Eloisa James - Cuarteto Duquesas 01 - Duquesa Enamorada

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Eloisa James

Cuarteto duquesas 01

Duquesa enamorada

ÍNDICE Capítulo 1..................................................3 Capítulo 2..................................................8 Capítulo 3................................................14 Capítulo 4................................................22 Capítulo 5................................................27 Capítulo 6................................................34 Capítulo 7................................................45 Capítulo 8................................................51 Capítulo 9................................................58 Capítulo 10..............................................62 Capítulo 11..............................................68 Capítulo 12..............................................76 Capítulo 13..............................................80 Capítulo 14..............................................93 Capítulo 15............................................105 Capítulo 16............................................112 Capítulo 17............................................116 Capítulo 18............................................123 Capítulo 19............................................128 Capítulo 20............................................134 Capítulo 21............................................144 Capítulo 22............................................149 Capítulo 23............................................154 Capítulo 24............................................167 Capítulo 25............................................175 Capítulo 26............................................180 Capítulo 27............................................188 Capítulo 28............................................195 Capítulo 29............................................204 Capítulo 30............................................210 Capítulo 31............................................213 Capítulo 32............................................218 Capítulo 33............................................222 Capítulo 34............................................225 Capítulo 35............................................230 Capítulo 36............................................237 Capítulo 37............................................242 Capítulo 38............................................244 Epílogo...................................................249 Nota de la autora...................................251 RESEÑA BIBLIOGRÁFICA............................................252

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Capítulo 1 Breve conversación en la habitación de la duquesa de Girton. Fiesta en la casa de campo de lady Troubridge, acantilado este

—Bueno, y ¿cómo es? Hubo una pausa. —Tiene el cabello negro, de eso me acuerdo —dijo Gina, dudosa. Se encontraba sentada a la mesa de su habitación, haciendo nudos con una pequeña cinta de cabello. Ambrogina, la duquesa de Girton, rara vez se inquietaba. «Una duquesa es lo que una duquesa hace», le había insistido una de sus institutrices. Pero Gina estaba al borde del pánico. Todas las duquesas sienten pánico alguna vez. Esme Rawlings soltó una carcajada. —¿No sabes cómo es tu marido? Gina frunció el ceño. —Es fácil para ti sonreír. No es tu marido el que regresa del continente para encontrarse con que su esposa está metida en un escándalo. Yo le pedí a Cam que anulara nuestro matrimonio para poder casarme con Sebastian, pero ahora, cuando lea esos odiosos chismes en El Tabloide, pensará que soy una mujer fácil. —No lo pensará, si te conoce. —¡Ése es el problema! Que no me conoce. ¿Qué pasaría si llegase a creer las habladurías acerca del señor Wapping? —Despide a tu tutor y todo se olvidará en una semana. —No voy a despedir al señor Wapping. Vino desde Grecia para ser mi tutor y no tiene adónde ir. Además, él no ha hecho nada malo, y yo tampoco, así que, ¿por qué debo actuar como si lo hubiera hecho? —Que Willoughby Broke y su mujer te vieran con él a las dos de la madrugada es suficiente para que todos crean que vuestro comportamiento no ha sido todo lo decente que hubiera sido deseable… —Sabes que salimos para ver la lluvia de meteoritos. De todas maneras, no has contestado mi pregunta: ¿Qué sucederá si no reconozco a mi marido? —Gina miró fijamente a Esme—. ¡Será el momento más humillante de mi vida! —Por el amor de Dios, hablas como la protagonista de un melodrama barato. Lo anunciará el mayordomo, ¿verdad? Así sabrás quién es. Y cuando entre le dirás: «Oh, mi querido esposo» —Esme contempló a Gina con una mirada de calurosa bienvenida—, «¡qué terrible dolor me ha producido tu ausencia!». —Parpadeó lánguidamente. Gina le hizo una mueca.

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—Supongo que tú usas esa frase con frecuencia. —Naturalmente. Miles y yo siempre somos muy educados cuando nos vemos. Lo que no es frecuente, gracias al cielo. Gina dejó a un lado la cinta del cabello, que ahora tenía unos cincuenta nudos aproximadamente. —Mira esto, mis manos están temblorosas. No conozco a nadie que haya tenido que pasar por la experiencia de un encuentro tan horrible. —Estás exagerando. Piensa en lo mal que se sintió Carolina Pratt cuando tuvo que decirle a su esposo que estaba embarazada cuando él volvió de los Países Bajos… ¡donde había estado más de un año! —Eso debió de ser muy difícil. —Aunque, en realidad, le hizo un favor. ¿Qué habría sido de su propiedad si ella no se las hubiera arreglado para producir un heredero? Llevaban más de diez años casados. En lugar de enfadarse con ella, Pratt debería estarle muy agradecido, aunque dudo que lo esté, con lo bárbaros que son los hombres. —Mi problema es que reconocer a Cam me va a resultar extremadamente difícil —dijo Gina—. Si se parece a Adán quizá pueda reconocerlo… —dijo melancólicamente. —Creía que habías pasado tu infancia junto a él. —Sí, pero era tan solo un niño cuando nos casamos, ahora es un hombre, y habrá cambiado mucho, supongo. —Hay muchas mujeres a las que les gustaría que sus maridos se fueran a vivir al continente —recalcó Esme. —Cam no es realmente mi marido. Cuando éramos niños yo creía que era mi primo… lo creí hasta el día en que nos casamos. —No veo qué tiene eso que ver. Hay muchos primos hermanos que están casados y vosotros, en realidad, ni siquiera sois primos. Tu verdadera madre no tiene ningún parentesco con él, en realidad no tenéis lazos de sangre. —Al igual que mi marido no es realmente mi marido —añadió Gina, prontamente—. Cam saltó por la ventana quince minutos después de que su padre lo obligara a casarse conmigo. Y ahora viene a anular el matrimonio. Ha tardado doce años, pero al fin se ha decidido. —Al menos mi marido se fue por la puerta, como un hombre civilizado. —Cam ni siquiera era un hombre aún. Acababa de cumplir dieciocho años unos días antes. —Estás guapísima con ese traje rosa —dijo Esme, sonriendo a Gina—. Cuando te vea, se arrepentirá de haberse largado saltando por la ventana hace doce años. —Tonterías. No soy guapa. Soy muy delgada y mi cabello parece una zanahoria. —Se paró frente al espejo, al lado de Esme—. Desearía tener tus ojos, Esme. Los míos son del color del barro. —Tus ojos no son del color del barro, son verdes. —Esme sonrió—. Y en cuanto a esa tontería de que no eres guapa… ¡mírate! Hoy pareces una madona del Renacimiento, tan esbelta y serena, y un poco lánguida. Todo en ti es elegante y discreto, excepto tu cabello, por supuesto. ¿Crees que has heredado ese cabello rojo de tu escandalosa maman francesa? —¿Cómo saberlo? Mi padre nunca quiso decirme cómo era mi

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verdadera madre. —De hecho, una madona es una descripción perfecta —continuó Esme dándole a la conversación un tono picarón—. Pobre… ¡Otra virgen casada! De repente, llamaron a la puerta y entró Annie, la sirvienta de la duquesa. —Lady Perwinkle está en el recibidor, ha venido a visitarla, excelencia. —Invítala a pasar —contestó la duquesa. Carola Perwinkle era pequeña y deliciosamente redondeada, con rizos que rebotaban en su pequeña cara en forma de corazón. Dejó escapar un chillido de placer al ver a Esme. —¡Queridas! He tenido que venir porque acabo de enterarme de una noticia verdaderamente asombrosa. Lady Troubridge me ha contado que tu esposo… —miró a Gina con expectación— ¡vuelve a Inglaterra! —Es verdad —interrumpió Gina—. Mi esposo regresa a Inglaterra. Carola juntó las manos en el pecho. —¡Qué romántico! —¿Cómo? Yo no veo nada de romántico en el hecho de que mi esposo vuelva para anular nuestro matrimonio. —Venir desde Grecia sólo para liberarte; para permitir que te cases con el hombre que amas. No tengo ninguna duda de que su corazón está secretamente partido en dos. Esme parecía a punto de desmayarse. —No entiendo cómo soy tu amiga, Carola. Yo creo que el esposo de Gina está escandalosamente contento de quitársela de encima. Tu esposo y el mío saltarían de alegría si tuvieran la oportunidad de librarse de nosotras, ¿verdad? ¿Por qué el esposo de Gina iba a ser diferente? —Prefiero no verlo de esa manera —dijo Carola, rascándose discretamente su pequeña nariz—. Puede que mi esposo y yo casi nunca estemos de acuerdo, pero él jamás anularía nuestro matrimonio. —Bueno, el mío sí lo haría —dijo Esme—. El problema es que su rígida educación no se lo permite. La primera vez que nos separamos, yo hice todo lo posible para molestarlo, quería que se enfadara tanto conmigo que no le quedara más opción que divorciarse de mí. Pero él fue todo un caballero. No va a divorciarse, pero si pudiera anular nuestro matrimonio lo haría sin pensárselo dos veces. —Eres una tonta. —Gina la miró afectuosamente—. ¿Destruiste tu reputación sólo para captar la atención de Miles? Esme sonrió con pesar. —Casi lo hago. No entiendo cómo vosotras, dos duquesas con una reputación intachable, seguís siendo amigas mías. —Yo te necesito porque me voy a casar, naturalmente. ¿A quién le pediría consejos en materia de esposos? —dijo Gina en tono picarón. —Mejor a Esme que a mí —agregó Carola, con una pequeña sonrisa—. Mi esposo y yo sólo vivimos juntos un mes, luego cada uno siguió su camino; pero Esme vivió con su esposo todo un año, tiempo suficiente para aprender muchas cosas… —La verdad es que deberías ser tú quien nos diera consejos a nosotras, Gina —dijo Esme—. Carola y yo no tenemos muy buena

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reputación; desde que nos separamos de nuestros maridos nuestra vida es un continuo escándalo. ¡Pero tú siempre te has comportado como una esposa ejemplar! —Me haces parecer tan aburrida… —protestó Gina. —Bueno, en comparación con nuestras destruidas reputaciones… —Habla sólo por ti —dijo Carola—. Mi reputación puede estar empañada, pero aún no está destruida. —Oh, bueno, la mía es lo bastante negra para las tres —dijo Esme, frívolamente. Carola se encontraba en la puerta. —Será mejor que me vaya porque estoy a punto de empezar a decir cosas de las que luego me arrepentiría. —Se deslizó por la puerta y salió. Esme saltó de la silla. —Yo también tengo que irme. Jeannie va a peinarme al estilo griego y no quiero llegar tarde. Bernie es muy puntual y no me gustaría hacerle esperar. —¿Bernie Burdett? Pensé que habías dicho que era un pesado —dijo Gina. Esme sonrió, traviesa. —No estoy interesada en su cerebro, querida. —¿Recuerdas que lady Troubridge dijo que tu esposo llega hoy? —Ya sé que Miles llega hoy. Lady Randolph Childe ya está aquí ¿verdad? Y si ella está aquí, él no tardará en llegar. Gina se mordió el labio. —Eso es sólo un rumor. A lo mejor él quiere verte. Los ojos de Esme eran tan azules que habían sido comparados con zafiros por muchos hombres jóvenes. Casi siempre eran tan brillantes y duros como gemas preciosas. Pero se suavizaron tan pronto miraron la cara de Gina. —Usted es una persona realmente dulce, excelencia. —Se agachó y la besó en la mejilla—. Debo irme para comenzar a vestirme como una femme fatale. ¡Sería terriblemente incómodo que lady Childe tuviera mejor aspecto que yo! —Eso es imposible y tú lo sabes —dijo Gina, convencida—. Sólo quieres oír un cumplido. —Los rizos negros y sedosos de Esme, sus provocativos labios y sus deliciosas curvas habían forzado a comparaciones con las más hermosas cortesanas de Londres. Su belleza era reconocida por todos, y nadie dudaba que Esme podía vencer fácilmente a su competencia. —¿Acaso no estabas tú buscando un cumplido cuando dijiste todo eso acerca de tus ojos color barro? Gina la señaló. —No es lo mismo. Todos los caballeros que conozco morirían por entrar en tu habitación, mientras que yo no soy más que una duquesa delgada y conservadora. Esme gruñó. —Estás loca. No creo que Sebastian opine como tú, pero ahora no tengo tiempo de charlar, debo ir a vestirme… —Y tras mandar un beso al aire, se marchó. Annie, que aún continuaba en la habitación, miró a su señora.

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—Es una pena, eso es lo que es —dijo, levantando un cepillo—. Ahí va lady Rawlings, una de las mujeres más hermosas de todo Londres y su esposo no disimula su relación con lady Childe. Una pena, eso es lo que es eso. Gina asintió. —Su esposo incluso pidió una habitación contigua a la de lady Childe, ¿sabe? —añadió Annie. Gina encontró su mirada en el espejo, sobresaltada. —¿En serio? —No es tan inusual. Más bien es lo opuesto. Ahora que soy una sirvienta de mayor categoría, la señora Massey habla libremente delante de mí. Y usted no se imagina las molestias por las que tuvieron que pasar lady Troubridge y ella durante esa fiesta. —¡Válgame Dios! —dijo Gina, débilmente. Al menos Sebastian y ella no serían esa clase de pareja cuando estuvieran casados. Pobre Esme.

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Capítulo 2 El encuentro entre un duque, un cerdo y un abogado.

No había duda de que había atracado en Inglaterra, pensó tristemente Camdem Serrard mientras sacudía el agua del ala de su sombrero. El sonido de sus botas italianas era silenciado por ríos de lodo. La lluvia caía con tanta fuerza que el aire se había vuelto blanco, y él no podía ver el final del camino donde terminaba el muelle. —¡Cuidado, señor! Giró sobre sus talones, pero no alcanzó a esquivar al cerdo que salió corriendo en busca de la libertad. Pequeñas y afiladas pezuñas trotaron por encima de sus salpicadas botas. Todo pasó con tanta rapidez que casi no alcanzó a darse cuenta. Se levantó del suelo y siguió caminando, malhumorado, hacia una luz que parecía ser de una posada. No entendía por qué habían tenido que atracar en ese maldito puerto olvidado de Dios, en el lado lejano de Riddlesgate. El capitán de La Rosa había anunciado tan tranquilo que había cometido un pequeño error de navegación, afirmando que Londres se encontraba sólo a una hora en carruaje, como excusa. Desde el punto de vista de Cam, Londres podía estar en otro continente, a juzgar por las llanuras salinas y llenas de lodo que se extendían en todas las direcciones, hasta donde alcanzaba a ver. Agachó la cabeza al entrar por la puerta y miró el salón. Su empleado Phillipos había llegado antes que él y había conseguido una habitación; lo malo era, como descubrió no sin consternación, que el cerdo también lo había acompañado y estaba echando raíces junto a una silla. En el salón sólo había un cliente más aparte de Phillipos, el cerdo y el posadero: un hombre rubio que se encontraba sentado junto al fuego, leyendo, y que a duras penas levantó sus ojos para mirar a Cam cuando entró. Al ver al aristócrata de pie, en la puerta, John Mumby, el posadero, se apresuró a atenderlo. —Buenas tardes, ¡excelencia! Es un honor, un verdadero honor, darle la bienvenida a mi humilde posada, La Sonrisa de la Reina, ¿puedo ofrecerle algo de beber? Cam colgó su abrigo en el brazo listo de Phillipos. —Lo que tenga está bien —dijo, rotundamente—. Y no se refiera a mí como «excelencia», por favor. Mumby se quedó perplejo pero rápidamente se recuperó. —Claro, señor —dijo, radiante—. Sí, señor, ya se lo traigo señor. Señor Perwinkle, tengo que pedirle que saque al cerdo. No permitimos animales de cría en el salón de esta posada. El hombre rubio lo miró apenado.

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—Diablos, Mumby, acabas de decirme que dejara a la bestia donde estaba. Sabes que esa peste de animal no me pertenece. —Su cochero pagó por él —dijo el posadero, con irrefutable lógica—, y no tengo duda alguna de que vendrá a recogerlo en cuanto hayan arreglado el eje de su carruaje. Si usted está de acuerdo, señor, el muchacho lo pondrá en el cobertizo. Perwinkle asintió, y un muchacho tomó al cerdo en sus brazos y se dirigió hacia la lluvia. Cam se dejó caer sobre una confortable silla junto al fuego. Era agradable estar de nuevo en Inglaterra. La última vez que había pisado el continente era un chico inmaduro de dieciocho años, lleno de rabia. Pero aun así recordaba con afecto el olor a humo y cebada de los pubs ingleses. «No hay nada como esto», pensó cuando Mumby le puso una espumosa jarra de cerveza en las manos. —¿Preferiría usted un trago de brandy? —preguntó el posadero—. Debo admitir, señor, que uno de mis amigos deja una botella en la posada cada cierto tiempo… en la puerta de atrás. Buen brandy, incluso siendo francés. Es todo un manjar. «Igual que el capitán», pensó ociosamente Cam. «El insolente pobre diablo se aprovecha del contrabando de brandy. Sí, eso debe de ser. Por eso ha atracado en el fin del mundo.» Tomó un largo trago de cerveza. Magnífica cerveza y brandy de contrabando. La vida iba mejorando. —Estaba pensando en faisán asado, para empezar —dijo Mumby, ansiosamente—. Y tal vez un poco de cerdo fresco después. —¿Qué quiere decir con… fresco? —preguntó Cam. No le agradaba la idea de que le sirvieran para cenar al cerdo del señor Perwinkle. —Lo maté la semana pasada —afirmó Mumby—. Ha estado esperando, colgado, y ha alcanzado la perfección. Mi esposa prepara un delicioso cerdo dulce, señor, ¡usted no se imagina! —Perfecto. Y también sírvame un poco de brandy, cuando tenga un momento. —¡Sí, señor! —contestó Mumby, viendo un nutrido montón de monedas crecer en su mente. Una cosa llevó a la otra. Una de esas cosas fue el descubrimiento de que la posada tenía un blanco de dardos. Mientras la noche avanzaba, resultó que el señor Perwinkle era un experto con los dardos, y tenía una verdadera pasión por la pesca, una pasión que Cam compartía. Y cuando, por los azares de la conversación, descubrieron que ambos habían asistido a la misma escuela, con una diferencia de tan sólo cinco años, los dos hombres alcanzaron ese raro nivel de intimidad que sólo comparten los que han crecido juntos y compartido las primeras experiencias. De hecho, cuando Mumby le preguntó a Cam si deseaba contratar un carruaje a primera hora de la mañana, el duque negó con la cabeza. Había tenido un viaje agotador de cuarenta y cinco días desde Grecia, con varias tormentas cerca de la Costa de Vizcaya. Había tiempo suficiente para conocer a la persona que lo tenía atado a Londres, y no sentía la necesidad de apresurarse por regresar allí. Tuppy estuvo de acuerdo con esa decisión, y con más razón aún porque él mismo había extraviado a su esposa en esa ciudad algunos años antes.

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—Se marchó enfadada a casa de su madre. Como yo me cansé de sus quejas, no intenté recuperarla y dejé las cosas así —dijo. —Dile a mi abogado que venga —le dijo Cam a Phillipos—. Le pago lo suficiente, puede acompañarme a desayunar. Phillipos admiraba la capacidad que tenía su señor de olvidar, tras una noche de alegría, sus buenas intenciones a la mañana siguiente. Ni siquiera estaba seguro de que el duque quisiera ver a su abogado por la mañana, dado el brandy que había tomado esa noche y su alegría por haber descubierto a una alma gemela. Pero hizo una reverencia y envió un mensaje urgente a la metrópoli, solicitando la presencia del señor Rounton, de Rounton y Rounton, en un desayuno de trabajo con su estimado cliente, Camdem Serrard, duque de Girton. Pero las preocupaciones de Phillipos eran innecesarias. Edmund Rounton, el abogado del duque de Girton, no era un hombre insensato. Había tenido una larga, muy larga relación con el padre del duque. Y como el hijo no era nada parecido a su predecesor, Rounton no tenía la intención de presentarse hasta la tarde, cuando el hombre estuviera tranquilo y relajado después de una buena comida. Cerca de las dos de la tarde, el reluciente y almidonado Rounton descendió de un carruaje, incómodo a causa de una sensación de nervios en su estómago. Las reuniones con el padre del duque habían sido una prueba, por no decir algo peor. En pocas palabras, el viejo duque era un especialista en idear proyectos cuya ejecución podría poner en duda su lealtad a la ley y explotaba de ira si alguien estaba en desacuerdo. El actual duque no se parecía en nada a su padre, al menos superficialmente. —Buenos días, señor Rounton —dijo, saltando de su silla. Tenía los mismos ojos oscuros de su padre, aunque eran un poco más alegres. El duque padre parecía Belcebú, por sus desagradables ojos color hollín y su blanca fisonomía. —Excelencia, es un placer verlo tan saludable. Me alegro de que decidiera regresar a su lugar de nacimiento —dijo Rounton, mientras hacía una reverencia. —Sí, bueno —contestó Girton mientras señalaba una silla—. No estaré en Inglaterra mucho tiempo, y necesito su ayuda. —Si hay algo que pueda hacer, lo haré con mucho gusto, excelencia. —Pare de llamarme «excelencia» —dijo el cliente—. No aguanto las formalidades. —Por su puesto exc… por supuesto —dijo, mirando el atuendo informal del duque. ¡No llevaba levita! Y se había recogido las mangas de la camisa, mostrando sus musculosos antebrazos. A decir verdad, Rounton encontró esa informalidad poco atractiva. —Quiero anular mi matrimonio —comenzó a decir Girton—. Supongo que no habrá ningún problema, dadas las circunstancias. Todo el mundo sabe que no era un matrimonio real, y nunca lo ha sido. ¿Cuánto tiempo crees que nos llevará el papeleo? Rounton parpadeó, mientras el duque continuaba. —Y también quiero aprovechar para ir a Bicksfiddle. No es que quiera hacer cambios en su administración, tal como se está llevando ahora produce enormes beneficios y estoy contento, pero quiero asegurarme de

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que todo está en buenas condiciones para Stephen. El abogado se quedó boquiabierto. —Dispondré una buena cantidad para mi esposa, por supuesto — añadió Girton—. Ella ha sido extremadamente paciente y amable con todo este asunto. El señor Rounton sacudió la cabeza. —¿Quiere usted anular su matrimonio, excelencia? —preguntó asombrado. —Exactamente. —Y… no estoy seguro de haber entendido bien… ¿dice que quiere transferir su propiedad a su primo… el conde de Splade? El duque parecía estar en su sano juicio, aunque era alguien poco convencional. Estaba descaradamente desarreglado, con su cabello largo y erizado de esa forma extraña, pero parecía estar sobrio. —La propiedad y el título serán de Stephen o de su hijo, en algún momento. Yo no uso el título, ni lo necesito. Le juré a mi padre que jamás tocaría su propiedad, y jamás he sacado un centavo de ella. —Pero… su padre, su herencia, su esposa —tartamudeó Rounton. —Mi heredero es Stephen —dijo Girton—. Y no tengo esposa, excepto de nombre, pero ese problema pronto estará solucionado y no tengo la intención de casarme de nuevo. Quisiera prescindir de la propiedad lo más pronto posible. —Quiere anular su matrimonio, pero no piensa casarse de nuevo… El duque comenzó a mostrar señales de impaciencia. —Acabo de decírselo. —Preparar los papeles de la anulación es una tarea relativamente fácil, excelencia. Pero el proceso lleva cierto tiempo, desde luego mucho más de una semana. —¿Incluso en nuestra situación? Después de todo, no he visto a mi esposa desde que ella tenía unos once o doce años, ¿de acuerdo? No puede haber nadie tan insensato para pensar que ese fiasco se consumó, ¿verdad? —Dudo que haya problemas, dado que su esposa era tan joven — respondió Rounton—. Sin embargo, el proceso requiere la confirmación del Parlamento y del Regente, lo cual lleva su tiempo. Creo que deberá usted vivir una temporada entre nosotros. —Eso es imposible —respondió Girton rápidamente—. Tengo mucho trabajo en Grecia. —Estoy seguro de que… —anotó Rounton, desesperadamente. —No —dijo Girton. Se podía ver que hablaba en serio—. No puedo soportar estar alejado de mi estudio por mucho tiempo. No querrá usted un duque loco andando por las calles de Londres, ¿verdad? —Se puso en pie—. ¿Por qué no intenta acelerar todos los trámites? Si firmo los papeles inmediatamente, estoy seguro de que usted podrá manejar solo este asunto. Rounton se puso en pie con lentitud, pensando en los cientos de problemas legales que lo esperaban. —Necesitaré verle de nuevo antes de que abandone usted el país — dijo, ansiosamente. —Creo que me quedaré en esta posada una o dos noches —dijo el

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duque—. Me han dicho que hay muy buena pesca hacia el norte. ¿Por qué no hace todo el papeleo y regresa aquí mañana? —Haré lo posible —respondió Rounton. El joven duque era como su padre: ambos querían lo imposible y lo querían para ayer. —Entonces le espero mañana a cenar. Muchas gracias por su ayuda —dijo el duque, haciendo una reverencia. De vuelta en Londres, Rounton se dirigió a su cómoda oficina en los interiores de la Corte, a pensar durante largo tiempo la situación. Podía ver que el duque iba a anular su matrimonio para volver corriendo a los lugares de entretenimiento lascivo de Grecia o a lo que fuera que hubiera estado haciendo durante los últimos doce años de su vida. Hasta ahí iría el ducado de Girton. Su padre y su abuelo habían servido a los duques de Girton, y Edmund Rounton estaría condenado si permitiese que un arrogante vividor, al que solo le importaba moldear pedazos de mármol y que no entendía la importancia de su título terminara con una tradición de generaciones. —No puedo permitir que el joven haga esto —murmuró, mientras caminaba alrededor de su escritorio. Que un antiguo y honorable ducado pasara a otras manos, dejando de pertenecer para siempre a sus legítimos herederos, era un asunto muy serio y él no estaba dispuesto a consentirlo. Naturalmente, Rounton podía entender por qué se había marchado el chico al extranjero. No podía olvidar su cara, roja a causa de la ira, mientras pronunciaba sus votos cuando se casaba con una joven que, hasta esa misma mañana, sólo había sido su prima. No se sorprendió cuando el novio saltó por la ventana en el instante en que la ceremonia hubo terminado, para no regresar jamás. Ni siquiera cuando su anciano padre estaba a punto de morir. —Que Dios guarde su alma —dijo Rounton, reflexionando—. Ese viejo condenado… Además, el único heredero de Girton era el conde de Splade, aunque como representante conservador del distrito de Oxfordshire, Splade se había negado a usar su título. Pero eso no importaba; Splade no era mejor que su primo: no se había casado y jamás lo haría; lo único que le interesaba era la política. De todas maneras, era más viejo que Girton. Debía de tener treinta y seis años. Cuando Splade cayera muerto en el suelo de la Cámara de los Comunes, Girton continuaría con su feliz y divorciado libertinaje en Europa y el ducado se perdería para siempre. Quedaría condenado al olvido, muerto. Él mismo también había fallado en la tarea de producir un heredero, se dijo con amargura, de modo que la antigua y honorable firma de abogados Rounton y Rounton estaba condenada a caer en manos desconocidas cuando se retirara. Sintió una punzada de dolor en el estómago sólo de pensar en eso. Suspiró. ¿Qué más le daba a él lo que Girton hiciera? Que tirara su linaje a la basura. No importaba. Abrió el periódico recién planchado que estaba esperando en su escritorio. El doctor había dicho que actividades tranquilas tales como la

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lectura aliviarían sus recurrentes ataques de dispepsia. Durante unos momentos, se quedó observando lánguidamente la sección «Observaciones generales acerca de la ciudad», leyendo mecánicamente la lista de las frívolas actividades diarias realizadas por las personalidades más frívolas. De repente, un párrafo llamó su atención: «Nos encontramos confundidos por la reciente tendencia de los que están a la moda: la hermosa duquesa de G, quien seguramente no podrá quejarse de aburrimiento, dado que recibe invitaciones para cada evento de esta ciudad, ha llevado consigo a un tutor de historia a la famosa fiesta de lady Troubridge. Hay rumores de que el tutor es un joven muy atractivo… esperamos que el duque regrese pronto del extranjero para que él mismo entretenga a su esposa.» Los ojos de Rounton se abrieron de par en par. Olvidó el dolor de estómago. La energía circulaba por sus extremidades. No se retiraría hasta lograr salvar el linaje Girton. Sería su último acto de lealtad: el último y mejor regalo que la leal familia Rounton haría a los duques de Girton. Por lo menos él había hecho todo lo que había estado en su mano para producir un pequeño abogado que heredara la firma. Él y su esposa Mary, a quien Dios tuviera en su gloria, fueron incapaces de tener un hijo, aunque lo intentaron. El duque tenía una esposa perfectamente joven andando por ahí, y no le costaría mucho trabajo engendrar un hijo antes de regresar al continente. —Conseguiré que lo haga —dijo Rounton, para sí mismo. Su voz tenía el timbre del hombre que está acostumbrado a lidiar con la ley en beneficio de sus clientes. Porque los intereses de sus clientes eran lo primero para él—. De hecho, lo haré con un poco de tacto, de creatividad, como dicen. Dios sabía que el viejo duque le había obligado a aprender las formas más creativas de enfrentarse a la ley. No sería muy complicado hacer que el duque bailara al son que él tocase.

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Capítulo 3 Política familiar. La Sonrisa de la Reina, Riddlesgate

El resultado de que el señor Rounton tomara la decisión de rescatar el linaje Girton del olvido fue que tres hombres descendieron de un carruaje en la puerta principal de La Sonrisa de la Reina, cerca de las seis, la tarde siguiente. Cam enseguida reconoció a su heredero: Stephen Fairfax-Lacy, el conde de Splade. —¡Stephen! —gritó, levantándose de su silla y arrastrando a su primo hacia sus brazos—. Es increíble poder verte. ¡Han pasado ocho años desde tu visita a Nissos! Stephen logró soltarse del abrazo y se sentó. Una leve sonrisa iluminaba sus ojos. —¿Desde cuándo das abrazos? ¿Cómo debo llamarte? Excelencia es lo apropiado. —Al diablo con eso. Aún soy Cam y tú aún eres Stephen. Ya no creo en toda esa podrida formalidad inglesa en la que mi padre creía tanto. En Grecia, los hombres se expresan como quieren. Rounton se aclaró la garganta discretamente antes de entrar en la conversación. —Excelencia, estaba seguro de que no le importaría que le pidiera al conde de Splade que me acompañara a venir. Cam le sonrió inmediatamente a Stephen. —Por supuesto que no, estoy encantado. —Le presento a mi joven socio, el señor Finkbottle —dijo Rounton, presentando a un nervioso hombre de unos veinte años—. Él actuará como intermediario entre usted y mi oficina. —Un placer conocerlo, señor. ¿Nos sentamos? Hay bastantes sillas por aquí, y el dueño de la posada tiene un excelente brandy. Stephen se sentó y estiró las piernas. Medía casi dos metros y, después de más de una hora sentado en el carruaje, tenía las piernas entumecidas. —Has envejecido, Cam —dijo, abruptamente. Su primo se defendió: —La edad es una dolencia que todos padecemos. No he llevado precisamente la vida de un dandi durante los últimos doce años. El señor Rounton se aclaró la garganta y comenzó a dar un sermón quisquilloso acerca de los obstáculos legales que traen consigo las anulaciones. Stephen probó su brandy y miró a su primo. Para vivir en

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Grecia, Cam estaba extremadamente pálido. De hecho, a la parpadeante luz del fuego, sus cejas parecían cuchilladas de carbón en el pergamino. Tenía una cara de ángulos difíciles e impacientes reflejos de luz. Pero sus manos no habían cambiado, pensó Stephen con un poco de nostalgia. Su niñez había estado animada por lo que esos largos dedos podían hacer con la madera. —¿Qué es eso? —Es un dardo —contestó Cam, dándole la vuelta. Le brillaban los ojos, como siempre que hablaba de algo que tuviera que ver con su trabajo—. Se me ocurrió que si movía la trayectoria del asta, el dardo llegaría más rápido al blanco. Stephen tomó el delgado pedazo de madera en su mano. El dardo estaba perfectamente fabricado, como todo lo que Cam hacía. Pero tenía un defecto, que Stephen detectó rápidamente. —¿Qué opinas? —Bajará en picado en cuanto le pongas un peso, por mínimo que sea. Podría volar más rápido, pero cuando le pongas la aguja de la punta, la pluma no hará contrapeso —dijo Stephen, señalando con el dedo—. ¿Ves? El dardo se irá para abajo, cayendo en espiral, en lugar de volar hacia el frente. Podrías intentar hacer la punta más pequeña. Cam lo miró con cierta obsesión. —Probablemente estés en lo cierto —admitió. —Siempre fuiste malo para los asuntos mecánicos —comentó Stephen—. ¿Te acuerdas de todos los botes que tallaste? —Se hundieron casi todos —dijo Cam, riendo. —No se habrían hundido si los hubieras tallado de una manera convencional. Siempre tratas de pasarte de listo. El señor Rounton pensó que ya era hora de dirigir el tono de la conversación hacia temas más delicados, teniendo en cuenta que el duque parecía estar en un estado de ánimo razonable. —Su esposa se encuentra en este momento en una fiesta en una casa en East Cliff, a una hora de aquí —declaró. Los ojos de Cam descansaron en la cara del abogado por un momento para luego regresar al dardo que sostenía en la mano. —Qué lástima. Me habría gustado conocer a esa malcriada después de tantos años, pero no tengo tiempo de salir de excursión por el país. Rounton reconoció de inmediato la testarudez de su empleador; la había visto a menudo en el viejo duque. Pero tenía planeada la revancha. —Es absolutamente imposible preparar los papeles de la anulación en una semana —declaró. —¿Podría sugerirle que lo intente con mucho, mucho empeño? —dijo el duque con tono amable. «Parece hijo de su padre», pensó Rounton. —Hay otro problema, excelencia. —¿Sí? El duque había sacado un pequeño cuchillo y había comenzado a pulir la punta del dardo. —Estoy listo para iniciar los trámites de la anulación. Sin embargo, algo delicado le ha sucedido recientemente a su esposa. —¿Qué le pasa? —dijo el duque, levantando la mirada.

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—La duquesa está… —titubeó Rounton—. La duquesa ha logrado ponerse en el centro de un escándalo. —¿Un escándalo? —El duque no parecía muy interesado—. ¿Gina? ¿En qué clase de escándalo podría estar involucrada Gina? Si acaso, una tormenta en una taza de té, Rounton. Ella es una dulzura. —Naturalmente. Estoy de acuerdo con usted en cuanto a las virtudes de la duquesa, mi señor. Sin embargo, no todo el mundo es de la misma opinión que nosotros. Cam movía el dardo de un lado para otro, buscando con sus dedos imperfecciones en la superficie. —Encuentro eso difícil de creer. Todos los ingleses que han llegado a Grecia, y debo decir que han sido bastantes, han aplaudido las virtudes de mi esposa con mucho entusiasmo. Rounton guardó silencio y Cam suspiró. —Si usted quiere anular el matrimonio en este momento, estoy seguro que podrá hacerlo sin problema, pero creo que su esposa, la duquesa, no saldría muy bien parada. La sociedad la rechazaría, juzgándola culpable. —Deduzco que la pequeña Gina ha estado «trabajando» de sol a sol —dijo Cam, mirando a Stephen—. ¿Sabes tú algo de eso? —No me muevo en esos círculos —contestó Stephen encogiéndose de hombros. Cam esperó, moviendo la pequeña flecha de un lado a otro entre sus dedos. —Bueno, he oído rumores —dijo su primo—. Gina tiene un grupo extravagante de conocidas, todas jóvenes esposas… —¿Casadas? —Sus reputaciones no son precisamente inmaculadas —agregó Stephen de mala gana. Cam apretó los dientes. —En ese caso, si ya tiene mala reputación, la anulación de nuestro matrimonio no cambiaría nada las cosas, ¿verdad? El abogado se quedó boquiabierto, sin saber qué decir. Stephen habló por él: —Rounton cree que deberías aparecer para apoyarla. Me ha pedido que te acompañe a su fiesta. Cam miró el dardo con el ceño fruncido. ¿Qué se suponía que debía decirle a Gina? ¿Qué importancia tenía que coqueteara con ese marqués? Después de todo iba a casarse con él cuando su matrimonio estuviera anulado. —Cuando Gina se case con Bonnington cesarán las habladurías. —Lo dudo —dijo Rounton—. Puede que se calmen un poco las cosas si se casan, pero ¿qué pasaría si el matrimonio no tiene lugar? —Se rumorea que Gina ha pasado la noche con un hombre… un sirviente llamado Wapping —dijo Stephen—. La gente se pregunta si el marqués de Bonnington querrá casarse con ella después de semejante escándalo. —Tonterías —dijo Cam—. Wapping es el tutor que le busqué. Lo conocí en Grecia. Rounton asintió, diciendo:

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—Ahora puede ver lo importante que sería que usted apoyara a su esposa, excelencia. Si fuera usted a pasar unos días a la mansión donde se celebrará la fiesta y dejara claro ante todo el mundo que Wapping es su sirviente y que usted confía plenamente en él, las sospechas terminarían y la buena sociedad volvería a aceptar a la duquesa. Cam apretó los dientes, de nuevo. —Gina me escribió una carta llena de tonterías, diciéndome lo mucho que desea casarse con Bonnington. —Y así es, seguramente —dijo Rounton—. Estoy seguro de que eso es muy importante para ella; por eso tiene usted que ayudarla. Cuando todos conozcan su opinión, volverán a aceptarla en sociedad. Usted es su esposo, después de todo. —No sé. Unos pocos minutos ante el altar hace doce años no alcanzan para hacer valer el título. Ni siquiera me gusta referirme a Gina como mi esposa. Ambos sabemos que no somos realmente marido y mujer. —Sugiero que viajemos al Acantilado Este —dijo Stephen—. Puedo quedarme una o dos noches. Ya sé que no te interesan estas cosas, Cam, pero el Parlamento no abrirá sesiones hasta primeros de noviembre. —¡Claro que lo sé, tonto! Stephen se encogió de hombros, y dijo: —Dado que no has mostrado interés en tomar posesión de tu escaño en la Cámara de los lores… Cam sonrió. —Podrás ser más viejo, Stephen, pero no has cambiado. Siempre fuiste el más responsable de los dos. Yo, sin embargo, sigo huyendo de la responsabilidad —dijo Cam—. No encuentro razón para alterar mis completamente cómodos hábitos en ese punto. Tengo cosas que hacer en casa. —Creo que se lo debes a Gina —insistió su primo. —No lo has entendido. Tengo mucho trabajo. Stephen lo miró de reojo. —¿Por qué no puedes trabajar aquí? Tenemos piedras, cinceles y hermosas mujeres que servirán de modelos. —Estoy trabajando en una hermosa pieza de mármol, del rosa más pálido. ¿Sabes cuánto tiempo he perdido con este viaje? —¿Tan importante es tu trabajo? —dijo Stephen con la insolencia de un político. —Sí, por supuesto que importa —dijo Stephen, bruscamente—. Si no trabajo, bueno… es lo único que importa. —Vi tu Proserpina, la que Sladdington te compró el año pasado. Es muy bonita. —Ah, sí. Es una propuesta un poco arriesgada, ¿verdad? Ahora estoy trabajando en Diana. Una mojigata. Modelada en Marissa, por supuesto. —¡Claro! —murmuró Stephen—. Creo que le debes algo a Gina. Ha estado casada contigo la mayor parte de su vida. No puedes culparla por gozar un poco de la vida mientras tú no vivías en el país. Pero cuando anuléis el matrimonio y deje de ser duquesa será marginada de la buena sociedad. Dudo que ella sepa lo dura que puede ser la gente con una ex duquesa con mala reputación.

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El cuchillo de Cam pasó por entre la madera y rompió la punta del dardo, haciéndolo caer al suelo. —¡Maldita sea! —Iremos juntos —dijo Stephen—. Encontraré un pedazo de mármol y podrás llevarlo contigo. Harás otra Proserpina. —¿Es eso un comentario sarcástico, primo? ¿No te gustan las diosas romanas? —dijo Cam. Stephen no contestó. —Oh, está bien. Abandonaré a mi Diana. Sólo espero que Marissa no engorde mucho en mi ausencia. Verás como cuando vuelva habrá engordado y tendré que obligarla a pasar hambre para que recupere su cuerpo de diosa… —Marissa es su amante —informó Stephen a Rounton y a Finkbottle. —Es mi musa —corrigió Cam—. Una mujer hermosa. La estoy esculpiendo como a Diana saliendo del agua. Stephen le lanzó una mirada oscura. —Piensas que todo esto son tonterías, ¿verdad? —dijo Cam, sonriendo con ironía mal disimulada. —Sí, lo creo —dijo su primo, sin rodeos—. Puesto que realmente son tonterías. —A la gente le gusta. La estatua de una hermosa mujer puede hacer que tu jardín se convierta en el paraíso. Te haré una. —Tú no tienes respeto —dijo Stephen con resentimiento—. Eso es lo que menos me gusta de ti. —En eso estás equivocado —respondió Cam, estirando las manos. Las miró: eran grandes y poderosas, marcadas por pequeñas cicatrices—. Me siento orgulloso de mis diosas. He hecho mucho dinero con ellas. —Ésa no es razón suficiente para seguir imponiendo mujeres desnudas como si fuera la última moda —dijo Stephen con brusquedad. —Ah, pero ésa no es la única razón. Mi talento se expresa en las mujeres desnudas, Stephen. No en los dardos, tampoco en los botes. No puedo fabricar objetos que no tengan valor. Pero puedo crear la curva de una mujer de tal manera que te haga morir de deseo sólo de verla. Stephen levantó una ceja, pero se quedó callado. Cam les pidió disculpas a Rounton y a Finkbottle: —Por favor, excusen la riña familiar, señores. Stephen es el regalo de nuestra familia al mundo, ¿quién lucharía por los veteranos de guerra y los niños alpinistas si no lo tuviéramos a él? —Por lo menos yo hago algo útil. ¿Qué haces tú? Enriquecerte vendiendo mujeres desnudas y rellenitas, moldeadas en mármol rosa, a señores como Pendleton Sladdington. —Marissa aún no está rellenita —observó Cam, ligeramente. Luego se levantó y aplastó a Stephen por los hombros—. Es magnífico poder discutir contigo otra vez. Te he echado mucho de menos, maldito viejo moralista. Rounton se aclaró suavemente la garganta. —¿He de tomar por hecho que acompañará al conde a la mansión Troubridge, excelencia? Cam asintió. —Acabo de recordar que tengo un regalo para Gina, enviado por su madre. Se lo entregaré en persona, si Stephen me consigue un cubo de

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mármol en pocos días. —Si lo conviertes en algo que no sea un cuerpo de mujer, sí —dijo, rápidamente. —¡Un desafío! —dijo Cam, alegremente. —Nada menos —contestó su primo—. Dudo que sepas moldear algo que no sean torsos de mujeres desnudas. —Acepto el reto. Pero prométeme que exhibirás en tu casa la pieza que haga para ti. —Lo prometo. Rounton suspiró. Ahora ya no dependía de él, sino de que la duquesa supiera ganarse el corazón de su marido. Era lo mejor que podía hacer; lanzarlos juntos por un corto periodo de tiempo y dejar que la naturaleza siguiera su curso. La joven duquesa era famosa por la belleza de su pelo rojo y sus ojos verdes. Rounton esperaba que Girton no pudiera resistirse al encanto de su pelo, y algo más. Stephen se hospedó en La Sonrisa de la Reina con su primo. Envió al empleado de Cam a Londres a buscar a su ayuda de cámara, algo de equipaje y un bloque de mármol. Era confortable estar sentado en una posada en medio de la nada, tomando brandy y discutiendo amablemente con el único pariente que tenía. Tuppy Perwinkle los acompañó mientras caía la tarde. Aparentemente, la persona que iba a arreglar su carruaje no iba a poder reparar el eje hasta el día siguiente. —¿Cómo está, señor? —preguntó Tuppy, estrechando la mano de Stephen. Stephen miró inmediatamente los ojos de Tuppy. —Muy bien —respondió—. ¿Reside usted por estas tierras? —No molestes, Stephen —dijo Cam, tras lanzar su quinto dardo sin hacer diana—. Tuppy vive en Kent, fuera de tu jurisdicción. No tienes su voto. Stephen apretó los labios. —Sólo era una pregunta amable, para romper el hielo —contestó—. Soy parlamentario por Oxfordshire —agregó al ver que Tuppy los miraba sin comprender. —Enhorabuena —dijo Tuppy, asintiendo. Stephen se agachó levemente hacia su primo. —¿Cómo estás enterado de mis progresos en política? ¡No me digas que el London Times llega hasta Grecia! —Sí, claro, se puede comprar en Grecia, aunque las noticias ya están muy pasadas cuando lo recibimos… Pero no me enteré por el periódico — dijo Cam—. Gina me lo contó en una de sus cartas. Me hizo tanta ilusión que hasta te conseguí un voto. Stephen lo miró, incrédulo. —¡Es verdad! —protestó Cam—. Conocí a un viejo maniático de Oxford. Lo invité a cenar y prometió solemnemente votar por ti. —Te lo agradezco. ¿Hay muchos ingleses por allí? —Cada vez más —respondió Cam—. Van por curiosidad, supongo. No tienen que pagar para ver al loco duque inglés. Y además, los que tienen el dinero suficiente para pagar el abusivo precio que cobro pueden llevarse una estatua a casa para su jardín.

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Stephen gruñó. —¿Usas tu título para conseguir ventas? —Por supuesto. Es para lo único que me sirve el título. Yo no voy a tener hijos, así que no tengo por qué preservar el título para un heredero. —Cásate de nuevo una vez que hayas conseguido anular este matrimonio —declaró Stephen. —No lo voy a hacer —gruñó Cam. Como no dijo nada más, Stephen cambió de tema. —¿Qué hace por estos lugares, señor Perwinkle? —preguntó. —Voy a visitar a mi tía. Es una mujer muy particular, y siempre está de fiesta en su casa. Quiere que la acompañe y que me muestre como su heredero, aunque yo no vivo a la altura de sus expectativas —dijo Tuppy, riendo burlonamente—. Va a dar un alarido hasta quedarse azul cuando me vea con esta ropa, a no ser que mi empleado me encuentre. Anda por ahí, persiguiéndome con mi equipaje. —¿Qué demonios tiene de malo tu ropa? —preguntó Cam. Tuppy soltó una carcajada. —Nada que no tenga de malo la tuya. Cam llevaba una camisa blanca de lino metida dentro de unos pantalones grises. Ninguna de las dos prendas estaba a la moda, ni tampoco eran nuevas. A cambio, eran cómodas y estaban extremadamente limpias. —¿Quién es tu tía? —preguntó Stephen. —Lady Troubridge, del Acantilado Este. —Te llevaremos nosotros mañana, si tu carruaje no está listo. Ésa es la casa en donde está tu esposa, Cam. Ya sabes, la casa donde se celebra el baile del que te hablé. Cam gruñó y no despegó sus ojos del dardo. Tuppy tembló. —Entonces ambos veremos a nuestras esposas. Cam levantó la mirada. —Pensaba que habías perdido a la tuya. —Eso no significa que no la vea de vez en cuando. Generalmente la veo en esa fiesta. No puedo perdérmela desde que mi tía me amenaza con desheredarme. Paso la mayoría del tiempo pescando. Mi tía tiene un riachuelo con truchas. —Y, ¿cómo es la fiesta? —Cam aún estaba tallando la pieza de madera. —Una verdadera molestia. Mi tía se disfraza de una especie de anfitriona literaria. Hay una tonelada de poetas malos y disolutos actores merodeando por ahí. Torpes chicas, aspirantes a actrices, esperando a ser descubiertas. Y las amigas de mi esposa, por supuesto. Como Stephen levantó las cejas, Tuppy prosiguió: —Jóvenes y casadas, muertas de aburrimiento. Como no saben qué hacer con sus vidas se dedican a exhibir sus pieles y sus joyas sin importarles nada más que su bienestar. —¿Mi duquesa es una de ellas? —preguntó Cam. Tuppy sonrió, arrepentido. —Me temo que sí, excelencia. Creo que es una de las amigas más cercanas de mi esposa.

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—No me llames así —dijo Cam, impaciente—. No aguanto esa formalidad. Llámame Cam, por favor. ¿Por qué no me dijiste ayer que nuestras esposas eran amigas? —No pensé que fuera relevante —respondió, sorprendido. —Gina siempre fue una joven muy traviesa. Stephen, ¿recuerdas aquel día que nos siguió cuando salimos a pescar? —dijo Cam, mirando a Tuppy—. No quisimos llevarla porque era una niña, entonces se escondió detrás de nosotros y mientras pescábamos se llevó nuestro almuerzo. Stephen soltó una carcajada. —Había olvidado eso. —¿Y qué hizo? ¿Lo tiró? —preguntó Tuppy, interesado. —No, eso habría sido muy simple. Le habíamos dicho que no la llevábamos con nosotros porque las niñas no pueden ver gusanos sin dar alaridos. Entonces, ella abrió cada pastel y cada tarta y puso cuidadosamente gusanos entre la masa. Incluso metió gusanos en las cestas. —Cuando nos repusimos del susto —continuó contando Stephen—, fue fabuloso. No teníamos almuerzo, pero teníamos gusanos para pescar durante una semana. Cam sonrió. —Al día siguiente, la llevamos con nosotros. —Pescó más peces que nosotros. —Ahora que lo pienso —dijo Cam—, va mucho con el carácter de Gina llevar esa vida. Nunca fue una chica convencional. —Todo lo que puedo decir es que sus amigas y ella no hacen más que montar escándalos —dijo Tuppy—. A veces creo que mi esposa me dejó sólo porque consideraba que vivir con su marido era un aburrimiento. Stephen lo miró con curiosidad. —Ésa es una razón increíblemente frívola para terminar los lazos maritales —comentó. Tuppy se encogió de hombros. —Ninguna de ellas vive con su marido. Su esposa —dijo, mirando a Cam y asintiendo— lo tiene a usted, y usted vive en el extranjero. Esme Rawlings tiene un esposo, pero hace décadas que no viven juntos. Él hace alarde de sus amoríos. Y la última es lady Godwin. —Oh —dijo Stephen—, la esposa de Rees Holland, ¿correcto? —Su marido llevó a vivir a su casa a un cantante de ópera de Mayfair —agregó Tuppy—. Al menos, eso se decía. Stephen frunció el ceño. —Entonces todas son huérfanas de esposo y libres para proceder a su antojo —dijo Cam, pensativo. El silencio cayó en el grupo, interrumpido tan sólo por el sonido del cuchillo de Cam contra la madera.

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Capítulo 4 Placeres domésticos. Mansión de los Troubridge, acantilado este

Emily Troubridge se consideraba una mujer muy afortunada. Hacía aproximadamente veinte años tuvo la suerte de encontrar un hombre cuyas principales características eran su avanzada edad y su enorme fortuna, cualidades que lo hacían enormemente atractivo. Como le había comentado su primo segundo la mañana de su matrimonio, su esposo tenía más arrugas que Matusalén y más dinero que Midas. Aunque su edad no fue obstáculo para que se enamorara como un colegial. Después de que Troubridge se declarara cautivado por la joven señorita Emily, la madre de la muchacha no tuvo escrúpulos en señalarle a su hija las ventajas de semejante unión: Troubridge era viejo, ergo no la molestaría durante mucho tiempo; era millonario, ergo tendría empleados en el campo y empleados en la ciudad y más lacayos borrachos de los que pudiera contar. Además, lord Troubridge recorrió rápidamente el sendero de la carne. Para alivio de Emily, su anciano y fogoso marido sufrió un ataque al corazón tras dos intensos meses de dicha matrimonial. El funeral estuvo seguido por una quincena de tensa espera, pues todos estaban interesados en saber si la fogosidad del anciano marido había tenido consecuencias. Cuando el tiempo demostró que no, lady Troubridge felizmente se tranquilizó y se dedico en cuerpo y alma a la tarea de gastar todo lo que le fuera humanamente posible de sus saneados ingresos anuales. Muy pronto la sedujo la idea de casarse de nuevo, pero después se dio cuenta de que no estaba interesada en un compañero de cama a largo plazo ni tampoco, y eso era lo más importante, quería que un hombre controlara su dinero. Entonces mandó llamar al heredero de su esposo, lord Peregrine Perwinkle, también conocido como Tuppy, le aseguró que nunca se casaría y continuó gastando con la mayor alegría la herencia de su queridísimo esposo. Con el pasar de los años, Emily Troubridge se convirtió en una mujer que ni su difunto esposo habría reconocido. Adoptó un aire de autoridad y orden que la hacía parecer muy respetable, a pesar de que su forma de vestir resultaba algo excéntrica, un defecto que se perdona sólo a las mujeres muy guapas o a las muy ricas, y Emily entraba con creces en la última categoría. En cuanto a su aspecto, aunque no destacaba por su hermosura resultaba encantadora, gracias a una explosiva combinación: su fuerza de voluntad y la habilidad de su criada, una experta en materia

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de cosméticos. Las fiestas de lady Troubridge, especialmente las que se llevaban a cabo en los aburridos meses de verano, después de cerrada la temporada y antes de la apertura del parlamento, eran muy conocidas. De hecho, las invitaciones eran bastante codiciadas, dado que en aquellas reuniones, que eran el paraíso de los casamenteros, se hacían y deshacían matrimonios: aquellos que buscaban casarse y aquellos que buscaban separarse de su media naranja se encontraban en igualdad de condiciones; y desde que lady Troubridge se convirtiera en una amante de la naturaleza y jardinera experta, su casa era una excéntrica proliferación de templetes griegos y cenadores floridos que aseguraban la intimidad necesaria para conseguir cualquier meta hacia la que se quisiera avanzar. Los hombres jóvenes acudían en masa a cazar a los bosques llenos de follaje de lady Troubridge y a coquetear con jóvenes casquivanas sin principios. Y a donde hombres solteros iban, mamás con ganas de emparejar a sus hijas iban, con las niñas trotando a su lado, como perros entrenados. A diferencia de la flor y nata de sociedad, lady Troubridge siempre invitaba a toneladas de actores, músicos, pintores y artistas que acudían con la esperanza de encontrar un mecenas entre los invitados. Por supuesto, la presencia de los artistas era a veces un inconveniente, pero lady Troubridge nunca se quejaba. Como le decía a su amiga, la señora Austerleigh, los artistas no daban más trabajo que los amantes, ni muchísimo menos. Y amantes tenía suficientes, al menos por ese verano. —Porque está Miles Rawlings y lady Randolph Childe —dijo, señalándolos con la mano—. Y creo que la esposa de Rawlings anda detrás de Bernie Burdett, al menos está coqueteando bastante con él, aunque, la verdad, no entiendo cómo puede aguantar su compañía. —Bueno, yo sí —dijo la señora Austerleigh—. Es un hombre muy guapo, ¿sabes? Y Esme Rawlings es débil ante la belleza. Lady Troubridge no tenía tal debilidad. Suspiró apenas y continuó: —El señor Rushwood, después de muchas dudas y rodeos, me dijo ayer que le gustaría hospedarse en el mismo piso de la señora Boylen. —Oh —titubeó la señora Austerleigh—. Querida, recuerdo cuando se casó con el señor Boylen; corrió por todo Londres declarando que no había mujer más feliz que ella. —Supongo que entonces aún no sabía lo que le esperaba. ¿Cuántos hijos tuvieron? ¿Cinco o seis? Debió de ser traumático para esa pobre chica. —Además está la querida duquesa, por supuesto —continuó la señora Troubridge. En ese momento el señor Austerleigh se atrevió a intervenir en la conversación: —¿La duquesa de Girton? Dime, ¿quién crees que es su amante? —El marqués de Bonnington, por supuesto, querido. ¿No creerás esa tontería de que está liada con el tutor, verdad? —No veo por qué no. Willoughby Broke afirmó haber visto a la duquesa y a su tutor en el conservatorio a altas horas de la madrugada. —Ella dice que estaban observando una lluvia de meteoros. —Eso es escandaloso —afirmó la señora Austerleigh, preguntándose

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si habría algo de comer por algún sitio. El estómago le hacía ruiditos impertinentes y la pobre mujer necesitaba calmarlo antes de que toda la reunión los oyera. —La reputación de la duquesa no es peor que la de la señora Boylen. —Claro que sí. La señora Boylen es discreta, pero la duquesa se ha paseado en público, y a altas horas de la madrugada, con un hombre… Un hombre que, por si fuera poco, es un sirviente. —Era difícil sorprender a la señora Austerleigh, pero, al parecer, esa noticia le había afectado bastante, o ésa era la impresión que quería dar. —Bueno —dijo la señora Troubridge—, simplemente no lo creo. El señor Wapping es un hombrecillo muy extraño, después de todo. ¿Lo conocéis? —Claro que no —afirmó la señora Austerleigh—. ¡Hace mucho que dejé de ir al colegio! —La revista Tatler se tomó la libertad de llamarlo atractivo. Tiene barba por toda la cara, lo que no es de mi agrado. Además, es un hombre muy pomposo, de modales muy afectados. Knole se queja de que no conoce su lugar. —Los mayordomos siempre dicen eso, ¿verdad? El mío, al menos, siempre lo está diciendo. Lluvia de meteoros o no, la duquesa debería ser más discreta. El marqués de Bonnington es alguien muy prudente para ser tan joven. —¿Has oído el rumor que corre por ahí? Dicen que el esposo de la duquesa regresa a Inglaterra. —¡No! —De hecho, sí. Y sólo puede haber una razón para su regreso, en mi opinión. Que Bonnington ha pedido su mano. —Espero que se lo pidiera antes de ese asunto de Wapping —declaró la señora Austerleigh—. La verdad, es todo muy raro. No me digas que es normal que haya traído a su tutor a tu fiesta, querida. —Hay algo bastante extraño en ese señor Wapping, es cierto — admitió lady Troubridge—. Tal vez sea un hijo menor empobrecido, o algo así. Porque él… Pero la frase murió en sus labios antes de ser pronunciada porque en ese momento la puerta se abrió de par en par, dando paso a la señora Massey, el ama de llaves, que estaba horrorizada porque acababa de descubrir que durante el invierno los ratones habían roído la ropa blanca… pero, ¿qué podía hacer la señora? La señora Austerleigh no era la única persona en la mansión de los Troubridge que pensaba que los tutores no debían asistir a las fiestas. —Quisiera que consideraras la idea de despedir a tu tutor, querida — le dijo el marqués de Bonnington a su prometida, la duquesa en persona, mientras le pasaba una pera ya pelada—. No está bien visto traer al tutor de historia a una fiesta. Luego añadió, con poca sabiduría: —No hay nada más aburrido que cortejar a una mujer culta. Unos labios rozando su mejilla, con voz seductora le contestaron: —¿Entonces, soy aburrida?

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—No hagas eso, Gina. —¿Por qué no? —lo persuadió—. ¿Sabes, Sebastian? Tu pelo brilla exactamente como oro de Guinea, lanzando destellos con la luz del sol. Qué molesto es casarse con un hombre mucho más guapo que una. ¿Sabes una cosa, querido? Tú habrías sido una mujer muy hermosa. —Por favor, no te burles de mí —dijo—. Besarse en público es poco aconsejable. —¡Estamos merendando en el campo! No hay un alma en kilómetros. Hawes está lejos, en la posada. Nadie puede vernos. ¿Por qué no me besas? —Este picnic es inapropiado —respondió él—. No me interesa andar por ahí besándote a escondidas. Me parece antiestético, querida. Comportémonos como adultos. —Nunca entenderé a los hombres —lamentó Gina. —No es que no quiera besarte, lo entiendes, ¿verdad? —No hay nada inapropiado en besar a tu futura esposa —resaltó. —No eres mi futura esposa, dado que aún estás casada —dijo, frunciendo el ceño—. No debí acceder a acompañarte a este picnic. Imagínate que tu madre se entera de dónde estás. —No te engañes, Sebastian. No diría nada y lo sabes. —Bueno, pues debería —dijo él. —¿Sabes lo que les hacen a las adúlteras en China? —preguntó Gina, mientras cortaba puñaditos de hierba y los sopesaba en sus manos. —No tengo ni idea. —Las apedrean —dijo, con placer. —Bueno, puede que estés casada, pero no eres adúltera. —Gracias a ti —dijo, sonriendo. El marqués se puso a la defensiva. —No hablas en serio, Gina. Sólo intentas escandalizarme hablando como tu amiga lady Rawlings. —Por favor, no critiques a Esme. Su mala reputación ha sido ampliamente exagerada. Sabes que todos esos cursis están pendientes de ella, esperando a que dé un paso en falso. —Sin duda. Después de todo, parece que a esa mujer no le importa nada su reputación, si no procuraría no ser el centro de todas las habladurías. —Esme es mi amiga más querida y, puesto que vas a casarte conmigo, tendrás que aprender a ignorar los rumores que corren sobre ella —dijo Gina, muy seria. —Eso será difícil —dijo él—. Por ejemplo, ¿qué me dices de lo que hizo anoche? ¿Cómo no va a estar su nombre en boca de todos cuando desapareció del salón de baile con ese tal Burdett y estuvieron ausentes durante más de una hora? —No podría decir qué estaban haciendo, pero puedo asegurarte que no era nada indebido —declaró—. Primero, Esme cree que Burdett es un pesado; nunca le permitiría ningún tipo de familiaridad. —Es un pesado muy guapo. Gina entornó los ojos. —Estás siendo muy insensible. Esme ha sufrido bastante a causa de su horrible esposo, ¡y es muy cruel de tu parte que te dediques a inventar

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historias sobre ella! —Nunca invento historias —replicó—. ¡Simplemente no puedo entender por qué tus amigas no son tan decentes y recatadas como tú! —Esme es muy decente —dijo Gina—. También es graciosa e inteligente y me hace reír. Además, no importa lo que diga la gente sobre ella, ¡es mi amiga! Sebastian frunció el ceño. —Bueno, está bien. Vamos —dijo Gina, poniéndose de pie y sacudiendo su ligero vestido de muselina—. Supongo que tienes razón con respecto a lo inapropiado de nuestro picnic, aunque todos saben cuál es la situación con Cam. —La única razón por la que he accedido a acompañarte es porque eres una mujer casada. Nunca acompañaría a una damisela soltera a un picnic sin una dama de compañía. —¿Sabes, Sebastian? —dijo Gina, pensativa mientras metía los platos en la cesta de mimbre—. Estoy empezando a pensar que eres un mojigato. —Respetar las normas sociales no es ser mojigato —contestó. —Desde que heredaste el título —continuó Gina—, porque, cuando te conocí, hace años, no podías estar menos interesado en las normas sociales… ¿Recuerdas la vez que me escapé de casa y me llevaste a Vauxhall? Sebastian se puso tenso. Era evidente que no le gustaba nada recordar ciertos episodios de su pasado. —Alcanzar la madurez no es lo mismo que ser mojigato. No quiero que la reputación de mi futura esposa sufra ningún daño, ni que tu nombre esté en boca de todos. Al fin y al cabo, vas a ser mi marquesa, tal vez antes de año nuevo. Gina estaba perdiendo la paciencia, cosa que resultaba evidente con sólo fijarse en cómo metía los platos en la cesta, pero él no dijo nada, limitándose a esperar a que pasara la tormenta. Se mantuvo en silencio mientras ella recogía las horquillas que se había quitado y volvía a ponérselas. —No quiero discutir contigo. —Yo tampoco —dijo ella, rodeándole el cuello con las manos—. Lo lamento, Sebastian. Te amo precisamente porque eres un hombre serio y respetable… y luego me enfado contigo por esa misma razón. Pero él no la besó. —Yo creo que somos el uno para el otro, pero no entiendo cómo tienes esas amigas, de verdad. Son todas unas inmorales… Apuesto a que ninguna de ellas vive con su marido. —No son unas inmorales. Esme, Carola y Helena no han tenido suerte en lo que concierne a los maridos. Pero podría decirse que gracias a ellas nosotros estamos juntos. Después de ver sus matrimonios, supe exactamente qué buscaba en un esposo: a ti. Su mirada se ablandó y le dio un beso en la frente. —Lo paso mal cuando regañamos… —Yo también —dijo Gina, mirándolo con un destello de malicia en los ojos—. ¡Fíjate, discutimos como si lleváramos años casados! Parecemos un matrimonio de ancianos. —Así es —dijo el marqués, contemplándola abatido.

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Capítulo 5 Mansión de los Troubridge, atiborrada de compañía y aturdida de nobleza.

—¡Carola! —gritó Gina, inclinándose sobre la barandilla. Carola miró hacia atrás y sonrió. —Creo que la orquesta comenzará a tocar pronto, y no quiero perderme el primer baile. Gina bajó corriendo para alcanzar a su amiga. —Estás preciosa —le dijo a Carola, apretando cariñosamente su brazo. —No estoy segura de que el corte de este traje sea apropiado para una mujer tan bajita como yo… —No, querida, te queda de maravilla —le dijo Gina, calmándola—. Pareces un ángel. —Estoy un poco nerviosa porque mi esposo va a venir —susurró Carola—. ¿Estás segura de que me sienta bien el vestido, Gina? —Estoy segura. Pasaron junto a lady Troubridge, a quien saludaron con una sonrisa. —¿Por qué te pone tan nerviosa tu esposo? Sólo lo he visto una vez, lo reconozco, pero el día que lo vi me pareció muy amable. —Es muy amable, sí, mucho —dijo Carola, con un tono de tristeza—. Eso es lo peor de todo; me gusta, me gusta mucho. —Yo también estoy muy nerviosa —confesó Gina—. Puede que mi esposo también aparezca esta noche. —Ya está aquí, entonces —dijo Carola, levantando una ceja. —Recibí una nota de su abogado en la que me decía que probablemente asistiría a la fiesta de hoy —explicó Gina—, y ni siquiera me acuerdo de cómo es. —Pues yo preferiría no recordar cómo es mi esposo. Me facilitaría mucho las cosas. —¿Qué cosas te facilitaría? —Bueno, vivir lejos de él… Pasaron en medio de un grupo de matronas cubiertas de diamantes. —Cuando no estoy junto a Tuppy, no pienso tanto en él. Sabes que me encanta bailar, salir de compras y visitar a mis amistades. —¿Sí? —Pero cuando lo veo, bueno… ¡me siento culpable! —dijo, sonrojándose. —¿Por qué lo abandonaste? —Peleábamos continuamente —explicó Carola—. Siempre estábamos discutiendo… por eso lo dejé. Pensé que iría a buscarme a casa de mi

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madre, que se pondría de rodillas y me rogaría que regresara con él… pero no fue. Gina la miró con curiosidad. —¿Te duele que no fuera a buscarte? Pensaba que teníais un arreglo amistoso. —Oh, al principio, lloré mucho —dijo Carola—. En aquella época yo tenía una idea muy romántica del matrimonio. Gina notó que los ojos de su amiga estaban empezando a humedecerse. —Pero eres muy feliz sin él. —Sí, lo soy —respondió Carola, sonriendo titubeante—. Así es mucho más entretenido, Tuppy es rutinario e insensible, nunca quiere salir por la noche. —Mmm —dijo Gina. Acababa de ver a Sebastian hablando con Cecilia Deventosh, quien tenía cinco hijas casaderas—. ¡Mira a lady Deventosh! Está tratando de envolver a mi prometido para dárselo a una de sus hijas como regalo. —Yo no me preocuparía. El marqués siente devoción por ti, cualquiera puede verlo. —Una sonrisa traviesa encendió los ojos marrones de Carola —. ¿Qué tiene él que el duque no tenga? —¡Es diferente! —exclamó Gina—. Camdem y yo casi no nos conocemos, y Sebastian es todo lo que siempre he querido en un esposo: tranquilo y seguro; y, sobre todo, muy bueno. —Sí —dijo Carola, mirando fijamente al marqués de Bonnington. Sí, desde luego era uno de los hombres más guapos de Inglaterra—, pero nunca se te ha ocurrido pensar que el matrimonio con él podría ser… como… no sé, ¿una obligación? —¿Una obligación? —Gina no entendía nada—. No, nadie me obliga. —Es un hombre bastante particular; mira con qué desprecio trata a lady Deventosh. Es como si se sintiera ofendido por el solo hecho de estar hablando con ella. —Bueno, esa mujer es bastante pretenciosa, ¡está tratando de endilgarle a una de sus hijas! —exclamó Gina—. Es un marqués. —Sí —murmuró Carola. —Puede que sea un poco estirado, pero es su forma de ser. Puede que sea un poco acartonado en público, pero en privado no lo es. Quizá no sea tan complaciente conmigo como lo era tu esposo contigo… Carola fingió una sonrisa. —Porque te ama. Los esposos son complacientes cuando no están enamorados. —Oh, querida… —dijo Gina, sin saber qué decir. Los ojos de su amiga brillaban por las lágrimas. —Estoy bien. Siempre encuentro difícil la primera noche, pero pasado el mal trago del primer encuentro Tuppy y yo estaremos muy cómodos en mutua compañía, te lo prometo. El marqués de Bonnington se les acercó con una venia. El sonido de violines afinándose llegaba desde el otro lado del salón. El rostro de Carola brilló. —¿Dónde estará Neville? Me extraña que aún no haya llegado —dijo. —Aquí está —dijo Sebastian, moviéndose a un lado, mientras un

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extravagante y elegante caballero salía de la multitud. Tenía el pelo brillante y los ojos muy azules. —¡Disculpad mi tardanza! —gritó—. Su alteza, señor Bonnington, mi queridísima lady Perwinkle. He tardado más de lo que había calculado en vestirme para la ocasión. Un descuidado, ¡eso es lo que soy! Gina sonrió. Nadie podía evitar sonreír con la sonrisa de Neville. Carola había puesto la mano debajo de la de él. —Me siento un poco triste, ¿bailamos? —Cada uno de sus suspiros son órdenes para mí —exclamó—. Creo que lady Troubridge ha decidido inaugurar el baile con una polca. —Eso es espléndido —dijo Carola. Ahora parecía contenta. Él hizo una reverencia. —Si nos disculpan, excelencia, señor Bonnington; lady Perwinkle desaparecerá si no le encuentro un buen lugar en las filas de baile. Carola, Esme y ella compartían una mesa para la cena y Gina tuvo que admitir que Bernie Burdett, el acompañante de Esme, era un hombre muy atractivo, aunque bastante aburrido. Pero bueno, no se puede tener todo. —Tiene un pelo precioso, ¿no te parece? —susurró Esme cuando los hombres fueron a buscar algo de comer. Su cara estaba iluminada por las carcajadas—. ¡Es tan suave como la seda! —¡Esme! ¡No digas esas cosas en voz alta! —Deberías sentir sus brazos —dijo con voz ronca—. Esta tarde hemos dado un paseo los dos solos y he podido contemplarlo a placer. ¡Es puro músculo! Aunque, la verdad, lo que más me gusta de él es su perfil. —La belleza no es un atributo importante en un hombre —recalcó Gina. —Tu Sebastian es extremadamente guapo —señaló Esme. —Pero ésa no es la razón por la que lo amo —dijo Gina, sin poder evitar sonreír. —¿No? —Esme tenía esa mirada picarona otra vez. —No —contestó Gina—. Sebastian será un estupendo padre por su gran carácter, no por su perfil. Su afirmación sorprendió a Esme y la dejó en silencio, pensando. Pero Gina suspiró, a pesar de ella. Sebastian y ella nunca habían estado solos… él cuidaba demasiado su reputación para permitir algo así. De manera que no sabía si su novio tenía los brazos musculosos o no. Tomó un poco más de champán, mirando las burbujas de mala gana. ¿Por qué su prometido era tan estricto? Después de todo, ella ya no era una niña. —Sí, quiero, gracias —le dijo al camarero que le ofrecía otra copa de champán. Sebastian, que acababa de regresar a la mesa, frunció el ceño. Esme no pudo evitar hacer un comentario: —Ten cuidado, Gina, tu… —hizo una pequeña pausa— tu guardián supervisa cada sorbo que tomas. Sebastian puso la cara que siempre ponía cuando se dirigía a Esme, y dijo: —Sólo iba a decir que… —… que ese comportamiento no es adecuado para una dama — completó Gina, imitando perfectamente su tono de noble altanero.

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Gina tomó la copa y bebió, tenía ganas de provocar a su prometido. —Cuando sea mi esposo, señor Bonnington, podrá prohibir el champán en casa. Sebastian le lanzó una mirada a Esme y se contuvo en silencio. Gina se puso de pie, decidida a hacer que su prometido rompiera alguna de sus reglas esa noche. —Ay, dios. Creo que tenías razón —dijo, dulcemente—. Supongo que he bebido demasiado y ahora necesito respirar aire fresco. ¡Está todo tan atiborrado de gente! Él se había puesto de pie a su lado tan pronto ella lo había hecho. Gina lanzó una sonrisa a lo largo de la mesa, buscando los ojos de Esme. —Continuad sin nosotros —dijo Gina—. No sé bien cuánto tiempo vamos a tardar. Me siento terriblemente… ¡acartonada! Carola se atragantó y Esme soltó una carcajada. Bernie miraba a todas partes, desconcertado, mientras preguntaba: —¿Qué?, ¿qué pasa? Bordearon las mesas y bajaron las escaleras atravesado el largo salón hasta llegar a las grandes puertas francesas que daban al jardín. Sebastian se detuvo en cuanto se encontraron fuera. Gina le tomó del brazo. —¿Vamos a dar un paseo, Sebastian? —Para sus oídos, su voz sonaba suave y calmada. Él se soltó y la miró. Entonces Gina se dio cuenta de que se había acercado demasiado a él, de hecho su boca estaba a sólo unos centímetros de la de su prometido. —No sé qué pretendes —dijo él, fríamente—. Pero no me gusta nada ser objeto de las burlas de tus amigas. —No nos estábamos burlando de ti —respondió ella. —Sí lo estabais haciendo —replicó él—. Tú, lady Perwinkle y esa prostituta de ¡Esme Rawlings! —¡No hables así de Esme! —Hablar claro es una virtud, en algunos casos, Gina. Tus amigas son las mayores coquetas que conozco. Gina se mordió el labio. —¿No crees que estás siendo un poco severo? —O quieres decir, ¿acartonado? ¡Obviamente, estabas refiriéndote a mí cuando has dicho eso! Déjame decirte que los que valoran los buenos modales ¡no me ven como acartonado! Tan sólo inteligente, ¡lo que es opuesto a libertino! —¡No me estaba quejando de ti! —dijo ella, aunque sabía que estaba mintiendo—. Es sólo que mis amigas tienen un sentido del humor muy particular, eso es todo. —¿Particular, dices? ¿Sabes que hay muchas personas que no recibirían a Esme Rawlings en su casa? —Bueno, eso no es justo —dijo Gina, con furia—. Esas mismas personas se deshacen en reverencias cuando ven a su esposo… ¡mientras que a ella la tratan como si fuera una perdida! Los ojos de Sebastian se estrecharon. —¡Mírame a los ojos y dime que no ha intimado con Bernie Burdett más de lo que permite la decencia!

