho tiempo antes de que los valores bancarios del señor Law fuesen cotizados con una prima sobre la moneda contante. El banco descontaba letras al seis por ciento, en vez de a los porcentajes excesivos, que llegaban al treinta, que cargaban los usureros. Además, el banco garantizaba siempre la entrega, a cambio de su propio crédito o sus billetes, de la misma cantidad de plata que había sido depositada. Y en un país que vivía continuamente bajo el temor de la inflación era ese un gran aliciente. Los depósitos crecieron enormemente. Law pudo reducir el tipo de interés al cuatro por ciento. Aumentó su reputación. Ya no era considerado como un aventurero. Creció su influencia con el Regente. Los billetes de su banco circulaban por toda Francia y eran considerados como la mejor moneda del reino. Un año después de haber sido fundado el banco (10 de abril de 1717) el Consejo de Estado ordenó a todos los agentes recaudadores de los ingresos reales que aceptasen los billetes de banco como pago de todos los tributos del gobierno y que los pagasen al contado de acuerdo con los fondos disponibles. Cada oficina gubernamental se convirtió en una especie de sucursal del banco. El Parlamento de París ordenó la revocación de este decreto, pues Law tenía enemigos muy activos. Pero el Regente obligó al Parlamento a anular su orden. Law se había convertido para entonces en la figura más grande de la corte. En tanto que las cosas iban bien para Law iban mal para el gobierno. Cuando, después de su ascensión al poder, el Regente rechazó la propuesta de una bancarrota nacional, utilizó una vieja estratagema para conseguir el mismo resultado. Desvalorizó la libra, convirtiendo los mil millones de libras acuñadas existentes, en 1.200 millones. Retiró los 682 millones de libras en billets d'état y emitió en su lugar 250 millones a interés reducido, el cuatro por ciento. Pero esto no ayudó más que un poco. El papel del gobierno valía un 20 por ciento a la par antes de esa enérgica operación y los nuevos títulos seguían valiendo sólo el 20 por ciento. La siguiente medida del gobierno fué severa en extremo. El Duque de Noailles, Registrador General, ordenó que toda persona que se hubiera beneficiado con cargos públicos o contratos oficíales durante los veintisiete años precedentes informase de ello con exactitud. Se creó con ese objeto una Cámara de Justicia. Se ofrecieron recompensas a los informantes. Y durante más de un año unas 6.000 personas —recaudadores de impuestos, altos 'funcionarios, contratistas de empresas oficiales— fueron llevadas ante la Cámara de Justicia. Eran los hombres más ricos y poderosos del reino. La riqueza llegó a ser un crimen. Las personas ricas fueron presas del pánico. Trataron de huir. Trataron también de sobornar a los jueces, y algunos lo consiguieron. Pero la espoliación de los parásitos ricos y corrompidos que habían robado al Estado durante una generación siguió adelante sin compasión. Burey de Vieux-Cours, presidente del Gran Consejo, admitió que poseía 3.600.000 libras. Fué multado en 3.200.000 libras. Todos los banqueros ricos tuvieron que pagar grandes impuestos, todos menos los hermanos Páris de Montmartel, quienes fueron designados inspectores de la investigación. De las seis mil personas examinadas fueron condenadas 4.110. Confesaron que poseían 713 millones y fueron multadas en 219 millones. Quizá la mitad de las multas fueron cobradas. Esta feroz invasión en el dominio de los ricos fué llevada a cabo, no por un gobierno revolucionario de radicales, sino por el gobierno real de Luis XV. 43

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Pero todo esto sirvió de poca ayuda a la administración tambaleante. En mayo de 1718, tras dos años de expedientes inútiles y hasta crueles, la libra fué desvalorizada de nuevo. Esta vez lo fué en un 40 por ciento, entre la oposición de los parlamentos y con acompañamiento de revueltas y derramamientos de sangre en toda Francia. En los últimos dieciséis años había presenciado Francia cuarenta y dos cambios en el precio del oro y de la plata, y más de 294 en los cuatro siglos precedentes. La plata de la libra había disminuido de doce onzas a menos de la mitad de una onza. El pueblo de Francia, mediante sucesivas desvalorizaciones, había sido robado por el gobierno en más de setenta veces la cantidad de moneda en circulación en el país. En medio de los desastres, la reputación de Law era la única que parecía crecer a medida que su banco comprobaba su utilidad. Y esto, combinado con la situación desesperada de las finanzas francesas, hizo que llegara el momento de poner en práctica el gran plan que había meditado, el plan que estaba destinado a ser conocido con el nombre de El Sistema. VI Y aquí entramos, casi por primera vez en la historia, en el complicado laberinto de la finanza moderna. Pero lo podemos hacer sencillo y claro si descartamos los incidentes personales e históricos que lo embrollan. Se recordará que Law había creado su banco mediante una subscripción de seis millones de libras, tres cuartas partes pagaderas en billets d'état que valían sólo alrededor de 20 o 30 libras el ciento. El banco tuvo buen éxito, los depósitos aumentaron y Law, pagó dividendos. Los subscriptores estaban encantados. Sus bilíets d'état se convirtieron en acciones que producían beneficios. Su segunda aventura tuvo como campo el comercio. Crozat, una especie de Cecil Rhodes del siglo XVIII, había disfrutado de un monopolio de colonización y comercio en la Luisiana y Canadá, posesiones francesas en la América del Norte. Había hecho una gran fortuna como comerciante y contratista del gobierno, pero no le había ido tan bien con la Compañía de las Indias Orientales Francesas, por medio de la cual manejaba su monopolio en el Nuevo Mundo. Law, gracias al favor del Regente, se hizo cargo de esa empresa. Formó una nueva corporación, la Compañía del Oeste. Emitió 200.000 acciones a 500 libras cada una, es decir 100 millones de libras. Pero utilizó el plan que tan buen resultado le había dado con el banco. Aceptó el pago de las acciones en billets d'état. El Regente convirtió a esos billets d'état en rentas del gobierno al cuatro por ciento. Así se aseguró la compañía un ingreso de cuatro millones de libras al año. Esto sucedió en agosto de 1717. Luego, en 1718, la compañía obtuvo en arriendo el monopolio del tabaco por medio del amigo de Law, el Regente, a quien la compañía pagó por ello 2.020.000 libras. Se esperaba que este monopolio produjese un beneficio anual de cuatro millones de libras. Esto, con los cuatro millones en réditos del gobierno, significaría para la compañía un ingreso de ocho millones. Pero la compañía vendía también "lotes", pues la Compañía del Misisipí, como era * llamada, se dedicaba en gran escala al fomento de los bienes raíces. Ofrecía lotes de una legua cuadrada por 30.000 libras, y algunas personas invirtieron hasta 600.000 libras en esas compras. Esto aumentaba los ingresos, aunque marchaba con mucha lentitud al principio. A fines de 1718 y comienzos de 1719 la compañía se hizo cargo de otras tres compañías similares —la Compañía del Senegal, la Compañía de China y la Compañía de las Indias Orientales— con la misma clase de privilegios comerciales que la Compañía de Luisiana en diferentes partes del mundo. Law organizó entonces una nueva corporación —la Compagnie des índes— que se hizo cargo de todas esas aventuras, inclusive la Compañía del Misisipí y el monopolio del tabaco. Llegó a ser la compañía por acciones dominante. La nueva entidad emitió 50.000 nuevas acciones a 550 libras cada una, totalizando 27.500.000 libras. Las acciones originales de la Compañía del Oeste fueron llamadas madres. A estas se las llamaba hijas. Sin embargo, no debemos cometer el error común de suponer que la llamada Estafa del Misisipí del señor Law fué exactamente una explotación de bienes raíces. Esa fué en realidad la parte más pequeña de todo el episodio. Se le llamó la Estafa del Misisipí porque la compañía que llevó a cabo 44

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todas las empresas era conocida popularmente con el nombre de Compañía del Misisipí y los que adquirían sus acciones eran llamados mísisipianos. Recibió ese nombre del gran río que corría a través de su dominio principal, aunque nunca fué llamada así legalmente. La verdadera base de la manía de especulación que vamos a ver ahora se hallaba en campos totalmente distintos. En ese momento John Law, el jugador de tres años antes, se había convertido en el dueño autocrático de un vasto dominio que se extendía desde la Guinea hasta el Archipiélago del Japón, el Cabo de Buena Esperanza, la costa oriental de África bañada por el Mar Rojo, las islas del Pacífico, Persia, el imperio Mongol, Luisiana y Canadá. Y procedió, mediante toda clase de métodos extravagantes de propaganda, a impulsar la venta de tierras y la colonización de diversas partes de ese imperio. Más o menos por ese tiempo —4 de diciembre de 1718— el Banque Genérale fué transformado en el Banco Real. Es decir que se hizo cargo de él, el Estado. Los accionistas, que habían pagado por sus acciones una cuarta parte en moneda contante y tres cuartas partes en billets d'état casi sin valor, las vendieron al gobierno por moneda contante y a la par. Así, el que había comprado una acción por 5.000 libras —1.500 libras en moneda y 3.500 libras en billets d'état valorizados solamente en 1.000 libras— había pagado en realidad sólo 2.500 libras por su acción. Ahora obtuvo por ella 5.000 libras en plata, o sea un beneficio del 100 por ciento, más el dividendo. Pero el banco era ahora un banco real y Law el director del banco real y el amigo más íntimo del Regente. Y lo que es más importante, la limitación impuesta en los estatutos a la emisión de billetes no era ya efectiva. Luego se produjo la serie de acontecimientos que alarmó a Francia. El 25 de julio de 1719, la Compañía de las Indias se r»T-' cug,o de la de moneda real y obtuvo el privilegio de mmmá* S* okaUba qne esto significaba un beneficio de tm mMemo ét febeas al año. La compañía pagó cincuenta millo-m A ¿feo* por d privilegio real y Law emitió otras 50.000 ■M ota ra a 1.000 libras por acción, para elevar el valor El 25 de agosto se hizo cargo la compañía del provechoso ígio de recaudar los impuestos indirectos. Law tenía enemigos íío del gobierno. El más diligente era M. D'Argenson, el ex jefe de policía que le había expulsado de Francia y era ahora Registrador General. Era inevitable que el buen éxito de Law estimulase a otros a utilizar los mismos métodos. D'Argenson conspiró con los Hermanos París para organizar una corporación que recaudase los impuestos. Los Hermanos París eran los hombres de negocios más ricos de Francia. Hijos de un pobre tabernero del Delfinado, se iniciaron transportando provisiones para el ejército del Duque de Vendóme, prosperaron con rapidez, y llegaron a ser proveedores del ejército y tan ricos y poderosos que inclusive durante el proceso despiadado del Duque de Noailles permanecieron libres de molestias. Y ahora constituyeron una corporación que emitió 100.000 acciones a 1.000 libras cada una, pagaderas en anualidades. Esta compañía ofreció 48.000.000 de libras por las rentas públicas, que obtuvo gracias a la influencia de D'Argenson. A esto se le llamó el Antisistema. Esperaban recaudar una gran suma en impuestos, quizá un centenar de millones, y pagar al rey sólo 48 millones. Law hizo anular ese contrato. Superó el ofrecimiento de los Hermanos París, pagó 3.500.000 libras más que ellos y obtuvo el contrato para recaudar las rentas. D'Argenson renunció. Los Hermanos París se encontraron privados por completo del favor y se retiraron a una de sus propiedades. Pocos días después obtuvo Law el contrato para recaudar los impuestos directos. Para entonces * su posición era pasmosa. Poseía el dominio completo de las vastas posesiones coloniales de Francia, el monopolio de acuñación de moneda, la recaudación de las rentas públicas, el monopolio del tabaco y el monopolio de la sal. Era, además, dueño completo de las finanzas de Francia como director del Banco Real y el favorito indis-cutido del Regente. Comenzó a hablar en un tono imperioso acerca de sus plañes. Él liberaría al rey de Francia de sus deudas, las deudas que venían pesando sobre los reyes desde hacía un siglo. Haría al rey independiente de los parlamentos, del pueblo y de todo el mundo. En vez de hacer que dependiera de los contribuyentes y los prestamistas, le convertiría en el dispensador de todos los fondos y el 45

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acreedor universal. En septiembre anunció, por lo tanto, su golpe más grande: la compañía adquiriría toda la deuda pública de Francia. El rey no tendría más que un solo acreedor, la compañía, la que era su servidora obediente. La deuda pendiente era de 1.500.000.000 de libras. Law proyectó a continuación una emisión de 300.000 acciones de la compañía. Serían vendidas a razón de 5.000 libras cada una, lo que sumaría las 1.500.000.000 de libras requeridas. Entretanto el banco adelantaría el dinero. El banco había estado imprimiendo billetes y emitiéndolos con diversos propósitos. Había hecho préstamos a base del capital de la compañía, los había invertido en el capital de la propia compañía y había financiado otros proyectos. Ahora se proponía emitir billetes bastantes como para comprar la deuda pública. Mientras tanto la Compañía de las Indias emitiría acciones y con su producto pagaría los empréstitos del banco. La deuda francesa de mil millones y medio de libras, medida de acuerdo con sus recursos, apenas era menor que la deuda norteamericana actual de cincuenta mil millones de dólares. Y la propuesta de Law de liberar a Francia de su deuda comprándola por medio de la Compañía del Misísipí es comparable a la propuesta de Mr. Roosevelt en nuestra época, de extinguir la deuda pública de los Estados Unidos adquiriéndola por medio de la Junta de Seguridad Social. En ese tiempo, medíante diversos recursos, Law había manipulado el precio corriente de las acciones de la compañía hasta conseguir que la gente ofreciera 5.000 libras por cada una de ellas. Por lo tanto pudo ofrecer esas acciones a 5.000 libras. Pero apenas había hecho eso cuando subió el precio de las acciones. Se vendían * a 10.000 libras. Y fueron adquiridas rápidamente. Cuando se llegó a este punto a fines de 1719, la compañía de Law, además de todas sus otras propiedades y poderes, era la única acreedora del gobierno. Esto marcó la cima de la gran aventura. He aquí como se desarrolló el capital de la Compañía de las Indias: N9 de acciones Precio Precio Cantidad nominal real pagada V emisión 200.000 500 500 100/000.000 emisión 50.000 500 550 27.500.000 y emisión 50.000 500 1.000 50.000.000 emisión 300.000 500 5.000 1.500.000.000 Total 600.000 1.677.500.000 Law había manipulado los precios de las acciones hasta que éstas se vendieron a 5.000 libras. Después de la derrota del Antisistema y de la adquisición de las rentas nacionales ese precio se elevó a 10.000 libras. Si un hombre había comprado una acción de la Compañía del Oeste a 500 libras en billets d'état o 150 libras en moneda, como ahora valían 10.000 libras había obtenido un beneficio del 660 por ciento. Y antes de que la ampolla reventase U$ acciones llegaron a valer 18.000 libras. Esta fué la parte finan-dera del famoso sistema de Law en funcionamiento. Veamos ahora lo que le sucedió. VII En el París de aquella época había una callejuela que se llamaba la Rué Quincampoix. Era en realidad un pequeño pasadizo de cincuenta metros de largo y muy estrecho. Desembocaba por un extremo en la Rué des Ours y por el otro en la Rué Aubrey-le-Boucher. Allí tenían sus domicilios los banqueros, y las personas que poseían letras de cambio, billets d'état u otros papeles y querían venderlos a las que querían comprarlos, iban de puerta en puerta buscando las condiciones más favorables. Esa calle se convirtió en el centro de la excitación cuando, durante la inspección del Duque de Noailles, corrían allá los contratistas ricos para deshacerse de las pruebas de su riqueza. Fué esa callejuela la que se convirtió en escenario de las manifestaciones públicas con motivo de la Estafa del Misisipí. Llegó a ser el símbolo de la especulación, así como Wall Street llegó a ser el símbolo de las orgías que tuvieron lugar en la década de 1920. 46

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El otro escenario de esa tragicomedia extraordinaria fué el Palacio Mazarino. Law adquirió ese espléndido edificio de la Rué Vivienne para instalar en él las oficinas de la compañía y el banco cuando éste se convirtió en el Banco Real. Le agregó otras siete casas adyacentes. Desde allí dirigió los movimientos de todos los numerosos frentes de su Sistema. Hé aquí lo que hacía Law: Primero: manejaba un nuevo tipo de inflación, introduciendo fondos bancarios en el sistema económico, de una manera muy parecida a lo que hace actualmente Mr. Roosevelt en los Estados ■Unidos y por medios también muy parecidos. Segundo: creaba empleos medíante numerosos proyectos de obras públicas, como hizo Pericles en Atenas y como Roosevelt, Hitler, Mussolini y Chamberlain hicieron en 1939. Tercero: trataba de estimular la inversión de los ahorros acumulados en los negocios. Cuarto: trataba, mediante la explotación del imperio colonial de Francia, de crear nuevos mercados para sus productos. Quinto: procuraba aliviar las dificultades de un gobierno agobiado por las deudas. Sexto: hacía dinero para sí mismo y sus protectores. Se ocupaba en vender acciones de la compañía que poseía el imperio colonial francés y también en tratar de vender las tierras del mismo a interesados y especuladores. Para hacer eso recurrió a los métodos de propaganda más sensacionales. Fueron llevados a Francia algunos indios y se les hizo recorrer el país. Los emigrantes que partían eran festejados y se les daba gran publicidad. Como era difícil conseguir emigrantes se sacó a los jóvenes de las cárceles y a las muchachas de las calles y se les hizo desfilar por las ciudades a los acordes de las bandas de música como si se tratase de ciudadanos honestos. Circulaban folletos, prospectos y carteles describiendo las riquezas fabulosas de las nuevas tierras. Todo esto ayudaba a vender acciones y lotes. En el desarrollo de esa aventura observamos muchos de los recursos que hoy en día utilizan quienes operan en los mercados. Se hacía circular rumores. Se cuchicheaba que habían sido descubiertas minas de diamantes en Arkansas y minas de oro y plata en la Luisiana, las cuales rivalizaban con las riquezas de Nueva España y del Perú. Se "filtraban" historias acerca de las sumas fabulosas ganadas por los especuladores y por las personas importantes que adquirían acciones de la compañía. Hicieron su aparición las acciones privilegiadas. Cada vez que se emitían acciones de la compañía se permitía que ciertas personas con poder e influencia cercanas a Law y el Regente las adquiriesen al precio de emisión. Así, cuando fué ofrecida la emisión de 300.000 acciones, el Regente se quedó con 100.000. Las pagó a razón de 5.000 libras. Al cabo de dos meses las pudo vender, a razón de 10.000 libras. Muchas fortunas se hicieron comprando acciones al precio de emisión y vendiéndolas luego a precios superiores. Esto sirvió, además, para limitar la cantidad flotante de acciones en la Rué Quíncampoix, puesto que los subscriptores mantenían sus acciones fuera del mercado y los precios se elevaban en consecuencia. Entró en uso el certificado de depósito moderno. El propio Law pagó 40.000 libras por el derecho a subscribir un número mayor de acciones a la par, seis meses después. Nacieron los empréstitos callejeros'. El Banco Real hacía préstamos sobre las acciones de la Compañía de las Indias a un interés reducido, con objeto de estimular la especulación. Cuando reventó la ampolla el banco tenía pendientes 450 millones de libras en préstamos sobre acciones. El mismo banco invertía también su capital en acciones. En julio de 1719, mientras Law maduraba la adquisición de la deuda nacional y la emisión de 300.000 acciones, anunció que en 1720 pagaría la compañía un 12 por ciento como dividendo. Desde la emisión de las primeras acciones de la Compañía del : había habido mucho tráfico de las mismas en la Rué Quincam-ftpáx- Esos pequeños trozos de papel se convirtieron en instrumentos ^■fectos de juego, un juego santificado con el nombre de negocio y Hàrùdo como inversión. Esto era mejor que los tableros de las ■esas de la Rué des 47

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Poulies o del Hotel de Grève. A medida que «■rgian las nuevas compañías y que la propaganda asumía formas más imponentes aumentaba la actividad en la calle. Casi inadvertida, la inflación que había estado fomentando Law comenzó a echar chispas. A mediados del verano de 1719 se había »**itiA*\ ya alrededor de 400 millones de libras en billetes de banco. Surgió un ambiente de empresa. El pueblo adquirió confianza. Los ahorros tímidos salieron de sus escondites. Aumentó la velocidad con que se movía el dinero. Law hizo grandes préstamos por medio de su banco, para empresas de todas clases. También adelantó cantidades para grandiosos proyectos gubernativos. Se cpnstruyeron por primera vez cuarteles para liberar al pueblo de la carga de tener que alojar a los soldados. Se construyó un canal Sena arriba, el Canal de Borgoña, el Puente de Blois, nuevos edificios públicos, nuevos hospitales —iba a haber un hospital cada seis leguas—, caminos. Se restauraron las tierras agrícolas abandonadas, se ayudó a los hombres de negocios endeudados, y se trazaron planes para dar instrucción gratuita en la Universidad de París, costeada en parte por los ingresos postales, proyecto que llevó a la juventud de París a las calles para realizar manifestaciones de agradecimiento al gran donante de todas las cosas buenas: el señor Law. Fueron abolidas varias clases de impuestos gravosos y se mitigaron o suprimieron los impuestos que pesaban sobre la industria. Fueron derribadas las barreras para el comercio dentro de la nación. Se trataba ciertamente de un New Deal, pues desaparecía la vieja maldición de los impuestos gravosos, los artesanos tenían trabajo, los agricultores recibían ayuda en vez de exigírseles tributos, renacía el espíritu de empresa, el propio rey se había emancipado de sus acreedores, el Estado se convertía en el padre adoptivo de todos los ciudadanos, en fuente de beneficios más bien que en el engran-decedor de los caudales públicos, y el dinero afluía misteriosamente e inundaba el mercado. No es de admirarse de que durante unos pocos meses aclamase París al mago que había sacado todos esos conejos de su sombrero. Las multitudes seguían su coche. La gente luchaba por verle. Los nobles de Francia acudían a su antesala, suplicando una palabra suya. En junio o julio de 1719 la muchedumbre afluía a la Rué Quin-campoix. Médicos, abogados, hombres de negocios, sacerdotes, cocheros, estudiantes y criados —personas que nunca le habían visto antes— llegaban atropelladamente para comprar unas pocas acciones y venderlas al alza. Las acciones que habían valido 500 libras poco más de un año antes valían ahora 5.000 y al cabo de dos meses se cotizaban a 10.000 libras. A medida que la muchedumbre se apretujaba en la calle se convertía en un problema la necesidad de espacio para las oficinas. Pequeñas habitaciones rentaban hasta 400 libras al mes. Una casa rentaba 800 libras; una con treinta habitaciones convertidas en oficinas, producía 9.000 libras mensuales. Los tenderos alquilaban el espacio libre entre sus barriles. Se armaba casillas en los tejados, y se arrendaban. Los cambistas trabajaban en la calle. Los gerentes enviahan desde sus oficinas información a sus agentes en la calle, por medio de señales desde las ventanas o de campanillas, lo mismo t que en el viejo Curb Market de la Broad Street de Nueva York. La noticia de semejante espectáculo se extendió por toda Europa. Los especuladores afluían a París. En octubre informó el Journal de Régence que por lo menos 25.000 de ellos habían llegado en un mes desde las principales ciudades comerciales. Los asientos de las diligencias que hacían el viaje a París eran vendidos con dos meses de antelación y la gente comenzó a especular con esos asientos. A medida que se acercaba la Navidad de 1719 crecía la excitación, que casi se convirtió en un escándalo público. El señor Law, unos pocos días antes de esa festividad, fué admitido en la fe católica, en la Iglesia de los Recoletos de Melum, y el día de la Natividad él y sus hijos recibieron la sagrada Comunión en St. Roch, su iglesia parroquial. Fué nombrado miembro de la junta parroquial como sucesor del Duque de Noailles. Hizo un donativo principesco de 500.000 libras para terminar el edificio y otro de 500.000 al templo inglés de Saínt-Germain-en-Laye. Luego, el 5 de enero, M. 48

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D'Ar-genson, el ex jefe de policía que había expulsado a Law de París en 1708, renunció como Registrador General, y Law fué designado para ese puesto, equivalente al de Primer Ministro de Francia. En ese momento su poder era casi supremo. Se hacían inmensas fortunas. Se recuerda historias fantásticas de barberos y cocheros que se hacían ricos de pronto. Es difícil decir cuántas de ellas son ciertas. Madame de Chaumont, viuda de un médico de Namur, hizo sesenta millones de libras. Fargez, militar retirado, hizo veinte. El Duque de Borbón reunió una gran fortuna, gran parte de la cual redujo a moneda corriente, restableció su casa, financieramente en aprietos, adquirió muchas propiedades nuevas, organizó una caballeriza de 150 caballos de carrera y siguió siendo amo de los hombres más ricos de Francia. Otras personas nobles, como el Duque de Guiche, el Príncipe de Deux-Ponts y el Príncipe de Rohan, acumularon fortunas inmensas. El Conde Joseph Gage obtuvo una ganancia fabulosa y ofreció al rey de Polonia tres millones de libras para que abdicara en su favor. El Regente poseía cien mil acciones subscritas a razón de 5000 libras y que podía haber vendido por diez mil o más. En enero de 1720 obtuvo un beneficio, en valores, de 500.000.000 de libras. Es dudoso que convirtiera en dinero parte de ellas. Pero el último acto de esta tragicomedia comenzó antes de que hubiera descendido el telón sobre la escena triunfal del acto precedente. Bastante antes de la Navidad de 1719 —quizá en una fecha tan anterior como fines de octubre— comenzaron a aparecer pequeñas grietas y hendiduras en las paredes huecas del edificio. Laíw las percibió. La base de su sistema era la acumulación de toda la moneda metálica en poder de dicho Sistema, la emisión y el control del papel moneda y la creación de fondos adicionales mediante préstamos bancarios. Quizá en ese mes de octubre vio Law que, por primera vez, el oro y la plata salían del Banco Real. En consecuencia, cuando renunció a su antigua fe en la Navidad y llegó a ser Registrador General no lo hizo solamente para coronar su triunfo con las galas de un alto puesto, sino para tener en sus manos el poder supremo que necesitaba con objeto de emprender la batalla que salvaría a su Sistema. Los hombres que jugaban ese juego desesperado no eran tontos. Un cálculo bastante optimista de los probables ingresos de la Compañía de las Indias lo elevaba a 80 millones de libras aproximadamente. Otro cálculo más optimista, pero falso, los estimaba en tanto como 156 millones. Pero 80 millones no bastaban ni mucho menos para pagar un dividendo del cinco por ciento sobre 600.000 acciones valorizadas en 10.000 libras cada una. Hasta quienes calculaban beneficios por valor de 156 millones lo comprendieron bastante pronto y comenzaron a desprenderse de sus acciones. Se pagaría sólo un poco más que la mitad del dividendo. Los extranjeros prudentes se combinaron para mantener el mercado a precios superiores a 10.000 libras mientras ellos se retiraban silenciosamente. Su ejemplo fué seguido pronto por los franceses juiciosos. A medida que vendían sus acciones retiraban dinero en metálico del banco y lo trasladaban a otros países. Law se dio cuenta de ello. En enero seguía creciendo la salida de moneda del banco. Los vendedores eran llamados con desdén realizadores. Estos han aparecido siempre un momento antes de iniciarse el último acto de cada auge repentino desde la edad dorada de Law hasta la Nueva Era de Coolidge y el New Deal de Roosevelt. Y con su elevación al puesto de Registrador General comenzó Law a perder la batalla para salvar al Sistema. He aquí su problema: por un breve momento pareció, como ha señalado un comentarista, haber resuelto el sueño del filósofo de hacer que los hombres despreciasen el oro y la plata. Preferían al luis de oro las promesas en el papel de un banco de tres años de vida. Las libras papel de Law valían un cinco por ciento más en cualquier negocio que la moneda de metal acuñada por Luis XIV. Pero he aquí que de pronto los más prudentes comenzaron a recuperar su gusto por el oro y la plata. El problema de Law consistía en impedir que el oro saliese del país y en atesorarlo para mantener el precio de las acciones y salvar el valor de sus billetes de banco. Durante todo enero la marea fluyó pesadamente contra él. La extracción de metal se hizo alarmante. La inflación adquirió proporciones febriles. Los precios de mercaderías que valían alrededor de 104 en 1718 y 120 antes de Navidad de 1719, subieron a 149 49

