David Toop - Resonancia Siniestra - Preludio

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PRELUDIO MÚSICA DISTANTE (EN LA CONTEMPLACIÓN DEL SONIDO)

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Despierto después de haber dormido profundo y sin soñar, sorprendido por una resonancia hueca, un impacto repentino de madera contra madera. ¿Es un sonido en mi mente –un momento del sueño sin relato ni duración– o es un sonido real que proviene del mundo físico? La reverberación duró demasiado para que el sonido haya provenido del cuarto. Eso implica que provino de alguna otra parte de la casa, un espacio con eco, misterioso y distante. Si es ese el caso, entonces solo puedo asumir la presencia de un intruso, una posibilidad desagradable. El sonido no viene de ninguna parte, no pertenece a ninguna parte, no tiene ningún lugar en el mundo excepto a través de mi descripción. A las palabras se las lleva el viento, la letra escrita permanece. El sonido es ausencia cautivadora, está fuera de la vista y de todo alcance. ¿Qué produjo ese sonido? ¿Quién está ahí? El sonido es vacío, miedo y asombro. Al escuchar, como si fuera a los muertos, como un médium que participa de la historia y de lo transcurrido, el oído se pone en sintonía con señales distantes, escucha a escondidas a los fantasmas y su parloteo. Sin ser capaz de escribir una historia sólida, el que escucha accede al desfasaje del tiempo. Esta posibilidad –que el sonido no sea nada– es propia del sonido, desconcertante, perturbadora y, sin embargo, peligrosamente atractiva. Los sonidos distantes, de origen desconocido, se consagran en los mitos, como en la leyenda

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sueca de Näcken –los pequeños duendes acuáticos que viven en ríos o lagos, y que conducen a los niños a la muerte con sus canciones y la música de sus instrumentos. No son reales desde un punto de vista físico y sin embargo sus sonidos, inalcanzables, son un señuelo mortal. El sonido es una ausencia presente, el silencio es un presente ausente. O tal vez sea mejor su reverso: ¿es el sonido una presencia ausente, es el silencio una ausencia presente? En este sentido, el sonido es una resonancia siniestra –una relación con lo irracional y lo inexplicable que deseamos y tememos al mismo tiempo. Quien escucha es, entonces, una especie de médium, alguien que percibe y se conecta con aquello que subyace a las formas del mundo. Cuando el sonido, el silencio u otras modalidades del fenómeno de la escucha son representados por medios “silenciosos”, esa mediación se vuelve más aguda. En todo texto escrito hay voces que moran; dentro de las imágenes está sugerido un espacio acústico. El sonido es envolvente; sin embargo, nuestra relación con la forma envolvente, intrusiva, fugaz de su naturaleza es más frágil (un juego de susurros chinos) que concluyente. Cuando era chico leí la novela decimonónica de Fenimore Cooper, El último mohicano, y me obsesioné con la escucha sobrenatural, un tema recurrente en el libro. Ninguna pisada está libre del chasquido de una rama seca; ningún susurro de una hoja, libre de sospecha: la noche tiembla con llamados y susurros que demandan vigilancia perpetua. El nombre del personaje principal es Ojo de Halcón, un explorador con visión de ave de rapiña; sin embargo, lo que recuerdo, y al releer lo confirmo, es la importancia de la escucha para sobrevivir en el bosque. El compañero de Ojo de Halcón, Chingachgook, está siempre alerta, con la mirada desorbitada, “como si escuchara sonidos distantes de los que desconfía”. A menudo, Cooper escribe “sonidos vivos” que los protagonistas, acechados, tienen que atravesar, en la oscuridad u ocultándose de sus enemigos iroqueses o franceses. A pesar de que el relato se vuelve farragoso y poco verosímil, Cooper mantiene el interés del lector a partir de descripciones vívidas de un medio sublime y aun así peligroso. Prioriza los paisajes –descripción que recae por default en el ojo– pero algunos de los incidentes más asombrosos de la historia son auditivos. Cuando los fugitivos que conduce Ojo de Halcón se refugian en una cueva, el recital improvisado de salmos del piadoso David Gamut es interrumpido por un grito que “no es humano ni de este mundo”. En este contexto, la cueva funciona como una iglesia vernácula en la cual los sonidos del Cristianismo resuenan con una acústica natural. La selva es re-