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—¡No ha «intimado», como tú dices, con Burdett! —gritó Gina. —Aún no —dijo Sebastian apretando los labios—, ese hombre no tiene oportunidad de escapar. —No, Sebastian, no… ¡no hables así de Esme! Dirás cosas que… —¿Que qué? ¿Que no quieres oír? —Sí —dijo ella, desafiante—. ¡Que no quiero oír! —Todo el mundo las dice —dijo él, rotundamente—. Es una prostituta y lo sabes; y todo el mundo lo sabe. Gina lo miró fijamente, estaba pálida. —¡Entonces yo también soy una prostituta! —gritó—. Porque mi esposo se fue y me dejó, al igual que el esposo de Esme. Y he estado perdiendo el tiempo contigo, al igual que Esme lo ha estado perdiendo con Burdett. Sebastian se puso rígido. —Es completamente diferente. Ella acompaña a sus amigos a la cama y tú, querida, eres inocente. —¡Ella no hace eso! —contestó rápidamente Gina. Él se encogió de hombros y dijo: —Entonces, tal vez los lleva al jardín. —Esme no permite que ningún hombre la… la… Los ojos de Sebastian se encontraron con los de Gina en una mirada de desprecio. —La típica historia —comentó él. —¿Has oído alguna vez a un hombre decir que ha visitado su cama? —preguntó Gina. —¡Los caballeros no se jactan de la muselina en la que han dormido! —¡Cállate! ¡Cállate! —dijo Gina, boquiabierta—. No tienes derecho a decir esas cosas. Él suspiró profundamente y miró a su alrededor. Por suerte, nadie los había seguido a la terraza. —¿Vamos, querida? —dijo, ofreciéndole el brazo. Ella dudó un momento y lo miró. —No me gusta enfadarme contigo. ¿Qué debía contestar él a eso? Gina se acercó más a él. —Quiero que demos un paseo. —Juro que no saldré a pasear contigo después de lo que pasó anoche —dijo él, calmadamente. Ella alargó la mano sin hablar, con sus ojos verdes brillando a la luz de la luna. —Eres una bruja —dijo él, respirando profundamente. Luego tomó su mano. Caminaron hasta la línea de sombras que marcaban el inicio de un pequeño bosquecillo de árboles y se detuvieron. Gina puso firmemente las manos en el chaleco de él y las dejó subir hasta su pecho y su cuello. —¡No hagas eso! —dijo, tajantemente—. No deberíamos permitirnos tales intimidades en esta etapa de nuestra relación. —Bésame —susurró Gina—. Bésame, por favor. Él inclinó su cabeza y unos labios tibios encontraron los suyos. Pero no hubo brazos que la rodearan y, cuando se retiró, Gina pudo ver que sus

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ojos estaban fríos y libres de deseo. —¿Cuál es el problema? —¿Dónde están tus modales? —preguntó él, tajante—. No quiero besarte en el bosquecillo. Eres mi futura esposa, no mi querida. No hay nada más indecente que los encuentros furtivos en la oscuridad… ¡deja eso para las perdidas de tus amigas! La rabia se apoderó nuevamente de Gina, pero se la tragó. —Cuando te comportas así —dijo, en calma—, siento que no me deseas, Sebastian. Como si quisieras casarte con su santidad, la duquesa de Girton, y no conmigo, Gina. —¡Claro que quiero casarme contigo! Pero para mí eres un tesoro, Gina. No una cualquiera que merezca ser tratada como tal. —Bésame —repitió Gina—. Nadie pierde la honra por un beso. Él suspiró y volvió a inclinar la cabeza. Al principio, el beso tan sólo era cuestión de labios que se tocaban, pero después su cuerpo despertó, gracias al cuerpo que tenía aprisionado y los labios ansiosos bajo los suyos. Lentamente, el beso se hizo más profundo, hasta que Gina sintió que la abrazaba apasionadamente. Sus manos sólo escapaban del abrazo para acariciar las mejillas de él. —¿Es suficiente? —dijo él, dejando caer los brazos. —Por supuesto —respondió Gina—. ¿Regresamos a la casa? —¡Sí! —dijo él, con una sonrisa de satisfacción. Gina sabía que él estaba impaciente por volver. Pero bueno, una vez estuvieran casados todo sería diferente. No se sentiría como un cazador acechando a un venado. Una vez casados, su esposo tendría libertad para expresar su amor, aunque fuera sólo en los confines de la cama matrimonial. Se acercaron a la casa y él se detuvo un momento. —Sólo quiero asegurarme de que sepas que me quiero casar contigo —dijo en voz baja. —Lo sé. —Porque quiero hacerlo. Quiero que seas mi esposa. Simplemente, no quiero dañar tu reputación, eso es todo —dijo, acariciándole la mejilla. —Lo entiendo perfectamente, Sebastian —dijo ella, sonriendo. Estaba comenzando un baile en el momento en el que entraron en la sala, y ocuparon sus lugares junto a una sonriente y sonrojada Carola. Cada vez que el baile acercaba a Gina y a Sebastian, ella le sonreía tan provocativamente que las puntas de sus orejas comenzaron a enrojecer. —¡Gina! —dijo, entre dientes. —¿Qué pasa, mi amor? —dijo ella, susurrando para que nadie la oyera. Se recostó contra su brazo mientras daba una vuelta, ¡mirándolo todo el tiempo! Había lujuria en sus ojos, él lo sabía. —Gina, ¿qué pasa si alguien te ve? Ella sonrió y Sebastian se dio cuenta de que su prometida había bebido más de la cuenta. Gina se quedó sola por un momento mientras él hacía un círculo a su alrededor, antes de darle la última vuelta para pasarla a su siguiente compañero de baile. En el momento en que él la tomó en sus brazos, Gina dejó caer la cabeza hacia abajo y sus suaves y rojos rizos se deslizaron sobre sus hombros desnudos y sus brazos. —¿Por qué tienes que ser tan… seductora? —preguntó Sebastian. Por

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alguna razón, su comportamiento lo estaba exasperando. Ella miró su vestido, un delicado vestido de transparente seda con adornos de rosas. —¿El escote es muy profundo, no crees? —reconoció. —¡Sí, lo es! —dijo él, desafiante. —Últimamente estás muy raro conmigo, la verdad —dijo ella—. Este vestido no es más atrevido que los que visten las demás mujeres. Gina tenía razón. —Me disculpo, es sólo que tú vas a ser mi esposa. Me gustaría ser el único que puede ver tu pecho. Ella sonrió y se arrojó en sus brazos para el giro final. —Tonto —dijo, suavemente, tocando su mejilla con el índice. Sebastian la agarró con fuerza. —Y lo verás… tú solo —dijo Gina, atrevida—. Te lo prometo, tendremos un encuentro privado. Camdem William Serrard, el duque de Girton, entró en la sala de baile, acompañado de Tuppy Perwinkle y su primo, Stephen Fairfax-Lacy. Miró a su alrededor con impaciencia, esperando ver a Gina. Pero no había señal de ella. Una larga línea de bailarines estaba desplazándose en diagonal. En ese momento, se abrió una brecha en la línea y pudo ver a una hermosa mujer riendo junto a su esposo. Se la veía llena de deseo, su cuerpo se doblaba hacia el del hombre como un sauce hacia el sol; la escena era tan conmovedora que Camdem sintió una chispa de calor en el pecho. Ella movía la cabeza y su cabello parecía seda rosa sobre su espalda. —Dios mío —dijo Cam, sorprendido—, ¿quién es esa hermosa mujer? —¿Cuál? —La que está allí, bailando con su esposo. Stephen se inclinó hacia la izquierda para poder ver y sonrió. —¿Por qué lo preguntas? —Sería una Afrodita magnífica —dijo Cam, pensando en voz alta—. Pero es escandalosa, ¿verdad? Creo que se va a comer a su esposo ahí mismo, en la pista de baile. Stephen se enderezó y el humor desapareció de su rostro. —Ése no es su esposo —dijo, cortante. —¿No lo es? —No —dijo. Tosió y se aclaró la garganta. —Su esposo eres tú.

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Capítulo 6 Un encuentro entre esposos.

Gina no sabía qué sentiría cuando se encontrara con su errante esposo por primera vez después de doce años. Temía el momento y se lo imaginaba como algo extraño y embarazoso. Sin embargo, no fue así y cuando llegó el momento ninguno de sus miedos desesperados se hizo realidad. Simplemente lo vio. Estaba bailando y de pronto vio a un hombre de rostro inteligente y pelo negro. Y todo fue sencillo… Soltó las manos de su prometido y gritó: —¡Cam! Atravesó la pista de baile corriendo y en un segundo estuvo junto a él. —Estás igualito. No, la verdad es que has crecido. ¡Hola, Cam! Soy yo, Gina. ¡Tu esposa! Su sonrisa era exactamente la misma inteligente y burlona sonrisa que ella recordaba. —Sí, claro. Eres tú, Gina —dijo él, inclinándose para besar su mejilla. Ella lo rodeó con los brazos, apretándolo tan fuerte como pudo. —Oh, Dios. ¡Has crecido muchísimo! —gritó—. ¡Estoy tan feliz de verte! ¡Te he extrañado tanto! ¿Por qué no me has escrito más a menudo, hombre desalmado? —Tú escribías tantas cartas que yo no podía contestarlas todas —se quejó él. —Deberías haberlo intentado —le reclamó Gina. —No podía igualar tu devoción de esposa —dijo él, tomando una de las manos de la duquesa entre las suyas—. Cuando me fui de Inglaterra, leía tus cartas una y otra vez. Eran lo único que me unía a casa. La cara de la duquesa se iluminó. —¡Qué tonta soy, Cam! Estaba tan feliz de verte que he olvidado presentarte a mi prometido —dijo, tirando del hombre alto que se encontraba detrás de ella—. Cam, ¿puedo presentarte al marqués de Bonnington? Sebastian, éste es mi esposo, el duque de Girton. Cam se sorprendió al sentir un destello de desagrado en la mirada del marqués. Era un hombre muy apuesto, para empezar. Sin duda, uno de esos ingleses que van a Grecia sólo para quejarse de la falta de agua potable y de comida civilizada. —Es un honor conocerlo —dijo, haciendo una inclinación—. Gina me ha escrito muchas cartas sobre usted. El marqués pareció desconcertado. Hizo una venia a su vez. —Espero que la indiscreción de la duquesa no le haya causado ninguna molestia. Ella no debería haberle comunicado asuntos tan íntimos

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por correo. Cam lo miró, pensativo. Un mojigato, eso era el marqués. Pero no era de su incumbencia saber con quién se casaría Gina. —Ella me envió esas cartas porque somos amigos de la infancia — dijo. Gina había metido la mano debajo del brazo de Bonnington y le sonreía de una manera irritante. —No debes preocuparte por Cam. Él es el amigo más antiguo que tengo, por eso le escribo cartas sobre todo lo importante, tal y como lo haría con un hermano, ¿ves? —dijo, mirando a Cam—. Sebastian es un guardián feroz de mi reputación. Odia la idea de que alguien pueda hacer deducciones sobre nuestro futuro. Cam arqueó una ceja. La manera como ella miraba a su marqués en la pista de baile… uno tendría que estar ciego para no darse cuenta de que esos dos se casarían en cuanto su matrimonio estuviera anulado. —Entonces deja de sonreírle tontamente, Gina —dijo, sorprendiéndose de la agudeza de su tono—. Uno tendría que ser un zoquete para no darse cuenta de vuestra intimidad. El marqués echó los hombros hacia atrás y se puso rígido. —No hemos tenido ninguna intimidad —anunció—. Nada que le pueda causar incomodidad, excelencia. Respeto mucho a la duquesa. —Mmm —dijo Cam. Viendo al marqués, le era difícil creer que no hubiera estado en la cama de la duquesa. ¿Cómo lo había logrado? Bueno, no le importaba—. Bueno, como hemos aireado nuestras relaciones en todo el salón, esposa, ¿saludarías a Stephen? Stephen había bajado un escalón y miraba entretenido por encima del hombro de Cam. Dio un paso hacia delante y se inclinó hacia la mano de Gina con verdadero aplomo. —Es un placer verte de nuevo, querida. Cam buscó a Tuppy, pero había desaparecido. —Seguro que conoce usted a mi primo, Stephen Fairfax-Lacy —le dijo al marqués. El señor Bonnington no había abandonado aún su postura rígida y tenía la mirada más seria que nunca. —He tenido el placer de trabajar con el señor Fairfax-Lacy en asuntos concernientes al Parlamento —respondió Bonnington, inclinándose aún más—. Siempre es un honor conocer a un miembro de la familia de la duquesa. —¿Usted le dice «duquesa» en privado? —preguntó Cam, lleno de curiosidad. Gina sonrió. —Claro que no, tonto. Pero el comportamiento de Sebastian es siempre irreprochable en público. Cam miró a Bonnington por encima de la cabeza de la duquesa. Parecía a punto de explotar, pobre tipo. No debía de ser fácil ser irreprochable y estar comprometido con Gina. —Bueno, creo que Stephen y yo nos retiraremos a la sala de juegos — dijo—. Le prometí echar con él una partida. —¿Sin haber bailado una pieza? —Ni una sola.

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Cam pensó que debía darle al novio caraseria una oportunidad de recuperar la calma. —Muy bien —dijo Gina, alegremente—. Pero invadiré el salón de juego y te sacaré de ahí a rastras si tardas mucho en volver. Se inclinó hacia Cam y él percibió un poco de su perfume. Encantador. —¿Sabes? Creo que es hora de que Stephen siente la cabeza —le dijo Gina a Cam al oído—. Quiero que se case, y creo que he encontrado la mujer perfecta para él. —¿Vas a buscarme una esposa a mí también? —le preguntó Cam, interesado. Gina puso cara de sorpresa. —¿Quieres casarte de nuevo, Cam? Pensaba que no te gustaba ese estado. —No me ha molestado hasta el momento. Ella se rió con satisfacción. —Bueno, claro que no ha sido una molestia, majadero. ¡Vivimos en países diferentes! Cam dejó de sonreír y dio un paso atrás. Lo último que quería era que el marqués tuviera una impresión equivocada de su relación con Gina. Se inclinó. —Ha sido todo un placer volver a ver a la compañera de juegos de mi niñez después de tantos años —dijo en voz alta—. Tan pronto como algunos asuntos estén arreglados, espero que podamos reanudar nuestra relación de amistad —se dirigió al marqués—. Encantado de conocerlo. Espero que de ahora en adelante nos veamos con frecuencia, señor Bonnington. Listo. Eso dejaría sin argumentos a los chismosos. Ahora todos sabrían por qué había vuelto a Inglaterra. Había dejado muy claro que aprobaba la relación del marqués con su esposa. Stephen y él se retiraron hacia la sala de juegos a toda prisa. —¡Qué pesado! —dijo Cam, disgustado, mientras entraban en la habitación llena de humo. —¿Quién? ¿Bonnington? —Claro. —Hoy no está muy en forma —dijo Stephen, pensativo—. Pero es un buen hombre. He oído que cuida muy bien a sus inquilinos, por ejemplo. Heredó el título de su tío. Cuando necesitamos votos en el Parlamento, siempre puedo contar con que él estará del lado de los buenos. Cam se encogió de hombros, irritado. —Así que Bonnington es un maldito santo. No es bueno para Gina y, si me preguntas, él lo sabe. Parece una vaca enferma. Ella lo volverá loco en un mes. —¿Qué estás diciendo? —El tipo está arrepintiéndose —afirmó Cam, arrojándose sobre un cómodo sillón. —¿Te importa que fume? —preguntó Stephen, sacando su pipa. —Claro que me importa —dijo, moviendo los dedos sobre la mesa—. Todo el mundo puede ver que el pobre hombre está acosado. Probablemente le propuso matrimonio en un arrebato, enamorado de su

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belleza. Dios mío, ¿quién iba a pensar que Gina crecería para convertirse en semejante mujer? Stephen no contestó. Estaba muy ocupado cargando su pipa. —Creo que sería una buena compañía en el desayuno —dijo. Cam se estremeció. —Demasiado jovial para mi gusto. —Y no estoy de acuerdo con lo que has dicho de Bonnington — continuó Stephen, encendiendo la pipa con un fósforo—. Por lo que sé, está completamente enamorado de tu esposa y se considera afortunado por tenerla. —Porque no la conocía bien. Pero ahora está empezando a darse cuenta de cómo es —dijo Cam—. ¿Qué haces? ¿No te he dicho que no fumaras? —No te he pedido permiso. Sólo te he preguntado si te molestaba. —Bueno, me molesta. Odio tener el maldito humo en mi cara. —¿Por qué estás de tan mal humor? —Brandy —le pidió Cam a un sirviente—. ¿De mal humor? Estoy muy contento. Éste es mi verdadero yo, primo. Te has olvidado. —No he olvidado nada. Siempre has sido un pesado, desde que cumpliste seis años no pasaba una semana sin que te diera una paliza por tu atroz comportamiento. —¿Qué dices? Pero si era yo quien te zurraba a ti… ¿Es que no te acuerdas de la paliza que te di el día que cumpliste doce años? Stephen se estremeció. —¿Recuerdas las consecuencias? Dios, pensaba que tu padre nunca nos iba a dejar salir de esa capilla. Los ojos de Cam se oscurecieron. —Era todo un personaje repugnante, mi padre. Había olvidado esa parte. Pasamos todo el día encerrados, ¿recuerdas? —Y la mitad de la noche. Estaba oscuro y hacía frío. Recuerdo que tenía mucha hambre. —Yo tan sólo recuerdo estar terriblemente aterrorizado. Me dijo que el espíritu de mi madre se me aparecería para regañarme cada vez que me portara mal. Aun hoy me aterrorizan los lugares oscuros. Stephen bajó la pipa y miró al otro lado de la mesa. —Eso es horrible, Cam. ¿Realmente te dijo que tu madre era un fantasma? —Sí, lo hizo. De niño vivía aterrorizado pensando que en cualquier momento el fantasma de mi madre saldría de un armario, con una sábana blanca, y me castigaría por haber sido malo… —dijo Cam, sirviéndose una copa del brandy que alguien le ofrecía en una bandeja. —No tenía idea. Recuerdo que me contabas un chiste tras otro para que no llorara. Me sentí muy mal aquel día porque tú no llorabas y yo sí, y eso que eras cinco años más joven que yo. —Era verano y estabas de vacaciones en mi casa, ¿verdad? Stephen asintió. —Mis padres estaban en el continente. —Entonces estaba acostumbrado. Pero aún me horroriza un poco la oscuridad. Y aún cuento chistes para hacerla más llevadera. Stephen se hundió en su pipa, con los ojos ensombrecidos y

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benévolos. Cam desvió la mirada. Odiaba que tuvieran lástima de él, pero odiaba aún más las confrontaciones. En la vida que se había forjado no había lugar para las mentiras. Ésa había sido la especialidad de su padre. —Ella no te culpa por no haber regresado —dijo Stephen, después de una pausa. —¿Quién? ¿Gina? ¿Por qué debería hacerlo? —Porque eres su esposo, asno. Porque tenías, tienes, responsabilidades ante ella, y las has negado durante años. —¿De qué estás hablando? Nunca he sacado un centavo de ella, tú lo sabes. Le juré al viejo, con mucha rabia, que no lo haría, y no lo he hecho —dijo, mirando al otro lado de la mesa—. Vivo de las ganancias que me dejan esas gordas estatuas rosadas, como las describes. Stephen suspiró. —Ella es tu esposa. Tu esposa. Te casaste con ella cuando tenía once años y hace doce que no la has visto, ¿y crees que eres muy hombre porque no has tocado un centavo de su dinero? Cam sonrió, sereno. —Muy bien. Puedes intentarlo, pero nunca podrás inculcarme ese paternal sentimiento inglés de responsabilidad con el que naciste. Lo único que me importa es de dónde voy a sacar la siguiente pieza de mármol para mi próxima escultura. Tanto Gina como yo sabemos que no estábamos casados realmente entonces, ¿por qué debía regresar antes de que ella me lo pidiera? —dijo, tomando un sorbo de brandy—. En todo caso, aquí estoy, a punto de darle mi supuesta esposa al marqués. Stephen respiró profundamente. —¿Crees que está bailando con él otra vez? —preguntó Cam. Por alguna razón, no se sentía cómodo en los apartados confines masculinos del salón de juegos. —¿Qué te importa? Probablemente la dejará después de que anuléis el matrimonio. Y ella, avergonzada, tendrá que irse a vivir a una apartada cabaña. Cam se puso de pie tan repentinamente que se tropezó con la mesa, derramando el brandy sobre el suelo pulido. —Cuando decidas dejar de moralizar para poder respirar, házmelo saber, ¿de acuerdo, primo? Ya me he aburrido lo suficiente por el momento. Salió de la habitación caminando a grandes pasos, con una punzada de culpa. No debería haberle contestado así a Stephen. Pero ya le había dado esa lección muchas veces un maestro de la moralidad, su propio padre. Era insolente. ¡Responsabilidad! En nombre de la responsabilidad su padre lo había encerrado en cada armario de la casa, había destruido cualquier respeto por el nombre de su madre y lo había casado con la mujer que, hasta el día de su boda, conocía como su prima. Gina estaba fuera del salón de baile, parada como una antorcha encendida en medio de muchos petardos. Como él sospechaba, no estaba bailando con el marqués, en lugar de eso, estaba hablando con un hombre robusto. Se reclinó por un momento en la pared para observar. Su esposa no era estrictamente hermosa. No hermosa de la misma forma que Marissa. Marissa tenía la mirada profunda y las mejillas redondas de una

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diosa mediterránea. Gina tenía una boca adorable. Los dedos le picaban por moldearla en mármol. Aunque plasmar en la piedra esa dulzura no sería fácil, sería todo un reto. Las esculturas de Marissa no revelaban a una mujer real, sino la encarnación de la fantasía más increíble del hombre sobre lo que era una mujer: plácida, sensual, gloriosamente lánguida. Gina era como una llama en movimiento. ¿De quién había heredado esos ojos rasgados? Su espíritu salía tan claramente de ellos que era imposible de reproducir. El baile estaba a punto de terminar y Cam se paseó cerca del lugar en donde estaba Gina. Cuando él llegó, ella sonrió. Casi se quedó sin aliento. ¡Gina sí que había crecido! A los once años era una chica desgarbada, de ojos verdes, y su pelo siempre se salía de las cintas. Pero aquí estaba ahora, con un vestido que apenas tapaba sus curvas. De hecho, revelaba toda su belleza, sus curvas, sus largas piernas. No cabía duda: los trajes franceses estaban hechos para mujeres como Gina, pensó Cam. A Marissa no le sentaría bien ese vestido. —Hola, Cam —dijo ella—. ¿Has venido a bailar conmigo? Porque le he prometido esta danza a… —Es el privilegio de ser el esposo —dijo suavemente, tomándola del brazo. Varias parejas estaban organizándose en un círculo, entonces él la llevó hacia delante, disfrutando de la forma en que ella se meneaba al intentar apartar su hombro de la mano de Cam. —¡Suficiente!, ¡suficiente! Sólo tres parejas, por favor —dijo un hombre viejo—. Bueno, por favor, ¡deslícense con mucha suavidad! Cam miró a Gina con ojos bajos. —¿De qué demonios está hablando? —susurró. —¡De bailar, tonto! —le respondió Gina, susurrando—. Te deslizas ocho veces, luego hacia la izquierda y das una vuelta. —¿Cómo? La música comenzó. —¡Sígueme! —dijo ella, tomándolo de la mano. Eso le gustó a Cam. —Bueno, ahora deslízate a la izquierda —dijo Gina. Sonriendo abiertamente, Cam se deslizó hacia la izquierda. Pero como Gina no le había dicho hasta dónde debía deslizarse, continuó hasta que se chocó con su cadera. Eso también le gustó. Gina tenía unas curvas muy marcadas para ser una mujer tan delgada. Ella lo miró nerviosa y lo atrajo hacia sí hasta que quedaron cara a cara. —La cara de la pareja —susurró—. ¡No, no! ¡Sígueme! Cam sonrió entre dientes. —¿Ahora qué? —Damos saltitos. —¿Saltitos? ¡Yo no doy saltitos! Ella lo empujó repentinamente y él se encontró obedeciéndola tan sólo por el placer de estrecharle la mano. Estaba mirando alrededor, sonriendo, cuando de pronto ella le habló de nuevo. —¡Supuestamente tenemos que coquetear, Cam! —¿Cómo?

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—Sé que es ridículo, ¿verdad? Pero en este punto del baile deberíamos estar hablando. A Cam no le parecía que coquetear con Gina fuera ridículo, pero para ese momento habían regresado al lugar donde habían comenzado, entonces él hizo una reverencia como por décima vez. —Bueno, ha sido muy divertido —dijo, mientras salían de la pista de baile—. La sociedad inglesa dando saltitos en círculo. —¿Nunca tuviste profesor de baile cuando eras niño? —preguntó Gina, con curiosidad. —Esporádicamente. Papá tenía gran dificultad para conservar a los sirvientes, si recuerdas. —Y supongo que no hay muchos bailes en Grecia. —¡Sí, ya lo creo! Todo el pueblo baila. —¿Tú bailas con ellos? Gina miró a su esposo con desconcierto. Era tan distinto al chico con el que se había casado… Como recordaba tan poco de su extraña boda, siempre había pensado en su marido como aquel niño larguirucho y desgarbado que tallaba muñecas en trozos de madera. Ahora, aquí estaba: un hombre hecho y derecho. Y se parecía mucho a su padre, pensó. Era musculoso, tal vez porque hacía mucho ejercicio, dado su trabajo. No había pensado que esculpir fuera una labor física. Él estaba de pie en el elegante salón como una especie de estandarte, con su risa salvaje y cautivadora. —Eras un chico normal —dijo ella, pensativa—, pero ahora… Él esperó, levantando una ceja. —No encajas aquí —dijo ella finalmente, esperando no ofenderlo. —No me gustaría —dijo él rápidamente—. Sin embargo, recuerdo las pequeñas cosas del baile. ¿Quieres que me dirija a la mesa de las bebidas? —Me encantaría —dijo Gina, divertida al pensar que podía enviarlo a hacer recados, aunque sólo fuera traerle una copa de champán—. Quiero una copa de champán, por favor. Él miró alrededor y llamó a uno de los sirvientes que se encontraban de pie en la puerta. —¡Tú! Tráeme dos copas de champán, por favor. El sirviente miró sorprendido, pero dispuesto a obedecer. —No debes hacer eso —dijo Gina, riendo—. El mayordomo ha puesto a esos dos hombres en la puerta por si hay una emergencia. —¿Para qué? —¿Qué pasaría si alguien se desmayase? Él la miró de arriba abajo. —Pareces una mujer fuerte. ¿Sientes que te vas a desmayar? —No, claro que no. Algo en su mirada le afectó; de pronto sintió que la sangre se le subía a las mejillas y se mareó un poco. Sebastian apareció, para su alivio. Hizo una reverencia. Gina sabía que le molestaba que estuviera con su esposo. Ya había dicho que pensaba que el duque debía regresar a Londres para evitar complicar los procedimientos de la anulación. Cam pensó en hacer una reverencia pero decidió saltársela. Estaba

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cansado de mirar al suelo. En ese instante el sirviente apareció con las dos copas de champán. —Muchas gracias —dijo Cam, tomándolas y pasándole una a Gina—. Bonnington, lamentamos no tener una copa para usted. Gina sonrió. Sebastian cerró la boca como una trampa de acero. Claramente pensaba que Gina había bebido más de lo que debía y, para ser honestos, sí lo había hecho. No había nada que ella odiara más que levantarse con resaca. —No quiero beber más champán. Sebastian, ¿te importaría traerme un vaso de limonada, por favor? Él asintió, quitándole la copa de las manos. Hizo una reverencia nuevamente y se alejó entre la gente. —¿Cómo diablos puede hacer reverencias sin derramar el champán? —preguntó Cam—. ¡Diablos! Ahora tendrás que beber de mi copa, aunque yo quería tomármela toda, tengo mucha sed. Sostuvo la copa frente a Gina con tal alegría y perversidad que ella tomó un poco sin pensarlo. Cam se apoyó en la pared. —¿No debería haber algún hombre acosándote por este baile? —Se lo prometí a Sebastian —dijo Gina, tomando otro sorbo de champán, preguntándose por qué le latía el corazón con tanta fuerza. —Pero no puedes bailar dos veces con el mismo hombre —dijo él—. ¿Recuerdas lo que me decías en tus primeras cartas? —¡No puedo creer que las recuerdes! ¿Por qué? Eso fue hace muchos años. —Tengo buena memoria —dijo perezosamente—. ¿Estás dispuesta a desatar un escándalo al bailar con tu prometido por segunda vez? —Oh, no —dijo Gina—. Esas reglas son para las niñas que aún van a la escuela. Aunque Sebastian tiene una norma: sólo tres bailes. Cam giró la cabeza y la miró. —Si yo fuera tu prometido, en lugar de ser tu esposo, no te dejaría bailar con nadie más que conmigo. Gina sintió una corriente de fuego en su estómago. —Oh —dijo, débilmente. Pensó que tenía el deber de defender a su prometido—. Sebastian piensa que estamos en una situación muy precaria. Aquí estoy yo, casada, después de todo. Sacó el abanico y lo agitó suavemente frente a su cara. No había nada peor que una cara sonrojada con el pelo rojizo, al menos eso era lo que siempre le decía su madre. —Sí —dijo él, pensativo—. Aquí estás, casada, después de todo. Se acercó, le quitó la copa de las manos y tomó un poco. Gina se humedeció los labios. Había algo muy íntimo en compartir una copa. Tal vez las burbujas se le estaban subiendo a la cabeza. —¿Nos sentamos? —preguntó él. —Bueno —dijo Gina. Él cruzó la habitación hasta llegar a un rincón. Una pesada seda ocre se mecía detrás de ellos. Gina se sentó en el sofá de terciopelo, azorada. —Nunca había entrado en estas habitaciones. Cam miró alrededor y se sentó a su lado. —¿Por qué demonios no lo habías hecho? Tienen poco aire y no confío

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mucho en el sentido artístico de lady Troubridge —dijo, mirando con atención un cuadro de un Cupido apático sentado en un botón de oro. —Las habitaciones con cortinas no se consideran adecuadas. Él la miró con franca diversión. —He pasado mucho tiempo en estas habitaciones y nada ha sucedido. Bebe más champán —dijo, alcanzándole la copa—. Creo que debemos terminar esta copa antes de que Bonnington regrese, ¿no crees? —No quiero más, muchas gracias. —¿Cómo estás, Gina? —Estoy muy bien —respondió, sorprendida. Él se inclinó hacia ella. Gina pudo oler su jabón. Los latidos de su corazón eran tan fuertes que sentía dolor en el pecho. —No, quiero decir, ¿cómo estás realmente? —dijo él—. Después de todo, estamos relacionados íntimamente aunque no nos hayamos visto durante doce años. Fuimos primos mucho tiempo. Después, nos enteramos de que en realidad no éramos parientes y luego te convertiste en mi esposa. —Estoy bien —dijo ella, aún más azorada. Se acercó más el abanico y lo miró fijamente, evitando encontrar los ojos de Cam. La cara de Marissa era un óvalo perfecto. Cuando los ojos de Gina estaban escondidos en esas largas pestañas, que se debía pintar, pensó él, su cara parecía tan perfectamente ovalada como la de Marissa. Era extraño que no lo hubiera notado antes, se dijo. La culpa era de sus ojos, que habían atraído toda su atención impidiendo que se fijara en otros detalles, también muy importantes. Ella estaba acariciando delicadamente con un dedo cada parte del abanico. —Gina. Ella levantó la mirada. Sus ojos eran de un verde hechizante, del color de una piscina profunda de agua del Mediterráneo. —¿No vas a darme la bienvenida a casa? —dijo él, con voz ronca. Y luego, antes de que pudiera darse cuenta, sus labios estaban en los de ella. Saboreó la sorpresa en sus labios; él también estaba sorprendido. ¿Qué demonios estaba haciendo? De todos modos… los labios de una mujer, una habitación con cortinas, un vals de fondo. Inglaterra en su mejor momento, pensó débilmente. Posó delicadamente la mano sobre la mejilla de la duquesa y se relajó para el beso. Sus labios se encontraron y un estremecimiento los recorrió a ambos. De pronto, ella abrió la boca, quizá para decir algo, pero él aceptó la invitación y las palabras que iba a decir nunca fueron pronunciadas. El vals, las cortinas y el champán habían desaparecido. Su ingle se endurecía; él ladeaba su cara para que ella pudiera estrellar su boca bajo la suya. Tomó entre sus manos callosas su delicada cara ovalada y bebió de ella como si fuera néctar. El juego del apareamiento. No era nostalgia, ni tampoco saludos de bienvenida. En un abrir y cerrar de ojos, su beso se había transformado en un encuentro de bocas desconcertante y lleno de lujuria. Tenía su pelo en la mano derecha, que estaba sobre su cuello. Su boca estaba firme en la de ella, besos dulces, besos ardientes que quemaban el aire entre ellos. Excepto porque ella dejó de besarlo y lo empujó de los hombros, fuertemente.

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Él volvió a su sitio. Por un momento, se miraron fijamente. Luego ella sacó una mano y movió las cortinas. Seguramente su prometido estaba buscándolos. —Debes excusarme —dijo Gina—. Creo que por un momento he olvidado quién eras. Cam sintió rabia. Ninguna mujer olvidaba quién era él mientras la tenía en sus brazos, ninguna. Especialmente su propia esposa. —Parece que Bonnington ha evitado que más tarde tengamos que avergonzarnos de nosotros mismos —dijo lentamente. —¿Estás avergonzado de algo? —preguntó ella, levantando delicadamente la ceja. Él tuvo que admitirlo. Estaba tan tranquila como él. Sería un idiota si creía que Gina nunca había estado en una habitación como ésa con alguien. Respondió a su pregunta sin pensarlo. —Siempre he pensado que debía de ser desagradablemente embarazoso sentir deseo por la propia esposa. Como un apetito deshonroso por el pan negro que sirven en la escuela de párvulos. Ella se enojó un poco. —¿Pan negro? —Sí —dijo él—. Pan negro. Porque uno puede pasar mucho tiempo sin comer pan negro, ¿verdad? De hecho, es comida de pobres, no suele servirse en una mesa civilizada. Pero algunas veces uno tiene un apetito desmedido y le apetece comer pan negro… a mí me pasa… —añadió, al ver que ella lo miraba como si estuviera loco. Hubo un instante de silencio mientras Gina interpretaba la metáfora para descubrir que estaba siendo comparada con un trozo de burdo pan. —Entiendo que te avergüences —dijo—. Puesto que es vergonzoso, algunos dirán humillante, experimentar deseo cuando no se es correspondido, ¿no es cierto? Él sonrió. —Dime, ¿por qué demonios estás comprometida con ese hombre? — Apuntó con un gesto de la cabeza hacia Sebastian. Gina se quedó sin aliento. Y se sonrojó. —¿Sabes? A las pelirrojas no les sienta nada bien ruborizarse. Bonnington se acercó, sosteniendo una copa de un empalagoso líquido amarillo. Gina caminó hacia el salón de baile, sonriéndole. —Gracias, querido, me apetecía un refresco. La verdad es que esta reunión se está tornando un poco tediosa —dijo ella, con una pausa—. Tal vez sea el efecto sedante de reencontrarse con los compañeros de la infancia. Espero que no se ofenda por eso, señor; creo que he perdido el gusto por la escuela de párvulos. Le dedicó a Cam una sonrisa fría. —¿Vamos al jardín? —le dijo a Bonnington, deslizándole la mano por el codo con un pequeño empujón que acercó su cuerpo a la chaqueta del marqués. Cam observó cómo Bonnington automáticamente se alejaba para mantener una distancia apropiada entre sus cuerpos. —Confío en que nos excuse —dijo. En el fondo de sus ojos, Cam pudo ver un tenue brillo de valiente pánico que le hizo sentirse mucho más amable hacia el hombre. Después

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de todo, ¿por qué hay que juzgar a un hombre basándose en su melindrosa conducta en público? Algunos de los hombres más decentes que conocía eran una vergüenza en privado. Si algo sucedía, él sentiría simpatía por ese pobre tipo. Estaba atrapado. Vio cómo se alejaban. Bonnington se había metido en un buen lío al proponerle matrimonio a Gina, se dijo Cam. Pronto se encontraría caminando por el pasillo de la iglesia de Saint James y luego se encontraría, definitivamente y para toda la vida, en manos de su esposa. De pronto sonó en su oído una voz pastosa y le llegó un ligero olorcillo a cerveza. Cam se dio la vuelta. —Hola, duque. Soy Richard Blackton, tu primo segundo por parte de madre. Mientras hablaba, se balanceaba, manteniendo el equilibrio como sólo pueden hacerlo los borrachos. —Te he reconocido al instante. Eres idéntico a tu padre, ¿sabes? ¿Por qué estás aquí? Claro… Has venido para anular tu matrimonio, ¿cierto? ¿Quieres empezar de nuevo el juego con alguna más joven? ¿Por qué no lo intentas con alguna de las hijas de Deventosh? También son pelirrojas. No hay muchas mujeres con el pelo rojizo. Si tienes una inclinación por los colores, bueno, los mendigos no pueden escoger. Cam miraba al hombre con gesto desagradable. —Es un honor conocerlo —dijo. —¿Cómo? ¿Qué estás diciendo, muchacho? —dijo el borracho, confundido. —Que estoy encantado de conocerlo. Eso lo silenció. —Modales extranjeros. —Miró a Cam con recelo—. Modales extranjeros y pelos rojos. Necesito un brandy. Luego se dio la vuelta y se tambaleó hacia el decantador que se encontraba en el aparador sin decir otra palabra. Cam se retiró a la habitación que le había asignado lady Troubridge, tratando de desechar una horrible sospecha que estaba entrando sigilosamente en su cabeza. Marissa tenía el pelo negro. Negro como la medianoche. Era negro… negro. Gina tenía el pelo del color de una naranja madura. Tal vez tenía una inclinación por el pelo rojizo. Era un pensamiento desconcertante que no armonizaba con la idea que tenía de sí mismo como un inglés que vivía en un país olvidado a quien le gustaba moldear mujeres desnudas en mármol, un hombre que pasaba la mayor parte del día cubierto de polvo de mármol gris. No había lugar en su vida, en esa vida, para una duquesa irritante. Para una esposa.

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Capítulo 7 Las aflicciones de la memoria en el foyer de lady Troubridge.

A la mañana siguiente Gina no era capaz de dirigirse a la sala de desayuno. Se acurrucó en la cama, tratando de recordar cada momento pasado con su esposo la noche anterior. Él era tan diferente de como lo recordaba… Se había vuelto tan masculino, pensó con un escalofrío. La manera en que sus hombros… pero no. Eran más sus ojos. Había algo en su forma de mirarla, como si ella fuera una broma deliciosamente íntima. Se acurrucó más entre las mantas, ignorando el cosquilleo que sentía en todo el cuerpo cuando recordaba su beso. En realidad, muchos de los invitados de lady Troubridge sufrían esa mañana los mismos achaques que Gina. Muchos, por no decir todos, tenían algo desagradable que recordar. Sir Rushwood, por ejemplo, también estaba en la cama, dándole vueltas a un comentario desagradable que había hecho su esposa después de que él bailara un vals con la hermosa señora Boylen. Tuppy Perwinkle había visto a su esposa Carola bailando al menos tres veces con un hombre elegantemente emperifollado. Y ahora, sentado en la sala de desayuno mordía melancólicamente una tostada mientras se preguntaba si un nuevo guardarropa podría hacer que recuperara el afecto de su mujer. Gina fue sorprendida en medio de su ensueño por el sonido de la voz de su madre, seguido por una fuerte sacudida. —¡Querida! —anunció su madre—. Abre los ojos. Estoy aquí, llegué ayer por la noche. —Sí, ya sé que llegaste anoche, si no no estarías aquí… —murmuró Gina, acomodándose contra las almohadas—. ¿Podemos tener esta discusión más tarde, madre? —Me temo que no —respondió lady Cranborne—, dado que he hecho este viaje sólo para hablar contigo. Debo regresar a Londres inmediatamente, a una reunión de la Organización de Damas de la Caridad. ¡He recibido otra! —anunció. El tono histérico de su voz logró captar finalmente la atención de su hija. —¿Otra qué? —preguntó Gina, aunque ya podía adivinarlo. —¡Otra carta, por supuesto! —gritó lady Cranborne—. ¿Y qué debería hacer? ¡Mi hermano está muerto! —Bueno, es verdad —respondió Gina, sorprendida—. ¿Pero qué tiene que ver su muerte con la llegada de esa carta? —¡Todo! —dijo lady Cranborne con angustia, con el mismo tono que hubiera podido usar la alterada Ofelia. Gina esperó.

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—La última vez se lo pedí a mi hermano y él se encargó de todo. ¡Todo! Yo no tendría que preocuparme por la carta nunca más. Incluso creo que contrató a un policía de Londres, aunque nunca me dijo nada; supongo que no tuvo éxito. Ahora estamos solas. Tu padre, mi esposo, no fue capaz de arreglar de este asunto. ¡Era un completo inútil! Gina había oído muchas veces el resumen de las habilidades de su padre, que al parecer habían sido inexistentes. —Gracias a Dios, Girton no era como mi esposo —continuó diciendo lady Cranborne sin pausa—. Gracias a Dios, él se dio cuenta inmediatamente de que debías casarte con su hijo, porque tu padre no fue capaz de hacer nada para evitar que tú fueras reconocida por todo el mundo como una bastarda… Y créeme, eso habría sucedido. Por fortuna, Girton nos ayudó. —Sí, pero madre… —Mi hermano simplemente se hizo cargo de todo. Comprendió la situación en dos segundos y citó a Camdem desde Oxford esa misma tarde. Y ahí estabas tú, casada al día siguiente. Si hay algo que admiro, querida, es un hombre de acción. ¡Lo que tu padre no era! —Has recibido otra carta de chantaje, ¿verdad? Pero su madre estaba caminando de un lado para otro con tanta preocupación, que no la oyó. —Cuando te trajeron a casa siendo un bebé intenté hacer razonar a tu padre… —Lloró—. Le dije: Cranborne, si tienes algo de inteligencia en tu cuerpo, ¡saldarás cuentas con esa mujer! Gina suspiró. Ésa iba a ser, claramente, una conversación larga. Salió de la cama, se puso la bata y se sentó junto al fuego. —¿Me hizo caso? ¿Me escuchó? ¡No! Todo lo que hizo fue murmurar cosas sobre lo distinguida que era esa mujer y sobre cómo jamás traicionaría a su propia hija. ¿Y qué fue lo que pasó? —Nada tan terrible —agregó Gina—. Me convertí en una duquesa, ¿recuerdas? —¡Gracias a mi hermano, no a Cranborne! —dijo ella, triunfalmente—. Cuando llegó la primera carta lo supe porque ¿quién más sabía toda esa historia? Obviamente fue esa mujer quien escribió la primera carta. Y ésta también, sin duda alguna. —Madre —dijo Gina. Lady Cranborne seguía caminando de un lado para otro. —¡Madre! —¿Qué? ¿Qué pasa? —dijo, interrumpiendo su frenética caminata a medio camino y agarrándose la cabeza—. ¿Has dicho algo, querida? —La condesa Ligny no puede haber escrito ni esa carta ni ninguna otra. Murió el año pasado. —¿Qué? —dijo lady Cranborne, boquiabierta. Gina afirmó con la cabeza. —Tu, tu… ¿la mujer que te dio la vida está muerta? ¡Imposible! —El señor Rounton me escribió una carta y adjuntó un recorte del obituario del Expreso de París. —¿Por qué no me lo dijiste? Gina vio las señales de advertencia de un ataque de mal genio. —No quería molestarte. Ni siquiera mencionando su nombre.

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—¿Y qué hiciste? —preguntó lady Cranborne. —¿Que qué hice? —¡Te conozco, Gina! —dijo—. Puede que yo no te haya dado la vida, ¡pero te crié! ¿Qué hiciste después de recibir la carta de Rounton? —Escribí una carta a sus abogados —admitió Gina—. Quería saber si había dejado algún mensaje o alguna nota… Lady Cranborne emitió un suspiro de tristeza mientras atravesaba la habitación para acariciar a su hija en la cabeza. —Lo siento mucho, querida —dijo, dándole un beso en el pelo rojizo pálido, que era exactamente igual al de la infame condesa Ligny—. En realidad, lo siento mucho. La condesa era una ingrata y una tonta, aunque su pérdida fue mi bendición. Gina respiró profundamente. —Está bien. No me prestó atención durante su vida, pero pensé que tal vez… —Se encogió de hombros—. La cuestión es, sin embargo… —¡Calla! —interrumpió lady Cranborne, poniéndole una mano en la boca—. Si esa mujer, si la condesa Ligny no ha escrito esta carta, ¿quién ha sido? —¿Qué dice la carta? Su madre buscó en su pequeño bolso. —Aquí está. Estaba escrita en papel grueso, en letra clara y precisa, como de secretaria. Por un momento, Gina bailó sobre las curvas y giros meticulosamente adornados de la nota, sin poder descifrar su significado. Luego, el texto saltó hacia ella, de repente: ¿Podrá el marqués ponerse de mal humor? La duquesa tiene un hermano.

—Tengo un hermano —susurró—. ¡Tengo un hermano! —Debe de ser un medio hermano —la corrigió lady Cranborne—. Nunca permití que tu padre volviera al continente después de que ese viaje a Francia trajera tan espantosas consecuencias. Luego se dio cuenta de sus palabras. —No me refería a eso, querida. Eres una bendición para mí. Gracias a Dios que esa mujer no quiso criar a sus propios hijos. Dios sabrá dónde estará ese hermano que tienes. Se lo debió de dar al padre, como hizo contigo. —¿Pero quién demonios ha podido haber escrito esta carta? —Obviamente, la condesa era descuidada. Le aseguró a tu padre que nadie sabía de tu existencia. Tan pronto se dio cuenta de que estaba enceinte, se retiró a su casa de campo. Tú apareciste en nuestra puerta cuando eras un bebé de tan sólo seis semanas —dijo, dándole impulsivamente un beso a su hija—. Fue el día más feliz de mi vida. Gina sonrió. —El más feliz, pero el más molesto, maman. —Es verdad. Pero por entonces yo ya tenía bien calado a Cranborne, querida. Nunca he conocido mayor tonto que él, te lo aseguro. Si no lo hubiera tenido controlado habría ido esparciendo su semilla por ahí con

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total despreocupación. Gina estaba mirando la carta anónima otra vez. —Tal vez escriban de nuevo para decirme dónde puedo encontrar a mi hermano. —Es más probable que escriban para pedirte dinero —recalcó su madre—. Claramente, la carta es una amenaza ¿Cómo crees que se sentirá Bonnington cuando sepa que tienes un hermano ilegítimo? —Oh, él estaría… Pero las palabras se le atragantaron porque fue incapaz de decir que Sebastian se alegraría mucho por ella. La verdad era que, desde que le había confesado la verdad sobre su nacimiento, que era la hija ilegítima de su padre con una condesa francesa, Sebastian nunca había querido hablar del asunto. De hecho, Gina sospechaba que él había preferido hacer como si nunca lo hubiera escuchado. La historia que sabía toda Inglaterra, que Gina era la hija huérfana de una prima lejana de lady Cranborne, era una historia más aceptable. —Él no se lo tomará nada bien —recalcó lady Cranborne. Luego, con una sonrisa, continuó—. Es más, se enfadará bastante. Gina tenía que admitir que eso era cierto. —No le gustará. Particularmente si existe la posibilidad de que quien haya escrito la carta pueda contar la historia. —Gracias a Dios, a tu padre nunca le permitimos meter mano en las propiedades, se las habría jugado o algo así… Pero afortunadamente no le permitimos hacerlo y gracias a eso tú y yo somos lo suficientemente ricas para pagar por el silencio de esta persona horrible. Gina se sentó en el borde de la cama. —No estoy segura de que eso sea lo más acertado —dijo, lentamente —. El chantajista lleva muchos años esperando, ¿verdad? El tío Girton frustró su primer intento de extorsión casándome con Cam. Luego Cam se fue a Grecia y el chantajista ha esperado durante años el momento oportuno para volver a la carga. Debe de estar al tanto de que Cam va a anular el matrimonio y pensará que estoy dispuesta a pagar toneladas de dinero para asegurarme de que la propuesta de Sebastian siga en pie. Lady Cranborne asintió. —Como duquesa de Girton no te afectaría mucho un escándalo sobre tu nacimiento, incluso podría hacerte mucho más interesante… Pero si dejas de ser duquesa… una ex duquesa, y bastarda para más señas, no sería la candidata perfecta para marquesa. Tal vez deberías dejar al marqués ahora, antes de que él tenga la oportunidad de dejarte a ti — sugirió su madre. Gina la miró, sospechosamente. —A ti no te agrada Sebastian. —Es cierto —dijo lady Cranborne, arreglándose frente al espejo—. Creo que es una vara, querida. Pero no soy yo la que se va a casar con él. Las palabras «Gracias a Dios» resonaron por la habitación. —Cam llegó anoche. —¿Ah, sí? ¡Qué alegría! Estoy deseando verlo. Procuraré encontrarme con él a la hora del almuerzo. ¿Te he dicho que tengo una reunión de la Organización de Damas de la Caridad esta noche? Puedo decirte, como un secreto por supuesto, que existe una pequeña posibilidad de que me elijan

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presidenta. Me negaré, claro. —Lady Cranborne miró con afecto en el espejo su semblante aristocrático. Una verdadera dama de sociedad pasaba su tiempo vagando de filantropía en filantropía. —¡Felicidades, mamá! —dijo Gina, aparentado un gran entusiasmo para complacer a su madre—. Eso significa que serías la presidenta de cuatro organizaciones, ¿verdad? —Tres —dijo lady Cranborne—. Descarté ser parte del comité los Lisiados de Golspie la semana pasada; son un grupo de viejos patos atolondrados que no entienden el concepto de autoridad. Si hay algo que me enseñó mi hermano fue a dirigir a las personas que están bajo mis órdenes. Aunque debo admitir que manejó muy mal al joven Camdem. Muy mal, a pesar de todas sus dotes de mando. En esa ocasión actuó muy mal, y se lo dije. —Sí —dijo Gina, recordando las batallas que tuvieron lugar en la casa después de que Cam partiera hacia Italia dejando a su esposa virgo intacta en su lecho matrimonial. —No fue culpa tuya, querida. Mi hermano tenía mano dura. —Podía llegar a ser muy cruel, madre. —No exageres. Su dureza se debía a su gran inteligencia —dijo lady Cranborne mientras se arreglaba el peinado frente al espejo. Gina se mordió la lengua. La familia Girton adoraba la inteligencia por encima de la humanidad. ¿Quién era ella para cambiar la manera de pensar de su madre? —Creo que debemos esperar a recibir la próxima carta —dijo. —¿Vas a contárselo a Bonnington? —preguntó su madre. —No. Lady Cranborne miró a Gina por encima del hombro con una chispa de regocijo en los ojos. —Ten cuidado, hija —le dijo—. Tener secretos con el esposo es señal de problemas en el matrimonio. —Él no es mi esposo —dijo Gina bruscamente—. Cam es mi esposo. —Bueno, entonces cuéntaselo a Camdem —dijo lady Cranborne, arreglando un mechón suelto para ponerlo nuevamente en su sitio—. Estaba preparándose para ser casi tan inteligente como su padre, si mal no recuerdo. —Más o menos, creo. —No me sorprendería. Girton siempre se quejaba de que el niño tenía miedo a la oscuridad y a las armas y quién sabe a qué más cosas. Todo porque no le gustaba la caza. Girton pensaba que Camdem era un niño tímido simplemente porque pasaba el tiempo tallando trozos de madera en lugar de estar disparando a los animales. Pero yo siempre he pensado que ésos eran síntomas de agudeza temprana. —No es un hombre tímido; en absoluto. —Nunca lo he pensado —dijo su madre—. Heredó la inteligencia familiar. Como tú, querida. Gina había olvidado recalcar que no tenía relación de sangre con los Girton. Sin embargo, tras su corto reencuentro con su esposo, había descubierto que a él no le importaban los convencionalismos. —No me importaría contarle a Cam lo de la carta —dijo lentamente. Su madre asintió con la cabeza.

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—Cualquier ayuda nos será útil. Necesitamos que un hombre entregue el dinero cuando nos lo pidan, por ejemplo. —No me agrada la idea de pagar por el silencio. —A mí tampoco me agrada la idea de que tu nombre esté en boca de todos y tu honor se ponga en entredicho. Las mentes pequeñas deben ser apaciguadas; por eso pagaremos, para asegurarnos de que te cases con Bonnington, si eso es lo que quieres. Después, ¡no pagaremos un centavo más! Porque no me interesa lo que piense el que escribió la carta. Cuando estés casada, nadie se atreverá a poner en entredicho la reputación de la esposa de un marqués adinerado. Tal vez debamos considerar celebrar la boda inmediatamente después de obtener la anulación. —Sebastian ya ha conseguido una licencia especial. —Excelente. Te dejaré la nota para que puedas mostrársela a tu esposo, querida. Habla con él lo más pronto posible, ¿de acuerdo? —En ese momento dudó—. Necesito preguntarte algo: ¿has despedido ya a ese espantoso tutor, verdad? —No —respondió Gina. —¿No? —dijo lady Cranborne, levantando la voz—. En la carta que te escribí en el momento en que esa escandalosa columna apareció en el diario te pedía que lo dejaras ¡inmediatamente! En momentos como ése Gina recordaba que lady Cranborne y el padre de Cam eran hermanos. —No puedo despedirlo, madre. Es el empleado de mi esposo. —Nunca entenderé por qué lo has traído a esta fiesta —declaró su madre—. Ese pequeño y espantoso… —No es espantoso. Sólo es un poco extraño. —Tiene algo muy peculiar. No he podido entender por qué no lo dejaste en la propiedad si no podías despedirlo. —Él quería venir. —¡Quería venir! ¡Quería venir! —El tono de la voz de lady Cranborne había aumentado y estaba dando alaridos—. Y tú tienes en cuenta los deseos de un sirviente. Qué más quería, ¿una visita al Palacio de Buckingham? ¡Ya veo por qué puso su atención en este asunto la revista Tatler! —¡Madre! —¡Los Girton no nos comportamos como la chusma! —dijo su madre, un poco histérica—. No abandonamos nuestra dignidad, ¡jamás! Ni tampoco permitimos situaciones extrañas en las que la plebe estropee nuestra virtud. ¿En qué demonios estabas pensando, Ambrogina? —Fue una tontería —admitió Gina—. Estaba muy apenada porque acababa de decirle que nuestras clases debían terminar y él expresó tal deseo de acompañarme que no pude ignorarlo. No es una molestia, mamá. Me encanta aprender la historia de Italia. —Debe irse —dijo lady Cranborne, inquieta—. Debo hablar con tu esposo inmediatamente. Ahora me voy. Si no te veo a la hora del almuerzo, au revoir, querida. Y salió con una expresión en la cara que dejaba muy claro que no se calmaría hasta que el tutor de historia se hubiera marchado de la casa con las maletas en la mano.

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Capítulo 8 En el que hombres apuestos hacen travesuras en el río.

Gina no logró ver a Cam hasta bien entrada la tarde. Lady Troubridge había organizado un picnic al aire libre en la orilla del río Saddler, que corría por los jardines. Gina paseó por la colina acompañada de Esme. —Dios mío —dijo Esme, mientras se acercaban al río—. ¿Quién es ese joven? ¡Es guapísimo! Gina miró. —Es un actor. Su nombre es algo absurdamente teatral. Reginald Gerard, creo. Las mesas estaban dispuestas a la sombra de unos viejos sauces, que se esparcían como matronas chismosas en la ribera. El actor estaba cruzando el río brincando de una roca a otra, agarrando manzanas de una rama baja de un manzano y pasándoselas a las jóvenes que esperaban en la orilla. Cada cierto tiempo se tambaleaba y simulaba estar a punto de caer al río, produciendo una respuesta de pequeños gritos entre la manada de debutantes amontonadas en los bancos. —Qué espectáculo tan nauseabundo —le dijo a Gina al oído una voz lenta y pesada. Ella se volvió para saludar a su esposo, como si no hubiera estado mirando la puerta del salón de recepción toda la mañana, esperando su llegada. —¿Vas a presentarme? —le dijo, mirando con agrado a Esme. Esme fue un poco cortante, aunque una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios. —Ésta es lady Rawlings —dijo Gina—. Esme, mi esposo. —Es un verdadero placer —le dijo Cam, besándole la mano. Gina sintió una puñalada de irritación. Cam estaba casado, después de todo. Al igual que Esme. —Mira, Esme —dijo, fríamente—. Ahí está Burdett. Su amiga logró separar los ojos de Cam y saludar a Bernie, que se acercó a ellos brincando con el ansioso paso de un perro bien entrenado. —¿Qué tal? —dijo alegremente—. ¿Cómo va todo? Soy Bernie Burdett. Cam hizo una reverencia. —Soy el duque de Girton. —Oh —dijo Bernie, desconcertado. Luego, su cara cambió—. ¡Mucho gusto, excelencia! Esme le dio el brazo. —Hola, Bernie —dijo sonriente—. ¿Nos sentamos? Cam se dejó caer al lado de Gina. Para su molestia, sus ojos estaban

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clavados en la esbelta parte de atrás del cuerpo de Esme. —¿Qué demonios hace con ese tipo? —preguntó en voz muy baja para que Esme no lo oyera. —Bernie es un, un… —¿Un tonto? —agregó Cam. Esme y Bernie habían alcanzado el borde del río. Mientras lo admiraban, Bernie se quitó la chaqueta y la arrojó al suelo de la ribera. Luego, brincó agraciadamente de roca a roca sin dudarlo, poniendo al joven actor y a sus actos sobredramatizados en ridículo. —Ajá —dijo Cam, con un tono de diversión en su voz—. Veo la luz. Gina siguió su mirada. Los pantalones grises de Bernie estaban pegados a sus piernas musculosas. La verdad, con el sol brillando en su pelo dorado, Bernie Burdett probablemente estaba más atractivo de lo que lo había estado en toda su vida. Ya había alcanzado la otra orilla del río y se había alzado para arrancar una manzana. El lino blanco se estiraba por los hombros hermosamente moldeados. Un segundo después, estaba al lado de Esme. —Sí —murmuró Gina. —Bueno, no entres en trance —dijo Cam, chasqueando los dedos—. La belleza física no lo es todo. Ella lo miró con curiosidad. —Suponía que, como escultor, valorabas la belleza por encima de todos los atributos. Cam se encogió de hombros. —Podría esculpir a Burdett, pero no podría hacer mucho por su inteligencia. Seguiría pareciendo un patán. Bernie le había alcanzado la manzana a Esme mientras le besaba la mano como recompensa. —¿Cómo soporta estar a su lado? Gina no ignoró el comentario porque no había señales de desprecio en la voz de Cam, tan sólo genuina curiosidad. —A Esme le encanta la belleza —explicó—. Por eso, siempre parece escoger amigos que tienen, que son… —¿Bellos? —Bueno… —dijo Gina, de mala gana. Cam se encogió de hombros. —Ésa es una decisión común entre los hombres. La amante perfecta es hermosa, alegre e indolente. Parece que Bernie cumple con los requisitos. —¿Tú…? —Gina se detuvo. Había algo en la seductora curiosidad de Cam que hacía que hablara con él con total despreocupación, sin pensar en lo que debía decir. —Por el momento no tengo amante —dijo él, adivinando la pregunta que ella no se había atrevido a formular—. Pero, cuando tenía, encajaba perfectamente con los parámetros que acabo de mencionarte. —Y las esposas —dijo Gina, desanimada—, ¿sucede lo mismo con ellas? —Menos bellas es aceptable, pero deben ser aún más obedientes — dijo Cam—. ¿Crees que podrías vivir bajo esos estándares si estuviéramos casados en serio?

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—No lo había pensado —contestó ella, lanzándole una mirada con los párpados entrecerrados. Su esposo tenía la sonrisa más sugestiva que ella jamás había visto en un hombre—. Pero lo dudo. La obediencia no es una de mis virtudes. Se dio la vuelta para caminar hacia Sebastian, pero Cam se interpuso en su camino. —Uno no desea una esposa obediente todo el tiempo, ¿sabes? Tenía cara de estar riéndose de ella, pero ella no sabía por qué. —¿Qué quieres decir? —preguntó. —La obediencia es un asunto muy complicado —dijo—. Por ejemplo, si a uno le interesan las actividades en el lecho debe escoger una esposa… —Esos asuntos no me conciernen. Estoy al tanto de que no me escogiste como tu esposa —dijo Gina, interrumpiéndolo. —Es cierto —dijo Cam—. Recuerdo que mi padre me decía que tú madurarías y te convertirías en una hermosa mujer y, por cierto, su profecía se ha cumplido. —¿Tu padre dijo eso? —dijo Gina, entrecortadamente. Cam asintió. —¿Te sorprende? —Cuando hice mi debut, él me dijo que yo debería estar agradecida por tener un anillo de compromiso que me liberaba de verme obligada a desfilar como una mercancía. Siempre tomé eso como un insulto. —Y con razón —recalcó Cam—. Mi padre era un maestro de los comentarios insultantes. De hecho, de todo lo que decía había muy poco con lo que uno no podía ofenderse. —Además, no soy hermosa de la misma manera que lo es Esme — recalcó Gina, preguntándose por qué demonios estaba diciendo algo así. Cam miró a Esme. —Sí, lady Rawlings es ciertamente una de las mujeres más hermosas que se hayan visto, al menos en Inglaterra. —No entiendo por qué estamos discutiendo un tema tan estúpido — dijo Gina, airosamente. —¡Venid! —les dijo Esme, llamándolos con la mano. Cam se volvió hacia la belleza clásica, pero Gina se fue hacia donde estaba Sebastian. Era mejor que no pasara mucho tiempo con su esposo. Sebastian estaba sentado solo a una mesa pequeña. Tenía una expresión que ella consideraba, en secreto, como su aire de puritano. Se deslizó en una silla, dándoles la espalda a Esme y a Cam. —¿Cómo se encuentra lady Rawlings esta mañana? —preguntó Sebastian con un tono desagradable—. Puede decirse que se está divirtiendo. —Estoy segura de que sí lo está haciendo —contestó Gina, echándole una mirada. Esme estaba refugiada entre Bernie y Cam, brillando de placer. Cam estaba inclinado hacia ella, como si le estuviera diciendo cosas muy interesantes. —Supongo que si ella mantiene ocupado a tu esposo, será mejor para la anulación —recalcó Sebastian. —Espero que así sea —murmuró Gina. Era un terrible inconveniente que Sebastian estuviera de frente a la

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mesa de Esme, porque parecía que no podía quitarle los ojos de encima. Durante el cordero continuó balbuceando sobre la manera atrevida en que el esposo de Gina seducía a Esme. —A este paso, además de la anulación de tu matrimonio, tu marido va a conseguir que Rawlings se divorcie de tu amiga —dijo desagradablemente. Gina estaba empezando a sentirse un poco enferma. —¡Sebastian, ya basta! ¿No crees que tendría que ser yo la que estuviera molesta? Pero no lo estoy. ¿A quién le perjudica que Esme y Cam sean amigos? A nadie. Le dio un mordisco al pollo. Sabía a trapo de secar loza escurrido. —Supongo que tienes razón. Es que no me gusta ver cómo es arrastrado un buen hombre… —¡Estás desarrollando una auténtica obsesión! —dijo Gina, exasperada—. Para ser honesta, estás siendo un poco descortés al hablar de eso en mi presencia. Sebastian se quedó pasmado. —Discúlpame, Gina. Había olvidado que tienes poca experiencia del mundo, como una niña inmadura. —No estoy tan desinformada. —No, insisto en disculparme. —Los ojos azules de Sebastian le sonrieron tan afectuosamente que ella se sintió más amistosa a pesar de su molestia—. A veces olvido lo inocente que eres. Y, sin embargo, ésa es una de las cualidades que más adoro de ti, Gina: tu aire de no haber sido tocada por el lado sórdido de la vida. —¿Y qué pasará cuando estemos casados y ya no sea tan inocente? —preguntó con malicia. Sebastian sonrió. —Siempre tendrás una belleza inocente. Hay algo que no se ha tocado y que es intocable en ti, la marca de lo bueno propagándose por tus huesos. —Pero, Sebastian —comenzó a decir Gina, seducida, por un descuidado momento, con la idea de contarle lo de la carta, de decirle que había descubierto que tenía un hermano ilegítimo. Involuntariamente, lady Troubridge lo impidió. Estaba aplaudiendo para llamar su atención y Sebastian se volvió inmediatamente hacia la anfitriona. —¡Oíd! ¡Oíd! —gritaba alegremente lady Troubridge—. El señor Gerard ha accedido a organizar un pequeño acto para el fin de semana, unas pocas escenas de Shakespeare. Si alguien quiere participar en la lectura que lo diga. Para desilusión de Gina, el semblante de Sebastian se oscureció. —¿Actuar junto a un actor profesional? ¡Burdamente impropio! —Oh, Sebastian —dijo ella—. Algunas veces creo que ésa es tu palabra favorita. Él abrió la boca e hizo una pausa. Para su inefable alivio, vio un atisbo del viejo Sebastian, del que era antes de volverse tan consciente de su título y rango. —Me estoy volviendo muy estirado, ¿es eso lo que estás diciendo? Ella sonrió con agradecimiento.

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—Un poco. —Mi padre era una vieja vara. Eso pensaba la otra noche. En eso tienes razón, Gina. Me estoy volviendo un santurrón —dijo. Parecía horrorizado. Gina le dio golpecitos en las manos, deseando poder demostrarle más, pero eso asombraría no sólo a Sebastian sino también al resto de los invitados. —Te tengo a ti —dijo él, mirándola a los ojos. —Sí, me tienes a mí —repitió ella, cordialmente. —Bueno, ¿no es eso encantador? Todos deberíamos ser tan afortunados de poseer a Gina —continuó Cam, apoyándose sedosamente en el hombro de Gina—. De hecho, ¡creo que ambos somos igual de afortunados! ¿No es extraordinario? —Soy un hombre afortunado —dijo Sebastian. —Yo también lo soy, también lo soy. —Gina y yo estábamos a punto de presentarnos voluntarios para participar en la lectura de Shakespeare —dijo Sebastian, poniéndose de pie tan rápido que casi tira la silla—. Con permiso. —¡Qué bien! Yo también estaba pensando en presentarme para la lectura y sé que lady Rawlings estaría encantada de hacer lo mismo — recalcó Cam. Se volvió y llamó a Esme con la mano; para disgusto de Gina, su mejor amiga le sonrió tan cálidamente que sintió un poco de vergüenza. Esme no tenía derecho a seducir abiertamente a su esposo. —¡Ven, Sebastian! —dijo, partiendo hacia lady Troubridge sin esperar a Esme. El joven actor, Reginald Gerard, estaba rodeado por un grupo agitado de debutantes que parecían reír y rogar para representar a la heroína. Pero sus esperanzas fueron desbaratadas por lady Troubridge. —Lo siento mucho, niñas —dijo enérgicamente, apartándolas del camino con un pañuelo de color brillante—, pero vuestras madres y yo hemos decidido que es un poco atrevido para chicas que aún no están casadas. ¡No estoy dispuesta a permitir ningún escándalo en mi fiesta! De forma entusiasta ignoraba el hecho de que sus fiestas proveían invariablemente los chismes más candentes de los primeros meses de la temporada. —No, el señor Gerard tendrá que actuar con una mujer casada. Eso es todo. Vosotros cuatro sois perfectos —exclamó. Gina sintió lástima del pobre Reginald Gerard al ver la cara de espanto que ponía. Estaba claro que no quería pasar las tardes con parejas casadas. Probablemente esperaba poder escaparse con una heredera. —Estoy de acuerdo con usted, milady —le estaba diciendo Sebastian a lady Troubridge—. La prosa dramática es muy excitante para las mujeres jóvenes. —¿Cuál es la obra escogida? —preguntó Cam. —Unas pocas escenas de Mucho ruido y pocas nueces —respondió el joven actor. Quizá estuviera desilusionado, pero lo disimuló bastante bien y se comportó con toda dignidad y educación—. ¿Puedo presentarme? Soy Reginald Gerard. —Le vi actuar en el Covent Garden la temporada pasada —dijo

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Sebastian, haciendo una reverencia—. Soy el marqués de Bonnington. Ésta es la duquesa de Girton y lady Rawlings. Ah, y el duque de Girton. Reginald le sonrió al pequeño círculo. —Creo que seremos capaces de realizar una encantadora actuación. Tal vez la duquesa quiera interpretar a Hero y… —No lo creo —interrumpió Cam—. La duquesa y yo tenemos mejores aptitudes para representar a Beatriz y Benedicto. Después de todo, estamos casados y sería muy desgarrador ver a otro hombre en la ventana de la habitación de mi esposa. —Oh, claro que sí —acordó Reginald. Sebastian frunció el ceño. —¿Qué significa esto de la ventana de la habitación? —En la obra, Claudio, ése será usted, milord, cree que su prometida, Hero, le ha sido infiel cuando ve que hay otro hombre en su ventana. —Eso suena poco adecuado para mí —dijo Sebastian, frunciendo el ceño—. ¿Está seguro de que esta obra es apropiada? —Fue interpretada con gran éxito durante la temporada pasada —dijo Reginald, cortésmente—. Además, sólo haremos unas pocas escenas. Si hay algo que con lo que usted o lady Rawlings no se sientan cómodos, evitaremos esas escenas. Sugiero que nos encontremos en la biblioteca antes de la cena para decidir qué partes representaremos. Gina sintió una mano cálida en su cintura por un segundo. —¿Crees que vamos a sobrevivir a este experimento? —¿Por qué no? ¿Qué quieres decir? —Seguramente habrás notado la preocupación de tu prometido por la hermosa Esme Rawlings. —Movió su cabeza hacia ellos. Parecía como si Sebastian le estuviera dando un sermón mientras ella se comía una manzana, distraídamente. —Parece que tú estás también muy preocupado por ella —recalcó Gina. Cam rió. —¿Cómo no iba a estarlo? Es hermosa, curvilínea y aparentemente muy amistosa con los hombres. Gina apretó los labios. —¡No es tan amistosa como dices! —Seguro que Sebastian la está regañando ahora mismo precisamente por su amabilidad con los hombres. Gina miró de nuevo. Era cierto, Esme estaba comenzando a mascar ruidosamente la manzana y sus mejillas se habían teñido de rojo. —Sería una Diana estupenda —dijo Cam. —¿Diana, la diosa de la virginidad? —preguntó Gina, con un poco de escepticismo. —Extraño, ¿verdad? Pero tiene un aire de «no me toques», a pesar de su aparente amabilidad… Tal vez quiera posar para mí. Gina miró a su esposo. Estaba mirando a Esme con el ojo crítico de un joyero frente a un diamante. —Pensaba que ya estabas trabajando en una Diana. ¿No sería un poco aburrido hacer otra figura de la misma diosa? —No. Cada mujer es diferente. Darles nombres de diosas es solo una manera de dar nombre a lo que veo en sus caras. Lady Rawlings es

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provocativa, hermosa, incluso erótica. Pero al mismo tiempo es distante y reservada. Estoy seguro de que no comparte la cama con Burdett, aunque actúe como si lo hiciera. Gina lo miró con un nuevo respeto. Momentos más tarde, Esme y ella caminaban por la colina en silencio, de regreso a la casa. Gina estaba anhelando saber si Cam las estaba mirando. Estuvo a punto de volverse para comprobarlo, pero Esme la tomó del codo. —¡No mires! —susurró—. Estoy segura de que está mirando; pero no querrás que sospeche, ¿o sí? —¿Sebastian? —¡Claro que no me refiero a Sebastian, tonta! —exclamó Esme—. Me refiero a tu apuestísimo esposo, ¡por supuesto! —Bueno, me alegra que pienses que es apuesto —dijo Gina, agriamente. —¡Claro que lo pienso! —Luego abrió los ojos ampliamente—. Gina, no creerás que yo… —¡Claro que no! —Sí, ¡lo crees! —Esme tenía unos hermosos hoyuelos, Gina tenía que admitirlo. Ya entendía por qué cada hombre que conocía se enamoraba de ella, incluyendo a su propio esposo—. No seas ridícula. Sabes que no tengo nada que hacer con los hombres inteligentes. Tomó a Gina del brazo. —¿Puedo decir algo más? Gina asintió con la cabeza. —Pienso que debes conservarlo.

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Capítulo 9 Una losa de mármol rosa y un duque contemplativo.

Cam miró la pieza de mármol que tres sirvientes habían depositado cuidadosamente sobre la alfombra Axminster. No había duda de que Esme Rawlings, con sus curvas generosas y su cabello brillante, era la mujer que más se parecía a Marissa, y por lo tanto a la belleza de una diosa, que podría encontrar en Inglaterra. Incluso podría ser posible que Esme se prestara para un proyecto tan arriesgado como ser esculpida en mármol rosa como una deidad sentada y medio desnuda. Sin embargo, en esos momentos no era su proyecto de escultura lo que ocupaba sus pensamientos. No dejaba de mirar la copia de Mucho ruido y pocas nueces que lady Troubridge le había enviado a su habitación. En los dolores de la soledad, cuando partió de Inglaterra, leía sin parar las obras de Shakespeare. Carente de corazón inglés, de casa inglesa, de frases inglesas y cerveza inglesa. Pero nunca pensó que interpretaría a Benedicto, y mucho menos que Beatriz sería Gina en esa representación. En realidad, nunca había pensado en Gina como en una esposa, ¿cómo iba a hacerlo? Pero ella había estado presente todo el tiempo mientras él leía a Shakespeare, corriendo lentamente por Inglaterra con ese cuerpo delgado y ese pelo rojizo y sedoso, su indomable curiosidad y su aguda inteligencia. Con su anillo en el dedo. Miró nuevamente el mármol. Gina sería una Diana terrible. Tenía una mirada muy penetrante. La diosa nunca había mirado a un hombre con esos ojos, no tenía la mirada franca y apreciativa de Gina. Nunca le daría la bienvenida a un hombre con placer, como si de verdad lo hubiera extrañado. Ciertamente, la diosa nunca le escribiría a su esposo cientos de cartas. No se le había ocurrido que cuando ya no estuvieran casados, Gina no le escribiría más cartas. Sus cartas lo habían seguido de país en país. Miró hacia abajo, frunciendo el ceño, hacia el libro que tenía entre las manos. Sí, le encantaban esas cartas. Siempre le escribía a Gina antes de mudarse a donde fuera porque no quería perderse ninguna. Una vez obligó a Phillipos, su criado, a hacer un viaje de tres días hasta una pensión que habían dejado hacía algún tiempo sólo para recuperar una de sus cartas, que había olvidado. Pensar en eso le incomodó. Ella era su conexión con Inglaterra, nada más. De hecho, las cartas y no Gina eran su conexión con casa. No tenía nada que ver con su esposa. Las cartas era lo que le importaba. Claro que sí. Arrojó el delgado volumen de obras al suelo, y éste se deslizó por la

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alfombra para descansar al lado de un mármol obscenamente rosa. Demonios, Stephen le había contagiado sus perjuicios. Ahora miraba la piedra y veía cuerpos carnosos y caderas vulgares, mientras que antes siempre veía el potencial para esculpir una sexualmente atractiva y hermosa mujer. Rosa, regordeta y desnuda. Torció los labios. ¡Maldito Stephen! Su esposa no querría posar como un miembro del panteón de diosas romanas. Aunque la idea de ver a Gina vestida sólo con un velo transparente era más que suficiente para volver loco a cualquier hombre. No la esculpiría como Diana, por supuesto. Ni como Venus… muy insípido. Además, ni siquiera estaba seguro de poder esculpir a Gina. Su sedosa masa de pelo, ¿cómo convertir eso en mármol? Y su forma de moverse… Era imposible imaginarse a Gina quieta durante el tiempo preciso para dibujarla en un papel, y mucho menos en piedra. Sin embargo, los dedos le picaban por intentarlo. Pero esculpir a Gina no era un asunto debatible, puesto que después de esa visita no regresaría a Inglaterra en varios años. No tenía sentido regresar para ver a su esposa actual convertida en la esposa de ese estirado marqués, rodeados de críos producidos con entusiasmo en el lecho conyugal. No, él se quedaría en su aldea, muchas gracias. Al menos allí sería el dueño de su destino. No habría esposas que le enviaran pulsiones calientes de sangre a sus entrañas con sus inocentes comentarios seductores… Tan sólo es lujuria, pensó. Después de todo, hacía tiempo que Marissa y él habían interrumpido la actividad sexual que habían mantenido durante años. Y aunque disfrutara de compañía femenina de vez en cuando, habían pasado muchos meses. Por esa razón miraba las caderas esbeltas de su esposa y la piel cremosa de sus brazos. Por esa razón, insistía en interpretar a Benedicto. Porque Benedicto besa a Beatriz, a menos que estuviera equivocado… Impaciente por confirmar lo que recordaba, Cam levantó el libro y navegó entre sus páginas. No era que quisiera seducir a su propia esposa, se dijo. Ni siquiera besarla de la forma que un hombre besa a una mujer. Era que su apetito sexual se había salido de control, debido a la abstinencia. La abstinencia no era buena para el hombre. Conducía a la locura y a la lujuria. Pero Gina era su esposa… No había nada malo en querer besarla… Si sentía ganas de besar a una mujer, bueno, ¿qué mejor que besar a una que le perteneciera? Volvió a tirar el libro al suelo. ¿Era sensato mentirse a sí mismo? Quería tener más de Gina. Más de sus besos, de sus labios suaves, de sus curvas dulces y su pelo sedoso. No podía dejar de pensar en cómo se había derretido entre sus brazos hasta que recordó quién era y lo empujó para apartarlo de ella. La próxima vez… la próxima vez ella recordaría quién era él y se quedaría exactamente donde debía estar. En sus brazos. No se molestó en encontrarle lógica a ese pensamiento. Después de todo, ya se sabe que los hombres se caracterizan por pensar con la entrepierna, no con el cerebro; y Camdem Serrard, duque de Girton, era

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todo un hombre. Edmund Rounton no estaba teniendo ningún problema en sus gestiones para anular el matrimonio del duque de Girton. De hecho, estaba un poco horrorizado por lo fácil que le estaba resultando. Todos los abogados con los que consultaba asentían con la cabeza e instantáneamente estaban de acuerdo con que la anulación era, de lejos, la mejor solución y que debía hacerse efectiva lo más pronto posible. —Antes era mucho más complicado —comentó Don Howard Colvin. Colvin era la mayor autoridad de Inglaterra en los asuntos de anulación—. Recuerdo una anulación que fue dificilísima, la de la duquesa de Hinton y su esposo. El hombre era absolutamente inútil. Ni siquiera podía orinar en la dirección correcta, si entiende lo que quiero decir. Tardamos meses… incluso hubo juicio; y no la concedieron hasta que la pobre mujer demostró que era virgen. —El hombre estaba escandalizado—. Claro, eso fue en el 89. —Confío en que la duquesa no tenga que pasar por esa terrible experiencia. —Claro que no. Ahora somos mucho más humanos. El Regente no es estricto con las anulaciones porque cree que son menos escandalosas que los divorcios y no suele poner problemas. El año pasado anulamos el matrimonio de los Meade-Featherstonehaugh. ¿Has oído hablar de ese caso? Rounton negó con la cabeza. —Lo mantuvimos en secreto por una buena razón —dijo Colvin—. ¡Meade-Featherstonehaugh tenía tres esposas! Loco de remate; así está ese individuo. La mayoría de los hombres no quieren tener ninguna esposa y a él le da por tener tres. Rounton parpadeó. —¿Cómo lo hizo? —Las llevó a Escocia. De una en una, por supuesto. La segunda y la tercera no tenían ni idea de lo que pasaba. Naturalmente, fue la primera, la legal, la que anuló el matrimonio. —Se levantó de la silla de cuero—. No tiene que haber ningún problema con el matrimonio Girton. Aunque he oído que la duquesa es un poco rebelde, ¿verdad? Rounton lo miró fijamente a los ojos. —La gente habla demasiado porque tiene celos de ella, señor. Es joven y muy hermosa. —Debe de serlo, para casarse de nuevo. —Creo que tiene muchos pretendientes —dijo Rounton, secamente. —¡No se ofenda! Habla usted de ella como si fuera de su familia —dijo el hombre viejo, sonriendo—. Tan sólo envíe los papeles a mi oficina, hijo, y lo tendré todo arreglado en poco tiempo. Hablaré con el Regente en persona. Creo que, dadas las circunstancias, podremos prescindir del trámite de la aprobación del Parlamento. —Muchas gracias —dijo Rounton, haciendo una reverencia. —De nada. Rounton regresó a su despacho muy desanimado. La anulación no debería ser otro caso más de divorcio, a su parecer. Si un hombre se casa

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con tres mujeres debería acabar en la cárcel. Empujó la puerta para abrirla y llamó a su asistente, Finkbottle, sin darse cuenta de que estaba sentado a su lado. El hombre saltó varios centímetros sobre el suelo. Su pelo insistió en quedarse como si hubiera tenido una pelea con el cepillo. Ese color de pelo era culpa del ron, pensó Rounton. —Ahora —dijo bruscamente—, te enviaré a Kent hoy mismo. Tengo los primeros papeles de la anulación para los Girton, y el resto será enviado en pocos días. Tu trabajo, Finkbottle, es retrasarlos. Retrasar. ¿Entiendes? Una mirada familiar de pánico y confusión presidió el rostro de Phineas Finkbottle. —Haz como si no tuvieras los papeles. Usa la sutileza —dijo Rounton, bajando la voz—: tengo una tarea especial para ti durante tu estancia en Kent.

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Capítulo 10 Los frutos del arrepentimiento.

