CUENTOS AREQUIPEÑOS

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Biblioteca Juvenil Arequipa

CUENTOS AREQUIPEÑOS

BIBLIOTECA JUVENIL AREQUIPA Gobierno Regional de Arequipa Presidente del Gobierno Regional: Juan Manuel Guillén Benavides Colección dirigida por César Delgado Díaz del Olmo Coordinador del proyecto editorial: Misael Ramos Velásquez

CUENTOS AREQUIPEÑOS Antología Revisión de textos: Juan W. Yufra y Percy Prado Salazar Diseño de portada: Jaime Mamani Velásquez Foto de portada: Arim Almuelle Andrade Diseño y diagramación: Tuturuto Editores. Arequipa, Perú. 2010

CUENTOS AREQUIPEÑOS Antología

BIBLIOTECA JUVENIL AREQUIPA

prólogo

E

l mundo no se hizo para que pensáramos en él ha señalado Alberto Caeiro, alter ego de Fernando Pessoa, en su intención por acercarse mucho más a este universo que sólo lo percibimos en las fronteras del lenguaje. Señalar las cosas con las manos. Aprisionarlas a través de la memoria es un recurso antiquísimo. No debemos olvidar que a través del hombre surge la literatura como el único mecanismo humano por prolongar el mundo de las palabras: trascendental descubrimiento sólo comparado con el fuego, sea el de Prometeo o de aquel sol en movimiento que sedujo a las primeras civilizaciones. Lo cotidiano de las tribus: gestos rudimentarios que enaltecen a una comunidad, el entorno de una cueva, sus demonios, el vacío del cual surgen las realidades que en el comienzo fueron mitos y luego verdad convencional, todo ello y mucho más sólo pudo prevalecer mediante ese acto de narrar e inmortalizar la vida y la muerte. Y sólo aquella oralidad descubrió otros mundos, sólo esa permanencia de las cosas en la imaginación generó el mundo de estos tiempos; sólo aquellas palabras pudieron llegar a la escritura: recurso mecánico de otras épocas que expresan modernidad y conocimiento hoy en día. Y de todas las formas de la narración, el cuento sobresale por encima de otras fuentes porque apela al diálogo, a la memoria, a la historia y a lo que humanamente nos hace parte de este mundo. Por eso, desde la realidad que inventa Garcilaso hasta la vida hecha de palabras de Vargas Llosa, la narrativa peruana ha dado suficientes muestras a lo largo de su formación. Todas ellas arraigadas a su tiempo y a su propia cosmovisión. En el siglo XX, sobretodo, se ha generado –dentro de los esquemas de la narrativa contemporánea– una evolución considerable en las formas de tramar las ficciones. En ese derrotero, Arequipa albergó a una serie de narradores que fueron absorbidos por la distancia y por la ausencia de una comunidad literaria que haga prevalecer sus voces escritas. Pocos se inclinan por comprender el estilo y la importancia de María Nieves y Bustamante; sin embargo, a finales del siglo XIX, la novela Jorge, el hijo del pueblo, representa el más serio mural de

Cuentos arequipeños

Arequipa desde la óptica de las insurgencias llevadas a cabo en este territorio, un periodo en el que la patria se anhela. La edición de Cuentos de mi tierra en 1897 que realizara Francisco Ibáñez y después en 1908 de Pliegos al viento –antología que publicó Francisco Mostajo y que reunió a una serie de escritores de la época bajo la égida de las influencias modernistas, los mismos que ubicaban sus historias en una ciudad que hoy ya no existe–, se propuso dotar a esta tierra de una tradición, de creadores cuyo aporte fue narrar a Arequipa. A lo largo del siglo XX se dieron varias antologías que trataron de difundir la narrativa que se producía en estas tierras, sobretodo a través del Festival del Libro que se dio en la década del 50. No es pretensioso señalar aquí que los narradores arequipeños de los últimos tiempos han desarrollado ya esa tradición anhelada hace más de un siglo. El libro Cuentos arequipeños reúne a una serie de narradores que formados o no bajo las técnicas e influencias contemporáneas, desarrollan historias cotidianas, bellas en su manera de observar la vida y sus vicisitudes. La mayoría de ellas se desenvuelven en espacios tangibles de la región de Arequipa. Están aquellos que plasman una realidad común; es decir, aprehensible. Otros se inclinan por hurgar en la fantasmagoría que toda ciudad recrea. Sin embargo, la selección se inclina por remediar el tránsito de la creación narrativa llevada a cabo en Arequipa durante el siglo XX. En algunos casos se hacen rescates importantes: Raúl Figueroa, es un ejemplo. A su vez se reproducen textos de escritores como Gastón Aguirre Morales, cuya obra no tiene que envidiar a ningún escritor posmoderno. Y aquellos, que en los últimos años han logrado, mediante sus textos, reflejar las costumbres arequipeñas, ya casi en desuso dentro de la práctica narrativa actual. Cuentos Arequipeños es una obra que llena un vacío. Generará en los lectores jóvenes –al cual va dirigido específicamente– una sensación de encomio y de fórmula para crear sus propias historias; descubrirán a una Arequipa extraviada en su campiña e iniciarán un viaje por los cambios que ha sufrido. Juan W. Yufra

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CUENTOS AREQUIPEÑOS antología

Juan Manuel Polar Arequipa, 1868-1936. Egresado del Colegio de la Independencia, se dedicó a la enseñanza convirtiéndose en un destacado maestro. La Universidad de San Agustín lo hizo doctor “Honoris Causa” y lo nombró catedrático de Literatura. Animó en su casa un afamado grupo de escritores y personalidades locales llamado La Pacpaquería. También fue un fino escritor, destacándose entre sus obras Don Quijote en Yanquilandia.

el rapto de miz-miz

L

a granja está situada en una rinconada del valle. En la granja vive MizMiz, la princesita de piel de raso y de ojos hermosamente azules. ¿Sabes quién es Miz-Miz? Es una joven gatita muy mona y muy relamida. En toda la comarca es la única dama de su raza, y si las crónicas no mienten, algún mago cabalista la tiene encantada en aquellas soledades. Lo que sí está fuera de duda, es que Miz-Miz procede de noble abolengo; así lo denunciaba su pelo blanco como el armiño, su carita desdeñosa, sus escogidos modales y la elegancia de sus felinos contornos. Viéndola tan rubia, tan espiritual, y tan pulcra, cualquiera creería que es una Miss de las más aristocráticas. Da gusto observarla en las tardes cuando baja el sol, cómo arrellanada en una de las ventanas de la granja, mira a un lado y a otro entornando los ojos entre aburrida y melancólica. Como es tan modosa, se pasa de cuando en cuando la manecita enguantada por la cara y se relame con singular gracejo. El vuelo de alguna golondrina suele intrigarla: levanta con vivo movimiento la cabeza, sigue con mirada perspicaz a la simpática Santa Rosita, se despereza, pero acaba al fin por bostezar y arrellanarse de nuevo. Es que se aburre. A veces enarca el lomo, estira la blanquísima cola y, con voluptuosidad de exquisita elegancia, ronroneando sus displicencias, va a sobarse el lomo entre las piernas del amo. Todos quieren a Miz-Miz, todos la acariñan, la sientan sobre sus rodillas y le pasan la mano por el lomo; singular caricia con que ella se recrea;

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pero sin devolver estos halagos, y mostrando siempre el mismo desdén de princesita mimosa que se fastidia. Hasta los perros, los tres altivos guardianes de la granja, respetan a MizMiz y la atienden con doble galantería. Ninguno se acerca a su plato, se contentan con mirarla desde lejos cuando ella come lentamente, gustando sus sabrosos manjares; y si por casualidad alguno pasa demasiado cerca a ella, gruñe, levanta la manita y deja caer un rasguño sobre el impertinente, que se retira humillado. Aunque rodeada de tantas consideraciones y solícitos cuidados, se aburre Miz-Miz sin hallar los esparcimientos propios de sus juveniles años; y dada a las imaginaciones, al mucho soñar y al mal dormir, languidece la joven dama, sintiendo las congojosas perturbaciones del llamado mal del siglo, en moderno lenguaje. En el entretanto, la fama y nombradía de Miz-Miz traspasó los linderos granjeriles, y allá en los montes, en el tupido bosque de las orillas del río se supo que existía la princesita encantada sobre la que corrían variadas y no pocas amenas historias. Por no sé qué chismografía de conejos silvestres, que siempre andan en cuento, los de esta raza, llegaron las noticias a oído de Zapirón el Montés, que escuchó, relamiéndose con mal disimulado entusiasmo, los encarecimientos que se hacían de la noble castellana. Era el tal Zapirón un señor gato de ilustre linaje, dado a las aventuras, arriesgado como el primero y enamorado en demasía. Es cosa no averiguada el origen del reinado de Zapirón en los bosques de la comarca aquella; pero seguramente le venía por estirpe la posesión de aquellos dominios, donde imperaba celoso de sus fueros, como dueño y señor de vidas y haciendas. A usanza de los antiguos feudales, entretenía sus ocios, Zapirón, con aventuras galantes, caza arriesgada y de allá en cuando un desafío a garra limpia, con un maleante caballero de su raza que en mala hora se atrevía a cruzar sus dominios. Cuanto a su figura, se dice que era apuesto el mancebo, se distinguía su cuerpo por lo vigoroso y bien musculado; la cabeza era enorme, pero altanera y ceñuda; centelleantes ojos, recio el bigote y gallarda la apostura. Gastaba traje atigrado de esos que llaman romanos, y tenía por armas agudos dientes y garras del más fino acero. Gozaba, pues, Zapirón de grande nombradía como caballero blasonado y señor de horca y cuchillo; le respetaban los distantes feudales: sus

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congéneres; jamás conoció rival en la comarca y era el terror de conejos malandrines y de pájaros follones. En su calidad de enamorado y aventurero, se holgaba Zapirón escuchando las ponderaciones de la nunca bien ponderada Miz-Miz, y huroneado las noticias y recogiendo con disimulo los datos que era menester para el éxito de la empresa, pasó dos días, que a su amorosa impaciencia se le antojaron siglos. No era el noble Montés persona de aquéllas que ponen tiempo y desvelos entre el pensar y el resolver, y así que tuvo precisos datos de la casa solariega donde habitaba la señora de sus pensamientos, se decidió a dar principio a tan deseada conquista. Así pues, una de aquellas noches en que la oscuridad invitaba a las aventuras galantes, con discreta cautela, pero sin temores, que en su noble pecho nunca tuvo aposento la bajeza del miedo, se dirigió el enamorado caballero a rondar el castillo de su dama, para requerirla con cariñoso reclamo. Se cuenta que en aquella noche los mozos de la granja vieron brillar en los cercados matorrales dos ojos que parecían ascuas encendidas que los mastines lanzaron voces de alarma, que se asomó Miz-Miz, entre curiosa y sobresaltada, para informarse de tan inusitada algarabía, que se escuchó en las sombras un maullido prolongado y que los tres perros se precipitaron en la oscuridad, vociferando con manifiesta indignación. Ocurrieron muchas y muy comentadas escenas como la anteriormente descrita, con lo cual demás es decir que las gentes de la granja traían alborotado el cotarro. Los más juiciosos y discretos eran de parecer que el Montés, no era tal Montés, sino alguna otra fiera bravía y mal intencionada. Los mozos, dándose de bravucones, limpiaban la vieja escopeta con airado ceño y resueltos a habérselas con cualquiera; pero ningún comentario era más curioso que aquel que se hacía por las noches, después de la cena, alrededor del humeante candil, cuando alguna vieja trasnochada, sacaba a relucir cuentos de brujas y de aparecidos, atribuyendo al felino ciertas comparcerías con espíritus maléficos. No se vio nunca más atento auditorio: se arrebujaban los chicos amedrentados en las faldas de sus madres, se hacían cruces las mujeres, y mozos y viejos permanecían colgados de los labios de la narradora, que se holgaba en todo extremo viéndose tan acatada y bien oída. Entre preocupada y burlona atendía Miz-Miz a todas los relatos, sin darles al parecer gran importancia; pero allá para su sayo, bien comprendía a quien se dirigían las nocturnas visitas; y aunque mucho se recreaba su 13

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femenil vanidad, se sentía amedrentada y temblorosa por la siniestra fama, los relucientes ojos y la formidable apostura del Tenorio, cuya silueta tenía ya bien conocida, por cierto. Tan variadas y nunca sentidas impresiones, traían a Miz-Miz nerviosa y sobresaltada. Se espeluznaba toda ella, enarcaba el lomo, saltaba sin motivo, se escurría con nerviosos movimientos, lanzaba prolongados maullidos y se quedaba largos ratos con los ojos entornados, en actitud meditabunda, como persona preocupada y congojosa. Cualquier moderno observador de esos que tanto abundan en substanciosos análisis, habría visto a las claras en la dama de nuestra historia, el desarrollo de eso que han dado en llamar el proceso psicológico o fisiológico (pues en esto no están conformes los autores) de una pasión amorosa; y tal proceso había y era tan cierta la pasión amorosa, que Miz-Miz, lejos de huir del peligro, seguía asomándose a la ventana, y esperando al nocturno visitante; con lo cual, sea dicho de paso, iba adelgazando la noble dama y empezaba a sentir los síntomas de esa enfermedad que dicen llamarse histerismo, y que es peculiar de naturalezas finas y delicadas. En tanto el caballero Montés andaba por el bosque, preocupado, intranquilo y ansioso de poner término a tan prolongados desvelos. Lo que en un principio fue aventura galante de las acostumbradas o amorío de poco más o menos se convirtió con los obstáculos y con la singular belleza de Miz-Miz en ardiente llama que atormentaba su valeroso pecho. Era lo más grave del caso que a semejanza de no pocos guerreros y de muchos y de muy denodados personajes, se sentía Zapirón ante su dama lleno de timidez invencible, turbado y confuso por tan nunca sentida emoción; como Hércules, iba a caer vencido a los pies de Onfala. Las ansias amorosas del felino Romeo, no podían sufrir muy larga espera, dado su pasional y nervioso temperamento; y una de aquellas noches en que el cielo se mostraba encapotado y el valle oscuro como el fondo de un pozo, se dirigió a buscar a su adorado tormento, con el ánimo de poner término a los desvelos y congojas de su hasta entonces malaventurada pasión. Centelleante la febril mirada, tensos los músculos, erizado el recio pelaje y azotándose los flancos con la larga cola, avanzaba el héroe por entre los árboles con movimientos elásticos, tranquilidad felina y ademán resuelto. Se confundían sus pisadas con el ruido que hacía el viento al arrancar las hojas secas de viñas y sembrados y saltando zanjas y agazapándose en los

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matorrales y escurriéndose por los estrechos bordos, se introdujo al fin en la granja, que yacía entregada al tranquilo reposo nocturno. Los mastines, con culpable descuido, dormían tendidos cual largos eran, pero la escrutadora mirada del Montés no acertaba a distinguir si estaba allí la señora de sus pensamientos. La amorosa impaciencia lo había hecho adelantar seguramente la hora de las cotidianas visitas; pero era tal su anhelo que, sin poder contenerse, llamó a Miz-Miz con blanda y apasionada voz. Pasaron pocos momentos, y como evocado ensueño o poética fantasía, apareció silenciosamente la dama con su simbólico traje blanco propio de amorosa cita. Es cosa averiguada que, hasta entonces, el galán, por timidez o por decoro, no osó aproximarse a ella; pero en semejante ocasión se resolvió a correr todo riesgo y avanzó pocos pasos. Asustada la dama, retrocedió ante aquel formidable enamorado de cuerpo hercúleo y de cabeza de tigre. Se detuvo Zapirón conteniendo el aliento y todo azorado, en ademán de acecho; fijos los ojos en la entornada ventana por donde Miz-Miz desapareciera, se quedó en guardia, batiendo la larga cola con nervioso movimiento. Se asomó de nuevo Miz-Miz venciendo su natural timidez, la amorosa curiosidad que intrigado tenía su juvenil corazón. La vio el Montés, desahogó con un suspiro de satisfacción su acongojado pecho, y con despacioso andar se fue acercando a la dama, mostrando en sus actitudes la más fina galantería y el mayor recato, al mismo tiempo que ponía, en sus glaucos ojos la más tierna y humilde súplica. Cohibida y medrosa se recogía Miz-Miz; y cuando el galán ya cerca, muy cerca comprendió que era el momento decisivo, dio un rápido salto, la cogió por el cuello, y antes que ella pudiera darse cuenta de la sorpresa, con ligero movimiento de la cabeza, la echó sobre la espalda y emprendió la fuga. La aterrada Miz-Miz prorrumpe en un agudo grito, pero el raptor no se detiene. Ella intenta desasirse y lanza las voces de “¡Socorro!...” “¡A mí… socorro!...” Saltan frenéticos los mastines, pero el bravo Montés con indescriptible ligereza, salva charcos y zarzales, apareciendo en la oscuridad de la noche como fantástico Plutón que arrebatara a la desmayada Proserpina. Erguida la noble cabeza, erizados los agudos bigotes, jadeante, intrépido, los glaucos ojos despidiendo centellas, huye en desenfrenada carrera con agilidad vertiginosa; pero los nobles mastines van ya a darle alcance. Sus formidables ladridos, resuenan en el silencio de la noche, a modo de airados apóstrofes o de gritos de reto lanzados contra tan indigno raptor. Como en el arte de la guerra no son novicios, se dividen con movimiento envolvente: se queda uno de ellos a retaguardia hostigando al Montés mientras los otros dos trazando estratégico semicírculo, logran cruzarlo y, ya de frente, se lanzan con toda la energía de su imponente 15

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cólera. En tanto Miz-Miz ha sufrido un desmayo y en el arrebato de tan grande torbellino permanece como muerta. Zapirón, como leal caballero y quijotesco enamorado, resuelto está a defender su conquista. Quiere retroceder pero se ve acosado; comprende que la lucha se impone, y acepta la lucha. Se detiene pues en posición ventajosa; deja caer sobre el césped con gentil delicadeza su amorosa carga, y entonces se verifica en singular transformación: el galante y sentimental enamorado, se trueca en el formidable corsario avezado a los horrores de la lucha, vencedor en infinitas aventuras, poseído de la legendaria enemistad de razas contra los coléricos mastines; es Montesco en presencia de los odiados Capuletos. Encorvado el lomo, erizadas las greñas, desenvainadas las cortantes garras se recoge sobre sí mismo, y rápido como el rayo, cae de un salto sobre el más próximo de sus enemigos, y lo recibe con recia dentellada. El combate es sangriento: de una parte la agilidad y la audacia manejando los agudos puñales de la garra: de otra el noble valor y los afilados dientes; ya el zarpazo cortante o el sangriento mordisco y acompañando el fragor de la lucha, grande vocerío de indignación y rápidas y enérgicas interjecciones del raptor. Miz-Miz vuelta en sí de su desmayo se apercibió de la riña, y así que pudo tomar aliento, llena de estupor, confusa y desmelenada, huyó hacia la granja, deslizándose por entre los viñedos y volviendo a cada paso la cabeza como persona que huye de pavoroso espectro. Los mozos de la granja, despertados por tan ruidoso escándalo, presididos por el mayordomo y armados de sendos garrotes y de veteranas escopetas, se dirigieron al lugar de la lucha. Zapirón distinguió en la oscuridad sus siluetas que avanzaban en son de ataque, volvió la vista, no encontró a Miz-Miz; comprendió que no le quedaba más recurso que la fuga, y con supremo esfuerzo, repartiendo mandobles con las garras, dando saltos de tigre y formidables embestidas, se abrió paso y fue a perderse en la tupida sombra del bosque impenetrable. Los mastines le persiguieron desesperadamente y quedaron en acecho largo rato, olfateando aquí, gruñendo allá y siempre en guardia; pero ya en la madrugada, convencidos de la inútil espera, se volvieron a la granja conversando entre ellos del extraño caso, no poco orgullosos de haber salvado a la noble dama, y sin preocuparse de las sangrientas heridas recibidas en la lucha, como avezados guerreros que tenían en poco perder la vida cuando el honor anda por medio. ¡Qué decir de los comentarios que en la comarca se hacían sobre tan nunca visto suceso! El prestigio del caballero Montés era motivo de leyen16

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das y de cuentos maravillosos. Se referían raptos semejantes, se hablaba de temerarias aventuras, llegando a ser Zapirón, según el ir y venir de fábulas y comentarios, algo así como un Galaor o un Amadís felino. Cuanto a la fama granjeril, era el caso de aquellos que hacen época. Las señoras gallinas escucharon la noticia del rapto con cacareos de alarma: se enfadó el gallo, y sacudiendo las alas con no poca baladronada en medio del harem, lanzó reiteradas veces el do de pecho de su voz de tenor. Los conejos temerosos de su seguridad personal, celebraron acuerdo para no hacer nuevas correrías por los prados donde acostumbraban solazarse. Los pacientes borricos, meditabundos, en su carácter de filósofos, atribuían el rapto a naturales devaneos juveniles, discurriendo con indulgencia sesuda al sustentar el matutino pienso. Los corderos, las caballerías y hasta la cabra, trataron el punto por más de ocho días; pero nadie en la granja andaba más preocupado que los mastines: se reconocían obligados a defender los fueros de la vieja propiedad y a custodiar a la noble dama encomendada a su caballerosa hidalguía. Tal era su preocupación, que no se atrevían a descabezar un mal sueño, y pasaban la noche en vela, el día en acecho y tarde y mañana en guardia. Solo ella, Miz-Miz, escuchaba sin hacer comentarios todas las versiones, disimulando el natural rubor que el famoso suceso le causara; y aunque al día siguiente la agasajaban todos con mil demostraciones y le servían en el desayuno las más gustosas migas, se mostraba ella toda cohibida y espeluznada, como ocurre siempre a las jóvenes en casos semejantes. Allá para su sayo, sentíase Miz-Miz llena de temor y de cierto júbilo, al mismo tiempo; y por más que pensaba y por mucho que discurría, no acertaba a explicarse esta curiosa contradicción propia de enamoramiento de doncella recatada. Se pasaron varios días llenos de intranquilidad previsora, tentativas arriesgadas, rondas nocturnas y no pocas peripecias; y cierta noche sobre cuya fecha hay dudosas opiniones, después de haber armado la gran bronca, entre vocerío y tumulto, el porfiado Zapirón salió al fin airoso en la aventura; arrebatando a Miz-Miz a despecho de caballerescos mastines y de mozos desalmados. Se ha sabido después en la granja, por referencias de cierto pájaro parlero, que, en la madrugada del siguiente día, las primeras luces del alba vieron al nuevo Hércules rendido a los pies de Onfala: la blanca manecita de la princesa acariciaba con juguetona coquetería el nervudo rostro del valeroso caballero.

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un oficial de herrería (Recuerdo de la revolución del 27 de Enero de 1907)

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e llamaba Luis. Era un muchacho del pueblo, oficial de herrería, vigoroso, sencillo y profundamente simpático. Sus padres habían muerto hacía cosa de dos años, y quedó él encargado de sus dos hermanos menores, Juan, un chiquillo de dos años, y María, que acababa de cumplir nueve años. La pequeña familia vivía contenta, Luis ganaba un buen jornal y no faltaba para la comida en la fonda de la esquina. En cuanto al traje o contando con la caridad de una vecina que era un prodigio en aquello de zurcir y componer trapos viejos, se iban bandeando como Dios les daba a entender. No era para Luis un sacrificio consagrarse a sus hermanos; le parecía la cosa más natural del mundo, tanto, que nunca se le ocurrió pensar en ello. Aquel mocetón de veinte años desempeñaba con admirable sencillez el papel de padre de los chicos, que, a no ser por la edad nadie hubiera pensado que no fuesen sus hijos. El jornal íntegro era para la familia. Si acaso, se contentaba con comprar para sí, cada domingo, una cajetilla de cigarros de los más baratos. No era amiguero; por las noches después de comer, jugaba un poco con sus hermanos, les repasaba la lección del día siguiente y les enseñaba la doctrina cristiana. No faltaba trabajo tampoco en la casa; como no había sirviente ni cosa parecida, era preciso barrer el cuarto y el pequeño patiecito contiguo, regar las tres macetas, limpiar la jaula del gorrión, traer agua del pilón vecino, comprar la leche y el pan, y las velas, con más todos esos menesteres domésticos que el hogar reclama. Algunas noches, según la expresión de la chiquilla, que se honraba con su papel de mujercita de la casa, solían conversar los tres hermanos tan a gusto, como si Luis fuese también un niño. Él hablaba del taller y ellos de la escuela; pero el tema favorito era el recuerdo de los padres, que hacía dos años que estaban bajo tierra, allá en el campo santo, donde iban los tres hermanos el día de los difuntos a mandar a decir responsos. Hablando con gustosa ternura, se disputaban los chicos quitándose la palabra y apostando cuál de los dos tenía recuerdo más vivos y Luis decidía sobre cada contienda, tomando pie para referir mil detalles con voz pausada, sin mirar a sus hermanos, como si estuviera solo, mientras ellos, con los codos apoyados en la mesa y la cara entre las manos, no le perdían palabra. 18

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Cuando salía esta conversación, acababan por entristecerse, pero con una tristeza dulce y confiada. “Los buenos padres, decía Luis, están en la gloria y desde allá nos ven”. Cualquiera que conociese a Luis, simpatizaba con él al momento. Era moreno, muy moreno, y aunque sus ojos eran negros y brillantes como cuentas de vidrios tenía la mirada cándida y transparente como niño. Le apuntaba recién el bozo, sus labios gruesos de muchacho de pueblo, ocultaban una de esas dentaduras apretadas y blancas que sólo se ven ya entre la gente pobre, y su sonrisa ingenua, pronta y cariñosa, delataba un corazón generoso y franco. Era su estatura algo más que mediana. La gimnasia de la herrería y las buenas costumbres lo habían hecho robusto y saludable. Su tez morena tenía esa coloración cálida de la sangre rica y sus músculos vigorosos y flexibles daban a su cuerpo una arrogancia varonil y sencilla. Nada, que era un muchacho atrayente y simpático a las derechas. Aunque tenía un carácter alegre y dócil, alguna vez se revelaron en él la energía y la cólera. Un compañero de trabajo andaba siempre importunándole con sus bromas; él no le hacía caso, se sonreía y se levantaba de hombros; pero cierto día las bromas se hicieron soeces; Luis se puso serio y previno a su compañero que no siguiese; el otro le contestó con descaro, los demás camaradas aplaudieron, y entonces aquel muchacho que parecía tímido, se irguió de pronto, pasó un relámpago por sus ojos, se le contrajo el semblante, arrojó el martillo con que golpeaba en el yunque y, con un salto de tigre, se lanzó sobre su adversario, lo derribó del primer golpe y si los camaradas no intervienen lo habría estrangulado. Al día siguiente estaba Luis triste y caviloso, y al salir del trabajo, se acercó a su enemigo de la víspera, le tendió la mano y con los ojos húmedos le dijo: “Perdóname”. Este episodio le dio gran prestigio entre los compañeros. “¡Es un hombre” —decían— “¡Tiene alma, y, en cuanto a puños, vale por dos!” Daba gusto ver a Luis en la herrería, con los brazos desnudos, la camisa de franela dejando libre el robusto cuello, las piernas en flexión, la frente sudorosa, el rostro lleno de hollín, los cabellos en desorden, batiendo el martillo sobre el yunque, se destacaba su figura hermosamente enérgica, como un símbolo de juventud y de fuerza.

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Pero cuando sonaba la hora de salida, satisfecho de volver a su casa, reaparecía en él el niño, un niño del pueblo sin resabios y sin ambiciones, contento de vivir, con el corazón lleno de ternura y dulcemente fresco para con los chicos, como él llamaba a sus hermanos menores. En cosas de amor no era mucho lo que sabía por sí mismo; pero le habían dado bastante mundo las conversaciones de los compañeros que, ya furtivamente en el trabajo, ya a la salida, no perdían ocasión de hablar de las mujeres, el tema favorito, comentando con frases picantes y con ademanes lascivos los incidentes de las juergas domingueras. Alguna vez tuvo Luis el propósito de acompañarlos; pero un sentimiento de moral arraigada y la idea de no dejar solos a los chicos, le detuvieron. Además, era tímido con las mujeres y, por falta de trato, pensaba que delante de ellas hacía un papel ridículo. Lo que sí le ocurría con frecuencia en sus soledades de muchacho apasionado, era entregarse al ensueño. Se quedaba largos ratos pensativo, con la mirada errabunda, viendo pasar a lo lejos, en indecisa perspectiva, imágenes seductoras de contornos bellos, de mirada ardiente y de labios encendidos. El despertar de la juventud, como un licor espirituoso y dulcísimo, poblaba su imaginación de ensueños y enardecía su sangre con la promesa cálida de voluptuosidades desconocidas. Salía siempre de estas embriagueces enervado y algo melancólico; pero reaccionando fácilmente, volviendo de lleno a la realidad de la vida. La necesidad de ganar el sustento y la renuncia que había hecho de todas sus aspiraciones en favor de los chicos, ejercían poderosa influencia en su carácter de abnegado hombre de lucha. Se aplicaba entonces al trabajo con más ardor que antes, buscando inconscientemente en la fatiga del organismo una derivación a las energías de su juventud sana y vigorosa. Después de estas bregas, se sentía fuerte, satisfecho de sí mismo y le quedaba en el corazón un tranquilo reposo con dejos de tristeza. Fue por entonces que el maestro del taller le aumentó el jornal, mostrándose entusiasmado con la actividad incansable del muchacho. “Tú serás un buen hombre”, solía decirle, y este elogio lo satisfacía hondamente. Además, con el aumento del salario, los chicos iban mejor vestidos a la escuela y hasta podían permitirse comprar el domingo alguna golosina y guardar una moneda en la hucha.

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Así iban las cosas y aunque a él no se le ocurrió nunca ocuparse de lo que pasaba en el mundo, andaba el país tan agitado con la revolución de aquel año, que acabó por intrigarse. Todos los días traían noticias los compañeros; ya eran abusos y crueldades que cometían los hombres de gobierno; ya triunfos de las montoneras que se habían levantado en el Norte, haciendo prodigiosas correrías. Se comentaban los movimientos de tropa, las persecuciones, los proyectos de los revolucionarios y el empeño ciego del gobierno por dominar la rebelión. De todo esto se hablaba en secreto, por temor a los encapados, que, al decir de las gentes, eran muchos; y era precisamente esta coacción humillante lo que intrigó más vivamente el corazón honrado de Luis. La política, en aquella época, era el tema obligado de todas las conversaciones. Se respiraba una atmósfera candente, revolucionaria, saturada de encono contra el gobierno. No había quien no fuese partidario de la revolución; cada individuo era un agente de propaganda secreta; circulaban por todas partes retratos de los caudillos, periódicos desvergonzados, y hojas sueltas incendiarias. Las montoneras, partidas de guerrilleros mal armados, intrépidos en el combate, movibles, audaces, espiando siempre los movimientos del ejército, brotaban en todas direcciones, ya atacando briosamente para obtener un triunfo ruidoso, ya burlándose de las divisiones destacadas en su persecución. El gobierno desorientado, vencido por la opinión pública, marchaba de fracaso en fracaso, perdiendo terreno, alocado por el enjambre de guerrilleros que lo hostigaban sin tregua. Y surgían los caudillos. La fantasía popular creaba alrededor de ellos la leyenda. Aparecían en la brega con arrogante apostura de caballeros medievales, indómitos, entrando al combate en primera línea escudados por la bandera, arrancando el triunfo con un rasgo de audacia y enalteciendo la victoria con el perdón de los vencidos. Luis en los primeros días de la revolución, oía solamente, después buscaba a los amigos para inquirir noticias y se iba intrigando sin darse cuenta él mismo. Gozaba con fruición con los triunfos de la montonera y se exasperaba con las tropelías del gobierno. Se suscribió al diario; lo leía todas las noches a la luz de la vela, con interés febril, expresando en la fisonomía las impresiones de la lectura, y a la mañana siguiente refería a los camaradas las últimas noticias, comentándolas con frases sueltas, con interjecciones duras. En los corrillos de los trabajadores que se formaban a la salida del taller, era él, el más vehemente, hablaba sin rodeos, se reía de los gendarmes y despreciaba a los encapados. Su carácter cambió radicalmente: no era ya el muchacho tímido y concentrado de antes; se 21

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mostraba ahora comunicativo, alegre, insinuante. Alguna vez se permitió tomar copas con los camaradas y hasta tuvo una reyerta con dos guardias que, sin un rasgo de viveza por parte suya, le hubiera costado ir a dormir a la chirona. No era Luis un fanático; era simplemente un hombre del pueblo, de ese pueblo bajo, leal y caballeresco que, alegremente, va hasta el sacrificio en las grandes luchas políticas, impulsado por un maravilloso instinto de justicia que pocas veces yerra. Su temperamento pasional entró de lleno, sin vacilaciones, en aquel nuevo campo de acción, desplegando vigorosamente todas sus jóvenes energías. La tardanza en la lucha le impacientaba como si se tratase de una fiesta y con la imaginación caldeada y el corazón lleno de entusiasmo, lo obsedía la idea deslumbrante del combate. Mientras tanto, la revolución, la ola formidable, crecía como una marea sangrienta y llamaba a las puertas de la vieja ciudad rebelde. Brilla el sol de una mañana de enero en el cielo sin nubes, las campanas con clamoreo incesante, tocan, a rebato, el pueblo está en las calles atumultado y violento, la tropa se defiende vigorosamente en los cuarteles, la ciudad es un castillo: ha estallado la lucha. En una esquina, resguardándose apenas en el muro, un grupo de hombres disparan sobre el cuartel cercano que contesta con nutridas descargas. En ese grupo está Luis, está en primera fila, con el sombrero echado atrás, el traje en desorden, la cara sudorosa y ennegrecida por los fogonazos, pálido, la mirada radiante, la boca contraída. Aprieta entre las manos un “Manchester” y sacando medio cuerpo fuera del muro que le sirve de parapeto, dispara con tranquila certeza; pero las cápsulas se agotan, se revuelve intranquilo, pide al compañero un cartucho, pero el compañero, avaro también por hacer fuego, no quiere desprenderse de ninguno; acecha entonces en torno suyo; un camarada ha caído muerto, se abalanza sobre el cadáver, le arrebata la munición, sonríe, vuelve a la brega, avanza a la bocacalle, se echa el rifle a la cara, siente en ese momento un golpe en el cerebro, se le oscurecen los ojos y se desploma bruscamente. Varios compañeros saltaron sobre el caído para apoderarse del rifle; algunos se acercaron para ver si estaba muerto y, como se nota que respiraba, dos mozos le levantaron cogiéndolo de los brazos y las piernas y lo transportaron a la Casa de Expósitos situada a corta distancia. Una hermana de caridad se acercó piadosamente al herido, le lavó la sangre que en hilos rojos manchaba su frente, lo vendó con cariño de madre y el herido abrió los ojos. “No es nada”, dijo y trató de incorporarse. La 22

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hermana de caridad sonriendo dulcemente bajo la corneta de hilo blanco, lo obligó a reposar de nuevo; se alejó un momento y volvió trayendo una taza de caldo. El herido estaba reanimado. La hermana de caridad, sonriendo de nuevo, se separó de él para atender a otros heridos que llegaban. Luis reflexionó un instante; bebió el caldo a pequeños sorbos... quedaban en el fondo de la taza dos pedazos de carne…se acordó de los chicos…no habían almorzado… enternecido, tuvo una idea: sacó el pañuelo, guardó cuidadosamente en él los dos pedazos de carne y esforzándose lentamente, se puso en marcha…los chicos, debían esperarlo…tendrían hambre… ¡Pobres chicos!... En el humilde cuarto, sentados a la mesa, los dos chicos ríen de nuevo mientras devoran la carne que trajo Luis para el almuerzo. Empeñados están en referir a su hermano, con la boca llena, el susto que han pasado, mientras que él recostado en el lecho, los oye como en sueños, tratando de sonreírles... Siente un cansancio profundo, una fatiga mortal y, poco a poco, sin transición va perdiendo el conocimiento, le parece que se duerme, se le dobla el brazo derecho en que tenía apoyada la cabeza, que cae de golpe y queda colgando exánime en el borde del lecho con los ojos entornados… ¿Se ha dormido?, pregunta Juan con sorpresa, María se acerca al lecho, mueve a Luis inútilmente. Se vuelve a Juan y le dice en voz queda: “No quiere despertar... ¡tengo miedo!”. En el centro de la habitación desmantelada, sobre el suelo desnudo, está el cadáver de Luis. La luz del crepúsculo entra por la puerta entornada. En un rincón, sobre la mesa de pino, delante de la imagen del Cristo de la Agonía, un velón de cebo con larga pavesa carbonizada, derrama en la estancia una media luz amarillenta y temblorosa que se confunde lúgubremente con la claridad de la tarde. Arrodillada al pie del cadáver está la vieja vecina caritativa y junto a ella los dos chicos, con cara de espanto, apretándose instintivamente uno contra el otro… El hermoso rostro del muchacho, densamente pálido, en la quietud de la muerte, recuerda el abandono del sueño, y sus ojos entreabiertos y vidriosos parece que contemplan dulcemente con la fijeza tranquila de la última mirada, a los dos chicos huérfanos, que, con las manos juntas, los ojos encendidos por el llanto, mirando la imagen de Jesús Crucificado, dicen a una voz: “Padre nuestro, que estás en los cielos…” Mientras pasa esta escena en el hogar desamparado, las campanas echadas a vuelo, repican alegremente por el triunfo del pueblo en aquel día.

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Francisco Gómez de la Torre Arequipa, 1865-1938. Abogado, escritor y político. Rector de la Universidad Nacional de San Agustín. Ha publicado Arequipa a vuelo de mosca

(1896), Figuras claras (1904).

misiá pituca

T

engo el honor de presentar hoy a Misiá Pituca, de cuyo apellido habrán de hacerme gracia porque lo ignoro y no he querido averiguarlo. Mi heroína, en punto a edad, se halla más próxima en edad a los 50 que a los 40 agostos. No debió ser muy bella en sus mocedades porque tenía unos ojillos pocos perceptibles, una nariz menos elevada que los pómulos que la acompañaban, y una boca de bocado y medio, a pesar de lo que frunce y aprieta. Aunque ella habla de los novios que le hacían la rueda in millo tempere y de que no se casó por el horror que tiene a los maridos y el asco que le dan los chiquillos en pañales, se me antoja que nadie le hizo la corte nunca, porque además de fea, es Misiá Pitusa más pobre que el Fisco de mi tierra y de un geniecito capaz de hacer perder los estribos al mismo Job. No le falta habilidad para tejidos, y sabe hacer tan buenos dulces como las monjas reclusas, que es mucho saber; pero tiene poco tiempo para dedicar a esas habilidades porque pasa las mañanas en iglesia y porterías de conventos y el día haciendo visitas que le enteren de las interioridades de medio Arequipa y le den en algunas casas materia de conversación para otras, viste de beata carmelita y sabe de memoria el calendario gregoriano y los salmos de David. Habita sola, en compañía de una vieja criada, de un gato y dos perros carlines, en una casucha que heredó no sé de quién y cayó. El patio se presenta poco menos que obstruido con tiestos, latas y cajones cubiertos de variada flora y ribeteados de telas de araña. En casa de Misiá Pituca, no se cocina, porque la vieja criada come de la chichería más próxima; el ama almuerza siempre en casa de alguna amiga, sin que le falte nunca la de otra amiga para comer; el gato vive de los ratones que pilla, habiéndolos numerosos en la destartalada casucha; y en cuanto a los perros, siguen a su ama por donde quiera, viviendo a expensas de los desperdicios de todas partes, y aunque están flacuchos, a fuerza de temperantes, se han connaturalizado con el poco comer, y tienen 24

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las fuerzas suficientes para menear el rabo como se debe y lamer boca y narices a la jamona que hace lecho común con ellos. Tales son, descritas a grandes rasgos, la fisonomía y costumbres de Misiá Pituca, a quien, hace pocos días, encontré en casa de una señora con la que tenía yo que ajustar un contrato sobre alquileres. Se charlaba de sobremesa, después del almuerzo, y Misiá Pituca había monopolizado, como siempre, la conversación. —Sí, mi Juanita, decía la beata: Dios me libre de descubrir secretos de nadie; pero como decirle a usted las cosas es como tenérmelas yo guardadas, le hago estas confidencias. Como iba diciendo, el esposo es un divertido, que se pasa las noches de claro en claro, sabe Dios dónde y en qué compañías, y mi pobre Mariquita está que parece una hilo, con la vida que le da. Mi Mariquita es una santa, que se ha de ir al cielo vestida y calzada… cuánta diferencia entre ese matrimonio y el de don Cosme, con quien comí ayer: mi compadre es un bendito, más bueno que el pan, temeroso de Dios y enemigo irreconciliable de masones y herejes; le da gusto en todo; gasta el oro y el moro para complacerla, y cuando se va a la hacienda, le escribe en cada correo unas cartas que parecen de enamorado, y le manda primores y mientras tanto ella —¡María Santísima me libre de hacerme malos juicios!— pero recibe en ausencia de mi compadre a cierto mocito… y aunque yo no creo que nada malo haya sucedido ni suceda, las gentes hablan… y la religión nos manda a no dar escándalos…Y a propósito de escándalos, ¿no sabe usted el que se armó anoche en casa de mi Ventura? No sé qué chuscada dijo el tuno de don Beltrán a la mujer de Sáenz; éste cogió la cosa por donde quema, y se fueron primero de voces y después de manos, siendo preciso que los demás de la reunión los separasen no sin que antes don Beltrán recibiese una trompada, que le puso un ojo de dar lástima. La de Sánchez se insultó y fue necesario meterla al dormitorio de mi Ventura; aflojarle el corsé, que se lo aprieta, según dicen, más de lo justo; hacerle aire y frotarle las sienes con vinagre. Todo me lo ha contado mi Pepita, que estuvo allá... También habían estado en la reunión las de López, de medio luto. San Luis me libre de ser así; no hace un año que se murió su abuelo el inmejorable don Pedro, y ya están en tertulias y paseos, como si el muerto hubiera sido cualquiera. Yo, mi Juanita, soy enemiga de murmurar de nadie; pero hay cosas que le sublevan a una. Las muchachas de hoy, con tanta química y astronomía que les enseñan, no aprenden a respetar a la sociedad ni tienen pizca de consideración por los parientes, ni saben más que ponerse vestidos escandalosos y andar con descoco. Y en esas y las otras, dan unos resbalones… de que mi padre San José me libre. 25

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Así, estuve ahora días en casa de mi Manonga, y la pobre lloraba como una Magdalena, por la desgracia de Inesita... ¿No ha sabido usted? La loca de la chicuela se escapó de la casa con no sé qué militarote, y se estuvo fuera todo un día. La buscaban como una aguja y no daban con ella... Al fin la pobre tuvo que volverse a casa de mi Manonga, porque el pícaro del militar, después de ofrecerle maravillas se hizo humo. Don Genaro que es, como usted sabe, de moral muy austera, como que comulga todos los viernes, se negó a recibir en su casa a la casquivana y fue preciso apelar al padre Astete para que lo redujera... Por supuesto que no se resistió a las reflexiones del padre. Qué se iba a resistir, si al padre Astete no hay pecador que se le resista. ¿Usted, mi Juanita, no ha confesado con él? Qué bueno es y cuánto sabe. No es escrupuloso como otros, y gasta un modito tan suave, que una no tiene reparo para abrirle el corazón. No he conocido confesor que me haya gustado más. Y en el púlpito tiene un pico de oro; y como le ayuda la voz y la presencia, sus sermones son de encantar. Yo nunca pierdo sus tres horas, y me gusta oír su misa, porque da tiempo para rezar muchas oraciones. Dios me lo conserve al padre Astete… En fin, mi Juanita, le estoy quitando el tiempo... Arregle usted su asunto con el señor, que yo no soy estorbo... Y, como no me gusta ser indiscreta, ni enterarme de asuntos ajenos, mientras ustedes hablan, me iré al cuarto de las niñas y así tendré ocasión de ver cómo anda el cojín que está bordando Luisa y el antima casar que teje Chepita. Dicho esto, salió la beata, penosa de no poder vomitar más chismes caseros, y haciendo sonar al levantarse, las cuentas y cruces de no sé cuántos rosarios que carga al cuello, para que Dios la libre de caer en tentación. Así libre a ustedes y a mí, no de caer en tentación, sino de caer en boca de Misiá Pituca, que cree tener ganado su rinconcito en el cielo, por las misas que oye cotidianamente y las confesiones que hace todos los sábados. (1904)

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Enrique Portugal Arequipa (1912-1960). Periodista y narrador que radicó gran parte de su vida en Argentina. Publicó las novelas Los centauros (1941), Cinco horas con mi madre (1945).

el fantasma del callejón de la catedral

E

l callejón de la Catedral tuvo fama siempre de ser guarida de fantasmas, de sacerdotes sin cabeza, de almas en pena y de encortijadas brujas. Cuando aún el callejón estaba empedrado y se distinguía por su malolencia y obscuridad, toda la población de Arequipa y sus contornos —principalmente el chismerío beateril— afirmaba que desde allí salían todas las noches, a las doce en punto, el condenado “padre sin cabeza”, la terrorífica “mula herrada” y otros fantasmales seres extraterrenales, quienes luego de espantar y atemorizar a la ciudad entera, se recogían a la madrugada, es decir, cuando comenzaba a colorear la hermosa campiña el rosicler del alba. Todos creían estas historias, y muchas más. Menos yo, que desde niño me hice incrédulo a tantas y tan raras supersticiones de “aparecidos” y mojigaterías. He dicho que fui un incrédulo, pero... mejor es que comience a narrar el cierto suceso que me ocurrió una madrugada, en el día de San José. Tendría apenas cinco años cuando comencé a escuchar las más espeluznantes historias de terror y muerte, de brujerías y fantasmas, y de extrañas como dramáticas versiones que tenían por aquelarre nada menos que el nauseabundo y oscurísimo callejón de la Catedral. Oí contar aterido, por ejemplo, con minuciosos detalles, la historia de la viuda en pena que todos los viernes salía del callejón en busca del infame que, tras despojarla de su fortuna, había “tirado a los perros” el buen nombre de su marido. De aquella bella y sugestiva damisela arequipeña, muerta trágicamente y más tarde convertida en terrible monstruo dientudo que hacía su aparición los martes en seguimiento de todos los enamorados retrasados como venganza porque un don Juan de aldea la 27

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había engañado sentimentalmente. Del joven sacrílego, hijo de una familia copetuda, muerto al caer desde el murallón de la iglesia donde robó el cáliz, que tomando la forma de furioso perro arrojaba fuego y humo por ojos y narices, y que vagaba todas las noches como castigo de redención a su terrible falta. En fin, se contaban las más variadas historias que, noche a noche, rodeando todos los hermanos la cordial mesa donde el té era también una caricia del hogar, escuchábamos sobresaltados, poblándonos la cabeza de mil y una fantasmerías, para horror y espanto de mis hermanos y amiguitos de la ancha casona de Palacio Viejo. Una noche, en que una antigua vecina nos narraba todos esos infernales cuentos, proclamé yo, ante la sorpresa de mis hermanos y amigos, mi osada desfachatez de muchacho incrédulo –contaba entonces con diez años–, abriendo insolente el abanico de mi valentía. Interrumpiendo el crispante relato del “padre sin cabeza”, aquel que al morir quedó penando por no haber dado el cumplimiento sagrado hecho ante él por una moribunda para que a su muerte celebrara treinta misas, me planté en el centro mismo de la sala, y dije en forma insolente y hasta agresiva: —Todas esas historias son una mentira. La más absurda mentira. Y para que todos comprueben que es verdad lo que yo afirmo, mañana mismo, a las doce en punto de la noche, atravesaré lentamente el callejón de la Catedral. Todos me miraron sorprendidos —no sé si por mi soltura o por mi irrespetuosidad—, en tanto mi madre me dirigía una mirada de desaprobación como queriendo decirme que no debía poner en duda verdad tan generalmente aceptada. Pero entonces uno de mis hermanos, en tono burlón, replicó muy suelto de cuerpo. —¿Y qué seguridad tendríamos nosotros de que tú vas a pasar por el callejón de la Catedral a las doce en punto de la noche? Hombrecito yo de rápida concepción, propuse lo siguiente: —Para que todos estén seguros de que iré, y que no existen tales fantasmas ni tonterías hechizadas, vamos a convenir con el zapatero Fermín Domínguez, el que nos hace los zapatos y vive justamente a mitad del callejón de la Catedral, que antes de retirarse hasta el fondo de su habitación, o sea alrededor de las diez y media de la noche, ponga en algún lugar

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convenido, quizá sobre la puerta de calle que da al callejón, algún objeto que ustedes mismos me entregarán. Naturalmente, yo saldré de aquí a las doce menos cinco minutos y ya verán que regresaré media hora después, con el objeto aludido y sonriendo por la satisfacción de haber tirado por tierra con tantas falsas historias de “condenados” y de “aparecidos”. Y así fue. Juntamente con dos de mis hermanos y un vecino, fuimos a la mañana siguiente a ver a Domínguez. Lo convencimos de que mi “temeridad” no era tal sino apenas una pequeñez, y luego de entregar al zapatero un viejo rosario de mi madre –inconfundible e insubstituible–, quedamos en que don Fermín lo pondría sobre la parte alta de la puerta de calle, lógicamente sin hacer saber a persona alguna tal trato, por temor a que fuese robado o me hicieran una pesada broma, atribuible luego a los “fantasmas en penitencia”. Faltaba sólo convencer a mi madre para que me dejase salir a media noche, cosa que por suerte no costó mucho trabajo, seguramente porque mi madre tampoco creía en tan raras como endemoniadas historietas. Todos, absolutamente toda la familia, aguardaron en pie hasta las doce menos cinco mi salida, hora en que haciendo un gesto de varonil osadía, dije muy despectivamente: —¡Ya verán cómo esta noche caen por el suelo esos cuentos tejidos exclusivamente para engañar a la gente crédula y timorata! Confieso que, en el fondo, no me sentía ya muy tranquilo, pues tanto había oído hablar de los “aparecidos” y escuchado las narraciones tan cuajadas de pelos y señales, que la cosa no era como para tener el espíritu que yo venía aparentando desde el día anterior. Alrededor de las once y media iba ya a retractarme, pues un secreto miedo me oprimía el corazón, pero el sólo pensamiento de que mi actitud podía caer en el más espantoso ridículo, marcándome para toda la vida como un cobarde, me empujó a cumplir mi desafío. ¡Qué frío hacía cuando, ante las temerosas miradas de mis hermanos, salí de la vieja casona de Palacio Viejo! Pasé por frente al Cuartel de Policía, seguí hacia la Plaza de Armas, continué ya más lentamente por el Portal de Flores, proseguí hacia la calle San Francisco y, cuando estuve frente a uno de los extremos del callejón de la Catedral, me detuve fuertemente

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impresionado. Miré hacia uno y otro lado. ¡Ni un alma! Ni siquiera un alma en pena. Una ráfaga de viento frío me hizo poner carne de gallina. O tal vez sería por el temor que de mí se apoderaba paulatinamente. En el instante en que me decidía a atravesar el callejón, para salir por el lado donde quedaba la ancha puerta de la antigua Casa Forga, el destemplado chillido de una lechuza de esas que se meten por las claraboyas de la Catedral para beberse el aceite de las lamparitas sacras, me sobrecogió de terror. ¡Qué hacer! Reaccioné rápidamente y, silbando para ahuyentar mi miedo, me encaminé hacia la puerta. Crucé entre sombras, hálitos de desperdicios, viento helado y murmullos de sobresalto. Por fin llegué hasta el lugar convenido, me erguí todo lo que pude y descolgué el rosario puesto dos horas antes por Domínguez. Esta tarea había sido ciertamente facilitada por don Fermín, pues para darme coraje, había tenido el buen tino de dejar a mitad del estrecho zaguán de la casa un farolito encendido, cuya luz se filtraba hacia el callejón por las anchas hendijas de la agrietada puerta. Faltaba sólo ahora recorrer la otra mitad del callejón para salir triunfante por la calle Santa Catalina, seguir por los portales de San Agustín y de la Municipalidad, luego por Ejercicios y finalmente desembocar en Palacio Viejo, donde mi madre, hermanos y vecinos me aguardaban con verdadera ansiedad. Desde luego, yo ingresaría con aires de gran importancia, afirmando frases de sobrado efectismo, como si hubiese conquistado el mundo entero. Todo esto pensaba. E inicié el camino de regreso con la palpable prueba entre las manos. Habría caminado unos cinco metros, cuando de pronto, me topé —quizá éste sea el verdadero término—, nada menos que con el fantasmal fraile sin cabeza. Tan luego yo, descreído en este tipo de apariciones. Naturalmente, quedé helado, o mejor diré transpirando un sudor frío, característico de la impresión que dicen se apodera de las víctimas del terror y el pánico. El hecho cierto fue que tan fantástica como amenazadora visión se acercaba hacia mí, con paso lento y desacompasado. Pero, ¿efectivamente esta figura de fraile carecía de cabeza? En verdad, no se le distinguían facciones de la cara o figura de cabeza, pero en cambio llevaba levantada sobre los hombros la clásica capucha franciscana. 30

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Para detener o amortiguar mi impresión de susto, traté no obstante de descubrir la cara del tan raro fantasma, aprovechando una franja de tenue luz proveniente del débil farolillo dejado por el zapatero, que se filtraba por una de las hendiduras de la puerta. Pero no vi dentro de la capucha más que una sombra provocada por el vacío. ¡Entonces era verdad aquello de la nocturna aparición del fraile sin cabeza! A todo esto, el fantasma avanzaba cada vez más. Cuando se encontraba ya a un escaso metro del lugar donde el terror me había paralizado, la tensión de mis nervios, para mis pocos años, no pudo resistir más, y creo que caí sin sentido, o seguramente ahogado por una emoción que me nublaba la vista y me impedía correr. Los oídos me zumbaban como un enfurecido colmenar. Calculo que pasarían unos diez minutos cuando al recuperar a medias el sentido, oí una amable voz que me decía: —¿Qué haces a esta hora en el callejón de la Catedral?... ¡No te asustes!...soy yo, Fray Palomino. Ciertamente era Fray Palomino, el bondadoso frailecito a quien había conocido de vista en oficios religiosos y en procesiones callejeras. Al ver que no reaccionaba yo en la medida en que él deseaba, aún me aclaró para alejarme por completo de toda duda: —Te repito que soy yo, Fray Palomino; me he retrasado arreglando en la Catedral el altar de San José, pues mañana, o mejor dicho hoy, es su fiesta y necesitaba engalanarlo con manteles nuevos y muchas flores para la misa de comunión que será celebrada a las 7 de la mañana, es decir dentro de pocas horas. Buenos Aires, Julio de 1949.

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Julio C. Vizcarra Arequipa, 1889. Ha publicado Arequipa en broma y en serio (1936), Motivos de Aldea (1940).

la muerte de sarrasqueta

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o había remedio. El médico diagnosticó mi trepanación craneana y tenía que someterme a ella si no quería morir a corto plazo. Se hicieron los preparativos necesarios y me hallé estirado sobre la blanca mesa de operaciones en mi metro cincuentiún centímetros de largo (muy poca cosa) frente a dos cirujanos que con bisturí en mano iban a proceder a descuartizarme al amparo de su juramento profesional. Sábanas albas cubrían mi diminuto cuerpo y un olor extraño inundó mis fosas nasales. Presentía la muerte próxima y tuve la intención de pararme, —de correr aunque estuviera desnudo. Un beso de mi mujer o no sé de quién, me tocó la frente como un timbre eléctrico. Después advertí una pesadez, una modorra intensa, pérdida de los sentidos, el frío y la nada. Estaba bajo la acción del anestésico. Qué horrible situación la mía. No sé cuánto tiempo había durado la operación ni donde estaba, ni qué hacían conmigo. Seguía bajo la influencia fatal del anestésico, pero, ¡cosa rara!, permanecía rígido pero conservando la razón, el discernimiento y la clara percepción de los sonidos. Quería moverme, hablar y moría interiormente de rabia. De pronto oí la voz trágica del cirujano, que dijo en tono grave y solemne: —No tenía remedio el joven. Era un caso perdido ante la ciencia. ¡Ha muerto! Serenidad, resignación, señora. Un grito terrible que taladrara el infinito llegó a mi alma seguido de un coro de sollozos de mis hijos. Me estremecí internamente y quise pararme, gritar, gritar alto: —¡Estoy vivo! ¡El médico es un bruto! Pero la pesadez seguía fatal, terrible como si cuatrocientas paletadas de tierra hubieran caído sobre mi cuerpo.

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Me velaban, sí, me velaban en la capilla ardiente levantada en casa. Me pusieron ropa limpia y la mortaja. Me afeitaron, ¡oh! me quitaron las sarras benditas a quienes debo mi nombre de guerra con que me rebautizó un amigo que sin duda ahora mismo se estará riendo de mi suerte. Me colocaron —¡¡horror!! — dentro de la caja mortuoria que me congeló la sangre. Los dolientes vinieron a dolerse de mi último fin. —Pobre Sarrasqueta —oí a uno—. Era un buen muchacho... —Sí —comentó otro —y pudo ser un gran diputado... —Cómo no. El chico era listo pero un gran... jarro. Esta última apreciación me llegó al alma. Era un insulto inferido a mi persona, un trapillo sacado al sol. Pretendía levantar una pierna para darle un puntapié al insolente, pero ¡el anestésico!, el maldito anestésico me lo impedía siempre. Llegó el momento fatal. El agente funerario, el carpintero y el soldador se encargaron de encerrar a un vivo, en complicidad criminal con el médico. Oí las voces de los concurrentes como un rumor lejano y los gritos y llantos de mi mujer y familiares que me clavaban el cerebro peor que los lúgubres martillazos del fúnebre carpintero. Me alzaron en peso. Creo que algunos amigos me conducían en hombros no sé si por cariño o porque la carroza estaba lejos. No pude ver, ¡qué absurdo!, si el cortejo era largo. Lo que sí puedo asegurarles es que me regocijaba íntimamente que fuera formado por mis mejores amigos. Hubiera querido en esos instantes pararme y presidir, cambiando ese acompañamiento fúnebre en una manifestación política de última moda. Soporté un discurso necrológico cuyas postreras palabras por vulgares me chocaron demasiado. Decían: “Paz en la tumba del amigo”. Y verdaderamente necesitaba paz, tranquilidad de muerte porque me estaban haciendo sudar tinta, sufrir demasiado. Por último me colocaron dentro de la carroza y partí con terror horrible al inmóvil país de los calvos. En el cementerio se dieron los postreros toques para meterme en el nicho y revocarme. Con el zangoloteo de la carroza se desentumecieron mis miembros y alguna piececita del reloj humano, por casualidad o por suerte volvió a su sitio y adquirí de nuevo la razón y el uso de la palabra.

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Cuando el sepulturero me iba a colocar el último sillar del nicho para separarme definitivamente del mundo de los vivos, grité con toda mi escasa fuerza: ¡¡¡Socorro!!! ¡¡No me enterréis!! ¡¡Estoy vivo!! Oí como si un cuerpo cayese de espaldas. Después voces. Una sesión como de Corte Marcial para dejarme morir o librarme de la muerte. Por último me bajaron del nicho con tiento y me pusieron en tierra. Desoldaron el cajón y no acudieron a levantar la tapa, sino que usaron conmigo esa cortesía para que yo abriera la puerta de mi última morada. Cuando así lo hice y me levanté rápido, no encontré ser humano. Habían corrido las de Villadiego. Tomé aire, y una vez orientado eché a correr por la avenida central del cementerio para tomar la puerta de salida. Logré hacerlo y por felicidad hallé un auto expedito. Cuando sin interrogar tomé asiento, le dio al chauffeur un síncope terrible. Por el momento no me expliqué el motivo, pero al tocar mi cuerpo vi con horror la mortaja que lo cubría. Quise arrojar ese paño fúnebre, pero estaba desgraciadamente en calzoncillos y habían olvidado ponerme la camisa. Imposible viajar en automóvil en paños menores. Vuelto el chauffer* del desmayo logré convencerlo de que era un vivo en su verdadero sentido. Me prestó su abrigo lechucero, le di la dirección de mi domicilio y arrancó el motor rumbo a la ciudad de los vivos, de los auténticos vivazos y desplumadores. Cuando llegué a casa mi mujer estaba hecha un mar de lágrimas rodeada de los chicos. Me abalancé a abrazarla y lo único que conseguí fue estrechar el vacío entre mis brazos, porque ella de la silla rodó al suelo. Mis hijos volaron, creo que por el aire. Sólo uno de ellos, René, me guiñaba un ojo detrás del ropero. Pasado el fuerte desmayo logré convencerla de que no era un fantasma y le expliqué mi odisea, lo mismo que a mis pequeños, que escuchaban atónitos. Comencé a organizar mi nueva vida. Leí los periódicos donde dentro de un marco negro resaltaba el aviso de invitación a mi entierro; y así como los que se ausentan, por la premura de su viaje dan su aviso de despedida, yo me apresuré a redactar mi aviso de retorno en los siguientes términos: “Sarrasqueta tiene la satisfacción de comunicar a sus parientes y amigos su feliz retorno del cementerio, cuyo precipitado viaje se debió a un error profesional. Las felicitaciones se reciben por tarjeta”. *

Chauffer. Palabra francesa de la que deriva chofer, que amediados del siglo pasado recién empezaba a usarse.

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Salí a la calle y todos me trataban con recelo. Creían estrechar la mano helada de un cadáver. Mi nueva vida comenzaba a desesperarme rematando con la factura de la Agencia Funeraria, que me cobraba cuatro mil soles por mi entierro frustrado. Los periódicos cobraban los avisos publicados, los floricultores, las cruces y coronas, y por último el cirujano, el malvado cirujano, sus derechos de asesinato legal. Eso ya no era vida. Era morir, lenta, pausadamente, y mil veces hubiera preferido descansar eternamente en el cementerio junto a una humilde tumba.

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Juan Manuel Cuadros Arequipa. Boticario y a la vez pacpaco, esto es integrante de un famoso grupo de jóvenes intelectuales arequipeños de principios del siglo XX. Publicó Tres relatos de mi tierra (1950).

el rudecindo y la tomasa

U

n bello y típico poblado, se levantaba sobre una larga planicie, agarrándose fuertemente a la dura tierra, y dando cobijo generoso a una centena de poblanos que parecían vivir en el mejor de los mundos. El viento furioso entonando su canción siniestra, a veces se llevaba a pedazos la paja negruzca que arrancaba de las techumbres. La luz se quebraba formando manojos centelleantes, que acuchillaban la tierra, tratando de alumbrarla hasta en la negra profundidad de su entraña. Las casuchas temblando de frío, se arrimaban empujándose unas a otras, dándose mutuo calor y vida. Sus gentes buenas y sencillas se desentumecían, frotándose las manos al recibir los primeros rayos del Sol. Los hombres, con la lampa al hombro, cual soldados del trabajo, se dirigían alegres y confiados al diario batallar, en tanto que las mujeres, presurosas, encendían los fogones y preparaban el sencillo y sabroso yantar. Desde hacía mucho tiempo, en este pedazo de suelo, habían echado sólidas y profundas raíces dos familias, cuyas viviendas colindaban, separadas por una débil pared, en esqueleto. Una de ellas era la del Carloto, casado con la Margarita, que vivían de lo más felices con su primogénito el Rudecindo y la otra del Esteban, matrimoniado con la Rosalía, que tenían como la única engreída a la Tomasa, que era como la niña de sus ojos. La continuidad de verse les hizo creer como que vivían en un solo hogar y efectivamente lo era así. Se hacían recíprocas demostraciones de cariño, que culminaron con el compadrazgo espiritual, y por tal motivo las horas de descanso de la tarde las compartían en charla amena y jocunda frente a sus destartaladas puertas, sentados sobre ripios deformes, que les servían de cómodo asiento; en tanto que los hijos se divertían haciendo montículos de tierra, tincando con piedras menudas o agarrados de la mano en rueda jugaban al carrosel o a la pesca-pesca. 36

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¡Ni qué decir! Los cumpleaños eran fiestas alegres y desmedidas. De común acuerdo se preparaban los ricos y suculentos platos. La Margarita, con la chaqueta de olán floreado, las mangas arremangadas hasta el codo, jadeante y sudorosa, puesta de cuclillas al lado de una agonizante acequia que llevaba un hilo de agua, daba la última pelada a los conejos maltones. Los abría en un santiamén y al instante cogía la hiel, pasándola en un solo sorbo, rezando un Padre Nuestro, y santiguándose en seguida de haber ingerido tres, lo cual equivalía a curar el hígado, no ser rabiosa y evitar que se convirtiese en un criadero de piedras. La Rosalía, con su gran pollera vueluda y bien almidonada, afanosa, quitaba los restos de plumas a la gallina gorda, roneadora y machorra que no ponía ni “ocllaba”. Afilaba el cuchillo mañoso, descuartizando el cuerpo del ave, separando la rica enjundia, que le servirá para hacer mechas, borrar cicatrices y preparar maleficios. La “rata” de la Tomasa hacía serpentinas con las cáscaras de las papas que en fila iban cayendo al renegrido caldero, en tanto que el raimau del Rudecindo, con el hacha, sacaba lonjas al tronco seco y nudoso de molle. El Carloto y el Esteban sentados en torno de la mesa dialogaban de planes futuros de trabajo, alternando con un bebe largo de chicha, que bien caía sobre el picau de rocoto que les había pasau quemando el guarhuero. Y ya entrada la noche, después de la comilona venía el apetecido baile. El Carloto, haciendo mil requiebros, con pañuelo en mano, se aturdía con las vueltas de las polleras de la Rosalía y los hijos sentados sobre tocras palmeaban furiosos, mirando el bamboleo de las caderas. Se comprende que en este ambiente caldeado de afecto, el Rudecindo y la Tomasa se querían como hermanos. No había un solo día en que no estuvieran juntos. Felices horas, aquellas en las cuales sus almas infantiles se adormecían, charlando sobre la vida inquietante de la escuela. Un día el Rudecindo, sentado sobre un tapial, silbando canciones de la escuela, pasaba sus horas de ocio, porque ese día se había “tirau” la “cima”*. Vio aparecer de repente a la Tomasa, que a tranco largo y llorosa, ajustando en el sobaco los libros y cuadernos, volteaba la cara hacia atrás en forma por demás intranquila. Todo fue mirarla y de un salto estuvo el Rudecindo en el suelo, se le acercó tembloroso y palmoteándola en la espalda inquirió sobre lo que le había ocurrido. Ella entre sollozos le respondió que cuando avanzaba por el camino se encontró con el Clodo, quien “montau” sobre * Tirau la cima. Tirar la pera. Faltar a la escuela.