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en enero. Los salarios quedaron muy atrás. El populacho que no ínter-venía en aquellos negocios comenzó a murmurar. El Parlamento de París se hizo más hostil. Hombres serios como SaíntSimon, el mariscal Villeroi. La Rochefoucauld y el Canciller d'Agúesseau, que se habían mantenido apartados del juego, hicieron oír sus críticas con más severidad. El 22 de febrero, el Banco Real fué devuelto de pronto a la Compañía de las Indias. Para ese tiempo había pendientes más de mil millones en billetes de banco. La emisión había aumentado en 400 millones desde Navidad. El 27 de febrero se publicó un edicto ordenando que no se permitiese a nadie tener en su poder más de 500 libras en moneda metálica —ni siquiera a los orfebres y al clero— y sólo se podía hacer pagos en moneda metálica en transacciones por valor de menos de cien libras. Pero era un edicto difícil de poner en vigor. Por el momento consiguió, sin embargo, que volviesen al banco grandes cantidades de moneda, quizá unos 300 millones de libras. Coartados de ese modo, los realizadores se volvieron a los bienes raíces, los muebles, la vajilla y todo lo que tuviera un valor sólido como a un refugio para sus beneficios. Un hombre compró toda la edición, de un diccionario. La inflación llegó a su plenitud en el mes de marzo. Fueron fijados los precios, pero la tentativa resultó inútil. El precio de un coche de alquiler era de treinta centavos, pero el cochero exigía abiertamente sesenta. Se fijó el precio de las velas en ocho centavos la libra, pero se vendían a veinte. El 5 de marzo se ordenó otra desvalorización de la moneda metálica. Law trató entonces de introducir una inseguridad deliberada en la moneda metálica mientras estabilizaba por edicto el valor del papel. El 20 de marzo descendían ya las acciones rápidamente desde un máximo de 18.000 libras. Un edicto anunció que las acciones serían estabilizadas a 9.000 libras. El banco cambiaría a ese precio acciones por billetes de banco o billetes de banco por acciones. Fueron abiertas otras dos oficinas. Las multitudes acudían a ellas con sus acciones. Exigían por ellas billetes de banco. Por este procedimiento se hizo el banco propietario de una inmensa cantidad de sus propias acciones, en tanto que aumentaba enormemente la inundación de papel moneda. Esto dio a la inflación otro empuje y los precios subieron a 179. La Rué Quíncampoix era teatro del mayor desorden. El regateo frenético duraba hasta altas horas de la noche. Los ciudadanos juiciosos de París murmuraban contra el escándalo. Muchos robos y actos de violencia aumentaron la aprensión y la indignación. De pronto se introdujo en la escena uno de esos actos de violencia que no tenían que ver con el asunto. El Conde Horn, joven noble flamenco, pariente lejano del Duque de Orleans y de varias casas reales europeas, atrajo a un especulador a una posada por la noche, le mató y se escapó con sus 150.000 libras. El crimen conmovió a París. Dio a Law una excusa para cerrar la Rué Quincampoix y arrojar de ella a los jugadores. Se prohibió la especulación en las calles. El Conde fué detenido, condenado y torturado en la Place de Gréve. Pero la especulación siguió realizándose en las calles laterales, los callejones, los zaguanes y de noche. Poco a poco fué reapareciendo en la Place Vendóme. Law pagó 1.400.000 libras por el Hotel de Soissons y sus espaciosos jardines y permitió el agio en los numerosos pabellones de los jardines, que fueron arrendados a los agiotistas por 500 libras al mes. En mayo la situación era ya desesperada. El uso de monedas de oro estaba prohibido desde el primero de ese mes y esa medida había de aplicarse a las monedas de plata desde el primero del siguiente agosto. El descontento general aumentaba. Los precios habían subido, pero los salarios no aumentaban, ni mucho menos, al mismo ritmo. Al acercarse junio los precios se hallaban a 190, pero los salarios sólo a 125. Los negocios estaban desorganizados por la inseguridad de los valores monetarios, la dificultad de conseguir moneda en metálico y la rapidez con que desaparecía la afición al papel moneda. Lá agitación política crecía. Los parlamentos se hacían cada vez más hostiles. Los enemigos de Law —D'Argenson y el poderoso Abate Duboís, corrompido y ambicioso y que aspiraba al poder— consiguieron debilitar el prestigio de aquél con el Regente. En aquel momento fatal consiguieron que se diese un edicto que significaba la condena a muerte del Sistema. 50

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El edicto, publicado el 22 de mayo, anunciaba que el precio de las acciones bajaría a 8000 libras el 1 de julio y a razón de 500 libras por mes hasta diciembre, fecha en que sería estabilizado en 5000. También se reduciría el valor de los billetes de banco de 10.000 a 8.000 libras, hasta llegar a las 5000 el 1 de diciembre. De ese modo quedaba rota la promesa de que los billetes de banco seguirían estables. Toda la estructura de papel se hundió. La gente corría desesperada al banco para pedir moneda en metálico. Los soldados cerraban el camino. El Parlamento pidió la revocación del edicto. Eso se hizo el 28 de mayo, pero ya era demasiado tarde. El daño estaba hecho. Law acudió al palacio y pidió al Regente que le relevara de su puesto. Su renuncia fué aceptada. Y el Regente envió dos compañías de guardias suizos para que le protegieran del furor de la multitud. Su esposa y sus hijos se dirigieron a una propiedad cercana, del Duque de Borbón, en busca de seguridad. Pero aquella inmensa maraña de aventuras sin Law era como un cráneo sin cerebro. Volvieron a llamarle antes de terminar el mes de mayo y le nombraron intendente y miembro delconsejo privado. Los desórdenes provocados por la suspensión de los pagos en moneda metálica por el banco eran tan grandes, que se dio una orden permitiendo el pago en metálico de billetes de diez libras y de billetes de cien libras en días alternados a razón de uno por persona. Podían hacerse efectivos solamente en. el banco. Quince mil personas se reunieron en los Jardines de Mazarino. Sólo unos pocos poseedores de billetes eran admitidos en el banco a un tiempo. La multitud tuvo la sensación de que se jugaba con ella. Irrumpió a través de las puertas. Los soldados hicieron fuego y mataron a dos o tres personas. Esto produjo una explosión de rabia. Fueron paseados los cadáveres para mostrar la crueldad del "asesino" de Inglaterra. En Londres los corredores apostaban a que Law sería colgado antes de septiembre. El coche de Law fué destrozado. Después de eso la batalla estaba perdida. Law trató de llevar a cabo con el Regente alguna especie de reorganización. Se trazó un plan para retirar 600 millones de libras en billetes. Se emitieron nuevas acciones de la compañía y de la ciudad de París pagaderas en letras de cambio. Era simplemente cambiar acciones por dinero. Los billetes fueron destruidos en presencia de una comisión de ciudadanos. Luego se intentó otro plan. Se propuso emitir rentas vitalicias pagaderas en vales. El banco obtenía así un largo plazo para cumplir su obligación de hacer honor a sus billetes. Todos los de un valor superior a cíen libras en denominación podían ser utilizados solamente para adquirir esas rentas vitalicias. Pero nada podía salvar al Sistema. Ya en septiembre los precios de los alimentos y los vestidos se hallaban a 270, cuando habían estado a 120 el año anterior. Los salarios estaban nada más que a 136. Los salarios reales —de acuerdo con su poder de adquisición— habían descendido a 67. Así, el obrero es siempre el que padece la inflación. La demanda de salarios mayores se hacía turbulenta y colérica. El 10 de octubre se prohibió mediante un edicto el uso de billetes de banco como moneda corriente. Las acciones de la Compañía de las Indias, que se cotizaban a 18.000 libras diez meses antes, se vendían ahora por 2000 libras pagaderas en billetes del banco que se cotizaban a razón de diez centavos el dólar. El 1 de noviembre se suspendió la redención dé billetes de banco inclusive menores. El día 8 se prohibió todo agio. El 10 de diciembre, agotado por su lucha sin descanso para salvar su Sistema, y mientras la muchedumbre pedía su cabeza, Law renunció. Se retiró a Guermande, una de sus propiedades, a seis leguas de París. Algo más tarde fueron a verle dos mensajeros del Duque de Borbón que le llevaban los pasaportes, que no había solicitado, para salir del país. Era una invitación real para que partiera. El Duque le ofrecía ayuda financiera, pero Law rechazó el ofrecimiento. Había sacado 800 libras en oro de su caja en el banco. Dijo que con eso le bastaba. Pero aceptó el coche de Madame de Prie, la favorita del Duque de Borbón. Este noble, que se había hecho fabulosamente rico gracias a la aventura de Law, fué el único que se mostró dispuesto a ayudarle. Law salió de Francia el 21 de 51

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diciembre, acompañado por cuatro caballerizos y seis guardias, y su coche incansable reanudó sus correrías. Su esposa se le unió más tarde, después de permanecer un tiempo en París para poner en orden los asuntos de la familia y pagar a los comerciantes y sirvientes. El Sistema, que había empobrecido a millares de personas y repetido la ruina de Francia, se convirtió en una gran bancarrota nacional. Duverney, un enemigo capaz pero implacable de Law, fué encargado de la liquidación del desastre. El rey, que iba a quedar libre de la maldición de la deuda, se hallaba ahora más endeudado que antes. Cuando Law emprendió su liberación la deuda nacional era de 1.500.000.000 de libras. Ahora era, contando las rentas y las acciones garantizadas, de más de tres mil millones. En vez de los 48 millones de libras anuales en rentas, el descabalado gobierno tenía que cargar con 99 millones. En enero fueron creadas quince juntas con 800 empleados para examinar la ruina y liquidarla. Más de 511.000 personas presentaron reclamaciones que alcanzaban a 2.222.000.000 de libras. Fueron reducidas a 1.676.000.000, Las acciones de la Compañía de las Indias fueron reducidas de 125.000 —todas las que quedaban pendientes después de ser cambiadas por rentas vitalicias— a 55.000, con un rédito de 150 libras cada una en vez de 360. La deuda nacional fué fijada finalmente en 199 millones de libras y había en el banco 336 millones de libras en metálico para hacer frente a la multitud de reclamaciones que se le hacían. El negocio comercial de la Compañía de las Indias fué separado del financiero, la Compañía fué reorganizada y siguió operando y más tarde inclusive llegó a prosperar durante muchos años en competencia con las compañías comerciales de Inglaterra y de Holanda. En cuanto a Law, el gobierno confiscó todo lo que* había dejado en Francia, sus numerosas propiedades, sus tesoros artísticos, su vajilla, su renta vitalicia de cien mil libras anuales por la que había pagado cinco millones de libras y las 4900 acciones que le quedaban en la Compañía de las Indias. Cuando salió de Francia fué directamente a Bruselas. Allí fué recibido con aclamaciones, le hicieron objeto de muchos agasajos y hasta se presentó en el teatro, donde le aplaudió una gran concurrencia. Pero a los pocos días volvió a emprender sus viajes a Ve-necia, Bohemia, Alemania y Dinamarca. Necesitaba urgentemente dinero. Él, que un año antes había visto pasar millones por sus manos, escribió a la Condesa de Suffolk pidiéndole un préstamo de un millar de libras. Más tarde, por lo menos según informa un biógrafo, el Duque de Orleans, Regente de Francia, le envió anualmente su sueldo anterior, sobre cuyo monto varían los informes, que lo fijan entre las diez y las veinte mil libras. Pero el Regente falleció en 1723, con lo que terminó esa ayuda. Antes de eso, sin embargo —en 1722—, Law fué a Londres invitado al parecer por el primer ministro. Viajó en un barco de guerra inglés como huésped de su comandante. Su presencia y los agasajos de que fué objeto provocaron en el Parlamento de Londres un estallido de críticas contra el primer ministro Walpole. Pero ese estadista replicó que el señor Law no era más que un ciudadano británico que había vuelto a su patria para pedir el perdón de Su Majestad. Seguramente ningún fugitivo de la justicia había regresado nunca de ese modo, como huésped de honor a bordo de un barco de guerra de Su Majestad. Era cierto, sin embargo, que su antigua culpa —la muerte del Hermoso Wilson— le había seguido los pasos. Al parecer había llegado antes a un acuerdo con los parientes de Wilson. Ahora se presentó ante el tribunal de justicia acompañado por el Duque de Argyle, Lord Islay y otros y fué absuelto oficialmente de culpa. Permaneció en Inglaterra hasta 1725. Desde allí mantuvo correspondencia con el Duque de Borbón después de la muerte del Regente, para pedir la devolución de su fortuna. Law no admitió nunca que su sistema hubiera fracasado. Lo habían destruido los enemigos. Se atuvo tenazmente a la esperanza, más aún, a la probabilidad de que el Regente le llamaría de regreso a Francia. Es cierto que aquel caballero conservó siempre un sentimiento de amistad por su ex ministro. Pero la muerte de Orleans en 1723 puso fin a esas esperanzas. Poco a poco fueron disminuyendo los recursos pecuniarios de Law hasta el punto de que al final' de su vida no se hallaba muy lejos de la 52

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pobreza. Falleció en Venecia el 21 de marzo de 1729. Es difícil separar al Law jugador del Law reformador. Sus grandes reformas —-su prodigiosa aventura al restaurar las fortunas de un imperio en bancarrota— tomaron gran parte de su energía y su substancia del arte del jugador. Como un partidario del New Deal, no se diferenciaba mucho en un respecto de, los apóstoles de la escuela mercantilista —los Col-bert, Roosevelt, Daladier, Hitler y Mussolini, e inclusive Pericles— que trataron de crear rentas y trabajo medíante obras públicas fomentadas por el Estado y que se esforzaron por impedir que el oro saliera de las fronteras de sus países respectivos. Introdujo, sin embargo, algo nuevo que los Hitler, los Mussolini, los Roosevelt, los Daladier y los Chamberlain han imitado: la creación de fondos para esos propósitos mediante los recursos de la banca moderna. Law es el precursor de los redentores ínflacionistas. Como la de todos los salvadores ínflacionistas, su carrera fué corta. La de los otros no ha durado o no durará mucho. Pero él utilizó una nueva técnica para conseguir dinero. No inventó, pero percibió las posibilidades de dos procedimientos que han constituido al mismo tiempo la bendición y la maldición del mundo. El arte de acumular una gran riqueza ha consistido en quedarse con una parte del fruto del trabajo de gran número de personas. Los monarcas se han quedado con esa parte por medio de impuestos; los políticos, interceptando la afluencia de los impuestos hacia y desde el Estado; el propietario de esclavos mediante la fuerza bruta, el propietario de tierras poseyendo esas tierras que constituyen la fuente de una riqueza extraída de ellas por muchos trabajadores; el comerciante reuniendo en sus manos la producción de muchos pequeños productores, encontrándola un mercado y obteniendo un beneficio en cada venta; el prestamista, porque sus préstamos le permiten participar en los beneficios de numerosos agricultores, comerciantes y productores. La riqueza era extraída de los ingresos corrientes de numerosas personas. Pero Law, por medio de la especulación con valores colectivos, encontró la manera de sacar a muchas personas una parte o todos sus ahorros. Explotó el anhelo de los hombres por hacerse ricos beneficiándose, no con la producción de mercaderías o la creación de servicios, sino jugando con los cambios en los precios de certificados de inversión. Se dio cuenta también de la utilidad que tenía el banco como un instrumento para crear una inmensa reserva de ahorros, así como un instrumento para fabricar realmente dinero: el crédito bancario. Pasaría mucho tiempo antes de que el hombre adquisitivo comprendiese todas las posibilidades de esos instrumentos. Y en realidad no las ha comprendido hasta nuestra época. Pero ya ,se ha hecho, y esta civilización no encontrará el modo de llegar a la paz y la gracia hasta que encuentre el modo de arrebatar esos instrumentos de las manos de los enemigos adquisitivos de la sociedad. Es curioso que doscientos años después de que John Law, el jugador filósofo, conmoviera a la sociedad, uno pueda percibir por todas partes los frutos buenos y malos de su breve aventura impregnando a todo nuestro edificio económico. Se podría decir de él lo que de Cristóbal Wren: si quieres ver su monumento contémplate a ti mismo.

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CAPITULO 3 LOS ROTHSCHILD LOS BANQUEROS IMPERIALISTAS

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EN los Rothschild nos encontramos con una energía elemental que puede ser descrita nada menos que como un apetito organizado. Los fundadores de su fortuna fueron impulsados tan sólo por una furia adquisitiva. Eran cinco hermanos —Anselmo, Salomón, Natán, Carlos y Jaime, por orden de edad—, todos ellos consagrados con completa sinceridad de propósitos a la caza de dinero. Sólo uno de ellos poseía una inteligencia de primera clase: Natán, a cuya imaginación voraz debió la casa su ascensión deslumbrante. La Casa de Rothschild llegó a ser en Europa, después de las guerras napoleónicas, un pulpo de cinco cabezas, una casa de banca internacional con oficinas en cinco países. Natán dirigía la de Londres, Jaime la de París, Salomón la de Víena, Anselmo la de Francfort y Carlos la de Italia, citándolas por orden de importancia. La oficina central se hallaba en Francfort y Anselmo era su jefe titular. Pero su verdadero jefe fué siempre Natán, y durante su vida fué Londres la verdadera capital del imperio de los Rothschild. Eran toscos, incultos, vulgares. Friedrich von Gentz, el principal de los aduladores a sueldo, que vendió su brillante pluma para dorar los orígenes humildes de esa familia, dijo en privado que "eran judíos vulgares e ignorantes" que desempeñaban su oficio "de acuerdo con los principios del naturalismo, sin sospechar que hubiera un orden superior de cosas". Hay "judíos vulgares e ignorantes" como hay alemanes, italianos y norteamericanos vulgares e ignorantes. Los Rothschild eran toscos, incultos y temerarios. Natán dijo de sus hijos que "deseaba que diesen la inteligencia, el alma, el corazón y el cuerpo a los negocios". Pero no se interesaban por los negocios, sino por el dinero. No querían el dinero para disfrutar del poder, sino el poder para hacer _dinero. La diagnosis de Veblen acerca del instinto adquisitivo, como el deseo vehemente de poseer lo que poseen otros, de igualar las propiedades de los demás y de procurarse y exhibir las pruebas de esas propiedades, no se aplicaba a los Rothschild más de lo que podía aplicarse a Hetty Green o a Russell Sage. El rico Jaime, huyendo de la pobreza de la Judengasse de Francfort en el París de Napoleón, fijó su residencia en un modesto departamento hasta que se convenció de que podía hacer mejores negocios en el magnífico palacio de Fouché. Llegó un tiempo en que los hermanos se dieron cuenta de que los palacios llenos de obras de arte eran mejores instrumentos para hacer dinero. Pero buscaron el esplendor para hacer más dinero, y no el dinero para adquirir esplendor. Aparecieron en escena cuando una revolución mayor que la Revolución Francesa estaba modificando el rumbo del mundo: la revolución industrial que daría origen a grandes fortunas. Pero de ninguna manera les afectó tanto como afectó la Revolución Francesa a un genio industrial como Robert Owen. No fundaron industrias, no produjeron nada, no crearon nada, no inventaron nada. La creencia popular, fomentada por algunos de sus apologistas a sueldo, de que fueron los fundadores del sistema bancario moderno, inventaron los métodos modernos del intercambio exterior, fueron los primeros banqueros internacionales y los primeros que perfeccionaron la técnica moderna de distribución de acciones y de que tienen derecho a la gloria dudosa de haber sido los primeros en perfeccionar los métodos de manipulación de valores, carece por completo de fundamento. Hubo banqueros internacionales dos siglos antes de su época: los Fugger, los Médici, los Frescobaldí y los Bardi. Había banqueros grandes y poderosos en su propia época y tuvieron que competir con ellos: los Baring en Inglaterra y el brillante Ouvrard, financiero de Napoleón, en Francia; y hasta en su nativa Francfort figuraban Gontard y Bethmann, antepasado del futuro canciller von Bethmann-Hollweg, que llevó a la Alemania del Kaiser Guillermo a la primera Guerra Mundial. Su gran éxito se debió a la inmensa preocupación por hacer dinero, y al genio adquisitivo de uno de los hermanos. Ese éxito fué ciertamente casi fabuloso. Cuando las muchedumbres francesas se lanzaron a las calles de París para destruir la Bastilla y 55

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preparar a Luis XVI para el verdugo, los Rothschíld se hallaban aislados en el Ghetto de Francfort, igualando en servilismo a cualquiera de sus vecinos al salirse de la vereda para dejar paso a un ciudadano cristiano. Cuando el Borbón Luis XVIII regresó a París después de la revolución, y una vez apagada la erupción napoleónica, subió al trono con un millón de francos proporcionados por los hermanos Rothschíld. Para entonces eran ya éstos los hombres más ricos de Europa. II Sobre los orígenes de la fortuna de los Rothschíld se ciernen ciertos vapores obscurecedores, vapores pestilenciales en parte, acumulados por el archimentiroso de la historia, el adulador a sueldo. ¡ Cuántas falsedades debe la historia a los biógrafos y apologistas a sueldo de los monarcas, los estadistas y los reyes del dinero! ¡Cuan responsables han sido los ricos Mecenas de todas las épocas, "protectores del arte y de las letras", de las crónicas mendaces de su tiempo que han brotado, para adularlos, de las plumas de poetas, ensayistas, historiadores y hasta filósofos agradecidos! Aunque los Rothschíld crecían en riqueza y poder, y los estadistas, los nobles y hasta los reyes buscaban ansiosamente sus libras y florines, nunca se pudieron liberar del velo espeso de la raza y la cultura que les separaba de sus nobles clientes. El rico banquero Bethmann, de Francfort, podía negociar familiarmente con Salomón en su oficina o en la Boerse, pero a la mesa de Bethmann no se sentaba aquél. Los hermanos podían llevar sus cintas y sus títulos y presentarse en las salas de recibo de los ministros de finanzas sin dinero cuyos gobiernos necesitaban desesperadamente fondos, pero eran despreciados por los señores altivos y las damas, que se mantenían alejados de los "judíos advenedizos" que hablaban todavía con el acento rudo de la Judengasse, el yiddish cargado de consonantes. Había, por lo tanto, algo por lo que se distinguían más: la coestión de su origen. Este origen les perseguía constantemente. En los salones de los grandes no podían liberarse los hermanos del olor de la vieja y sucia tienda del ghetto. En consecuencia, deseaban ótyu sentado para siempre que no eran advenedizos, que eran de tan buena cuna como algunos de los que se cerraban las narices al verlos; que eran descendientes de un hombre rico que gozaba de gran predicamento en los círculos cortesanos de Hesse-Cassel, el consejero financiero de una casa gobernante, un banquero a quien los príncipes más ricos de Europa habían confiado toda su fortuna al ser expulsados de sus capitales. Con ese fin emplearon a un caballero no desconocido de la fama, llamado Friedrich von Gentz. Éste era secretario de Metternich, canciller de Austria. Inició su vida política como un defensor apasionado de los principios de la Revolución Francesa y terminó como ayudante de los estadistas más reaccionarios de Europa. Fué autor de muchos ensayos y de varios libros, uno de los cuales constituía una brillante disertación Sobre la situación de Europa antes y después de la Revolución Francesa, que fué traducida al inglés en aquella época por John Charles Herríes, jefe superior de Administración Militar en el Gabinete de Liverpool, otro amigo íntimo de los Rothschíld de quien hablaremos pronto. Gentz era un hombre de grandes dotes intelectuales y maneras encantadoras que escribía en una prosa alemana excelente. Constituía el tipo perfecto del hombre de letras rapaz de Tawney, que ansia las dulzuras de la vida, y no sabiendo cómo hacer dinero por sí mismo, se pega a algún protector rico de cuyos recursos puede aprovecharse. No hacía en modo alguno diferencias entre sus protectores. Era una especie de prostituta literaria. Tomaba dinero de todo aquel que necesitaba un párrafo de apoyo o un poco de influencia en el ministerio de Relaciones Exteriores. Era un escritor enteramente corrompido que anotaba en su diario con profunda satisfacción los sobornos que había recibido, siendo el nombre de los Rothschíld uno de los que aparecían en él con más frecuencia. Salomón Rothschíld conoció a Gentz en Francfort antes de la conferencia de Aix-la-Chapelle. Los Rothschíld buscaban ayuda para salvar a los judíos de Francfort de la cancelación de los privilegios 56

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que habían conseguido bajo el régimen de Napoleón. Cuando Metternich llegó a Francfort, Gentz le presentó a Salomón. Este le entregó 800 ducados. Desde entonces, durante un número de años, los ducados de los Rothschíld afluyeron al bolsillo sin fondo de Gentz, mientras la influencia y los informes confidenciales de éste afluían a la banca de Rothschíld, y las frases de elogio del escritor fomentaban la fama de los hermanos banqueros. En 1826 pagaron los Rothschíld a Gentz unos honorarios principescos por incluir en la popular Enciclopedia, de Conversación de Brockhaus la historia de la descendencia de los cinco hermanos del gran banquero de Francfort. Salomón bosquejó lo que deseaba que se dijera, y Gentz lo escribió en un folleto e hizo de éste la base del artículo de Brockhaus. Ese artículo relataba la historia de la huida del rico elector de Hesse ante el avance de los ejércitos de Napoleón, después de confiar toda su gran fortuna a Meyer Anselmo Rothschild. Este manejó tan bien esa fortuna en ausencia del Elector, que para ello sacrificó la suya propia. Cuando regresó el Elector, el viejo Meyer Anselmo pudo devolver su fortuna intacta con los réditos. Y el Elector se mostró tan agradecido que insistió en que Meyer siguiese utilizando los fondos durante varios años más sin rédito alguno. Esta ridicula ficción tiene su prototipo en una fantasía burlesca moderna: la historia del judío que recorre Broadway arrojando billetes de cinco dólares mientras un escocés los recoje y se los devuelve. Pues el propio Elector era el bribón más tacaño, avaro y suspicaz de Europa. Todo el cuento es una invención fabricada por los Rothschild —junto con otras ficciones biográficas— para advertir a la historia que corría buena sangre por sus venas. En el viejo Ghetto de Francfort había muchas personas de sangre excelente que supieron sufrir con dignidad su martirio y terminaron consagrándose a la contemplación de las cosas del espíritu. Pero los hermanos Rothschild ao figuraban entre ellas. III Meyer Anselmo Rothschild, el padre de esos cinco hijos diná-jhscos. nació en el Ghetto de Francfort en 1743. Su padre era un psonrác comerciante que quizá trabajó algo como cambista. La its-ráu. cayo apellido original era Bauer, vivía en un pequeño edificio éd Gbetto que tenía como marca distintiva un" escudo rojo. ^^^■K derivó el apellido que adoptaron más tarde. Merer fué enviado a un colegio talmúdico de las cercanías de ' ■ -«mberg para que se hiciera rabino. Pero su padre falleció cuando d «alo tenia doce años y se vio obligado a buscar trabajo. Pasó cebo años en el banco de los Oppenheim, en Hanover. Sus dos her-■ww se dedicaban a los negocios en un local muy reducido que •Mentaba como muestra una cacerola. Había descendido al nivel de mm simple tenducho que negociaba con los artículos de segunda mano de! Gbetto. Meyer regresó de Hanover para ayudar a sus hermanos en aquel comercio. Había aprendido con los Oppenheim el negocio de coleccionista de monedas. Agregó este renglón al de la venta de mercaderías de segunda mano. Los hermanos prosperaron hasta cierto punto, y la colección de monedas no formaba más que una parte pequeña de su negocio. Los tres hermanos hacían alrededor de dos mil florines al año. Sin embargo, la colección de monedas raras puso a Meyer en relación con algunas de las familias nobles de Francfort que podían permitirse ese capricho, entre ellas las de los funcionarios del Langrave de Hesse-Cassel. Vendió monedas raras al Langrave, aunque nunca llegó a conocerle personalmente. Ello aumentó, no obstante, el prestigio del tenducho, sobre todo cuando el Langrave le confirió el título de Agente de la Corona. El título significaba poco, pues correspondía aproximadamente al del comerciante inglés que puede utilizar el término "por designación de Su Majestad". Meyer se casó con la hija de un tendero próspero, Guetele Schnapper, destinada a verse envuelta en una vaga aureola de simpatía por los biógrafos de sus famosos hijos. Le dio doce hijos, cinco de los cuales fueron los famosos ya citados. Con el tiempo, uno de los hermanos de Meyer falleció y el otro se estableció por su cuenta, dejando a Meyer como único propietario de la tienda Zut 57

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Hintetpfan. Y en ella permaneció hasta 1785, fecha en que tenía ya cuarenta y tres años, como un pequeño tendero que vendía principalmente té, café, azúcar y especias, cambiaba dinero y aumentaba su negocio como coleccionista de monedas, progresando poco a poco. En 1785 se trasladó a una nueva casa que había comprado. Tenía como emblema un escudo verde. Así, la familia del Escudo Rojo se encontró viviendo bajo la muestra del Escudo Verde. Es un edificio estrecho —pues todavía existe— de cuatro pisos. Los Rothschild ocupaban la mitad del edificio y un comerciante de artículos de segunda mano la otra mitad. La tienda de Meyer se hallaba en el primer piso. La familia vivía en varias habitaciones de los pisos altos, en el mayor apiñamiento. Y allí, en aquel pequeño y abarrotado hogar de la Judengasse, con un comerciante de artículos de segunda mano por vecino, vivió el mayor de los hermanos Rothschild hasta su muerte en 1812. Meyer trató encarecidamente de obtener una pequeña parte del negocio bancario del rico Langrave de Hesse, que le había concedido el título vacío de Agente de la Corona. Había trabado conocimiento con Buderus, el agente financiero confidencial del Langrave. Pero ni aun eso le proporcionó más que algunas ventas de monedas. Hasta 1795 no comenzó a obtener grandes beneficios. En 1790 sus ganancias, según Berghoeffer, oscilaban entre los 2000 y los 3000 florines anuales. Para entonces tenía ya a tres hijos en el negocio. No era un beneficio anual demasiado grande para dividirlo entre cuatro. Pero en 1795, la conquista de Holanda por Napoleón había producido el colapso de la Bolsa de Amsterdam y desviado a Francfort gran parte de ese negocio. Se había desarrollado un comercio de guerra tan pronto como la Europa conservadora lanzó su ataque contra Napoleón en 1792. En 1795 se convirtió Francfort en el centro de ese comercio. Los tres hijos enérgicos y agresivos de Meyer — Anselmo, Salomón y Natán, el último de los cuales tenía entonces dieciocho años de edad— eran socios y habían asumido la dirección del negocio. Pero aun entonces ese negocio era todavía pequeño: la venta de paño, azúcar, té, añil y textiles. Empleaba solamente a los hijos de Meyer, a las hijas en la tienda y a una nuera. Francfort comenzó a brillar con los beneficios del auge originado por la guerra. Estaba llena de ciudadanos ricos. Pocos años después un cálculo demostró que había en esa ciudad ochocientos ciudadanos con un capital saneado de más de 50.000 florines cada uno. Pero los Rothschild ^compartían todavía con la tienda de artículos de segunda mano el Ppequeño edificio que tenía como muestra un escudo verde. En 1810, | dos años antes de su muerte, a la edad de sesenta y siete años, luego de que sus hijos habían progresado mucho en el arte de amasar •beneficios de guerra, Meyer rehizo la sociedad, y en los artículos ^^Hel capital de la firma en sólo 800.000 florines. Dos años después .ció, conservando todavía su tenducho, tras varios años de ri-, :a pobre. El desarrollo del negocio desde 1795 se debió a sus bajos y no al propio Meyer Anselmo. IV Antes de seguir adelante tenemos que detenernos para conocer a Guillermo, Langrave —y luego Elector— de Hesse-Cassel, con cuya fortuna comenzó a elevarse la Casa de Rothschild. En un libro dedicado a los hacedores de dinero, bien merece un capítulo este singular y Tiejo príncipe. Hesse-Cassel era un pequeño principado de la Alemania central, exactamente al Norte de Hanau, cuya ciudad principal era Francfort. La casa gobernante se había creado para sí misma uno de los instrumentos más impúdicos para hacer dinero. Durante un centenar de años hicieron los langraves un negocio de la formación y el adiestramiento de ejércitos que luego alquilaban a otros gobernantes para que hicieran la guerra. La mayor leva llevada a cabo por esos reclutadores de soldados estuvo a cargo del Langrave Federico II, quien alquiló 22.000 soldados hessianos a Jorge III por 3.191.000 libras. Fueron los célebres hessianos que conquistaron una triste inmortalidad en la guerra revolucionaria de los Estados Unidos. Guillermo IX era hijo de ese Federico. Poseía un pequeño principado subsidiario antes de la muerte de su padre y, como verdadero vastago de su 58