Carola Perwinkle, que durante algún tiempo fue la esposa de Tuppy Perwinkle, estaba a punto de llorar. Sentada en su tocador, con el pelo recogido por un lazo. Era la misma habitación en la que había dormido durante una semana; la misma cara de cansancio la miraba a su vez desde el espejo; la misma cama vacía y amenazante se asomaba desde las tinieblas. Ella, en esencia, había pasado la velada anterior bailando con Neville. Bailaron el ridotto, la cuadrilla y el vals, tres veces. No había necesidad de que se preocupara por encontrarse con Tuppy: allí estaba. Ella lo había visto de lejos, pero él ni siquiera se había molestado en saludarla. La joven se mordió los labios y las lágrimas brotaron de sus ojos. Y no era la primera vez que lo hacían durante esa tarde. Se mordió los labios con fuerza hasta que el dolor hizo que la presión que quemaba sus ojos retrocediera. Dentro de unos días cumpliría veinticinco años. Y cada año que pasaba era más consciente de lo tonta que había sido. Pronto sería una tonta de treinta años y, en cuestión de minutos, sería una tonta de cuarenta. Cincuenta; mejor estar muerta para entonces. Las mujeres de cincuenta años no galantean por el salón de baile al ritmo del vals. Se sientan a las mesas para mirar a sus hijas, o se sientan a las puertas de las habitaciones para susurrar cuentos sobre las extravagancias de sus hijos, excepto si no tienen hijos de los que hablar. Un pequeño golpe sonó en la puerta y apareció su criada. —Milady, la duquesa de Girton quisiera saber si puede visitarla un momento. —Claro que sí —dijo Carola inexpresivamente. Se soltó el lazo de pelo y comenzó a peinarse. Automáticamente, se acercó la criada pero ella la paró con un gesto de la mano. No era la cura perfecta ver a su tan perfecta amiga la duquesa. Gina tenía un esposo y un prometido y, a menos que estuviera equivocada, ambos la querían. Mujer con suerte. Nadie quería a Carola. Las lágrimas se amontonaron con la autocompasión y tuvo que tragar con fuerza. Gina entró en la habitación, estaba encantadora, lo cual era lógico teniendo en cuenta la suerte que tenía. También tenía un aire de ligera duda y Carola pensó que era un detalle. Gina era probablemente la mujer que mejor se comportaba con ella, mucho más delicadamente que los demás. —¿Estás enferma? ¿Puedo ayudarte en algo? —De hecho, no. Simplemente, no puedo abandonar la habitación — dijo Carola.

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Gina se sentó en una silla a la izquierda del tocador. —Me sentía así también, pero, como he asistido a un picnic y he tenido otra riña con mi prometido, casi soy yo misma. Carola se rió de eso, aunque sólo levantó levemente los labios. —¿De qué has discutido con lord Bonnington? —Le he dicho que era un estirado —dijo Gina, alegremente—. Y, ¡oh sorpresa! Él ha estado de acuerdo en que sí lo era. Y ahora debemos actuar en una obra de Shakespeare, bastante impropia por cierto, como recompensa. —Debe de quererte mucho —dijo Carola, sorprendida—, puesto que es muy difícil imaginarse a lord Bonnington representando una obra de teatro. Lo hace por ti, y deberías agradecérselo. —Sí, claro —dijo Gina, deseando poder estar tan segura como su amiga del amor que Sebastian le profesaba. Aunque no era su amor lo que le preocupaba. —No me hagas caso —dijo Carola, con una sonrisa de disculpa, limpiándose las lágrimas—. Llevo así todo el día. —¿Estás llorando debido a la llegada de tu esposo? Hubo un momento de silencio en el que Gina se preguntó si debería haber planteado la pregunta con más tacto. —Sí —dijo Carola, finalmente—. Sí y no. Gina esperó. —Cada año empeora. Cada año me arrepiento más y más. Y cada año las posibilidades de reconciliación son más remotas. —Bueno, quizá si habláis… —Imposible. No entiendes, Gina. Tú estás con un prometido que te mira como si fueras una diosa, y ahora tu esposo llega y te mira de la misma manera. —¡Eso no es cierto! —Sí que lo es —su voz era aguda—. Soy una mujer adulta que alguna vez fue una esposa. Moqueó desconsoladamente. —Reconozco la mirada en los ojos de un hombre. Tup… Tup… ¡Tuppy me miraba de esa manera! Y ahora ella estaba inmersa en desconsolados sollozos. Gina se sentó a su lado en el banco acolchado y le pasó un brazo por encima del hombro. —Querida, si aún amas a tu esposo tienes que reconciliarte con él. Cortéjalo, si es necesario. Es todo lo que debes hacer. Carola estaba luchando contra las lágrimas. Una batalla perdida, se dijo Gina. —No entiendes nada —dijo Carola—. Lo que sugieres es imposible. —¿Por qué? —Porque es imposible. —¿Por qué? —repitió Gina. —¡No puedes entenderlo! Gina estaba comenzando a exasperarse. —¿Por qué no? Tendrás que ser más clara. Me parece que, como fuiste tú la que abandonaste a tu esposo en lugar de haber sido al revés, es tu responsabilidad hacer posible el primer acercamiento. De hecho,

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deberías intentar que volviera a enamorarse de ti. Carola respiró profundamente y se limpió las lágrimas. —No es tan sencillo. Cometí un error, un terrible error, y ahora debo vivir con eso, eso es todo —continuó hablando, presintiendo que Gina estaba a punto de interrogarla nuevamente—. No estoy llorando por Tuppy; bueno, no realmente. Estoy llorando porque no puedo recuperar lo que perdí. Estaba convencida de cada una de sus palabras, se dijo Gina. Iba a ser muy difícil hacerle cambiar de opinión. —Tú no me entiendes, Gina, porque tú no has cometido errores. Dos hombres te miran de esa manera. Puedes escoger a cualquiera de los dos. No importa cuál. Elijas al que elijas, vivirás con un hombre que te ama y te desea. —¿Cómo puedes decir que mi esposo me ama? Si casi no nos conocemos… —Bueno, está claro que te quiere, y Bonnington te ama. Mi esposo no me quiere ni tampoco me ama —dijo, y comenzó a llorar de nuevo. —No sabía que te sentías así por tu esposo —dijo Gina, abrazando a su amiga—. Quiero decir que no sabía que aún estabas muy enamorada de él. —¡No lo estoy! —Pues hablas como si lo estuvieras. Carola tragó saliva y se indignó de nuevo. —No estoy tan enamorada. Pero lo vi anoche, dos veces. Ni siquiera se molestó en saludarme. Usualmente, él… él toma mi mano y me pregunta cómo he estado y… y… ¡esto es tan humillante! —No es humillante —dijo Gina—. Es interesante. ¿Qué rayos has estado haciendo? ¿Por qué finges que te gusta estar separada de tu esposo? —No finjo —dijo Carola, miserablemente—. Tan sólo sigo viviendo, eso es todo. Honestamente, al principio no me importaba. Como él no fue a buscarme para llevarme de nuevo a casa, decidí disimular delante de él, lo buscaba sólo para que viera lo feliz que era sin él, para ponerlo celoso. Pero, de repente, no lo volví a ver. Y ahora no hago más que pensar en él. Gina le alcanzó un nuevo pañuelo. —Cuando nos casamos no estaba enamorada de él. Mi madre me obligó a casarme porque fue la mejor oferta que tuve. Ella no quería financiar otra temporada porque ya era el turno de mi hermana menor. Pero en ese momento, justo al final de la temporada, Tuppy apareció — hizo una pausa—. Sólo lo vi unas cuatro veces antes de que pidiera mi mano. En cuestión de un mes estábamos casados. —¿Estar casada fue tan terrible? —No, no lo fue. Pero nunca lo admití, puesto que eso significaba que mi madre tenía razón. Ella me dijo —otro sollozo la sacudió—, me dijo que si dejaba a un lado mi vanidad podría lograr que Tuppy disfrutara conmigo como con su yegua favorita. —Oh —dijo Gina, un poco perpleja por la descripción. —Estaba tan enfadada —dijo Carola—, que habría ido a buscarla después de… después de la primera noche. ¿Entiendes lo que quiero decir?

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—Claro que sí. —Y todo lo que ella dijo fue una tonelada de metáforas sobre caballos y establos y establecerse y echar raíces. Dijo que él era un jinete torpe y que yo debía intentar ser una dócil yegua. Entonces volví a casa y discutí de nuevo con Tuppy, y antes de que pudiera darme cuenta había regresado a casa de mi madre y él nunca, nunca fue a buscarme. —Los hombres son así —dijo Gina, exasperada—. Sólo uno entre diez tiene sentido de la responsabilidad. Tuppy es como el esposo de Esme. Si hubiera ido a buscarte y hubiera demostrado su constancia y fidelidad, ahora tendrías una familia. Carola se encogió de hombros. —No entiendo dónde cabe la responsabilidad. —Había parado de llorar y tan sólo miraba su sombría cara en el espejo—. No da un centavo por mí, Gina y, ¿por qué debería hacerlo? Casi no estuve en su casa y en su cama antes de irme gritando a casa de mi madre. Todo lo que hice mientras estuve con él fue quejarme y dar aullidos diciendo lo que me dolía. Y sí me dolía. Pero nadie me dijo que ese dolor cesaría. —¿Cómo…? —interrumpió Gina. —Oh, no he roto mis votos matrimoniales —dijo Carola—. No sé por qué, pero nunca quise romperlos. He oído conversaciones sobre el tema, por supuesto. Mira a Esme; no arriesgaría su reputación por algo que no fuera placentero, ¿no te parece? Y ahora… ahora sólo quiero vivir con mi esposo, y él ni siquiera me saluda. —Estoy segura de que quería hacerlo. Probablemente no te encontró en medio de tus admiradores. —Lo vi, anoche, hablando con esa joven pelirroja que de repente está tan de moda. La carilarga esa. —¿Penélope Deventosh? Carola asintió. —Él podría divorciarse de mí basándose en el abandono, ¿sabes? —Ya lo habría hecho si hubiera querido. —Pero tal vez la señorita Deventosh pueda ganar su corazón. —No, si tú lo logras primero. Vas a tener que cortejarlo. —¡Cortejarlo! —Sí. Yo creo que has herido su orgullo. ¿Le dijiste que habías hablado con tu madre sobre la noche de bodas? —¿Te refieres a la parte del jinete torpe? Gina asintió. —Creo que embellecí el comentario de mi madre. Verás, realmente encontraba todo el asunto doloroso y sucio. También el matrimonio. —Eso empeora las cosas. —No sé cómo cortejar a alguien —lloriqueó desconsoladamente. —Tendrás que hacerlo si no quieres que se case con la señorita Deventosh. Carola se quedó callada por un instante. —Primero la mataría —dijo, tensamente—. Lo amo, aunque es muy alto para bailar y sólo le interesan los peces. —¿Le dijiste eso también? —Y más —dijo Carola, asintiendo. —Dios mío. Creo que es mejor que le pidamos consejo a Esme.

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—¿Crees que ella sabe cortejar a los hombres? Gina pensó en cómo brillaban los ojos de su esposo cuando Esme le sonreía. —No me cabe la menor duda —su tono fue un poco sombrío. —Pero no quiero ser seductora —susurró Carola—. Prefiero morir antes que permitir que mi esposo piense que me quiero acostar con él. Sería una victoria para él. Prefiero morir. Gina pensó cuidadosamente la respuesta. —Creo que deberás permitir que él lo sepa. ¿Por qué querría un hombre vivir con una mujer que no…? —Pero en ese instante recordó a Sebastian, y en cómo insistía en su inocencia. Era más que una creencia; Sebastian estaba convencido de que ella no tenía deseos, aunque todo evidenciara lo contrario. —Tienes razón —dijo Carola con desaliento—. Si cree que voy a gritar como un pavo real cada vez que intente acostarse conmigo no querrá que volvamos a vivir juntos. Los ojos de Gina se encontraron con los de su amiga en el espejo. —¿Así de mal? —Era joven y estúpida. —A algunos hombres no les agrada la idea de casarse con una mujer que admita abiertamente su deseo sexual —dijo Gina—. ¿Crees que Tuppy será uno de ésos? —Sé a lo que te refieres —respondió Carola—. Pero creo que los hombres que piensan así en realidad no están enamorados. Lo he visto una y otra vez. Se casan con una mujer por su pureza y luego se enamoran de otra que no es en absoluto inocente. Gina tragó saliva. Seguramente no sería así con Sebastian. —He oído a muchas mujeres quejarse de eso —continuó Carola—. Haz la más pequeña insinuación a un hombre de esa calaña y ellos te regañarán duramente porque te has bajado de tu pedestal y has manchado tu inocencia. No creo que Tuppy sea de esa clase de hombres. —Espero que no lo sea —murmuró Gina. No sabía cómo evitar el hecho de que Sebastian era de esa clase. Sintió un extraño malestar que no supo cómo explicarse—. ¿Cuánto tiempo crees que se quedará Tuppy en la fiesta? —dijo, más tarde analizaría sus sentimientos, ahora debía ayudar a su amiga. —Generalmente se queda unas tres semanas. Debe quedarse, o lady Troubridge lo amenazará con desheredarlo. —¿Ella nunca ha intentado convencerte de que te reconcilies con él? —Nunca me ha dicho nada, no. —Primero, hablaremos con lady Troubridge —dijo Gina—, porque ella es la encargada de asignar los puestos durante las comidas. —Oh, sí —exclamó Carola—. ¡Podría sentarme al lado de Tuppy! —Y también asigna las habitaciones —dijo Gina, con una mirada traviesa en los ojos. Su amiga suspiró. —¡Las habitaciones! —Solamente lo usaremos como último recurso. —¡No me atrevería a hacer algo así! ¡No podría hacerlo, no sería capaz!

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—Si tenemos suerte no tendrás que hacerlo —dijo Gina, calmándola —. Después de todo, los hombres cortejan a las mujeres todo el tiempo, así que no puede ser tan difícil. Y tenemos a Esme para que nos dé consejos. Carola parpadeó y susurró: —¿Habitaciones, Gina? —Solamente si el hombre está más allá del punto razonable —le prometió Gina. Si lady Cranborne hubiera visto a su hija en ese momento, se habría sentido orgullosa: en los ojos de Gina brilló la marca indiscutible de una Girton.

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Capítulo 11 Shakespeare indecoroso, en la biblioteca.

Gina se vistió con mucho esmero para la velada. Había decidido poner a prueba a Sebastian. El sentido común dice que el hombre apenas puede mantener a raya su apetito sexual, y ella se proponía comprobar si los impulsos de Sebastian funcionaban perfectamente. Porque, cuanto más lo pensaba, menos quería verse a sí misma en un pedestal toda su vida matrimonial, mientras su esposo coqueteaba con una amante lasciva y vivaz. Se cambió de vestido tres veces, hasta que finalmente estuvo lista para bajar las escaleras con un vestido azul de seda que parecía hecho para mostrar su cuello y sus hombros. Pero la mayor cualidad del vestido, desde el punto de vista de Gina, era que dejaba al descubierto sus sandalias de satén. Sus tobillos eran uno de sus mayores atractivos, y no le parecía mal presumir de ellos. Se recogió el pelo y dejó que unos sedosos bucles cayeran sobre sus hombros desnudos. En suma, ese vestido era el más atrevido que tenía. «Si no enciende el corazón de Sebastian», pensó Gina, «nada lo hará.» Puesto que a lady Troubridge no le interesaba leer, y casi nunca frecuentaba la biblioteca, la habitación no había cambiado desde principios del siglo XV. Era una habitación oscura y tranquila, de altos techos con arcos; las paredes estaban repletas de estantes llenos de libros y las ventanas eran altas y estrechas. Durante el día recibía la luz del sur, pero, al atardecer, las ventanas no eran más que sombras de un gris más oscuro entre los estantes. La única lámpara encendida estaba al final de la habitación, donde una ancha franja de luz se acercaba a ella y luego caía en la penumbra. Gina caminó hacia la luz, sus sandalias no hacían ruido sobre la gruesa alfombra. El resto del grupo ya se había reunido. El joven actor, Reginald, no paraba de hablar sobre algo; Cam escuchaba cortésmente, pero podía verse un vestigio de diversión en sus ojos negros. Sebastian estaba leyendo concentrado su libro, con el pelo brillando por la luz de la chimenea detrás de él, como una moneda de bronce recién pulida. Esme estaba sentada en un taburete bajo al lado de Cam, en una posición ideal para que su escote revelara todo a quien le interesara echar un vistazo. Gina caminó hacia el círculo de luz. Los hombres la miraron, por supuesto, y Esme sonrió desde su puesto. —Escucha esto, querida: ¡el señor Gerard me ha escogido para interpretar a una pobre mujer que se desmaya y casi muere cuando la acusan de mal comportamiento!

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Gina no pudo contener una sonrisa. Podían decirse muchas cosas sobre Esme, pero desde luego no podía decirse que se engañara a sí misma sobre su carácter. La propia Esme fue la primera en ver la gracia de ese disparate. —Tal vez deberíamos intercambiar personajes —continuó Esme—. Tienes más derecho que yo a representar un personaje sin defectos. —No estoy de acuerdo con esa sugerencia —respondió Sebastian, frunciendo el ceño—. Beatrice parece ser una mujer animada, sin dejar de ser elegante. Un personaje mucho más apropiado para la duquesa. —¿Elegante? —murmuró Cam mientras Gina se sentaba en una silla a su lado. Parte de su plan consistía en utilizar a su marido para demostrarle a Sebastian que ella no era digna de ser puesta en un pedestal. Cuanto más pensaba en la manera en que su marido la había besado, más convencida estaba de que ése era su comportamiento cotidiano. Cam era un hombre sensual, que probablemente deseaba a cualquier mujer que tuviera cerca. Se sentó con elegancia y miró con satisfacción cuando su vestido se abrió sobre su tobillo. Cam observó su pierna esbelta y luego, rápidamente, su rostro. Levantó la ceja y la inspeccionó lentamente, desde la cabeza hasta la punta de las sandalias. —Supongo que este despliegue no es sólo para mi beneficio —le dijo a Gina en un susurro. Sus ojos estaban iluminados por la risa y algo raro, algo que Gina no podía identificar exactamente. —¡Cállate, desgraciado! —le susurró Gina muy bajito para que sólo él la oyera, ruborizándose un poco. Por supuesto él la entendió perfectamente; siempre lo había hecho, incluso cuando eran niños. Por eso le parecía el hombre perfecto para inspirarle celos a su remilgado prometido. Sebastian se había sentado de nuevo después de saludarla, y cambiaba las páginas de su libro. —Sí —dijo seriamente—. Pienso que el papel de Beatrice es bastante apropiado para la duquesa. Preferiría escuchar a mi perro ladrar a un cuervo que a un hombre jurar que me ama. Bastante apropiado. —¿Qué? ¿Yo digo eso? —Gina abrió su libro—. ¿Dónde? —Deduzco que no estás muy de acuerdo con esa frase —intervino Cam. —Claro que estoy de acuerdo —contestó—. Simplemente estoy intentando encontrar el texto. —Déjame ayudarte —dijo. Se inclinó hacia ella y tomó el libro en sus grandes manos—. Bonnington está leyendo el primer acto. Cam tenía un olor indefinible. Limpio y otoñal, como hojas silvestres al aire libre. A diferencia de la mayoría de los hombres, no usaba perfume. Sus mejillas ardían cuando se alejó, señalando una página abierta. Ella miró el texto, dudosa. Su personaje, Beatrice, parecía tener algo de arpía. Cam se inclinó de nuevo hacia su hombro, confundiéndola. Posó una mano sobre el libro. —Somos una pareja conflictiva —dijo—. Mira esto —señaló una frase —. Me amenazas con arañarme la cara.

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—Tú pareces ser una especie de fanfarrón —y recitó burlonamente—: Pero estoy seguro de que soy amado por todas las mujeres excepto tú. ¡Qué presumido! Todas las mujeres, sin duda. Su rostro estaba tan cerca del de ella que podía sentir su aliento en la mejilla. —Puedes estar segura de ello —dijo, tan suavemente que ella apenas podía oírlo—. Tendremos que seguir leyendo para ver si me rindo ante ti o no. Gina se repuso. Por un momento sus ojos se encontraron con los de él, oscuros, prometedores y maliciosos, concentrados. Una tos inquieta la llevó de nuevo de regreso a la habitación. Volvió la cabeza y contuvo una sonrisa de satisfacción. Parecía que Sebastian había mordido el anzuelo. —¿Qué tal es tu papel, Sebastian? —Gina se negó a dirigirse a él con la misma formalidad con que él la trataba; después de todo, estaban entre amigos. Sebastian apretó la boca, indicando que se había dado cuenta de su gesto de rebeldía. O, al menos, eso le pareció a Gina, que se sintió como una niña que desobedece a su profesor. —Mi papel es el de un hombre común y corriente. Al parecer, creo haber visto a un hombre en la ventana de la habitación de mi prometida, y estoy casi seguro de que los veo abrazarse; así que, naturalmente, la repudio. Está en el cuarto acto, cuando digo: Ella conoce el calor de una cama lujosa… Por supuesto, no me caso con ella, bajo esas circunstancias —dijo con satisfacción. Pero Gina estaba confundida. —Nunca he leído esta obra. ¿Esme es tu prometida? ¿La mujer a la que rechazas? —Sí —dijo Sebastian. —Entonces soy yo quien se comporta como una virgen pero no lo soy, y conozco el… ¿Cómo lo has llamado? —preguntó Esme. —El calor de una cama lujosa —repitió Sebastian. —Qué típico de un hombre lanzarse a una conclusión tan absurda — dijo ella. —¿Qué es absurdo? —preguntó Sebastian haciendo una mueca—. Donde hay humo, hay fuego. ¿No está de acuerdo, lady Rawlings? Gina los miró. Por alguna razón, el nivel acostumbrado de tensión entre Sebastian y Esme parecía particularmente alto esa noche. —¿Pero no está tu prometida traicionándote realmente? Reginald Gerard tomó la palabra: —No lo está traicionando. Una villana ha convencido a otra mujer para que actúe y se pare frente a la ventana de su habitación. —Yo digo grandes verdades —dijo Sebastian, mirando su libro—. Pero, como un hermano a su hermana, muestra tímida sinceridad y amor fraternal. —¿De qué estás hablando? —preguntó Gina. —De la actitud de mi personaje hacia su esposa, representada por lady Rawlings —explicó—. Naturalmente, mi personaje nunca se alejó de los límites del comportamiento virtuoso, sino que siempre se comportó con ella como un hermano con su hermana.

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¿Había alguna intención oculta en sus palabras? Gina le lanzó una mirada interrogante. Sebastian era un engreído, se dijo. ¿Cómo se atrevía a sermonearla? Cerró el libro de un golpe. —Yo estoy deseando llamar cotorra a mi esposa —dijo Cam—. ¿Qué tal si ensayo con Gina la escena del primer acto en donde salimos? —¡Está bien! —dijo Reginald. Obviamente se había dado cuenta de los preocupantes problemas que había entre los miembros del reparto—. Y podremos hacer la escena que tú tanto admiras, lord Bonnington. Y después, tal vez, otra escena. —Yo sugiero que hagamos el cuarto acto completo —interrumpió Cam. —Por supuesto —acordó Reginald. Gina entrecerró los ojos. Por alguna razón, Cam parecía muy satisfecho de sí mismo. —¿Qué pasa? —exigió ella. Él encontró los ojos de su esposa con tal destello de regocijo que la joven sintió una sacudida en el estómago. —Es una buena obra, Gina, lo vas a pasar muy bien. —Lo dudo —dijo ella, balanceando un poco el pie. Claramente, los ojos de él se dirigieron por un segundo hacia la esbelta pierna. Ella emitió una risita, y se sintió triunfante. Tal vez no era capaz de seducir a su prometido, pero ciertamente tenía influencia en su marido. —Tienes parlamentos interesantes —dijo su marido. —¿Sí? —Así es. Por ejemplo, juras amarme para siempre. Gina puso su mano en el corazón. —¡Ay, cómo puedo decir tal mentira! —dijo dramáticamente. Él se acercó a ella. —Estoy seguro de que no te costará trabajo. —¡Lo dudo! —dijo ácidamente—. ¡Va a ser muy difícil jurarle amor eterno a una bestia presumida como tú! —Se lo dirás al personaje de Shakespeare, Benedicto, no a mí —la corrigió Cam. Bajó la voz—. Pero, después de todo, tú estás versada en este tipo de cosas, ¿no es así? Ella parpadeó y miró sus ojos. Estaban cubiertos de una fila tan gruesa de pestañas que casi perdió el hilo de la conversación. —En realidad, ésta es mi primera actuación teatral. —Ah, pero tú seguramente le habrás dicho a ese pobre diablo de allá que lo amas y adoras —dijo Cam dulcemente. Gina aspiró profundamente como si la indignación manara de ella. —¿Debo entender, mi señor, que tus sentimientos hacia mí han cambiado? Fue su turno de parpadear. —Sólo puedo pensar —continuó— que tienes miedo a volver a ser soltero, dado que estás desprestigiando a mi futuro marido. —Le dio un golpecito en la mano—. Por favor, no te preocupes tanto. Estoy segura de que podremos encontrar a alguien que se case contigo. Había un toque de duda en su tono. —Zorra —gruñó. Gerard estaba hablando. El corazón de Gina latía tan rápido que casi

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no podía oír lo que estaba diciendo. Dado que su plan era darle celos a su prometido, resultaba descorazonador que Sebastian pareciera no inmutarse. No podía inspirarle celos si él ni siquiera se daba cuenta de que estaba coqueteando con otro hombre. Y Sebastian no se había enterado de nada porque seguía discutiendo con Esme. Había arrastrado su silla hasta el banco de ella y sus cabezas estaban sobre el libro, muy juntas, mientras ellos discutían acaloradamente. Reginald aplaudió de nuevo, rogando atención. —Señoras y señores —dijo—. Sugiero que cada uno de ustedes se lleve un libro y que memoricen sus papeles. Tienen una semana. Lady Troubridge ha sugerido que actuemos este fin de semana. —¿Que memoricemos nuestros papeles? —Cam parecía sorprendido. —¿Demasiada presión para un cerebro viejo? —murmuró Gina. —Por lo menos yo me he leído el libro antes de acudir al ensayo, no como otras —contestó Cam. —¡Muy bien! —dijo Reginald—. Nos reuniremos de nuevo dentro de tres días, y les estaré muy agradecido si memorizan sus papeles desde el primer acto hasta el cuarto. Gina se levantó y se sacudió la falda. Luego, deliberadamente, se quitó el chal de cachemira que llevaba puesto sobre los hombros. Con una rápida mirada vio a Cam contemplando la prominencia de sus senos. Cuando se dio cuenta de que ella lo había visto, dejó de mirarla, pero respiró hondo, lo que le dio una satisfacción inmensa a Gina. Su prometido, sin embargo, seguía hablando con Esme, ajeno a todo lo que no fuera la joven que, al parecer, tanto lo exasperaba. Esme se retiró sin decir palabra, y dejó a Sebastian en medio de una frase. Sus ojos encontraron los de Gina. Había cierta desesperación en su mirada. —¿Deberíamos unirnos al resto del grupo? —Claro que sí —dijo ella, y salieron antes que los hombres. —Siento mucho que Sebastian y tú tengáis que estar siempre discutiendo —dijo Gina. —Sí —dijo Esme, y apretó los labios. —¿Quieres que hable con él? Esme tomó a su amiga del brazo. —Prefiero que no lo hagas. Creo que él no puede evitar ser tan crítico. Lord Bonnington es un hombre muy honorable y no concibe que los demás no sean tan honorables como él. —Por supuesto —murmuró Gina—. Pero me gustaría que no fuera tan pedante. No me gusta que se comporte contigo de esa manera. —No es pedante. Simplemente tiene… tiene confianza en sus convicciones. —Sí —respondió, y se puso triste—. Claro. Entraron al salón de juegos. Lady Troubridge había organizado un juego de cartas para esa noche. Frente a ellos había una mesita decorada por el marido de Esme, Miles. Mientras miraban, Miles pasó gentilmente su mano por la mejilla de lady Childe. —Mejor un pedante que un sinvergüenza —dijo Esme amargada—. Bonnington nunca te humillará en público. Para mí eso sería el paraíso.

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Miles Rawlings levantó la vista y les hizo señas para que se sentaran a la mesa. —Es muy amable —comentó Gina—. Por lo menos tu marido y tú no vivís en un estado de guerra permanente. —No, en absoluto. Somos el epítome de una pareja civilizada. Bueno, ¿lo saludamos? Anoche logré evitarlo. El marido de Esme era un hombre grueso, de figura corpulenta. Cuando uno lo miraba de lejos parecía un hombre musculoso, pero visto de cerca sus fuertes músculos se volvía flácidos. Además, tenía un hoyuelo extrañamente femenino en medio de la barbilla. A Gina le dio la impresión de que el hombre se alegraba de ver a su esposa. La besó en cada mano con mucha coquetería. Lady Childe también había subido y murmuraba una bienvenida que tenía el tono de una disculpa. —¿Cómo estás, cariño? —preguntó Rawlings, sonriéndole a su esposa. —Bastante bien, gracias —respondió Esme, soltando sus manos y haciendo una reverencia—. Qué agradable verla de nuevo, lady Childe. ¿Está disfrutando de su estancia en el campo? Lady Childe era cerca de quince años mayor que Esme, y se le notaba. Era una matrona amante de los caballos que le había dado a su esposo dos niños y después del segundo parto, según se rumoreaba, se había dedicado a compartir cama con diversos hombres. Hasta que conoció al esposo de Esme. Charlaron amablemente durante un momento hasta que los dedos de Esme estrecharon el brazo de Gina. —Por favor, discúlpenme —dijo Gina, sonriendo a la pareja—, pero debo volver con mi marido. Esme, ¿me acompañas al comedor? —Creo que podría ser mucho peor… —empezó a decir Gina, mientras se alejaban, pero Esme la interrumpió. —¿Podemos cambiar de tema, por favor? —Claro. ¿Estás bien? —Sí. El matrimonio es… difícil, eso es todo. Gina asintió con la cabeza: —Tú eres cuatro veces más guapa que ella —dijo firmemente. —¿Eso debería importar, verdad? Esme caminaba cada vez más deprisa, sus pasos cada vez más ligeros. —Pero no importa. Y no quiero decir que lo desee. No es así. Decididamente no lo quiero en mi cama, así que debería estarle agradecida a lady Childe. Gina guardó silencio. —La única razón por la que no estoy agradecida es porque soy una persona celosa y horrible —dijo Esme con vehemencia. —¡No, no lo eres! —Lo soy. Está enamorado, ¿sabes? —No es la primera vez que le pasa —señaló Gina. —Ah, pero creo que será la última. Estoy convencida. Ha tenido la suerte de encontrar a alguien a quien ama de verdad. Y si la sociedad

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fuera distinta, vivirían juntos el resto de sus vidas. De hecho, no estoy segura de que no lo hagan de todos modos. —Eso lo dudo —dijo Gina después de pensarlo un momento—. Los hijos de lady Childe sufrirían mucho si su madre diera ese paso. —Supongo que sí —acordó Esme tristemente. —Querida, ¿qué pasa? —Ella tiene hijos. Gina no podía pensar en nada que decir a eso, de modo que pasó su brazo alrededor de la cintura de su amiga y entraron juntas en el comedor. Carola estaba sentada ante una mesa, rodeada por su habitual círculo de jóvenes. —Carola necesita tu consejo. —¿Mi consejo? Esme se dejó llevar hacia la mesa. En cuanto las vio, Carola se levantó y espantó a sus admiradores: —¡Marchaos! Tengo que hablar con estas damas. Se fueron tres gruñendo. Sólo se quedó Neville. —¡Neville! —dijo Carola—. Bailaré contigo más tarde. —No me iré —dijo, e hizo una reverencia a Esme y Gina—. Duquesa, lady Rawlings. —Hábilmente las dirigió hasta dos sillas y se sentó de nuevo—. Me encantan los grupitos de brujas que formáis, y ya sabéis, queridas, que siempre he deseado estar en uno de esos grupos. Carola entornó los ojos. Pero Neville sonrió tan seductoramente que ella se rindió. —Está bien, puedes quedarte. Pero ésta es una conferencia secreta, ¿entiendes? —dijo Carola, y le lanzó una intensa mirada. Él asintió. —Que todo el almidón de Inglaterra se convierta en mantequilla antes de que yo diga una palabra —dijo fervientemente. Gina contempló el almidonado pañuelo que Neville llevaba al cuello con bastante interés: —¿Sería eso tan terrible? —No hay razón para vivir si uno no tienen cada mañana un pañuelo perfectamente almidonado para ponérselo al cuello —contestó Neville. Carola le dio un golpe en la mano con su abanico. —Éste es un consejo de guerra, y si no puedes ser serio, es mejor que te vayas. Neville se enderezó de inmediato. —¡Guerra! ¡Siempre he querido participar en alguna! —gritó—. Estaría tan elegante vestido de uniforme… —No hay almidón en el campo de batalla —señaló Gina. —Por favor, pongámonos serios —dijo Carola—. Esme, necesito tu ayuda. Tu ayuda en… en… —parecía reacia a formular su petición. —¿Puedo? —intercedió Gina. Carola asintió. Pero los ojos de Neville brillaban de afecto cuando miraba a Carola. —Déjame adivinar. Mi lady Perwinkle quiere ganar de nuevo la mano de su mal vestido marido, y por eso quiere contar con la ayuda de la deslumbrante y seductora lady Rawlings. Carola tragó saliva.

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—¿Tanto se me nota? —¿Soy tu mejor amigo? —preguntó Neville. Carola asintió. —Además, nunca has demostrado ningún interés por mí —continuó Neville—, y sé que todavía quieres a tu marido. —Ay, Neville. —Carola sonrió. —La cuestión es —interrumpió Gina— que Carola necesita cortejar a su marido. Es probable que se quede en la casa de huéspedes dos o tres semanas, Esme, de modo que no tenemos mucho tiempo. —Yo no veo ningún problema en particular en cortejar a tu marido — dijo Esme. —¿Tú puedes… podrías seducir a quien quisieras? —preguntó Carola, bastante sorprendida. —Los hombres son como niños. No puedes tomar seriamente sus afirmaciones de independencia. Neville rió: —Sabía que encontraría alguna verdad si me quedaba. Carola hizo caso omiso. —Tengo que decirte que Tuppy no me presta atención en absoluto. De hecho, ni siquiera me saludó cuando llegó anoche. No estoy segura de que recuerde que existo. —Si no sabe que existes ahora, va a saberlo pronto —dijo Esme segura—. Lord Perwinkle parece ser el tipo de hombre que responde a… bueno, para decirlo sin rodeos… a una mujer que lo desee. Gina asintió. —Eso es lo que Carola y yo pensamos. —No puedo hacerlo —susurró Carola—. ¡Sería muy humillante! —No pasará nada. Él ni siquiera se dará cuenta —explicó Esme—. Bien, esto es lo que vamos a hacer —se detuvo y miró a Neville—. ¡Vete! ¡Has oído suficiente! Él obedeció a una autoridad mayor y se levantó de su asiento. —Me marcharía aunque no me lo hubieras ordenado —dijo burlonamente—. Creo que vais a tener una horrible conversación, que sumiría a cualquier hombre en la desesperación y el terror. —Hizo una inclinación y besó las puntas de los dedos de Carola—. ¿El primer minueto? Ella asintió y él se fue.

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Capítulo 12 Donde el marqués de Bonnington sufre un insulto.

Cam entró en el Gran Salón después de cenar con Tuppy, cuando ya Stephen había partido de regreso a Londres. Enseguida vio a Gina junto al hombre impávido con quien quería casarse. Estaba tocando la madera de su abanico con impaciencia mientras el marqués la sermoneaba sobre alguna cosa. Cam sintió que le hervía la sangre, y no tuvo problema en identificar esa sensación. Quería a la jovencita. Por desgracia, la jovencita, a pesar de ser su esposa, era inalcanzable. Pero, perversamente, se propuso atormentarla por ser tan deseable. El rostro de Gina se iluminó mientras él se acercaba. —¡Cam! —exclamó. Bonnington se puso muy serio cuando lo vio avanzar hacia ellos. —No os aconsejo que paséis mucho rato juntos, no os conviene. —Estoy muy seguro de que eso no es asunto tuyo —señaló Cam—. Rounton me ha dicho que las anulaciones son muy fáciles de conseguir. De hecho, dice que son tan corrientes como el divorcio. —El divorcio no es corriente en Inglaterra —comentó Bonnington—. Estoy seguro de que no querrás que la reputación de tu esposa se vea afectada por desagradables chismorreos. Cam frunció el ceño. —Eso me recuerda… —dijo Cam—. ¿Qué demonios le pasa a tu tutor, Gina? Rounton me contó un cuento absurdo… me dijo que estuviste coqueteando con el pobre hombre. Gina se rió, pero Bonnington interrumpió con el ceño fruncido. —Tales asuntos son inapropiados para los oídos de la duquesa —dijo muy serio—. Aunque comparto tu preocupación, naturalmente, tal vez debamos discutirlo más adelante. Cam miró al marqués a los ojos con una ceja levantada. —Creo que eres el tipo más impávido que he conocido, aparte de mi difunto padre —dijo. Luego se volvió hacia su esposa—. Gina, ¿qué diablos le hiciste al pobre Wapping? El hombre no podría enredarse con ninguna mujer ni aunque le pagaran, y aquí estás tú, arruinando su reputación. Ella rió. —Eso les he dicho a todos los que me han preguntado sobre nuestros supuestos coqueteos. Es el hombre más tímido que he conocido. —Ya lo sé, nunca habría enviado a un donjuán para que hiciera compañía a mi esposa —dijo Cam. —Todo fue un error. Primero, publicaron algo sobre nosotros en una horrible columna de chismes, y luego el señor Broke y su esposa nos

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vieron cuando fuimos a contemplar la lluvia de meteoritos… —¿Lluvia de meteoritos? —Cam la miró con incredulidad—. ¿Por qué diablos fuiste a ver una cosa de ésas? —Hubo una lluvia de meteoritos la noche en que los Médicis tomaron Florencia —explicó Gina—. El señor Wapping pensó que yo debería verlos para hacerme una idea del efecto que la lluvia de meteoritos había causado en la opinión pública de aquella época. Pero el almanaque donde lo leyó estaba equivocado y al final no hubo lluvia… Cam torció la boca. —Pensé que Wapping lograría interesarte por la historia y el estudio, por eso te lo envié —dijo—. En tus cartas a veces me decías que tu vida era insulsa, creía que necesitarías un acicate. Gina lo miró y encontró comprensión absoluta. —Bueno, a veces una se aburre. ¿Tú no te aburres nunca? Cam desplegó sus grandes manos y las miró brevemente. No usaba guantes como el resto de los hombres en la habitación. —Me aburriría si todo lo que hiciera fuera bailar y cambiarme de ropa —dijo, e hizo caer sus manos. El marqués de Bonnington no estaba teniendo una tarde agradable. Primero había discutido, como siempre, con esa bruja de mujer, Esme Rawlings. Luego, cuando intentó explicar su actitud completamente justificada, su futura esposa estuvo en desacuerdo con él. Finalmente, Gina estaba discutiendo sobre su tutor con su marido, como si él no existiera. Y como si a nadie le importara lo que él opinara del tutor. —Me complace decirte —dijo, mirando la nariz patricia de Cam—, que la duquesa y yo no nos dedicamos a pasar el tiempo de baile en baile, ni nos ocupamos constantemente en las frívolas actividades que describes. El duque lo miró. —Me alegro —dijo, arrastrando las palabras—. Aunque sé que Gina ni teje, ni se ocupa en realizar labores de aguja, como otras mujeres. Eres uno de los lirios del valle, ¿no es así, querida? Gina miró a su futuro esposo, que lucía un peligroso rubor en las mejillas. —Sebastian —dijo ella conciliadoramente—, ¿puedo hablar contigo un momento? La furia estaba creciendo dentro de Cam. —Es admirable que seas un tipo tan moderno, Bonnington —señaló—. Al verte nunca pensaría que podrías casarte con una mujer ilegítima. Eres hija natural de una condesa francesa, ¿no, Gina? Los ojos de Bonnington se estrecharon. —¡Y usted, señor, no es ningún caballero por mencionar tal cosa en público! —Ya veo —dijo Cam—. Estás tratando de pretender que es un rumor, ¿no es así? Pues no lo es, Bonnington. He estado tratando de decirte una cosa… —dijo, y se volvió hacia Gina, quien estaba inmóvil al lado de su prometido—. Tengo una cosa de tu madre para ti, de tu madre verdadera, eso sí. Ella jadeó. —¿Tienes una cosa? —dijo Gina. Él asintió.

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—No tengo idea por qué me lo envió a mí; supongo que por su estado cometió un error. Recuérdame que te lo dé mañana —dijo, y se volvió para marcharse. —¡Espera! —dijo Gina, tomándolo de la manga—. ¿Qué es? ¿Una carta? Cam encontró los ojos de ella y se estremeció. —Lo siento, Gina —dijo—. No pensé que te importara tanto el regalo, así que olvidé mencionarlo. —¿Es una carta? —repitió. —Puede haber una carta dentro —dijo Cam—. Es una caja pequeña. —E indicó el tamaño con las manos—. Soy un ingrato egoísta. Debería haber sabido que el regalo sería significativo para ti. Voy a traerlo ahora mismo, ¿te parece? —¡No! —dijo Sebastian—. No le darás a mi futura esposa el objeto que envió esa mujer de mala reputación. Actúa responsablemente por una vez, deséchalo como la basura que es. Gina lo miró incrédula. —¿Estás bromeando, verdad, Sebastian? ¿Nunca me habrías ocultado un regalo de mi madre? —Tu madre —dijo con los dientes apretados— es lady Margaret Cranborne. Y naturalmente nunca limitaría ninguna correspondencia entre tú y tu madre. Pero, en cuanto a esa mujer, ¡sí! ¡Ningún marido permitiría que su esposa recibiera cartas ni regalos de una infame arpía, condesa o no! Gina tragó saliva. —La pregunta no es si mi madre fue una condesa, Sebastian. La pregunta es si me dejó algo. —En mi opinión, ella renunció a su título de madre el día que te abandonó en la puerta de tu padre —dijo fríamente—. ¡Y me parece de muy mal gusto que tengamos esta conversación en un salón, delante de otras personas! Cam miró rápidamente a Gina. Dos lágrimas resbalaban por sus mejillas y sintió un acceso de rabia contra ese pretencioso egoísta; a punto estuvo de saltar, pero miró a Gina justo antes de que otra lágrima resbalara por sus mejillas y se contuvo. Hizo una inclinación para despedirse. —Bonnington… Gina. —Y le ofreció la mano. Pero ella no la tomó. En ese momento, Gina comprendió que si se hubiera ido con Cam su compromiso habría acabado. Miró a su prometido con sus profundos y furiosos ojos azules y se dio cuenta de que él sabía que ella estaba furiosa. —Sebastian —dijo; la voz le temblaba—. Veo que no estoy tan serena como quisiera. ¿Me acompañarías a dar un paseo por los jardines? Ni siquiera un destello de triunfo apareció en su rostro. Estiró el brazo. —Será un placer —dijo. Cam se alejó y otra vez hizo una inclinación. Luego se quedó mirándolos hasta que la esbelta y desnuda espalda de Gina desapareció entre una multitud de elegantes aristócratas. Se miró la mano. Los dedos le temblaban ligeramente, aún tenía ganas de golpear a ese pretencioso y

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rígido esnob con quien su Gina se quería casar. Y el esfuerzo de contenerse lo ponía muy nervioso. ¿Su Gina? Sólo legalmente, se dijo a su mismo. Y no le importaban ni ella ni su estirado marqués. Gina se había ido con él por propia elección, sin ni siquiera mirar atrás. Cam apretó la mandíbula y cerró nuevamente el puño.

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Capítulo 13 Saboreando la lluvia.

Una ligera lluvia de verano comenzó a caer justo cuando Gina y Sebastian salían por las puertas del salón. Miraron por un momento cómo el agua oscurecía la terraza y hacía temblar a las robustas rosas con pequeños ventarrones. Gina tomó aliento y trató de calmarse. Lógica era lo que se necesitaba. Sebastian cambió su peso de una pierna a la otra. —Llueve —dijo. «No está seguro de mí», pensó Gina. «Él sabe que he estado a punto de dejarlo.» —Todavía quiero casarme contigo —dijo ella, yendo directamente al asunto. Aunque, para ser honestos, no estaba tan segura de la verdad en esa afirmación. Gina sintió una pequeña agitación en el brazo, una pequeña reacción instintiva. —Es decir —añadió—, si todavía me quieres. —Claro que sí —contestó él con rudeza. Oyeron las voces de un grupo de personas que se acercaba a ellos y callaron. Se movieron para permitir que un grupo de damiselas con vestidos transparentes miraran las gruesas gotas que caían al suelo. —¿No es una pena? —gritó una de las chicas—. ¡Está todo mojado! Todas se rieron y se resguardaron rápidamente en la tibieza del salón, con sólo una o dos miradas curiosas a la duquesa y su acompañante. Gina escuchó una voz claramente, más alta que lo que pretendía quien hablaba. —No es tan vieja, Augusta. No creo que tenga aún veinticinco años… —¿Te gustaría ir a pasear? —preguntó Gina mirando a Sebastian. Él frunció el ceño. —Te resfriarías, así vestida. —Oh, no, el aire está tibio. Te lo prometo, nunca me resfrío. De verdad, creo que no he estado enferma ni un solo día desde que era niña. Él la miraba con una preocupación especulativa que la ponía nerviosa. —Está lloviendo, duquesa —dijo. Y luego, mirándola a los ojos, se corrigió y dijo—: Gina. Ella abrió la boca pero él no había terminado. —No saldremos con esta lluvia —dijo despaciosamente, pronunciando cada palabra con mucho cuidado. Gina sintió un impulso de rabia en su pecho y a punto estuvo de darle

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una bofetada. Él se quedó allí quieto, bajo el brillo de las antorchas que iluminaban la terraza mojada, tan rígido, tan impávido; a la mente de Gina acudió el recuerdo inoportuno del comentario de Cam. Él intuyó sus pensamientos por la expresión de su rostro. Sebastian había extendido el brazo y en su mano había dos, tal vez tres gotas de lluvia plateadas. —Se te estropeará el vestido —dijo—. El agua mancha la seda. Gina suspiró, resignada a no salir. —Debería retirarme por esta noche. ¿Me acompañas a la biblioteca, Sebastian? Tengo que recoger el libro para estudiarme la obra. Él se volvió y le ofreció el brazo. Caminaron hacia la biblioteca sin decir palabra. Gina intentaba pensar con lógica, una tarea difícil cuando uno quiere gritar su rabia al cielo. Quería casarse con Sebastian. Él era un hombre tranquilo y estable. Había estado a su lado, le había ofrecido consejos en los años difíciles cuando era una joven mujer casada sin marido. Él sería un marido responsable y un excelente padre de familia. Y también era guapo, era un placer verlo. Claro que quería casarse con él. Pero era tan estricto, de una moral tan rígida… Y era tan absurdo que insistiera en que rechazara el regalo de su madre… «Tal vez sea mejor que la condesa Ligny haya muerto antes de que me case con Sebastian», pensó Gina, y recordó las cartas que había escrito con esperanzas y había enviado a Francia. Ninguna de ellas había sido contestada. Pero ella había seguido escribiendo hasta el día en que Rounton le informó de la muerte de la condesa. —¿De verdad esperas que rechace el regalo de la condesa Ligny? — preguntó. Ahora estaban en la biblioteca. El fuego se había apagado. Tomó una baraja de naipes y le dio un golpe a los palos negros. —Vergonzoso. Los sirvientes de lady Troubridge se están aprovechando de ella porque es viuda. —¿Sebastian? Dejó la baraja sobre la repisa de la chimenea. —Pienso que sería lo mejor —parecía preocupado—. Sin embargo, era tu madre, Gina. Y está muerta. Tal vez no haya nada malo en que aceptes su último regalo. Gina emitió un suspiro de alivio. —Gracias —dijo. —Estoy disgustado porque tu marido sacara esa conversación en público. —Sebastian tenía una mirada de desdén, casi de desprecio—. Es una situación muy delicada y a él parece que no le importa. —Cam siempre dice lo que piensa —explicó Gina—. Es una cualidad que heredó de su padre. Él asintió. —Por lo que yo sé, el duque actuaba exactamente como debía en cada situación. Gina se acercó a su prometido y alzó las manos para posarlas ligeramente encima de su abrigo negro. —Y tú, Sebastian, ¿actúas siempre como deberías? La miró como si le hubiera preguntado una obscenidad.

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Las esperanzas que aún albergaba se extinguieron de repente. Dejó que sus brazos se deslizaran del pecho de él. —Gina, ¿te sientes bien? —preguntó, finalmente. No había nada más que amabilidad y afecto en su mirada. —Creo que sí. —Desde que tu marido regresó no has sido la misma. —Cam llegó ayer. Asintió. —Y no has sido la misma: no eres la Gina que yo conozco. Y el amor entre ellos quedó suspendido en el aire. —Quieres decir que te he provocado para que me beses —dijo con fuerte y clara para ocultar las lágrimas que se aglomeraban en su garganta—. Pero intenté arrastrarte a un comportamiento feo antes de que Cam llegara, ¿no lo recuerdas? Así lo llamaste: «comportamiento feo». Él vaciló y miró rápidamente sobre su hombro. —Estamos solos —dijo ella con un toque de desdén en su voz—. No hay razón para que te preocupes por tu reputación. —Me preocupo por tu reputación, Gina. Lo que vio en sus ojos la desarmó e hizo que su rabia se disolviera. —Tu reputación es frágil, siendo una mujer casada. Odiaría verte castigada por la sociedad por la infantil falta de consideración de tu marido. —¿Así piensas de Cam? —preguntó sobresaltada. —Es lo que pensaría cualquier hombre cuerdo. Ese tipo es un canalla irresponsable que te abandonó y te ha dejado sola durante años a merced de cualquier libertino que pasara por delante de ti. Si no fueras una mujer tan virtuosa, no sé qué habría pasado… Una mujer tan joven, sola, viviendo sin la guía de un marido… —¡No tuve necesidad de una guía masculina! —Estoy de acuerdo —dijo él, y sus ojos azules miraron firmemente los de ella—. Eres una mujer inusual. De verdad. Muchas mujeres no tienen ese aire inocente y puro que tú tienes. Cualquier otra, en tu lugar, habría acabado en la cama de algún hombre; Mira a lady Rawlings. Lo último que Gina quería era otra discusión sobre su amiga. —La situación de Esme es completamente… Sebastian la interrumpió. —Yo culpo a Rawlings. Si los rumores son ciertos, él abandonó la cama de ella un mes después de su matrimonio. Él es responsable de dejar a una hermosa y joven mujer a merced de frívolos como Bernie Burdett. —No estoy segura de que éste sea un tema apropiado —dijo Gina. Los ojos de Sebastian brillaban, mostrando mucha más pasión de que la que había visto nunca en él. —Rawlings debería ser colgada en la horca —gruñó. Luego pareció recordar dónde estaba y miró a Gina a los ojos—. Sólo una mujer con tu extraordinaria castidad habría podido preservar su virtud intacta. Gina suspiró. Al menos comprendía más por qué Sebastian repudiaba cada esfuerzo que hacía para avanzar en su intimidad. —Por eso no me preocupa —dijo y bajó la voz— que tu madre no estuviera casada. Y por eso no presto atención a los rumores sobre tu

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tutor. Eres una verdadera dama, por lo que no te afectan las bajas y disolutas emociones que gobiernan a tantas mujeres. Estaré orgulloso de hacerte mi marquesa. —No tengo ninguna virtud extraordinaria —dijo Gina—. Simplemente nunca he querido parecerme a mi madre. —Claro, eso es muy lógico —dijo Sebastian. Gina tocó la manga de su chaqueta. —¿Pero tú me amas, Sebastian? ¿Me amas a mí o amas la idea que tienes de mí? Él la miró. —Claro que te amo. ¿No lo he dicho siempre? —sus ojos brillaron—. ¿Ése es el problema? ¿Has estado preocupándote de que no te ame? Pues sí que te amo. —Sonrió y la miró como si fuera a entregarle la luna y las estrellas. Luego la tomó del brazo. —¡Eso es! —dijo—. Ahora podemos estar cómodos otra vez. Gina subió las escaleras sin decir nada. Lord Bonnington claramente sintió el alivio de un soldado que es liberado de la batalla y habló alegremente de planes para el día siguiente. Se detuvieron en la entrada de la habitación de Gina. Él hizo una inclinación y le besó una mano cubierta por un guante. Gina trató de sonreír, pero falló. Él no pareció darse cuenta. —Me siento mejor después de esta pequeña discusión —dijo él—. Debes perdonarme por mi falta de comprensión. Había olvidado cuán sentimentales y nerviosas sois las mujeres. De ahora en adelante me aseguraré de que mis sentimientos por ti estén absolutamente claros y no te avergüences en el futuro. Y Gina, recostada en la puerta de su habitación, no tuvo duda de que él iba a hacer exactamente eso. Cuando se casaran, le diría que la amaba cada mañana antes del desayuno para preservar la armonía conyugal. Porque estar casado con una mujer tan sensible y nerviosa iba a ser difícil. Se quitó el guante y lo tiró sobre la cama. El segundo guante se atascó, se lo quitó de un tirón y lo puso al lado del gemelo. Un botón de perla salió volando y cayó al suelo, creando un contrapunto con las salpicaduras de lluvia que golpeaban las ventanas. Por un momento pensó en llamar a Annie. Pero estaba tan nerviosa en ese momento que podría gritarle a la pobre chica en un ataque de nervios. Sentía una presión en el pecho, una extraña emoción que la sacaba de sí y le impedía relajarse lo suficiente como para dormirse, así que se resignó a estar despierta durante un buen rato. Estaba comprometida con un impávido marqués que hacía precisamente lo que debía en cada situación. Y continuaría actuando exactamente igual cuando estuvieran casados. ¿Qué había estado pensando? Caminó hacia la ventana y cerró las pesadas cortinas de terciopelo. ¿Que Sebastian se volviera afectuoso una vez que el anillo estuviera en su dedo? Quitó el pasador. «Él es afectuoso», pensó. «Es sólo que no es… no es apasionado.» Pasión era lo que ella veía en los ojos de Esme cuando hablaba del brazo musculoso de Bernie. Con pasión era como el marido de Esme tocaba la mejilla de lady

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Childe. Sin embargo, ella iba a recibir afecto en vez de pasión, eso estaba claro. Sebastian era responsable, sensato; y no la deseaba. Se pararon sobre sus hombros como un ángel bueno y un ángel malo: Deseo y Responsabilidad; Cam y Sebastian. «Podría cortejarlo», pensó Gina de repente. «Carola está cortejando a Perwinkle; yo podría hacer lo mismo.» Un golpe de emoción bajó por su espalda: cortejar a Cam, a ese hombre de ojos oscuros y fuertes manos. Cortejarlo, ¿para qué? Para que la llevara a la cama: eso seguro que lo haría. Para que la amara: eso lo dudaba mucho. Para que viviera con ella y tuvieran hijos y fuera el duque de su duquesa: nunca. Mejor quedarse con Sebastian y tratar de atraerlo hacia el deseo. El jardín respiraba un aroma soñador de rocío sobre las rosas y la tierra mojada. La lluvia estaba cayendo de una forma tan perezosa, tan ligera, que el aire ya se había enfriado. Gina se echó encima su chal de cachemira y se paró en la ventana. «Creo que quiero tener el regalo de mi madre», pensó. Por supuesto, siempre lo había querido, sin importar lo que su futuro esposo pensara. La pregunta era: ¿cómo encontrar a Cam? Annie entró como una flecha en la habitación antes de que ella tuviera tiempo para cambiar de opinión. —¡Buenas noches, señora! —dijo—. ¿Quiere retirarse ya? —Todavía no —respondió Gina—. Me gustaría visitar a mi esposo. ¿Podría averiguar dónde se encuentra su habitación? Los ojos de la criada se abrieron como platos. —Tenemos algunos asuntos legales que discutir —le dijo a Annie. —Por supuesto, señora. ¿Quiere que vaya a ver si su señoría sigue abajo? Creo que la mayoría de las damas y caballeros ya se han retirado a sus habitaciones —dijo y fue hacia la puerta—. Si no está abajo, le preguntaré a Phillipos dónde está. Gina miró a Annie con curiosidad. —Phillipos es su criado —explicó la joven con una sonrisa traviesa en su rostro—. Es griego, ¡todo un personaje! Un ser encantador, cree él. Gina se sentó y esperó pacientemente el regreso de Annie. Había sido muy doloroso pensar que no le importaba a su madre y que ni siquiera le había dejado una nota en su lecho de muerte. Seguramente el regalo quería decir que a la condesa Ligny sí le importaba su hija. Tal vez sí había leído las cartas. Tal vez la quería… aunque sólo fuera un poco. «Me gustaría que fuera una carta», pensó Gina. «O un retrato. Una carta sería maravilloso», pensó de nuevo. «Una carta personal de mi madre.» Annie reapareció. —Su señoría se ha retirado hace unos minutos, señora. Es la cuarta puerta a la izquierda. Phillipos ya estaba abajo. Aparentemente, su señoría nunca requiere asistencia para prepararse para ir a la cama. Gina alzó una ceja y miró las mejillas rosadas de su criada. —Espero que Phillipos no haya cobrado una cuota por esta información. La joven rió. —Una cuota es una buena manera de decirlo, señora.

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—Volveré en cinco minutos, Annie. No tienes que esperarme. Iré directamente a la cama cuando vuelva. Respiró hondo y salió de la habitación. El largo pasillo estaba oscuro, iluminado únicamente por candelabros que colgaban de la pared. Gina sintió cómo se aceleraban los latidos de su corazón a medida que contaba las puertas. ¿Y si Annie había cometido un error y la puerta de Cam era la tercera y no la cuarta? ¿Podría haber mayor humillación que golpear en la puerta equivocada? Su buena reputación moriría irremediablemente. Llegó a la cuarta puerta y tocó con suavidad. Oyó unos pasos que se acercaban a la puerta. Se quedó sin aliento. La puerta se abrió. Allí estaba él. El temor de Gina desapareció y sonrió con genuino placer. —¡Hola, Cam! —¡Por Dios! —dijo toscamente y miró hacia ambos lados del pasillo. Luego la tomó del brazo y la metió en la habitación—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí? Gina sonrió de nuevo. —He venido a hacerte una visita. Para alivio de Gina, él todavía estaba vestido. Habría sido bastante embarazoso encontrarlo en pijama. La habitación de Cam estaba decorada con flores y seda, como la de ella. Evidentemente, lady Troubridge había decorado todas las habitaciones de huéspedes igual. Sin embargo, había algo diferente. Descansando en un rincón había un trozo de piedra. Resultaba fuera de lugar, un polvoriento y grueso bulto sobre la delicada alfombra de flores. —¿Qué rayos es eso? —dijo, caminando hacia la piedra—. ¿Vas a hacer una escultura en tu habitación? Se volvió y lo encontró inclinado sobre la pared. Experimentó un sentimiento de peligrosa intimidad… Sí, era peligrosamente íntimo estar sola con un hombre que vestía solamente una camisa de lino blanco y pantaloncillos. —¿Es eso? —preguntó traviesa. —No, yo no cincelo piedra en mi habitación. Gina, ¿por qué estás aquí? Se detuvo y tocó una parte recortada de la piedra con la punta rosada de su dedo. —¿Entonces qué hace aquí esta piedra? —Stephen me la dio. Probablemente tenga que cortarla en varios trozos, el mármol de ese tamaño es muy difícil de moldear. Estaré de vuelta en Grecia mucho antes de que la piedra esté preparada. —¿Es agradable vivir fuera de Inglaterra? —Tocó otra vez la piedra, con miedo de que él viera envidia en sus ojos. Cam caminó por la habitación. —¿Sin guantes, Nina? Desde que entré en esta casa, había olvidado cómo son las manos de las mujeres. Tomó una de las manos de Gina y la miró especulativamente. Los dedos de Gina eran largos y muy delgados. —Tal vez haga una escultura de una de tus manos —dijo. Gina trató de hacer caso omiso del cosquilleo que sintió en las manos.

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—¿Qué estás haciendo aquí? —repitió. Ella había estado mirando la pesada y sensual línea de sus labios y perdió el hilo de la pregunta. Los ojos de Cam se estrecharon. —¿No habrás confundido mi habitación con la de Bonnington, verdad? Desconcertada, simplemente lo miró y su boca formó una pequeña «o». Cam la soltó y se llevó la mano hacia su grueso cabello negro. —Perdóname. Por supuesto, Bonnington nunca estaría dispuesto a hacer tonterías con la esposa de otro hombre. —No —dijo Gina—. Además, según Sebastian, tengo una rara y extraordinaria virtud para ser una mujer —dijo despreocupadamente. La mirada de Cam hizo que su piel se calentara como por los rayos del sol. —No te conoce muy bien, ¿cierto? —Claro que me conoce. ¡Hace años que somos muy buenos amigos! Cam la tomó del mentón. —¿Ha sido tan difícil para ti vivir sola, sin marido? Cuando oigo hablar a Bonnington me siento como un verdadero villano. La verdad es que yo pensaba que tu madre te estaba cuidando… Bueno, lo cierto es que no he pensado mucho en ello. Gina se encogió de hombros. Una sonrisa se dibujó en sus labios. —Para una mujer de tan extraordinaria virtud como yo, estar casada y abandonada por su marido no representa ninguna tentación. —Arpía. —Sus manos se deslizaron desde su barbilla hasta su cuello, sus largos y callosos dedos, extrañamente suaves. Gina tembló, pero no lo miró a los ojos—. Te preguntaré otra vez, esposa. ¿Por qué has venido a visitarme en mitad de la noche? Estoy seguro de que Bonnington no lo aprobaría si lo supiera. —No, no lo aprobaría. —Por un momento no podía recordar por qué estaba allí—. He venido a buscar el regalo de mi madre. —Ah. —La miró por un momento y luego fue hacia el armario—. Aquí está. Era una caja de madera, maciza y bien hecha, pero sin elegancia. Una caja de madera con un cerrojo normal y corriente. Gina tomó la caja. —Pesa mucho. —Yo no la he abierto. —Lo sé. —Cam nunca abriría un regalo de otra persona. Gina respiró profundamente y abrió el cerrojo. Todo lo que podía ver era un satén color rojo amapola, un trozo arrugado de tela. Cam se acercó a mirar. —Bastante chillón —dijo. Gina parecía haberse congelado mirando al brillante trozo de tela. Entonces Cam dijo: —¿Puedo? —Y al asentir ella, tiró de la capa de satén. Dentro había una estatua. Gina la sacó. Era una mujer. Sus manos automáticamente rodearon la cintura desnuda de la mujer para protegerla de la vista de Cam. —Es un alabastro muy fino —dijo, y quiso cogerla, pero los dedos de

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Gina se apretaron sobre la estatuilla impidiéndoselo. Cam no podía ver más que la cabeza y las piernas de la estatua—. Podría ser Afrodita —dijo curioso—. El rostro se parece a un pintura de Tiziano, de Afrodita emergiendo de las olas. ¿Está vestida? —No —susurró Gina—. Está bastante, bastante desnuda. He heredado de mi madre una estatua desnuda. Para consternación de Cam, Gina parecía estar a punto de llorar. —No es sólo una estatua desnuda —dijo rápidamente—. El alabastro rosa es muy valioso. Gina se mordió el labio y volvió a poner la figura boca abajo en su cama carmesí. —Parece que Sebastian estaba en lo cierto —dijo con voz fuerte—. ¿Mi madre creía que me sentiría agradecida por tener una figura de una mujer desnuda en mi habitación? —Cerró la tapa de un golpe y la puso a un lado. Cam había visto mujeres enfurecidas antes, pero la que estaba ante él destilaba rabia. —Voy a dar un paseo —dijo. Cam carraspeó. —Está lloviendo. —No importa. —Se dirigió hacia la puerta—. ¿Vienes? —dijo con voz impaciente. —Por supuesto. Cam esperó mientras Gina llevaba la estatua a su habitación. Se fue sólo un segundo. «Probablemente la ha tirado a la chimenea», pensó. Era una lástima: le habría gustado examinar la figura más de cerca. Caminaron por el oscuro y vacío salón hacia el jardín mojado sin decir una palabra. Una suave brisa esparcía con indolencia gotas de lluvia un lado a otro. Gina deseó que se levantara una fuerte ventisca: cualquier cosa para calmar la agitación en su pecho. Su madre era justo como Sebastian había imaginado, una mujer perdida, una degenerada. La clase de mujer que manda a su hija a un país extranjero sin pensar si el padre la aceptará. No era de extrañar que creyera que una estatua lasciva era un regalo apropiado. Gina le dio un golpe a la rama caída de un manzano. Cam, que caminaba detrás de ella, maldijo en voz baja. —¿Qué te pasa? —dijo ella, con desinterés en su voz. —Me has empapado. El vestido de Gina estaba salpicado de oscuras manchas, visibles gracias a la luz de la luna. —Escucha… Gina se detuvo por un momento y escuchó el trino líquido de un pájaro. —Un ruiseñor —dijo él. El ruiseñor continuó cantando; un sonido triste y melancólico, como si cantara sobre el amor perdido y la vida impura. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. —¿Estás llorando? —dijo Cam, ligeramente alterado, con la voz de un hombre que odia las lágrimas femeninas. —No —dijo Gina temblorosa—. Es sólo lluvia en mis mejillas.

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—Lluvia tibia. —Se paró frente a ella y le tocó la mejilla con el dedo—. ¿Por qué estás tan alterada? —Parecía perplejo. —Mi madre me envió una estatua desnuda —dijo, tragándose el tono histérico de su voz. Todo su cuerpo resonaba con confusión. —Era una sinvergüenza —dijo Gina de manera estridente—. Una mujer de placeres —casi escupió las palabras—. ¡Y pensaba que yo era así también! —¿Una mujer de placeres? ¿La condesa Ligny? —Una ramera. ¡Una prostituta, por lo que yo sé! —Eso es un disparate —dijo Cam—. Tuvo una hija fuera del matrimonio, pero eso no la convierte en una ramera. Gina empezó a caminar de vuelta por el camino oscuro, arrastrando la seda mojada contra sus piernas. —¿Qué tiene de disparate? No tuvo sólo un hijo ilegítimo. Tuvo dos. —¿Dos? —Cam la alcanzó. —Supongo que mi madre no te ha contado que ha recibido otra carta chantajeándola. Él tomó el brazo de ella y la detuvo. —¿Qué dices? —Que tengo un hermano —explotó. Cam se paró en el camino y bloqueó el paso de Gina hacia la casa. —¿La carta pedía dinero? ¿Se la has mostrado a Rounton? —No pedía dinero. La carta fue enviada a la casa de mi madre y Rounton no la ha visto todavía. —Hablaré con él —dijo Cam—. Tendré que contratar un detective. Maldición. Siento que esto haya pasado otra vez. —Creo que tu padre se lo comunicó a la policía la otra vez. —¿Había algo en la carta que pueda servir de pista? ¿Estaba escrita en francés? —No, en inglés. —Qué curioso —dijo él—. La primera carta estaba escrita en francés. Gina frunció el ceño. —La redacción era muy extraña, pero decía claramente que tengo un hermano. Cam arqueó las cejas. Había envuelto sus manos alrededor de los antebrazos de Gina, justo donde sus pequeñas mangas terminaban. Empezó a frotar sus dedos en suaves círculos sobre la fría piel de ella. —Tal vez la redacción era extraña porque la escribió un francés. —No lo creo, pero ¿quién sino un francés podía saber tantas cosas de la condesa? Quiero decir, que tenía otros hijos. Cam todavía estaba acariciando los brazos de Gina, y eso estaba causando temblores en todo el cuerpo de la joven. Él se quedó parado en el camino, bajo un peral. Había luna llena y brillaba a través de las hojas. La luz bailaba en sus hombros. De repente, ella cayó en cuenta de la inquietante presencia de Cam, su cuerpo tan cerca del de ella… —Siempre quise tener un hermano —dijo él. —¡Ésa no es la cuestión! —dijo ella irritada—. ¿Quién querría tener un hermano ilegítimo?

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—Tú eres ilegítima, Gina —señaló. Gina trató de no pensar sobre ella misma en esos términos y lo consiguió. —Sí —dijo en un tono poco animado—. Por supuesto. —No he querido ser grosero —dijo Cam—. Pero nunca he visto mucho sentido en preocuparse por los errores de los padres de uno. Sabe Dios lo que yo descubriría si me diera por eso. —El duque era muy correcto. Estoy segura de que no tienes hermanos ilegítimos. —Tal vez. Pero se consideraba más allá de la ley —señaló Cam—. Tenía alrededor de quince años cuando descubrí en cuántos asuntos ilegales estaba metido. Es un milagro que lograra morir sin ser descubierto. Gina estaba muy sorprendida. —Ah, sí —dijo él—. ¿Nunca te preguntaste de dónde venía todo ese dinero que gastábamos en casa? Ella negó con la cabeza. —De las apuestas. No era jugador, no se metió en el infierno del juego, pero sí jugó, y fuerte, en los negocios. Y sólo apostaba cuando sabía que podía hacer una pequeña fortuna, generalmente porque lo había arreglado para que eso pasara. —Ah. —Dinero ganado por usar su título para atraer a inversores en planes fraudulentos, cobrando antes de que las empresas pudieran sospecharlo siquiera. —Soltó las manos de los brazos de Gina—. Como comprenderás, en esas circunstancias algunos hermanos ilegítimos no me habrían molestado. —Lo siento —dijo Gina, mirándolo. Cam se encogió de hombros. —No somos los guardianes de nuestros padres. Una gruesa gota de agua aterrizó en la espalda de Gina, y tembló. Una gran mano reemplazó el frío sendero de agua con un roce embriagador. Arriba, en la curva de su blanco hombro, que brillaba con la luz de la luna como el alabastro más fino que pudiera haber. Cuando Cam se agachó, ella sintió su aliento. Pero él no paró. Sus manos apretaron los hombros de Gina y sus labios tocaron los de ella. No hubo reverencia. No hubo dulce encuentro de labios, agradable, placentero y en general acordado. En cambio, los labios de Cam rozaron los de ella, una vez, dos veces, duros y exigentes. Gina abrió la boca para protestar y él, descaradamente, tomó lo ofrecido: ella lo saboreó y lo olió de inmediato. La boca de Cam era salvaje, estaba mojada y hambrienta. Ella estaba conmocionada y en silencio, y ciegamente consciente cuando las manos de Cam se deslizaron por su espalda desnuda hasta la cintura. Ni siquiera se dio cuenta cuando sus propios brazos alcanzaron el cuello de su esposo para agarrarlo e impedirle escapar. No estaba besando a Sebastian. Estaba besando a su marido, y no tenía la sensación de estar haciendo nada inconveniente. Podía sentir el fuerte cuerpo de Cam contra el suyo. Seda, la seda azul de su vestido era

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muy suave, no era barrera para sentir. Sus lenguas y corazones cayeron en un ritmo que latía a través de la sangre y el hueso y enceguecía sus sentidos a cualquier cosa excepto la intoxicación de sus brazos y sus labios. Él respondió a su suspiro con una especie de gruñido satisfecho y la atrajo más estrechamente hacia su cuerpo. Ella se acercó, saboreando el calor, la necesidad y el hambre que latía entre ellos. La lengua de Gina encontró la de él, tímidamente. Él emitió un sonido ronco. Entonces se apartó. El corazón de Gina latía con más fuerza en su pecho. Finalmente, tuvo que abrir los ojos. —Dios —dijo con voz ronca, y pareció perder el hilo de su pensamiento—. ¿Eran tus ojos así de verdes cuando me casé contigo? Gina abrió la boca para contestar, pero él se entregó al instinto de nuevo. Sus labios eran carmesí, lascivos, suyos. Estaba robando algo que sólo a él le pertenecía. Las manos de Cam moldearon las esbeltas curvas de Gina hacia su cuerpo, presionaba cada curva contra el movimiento brusco con el que respondía su cuerpo. Gina se soltó. Sus labios estaban manchados por los besos. Cam miró, embrujado, cuando la lengua de ella tocaba su labio inferior. —Te he saboreado. —Se meció hacia Cam y puso sus brazos en torno a su cuello—. Sabes maravillosamente bien —le susurró en la boca. Cam tomó los labios de Gina con la crudeza de un hombre que saborea agua en el desierto. Cuando ella alejó su cabeza, la soltó. —No me gustan los besos mojados —dijo Gina dudosa. Sus brazos todavía estaban alrededor del cuello de Cam. Cam miró sus ojos verdes. Ahora estaban más oscuros, del color del pino. —¿No? —preguntó. Luego lamió los labios de Gina descaradamente. Eran más tentadores que cualquier cosa. La abrazó con más fuerza—. Yo creo que sí te gustan —dijo, su voz estaba llena de necesidad y diversión. Ella intentó hablar y su voz salió ronca. —¿Decías algo, esposa? —dijo una voz. —¿Me estás lamiendo la oreja? —preguntó Gina, conmocionada. —Mmm —dijo Cam—. ¿Sabes?, me encantan los besos mojados. Mojados —dijo, y lamió la curva de su delicada oreja—. Mojados —dijo, y lamió la curva de cisne de su cuello—. Mojados —dijo, y lamió su mejilla mojada por la lluvia hasta su boca abierta. Ni una palabra salió de esa boca que indicara disgusto por los besos mojados. El placer ardía en las entrañas de Cam mientras una lengua inocente y fogosa se encontraba con la de él. Ardía por sus piernas mientras las manos de Gina sujetaban su rostro y lo acercaban a ella. Su pecho rugía mientras ella temblaba contra su cuerpo, mientras respondía a la arrogancia de sus labios con una pequeña ondulación que revelaba su inocencia, pero mucho más su deseo. Sin embargo, algo molestaba a Cam. Una voz irritante, molesta y machacona martilleaba en su cabeza, repitiendo una y otra vez: «Ella es tu esposa. Ella es tu esposa.»

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—Tú eres mi esposa —repitió, y la besó en los ojos. Gina no estaba escuchando. Estaba descubriendo precisamente por qué los ojos de Esme brillaban cuando la veía en los brazos de Bernie. Cuando pasaba sus manos por el pecho de Cam, podía sentir sus músculos bajo el delgado lino: calor, vida, fuerza embriagadora bajo las yemas de sus dedos. Pero Cam, al decirlo en voz alta, la había despertado a la verdad. —Ay, Dios —dijo, y alejó sus manos como si hubiese tocado hierro caliente—. Eres mi esposa. Cam se hizo a un lado y se pasó las manos por la cabeza. El pelo se le puso de punta. —No me parece que ésta sea la forma más adecuada de llevar nuestra separación —dijo secamente. Ella sonrió. —Yo la encuentro muy placentera. Y, después de todo, no hay nada de malo en besarse. Besarse no es, no es… —Tener relaciones sexuales —dijo Cam. A la luz de la luna, las mejillas de Gina se ruborizaron, adquiriendo un color que nunca podría ser reproducido por pinturas al óleo, un traslúcido color rosa que había visto solamente en el interior de una gran concha de mar. Pero mantuvo la compostura. —Besarse es sólo besarse. Y a mí me ha gustado —dijo, y miró a Cam con la cabeza en alto—. He besado a otros hombres. He besado a Sebastian muchas veces. Después de todo, soy una mujer casada. —¡Casada conmigo! —ladró Cam. La idea de Bonnington besando a Gina lo llenó de rabia. —¡Y has sido un magnífico esposo! —dijo Gina y echó a andar en dirección a la casa. Su corazón latía con fuerza en su pecho y le resultaba difícil pensar con coherencia. Gina miró atrás y vio que él no se había movido del camino. Se había quedado quieto, iluminado por la luz de la luna, mirándola con sus ojos negros e inescrutables. —Tengo frío —afirmó Gina. Él se pasó la mano por el pelo una vez más y empezó a caminar. —No más besos —dijo. Su voz estaba peligrosamente baja. Gina se llevó un mechón de pelo mojado detrás de la oreja. Los dedos le temblaban, pero pudo controlarse para tener la voz firme. No le demostraría ninguna reacción. —Sólo nos hemos dado un beso —dijo Gina, con apenas el toque justo de impaciencia en su voz—. El hecho de que estemos casados no cambia la situación. Sólo ha sido un beso. Él la miró de reojo bajo sus largas pestañas. Tenía una mirada irónica en sus ojos. La tocó y ella se detuvo. —Un beso mojado, Gina —dijo suavemente. Ella no respondió. Parecía triste e indefensa. Cam inclinó la cabeza y deliberadamente rozó con su lengua los bellos labios color cereza oscura de Gina. Se abrieron, sólo un par de centímetros, y él aceptó la invitación. Finalmente, cuando alzó la cabeza, la sangre le latía por todo el cuerpo a un ritmo vertiginoso. —No más besos —dijo Cam. Tenía la voz ronca.

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Esta vez ella no parecía tan desinteresada. Lo miró y asintió. Caminaron juntos hacia el salón. Cam se reprochaba sus palabras, que le sonaban como burdas mentiras. No más besos: era como si su padre le prometiera no engañar a nadie. Dejaría de besar a su esposa… cuando no fuera su esposa. Después de todo, un beso no es más que un beso, como muy bien había dicho Gina. De alguna manera pudo controlar sus deseos de besarla de nuevo. —Buenas noches —dijo, indiferente. Le pareció ver un destello de decepción en su rostro. —Su señoría… —dijo ella. Él hizo una reverencia. Al bajar la cabeza, su rostro quedó a la altura del escote de Gina y pudo ver sus pezones, fríos y perceptibles a través de la delgada seda. La mano se le movió como si tuviera voluntad propia. —Es mejor que te vayas a tu habitación —dijo. Un brillo de diversión iluminó el rostro de Gina. —No lo olvidaré —dijo dulcemente y le tocó la barbilla con un dedo—. No más besos; de mi marido, por lo menos. Gina se sintió muy complacida, pues fue evidente que sus palabras molestaron a Cam. —Buenas noches, Cam —repitió ella. Y cerró la puerta de su habitación en la cara de su esposo.

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Capítulo 14 La verdad a veces es desagradable.