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un burro “ccoro”, llevaba un costal de lechugas y sin que ella le hiciera nada, por puro gusto, la insultó diciéndole: —Cómo estas malimuerta, patas de alambre, cabeza de tapa de chiguancos —y ahí mesmo soltó su risa. Al oír todo esto, el Rudecindo, la consoló diciéndole: —Anda vete que ese cacarañau del Clodo me las va a pagar aurita todas. Y en tanto que sus ojos escudriñaban el camino, hacía el Rudecindo una serie de movimientos con los brazos, incluso, cogiendo un poco de tierra, se frotaba con ella las manos. No tardó mucho en aparecer el Clodo, el cual daba fin a los granos de un choclo “cculle”. Todo fue verlo y de un jalón lo desmontó, tirándolo de largo a largo en el suelo, mientras se echaba a correr el jumento. Al instante el Clodo se reincorporó, increpándole al Rudecindo su actitud. Éste violentamente le apostrofó por la mofa hecha a la Tomasa, que sólo un “cuchi” “maricón” podía hacerlo. —¡Varay! —le replicó el Clodo—, dionde me ha resultau este tatito moquillento defensor de moscas muertas y le espetó al rato una sonora carcajada. No hubo más remedio que trenzarse a golpes. Estos dos muchachos se pegaron fuerte, dándose en el cuerpo y en la cara sin compasión y al fin cansados de tanto hacerlo, cayeron en tierra formando un ovillo humano. Tan pronto estaba el Clodo encima, golpeando a Rudecindo contra el borde de la acequia como también lo estaba el Rudecindo, haciendo lo propio con el Clodo. Parecía que esto no llevaba trazas de terminar, cuando acertaron a pasar por ahí, ya casi cerca de la Oración un grupo de mujeres que regresaban de la Ciudad después de haber realizado sus compras en los almacenes. La Eulalia que era la más guapa del grupo, que iba delante y que llevaba sombrero “respingau” y mantón granate bien “cruzau”, señaló con el dedo el montón humano que gemía y se movía: —Pero qué es esto… ¡Dios mío! —exclamó la Justiniana—. ¿No vaya a ser el alma del Benito que ya está agonizando? —Qué almas, ni niño muerto —gritó la Eulalia después de haberse agachado y ver así de muy cerca—. ¿Sabís qué es?, un par de malcriados que se están revolcando como animales. 38

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—¡Jesús y la Virgen Santísima! —dijo la Encarnación—. A dionde hemos llegau de perversión. —Con el pie los pateaba juerte y viendo que no conseguía nada, trató de levantarlos con las manos y fracasando en su intento lanzó un chillido: —¡Padre San Juan de Dios! creyo que están endemoniados, parecen perros locos. En este momento, la Sebastiana, más cunda, se quitó el sombrero y comenzó a echarles agua de la acequia, logrando así separarlos. Qué sorpresa de la Candelaria, cuando reconoció en el “golpeau” a su sobrino Clodo que bañado en sangre, exhibía dos “chichones” tremendos en la frente, teniendo los labios como dos bofes hervidos y que apenas se mantenía en pie. Ante este espectáculo, echó a correr la Candelaria, gritando: —Agárrenlo a ese cholo bandido, desalmau, quién diablos serán sus padres, agárrenlo… ¡agárrenlo...! Todas se echaron a correr en persecución del Rudecindo que se perdió en la oscuridad de la noche. A las 7 de la mañana del siguiente día don Eleuterio, viejo respetable y bien emponchado, que era el Teniente Gobernador, estaba tocando la puerta del Carloto, dejando un papel mal cortado de notificación para que compareciera a las 11 del día donde el Gobernador a fin de esclarecer las lesiones causadas en un asalto. La Margarita se sorprendió vivamente al enterarse del aviso y como el marido estaba en el trabajo, llamó a grandes voces al Rudecindo que no se había marchado todavía a la escuela y le dijo: —Corre… llámalo a tu tata… almas benditas que este zonzo del Carloto, no se haya metiu en camisa de once varas. El Rudecindo mientras se dirigía a la chacra, cavilaba tanto que su cabeza la tenía como una olla de grillos, pero intuía que la demanda era por su trompeadura con el Clodo. Las piernas le temblaban en presencia de su padre. Este le preguntó un tanto nervioso. —¿Qué ha pasau? —Nada —le respondió—. Mi mamita lo necesita con urgencia. —En el camino, no le quedó más remedio que contarle todo lo ocurrido en el día anterior.

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Lo agarró del cuello entonces el viejo del Carloto, y lo sacudió con fuerza tal que le hizo hasta saltar el polvo de la solapa. —Espérate no ma destaicha sí que te saco el cuero, te cuelgo condenau ya “podís” ir rezando el bendito. En la casa, como es natural, se supo la verdad de todo lo ocurrido. La voz chillona de la aspaventera Margarita invadió el espacio. La Rosalía no tardó en hacerse presente, y ahí se enteró de la triste realidad, de que el Rudecindo por defender a la Tomasa había golpeado duramente al Clodo. Terció resueltamente en el altercado y se ofreció a acompañar a la demandada. Esto tranquilizó a la Margarita porque ella sabía muy bien todas las que se manejaba su comadre y los puntos que calzaba. Cogió el mantón, se lo echó al hombro, se acomodó el sombrero y le dijo al Carloto: —Andavete, no más a tu trabajo. Si vais vos, lo malográis todo. Estos líos las polleras los arreglan mejor. Salieron las dos mujeres, con el Rudecindo que más parecía un ente. En el trayecto, dejando el cuchicheo que sostenían las dos, volteó la Margarita en forma intempestiva y le lanzó un tacllanazo* al Rudecindo entre la nariz y la boca, que lo hizo sangrar de inmediato y le advirtió: —Mucho cuidau con limpiarse, pedazo de malcriau. Tenís que decir que esto te hizo el Clodo. Ya en la puerta de la Gobernación, se enteraron que estaban adentro y bien sentados el Timoteo, la Rosa y el Clodo y al instante, las dos mujeres cruzaron con ellos una mirada de encono que, cual flechas envenenadas, amenazaban tormenta. Al cabo de un rato salió el amanuense y gritó: —Que pasen el Carloto y la Margarita. —¡Güenos días mi Gobierno! —corearon las dos sin recibir respuesta. Calmadamente, levantó la cara roja y los ojos granates, la autoridad política, que estaba así, por las copas libadas el día anterior y por los entripados que le daban todos los días. —¿Qué ha pasau? —le preguntó a la Rosa. * Tacllanazo. Término híbrido, mezcla de taclla, que en quechua y aymara significa golpe, y del aumentativo español -azo. Mas propiamente significa lapo, bofetada. Taklla, además conserva su sentido onomatopéyico, que da fuerza a la expresión.

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—¡Qué va a pasar! Que este consentiu y criminal, señalando al Rudecindo, lo ha golpeau a mi hijito y lo ha puesto en este estau, a ver, mire usté. A lo cual le interrumpió la Margarita: —¿Qué es eso de criminal?, chola deslenguada, que adrede abrís tu boca hasta las orejas. Te creís —añadió la Rosalía—, que estáis en el corral y no respetáis nada. —Y que habláis vos —replicó la Rosa—, trapo sucio, entrometida. —Bueno —arguyó el Gobernador golpeando fuertemente la mesa—, déjense de cacareos, que aurita les va a costar muy caro… Ante esta actitud el Timoteo adujo: —Discúlpela usté señor Gobierno, estas mujeres no saben lo que dicen. Al rato, la Margarita y la Rosa soltaron la risa. —Míralo al cacaseno éste, con qué tamaño eructo nos ha resultau ja… ja… ja… —Y ¿por qué le pegaste así? —le preguntó el Gobernador al Rudecindo. —¿No ve usté también como me lo ha pegau a mi hijo? —repuso la Margarita—. Toda la noche le ha saliu la sangre. Y hasta aura mesmo todavía ha tenido la lisura de insultar y reírse de mi hija, este cobarde espantapájaros —añadió la Rosalía. —¡Qué fue de espantapájaros! —dice la Rosa—. Acaso somos como vos lomo pelau. —Eso me lo vais a decir en la calle, caray, si no te apago las velas. Ya fastidiado el que hace la justicia, se levantó y hablando fuerte ordenó al amanuense asiente el acta que a la letra dice así: “En mi despacho se hicieron presentes, doña Rosa y don Timoteo de una parte y doña Margarita de la otra para arreglar un incidente callejero sin importancia, pues se habían lesionado mutuamente los menores Rudecindo y Clodo, lo que motivó que se querellasen. “Haciendo justicia ordeno, que se les prevenga que si otra vez lo hacen y sus padres les fomentan, se les aplicará una buena multa y se les pondrá a disposición de la Subprefectura”.

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La Rosa se pone de pie y hace su atajo indicando que “asino” se hace la justicia, no hay derecho “paillo”, porque así mejor nos la haríamos por nuestra propia cuenta. —Cállese —le dice el Gobierno—. Amanuense, ponga y escriba que a estas mujeres pendencieras y huaroccllas* las bajen al Beaterio y a este embobau que no ha sabiu arreglarlo —mirándolo al Timoteo— a la Cárcel. “Pa qué más, se callaron los picos, se recogieron las alas y se firmó el acta”, comentaba después la Autoridad. Pero a unos metros de distancia de la puerta, la Rosalía le encaró a la Rosa: —Qué te creis cuchi parau que sois gente —y sacudiéndose las polleras, continuó diciendo—: aire paque te refresquís la boca. Y la otra le replicó: —Quien te ha visto y quien te ve chola despancada, lambe platos. Desde aquel día, estas familias se convirtieron en enemigos irreconciliables. En ninguna forma se pudo conseguir un arreglo amistoso. De nada valieron la palabra paternal del Párroco ni los consejos de los vecinos para un buen entendimiento. Cuantas veces podían se hacían recíproco daño tanto material como moral y la murmuración y la maledicencia se encargó de abrir un abismo profundo entre ellas. Llegaron a recurrir al hechizo, derramando en las puertas aceite y sal, atribuyendo las calamidades que les ocurría a esas malas artes, a pesar que mutuamente se defendían de todo aquello, poniendo detrás de las entradas de la vivienda cruces de hoja de palma bendita y colgando de la cornisa con un pedazo de “caito” la planta de sábila o chuco y tres pomitos que contenían agua bendita de los tres conventos. Los dos mocetones, el Rudecindo y el Clodo, se mantenían a la defensiva. Evitaban siempre el encontrarse y cuando esto ocurría, en forma inesperada, discretamente se alejaba alguno de ellos. Sabían perfectamente que de no hacerlo así se terciarían en un lío a fondo y que sería ello de funestas consecuencias para cualquiera de los dos. Ya desde antes habían tenido buen cuidado de medirse mirándose de pies a cabeza. Pero el Rudecindo comenzó a verse atormentado por el amor. Las miradas de * Huaroclla. Persona que habla mucho. Charlarán.

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la Tomasa, chola ya bien apuesta, sencilla y buena, se le habían clavado como alfilerazos en el corazón. Imposible describir cómo fue el día en que, tembloroso, mirando al suelo y haciendo mil figuras con los dedos, se declaró, vaciando la carga pesada del secreto y que fue correspondido. Siguieron pasando las semanas, el Rudecindo ya trabajaba como peón. Le daba duro y parejo al surco que recién abierto parecía llamarlo. Se esmeraba en hacerlo mejor a fin de ganar más y juntar, así, el “capitalito” para formar su nido, allá lejos en lo más alto de la lomada. Había veces que mientras con las manos limpiaba la escarcha de sudor de la frente, pensaba: El amor será así, todos querrán lo “mesmo”, quizá los pobres quieren más que los ricos. Y sin advertirlo, involuntariamente tarareaba: Cuculí madrugadora, qué linda te mira la aurora Cuculí madrugadora, no me hagas sufrir “agora”. Cuando llegaba a la casa después del duro bregar y la Tomasa le alcanzaba el jarro de chicha, qué rica la sentía y qué hermosa la miraba y cuando lucía el collar de cuentas doradas que fue el primer regalo que le hizo con el primer jornal recibido, reventaba de alegría. Se figuraba que el cielo estaba en la tierra. Una tarde que el Carloto se había amanecido regando y el cuerpo lo tenía como carne de gallina, extendió una frazada al Sol, tirándose a todo lo largo y acuñando la cabeza a un pequeño pedazo de tronco, se puso a exigir que su caletre le dijera qué pasaba con el Rudecindo que de tan alegre y pelotero que era, de la noche a la mañana, se había “convertiu” en “apenau” y muy casero. Que será, se decía, y llamándola a la Margarita, quiso aclarar con ella este entrevero. Al rato se presentó ella y enterada de las cavilaciones de su marido, le hizo comprender que en el amor no hay atajos ni medias tintas y que también había que evitar que se fueran “autro” “lau” del corazón, porque no bastaba suponerlo sino mirarlo. —Sabís, cantá a la piedra, que no me venís con cosas del otro mundo. Aistas horas, después que te has hecho el consentiu venís a santificarte cuando los atortolados del Rudecindo y la Tomasa de puro inocentes ya estarán pensando en buscar la chacrita donde retozarse. “Ya yo lo emplacé al amartelau del Rudecindo pa que mi dijera la verdá de sus cositas aunque las creyia muy chiquitas. Acaso vos no me enseñastes 43

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con tus ojos atorzonados cuando ricién me mirabas, que la vida era color de rosa y me resultó agua de malvas soleada. “Se lo dije a la Rosalía, bien claro, como canta el agua, que yo soltaría a mi potro y que a la yegua se la lleven lejos. Pa que pué estar viviendo en sobresaltos y que los pollos se quieran retozar solitos. “Eso no, ni la Santísima Cruz lo permita. Autros con ese hueso, que se lo pasen. Y vis lo que sois. No sé por qué Dios daría polleras a quienes debieran llevar pantalones. Pero se arregló toito con consencia y convinimos que dentro de dos años se casarían mientras él junta su platita y nosotros hacernos lo mesmo para costear la boda. No te lo dije más auntes, porque los hombres son tornadizos y embrollones en estos menesteres, meten las cuatro y malogran el pastel”. Mientras esto le decía, el Carloto dormía como un bendito y la Margarita al darse cuenta de que había hablado al aire, le tiró un suplamocos que lo dejó parpadeando largo rato. Quién iba a creer que el Rudecindo saliera sorteau. De ello se enteraron por el Apolinar, que estuvo como sabueso en la Junta de Sorteo y que al calor de unas copas se lo contó al Carloto. Después de algunos días de tal noticia, el patrón lo obligó a bajar a la Ciudad, a traer fertilizante, de la Guanera. El muy orondo del Rudecindo con cuatro borricos, se lanzó a cumplir la orden y tina pareja de Guardias Civiles le exigieron su libreta de Conscripción Militar y como no la llevaba consigo y lo vieran aparente para el servicio se lo cargaron, de hecho, sin más ni más, dejando los burros en el depósito. Mientras esto ocurría, el Saturnino, viejo chacarero del lugar, que ocasionalmente se encontraba por ahí se enteró de todo y oyó que uno de los Civiles, le dijo a su compañero: llévalo junto con estos otros al Cuartel de Santa Marta. Regresó a su pueblo lo más pronto que le fue posible y de inmediato buscó a la Margarita, poniéndola al tanto de lo sucedido. Tan fuerte fue la impresión que recibió, que no le dio tiempo ni de pensar ni hablar con nadie. Su cara se contrajo y se tornó cadavérica dando la impresión de que el dolor la había perdido totalmente y sólo exclamó: —¡Madre mía del Perpetuo Socorro, ayúdame! Luego atinó a coger el sombrero y el mantón y poniendo en la “faltiquera” un paquetito, se las echó por ahí como una loca, recorriendo el largo camino, cayendo y levantando, que la parecía no acabar nunca. Llegó acezando a la Ciudad y preguntando logró ubicar el Cuartel. Al acercarse 44

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vio en la puerta un montón de hombres y mujeres que aumentaban en número invadiendo la calzada. No atinó a comprender el por qué de este laberinto de gente, pero cuando ya se hubo “entropado” con la multitud, se dio cuenta de que estaban por lo mismo que ella buscaba. Oyó decir que no había caso, que no se atendía a nadie, que lo contrario sería sentar un mal precedente. Pero eso sí, se accedió benévolamente a que se dejase algunos encarguitos. Pasadas varias horas comenzó a despejarse el gentío, quedándose sólo unas cuantas personas, entre éstas la Margarita. Fue acercándose cautelosamente a la puerta. Ya no podía ni mirar de tanto que había llorado. El centinela le advirtió que se retirara, que era prohibido acercarse, que en vano era su espera. Cuando en el momento menos pensado. acertó a salir el Oficial de Guardia y al verla en estado tal de angustia agarrándose del quicio de la puerta para mantenerse en pie, preguntó : —¿Qué le pasa, señora? La respuesta fue un torrente de lágrimas y entre éstas con voz que parecía de ultratumba le respondió: —Sabe usté tatitoi* que a mi hijo Rudecindo lo han reclutau por no tener su libreta y se encuentra aquí. Acá la tiene usté pa que me lo suelte y se la entrega. El oficial la examinó cuidadosamente y devolviéndosela le manifestó que estaba sorteado y que por lo mismo estaba remachado, que no había remedio. Convencida de que nada se podía hacer para librarlo, le imploró, le suplicó, se lo pidió por su mamita, que ella sólo quería verlo, para despedirse. El oficial accedió a tanta súplica, ingresó al patio y con voz estentórea, preguntó: ¿quién es Rudecindo? Y al poco rato salió con él. Hizo pasar a la mujer al cuarto de la Prevención y ahí fue el encuentro de la madre y el hijo de lo más emocionante. El Rudecindo no soltó una sola lágrima. Se mostró firme y sereno. Dándose cuenta que su madre ya quería perder el juicio, la consoló diciéndole: —No te confundáis mamitay tené pasencia hay que servir también a la Patria, ser más hombre y dionde sabís que seya pa mejor. Sólo te pido me mandís el retrato y un pedazo del pelo guardau en esa cajita de almidón vaciya que está en la repisa donde ponís las velas pa las almas. Y si no te * Tatitoy. Palabra híbrida: viene del término aimara tata: padre o señor, que con el diminutivo español -ito: forma tatito, el cual significa diosito; que con el sufijo quechua -y, en la forma tatitoy, quiere decir mi dios, mi señor.

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falto tu respeto, ¿querís llevármelo un papelito a la Tomasa? ¡Vos sabís cuánto la quiero! Al sargento de guardia, le pidió “prestau” un lápiz y un pedazo de papel y sobre la banca escribió: “Tomasa: La patria me llama a servirle, qué voy hacer. Me despido con toita la juerza de mi cariño, no me olvidis nunca, portate bien, qué son dos añitos! ¡Adiós vidita del alma!”. En la madrugada del siguiente día, juntamente con los demás enrolados y en varios camiones bien escoltados dando vivas a la Patria, al Ejército y a Arequipa, marcharon a Moquegua, donde se les dio de alta en el Batallón No. 43. En el pueblo, un manto de tristeza invadió a toda la familia del Rudecindo, inclusive a la Tomasa que terminó después de muchos días con hipo “juerte” y mal de corazón, que su mamita le curaba con la infusión del toronjil. Increíble era imaginarse que el Clodo, guardase odio y espíritu de venganza para ponerlo en práctica en el momento más propicio. Esto unido a que la Tomasa estaba en todo su apogeo y daba la hora, lo incitaron a requerirla de amores, pensando que “a espaldas vueltas memorias muertas”. Al principio hubo de parte de ella desprecio e indiferencia, pero como en las noches rondase el Clodo por la puerta de la vivienda, interpretando en el silbo canciones sentimentales y se mostrase muy dadivoso, comenzó a ceder en su natural resistencia. Una noche que a la Rosalía se le quitó el sueño, pues tuvo una pesadilla feroz con un toro que la topaba, sintió un silbo y al instante despertó a la Tomasa: —Mucho cuidau calincha*, no vaya a ser que algún paccpaco** te esté llamando, te lo juro que le rompo el pico y le quiebro las patas y a vos te tuerzo el pescuezo. Ocurrió lo inevitable, aquello de “quien con fuego anda quemarse quiere”. El asunto fue catastrófico, el Clodo acabó por no buscarla ya y ella comenzó a ponerse pálida y a suspirar a cada rato. En trance tan difícil, le contó “toito” a su “mamita”. Es fácil comprender la furia de la madre, le parecía que de los cabellos la habían levantado en peso, y no acertaba a explicarse cómo había ocurrido aquello. Pero se dijo: * Calincha. Del aimara qalincha: niña vivaz, ágil, inquieta. Se aplica a las niñas o jóvenes traviesas, que les gusta jugar los juegos propios de los muchachos. ** Pacpaco. Del quechua pacpaca: Lechuza.

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—Destaicha sí que la meto a la jaula en la Ciudá pa que se sombreye toda su vida, qué tal hijo del demonio, sin Dios, ni Santa María. Y procedieron ella y el Timoteo. Consultaron primero con un letrado. Obtuvieron después la orden de captura de grado o de fuerza y una madrugada dos parejas de Civiles, capitaneados por el Gobernador rodearon la casa del Clodo y, con sorpresa, no lo encontraron. Los padres manifestaron al Gobernador que hacía tiempo había abandonado la casa sin saber dónde se encontraba y que ellos no tenían la culpa de nada. No pudieron evitar por más esfuerzos que hicieron los guardianes del orden público que en ese instante la Rosalía y la Rosa se “chirinquearan” a su regalado gusto y se dejaran como recuerdo zanjas en la cara por lo bien duro que ambas se arañaron, mientras que el Carloto y el Timoteo caían y se levantaban por los “guaracazos” que se daban y por los “caucas” que hacían tan certeros impactos que doblaban las piernas en que se estampaban. El Timoteo y la Rosa fueron conducidos en calidad de detenidos. Transcurrió el tiempo entre zozobras y amenazas. Al Rudecindo le dieron de baja cumplido el servicio militar en forma eficiente. Un día del mes de enero llegó a la Ciudad, y sin perder tiempo se encaminó a su “tierruña”, luciendo uniforme militar y prendida del pecho una medalla de cobre con cinta peruana que orgulloso la ostentaba, como premio de la Patria. Jubiloso ingresó a la casucha donde pasó los días más felices de su infancia, abrazó a su “mamita” con una de esas expresiones tan intensas que parece que los corazones se juntaran en uno solo y se contaran sus dolores y alegrías, sellando tanta unción con un beso tan grande que llena toda el alma de la madre. Preguntó ansioso por su Tomasa y la respuesta fueron dos lagrimones que empaparon los carrillos; y el grito que se le escapó: No me lo “preguntís”, indicó al hijo que todo se había perdido. Enterado de que se encontraba asilada donde una vecina, que le daba un pedazo de pan y un poco de merienda por “pallapar” y traer “ccacho” para los conejos, quiso verla y lo hizo una tarde a través de la rendija de un cerco de sillar. Se dio cuenta de que no era ni sombra de lo que fue. Deshecha, escuálida y descalza denotaba la miseria más espantosa en que vivía, siendo más trágico el cuadro al verla llevar de la mano a una pobre criatura, que por poco no mostraba la desnudez de su cuerpo y cuya carita blanca como la cera, revelaba que la anemia se la iba comiendo.

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Desde ese día se dedicó a disipar sus pesares, buscando amigos con los cuales bebía largo. Una noche en una “tienducha” departía con algunos de los que se le habían “apegau” para acompañarlo en su pena. El Salustiano de repente le espetó: —¿Qué te ha pasau Rudecindo? Parecís guagua cariche*. Y lo estáis haciendo mal, los licenciados son guapos, atropelladores, capaces de trenzarse con el lucero del alba. —¡Ah!, es que no sabís lo que me pasa, sólo el que lo carga sabe cuánto le pesa. —¿Capaz asuntos de polleras? No seyáis tan co… mandante, pues si se fue la paloma, lautra estará de reemplazo. —Güeno, déjate de hacerme monadas, lo efectivo es esto. Yo daría lo que me pidieran por saber dónde se encuentra el Clodo. —Mirá cholito —agarrándolo del brazo—, si esto te atormenta, no quiero ganarte mucha agua. Convídame una docena de botellas de cerveza y por Dios que te lo digo! Golpeando fuertemente en el desvencijado mostrador le dijo a la Patricia. —Oyte, bájate toda la cerveza que tengáis. Se llenó de botellas la pequeña mesa y encarándose al amigo le exigió. —Soltá, agora”, ¿dónde se encuentra ese zorro envenenau de rabia?. El Salustiano poniéndose la mano derecha en la boca, como queriendo tapársela y formando ángulo con el respiro y en voz baja como, en secreto le dijo: —Lo joro hermanito que ese tipo está en Bolivia. Al oírlo se estremeció en una convulsión de cólera y alegría, pero disimulando lo que ya interiormente le iba comiendo, siguió en el afán de botar su pena, y para esto no paró hasta dar fin a toda la bebida servida, ya pasada la media noche. Las pocas horas que le quedaron para dormir, las aprovechó, haciéndose mil castillos en el aire, hasta llegar a accionar con las manos y la cabeza; tal era el estado febril de cólera en que se encontraba. Comenzaren a cantar los gallos y entonces se acercó a la cama de su “mamita” y con mil disculpas * Cariche. Quejoso, quejumbroso, llorón, refiriéndose a los niños .

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para quitarle el sueño la hizo sabedora de que el Clodo se encontraba en Bolivia, y le dijo: —Quiero irme allá, cómo quedo yo así burlao y ofendiu, no es de hombres aceptarlo. Con su vida, que se la cortaré me la pagará y me quedaré tranquilo. De qué me sirve la mía, ya pa mí se acabó toito. De qué me sirve ser joven cuando estoy, ¡mamita!, quedando como un cobarde. La madre cogiéndolo dulcemente del cuello y bañándole con sus lágrimas la cabeza, le aconsejó que no se fuese, que no matase al Clodo, que no les diera esa deshonra; añadiendo: —Tus padres se irían lejos porque nunca habiu ningún criminal en la familia. Tené presente que “quien a cuchillo mata en sus filos muere”. Déjalo al tiempo “Dios tarda, pero no olvida y quien siembra recoge”. Esta charla con su mamita lo hizo disuadir del viaje y confortó su espíritu. Para olvidarlo todo, volvió a sus labores del campo, como peón de primera fila que ganaba un buen salario. Cierta tarde que con su lampa al hombro, caminaba por una ronda, se dio de buenas a primeras con la Tomasa que arrancaba unas varas de chito para amarrar lechugas. Evitó mirarla, zafando el cuerpo, pero ella insistió en hacerlo y le dijo: —Cómo estáis, Rudecindo, si no quiero que me perdonís, ni me queráis más. A cualquiera se le da los güenos días. A lo cual le respondió: —Contigo no quiero hablar nunca, mientras viva ese perro maldito del Clodo. Y se alejó rápidamente. Por más que en su trabajo estaba de lo más entretenido, el encuentro con la Tomasa volvió a hacerle concebir la idea de la venganza que no se le apartaba ni de día ni de noche. De repente, se enteró por un amigo que en un pueblo lejano había una bruja de esas bien finas que a cualquiera lo secan haciéndolo morir a pausas. Sin más trámite se encaminó al lugar y logró hablar con ella. Revelado lo que deseaba, convinieron en que al tal hombre había que secarlo tanto, hasta que la lengua se le pegase al paladar. La bruja le exigió que le llevase una chalina que el Clodo hubiese usado. Se valió de cuantos medios estuvieron a su alcance, para conseguirla y al fin lo logró. Era una pequeña bufanda de pabilo, bastante roída y sucia y teniéndola en sus manos se encaminó un día martes donde la hechicera. 49

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Ésta después de una serie de genuflexiones extendiendo la chalina en el suelo, le echó agua de unos tachos y escupiéndola y vociferando como una loca la dobló, la acribilló con espinas verdes en los extremos y secas en el medio y luego en compañía del Rudecindo la acomodó bien en una “paccha”, de agua. Esto lo tranquilizó un tanto. Como se le había despertado la afición por la cría de gallos finos de pelea, éstos le absorbieron todo el tiempo no dejándole horas para pensar en el objeto de su encono… Así fueron pasando los días y los meses, cuando de repente, los padres del Clodo, recibieron una carta en que les decía que lo fuesen a esperar porque llegaría bastante mal. Desde temprano estaban los familiares en la Estación de los Ferrocarriles. La Rosa anunciaba que el tren ya estaba piteando en el desvío. Se abrió las puertas y la locomotora no había cesado en el crujido de sus ruedas y de bostezar largamente, cuando la multitud invadió el andén, con la ansiedad de ver al familiar, pariente o amigo que un día se fue, quizá para no volver más. Buscaron los relacionados al Clodo por todos los lados y no lo encontraron. Después de muchos afanes, distinguieron la cabeza de una figura humana, que movía las manos tratando de llamarles la atención. Se acercaron y contemplaron una cara negra de pómulos salientes que parecían agujas. Les quiso hablar y apenas pudo mover los labios, pero por una cicatriz en la frente reconocieron al Clodo. Lamentos, exclamaciones de dolor se sucedieron y de inmediato el Timoteo, sacudiendo en el aire la mano derecha exclamó: ya se amoló, está “apunau” con el mal de la mina, el antimonio se lo ha “tragau” “toito”. Lo bajaron en brazos, caminaba a puras penas con una agitación constante que lo quería ahogar. Lo pusieron en un automóvil y emprendieron viaje a su pueblo. Esa noche se entredurmió y en un papel y con calma a ratos escribía la tragedia de su vida. No quiso morir él en tierra extraña, sino al lado de los suyos y por eso se había venido. Mientras se hacían los preparativos al otro día para traer al médico, un vecino fue a llamar al señor Cura. Este no demoró en llegar. Hizo salir del cuarto a toda la gente que se encontraba allí reunida. Se confesó también por escrito y concluido este acto, salió el “tatacura” y preguntó por la Tomasa, ordenando que la llamasen. La noticia corrió como un relámpago entre los vecinos y al rato estuvo presente la Tomasa con su hijita en los brazos porque hacía días que ésta no podía caminar. El encuentro entre los dos seres fue de lo más conmovedor. La Tomasa fría como una estatua de mármol, los ojos fijos en la cara del Clodo 50

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y la criatura llorando con voz apagada. El “tatacura” le dijo: Perdónalo. Dios te lo manda. El perdonó a todos los hombres que lo asesinaron sin compasión. Lo abrazó y lágrimas transparentes se deslizaron a montones cayendo sobre la cama del enfermo. Llamaron al Timoteo y a la Rosa, y el sacerdote les dijo que por voluntad expresa de su hijo, debían entregar a la Tomasa y a su hijita los tres mil pesos, que en giros mandó desde las minas de Potosí ya que ese era el pago de su vida, lo cual fue aceptado sin reparo de ninguna clase. Y qué decir cuando el Rudecindo también se vio en presencia del Clodo. Los dos hombres temblaron con una agitación de nervios espantosa. Se abrazaron y se perdonaron mutuamente, mientras el Párroco, mirando una estampa de la Virgen de Chapi, colocada en la cabecera, elevaba su plegaria al Cielo, implorando por el alma del pobre Clodo, que ya parecía expirar. Al Rudecindo no le había pasado todavía la profunda emoción de su encuentro con el Clodo, cuando comenzó a sentir un gran remordimiento, pues su conciencia le decía que era culpable de la muerte por el hechizo que le había mandado a hacer con la bruja. Esa noche no durmió, los nervios le temblaron con fuerza tal, que parecía se le iban a romper. Al día siguiente muy temprano, buscó al “tatacura”. Se confesó largamente y bien arrepentido se encaminó a quitar el muñeco oculto en la “paccha” y ofreció remediar la situación creada en la vida de la Tomasa. La grave dolencia y las impresiones recibidas, precipitaron la muerte del Clodo en una madrugada, sin poder decir una sola palabra más. Al entierro concurrió todo el pueblo, comentando lo sucedido y rezando por el muerto. De regreso del Cementerio, se juntaron todas las familias que hasta hacía pocos días eran enemigos encarnizados y sucedió después que el Rudecindo y la Tomasa con olvido de todo lo pasado, se unieron en matrimonio adoptando a la hijita del Clodo, el marido. Vivieron lo más felices y no olvidaron nunca, mandar a celebrar una misa en la festividad de las almas por el eterno descanso del alma del Clodo, que descansaba en paz en el cementerio del villorrio.

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Olivares del Huerto Arequipa. Vivió en el ostracismo y escribió algunos cuentos macabros. Mostajo dijo sobre él: “es el primero que va al labriego, pero con cierta exterioridad que casi es de costumbrista”.

el brujo

L

as últimas nieblas de la noche desaparecen y asoma la aurora refulgente en la campiña. Poco a poco el sol va naciendo tras los cerros estáticos y el amanecer se vislumbra blanquísimo. Los pájaros alegres trinan por los aires y los árboles. Las vacas en las chacras balan coquetonamente. La chacra multicolor se viste de seda y arrepollada oculta sus carnes castas. Un hogar campesino. Don Segismundo, viejo labrador ochentón, se levanta de su lecho, quejumbroso. —¡Como me duele la rabadilla! ¡Ay, Señor! ¡Diande miba a pensar que me enfermara! Intenta caminar y no puede. Su hija, la Jesusa, joven de 20 eneros, al oír los quejitos de su padre, se levanta del lecho y va hacia él. —Papá —le dice— ¿qué tenís, estáis enfermo? —Si hija, tuitita la noche nui podiu pegar una pestañada. El cuerpo me doliya y hasta aura me duele. Ni sé que tendré... El viejo se vuelve a recostar. No deja de mirar a una de las puertas, como si persiguiera algo con su mirada. —Papá qué te pasa, estáis frío... —Ay hija. He teniu pesadilla, porque no creyo que seya cierto lo que vide endenantes... —Qué papá... Qué has visto pué?... —Como a las 2 de la mañana sentí primero que el burrito rebuznaba cada rato. ¡Güa! yo dije. Quizá sian dentrau ladrones. O las ánimas de la 52

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otra vida. Nuise caso, cuando redepente el “Chajualla” ladraba y ladraba como un condenáu. Entonces vide redepente que la puerta se abrió y dentró un hombre bien feyo, con las barbas grandes como CHAMBAS, los ojos prendidos como brasas de candela y los cabellos parecían un montón de CCAPO “disparpajiau”. —¿Y después papá... después? —Después ese hombre se acercó a mi cama y me dijo: Oigasté don Segismundo, me voy a llevar sus vacas de la chacra y sus terneritos, pero no digasté a nadies porque si dice usté algo le hago hechizo para que se muera usté. —¿Quizá sería, papá, algún brujo? —¡Quizá, un brujo... un brujo...! —¿Y después papacito? —Después yo no le dije nada, porque no pude hablar. Se tocaba la cabeza, el cuerpo y se quejaba. Un sacudimiento. Escalofrío. Dolores. —Me muero... Jesusa... el corazón se me sale por la boca... ay... ay... ay... alcánzame el santo Cristo... La Jesusa rompe en llanto. Intenso dolor. Cataclismo en el hogar. —¡Papacito!... ¡Papacito!... No meabandonusté pué... papacito rico... Don Segismundo sentía el aletear de la muerte bajo su cama. —¡Jesusa mía... Criatura del Señor...! Dios me ampare... Ten piedad de... Y falleció. La Jesusa lloraba como una Magdalena. Tendida sobre el cuerpo inerte del viejo, parecía una vela torcida derritiéndose en un mortuorio. Otro día. La Jesusa vestida de luto salía de la iglesia del pueblo. Acababa de rezar por el alma de su viejo. En la puerta la esperaba el Gobernador. —Jesusa, ¿sabís lo que me ha dicho el señor Cura? —¡Qué, señor Gobernador! —Que sino echáis agua bendita a tu casa, el brujo te va a hacer daño a vos... 53

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—Pero, ¿quién es el brujo pué? —Eso es lo que no sabemos, pero ya vis cómo murió don Segismundo. Es que no se confesaba... un

—Dejusté nomá. Cómo se me presente le quito tuitita la brujería de . A mí no me va a venir con lisuras. *** Pasó un tiempo.

La Jesusa enfermó de pronto. Una tos impertinente la puso flaca como un huiro. En la ciudad había adquirido la enfermedad que los médicos llaman tuberculosis y que en el campo la denominan “Enfermedad del pulmón”. ¡Pobre Jesusa, cómo escupía sangre por la boca, y su carita, antes sonrosada, se le contraía pálidamente. Enfermedad trágica que siempre ataca a los pobres, como cruel ensañamiento de la vida! La terrible tisis acababa su existencia a pausas. El mal de koch hacía estragos en su organismo joven y débil. Los campesinos que no comulgan con las teorías de la Ciencia Médica, le recetaban remedios caseros. Y la enferma empeoraba más. Una vieja comadre de la Jesusa experimentada en hacer remedios, en esta vez su ciencia fracasaba. Optó por recomendarle a una persona que curaba todas las enfermedades por medio de los espíritus. —Jesusa —le dijo— tené pacencia. Yo te voy a trayer a un hombre que es el Dios en la tierra pa’que te cure. —Así seya doña Esperanza. *** Y un día lo trajo. La Jesusa tendida en su lecho pobre, en el suelo junto con las gallinas y los conejos, dormía. Entró junto con doña Esperanza un hombre flaco. Cuerpo medio encorvado. Una barba espesa sombreaba su rostro. Los ojos, ¡qué ojos! Unos ojos endemoniados, fantasmales, dignos 54

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de la fantasía de Edgar Poe. Los cabellos en desorden y abundantes. Su traje: un montón de harapos viejos y sucios. Por las roturas se le veían las carnes esqueléticas y morenas. Un hombre atrozmente feo. Monstruoso. Horrible hasta la exageración. Silencio absoluto en la estancia. El hombre flaco avanza cuidadosamente, apoyado en un bastón nudoso... Daba la impresión de ser un profeta proletario. Con sus ojos enormes mira a la Jesusa. La mujer enferma despierta. Se restrega los ojos y mira de frente al hombre monstruo, con asombro. Quiere gritar y no puede. El hombre sigue mirándola con los ojos bien abiertos como si quisiera hipnotizarla. Hasta el perrito “chajualla” enmudeció, tendido sobre unos trapos viejos se encogía tumulento. Noche infernal y fatídica. El hombre misterioso saca de un bolsillo del saco un papelón. Se frota las manos con unos polvos blancos. Después reza a media voz. Hace luego diversos manipuleos como prestidigitador. ¡Hacía la curación espiritual!... La Jesusa se durmió profundamente. Después de media hora de silencio el hombre X habla. —Ya está curada la enferma. Cuando yo me vaya recobrará el conocimiento y quedará bien de salud. Y salió paso a paso, tranquilamente, perdiéndose entre las sombras de la campiña oscura. La Jesusa, al poco rato, despierta. Como si volviera de otro mundo. Sofocada abre los ojos y busca algo en su rededor. —Jesusa —le dice doña Esperanza— ¿ya estáis mejor? —Sí, pero... ande se haydo el brujo. —¿Cuál brujo? —El que estaba acá... ¿Ande se haydo doña Esperanza? —¿Por qué no estáis bien? —No; no quiero vivir más. Que se muera el brujo... —Quiero matarlo..., apretarle el

*

... así... así...

Acciona nerviosamente. Con sus manos escuálidas se coge del cuello. Se incrusta las uñas. Se estrangula. * Tonccori. Del quechua toncor, garganta, o del aimara toncoro: El caño de la garganta por donde respiramos.(Ludovico Bertonio)

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¡Ha muerto la Jesusa! *** Al día siguiente los campesinos del pago, con “lloques” en las manos, buscaban furiosos por todo el campo al brujo que había muerto a la Jesusa. Pero nunca se supo quién fue ese hombre raro. Doña Esperanza también murió luego. Quizá embrujada. No se supo... *** El Cura del pago, santamente roceaba agua bendita por todas partes y decía: —Para que no vuelva el brujo. Para los demonios, etc. Para los espíritus malignos, etc. Pero un día de tantos el Cura dejó la vida. Seguramente que el brujo también lo mató... La campiña está vestida de luto. Y el “chajualla”, el perrito de la Jesusa, con los ojos turbios y bien abiertos, parecía que lloraba. De cuando en cuando lanzaba ladridos al espacio, como responsos frailunos. *** A los pocos años, un grupo de campesinos, en el silencio de la noche, arrastraban por la ronda el cuerpo de un hombre muerto. Lo tiraban de los cabellos como a un condenado. Lo llevaban al panteón para enterrarlo junto con los herejes. Lo habían encontrado dentro de la * ahogado. Tenía el cráneo fracturado. La cara, destrozada. El cuerpo hecho tiras: huesos y pellejo. Los campesinos víctimas de la superchería antañona arrastraban a su hombre hacia el panteón. Como una jauría de perros que me disputasen una presa para devorarla. * Lloclla. Del quechua y aymara lloclla: Avenida de agua o diluvio.

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*** Una cruz de sauces y una tumba olvidada. El “chajualla” todos los días iba y escarbaba la tierra, gruñendo. Con sus uñas afiladas quería vengar la muerte de sus amos. Ahora comprendo que era la tumba del brujo. El “chajualla” tenía razón para profanar el cementerio. —¿Llegará alguna vez el hambriento perro a desenterrar el cadáver? —me preguntaba yo. —Eso quién sabe… —exclamó una lechuza, que volaba riéndose irónicamente. *** Después de varios meses, supe por los periódicos que un perro había extraído de una tumba la calavera de un difunto, y que siempre la llevaba en el hocico sin devorarla. La policía para quitarle la calavera que llevaba entre los dientes, tuvo que matar al can con un balazo. Sólo así se pudo lograr que la calavera fuera libertada de las fauces del animal. La policía nunca llegó a descubrir el enigma. Sólo yo lo sabía, y por eso exclamo en silencio: —¡Pobre perro y pobre brujo! Nunca me atreví a divulgar el hecho, porque no me gusta meterme en asuntos de perros ni de brujos...

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Gastón Aguirre Morales Arequipa. Narrador y periodista. Jefe de Redacción de La Crónica, y prolífico autor de cuentos, muchos de ellos de tema urbano.

tic-tac

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l hombre enderezó el espinazo y tiró la cabeza hacia atrás, al mismo tiempo que respiraba fuerte, dilatando las aletas de la nariz. De su ojo derecho se desprendió la lente que usaba en su oficio de relojero y chocó con ruido seco sobre la mesa. —Andrés… De la habitación contigua llegó el llamado envuelto en timidez. Era una vocecita chillona. Andrés volvió a encorvarse y cerró los ojos. Desde las paredes, desde el cajón de la mesa de trabajo, desde los ganchos colocados ante él, los tic-tac de los relojes salían como escupidos contra el silencio, chocaban y caían al suelo. —Andrés... El relojero se levantó con lentitud para acudir al llamado, pero luego volvió a sentarse, irritado, sintiendo que a sus dientes llegaba el rencor. —¿No puedes estar callada? —respondió, agregando: —Estoy apurado, no molestes. Volvió a sentarse y con gesto habitual colocó en su órbita el artefacto óptico, lo aseguró bien y continuó su labor en un relojillo con la cuerda rota. La habitación parecía una bolsa repleta con el monótono sonido de los relojes, cuyos tic-tac se mezclaban hormigueantes, mientras el largo péndulo de un reloj de pared terminado en un disco dorado, se balanceaba señorial en la vitrina, con dignidad chocante. Nuevamente la mujer volvió a llamar, con más urgencia. —Andrés, el bebe está con hambre y no tengo leche. Corre a la esquina a comprar. Andrés se levantó como un resorte escapado y de cuatro trancos ingresó al dormitorio, donde ella reposaba sentada sobre la cama, con las piernas 58

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abiertas y encogidas, sosteniendo en su regazo a la criatura acunada entre sus brazos. —Tiene hambre, Andresito. El diminutivo le exasperó. Miró a la mujer cuyos cabellos lamidos sobre el cráneo caían en dos trenzas hacia la espalda, y apretó los dientes. Una lamparilla colocada sobre una repisa alumbraba a un santo y su tenue luz iluminaba mortecinamente la habitación. El oscilar de la llama hacía danzar las sombras y hundía las mejillas de la mujer, sombreando profundamente las cuencas de sus ojos. La criatura se estiró y lanzó breve gemido, moviendo desacompasadamente sus bracitos. —El bebe está mal, ya ni puede llorar— La voz de ella se suavizó, mientras una de sus manos sobaba con dulzura la cabeza del niño. Andrés, parado al borde de la cama, miró impasible, en tanto que su sombra se proyectaba gigantesca sobre la pared, moviéndose con el parpadear de la llama. De pronto, se inclinó hacia la madre, con violencia, agitando sus brazos agresivos; pero se contuvo y volvió a erguirse. Ella tenía su cuerpo flaco cubierto con una camisola que había cosido poco antes, dejándole amplísimo escote hacia adelante para amamantar con facilidad a su crío. Sus pechos abombaban ligeramente la tela y caían con flaccidez, secos de leche. —Leche, leche, plata y plata, es todo lo que pides. ¿Quién te mandó tener un hijo? Ella levantó la mirada, ahuecando sus ojos el asombro. No entendió bien, pero tuvo la sensación de que las palabras de su marido eran redondas, como bolas que rebotaban en el suelo. Se inclinó sobre el espaldar del catre y paladeó la saliva. Desde fuera, en el breve silencio, llegaron los tic-tac de los relojes, como un torrente de agua chocando contra menudos guijarros. Él pensó: “Este pedazo de mujer es mío hace tres años. Tres años que se mueve arrastrando sus chancletas por la casa, oliendo a comida y acurrucándose a mí para calentarse. Tiene las piernas flacas y los labios delgados. Y su hijo con hambre”. Una tufarada de pañales mojados y leche agria se levantó de la cama, al moverse ella para sacar un pecho que colocó en la boquita de la criatura que se agitó buscando el alimento. —¿Ves? No tengo ni gota de leche.

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Andrés se sobó la barbilla y la boca y tragó saliva. Le nacieron deseos de insultar y decir groserías, de gritarle a su mujer que no servía para nada, que era peor que un animal, más inútil que un animal, que al fin y al cabo ellos tienen repletas las mamas para alimentar a sus hijos. Pero se refrenó ante la vista del pecho largo de la mujer que se estiraba halado por la inútil succión del pequeñuelo. Cuando abrió la puerta para salir a la calle, el silencio martilleado por los relojes cayó como una cortina pesada tras el dintel; y el primer paso de Andrés hacia la acera, fue cauto, como si temiera hacer ruido y que éste rompiera la inmovilidad de la amarillenta luz que se desprendía de los focos. La calle estaba vacía y fría, y de las paredes pendían las sombras enganchadas en invisibles clavos. En la esquina, una sábana de luz salida de la puerta de una tienda se extendía sobre la calzada, y hacia ella avanzó Andrés, metidas las manos en los bolsillos. Pero al llegar no se detuvo, sino que siguió adelante y alzó los hombros, como cuando pequeño osaba con ese ademán resistirse a las órdenes de su madre. Sus labios murmuraron: —¡Que se pudran…! — Al avanzar, ese pensamiento le envolvió por completo y no existieron entonces para él sino su sombra y el suelo de cemento que sostenía a la noche. “Es estúpido que a mis años esté buscando leche en las esquinas. Soy hombre hecho y derecho, no un chiquillo a quien una mujer manda porque su hijo llora. Su hijo, no el mío, que ella lo hizo dentro de su cuerpo. Total, a mi qué me importa. Leche... yo buscando leche, cuando en mis manos tengo el tiempo que encierran los relojes, que miden los relojes. Porque el tiempo sólo existe cuando se le mide y el día en que se acaben los relojes se acabará también la vida. No habrá más la una ni las dos de la madrugada, ni siquiera el pensamiento, que es una forma del tiempo, porque pensar es desarrollar la cuerda que tenemos dentro, hasta que se rompe y morimos. Un muerto, por ejemplo, no tiene tiempo. Y la muerte es la máxima expresión de lo absoluto. En cambio, ese chico que llora en mi cama junto a su madre, que llora porque tiene hambre, es la más absurda combinación del hombre y del reloj. Es como si al nacer empezara su mecanismo a contar los segundos y a marcar un tiempo animal en su carne yen sus huesos. Leche... yo buscando leche…a mi edad, cuando debería bastarme apretar los pechos de mi mujer para arrancarle chorros de vida y dárselos al hijo. Dios, por ejemplo, no es tiempo, ni distancia, lo que en el fondo viene a ser lo mismo, pues la distancia se cubre con tiempo”.

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“Mi padre era estupendo. Se reía del tiempo y de sus problemas y quiso que yo fuera médico o abogado, cualquier cosa. Claro que pude serlo y en vez de manejar punzones y desarmadores pude manipular bisturíes y recetas, de esas que tienen en un ángulo las letras R. P. Qué risa, R. P. debe significar requiescateinpace. Si yo fuera médico curaría a mi mujer y le haría dar harta leche, por todos los poros y su hijo sería un gordo tremendo”. Andrés se detuvo un instante para rascarse el cuello que le escocía, y encendió un cigarrillo, chupando intensamente. Luego decidió regresar y desanduvo el camino hasta que llegó a la puerta de su casa, donde se arrimó, perdida la mirada en el cielo estrellado, que a ratos nublaban las bocanadas de humo que expelía ahuecando los labios. Justo al arrojar el pucho, el reloj de péndulo dorado comenzó a dar la hora y Andrés inició la cuenta sincronizadamente hasta que sonó la última campanada, que le dejó pendiente, esperando una más que no se produjo. —Son las once, murmuró. —¿Eres tú, Andresito? ¿Por qué no entras? —La voz de ella tenía la virtud de exasperarlo hacía algún tiempo; podía decir que desde que nació su hijo. Antes, cuando no indiferente, solía agradarle, pareciéndole un gato con el lomo enarcado que se sobaba contra sus piernas; porque tenía la sensación de que la voz de su mujer se deslizaba por el suelo, se prendía de sus piernas y trepaba a los oídos. Largo tiempo duró eso, casi tanto como la ilusión de los pechos de ella, duros y mórbidos, por los que se había enamorado, hasta que fueron perdiendo turgencia y se malograron. Él se lamentaba de no haber asistido conscientemente a esa transformación, y pensando en ello se miraba los dedos, como si fueran culpables. Jamás supo qué día y a qué hora se dio cuenta de que había ocurrido aquel decaimiento de la carne; pero estaba convencido de que a partir de entonces ella adquirió calidad de objeto sin importancia en su vida. Sólo su voz tenía acento vigente y le hacía vibrar las fibras del resentimiento, sacando de quicio a su paciencia. Lo peor vino cuando nació el hijo, la noche en que ella comenzó a sentir dolores y a retorcerse en la cama, pero sin pronunciar quejido ni animándose a despertarle. Desde temprano Andrés había adivinado que durante la noche iba a ser padre, pero se afanó en disimularlo, tornándose locuaz, decidido a que ella no hablara de sus cuitas, aturullándola bajo un torrente de palabrería vana. Así logró que ella se concretara a sobarse el vientre abultado, mientras le miraba con ojos bobos y expresión exangüe. Recordaba con frecuencia que la cosa sucedió a las dos de la madrugada, cuando el reloj de péndulo dio su segunda cam61

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panada y su mujer se atrevió a interrumpir su sueño, creyéndole dormido. “Andresito, Andresito, creo que esta noche se me viene, no aguanto más”. Él fingió no haber escuchado y le volvió la espalda, acurrucándose con las frazadas, con el oído atento a los quejidos cada vez más frecuentes. Meses antes, ella, en la tibieza de la cama, solía cogerle la mano para colocársela sobre el vientre y hacerle sentir los movimientos del hijo que engendraba. Al comienzo, Andrés la dejó hacer, pero después extraño impulso lo obligaba a retirarla con violencia. Una noche rompió definitivamente la costumbre y con frases gruesas la obligó a renunciar, porque sentía que la mano le quemaba al contacto con la piel tersa y que su corazón se apretaba al decirle ella: “Pon tu mano aquí, aquí, debe ser su piececito... no, no, es su cabeza, es grande…seguro que va a nacer cabezón, como su padre”. Y sonreía con expresión inefable y leal. En cambio, Andrés pensaba que la barriga de ella era como una redoma, como un lago, donde el hijo nadaba cual si fuera un pez, chocando contra las paredes sin luz. En los últimos meses la mujer se desplazaba con pesadez, hinchadas las piernas y la cara, en tanto que él se engolfaba cada vez más en la compostura de los relojes, trabajando hasta altas horas de la noche, huyendo, acaso inconscientemente, al contacto con el cuerpo que había perdido toda gracia. Cuando por fin, en la noche del alumbramiento, no pudo simular más que dormía, dio un manotazo y se sentó en el borde de la cama, con los ojos cerrados. —Corre a buscar a la partera, Andresito; no resisto más! Sin decir palabra, salió. Ya en la calle, se reprochó que quizás habría sido bueno que la consolara con frases amables, que le hubiera dicho que ya le iba a pasar, que todo dolor termina y que en la mañana estaría tranquila junto a su hijo dormido. Pero el rencor sordo le cerró los labios y el portazo que dio al salir le separó del mundo interior de su casa, donde el pececillo pugnaba por salir de la redoma sin luz. Pensando al respecto, Andrés solía sentir angustia, como si una mano grande le cubriera la boca y la nariz para no dejarle respirar, mientras sentía que sus pulmones manoteaban sin aire contra su cuello. Así llegó el hijo, en tanto la comadrona se desplazaba en el dormitorio y Andrés contemplaba los relojes, incapaz de moverse y sintiendo lejanos los ayes dolorosos y la gruesa voz de la partera que reclamaba valentía y esfuerzo. ¡No hay leche en ninguna parte! —Pero Andresito… el bebe… —Te he dicho que no hay ¿De dónde quieres que la saque?

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Como no tuviera respuesta, el relojero se violentó, deseoso de pelear con su mujer, de hacerle sentir el peso de su inutilidad. Por ello le espetó: —¡Si se muere, tú tendrás la culpa. No sirves ni para tener un hijo! Era agradable hablarle así, golpeando las palabras y alzándose sobre el pedestal de su superioridad, para hacerla sentirse pequeña y culpable. Envalentonado, levantó más la voz, dándole un tono profético: —¡Si se muere tú serás la culpable! La frase cayó como un peso sobre los hombros de la mujer, que agachó la cabeza y estrechó más el cuerpo de su hijo contra el pecho. Andrés metió las manos dentro de los bolsillos y comenzó a pasear por el dormitorio, como si efectivamente estuviera preocupado. Se sentía dueño de la situación y en capacidad de aplastar a la madre. Luego, se quitó el saco y se tendió atravesado a los pies de la cama, con la cabeza colgando a medias en el borde y sostenida con las manos entrelazadas. Silbó una canción de moda mirando al techo y cuando terminó volvió la cabeza hacia ella y alargó un brazo cogiéndole uno de los pechos que hizo juguetear entre sus dedos. —¿Ves?—dijo, con calma— ¿Para qué sirve esto? Fofo —apretó el pezón oscuro entre el pulgar y el índice, y rio. —Deja, Andrés, me haces doler. —Es peor que carne muerta, sin vida, sin leche. Le falta cuerda. Mira como cae solito. Sus dedos impulsaron hacia arriba el pecho que luego cayó tembloroso, golpeando con ruido seco uno de los brazos del niño. —Estás vieja. Las mujeres siempre envejecen más que los hombres; por eso uno debe casarse con chiquillas, para que le duren, para que siempre tengan leche, no como tú, que la pides enlatada. Si el chico se muere tú tendrás la culpa. No lo decía con voz acusadora, sino como una sentencia fatal, convertido en juez frío e inexorable: “Tú tendrás la culpa”. La noche iba avanzando, aunque ambos no lo sentían, cubiertos por el ruido de los relojes, que se filtraba como un hormigueo. Él renunció a seguir hablando, ante la mudez de su mujer, que no había cambiado de postura, acurrucando a su hijo que dormía plácidamente vencido el hambre por el sueño. La luz de la lamparilla comenzó a agonizar y un último parpadeo precedió a la oscuridad que envolvió el dormitorio. Andrés se 63

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fue retrepando hasta que colocó la cabeza sobre la almohada y sintió la tibieza del cuerpo de ella y la respiración tenue de la criatura. —Óyeme, ¿duermes? —llamó a la mujer. —No tengo sueño. Tengo miedo por el hijo. Parece con fiebre. No quiero que se muera. El relojero abrió los ojos para descubrir las paredes, pero la oscuridad era tan intensa, que no miraba nada, por más que se afanaba en arañarla con las pupilas. Sabía que frente a él estaba el ropero con el gran espejo rajado que ahora no reflejaba nada. “Es curioso —pensó— cómo la oscuridad lo mata todo; cómo desaparece la vida de los ojos, y los hombres y las mujeres se vuelven sombras, hasta el silencio. Las palabras son como fantasmas que salen de los rincones, vibran un instante y se esfuman. ¿A dónde van?... Tal vez exista un cementerio de palabras, donde ellas saltan como peces en tierra haciendo ruido ensordecedor, porque no es lógico que mueran apenas pronunciadas. No obstante, hay cosas que desaparecen, que se deslizan hacia la nada sin que uno se dé cuenta. El amor, por ejemplo. Yo quería a mi mujer, pero ¿dónde la quería? ¿En qué parte de mi cuerpo estaba el amor? No en el sexo, ni en los ojos, ni en la boca, ni en las manos. La quería posiblemente en la garganta, porque allí sentía el amor y la angustia, como una marejada, que ahora ha descendido tanto que no la experimento. El hijo vino de noche, apareció de repente de su cuerpo, buscando aire, respirando el aire que no existía en el vientre de su madre donde, a pesar de ello, vivía, porque yo le sentía latir como si nadara allí dentro”. Andrés cambió de postura y a sus oídos llegó el rumor de la maquinaria del reloj de péndulo que precedía al toque de las campanadas horarias. Y junto con él, el acecido de su hijo, rápido, angustiante, más angustiante por la oscuridad impenetrable dentro de la cual se sintió como cogido por una sustancia pegajosa que anulaba el movimiento; y es que no valía la pena moverse, ni hacer girar los ojos en las órbitas, ni cerrar los dedos, ni sacar la lengua. Interrumpió sus pensamientos la voz de la mujer, quebradiza como siempre, pero que en la soledad nocturna alcanzó insospechada vitalidad: —¿Qué hacemos de leche, Andresito? Él supo que la pregunta no le iba dirigida, porque la voz llenó todo el dormitorio, a pesar de su fragilidad. La voz de siempre, calmada, sin inflexiones, como aceite. Era, más que todo, una interrogación a la vida 64

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de ambos; pero no a la vida de ese instante, sino a la pasada, a la futura, como una telaraña dentro de la que se sintió enredado. ¿Qué hacemos de leche? Leche era vivir, respirar, comer, transitar por las calles, amar, llorar. Era verbo en todas sus formas en la boca de su mujer flaca y metida dentro de un camisón desbocado. Lentamente fue volteándose hacia ella y con presión firme la obligó a estirar las piernas y a deslizarse hasta que quedó echada a su altura, con la criatura separándolos. Su mano corrió sobre el cuerpo femenino desde las piernas, subió por las caderas, hundiéndose brevemente en la cintura y llegó a la axila. Ella dejó hacer, abandonada, tristemente alegre por la caricia inoportuna. —¿Qué haces, Andresito? —Nada, deja... Andrés se estrechó más contra ella y metió el otro brazo bajo el cuerpo del niño y de su madre. En su pecho sintió el aliento cálido de la criatura aprisionada, y a su boca llegó la respiración femenina, húmeda. Adivinó las facciones, la naricilla ligeramente respingona, el lunar sobre el labio, los ojos pardos, el cabello lacio. Luego comenzó a apretar, estrechando el abrazo. —Le vas a hacer daño al bebe. Espérate—lo cambiaré de sitio. Pero Andrés siguió ajustando. Sus oídos se agudizaron, percibiendo el latir de los tres corazones que hacían tic-tac como tres relojes con las cuerdas tensas. —Andresito, ¿qué te pasa? ¡Andresito, el bebe…! No escuchaba, poseído por una tremenda fuerza que le impulsaba a cerrar más los brazos, aplastando entre ambos cuerpos el de la criatura indefensa. Padre y madre acezaban, sudoroso él, con las mandíbulas rígidas, y fría ella, con los ojos enormemente abiertos en la oscuridad que no le permitía distinguir nada, descubriendo empavorecida que el niño se asfixiaba en medio de ese abrazo tremendo que no era de cariño. Los tic-tac de los relojes parecieron acentuar su sonido, llegados desde la otra habitación; pero sobre ellos se levantaban con mayor intensidad los tres latidos humanos, pecho contra pecho, cada vez más juntos, hasta que uno de ellos, el más frágil, se apagó sin dulzura, como comido por la noche. Después, los brazos se aflojaron, sin fuerzas y por la nariz de Andrés salió con fuerza un chorro de aire caliente que agitó los cabellos del niño que yacía inerte.

