Epicuro vida activa y contemplativa

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Universidad NACIONAL de Colombia - Sede Bogotá FCH: Departamento de Filosofía - SFA: vida activa y vida contemplativa Alejandro Senegal Castro Epicuro: vida contemplativa y activa “Y así es como ciertos hombres han vivido, así es como sin cesar han evocado el sentido del mundo, dentro de ellos mismos y fuera de ellos mismos, y así fue sobre todo, uno de ellos, uno de los más grandes hombres que hayan existido, el inventor de una manera de filosofar heroica e idílica: Epicuro” Nietzsche: El caminante y su sombra §295

Introducción Epicuro es un personaje bastante peculiar en la historia de la filosofía, una de estas razones es el enorme malentendido que en torno a él y su escuela se generó, en general, en la Europa del medioevo y el renacimiento. En esta tradición se fijó la atención en más vulgares y generalizadas opiniones que se tenían de Epicuro, especialmente las negativas (en un sentido cristiano del término) y, prescindiendo del importante enfoque histórico y la recepción de la personalidad de Epicuro y sus relaciones más cercanas, se terminaría por hacer de él el filósofo que promulgaba el atomismo materialista, contrario a la idea cristiana predominante, y el hedonismo radical que magnificaba el placer al punto de llamarlo “el fin” (malentendido apoyado en que se tomaba “fin” ligado a nociones aristotélicas). Dicho error, terrible suene esto, puede ser tomado de nuevo hoy en día. Una exposición y/o análisis del pensamiento escrito de Epicuro cae en la oscuridad si no se tiene en cuenta precisamente esto que la tradición medieval y del renacimiento ignoraba: la vida de Epicuro como manifestación propia de su filosofía. Es bajo esta consigna que, en el presente ensayo, se propondrá un paralelo entre la llamada visión ética de Epicuro (Carta a Meneceo, de ahora en adelante CM) y uno de los testimonios más concurridos de la existencia vital de Epicuro: Diógenes Laercio en Vidas de filósofos ilustres II, Libro X (en adelante VFI)1. Ocasionalmente también se recurrirá a la Carta a Heródoto (CH) y a las obras llamadas Sentencias Vaticanas o Exhortaciones (SV) además de algunas Máximas Capitales (MC).

1 La referencias a parágrafos específicos son los de la numeración del libro X.

1. Vida de Epicuro Empezaremos, pues, por un breve acercamiento a los meros datos sobre la vida de Epicuro, nacido aproximadamente a principios del año 341 a.c. en la isla de Samos, recibió la educación temprana por parte de su padre, Néocles, que era un maestro de escuela, y a la edad de catorce años fue enviado a recibir lecciones de Nausífanes, un filósofo y retórico de Teos influido por Demócrito y Aristipo, acercándose por primera vez a las teorías atomista y la del placer, respectivamente, que influiría su forma de pensar respecto de la física y por consiguiente su ética. Prestó el servicio militar obligatorio que Atenas exigía a sus ciudadanos (donde según algunos marchó junto al futuro poeta Menandro, máximo exponente de la “comedia nueva”) y, cuando era momento de volver a Samos, tuvo que reunirse con su padre, que había sido exiliado por razones políticas, en Colofón, donde pasó pobreza y la humillación del destierro. Toda la influencia de este época puede verse, entre otras cosas, en la viva y delicada sensibilidad que tenía y atestiguan sus cartas, su calidez para con sus seres cercanos y en su autoimpuesta dieta de comida fácilmente digerible (frugal) a causa de sus enfermedades y pobreza, que en definitiva podrían ser los rasgos que empezaron a definir la enorme fuerza de su personalidad, y el desarrollo tan total y específico de su doctrina ética. Durante su estancia en Asia Menor, en las ciudades de Colofón primero, Lesbos después y Lámpsaco al final, fue donde desarrolló su sistema de vida (más que de pensamiento) durante un período de poco más de 12 años, donde también conoció a Hermaco, su primer sucesor, en Lesbos; a Metrodoro, su más lúcido estudiante y primer sucesor (desafortunadamente muerto 7 u 8 años antes que Epicuro) y la familia de éste, donde destacan su hermano Timócrates y su hermana Batis, a quien Metrodoro y Epicuro casaron con Idomeneo, un amigo y político al que habían pedido financiación para su escuela; y a Leontio, una hermosa mujer que filosofaba con ellos desde temprano y resultó ser compañera de Metrodoro. Debido a lo innovador de sus dogmas, pronto se vio rodeado de los jóvenes hijos de los señores de las ciudades que, adinerados, se encargaban de la manutención tanto del maestro como de la escuela. Si bien este factor ayudó al crecimiento de sus seguidores, Epicuro rechazaba toda opulencia y, por el contrario, enseñaba incluso a los jóvenes adinerados a satisfacerse con lo meramente necesario, como atestigua Diocles, diciendo que “se contentaba con una vasija de vino ordinario y vil, y cualquier agua les servía de bebida”

