ensayo cazadores de microbios.

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Es mi deber, como ciudadana responsable de esta nación en vías de desarrollo y la obtención de gloria imperecedera, como persona conciente y sincera, confesar que el ensayo siguiente no es tan bueno como debería ser. Confieso que lo escribí de corrido durante casi doce angustiantes horas, terminando una madrugada (no precisamente la del día de entrega). Sólo puedo argumentar en mi defensa que escribir un ensayo digno de un libro tan sustancioso como Cazadores de microbios en un mes es una tarea un punto menos que imposible, considerando que gran parte de ese mes debió ser consagrada también a otras múltiples actividades (aunque supongo que debería existir alguien capaz de hacerlo… pero sinceramente lo dudo, y si así fuera, ese alguien es libre de venir y restregármelo en la cara). ¿Qué le falta a este ensayo? Oh, naderías. Sólo un hilo conductor sólido (que en mi mente está más que claro, gracias a la divina intervención de una interlocutora que mencionó lo “eso que no diré para no arruinar la sorpresa” que le parecían los “sujetos de estudio”), una estructura estable, la nunca bien apreciada imparcialidad y un ritmo constante (algunas secciones parecerán eternas, otras demasiado cortas). Algunas frases no son tan agradables al oído como podrían serlo. Algunas ideas se basan en bromas privadas difíciles de explicar y que por tanto debieron ser simplificadas hasta el punto de parecer irrelevancias impertinentes. Hay un sinfín de paralelismos que pueden establecerse entre los personajes (hablando de microbios y cazadores) y no hubo tiempo de definirlos, estructurarlos y mencionarlos a detalle. Lo mismo puede hacerse con los experimentos. En fin, hay muchas cosas que decir sobre Cazadores de microbios que no fueron dichas. Sin embargo, no dudo que tenga salvación. Así pues, he de pedir con humildad que, si muero y este es el único testimonio fidedigno de mi existencia, se considere a este pobre vástago mío como un borrador, un niño sietemesino que no tiene culpa alguna de haber sido gestado con prisas ni de que la nefasta mano de Microsoft® se haya metido con él al corregir palabras que no debería haber corregido y que tal vez se me haya escapado cambiar. No es que al escribir esto esté aseverando que algún día me aplicaré a la tarea de completarlo, pero sí que tal vez la intención de hacerlo perdure el tiempo suficiente como para hacerlo. Agradezco su comprensión (aunque no es que esté afirmando que la recibiré). ¿EL QUINTO ELEMENTO? La Microbiología es un área en la que avanza el que tiene suerte, tesón, disciplina y algunas otras características menos sonoras y no muy bien definidas. ¿Podemos denominar a una de ellas como “personalidad chispeante” o “carisma”? Probablemente sí. Sin ella, la mayoría de los personajes célebres de la historia de la microbiología no habrían conseguido rodearse de hordas de acólitos devotos y obedientes dispuestos a matar y/o morir en aras de la defensa de una hipótesis neblinosa. El Dr. Paul de Kruif, célebre per se (si nos atenemos a su biografía), conoce por experiencia propia algunas, si no todas, las penalidades de quienes él llama “Cazadores de microbios”: el riesgo, la frustración, la sensación de luchar contra algo que, siendo tan pequeño, es más grande que uno mismo. Por esto no debería parecer arriesgado el aseverar que nadie podría haber hecho una

mejor síntesis de la historia de la microbiología. Cazadores de microbios es preciso a la vez que emotivo: describe concisamente los experimentos en un lenguaje que hasta el menos docto podría entender, sin dejar por eso de hacerlo de una manera apasionante, manteniendo al lector en una montaña rusa emocional entre la decepción por el fallo de un experimento notable y la alegría por el resultado inesperado que se obtiene casi por azar. Lo mismo pasa con los personajes: pueden parecer simples y predecibles en un momento, sólo para sorprender al mundo con una reacción insospechada al siguiente, dejándonos completamente desarmados ante la irreverencia con la que mudan de