—No estoy diciendo que fuera humillante. Pero sí fue desconcertante. Esme le sonrió a su amiga, una sonrisita de complicidad. —¿Qué pasó luego? —Nada, por supuesto. Yo fui a mi habitación y supongo que él se iría a la suya. —Una lástima —dijo Esme. —Eso mismo creo yo —señaló Gina. —Necesitabas ese beso, amiga mía. No querrás volverte una persona chapada a la antigua como tu prometido. —Sebastian no es una persona chapada a la antigua —dijo, pero no parecía muy convencida de sus propias palabras y Esme no le prestó atención. —Se me olvidó contártelo —dijo Gina—. Recibí una herencia de la condesa Ligny. —¿Herencia? ¿De tu madre? Gina asintió. —Cam me lo dio anoche. El abogado debió de pensar que yo vivo con mi marido, así que lo mandó a Grecia. —¿Qué es? —Una estatua —dijo—. Una estatua de una mujer desnuda. Una noche de sueño le había quitado la rabia y la vergüenza, y lo dijo sin más. Como era de esperar, Esme sonrió. —¿Es sensual? Ella asintió. —Rosada y pulida. La mujer no lleva nada de ropa encima. Esme soltó una risita. —Hay que reconocerle a tu madre una cualidad: murió como vivió, ¿no es así? —Puedes quedártela —dijo Gina, sintió fastidio otra vez. —¿No te gusta la estatua? —No. La verdad es que no es precisamente el regalo que una madre haría a su hija en su lecho de muerte. —No la juzgues tan mal —dijo Esme—. Es increíblemente difícil para una mujer soltera criar un niño. Mírate. Eres una duquesa. Eres feliz. ¿Qué habría sido de tu vida si se hubiera quedado contigo? —Habría tenido una madre. —Tienes una madre. Lady Cranborne te quiere mucho, así que no me cuentes historias sobre infancias infelices. La tuya no lo fue.

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—Probablemente tienes razón —admitió Gina. —¿Dónde está el escandaloso desnudo? —Esme miró alrededor de la habitación. —Lo puse en el aparador, por supuesto. —¿Por qué por supuesto? A no ser que le tengas miedo a la competencia, que no deberías. Yo lo pondría al lado de mi cama, si fuera tú. Gina se ruborizó. —Yo no soy tú. Esme se levantó y le dio un beso en la mejilla. —No era mi intención molestarte, cariño. Hiciste bien en ponerla ahí. ¿Qué pasaría si Bonnington la viera? ¡Qué desastre! —Él no entra en mi habitación. —De todos modos. Si supiera que estás ocultando estatuas escandalosas en aparadores, especialmente herencias de tu madre soltera, no podría controlar su indignación. Probablemente se pondría tan rojo como un tomate y le saldría humo por las orejas. Gina suspiró. Esme se miró en el espejo. —¿Me sienta muy mal este vestido? —No, estás preciosa. Y era verdad. —Lady Childe está muy guapa últimamente. —Está vieja. Y no es ni la mitad de guapa que tú. Esme suspiró. —Soy una bestia competitiva. No soporto que todo el mundo sepa qué cama frecuenta mi marido. —Todo el mundo sabe qué cama frecuentas tú también —señaló Gina sin poder detenerse. —Tú sabes que yo raras veces frecuento camas —contestó ecuánime —. Disfruto, pruebo, pero no tomo parte. —Nunca te ha molestado que Miles tenga amantes. ¿Por qué te molesta ahora? Te pareces a Carola, que está tratando de recuperar a su marido. ¿También tú quieres cortejar a tu esposo? Esme le lanzó una mirada de terror. —¡Por supuesto que no! Sólo estoy desconcertada porque esta vez está enamorado. Ya sé que es terrible pero no lo puedo evitar. Gina se levantó y le rodeó el cuello a Esme con el brazo. —Terrible, estoy de acuerdo. Pero natural. Esme se quedó mirando el reflejo de las dos en el espejo. —Ella tiene hijos, Gina. —Había tensión en su voz—. Eso es lo que me molesta realmente. —Lo sé. —Gina le apretó el brazo—. Lo sé. —Sus ojos se encontraron en el espejo—. ¿Qué dices si nosotras, dos brujas sin hijos, nos vamos a almorzar? Esme sonrió con un pequeño titubeo. —¿El santo varón estará en el comedor? —¡Puede que Sebastian sea un poco estirado pero no es un santo varón! —Es un presumido —replicó Esme—. ¿Por qué no te llevas Mucho

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ruido y pocas nueces? Podríamos ensayar después de la comida, si no tienes otros planes. —Está bien —Gina estuvo de acuerdo y cogió el volumen de tapa de cuero—. No podré estar mucho tiempo ensayando porque el señor Wapping y yo todavía estamos trabajando en el Médicis. —No entiendo cómo puedes pasar tanto tiempo con Wapping, Gina. ¿Por qué lo haces? ¿Qué ganas con ello? Casi pensaría que estás teniendo una aventura con él excepto por… —¿Excepto qué? —Excepto porque el señor Wapping es… ¡el señor Wapping! —La revista Tatler lo describió como un joven extremadamente guapo —dijo Gina con altivez—. Debería alegrarme de tener semejante pretendiente. Esme rió. —Si te gustan bajitos y algo peludos. —Es como una ardilla, ¿no? —dijo Gina—. Algún día se casará con una pequeña… —… muy pequeña —dijo Esme. —… una mujer muy pequeña y tendrán pequeños bebés peludos. —Que hablarán griego. De hecho, si lo tienes cerca lo suficiente, podría enseñarles a tus hijos a hablar griego. —En cuanto termine el libro que está escribiendo, estoy segura de que lo invitarán a enseñar en Oxford o Cambridge. Tiene unas ideas muy innovadoras sobre la situación política en el Renacimiento italiano —dijo Gina. Esme entornó los ojos. —¿Qué haces con él? —Creo que Cam lo encontró en un templo griego en alguna parte. En cualquier caso, envió a Wapping para que yo lo alimentara. Estuve de acuerdo en ser su alumna porque Cam se empeñó en que yo necesitaba desarrollar alguna actividad intelectual y lo envió a Inglaterra únicamente con ese propósito. Y la verdad es que me gustan sus clases. —Por Dios, ¿por qué tuvo que enviarte a un profesor de historia? La verdad es que no sé cómo se le ocurrió esa idea. Gina reflexionó. —Creo que tenía la impresión de que mi vida era un poco vacía y pensó que las clases con Wapping me ayudarían. Ése es el estilo de Cam. Y no me importa porque me gustan sus clases, de verdad. —Ah, bueno. —Esme suspiró y se arregló el vestido por última vez—. Yo coqueteo y tú aprendes historia, está claro quién entrará en el cielo, ¿no? En el momento en que Gina entró en el salón, Carola se precipitó a su encuentro y susurró en un tono angustiado: —Tuppy está aquí, y se supone que tengo que empezar a cortejarlo. ¡Pero no logro reunir el valor para hacerlo! De hecho, creo que tengo más probabilidades de desmayarme que de hablarle. —No digas bobadas, vamos, ve a hablar con él. Recuerda las lecciones de Esme. Demuestra interés en todo lo que te diga. —Ni siquiera tengo valor para acercarme. Siempre que está cerca me quedo en silencio.

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—No te creo —dijo Gina—. Tú no eres una persona tímida. —Con Tuppy es diferente. No puedo explicarlo. Me vuelvo una ostra y no hablo. —Voy contigo. —Gina le dio un golpecito en el brazo—. Yo empiezo una conversación y tú entras a hablar cuando quieras. Carola asintió y empezó a empujar tan rápido a Gina por la habitación que un hombre mayor casi derrama el vino. —¡Despacio! —susurró Gina—. ¡No querrás que todos se den cuenta de tus intenciones! Ella se detuvo por el pánico. —¿Cómo estoy? Gina asintió. —Estás estupenda. ¿Esme ha escogido el vestido? —Sí. Yo quería ponerme uno amarillo que es más alegre. Tiene volantes alrededor del dobladillo, pero Esme dijo que éste es más elegante. A mí me parece que tiene mucho escote… ¿Crees que debo cambiarme? —Absolutamente no. Estás encantadora. Venga, vamos con Tuppy. Ahí está, ya lo veo. Anda, Carola, vamos. Carola dudaba. «Anda», se decía a sí misma, y hacía un movimiento como de cangrejo hacia los lados. Gina se tragó una risita. Un momento después se encontraban junto a lord Perwinkle. Gina se alegró de ver que Carola no se desmayaba. Incluso más interesante fue el hecho de que su marido se quedó mudo como una piedra. Muy interesante. Claro que, aunque Carola no se desmayó, tampoco dijo nada. Entonces Gina se convirtió automáticamente en una duquesa. El efecto duquesa funcionaba de maravilla con gente que estaba incómoda: contaba historias, contaba uno o dos chistes simpáticos, se reía de sus propios chistes. Sonrió animadamente y le hizo preguntas a Tuppy hasta que el hombre empezó a hablar con cortesía. De hecho, después de media hora, lord Perwinkle y ella habían tenido una conversación muy interesante sobre el ciclo de vida de la trucha, aunque Carola no había dicho una palabra. Y Gina había tenido suficiente de la vida marina. —Milord —dijo y sonrió ampliamente—. Éste ha sido un gran, gran placer. Confío en que podamos volver a hablar de sus fascinantes experimentos en un futuro próximo. Él hizo una inclinación. —Me encantaría, su señoría —parecía más alegre. Gina entendió por qué le gustaba a Carola; era un hombre muy atractivo. —Debo saludar a mi marido —dijo Gina—. Acaba de entrar. —Y se fue rápidamente, dejando a Carola y a Tuppy mirándose. Cuando se encontró con Cam, lo agarró del brazo y lo apartó un poco para que todos pudieran ver que estaban hablando. —¿Qué diablos estás haciendo? —preguntó Cam. —¡Shhh! Cam empezó a volverse pero ella no lo dejó. —No, mírame a mí y finge que estamos teniendo una conversación fascinante.

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—Bueno, esto es muy interesante —dijo Cam y empezó a disfrutar de la situación. Había estado despierto la mitad de la noche, y cuando finalmente se durmió, sus sueños estaban llenos de una esposa seductora que se había transformado en una estatua desnuda. Y después había pasado la mañana observando el trozo de mármol que había en su habitación. ¿Debería esculpir a Gina como una Afrodita rosada y desnuda? Un pensamiento placentero. Aun más placentero cuando la duquesa misma se detuvo ante él. Haría una Afrodita encantadora. Inusual para una Afrodita, por supuesto. Era más delgada que el modelo normal y su rostro era más inteligente. Las Afroditas que invocaba en su mente tenían rostros sensuales e indolentes, como el de la estatua que le había regalado a Gina su madre. Mientras el rostro de Gina era delgado con una mirada de curiosidad. ¿Pero por qué debía Afrodita, la diosa del eros, del deseo, ser indolente? ¿Por qué no podía tener precisamente esa mirada inocente combinada con un toque de curiosidad erótica, la mirada de los ojos de su esposa? —¿A quién estás mirando? —preguntó Cam, y miró sobre su hombro —. ¿A esa mujer que está pintarrajeada hasta en los ojos? —No —dijo Gina ausente. —Todos nos están mirando. Piensan que estoy a punto de lanzarme sobre ti. Entonces ella volvió la cara. La mayoría de los presentes parecían estar atraídos por la intimidad que el duque y la duquesa de Girton demostraban. Un grupito de viudas se rieron entre ellas disimuladamente. —Voy a coquetear con esa hermosa amiga tuya —ofreció Cam—. Eso mitigará la ansiedad que sienten las señoras por la anulación de nuestro matrimonio. —Qué sacrificio —señaló Gina con un tinte ácido en la voz. —¿Estás mirando a Tuppy Perwinkle? —Por fin Cam había logrado localizar el punto de interés de su esposa. —Sí —admitió. —¿Por qué demonios? —Está hablando con su esposa. —Pensaba que había perdido a su esposa hace tres años. Los ojos de Gina se abrieron como platos. —¿Te dijo que su esposa había muerto? —Oh, no, sólo que la había perdido. Gina asintió con algo de satisfacción. —No creo que ahora piense que la ha perdido. De hecho, Tuppy y Carola parecían mantener una agradable conversación. —¿Sabes? —dijo Cam—, no estoy seguro de que Tuppy quiera encontrar a su esposa. —Demasiado tarde —dijo ella. Parecían contentos. Estaban muy juntos, y Carola hablaba con gran énfasis. —¡Mira! Han debido de encontrar un nuevo tema de conversación. El de las truchas ya estaba muy trillado. ¿No es maravilloso? —¿Ella sabe algo sobre truchas?

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Gina jadeó. El sonido de la bofetada de Carola pudo oírse por toda la habitación. —Eso es lo que pasa cuando se encuentra a una esposa perdida —dijo Cam animadamente—. Te dije que él no la quería. —Creo que sería más exacto decir que ella no lo quiere a él — contestó Gina. Durante el almuerzo, su esposa se sentó al lado de su prometido. Sólo para entretenerse, Cam había empezado a confeccionar una lista de epitafios para el marqués. «Impávido», ya lo había usado. Necesitaba uno más vulgar para impresionar a Gina. «Presumido» sonaba casi como un cumplido. «Estrafalario» era bueno. Tenía un aire pedante aunque aburrido. Estrafalario Bonnington. Le gustaba. Fue tranquilamente hacia la mesa donde estaban sentados; tuvo suerte, pues la silla que había al lado del seductor amigo de Gina estaba desocupada. —Hola, lady Rowlings —dijo con un atisbo de placer mayor de lo que pide la cortesía. —Bonnington —le saludó, con una inclinación de cabeza—. Me temo que no he sido consciente de su presencia inmediatamente —dijo y sonrió con una especie de sonrisa indolente. El Estrafalario se puso tieso pero se limitó a asentir fríamente como respuesta. —¿Cómo está la histérica de su amiga? ¿La que le ha dado una paliza a Perwinkle? —preguntó Cam mirando a su esposa al otro lado de la mesa. —No le ha dado una paliza —dijo Gina bruscamente—. Carola está bien. Cam le sonrió y se aproximó a lady Rawlings. Se sentía más alegre al sentarse al lado de un pecho tan encantador como el de ella. Para su sorpresa, encontró una feroz mirada del marqués. Interesante, pensó Cam. A Bonnington no le gusta que los hombres lancen a Esme miradas lujuriosas. Decidió hacer un pequeño experimento. Se inclinó sobre la mesa y le dedicó a su esposa la sonrisa que reservaba para sus encuentros ocasionales con una bailarina exótica llamada Bella, que vivía en la villa vecina a la suya. Era una sonrisa lenta y calurosa, muy acogedora. Para su conmoción, Cam se dio cuenta de que ciertas partes de su cuerpo se despertaron con una atención ardiente, un nivel de atención que la lujuriosa Bella nunca había recibido. Miró apresuradamente los ojos sobresaltados de su esposa. Un leve rubor color cereza cubría sus mejillas. Por un momento, esos ojos en forma de almendra se encontraron con los de él y se tornaron de un verde más oscuro y ardiente. Cam se sentó, sintiéndose intimidado. Luego se acordó de mirar al prometido de Gina. El viejo Estrafalario estaba muy tranquilo y parecía que no se había dado cuenta de nada. Lo que debería hacer ahora era mirar el pecho de lady Rowlings, pero por alguna oscura razón necesitaba un respiro. Su esposa no llevaba ni la mitad del escote que la señorita de al lado y sin embargo… sin embargo… Se acercó a Esme. Llevaba un perfume picante que le sentaba muy

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bien a su aire sensual. Tomó aliento, se acercó aún más y dibujó en sus labios la sonrisa que reservaba para Bella. No tuvo mucho éxito. Por un lado, en comparación con Gina, su pecho era demasiado carnoso, le dio una sensación de vértigo, como cuando uno se lanza a un abismo. Y cuando sus ojos se encontraron con los de ella, no había ningún brillo invitador en ellos, como sí había sucedido con Gina. Era un poco aburrido, la verdad. Esme se inclinó y le preguntó con voz ronca: —¿Se está divirtiendo, señoría? Él parpadeó y recordó mirar a Bonnington. Ciertamente, Estrafalario parecía estar a punto de explotar de ira. Estaba rojo y apretaba los dientes. Si Sebastian hubiera visto la muerte en los ojos de otro hombre, habría sido en los ojos del marqués. En los civilizados ojos de Estrafalario había una promesa de asesinato: rápido y sin remordimiento. —Eso creo —dijo Cam, y se alejó un poco de lady Rowlings. Aunque no pensaba dejarla, pues tenía una o dos preguntas que hacerle. Pero Esme se le adelantó antes de que pudiera formularle la pregunta que quería hacerle. —¿Cómo vas con la obra? ¿Te has aprendido ya tu papel? —Había calidez en el tono. Obviamente, ella sabía qué estaba pensando Cam, pero no iba a admitirlo. Una buena chica, pensó de repente. Leal a Gina. Y también muy hermosa. —¿Me harías el honor de permitirme hacerte una escultura? — preguntó impulsivamente. Ella se quedó muy sorprendida. —¿Esculpes a gente de verdad? He oído hablar de tu trabajo, es muy conocido en Londres. No sabía que esculpías gente de verdad en lugar de figuras mitológicas. —No lo hago. Probablemente te esculpiría como Diana —decidió de repente. —¿Diana? ¿No es ésa la diosa que odiaba a los hombres? Él reflexionó. —Pienso en ella como la diosa que tentaba a los hombres bañándose en el bosque y los convertía en animales si sucumbían al impulso de la carne. Había más que un reflejo de risa en sus ojos. —Tú no eres tan ciego como la mayoría de los hombres, ¿verdad? — dijo en voz baja para que no la oyeran. Cam sonrió. Le gustaba la lujuriosa, bueno, no tan lujuriosa amiga de Gina. —¿Te gustaría que te esculpiera en mármol rosa? —se ofreció—. Te garantizo que causarías sensación. La buena sociedad se escandalizaría. Esme levantó una ceja. —¿Y por qué estaría yo interesada en ser el centro de un nuevo escándalo? Te aseguro que para eso me basto y me sobro, y no sé si al final compensa. Cam se acercó. —Yo creo que al marqués estrafalario no le gustaría nada la idea. Esme le lanzó una mirada vigilante.

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—Shhh. Cam miró hacia arriba para encontrar a su esposa y a su prometido contemplándolos con el ceño fruncido. —Lady Rawlings acaba de aceptar ser la modelo de mi próximo trabajo —dijo. Algo brilló en los ojos de Gina, pero enseguida desapareció. —Esme será una diosa magnífica. Cam asintió. ¿Qué significaba esa mirada? ¿No estaría celosa? Maldición, probablemente debería haberlo pensado antes de haber hecho una oferta tan precipitada. Hacía sólo una hora había decidido esculpir a Gina como Afrodita, y allí estaba, en cambio, con Diana. Bonnington parecía más almidonado que nunca. Estaba esperando a regañar a lady Rawlings, pero en cambio se volvió hacia Cam. —Pensaba que era usted especialista en estatuas poco respetables. ¿Ha decidido ampliar su repertorio? —el tono indicaba que no lo creía posible. —No. De hecho —dijo Cam—, lady Rawlings será una estupenda Diana. Bonnington resopló de una forma muy poco elegante. —Estoy emocionada —dijo Esme, y se inclinó hacia delante hasta que su pecho rozó el brazo de Cam—. El duque me ha sugerido Diana en el baño… pero pienso que sería demasiado escandaloso, ¿usted no, lord Bonnington? Cam pensó que, si las miradas mataran, la mitad de la mesa estaría tratando de enterrarlo. —En absoluto —gritó el marqués—. Me parece muy apropiado. Vi una pieza suya en la entrada de Sladdington, señora —miró a Esme—. Estoy seguro de que disfrutará le encantará ser esculpida en mármol. Sladdington usa la estatua para dejar los sombreros. Sería maravilloso que lady Rawlings pudiera convertirse en algo tan… útil. Cam sintió el cuerpo de Esme rígido a su lado. Le dio un codazo para animarla. —¡Touché! —susurró—. Tu turno. Pero antes de que pudiera hablar se oyó el agudo chirrido de una silla deslizándose por el suelo. Cam miró hacia arriba donde estaba su esposa; parecía que a Gina todo aquello la había tomado por sorpresa pues miraba a todos con cara de no creerse lo que estaba pasando. —Por favor, discúlpenme —dijo, parecía mareada—. Ha debido sentarme mal algo, tengo náuseas. —Se dio la vuelta y se fue. Bonnington se fue detrás de su prometida. Esme gruñó. —¡Touché! Tu turno. Cam miró a su compañera de mesa con una ceja levantada. —Estás jugando con fuego, ¿sabes? Cogió el tenedor y revolvió la fricasé de champiñones. —En realidad no —dijo—. Lo que pasa es que… Bueno, esta conversación no me parece nada apropiada. —¿Estás casada? —preguntó Cam, con algo de curiosidad. Como llevaba tanto tiempo fuera, toda aquella gente era nueva para él. —Oh, sí —dijo Esme con una sombra de amargura en la voz.

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—¿Está aquí? —Naturalmente. —Hizo un gesto con la cabeza señalando la mesa de la izquierda. —¿Cuál es? —Aquel de allí… el que tiene el pelo castaño —dijo, desanimada. —Querrás decir el que tuvo el pelo castaño. —Bueno, todavía tiene un poco —dijo y miró por encima del hombro —. Es el que está roncando sobre el hombro de lady Childe. —Roncando es una palabra que define perfectamente lo que está haciendo —dijo Cam pensativo—. ¿Quieres que le llame la atención y luego ronque en tu hombro? —No, gracias —dijo Esme y comió una cucharada de fricasé. Cam pensó que podía haberle hablado con más coquetería. Pero tenía la impresión de que el público que Esme quería que presenciara sus coqueteos ya no estaba allí, por lo que ella había perdido todo el interés. —En ese caso, ¿me ayudarías a memorizar mi papel? —preguntó en un tono patético. No tenía sentido dejar que la mujer se pusiera melancólica. Esme suspiró y estuvo de acuerdo. Y así fue como Gina los encontró, treinta minutos después cuando entró buscando a Esme. Su marido y su mejor amiga estaban muy juntitos frente a la chimenea en la biblioteca, con los ojos sobre una edición de Shakespeare. Los rizos negros de Esme parecían seda brillante al lado de los mechones despeinados de Cam. Ella se estaba riendo. —Para de reírte, jovencita —dijo Cam—. Recitaré esa frase de nuevo: ¿Qué, mi adorada lady Disdain, todavía vives? Gina salió de la biblioteca sin molestarlos. El señor Wapping la estaba esperando. Y el hecho de que de repente le doliera la cabeza no tenía nada que ver con lo que acababa de presenciar. «Esme merece algo de felicidad», pensó. «Cam no merece nada», se dijo a sí misma igual de segura. Cuando llegó al tercer piso, dispuesta a aprender todo lo que pudiera sobre las ciudades en el siglo XIII, estaba segura de que no había sufrido un dolor de cabeza tan terrible en toda su vida. También sabía con absoluta seguridad de quién era la culpa. Su degenerado marido había decidido seducir a su mejor amiga. Sin importarle que Esme estaba casada y que, además, ya se había metido en suficientes escándalos. Aunque Gina sabía que el desparpajo de su amiga era una pose y que Esme no solía irse a la cama con los hombres con los que coqueteaba, por eso ninguno de sus difamadores había probado sus acusaciones y lo único que enturbiaba la reputación de su amiga eran habladurías sin fundamento. Cam no tendría tal problema. Cualquier mujer sucumbiría a su bien formado cuerpo y a sus ojos risueños y seductores a los que tan difícil era resistirse. ¿Cómo sería la escultura? ¿La representaría desnuda? El señor Wapping se limpió el bigote y la barba y puso un montón de libros sobre la mesa.

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—Tengo información muy emocionante que compartir hoy con usted, duquesa —dijo pavoneándose—. Creo que mi investigación va a aportar un nuevo e interesante enfoque sobre el papel de Maquiavelo en el gobierno florentino. ¿Recuerdas lo que hablamos la semana pasada, verdad? —A veces el señor Wapping olvidaba que no estaba dando una clase de párvulos y la tuteaba olvidándose de su rango. —Sí, por supuesto —dijo Gina obediente—. Los Médicis tomaron Venecia y Maquiavelo fue exiliado. —Venecia no, Florencia —dijo el señor Wapping con un tono reprobatorio. Abrió los libros de un golpe. —Ahora estoy seguro de que encontrará la discrepancia entre la hipótesis de Sandlefoot y Simon sobre el intento de Maquiavelo por ganar un lugar en el concejo de Médici tan interesante como yo, su señoría. Gina asintió. Estaba teniendo problemas para respirar, y no por culpa de Maquiavelo. Era porque no quería que su mejor amiga cayera en la trampa del primer duque perezoso y degenerado que llegara. Ésa era la única razón. —¿Señoría? ¿Señoría? ¿Se siente bien? —Por supuesto —dijo Gina bruscamente. El señor Wapping parpadeó. —Es que hoy la noto como ausente. —Luego fue consciente de a quién le estaba hablando—. ¿Retomamos el tema? Maquiavelo, por supuesto, era un gran estratega, especialmente cuando se refería a la guerra. Estaba a favor de un acercamiento indirecto, lo que él denominaba «llamamiento indirecto de seda». Pero claro que también señalaba que algunas situaciones requieren un ataque fuerte y contundente. Gina sonrió débilmente. Tenía oscuros pensamientos sobre su marido. —¿Le gustaría recapitular la hipótesis de Sandlefoot sobre Maquiavelo? —De momento no. Entonces Wapping lo hizo él mismo, que era hasta el momento su método favorito de enseñanza. Ella necesitaba estrategia. Nada le venía a la cabeza más que el ataque. «Iré a su habitación y lo golpearé con el pedazo de mármol», pensó. Contundente, fuerte y efectivo. El pensamiento hizo que se sintiera mejor y lo contempló durante la hora siguiente hasta perfeccionar finalmente su estrategia en un plan para matar a su marido con la Afrodita rosa. El ataque tenía una resonancia suave e indirecta que encontraba inmensamente tranquilizadora. —Señor Wapping —dijo, interrumpiendo al hombre en lo más interesante de su discurso—, ¿qué sabe usted de Afrodita? A él le salió un sonido ahogado. —Lo siento —gritó Gina—. No era mi intención interrumpirlo, señor Wapping. Simplemente estoy preocupada por algo. —En absoluto —dijo—. Afrodita. —Hizo una pausa, se arregló el bigote y se echó para atrás—. ¿Qué quieres saber? —¿Es una diosa casada? —Exactamente. Afrodita estaba casada con Hefesto. —¿Y era infiel?

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—Homero dice que Afrodita se acostó con Ares, dios de la guerra, en la cama de su marido. Pero tuvo otros amantes, incluyendo dos mortales, Adonis y Anquises. ¿Hay alguna razón particular por la cual le interese Afrodita? Gina negó con la cabeza. —¿Entonces Afrodita no es una diosa muy respetable? Wapping sonrió. Tenía una sonrisa secreta e irritante; Gina se había dado cuenta antes. —En eso tendría que estar de acuerdo con usted, su señoría. Afrodita es la diosa de eros, del amor físico, a menudo confundida por académicos insulsos con la diosa romana Venus. De ninguna manera es respetable. Más tarde, Gina envió sus disculpas al comedor y comió en su habitación. Carola tampoco fue al comedor. Había declarado que prefería morir antes que sentarse al lado de su marido, aunque no le diría a Gina qué había dicho Tuppy para llevarla a la violencia. Y Gina no tenía deseos de ver a Cam lanzándole sonrisitas tontas a Esme. Tomó un baño y se sentó en una silla cerca de la chimenea con un montón de periódicos que habían repartido esa tarde. Después de una hora tomó la Afrodita de la caja. La estatua era sin duda hermosa, de una manera lasciva y depravada. Estaba empezando, apenas empezando, a renunciar al sueño de matar a su marido. «No vale la pena», se dijo. «Deja que se vaya a su isla a esculpir estatuas desnudas durante el resto de su vida.» Ella iba a ser una marquesa y criaría cientos de niños que tendrían cabello rubio, dorado como el sol, y una belleza de dioses. Ninguno de ellos tendría el pelo alborotado y ojos negros y brillantes. Cuando un golpe sonó en la puerta, se apresuró a meter la Afrodita en el borde arrugado de la silla. Era inusual que Annie volviera una vez que se había retirado, pero tal vez había olvidado algo. Gina se levantó y dijo: «Entre.» En el momento en que vio quién era, su cuerpo entero quedó invadido por una ola de sensaciones tan calientes como una llamarada y tan vergonzosas como calientes. Alargó la mano para ponerse la bata, pero se dio cuenta de que la había dejado en la cama. Él carraspeó. —¿Puedo entrar? Hubo un silencio mientras ella contemplaba su plan de golpearlo con la Afrodita. Él era un hombre demasiado atrevido y dulce para vivir. Sería injusto para las mujeres casadas de todo el mundo. Gina tomó otro trago de brandy. —¿Gina? —dijo—. Estoy en el pasillo, ¿puedo entrar? Ella se echó para atrás. —Si tienes que hacerlo… —dijo, antipática. Después de todo, ella no podía hacerle ningún daño a su marido, aunque lo golpeara con todas sus fuerzas. Y no tenía a mano la Afrodita. Era el mismo razonamiento complicado que Maquiavelo habría deplorado. Lo decía bien claro en el capítulo diez de su obra El príncipe. Uno debía confraternizar con el enemigo solamente bajo condiciones de extremo peligro, dado que en ese caso podía producirse un ataque por sorpresa.

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Desgraciadamente, con el tumulto de los últimos días, la duquesa de Girton no había podido leer más que hasta el capítulo cinco, «Las virtudes del ataque contundente».

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Capítulo 15 Una duquesa en traje de casa.

Cam se dijo a sí mismo que el abultamiento de sus pantalones en la entrepierna no era un problema. Gina era evidentemente virgen, dado el sentido de propiedad de Bonnington, por eso quizá ni sabía qué lo causaba. Todos saben que las vírgenes no tienen conocimientos prácticos sobre el físico masculino. —He venido porque quiero ver la nota del chantaje —dijo, y se acercó a la mesita donde había una botella de brandy—. ¿Puedo felicitarte por tu gusto en bebidas? ¿Por qué diablos tienes sólo una copa? Cam inspeccionó la habitación. Luego asintió satisfactoriamente y cogió un vaso que había detrás de la cama. —Tengo sólo un vaso porque duermo sola. No necesito más. Cam se sirvió brandy y pensó en la queja que se escondía en esas palabras. Un momento después, revisó agudamente su suposición sobre la inocencia virginal, cuando se dio cuenta de que ella lo miraba con mucho interés. Parecía fascinada por sus pantalones. —¿Has visto algo en mí que te guste? —preguntó. Gina dejó de mirarle los pantalones y lo miró a los ojos sin un atisbo de vergüenza. —Por supuesto que sí —dijo educadamente. De la misma manera en que se le asegura a una mujer que no ha subido de peso cuando la mujer está embarazada o se ha comido media vaca. —Bien —dijo Cam, a quien, por desgracia, no se le ocurrió ningún comentario agudo. ¿Qué había pasado con los días en los que las vírgenes gritaban de miedo al ver a un hombre excitado? No había vivido tanto tiempo fuera de Inglaterra. Gina estaba mirando la chimenea sin sonrojarse. Miraba como si no tuviera ninguna preocupación en la vida. De hecho, su atención resultaba incluso descarada y Can sintió que la sangre corría más deprisa por sus venas. Ese tipo de comportamiento podría llevar a un hombre sin principios a aprovecharse de la situación. Pero claro que él no tenía ningún interés en eso, excepto la excitación normal que siente cualquier hombre por una mujer medio vestida en su presencia. —¿No podías ponerte una bata? —preguntó. Gina levantó una ceja y tomó un sorbito de brandy. —Se está calientito aquí y tú eres mi marido. Él la miró hasta que ella se levantó y se encogió de hombros. —Si insistes. —Pasó al lado de él hasta llegar a la cama. El pedazo de

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tela que vestía estaba hecho de la seda amarilla clara más fina y transparente que Cam jamás hubiera visto. Le caía sobre la larga línea del muslo de una manera que hacía burla de las estatuas desnudas. Claro que la bata tampoco tenía mucha más tela. No escondía nada. Así que, dadas las circunstancias, Cam se encontraba en un peligroso estado de excitación. El sonido apenas perceptible que se produjo cuando ella pasó por detrás de la silla fue uno de los sonidos más seductores que nunca hubiera oído. Hablaba de piel suave y curvas femeninas. Ella saltó de nuevo. —¡Ah! Se me olvidaba la carta. —Se acercó al aparador y lo abrió. Cam maldijo su cuerpo caprichoso y miró fijamente las llamas, tratando de disipar el latido de sus entrañas. Su esposa estaba jugando con él. Ella era la antítesis de una virgen. Probablemente se acostaba con Bonnington, Wapping y cientos de hombres más. Su manera lánguida de caminar no era la de una virgen. Todos sabían que las vírgenes aprietan las rodillas, cruzan las piernas en los tobillos y se ruborizan con sólo pensar en la idea de tener a un hombre en su habitación. Pero ahí estaba su esposa, lo había llamado a Grecia para que pudiera informarle a todo el Parlamento de que ella todavía era virgen, tomaba brandy y vestía una prenda que los chipriotas estarían orgullosos de llamar suya. Volvió sosteniendo un papel doblado. —¿Haces esto cada noche? —preguntó Cam con resentimiento. —¿Hacer qué? —Había una mirada inquisitiva en su rostro. ¿No se daba cuenta de que la luz nebulosa de la chimenea resaltaba el contorno de sus piernas? Hasta podía ver una tierna curva en la parte de arriba de sus muslos. Cam cerró otra vez las piernas. Aquello se estaba volviendo ridículo. —¿Siempre te sientas por ahí como un ave en el paraíso, bebiendo brandy, entreteniendo a hombres mientras estás medio vestida? —Su tono era ácido. Ella rió. Y Cam se quedó callado. Menuda virgen estaba resultando ser su esposa. —¡Válgame Dios! —dijo Gina, aparentando sorpresa por la actitud de Cam—. Te has ruborizado, señoría. Te advierto que mi habitación estaba muy caliente y yo me encontraba sola. Pero en respuesta a tu pregunta te diré que suelo hacerlo: suelo bañarme por la tarde y mientras se me seca el pelo trabajo y tomo una copita de brandy. Encuentro el brandy muy tranquilizador, ¿tú no? —dijo casi en un susurro—. Después de tomar un poco, me quedo muy relajada y lista para una pasar una buena noche. «La muy zorra está tratando de distraerme deliberadamente», pensó Cam. «Pero a este juego también pueden jugar dos.» Le lanzó una mirada descarada que era un beso en sí misma. —¿Qué clase de trabajo realizas, querida mía? Como tu marido, me alegraría quitarte algo de la carga de tus hombros. —Tomó un sorbo de brandy—. Encuentro la carga compartida más relajante que el licor, sobre todo si se comparte a la hora de dormir. Gina se atragantó con un sorbo de brandy. —Por ejemplo —continuó—, si tengo la fortuna de casarme, y aquí por supuesto me refiero a un matrimonio consumado, insistiré en que mi

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esposa se relaje cada noche. O mejor aún, insistiré en ayudarla personalmente en esa tarea. Ella sonrió. Una sonrisa cristalina. —Qué mujer tan afortunada será. ¿Serás tú quien administre los negocios de bienes raíces, o será ella? Él la miró con un brillo de placer. Luego frunció el ceño. —¿A qué negocios de bienes raíces te refieres? Ella señaló una alta columna de papeles, amontonados desordenadamente en un banco al lado de su silla. —Tus propiedades, que yo administro actualmente. Cuando nuestro matrimonio esté anulado, naturalmente dejaré de hacerlo. Cam parpadeó. —Pensaba que Rounton y Bicksfiddle se hacían cargo de todo eso. ¿Por qué rayos te están molestando con eso? —Bicksfiddle no puede tomar decisiones importantes por él mismo, Cam. Debes saber que yo administro la mayoría de tus bienes raíces. Te he escrito sobre varios asuntos en diversas ocasiones. —Pero no creía que estuvieras trabajando en esos asuntos. Pensé que Bicksfiddle consultaba contigo una o dos veces al año. Ella resopló. —¿Una o dos veces al año? —Señaló el banco—. Las preguntas de Bicksfiddle de los últimos meses. Todas necesitan atención inmediata. —¡Maldición! —exclamó Cam. Cogió una hoja. Era una nota de Bicksfiddle pidiendo fondos—. ¿Quiénes son éstos? Henry Polderoy y Albert Thomas, del alto Girton. Eric Horne y Bessie Mittins del bajo Girton. —Ay, Dios —dijo Gina—. Bessie debe de estar embarazada otra vez. —¿Es una sirvienta de la casa? —No, son gente que vive en la villa. ¿Recuerdas que tu propiedad incluye dos villas, verdad? Henry Polderoy era el herrero, pero sufrió una lesión en el brazo derecho el invierno pasado y no ha podido continuar con su trabajo. Tiene tres hijos pequeños, todos nacidos el mismo día. ¡Fue una tarde muy graciosa, Cam! Él vio los ojos verdes de ella, que bailaban al ritmo de la copa. —La señora Polderoy me había pedido amablemente que fuera la madrina. Y por suerte, estaba en la villa cuando el primer bebé, Henry, nació. Entonces fui a hacerle una visita a mi nuevo ahijado. Bueno, acababa de llegar a la casa cuando la señora Polderoy volvió a sentirse mal y nació el segundo hijo. Lo llamamos James. Era el bebé más lindo que he visto en mi vida; y aún no habíamos acabado de bañarlo cuando llegó Camden. —¿Camden? Gina asintió. —Lo llamaron así por ti. Veamos, creo que hay dos o tres Camden en la villa, contando a Camden Webster, el próximo párroco. —¿Y por qué diablos le ponen mi nombre a sus hijos? —Ponen tu nombre a sus hijos porque tú eres el dueño de la tierra. Es tuya la tierra donde ellos viven; dependen de ti para su supervivencia. Si tú les cobraras impuestos morirían de hambre. Si dejaras de darles fondos, se encontrarían en la pobreza total. Cam no sabía qué decir. Miró otra vez la hoja.

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—¿Qué le pasa a Bessie Mittins? —No le pasa nada, aparte del hecho de que sigue teniendo bebés. —¿En qué trabaja el marido? —Ah, ella no tiene marido —contestó Gina alegremente—. Me temo que es una mujer perdida. Dice que no puede resistir un par de buenas piernas, y supongo que los hombres en el bajo Girton están bien dotados. —Se rió—. En ese sentido. Cam sonrió. Estaba pensando. —¿Quieres decir que estuviste presente en el nacimiento de los hijos de Henry Polderoy? —Llegué cuando acababa de nacer el primero. Pero sí, estuve en el de James y Camden. —¡Mucho han cambiado las cosas desde que me fui de Inglaterra! Podría jurar que antes las jóvenes vírgenes no podían atender un parto. —Es probable que una mujer soltera no pueda —estuvo de acuerdo Gina. —¡Pero tú no estás casada, por lo menos no en el sentido verdadero! Gina lo miró. —Soy la duquesa —afirmó—. Para Bessie Mittins o la señora Polderoy no importa si te marchaste de mi habitación la noche de nuestro matrimonio o la siguiente. Necesitan una duquesa, y yo soy la duquesa. — Se terminó el brandy de un trago. Cam miró otra vez la hoja. —¿Por qué pagamos por la parroquia vecina? ¿Esa tierra no es de Stafford? —Es un terrateniente ausente —explicó ella—. Esa gente no le importa un rábano. Morirían de hambre si no los ayudáramos. Y afortunadamente la tierra es bastante próspera. —Yo pensaba que nosotros éramos terratenientes ausentes —dijo Cam anonadado—. Yo pensaba que tú vivías en Londres. —Antes vivía en Londres. —Hizo un gesto levantando elegantemente los hombros—. Pero los últimos cinco años he estado por lo menos la mitad del año en Girton. Encuentro muy difícil mantener la propiedad funcionando sin atención de cerca. —Maldita sea si no despido a Bicksfiddle —gritó Cam—. Mis instrucciones fueron claras. Después de que mi padre quedó postrado en cama, le ordené que se encargara de todo. —Yo soy la duquesa de Girton —repitió—. He sido la duquesa durante doce años, y he administrado las propiedades durante ocho años, desde que tu padre quedó incapacitado. —¡Ya sé cuánto tiempo llevamos de casados! —Cogió una segunda hoja del banco—. ¿Qué es todo esto sobre paño? —Estoy tratando de revivir la sencilla industria de paño en la villa. Llevamos varios años padeciendo sequía, y las ovejas necesitan buenas cosechas… Por eso hay que abrir nuevos negocios. Cam se sintió terriblemente culpable de repente. Soltó las cartas que sostenía y cayeron al suelo. —Estás llevando ese asunto como si fuera una cuestión de caridad — dijo—. A mi padre no le habría gustado nada. —Si tu padre no hubiera extraído cada centavo que podía sin devolver

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nada a la tierra, no tendría tantos inquilinos pobres. Cam sintió otra punzada de culpa. Afortunadamente, era un maestro en no prestar atención a sentimientos incómodos, y deliberadamente se la sacó de la cabeza, y dejó que sus ojos observaran desde los labios escarlata de Gina hasta su largo y esbelto cuello. Cuando volvió a mirar hacia arriba, ella le entregó otro pedazo de papel. —Mi carta de amenaza —dijo y se levantó de la silla—. ¿Puedo darte otro poco de brandy, señoría? —¿Por qué me llamas señoría? —preguntó irritado—. Me has llamado Cam hace un momento. Vertió un líquido dorado, una gota, en su copa. Luego se volvió y buscó el vaso de él. Cam esperó con una ceja levantada. —Estoy molesta contigo —dijo serenamente—. Me atrevo a decir que es un sentimiento que tus conocidos más cercanos sufren diariamente, y por eso no me preocuparé mucho por ello. Cam estuvo a punto de disculparse pero se contuvo. Él nunca se disculpaba. El único consejo útil que le había dado su padre había sido ése: nunca admitas tu culpa. —Tienes razón. Mis conocidos suelen estar molestos conmigo casi siempre —dijo—. Marissa, por ejemplo, se queja mucho. —Estoy segura de que así es —dijo Gina con tono compasivo. Él esperó, y eso fue todo lo que ella dijo. —¿No quieres saber quién es Marissa? —exigió él finalmente. —Supongo que es la señorita de pechos grandes que ha servido como modelo para tus diosas —respondió, le echó una dosis generosa de brandy y se sentó. Estiró las pantuflas amarillas hacia el fuego y movió los dedos cómodamente—. Debe de ser una amiga cercana tuya. Cam sintió una conmoción de incredulidad que le llegaba hasta las puntas de los dedos. —¿No te importa un pepino si Marissa es mi amante o no? Gina reflexionó. —No. Como tu esposa, me desagradaría mucho que hicieras un sombrerero con la forma de mi cuerpo. Pero si a Marissa no le importa ser moldeada en un útil elemento del armario, ¿quién soy yo para objetar? —¡Maldita sea! ¡No todas mis esculturas se usan para colgar sombreros! —gruñó Cam—. Sólo una de ellas cumple esa labor. Una sonrisita se dibujó en la boca de Gina. —Me temo que tu sombrerero ha alcanzado mucha más notoriedad en Londres que todas tus obras juntas. —Nunca debí venderle esa pieza a Sladdington. Proserpina no debía ser un sombrerero, ¿sabes? Si miras debajo de los sombreros, está sosteniendo unas flores. Nunca debí dejar que un inepto como Sladdington la comprara. Pero nunca se me ocurrió que la transformaría en un sombrerero. Gina lo miró, conmovida. —Yo creo que se encuentra muy cómoda en ese recibidor. —¿La has visto? ¡Maldición, está desnuda, Gina! ¿De todas formas, qué estabas haciendo en la casa de Sladdington? —Quería admirar la pieza de arte de mi marido. Había oído hablar

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mucho de ella y sentía curiosidad. Dicen que Sladdington viajó a Grecia sólo para comprar una de tus estatuas, y desde luego le ha sacado mucho partido. —Bastardo —dijo Cam—. Y a propósito, ¿por qué está exponiendo a tantas mujeres jóvenes a estatuas desnudas? —Oh, por eso no tienes que preocuparte. No está desnuda —lo corrigió Gina. —¿No? Gina sacudió la cabeza. —Le ha puesto algo sobre la cintura. Cam estaba callado, consternado. —¿Le ha puesto un trapito a Proserpina? —No es un trapito. Es más un… un… —se detuvo porque no encontraba la palabra exacta. —Perfecto —dijo Cam tristemente—. Soy conocido en Londres como el escultor de Proserpina con un pañal. Gina disimuló con dificultad un bostezo. —Lo siento —se disculpó. —¿El marqués puede ofenderse? —leyó Cam en voz alta—. La duquesa tiene un hermano. ¿Qué diablos es esto? —La carta de amenaza. Se la mandaron a mi madre, a su casa en Londres. —Muy raro —dijo Cam frunciendo el ceño—. Esta carta no se parece nada a la primera. —Nunca vi la primera. —Mi padre me la enseñó. No la recuerdo exactamente, pero creo que la caligrafía era distinta. Y estaba en francés. —Pero debe de ser de la misma persona —objetó Gina—. ¿Cuántos chantajistas hay que conozcan esta información en particular? Cam se encogió de hombros. —Podrían ser muchos. ¿A quién le has hablado de tu verdadera madre? —Sólo a mis amigos más cercanos. —¡Bueno, eso es una estupidez si querías mantener en secreto tu nacimiento! —No me gusta que me llamen estúpida —señaló Gina. Echó las últimas gotas en su copa y lo miró—. Ha sido una visita encantadora, pero estoy un poco cansada. Cam la miró. —No te enfades. —Tu comentario es absurdo. No importa a cuánta gente le haya contado que la condesa Ligny era mi madre, ninguno de ellos tiene idea de que tengo un hermano. —Si tienes un hermano. La gramática es extremadamente extraña, ¿no crees? —Pensé que era divertida. —A eso me refiero. ¿El marqués puede ofenderse? La primera carta estaba escrita de una forma rara. Recuerdo que mi padre llegó a la conclusión de que la había escrito un sirviente de la condesa. Gina se apoyó en la chimenea. Cam fingía estudiar la carta mientras

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observaba la línea de sus muslos. Tenía las piernas más bonitas que había visto. Eran largas y esbeltas, desde las puntas de sus elegantes dedos hasta las puntas de sus delgados pies. No quería irse. Así que continuó fingiendo que estaba mirando al papel y, al mismo tiempo, meditaba sobre lo mucho que quería tener esas piernas enroscadas en la cintura. Después de un rato carraspeó. Miró hacia arriba. Sus ojos se encontraron, ojos burlones femeninos y ojos oscuros y lujuriosos masculinos. —¿Has visto algo que te guste? —preguntó ella delicadamente. Cam dio un paso al frente.

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Capítulo 16 La habitación de una mujer rechazada.

Carola Perwinkle no estaba descansando tranquilamente. Seguramente estaba reclinada en su cama. Pero estaba apretando los dientes y temblando de ira. Su marido —el despreciable, desagradable demonio de su marido— no sólo no le había hecho caso, no sólo había olvidado saludarla o despedirse, había cometido un pecado mortal. —¡Desalmado! —dijo muy bajito para que la criada, que estaba en la otra habitación, no la oyera—. ¡Satán! ¡Demonio! Se calló y miró el canapé de seda que había junto a la cama. Hubo un leve golpe en la puerta. La criada corrió a abrir y se situó ante la puerta para cubrir a su ama. Pero Carola reconoció la voz y se sentó derecha. —Por favor, pasa —dijo. —Buenas noches —dijo Esme mientras entraba en la habitación—. He visto luz bajo tu puerta y he pensado que quizá quieras que repasemos nuestro plan. —No tiene remedio. —Carola la miró con angustia—. Tuppy se ha enamorado. —¿De verdad? ¿De quién? —miró interesada, pero sin preocuparse. —¡De Gina! Esme resopló. —Pues con Gina no tiene nada que hacer. —¡Claro que no! —gritó Carola—. Nadie además de mí lo querría, a ese réprobo deplorable y asqueroso. —Luego la cara se le arrugó otra vez —. Es porque soy una estúpida. No está interesado en mí porque no sé nada sobre truchas. —Sobre truchas —repitió Esme, algo anonadada. —Leí un libro sobre tritones porque a él le gustan. —Lo señaló en la mesa—. Guía de cocina para tritones, ranas y lagartijas. Ni siquiera menciona a los tritones. En cambio, Gina empezó a hablar con él del ciclo de vida de la trucha, ¿sabías que es una entendida en truchas? —El tema nunca ha surgido. —Pues así es. Si yo tuviera una mirada dramática y supiera de truchas, tendría una oportunidad —aulló Carola—. ¡Yo estaba lista para hablar de tritones, pero él ni siquiera mencionó las lagartijas! —No estás siendo justa contigo. Tienes una piel hermosa y cremosa. Y unos rizos adorables. —Esme se enroscó un suave rizo de pelo en el dedo—. ¡Mira esto! Eres el sueño de un peluquero. A Gina le encantaría tener el pelo corto. Pareces un querubín. —No importa —dijo malhumorada—. Ni siquiera me ve. Cuando Gina se fue se puso a hablar de lo inteligente que es. ¡Y yo soy aburrida!

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Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. —Tomé la iniciativa, me acerqué a él para hablarle. ¡Sólo para oír sus sosas historias sobre tritones! ¿Y qué hace él? Siente lujuria por mi amiga. ¡Desalmado! —repitió furiosa. —Todos son unos desalmados. Las lágrimas bajaron por las mejillas de Carola. —¡Pero yo lo amo! Es un desalmado aburrido. —Que discute sobre tritones… —dijo Esme. —Que discute sobre tritones, pero es mío. ¡Y quiero que vuelva conmigo! —Entonces debes ir a las comidas. Lady Troubridge ha recolocado los asientos. Hay una silla libre a su lado. —Traté de tener una conversación en el salón. Pero sólo hablaba de lo interesante que era Gina porque lo sabe todo sobre las truchas, y yo terminé dándole una bofetada. —¿Por qué? —Me insultó. —¿Qué dijo? —Primero habló sobre Gina. Después, como si eso no fuera insulto suficiente, hizo un comentario horrible. —¿Cuál? —Me preguntó si me había cortado el pelo. Yo le dije que sí, y luego él dijo que el pelo de Gina era una de las cosas más maravillosas de ella. Esme frunció el ceño. —¡Qué desconsiderado! —Luego me preguntó si había subido de peso. —No has subido de peso, ¿verdad? —No creo. Pero me estaba mirando el pecho. Ahora que lo pienso, es culpa tuya. ¡Porque me dijiste que me pusiera el vestido carmesí, y obviamente exponía mucho más mis g-g-gordos…! —Lloraba. —Te miró el pecho, ¿no? Y después te preguntó si habías subido de peso. —Sí. —Carola se ahogó—. Dije que no, que no había subido de peso. Y él dijo que debía de estar cambiando mi figura a medida que envejecía. Esme respiró profundamente. —Hiciste lo correcto, Carola. Se merecía una bofetada. —Debería haberle dado una patada. ¡Debería darle una bofetada y luego una patada! —Me pregunto en qué estaría pensando. No es propio de Tuppy ser tan grosero. —Quizá dijo la verdad. Me estoy haciendo vieja. Y seca como una ciruela pasa. Y gorda. —¡Ya es suficiente! Todo eso son ridiculeces. No eres una ciruela pasa. Eres como una ciruela lasciva, toda dulce y sabrosa. —Esme sacó uno de los rizos de Carola y luego lo soltó—. Ojalá yo tuviera tu hermoso cabello. —A mí me gustaría más ser como tú. Eres más alta que yo, y mucho más elegante. Yo parezco una empanada. Creo que voy a rendirme. Está claro que no le importo un rábano. —¡Carola Perwinkle! —dijo Esme sonriendo.

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—Un rábano —repitió firmemente. —De hecho, creo que estamos progresando. Mañana quiero que coquetees con otro hombre, y que te pongas un vestido aún más escotado. Y asegúrate de que Tuppy te vea. —No quiero —dijo Carola—. No soy muy buena coqueteando. —Claro que eres buena coqueteando. Es un don innato femenino. ¿Con quién te gustaría coquetear? —Con nadie. —Luego se le iluminó el rostro—. Tal vez con el marido de Gina. Es bastante guapo, ¿no crees? —Supongo. Tiene una risa simpática. —Ay, Esme —dijo Carola con disgusto—. ¡No sé cómo tienes esa reputación! Parece que no notas nada de un hombre aparte del ancho de los brazos. —He descubierto que los brazos de un hombre lo dicen todo de él — dijo Esme con un brillo travieso—. ¿Quieres que te preste a Bernie? Responde al coqueteo tan bien como un pedazo de madera, pero es una dulzura, y puedes contar con él para que no te tome muy en serio. —¿No es tuyo? —No. Bernie piensa, con razón, que es demasiado tonto para que yo lo considere como pareja sexual. —Esme hizo una pausa—. Eso es, si piensa. Bernie está limitado definitivamente en sus actividades mentales. —Coquetearé con Neville. Después de todo, él ya conoce el plan. Le mandaré una nota directamente, y podemos empezar en el desayuno. — Carola parecía más animada. Esme le besó la mejilla. —Mmm, hueles a melocotón. —Se dirigió hacia la puerta. —¡Gracias! —Un placer —contestó, y salió al pasillo. Se tropezó con un cuerpo masculino. —Perdón —dijo una voz fuerte. Esme se apoyó en la pared. Luego se enderezó e hizo una leve reverencia. —No hay necesidad de disculparse, milord. Ha sido culpa mía, iba distraída. ¿Por qué tenía que tener unos ojos tan hermosos? Eran azul cobalto. Demasiado hermosos para un hombre. —¿De quién es esa habitación? —gruñó—. ¿Lo ha pasado usted bien? Esme tenía una mirada fría que le había resultado muy útil a través de los años. —De maravilla —dejó colarse un poco de amabilidad en el tono—. Sólo espero que puedas experimentar tal felicidad algún día —dijo y empezó a mirar su gran cuerpo. Él puso un brazo para impedirle pasar. —¿Lord Bonnington? —había perfeccionado el arte de la mirada marchita. Sebastian nunca había demostrado el más leve signo de que ella lo intimidara, y no conocía esa mirada. —Deberías dejar de visitar las habitaciones de los hombres. ¿Qué habría pasado si alguno de esos chismosos te hubiera visto saliendo de la habitación de un hombre? Tu reputación ya pende de un hilo.

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Esme estaba furiosa. Pero no le daría la satisfacción de hacérselo saber. Por el contrario, pestañeó con coquetería. —¿Un hombre o una mujer? —¿Qué dices? —¿Quién sería peor que me descubriera, un hombre o una mujer? Él apretó los dientes. —¡Un hombre! Lo miró por un momento y contó silenciosamente hasta cuarenta. Después se arregló el escote con un movimiento perezoso de los hombros que hizo que se deslizara incluso más abajo de lo que ya estaba, lo justo para cubrirle los pezones. —Yo sé convencer a los hombres… y siempre pago mis deudas. El estómago le hervía pero ni una llama de ira se reflejó en su rostro. Sonrió y estaba tratando de hacer otro comentario provocativo cuando él le agarró la mano y le tocó la cara, sólo por un momento. —No lo hagas. Hubo un momento de silencio en el corredor. —¿Que no haga qué? —No hagas eso. No es necesario. Lo miró. El brillo seductor de sus ojos había desaparecido. —Ha dejado muy claros sus sentimientos, señor. No tema, no trataré de seducirlo. Malditos ojos azules. Estaban suplicándole, tratando de quitarle la furia. Y luego la cogió, la tomó de los hombros y lentamente, lentamente la acercó hacia él, sin dejar de mirarla. Y ella fue. Que Dios la ayudara, fue como una liebre hacia los ojos encantados de una serpiente. Tenía una boca suave y ella abrió la suya. Luego se encontraron las lenguas, y la boca de él ya no era tan delicada. Un rato después, cuando Esme sintió las manos de él sobre sus senos, fue cuando se dio cuenta de que había gemido y estaba temblando. Finalmente, el sentido común volvió a ella. Se alejó tan rápidamente que se golpeó la cabeza contra la pared. —Si me disculpa… Algo se desvaneció de los ojos de Sebastian y volvieron a ser sólo azules. —Debería disculparme —hizo una pausa— por entretenerla… — terminó. Un pinchazo de ira reemplazó los latidos del corazón de Esme. —¿Puedo tomar eso como que considera cancelada mi deuda, milord? Hizo una venia y se aseguró de que sus senos se vieran mientras se agachaba. Sólo ella sabía cómo le temblaban las piernas. Sólo esperaba que estuviera sonriendo. Parecía difícil controlar su boca. —Por favor, no. —Tenía la voz temblorosa y grave; sus ojos se encontraron. Otra vez estaba ese extraño sentimiento, como si todo el ruido del mundo se hubiera consumido. —Debo irme —dijo Esme sin mirarlo. Y corrió por el pasillo.

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Capítulo 17 Cuando el deseo surge.

Tenía la garganta seca. Enroscó los dedos alrededor de la copa vacía de brandy. —Como suele suceder —dijo su marido—, veo algo que me gusta. Mucho. En la chimenea, crujió un tronco. Cam se acercó hasta quedar de pie justo a su lado. —¿Puedo tomarla? Por un momento ella no entendió su pregunta. No usaba perfume, sólo su olor natural, un olor a bosque con un toque de tiza. —¿Por qué hueles a tiza? —preguntó para dilatar el tiempo. —Antes de empezar a hacer una escultura, trabajo sobre papel. —Así que has estado haciendo bocetos de diosas —dijo Gina desesperada, tratando de no pensar en su pregunta—. ¿Esme…? Él interrumpió sus palabras con un beso: su boca dulce contra los labios de ella. Sus grandes manos se desenroscaban de la copa de brandy para rodear su cintura. Gina se relajó en esos brazos pensando: «Por favor, por favor, por favor.» Él parecía haber olvidado la pregunta del todo. Estaba pasando sus dedos por los mechones de pelo de su esposa, rozando sus labios con los de ella. —Tienes un pelo precioso —susurró—. Brilla a la luz de la chimenea como si fuese fuego. —Muy poético —dijo ella, tratando de apoyarse más en el cuerpo de Cam. La besó otra vez. Tenía los labios suaves y persuasivos. —No he estado haciendo bocetos de una diosa, he estado haciendo bocetos de ti —señaló, con un matiz de sorpresa en su voz. —Bueno, yo no soy ninguna diosa —admitió Gina. Esa verdad le quitó un poco del placer que sentía. —Eres mejor —dijo él convencido. El placer iba y venía por el estómago de Gina. Él le estaba besando el cuello con tanta adoración como si fuera una diosa. Pero eso no era lo que ella quería. No era eso, no era lo mismo. Entonces levantó los brazos y los deslizó por la espalda de Cam. Él le estaba besando delicadamente una mejilla y empezó a besarle la oreja. Ella temblaba, extendió los dedos por los músculos de la espalda de Cam y, de pronto, lo atrajo hacia su cuerpo. Cam era musculoso. Podía sentir los músculos por toda su espalda, a

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través del fino lino de la camisa. El sentimiento hizo que le latiera más rápido el corazón y que la apretara cada vez con más fuerza contra su cuerpo. —Si tú no aguantas —dijo Gina con voz ronca—, yo lo haré. —Volvió la cabeza para atrapar su boca y lamer sus labios hasta que él tuvo que abrir la boca y besarla, besarla como lo había hecho el día anterior. Su sabor era amargo y delicioso. Finalmente, la boca de Cam arremetió contra la de ella. Lamió sus labios con un beso perezoso, apasionado y desgarrador. Las manos de Cam se deslizaron hasta los senos de Gina. Ella gritó contra su boca y se arqueó hacia sus manos. Pero él no podía acercarse más. —¡Cam! —Abrió los ojos y lo vio mirándola, una mirada de lujuria que a Gina le dio miedo. —¿Quieres experimentar nuevas sensaciones, señora esposa? — susurró. Tenía el pelo hacia un lado, sus ojos negros y sus oscuras pestañas le hacían marearse de deseo. Asintió, sintiendo el latido del océano en sus oídos. Pero él espero con una ceja levantada. Su mano mantuvo un movimiento perezoso sobre el seno de Gina hasta que ella lo atrajo hacia sí otra vez. Lo abrazó lo más fuerte que pudo. —Maldito —susurró Gina—, bésame. —La duquesa está diciendo groserías —se rió el duque. Sus ojos buscaban los de ella—. ¿Sólo besos? —¿Por qué su voz era tan suave cuando la de ella rugía de deseo? Ella asintió. Cam metió un brazo entre las piernas de Gina y la acunó contra su pecho. Luego la llevó a la cama y le quitó el corpiño. Su boca se cerró en el seno de Gina. Ella gritó. Gina no podía detenerse. Cada vez, cada vez que él le chupaba los senos, gritaba y se arqueaba contra el peso de la rodilla de Cam mientras abría las piernas, rompiendo el camisón por las costuras y haciendo saltar las cintas de la bata. Gina hundió los dedos en ese cabello oscuro y revoltoso y se retorció debajo de él, agarrándose a sus hombros. De repente, Cam se movió y se acostó sobre ella, sólo con la tela de sus pantalones y el pedazo de tela del camisón roto entre ellos, y se meció hacia abajo. Sin pensar, ella empujó y se restregó contra las caderas de él. Cam emitió un sonido ronco y abrió la boca: besos grandiosos, palpitantes y tormentosos. Ella cerró los ojos y suplicó en silencio. Suplicó para que él supiera lo que quería sin tener que decir algo tan humillante. Él se detuvo. La soltó. —No —jadeó. Cerró los ojos contra lo que vio en el rostro de Cam. —Gina. Ella fingió no haber oído. —Gina. Tenemos que parar ahora. —Tenía la voz muy controlada. —¡No! —dijo Gina. Él se rió y ella abrió los ojos.

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—¿Cómo te puedes reír? —Te deseo, si eso es lo que estás preguntando. —Hasta una novicia podía escuchar su voz ronca. Él se alejó y se sentó en el borde de la cama. Cada centímetro de su cuerpo temblaba de placer, frustración y deseo, todo mezclado. Ella miró el camisón desgarrado. Tenía al descubierto un seno que se movía con su respiración. Era hermoso; diferente, se sentía diferente a como era hacía sólo una hora. Miró hacia arriba buscando los ojos de su marido. Un momento más tarde una mano oscura cubrió su seno firme. Ella suspiró y arqueó la espalda, sólo un poco, y cayó pesadamente sobre las manos de él. —Maldición, Gina —dijo, la voz se le enredaba en la garganta—. Me estás volviendo loco —dijo y movió la cabeza. Parecía una reacción involuntaria, pensó trémula al escuchar el eco de su propio grito un segundo después. La besó y la besó y ella… otra vez. Y otra vez. Ahora él tenía ambos senos, y ella se retorcía contra sus manos, su boca, el suave cabello que rozaba su piel. Sin darse cuenta comenzó a gritar hasta que una mano le cubrió la boca. La mordió. Él continuó respirando agitado. Gina lo siguió, disfrutando de la manera en que su camisón caía en pedazos sobre su piel cremosa. Se montó sobre las rodillas de él. —Los hombres también tienen pezones, ¿no? Él parecía estar tratando de recobrar el aliento, así que ella le quitó la camisa. Sí tenía pezones, bellos y planos, como monedas en su pecho musculoso. Pasó un dedo por encima para hacer un experimento y él tembló, como si hubiera tocado la superficie de un lago. —Si te beso ahí, ¿gemirás? —Desde luego que no —dijo Cam, mirando al techo. Ella pensó que no le iba a prestar atención hasta que recobrara el aliento. Así que hundió la cabeza y continuó con su experimento. Para su decepción, él no hizo ni un sonido. Pero su cuerpo tembló y le puso una mano en el hombro, la deslizó bajo la camisola rota y le acarició delicadamente la piel desnuda. Gina podía oír el aire que se estremecía en el pecho de Cam. Eso era un sonido. Ella se enderezó para tomar aire y él la empujó. Su respiración era salvaje y sus ojos más aún. —¡Maldición, Gina! —¡El duque está diciendo groserías! —se burló—. ¡Llamen al ejército! ¡Llamen a las milicias! Él entornó los ojos. —Quédate quieta. Ella se inclinó, sus ojos verdes brillantes y traviesos, tomó la cabeza de él en sus manos y posó sus labios en un beso exagerado. —¿No puede una esposa besar a su marido? Sus labios eran llenos, rojos cereza, hinchados, lascivos. Cam podía sentir que le iba a doler la cabeza. Y mucho. —Tenemos que parar este disparate —dijo—. Ya es suficiente. Un poco más y habrás traicionado a tu marqués. —Lo traicionaría si perdiera mi virginidad —dijo Gina—. Pero no

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estamos cerca de ese punto. —¡Eso piensas! —gritó. Brazos blancos le entrelazaban el cuello. Sólo de pensar en ello, tembló. Si no se marchaba de esa habitación haría suya a Gina. No había duda de eso. Pero no podía porque ella estaba prometida a ese pomposo marqués. Una voz dulce y tibia le acarició en el cuello: —Gracias, Cam. Ha sido muy… agradable. La soltó. —Estoy de acuerdo. Muy agradable. —Se levantó y se alejó. Pero cuando encontró los ojos de ella no pudo mantener su mal humor. Ella se estaba riendo. —No te puedo decir qué bien me siento. Yo, la simple y vieja Ambrogina, he sido capaz de llevar a un hombre al borde de la desesperación. —Yo no lo llamaría el borde de la desesperación —contestó rígido. Ella sonrió. —Así lo describe Esme. —Bueno, puede que no esté tan alejada de la realidad —admitió Cam. Sólo ver a Gina sentada en la cama era suficiente para llevar al borde de la desesperación a cualquier hombre. Incluso mientras miraba cómo ella mecía las esbeltas piernas para bajarse de la cama y tiraba de su bata. Todavía podía ver un bello seno medio descubierto. Después ella saltó sobre él como toda una femme fatale. —No seas tan presumida, no has hecho nada del otro mundo — murmuró. —Yo creo que sí —dijo Gina—. Nunca pensé que sería capaz de llevar a un hombre… —Al borde de la desesperación —concluyó Cam. Una sonrisa se dibujó en la boca de Gina, pero tenía los ojos serios. —A veces siento que he envejecido sin ser nunca joven. —¿Vieja? ¿Cuántos años tienes? ¿Veintidós? —Veintitrés. Soy vieja para casarme por primera vez, Cam. —No; en el mundo real no, querida. En Grecia, la mayoría de mujeres se casan con más de veinte. —Yo no conozco el mundo real. Sólo conozco este mundo, y he oído a muchas mujeres que han sido llamadas viejas criadas secas, que eran de mi edad o un poco mayores. Pensé que tal vez… —La voz se le fue apagando. —¿Estás tratando de decirme que te sientes seca? —Tenía la voz llena de asombro. —No, es sólo que… —Jugó nerviosamente con el cinturón de la bata y finalmente volvió a mirarlo—. Como estoy casada, la gente habla de esas cosas delante de mí y he asistido a muchas conversaciones sobre asuntos de alcoba. —Lo supongo. Mujeres hablando sobre lo que les gusta en la cama. Lo miró sorprendida. —La verdad es que hablan casi siempre sobre lo que les gusta a ellos. Pero yo no tenía… —No iba bien. Empezó otra vez—. Está claro que a los

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hombres les gustan las mujeres muy jóvenes. Las esposas y sus maridos rara vez duermen juntos, y los maridos tienen amantes jóvenes. No de mi edad, más jóvenes aún. —Esos hombres no están casados contigo. —Dejó que sus manos se deslizaran por el sedoso cabello de ella, las curvas de los hombros, rozó los senos—. Si un hombre estuviera casado contigo, nunca querría a nadie más. Ni más joven, ni mayor. —¿No piensas que soy muy mayor? —Sus ojos encontraron los de él, y se quedó quieto y ansioso. —¿Muy mayor para el sexo? ¿Estás bromeando, Gina? Tu marido probablemente aún seguirá deseándote cuando tengáis ochenta y cinco años y apenas podáis moveros. —Se arriesgó a mirar a Gina y descubrió que la bata se le había abierto otra vez. Cam deslizó un pulgar sobre un pezón rosado y un grito se le escapó, un gemido. Él lo hizo otra vez. Ella jadeó otra vez. —Gina, si te toco aquí —la tocó—, ¿qué sientes? —insistió. —Algo maravilloso —susurró, tan bajo que apenas la oyó. Cam la abrazó y ella se ruborizó, confundida. Después, sin advertencia, chupó uno de esos pezones lascivos. Después de todo, estaban ahí esperando a ser besados. Ella gritó. Se le doblaron las rodillas, y Cam apenas logró sostener su peso con un brazo. —Eres una gritona —dijo con satisfacción—. De hecho, diría sin dudarlo que eres una de las mujeres más sensuales que he tenido el placer de besar, si no la más sensual —reconoció en silencio. Lo miró con los ojos llenos de lujuria y vergüenza al mismo tiempo. Él sonrió y decidió avergonzarla un poco más. Apretó el brazo derecho alrededor de su cintura. —¿Seca? —le dijo suavemente al oído. Dejó que la mano derecha se deslizara por el sedoso frente de su camisón. De pronto, la mano tocó el montículo más dulce que hubiera sentido. Incluso a través de la seda podía sentir su calor. Ella tembló—. Si fueras más sensible —dijo Cam con voz ronca— un hombre nunca te dejaría irte de su habitación. No podía detenerse y la acercó a su cuerpo con fuerza. La lengua de Cam se deslizó dentro de la boca de Gina y su cuerpo hizo presión contra el de ella. Gina lo empujó hacia la cama, voluntariamente, colgada de él. Abrió el roto del camisón para que pudiera verse todo su cuerpo. Se agachó para besarla y sus manos bajaron… bajaron. Ella saltó cuando la tocó. Dios, qué suave era. Dulce. La mente de Cam se inundó de deseo y tomó la boca de Gina, hundiendo la lengua, cuando quería hacerle lo mismo a su cuerpo. Tenía los ojos cerrados y ella se agarraba de los hombros de él, gritando ahogada, diciendo cosas que él no podía entender. Y no le importaba. Cam se movió desde su boca hasta sus senos; ella se movió contra su cuerpo y gritó. Y ahora él tenía su lujurioso cuerpo donde lo quería, la mano en su suavidad, pulcra, mojada, hinchada, entre sus dedos. Cuando quitó la boca de sus pezones ella empezó a alejarlo diciendo «No» y otras tonterías. Así que él simplemente puso los labios de nuevo. Pequeños gritos salían de la boca de Gina, que no oponía resistencia; ese hermoso cuerpo estaba dispuesto para él, todo dulce crema y piel sedosa, su vello

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entre las piernas del color del oporto. Besarla ahí… levantó la cabeza. Instantáneamente se agarró del brazo de Cam y dijo con voz ronca: —¡Cam, debes parar! —Shh —dijo—. Shh. —Sus labios vagaron sobre los senos de Gina, les dieron forma, crearon de esos senos algo más bello que el mero mármol. Ella estaba jadeando, tenía los ojos borrosos. Cam dejó que sus manos cogieran una cadencia rítmica que conocía tan bien como su nombre. —Oh, Cam —jadeó. Su cuerpo se movía contra los dedos de Cam. Él ansiaba acostarse con ella, hacer lo que debía hacer. «Mi esposa», pensó. «Ella es mía.» «Poséela», palpitaban las entrañas. «Poséela», le urgía el corazón. Sólo una voz de la consciencia le decía: ella no te quiere. Quiere al marqués petulante. No le prestó atención a la voz y siguió acariciándola. Ella era inocente, podía verlo. Sin conocimientos y a la vez… con tantos. Gina se apoyó contra la pierna de él, se arqueaba contra los dedos imperiosos de Cam. Lloraba en su hombro, lo agarraba, suplicaba: —Por favor, Cam… por favor… por favor. Sería obligarla a casarse contigo, gruñía la voz en su cabeza. Era una voz destilada del odio hacia su padre, odio por su propio matrimonio forzado. Le dieron leves escalofríos, tenía el control suficiente para detenerse… Hundió la boca y la besó, devoró su dulzura… La besó una vez, la besó dos veces. Los besos la excitaban, una cadencia palpitaba por sus entrañas y apenas se mantenía a raya. Luego rozó un pulgar contra un pezón y… así, así de fácil, su esposa de siempre, su propia Gina, se arqueaba contra él, temblorosa. Era una gritona. ¡Magnífico! Movió la cabeza como una hoja que cae del árbol. Él apretó los dientes por la necesidad de entrar, de sentir hasta lo último en su cuerpo, para reemplazar el vacío con él, tibio y desbordante. Se alejó de repente. Gina abrió los ojos pero no tenía ganas de despertarse, entonces cerró los ojos otra vez. Le brillaba todo el cuerpo, el placer le pesaba en las piernas. Pero Cam murmuraba: —Debo irme, Gina. Esto no está bien. —Tenía la voz gruesa. Ella abrió los ojos otra vez. Cam pasó una mano por su cabello. Claro que no estaba bien. Estaba comprometida con otra persona, y él era Cam, su amigo de la infancia. Gina trató de incorporarse pero se sintió sacudida por una ola de satisfacción. —No volveré a visitar tu habitación —decía Cam—. Así que no volverá a repetirse este… este incidente. Yo… —No te disculpes —murmuró. —No había pensado en ello. ¿Debería? Gina sonrió. —Algunos hombres se han disculpado después de un solo beso, mientras que tú… Cam sonrió.

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—Pero estamos casados. —Por el momento. —El momento es todo lo que importa. Y no hemos hecho más que besarnos, de todas formas. ¿Más que besarnos? Gina tenía las piernas temblando, y tenía la respiración agitada, ¿y él le llamaba a eso besarse? Cam empezó a meterse la camisa en el pantalón. —Es mejor que me vaya —señaló—. Si alguien me viera saliendo de tu habitación, se haría mucho más difícil la anulación de nuestro matrimonio. Gina estaba volviendo a ser ella misma. Se cerró la bata. Le llevó un momento ser consciente de la realidad: ella era todavía anulable para él. Nunca había considerado seguir casado con ella. Un momento después estaba tan arreglado y pulcro como cuando había entrado. Gina sintió una punzada de ira. ¿Cómo podía estar tan tranquilo? Muy bien. También ella se tranquilizaría. No le daría la satisfacción de que pensara que su «interludio» le había afectado. —Te agradezco mucho que me hayas permitido «ensayar» contigo. Ahora podré ir a la cama de Sebastian mucho más segura de mí misma. Me preocupaba que se sintiera decepcionado… Pero, gracias a ti, ahora sé que podré estar a la altura de las circunstancias. Él se quedó quieto y la miró. Luego hizo una inclinación. —Yo estoy, por supuesto, muy contento de haberte ayudado —dijo. Y se fue. Gina estuvo toda la noche pensando que podría haberle dicho mejores frases de despedida. Para cuando llegó la madrugada, sabía exactamente qué debería haberle dicho, si hubiese tenido cerebro. De hecho, había dos opciones. La opción número uno habría sido muy efectiva: «Estoy particularmente agradecida por saber que iré a la cama de mi amado Sebastian con un entusiasmo que igualará el de él.» La opción número uno implicaba que Sebastian la deseaba, cosa que Gina había empezado a dudar. Luego estaba la opción número dos, que variaba según el momento en que se la plantease. Era algo así: «Me gustaría que volvieras a la cama ya.» A veces añadía «por favor». Y a veces dejaba que el camisón roto se le cayera mientras lo decía.

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Capítulo 18 Los invitados no necesitan levantarse antes de mediodía.