(Excursión, libro III – referencia tomada de Diógenes Laercio). Tras años de meditación, enseñanza y aprendizaje en Asia Menor, Epicuro da, por fin, por las razones que fuere2, el salto hacia la auténtica capital de la filosofía: Atenas; pues inaugurar una escuela del pensamiento limitada a una pequeña provincia del Asia Menor no estaría acorde con un hombre que pretende enseñar cómo vivir -bien. Estado en Atenas (donde cinco años antes se había establecido Zenón) en el año 306 a.c. Epicuro compra el Jardín y allí pasa el resto de su vida, salvo un par de ocasiones en que visitó a sus amigos de Asia Menor. Llevo consigo a sus hermanos a Atenas, a quienes invitaba constantemente a filosofar con él, incluso un esclavo suyo llamado Mus fue invitado al grupo para filosofar con él. En el parágrafo 6 de VFI. Diógenes Laercio señala que era un hombre benigno y ecuánime que “su patria honró con estatuas de bronce; sus amigos, eran en tan gran número que ya no cabían en las ciudades”, era además considerado un hombre que acogía con gracia y que era respetuoso con sus padres, benefactor de sus hermanos y amigos, además de amable con los criados, liberando e incluso dejando legado a algunos de ellos. Como maestro, se dice que señaló en la Carta a Eurídico que “había sido discípulo de sí mismo”, si bien se le conocen otros supuestos maestros, como Jenócrates o Lisífanes; ejercitaba a los discípulos de su escuela hasta que éstos aprendían sus escritos de memoria, y los entregaba luego a la reflexión y la vida en lo estrictamente necesario. Usaba, continúa Laercio, un lenguaje en extremo propio que, por ejemplo, cambiaba términos como alegrarse o gozarse por obrar bien o vivir honestamente es óptimo. Sobre su muerte, Hermaco señala que “murió de mal de piedra, que le interceptó la orina, el día catorce de la enfermedad.”3 (VFI §10) mientras que Hermipo, otro discípulo suyo, señala que “entró en un baño de bronce lleno de agua caliente, pidió vino puro para beber, y exhortó a sus amigos a que recordaran sus dogmas” 2. Carta a Meneceo. 2.1 El filosofar. 2 Sobre esto puede pensarse que, como ciudadano de Atenas debido a su natalicio en Samos, quisiera ir allí a ejercer su derecho propio como ciudadano. Como no gustaba de asuntos de política, podría pensarse que su razón para instalarse allí haya sido intelectual o de afinidad al pensamiento de que los filósofos estaban en Atenas. Incluso, por qué no, de zanjar con su visión sobre la vida las disputas entre el Liceo y la Academia. 3 Esto sería, pues, cálculos o litiasis renal como “mal de piedra” que le impidió salir a la orina.

Esta carta comienza con una clara exhortación a filosofar, tanto a jóvenes como ancianos y, como prueba la evidencia de su vida, filosofando con mujeres e incluso esclavos, reconociendo a la filosofía una accesibilidad inherente a sí misma, esto es, que no es condición de unos pocos sabios afortunados o reyes pendencieros. Todo lo llamado humano debe estar presto al filosofar, pues esta acción propicia la salud del alma y procura ciertamente la felicidad, entendida esta como la ausencia de temor a las cosas por venir. Y no sólo esto: el filosofar empodera de los bienes4 al retroalimentar gratamente lo pasado, alejándose así del sufrimiento por lo que no puedo haber sido de otra manera, o por las decisiones que se hayan tomado y, en últimas, sean parte de las causas del presente. Con esto, García Gual señala que, si bien la exhortación al filosofar no es nueva, ni que filosofar sea la salud del alma es una idea totalmente epicúrea, “…hay sin embargo tonos muy personales en esa exhortación, como el de la urgencia y el desentenderse de la edad justa para dedicarse a la filosofía, que no supone un largo curso de aprendizaje, sino ante todo una actitud anímica, que no es una ocupación cultural, sino una necesidad del espíritu y del cuerpo asediados y enfermos, y por ellos se anuncia aquí con júbilo que siempre es tiempo de filosofar y que el filosofar ayuda a superar el tiempo” (E. GG, 6).