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el milagro

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endido sobre la cama vio por entre las patas de la mesa las gordas piernas rematadas en pantuflas que se movían con pesadez desagradable, soportando por turno el peso del cuerpo. Tuvo pereza de levantar la mirada y hubiera preferido cerrar los párpados para sumirse en deleitosa modorra, pero haciendo un esfuerzo alzó la vista y miró a su mujer, una cincuentona corpulenta con las mangas enrolladas sobre los codos, rojas las manos de tanto fregar ropas y cacharros. Ahora se movía con cuidado, procurando no hacer ruido que turbara la siesta sabatina de su marido. A ratos parecía a punto de perder el equilibrio, pero lo recobraba para continuar en su trajín doméstico. El hombre pensó que había mucho silencio en la habitación, un silencio fofo, como la gordura de su mujer, acumulado en jirones colgantes del techo y, como en otras ocasiones, imaginó la presencia de los hijos que no tenían, sus risas y retozos que hubieran limpiado su modorra diaria; y también recordó cómo desde el primer día que se unió a su mujer tuvo miedo de que un día cualquiera le anunciara que estaba encinta y sacaba cuentas de lo que costaría mantenerlo. Por ello, casi con violencia la obligaba a dejar la cama después del ayuntamiento para que se lavara íntimamente. —Tú sabes que si se nos viene un hijo, nos fregamos. Apura, vete al baño. La mujer obedecía y él, para animarla, le daba palmazos en las nalgas. Se revolvió en la cama y cerró los ojos fastidiado por la falta de sueño, aburrido. Hubiera preferido estar en su oficina, junto a sus gruesos libros repletos de su caligrafía perfecta y respondiendo con otras a las bromas de sus compañeros, para culminar la jornada frente a sendos vasos de cerveza en la sucia cantina del japonés amigo. Pero era sábado y aun faltaba un día para volver a la grata rutina. Al pasar por frente a su escritorio, el jefe se detuvo un instante y le dijo: —Quiero hablar con usted. Venga a mi oficina en cuanto tenga tiempo. —Voy de inmediato, señor. —No, no hay apuro, termine lo que está haciendo. El tono de la voz del jefe le inquietó. Era desusablemente afable. Claro que podía ser el barniz para negarle el adelanto de sueldos que había so66

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licitado. Se quitó la visera verde, acomodó el nudo de la corbata y frente a la puerta golpeó con los nudillos. —Entre. —Señor, usted me llamó… —Ah, sí. Siéntese, por favor. Quería hablarle desde hace tiempo, pero he ido alargando el asunto por consideraciones especiales a usted, que es un empleado antiguo. —Sí, señor; tengo aquí cerca de veinte años. Yo... —Claro, claro, cerca de veinte años ¡Cómo pasa el tiempo! En fin, creo que no me queda otro camino... usted sabe cómo lo estimo y no es que tenga queja alguna, no... no... “Qué he hecho —se preguntó— No he llegado tarde ni he faltado . Mis libros están al día ¿Un chisme? Este imbécil podría decirlo de una vez en lugar de estar jugando con el lápiz. Es igualito a su padre, chato, gordo. Hasta la voz le ha heredado. A lo mejor el sobón del contador le ha venido con cuentos... no sería raro…” La voz del jefe cortó su interno soliloquio. —Lo que ocurre mi amigo, y usted lo sabe muy bien, es que la situación del negocio no es buena, ni siquiera regular. Estamos mal, muy mal. La única solución por el momento es hacer ahorros, reducir el personal... No entendió bien aquello de “reducir el personal”. Se preguntó en qué terminaría aquello. Tal vez —se dijo— quería consultarle sobre la inutilidad de alguno de sus compañeros; y era razonable que acudiera a él en demanda de informes. Por lo pronto podía decirle que el contador ¡ese tonto! era un perfecto animal. Después. ¿Quién?... El cholito de la caja, medio maricón, que se creía una potencia. En último caso, el gordo del almacén, que no era mala gente, pero si había que sacrificar a alguien, qué se iba a hacer. La verdad era que quien debía mandarse mudar era el mismo jefe... pero, en fin...” —Sí, mi amigo, lo lamento, pero en cuanto mejore la cosa, al primero que llamaré será a usted. Se lo aseguro. Cuando salió de la oficina del jefe, una carga de sentimientos confusos galopaba en su cabeza, sin que pudiera fijar sus pensamientos. La boca seca y amarga le causaba molestia y la escena final mirándose a los ojos con el jefe no podía borrársele. Con paso lento avanzó hasta su escritorio, 67

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sentándose en el banco zanquilargo lustroso por tantos años de rozarlo con el trasero. Miró el libro abierto que tenía delante y su letra le pareció más hermosa que nunca. Obedeciendo a un impulso, lo cerró con tanta violencia, que los demás empleados se volvieron para mirarle —¿Qué te pasa, viejo? Una cachada del jefe... —¡Qué va a pasar! ¿Qué miran? ¿No han visto nunca cerrar un libro, tontonazos? Inclinado sobre el libro se quedó hasta el final de la jornada. Al dejar la oficina, la calle se le antojó seca y fría y muy largo el camino hasta su casa. Metió las manos en los bolsillos y se lanzó vereda abajo con el súbito deseo de chocar con la gente y decir groserías; pero los bultos cruzaban a su lado, esquivándole, bultos sin cara, sin color, como bolas que rodaban movidas por secreto impulso. Hubo una que le tocó levemente. Entonces se paró en seco y lo hubiera golpeado si no hubiera rodado lejos, imperturbable, indiferente, sorda. Cuando entró en su casa, su mujer le hizo el saludo de costumbre: “Hola, viejo”. Y agregó: “Hoy vienes temprano”. El gato gordo se le acercó con pausa, ronroneando, le dio un topetazo en las piernas y siguió de largo, satisfecho de haber cumplido su misión. —Ven a almorzar, que está enfriándose. Vas a llegar tarde a la oficina. —¿Y qué? Estoy cansado de llegar primero y sobre eso tú también tienes que arrearme. —¿Qué te pasa? —¿Qué va a pasarme? Nada. A mí nunca me pasa nada. Estuvo a punto de decirle a su mujer que le habían echado del empleo, pero se contuvo y se sentó a la mesa, a pesar de que no tenía deseo de comer y apenas probó bocado. Ella sorbía la sopa con ruido desagradable. La miró a la cara regordeta en cuyo centro aparecía la nariz menuda y brillante, salpicada de espinillas. Tuvo la sensación de que por primera vez en muchos años descubría que sus cejas eran ralas, que tenía la barbilla como una pequeña bola y las orejas grandes. Sus hombros también eran redondos y caídos. Desde las aletas de la nariz bajaban hasta las comisuras de los labios dos arrugas profundas que hacían resaltar los carrillos abultados. Pensó: “Esta es mi mujer, gorda y oliendo a cocina, comiendo como un animal y dándome de tragar, como a otro animal. ¿Qué puede saber ella de la vida, si ni parir puede? Si hubiéramos tenido hijos, ahora estarían 68

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fregados. Pobrecita. Debería decirle que me han botado como a un perro, pero se pondría a llorar. Siempre es así, derrama lágrimas por nada. Como el otro día que lloró a mares por el perro que murió aplastado por un auto, como si hubiera sido su marido. A lo mejor cuando yo muera se pone a cantar con esa voz de pito que tiene. Está muy gorda...” —Esta mañana vinieron a cobrar el alquiler. Les dije que regresaran. Seguro que ahorita caen. La miró con rabia, como si ella tuviera la culpa de que le cobraran. Y le enfureció más observarla indiferente ante el hecho de que él tuviera que sacar el dinero de su bolsillo para pagar. —¡Todo el mundo cobra, todos quieren dinero, carajo! Ella no hizo comentario y fue a la cocina, volviendo con otro plato de comida, que puso delante de su marido. Le dijo que estaba sabroso y que comiera, pero él se negó con brusquedad. —Sólo en tragar piensas, y en dormir como una vaca. ¿No sabes hacer otra cosa? ¿Tu madre no te enseñó también a parir? Gozó diciéndole aquello, a pesar de que tenía la vaga presunción de que el estéril era él, aunque jamás se atrevió a insinuarlo y siempre hacía gala de su virilidad ante ella, tirándole a la cara la afirmación de que era un idiota por serle fiel. “Yo a cualquier mujer puedo hacerla parir, menos a ti. Cuando era apenas un muchacho casi me reviento con la sirvienta de la casa, clavándole un hijo. Felizmente mi madre la botó a tiempo y el chico debe creer que su padre es un soldado”. La historia, la repetía cada vez que quería humillarla, hasta el punto de que ella terminó por no hacerle caso y hasta dudó de que fuera cierta. En los primeros tiempos sufría y en las noches se sobaba el vientre después de que ambos saciaban sus cosas, pensando que con estas friegas podía ayudarse a concebir un hijo. Una amiga le aconsejó que cuando estuviera acoplada a su marido pensara con intensidad en que estaba haciendo una criatura. Le aseguró que era infalible y puso como ejemplo a ella misma, que logró tener un hijo después de largos años, cuando ya desesperaba y temía que su marido buscara a otra mujer. Pero el consejo no dio resultados, a pesar de que al ser poseída se entregaba con furia y luego apretaba las piernas para que no se le escapara la vida que deseaba albergar en sus entrañas. Finalmente, se resignó, diciéndose que era voluntad de Dios. En cambio, el marido jamás sintió la vehemencia de ser padre. “Si viene, viene”, se decía en los primeros

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tiempos de la coyunda, mas al pasar los años pensó que mejor era que no viniera ningún chico a mortificar su vida con llantos y porquerías. Tras probar apenas bocado se tendió en la cama y se le dio por contar los barrotes que sostenían el techo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco largueros soportando las tablas. Eran viejos y podían estar apolillados y caer cualquier día y matarlo en pleno sueño, con lo cual acabarían los líos, los cobros, todo. La policía vendría y recogería primero el cadáver de su mujer y luego el suyo, aplastado por el barrote del centro, colocado precisamente sobre su cabeza, en el lugar preciso para hundirle la frente. Sin pensarlo se llevó la mano a la frente y la sobó y hundiendo los dedos entre los escasos cabellos experimentó el placer de sentir el cráneo duro y grasoso. De pronto dijo, casi gritando: —¡Te contaré que me han botado del empleo! La mujer se volvió para mirarle, dejando su brazo en alto cuando se disponía a levantar un plato. —¿Qué dices? —Que me botaron, del empleo, que me han despedido de la oficina, que he quedado sin trabajo. —No hagas bromas y levántate, que es tarde. —¿Y qué? ¿A dónde voy a ir? ¿A aplanar calles? Se acabó todo. La mujer comenzó a mordisquearse las uñas y luego se llevó la diestra al pecho, pero la gruesa pared de sus pechos flácidos no permitía sentir los latidos acelerados y sólo un vacío en la boca del estómago le indicó que algo malo había ocurrido. Tuvo deseos de orinar y salió apresurada. Él pensó: “En lo dicho; es un animal que nada entiende. Pero se va a joder con la comida. Tenemos que gastar menos para que dure la plata. Pero ella no tiene la culpa. El desgraciado del jefe es el responsable de todo... buscarme a mí para largarme como a un perro y decirme con risita de cabrón “yo lo estimo... yo lo quiero... veinte años de trabajo... ya lo llamaremos” Su hija tiene que ser puta y su mujer es fea, más fea que la mía. Pero le voy a sacar hasta el último centavo para vivir hasta que consiga otro empleo, pero, ¿dónde? ¿Podré? Se sentó en el borde de la cama y levantó el pantalón hasta la rodilla, palmeándose la pantorrilla nudosa en la que apuntaban comienzos de várices. Miró las puntas de sus zapatos y tableteó con ellos el suelo. Sentíase trastornado, ¿qué hacer, a dónde ir, por dónde comenzar?Se levantó y fue 70

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hacia un espejo colgado en la pared, deseoso de ver su cara. Se vio viejo, tal vez un poco demacrado y con canas en el bigote. Hizo una mueca, entrecerró los ojos y estiró la boca con un remedo de sonrisa. Luego observó los dientes amarillentos y finalmente se hurgó una muela picada. Pensó que estaba más feo que de ordinario y que sus arrugas eran profundas. En eso entró su mujer y la miró por el espejo ocupando el dintel de la puerta. Sintió pena por ella, por su barriga abultada y sus brazos rellenos. La vio abrir la boca y preguntar: —¿Qué haremos ahora, Dios mío? Deseó contestarle algo desagradable, para hacerla sufrir; pero se arrepintió movido por la piedad que le causó aquel cuerpo humilde y tonto. Se acercó a ella, le pasó el brazo por sobre el cuello y la condujo con cariño hasta la cama, la hizo sentar y se acomodó a su lado. Con palabras dulces intentó calmar sus inquietudes, asegurándole que todo se arreglaría con un nuevo empleo que pronto encontraría. Todo sería cuestión de unos días, tal vez unas semanas de descanso y luego, nuevamente a la brega, quizás en mejores condiciones. Le propuso ir al cine y el domingo al campo para almorzar sin pensar en la cocina. Con el brazo le apretó la cintura, la beso en la boca y sus dedos se deslizaron para acariciarle los pechos, buscando los pezones perdidos entre la abundancia de carne blanda. —Me haces cosquillas —rio ella— ¡Déjame... déjame...! Pero no se resistía y se abandonó a las caricias como una jovenzuela y como una jovenzuela le decía que se estuviera quieto, que alguien podía entrar y cogerlos infraganti. Pero en el fondo deseaba prolongar el juego amoroso y ser poseída atropelladamente, sin comodidades. Cuando ambos yacían cara al techo, un poco agotados aún, él, con calma, le explicó sus planes. Sabía de un puesto en un Ministerio, del que un amigo le habló al referirse a un empleado enfermo. El hombre tenía cáncer y estaba mal. Cualquier día podía producirse la vacante. —¡Qué bueno sería! —dijo ella, y agregó— No debes descuidarte. Corre hoy mismo y averigua con tu amigo. Casi empujándole le hizo levantar y vestirse, despidiéndolo con una bendición. Poseía aún la ternura que le brotó cuando él se estremecía de placer sobre ella y ella le sobaba la espalda por debajo de la camisa oliente a sudor. Él salió alentado, pero al detenerse frente al edificio enorme del Ministerio, se acható. Alguna vez había estado allí mirando con envidia los relucientes escritorios y a los burócratas fumando con placer. Ahora, 71

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le molestaba el concreto, le causaba temor, pareciéndole inverosímil que tras tanta ventana hubieran hombres y mujeres respirando y viviendo. El ascensor le llevó hasta el cuarto piso, donde trabajaba su amigo. Aun con la sensación de vacío en el estómago cruzó un largo pasillo y metió la cabeza por el marco de la puerta. Un hombre sentado cerca levantó hacia él la cabeza, hizo muda pregunta con los ojos y con un ademán le señaló el fondo de la sala. Avanzó casi en puntillas por entre las dos filas de escritorios, flaqueando por el tabletear de las máquinas de escribir. —Hola, viejo, ¿qué te trae por aquí? La voz cordial le sacó salvadora del ambiente que se le antojaba espeso y hostil. —Te he buscado como a aguja. Necesito hablarte con urgencia, pero no aquí. Nos tomaremos una cervecita cuando salgas. Te esperaré en la esquina, por favor. El amigo le respondió con una guiñada y le tendió la mano, que él estrechó con calor, para despedirse. El camino de regreso le pareció más corto y se atrevió a mirar a los empleados. De pronto vio un escritorio vacío y de golpe surgió en su cerebro la pregunta: ¿será el de “él”?. Ese “él” acababa de cobrar vigencia en su vida, se revistió de forma, con cabeza, brazos y piernas flacos. Carecía de rostro, pero su color era amarillo sucio, como una llamita mortecina saliendo de un traje negro, opaco. —La salida es por allí, señor. La indicación le arrancó de su ensimismamiento y le puso nervioso. Respondió con un “gracias” apresurado y tuvo la desagradable impresión de haber sido cogido en culpa, como si ese hombre que le miraba supiera por qué estaba allí. Apresuró el paso y agitado llegó a la calle. Hacía muchos años que no tenía el placer de ver la ciudad a esa hora. Le era desconocida hasta en su luz y el trajín le pareció abrumador. Mujeres que jamás llenaron sus ojos cruzaban a su lado, bonitas, insinuantes, acunando las caderas y a algunas temblándoles los pechos tras la tenue tela del vestido. Todo era nuevo y extraordinario: las vitrinas, los hombres que ofrecían baratijas y las metían por los ojos, los chicos voceando diarios, los paquetes encintados, el ruido ciudadano, el cruzar de los vehículos. Estaba contento y feliz formando parte de aquella baraúnda citadina que le arrastraba medio hundido bajo los avisos luminosos que se encendían cual si una mano misteriosa trazara pinceladas luminosas en el cielo. Miró su reloj y se detuvo en seco.

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Faltaban pocos minutos para la hora de la cita. Entonces todo perdió vida ante sus ojos y arremetió calle arriba. Sentado frente a su amigo le contó su caso y le hizo recordar lo de aquel compañero enfermo cuyo empleo podía vacar. —Sí, está muy mal, el pobre, un buen sujeto con mujer y dos hijas. Es el cáncer, viejo; el cáncer que se lo lleva. Ahora que, tú sabes bien, eso a veces dura y otras ¡zas!, se lo carga a uno... —Sí, ya sé; pero con tu ayuda tal vez podría conseguir su empleo. Tienes que ayudarme, hermano. ¿Quién mejor que tú? —No creas, no es tan fácil, hay que tener influencias, tal vez un diputado... —Sí, claro, pero tú tienes amigos, eres tan conocido; en cambio yo, estoy jodido, hermano; bien jodido. En casa su mujer le esperó impaciente y nerviosa. En cuanto entró se le acercó brillándole en los ojos una mezcla de esperanza y temor. Él le explicó todo, la necesidad de alguien poderoso que decidiera su destino. “Si fueras joven y bonita podrías ayudarme. Estos son así, todo lo dan cuando ven un buen lomo”. Ella no hizo comentarios y suspiró. A partir de aquel día se inició la cadena de visitas al Ministerio y el asedio al amigo en pos de novedades del enfermo. Llegó a pensar que semejaba a un gallinazo asqueroso volando sobre un proyecto de cadáver, pero tal calificativo le dejó indiferente, mientras crecía su desparpajo para averiguar por su estado con otros empleados, condoliéndose cuando alguien le informaba que estaba peor. Terminó por impacientarse y una llamita de odio contra el desconocido canceroso brillaba a toda hora en sus ojos, como, si el pobre hombre estuviera faltando a un compromiso. Su mujer seguía también el curso de aquella vida que se extinguía. Ha mejorado un poco, dicen que sigue mal, sus dolores son terribles, es probable que lo saquen del hospital para que muera en casa, una hija está enferma, en el Ministerio están haciendo una colecta para ayudarlo. Pero no moría. Parecía haberse iniciado una carrera entre la agonía del enfermo y los dineros del aspirante a sucesor que mermaban con angustia. La sotabarba de su mujer colgaba flácida y él mismo tuvo que correr tres huecos de la correa que le sujetaba el pantalón. Durante las noches, con la luz apagada, pensaba con rabia en el enfermo y le maldecía. “Si se ha de morir, que se muera de una vez. Está jodido y me está jodiendo por gusto”.

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Silenciosamente, a su lado, su mujer rogaba: “Dios mío, que muera, te lo suplico”. Hasta ofreció vestir hábito por la contestación del milagro. Una tarde volvió a casa presuroso y con los ojos brillantes. —¡Se murió, mujer, se murió...! Ella abrió los brazos, corrió hacia su marido y lo estrechó fuertemente, besándole la cara. —¡Se murió, hija, se murió...! Cuando se separaron, la mujer alzó la mirada al techo y juntó sus manos por las palmas. Sus palabras salieron untuosas y llenas de fervor: ¡Dios mío, me haz hecho el milagro, por tanto que te he rogado! Dios es justo, gracias, Dios mío. —Estoy de hambre, dame de comer, quiero un churrasco bien grande y fríeme dos huevos. Para ti, también. Comió con gula y rebañó el plato con grandes trozos de pan. —¡Quiero una cerveza, que me traigan una cerveza! Después, durmió de largo. A su lado, la mujer oraba con fervor.

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Alberto Hidalgo Arequipa, 1897-1967. Poeta y narrador de personalidad desbordante, desarrolló su actividad literaria en Lima y Argentina. Se codeó con Valdelomar y con Borges. Introdujo el vanguardismo y el psicoanálisis. De su libro Los sapos y otras personas tomamos este curioso cuento.

los sapos 1 Los sapos son saturninos. *** Los sapos, ensombrecidos en su behetría de la acequia, miran correr el agua con ojos melancólicos, con ojos envidiosos de su libertad, porque el agua corre libre, sin volver a pasar por la tierra que ya humedeció. Ellos saben que el agua es siempre distinta, que las gotas del momento no son las del instante pasado. Y lloran. Lloran porque quisieran ser como las gotas del agua que se va, que nadie sabe dónde irán a parar, que son inmortales, partículas de eternidad, átomos de infinito. Lloran. *** Los sapos miran los altos árboles reflejados en el agua pasajera, y les tienen envidia de cómo crecen, de cómo crecen. Ignorantes de la perspectiva, creen que los árboles tocan el cielo con las hojas de sus copas. Y lloran. Lloran porque ellos se quedarán eternamente enanos, en tanto los árboles que un tiempo fueron pequeñines tocan ya el cielo con las hojas de sus copas. Lloran. *** 75

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Los sapos han visto dibujados sobre el espejo de la fuente hombres, caballos, toros, tigres, toda la fauna; y sienten retorcerse en sus almas el gusano de la envidia, porque los tigres, los toros, los caballos y los hombres no están obligados a vivir en la acequia, bajo el dominio del agua, a la que, para matarlos, sólo le bastaría irse definitivamente. Lloran. *** Los sapos ven todos los días la locomotora rugiente que pasa junto a ellos, a la vera del meandro; y se espantan de cómo puede existir un gusano tan enorme, tan enorme. Ellos saben que por más esfuerzos que hagan, no podrán avanzar mucho con sus saltitos epilépticos y anquilosos, mientras el tren desafía las distancias con su trompa veloz, y corre, corre rápido, tragándose a grandes bocados la extensión innumerable. Y lloran. Lloran. *** Los sapos, echados panza arriba sobre la cálida arena, contemplan los albatros, las águilas, los ruiseñores, las golondrinas, todos los pájaros; y les muerde el diablillo de la emulación por cómo bogan, por cómo reman con sus alas en el aire. Lloran. *** Los sapos vieron un día allá en lo alto el paso de un aeroplano. Hacía vuelos de acrobacia. En la prueba del tirabuzón subió de modo que parecía atornillarse en el éter infinito. Se detuvo muy arriba, viró en redondo y partió cara al sol, cual una flecha. Oscureció en el orbe por la millonésima parte de un segundo. Los sapos sintieron en sus carnes el frió de lo sublime. Y ese día no lloraron. No lloraron.

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2 Ese día que los sapos no lloraron, mi abuela –sesenta años– se empeñó en partir. Nadie pudo disuadirla. Ni yo mismo, su nieto predilecto. Lloré, pero mis lágrimas apenas lograron enternecerla. Estaba convencida de la urgente necesidad de su partida, y partió a pesar de todos, por encima de todo. Aunque la abuela era fuerte y viajes iguales solía hacer con suma frecuencia, aquel día la razón estuvo por completo de nuestra parte. El cielo amenazaba lluvias. Negras nubes teñían el occidente, y de ese lado soplaba frío viento huracanado. No tardaría, afirmaron los entendidos, tres o cuatro horas en producirse el diluvio. Pero mi abuela era una india en toda la extensión de la palabra. Quiero decir que era corajuda y valiente. No la arredraban amenazas ni peligros. La tempestad no sólo no la atemorizaba, sino que hasta la seducía. Se sentía en ella, como el pez en el agua, en su peculiar elemento. Igual que el cielo, su corazón tronaba. Por su cerebro cruzaban rayos. Sus ojos no lloraban lágrimas, sino las llovían. En su alma había ruidos hecatómbicos y vientos ciclópeos. Todo en su ser era estupendo, de modo que más que un ser parecía una fuerza de la naturaleza. Además, también se gastaba sus humos de astrónoma. Argumentó en tono profético que no llovería o el aguacero, a mucho, duraría minutos. Calzó los pies con sus mejores “ojotas”, se lió una “llyclla”, a la espalda, se acomodó en la cabeza la multicolor montera, cuyo barboquejo aseguró bajo el mentón, me dio un beso en la frente, y se dispuso a la marcha. El lomo del corcel por toda montura, arrancó a galope, cual una amazona. He dicho que mi abuela tenía sesenta años. En efecto, Oclla Tencco se hallaba en la plena madurez de su existencia, en la mitad justa de su vida, pues, lo menos, le restaban todavía doce lustros de sufrimientos en este valle de lágrimas. La afirmación es lógica. De todos sus antepasados, el que más joven había hecho el viaje sin vuelta, alcanzó a cumplir ciento veintiocho abriles. El viejo Tencco, mi bisabuelo, padre suyo, contaba ciento treinta y uno, y aún subía a su cabalgadura sin ayuda de nadie y participaba en las carreras de resistencia los días de jaleo. Era un yunque Oclla Tencco. El cutis de su cara no tenía arrugas, ni temblor sus piernas, ni flacidez sus carnes. Perfil enérgico. Mirada de águila. Adusto entrecejo. Altivo andar. Erguida, muy erguida la columna vertebral. Los senos altos y erectos apuntando insolentes como gatillos de revólver, bajo el corpiño próspero. Desnuda, se la hubiera tomado por un bronce vivo, por una 77

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estatua. Con eso, y con decir que era un verdadero tipo de su raza, una de sus más fieles exponentes, queda hecho su retrato. Oclla Tencco corría, corría. Quebradas, llanos inmensos, abruptos desfiladeros, sospechosas encrucijadas, todo lo atravesó. ¡Que velocidad, qué vértigo! Exhalación en marcha. Se hubiera dicho que orgulloso de su jinete, el potro volaba sobre la tierra como el Pegaso de la fábula. ¡Qué vértigo! Cuarenta leguas más allá, un hijo de Oclla Tencco agonizaba enfermo de la picadura de la víbora. Y aunque le habían dicho que el mal era incurable y que de fijo le hallaría cadáver, ella corría, corría llevando su angustia por todo incentivo, su ternura por todo bálsamo, su amor por toda medicina. ¡Era la madre, la madre de ayer, de hoy, de siempre, en carne y hueso! 3 Tres horas hacía que Oclla Tencco continuaba su carrera, cada vez más firme en su propósito, acelerando segundo a segundo el anhelo de llegar para arrojarse en los brazos del hijo dolorido. Ya le parecía que no llegaba nunca, que no llegaba. *** Ahora galopaba por el camino de herradura. Y se le antojaba interminable. Y espoleaba su caballo. Pronto le ocurrió pensar que el sendero era de goma, y que un demonio escondido en la maleza lo estiraba, lo estiraba... *** El ocaso derramó todo su oro sobre las copas de los árboles. A los ojos de Oclla Tencco, los árboles se convirtieron en las velas fúnebres, enarboladas por manos invisibles, para alumbrar el paso de un entierro.

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*** A lo lejos, breve cascada destrenzaba sobre la laguna su cabellera de varios metros. A Oclla Tencco la catarata se le antojó la boca de una bruja que se reía de su dolor con el agua de sus dientes. *** Una lechuza luciendo gruesos quevedos de carey graznó sobre su cabeza... Oclla Tencco masculló una maldición. *** El sol se hundió. *** De repente se desató la tormenta. Truenos, rayos, granizo. El caballo, asustado, se detuvo. Oclla Tencco le hincó las espuelas en los ijares. Pero fue inútil. Los pedazos de nieve le caían como pedradas en las orejas, y el animal, atontado por los golpes, las ocultó entre las patas delanteras. Oclla Tencco, entonces, se apeó y fue a guarecerse bajo un árbol. *** Y llovía, llovía. Oclla Tencco, bajo el árbol, veía caer la lluvia con ojos impacientes, devorado su cerebro por presentimientos luctuosos, saltándole dentro del pecho su corazón de madre. Muchas leguas más allá un hijo suyo se debatía agonizante, y Oclla Tencco dio en creer que no llovía, que el cielo lloraba, lloraba. 4 Cesó la lluvia. Unas cuantas estrellas iluminaban débilmente el paisaje. Oclla Tencco se dispuso a renovar la jornada. Como montaba en pelo, no podía, por la ausencia de estribos, encaramarse por sí sola sobre el rocín.

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Se echó a caminar en busca de una piedra, de un tronco de árbol, de un levantamiento cualquiera que le sirviese de escabel. Aunque la luz era escasa, mal que bien, de algo le servían las estrellas. Y Oclla Tencco les envió una mirada de gratitud. *** Nada place a los sapos tanto como el relente. El olor a humedad es su delicia. Se diría que lo beben, a semejanza de los borrachos el alcohol, a grandes sorbos, paladeándolo, sesuda, conscientemente. La humedad es el banquete de los sapos. De seguro que hasta se lo ofrecen con discursos, para no ser menos que los hombres. Los días de lluvia son los días de fiesta, los días patrios, los días nacionales de los sapos. En ellos celebran los faustos acontecimientos cívicos, entregados a la algazara del croar y de la orgía sin freno. Aquel día, según las nubes cerraron las válvulas, los sapos con brincos gimnásticos y ademanes de bailarinas, salieron de sus acequias, de sus lagunas y de sus charcos. Primero con mesura, luego con frenesí, los millones de sapos en pocos minutos hicieron los honores al suculento convite. Hartos por fin, beodos, las panzas hinchadas, los pulmones en crescendo, trasudando hedor, iban a entregarse al desborde, al disoluto esparcimiento a que conduce la ebriedad. Pero aquel día los sapos no tenían penas que olvidar, aquel día no lloraron, aquel día sintieron en sus carnes el frío de los sublime cuando un aeroplano se atornilló en el cielo como un tirabuzón, se detuvo muy arriba, viró en redondo y partió cara al sol, cual una flecha. Los sapos sacudieron la ebriedad del relente, y en cambio se embriagaron de infinito. Para ser fuertes, para ser libres, para ser del tamaño de los árboles que arañan el cielo con las ramas, se apeñuscaron, unos sobre otros, unos sobre otros, más y más, hasta formar inmensos montículos, vastos pilares, altas columnas palpitantes, elevadas al cielo en un alarde de redención y de conjuro. *** Desesperaba Oclla Tencco de encontrar algo que le sirviese de base para escalar el lomo del caballo. Intentó varias veces ganarlo de un salto; pero no pudo. Trató de trepar por el cuello; mas, a causa de lo mojado que estaba, chorreando lluvia todavía, resbaló. Y siguió a pie su camino, la mano nerviosa en la crin echa rienda, husmeando aquí y acullá con los ojos zahorís lugar propicio a su proyecto. 80

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De pronto divisó no muy distante un bulto como de metro y medio de altura por unos ochenta centímetros de ancho. Enderezó el paso hacia él. A la débil luz de las estrellas, no alcanzó a distinguir ni remotamente de qué se trataba. Quizá un tronco olvidado por un leñatero. Acaso piedra puesta para servir de hito a los viandantes. Supuso lo último. Y trató de escalarla. Pero –¡horrible realidad!– apenas se abalanzó sobre ella, la piedra se deshizo cual montículo de arena, y Oclla Tencco cayó de boca. Los sapos lanzaron una croa espantosa, un grito horrendo, salvaje, algo como el aullido de los sapos. Enormes sapos peludos y gordos, de patas gruesas y ojillos reverberantes, grandes como tortugas, sudorosos y pestíferos, saltaron sobre la cara de Oclla Tencco, sobre sus brazos, sobre sus piernas, bajo sus ropas. Y Oclla Tencco quedó muerta. El asco, no el miedo, la mató. 5 Todos los otros montículos de sapos, todos los otros pilares, todas las otras columnas palpitantes, elevadas al cielo en un alarde de redención y de conjuro, oyeron la croa, el grito, el aullido macabro. Y como la alarma hizo presa de ellos, los sapos, desbandándose en tropelía, redujeron a la nada su obra gloriosa, su pensamiento formidable. Y echaron a correr sobre la tierra enlodada, sucia. ¡Otra vez a sus lagunas, otra vez a sus acequias, otra vez a sus charcos! Y lloraron. *** Y arrinconados en sus lagunas, en sus acequias y en sus charcos, lloran, lloran, lloran los sapos. Y seguirán llorando. *** Ellos saben que el agua correrá libre, que las gotas de mañana no serán las de hoy. Y lloran. Lloran porque ellos continuarán lo mismo, con las mismas deformes cabezas, con las mismas patas anquilosas, con las mismas panzas hediondas. Lloran.

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*** Ellos saben que los árboles seguirán creciendo hasta atravesar el cielo, hasta perforarlo con las puntas de sus copas. Y lloran. Lloran porque ellos serán siempre tan chicos, tan invisibles, tan poca cosa, que un animal cualquiera, un asno, un hombre, podrá aplastarlos con el peso de sus cascos. Lloran. *** Ellos saben que verán un pájaro gigantesco trepanar el aire como un tirabuzón y partir impertérrito hacia el sol, cual una flecha. Y lloran. Lloran porque sentirán en sus carnes el frío de lo sublime, y el frío los helará en el rincón de su acequia, sin poder dar pábulo siquiera a la más leve ambición. Lloran. *** Ellos tuvieron un día un anhelo de infinito. Para ser fuerte, para ser libres, para ser altos como los árboles que arañan el cielo con las hojas de sus copas, se apeñuscaron, se montaron unos sobre otros, unos sobre otros, más, y más, y más, hasta formar inmensas columnas, hambrientos de espacio, ávidos de cielo. Y una fuerza desconocida, un monstruo, un enemigo ignorado, redujo a la nada en pocos instantes su obra gloriosa, su pensamiento formidable. ¡Y lloran!

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Raúl Figueroa Arequipa. Integra la generación de narradores de la década del 60; su talento fue refrendado por varios reconocimientos literarios que obtuvo. No llegó a reunir sus textos en un volumen. Sus cuentos de tema urbano manifiestan el cambio de una Arequipa que crece como ciudad.

la pensión escolar —¿

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oblamos? —propuso el otro, con voz amigable, seguro de sí mismo. —¿A cincuenta? —dijo él, sólo para darse tiempo. La insinuación estuvo por nacer de sus labios, pero ahora que su rival se la hacía, era necesario pensarla dos veces. Se palpó el bolsillo, por encima. Aún estaba allí y era el último billete de su pensión escolar plegado en cuatro, apenas hacía bulto. Sus dedos encontraron con dificultad, bajo la tela gruesa del pantalón, el rectangulito exiguo en que se ha convertido. —Sí —dijo el otro— a cincuenta. Como si la afirmación hubiera sido una requisitoria terminante, se decidió y, firme el gesto, repuso: —Bueno, pero cantando. —De acuerdo —dijo el rival, sin vacilar. Están en una sala inmensa, cuadriculada en palo verde y humo de cigarro. Las mesas diseñan una geométrica red de pasadizos, en los cuales, interjectando a menudo, se desplazan los jugadores. La mayoría fuma y todos blanden los tacos —con indistinta eficacia— en continua actividad. Es media tarde, pero el billar está ya repleto, no hay ninguna mesa libre y alrededor de algunas se han ido formando anillos y herraduras de espectadores. Héctor agrupó las bolas con eficiencia de hábito. Entre sus brazos y el taco extendido surgió un triángulo equilátero. Su vértice superior coincide con el lunarcillo blanco que —como señal de partida— agujerea el paño a un lado de la mesa, en tanto que al otro, una raya, también blanca, lo divide en dos zonas desiguales.

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—Rompe —dijo, irguiéndose, y le arrojó luego el sarcasmo contenido— Tú ganaste la anterior. Golpe. Seco. Duro. Las billas se desperdigaron en múltiples direcciones; ninguna cayó, pero algunas se acercaron peligrosamente a las troneras. Encendió un cigarrillo negro mientras escogía la bola mejor ubicada. Aspiró con fuerza, depositó el inka sobre el marco (lunares obscuros en todo su perímetro: colillas olvidadas) y, calmo, tranquilo, se dispuso a jugar. —Centro —dijo. Lo trasmitió a la blanca —que servía de directo— el impulso requeridos: murmullo de encuentro y la billa en juego se introdujo a uno de los huecos laterales, al centro de las bandas mayores. Echó tiza estudiando la mesa en panorámica, siempre en pos de la mejor bola. —Tronera —cantó y la billa respondió, eco, desde el interior de la bolsa entretejida. Recobró su ordinario aplomo de buen jugador. Miró de reojo al otro, que le contemplaba silencioso, empleando de apoyo el taco vertical contra el suelo. Se colgó el inka de la boca y en ademán un poco teatral, reclinándose a nivel del paño, midió las posibilidades de una jugada llamativa. —Macho tronera —cantó, siempre con el cigarrillo entre los labios, deslizando el taco con soltura horizontal. El herraje de espectadores asiente, produciendo un murmullo impersonal. Héctor no conoce a ninguno y le desagradan porque sobre todo están pendientes más que de la calidad del juego, del movimiento de dinero. Sólo un interés morboso los une a la mesa. —Centro —dijo Héctor y, tras el golpe, sólo quedaron once bolas a la vista. Introdujo una más, antes de fallar la siguiente, cediendo el turno. Recogió sus billas y, al depositarlas en la repisa, miró satisfecho el cuarteto; en cuatro colores distintos formulaban ya la promesa de un triunfo. A su turno conquistó otras dos. Inventario visual: seis en fila, relucientes, cada una mirándolo desde la pupila luminosa que el fluorescente les dibujaba. Sonrisa inoportuna, pues fue como si para moldearla hubiera distraído una concentración necesaria al juego: el otro, en ese momento, había introducido su primera billa. “Seis uno —pensó Héctor, y para consolarse: 84

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aún me voy de robo”. Tras una caricia al grupo, el brazo en el aire a medio camino en repentina inmovilidad ante la inminencia de la tacada rival, Héctor observa. Confuso entrechocar las bolas, hierro, luego silenciosos retenimientos, quietud, grávida y pendiente. El humo espiralea, dibuja rizos violáceos ante su cara, no se retira la colilla de la boca, sigue apuntando, un cosquilleo molesto en la nariz, sólo frunce las ventanillas, el último va y viene, un rizo asciende alfiler en la punta, taquea, pero ya le hirió la niña en el preciso instante, mueca, pues el machucho celeste sonó feo, pifió: caña rajada, y, además, en el ojo persiste el dolor y, lo peor de todo, la billa no se introdujo. Tampoco el rival modificó el puntaje. —Doblete centro —dijo Héctor. La bola cruzó tres veces la mesa, rebotando en las bandas laterales, antes de introducirse en el hueco opuesto al señalado. —Era triplete —dijo el otro, mientras extraía con alivio la bola y la colocaba sobre el lunar blanco de partida. Héctor contestó una grosería entre dientes y el recuerdo venenoso, como un eco maligno, le devolvió una frase a los oídos: —Bueno, pero cantando. Al decirla pensó que era un modo de respaldarse, pero ahora, a exigencia, contenido en sus palabras se volvía contra él mismo. El canto es un anuncio de cómo y en qué hueco se ha de introducir la bola escogida, o mejor, es una confesión previa de la forma como se piensa jugar. De ese modo se invalidan las conquistas que por azar o suerte han caído, tras alguna evolución fortuita, no calculada. Un buen jugador, a diferencia de quien no lo es, nunca cifra el resultado en esa clase de jugadas. Él calcula, mide con parsimonia, taquea suave o fuerte según lo requiera el caso y está convencido de introducir la bola donde lo pensó, o, si falla, sabe asimismo que el azar ya no se inmiscuirá. En cambio, el billista inexperto, ante una posición complicada, incapaz de resolverla, juega al acaso, taquea fuerte, en una como requisitoria esperanza a que la casualidad lo ayude. Al iniciar la partida había dicho juguemos cantando porque el otro, a lo largo de la tarde, le había ganado varias, muchas veces con el auxilio de esas bolas desconcertantes, el choque providencial que desvía una trayectoria, que la rectifica, pues encamina la bola hacia la tronera. Jugar doblete y entrar la bola con triplete. Apuntar a una tronera, impulsar la esferita bicroma, que, veloz pica los labios del vértice, rebota, cruza la mesa, eludiendo en su 85

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camino lineal a otras billas, y se anida en el entretejido del hueco opuesto. Héctor, en cambio, así ni una, ni siquiera a modo de compensación. Por eso había dicho juguemos al canto. El rival estaba en su turno. Y siguió acortando ventajas. Héctor, sobre las seis iniciales, no había aumentado ninguna, mientras su rival ya poesía cuatro. Sólo quedaban, dispersas en el rectángulo verde, que ahora parecía más amplio, cinco billas: seis puntos. Lo enferma la rotundidad de esos cuerpos sucios y malolientes que lo contemplan. Ahora la muralla humana es impenetrable, como si le negara cualquier posibilidad de escape o lo aislara del mundo. (Remache, por ejemplo, su maestro, a quien al comienzo aún podía distinguir dos mesas más allá, jugando, dándole ánimos con su presencia silenciosa), encerrándola dentro solo con su rival, hasta que uno resultara vencedor absoluto o, tal vez, hasta que ambos se destruyeron mutuamente. Un ligero malestar comenzó a invadirle. Le entraba por los ojos y oídos (ya no era el humo), oprimía su pecho, le hacía sudar el rostro, punzaba su espíritu. Miró el reloj. Eran las cuatro y cuarto. Había llegado a la una y media, para hacer tiempo, antes de irse al colegio. ¡Cómo pasaban las horas en el billar, sobre todo cuando uno estaba de malas y perdía! Alguna vez hizo ya esa observación y pensó que los relojes “del vicio” eran especiales o tuvieran un artilugio que hiciera correr el tiempo más de prisa. En otra oportunidad, no obstante, hizo la constatación inversa: una tarde, de sólo mirar, sin dinero, se le hizo larguísima, aburrida. Conclusión: esos aparatos, la mayoría de corte antiguo, caja de madera y péndulo, aunque no estuviera en hora, tenían sesenta minutos, como el resto; ni más ni menos. Un golpe seco y áspero, en tronera, rescató para el juego su atención, disipada sólo un momento, y le encaminó la conciencia a una sospecha que había irrumpido en su espíritu: el otro jugaba muy bien, y lo estaba engañando. Verifica Héctor, concentra la vista, mira, no ya en forma general, como sin darle importancia, sino analiza cada movimiento de su rival, capta el detalle, sorprende el ademán revelador. ¿Ves?, ha ocurrido una transformación. El jugador bisoño, inexperto, confiado más en la buena suerte que en su técnica, le ha cedido el puesto al eximio billista, oculto mientras fue necesario, al técnico y perito que ni siquiera desplegaba toda su capacidad, sino la suficiente para decidir las partidas que quiso y ésta más. Compréndelo todo de una vez. El otro tiene tal dominio del juego que, aparentando errores de novato y conquistas de suerte, se ha dado 86

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trazas para ganarte siempre justo y siempre dejándote la impresión de mal jugador. Y has caído en la trampa. Entonces comenzó a repasar, primero sereno luego febril, las incidencias de esa tarde, en procura, no importa tardía o inútilmente, del indicio que no percibió a tiempo. El dueño podía tener la culpa de todo. Sólo había entrado al billar para conversar de hípica con él y tomarse una gaseosa. Pero Lucho, apenas lo vio acercarle, le señaló con su cabeza de cerdo hacia una mesa donde un tipo jugaba solo. —Parece lorna, ¿por qué no lo sangras?— le había dicho. —Me como esa trucha en tu nombre— le respondió él, presumido. Luego, todo ocurrió al comienzo demasiado fácilmente. Se lo acercó al extraño, le propuso pujar, el otro aceptó, sin pensarlo mucho. Armaron una mesa, sólo por la hora, Héctor se hizo ganar adrede, luego le dijo por qué no maceamos, sólo para darle más interés, a cinco por ejemplo, y el otro, entre receloso y despreocupado, bueno, y así, él (Héctor), había perdido su primera media libra, claro, sin exigirse, al contrario, de propósito, para endulzar al rival; que, sin embargo, le volvió a ganar y ahí él ya había jugado más, bueno, aún no importaba, además le estaba metiendo bolas de vaina, y en la siguiente se desquitaría, pero nada, el otro estaba con la racha, a pesar de que él verdaderamente ya se estaba exigiendo, claro, no al máximo, ni parecido, pero ya más; y era como un espejismo, siempre parecía que en la siguiente las cosas darían el vuelco, jugaba mejor, pero el otro dale a ganar, aunque siempre por zorra, y, además, las horas las estaba pagando él, de modo que a la sétima mesa iba perdiendo ya cincuenta soles, la cuarta parte de su pensión escolar. Recién entonces le pudo ganar, al fin; recuperó algo y sobre todo, la confianza que se había ido perdiendo. Se animó, propuso doblar, a diez, el otro envalentonado: de acuerdo, no hay problema, total, ahí me rescatas tu plata, yo no quiero ganar, sólo divertirme un poco. Y volvió a ganarle dos mesas seguidas, ya sólo le faltaba rescatar quince soles y para apurar la cosa volvió a proponer que subiera a veinte, pero el otro: no, entonces mejor a veinticinco de una vez, estoy de suerte, y él de acuerdo, ni hablar, pero no consiguió ganarle, pues el otro con un trío de suertes le volteó mesa perdida, y otra vez le sacó cuatro, cinco más, claro, siempre zorra, nada más que por eso, se veía claro, no obstante, maldito seas hijo de perra, para engañarme completamente te falló el teatro, juegas muy bien 87

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pero eres mal actor. No fingías sorpresa ante tus vainas, ante las vainas, y —ahora me doy cuenta— las tomaba como fueran cosa normal como si las esperaras, claro, eso es, ahí debí comprenderlo, pero estaba furioso pues ya me tenías ganados ciento cincuenta soles, casi toda mi pensión de noviembre y no me hubiera resignado a dejártelos, tenía que luchar hasta e] final, y cuando me propusiste doblar y yo: acepto, pero cantando, no te opusiste, allí también te falló la comedia: no ensayaste ninguna oposición, como debías haberlo hecho, pues con tanta vaina el canto te perjudicaba, era otro indicio que no quise tomar en cuenta, maldito, y me duele la derrota y, aún más, lo de la pensión: para qué miércoles confían los viejos en uno, ya antes les hice lo mismo, gastándome la pensión del colegio en ir con Marta al cine, me la olvidaron, pero a la próxima te vas a la calle, vago, monstruo, te largas hijo desnaturalizado. Aún quedaba una billa —sin contar el director— en juego sobre la mesa. Color naranja, dos lunares blancos, en medio de ellos el número, en negro, y encima otro lunar de plata, en el punto más notorio de la superficie convexa, reluciente y como si hiciera guiños. El tubo de neón, arriba, flota en la densa atmósfera del billar (humo de cigarrillo, emanaciones fisiológicas e interjecciones que surgían aquí y allá al conjuro de una mala jugada o de un golpe de azar). En la repisa: seis billas para el rival y, en el segundo nivel, las siete de Héctor. El que no se adueñe de la última —que cuenta doble— ganará la partida. Héctor se reclina, ubica cada miembro de su cuerpo en la posición adecuada y se dispone a jugar: sereno o impasible para su rival y los espectadores, pero, consumiéndole por dentro la ansiedad y el nerviosismo. Apunta largamente: parece inmovilizado en su postura inicial: sólo su brazo derecho y el taco se mueven, con ritmo sincopado, en vaivén horizontal, mecánico. El taco quiere irse, disparar, pero el brazo lo contiene: ambos retornan, rectificándose mutuamente, persiguiendo —con el golpe preciso— las seguridades de una conquista infalible. El brazo cobra al fin repentino más impulso y lanza el madero hacia adelante, sir recogerlo: la billa naranja sale disparada, con el ímpetu que le ha prestado la otra, cruza la mesa, va, impecable, bien dirigida, hacia la tronera, llevando voluntad de entrada, pero en el último instante —(¿se retracta?, ¿la cruza una maligna ocurrencia?, ¿o los labios de la tronera, con una mueca, aprisionaron porque sí las esperanzas del muchacho?)— bailotea en la boca del orificio, se aquieta a poco y por fin queda inmóvil, al borde mismo de la calda.

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Una sorda explosión —con uno que otro acento de risillas burlonas— emanada del cerco de mirones, compadeciéndolo, ahoga la maldición que Héctor escupió. El muchacho mueve la cabeza abatido introduce la mano sudosa en el bolsillo, pesca el billete doblado y, sin mirarlo, ni esperar que juegue su rival, lo tira sobre el paño verde. —Me fundiste— dice, da media vuelta y enrumba, tristemente, hacia la puerta de calle, seguido por la curiosidad de varios ojos. El herraje, que él rompió para salir, con rapidez maleable se ha dispersado casi de inmediato. Al descender Héctor las gradas le baila en cada iris una lágrima de orgulloso jugador vencido y de alumno impedido a exámenes promocionales, por incumplimiento de pago.

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los chacales

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inguno imaginó que “eso” pudiera suceder, hasta que el hecho, ya consumado, les enteró de la posibilidad. Fue como si una feroz quemadura les mostrara recién que, sin saberlo, habían estado jugando con fuego. Apareció un sábado por la noche. De dónde, nadie lo supo, ni entonces ni después. Nunca lo habían visto, pero les contó que ya vivía en el barrio. No les dijo su nombre y, en cambio, pidió que lo llamaran Locumba. Tampoco le vieron el rostro completo, pues se lo escudaba tras un par de gafas, que nunca se quitó, nunca, salvo esa noche, tres meses después, unos minutos antes de caer, como si hubiera querido ver la muerte sin veladuras. Se detuvo junto a la banca y apoyó la mano en el kiosko cercano, con el ademán resuelto de quien ha de quedarse. Los miró de uno en uno, nadie supo qué expresión cobraban sus ojos al hacerlo, y recién dijo: “Quiero ser chacal”. Había algo imperativo en su voz, como si no formulara un pedido, sino más bien diera una orden o comunicara una decisión. Los sorprendió sin duda, pues nadie habló en el primer momento, ni siquiera Omar, el jefe, que debió hacerlo. Ni el Chino, tal vez porque en ese instante del encuentro inicial aún no surgiera la mutua rivalidad. Un pesado silencio los aquietó, inmovilizándolos en la postura que tenían a llegar él. Omar se quedó mirándolo, el cigarrillo entre los dedos, sin pitarlo, insulsamente clavado en la boca. Flautín, al escuchar el vozarrón, se atoró con el humo de una seca no concluida. El palito de fósforo, eterno bailador, se detuvo en la mandíbula de Leodán, como si a él o a su dueño los momificara la perplejidad. Volvió a mirarlos, otra vez sucesivamente, repitió su frase, con el mismo tono, pero ya más fuerte, y recién el Chino respondió algo. Lo que dijo —que ninguno recordó sino hasta el momento de observar, con estúpida incredulidad, ese cadáver sangrante, inmóvil sobre el polvo—, cualquier cosa que haya sido, tal vez algo como “¡Zafa, zafa!”, así, con sarcasmo y hostilidad, fue la semilla cuya lenta maduración, ignorada por todos mientras se olvidó ese primer conato de beligerancia, habría de precipitar los sucesos, tres meses adelante. Lo pudieron rechazar, pero fue aceptado. Ochentiseis días más tarde, cuando “eso” liquidó a la pandilla, despedazándola en un cadáver y ocho adolescentes sin inocencia, cada uno de éstos se preguntaría con desesperada insistencia, por qué recibieron al cadáver. Pero, al formular sus 90

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interrogaciones, no exigían esa respuesta que fue obvia para ellos desde el comienzo. Tampoco pedían la explicación verdadera, esa clave subyacente a las apariencias. Expresaban más bien el furioso deseo de hacer retroceder al tiempo, en busca de ese instante que fue el error primario, como si lo quisieran capturar para rectificarlo, aunque supieran asimismo que su deseo era una quimera. Él no les obligó a recibirle, pero supo acompañar el pedido, la orden o lo que fue, con un ofrecimiento irrechazable: la muchacha. Les dijo: “No es la primera vez que pido ingresar a una pandilla y conozco los requisitos de admisión. Por eso vine preparado. Tengo una gila y está a vuestra disposición”. Sí, habló así, con un dejo burocrático, que ellos no se pudieron explicar de momento, sino algunas semanas después, cuando descubrieron que antes de llegar a San Sebastián, Locumba había sido obrero de una tipografía que imprimía boletines para algún ministerio. Se quedaron estupefactos al escuchar la oferta. Si él no se los adelanta no le habrían puesto esa condición. La pandilla, desde su fundación, siempre fue de ocho y nunca enfrentaron el problema de recibir a un advenedizo; por ello, no tenían normas establecidas al respecto. Sin embargo, Omar, como jefe que era, tomó una decisión inmediata y le dijo: “De acuerdo, mañana la traes y serás chacal”. Lo aceptaron y, luego, por turno, de acuerdo a sus prioridades, desde el jefe hasta el último chacal, le hicieron el amor a la muchacha, usufructuando los dividendos que la admisión les reportaba, precio que Locumba les había votado por delante, igual que cuando se compra, arrojando un poco de sencillo a la ventanilla, el paso a una función cinematográfica. “¿Qué, quién era ella?” —se preguntaban. No podía ser una enamorada que Locumba sacrificaba; de serlo, aún ellos, lo hubieran despreciado. Era simplemente una muchacha a quien le gustaba el placer, que se prostituía por nada y por deporte, que había tomado a Locumba como su promotor y a ellos como sus instrumentos. Después, se esfumó, desapareció. A Locumba no le gustaba que hablaran de ella y una vez que Pepe hizo una alusión, se le acercó furioso y le prohibió que volviera a mencionarla; lo dijo muy alto, casi en forma impersonal, y los demás comprendieron que también la advertencia iba para ellos. Desde entonces, Dora se convirtió en un recuerdo que nadie mencionaba aunque todos recordaran. Su memoria corrió la suerte de la del Carmen, el homosexual que pasó como un torbellino por la vida de la pandilla, pervirtiéndolos, si no lo estaban ya. Era generoso, prestaba su auto para las correrías de pandilla y les amobló un departamento. Pero un día confesó: “No soy feliz aquí” y se fue, trans91

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formándose en un recuerdo que a los chacales no les gustaba resucitar, porque los retrotraía a un tiempo increíble, a ese período espléndido en el que llegaron hasta los límites de su aventura. El instinto no le engañó al Chino cuando, al surgir Locumba frente a ellos, le hizo decir eso que ya nadie recordaba, como expresión de antipatía inmediata contra quien se convertiría a lo largo de esos tres meses, en su rival por la jefatura. Ambos llevaron las cosas con una especie de cordial hostilidad sólo porque el plazo para la elección de nuevo jefe estaba cercano; esto Locumba lo supo después, al irse empapando de las normas que recibían a la pandilla. Comprendió que podía aspirar a la jefatura, pero no alteró su conducta, no se esforzó en alcanzar la prestancia exigida para jefe, tal vez simplemente porque ya la traía. Y esta indiferencia tornaba insulsa –ante los demás–, casi ridícula, la hostilidad del Chino. Era como si sólo él viera motivo de disputa donde nadie más lo encontraba. Cuando llegó la hora fijada se reunieron en la plazuela, antes de ir al escenario de la pelea. El Chino llegó en el primer grupo, con Leodán, Flautín y Pepe. Pretendía mostrarse sereno, pero sus ojos estaban más rasgados y obscuros que de costumbre, era un par fiero de ranuras oblicuas. Hablaba poco y, cuando lo hacía, expulsaba el humo de su cigarrillo junto con las palabras, en una mezcla atropellada. Mientras esperaban sonó el reloj del templo. Las campanadas rebotaron entre las fachadas que cerraban la plazuela, hasta que, poco a poco, se diluyeron, tras encontrar por cielo y bocacalles aberturas de fuga hacia el silencio. Sólo entonces llegó otro grupo, y un momento después Omar y Locumba completaban la pandilla. Luego, sin casi cruzar palabras, no porque estuvieran en tensión, sino para evitar que la neblina se les introdujera por la boca, se dirigieron a la avenida y, de allí, hacia el puente. La niebla destruía líneas y contornos y, con finísimos bisturíes tasajeaba los rostros. Arriba, bajo un cielo lechoso, ensartados por un alambre invisible, pendían los fluorescentes, navegando alineados en el espacio, con apariencia de erizos cuyas agujas de luz, inofensivas, no consiguieran perforar el opresivo manto de bruma. La cinta de asfalto cruzaba el punto, obedeciendo su curvatura, y luego se hundía en la suave depresión de la orilla opuesta. Los vehículos, recorriéndola, le dejaban en la superficie espejeante huellas paralelas, mientras hacían danzar a ras del suelo sus fugaces lucecillas. Veinte metros abajo, el río, hablador, murmuraba entre las piedras. Los chacales descendieron por el declive adosado al punto, hasta el descampado ideal, bajo la plataforma, entre la orilla del río y los machones del puente, que sería el escenario de la pelea. Todos, aunque ninguno lo 92

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dijo, ya sabían quién triunfaría. Entre ellos había un nuevo chacal, que no necesitó tres meses sino diez minutos de ese tiempo, para demostrarles la fuerza de sus puños y la destreza y precisión de sus patadas. Locumba sería el nuevo jefe y la pelea era una simple formalidad, una concesión hecha por la pandilla a la dignidad del Chino, que —sí lo creían— sucumbiría a sabiendas, sólo por orgullo y amor propio, para no demostrar que temía a su rival, por no declararse vencido antes de pelear. Los demás formaron un ruedo amplio, informal, para observar un acto de rutina, esa costumbre semestral de la pandilla, que ahora ofrecía menos expectativa aún, pues el pronóstico del resultado era unánime. Miraban con esa curiosidad y falta de curiosidad que se guarda para los sucesos sin importancia, cuyo recuerdo no es necesario conservar. Los dos rivales se posesionaron del escenario, ya las, casacas afuera, en camiseta, uno más alto y musculoso que el otro, Locumba mucho más tranquilo que el Chino, pero, ya en ese momento, ambos igualmente serios. Recién entonces Locumba se quitó las gafas y fue como si ese ademán insólito en él comenzara a desgranar hechos inéditos, porque la pelea no tomó desde el comienzo el cariz previsto. Muy ágil y escurridizo, el Chino esquivaba los amagos, bailando siempre alrededor de su rival, que no podía forzar una pelea franca y directa. Ya se habían trabado una o dos veces, pero el Chino, tras un confuso intercambio de golpes, sabía desprenderse y salir bien librado; producto de su constante hostigar, dejaba en el rostro de Locumba huellas violáceas, imperceptibles para el resto, por la nube de tierra y la penumbra. La última imagen que alguno pudo capturar, antes de “eso”, fue la doble silueta de los rivales, ligeramente agazapados, midiéndose con odio, acezantes por el esfuerzo, paralizados un instante en mutuo estudio antes de volver a unirse para caer en medio de la nube, siempre trenzados, como un monstruo debatiéndose con sus ocho miembros al aire, retorciéndose en el polvo, hasta que, al disminuir la vehemencia de sus movimientos, ya Locumba apareció encima. Los chacales vieron luego como pegaba, medido y calculando, mientras el Chino, la espalda contra el suelo, era ya un cuerpo vencido, que a intervalos ensayaba un convulsivo intento de liberación. Locumba dejó de pegar, y estaba por erguirse cuando el brazo del Chino, escapando a la opresión, se introdujo al blujean y emergió con algo fulgurante entre los dedos: una navaja, que hirió la noche con un maligno resplandor, antes de hundirse hasta el mango en el vientre de Locumba. Ninguno imaginó que eso pudiera ocurrir, hasta que el hecho ya consumado –arrojándoles un cadáver– les reveló que habían estado jugando a la violencia, con las energías de una rebeldía mal encaminada. 93

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Mario arenas rodríguez Arequipa. Ha publicado el libro Pandereta, Chicharrón y Lunareja .

el cajón

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anuel Auqui ya está viejo. Lo abruma el peso de sus ochentaisiete años, fuera de los hijos y muchos nietos. Cubierto por un poncho caoba, baja del cerro montado en un jamelgo. Su vista se distrae oteando en los zarzales o siguiendo el corto vuelo de alguna perdiz furtiva. Cuando joven, las cazaba con destreza con su cocobolo. Ahora las deja escapar bondadosamente. El camino, perfectamente apisonado por el constante trajín de los comuneros, semejaba una reata desenvuelta, ensanchado en los recodos y bifurcado en las quebradas, en tramos que aparecen y desaparecen, demarcados por pisadas anónimas que entrecruzaron los caminos buscando el más corto, el más seguro, pero, como las hormigas, casi siempre por el mismo lugar, por los mismos bajíos y laderas, siempre bordeando la misma roca, siempre cortado por la acequia milenaria, donde las acémilas y ganados aplacan su sed en medio de contentos resoplidos, dejando tras sí, hoyos oscuros y cenagosos. A las veras del camino, los arbustos y las chachas. En el cálido rumor de la hondonada, los viejos alisos, paraje de las cuculis. Envuelto por una atmósfera serena, arremolinada en los pastizales o enredada en el robusto follaje de los apacibles eucaliptos, avanza don Manuel en medio de balidos de ovejas, de alguno que otro rebuzno y el alegre canto del gallo de su compadre Damián. A momentos va hablándose consigo mismo: “mis días están contados... lo único que deseo es no ser enterrado en una parihuela, sino dentro de un cajón”. Tal era la razón de su temprano caminar. Iba en busca del carpintero de la escuela, para hacerse confeccionar un ataúd, como antes bajó del mismo cerro para presidir las asambleas de su comunidad en las que ilustraba a su gente, les hacía suscribir toda suerte de memoriales, quejas y denuncias o desataba su hostilidad contra sus enemigos. Tanto como supo mantener comedidas relaciones con los políticos de turno, los que generosamente le hacían llegar sucesivas latas de alcohol y arrobas de coca las vísperas de elecciones. Muchas veces había desandado el camino, volviendo desde la Capital, acompañado por algunos de sus paisanos, todos arruinados, unos 94

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con los pulmones agujereados por la tuberculosis o asfixiados por el asma, retornaban al solar nativo casi vencidos, sin fuerzas. Por el mismo caminito, antes más alegre y sugestivo, pasó a enamorar a las mozas y a la que había de ser su mujer, a la Santusa. Por allí regresó quimbeante de trago, con la guitarra en la mano, luego de los consabidos “aqay”. —Ah —se decía don Manuel—, por aquí le saqué los dientes al hijo del Faustino, a mí me rompieron el brazo—. Eran días de bravura. Por todo daba ganas de pelear y echarse tierra al lomo como los toros. En las fiestas del pueblo había lidiado con valentía, alentado por los “waqrapucos” y los agudos “jarawis” de las mujeres, las que cubriéndose la boca con el filo de los pullos, lanzaban a la plaza sus lamentos enardecentes. Al pasar junto a un viejo guindo se detuvo. Amorosamente palpó su arrugado tronco. Levantó hacia la copa del árbol sus lagrimeantes ojos de párpados revueltos, rojos como su bravura lejana y paseó la mirada de rama en rama. Se veía nuevamente encaramado como cuando fue niño. Más allá, junto al sauco, la escuelita ruinosa donde aprendió las primeras letras. Una vieja maestra, palo en mano, le enseñó a leer y a garabatear su nombre. Ahora los niños disponían de una escuela mejor atendida, pero el pueblo seguía peor que antes. Los terrenos cada vez más débiles. La pobreza era más sentida. El ganado enfermo. Los niños morían con facilidad. —Cuánto tuvimos que luchar para traer el agua por esta acequia— monologaba en alta voz, al cruzar la ancestral acequia de regadío, privada de agua por muchos años por rivalidades comunales. Él mismo participó en una refriega con los de la comunidad de Condorcocha. Hubieron heridos graves: piedras, garrotazos y lampazos se sumaron a los puños. Tras toda esta agitada existencia don Manuel veía acercarse su fin. Al llegar al río, dejando el caballo al pie de un sauco, se lavó la cara, se echó agua a los cabellos desgreñados, los aplastó con el sombrero y, secándose con una de las puntas del poncho, subió hacia el patio de la escuela, donde retumbaban los golpes de martillo de don Pablo “el cajamarquino”. —¡Don Pablo! —lo llamó, ingresando al taller con humildad. —¡Hola, don Manuel! ¿Qué vientos lo traen por aquí tan temprano? —preguntó el carpintero sin soltar el martillo. —Mire don Pablo... he pensado... claro... la vida se acaba... usté me comprende... Me falta poco... no quiero que me entierren como a todos, envuelto en una manta para comer la tierra boca arriba... yo tengo unas tablas para que me haga... 95

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—¿Un cajón?— rió el carpintero. —Eso mismo... ¡un cajón! He hecho tablear un aliso y quisiera saber si usté puede hacérmelo... —¡Claro que puedo don Manuel, pero usté está fuerte aún y, mientras tenga salú el cuerpo, salú tiene la esperanza!... ¡Usté tiene para enterrarnos!... —¡No don Pablo, cada uno se conoce, y yo creo que estoy borrando mis pasos! ¡La Santusa también me ha visto donde yo no estuve! ¡Ya ve usté, el fin se acerca y no quiero que mis hijos se molesten por mí!... El viejo se quedó absorto. Pensaba en los humildes entierros de la comunidad, donde las gentes ahítas de trago y con la boca llena de coca, se movían tras los cortejos con el muerto sobre la parihuela, envuelto con una manta y amarrado con unas sogas de cabuya. —¡Entonces confío en usté don Pablo! —agregó el anciano. —De acuerdo don Manuel, tráigame las tablas y asunto hecho. *** Con los días van los meses, pero don Manuel “está lo mismo”: monta a caballo sin ayuda de nadie. Distingue bien el camino. Bebe sus tragos en las fiestas. Su mirada de piedra infunde respeto. Don Manuel tiene para largo, en tanto que don Pablo las tiene cortas dando los últimos toques al deseado cajón. Una vez concluido, respetuosamente lo paró en uno de los rincones del taller, semejando una tremenda boca abierta, esperando su ración. *** Como otras mañanas, don Manuel ingresó al taller portando bajo el poncho un atadito de quesos, maíz tostado y papas sancochadas, aún calentitas. —Es para usté don Pablo —habló el viejo, a la vez que le entregaba el envoltorio.

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—Gracias don Manuel... como ve, ya está la “casa”... tan sólo falta el inquilino... —Dirá usté el dueño, don Pablo... ¡pronto, pronto será! —lo que dijo con cierta sonrisa de resignada conformidad, no sin dejar escapar un hondo suspiro. Como otras veces se alejó al trote. —El viejo está fuerte —se dijo el carpintero. Pero no bien se internó en el taller, cuando se presentó un comunero con los ojos enrojecidos por la mala noche y un fácil fluir de lágrimas. —¡Don Pablo!... —lo llamó desde la puerta, asomando la cabeza. —¿Que hay? —respondió el carpintero, volviendo la cara—. ¡Entra Aquilino! ¿Qué pasa?... —¡Mi mujer ha muerto con un ataque!... ¡Sé que tiene usté un cajón... véndamelo!... —No puedo Aquilino, no es mío, es un encargo... es de don Manuel... acaba de irse... —Sí, lo he visto, pero el viejo está más fuerte que todos nosotros. ¡Me comprometo a traerle madera para que le haga uno nuevo!... Como el carpintero se quedara pensativo, agregó: —¡Se lo pago bien, porque quiero hacerle un buen entierro a mi mujer!... —Después de todo, puedo servirlos a los dos... Le explicaré el caso a don Manuel... No creo que se resienta —pensó. Volviendo al viudo le dijo: —Bien, pero me traes la madera mañana mismo... —¡Se lo prometo don Pablo! *** Al día siguiente, por las faldas del cerro avanzaba el dolorido cortejo de Aquilino. Algunas personas vestían de negro. Los hombres con sus ponchos caobas. Las mozas y señoras con rebozos multicolores. Se dirigían al cementerio, sin apresuramiento alguno. Delante iba el cajón. Cuatro hombres lo llevan cuidadosamente sobre sus hombros como si trataran 97

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de no despertar a la difunta. Pese a todo, los familiares iban orgullosos. El entierro en cajón era excepcional, pero estando cerca del río sucedió lo inesperado. A la carrera, cuatro hombres se acercaron gritando desaforadamente: —Suyaychic, suyaychic... Todos los del sepelio volvieron la cara. —Son los hijos de don Manuel ¿a qué vendrán? —se preguntaron. —¡Ese cajón es nuestro! ¡Venimos por él! —exclamaron al llegar. —¡Pero si lo he comprado! —exclamó el viudo. —¡Nada! ¡Lo mandó a construir nuestro padre! ¡El acaba de morir, por tanto ese cajón vuelve con nosotros! —¡No lo daré! —porfió Aquilino. —¡Ya veremos! —acto seguido los intrusos se abalanzaron sobre el cajón, del que saltó la tapa al primer golpe. Una vez en el suelo, los Auquis embrocaron la caja para botar el cadáver. Tal rapidez hubo en el ataque que los deudos y acompañantes se quedaron perplejos, pero cuando volvieron la cabeza se quedaron estupefactos. La Estefa, es decir, la difunta, se había sentado, cadavérica aún, dio la impresión de despertar de un profundo sueño. Todos comenzaron a retroceder, algunos se santiguaron. De pronto la mujer habló: —Aquilino, ¿por qué estoy aquí? ¡Llévame a casa...! —¡Estefa!, ¿no estás muerta?... —No Aquilino. He dormido nada más. Dame agüita... —Aquilino saltó al río de donde volvió con un sombrero lleno de agua. Luego de beber unos sorbos la Estefa se limpió la boca con el dorso de la mano. Entretanto las gentes desaparecieron, dejando a la Estefa rodeada de sus hijos y de sus familiares. Indudablemente que el día estaba para sorpresas y de las más raras. Cuando la abuela, madre de Estefa, supo la noticia casi muere de un desmayo. Por lo que respecta al carpintero, no quedó menos sorprendido. Aquella mañana, sin presentirlo, fue abordado por los hijos de don Manuel, quienes le solicitaron el cajón. —Sí, don Pablo, acaba de morir nuestro padre... —¿Cómo? ¡No puede ser, si ayer estuvo bien! 98

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—¡Pues está muerto... y no hay más!... ¡entréguenos el cajón! —¡Vean!... —y don Pablo, lleno de confusión, les contó lo sucedido con Aquilino —¡Miren, por allá bajan al cementerio! Los cuatro hombres, sin esperar más detalles, terciándose los ponchos resueltamente se dirigieron a interceptar el cortejo con los resultados conocidos. Agitados subían el cerro llevando el cajón. Tras un recodo se hallaba la casa. Muchas gentes se encontraban allí dando el pésame. —¡Ya vienen! —exclamaron. Todos salieron al encuentro de los hijos, que sudorosos llegaban con el cajón a cuestas. En el corredor yacía don Manuel, bien estirado sobre un poncho, sin zapatos, con sandalias y medias nuevas. Sus nueras, hijos, nietos y sobrinos lloraban por los rincones de la casa o apoyados a las paredes del corral contiguo, donde el viejo caballo del difunto se limitaba a mover las orejas, de vez en cuando, como sacudiendo alguna impertinencia. —¡Tuvimos que quitarles el cajón a los Tineo!... ¡Lo pondremos de una vez!... ¡Traigan el cajón!. .. —¿Pero, qué sucede en esta casa? —una voz gruesa salida del corredor les heló la sangre a todos. Lentamente voltearon la cara. ¿Pero, era cierto lo que miraban? Don Manuel se hallaba sentado con un gesto de cansancio. —Seguramente creyeron que había muerto... Felizmente ya pasó... —la débil sonrisa que asomó a sus labios, alejó todo lo siniestro que imaginaron en ese instante. —¡Taita! —exclamó su hija Emilia. Convencidos de que no soñaban, ni que se trataba de una alma de la otra vida, lo acomodaron sobre unos cueros, luego festejaron su retorno a la vida con buenos tragos. Nada sabían de la Estefa, a excepción de que estaba muerta y, a esa hora, dentro de una fosa, comiendo tierra. *** Transcurridos tres días de tan raros sucesos, un nuevo cortejo iba al cementerio. Cuatro hombres conducían el mismo cajón fatídico. Muchas 99

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gentes iban tras el difunto. Aquilino y su mujer también lo acompañaban. Don Manuel tras ellos, montado en su jamelgo. —¿A quién llevan? —preguntó un comunero recién llegado del hato. —¡A don Pablo el carpintero! —le respondieron. —¡Murió repentinamente, el pobre!...