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clamada por los textos sagrados, agita las emociones y levanta la moral de los que escuchan solo para ser arrastrada hacia lo inexplicable por un sonido exterior tan extraño que incluso el explorador se inclina, por un momento, a considerar sus orígenes no terrenales. “Si solo fuera una batalla”, dice, “sería algo que todos podríamos comprender y manejar fácilmente, pero he sabido que cuando sonidos así son escuchados entre el cielo y la tierra, presagian otro tipo de guerra”. A pesar de que el sonido es comprendido, eventualmente, como el relincho aterrorizado de caballos, su capacidad de enervar y confundir es tan poderosa que solo un origen sobrenatural parece una explicación adecuada. En La casa encantada, la adaptación cinematográfica que Robert Wise hizo en 1963 de la novela de terror psicológico de Shirley Jackson, un arpa suena sin ninguna señal de actividad humana: una resonancia siniestra. No creo en fantasmas, al menos no en el tipo que persiguen en los programas de televisión como Most haunted –criaturas pálidas guarecidas en blanco, caballeros que repiquetean y jinetes sin cabeza que nadie ve en realidad. Pero me fascinan las cualidades espectrales del sonido, los sonidos perturbadores, los silencios sobrecogedores y los encantamientos de la música. La música a la distancia es la expresión poética perfecta para esas cualidades (otra deuda que tenemos con James Joyce), una búsqueda hacia los lugares perdidos del pasado, las demoras y los espejismos de la memoria, la historia inclinándose hacia adelante en la forma intangible del sonido para reconfigurar el presente y el futuro. Todos nosotros (o tal vez, debería decir: aquellos de nosotros dotados con la facultad de escuchar) comenzamos como oyentes furtivos en la oscuridad, escuchando sonidos apagados del mundo exterior al que todavía no habíamos llegado. El editor cinematográfico y diseñador de sonido que inventó el término “diseño sonoro”, Walt Murch, sentía intriga por la paradoja de la escucha. Se trata del primero de nuestros sentidos que empieza a funcionar: la escucha domina la vida amniótica y sin embargo, al nacer, es superada por la importancia de la vista. Como diseñador de sonido revolucionario, que trabajó en películas como La conversación, THX-1138, American graffitti y Apocalypse now, Murch se preguntaba por qué esto era así. “Las razones se remontan a un momento muy lejano de nuestro pasado evolutivo”, escribió en un ensayo llamado “Sound design: The dancing shadow” [Diseño sonoro: la sombra danzante], “pero sospecho que tiene algo que ver con el descubrimiento de la causalidad que hace el niño. El sonido, que ha sido absoluto e inmotivado en el vientre, se convierte en algo que suce-

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de como resultado de otra cosa. El placer que el niño encuentra en golpear unas cosas contra otras es el placer de este descubrimiento: primero no hay sonido, y después –¡bang!– lo hay”. Si Murch está en lo correcto, entonces un sonido sin una fuente aparente siempre nos devolverá a algún tipo de nivel inconsciente de nuestro estado prenatal, pero con el plus de ansiedad de ser conscientes de que el sonido tiene una causa. Si carece de causa, entonces necesitamos inventar una. “Nos enfrentamos con la dificultad inmensa, si no con la imposibilidad, de verificar el pasado”, dijo Harold Pinter alguna vez. Los espacios están saturados de memoria y atmósferas inverificables, que se derivan en igual medida del sonido como de cualquier otra sensación. “Qué linda es una calle de Londres entonces”, escribió Virginia Woolf en su ensayo “Merodeo callejero: una aventura londinense”, “con sus islas de luz y sus largas arboledas de oscuridad y, a un costado, quizás algún espacio con árboles dispersos y pasto crecido en donde la noche se repliega naturalmente para dormir, y en donde, al pasar junto a la verja de hierro, oímos los pequeños crujidos y el alboroto de las hojas y las ramas que parecen suponer el silencio de los campos que las rodean, el ulular de un búho y el traqueteo del tren en el valle a lo lejos”. A pesar de que este libro se ocupa más de la escucha que de la música, en la primera sección hago una lista de los sonidos y las grabaciones musicales que me conectan con la sensación de llegar a escuchar la oculta y lejana distancia de los ecos de un pasado inverificable. Algunas de estas grabaciones no han salido al mercado en formatos digitales, así que solo las he escuchado en vinilo. Cuando la púa se conecta con la superficie del disco, el crepitar de ese contacto abre paso a un fantasma del tiempo, aun antes de que la música haya comenzado. Como el crujido o el movimiento de las hojas y las ramas oídos por Virginia Woolf, se trata de un sonido transformador, un sonido que hace desaparecer lo visual por un momento, la realidad táctil del presente. Inspirado por el neologismo de Jacques Derrida, “hauntología”, las ideas y prácticas auditivas han crecido en torno a este tipo de experiencias, dedicadas a explorar los efectos fantasmales y nostálgicos de la música. Voy a dejarle a otros la tarea de desentrañar el laberinto hauntológico de los Espectros de Marx, pero este aspecto encantado del sonido es fundamental en mis encuentros tempranos con el sonido. En el océano amniótico, estamos todos unidos por nuestra condición subrepticia y desesperante de oyentes furtivos, que no pueden identificar lo que oyen cuando esa operación tiene lugar en otro espacio, más allá de nuestra experiencia como seres que aún no han nacido.