Gina se levantó muy tarde, con la sensación de ser ella misma otra vez. Había desaparecido la mujer lujuriosa de la noche anterior. Lo cual estaba bien, se dijo a sí misma, porque era importante mantener esas experiencias en su lugar. Había sido delicioso y placentero. Debería darle las gracias a su marido. De verdad. Porque ahora no tenía que sentirse nerviosa por la noche de bodas, la noche de bodas real, con Sebastian. Tenía experiencia, finalmente. Algo de experiencia. Cuando se miró al espejo a la luz más cruel de la mañana, se sintió desarreglada más que atractiva con su camisón roto. De todas formas, se lo ató como pudo y se puso una bata. Todavía… Un secreto, una sonrisa se dibujaba en su cara. No era el recuerdo del placer lo que la alegraba. Era el recuerdo de los ojos salvajes de Cam y la forma en que su respiración latía en su pecho. Al menos, se había disipado su miedo secreto a que su marido no la deseara porque era muy vieja. Demasiado rígida, demasiado duquesa, demasiado flaca. Cam no parecía pensar que ella fuera demasiado flaca. Ciertamente, todavía quería la anulación. Pero eso era por su carácter, decidió. Él siempre evitaría las responsabilidades que conlleva tener una esposa. Lo importante era que Cam la había querido la noche anterior. Y ahora sabía cómo hacer que también Sebastian la quisiera. Annie apareció en su habitación. —Hay planes para la tarde —dijo un tiempo después, mientras peinaba a su señora—. Las señoritas están invitadas a practicar el tiro con arco en el ala oeste. Los Chaplin van a hacer una demostración de esgrima a las tres de la tarde. ¡Ah! Y lady Troubridge ha preguntado si le gustaría ir con ella. Va a visitar la villa en el coche del poni porque hay un nuevo bebé. —Me encantaría ir a ver el bebé —dijo Gina. Pero la cantidad de papeles, todavía desordenados sobre su mesa de trabajo llamó—. Pero no puedo, tengo mucho trabajo que hacer. —Trabaja demasiado —dijo Annie—. Todo ese trabajo no es bueno para un espíritu. —Ay, pero hay que responder esas cartas. —¿Le gustaría vestir el traje de mañana de media manga, señora? — Annie sabía perder una discusión cuando la empezaba. Cuando Gina entró en la sala de estar, apenas tuvo tiempo de saludar a Sebastian antes de que lady Troubridge aplaudiera y todos fueran a almorzar. La sopa ya estaba servida cuando llegó Cam. No estaba muy

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despeinado, pero tenía una mancha de tiza en el hombro. Ella miró para otro lado. No le importó que Cam fuera a sentarse junto a Esme como una abeja va hacia una rosa. —¡Sebastian! —dijo, inspirada—. Ahora no puedo salir, quiero retirarme a un rinconcito tranquilo en la biblioteca para escribir algunas cartas. ¿Pero me acompañarás esta tarde? Él asintió. —Será un honor —dijo, y la escoltó de vuelta a su cuarto. Le estaba haciendo una inclinación de despedida cuando Gina abrió la puerta y suspiró. La habitación era un caos. Había ropa tirada por el suelo y libros por donde mirara. Las puertas del armario estaban abiertas y las cintas del pelo de Gina estaban tiradas por todas partes. La habitación era un revoltijo de objetos por el suelo y puertas de armarios y cajones abiertos. Una mirada de fastidio atravesó la cara de Sebastian. —Han estado registrando tu habitación. Es como si hubieran entrado a robar. ¿Tus joyas están a la vista? —No. Lady Troubridge insistió en que las joyas se guardasen en la caja de seguridad. Annie las deja allí todas las noches. —Una precaución sabia —observó—. Dudo que se hayan llevado mucho. —Cruzó la habitación a grandes zancadas, la brisa cuando pasaba hacía que pilas de chifón se agitaran y se inflaran, y miró con disgusto su tocador—. Han destrozado tu tocador… pensarían que si había algo de valor lo habrías dejado aquí. Han tenido mucho valor para hacer esto de día, cuando cualquier criada podía haberlos sorprendido. —Alzó un pedazo de vidrio y volvió a dejarlo caer. Gina se movió despacio por la habitación. Habían retirado el espejo y lo habían dejado en el suelo, apoyado contra la pared. La cama estaba desnuda, las sábanas tiradas sobre la alfombra. —Nunca me habían robado —dijo, con un pequeño temblor en la voz. —No te han robado —contestó Sebastian—. Puesto que no había nada que robar, apenas has sufrido un inconveniente. ¿No estás histérica, verdad? —Ella negó con la cabeza—. Tu criada te arreglará la habitación. Me pregunto si habrán intentado robar en más habitaciones. Después de todo, no hay una razón particular para que ataquen la tuya. —Se volvió—. Es mejor que me vaya, no me gustaría que me vieran en tu habitación. —No creo que nadie pensara que tú has hecho todo esto en un arrebato de pasión, Sebastian. Sebastian la miró horrorizado. —¡Era una broma! —protestó. Luego se agachó y tomó dos corsés del suelo—. Esto es muy desagradable. ¿A ti te han robado alguna vez? —Varias veces. De hecho, el robo durante fiestas se ha vuelto una epidemia. Mi habitación fue saqueada el año pasado en casa de los Foakes, y se llevaron un par de pesas. —¿Y dejaron tu ropa… todo tirado como aquí? Sebastian miró la delicada onda de algodón y cinta que Gina tenía en la mano y rápidamente miró hacia otro lado. —Estaban buscando tus joyas. Es muy común esconder objetos preciosos entre la ropa interior. Voy a decírselo a lady Troubridge. Probablemente querrá hacer algunas preguntas a los sirvientes. —Y

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desapareció. Gina miró a su alrededor. Los papeles de Bicksfiddle estaban por todos lados. Recogió una media de seda del suelo pero no encontraba la pareja. Finalmente se sentó en el colchón desnudo para esperar a Annie, mirando al suelo más que a su alrededor, a sus pertenencias arrugadas. —¡Qué barbaridad! ¿Qué ha pasado aquí? Cam estaba parado en el umbral de la puerta, fuerte y masculino, indignado. Al verlo, Gina se echó a llorar. —Creo que han entrado a robar. Cam entró a toda prisa y fue hacia ella. La levantó con delicadeza y la sentó en su regazo. Demasiado sorprendida para protestar, Gina recostó la cabeza en el pecho de él y lo oyó maldecir. Finalmente se calmó. —¿Se han llevado alguna cosa? Ella negó con la cabeza y alzó los corsés que tenía en la mano. —¡Mira! —Desgraciados —gruñó. A Gina le empezó a temblar la barbilla. —No creo que quiera volver a ponérmelos. —¡Desgraciados! —gruñó—. Los mataría. Gina dejó que un par de lágrimas mojaran su chaqueta negra. Cam le frotó el brazo de arriba abajo de una manera consoladora y le dio un pañuelo blanco. Lady Troubridge llegó ante la puerta. —¡Ay Dios, ay Dios! —chilló—. ¡Odio a los ladrones, los odio! ¿Estás bien, querida? Gina supo que debería bajarse de las rodillas de su marido. Pero los brazos de él eran grandes y la sujetaban con fuerza. No podía moverse. —Su señoría está, por supuesto, preocupada —dijo Cam. Se levantó —. La acompañaré a la biblioteca mientras ordenan la habitación. —Una excelente idea —dijo lady Troubridge, con un brillo especulativo en los ojos. Salió de la habitación sin decir palabra. Afuera, en el corredor, Gina empezó a luchar: —Déjame en el suelo, Cam. ¡No me quiero caer! —¡No te caerás! —Soy demasiado grande para que bajes las escaleras llevándome en brazos. Debes bajarme. Por favor, bájame. —No. Me gusta llevarte en brazos. —Y le dio un apretón. —¡Cam! —Mmm —dijo—. Me encanta llevarte en brazos. Puedo tocar lugares de tu cuerpo que jamás estarían a mi alcance si fueras andando a mi lado. —La miró con un divertido brillo. —¡Cam! —Casi se muere del susto. —Pareces un conejo asustado. —¡No es verdad! —Con ojos rojos y todo —asintió. Continuó caminando. —Por favor, ¿puedes dejarme en el suelo? —suplicó Gina—. Esto es vergonzoso.

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—¿Quién está avergonzada? —Inclinó la mano hacia delante y respiró con fuerza. Habían llegado al descansillo donde dijo—: Tienes razón. —Y la soltó. Gina lo miró. ¿Acaso estaba decepcionada? No, qué va…, se dijo. —Tienes razón —repitió Cam, mirándola a los ojos. Gina vio un destello sugestivo en esa mirada. Duró sólo medio segundo, pero fue suficiente. Cam puso los brazos sobre ella y deslizó las manos por su espalda y la deliciosa curva de su trasero. —Lo he hecho por tu bien —dijo—. Tenía que hacerte olvidar tu pérdida. —¿Qué pérdida? —dijo Gina. —¡Qué rápido olvidas! ¿Recuerdas esos corsés? Estaba imaginándome qué aspecto tendrías sin ellos debajo de tu vestido… Sólo tu dulce piel bajo la fina tela. —Ay… Él le quitó las palabras de la boca con sus labios. —Ay, sin corsé serías… —Perdió el hilo de lo que estaba diciendo porque los labios de ella estaban tibios sobre los de él. Y luego hizo algo con lo que había soñado toda la noche: puso una mano sobre el seno de Gina, y aunque hubiera tres o cuatro capas de ropa, ella arqueó la espalda hacia su mano y abrió la boca. Él apenas la oía gemir. —Te estoy imaginando sin corsé —dijo con satisfacción, mirando a su esposa. Ella lo estaba mirando, con la boca abierta y los ojos distraídos. La besó otra vez. —No podemos hacer el amor aquí —le susurró al oído. Le preocupaba que alguien subiera las escaleras y los sorprendiera allí, así que la apartó de sí con delicadeza y le estiró el vestido—. ¡Ya está! Ni se nota. —¿De qué hablas? Pero, antes de que Cam pudiera contestar, dijo: —¡Vaya! Eres mejor doncella que Annie. Él se rió. Mientras bajaban las escaleras, a Cam le entraron unas irresistibles ganas de despeinarla. Ella era una duquesa maravillosa, con su modo orgulloso de andar y la manera calmada de hablar. —Si estuviera casado contigo… —dijo. —Lo estás —dijo ella. —Tú sabes a qué me refiero. Algún día cuando esté casado de verdad y viva en Girton, llevaré a mi esposa al bosque azul. Habían llegado al pasillo. Cam se ajustó la chaqueta. Necesitaba parar esa conversación o acabaría haciendo el ridículo. Miró a Gina y decidió rápidamente salir afuera a tomar el aire. De repente, a ella le dio la impresión de que estaba preocupado. —¿No recuerdas el bosque azul? —le dijo al oído. —¡Claro que recuerdo el bosque! Me abandonaste allí a medianoche. ¿Cómo podría olvidarlo? —Se me había olvidado —rió Cam—. Stephen y yo nos escapamos, ¿no?

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—Primero me dijiste que había vampiros en el bosque —dijo Gina indignada. —Teníamos que llevarte al lugar del mundo al que pertenecías. Además, te rescatamos cinco minutos después, ¿no? —Bah —dijo Gina, y abrió la puerta de la sala de estar. La recibió el ruido de tanta conversación que sonaba como un panal de abejas. Era evidente que todos habían sido informados del percance que había sufrido la duquesa. Cam hizo una inclinación y se fue. La compañía masculina de los establos le parecía más agradable que lo que estaba allí reunido. Su esposa lo estaba volviendo loco. Se dijo que era lógico, llevaba mucho tiempo sin una mujer, eso era todo. Y desde que Gina era la única mujer en el mundo con quien no se podía acostar, dado que el acto terminaría con el proceso de anulación, parecía que lo atraía aún más. Eso lo explicaba todo. Caminó hacia los establos. A medianoche se le había ocurrido que la clave para la anulación era la virginidad. Pero no tenía por qué perder la virginidad… Si su esposa quería experimentar con él antes de saltar a la cama de su rígido marqués, ¿quién era él para quejarse? Deambuló por el establo pensando en varias preguntas que tenía que hacerle a lady Troubridge. Por ejemplo, ¿había un bosque azul en esa propiedad?

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Capítulo 19 Una conversación sobre pesca a la orilla del río.

Neville era tan crítico que Carola deseaba que hubiera elegido a Esme para cortejarla en lugar de a ella. No habían llegado al río, porque él continuaba ajustando detalles de su vestuario y dándole más y más instrucciones sobre cómo ser más coqueta. —Neville —gritó finalmente, exasperada—. ¡Te aseguro que Tuppy no se fijará en mi ropa, no se fijaría en mí aunque fuera vestida con un saco! —No te subestimes —dijo él, echándole una última mirada crítica—. No. Esa prenda debe irse. —Y con un movimiento rápido le retiró el pañuelo que su doncella había tardado media hora en ponerle. Carola se agarró a él inútilmente. —¡Este vestido tiene un escote muy bajo sin este pañuelo! ¡No pueden verme así! —Claro que pueden. Ahora estás a la moda —dijo satisfecho. Ella miró con horror sus senos inflados. —Ya piensa que soy gorda, ¡Neville! ¿No entiendes que debo tapar toda esta piel? ¡Ahora pensará que he aumentado al menos dos tallas! —¿Cuándo te casaste con el pobre hombre? —Hace cuatro años. ¿Por qué lo preguntas? —Creo que tu pecho ha crecido en ese tiempo. Ciertamente, ahora estás más redondita que cuando te conocí. Carola entornó los ojos. —La talla de mi ropa es información privada. —¿Aunque te prometa que nunca desearé tu pecho grande y seductor? Nunca me permito desear cosas imposibles. Pero pienso que es muy probable que tu pobre y enamorado marido sí. —¿Enamorado? ¡En absoluto! —Enamorado —respondió él—. Lo vi observándote, después de que le dieras aquella magnífica bofetada. Estaba azul, como uno de esos peces que tanto ama. Si aún tenía alguna esperanza de que llegaras a ser mía la di por perdida en ese momento. Carola rozó su brazo con el de él y sonrió. —Oh, Neville, eres el mejor amigo que una mujer podría tener. —No me sonrías de esa forma o cambiaré de opinión —dijo él. Ella le apretó el brazo. Estaban casi llegando a la desembocadura del río cuando él se detuvo. Ella lo empujó hacia delante. —¡Ahí está! —Un momento, Carola. Ella lo miró.

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—Necesitas pensar en mí. Ella asintió. —Lo hago. —No, pensar en mí en serio. —Le levantó la cabeza con su mano fuerte. Ella lo miró con sus inocentes ojos color café—. Maldición, cómo envidio a ese pescador —murmuró Neville. Luego arremetió contra su boca rosada. Ella lo apartó de un empujón. —¡Tú!, ¡tú! —balbuceó—. ¡No debes comportarte de esta manera salvaje, Neville Charlton! —La próxima vez que alguien te haga esto dale una buena patada — le aconsejó—. Ahora, acuérdate de mirarme a mí, Carola, no al pescador. —¡No es un pescador! —dijo Carola, sonrojándose aún más. —¡Buenas tardes! —dijo Neville. Dos hombres viejos estaban sentados al lado de Tuppy, pescando tranquilamente. Los hombres se pusieron de pie al verlos. Carola tuvo la precaución de no mirar a su esposo, pero sí notó que la única silla disponible estaba a su lado. Comenzó a moverse en esa dirección, cuando Neville le cortó el paso. Él se sentó y la miró provocadoramente. —Siéntese sobre mi regazo, señora —dijo con una malicia inconfundible. Los ojos de Carola se abrieron. Jamás en su vida se había sentado en el regazo de un hombre. Pero allí estaba Neville, invitándola a hacerlo. Los dos ancianos estaban nuevamente hablando de truchas sin prestarles atención. Ella caminó hacia él, y delicadamente se sentó en el final de sus rodillas. Él hizo un ademán de poner las manos alrededor de su cintura y mostrarle cómo manejar la caña que el pescador le había entregado. —Relájate, pequeña idiota —le susurró al oído. —¡Estoy relajada! —dijo ella, indignada. Neville puso su mano sobre la de ella y le enseñó cómo debía sujetar la caña. —He enviado a un sirviente para que busque una silla —resonó una voz a su derecha. Carola finalmente miró a Tuppy. Lo que vio en sus ojos la dejó espantada. La miraba con desdén. De hecho, Carola entendió con horror que él estaba pensando que era demasiado regordeta para sentarse en el regazo de un hombre. Probablemente había pedido la silla para salvar a Neville de su peso. Sin darle importancia, rió suavemente y miró a Neville. —Estoy muy cómoda, señor. A menos que vea usted algún problema… Neville tenía una mirada lasciva, pensó ella. Era realmente asombroso cómo su dulce rostro podía transformarse de esa manera. Él volvió a poner su mano sobre la de ella. —Jamás podría soñar con algo más delicioso que tú sobre mis piernas —dijo con sentimiento. Carola le lanzó a Tuppy una mirada. Él estaba atento a su labor, con la caña entre las manos. Seguramente había escuchado el comentario de Neville.

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—Jamás podría negarte nada que desearas —dijo ella claramente, recordando sonreír inmediatamente a su compañero de pesca. —Vas muy bien —le susurró Neville en su oreja izquierda. Le echó un vistazo al esposo de Carola. Tuppy los estaba observando. Entonces Neville miró con admiración la ropa de Carola. Sí que tenía senos seductores, maldición. Se movió para acomodarse. Todo lo hacía en nombre de la amistad, por supuesto. —Recuéstate sobre mí —le susurró a Carola. Obviamente, eso dejó sus senos a la altura de su nariz. Se arriesgó a mirar nuevamente a Tuppy. A menos que él estuviera muy equivocado, el hombre estaba planeando una masacre. Y él, Neville, sería el primero en morir. Justo en ese momento, los dos ancianos se levantaron y se dirigieron a la casa. Neville sacudió un poco el hilo de pesca, sólo lo suficiente para que el gancho saliera del agua, salpicando cuando volvió a introducirlo en el agua nuevamente. —¡Diablos! —gritó—. ¡Me ha caído agua en los pantalones! Debo cambiarme inmediatamente. Nada mancha más que el agua de río. —¿Agua de río? —dijo Carola sorprendida—. No veo nada. —Se agachó para mirarle los pantalones. Neville sonrió para sí mismo. Después de resolver el pequeño problema de Carola, podría ofrecer sus servicios como rompehogares. —Te aseguro que he sentido una gota de agua de río. Y, naturalmente, no puedo dejar que me vean con la ropa sucia. —Se puso de pie, empujándola gentilmente hacia el respaldo de la silla y entregándole la caña de pescar. —Volveré en un parpadeo —anunció. Y añadió, con una mirada maliciosa—: Y entonces te acompañaré a tu casa. Estoy seguro de que esta excursión ha sido agotadora. Quizá necesites descansar, lady Perwinkle. Sin esperar una respuesta, se dirigió rápidamente a la casa. Tenía un hambre atroz. Probablemente a causa de las miradas que había dirigido a esos pechos celestiales que jamás tendría. Un simple panecillo sería suficiente. Quizá tres o cuatro. Deja que los tórtolos se embelesen por una hora. Carola se recostó con cautela en la silla y levantó su caña de pescar. Mantuvo la mirada fija en el río y no en Tuppy, haciendo ímprobos esfuerzos por no respirar, para que su pecho no subiera y bajara demasiado y así no pareciera más grande de lo que ya era. Oyó un ruidito a su lado y se volvió para mirar a Tuppy. —¿Has dicho algo? —preguntó. Él se quedó mirándola con los ojos entornados. —Aún eres mi esposa, aunque parezca que lo has olvidado. —Estoy al tanto de mi estatus marital —dijo ella, tratando de contener el aire en su estómago para que su pecho no llamara la atención de él. —¿Entonces por qué actúas como una prostituta? —preguntó él enojado. Carola se olvidó de su pecho. —¡No soy una prostituta!

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—Pues ciertamente actúas como una de ellas. ¡Jamás podría negarte nada que desearas! —E hizo un sonido de burla. A menos que ella estuviera muy equivocada, el plan de Esme estaba dando frutos. —¡Oh, pero no podría negarle nada a Neville! —dijo, mirando de reojo a Tuppy—. Hemos sido muy amigos durante este último año. —Eso es evidente. —Miró su caña de pescar. Era el momento de cambiar el tema. —¿Estás usando una carnada? —preguntó ella, sacudiendo el hilo de pesca con la esperanza de atrapar algo. Sería estupendo que pescara algo frente a Tuppy. —Un pez muy pequeñito —dijo él. —¿Hecho con pelo de ciervo? —Madera —dijo él, echándole una mirada insondable. Carola casi tembló ante su mirada indiferente, pero lo superó. —Yo prefiero una carnada de pelo de ciervo. Flinker dice que son las más útiles. —Flinker es un idiota. Hubo un momento de silencio, roto solamente por la canción suave de un pescador en la orilla opuesta. —¿Qué diablos sabes tú de Flinker? —preguntó él. —Resulta que he asistido a alguna de sus conferencias —dijo. En realidad había asistido a las conferencias con la esperanza de que Tuppy fuera—. Y después leí su libro. Me pareció muy interesante hasta que empezó a describir cómo sacar las vísceras del pobre pescado —se estremeció—. Eso me pareció muy desagradable. —¿Y desde cuándo te interesa la pesca? Carola estaba empezando a perder el valor. ¿Era peor perder a su esposo para siempre o humillarse al dejarle saber que se había metido a escondidas en la biblioteca de lady Troubridge la noche anterior, y se había llevado no uno, sino dos libros de pesca de truchas? Tragó saliva y mintió. —Neville me enseñó. Ahora la pesca se ha convertido en mi deporte favorito en todo el mundo, gracias a él. Es un pescador muy hábil — anunció—. Puedes darte cuenta de ello por su excelente forma de agarrar la caña. —Ah, sí —dijo Tuppy fríamente—. Nosotros los pescadores no soportamos que el agua del río nos salpique el pantalón. No sabes cuántos pantalones he tirado a la basura porque me ha caído una gotita. Es vox pópuli que la mancha de agua de río no se quita. Carola se sentó más derecha. —Neville es un buen pescador —dijo con la nariz levantada—. Se fabrica sus propias carnadas. —¡Yo también! —replicó instantáneamente Tuppy—. Es lo que cualquier pescador competente hace. —No es sólo un pescador competente —respondió—. ¡Sostiene la caña con mucho estilo! —Eso era algo de lo que Flinker había hablado en su lectura; sostener la caña con estilo. Pero Tuppy no parecía considerar eso como una cualidad necesaria para ser pescador. —Confío en que sabe lo que dice, madame —dijo con tono frío.

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—¡Claro que lo sé! —¿Cómo se atrevía a cuestionar su conocimiento sobre pesca después de que se hubiera pasado la noche leyendo?—. ¡Neville sujeta la caña mucho mejor que tú! —No sabía que nos estabas comparando. —Se levantó y arrojó su caña al suelo. Su cara se había puesto completamente pálida. Carola se puso de pie también, sujetando firmemente su caña de pescar. —Pero, Tuppy… —¿Ahora soy Tuppy, no? ¿Qué pasó con lord Perwinkle? —Caminó hacia ella, con los ojos echando chispas—. ¿Y por qué no me informaste de que estaba en un concurso de pesca? Carola parpadeó. —No es un concurso. —¡Pescar trucha en un estanque! —se burló Tuppy—. ¡Y tú, madame, pareces ser el estanque en cuestión! —Sus ojos bajaron hasta su pecho. Carola bajó la mirada. Había olvidado tomar pequeñas inhalaciones, y sus senos se veían monstruosamente hinchados desde ese ángulo. Sus ojos estaban ardiendo. —Creo que esto aún es mío —dijo él con tanta violencia en su voz que ella tembló. Luego, dio un paso adelante y la envolvió con sus brazos. Carola sintió un instante de humillación cuando sintió sus senos oprimidos contra el pecho de él. Pero entonces su boca estaba sobre la de ella, y era tan dulce… que se derritió… Y subió los brazos para abrazarle el cuello. Y actuó como si besar, en lugar de pescar, fuera su deporte favorito en el mundo. Se sentía mareada con el olor y el sabor de Tuppy. Hasta que él la apartó y miró abajo con una mirada oscura. El pecho de Carola se movió con esfuerzo mientras ella intentaba recobrar el aliento, y sus ojos se quedaron allí por un instante. Se sintió desesperadamente avergonzada y echó de menos su pañuelo. Estaba muy claro que él pensaba que sus pechos eran demasiado grandes. Su boca estaba tan apretada que tenía una pequeña línea blanca alrededor. —Veo que aún no he perdido el concurso. Ella se quedó desconcertada, e intentó pensar en qué decir. Él esperó. —No —dijo al final, vacilante. Cambió la expresión de sus ojos. —Debo admitir, milady, que lo di por perdido hace tiempo. —No necesariamente —susurró ella, bajando las pestañas. Un dedo tocó su mejilla, suavemente. —Entonces tendré que sostener mi caña con más estilo —dijo él—. Tal como dice Flinker que se debe hacer. Carola se armó de valor y levantó la cabeza. Se podía ver que sus mejillas carmesí estaban ardiendo. Pero se negó a lanzarse estrepitosamente en sus brazos como una trucha moribunda. —También dice que a los peces hay que cortejarlos. Había una pequeña curva en su sonrisa. —Debe de haber pasado mucho tiempo desde que leí ese libro. Confieso que no recuerdo esa parte. —Abarca todo un capítulo —dijo Carola—. Otro pescador está siempre atento para robarte tu pez.

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—Ah —dijo Tuppy—. He estado equivocado, madame. Decididamente, tendré que considerar mi ciencia más de cerca. Carola se sentía mucho mejor. Respiró profundamente y no se tomó la molestia de ver si sus senos habían roto su corpiño y estaban libres. —Esta excursión de pesca me ha cansado mucho —dijo ella—. Tomaré un descanso. No tienes que acompañarme. Echó a andar hacia la casa. Podía sentir sus ojos en su espalda, así que se dio la vuelta después de unos cuantos pasos. Él estaba de pie allí, con sus rizos color café enredados, tan dulce, tan guapo que todo lo que ella podía hacer era no correr cuesta abajo y saltar a sus brazos. Él estiró su mano, y Carola hizo un ademán de despedida. —Te veré esta noche —le dijo él. Se puso un poco pálida. —En la cena —concluyó. —Sí —dijo ella—. ¿No es algo milagroso? Lady Troubridge me ha dicho esta mañana que había cambiado a Neville para que se sentara a mi izquierda. Mis dos pescadores favoritos —hizo una pausa—, uno a cada lado. ¡Qué cena tan encantadora! Él la miró con estupor. Carola le dijo adiós con la mano y regresó a la casa.

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Capítulo 20 En el que surgen las preguntas de camas maritales y recámaras.

Gina no volvió a ver a Cam hasta la tarde. Lady Troubridge había arreglado un recital de piano para algunas de las jóvenes invitadas. La señorita Margarita Deventosh estaba tocando cuando Cam se sentó al lado de Gina. —¿Has visto la Afrodita? —preguntó. Ella frunció el ceño. —Shhh. —Esa chica tiene hoy más granos en la cara que hace tres días — susurró Cam. Gina sonrió. —Quédate quieta. —Al otro lado, Sebastian se ponía más rígido. —¿Has visto la Afrodita desde que saquearon tu habitación? — preguntó, ahora en voz más baja. Esta vez Gina puso atención a lo que dijo. Negó con la cabeza. —Pero estoy segura de que está ahí —susurró—. ¿Quién la querría? —Yo, entre muchos. Para que lo sepas, señorita, esa escultura fue esculpida por el mismo Cellini. —No tengo idea quién es Cellini, pero mi estatua está pegada. Anoche me di cuenta. Se pueden ver las líneas donde la pegaron. —¿La pegaron? Sebastian le dio un golpecito en el brazo. Gina le frunció el ceño y volvió a prestar atención a la música. Margarita estaba llegando a una tumultuosa conclusión con un fuerte golpeteo en los pedales. —Dios, ¿quién le enseñó a tocar? —gruñó Cam en el oído de Gina. No se sentía cohibido por las miradas de desaprobación de la gente. Margarita terminó la canción con un fuerte énfasis en el pedal. —¡Gracias a Dios! —Cam arrastró a Gina—. Debemos ir a ver si está la Afrodita. —¿Qué? Sebastian estaba mirando a Cam con un gesto de furia, pero él no le prestó atención. —Tenemos que asegurarnos de que no la han robado. Gina se despidió de Sebastian con la mano. —Tu habitación es la única que ha visitado ese peculiar ladrón, aunque hubiera sido mucho más lógico que robara a una señora mayor. Todo el mundo sabe que las damas de edad duermen con el dinero debajo del colchón. Sólo con mirarte, cualquiera podría darse cuenta de que tienes las joyas bajo llave.

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—¿Qué quieres decir con sólo con mirarte? —exigió Gina. Él resopló. —¿Alguna vez has dejado una cadena de esmeraldas por ahí mientras dormías? —Bueno, no, pero… —¿Alguna vez te has metido en la cama sin lavarte la cara y echarte cremas y Dios sabe qué otros cosméticos? —Yo no me echo cosméticos para dormir. —¿Alguna vez te has deslizado en las sábanas desnuda? ¿Has salido sin lavarte los dientes? ¿Has bailado en el patio descalza? —Muchas de tus fantasías parecen involucrar desnudez y suciedad — contestó, muy digna. Él se rió y empezó a subir las escaleras. —Entonces ven, duquesa. —Suelo levantarme muy temprano. La semana pasada fui al conservatorio a las tres de la mañana. —¿A ver la lluvia de meteoritos que os llevó al señor Wapping y a ti a mantener una supuesta relación pasional fuera del matrimonio? —Sí —dijo—. No cayeron estrellas, aunque el almanaque anunciaba que caerían. Gina se detuvo de pronto y se apoyó en la pared para recobrar el aliento. —¡Dios Santo, Cam! No puedo imaginar por qué tenemos que ir tan deprisa. Estoy segura de que lady Troubridge y sus invitados se estarán preguntando qué rayos te pasa. —Oh, yo estoy seguro de que saben precisamente lo que me pasa. —Nadie sabe que tengo la Afrodita excepto Esme y tú —señaló—. Tú no se lo has dicho a nadie, ¿verdad? —Eso no era lo que quería decir. —Ah —dijo ella, sintiéndose tonta. —Ven —dijo, y le cogió la mano. —¿Alguna vez te pones guantes? —Nunca. No me gusta tener tela entre mí y el mundo. Las mujeres siempre los lleváis, ¿no os resulta molesto? Gina miró sus guantes grises. —No, aunque sí me molestan cuando tienen demasiados botones. Tengo dedos de mantequilla y no puedo quitarme el de la mano derecha sin una criada. Comer con guantes es bastante complicado. Estaban ante la puerta de Gina. La habitación estaba impecable, como si nada hubiera ocurrido, gracias al oficio de las criadas de lady Troubridge. —¿Dónde está? —exigió Cam. —¿La Afrodita? En la caja. Cam cruzó la habitación y abrió la caja. El pedazo de satén rojo ya no arropaba una mujer desnuda. —Ay, Dios —dijo Gina—. La han robado. —Entonces recordó algo—. No, yo la metí aquí debajo anoche. —Se agachó y sacó la figura de debajo de la tapicería de la silla. —¿Dejaste una estatua de tanto valor debajo de una silla? —dijo Cam. —Yo no sabía que tenía tanto valor. —Los dedos de Gina taparon a la

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mujer desnuda instintivamente. —¿Puedo sostenerla por un momento? —No me interesa su valor —dijo Gina—. Puedes ver por ti mismo que no la han robado. —Sí, pero estoy seguro de que su objetivo era robarla. Como he dicho, tu habitación fue la única donde buscaron. En general, los ladrones entran en varias habitaciones cuando roban en una casa. El ladrón tenía que estar buscando la Afrodita. Excepto que nunca se le ocurrió que tú, que nunca dejarías un collar de esmeraldas en la mesilla de noche, hubieras dejado la estatua debajo de una silla. —No la dejé. Y creo que tu versión es muy improbable. En primer lugar, ¿cómo podía saber el ladrón que soy dueña de la estatua? —Tal vez la estatua y la carta de chantaje están vinculadas. —Eso es aún más improbable. ¿Por qué mi madre me iba a dar una estatua invaluable? Nunca se molestó en contestar mis cartas. ¿Por qué me dejaría algo de tanto valor? —Miró a la Afrodita. —La condesa fue una tonta por no contestar tus cartas —dijo rotundamente. Le picaron los ojos pero Gina se mordió el labio. Se negaba a ser una llorona frente a su marido. —No las contestó, pero supongo que sí las leería —dijo Cam—. Puede que te dejara la estatua para expresarte su agradecimiento. —¡Eso es absurdo! Si hubiera estado agradecida, se habría molestado en mojar una pluma de tinta y decirlo ella misma. —Tal vez… ¿Puedo ver la estatua? Al principio, Cam no dijo nada. Miró la cara de la Afrodita mucho tiempo, y luego la examinó una y otra vez, sus dedos suavizaban las curvas. Fue hacia la ventana y examinó la figura a la luz del sol. Finalmente, Gina lo acompañó en la ventana. —¿Es invaluable? —No creo —admitió Cam—. No reconozco las iniciales del artista: F. F. —Le mostró dónde estaban marcadas en la base—. Aunque está muy bien hecha. ¿Ves el brazo que casi le esconde los ojos? ¿Y la manera en que el pelo le cae por la espalda? Es muy difícil moldear el alabastro con tanto detalle. —Yo sabía que no tenía valor —dijo Gina. —Está extrañamente hecha, como has visto. Parece que la hubieran esculpido con dos trozos de piedra distintos. De hecho, nunca había visto un acabado tan bueno. No hay ninguna muestra de la unión. Gina la volvió a coger. —Me gusta la cara. —A mí me gusta el cuerpo. —Parece avergonzada. No creo que a Afrodita le guste estar desnuda. —Creo que se está escapando de la cama de Vulcano. Acaba de ser descubierta por su marido y está mirando por última vez a su amante. Afrodita casi siempre es esculpida saliendo de las olas o escapando de la habitación de Vulcano. Aquí el artista está pensando en la segunda situación porque ella está mirando hacia atrás, sobre su hombro. —Eso es maravilloso. —Había amargura en su voz—. Mi madre me mandó la estatua de una mujer desnuda, descubierta en un momento de

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adulterio. La mano grande de Cam cogió la de ella y empujó la estatua hacia la luz del sol que entraba por la ventana. —Tu madre te regaló un objeto de gran belleza. Quedaron mirándose por un momento. Brillos del sol jugaban sobre el mármol y hacían brillar el alabastro rosado como si la sangre danzara bajo la superficie de la piel de Afrodita. —Piensas que está mirando hacia atrás porque extraña a su amante. Pero yo creo que está triste porque ha traicionado a su marido. Una sonrisa irónica le iluminó la cara. —Ésta es mi pequeña duquesa moralista. ¡Por Dios santo, mujer, desenrosca los dedos! —Le tomó la mano—. Tócala. Tiene unas hermosas caderas. Es un pecado cubrirlas. —¿Has hecho tú Afroditas como ésta? —preguntó Gina. Cam negó con la cabeza. —Marissa tiene una figura mucho más exuberante aquí. —Señaló los senos—. Y aquí. —Tocó los muslos de la figura. Gina apretó los labios. —Tal vez podrías hacerme una Afrodita —señaló—. Así tendría una estatua de cada una de las personas que… —se contuvo. —¿Qué qué? —Que están relacionadas conmigo —dijo. —No era eso lo que querías decir —observó Cam. Ella se encogió de hombros. —Tengo una madre y un marido ausentes. Resulta raro que ambos decidan mandarme estatuas desnudas. ¿Te acuerdas del Cupido desnudo que me mandaste cuando cumplí veintiún años? Si me mandas una Afrodita saliendo de las olas, tendré una pareja. —A tu futuro marido le encantará. —Cam arrastró las palabras—. Tu habitación parecerá un burdel. —Nuestra habitación —lo corrigió. Luego se ruborizó—. No decía «nuestra» por ti y por mí, estaba pensando en Sebastian. —Se volvió, fingiendo que no tenía las mejillas ardiendo—. ¿No crees que ya deberíamos volver al recital? —¿Quieres decir que el marqués y tú vais a compartir la habitación? —Ciertamente. Y preferiría que tú no añadieras epitafios insultantes al nombre de mi prometido. ¿Vienes? —No podemos dejar la Afrodita. El ladrón podría regresar. Creo que deberías meterla en la caja fuerte de lady Troubridge junto a tus esmeraldas. —No quiero que ella sepa que la tengo. En cualquier caso, supongo que el ladrón pensará que no la tengo y no volverá. Cam frunció el ceño. —Puedes ponerla otra vez debajo de la silla, si quieres. No había ningún otro lugar donde esconder la pieza, así que Cam se agachó y metió la estatua debajo de la silla, dentro de la tela de la tapicería. Caminó silenciosamente por el pasillo. Cuando hablaba lo hacía en un tono de curiosidad casual. —¿Cuándo habéis decidido Bonnington y tú que dormiríais en la

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misma habitación? Conscientemente, Gina vació toda la irritación de su voz. —Me temo que ése no es asunto tuyo. —Será un arreglo inusual. Lo sabes, ¿verdad? —Claro que soy consciente de ello. —La mayoría de las parejas duermen en habitaciones separadas, si no en casas separadas. —Había algo en su tono que no le gustaba a Gina —. Y luego, una vez al mes o algo así, el marido golpea cortésmente la puerta de su esposa y le pide la satisfacción de las funciones maritales. Después de todo, uno debe producir un heredero, sin importar que la tarea resulte desagradable. —Sebastian y yo tendremos un tipo de matrimonio distinto —gritó Gina empezando a bajar las escaleras—. Ésta es una conversación muy indecorosa. Él le tomó la muñeca. —¿Qué te hace pensar que tu matrimonio será diferente? —¡Porque Sebastian y yo estamos enamorados, idiota! Y bien, ¿ya ha terminado el interrogatorio? —No, quiero saber cómo lograste que el rígido marqués accediera a compartir una habitación contigo. Le pega más hacerlo una vez al mes… con su esposa, claro. Con su amante ya sería distinto… —¡Él no tendrá una amante! —¿No? Bueno, tú sabes más, por supuesto. —Empezó a bajar las escaleras antes que ella. Le dio un golpe en el hombro. —Dado tu comportamiento de anoche, tal vez debería advertirle al marqués que despida a su amante y se ponga en forma antes de que la anulación se lleve a cabo. Gina parpadeó, sin entender lo que él quería decir. —¿Ponerse en forma? Entraron en la gran sala de estar mientras ella seguía dándole vueltas en la cabeza a la última frase de Cam. Sebastian todavía estaba sentado en mitad del salón, pero el puesto de ella había sido ocupado por Esme. Mientras observaba, Sebastian agachó la cabeza y le susurró algo al oído. Esme se estaba riendo. Gina suspiró. Eso siempre ocurría. Justo cuando empezaba a pensar que esos dos se odiaban tanto que nunca volverían a hablarse, se encontraban y hablaban como si fueran los mejores amigos. Hasta la siguiente pelea. En cualquier caso, ella debía volver a trabajar en sus papeles. Había prometido ensayar la obra con Sebastian, pero todavía no había leído los capítulos de Shakespeare que el señor Wapping le había asignado. Tenía muchas cosas que hacer. Silenciosamente, salió de la sala, encontró un lacayo y lo mandó a recoger sus papeles. Luego se retiró a la biblioteca con una bandeja de té. Era muy agradable, sola en la sala silenciosa. Esparció los papeles en la mesa de roble y escribió cartas durante una hora. La luz del sol se posaba en sus hombros desde los grandes ventanales que estaban detrás de ella. Los ácaros bailaban en los rayos del sol, saltaban sobre los papeles, giraban en el aire cuando ella levantaba la pluma y la dejaba sobre la mesa.

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Estaba oscureciendo justo cuando Sebastian entró en la biblioteca. Ella le sonrió. —¿Puedes esperar un momento? Estoy contestando a las preguntas del administrador de las propiedades sobre la crianza de ovejas. —¿Por qué rayos no hace tu marido ese trabajo? —Me gusta hacerlo a mí. Disfruto administrando las propiedades. Me temo que soy una administradora. ¿Podrás soportarlo? Él hizo una inclinación muy galante. —Debo advertirte que tengo la suerte de tener dos excelentes administradores. —¿Ensayamos? —Caminó hacia el sofá. Sebastian la acompañó y abrió su libro de Shakespeare. —Creo que ya he logrado memorizar mi papel —dijo Gina—. Ésta es mi línea favorita: Le agradezco a Dios y a mi sangre fría, soy de tu talante por eso: habría preferido oír a mi perro ladrarle a un cuervo que a un hombre jurar que me ama. —Puedo ver por qué —dijo Sebastian—. Te viene bien. —¿Me viene bien? —repitió Gina. —Tú maravilloso aire de independencia —explicó Sebastian. —Ah. —Yo también he memorizado mi parte —dijo, hojeando las escenas finales—. Sin embargo, lady Rawlings me dijo durante el recital que ella ni siquiera ha empezado a trabajar su papel. Tal vez, ya que tú te sabes el tuyo, debería buscarla. Es tan distraída que no me sorprendería que no se aprendiera el papel si no la dirijo. —Le sonrió—. Nada como mi duquesa. Gina suspiró. —En ese caso, escribiré algunas cartas más. —Tu sentido de la responsabilidad es admirable. Pero necesitas más luz —dijo Sebastian saltando del sofá y tocando la campana. Hizo una inclinación y fue hacia la puerta—. Le diré al lacayo que te traiga muchas velas. Gina se quedó pasmada. Sebastian no podía haber dejado más claro que tenía mejores cosas que hacer que sentarse con su futura esposa. Lentamente, caminó de vuelta hacia la mesa de la biblioteca, se sentó, y sacó otra hoja de papel. Bicksfiddle le había escrito que el puente sobre el arroyo Charlcote estaba a punto de desplomarse. ¿Querría reparar el puente o demolerlo? Gina estaba calculando el costo estimado del proyecto cuando entró Cam. —Ha venido un hombre de la oficina de Rounton que quiere hablar con nosotros —dijo sin saludar, caminando hacia donde Gina estaba sentada—. Puesto que su trabajo se refiere a la anulación, le dije que se encontrara con nosotros aquí. Cam leyó sobre el hombro de Gina: —¿Bicksfiddle quiere derribar el puente sobre el Charlcote? Ella asintió. —Las vigas se están pudriendo. —Qué lástima. Tenía un arco precioso. ¿Éste es el coste estimado para hacer uno nuevo? —Sí.

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—No dice si el puente tendrá la misma altura. —Quizá no —dijo Gina—. Lo mejor será que un arquitecto nos presente un proyecto. Luego ya veremos. Cam acercó una silla. Rasgó un pedazo de papel. —No hace falta un arquitecto. Le mandaré un dibujo yo mismo. Ahora que lo pienso, me gustaría que el puente tuviera un arco así… —Empezó a hacer un boceto con rapidez. Gina observó, fascinada, cómo el puente crecía bajo las manos de Cam. Se elevaba con un hermoso arco. —¿Esas rayitas son las piedras? —le preguntó. Cam asintió. —Si tenemos que tirar el otro puente, creo que debemos hacer el nuevo de piedra. Ésta es una reproducción de un puente de Florencia. Vamos a tener que hacerlo a escala más pequeña, pero bueno… —Cam —interrumpió Gina—. No podemos gastar los fondos en un puente de piedra. ¿Sabes cuánto cuesta? Gastamos casi mil libras reparando el juzgado el año pasado. Él la miró con dureza. —Espero que no hayas reemplazado la estrella del centro con gravilla o alguna abominación. —¡Claro que no! Utilizamos muy buenos materiales y la reparación llevó cuatro meses. No podemos gastar tanto en un puente de piedra este año. Cam estaba terminando el dibujo. —No veo por qué no. Recuerdo haber mirado las cifras que Bicksfiddle me dio. ¿No rentaron las tierras cerca de once mil libras el año pasado? —Eso fue hace dos años —dijo—. El año pasado fue incluso mejor. Sacamos catorce mil libras en rentas y propiedades solamente. —El orgullo tiñó la voz de Gina. Él le sonrió. —¡Buen trabajo, Gina! —Miró otra vez el dibujo—. Invirtamos algunas de esas libras en un puente nuevo. —No podemos. Ya di todo el dinero que no se necesitaba para la casa de Londres y para construir alcantarillado en la villa. —¿Catorce mil libras en alcantarillado? Imposible. —Me temo que tu padre no le prestó ninguna atención a la villa. Todas las cabañas estaban en un terrible estado cuando murió. —Querido padre —señaló Cam. Tomó la pluma y empezó a garabatear en el dibujo. —Durante estos años he logrado reconstruir la mayoría de las cabañas, o al menos repararlas hasta un estado digno. Y ahora lo más importante es construir la red de alcantarillado. Ella le dio un golpecito. —¿Sabías que los habitantes de la villa estaban tirando la basura al río? ¡Y el río fluye directamente por la casa Girton y cerca de nuestro pozo! El año pasado descubrimos que todas las truchas se estaban muriendo. —¿Por los horribles hábitos de los habitantes? —preguntó Cam. El puente se estaba volviendo cada vez más un adorno. —No exactamente. Lo peor era la mina, vertían los desechos al río y

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los peces estaban muriendo —explicó—. El señor Rounton consiguió que los mineros interrumpieran los vertidos. Cuando el río estuvo descontaminado, volvimos a echar truchas, pero murieron. De todos modos, Bicksfiddle me ha dicho que todavía hay peces vivos en el lago Charlcote, así que tal vez sea asunto de… Él la besó. Ella detuvo el aliento y parpadeó. —¿Sabes que te pones muy guapa cuando hablas de truchas? —No. —Pues sí —dijo—. ¿Qué piensas? —empujó el papel para que pudiera ver. —Oh —dijo Gina con desgana—. Es precioso, por supuesto. Pero… —¿Ves?, hay una estatua de Neptuno aquí. —Señaló con la pluma—. Y éstas son dos ninfas. Y otras dos allí. —¿Están vestidas? —preguntó y estrechó los ojos. —Por supuesto —dijo—. Tú conoces a las ninfas. Nunca llevan corsé y guantes… —Sonrió. Gina se mordió el labio. —¿Quieres convertir el viejo puente de madera sobre el río en un puente de piedra con ninfas desnudas? ¿Supongo que el Neptuno también está desnudo? Cam miró hacia delante a su propio dibujo. —Mira. —La pluma rasgó el pergamino por un segundo—. Ahora tiene un artístico parche de algas en la cintura. —¡Claro que no! —gritó Gina. Era malvado, malvado, burlándose de ella de esa manera. —Tú no lo entiendes —dijo—. Girton es una bella propiedad, construida en… —Construida en 1570. Lo sé, Gina. Unas cuantas estatuas desnudas animarán la villa. Era un lugar muy aburrido, por lo que recuerdo. ¿Todavía está en pie ese espantoso jardín? —¡Sí! —gritó Gina—. Y no quiero que cambie nada. Tu madre lo diseñó antes de morir y quedó como un monumento en homenaje a ella. —Como si le hubiese importado —dijo Cam. —¡Sí le habría importado! —¿Cómo lo sabes? —Porque ella pasaba mucho tiempo paseando por ese jardín. Tu padre casi no la dejaba salir de la casa. —Yo era muy joven para darme cuenta. —Había sacado otro pedazo de papel y estaba haciendo un boceto. —Estoy segura de que ella nunca habría permitido que las cabañas se cayeran. Cam frunció el ceño. —Tú nunca conociste a mi madre. Diablos, yo apenas conocí a mi madre. ¿Por qué toda esta pasión por el jardín? Gina se detuvo. —Cuando tú te fuiste, yo no… yo estaba muy sola, así que… Cam puso la pluma en la mesa. —¿Qué quieres decir con que estabas sola? ¿Dónde estaba tu madre? —Ella volvió a casa y me dejó allí —dijo Gina—. El duque dijo que

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tenía que empezar mis labores inmediatamente, y tú sabes cómo solían discutir él y tu madre. Yo le supliqué que la dejara visitarme con más frecuencia, pero se negó. —Maldición —dijo Cam—. Pero tenías una institutriz, ¿no? Pegwell o Pegworthy, ¿no? Gina asintió. —La señora Pegwell era una mujer muy buena. Duró mucho tiempo como empleada de tu padre, cuatro años, creo. Por entonces yo tenía quince años, la edad apropiada para dejar de tener una institutriz. —Me siento como un canalla. —Tu padre era difícil. —No difícil: un desgraciado. Debería haberte llevado conmigo. Nunca pensé que tu madre te dejaría a merced de Girton. —Yo estaba bien. ¿Qué son estos bloques? —Señaló el puente. —Se llaman contrafuertes —explicó Cam—. Podemos poner figuras aquí y aquí. —No puedes decorar Girton con gente desnuda —dijo Gina—. No lo permitiré, Cam. —Pues eso es lo que estoy planeando. Venus desnudas en las fachadas. Sombrereros desnudos en cada habitación. Cupidos desnudos en el comedor. Gina arrugó la nariz. —Imposible. Los habitantes se horrorizarían. —No por Neptuno y sus ninfas —dijo Cam, inclinándose hasta tocarle el hombro a Gina—. Cómo te sentirías si yo cambiara… Pero Gina no estaba escuchando. ¿Por qué temblaba cada vez que él la tocaba? Todo el cuerpo le temblaba sólo por estar a su lado… Entonces Cam habló y rompió el encantamiento: —Si cambiamos estos arcos, Gina… La voz de Cam se fue apagando. Ella tragó saliva. Los ojos de Cam estaban iluminados con una diversión profunda y pecadora. Se inclinó hacia ella. —Era un dibujo de Neptuno, ¿verdad? Antes de que le pusiera las algas, claro. —No sé de qué estás hablando —dijo. Estaban muy cerca… Así que él la sentó en su regazo. —Estoy hablando de ti —dijo, trazando la forma del labio inferior de Gina con el dedo—. De ti y de la forma en que me miras. —¡Yo no te miro! —gritó, mortificada. Apartó las manos de él. —Igual que yo te miro a ti. ¿Quieres saber cómo? Ella negó con la cabeza. Debía bajarse de las rodillas de Cam. Pero no quería. —Claro que no quiero —añadió. —Cuando te miro me imagino que has tirado esos corsés esta mañana. Eso significaría que debajo de ese vestido de algodón que llevas puesto no hay nada más que curvas cremosas y piel suave. —Estaba adornando sus palabras con besos—. Adorables senos, Gina, maldita sea si no tienes los senos más hermosos de Inglaterra. —Y sus manos seguían a

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sus palabras. Pero paró de hablar porque su esposa le había cogido del pelo y murmuraba algo sospechoso como «Cállate»; claro que la duquesa nunca habría sido tan grosera. En cualquier caso, hizo bien en callarse porque así pudo oír los ruiditos que ella emitía y que lo volvían loco. Y cuando descubrió que había hecho lo que él sospechaba y había tirado los corsés, se sintió exultante. Siguió acariciándola, loco de deseo, fascinado por los ruiditos que ella emitía con cada una de sus caricias. Claro que, si no hubiera estado tan ocupado en disfrutar de esos gemiditos, habría oído que alguien abría la puerta de la biblioteca. Y si hubiera oído abrirse la puerta de la biblioteca, él y su esposa no habrían sido descubiertos besándose por uno de los notarios que trabajaban en la anulación de su matrimonio. Es decir, no los habrían pillado mirándose como si estuvieran consumando su amor vestidos.

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Capítulo 21 Un abogado escandalizado.

—Olvide lo que ha visto —le aconsejó Cam al abogado. El mayordomo de lady Troubridge había abandonado la escena. Parecía una antorcha. Rojo como un tomate, sin saber qué decir ni cómo reaccionar. —Regresaré en un… un momento más conveniente. Gina quería que se la tragara la tierra, como castigo o, al menos, caer muerta al suelo. Pero su corazón, desobediente, continuó latiendo con pulso firme. Cam, sin embargo, estaba tan tranquilo. —Disculpe, señor —dijo, haciendo una inclinación—. Pero he olvidado por completo su nombre. Debe de ser la excitación del momento. —Mi nombre es Finkbottle —dijo el abogado—. Soy el aprendiz del señor Rounton. Tuvimos el placer de conocernos la semana pasada en La Sonrisa de la Reina. —Bueno, señor Finkbottle —dijo Cam—. ¿Puedo tener el placer de presentarle a mi esposa? Gina hizo una extraña reverencia. Las rodillas aún le temblaban. —Discúlpeme, no estaba avisada de su llegada —dijo ella. Sus palabras sonaron como si lo estuviera culpando, algo que una verdadera duquesa jamás haría. Insistió en sus disculpas para no dar una mala impresión—. Por favor, discúlpenos. —¿Quieren que regrese en otro momento? —No, no. Me imagino que ha venido a hablar sobre… nuestra anulación. Por favor, tome asiento. —El señor Rounton quería que le informara de que su plan de quedarse sólo una semana en Inglaterra no es aconsejable. —¿Pero por qué están tardando tanto en darnos la anulación? La duquesa quiere casarse por segunda vez inmediatamente. Y yo necesito regresar a Grecia —dijo Cam. —El señor Rounton está, por supuesto, al tanto de que usted necesita seguir con los asuntos que dejó pendientes en Grecia —murmuró Phineas Finkbottle. No era bueno para adornar la verdad. Los papeles de la anulación del matrimonio del duque y la duquesa estaban haciendo un hoyo en su pecho mientras hablaban. Pero la orden del señor Rounton había sido clara: retrasarlo todo lo posible—. Estoy esperando un comunicado del señor Rounton que no tardará en llegar. Me hospedo en la aldea más cercana y estaré… —Oh, no —dijo Gina—. Lady Troubridge estaría encantada de tenerlo aquí. No nos gustaría que se hospedara ni un minuto más en una aburrida

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posada por nuestra culpa. Insisto —dijo, poniéndose de pie—. Hablaré con lady Troubridge ahora mismo, señor Finkbottle. Atravesó la habitación sin cruzar la mirada con ninguno de los dos caballeros, y salió a un paso que ella pensaba que era digno, en lugar de un trote indecoroso. —¿Dónde estudió? —preguntó Cam—. ¿En Lincoln? —Por desgracia no —respondió el señor Finkbottle, pero parecía no querer continuar con la conversación. —¿Sergeant? —En el continente. Estudié en el continente. —Ah —exclamó Cam. Miró el pelo rojo de Finkbottle, especulando. —¿Por casualidad es francés? —Entre mis antepasados hay franceses, sí. —¿Y trabaja con Rounton hace mucho tiempo? —No, no mucho —respondió Finkbottle muy cortésmente. Cam lo vio partir con el ceño fruncido. Había algo en ese hombre que no encajaba con su atuendo de abogado. Había algo extraño en la manera en que se movía, como si estuviera a punto de tropezarse con sus propios pies. Esme no estaba particularmente feliz de que la hubieran sentado junto a su esposo a la hora de la cena. Lady Troubridge le pidió disculpas al explicar que estaba teniendo serios problemas para acomodar a sus invitados. —Lo bueno de usted y lord Rawlings —le confió a Esme—, es que son asombrosamente civilizados. Por eso los he sentado juntos. —No tengo ningún problema en sentarme junto a Miles. Después de todo, es mi esposo. —Es usted muy amable —dijo lady Troubridge, dándole palmaditas en el brazo—. Pero no quiero que se encuentre incómoda. —Por favor, no se preocupe por mí —le aseguró Esme. Entonces, se encontró codo a codo con su esposo. —Buenas tardes —le dijo, aceptando una toalla caliente que le alcanzaba uno de los sirvientes—. ¿Cómo estás? Él le sonrió. No se podía decir que Miles fuera guapo o particularmente dotado, pero tenía un aspecto muy agradable. No hubo señales de vacilación en su rostro cuando vio junto a quién lo habían sentado. —Me encuentro muy bien —respondió—. Ahora mejor, por verte a ti, querida. De hecho, quería preguntarte lo que piensas sobre lo que debemos hacer con la iglesia local. El vicario me ha escrito que el campanario se está cayendo a pedazos. —Ay, querido —dijo Esme—. Creo que el año pasado le dimos ochocientas libras para reconstruir la pared del cementerio. —¿Tanto? Sabía que era una suma sustancial, pero no podía recordarla con exactitud. ¿Deberíamos arreglar el campanario, entonces? —Yo creo que sí. Sería una pena que el campanario desapareciera — recalcó Esme. Era un ejemplo de la bondad innata de Miles que se hubiera tomado

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la molestia de preguntarle su opinión. De hecho, era todo un detalle que siguiera casado con ella. Cualquier otro ya le habría pedido el divorcio. —¿Te encuentras bien, Esme? —preguntó—. Tú siempre estás animada, pero hoy pareces decaída. —Oh, estoy bien. No te preocupes. En realidad, Miles tenía los ojos más bondadosos que ella jamás hubiese visto. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Él le tomo la mano por debajo de la mesa. —Puede que no haya sido el mejor de los esposos, pero te tengo mucho cariño. ¿Hay algo que pueda hacer por ti? —Tengo una pregunta —dijo ella. Aunque sabía cómo abordar el tema, no sabía cómo continuar; hacer una pregunta tan delicada allí, rodeados de gente… Pero con una mirada rápida pudo darse cuenta de que nadie les estaba prestando atención. Después de todo, no hay nada menos interesante que una pareja de casados manteniendo una conversación civilizada. —Estoy para servirte —le aseguró, dándole golpecitos en la mano. Ella bajó la voz hasta susurrar. —¿Todavía quieres tener un heredero, Miles? Los ojos de Miles se abrieron ampliamente y comenzó a balbucear. —Pero… tú… tú… tú estabas… —Lo sé, dije muchas cosas. Pero era muy joven cuando nos casamos, Miles. Ahora, tengo diez años más y soy más consciente de mis responsabilidades. —¿Estás segura, querida? Cuando lo miró y vio su cara y su cuerpo regordetes se dijo que no estaba nada segura. ¿Pero cuántas veces serían necesarias? Seguramente no harían falta más que dos o tres encuentros incómodos y luego ella tendría un hijo. Ella estrechó su mano debajo de la mesa. —Quisiera reparar el daño que te hice con mis payasadas hace mucho tiempo, Miles. No tengo derecho a negarte un heredero. Sus mejillas se sonrojaron un poco. —A decir verdad, querida, ése ha sido mi deseo más profundo. Durante estos últimos años he sentido con amargura la ausencia de un hijo. Excepto que —dijo, mordiéndose los labios—… Tendré que discutir este asunto con lady Childe. Ella se estremeció. —¿Es necesario? —Un hijo cambiaría mucho nuestras vidas. Tú y yo tendríamos que vivir juntos, por ejemplo. Tendría que dejar mi casa de Porter Square. —¿No podemos seguir viviendo como ahora? —Oh, no —dijo Miles—. Tendré que vivir en la casa y dar un buen ejemplo. Ambos tendremos que ser más discretos. No estaría bien para la criatura. Esme no era de esas personas que dejaban pasar el absurdo, y claramente podía verlo en esa conversación. —Tal vez si conservamos la casa de Porter Square, tú podrías… mmm… visitar a lady Childe allí. Así podrías vivir en casa sin renunciar a ella.

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—Sería una situación delicada. Lady Childe es una mujer increíble. De hecho, ella ha cambiado mi vida. Nunca llego tarde, nunca, a ningún lado. ¿Por qué? ¡Di un discurso en el Parlamento el año pasado! Ella lo escribió, por supuesto. Tendré que mencionarle el tema con mucha delicadeza — dijo, y sin pensarlo comenzó a apretar la mano de Esme tan fuerte, que le hizo daño. —Estoy segura de que lady Childe lo entenderá —dijo Esme—. Ella también tiene hijos y debe saber lo importante que esto es para ti. —Aunque me abandone, eso no será nada comparado con la felicidad de formar una familia —dijo Miles. —Dios mío —dijo Esme, mirando a su esposo más de cerca—. No tenía idea de lo mucho que te gustaba la idea de tener hijos. —Cuando nos casamos me daba igual —admitió—. Pero ahora que estoy envejeciendo, querida, cada vez lo deseo más. De repente, la besó en la mejilla. —Esto significa mucho para mí. Esme sonrió, consciente de que su vida había cambiado. Ya no sería una mujer casada escandalosa, estaba a punto de ser un ama de casa, incluso sería una matrona. Viviría con su esposo y sería un buen ejemplo para la juventud. —¿Dentro de dos días? —preguntó Miles. Por un momento, Esme no tenía idea de lo que su esposo estaba hablando. —Así tendré tiempo de discutir el asunto con lady Childe. Finalmente, entendió el significado de sus palabras. Aparentemente, la vida doméstica comenzaría cuando lady Childe hubiera dado su aprobación. —Eres una buena persona, Miles —dijo ella—. Es increíble que seas tan sincero con lady Childe. Miles se puso rojo y murmuró algo. Esme dejó que sus ojos vagaran por la larga mesa. Sebastian estaba sentado al lado de su prometida, por supuesto. Ella reía deleitada. Y Sebastian… por un momento, ella se dio el lujo de mirarlo. Estaba doblando la cabeza para escuchar algo de lo que Gina estaba diciendo. Su pelo brilló a la luz del candelabro. Su corazón latió con fuerza. Suspiró y volvió su mirada hacia Miles, que la contemplaba con ojos angustiados. —Lo siento mucho, querida —dijo silenciosamente. Odiaba el hecho de que Miles no sólo fuera extraordinariamente amable, sino que también fuera perceptivo. Muy perceptivo, para ser un hombre. Ella logró sonreírle débilmente. —Eres una buena mujer —le dijo él—. Y no creas que no lo sé. Le hizo sonreír con ese comentario. —Dudo que alguien en esta mesa esté de acuerdo contigo. —Entonces es que todos están equivocados —dijo, sonriéndole otra vez y dándose la vuelta hacia su abandonada compañera de la derecha. Esme se volvió hacia Bernie. Pero ni siquiera el hombro de Bernie

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tenía algún atractivo. —¿Qué tal ha estado la cacería hoy? —preguntó, formando con los labios una sonrisa. Mientras le oía hablar sobre la desaparición de tres gansos, una gallina y dos conejos, Esme intentaba imaginarse en la cama junto a Miles. Era imposible. Era literalmente imposible de imaginar. Hacía diez años que estaban casados y sólo durmieron juntos la primera semana… ¿Qué había hecho? ¿Por qué había sido tan impulsiva? Sabía por qué. Quería tener un bebé más de lo que quería seguir siendo la escandalosa Esme Rawlings. Quería un bebé a quien mimar, acunar, abrazar y besar. Estaba cansada de brazos musculosos y miradas seductoras. La verdad era que cambiaría todo eso por una cabeza dulcemente suave. Pensándolo bien, le sonrió a Bernie de tal manea que el joven olvidó su recién descubierta creencia de que lady Rawlings tan sólo estaba jugando con él. —¡Lo digo! —dijo él, presionándole la mano. Esme se estremeció. Esa mano había acabado de ser aplastada por su esposo. —¿Podré tener el primer baile de esta noche? Una imagen fugaz de la última vez en la que ella y Miles habían bailado juntos cruzó por su cabeza. Él había luchado para mantenerse a flote en la pista de baile, como un pez a punto de morir. Ella sacudió la cabeza para dejar a un lado el evidente paralelo. —Estaré encantada de bailar con usted. También el segundo baile, si usted quiere. Bernie brilló. Últimamente había tenido la idea de que lady Rawlings era mucha mujer para él; obviamente, se había equivocado.

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Capítulo 22 Lady Helena, la condesa Godwin, escapa de una experiencia desagradable en la ciudad.

Carola Perwinkle estaba fuera de sí, con una combinación de nerviosismo y alegría. —Creo que el plan está funcionando. Creo que… él me besó. —Se detuvo por un momento—. ¿No es eso grandioso, Esme? ¿No es simplemente fabuloso? Esme pretendía estar muy ocupada ajustándose algo para no darse la vuelta. Estaban en el baño de señoras. Tenía el pelo recogido de nuevo, a la griega, y su toca se tambaleaba lamentablemente hacia los lados. —Sí lo es, querida —dijo, tratando de inyectarle un poco de calidez a su voz—. Me alegro de que Tuppy esté viendo la luz por fin. —Tal vez me bese de nuevo durante la velada —dijo Carola, alisando el frente de su vestido de baile de crepé—. No me iba a poner esto porque tiene mucho escote, pero luego me he acordado de que… La interrumpió la puerta que se abría. Esme se volvió, y una sonrisa genuina se dibujó en su rostro. —Helena, cariño, ¡es un placer verte! No tenía la menor idea de que planeabas visitarnos. La condesa Godwin era rubia y tenía el pelo liso y recogido en un arreglo complicado en la cabeza. Era alta y esbelta, con mejillas tan prominentes que daba la impresión de ser poco saludable, de lo delgada que parecía. —¡Buenas tardes, Esme! ¡Qué placer verte, Carola! Carola se apresuró a ir hacia ella como un gatito, confundiendo las palabras. Helena se sentó relajada en una silla, riéndose de la exuberancia de Carola. —A ver si lo entiendo —dijo—. Has decidido que quieres volver con tu esposo, por quién sabe qué razón, y nuestra Esme te ha dado tan buenos consejos que el pobre hombre está fuera de sí, repleto de lujuria, después de salir de pesca. Espero que la lluvia no sea un pronóstico para mañana. Sería un amortiguador en este capullo de relación. —La lluvia hace que los peces salgan a la superficie —dijo Carola, sonriendo—. Soy una experta. —Qué buena imagen —respondió Helena—. Tuppy y tú temblando en la orilla del río mientras intercambiáis miradas calientes bajo la lluvia. Sólo el pensamiento hace que sienta alegría de no ser pescador. Carola se rió con ganas. —Ay, Helena. Una no puede imaginarte pescando. ¡Eres muy elegante

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para eso! —Gracias al cielo —respondió ella, volviéndose hacia Esme—. Bueno, ¿y cómo está nuestra rompecorazones? ¿Es Dudley tan atractivo como lo describías en tu carta? —No Dudley, Bernie. Y sí, es delicioso. Pero, de hecho, para seguir con las referencias acuáticas, estoy a punto de lanzarlo al mar. Carola estaba arreglándose el peinado en ese momento. Interrumpió su tarea y miró a Esme con curiosidad. —¿En serio? Pero yo pensaba que —sonrió con picardía—… todavía no estabas cansada de él. Esme frunció la nariz. —Ya estoy cansada de niñatos. —Se encogió de hombros—. Tomaré prestada una de las páginas de tu libro, Carola: recuperaré a mi esposo. Carola se quedó sin aliento. —¡Miles! ¡Quieres recuperar a Miles! —Es mi único esposo, hasta la fecha. Helena no dijo nada. Pero entrecerró los ojos. —Quiero tener un bebé, y Miles es el hombre que puede hacer que mi sueño sea una realidad. No tenía sentido tratar de adornar la verdad, al menos no ante sus amigas. Carola se dejó caer en una silla, con un toque de desilusión en la cara. A Esme casi le da un ataque de risa. —Os habéis quedado como si os hubiera invitado a un funeral. —¿No extrañarás a Bernie? —preguntó Carola. —En absoluto —contestó Esme, negando con la cabeza. —Es todo un sacrificio —dijo Helena, mirándola. —Quiero terriblemente tener un bebé —respondió Esme—. El sentimiento es tan fuerte que no me importa Bernie, ni sus músculos o los músculos de cualquier otro hombre. Tan sólo quiero un bebé. Helena afirmó con la cabeza. —Entiendo lo que quieres decir. —¡Yo no! —dijo Carola—. No creo que Esme se deba reconciliar con Miles; quiero decir, ¡es Miles! Está muy gordo. Y está completamente amarrado a lady Childe. —Ya no lo está —dijo Esme, con un poco de dicha en los ojos. —¿La ha dejado por ti? —exclamó Carola. —No hay necesidad de usar ese tono de sorpresa —dijo Helena, riendo—. Miles tiene suerte de poder acercarse cinco metros a su esposa, y él lo sabe. —Miles es un hombre bueno —dijo Esme—. Un hombre bondadoso. Ama verdaderamente a lady Childe. Pero quiere un heredero. —Bueno, la verdad es que nunca he visto que no consigas al hombre que quieres, Esme —dijo Carola—. Sólo que no puedo imaginarte al lado de Miles. ¡Dios mío! No puede ni compararse con Bernie… Esme recogió el abanico del tocador y lo agitó frente a su cara. —No tengo la menor idea de lo que hay en la cabeza de Bernie; pero, sea lo que sea, no me importa. —Vaya… eso es increíble… Yo, a punto de reconciliarme con Tuppy, al menos eso espero, Gina a punto de casarse con el marqués…

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—Tal vez —la interrumpió Esme. Helena levantó una ceja, pero Carola continuó la conversación. —Y tú a punto de tener un hijo con Miles. ¿Pensáis vivir juntos? —Sí. Él cree que es lo mejor para el bebé. Y yo estoy de acuerdo con él —dijo Esme, sorprendida. —Qué extraño —exclamó Carola—. Tres de nosotras estaremos viviendo con nuestros esposos. Ya no seremos el grupo más escandaloso de Londres. —Tendré que ser yo quien mantenga viva nuestra llama —agregó Helena. Carola sonrió abiertamente. —¡Ay, Helena! Eres la antítesis del escándalo. —No lo soy —dijo con fingida indignación—. Después de todo, no vivo con mi esposo y como no puedo estar a su lado porque no lo soporto no voy a acompañaros en vuestras felices aventuras maritales. Esme sonrió irónicamente. —Piensas que estoy haciendo un pacto con el diablo, ¿verdad? —No, no lo creo —dijo Helena—. Me encantaría tener un hijo, y si mi esposo fuera la mitad de respetable y bondadoso que el tuyo le exigiría mis derechos maritales. Pero como están las cosas… —¿Cómo es que has venido? —preguntó Esme, cuidándose de no mirar a su amiga, viendo el perezoso movimiento del abanico—. Pensaba que estabas decidida a permanecer en Londres este mes. Hubo una pausa. —Él anoche asistió a la ópera —dijo Helena—. Con una mujercita colgada de su brazo. Carola hizo un sonido de rechazo. —Ese disipado, degenerado… —… libertino —se unió Esme. —Yo iba a decir tramposo —dijo Carola, dignamente. —Puedes decir perro —añadió Esme. —O ruin —dijo Helena. —¡Lord Godwin es un cerdo! No puedo creer que haya llevado a esa ramera a la ópera. ¡No me digas que fueron al palco! Helena se sentó muy rígida, con los dientes apretados. —¡Sí entraron! —¡Oh, Dios mío! —gritó Carola. Esme dejó de mover el abanico. —Ruin es muy poco para él. —Yo estaba sentada con el alcalde Kersting —dijo Helena—. Fue una situación muy embarazosa. —Debió de ser horrible —dijo Carola, presionándole la mano a Helena. —No la describiría como horrible, pero sí difícil. Esme puso mala cara. —¡Déjalo ya, Helena! ¿Difícil? ¡A mí me suena a espantoso! Una sonrisa se dibujó en los labios de Helena. —El alcalde Kersting estaba ahí para apoyarme. Esme gruñó. —Y supongo que esa vieja vara hizo poco. No entiendo por qué te gusta salir con él.

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—Sabe lo que quiere —respondió Helena—. Y no le interesa ir más allá. —¡Debo negarme rotundamente! —dijo Esme—. Por qué todos creen que… Y cortó la frase. —¿Creen qué? —preguntó Carola—. Nunca he oído que el alcalde Kersting estuviera enamorado de ninguna mujer en particular. —No lo está —dijo Esme—. Esa es la cuestión. Él prefiere la compañía masculina. —¡Oh! —dijo Carola, asombrada, abriendo unos ojos como platos. —Es un encanto de hombre —dijo Helena, con un poco de agudeza en su tono. —No digo que no lo sea —recalcó Esme—. Kersting me gusta. —A su manera —continuó Helena—, el alcalde Kersting me ayudó mucho. Él habló… se puso a hablar con ella hasta que el teatro se quedó vacío. Luego nos fuimos, por supuesto. Esme abrió nuevamente el abanico. —No entiendo por qué tu esposo disfruta tanto atormentándote. —Dice que quiere presentársela a todo el mundo. Dice que ella también tiene voz. —¡Estoy segura de que sí! —dijo Esme, con un tono de disgusto—. Una voz que… —He llegado a la conclusión de que no hay que culparla por la situación. Tengo la sospecha de que tiene tan sólo catorce o quince años. Me dio la impresión de que era una adolescente. —¡Catorce! ¡Tu esposo es repugnante! —chilló Carola. Esme la reprimió con la mirada. —Eso lo sabemos todos desde que se llevó a su joven ramera a vivir a su casa. —Yo diría que es anterior… porque antes de llevarse a la joven ramera como tú dices, una vez invitó a tres miembros femeninos de un grupo de cantantes rusas a vivir con él —dijo Helena, pensativa—. Fue un mal momento para la mansión de sus antepasados, eso dijeron los sirvientes. Se despidieron todos a la vez y se encargaron de contarle a todo Londres el porqué. Eso fue antes de que debutaras, Carola. Esme asintió. —Sí, lo recuerdo. Las chicas estaban bailando desnudas sobre la mesa del comedor cuando el mayordomo entró. Fue después de que abandonaras la casa, ¿no es cierto? —Sí, tal vez se sentía solo —dijo Helena, con un poco de ironía. —¡Pero no por mucho tiempo! —anotó Esme. —¡No puedo creer que os parezca divertido! —dijo Carola—. El esposo de Helena es un degenerado, repugnante… —Te estás volviendo repetitiva —dijo Esme. —¡No es un asunto para risas! Aquí está la pobre Helena, viviendo en la casa de su madre mientras que su esposo convierte su casa en un burdel. —Tú también vives en la casa de tu madre —señaló Helena—. Y, por fortuna, adoro a mi madre. —Pero Tuppy no ha convertido nuestra casa en un burdel. —Háblame de Tuppy —pidió Helena—. ¿Cómo es que has decidido

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volver con él? Carola comenzó entonces un incongruente discurso sobre bailes, truchas y mechones marrones. —Tal vez debamos concentrarnos en el salón de baile —sugirió Helena, sonriendo—. Da la impresión de que Tuppy te echa de menos cuando no estás. Esme arregló a Carola para llamar la atención. —No debes permitir que tus sentimientos sean tan evidentes. Está bien que los confieses ante nosotras, pero no debes, ¡no puedes!, con ningún gesto o parpadeo, permitir que Tuppy sepa que lo prefieres a Neville. —Bueno —dijo Carola—, tal vez podría… —No —dijo Esme—. No puedes. Te lo pongo así: debes asegurarte de que el pez está en la orilla antes de retirar el anzuelo. —Lo sé —dijo Carola, suspirando.

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Capítulo 23 Un desafío descarado y una mandíbula lesionada.

El salón de baile estaba escasamente poblado, puesto que sólo los invitados de la casa estaban presentes. Una pequeña orquesta tocaba el vals en una de las esquinas. Neville y Carola pronto estaban bailoteando por la pista, con Neville columpiándola en círculos con su elegancia usual. —¡Caramba! —dijo Esme, mirando a su alrededor—. No hay hombres esta noche. Aunque a mí eso ya me da igual. Helena no era una persona expresiva, pero le dio a su amiga un beso fugaz en la mejilla. —Daría lo que fuera por cambiar de lugar contigo. —¿En serio? ¡No me imaginaba que quisieras un hijo! —No tenía sentido mencionar el tema. Mi esposo y yo jamás nos reconciliaremos. —Y tú no eres el tipo de mujer que tendría un hijo ilegítimo. —Lo he considerado. —¡Helena! Ésta realmente ha sido una noche llena de sorpresas. —Pero rechacé la idea rápidamente. —Helena continuó, con una sonrisa efímera—. Primero, no tengo ningún interés en los cuerpos musculosos como el de tu Bernie. ¿Así que, quién sería el padre? —¿Por qué no le pides el divorcio a Rees? Ambos tenéis tanto dinero que seguramente sería posible. —También he pensado en eso —respondió Helena—. Pero ¿con quién me casaría? No soy como tú, Esme, con miles de bellezas marchitándose a tus pies. Soy una persona aburrida, y lo único que me gusta es la música. Hace años que ningún hombre se ha acercado a mí con interés. —¡Tonterías! Eres una mujer muy hermosa y cuando encuentres a la persona indicada caerá a tus pies. No querrías casarte con ninguno de los tontos con los que yo coqueteo. —No me importaría casarme con tu Miles —admitió Helena. —¡Eso es absurdo! —No, no lo es. He llegado a valorar la bondad por encima de todas las cosas. —Es un regordete. Helena se encogió de hombros. —Yo soy muy delgada. —Se está quedando calvo. —Tengo pelo de sobra para ambos. —Está enamorado de su amante. —Una gran ventaja. Así nunca te molestará pidiéndote muestras de cariño que no estás dispuesta a darle.

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Esme miró a su amiga con curiosidad. —Pobre amiga mía —dijo, tomándola del brazo—. Debes de estar loca para considerar un destino tan horroroso. Déjame los hombre regordetes y calvos a mí. Te encontraremos un hombre esbelto, al que le guste la música y que sea bueno y familiar. Helena sonrió. —Mientras tanto, te presentaré a Bernie —dijo Esme, al verlo caminar hacia ella—. Por desgracia, no tiene ninguna de las cualidades que tanto respetas. Momentos más tarde, Esme estaba bailando con su esposo. Miles no era un buen bailarín: tendía a rebotar en las puntas de los pies y a limpiarse repetidamente la cara con un pañuelo. Pero sonreía tan feliz y era tan amable con ella que fue una experiencia muy agradable. Era considerado. Nunca fruncía el ceño. De hecho, Esme no podía recordar haberlo visto de mal humor alguna vez. —¿Por qué nos separamos, Miles? —preguntó, impulsivamente. Él se sorprendió. —Me pediste que me fuera, querida. Esme suspiró. —Yo era una pequeña y horrible bestia, y de verdad lo lamento. —No lo eras —respondió él—. Yo era aburrido, te pedía demasiado. —No pedías más de lo que una esposa debe darle a su marido —dijo Esme. —Pero normalmente las esposas conocen a sus maridos —recalcó él —. Tu padre fue muy exigente contigo. Te obligó a casarte con un hombre al que apenas conocías. Al menos, debió haber esperado hasta que nos conociéramos. Esme se encogió de hombros. —Así son las cosas. —No deberían ser así. —Había algo en su voz que hizo que Esme lo mirara, sorprendida—. Me siento como si te hubiera comprado; te vi bailando y tenía que tenerte, me presenté ante tu padre a la mañana siguiente y… —Sí —dijo Esme, con cansancio—. Lo recuerdo. Ella recordaba la cita para bajar a la biblioteca, para conocer a un barón rubio y regordete que acababa de pedir su mano en matrimonio. Como su padre había dado el consentimiento, no había otra respuesta diferente al sí, por lo tanto tuvo que darla. —No estuvo bien. El baile se acabó y caminaron hacia las sillas que se encontraban en uno de los lados de la habitación. —Debería haber hablado antes contigo, haberte cortejado, pero estaba anonadado por tu belleza. Sólo podía pensar en pedir tu mano en matrimonio antes de que cualquier otro lo hiciera. Por esa temporada te llamaban Afrodita. —Lo había olvidado —dijo Esme, pensando en la estatua de Gina. —Entonces, te compré —repitió él—. No debí hacerlo. Me sentí mal desde el momento en el que te vi llorando, antes de la boda. —¿Me viste llorar? Él asintió.