matices, atentando contra todas las reglas del arte. Pero ése es el instante en que es apropiado recordar que no son seres ficticios, sino que en efecto vivieron, bregaron y penaron en un mundo en el que pedirle constancia a una persona es exigir demasiado, más si esa persona se dedica a perseguir creaturas esquivas y sutiles como son los microbios. Cada uno de ellos era único en su tipo, y quizá si los pudiéramos reunir a todos en un mismo sitio se dividirían rápidamente en facciones opuestas que iniciarían una batalla campal a la mínima provocación. ¿Tendrá eso algo que ver con el quinto ingrediente secreto en la fórmula para crear una leyenda? En un mundo ideal no debería serlo. Pero en un mundo ideal no se necesitarían leyendas. Esta quinta característica es del género de las que representan una bendición y una maldición para quienes la tienen: una mente intelectualmente obsesiva. ¿Cómo puede tener paz un genio mientras haya una cuestión que eluda ser resuelta? Con cada cuestión resuelta, la humanidad obtiene un poco de paz, de certidumbre para el futuro. Cada enfermedad para la que se descubre la cura, o la manera de prevenirla, es una preocupación menos para todos los padres del mundo. Otrosí digo, cada superstición erradicada es una vela que se traslada del altar de un santo al de algún científico o, en este caso, de un cazador de microbios. Y no es apropiado convertir a los cazadores de microbios en dioses. Hacerlo los despojaría de toda esa gama de matices humanos que retrata de Kruif. El primero de estos enigmáticos seres (los cazadores, no los microbios) en hacer su aparición fue Herr Anton Van Leeuwenhoek, un mercader de telas que logró desarrollar un método de pulimentado de lentes tan perfecto que permitía observar seres microscópicos a detalle. ¿Por qué haría eso? Cuenta la leyenda que empezó a tallar lentes para examinar mejor las mercancías que compraba (y que vendía, como es de suponerse). Pero eso podía hacerse con una lupa común y corriente. Entonces, ¿para qué seguir? ¿Fue acaso el reto de ir puliendo lentes cada vez más pequeñas, cada vez más perfectas? ¿Fue la curiosidad? ¿Fueron ambas, o algo más? No hay forma de saberlo. Aunque de Kruif haga suposiciones basadas en su biografía y otros documentos, aunque teorice y psicoanalice hasta sobrepasar los límites de lo imaginable, no hay que olvidar que Cazadores de microbios es una historia novelizada. Ésa es la clave de su encanto y del interés que despierta en el vulgo y en los legos. Pero regresemos con Leeuwenhoek, y asumamos que es tal como lo pinta de Kruif: un hombre desconfiado con una obsesión terrible por la certeza y la exactitud, que lo llevaba a observar

incansablemente sus muestras una y otra vez, sin resignarse a obtener resultados concluyentes; que años después volvía a retomar las mismas muestras y seguía con la misma impresión de que no eran tan perfectas como deberían (y tenía razón, pero en su época, no existía más perfección que la suya); que estaba terriblemente decepcionado del género humano y creía que lo poco de noble que había surgido de él eran los filósofos, por quienes, quiérase que no, deseaba ser aprobado. No sólo aprobado, sino reconocido, destacado, elogiado, y jamás cuestionado. Un deseo de lo más natural. Y podría considerarse absolutamente egoísta de no ser porque tenía razón en exigir un trato así: sus observaciones eran precisas y exhaustivas, no se distraía con teorías ideales, nunca se formó una visión que deseara imponer a la realidad. Y tampoco deseaba enseñar a nadie. De Kruif escribe que hubo una discrepancia entre Leibniz y Leeuwenhoek sobre si este último debía enseñar o no el secreto de su arte a las nuevas generaciones, una anécdota meramente trivial en apariencia pero que sugiere una idea curiosa. ¿No habría deseado Leibniz que Leeuwenhoek afinara sus lentes lo suficiente como para ver las mónadas, esos pequeños átomos que no eran de materia sino de alma? Probablemente sí. Pero esta clase de divagaciones no son pertinentes en este momento, y si aquí se encuentran es porque, lo confieso con vergüenza a la vez que con