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Edmundo de los Ríos Arequipa, 1944-2008. A los 24 años escribió la novela Los juegos verdaderos, que fue finalista en el premio Casa de las Américas. Se convirtió en una promesa, pero no volvió a publicar ningún libro. Su última novela, Los locos caballos colorados, sigue inédita. Publicamos un excelente cuento suyo y un fragmento de su primera novela.

las cosas que se dicen en cualquier parte —

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ue no dije nada, dije. “Cómo que no dijo nada”, resopló y sus ojos, que no eran de loco, parecieron asombrarse de mis ojos, mientras yo no podía explicar y balbucí: “Pero qué dije... si yo...” —Y así comenzó. A duras penas logré trepar al tranvía, y luego, codazo adelante, codazo atrás, llegué al lado del hombre rechoncho que impedía cualquier posibilidad de avanzar. Era muy poco lo que el tranvía adelantaba por el tráfico aglutinado; de pronto se zarandeaba todo el carro y de un tirón se deslizaba sobre los rieles cuatro o cinco metros. Yo esperaba que al terminar esta estrecha calle, el tranvía agarrara velocidad por la Antiquilla y ya no habría nadie que lo parara hasta Yanahuara. Mientras, era casi imposible respirar por el calor y la apretura. El hombre bajo y extremadamente gordo que me impidió a mitad del tranvía avanzar un poco más, suda tranquilamente, como complacido, y lee y relee el anuncio pegado encima de la ventanilla que recomienda un efectivísimo dentífrico, y mira disimuladamente las piernas de la que suda sentada a mi lado, con el maquillaje ya indefinido y agrietado por canales de sudor. El verano, época de verano, cuando a la salida de la oficina algo se pega en el cuerpo, y el aire caliente y pesado atolondra un poco, y no se piensa en más que tomar un tranvía no muy lleno. Por la tarde no tendría trabajo, y ya no habría hasta el lunes las prisas de los omnibuses ni de los tranvías ni las llegadas tarde o llegadas justo a tiempo a la oficina. Fue exactamente

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cuando me pasaba el pañuelo por la frente. Entonces oigo: “Diga lo que dijo”. Es el hombre rechoncho y lúbrico que agita los labios mostrando dientes carcomidos. Lo miro, y sí, es él quién habla y repite: “Diga lo que dijo, no se haga, ¿qué dijo?”. No podía decirle a nadie más lo que estaba diciendo: era a mí a quien interrogaba y queriendo no extrañarme mucho le dije: “Qué quiere que le diga si no dije nada”; pero él seguía en sus trece, bien metida en su cabeza la terquedad de que yo dijera lo que dije sin entender que yo no dije nada. Para remate un señor de anteojos y de sonriente mirada, con aire de inmensa bondad, que interrumpió la lectura de su periódico, me dice: “No tema, amigo, diga lo que dijo para que así crean que no dijo lo que dijo”. Pronuncié “¡Qué!, ¿qué dije yo? si… yo...” Me interrumpió el señor de sonriente mirada: “No, no, no tiene que negarse, diga lo que dijo”. Y el que primero dijo que dijera lo que dije (que no dije) le dice al que dijo que dijera lo que dije para que así no creyeran que dije lo que dije (que no dije), con voz que no permitirá ninguna actitud de clemencia: “Usted no se meta, mi querido metecuchara, que él no es mudo para no decir lo que dijo”. Pero el otro, sin desprenderse de su mirada sonriente, hace como que no escucha al que le ha nombrado por querido metecuchara, y me dice: “Ahora yo lo defiendo, limítese a decir lo que dijo y ambos responderemos”. Yo, entonces, le digo a mi voluntario defensor: “Pero escuche usted, yo no dije nada”. Y una vieja, y las viejas, según dicen, casi siempre tienen razón y hasta la última palabra, alzó su desportillada voz desde mi espalda para decir gritando: “Diga de una vez y no haga entuertos”. Volteo, suplicante: “Señora...” , pero la anciana con unas chinchillas descosidas en el cuello y recuperada del primer grito que vació sus pulmones, ataca, furibunda: “Nada, qué señora ni niño muerto; diga y se acabó”. Fue fulminante, y hasta los pellejos de las chinchillas se agitaron en su cuello transparente. “¡Que diga!, ¡que diga!, ¡que diga!”, gritan enardecidos y jubilosos todos los pasajeros que ocupan las dos terceras partes del tranvía, y muchos levantan los brazos y con índices me señalaban por encima de las cabezas. Sin fuerzas, la cabeza dándome miles de vueltas miro al de sonriente mirada y ofrecido defensor mío y que en un principio dijo que dijera lo que dije para que así creyeran que no dije lo que dije (que no dije.), y le pregunto como si él pudiera tener una solución para todo esto: “¿Qué hago?”. Y él, que entre tanto parece haber perdido la sonrisa de la mirada, me contesta: “Diga lo que dijo, nada más”. Lo miro a través de sus anteojos empañados por el sudor, y digo: “Pero si…”’, no continúo porque no sé cómo decir que no dije nada y porque una vocecilla que al final es un estruendo me increpa: “No venga con escapatorias y mentiritas que no estamos para 102

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domingo siete, diga lo que dijo, diga de una vez sin tanto retruécano”; sus últimas palabras han sido gritos con ráfagas de saliva y el esfuerzo ha dejado al pequeño hombrecillo que carga paquetes en los brazos con el rostro colorado y con la lengua como atorada en el cogote. Miro al hombrecito de rostro congestionado y cada vez más rojo: “¿Qué dijo?”, le pregunto, pero él, a pesar de su rostro que comienza a amoratarse por la furia, grita nuevamente: “Que diga de una vez lo que dijo”. “¿Y qué dije?”, pregunto queriendo tranquilizarme y pensando que debo mostrar que no me altero. “Para tontos hay más de cuarenta mil y medio, y sin más tonterillas, usted tiene que decir lo que dijo, llana y simplemente”. “Vaya, que ahora no quiere decir lo que dijo”, dice la mujer a quien el hombre rechoncho que me impidió el paso a mitad del tranvía le miraba las piernas y que tenía el maquillaje agrietado por canales de sudor y que en este momento es ya una masa informe y multicolor que chorrea por su cara pálida. “¿Qué pasa?”, preguntó a voz en cuello el conductor del tranvía y muchos escucharon su voz en tono de autoridad, dada su calidad de conductor. “Que uno no quiere decir lo que dijo”, contestaron tres a coro. Contra lo que pudo haberse esperado el conductor se golpeó la frente con la palma de la mano y sin voz en cuello exclamó: “¡Qué tal vaina!” Agregó: “Que diga lo que dijo porque si no, no sigo”. Yo quise gritar pero mi voz apenas era audible y nadie quería escucharme. “Qué puedo decir si no dije nada, es la verdad”. Para este momento la gente que iba por la calle se detuvo y por las ventanillas preguntaban primero “¿Qué ocurre, ah?”, y luego querían más detalles, y más minuciosos, sobre lo ocurrido. “Que uno no quiere decir lo que dijo”, contestaban solícitos los que iban sentados en el tranvía y cuya posición hacía fácil la comunicación con la gente de la calle. Los peatones respondían indistintamente, sabiendo que el problema estaba en buenas manos, y después de escuchar las palabras terminantes del conductor, exclamaban: “¡Qué barbaridad!”, o, como una señora que concluyó: “Si se ve cada cosa en este mundo... ¡qué diga! No lo dejen con su capricho”. Al parecer, al fondo del tranvía la cosa adquiría caracteres que bien pueden ser calificados como de color de hormiga. Y los gritos fueron continuos: “¡Qué diga, qué diga!”, pedían los del fondo y los de adelante también. Yo traté de que ahora sí me escucharan: “Miren ustedes”, decía yo secando mi sudor y de paso el rostro perlado de una mujer negra que sudaba a chorros en el lugar donde antes había estado la vieja que gritó 103

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como endemoniada, y seguí diciendo: “Yo ni siquiera dije a”. “Cómo que ni siquiera dijo...a”, gritó enérgicamente el conductor, “si yo mismo lo escuché con todititas sus letras”. La negra, fastidiada por mi supuesta terquedad, me había arrebatado el pañuelo y secaba entre sus senos voluminosos por donde el sudor agarró cauce. Afuera, rodeando el tranvía, la gente seguía amontonándose y los que recién llegaban preguntaban: “¿Qué ocurre?”, y los de más adelante y más cerca del tranvía y que todavía no se enteraban cabalmente, preguntaban a los que preguntaron por primera vez “qué ocurre” y que permanecían inamovibles inmediatamente frente a las ventanillas del tranvía, y ellos contestaban a los que todavía no se enteraban cabalmente: “Uno que no quiere decir lo que dijo”, y éstos gritaban a los que recién llegaban y querían ponerse al tanto de la situación: “Uno que dijo micho y que no quiere repetir lo que dijo”; y todos protestaban en cero gritaban: “Que diga ese uno lo que dijo”. A mi lado el que dijo que dijera lo que dije porque él iba a defenderse, me decía: “Sí, diga de una vez antes de que me caliente y no lo defienda como se debe”. Era el colmo; hubiera querido decirle que se fuera al carajo, pero sólo atiné a decir: “Usted está loco”, y dije además: “Yo me bajo”. “¿Qué dice?”, preguntaban los de la calle; “que se baja”, contestaban los del tranvía, y los de más atrás “¿qué dice?”, y los que anteriormente preguntaron “¿qué dice?” y que ya se enteraron aunque no cabalmente dicen a gritos: “Que se baja porque no quiere decir lo que dijo”. Yo repetía: “Yo no dije nada, me bajo”. Hubo una risa y el conductor comenzó a decir: “No, no, no, de ningún modo, mi amigo, si hasta me hace reír, mire”. Luego sin reír dijo “ja, ja, ja”, como si ja, ja, ja; significara que se reía: “Usted que se ha creído, que se dice y todo queda como si nada, no, no, no, mire, estoy riendo” y otra vez su voz simulando risa “ja, ja, ja”. El conductor estaba frente a mí y muy seguro de que no me bajaría aunque quisiera bajarme; entonces le dije: “Yo no dije nada, yo estoy solo, no dije nada porque no tenía a nadie a quien decirle algo, ¿no comprenden?, comprendan, por favor”. Era imposible. Dos o tres pasajeros me dijeron uno tras otro que era demasiado tarde y el conductor recalcó: “Lo que ocurre es que tarde viene el arrepentimiento y ahora quiere sacar el cuerpo. Tarde, muy tarde”. “¿Cómo que tarde?”, dije. “Sí, demasiado tarde”, dijo la negra sin devolverme el pañuelo que se lo había anudado alrededor del cuello. “Aquí hay unos periodistas”, gritaron desde afuera, y otros preguntaban con redoblada insistencia “¿ya dijo lo que dijo?”; “todavía no”, contestaron los del tranvía.

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Finalmente un grito general y algunos aplausos y vivas que no alcanzaron resonancia dado el carácter inquisitorial del momento: “llegó la policía”. Escuché que ordenaban bajar al que no dice lo que dijo. Bajé del tranvía entre personas hostiles y agresivas y otras muchas que me observaban con lástima. “Ya es tiempo de saber lo que dijo”, profirió uno de los policías y probablemente jefe de la patrulla. Ante mí, los policías se limitaron a afirmar preguntando: “Así que se niega a decir lo que dijo ¿no?, ¿ah?”. Queriendo ser compasivo, agregó uno: “Eso será peor para usted”. Alguien gritó “subversión”, otro “atentado”, alguien más “vías de comunicación y lábaro patrio”. En tanto, los del tranvía que ya no se enteraban de lo que se hablaba en la calle, preguntaban: “¿ya dijo lo que dijo?”, y los de afuera contestaban: “se niega, es terco como una cabra verde, pero ya lo tiene la policía”. Ahora cierta certeza me confirmaba que todo se aclararía. Me dirigí a quien parecía el jefe de la patrulla, dije: “Mire usted, oficial, yo no dije nada y aunque quisiera decir lo que no dije no sé qué decir”. Era un imbécil; sonrió con sorna, agradado por que mi vida estaba como estaba en sus manos, y dijo con tono que expresa estás frito: “De nada le vale terquear, ceda... pero allá usted”, y con la mano hizo un ademán. “A la jefatura”, dijo un policía interpretando el además de su jefe, y a empellones, seguros ya de mi culpabilidad, me metieron al patrullero. Los del tranvía, cada vez más relegados, preguntaban: “¿Qué pasa ahora?”, y los de la calle preguntaban a los policías y sin muchas ganas respondían: “Es culpable, no quiere decir lo que dijo, va preso”, y los de la calle avisaban a los del tranvía “ya confesó, pero todavía no repite lo que dijo y que es lo más grave que se puede decir”. El patrullero partió. Y aquí me tienes. Por eso no pude llegar a tiempo para ir a la playa el domingo por la mañana, para casarnos el lunes como tú querías. Han sido diez años de cárcel pero te amo mucho más que aquel día. —No digas nada. Bésame.

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los halcones negros

L

os aviones de Efraín no son cosa simple. Ayer, por ejemplo, llegó al club con la cara hecha una pascua y un avión rojo en las manos. Era el trabajo de una semana —tuvo que sacrificar la excursión anual del colegio San Francisco al balneario de Yura—, y comenzó a explicar, con lujo de detalles, la clase de madera que utilizó: balsa, dijo, y la variedad de navajas clasificadas por largo y filo de la hoja, enumeró las instrumentos empleados, tales como desarmadores, formones, cuchillos —al referirse a los cuchillos mostró la herida cubierta por una curita que tenía en el dedo índice de la mano derecha—, siguió indicando la diversidad de lijas, cierras número uno, número dos y número tres, circulares y rectas; colas, gomas y cementos, calidad de la pintura y por qué del color rojo (“es de más fácil identificación”); ancho, grueso y largo de las alas que —él dice esto— favorecen la planeación y aprovechan al máximo el viento más leve en circunstancias extremas; fuselaje de líneas aerodinámicas de dócil maniobrabilidad; la hélice ajustada con un tornillo número uno y medio y una tuerca número uno y medio; una liga muy elástica y fuerte, de cincuenta centavos, atraviesa interiormente, desde la hélice hasta la cola, la armazón del avión. El diseño en parte es concepción original del propietario, y en parte, tal vez más de la parte, extraída de Mecánica Popular, número 125, en español. Se admiró su trabajo, y todos los Halcones Negros quisieron tocar, pesar, contemplar más de cerca el avión, Efraín sonreía ahora con cara de Nochebuena de un cuarto para las doce. El avión volaba de mano en mano, y César tenía que ser. El avión quedó con una de sus alas que favorecen la planeación rota antes de haber cortado, rauda, los límpidos cielos de Arequipa. Rota el ala con más pena que gloria. La reacción fue instantánea. Efraín gritó primeramente; después, ya sin orden, lloró, gritó, insultó, saltó. Quiso pegarle a César, algo que realmente no pedía hacer, gritó más y saltó de un lado a otro. Las pobres cajas que formaban el club estuvieron en peligro de irse por los suelos. Ahora está nuevamente con el avión rojo en las manos, y sin el menor deseo de que alguien lo toque. El ala rota parece que nunca se hubiera roto, César mira el avión como si también nunca hubiera roto ala alguna. El

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vuelo está programado, dentro de la serie de experimentación y factibilidad aérea, para las diez y media antes meridiano hora de Greenwich. Se comprueba la velocidad y dirección del viento: las condiciones atmosféricas son favorables. Aún no se ha dado a conocer la ruta que seguirá el aeroplano. Juntos todos, en cuclillas, forman un círculo. El sol arde sobre las casas, los automóviles y los árboles. El viejo cerezo del jardín de Carlos se destiñe: de repente se convierte en árbol amarillo. Los Halcones Negros conversan animadamente. El viento se lleva sus palabras y los despeina. Por el lado del malecón, el polvo forma un remolino; se desvanece sobre el río. Un par de nubes, muy blancas, corren lentamente por el azul, de este a oeste. Un gallinazo vuela muy alto y sólo es un punto negro: hasta ni es un gallinazo. Quién sabe si algún día nos separemos y ya no pueda ver, Diana, tus ojos, ni escuchar tus palabras. ¿Me olvidarás? Quién sabe si pronto otros amaneceres sean los que te despierten de otros sueños. Yo, Dianita, no tendré otro tú para amar y sufrir. Es la hora. Los Halcones Negros se han puesto de pie, y Efraín, seguido de Carlos y Gonzalo, se dispone a iniciar el vuelo. César tiene algunas obvias reservas y permanece alejado. Por el lado del Chachani unas nubes vienen rodando. Diez y media antes meridiano: El avión se eleva sin contratiempos, gira levemente a la derecha, sobre la casa de Elena, toma altura, retorna a la ruta inicial. Los Halcones Negros observan. Hay un sobresalto: el avión desciende hasta que el rojo es más rojo y alcanza otra vez altura. Los Halcones Negros, abajo, corren en dirección del avión. El avión enfila hacia 1a baranda del malecón, sigue hasta la otra orilla. ¿Qué estás haciendo a esta hora, amada amante amantísima, cuando la soledad duplica los recuerdos y me lleva hasta ti, para mirar tus ojos, para mirarme en tus ojos, para nacer miles de veces en tus ojos? ¡Diana, Diana, infancia está creciendo en mi memoria! El punto negro en el cielo, que hasta ni podía ser un gallinazo, vuela más bajo y es un gallinazo.

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El vuelo es irregular. El avión está sobre el río, en el centro del río, tiembla unos instantes, los Halcones Negros abren los ojos, el avión no ha sido diseñado para usos fluviales, sigue en el aire, suspendido, tiembla más. Está detenido en pleno vuelo, balancea el ala derecha, y cae en picada.

Algo rojo se pierde entre las aguas.

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César Vega Herrera Arequipa (1936). Dramaturgo y narrador. Entre otros libros ha publicado: La noche de los Sprunkos (1974), Muerte del ángel (1968).

¿acaso somos choros? —

Q

ue vacío quedó todo, patita. Nos han fregado. Esto nos pasa por meternos a jugar como grandes. —¿Te das cuenta? Estamos sin medio. Ni un cobre. Y nosotros que pensábamos sacar para el día. Esos son unos vivos, se pasan de vivos. —Con ésta gana, con ésta pierde, levante usted, levante pues. ¿No ve usted, señor? ¡Ganaba! ¿Por qué no jugó, ah? ¡Con ésta gana, con ésta pierde! ¡Hagan juego señores! Tú me dijiste. —A lo mejor ganamos para el cine, dan una buena de karatecas. A lo mejor ganamos también para los sánguches, con su coca y su chicle. Y quizá alcanza para un pato Donald, lo leemos sobre el pucho y ahí nomás lo revendemos. Yo te dije. —Patita, ¿cuánto tienes? —Un sol con noventa cobres. —¿Yo? Un sol cincuenta nomás, patita. Eran dos soles con cuarenta centavitos del alma. Nos miramos muy seriamente. Yo estaba medio animado. Tú dijiste. —Listo. Juguemos nuestro capital. Me entregaste tu plata. Vacilé, te dije. —Apuéstalo tú, Patita, tienes buena mano. —No, mejor tú, eres lechero, juega nomás, te doy mi confianza. No seas así, hombre, me decepcionas. —Bueno, pero no respondo. 109

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El tallador revienta en su flacura, se le salen las venas: ¡hagan juego señores! ¡con ésta gana, con ésta pierde! Se nota, a la legua, que es un hombre vivido. Sabe más que cualquiera, es medio mago. Maneja tres ases, dos negros y un rojo, los mueve, los remueve. Sus dedos de araña a cada rato cambian de lugar los naipes, qué veloz el puto. Y no para. Tremenda garganta: ¡usted triunfa si acierta el as rojo! Como chisguete le salta la saliva. La gente se apretuja, curiosa. Todavía nadie se avienta. El que menos quiere ver cómo les va a los primeros. —¡El as de corazón colorado, señores! El tallador es pura mano, puro ojo, levanta el as rojo, exclama casi con tristeza: ¿Nadie apostó? Nadie gana entonces. Y sigue tentando mejor que el diablo, hagan juego señores, con ésta gana y con ésta pierde, facilito, hagan juego que el mundo se acaba. Oculta y descubre las cartas mugrientas. Jamás se cansa ni se atraganta. Tapa y destapa los ases que ya parecen de tocuyo: con estos dos negros, feos, pierde, y los enseña humildemente. ¡Y con este chaposito, con este coloradito gana la plata! y lo eleva como una hostia. —La suerte se parece a la mujer, hay que buscarla cuando está en su momento, señores. Una pausa. Silencio en un pedazo del mercado. De pronto lanza un alarido, voltea las cartas. Otra pausa. Y francote, amiguero, enarbola el triunfo, repite extasiado: ¡Rojo para todo el mundo! Y sin tiempo para respirar, amoratado por la emoción, queda fijo, tieso como un santo, y poquito a poco, lleno de gracias como el Ave María, lento, casi hasta la desesperación, coge los ases, reza en otro idioma, distancia las cartas en todo el increíble espacio del banquito café. —¿Qué va hacer? —¿Será truco? —A ver, a ver. El tallador, a vista y paciencia del respetable, ha puesto as rojo al centro. Con aire de recién operado invita a depositar las apuestas. Sonríe el puto. —¿Manyas, Patita? Está botado pues. Los ases negros van a los lados, y el rojo, el ganancioso ¡está al medio! Tú me miraste como si yo estuviera en otro sitio. 110

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Pero conociéndote tanto como te conocía, añadí para darte tranquilidad. —O si desconfías, luquea bien, Pata. Mucho lente antes de apostar. Tú te rascaste la cabeza para no hablar. Tuve que decirte: ¿me aviento? ¡Aviéntate hombre! y me diste un palmazo que no respondí porque el tallador, cara no sé de qué, se volvió a preguntarme. —¿Cuánta plata tienes? —Un sol... —¡Hagg, aquí se apuesta de dos soles para arriba! Y haciéndome a un lado advirtió al respetable. —En el juego de la vida no hay límites, caballeros, cuatro, diez, veinte, ¡cincuenta soles! La caja aguantaba todo. La caja que en verdad era una caja donde estaba la plata cuidada por un secretario de nuestra edad y que después nos dijo que era su hijo, aguantaba apuestas igualitas que las del Hipódromo. Que tal palabreo, ¿no? —El tallador primero paga y después muere, señores —advertía orgulloso. —Te estoy consultando, Patita, ¿qué hacemos? ¿O lo arriesgamos de un solo cocacho? —Es nuestro único capital, ¿no? ¿Qué hacemos? —¿O nos vamos? La duda nos atormentaba. El tallador no cedía ni un segundo, no daba tregua carajo: con ésta gana, con ésta pierde. Entreveraba las cartas, hacía pases de brujo, hasta cambiaba de nariz: ¿dónde está el as rojo? ¡Hagan sus apuestas, señores! —Es la del centro —te soplé a la oreja— ¡apuéstale a la del centro, Patita! No te animaste, y rompiendo la indecisión otro se aventó: Aquí, diez soles a la del centro. El tallador moviéndose como culebra descubrió la carta: ¡Ganó el caballero, pago doble¡ ¡Pago veinte soles del alma!

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Cómo hondeaba los veinte mangos. Billetitos color camarón hervido, nuevos, sacados especialmente de La Caja. Cómo los entregaba cantando, feliz de perder en público. — ¿Ves Pata? Nosotros hubiéramos ganado. —Debí hacerte caso, perdona hermanito. Estábamos obligados a recibir empujones y codazos. Todo el mundo quería ver escabullirse al as rojo. Parecían pescuezos de gallo carioco, de pato desplumado. Los ojos saltaban. Y nosotros, los más niños, los más chatos, sudando de puntitas, aguantando los pisotones en nuestros pies de patacalas. Fuera menores de edad, amenazaban de vez en cuando, pero era una amenaza sólo por fregar. La esquina del mercado, la única timbera, sin guardia ni municipal, dejaba correr en paz la existencia. Tú me dijiste. —Ese tallador es una máquina, algo raro debe haber, ¿no? Los tranvías que venían de Yanahuara y la Antiquilla, que paraban a dejar y recoger pasajeros en la misma esquina de la timba a nada más que unos diez metros, me dieron una idea. Te dije: ¿Y qué tal si agarramos La Caja y volamos cuando aparezca el tranvía? No sé si no me oíste o si te hiciste el muy honrado o muy cojudo que es lo mismo, total que seguimos atrapados en el palabreo del juego y la esperanza. —Con el as rojo, rojo como la bandera, rojo amor, rojo como la sangre derramada, ¡se lleva uste la platita! ¡Hagan juego señores! ¡Hasta los ciegos ganan con el rojo! Había empezado a correr la plata. Los que estuvieron esperando que otros se aventaran primero, fueron los que arrancaron los fuegos. El que menos se mandaba. Misios y tacaños rebuscaban los bolsillos. Y entre todos, dos, dos bien lecheros, suertudos, dos papones le ganaban tupido al tallador: treinta, cuarenta, ¡cincuenta soles por jugada! La Caja resistía. —¡El tallador primero paga y después muere, caballeros! Cómo son las cosas. Inocentones éramos, Patita. Cuándo mierda íbamos a ganar si los dos gananciosos del respetable eran ganchos del tallador. Y pensar que fui yo el que se aventó. Puse el montoncito de nuestra plata, nuestra mosca, nuestro capital. 112

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—Aquí, dos soles cuarenta a la del centro. La cuestión fue más rápida que carrera de uno con un perro rabioso atrás. Ni alcanzamos a respirar. —Vamos Patita, nos jodieron. Mejor nos hubiéramos comprado plátanos con pan. —¿Cómo hizo para que las cartas se cambien? ¡Yo vi al as colorado, estaba en el centro del banquito! ¡Yo lo vi, hombre! —Yo también lo vi . . . Pero ahora nos vemos sin plata, peor que misios afligidos, Patita. Y más cólera nos daba que el tallador empezaba a botarnos diciendo que estorbábamos: Fuera mocosos, salpiquen, la timba es para hombres. Nos vamos, siempre estamos yéndonos. La voz no termina en la esquina del mercado: ¡hagan juego señores! La voz nos persigue, nos pesa, nos hace bajar la cabeza. Pero yo no me amilano así nomás porque sí. —¡A limpiar autos, o qué Patita! —¿Y si nos hubiéramos tirado La Caja, ah? Como perro rabioso quisiera morderme a mí mismo, agarrarlo a puñetazos, pero me acuerdo que mi mamá nos dijo: vayan nomás hijitos, y tú que eres el mayor ya sabes que debes cuidar a tu hermano que es más chiquito. —Sí pues, nos hubiéramos tirado La Caja, al vuelo subíamos al tranvía de Yanahuara o la Antiquilla, y ahora estaríamos felices. —¿Pero, acaso somos choros, acaso? Prefiero no mirarlo, mejor dicho prefiero no mirarme en esos ojos que se parecen tanto a los míos. —Tengo hambre, compadre, ¿y tú? —También, Patita. Caminamos alejándonos de este día salado. Caminamos de brazo. Pero veo que recién son las once, que falta mucho para que llegue la noche y podamos volver a casa. Seguimos caminando.

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Edmundo Motta Zamalloa Antropólogo y narrador. Tiene interesantes estudios sobre Arequipa: El astero de plata, El Agua, la Serpiente y la Candelaria de Arequipa, Castillos de Arequipa: un arte popular efímero, La vida de Chocomel. Con La sombra del gallo ganó el Primer Premio del Cuarto Concurso de Cuento de la Municipalidad distrital de Paucarpata, de 1994.

la sombra del gallo

E

l día que Ladislao Dongo vio, o creyó haber visto, el gallo del difunto Igidio López no sólo se marchitó el geranio en la única maceta que vivía en la casa del sargento Nemesio Castro, sino que esa misma noche tuvimos que vaciar abrigadas botellas de aguardiente en medio de los taquis que resentían al pobre Ladislao que ahora era sólo un cadáver. Quién lo hubiera pensado. Para comenzar, el hombre parecía sano y entero, y que se sepa jamás tuvo dolencia real alguna, como no sea un cólico o una tos cualquiera. Tampoco estaba viejo, las cuantas canas que pintaba le venían más por raza. Este muerto daba pena porque venía justamente en el cuerpo sano de un hombre todavía joven, casi un muchacho, como decía el centenario Demetrio Cóndor quien sonreía feliz de haber descubierto la manera de no morirse antes de cumplir los cien años y pasaba los días cavilando para ver si valía la pena revelar su secreto. Pero este muerto, señor, era una locura del destino que a veces fallaba al escrito y dejaba pasar errores que parecía un huayco con piedras y todo. No se crea tampoco que Ladislao Dongo se murió como quien se acuesta para dormir, ni que se cayó de su Corcovero mientras galopaba por un camino resbaladizo, ni que fue aplastado por una peña en Tomarenka como suele ocurrir cuando llueve; nada de eso habría sido admitido como cosa de la mala suerte. Por eso mismo era difícil aceptar que Ladislao tuviera que anochecer de esta manera, asfixiado mientras almorzaba nada menos que su plato favorito. Convertida de golpe en una viuda joven, Espírita sólo atinaba a mover la cabeza confundida y repetirse sin cansancio la única aflicción que nos hacía agachar la cabeza a todos, ¿por qué?... ¿por qué?... ¿por qué? Cuando le sobrevenía un momento de calma necesitaba agregar, 114

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quizás para ella misma, que Ladislao regresó tan hambriento como jamás lo había visto y muy preocupado porque al pasar por la vereda del Arco se había encontrado con el gallo del finado Igidio López y que luego se había sentado a almorzar como si ya tuviera por dentro una herida de muerte. Ella se asustó por el estado de ánimo del hombre y decidió doblarle la porción de lomo, privándose a sí misma, en la idea de que un buen plato era el mejor antídoto contra el sufrimiento. Y no se le había ocurrido entonces que esa solución, justamente la suya, podría asfixiarlo, pues el hombre haciendo un intermedio a su espíritu deprimido se mostraba gozoso, tal como ella había anticipado, y empezó a darle su descanso al arroz, a las papas, a la cebolla, al ají trozado y cuando había llegado a medio camino de los lomos se paralizó de súbito, dejó caer el tenedor, forzaba una tos y en seguida arqueó unos ojos que parecían de niño atemorizado. Y Espírita quiso desatorarlo golpeándolo en el pecho, ayudándolo a estirar por el mentón, descargando golpes más fuertes pero igualmente ineficaces en el cuello, la espalda, y cuando ya el hombre estaba cambiando de color ella cogió el cucharón de naranjo y en último y supremo esfuerzo lo descargó en la cerviz. Quizás logró desatorarlo, aunque tarde, porque el hombre, mientras caía, alcanzó a murmurar la palabra que en ese momento lo atormentaba más que la misma muerte:...el gallo...el ga...a...llo. Así es como el velorio de Ladislao Dongo se llenó de misterio, no tanto por su repentina muerte como por la visión del gallo que había tenido momentos antes y que venía a confirmar una vez más aquello que podía pasar por mera coincidencia o una tontería. Ahora nadie dudaba, o por lo menos ya no estaba tan seguro como antes, de que la visión del gallo del difunto Igidio López anticipaba la muerte de su visionario. Todavía estaba caliente el cuerpo de Ladislao cuando ya todo el mundo imaginaba o hablaba o se atormentaba con el gallo, y el cadáver allí presente estaba mejor en el recuerdo que ante los ojos. Mucho más mortificado que todos, más incluso que Espírita, estaba el sargento retirado Nemesio Castro. Al comienzo se había impresionado y dolido junto con sus alguaciles por la muerte de su sobrino, pero una vez que supo que le había antecedido la visión del gallo no le quedaba duda de la relación que había entre el gallo del difunto Igidio López y la muerte de quien tuviera la mala suerte de encontrárselo. Y algo más grave terminó por apoderarse de su corazón; aquella visión se le venía acercando a través de sus visionarios. El primero que lo había visto y oído y muerto poco después de contarlo fue el arriero que pernoctó en su casa; el siguiente fue un amigo, profesor de la escuela, con quien alternaba unas copas de aguardiente en la 115

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cantina de Celso Ayquipa; después fue su compadre Pentecostés Cintero quien, dicho sea de paso, le encargó entre las postreras aguas del llanto al segundo de sus hijos, tullido de nacimiento; y ahora había llegado la hora a su sobrino, a un miembro de su familia. En resumen, ya le habían tocado la puerta. Los alguaciles se entendieron con la mirada pues sabían muy bien que cuando el sargento Nemesio Castro se volvía pensativo era porque empezaba a taladrarle el cerebro aquel asunto del gallo, y cuando esto ocurría tenían que estar junto a él como un par de muletas, pues el hombre se había lastimado la pierna a causa de una caída en Tomarenka. Habitualmente se ayudaba con su bastón, esto es si estaba de buen ánimo, pero si se encontraba como ahora, atormentado por el gallo, los alguaciles tenían que prestarse como muletas incluso para ir simplemente a la plaza a mirar cuando amansaban un chúcaro. Nemesio Castro no necesitaba pedírselos porque ellos aparecían espontáneamente cuando los necesitaba, que en eso consistía la lealtad con que ambos atendían a su amo desde los tiempos que él era sargento en actividad y ellos los custodios inflexibles de la carceleta; y ahora, saliéndose del servicio junto con el sargento, su sargento, continuaban a su lado cultivando aquella perruna lealtad dedicados a los cultivos de la finca. Ambos le servían mejor que el bastón con punta de metal, sabían exactamente por qué sendero llevarlo, detenerse donde precisamente dictaba el deseo del hombre, detenerse donde suponía que agradaba más a su fatiga, como si fueran las piernas naturales del sargento. Así es como siguieron el cortejo desde unos pasos, ni tan cerca que podía acentuar los dolores de la pierna, ni tan lejos que parecieran más bien curiosos del dolor ajeno. Iban cabizbajos tras el coro de mujeres cantoras y delante de los dobles de bronce que se juntaban a los vientos tristes del funeral en esa pendiente que pasa por la tierra negra de Piscobamba, que no sabemos si es negra porque en esa parte lloró Cristo la noche que mataron a Igidio López o porque en esa parte suelen caer los relámpagos. Ese fue un paso temido pero obligado, y hasta el mismo sargento hubiera preferido evitarlo de no ser porque a los lados crecían largas y espinosas hojas de maguey que entrelazadas formaban un cerco. No quedaba más remedio que atravesarlo y enredarse los pies en la tierra negra. Para Nemesio Castro fue una tortura pisar esa tierra que todos sabían desde cuándo era negra, ir a ese cementerio tras los últimos muertos que eran justamente por las visiones del gallo, ver la tumba de Igidio López en la entrada misma del cementerio, todo 116

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eso que debió pesar aún más en los hombros de los alguaciles. Enseguida retornaban imaginando que andaban por otro camino. Cuando lo soltaron en la puerta de casa, el sargento Nemesio Castro se sintió más aliviado, sin duda, que no necesitó más que el apoyo de su bastón. Pesaba menos su cojera y sentía la cabeza menos atosigada por la presencia misteriosa de Igidio López y su gallo. Su mujer le ayudó con las botas y lo dejó con el ungüento sabiendo que eso no le servía de gran cosa, pues estaba mejor convencida que nadie que esa cojera no venía del cuerpo ni siquiera del alma sino de aquello que uno hace con los demás o lo que los demás hacen con uno. Tenía razones demás que no necesitaba siquiera comentarios con su marido para estar segura que todo esto venía solamente de la falta de lealtad al juramento que ambos tuvieron, aunque cada uno por motivos separados. Al medio de todo estaba Igidio López ardiendo como una candela viva, y su gallo muerto o vivo, pero negro. ****** Igidio López vivía de cortar los árboles, eso lo sabían todos. Y también que llegaba hasta los pueblos más apartados arreando una punta de mulas cargados con tercios de queñual, que arden como ceras. El hombre se internaba hasta los bosques más profundos y por la tarde asomaba al camino con los preciados tercios de leño. Después ocurrió algo insólito. Un atardecer fue obligado a caminar con las manos amarradas atrás y los golpes de bayoneta y los puntapiés con que el sargento Nemesio Castro lo hizo pasear por las calles antes de encerrarlo en el calabozo, diciendo que lo tenía bien merecido por haberla forzado a su mujer en el río. ¿Será cierto? ¿Un hombre como Igidio? Puede que sea, decían quienes estaban considerando que el sargento Nemesio Castro no era loco ni se estaba volviendo; pero también que Igidio López no era un salteador de mujeres, ni casadas ni solteras, aunque todos le reconocían su orgullo, ¿no era acaso el que ponía fuego a las fiestas? ¡Ah, pues, claro!, decían otros y acabaron por justificarlo, porque si bien Igidio López forzó a la mujer del sargento de quien decían también que era ardiente como una abeja y que no le importaba tirarse al suelo con cualquiera, lo hizo, si es que lo hizo, por cobrarse el honor de la familia y devolverle la falta al sargento en la 117

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misma forma, tal cual le había confiado entre mocos y lágrimas su prima Eulalia, que Dios la ampare. Todos se olvidaron de la Eulalia porque al fin se murió carbonizada por el rayo. Y todavía el sargento se atrevió entre copas a decir que si no hubiera sido por él, la pobrecita se habría ido de este valle de lágrimas sin saber qué cosa era realmente la felicidad. Eso fue como otra puñalada para Igidio López que estaba a un costado del sargento, oyéndolo hasta en su respiración, y entonces fue que se juró a sí mismo vengar a su prima de los dos agravios que le había hecho ese miserable cerdo humano; el primero estando ella en vida, y este otro que acababa de cometerlo, estando ya muerta, a quien la seguía violando el sargento tanto como hizo con su cuerpo. Entonces no había cerrado los ojos hasta el momento de definir, dicen que hasta finalizar la madrugada del segundo día, que esta clase de ofensas se pagaban de la misma manera, o no había nada. Y esperó un medio día. Paciente como era se deslizó hacia el río cuyas aguas refrescaban los viernes el cuerpo caliente de la mujer del sargento. Cuando la vio aparecer de la sombra, envuelta con la bata floreada mientras hundía las pantorrillas en la corriente de agua, Igidio López se abrió paso con el machete, sin importarle que desde otra sombra miraba y dormitaba el hijo de Ladislao Dongo. El sargento quiso degollarlo al principio, pero después cambió de idea y se dijo que dependiendo de la vida y las faltas que cometió el hombre, el camino a la tumba no estaba como de la plaza a Piscobamba, sino que partiendo del mismo punto, es decir la plaza, o la torre, o la cárcel, podía tardar en llegar a Piscobamba días, meses, años; ni que era cuestión de demorar como hace el cuerpo cuando está enfermo, sino de andar efectivamente por un camino pedregoso, sembrado de espinos y de animales ponzoñosos, y llevando por ese camino el corazón atravesado por un machete, y no caer a mitad de camino, sino llegar hasta el final, donde el camino después de culebrear por el mundo desemboque en un hueco negro que es como debe ser la muerte. No tardó mucho tiempo Igidio López en recorrer el camino que le había trazado el sargento Nemesio Castro; pero lo hizo sin quejarse ni arrepentirse de nada. —Yo estoy muerto desde que entré al calabozo— me dijo un día mientras cogía el gallo negro que ocultaba debajo del poyo de tierra. Me quedé pensativo observando a ese hombre ya esquelético que tosía todo el tiempo como si tuviera los pulmones perforados, que su rostro estaba cubierto de moretones y costras de sangre por donde se lo mirase, 118

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y sin embargo sus ojos brillaban con una extraña luz cuando acariciaba a su gallo. —Él hará su parte después— sonrió sin dientes, que se la habían molido a patadas. Cuando llegaba de fuera algún ruido, de pasos que se acercaban, soltaba el gallo y este buscaba meterse bajo la sombra del poyo, el que sólo parecía de un tono más negro que el resto de la celda, hasta que el ruido se alejaba otra vez, entonces volvía el gallo a mover la cresta roja como una candela en las manos de Igidio López. Yo estaba muy impresionado y la verdad es que no podía entender por qué el gallo estaba preso junto a su amo, si bien me contó que se lo había llevado oculto bajo su pollera la madre de Eulalia afanosa de saber para qué lo quería vivo, si acaso para beber su sangre calientita o rociarla sobre sus heridas, que si fuera para comer bien podría llevársela hervida o braseada, pero se lo llevó vivito con el pico amarrado nada más para cumplir con su voluntad. Lo supe en la noche, cuando a Igidio López fueron a sacudirle el sueño los dos alguaciles del calabozo. Lo ponían contra la pared del patio, las manos levantadas y pegadas contra el muro y entonces entraba aquella silueta inconfundible del sargento que le daba de puntapiés en las testes hasta que se le rendían las fuerzas; en aquel momento el gallo cantaba y su canto se dejaba escuchar desde el otro extremo del pueblo, y creyendo que ya estaba por amanecer los alguaciles lo devolvían a su celda. El gallo lo salvaba de una golpiza todavía más fuerte, aunque la verdad es que lo único que hacía era prolongarle la agonía. —Lo único que te pido Hilario, es qué me lo veas de vez en cuando— me dijo otro día, cuando aún podía hablar. Pero esa noche Igidio López ya estaba medio muerto, de modo que bastó que lo pusieran contra la pared para que se cayera sin aliento. Amaneció muerto en su casa por comerse las papas crudas, como hizo creer el sargento al pueblo. El resto lo saben todos. De la casa de Igidio López al cementerio sólo hay un paso y por mucho que hacía niebla todavía quedaba en el aire los pocos hombres que lo acompañaron. El gallo, recuerdo, subió sobre la poca leña que había en el patio y que miraba desde allí el fondo brumoso del cementerio con una tristeza que le sobraba en el círculo chiquito de sus ojos.

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Aparentemente todo se había terminado y que de Igidio López sólo quedaban esos árboles que se vinieron cayendo de puro secos y añosos como homenaje al leñador. De no ser por el gallo que trepaba a la media noche con su canto lleno de frío y días después se dejara ver y oír por quienes se fueron camino de Piscobamba, ya más negro que antes. Descreído como él solo, el sargento Nemesio Castro trató de ignorantes a los que acababan de cerrar los ojos después de haber tenido aquella visión del gallo. Convencido de que Igidio López le seguía jugando desde la muerte, pero a través de otros Igidio que andaban vivos en este mundo, cogió su pistola dispuesto a matar al gallo y a quienes se escondían detrás del animalejo cantarín. Atravesó la plaza un rojo de crepúsculo y rodó por la pendiente regando los disparos como un inclemente endemoniado. La casa de Igidio López estaba abierta y vacía, y los disparos la volvieron aún más muda. Sus ecos rebotaban en las rocas de Tomarenka y atravesaban el largo de la quebrada como otro río de truenos encima del callado Millo. Pájaros e insectos enmudecieron. El sargento escuchó los ecos uno seguido de otro. Se llenó del fresco los pulmones y el aire sólo arrastraba otro eco, eco, y otra vez nada. Después se emborrachó en la cantina de Celso Ayquipa. Hizo creer que había matado al gallo del difunto Igidio López, que ya no tuvieran miedo pumanchinos. Yo sabía que el gallo no estaba muerto y fui a la casa del difunto para confirmarlo. Como la vez del enterramiento lo encontré plantado sobre los troncos que habían recibido los balazos del sargento. Sin ponerse nervioso miraba las profundidades del cementerio. Lo sujeté en la talega y lo traje a mi casa. Aquí estuvo amarrado algún tiempo comiendo de mi mano el maíz que le convidaba. Sólo cantó dos veces; cuando les tocó cerrar los ojos a Pentecostés Cintera, y este último de Ladislao Dongo. No sabría decir si saltó el muro de cocina para dejarse ver por los difuntos. Yo tenía que mirarlo cada día porque cada día tenía que llevarle maíz. Lo único extraño es que con los días este gallo se parecía menos al gallo de la celda que conocí. Sus ojos eran de gallo, pero su mirada parecía de humano. Eso pues dura apenas un tiempo. La sangre se me fue llenando de negros presentimientos y entonces mi mano encontró el cuchillo. Esperé la noche fortalecido con unos tragos y cuando estaba por hacerlo, entonces, sentí en la espalda la fuerza de aire que me hizo voltear.

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Ahí estaba Igidio López sentado sobre la tapia mirando con odio mi mano. —Está bien, Igidio. Eso quería él, que dejara libre a su gallo. Escondí el cuchillo y vi que el gallo se iba en dirección de la casa del sargento Nemesio Castro. Enseguida se oyó aquel canto estentóreo como si el trueno hubiera reventado en el campanario. Salí a dar un paseo por la plaza, pues cuando hay un velorio en el pueblo me resulta difícil conciliar el sueño. Un candil alumbraba la pequeña puerta de la sacristía por donde sacaban el estandarte de terciopelo negro y los candelabros de plata. Supe para quien eran esos servicios. Como manda el deber, ya no para con los hombres, sino con el destino, entré a beber un par de copas de coñac donde Celso Ayquipa y pedí otra botella completa para llevársela al velorio del sargento Nemesio Castro. Manos nerviosas apuraban las campanas, pasos sigilosos y contritos abandonaban sus casas. Al fondo de la acera los candiles mostraban el lugar del velorio. Uno de los alguaciles se encargaba de vigilar el fuego. Otro que posiblemente había salido a explorar los alrededores de la casa se acercaba presuroso sosteniendo en la mano un cuerpo oscuro que acababa de encontrar. —Estaba pegado al muro, es un gallo negro A pesar de su turbación lo levantó por las patas y lo exhibió a la luz del candil.

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Willard Díaz Cobarrubias Arequipa, 1944. Editor de muchas revistas y Suplementos culturales como: Botella de náufrago, Isla de Jonás, Garabato, Cadenza, Aguijón, La casa de Rolo, La letra con sangre, Lazarillo, Lagartija, Averrante, Apóstrofe. Es profesor de literatura en la Universidad de San Agustín. Ha publicado el libro de cuentos Diario del retorno (2004) y Técnicas del cuento (2005).

taxi

N

ada me hubiera pasado si en vez de salir del centro por la Ayacucho seguía de frente un par de cuadras y agarraba la Prolongación Melgar, pero dije a esta hora me embotello ahí y no recojo un pasajero. De modo que bajé por la Ayacucho, crucé el puente y di unas vueltas por Umacollo. Hasta que vi a esos tres llamando taxi en la otra vía. Tuve que dar vuelta en U, lo cual me dio tiempo de observarlos un poquito mientras me arrimaba. Una chica de unos veinte, veintidós a lo mucho, con casaca y bluyín, buen cuerpo; un muchacho flaco, cara de gallinazo sonriente; y un hombre mayor que ellos, de unos treinta y cinco, un poco grueso. Se les veía como cualquiera. —Una carrera a Miguel Grau, cuánto —preguntó la chica cuando paré el carro. Ahora siempre que hay una mujer la mandan a ella. Bien monses. Le dije una cantidad alta, ella me pidió rebaja, llegamos a un acuerdo y subieron los tres al asiento trasero. Eso ya me puso levemente intranquilo. —A Miguel Grau, todavía. Serían las cinco de la tarde. El tránsito para cruzar el centro estaba un poco pesado, y como el carro avanzaba despacio pude oír lo que conversaban a mis espaldas. Hablaban los dos más jóvenes, bromeaban acerca del cuerpo de la chica; como que el larguirucho quería algo con ella. El otro las pasaba callado, parecía estar haciendo cuentas mentales o acordándose 122

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de algo; de vez en cuando chequeaba la calle o me miraba por el retrovisor. Mala onda desde el comienzo. —Ya carajo —oí que le dijo el tipo ese a la pareja. Y los chicos al toque se callaron. La muchacha, que iba al lado de la ventanilla, cruzó los brazos y se puso a mirar la calle sin perder su sonrisa. Íbamos saliendo de la ciudad y nos dirigíamos hacia esos Pueblos Jóvenes que cada día suben más por las faldas del Misti, llenos de serranos. Pasamos las últimas pistas de asfalto; a partir de Alto Porongoche, el camino fue pura tierra, con calles de afirmado que subían y bajaban entre unas casas a medio construir, otras pocas habitadas, y un montón de lotes vacíos entre la quebrada y el precipicio. Casi nadie caminaba por allí. Llegamos por fin al puentecito de Miguel Grau. Qué dirección buscamos —pregunté. —Siga nomás, yo le voy diciendo —el que habló fue el narigón. Ahí debí pararme, pero la mirada que me dio la chica desde el retrovisor me engañó de nuevo, se la veía una mocosa con su melena corta, un poco divertida, sin miedo ni malas intenciones. Seguí avanzando despacio, el cara de gallinazo me iba guiando. Trepamos cerros un rato y cuando llegamos a una curva junto a una quebrada honda me dijo: —Aquí nomás pare, maestro. Detuve al automóvil en media pista y apagué el motor, pero ninguno se movió. Bajé rápido la mano para coger la barra que tengo debajo de mi asiento, al instante sentí el caño del revólver contra la cabeza. Muy tarde reaccioné. —¡No te muevas, mierda— dijo el flaco—, necesitamos tu carro! —¡Ni cagando! —respondí. Hubo un silencio y al cabo la chica fue la primera que habló. Como si le preocupase mi futuro me dio un consejo: —No se haga el difícil, tío. Por su voz, parecía satisfecha, la malparida.

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—Baje nomás, no le va a pasar nada —añadió, y abriendo la puerta de su lado se bajó ella. La calle estaba vacía. El sol ya era pálido y los fondos de las quebradas se perdían en la oscuridad. El flacucho comenzó a empujarme con el revólver por la cabeza. Le solté un par de insultos. Ahí el mayor de los tres abrió la otra puerta y se empezó a bajar también, y entonces el flaco cambió de posición. Cuando vi que la chica se me acercaba por fuera hice algo que no tenía pensado. Agarré la llave del motor y la arrojé por la otra ventanilla lo más lejos que pude, con la suerte que cayó quebrada abajo. —¡Viejo conchatumadre! —gritó el muchacho, y empezó a arrearme golpes con su arma en la cabeza y en la espalda. Yo me agaché nomás cubriéndome con las manos, y aguanté la tunda un rato. Hasta que la chica le gritó: —¡Ya, deja! Cuando bajó un poco el dolor levanté la cabeza. El más viejo estaba de pie junto al auto, me miraba como si los dos comprendiésemos de qué se trataba. —Bájese —me ordenó. Y ahora sí me bajé. —Se jodieron —les dije. —A ver pues si encuentran la llave. Me dolía la espalda y la cabeza, y más aun los dedos. Los cuatro nos paramos al borde de la quebrada. El gallinazo me seguía apuntando con el revólver pero yo entendí que ya no se trataba de dispararme. —Por si acaso anda a buscar —dijo la chica dirigiéndose al picudo. —Por las puras —contestó éste, a mi lado. —¡Baja! —le gruñó el gordo. La chica tomó el arma y el flacucho descendió poco a poco por la ladera mirando aquí y allá. No sé de dónde salió un perro, un chusco que llegó jugando; se paró a nuestro lado y como viera que éramos desconocidos empezó a ladrar. Yo pensé, “Gente”. Y los demás, también. La chica se puso fea. Tenía unos rasgos durísimos, como si antes hubiera estado mostrándome sólo una máscara de simpatía. Me dijo mordiendo las palabras: —Suba otra vez al carro.

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Señaló con el revólver hacia el automóvil y yo fui y abrí la puerta de adelante, me senté al timón, pero cuando observé los ojos con que me miraba la tipa la seguridad se me fue yendo de a pocos. El más viejo la agarró a pedradas con el perro que corrió ladrando por la calle hasta perderse de vista. Y a pesar del bullicio nadie más apareció; o, si estaban por allí, se habían escondido. Una mierda son. Cuando todo quedó tranquilo el flaco asomó otra vez, trepando la cuesta. Se sacudió la tierra de las manos y del pantalón, movía la cabeza de un lado a otro haciendo que Nada. Regresaron al carro observando a todas partes. Yo sentado allí dentro y el trío alrededor del taxi, así quedó la situación. Algo me dijo que debía callarme, y dejé casi de respirar. Nadie hablaba, no sabían qué hacer. Ya la calle estaba oscura y vi que en algunas zonas a lo lejos empezaban a encender las lámparas. A mí los dedos me dolían mil demonios. —¡Vámonos! –ordenó el gordo. Ninguno se movió. —¿Y este huevón? —preguntó el gallinazo. —Ahí déjalo, si abre la boca le metemos tres balazos. ¿Está bien? –dijo mirándome. No contesté. Cuando estaban como a unos veinte pasos les grité: —¡Se jodieron! Y fue cuando la chica volteó y me disparó. La bala destrozó el parabrisas y me dio en el hombro. Un golpe y un crujido de huesos y un gran frío; fue todo. De ahí quedé sin poder manejar más. Pero les metí la rata. Bien metida. Y eso nunca podrán olvidar.

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la cita

E

ntró al mar cuando notó que el tumbo alto estaba creciendo. Después de siete olas medianas viene una ola grande, y luego siempre se produce un remanso antes de empezar el ciclo otra vez. Eso lo sabía bien. Mientras avanzaba caminando contra la corriente de aguas frías tenía la vista fija en la muralla líquida que se alzaba desde el fondo, la vio rielar un instante y precipitarse luego curvada sobre sí misma, para romper, retumbando, en una explosión sorda que se extendió a todo lo largo; sólo entonces se zambulló entre la espuma de la ola más próxima y con fuertes brazadas alcanzó rápidamente el espacio que poco a poco se abría delante de él. Quería cruzar más allá de la línea de olas y llegar al sitio adonde el agua a esa hora de la tarde es tibia y mansa. Nadie se atrevía a hacerlo. Cada verano los vigilantes sacaban del mar los cadáveres de quienes perdían la batalla contra el oleaje. Pero él sí podía, pensó con orgullo, Fernando Arévalo, un mollendino de nacimiento. Se volvió, braceó de espaldas un rato y por entre los párpados medio cerrados divisó, distantes ya, las pequeñas figuras de los bañistas que avanzaban y retrocedían en grupos para mantenerse con el agua a las rodillas. Más allá vio sobre la leve pendiente de la playa las carpas, las sombrillas, las familias reunidas. Giró el torso y siguió avanzando bajo el sol. Cuando sintió que en torno a él la corriente menguaba lentamente se detuvo. Después, con un movimiento de piernas y brazos puso el cuerpo en posición horizontal y se quedó allí quieto, para recobrarse, extendido de espaldas sobre la ondulante superficie del océano. Así estaba bien. Le gustaba esa sensación, la incomparable sensación de ser libre y estar seguro, mientras el mar, el cielo y la tierra medían entre sí el maravilloso equilibrio de la existencia. Dejó que pasara el tiempo. De pronto lo sobresaltó la intuición de una presencia. Sobre su cuerpo cruzó la sombra de una bandada de enormes pelícanos en formación que se alejaron danzando en el aire su lento y armonioso ballet. Volvió el rostro

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y calculó la hora por la posición del sol: las cuatro más o menos. Empezó el regreso hacia la playa. Salió del mar apoyándose en la fuerza de las olas, y sólo cuando hizo pie bajo el agua advirtió el peso de sus músculos extenuados. Se echó sobre la arena caliente apenas pudo, de cara al mar. Su corazón poco a poco fue calmándose. No había pensamientos en su mente mientras observaba el plateado fulgor del océano y la línea rosácea que trazaba el sol de la tarde hacia sus ojos. En el bar de don Santiago Dávila recogió sus cosas, se enjuagó la boca con un buche de agua mineral, y después de rehusar una cerveza y despedirse fue a las duchas públicas. Allí se quitó bajo el agua los restos de arena, se secó luego con su toalla, se calzó las sandalias y con un gesto desdeñoso se puso por último los lentes oscuros. Los altavoces de la zona de los restaurantes llenaban con música americana el aire salino y cálido de la tarde. Evitando a la gente que bajaba o subía por el malecón Fernando se dirigió al hotel. Carmen lo esperaba casi lista. Se había bañado, se había puesto un vestido de falda amplia con grandes flores malva sobre un fondo blanco, y ahora estaba frotándose crema humectante en la piel de brazos y piernas. Fernando se acercó por detrás y la besó en el cuello. Le gustaba su nuca rapada de muchacho. Le dijo: —Me doy un duchazo y nos vamos, guapita—, y de inmediato se desvistió. Cuando salió del baño ella estaba sentada sobre la cama pintándose las uñas de los pies. En el reloj que se colocó en la muñeca el hombre vio que eran casi las cinco. Se echó de espaldas al lado de la mujer. Ella dejó el frasquito de esmalte y se recostó también, apoyando su cabeza entre el cuello y el hombro de Fernando. Un rayo del sol de la tarde atravesaba oblicuo por la mirilla de una ventana alta y caía a los pies de la pareja. La mujer empezó a acariciarle suavemente los vellos del pecho, luego pasó al vientre, y siguió

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bajando. Con su peculiar sonrisa en el rostro reclinó la cabeza para mirarlo a los ojos, y le hizo dos preguntas separadas por un breve silencio. —¿Ya nos vamos?... ¿No hay tiempo? El se mantuvo callado, pero devolvió la sonrisa. Faltaba un cuarto para las seis cuando entró en el garaje de los Villasante seguido por la muchacha. Allí estaba la camioneta. Una poderosa camioneta negra, nueva, que tenía que llevar a Arequipa para sus dueños. Era su trabajo de los fines de semana, recoger la mercadería del puerto y entregarla doscientos kilómetros más allá. Del fondo del garaje salió caminando pesadamente un hombre gordo, grasoso, sonriente, que después de echarle un vistazo rápido a la muchacha dijo: —Se va usted jefe —y luego saludó—. Señorita. —¿Está lista? —preguntó Fernando. —Todo chequeado. Un verdadero carrazo, jefe. Los dos hombres se concentraron en la observación del vehículo. Luego Fernando subió a la cabina, encendió el motor y durante un minuto apreció su suave música, después abrió la otra puerta y dejó subir a la mujer. Se despidió del mecánico con un rápido ademán, se cruzó el cinturón, maniobró para salir del garaje y condujo con firmeza por la pista hacia la salida de la pequeña ciudad. En el grifo llenó el tanque de gasolina. Cuando volvió a la caseta le dijo a la muchacha: —Colócate el cinturón. —Ay, así nomás —respondió ella con gesto risueño. Un sol rojo se hundía en el mar cuando el carro alcanzó la última loma antes que la carretera doblara tierra adentro. Tenía el tiempo justo para llegar a Arequipa, dejar a la muchacha en su casa, guardar la camioneta en el garaje y estar en Yanahuara a las ocho. Su esposa y sus hijas siempre esperaban que llegara con los regalos que les compraba en el muelle, y con el pescado, una enorme corvina para la semana. El motor de la Nissan ronroneaba con la felicidad de un gato a los pies de la cama. La armonía con que el vehículo tomaba las cerradas 128

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curvas junto al barranco daba la ilusión de una estudiada danza entre el poder de la máquina y la pericia del conductor. Carmen dormitaba a su lado, abandonada, agotada por el fin de semana. Cuando llegaron a La Joya sobre la tierra crecía la penumbra pero todavía el cielo estaba iluminado, un torbellino de colores se agitaba hasta el horizonte y el aire parecía querer precipitarse sobre la árida tierra, trastornado por el exceso de belleza. De vez en cuando automóviles veloces pasaban en sentido contrario: eran mollendinos que volvían a casa. Femando encendió las luces bajas y aceleró un poco más. La carretera iniciaba ahora una línea completamente recta que cruzaría los ochenta kilómetros de la pampa, aunque todavía ondulaciones suaves del terreno subían y bajaban ocultando adelante parte del terreno. Carmen, dormida, apoyó la cabeza en su hombro. El cuerpo desmadejado de la muchacha se inclinó hacia su lado y el borde de la falda blanca subió dejando ver los armoniosos muslos. Cuando Fernando volvió la vista a la carretera advirtió un volquete estacionado adelante, dudó si frenar en seco, optó por abrirse a la izquierda, giró el timón, y lo que vio venir de súbito agarrotó como en un zarpazo su corazón. Como todos los domingos su esposa le preparó algo especial para el almuerzo. Esta vez fue un escabeche de gallina. Le dejó un plato colmado sobre la mesita frente al televisor. Estaban pasando un partido de fútbol y Roque alternó el escabeche con las emociones de su equipo favorito. Después vino la mujer y le preguntó: —Por qué no te echas a descansar un poco. Su nombre era María y nunca había permitido que la llamara mi mujer, ni en público ni en privado. —¿A qué hora te toca salir, viejito? —dijo.

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—A las tres. Creo que haré una siesta, pero me despiertas en media hora. Y se fue al dormitorio. Cuando pasó al lado de la mujer ella le hizo una caricia en las sentaderas, y le dijo: —Acuérdate que mañana me tienes que acompañar al ginecólogo. Roque, ya adormilado, le contestó: —Mañana me haces acordar. Se echó sobre la amplia cama y de inmediato se durmió. La mujer vino y lo cubrió con una manta. Roque Bolaños recibió en la oficina del Expreso Victoria la relación de viajeros y las encomiendas con las guías. Fue en su automóvil casa por casa a recoger a sus pasajeros de esa tarde: tres mujeres ocuparon los asientos de atrás, una de ellas, la más joven, llevaba una criatura en los brazos; adelante iban una anciana sentada hacia la ventanilla y un muchacho silencioso al centro. La mujer de la guagua se demoró en salir y eso lo puso de malas. De remate el muchacho que viajaba junto a él desde el primer momento se encerró en un mutismo oscuro y no le contestaba ninguna de las bromas. Cuando entró en la Variante llevaba de retraso casi media hora. Si se apuraba podía llegar temprano a Mollendo y regresar esa misma noche. Era verano y los domingos siempre había pasajeros. Última ida y vuelta de la semana, últimas semanas, pensó. Sus hijos ya estaban mayores, todos tenían profesión; María había alcanzado la calma próxima a la vejez con relativa felicidad. Él, trabajaba ya sólo por no sentirse un inútil. Por el retrovisor observó su pasaje. Siempre le gustaba imaginar la vida de aquellos que llevaba y traía. A muchos los conocía: los que subían a la sierra eran comerciantes, empleados con familia en Mollendo, chicos enviados por sus padres a estudiar en las universidades. En cambio de Arequipa durante esos tres meses bajaban sólo veraneantes y funcionarios. Encendió la radio. Sabía por experiencia que uno no puede encerrarse en sus pensamientos mientras maneja. La carretera serpenteaba entre las montañas para salir de Arequipa, y muchos habían muerto precipitados en los barrancos durante los años que tenía Bolaños de piloto. Él era un hombre cuidadoso y seguro. Sus accidentes siempre habían sido menores, 130

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salvo la vez —ya casi la tenía olvidada— que atropelló a un peón y un burro hace unos diez años. Atrás la criatura empezó a llorar. Su madre la mecía, la arropaba y se esforzaba por hacer que callara. Pero los gritos fueron subiendo de volumen. —Dele el pecho, lo que tiene es hambre— dijo el chofer con una sonrisa mientras miraba por el retrovisor. La mujer tomó el consejo en serio, se desabotonó la blusa y sacó un pecho moreno. El bebé empezó a mamar, pero al rato dejó de hacerlo y volvió al llanto. Roque Bolaños dudó si apagar la radio o aumentarle el volumen. Las mujeres atrás daban toda suerte de consejos a la confundida madre pero el pequeño seguía berreando, cada vez más congestionado. —Ya vamos a llegar a San José, ahí le puede dar alguito —dijo Bolaños. San José no es un pueblo, es un restaurante triste, cuatro quioscos de esteras y un grifo que están a un kilómetro de la pampa. —¿Nos vamos a demorar? —le preguntó el muchacho con las manos metidas en los bolsillos. Tenía la mirada oblicua y un aire de derrota. Bolaños trató de mirarlo a los ojos pero el chico empezó a irse, más allá del carro. —Ahorita nos vamos —le dijo el chofer—, hay que esperar que se calme esa guagua un poco. El muchacho se volvió a mirarlo y le dijo con el único gramo de seguridad que parecía caberle en el cuerpo: —Tengo que estar en Mollendo a las siete. —Yo creo que sí —añadió Bolaños. Las mujeres volvieron a acomodarse en sus asientos. La criatura se había dormido y su madre la llevaba como si fuera a desintegrarse en el aire si la movía mucho. La vieja y el muchacho ya estaban ubicados en el asiento de adelante, de modo que el Chevrolet celeste arrancó la marcha y entró de nuevo en la carretera. Todavía el sol iluminaba las nubes sobre la pampa con un rojo bermellón y varios tonos de naranja y amarillo intensos. Bolaños pisó el acelerador 131

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cuando la pista tomó la línea recta que lo llevaría en media hora hasta el otro extremo de la pampa La Joya. Un resto de sol le venía de frente, pero él conocía la carretera y conocía su carro como si fuera parte de su propia naturaleza. Todos guardaban silencio dentro del amplio automóvil. Las irregularidades de la autopista al pasar bajo las ruedas veloces comunicaban al gastado timón un temblor constante. Pero Bolaños no lo advertía. Estaba tratando de recordar algo. Sabía o intuía que algo importante se le había olvidado, algo en Arequipa, en su casa o en la oficina o algo que había escuchado por allí. O quizá no fuera importante, pero en todo caso lo había olvidado. Por un instante el recuerdo parecía estar a punto de volvérsele claro, creía escuchar su voz hablándole ya bajito en el oído con palabras todavía incomprensibles pero que si hiciera un poco más de esfuerzo entendería, sin embargo, a pesar de su empeño por coger al menos una de ellas o el rastro de alguna idea, se le iban las imágenes dejándole un vacío trémulo e inquietante dentro del pecho. Dudó entonces si seguir intentando. Observó a los pasajeros de atrás, miró el camino por los espejos laterales, y devolviendo toda su atención al volante abandonó finalmente su propósito. Media hora más tarde las lomas al frente se hicieron más altas y oscuras, la pista empezó a bajar. Sólo un par de minutos y estamos en la quebrada, media hora y Mollendo, pensó Bolaños. Percibió el olor marino traído por el viento y, como en cada viaje desde hace veinte años, un arranque de euforia le llenó la sangre. El muchacho a su lado tenía la mirada fija en la pista, las mujeres dormían o estaban con los ojos cerrados allá atrás. Salió de una onda larga del terreno y tomó la segunda; advirtió adelante el volquete parado en el carril contrario, quiso frenar, pero su vía estaba libre. Y en ese instante Bolaños vio aparecer la camioneta negra. —¡Qué tiene este imbécil! —fue lo último que dijo.