La carta continúa con ciertas consideraciones sobre las características –no opiniones- que son inherentes a Dios, como su incorruptibilidad, felicidad suprema, eternidad y su manifestación como orden “-pues un dios no hace nada sin orden-”. 2.2 La muerte. Luego podemos encontrar el bello argumento sobre la ausencia de auténtico poder de la muerte en nuestra vida, pues esta es entendida como privación de la sensación –principio de todo bien y mal- y llega en el momento en que nosotros ya no existimos. Todo ser compuesto –atómicamente, pues- tarde o temprano se descompone en sus fragmentos originarios, esto es inevitable y, de paso, señalado como “el peor de los males”, a lo que se contrapone pues que el mejor de los bienes es vivir, y aún más alto que este, el vivir bien. Ante la imposibilidad de evadir la muerte, Epicuro nos enseña a no temerle, a liberarse de ella en cuanto nos infecta del anhelo de inmortalidad 5 que causa tantos dolores -del cuerpo y más aún del alma- y aleja del objetivo primordial: vivir bien.

4 De los bienes se dice que unos son naturales y necesarios (que sirven para eliminar los dolores del cuerpo), otros naturales y no necesarios (que no eliminan el dolor –por esto pueden ser desechadas- sino que varían el placer), otros ni naturales ni necesarios (como querer coronas, riquezas, etc.), provenientes estos últimos de las opiniones vanas. (MC XXIX)

Es necesario vencer los temores para poder vivir feliz, y uno de ellos, quizá el más fuerte, es el temor a la muerte. Algunos se ajustan a las normas y leyes, así como a privaciones, sufrimientos y dolores purificadores para merecer una supuesta vida después de la muerte. Pero la invitación de Epicuro es a hacer justamente lo contrario: disfrutar sanamente de los placeres en esta vida y sólo hasta el punto que eviten el dolor propio y el ajeno. Quizá por esta reivindicación de la autenticidad de esta vida, de este mundo, fue que Epicuro no resultase seductor a platónicos y cristianos. Hay en la naturaleza definida por Epicuro una ausencia de “conciencia” o racionalidad organizadora; a ella le es completamente indiferente la muerte de cualquier ser, animado o inanimado, rey o esclavo, gorrión o león; incluso si todos murieran, nada ocurriría. La naturaleza seguiría su “camino” hacia ninguna parte, ya que “el universo ha sido siempre tal como ahora es, y siempre será igual, puesto que nada hay en que pueda transformarse” 6 En este fuerte argumento se puede rastrar, por un lado, que el origen de valoraciones tan determinantes como “bueno” y “malo” surgen de la sensación, y no de la razón, además de que es la sensación misma el origen de nuestros criterios de verdad, de manifestación del mundo o realidad. 7 Esta separación entre bien y mal no es tan tajante y fácil como superfluamente aparece: “Todo placer, por tanto, por el hecho de tener una naturaleza afín [a nosotros], es un bien, pero no todo [placer] es digno de ser elegido; así también, todo dolor es un mal, pero no todo [dolor] es siempre evitable por naturaleza. Conviene, no 5 Sobre esto cabría resaltar que el hombre no tiene una vida posterior a su muerte. Se deja de existir al disolverse las combinaciones y composiciones atómicas que en principio lo constituyen. Después de la degeneración y la corrupción, los átomos inmortales formarán otras combinaciones, otros cuerpos. Se crearán pues seres diferentes, con cualidades emergentes y propias que no tienen ninguna relación, al menos mental o anímica, con sus precedentes. (SV 14) La búsqueda de inmortalidad acarrea los principales males, como el afán de poder, de riquezas, y cosas que en entero no dependen de todo lo que podamos hacer –el porvenir, que “no es completamente nuestro ni completamente no nuestro”-, sino que dejan lugar a la fortuna y los acontecimientos. También los vicios no son otra cosa que un ansía irracional de vida infinita –en tanto que si se los haya placenteros siempre se querrá más- y todos terminan en dolor, aburrimiento y desgracia. Para combatir ese afán desmesurado de inmortalidad hay que asumir con alegría la convicción de la mortalidad de nuestra alma. 6 Todo esto, y más, se puede encontrar en la Carta a Heródoto.