honor, mucho me temo no ser capaz de llenar diez cuartillas con sustancia pura sobre Cazadores de microbios sin necesidad de un poco de condimento y guarnición por aquí y por allá. No es culpa del libro, sino de mi propia incapacidad pra escribir textos largos. Hago esta pasmosa confesión porque tengo la firme convicción de que un ensayo, como ejercicio literario, puede ser tan lírico o concreto como desee quien lo escribe, sin que nadie pueda censurar (por no decir reprobar) este legítimo e irrevocable derecho a ser honestos; tan honestos como enseñó a serlo Leeuwenhoek (sin querer, se entiende), quien reconoció que no estaba capacitado para enseñar ni deseaba estarlo. Que no tenía el más mínimo interés en revelar sus técnicas a nadie, pero que compartiría los resultados de sus observaciones con sumo gusto. Un caballero cabal, como los de los viejos tiempos, que cumplían fielmente la palabra dada pero no prometían más de lo que pudieran cumplir. Que murió en la línea del deber, como pocos en este mundo. Y ahora que lo hemos dejado de vuelta en su tumba, de donde no debimos haberlo sacado sólo para escribir desvaríos que nada aportan al mundo, procedamos a perturbar la memoria de otro distinguido varón, il signore Lazzaro Spallanzani. Tuvo la buena fortuna de nacer cuando la Inquisición comenzaba a morir, lo que hacía mucho más seguro el dedicarse al noble oficio de “descubridor”. Tan seguro, que hasta se había ordenado abate y aún así se atrevió a refutar la teoría de la generación espontánea, despojando al Todopoderoso de parte de su omnipotencia, en contra de otro sacerdote, Needham, que andaba por la vida proclamando que podían surgir microbios de un caldo de carnero “estéril”. Y todo esto entre sus múltiples ocupaciones como maestro, religioso, socialité, curador de museo y deportista. Así fue como comenzó una de las batallas más jocosas (si se ven desde lejos) y desesperantes (si se pone uno en el lugar de Spallanzani) que hayan tenido lugar en el campo de la microbiología. Needham se alió a un conde que era un buen matemático, pero un pésimo teórico, que en el nombre de su tierra llevaba la maldición: el conde de Bouffon. Juntos lanzaron al mundo la teoría

de la Fuerza Vegetativa, señora y dadora de vida, de caprichosas necesidades e inspiración fugaz para su labor como otorgadora del mágico y místico soplo vital que requería la carne putrefacta para convertirse en moscas y los lípidos de las sopas en microbios danzarines. Para fortuna de la ciencia, Spallanzani asesinó a la Fuerza Vegetativa cuando ella todavía era joven, y después procedió a averiguar cómo era que se reproducían los microbios, todo con una terquedad sólo equiparable a la humildad que demostraba al toparse con que la realidad no se amoldaba a sus teorías. A lo único que no se resignaba era a que no le aumentaran el sueldo cuando él así lo deseaba, y para enojo de todos a los que les gustan los finales en los que el protagonista pierde, siempre se salía con la suya. Después de demostrar la reproducción asexual de los microbios no hizo ningún experimento más respecto a ellos, así que de Kruif lo regresó a su busto y su vejiga en un museo, para dar paso a otro sujeto encantador, Louis Pasteur. Monsieur Pasteur pasó de la pintura a la química y de ahí a la bacteriología, al más puro estilo renacentista. Lo único que no cambió en toda su vida fue su necesidad casi patológica de tener un público atento, cautivo e involucrado en su arte, fuera cual fuera. Hay que argumentar en su defensa que fue uno de los pocos que aceptaban la necesidad de una mano femenina en sus vidas (dicho sea en el sentido más casto), decidiendo casarse de buenas a primeras cuando ya tenía un par de descubrimientos notables (recordemos que Leeuwenhoek pasaba por alto a su familia y Spallanzani hizo voto de castidad, aunque eso no lo exentó de tener una familia: sus discípulos y sobrinos eran su adoración). Entre sus hazañas se cuentan el haber descubierto el mecanismo de fermentación y algunas bacterias dañinas al hombre, el proceso de pasteurización y el principio de las vacunas, además de