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el olor de la losa mojada

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i madre me llevó a la oficina del Correo, un antiguo edificio de tipo gótico con ventanas y columnas interiores que en mi imaginación era un castillo. Llevábamos una carta para mi padre; él se había marchado a Trujillo a trabajar en una empresa petrolera, era carpintero. Todas las semanas íbamos, aun si no llegaba respuesta en un par de meses. Apoyadas en los escritorios de cemento algunas personas redactaban sus cartas haciendo gestos melancólicos, como si hablaran con alguien. Frente a una ventanilla una fila esperaba por estampillas, y otra gente entraba o salía por una puerta al fondo. Después de dejar nuestra carta en uno de los buzones que abrían sus bocas rectangulares en una pared alta, llena de carteles, mi madre me llevó hacia el mostrador en donde se pedía la correspondencia. Esperó que un par de personas delante de nosotros fueran atendidas, y cuando estuvo cerca de una de las empleadas le preguntó: —Antonieta Carpio, por favor. Pero alguien se nos adelantó y mi madre guardó silencio por un rato. Cuando otra de las empleadas estuvo cerca volvió a preguntar, alzando la voz: —Antonieta Carpio, por favor, señorita. —¿Usted es Antonieta Carpio? Una mujer un poco menor que mi madre habló detrás de nosotros, en su rostro había una mirada de asombro tan grande que sorprendía. La observé y curiosamente me pareció conocida. Mi madre volvió la cara y miró a la mujer que la interrumpía desde atrás, parecía no haber comprendido su pregunta. —¿Usted se llama Antonieta Carpio, Carpio Mendoza? —Por qué— contestó mi madre. —¿Es usted hija de don Enrique Carpio, de Huancarqui? Mi madre dio la espalda al mostrador y enfrentó a la extraña. Por un momento la observó con atención y luego me buscó con la mirada. Yo no acababa de comprender qué sucedía y preferí tomarme de su mano. — Qué quiere usted —preguntó mi madre, la voz endurecida. 133

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—Dígame si es hija de Enrique Carpio, señora, por favor —rogó la mujer. Mi madre subía y bajaba la cabeza levemente, como si algo detrás de su mente empezase a abrir un camino hacia delante, algo como una idea antigua o una imagen conocida. Y entonces dijo: —Sí, soy. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —¡Somos hermanas! —exclamó la mujer. Poco apoco, con movimientos laterales, mi madre se había ido separando del mostrador de la estafeta. Algunas personas observaban curiosas la situación. La mujer nos cerraba el paso; sus manos parecían querer atrapar a mi madre, aunque se contenían. En su cuerpo había una emoción familiar tan grande que en ese instante no dudé que ella era mi tía. Pero mi madre se fue poniendo rígida, con un gesto de soberbia en el rostro que yo nunca le había visto. Levantando la voz lo suficiente para que a la mujer le quedara claro sin que el resto en la oficina pudiera oírla, mi madre masculló: —¡Yo no tengo ninguna hermana más que Ernestina y Rosa Carpio! ¡Se equivoca usted señorita! —Usted es hija de Enrique Carpio, que es mi padre. Yo nací en Huancarqui después que ustedes se vinieron a Arequipa. Somos hermanas, se lo juro — la voz de la mujer se quebraba. —¡Yo no tengo ninguna hermana! —afirmó mi madre, y su mano apretó la mía hasta hacerme daño. —No somos hermanas de madre. Mi madre fue Aleida Zúñiga. Usted no la conoció. Pero somos hermanas. Por favor, señora, déjeme abrazarla —imploró la hermana de mi mamá, acercándose. Y como si fuera a tocarla un ser espantoso mi madre se cubrió el pecho con un brazo y dio dos pasos firmes hacia la puerta de la oficina. —¡Retírese, retírese! —casi gritaba mi madre. La mujer empezó a llorar. Nos siguió, suplicando: —Somos hermanas, somos hermanas. Hermanita... Arrastrándome tras ella mi madre salió a la calle. Rápidamente nos alejamos del Correo y dejamos a la extraña atrás.

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Cuando cruzábamos la Plaza de Armas mi madre se detuvo y agachándose a mi altura me dijo: —Esa señora no es mi hermana, no es tu tía. Tú sólo tienes tus tías Ernestina y Rosa. ¿Me entiendes? No te asustes. En el centro de la plaza una pileta con querubines arrojaba al aire su fuerte chorro de agua, el viento arrancaba finas nubecillas de este chorro y las arrojaba sobre los transeúntes: la sensación de la humedad sobre mi rostro y el olor del piso de losa mojada han quedado en mi memoria unidos a ese día, pues salvo en mi recuerdo, nunca volví a ver a aquella mujer.

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el martillo ¿

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scuchan lo que dice el martillo? Me llama. No tiene voz pero me llama con el peso de su cuerpo, con su brillo, con su acerada fuerza. Allí donde está, entre las herramientas del cajón bajo mi cama no se confunde con ellas; es otra su naturaleza, resalta en el espacio con esa solidez tan suya. En mi puño su llamado vibra, en los músculos de mi brazo corre el sacudón del deseo que me incita a cogerlo con firmeza. Aun cuando no hay nadie en casa, el martillo existe, aguarda en la oscuridad porque sabe que su tiempo va a llegar inevitablemente. Ahora estoy en mi trabajo y él está en mi habitación, en un lugar del lote D-17, del Pueblo Joven Independencia, donde vivíamos Rosa y yo hasta hace medio año. Trabajo de maestro en una escuela de Alto Misti, maestro de Lenguaje. «Ejemplo de definición: El martillo —les digo a mis alumnos— es una herramienta de percusión. Su nombre proviene del latín martellus, por el dios Marte que era el dios de la guerra. Tiene dos partes: mango y cabeza». En el mío, el mango de cedro mide más o menos treinta centímetros de largo; el perímetro de su sección transversal mide unos ocho centímetros, lo justo para agarrar la herramienta con firmeza. La madera del mango es clara, con hebras que corren a lo largo cubiertas por una capa de esmalte rayada en algunas partes. Vean la cabeza del martillo: es común, de carpintería; tiene, como todos, atrás, la uña bifurcada, para sacar los clavos. Hacia delante es cilíndrica, con un reborde de un centímetro y la escotadura que lo une al cuerpo. La cabeza de acero, maciza y fría, tiene huellas de los golpes que ha dado; vean: raspaduras, incluso hay una grieta pequeñísima, que se pierde dentro del metal. Tomo la hoja de papel que he preparado y envuelvo mi martillo. Rosa vive con mi hermano, sólo tres cuadras más abajo en el mismo Pueblo Joven. En mi mano el martillo se levanta en las sombras, pesado. El puño sostiene cómodamente el mango y mi cuerpo parece prolongarse en el metal de la herramienta. Es mía su fuerza que sube como un fluido en busca de mi memoria. El martillo baja lentamente, conteniendo su poder, llega cerca del cuerpo y se levanta otra vez, para medir con precisión el golpe. Oigo la

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respiración del que duerme. Los músculos del brazo contraen entonces su tensión, el hombro retrocede levemente y el codo se levanta. Y entonces un rayo de acero cae, destrozando entre astillas y sangre la masa del cerebro. En medio del espanto que llena la noche, yo beso mi martillo.

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mónica

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onocí a una chica llamada Mónica Losada en la fila para pagar los impuestos de quinta categoría. Llegué detrás de ella, estaba echándole un vistazo y de pronto se volvió para pedirme prestado el lapicero. —¿Usted sabe cómo se llena este recuadro? —preguntó. —Veamos. La Declaración no era suya. Vivía con la familia de un tío en un departamento de Santa Rosa. El tío, que era jubilado, le había pedido el favor. Mientras la fila avanzaba revisé todos sus cálculos y luego de corregir una que otra cifra le devolví sus papeles. —Ay, gracias —dijo. Le extendí la mano pronunciando mi nombre, y la chica me dijo el suyo. —Soy contador —le confesé entonces, y ella mirándome con una sonrisa dijo: —¡Con razón...! Avanzábamos lentamente hacia las ventanillas del registro, algunos de la fila se volvían para observarnos y con disimulo ojeaban a la chica, que ahora les daba la espalda mientras conversaba conmigo. Esa Mónica. Estaba buena la Mónica. Después que entregué en la ventanilla mi declaración jurada salimos juntos y la invité a tomar algo. Nos metimos en uno de los cafés de Mercaderes y pasamos una hora conversando. Tenía una risa fácil. No era arequipeña, era de Tacna y estaba estudiando periodismo en la Católica, pero no pensaba quedarse en el país: su meta era especializarse en algo en los Estados Unidos. Tenía una hermana que vivía en New Jersey desde hace cinco años. Le brillaron los ojos cuando lo dijo. Antes de despedirnos le saqué el número de su teléfono.

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Una semana más tarde, mientras mi mujer dormitaba después del almuerzo, salí al parque, me metí en la cabina pública y marqué el número de Mónica. Me contestó la voz de un hombre, le dije de parte de un compañero de la universidad y el tipo la llamó de un grito. No se acordaba de mí, o lo simulaba, no sé, pero cuando le recordé un par de detalles empezó a hacerme preguntas ya en firme. Antes que se cortara la llamada quedamos en encontramos el sábado. El mes siguiente nos fuimos a ver tres o cuatro películas, a cenar un par de veces, a pasear por la Paisajista en mi carro y todo eso. La Mónica no era una niña ni yo era un tonto, de modo que una noche, luego de hacerle yo un guiño al guachimán y pasarle disimuladamente unas monedas, nos metimos en mi oficina del Centro Comercial, que a esas horas está vacío. Fue una temporada increíble. Cuando no estaba junto a ella, yo vivía dominado por alucinaciones incontenibles, con imágenes, formas y sabores penetrantes que no me dejaban en ningún momento pero que se convertían, cuando volvía a su lado, en pálidos anuncios de la violenta sensualidad que podía alcanzar esta asombrosa mujer. Le juré que la amaba. El asunto duró así, intenso, un par de meses, luego fue bajando. Y una tarde, en que comíamos anticuchos dentro del carro en un Mirador de las afueras, la chica me preguntó por mi esposa, tema que había sido celosamente evitado hasta ese momento. No llevo el anillo, pero no necesitaba ser gitana para sacarme la suerte. Comprendí que a eso se debía el descenso de energía en nuestra máquina particular. Le conté una parte de verdad y otra de mentiras. Y cuando mis intenciones fueron más o menos evidentes ella me miró a los ojos de frente y me dijo: —Me voy a Tacna unas semanas. Y, por favor, no me busques más. Nunca más. Bueno.

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Volvimos a la ciudad en absoluto silencio, yo tenía un nudo en la boca del estómago y no era por los condimentos del anticucho, lo aseguro. Pero el tema de mi mujer, es cosa seria. Dejé a la Mónica cerca de la universidad y me perdí por allí, dando vueltas y vueltas en el carro un buen rato. Esa noche entré en el departamento y fui a darle un beso a mi esposa. Es una santa. Estaba en el séptimo mes y me pidió que le acariciase la barriga. Me preguntó: —Si sale mujer qué nombre le pondrías. Casi le dije “Mónica”. Pero mucha nota. Fue mujer. Y se llama Andrea, como su madre.

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Dino Jurado Mollendo, 1958. Poeta y narrador. Integrante del grupo poético Ómnibus de la década del 80. Tiene un libro de cuentos inédito: Apaga la Luz.

apaga la luz

S

e la pasó leyendo las primeras dos horas. Iba sentado al lado de la ventanilla y el sol le daba en un lado de la cara, en las manos y en el libro. Pero cuando la pista cortaba un cerro parecía como si de golpe se hubieran metido en un túnel, o como si el sol se hubiera ocultado allá arriba. Un momento después el torrente de luz amarilla volvía a caer sobre la página. Eso luego lo distrajo un buen rato hasta que comenzaron a trepar una cuesta muy empinada y peligrosa. Ascendía bordeando una quebrada cada vez más profunda. Luego el ómnibus dio vuelta en U, trepó un trecho más y llegó a una cima. Recién entonces ingresaron a superficies abiertas y onduladas. Los cerros pardos se hicieron más pequeños y lejanos, se hicieron azules, y el viento entraba silbando por las ventanillas abiertas, de modo que el viaje comenzó hacerse más placentero. El ómnibus se dirigía a Tacna, varios cientos de kilómetros al sur. Henry iba a visitar a su esposa. Hacía dos meses que no la veía. Ahora había encontrado un fin de semana suficientemente largo para realizar el viaje: el de la Semana Santa. Pasaría algunos días con ella, bien atendido, bien comido, sin hacer nada salvo ver televisión, leer un poco y hacer el amor, si el embarazo de ella aún lo permitía. El avance rápido sobre la pista lo mecía un poco, de un lado a otro. Era como estar sentado en el fondo de un bote, en medie del mar. Se le inclinaba el cuerpo en las curvas; se le cerraba el libro, se dormía. Pero en algún momento los viajeros del pasillo -que iban parados- iniciaron un movimiento en dirección a la puerta y él levantó la vista y cerró el libro, colocando la marca en la página. Un grupo bullicioso de vendedoras rodeó el ómnibus apenas se detuvieron en el Cuarentiocho, delante del puesto policial. Saltando como pulgas las mujeres comenzaron a ofrecer por las ventanillas abiertas sus paquetes de alfajores y bolsas de frutas cosechadas en las irrigaciones. Entregaban el producto, recibían el dinero y daban el vuelto, todo por las ventanillas. 141

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No podían subir, el chofer se lo tenía prohibido. Alguna hizo el intento, pero el controlador de la empresa estaba ahí para impedirlo. Había aparecido de pronto. Subió él mismo, cerró tras de sí la puerta y se paró delante de todos. —Boletos, por favor— dijo Mientras las señoras de la primera fila hurgaban en sus bolsos, el hombre señaló a Henry. Y fue entonces que él vio eso. Se puso a buscar a tientas el boleto en el bolsillo de la camisa, mientras el otro se-guía con la mano extendida esperando pacientemente. Y allí estaba esa mano. En el dorso, entre el pulgar y el índice, le crecía una bola. No era una hinchazón, no parecía serlo. Parecía más bien una protuberancia de carne o grasa, tal vez un tumor. En todo caso algo anormal e impresionante que le hizo pensar en una pelota de ping-pong moviéndose bajo la piel. Al hombre la bola no le causaba ningún problema por lo visto. Con esa mano cogió el boleto que le extendían, le arrancó un pedazo con la otra y devolvió el resto. Repitió la operación con las señoras y luego fue avanzando, de asiento en asiento, hasta el fondo. Cuando acabó el chequeo regresó a la primera fila, y se puso a contar los talones recogidos. Henry cambió de posición en el asiento y se metió el libro entre las piernas. ¿Cómo podía existir algo así, una pelota de carne creciendo bajo la piel? Se tiró disimuladamente de la manga de la camisa hasta ocultar el reloj. Luego preguntó: ¿Qué hora tiene? El hombre interrumpió su conteo y acercó la mano a los ojos. La correa de cuero del reloj le ceñía la muñeca, al borde de la bola. Estudió la esfera con rostro inexpresivo, sin percatarse de nada. —Las nueve y cinco —dijo Y eso fue todo. Acabó su conteo. Se dio media vuelta. Bajó del carro. Algunas vendedoras deambulaban ahí afuera todavía, pero ninguna vendía nada. En la puerta del puesto, el chofer y su ayudante rodeaban al policía, que se rascaba la cabeza. No estaban discutiendo. Sólo conversaban. Amigablemente.

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Pues bien, había llegado. Había entrado a la casa y saludado a su esposa, abrazo eso. Era más de mediodía y ya estaba listo el almuerzo, así que fue a comprar vino a la bodega de la esquina. Tuvo que beberse ahí mismo dos grandes sorbos porque el litro no entraba completo en la jarra. Se la entregaron llena hasta el mismo borde. Al tomar ese primer sorbo sintió el sabor del brebaje, se dio cuenta. Sabía a mezcla de chicha, alcohol y agua. No era un mal sabor. Pero tampoco sabía fino. Al menos no completamente. En la casa le sirvió medio vaso a su esposa. —Prueba —le dijo— Parece chicha. La mujer dejó el plato que estaba secando y aceptó el vaso. Paladeó despacio haciendo gestos. —¡Aj! —dijo—. Parece del año pasado. Le han agregado agua y bicarbonato para que se pique. Como buena tacneña sabía de vinos. También sabía de cocina, pues algo por ahí olía muy bien. Mientras su esposo se paseaba por las habitaciones con la jarra y el vaso, se puso a alistar la mesa. Sacudió el mantel de plástico y puso la jarra de limonada en el centro y la panera con los panecillos integrales y los cubiertos aún nuevos y brillantes. Luego fue a la cocina y trajo los platos con el almuerzo. Colocó uno en cada cabecera con gran cuidado. —Ya —dijo entonces— Ven. Siéntate. Henry acabó lo que tenía en el vaso. Buscó en la radio un poco de música criolla, pero no había. Todas las emisoras tocaban música instrumental o clásica por la Semana Santa. Se sirvió otro vaso y lo llevó a la mesa. Sólo cuando estuvo bien sentado frente a su plato, recordó que no había desayunado por el apuro del viaje. Tenía verdadera hambre. Recordó también que su esposa era una buena cocinera y que él sólo estaba de visita. Almorzó con convicción, atento al sabor de cada ingrediente utilizado. Masticaba lo más lento que podía, muy despacio, preguntándose si al estofado de pollo le faltaba algo de sal, o estaba bien así. El sabor agrio del falso vino en las encías no lo dejaba decidirse. Poco más tarde sólo le quedaba una pequeña presa. Era un ala. Tenía en el plato esa solitaria ala, media papa y jugo colorado, pero se le había acabado el arroz y fue a buscarlo a la cocina.

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Por la ventana de la cocina se veía la terraza iluminada por el sol. También los segundos pisos de las casas vecinas y los árboles más grandes del parque. Destapó la olla. Raspó suavemente con el tenedor hasta desprender un poco de arroz de la masa, y se sirvió dos cucharones. Cuando volvió al comedor, su esposa había terminado de almorzar y se limpiaba la boca con un pedazo de papel higiénico. —¿Te sirvo más? — le ofreció. —No —contestó ella—. Estoy llena. He comido mucho. Debes alimentarte bien. Tu alimentación es lo más importante en este momento. ¿En qué mes estás? En el sétimo va. —Con mayor razón— dijo él. Su esposa volvió a excusarse. Estaba realmente llena. Había comido fruta toda la mañana mientras cocinaba. En todo caso prefería dejarlo para más tarde. —La fruta está bien, tiene vitaminas —dijo él. Se sentó. Apretó la media papa hasta hacerla puré. La mezcló con todo lo que tenía en el plato, el jugo, las rajas de zanahoria y el arroz, y se lo comió. Dejó el ala para el final. —¡Se está moviendo, se está moviendo! —gritó la mujer. Henry abandonó la sala y se asomó al dormitorio. Su esposa estaba echada en el centro de la cama de dos plazas. El embarazo había convertido a su cuerpo en algo redondo y blando y pesado, que hundía el colchón. — Se está moviendo —repitió. Henry se sentó en el borde de la cama y la examinó con la mirada. Puso la mano abierta sobre su estómago y le pareció que sentía algo. Percibía movimientos lejanos. Como si hubiera puesto la mano sobre un globo lleno de agua con un pez adentro. —¿Sientes? —preguntó ella, emocionada. —Sí —dijo él. Creo que sí. Parece como si empujara. —Va a ser hombre — dijo ella — Sólo los hombres se mueven así. Toca Toca.

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Henry volvió a poner la mano. La abrió toda con los dedos extendidos y hundió un poco las yemas. Pero esta vez no sintió nada. Nada. Se encogió de hombros y comenzó a tamborilear con los dedos en la superficie inflada. No tenía ganas de jugar y no estaba jugando. Pero, ¿qué más podía hacer en ese momento? Siguió haciéndolo hasta que ella se volvió contra la pared, acomodando de la mejor manera su crecido estómago, y se adormeció. “Miraron el revuelo y escucharon atentamente hasta que cada ave encontró a su pareja y cada pareja su nido, y se fueron acallando una tras otra, acogidas por la vecindad de la noche”. A media tarde salió a la terraza. Quería refrescarse un poco. Respirar aire puro. Se sentía abochornado y lleno de dudas, y no podía pensar con claridad. Desde la terraza se obtenía una buena vista de la urbanización. Tenía al frente dos frondosos paltos casi gigantes pero sin una miserable palta a la vista. Los árboles crecían muy altos en todas las huertas y más allá se elevaba la vegetación del parque, de la que sólo podían verse algunas ramas. Y, detrás de todo eso, el débil sol del mes de abril. Henry podía mirarlo directamente y sin parpadear por breves instantes. Se estaba volviendo cada vez más rojo y lejano. De hecho ya no calentaba. Más bien un ligero viento comenzaba a moverse entre las hojas de los árboles haciéndolas sonar. Entró en la casa y arrastró los sillones de junco hasta la terraza. Los colocó de cara al poniente. Trajo la jarra de vino recién comprada, la segunda. Luego el vaso y un plátano. Por último, sacó a su esposa de la cama y la invitó a mirar el ocaso. Se quedaron sentados, cada uno en su sillón, un buen rato. Hasta que él dijo: —Qué calma. Fue como si al escuchar esas palabras, tan lógicas y razonables, ella recién despertara. Comenzó a hablar bajo y con ternura. —Sí. Es bonito aquí, el atardecer. Pronto comenzará la bulla de los pájaros, cuando el sol se oculte completamente. Vendrán a los paltos montones de pájaros de todos lados. Ahí duermen siempre. ¡Hacen una gran bulla cuando se acomodan para dormir! También cuando se despiertan por la mañana. Se dio cuenta que él la escuchaba atentamente, así que agregó: 145

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Ocurrirá muy pronto. El sol está a punto de irse. Mira. La muerte del sol aún teñía de rojo las tupidas ramas, pero ese color iba desapareciendo. Minutos más tarde, cuando los árboles se llenaron de sombra, los pájaros comenzaron a aparecer. Llegaban a toda velocidad y de todos lados. Como balas perdidas. Se incrustaban entre las ramas y desaparecían. En un instante los árboles quedaron convertidos en un piar millonario, en una fiesta. Sin moverse de sus sillones ellos espectaron, sobrecogidos. Miraron el revuelo y escucharon atentamente, hasta que cada ave encontró a su pareja y cada pareja su nido, y se fueron acallando una tras otra, acogidas por la vecindad de la noche. Entonces, desde su penumbra, ella elijo: —Tengo frío. Henry dejó de mordisquear el plátano. No dijo nada. Era su esposa la que había hablado. Se sirvió un nuevo vaso y dejó la jarra en el suelo. —Ven aquí — dijo. Ella obedeció. Fue y se acomodó entre sus piernas. Le pasó un brazo por el cuello y lo besó en la frente. Pero el embarazo no le permitía estar cómoda y quieta, y no duraron mucho tiempo en esa posición. El aburrimiento había llegado como siempre que se emborrachaba en una casa. En aquella casa o en cualquiera otra. Tenía unas ganas enormes de estar en una fiesta. De bailar y tomar cerveza. El vino adulterado le había provocado acidez y estaba eructando desde hacía un buen rato. Los eructos le producían asco y el asco lo enfermaba. Pero no había posibilidad de fiesta alguna esa noche. Ni de bailar ni de nada. Su esposa estaba en el dormitorio con el televisor encendido, viendo aquellas películas de Semana Santa. A ratos llegaban hasta la sala tonadas de música que él trataba de descifrar. Pero la música religiosa nunca lo había tocado. No le hacía sentir nada ahora. Todo lo más lo hacía pensar en Jesucristo cargando la cruz. Podía verlo sudando la gota gorda con los maderos a cuestas. Luego lo veía en la cruz, clavado, sangrante, al borde del desmayo. E inmediatamente después volando al cielo seguido de una corte de pájaros. Abandonó el sillón y se echó a todo lo largo del sofá, con la cabeza apoyada en el cojín y los pies colgando hacía el suelo. Así, desde esa posición 146

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horizontal, trató de beber el último trago. Inclinó el vaso hacia su boca y un poco de vino le resbaló por las comisuras y las mejillas hasta mojarle el cuello. Dejó el vaso en el suelo y se pasó la mano por la cara. Las trenzas de junco le punzaban la piel de la espalda y los codos. Estaba terminando de limpiarse cuando vio que su esposa se acercaba sigilosamente, con su andar de pato. —¿Qué haces en la oscuridad? ¿Siga tomando? Qué calor, ¿no? — dijo ella, sentándose en un sillón. Mientras hablaba se abanicaba el rostro con una mano. Daba la impresión de querer disminuir la importancia de lo que decía hablando rápidamente. Hablando de varias cosas a vez, como si temiera que la interpretar mal. Una vez que sus ojos se acostumbran a ver en la penumbra descubrió que su esposo sólo vestía calzoncillos. Estaba casi desnudo. —Te podrías resfriar. Ponte algo —le dijo—. Estoy bien así —contestó él. La mujer caminó lánguidamente hacia la gran ventana que daba a la calle, cogiéndose el vientre por debajo con las dos manos como si temiera que se le fuera a caer. La abrió y corrió las cortinas. Luego se acercó a su esposo por detrás. —¿Cómo puedes tomar eso? Te va a hacer mal. Mañana te va a doler la cabeza — dijo, tironeándole los cabellos en broma como quien recrimina a un niño. —Ya terminé, no te preocupes —dijo él. Enderezó el cuerpo y quedó sentado en el sofá. Puso los pies descalzos en el borde y a pesar del ardor en los talones se mantuvo así. Entonces ella volvió a su sillón y sentó dando un suspiro. Estiró las piernas y se quedó quieta, n costada en el respaldo. Pareció que se dormía, que cerraba los ojos y no podía más ¿Qué podía hacer con ese borracho terco una mujer en su situación? Pero de pronto abrió los ojos y dijo: —-¿Prendo la luz? Se levantó con toda calma y cuidado. Dio unos pasos hacia el interruptor más cercano. Dudaba como nunca. No sabía cómo reaccionaría él. 147

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—¿Prendo? —volvió a preguntar. Esperó otro poco. Luego lo accionó. No era nada. Fue hacia la otra pared y encendió la segunda bombilla. Ahora se sintió más confiada. Accionó todos los interruptores, cuatro en total, y pronto la sala estuvo plenamente iluminada, rebosante de luz. Era una maravilla. Aquello parecía un consultorio médico con esas luces y esas paredes tan blancas. La sala de reposos una clínica de recuperación. Un lugar completamente aséptico en suma, fuente de verdadera salud. Su esposo ya no estala despierto para apreciar aquello. Se había quedado dormido en el sillón. Con las piernas cruzadas, los brazos colgando a los lados y la cabeza echada hacia atrás, parece haberse muerto. Sólo parecía. Cada vez más tranquila, la mujer comenzó a dar algunos pasos alejándose del lugar. Allí quedaban la jarra vacía, el vaso en el suelo, su esposo durmiendo en aquella posición tan incómoda. Tocó con la palma la puerta del dormitorio y se detuvo unos instantes. Miró por última vez. Luego entró. Las luces se quedaron encendidas toda noche.

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Juan Alberto Osorio Cuzco, 1945. Poeta y narrador. De su variada obra sobresalen los libros Inaucis (1999) y El hijo mayor (2000).

el hijo mayor

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erá como mi corazón me lo dice o será como todos en este pueblo lo afirman, no lo sé. Pero lo cierto es que aquel taxista, al llevarme de la estación ferroviaria, observó mi rostro con curiosidad extrema, mientras yo le guiaba por estas estrechas calles. Con cierta vaguedad adiviné en él los rasgos de alguien que conocí cuando aquí vivía. Quise hacer un esfuerzo para precisarlo, en eso estaba, cuando llegamos al lugar en el que quedaba la casa de mis padres. Es aquí, le dije, y el chofer hizo más lenta su marcha y, mirándome, preguntó: ¿Dónde?, y yo no pude responderle. En ese lugar que mis recuerdos reservaban como exclusivo para la nuestra, otras casas se levantaban, todas de dos pisos y con relucientes techos de calamina. Mi costumbre de que la nuestra fuese la única y, por lo mismo, reconocible, quedó desconcertada por un momento. Hoy, este grupo de casas resultaba extraño en la claridad de mis recuerdos. Espere un momento, le dije, en medio de mi confusión, pero al fijar la mirada en las ventanas de la casa del medio, exclamé: Aquí es. Al hacerse pago y despedirnos, el chofer acentúa su curiosidad, pero en su expresión advierto un aire de proximidad, como si nos conociéramos desde hace muchos años. En casa no parece haber alguien, porque sólo el silencio acude a los golpes que doy en la puerta principal. Y, por el contrario, rostros que no alcanzo a distinguir, asoman discretamente de algunas casas vecinas. Estoy a punto de convencerme que ésta no es nuestra casa, cuando por la puerta más estrecha aparece una mujer, que sin decirme nada la deja entreabierta y espera que me aproxime. No vi en ella persona alguna que mis recuerdos me señalaran. ¿El señor?, pregunté. Ha salido, fue lo que escuché decir secamente, aún antes que mi voz se silenciara. Me incliné e hice un esfuerzo para acomodar en mis manos y en mi hombro ese viejo maletín, que me acompañó en cuanto viaje hice en estos últimos tiempos, y las demás cosas que, desde tierras lejanas, traje conmigo. Como vio mi disposición de ingresar, se hizo a un lado y me dejó pasar. Pero casi a mis espaldas, cerró la puerta y me siguió

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de cerca por ese estrecho pasillo que desembocaba en un patio. Ese fue el primer lugar en el que tuve un real encuentro con mi pasado. Soy el hijo mayor, le digo a esta mujer que no se mueve de mi lado. Deseo descansar y esperar que mi padre llegue, añado, tratando de hacer evidente mi fatiga. Por toda respuesta, me indica que suba al segundo piso. Al hacerlo, los peldaños de las escaleras de madera crujen con nuestros pasos, con mayor ruido que el normal. Adelantándose, abre una puerta y me indica que puedo descansar allí, que esa era la habitación de mi padre. Luego se despide, anunciándome que iría en busca de él, para comunicarle mi llegada. En las casas vecinas había un silencio grande, como si en ellas nadie viviera y eso mismo hizo que el silencio de la habitación en la que me encontraba fuese mayor. Luego de permanecer un momento en ella, salí a los balcones interiores de esta casa y me quedé parado allí contemplando toda la extensión de las calles vecinas y el verdor de estos cerros cercanos, no sé cuánto tiempo. Y en ese atardecer mi mirada penetró la naciente oscuridad y se elevó lentamente hasta trepar a la cima de esa montaña, que mis pasos jamás alcanzaron. Entre las sombras que descendían, una fuerza extraña inundó la casa, por eso incliné levemente la cabeza y unas palabras en quechua prestamente acudieron de un lugar que no era mi memoria, pero que parecía mía. Tal vez fueron voces por mí nunca pronunciadas, aquellas que en ese momento llegaron a mi corazón pero yo las escuché plenamente, las entendí con la limpidez cristalina de las aguas que bajan de las montañas, y que entonces parecían empozarse en mi corazón. Aunque mis labios no se movieron, yo las escuché en silencio y en silencio retorne a la habitación, luego de acomodar mis cosas, cansado como estoy, me tiendo sobra la cama de mi padre para reposar un poco, tras este viaje que me tuvo mas de veinte horas sentado. Y desde este lugar de mi reposo observo la habitación y lentamente voy reconociendo los objetos que la pueblan. De pronto mis ojos se conmueven y un brillo se inquieta en ellos, porque en las paredes de esta habitación, como antes en las de otra, están las cosas que yo imagine perdidas para siempre, yo las contemplaba con deleite entonces, como las contemplo hoy, porque mi padre murió hace muchos años, y yo me parezco cada vez más a él, según dicen todos. Yo no lo advierto pero debe ser así, pues todos con vehemencia lo afirman. Dicen que cuando voy por estas calles, sobre todo cuando me siento abrumado por los recuerdos, como me siento hoy, por mis pasos lentos y tristes no soy yo el que camina sino mi padre. Por eso, hoy que todos me abandonaron, con fatiga arrastro mi vejez por las habitaciones de esta casa poblada de tanto olvido y busco a alguien que me diga quién soy. 150

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Teresa Ruiz Rosas Arequipa, 1955. Narradora y traductora literaria. Radica en Alemania. Ha publicado El desván (1989), El copista (1994), El retrato te ha deslumbrado (2005), La falaz posteridad (2007).

detrás de la calle toledo

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esde que lo restauraron para convertirlo en la atracción principal de la ciudad, trabajo aquí a tiempo completo y cuanto hago gira en torno del Monasterio. Le conozco cada ángulo, cada rugosidad del suelo, distingo por la edad a las madreselvas. Me complazco a veces en acariciar sus muros ásperos, que se me antojan llenos de secretos, como una crónica silenciosa de siglos. Podrían vendarme los ojos en cualquier parte del laberinto de callejas, plazuelas y celdas y yo encontraría el camino sin tropiezos. Lejos de estar harta, me pregunto cómo va a ser vivir sin ellas a partir del primero de mayo en que voy a tomarme las vacaciones definitivas. No lo diré, desde luego, y hasta el primero de junio que tampoco aparezca, creerán que vuelvo. Este convento me es más familiar que la casucha de la infancia en mi pueblo mísero de cordillera adentro y que las dos piezas de alquiler en Cortaderas: mi vivienda a partir de aquel triunfo que fue para mí separarme de mi madrina Eloísa habiéndole devuelto hasta el último céntimo. Libre como el viento. Me sé de memoria cuántas tinajas servían de lavadero a las criadas de las monjas y cómo las paredes van cambiando de matiz en el transcurso del día, hasta las cinco, esa hora de la tarde en que la luz tiene mucho de azul en Arequipa y perturba. Mucho de contraste con la blancura y la consistencia porosa del sillar y sus vecinos se detienen un instante a contemplarla, donde estén: a congraciarse —refunfuñones que suelen andar, con la nevada a menudo desde que amanece— a congraciarse, perturbados, por la tremenda suerte de vivir acá. Y por sus mentes se cruzan como azotes las estrofas del amado vals: Blanca ciudad / eterno cielo azul / puro Sol /montañas de mi lar. Me he recorrido el Patio de los Naranjos y la Calle Granada varios miles de veces en estos ocho años porque en ello consiste mi tarea. Otras tantas 151

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he explicado a los turistas las reformas que introdujo la Madre San Román de la Vega en el siglo antepasado. Otras tantas, valga decir, he mirado su retrato del lecho de muerte, que ahora descifro con facilidad a pesar de la penumbra: el hábito de superiora, los párpados chorreados como trapos, las manos contritas una encima de la otra. He gozado de la singular acústica de la Pinacoteca en los conciertos esporádicos, he podido asistir a los grandes banquetes ocasionales en el antiguo refectorio y el Patio de las Tres Cruces y he aprendido a gozar de las campanadas de las horas, que resuenan mejor por los recovecos de la Calle Sevilla y que antes me habían atormentado como una queja rota, un estrépito de náusea. Hace tiempo que ha dejado de preocuparme si sería perverso aquello de pasarse la vida entre murallas y rezos por voluntad propia, sin hombre ni gentío, o eso de encerrar también a las sirvientas, o de venirse caminando con una cruz gigante y pesada al hombro, desde Bolivia, y morir aquí. Más me he interesado en descubrir las ventajas de vivir sola y sin volver a pisar mi pueblo, de vestirme como citadina, de perder el dejo que delata a las serranas y cultivar mi lenguaje y de no expresar demasiado mi contento por las propinas gruesas de algunos turistas. Y, sobre todo, de no reconciliarme con mi madrina Eloísa: de carecer de vínculos. Puntual, cumplida, orgullosa, no he faltado un solo día a mi centro de trabajo y he recomendado a medio mundo la crema de pétalos de rosa para borrar cicatrices y los dulces de mazapán y naranja y me he habituado a lavar mi cuerpo con el jabón de perejil que también siguen preparando las monjas en su clausura y vendiendo, diligentes, a través del torno de la calle Bolívar o de la boutique del Monasterio. Y porque me lo piden, he tomado con ellos (los turistas) incontables jugos de tumbo y mates de coca en el viejo granero hecho Cafetería. Y cuántas veces, después, los he alentado a subir hasta las azoteas para observar la perfección de las bóvedas y poder contemplar el perfil de indio dormido del Picchu Picchu, la serenidad del Misti, la magnificencia del Chachani bañado a discreción por su nieve perpetua: eterno cielo azul / puro sol / montañas de mi lar. No podría haber elegido, entonces, otro lugar para matar a Esteban. «Esteban» es un decir, es el nombre que le puse yo al cabo de algunos meses de estar juntos. 152

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Y «juntos» es otro decir, pero vayamos por partes. Desde que me escabullí del dominio de mi madrina Eloísa y de sus planes de destinarme al servicio doméstico, había aprendido idiomas con enorme esfuerzo, tesón, y mayor sacrificio para conseguir este contrato indefinido que más de una guía profesional codicia; me había esmerado mucho en conocer y entender las respectivas culturas y mentalidades para contarles mejor (a ellos, los turistas) todo lo relativo al Monasterio. Me pareció, entonces, un poco cursi que mi novio se llamara Steve, no por llevar yo una combinación tan sonora de nombres latino y vasco como es Laura Zárraga, sino por ser él habanero de nacimiento. Por mucho Miami que hubiese de por medio. Aunque, a estas alturas, vaya una a saber si lo de Miami era cierto. Y cuánto habría de Cuba, para mí que sólo el acento. Steve Cordero, para remate. Stif. Me daba cosa pronunciarlo. Esteban Cordero suena mucho mejor, decidí. Y punto. Se lo dije cuando volvió: —Steve no me parece. Te llamaré Esteban. —Qué tú crees, que eso a mí me afecta, mi amor. Tú llámame como quieras, como a ti más te guste. «Mi novio» es otro decir, pues el drama empieza justamente cuando descubro que Esteban, que Steve Corder, para ser exacta... Y no hacía ni un mes que me había dicho, a propósito de que el instinto me hizo tocar el tema: —Pero Laura, por qué tú te pones nerviosa, mi amor. Si te he dicho que nos vamos a casar, nos casamos. Sólo hay que tener paciencia. Cómo tú puedes desconfiar, chica. Era un apoyo moral para mi barriga que se había puesto a crecer después de tres años de amoríos turbulentos y, en lo que a mí respecta, exclusivos y primerizos. Se lo dije en el tono de la dicha, radiante, rozando el cielo con los párpados. Tratando de apaciguar aquel torrente de escenas felices que me inundaba el ánimo. Pero un montón de caricias, besos se me quedaron bailando ridículamente en los labios. A Esteban le había cambiado la cara de golpe, una palidez de lápida había caído sobre aquel bronceado de dolce vita. Al cabo de solemnes minutos habló, de mejor talante, aunque sin poder ocultar su desacuerdo:

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—Pero chica, Laura, por qué tú exageras, mi amor. Ese asunto mejor postergarlo. Para cuando estemos bien instalados, ¿no te parece? Ahora andamos a salto de mata. Y yo quiero tenerte como una princesa. —He juntado algún dinero, ahorros, si es eso lo que te asusta. No hace falta que tú, quiero decir que yo también podría... —No, no, precipitarse trae mala suerte, chica, todo en su momento, en su sitio, acaso vamos a perdernos de vista. Se las agenció para cambiar de tema con la voz que me hacía tilín y el desparpajo de quien se sabe querido, venerado por encima de cualquier obstáculo. Cambió de tema convencido de haber liquidado el asunto. Otra cosa es llevar el asunto en las entrañas. Movedizo, ensanchando caderas, pechos. Se trama una complicidad de hierro entre las células. El instinto, hecho un imán, se apodera del organismo. Una no se explica de dónde tanta fuerza, se registra ante el espejo. Una tiene veintiocho años y los últimos tres respira a merced de las visitas arbitrarias del hombre que ama. No, el mes que viene no puedo, no tengo ningún grupo qué guiar, pero el siguiente sí, mi amor, ahí nos vemos, no te adoro, acaso. Una se queda mirando el auricular y no lo rompe porque no es bruta. En fin, no pretendo armar un guión de telenovela. Yo lo único que necesito es quitarme este horrible peso de encima. Esto de callarse de por vida, no poder escuchar jamás un «hiciste bien, Laura, se lo tenía merecido». Me escurriré de esta celda del Noviciado, cuya restauración aún no termina, segura de poder guardar silencio absoluto a cualquier precio. Lo he leído tantas veces al entrar los claustros, y lo tendré que seguir leyendo hasta fin de mes, esculpido en la pared espesa, como un abanico: SILENCIO Quién sabe si hubiera preferido que no la pinten de muerta: nonagenaria, sin expresión en el rostro ni siquiera ya de recogimiento; lleno, sí, de lunares borrosos, como un mapa con señas marcadas al azar después de un cataclismo. Me ha costado trabajo descolgar el retrato de la Madre San Román de la Vega, he tenido que empujarlo con una esquina del reclinatorio, trepada como un equilibrista sobre la tarima de su alcoba. Me 154

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ha dado asco enredarme la muñeca con telarañas. Pero me hacía falta su compañía, una presencia que me diera valor para sobrellevar el abismo. Algo tangible y banal como las pesadas bolsas de sus ojos o su nariz de ornitorrinco, que me transmitiera desprecio por el cuerpo humano, por la esclavitud de su belleza, remitiéndome a las causas nobles del espíritu. Algo, por último, que me ayudara a familiarizarme con las dimensiones del silencio sepulcral que me espera. No he pegado ojo en toda la noche, demás está decirlo, no he dejado de sentir las culebrillas correteando por mi panza como si mi panza fuera un paraíso de travesuras. Pero estoy preparada: en unos minutos, apenas despunte el día, me dirijo a la amplia celda de la Madre San Román de la Vega, en la Calle Segovia, y devuelvo el retrato a su sitio mientras la miro a toda luz: bigotuda por excelencia y sin color la tez. Regreso a mi escondite del Noviciado colmada de oxígeno, algo repuesta y, cuando las mujeres de la limpieza hayan terminado de pasar escobas y plumeros y el portón y la boletería ya estén abiertos al público, a las nueve, camino con tranquilidad, recién maquillada y soberana de mi lengua, a la Cafetería. Como si no estuviera desfalleciendo y espantada de Laura Zárraga. Como si acabara de llegar de Cortaderas y me apeteciese desayunar rico, simplemente. Un jugo de papaya, salteñas, una leche vinagre con miel de chancaca. Como si jamás hubiese matado a Esteban. Luego me siento en la glorieta junto a la boletería, escucho y celebro las anécdotas de la víspera y los pormenores de sus vidas íntimas que mis colegas comentan hasta que se me designa el primer grupo de la mañana. Recorremos el Monasterio en hora y media dos horas, en inglés, o francés, o italiano, y en la Calle Granada no me detengo más de lo indispensable ni se me pasa por la cabeza dar la vuelta y toparme con el lugar de los hechos. Sé que a ninguna guía se le va a ocurrir en semanas, quizá en años. Y a fin de mes, que me tocan vacaciones, que empezará a notárseme el embarazo que ellas jamás sospecharían, me voy con mis ahorros al extranjero. Desaparezco del mapa sin decirle a nadie que es para no volver y que somos casi dos que nos vamos lejísimos. A quién le importa, en el fondo, en esta ciudad que tampoco es la mía. El Monasterio contratará una experta titulada, de las tantas que pululan en lista de espera. Forzarán la puerta de mis dos piezas de Cortaderas, can156

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sados de tocar, apenas detecten que debo un mes de arriendo. No hallarán ninguna pista suponiendo que quisieran cobrárselas. Lo he previsto todo: tramité el pasaporte la semana pasada, viajaré en tren a Puno, seguiré en ómnibus hasta La Paz y de allí volaré a Bélgica. De las innumerables direcciones que me dejan los turistas, y a deducir por las postales y fotos que algunos me envían —son así—, por su insistencia cordial en que no deje de visitarlos, creo que aquella pareja de psicólogos, matrimonio sin hijos, afincados en Amberes, que acompañé a comprar chocolates de “La Ibérica” y comer picantes en “Los tres sillares” podrán cobijarme hasta que me establezca. Porque una vez fuera del país, poco me importa que en la fumigación anual de octubre, a más tardar, descubran el cadáver. No me enteraré siquiera. O en una de ésas, tampoco, tampoco lo encuentran. Pasa tan desapercibido el pasaje detrás de la Calle Toledo... Sea como fuere, para entonces estaré de siete meses y pico, muy ocupada con el ajuar de mi niño y practicando natación a diario. Y es que no ser menos vil ni menos ruin que Esteban me reconforta. Me da la seguridad de haber obrado con justicia y sin tener que comprar el silencio relativo y engorroso de terceros. Con el corazón hecho tripas pero el vientre a salvo y la cabeza en su sitio. Con la convicción de que el resto es secundario. E inmune, con las manos limpias. Con aquel tipo de desprecio que suele traducirse en elegancia y refinamiento a la hora de diseñar punto por punto un plan nefasto. Pero justo. Porque a mí nadie me quita del cerebro que aquella boda ha sido sólo por el billete y las campanillas. Por darse a la buena vida. El imbécil de Esteban me quería. Y supo sacarles el jugo a mis encantos. Y el fruto. Él apareció por aquí, la primera vez, cuando hacía varios años que el Monasterio de Santa Catalina estaba abierto al público y atraía la atención del mundo por la belleza singular de su arquitectura. La misión de Steve era guiar a un grupo de granjeros de Arizona, bastante toscos y poco versados en los usos de clausura. Nos miró a todas en la glorieta y me eligió a mí para conducir por el Convento a sus gringos y a él. Y la misión del destino, al parecer, era que nos besáramos esa tarde, perturbados, eterno cielo azul, con prisas en una de las azoteas mientras los granjeros se divertían lanzando sus centavos de dólar a la Pileta de los Deseos. Yo, que siempre me había mantenido al margen y había criticado en silencio los romances 157

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fortuitos de mis colegas con extranjeros. Yo que no sabía bien qué hacer con la lengua. Lo que sigue, hasta que Esteban tomó el avión de regreso a Lima, para continuar supuestamente a los Estados Unidos, no creo que sea demasiado original a pesar de mi doncellez y la asiduidad con que echamos mano del ron y de las sábanas. Así nomás habían sabido ser estas cosas, me dije, engolosinada, en algún instante en que intenté reflexionar sobre cuanto hacía. Tampoco creo que fueran demasiado originales sus visitas cada tres, cinco, ocho semanas con distintas clases de turistas. Decir que me enamoré hasta el tuétano es una confesión incompleta. Que me puse a sus pies tampoco describe con exactitud mi espectacular y paciente entrega. En todo caso, me di sin temores, sin prejuicios, sin secretos. Sin una sola mentira. Y me creí su leyenda de pe a pa porque oírlo hablar era una delicia. Como música. Siempre con un puro encendido y ese coqueteo de quien se desentiende de las cosas aburridas. Me parodiaba las extravagancias de sus amigos, me describía detalles insólitos de Florida, me canturreaba boleros de la guardia vieja, y, tarde o temprano, acababa exponiendo de manera hilvanada y plausible un futuro común, nuestro, de novelita Corín Tellado que colecciona mi madrina Eloísa. Entre cuento y cuento, como música también, me poseía. Ahora pienso que era una buena receta culinaria, cuyos ingredientes no se aventura uno a cambiar para evitarse sorpresas. Si al menos hubiera evitado la foto en semejante revista. Con tamaña cara de triunfo. Qué creería, que una pobre self made guía turística de provincia, empeñosa en superarse, con poco tiempo y enorme desprecio para la lectura de revistuchas frívolas no las iba a curiosear igual en la consulta del médico, por ejemplo. Y al médico fui, vaya ironía, por el «asunto». Falta saber si el feliz novio, en su derroche de alegría, se percató de que posaba para la prensa del corazón y no simplemente para el álbum de la familia. Falta saber qué versión se tragaría la familia y qué versión se venía tragando la flamante señora de Cordero, ex viuda de Santisteban. Quiero decir, la flamante viuda de Cordero, ex viuda de Santisteban. Al ver que su cónyuge segundo no asoma el pelo, empezará a ponerse celosa y a dudar de él. Días después comenzará a odiarlo, examinará las razones de su boda, consultará con sus abogados. Dará órdenes de que lo busquen por 158

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todo Lima y se lo traigan de inmediato, en cualquier estado. La próxima semana renegará de su edad y del color falso de su pelo. Y desesperada, deshecha, sin pizca de fe en su siquiatra, le costará una fortuna al cabo de un mes, o dos, constatar que es en vano, no está su marido, tan eficiente en la cama, tan buenmozo, todo parece indicar que se lo tragó la tierra. Que tampoco se diferencia tanto de la piedra porosa de lava volcánica, capaz de guardar hasta el hedor a cadáver como un secreto. Ignoro con qué triquiñuelas se escaparía Steve del palacete de Monterrico para venir a verme. Y como no ha de saber nada de mí, la viuda Ana Rosa, qué pueden preocuparme sus pesquisas. Yo no lo hice venir para pedirle explicaciones. He nacido en un pueblo áspero, donde la gente habla poco, actúa. Ha sido criada para trabajar como las mulas. Y anda bastante resentida. —Los Zárraga, hija —alcanzó a decirme mi madre antes de morir, tísica—, somos pobres como ratas de convento, por bastardos, para que lo sepas. Pero has de ser orgullosa hasta la médula. Has de esforzarte y salir de la inmundicia y la miseria. Yo era muy chica para entender sus palabras. La miré con cara de pregunta. Ella añadió: —No te dejes pisotear por lo que más quieras. Defiéndete sobre todo de los hombres, todavía hay mucho canalla suelto. Y cómo mienten, cómo se las ingenian para repetir el plato. Cuídate mucho hijita. Ni siquiera lo hice venir para chantajearlo, como me habría aconsejado, con seguridad, mi madrina Eloísa. Cuando fui a recibirlo al aeropuerto no estaba segura de que llegaría. Me había telefoneado después de cinco semanas de silencio para anunciarme que estaba en Lima y trataría de organizar una visita hacia finales de mes, quizás, con un grupo de jubilados de Oregón; que hasta junio que empezaba la temporada alta no estaba nada fácil la cosa. Que él había aprovechado para estudiar mucho. No hizo ninguna pregunta sobre mi estado. Yo tenía aún, a la vista, aquella página de Lima linda que arrancara, un par de semanas atrás, en la consulta del médico. La tenía todo el tiempo, envenenándome la vida y el sueño. Pero le dije, como un ultimátum y con un resabio de cariño cierto y falso: 159

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—Esteban, me prometiste que una vez vendrías solo, sin turistas, por mí. Ahora lo necesito. —Pero chica, acabo de decirte. —Que sea miércoles, mejor, que tengo el día libre, iré a esperarte. Y colgué, y corrí a prenderle fuego al recorte de prensa y salí a caminar por la Avenida Bolognesi, a mirar el río. Es más, mientras veía aterrizar el avión este mediodía, sólo deseaba que no viniera como los dos miércoles anteriores. Yo había desconectado el teléfono desde su última llamada; había vuelto de mi paseo con una decisión firme. Pero se bajó el primero, grande y con los rizos castaños más crecidos y la piel más dorada y un tabaco a punto entre los dedos. Se bajó sonriendo. Sus ropas eran nuevas, más finas, noté que no llevaba zapatillas sino mocasines y maletín de cuero en lugar de mochila. Que el par de kilos que había subido lo favorecían. Noté cuán habituada estaba a sentir el llamado de su cuerpo. Pero yo tenía que cumplir conmigo. Sabía que era la única forma de hacer justicia y me había costado mucho decidirme. Yo lo había hecho venir para matarlo. Y él, bueno, él era demasiado vanidoso y pagado de su suerte como para imaginárselo. Se alegró mucho de verme, como siempre. Sé que mis rasgos mestizos y delicados, mis cabellos abundantes, azulinos, mis cabriolas en el lecho que aprendía a su antojo lo sacaban de quicio. Se alegró tanto de verme, que ni averiguó la causa de mi urgencia. Me compró un ramo de claveles y me estrechó, creo, con más ternura que otras veces. Pero cometió el error de no interesarse por mi vientre ni en un sentido ni en otro. Aquello podría haberme desarmado. Y cometió también el desatino, fatal, de seguir ocultándome sus enredos. Pensaría que cada noticia en su círculo, o que ya no es como antes, o qué pensaría, pero no se había preocupado de que una boda por todo lo alto sigue siendo un suceso periodístico.

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Me estremece pensar en su lenta agonía. Lo maté por principio, no para mi regocijo. De qué sirve la masa sin espacio, pensé al verlo ahí embutido, como metal vaciado en un molde previsto. Confieso que hubiera preferido una muerte instantánea, sin esa eternidad inútil que habrá sido para él ir perdiendo el aire y la mala fe por gusto, cuando es demasiado tarde, cuando se apaga hecho una amalgama compacta su fornido cuerpo en un hueco cerrado y no más grande que él, tan a su medida que no le permite ningún movimiento fructífero. Apenas unos rasguños en la puerta astillosa, que no habrán conseguido sino hacerle sangrar, en vano, las yemas de los dedos. Y toda su fuerza concentrada en empujar la puerta con hombros y rodillas y el perfil entero, incluso la cabeza, negándose a creer que aquellas moles centenarias y aquellas bisagras de hierro resisten la presión de toneladas. Me estremece pensar en su lenta agonía, repito, pero yo no podía correr un solo riesgo. Del aeropuerto tomamos un taxi a Cortaderas y, después de unas intimidades silenciosas, angustiadas de mi parte, mas no por ello menos satisfactorias y motivo de júbilo para él, sugerí que fuéramos a pie al centro. Me parecía tan grotesco caminar con él del brazo, cruzar la Avenida Bolognesi, el Puente Grau deteniéndome a mirar el río como busca uno en el espejo la cara del otro, la prueba de que aún no se ha ido. Me parecía grotesco, sí, dejarme tomar de la cintura como si no hicieran siete semanas y pico que la viuda Ana Rosa Martelada, hija de los dueños de la conocida cadena de supermercados que han invadido el país en batalla frontal con la informalidad, hubiese contraído matrimonio con el apuesto «promotor de ventas» norteamericano Steve Cordero «afincado desde hace algunos años en nuestra capital. La madre del novio, portorriqueña, llegó especialmente de San Juan para la ceremonia. Los padres de la novia ofrecieron un exquisito banquete en el Hotel Crillón a los quinientos invitados. La feliz pareja partió de luna de miel a Buenos Aires, Asunción y Río de Janeiro. A su regreso, estrenarán residencia en Monterrico»... vaya si tengo buena memoria para algunos textos... Y yo que había echado, de camino al médico, como cada jueves o viernes, una carta para él a un apartado de Lima, de la agencia de viajes «El Camaleón» que nunca se me ocurrió, por cierto, averiguar si existía. 161

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—Mejor que tú me escribas siempre a Lima, mi amor —me había dicho desde el principio—, del Camaleón mandan todo a Miami por courier y así puedo saber antes de ti. Yo más bien soy persona de poco escribir, ya me conoces, hombre de números. Prefiero llamarte por teléfono. Y la brújula que determina la dirección de los sentimientos no me ha hecho detestar a la viuda Martelada, no aparatosamente fea aunque algo desabrida a pesar del tono cobrizo de su pelo muy cuidado. Ni más de diez o doce años mayor que Esteban... La brújula que determina la dirección de los sentimientos hizo que concentrara mi obsesión de castigo en él. Y qué sabía yo de aquel Esteban cuyo nombre, a fin de cuentas, me había inventado. Qué llegué a saber en tres años de amoríos. Que vivía en el Estado de Florida. Que me adoraba. Que traía grupos de turistas al Perú cuando se presentaba la posibilidad para así costear sus estudios de postgrado. Que sólo conmigo gozaba y siempre estaba extrañándome y me era fiel como un perro. Que le faltaba poco para examinarse y entonces iríamos a vivir allí, casándonos, qué tú crees, allí donde le dieran un puesto fijo... Que me adoraba cada vez más por ser buena y linda y trabajadora y fiel. Que sus padres ya lo sabían, lo felicitaban por su suerte, chicas así y sanas ya no hay, me mandaban saludos. Que me adoraba para toda la vida pero por ahora debía concentrarse mucho en los estudios, eran endemoniadas de aprender las cosas que exigían los gringos para darle a uno un PhD. Pero él lo conseguiría antes de cumplir los treinta porque me adoraba, cuestión de tener un poco de calma, eran unos cuantos meses, un semestre más y ya. Lo más importante de todo, que no se me olvidase, era que a mí, él me adoraba... Y yo era del género de las personas crédulas, por naturaleza. De aquellas que no piden documentos, que no se empeñan en ir al lugar de los hechos, que aceptan reglas desventajosas en los juegos verdaderos. Y, también por naturaleza, de aquellas que escriben más cartas de las recibidas y no les hace ninguna falta poner los cuernos. Que se consagran a uno, con vehemencia, viva donde viva. Aparezca cuando aparezca. Ayer la tarde brillaba mucho. Él mismo me lo dijo: —Qué pasa con tu ciudad, chica, parece que se engalana para nosotros.

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No entendió mi amenaza: —No es mía —le dije—. Y no te fíes mucho, no vayas a quedarte pegado en esta ciudad como una lapa. No tenía por qué entenderla pero soltó una carcajada hueca de cortesía. Cruzamos el Parque San Francisco. Aquellas flores de jacarandá regadas por el suelo contribuían a agitar mi espíritu. Lo había hecho venir para matarlo pero yo no creo que nadie haya nacido asesino. Al torcer por la esquina de Zela a Santa Catalina, en dirección a la Plaza de Armas, le insinué que entráramos al Convento, por una vez, solos. Al lugar donde nos conocimos. Su mala conciencia le impedía negarse a cualquier pedido mío. Hicimos, en asombroso silencio, un recorrido obvio, tácito: los tornos, la luz radiante a través de las piedras de Huamanga, las azoteas. La celda diminuta de la monja mártir que se vino a pie desde Bolivia. Cruzamos el Claustro Mayor para entrar a la Pinacoteca, cuando acababan de dar las cinco. Yo sudaba y esperaba cualquier milagro que nos obligara a huir despavoridos, un terremoto, una alarma de incendio. Mirábamos los cuadros de la Escuela Cuzqueña como si no los conociésemos. Estuvimos a punto de firmar en el libro de visitantes, pero le tiré suavemente de la manga y, en lugar de salir por la reja giratoria que da a la glorieta, lo conduje a los confesonarios junto al zaguán añil del Patio de las Tres Cruces. —Siéntate ahí —le dije—, estarás molido. O de repente es hora de largar tus pecados. Una jugarreta de último minuto de mi subconsciente. Una metáfora abierta, una súplica de que me contara todo con pelos y señales, con razones por rastreras que fuesen: un deseo morboso y enorme de perdonarlo y perdonarlo, de envolverlo para siempre con mi perdón: de que se quedara conmigo. O de fugarnos a donde él quisiera. Juntos. No se dio por aludido. Su actitud de ave de paso desentendida era la misma a la que tan bien acostumbrada me tenía. Su plaza para mañana en el vuelo de las once, confirmada. Acaso se había quedado, alguna vez, más de veinticuatro horas en Arequipa con los dichosos turistas.

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—Qué ocurrencias tú tienes, chica —me dijo—, qué caprichos, y qué complejo de cura confesor te ha salido de pronto, mira que son morbosos los curicas. Sólo falta que me tomes una foto ahí sentado. Ocurrencias, caprichos, complejos. Eran las cinco y cuarenta y no quedaba un alma en el área turística del Monasterio, dividida de la actual residencia de las monjas por un muro de sillar y una zona en ruinas. De sobra sabía yo que el viejo Hermenegildo cerraba las rejas y el gran portón a las cinco y media en punto y se iba a invitarle una copita de anís a su amigo el zapatero de la esquina de Ugarte. De sobra sabía que las últimas hordas de visitantes abandonaban el único convento del mundo con ciudadela a las cinco y veinticinco como máximo. Que de la boletería colgaba un candado desde las cinco menos cuarto. Dimos la vuelta a la Calle Toledo y fuimos a dar a aquel pasaje que las guías omitimos sistemáticamente de los recorridos porque sólo tiene un par de cámaras para hacer la penitencia, idénticas a las que están en el zaguán contiguo a la Calle Sevilla, más que suficientes estas últimas para ilustrar o espantar a los turistas. Aún quise besarlo para olvidar, aún quedarme con sus retazos de vida falsa que sí me pertenecían, acaso no estaba ahora conmigo, acaso no y muerto de ganas de llegar a mi pieza y volver a colmarme de su sed y su gala. Aún quise apretar sus cejas tupidas para leer más adentro. Gritarle que me daban igual sus fábulas o estafas con tal de que quisiera al niño, le diera presencia, apellido. Quise decirle eso, y más, y borrón y cuenta nueva. Pero sólo llevaba odio en el cuerpo. Lo sentía en las venas, bullir; en la crispación de las clavículas; en mis músculos tiesos. Me introduje, en cambio, en aquel agujero, lo miré un rato, salí y, con una voz muy contundente que me sonó ajena, le dije: —A que no eres capaz de meterte tú en semejante cubículo, apostaría. En la única trampa que caen los hombres, pensé aterrada, es en la del desafío. Esteban dijo: —Qué tú crees, chica, que porque soy grandulón no me puedo yo doblar como un muñeco de goma, faltaría más. Soy muy flexible, Laurica, con mayor razón si tú me lo pides. Y esas han sido, paradójicamente, sus últimas palabras. 164

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Fui veloz. Velocísima. Los largos muslos lo forzaron a una posición fetal, las rodillas parecían frenarle los latidos del corazón. Había encogido también los brazos y —como parodiando mi mandato— había colocado las manos una encima de la otra, en actitud contrita como la Madre San Román de la Vega en su lecho de muerte. Antes de caer en la tentación de perdonarlo a su mirada parda, de caramelo, al bamboleo de sus rizos, di un empujón certero a la vieja puerta astillosa y, con una destreza que ignoraba yo misma, giré esa llave centenaria dos veces. Sabía muy bien que aquel escondrijo de la enmienda era hermético y que, en épocas tenebrosas que ya pasaron a la Historia, las monjas catalinas de un metro cuarenta se sentaban ahí no más de media hora y se encerraban ellas mismas por dentro a sudar la gota gorda del arrepentimiento. Por eso las llaves estaban siempre listas en sus cerraduras, del lado de afuera. Lo había relatado a los turistas en mejores términos al mostrarles las cámaras del zaguán junto a la Calle Sevilla. Sabía también que Esteban sufría de claustrofobia aunque jamás hubiera hecho aspavientos de ello en público. Sabía que la voz no le daba para mucho por fumar tanto. Sabía que había analizado, incluso, media docena de imprevistos remotos. Como un juego minucioso. Él ahí, encajado haciendo de última pieza de un rompecabezas. O como una obra maestra. Él ahí, impregnando de un sudor helado los entresijos de una muralla histórica, convertido en patrimonio de la humanidad, vamos. Él ahí, dejando que la piedra blanca atrape aun su olor, lo esparza entre sus poros con una discreción cómplice. Por temor a ceder y que todo se transformase en una broma pesada, por evitar caer en la vergüenza de una escena de lástima, caminé sigilosa hasta la Plaza Córdoba. La luz de la tarde bañaba las paredes de la antigua cocina de tres alas y los arcos ocres de la Calle Sevilla. Sudaba a chorros, eso sí, y la llave medio oxidada me ardía en la mano. La miré con cierto respeto. Era igual a las llaves que dibujaban en los métodos de idiomas, no como las que se usan ahora. Del modelo de llaves 165

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por excelencia, tal como puede imaginarse la gente menuda que será cada llave de San Pedro: grande, sólida, negra, pesada. Me asombré de mi falta de piedad, de mi maña, de mi éxito, y no tardé en arrojar la llave a la Pileta de los Deseos. De espaldas, como es el rito. Pidiendo con toda mi alma que jamás se me escape el secreto. El ruido que provocó al caer fue quedo, y le seguí la pista hasta saberla, por fin, ahogada entre cientos de monedas de los turistas. Ahogada como los gritos de Esteban incrustado para siempre en aquel espacio, viéndolo bien, a su medida. Y cada vez que pase por la Calle Toledo, hasta el treinta de este mes, habré de recordarlo encorvado y sumiso y de perfil. Habré de maldecirlo por estúpido, por no haberse tomado la molestia, al menos, de cuidar que yo jamás me enterara de sus asuntos. A mi niño, en todo caso, lo llamaré Esteban y le dejaré crecer los rizos hasta la nuca. Y cuando empiece a preguntar, le contaré que su padre murió de pulmonía en un viaje muy raro que hizo, muy desatinado, en pésima época y sin consultarlo conmigo. (Friburgo de Brisgovia, 1993) Premio Instituto Cervantes del Concurso Internacional de Cuentos “Juan Rulfo” 1999 (París)

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Coleccionistas de cruces

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l libro de las cruces acababa de salir por aquellos días, el autor se remitía al Registro Central de Salzgitter y la Comunidad de Trabajo «Trece de agosto», una agrupación de Berlín Occidental. Más de doscientas cruces con sendas fichas de defunción de los fallecidos en su intento de huir de la República Democrática Alemana, buena parte asesinados. Setenta y cinco conmemoraban a los muertos por salvar el Muro dentro del perímetro urbano de Berlín, y algunas de esas leyendas son las que sabía en la ruta de Basilea y hasta ahora sé, un rumor en mi cabeza, similar al de mi difunta tía Elvira en su vejez de locura y ceguera cuando contaba ovejas con el rostro hacia la ventana y yo la escuchaba estupefacta esperando que al final me dijese algo más narrativo, o personal, o me sonriese, cosas que jamás ocurrirían. No me pregunte por qué las recordaba, le he dicho, la memoria se rige sola. Consignaban además el número de expediente en el Registro de Salzgitter, y el destino que le tocó, si se envió al Ministerio Fiscal de Múnich, Bielefeld, Düsseldorf, o a la Fiscalía de Gotinga, Brunswick, Luneburgo, esos datos se me entreveraron. Aunque si quiere que le diga la verdad, cuando llamó mi atención la carátula de aquel libro en una vitrina de Knesebeckstrasse, pensé en las cruces que surgían al pie de la carretera de Arequipa a Mollendo cada que los tíos Echagüe nos invitaban a la playa a mi hermano Francisco y a mí en los años sesenta. Aquellas cruces que brotaban en los terrenos descampados al pie de la ruta como esqueletos de hongos deshidratados por el sol del desierto, y nosotros, junto con los primos, competíamos por quién las contaba en mayor número, quién juntaba más cruces en el viaje de dos horas y media hasta llegar a Mollendo y correr al mar. Contábamos muchas, coleccionistas consumados, sabíamos en cada trayecto cuáles eran nuevas, nos condolíamos un instante porque aun sin preocuparnos por las dimensiones de la muerte nuestra humanidad captaba que era para condolerse, la gente se santiguaba, lo veíamos, y de tanto contarlas y reconocerlas por alguna estampita, el Señor de los Milagros, la Virgen de Chapi, la Beatita de Humay, o alguna flor característica que les ponían —un texao, una magnolia, unas calas— era que conocíamos la Variante de Uchumayo y ese tramo de la Panamericana Sur palmo a palmo, Frau Bakarel, con sus valles y montañas, ríos y quebradas como dice el vals, hay un vals criollo que lo dice. 167

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Eran cruces de fabricación casera, unas más modestas que otras, más chuecas y desproporcionadas. Solían llevar pintadas a mano sobre la madera las iniciales o los nombres completos de las víctimas, las fechas de las desgracias, a veces las de nacimiento de los difuntos. Plantadas en medio de la ruta, parecían tambalearse al borde de la vía cuando soplaba el viento, pero se mantenían firmes en memoria de los muertos en accidentes de tránsito. Un verano empezamos a anotarlas en una libreta empastada, con el ángel pensativo de La Madona Sixtina de Rafael reproducido en la tapa bajo las letras doradas de Mi diario. Anotábamos lo que alcanzábamos a leer de camino y que el bamboleo del auto nos permitía y el resto lo inventábamos para que ninguna cruz se quedase sin su historia, sin sentido: un ómnibus de Morales Moralitos volcado porque se le vaciaron los frenos tras el puente de Santa Rita, un choque fatídico de autos en una curva pasado San José, un camión estrellado contra las rocas de Matarani por exceso de velocidad. Cosas así. Y una vez en la playa de Mollendo completábamos una biografía a cada persona fallecida, no exenta de truculencias, y hacíamos un simulacro de entierro colectivo en torno a un altar de arena, guardando un minuto de silencio. Por reloj, como nos habían hecho guardar un minuto de silencio en el Peruano–Alemán por la muerte de Konrad Adenauer, de quien no sabíamos exactamente cuáles eran sus méritos, Frau Bakarel, yo en quinto de primaria, un primo Echagüe en cuarto, mi 168

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hermano en tercero, el otro primo en segundo, el colegio subvencionado por el gobierno federal, pero menos que el Humboldt de Lima, nos había parecido a todos cuando fuimos a Lima. Con ese trámite infantil, quienes habían muerto en aquel tramo de la Panamericana Sur, también habían vivido. Después íbamos a la carpa a poner la libreta empastada a buen recaudo y yo pensaba, qué buena idea tuviste, tía Magdalena, de regalármela por Navidad. Habíamos llegado a idear una gama pintoresca de accidentes de tránsito y aprendimos a ser muy cuidadosos para cruzar la calle, muy respetuosos de las señales de tránsito cuando salíamos al parque en monopatín o bicicleta. Cualquier imprudencia podría reducirnos a una cruz en La Apacheta como las que bordeaban la carretera a Mollendo, que cada verano eran más. (Fragmento de la novela La falaz posteridad, capítulo “Cruces y cruces”; Editorial San Marcos, Colección Diamantes y Pedernales, Lima, 2007, pág. 51-54.)