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¿Estoy escuchando cosas? ¿Hay alguien allí? Empiezo una nueva frase haciéndome estas preguntas hipotéticas. ¿Por qué, por ejemplo, hay diversas modalidades del sonido –desde el silencio hasta el ruido– asociadas tan a menudo con la inquietud, la incertidumbre y el miedo, con los terrores infantiles y el horror de lo desconocido? Al mismo tiempo, mucha gente parece hacer caso omiso del ruido y resistirse al silencio. Parecen dos posibilidades contradictorias, ¿pero estarán unidas de un modo inextricable? “Escuchar es un esfuerzo”, dijo Igor Stravinsky en una oportunidad, “y el hecho de simplemente oír no es ningún mérito. Los patos también oyen”. No está del todo claro por qué un pato debería ser apuntado como el símbolo de lo sensorial irreflexivo. El punto de Stravinsky es que el discernimiento auditivo demanda cierta destreza en la escucha, pero dejando de lado al pato, el resto de la terminología podría ser cuestionada. ¿Escuchar requiere más atención que oír, o a la inversa? Ambas poseen un sentido activo, ninguna de las formas puede ser consignada como enteramente pasiva: “escucha el latido de tu corazón”, “ella oye cosas”. Escuchar puede ser ejecutado con esfuerzo y sin embargo el resultado puede ser solo oír, mientras que oír puede empezar por instinto y terminar en La consagración de la primavera. El punto es que todos los individuos capaces de escuchar están abiertos al sonido todo el tiempo. Se pueden cerrar los ojos, pero no los oídos. Nuestros motivos para decidir escuchar, o aprender a escuchar, pueden ir de la supervivencia a la poesía, del deseo sexual a los celos desesperados, de la curiosidad a la malicia entrometida. Desarrollar nuestras capacidades auditivas para adquirir un entendimiento más profundo de los complejos pasajes del sonido en la totalidad del mundo auditivo es una decisión que requiere dejar de lado las normas culturales. He estado pensando en el sonido y el silencio de un modo más profundo, intentando separar la experiencia de la escucha de los sonidos cotidianos del acto de escuchar música. Escuchar de una forma más intensa esos sonidos microscópicos, atmósferas y ambientes acústicos mínimos que llamamos silencio, me condujo a examinar de cerca el sutil enlace perceptual de nuestros sentidos. Fui tomando notas en un diario, registrando eventos cotidianos. ¿Qué estaba escuchando, en detalle, tanto en un nivel perceptual como emotivo, cuando salía a pasear al perro por un parque, o cuando escuchaba los rumores nocturnos de la casa? De esta práctica se desprendió una sensación de intensidad placentera. Por ejemplo, como un lector que lee hasta tarde de noche, me volví más alerta a la importancia del sonido en la literatura, no solo en el caso