asestar una estocada más a la ya agonizante teoría de la generación espontánea, todo entre la multitud de experimentos que encargaba a su ejército de ayudantes (fue el primero, de los casos relatados, en valerse de este recurso) e infinidad de discusiones científicas enardecidas y casi viscerales. Era adicto a crear teorías rimbombantes, disparatadas y extrañas, muchas de las cuales resultaron ser ciertas. También hay que decir que varios de sus descubrimientos se debían a errores cometidos en la metodología a causa de su naturaleza impulsiva y poco paciente. Ciertamente, de no ser por sus ayudantes, entre los que se destacaban Roux y Chamberland, no habría logrado gran cosa, pues se ocupaba más en discutir con otros científicos que en realizar él mismo los alocados experimentos que diseñaba, causantes de tantas muertes de animales de laboratorio. Pero si no hubiera sido tan hiperactivo, no habría tenido el suficiente encanto como para que de Kruif le dedicara el doble del espacio promedio que empleó para cada cazador en su libro. Herr Robert Koch fue contemporáneo suyo, si bien unos veinte años menor. Aunque siguió con la tradición de los ayudantes no anónimos (Loeffler, Gaffky y, más tarde, Behring), este joven médico era totalmente contrario a él, mesurado, paciente y exhaustivo, trataba de razonar sus teorías de la mejor manera posible antes de darlas a conocer. Esta oposición se evidencia en un párrafo de Cazadores de microbios: “[…] pero Koch no discutía, no charlaba, no divagaba ni hacía profecías; con habilidad sobrenatural se limitaba a […] manejar esporas y bacilos como si fuera un maestro de setenta años.”

Y no sólo eso, sino que su esposa era francamente torpe para comprender sus inquietudes, mientras que Madame Pasteur desempeñaba esta función admirablemente; y uno era francés y el otro alemán, por tanto, enemigos jurados de nacimiento. Además, Koch y Pasteur tuvieron una pequeña competencia por ver quién descubriría primero al microorganismo causante del cólera. Esta carrera la ganó Koch, y este descubrimiento, junto con el del agente causal y medio de prevención del carbunco, fueron sus aportaciones a la microbiología. Pero Pasteur se cobró lo del cólera desarrollando la vacuna contra ambos males, a expensas de varios especimenes para experimentación y de las horas de sueño y la libertad de sus resignados ayudantes, Roux, Chamberland y Thuillier (que murió joven en las investigaciones sobre el cólera). Y a su vez, Koch se dio el gustazo de demostrar que la vacuna anti-carbuncosa de Pasteur, cuando se comercializó, estaba tan mal producida que era imposible saber a ciencia cierta qué efecto tendría; pero Pasteur se reivindicó al desarrollar la vacuna contra la rabia. Y a pesar de esta enemistad tan encarnizada, cuando ellos ya estaban cansados de tanto batallar entre sí y contra el mundo; la insensible colaboración de sus discípulos, Roux, Behring y Loeffler, vino a encontrar la cura para la difteria, siendo Behring el que culminó todos estos trabajos al descubrir el método exacto para obtener antitoxina diftérica, pero quedándole a Roux la posibilidad de eficientizar el proceso para masificarlo, si bien ninguno de ellos dos logró obtener un porcentaje lo suficientemente alto de supervivencia. Otro de los investigadores que fueron a dar al Instituto Pasteur (si bien Pasteur no se involucró mucho en sus investigaciones) fue мистер Metchnikoff, que casi parecía un híbrido entre Pasteur y Spallanzani, tan terco y tan amable era; pero se diferenciaba de ambos por ser particularmente susceptible y depresivo. No dejó que la escuela estorbara en su educación, así que perdió muchas clases para estudiar por su cuenta, y aun así no reprobó jamás gracias a su prodigiosa memoria. Su obsesión personal fueron los fagocitos, a quienes achacó toda la responsabilidad de la inmunidad de un ser vivo, por el simple hecho de que los había notado muy diligentes en el estómago de una pulga de agua. Defendió su teoría de los fagocitos hasta la muerte, a pesar de las evidencias en contra, a pesar de que su incompetencia innata para ser sistemático