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—Pasé por la iglesia y estabas llorando abrazada a tu madre. Me sentí mezquino. Y desde entonces no he dejado de sentirme así —le dijo, presionándole la mano—. Quiero disculparme antes de que intentemos tener una vida juntos. ¿Me perdonarías, Esme? —Claro que sí. Él se sonrojó. —Si estás de acuerdo, podría ir a visitarte a tu habitación pasado mañana, si tú… si tú… —Eso me encantaría. —¿Estás segura? —Muy, muy segura. Verás —dijo Esme, sonriendo abiertamente—, te he escogido yo, en lugar de mi padre. Y eso hace la diferencia, Miles. Él también sonrió, de forma vacilante. —Entonces, ¿has hablado con lady Childe? —preguntó ella. —Sí —dijo él, poniéndose aún más rojo—. Es muy comprensiva, muy generosa, muy comprensiva… Y dejó arrastrar la voz. Esme lo tomó de la mano. Tenía unas manos finas y suaves, a diferencia de su cuerpo falto de gracia. —Si alguna vez cambias de parecer y quieres que lady Childe esté en tu vida —le dijo con voz clara—, lo entenderé. Él sacudió la cabeza. —Eso también sería mezquino. Ya estoy muy viejo para comportarme como un niño. Mi opinión sobre mí mismo ahora significa mucho para mí. Esme se inclinó hacia él y le dio un beso en la boca. Sus ojos eran azules y extremadamente redondos. —Hay muchas personas que actúan como niños todos los días de su vida. Me siento orgullosa de afirmar que el padre de mis hijos no será uno de ellos. —Gracias, querida… Eh, aquí está tu siguiente compañero de baile, a menos que esté equivocado —dijo, poniéndose de pie y señalando a Bernie Burdett. Esme sofocó una sonrisa. Sólo Miles sería capaz de sonreírle al hombre que, según todos, era su amante. Carola aún bailaba con Neville cuando Tuppy entró en el salón de baile. La joven se estremeció y le dedicó a su acompañante la más sensual de las sonrisas. —Déjame adivinar: Perwinkle ha llegado —dijo Neville. —¿Cómo lo sabes? Él torció los ojos. —Recuérdame que no sea tu pareja si jugamos a las cartas. —¿Crees que Tuppy me sacará a bailar? —¿Alguna vez ha bailado contigo? —Creo que sí. Debimos bailar cuando nos conocimos. Pero él se negó rotundamente a bailar conmigo durante el año que estuvimos casados. Quiero decir —dijo Carola un poco confundida—, durante el primer año de nuestro matrimonio. —En ese caso, espero que no le guste bailar. El hecho de que esa sea tu actividad favorita, puede ser una mala señal. Carola asintió, mirándolo fijamente a los ojos, para evitar mirar a

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Tuppy. —¿Estás segura de que quieres recuperar a tu aburrido esposo? Porque yo bailo muy bien y me encanta. —Gracias, Neville, pero no. —Soy diez veces más guapo. —No te esfuerces. —Es que me parece que no te has fijado en mis múltiples cualidades —se quejó—. Por eso me veo en la obligación de hacértelas notar. ¿Quieres que termine este baile cerca de tu marido para que bailes con él? —Creo que no —dijo Carola, sucumbiendo a un ataque de timidez—. Debes actuar con naturalidad. Moriría de humillación si él llegase a sospechar mis intenciones. —Pero él ya sospecha. ¿No te besó? —Cualquiera habría podido besarme. —Raras veces los hombres besan a las mujeres si ellas no quieren. Por ejemplo, yo jamás te he besado —señaló. —Tal vez deberías hacerlo —dijo ella, con reflejo especulativo en su mirada—. ¿Tuppy está mirando? —Carola, besarnos en la pista de baile es una forma de declarar que estamos comprometidos en una relación extramarital —dijo Neville, objetando—. Arruinaría tu reputación, tal vez irremediablemente. En los labios de Carola se dibujó una mueca de terquedad. —¿Dañaría tu reputación? —le dijo. —No, al contrario. —Entonces, bésame ahora, por favor. Neville desaceleró el paso hasta quedar casi inmóvil y se inclinó, dejando su cara a un centímetro de la de ella. —Cuando te bese, quiero que pienses solamente en mí. —Lo intentaré —contestó ella, con una pequeña sonrisa. Él miró por encima de su hombro. —Creo que hemos logrado lo que nos proponíamos sin necesidad de perjudicar demasiado tu reputación. Tu esposo viene hacia aquí. Ella le sonrió tan dulcemente que parecía una pintura. —¡No me sueltes! —susurró. —Solo lo haré si la violencia es inminente —dijo cortésmente—. Lord Perwinkle, es un placer verlo de nuevo. Cómo estuvo el… Pero cualquiera que fuera el comentario amable que Neville estaba a punto de hacer, fue interrumpido por un choque sólido de un puño contra una mandíbula. Voló hacia atrás, intentando inconscientemente no perder el equilibrio, agarrándose del soporte más cercano: Carola. Y Carola, tan pequeña como era, voló por el aire, incluso más rápido que Neville y aterrizó aún con más fuerza. Él gruñó, ella gritó. La orquesta dejó de tocar y los invitados estiraron el cuello para no perderse nada. Tuppy Perwinkle, hacedor de sus propias cañas de pesca y un hombre resignado a la soltería, se paró frente a sus víctimas tratando de averiguar qué demonios había sucedido. —Carola —gruñó—. Levántate del suelo. Pero ella había aterrizado fuertemente. Peor aún, su dignidad se había dado un golpe mayor. Lo ignoró y se arrodilló junto a Neville.

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—¡Querido! —gritó, llorando—. ¿Estás bien? De pie, a su derecha, el señor Reginald Gerard cerró los ojos con indignación. Las actrices jóvenes sobreactuaban invariablemente y lady Perwinkle no era la excepción. Por otro lado, Neville Charlton mantenía una calma envidiable; podría llegar a ser un buen actor. —¡Ay! —dijo, masajeándose la mandíbula. Carola ignoró la mano que le extendía su esposo y se puso de pie sin ayuda. —¡Debes de estar loco! —dijo, con el puño cerrado. Los presentes asintieron con la cabeza. Estaban de acuerdo con ella. Aunque la provocación había sido notable no se correspondía con el castigo. Todos miraron a Neville, que aún se encontraba en el suelo. Logró ponerse de pie sin prisa y comenzó a arreglarse el cuello de la camisa. Tuppy comenzaba a sentirse como un estúpido. —¿Estás bien? Neville se agarró la mandíbula. —Creo que sobreviviré —dijo, como si se hubiera caído de un árbol—. ¿Te importaría exponerme las razones de este asalto? —dijo, en el mejor tono posible. —No —contestó Tuppy—. No pienso darte explicaciones. A pesar de lo sucedido, cerró el puño otra vez al ver que Carola revoloteaba alrededor de Neville, limpiándole el abrigo. Neville la apartó. —No provoquemos al toro enfurecido. Pero Carola estaba fuera de sí, llena de rabia y humillación. Volvió al lado de Neville y lo tomó del brazo. —¿Cómo te atreves a asaltar de esa manera a mi futuro esposo? —le gritó a Tuppy—. ¡Al hombre que amo más que nada en el mundo! Tuppy palideció. —Preveo un pequeño problema… —Al igual que yo —interrumpió Neville. Pero Carola estaba jadeando de la rabia. —¡Has tenido el atrevimiento de pegarle al hombre que amo! ¡Debes disculparte ahora mismo! Hubo un espantoso momento de silencio. —Está bien, me disculpo —dijo Tuppy, volviéndose a su víctima. Neville aún se encontraba frotándose la mandíbula, intentando aparentar que la cosa no iba con él. Dejó caer la mano y levantó una ceja, inquisitivamente. —Puedes quedarte con ella —dijo Tuppy—. Llévatela. No la quiero. No entiendo por qué he tratado de proteger su reputación. Después de decir eso, giró sobre sus talones y salió de la habitación. Los mirones comenzaron a retirarse en silencio mientras él salía. Helena se acercó y tomó a Carola del brazo. Miró risueña y fijamente a los ojos fascinados de las mujeres que los rodeaban. —Lady Perwinkle debe refrescarse —anunció—. Los hombres son agotadores, ¿verdad? Tanta pasión. ¡Sólo una mujer tan bella y casta como ella podría provocar tanta pasión! Lady Troubridge asintió y todos imitaron a su anfitriona. Helena sacó

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a Carola de la habitación. Gina sintió la presencia de su esposo antes de que él dijera nada. —Buenas noches —le dijo—. ¿Has visto el numerito que ha montado tu amigo Perwinkle? —Ríete de la agonía de la pasión —dijo, levantando el brazo como si estuviera declamando. —¿Qué sabes tú de la agonía de la pasión? —dijo ella, burlándose. —Más de lo que debería. Entonces la miró y se quedó sin respiración. Estaba encantadora. Con la piel blanca y el pelo rojizo parecía una reina. —¿Y cuándo fue la última vez que defendiste la virtud de una mujer? —preguntó. Tenía los ojos del color de un trozo de vidrio pescado en el océano de Grecia y el pelo del color del atardecer. —¿Quieres ir a la biblioteca a retomar lo que dejamos? —dijo él—. Sería una pena no contestar las cartas a Bicksfiddle. Tal vez haya algún asunto urgente que debamos discutir. Su sonrisa se transformó en algo más misterioso y seductor. ¡Diablos! ¿Por qué había dicho eso? A menos que quisiera suscribirse de por vida a supervisar los barcos del arroyo Charlcote, no debía haber… —No, gracias. Él no podía recordar sobre qué hablaba ella. —Prefiero no continuar con los papeleos de la propiedad en la biblioteca. Ya lo haremos mañana. Cam hizo una mueca. La orquesta ya había comenzado a tocar de nuevo. —Bailemos —dijo, tomándola de la mano. —No podemos —protestó Gina—. Es una roulade y lady Troubridge no ha formado aún las parejas. —Es un vals —dijo, lanzándole una moneda al director de la orquesta que brilló tan pronto vio al oro brillar en el aire. El baile se convirtió abruptamente en un vals. —No creo que haya sido una buena idea —dijo Gina, mirando a su esposo—. Deberíamos estar esperando nuestra anulación, no bailando juntos. La gente hablará. Consideró la idea por unos segundos. —Si no bailas conmigo, te besaré aquí, en la pista de baile. —¿Qué? —Por otro lado, si bailas conmigo, no te besaré… de momento. —En sus ojos hubo un destello de luz—. Entonces, es mejor que bailes, porque no creo que a Bonnington le agrade que te bese. Gracias al ejemplo de Tuppy, podría sentirse su hermanito de honor e intentar proteger tu reputación tirándome al suelo. Y yo no soy tan educado como Neville. Bailaba de la misma manera en que hablaba y vivía: en osados y atrevidos destellos y giros seductores. Gina sabía que la gente los miraba. Sintió un hormigueo en los hombros. Se rodeó de calma con un manto frío de terciopelo y desafió a los mirones a hacer algún comentario. Cam sintió el cambio en su cuerpo y miró hacia abajo para encontrarse con que tenía a una Duquesa entre los brazos. Una Duquesa, con D mayúscula. El pequeño cuerpo de Gina estaba tan rígido como una

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tabla. Nadie podría haber interpretado su baile como algo sugestivo; de hecho, su frialdad e indiferencia parecían propias de una esposa decente. Sintió una oleada de aburrimiento extremo. Prefería a su esposa sonrojada y sonriente. —Creo que tu hermano podría ser alguno de los invitados a esta fiesta —dijo. —¿Por qué demonios piensas eso? —Porque sí. —Un razonamiento extremadamente pobre. Si mi hermano estuviera aquí en la fiesta, se habría identificado. —¿Ah, sí? ¿Qué habría dicho? —Había un poco de desprecio en la voz de Cam—. ¿Cómo está, duquesa? Soy su hermano ilegítimo. —¿Por qué no? —¿Y si fue tu hermano quien envió la carta de chantaje? Perdone — dijo, por encima de su hombro, al tropezar con otra pareja. —Creo que no debemos hablar de este asunto en público —susurró. Había perdido la compostura. Un mechón de pelo se le había salido del complicado arreglo de su cabeza y estaba rebotando contra su cuello. Cam pensó en besar ese cuello, y una oleada de lujuria blanca lo inundó. —Vayamos a la biblioteca y discutamos ese asunto libremente —dijo, con suavidad. —No sé qué es lo que crees que estás haciendo —susurró Gina, descubriendo que la sonrisa de su esposo tenía la habilidad de hacer que su sangre se calentara—. Estamos en medio de una anulación. Vamos a anular nuestro matrimonio. Nuestro matrimonio se está acabando. Nuestro matrimonio está… —Estoy de acuerdo —la interrumpió. —¿Entonces por qué estás cortejándome? Cuando Gina estaba aún indecisa, se convirtió en una duquesa extraordinaria. Su pregunta había sonado como una proclamación real. Sus ojos nunca habían sido tan dominantes y su tono tan extremadamente exigente. Él no quería más que hacerle olvidar esa compostura y hacer que volviera a ser de nuevo la niña impulsiva y escandalosa que alguna vez abandonó. —No te estoy cortejando —dijo él, con deliberada condescendencia—. Te estoy seduciendo, Gina. Existe una diferencia entre las dos cosas. Hubo una pequeña pausa. La música se acabó. —La seducción sería una tontería, dado que quieres deshacerte de mí —dijo, en tono pensativo. Entonces vio los ojos interesados de lady Troubridge clavados en ella. —¿Acaso estás diciendo que ya no quieres deshacerte de mí? Ni siquiera tenemos un matrimonio real, por Dios Santo. —Fuiste tú la que me pidió la anulación. Me gusta tenerte cerca; bueno, me gusta leer tus cartas. —No me quieres como esposa —recalcó, ruborizándose un poco—. Escasamente como corresponsal. El seducirme no hará que me anime a escribirte cartas. No quieres que sea tu esposa, Cam. —Sólo porque no soy de ese tipo, de los que tienen esposa —replicó

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él—. Creo que el hecho pertinente aquí es que tú no me quieres como tu esposo. Yo sería feliz si siguiéramos como estábamos. De hecho, con algunas modificaciones… —¿De qué estás hablando? —De nuestro matrimonio —explicó. Luego se preguntó qué demonios estaba diciendo. Entonces, como todos los hombres, se arrepintió—. Siento que nuestro matrimonio no es muy convencional. —No te vayas por las ramas. ¿De qué modificaciones hablas? Por tu forma de expresarte, parece que quieres que cancelemos la anulación. Cam sintió que la sangre se drenaba de su cabeza. ¿Realmente había dicho eso? Seguro que no. Sus ojos se ahogaron en los hombros y el cuello cremosos y delicados de su esposa. Sí, había dicho eso. —Bueno, di algo —demandó Gina, con la voz tan afilada como una de las heroínas de Shakespeare. —Está bien… —dijo él, tratando de suavizar el tono de su voz—. Si cambias de opinión y decides no casarte con tu marqués de hielo, estaré feliz de seguir casado contigo. Nadie puede quejarse del trabajo que has hecho en Girton. Sus mejillas se marcaron con parches de carmín. —¿De verdad? ¡Qué bien! Seguiría siendo la esposa invisible que no da problemas y que, además, realiza un buen trabajo como administradora de las propiedades. Qué espléndido. Debería dejar plantado a un hombre que me ama y que quiere que tenga sus hijos con él, por un hombre que admira mis cartas y mis habilidades administrativas. —Tan sólo era una sugerencia —dijo Cam, sintiendo un baño de alivio. Su sentimiento debió de ser visible en su cara. —Quiero saber a qué te refieres cuando hablas de modificaciones. — Gina tenía los ojos entrecerrados. Cuando él no contestó, ella le dio un punzante toque en las costillas. —¡Cam! Él tenía esa apariencia divertida y somnolienta que la ponía tan nerviosa. —Las modificaciones se refieren a los asuntos de la cama — respondió, sin fijarse en si alguien estaba escuchando—. Si permanecemos casados, creo que deberíamos compartir el lecho… al menos mientras yo esté en Inglaterra, ¿no crees? —¡Aún mejor! —dijo ella con un chillido, tratando de ignorar la pequeña voz de su cabeza que parecía encantada con la idea de compartir la cama con Cam—. Alcanzo a entender que me convertiría en una esposa que lleva la administración de las propiedades y educa a sus hijos sola mientras su esposo retoza en un país extranjero. —Ah, pero podríamos tener mucho placer antes de que partiera. Y te visitaría muy a menudo. —Su cara era un poema. No la estaba tocando, pero ella se sentía como si la estuviera acariciando. Una pequeña debilidad descansaba abajo, en la semilla de su estómago. Abrió la boca para decir algo, pero ¿qué? Una voz sonó detrás de ella. El marqués Bonnington hizo una inclinación ante Cam. —La velada se ha convertido en una desagradable exhibición —dijo

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él, tan frío como el hielo—. Propongo que nos retiremos a la biblioteca a ensayar nuestros papeles en Mucho ruido y pocas nueces. Lady Troubridge me acaba de informar de que ha invitado a mucha gente a ver la representación pasado mañana. Gina abrió los ojos. —¡Había prometido que sólo sería una pequeña obra satírica para los invitados de la casa! —Aparentemente, ha cambiado de parecer. Cam se rió entre dientes. —Espero que no esté esperando que igualemos las aptitudes dramáticas de lord y lady Perwinkle. —Cuanto menos se comente ese incidente, mejor —dijo Sebastian. —Estoy de acuerdo —respondió Cam. Gina tenía la horrible sospecha de que Cam se estaba riendo silenciosamente de su prometido. —Entonces, vamos. Si debemos hacer el ridículo, mejor que ensayemos nuestra humillación. —Ése es el espíritu —dijo Cam. Se dio la vuelta y miró toda la habitación—. ¿Dónde, oh, dónde está la hermosa Ofelia? Sebastian frunció el ceño. —Eso es de Hamlet —dijo Cam, y añadió cuidadosamente—, otra obra de Shakespeare. Me refería a la más que hermosa Esme. —En realidad es: «¿Dónde está la hermosa majestad de Dinamarca?» —dijo Sebastian, chasqueando los dedos y dirigiéndose hacia la biblioteca. Se detuvo cuando llegaron a la habitación. —¿Comenzamos con el primer acto? —Esos somos nosotros —dijo Cam, en tono alegre. Tenía la mano de Gina en las suyas, pero Sebastian le estaba sosteniendo el brazo—. Si permites que Benedicto y Beatriz se sienten. Llevó a Gina hacia el sofá. Esme se sentó en la posición opuesta a ellos: estaba animada. —Será mejor que te quites los guantes —dijo Cam, entregándole un libro a Gina. Frunció el ceño cuando vio los innumerables y pequeños botones a un lado de su muñeca, hasta los codos. Ella vio cómo él inclinaba su negra cabeza sobre su muñeca y luego comenzaba a soltar con destreza los pequeños botones de perla. —Soy perfectamente capaz de leer con los guantes puestos. Sebastian hizo un gesto de irritación y se sentó junto a Esme. —Podéis empezar cuando gustéis —dijo, en un tono ácido. Cam le quitó a Gina ambos guantes y los lanzó a un lado sin mirar a Sebastian. —Estamos listos —dijo, en un tono tan íntimo que Gina se sintió como si hubiera sido transportada a la cama matrimonial. —¡Comenzad, pues! —gruñó su prometido desde el sofá opuesto. —¡Qué, mi querida lady Desdémona! ¿Ya estás partiendo? —dijo Cam, con tanta energía en la voz que la boca de Gina se curvó hacia arriba, a pesar de que aún estaba molesta con él. Sus ojos se encontraron con los de ella, negros y risueños y el corazón le dio un vuelco en el pecho. —No podemos sentarnos así —recalcó Cam—. Tendremos que hacerlo

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muy bien, si vamos a tener más audiencia. Le tomó la mano y la besó en la palma. Sebastian gruñó. —¿Es posible que Desdémona muera teniendo toda la comida para alimentarse como el señor Benedicto? —dijo Gina, intentando ignorar el hormigueo en su mano. Milagro de milagros, Esme había logrado entablar conversación con el contrariado y futuro esposo. —¿Por qué estás provocando deliberadamente a Sebastian? — preguntó Gina. —¿Se te ha olvidado el resto del parlamento? —preguntó Cam, con una sonrisa irreverente y burlona—. Las equivocaciones en el teatro tienen un castigo cuando los actores no se han aprendido sus líneas correctamente. Gina sabía perfectamente a qué tipo de castigo se refería. —Por fortuna, tengo una memoria excelente —dijo Gina—. ¡La cortesía debe ser para Desdémona, si estás frente a ella! —Entonces la cortesía es una veleta —respondió Cam—. Y, por cierto, creo que te he hecho un favor al desdibujar a ese perro de caza al que llamas tu futuro esposo. —Tonterías —dijo Gina—. Estás jugando con sus sentimientos de la misma manera que juegas con todo. ¿Al menos es en serio, Cam? —Es cierto que soy el amor de todas las damas, excluida tú. Gina hervía de indignación. Intentó retirar la mano bruscamente, pero él no se lo permitió; por el contrario, se puso a acariciarla de una manera que la joven pensó que iba a gritar. —Eres un fresco, eso es lo que eres. El rostro de Cam perdió un poco de su cualidad seductora insolente. —En realidad, no amo a ninguna —recalcó. —Así eres tú —chilló—. Te insulto y tu respuesta es un chiste. —Haz el favor de seguir el libro, Gina —protestó él—. Benedicto dice que no ama a nadie. Gina frunció el ceño y siguió recitando su parlamento. —Felicidad para las mujeres: no ser molestadas por un pretendiente pernicioso. —No es necesario que seas tan ferviente. —¿Por qué no? Es bastante pertinente; tú eres Benedicto, en persona. No amas a nadie, excepto a… la Venus Griega. —Quiero a Marissa. Es una mujer apasionada y amorosa. —Cam decidió que no tenía por qué mencionar que la pasión de Marissa estaba reservada para su esposo. —Ay, qué encantador —dijo Gina—. Me casaré con Sebastian —dijo, mirando hacia el otro sofá—, y tú podrás regresar junto a tu agradable diosa doméstica. Cam estaba feliz de ver que Bonnington estaba absorto en una discusión con lady Rawlings. —No la llamaría solamente agradable. Marissa es una persona tan cálida que llena la casa de risas. ¿Por qué no continúas recitando? Ibas por lo de la sangre fría. —Estoy agradecida a Dios y a mi sangre fría —dijo Gina, apretando los dientes—. Prefiero oír ladrar a mi perro que oír que un hombre me diga

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que me ama. Cam hizo una pequeña reverencia burlona con la cabeza. —Dicho con gracia. Es Beatriz en carne y hueso. Ojalá esa sangre fría te ayude durante tu matrimonio con el gélido marqués. —¡Cómo te atreves! —dijo Gina, quedándose sin aliento. Ambos miraron involuntariamente hacia el sofá opuesto, pero Esme y Sebastian no estaban prestándoles atención. —Que Dios guarde a la señora en sus pensamientos —dijo Cam—. Para que otros caballeros o cualquier otro puedan escapar a ese rostro predestinado a ser herido. —Las heridas no podrán empeorarlo. —¿Ah, sí? —contestó Cam. —Eso no es de la obra. Haz el favor de leer tu parte —los ojos le brillaban de placer por la batalla. Él sintió que una inesperada ola de lujuria lo recorría de la cabeza a los pies. Esme los interrumpió. —Lord Bonnington y yo vamos a tomarnos un pequeño descanso en el jardín. Regresaremos dentro de cinco minutos. Cam asintió, herméticamente. —¿Has olvidado tu parlamento? —dijo Gina, tan pronto cerraron la puerta. —Creo que sí. —Cam le puso las manos en los hombros, atrayéndola hacia él. —Entonces yo soy la encargada de resaltar las consecuencias del olvido y poner el castigo —dijo ella, con tono dudoso, mientras veía cómo sus labios descendían hacia los de ella. Él la tenía exactamente donde la quería: en su regazo, con los labios bajos los suyos. Se balanceó por un momento, pero luego su cuerpo se derritió contra el de él; perfectamente esbelto, con delicadas y cremosas curvas. —Adjudiqué el castigo antes de que empezara. —Su voz era un murmullo ronco. —Ajá —dijo ella. Él intensificó el beso. Sus manos vagaron codiciosamente, moldeando las curvas dulces, buscando los senos redondos y constreñidos por la seda apretada y el corsé. —¿Qué es esto? —murmuró, siguiendo con el dedo un cordón de barba de ballena—. Creía que odiabas los corsés. —He cambiado de opinión. Él se quedó quieto y la detuvo. Las rodillas de Gina estaban débiles. Antes de darse cuenta de la situación, él la estaba sacando de la habitación. —¿Adónde vamos? —dijo ella, confundida. —A tu habitación. —¿Qué? —dijo ella, deteniéndose. Él se dio la vuelta. —Vamos a tu habitación, Gina. Ahora. Ella se quedó inmóvil. —No podemos, a menos que… —Sus mejillas estaban rosadas y le

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faltaba el aliento—. Debo llegar virgen a mi cama de casada, Cam. Él sintió como si le hubiera lanzado un cubo de agua fría. Se puso muy serio. —Realmente crees que soy un patán irresponsable, ¿verdad? Sintió cómo el cuerpo de su esposo se ponía en tensión como si fuera su propia piel. —¡No! Yo confío en ti. Sé que no harías… eso. Él esperó, con la mirada severa. —Pero no confío en mí. Las palabras salieron de su boca y sus mejillas enrojecieron aun más. Tenía el pelo recogido en la cabeza y dos diamantes le brillaban en las orejas. Parecía una joven y majestuosa reina Isabel. Excepto que Cam sabía que, con un toque de sus labios, esa reina sería suya. Como no dijo nada, ella se dio la vuelta. —¿Seguimos ensayando? Tu siguiente línea es: Bueno, es usted una extraña maestra de loros. —Se sentó y abrió el libro como si fuera el mejor documento que había visto jamás. Camdem Serrard, duque de Girton, no había vuelto a dejarse llevar por el instinto desde el día en que había saltado por la ventana de su padre con, literalmente, dos peniques en el bolsillo. Había sobrevivido usando sus encantos, actuando, no por instinto, sino por lógica y por un fuerte deseo de supervivencia. Hasta ese momento. En que, sin saber cómo, se encontró de rodillas frente a una joven e imponente reina. Alzó las manos, encerrándole la cara entre ellas y estrelló la boca contra la de ella. Las manos grandes se mecieron por su cara como si ésta fuera la estatua más hermosa que se hubiera hecho jamás. Ella suspiró, haciendo un pequeño sonido erótico y se movió en sus brazos. Él dejó que su mano corriera por el corpiño, ligeras plumas sobre la suave ropa, tocara la curva de los senos y caminara con los dedos por la seda. —Oh, Cam —susurró ella. Sus ojos brillaron con satisfacción. Su otra mano bailó, acariciándolo todo. Ella gritó, incapaz de contenerse. Él la besó de nuevo para poder saborear el grito ahogado en su boca. Sus manos recorrieron su cuerpo hasta que ella estuvo desesperada, gimiendo en su boca, retorciéndose de la satisfacción que no podía conseguir, por los impedimentos de la seda, el tafetán y el corsé. Hasta que un ruido al otro lado de la puerta les recordó a los poco prudentes duque y duquesa que no estaban solos ni, de hecho, en la habitación de la duquesa. Gina se inclinó hacia atrás y miró fijamente a su esposo. Cuando él la tocó, su aliento se tornó fuego sedoso en su pecho. Cuando la besó, se volvió una descarada. Todo en él, desde sus ojos negros hasta sus manos llenas de callos, llenaba su pulso con deseo. «Nunca sentiré esto por nadie más», pensó. Cam sonrió y le arregló el cuello del vestido. Estaba impasible, como si hubieran pasado el tiempo leyendo a Shakespeare. «No debo volver a hacer esto», pensó Gina, consciente del nuevo

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descubrimiento de su corazón. «No debo volver a tocar a este hombre: no me pertenece, y nunca me pertenecerá. Si lo olvido, sólo encontraré desengaño.» La actividad de la tarde se desdibujó. Ensayaron la obra unas tres veces, con su prometido actuando como director. La segunda vez ya lo hacían bastante bien. En el último ensayo, Beatriz le habló a su Benedicto con apasionado énfasis. Benedicto, consciente de sentirse frustrado cada vez que miraba a su deleitosa esposa, le contestó con tal intensidad que hizo que incluso el marqués de Bonnington percibiera algo y se preguntara qué pasaba.

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Capítulo 24 El segundo consejo de guerra.

—No creo que lo hayas destruido todo —dijo Esme, escogiendo cuidadosamente una uva antes de metérsela a la boca—. Pero ciertamente lo has puesto mucho más difícil. Carola se estremeció. —No entiendo cómo puedes comer en un momento como éste. — Estaba algo histérica—. ¡Debes tener un plan para salvar mi matrimonio! Esme levantó una ceja. —El número de uvas que consuma no tiene nada que ver en este asunto, te lo aseguro. —El hecho es que Carola tiene razón. Necesitamos un plan de acción —recalcó Gina. —Siento mucho decir esto —añadió Helena—, pero lady Troubridge me ha dicho que lord Perwinkle se va mañana a primera hora. Un sollozo se escuchó desde el otro lado de la mesa y Gina automáticamente sacó un pañuelo. Las cuatro mujeres compartían la cena en la habitación de Carola, puesto que ella había vuelto a negarse bajar a cenar. —Creo que es hora de tomar medidas radicales —dijo Esme, comiéndose una uva. Carola bajó el pañuelo lo necesario para parpadear desesperadamente. —No deseo casarme con Neville, de verdad. —De hecho, él comparte ese sentimiento —anotó Gina. Carola la miró con los ojos brillantes. —Se casaría conmigo si yo se lo pidiera. Y tal vez tenga que hacerlo si… ¡si Tuppy decide pedirme el divorcio! —dijo, estallando de nuevo en llanto. Gina miró el pañuelo que Carola tenía contra la cara y decidió que aguantaría unos dos o tres llantos más. —Creo que un truco de cama es necesario —dijo Esme—. Es muy apropiado, dado que mañana representaremos la pequeña obra de Shakespeare. Sus obras están llenas de trucos de cama. Helena se sintió afligida. —¿Qué demonios es un truco de cama? —Un truco de cama es la sustitución de una persona por otra — explicó Gina—. El problema es que, según he podido saber, Tuppy no ha invitado a nadie a su cama. ¿A quién reemplazará Carola? —Ésa es la pequeña dificultad —admitió Esme. —Imposible —dijo Carola llorando desconsolada—. Él no quiere dormir

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conmigo. —Una de nosotras tendrá que seducirlo y quedar con él. Pero será Carola quien lo esté esperando. —Y Tuppy se irá, disgustado. —No, no se irá —dijo Esme—. Porque estará oscuro. ¿No sabes nada sobre los trucos de cama? Carola negó con la cabeza. —Pero creo que mi madre no lo aprobaría. —Pues no hay otra solución. Tuppy tiene razones suficientes para creer que tú detestas su manera de comportarse en la cama, le has dejado muy claro que quieres acabar tu matrimonio. Debes convencer a Tuppy de que quieres estar en su cama, y de que estás dispuesta a hacer cualquier cosa para lograrlo. —La pregunta es: ¿quién quedará con él? —Esme miró a sus dos amigas—. ¿Gina? ¿Helena? —Tú —contestaron ambas, a coro. Ella sonrió abiertamente. —Lo que pasa es que he quedado con mi esposo mañana por la noche. Ésta es mi última noche en la comodidad solitaria de mi cama, dado que Miles podría hacerme dormir en el suelo. —No puedo creer que estemos involucradas en esta conversación de mala reputación —dijo Helena, con la cara roja—. Sin embargo, os aseguro que yo no podría hacer que él quedara conmigo. No tengo la menor idea de cómo lograrlo. —No estoy de acuerdo —intervino Esme—. Pero bueno, no podemos arriesgarnos. Entonces tres pares de ojos se clavaron en Gina, que estaba comiéndose un trozo de tarta con total despreocupación. —¡Ah, no! —dijo anonadada, dejando la tarta a un lado— ¡Yo no podría! —¿Por qué no? —preguntó Esme—. Aparentemente, ya le agradas a Tuppy, gracias a tus conocimientos sobre las truchas. —¡No puedo! Ya estoy… —¿Estás qué? —No lo permitiré —interrumpió Carola—. Gina le gusta mucho a Tuppy, demasiado en mi opinión. De hecho, no me gusta nada este plan, Esme. No quiero ver a ninguna de vosotras coqueteando con mi marido. Todas sois más hermosas que yo y más expertas en la materia. ¡No lo permitiré! Las tres mujeres altas la miraron con afecto. Su pelo brillaba con la luz del sol y estaba tan bonita que parecía un ángel bajado del cielo. —Eres una tonta —dijo Esme, con afecto—. Pero si no quieres que nadie seduzca a Tuppy, que así sea. —¿Y por qué no se mete Carola en la cama de Tuppy? —preguntó Gina—. Él no la espera, y sería una sorpresa agradable. Yo creo que es lo mejor. —No lo sé… —respondió Esme—. Tuppy ha sufrido una gran humillación esta tarde, y debe de estar muy avergonzado. Si yo fuera Tuppy, no me acercaría a mi esposa por muy enamorado que estuviera de ella. Y créeme, querida, está muy enamorado de ti. Por otra parte, si te

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encuentra sin tener que ir a buscarte… —No puede estar tan enamorado, ya que tú piensas que podría invitar a su cama a cualquiera de vosotras. —Nosotras no somos simples chicas —anunció Esme—. He llegado a la conclusión de que cualquiera de nosotras podría llevar a cualquier hombre indefenso a su cama sin mucho esfuerzo. Y eso te incluye a ti — dijo, mirando a Helena. —¿Qué diré cuando él entre en la habitación? ¡Ay, no podría! —gritó Carola—. Su ayuda de cámara se queda hasta que él se acuesta. —Lo sobornaremos —afirmó Esme—. Tendrá que desvestirse sólo. Todas las habitaciones de invitados de lady Troubridge son iguales —dijo, señalando la cama con velos pesados de Carola—. No se dará cuenta de que estás ahí hasta que esté desnudo en la cama. —Pero ¿una vez ahí, qué le diré? —Nada —dijo Gina. —¿Nada? —Carola abrió los ojos. La sonrisa de Gina estaba cargada de picardía. —Nada, en absoluto. Esme la miró con admiración. —Estás cambiando ante mis ojos, Ambrogina Serrard. ¿Qué ha sido de la estirada duquesa? —Las duquesas somos unas personas muy inteligentes y aprendemos muy deprisa. —Ya lo veo —dijo Esme. —Bueno —dijo Carola—. Lo haré. —Bien. Le diré a mi criada que soborne al ayuda de cámara, y después nosotras… —Esme miró fijamente a Gina y a Helena—. Nosotras distraeremos a lord Perwinkle en el salón de baile hasta el momento indicado. —¿Y cuál sería ese momento? —Las once en punto. No le permitiremos partir antes de esa hora, Carola. Deberás estar cómodamente instalada en su cama cuando él llegue a la habitación. —Disculpadme —dijo Gina, mirando apresuradamente al reloj de la mesa y poniéndose en pie. —¿Te vas? —preguntó Helena—. Esperaba poder dar un paseo contigo. —He quedado con Cam en la biblioteca esta noche —dijo Gina, ligeramente cohibida. —¡Oh! —dijo Esme—. El apuesto marido. —Él no es mi marido —replicó Gina, agudamente—. Bueno, lo es, pero no por mucho tiempo. Le he prometido explicarle las cartas de Bicksfiddle. Cam se hará cargo de administrar la propiedad cuando anulemos nuestro matrimonio. —¡Bueno, eso es una mejora! —dijo Esme—. Tal vez esté dejando finalmente la niñez a un lado. —Eso no es justo —protestó Gina—. Viviendo en Grecia, Cam no podía saber cuánto trabajo requiere una propiedad. Helena la tomó por la muñeca y le dijo, con voz clara y suave: —Es un buen hombre, va a hacerse cargo de todo, lo que significa

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que no es tan alocado como creías. —Bah —resopló Esme—. Si yo estuviera en tu lugar no dejaría de controlarlo. En cuanto te des la vuelta olvidará todas sus obligaciones. —Extrañaré ese trabajo —admitió Gina—. Me gusta. ¿Qué haré con mi tiempo libre? Sebastian dice que él ya tiene dos administradores excelentes. —Sabía que el marqués tendría dos cuando uno es más que suficiente —dijo Esme—. Sospecho que no tendrás tiempo para administrar propiedades. Se pierde mucho tiempo intentando estar a la altura del bueno de Bonnington. Gina tomó sus guantes. —Me voy, Esme, antes de que comencemos a discutir. Os veré a la hora de la cena, espero. Después de que Gina saliera, Helena miró a Esme con preocupación. —¿Por qué tanta agudeza, querida? Esme se mordió los labios. —Soy una arpía, ¿cierto? —No tanto. —Últimamente, estoy consumida por los celos —confesó Esme—. Me siento como una niña de cinco años que quiere un pastel que le han dado a una amiguita. Quiero desesperadamente algo que no es mío. —No recuerdo al esposo de Gina —dijo Helena—. Creo que lo conocí antes de de que se fuera, pero yo era tan sólo una niña. ¿Es muy guapo? —No es el duque —respondió Esme. —Pobrecita —dijo Helena, tocándole la mejilla a Esme. —Te daría a Tuppy si lo quisieras —dijo Carola, entre sofocos. Esme sonrió. —Entonces estaríamos en un verdadero embrollo, ¿verdad? ¡Tuppy persiguiendo la trucha de Gina y tú y yo persiguiendo a Tuppy! Helena se puso de pie. —¿Vamos a dar un paseo a caballo? ¿Vamos, Carola? Ella apartó la mirada desconsolada de su pañuelo. —No podría. —Claro que sí —dijo Helena, firmemente—. Estarás incapacitada para la noche si te quedas deprimida en tu habitación todo el día. Carola tragó saliva. —Cada vez que pienso en esta noche me siento enferma. —Vamos a pasear. Yo mejoraré mi mal temperamento, Carola saldrá de su estado de abatimiento y Helena seguirá teniendo la misma calma… —dijo Esme, traviesa—. Alguna vez tendrás que comportarte tontamente como nosotras, Helena, y yo estaré ahí para celebrarlo. —Yo no estaré —dijo Helena, sonriendo. Gina entró en la biblioteca con la firme convicción de que no habría más coquetería con su marido. Ya había tenido suficiente. Lo que más la mortificaba era que los besos de Cam habían resultado ser irresistibles. Pero ella no había pasado la mayor parte de su vida esperando ser una verdadera esposa y ser parte de una gran familia, para caer presa de unos pocos besos. La idea de volver a la casa Girton sola mientras su esposo

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navegaba por los mares, la aterraba. No podría hacerlo. No podría vivir esa vida solitaria de duquesa, sin un esposo y sin hijos ni un día más. Quería lo que Sebastian le ofrecía: una familia, estabilidad, lealtad y amor. Después de todo, ya había visto muchos matrimonios que comenzaban llenos de pasión y terminaban con nada. Helena y su esposo eran el ejemplo perfecto. Recordaba cuánto había envidiado a su amiga cuando Helena se fugó a Gretna Green con un apuesto noble. Gina alimentó esa envidia durante al menos un año, hasta que la condesa se mudó de la casa de su esposo y él la reemplazó rápidamente por un grupo de cantantes y bailarinas rusas. Cam la esperaba en la mesa. Tenía un poco de carboncillo en las sienes. —¿Has estado dibujando de nuevo? —le preguntó. Él asintió. —He tenido unas cuantas ideas para el mármol de Stephen. No dijo nada más y Gina no le preguntó. Después de todo, estaba esculpiendo a Esme. Ella no sabía si realmente quería que Cam le siguiera contando cosas sobre su trabajo. Cam revolvió los papeles que Gina dejó sobre la mesa. —¿Preguntas de Bicksfiddle? Ella asintió. —Algunas son preguntas de otros, otras son de él. Las he ordenado en dos grupos —levantó un tercio de los papeles del montón—. Éstas son preguntas sobre el cuidado de la tierra y la granja, éstas tienen que ver con la casa y éstas son de variada índole. —Revisemos las de variada índole primero —dijo Cam. Acercó una silla para ella, se sentó a su lado y tomó una de las cartas—. ¿Por qué quiere cortar los setos? ¿Por qué no dejarlos crecer? —Los campos están separados por setos —explicó Gina—, y si van a ser sorteados por los cazadores de lobos, deben ser bajos. Cam frunció el ceño. —¿Quién caza en nuestras tierras? Gina levantó una ceja. —¿Tú? —¡Yo no salgo de caza! —Ay, tu padre era… —Ya lo sé —dijo con tono cansado—. Mi padre era un gran cazador. Lo disfrutaba más si podía pisotear los jardines de la cocina de alguien mientras perseguía a alguna pequeña y salvaje criatura. ¿Los setos han sido cortados para permitir a los cazadores pasar por encima de ellos? Gina dudó por un segundo y luego dijo, serenamente: —Permití que los setos crecieran después de que tu padre quedara postrado en cama, en 1802. Bicksfiddle está en desacuerdo con esa medida, y por lo tanto envía una petición anual para cortar los setos. Su sonrisa hizo que ella parpadeara y luego pasara a la siguiente hoja rápidamente. —Éstas son plantas para la cosecha en la aldea. —No recuerdo ninguna cosecha —dijo Cam. —Bueno, 1803 fue un año terrible para las cosechas —dijo Gina—. Entonces instituí los comedores y abrí las salas de juego; supongo que

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Bicksfiddle se quejará la próxima vez que hables con él. —¿Por qué habría de hacerlo? —Bicksfiddle tiene ideas claras sobre el papel de un duque —explicó Gina—. Nunca le agradó que yo permitiera que los guardabosques se fueran. Pero, en realidad, no había ningún motivo para retenerlos puesto que yo no pensaba permitir las fiestas de caza en nuestras tierras. La sonrisa de Cam hizo que ella sintiera calor hasta en los pies. —Déjame adivinarlo —dijo él, poniéndole un dedo en la nariz por un instante—. Los guardabosques se fueron en 1802, que casualmente fue el año en el que mi padre cayó enfermo. La intimidad de la situación estaba poniendo nerviosa a Gina. Podía sentir que un pequeño rubor le cubría las mejillas. —Comencemos con la casa. Cam la miró por un momento y luego asintió. —Por supuesto —dijo. Y se sentaron juntos, el duque y la duquesa, a revisar una larga pila de papeles. En algún punto, un sirviente les llevó té; ellos continuaron trabajando. Finalmente, Cam se puso en pie y estiró los músculos. —Por Dios, Gina. Tengo la espalda hecha puré. Deberíamos continuar con esto mañana. Ella levantó la mirada, y se sorprendió al ver que los pequeños halos de luz que entraban por los parteluces de las ventanas habían desaparecido. —Aún no puedo creer que la casa consuma tanto aceite —resaltó Cam—. Seiscientos galones me parece excesivo. —Hay muchísimas lámparas de aceite —dijo Gina—. Podríamos considerar la posibilidad de poner lámparas de gas en la casa de la ciudad. Las salas de banquetes del pabellón Brighton son de gas pero, ¿qué pasaría si explotaran? Alguien me dijo que el gas era extremadamente peligroso. —No sé nada de esas cosas —dijo él. —¿Qué usan como luz en Grecia? —Velas… el sol… la piel de una hermosa mujer. Se dobló hacia delante para besarle la mejilla con tanta rapidez que ella casi no sintió la huella de sus labios. Gina se miró las manos por un momento. Se las había arreglado para mancharse con tinta la muñeca. —Cam —dijo suavemente—. Debemos ponerle fin a… este comportamiento. —¿Qué comportamiento? —Besarnos. —Ah, pero me encanta besarte —dijo su réprobo esposo. Gina tembló. Eso terminaría en una cama vacía, atendiendo a todas las cartas de Bicksfiddle mientras su esposo se bañaba en los océanos griegos. Miró hacia otro lado, apretando los labios cuando vio que él se acercaba. Pero él se estaba moviendo, atrayéndola hacia sí. —Gina… —Su voz era profunda llena de pasión. La besó en la boca y su cuerpo tembló. —Gina —repitió—, ¿podría acompañarte a tu habitación?

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Ella tembló en sus brazos como un pájaro atrapado después de su primer vuelo. Él arrastró su boca, dándole besos por las mejillas. —Te deseo —le dijo, con una voz pulida y oscura; una voz que hablaba de risas, irresponsabilidad, estatuas desnudas y el sol griego. Todo estaba mezclado en la cabeza de Gina: las estatuas, las mujeres desnudas, Marissa esperándolo… Ella se empujó hacia atrás con las manos. Sus mejillas estaban sonrojadas, sus labios temblorosos. Pero su voz era firme. —No es una buena idea. Cam se puso serio. —¿Por qué no? Podemos tener placer siendo prudentes. Ella lo miró con desdén. —Tú quieres obtener placer y partir sin daños. Eso es típico de ti, Cam. —No le veo nada malo a eso —peleó por mantener su posición. —Tal vez no haya nada malo en eso —dijo ella—, desde tu punto de vista. —Ésa es una afirmación un poco moralista. —Su voz fue cruelmente amable—. ¿Puedo recordarle, señora esposa, que tengo todas las oportunidades, y los derechos legales, de tomar su cuerpo cada vez que se me antoje? Pero he escogido ignorar las señales de su tan dispuesto carácter, aunque he tenido la impresión de que… Ella lo interrumpió. Las duquesas nunca interrumpen, pero ésta estaba perdiendo la paciencia Estaba sonrosada de vergüenza. —Me gusta besarte —dijo, con voz agitada—, me gusta cómo me… cómo… Él la miró fijamente, silenciado por su sinceridad. —Pero sólo hablas de placer y de nada más —dijo ella, encontrando su mirada. —¿Qué más quieres? —preguntó él, sinceramente desconcertado. —Soy una mujer de veintitrés años. Quiero vivir junto a mi esposo y tener hijos con él, cosa bastante natural. Lo que me ofreces es sólo placer. Eres muy bueno para ignorar las verdades desagradables, como que tuviste una esposa sentada en casa durante doce años mientras perdías el tiempo con tu amante griega. Cam frunció el ceño. —Nunca dijiste que te importara dónde estuviera. Nunca me pediste que regresara a casa hasta que pediste la anulación. —¿Habrías regresado si te lo hubiera pedido? —Esperó, pero no hubo respuesta—. ¿Habrías dejado a Marissa si te lo hubiera pedido? Él tan sólo la miró, boquiabierto. —Creo que el matrimonio no está en mi naturaleza. Cam siempre había dicho que no era del tipo de los que se casaban. Siempre hacía el chiste de ser el que se había casado temprano entre los destinados a no casarse. Pero ahora ya no estaba muy seguro de nada… salvo de que la deseaba. Se repuso rápidamente, veterano de un centenar de desagradables batallas familiares. —Esto no tiene nada que ver con el matrimonio —recalcó, bajándose las mangas y arreglándose la chaqueta—. Es simplemente un asunto de

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deseo. Como has sido honesta, yo también lo seré: te deseo, Gina. Ella miró hacia otro lado para escapar a la intensidad de sus ojos negros. Él la tomó de la barbilla, forzándola a mirar hacia arriba. —Y sé que tú también. Gina no contestó, incapaz de soportar la humillación que sentía al reconocer para sí la verdad de lo que él estaba diciendo. —El deseo es una emoción humana normal —dijo Cam—. Lo entenderé si me dices que prefieres esperar para hacerlo con tu futuro esposo… No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que ella y Sebastian jamás compartirían tal sentimiento. —Pero no es necesario que me insultes. A los dieciocho años no tenía deseos de casarme contigo, Gina. Si algún día tengo una verdadera esposa, una esposa escogida por mí, no la dejaré durante doce años ni tendré una amante. No es justo que me critiques por romper los votos que hizo mi padre. Dejó caer las manos. Ella sintió una oleada de culpa. —Lo siento —susurró. —No hay nada por lo que debas disculparte. Ambos somos víctimas de mi padre, entre mucha otra gente. Gina lo miró y supo, en ese instante, que lo amaba. Él estaba de pie frente a los últimos rayos de sol y tenía carboncillo en el pelo. Estaba de pie con esa sonrisa ladeada tan suya, y ella no quería nada más que estar entre sus brazos decirle: «Ven. Bésame. Ámame. Llévame a tu habitación.» Esas palabras vagaron por su boca, pero no pudo pronunciarlas. Él encontró su mirada. —Marissa está casada con un pescador —dijo él—. Fue mi amante, pero bailé en su boda hace unos tres años. Pasamos ratos agradables, pero nuestra amistad no repercutió significativamente en ninguno de los dos. —Oh —suspiró ella. Y sabía que lo importante era el amor, su amor por él. No el futuro; sólo el presente. Él la había tomado de las manos otra vez. —No tengo derecho a preguntar, pero yo… podríamos… Parecía no saber lo que decía, o cómo decirlo. Se aclaró la garganta. —Seré un esposo de medio tiempo, Gina. Pero me gustaría ser tuyo. ¿Podría llevarte a tu habitación? Gina respiró profundamente. —Me temo que puedes hacerlo —dijo ella. Su tono fue bajo pero claro. La miró por unos segundos y luego se inclinó para besarla. El cuerpo de Gina cantó cuando él la tocó. Él pasó un brazo por su cintura y caminaron hacia las puertas de la biblioteca.

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Capítulo 25 En donde el señor Finkbottle demuestra ser un buen empleado.

Phineas Finkbottle no estaba teniendo una velada agradable. Lady Troubridge había sido muy amable invitándolo, y Dios sabía que necesitaba acceso inmediato al duque y a la duquesa para llevar a cabo las instrucciones del señor Rounton. ¿Pero cómo diablos se aseguraría de que el duque y la duquesa continuaran casados? Había pasado la mañana encerrado en su habitación, miserablemente consciente de que debía convencer a la duquesa de que cesara en sus planes de anulación. Excepto que la duquesa tenía todos los modales de una duquesa. Él no podía imaginarse diciéndole con quién debía casarse. En cualquier caso, después del día anterior, cuando entró en la biblioteca y vio al duque besando a su esposa, tenía fe en que el hombre se encargaría del asunto. De todas maneras, era mejor sentarse silenciosamente en su habitación que sentarse silenciosamente a cenar con todos esos duques y marqueses, como pudo comprobar un poco más tarde, cuando bajó al comedor. Las tres ancianas de la mesa a la que lo había llevado el sirviente respondieron a su saludo con el más indiferente movimiento de la cabeza y siguieron conversando entre ellas con risitas ahogadas como si él no estuviera presente. Comió unas lonchas de jamón y sintió cierto rencor hacia el señor Rounton. Si el hombre quería que sus clientes se acostaran juntos, ¿por qué no podía él hacer que eso sucediera? Las orejas de Phineas se pusieron rojas sólo de pensarlo. El duque era al menos diez años mayor que él y mucho más sofisticado y experimentado. Difícilmente podía ir a decirle que visitara la habitación de su esposa. La piel se le erizó sólo de pensarlo. La conversación de las señoras llamó su atención de pronto. —Claro que sí, queridas —dijo una anciana llamada lady Wantlish—. No lloró mucho, sólo unas pocas lagrimitas… Y sólo llevó luto dos semanas… Phineas respiró profundamente. Esas señoras habían sido muy maleducadas ignorándolo de esa forma. No estaba vestido a la última moda y sólo era un abogado; tampoco conocía a nadie allí, excepto a los duques y a la anfitriona… aun así era una grosería ignorarlo de ese modo. —¡Estuvieron juntos en esa habitación al menos durante unas dos horas! —chilló la mujer regordeta llamada señora Flockhart, a su derecha —. Dos horas, queridas amigas. Algunos dicen que fue su madre quien echó el cerrojo a la puerta… —¡Qué escándalo! —La mujer de amarillo, cuyo nombre Phineas no pudo recordar, parecía consternada—. Aunque no lo creo de su madre.

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¿Por qué se iba a molestar en encerrar a su hija en la habitación? No, no. Además, esa chica es muy lista, aunque se tropezó con la cola de su vestido el día que debutó al hacer la reverencia frente a la reina. No creo que necesitara ayuda de su madre. —Creo que es probable que su madre los dejara solos en la habitación a propósito, para obligarlos a casarse —dijo la señora Flockhart, insistiendo—. Cazaron a ese muchacho sin duda alguna. Phineas entrecerró los ojos. Si el duque y la duquesa estaban encerrados juntos en una misma habitación, ¿estarían obligados a permanecer casados? Seguramente el marqués descartaría el compromiso si la duquesa pasaba la noche con otro. —¿Qué habitación era? —preguntó. Los tres pares de ojos agudos lo miraron. —¿De qué demonios hablas, chico? —dijo la señora Flockhart. Phineas sintió que sus orejas se tornaban color carmesí. —La habitación —dijo él—. En la que estuvieron durante dos horas. Las risas estallaron. —¿Quieres cazar a alguna rica heredera? —No te lo recomiendo. Hay otras formas de conseguir una esposa — dijo lady Wantlish. Por lo menos tenía un poco de humor—. Lo que estás pensando es muy arriesgado. —No quiero casarme —aclaró Phineas, con dignidad. —Bien —dijo la señora Flockhart, ácidamente—. Nosotras ya estamos comprometidas, de todos modos. —Pero la señorita Deventosh es un buen partido —intervino lady Wantlish—. Ha heredado la propiedad de su tía. Y puedo asegurarte que no está comprometida. —¿La jovenzuela de pelo rojizo? Si ella es una rica heredera, ¿por qué viste esos horribles trajes? Parece un nabo arrugado. Phineas sintió una punzada de simpatía por la desconocida señorita Deventosh. Se sentía como un nabo. —La pareja de la que hablábamos se quedó encerrada en una habitación del conservatorio, no en la habitación de una casa, que es muy distinto —comentó lady Wantlish, volviéndose hacia él. —Ah —dijo él, aparentando desinterés. —¿Quiénes son tus padres, chico? —Mi padre se llama Phineas Finkbottle —dijo Phineas, comenzando a sonrojarse. —¿Finkbottle? ¿Eres el hijo de Phineas Finkbottle? —Para su asombro, lady Wantlish se suavizó y lo miró como si fuera mantequilla—. Él fue uno de mis primeros amores. Eso fue antes de que perdiera todo su dinero, por supuesto. —Menos mal que no lo aceptaste —observó la señora Flockhart. —Mi padre me lo prohibió —admitió lady Wantlish—. ¿Cómo está él? —Está cojo, señora —contestó Phineas—. Sufrió un accidente en su carruaje hace unos años. —¿Eres bueno con tus padres, chico? Él comenzó a ponerse morado de la vergüenza. —Sí —murmuró—. Al menos eso creo. Mi madre murió en el accidente.

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La anciana asintió. —Sí, eso fue hace años… me enteré. Fue unos años después de que Finkbottle se arruinara, ¿no es cierto? Tienes un aire agradable. ¿No lo creéis, chicas? Todas lo miraron fijamente con ojos malvados. —Creo que estás en lo cierto —dijo la regordeta de la derecha, con un poco de sorpresa—. Es un joven muy agradable. —Se lo presentaré a la jovenzuela Doventosh —anunció lady Wantlish —. Es mi hija, después de todo. Como usted dijo, señora Flockhart, se viste como un nabo y también es infeliz como un nabo. Me dijo que no se quería casar con un aristócrata inútil. Le presentaré a un joven abogado, aunque olvídate —dijo, mirando a Phineas con agudeza— de encerrarte con ella en una habitación. Es una buena chica y tiene ideas avanzadas. El color morado en la cara de Phineas se intensificó. Por fortuna, las mujeres estaban recogiendo sus bufandas y sus pequeños y ridículos bolsos, preparándose para partir. Él hizo varias reverencias mientras se marchaban, tragándose un trozo de algo. Quería dar media vuelta y marcharse a Londres pero no podía hacerlo porque perdería su trabajo, y eso era algo que no podía suceder. «Encerraré al duque y a la duquesa en el edificio del jardín», decidió. Si eso no funcionaba, al menos el señor Rounton no podría negar que lo había intentado. Lo haría esa misma noche. Sería fácil: todo lo que debía hacer era mandar a los duques individualmente, seguirlos y encerrarlos. En cuanto a la llave… la llave. ¿Qué llave? Partió del salón con renovado vigor. Tendría que buscar una habitación de la casa que tuviera una llave. Media hora más tarde, Phineas estaba desanimado. Merodeando en la oscuridad, había encontrado dos edificaciones en el jardín, pero estaban tan sucias que no podía imaginarse a la elegante duquesa entrando en ellas. Luego encontró un almacén que parecía una pequeña casa desde la distancia. Pero olía mal en el interior y, ¿qué harían los duques durante horas? Era extremadamente difícil imaginarlos sentados pacíficamente sobre excrementos. El problema era que ninguna de las pequeñas edificaciones del jardín y sus aledaños tenía llave, y cuando le preguntó discretamente a uno de los jardineros por las llaves del templo romano, el hombre lo miró con desconfianza y no le contestó. Finalmente, regresó a la casa. Tendría que encerrar al duque y a la duquesa en una habitación. Lo cual, a decir verdad, sonaba mejor porque así el escándalo sería mayor, al estar encerrados justo en las narices de todos los invitados. Pero se encontró con el mismo problema. La biblioteca cerraba, pero sólo desde dentro. Al final, quedaron sólo dos posibilidades: la sala de billares y el aparador del armario del baño, junto al salón de baile. Phineas pensó que la sala de billares era la mejor opción. Para su horror, un caballero estaba de pie afuera. Phineas se puso pálido. —Interesado en las instalaciones, ¿verdad? —preguntó el hombre, jovialmente—. ¡Yo también lo estoy! ¡También lo estoy! Estoy pensando en instalar uno de éstos en mi casa. Mi esposa quiere uno en su vestidor. ¿Has visto el baño de inmersión? Phineas negó con la cabeza.

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—Ven, acompáñame y te lo mostraré, ¿quieres? —dijo el hombre, soplándose los bigotes—. Me llamo Wimpler. —Yo soy Phineas Finkbottle —respondió el joven haciendo una reverencia. —¡Bien! —exclamó el señor Wimpler—. Bien, bien, bien. El mayordomo me dijo que la escalera que lleva a ese baño viene del pórtico este. Debe de ser por aquí. Salió caminando vigoroso y Phineas detrás, persiguiéndolo. Subieron por unos desgastados escalones hasta llegar a una especie de cuarto recubierto de ladrillos. —¿Qué opinas? —gritó Wimpler—. Lady Troubridge me dijo que era caliente. De alguna manera… ¡Ah! Vapor, calor de vapor, supongo. ¡Mira esto! Wimpler sonrió tontamente. —Es un lugar encantador para una cita, ¿no crees? —le dio un codazo amistoso a Phineas—. ¿Un pequeño chapuzón en agua calentita? ¡Aunque supongo que no era eso en lo que pensaba lady Troubridge al instalar esta delicia! —se rió de su propio ingenio y comenzó a bajar las escaleras—. ¡Ven! —le dijo a Phineas—. No debemos llegar tarde al baile. Phineas lo siguió a paso lento. Lo que más le llamó la atención de ese espacio fue la llave. Si pudiera persuadir al duque y a la duquesa de visitar el baño, podría dejarlos encerrados. Además, como la entrada era por el pórtico este, no había peligro de que lo descubrieran, al menos durante mucho tiempo. El siguiente interrogante era cómo convencerlos para que fueran al baño de inmersión. Pero eso resultó ser fácil. Mientras caminaba de regreso por el corredor, y el señor Wimpler se había ido a buscar a su esposa, vio que el duque y la duquesa salían de la biblioteca. —¡Señor duque, señora duquesa! La duquesa había comenzado a subir las escaleras y no giró la cabeza inmediatamente. Sin embargo, el duque sí se detuvo y lo saludó cortésmente. —Lady Troubridge quiere verlos —dijo Phineas, recuperando el aliento. El duque tenía una mano en la cintura de la duquesa. Por un momento Phineas vaciló: ¿Iría el duque a arreglar el asunto por su cuenta? Pero después se imaginó la cara furiosa del señor Rounton. No, no podía confiar en el duque. Era por su propio bien, después de todo. —Su anfitriona desea verlos inmediatamente —dijo, inyectando urgencia a su voz. La duquesa se volvió, finalmente, y sonrió. Puso una mano sobre la manga del duque. —¿Por qué no saludas a lady Troubridge de mi parte? Quiero descansar un poco. Tal vez estaba cometiendo un error. El duque le sonreía abiertamente a su esposa. —No pienso permitir que descanses. Phineas estaba seguro de que esa conversación llevaba un doble sentido.

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Pero el duque y la duquesa comenzaron a caminar rápidamente por el corredor. Él tuvo que correr tras ellos para encaminarlos hacia el baño. Por suerte, parecían no darse cuenta de adónde se dirigían y aceptaron su lamentable explicación de que lady Troubridge estaba en las escaleras del pórtico, sin ni siquiera mirarlo. El duque susurraba cosas en el oído de la duquesa. Phineas pudo darse cuenta de que sus mejillas estaban rosadas. Él dudó, cerró la puerta tras ellos y giró la llave. Inmediatamente se sintió aliviado. Había hecho lo que era necesario hacer. Regresaría con testigos en tres horas. Al final de la velada. Seguramente la gente notaría la ausencia de la duquesa durante el baile. Sonrió lleno de confianza. Él, Phineas Finkbottle, era un hombre de acción. Un hombre al que se le había ocurrido un plan para satisfacer a su jefe. Cruzó la puerta del salón de baile repleto de confianza.

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Capítulo 26 Refugiados, encerrados y confinados, tal y como Hamlet lo señala.

Cam y Gina tardaron unos minutos en darse cuenta de que lady Troubridge no sólo no estaba en la bañera, sino que además Phineas Finkbottle, por razones que sólo él conocía, los había encerrado. —¿Qué diablos ha hecho ese tipo? —Cam golpeó la puerta. Estaba hecha de un roble tan sólido que su golpe no tuvo ningún efecto. —¿Por qué habrá hecho esto? ¿En qué estaría pensando ese hombre? —preguntó Gina. —¡No pensará durante mucho tiempo cuando yo logre salir de este calabozo! —gruñó Cam. —No es un calabozo. —Se retiró a las escaleras—. No puede estar pensando en asesinarnos porque lady Troubridge me dijo que ella tomaba un baño todas las mañanas. En el peor de los casos, nos encontrarán mañana por la mañana. —Quizá Finkbottle no sabe que lady Troubridge es adicta a los baños —evidenció Cam. —No parece un asesino. De pronto, Cam lo comprendió todo. —¡Va a robar la Afrodita! Su esposa lo miró y le sonrió. —Se la he dado a Esme esta mañana, por seguridad. Creo que tienes razón y que el ladrón puede volver a completar su tarea. —Maldito sea. Creía que el ladrón era tu desconocido hermano y no pensé en otras posibilidades. Qué tonto he sido. —Cam estaba lleno de la ira que siente un hombre incapaz de rescatar a su amada, a pesar de que ella no estaba en peligro. —¿Piensas que el señor Finkbottle es mi hermano? —jadeó Gina. —Tiene el pelo rojo. Estudió en el continente. Y ha intentado robar la Afrodita. Sólo tu hermano podría saber que tienes la estatua. Ella se quedó inmóvil por un momento, pensando: ¿El señor Finkbottle es mi hermano? —Es la única explicación que tiene sentido. Ahora mismo debe estar registrando tu habitación, buscando la Afrodita. —¿Por qué, simplemente, no me la pidió? —Porque es un criminal —dijo, rápidamente, intentando entender el motivo de su encierro. —De todas maneras, si me lo hubiera pedido, le habría entregado la estatua. —Tenía la mirada tan triste que Cam sintió que parte de su enfado se disolvía.

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—Los dos han sido unos tontos —dijo él, con un tono más amable—. Tu madre no contestó a tus cartas y tu hermano no se presentó apropiadamente. Hizo un gesto de desesperación. —Oh, por Dios. —La tomó en sus brazos—. ¿Para qué querrías que el tonto de tu hermano se presentara adecuadamente, de todas maneras? Gina se mordió el labio inferior y no dijo nada para evitar llorar. Las duquesas nunca lloran frente a otras personas. —¿Bueno? Su esposo parecía molesto pero la estaba abrazando tan suavemente que casi, casi, compensaba el hecho de que ni su madre ni su hermano quisieran conocerla. Que no se preocuparan por hablarle, escribirle o conocerla. Inmediatamente eliminó ese pensamiento de su cabeza y pensó: una duquesa es lo que una duquesa hace; una duquesa es, lo que una duquesa hace. —¿Qué es un baño de inmersión, de todas formas? —preguntó Cam, mirando el techo de ladrillos en forma de bóveda. —Son lo último —dijo ella—. Ése es el baño. Ella se retiró de sus brazos y señaló la enorme bañera. —Se entra por aquellas escaleras. Es bastante inteligente. El agua es transportada a través de la pared de la cocina, así que llega tibia al baño. Y se puede calentar más si das a este interruptor. —Al menos Finkbottle no quiere que nos congelemos hasta morir — dijo Cam, mientras caminaba para revisar las tuberías—. Esto es muy ingenioso. Quizá deberíamos instalar un baño en Girton. —Lo he pensado —dijo ella—. Sería muy sencillo enviar el agua a través de la cocina, ya que está ubicada al este. —Ésa es una forma optimista de ver la ubicación de la cocina. Mi padre siempre maldijo el hecho de que estuviera tan alejada del comedor, pero supongo que un baño de agua tibia es mejor que una comida fría. —Tenemos las comidas frías, de todas maneras —observó Gina—. Bien podríamos tener un baño tibio. Cam bajó los escalones de la bañera y estaba curioseando cuando de repente un gran chorro de agua salió de la tubería. —¡Maldita sea! —se quejó, saltando a las escaleras. Pero ya era tarde: estaba completamente empapado de la cabeza a los pies. Gina se rió. —Qué tonto. ¿Qué pensabas que saldría? ¿Aire? Cam la ignoró. —Lady Troubridge está en lo cierto: el agua está bastante tibia. — Subió las escaleras, goteando a su paso—. Quizás sea mejor que me quite esta ropa mojada. No querría que Finkbottle tuviera éxito congelándome hasta morir. Gina cerró los ojos. —¡No te desnudarás frente a mí! —Ten piedad —dijo él, en tono patético—. Me congelaré si me quedo con esta ropa mojada. —Señaló el agua que caía en el baño—. Además creo que después de todo lo dicho y hecho, bien podríamos experimentar la creación de lady Troubridge. —¿Tomar un baño de inmersión contigo? Hay que bañarse sola.

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Su sonrisa era secreta, tentadora y apasionada al mismo tiempo. —No siempre. Se sentó en el primer escalón y se quitó las botas. —¿Realmente vas a desvestirte? ¿Qué pasaría si viene alguien? —No va a venir nadie. Presiento que estaremos aquí bastante tiempo, duquesa. Finkbottle está registrando minuciosamente tu habitación; tardará por lo menos una hora. Y después, supongo que emprenderá la huida. Puedes ponerte cómoda. —Estoy bastante cómoda, gracias. Su esposa elevó la mirada y zapateó con fastidio. Él pensó que era la mujer más encantadora que jamás había visto. Mientras lo pensaba, se quitó la otra bota y decidió que le daría una buena propina a Phineas Finkbottle cuando salieran del baño. Aunque antes le daría una paliza, por supuesto. Se levantó y puso las manos en sus pantalones. Gina lo observaba con fascinación. —No debes hacer eso. Él sonrió y se desabrochó los pantalones, se los bajó y los arrojó a un lado. Ella no se estremeció, ni se puso a dar golpes en la puerta. Por supuesto, su camisa era lo suficientemente larga. Él comenzó a desabrochársela. —¡Cam! Dijo su nombre en un grito ahogado. Él se detuvo y caminó hacia ella. Luego la besó. No podía detenerse, no con esos labios tan rosados y carnosos. Ella suspiró y él le puso las manos en los hombros para calmarla. —Gina, ¿qué pensabas que íbamos a hacer en nuestra habitación? Ella lo miró con esos encantadores ojos verdes, secretos, tentadores y apasionados, todo al mismo tiempo. El borde de su boca se curvó un poco. —¿Tomar un baño? —No. Pero desvestirnos… te habría desvestido, duquesa —le susurró al oído y a la suave piel de su cuello. La sujetó con los brazos, abrazándola con fuerza. Sin pantalones, estaba completamente seguro de que ella sabría lo que tenía mente—. Gina, mi amor, te habría desvestido. Ella lo miró: miró su sonrisa salvaje y sus mejillas pronunciadas, y el esbozo picarón en su mirada. No era una idiota. Él tomaría lo que quería y se iría a Grecia. Pero antes de irse… y la había llamado «mi amor». Reprendió a su corazón, pero otra parte se derritió cuando él lo dijo. La había llamado «amor». La bañera se encontraba en una pequeña habitación, y se estaba poniendo agradablemente tibia por el agua que caía dentro. Cam se arrodilló ante ella. —¿Puedo retirar las zapatillas de su alteza? El corazón de Gina cantaba. Estaba temblando. Delicadamente, se levantó las faldas y le señaló el zapato. Su sonrisa no tenía ni pizca de complacencia, era pura alegría, lo que llenó el estómago de Gina de calor. Su mano se deslizó alrededor de su delgado tobillo y le quitó el zapato. Lo dejó justo al lado y ella le ofreció el otro tobillo.

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—Hermosa —dijo él, y ella pensó que hablaba de su pierna. Le quitó la otra zapatilla y la dejó a un lado. Luego subió las manos muy lentamente por su pierna, hasta llegar a la curva de la rodilla. Se detuvo en la liga, deshizo el nudo, y lo dejó a un lado. Apresuradamente, una media se deslizó hasta su tobillo. La miró detenidamente y rodeó con los dedos el otro tobillo. Obediente, ella le permitió que le quitara la liga y la media. Tenía la pierna y el tobillo desnudos bajo el vestido. Él no se movió inmediatamente. Sus manos regresaron a sus tobillos y se deslizaron hacia arriba por la suave y tersa piel. Ella tembló. —¿Qué estás haciendo? —le preguntó. —Acariciarte. —Sus manos iban subiendo, subiendo hasta la curva de su muslo. Ella estaba ardiendo. Pero un primitivo sentido femenino de defensa la impulsó a rechazarlo. —¡No! —Lo empujó. Pero él era como una montaña, arrodillado, adorándola. Echó la cabeza para atrás, retirándose un poco de cabello de la cara, y le sonrió. —No es más que una caricia gentil. Gina tembló ante la caricia gentil. —No es más que una caricia, como la que se le hace a un niño, o a un cordero. Gina podía sentir cómo temblaban sus rodillas. Se apartó. Él se puso de pie y le quitó la falda por encima de la cabeza. Y ahí estaba: un muslo fuerte que se veía a través de la luz parpadeante de la lámpara de gas. Su pecho era grande y musculoso, sus brazos larguísimos. Ella no sabía qué decir o adónde mirar. Pero no podía dejar de observar. Él era hermosísimo, muy masculino, muy diferente a ella. No había nada pulcro en él. Era puro músculo con un leve pelo negro. —¿Por qué eres tan musculoso? —preguntó. Tenía la idea de que la mayoría de los hombres de su círculo social no tenían músculos. Cam se encogió de hombros. —Esculpir es un trabajo duro. Yo trabajo el mármol. La miró. —Duquesa. —Su tono fue una orden—. Aquí. Y señaló un punto frente a él. Y ella obedeció. Ambrogina Serrard, duquesa de Girton, hija obediente, esposa obediente, duquesa obediente, caminó hacia su esposo con los pies descalzos. Pero no lo miró con el aire recatado de una virgen que observa por primera vez el cuerpo desnudo de un hombre. No: Gina lo observó con una mirada franca y sedienta. Cam sintió su sangre correr. Ve despacio, se advirtió a sí mismo. No olvides que es virgen. El pensamiento logró calmarlo un poco. Ella lo miró. —¿Bueno? Él se aclaró la garganta. —¿Puedo quitarte las prendas? —Yo puedo hacerlo —dijo ella, rápidamente. Cam sonrió. ¿Se había dado cuenta la duquesa de que él la había engañado para que se desvistiera? Había descubierto que Gina nunca, nunca había pedido ayuda con nada. Parecía pensar que podía ir por la

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vida sin ninguna ayuda, excepto en lo que se refería a su guante derecho. Pero ella no lo estaba haciendo muy bien. —Quizá debamos apagar las lámparas de gas —dijo, un poco desesperada. —Claro que no. Quiero verte. Sus mejillas estaban encendidas. —No quiero hacer esto en el suelo. —Hay un sillón largo —dijo Cam, y sólo la sonrisa de sus ojos traicionó la gravedad de su tono. —Pero un duque y una duquesa jamás harían el amor en otro sitio que no fuera la cama ducal —dijo Gina, con cierto tono de burla en su voz. —Exacto. Cam miró hacia abajo. No había nada que pudiera hacer con respecto al estado de su cuerpo. De hecho, tenía el presentimiento de que ése sería su estado normal durante los próximos cuarenta años o más. Por lo menos mientras estuviera cerca de su esposa. —En ese caso, ¿probamos el baño, duquesa? ¿Puedo sugerir que se quite el vestido y —se adelantó a su objeción con un rápido beso—, se bañe en camisón? Gina se mordió el labio. Realmente, no podía tener objeción alguna a bañarse en ropa interior. No era como si estuviera desnuda. Su vestido tenía dos botones en el cuello. Lo llevó a un lado de su cabeza y luego, en un segundo, la fría tela amarilla pasó ante sus ojos y desapareció. Cam respiró profundamente. —¿Podemos entrar en el baño, alteza? —le dijo, con una pequeña sonrisa, una sonrisa como melaza líquida. La duquesa de Girton estaba descubriendo los múltiples placeres de la seducción. Él quiso decir algo pero tuvo que aclararse la garganta, finalmente dijo: —Sí. Ella estiró la mano. Pero él no le permitiría guiarlo por las escaleras hacia la bañera. En lugar de eso, la besó. ¿Sabía ella lo que le pasaría a su delicada ropa interior al empaparse? ¿Le importaba? Su remilgada duquesa se había ido, y había sido reemplazada por un duendecillo seductor, la mujer que lo había recibido en seda amarilla y con brandy en la mano. Él sostuvo la mirada en sus ojos y saboreó su muñeca, piel suave y blanca incluso en la penumbra del baño. Finalmente, le permitió que lo guiara por las escaleras. En el fondo, Cam se zambulló en el agua. Gina se detuvo en el último escalón encima del agua y sumergió un dedo. —Sí, está tibia —dijo con deleite. —He encendido el interruptor para entibiarla —dijo Cam. Tenía el agua hasta la cintura. Ella caminó lentamente, paso a paso adentrándose en el agua hasta que se paró frente a él, con el agua salpicando sus senos. Cam se sumergió bajo el agua y emergió como un animal marino brillante, acicalado y oscuro, con gotas que caían de su pecho hacia la bañera. Para no quedarse atrás, Gina hizo lo mismo. Se inclinó hacia atrás, riendo.

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—¡Ésta es la primera vez que me baño en una bañera tan grande! ¡Es glorioso, Cam! —Glorioso —dijo él. Sus ojos siguieron los de él. —Mmm —dijo ella—. Al parecer, mi ropa interior ha perdido su… Él detuvo su diversión con su boca. Gina jamás había sido una cobarde. El viejo duque, el padre de Cam, había descubierto muy pronto que la joven esposa de su hijo tenía demasiado coraje para su edad. A pesar de todo, y con mucho trabajo, logró convertirla en una verdadera duquesa. El señor Bicksfiddle, el administrador de la propiedad, siempre había estado de acuerdo con el viejo duque. Una vez que la duquesa de Girton decidía hacer algo, no había cielo ni tierra que pudiera impedirlo. Ella dio un paso atrás y se quitó la ropa interior empapada por la cabeza, lanzándola a un lado. La mirada en la cara de Cam era todo lo que una mujer esperaba ver, dadas las circunstancias. Ignoró el calor abrasador en su estómago y la inestabilidad de sus extremidades y salpicó un poco de agua en dirección a él. —Te encantaría bañarte en el Mediterráneo —dijo juguetón. Dio un paso hacia ella. Sus largas manos la tocaron como si fuera una escultura de mármol esculpida por el propio Miguel Ángel—. Oh, Dios, eres tan hermosa —dijo. Y en la sorpresa de su voz, ella se sintió verdaderamente hermosa por primera vez. Había tiras de cabello mojado atrapado en sus mejillas; él las hizo a un lado cuidadosamente. —Hay pintura en tus mejillas —dijo, y las limpió con su pulgar. Ella miró sorprendida y se rió. —Me había oscurecido las pestañas. —Pensaba que lo habías hecho —dijo él, con satisfacción. Luego la acarició con sus grandes manos mojadas, quitándole el rímel—. Son hermosas sin pintura. Como rayos de sol. Ella tomó sus manos, y él inclinó la cabeza hacia sus labios. Gina se acercó con un pequeño suspiro que le aceleró el pulso. Él se quedó en su cuerpo, moldeando su dulce figura con los dedos, memorizando la deliciosa curva de sus caderas. Su esposa resultó ser una sirena risueña propensa a caer hacia atrás dentro del agua. Tuvo que castigarla con besos hasta que se aferró a él temblorosa, con la respiración entrecortada, rogando… Cam salió de la bañera sosteniendo a su esposa en los brazos. La llevó hasta el sillón largo de lady Troubridge. Era su mujer, su duquesa. Ella no se tendía bajo su mano, como sucedía con otras mujeres de acuerdo con su experiencia. Deja en paz a una mujer sin experiencia. Se retorció, rogó y lloró. Se entregó. Y, lo mejor de todo, no sólo tomó, sino que también dio. Donde él la besaba, ella lo besaba. Donde él la tocaba, ella lo tocaba. Era una coqueta nata, una deslumbrante combinación entre inocencia y conocimiento innato. Y se rió. Se reía tontamente cuando le besaba la curva de los senos, la delicada curva de las costillas. Dejó de reírse y tuvieron una pequeña

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riña mientras él continuaba. Él ganó al distraerla cuando permitió que una de sus manos se perdiera en uno de sus senos. Su Gina no podía contenerse cuando él tocaba sus senos, tal como un niño no puede dejar de reír cuando le hacen cosquillas. Ya no había risa. Él siguió el dulce camino hacia donde deseaba, y hasta besarla como deseaba, y ella se retorció y gimió y lloró en sus brazos. Lo más sorprendente de todo fue que ella llevó la iniciativa: lo empujó y demandó sus derechos. —Las damas no hacen este tipo de cosas —le advirtió él. Su cuerpo se puso rígido como una tabla mientras ella lo besaba, siguiendo un pequeño camino, serpenteante, bajo su estómago—. Gina… —Pero ella no le prestó atención. Probablemente nunca lo haría, pensó. Ellos estarían… dejó de pensar. Sus dedos quedaron atrapados en su pelo sedoso y mojado y un pequeño gemido salió de su pecho. Cuando la atrajo hacia arriba, cubrió esos labios rojos con los suyos y cerró los ojos ante su cara de deleite. —Él no te puede tener. —Su voz era fuerte y sus manos estaban temblando. Le dio la vuelta sobre su espalda y pasó una mano por sus sedosas piernas, que Gina abrió para él. —No dolerá mucho tiempo —le dijo al oído. —Lo sé. Por favor, Cam, te deseo… ¡te deseo! Sus manos se aferraron a sus hombros. Él confió. Y esperó. Sutilmente, se dio cuenta de que su cuerpo estaba extasiado, que pedía más, demandando; pero esperó, no quería hacerle daño e iba muy despacio. Ella tenía los ojos cerrados. Él los beso; le besó las mejillas y los labios. —¡Gina! —susurró—. ¿Estás bien? Gina abrió los ojos, del color del Mediterráneo al atardecer. —¿Crees que podrías hacer eso de nuevo? —dijo ella. No se había equivocado. Ella iba a reírse todo el tiempo mientras hacían el amor. Había una risa reluciente en sus ojos y en el temblor de su boca. Cam se sumergió más profundamente en ella. La risa desapareció y Gina jadeó. No le pareció que fuera un grito de dolor y la penetró aún más. Esta vez ella lo encontró a mitad de camino. —¿No duele, verdad? —Un poco —contestó ella—. «Eres… eres… más grande que yo.» Cam era consciente de ello. Cada pulgada de su cuerpo se lo decía. —Pero no duele, me siento… Ah, no lo sé. Me siento hambrienta. Una pequeña sonrisa se asomó a los labios de Cam. —Puedo ayudarte con eso —dijo él contra sus labios. Y empujó una y otra vez. Ella era de las que gritaban, su duquesa. Él lo sabía, y estaba en lo cierto. Lo que él no sabía era que lograría que él también gritara. Cam se acostó sobre la espalda, levantando a su esposa. La puso encima de él como si fuera una manta. Gina se recostó en la curva de su cuello y él le acarició la larga línea de la espalda y pensó placenteramente en nada. Pensó en quedarse en la bañera para siempre. Ella estaba durmiendo, así que alcanzó la manta de lady Troubridge y la puso sobre su suave piel, besándole la cabeza.