obstante, juzgar todas estas cuestiones con una medida de comparación y con la atención de las ventajas y desventajas pues en ciertos momentos utilizamos el bien como un mal, y, contrariamente, el mal como un bien.” (CM)

Imposible es no advertir aquí que se ha introducido el término que trae los problemas al momento de pensar a Epicuro: placer. Sobre esto se volverá en el siguiente apartado, por ahora, sigamos con la exposición sobre la muerte. Algunas de las historias que se cuentan de la muerte de Epicuro son muestra de que era correspondiente a la ausencia de temor, pues cuenta Diógenes Laercio que en final de su testamento escribió: “Estando ya para morir, escribió a Idomeo la carta siguiente: ” (VFI 15)

Otras, como el testimonio de Hermipo, señalado anteriormente, demuestran su tranquilidad y predisposición a los acontecimientos de la muerte. No podría pensarse que no murió radicalmente tranquila, convencido de haber vivido una vida buena, placentera, digna de ser vivida, necesaria y amistosa. 2.3 Placer. La consigna tradicional de Epicuro respecto del placer es la conocida y problemática máxima de que el placer es “principio y fin de la vida dichosa”. Se lo entiende como un bien primero e innato, pues a partir de él es que se escoge la elección que hacemos o la que evitamos. Aquí no debe entenderse al placer como una “causa final”, en el sentido en que no implica un “más allá” ni pretende modificar nuestra conducta actual con presupuestos vacíos sin fundamento sensorial. Los deseos, de los que se entiende hay vanos y necesarios, (entre estos últimos están la felicidad, el bienestar del cuerpo y “la vida misma”) son regulados por el placer, pues una consideración estable sobre cómo satisfacerlos es, pues, saber dirigir la elección y evitación hacia el bien del cuerpo (la salud) y el bien del alma (la imperturbabilidad). García Gual señala la importancia de esto, al decir que

7 La sensación es tan sólo uno de estos criterios, lo señalo porque es el único que se hace presente aquí. Los otros son las anticipaciones (conceptos generales o prolepsis), los sentimientos de placer y dolor y la representación mental.

“Al asentar tal principio –que el placer es el comienzo y fundamento y la culminación y término del vivir feliz (que equipara con “dichoso” en la traducción de Boeri) – señala Epicuro el objetivo de la ética, que trata de lo que debemos buscar y de lo que debemos evitar para alcanzar ese vivir feliz que es el fin de nuestro existir” (E. GG, 7)

Sin embargo, y para evitar caer en el error señalado al principio, Epicuro no se refiere pues a los placeres disolutos o del goce alimenticio o sexual 8. Su vida es constante testimonio de que para él el placer, lo que siempre buscaba, se hallaba en bienes radicalmente básicos, necesarios, y otros que, conforme al tiempo, se fueron convirtiendo en placenteros gracias al raciocinio para Epicuro, tales como ignorar sus males del cuerpo (de los que dice Timócrates que sufrió siempre, vomitando incluso dos veces al día) o convivir, filosofando y en cercana sencillez, con sus amigos.9 El placer tiene una naturaleza afín a nosotros, por lo que es normal que se crea que él es el determinante tanto de lo que escogemos o evadimos en la vida, como de nuestras determinaciones del mundo. Jamás se escogería, salvo producto de la comparación, un dolor por un placer. Y es en este punto donde se manifiesta que el “sobrio cálculo racional10” es el arma predilecta en este campo, pues su poder sí podría derogar en llevarnos a escoger un dolor, si dicho cálculo nos lleva a entender que, aunque suframos este dolor ahora, el placer que vendrá será mayor. Sin embargo, la innovación de Epicuro en su terminología trajo pesadillas al mundo antiguo, pues consideraban el placer desde puntos de vista platónicos o aristotélicos, hallándose en ambos un cierto rechazo a él. El que se pusiera como fin del hombre el placer, es decir, dirigir nuestra existencia a la búsqueda del placer era algo que sonaba muy por fuera de los cánones de existencia filosófica que predominaban en el mundo antiguo, pues se consideraba al placer básicamente como una máscara y un falsificador, por estar atado a los sentidos. 8 Diogenes Laercio desprecia como insensatos y locos a los que tienen estas opiniones, difundidas, entre otros, por Timócrates, hermano de su querido Metrodoro, que se dedicó a calumniar el pensamiento de Epicuro y sus discípulos, luego de abandonarlos. 9 La supervaloración que Epicuro hace de la amistad es bien conocida y no será profundizada aquí, sino traída superfluamente cuando convenga hacerlo para ver hasta qué punto fue manifestación de sus ideas de la Carta a Meneceo. 10 Sobre este cálculo se retomará la discusión más adelante.