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de autores innovadores como James Joyce, Virginia Woolf, Franz Kafka, William Faulkner y Samuel Beckett, sino también en las ficciones sobrenaturales y las historias de fantasmas de escritores como Edgar Allan Poe y Wilkie Collins. Releí Modos de ver de John Berger (preguntándome a mí mismo por qué no existía el equivalente Modos de escuchar) y me encontré a mí mismo cuestionando aspectos de su énfasis en la vista, particularmente de su creencia de que la vista establece nuestro lugar en el mundo circundante. Sin embargo, la lectura inspirada que hace Berger sobre el tiempo y el silencio que subyacen a la superficie física en La lechera de Vermeer me hizo posible imaginar un mundo sonoro en el interior de “las cosas mudas”, como Nicolas Poussin una vez describió su tarea como pintor. Por algunos años había sido consciente de que mis propias formas de mirar estaban atrofiadas. Quería mirar de nuevo con la misma atención al detalle que experimentaba naturalmente cuando era un estudiante de arte en la adolescencia, antes de que la música y el silencio se convirtieran en lo más importante. Después visité la Colección Wallace en Londres, y encontré que había allí una atmósfera murmurante formada por el dulce rugir del aire acondicionado, el tictac de los ampulosos relojes franceses del siglo XVIII, y un sosegado pero insistente fondo de notas de campana que provenían de una instalación sonora de Leora Brook y Tiffany Black (también conocidas como brook & black). Mientras caminaba a través de la galería, las tablas del suelo crujían y hacían eco bajo la presión de mis pisadas. Ya había estado allí antes; sin embargo, experimentaba una suerte de inquietud, un sentimiento descripto por Freud como “lo siniestro” en su ensayo homónimo de 1919. Una obra en especial de la colección empezó a atar estos hilos disparatados. Una pintura llamada The eavesdropper 1 de Nicolaes Maes, un pintor holandés del siglo XVII que se había unido al estudio de Rembrandt en la adolescencia y que después se convirtió en un exitoso pintor de retratos. The eavesdropper es una de sus primeras escenas de género, una serie de seis trabajos sobre el mismo tema. Lo que todos ellos muestran es un momento de escucha subrepticia, un instante prolongado de connivencia entre la figura central de la pintura y la persona que contempla el cuadro. Ambos protagonistas 1.. El término “eavesdropper” no posee traducción literal al español. Su significado alude a quien escucha en secreto una conversación ajena. A lo largo de este libro lo traduciremos como “oyente furtivo”. [N. de la T.]

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permanecen en silencio para escuchar el sonido proveniente de otro espacio dentro del marco del cuadro. Esto me llevó a considerar los sonidos como un fenómeno difícil de controlar o someter, señales que pueden parecer no provenir de ninguna parte o de una fuente desconocida, y que pierden luego intensidad y mueren. En muchas circunstancias, el sonido y el silencio son siniestros. Esto puede ser porque vivimos en una cultura centrada en la visión; el sonido se nos presenta perturbadoramente intangible, indescifrable o inexplicable en comparación con lo que podemos ver, tocar y sostener. También puede ser una reacción a la contaminación sonora, en virtud de la cual los ambientes limpios de sonidos pueden provocar extrañas asociaciones. El día que terminé de revisar la primera versión de este libro leí una entrevista a una banda norteamericana, Animal Collective. Uno de los integrantes contaba una epifanía que había tenido al ver por primera vez la película El resplandor de Stanley Kubrick. El raro vanguardismo conservador al que apuntaba la música electrónica de Wendy Carlos había sido una revelación particular. “Es raro”, decía, “cómo los sonidos abstractos y no musicales pueden tener un efecto tan intenso en uno a nivel emocional”. El uso de la música y el sonido que Kubrick hacía en El resplandor era ejemplar a este respecto. La atmósfera extraña de los sonidos sintetizados de Carlos realzaba el misterioso poder de De natura sonoris No. 1 de Krzysztof Penderecki, la fantasmagórica tensión suspendida de Lontano de György Ligeti, el crujido de la nieve, la pelota picando, el ruido del triciclo de Danny desplazándose por los pisos del hotel, los ecos distantes de la música vieja de Henry Hall, Ray Noble y Jack Hylton que se filtraban a través del aire sólido para ser oídos por una mente desintegrada, o simplemente la resonancia siniestra de un fantasma. El efecto emocional que producen por acumulación es abrumador: la pregunta por si uno u otro de ellos son música, ruido, sonido ambiente, música real o música divina no es siquiera una pregunta. Una línea se arroja hacia la oscuridad, una búsqueda de recuerdos similares llega hasta mi propia infancia, en particular al profundo miedo a los sonidos extraños que se escuchan en los silencios sobrecogedores, aquellos que golpean en la noche. Mirar pinturas holandesas del principio de la modernidad me llevó a comprender algo: muchos de estos pintores estaban representando sonidos, ruidos, silencios y momentos de la escucha a partir de medios visuales. En otras palabras, estaban usando uno de los únicos medios que tenían disponibles para lograr registrar eventos auditivos para que los siglos venideros los decodifica-