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Pensó que deberían vestirse… el rescate podría llegar en cualquier momento. Envolvió con los brazos a su preciosa esposa y tomó una decisión: no permitiría que se fuera hasta que lo hicieran de nuevo, quizá mil veces más. Dos mil veces. Cerró los ojos.

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Capítulo 27 El baño de inmersión de lady Troubridge: un hábitat oscuro pero placentero.

Gina se despertó en la absoluta oscuridad, tan espesa y silenciosa, que literalmente no podía ver nada. Por un instante, estuvo muerta del susto. Pero luego se dio cuenta de que aunque no podía ver sí podía sentir. Y escuchar. No era un silencio absoluto. Podía escuchar a Cam respirando. Más aún, cuando su corazón dejó de latir frenéticamente en sus oídos, pudo escuchar su pulso firme, no muy lejos de su oído. Y pudo sentir su cuerpo desnudo y satisfecho. Una sonrisa se asomó en su boca. No había sentido un dolor insoportable, como se lo habían descrito. Había oído muchas conversaciones sobre las relaciones matrimoniales y sabía que daban placer, en las condiciones adecuadas, y que algunas mujeres no disfrutaban mientras que los hombres siempre lo hacían. Volvió los labios contra la suave piel debajo de ella. Gina presentía que aquellas mujeres no eran tan afortunadas como ella. Cam se levantó como un gato, inmediatamente del sueño a la vigilia. Su cuerpo se puso rígido. —¿Qué diablos ha pasado con la luz? —Creo que la lámpara de aceite se ha acabado —le dijo, mientras le besaba el cuello; sabía a sal. Él no dijo nada y su cuerpo no se relajó. —¿Cam? —Encontró sus labios. Un escalofrío involuntario le recorrió todo el cuerpo. Quizá, pensó ella, su cuerpo no volvería a ser el mismo. La sangre bailó bajo su piel. Él la besó, pero no fue más que un beso superficial. —Pediré la cabeza de Finkbottle por esto —dijo él; parecía muchísimo más enfadado de lo que estaba cuando quedaron encerrados en el baño. —La lámpara estaba condenada a terminarse —resaltó ella—. ¿Tienes alguna idea de cuánto tiempo hemos dormido? Quizá ya sea por la mañana. —Deben de ser entre las diez y las once de la noche. Llevamos aquí unas tres horas. —¿Cómo diablos puedes saberlo? —preguntó ella, buscando su cuello con los labios. —Discúlpame —dijo Cam, levantándola y poniéndola a un lado. Un instante después, le cubrió los hombros con la manta. —¿Cómo puedes ver lo que estás haciendo? —le preguntó—. ¿Y cómo sabes qué hora es?

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—He tenido experiencias similares. —Su voz no reflejaba ni un poco del placer que acababan de disfrutar. Gina se acurrucó en la manta. Le oyó andar. Forzó los ojos, pero no pudo ver nada. —¡No te caigas en el agua! —gritó asustada, de repente. —No lo haré. —Su voz provenía de la derecha—. ¿Quieres vestirte? La voz venía de atrás y las enaguas cayeron en su regazo. Gina se las puso. Tardó algún tiempo en comprobar que lo había hecho correctamente. —He encontrado tus medias —dijo la voz débilmente—, pero no logro localizar una de las zapatillas. —La tiraste a la derecha. Un instante después, Gina se estaba poniendo las medias, una labor mucho más complicada en la oscuridad que con luz. Luego, estuvo tan vestida como le fue posible. Se estremeció al pensar en el aspecto que tendría su pelo. Lo único que pudo hacer fue peinarse con los dedos. —¿Cam? —preguntó. —¿Sí? —¿Para qué me molesto en vestirme? ¿No es muy probable que pasemos aquí la noche? Me parece que Finkbottle ya habría regresado si ésa fuera su intención. —Dudo mucho que alguna vez haya pensado en regresar —dijo, con voz muy enojada—. Pienso estar dándoles patadas a esa maldita puerta hasta que alguien me oiga. Gina se quedó pensando un momento. —Cam —lo llamó—. ¿Podrías venir, por favor? Escuchó sus pasos. —¿Te sentarías conmigo? Él dudó. —Por supuesto —dijo, sentándose a su lado. —¿Qué te pasa? ¿Cuál es el problema? —dijo ella, en un tono cuidadosamente limpio de culpa o reproche. —Ninguno —respondió él, igual de calmado—. Aparte del hecho que no me gusta estar encerrado en una mazmorra por culpa de un abogado que seguramente ha robado una obra de arte de incalculable valor. Se sujetó a su brazo, para impedirle escapar. Quizá los hombres se volvían un poco irritables después, se dijo. Entonces se le ocurrió una razón mucho peor… Quizá Cam estaba enfadado porque al haber tomado su virginidad ya no les concederían la anulación. Una punzada de angustia recorrió su cuerpo. —¿Estás molesto porque ya no puedes pedir la anulación? —le preguntó, antes de pensar nuevamente la pregunta. —No —dijo Cam brevemente, con falta de interés—. Eres mía ahora. Gina sintió un vacío de emoción en su estómago. Ella nunca le había pertenecido a nadie antes. Ni siquiera su madre era realmente su madre, y su esposo no había sido realmente su esposo. Había algo extrañamente reconfortante en la ligereza con la que él anunció ese hecho. —¿Entonces qué te pasa? —repitió ella. —Por Dios, acabo de decirte que no me pasa nada —rugió, poniéndose de pie. Gina lo acompañó. Detestaba la idea de tropezarse detrás de él en la oscuridad.

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Pero él retiró la mano y se alejó. —Solamente está oscuro, Gina —dijo duramente—. No hay motivo para que estés nerviosa. —Pero no lo estoy. —Gina se detuvo. Era él quien estaba asustado, qué extraño que no lo hubiera notado inmediatamente. Él no se había ido lejos, así que Gina simplemente caminó en la dirección de su voz, hasta que chocó con un cuerpo tibio. Estaba recostado contra la pared. Su cuerpo estaba rígido. Gina puso la cara de Cam en sus manos y lo besó. Al principio él no respondió, pero luego se relajó. Llegó a pensar que lo había logrado, cuando él la empujó y le dijo secamente: —Que Dios me libre de una mujer insaciable. Gina se mordió el labio y contó hasta diez. —Se suponía que era un chiste —dijo una voz frente a ella. Volvió a contar hasta diez. Tal como le había dicho a Carola, el silencio era a veces extremadamente útil. Sus brazos la alcanzaron y pasó sus labios por su cabello. Al principio ella no lograba comprender lo que decía. Entonces él lo repitió. —¿Sabes el chiste del predicador, el puritano y la hija del vinatero? —No —dijo Gina. —Te puedo decir una adivinanza, si quieres —vociferó él. —Preferiría que no. Nunca he sido buena para las adivinanzas. —¿No le tendrás miedo a la oscuridad? —Había rabia en su voz—. Pediré la cabeza de Finkbottle por ponerte en esta situación intolerable. —No tengo miedo —dijo Gina, rotundamente—. ¿Sería más sencillo si yo te dijera a ti algunas adivinanzas? Lo malo es que no siempre logro recordar la respuesta correcta. Hubo un momento de silencio interrumpido por el sonido de dos gotas de agua que cayeron de las tuberías al baño. —¿Estoy temblando? —dijo finalmente él. —Estás angustiado. Personalmente, las serpientes me ponen histérica. Estás advertido. Un beso aterrizó en su nariz. —Sospecho que si fuera capaz de ponerme histérico, éste sería el momento adecuado. —¿Deberíamos dormir con una lámpara encendida? —No. Sólo me ponen enfermo las habitaciones sin luz y sin ventanas —dudó—. Mi padre solía encerrarme en armarios y aparadores para castigarme. —¡También intentó encerrarme a mí! De hecho, lo hizo una vez. Me encerró en la bodega de vinos. Pero le describí el castigo en una carta a mi madre. El duque nunca recobró la audición en su oído derecho después de que ella lo visitara. Al menos a eso le echaba él la culpa de su sordera. Los brazos de Cam se tensionaron alrededor de ella. —Lamento que te hiciera eso. Nunca se me ocurrió que podría hacérselo a alguien que no fuera su propio hijo. Cada vez estoy más convencido de que debí haberte llevado conmigo a través de esa ventana. Ella se rió. —¡No habrías podido! Imagina lo desesperante que habría sido tener

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que cargar con una esposa de once años. —Bueno, si hubiera sabido que te iba a encerrar en la bodega, te habría sacado de allí —dijo él. —Honestamente, la bodega no me molestaba tanto. Soy una persona tan práctica, que ni siquiera a los once años tenía mucha imaginación. Pero si a ti te lo hizo cuando eras un niño, debió de ser horrible. —La primera vez que me encerró fue el día del funeral de mi madre. Pensó que no había mostrado el respeto adecuado, porque no me quedé quieto durante las oraciones. Cerró las puertas de la capilla y me encerró adentro con el cuerpo. —¡Eso es horrible! —dijo entrecortadamente—. Era un viejo espantoso. ¿Tenías ocho o nueve años, verdad? —Cinco —dijo Cam—. Después de eso me encerraba con frecuencia. Me gusta pensar que no me habría convertido en un cobarde de no ser por las cosas que me decía. —¡No eres un cobarde! Ya estaban de nuevo en el sillón largo y Gina tenía los brazos alrededor de su cuello. —¿Qué cosas te decía? —Le pareció que su cuerpo estaba ligeramente menos tenso que hacía un rato. —Que el fantasma de mi madre se me aparecería. Yo le creía, por supuesto. Él podía ser bastante gráfico con lo referente a carne putrefacta y lombrices. —Viejo cruel —chasqueó Gina. —Sí. Tardé algunos años en comprender que mi madre no era un fantasma. Pero, cobarde o no, no me siento cómodo en la oscuridad, ni siquiera ahora, que han pasado tantos años. —Fue despreciable lo que dijo de tu madre —dijo Gina—. Ella te amaba mucho. —¿Cómo puedes saberlo? —Había un tono divertido en su voz. —Porque lo sé —contestó ella. Él se encogió de hombros. —No tengo recuerdos de ella en absoluto. Espero que fuera una mujer convencional que felicitaba a su hijo y heredero con una palmadita en la cabeza una o dos veces por semana. —No —dijo Gina—. Ella no era ese tipo de mujer. Me dieron su habitación después de nuestra boda, ¿sabes? —¿Su habitación? Estuvo cerrada durante toda mi niñez. —Cuando descubrió que habías huido, tu padre cerró tu habitación y me empujó a la de tu madre. Sentía la tibieza de los labios de Cam en su oreja. —¿También intentó aterrorizarte a ti, verdad? —Al principio fue muy extraño —admitió Gina—. Toda su ropa estaba en el armario, y sus cepillos estaban en la mesa, tal como los dejó cuando murió. Pero a mi institutriz no parecía importarle que las cosas de tu madre no hubieran sido tocadas durante más de diez años. En lugar de ello, comenzamos a doblar todos los trajes, para guardarlos. Y en el bolsillo de uno de ellos había un pequeño libro: era el diario de tu madre. Él había comenzado a acariciar su cuello de una manera interesante, pero se detuvo al escuchar eso.

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Gina se recostó en su brazo, por si quería bajar su mano un poco. —Ella escribió mucho sobre ti. Decía que eras el bebé más dulce que había nacido en Inglaterra, Escocía o Gales; te cantaba hasta que te quedabas dormido, todas las noches. Incluso cuando tenían visitas, ella se escapaba a tu cuarto para poderte cantar hasta que te durmieras. Su mano había comenzado de nuevo a acariciarla, pero ella sabía que él estaba escuchando. —Tenías los ojos grandes y negros y el labio inferior grueso. Tenías una sonrisa especial sólo para ella, y tu primer diente estaba justo aquí. — Puso su dedo en los labios de él. Cam le lamió el dedo y ella lo llevó a su boca. —Mmmm —dijo ensoñadoramente—. Sabes muy dulce, incluso de adulto. Él hizo un ruido sonoro en su garganta, y su mano comenzó a bailar sobre su traje. —¿Por qué has vuelto a ponerte este trapo? —preguntó. Gina lo ignoró. —No me atrevo a decirte cómo te llamaba —dijo ella con extremada timidez—. Me temo que te avergonzarías. Él estaba trazando un camino hacia arriba en su muslo. —Pruébame —dijo él, besándole los párpados. —Botón de oro —dijo Gina, en algún punto entre un gemido y un grito. Su pulgar estaba haciendo… algo—. Te llamaba su Botón de oro porque tú… Oh, Cam, eso, qué agradable… Él la empujó hacia el gran sillón y le apartó la ropa. —Tu madre te amaba más que a nadie en el mundo y… Pero había olvidado lo que iba a decir. Estiró los brazos y atrapó con las manos su cara, atrayéndola hacia sí, lo que hizo que el cuerpo fuerte de Cam cayera sobre el de ella, acabando con la poca capacidad de pensamiento que le quedaba. Así que habló muy deprisa. —Tu madre estaba contigo en esas habitaciones oscuras, Cam. Estaba sentada a tu lado, llorando porque no podía hacer nada para rescatar a su pequeño Botón de oro. Las lágrimas le asomaron a su rostro ante este pensamiento. —Espero que su guardia haya cesado —dijo desde la oscuridad, encima de ella, con una voz divertida—. Preferiría que estuviéramos solos en este momento en particular. —Oh, tú… —dijo Gina con enfado fingido. No se dio cuenta de que su cabeza había descendido a sus senos. Ella se derritió, levantando el cuerpo hacia su mano, retorciéndose, gritando. Él resbaló hacia dentro, como si hubiera nacido para responder a la sensación vibrante que se había apoderado de sus muslos. Gina lo agarró con fuerza e intentó recuperar el ritmo. Entonces él hizo algo diferente y levantó sus piernas; entendiendo lo que sucedía, ella las enredó alrededor de su cintura y… Esta vez él no la puso encima de su cuerpo. Estaba demasiado cansado. Su deliciosa esposa había tomado demasiado de él. Así que simplemente se deslizó a un lado, retirando su peso de ella, pero se quedó en donde pudiera dejar la mano sobre su piel sedosa, justo debajo de su seno.

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—¿Entonces, de qué color era mi pelo cuando nací? —dijo él, una vez sus latidos bajaron a un ritmo razonable. —¿Ah? Gina parecía aturdida y Cam sonrió para sí. Le había dado placer a unas cuantas mujeres, pero jamás había visto una tan apasionada como su propia remilgada y decente duquesa. Él dejó que los labios le resbalaran por sus mejillas. Gina tenía unas mejillas pronunciadas y hermosas. La oscuridad era perfecta para el escultor que había en él. Estaba sintiendo sus huesos en lugar de verlos; deseó tener arcilla en sus manos, y tomar un cincel. —¿Dijo mi madre si tenía pelo cuando nací? —Por supuesto que tenías —dijo ella—. Tenías unos adorables rizos negros. Él le sonrió en el cuello. —Espero que no seas ese tipo de persona que se queda dormida tan pronto recibe algo de placer. —Mmmm —dijo su esposa con un gran bostezo, pensando que esa respuesta sería suficiente. Pero Cam se sentía como si todo su cuerpo fuera una gran sonrisa. La levantó y se dirigió al baño. Luego se detuvo porque no quería romperse una pierna. Se sentía complacido al darse cuenta de que había caminado sin problemas hasta el primer escalón de la bañera. —¿Cam, qué estás haciendo? —Gina enterró la cara en su cuello. En ese momento él tenía el agua hasta las rodillas. —Dejándote caer —dijo animadamente. Ella gritó lujuriosamente cuando cayó en el agua. Cam pensó que no había razón para ello. La tubería que entibiaba el agua de la bañera de lady Troubridge estaba funcionando perfectamente. Que esperara a que la dejara caer en el Mediterráneo en diciembre. ¡Eso sí era agua fría! Se levantó con un chillido y, antes de que él se diera cuenta, ella contraatacó utilizando todas las partes del cuerpo generalmente ignoradas en los círculos sociales. —No puedo creer que hayas hecho eso —dijo Cam unos instantes después, riendo y jadeando al mismo tiempo. Tenía ventaja, gracias a su extraordinaria visión nocturna, pero ella era tan delgada que parecía desaparecer de sus manos. Y atacaba sin advertencias—. ¡No lo harás! — repitió Cam con un grito alegre, realizando un ataque que tendría serias consecuencias. Él la abrazó y la besó, con un lento y dulce beso—. ¿No querrás poner en peligro a nuestro futuro y pequeño Botón de oro? Le tomó un instante recordar. Pensar en botones de oro, en él y en ella, en el mismo aliento. Pero él estaba presionando su boca contra la suya, y si su tonto corazón se derretía más… bueno, ¿qué podía hacer ella? Era la segunda vez que Phineas Finkbottle veía al duque y a la duquesa enredados en un abrazo apasionado. Un momento antes de irse observó la espalda blanca y delgada de la duquesa y las manos del duque en su curva inferior. Phineas puso en el piso su linterna para irse sin hacer ruido. No podía permitir que sus testigos vieran a la duquesa desnuda.

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Pero su corazón se llenó de regocijo. Él, Phineas Finkbottle, había evitado que la anulación se llevara a efecto. —Lo siento —dijo, cerrando la puerta a su espalda y observando el círculo de matronas a la que les habían prometido escoltar hacia el baño de inmersión—. Me temo que éste no es el momento apropiado para visitar las instalaciones. —¿Y por qué no? —chilló la señora Flockhart—. Por todos los cielos, ¿qué nos los impide? Estuvo a punto de echarse a temblar, pero enderezó los hombros y se calmó un poco. Él era un hombre de recursos, un hombre que llevaba las cosas a cabo. —He visto una rata —dijo tembloroso—. No es un lugar apropiado para unas damas tan delicadas como ustedes. La señora Flockhart dijo lo que muchos estaban pensando: —¡Bueno!, espero que lady Troubridge, pobre, ¡se horrorice al saber que ha estado compartiendo su baño con ratas! ¡Insiste tanto en los beneficios de bañarse a diario! —se rió.

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Capítulo 28 El señor Rounton defiende su patrimonio.

—¿Sabes qué es lo que amo de tus ojos? —dijo Gina en tono soñador —. El negro de tus pestañas. Y se vuelven puntiagudas cuando están mojadas. Me encantaría tener pestañas negras, me refiero a ese negro exactamente. —Me gustan las tuyas como son. Son… —Cam se interrumpió—. ¡Puedo ver tus pestañas! Ella volvió la cabeza y miró las escaleras que conducían a la casa. —Mira esto —dijo Cam—. Alguien ha venido y nos ha dejado una lámpara. Qué considerado. No ha querido interrumpirnos. Gina miró abajo y sintió que el cuerpo entero se le ruborizaba. —Debo vestirme —dijo. —Sí. Supongo que la puerta ya no está cerrada. La levantó y cruzó la tina a zancadas hasta que encontró las escaleras. Luego, dejó que se resbalara por su cuerpo, hasta ponerla de pie. Gina lo miró y le dedicó una sonrisa de gato soñador. —Parece que ha dejado de importarte la oscuridad… —¿Piensas que me has curado, no? —No necesitabas una cura. —Gina se puso de puntillas para poder mirarlo a los ojos—. Todos esos besos que te dio tu madre estaban en tu memoria. Sólo necesitabas que te recordaran cuánto te quería, Botón de oro. Su sonrisa era renuente, y sin embargo, dulce. —Quizá estés en lo cierto —dijo, arrastrando las palabras. Ella se volvió para recoger su vestido del suelo. Estando agachada, la atrajo de nuevo hacia él, sosteniéndola de la cintura para abajo. Sintió calor entre las piernas y sus rodillas se doblaron. —Acompañaré a milady a la cama esta noche —dijo él. Ella no pudo responder. La sangre galopaba tan fuerte en sus oídos que ni siquiera estaba segura de que hubiera escuchado correctamente. La dejó ir y buscó sus pantalones. Gina se quedó de pie un momento, evitando que el hecho de que estaba completa y absolutamente enamorada del tonto de su marido entrara en su cabeza. —Y te esculpiré con ese pedazo de mármol. —Señaló sobre su hombro—. He trabajado en los bocetos durante los pasados dos días. Fantástico. Ahora se convertiría en la dama desnuda del guardarropa. Ni siquiera le importaba. Puso un pie sobre el sillón y, lentamente, se subió la media. Su cuerpo sentía punzadas y protestaba. Viviría entre esculturas desnudas, se convertiría en una de ellas. Su corazón cantaba.

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Él ya se había vestido y apagó el interruptor que calentaba el agua. —Cam —dijo—. ¿Ves una liga por ahí? La recogió del suelo y caminó hacia ella. Gina la tomó y se la puso. —Esculpiré tu cabeza y tus hombros —dijo, siguiendo una línea recta hasta su cuello—. No estoy seguro de poder hacerle justicia a tus ojos. Pero esta belleza de aquí —acarició con el pulgar la parte de atrás de su cuello—, esto es encantador y sé que puedo hacerlo. Su alivio se debió de notar. —Pensabas que te iba a convertir en una Diana desnuda, ¿verdad? Ella asintió. —Que me lleven todos los demonios si permito alguna vez que otro hombre vea tu cuerpo. En piedra o en carne y hueso. Tú eres mi esposa, Gina. Realmente mi esposa. Aunque eso no significa que no vaya a esculpir otros cuerpos desnudos —agregó. Entrecerró sus ojos. —¿Marissa? —¿Quién más? No te venderé en el mercado. Estarás desnuda en mi habitación, y en ningún otro lugar. Entonces, sintiéndose un poco tonta, se dio cuenta de no sabía qué estaba diciendo Cam realmente. ¿Quería decir que la llevaría a Grecia? ¿O que la dejaría en casa en Girton? Olvidó ese pensamiento. En realidad le daba lo mismo. Al menos en ese momento. —¿Puedo escoltarla hasta su habitación, alteza? Ella hizo una reverencia perfecta. —Sería un honor. En el camino de la bañera a las escaleras, Gina intentó convencer a su esposo de que le soltara el brazo, pero él la ignoró. —Continúa, Gina —dijo él, con afabilidad. —Deberían detenernos —dijo ella sin entusiasmo, mientras Cam empujaba la pesada puerta de roble—. No le he dicho a mi prometido que no me casaré con él. —Bonnington no es un idiota. O quizá sí. De todas formas, no importa. —Sostuvo la puerta abierta, y Gina entró en el corredor. —Cam —dijo ella, secamente y con voz de alerta. Él miró sobre su cabeza. —Vaya… El bueno de Phineas Finkbottle… Puso a Gina detrás de él y caminó lentamente hacia el abogado, mirándole las manos. Frente a un noble verdadero, Phineas comenzó a balbucear. —Espero no haber metido la pata… lo siento mucho, pero las instrucciones del señor Rounton… de verdad, señor duque, fueron tan claras… no puede pensar en otro lugar… porque ese almacén no era… Cam se detuvo intentando entender el caótico discurso de Finkbottle. El hombre se había equivocado, pero nada de lo que decía tenía mucho sentido. —¿De qué diablos estás hablando? ¿Qué dices de un almacén? ¿Y qué te dijo Rounton que hicieras? Una risa nerviosa escapó de la boca de Gina. —Si he entendido bien, el señor Finkbottle casi nos encierra en un almacén en lugar de en el baño de inmersión.

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Cam rodeó a su esposa con los brazos y la apretó fuertemente contra sus hombros. Finkbottle respondió algo sobre unas llaves y un jardinero, pero Cam lo interrumpió bruscamente. —Vamos al grano, ¿está bien? ¿Dónde diablos has escondido la Afrodita? Finkbottle tembló. —¿La qué? —¡La Afrodita, grandísimo idiota! —Yo sólo seguí las órdenes del señor Rounton. No dijo nada de una Afrodita. —No culpes de esto a Rounton. Él nunca te diría que robaras la preciosa estatua. Es muy fiel a nuestra familia. —No creo que el señor Finkbottle tenga idea de qué es la Afrodita — resaltó Gina—. De hecho, pienso que la Afrodita está a salvo, en las manos de Esme. Finkbottle se quedó ahí, tan asombrado como era posible para un hombre de aspecto tan joven. Su rostro estaba tan colorado como su cabello. —¿Eres entonces el hermano ilegítimo de la duquesa? Los ojos de Finkbottle se agrandaron. —¿Qué? —El hermano ilegítimo de la duquesa —repitió Cam—. ¿Eres tú? —¡No! —No entiendo cómo has podido ver alguna semejanza entre nosotros —interpuso Gina. —Él también es pelirrojo. —No soy ilegítimo —tartamudeó Phineas—. Soy pobre, pero eso no es lo mismo que ser ilegítimo. Mi padre es el hijo más joven de un conde. Y mi madre es una mujer perfectamente respetable, hija de un escudero. ¡Y estaban casados! La indignación pareció darle algo de entereza. —Me ha acusado de ser un ladrón y de ser ilegítimo, milord, pero todo lo que he hecho ha sido encerrarlos en un baño de inmersión durante algunas horas. Cam se puso rígido de nuevo. —Bueno, ¿por qué diablos lo has hecho? —dijo suavemente. Phineas retrocedió un paso. —El señor Rounton —balbuceó. —El señor Rounton le dijo que lo hiciera —dijo Gina—. Rounton envió al pobre señor Finkbottle a la fiesta de la casa y le dijo que nos comprometiera. Supongo que el señor Rounton estaba pensando que protegía el linaje ducal. —¿Comprometernos? Bueno, eso ya lo veremos —dijo su esposo en un tono de voz frío—. Él piensa que puede arreglar mi vida para su beneficio, ¿no? Bueno, quizá le complazca saber que absolutamente nadie sabía que estábamos en el baño de inmersión. Hacen falta más de dos personas para comprometerse de esa manera. Hacen falta testigos. No hay nada, absolutamente nada, que le impida a Su Alteza casarse con el apestoso de Bonnington mañana. ¡Y puede decirle al señor Rounton eso

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de mi parte! —Cam —dijo Gina. Finkbottle asintió con la cabeza. —Lo haré, milord, se lo diré inmediatamente. —Se movió a un lado, a punto de correr a decírselo. —Pensándolo bien, se lo diré yo mismo —dijo Cam. Su voz reflejaba su ira—. No creo que quiera tener un abogado que se toma la libertad de organizar mis encuentros sexuales. Rounton se ha pasado de la raya. El señor Finkbottle se puso aún más pálido, si eso era posible. —Si puedo rogar por su indulgencia, milord —rogó—. Fue un error de interpretación de las órdenes del señor Rounton lo que… Pero una voz clara los interrumpió a los dos. —Cam. —Sí, querida —dijo volviéndose hacia ella. Sus ojos bailaban y su cabello largo le caía enredado sobre los hombros. Posó las manos sobre los hombros de su esposo y le sonrió; y eso fue suficiente para que la ira de Cam se desvaneciera. —No estoy de acuerdo contigo. —¿Sobre qué? —preguntó Cam, tratando de pasar por alto que los labios de ella estaban hinchados y rojos a causa de los besos. —Creo que sí estoy comprometida. Estoy muy, muy segura de que todos en la fiesta sabían que estábamos en el baño de inmersión. De hecho, creo que mi reputación está definitivamente arruinada. Lo observó mientras sus ojos se aclaraban. —¿Lo crees, amor? —dijo, levantando la mano hasta sus labios. —Eso me temo —afirmó ella—. No quisiera pensar que estás jugando con mis sentimientos. Él se inclinó y le habló al oído. —Definitivamente quiero jugar, esta misma noche. Ella levantó una ceja. —¿Habrías sentido lo mismo si hubiéramos estado en un almacén polvoriento? —Te habría sentado en mi regazo —dijo él con un guiño. Ella se sonrojó, y él le dio la espalda a Finkbottle—. Está bien. Rounton ha ganado. Estamos comprometidos. Puedes decírselo tú mismo. Finkbottle les hizo una reverencia temblorosa. —Por favor, acepten mis humildes disculpas por el acto impertinente de encerrarlos en el baño. —Me alegra haberme salvado del almacén —dijo Gina. —¡Oh!, casi lo olvido —dijo Finkbottle—. Tengo estos papeles para usted, señoría. —Sacó un gran paquete de su chaqueta y se lo entregó. Cam los tomó. —¿Papeles para la anulación? —preguntó, pensando en romperlos. —Oh no, es su anulación —dijo Finkbottle, más bien alegremente—. El señor Rounton no tuvo ningún problema en obtenerla. Dadas las circunstancias, el Regente exigió la aprobación del Parlamento. No había duda de que… —se detuvo. —De que nunca consumamos nuestro matrimonio —intervino Cam—. Y teniendo en cuenta que los papeles fueron firmados hace dos días, nunca consumamos nuestro matrimonio.

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Gina sintió un escalofrío. Ella podría ser ya una marquesa. Se movió un poco más cerca de su esposo y puso la mano dentro de su brazo. Finkbottle dudó por un momento. —Espero que comprenda que aunque me sentiría muy honrado de ser su hermano, milady, no puedo dejar pasar por alto que mis padres estaban casados. Gina casi se rió pero se contuvo. —Por supuesto que entiendo, señor Finkbottle. Sus amables deseos casi calman mi desilusión. Él hizo una reverencia y se fue. Cam miró a su esposa. —¿Si Finkbottle no es tu hermano, entonces quién? Gina comenzó a caminar por el corredor. —¿No te parece extraño que no hayan vuelto a escribirnos pidiendo dinero? Después de todo, la anulación está lista. Podría casarme con Sebastian con una licencia especial y el chantajista se quedaría sin nada. —¡Licencia especial! —gruñó Cam—. Definitivamente muy romántico para la excéntrica marquesa. —Sucede que Sebastian lleva una licencia especial en el bolsillo. La pidió cuando anunciaste tu regreso. —Bueno, él no te tendrá. —Abrió la puerta de su habitación y Gina se encontró dentro sin ningún pensamiento consciente—. No puedo pensar en nadie que se parezca a ti —dijo Cam, observando a su esposa—. No hay muchos pelirrojos en esta fiesta. —No hay razón para sospechar que mi hermano está en la fiesta — señaló Gina—. O que tenga cabello rojo, si a eso vamos. —Si tu hermano no está aquí, ¿quién revolvió tu habitación buscando la Afrodita? Gina arrugó la nariz. —No hay nadie aceptable en la fiesta —digo concluyente—. La única persona de cabello rojo en la que puedo pensar es lord Scotborough, y él tiene cuarenta y cinco años. Pero Cam estaba observando la pared, y obviamente no prestaba atención. —¿Cuándo murió tu madre, Gina? —¿La condesa Ligny? Murió hace casi dos años, en el mes de marzo. Aunque yo no me enteré hasta mucho después. —¡Maldición! —dijo Cam en un tono bajo y malicioso—. ¡Maldición! — Se levantó de la silla. —¿Qué pasa? —preguntó Gina, asombrada. —Yo lo envié personalmente aquí. Qué descuidado soy. —Se pasó una mano por la cabeza. —¿De qué estás hablando? —Es Wapping —dijo Cam—. Me encontré con Wapping justo un mes después de la muerte de tu madre. Debió de pensar que estábamos viviendo juntos. Y lo envié contigo sin pensarlo dos veces. Estúpido, descuidado… —Sé razonable, Cam. Wapping no puede ser mi hermano. —¿Por qué no? Apareció en Grecia en el momento justo. —Por un lado, él tiene el pelo castaño, y por el otro, él no tenía idea

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de que la Afrodita… —¡Tú se lo dijiste! —adivinó Cam. —No, pero sí le pregunté sobre Afrodita, la diosa. Cam estaba en la puerta. —Ven conmigo, entonces. ¿Sabes dónde puede estar? —Arriba. Trabaja en el antiguo salón de clases, si no está dormido — dijo Gina, uniéndose a él—. Pero Cam, ¡él no puede ser mi hermano! Estoy segura de que lo sabría si conociese a mi hermano. Es decir, sería mi propia carne, ¿no es así? Wapping es un erudito, no un ladrón… Prosiguió con su discurso todo el camino hasta el cuarto piso, y se detuvo sólo cuando Cam dio un golpe seco en la puerta. —Discúlpenos, señor Wapping —dijo ella, mientras entraban en el salón. Estaba sumergido en una pila de libros. —¿Es usted el hermano de mi esposa? —demandó Cam. Wapping levantó la cara con una mirada abstraída. —Si me disculpan un momento —dijo, y siguió subrayando una frase. Gina suspiró, ella sabía que, cuando se encontraba absorto en las complejidades eruditas, el señor Wapping se concentraba asombrosamente. Pero Cam no sentía respeto por las extravagancias del tutor. Caminó hasta la mesa y le quitó la pluma; la tinta se derramó. Wapping abrió la boca. —¿Qué está haciendo? —gritó—. ¡Estoy trabajando en algo importante! Estoy llegando al final del cuarto capítulo de mi tratado de Maquiavelo. Estaba en un momento bastante delicado, refutando los cargos erróneos de Pindlepuss, y usted… —¿Es usted el hermano ilegítimo de la duquesa? —dijo Cam, inclinándose y poniendo las manos sobre el tratado y la delicada refutación del trabajo de Pindlepuss. Sus palabras eran espaciadas y su voz estaba llena de peligro. —Sucede que lo soy —dijo Wapping sin emoción alguna. Golpeó la muñeca de Cam con una regla. Parpadeando, Cam se enderezó y retiró las manos de la mesa. Wapping comenzó a limpiar las manchas de tinta meticulosamente, murmurando por lo bajo. No miró a su hermana, que estaba de pie, rígida, en medio de la habitación. Hubo un momento de silencio, roto únicamente por los murmullos de Wapping mientras limpiaba la tinta derramada. Por otro lado, Gina acababa de descubrir algo que nunca había sabido porque había sido hija única: los hermanos menores no son necesariamente lo más alegre de la familia. —¿Por qué no te descubriste ante mi? —dijo ella, caminando hacia él como un ángel amenazante—. ¿Por qué registraste mi habitación? ¿Por qué arrojaste mis cosas al suelo? Wapping la miró. Algo en los ojos de ella le pareció mucho más amenazante que las amenazas de Cam. Se puso de pie y se echó para atrás. —Estaba buscando el legado de mi madre —dijo—. No hay necesidad de estar tan agitados. Simplemente estaba estableciendo que no tenías la estatua… —¿La Afrodita? —preguntó Cam.

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Wapping giró su cabeza y lo miró. —¿La tiene usted? —No. Gina la ha tenido todo el tiempo. Estaba debajo de una silla cuando saqueaste la habitación. —¿Por qué no me la pediste? —gritó ella—. ¿Por qué no te presentaste tú mismo en lugar de andar a escondidas y pretendiendo enseñarme historia italiana? Wapping parecía verdaderamente indignado. —¡Yo no pretendía enseñarte! Para tu información, recibiste educación de primera sobre las políticas de Maquiavelo. ¡De hecho, si fueras más inteligente y más trabajadora ya sabrías tanto como yo! Cam retrocedió y se apoyó en la pared, con una risa sofocada. Hermano y hermana se miraban cada uno a un lado de la mesa. Él era pequeño; ella era alta. Su cabello era del color de la puesta del sol, y el de él era del color de una ardilla. Ella era extrañamente hermosa; él era simplemente extraño. Pero la similitud familiar era inconfundible. El orgullo y el excelente trabajo deben de correr por las venas de la familia, pensó Cam. Gina se mordió los labios. —¿Por qué quieres la Afrodita? —preguntó ella—. Cam dice que no vale mucho. —La estatua como tal no vale mucho —reconoció Wapping—. Aunque Franz Fabergé, el hombre que la hizo, es un artista muy cotizado en París: es muy bueno haciendo figuras articuladas. —¡Articuladas! —respiró Cam—. Claro que está articulada. —¿Entonces quieres lo que está dentro de la estatua? ¿Joyas? —dijo Gina automáticamente. Wapping parecía no inmutarse ante su agudeza. —Aún no estoy seguro de lo que hay dentro de la estatua —admitió—. Vi a mi… nuestra madre, sólo una vez, en su lecho de muerte. Me dijo que su posesión más preciada en el mundo se encontraba dentro de la Afrodita, y que te la iba a enviar a ti. Gina se mordió el labio. —Eso no fue muy amable de su parte. Él se encogió de hombros. —No estaba buscando amabilidad. Sin embargo, necesitaba desesperadamente más tiempo para investigar, de manera que pudiera completar mi libro. Afortunadamente, he progresado notablemente en el último año mientras te enseñaba. —Entonces, esperabas que ella te dejara una herencia —dijo Cam. —¿Es tan extraño que tuviera esa esperanza? Después de todo, ella era mi madre y parecía haberse ahorrado cualquier esfuerzo en educarme. —¿Y tú… tú eres mi medio hermano? —preguntó Gina. —Ya te he dicho que sí —resaltó Wapping. —Puedes quedarte con la Afrodita, no la quiero. —No quiero la estatua —dijo él, impaciente. —Puedes quedarte con lo que está dentro. —Bien —dijo él—. Bueno. ¿Te molestaría que vuelva a mi trabajo? Tengo al menos una hora de escritura por delante para poder terminar este capítulo. Sugiero que nos reunamos mañana por la tarde para abrir la

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Afrodita. Cam dio un paso adelante y tomó del brazo a su esposa. Él podía ver que se había quedado muda y que probablemente se convertiría en piedra mirando a su peculiar hermano. —Te veremos mañana entonces, Wapping —dijo sobre su hombro. El hombre ni siquiera gruñó para responder. Su cabeza estaba ya sumergida en el escritorio, ocupado pasando el texto manchado de tinta a un papel en blanco. Cuando Cam condujo a Gina de nuevo a su habitación, ella no protestó. —No puedo creer que sea mi hermano —susurró, recostándose contra la puerta. —Se parece a ti. La verdad es que os parecéis mucho. —¡No me parezco en nada a él! —dijo Gina, indignada. —Tenéis la misma expresión —dijo Cam burlonamente—. Sois como dos gotas de agua. —¿Y qué quieres decir con eso? —Los dos sois mandones. —Se rió—. Seguros de que estáis haciendo lo correcto, de la forma correcta. Sus labios se tensaron. —No tenemos nada en común. Le entregaré las joyas que hay en la estatua, y eso será todo. Cam la miró con compasión. —Sé que no esperabas que fuera tu hermano, Gina, pero lo es. Y dudo que haya muchas joyas dentro de la Afrodita —dijo—. Me cuesta mucho creer que esa estatua esté llena de esmeraldas. —¿Qué más podría tener? Después de todo, la condesa Ligny dijo que contenía su más precioso tesoro. —Me pregunto, ¿por qué te la envió a ti y no a él? —Porque la miraría de esa forma tan condescendiente que siempre mira —dijo Gina—. Yo tampoco le habría dejado nada. Su padre debió de ser un pomposo insoportable. Tendré que pensar en qué hacer con él — dijo Gina, arrugando una ceja—. Me pregunto si… —Tenemos que pensar en algo —la corrigió Cam. —Por supuesto —agregó Gina sin pensarlo—. Quizá si le pido… —Gina. —¿Qué? —Estaba muy pensativa. Él suspiró. —Nada. —¡Tengo una idea! —gritó ella—. Hace años inauguré un hospital en Oxford. Y recuerdo haber conocido a un hombre muy amable. Creo que era director de una de las facultades… —Thomas Bradfellow —añadió Cam. —¡Sí, el mismo! debo escribirle una carta y rogarle que le dé trabajo a mi hermano. Es un magnífico profesor, eso no podemos negarlo… Sólo espero que se acuerde de mí —agregó dudosa. —Si no se acuerda de ti, se acordará de mí —dijo Cam. —¿Por qué? —Porque cuando era estudiante reemplacé el Mercurio Alado del patio central de nuestra facultad con una estatua de Bradfellow.

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Lamentablemente, mi estatua sólo llevaba una peluca —dijo Cam. —Oh —dijo Gina. Y comenzó a reírse—. ¿Era el señor Bradford… era él tan importante entonces como lo es hoy? —No lo sé. Sólo sé que le hice una estatua encantadora. Bradfellow fue un modelo sorprendente. Me castigó, pero creo que puso la estatua en su jardín privado. Luego regresé al curso siguiente y actuó como si nada hubiera sucedido. —Entonces le escribiré… —Yo le escribiré, Gina. Ella lo miró perpleja. —Bueno, sería maravilloso que lo hicieras. —En cuanto nos casemos de nuevo, Wapping se convertirá en mi cuñado. No soy incapaz de llevar los asuntos de la familia, ¿sabes? Una pequeña sonrisa asomó en la curva de su boca. —En tal caso, señor duque, ¿puedo pedir su ayuda para buscar los papeles de Bicksfiddle mañana? Él caminó hacia ella. —Supongo. —Estaba tan cerca de ella que se puso muy nerviosa—. Puedes tratar de convencerme. Ella se lamió los labios. —¿Convencerte? ¿Cómo podría, milord? —Maldición Gina —gruñó él—. Tendré que echarte de mi habitación o te poseeré de nuevo aquí, aquí mismo. Sus ojos se abrieron más. —Contra la puerta —dijo él con voz ronca. Su boca descendió a la de ella. Él tomó su silencio como un acuerdo.

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Capítulo 29 Baile informal seguido de intoxicación privada.

Acababa de salir del salón de baile cuando una mano la tomó del codo. —Lady Rawlins —dijo una áspera voz en su oído. Esme se sintió perdida. Era tan alto y tan, tan imponente. —Pese a que odio interrumpirte, creo que habíamos acordado ensayar Mucho ruido… Abrió su boca para negarse, pero él se le adelantó. —Supongo que puedes tener otros planes. —Y lanzó una feroz mirada a Bernie Burdett—. Pero la representación es mañana por la noche. Lady Troubridge ha dispuesto un gran telón a lo largo del salón de dibujo. Bernie soltó el brazo de su acompañante. Algo le decía que haría muy bien marchándose de allí. —Volveré al salón de baile. —Rozó la mano de Esme con sus labios y salió raudo hacia el lado opuesto del salón. —Tendré que buscar mi copia de Mucho ruido, lord Bonnington —dijo Esme. Él hizo una venia. —Te acompañaré, si me lo permites. Subieron las escaleras sin intercambiar palabra alguna. Ella lo dejó en el pasillo y tomó su libro del tocador. Bajaron de regreso. Esme no sabía cuánto tiempo podría él caminar en silencio. Iba a su lado sin decir palabra. Amenazador. —¿Te comportabas así cuando eras joven? —preguntó ella. —¿Perdón? —contestó con énfasis glacial. No podía resistir el impulso de ser verdaderamente ruda. —Como un póquer viviente, debía de ser muy desconcertante para tu madre. «Oh, allí va mi pequeño hijo, ¡qué pena que nunca sonría!» —Esme le sonrió afectadamente. Él prefirió no responder nada. Se sintió mal. ¿Qué derecho tenía Sebastian para juzgar su amistad con Bernie? No podía estar más claro que la consideraba una prostituta. «Claro», pensó ella. «Soy una prostituta.» Ella nunca había encontrado ningún motivo para engañarse a sí misma sobre las consecuencias de sus actos. «De hecho», continuaba pensando, «mi madre se pasaba la vida quejándose de mí: ¡Vean cómo se comporta esa hija mía! ¡Con tan solo cinco años y ya está coqueteando con el hijo del jardinero otra vez!» Lo miró de reojo. Apenas se dibujó una insinuación de sonrisa en sus labios. De veras que era una pena que tuviera una boca tan primorosa.

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Entraron a un pequeño salón próximo al salón de los billares. —¿Oh, deberíamos ensayar allí? Como respuesta, Sebastian entró y encendió las lámparas. —¿A Gina no le molesta que seas tan estirado? Su esposo no se parece nada a ti. Supongo que, de niño, siempre estaba tallando maderas. Mi hermano siempre tenía los bolsillos repletos de pedazos de madera que decían que eran patos o botes. Sebastian aún no respondía, así que Esme continuaba charlando, consciente del hecho de que estaba comportándose como una tonta. —Girton seguramente gastaba su tiempo tallando figuras de su nana sin su delantal. —No sabía que tuvieras un hermano. Él se detuvo frente a la chimenea; estaba tan apuesto que el corazón de Esme sufría leves arritmias. —Mi pequeño Benjamin —dijo ella—. Murió cuando tenía cinco años. Había algo en su expresión que le hacía seguir hablando, aun cuando ella jamás hablaba sobre Benjamin. —Sufrió una hipotermia. Su muerte me hizo cambiar de opinión sobre tener hijos. Por mucho tiempo tuve miedo de tener niños propios. Se sentó junto a ella. Pero no la miraba. —¿No deseas tener un hijo? ¿Por eso estás separada de tu esposo? —Ésta es una conversación bastante impropia —respondió ella, tratando de recomponerse. Por mucho que lo intentara ya no podía ignorar por más tiempo sus ridículos sentimientos hacia él. —Puedo decir, por experiencia, que tu conversación siempre ha resultado bastante impropia —afirmó él. ¿Por qué tenía la voz tan profunda? De pronto, Esme supo con total claridad que deseaba al prometido de su mejor amiga más que a cualquier otro hombre que hubiera conocido en toda su vida. «En mi desaprovechada vida», se dijo. Pero no podía, y sintió pena de sí misma y también se sintió mal por tener semejantes fantasías. Bueno, sólo eran fantasías. Frunció el ceño. Él puso su mano en la frente de ella y con su dedo pulgar deshizo las líneas que se lee habían formado tras fruncir el ceño. —¿Estás compartiendo el lecho con Burdett? —Su voz tenía un tono áspero. Ella lo miró fijamente. —No, no lo hago. Los hombros de él se relajaron imperceptiblemente. —Pero sólo porque Bernie no me atrae —agregó ella—. Me he acostado con otros hombres que no son mi marido, ¿quieres saber sus nombres? —En absoluto. —Quitó la mano de su frente. —Pensaba que te interesaba —le dijo ella con tono tranquilo, aunque estaba ardiendo en su interior. Puso las manos en su regazo—. Deberíamos ponernos a ensayar. ¿O prefieres darme una lista de todas tus amantes? Hubo un silencio. Finalmente, ella tuvo que mirarlo. Sus ojos eran tan azules como los pensamientos. Así de sobrios eran. Abrió su libro. —Aún no me he acostado con ninguna mujer, casada o soltera. —Su

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voz era baja y tranquila. Esme se quedó pasmada. —¿No? —No. —Al parecer, él no sentía la necesidad de decir nada más. —¿Por qué razón? —Porque todavía no estoy casado. —No tenía idea… ¿acaso eres un puritano? —No. Ella esperó. —Nunca he entendido a aquellos que tienen amantes. Amigos míos han arruinado sus votos matrimoniales y malgastado sus fortunas en cantantes de ópera. Nunca he conocido a ninguna mujer que me haya tentado a seguir esos tontos comportamientos, no he seguido sus ejemplos. —¡Oh! —No sabía qué más decir—. ¿Deberíamos comenzar con nuestro ensayo del tercer acto de Mucho ruido…? La ignoró. —Jamás rompería mis votos matrimoniales, si los tuviera. —Muy propio de ti —respondió Esme, confusa. —Sin embargo, he llegado a la conclusión de que Gina va a volver con su esposo. Supongo que me lo dirá mañana. Esme tragó saliva. No podía simplemente quedarse ahí en silencio. Era muy traicionero y tentador a la vez, pero no podía… Miles iba a volver con ella… Miles iba a ser el padre de sus hijos… —¿Debo entender, entonces, que no has encontrado una prostituta capaz de tentarte a un comportamiento ligero? —logró afirmar. —Exacto. Ella se puso en pie. —Te deseo buena suerte para que alcances el nivel necesario de locura. Desafortunadamente, ya es hora de retirarse para descansar, o podríamos prolongar esta interesante conversación. Sugiero que continuemos nuestro ensayo mañana. La tomó de la muñeca tan pronto como se dio la vuelta. Ella no lo miró. Sus ojos eran muy peligrosos, sus ojos y su belleza. Ella no sería su prostituta. —Te has acostado con otros hombres —comenzó él. Ella se soltó de su mano. —La diferencia radical es que cuando lo he hecho ocasionalmente, ocasionalmente, mi señor, es porque he deseado a esos hombres. Parece haber ignorado ese hecho importante. —Se dirigió hacia la puerta. Él fue detrás. No la volvió a tocar. —No me he expresado bien. Debí decirte primero lo hermosa que eres… Ella no pudo evitarlo y miró por encima de su hombro. Él parecía impaciente. —Estaba esperando que pudiéramos demostrar nuestra atracción mutua sin involucrar a otras personas. Ella emitió un profundo suspiro. —¿Debo entender cuando dices «demostrar» que esperas que te invite a mi habitación?

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Él asintió. —Eres una mujer muy inteligente, pese a que trates de parecer frívola. —Ésa no es la cuestión. Él la tomó de la mano y le dio la vuelta para que lo mirase. —¿Cuál es la cuestión entonces, Esme? Te deseo. Te deseo como nunca había deseado a una mujer… Y tú estás… disponible. No estoy casado y no creo que esté realmente comprometido, ni que vaya a casarme. ¿Por qué no me invitas a tu lecho? Te aseguro que soy más inteligente que Burdett. —Pero estás a punto de casarte con Gina. Abrió su boca pero antes ella intervino. —Y, en cuanto a mí, no estoy disponible. —¿No? Lo maldijo por su belleza, por la emoción en sus ojos, por la manera como ponía sus manos en las de ella y le hacía estremecerse. —Voy a volver con mi marido —dijo ella repentinamente—. De manera que creo que has perdido la oportunidad. Prostituta hoy, esposa mañana. —Volver… pero ¿cuándo? Aún estás libre. Ella permaneció en silencio. —¿Estoy en lo cierto si pienso que no te has reconciliado aún con el amable lord Rawlings? Ella asintió ligeramente, ante lo cual él se adelantó y cerró la puerta. —Sería un tonto si no aprovechara esta pequeña oportunidad que tengo, ¿verdad? Con sus ojos puestos sobre ella, se quitó la corbata y la tiró a un lado. —Te has vuelto loco, éste no eres tú… Su cuerpo era grande, un cuerpo de jinete. A su pesar, Esme lo deseaba. Ninguna mujer había tocado ese cuerpo. Él tiró su camisa sobre una silla. —No puedes desnudarte en el salón de lady Troubridge. ¿Y si entrara alguien? —Nadie entrará. —Se estaba quitando la bota derecha. Muy a su pesar, Esme no podía dejar de admirar su cuerpo. ¡Oh, cuánto lo deseaba! —Los músicos estaban tocando la última pieza cuando Burdett y tú salisteis del salón de baile. No hay nadie en el salón de billares de al lado, y estoy lo suficientemente seguro de que los ocupantes de la casa se preparan para dormir. Sus manos se posaron en su cintura y su boca se secó de súbito. Protestó una última vez. —No debería… —Pero estaba decidida. Cada hueso de su cuerpo le pedía que aceptara lo que le ofrecían—. ¿No estarías más cómodo si fuéramos a mi habitación? Él la miró profundamente. —No lo creo. Me disgusta pensar que has estado con otros hombres en esa misma cama. Es ridículo, pero así es. Ella comenzó a protestar pero se detuvo. No tenía por qué contarle que hacía años que no se acostaba con ningún hombre. Eso a él no le importaba.

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Él estaba medio desnudo y Esme sintió cómo sus rodillas se debilitaban. Se recostó contra la puerta. —¿No vas a desnudarte? —preguntó él. Ella se aclaró la garganta. Ésa era sin duda la seducción más extraña en la que hubiera participado. Él se aproximó y Esme sintió cómo la sangre subía a su rostro. Era tan perfecto en su desnudez, tan seguro de sí mismo… —¿Te sientes incómodo porque es la primera vez que haces el amor? —preguntó ella con curiosidad. Se detuvo por un momento, estaba a medio vestir. —No. Todo el proceso parece sencillo para la mayoría de hombres, ¿por qué no lo iba a ser para mí? La parte que me corresponde a mí no parece difícil o complicada. —Una sonrisa asomó a sus labios—. Tengo buena reputación en los deportes, Esme, estoy seguro que no te defraudaré en el campo. Besó su cuello con delicadeza y ella sintió su lengua tocando su piel por un momento. Esme dejó su chal sobre una silla y se dio la vuelta para verlo de frente. Era una aficionada a las prendas francesas y en ese momento vestía como una cortesana parisina. Su vestido era de apenas unos ligeros lazos. Sus ojos se oscurecieron. —Eres exquisita. —Puso una mano en su garganta y la deslizó hacia su hombro. Ella caminó hasta un sofá. Una vez ahí, soltó las hebillas que sostenían su peinado y dejó caer sus cabellos. Estiró su mano y dijo: —¿Va a acompañarme, milord? Esme temblaba y sentía una combinación de excitación y vergüenza. Nunca había hecho el amor en un lugar público. Pero eso no parecía molestar ni siquiera al propio marqués. Él le quitó el resto de su ropa hasta desnudarla por completo. Cuando habló, su voz le hizo sobresaltarse: —Eres la mujer más exquisita que he visto, Esme. —La atrajo a sus brazos. Ella se topó con su pecho y él llevó sus caderas y muslos contra su cuerpo. «Esto es lo más peligroso que he hecho en mi vida», pensaba Esme. Pero sus ojos eran tan azules como un cielo de verano. De repente, un criado quiso entrar en el salón para atizar el fuego para la noche. Sebastian logró espantarlo. El marqués de Bonnington, conocido ampliamente como el «caballero más caballeroso» de todos, había perdido la compostura. Peor aún, cuando su compañera reía y le decía algo pícaro al oído, él no la refrenaba. En cambio, le decía algo más fuerte aún, algo impropio, algo indecente que hiciera a Esme estremecerse y traer hacia sí todos los gloriosos músculos de su cuerpo, cada vez más cerca. El hecho de que fuera un gran atleta, no significaba que no tuviera que aprender aún muchas cosas. Pero un gran atleta es un gran atleta. Y como Esme descubrió encantada, los atletas aprenden muy deprisa, y

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como son tan fuertes pueden hacerlo… una y otra vez. Más aún, hasta las primeras horas del alba, sólo para demostrar que las extraordinarias e innatas habilidades atléticas son un apreciable atributo en todos los deportes.

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Capítulo 30 La valentía es necesaria: las habitaciones de lord Perwinkle.

Carola yacía enrollada bajo las sábanas de lino de la cama de Tuppy. Había dispuesto las cortinas de manera que no se colara ni el más nimio rayo de luz. Todo estaba en su lugar, menos su decisión. De hecho, estaba contemplando la fuga. Se había dado cuenta de que había una cosa importante que estaba mal en el plan de Esme. A ella, Carola, no le gustaba el acto matrimonial. No le gustó cuando Tuppy lo provocó en su noche de bodas y seguía sin gustarle dos semanas después. La predicción de su madre de que se acostumbraría pronto jamás se hizo realidad. Recogió las piernas hasta tocar sus rodillas y enrollarse como una bola. Lo que debía recordar era que ella quería ser la esposa de Tuppy, a pesar de que no le gustaran mucho sus deberes conyugales. Pero sí le gustaba besarlo. Se sonrojó de sólo pensar en besar a Tuppy y en Tuppy besándola. Pero besar no era suficiente. Esme había sido lacerantemente directa en su análisis. Carola debía convencer a Tuppy de que lo deseaba tanto que no le importaba humillarse para estar con él. Para ella la humillación era inevitable. Estaba tan avergonzada que realmente creía que se desmayaría cuando estuviese en el lecho. El problema era que Tuppy no era bueno en esos menesteres. Por supuesto, ella no había hablado de eso con sus amigas. No era un pensamiento leal. Debía pretender que disfrutaba. Era la única manera de que Tuppy creyera que era un buen jinete. Debía ser condescendiente y felicitarlo. «¡Ha sido maravilloso, Tuppy!», repetía casi sin aliento para practicar. «¡Qué maravilla…!» ¿Maravilla, de qué…? ¿Ritmo? ¿Cadencia? «Qué buenas habilidades tienes», decidió. «¡Qué buenas habilidades tienes, y cuánto lo estoy disfrutando!» Eso estaba muy bien. No debía hablar como su madre cuando inauguraba algún bazar de caridad. Debía ser entusiasta. Justo en ese momento, escuchó un ruido en la puerta y ésta se abrió. Carola emitió un sonido de angustia y hundió la cara en la almohada. ¿La habría oído jadear? Se moriría si él la descubriera, estando él completamente vestido. Él debía ir al lecho completamente desnudo y después de apagar la lámpara. Si no, se horrorizaría al ver sus enormes pechos. Llevaba el corsé debajo del camisón para tener sus carnes en su sitio. Hubo ruidos sordos en la habitación a medida que Tuppy caminaba en torno a la cama, presumiblemente desnudándose. El corazón de Carola latía con tanta fuerza que retumbaba en sus

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oídos y escuchaba con dificultad los ruidos externos. ¿Por qué estaba tardando tanto? Algo chirrió. Luego hubo silencio. Estaba rígida en la cama. Un momento. Luego dos minutos. Había esperado al menos diez. No parecía que fuera a ir a acostarse después de todo. O… ¿quizá no era Tuppy? Los ojos de Carola se agrandaron. El hombre que había entrado en la habitación de Gina había ido a robar. Entonces se arrodilló y, lentamente, lentamente, se aproximó a las cortinas. El ladrón la asesinaría si la veía. Todo el mundo sabe que los criminales son seres desesperados por naturaleza y que regularmente golpean a la gente con objetos contundentes en la cabeza. Con mucho cuidado, separó un poco las cortinas. Primero no pudo ver nada; sólo un rincón de la habitación. Entonces se hizo más a un lado y vio… A Tuppy. No se trataba de ningún ladrón. Era Tuppy. Carola sintió un poco de enfado. Tuppy se había sentado ahí, como un holgazán, cuando había cosas importantes por hacer. Siempre quería sentarse y leer un libro cuando ella quería ir a alguna obra o, aún mejor, a un baile. Ni siquiera había avivado el fuego. Simplemente estaba ahí, sentado. Sus piernas estaban estiradas y su rostro enjuto parecía cansado. «Parece solitario», pensó Carola, y un sobresalto movió su corazón. Tal vez esté meditando sobre el matrimonio. Tal vez esté llorando. Pero Tuppy jamás había demostrado ningún signo de lágrimas y Carola admitía que no parecía que se fuera a desplomar en ese momento precisamente. Simplemente, miraba los leños que desfallecían. Finalmente, se puso en pie, se estiró y comenzó a desabrocharse la chaqueta. Carola se quedó sin aliento cuando vio que se quitaba la camisa. Tuppy no era atlético, comparado con otros hombres. No hacía trabajos como el caballero Jackson. Tampoco se iba de cacería cuatro de cinco días; y, por supuesto, no participaba en carreras. Nada de lo que ella sabía de él explicaba cómo tenía un cuerpo esbelto. ¿Cómo lograba tener esos músculos bien definidos si se pasaba las horas sentado viendo el río pasar? Tuppy lanzó sus pantalones sobre una silla y miró alrededor de la habitación. A Carola se le escapó una risita nerviosa. Estaba buscando su camisa de dormir. Pero ella la había enrollado y escondido debajo de la cama. Había pensado que si estaba completamente desnudo, tal vez no le haría salir de la habitación. Después de un momento, desistió de la búsqueda. Carola lo miraba fascinada. Los hombres son tan extraños… Sintió un inquietante ardor por todo su cuerpo mientras lo contemplaba. Nerviosa, se echó hacia atrás dejando caer las cortinas. Nada ocurrió, sin embargo. No escuchaba nada. Regresó con sutileza y nuevamente se asomó. Al parecer había decidido revivir el fuego agonizante. Estaba junto a la chimenea con un brazo apoyado sobre la repisa de la chimenea y removiendo lánguidamente el leño con un atizador. «Parece triste», pensó Carola. «Quizá no quiera partir mañana. Quizá esté preocupado por mí.» Tuppy entonces se dirigió al lecho.

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Era hora de alzar el telón.

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Capítulo 31 A petición del público.

Tuppy corrió las cortinas de la cama y levantó las mantas antes de darse cuenta de que ya había alguien antes que él en aquel lecho. En efecto, Carola estaba tapada hasta el cuello. Lo único que él podía ver era sus rizos desordenados y sus ojos brillantes. Sintió una instintiva pérdida en su pecho, oprimido instantáneamente. Era encantadora su esposa. Pero no era suya. Habían discutido desde el primer día y había llegado a la penosa decisión de poner fin a su matrimonio. Ella podría casarse con el impecable bailarín y así él podría olvidarla. Olvidarse de todas las mujeres. Su tono fue más frío que de costumbre, teniendo en cuenta aquel último pensamiento: —¿Qué haces en mi cama, Carola? Ella se mordió el labio y no pudo decir nada. —¿Es posible que te hayas equivocado de habitación? —preguntó él. Sintió cómo la rabia crecía en su pecho. ¿Qué demonios estaba haciendo ahí Carola? No quería estar con él, eso lo había dejado muy claro el día anterior. —¿Creíste que ésta era la cama de Charlton? La miró fijamente, esperando que ella dijera la verdad, pero todo lo que hizo fue poner su pequeña mano sobre su brazo y decir, casi suplicante: —¿Tuppy? De inmediato lo sorprendió un pensamiento: —Estás embarazada y cargas al hijo de Charlton y esperas seducirme para que reconozca a la criatura como mía. Sería uno de esos «niños de los seis meses», supongo. Ella se sobresaltó como si él ha hubiera golpeado. Por un momento los dos se miraron a los ojos fijamente en la penumbra de la media luz que una lámpara de aceite irradiaba. —No creo que ese plan se te haya ocurrido a ti sola. ¿Veo, acaso, la sutil mano de lady Rawlings en este ardid? —¿De verdad… de verdad piensas eso de mí? —dijo con voz trémula. Carola se había convertido en una fabulosa actriz o realmente estaba desconcertada: —¿Qué otra cosa puedo pensar? —Sus ojos buscaron su rostro—. No puedo imaginar una sola razón por la cual tú vendrías a mi lecho. A menos que alguien más hubiera cambiado tu manera de pensar, consideras nuestro sexo desordenado, totalmente tedioso, e incluso una tarea dolorosa. Por favor dime si te estoy citando mal.

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—Lo mejor es que me vaya —dijo ella. Su voz se quebró un poco, lo que confirmó sus suspicacias. Comenzó a moverse hacia el otro lado de la cama. Instantáneamente, él cambió de opinión. ¿Realmente le importaba si ella estaba embarazada de otro hombre? No rechazaría a su esposa jamás. La tomó del brazo: —Cara. —El apelativo cariñoso que utilizaba para referirse a ella durante su breve matrimonio se deslizó de sus labios inconscientemente. Ella sacudió la cabeza. —Por favor, déjame ir. La tomó del brazo; ahora estaba decidido a saber qué era lo que ocurría. —No me importa lo del bebé. —Su otra mano apareció espontáneamente y acarició los rizos que daban en el cuello. Le gustaba, solía gustarle, lo suaves y rubios que eran en ese punto—. Me haré cargo del niño. Ella aún no lo miraba. Él tiró suavemente del rizo que tenía entre sus dedos. —Soy tan sólo yo, Cara, tu irritante y viejo esposo, ¿recuerdas? Puedes decírmelo. Yo no… yo no esperaba permanecer casto para siempre. Hemos estado separados tres años. —Era casi cierto. Tener esperanzas no es lo mismo que tener expectativas. Ella negó con la cabeza y musitó algo que él no pudo oír. —¿Qué? —Cuatro años. —Lo miró y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Han sido cuatro años y dos meses. Él parpadeó. —Ah. —Retiró una lágrima que se deslizaba por su mejilla—. No llores, no merece la pena, sea el problema que sea. No tienes que acostarte conmigo. Nunca volveré a hacerte eso, jamás. Para su desaliento, las lágrimas siguieron brotando y de repente un sollozo estalló de su pecho. Tuppy sintió un repentino malestar en su estómago. Había descubierto en Cara a una de las personas más incomprensibles que hubiera conocido jamás. Se sentía como si hubiera perdido la capacidad de entender el idioma inglés desde el mismo momento en que puso el anillo en su dedo. —Te daré el divorcio, si es lo que tú quieres —dijo desesperado—. No hay necesidad de llorar; puedes casarte con Charlton o yo reconoceré al niño. Y tú no tienes que acostarte conmigo. No te humillaría así jamás. — Le secó las lágrimas, que seguían cayendo de tal forma que no podía detenerlas con sus dedos. Entonces, de súbito, ella se entregó a sus brazos y llevó sus labios hacia los de él. Eran suaves y su cuerpo era tan suave… La separó, avergonzado por el recuerdo de su propia idiotez. —Como te dije, no tienes que humillarte o humillarme, Carola. Reconoceré a la criatura. Era como si ella no lo oyera. Nuevamente se le aproximó y esta vez lo arrinconó contra la cabecera de la cama. Lo besó. Tuppy sintió claustrofobia por un momento y aspiró ampliamente; en ese instante, ella introdujo su lengua buscando la suya y se convirtió en un hombre que se

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hundía. No había experimentado con nadie una sensación erótica como la que sentía con su joven y obstinada esposa. Ciertamente no lo había experimentado con su frustrante amante anterior, una viuda mayor y experimentada, que lo admitió en su casa con un entusiasmo mesurado que alcanzaba para ambos. La lengua de Carola encontró la suya con ansia y, con cierto pesar, reconoció que Neville Charlton le había enseñado algunas cosillas a su esposa. Pero alejó ese pensamiento de su mente y la besó. Dos cosas le ocurrieron a Tuppy durante ese largo beso: dos hechos se cristalizaron en medio de esta agitada marea de lujuria. La primera era que dudaba que su esposa estuviera fingiendo ese entusiasmo sólo para disfrazar un embarazo no deseado. Tal mentira, tan sofisticada, no era propia de la naturaleza de Cara. La segunda cosa fue que, por alguna extraña razón, ella había ido a su cama con el corsé debajo del camisón, lo que implicaba que ella quería estar bien arreglada, pero entonces, si no pensaba quitarse esas prendas… ¿para qué demonios se había metido en su cama? Desde el fondo de su mente agitada por la lujuria, la apartó de él y gruñó: —Carola, ¿dime qué diablos estás haciendo en mi cama? Ella abrió la boca pero no salieron palabras. —Carola —dijo, peligrosamente. —He venido para hacerte… para seducirte —afirmó ella con vocecita trémula. Sintió una punzada en su estómago y su decisión siguió avanzando: —Sé que no es la verdad —dijo con la mente fija en el corsé—. Esto se parece al libreto de una vieja comedia, el momento de la trampa de la cama. Su cara de sorpresa confirmó sus sospechas. Pero no hubo rabia en su corazón, solo una inmensa tristeza. —Así que querías que la gente nos vea juntos, ¿verdad? Supongo que para asegurarte de que nadie ponía en duda la paternidad de tu hijo. —No sé por qué estás empeñado en que voy a tener un bebé, Tuppy —dijo ella con voz firme—. No estoy embarazada. Él se sobresaltó. —¿Ah sí? Entonces, ¿por qué llevas un corsé? Yo creo que es para que nadie se dé cuenta de que estás embarazada cuando nos descubran. Enrojeció. La luz era tenue, pero no había equivocación sobre su rubor. Su piel era tan blanca como la porcelana y ahora era tan roja como una peonía. No decía nada, sin embargo. Era tan adorable que Tuppy sintió otro embate de lujuria y pronto su razón sucumbió nuevamente. —¿Y bien? —preguntó, a través de sus dientes apretados. —No quería que te enfadaras. —¿Por el bebé? —preguntó Tuppy incómodo. —¡No hay ningún bebé! Este corsé ni siquiera cubre mi vientre, ¿ves? —estiró la fina tela del camisón contra su cuerpo, y él pudo ver claramente que el corsé terminaba justo debajo de la cintura. La tripita de Carola tenía una suave curva que lo encendía en deseo pero no parecía la de una mujer embarazada. —¿Entonces por qué estás aquí? —Tenía el tono frustrado de un

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hombre que nunca había entendido a su esposa desde el primer arrebato de lágrimas de la noche de bodas. Carola se llevó las manos a las mejillas, mortificada. Él le acarició el mentón. —¿Carola? Ella respiró profundamente. —Estabas en lo correcto cuando te diste cuenta de que mi… mi talla de vestido ha cambiado desde que nos casamos. —¿Qué? Carola cruzó los brazos sobre su pecho. —Cometí un error viniendo a tu cuarto. ¡Esto es absurdo! —Y esta vez se movió tan rápido que estaba fuera de la cama en un parpadeo. Él se puso frente la puerta justo cuando ella sacaba una bata de detrás de la silla. Claramente, el corsé era una de esas cosas femeninas que no tenía sentido descifrar. —¿Por qué estabas en mi cama? —dijo, parado frente a la puerta. —Porque quería seducirte —chilló. Él la miró estupefacto. —¡Pero ya no te quiero, gran zoquete! Y no te atrevas a mencionar al bebé otra vez. ¡Yo no tengo un bebé, y no está bien que creas que yo… que yo sería capaz de acostarme con un hombre que no es mi marido! Se paró en frente de él y sus rizos dorados se tornaron en un aura difusa alrededor de su cabeza. Tuppy podía sentir una llamarada en el pecho tan profunda y caliente que podría morir. —¿Querías seducirme? Ella lo miró. —Quería. He cambiado de parecer. —No, no has cambiado. —La tomó de los hombros, atrayéndola hacia él. Su beso era tan torpe como ella recordaba. No había nada de sofisticado en Tuppy: era directo, feroz… y un poco lerdo. Pero ahora era diferente. Se derritió en sus besos torpes como si fueran más sofisticados que el propio Byron. Cuando la abrazó no se le ocurrió que no mostraba ninguna delicadeza. Carola tembló y arqueó la espalda contra él. Él la empujó contra la puerta, que era justo el tipo de detalle brusco y nada sofisticado que debería haberse ahorrado. Le arrancó la bata porque no podía desatar el lazo. Las manos buscaban a tientas, pero donde fuera que la tocara, ella ardía en placer líquido. Cuando estuvieron acostados sobre la alfombra y Tuppy logró quitarle el camisón por la cabeza fue cuando Carola entró en razón. Abrió los ojos para encontrarlo encima de ella, el mechón de pelo que caía sobre sus ojos era tan encantador que tuvo que acariciarlo y besarlo. Entonces él la miró a los ojos. Seguía sin entender la actitud de Carola. —Cara —dijo, y su voz tenía una resonancia tan profunda que casi lloró al oírla. Pero él estaba hablando, así que concentró su atención en sus palabras—. ¿Te molestaría mucho si te quito el corsé? Ella se estremeció de deseo y se ruborizó cuando se dio cuenta de lo que le estaba diciendo. Tímidamente, arrastró las manos de sus hombros

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y empezó a desabrocharse el corsé. Él cerró los ojos por un segundo cuando sus senos se derramaron libremente. Por primera vez Carola pensó que tal vez ella lo había interpretado mal y que en realidad no le disgustaban sus senos. —Eres tan hermosa… —dijo él. Su voz era todo lo que sus manos no lograban ser: delicadas, reverentes y ágiles. Pero ella se acercó a sus manos, sus maravillosas manos y después a su boca. —¿No crees que tengo demasiada carne? Una vez me dijiste que yo estaba gorda. —¿Gorda? Carola comenzó a sonreír. Él nunca le contestó, pero su boca estaba sobre su pecho y luego ya no le importó lo que hubiera dicho. Solamente cuando ambos estuvieron desnudos y él se posó encima de ella, recordó lo que ella le había dicho. —¿Qué ocurre? —susurró él. Pero su mano se deslizó hasta su cintura. Nunca la había tocado así en el tiempo que llevaban casados. Alivió la rigidez y espantó cualquier temor. —¿Preferirías estar durmiendo? No he apagado la luz… ¿Quieres que lo haga? Recuerdo que no te gustaba hacer el amor con la luz encendida. —No importa —dijo Carola con un leve sobresalto. Y descubrió, para sorpresa suya que, en efecto, no le importaba. Nuevamente se puso un poco rígida cuando lo sintió entre sus piernas. No podía evitarlo. Gimió cuando él la penetró, aunque esta vez fue cuidadoso. —¿Duele? —preguntó él, y su voz profunda se agitó. —No —susurró ella. Y no dolía. Se sentía como si entre sus piernas se derramara oro fundido. Carola repetía su nombre y se aferraba a él a medida que él se movía dentro de ella, fuerte y rápido, sin delicadeza alguna. La experiencia no tenía nada que ver con ser o no un buen jinete, o con alguna de las cosas que su madre le había dicho. Se trataba de moverse juntos como en una danza. Y Carola logró moverse con él… —Los franceses lo llaman petit mort —le dijo luego Tuppy, recostado a su lado y acariciando su cuello. Sus dedos jugueteaban por su cuerpo. —Es absurdo —contestó Carola. Pero sus dedos seguían su danza sobre su piel.

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Capítulo 32 El arrepentimiento siempre llega por la mañana.

Cam era una de esas personas que dormía tan profundamente, que parecía que su espíritu había salido de visita. Gina nunca lo había pensado, pero había descubierto que era el tipo opuesto de persona a ella en ese sentido. Cuando Cam giró, ella se despertó. Cuando su gran mano se posó sobre su cadera y empujó su trasero y lo ajustó cómodamente contra él, Gina se quedó con los ojos abiertos en la oscuridad, preguntándose qué pasaría después. No pasó nada. Él tan sólo respiró pesadamente contra su cuello y, después de un tiempo, comenzó a roncar, aunque la mantuvo muy cerca de él. En la oscuridad, Gina tuvo tiempo para deleitarse con sus propios pensamientos mientras él dormía. Por haber dormido con Cam, si a eso se le puede llamar dormir, había descartado sus deseos de casarse con el responsable y bondadoso marqués. Mientas las horas de sueño avanzaban, Sebastian creció como una figura grande en su mente: una figura de paternidad, como un hombre que viviría en Inglaterra y se encargaría de cuidar a su familia. Un hombre que la amaría, aunque no la llamara «amor». Que no pasaría el tiempo moldeando mujeres desnudas en piedra, sino haciendo cosas responsables y organizadas. Ella ignoró su sospecha de que Sebastian pasaba casi todo el tiempo montando a caballo. En todo caso, seguro que no roncaba. Sebastian era demasiado correcto para roncar. Sobre todo, no dejó de pensar en que Cam ni una sola vez, ni una sola, le había dicho que la amaba. Cuando amaneció, Gina se despertó de un sueño en el que Cam le presentaba a una mujer pechugona que él llamaba «la encantadora Marissa». Quitó la mano de Cam de su cadera y miró fijamente a ningún lado bajo la luz gris, tratando de decidir si era peor casarse con Sebastian, que tendría una amante pero nunca se permitiría que ella se enterara, o con Cam, que le mostraría su amante a todos, incluyéndola a ella. Ese pensamiento hizo que su mano se enrollara en un puño. Mataría a esa mujer, ella… Gina estaba consternada ante su propia agresividad. ¿En qué estaba pensando? Era más seguro que Cam regresara a Grecia y no volviera durante otros doce años. Eso significaba que ella pasaría el resto de su vida en la especie de matrimonio nebuloso que ya había experimentado. Cuando finalmente llegó la mañana, Gina estaba muerta de sueño. Estaba irritable, agotada y deseando decirle a su esposo que por su culpa no había podido pegar ojo en toda la noche. Y como secretamente pensaba que era un pésimo esposo decidió que debía hacérselo saber.

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Por el contrario, él se despertó muy contento, con la alegría de un hombre que al despertar se da cuenta de que su mano está sobre el muslo de una mujer exquisita. Hasta que ella habló. —Te has pasado la noche roncando —dijo ella, quejándose. Cam trató de parecer inocente. —¿Sí? —Sí. ¡Roncando y manoseándome! Cam seguía manteniendo la mirada inocente. —¿Lo he hecho? Si lo he hecho es porque eres muy hermosa. Ella lo miró desdeñosamente y él cerró la boca. —No he podido dormir, ¡nada! Si no estabas roncando o manoseándome, estabas dando patadas o destapándome para taparte tú. —Lo siento. ¿Hay algo que pueda hacer para que te sientas mejor? Comenzó a besarle el cuello cuando ella se sentó en el borde de la cama. Ella sólo sentía una profunda irritación. Él saltó a sus pies, tan rápido que casi se cayó hacia un lado. —Absolutamente no. Me voy a vestir y regresaré a mi habitación. Creo que tendremos que tener habitaciones separadas, para que yo pueda dormir. —¡Qué vergüenza, Gina! Tú, que insististe en compartir una habitación con el marqués. —¡Estoy segura de que Sebastian no interrumpirá mi sueño como lo haces tú! —contestó ella, mientras comenzaba a ponerse el vestido—. Asegúrate de que no haya nadie en el pasillo, por favor. No me gustaría que alguien me viera saliendo de tu habitación. Cam se puso los pantalones y pensó por un momento. —¿Por qué? —¿Qué quieres decir con «por qué»? ¡No creo que sea necesario que te lo explique! —Yo creo que sí. —Nuestro matrimonio fue anulado hace tres días —recalcó ella—. El hecho es que, aunque no nos hubiéramos enterado, ya no estamos casados. —Suena como si te estuvieras arrepintiendo de haber consumado nuestro matrimonio. Ella evitó su mirada. —En absoluto. ¿Tu sí estás arrepentido? —¿Por qué demonios debería estarlo? —dijo en un tono pesado y perezoso. Gina tragó saliva. Obviamente, planeaba llevar a cabo el plan que le había propuesto en el salón de baile, que continuarían como estaban en las pocas ocasiones que él visitara Inglaterra. —No serás tan libre —afirmó ella. —¿Libre? —Si realmente estamos casados, no puedes regresar a Grecia. —¿No podré? —No. —La voz casi le flaqueó pero se controló—. Si estamos casados, debemos vivir juntos.