Sobre este punto me parece pertinente la claridad que García Gual señala en su estudio sobre Epicuro, veamos: “De esta teoría hedonista queremos destacar tres puntos que nos parece decisivos para la comprensión de su peculiaridad: el primero es la oposición a la teoría de los cirenaicos, que caracteriza con un nuevo acento la felicidad buscada por el placer (colocando al placer como un mero medio hacia la felicidad); el segundo es la concepción de la hedone como algo más amplio de lo que nosotros comprendemos por ; el tercero es la relación de los diversos tipos de placer; entre los placeres cinéticos y estables, y entre los placeres de la carne y los del espíritu. (E. GG 7)

Se debe entender entonces que Epicuro utiliza el vocablo placer 11 para referirse a cosas que antes se considerarían separadas las unas de las otras: el estado definido como ausencia de dolor, la imperturbabilidad respecto del alma, la salud respecto del cuerpo, los movimientos pertinentes a la sensualidad y la alimentación (claramente dentro de los límites establecidos, es decir, lo que sea necesario) y el filosofar mismo. 2.4 Autarquía y Prudencia. La carta pasa ahora a señalar la autarquía, el “autosuficiencia” 12 como un bien supremo, en tanto que puede procurar que se manifieste de una mejor manera el sobrio cálculo de placeres. La autarquía surge aquí como una manifestación que impone los criterios sobre los que se puede hacer el cálculo de placeres, por lo que esta es una característica propia del alma, del ánimo. Si la autarquía se refiriese a la carne, a la sensualidad, esta facultad carecería de entendimiento para poder aclarar los límites y las consecuencias de los placeres vividos, por lo que la inteligencia, el ejercicio de la razón, determina dicho recto conocimiento autárquico que permite, entre otros, suprimir el dolor debido a la necesidad. Al lado de esta noción se encuentra otro bien supremo, irónicamente más supremo que los demás, que es llamado la prudencia. Sobre ella se señala su 11 Hedone. Tal como lo llama García Gual. Seguiré, sin embargo, llamándolo placer, pues no siento el griego en mi capacidad para atenerme a la originalidad de la palabra y menos para un análisis etimológico. 12 Esta superflua designación carece de señalar un por qué, un para qué y un cómo. A continuación no se precisa esclarecer cada uno de estos puntos, sino aceptar lo que en principio se define que es para proceder en la argumentación que el propio Epicuro hace. Dejo a consideración de los lectores hasta qué punto conviene o no tematizar a plena definición canónica qué es la autarquía, al menos para comprender al Epicuro de la Carta a Meneceo.