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Kankachu o la sal de la tierra ¿Qué alboroto éste? Francisco de Goya

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V

iajábamos de Puno a Cuzco en el famoso tren de la sierra, aquel ferrocarril tan sólido que construyeron los ingleses en el pasado para sacar minerales y lanas a la costa y embarcarlos a Europa. Más famoso, entretanto, por sus tradicionales defectos pero más seguro que el ómnibus cuando el avión resulta muy caro para el contribuyente medio. En aquellos años, además, dependía del cambio en el mercado negro. En realidad viajábamos de Arequipa al Cuzco, pero nos habíamos detenido un día y una noche en Puno precisamente para que el viaje no se hiciera tan pesado. Íbamos a visitar a su padre. Josecito contaba apenas cinco años. Observaba el Lago con regocijo, las balsas, las totoras como meciéndose y esperando a que pase algo. Me recordaba una y otra vez que el azul es su color favorito. A excepción del mar, él jamás había tenido tanta agua junta ante sus ojos y al principio, efectivamente, no veíamos sino lago desde la ventanilla nuestra, la de la izquierda, y cuando pedíamos permiso a los vecinos de la derecha para mirar, lo mismo: agua por todas partes. Un agua inmensa que también se confundía con el cielo en el horizonte para júbilo y respeto de mi pequeño hijo pero que vista así, de la ventanilla hacia abajo, estaba llena de líquidos matices y se movía suavemente, toda, como obedeciendo a un ritmo omnipresente cuyos mecanismos secretos nos quedarían siempre ocultos. —Mamá —me preguntaba entonces Josecito medio atemorizado— ¿vamos en tren o vamos flotando? Y era entonces que yo aprovechaba para instruirlo: —El Titicaca, Josecito, es el lago navegable más alto del mundo... Josecito me miraba, miraba otra vez el lago muy atentamente y a mí me daba la impresión de que iba captando cuanto le decía. 170

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2 No llegaban a ser cuatrocientos kilómetros de trayecto pero el viaje en tren parece no terminar nunca en la Cordillera. Se transforma en una aventura, tiene algo de odisea y es una jornada completa más que un simple desplazamiento. Habíamos partido de Puno a las ocho de la mañana y llegamos al Cuzco al cabo de once horas a una estación populosa y aturdida por la habitual tardanza. El tren era tan lento, comentaba Josecito, que en lugar de ir parecía estar viniendo. A las nueve debíamos hacer el cambio en Juliaca, ciudad horrorosa y agitada. ¿Ciudad? Cruce de líneas férreas, un comercio desbocado en furor desde la madrugada y una serie de desagües al descubierto. Y sin más lago que la embellezca, que la salve de la infamia estética por ningún recoveco. Esperamos largo rato a la intemperie, Josecito helado. Orinó por ahí, oriné por ahí, devoramos nuestro fiambre con cierto entusiasmo para matar el tiempo. Un hombre anciano y amable con sonrisa verde de chacchar coca nos ofreció té humeante en la tapa abollada de un termo de lata. El frío de agosto, aquel frío de puna que cala hasta los sentimientos, nos había hecho perder el miedo, felizmente. Y éramos, de pronto, tan adultos. Ambos. 3 Teníamos reservados asientos en el vagón «de gala», por buenos contactos. —En un tren, Josecito, caben un montón de cosas —traté de explicarle antes que se quedara dormido en mi regazo. Era 1989, ya se habían perdido muchos mitos. Ya empezaban a tomarse en serio otros. Yo sabía, por lo tanto, cómo esa gente que subió al tren en Arequipa había hecho cola desde la víspera junto al Parque Melgar para conseguir un billete de segunda clase. Quién dice que los peruanos no viajan.

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O que no necesitan viajar. Y hay que ver todo lo que llevamos a cuestas. La situación de los turistas también estaba clara, o precios de agencias u otros sistemas clandestinos de reventa. A Josecito le resultaba muy divertido el viaje dentro del viaje que emprendimos después de su breve siesta en mis brazos. El nunca había visto, por ejemplo, gallinas pasajeras desparramadas entre las polleras de robustas mujeres puneñas o cuzqueñas. Ni sabía que no toda la gente viaja obligatoriamente con maletines o maletas, hay mil formas ingeniosas de atar los bártulos cuando la carencia apremia. Ni sabía tampoco, Josecito, que mientras algunos juegan a los naipes o se afeitan en su compartimiento del vagón de adelante otros van colgados de las puertas porque les «falta» el boleto. Y hasta van saboreando la emoción del vértigo con una mueca morada de frío en el rostro morado de siempre, si no los bajan. Pero Josecito fascinado con lo que iba sucediendo. Con los zampoñistas que tocaban una que otra melodía andina para hacerse de algunas monedas urgentes. Con las mujeres ofreciendo «a precio de costo» toda clase de prendas vernáculas y vistosas, de colorines. Con los vendedores furtivos —algunos poco mayores que él— de choclo con queso y ralos refrescos. Mi hijo me miró con su carita fina de antojo. Pensé que podría tener hambre pero aún no me decidía a comprarle cualquier cosa. Los hábitos urbanos nos van llenando de prejuicios. Volvimos a nuestros asientos y traté de asesorarme con la señora boliviana que nos contemplaba con una mezcla de curiosidad y afecto. Ella era asidua de esa ruta cruzando el Lago desde La Paz o en camioneta por Guaqui, nos había contado al principio, y a Josecito le había regalado un par de cromos de Batman, de entre los muchos que les llevaba ella a sus nietos. —Pero para qué comprar choclos o panes medio secos —me dijo muy serena— si son casi las doce y al ratito llegamos a Ayaviri y podemos comer nuestro kankachu, el mejor kankachu del universo. Sólo de pensarlo se me va abriendo el apetito. Y al reparar en mi expresión de pasmo, agregó: —Cómo, no me va a decir que no lo ha probado ni sabe de qué le estoy hablando. —¿Pero cómo? —pregunté yo presa del pánico, poco preocupada por calidad del bendito kankachu y empezando a arrepentirme de haber

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planeado aquel viaje en tan mal momento— ¿va a decirme usted que el tren para en Ayaviri? —Tanto como parar parar... pero el hecho es que nadie se queda sin su kankachito, por eso ni se preocupe. —Pero señora —insistí realmente asustada— ¿Ayaviri no está en manos de Sendero? —y miré a mi Josecito como temiendo que estuvieran a punto de robármelo. —Sí, claro —repuso ella con la misma serenidad del comienzo— pero el kankachu es sagrado. De toda la vida. Mire si no llevo yo años viajando desde que me casé en segundas nupcias con este paisano suyo. Fíjese que todavía lo aguanto. Lo miró de reojo. No me atreví a preguntar más y escuché ensimismada las razones que hacían de aquel asado serrano un manjar privilegiado y lo situaban más allá del bien y del mal, por decirlo de algún modo. —Es por la sal de la tierra —me anunció la boliviana más serena que nunca y con el aplomo que concede la sabiduría frente al incauto—, esa sal da a los pastizales una calidad distinta y por eso la carne de estos animalitos es tan sabrosa, no hay quién se resista. Y no exagero si le aseguro que no existe nada parecido en ninguna parte del mundo. Soy vieja y sé lo que lo digo, mi estimada jovencita. —Ah... —Uy qué ganas —suspiró y luego le bailaron las pupilas; pensé que debía ser mayor de lo que aparentaba—; le juro que se me hace agüita la boca mientras le hablo, menos mal que ya falta poco para que lleguemos. —Sí... —Además, qué se imagina Usted, esa gente tiene que seguir viviendo y el kankachu es una fuente importante de ingresos, un tren por día, a ver, eche usted pluma. —Mmmm... —Y si quiere le digo a mi marido que les compre, porque claro, si usted no lo ha hecho nunca, mejor que no se meta, hay que tener cierta... práctica en el asunto, hay que ser sumamente rápido y mejor todavía entregar la plata exacta para no correr el riesgo de quedarse sin el vuelto por falta de tiempo. No es tan barato que digamos, pero sí abundante y una delicia, pruébelo nomás, se lo recomiendo. Y alimenta, ya lo creo que alimenta. 173

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Parecía un anuncio. Cómo no iba a probarlo, Josecito también se hizo partícipe de querer comer la nutritiva extravagancia. 4 Entonces ocurrió lo indescriptible. Ayaviri, efectivamente, estaba en manos de Sendero Luminoso. Hasta el puesto de la Guardia Civil había sido abandonado. A medida que el tren avanzaba, algunos basurales al pie de la línea daban cuenta del estropicio del poblado. Casi no se veía gente. Algo más había que lo hacía distinto de los otros pueblos que íbamos dejando, algo más, pero ¿qué?, ¿qué era? ¿Semejaba ser, Ayaviri, un pueblo más desolado aún que otros trozos habitados de la sierra? Yo sólo temblaba y hubiera querido obligar a mis ojos cerrarse; se oyen tantas cosas, se leen estadísticas, se han visto imágenes, quién no ha conocido a alguien que no ande metido en la danza y no es lo mismo viajar sola que con el hijo de las entrañas. Lo tenía abrazado, Josecito lindo, casi envuelto y ambos mirábamos temblando por la ventana. Él me decía que me defendería hasta la muerte y me lamentaba al oído no haber llevado su revólver de plástico porque a esa edad, los niños saben perfectamente lo que quiere decir «Sendero» y qué significa un pasamontañas negro. Llegó a sugerirme, Josecito despierto, que intentáramos llamar a los marcianos con el pensamiento para una operación de rescate. Nadie podrá revelar con certeza si el tren frenó, ni el propio maquinista; ya me he referido a la parsimonia con que serpenteaba los Andes abruptos y difíciles a cuatro mil metros. O quizás sí, quizás frenó cinco o diez segundos o hasta tres cuartos de minuto. El hecho es que de todas las ventanas y puertas se estiraron manos con plata —con billetes inmundos por el uso— y todas recibieron con la misma exactitud y sincronía coreográficas un apetitoso kankachu calientito y envuelto en papel de periódico (conteniendo, probablemente, noticias sobre antiguas acciones de Sendero, entre otras). Algunos muchachos, incluso, subieron como rayos y negociaron como flechas en los pasillos atiborrados de pasajeros con la saliva a punto como el perro del experimento de Pávlov.

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Pero nada más. A esa velocidad no se perpetran ni las más aceleradas operaciones de la bolsa. Pensé. Ni en Wall Street ni en Fráncfort ni entre los grandes del diamante que son de los más ágiles. Y ni cómo seguir pensando porque el olor del asado de carnero que había invadido todos los rincones de aquel tren verde y anaranjado por fuera, paciente y sempiterno, variopinto por dentro y hasta por zonas pestífero, me tenía a mí también pendiente de abrir nuestro suculento paquete. 5 El festín fue largo y silencioso y todos éramos por un buen rato iguales (aquel viejo sueño) todos éramos por una hora acaso exactamente iguales porque todos comíamos nuestro kankachu con las manos, con un poco de maíz tostado, con placer y gula y de lo más alevosos, sin modales, sin expectativas, con la grasa auténtica resbalándosenos hasta los codos (¿colesterol? ¿qué será eso) y todos nos chupábamos a cada tanto los dedos sonriéndonos mutuamente con los mofletes llenos. Jamás me sentí tan cómplice con mis semejantes, no hacía falta mirarse mucho ni hacer ningún tipo de comentarios. —¡Mamá! —exclamó Josecito feliz cuando nos asomábamos a La Raya donde la leyenda dice que el Inka encerró al viento —¡Qué rico! ¡Compremos más y también podríamos llevarle a mi papi! Lo miré, tan tierno y claro y satisfecho, pensé en su papi con reincidentes tendencias a convertirse vegetariano, me pregunté si aquella dama boliviana no viajaría tanto sólo por hincharse cada vez del exquisito asado y me olvidé por unos días de la drástica existencia de Sendero Luminoso en un país —mi país— tan azotado en aquellos tiempos desde todos los flancos. Hasta que volví a abrir un periódico de Lima en un bar del Cuzco. Porque fue en la antigua capital imperial donde pude observar mejor que la gente se cuidaba mucho de hablar así nomás. Era lógico. (Friburgo de Brisgovia, 1992)

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Miguel Ángel Delgado Luján Chimbote, 1956. Escritor y sociólogo radicado en Arequipa. Ha publicado: Pompas de jabón (1987), La guerra o la paz (Teatro, 1990), Un lugar bajo el sol (Cuentos), Soñando alto, soñando bajo (Teatro, 1994) y Allí estoy yo (Relatos, 1998). De este último libro autobiográfico tomamos el primer capítulo, donde narra como fue atacado por una extraña enfermedad neurológica.

la historia de bato

Y

si alguna vez alguien me pregunta qué fue lo que me ocurrió recuerdo inmediatamente la gotita de café y tengo que trazar una línea imaginaria para dividir el tiempo entre el antes y el después. Sí, porque antes yo podía ser considerado normal: caminaba y corría igual que la mayoría, hablaba sin ninguna dificultad y mis movimientos no tenían nada de lentos. Era un chico como tantos, al que le faltaba escasos dos meses para cumplir los quince años y que acababa de empezar el cuarto de secundaria. Si bien mi carpeta estaba ubicada más o menos en el centro del aula, en un lugar que pasara desapercibido para las preguntas y las miradas insidiosas de los maestros, me gustaba, en cambio, figurar y llamar la atención, es por eso que, con más entusiasmo que técnica o conocimientos, participaba en las actuaciones del colegio tratando de sobresalir; y, cuando el año anterior resulté campeón de natación en un certamen que organizó el profesor de Educación Física, realmente me sentí muy orgulloso. Estaba cruzando la adolescencia, pues, y tal que la mayoría de muchachos de los setentas me identificaba con la onda hippi y me encantaba la música en inglés, principalmente las canciones de Carlos Santana y de Whes Wo, –que escuchaba en ese programa radial legendario en nuestra ciudad, llamado “El Tocadiscos”, transmitido de lunes a domingo a la una de la tarde y conducido por Pepe Jarufe a quien nunca he llegado a conocer en persona, ni siquiera de vista, pero cuya voz grave y melodiosa ha quedado impresa en mi memoria con tonalidades multicolores, como seguramente lo está en la de muchos de los que vivieron en la Arequipa de entonces– e, igual que casi todos los jóvenes de la época y de todos los tiempos, creo, de vez en cuando me sentía un perfecto rebelde, cuestio176

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nando o tratando de cuestionar, generalmente sin fundamento alguno, el orden y la autoridad establecidos: que la religión para qué servía, que por qué tenía que obedecer, que por qué no me dejaban utilizar mi propio criterio y me permitían hacer lo que me diera la gana, si yo estaba seguro que, con tal edad y entendimiento, lo sabía y lo podía todo, o casi. En fin, me sentía descontento con lo que me rodeaba y a cada momento trataba de demostrar que ya era un hombre grande. Por eso, y porque inconscientemente quería parecerme a aquellos jóvenes triunfadores que solían aparecer en los avisos de los cigarrillos –la trampa publicitaria que, feliz mente, ha sido suprimida en este sentido, pues hace un buen tiempo que no se ve propaganda de tabaco en la TV–, empecé a fumar. Por supuesto que ahora, mirando las cosas por el reverso, me doy cuenta de lo inútil, de lo escandaloso e insensato que es ver a un muchachito fumando, mas, en esa época fumar me parecía lo máximo y aunque casi siempre lo hacía discretamente, en ocasiones, cuando me entraba alguna crisis de desobediencia, solía hacer algo para que mi madre, a quien a veces toreaba, se diera cuenta que lo había hecho. Tales arrebatos subversivos tenían como consecuencia, lógicamente, la represión. Mi madre, mucho más comprensiva que mi padre, al que hasta cierto punto le tenía miedo, sabía tolerar algunos de mis arranques de adolescente, pero cuando me pasaba de la raya me ponía como camote haciendo que regresara de inmediato a mi lugar. Claro que este comportamiento influyó negativamente en la cuestión de los permisos para salir e ir a fiestas, debido a esa especie de arma con la que cuentan los padres: “si no te portas bien no sales”, “si no obedeces no vas”. Y es que por aquellos días había descubierto el enorme placer de las fiestas, la fascinación de bailar con las muchachas. Un poco duro de cuerpo y algo escaso de plasticidad –lo que se hacía más evidente en las actuaciones y números musicales del colegio en los que quería a toda costa participar y de los cuales no salía muy bien librado que digamos: el kasachop, el mambo del taconazo–, bastó con unas cuantas lecciones de Nena y Vita, mis hermanas mayores, para hacer de mí un bailarín al menos aceptable. Con qué emoción, sí hasta podría decirse que me burbujeaba la sangre, fui a mi primera fiesta y con cuánto titubeo me acerqué en esa ocasión a una chica para pedirle que bailara conmigo. Los focos de los ambientes de aquel tono habían sido recubiertos con papel celofán de colores, rojo, amarillo y verde, dándoles un aspecto sicodélico, y una leve penumbra imperaba en el lugar. Las palmas de las manos me sudaban. Aunque todo el mundo se hallaba ocupado en lo suyo, hasta mis hermanas que se divertían por 177

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su cuenta, me parecía que cada mirada estaba pendiente de mí, lista para criticarme y burlarse. Había visto a esa muchachita sentada mucho rato, sin que nadie la saque a bailar y no porque fuera fea, sino porque parecía casi una niña, y me atreví: ella no se negaría, ella seguramente estaba como yo, temblando por dentro, y no vería, no podría adivinar mi miedo. Y así fue, aceptó con una enorme sonrisa. Ya no me acuerdo de su nombre ni de si hablamos algo o no, lo que sí es que al comienzo sentía mis movimientos torpes y forzados, pero, luego, poco a poco, me daba cuenta de la facilidad con que la música entraba en mi cuerpo, cómo ésta, con sus compases iba introduciéndose en mis piernas, brazos y demás y se traducía en movimientos rítmicos que no tenían que seguir pasos establecidos o algo por el estilo; era rock y la cosa sólo consistía en moverse. Qué fácil, qué maravilla era bailar, ¡y tanto que había dudado! —Qué paja ha estado la fiesta, ¿no? —les, dije a Nena y Vita, mientras caminábamos de regreso a casa, tratando que hicieran algún comentario sobre mi desenvolvimiento durante la velada—. ¿A ustedes qué les pareció? —Sí, ha estado chévere, pero lo que es tú no has parado de bailar ni un minuto —dijo mi hermana mayor. —Por lo visto hemos sido buenas maestras —dijo mi otra hermana riendo. —Claro que sí, excelentes —dije yo. Y nuestras risas resonaron fuertemente en las calles silenciosas y vacías. Sería la una de la mañana. Arriba la luna nos sonreía. Creo que si me hubiesen dado más permisos, pues éstos los otorgaban con cuentagotas, sobre todo mi padre, quien antes de dar un sí nos ponía una serie de condiciones y nos hacía cumplir unas cuantas penitencias, a tal punto que en algunas ocasiones, debo confesarlo, cuando ya la situación se veía perdida y la tan ansiada autorización parecía completamente inalcanzable, me vi en la imperiosa necesidad de confabularme con mis hermanas y saltar muro; y de no ser por mi falta de tino y mi poco interés en comportarme de manera más dócil, haciendo cosas que provocaban castigos que empeoraban todo y me impedían salir (aquella fiesta de carnavales a la que mis hermanas fueron alegres y bulliciosas y a la cual no fui, en castigo por mi insolencia); y pienso que si no me hubiera ocurrido lo que... pero no, no; no especulemos, aún no hablemos del después, sigamos con el antes, donde me encantaba ir a fiestas donde me gustaba tanto las muchachas. 178

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Ya desde tiempo atrás había descubierto otra fascinación, la que me producía ver, conversar o reír con éstas. Eso también era algo nuevo, era algo que me causaba una alegría enorme. Claro que ello siempre se presentaba un poco problemático, pues, existía en lo que a mí se refiere dos clases de chicas: las que podía abordar con facilidad, con las que no sentía ningún temor o vacilación, y ante las cuales podía mostrarme locuaz, ingenioso y agradable; y las otras, las que me parecían inalcanzables. Pero qué tímido, qué parco y torpe me comportaba entonces. Si en ocasiones, cuando estaba frente a una de ellas, que me gustaba mucho, a tal punto que imaginaba estar enamorado —y tan sólo era una ilusión, un leve espejismo, nada más—, ni siquiera me atrevía a hablarle y apenas me contentaba con mirarla y suspirar en silencio. De ese tiempo apenas me queda el recuerdo de éstas, y no por sus nombres, que muchas veces nunca llegué a saber, sino más bien por algún detalle que era lo que permanecía grabado en mi mente: “la chica del lunar”, morenita que tenía uno junto a la boca, iluminándole todo el rostro, solía verla a la salida del colegio, pues tomaba el mismo carro de servicio público que yo; “la de las piernas bonitas”, que casi siempre andaba en pantalón corto, llamados hot pants o “pantaloncitos calientes”, que a veces paseaba por una placita cercana a mi casa y cuya sola visión me provocaba pasar saliva. Pero de todas, la que dejó mayor huella en mí fue “la chica del trigal”, y no le puse ese sobrenombre porque tuviera algo que ver con la agricultura o con alguna panadería, sino por el color de su cabello, que era dorado como el trigo, y porque en esa época sonaba con mucha fuerza un tema del cantante argentino Sandro denominado precisamente “Trigal”. Dicha muchacha andaría por los doce años, y sus labios eran de un color rojo casi carmesí que contrastaba con la blancura de su tez. Poseía un aire de tristeza, o mejor sería decir de nostalgia indefinible que emanaba de su mirar, y la vi por primera vez cierta tarde en que con mi hermano Cacho, debido a que hacía poco habíamos ido a vivir por allí, nos fuimos a explorar mundos y a conocer los lugares aledaños. Radicaba en un barrio muy cerca al mío, pero completamente diferente, con construcciones modernas, amplias y confortables; con enormes y bien cuidados jardines, protegidos del exterior por rejas y muros, y grandes cocheras de las que salían rutilantes automóviles del año. Por el contrario, en donde yo residía las casas eran antiguas, algunas inclusive de sillar, con techos altísimos y balcones adornados con macetas de geranios y pertenecían a una de las zonas más tradicionales de Arequipa. Al pasar de un sector al otro tenía la sensación de estar atravesando el túnel del tiempo. Y allí estoy yo, sobre las ramas de un árbol, al cual me he trepado junto con mi hermano, mirán179

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dola pasar montada en su bicicleta, conteniendo apenas la respiración por aquella extraordinaria visión; posteriormente, tratando de establecer un contacto mudo, sin palabras; para, al final, adivinar con secreto júbilo en ella cierto temblor, ciertas ganas de que nuestras miradas se encuentren: la alegría de saberse deseado en alguna forma. —Por qué no te le mandas, por qué no le dices algo —me reclamaba Cacho quien, a pesar de ser tres años menor, hablaba como si tuviera más experiencia que yo en tales menesteres. Y agregaba con toda su sapiencia—: ¿No ves que le gustas? —Sí, ya lo sé y ella también me gusta, pero... —le decía yo, buscando una respuesta que estaba en la punta de mi lengua—: Mañana, seguro que mañana, cuando salgamos en la tarde, le hablo. Y ahí quedó todo, tuvo que suceder lo que acaeció y las cosas cambiaron. Mas, antes de entrar de lleno en esto, es preciso establecer la situación económica de mi familia y ver cómo fue desenvolviéndose en el pasado para llegar finalmente al punto de inflexión, al momento del cambio dramático, el mismo que podríamos clasificar dentro de lo que se conoce como la época de las vacas flacas. Mi padre era agente viajero y con su trabajo siempre pudo sostener a los suyos. Junto a mi madre recorrió buena parte del territorio nacional —tal es la razón por la que yo nací en Chimbote, Ancash— hasta que hubo la necesidad de establecerse en un lugar y, como aquél había nacido, crecido e incluso conocido y enamorado a mi mamá en Arequipa, decidieron radicar en ésta, adonde me trajeron antes de cumplir un año. Posteriormente, en la familia éramos papá, mamá y cinco hermanos, todos separados por tres años de diferencia y cada uno con un nombre verdadero y otro de cariño. A Elba le decíamos Nena; a Salvadora, Vita; a mí, que venía a continuación, me decían Bato (y nadie se acuerda por qué, pero ello provocó que en el colegio me pusieran otra chapa. Tendría yo seis o siete años y un día, en plena clase, el profesor me preguntó cómo me llamaba. No podía acordarme, no recordaba que mi nombre era Miguel Angel, y ante la insistencia de aquél dije lo primero que se me vino a la cabeza: Bato, palabra que para el oído y la risa de mis compañeros se transformó en “pato”, el “pato” Delgado Luján); a Juan Carlos le llamábamos Cacho (y cuando entró al colegio recibió automáticamente y por herencia el apelativo de “pato chiquito” mientras que yo me convertía en el “pato grande”); y, finalmente, venía Adriana, a quien le decimos Nana. Estaba además Rubén, el hermano mayor, el mismo que hacía tiempo se había casado y tenía su hogar en otro sitio. Cuando pienso 180

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en las familias de aquel tiempo, hablo de veinticinco o treinta años atrás, me asombra, tenían cuatro, seis hijos, sólo el papá trabajaba y la mamá se quedaba en casa, y el dinero alcanzaba, al contrario de lo que sucede hoy en día que la plata en un instante se hace humo. En nuestro caso, con el sueldo de mi padre, aunque sin lujos podíamos vivir bien. Pero había que pensar en el futuro. Entonces, buscando la mejoría y el progreso, llegó lo del hotel. Estaba ubicado en unos baños de la localidad, que mi madre tomó como concesionaria. Al comienzo el negocio fue muy bien, me acuerdo de las mesas llenas de gente, de la gran cantidad de carros en el estacionamiento, de la falta de habitaciones para los huéspedes que querían tomarse un descanso o bañarse en las aguas termales; y también que aquella fue una buena época para los hijos, con la piscina entera a nuestra disposición cuando ésta se hallaba cerrada al público y en la cual se podía estar horas y horas dentro del agua tibia y cristalina, jugando, chapoteando, aprendiendo a ser el campeón de natación del cole; con los cerros para explorar y corretear, y poder volar cometas hasta donde el hilo alcanzara; cogiendo con mucho cuidado alacranes a fin de hacerlos pelear, y realizando con mi hermano concursos de puntería en los cuales el blanco eran las lagartijas que raudamente iban a esconderse en sus huecos debajo de la tierra. La bonanza. Mi padre se retiró del trabajo con la intención de ayudar en el hotel y compramos una camioneta, la misma que facilitaría la movilidad nuestra y el traslado de comestibles y otros para la buena marcha del establecimiento, ya que por entonces aquél era un lugar completamente descampado y carecía de transporte urbano. Ese fue el inicio de la decadencia, pues de pronto los clientes empezaron a faltar hasta desaparecer por completo. En un año se perdió lo que se había ganado en los tres anteriores. Se trató de resistir más tiempo, con la esperanza que las cosas cambiaran, pero fue peor. Por último, se tuvo que vender el carro, que dejar el hotel, y de vivir en un lugar espacioso y con todas las comodidades fuimos a dar a una modesta, oscura y reducida vivienda en donde todo escaseaba. Y para colmo de males, la catástrofe completa, hasta la tele se nos había malogrado. Los malos tiempos. Mientras papá buscaba trabajo nuevamente, mamá se puso a confeccionar artesanías, que luego eran vendidas por aquél. Se trataba de unos cuadritos de tela y cartón, con figuras de bambis, gatos o tiernas muñecas, y en cuya hechura participábamos todos. Había que cortar, dibujar, coser, pegar, en fin, hasta que quedasen terminados. De estas labores la que yo 181

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prefería era la de cortar, y si se trataba de cartón antes qt]e tela mucho mejor. Que no me dieran lápiz, aguja, cola o hilo, pues, provisto de mi instrumento, seccionaba el material y recortaba los moldes en un santiamén, a tal velocidad que, si no me encontraba en uno de mis arrebatos de malhumor, alguna de mis hermanas decía bromeando, comparándome con un famoso corredor de autos de la época al que le llamaban “as de las curvas”: —¡Miren, ahí va el “as de las tijeras”! —haciéndonos reír a todos. Allí estoy. Sí, con un poco de esfuerzo puedo verme. Un muchacho a poco de cumplir los quince, atravesando la larga frontera que separa los juegos de niño de las cosas de hombre, un jovencito con sus sueños y contradicciones, con sus frustraciones y esperanzas, que se preocupa por hacer la tarea que le han dejado en el colegio, que piensa en la chica de turno y que aspira ser algo en la vida. ¿Imaginé alguna vez lo que se me venía, pensé entonces en el giro de ciento ochenta grados que iba a dar mi existencia? No, claro que no. Sin embargo, cierta noche poco antes que la cosa comenzara, estaba en el patio dejando vagar mis pensamientos, pensando en todo y en nada, y de pronto me puse a contemplar el cielo. Fue una sensación clarísima. Algo en la forma de las nubes, como si no fuesen normales, sino más bien engendros, monstruos retorcidos y amenazantes; algo en el color de las mismas: plomo, gris y negro igual que si fuera a desatarse una tormenta —y no la iba a haber, por lo menos en el cielo, si aquel año llovió poquísimo— pero, algo en las nubes, repito, produjo en mí un escalofrío de terror, y me hizo pensar en el futuro provocando que sintiese pánico. Entonces, asustado, me fui a mi cuarto y me puse a conversar con Cacho, quien estaba haciendo sus tareas. Hasta que me tranquilicé. Y todo empezó terminando la segunda semana de Abril. El viernes, en las dos últimas horas, que en el colegio se dedicaban al deporte, había jugado básquet hasta el agotamiento. Después de darme un duchazo de agua fría regresé a casa y almorcé. Por la noche comenzó a dolerme la cabeza, sentía el cuerpo descompuesto. Mi madre me dijo que seguramente era gripe y me tomé una pastilla. Al día siguiente el malestar iba en aumento, el dolor de cabeza era mayor, pero ahora se añadía la fiebre. Mi cuerpo ardiendo buscaba lugares fríos, el piso, el espaldar de metal de la cama. Tuve que acostarme y así la pase todo el sábado y el domingo. Por momentos dicho dolor disminuía y para ahuyentar el aburrimiento me ponía a leer un libro, una novela barata de ciencia ficción que había encontrado, llamada LOS ELEGIDOS, en cuyo argumento ciertos 182

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hombres y mujeres de pronto desaparecían, se hacían invisibles, cual si hubiesen muerto, y una vez en aquel estado tenían como misión eliminar a los hombres malos que, con su perversidad y sus fechorías hacían daño y ponían en peligro a la humanidad entera. Tal era el esquema general de esa obra y, a pesar que no recuerdo en qué . terminaba, la idea de estar yo convirtiéndome en un “elegido” me persiguió durante muchas de las noches que siguieron, noches en las que se confundían la fiebre, el dolor de cabeza, el delirio y la más completa extrañeza, un total asombro, porque lo que me estaba ocurriendo no podía tratarse de una simple gripe. El lunes seguía en cama. Pude ver que mi hermano se iba temprano al colegio y, cuando mi madre me trajo el desayuno y me preguntó cómo me sentía, noté que, al responderle, mi voz salía completamente diferente, lo mismo que si estuviera cantando, y mis manos, al coger la taza con la leche y el pan, se mostraban totalmente inseguras, como si no quisieran hacerme caso. Y si yo era uno de los “elegidos” y me estaba volviendo invisible ¿a quién tendría que matar entonces? Mis padres tuvieron que llamar al médico. Que recuerde en la familia anteriormente casi nunca se requirió de uno, nosotros siempre habíamos sido saludables, claro que con las tradicionales, y al fin y al cabo inocuas, paperas, varicelas y toses que la mamá llena de experiencia y sabiduría era capaz de curar. Sólo una vez nos visitó un doctor y eso fue cuando Cacho, que en esa época tendría seis años, se quemó el pecho con agua hirviendo. Este galeno, aunque muy joven y recién salido de la universidad, parecía ser muy eficiente, ya que no le dejó ninguna cicatriz de quemadura en la piel. Al término del tratamiento, mi hermano, que había sufrido mucho con las curaciones, desde su pequeña edad le dijo: “Muchas gracias por todo, doctor, pero Dios quiera que nunca más vuelva a verlo en toda mi vida”. Sin embargo, el que vino a verme fue otro, uno ya mayor, regordete, chiquito y moreno, de medicina general, amigo de una tía, quien por lo visto no sabía nada de males neurológicos, puesto que sus diagnósticos fueron de lo más errados. Primero, dijo que lo que yo tenía era fiebre tifoidea; después, septicemia, o sea infección generalizada; y, finalmente, tirando la toalla y viendo que estaba quedándome completamente paralizado, sin poder articular palabra ni tampoco deglutir la comida, arguyó que estaba así por puro engreimiento y no volví a verle más. Entonces mis padres me dijeron que iban a llevarme al hospital de las ojivas y las puntas que quieren besar el cielo, el de la construcción de estilo gótico. En el pasado nunca había conocido ningún nosocomio, pero por las conversaciones con un compañero de clase que estuvo hospitalizado un par 183

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de semanas y por la idea que siempre se tiene de tales lugares, sabía que ahí se encerraba mucho dolor y sufrimiento. Y también soledad. Como ya he señalado líneas arriba en aquella época mi papá estaba sin trabajo y carecía de seguro social, por lo que tendría que ir a uno de los establecimientos del Ministerio de Salud. Allí los pacientes sólo pueden ser acompañados por sus familiares, tanto de día como de noche, sólo si pagan una clínica. Así pues, y ya que estábamos en mala situación, yo debía ir a una sala común, en donde están muchos enfermos y en la que las visitas son muy restringidas. Durante los días anteriores me había sentido muy acompañado por mis familiares, quienes de una u otra manera estaban pendientes de mí. Mas, ahora, en el hospital, pensaba, no los vería mucho, y por las noches ni siquiera el ronquido familiar de mi hermano, que dormía en la cama de junto, me acompañaría cuando sobresaltado me despertase por alguna pesadilla. Mi padre me cargó en sus brazos para llevarme al taxi que me conduciría hacia allá y comentó que yo estaba pesando demasiado. Y esto se debía sin duda a que, cuando el cuerpo está rígido, pesa más. Pero tuve suerte. Sólo una noche dormí en aquel lugar, en aquella sala común en donde habría unas treinta camas ocupadas por enfermos con males neurológicos. Una noche cuyos recuerdos casi se han evaporado y de la cual apenas me queda dos imágenes indelebles al despertar al día siguiente: una, el balón de oxígeno, verde, grande y con forma de torpedo, desde entonces la efigie de la muerte en mi imaginación, que descansaba a un costado y que habían tenido que colocarme porque no podía respirar; y, dos, la de mi madre —serían las cinco de la mañana, estaba clareando y se escuchaba el canto del gallo que, sentada en un sillón, cabeceando, abrigada en un chal, velaba mi sueño. Mi mamá de alguna manera había conseguido lo que estaba prohibido: que le permitieran pasar la noche en la sala común cuidando a su hijo enfermo. Y tuve suerte, digo, porque cuando pasó la revista médica el jefe del departamento de neurología, contra la opinión de sus otros colegas, me diagnosticó meningitis y como ésta es una enfermedad sumamente contagiosa, dispuso que me aislaran de los demás pacientes en una habitación que era parte de dicho ambiente, pero que a la vez se encontraba separada de éste, y en la que, finalmente, pasé los cuatro meses que estuve hospitalizado. Ello se debió a que en todo ese tiempo no hubo necesidad de utilizar tal cuarto, pero principalmente a que dicha sala —llamada “Santa Rosa”, si mal no recuerdo—era dirigida por Sor Lidia, una monjita italiana, de unos treinta y tantos años, buena moza, con el rostro sonrosado, que más que caminar parecía deslizarse por el lugar y que daba la impresión de personificar la energía, el perenne movimiento y la bondad más desinteresada por su prójimo. Sor Lidia, quien 184

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me trató con un cariño especial desde el primer momento, difícilmente hubiese permitido que me regresasen junto a los demás enfermos sabiendo que en ese recinto mi madre no podría seguir acompañándome. Pero el mal seguía su curso. Como en ese tiempo no existía los adelantos de la actualidad y como el hospital Goyeneche, a pesar de brindar una buena atención, no contaba con modernos equipos de análisis e investigación médica, que le permitiera dar diagnósticos basados en pruebas científicas antes que en criterios profesionales, a mí se me dictaminó, aparte de la ya mencionada meningitis, poliomielitis, encefalitis y Guillén Barret, ignorándose hasta la actualidad qué fue exactamente lo que me dio. Dijeron que un virus, no sabían cómo ni por donde, había llegado a mi cerebro atacando la corteza cerebral y dejándome en tal estado. Mas, en todo caso, un diagnóstico precoz posiblemente hubiese ayudado porque, a la completa rigidez de los miembros, a la falta absoluta del habla y la imposibilidad de masticar y pasar comida se sumó un periodo —¿fueron dos días? ¿fue una semana?— en que no podía dormir. El insomnio más completo. Y allí estoy yo, cual si una bruma me envolviese, quieto como una madera o un vegetal, tendido en esa cama de hospital, con sábanas ásperas y duras que hacen doler más aún las partes del cuerpo en las que me ha salido heridas por falta de movimiento, llagas llamadas escaras que ni mi madre o mi padre o alguna de mis hermanas, que me cuidan, pueden evitar que surjan por más que de rato en rato me cambien de posición; allí estoy yo, estático, impotente, incrédulo, rugiendo y bramando en silencio, esperando ansioso la hora de visita, de tres a seis de la tarde, porque ésta me traerá un poco de distracción y olvido junto con los familiares y amigos visitantes: La tía Aideé, a quien en juego le decimos “tía ye-ye”, la tía Ruth, la abuela Sara, mi hermano Rubén y Rosa, el querido Efraín, de los hermanos de la Salle, Director de mi colegio, que en ese entonces se llamaba “La Normal” y en la actualidad es el “San Juan Bautista de la Salle”, y otros más. —¿Puede oírnos? ¿Comprende? ¿Siente? —preguntan preocupados aquellos que me ven por primera vez. En sus rostros, sobre todas las emociones destaca el asombro. —Sí, siente, comprende y oye todo, pero tienen que hablarle, contarle cosas para que se distraiga —dice mi madre. ¡Ah, si hubiese habido un televisor en la habitación! Porque si los días eran un poco pasables gracias a la hora de visita, las noches, en cambio, se presentaban largas e interminables. Los segundos se convertían en minutos, 185

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los minutos en horas y las horas en días en la prisión en que se había vuelto mi cuerpo. No dormía. Los ruidos iban cesando paulatinamente. Mi madre, en los espacios que le dejaba el sueño, estaba muy cansada la pobrecita, con movimientos lentos y amodorrados volteaba mi cuerpo de derecha a izquierda y viceversa, primero el tronco, luego la cabeza, las piernas y los brazos. Toda la noche despierto, con las escaras ardiéndome, transpirando. Cuando estaba en el lado derecho de la cama no podía dejar de mirar una ventana en forma de ojiva que quedaba encima de una de las puertas, una ventana opaca con rayaduras que a contraluz, es decir mientras el foco del exterior se encontraba encendido, que casi siempre eran todas las horas nocturnas, daba la ilusión de ser un demonio con sus ojillos perversos y su boca abierta en una risotada, un diablo burlándose de mi. Por tal razón les tenía tanto miedo a las noches y a esa ventana. ¿En qué momento dejé de hacer fiebre? ¿Cuándo pude volver a dormir y a sentir el sueño como una bendición? ¿A los cuántos días el hambre comenzó a ser un verdadero tormento? No lo recuerdo con exactitud, la cosa es que cuando lo primero ocurrió el aire de pesadilla e incredulidad que me rodeaba, como si todo se tratara de un mal sueño presto a esfumarse con el despertar, dio paso a una toma de conciencia: sí, aquello era real y yo me encontraba en una cama de hospital, completamente paralizado, y no debido a que estuviese convirtiéndome en un “elegido” o algo por el estilo, o a que no quisiera moverme por una falta de decisión mía. Estaba enfermo. Lo del sueño vino de pronto, inesperadamente, se presentaba cual una puerta de escape a todo lo que me mortificaba. Y poco después llegó lo del hambre extrema. Llevaba cerca de un mes sin probar bocado, a punta de suero y había adelgazado tanto que literalmente estaba sólo piel y huesos. La tía “ye-ye”, bromeando, me decía “pareces un chico de Biafra”, y yo recordaba las fotos de los periódicos, niños africanos que parecían huesos ambulantes, con razón tenía tanta hambre. Las horas del almuerzo y la cena eran las peores, primero comenzaban con un olor, el de comida, que no obstante ser de hospital a mi se me antojaba delicioso, el cual iba aumentando hasta llenar todo el ambiente; luego, venía el sonido tintineante y monótono que producían los cubiertos y demás servicio al ser manipulado para servir los alimentos; y, finalmente, el ruido del carrito que llevaba éstos y los distribuía entre los pacientes. A pesar que no podía verlo, pues como digo estaba en una habitación aislada, lo imaginaba por la cercanía del olor —y hasta puedo decir que el sentido del olfato se me agudizó— y entonces pensaba: “cuándo esa carreta me traerá un plato de comida, tengo mucha hambre, y todo huele tan rico”. Pero nunca venía, claro, cómo iba a venir si yo no podía ni masticar, si no podía ni siquiera 186

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pasar la saliva la que tenían que sacarme de la boca con un aspirador pequeño. El médico dijo que debían hacerme una “gastroclisis” esto es abrirme el estómago y colocarme una sonda para alimentarme por allí. Me alegré, por fin iba a comer algo. Pero qué cosa más extraña esa de tener el estómago lleno sin haber probado bocado. Así, de pronto, me encontré con que desaparecía la sensación de hambre. Con una jeringa grande, a través de la sonda que Nena o Vita bautizaron inmediatamente como “El Tragón”, tomaba leche enriquecida con proteínas y otros preparados, jugos de carne, de fruta y demás. Y ya empezaba a mejorar. Una mejoría que se traducía en pequeñas cosas, que aunque chiquitas, causaban una gran alegría en mis familiares. Cierta madrugada en la que mi madre se había quedado dormida, olvidándose de voltearme de posición, por lo cual las escaras me dolían terriblemente, me sentía empapado en sudor, quería gritar, llorar, e, inusitadamente, sin darme cuenta, emití un quejido que parecía un maullido. Mi mamá se despertó de inmediato. No estaba segura de haber escuchado algo. Hice un esfuerzo y de nuevo lancé otro maullido. Ahora sí, no cabía duda, era ésa mi primera manifestación de vida, luego de haber estado quieto y silencioso como una planta o una piedra. Al recordar aquel momento, estas palabras que escribo tiemblan en mi pensamiento. Mi madre, una mujer de increíble fortaleza, que en el transcurso de mi enfermedad casi nunca había llorado delante mío, seguramente para no angustiarme más de la cuenta, está ahí, abrazándome, llorando de alegría, dando gracias a Dios por ese par de quejidos. La esperanza. Otro día, deben ser las diez, mi padre, que a partir de las seis de la mañana tomaba su turno para cuidarme, nota que los dedos de mi mano izquierda se mueven muy lentamente. Hace un gesto de asombro, una sonrisa de alegría, corriendo va a avisarles a los médicos, a Sor Lidia, quienes vienen a verme, en todas las caras hay sonrisas: “sí, está progresando”. Entonces empezaron a darme pequeñísimas cantidades de líquido por la boca. Qué maravilla, qué sensaciones nunca antes experimentadas. El sentido del gusto parecía completamente nuevo y recibía con gran avidez aquellos elementos. Una gota de café era la cosa más deliciosa del mundo —tanto que creo que si pudiera recordar con exactitud lo que sentí entonces, al saborearla, escribiría un tratado, o mejor aún, un poema sobre las “dulzuras de la gotita de café”—; una gota de naranja, por el contrario, producía en las papilas gustativas, en las glándulas de mi boca una auténtica explosión de saliva, una verdadera conmoción motivada por la presencia del ácido. Y posteriormente, me 187

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parece que un par de meses después, cuando comencé a recibir alimentos en mayor cantidad, las horas de comer se transformaron en festines dignos de un sibarita oriental con platillos como: pan remojado en avena, puré de papas y jugo de carne, arroz con leche me quiero casar. Fue por esos días también que escuché una conversación que me asustó. Se trataba de mi padre y uno de los neurólogos, quien había demostrado bastante interés en mi caso. Su nombre sonaba duro, pero su apellido poseía mucho de musical, trabajaba en el hospital en forma “ad honoren” y hacía pocos años se había graduado como tal. Tenía un color levemente mate en la piel, era de regular porte y se podría decir que bastante atractivo aunque una incipiente calvicie amenazaba la parte frontal de su cabeza, lo que trató de remediar haciéndose hacer un transplante capilar en la zona. Pensando seguramente que me hallaba dormido, hablaban en voz más o menos baja. El médico, luego de exponerle mi situación, las probabilidades y sus pronósticos, terminó diciéndole: “Si usted me da tanto, yo me encargo del tratamiento de su hijo y se lo dejo como nuevo”. La sangre se me heló. Esa cantidad de dinero, ese tanto me parecía exorbitante, imposible, inalcanzable, más aún teniendo en cuenta la precaria economía familiar antes de la enfermedad, que ya he descrito líneas arriba, y que terminó agravándose tremendamente con ésta. Desde mi lecho de enfermo había visto cómo, diariamente y a veces dos veces al día, los doctores entregaban recetas, recetas que de alguna manera mi padre se encargaba de proveer, y yo me preguntaba de dónde salía el dinero para comprarlas si costaban mucho, ¿de qué magia se valía para conseguirlo? Pero ahí estaba él, sin fallar nunca, con las medicinas del día en las manos. Y, antes que verlo lo imagino callado, pensativo, luego de la propuesta del doctor con apellido de tilín tolón, desde la cama en la que estoy echado, noto que hace una pausa y da un suspiro. Sin embargo, no tengo que escucharle para saber su respuesta. Ahora, en la actualidad, sé que entonces se vendió todo lo que quedaba del hotel inclusive manteles, vajilla, ropa de cama, todo —a veces Cacho con sus escasos doce años se encargaba de ello— y que mi papá realizó malabares, se hizo préstamos de aquí y de allá, empeñó hasta el alma con tal de conseguir la plata que se requirió en ese momento; sé además, con la experiencia que da los años, que muchas veces los hijos, cuando crecen, hacen por sus padres lo que pueden, y que éstos, casi siempre, hacen magia por sus hijos. —Está bien, doctor, trato hecho, pero que quede igual que antes —dijo mi papá.

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Líneas arriba señalaba que un hospital se caracteriza por encerrar en su interior dolor y soledad, pues bien, mi estadía allí pronto me enseñó que existe otro elemento importante y éste es la lentitud con que transcurren las horas en tal sitio. Es necesario entonces que hablemos de la teoría de la relatividad, pero no de la que descubrió Einstein, sino de la relatividad del tiempo cotidiano, aquélla que sólo aprendemos por medio de la experiencia y que nos dice que cinco minutos de gozo o alegría transcurren mucho más veloces, como saetas o dardos, que otros cinco de dolor y aburrimiento, que pasan despaciosos cual lentas orugas. En esos días interminables aprendí a comunicarme ya no con quejidos o maullidos, sino con verdaderos mugidos. Quería algo, mugía, me hacían alguna pregunta, respondía con uno que sí; con dos, que no. Me volví un abusivo con mi madre. En vez de tratar de soportar un poco más el dolor que me provocaba las escaras, hacía que a cada rato me voltease de lado en la cama, y todo a punta de mugidos. Con mi padre no podía hacer lo mismo, ya que su mal humor y su irritabilidad iban aumentando conforme avanzaba la mañana. Le veía cabecearse de sueño y lo mejor era molestarle sólo lo indispensable, pues sabía que con él no había mugido ni toro que valga. Hasta que, igual que un niño, llegaron las palabras, pero la primera que dije no fue mamá y la pronuncié una madrugada como si hubiera nacido de un bostezo. —¡Ha hablado! ¡Por primera vez ha dicho algo! —le dijo mi mamá al médico cuando vino a pasar visita. —Ah, qué bien, ¿y qué fue lo que dijo? preguntó el galeno. —Dijo “agua”, me pidió agua —añadió, emocionada, y le contó que con una cucharilla me había dado unas cuantas gotas de líquido. Aproximadamente a los dos meses y medio de haber sido internado en el hospital –días más, días menos–, en ese catre de fierro provisto de una manivela en la parte de abajo para poder subir la cabecera, celebré mis quince años. Claro que tuve más visitas que de costumbre, con abrazos y felicitaciones. La abuela Sara, madrastra de mi padre, me regaló un corte de tela “para que te hagan un terno cuando estés sano, hijo”. Sin embargo, lo que más recuerdo de aquella ocasión es el presente de sor Lidia. Temprano vino a felicitarme, siempre igual que una exhalación, con su hábito de diario, el cual invariablemente se veía blanquísimo: “feliz día, Michelángelo”, me dijo, añadió que después vendría con una sorpresa, y como un suspiro se fue a ver a sus otros enfermos de la sala “Santa Rosa”. A eso de las diez volvió, acompañada de Pastorcito, uno de los enfermeros, llevando un tocadiscos, que conectó al tomacorriente, puso un disco 189

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y escuchamos una canción italiana romántica hasta el tuétano y muy de moda en ese entonces: Rosas rojas por ti, interpretada por el cantante Máximo Ranieri y que había escuchado por primera vez en el programa radial que ya he mencionado. La monjita, por su parte, traía en las manos una flor, precisamente una rosa roja, que colocó sobre la almohada a unos centímetros de mi rostro, y un pocillo con un dulce que había preparado especialmente para mí. Yo, mientras comía aquel deliciosísimo platillo y escuchaba esa bella música, sonreía. El aroma de la rosa se iba esparciendo por la habitación: era mi cumpleaños. Pero otras veces lloraba. Y no sólo de dolor, sino también de frustración, de impotencia, de rabia. En cierta ocasión fueron a visitarme dos compañeros de colegio. Con ellos en el pasado, había jugado, estudiado, discutido, conversado sobre chicas, sobre sueños, y ahora que estaban al pie de mi cama y viéndome en esa condición, no sabían qué decirme ni que contarme, sólo me miraban con ojos extrañados, cual si el que estaba ahí postrado fuese alguien diferente al que conocían. Y Vita, quien en esa ocasión me acompañaba, para hacer algo parecido a una conversación, tuvo que sacarles las palabras a cucharadas. Cuando se fueron, llevándose la salud, la alegría e, inclusive, la normalidad que yo también había tenido, me puse a llorar, en una forma queda y callada, primero, como un arroyo que se desliza cuesta abajo; para ir subiendo en intensidad y aumentando su caudal, luego, convirtiéndose mi llanto en un río de amargura que era la única manera que tenía de protestar por lo que me estaba ocurriendo. Mas éste amenazaba con desbordarse, entonces mi hermana, que no sabía cómo consolarme, fue a llamar a sor Lidia, quien vino y en tono firme, pero sin dejar por ello su dulzura característica, me recriminó diciéndome con su típico acento italiano: —De qué llora, de qué llora, Miguel —cuando decía Miguel la sílaba guel sonaba áspera— ¿no sabe que todo pasa? Todo pasa. Y cuánta sabiduría, cuánta verdad en aquellas palabras: “Todo pasa”. Ha transcurrido bastante tiempo desde ese entonces, muchos de mis recuerdos tomaron el color amarillento y borroso que deja el correr de los años en la memoria y, en efecto, todo ha pasado. Pero la enfermedad dejó huella, dejó lo que se conoce con el nombre de secuela. El doctor del tilín se equivocó y no quedé como nuevo. Posteriormente, cuando nuestra situación económica mejoró y pude ir a un hospital especializado de la capital, se me realizó una serie de exámenes que determinaron que mi aparato sicomotor había quedado muy afectado y que una recuperación total no era posible. El peor daño lo recibió el lado derecho del cuerpo, o sea el hemisferio izquierdo del 190

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cerebro, lo que me ha provocado dificultades tanto en el caminar, arrastro la pierna, como en la movilidad del brazo. Mis movimientos son lentos, no tengo mucho equilibrio y tampoco puedo andar distancias, pues a la tercera cuadra ya estoy agotado y constantemente debo detenerme para tomar aliento. También tengo problemas con el habla, que es muy pausada y carente de fluidez, a tal punto que cuando converso por teléfono con alguien que no me conoce, creé que estoy ebrio o algo parecido. Desde que salí del hospital a la fecha he mejorado bastante. Un doctor fisioterapista, de medicina física, me indicó una serie de ejercicios que podían ayudarme y yo los hice, pero —y acá viene una leve desazón— a veces no a conciencia o con la intensidad que debiera. Y es que, de un lado, la etapa por la cual atravesaba, la adolescencia, y mi naturaleza rebelde (¿por qué me había ocurrido eso a mí?, ¿por qué si otros eran completamente normales yo debía tener limitaciones?, ¿por qué?); las palabras del médico asegurándole a mi padre que me recuperaría totalmente, del otro (ya me había hecho una idea y todo lo contrario me llenaba de frustración); y, finalmente, una total ausencia de resultados concretos (no notaba avances, nunca podía decir, a pesar de hacerlos, “tanto he avanzado, en esta proporción es la mejoría, esto es terreno conquistado”), me impidieron entregarme en cuerpo y alma a los mismos. Tal vez si hubiera tenido fe en la fisioterapia, quizá si hubiera seguido... Pero, no, no; estoy errado, si hubiera no existe, el pasado no se puede cambiar y hay que tirar para adelante. Sin embargo, si algún muchacho se encontrase en idéntica situación, le diría que hiciera, siempre con la misma intensidad y ánimo, su terapia. Aunque sólo sea para salir de dudas. Luego de aquellos cuatro meses que estuve en el hospital volví a mi casa. Las habitaciones, los muebles, las cosas eran las mismas; mis padres, mis hermanos, también. Yo había cambiado. Aparte de las limitaciones arriba señaladas, o mejor dicho, a consecuencia de las mismas, ya no jugaría al básquet o al vóley lo mismo que antes; ni tampoco podría darme mis paseos felices bajo la lluvia de Enero conversando con Cacho; y la música, que otrora me hiciera bailar con deleite, entonces, tras haber entrado por mis oídos, pasado por mi cerebro e intentado moverse a través de todo mi cuerpo, se detendría abruptamente en mis miembros que habían perdido la espontaneidad y el sentido del ritmo. Nunca más volvería a saltar muro, nunca más a escaparme para ir a las fiestas y bailar con las muchachas. Ya no era un chico como todos, ya no lo que se dice un muchacho normal, y así tendría que enfrentar el después, así tendría que darle cara a la vida.

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Muchas veces, cuando iba por la calle, algunas personas se quedaban contemplándome, reflejando sus miradas curiosidad o lástima, lo cual me irritaba. Al darme cuenta les hacía un gesto, en ocasiones agresivo, de qué me miras y ellos desviaban de inmediato la vista. Pero cierta vez, serían las cuatro de la tarde y transitaba por la calle de una urbanización muy tranquila, con poquísima gente, cuando noté que un niño de unos cuatro o cinco años, montado en su triciclo, yendo por la acera opuesta, iba a mi ritmo, pedaleando cuando yo avanzaba, deteniéndose si me paraba. Era un chiquito y mostraba una gran curiosidad. —Hola —le dije amistoso, siempre me han gustado los niños, su inocencia, su espontaneidad. —Hola —me respondió en el mismo tono y, tras vacilar un instante, me preguntó desde la distancia que nos separaba, cual si ésta fuese para él una gran incógnita que era preciso develar—: ¿eres cojo?` —Sí —le contesté, sonriendo por lo inesperado de la pregunta. —Ah... —dijo el niño, al parecer satisfecho porque en su pequeña mente ya me había clasificado, y se marchó rápidamente en el triciclo.

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Carlos Herrera Arequipa, 1961. Narrador que integra la Generación del 80; fue finalista del Premio Copé de Cuento 1994. Ha publicado Morgana y la novela Blanco y negro.

historia de manuel de masías, el hombre que creó el rocoto relleno y cocinó para el diablo

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n el Convento de la Recoleta, en Arequipa, hay un cementerio pequeño, que alberga a varias generaciones de monjes. Si uno consigue un permiso especial puede pasearse entre las rajadas lápidas. Como toda contemplación de sepulcros, es aconsejable hacerlo por la mañana, bajo el intenso azul del cielo y dejándose llevar por la austera serenidad del sitio. Una de las lápidas, muy antigua, atrae la atención: diríase que un tosco marmolista ha grabado sobre la piedra, junto a la cristiana cruz, signos paganos. Un animal pequeño, probablemente un cuy, sobre un plato. Al lado, una suerte de baya que podría ser un rocoto. Más allá, una antigua botella. La inscripción bajo esas imágenes no es menos enigmática: MANUEL DE MASIAS 1728-1805 Murió en la paz del Señor, luego de que su arte conquistara este mundo y otros Es necesario un nuevo permiso especial para tener acceso a la importante biblioteca del convento. Entonces hay que tener mucha suerte o un tiempo ilimitado para encontrar, entre las decenas de millares de volúmenes ahí conservados, un antiguo cuaderno con tapas de cuero. Allí, en apretada letra, Manuel de Masías, luego de retornar a su tierra natal para tomar los hábitos tras muchos años de ausencia, confió sus recuerdos. 193

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*** Arequipa tenía menos de cincuenta mil habitantes cuando nació Manuel, cuarto hijo de un comerciante en telas que gozaba de una sólida reputación y medios suficientes para un decente pasar. Manuel se criaría en una casona de interiores sombríos y luminosos patios, con numerosos rincones donde esconderse de la sevicia de sus hermanos mayores. Pero su lugar preferido era la cocina. Manuel de Masías, desde su retiro recoletano –desde las páginas de ese cuaderno–, recordaba aún con emoción las horas pasadas en el oscuro antro, negro de carbón y con una ventanilla insignificante, donde su madre, ayudada por dos sirvientas, preparaba las comidas familiares. Desde que tuvo uso de razón, la principal actividad de Manuel fue observar cómo su madre picaba hierbas, trozaba carnes, hervía, horneaba, mezclaba salsas y revelaba, a la hora del almuerzo o de la cena, un espléndido plato. A Manuel le fascinaba sobre todo, desde muy temprano, el fenómeno por el cual esa diversidad de ingredientes, de elementos tan diferenciados, podían formar una realidad nueva, armónica y superior. En la noche, antes de dormir, pasaba largo rato imaginando quién, cuál iluminado ejemplar del género humano había podido inventar la cocina. A menos que ésta fuera producto de la inspiración divina, lo que era altamente probable. Su mente infantil imaginaba un recetario revelado, una especie de Biblia de no menor importancia que la que servía para los ritos religiosos. Las recetas que su madre guardaba en un cuadernillo, que parecía constituir su más preciada posesión, eran, seguramente, copia de aquel libro primordial. Pero, como se sabe, la adolescencia aporta insatisfacciones y, consiguientemente, rebeldía. Al llegar a los catorce años Manuel comenzaba a percibir que la hasta entonces admirada cocina materna estaba lejos de la perfección. No era culpa de su madre, una de las más reconocidas expertas culinarias de Arequipa. Pero su arte no podía ir mucho más allá de lo que sus recetas, cuidadosamente transmitidas por la abuela o por amigas de similar tradición, le enseñaban. ¿Y qué era lo que le enseñaban? Una cocina, finalmente, asaz simple, basada en la robustez de los ingredientes y una mezcla elemental de ellos. Manuel pensaba, por ejemplo, en el rocoto. Uno de los platos preferidos de su padre era una especie de cazuela donde se mezclaban trozos de aquel fortísimo fruto con pedazos de carne de res y algunas cebollas. El resultado 194

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era poderoso: arrancaba lágrimas y maceraba el paladar, para gran contento de su padre y eventuales invitados. Pero Manuel sospechaba que podrían extraerse mejores acordes de aquel instrumento. El ferruginoso gusto del rocoto era especial, y valioso aprovecharlo, pero su fortaleza anestesiaba demasiado las papilas. Acaso sería conveniente combinarlo con melodías más suaves. Dos años pasó Manuel experimentando, con la secreta complicidad de una de las empleadas de su madre, sobre las posibilidades del rocoto. Lo del secreto era necesario por su padre: su refugio infantil en la cocina comenzaba a ser preocupante, para la moral paterna, cuando ya le apuntaba el bozo. Pronto se dio cuenta de que la esencia más picante del rocoto radicaba en las pepas, o circa, y en las venas, y que extrayéndolas no se eliminaba el sabor, pero sí un importante factor de molestia extrema o adormecimiento. Remojar la pulpa en agua con sal también disminuía sus abrasivos efectos. Un día llegó la epifanía: ¿Por qué no integrar la carne al rocoto, y ponerle una tapa de suavidad? Y ahí comenzó la experimentación para hacer del rocoto un plato más universalmente aceptable, conservando sus calidades y enmascarando sus más ofensivos aspectos. En alguna medida, era una fórmula de vida la que Manuel de Masías estaba inventando el agregar maní, huevo duro, aceitunas. Y más cuando se le ocurrió introducir el producto suave entre todos: la leche y su forma más enriquecedora para la cocina, el queso. Manuel, casi intuitivamente, estaba tentando una afortunada síntesis: introducir fluidez, rotundidad a las agudas puntas del picante; aportar femineidad a lo guerrero. Cuando su madre probó el producto, le supo a gloria. Sabía de las raras aficiones de su hijo y, aunque no las alentaba, guardaba un secreto orgullo. Pero este plato superaba cualquier expectativa. Era, además, algo nuevo: una invención. El día que lo presentaron en la mesa familiar, Manuel temblaba de excitación. Le preocupaba sobre todas las cosas la opinión de su padre. Éste pareció intrigado: en veinte años su esposa había repetido los mismos, excelentes, platos, sin mayor variación. ¿Qué era esto de disfrazar el viril rocoto con un gorrito blanco, de lechosa contextura?