le impedía llegar a descubrimientos de mayor relevancia y claridad, que sin duda le habrían servido como un apoyo mejor. Pero tenía mucha suerte, quizá más que el mismo Pasteur, pues constantemente obtenía los resultados que necesitaba sin necesidad de hacer muchas chapucerías. Y también poseía mucha labia, pues logró convencer a gran cantidad de personas de la romántica idea de que era posible domesticar a los fagocitos para que eliminaran cualquier microbio que uno quisiera. Tanto que consiguió que le pagaran por intentar encontrar esa técnica de adiestramiento, en lo que fracasó. No por incapacidad, sino porque hasta la fecha es imposible. También era algo torpe para el trabajo de laboratorio, pero para eso se inventaron los ayudantes. Es lógico reprocharle el haber tenido el mal gusto de mudarse de ciudad cada vez que la gente parecía exigirle más de lo que buenamente podía lograr con poco esfuerzo. Pero es de esperar una reacción así en una psique tan inestable como la de Metchnikoff, que planeaba suicidarse cada que algo no resultaba como él esperaba (lo que ocurría con bastante frecuencia). Para tranquilidad de sus allegados, fue superando esta tendencia con el tiempo y con la ayuda de una buena segunda

esposa (la primera había muerto trágicamente, dejándolo desesperado y pensando en suicidarse). También es reprochable el hecho de que haya sido uno de los que esperaban amoldar la realidad a sus ideas (lo cual era de esperarse, dadas sus inclinaciones teóricas). Pero, así y todo, era un buen sujeto, hasta divertido a veces. No porque tuviera un sentido del humor notable, sino porque se tomaba en serio todo lo que le pasaba, y también lo que no le pasaba a él sino a sus allegados, que eran legión. Sus ayudantes hacían circo, maroma y teatro para verificar sus teorías y aplastar las de sus detractores. Lo adoraban. Y él se adoraba a sí mismo y a los fagocitos, y la música clásica de su tiempo, y a Goethe (si mal no recuerdo), lo que le daba las bases suficientes para desarrollar experimentos disparatados y a la vez sublimes que desgraciadamente no aportaban nada nuevo sino que sólo verificaban algo que él de todos modos ya sabía. Se vio envuelto en una guerra sin cuartel contra quienes aseguraban que la sangre era la responsable de la inmunidad, y no los fagocitos. Llegó a tal grado su aversión, que cualquiera de sus múltiples ayudantes que comenzara a trabajar con la sangre y no descubriera algo que se encaminara a la mayor gloria de los fagocitos pasaba a formar parte de su lista negra. Afortunadamente, no era vengativo; y de no ser por estar tan obsesionado en demostrar la inutilidad de la sangre como sistema de defensa contra los microbios, muchas de las propiedades de la sangre que ahora conocemos todavía estarían envueltas en tinieblas. Más adelante comenzó a obsesionarse con no querer morir (¿pues no eras suicida, cariño?), inventando nuevas ciencias para detener el envejecimiento e impedir la muerte. En el proceso, descubrió cómo hacer yogurt, pero no obtuvo ninguna ganancia monetaria de ello (al menos ninguna que haya decidido compartir son su resignada esposa). Afortunadamente para él, se dio cuenta a tiempo de que era una batalla perdida, y obtuvo el consuelo de que, al parecer, todos los seres morían porque sentían que era el momento preciso. Quizá lo más destacable y concreto que llegó a hacer fue que, junto con Roux, combatió la sífilis, a pesar de lo inmoral que era el absolver de un castigo divino a todos los pecaminosos. Mister Teobaldo Smith fue el siguiente en aparecer en escena. Considerando que todos los anteriores grandes sucesos en la historia de la microbiología se habían dado en Europa, no es relevante la tardanza en que hiciera acto de presencia alguien que habitara del otro lado del charco, como suele decirse. Teobaldo Smith estaba seriamente comprometido con su deber para con su nación, a pesar de que su nación no le asignaba mucho presupuesto para cumplir con él. Fue discípulo a la distancia de Koch (casi puedo escuchar el “¡tómala, barbón!” que Koch podría haberle soltado a Pasteur de no ser porque