carácter de principio de “todas estas cosas” (refiriéndose a todo lo que ha dicho en la carta), que no es filosofía, y que de ella se producen naturalmente todas las demás virtudes. Examinaremos a continuación estas características de la prudencia: el hecho de que sea el principio y bien supremo “de todas estas cosas” se refiere a que el comienzo de la aventura epicúrea por vivir bien empieza no pensando, sino refiriendo los placeres y las sensaciones al conocimiento que se tenga de ellos mismos, es decir, que se tenga en cuenta todo lo que podría o no pasarme al momento de elegir qué hacer en la vida. Esto no pasa necesariamente por el sobrio cálculo racional, sino que también se puede ser prudente por simplemente esquivar una pila de fuego debido a la reacción más inmediata. El hecho de que no sea filosofía manifiesta, pues, que a la filosofía aquí se la está entendiendo como una forma más avanzada de manifestarse las elecciones o evasiones que se hagan en vida, atribuyendo a ella propiamente el sobrio cálculo racional y, por ende, ya sea haga de ella actor principal el raciocinio. Respecto de las virtudes, estas son connaturales a vivir de modo placentero, es decir, que se manifiestan en el que vive bien casi que espontáneamente. Las virtudes aquí juegan su papel desde y a partir de la prudencia, y en la medida en que esta tiene su manifestación originaria gracias al placer o el dolor, las virtudes tienen su importancia desde la vida misma. No son importantes porque posean una propiedad metafísica, una esencia trascendente o porque con ellas la sociedad nos querría más: aquí las virtudes son producto de la prudencia, el placer y los rectos conocimientos sobre cómo funcionan las cosas. Relacionado directamente a la vida de Epicuro, puede verse en su hábil movimiento de no volver a casa (reléase el apartado 1si no se recuerda por qué) una manifestación temprana de la prudencia, aún sin ser considerado, junto a su padre, como un completo paria, pues si entendió que su vida no iría por el rumbo que él quería si se dedicaba, entre otros, a la política. Es esta también una decisión no sólo prudente, sino de lleno acertada en cuando se pretende liberarse de todo cuanto pueda causar mal. Otros hechos, como que se considere el honor como punto de partida primario en el camino a la vida feliz (más incluso que la prudencia, pues ser honorable es más necesario que ser prudente), en tanto enseña a temprana edad qué es lo necesario, es también demostración de que la vida de Epicuro fue empoderamiento de su propia conceptualidad: incluso al final de su vida recordó que era el honor lo que se acercaba a la necesidad, prueba de esto es su honorable actitud para con sus sirvientes, las mujeres que pertenecían a las escuelas, sus discípulos, los hijos de sus discípulos y los hijos de sus más cercanos amigos (sobre esto puede ver, en VFI, los § 11-15) al momento de legar su testamento. De todos y cada uno se acordó, agradeciendo por las pláticas

enriquecedoras, no retóricas o erísticas, que lo acercaron más y más al auténtico vivir bien. 3 Conclusión. ¿Y el sabio entonces qué? Durante toda la carta se puede rastrear el argumento de que los rectos conocimientos son la forma de superar las barreras y confusiones que se alzan entre el vivir y el vivir bien. Y en el concepto del “vivir bien” se puede hallar, por una parte, el carácter volitivo, de movimiento, en “vivir”, y el producto de la recta razón y el cálculo de placeres en poseer claramente – y por ende vivir según a- el “bien”, pues una vez se es sabio se ha alcanzado la comunión de los ánimos de los placeres, se es también feliz, se rechaza el sexo y la política, se debe dejar un legado de sí (escribir libros, le atribuye Laercio), se debe enseñar y componer poemas no fingidos. También se poseen cabalmente atribuciones como la autarquía, la prudencia, la virtud. Por autarquía y prudencia, y claramente también por el sobrio cálculo de placeres, la ausencia de temor a la muerte, la imperturbabilidad y la salud del cuerpo pasa necesariamente el hecho de conocer y escoger claramente lo natural, que es fácil de obtener, y evadir lo innecesario, en tanto no responde a la naturaleza sino a la vanidad humana. Colmar y obtener los bienes es fácil. Basta una rebanada de pan y una vasija con agua para calmar correctamente el deseo del hambre. Liberarse gradualmente de los males que pudieran ser del cuerpo pasa por ser tan solo el primer paso de una manera de vida epicúrea. Luego, como construyendo sobre lo ya conquistado, se puede usar la misma prudencia o el cálculo racional para entender que las riquezas y la gloria tampoco son necesarias, y que no se debe sufrir a causa de perseguirlas. Posteriormente, se podría llegar a la compresión universal de todo lo vivo en tanto necesidad, que carece de responsabilidad; azar, que es inestable; y lo que depende de nosotros, que carece de amo en tanto podemos o no ser los dominadores de ellos y es causa de censuras o elogios. La máxima sabiduría consiste en el ejercicio de la meditación que tienda hacia la salud del espíritu y el placer fundamental se reduce a la satisfacción de las necesidades mínimas. Esto se logra en compañía de un amigo, de un semejante, pues “de cuantos bienes proporciona la sabiduría para la felicidad de toda una vida, el más importante es la amistad” (MC 639). Por eso, según testimonio de Laercio, los amigos de Epicuro eran “tan gran número que ya no cabían en las ciudades”, manifestación viva, de nuevo, de su coherencia entre su pensamiento y su acto. Epicuro es uno de esos casos de la filosofía antigua donde todo su pensamiento se encuentra estrechamente vinculado entre sí. Su forma de ver la naturaleza influye en definitiva en su forma de pensamiento ético. Es erróneo partir de que