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La degustación paterna fue un momento de tensión. El buen caballero, conservador nato, no estaba dispuesto a ningún cambio en su ordenada vida. Sus principios predominaban frente a sus gustos. Pero esta nueva combinación de sabores, en realidad, no parecía estar tan mal. Quizás había que darle una oportunidad... —Hmmm...Es...curioso. Pero sabe bien. ¿Cómo lo hiciste? La madre enrojeció, resplandeciente. —Es tu hijo quien lo ha hecho. Y el hijo, de color granate, en el momento de su consagración, vio como su padre tiraba la servilleta al piso y se levantaba, encolerizado, para encerrarse en su dormitorio y en sus costumbres. Dos semanas después, Manuel de Masías, de dieciséis años de edad, partía montado en una mula rumbo a Lima, a buscar su vida en ambientes más complacientes. No sabía que el plato que había inventado se difundiría por toda la ciudad y más allá, cariñoso y dolido tributo de su madre a su memoria, portando el banal nombre de rocoto relleno. *** Arequipa le había dado las bases de lo que la tierra produce. Lima fue, ante todo, el descubrimiento del mar y de sus infinitos frutos. Manuel comenzó su aprendizaje como ayudante en un barco pesquero, en el puerto de Chorrillos. Le fascinaba ver subir la red cargada de brillantes tramboyos, poderosas corvinas, agitadas chitas, de vez en cuando la extraña raya. Disfrutaba de la humilde pitanza de los pescadores, en el mismo barco: arrancaban tiras de fresquísima carne, la rociaban apenas de unas gotas de limón y la engullían con grave contento. Poco a poco, Manuel osó introducir otros ingredientes. De su tierra había traído una mata de rocoto, que cultivaba celosamente en una maceta. Los frutos no eran muchos, pero le bastaban para, de vez en cuando, darse una fiesta con el picante. Cuando llevó un ejemplar al barco, sus compañeros lo miraron recelosamente, y el contraste del extraño y fuerte sabor con la suavidad de la carne del pescado no los convenció mucho al comienzo. Pero después le agarraron el gusto y comenzaron a pedirle repetir la experiencia con más frecuencia. 196

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En tierra, Manuel podía experimentar más ampliamente, añadiendo a los pescados que el patrón de la lancha le regalaba el producto de otros pescadores. Así comenzó a organizar las más barrocas combinaciones de pescados y mariscos, juntándolos con legumbres y cocinándolos o macerándolos de todas las maneras posibles. Pronto fue ganándose una reputación en el puerto. Gustaba de compartir sus descubrimientos con las personas que estuvieran más a mano. Poco a poco se dio cuenta de que tenía que preparar cada vez mayor cantidad de raciones, porque como por azar cada vez más gente atinaba a pasar por la humilde cabaña donde dormía y cocinaba. Prácticamente ya no salía de pesca: todos los ingredientes, más de los que necesitaba, le eran donados cotidianamente por la comunidad de los pescadores, y sus austeros gustos se satisfacían de escasas prendas. Un día, cuando tenía dieciocho años, la fortuna acertó a tocar su puerta, en la persona de un sirviente del Marqués de Villalonga. Fino gourmet, Villalonga enviaba con frecuencia sus emisarios a adquirir pescado en el propio puerto, desconfiando de la frescura de los que podia obtener en Lima. Uno de ellos había regresado contando maravillas de un plato que había probado, hecho por un joven muchacho. El marqués, encontrando que faltaba ya algo de imaginación a su cocinero gallego, envió a buscar la rara perla. Así se encontró Manuel, nuevamente caballero en mula, dirigiéndose a la Ciudad de los Reyes. Corría el año 1746 y Lima había reducido un poco su influencia en el concierto americano, pero seguía siendo sede de lujosas casas e intrigantes mujeres. El marqués de Villalonga simpatizó pronto con el joven de franca mirada. Su cocinero, Antonio Ruz, en cambio, vio claramente el terrible peligro, y lo maltrató desde el primer día. Pero Manuel comenzaba a descifrar con claridad los hilos más fundamentales de la vida: había que agacharse ligeramente frente a las dificultades, sentir pasar sobre las orejas el viento de los daños y estar, ojo avizor, al aprendizaje de lo importante. Con Antonio Ruz tuvo intensos años de práctica. Pero logró, poco a poco, sacarle lo que tenía de sustancial: básicamente, la cultura del aceite de oliva. Manuel, utilizando ese oro derretido, supo que alcanzaría nuevas cumbres en su arte. El feroz picante de sus inicios se fue suavizando, acogiendo la muelle marea de este tesoro mediterráneo, pero guardando siempre una puntita, un resquicio de ese ígneo fulgor que había alumbrado

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su infancia; apenas esa punta que hacía la diferencia para el mejor disfrute del marqués y de sus invitados. Seis años duró Manuel en aquella casa; los últimos dos, dueño de las cocinas, ante el retiro de Antonio Ruz, de regreso a sus tierras aquejado de una cruel melancolía que Villalonga supo bien identificar: la imposibilidad de soportar un subordinado tan superior. Pero Villalonga también tenía poderes por encima suyo. Un lejano primo, el duque de Alfeizares, desembarcó un día en el puerto del Callao. El duque era muy aficionado a los viajes, y aprovechaba cuanta oportunidad se le presentara para escapar de las cortes de Madrid, tan complicadas últimamente, embarcándose en largas giras por el mundo. El duque quedó fascinado con los platos que su primo le ofrecía, con el secreto regodeo de quien sorprende a alguien que se cree superior. Cuando, llorando de emoción o por falta de costumbre frente al picante, preguntó por el cocinero, se sorprendió por la juventud del personaje que le presentaban. Luego de felicitarlo y de despedirlo, el duque se tornó hacia su primo. —Tienes mucha suerte. Pero me acordarás que este muchacho es un desperdicio aquí, en la parte más inhóspita del mundo. Villalonga, saboreando los últimos bocados de su plato, exhaló un suspiro. Sabía que el momento debía llegar. Su cocinero, aún afanado con los postres, debía partir. *** Así llegó Manuel de Masías a Europa, por la puerta de Cádiz. Pero poco duró en España: Alfeizares prefería pasar largas temporadas en otras cortes europeas, que juzgaba más adecuadas a sus gustos, y se complacia en llevar a su cocinero para impresionar a sus nobles amistades. En realidad, solía pasar más tiempo en París que en cualquier otro lugar. París. Manuel presentía que sería una parte importante de su vida. El París de 1752 bullía de ideas y de sabores. El cambio de una era se preparaba en salones donde la conversación inteligente y precursora era literalmente alimentada por los productos de imaginativos cocineros. En la relativamente pequeña casa que Alfeizares mantenía en la calle de Monsieur le Prince, Manuel podía entrever, cuando sus ocupaciones culinarias le daban un descanso, a nobles e intelectuales de una brillante 198

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generación, discutiendo con apasionamiento de sesudos temas científicos o renovadores proyectos sociales. La itinerante vida del duque comenzó a fatigarlo. Así que la oferta de Mme de Geoffrin, anfitriona de uno de los salones más célebres de París, fue aceptada inmediatamente, en 1755. La casa de Mme de Geoffrin, en la lujosa calle Saint Honoré, recibía los miércoles hasta una cincuentena o más de filósofos y otras importantes personalidades: Diderot, Buffon, Montesquieu, Daubenton, d’Alembert, Grimm, Fontenelle... Los lunes estaban dedicados a los artistas. Para todos ellos –sin contar con otras cenas y almuerzos más convencionales– cocinaba Manuel de Masías, y en un año tenía ya un renombre. Incluso muchos sospechaban que el éxito del salón de Mme de Geoffrin radicaba en su capacidad de atraer a los más brillantes y los más nobles gracias a la calidad de su mesa. Manuel presidía ahora un ejército de adjuntos y pinches, experimentando y preparando los más diversos platos con los materiales que la ubérrima tierra francesa solía dar. París llevó a su cocina nuevas materias, salsas y maneras. Las entrañas de los animales, adecuadamente tratadas, producían dulces consistencias. Los hongos, raros hijos de la humedad, pulsaban en cientos de formas. La firmeza de los animales de monte requería el sabio aprendizaje de la cultura de la putrefacción controlada. Los quesos florecían en una inconmensurable variedad de sabores, colores y profundidades. Pero también, así como Arequipa fue la tierra y Lima el agua, París fue el aire: el espíritu de sus bebidas. Manuel sintió claramente que su obra había sido hasta ese momento incompleta, porque sus platos, acompañados de agua o de vinos simples, no podían desplegarse a cabalidad. En cambio, ¡qué ligereza aportaba un frutado vino del Loira, qué sustanciosas refulgencias partían de un vaso de buen burdeos, cuánta luz y miel se desprendían de los vinos de Alsacia! La excelencia de la comida era, necesariamente, parcial si no iba acompañada de la perfección en la bebida. París fue, también, el amor. Manuel de Masías, frisando la treintena, dedicado al apostolado de su profesión no había tenido muchas oportunidades de conocer mujer, simplemente por falta de atención a todo lo que fuera extraño a los hornos y a la mesa. Su figura seca y elevada, paradójicamente ascética, no dejaba de atraer las miradas de muchas mujeres. Pero una sola capturó la suya propia. Madeleine de Saint-Yrier, gobernanta de los hijos de Mme de Geoffrin, pequeña hada de refulgentes cabellos negros, solía frecuentar la cocina con cualquier pretexto. Esos días el soufflé de 199

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Manuel se aplastaba un poco, las carnes se cocían un tantito demasiado, la vinagreta era irregular. Manuel y Madeleine se casaron en 1759. Durante dos años, Manuel de Masías vivió algo que podía llamarse, razonablemente, la felicidad. El anuncio de un hijo vino sólo a confortar esa sensación. De pronto, la rueda comenzó a tornar. Madeleine murió dando a luz. La pequeña Delphine era un sol, pero no alcanzó a llenar el forado que se había abierto en el pecho del cocinero. Manuel trató de sepultar la depresión bajo montañas de trabajo. El salón de Mme de Geoffrin continuaba atrayendo multitudes, en el ambiente cada vez más cargado de ideas que era Francia. El eximio chef no tenía, lamentablemente, mucho tiempo para ocuparse de Delphine, que quedaba librada a otras mujeres del servicio. El sistema distaba de asegurar la atención necesaria a la pequeña, hasta que un día Mme de Geoffrin, cansada de escuchar el llanto, decidió tomarla bajo su protección. Así creció Delphine, casi como una hija más de la casa. Un día, Manuel de Masías descubrió que era ya una adelantada adolescente. En un par de años más, su belleza era ya inocultable para el mundo y sus tentaciones. Pero Delphine no necesitaba ser muy tentada. En realidad, consideraba que la vida le debía algo, por haberla despojado de su madre y haberle dado un padre que, a más de casi inexistente, era un cocinero: un sirviente, por más apreciado que fuera. Le correspondía a ella, entonces, arrebatarle su parte de fortuna a la vida. De niña engreída y caprichosa, pasó Delphine a joven soberbia y ambiciosa. Lo único que exigía de sus pretendientes era riqueza. Pronto hubo quien la instalara en un apartamento propio. Cuando el mecenas comenzó a caer en desgracia, Delphine se tornó hacia otro más afortunado. Y no duró un año sin cambiar nuevamente de amante y de vivienda. Un día, en la calle, Manuel de Masías se cruzó con su hija, del brazo de su protector de turno. Manuel no la veía desde hacía un par de años. Se quedó asombrado y no poco orgulloso de su belleza y elegancia. Pero el asombro y el orgullo cedieron el paso a la desolación cuando su hija lo miró apenas y luego tornó la mirada, ignorándolo. En 1781, sin haber llegado a los 20 años, Delphine moría de tifus en el Hotel Dieu. Su padre llegó a verla muy tarde; cuando el manto de la

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agonía ya la envolvía y, por motivos distintos, nuevamente parecía no reconocerlo. *** Manuel de Masías pasó muchas semanas durmiendo mal y soñando peor: En sus sueños, solía presentársele la imagen de su hija con una expresión de infinita desolación. Manuel se despertaba, sudando frío, ante la extraordinaria vividez de la aparición. Manuel no era un hombre particularmente religioso, pero sospechaba que esta situación algo tenía que ver con problemas de conciencia. Por no haberse ocupado de su hija estando en vida, ésta le reclamaba ayuda desde ultratumba. Un sacerdote le recomendó oficiar misas por el descanso del alma atribulada, hasta que los sueños cesaran. Pero cuando Manuel ya había gastado una pequeña fortuna en misas, sin cambio notable en sus noches, decidió buscar otros consejos. París bullía también de sectas, logias y ritos de otras culturas, primitivas o sofisticadas. Pero ninguna receta que obtuvo de ellas cambiaba la imagen de Delphine en las noches. Manuel comenzó a desatender sus obligaciones. Además, cada decepción lo sumergía más en la depresión. Por primera vez en su vida, comenzó a beber fuera del ámbito propio de las comidas. Mme de Geoffrin, cuya salud para entonces estaba ya muy deteriorada, apreciaba mucho a Manuel de Masías pero apreciaba más a sus invitados. Y cuando ya era inocultable que la calidad de la comida había declinado considerablemente, Mme de Geoffrin contrató a otro cocinero, dándole a Manuel un talego con unos cuantos luises de oro a guisa de compensación. —Trata de no perderte más, Manuel de Masías —le dijo, no sin pena. Pero Manuel seguía en su descenso, pagando a todo tipo de charlatanes durante el día y emborrachándose durante la noche para tratar de no verla más. Así, Manuel de Masías parecía destinado a terminar sus días bajo un puente, como un miserable más; como el viejo de atroces olores al que, compartiendo un vino barato a las orillas del Sena, le narró su historia. —Es simple: tienes que ir al infierno a buscarla —dijo el viejo, y luego rió, mostrando cuatro o cinco dientes negros. A Manuel de Masías, estas palabras le parecieron una revelación. Por primera vez en muchos años dormiría más o menos plácidamente, sabiendo 201

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lo que tenía que comenzar al día siguiente. Esa noche, la imagen de su hija pareció un poco menos desolada. *** Iniciar la expedición tomó a Manuel algún tiempo más. ¿Dónde estaba el Infierno? Manuel de Masías dejó de beber y comenzó a buscar en libros y consultar a presuntos especialistas. Demoró años antes de encontrar algún rastro que le pareciera razonable, pero siguió con perseverancia. Hasta que halló, en dos versiones distintas de libros muy antiguos, indicaciones que parecían bastante precisas sobre la ruta a tomar. Así, un buen día Manuel tomó su morral para salir de Paris, donde nunca volvería. Casi no se percataba del movimiento de turbas y fulgores de antorcha que comenzaban a llenar la ciudad, en el año del Señor de 1789. Manuel de Masías cruzó selvas espesas y oscuras, vadeó crecidos ríos, atravesó cuellos de montañas de tenebrosa arquitectura, sintiendo que se acercaba cada vez más a lo insoportable. Hasta que un día, abruptamente, llegó a un paraje de indescriptible desolación: una gran extensión de tierra pelada y hostil, con huesos brotando como hongos hasta donde alcanzaba la vista. A un par de kilómetros de donde Manuel se había detenido, percibió una suerte de vibración particular en el aire, como si de la tierra escapara una casi imperceptible columna de vapor. Manuel tuvo que hacer aún acopio de coraje para encaminar sus pasos hacia allí. Procuraba no prestar mucha atención a los huesos —humanos a todas luces— ; apenas la necesaria para evitarlos. Poco a poco, mientras se aproximaba al fenómeno, descubrió que éste partía de un gran hoyo en la tierra; el probable impacto de un meteorito, pensó. Llegado a lo que parecía el borde, una vaharada de aire caliente y fétido le cocinó la cara. Las rodillas le flaqueaban, pero igual se obligó a seguir mirando. Era una circunferencia de unos 50 metros de radio, con infinidad de pliegues que, en un declive creciente, se juntaban en la parte central. Allí parecía abrirse el verdadero hoyo.

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Manuel avanzó con cuidado. Desde los primeros pasos, se extrañó ante la consistencia de la tierra: parecía un caucho que se hundía bajo el pie y recuperaba su forma luego. En realidad, podía asemejarse a la piel humana... Cuando la analogía comenzaba a llegarle al espíritu era demasiado tarde: tropezó y rodó hacia el hoyo central, vio con horror cómo éste se abría para permitirle el pasaje y se cerraba luego sobre su cabeza, con la inapelable fuerza de los esfínteres, dejándolo en la oscuridad absoluta. Manuel de Masías siguió resbalando, conducto abajo, rebotando contra sus húmedas y blandas paredes, hasta caer en una especie de rellano, esta vez de materia dura. Ahí se sacudió un poco y miró. Arriba, el hoyo se había vuelto a abrir, dejando escapar el vapor. Abajo, una vertiginosa escalera de caracol parecía conducir al fuego. Manuel no tuvo mucho tiempo para dudar si continuaba el viaje. Una ruidosa bandada de lo que parecían murciélagos, grandes como carneros, lo rodeó entre chillidos. Manuel sólo atinó a protegerse los ojos con un brazo. Los murciélagos lo cogieron entre sus garras y comenzaron a descender, siguiendo las volutas de la escalera. Manuel entreabrió los ojos, en el aire, y distinguió apenas las facciones humanas de los animales. Lo depositaron con cierta violencia en lo que parecía un vasto anfiteatro. Casi inmediatamente el piso, de un color rojizo brillante, comenzó a quemarle las palmas de las manos y las rodillas. Se retorció, gritando, y se puso de pie. Pero el calor también penetraba a través de las plantas. Entonces gritó: —¡Estoy vivo! ¡Vengo a proponer un negocio! Inmediatamente sintió cómo la tierra se iba enfríando bajo sus pies. El calor ambiente seguía siendo casi intolerable, y acá y allá se escapaban lenguas de fuego de grietas en la tierra, pero Manuel sintió que podía permanecer. En torno suyo, los murciélagos seguían revoloteando, mientras formas peludas y de apariencia vagamente humana parecían retorcerse por doquier, chillando. De pronto, una cortina ígnea que tenía delante comenzó a abrirse. Los seres volantes se aplacaron, replegándose sobre cornisas, y los terrestres se calmaron, encogiéndose. Entonces Manuel oyó la voz, profunda y siseante: —Sé a lo que vienes, Manuel de Masías.

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Lucifer estaba sentado en un trono de alto espaldar. Parecía muy grande y de músculos secos. Parecía también muy viejo, con la cara cruzada de un tejido de arrugas, terminando en una barba muy despoblada. Pero los ojos, negros sobre un opaco amarillo, guardaban todo el fuego de la vida. Una de sus manos, larguísimas y de uñas curiosamente cuidadas, agitó una cadena. Al extremo se agitaba uno de los animales rastreros que había visto. Manuel gritó de sorpresa y espanto. La bestia, encogida y velluda, pequeña y miserable, con cara sin expresión, tenía rasgos que se parecían a los de su hija. Su hija, que seguía ignorándolo, ahora en este estado de animalidad. Pero de alguna parte tienen que venir los sueños, se dijo Manuel, guardando las esperanzas. —Efectivamente, señor, vengo por mi hija. Estoy a vuestra disposición para lo que desee a cambio. Cualquier cosa. El diablo sonrió. —Tu alma no me interesa, Manuel de Masías, si eso es lo que tratas de proponerme. Tengo mil mejores que las de un artesano de nula espiritualidad. Manuel enrojeció. —Sin embargo, prosiguió el demonio, quiero escuchar tus ofertas. El diablo tiene momentos de magnanimidad, y la estúpida alma de tu hija quizás tenga mejor cabida en otros lares si tú eres capaz de sorprender esta aburrida eternidad que me atosiga. ¿Qué me propones, entonces, Manuel de Masías? Manuel, con la vista baja, musitó apenas: —Señor, lo que propongo es una cena. El diablo sonrió por primera vez en la jornada: —¿Para qué crees que te he traído, Manuel de Masías? *** Las condiciones fueron pocas y claras: Manuel de Masías cocinaría una cena para Lucifer. Si esta era satisfactoria, el alma de su hija partiría en paz. Si no, Manuel tendría que quedarse allí por toda la eternidad.

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Por los ingredientes, no había problema. Belial sería su adjunto de compras. Envuelto en su manto, Manuel podría visitar cualquier mercado del mundo y adquirir cuanto le fuera menester. (Lo de “adquirir”, según decubriría Manuel, era un decir: Belial simplemente introducía el material deseado en una bolsa de infinita capacidad). Una última concesión, arrancada por un ya sofocado Manuel: la creación de un microclima apropiado para la preparación de la comida y, sobre todo, para la temperatura necesaria a algunos platos y bebidas. Luego procedieron, ceremoniosamente, a la firma del contrato respectivo. Lo de la sangre no era realmente necesario, pero Lucifer adoraba las tradiciones, así que Manuel extendió un resignado dedo. *** Llegado el momento, todos los diablos de ese submundo, medianos y menores, rodeaban el escenario. Belial había narrado con pormenores la multitud de lugares curiosos a los que había tenido que ir acompañando a Manuel y la cantidad de cosas extrañas que su bolsa albergaba; así que esperaban ver qué podía resultar de todo aquello. Aunque en realidad, todos esperaban el fracaso: era tan infrecuente ver cómo el Señor destripaba con sus solas manos, en un acceso de cólera, a un humano... Manuel oficiaba en el centro, poseído de una rara serenidad. Después de todo, lo peor que podía pasarle era quedar para siempre cerca de su hija. Ya que no habían estado juntos en vida, compartirían cuando menos la tortura eterna. No eran necesarias cocinas ni hornos. Fuera de la circunferencia donde estaba parado Manuel, la tierra era una sóla brasa. Además, podía aplicar directamente las presas sobre cualquiera de los fuegos que le rodeaban, de distinta fuerza y tamaño. Mientras cocinaba, se le ocurrió que, en cierto sentido, estaba culminando el periplo de los cuatro elementos, esta vez llegando al fuego eterno. Su cocina estaba, finalmente, completa. *** La ceremonia se inicio con una copa de champagne como aperitivo. Manuel abrió una ventruda botella y vertió su contenido en una copa estrecha y larga, ofreciéndosela al demonio. Este sonrió torcidamente. —Yo no bebo, Masías.

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Manuel tuvo un sincero movimiento de sorpresa. —El poder es control— explico Lucifer. Si pierdes el control, sobre todo el de tu persona, pierdes el poder. ¿Por qué crees que los curas dan vino a sus fieles?. Manuel insistió. —No se trata de perder el control, Señor mío. No es borrachera lo que se busca, sino sabor. Lucifer sonrió. Después de todo... Ingurgitó un poco del líquido oro pálido y esperó. La primera sorpresa fue el frescor. Y ese picoteo de burbujas, material aéreo, olvidado... En cuánto al sabor, ¿cómo definirlo? Una imposible mezcla de flores y minerales, con el lejano recuerdo de algo horneado, un pan o un bizcocho; todo tan sutil como un suspiro. ¿Y quién podía rememorar lo que era un suspiro? El diablo no tuvo mucho tiempo para reflexionar. Ya le traían una fuente inmensa que reproducía el mar. Todo el borde estaba orlado de ostras, dejadas en su estado natural y libradas así a la fuerza de su sabor primigenio. Hacia el interior se extendían estratos de distintos pescados, variando de preparación según el sector: delgadas láminas de rosado salmón apenas tocado por el jugo de limón; rotundos cubos de atún, en los que la cocción sólo había penetrado medio centímetro en la violácea carne; lenguados enteros ofreciendo la generosa y llana extensión de su cuerpo, frito en la mantequilla más pura; chitas sepultadas en bloques de sal...Hacia el centro iban acomodándose moluscos y mariscos: pulpos cortados en rodajas, choros escondidos tras cebolla y tomate picado, erizos de insolente color naranja y sabor insólito. En el centro mismo, sendas escuadras de langostas y bogavantes parecian enfrentadas en una batalla. Lucifer probó una ostra, con gesto desdeñoso. La carne se tensó apenas bajo sus colmillos y luego estalló, inundándole la boca de agua marina. Lucifer cerró los ojos. Muy en el fondo de su ser, algo habia comenzado a moverse; como un animal prehistórico que saliera del fango de profundidades abisales y enviara ondas hacia la superficie. El gaznate de Lucifer deglutió aquel bocado, sencilla mezcla de frescura y abismo. Luego, se aventuró con las delgadas tiras de la corvina. Era cosa de maravilla cómo la carne ofrecia apenas la resistencia suficiente para manifestar su existencia, antes de disolverse en la boca en un triunfo de limón y un lejano fulgor de

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picante. Y asi siguió el diablo escalando la montaña marina, tentando el escabeche, saboreando el lenguado, devorando mariscos... Manuel lo incitaba a probar uno y otro sector de la gran bandeja, pero al mismo tiempo vigilaba que no diera cuenta de todo: Pese a la inmensa capacidad del estómago del diablo, y a su hambre de siglos, había que preservar espacio para el resto. También escanciaba, de vez en cuando, un poco de vino blanco en su copa. El diablo ya no ponía objeciones a la bebida. Al contrario, en su fuero interior sabía que esta destilación de oro, miel y terciopelo, con puntas de suaves especias, rosas, durazno y mango, era lo más apropiado para acompañar lo que estaba devorando. Llegaron luego las carnes. La nueva fuente parecía aún más portentosa. Animales del aire, del prado, del corral y de la floresta se habían dado cita, pelados, cocidos, macerados u horneados; enteros o cortados en láminas de espesor infinitesimal. Bajo ellos, una capa de todos los vegetales, cocinados de formas igualmente variadas: robustas papas doradas o al vapor; berenjenas enteras o batidas con ajo, frescas lechugas en sorprendentes vinagretas, el extraño corazón de frutos de la selva...Todo acompañado de infinitas salsas, entre las cuales destacaba un gusto que sedujo especialmente al demonio. Manuel de Masías, al cabo de todas sus peripecias, había conservado los vástagos de aquella mata con la que salió de Arequipa. El diablo seguía comiendo, mientras ese sentimiento lejano se incrementaba. La bestia que se había despertado en su interior había salido ahora del mar, desplegado sus patas y caminado trabajosamente, hasta adquirir fluidez y cierta elegancia. Luego, se había echado sobre la tierra acogedora, como un gato calentándose al sol. Y el vino, ahora de un color rubí profundo, con reflejos grana y negro, alimentaba ese calor. Uno parecía morder lo inasible, que se desplegaba en las fauces con los sabores de un bosque entero: frambuesa, mora, grosella; acaso una pizca de pimienta, una sospecha de chocolate, un aroma de cuero, un mordisco de trufas. La rotunda y dulce sangre de la tierra. Llegó el postre. Manuel había hecho un triunfo de arquitectura, de pintura, de música. El color restallaba, las frutas danzaban y la incomparable percepción de lo dulce bajó por la garganta del diablo, con la inconsistencia de lo etéreo. 207

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Ahora, la bestia interna se había levantado del calor del suelo y comenzaba a otear las nubes. ¿Le brotaban alas? ¿Se elevaba? Entonces Manuel de Masías le sirvió una medida de cognac. Lucifer ingurgitó unas gotas de la ambarina bebida. Era un fuego distinto, reposado, contento. Sintió cómo algo terminaba de derretirse adentro. Recordó cosas, alturas, sueños, brisas. Evocó sentimientos distintos, con los ojos cerrados. Manuel percibía ahora claramente que una sonrisa diferente parecía iluminar la cara del diablo. ¿Estaban húmedos, sus ojos? De pronto, Lucifer pareció estallar: un ser de luz se erigió en la mitad de lo que había sido su inmenso y atroz cuerpo, y ascendió flotando. Al mismo tiempo, el remedo de Delphine también eclosionaba como un pardo capullo, y otra esencia igualmente luminosa partía hacia arriba. Sobre el piso sólo quedaron dos humeantes pellejos, mientras los seres de la redención retornaban a mundos superiores. Manuel, ascendiendo la escalera de caracol, ligero como nunca, miró una vez hacia atrás. Los peludos seres rastreros avanzaban desconcertados. Luego de un momento, como miríadas de ratas, se arrojaron sobre los restos del banquete. *** La narración de Masías acaba ahí. No comenta cómo regresó hasta Arequipa, y tampoco informa si volvió a ejercer su arte alguna vez más. La veracidad de lo narrado puede ser puesta en duda. Un poderoso argumento sería que el estado actual de los negocios terrestres, y lo acontecido en los dos últimos siglos, no aportan argumentos para decir que el diablo y su nefasta influencia han desaparecido Pienso que eso no desbarata la versión de Masías. Al contrario, lo que puede haber ocurrido es que, desprovistos del mando de su jefe, los demonios menores, esos peludos y rastreros seres, ejercen ahora su influencia anárquica y mediocre sobre nuestras vidas, vengándose de haber llegado a probar sólo unos restos de ese banquete que saben irrepetible, y cuyo lejano recuerdo es una tortura adicional de la eternidad.

París, agosto de 2000

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Miguel Barreda Delgado Lima, 1967. Cineasta y narrador, ganador del concurso “El cuento de las mil palabras” de la revista Caretas en 1987. Residió 20 años en Alemania, donde estudió dirección de cine. Proyecta realizar largometrajes en Arequipa, con temas y actores locales.

memorias de la tripa Especialidades de la casa

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o hice por primera vez cuando tenía doce años. Tomé su cabeza con la mano derecha y le hundí el pulgar en la garganta, justo allí donde no se sentía hueso, al final de la quijada. Casi no se movía, apenas sacudía las patas traseras. No emitía ruidos. Entonces tomé aliento, lo levanté sosteniéndolo del cuello con la mano derecha y lo sacudí hacia abajo con fuerza, sin dejar de ejercer presión en su garganta. Tenía que funcionar a la primera porque si fallaba iba a sufrir mucho, me dijeron. Después de sacudirlo, dejó de respirar. Su corazón también había dejado de latir. Estaba muerto. La señora Fortunata, que vivía en la casa de al lado, y que a veces venía a lavar la ropa, los mataba torciéndoles el pescuezo. Con una mano los cogía de las patas traseras y con la otra les sostenía la cabeza. Con un hábil movimiento, que nunca me atreví a imitar, les torcía el cuello en el sentido de las agujas del reloj. Sonaba como cuando uno se aprieta los nudillos y el animal estiraba las extremidades en el preciso momento de dejar de existir. En una picantería he visto que les cortan el pescuezo con un cuchillo muy afilado. Me he dado cuenta de que si son varios, después de la muerte del primero los demás presienten algo y se ponen nerviosos. Agitan las patas y emiten chillidos. La cocinera, una señora gorda y bonachona de dedos gruesos, los coge de la cabeza y de un solo tajo les corta el cuello. A veces brota un chorro de sangre, a veces ésta cae a borbotones. Lo que viene después es un procedimiento que no tiene muchas variantes, según donde se haga. Lo primero es tener preparada una gran olla con agua caliente, casi hirviendo. Doña Fortunata los sumergía allí agarrán209

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dolos casi de las uñas de las patas traseras, para no quemarse, y los sacaba después de unos segundos. Luego comenzaba a pelarlos rápidamente, algo que tampoco hice con mis propias manos. Nunca dejaba de sorprenderme la facilidad con la que salía el pelo. Después doña Fortunata retiraba del pellejo los residuos de pelo con la hoja de un cuchillo. A continuación, con un corte muy preciso, les abría el vientre y les sacaba las vísceras. Como con el pollo, había que tener cuidado con la hiel, una especie de vejiga amarillenta. No debía reventarse pues amargaría toda la carne, como decían. Siempre tuve la tentación de hacer reventar una hiel para constatar si era cierto, pues no podía entender cómo una glándula aislada podía amargar un cuerpo con el que prácticamente ya no tenía contacto. Una vez separadas las vísceras y limpiado el cuerpo, los colgaban del cordel de la ropa. En algunas picanterías, era común verlos colgados, salpicados de moscas, y los mayores decían que –al igual que los costillares– los más mosqueados eran los más ricos. Pasada una hora o algo más, llegaba el momento de freírlos. Aquí el método presenta variaciones. Doña Fortunata los limpiaba, los secaba, les pasaba algo de sal, los untaba suavemente con un limón y luego los hundía en un perol lleno de aceite hirviendo. Se les colocaba una piedra encima – una de ésas de río que caben perfectamente en una mano – para que no flotasen en el aceite y la fritura fuera pareja. En otras casas y en alguna picantería he notado que los frotan con una mezcla de ajo molido y especias (sal, pimienta, comino) antes de freírlos. En casa se comía el cuy chactado en ocasiones especiales. En los cumpleaños, por ejemplo. Una vez, para un cumpleaños de mi padre, el cuy chactado había sido programado como el plato estelar del menú. Mi padre estaba enfermo. Había sufrido dos derrames cerebrales y no podía caminar ni hablar muy bien ni valerse por sí mismo. Y había perdido el apetito. Sin embargo disfrutaba de algunas cosas que su dentadura postiza le permitía comer. El cuy chactado era una de ellas. El día de la víspera, yo me estaba preparando para sacrificar algunos ejemplares de los veinticinco que teníamos en una gran cuyera. Esperábamos a unos 10 comensales. Mi madre salió con mi padre al centro, creo que a ver al médico, o al abogado. Mis padres siempre iban al médico o al abogado. A mí no me gustaba acompañarlos porque me aburría mucho esperando en esos consultorios iluminados apenas con un fluorescente de poca intensidad y con revistas viejas que conocía de memoria. Lo que me hacía llevadera la espera era que a veces me compraban un chocolate Golazo, que traía figuritas.

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Yo estaba viendo la tele, el Chavo del Ocho creo, cuando ellos llegaron. Bajé a abrir la puerta del garaje y cuando mi madre metió el auto, me llamó la atención que Gitano, nuestro perro, no hubiera salido a recibirlos. Le ayudamos a bajar a mi padre y entramos a la casa. Efectivamente, Gitano brillaba por su ausencia. A veces iba a dar algunos paseos, pero generalmente lo hacía por las mañanas. Era extraño que saliera a pasear por la tarde. Lo encontramos metido en la cuyera, recostado, jugando con algunos cuyes agonizantes, y junto a él vimos un racimo de cadáveres. A Gitano nunca le habían interesado mucho los cuyes y nunca había destacado como cazador. Nos miraba jadeante y cuando lo sacamos de la cuyera emitió algo así como un tímido gruñido. Mi madre le tuvo que dar un golpe en el lomo para que soltara al cuy que tenía apresado en el hocico. No se había comido ninguno y apenas los había maltratado. A algunos, incluso parece que los mató aplastándolos o asfixiándolos, no mordiéndolos. Contamos los cadáveres, eran como diecinueve. Mi madre le dijo a Dora, la empleada, que de inmediato pusiera a hervir agua en una olla grande. Al día siguiente no sólo hubo cuy chactado sino también picante de cuy. El picante lo preparó la tía Esther, una prima de mi madre que era mayor que ella y que parecía la bruja de los cuentos de hadas. Venía a visitar a mi madre y se quedaba toda la tarde a conversar con ella, a copuchar, como ellas decían. A veces traía arroz con leche. Me costaba comérmelo del recipiente en que ella lo traía porque por lo general eran pocillos percudidos, y las manos de mi tía Esther casi nunca estaban limpias. Pero el arroz con leche tenía pasas y trozos grandes de canela, que se podían chupar hasta sacarles el último trocito de arroz, hasta agotar los residuos de leche condensada. En casa, la presentación del cuy chactado era tradicional: un cuy por persona –con cabeza y patas, excepto para mi padre, que no le gustaba que el animal lo estuviese mirando– con una enorme papa sancochada rociada de ocopa. La ocopa estaba hecha con galletas de animalitos, de ésas que había que dejar al alcance de los niños, y que todo el mundo en Arequipa usaba para darle consistencia y ofrecer un contrapunto al picor del ají. A veces se ofrecía la alternativa del batido de ajos. El que hacía mi madre era antológico, admirado y envidiado. Cuando ella viajaba a Lima preparaba una gran cantidad de batido de ajos para mis primos y lo llevaba en un táper. Una vez el bus en el que íbamos tuvo un desperfecto y nos quedamos varados en la Panamericana. Con el calor del desierto, el batido se fermentó y comenzó a desbordar el táper y a inundar el bus con el olor.

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Para el batido, mi madre usaba ajos de cabeza mediana, no muy frescos ni muy secos. Los mejores eran los que sembraba mi tía Susana en sus chacras de Pachacútec y que almacenaba en unos enormes cuartos oscuros en la casa de Chullo, la casa de mi bisabuela que obligaba a sus hijos a tomar el té con ella a las cinco de la tarde. En una mesa larga se sentaba a la cabecera esa señora bajita, de rostro chupado y cara de pocos amigos, abrigada con un chal de lana, y era flanqueada por un sacerdote, un médico, y dos agricultores, todos ellos mayores de 30 años, que tomaban el té en silencio y comían panes de tres puntas de corteza dura con queso serrano. Era el momento en que mi abuelo paterno y sus hermanos le reportaban sus actividades del día a su madre y recibían instrucciones. Otro componente del batido de ajos es el rocoto. De preferencia rojo, de huerta. Y la cebolla, también de la chacra de mi tía. Mi madre hacía hervir los ajos y el rocoto. Luego pelaba los ajos, picaba la cebolla muy menuda y le quitaba las pepas al rocoto. Después, con mucha paciencia, iba apretando los ajos con el tenedor que recibió como herencia de mi abuelo Alejo, el ferrocarrilero. Mi abuelo Alejo les dejó a mi madre y a todos sus hermanos, algo para que siempre pudieran comer: una cuchara, un cuchillo y un tenedor. Eran unos cubiertos enormes, de acero inoxidable. Mi madre apretaba los ajos y luego añadía el rocoto hervido. Con la misma paciencia seguía batiendo y apretando todo, añadiéndole un poco de aceite hasta formar una masa uniforme. Entonces echaba la cebolla picada y lo mezclaba todo con una generosa cantidad de aceite. Al final le echaba sal y unas gotas de limón, que servían de preservante. El antológico batido de mi madre no podía faltar ni en las parrilladas, ni cuando se cosechaban papas y hacíamos huatia. Para hacer la huatia primero hay que construir el horno con tojras, trozos de tierra seca removida que se forman al cosechar las papas. Se arma una especie de bóveda que debe ser muy estable y se la llena de paja y otros materiales combustibles como ramas u hojas secas. No se puede poner papel porque huele mal. Se enciende la paja y se deja arder. Antes de que el fuego se consuma, se pone más paja o ramas u hojas. Se sigue manteniendo el fuego hasta que el horno quede muy caliente y entonces se introducen en él las papas recién cosechadas. Cuando el horno está lleno de papas, se lo hace colapsar, aplastando los terrones hasta formar un montículo uniforme debajo del cual quedan enterradas las papas. También se pueden poner quesos envueltos en trapos mojados. Y se espera. Mientras se espera se puede jugar a la guerra con los pepinos, los frutos de la papa que los europeos comían sin saber que eran tóxicos antes de que les explicaran que lo que se comía crecía 212

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por debajo de la superficie. Luego, cuando la tierra enfría, se desentierran las papas. Hay que pelarlas con cuidado, para no quemarse. No hay nada que se parezca al sabor de la tierra caliente. Mi tío Miguel tenía una forma particular de comer las papas con ocopa. Mi tío, el hermano mayor de mi madre, vivía al lado de nuestra casa, en la casa que construyó mi abuelo de sillar y adobe y con techo de quincha. Mi tío sabía muchas cosas. Sabía, por ejemplo, quién había sido el hombre más longevo y cómo era el mundo cuando vivían los dinosaurios. Sabía cuáles eran los ríos más caudalosos y qué batallas había ganado Napoleón. Sabía que cuando estamos en el vientre materno, nos alimentamos a través del cordón umbilical, que es como una manguerita, y que el ombligo, o lo que llamábamos “puputi” era la cicatriz que quedaba del momento en que nos desligaban de tan útil accesorio. Las historias de mi tío eran una referencia para mí en la primaria. Cuando exponía algún conocimiento que no nos habían enseñado en el colegio, siempre citaba mi fuente: “Dice mi tío que…” Mi tío apretaba las papas con su tenedor —legado del abuelo Alejo, y en cuyo mango estaban labradas toscamente sus iniciales— y las iba mezclando poco a poco con la ocopa. Luego les rociaba un hilo de aceite y seguía batiéndolas hasta formar una pasta uniforme. Les ponía algo de sal y pimienta. Finalmente, moldeaba la mezcla hasta formar una pequeña tortita. Esa especie de causa era una delicia para los ojos y el paladar. Muchas veces imité la actitud de mi tío, incluso soportando algún comentario de censura como que “con la comida no se juega”, pero valía la pena. Mi tío Miguel era sastre y bebedor. A veces bebía durante días, semanas y luego retomaba su trabajo. Una vez vendió su máquina de coser para ir a emborracharse. Se intoxicó y lo tuvieron que llevar al hospital. Dejó de beber y se puso a trabajar de nuevo. Un día apareció un viejo amigo suyo y mi tío se marchó con él. Tres días después apareció muerto en una acequia de Huaranguillo. A mi tío, al igual que a sus hermanos y a mi abuelo Alejo, les decían “Gatos” porque el abuelo Alejo –el ferrocarrilero– y algunos de sus hijos, tenían los ojos claros. En el barrio, en el cruce de las calles Chullo y Tahuaycani, la mayoría de vecinos tenían apodos de animales. Estaban los Cuchis Rodríguez, los Carneros López, el Lobo Barreda, el Zorro, el Palomo, y otros a quienes llamaban los Patos. El abuelo Alejo era un hombre alto, de bigote fino y carácter fuerte, algo colérico. En el barrio lo respetaban y algunos le temían porque no pocas veces lo oyeron vociferar o lo vieron repartir trompadas cuando había desacuerdos que no podían ser resueltos 213

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de otro modo. El abuelo también cantaba yaravíes y no se quedaba corto en la cocina, sobre todo con las carnes asadas. Una vez, para celebrar su cumpleaños, el abuelo invitó a varios amigos y familiares. El abuelo Alejo y la abuela Carmen cumplían años el mismo día. Él era zurdo y la abuela diestra, de manera que comían del mismo plato. El abuelo había traído una vez una plancha de acero, de un buque deshuesado, con la que construyó una cocina. Cortó la plancha, le abrió algunos agujeros que hacían las veces de hornillas y la colocó sobre una estructura de piedra en la que estaban la cámara de combustión y el horno. El combustible era carbón de piedra, del que usaban las locomotoras. Sobre la plancha de acero, que también se calentaba bastante, mi madre y sus hermanos colocaban machas frescas que el abuelo traía de Mollendo y las gratinaban con mantequilla y queso. Cuando los comensales –después de varios brindis– estuvieron preparados para el plato principal, el abuelo presentó una fuente cuyo contenido tenía un aspecto suculento. Trozó la carne y repartió las presas. Los elogios se referían a la suavidad de la carne, a su textura, a lo fino de su sabor, a lo jugoso de la pulpa. Lo que no se atrevían a preguntar los invitados era si lo que estaban comiendo era liebre o conejo, pues el abuelo no se molestó en presentar el plato con demasiada pompa. Sencillamente puso la fuente en la mesa y comenzó a servir. Y tampoco era cuestión de cometer una indiscreción en la mesa, precisamente en el cumpleaños del abuelo, que tenía carácter fuerte y algo colérico. Finalmente, luego de terminar su porción chupándose los dedos, uno de los comensales no pudo reprimir más la curiosidad y le hizo al abuelo la pregunta que nadie se atrevía a hacerle. “¿Quieres saber lo que has comido?”, le preguntó el abuelo. “Entonces ven conmigo a la cocina.” El invitado se levantó, se quitó la servilleta que se había puesto al cuello y acompañó al abuelo a la cocina donde, orgulloso, el abuelo le mostró la cabeza de un gato. Mi madre me contaba que en la casa era costumbre comer gato en ciertas ocasiones. El abuelo Alejo, ferrocarrilero, traía unos gatos de la Costa para cebarlos. Eran unos gatos grandes, a los que castraban y luego les daban una dieta especial, a base de cereales. Los animales llegaban a tener el tamaño de un conejo grande y entonces los sacrificaban. Para mi madre, ésa era la peor parte, pues para matar al gato había que meterlo en un saco y luego una joven tenía que sentarse sobre él y asfixiarlo. No podía ser un hombre, ni tampoco una mujer casada. Por su contextura, edad y estado civil, mi madre cumplía con los requisitos. Me contaba que se angustiaba mucho porque el animal sufría y luchaba por zafarse hasta que 214

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su peso lo dejaba sin respiración. Todos mis tíos –y mi madre– coincidían en que la carne de gato es mucho más sabrosa que la del conejo o la de la liebre, que de por sí es fibrosa y de olor silvestre. La describen blanca, jugosa y de aroma agradable. Preparaban el gato al horno, como si fuera un lechón, me decían. A los de mi generación no nos tocó comer lo que en otras casas hubiera sido una rareza escandalosa. A veces, ése era mi argumento para contestarle a mi madre cuando repudiaba ciertas combinaciones que yo hacía en la mesa. Una de ellas era ponerle al zumo de naranja el juguito mezcla de grasa y sangre que quedaba en el plato del hígado frito. Al unirlo al zumo de naranja, éste tomaba un color marrón y la combinación de los agridulce y lo salado me llevaba por caminos desconocidos del sabor. Otra era la del queso en el té, pero he visto que muchas personas lo hacen: se cortan trocitos de queso mantecoso, o de queso fresco, del tamaño de pequeños dados, y se introducen en el té caliente. El queso no se debe derretir, sólo ablandar. Lo rico es notar cómo el té se va poniendo poco a poco saladito y al final disfrutar de los trozos de queso blandos y con cierto gusto a té. Alguna vez leí que en el Himalaya hacen algo parecido, pero con mantequilla rancia de yak y harina. Otra es hundir un sánguche de mortadela, cortado en trozos, en el plato del cuáquer, como le decimos a la avena cocida en leche. Y si es el cuáquer chocolatado, mejor. Primero es interesante ver cómo se hunden esos pequeños témpanos de pan en el espeso mar de cuáquer. Uno puede ayudar con la cuchara, si el proceso es demasiado lento. Y luego de unos segundos de remojo, recoger el trozo de sánguche impregnado de cuáquer y sentir la comunión de texturas y sabores. Mi madre no miraba con buenos ojos ese tipo de experimentos, pero me dejaba hacer. En realidad, a mi madre no le gustaba demasiado cocinar. Me contaba que de niña lloraba cuando le decían que tenía que pelar las cebollas, o las papas, o lo que fuera. Ella prefería recoger fruta de la huerta con los chicos en lugar de hacer labores de niña; o juntar lombrices que escondía en una lata y después se las comía. No obstante, mi madre tenía algunos platillos emblemáticos, como el caldo de pascua, o el escabeche, o la carnelolla, que era como le llamábamos en casa al estofado. Otra cosa que le salía muy bien eran las mermeladas. Una vez mi tía Otilia, que vivía en el Cusco, le envió una caja de mangos de Quillabamba que rápidamente comenzaron a madurar. Dio la casualidad que también había muchos tomates a la casa, no sé si por error de cálculo o porque también alguien nos hizo un obsequio. Mi madre tuvo la idea de hacer una mermelada de 215

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mango con tomate, una gran combinación que hasta ahora no he vuelto a degustar. Mi madre no era amante de platillos sofisticados o de aquellos que requiriesen mucha pericia. Por eso, la vez que hizo buñuelos en Navidad, fue algo muy especial. Recuerdo que mi aporte en esas fiestas fue la construcción de un pesebre con fichas de Lego, dentro del cual ubicamos al Niño, la Virgen y San José. La anacrónica construcción respecto a la leyenda bíblica incluía una amplia cerca para encerrar a los animales y una puerta de arco. Luego me puse a ver televisión. Daban un cuento de Dickens, no recuerdo si el del Espíritu de la Navidad u Oliver Twist. Entonces sentí el olor que producía la masa frita en aceite y de pronto olvidé todo lo que había a mi alrededor. Tener en casa lo que sólo podía obtenerse en la calle –en Tingo, por ejemplo– me hizo saltar del sofá para ir a la cocina. Entonces vi a mi madre que con mucho esfuerzo armaba las roscas de masa antes de sumergirlas en el aceite hirviendo. Ella no era muy dotada para ese tipo de manipulaciones, pero los buñuelos sí quedaban con forma de buñuelos. Eran un poco más gruesos y más oscuros y más densos que los de Tingo, pero eran buñuelos, y estaban ahí, a mi alcance, y no sólo era un plato, sino una fuente entera. Dicen que el motivo de la indigestión que me mantuvo acostado el día de Navidad fue comer tantos buñuelos calientes, pero nunca me arrepentí de haberlo hecho.

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Marcelo Oquiche Hernani Arequipa, 1956. Ha publicado los libros de cuentos: Nora entre dos puntos y Alas de ceniza.

Alas de ceniza

A

las cinco de la tarde la luz entra con dificultad por los ventanales del mercado San Camilo. Las verduras reflejan esa luz crepuscular, sobre todo los tomates de cáscara sanguinolenta irradian la luz tenuemente, mostrándose como pelotas de tenis de un tono mate rojizo. Las zanahorias parecen puñales opacos y culpables, pero las remolachas a pesar de la atmósfera mortecina brillan con tal impudicia que hieren la vista del observador con su color obsceno. En la sección de carnes, penden de un tubo pollos amarillentos colgados de las patas ostentando un tajo de cuchillo en el cuello, cerca de la cabeza pálida y oscilante, contratando con el rojo de la carne de vacuno. Las carniceras afilan los cuchillos plateados, para cortar los trozos según el peso requerido por los clientes. En la parte superior, bordeando internamente el mercado, hay tienduchas donde se ofrecen alimentos y bebidas, telas a precio inferior al ofertado en las tiendas comerciales de las calles principales. En esa parte del mercado se vende también rosas, claveles para los enamorados, para las casaderas; té piteado que beben cargadores, alcohólicos, pequeños comerciantes. A las cinco de la tarde también entra por una puerta lateral el mendigo Isaías, con su melena sucia y desgreñada, con la cara mugrosa y las manos retintas. No el terror de los vendedores, pues estira su mano con rapidez y arrebata aquí un tomate, allá una manzana, acullá una pierna de pollo y se los lleva para preparar sus alimentos en un tarro que siempre lleva conmigo, al que somete a la acción del fuego en la orilla del río donde no lo ven los policías. Esta tarde una vendedora lo ha llamado ladrón. Él con la mayor desfachatez le ha contestado: «Seré ladrón, pero soy libre como una mariposa, no me esclavizo como ustedes». A las seis, luego de preparar sus alimentos, Isaías ha cenado en la orilla del río y se ha dirigido a un templo católico; allí en la puerta pide limosna a los creyentes y ve caer en el tarro donde prepara la comida, una a una, monedas de diez céntimos, veinte céntimos y a veces de cincuenta; guarda

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enseguida las monedas en un pequeño bolso y se rasca la cabeza poblada de piojos. Cuando la moneda es de cincuenta céntimos o más, bendice inmediatamente al donador: «Dios lo bendiga, gracias señor». Espera con tranquilidad que termine la misa y se prepara a llenar su bolso, pues luego de oír el ritual los fieles son más generosos. A las ocho de la noche se dirige nuevamente al río, allí lo espera la loca Lucy. Él le entrega varias monedas y ella accede. En la orilla, entre plantas silvestres y observados por las ratas, ella se levanta la falda mugrosa y abre los muslos. Isaías copula, por su nariz entra el aliento acre de la loca, él la toma por la cintura delgada y se mueve pensando en las piernas de mujeres bonitas que observa en la entrada del templo mientras limosnea. Enseguida su cuerpo rendido resbala por la cadera femenina e Isaías se recuesta sobre el pasto, contempla el cielo magro, las estrellas blanquísimas y piensa en su libertad: «yo soy como las mariposas que vuelan de flor en flor, no trabajo, no tengo hijos, no tengo mujer ni patrón que se atreva a mandar a Isaías el gran señor». El mendigo continua recostado, Lucy se baja la falda y se lleva las monedas contenta, sabiendo que ha realizado un gran negocio, extiende un trozo de tela raída sobre el pasto y en el centro coloca las monedas, hace un atadito y lo mete entre sus senos prietos, sudorosos, pestilentes. Se acomoda la cabellera despeinada, grasienta y caminando descalza se pierde en la oscuridad. Isaías mira el cielo, las estrellas y trata de escudriñarse en ellas, no le responden. El silencio permite oír el bramar del río, el ajetreo de las ratas, el rumor de las copas de los árboles. Isaías se pregunta en ese momento, siempre después que se va Lucy, todo lo que ignora y se responde: «¿para qué ser un hombre importante, si al final la muerte se lleva tanto al rico como al pobre, al inteligente como al bruto, al bello como al feo? Además no creo en Dios, ni en el infierno, ¿para qué proponerme algo?, ¿para qué ser virtuoso o malvado? Limosneando no le hago mal a nadie, y después de la muerte no se espera nada, yo no elegí vivir, por lo tanto mi forma de vida no tiene importancia, y cuando yo muera a nadie le va a afectar». Rendido, se deja llevar por el tiempo y se relaja, escucha, huele el olor de las ratas, siente el frío que penetra a través de su ropa agujereada. Arriba en el malecón, pasan los automóviles con rapidez, los transeúntes caminan aceleradamente, se oyen bocinazos, frenadas intempestivas, los microbuseros se detienen en las esquinas para que suban pasajeros, alejándose luego, extraviándose en le noche. A las diez Isaías camina por la plaza San Francisco, sube las gradas del templo y se dirige a uno de los muros laterales, se cubre con periódicos, 218

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cartones y trapos sucios. Su cuerpo se va acostumbrando a la frialdad del piso, al olor del orín. A esa hora la plaza está desierta, los jacarandás se estremecen ligeramente por el viento, de sus copas caen flores violetas extendiéndose en el piso como una alfombra azul. A las diez y media se despierta y queda sorprendido. Una muchacha se ha parado a su lado, es elegante, bonita, de tez blanca y cabellera rubia cuyas bucles se desprenden sobre sus hombros como anillos de fuego, exhala su cuerpo un perfume riquísimo que se extiende por el aire en oleadas seductoras y prohibidas, no se ha dado cuenta de la presencia de Isaías, el cual como está, parece un montón de basura. La muchacha se levanta la falda, se baja las bragas y comienza a orinar en cuclillas, un río cristalino emerge de entre sus muslos. Isaías se queda estupefacto contemplando las nalgas desnudas, redondas y blancas, sintiendo el olor brutal que emerge del sexo de la hembra, quiere estirar la mano y tocar, quiere acariciar, quiere poseer. En ese momento piensa y una revelación nueva, extraordinaria, se apodera de él, «si la pudiera tocar...si la pudiera agarrar, tocar». La chica se levanta los calzones, se baja la falda y se aleja. Sólo piensa, «si la pudiera tocar», y algo se desmenuza, cae como un puñado de arena, algo se desmorona en lo más profundo de su espíritu, como si las alas de su libertad se hubieran transformado, lenta, irremediablemente en polvillo de ceniza. Se para sobre sus dos plantas, se estremece, vibra, grita, se enamora: ya no es el mismo.

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Fernando Rivera Díaz Mollendo, 1965. Actualmente enseña en Estados Unidos. Ha publicado el libro de cuentos Barcos de Arena y la novela Invencible como tu figura.

wantán

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alieron del cine junto con la bocanada de gente que inundó la calle. Caminaron silenciosos de la mano, despejando las imágenes de desierto que todavía nublaba su visión, y se detuvieron un momento en la plaza Bolognesi. Agobiados por el calor nocturno de diciembre, que consumía el aire y extendía una fatigante sensación de ahogo. Entonces Lino sintió una ligera presión en la mano, y vio a Zoila recuperar la vista de la lejanía. Supo que se disponía a comentar algo. —¿Crees tú, Lino, que habrán logrado escapar? —le preguntó. Lino, que llevaba una barba desordenada y rala, intentó reflexionar por un instante. Subió la mirada por el tronco pelado de una de las palmeras de la plaza hasta el follaje, como si recién se diera cuenta de lo alta que estaba, y respondió sin más. —No sé —dijo—, terminan así para hacer pensar a la gente. —Pero no tenían agua —insistió Zoila—, ella se tomó lo último antes de partir... ¿te diste cuenta cómo se doblaba el aire sobre la arena? Sin convicción, Lino dejó navegar la mirada sobre las bancas de la plaza. No le parecía algo tan dramático. Ya estaba acostumbrado a los finales disparatados de las películas y pensaba que había siempre alguien detrás de los actores indicándoles lo que tenían que hacer. En cambio, le sorprendía que su mujer permaneciera días enteros hablando bajo el influjo de una historia que de antemano se sabía deliberada. —Es sólo una película —sentenció después de un rato. Y con la actitud inconsciente de variar hacia otra cosa, detuvo la mirada unos segundos en el vientre de ella. —¿Qué miras? —le preguntó Zoila con un asomo de picardía, ganada ahora por una nueva excitación. Lino se ruborizó en el acto.

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—Ya sabes —respondió, y presionó la mano de ella para continuar de nuevo. Dando un breve rodeo al busto de Bolognesi que miraba con dirección al mar, cruzaron en diagonal hasta el otro extremo de la plaza. Allí los edificios de madera llegaban a tener tres pisos, y albergaban dos hostales y una cadena de bares y heladerías en la primera planta. A esa hora de la noche, la gente conversaba alrededor de las bancas con crecida animación debida a la proximidad del verano. Algunos bocinazos interrumpían los corrillos de voces festivas, y en general, el intermitente estampido de las olas, se perdía desapercibido en el silencio por la costumbre de todos los días. Sin detenerse, sofocados por el sopor de la noche, Zoila y Lino prosiguieron por una calle de doble vía, dónde hacía más de cincuenta años algunos libaneses y un japonés, iniciaron sus prósperos comercios de telas con las mercancías que se obtenían de contrabando en el puerto. Antes de terminar la cuadra, Zoila se detuvo atraída por una vitrina que exhibía dos maniquíes con ropa interior femenina. Desde hacía tiempo había hecho una elección en silencio. —Me gusta ése —dijo, señalando el sostén de un maniquí detenido en la ejecución de un paso de baile. —¿Cómo dices?, ¿cuál? —le preguntó Lino. A Zoila no le sorprendió que se hiciera el distraído. —Que me gusta ése, el de festón rojo. —¿Rojo? —Sí, ¿qué te parece para navidad?, dime. —Ya veremos —vaciló Lino unos instantes. Luego Zoila lo vio desviar la mirada a cualquier parte. Llegó hasta ellos una mujer mayor de expresión notoriamente juvenil, cargando una bolsa repleta de mandarinas contra el pecho. Iba en sentido contrario. —¡Qué bien Zoila! —exclamó—, ya vas levantando el vestido. —¿Sí? —dijo Zoila encantada. —Sí —le confirmó la mujer—. ¿Cuántos meses van? —Cuatro y medio —respondió Zoila. —Y bien que se te notan. 221

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La mujer apenas le dirigió una mirada a Lino, aunque a él no pareció importarle. Zoila no supo exactamente cómo, pero percibió que había una ligera tensión entre ellos. Se enganchó en el brazo de su marido y olvidándose del maniquí se despidió de la mujer con la mano. Siguieron por la misma calle, que ahora se convertía en una sola y amplia vía empinada trabajosamente sobre una cuesta. Y después de unos pasos se detuvieron frente a la puerta del «Sanhwa»; del local salía un alud de voces, y el cajero, nada oriental, llenaba de platos el mostrador de vidrio de la entrada. A Zoila le sobrevino un apetito repentino, y le señaló a su marido una bandeja dentro del mostrador, llena de pequeñas láminas de pasta de harina fritas que tenían un aspecto crocante a la vista. —Lino, quiero una porción —pidió haciéndose la niña. Lino se aproximó, buscó con la mirada el cartel de los precios, y luego, como si ella no se diera cuenta, deslizó una mano sigilosa a su bolsillo tanteando antes de responder. —Otro día —dijo retirando la mano del bolsillo. —Parecen unos pañuelitos arrugados —continuó Zoila—, amarillo-café con un rellenito de carne en una de las puntas... ¿no te parece? —y volvió el rostro hacia él. —Otro día —repitió Lino—, vamos a la casa. —Eres un tacaño —protestó Zoila enojada. No entendía cómo podía ser tan duro, ¿sería así con los vagos de la esquina? Sintió más que nunca las ganas de hacerse la niña. Sin embargo, Lino tiró de ella obligándola a reiniciar la marcha. Caminaron absortos y sin cruzar una palabra. Las campanadas de la iglesia de La Inmaculada señalaron las nueve de la noche y aún se notaba cierta agitación en las calles. Pero conforme se fueron alejando del centro de la ciudad, el ruido de los automóviles fue adormitándose, y en su lugar se oían las conversaciones apagadas y la música de radio, que surgían de las puertas y ventanas abiertas de las casas de madera. Algunos vecinos, ahuyentados por el calor, salían a la vereda, y sentados con los brazos apoyados sobre el respaldo de las sillas, conversaban largamente sobre la suerte de sus hijos que hacía tiempo habían salido de la ciudad.

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Poco antes de llegar a la casa, un hombre sudoroso y con huellas en la ropa de haber trabajado toda la tarde, les dio alcance por la vereda opuesta. —¡Lino! —llamó, y éste se volvió de inmediato—. Un buque noruego acaba de atracar. —¡Sin vainas! —exclamó Lino. No estaba para bromas, ni para aguantarle a cualquiera. —Y no va ser —replicó el hombre—. Hay carga como para cuatro días —y se alejó apresurado. Una ligera brisa sopló por un momento, y Lino pensó que seguramente traía el rostro de cavernícola que tanto le reprochaba Zoila. La vio abrir inmensamente los ojos y pacificó el rostro. —¿Ahora vamos? —le propuso ella. —Qué? —¿Vamos al chifa? Se dejó vencer y la miró con ternura. Le pasó una mano callosa por el vientre. —Vamos chinita —le dijo—, chinita rellenita —y terminó de hablar con el rostro abrasado por una ola de calor. Regresaron haciendo planes para el futuro. Sumando cargas y salarios con dos buques a la semana durante toda su vida podrían vivir bien, estar casi en la abundancia. Por supuesto que siempre habría problemas, pero con el trabajo seguro todo se superaría. Cuando llegaron a la puerta del chifa, Zoila sintió los brazos fuertes de Lino reteniéndola un instante. —Zoila —le dijo, solemne—, creo que de todas maneras vas a tener tu regalo para la navidad. —¿De veras? —exclamó ella. Lino asintió. Zoila no lo podía creer. Movida por la emoción, se colgó de su cuello y le soltó un beso sobre la barba hirsuta. —No sabes la falta que hace —murmuró.

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Enseguida ingresó al chifa, y nada más vio la bandeja, volvió a salir a los pocos segundos adelantando unos pasos atortugados. Lino la esperaba en la puerta. Sintió unos deseos enormes de gritarle en la cara, de abofetearlo. —¿Qué pasó? —preguntó él. —Que ya no hay —le respondió sin mirarlo. Luego frunció los labios haciendo una mueca, que sintiera que estaba molesta, y agregó:— Si hubiéramos comprado antes... ¡si no fueras tan tacaño! Un cuarto de hora más tarde, en la casa, se sentaron a la mesa del comedor. Zoila, después de encender la radio, había servido dos tazas de té y unos bizcochuelos que habían sobrado de un día anterior. Lino se decepcionó. —¿Qué pasó con la comida? —preguntó. Pero tuvo que esperar a que Zoila se sirviera azúcar al té y moviera la cucharita formando un pequeño remolino. —Esta es la comida —dijo ella después, hundiendo un trozo de bizcochuelo en el té. Una corriente de aire entró por la puerta del patio e hizo flamear las cortinas que dividían el comedor del dormitorio. Lino alcanzó a ver una pata del catre que compartía con su mujer, en el preciso instante en que se oía un saludo de cumpleaños por la radio. Se sintió burlado. —No es chiste —repuso gravemente. —Claro que no —dijo ella, y se llevó el trozo de bizcochuelo humedecido a la boca—. Te comiste dos platos en el almuerzo y ya no queda más —agregó después. Lino bebió perturbado su taza de té, sin tocar los bizcochuelos y sin decidirse a despegar la mirada del centro de la mesa. Oyó por la radio que se iniciaba un programa musical romántico, con la voz amanerada del locutor. Al terminar de beber se levantó y caminó hacia la puerta. —Voy a la esquina —dijo, vibrando notoriamente—, a fumar un cigarrillo, por si acaso te importa tu marido —y salió. Zoila permaneció con la mirada fija en la superficie del té, donde la bombilla de luz se reflejaba como un sol diminuto. Le vino el recuerdo de la primera semana de recién casados, aquellos momentos en los que después del ardor, cuando terminaban de hacerlo, a Lino le entraba un hambre repentino de todo el cuerpo. Incluso se levantaba en calzoncillos 224

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a rebuscar los restos de comida en las ollas, y si no había, se vestía a la carrera y salía a comprar algo en la tienda. Comía en la cama fingiendo un apetito enorme que daba risa, hasta que por fin se quedaba dormido o se le despertaban las ganas de nuevo. Sin proponérselo, Zoila, volvió al final de la película, y se dijo convencida, que Lino nunca se atrevería a cruzar un desierto. Acabada la taza de té, se levantó y fue hasta la cocina. En el trayecto, le fastidió oír al gallo de pelea que con tanto esmero criaba Lino. Se ubicó en un banco junto a la solitaria hornilla tiznada por innumerables capas de hollín, y, al volver la mirada hacia el prisma de luz que brotaba intenso desde el comedor, quedó paralizada por el minúsculo cosquilleo que sintió dentro de su vientre. Desbordada por el éxtasis, sonrió como si viera flotar las cosas en su sitio, y se pasó unos dedos trémulos acariciándose el ombligo. Sin pensarlo dos veces, con los ojos iluminados, se sirvió de una olla la comida que había sobrado del almuerzo.