ése no era su estilo), aprendiendo todo lo que pudo sobre microbios de sus obras antes de conocerlos por propia experiencia. Su gran reto fue encontrar la causa y la cura de la fiebre de Texas, que atacaba al ganado vacuno del norte cuando tenía relaciones con tierras o congéneres del sur, lo que era ciertamente misterioso y podría sugerir una horrenda conspiración. Muchos se habrían desgañitado y luchado horrores para encontrar una explicación sesuda y científica, investigando todas las rutas posibles; pero Smith atajó de una manera tan simple que da gusto: se puso a escuchar a los ganaderos, a tomar nota de sus teorías y aplicar los conocimientos que tuviera sobre ellas, en un impresionante

despliegue de sentido común, y se encontró con que los ganaderos aseguraban que era cuestión de las garrapatas. Con su escaso presupuesto y personal (no hay que olvidar que él mismo era un subordinado), movió centenares de vacas y garrapatas para descubrir el mecanismo de transmisión de la enfermedad. Y lo logró, dejando bien asentada su teoría y nadie se atrevió a refutar su investigación, pues era tan simple que no podía tener fallas ocultas. Al igual que él, demasiado simple como para encontrarle algún vicio interesante, algo que lo destacara de entre la humanidad común y corriente aparte de su genialidad. Ni siquiera sus subordinados le eran devotos hasta el fanatismo. Emprendió su lucha sin una mujer abnegada o exasperante que le sirviera de comparsa. Simplemente, de no ser por la fiebre de Texas, no habría quedado huella de su existencia en el mundo. Un inglés, de apellido Bruce, médico del ejército, fue, por así decirlo, inspirado por él… o al menos se sirvió de sus descubrimientos como base para los propios. Bruce se dedicó a seguirle la pista a la fiebre de Malta y la enfermedad del sueño, ambas transmitidas por picaduras de mosquitos. Lo hizo acompañado de una también resignada mujer, dispuesta a ir a las zonas más olvidadas del mundo, con todas las incomodidades diseñadas para que el género humano justifique el cargarse al ecosistema, que tuvo a bien casarse con él y convertirse en su ayudante, como si eso estuviera implícito en el contrato matrimonial con cualquiera de “estos hombres locos”. Si bien lograron controlar la fiebre de Malta, la enfermedad del sueño era (y sigue siendo) algo que escapaba a cualquier dispositivo para atajarla, que simplemente no podría ser contenido de una manera simple y práctica. Si observamos sus experimentos, no notaremos muchas cosas tan disparatadas e interesantes como las que hicieron sus predecesores, pero sí muy efectivas considerando la naturaleza del fenómeno al que se enfrentaban. Simplemente recolectaban muestras e inoculaban, revisaban estadísticas para conocer el área de distribución de los mosquitos transmisores e ideaban algún método para que no hubiera personas ni animales en las zonas cercanas por un rato. Es por eso que la enfermedad del sueño no puede ser combatida de esta manera, porque su distribución es amplia y caprichosa. Bruce no tenía muchas cosas extraordinarias como persona. A lo mucho su seguridad y firmeza a la hora de defender sus teorías, y la suficiente sangre fría para lamentarse de que uno de sus detractores no hubiera muerto al hacer algo lo suficientemente estúpido. Después de él vinieron un par de sujetos un poco más interesantes, mister Ross y el signore Grassi, que estuvieron a punto de matarse entre sí antes que reconocer que, de no haber sido por el otro, ninguno habría llegado a nada. Los dos intentaban erradicar el paludismo. Ross, antes de dedicarse a ser cazador de microbios, había intentado ser cirujano, matemático, escritor (como poeta era bastante cursi), y compositor, quizá hasta ninja, pero nada se le había dado lo suficientemente bien. Tal vez porque tenía la loca idea de que, apenas comenzara a hacer algunos ensayos en cualquiera de esas disciplinas, el mundo debería estar a sus pies reconociendo su talento sin par. Quizá habría llegado a ser todo un vago sin oficio ni beneficio, de no ser por la llegada de un científico (cuyo nombre no recuerdo) que decidió usarlo como esclavo de laboratorio