todo está ordenado o de qué todo está en caos, y luego deducir lo demás. Si hubo un comienzo y todo estaba en orden, quedan sin explicar algunas cosas azarosas sobre el mundo que se mueve. Si al principio era el caos y después vino el orden, es difícil explicar cómo hizo el caos para ordenarse –si son totalmente contrarios caos y orden- , y sea cual sea el argumento, en tanto totalidades, no se podría acceder a un conocimiento sensorial sobre ellos. Hay pues en Epicuro un pensamiento de que no todo está en orden como tampoco no todo es caótico. El problema lo intenta resolver señalando que no hay un comienzo y que desde toda la eternidad los átomos y el vacío están ahí (CH) produciendo y deshaciendo mundos, cuerpos, en una combinación de orden y caos, regularidad e irregularidad. Es decir, tanto el orden como el caos resultan siendo por ende sólo una parte, un aspecto de lo que se aprecia en los fenómenos, partes de una auténtica totalidad que los contiene. El aspecto del orden se capta más fácilmente en tanto es lo más estable de dicho proceso y se puede conocer sobre él, consecuentemente con su estabilidad; y lo mismo sucede con el caos, él está siempre presente, solo que no se lo siente, o no se lo quiere ver 13 y, en tanto inestable, no se puede conocer con propiedad. De su carácter de necesario en toda manifestación de la naturaleza es que Epicuro opta por comprender el orden, que si es cognoscible, del cosmos, ver que hay cosas necesarias y otras no y aprehender este pensamiento para su propia vida. Y aquí no hablamos de una suerte de conocimiento intrínseco de dios u otra figura, sino ver cómo es que se manifiesta la naturaleza y tratar, por medio de los regalos que nos obsequia, vivir afín a ella. Es por este motivo de que dudo de la existencia, en Epicuro, de una separación entre vida activa y contemplativa, lo que hay es más bien una forma de vida buena, que contiene tanto el hacer como el pensar; este intento de correspondencia entre lo universal y lo particular en este pensamiento es quizá el signo de grandeza que Nietzsche vio en Epicuro, al definirlo como alguien que evoca dentro y fuera de sí el “sentido del mundo”. Si para Epicuro este sentido del mundo es la existencia de las relaciones entre el orden y el caos, la necesidad y el azar, y su optativa clara por el orden y la necesidad, entonces resulta un hombre que, como se dijo desde el principio, no separa sus pensamiento físicos de los éticos, creyendo fervientemente que el hombre, para ser lo que auténticamente es, debe corresponder a aquello que pertenece, llámesele mundo, o universo, o cosmos. Y esta correspondencia no coloca al hombre apartado de a lo que debe llegar, como en Platón, pues tener un “fin final” o “causa final” fuera de sí mismo equivaldría a tener un final distinto de sí mismo, lo cual no puede ser, pues ello significaría que nuestra vida no es

13 Pues ello implicaría a presupuestos, objetivos e intereses muy arraigados.

potencialmente completa, ni única, ni nuestra constitución parte de la totalidad (átomos). Puede discutirse, por ejemplo, que en su afán de legar libros, de ser aprendido de memoria, de ser celebrado incluso después de su muerte (se deja sobre esto instrucciones específicas en su testamento) de perdurar su nombre en su familia y amigos, de ponerse como modelo a sí mismo para alcanzar los objetivos propuestos, que él se viera a sí mismo con un profundo en inmenso amor, y que en verdad sintiera haber entendido el para qué de la existencia humana, y ese conocimiento lo abrumara y exigiera ser compartido. O pudiera ser, por todo esto, una suerte de melómano y ególatra que quería que todos actuaran como él, exigiendo incluso sacrificios en su nombre y el de su familia. Esto sin duda trae muchos problemas, entre ellos el primero que se me ocurre es siquiera si en verdad alguien pudiera actuar totalmente como él, pues a falta de perfiles psicológicos (¿qué es eso?, diría él) y de algo como una autobiografía todas las conjeturas respecto de su vida puede irse a la falsedad o a la verdad como un barco a la deriva en un mar tormentoso. Lo cierto es que su legado conceptual y su increíble forma de vida afanan a querer saber más sobre él, sobre por qué fue así y por qué quiso que todos fuéramos así. Bibliografía EPICURO. Carta a Meneceo, ¡salud! Traducción del griego por Marcelo D Boeri. GARCÍA GUAL, C. Epicuro. (1981) Alianza editorial. Madrid LAERCIO, D. Vidas de filósofos ilustres II. Traducción por José Ortiz y Saínz. Editorial Iberia. Barcelona.