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—Grecia es mi casa. —Girton también es tu casa. Si insistes en irte a Grecia, pues… —se apresuró a decir—, le informaré a Finkbottle que no estamos casados, después de todo. Hubo un momento de silencio. —No me gusta el chantaje, querida duquesa. —No pretendo chantajearte —respondió Gina—, simplemente creo que… —Simplemente crees que soy el holgazán que toma lo que le place, incluyendo la virginidad de mi esposa, y regresa bailando a Grecia sin ti, como si nada hubiera pasado. Ella tragó saliva. —Me considero un hombre comprometido —dijo—. Estoy comprometido por la situación y por mi deseo hacia ti. La verdad es que no soy la clase de hombre que descuida sus responsabilidades. ¿Pero tú no crees lo mismo, no? —Hubo un tono de repugnancia por sí mismo que punzó el corazón de Gina—. Después de todo, creíste fácilmente que moldearía tu cuerpo desnudo en mármol rosado y lo vendería en la plaza pública. —No quería insultarte. Pensaba que me moldearías en mármol porque eso es lo que tú haces… —Tienes razón —dijo, y ahora su voz estaba llena de rabia—. Eso es lo que hago. Esculpo a mujeres desnudas para ganarme la vida. Además, lo hago en Grecia. Eres una duquesa, y vives en Inglaterra. Por tanto, somos incompatibles, ¿no es así? No necesitas un esposo que se relacione con ese oficio de mala reputación. Verás, Gina, no dejaré de esculpir mujeres desnudas. Eso es lo que hago. Stephen no pudo detenerme, y tampoco podrás hacerlo tú. Ella frunció el ceño. —No te he pedido que dejes de esculpir mujeres desnudas. Él sonrió. —Si debo quedarme en Girton y modelar puentes sin ninfas, dejar mi casa de Grecia y convertirme en un duende filantrópico, ¿cuándo tendré tiempo para mis esculturas de mala reputación? —No lo había pensado —dijo ella, agarrándose las manos. —No necesitas pensarlo. Puedo verlo. Después de todo, tu idea del esposo ideal es ese marqués tieso. Pero es imposible que yo sea como Bonnington, Gina. No funcionará. La tierra no se vuelve oro. Deberías aceptar ese hecho y considerar si deseas o no seguir en este matrimonio. Tal vez fue una suerte que no estuviéramos comprometidos. Tu marqués está esperándote entre bastidores. —¡Al menos él me ama! —dijo Gina. Él la miró fijamente. —Él me ama —repitió, en un tono estridente—. Él no ronca y vive en Inglaterra. Para su asombro, los ojos se le llenaron de lágrimas. —Tú me vas a dejar en Girton para regresar con tu amante. —Marissa no es mi amante. —Estoy segura de que tienes una amante en algún lugar de esa isla —contestó Gina.

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Cam abrió la boca, pero después recordó a Bella. No era estrictamente una amante, pero Gina habló antes de que él pudiera articular una frase. —¡Pensaba que la tenías! Tal vez Sebastian tenga una, pero al menos nunca me enteraré. —El pensamiento de Cam durmiendo con otra mujer le hizo sentir un dolor punzante en el corazón—. Creo que no lo soportaría; no puedo, no puedo. —No crees que quieras casarte conmigo —dijo él. Su voz era gentil, dadas las circunstancias. Ella bajó la cabeza al sentir que un gran sollozo iba a estallar en su pecho. Él se puso la ropa. Ella seguía llorando y Cam le acarició la cabeza. Ese gesto de ternura hizo que llorara aún más fuerte. —Tendrás que decidirlo tú sola. Si quieres casarte con el marqués, no tienes que decir nada más. Regresaré a Grecia. Los papeles de la anulación están aquí —dijo, apuntando hacia la mesa con la cabeza—. Bonnington y tú podríais estar casados esta misma tarde, si eso es lo que deseas. Se puso un abrigo. —Discúlpame, tengo que ir a Londres a hablar con el señor Rounton. Creo que un abogado tan descarado se merece una buena reprimenda, ¿no crees? Ella apretó los dientes. —Hay que regañar a Finkbottle por haber tardado tanto en darnos los papeles de la anulación. Sus ojos eran negros y firmes. —Nadie sabe lo que ocurrió en el baño, Gina. Siéntete libre de decirle a Bonnington que puede usar su licencia especial inmediatamente. Ella sintió pulsiones aterrorizantes y tristes debajo de los huesos. —Cam… Pero él ya había salido. Se puso de pie y corrió por el pasillo. —¡Camdem! —gritó, pero él ya estaba casi al final del corredor—. ¡Regresa! Él se dio la vuelta. Sus ojos estaban ardientes de rabia. —¿Querías algo? —dijo—. ¿Algo que yo pueda darte? No tenía sentido quedarse de pie en el corredor. Pero Gina se quedó ahí hasta que el sonido de los pasos de Cam se perdió en la distancia.

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Capítulo 33 La creatividad de un abogado es condenada a la tarde siguiente.

—¿Usted le escribió esa carta a mi esposa? ¿Usted, mi abogado, escribió una carta de chantaje y se la envió a la madre de Gina? ¿Se ha vuelto loco? —No estoy loco —respondió Rounton—, pero sí, escribí la carta. Cam miró a Rounton, incrédulo. —No lo entiendo… ¿Por qué? ¿Para que tuviera un heredero que continuara el linaje Girton? ¿A usted qué diablos le importa, de todas maneras? Rounton no parecía afectado. —Me parecía una cosa lógica. —¿Lógica? —Cam alzó la voz—. Fue una maldita imposición, ¡y usted lo sabe tan bien como yo! Es como si se le hubieran contagiado los despreciables métodos de mi padre. Una cosa es que me obligara a casarme… —Se detuvo. Su cara tenía una expresión tan amenazadora que Rounton retrocedió en su silla—. Dígame que mi padre le dejó instrucciones de que se asegurara de que consumara mi matrimonio, dígamelo y lo mataré. —No lo hizo —respondió Rounton—. Después de que usted abandonara el país, no volvió a mencionar su nombre. —Yo siempre había pensado que usted no estaba de acuerdo con la decisión de mi padre de casarnos a Gina y a mí. Recuerdo que le dijo que estaba cometiendo un error. Rounton asintió. —Está en lo cierto, señor. Creí que su padre estaba cometiendo un error al obligarlo a casarse. —¿Entonces, por qué se comporta ahora como él? Al menos sus demandas eran francas. Me sacó de Oxford, obligándome a casarme con la chica a la que consideraba mi prima, amenazándome con matarme si no lo hacía. Usted alcanzó casi el mismo resultado por medios más solapados y enrevesados. ¡Escribir una carta anónima amenazando a mi esposa con descubrir su verdadero origen! ¡Enviando a Finkbottle para que nos encerrara en una habitación! Es despreciable, Rounton. —No estoy de acuerdo —dijo el abogado, fríamente—. Pensé que mi carta era ingeniosa. Por supuesto, lo que esperaba era que el marqués retirara su proposición al enterarse de que su futura esposa era ilegítima y que tenía un hermano ilegítimo también. La reputación es una cosa que Bonnington se toma muy en serio. Parece que la duquesa no le mostró la carta. Debería haberle enviado la carta a él mismo.

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—¿Cómo sabía que Wapping era el hermano de Gina? —No sabía su nombre, pero los investigadores de su padre descubrieron que la condesa Ligny también había dado a luz a un niño. Aún más, había hecho arreglos para entregarle ese niño a su padre, un filósofo de la Sorbona, al igual que lo hizo con su esposa. El duque no le encontró un uso práctico a esa información, pero yo me di cuenta de que era interesante. No tenía ni idea, por supuesto, de que Wapping había viajado a Inglaterra después de la muerte de la condesa, ni de que estaba interesado en el legado de la condesa Ligny. Cam negó con la cabeza. —No lo entiendo… ¿Por qué se tomó tantas molestias para que Gina y yo consumáramos nuestro matrimonio? —Permítame señalar que yo no le obligué a consumar tu matrimonio. Sólo le facilité la labor creando las condiciones oportunas. —Si mi padre no le pidió que lo hiciera… ¿por qué lo ha hecho? El abogado se puso muy digno. —Intentaré explicárselo, a ver si lo entiende. Mi padre y el padre de mi padre sirvieron a los Girton. El duque, su padre, era un hombre muy complicado, para trabajar con él, quiero decir, pero nunca lo abandoné. — Miró a Cam—. El matrimonio de la condesa a los once años fue uno de sus muchos actos ilegales. —Si pretende que tenga lástima de usted, está muy equivocado. Si no le gustaba su forma de hacer las cosas, ¿por qué siguió trabajando para él? —Porque los Girton eran mis clientes más importantes, la base de mi sustento. —No entiendo por qué cree que no puedo comprender sus motivos — dijo Cam, en tono cínico—. Para no perder a su mejor cliente cumplió sus órdenes, a pesar de que eran repugnantes. —Pude buscar otros clientes —dijo Rounton—. Me quedé junto a su padre porque me enseñaron que la lealtad era importante. Y es eso precisamente lo que creo que usted no entiende, excelencia. A Cam le hervía la sangre. —¿Cree que no sé lo que es la lealtad? Rounton lo miró calmadamente. —Su padre enfermó en 1802. No regresó a Inglaterra a llevar la propiedad. Murió en 1807. No regresó a Inglaterra hasta tres años después. Cuando se marchó, era un hombre joven, pero ahora es un adulto. Sin embargo, no ha demostrado interés en el porvenir de su esposa ni de la propiedad. —Juzgo que la duquesa es una excelente administradora, mucho mejor de lo que usted lo será jamás. Escogí hacer lo mejor para el linaje Girton y las tierras. —No se confunda, excelencia, yo ganaría mucho más si trabajara para un aristócrata que se tomara en serio sus asuntos que trabajando para un duque que desperdicia su tiempo en una isla griega. Cam se vio forzado a respirar calladamente entre la niebla roja de rabia que nublaba su visión. Rounton no había dicho nada que él no hubiera pensado muchas veces desde su llegada a Inglaterra. Había descuidado su tierra y a su esposa. Se había entregado al profundo

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sentimiento de la creación y se había olvidado de que su nacimiento conllevaba desagradables responsabilidades que no tenían nada que ver con esculpir mármol. —Tiene algo de razón —dijo finalmente. Rounton no se regodeó. —Lamento haber alcanzado mi cometido por medio de artimañas. —Necesito una licencia especial. Y alguien deberá ir a la isla de Nissos a cerrar mi casa. —Puedo hacerme cargo de todo eso. —Preferiría que lo hiciera personalmente. Hay que embalar las estatuas con mucho cuidado. Rounton parpadeó. Usualmente él no se encargaba de esos asuntos, pero tal vez en ese caso podría estar dispuesto a hacerlo. —Regresaré a la casa de lady Troubridge mañana mismo. —Cam se levantó—. Después de obtener la licencia especial. Si me acompaña a Kent, le daré más información sobre mi casa de Grecia.

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Capítulo 34 Lady Rawlings espera a su esposo.

Esme se había acostado con más hombres que la mayoría de las damas de su círculo social, aunque eran menos de los que se le atribuían. Se había casado a los diecisiete años y en los diez que llevaba separada de su marido había invitado a su cama a muy pocos. De hecho, en los últimos seis años, no había deseado a nadie lo suficiente como para correr ese riesgo. Hasta la noche anterior, por supuesto. Apretó el cordel alrededor de su bata. Su esposo le había dicho que la visitaría esa noche. Le había dicho a su criada que se retirara hacía dos horas, y aún no había señales de él. El problema era… el problema era la noche anterior. Con esfuerzo, sacó de su mente la imagen de su cuerpo, temblando de deseo… Bebés, pensó. Pensó en bebés. La noche anterior había sido una fantasía, un sueño. Jamás volvería a suceder. Se sentó frente al fuego. Los bebés eran una realidad. Un bebé la amaría y se quedaría con ella. Un bebé no la llevaría de regreso a su habitación sin musitar palabra alguna, ni la evitaría durante el día. No era que quisiera reconocimiento por parte de Sebastian. Después de todo, estaba a punto de casarse con su mejor amiga, Pero un «adiós» habría sido agradable, pensó tristemente. Apretó los dientes. Ella no era del tipo de mujer a la que los Sebastianes del mundo le decían adiós. Ah, él había disfrutado la noche anterior. Ella no era la única que temblaba. Él había disfrutado… y luego se había marchado sin pronunciar una palabra. Hubo un sonido en la puerta, justo a tiempo para evitar que se disolviera en llanto. Odiaba las lágrimas, las aborrecía. Bebés, pensó mientras se levantaba. Pequeñas cabezas redondas y dulces aromas. Ella tendría tantos bebés que el recuerdo de la noche anterior se convertiría en nada. Abrió la puerta y le sonrió a su marido. —Pasa, Miles. Él entró de puntillas y esperó a que su esposa cerrara la puerta para hablar. —Buenas noches, Esme —susurró. —No hay necesidad de susurrar —dijo ella—. Estamos casados, después de todo. Miles se aclaró la garganta. Parecía avergonzado y a Esme le pareció un gesto muy simpático. —Por supuesto, tienes razón, por supuesto… Se quedó en silencio y apartó la mirada de los ojos de ella. —¡Qué buen fuego! —dijo al cabo de unos segundos.

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—¿Estás incómodo, Miles? —Sí… un poco. Verás… —dijo él, encontrando nuevamente su mirada —. Yo… bueno, eres tan hermosa. Y aquí estoy. Se tocó el estómago, que sin duda era bastante grande. —Con lady Childe… —se interrumpió—. Discúlpame, querida, no quería hablar de ella… —Oh, Miles, no deberíamos engañarnos. —Contra toda razón, Esme se sentía mucho mejor—. ¿Por qué no nos sentamos, tomamos una copa de vino y charlamos como la pareja de esposos sensibles que somos? Los dos sucumbieron ante la pequeña ceremonia de verter el vino y acomodarse. Luego Esme miró a su esposo. Era realmente uno de los hombres más agradables que había conocido. —¿Entonces, lady Childe admira tu estómago, Miles? —Parpadeó—. Creo que debemos ser honestos el uno con el otro. Después, de todo, estamos a punto de convertirnos de nuevo en amantes, y ya somos amigos. Él la miró asombrado, y luego contento. —¿Somos amigos, verdad? Ella asintió. —Y ahora que vamos a ser padres, nuestra amistad es aun más importante. —Muy cierto —dijo Miles—. Me temo que mis padres no eran agradables entre ellos, y mi niñez fue muy dolorosa. —Los míos tampoco lo fueron —dijo Esme, y se sonrieron con el alivio de encontrar algo en común. —Entonces los dos valoramos el civismo en la paternidad —prosiguió ella, bebiendo un sorbo de vino. —Aparte de eso, no sé nada más sobre paternidad —confesó Miles—. Mis padres pasaron la mayoría del tiempo en la corte y nos dejaban en el campo, así que nunca vi mucho a mi padre o a mi madre. —Por eso quieres que vivamos juntos —adivinó ella. Él asintió. —Sí, me gusta mucho el campo. Me gustaría que viviéramos en el campo con los niños. —Creo que seré una buena madre. De hecho… —Lo observó, retadora —. Tengo la intención de amamantar a mis propios hijos. Un tono rosa le llegó hasta el cuello. Ésa era, claramente, más información de la que él esperaba. —Lo que quieras, querida —dijo él. El deseo de que su esposo no tuviera papada atravesó la mente de Esme, y luego retiró lo pensado. Si comenzaba a ser crítica, nunca acabaría. Lo mejor sería que no se permitiera tener pensamientos negativos con respecto a Miles. Tomó el resto del vino. —¿Vamos? —Se puso de pie, dándole un vistazo a la cama y sonriéndole a su esposo. Él se levantó pero no se movió. —Esto es muy difícil. Me siento como un depravado por llevarte a la cama. —¡Estamos casados, Miles!

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—Pero no estamos… me siento como un cerdo, a medida que hablo. Tú eres la mujer más adorable de esta ciudad, y todos lo saben. Esme caminó hacia él y le puso las manos en el pecho. —¿Me acompañarías a nuestro lecho, Miles? —Se agachó y le dio un beso suave en los labios. Luego se retiró, se desató la bata y la dejó caer. Él parpadeó. Esme sabía exactamente el aspecto que tenía. Se había puesto un modelo francés diseñado para que los hombres murieran de deseo. De hecho, cuando lo había utilizado en una ocasión anterior, el hombre con quien estaba casi cayó muerto a sus pies. Miles no movió un dedo. Ella comenzó a quitarle el cinturón. —¿Quieres venir a la cama? El color se apoderó de sus mejillas. —Sí, por supuesto, discúlpame, querida. —Le apartó las manos y desató él mismo el cinturón. Libre de botones, su estómago parecía expandirse en todas las direcciones. Cortésmente, Esme desvió la mirada. Él peleó con los pantalones. —¿Necesitas ayuda, querido? —¡No! No, gracias. Esme no pudo evitar notar que su esposo parecía triste. Se sentó en el borde de la cama. Miles usaba el tipo de camisa que colgaba, prácticamente hasta las rodillas; era toda una proeza quitarla por encima de su cabeza. Después, parecía otra labor complicada agacharse para quitarse las botas, obviamente su ayudante lo hacía normalmente, pero lo hizo bien. Finalmente, ahí estaba, luciendo únicamente la ropa interior. Esme respiró profundamente. No era tan malo como había pensado. Podría hacerlo. La pregunta en realidad era: ¿podría él? Él no parecía muerto de deseo. Se sentó al lado de ella en la cama, pero todo lo que hizo fue darle unas palmaditas en la mano, de la forma más paternal. Esme se recostó y le dio un beso en la mejilla. Pero él no la besó. ¿Debería quitarse el camisón? A diferencia de la ropa de él, el camisón francés, prácticamente salía volando de su cuerpo, se desabrochaba fácilmente. Miles apartó la mirada, como si estuviera avergonzado. —Miles, somos amigos. Por eso, como amigo, ¿podrías decirme cuál es el problema? —intentó que su voz pareciera normal. —Lo siento —dijo él—. No estoy completamente seguro de poder hacer esto. —¿Por qué?… ¿Pasa algo? —Eres encantadora. —Pero ella notó que él todavía no era capaz de mirarla—. Me siento culpable —dijo de repente. Sus ojos eran tan tristes como los de una vaca enferma—. No soy un buen adúltero. Siento que estoy siendo infiel. —A lady Childe —dijo Esme. —Sí, ¿no es ridículo? Tú eres mi esposa y ella no lo es. Pero… —Ella es la esposa de tu corazón —dijo Esme, sonriéndole—. ¿Preferirías no hacer esto, Miles? —Ella me dijo que lo hiciera. Dijo que debía hacerlo, que se alegraba

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mucho por mí, que no había otra opción, en realidad. —Sí hay otra opción. Puedes ponerte la ropa y regresar a tu habitación, y nadie saldrá herido. Él movió su cabeza. —He pasado una absurda cantidad de tiempo durante los últimos años pensando en tener un heredero, Esme. Nunca creí que fuera una posibilidad real. Quiero hacerlo. —Podrías haberte divorciado de mí —señaló ella. —No. Nuestro matrimonio fue una unión fallida. —Eres muy bueno, Miles —dijo rápidamente—. No te merezco. —¡Tonterías! Ella se mordió el labio. —Aquí… —Se puso de pie y caminó a través del cuarto hasta la licorera—. Toma un poco más de vino. Lo sirvió en su copa y sopló las velas hasta que no quedó más luz en la habitación que la del fuego. Luego, fue a la cama y se metió debajo de las mantas. —¿Miles, me acompañas? —dijo ella, tratando de sonar muy sensible —. Quisiera hacer un heredero ahora. Lo dijo exactamente como si le exigiera que la acompañara. La cama crujió cuando él se acostó. Esme corrió las cortinas de la cama para que quedara en completa oscuridad. Esperó un momento, pero él no se movió, entonces suspiró y se acercó a él. Pero se encontró con sus manos a medio camino. —Estoy avergonzado. —Miles, somos amigos. Ninguno de los dos es virgen. Eso debería hacer mucho más sencillo este asunto. Dejó caer su mano desde su hombro hasta su seno y luego más abajo… Al cabo de tres horas Esme se despertó. ¿Había hecho Miles algún sonido? No, respiraba fuerte, pero regularmente, lo que era buena señal, porque en cierto momento su respiración se había vuelto tan forzada que ella había pensado que iba a darle algo. No había estado tan mal, se dijo a sí misma. Lo habían superado con un mínimo de gracia y con mucho humor. Ella podría hacerlo de nuevo, de ser necesario. Bueno, seguramente tardaría algún tiempo en quedarse embarazada. Quizás tendría que hacerlo cuatro o cinco veces. De pronto le pareció oír un ruido. Se levantó, pero las cortinas aún estaban cerradas y no podía ver nada. Sí; decididamente había alguien en la habitación; se oía un ruidillo, como si alguien arrastrara los pies. Luego, con un tremendo vacío en el estómago, recordó la estatua que Gina le había dado. La tenía en su mesilla de noche, a la vista del intruso. Acercó la boca al oído de Miles. —¡Despierta!, ¡hay un ladrón en la habitación! Él se despertó sin hacer sonido alguno y la empujó hacia atrás. La cama rechinó cuando se sentó, pero el ladrón no pareció darse cuenta. Silenciosamente, Miles se levantó. Cogió la Afrodita, que aún estaba en la mesilla, y comenzó a caminar

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de puntillas alrededor de la cama. Esme oyó un ruido y asomó la cabeza entre las cortinas. El fuego ya se había apagado, y todo lo que ella podía ver desde donde estaba eran dos sombras peleando en la oscuridad. Podía escuchar a Miles gruñir con esfuerzo. De repente gritó. —¡Auxilio! ¡Auxilio! —Esme tiró del cordón de la campana con todas sus fuerzas—. ¡Que alguien nos ayude! ¡Hay un ladrón en la habitación! Un segundo después se escuchó un sonido confuso a través del pasillo. Pero todo ocurrió tan rápidamente que ella no pudo describir bien lo que había sucedido. Los dos hombres luchaban y el más grande se tambaleó y cayó de rodillas, agarrándose el pecho. —¡Miles! —gritó, corriendo hacia él. Extrañamente, el ladrón no huyó de inmediato. Ella le señaló la Afrodita. —Te romperé la cabeza con esto si te acercas. —Luego miró más de cerca a su esposo y arrojó la estatua, que cayó al suelo con un sonido pesado—. ¿Miles, estás bien? Él estaba desmayado. Hizo un extraño sonido. Con un movimiento suave el ladrón se arrodilló a su lado. —¡Oh, Dios mío! ¡Sebastian!

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Capítulo 35 Justo antes del amanecer.

La puerta se abrió de golpe y un grupo de personas entró en la habitación, pero Esme no les prestó atención. Al abrirse a puerta, la luz proveniente de las velas que traía la gente llenó la habitación. El rostro de Miles tenía un tono entre verde y gris. Ella trató de empujarlo hacia atrás para que pudiera recostarse, pero no lo pudo mover. —Que alguien me ayude —dijo con una voz ronca—. Miles, por favor, háblame. Unas manos fuertes la empujaron a un lado. Lady Childe abrazó a Miles e hizo descansar su cabeza sobre su pecho. Esme vio cómo su cuerpo mustio se estremecía y sintió un vuelco en el corazón. Se acomodó para estirarle las rodillas. —Miles —dijo lady Childe con una voz más profunda—. Abre los ojos, Miles. Había silencio a su alrededor. Y luego Esme escuchó, desde la distancia, cómo Helena ordenaba que todos salieran de la habitación. Remotamente, recordó a Sebastian, pero su esposo había abierto los ojos. Miró por un momento a lady Childe y el aliento de Esme quedó atrapado en su garganta cuando vio esa mirada. Lady Childe le puso una mano en la mejilla. —No hables, querido. Esme vio que todo el color de su rostro había desaparecido. —Ve a decir que llamen a un médico —susurró lady Childe. Esme saltó y abrió la puerta. Sebastian estaba esperando afuera, y se veía tan sombrío como un centinela. Ella retrocedió. —¿Qué haces aquí? —dijo entre dientes. —¿Se ha recuperado lord Rawlings? —Su cara estaba absolutamente pálida. —¡Necesitamos un médico! —dijo ella furiosa—. ¡Ve a buscar uno! —Ya han ido a buscarlo —dijo Sebastian—. Puedo… Pero ella no soportaba escucharlo. Cerró la puerta con un golpe seco. Miles miraba de nuevo a lady Childe. La habitación estaba tan silenciosa, que Esme comenzó a contar sus respiraciones. Respiraba lentamente y con mucho esfuerzo. —William —dijo con un susurro. —¿William? ¿William qué? —preguntó Esme. —El bebé —dijo lady Childe; su mano tocó su mejilla—. Llamaremos a tu bebé William. No te preocupes por eso, corazón. Solo quédate con nosotros hasta que el doctor llegue. Los ojos de Esme se llenaron de lágrimas.

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—Él no está… no está… Miles había apoyado la cabeza en el pecho de lady Childe. Ella giró su cara y le dio un beso en la frente. —Está bien, cariño —dijo, su voz era tan suave como agua cayendo—. Te amo. Él parecía estar haciendo un esfuerzo para decir algo. Ella le hizo callar. —Sé que me amas, Miles. Lo sé, lo sé. Y yo te amo. —Lo sujetó con más fuerza contra su pecho—. Lo llamaremos William, y me aseguraré de que te conozca, cariño. Le contaré todo sobre ti. Esme se aferró a la mano que estaba sosteniendo. —Nunca dejaré que William vaya solo al campo ni que vaya a Londres, Miles. Lo llevaré conmigo a donde vaya. No pudo saber si él la había oído y no le pareció bien quedarse con ellos dos, así que al poco tiempo se levantó y se dirigió a la ventana. Levantó la cortina y miró hacia afuera, dándole la espalada a la pareja que estaba en el suelo. Podía escuchar gritos confusos, pasos y voces fuertes provenientes de la casa. ¿Por qué había entrado Sebastian en su habitación? Cerró los ojos. Obviamente, quería acostarse con ella… En su pecho, palpitaban con ritmo alternado la angustia, la humillación y el dolor. Su amante había irrumpido en la habitación y su esposo, como resultado, estaba muerto. Era temprano, muy temprano. La neblina bailaba sobre el prado de lady Troubridge, el rocío caía sobre los arbustos de rosas mientras esperaban que saliera el sol. El cielo tenía un encantador tono rosado cuando lady Childe se levantó y se paró a su lado. Esme dio un vistazo rápido sobre su hombro. Miles parecía dormido. —No estoy segura de haberme quedado embarazada. —Su garganta estaba llena de lágrimas—. Lo normal es que hagan falta unas cuantas noches. —Es muy probable. —Sí, bien. —Esme puso las manos sobre su estómago y deseó con todo su corazón que estuviera allí el pequeño William. —Anoche… —dijo ella titubeante. —No importa —dijo lady Childe. Su rostro parecía calmado, y a diferencia del de Esme, cuyos ojos estaban hinchados, no había dejado caer una sola lágrima. —Era importante para Miles —insistió Esme—. No era una cosa sencilla. Él se sentía adúltero… no podía… tuvimos que estar a oscuras. — Las lágrimas cayeron sobre sus mejillas—. Te amaba mucho. —Sí —dijo lady Childe, y Esme vio la primera grieta en su compostura —. Y yo… yo también a él. Ella era más pequeña que Esme. Entonces Esme la abrazó y sollozaron juntas, por la dulzura de Miles, por el amor de Miles, por Miles. Algún tiempo después, cuando lady Childe y ella se las habían arreglado para ponerle a Miles sus pantalones y su camisa, alguien llamó a la puerta. Lady Childe estaba sentada en el suelo, arreglándole el pelo a

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Miles. Esme caminó hasta la puerta y la abrió ligeramente. Sebastian seguía allí. La miró sin decir palabra. Lady Troubridge y un caballero de edad se pararon a su lado. —Este es el doctor Wells —dijo lady Troubridge en voz baja. —Me temo que es muy tarde. Ella asintió. —¿Puedo hablar con Lucy? Esme se dio cuenta entonces de que no conocía el nombre de pila de lady Childe. Lady Troubridge debía ser una amiga cercana, para referirse a ella por su nombre, pensó. El doctor se inclinó sobre Miles un segundo, habló brevemente con Esme y lady Childe y se fue. Esme salió al corredor y se enfrentó a Sebastian. —¿Tú?… ¿Todos te han visto? —Sí. ¿Cómo debo proceder, lady Rawlings? —¿Proceder? ¿Qué quieres decir? —Sé que no es el momento ideal para una propuesta de matrimonio, pero… —¿Estás loco? ¿Crees que me casaré contigo? ¿El hombre que ha asesinado a mi esposo? —Habló desde las profundidades de su ira y su odio. Él se quedó completamente quieto. —Me disculpo desde lo más profundo de mi corazón. Sólo puedo ofrecer… —¡Tu mano! —bufó ella—. ¡No aceptaría tu mano en matrimonio ni aunque dejaras de ser un pesado, aburrido y virgen! Ella no se habría imaginado que fuera posible que Sebastian se pusiera más blanco, pero lo hizo. —No quiero que tu reputación… De nuevo ella lo interrumpió. —Vete. Quiero que te vayas. Lo único que puedes darme es la promesa de no volverte a ver. Jamás. ¿He sido clara? Sus ojos buscaron los de ella. —Muy clara —dijo él. Ella dio un paso atrás y esperó a que se fuera, y después de un rato, lo hizo. Regresó a su habitación y se sentó al lado de su difunto esposo. Pero ella no debía estar allí. Ése era el lugar de lady Childe. De todas formas, se sentó. Era lo último que podía hacer por Miles, a pesar que de que era muy poco y muy tarde. Se sentó, retorciendo las manos sobre su regazo, y su estómago daba vueltas por el odio que sentía por sí misma. Después de una hora, más o menos, lady Troubridge miró a Esme y dijo: —¿Te molestaría pedirle a un sirviente que llame a mi criada, querida? Esme regresó al corredor y casi se estrella con Helena. —¿Lo sabe ya todo el mundo? —preguntó, sin ceremonia alguna. Tenía que obligar a las palabras para que salieran, pues tenía los labios rígidos. Helena era conocida en la ciudad como una mujer de mucha

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compostura. Enfrentada a las peores depravaciones de su marido, nunca había demostrado una pizca de emoción. Pero su rostro la delataba ahora. —Bonnington estaba parcialmente vestido —dijo ella—. Se había quitado la camisa cuando Miles lo atacó. Al parecer iba a meterse en tu cama. —¿Lo sabe Gina? —susurró Esme. Helena la llevó a través del corredor a su habitación. —¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido hacerle esto a Gina? —Jamás lo habría hecho si pensara que Gina estaba enamorada de Sebastian, pero anoche ya estaba muy claro que Gina iba a volver con su marido… Sebastian sabía que me estaba reconciliando con Miles, pero se fue antes de que pudiera decirle que mi esposo iba a visitar mi habitación esta misma noche… —No deberías haberlo hecho —dijo Helena—. Y el tonto de Bonnington; ¡los hombres son tan tontos! —Todo es culpa mía —dijo Esme, débilmente—. He matado a mi esposo. He matado a Miles porque soy una prostituta. —Bonnington está protegiendo tu reputación —dijo Helena—. Ha dicho que se equivocó de habitación. —¿Qué? —Está diciendo a todo el mundo que iba a la habitación de su esposa. —¿Su esposa? —dijo Esme en voz alta. Helena asintió. —Le ha dicho a todo el mundo que Gina y él se habían casado ayer por la tarde, por medio de una licencia especial, y que iba a la habitación de su esposa. Salvo que contó mal el número de puertas y terminó en tu habitación por equivocación. ¡Esme! ¿No te vas a desmayar, verdad? —Nunca me desmayo —murmuró. Pero sí tomó asiento—. ¿Dices que le ha dicho a todo el mundo que él y Gina se han casado? Helena también se sentó. —Sí. —¡Eso es imposible! Gina sigue casada con su marido. —No. Ya les han concedido la anulación. —Pero ella está enamorada de su esposo. —No tengo idea de sus sentimientos —la voz de Helena había recobrado el tono plano—. Aún no han negado la versión de Bonnington. Hay, por supuesto, una gran especulación con respecto a la presencia de tu esposo en tu habitación. Esme hizo un gesto impaciente. —Que los buitres piensen lo que quieran. ¿Dónde está Gina? —No la he visto. Supongo que está abajo aceptando felicitaciones por su boda. Naturalmente, todos están horrorizados por la muerte de tu esposo. Muchas personas se están marchando de la casa por respeto. Hubo un ruido en la puerta y entró Gina. Esme se puso de pie. —Lo siento —dijo ella con voz entrecortada—. Sé que no hay nada que pueda decir, pero lo siento mucho. Nunca debería… —su voz se cortó. Por un instante, Esme y Gina sólo se miraron. —No puedo decir que no me importa —dijo Gina finalmente—. Porque sí me importa. ¿Deseas casarte con Sebastian?

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Una mirada de asco se asomó en al rostro de Esme. —Absolutamente no. Debí de estar loca para acostarme con él. Gina se hundió en su silla. —Ahora todos piensan que estoy casada con él —dijo con un tono austero—. Entonces deduzco que seré yo la próxima que duerma a su lado. —No debes permitir ser parte de esa historia —sentenció Helena. —Si no lo hago, la reputación de Esme estará acabada —dijo Gina—. Si saben que Sebastian venía a su habitación será expulsada de la sociedad. —La reputación de Esme ya está hecha un asco de todos modos — señaló Helena. —¡Y no me importa! —dijo Esme—. Traicioné tu confianza y me acosté con tu prometido. ¿Por qué estás siquiera pensando en mi reputación? Los ojos de Gina estaban tirantes y grises. —La mayoría de los esposos tienen una amante —dijo ella—. Supongo que debo acostumbrarme a compartir a Sebastian. Esme tragó saliva. —Él no es de ese tipo —comenzó a decir, pero Helena puso una mano sobre su brazo. —¿Dónde está el duque? —Está en Londres aunque es probable que regrese pronto, porque piensa que estrenaremos la obra hoy. No nos despedimos en los mejores términos. De hecho, le dije que planeaba casarme con Sebastian. —Luego, Gina agregó, más bien tristemente—: Y a él no pareció importarle. —Todo es culpa mía —gritó Esme—. He sido yo. Yo he asesinado a Miles, y…. —Tonterías —dijo Helena con voz sofocante—. Miles ha muerto de un ataque al corazón. Lady Troubridge me ha dicho que ya había sufrido dos ataques muy fuertes esta semana. Ella le había dicho que fuera al médico… Habría podido suceder en cualquier momento. Él no estaba bien. —No lo sabía. Soy su esposa y ni siquiera sabía que estaba enfermo. Nuevamente rodaban las lágrimas por la cara de Esme y su voz era áspera. —Nadie cree que lo quisiera, pero sí lo quería. Era tan bueno y verdadero, y nunca debí hacer que se fuera. Debería haberme quedado con él, y ahora tendríamos hijos. Él quería un bebé pero no lo tengo. —Se desplomó en sollozos compulsivos—. ¡Si no hubiera sido tan estúpida! Helena le dio unas palmaditas en el hombro. Gina estiró la mano y ella la tomó. El rostro de Esme estaba enrojecido e hinchado. En ese momento, estaba lejos de ser la mujer más hermosa de Londres. —Sebastian debe decir la verdad —dijo ella—. Así lo haré yo tan pronto como baje las escaleras. Me importa un pepino mi reputación. Me retiraré al campo. —¿A hacer qué? —dijo Helena cariñosamente—. ¿Cultivar judías? —Estaré de luto. Por favor, Gina dile a Sebastian que sea sincero. Pretendo abandonar la casa de inmediato. No me importa lo que la gente piense de mí.

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Gina tragó saliva. —La sociedad te crucificará, Esme. Debe de haber otra forma. —No la hay. Me importa un bledo lo que la gente piense de mí. Nunca, nunca volveré a dormir con otro hombre, Dios no lo permita. Todo lo que quiero es que me dejen en paz. Sebastian y tú tenéis mi bendición… Solo quiero que sepas, Gina, que no lo habría hecho si no hubiera pensado que querías seguir casada con Girton. —Es precisamente eso —gritó Gina—. ¡No sé qué es lo que quiero! A veces, quiero estar casada con Sebastian y otras quiero estar casada con Cam. Se oyó un ruido en el pasillo y Esme abrió la puerta justo a tiempo para ver a cuatro hombres sacando a su esposo de la habitación. Se quedó de pie en el umbral de la puerta, con la mano en el corazón. Helena fue detrás de ella. —¿Saben adónde llevarlo? —preguntó Esme—. Miles debe ir a su casa, en el campo. Él querría ir a su casa. —Hay tiempo suficiente —dijo Helena—. Lo llevarán a la capilla por el momento. El coche saldrá esta tarde. —El coche… —Se tropezó al ponerse de pie. —Seguirás el coche de tu marido. ¿Tienes un traje negro? Esme no respondió. —Te acompañaré, si así lo quieres. —Sería muy amable de tu parte —dijo débilmente. Caminó a través del pasillo y se dirigió a la habitación. Al entrar, dio una patada a algo—. La Afrodita —la levantó—. Está rota. Ha debido de romperse cuando la he tirado. Lo siento… Acabo con todo lo que toco. —No te preocupes —dijo Gina—. Me la llevaré, tengo que dársela a mi hermano. —¡Tu hermano! Gina miró los ojos asombrados de sus dos amigas. —El señor Wapping —dijo, con una sonrisa inconstante y tomó de las manos de Esme la Afrodita—. ¿No os había dicho que el señor Wapping también es hijo de la condesa Ligny? —¿El señor Wapping es tu hermano? —preguntó Esme. Gina sacó un rollo de papel del centro de la Afrodita. —Es mi medio hermano, de hecho. Solo hay papel aquí —dijo—. Sólo papel, nada de joyas. —¿El señor Wapping? —repitió Helena, sorprendida—. ¿Tu tutor? ¿Te dio él la estatua? —No, la estatua es un legado de la condesa Ligny —dijo Gina al tiempo que desataba el cordón que sujetaba el rollo de papel—. ¡Vaya, vaya! ¡Qué peculiar! Las dos miraron sorprendidas. —Son mis cartas. Las cartas que le escribí. Aquí está la primera, y la segunda. La última carta que escribí antes de que muriera. ¿Por qué me devuelve mis cartas? —¿Hay algún mensaje? Gina negó con la cabeza, mirando el pequeño paquete de papeles nuevamente. —Quizá olvidó que las cartas estaban dentro —sugirió Helena.

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—El señor Wapping va a llevarse una gran desilusión —dijo Gina—. Él esperaba que fueran esmeraldas. —¿Cómo rayos sabía tu tutor, tu hermano, que tenías la Afrodita? — preguntó Helena. —La condesa le contó que la Afrodita contenía su más importante posesión —respondió Gina, interrumpiéndose con un pequeño suspiro. Una sonrisa pasó por la cara de Esme. —Su posesión más preciada —dijo suavemente, alzando las cartas—. Eso es encantador. Gina se mordió el labio. —No lo diría en serio. —Sí, lo hizo —dijo Helena. —¿Y entonces por qué nunca me escribió? —¿Quién sabe? —dijo Esme—. Pero tus cartas eran su bien más preciado. Sus ojos se llenaron de lágrimas de nuevo. —Jamás lo pensé. —Gina armó de nuevo la Afrodita y la observó—. Pensaba que me había dado una estatua desnuda porque creía que yo era una mujer fácil cómo… —Te envió la estatua porque era hermosa y porque quería que supieras que tus cartas eran preciosas —dijo Esme. La boca de Gina tembló. —Pensaba que era como Cam. —¿Qué pasa con Cam? —Él también me envió una estatua desnuda. Cuando cumplí veintiún años me envió un Cupido desnudo. Al principio estaba agradecida… pero luego sentí rabia. Era tan diferente a mí… —Supongo que el Cupido es muy hermoso, ¿no es así? —dijo Esme—. Ciertamente la Afrodita lo es. Todas miraron la Afrodita. Los dedos de Gina la sujetaban por la mitad. Ahora soltó su mano y levantó a la diosa con la otra mano. —Es hermosa, ¿verdad? La Afrodita permaneció en lo alto con el brazo extendido sobre la cabeza, mirando hacia atrás con miedo, pena, tristeza o amor. Cada mujer vio algo diferente en su rostro.

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Capítulo 36 A veces una esposa es difícil de encontrar.

—¿Mi esposa está abajo? La criada de Gina estaba guardando la ropa en un baúl. Alzó la mirada. —¿Perdón, señoría? —Estoy buscando a mi esposa; su señora, la duquesa. Annie lo miró boquiabierta y luego dijo: —No, ella se ha ido a la aldea con… con… —¿Con quién? —¡Con su esposo! —confesó la pequeña criada. Cam se quedó congelado en la puerta de la habitación. Su voz era más suave y cincuenta veces más pausada. —¿Quieres decir que mi… que tu señora se ha casado con el marqués de Bonnington? —Se casaron por medio de una licencia especial, señor —dijo Annie, estridentemente—. Ha sido emocionante y muy romántico. Media hora más tarde, la escandalizada criada hablaba con otros sirvientes: —Me dijo que era una arpía. ¡Una víbora! Mi señora está mejor sin ese gigantón griego. —El duque de Girton no es griego, sólo vive en Grecia. Su madre era una de las hijas de lord Fairley —dijo una criada de la casa, haciendo alarde de ser una lectora ávida de los ecos de sociedad. —Vivir en Grecia ya es bastante raro, ¿no es cierto? Allí son todos unos asesinos. El duque me miró como si fuera a matarme, sólo porque le dije que mi señora se había casado con otro hombre. Todos sabían que su matrimonio estaba anulado. ¿Entonces por qué estaba tan sorprendido? Si yo hubiera sabido esto hace quince días… —¿Hace quince días? ¿Llevan casados quince días? —preguntó la criada, ahogada. —Casados no, comprometidos —dijo Annie, asintiendo con la cabeza en medio del círculo de caras alrededor de la mesa del mayordomo. Estaba disfrutando del poder que le daba tener noticias de primera mano, al ser la criada de la notoria duquesa de Girton, ahora la notoria marquesa Bonnington. —El duque tiene derecho a enfadarse —afirmó el ama de llaves, la señora Massey—. Lady Bonnington era su esposa, después de todo. Debió decirle que pensaba casarse de nuevo.

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—Creo que él no quería anular el matrimonio —dijo Annie. —Bueno, pues su ayuda de cámara está haciendo el equipaje en este momento —recalcó el mayordomo—. Supongo que el duque va a regresar a Grecia inmediatamente. Ordené a los sirvientes quitaran el escenario, ya no se puede hacer la representación, con lady Rawlings de luto… Cam observaba cómo Phillipos metía sus pertenencias en un baúl. —¿Qué debo hacer con estos papeles, señor? Sabe que el carboncillo no resiste tanto —dijo Phillipos, sosteniendo unos dibujos de Gina. Cam rasgó metódicamente los papeles en pequeños pedazos sin decir nada. —¿Y el mármol? —Phillipos apuntaba con la cabeza hacia el bloque, abandonado en el rincón. —Transmítele nuestro agradecimiento al mayordomo por todos los inconvenientes y pídele el favor de que se deshaga de él como lady Troubridge disponga. El ayudante dispuso la última camisa en una maleta. Cam miró la habitación por encima. —Cuanto antes estemos en Dover, listos para zarpar, mejor. Me despediré de lady Troubridge y le rogaré que nos preste uno de sus carruajes. —¿Y el señor Rounton? —preguntó Phillipos. El duque no parecía oírlo. Estaba mirando el fragmento de papel que tenía en la mano, un dibujo de la mano de la duquesa. Phillipos se aclaró la garganta. —El señor Rounton lo está esperando en la biblioteca, milord. —Ah, sí —dijo Cam, ausente. Se puso el papel en el bolsillo y salió de la habitación sin decir nada. En la biblioteca, Rounton estaba caminando de un lado para otro y dándose un pequeño discurso en silencio. Los Girton eran un problema. Pero, a pesar de todas las cosas horribles que había hecho el viejo, el nuevo era mucho peor. Por supuesto, el duque tenía razón al decir que se había salido de sus límites. Pero el diablo sabía que él le había dado instrucciones a ese tonto de Finkbottle de que encauzara las cosas en la dirección correcta, no que metiera la pata de esa manera. El diablo sabía que ya no se podía confiar en nadie. Presionó la palma de su mano contra el lugar que le dolía, en su estómago. Tal vez debería seguir los consejos del médico. «Haz un viaje», le había dicho el médico. «Ve a un país cálido.» Ahora Girton quería que fuera a Grecia y cerrara su casa. Era casi providencial. Rounton jugueteó con su reloj de bolsillo. Dadas las aptitudes del joven Finkbottle, no le quedarían clientes cuando regresara a casa. Que quizá fuera lo mejor. Se abrió la puerta. —Estoy preparado… —Quiero tomar el primer barco disponible de Dover hacia Grecia — dijo Girton, cortándole las palabras—. Me temo que su pequeño esquema falló. La duquesa se casó con Bonnington ayer, con una licencia especial. Rounton estaba sorprendido.

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—Debió de correr hacia él en cuanto yo salí de la casa —continuó Girton. —¡Imposible! ¿El marqués de Bonnington, casándose de esa manera tan apresurada? —Lady Troubridge acaba de confirmarlo. Aparentemente, el marqués se metió por equivocación en otra habitación en mitad de la noche, tratando de encontrar la cama de su nueva esposa. Causó la muerte de un hombre con su entusiasmo marital. —¿Qué? —Peleó con Rawlings en la oscuridad y a Rawlings le dio un ataque al corazón —dijo Girton con impaciencia—. Me han dicho que los recién casados se han ido a la aldea. Confío en que pueda expresarles mis felicitaciones y despedirme de ellos, Rounton. El abogado apretó los labios. Había algo extraño en todo ese asunto. —Me es difícil creer que la duquesa haya hecho algo así —dijo, y una visión de la práctica duquesa le atravesó la mente. —No hay nada de apresurado en eso —dijo el duque—. Lleva meses comprometida con ese hombre. —Estoy desilusionado —dijo Rounton—. No lo negaré. Hubo silencio en la habitación. —No tanto como lo estoy yo —admitió Girton, con un tono lastimero. Por primera vez, abogado y duque se habían mirado de hombre a hombre en lugar de empleado a cliente. Pero Rounton se volvió. No le gustó lo que vio en los ojos de Girton. —Quiero que contacte con Thomas Bradfellow. Haga una donación de una cátedra en Estudios italianos y dígale que contrate a Wapping —dijo el duque desde la puerta—. Y endósele la propiedad a Stephen lo más pronto posible. —Sí —murmuró Rounton. No estaba en posición de dar consejos. El amplio vestíbulo estaba repleto de personas de buena familia despidiéndose con entusiasmo. La fiesta de la casa de campo de lady Troubridge había sido, tal vez, un poco más corta de lo esperado, pero había sido más divertida de lo que todos esperaban. Cam estaba saliendo por la puerta cuando sintió una mano sobre su hombro. Se dio la vuelta para encontrarse a Tuppy Perwinkle detrás de él. —Buenas tardes —dijo Cam, haciendo una reverencia—. Me temo que regresaré a Grecia inmediatamente. De otra manera no… —Mi esposa —interrumpió Tuppy— dice que la duquesa te ama. El estómago de Cam se endureció instintivamente. —No logro entender por qué ha decidido compartir las divagaciones de su esposa sobre el tema conmigo. Tuppy frunció el ceño. —Despaché a mi esposa como a una causa perdida; no querría que cometiera el mismo error. —Dado que mi antigua esposa se casó ayer, creo que el asunto está fuera de mi alcance —dijo Cam, gélidamente—. Ahora, si es tan amable de excusarme… Le hizo un gesto a Phillipos, que estaba de pie en el vestíbulo con todo su equipaje y le dio a lord Perwinkle una cálida despedida. El viaje a la costa fue lento pero sin inconvenientes. Varios días

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después, quedó fascinado mientras miraba por la barandilla de un pequeño bote llamado El Molly y se obligó a apartar la mirada del muelle. Era absurdo pensar que esa nube de polvo, o ese carruaje, pudieran disfrazar a su errante esposa, no, a la esposa de Bonnington. Más absurdo aun era pensar que su esposa lo había seguido porque había cambiado de opinión. Era una imbecilidad esperar que todo eso fuera una pesadilla y que despertaría para encontrarse siendo acusado de roncarle en la oreja y manosearle el cuerpo mientras dormía. Y sin embargo, no podía dejar de desearlo. Parecía como si dentro de ese gran carruaje estuviera la duquesa. Forzando los ojos, logró ver que un párroco rechoncho estaba sentado pesadamente en el interior con una mujer incluso más gorda que él. Incluso desde la distancia, podía oír a la mujer parloteando, llamando al párroco patán y mentecato. Gina había tomado una decisión, y había sido la correcta. Bonnington era un buen hombre, sólido, además de ser infernalmente guapo. Más aun, vivía en Inglaterra. ¿Y miraba a Esme Rawlings de la misma manera que un perro hambriento mira un hueso? Sería discreto. Cam suponía que no tendría a la mejor amiga de su esposa como amante. «Yo no sería respetable», pensó Cam. Durante el camino a la costa había intentado imaginarse viviendo en la campiña inglesa, construyendo grandes puentes y supervisando cosechas. Sus pensamientos siempre terminaban con una imagen de sí mismo llevando a su esposa en brazos… y… Apartó la mente de esos pensamientos. Tres pasajeros, había dicho el capitán. No hacía falta un genio para darse cuenta de que pasaría los próximos tres meses junto a un cantante de himnos y su malhumorada y arpía esposa. Se negó a mirar al párroco mientras el hombre y su esposa subían al barco. Phillipos miró en la cabina alrededor de una hora después de que la nave hubiera zarpado. —Dice el capitán que la costa está libre, señor. Quiere que los pasajeros lo acompañen a tomar un jerez. Cam lo miró con el ceño fruncido. Estaba haciendo rápidos dibujos en carboncillo, regulares, pero no terribles. Sabía por experiencia que los primeros días que pasaba en un barco eran fatales para su estómago. —Dios mío —dijo Phillipos con deleite—. Me gusta mucho ese boceto. ¿Quién es esa mujer? —Es Medusa —dijo Cam brevemente, colocando la diosa con pelo de serpiente a un lado y lavándose las manos—. ¿Crees que debo cambiarme de ropa para la cena? —Sin duda alguna, milord. Parece que el capitán Brackit es un caballero formal. Su ayuda de cámara me contó que tenía un chico cuyo único trabajo era almidonar la ropa del capitán. Cam respondió con un gruñido mientras se remangaba la cómoda camisa de tela de batista y comenzaba a lavarse. Diez minutos después, Phillipos luchó contra su melancólico señor para que vistiera una chaqueta negra y se declarara satisfecho. Cam caminó hacia la cabina del capitán con una salvaje desesperación, con unas irreprimibles ganas de tirar a su antigua esposa al mar. Algún día dejaría de importarle el hecho de que jamás volvería a

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leer una carta de Gina, nunca más sin… Algún día. Abrió de un empujón la puerta del capitán y golpeó al párroco regordete con ella en la espalda. —Pido disculpas, señor —exclamó Cam, ofreciéndole una mano. El párroco se había caído de rodillas. Cam se agachó para ayudarlo a levantarse. —No pasa nada —dijo el párroco, resplandeciente ante Cam con la dicha de un inglés que acaba de descubrir que está compartiendo momentos con la aristocracia—. Le estaba diciendo a su adorable esposa que… El párroco siguió hablando pero su voz se desvaneció de la mente de Cam. Ella le sonreía como si nada hubiese pasado. Como si él no hubiera enloquecido en la campiña, corriendo como un cobarde cuando se enteró de su boda. Como si ella no se hubiera casado con un hombre mejor. —Ah —dijo Cam, interrumpiendo la conversación del párroco. Hizo una reverencia y levantó su mano hacia sus labios—. Mi última duquesa. —Y la próxima —agregó ella. Estaba exquisitamente vestida y peinada, desde sus pestañas pintadas a su cabello rizado. Cada centímetro de ella era como el de una duquesa. Él tan sólo podía sonreír. Ella se volvió hacia el párroco y lo golpeó suavemente en el brazo. —Ya puede ver que el duque se ha quedado pasmado con la sorpresa, párroco Quibble. —A mi hermana le pasó lo mismo cuando nos despedimos —dijo Quibble, de inmediato—. Lloró como si yo me estuviera yendo a las antípodas. ¿Va a permanecer mucho tiempo en Grecia, señor duque? Gina miró pensativa la copa de jerez. —El duque esculpe mármol en las islas —le dijo al párroco—. Seguramente viviremos allí al menos varios años. Cam bebió jerez intentando contener la voz que estaba a punto de cantar dentro de su cuerpo. Aparentemente, ella era aún su esposa, cada centímetro práctico y administrador. O sería su esposa de nuevo, para ser exactos. —¡Un sacrificio! —dijo Quibble—. Puesto que para una delicada dama como usted, las islas son un lugar espantoso. Ya el continente es lo suficientemente feo. Mi querida hermana me ha preguntado cientos de veces si ella debe venir a vivir conmigo y alivianar la carga. Tengo que ser firme. La vida pesada no es para un pimpollo de rosa como tú, le dije. Probablemente se derretiría con ese calor, o peor aún, se ofendería hasta la muerte con los nativos. Ali Pasha no es refinado, ni tiene modales, no tiene cultura. ¡El tribunal de Tepeleni no ha organizado ni un baile! La duquesa tenía exactamente el aspecto que Quibble se imaginaba que debía tener una duquesa: exquisita y elegante. Seguramente se derretiría con el calor. Ninguna isla era lugar para una lady inglesa. ¡Varios años! Él podría garantizar que el duque tendría que acompañar a su esposa de vuelta a Inglaterra después de una semana. Se equivocó por algunos meses.

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Capítulo 37 En el que una duquesa baila de alegría.

El crepúsculo en la isla de Nissos tiene una extraña calidad azul, un brillo cristalino y perlado que baila por la piel y hace brillar el oro puro de los cabellos, como el de Gina Serrard, la duquesa de Girton. Su esposo y ella estaban dirigiendo la danza de la cosecha. Ella se reía, sujetándose el vestido por encima de los tobillos mientras saltaba alrededor del fuego. Él bailaba detrás de ella, cada vez más rápido, su traje negro contrastaba con la blancura del vestido de ella. Cuando él la atrapó en sus brazos, saludó a los aldeanos reunidos con un movimiento de cabeza y comenzó a subir los escalones de piedra hacia la casa en la colina; había muchos que se preguntaban qué le decía con tanta ternura al oído. Poesías de amor, tal vez. El inglés era un tonto enamorado. Cualquiera podría darse cuenta. Gina parpadeó. —¿Qué? —Rounton llegará esta semana —le repitió su esposo. —¿El abogado? —terminó con un pequeño chillido. —Hará los arreglos para vender la casa y enviar mis estatuas a Inglaterra. —¿Por qué? —Vamos a regresar —dijo, calmadamente—. Tomaremos el Starlight de vuelta a Londres el mes que viene. —La miró con una expresión de extrema inocencia—. ¿Pensabas que no era capaz de organizar un viaje por el océano? —Pero… qué… —¿Qué creías que hacía en la cantera todos los días? Gina le sonrió. —¿Recoger piedras? Me estás levantando como si fuera una pluma. —Eres una pluma —dijo él. Llegaron al final de las escaleras y él la puso de pie con destreza—. Rounton enviará toneladas de mármol a Girton. Suficiente para hacer Dianas desnudas durante el resto de mi vida. —Oh —suspiró Gina. La besó en los labios. —Lo primero que haré será poner a las Marissas de mármol por todos los jardines, para poderla tocar siempre. Gina gruñó. Había llegado a apreciar a su indolente y tierna amante. —Pero Sebastian pensó que era mejor que no volviéramos a Inglaterra en algún tiempo, por el escándalo. —El escándalo es de Bonnington, no nuestro —dijo Cam, firmemente —. Fue él el que escogió jugar al idiota galante, sacrificando su reputación

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para salvar la de Esme. Ésa fue su elección. La historia que tejimos sobre usar una licencia especial falsa para engañarlo hacia tu cama, bueno, no hay quien se la trague. Pero esos tontos se lo creyeron. Bonnington, pobre cabrón, está exiliado en el continente e injuriado como un desagradable réprobo que trató de acostarse con una duquesa sin el beneficio del matrimonio. Sin embargo, su destino infeliz no debería afectar a nuestras decisiones. —Bueno, Sebastian dijo que si nos quedábamos al margen sería… —Su táctica funcionó, Gina. Es un exiliado; a ti se te considera afortunada por haber escapado de su malvada vida: la reputación de Esme está a salvo. Y tú debes estar en Inglaterra, siendo la duquesa que eres. Probablemente Bicksfiddle está enterrado en una pila de investigaciones. Seguramente habrá cortado nuestros setos hasta la raíz. Tu hermano estará languideciendo en Oxford por falta de familia. Gina puso una cara extraña. —Han pasado varios meses —resaltó él—. Bessie Mittins sigue teniendo apuros económicos, y no creo que Bicksfiddle sea tan comprensivo con ella como tú. —Pero me gusta Grecia, Cam. Él se detuvo en la puerta y tomó la cara de su esposa entre sus manos, poniéndola frente a la suya. —Ya no necesito vivir en una isla, amor. Ahora puedo caminar en la oscuridad —le dio un beso rápido y fuerte. Gina contuvo la respiración. ¿Le estaría diciendo que la amaba? —Eres mi luz —dijo él, llevándola a la habitación.

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Capítulo 38 La gran escalera de la casa Girton.

Habían discutido, como lo hacían ocasionalmente. Cam dijo que ella debería haberle pedido consejo antes de decirle a Bicksfiddle que modificara las escalas del alcantarillado. Él habría podido asignar algo de dinero para construir barandillas de piedra en el vivero. Gina dijo que él nunca pensaba en el futuro. Cam dijo que los alcantarillados eran aburridos, pero que de todos modos debería haberle preguntado. Gina se fue, subiendo por las escaleras. Sabía lo que él había querido decir realmente. Ella era una duquesa aburrida. Se miró la mano enguantada mientras descansaba livianamente sobre la barandilla de la escalera. Claro que ella siempre se apoyaba en la barandilla mientras subía las escaleras. ¿Qué pasaría si se caía? ¿Qué pasaría si se tropezaba y caía? ¿Entonces qué? Nada. Había pasado gran parte de su vida evitando los riesgos. Un pequeño ruido llamó su atención y se detuvo. Él estaba allí, mirándola fijamente. —¿Qué estás haciendo? —le preguntó, retirando la mano de la barandilla. —Esperando —respondió él con voz amable. Mirándolo aún, ella comenzó a desabrocharse el guante izquierdo. —¿Esperando a qué? —Podrías cambiar de parecer. Se quitó el guante y lo tiró por las escaleras. Cayó unos cuatro o cinco escalones más abajo. Ambos miraron la pequeña pieza de tela arrugada. Ella miró hacia arriba para encontrar la mirada de su esposo bailando y sonriendo. Se desabrochó los botones del guante derecho. Una mano grande y masculina se posó sobre la suya. —Una vez me dijiste que era muy difícil quitarse los guantes. Puedo ayudarte. ¿Quieres que te ayude? —¿Ayudarme? Él asintió. —Sí, eso que nunca pides. ¿Alguna vez has pedido ayuda, Gina? —¡Claro que la he pedido! —¿Con algo importante? ¿Por qué no me escribiste cuando vivía en Grecia, contándome cuánto trabajo demandaba la propiedad? ¿Por qué no me pediste que regresara? ¿Por qué nunca me pides ayuda? —Estoy acostumbrada a ser independiente —dijo ella, obstinada. Él le quitaba el guante, dedo a dedo. Le puso un dedo al final de la mano, en el pulso.

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—Pregúntame, Gina. Él estaba sonriendo, con esa sonrisa que la volvía loca. Ya lo conocía y sabía lo que sus sonrisas escondían. ¿Qué escondía? ¿Necesidad? ¿Necesidad por ella? La sangre le corría más rápido con el solo toque de sus dedos contra su muñeca. —Yo… yo quisiera… —Se detuvo. Era muy difícil, tras tantos años de deseos silenciosos y cartas que no había escrito. Después de los miedos no contados de que jamás tendría una familia, pedir ayuda significaba desechar la idea de que si era una duquesa perfecta, sería recompensada con un duque perfecto. Porque él era un duque perfecto. Entonces él la ayudó. —Me han dicho que tengo una esposa —susurró—. ¿Sabes dónde puedo encontrarla? Gina vio la pista de algo detrás de esa sonrisa. Algo menos cierto que la alegría. —¿Necesitas ayuda para encontrarla? —La mujer a la que amo está aquí. ¿Te casarías conmigo, Ambrogina? ¿Serías mía, en el bien y en el mal, en los buenos tiempos y en los malos? Ella tragó saliva con fuerza. —Lo seré —su voz se cortó—. ¿Te casarías conmigo, Camdem William Serrard y vivirías conmigo, abandonando a las demás, hasta que la muerte nos separe? —Lo haré —dijo, limpiándose la garganta, con voz ronca. Luego dobló su cabeza y muy gentilmente la besó en los labios. —Necesito ayuda —dijo ella, mirándolo fijamente a los ojos. —Lo que quieras. Ella se volvió, sin sostenerse de la baranda, balanceándose sobre los pequeños tacones de las zapatillas. —Me gustaría desvestirme. —¡Desvestirte! —dijo, mirando alrededor. La vasta escalera de caracol de la casa Girton se perdía debajo de ellos. Las columnas de las escaleras iban a ser retiradas de sus lugares para ser reemplazadas por las estatuas. No había nadie y era tarde. —¡Gina! —dijo en tono de protesta, sonriendo. Ella no dijo nada, sólo se quedó de pie de espaldas a él, con el cuello doblado suavemente, para dejar en evidencia la larga línea de botones elegantes que corrían por su espalda. Él le besó el cuello… le olía a manzana. Luego, a pesar suyo, sus dedos comenzaron a desabrocharle los botones, uno por uno, en las escaleras de su casa. Un recuerdo le vino a la mente: su padre se detenía en mitad de esas escaleras como un señor feudal, gritándoles con furia a los sirvientes porque no podía esperar a llegar abajo para comenzar a hacerlo. Los dedos de Cam vacilaron. Gina comenzó a quitarse las horquillas del pelo y a arrojarlas descuidadamente a un lado. Produjeron un sonido metálico suave contra la barandilla pulida, contra el mármol; cayeron en todas las direcciones. Sus dedos estaban cubiertos por una ráfaga de pelo rojizo, liso y suave que olía a manzana. Sus manos temblaron y él comenzó a desabrocharle el vestido con frenesí.

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Cuando alcanzó el último botón, movió el vestido hacia delante. Ella ayudó, sacando los brazos de las mangas. La prenda cayó al suelo. Gina se hizo a un lado y empujó la prenda, quitándola del camino. Luego se volvió, vestida con sólo unas delicadas enaguas. Con sus ojos en los de él, deshizo el pequeño nudo y las enaguas se abrieron. —Todavía necesito ayuda —dijo su esposa—. Necesito… —Aquí estoy, Gina. —Algo se rompió mientras él le quitaba las enaguas por los hombros cremosos y hermosos senos, medio escondidos por un mechón de pelo rojo. Ahí estaba ella, desnuda excepto por las delicadas medias de seda, el liguero y las zapatillas. Se arrodilló frente a ella porque parecía que la adoración era necesaria, pero más porque no podía detenerse. La piel bajo sus senos era tan suave como la piel de un melocotón. Gina sonrió mientras su lengua paseaba por su vientre, y él dijo: —Hermosa chica silenciosa. —Y dejó que sus manos descansaran en las deliciosas curvas de su trasero. Luego él descubrió que si descendía un escalón más… bueno, que su boca le quedaría justo en la unión de sus piernas. Ignoró sus protestas y después de un tiempo ella dejó de menearse. Olvidó que era una duquesa y se recostó en la barandilla, como lo haría alguien acostumbrado a estar desnudo en lugares públicos. Él la besó ahí hasta que pequeños jadeos y gemidos se escaparon en la oscura penumbra que rodeaba las escaleras. Y en ese momento, justo cuando él podía sentir que a Gina le temblaban las piernas, se detuvo. Se retiró y le dio un pequeño mordisco en el muslo. Exploró ese hoyo interesante en medio de sus caderas. La escuchó volver en sí, recuperando un sentido de propiedad, diciendo: «¡No puedes! ¡Cam, estamos en las escaleras!», y después relajándose en una exhibición de maestría. Relajándose en la unión de esos encantadores muslos y convirtiéndola en una temblorosa y gritona esposa, su esposa. Cuando ella finalmente se derritió en sus brazos, respirando profundamente para conseguir aire, implorando piedad, él le sonrió abiertamente. Hasta que ella le dedicó una sonrisa seductora que prometía retribución, mientras se movía contra su ingle. Él aspiró su aliento. —Mmm —ronroneó Gina—, no sé si esta silla va a ser muy cómoda… Hay una protuberancia en ella. Cam llegó muy tarde. Se le escapó de los brazos y subió dos escalones, con una sonrisa que era mitad lujuriosa y mitad juguetona. Mientras miraba a su esposa, Cam sintió un ardor en el pecho que jamás se iría, sin importar cuántas veces la tuviera en los brazos, sin importar cuántas noches durmiera a su lado, sin importar cuántas veces ella le pidiera ayuda. Él se arrancó la camisa de un tirón mientras ella lo observaba con esa mirada franca y hambrienta que nunca le quedó bien a la duquesa mojigata de Girton. —Habrías sido una marquesa terrible —dijo él—. ¡Terrible! A Gina no le interesaba. Se recostó nuevamente en la barandilla, disfrutando mientras veía cómo los dedos de su esposo buscaban a tientas sus botas. Cuando ella dejó caer un dedo perezoso por sus senos, bajando por su vientre, él se arrancó una de las botas y la dejó caer

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descuidadamente por las escaleras. —Siento un poco de vergüenza —dijo, arrastrando las palabras, sin hacer nada contra la barandilla, como la descarada cortesana que se imaginaba que era su maman. Él levantó una ceja. —¿De verdad? —Estaba ya casi desnudo. —De hecho, me gustaría que apagaras las velas, Cam. Él sonrió. —Mi pequeña duquesa… ¿Ya me curaste de mi miedo a la oscuridad, lo sabías? —Se movió para quedar de pie justo frente a ella. Ahora ambos estaban desnudos. La besó, sin tocar su cuerpo. Ella pronunciaba su nombre con voz suave y temblorosa. Desnudo, él tenía una belleza como Gina nuca hubiera imaginado. Nunca miraba su cuerpo cuando estaba vestido. Su personalidad era tan vivida, tan explosiva, tan atractiva… Pero sin ropa podía admirar las largas líneas de sus muslos, la tensa belleza de su trasero, la fuerza de sus brazos mientras apagaba las velas de las escaleras. Una a una, crecían las sombras fundiendo las escaleras con la oscuridad. Cam dejó encendida la vela que había justo al lado de ella y continuó subiendo por las escaleras. Cuando miró desde la cima, había un tenue brillo de vela en mitad de la negrura, y ahí, al lado, una hermosa figura que él sabía cremosa de pies a cabeza: un cuerpo que sonreía sin aliento, besaba con lujurioso regocijo, amaba… Gina amaba con una fuerza feroz. Apagó la última vela. Y luego, finalmente, hizo lo que había querido hacer durante la última hora. Se sentó en un escalón y estiró los brazos. Pero ella no podía verlo. Las altas ventanas con parteluz dejaban entrar un poco de luz cuando había luna llena, pero esa noche no había luna. —Gina —dijo él; su voz estaba repleta de promesas roncas—. Ven aquí. —¿Dónde estás? —Aquí, guíate por mi voz. No te preocupes; no te dejaré caer. —Buscó en la penumbra y encontró un tobillo esbelto. Subió con los dedos por ese tobillo y tiró suavemente de la pierna. Y después la tuvo sentada en su regazo, con esas piernas largas y hermosas enroscadas alrededor de su cadera. Se recostó contra el mármol frío y se encontró deliberadamente debajo de un pezón. El pequeño y ahogado sonido del fondo de su garganta era todo lo que él quería en la vida. Gina le acarició las mejillas. —¿No hay bromas? —susurró. Sus dedos se movieron y ella gritó contra su boca. —Mi pulso es firme —dijo él. Ella puso los labios en su cuello y presionó hacia delante, hacia sus manos. —No, no es firme —le dijo. —No es la oscuridad lo que me asusta, eres tú. —Su voz era callada,

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aterciopelada—. Eres mi esposa, mi duquesa mojigata, mi amor desnudo. —Sus manos trajeron su cuerpo hacia el suyo—. No necesito contar chistes… tenerte es dicha suficiente. —Oh, Cam. —Su voz comenzó siendo un sollozo que se convirtió en un jadeo y luego en un gemido. Él olvidó que estaba oscuro. Todo lo que le importaba era sentir las curvas sedosas y redondas, el fogoso calor y los gemidos de su duquesa. Y Gina olvidó el dicho: «Una duquesa es lo que una duquesa hace.» Su esposo la levantó, la suspendió en el aire por unos segundos y la dejó caer encima de él: peso delicioso. Gritó de placer. No había nada de aplomo en ella, nada pulcro, nada correcto. Lo abrazó con una clara y feroz alegría, un placer exuberante que se desentendía de las convenciones. Se rió, frotando los senos contra su pecho, regodeándose con la sensación. Se rió cuando le hizo cosquillas, hasta que sus dedos rastrearon más abajo. En algún punto Gina se incorporó y atrapó el vestido para que Cam pudiera ponérselo detrás de la espalda, puesto que él juró que el mármol lo iba a dejar incapacitado de por vida. Pero se negó a abandonar las escaleras y él no podía ni pensar en levantarse sin ella. Gina lo necesitaba para que la sujetara al suelo al igual que él la necesitaba para alumbrar la oscuridad. Finalmente pararon de reír, y su respiración se fue tranquilizando. Cam podía sentir cada centímetro de su sedosa piel, su suavidad. La sujetó con fuerza y empujó hacia arriba… Ella gritaba con cada empujón, lo besaba sin parar; besos y lágrimas se derretían contra su cara. Empujó con más fuerza, sólo para oír su grito estremecido. —Te amo —le dijo—. Creo que siempre te he amado. No estaba seguro de que Gina lo hubiera oído porque estaba muy ocupada tratando de ir al lugar donde solo él podía llevarla. Entonces, la agarró por la cadera y se movió dentro de ella con fuerza. Ella gritó y lo agarró por los hombros y gritó de nuevo… Estaban juntos en una tempestad de oscuridad, en medio del calor. Y en la escalofriante oscuridad, Cam tomó a su esposa, y sin preocuparse por el desorden de ropa desparramada por las escaleras, la llevó a la habitación. Su cabeza yacía en su hombro, tan calmada como la de un bebé. La puso sobre la cama. La cama de su padre, de su abuelo. La cama donde su propio hijo nacería. Muchos de ellos, si así lo querían. Encendió unas velas para poder verla. Ella abrió los ojos, con una pizca de vergüenza; así era su duquesa. —Venga aquí, señoría —le dijo, soñolienta. —Gracias. Lo haré. Y lo hizo.

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Epílogo El césped, casa Girton.

No había por qué negar que la duquesa besaba al bebé demasiado. Cada vez que él miraba a esa pobre y diminuta criatura, envuelto en lazos y telas, sentía una punzada de ternura. Incluso ahora, su esposa y su amiga Helena estaban sobre el pequeño bulto, que se balanceaba en las rodillas de la duquesa. Mientras él miraba, un pequeño y ondeante muñeco se las arreglaba para agarrar unas pocas tiras de pelo rojizo y tirar de ellas vigorosamente. «Es mi hijo», pensó Cam con satisfacción mientras su esposa besaba y le decía tiernas palabras al bebé. Helena se levantó cuando él regresó del paseo. —Maximiliano es hermoso —le dijo, sonriendo. Él le devolvió la sonrisa. Había aprendido a tenerles afecto a las amigas de su esposa, con sus lenguas agudas y sus matrimonios desastrosos. Y Esme no estaba casada. Sebastian había salvado su reputación al anunciar que había intentado engañar a Gina con un certificado de boda falso, para llevársela a la cama. Pero Esme se fue al campo, de todas maneras. Y juró que no necesitaba a nadie más que a su bebé. Helena le tocó el hombro a Gina. —Voy a buscar la mantita de Max, hace algo de frío. —Y salió caminando hacia la casa; una figura esbelta y solitaria. —No necesita una manta —dijo Cam—. Ven aquí, pequeña migaja. Max gorjeó lleno de risa y alzó los brazos hacia su padre. Cam se sintió invadido por una oleada de ternura. —¿No es el bebé más inteligente que has visto nunca? —dijo Gina, colgada de su brazo, para poder ver la cara de su bebé—. Conoce a su padre. —Mmmmaaaaaammmm —dijo Max. —¡Y está hablando! Ya sabe mi nombre. La niñera me dijo que no hablaría hasta que tuviera un año. Aquí está, hablando con cuatro meses. Ella no sabía lo maravilloso que eres, ¿no, botón de oro? Ella pensaba que eras como los otros bebés. Gina tomó al bebé entre sus brazos y lo llenó de besos por toda su dulce y suave piel y por los negros y salvajes mechones que cubrían su cabeza. La visión de Cam se nubló. Levantó la mano y tomó la pequeña cabeza de su hijo. Gina se inclinó en su pecho, mientras miraban cómo Max bostezaba, con un gran bostezo sin dientes. Dobló su pequeño dedo sobre el de su

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padre y volvió la carita inquisitivamente hacia su madre. —Creo que quiere un poco de leche —observó Cam, demostrando que toda la inteligencia de la familia no le pertenecía solo al bebé. —Mi pequeño botón de oro —dijo la madre de Max, demostrando la posibilidad de que toda la inteligencia familiar estaba solo en el lado masculino. Parecía no poder parar de besar a ese pobre bultito; y no era que él se estuviera quejando. —¿Te acuerdas de lo que me contaste sobre el diario de mi madre? — preguntó Cam. Estaba jugueteando con los mechones crespos de Max alrededor de los dedos. —Claro que sí —dijo Gina, distraídamente, mientras se arreglaba el vestido para amamantar a su bebé. —¿La parte en la que escribe sobre mis crespos negros? —Ajá —dijo ella—. Como los de nuestro pequeño Max. Él se arrodilló ante su hijo y tocó las mejillas de su esposa. —Yo era calvo, querida —dijo él—. Fui calvo hasta los dos años. ¿Quién dice que soy el único con imaginación en esta familia? Ella se mordió los labios. La besó. Era tan sólo el beso número diez mil que el duque le daba a su esposa durante los últimos dos años. Parecía incapaz de dejar de besarla, incluso a la luz del día, y frente a una audiencia dócilmente interesada conformada por Maximiliano Camdem Serrard, futuro duque de Girton.

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Duquesa enamorada

Nota de la autora Nota sobre la más extraña de las sorpresas maritales: el reconocimiento de la anulación.

A finales de 1590, el conde de Essex regresó a Inglaterra de un viaje por el continente que duró varios años. Al entrar en un salón de baile, vio a una mujer extremadamente bella bailando. Le preguntó a alguien su nombre: era su esposa. La mayoría de los esposos en 1810 reconocían a su esposa y la mayoría no quería la anulación de su matrimonio. Sin embargo, éstas tenían lugar, especialmente entre la aristocracia. Por ejemplo, los Essex anularon su matrimonio después. En 1785, el quinto Conde de Berkeley se casó y luego anuló su matrimonio, volviendo a contraer matrimonio con la misma mujer en 1796. La anulación del matrimonio de Gina con Cam habría podido sustentarse en dos hechos: la ilegitimidad de Gina y la edad de la joven cuando se celebró el matrimonio, pues tenía once años cuando la ley estipulaba que una joven no podía casarse antes de los doce años. Según la ley, cuando dos jóvenes se casaban siendo menores podían anular su matrimonio al llegar a la mayoría de edad. Además, por el hecho de ser una hija ilegítima, se consideraba que el nombre que lady Cranborne le había dado a su hija adoptiva no era legalmente válido, y los matrimonios era invalidados por esa precisa razón. Me he tomado la libertad ficticia de otorgarle a Peter Fabergé, que emigró a la provincia Báltica de Livonia en 1800, un hermano, Franz, que se quedó en París. Los Fabergé eran una familia de orfebres. En mi reconstrucción, Franz fabricaba estatuas articuladas de alabastro, mientras su hermano Peter soñaba con huevos articulados de alabastro. El nieto de Peter, Carl, habría perfeccionando el más precioso de los objetos articulados: el huevo de Fabergé.

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ELOISA JAMES

Duquesa enamorada

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA Eloisa James Autora de cinco series galardonadas y número uno en la lista de ventas del New York Times con regularidad, es catedrática de Literatura Inglesa y vive con su familia en Nueva Jersey. Ha debido de escribir todos sus libros mientras dormía, pues durante el día está ocupada cuidando de sus dos hijos, que no dejan de lloriquear, de su cerdo vietnamita, su apestosa rana y de su desastrosa casa. Las cartas de sus lectores son una buena vía de escape para Eloisa. Puedes escribirle a: [email protected] o visitar su página web: www.eloisajames.com.

Duquesa enamorada La retirada del duque Gina se vio forzada a contraer matrimonio con el duque de Girton a una edad en la que mejor hubiera estado en las aulas de una escuela que en los salones de baile. Directamente después de la boda su atractivo marido se fue volando al continente, dejando el matrimonio sin consumar y a Gina bastante indignada. Una mujer en el centro de todo Ahora ella es una de las mujeres más conocidas de Londres... viviendo al límite del escándalo, deseada por muchos hombres, pero resistiéndose a todos. La duquesa enamorada Finalmente, Camden, el duque de Girton, ha vuelto a casa, para descubrir que su inocente mujer se ha convertido en el centro del universo. Lo cual deja a Cam en la incómoda posición de darse cuenta de que ha tenido la mala educación de enamorarse... ¡de su propia mujer!

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ELOISA JAMES

Duquesa enamorada Título original: Duchess in Love ©2002, Eloisa James © De la traducción: 2009, María Natalia Paillié © De esta edición: 2009, Santillana Ediciones Generales, S. L. Diseño de cubierta e interiores: Raquel Cané Primera edición: junio de 2009 ISBN: 978-84-8365-142-1 Depósito legal: M-14.722-2009

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