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ran. Desde entonces, empecé a escuchar con más atención las producciones visuales de todos los períodos. En muchos casos, no escuché nada, pero en artistas tan diversos como Juan Muñoz, Georges Seurat, Marcel Duchamp y Ad Reinhardt, encontré mundos ricos en sonidos. La sensación inesperada de escuchar con claridad, de escuchar sonidos inaudibles, ya fueran de la historia remota o de tiempos recientes, me pareció siniestra, como si de repente pudiera escuchar el pasto creciendo o los pensamientos de un desconocido. El pensamiento no es tan extraño. En La invención de la soledad, Paul Auster describe algo similar en la relación al sonido cristalino de Mujer en azul de Vermeer: “A. contempla la cara de la mujer, y mientras el tiempo pasa es casi como si empezara a escuchar la voz dentro de la cabeza de la mujer mientras ella lee la carta que tiene entre las manos”. Samuel Beckett escribió sobre el deseo de repetir la experiencia de contemplación de una pintura de Emil Nolde una y otra vez, como si fuera una grabación musical. Todas estas pinturas de la colección Wallace eran grabaciones silenciosas de eventos sonoros, algunas más silenciosas que otras. El sonido acecha su silencio como un espectro de la historia que nunca podrá ser oído por completo, pero cuya presencia está, sin embargo, en el origen mismo de la pintura. Recientemente, el sonido y el silencio se han vuelto foco de una rápida expansión de intereses. Como si, desgastado, el siglo del cine, la televisión, la fotografía y las grabaciones de audio renunciara al control en pos de un nuevo tiempo de sensaciones menos tangibles. Pero este repentino crecimiento sugiere que el fenómeno del sonido en sí mismo, distinto de la música y el discurso, ha sido descuidado en el pasado. Espero mostrar que el sonido –y por sonido entiendo el continuo total del espectro de lo audible y lo inaudible, incluyendo el silencio, el ruido, el sonido implícito e imaginado– puede ser identificado como un subtexto, algo oculto por la incertidumbre de la historia en el interior de los medios silenciosos. No es tanto que el sonido ha sido descuidado. Un profundo compromiso con el sonido recorre los aspectos de la cultura, pero en muchas oportunidades no es reconocido. El descuido engendra un movimiento contrapuesto de forma invariable, así que el sonido y el silencio (e incluso el ruido) pueden ser idealizados como las impresiones sensoriales más puras y positivas. Desde mi punto de vista, esto reduce la plenitud del sonido, ignora sus atributos oscuros en calidad de intruso, invasor de territorio, agente de inestabilidad, testigo poco confiable. “Confieso mi predilección por las artes silenciosas”, escribió Eugenio