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padre, contaba con su pequeño ejército, que alquiló también a Inglaterra por uno o dos millones. Este Guillermo, sin embargo, poseía un talento especial para las finanzas y un instinto adquisitivo que llegaba a constituir una enfermedad. Invertía mucho dinero en toda Europa, particularmente en Inglaterra, y lo prestaba a los comerciantes, los financieros y los príncipes colegas suyos. Por lo tanto, en 1785, cuando murió su padre y unió su fortuna a las acumulaciones hereditarias de su casa, era quizá el hombre más rico de Europa. Mientras los asuntos del Continente se hundían en el desorden que siguió a la Revolución Francesa, Guillermo mantuvo una gran parte de su fortuna en Inglaterra. Invirtió mucho dinero en títulos de la deuda consolidada, pero hizo numerosos préstamos a estadistas, príncipes y banqueros. Al Príncipe de Gales le prestó 200.000 libras esterlinas, y el Duque de York y Clarence le debían también grandes sumas. Hizo fuertes adelantos al emperador de Austria, el rey de Prusia y la mayoría de los potentados menores del Sacro Imperio Romano. Y aunque sus colegas gobernantes le despreciaban por su tráfico con sus soldados, no por ello dejaban de cultivar su amistad, pues nunca sabían si algún día necesitarían acudir al tesoro de su regio Shylock. Pero Guillermo no descuidaba el negocio de los pequeños préstamos. Pasaba su vida regateando pagarés, facturas y tipos de interés, y buscando los medios para exprimir hasta la última gota los beneficios de los banqueros, los comerciantes y los pequeños señores de sus dominios. Era un hombre que tenía dos pasiones. Una de ellas eran los florines y la otra las mujeres. Pero al parecer no era un libertino promiscuo. Tomó una querida tras otra, pero se apegaba a cada una de ellas con extraordinaria fidelidad mientras duraba la aventura. Se casó con Guillermina, hija de Federico V, rey de Dinamarca. Ella no le aportó más que un alma insensible y un cuerpo frígido. Por lo que él consagró su amor a la esposa de uno de sus caballerizos, a quien, a su vez, se la cedió más tarde. Luego tomó como querida a la hija de un plebeyo, de la que tuvo cuatro hijos antes de que su fidelidad se enfriase y la devolviese a los suyos. Su siguiente aventura fué con Rosa Guillermina Dorotea Ritter, mujer culta, de buena cuna, asertiva, que le dio ocho hijos y le obligó a darle a ella una propiedad y un título —Frau von Lindenthal— antes de caer en desgracia a causa de un coqueteo con un subalterno. Amó a continuación a Juliana Albertina von Schlotheim, que añadió nueve hijos a su colección de bastardos. Ella indujo al emperador t que la hiciera condesa y la instaló en un palacio. Así, pues, tenía veinticuatro hijos, aunque historiadores menos fidedignos le atribuyen casi el doble. Guillermo atendía a la subsistencia de todos ellos. El manteni-ito de una prole tan numerosa representaba una gran carga, por lo qoe el príncipe codicioso que reclutaba un ejército y arrendaba a sus soldados como si fueran presidiarios, arrojaba esa carga de su r bastarda sobre los hombros de sus subditos mediante un im-tsto especial sobre la sal. Algunos de sus hijos hicieron el servicio bear a las órdenes de diversos reyes. El más famoso, o infame, Haynau —hijo de Frau von Lindenthal— quien nocido con el apodo de "la hiena de Brescia". i de este principe afluía una corriente continua de reme-Inglaterra, Austria, Prusia y todos los Estados * **tJ*"n en forma de letras de cambio. Meyer i dranff años al Langrave que le concediese algunas de esas letras de cambio. Y departe de ese negocio. Pero cuando Meyer trató ■ el negocio bancarío del Langrave fué 1798. cuando Meyer tenía ya cincuen-f o hizo un préstamo de un millón de Anstria. los Rothschild no pudieron «k los Rothsrhild había crecido. Pero ello a tm bijas enérgicos e ingeniosos. Estos provechosos con el Langrave. Obtuvieron de él el manejo de un préstamo de 160.000 táleros en 1801 y otro de 200.000 en 1802. Al año siguiente rompieron el hielo con una operación bancaria oficial. Se encargaron de un empréstito del Langrave al rey de Dinamarca, su pariente. Guillermo deseaba permanecer en el anonimato porque había estado mostrando una mala opinión de su familia. Buderus logró que la transacción se hiciera por medio de los Rothschild. En adelante la casa siguió prestando cada vez más servicios al príncipe. 59

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Ello se realizó mediante el sencillo expediente de dar una participación en el negocio a Herr Cari Frederick Buderus, el agente financiero confidencial del Langrave. Dicho de otro modo, los Rothschild compraron a Buderus. Y esto se convirtió en la práctica corriente para los jóvenes. Utilizaban el dinero para comprar lo que querían, inclusive a los estadistas y sus agentes, como más tarde compraron a Gentz y como compraban el azúcar, el añil y otras mercaderías. A consecuencia de ese arreglo inmoral, Buderus se hizo rico y murió millonario. Los hermanos eran ahora banqueros y, de una manera creciente, gracias a las intercesiones de Buderus, banqueros de un príncipe que, si bien no era un hombre importante, era por lo menos rico y prestaba dinero en vez de tomarlo a préstamo. Pero los Rothschild no pasaban aún de ser una casa de tercer orden. Napoleón creó en 1806 la Confederación del Rin, agregando Hesse-Cassel al reino de Wesfaiia, que dio a su hermano Jerónimo. Sus ejércitos a las órdenes del general Lagrange, ocuparon la capital de Guillermo y el Langrave, aterrado, elevado ahora a la dignidad de Elector, huyó para salvar su vida. Ocultó 120 arcas llenas de papeles, títulos y valores en sus diversos castillos, y dejó a Buderus como apoderado suyo. Depositó en la residencia del embajador de Austria, en custodia, varias arcas que contenían títulos, letras de cambio, moneda contante y joyas. Tal es el episodio del que Friedrich von Gentz hizo la base del cuento de que el Elector había dejado toda su fortuna a cargo del viejo Rothschild. La verdad es que dejó en custodia a los Rothschild exactamente dos arcas que contenían papeles sin importancia. Los franceses iniciaron inmediatamente la búsqueda de los bienes pertenecientes a Guillermo. Encontraron las arcas escondidas en los castillos. Pero Lagrange, el jefe del ejército francés, informó que los haberes encontrados tenían un valor de cuatro millones, en vez de los dieciséis que tenían en realidad. Y puso los haberes de que no había informado en manos de Buderus. Por ello recibió una recompensa de 1.060.000 francos. El hogar de los Rothschild fué allanado. Pero los hermanos habían sido prevenidos por Dalberg, el jefe de la Confederación del Rín estacionado en Francfort e instrumento de Napoleón. Los Rothschild le habían comprado también mediante un préstamo, y le siguieron comprando gracias a una serie de préstamos. La investigación realizada en la casa reveló muy poco y terminó antes de ser completada mediante el soborno de Savagner, el jefe de policía francés, y un modesto préstamo de 300 táleros al oficial que tenía a su cargo inmediato la dirección de la investigación. Lo primero que averiguaban los Rothschild con respecto a un ministro o a su agente, era el precio que había que pagar por él. Y descubrieron que su dinero podía comprar casi todo lo que querían. V Ahora tenemos que ver cómo amasaban los Rothschild su fortuna. Hasta 1806 sus riquezas fueron como una victoria en el ajedrez: una acumulación de pequeñas ventajas. Esas riquezas se iban a hinchar rápidamente en adelante hasta convertirse en un tumor inmenso. Los hermanos de Francfort realizaron sus reducidas acumula-es hasta 1795 mediante préstamos de dinero en pequeña escala, anejo de letras de cambio y, sobre todo, el comercio en textiles, té, azúcar y quizá añil. Inglaterra era el gran mercado para cas cosas. Salvo los textiles, le llegaban desde sus colonias. La revo-Jtióo industrial se hallaba en marcha en lo referente a los tejidos, glaterra se había convertido en la primera productora de tejidos "áe algodón y lana del mundo. Pero con la aparición del comercio' ■dadonado con la guerra comenzaron a tomar vuelo los beneficios de los Rothschild. Natán, que entonces tenía veintidós años, fué esvudo a Mánchester como una especie de comprador de paños. Fué •a golpe de suerte, pues era el genio de la familia e Inglaterra iba a ser el centro financiero del mundo. El ciudadano de Francfort, joven, bajo y obeso, de aspecto casi cónico, que hablaba un inglés muy deficiente que se caracterizaba por la extraña pronunciación yiddish de su ghetto alemán, era una llamarada de energía para los negocios. Se jactaba de que había mul-trphcado rápidamente su capital de 20.000 libras eji 60.000, pero era el más mendaz de los testigos cuando alardeaba de sus 60

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hazañas como hombre capaz de hacer dinero. No obstante, prosperó de una manera pasmosa. En 1804 fué a Londres para ampliar sus operaciones. Había habido una pausa en la lucha de Europa tras los Tratados de Luneville en 1801 y de Amiens en 1802. Pero en 1803 reanudó Inglaterra la guerra naval contra Francia y ya en 1806 todo el Continente se hallaba en llamas a consecuencia del nuevo ataque contra Napoleón llevado a cabo por Rusia, Prusia y Austria unidas. Y una vez más, esta, vez en mayor escala, los explotadores de la guerra procedieron a multiplicar sus ganancias. Ahora vemos a Natán dirigiendo a sus hermanos en cuatro rápidos episodios que iban a hacer de ellos cinco de los hombres más ricos de Europa. Todavía en 1810 eran desconocidos como capitalistas para el Londres oficial. En 1815 eran ya los banqueros del gobierno británico y la fuerza particular más poderosa de Europa. Esos cuatro episodios fueron: el comercio de contrabando para burlar el bloqueo comercial dispuesto por Napoleón contra Inglaterra, el tráfico con los pagarés y las letras de cambio de Wellington en la guerra de la Península española, la comisión por el gobierno británico para proporcionar fondos al ejército de Wellington en Portugal y España y, finalmente, la difícil tarea de transportar los subsidios británicos a sus aliados en el Continente. VI El primer episodio fué una aventura de contrabando en gran escala. Napoleón decidió en 1806 destruir el comercio inglés, asestar un golpe al despreciado tendero cuyo comercio floreciente nutría los ejércitos de Inglaterra. Proclamó su famoso bloqueo comercial. Inglaterra replicó con el embargo y el bloqueo de todos los puertos franceses. Como todo el Continente necesitaba desesperadamente las mercaderías británicas, lo que había sido un comercio bélico provechoso se convirtió en una industria del contrabando aún más provechosa. Los Rothschild habían obtenido grandes beneficios con ese comercio bélico. Ahora, bajo la dirección de Natán, se dedicaron a la aventura del contrabando con todos sus recursos. La suerte les favoreció. Con Natán en Inglaterra y sus hermanos en el Continente, la casa se hallaba bien preparada para la tarea. Además, Napoleón iba a saber muy pronto que la mano con la que trataba de estrangular a Inglaterra estaba matando de hambre a Francia; que los odiados tenderos de la pérfida Albión tenían en sus estanterías mercaderías que los franceses necesitaban con angustia. También Inglaterra, que al parecer cerraba los puertos de Francia, descubrió que necesitaba mercados en ese país y en toda Europa para crear allí los créditos esenciales si había de proporcionar fondos a sus aliados. Y así, una necesidad se relacionaba con Ta otra. Napoleón, aunque en público amenazaba con destruir el comercio de Inglaterra, se las arregló para abrir en Francia una puerta trasera por la que pudieran pasar de contrabando los abastecimientos que tanto necesitaba ese país. Contemplamos el espectáculo de dos gobiernos que hacen la vista gorda- con respecto a sus propios decretos y a los contrabandistas que pasaban, entre los funcionarios cómplices, las mercaderías que necesitaba Francia. Por un decreto publicado en el verano de 1810, el emperador legalizó y reglamentó en realidad el comercio fuera de la ley. Los capitanes contrabandistas introducían clandestinamente su contrabando en Francia por Gravelines, a la vista y bajo la protección y la ronda de la policía de un puerto cerrado oficialmente al tráfico. Los Rothschild se encargaban de la mayor parte de ese contrabando. Pero Natán necesitaba más capital. Veía con disgusto los grandes beneficios que obtenían otros. Se acordó del Elector de Hesse, desterrado en Prusia. Su hermano Anselmo seguía disfrutando de los favores del Elector, gracias a Buderus. La casa Rothschild de Francfort manejaba la mayor parte de los empréstitos y las colecciones de Guillermo. Y Natán manejaba en Londres la transmisión de los réditos de unas 640.000 libras invertidas por el Elector en títulos de la deuda consolidada. Los negocios y las inversiones continentales se hallaban sujetos a grandes peligros. ¿Por qué no había 61

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de poder invertir Guillermo las inmensas sumas en interés y en capital que percibía en títulos de la deuda consolidada inglesa? ¿Y por qué no había de hacerlo por medio de Natán? Éste apremió a Buderus para que le ayudara con su influencia. Pero el Elector pareció haber sospechado de Natán por algún motivo. No obstante, tras muchos apremios, Buderus convenció a Guillermo para que siguiera el consejo de Natán. En adelante fué puesta en manos de éste una cantidad inmensa de dinero para que la invirtiera en títulos de la deuda inglesa. No se sabe con certeza qué cantidad se le confió. Rothschild se jactaba de que alcanzó a 600.000 libras. Era probablemente algo menor, alrededor de 550.000 libras. Pero no le fué enviada toda en una sola remesa. Se le entregó en un período de varios años, en tres plazos. La autorización tuvo lugar en febrero de 1809. Pero Natán no compró con ese dinero títulos de la deuda consolidada. Lo utilizó en cambio para sus propios fines, se Ib apropió para sus usos particulares, sintiéndose seguro, por supuesto, de que podría devolverlo cuando se lo pidiesen, Y aquí vemos al agentebanquero del avaro Elector utilizando para sus propios fines los fondos que le había confiado su señor, por consejo del agente financiero confidencial de ese señor, quien estaba a sueldo del banquero. Y el mismo mes en que se hizo eso la participación de Buderus en la casa de Rothschild fué legalizada. Como Rothschild no compraba títulos de la deuda le era imposible remitir al Elector los recibos de su depósito en el Banco de Inglaterra. Guillermo comenzó a inquietarse. Pidió los recibos. Aguijoneó a Buderus. Durante más de dos años tranquilizó Buderus sus temores con una u otra explicación. Pero al final Guillermo perdió la paciencia y la confianza. Exigió que se le entregase inmediatamente las pruebas de que sus fondos habían sido utilizados como se había ordenado y dio órdenes para que no se remitiese nuevas sumas a Natán. Éste realizaba una empresa audaz. El hecho de que persistiese durante cerca de tres años en hacer frente a las continuas demandas del Elector, es una prueba de sus cálculos audaces. El embargo le proporcionaba una especie de excusa para sus demoras. Y como los títulos de la deuda perdían valor, sabía que en cualquier momento podría comprar todos los necesarios para satisfacer a su noble patrón. Pero la posesión de esos grandes fondos era de primera importancia para él en el negocio enormemente provechoso del contrabando y del tráfico de billetes durante el período del embargo. Los beneficios obtenidos entonces fueron probablemente la fuente principal de la fortuna de los Rothschild. VII El siguiente episodio tuvo que ver con los Rothschild y las dificultades del Duque de Wellington en la Península Ibérica. Los historiadores han conseguido envolverlo en una espesa capa de niebla. Uno disminuye su importancia. Otro acepta la versión del propio Natán de que se trató de una aventura patriótica para ayudar a Lord Wellington en Portugal y España. Un tercero describe ese episodio como la empresa audaz de un banquero filibustero con la que hizo muchos millones y sentó así la base de toda su fortuna. Y ninguno de ellos pone en claro el procedimiento mediante el cual se realizó la empresa. He aquí los hechos en la medida en que son conocidos: En 1808 Napoleón colocó por la fuerza a su hermano José en el trono de España. Madrid se sublevó e improvisó un gran ejército. Inglaterra vio en ello la oportunidad para expulsar al usurpador de la Península y envió un ejército a Portugal.' Wellington era uno de sus generales, pero en 1808 fué designado general en jefe. El gran problema consistía en enviar provisiones a Wellington. Oporto y Lisboa se hallaban a 600 y 800 millas, respectivamente, del puerto inglés más cercano, y el mar estaba infestado de barcos y corsarios enemigos. El metal era demasiado escaso para arriesgarse a embarcarlo, y Wellington necesitaba dinero para pagar a sus soldados y adquirir ciertas provisiones locales. A este respecto se produjo la misma controversia enconada que entre Lloyd George y los apologistas del general Kitchener en la primera guerra mundial acerca de lo inadecuado de los abastecimientos y los fondos. Wellington se sintió cogido en una trampa. En . .. .-"-ración comenzó 62

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a comprar víveres a los comerciantes por-tngueses y a pagárselos con letras de la Tesorería inglesa. Esos billetes no eran de gran utilidad en manos de los comerciantes portu-spañoles hasta que los cambiaban por oro o plata. De aquí que se comenzara a negociar con ellos, tarea llevada a cabo por banqueros sicilianos, italianos y malteses conocidos con el nom-"Cab", y que tenían su centro de operaciones en Malta. Esos banqueros compraban los billetes a los comerciantes locales a precios bajos y los hacían pasar luego por una serie de manos y descuentos basta que llegaban a Londres. Esto hacía que todo lo que compraba Wellington le costase varios centenares de veces más que lo que valía, inclusive teniendo en cuenta los altos precios de guerra. La Tesorería británica protestó. Wellington devolvió las críticas a la Tesorería y al jefe superior de Administración Militar. Dijo amargamente que el gobierno no se preocupaba para nada de sus ejércitos. Escribió que a sus soldados no se les pagaba desde hacía dos meses y tenían que vender sus zapatos y sus ropas para conseguir alimentos y medicinas. Insinuaba que Inglaterra debía abandonar la expedición. "Un ejército que muere de hambre es peor que no tener ninguno —se quejaba—. Necesitamos todo y no tenemos nada". Protestaba contra la rutina oficinesca de la Administración Militar, la que "tenía que seguir la pista de un bizcocho desde Londres hasta la boca de un soldado apostado en la frontera". Llegaba a amenazar con embarcar a su ejército y sacarlo de Portugal, dejando a Inglaterra expuesta al peligro de la invasión, lo que haría que su rey se enterara de algo de los horrores de la guerra. Por dedicarse al comercio de contrabando, Natán estaba enterado, por supuesto, de todo lo que ocurría. Ese tráfico de billetes era demasiado seductor para poder resistirse a él. Y se lanzó a realizarlo. No es en modo alguno claro hasta qué punto se dedicó a él y cómo lo llevó a cabo. Según una versión, hizo llamar a sus hermanos Carlos y Salomón, y más tarde a Jaime; Carlos iba hasta la frontera española y compraba los billetes con oro; luego regresaba, se encontraba con su hermano Salomón a mitad de camino y cambiaban sus billetes por una nueva cantidad de moneda metálica llevada por Salomón, quien iba luego, a su vez, a la costa francesa, donde se encontraba con Natán, con quien volvía a cambiar los billetes por oro; finalmente, Natán llevaba los billetes de Wellington a Londres y los cambiaba por guineas. Según otra versión, Natán no hizo más que hacer efectivos algunos de los billetes del Cab y más tarde pensó en entrar en el negocio —sin que llegara a hacerlo en realidad— con objeto de ayudar a Wellington. Lo que más se acerca sin duda a la verdad, es que los Rothschild negociaron ampliamente con los billetes de Wellington, y probablemente habrían negociado mucho más si no hubiera mediado otro incidente. Los historiadores no han fijado el monto de los billetes emitidos por Wellington. Sería muy sorprendente que excediera de un millón de libras. Es también seguro que no lo hizo de una manera regular, sino sólo cuando se veía obligado por la necesidad. Se sabe también que cierto número de banqueros intervinieron en ese negocio, que se estuvo realizando durante un tiempo antes de que los Rothschild interviniesen en él. Por lo tanto, es muy probable que no obtuviesen más que una parte de ese tráfico. La verdad es que el mismo jefe superior de la Administración Militar, Herríes, que era quien seguía más de cerca el negocio, dijo que el Cab había conseguido establecer durante un tiempo el monopolio de ese comercio. En consecuencia, debemos deducir que los Rothschild lograron bastante menos que la mitad del mismo. Es también difícil de creer que tal cantidad de oro fuese transportada por un solo viajero. Un centenar de libras de oro debía ser una carga muy onerosa para un hombre que tenía que viajar por un país hostil, lleno de espías y haciendo frente a dificultades de transporte apenas concebibles hoy día. El número de viajes que habría sido preciso hacer para transportar un millón de libras, o siquiera la mitad, habría superado en mucho a los recursos físicos de los hermanos. Aunque el beneficio era grande, tenían que intervenir muchas personas en los descuentos y había que sobornar a otras muchas. Por todo lo cual podemos suponer que cualquiera que fuera el 63

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beneficio obtenido por los Rothschild, ha sido muy exagerado. Pero de todos modos obtuvieron un beneficio, y grande por cierto, y sin duda se preparaban a obtener uno mayor mediante un procedimiento más inteligente para enviar oro a Wellington cuando las circunstancias tomaron casi el aspecto de destino para colocar a los cinco jóvenes en el camino rápido de la fortuna. VIII Este nuevo giro de los acontecimientos se derivó de los siguientes hechos. La dificultad que encontraban los Rothschild para negociar con los billetes de Wellington era el oro. La guinea, según decía Herries, era un artículo de lujo. Todos los rincones del globo habían sido explorados en busca de metálico. Los Rothschild, con la expansión creciente de las zonas comerciales en que operaban, se hallaban sin duda en condiciones de conseguir grandes cantidades. Pero había un límite. Un barco de la East India Company llevó a Londres un cargamento de oro. De acuerdo con la costumbre, fué ofrecido en subasta pública. Natán Rothschild lo compró por 800.000 libras, empleando para ello toda la moneda contante y el crédito de que disponía, más los fondos que había puesto a su cargo el Elector. Años después dijo que se proponía enviárselo a Wellington. Algunos historiadores han aceptado esa versión. Pero la idea de que aquel hombre de presa concibiese semejante propósito que implicaba tanto riesgo es tan absurda como la de que su padre sacrificase toda su fortuna en beneficio del Elector, y la de que el Elector insistiese en prestar a los Rothschild todo su dinero sin interés. En lo único que pensó fué en extender su tráfico con los billetes de Wellington y en nuevas ganancias a cuenta de la guerra. Rothschild se quedó muy sorprendido cuando uno o dos días después de su compra, el jefe de la Administración Militar le llamó a la oficina de John Charles Herries. Éste se quedó sin duda no menos sorprendido al ver al rechoncho y tosco ciudadano de Francfort, que tenía el aspecto y el modo de hablar de un comediante judío sacado de un escenario de "music-hall' de Londres. Herries dice que en ese tiempo Rothschild era completamente desconocido como capitalista en los círculos oficiales de Londres. Preguntó a Natán por qué había comprado el oro. ¿Qué se proponía hacer con él? Fué la hora del destino para los Rothschild. Natán pudo haber mentido con la tranquilidad de conciencia con que había comprado a Buderus y a otros funcionarios públicos. Pero se dio cuenta de la transcendencia del momento. Confesó a Herries que había comprado el oro para adquirir los billetes de Wellington. Herries le replicó que el gobierno necesitaba el oro, y Rothschild se lo vendió inmediatamente con un gran beneficio. ¿Pero cómo se las iba a arreglar el jefe de la Administración Militar para enviárselo a Wellington? Rothschild dijo más tarde que el gobierno no sabía cómo hacerlo. ¿Por qué no utilizar a la Casa de Rothschild para transportarlo? Poseía sus propios recursos. Tenía sucursales en Inglaterra y el Continente. Contaba con agentes en Francia y España. Había transportado con buen éxito por vía terrestre oro para los comerciantes que habían tomado los billetes de Wellington. Podía hacer lo mismo por el gobierno de una manera que éste no podía hacer por sí mismo. La Casa de Rothschild era una aliada, consagrada por entero a los intereses del Elector de Hesse y al emperador de Austria, y el propio Natán era ciudadano británico. Rothschild explicó a Herries cómo pensaba proceder. Herries informó de ello al Primer Ministro y al Ministro de Hacienda, quienes aprobaron el plan sinceramente. Y en un abrir y cerrar de ojos Natán Rothschild, el banquero contrabandista desconocido, se instaló en la oficina principal del ministerio para fiscalizar la delicada operación de enviar dinero al irascible y, clamoroso Wellington. No se sabe con certeza cómo se las arregló Rothschild. El Conde Corti, su biógrafo más digno de confianza, meticuloso en sus citas de autoridades, dice, sin citar una autoridad adecuada en este caso, que el oro inglés fué transportado a través del Canal a Francia, que allí los Rothschild lo cambiaron por pagarés a cuenta de ciertos banqueros y así, mediante una serie de operaciones, llegaron a poder de Wellington, quien pudo cambiarlos a otros banqueros por 64

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metálico. Los defectos de este plan son demasiado evidentes. Pero Herries dice que los Rothschild llevaron las letras de cambio inglesas a Holanda, donde vigilaron el negocio de cambiarlas por moneda francesa. Estas monedas fueron enviadas en un buque de guerra inglés desde el puerto de Hellevoetsluis, en Holanda, hasta Lisboa. Sería temerario decir que Herries no sabía lo que había hecho, puesto que todo el negocio fué dirigido desde su oficina. Y si lo que dice es cierto, queda desmentida toda la historia romántica de los viajes peligrosos de los hermanos aventureros por un país montañoso infestado de bandidos y de ejércitos enemigos. Vemos que Herries escribe al primer ministro hablándole de "la habilidad y el celo" con que Natán llevó a cabo la transacción, y cómo éste había "invertido ya 700.000 libras en letras de cambio en Holanda y Francfort sin el menor efecto sobre el mercado de cambios". Pero una parte del oro fué enviado en barcos a través del Canal. Las cartas de Jaime a Natán interceptadas por la policía francesa :laron que unas 120.000 libras habían sido enviadas a Jaime a París. Lo más probable es que la parte principal del negocio se hiciese con billetes, pero que algún oro, quizá en cantidad considerable, fuese enviado también por barco. El monto de toda la operación sólo puede ser objeto de conjeturas. Pero por otra fuente sabemos que en el año 1813, el total de la cantidad en metálico enviada a llington por el gobierno británico ascendía a 1.723,936 libras esterlinas y 339.432 duros españoles. Rothschild manejó probablemente la mayor parte de ella. Y sin duda le pagó bien el gobierno británico. Ese pago consistió indudablemente en una comisión, y no incluye los grandes beneficios obtenidos con los descuentos. Fué sin duda un beneficio generoso, pero no podía explicar por sí solo la inmensa riqueza con que aparecieron los Rothschild en Europa dos años más tarde. Explicaba, sin embargo, el progreso más importante que habían realizado. Pues ahora estaban firmemente vinculados con el gobierno británico. No se ha destacado bastante, sin embargo, otro incidente de esta operación. Fué uno de esos golpes maestros que demuestra que esos hombres eran capaces de una audacia estratégica de primer orden. En el curso de las mencionadas transacciones, antes o después del trato con Herries, Jaime, el hermano menor, fué enviado a París. Salomón y Carlos habían trabajado más o menos fuera de aquel centro. Mas sin duda Salomón era necesario en Francfort. Y parece probable que Natán comprendiera el valor de establecer una sucursal en París. Los hermanos se aprovecharon del hecho de que Dalberg, representante de la Confederación del Rin en Francfort, a quien habían concedido muchos préstamos por su cuenta personal, iba a París con ocasión del nacimiento del hijo de Napoleón. Anselmo prestó al venal Dalberg 80.000 florines para el viaje y obtuvo de él un pasaporte para Jaime y una carta de presentación "nada menos que para Mollien, el ministro de Hacienda de Napoleón. Jaime fué a París y visitó a Mollien. Le informó que su hermano Natán, residente en Londres, como representante de su casa, realizaba un gran negocio con el comercio entre Inglaterra y el Continente y embarcaba oro para Francia por el puerto de Gravelines. Esta información intrigó al ministro francés, pues no había nada que Francia deseara más que el oro inglés. Animó al joven de Francfort a continuar ese comercio y le manifestó su esperanza de que la historia fuera cierta. Sólo pudo haber un motivo para dar ese paso. Los Rothschild enviaban a Francia el oro destinado a Wellington. Si la policía lo hubiera descubierto habría habido que dar una explicación. Aquélla era la explicación. Además, era una explicación hecha antes djel descubrimiento. . . y directamente al propio ministro de Hacienda. Era un recurso peligroso. Jaime se ponía en manos de los franceses. Se las había con un enemigo resuelto y despiadado. Un paso en falso podía haberle llevado al patíbulo inmediatamente. Se trataba de perspicacia complementada por una acción muy audaz. Pero era más. Era también un plan para sentar el pie en Francia. Después de todo, Francfort se hallaba en poder de Napoleón. La Confederación del Rin era su satrapía. Los hermanos operaban ya en ambos campos, con Natán en Inglaterra y las oficinas principales en Francfort. Natán se hallaba íntimamente al servicio de Inglaterra, pero Anselmo se hallaba en iguales términos de intimidad con 65