a distancia, sin pagarle la gran cosa, pero Ross lo idolatraba y estaba seguro de que podría confirmar la teoría de este sujeto inmemorable. Ross sufrió. Intentó todo lo imaginable y hasta lo inimaginable. Llegó al extremo de creerse uno de los parásitos responsables del paludismo. Desafió a la lógica con sus experimentos, y la lógica se rió en sus narices. Al final, pudo descubrir el mecanismo por el cual se desarrollaba un parásito análogo al que provocaba el paludismo, y ahí se atascó y no pudo continuar. Pero sus resultados le sirvieron como punto de apoyo a Grassi para salir de un atolladero en el que estaba metido, y logró identificar plenamente al mosquito transmisor de la enfermedad sin lugar a dudas, mediante varios experimentos ingeniosos y otros no tanto. En todo caso, y a pesar de ser bastante similares, se vieron opacados por los experimentos de Walter Reed, médico del ejército americano, quien junto a sus colaboradores se enfrentó contra la fiebre amarilla, también transmitida por un mosquito; que llegaron a extremos más heroicos y desesperados, algunos de los cuales llegaron a rozar los límites de lo grotesco. Reed no era, sin embargo, alguien a quien podríamos llamar sádico. A veces era cruel en sus experimentos, pero lo hacía sólo por necesidad, y si según una hipótesis suya alguien debía morir por x o y causas, no le alegraba de una manera especial el que en efecto muriera, pero tampoco se apenaba demasiado porque, al fin y al cabo, esa muerte había servido a un fin. Era, en resumidas cuentas, un hombre bastante centrado, quizás un poco más inclinado hacia el lado de la compasión, pero lo suficientemente conciente como para saber que el ser cruel con un solo hombre implicaba salvar a miles más, y con la objetividad necesaria para reconocer el mal menor y apegarse a él. El último cazador de microbios que se menciona es Herr Ehrlich, un hombre jovial y emocionalmente sano con más amigos que todos los anteriores juntos (excepción hecha, quizá, de Metchnikoff), con un carisma enorme y un tremendo gusto por los colorantes, a los que les atribuía otras propiedades aparte del colorear. Gustaba de diseñar teóricamente estructuras de sustancias que le ayudaran a eliminar a los microbios de una vez y para siempre, sin complicarse con vacunas y atenuaciones, porque también era algo torpe en el laboratorio, pues era demasiado efusivo como para poder someter su temperamento a ser lo bastante paciente para no arruinar sus propios preparados (que luego arreglaba chapuceramente guiado por el más puro espíritu alquimista). Con el tiempo se enfocó a encontrar la cura contra el mal de caderas en base a una sustancia llamada atoxil, que a pesar de tener arsénico en su fórmula era inocuo (o al menos eso aseguraban sus creadores), y tras hacer un sinnúmero de modificaciones al atoxil llegó al compuesto 606, después bautizado como Salvarsán, que también probó contra la sífilis. Tembló al pensar que podía ser tóxico para los humanos a pesar de no serlo con las ratas. Y lo fue para algunos, en efecto, y Ehrlich nunca supo el porqué, acelerando su muerte prácticamente por la desesperación de que, habiendo sido considerado un fracasado gran parte de su vida, en el momento de su triunfo se encontraba con que no era completo. Por supuesto, también ayudó el hecho de que fumaba como una locomotora y desarrolló diabetes. Y aún así no perdía su sentido del humor. Quizá, de entre todos, sea uno de los mejores ejemplos a seguir. Sí, es lícito entusiasmarse con los relatos de Cazadores de microbios: ya sea por los personajes, por las presas, por las trampas de unos a otros, o por la elegante manera de narrar. Y sin embargo,

tomar uno sólo de estos elementos es despojarlo de su sentido. Esta obra hay que tomarla como un todo, sin tener en consideración las simpatías o antipatías personales que pudiera sentir alguien hacia cualquier pasaje por cualquier razón, por la simple y llana razón de que cumple cabalmente con la consigna que alguna vez diera Cervantes de que los libros deben enseñar, entretener y divertir.