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Delacroix en su diario, “por aquellas cosas mudas de las cuales Poussin hizo una profesión, como él mismo dijo. Las palabras son indiscretas, irrumpen en nuestra tranquilidad, solicitan nuestra atención y producen discusiones”. Es exactamente por estos aspectos irritantes por los cuales el sonido resulta valioso –Delacroix también declaró preferir la sociedad de las cosas por sobre la de los hombres. “El silencio es siempre impresionante”, escribió, “incluso los idiotas lucen respetables en silencio”. Pero más allá de esta zona respetable, existen propiedades problemáticas del silencio como caos, laguna, presencia intangible. El sonido es energía desatada pero también la perpetua emergencia y el desvanecimiento, crecimiento y decadencia de la vida y la muerte –siendo esta la metáfora perfecta para hablar de un fantasma. La descripción de Freud de lo siniestro como sobrecogedor o aterrador, las sensaciones poco conocidas que sobrevienen a aquello que es desconocido e incierto, particularmente cuando se trata de sentimientos familiares que se volvieron secretos o reprimidos, se extiende a la naturaleza siniestra del silencio y la oscuridad. Sin llegar a una conclusión, al final de este famoso ensayo, atribuye esto a las ansiedades infantiles que ninguno de nosotros logró superar del todo. Dichos miedos pueden ser infantiles pero tienen su raíz en la memoria profunda de sonidos desconocidos y silencios sobrecogedores escuchados en la oscuridad. Tal vez esto nos devuelva una vez más al vientre, a flotar en la oscuridad, siendo escuchas furtivos de los sonidos misteriosos del mundo desconocido del afuera. No es fácil sobreponerse a estas ansiedades; por eso, cuando un escritor o un director necesita evocar atmósferas, administrar descargas o convocar lo siniestro, la capacidad de inquietar que tiene el sonido se muestra poderosa para desestabilizar e instalar el terror. Así como un lector silencioso contiene implícitos a los sonidos, del mismo modo la letra misma o el hablante en silencio se pueden volver oyentes. “La puerta fue cerrada; y pensar que la madera, cuando cruje, no transmite nada más allá del hecho de que las ratas están ocupadas y que la madera seca es infantil”, escribió Virginia Woolf en El cuarto de Jacob. Y sin embargo, una carta, personificada como la madre de Jacob, permanece a la espera en la mesa del hall, siendo una oyente furtiva de los desfallecientes sonidos de su hijo (su sexualidad impensable), “estirado con Florinda”, del otro lado de la puerta de la habitación. “Pero si el sobre celeste que yace al lado de la lata de galletas tuviera los sentimientos de una madre, ese suave crujir, ese movimiento repentino, le desgarraría el corazón.

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Del otro lado de la puerta está lo obsceno, la presencia alarmante, y el terror la asaltaría como la muerte o el nacimiento de un hijo”. Los sonidos, junto con los silencios, son invocados con frecuencia como señales de lo siniestro. Al escribir sobre sus dibujos, Odilon Redon dijo que nos sitúan, como hace la música, “en el mundo de lo ambiguo y lo indeterminado”. Esto no es distinto a las ideas expresadas por Walter Murch, quien creía que el cine contemporáneo está disminuido por su capacidad técnica de mostrar todo lo imaginable bajo la luz del sol. Lo que también nos llega a través del sonido es la emergencia y el paso del tiempo –una sensación de duración, el campo de la memoria, la totalidad del espacio que subyace detrás del tacto y fuera de la vista, oculta para la visión. Hay que confiar en los sonidos, y al mismo tiempo no se puede confiar en ellos, ese es su poder. Cuando ciertos sonidos que deberían estar presentes se ausentan, tememos. A través del silencio llegamos a enfrentarnos cara a cara con nosotros mismos, pero el sonido puede llegar a ingresar en el silencio, como un intruso nuevamente, una pregunta dirigida a la realidad tangible que se presenta ante los ojos. “Uno puede mirar la mirada”, escribió Marcel Duchamp, “uno no puede escuchar la escucha”. A través de esa extraña anomalía de los sentidos, la forma en que percibimos el mundo y la forma en que representamos esas percepciones, aguzamos el oído para escuchar lo que nunca podría estar ahí. Resonancia siniestra parte de la premisa de que el sonido evoca; es un fantasma, una presencia cuyo lugar en el espacio es ambiguo y cuya existencia en el tiempo es transitoria. La intangibilidad del sonido es siniestra –una presencia fenoménica tanto en la mente, que es la fuente de la cual parte, como alrededor suyo– y es por eso que se hace imposible distinguir del todo entre lo que se escucha y lo que se alucina. Quien escucha con atención es como un médium que descorre la sustancia de lo que no está del todo allí. Escuchar es, después de todo, siempre una forma de la escucha furtiva. Dado que el sonido se desvanece en el aire y en el paso del tiempo, la historia de la escucha debe ser construida a partir de las narraciones del mito y la ficción, las artes “silenciosas” como la pintura, la resonancia de la arquitectura, los artefactos auditivos y la naturaleza. En dichos contextos, el sonido a menudo funciona como una metáfora de la revelación mística, la inestabilidad, los secretos prohibidos, el desorden, lo informe, lo sobrenatural, la ruptura del tabú, lo desconocido, el inconsciente y lo extrahumano.