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Dalberg, el representante de Napoleón en Francfort, mientras que al mismo tiempo mantenía relaciones confidenciales con el Elector de Hesse depuesto y buscaba nuevas relaciones con Austria. Los hermanos habían puesto el pie en todos los campos y se hallaban preparados para capitalizar cualquier resultado que produjese la guerra. No cabe duda de que todos esos movimientos procedían de la fértil imaginación de Natán, quien era entonces el jefe reconocido de la familia. IX El cuarto episodio giró alrededor del último esfuerzo poderoso de Inglaterra y sus inestables aliados continentales para expulsar a Napoleón de Francia. El gran desastre de Rusia había socavado la fuerza y la fama del emperador. Fué un golpe económico terrible para Francia. Inglaterra reunió a los aliados para otro gran esfuerzo de sus recursos unidos. En enero de 1813 accedió a enviar a Prusía y Rusia grandes cantidades de dinero. Prusia debía recibir 666.666 libras y Rusia más de un millón. Cada uno de estos países tenía que llevar nuevos ejércitos al campo de batalla. Más tarde, en el mismo año, Austria, bajo la dirección de Metternich, abandonó a Napoleón y se unió a los aliados. Inglaterra prometió a Metternich un millón de libras. Esa suma fué más que doblada posteriormente. Herries, el jefe de la Administración Militar inglesa, se encargó de la difícil tarea de hacer que esas sumas llegasen a Prusia, Austria j Rusia. Era una empresa delicada. Inglaterra no podía enviar tanto oro al Continente sacándolo de sus recursos ya agotados. Pero si ■nviaba billetes a sus aliados, el efecto en la bolsa internacional sería desastroso, especialmente en la bolsa británica. El lector puede comprender muy bien esto. Si un hombre que h en Inglaterra quiere enviar un centenar de libras a otro hombre reside en Berlín, puede mandarle oro. Pero si no quiere enviarle puede buscar a alguna persona de Inglaterra a la que otra persona Berlín le deba un centenar de libras. El primer inglés puede prar al segundo el derecho a las cien libras que le debe el berlinés. Entonces puede enviar la constancia de ese derecho al hombre Berlín al que debe las cien libras. Ese berlinés puede cobrar luego las cien libras al otro berlinés que las debía en Inglaterra. Así, en una ciudad como Viena hay siempre cierto número de comerciantes que poseen pagarés que les deben personas residentes ea Londres. Los banqueros compran o descuentan esos pagarés contra los comerciantes de Londres y los venden a otros vieneses que necesitan hacer pagos en Londres. En consecuencia, hay siempre en Viena demanda de pagarés debidos por personas residentes en Inglaterra. Y aquí es donde comienza la dificultad. Si la demanda de pagarés es pequeña y la provisión grande, el precio de esos pagarés baja. Un ciudadano de Viena que posee un pagaré por cien libras que le debe un londinense sólo puede venderlo por noventa libras, porque la cantidad de pagarés de Londres es muy grande. Ahora bien, si Inglaterra tuviese que enviar a una ciudad como Viena 168.000 libras en billetes, además de todos los otros pagarés que hay ya en Viena a cuenta de los londinenses, el precio de esos billetes de Londres descendería de una manera desastrosa. Y eso es precisamente lo que sucedió. El ministro de Hacienda austríaco se quejó de que tuvo que vender un billete de mil libras en seiscientas. Así, aunque Inglaterra enviaba un billete por valor de mil libras, el gobierno de Austria sólo cobraba seiscientas. Las cuatrocientas restantes eran ■absorbidas por los corredores de cambios y los banqueros. Como Inglaterra tenía que enviar muchos millones a Rusia, Prusia y Austria, estaba ansiosa por encontrar un medio de hacerlo sin rebajar el precio del papel moneda británico, de modo que sus aliadas recibieran un millar de libras por cada billete de mil libras enviado. Para llevar a cabo esa tarea delicada Herries volvió a llamar a Natán Rothschild. El banquero fué encargado: primero, de manipular el mercado de papel moneda extranjero de modo que el cambio no perjudícase a Inglaterra, es decir que los billetes y las libras inglesas no bajaran de precio; y, segundo, de que el dinero llegase a poder de sus aliadas sin pérdidas y sin perturbar el mercado de cambio extranjero. Y Natán, con la ayuda de sus hermanos, hizo eso con gran habilidad y haciendo frente a muchas 66

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dificultades. Lo llevó a cabo en parte "soslayando" el mercado de papel moneda y en parte manipulándolo. Entretanto se realizaba un gran comercio entre Inglaterra y el Continente. Las potencias continentales compraban a Inglaterra más de lo que vendían. En consecuencia, el precio de los billetes ingleses en el comercio solamente habría sido favorable, Pero cuando a los billetes utilizados por Inglaterra en las transacciones comerciales se añadieron los millones empleados en los subsidios que había prometido, el mercado se inclinó naturalmente contra los billetes ingleses. Fueron los billetes para los subsidios los que causaron la perturbación. Pero todos ellos, en lo que se refería a Prusia y a Rusia, eran entregados a Rothschild. De este modo él tenía en sus manos el excedente de billetes ingleses. Ahora bien, si podía disponer también de una gran cantidad de los billetes continentales le sería posible introducir billetes ingleses o continentales en el mercado según fuese necesario para mantener equilibrados los precios. Para disponer de un dominio todavía mayor del mercado de cambios compró billetes por medio de sus hermanos y sus agentes directamente a los mercaderes de los principales puertos europeos antes de que esos billetes fueran a parar al mercado regular de billetes. De ese modo, fiscalizando lo suficiente las dos' corrientes de billetes —los billetes contra Inglaterra y los billetes contra los países continentales— se hallaba en condiciones de impedir la desvalorízación de la libra esterlina. Por supuesto, tuvo que utilizar gran cantidad de sus propios recursos en el Continente para adquirir y reservar los billetes continentales. Y siempre, por supuesto, había saldos en oro que tenía que liquidar Inglaterra. Pero esos saldos nunca entraban en los cauces del comercio. No tenían que salir siempre de Inglaterra. Pues los Rothschild podían recibir el oro en su casa de Londres, retenerlo allí y hacerlo pagar por sus casas de Francfort o París. La transacción era complicada en su conjunto. Y era tal que, según dijo Herries, retenía a Rothschild "constantemente en sus habitaciones" (las de Herries). El valor de esos servicios era- tanto más evidente por contraste con las dificultades que encontraba Austria, la que persistió, hasta terminar la guerra, en negociar esas transferencias de subsidios por medio de sus propios banqueros vie-neses, con grandes pérdidas para ella. Pero los Rothschild asediaban al gobierno austríaco para que les concediese el privilegio de encargarse de la transmisión de los subsidios ingleses. Lo que habían hecho por el gobierno inglés era completamente ignorado, y los servicios prestados a "Wellington siguieron siendo un profundo secreto durante veinte años, según Herries. Probablemente les resultaba difícil a los funcionarios austríacos creer que aquellos toscos traficantes judíos, con su mala gramática, su áspero yiddish y sus solicitaciones mal redactadas, pudieran ser unos magos financieros tan extraordinarios. Sólo una pequeña transacción consiguieron de Austria: el manejo de la mitad de una remesa de nueve millones de francos desde Bélgica. El ministro de Hacienda austríaco declaró que la cantidad total era demasiado grande para que la manejasen unos banqueros de segundo orden. Un simple incidente iba a inclinar la balanza en su favor. Su creciente riqueza había estimulado la envidia de sus rivales tanto cristianos como judíos de Francfort. Cuando Napoleón regresó de Elba, Austria hizo todos los esfuerzos posibles para reclutar los. hombres necesarios para sus ejércitos. En Francfort se hizo un esfuerzo para obligar a dos de los hermanos Rothschild a ingresar en el ejército. Ellos apelaron a Natán. Natán apeló a su vez a Herries. Herries escribió al embajador de Austria en Francfort. Le explicó la inmensa importancia de la obra que realizaban en favor de Gran Bretaña, las grandes cantidades de dinero implicadas, lo delicado de las operaciones; y terminaba diciéndole que "el gobierno inglés siente la mayor ansia por que esa' firma no en modo alguno sea molestada". Esa nota fué enviada al ministro de Relaciones Exteriores. Y le abrió los ojos. Le reveló que si ignoraba quién era Rothschild él salía perdiendo. Rompió el hielo en las oficinas financieras austríacas, y en adelante, los Rothschild comenzaron a manejar también los negocios austríacos. Sus recursos habían llegado a ser enormes. Tras el destierro de Napoleón sintió Prusia una 67

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necesidad desesperada de fondos. Salomón Rothschild entregó personalmente al ministerio de Hacienda 200.000 libras en nombre del gobierno británico. Pero el gobierno prusiano declaró que esa cantidad no bastaba. Bajo su propia responsabilidad, de los fondos de los Rothschild, y sin esperar la aprobación oficial de Inglaterra, Salomón entregó al tesoro prusiano otras 150.000 libras. Herries, por supuesto, confirmó esa entrega. Pero aquel acto audaz, y la exhibición de grandes recursos, conquistaron por completo al tesoro prusiano. Salomón fué nombrado Consejero Comercial del gobierno. Luego se produjo la derrota de Napoleón y la entrada de los aliados en París. El Conde de Provenza, quien iba a ser coronado pronto como Luis XVIII de Francia, vivía en el condado de Buckingham. No tenía un centavo y apeló al gobierno inglés en busca de fondos para asegurar su marcha hacia el trono de una manera propia de un rey. Natán aceptó la orden de pago del gobierno inglés por cinco millones de francos en Inglaterra, y cuando Luis llegó a Francia, Jaime le entregó el dinero. Aunque Natán había realizado todas las demás transacciones en el mayor secreto, quiso que fuese conocido ese acto. ¿Qué más natural? El descendiente de una serie de monarcas subía al trono gracias a los francos del humilde y rudo comerciante de la calle judía de Francfort que tintineaban en sus bolsillos. En lo sucesivo los Rothschild pudieron jactarse de que eran banqueros al servicio de Inglaterra, Francia, Alemania y Austria, para no decir nada de Rusia y de los estados más pequeños. Ante ellos se abría un camino brillante y dorado. X En medio de todo esto, Meyer Anselmo, el padre, había muerto en Francfort. Mucho tiempo antes de su muerte el negocio había sido arrebatado literalmente de sus manos por sus hijos enérgicos. Había estado enfermo durante varios años y acudido cada vez con más frecuencia al consuelo de su Talmud. Era un hombre tranquilo, amable, que carecía por completo de la energía feroz que impulsaba a sus hijos. Sufrió un ataque en el templo y tres días después —el 19 de septiembre de 1812—■ falleció en la casa del escudo verde de la Judengasse, donde había vivido en su tenducho durante tantos años. Alrededor de su lecho de muerte se ciernen dos viejas ficciones. Una consiste en que sus cinco hijos, con sus hijas y su madre, se reunieron a su alrededor mientras el moribundo pronunciaba a los muchachos el testamento moral de acuerdo con el cual vivieron, y que se resume en su escudo de armas: Concordia, Integritas, Industria. La otra consiste en que en esa ocasión les legó, como un emperador moribundo, las cinco grandes provincias financieras de Europa que ellos gobernaron posteriormente durante tanto tiempo: Alemania, Austria, Inglaterra, Francia e Italia. Cuando el anciano estaba a las puertas de la muerte, Natán se encontraba en Inglaterra, en tanto que Salomón, Carlos y Jaime se hallaban en París o en algún país contiguo a Francia realizando su comercio con los billetes de Wellington. Sólo Anselmo pudo haber estado allí y sin duda estuvo. En cuanto al legado de las cinco provincias de Europa^ Carlos no consiguió hacer negocios en Italia hasta muchos años después; Salomón y Anselmo no habían hecho negocio alguno para Alemania o Austria, y Jaime no era más que un joven que actuaba en París como subalterno de Natán en relación con los negocios ingleses. Natán había creado un negocio floreciente en Londres, pero todavía no tenía gran importancia. Cuando el anciano cayó enfermo el 16 de septiembre se apresuró a hacer su testamento. Deseaba que el negocio siguiera en manos de los hijos que lo habían creado. Y cuando falleció y se abrió el testamento se descubrió, como en el caso de John D. Rockefeller y de otros muchos millonarios norteamericanos, que ya no poseía participación alguna en la firma comercial. En 1810 la había reorganizado, convirtiéndola en una companía con cincuenta acciones. Él se asignó veinticuatro: Salomón y Anselmo doce cada uno; Carlos y Jaine una cada uno. Natán quedó fuera, sin duda porque las acciones del viejo Meyer incluían las «doce de Natán. 68

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Pero ahora declaraba en su testamento que había vendido su parte a sus cinco hijos por 190.000 florines y que eso constituía toda su fortuna. Legaba 70.000 florines a su esposa y el saldo a sus hijas. Pero decía claramente que después de su muerte los hijos debían poseer partes iguales. Disponía que las hijas no tuvieran participación en el negocio ni derecho a ver los libros. Creaba, como hizo Fugger, una dinastía o sociedad continuada que se limitaba a los herederos varones que tomaban parte activa en el negocio. Y aconsejaba a todos sus descendientes "unidad, amor y amistad". Después de su muerte continuó en Francfort el centro de operaciones de la casa. Anselmo, el mayor de los hermanos, llegó a ser el jefe titular de la firma. XI Cuando Napoleón fué derrotado definitivamente en Waterloo y Europa quedó en paz, todos los países se hallaban en estado de desorganización económica. Todos los países estaban cargados de deudas. Todos los países se hallaban más o menos descoyuntados por los cambios que introducía la revolución industrial en su estructura económica. Todos los países necesitaban dinero desesperadamente. En ese momento el prestigio de los Rothschild, y sobre todo el de Natán en Londres, alcanzaba su cima. Ya no eran simples aspirantes a misiones financieras de los ministros de Hacienda Esos caballeros orgullosos hacían ahora la corte a los Rothschild. No es en modo alguno claro cuál fué precisamente la ¿fuente principal de su riqueza. Habían rendido servicios inestimables a los aliados al transmitir grandes cantidades de dinero de uno a otro. Pero no habían actuado como banqueros prestamistas, aunque algunas veces hicieron adelantos a cuenta de sus servicios como intermediarios. Fueron bien recompensados, pero es difícil creer que la recompensa consistiera en más que una comisión y que ésta, aunque fuera generosa, pudiera explicar las inmensas acumulaciones de dinero que demostraron haber hecho cuando Napoleón fué enviado a Santa Helena. Obtuvieron grandes beneficios en el negocio de Wellington, pero tampoco eso pudo haber sido la fuente de una fortuna tan grande como la que poseían. Es difícil explicar su riqueza, a menos de que saquemos en conclusión que la- parte ma-vor de ella fué amasada con los beneficios del comercio de guerra, la financiación de los explotadores del comercio bélico y la especulación. También es imposible decir a cuánto ascendía' su riqueza. No existen cálculos exactos. Pero todos sus biógrafos, la mayoría de los cuales no son demasiado dignos de confianza, están de acuerdo en que, al terminar la guerra en 1815, figuraban entre los hombres más ricos, si no eran los más ricos de Europa. Los hermanos necesitaban ahora que se les reconociese. Ya que tenían dinero, necesitaban prestigio. Deseaban la nobleza. Y procedieron a reclamar su recompensa. La buscaron en Austria, la última de las potencias que les había reconocido. Y así como antes los Rothschild se habían rebajado ante aquellos clientes principescos, ahora los ministros de Francisco hablaban entre ellos acerca de cómo podían conservar el apoyo de los poderosos banqueros. No se les dejó en la duda. Los Rothschild insinuaron que deseaban ser barones. Esto sumió en gran confusión a los ministros. ¿Qué título se podía otorgar a aquellos individuos tan ricos? ¿El de Consejero Imperial o Real? No, aquel título era para las eminencias de otra clase. Se propuso que pudieran emplear el prefijo von delante de su apellido. Pero un consejero privado sometió esa propuesta a un análisis aniquilador. ¿Por qué?, preguntó. ¿Qué han hecho esos hombres para merecer tal distinción? Han desempeñado las tareas que se les ha confiado, pero han estado al servicio de Inglaterra, e Inglaterra les ha pagado bien, sin duda, recompensándoles con dinero, que es lo que ellos querían. Han realizado el servicio para el que fueron empleados y se les ha recompensado por ello. ¿Qué más podría pedir un hombre de negocios? En cuanto a todo lo que se dice con respecto a su actuación puntual, digna de confianza, honesta y eficiente, se trata de virtudes que pueden esperarse en todo banquero. El argumento de que Austria debía mantener a esos hombres satisfechos y en disposición amistosa le parecía al consejero privado perfectamente tonto. Aquellos hombres eran comerciantes. Habían pedido a 69

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Austria que les concediera sus negocios. De eso era de lo que vivían. Cuando Austria les ofreciera negocios provechosos, ellos, como todos los banqueros, no perderían la oportunidad para obtener beneficios. Si los negocios no fueran provechosos, no se ocuparían para nada de Austria. Sólo operaban para obtener beneficios. Servirían mientras pudieran obtenerlos. Pero si, por razones políticas, se consideraba deseable recompensar a los hermanos, ¿por qué no regalar a cada uno de ellos una tabaquera de oro con las iniciales del emperador en diamantes? El consejero privado estaba en lo cierto. Austria necesitaba dinero con urgencia. Pidió a los Rothschild un empréstito de 30 millones de florines. Los Rothschild respondieron que prestarían el dinero, pero los. títulos serían al 70 por ciento con el interés pagadero de antemano. El ministro de Hacienda analizó su oferta. Significaba que el gobierno tenía que emitir 42.875.000 florines en títulos para obtener 26.796.875 en moneda. El interés ascendería al 7 1|2 por ciento. Los banqueros obtendrían un beneficio de 3.215.625 florines. El gobierno descubrió que Herr Salomón von Rothschild se disponía a esquilmar al tesoro real. Investigó en otras partes y descubrió que algunos banqueros que no habían recibido honores ni debían nada al trono imperial, banqueros extranjeros, se hallaban dispuestos, nada más que por un pequeño beneficio, a hacer el empréstito en mejores condiciones que los von Rothschild. Y los von Rothschild no obtuvieron el negocio. Pero esta comprobación tuvo lugar algunos años más tarde. En 1816 no fué oído el consejero privado. El emperador elevó a Anselmo y Salomón a la dignidad de von Rothschild, y una semana más tarde concedió el mismo honor a Carlos y Jaime. Natán, como era subdito inglés, quedó fuera. Pero seis años después —en 1822— una vez que la casa Rothschild había alcanzado una eminencia indiscutida y llegado a ser la casa de banca más importante de Europa, todos los hermanos fueron hechos barones, inclusive Natán. Pero éste nunca utilizó ese título en su vida. XII Fué en ese momento —al terminar la guerra— cuando los Rothschild comenzaron a dedicarse a la banca internacional en su sentido más importante: la emisión de títulos del gobierno. Habían sido banqueros. Hacían un gran negocio como corredores de cambios. Especulaban con billetes. Concedían préstamos a toda clase de gentes. Administraron algunos pequeños empréstitos públicos para Dinamarca y algunas ciudades. Manejaban los fondos del Elector de Hesse-Cassel. Obtenían grandes sumas transmitiendo dinero para las grandes potencias. Pero habían sido excluídos rígidamente de las alturas superiores de la banca, en las que reinaban los aristócratas del dinero: la emisión de empréstitos para los gobiernos. Habían hecho su gran riqueza con el contrabando, el comercio de guerra, financiando ese comercio a los mercaderes, los billetes de banco y la especulación con los títulos del gobierno. Se han publicado relatos periodísticos llenos de colorido y muy dramatizados describiendo a Natán apoyado en su columna favorita de la Bolsa de Londres, barrigón, sombrío, taciturno, inescrutable, haciendo subir o bajar el mercado con sus sonrisas y sus fruncimientos de cejas. La Bolsa de Londres era un lugar de mercado para los títulos, pero sobre todo para los títulos del gobierno. Sólo se negociaba allí con unas pocas acciones colectivas, las de las grandes compañías comerciales. Los valores del gobierno fluctuaban a veces con violencia durante aquellos años de inquietud y ello daba lugar a la especulación. Natán realizó extensas operaciones con los valores del gobierno y no es en modo alguno improbable que hiciera de ese modo la mayor parte de su fortuna hasta 1814. El arte de la manipulación ya se había desarrollado. Los matices más sutiles y delicados del fraude, por el que se caracterizan las bolsas, eran bien conocidos. No habían nacido con Daniel Drew y Jim Keane. Abraham Goldschmidt, el "Rey de la Bolsa", podía inventar una serie de. noticias falsas, propagar rumores igualmente falsos y confundir al mercado de acciones del mismo modo que los caballeros que en 1929 mantuvieron subiendo y bajando a las acciones de la Radio and American Can and Case Corporation. Natán Rothschild llegó a ser conocido como uno de los especuladores más audaces y afortunados de 70

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su época. Con sus hermanos en el Continente y sus agentes en todas partes, podía obtener informaciones secretas y transmitirlas rápidamente, tal como había hecho Jacob Fugger trescientos años antes. Existe una leyenda que exalta y rebaja al mismo tiempo a Natán Rothschild, leyenda que los admiradores de la habilidad para engañar gustan de repetir, pero que, por fortuna para su fama, no es cierta. Es la historia de cómo permaneció en una colina de Bélgica mientras Napoleón se hallaba en otra, el emperador dirigiendo la batalla de Waterloo y el banquero observando el desarrollo de la misma, y cómo, cuando la derrota de Napoleón era inminente, Rothschild salió corriendo de su elevado puesto de observación, se dirigió a la costa en una rápida diligencia cuyos caballos eran relevados con frecuencia, se embarcó por la noche en un buque que tenía ya preparado y llegó a la Bolsa de Londres a la mañana siguiente en el momento en que se abría y antes de que fuera conocida la noticia de la victoria de Welling-ton. Los corredores le vieron allí, apoyado en su columna de costumbre, simulando decepción y vendiendo los títulos de la deuda consolidada. Conociendo las facilidades de que disponía para obtener informaciones secretas, su actitud provocó el pánico y una ola de ventas, mientras él, por medio de sus agentes, adquiría todos los valores del gobierno que se ofrecían en venta "y hacía una nueva fortuna. La historia, por supuesto, no es cierta. Un simple examen de las fechas, el tiempo y las distancias revela que esa hazaña era físicamente imposible. La Bolsa conocía ya la noticia al iniciar sus operaciones. Natán la conoció una hora antes que el gobierno y tuvo la satisfacción de ser el primero en informar al ministerio de aquel gran acontecimiento. Eso es todo. Después de la guerra, la historia de la firma comercial se convirtió en la historia de una casa bancaria internacional cada vez más grande, con sucursales en cinco países, más rica y poderosa que otras, pero que seguía la norma de las operaciones bancarias tal como se venían realizando desde hacía tres siglos. Anselmo, el hermano mayor, seguía en Francfort. El centro de operaciones de la familia era ahora una gran casa de banca. Él mismo dirigía los negocios de la firma con Prusia y Alemania. Pero Francfort llegó a ser durante un tiempo una guarida desagradable para los Rothschild. El odio se cernía sobre la pobre familia judía que se había elevado a semejante riqueza. Napoleón llevó a Francfort por lo menos una cosa: la igualdad legal para los judíos. Ellos compraron esa igualdad a Dalberg, el representante venal de Napoleón en la ciudad. La vieja calle judía seguía existiendo, pero sólo vivían en ella quienes lo deseaban. El anciano Meyer permaneció allí hasta su muerte. Guetele, su viuda, también vivió en ella hasta su muerte, muchos años más tarde. Los hijos habían instalado sus hogares y sus oficinas comerciales fuera de aquella vieja calle - prisión. Pero Dalberg se había ido. Los alemanes poseían de nuevo la ciudad. Se negaron a ratificar las concesiones liberales de Napoleón. El Senado tenía en consideración medidas para obligar a todos los judíos a volver al Ghetto. Estas medidas incluirían a los Rothschild con todos sus millones y su poder. En ese momento Anselmo y su hermano Salomón pensaron en la emigración. Irían a cualquier parte. Era un asunto serio para Francfort. Anselmo gastaba 150.000 florines al año en el mantenimiento de su hogar. Invertía 20.000 florines en actos de caridad con toda clase de personas. Una procesión de personajes ricos y eminentes desfilaba diariamente por Francfort para solicitar favores al gran banquero y gastaban su dinero en la ciudad. No era cosa de perder a un ciudadano tan provechoso. En consecuencia, la familia ejerció presión sobre Metterních para que obligara al Consejo de Francfort a anular las disposiciones dictadas contra los judíos. Y en 1819 se hizo eso hasta cierto punto. El Ghetto fué abolido, pero los judíos no podían poseer más que un pedazo de propiedad: Los casamientos entre individuos de esa raza fueron limitados a quince por año. Fueron clasificados como ciudadanos, pero como "ciudadanos israelitas", o sea una subclase especial de ciudadanos menos favorecidos que los demás habitantes de Francfort. Pero ello representaba una gran ventaja, aunque fuera en tina zona muy pequeña -— Francfort— y los Rothschild la habían conseguido. Para ello utilizaron su poder en la corte y su dinero. Contaban con Friedrich von Gentz, el publicista secretario de Metterních, comercializado y 71

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bien sobornado. Y al propio Metterních le concedieron un préstamo de 900.000 florines. Salomón Rothschild juzgó necesario, en vista del aumento de los negocios con la corte de Austria, establecer una casa en Viena. Pero Viena no estaba abierta a los judíos. En consecuencia, se instaló en el Hotel del Imperio. Cuando se le concedió libertad para moverse por la ciudad se quedó con todo el hotel y el edificio adyacente para instalar en ellos el hogar y la casa de banca de los Rothschild. Después de Aix-la-Chapelle, en 1818, llegó a ser el banquero principal del gobierno austríaco. Metterních le llamó en una carta "mi amigo Rothschild". Metterních, el arcángel de la legitimidad, y Salomón Rothschild, la personificación del advenedizo, se convirtieron en firmes aliados en defensa de la legitimidad, y adonde quiera que iba el gran campeón austríaco del absolutismo con sus documentos y sus tropas afluían los florines indispensables de Salomón Rothschild para sostener sus planes. Sucedió así que las fortunas de Austria y de la Casa de Rothschild se ligaron inextricablemente. Bethmann, el gran banquero rival, ahora completamente eclipsado, dijo en 1822 que la continua prosperidad de los Rothschild era necesaria para Austria. Jaime Rothschild, el hermano menor, quien había ido a París cuando la familia tenía entre manos el negocio de los billetes de Wellington, permaneció en aquella ciudad y prosperó de acuerdo con la mejor manera de la familia. Cuando los Borbones volvieron al poder progresó rápidamente hasta llegar a ser uno de los banqueros principales de Francia. Dejó su modesto departamento y adquirió el palacio de Fouché, el jefe de policía de Napoleón. Lo llenó de tesoros artísticos, muebles costosos y rica vajilla y se convirtió en una especie de protector de los escritores. Agasajaba a sus huéspedes con prodigalidad y hacía préstamos con gran discreción a muchos caudillos y estadistas. Estableció las más estrechas relaciones con Luis XVIII y Carlos X, su sucesor. Pero cuando Polígnac puso en escena su malhadado coup d'état en favor de Carlos y los parisienses corrieron a sus queridas barricadas para expulsar a éste del trono y poner en su lugar a Luis Felipe, Jaime Rothschild pudo ver con satisfacción a un nuevo rey cuyas inversiones manejaba, a quien prestaba dinero y con quien se hallaba en términos de la más íntima amistad. Así, Jaime pudo mantenerse firmemente en París gracias a la supuesta revolución liberal de Luis Felipe mientras su hermano Salomón tenía en su mano, en Viena, los cordones de la bolsa del enemigo más implacable del liberalismo. Y aunque Francia contaba con sus grandes banqueros —Laffitte, Casimir Périer, Delessert, Mallet, Hottinguer y Ouvrard— la Casa de Roths-child se alzó sobre todos ellos. La situación a que habían llegado esos hombres puede apreciarse por las siguientes palabras del poeta Heine con respecto a Jaime: "Prefiero visitarle en su oficina del banco, donde, como filósofo, puedo observar cómo la gente —no sólo las personas humildes, sino todas las demás— se inclina y se restregan los pies delante de él. Es una contorsión de la espina dorsal que les sería difícil imitar a los mejores acróbatas. He visto a algunos hombres doblarse como si hubieran tocado una pila voltaica al acercarse a él. Muchos se sienten dominados por el temor en la puerta de su oficina, como Moisés en el Monte Horeb cuando descubrió que se hallaba en tierra sagrada". Este era el hombre a quien en Francfort le habían enseñado de niño que debía salir de la vereda e inclinarse cuando se acercaba un cristiano. ¡Una revuelta en Ñapóles dio ocasión a que se estableciera la última de las casas de Rothschild. El pueblo de Ñapóles y de Sicilia se reveló contra Fernando I, el rey que había sido restaurado en su trono al ser expulsado del país el Marat impuesto por Napoleón. Deseaban una Constitución. Fernando cedió, obligado por la presión. Pero Metterních reunió inmediatamente en Leibach un congreso de monarcas y recibió de Austria el encargo de arreglar la cuestión de Ñapóles. Envió allá un ejército de 40.000 hombres. Pero un ejército cuesta dinero y se pidió a Salomón Rothschild que lo proporcionase. Él lo hizo, entregando primero dieciséis millones y luego mucho más. Y Carlos Rothschild fué enviado a Ñapóles para que actuara como consejero financiero del rey napolitano. Los soldados de Metterních permanecieron cuatro años alojados en las casas del pueblo de Ñapóles y a sus expensas. Carlos 72

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pagaba las cuentas y se hacía cargo de las obligaciones del estado napolitano. Y se quedó en Ñapóles, fundando la quinta de las colonias financieras de los Rothschild. Así, esta familia extraordinaria, en el término de una veintena de años, se había elevado del estado de una pequeña firma comercial de corredores de cambios y traficantes hasta constituir la institución financiera más poderosa del mundo, con Inglaterra, Francia, Alemania, Austria e Italia como provincias suyas. XIII La primera fase de esta aventura destinada a hacer dinero había sido, como hemos dicho, semejante al progreso del jugador de ajedrez: una acumulación de pequeñas ventajas. La segunda consistió en un rápido salto a la gran riqueza por medio de procedimientos y de métodos que no estaban enteramente al alcance de los banqueros orgullosos que habían acumulado dignidades constrictivas al mismo tiempo que su dinero. La tercera fase fué la aparición en el reino de las operaciones bancarias con los valores públicos, en las que los beneficios eran magníficos. La fase final fué dinástica. No tiene objeto enumerar todos los empréstitos nacionales en que intervinieron los Rothschild a medida que Europa, que se había hundido en el desastre gracias a la guerra, trataba de salir de él. Esa situación constituía un paraíso para los banqueros, y los Rothschild se encontraron manejando los mayores empréstitos, ya sea solos o con otros, para Inglaterra, Francia, Austria, Prusia, Rusia, Italia y los estados más pequeños. Y podían hundir sus brazos en los ricos pozos de beneficios invisibles que constituyen la fuente de la mayoría de las grandes riquezas. El banquero obtenía una comisión por administrar un empréstito. Pero esa comisión no significaba más que una parte, y con frecuencia una parte pequeña, de sus beneficios. Subscribía una emisión de bonos del Estado, quedándose a 60 con bonos de un valor nominal de 100. Una vez de quedarse con la emisión y de entregar el dinero al Estado, procedía a elevar la cotización de los bonos en la Bolsa por medio de los conocidos métodos de manipulación que el corredor de bolsa y el banquero de nuestros días insisten todavía en considerar esenciales para su comercio. No le era posible quedarse con toda la emisión, pero, por lo general, conservaba la parte que le permitían sus recursos y que justificaban sus esperanzas. Los RotBschild consiguieron, en algunos casos, elevar los bonos emitidos a la par antes de desprenderse de los que poseían. El banquero norteamericano e inglés moderno hace lo mismo con las acciones corporativas. En el mundo financiero el banquero, el corredor, la institución organizada para realizar alguna función, obtienen, por regla general, una compensación modesta y justificable por sus servicios; pero detrás del escenario, y fuera de la vista, existe una serie de medios tortuosos, medios oscuros, discutibles de obtener grandes beneficios, los cuales dan con demasiada frecuencia a las finanzas el carácter y la ética, si no la apariencia externa, del juego de azar. Gracias a todo ello la Casa de Rothschild prosperaba de una manera pasmosa. Bethmann, el banquero de Francfort, declaró que sabía de una fuente digna de confianza que los cinco hermanos ganaban seis millones de florines al año. En la década siguiente sus ganancias aumentaron considerablemente. Un secreto de su enorme poder en sus diversas dependencias nacionales era que, a diferencia del moderno banquero norteamericano por lo menos, sus clientes eran gobiernos más bien que corporaciones; reyes y emperadores más bien que presidentes de entidades comerciales. Los gobiernos de Europa se habían entregado a los empréstitos en gran escala. Eso no era nuevo. Era simplemente que la guerra se había hecho más costosa. Y así, los gobiernos de Europa cayeron en manos de los banqueros, como han caído en nuestra época los ferrocarriles y los servicios públicos de los Estados Unidos. Los banqueros cultivaban a los ministros; sobornaban a éstos y a sus agentes, de una manera grosera como lo hicieron con Gentz, o, más sutilmente, mediante préstamos como lo hicieron con Metterních. Los agasajaban, y hacían regalos a sus esposas, como hacían los Bardi y los Peruzzi trescientos años antes. También consideraban necesario penetrar en los departamentos oficiales, como hicieron cuando dieron a Buderus participación en el negocio, y 73

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como una de las grandes casas de banca norteamericanas ha venido haciendo durante décadas, por medio de sus miembros, sus abogados y sus empleados que ocupan puestos importantes y de confianza en el Estado y en los departamentos financieros del gobierno, mientras reclutan sus accionistas entre los hombres de poder e influencia en la administración de todos los partidos. La ética de los partidos políticos, perfumada y ataviada con levita y rociada con los olores de santidad, ha caracterizado a las costumbres públicas de los banqueros de todo el mundo. Pero los Rothschild poseían, sin género de dudas, ese sentimiento intuitivo para el dinero, los riesgos y las oportunidades, que nace de la naturaleza variable y, en general, imprevisible de los hombres que llegan al genio. Por lo menos uno de ellos lo tenía y los otros fueron hombres de grandes talentos para ese campo de la actividad humana. La historia de sus hazañas lo atestigua. En los años tan difíciles que precedieron al pánico de 1825 —de 1823 a 1825— la casa Baring hizo dos empréstitos, y los dos fracasaron. Los Goldschmidt hicieron tres y los Ricardo uno, todos los cuales fracasaron, en tanto que los Rothschild hicieron ocho grandes empréstitos internacionales, todos los cuales tuvieron buen éxito. De veintiséis empréstitos a cargo de los banqueros ingleses durante esos años, sólo diez se salvaron del fracaso y ocho de ellos fueron hechos por la Casa de los Rothschild. Pero los Rothschild, hasta el final de su carrera, tuvieron al parecer, poca o ninguna parte en la creación de riqueza en cualquiera de los países en que operaban. En los años transcurridos desde 1790 hasta 1825 se produjo el cambio más asombroso en los procedimientos para producir mercaderías, la revolución industrial con que inició el mundo moderno la era de la máquina y que cambió sus maneras, sus hábitos, sus gustos y sus gobiernos. La revolución en los métodos de producción de tejidos y lanas, la introducción del vapor, de los ferrocarriles, de la navegación a vapor y una serie de otros descubrimientos técnicos se produjeron rápidamente. Pero los Rothschild, según los datos de que se dispone, no se interesaron por esos cambios ni tomaron parte en ellos hasta que todo estuvo ya hecho. No financiaron la industria. En realidad, fueron muy pocos los banqueros que lo hicieron. Y, sobre todo, se mantuvieron apartados de la finanza colectiva, que parecía corresponder a un nivel inferior al que exigía su atención señoril. Baring denunció en la Cámara de los Comunes la creciente cantidad de acciones de sociedades colectivas que afluía al mercado, aunque todavía era muy pequeña. En realidad, veinte años más tarde, a comienzos de la década de 1840, de 1.118.000.000 de libras en valores cotizados en la Bolsa de Londres, 894.000.000 eran emisiones del gobierno y 46.800.000 emisiones bancarias. En años posteriores, sin embargo, los banqueros se dedicaron a especular con valores industriales y comerciales, sobre todo a medida que crecían sus grandes recursos, y como resultado del desarrollo industrial surgieron grandes oportunidades que implicaban menos riesgos que en los primeros años de la nueva era. Cuando vieron el valor que tenía hacer con los -capitales colectivos lo que habían hecho con los valores del Estado, los subscribieron, pujaron los precios en la Bolsa y obtuvieron grandes beneficios invisibles. También se dedicaron a ciertas empresas privadas y semiprivadas en gran escala con motivo de su estrecha alianza con sus gobiernos respectivos. En Inglaterra, Lionel, el hijo de Natán, después de la muerte de éste, financió la compra del Canal de Suez para Inglate-1 rra y respaldó las aventuras de Cecil Rhodes para construir un imperio. La casa de los Rothschild en Francia, acudió varias veces en ayuda del Zar, y en una ocasión obtuvo de él la importante concesión para explotar el petróleo de Bakú, lo que puso a los Rothschild en competencia con John D. Rockefeller hasta que vendieron esa concesión a la Dutch Shell. En Francia, Jaime financió y construyó el "Chemin du Nord", se convirtió en su presidente y esa empresa ha figurado entre las posesiones más importantes de la familia hasta el presente. Más tarde, en 1870, Alfonso, hijo de Jaime, financió la transferencia de la enorme indemnización de cinco mil millones de francos de Francia a Alemania. En Austria, Salomón financió algunos ferrocarriles con un éxito no tan bueno. Organizó el Credit Anstalt, el mayor banco de Austria hasta su quiebra desastrosa en 1931, y siguió siendo el principal banquero austríaco hasta su muerte. 74

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Natán falleció en 1836, dejando a su hijo Lionel al frente de su casa. Jaime vivió hasta 1868. Salomón falleció en 1826; Carlos y Anselmo en 1855. Alfonso, el hijo de Jaime, asumió la dirección de la poderosa casa francesa. Anselmo no dejó hijos y la casa, gobernada por dos sobrinos durante unos pocos años, se fué extinguiendo poco a poco. En Ñapóles, Carlos dejó a su hijo Alberto al frente de la casa. Pero Ñapóles era un lugar demasiado turbulento. En Italia había demasiada agitación para que trabajara con buen éxito un banquero que mostraba poco o ningún interés por su negocio. En consecuencia, la casa napolitana tuvo que cerrarse. La sucursal austríaca fué perdiendo importancia poco a poco. La casa francesa se convirtió en un simple "trust" de inversiones para la gran riqueza de la familia. La vieja casa de banca de Natán en St. Swithin'Lane siguió viviendo activa e influyente, pero ya no ocupaba, ni mucho menos, el primer lugar entre los bancos de Londres. Actualmente, los Rothschild no fiscalizan ninguno de los cinco grandes bancos de Londres: el Midland, el Barclay, el Lloyds, el National Provincial o el Westminster. Ningún Rothschild figura en el directorio del Banco de Inglaterra, pero sí Baring, el viejo enemigo de Natán. El semanario Fortune dijo hace unos años que en ese momento vivían treinta y siete personas que llevaban el apellido Rothschild. Son extrañamente distintas de sus antepasados, los enérgicos cazadores de florines del Ghetto de Francfort. Cien años de riqueza han suavizado a algunos, ablandado a otros y vivificado a unos pocos. Pero la energía original ha desaparecido. A la energía de aquellos tres hermanos tan capaces, Natán, Jaime y Salomón, sucedió el dinero simplemente. Y es que no hay energía capaz de hacer dinero como la del propio dinero. La gran bola de riqueza que fueron formando dos generaciones está ahora dotada, mediante las simples inversiones, de una capacidad para hacer dinero mucho mayor que la que poseían los famosos hermanos. La familia es ahora más rica que cuando ellos la encabezaban, pero está lejos de s-;r tan poderosa. La familia Rothschild es ahora sólo un registro bancario. Es difícil dejar a estos hombres sin hacer sonar, como un sinfonista, unos pocos compases sobre uno de los,motivos menores de partitura. Ello tiene que ver con la audacia de las leyendas se han forjado en torno del nombre de Rothschild. Nada ilustra jor esto que un solo párrafo publicado hace algunos años en una nuestras principales revistas. Resume todos los cuentos de hada han estado repitiendo tres generaciones una y otra vez con to a los Rothschild: Company —la casa comercial de su padre en Londres— era una empresa rica y poderosa que negociaba con valores norteamericanos de todas clases y a él le era fácil iniciarse en el negocio de los cambios. Abrió una pequeña oficina en el número 54 de la Exchange Place y la compartió con un inglés llamado James Tinker. Más tarde formó una especie de sociedad con Tinker, quien alcanzó así la distinción de ser el primer socio de J. Pierpont Morgan. 272

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No duró mucho y Tinker parece haber desaparecido de la vida y del recuerdo de Nueva York. Por el tiempo en que se inició en los negocios por su propia cuenta se enamoró de una joven llamada Amelia Sturgis. Y ese episodio romántico constituye uno de los acontecimientos más simpáticos de la vida de ese hombre ceñudo. Reveló en él un fondo de ternura que su vida posterior en Wall Street ocultó por completo al público. Ella era quizá la primera o una de las primeras muchachas que conoció al regresar de Europa. Su afecto por ella fué profundizándose lentamente, pero probablemente se inició en las primeras entrevistas en Newport, durante la primera semana que pasó en los Estados Unidos. En la primavera y el verano de 1861 se sumió por completo en el problema personal creado por el estado de Mimí Sturgis. Ésta había enfermado de tuberculosis y se consumía rápidamente. Era muy poco lo que podía hacerse contra los estragos de ese ^enemigo mortal. Antes de terminar el verano tomó la decisión de casarse con Mimí, renunciar a su negocio y consagrarse por completo a salvar la vida de la joven. Los padres de ella trataron de convencerlo para que renunciara a su caballeroso proyecto. Pero él no se dejó convencer. Y en consecuencia, a principios de octubre, en el domicilio de los Sturgis en la East Fourteenth Street, hallándose presente únicamente la familia, el joven Morgan llevó a la frágil Mimí escaleras abajo en sus propios brazos, la mantuvo a su lado mientras se realizaba la ceremonia del casamiento y luego volvió a levantarla tiernamente en sus fuertes brazos y la condujo al coche que esperaba y al embarcadero. Fueron a Londres y luego a Argel, con su cálido sol, y más tarde, como ella siguiese empeorando, a Niza. Allí falleció cuatro meses después del casamiento. Dos meses más tarde, en mayo, Morgan condujo su cuerpo a la patria y lo enterró en Fairfield. Esta tragedia lo abrumó y por un tiempo pareció haber destrozado su espíritu y matado sus ambiciones. Pero poco a poco volvió a anudar en sus manos los hilos rotos, tomó como socio a su amigo y condiscípulo de Cheshire, Jim Goodwin, y reanudó su carfera comercial . No es grato pasar de este aspecto generoso y de este ejemplo de abnegación a otro aspecto algo más triste del carácter de Morgan, al aspecto que, por desgracia, dejó las huellas más hondas en su país. Pues después de todo, los impulsos generosos de Morgan beneficiaron únicamente al pequeño número de hombres y de mujeres que formaban parte de su círculo y de su clase. Sus grandes aventuras en la finanza afectaron a toda nuestra sociedad. Si preguntáramos por qué el joven que podía conducir en sus brazos a una novia moribunda y abandonar su negocio apenas iniciado para salvarle la vida pudo ser también el centro de dos episodios que vamos a relatar, la respuesta debería ser que Morgan era un hombre insular. A pesar de todos sus amigos e intereses diseminados por el mundo entero, era un hombre que vivía, espiritual y socialmente, en una islita. Esa isla y sus pobladores —su familia, sus amigos, quienes se movían a su alrededor, su clase— quedaban dentro del círculo de las percepciones sentimentales del señor Morgan. Quienes vivían en todas las demás islas —la "gran masa viviente de la humanidad", tan cara al viejo John Pierpont— vivían en otro mundo con el que nada tenían que ver sus relaciones sentimentales y éticas. IV El 12 de abril de 1861 el general Beauregard abrió el fuego contra Sumter, en el puerto de Charleston, y se inició la guerra civil en los Estados Unidos. Lincoln pidió 75.000 voluntarios y luego, en julio, 200.000 más. En todas partes respondieron los hombres al llamamiento. Pero el joven Morgan no acudió. No acudió a causa de su mala salud, según escribe su yerno. No fué el único joven dedicado a los negocios que no se presentó como voluntario. Lo mismo hizo el joven Rockefeller. Y otros muchos caballeros que iban a ser famosos más tarde como cazadores de riquezas, patriotas y enarbola-dores de banderas tampoco se presentaron. Por qué un hombre va a la guerra y otro se queda en casa es un problema de valores espirituales no fácil de resolver. Algunos no van a la guerra porque la odian. Otros no van porque odian la causa de una guerra particular, lo que a veces exige más valor que el ir. Algunos van porque son demasiado débiles para negarse. Otros lo hacen para evitar contratiempos. Algunos van arrastrados por un sentido romántico del 273

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deber patriótico. Otros porque les gusta la guerra, les gustan las armas de fuego, les gustan el brillo y el ímpetu de la aventura militar. Muchos van llevados por un sentido silencioso y heroico del deber. La guerra es un negocio sucio, confuso, costoso, y hay muchas personas humildes cuyas vidas son tan insignificantes que no importa que se pierdan en la lucha. Pero ¿por qué han de exponerse vidas tan preciosas, tan llenas de promesas, como las de Rockefeller o Morgan? Por qué el señor Morgan nó fué a la guerra un año o dos después, es otra cuestión. Pero no es difícil comprender por qué no fué cuando se inició. En aquellos primeros meses se interesaba, no por matar, sino por salvar vidas. Su mente se consumía con la esperanza de casarse con Mimí Sturgis y llevarla al clima sano y lleno de sol del Norte de África para salvar su vida. Y desde agosto hasta mayo del año siguiente estuvo ausente de los Estados Unidos y las crecientes tribulaciones de su país se desvanecían ante su propia tragedia. ¿Pero por qué no fué más tarde? Cuando se decretó la conscripción a causa de la desesperada necesidad de soldados, Morgan pagó un substituto, como hizo Rockefeller. Siempre se refería a ese substituto como al "otro Pierpont Morgan" y, según su familia, se interesó constantemente por él en adelante. Mientras el "otro" Pierpont Morgan peleaba, el Pierpont Morgan auténtico tenía algo más importante que hacer. He aquí, en pocas palabras, lo sucedido. La guerra sorprendió al gobierno Federal mal preparado. Necesitaba armas, municiones, caballos, barcos, uniformes y particularmente rifles. Gran número de éstos habían sido llevados al sur y al estallar la guerra se apoderaron de ellos rápidamente las autoridades confederadas. Además de los 75.000 voluntarios llamados en mayo, se formaban milicias y llegaban a la capital pedidos urgentes de armas. La escasez de éstas abrió el camino para que los negociantes aventureros de todas clases hicieran presa del gobierno. Algunos años antes de la guerra había comprado el Departamento de Guerra gran número de rifles llamados carabinas de Hall. En 1857 los oficiales inspectores del ejército rechazaron gran parte de esas carabinas por ser de modelo anticuado, inservibles y tener un defecto que hacía su carga peligrosa. Había muchos casos en que los soldados se herían los dedos al cargarlas. Se ordenó vender esas carabinas el 5 de noviembre de 1857 mediante una orden del jefe de pertrechos de guerra. Muchas de ellas fueron vendidas, pero unas 5000 quedaron en el arsenal de Governor's Island, Nueva York, y en el arsenal Frankfort, en Filadelfia. En mayo de 1861, Arthur M. Eastman, de Manchester, New Hampshire, se ofreció a comprar las 5000 carabinas restantes, fijando un precio por las mejores y otro inferior por las más defectuosas. El jefe de pertrechos bélicos accedió a vendérselas todas a Eastman por 3,50 dólares cada una, "servibles e inservibles". Insistió también en que Eastman se las llevase inmediatamente y las pagase antes de la entrega. Eastman se mostró satisfecho con el precio y en junio le notificó el jefe de pertrechos que había ordenado a los arsenales de Governor's Island y Frankfort que le entregasen las carabinas contra el pago al, contado. Eastman, que esperaba llevarse las carabinas en lotes, se encontró con que se las entregaban todas de una vez y tuvo que buscar el dinero necesario para pagarlas. Hizo un arreglo con un tal Simón Stevens. Éste había realizado negocios más o menos limpios con el gobierno. Pero Eastman accedió a venderle las carabinas a razón de 12,50 dólares cada una. Stevens, por su parte, se comprometió a adelantar el dinero a Eastman —20.000 dólares— para conseguir las carabinas y obtener con ellas el beneficio que pudiera por encima del precio pagado a Eastman. Luego, el 1 de agosto, Stevens telegrafió al general John C. Fremont, al mando de las tropas del Oeste, lo siguiente: "Tengo 5000 carabinas rayadas de acero colado, nuevas, a 22 dólares; modelo del gobierno 48. Espero sus órdenes". Fremont le contestó que se las mandase con toda la rapidez posible. Es necesario tener una idea clara de esta transacción. Cuando se hizo la oferta para comprar las armas eran enviados apresuradamente los soldados al sur de la capital para hacer frente a la amenaza de un ataque desde Virginia. En St. Louis, cuartel general de Fremont, se hacían esfuerzos 274

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frenéticos para la defensa de Missouri y un movimiento por el Misisipí abajo. Luego, en julio, se produjo el gran desastre en Bull Run y fueron llamados otros 200.000 hombres. En medio de esos acontecimientos Eastman y Stevens se ofrecieron a comprar a un departamento del ejército las armas rechazadas por el gobierno a razón de 3,50 dólares cada una y venderlas a otro departamento del ejército por 22 dólares. Las armas serían enviadas directamente de un arsenal del gobierno a otro. Esto era posible únicamente porque el general que mandaba el ejército en St. Louis no sabía ni podía saber que esas armas pertenecían a otro departamento del ejército cuando las compró. El Departamento de Pertrechos Bélicos no podía saber que un general las compraba, porque Fremont no tenía derecho a comprarlas. Había una ley que lo prohibía. Su derecho dependía en todo caso de la extraordinaria asunción del poder por un comandante en campaña que tenía que hacer frente a una emergencia. Eastman y Stevens habían proyectado un buen negocio. Compraban las armas por 17.500 dólares, las vendían por 110.000 y obtenían un beneficio líquido de 93.000 dólares, menos los gastos de empaquetamiento, transporte, etc. Eran un buen beneficio obtenido mediante la venta a un general en campaña de armas que pertenecían ya al gobierno y que %te no enviaba a ese general porque habían sido rechazadas. El joven Morgan, que acababa de iniciarse en los negocios, tomó parte en esa conspiración. Ni Eastman ni Stevens tenían dinero y él, por medio del último, se comprometió a proporcionárselo. La transacción se hizo de la siguiente manera. Las carabinas eran en realidad 4996. Morgan envió un cheque por 17.486 dólares al Departamento de Pertrechos Bélicos como pago por toda la compra. Resultó que las carabinas no eran rayadas. Había que rayarlas. Fueron empaquetadas y enviadas en lotes. Cuando fueron expedidas 2500, se envió a Morgan el cheque del gobierno por 55.550 dólares. Antes de que fueran pagadas las 2500 siguientes trascendieron los hechos, la transacción fué denunciada en el Congreso y se suspendió el pago hasta que se realizara una investigación. Esa investigación estuvo a cargo de una comisión del Congreso, la que denunció la transacción en los términos más severos. Morgan exigió entonces el resto de la deuda, 58.000 dólares. El gobierno nombró una comisión compuesta por J. Holt y Robert Dale Owen (hijo del famoso Robert Owen), y esa comisión confirmó las acusaciones del Congreso, pero acordó que, puesto que el gobierno se había quedado con las carabinas, había que pagar a los vendedores a razón de 12,50 dólares por cada una. Concedía, además, a los reclamantes una cantidad adicional de 11.000 dólares. Stevens presentó una reclamación por toda la suma de 58.000 dólares ante el Tribunal de Reclamaciones, el que sostuvo que el gobierno había firmado un contrato, se hallaba obligado por él y tenía que pagar esa cantidad. En resumen: la cantidad total percibida por las carabinas fué de 109.912 dólares. De esa cantidad percibió Eastman 62.462 dólares, a razón de 12,50 por carabina. Descontando los 17.486 dólares pagados por las armas, le dejaba un beneficio de 44.976 dólares. Quedaban, pues, 47.450 dólares que Stevens tenía que dividirse con Morgan. No se sabe cómo se hizo esa división. Morgan, por supuesto, cobró de la participación de Eastman el dinero que había adelantado. Claro está que hubo que descontar ciertos gastos por empaquetamiento, transporte, etc., que redujeron esos beneficios. La historia de esta transacción fué dada a conocer, según mis noticias, por Gustavus Meyer, en 1910, en su History of Greaf American Fortunes en tres volúmenes, obra muy leída y citada. Fué repetida por otros muchos escritores. Pero J. P. Morgan nunca la refutó ni la comentó en su vida. Mr. Herbert L. Satterlee trató recientemente de disculpar a su cliente y pariente, ya muerto, en una extensa biografía. Afirma que Morgan actuó únicamente como banquero, prestando dinero en una transacción comercial —una de las muchas que se hacían a diario en su oficina—, que no conocía a Eastman, que probablemente nunca oyó hablar de él y que éste había ocultado inclusive al propio Stevens que las armas habían sido compradas al gobierno y se hallaban en su poder; que Morgan no obtuvo más que el interés del capital prestado, que nunca reclamó nada al gobierno, que en las investigaciones de la comisión del Congreso no fué citado como testigo ni mencionado en los 275

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procedimientos, salvo como habiendo proporcionado el dinero, y que después de percibir el pago de su préstamo una vez expedidas las primeras armas ya no tuvo que ver con los procedimientos ni intervino en el litigio ante el Tribunal de Reclamaciones, que fué llevado a cabo por otra casa bancaria, Ketchum Son $3 Company. Y añade, con ese aire de superioridad que caracteriza a todas las afirmaciones de los Morgan, que el crítico original —Gustavus Meyer— hizo esas acusaciones sin examinar los documentos y que otros las repitieron sin tratar de comprobarlas. Se refiere a la famosa historia de Meyer como "un libro publicado en 1910", que es el modo característico de los Morgan de desdeñar a un cronista desfavorable. Por supuesto, Gustavus Meyer daba en su libro la lista más completa de las fuentes de que había tomado su material. Mr., Lewis Corey, quien repitió esas acusaciones, hizo lo mismo. Mr. Cari Sand-burg, en su concienzuda vida de Lincoln, The War Years, también se refiere extensamente a este asunto. Yo he leído por completo todos los documentos de que se dispone y es evidente que Meyer, Corey y Sandburg hicieron lo mismo. La explicación más caritativa del relato de Mr. Satterlee es que él no lo hizo, sino que dependió probablemente de algún ayudante a sueldo, quien le presentó los hechos de acuerdo con sus gustos. La afirmación de que Eastman no dijo a Stevens, y por lo tanto a Morgan, que las armas se hallaban en poder del gobierno es una sorprendente negación de hechos demasiado evidentes para poderlos entender mal. Y de la misma clase es la afirmación de que Morgan probablemente nunca oyó hablar de Eastman y sólo trató con Stevens. Ante todo Morgan, que adelantaba el dinero para la transacción, insistió en el embargo preventivo de las carabinas. ¿Es concebible que no supiese dónde estaba la mercadería que constituía la base de ese embargo? Y al observar que las armas por las cuales había adelantado dinero eran compradas al ejército por Eastman y no por Stevens tuvo que conocer la existencia de Eastman en la transacción. En realidad, Morgan manejó y pagó todos los gastos del rayado y el envío de las carabinas, y su cheque estaba destinado al gobierno y fué entregado a los arsenales de Nueva York y Fíladelfia. La transacción está registrada en el Departamento con fecha del "7 de agosto de 1861", a nombre de J. Pierpont Morgan, Esq. "en pago de carabinas Hall adquiridas por A. M. Eastman, por valor de 17.486 dólares". Toda la transacción monetaria fué realizada por Morgan y él sabía que había pagado al ejército per las carabinas, y que el gobierno le había pagado por ellas. No podía dejar de saber que se trataba de una venta al gobierno de sus propias carabinas ni que habían sido compradas a 3,50 y vendidas a 22 dólares. Que ese joven exaltado y patriota no mostrase curiosidad alguna por una transacción tan extraña en su aspecto, y en la que aventuraba tanto dinero en su primer año de negocios, es algo que no podría creerse, aunque los hechos no anulasen por completo una suposición tan caritativa. Que fuese una de las muchas transacciones que se realizaban a diario en su oficina es igualmente ingenuo. Era un joven que acababa de iniciarse en los negocios y su establecimiento consistía en una habitación única en el número 54 de la Exchange Place que compartía con otro hombre. No era todavía el activo J. P. Morgan de años posteriores, con centenares de transacciones manejadas por sus empleados. Mr. Satterlee afirma que cuando le entregaron el primer cheque de 55.550 dólares, dedujo el dinero que había adelantado y otros gastos, y luego desapareció por completo de la transacción y nunca reclamó más cantidades. Esto es, por supuesto, palpablemente incierto. La reclamación por los restantes 58.000 dólares ante la comisión Holt-Owen está registrada oficialmente como "Comission on Ordnance and Ordnance Stores" y dice: "Compra de carabinas Hall, Washington, 12 de junio de 1862. La Comisión tiene el honor de informar lo siguiente: Caso N? 97 - J. Pierpont Morgan, Nueva York, Reclamación por pago de pertrechos de guerra, saldo reclamado 58.165 dólares". Es curiosa, en verdad, la alegación de que cuando la comisión del Congreso realizaba la investigación no llamó a Morgan como testigo. La comisión realizó esa investigación en diciembre 276

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de 1861. Y en esa época Mr. Morgan se hallaba en Egipto con su joven esposa. Salió de Nueva York el 7 de octubre y no regresó hasta mayo del año siguiente. En cuanto a la comisión Holt-Owen, había terminado su investígación antes del regreso de Morgan. Pero además no tenía por qué citarlo. No le interesaba la división de los beneficios entre Stevens y Morgan, sino la reclamación en sí misma. Sostenía que Stevens había pagado en realidad a Eastman 65.228,05 dólares por las armas (el precio de éstas más el costo del rayado, el envío, etc.), que Stevens había cobrado 55.550 dólares de esa suma y que, por lo tanto, tenía derecho a la diferencia, más 1.330,70 dólares por derechos de corretaje que la oficina de Morgan agregaba y todavía reclamaba. Después de la decisión de la comisión Holt-Owen no vuelve a aparecer el nombre de Morgan en nuevas reclamaciones de los 58.000 dólares. Aparece otra casa bancaria: Ketchum Sons & Company. Esta fase de la transacción no ha sido explicada. Morris Ketchum era un amigo íntimo de Morgan. En un tiempo había estado asociado con Juníus Morgan. Además, gozaba de ciertas relaciones con el general Fremont. Durante todo ese tiempo Morgan frecuentó mucho la casa de Ketchum. Y éste hizo efectivo su primer giro por 55.550 dólares. Ese giro no bastaba para cubrir la suma que Stevens tenía que pagar a Eastman por las carabinas. Sin duda fué por eso por lo que Morgan, asociado con Stevens, presentó su reclamación a la comisión Holt-Owen, pues aún tenían que cobrar su beneficio. Los beneficios que Stevens, Morgan y Ketchum tenían que obtener de esa operación debían proceder del segundo pago. No está claro cuáles fueron las participaciones relativas de Stevens, Morgan y Ketchum. Es posible que Morgan, que se disponía a casarse y partir de los Estados Unidos, pusiera sus intereses en manos de su amigo Ketchum (volveremos a ver a Morgan asociado con Ketchum durante la guerra en una especulación con el oro), pero sólo podemos suponerlo. Al final obtuvieron todo lo que reclamaban como resultado de la decisión del ¡Tribunal de Reclamaciones. Pero lo que queda en la historia es que ese joven, quien por ciertos motivos al parecer buenos no fué a la guerra entonces ni más tarde, no titubeó tampoco en intervenir en una transacción en la que los beneficiarios compraban armas a un arsenal del gobierno a razón de 3,50 dólares cada una y las vendían al ejército en campaña por 22 dólares. V Al iniciarse la guerra se convirtió el pro en un objeto de primera importancia. El gobierno lo necesitaba. Gran parte de él había que adquirirlo en el exterior y los Estados Unidos habían perdido, gracias a la secesión, su mercadería de exportación más importante: el algodón. Los especuladores iniciaron inmediatamente sus actividades en el mercado de oro. Salmón P. Chase, Secretario del Tesoro, fué a Nueva York y dijo a los banqueros que el oro era más necesario que las tropas y les pidió que ayudaran al gobierno. El precio del oro subía y bajaba al ritmo de la marea de la guerra. Cuando la Unión vencía, el oro bajaba. Una victoria de los confederados lo hacía subir de nuevo. Por fin la Bolsa puso término a la especulación con el oro. Los diarios denunciaron a los especuladores. Pero ellos continuaron sus actividades en la Sala Dorada de la Exchange Place. Morgan y Edward Ketchum, hijo de Morris Ketchum, mezclado en el asunto de las carabinas, se dedicaron a especular con el oro. Las victorias de la Unión habían hecho bajar su precio. En septiembre de 1863 fluctuaba entre 126 y 129. El ejército federal amenazaba a Charleston. La caída de esa ciudad sería un grave golpe para la Confederación. Los importadores y otros compradores de mercaderías extranjeras que tenían cuentas pendientes en Londres demoraban su pago. Especulaban con que la caída de Charleston desvalorizaría el oro. Morgan y Ketchum especulaban con que Charleston no sería tomada. Entretanto crecía la demanda de cambios sobre Londres, pero era mantenida en suspenso. ¿Qué pasaría si ellos contribuían a aumentar la escasez de oro? Cuando se produjera la crisis y los comerciantes se apresuraran a comprar oro, el precio de éste subiría. Si ellos lo tuvieran en su poder cosecharían ios beneficios. Podían producir la escasez y quedarse con el oro sencillamente con comprarlo inmediatamente y 277

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enviarlo fuera del país. Los dos jóvenes especuladores, apoyados por el viejo Ketchum, compraron oro por valor de dos millones de dólares y lo enviaron a Peabody Com-pany en Londres. Charleston resistió. De pronto los importadores trataron de comprar libras esterlinas. El precio subió. Tan pronto como quienes tenían oro lo vendían, Ketchum, de quien no se sabía que estuviese en la combinación, lo compraba. Morgan y su socio tuvieron pronto en sus manos gran parte de la provisión corriente. El precio subió a 171 antes de que Morgan se deshiciera del que había reunido. Él y su socio ganaron 160.000 dólares en la operación. Los diarios hablaban con desprecio de los especuladores. Más tarde The New York Times atacó al "grupo de jugadores carentes de escrúpulo que no se preocupaban lo más mínimo por el crédito del país" y para quienes el Congreso debía "ordenar la erección de patíbulos donde ahorcarlos". La situación se hizo tan embarazosa para el gobierno que el Congreso aprobó la Ley del Oro para terminar con ella. De ese modo probó Mr. Morgan por primera vez lo que iba a odiar furiosamente en adelante: la "intervención" del gobierno. Su nombre volvió a aparecer en los diarios como uno de los miembros de un grupo de banqueros que denunció la ley como "un ejemplo más de la completa ilegalidad del Congreso". Mr. Edward Ketchum, socio de Morgan en aquel lindo negocio, siguió especulando con el oro hasta que le arruinó la victoria de la Unión. Entonces robó 2.800.000 dólares de la casa de su padre, falsificó cheques por valor de millón y medio de dólares y fué condenado y enviado a la cárcel por un término de cuatro años y medio. El piadoso cristiano insistiría probablemente en que la mano de la justicia divina había intervenido en ello, pues Mr. Morgan fué una de sus víctimas por la cantidad de 85.000 dólares, más o menos lo que había ganado especulando con el oro más los intereses. Estos dos incidentes —el de las carabinas y el del oro— arrojan mucha luz sobre el espíritu adquisitivo de Morgan y el tipo humano a que pertenecía. Joven, educado en una atmósfera de cultura, lejos de las sórdidas influencias de los hombres sin dinero, religioso, o por lo menos beato, frecuentador del templo, donde por las mañanas y las noches de los domingos cantaba sus himnos al Todopoderoso, plenamente consciente de los terribles problemas que hundían a su país en aquel momento en una de las guerras más sangrientas de la historia, aunque no deseaba tomar parte en la lucha, podía nO obstante permanecer en la retaguardia y tomar parte en dos conspiraciones: una de ellas para estafar al gobierno con una venta de armas fraudulenta, y la otra para especular a sangre fría contra sus intereses financieros más urgentes. ¿Por qué van los hombres a la guerra? ¿Por qué permanecen otros hombres alejados de la guerra? Sólo podría responder alguna potencia capaz de escudriñar las almas más profundamente que nosotros. ¿Por qué John Pierpont Morgan, desde sus veinticuatro a sus veintiocho años de edad, se quedó en casa y se hizo rico? ¿Por qué John Pierpont, su abuelo, se alistó a los sesenta y seis años como capellán en el Regimiento XXVI de Massachusetts y fué con él al frente hasta que, acampado en el Potomac, tuvo que dejarlo a causa de sus achaques? VI Cuando terminó la guerra, Morgan era ya un joven rico. En 1864 declaró una renta sujeta a impuestos de 53.286 dólares. Había vuelto a casarse con Miss Francés Tracy, hija de Charles Tracy, rico abogado, más tarde socio de Tom Platt y candidato a Alcalde de Nueva York contra Van Wyck y Henry George. Había constituido también una nueva sociedad. La casa llevaba el nombre de Dabney, Morgan B Company. Había trabajado a las órdenes de Charles W. Dabney en la Duncan, Sherman féf Company. El viejo George Peabody, lleno de años y de dólares, se retiró en Londres para emplear sus millones en obras de beneficencia y la casa comercial londinense se llamó en adelante J. S. Morgan B Company. Terminada la guerra, el dinero y la energía comenzaron a afluir a los ferrocarriles. Hombres emprendedores con grandes recursos como Vanderbilt, Gould, Fisk, Roberts y Scott, se dedicaron a adquirir las pequeñas líneas, convertirlas en sistemas mayores e inundarlas con acciones y bonos. Luchaban entre sí. El capital inglés afluía por millones a los Estados Unidos mediante la casa de 278

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Junius Morgan. El joven Morgan de Nueva York manejaba gran parte de ese negocio. Se daba cuenta de que el negocio inmediato eran los ferrocarriles. Estaba alerta para intervenir en ese campo. Se le ofreció la oportunidad en 1869 con motivo de una batalla por una pequeña línea de poco más de doscientos kilómetros. Se llamaba el Albany 8 Susquehanna Railroad y corría de Albany a Binghamton. En esta localidad conectaba con la Erie. Y ésta fué la que inició la lucha. Jay Gould y Jim Fisk acababan de derrotar al Comodoro Vanderbilt en la lucha por el dominio de la Erie. Se hallaban entregados de lleno a aquellos múltiples robos embelesadores que dejaban boquiabierta a Wall Street. Gould deseaba el dominio de la Albany S Susquehanna para la Erie. La línea había sido construida en gran parte con el dinero subscrito por unas veintidós ciudades por las que pasaba. Su presidente era Joseph H. Ramsey. Éste se había aliado con la Delaware %S Hudson Canal Company, interesada en la Albany féí Susquehanna Railroad porque conectaba con sus valiosas propiedades de carbón. Ramsey y la Delaware B Hudson se hallaban dispuestos a luchar con Gould. Y así la lucha se convirtió en una guerra entre el Erie Railroad y la rica y poderosa compañía de carbón. Comenzó comprando Gould, en secreto, las acciones de algunas de las ciudades que las habían subscrito, y que probablemente se alegraban de deshacerse de ellas. Ramsey replicó emitiendo 9500 acciones nuevas para compensar las adquiridas por Gould. La elección anual se iba a realizar el 7 de septiembre en las oficinas de la compañía, Broadway, 262, Albany. Y ambas partes se afanaban por conseguir votos. Al acercarse la elección, Ramsey, por sugestión del grupo de la Delaware, pidió a J. Píerpont Morgan que se pusiese al frente de su bando. Morgan era todavía joven —tenía 32 años—, pero había adquirido ya una reputación considerable. A pesar de ser llamado para enfrentar a dos de los aventureros más audaces y carentes de principios de los Estados Unidos ¦—la serpiente Gould y el bergante Fisk— entró en la batalla lleno de entusiasmo. Se dirigió a Albany, llevando a Charles Tracy como abogado suyo. La guerra se había convertido en una batalla de pleitos, mandamientos judiciales y órdenes de detención. Fisk fué nombrado síndico de la línea en un decreto visto ante el juez personal de Gould, el infame Barnard. Ramsey contaba con otro síndico nombrado por otro juez. Gould y Fisk tomaron posesión del ferrocarril en la estación terminal de Bínghamton. Las fuerzas de Ramsey operaron en la terminal de Albany. No se trataba únicamente de una batalla de los servidores de la justicia. Se trataba también de una guerra de asesinos armados. Gould y Fisk encabezaban a su inevitable grupo de "gangsters" de West Síde y se apoderaban de locomotoras y depósitos y se lanzaban a batallas campales con los hombres de Ramsey. Hombres armados permanecían en orden de batalla a ambos lados de la línea. En consecuencia, se hizo imposible el funcionamiento del ferrocarril y el gobernador Hoffman intervino enviando tropas del estado y poniendo al ferrocarril bajo la administración temporal de un general de la milicia. Así estaban las cosas cuando las fuerzas rivales, armadas con poderes electorales, se presentaron en Albany para la elección. Jim Fisk llegó con un cargamento de asesinos a los que les entregaron sus poderes antes de entrar en las oficinas del ferrocarril. Había obtenido de un juez una orden de detención contra Ramsey, el presidente del ferrocarril, y cuando se inició la elección Ramsey fué detenido por el alguacil. Por entonces había ya veintidós pleitos que ataban a la línea, sus funcionarios y sus enemigos. La oficina en que se realizaba la elección se hallaba repleta de accionistas, funcionarios y unos cincuenta de los matones de Jim Fisk, quienes, sin embargo, no podían emplear la violencia bajo la vigilancia de la policía. Las facciones rivales se negaron a reconocerse mutuamente. Se organizaron p'or separado a pesar de la aglomeración, designaron dos grupos de escrutadores de votos y desde el mediodía hasta la una de la madrugada realizaron dos elecciones y nombraron dos grupos de directores. Morgan fué elegido director del grupo de Ramsey. Una curiosa fábula acerca de esa elección, como ejemplo de la gran fuerza física de J. P. Morgan, se ha referido muchas veces y se repite en la biografía de Satterlee. Constituye un ejemplo excelente 279

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de la manera irresponsable de proceder de la historia periodística, en la que no se tiene en cuenta las fuentes, y a la que Mr. Satterlee mira con tanto desprecio, pero que adopta con tanta satisfacción cuando le conviene. Esa fábula, tal como la refiere Satterlee, es la siguiente: Pocos minutos antes de la hora de la reunión, Jim Fisk y un grupo de sus partidarios llegaron a la entrada del edificio y comenzaron a subir las escaleras que conducían a la oficina de la compañía. Al mirar hacia arriba vieron a Ramsey y Pierpont en lo alto de las escaleras. Cuando llegaron allá sucedió algo con mucha rapidez. El rollizo Jim Fisk fué derribado de un golpe y cayó sobre los hombres que lo seguían. Los que estaban más cerca de él fueron arrojados también escaleras abajo. Durante unos pocos minutos se peleó reciamente. El bando atacante fué tomado completamente por sorpresa y se retiró en desorden creyendo que en el oscuro zaguán había una gran fuerza detrás de Pierpont y Mr. Ramsey. Al llegar la hora de la reunión y con la mayor puntualidad Pierpont y Mr. Ramsey, algo enardecidos y desgreñados, entraron en la oficina, cerraron la puerta y llevaron a cabo la elección. Da la casualidad de que los hechos de esta elección fueron examinados detenidamente por la Suprema Corte de Albany y están registrados en los Suprime Court Reports (55 Barbour, pág. 344 et seq.). Ramsey, uno de los héroes de la supuesta hazaña, se hallaba detenido y bajo la vigilancia del alguacil en una habitación adjunta cuando llegaron Fisk y su cuadrilla. Todos ellos —más de cincuenta según el cálculo de los testigos— entraron en las oficinas sin ser molestados. Fisk, sus colegas y sus matones realizaron su elección en la misma habitación en que se hallaba Morgan. La elección de las dos juntas directivas y todo el procedimiento, se llevó a cabo con la mayor tranquilidad. El cuento de Morgan y Ramsey arrojando a Fisk y sus cincuenta "gansters" escaleras abajo y haciéndoles huir es uno de esos cuentos que aparecen inscritos en las tumbas de los Faraones. Las juntas directivas rivales apelaron, por supuesto, a los tribunales. La Corte Suprema de Albany se arregló de algún modo para combinar todos los múltiples pleitos en uno solo y decidió que la junta directiva de Morgan era la elegida legalmente. Inmediatamente después de la victoria fué Morgan a Nueva York y legalizó la cesión de la Albany Sí Susquehanna a la Delaware Sí Hudson. Había vencido a Gould y Fisk, quienes habían vencido hasta entonces a todos, inclusive a Vanderbilt. Su figura se agrandó en Wall Street. 'Trasladó a su familia a una casa más grande en el número 6 de la East Fortieth Street. Extendió sus energías a asuntos civiles muy respetables. Se interesó activamente por la organización de la Asociación Cristiana de Jóvenes y el Museo de Arte Metropolitano, y adquirió una propiedad campestre en Gragston. Había ampliado también su casa de banca. Anthony J. Drexel de Filadelfia le pidió que se asociara a los Drexel en un banco de Nueva York. La casa Drexel Sí Company de Filadelfia había sido fundada por Francis M. Drexel, un inmigrante pintor de retratos, el año en que nació Pierpont Morgan. Drexel se había opuesto a la aventura de Jay Cooke en el Northern Pacific, llamándola otra "estafa del Mar del Sur"; dominaba el Philadelphia Ledger y había disputado con Cooke la dirección bancaria de esa ciudad. Sus hijos Francis, Anthony y Joseph le sucedieron en el negocio y deseaban establecer la casa en Nueva York. Morgan disolvió la casa Babney, Morgan Sí Company y nació la Drexel, Morgan Sí Company. Morgan llegó a ser socio de la casa Drexel Sí Company de Filadelfia y a dominar la casa Drexel, Morgan Sí Company de Nueva York. Fué esta casa la que, en 1895, se convirtió en la J. P. Morgan Sí Company.' Luego se enfrentó con Jay Cooke. El gobierno federal proyectaba una operación de conversión por 300.000.000 de dólares. Desde el segundo año de la guerra civil habían estado las finanzas federales a cargo de Jay Cooke, quien, en cierto sentido, precedió a Morgan como el primer gran señor de la banca norteamericana moderna. Cooke, como fomentador de la colonización, se había dedicado a la venta de lotes de tierra en Sandusky, Ohio, a la edad de dieciséis años; luego había sido taquíllero de ferrocarril en Filadelfia, empleado en una casa de banca y socio de la Clark Sí Dodge Company a 280

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los veintiún años. Muy pronto se puso a trabajar por su propia cuenta y antes de cumplir los cuarenta años de edad era ya famoso en toda la nación como el financiero de la guerra civil. Vendió tres mil millones de dólares en valores del gobierno, hizo millones con sus servicios bélicos, ejerció su nueva influencia para obtener valiosas franquicias del gobierno, tomó a su cargo la reorganización del Northern Pacific, elevó la emisión de acciones falsas y la técnica de la distribución a nuevas alturas, compró a miembros del Congreso, sobornó a un vicepresidente, agasajó a los periodistas, conquistó a directores de diarios, regaló campanas a los templos, apoyó a ministros insolventes, combinó las cualidades del acaparamiento de dinero, la corrupción, la temperancia y la santidad en proporciones afortunadas, construyó una magnífica residencia con cincuenta y dos habitaciones y un teatro, y era considerado, en general, como el gran maestro de la finanza norteamericana. En 1873 trató Cooke de hacerse cargo por sí solo de una emisión de títulos del gobierno por valor de 300.000.000 de dólares. Drexel, Morgan B Company encabezaron un sindicato que pidió que la emisión fuese dividida entre ellos y Cooke. Morgan consiguió su deseo y colaboró con Cooke en la administración del empréstito. Pero éste fué un fracaso completo. Los banqueros no pudieron vender más que la sexta parte del empréstito. Cooke insinuó que sus "distinguidos socios" habían malogrado la operación. Pero fué una victoria para Morgan, pues Cooke había dejado de manejar por sí solo las finanzas federales. Ese predominio iba a terminar pronto, de todos modos. En el otoño de ese mismo año se produjo la depresión inevitable. La fantástica empresa del Northern Pacific de Cooke produjo el resultado lógico. Fracasó con ella. Su casa de banca se cerró y él desapareció como un factor en la finanza norteamericana. La desaparición de Cooke dejó a la escena financiera sin un personaje importante, una figura dominante y pintoresca. Con el tiempo desempeñaría Morgan ese papel. ¦ En 1879 se le abrieron de par en par las puertas para que entrara en escena como el gran banquero norteamericano. William H. Van-derbilt, hijo y heredero del viejo Comodoro, famoso por haber dicho: "Maldito sea el público", estrecho de miras, arrogante, inepto, timorato, poseía el ochenta y siete por ciento del capital del New York Central Railroad. Eran demasiados huevos para un solo cesto. El público pensaba así también, pero por un motivo distinto. Creía que un solo hombre no debía poseer tantos huevos en un cesto tan grande como aquel gran sistema ferroviario. La asamblea legislativa de Nueva York amenazaba al ferrocarril como un ataque contra Van-derbilt. Él decidió deshacerse de la mayor parte de sus acciones, liberar al ferrocarril de la maldición de su dominio por un solo hombre, liberarse a sí mismo de los peligros de perderlo. Eligió a J. Pierpont Morgan para esa tarea. La cosa tenía que hacerse en secreto para que no se viniese abajo el precio de las acciones en el mercado. Un sindicato formado por Drexel, Morgan ¡o Company, Morton, Blíss B Company, August Belmont y Jay Gould compró 350.000 acciones del capital de Vanderbilt a 120 y las revendió en secreto, la mayor parte de ellas a capitalistas ingleses, sin causar la menor agitación en el mercado. Como parte del convenio, Morgan obtuvo de Vanderbilt la concesión de que él (Morgan) se sentaría en la junta directiva del Central. Para Morgan sentarse en esa junta significaba dominarla. Y con esa operación se elevó de pronto a una posición dominante, como el banquero del hombre más rico de los Estados Unidos y el agente fiscal del New York Central y uno de sus directores. Y con ello se inició su carrera en la reorganización de los ferrocarriles norteamericanos. VII El moderno arsenal de armas para hacer dinero se hallaba ahora a disposición de Morgan. Durante siglos habían estado fabricando los hombres lentamente los instrumentos para acumular riqueza. Era algo muy distinto de la simplicidad tosca y bárbara del sistema del antiguo Egipto mediante el cual el Faraón, bajo la ficción de la propiedad divina de sus subditos y de la tierra que pisaban, podía quedarse con una parte de la producción de la nación entera. Lentamente, a través de los siglos, fué inventándose un medio tras otro para que el hombre fuerte se pudiera quedar con una 281

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parte de lo que producían otros muchos hombres. Por lo general los hombres fuertes prestaban algún servicio a cambio de ese tributo, pero también por lo general lo que tomaban no estaba en proporción con lo que daban. Pero con el transcurso del tiempo se multiplicaron y refínaron esas armas: el dinero, el comercio, el "crédito, los bancos, las letras de cambio, los cheques, las máquinas, las sociedades comerciales, las diversas clases de valores, y las especulaciones en la bolsa con sus numerosos trucos. Todas esas armas estaban a disposición de Morgan. Otros hombres lo habían precedido en siglos, habían hecho experimentos con esas armas y las habían perfeccionado. La sociedad mercantil —el arma más poderosa de todas— acababa de llegar a su pleno florecimiento. Las autorizaciones para constituir esas sociedades eran concedidas por las asambleas legislativas y su número era escaso. En general, las sociedades industriales se componían de unos pocos accionistas, que eran los administradores activos al mismo tiempo que los propietarios del negocio. Pero los ferrocarriles contaban con muchos accionistas. El administrador de una sociedad mercantil dominaba la propiedad. Y en muchos casos el administrador era a la vez ei propietario, como en el de Wílliam H. Vanderbilt y su ochenta y siete por ciento del capital del New York Central.. Pero el promotor se había deslizado ya entre los propietarios (accionistas) y los administradores, como en el caso de Gould y Fisk. Y este promotor era cada vez más un banquero. Esto es lo que sucedió cuando Morgan vendió las acciones de Vanderbilt, dejándole una minoría. Hizo de su ingreso en la junta directiva una parte del convenio. Antes de que pasaran muchos años falleció William H. Vanderbilt. Y Morgan se convirtió en el dictador del Central y siguió siéndolo. Habría llegado a serlo aunque Vanderbilt hubiera vivido. Más tarde se autorizaría la constitución de sociedades corporativas mediante el simple registro y con ello surgiría la compañía de holding, o sea el derecho de una sociedad a poseer acciones en otras. Un Secretario de Estado, de la Virginia Occidental, iría a Nueva York con el sello oficial y vendería concesiones a quien las deseara en las mejores condiciones. Nueva Jersey aprobaría una ley de sociedades, legalizando las compañías de holding y un estado tras otro entrarían en competencia para sancionar leyes sobre corporaciones "liberalizadas" que incluirían todos los medios legales para explotar y robar, que podía inventar la tribu de los abogados de corporaciones. Un inglés, llamado Ernest Terral Hooley, descubriría a principios de la década del 90 el precioso recurso de las acciones privilegiadas. Combinó diez fábricas inglesas que valían 10.000.000 de dólares, emitió 10.000.000 en acciones privilegiadas y otros 10.000.000 en acciones ordinarias contra ellas. John W. Gates y Elbert Gary oirían hablar de ello y llevarían ese invento a la práctica, en los Estados Unidos. Después de todo eso quedó abierto de par en par el camino para los promotores y ios hombres perspicaces. Morgan no inventó, por supuesto, ninguna de esas cosas. Pero las confirió un atributo que necesitaban con urgencia: la respetabilidad. Poseía ya entonces y adquirió más tarde, en una escala mayor, una espesa incrustación de respetabilidad. Lo que hizo Morgan podía hacerlo cualquier aventurero de Wall Street, sin temor a ser tachado de picaro. Hizo lo que hacía Gould, aunque no recurrió a ninguna de las estratagemas criminales que empleaba Gould in exttemis. Y cuando recurrió a ellas perdieron el estigma que les había impuesto Gould. Morgan, sin embargo, era algo más que un aventurero de la finanza como Gould. Veía, como veían muchos, que los ferrocarriles habían caído en su mayor parte en manos de aventureros. Estaban cargados de deudas. Habían construido líneas paralelas hombres que no se interesaban tanto por hacer funcionar los ferrocarriles como por construirlos. La compañía creada para construir un ferrocarril era una fuente de beneficios rápidos y fabulosos. De aquí que se construyeran ferrocarriles sin tener mucho en cuenta su necesidad económica o comercial. A veces eran construidos sólo en beneficio del constructor. A veces lo único que se pretendía era extorsionar a la línea con que competían. A J. P. Morgan le resultaba eso intolerable. La competencia era una fuerza que contemplaba con un 282

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odio aún más profundo que el de Rockefeller. Era un amante del orden, particularmente del orden administrado por J. Pierpont Morgan. Amaba la paz, pero una paz romana, la Pax Morgana. Tenía otro motivo para condenar el desorden que existía en los ferrocarriles. Inglaterra seguía ofreciendo ricos campos de pesca para los norteamericanos que trataban de encontrar dinero para inversiones. La casa de Morgan, por mediación de Junius Morgan en Londres, había colocado dinero inglés por valor de muchos millones en los Estados Unidos. Sus clientes ingleses se sentían profundamente inquietos por sus pérdidas. Él se interesaba ahora por los ferrocarriles como director y agente fiscal. Esas líneas estaban amenazadas. Y así, se vio obligado a. realizar cada vez más esfuerzos para reorganizar ciertas líneas, y por fin tuvo que emprender una política de amplio alcance para conseguir que los distintos sistemas ferroviarios llegasen a acuerdos, en virtud de los cuales las líneas menores podrían ser absorbidas poco a poco por las mayores y las mayores podrían operar dentro de límites territoriales convenidos. A eso lo llamamos al presente "consolidación". Su primer proyecto importante de ajuste se relacionó con la New York Central y la Pensilvania. Era agente fiscal de ambas. Las dos líneas luchaban entre sí por dos pequeñas parásitas que corrían paralelas a ellas. La Western —una nueva línea— corría paralela a la New York Central y la perjudicaba. La South Pennsylvania competía con la Pennsylvania y también la perjudicaba. Cada una de las líneas acusaba a la otra de utilizar a su pequeño enemigo con propósitos de extorsión. Roberts, de la Pennsylvania y William H. Vanderbilt, de la Central, se peleaban por ello. Al final quebró la Western, y Morgan apareció con un plan. Reorganizó la Western y tras superar inmensas dificultades, indujo a Vanderbilt a comprarla, mientras persuadía a Roberts para que comprase la South Pennsylvania. Así estableció la paz entre los dos grandes sistemas ferroviarios. Morgan se dedicó luego a una reorganización tras otra: la de la Baltimore B Ohio en 1887; de la Chesapeake S Ohio en 1888, de la Northern Pacific en 1891, la Erie, la Reading y varias líneas más pequeñas. Su método era siempre el mismo cuando podía emplearlo. Reajustaba el capital social, reducía los bonos, mantenía el dominio de la línea por los accionistas, ingresaba en la junta directiva o incluía en ella a un agente suyo y centralizaba la administración de la línea en sus manos por medio de un voto de confianza por cinco años. La más importante de esas aventuras de Morgan en la reorganización de ferrocarriles, fué la creación del sistema Meridional. En 1893 la Richmond B West Point Terminal Company era un sistema integrado de una manera más o menos inconexa que, debido a la mala administración y al pillaje, se hallaba en manos de un síndico. Morgan lo reorganizó, unió a cuarenta corporaciones en un solo sistema bien ensamblado con 10.500 kilómetros de vías, lo llamó Southern Railway, o sea Ferrocarril del Sur, y se encargó por completo de su dirección mediante un voto de confianza. Pero aumentó fatalmente su capital y durante veinte años ese sistema no pagó dividendos. En 1900 era ya la figura más poderosa en el mundo de los ferrocarriles. Cuatro hombres dominaban los sistemas más importantes: Morgan, Harriman, Gould y Hill. El poder de Morgan se extendía a la New York Central y las líneas de Vanderbilt (29.250 kilómetros), las líneas a Pensilvania (27.300 kilómetros), la Great Northern y la Northern Pacific de Hill (15.500 kilómetros) y las líneas que dominaba directamente (28.500 kilómetros). En todas estas empresas, con las cuales ganaba uno, dos o tres millones cada vez que reorganizaba una línea, aparte de los beneficios que le producían sus continuas relaciones administrativas con ellas, obraba de acuerdo con el principio de que la competencia entre los ferrocarriles era desastrosa, que debían formar grandes sistemas bien coordinados y que esos sistemas debían funcionar bajo convenios para fiscalizar las tarifas, las nuevas construcciones y los costos. Al fin, muchos años más tarde, el gobierno aceptaría su punto de vista y procuraría, débil e inútilmente, llevar a cabo la consolidación en interés del país. Morgan trabajaba para ese fin, pero lo deseaba bajo una oligarquía de presidentes de ferrocarriles dominados por unos pocos banqueros, el 283

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principal de los cuales era él. Los escándalos, los crímenes y los favoritismos contra los expedidores habían provocado por fin en 1886, la aprobación de la Ley Comercial ln-terestatal, pero esa ley era puesta en vigor con debilidad y burlada por los administradores y banqueros. En consecuencia, en 1888, reunió en su casa a los principales jefes de los ferrocarriles, les habló rudamente sobre sus pecados y tras una gran disputa constituyó la Interstate Commerce Railroad Association para hacer efectiva su teoría de la "comunidad de intereses", poner fin a las luchas por las tarifas y crear un medio para arbitrar las diferencias. Lo llamó un acuerdo de caballeros. Fué firmado en enero de 1889. Pero fué poco lo que se consiguió con ese acuerdo. Luego, en 1890, volvió a reunir a los presidentes de la Western y a sus banqueros. Se trataba de un plan más ambicioso para crear un instrumento de gobierno propio sobre las líneas de la Western. Se constituyó una junta consultiva. Morgan la consideraba un gran paso constructivo. "Piensen en ello —exclamó—. ¡Todo el tráfico competidor entré St. Louis y el Pacífico en manos de treinta hombres!" Nada habría podido parecerle más perfecto como no fuera que estuviese en manos de quince hombres —o mejor cinco— o mejor aún de uno solo, y que ese solo fuera J. Pierpont Morgan. En sus muchas batallas y numerosos proyectos la victoria se convirtió en un hábito para Morgan. Pero un hombre lo obligó a defenderse. Fué Edward H. Harriman. Éste, hijo de un pobre sacerdote de Long Island, se inició en la vida comercial como encargado de anotar las cotizaciones en la Bolsa, especuló, poseía ya lo bastante para comprar un puesto en la Bolsa a los veintiún años, e hizo una serie de operaciones por su propia cuenta hasta que reunió una pequeña fortuna. Se casó con la hija de William J. Averill, quien poseía un pequeño ferrocarril, compró acciones del mismo, acabó por adueñarse de él, se aficionó al manejo de los ferrocarriles y vendió el suyo al Pennsylvania, con gran beneficio. Aumentó su fortuna como corredor de combinaciones y con operaciones en la Bolsa, consiguió entrar en el directorio de la Illinois Central de Stuyvesant Fish, arrojó a Fish de ella, utilizó el crédito de la Illinois Central para adquirir la mayoría de las acciones de la Union Pacific, cuando ésta quebró en 1893, y al morir Collis P. Huntington compró a su viuda el Southern Pacific. Había operado con los millones de la Standard Oil. Era pequeño, débil, con una larga cabeza y maneras reservadas, un lobo solitario en sus operaciones, sin que lo asediasen los escrúpulos cristianos, aunque no carecía de piedad cristiana, rápido y decidido en la acción, poco culto pero intelectual-mente superior a Morgan. Este Harriman, con la Union Pacific, la Illinois Central, la Southern Pacific y algunas líneas menos importantes —un vasto imperio ferroviario de 39.000 kilómetros— llevó a J. Pierpont Morgan a la lucha más desastrosa de su vida por la posesión de la Northern Pacific Railroad. Había tres grandes ferrocarriles en el Noroeste: el Northern Pacific dominado por Morgan, el Great Northern de James J. Hill (asociado con Morgan) y el Union Pacific de Harriman. Existía también el Burlington (Chicago, Burlington B Quíncy). Hill y Morgan lo deseaban para dar al Great Northern y al Northern Pacific entrada en Chicago. Harriman lo deseaba también por varios motivos. Acudió en secreto al mercado libre para comprar sus acciones. Pero no pudo obtener las necesarias. Hill negociaba al mismo tiempo la adquisición del Burlington, y lo consiguió. El Northern Pacific y el Great Northern se unieron, agregando 12.000- kilómetros a sus sistemas. Harriman pidió a Hill y Morgan que los admitieran a él y a su Union Pacific como terceros participantes. Fué rechazada su propuesta. Notificó a Morgan y Hill, a la manera de un soberano ofendido, que lo consideraba como un acto inamistoso. Pero Morgan pensaba que no podría hacer nada al respecto y se fué a Europa muy complacido. Sentía una intensa antipatía por Harriman. Pero Harriman podía hacer algo. Si no podía comprar el Burlington, quizá podría comprar el Northern Pacific de Morgan que poseía la mitad del Burlington. En secreto, con gran cautela, comenzó a comprar acciones. Robert Bacon, socio de Morgan que estaba a cargo de los intereses de aquél, era al parecer muy ingenuo y no sospechaba nada, aunque las compras de Harriman elevaron 284

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la cotización de las acciones del Burlington. ¡Se trataba, sin duda, de otra operación bursátil más! Harriman ocultó sus movimientos tan por completo que, cuando la cotización de las acciones del Northern Pacific se elevó a 117, algunos de los socios de Morgan las vendieron para obtener beneficios. Un socio vendió 30.000 acciones. J. P. Morgan K Com-pany vendió 10.000. Los directores del Northern Pacific vendieron una buena parte de las acciones de su propia compañía. Y todo ello caía en poder de Harriman. El viejo y astuto Jim Hill, que se hallaba en el Noroeste, se alarmó y corrió a Nueva York, Sacó a Bacon de su inocente negligencia. Fué a ver a Kuhn, Loeb B Company, banqueros de Harriman, y protestó. Entonces supo la verdad. Era demasiado tarde. Harriman poseía la mayoría de las acciones ordinarias y privilegiadas combinadas. Ambas clases de acciones daban derecho a voto. Morgan recibió un cablegrama en París. Se puso furioso. Maldecía en la oficina de París, alzando su voz y no para cantar himnos. Cablegrafió ordenando la compra de 150.000 acciones. Morgan tenía una esperanza. Harriman contaba con una mayoría de acciones privilegiadas y ordinarias combinadas, pero no de ordinarias solamente. Si Morgan podía contar con la mayoría de acciones ordinarias, su junta podía exigir el pago de las privilegiadas y anular así la mayoría de Harriman. La disputa por las acciones ordinarias se convirtió en una de las mayores batallas libradas en Wall Street; la lucha de los inmensos recursos de Morgan contra la bolsa sin fondo de la gente de la Standard Oil, que respaldaba a Harriman. El resultado inevitable fué un acaparamiento, con Morgan y Harriman en poder de todas las acciones disponibles. El precio de éstas subió a 1000. Quienes carecían de recursos quedaron entrampados. El resto del mercado se vino abajo. Las acciones de la U. S. Steel bajaron de 46 a 24. Morgan formó un sindicato con 20.000.000 de dólares para sostenerla. Él, Kuhn y Loeb acordaron llegar a un acuerdo con los pequeños accionistas, pagándoles sus acciones a razón de 150. Harriman deseaba seguir luchando, sosteniendo que la exigencia de pago de las acciones privilegiadas era ilegal. Pero la gente de la Standard Oil deseaba un acuerdo. Morgan regresó a los Estados Unidos. Se firmó un pacto. En la junta directiva del Northern Pacific se crearon cinco vacantes. Harriman pasó a ocupar una de ellas. Morgan conservaba el dominio, pero Harriman estaba ya dentro. Eso era muy peligroso. Para asegurarlo todo contra otro ataque de Harriman, Morgan y Hill organizaron la Northern Securitíes Company. Todas sus acciones estaban en poder de la Great Northern y de la Northern Pacific. Sus acciones dominantes del capital del Burlington fueron transferidas a la Northern Securíties Company, una compañía de holding. Hill fué nombrado presidente. Morgan contaba con doce de sus quince directores y Harriman con los otros tres. La Union Pacific quedaba fuera todavía y Harriman estaba furioso. Tres años más tarde Theodore Roosevelt inició su famoso pleito contra la Northern Securitíes Company acusándola de ser un trust, y la Suprema Corte declaíó ilegal a la compañía. El mercado fué presa de un nuevo pánico. Morgan había vencido, pero él y Hill se habían salvado a duras penas. Se trataba de un grave golpe para el prestigio de Morgan. Era un golpe a su orgullo. Cuando se inició el ataque legal contra la Northern Securitíes Company, Morgan se presentó en la Casa Blanca. Le dijo al Presidente: —Si hemos hecho algo mal, haga que su hombre se vea con mi hombre y ellos pueden arreglar las cosas. El hombre de Roosevelt era el fiscal general. El hombre de Morgan era su consejo. Pensaba que era fácil arreglar así las cosas. Era la sugestión malhumorada de un monarca enojado a un potentado rival. Morgan supo con pena, disgusto y humillación, que había un poder superior al suyo. La decisión constituía un problema difícil. Morgan dijo a sus consejeros: —Necesitarán ustedes bastante tiempo para no revolver los huevos, colocarlos nuevamente en las cascaras y devolverlos a las gallinas originales. Pero la tarea estaba ya hecha. Y cuando el Union Pacific de Harriman recuperó sus acciones, 285

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terminó por venderlas con un beneficio de 58 millones de dólares. Harriman era más joven que Morgan. No había ningún otro guerrero digno de medir las armas con él, excepto el propio Morgan, y eso únicamente a causa de su posición superior. Lo que hubiera podido hacer Harriman más adelante sólo puede suponerse, pues se hallaba ya enfermo, consumido por la fiebre de sus energías, y cinco años después falleció, dominando directa o indirectamente cerca de 90.000 kilómetros de líneas férreas. VIII Hasta 1895 la fama de Morgan en el irmndo financiero era mayor que entre el público. En 1895 alcanzó la fama popular de que gozaba ya John D. Rockefeller, una fama igualmente dudosa. Se convirtió en la figura central de un episodio histórico de la fi-nanza nacional, que lo elevó inmediatamente en el Oeste populista a la notoriedad, como el Demonio del Dinero Número Uno de los Estados Unidos. Durante los años 1894 y 1895 estuvo el país en las garras de una gran depresión. Hubo desocupación, revueltas obreras, una gran huelga ferroviaria, y la detención de Debs. Los labradores estaban desesperados, los ingresos del gobierno disminuían, se incubaba la guerra entre el oro y la plata y el Presidente y el Congreso se hallaban peleados. El gobierno había decidido redimir los billetes emitidos durante la guerra. Quedaban todavía por valor de 350.000.000 de dólares. Había en la Tesorería oro por valor de 150.000.000. Un centenar de millones se consideraban suficientes para la redención. Pero el cambio exterior era desfavorable. Los importadores tenían que enviar oro a Europa. Podían cambiar sus billetes por oro en la Tesorería. Y lo hacían en tal volumen, que el oro de la Tesorería casi se había agotado. El 7 de enero de 1894 sólo quedaba oro por valor de 68.000.000' en la Tesorería. El Secretario del Tesoro, Carlisle, vendió 50.000.000 de bonos del 5 por ciento a 117, por medio de los bancos de Nueva York. Eso debía elevar la reserva de oro en más de un centenar de millones. Lo hizo durante unas pocas semanas. Pero los subscriptores a la emisión de bonos llevaron los billetes a la Tesorería, los redimieron por oro, y entregaron ese oro al gobierno en pago por los bonos. Ello produjo muy poco oro. De todo el pagado por los bonos, 24.000.000 procedían de la Tesorería. El oro volvió a salir de la Tesorería a cambio de billetes, para que los comerciantes pudieran exportar sus mercaderías. En noviembre se realizó otro empréstito de 50.000.000 de dólares por medio de un sindicato bancario, y otra vez la mitad del oro para pagar los bonos fué sacado de la Tesorería. En enero de 1895 el oro de la Tesorería desaparecía tan rápidamente que era inminente una crisis. En febrero ya no quedaban más que 45.000.000 y salían 2.000.000 diarios para redimir los billetes. Ante esa situación el Secretario Carlisle fué a ver a August Belmont, banquero demócrata, y a J. Pierpont Morgan, para pedirles ayuda. Morgan organizó rápidamente un sindicato y propuso entregar algo más de 65.000.000 en oro a cambio de bonos del gobierno federal (al 4 por ciento), a 104.4946, o sea un interés del 3,75 por ciento. Tras muchas negociaciones, durante las cuales Morgan y Belmont mantuvieron una larga conferencia con Cleveland, en la Casa Blanca, se cerró el trato. El gobierno entregó al sindicato de Morgan 62.315.400 dólares en bonos al 4 por ciento, y recibió de él 65.116.244,62 en oro. Morgan accedió a que no se sacaría oro alguno de la Tesorería, a que la mitad de la emisión de bonos sería vendida en el exterior y a que el sindicato garantizaría "en la medida en que le era posible, que no se extraería más oro de la Tesorería durante la vigencia del contrato". Como resultado de la emisión de bonos, la Tesorería contaba en junio de ese año con 107.000.000 de dólares en oro. Esta transacción tari discutida acarreó una furiosa tempestad de injurias a Morgan y al ya mucho más difamado Cleveland. Los senadores del Oeste y del Sur decían que el Presidente se había vendido a los banqueros. Acusaban a Morgan de haber exprimido al gobierno. Por otra parte, se ha dicho una serie de tonterías románticas con respecto a la restauración 286

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del crédito del gobierno por Morgan. —No tuve más que un propósito en todo este asunto —dijo ante una comisión del Senado—: conseguir el oro que necesitaba el gobierno y evitar el pánico y el desastre que iban a producirse sí no se conseguía ese oro. Cleveland fué acusado porque toda esa crisis se mezclaba con la cuestión monetaria, que era la que más preocupaba. Todos los bonos de los Estados Unidos eran pagaderos en moneda corriente. Es decir, en cualquier moneda, de plata u oro. Pero Cleveland y los banqueros querían modificar la ley para que los bonos fuesen pagaderos en oro. El Congreso se había opuesto. Los grupos partidarios de la plata declararon que era un intento para imponer al gobierno irrevocablemente el patrón oro. Se daban cuenta de que una vez que el gobierno decidiese hacer sus obligaciones pagaderas únicamente en oro, estaba perdida la causa del bimetalismo. El episodio asumió el carácter de una prueba decisiva en la guerra creciente entre los partidarios de la plata y los del oro, y Cleveland y Morgan eran considerados como los archidemoníos del oro. Cuando se emitió el empréstito se estipuló un interés menor, el 3 por ciento, si el Congreso autorizaba los bonos oro, lo que puso furiosos a los partidarios de la plata, quienes, por supuesto, ignoraban la propuesta. Pero Morgan fué acusado también por el gran negocio que había hecho con el gobierno, el elevado interés y el bajo precio pagado por los bonos. No cabe la menor duda de que obtuvo todas las ventajas que pudo del inexperto Cleveland, quien no era financiero, y del gobierno necesitado que encabezaba. Obligó a Cleveland a pagar un 4 por ciento sobre acciones de 100 dólares que habían de venderse a 104 Yi cuando los bonos pendientes del gobierno federal al 4 por ciento se vendían en el mercado a 111. Y esos mismos bonos por los que el sindicato de Morgan pagó 104 los vendió luego en el mercado por 112 a 124, lo que produjo la ira de los críticos. "Las condiciones —dice el conservador Alexander Dana Noyes (*')— eran extremadamente duras; ellos (los banqueros) aprovecharon sin compasión las dificultades de la Tesorería". ¿Salvó Morgan el crédito de los Estados Unidos? Ante todo, el í1) Tony Years of American Finance, por Alexander Dana Noyes. crédito de los Estados Unidos no se hallaba a punto de agotarse. Un gobierno cuyos bonos ya existentes se venden con prima de 111 no anda escaso de crédito. Y esa nueva emisión fué cubierta seis veces en Nueva York y diez veces en Londres, y la gente formaba cola para adquirir los bonos a altos precios. El hecho de que los bonos subiesen a 124 a los dos meses de ser emitidos, refuta la afirmación de que el crédito del gobierno se hallaba en peligro. Había una disputa entre el Presidente y el Congreso acerca de la política fiscal del gobierno. El Presidente deseaba hacer del oro la base de los bonos norteamericanos; los bimetalistas deseaban una emisión en monedas de plata. El gobierno poseía plata, por la que había pagado 156.000.000. El Congreso deseaba acuñarla en 218 millones de dólares de plata, con un beneficio de 62.000.000. El Congreso aprobó la ley correspondiente y Cleveland la vetó. Había graves defectos en la ley de redención de billetes y en la ley de compra de plata. Y esos defectos tenían como consecuencia un disminuir de oro que había que corregir. Las emisiones de bonos hechas hasta entonces no lo habían corregido. Ni tampoco lo hizo la emisión de bonos de Mr. Morgan. En realidad, esa emisión no resolvió el problema del gobierno, mejor que cualquiera de las precedentes. La garantía de Morgan para proteger a la Tesorería contra los retiros de oro, no dio resultado. Él intentó hacerlo fiscalizando el cambio internacional. Incluyó a todos los banqueros y bancos de Nueva York en el sindicato, y como los bancos de Nueva York eran el medio con el cual se manejaba el cambio exterior, llevó a cabo un monopolio de éste, con lo que esperaba fiscalizarlo. Utilizó su crédito y el del sindicato para establecer grandes créditos en Londres, y durante un tiempo impidió la salida de oro de la Tesorería. El sindicato elevó el precio de cambio de la esterlina a 4,90 dólares, haciendo con ello un buen negocio. Y en el mercado se produjo la competencia inevitable. Cuando eso sucedió, Morgan perdió el dominio del cambio exterior y el oro comenzó a salir de la Tesorería. 287

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Los compradores de bonos y los importadores volvían a utilizar los billetes para cambiarlos por oro y enviar éste al exterior. Ya en diciembre la Tesorería sqlo tenía otra vez 68.000.000 en oro. Clevelandtuvo que recurrir a otra emisión de bonos, y esta vez a una mayor que la anterior: de 100.000.000. Pero esta vez no hizo un contrato exclusivo con Morgan. Ofreció la emisión libremente al público. Fueron subscriptos más de 580.000.000, y el gobierno obtuvo de 110 a 120 por sus bonos, en vez de los 104 Yi pagados antes a Morgan. Toda la operación demostró que Morgan se equivocó al asegurar a Cleveland que una emisión popular sería un fracaso. Y refutó igualmente la pretensión de que Morgan había actuado como un patriota y había salvado el crédito de la nación. Era un banquero que trataba, como es habitual en los banqueros, de obtener el mayor beneficio posible. Era el mismo Morgan que había enviado oro a Londres, con objeto de especular con él cuando la Tesorería declaraba que el oro era más necesario que las tropas, y que había participado en la venta de las carabinas Hall al gobierno. Era también el mismo Morgan que más tarde dijo a Owen Wister que un hombre tiene siempre dos motivos para hacer lo que hace: "El motivo que aduce y el verdadero motivo". Al final el gobierno salvó su finanza gracias a una serie de acontecimientos, como la pérdida de cosechas en Europa y una producción abundante en el país, lo que trajo consigo grandes exportaciones y una inversión del movimiento del oro. Además, surgieron nuevos métodos para la extracción del oro de las minas y se descubrieron nuevas minas de oro. La naturaleza hizo la tarea, y no Morgan. IX En la década del 90 se hallaba en pleno florecimiento la era de las combinaciones. La ley contra los trusts que las prohibía fué aprobada en 1890. Y esto pareció poner en rápido movimiento el mismo mal que trataba de evitar. Cleveland y Harrison ignoraron la ley. Toda clase de pequeñas empresas se unían para formar otras mayores. Muchas fábricas pequeñas eran reunidas en monopolios locales y monopolios regionales. Había llegado la época del acero, y por todas partes surgían fundiciones de acero cada vez más grandes. La industria fué dividida en provincias, cada una de las cuales hacia ciertas formas o productos determinados: hierro, lingotes de acero, planchas, tubos, rieles, alambre, etc., etc. En cada uno de esos campos había numerosos productores independientes, todos ellos dedicados a una competencia vigorosa y a veces salvaje. Formaban combinaciones, carteles, y trusts contraviniendo a la ley, para poner freno a la competencia, mantener altos los precios y regularizar la producción: la vieja lucha de los hombres de empresa para gobernar el sistema económico en interés de los beneficios. Luego comenzaron a unirse en empresas mayores, y posteriormente en otras todavía más grandes, hasta que el movimiento culminó en la colosal combinación, considerada como la obra maestra de J. Pierpont Morgan. Cada una de esas provincias del acero produjo su Napoleón especial. Así, la industria del alambre y los clavos contaba con su John W. Gates. Éste era el producto de una aldea de Illinois, tenía escasa o ninguna cultura, había sido vendedor de alambre de púas a los veintidós años y pronto montó su propia fábrica ilegal en St. Louis contraviniendo las leyes sobre las patentes. Al cabo de un tiempo era ya dueño de otras cuatro fábricas, y en 1892 las amalgamó en la Consolidated Steel © Wire Company, con un capital de 4.000.000 de dólares. Cuatro años después convirtió esa unión local en una combinación occidental: la American Steel © Wire Company de Illinois, con un capital de 24.000.000 de dólares. Gates era un aventurero rechoncho, corpulento, jovial, jugador nato, capaz de apostar un millar de dólares a qué gota de agua se deslizaba más rápidamente por el vidrio de una ventana, de sentarse en el Waldorf y jugar al whist a razón de diez dólares el tanto, o al croquet con H. H. Rogers a razón de mil dólares la partida; y combinaba el talento organizador, con el arte del vendedor audaz y sus instintos de jugador. En esas aventuras con las combinaciones fué ayudado por un colaborador de una calaña muy distinta, el piadoso cantor de himnos religiosos y asistente a las excursiones de las escuelas dominicales Elbert H. Gary, próspero abogado de Chicago, quien miraba con disgusto puritano algunas de las formas más simples del engaño, pero 288

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fué el socio activo, astuto e ingenioso de Gates, y más tarde de Morgan, en uno de los negocios con acciones falsas, más grandes de la historia financiera. Gary constituyó la Federal Steel Company, que era el fruto de una serie de combinaciones menores que culminaron en esa compañía de la que Gary fué nombrado presidente, abandonando su carrera de abogado. Y Gary realizó esas operaciones con la ayuda financiera de J. Pierpont Morgan. Ya en 1900 la industria del acero había sido "trustificada" bastante bien en un grupo de combinaciones similares: Federal Steel, National Steel, American Steel © Wire, American Steel Hoop, American Bridge, National Tube, American Tin Píate. A todas ellas superaba, por supuesto, la gran Carnegie Steel de Andrew Carnegie. Carnegie reunió una de las fortunas más grandes de los Estados Unidos. Nació en Dunfermline, Escocia; se trasladó a los Estados Unidos a los trece años de edad, manejó una bobina en una fábrica de tejidos, se inició en los negocios como ayudante de Tom Scott del ferrocarril de Pensílvania, entró como socio en una pequeña empresa que explotaba mineral de hierro, y gracias a un gran talento organizador, dotes de dirección extraordinarias y prácticas de competencia despiadadas, la convirtió en la mayor fundición de acero del mundo. Difería de casi todos los magnates de la industria de su época. Tenía un grano de religión —sólo un grano— pero era disidente y no poseía ninguno de los hábitos santurrones de hombres como Rockefeller, Gary, Harriman y Morgan. Tenía una fuerte conciencia social, se conmovió cuando a los treinta años de edad se encontró con que había ganado 50.000 dólares en un año, juró no ganar nunca más y olvidó ese voto valientemente; tenía sus ideas acerca de la educación y la paz, y alrededor de 1900 pensó ya en descargar todo el peso de su vasto imperio del acero en algún otro. Carnegie habría podido ser muy bien el tema de todo un capítulo de este libro, si no hubiera sido porque su fortuna, sus métodos, el lugar que ocupó en el desarrollo de la industria y del arte de hacer dinero fueron del mismo tipo que los de Rockefeller, quien lo superó en ellos. Con excepción de Carnegie, todos los hombres que dominaron las diversas combinaciones de la industria del acero fueron promotores u organizadores: Gates, Gary, los hermanos Moore, Daniel G. Reíd, Converse. Era la época del organizador. Entonces se hicieron muchas combinaciones, no porque éstas fueran esenciales para la industria, sino porque se trataba de un recurso gracias al cual los promotores podían enriquecerse fabulosamente de la mañana a la noche. La técnica era sencilla. Brown y Smith poseen fábricas. Han invertido en ellas 10.000.000 de dólares cada uno. El promotor induce a Brqwn y Smith a combinar sus fábricas. Se forma una nueva corporación con 40.000.000 de capital dividido en acciones privilegiadas y ordinarias. Brown y Smith obtienen cada uno 10 millones en acciones privilegiadas y 10 millones en acciones ordinarias. Esas acciones se cotizan en la Bolsa. Mediante una cuidadosa manipulación se hace subir su precio y se venden al público. Brown y Smith poseen cada uno sus 10.000.000 en dinero contante y, además, un derecho a acciones privilegiadas por la misma cantidad contra la industria, en la que, quizá, conservan bastantes acciones ordinarias para dominar a los directores. El promptor que maneja esa combinación obtiene una gran tajada del botín. Y en las combinaciones muy grandes, en las que quedaban unidas muchas fábricas, el promotor se quedaba a veces con la parte del león y quizá al frente de la corporación, como en el caso del astuto Gary. En todas esas combinaciones se había creado y distribuido entre los promotores un gran volumen de este capital falso. Los promotores recibían millones en acciones por las que rib se pagaba nada. De hecho, cuando todas esas combinaciones estuvieron terminadas y antes de crearse la U. S. Steel Corporation, los promotores habían percibido 63.306.811 dólares en honorarios y acciones privilegiadas. Y todo ese capital falso figuraba en las compañías componentes antes de que Morgan las combinara. Llevó a cabo esa tarea final en 1901. No se le ocurrió a él mismo la idea, sino que tuvieron que inspirársela. Un parto muy laborioso precedió a la decisión del gran hombre de llevar a cabo la 289

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combinación. El impecable, infinitamente paciente y servicial Gary realizó la tarea doméstica, y Morgan no tuvo más que decir el "sí" o el "no" final y prestar su grandeza y su fuerza morales para hacer que entraran en línea los promotores constituyentes. El producto terminado —la United Steel Corporation— sobrevive como un ejemplo perfecto del método más moderno para enriquecerse, el método que iba a ser empleado con mayor amplitud desde aquella época hasta el presente, y del que nacieron innumerables fortunas millonarias. Morgan organizó una nueva corporación, la United States Steel. Esta gran compañía de holding adquirió luego las acciones de las siguientes empresas: Carnegie Steel, Federal Steel, National Steel, American Steel © Wire, American Tin Plate, American Sheet Steel, American Steel Hoop, National Tube, American Bridge, Lake Superior Consolidated Mines y algunas compañías más pequeñas. La última compañía citada pertenecía a John D. Rockefeller y poseía, y aún posee, uno de los yacimientos de hierro más ricos del mundo. La United States Steel Corporation emitió 1.402.846.423 dólares en valores, divididos del siguiente modo: Bonos al 5 % . ....................... 303.450.000, dólares Bonos fundamentales (supuestos)......... . 80.963.680 ,, Acciones privilegiadas ................... 510.205.743 Acciones ordinarias..................... 508.227.000 El Comisario de Corporaciones de los Estados Unidos que investigó la combinación, informó que el valor de las fábricas adquiridas era de 682.000.000 de dólares. Este cálculo contaba con la confirmación tácita de Gary. El valor corriente en el mercado de las acciones de las compañías combinadas era de 700.000.000 de dólares. Morgan aportó 25.000.000 en dinero corriente para el capital circulante. Así, pues, las compañías combinadas, incluyendo el diñero aportado por Morgan, contaban con un activo de no más de 750.000.000 de dólares. La cantidad total de bonos y acciones privilegiadas emitidos era de 813.655.743 dólares, es decir 50.000.000 más que su verdadero valor. Por lo tanto, gran parte de las acciones privilegiadas y todas las ordinarias —otros 500.000.000— no estaban garantizadas por capital real alguno. De ese modo Morgan, el gran estabilizador y conservador constructivo, había creado el mayor depósito de acciones falsas de la historia. El hombre que quería pasar por el archienemigo de Gould y de Fisk, los había superado por mucho. ¿Qué beneficio sacó de todo ello la casa Morgan? Actuó como administradora del sindicato bancario que subscribió toda la operación. Como administradora vendió las 1.300.000 acciones que obtuvo el sindicato. Recibió por ellas 90.500.000, según el Comisario de Corporaciones. Después de deducir los 25.000.000 en moneda corriente pagados a la Steel Corporation, los 3.000.000 gastados en la organización y la administración del sindicato, quedaba un beneficio líquido de 62.500.000 dólares. Esta tremenda suma es lo que percibieron los banqueros por su trabajo. De ella percibió la casa Morgan 12.500.000 como administradores del sindicato antes de que se distribuyera parte alguna del beneficio. También participó en la división de los restantes 50.000.000 en proporción con su parte en el sindicato, que seguramente era muy grande. Las acciones de la U. S. Steel Corporation, tan pronto como eran emitidas se las cotizaba en la Bolsa de Nueva York. Y Morgan, como administrador del sindicato, procedía a venderlas. Pertenecían, como se recordará, a diversos organizadores, de modo que todo el beneficio que obtenían con la venta iba a parar, no a la corporación o a la industria del acero, sino a los bolsillos de los promotores. Una vez entregadas esas acciones al mercado, Morgan empleaba a James R. Keene, el mayor de los manipuladores de mercados, para que "hiciera un mercado" para ellas, comprando y vendiendo por medio de varios testaferros y de una falsa actividad, de modo que subiese su precio y pudieran ser vendidas al público. Durante el primer año se vendieron las acciones privilegiadas de 69 a 101,3 y las ordinarias de 24 a 55. Los promotores consiguieron vender al público la mayoría de las acciones y convirtieron los beneficios en dinero contante. El 290

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provecho que obtuvieron sólo puede ser objeto de conjeturas. Pero constituyó uno de los negocios más grandes realizados en Wall Street. Toda la emisión de bonos al 5 por ciento (303.450.000 dólares), fué concedida a Andrew Carnegie, junto con 188.566.160 acciones privilegiadas como pago por la Carnegie Steel. El resto de las privilegiadas y las ordinarias fué distribuido entre los propietarios de las otras compañías componentes y los banqueros. Gould, Harríman, Vanderbilt o cualquiera de los grandes saqueadores, nunca habían obrado de una manera más descarada. Pero eso no lo habían hecho Gould, Fisk o Harriman, sino el eminentemente respetado, el casi dolorosamlente respetable y aristocrático J. Pierpont Morgan. Éste repetiría muchas veces esa hazaña durante los años siguientes. Y lo que es todavía peor, millares de los cheva-íiers d'industrie grandes y pequeños la repetirían en sus industrias locales, en las industrias de sus Estados respectivos y en todas las grandes empresas industriales y mercantiles de utilidad nacional, hasta que, con el tiempo, la industria norteamericana quedaría anegada en la inundación de falsas acciones corporativas, mezcladas con tinta roja. X Este fué un período de desarrollo extraordinario a causa de la ola de inventos revolucionarios que había creado grandes industrias nuevas: el teléfono; el telégrafo, la electricidad en todas sus formas, la fuerza motriz, la luz, los transportes. Fué la edad del acero con sus consecuencias revolucionarias en la construcción; la edad de la expansión y la perfección más asombrosas de la técnica, con su hija monstruosa: la producción en masa. Y, por supuesto, fué también la era de la rápida expansión y el perfeccionam|iento de los instrumentos de crédito y fiscalización. Tan pronto como un grupo de hombres inventaba o desarrollaba una empresa próspera o prometedora alrededor de un nuevo invento, los banqueros promotores se apoderaban de él con su saco de ardides para dar a la propiedad una forma líquida y cambiar luego las acciones emitidas sin capital que las representase, por dinero contante y sonante. Y quien más intervenía en esas operaciones era el gran Morgan. Éste comenzó a inmiscuirse en la industria telefónica en 1902 y en 1906 era ya el dueño de la American Telephone ® Telegraph Company. Theodore Vail, a pesar de toda su magnificencia maciza y leonina, no era más que un instrumento complaciente de los Morgan, tan dócil en verdad que durante la guerra hizo ilegalmente un préstamo de 20.000.000 de dólares de la A. IT. B T. a Gran Bretaña, aliada de Morgan, y para hacerlo tuvo que pedir prestados los fondos. Desde que Morgan manejaba la American Telephone 8 Te-legraph Company ésta había prestado mil millones de dólares por medio del banco Morgan, y la casa de éste había percibido 40 millones de dólares por las comisiones correspondientes. Morgan amialgamó en 1902 cinco corporaciones de maquinaria agrícola, inclusive la gran McCormíck Harvester Company, en la International Harvester Company, y con ello su casa obtuvo un beneficio inmediato de tres millones de dólares. La compañía cayó, por supuesto, bajo el yugo de Morgan mediante un trust dominado por Henry P. Davison y George W. Perkins, socios de Morgan. Éste reorganizó y administró la General Electric Company y dirigió el desarrollo de esa compañía —que era una compañía manufacturera en el campo de la producción de energía eléctrica, adquiriendo estaciones de fuerza motriz en todo el país y construyendo una de las grandes organizaciones mpnopolizadoras del país, de la cual fueron finalmente liberadas las diversas empresas por el gobierno. Np tiene objeto enumerar todos los ramos de nuestra vida económica en los que intervino ese hombre poderoso, porque disponía del dinero necesario y había establecido lentamente su dominio sobre los bancos, las compañías de seguros, las sociedades industriales, las fuentes de materias primas y los hombres que hacían funcionar todas esas cosas. 291

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Claro está que fueron muchos los hombres que se enriquecieron con sus planes, pero es difícil decir lo que sucedió a los innumerables inversores en quienes los promotores descargaban sus acciones. Los compradores de acciones de la United States Steel vieron cómo bajaba el precio de esas acciones a ocho dólares, tres años después de la organización. Una de sus creaciones fué la International Mercantile Vlarine. Para ello unió las líneas navieras de las siguientes empresas: Atlantic Transport, American, Leyland, White Star, Dominion y Red Star, empresas norteamericanas y británicas. La Cunard Line entró al principio en la combinación, pero luego la dejó. La Ham-burgo-American Line se negó a entrar en ella. La International fué supercapitalizada de una manera pasmosa. Morgan puso en ella 50.000.000 de dólares y se quedó con todos los bonos, que luego vendió. Obtuvo, además, 27.500.000 en acciones, y el dominio completo de la empresa. Lanzó la emisión al mercado, pero tropezó con dificultades. Los otros países otorgaban subsidios a sus compañías, pero el gobierno norteamericano no había cedido a la conspiración, acompañada de abundante dinero, para que él también otorgase subsidios. Las ganancias de las líneas de vapores eran mayores antes de la combinación. La International Mercantile Marine suspendió el pago de intereses en 1914, poco después de la muerte de Morgan, y fué puesta en manos de un síndico. No pagó dividendos durante veinte años. La más desastrosa para los inversores de todas sus aventuras, tuvo lugar en su nativa Nueva Inglaterra, donde, al parecer, trató de exhibir su poderío. Se hizo cargo de un ferrocarril que funcionaba perfectamente, el New York, New Haven K Hartford, lo organizó y lo convirtió en un complicado sistema de líneas férreas, navieras y tranviarias. Descargó en él un grupo de líneas de tranvías y pequeños ferrocarriles, de muchos de los cuales era ya dueño. Aumentó el recorrido de 750 a más de 3000 kilómetros, y el capital de 93.000.000 a 417.000.000 de dólares. Más de 200 millones de las nuevas acciones y obligaciones fueron utilizadas para adquirir otras propiedades, muchas de ellas suyas. Pagó los precios más fantásticos por todo lo que compró. Pagó 36.000.000 por el New York, Wetchester ® Boston, del que Mellen, presidente del New Haven, dijo que no valía diez centavos la libra. Morgan llevó a cabo todo ese negocio, tan costoso, con mano de hierro. Su arrogancia aumentaba. No toleraba en absoluto la menor discusión. Cerraba el debate golpeando con el dedo en la mesa. Mellen dijo en cierta ocasión: —Han dicho de mí que era un mandadero. Me sentía orgulloso con su confianza. Considero un elogio la afirmación de que yo era su hombre de confianza. Las acciones y obligaciones del New Haven fueron a parar a manos de más de 25.000 accionistas, la mayoría de ellos de Nueva Inglaterra, y más de 10.000 sólo poseían diez acciones. Y las habían adquirido gracias a la campaña persistente y corruptora de la prensa de Nueva Inglaterra. Mellen confesó que el ferrocarril pagaba a un millar de pequeños diarios y revistas 400.000 dólares al año. Él poseía 400.000 dólares en bonos del Boston Herald. Cuando ese ferrocarril quebró, como era inevitable, redujo a la pobreza a millares de" personas ancianas que habían invertido todo lo que tenían, en comprar sus acciones, llevados por su fe en el mago. Ninguna aventura de los hombres temerarios que deshonraron al mundo financiero —los Insull, los Mitchell y los Wiggin— fué peor que la operación de Morgan con el New Haven. El World de Nueva York declaró que los inversores del New Haven habían sido "estafados, arruinados y robados mediante una infamia fría y calculada". Pero todos esos hechos vergonzosos con respecto a la infamia del New Haven no fueron conocidos hasta después de la muerte de Morgan. Su hijo pretendió que Mellen había obligado a Morgan a cometer esos actos ilegales. Por supuesto, esa defensa no puede sostenerse un momento. Es indudable que Mellen cometió muchas bellaquerías de menor importancia, sin conocimiento de Morgan. Pero éste fué el arquitecto, el constructor y el dictador despiadado de toda esa empresa criminal. XI En 1907 tenía Morgan setenta años. Era entonces el Magnífico. Se había convertido en una figura 292

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pavorosa semejante a Gengis Khan, Tamerlan o algún conquistador Mogol o jefe de tribu teutónica. En octubre de 1907 se hallaba en la Rutherford House de Richmond rodeado de sus obispos favoritos, el "colegio de cardenales" de Morgan. Theodore Roosevelt cazaba osos en los cañaverales de Luisiana. Y en Nueva York se oían terribles trepidaciones bajo el volcán en erupción de Wall Street. Muchos hombres previsores habían advertido a los frenéticos cazadores de dólares que marchaban hacia el desastre. Pero ellos sabían siempre más. Los abusos cometidos con las operaciones bancadas por los nuevos trusts, dejaron los bancos de Nueva York con sólo un dólar y medio en dinero contante por cada cien dólares en depósito. Pero a lo largo de la Broad Street las personas que todo lo sabían hablaban riéndose del "estúpido fetiche de las reservas monetarias". ¿Por qué temer a la depresión? "Esos obtusos —decían los sabihondos— no se dan cuenta de que nunca volverán a producirse cosas como las sucedidas en 1873 y 1893". Los banqueros promotores lanzaban al mercado miles de millones de dólares en valores. El animal estaba harto. Se preparaba para la regurgitación. En septiembre había desaparecido ya mucha de esa confianza falsa. Luego se produjeron las quiebras de Heínze y Morse. Éste, magnate de los barcos y el hielo, era dueño del National Bank of North America, y su amigo, F. Augustus Heinze, magnate del cobre y jugador, lo era del Mercantilé National Bank. Utilizaban a sus bancos para sus especulaciones personales. El cobre se vino abajo. El mercado se derrumbó. Los bancos de Morse y Heinze hacían frente a la quiebra. Los banqueros piadosos enarcaron las cejas horrorizados por la mala conducta de Morse y Heinze. Esencialmente no eran peores que los otros malhechores; sólo un poco menos refinados y sin olor a santidad, y eso era todo. Heinze poseía la United Cooper, que estaba vendiendo a bajo precio la Amalgamated de Rockefeller, y la gente de la Standard Oil se disponía a quedarse con ella. Se aprovechó de la debilidad del mercado para adquirir las acciones de la United Cooper, hacer que bajase su cotización y arruinar a Heinze y a su banco, del que hacía el mismo mal uso que ellos de los suyos. El Banco de Liquidación obligó a Heínze y Morse a retirarse. Ese Banco de Liquidación estaba dominado por Morgan. Los especuladores echaron la culpa a Theodore Roosevelt, que se hallaba cazando en Luisiana. Los banqueros asustados acudieron a ver a Morgan para que los salvase. Él se hallaba en la convención episcopal, donde los buenos clérigos discutían animadamente alguna enmienda al Book of Common Prayer. Para tranquilizar a los cristianos enardecidos, Morgan se levantó y comenzó a cantar: Oh Zion Hustel Thy Mis-sion High Fulfílíing! La convención se unió al canto y las emociones teológicas se disiparon en música. Luego recibió Morgan un aviso de sus socios Perkins y Steel que decía: "Oh Morgan Haste! Thy Mission High Fulfilling". Abandonó la convención inmediatamente y llegó a Nueva York un instante antes de que el Banco de Liquidación exigiese la expulsión de Heinze y Morse de las operaciones bancarias de Nueva York, a cambio de salvar a sus dos bancos. Morgan se dirigió a su biblioteca de mármol, donde encontró \ a muchos de los principales reyes del dinero de Nueva York. Al día siguiente formaba cola la gente ante la Knickerbocker Trust Company de James 'Tracy Barney. Barney estaba asociado con Morse y Heinze, y pidió ayuda a Morgan, quien se la negó. El National Bank of Comrraerce, banco dominado por Morgan, anunció que ya no liquidaría cheques de la Knickerbocker Trust. Ésta cerró sus puertas y Barney se suicidó. La mayoría de los bancos de Nueva York experimentaron las consecuencias. George Cortelyou, Secretario del Tesoro de Roosevelt, fué a Nueva York. El 25 de octubre, para salvar a los bancos y a instancias de Morgan, depositó en ellos 25.000.000 de dólares de dinero del gobierno. Pocos momentos después J. P. Morgan autorizó a Ramsom H. Thomas, presidente de la Bolsa de Nueva York, a anunciar que los bancos prestarían 25.000.000 de dinero a la orden a los corredores. Sólo ocho años más tarde se supo, en las audiencias de la comisión Pujo, que el dinero del gobierno había sido empleado, no para fortalecer a los bancos, sino para aliviar la 293

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situación del dinero a la orden de la Bolsa y salvar el precio de las "acciones, muchas de ellas sin valor alguno. Pero esto no puso fin a la tormenta. Morgan se hallaba sentado en la sala occidental de su biblioteca, haciendo solitarios, mientras ' sus socios y los banqueros se sentaban en la sala oriental estudiando propuestas de rescate que iban a presentarle a intervalos, como otros tantos secretarios, para obtener su "sí" o su "no" imperiales. Su bibliotecario le preguntó por qué no iba a la otra habitación y aconsejaba a los otros lo que debían hacer. Él le respondió que no sabía qué hacer, pero que más pronto o más tarde, ellos darían con la solución. Y dieron con ella: en forma de bonos del Banco de Liquidación en vez de dinero. Morgan aprobó esa solución y la convulsión terminó al poco tiempo. Pero no sin antes haber hecho buena su afirmación: "No arreglaré todo esto a menos de que consiga lo que quiero". Moore ® Schley eran, según se suponía, una de las casas de corretaje más sólidas de Wall Street. Poseían una cantidad inmensa de acciones de la Tennessee Coal B Iron como garantía de los empréstitos. Esas acciones habían bajado y Moore © Schley hacían frente a la suspensión. El coronel Oliver H. Payne, millonario de la Standard Oil y amigo suyo, les había prestado grandes sumas para salvarlos e iba a sufrir una gran pérdida si no se salvaban. Fué a ver a Morgan y le sugirió que la United States Steel adquiriese la Tennessee Coal B Iron. Eso salvaría a Moore |B Schley, y a Payne. Gary deseaba esa compañía, pero le impedía tragársela su temor a las leyes contra los trusts. Él y H. C. Frick se dirigieron esa noche a Washington, visitaron a Roosevelt antes del almuerzo y le dijeron que la Steel Corporation se veía obligada a quedarse con la Tennessee Coal Iron Company, porque una casa importante poseía muchas de sus acciones y quebraría si no se la salvaba de ese modo. No dijeron el nombre de la casa, y Roosevelt supuso que se trataba de un banco de depósito. Les prometió la inmunidad en aquella operación y antes de las diez de aquella mañana, Gary telefoneó a Morgan anunciándole que quedaba libre el camino para apoderarse de la Tennessee Coal B Iron Company. Hasta que la Comisión Stanley realizó sus investigaciones no se supo que toda la operación se había realizado por un lado para salvar, no a un banco de depósito, sino a una casa de corretaje, y por el otro, para permitir que la Steel Corporation se quedase con otra competidora. Morgan tuvo que poner en juego su poder para que la transacción se llevase a cabo. En la prensa comenzó a hablarse de la mala situación en que se hallaba la Trust Company of America. Ese banco fué objeto de una corrida. Oakleigh Thorne, su presidente, acudió a la biblioteca de Morgan en busca de ayuda. La consiguió. Pero tuvo que acceder a desprenderse de gran cantidad de acciones de la Tennessee Coal B Iron Company que conservaba como garantía de un empréstito hecho a Payne y otros, y que aceptar a cambio de ellas acciones de la U. S. Steel. Poseía personalmente 12.500 acciones de otras empresas que también tuvo que ceder a la Steel Corporation. Ésta, por mediación de Morgan, reunió alrededor de 32.000.000 de dólares en acciones de bancos y casas de corretaje. XII ¿Cuál era el secreto de su poder? ¿Qué era lo que hacía posible a Morgan obligar a los banqueros a entregar acciones que querían conservar, impartir órdenes a las juntas directivas de las corporaciones, golpear con su dedo en la mesa y hacer que votasen los directores? La explicación es sencilla. El banquero vende acciones y obligaciones. Sus clientes son corporaciones. Las vende a quienes tienen dinero. El dinero de la nación es depositado en sus bancos, compañías de seguros, bancos de depósito, etc. La técnica de Morgan consistía, por lo tanto, en conseguir el dominio directo o indirecto de las corporaciones que emitían valores, así como en manejar las compañías que operaban con el dinero —bancos, corrientes y de depósito, compañías de seguros— que disponían de dinero para comprar o prestar. De ese modo fué introduciéndose poco a poco en una corporación ferroviaria o industrial tras otra, 294

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imponiendo en sus juntas directivas a sus socios y sus numerosos sátrapas. También llegó a dominar poco a poco a muchos bancos y compañías de seguros, siguiendo los mismos procedimientos. Muchas veces se ha referido la historia de su extensa red de intereses o juntas directivas entrelazadas, y apenas se ha exagerado al respecto. En vida de J. P. Morgan, la Comisión Pujo del Congreso, averiguó que él, sus' socios y los directores de sus bancos de depósito, más el First National y el National City, ambos dominados entonces por Morgan, disponían de lo siguiente: 118 directores en 34 bancos y bancos de depósito con recursos de 2.679.000.000 dólares. 30 directores en 10 compañías de seguros con un activo total de 2.293.000.000 dólares. 105 directores en 32 sistemas de transporte con un capital total de 11.784.000.000 dólares. 63 directores en 24 compañías productoras y comerciales con una capitalización total de 3.339.000.000 dólares. 25 directores en 12 corporaciones de servicios públicos con un capital de 2.150^000.000 dólares. 341 directores en 112 corporaciones con recursos agregados o capitalización de 22.245.000.000 dólares. 'Tales son las cifras del magistrado Brandéis y constituyen, como él observa, un cálculo, por lo bajo, del imperio construido por Morgan antes de su muerte. Fué ese acceso al dinero ajeno el que hizo posible su poder. Por eso es por lo que pudo decir a un buscador de capital con el aire de quien lo poseía todo, que le daría millones. Los tenía a su disposición. Y los tenía a su disposición por dos razones que no han sido lo suficientemente destacadas. Morgan era un hombre de inmenso poder personal, pero todas sus dotes físicas, sus ojos fulminantes, su fluido psíquico y sus maneras rudas, no le habrían servido para nada si no hubiera contado con otras armas. Una de éstas consistía, por supuesto, en que se hallaba al mando de ambos bandos, en la mayoría de las situaciones. Ambos bandos tenían que negociar bajo su dirección. Gomo banquero se representaba a sí mismo; como director o síndico con voto, representaba a las corporaciones de las que obtenía emisiones de valores; y como director, representaba al banco o a la compañía de seguros que aportaba el dinero. Si algún empleado del departamento de compras de un ferrocarril hubiera sido sorprendido en una de esas transacciones, habría sido destituido y sometido a proceso. Al parecer, la prohibición simple y directa de Jehová, que había dicho: "No robarás", o la de Cristo: "Ningún hombre puede servir a dos amos", no se aplicaban a aquel piadoso superhombre. Ensalzaba al Señor en los veinticinco himnos que conocía de memoria, pero se había trazado sus propias reglas de conducta. La otra arma era todavía más reprensible y ha sido menos comprendida. Se trataba de las acciones privilegiadas. Cuando la Casa Morgan lanzaba una emisión de acciones, asignaba unos cuantos centenares o unos cuantos millares de esas acciones a personas destacadas que le eran útiles. Luego, cuando las acciones eran cotizadas y manipuladas a buenos precios para su distribución en la Bolsa, esas personas privilegiadas podían obtener buenos beneficios, generalmente sin haber invertido un solo centavo. Los hombres que gozaban de esos favores eran los presidentes de las corporaciones que emitían valores y los bancos y compañías de seguros que manejaban directamente los fondos. La subordinación a la Casa de Morgan significaba un acceso continuo a esos bonitos beneficios; la desobediencia significaba quedar al margen dé los mismos. Se trataba, por lo tanto, de nada menos que de un soborno comercial. La Steel Corporation era uno de los clientes de Morgan. Los funcionarios de esa corporación eran empleados suyos. Cuando aceptaban favores monetarios de Mr. Morgan no obraban mejor que cualquier emplea-díllo que acepta dinero del hombre que negocia con su patrono y que puede ser procesado por soborno comercial. Mr. Brandeis, en su famoso libro Other People's Money, ha hecho la mejor descripción de esa clase de operaciones: J. P, Morgan (o un socio), uno de los directores del New York, New Haven B Hartford Railroad, 295

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induce a esa compañía a vender a J. P. Morgan $¿ Company una emisión de bonos. J. P. Morgan Sj Company obtiene en préstamo el dinero con que ha de pagar los bonos de la Guaranty Trust Company, de la que Mr. porgan (o un socio) es director. J. P. Morgan Co. vende los bonos a la Penn Mutual Life Insurance, de la que Mr. Morgan (o un socio) es uno de los directores. El New Haven invierte el producto de los bonos en la adquisición de rieles de acero de la United States Steel Corporation, de la que Mr. Morgan (o un socio) es uno de los directores. La United States Steel Corporation invierte el producto de los rieles en la adquisición de servicios eléctricos de la General Electric Company, de la que Mr. Morgan (o un socio) es uno de los directores. La General Electric vende materiales a la Western Unión Telegraph Company, subsidiaria de la American Telephone and Telegraph Company, y en ambas Mr. Morgan (o un socio) es uno de los directores. La Telegraph Company posee un contrato exclusivo sobre alambres con la Reading, de la que Mr. Morgan (o un socio) es uno de los directores. La Reading compra sus coches para pasajeros a la Pullman Company, de la que Mr. Morgan (o un socio) es uno de los directores. La Pullman Company compra (para uso local) locomotoras a la Bald-win Locomotive Company, de la que Mr. Morgan (o un socio) es uno de los directores, La Reading, la General Electric, la Steel Corporation y el New Haven, como la Pullman, compran locomotoras a la Baldfin Company. La Steel Corporation, la Telephone Company, la New Haven, la Reading, la Pullman y la Baldwin, como la Western Union, compran material eléctrico a la General Electric. La Baldwin, la Pullman, la Reading, la Telephone, la Telegraph y la General Electric, como la New Haven compran materiales de acero a la Steel Corporation. Todas y cada una de las compañías lanzan sus valores al mercado por medio de J. P. Morgan ^ Co., todas ellas depositan sus fondos en la casa J. P.. Morgan féj Co., y con esos fondos de todas y cada una de ellas la casa J. P. Morgan |ö Co. emprende nuevas operaciones. No había nada nuevo en todo esto. Era un procedimiento utilizado ya en menor escala por Gould, Fisk y otros, en los ferrocarriles. Pero era reprobado y llamado con frecuencia por su verdadero nombre. Morgan lo desarrolló, sin embargo, lo extendió a todas las ramas de los negocios concebibles y lo santificó haciéndose ver en todo el mundo acompañado de sacerdotes, obispos y hombres poderosos que se inclinaban y restregaban los pies ante él. Se convirtió en el modelo para todo norteamericano que quería hacer dinero. Llegó a su apogeo en la década de 1920, cuando en todas las Wall Street grandes y pequeñas, en todas las aldeas y ciudades del mundo, otros Morgan grandes y pequeños aprendían a utilizar sus recursos inmorales. Pero mientras Morgan se elevaba al poder y merecía la aprobación de los grandes negocios, crecía la m¡area de desconfianza y de censuras que se iba convirtiendo en ira. Roosevelt había denunciado a los "malhechores de la gran riqueza", mirando hacia Morgan, en un banquete. Hombres como Bryant y La Follette venían luchando incesantemente contra todo lo que él defendía. Los escarbadores de vidas ajenas se hallaban muy ocupados. El sistema económico comenzó a temblar durante la administración de Taft. Ya no había en la Casa Blanca nadie que pudiera salvarlo. Y a principios de 1912 cuando los partidos se preparaban a realizar la campaña que llevaría a Woodrow Wilson a la presidencia, la Cámara de Representantes, por moción del diputado Pujo, de Luisiana, acordó realizar una investigación sobre el "trust del dinero". El difunto Samuel Unterméyer, distinguido abogado de Nueva York y el más temible de los investigadores, fué nombrado consejero de la comisión. Y luego, por primera vez, fueron revelados públicamente los métodos, los recursos de entre bastidores, los planes, las conspiraciones, las ligas, los acuerdos secretos mediante los cuales habían conseguido su poder los banqueros. Esa investigación constituye el documento más importante en la historia de la época. Claro está que no demostró que existiera un trust del dinero en el sentido de que un solo hombre manejase todo el poder del dinero en los Estados Unidos. Pero sí demostró que unos pocos hombres poderosos, medíante diversos procedimientos tortuosos y corruptores, habían conseguido en vastas áreas del mundo del dinero, un poder que era fatalmente antisocial. 296

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El momento culminante de la investigación fué cuando Morgan se presentó a declarar en diciembre de 1912...Tenía 76 años. Contestó a las preguntas que le hicieron, con aparente franqueza. Todo lo que se recuerda de ese interrogatorio es la afirmación, citada como un texto de las Santas Escrituras, de que el crédito de un hombre no se basa en primer lugar en el dinero o la propiedad, sino en el carácter. Nadie recuerda cómo Untermeyer le replicó demostrándole que él, Morgan, como todos los demás prestamistas de dinero a la orden, lo prestaban en la Bolsa a corredores que podían manipular con los valores, y que su casa no se preocupaba lo más mínimo del "carácter" de las personas que obtenían los préstamos. Su declaración, en conjunto, careció de importancia. Muchas, si no la mayoría, de sus respuestas, fueron absurdas. No sólo negó que existiera un trust del dinero, sino también que él ejerciera poder alguno, por pequeño que fuera, en ninguna rama de la industria. Insistió en que no manejaba su propia casa. Nunca actuaba por ambas partes en una transacción, ni siquiera cuando era el banquero de una de ellas y el director de la otra; los directores no ejercían poder alguno sobre las compañías y quienes dictaban la elección de los directores no podían ejercer influencia alguna sobre éstos. Toda la declaración habría sido tonta de no ser por la figura majestuosa del testigo. Pero la investigación demostró por sí misma muchas cosas, y tuvo como consecuencia una serie de reformas durante la primera presidencia de Woodrow Wilson. No obstante, sólo fué una pérdida de tiempo en lo que se refiere a cambiar el curso de nuestro desarrollo económico, a desviar la marea de la combinación y el monopolio. Se pudo haber hecho mucho, pero la guerra lo impidió. Con el estallido de la Gran Guerra, todos los "malhechores de la gran riqueza" se convirtieron en grandes patriotas. Muchas de las corporaciones que se veían en dificultades ante la depresión que se acercaba, se salvaron. La guerra profundizó e intensificó la corriente hacia la combinación y, junto con los nuevos inventos técnicos que en ese momento adquirían un gran valor comercial, sentaron las bases de la época de locura que siguió. El 4 de enero, después del interrogatorio a que fué sometido por, Untermeyer, Morgan se sentó en su biblioteca, revisó sus documentos y arrojó muchos de ellos al fuego. Se sentía enfermo, y probablemente se daba cuenta de que podía ser llamado a rendir cuentas en cualquier momento. Quemó las pruebas. El 7 de enero se embarcó para un viaje de descanso en Egipto. Cayó enfermo en aquel país y se apresuró a trasladarse a Roma. Allí falleció el 31 de marzo de 1913.

FIN

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