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fuera de ruta

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ntró a la tienda acomodándose el nudo de la corbata, mientras la mujer atendía a un cliente. Colocó su maletín de vendedor encima de la ennegrecida mesa del fondo, y se sentó en uno de los bancos reclinando la espalda contra la pared. Se lo veía cansado. Estiró las piernas moviéndolas para relajarlas, y junto a una pata de la mesa descubrió un imperturbable desfile de hormigas. Al poco rato el cliente se fue. —Y, María, ¿cómo va el negocio? —preguntó el hombre. —De cuando acá te apareces —ignoró ella la pregunta—. Tu detergente ya no se vende —desaprobó con malicia. Salió de atrás del mostrador y el hombre le resbaló la mirada por todo el cuerpo. Le hizo un guiño y ella se ruborizó un poco, pero finalmente sonrió. —Tu hermano está adentro —dijo—. ¡Ciri, el Fico ha venido! —gritó al interior de la casa. —Oye —dijo el hombre, adoptando un tono profesional—, ¿cuánto me vas a comprar? —Ja —rió María— ¿Ya no te dije que tu detergente no se vende?—. Señaló unas bolsitas amarillas en el estante. Afuera el sol caía implacable sobre la vereda y el asfalto, contrastando con la oscuridad de la tienda. Fico observó nuevamente la hilera de hormigas que bullía sin apartarse del mismo rumbo. Ciri vino de adentro secándose las manos en el pantalón. —Y, esclavo, qué dicen tus amos —saludó. —Hola, haragán, te está creciendo la guata. —Es la mala vida y la poca vergüenza. Fico emitió una risa extraña. Contempló a su hermano tras una cortina invisible, sin intentar acercársele. —¿Cómo está la vieja? –preguntó Ciri.

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—Ahí, quejándose del reuma y de los precios. —La saludas. —Ya. María había regresado detrás del mostrador y su silueta se recortaba sobre un fondo atiborrado de botellas, cajas, dulces, y bolsas de productos alimenticios, encaramados sobre una vieja estantería. —Ciri —dijo levantando la voz—, ¿no tenías que cobrarle al Juan de la cerveza? —Ya, vaya pisado —apoyó Fico. Durante unos instantes Ciri permaneció desconcertado, miró a María en son de queja, pero ella ni se inmutó. —Está bien —dijo—. Fico saludas a la vieja –añadió antes de salir. Fico volvió a mirar intensamente a María. Luego bajó la vista encontrándose con las hormigas incansables. —María, dame una cerveza —pidió. —¿Qué, no estás trabajando? —dijo María, pero cogió una botella y se la llevó junto con un vaso. La destapó delante de él y la chapa cayó justo en medio del desfile de hormigas. Fico observó cómo éstas daban un rodeo a la chapa y continuaban con su camino. —¿Dónde está mi chibolo? —preguntó de pronto. —En el colegio, ¿no sabes? —respondió María y se calló. Al rato prosiguió —No hables así, te puede oír alguien. Fico bebió un vaso de cerveza e hizo el ademán de servirle a María, pero ella se negó. —Oye —dijo Fico—, cómo lo han arruinado con ese nombre. —¿A quién? Al chibolo, ¿de quién estamos hablando? —Pero... ¡si es de tu hermano su nombre! —Si es el nombre de tu hermano, serranita —corrigió Fico divertido. A María le brillaron los ojos.

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—Sí, ¡serranita! —remedó—, pero cómo te gusta esto y se palmeó una de las nalgas. Fico se levantó. María dio media vuelta para irse adentro, pero él la alcanzó y la abrazó por detrás, encajando su cuerpo con el de ella y cruzando los brazos por sus senos. —Sabes lo que tienes, ¿no? —le murmuró Fico al oído—... ¿Vamos al cuarto? —¡No! Ahorita viene el Ciri, se ha ido aquí a la vuelta—. Se deshizo del abrazo y se refugió detrás del mostrador. Fico regresó al banco y observó que ahora las hormigas subían por la chapa y continuaban su camino. Ciri apareció en la puerta. —¿Qué, esclavo, todavía aquí?, ¿no tienes que recorrer toda la zona?, ¡y tomando cerveza como bueno! Vas a tener que llorarle a tus amos para que no te despidan. —Ya, zángano —replicó Fico. Ciri se ubicó en otro banco y se llenó el vaso de cerveza hasta el borde. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa y le invitó uno a Fico, luego se lo encendió. —Oye Ciri —dijo Fico y chupó hondamente el cigarrillo—, cómo lo han fregado a, a mi... —y se frenó. Alarmada, María le lanzó una mirada de reproche, mientras Ciri esperaba atento—... a mi sobrino —concluyó. —¿Por qué? —¡Carajo, ese nombre: Cirilo! Ciri quedó mudo. Sin comprender miró a María, pero ella miraba largamente a Fico. Apenas si se escuchaba un rumor lejano de motores y nadie cruzó por delante de la puerta. Fico volvió a mirar las hormigas y soltó una bocanada de humo. —María –dijo con voz ronca–, tráeme dos más. —Esto no es bar –repuso ella, pero ya iba por las dos. Fico se aflojó el nudo de la corbata e ignorando a Ciri replicó: «¡Apura y deja de joder!». Luego, de un pisotón, moviendo el pie para destrozarlas mejor, interrumpió el imperturbable desfile de hormigas.

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Juan Pablo Heredia Arequipa, 1963. Abogado y escritor. Con este cuento gana el Primer Premio del Concuso de Narrativa de la Municipalidad de Pacucarpata, de 1992. Ha publicado el libro de cuentos Recursos para la soledad (2001)

mateo yucra

S

abe que todo empezó en la calle de los bancos, por eso regresa todas las noches a buscar la hebra inicial de un recuerdo que se le rompe siempre. Avanza por la misma vereda, esforzándose para evocar episodios perdidos, ayudado por los letreros luminosos, los vitrales, las puertas ole hierro. Pero yendo de un objeto a otro, su memoria se enreda hasta romperse. Camina en el sentido del tránsito. Al llegar a una esquina se detiene y escoge un rumbo. Luego continúa. En trescientas veinte noches de búsqueda ha elegido rumbos diferentes, según las posibilidades abiertas en cada esquina, pero diariamente el amanecer lo sorprende sin encontrar a Mateo Yucra. Incitado por el fracaso, la noche trescientos veintiuno advirtió que podía ir contra el tránsito y acaso corregir el error que le había impedido ubicar a Mateo. Tal alternativa le rehabilitó la esperanza, ya roída y desorientada a pesar de su convicción de no perderla hasta anudar su memoria; mas el nuevo vigor le duró sólo hasta el final de la cuadra, donde se percató que hacia delante tenía las rutas suficientes para ocupar otras trescientas veinte noches. La posibilidad de repetir el largo periodo de caminatas en soledad, ingresando a cuanta comisaría o cuartel encontraba, lo hizo cambiar de metodología: decidió recorrer en líneas paralelas todas las calles, desde el río hasta el pueblo joven más lejano. Toda la noche transitó calles llenas de curvas y cruces obtusos, que lo hicieron negar el supuesto paralelismo, y en los calabozos sólo encontró rostros que no eran el de Mateo Yucra. Horas después, con el sol ya enseñoreado en el cielo, conoció al hijo de la señora Vargas. Como en las últimas tres semanas, ella llegó a la ocho de mañana y se sentó en el tosco banco de madera ubicado junto a la puerta de la Fiscalía, en un solitario zaguán. Vestía la falda de siempre, medio azul y simplona, de cuyos bordes sobresalía por vez 229

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primera una enagua muy blanca, de encajes sensuales. Sobre ellos apoyaba la cabeza un muchacho; sentado en el suelo con las piernas dobladas. Sobrecogía su estampa. A pesar de su juventud evidente, su cuerpo lucía un extraño y difuso deterioro. Lo más sorprendente radicaba en las órbitas de sus ojos, tan profundas que pese a su aguda percepción, el hombre que buscaba a Mateo Yucra no pudo descubrir el color de sus pupilas. Tenía los músculos fláccidos y nuca movía el brazo izquierdo. Lo único que parecía verdaderamente móvil era su mano derecha, con ella se agarraba el pecho y se frotaba las rodillas. A veces lagrimeaba, y la suciedad de sus mejillas se rasgaba como una cartulina. Su madre, la señora Vargas, llevaba tres semanas acudiendo a la morgue central, a las siete de la mañana y luego a las seis de la tarde, para preguntar si no habían llevado el cuerpo de un chico de quince años. Pero esa mañana disponía de tiempo, ya que el Fiscal, a cuya puerta pasaba el resto del día, había anunciado que no asistiría a su despacho, y por primera vez pospuso su visita a la morgue. Aprovechó las horas frescas para visitar la Primera Comisaría y recordar a la policía que estaba buscando a su hijo Hugo González, detenido a tres cuadras de distancia y conducido a esa dependencia según cuatro testigos. La policía volvió a negar el arresto, y ella salió injuriando en voz baja, convencida de que no tenía provecho hacerlo a gritos. Pero ni ella ni los uniformados se fijaron en un muchacho que caminaba con las piernas dobladas, que se le acercó apenas cruzó la guardia y que al salir la siguió dando saltos de perro. El muchacho la siguió hasta la Fiscalía, sin lograr que sus recursos de perro enano atrajeran su atención. Por eso, cuando ella se sentó en el tosco banco, él, rendido, sólo atinó a pegarse a sus piernas. Así, sin importarles la presencia del hombre que buscaba a Mateo Yucra, permanecieron esperando. De la oficina salía el sonido del lento tableteo de una máquina de escribir, accionada por el secretario. El resto era silencio, la semi desolación esperada, que, sin embargo, la señora Vargas quiso comprobar, no fuera que el Fiscal incumpliera su anunció. Y no quedó convencida, sino cuando llegó una mujer cíe vestido apretado, que llenó la oficina con sus risas. Recién entonces abandonó su asiento para ir a la morgue. La suspensión de labores en la Fiscalía dejó también al hombre que buscaba a Mateo Yucra sin nada que hacer, y desde el mediodía recorrió la ciudad sin ninguna lógica, dejándose llevar por la nostalgia de la época en 230

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que caminaba de día. Se desorientó tanto que en la noche, cuando llegó a la calle de los bancos, no hizo más que pararse junto a una puerta y evocar la otra noche, la que ahora es un hilo roto en su memoria. Se vio caminar solo, bostezando en el preciso momento en que sonaba una explosión a pocas cuadras. “Mierda”, murmuró, adivinando lo que ocurriría en los minutos siguientes. Sabía que tenía escasos segundos para alejarse del lugar, y sabía mejor que no debía correr. La prudencia le recomendaba caminar deprisa y meterse a cualquier establecimiento o coger un vehículo, pero la calle estaba desierta y todos los establecimientos cerrados. Trató de pensar cómo defendería su inocencia y no logró hacerlo porque la necesidad de alejarse le descuajaba la atención; ni siquiera sintió el acercamiento del patrullero. “Para, conchetumadre, o disparo” le gritaron desde la ventana, y él levantó los brazos como vaquero sorprendido. Luego tartamudeó, habló, enredó argumentos. Todo en vano, nada impidió que recibiera un culatazo de fusil en el pecho. Con el golpe cayó de espaldas sobre una puerta de hierro. De inmediato una mano brutal lo cogió del cogote, empuñando chompa y camisa, y haciéndolo trastabillar lo acercó al patrullero. Fue en ese momento que por sus retinas cruzaron letreros luminosos, vitrales y puertas de hierro, que en su mente quedaron gravadas como sombras irreconocibles. Recuerda bien que lo tiraron dentro de la maletera y que el vehículo emprendió su marcha a gran velocidad. A partir de ahí empieza a fraccionarse su memoria. Le es imposible determinar la distancia recorrida y los giros dados. Sólo sabe que le subieron la chompa hasta que le cubriera el rostro, que lo descendieron entre dos y que lo tiraron en un lugar muy oscuro, donde ocurrieron escenas de pesadilla que rebullen en su mente y que él prefiere evadir, abandonarlas como hilachas inútiles, encontrar a Mateo y seguir. Interrumpido otra vez su recuerdo, parado en la calle de los bancos volvió a sentir frío. No lo había sentido ni en las noches que la temperatura descendió a cinco grados. Pero ahora lo helaba una imagen que se le cruzaba como un hilo de plomo en la trama de su memoria. Era la imagen cíe la señora Vargas y del hijo pegado a sus piernas. Lo atormentaba irremediablemente y durante los días que siguieron permaneció dentro de la oficina del Fiscal para no verlos afuera, junto a la puerta. A las nueve de la mañana, cuando el Fiscal se encontraba en pleno trabajo, hacía su primer ingreso para derribar el pequeño estandarte que adornaba un ángulo del escritorio. Desde entonces permanecía en el 231

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despacho, escuchando las conversaciones del magistrado y leyendo cada documento que él cogía. Redujo al mínimo sus salidas a la secretaría o al zaguán. No obstante, fue gracias a tina de sus fugaces salidas que, al quinto día de la llegada del muchacho de las piernas dobladas, encontró a la señora Vargas saliendo a la calle con un cartel hecho de un pedazo de cartón y un palo de escoba. Era la calle de los abogados, donde se encontraba la Fiscalía. Junto a todas las puertas había placas de bronce clavadas sin concierto. La señora Vargas caminaba confundiéndose con individuos muy serios y apurados y mujeres que de pronto dejaban estallar su mal humor y divulgaban sus conflictos en voz alta. Iba a reunirse con las personas que horas más tarde realizarían la protesta más insólita de ese año. Para eso le serviría el cartel, y no resignándose a dejarlo colgar; con su mensaje invertido y desperdiciado, lo levantó sobre su cabeza. A esa altura nadie dejó de observarlo, ni siquiera los hombres que llevaban en la solapa del terno una diminuta estrella. Al ver aparecer el cartel sobre las cabezas de los tipos más altos, el hombre que buscaba a Mateo Yucra empezó a seguirla. Como desde atrás era imposible enterarse de su contenido, se adelantó y esperó en un puesto donde vendían, en delgados folletos, las últimas leyes y decretos promulgados por el gobierno. Junto a la señora Vargas iba su hijo, separado siempre por el silencio. A pesar de caminar contorsionándose penosamente al ras del suelo, nunca se rezagaba ni era obstáculo para nadie. Cuando llegaron cerca del hombre que buscaba a Mateo Yucra, éste pudo leer en la parte superior del cartel la frase: “vivo lo llevaron, vivo lo queremos” escrita en dos líneas. En el medio figuraba el rostro de un muchacho. Abajo, como si fuera una inscripción hecha sobre el pecho, decía: “Hugo González Vargas. 15 años”. El hombre que buscaba a Maleo Yucra examinó el retrato trazado a lápiz y supo que era del muchacho tullido. No obstante, sorprendido e incrédulo, cuando lo tuvo cerca le preguntó: —¿Cómo te llamas? —Hugo —contestó el tullido, y sin darle tiempo para convencerse, preguntó a su vez:— ¿cómo te has quemado el cabello? El hombre que buscaba a Mateo Yucra se llevó las manos a la cabeza y se tocó un cráneo áspero, con restos de cuero cabelludo tras las orejas.

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Con razón siento olor a quemado —dijo, y sus palabras quedaron como letras sobrepuestas a otras que no llegó a pronunciar y que decían ya entiendo porqué tu madre nunca te hace caso. Cuando el hombre que buscaba a Mateo Yucra se sobrepuso a la truculencia de su descubrimiento, la señora Vargas se encontraba a veinte cuadras de distancia, en la última avenida de la ciudad. Había tomado lugar en una fila de personas que portaban carteles similares al suyo. Allí esperó unos minutos. A las once de la mañana la fila se puso en movimiento. Llegó a la carretera de ingreso y según su turno las personas se echaron de espaldas sobre el asfalto, manteniendo erguidos sus carteles. Cuando se echó la última persona, nueve kilómetros de carretera quedaron interrumpidos. Los vehículos fueron inmovilizados como inútiles islotes y los pasajeros que venían de la capital o de la frontera tuvieron que atravesar a pie la campiña circundante. El extraño suceso hizo que el hombre que buscaba a Mateo Yucra se olvidara temporalmente de la señora Vargas y de su hijo. Con la máxima agilidad de su vista leyó cada cartel y revisó cada rostro. Corrió enloquecido entre los cuerpos desordenados, extendidos como túmulos de un cementerio, y no encontró persona conocida. Así comprendió que era el único que buscaba a Mateo Yucra. Sin embargo, no se desanimó completamente. La protesta de los cuerpos tendidos le permitió conocer a muchas personas tan perseverantes como la señora Vargas. Algunas llevaban buscando más de quinientos días. Fue por los comentarios que oía de ellas que se enteró que el Fiscal de la Defensoría del Pueblo apenas esclarecía el uno por ciento de las denuncias, que por eso desconfiaban de él. A partir de entonces empezó a buscar con nuevos métodos, ya sólo acudía a la oficina del Fiscal para derribar el pequeño estandarte. Deseaba informarse de cuanto ocurrió en los meses posteriores a su detención, pero no averiguó mucho, pues los días siguientes fueron muy agitados para los protagonistas de la protesta. Los mantenía ocupados el rumor de que unos niños habían descubierto restos humanos a tres kilómetros de la ciudad. El lugar señalado formaba parte de una zona militar y patrullas permanentes impedían confirmar o desmentir el rumor. Fue su gran insistencia la que hizo posible que tres días después de la protesta de los cuerpos tendidos un grupo de gente llegara hasta una quebrada llena de cactus. Todos eran autoridades, periodistas o militares, las personas que deseaban saber si el familiar que buscaban estaba enterrado allí, fueron detenidas por un cerco policial a quinientos

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metros de distancia. El único que pasó sin dificultad fue el hombre que buscaba a Mateo Yucra. La comitiva llegó hasta un cúmulo de cactus muertos y dos soldados empezaron a desbaratarlo, bajo él apareció el primer cadáver. En realidad era sólo un entrevero de huesos a medio quemar. Todos parecían corresponder a la misma persona, pero, sucesivos traslados los habían desencajado. Constituían el indicio delator. Tres niños que ingresaron a la zona militar en busca de balas usadas los descubrieron cuando jugaban a bombardearse con corotillas y uno de ellos, impactado en la espalda, intentó coger un tronco de San Pedrito para usarlo como porra. ”Pucha, dijo el pequeño, miren una calavera”. Suponiendo que era una estratagema, los otros no se acercaron. Tampoco lo hicieron cuando el primero cogió una tibia y la levantó en el aire. “No jodas, oe, le reprocharon. Mejor vámonos”. De inmediato dejaron caer las corotillas y partieron. Nadie sabe quiénes eran esos niños, pero describieron con tanta precisión el lugar que no fue necesario identificarlos. A pesar del ensañamiento que mostraba el primer cadáver, la ausencia de materia pútrida permitió que lo observaran con cierta aceptación. No sucedió lo mismo con los otros cuerpos desenterrados luego. Aún conservaban completos sus órganos, descomponiéndose aceleradamente, y al extraerlos de la tierra llenaban el aire de un hedor tan fuerte que pudo sentirlo un centinela ubicado a seiscientos metros. “Hay olor a perro muerto” dijo a su compañero. La pena y el asco hacían que la tarea se cumpliera con lentitud reumática. Al menos así pensaba el hombre que buscaba a Mateo Yucra y, no pudiendo soportarlo, a partir del tercer cadáver empezó a girar raudamente dentro de la fosa. Lo hacía con intención de ayudar a retirar la tierra, no se ciaba cuenta —que los remolinos que formaba dificultaban la labor de los excavadores, quienes casi trabajaban a ciegas. A él, en cambio, le bastaron breves miradas para convencerse de que ninguno de los dieciséis cadáveres putrefactos era el de Mateo Yucra. Al único que no pudo identificar fue al primero, al de los huesos chamuscados. Tuvo que contentarse con la rápida e insuficiente conclusión de los médicos forenses: “Masculino. Veinte años. Muerto hace diez meses aproximadamente”. Cuando el Juez instructor comprobó que no quedaban más restos en la fosa, el hombre que buscaba a Mateo Yucra caminó cerro arriba y se sentó en una piedra, descorazonado. 234

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Regresó a la ciudad al día siguiente. Tomó el rumbo de la Fiscalía y a la nueve en punto derribó el pequeño estandarte. Luego salió. Vio desocupado el tosco banco donde antes se sentaba la señora Vargas y recordó que entre los cadáveres exhumados un rostro le resultó conocido, a pesar de la hórrida desfiguración. Entonces derribó el tosco y pesado banco, y antes de que se apagara el ruido causado por la caída, dijo: “uno de ellos era tu hijo, ahora estarás tranquila”. El recuerdo de la señora Vargas volvió a atormentarlo. Se había salido con el gusto de encontrar el cadáver de su hijo y. sin saberlo, lo salvó de seguir dando inútiles saltos de perro. Eso lo hizo dudar de alcanzar éxito él solo. Había decidido no pedir ayuda a la familia, dejarla suponer que asistía normalmente a la universidad, la distancia entre su pueblo y la ciudad le permitió mantener el secreto durante trescientos veinte días, pero la experiencia de la señora Vargas lo hacía pensar, contra su deseo, que su madre sería capaz de acabar con más de ocho mil horas de vigilia. Durante el resto de la mañana no encontró forma de escapar de ese pensamiento. Volvió a descontrolarse como el día que decidió provocar al Fiscal derribando diariamente, a la misma hora, el estandarte de su escritorio. Le bastaba con pasar raudamente cerca de él, pues había descubierto que moviéndose velozmente producía una corriente de aire capaz de mover las cosas. Así, víctima de un nuevo descontrol, un minuto antes de las doce ingresó a todos los juzgados, comisarías y cuarteles y con el mismo procedimiento arremolinó cuanto documento había en ellos. Vano intento, no obtuvo ni siquiera el susto de la gente, que se limitó a cerrar las ventanas. Y no era sólo el recuerdo de la señora Vargas el que lo atormentaba, sino también la voz de Hugo, su hijo, preguntándole: “¿Cómo te has quemado el cabello? Esa interrogante lo obligaba a recordar hechos que él intentó saltar para siempre. Hasta entonces había creído que le bastaba con ubicar el calabozo preciso para que la existencia de Mateo Yucra siguiera su curso, y evitaba con insistencia revivir el sufrimiento de su estancia en aquel oscuro recinto. Mas la persistente necesidad de saber cómo se había quemado el cabello, lo obligaba a recordar. Al comienzo fue una tortura común, con la única y gran diferencia de que la sufría en carne propia. Sabía que no le iban a creer, pero dijo la verdad. Ahí se agudizó su problema. Ellos no le creyeron nada y profundizaron su sapiencia de verdugos impunes. ¿Cuánto del tiempo exterior pasó? 235

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No le importa. Sólo sabe que una sombra esmirriada demoró un largo día para levantar un revólver y dispararle en el pecho, superficialmente, desviando el cañón para que la bala le hiciera sólo un surco en la carne. Sabe también que ya era un anciano en la madrugada, cuando a pesar de su edad le clavaron una bota en las vértebras para que despertara. Pero no sabe si en realidad despertó o si los policías se metieron en su sueño para interrogarlo. Le ataron los brazos al cuerpo con tiras de tela mojada y —jugaron con él a la botella borracha. Como insistía en que se llamaba. Mateo Yucra y que regresaba de tirarse una perrita, en una ida de su cuerpo no lo agarraron y se fue de cara. Desde el suelo contestó que la perrita se llamaba Romualda, y ellos que conchetumadre, ya nadie se llama Romualda. Entonces lo rociaron con una manguera hasta que un charco lo circundara. Enseguida introdujeron en el agua desparramada un cable eléctrico pelado en la punta, y su cuerpo saltó como un monigote manteado. Al séptimo salto el charco empezó a enrojecerse y los policías suspendieron de mala gana su trabajo. Recuperó la conciencia sólo para pensar en su madre. Era inevitable desear que le limpiara ese líquido pegajoso, como lo hacía cuando tenía fiebre en la infancia. “Mamita”, llamó. Su madre estaba en el patio de su casa. Había luna llena y corría el viento de madrugada. Mateo llevaba a cuestas una súplica de ayuda, pero al verla lavando los baldes de la leche, dijo: —No te mojes mamá. La madre levantó la cabeza y lo buscó en el patio. “Acá, en tus cabellos” quiso decir él, pero esta vez el aire atravesó su garganta sin vibrar. —¿Qué le habrá pasado a mi hijo? —susurró la mujer. Emitió un largo suspiró y volvió a su tarea. —No puedes verme porque estoy en un calabozo —dijo Mateo Yucra—. Y es mejor que no lo sepas. Había desaparecido el dolor que lo llevó hasta ella y no quería dejarle más preocupaciones, no sabía que le dejaba la pesadilla de los huesos, como ella la llamaría después. Abandonó el pueblo por un sendero que se perdía en los cerros. El regreso fue largo. No reconocía el caminó y en cada bifurcación se perdía. Iba a dar a otros pueblos, o subía por sendas de zorros hasta cumbres imposibles. Sin embargo, nada le impidió volver al calabozo antes de la 236

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aurora. Lo encontró desierto. No estaba su cuerpo ni las manchas de sangre. Apeló al recurso de oler el piso, y en lugar de sangre olió orines frescos. Esa evidencia lo persuadió de que se había equivocado; de lugar. Desde ese momento recorrió la ciudad en busca de su cuerpo. En su memoria no existe la ruta por donde salió a buscar a su madre. Su viaje fue inmediato y no le quedó ningún punto de referencia. Por eso regresó a la calle donde lo apresaron. Primero intentó guiarse por el olfato. Siguió una corriente de olor a pólvora, pero a dos cuadras de distancia se confundió, hasta que en un parque encontró tantas corrientes de olor a pólvora que se convenció de que así nunca tendría éxito. Al día siguiente acudió a la Fiscalía de la Defensoría del Pueblo, a esperar que el Fiscal cumpliera con el trabajo de encontrarle los restos. Sólo en las noches regresa a la calle de los bancos, a intentar rastrear la otra parte de su memoria, la que aún permanece dentro de su cráneo, y que debe saber cómo se ha quemado el cabello. Han pasado trescientos treinta días y Mateo Yucra no ha vuelto a ver su cuerpo. Sólo ha descubierto que es un alivio que a uno lo encuentren, aunque sea muerto. Y convencido de que sus fuerzas no son suficientes, ya no hace otra cosa que pensar en su madre. Ella, bajo su techo de paja y barro, ha vuelto a tener la pesadilla de los huesos: camina dentro de una iglesia abandonada y al acercarse a la nave más oscura caen a sus pies un montón de huesos. Esta vez tarda en moverse y puede notar que están ennegrecidos por el fuego. Al despertar recuerda casi al pie de la letra la información oída esa tarde, referida a los restos óseos, parcialmente quemados, de un hombre de veinte años de nombre desconocido. La agitación de su pesadilla ha despertado también a su marido y al verlo con los ojos abiertos le dice: —Voy a ir a ver al Mateo.

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Oswaldo Chanove Arequipa, 1953. Poeta y novelista consagrado a la literatura. Actualmente reside en El Paso. Ha publicado: El héroe y su relación con la heroína (1983), Estudio sobre la acción y la pasión (1987), El jinete pálido (1994) y la novela Inca Trail. Estos cuentos pertenecen a su último libro: Cosas infames (2009).

La pensión

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n asunto que preferiría no confesar en este momento fue el incidente acaecido la noche del viernes 22 de noviembre de 1963. Mi abuela María Teresa Alcocer llegó a la casa. O tal vez yo fui a visitarla a su trabajo y ella preguntó si quería acompañarla a comer. Cualquier plato que no fuese preparado en la cocina de mi madre era algo exótico para mi imaginación. Mi madre había levantado murallas de fuego alrededor de su hogar. Por eso, aquella invitación resultaba una auténtica oportunidad. Mi abuela María Teresa era una especie de hada madrina que se aparecía cada fin de semana. Con ella llegaban milagrosos juguetes y caramelos de naranja. Mi abuela María Teresa vivía por aquellos años en una pensión familiar, un lugar ubicado a unos 300 metros de la Catedral, en una de las grandes casas de sillar. Una de esas casonas de altos techos y hondos zaguanes. Cuando por fin llegamos, recuerdo haber subido gradas, recuerdo haber avanzado por pasadizos escasamente iluminados y recuerdo haber visto cómo allí, en torno a una mesa gigantesca, se acomodaban seres de formas diversas y variados tamaños. Los pensionistas parecían increíblemente satisfechos haciendo girar sus torsos, primero a la derecha y luego a la izquierda. Todos se afanaban, todos hablaban en voz muy alta. Mi abuela, radiante, saludó a cada uno y, dándome unas palmaditas en la coronilla, me presentó. No sobraba mucho sitio en aquel lugar saturado de un olor nutricio. Y, cuando trajeron la silla, los comensales no se apuraron en ceder algo de su territorio. Un viejo de pelos muy escasos hizo incluso un comentario y soltó una risa desafinada. Todos hablaban vocalizando sonoramente las vocales, y a alguno hasta se le antojó prestarme alguna atención, interrogándome, ostentando siempre una leve sonrisita. Eran gente extraña. Gente de sagaces ojos extraños. Gente con narices extrañas. Y, especialmente, gente con bocas grandes de labios grasosos. Eran gente que parecía divertirse mientras engullían 238

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las desteñidas hileras de una lechuga, mientras balanceaban la mandíbula a un lado y a otro. Y mientras tanto yo, que nunca he amado demasiado al género humano, trataba de volverme transparente, de desaparecer. Fue en ese momento cuando avisté al sirviente, que, en el umbral de la puerta, sostenía una bandeja llena de platos muy hondos. Fue en ese momento cuando adiviné que se avecinaba la catástrofe. Me volví hacia mi abuela y le toqué el codo. No es que tuviese algo de vital importancia que proclamar, pero daba la coincidencia de que nada en este mundo me resulta más odioso que un plato de sopa. Mi Mamina dejó una frase a la mitad y escrutó mis ojos terriblemente redondos. Escuchó lo que murmuré apoyando mis labios contra su oreja. Y, sonriendo, estaba ya a punto de darme un beso en la frente (y apartar para siempre cualquier ardiente plato de ardiente caldo) cuando una mujer muy grande y muy flaca alzó la voz indignada. No recuerdo qué dijo, pero seguramente era una variante de aquella teoría sobre los nutrientes más sabrosos y sobre las flotantes esencias; esa que dice que un animal, afanosamente, se alza del polvo y transforma la energía del sol y de la lluvia para que nosotros, los benditos hijos amados de Dios, podamos hervir un día su carne y sus huesos en un gran caldero. Yo estaba de acuerdo con ella. Esa teoría es muy difícil de refutar. Pero siempre he pensado que las cosas más admirables no son las mejores. Por ejemplo, un arroz con huevo frito contiene también un muy interesante historial de trabajo por parte de las gallinas. Los pollos pican maíz todo el día, el maíz arranca vitaminas del suelo hasta que se alza en los campos, etcétera. Pero nada de eso podía impresionar a aquella señora flaca. Y lo peor de todo fue cuando un caballero de aspecto inmoderadamente venerable decidió instruir a mi abuela sobre la mejor forma de educar a un niño. La disciplina, dijo, nada es más importante que la disciplina. No conferenció sobre el ADN, porque en aquellos remotos tiempos nadie había visto un modelo tridimensional del ahora célebre ácido desoxirribonucleico. Pero, probablemente, aquel anciano ya había descubierto el ADN, y entonces anunció que el ADN está programado para producir una criatura perfectamente simétrica, y que si bien el medio ambiente y factores genéticos pueden alterar las proporciones, y que si bien los parásitos, la exposición a temperaturas extremas, los agentes contaminantes y las variables condiciones en el útero pueden desviar el simétrico plan del organismo, cualquier criatura que alcanza la madurez y permanece armónico es consecuencia principalmente, ¡principalmente!, de una disciplina externa e interna y de una fortaleza y resistencia a las tensiones. ¡Disciplina!, remachó. El asunto derivó fatalmente en que luego, de todos esos variados discursos, yo tuve frente a mis narices un 239

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enorme plato de sopa sólo para mí. No hay que desperdiciar la comida, hijito, dijo la amable mejor amiga de mi abuela. Yo estaba de acuerdo con todos, siempre es posible estar de acuerdo con todos. Pero, cuando probé la primera cucharada, supe que perpetuamente yo había tenido la razón: una sopa no puede ser rica. ¡Jamás! Pero una fuerza de voluntad invencible, y la gran tolerancia al sufrimiento con la que fui dotado de nacimiento, me permitieron alcanzar ciegamente el último bocado. Sólo recuerdo que luego, ya en la calle, cuando finalmente abandonamos aquella mesa y a aquella gente, empecé a sentir un calor extremo e inusual para la estación. Empecé a sentir que habíamos caído en una trampa, que nos habían acorralado y contaminado. Le dije a mi Mamina que necesitaba un lugar para esconderme, y ella me contestó que ya, que pronto llegaríamos. Pero yo no pude más, me rendí, e inclinándome empecé a arrojar todo aquel penoso incidente sobre las piernas de una dama (muy distinguida) que casualmente transitaba por la calle Mercaderes. ¿Qué otra cosa podía hacer? Porque, por desgracia, no siempre es posible mantener impecables los modales.

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La masacre de Arequipa

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ra jueves por la noche y Margarita Cervantes, de ocho años, estaba sola, sentada en la pendiente cubierta de pasto recortado. Estiró una de sus piernas desnudas y tocó con la punta de los dedos una banda plástica que la policía había amarrado a la reja para cercar el escenario criminal. No era banda plástica amarilla como las que se ven en las películas, sino una que parecía un gran embrollo de cinta Scotch transparente. Tal vez todo ese plástico estaba por ahí cuando llegaron los detectives. Tal vez alguien había sacado eso de una caja de embalaje. Margarita Cervantes estiró el cuello y miró hacia la puerta abierta de la casa de Rebeca Rodríguez, como si esperase que esta saliese a saludarla. Desde muy temprano en Umacollo todos estaban hablando. Todos tenían preguntas y todos tenían respuestas. Margarita Cervantes le dijo a un tipo con una cámara fotográfica que le gustaría que la dejen entrar. Dijo que a ella deberían darle algo de Rebeca. Un juguete o algo. Después de todo, era su mejor amiga. Rebeca solía tornarla de la mano y conducirla a un rincón, cerca del árbol del fondo del jardín. Luego le cuchicheaba sin parar, le acercaba los labios hasta que su aliento inundaba su oreja. Hablaban y hablaban y las dos reían. También se peleaban por Vayo, un gato flaco que había aparecido en el cuarto de Rebeca sin ser invitado. Margarita siempre había jurado que Vayo cazaba ratones mejor que nadie. Margarita decía que cazaba ratas y ratones y que hasta a veces se le erizaban los pelos cuando veía fantasmas. Cuando alguien se le acercó, Margarita hizo un gesto como si estuviese a punto de ponerse a llorar desesperadamente. Ya no iba a tener a nadie para jugar. Margarita y Rebeca casi siempre habían estado juntas cuando la clase salía de excursión a Yura o a Quequeña, o a cualquier lugar. Y juntas solían anunciar que les dolía el estómago o algo. Entonces se sentaban en algún sitio y se consagraban a debatir, en el máximo secreto, sobre las aventuras de un duende o mago o ángel que vivía en el jardín, escondido entre las buganvillas. Luego pasaban a pormenorizar la belleza de sus peluches. Comparaban. Y, cuando llegaba la hora del almuerzo, ellas también iban, agarradas de la mano, y ociosamente mordisqueaban los sánguches de pollo con mayonesa. —A Rebeca sólo le gustaban las papas fritas —aclaró de pronto Margarita Cervantes. Luego explicó—: A mí sólo me gusta la pizza. ¡Y el helado de vainilla con chocolate!— Margarita había visto en la televisión 241

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a alguien asegurando que el helado más rico era el helado de vainilla «con chispas de chocolate». Los ojos de Margarita Cervantes eran prácticamente redondos. Muy verdes. Esos ojos miraban fijamente a la puerta abierta de la casa. —Hace un rato sacaron un bulto —le confidenció al fotógrafo—. Era grande. ¿Crees que sea la mamá? La madre había muerto el miércoles. Junto a Guido Rodríguez, se encontraron un montón de papeles. En uno se podía leer (en cuidadosa caligrafía Palmer): «Asesiné a Antonieta porque ella socavó lentamente todo lo que pude ser en esta vida. Pero la amo. Ella siempre tendrá las riendas de mi corazón». El diario Arequipa al día explicó que Antonieta fue «apaleada hasta morir», y luego amortajada con una densa toalla con motivos tropicales. El semanario El Búho consignó que el cadáver permaneció escondido en un ropero hasta que llegaron los de Investigaciones. Margarita Cervantes estaba segura de que Rebeca, su mejor amiga, murió el jueves por la mañana, pero no conocía los detalles. Aparentemente, Guido Rodríguez se había acercado a la cama de cada uno de sus hijos sigilosamente. Luego se justificaría, por medio de una de las notas, afirmando que casi no habían sufrido. Había arropado con mucho cuidado a la niña con una sábana y le había acomodado en los brazos un osito de peluche al que previamente le había arrancado la etiqueta. A su hijo Toni, el mayor, que pronto cumpliría 13 años, le tocó un reloj pulsera con cronómetro, pero aparentemente no lo ajustó muy bien y, mientras los policías hacían su trabajo, se deslizó cayendo sobre el charco de sangre. Margarita Cervantes meditó un instante cuando el fotógrafo la interrogó, y entonces dijo que el señor Rodríguez no parecía malo. En realidad, Margarita no creía en nada de todo eso que la gente iba diciendo. Pero aquel jueves por la tarde muchas personas vieron a Guido Rodríguez entrando a las oficinas de la Cervecería Arequipeña, un lugar donde soda trabajar. Dicen que estaba conversando con alguien y de pronto se interrumpió, sacó un par de pistolas y empezó a disparar. Antes de dirigirse hacia un local contiguo, declaró en voz alta: «Espero que esto no arruine su día de trabajo». En total, quedaron nueve muertos y trece heridos. Durante varias horas, la gente permaneció escondida bajo sus escritorios o en lugares pequeños y cerrados. La policía había advertido que nadie tratase de abandonar su puesto de trabajo porque el pistolero andaba suelto. Y recién entrada la noche todos pudieron respirar aliviados cuando un oficial encontró a Guido Rodríguez sentado al frente del volante de su Station 242

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Wagon, con la cabeza inclinada y el pecho empapado. Dejó una nota en la que explicaba que no podía irse sin ajustar cuentas «con todos aquellos que tan ávidamente habían pugnado por su destrucción». Eso escribió. Literalmente. Margarita Cervantes le confidenció entonces al hombre de prensa que muy probablemente ella iba a comprar flores para su amiga Rebeca. Con sus propinas. Le dijo que desearía que Rebeca no hubiese desaparecido. Entonces se puso de pie y preguntó: —¿Está el gato también muerto? ¿Crees que me dejarían quedarme con el gato?

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Entrevista a un vagabundo (Tomado de la edición de verano de Noticias de la Calle, el periódico más influyente en el ambiente de los vagabundos). Hola, mi nombre es Carlos Velásquez. En este preciso momento, estoy sentado en una banca de la plaza San Francisco, localizada sobre la calle Zela, frente a la desembocadura de la calle San Francisco, a poca distancia de la Plaza de Armas de Arequipa. Recién he terminado de tomar un trago, y me encuentro de ánimo como para entrevistarme a mí mismo. Dado que el entrevistador y el entrevistado son la misma persona, he tenido que hacer un corte transversal. Llamaré al entrevistador Sr. Velásquez y al entrevistado Charly. Sr. Velásquez: Por favor, descríbase a sí mismo. Charly: Mido un metro 66 y tengo el vientre abultado. Lo que ocurre es que abuso del líquido. Abuso mucho, en realidad. Además, en los restaurantes que frecuento sirven arroz, papas y tallarines. Los carbohidratos abruman al cuerpo humano. Son la materia prima que se usa para cubrir el alma. Por culpa de los carbohidratos hay días en que virtualmente tengo que arrastrarme. Usualmente, me gusta visitar los parques y sentarme en algún sitio bajo un árbol y conversar conmigo mismo. Eso me gusta. Pero en días buenos puedo ser un gran caminante. He viajado hasta Yura, a pie, bajo el sol radiante. Yura es una aldea ubicada a 30 kilómetros al norte de Arequipa. O quizá sea al este. En Yura hay aguas termales prescritas contra el reumatismo. Contra la sarna. Incluso contra los males del músculo cardiaco. Un día, luego de recorrer tranquilamente los 30 kilómetros de carretera asfaltada, me dirigí tranquilamente a los pozos de aguas termales. El encargado me observó con desaprobación y se negó a cederme el paso. Un dato importante es que aquel día ni siquiera calificaba como uno de los peores de mi vida infame. No tenía marcas en el rostro. Incluso llevaba algo de dinero, pero aún así todos detectaron la desdicha en mi alma. Recién a las cinco de la tarde, hora en que se cerraba el local, el vigilante aceptó dejarme pasar. Dijo diez minutos. Dijo que tenía diez minutos para sacarme la carca. A las cinco y quince desaguan los pozos, y los limpian, y los dejan listos para que puedan llenarse a lo largo de la noche. Aquel sujeto no quería permitirme tocar el agua al mismo tiempo que las mujeres y los niños. Está muy extendida la opinión que los vagabundos somos la morada de miles de microbios. Tal vez millones. O billones. He pasado 244

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por momentos en que yo mismo he sido considerado un virus. Uno de esos bichos que se cuelan por las venas y se acomodan en algún órgano vital. Un día viajé al lago Titicaca. Fui caminando por la avenida Mariscal Castilla, y enfilé sudorosamente por la avenida Jesús. Cuando llegué al control policial de la ruta de la sierra, fui amablemente invitado a viajar en la tolva de un camión. Era un camión que transportaba el mobiliario de una casa. Unos viejos muebles que seguramente sabían secretos que pronto se esfumarían para siempre. Lo que más me interesó de aquel viaje fue descubrir que encima de todos esos veladores, alacenas y comodines estaban los colchones. Eran dos o tres colchones de resortes y yo trepé sobre ellos, y me acomodé dentro de mi vieja bolsa de dormir. Pensé que iba a ser feliz, que iba a dormir y que despertaría justo a la orilla del lago navegable más alto del mundo. Pero apenas terminó la carretera asfaltada retomé la letanía de mi destino. Los colchones de resortes me impulsaban en cada bache del camino hasta el techo. Una y otra vez. Hasta el duro techo. Y todo estaba lleno de polvo. Y pensé que iba a morir. Y pateaba y pateaba. Los choferes sólo me dejaron salir cuando llegó el amanecer. Salí tambaleante y cubierto de polvo e inmediatamente me dirigí hacia un restaurante al borde de la carretera. Pedí un caldo de cabeza. En el caldo de cabeza flotaba un gran ojo de cordero. Los científicos afirman que cuando alguien muere queda grabada en el ojo la última imagen. Sr. Velásquez: ¿Hace cuánto tiempo que es usted un vagabundo? Charly: En realidad no estoy muy seguro. Tal vez 10. Quizá 15 años. En realidad no estoy muy seguro. Sr. Velásquez: ¿Usted siempre pensó en ser un vagabundo? Charly: No. Cuando era niño quería ser presidente de la república. Pero recuerdo que por las tardes, en el camino de regreso desde el colegio Max Uhle, me quedaba viendo a los vagabundos. Vivíamos en una casa grande y vieja en el Vallecito. El Vallecito es uno de los más antiguos barrios residenciales de la ciudad. Las casas tienen un estilo europeo. Algunas incluso tienen techos a dos aguas. La calle 28 de julio se convierte en gradas a la altura del viejo local de la cervecería. Unas gradas anchas con jardines a los costados. Las casas en esa bajada tienen muchos rosales. Por ahí bajaba a veces para ir a mi casa y siempre encontraba a grupos de vagabundos fumando cigarrillos y tomando huaccto. Cuando salía con la abuela al centro, ella siempre se ponía de muy mal humor al ver a los vagabundos. Muchas veces me advirtió que tenga cuidado, aunque nunca 245

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me dijo por qué. Eso pasa siempre con los vagabundos, se nos considera criminales, aunque nadie sabe qué crimen hemos cometido. ¿Qué crimen hemos cometido? ¿A ver? Cuando yo era niño caminaba rápido cuando bajaba por esas gradas. Sólo mirando de reojo, porque quería saber a qué se dedicaban, qué hacían, y si estaban ocultando las huellas de sus crímenes. Había un viejo con el cabello muy largo y una gran barba que le llegaba hasta el pecho. Sus cejas eran espesas y a veces miraba con unos ojos muy brillantes. Siempre lo veía leyendo algún periódico o escribiendo con un pequeño lápiz en una minúscula libreta. O simplemente estaba durmiendo. En determinado momento, pensé que era un hombre muy sabio que había comprendido que no hay ninguna razón para levantarse temprano y salir a llenar formularios, o dar órdenes en voz muy alta, o lo que sea que uno tiene que hacer cada día. Sr. Velásquez: ¿Usted está sugiriendo que un vagabundo fue una especie de héroe durante su adolescencia? Charly: Sí. Sr. Velásquez: Ese es un interesante punto de vista. Existe la certeza de que un vagabundo es el peor modelo para un jovencito. Charly: En los lejanos días de mi juventud, sentí que aquel vagabundo era un luchador por la libertad, como San Martín, el Santo de la Espada; o como Bolívar, el Gestor de la Americanidad. ¿Usted sabía que Simón Bolívar estuvo en un banquete en el segundo piso del Portal de San Agustín? Aquí mismo. En Arequipa. Sr. Velásquez: ¿ Usted considera a un vagabundo alguien comparable a Simón Bolívar? Charly: Sí. ¿No somos comparables? Sr. Velásquez: Interesante. Charly: Los vagabundos son individualistas, cien por ciento comprometidos con su causa. Hay dos tipos de vagabundos. Primero, están los que disfrutan mucho conversando y tomando y durmiendo. Se les ocurrió en algún momento que si pasarla bien es la razón de la vida, lo mejor es ser consecuente con eso. ¿No? Sr. Velásquez: Es un buen punto.

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Charly: Los otros son los que han descubierto que la vida no tiene ningún sentido, y entonces están como en huelga, no quieren caer en la trampa en la que caen los ciudadanos normales: dejan de pensar en el futuro, dejan de pensar en cualquier cosa que se parezca a lo importante, o a lo trascendental, o a lo que se supone que tiene sentido. Son cínicos y desabridos. Son gente que ha luchado cuerpo a cuerpo con las ideas sobre las que se levanta la civilización. Nadie que se haya atrevido a mirar de frente a lo más sagrado puede salir triunfador. Sr Velásquez: ¿Sólo hay dos tipos de vagabundos? Charly (meditando): También hay algunos vagabundos que se convirtieron en vagabundos sin darse cuenta. Gente que poco a poco va dejando de regresar a su casa, y un día se da cuenta que en su casa ya no hay sitio para ellos. Sr. Velásquez: ¿Usted a qué tipo de vagabundo pertenece? Charly: Depende del día y de la hora. Sr Velásquez: ¿No puede ser más preciso? Charly: Soy muy preciso en mi respuesta. Sr. Velásquez: ¿Qué almorzó hoy? Charly: Chupe de algo. Hago cola en el convento de Santa Teresa. Allí preparan una sopa con todas las cosas que les regalan en el mercado. Mucha harina y muchas papas. De postre comí un helado El Pibe. Uno rojo. Me lo regaló una señora con un niño. Cuando los chupetes se caen al suelo, las madres no dejan que los hijos vuelvan a chuparlos. Dicen que «se lo chupó el diablo». Sr. Velásquez: ¿Sería usted tan amable de describirnos un día típico en la vida de Carlos Velásquez? Charly: Claro que puedo. Normalmente, me despierto un poco tarde. He encontrado un lugar secreto donde guardo algunas cosas. Nunca tengo hambre por la mañana, así que no extraño mucho eso del café caliente y los huevos fritos con salchichas. Y las tostadas. Antes tomaba de desayuno café con leche con pan de tres puntas bien untado con mantequilla. Cuando era niño, comía el pan de tres puntas con nata. A veces le ponía un poco de mermelada de membrillo. O mermelada de papaya arequipeña. La cosa

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es que, cuando me levanto por la mañana, siempre pienso en lo que me gustaría hacer. En la Plaza de Armas, justo en una esquina de la catedral, hay una pequeña cuesta, y los carros se detienen ante el semáforo. Ahí me planto un rato y limpio los parabrisas para ver si me dan algunas monedas. Limpiar carros es una actividad que da mucho dinero. El problema es que la gente sólo confía en los lavadores de carros profesionales. Los trabajadores eventuales tenemos muy pocos clientes. A veces almuerzo en el comedor popular. Yo siempre he dicho que cuando hay hambre no hay mal pan. Es más, estoy seguro de que el hambre es el principal ingrediente de la buena mesa. Me acuerdo que alguna vez leí en alguna parte o alguien me contó que un día, cuando un millonario estaba caminando por la calle se le acercó un vagabundo y le dijo: «Tengo hambre». El millonario lo miró y respondió: «Tienes mucha suerte, yo hace años que no tengo hambre». ¿Entiendes? No hay nada como tener hambre. ¿Entiendes? Sr Velásquez: Entiendo. ¿Y qué hace usted por las tardes? Charly: Las tardes son muy bonitas en Arequipa. Claro que a uno le da un poco de sueño. En general, me gusta dormir un poco por las tardes. A partir de las seis empiezo con el licor. El primer trago me encanta. Es como comulgar. Se enciende una luz en alguna parte. Incluso soy inmensamente feliz. Sr. Velásquez: ¿Y por las noches no tiene algo de miedo? Charly: Uno de los aspectos menos apreciados de los vagabundos es su valentía. Nosotros llevamos una vida muy comprometida. Hay gente que se ha ido a dormir feliz y ha aparecido al día siguiente con la garganta abierta de lado a lado. La gente por las noches deja aflorar su lado tenebroso. Recuerdo que un día pasaron cantando un grupo de jóvenes universitarios, y apenas me vieron algo les pasó. Y me rodearon. Recibí tantas patadas que es un milagro que esté aquí para dar mi testimonio. Otro día estaba tomando un poco de ron cuando apareció Pascual, otro vagabundo. Pascual es mi mejor amigo. Me dijo que tenía ganas de tomar un poco de ron. Y luego me dio una cuchillada en la mejilla. Sr. Velásque Bueno, se nos ha acabado el tiempo. Parece que debemos concluir esta entrevista. Muchas gracias por su tiempo y sus respuestas. Charly: Gracias a usted.

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Zoila Vega Salvatierra Arequipa, 1973. Profesora de violín en la Escuela de Artes de la Universidad de San Agustín, Directora de la Escuela Sinfónica de Arequipa. Como investigadora musical ha publicado Roberto Carpio en la Arequipa del siglo XX, y Vida musical cotidiana en la Arequipa del oncenio de Leguía. Como novelista ha escrito Cápac cocha, ganadora del Premio Julio Ramón Riveyro de 2006. Presentamos unos fragmentos de esta novela de estilo epistolar.

cápac cocha Las cartas de Antonia de Bermejo Arequipa, 6 de abril de 1649 Al reverendísimo y santo padre Gregorio de Alfaro, agustino de esta muy noble ciudad de Arequipa, en el convento del mismo santo: Yo, María Antonia de Bermejo viuda de Lizalde, no siendo más que polvo pecador, escribo a vuestra merced, reverendo padre, para descansar mi conciencia y confesar los pecados que agobian mi alma. Mi deuda moral es grande y el Dios misericordioso debe tomar cuenta cumplida de todo lo que he de pagar, pero como creo más en el infierno de la tierra que en el del otro mundo, me resisto a pasar los años que me quedan en penitencia y desprecio públicos y me niego a dejar que sobre mí caiga la reprimenda de un sacerdote que nada entiende de mis motivos. Por tanto, esta carta y las que vengan no serán vistas por otros ojos que los míos y nadie leerá lo que en ellas mi corazón escribe, pues maldito sea el que así lo hiciere y que la muerte se lo lleve con dolor y lepra. Soy nacida en tierras valencianas, pero poco recuerdo de ellas, pues fui traída a las Indias al poco de ser destetada, sin madre que me orientase en los deberes de una hija sumisa y con un padre ávido de riquezas. Hidalgo empobrecido, creyó su deber restaurar sus caudales en Potosí, ingresándome como interna en el convento de las Dominicas del Cuzco pero finalmente se dedicó al comercio de cueros y vinos en los valles de la costa. Me casó a los catorce años con Federico de Lizalde, rico plantador de caña con lo 249

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que logró para mí una buena posición y la respetabilidad que tanto tiempo le fue escamoteada a la familia. Murió poco tiempo después de verme casada y fue sepultado en la Iglesia de La Merced gracias a una herencia de pesos fuertes que hizo a los padres blancos a fin de gozar para siempre de tan honroso lecho. ¿He de hablar de mí misma, padre santo, siendo que usted me conoce bien? Lo haré brevemente y con prudencia, porque somos malos jueces de nosotros mismos y porque siendo estas cartas sólo para mis ojos, no vale la pena decir lo que ya se sabe. Soy mujer de belleza modesta, pero tengo una cabeza de hombre bien puesta sobre un vestido de mujer y por eso creo difícil entender a mi sexo o dejarme engañar por el otro como ocurre a menudo en el mundo. Me gusta el trabajo, mas detesto la sociedad, cosas que aprendí en el convento. A Dios lo tengo por testigo que soy arrogante, lo admito. Que este pecado me sea perdonado el Día del Juicio. Mi esposo, Federico Enrique Agustín de Lizalde y Salazar de Sotomayor, era un imbécil, pero agradecí a mi padre darme un marido tan dócil y tan viejo. No soy, créalo padre mío, una mujer que arroje deshonor sobre quien la favorece. No es así. Honré a mi esposo porque pese a su tontería me dio riqueza y bienestar y porque yo sabía que debía tenerle paciencia suficiente durante un cierto período de tiempo para poder disfrutar a mis anchas de lo que quisiese. Mis cálculos fueron afortunados. Lizalde falleció hace poco, después de algunos años de matrimonio, sin darme hijos, cosa que le agradecí, porque no he nacido para dar vida o sostenerla. Habría hecho cosas peores y siempre es preferible no desear lo que se maldecirá si se tiene. La muerte de Lizalde ha hecho de mí la viuda más rica de la ciudad y la más inaccesible, pues aunque infinidad de pretendientes han pasado por mi puerta, me obstino en observar una viudez rígida que me ha hecho mujer de enorme prestigio en los altos círculos. Mis amistades son femeninas, mi único contacto masculino es vuestra paternidad, a quien no suelo contarle todo y lo lamento. Mis salidas están acompañadas por una mucama criolla, aunque en realidad salgo poco, pues tengo autorización para comulgar en casa y no gusto de recibir visitas. Tal vida ha sido rigurosamente pensada para poder protegerme contra el juicio del mundo. Dando la imagen de una viuda recta, puedo estar en libertad de hacer cuanto quiera. No crea, padre, que Lizalde partió de este mundo ayudado por mí. No. Cualquier mujercita se habría apresurado pero “La Liberación” llegó por sí misma y alabados sean todos los santos por tal regalo. 250

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Éste es, pues, el primer pecado que confesaré a vuestra paternidad: no siento ningún pesar por la muerte de Lizalde. Las lágrimas que derramé por él y el luto que me impuse a su partida son hipócritas y falsos. He aquí, padre, lo que de vuestra paternidad espera indulgencia.

María Antonia de Bermejo, viuda de Lizalde

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Arequipa, 23 de diciembre de 1649

Al reverendísimo y santo padre Gregorio de Alfaro, agustino de esta muy noble ciudad de Arequipa, en el convento del mismo santo: Hace mucho tiempo que no escribo a vuestra paternidad, porque pasaron muchas cosas que no podía comprender. Pero así como le narro a vuestra merced mis pecados quiero hacerle participar de mis alegrías y he encontrado una tan grande que para descifrarla invertí mucho tiempo y esfuerzos. Conocí la perfección de Dios. Encontré la divinidad encarnada en la forma de un ser humano. ¿Podrá conceder la absolución vuestra paternidad a alguien que habla con tanta arrogancia? ¡Qué importa si no lo hace! Pero tendría que haberle visto, a este hijo de la belleza, a este hombre que no es hombre. Grandes ojos, piel de alabastro. ¿Les está permitido a los hombres poseer tanta belleza? La primera vez le vi un instante apenas. Con un gesto descuidado habló conmigo, recomendado por un cuñado. Como recordará vuestra paternidad, estaba yo necesitada de un maestro constructor para levantar mi solar y mi hermano, don Alberto de Lizalde, me recomendó vivamente a este joven que, al parecer, tiene su nombre asociado a muchas construcciones que avanzan con buen pie y que desde hace diez años ha asombrado a Arequipa con su genio. Le hice llamar por mi administrador y él distrajo unos minutos de su trabajo en otros solares para atender la solicitud. Terminada la inspección del terreno que queda en la calle del Salto de Agua, se concertó presupuestos y plazos, pero Marcos, mi mayordomo, es mestizo de pocas luces y no quedé satisfecha, por lo que esa misma tarde llamé de regreso al maestro para pedirle que me explicara pormenorizadamente la situación. Lo recibí en mi casa de la Calle de la Merced, acompañada de mi inseparable ama criolla, doña Mencía de Castro. De inmediato me sentí sorprendida por la singular hermosura de aquel joven, la intensidad de su mirada, su rostro abierto y desafiante y sobre todo el dominio de su oficio. Pero vuestra paternidad me conoce bien y sabe que aunque soy sensible a la belleza, no basta para sacarme la cabeza de su lugar, de manera que hice sesudas y amplias consultas con respecto a la obra y el visitante explicó pacientemente lo que quería saber. Hacía mucho tiempo que un hombre no me impresionaba y ahora he aquí que encuentro a éste de buen porte y agradable presencia que parece tener algo más que aire en la cabeza. Decidí

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contratarlo de inmediato, pues aunque no es hombre de letras ni expresa con la pluma sus sentimientos, para levantar muros nunca se necesitó poesía. Alonso de Zárate es su nombre. Es maestro constructor de reconocido prestigio en Arequipa. Sus pocos años no son impedimento para que haga valer su arte y su genio es reconocido en una ciudad que cambia sus casas de adobe por otras de piedra y donde los techos de paja ceden lugar a soberbias bóvedas y zaguanes tan altos que un jinete montado puede pasar debajo de ellos. Si hay que cavar cimientos y echar muros, maese Alonso es llamado para que su experto ojo decida si la cosa va derecha y si aguantará un terremoto de esos con los que Dios sacude Arequipa de tiempo en tiempo. Pero no sólo es su experiencia lo que se contrata, sino su delicado sentido de la proporción y de la belleza, del lujo y de la ornamentación que hacen de maese Alonso un verdadero artista. Trabaja con varios canteros a los que propone diseños precisos y de esa manera, muchas casonas de la ciudad tienen frontispicios grandiosos y casi tan elaborados como los portales de las iglesias. Su fama ha crecido y llegado a puntos apartados del valle y desde Chiguata, Yarabamba y Tiabaya vienen a buscarlo los vecinos para encomendarle sus casas y pedirle su consejo. Es un hombre no muy alto, de piel blanca, dorada por el sol, cabellos negros y ojos marrones, muy grandes. La nariz aguileña, con el tabique ligeramente desviado le confiere a su voz un ligero tono nasal. Las cejas son pobladas y arqueadas. Su rostro es ovalado y está algo picado de viruela. Sus labios delgados son muy elegantes y cuando sonríe, lo hace con un gesto tímido que apenas muestra dientes blancos y grandes, bien cuidados y alineados. Sobre su párpado derecho sobrevive una extraña marca blanca. Según parece, dicha marca le ha traído problemas con la autoridad eclesiástica porque algún sacerdote ha dicho que puede tratarse de una señal de Satanás. ¡Qué insulto! ¡El diablo no sabe de hermosura! Su voz es grave y ruda, lo mismo que sus gestos, aunque según la compañía suaviza sus maneras y sus palabras para volverse cortés primero y tierno luego. Su cuerpo, bien proporcionado y recio está acostumbrado al ejercicio continuo y tiene una cierta inclinación a la gordura que se debe más a su buen diente que a los dictados de la naturaleza. Lo que más atrae a quienes lo conocen son sus ojos. Tiene la mirada más dulce que se haya visto jamás. Puede ofrecer el aspecto de un soñador o de un niño, pues al mirar con sus enormes ojos derrite y a la vez subleva porque no se puede comprender cómo tanta dulzura puede anidar en un hombre.

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Son ojos limpios, grandes y redondos, los que le confieren a su aspecto la pureza que su comportamiento ha perdido hace mucho tiempo. Efectivamente, alarife renombrado de día y calavera consumado de noche, Alonso de Zárate lleva la vida errabunda y poco decorosa de un soltero que no le debe cuentas a nadie. Sin padres ni esposa que le recuerden los deberes del honor, él va por el mundo obedeciendo su propia ley de construir tanto como beber y amar. Hábil con la escuadra y también con la espada, no es raro encontrarlo en pleitos de taberna o en asonadas de estudiantes donde reparte garrotazos y estocadas con ánimo tan brioso como si se tratara de edificar una basílica. Más de una vez ha amanecido preso pero siempre ha sabido librar del cepo, de la baqueta y de la horca en virtud de su encantadora lengua o de su prestigio. El día y la noche viviendo bajo la misma piel. Es este hombre, padre mío, quien ha venido a despertar mi corazón. María Antonia de Bermejo, viuda de Lizalde

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Arequipa, 4 de noviembre de 1649 Al reverendísimo y santo padre Gregorio de Alfaro, agustino de esta muy noble ciudad de Arequipa, en eI convento del mismo santo: Hace días que recibimos noticias de que la peste diezma Camaná, se han puesto cercos en los caminos y se ha enviado la alerta a Cuzco y Potosí para evitar el contagio, pero no se ha podido evitar que la fiebre cruce la pampa y se afinque en la ciudad con una maligna niebla que asfixia a todos. El corregidor ha ordenado que todas las reuniones públicas sean suspendidas y que se limite seriamente el número de misas para disminuir las posibilidades de contagio. Los cómicos ambulantes que se hallaban de paso en la ciudad han empezado a morirse de hambre. Está de Dios que serán las próximas víctimas de la peste. Los sacerdotes del cabildo se han inquietado por las disposiciones seglares acusando de hereje al corregidor pero si la peste se hace incontrolable y el hospital de San Juan de Dios rebosa de enfermos, darán su brazo a torcer y convertirán las iglesias en hospitales mientras los cementerios parroquiales rebosan de cadáveres. Una segunda medida ha sido adoptada a fin de impedir que los cuerpos se entierren dentro de las iglesias y que las fosas comunes se cubran con cal. Hay olor a fiebre y el polvillo de cal se esparce mientras las ratas saltan de acequia en acequia aproximando a cada casa la muerte. Por todo ello, vuestra paternidad, he decidido retirarme a mi finca de Cayma. Los aires de por allí son más sanos y se está más libre de la peste. Llevaré a mis damas y criados y enviaré a vuestra paternidad una donación generosa, pero, por favor, no me visite. Conociendo la infinita piedad de vuestra merced, seguro es que llevará consuelo a los enfermos y menesteroso, envolviendo en su sagrado hábito la pestilencia. No desearía que oyere mi confesión de tal manera, por lo que es mejor que, por las próximas semanas, prescinda de vuestra guía y os deje en total libertad para practicar vuestra peligrosa caridad. Sé qué me diríais si esto leyerais. Que mi pecado más grande es mi indiferencia con mis semejantes. Oh, padre santo, mis semejantes son indiferentes conmigo. ¿No dijo el Señor, con la vara que midas serás medido? Dios os proteja del mal efluvio. María Antonia de Bermejo, viuda de Lizalde

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Arequipa 5 de enero de 1651 Al reverendísimo y santo padre Gregorio de Alfaro, agustino de esta muy noble ciudad de Arequipa, en el convento del mismo santo: ¡Ah, padre! ¡Qué agradable regalo de bienvenida! El primer día de mi estancia aquí, maese Alonso vino a saludarme, trayendo un precioso tallado, una Virgen de los Remedios que encargó de España. La hizo bendecir con el padre Felipe de San Francisco, esperando que esto no os ponga en malos términos conmigo, y me la trajo para proteger mi casa de la peste. ¡Ha sido muy amable en verdad! Luego me ha pedido un favor que no he podido negar, por cuanto me habla de su infinita piedad. Me contó la triste historia de una pobre mujer de San Lázaro, barrio donde tuvieron lugar los primeros brotes de peste. Un indio tejedor trajo el contagio y varios niños la habían padecido antes de extenderse a toda la ciudad. Llamaron a brujos y chamanes para hacer la limpia de espíritus, pues ya sabe vuestra paternidad sobre la naturaleza supersticiosa y primitiva de esas buenas gentes. Rezos y escupitajos no pudieron hacer nada y pronto el cementerio de la Pampa empezó a llenarse de cruces y cajones. Micaela Suárez, tal es el nombre de la mujer, preocupada por la suerte de su hijo de tres años, decidió mudarse y no se le ocurrió mejor cosa que hacerlo a Tingo Grande donde vivía su madre. Pero necesitaba dinero así que hizo algo que le repugnaba mucho: fue a ver al padre del niño, el mismo que años ha se había desentendido de ella al saber de su preñez. El tal sujeto es importante entre nosotros y de nombre lustroso, por lo que esta carta tampoco llegará a Su paternidad, porque la maledicencia no es mi oficio. Pero ya entrados en el tema, permítaseme preguntar: ¿es lícito que tales hombres, que mantienen concubinato público con mujeres humildes siendo de solar conocido y escudo de armas, detenten el gobierno de la ciudad y se les encargue la vigilancia de los intereses del rey? Pero no juzguemos si no queremos ser juzgados. Como contaba, la madre era orgullosa, pero en cierto momento la pobreza obliga a comer orgullo. No había querido hacer un escándalo en parte porque despreciaba a ese sinvergüenza y en parte porque el mal temperamento de su otrora amante no se presta para bromas. Así que se amarró las tripas y con rebozo remendado fue a tocar la puerta de don Felipe Canales, gran Alabardero de la ciudad y Veedor de tributos del Cabildo. Precisamente, padre, aquel que le ha puesto a su mujer negrillo que le carga la alfombra y el cojín 256

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de la iglesia y le ha regalado dos moros de buena alzada para su carruaje que lleva blasones en las puertas. Y ella, tan acicalada y empolvada, tan distinguida en los domingos y los días de fiesta, con tan alta peineta y profuso abanico, he aquí que viene a cargar unos cuernos tan anchos como visibles, pues en la torrentera de San Lázaro hay varios que pueden contar las correrías de su marido. Como iba diciendo, a la pobre de Micaela la recibieron las criadas, le echaron agua sucia encima y le negaron el paso para ver al dueño de la casa. No es que yo defienda a las mujeres de vida airada, padre, pero me cuentan que ella no es ligera y que se entregó estando enamorada y no me queda más que entenderla, pues ahora sé qué se siente tener fuego quemando las entrañas y olvidar los dictados del honor y del buen sentido. La compadezco enormemente, porque el amor de mujer es siempre más largo que el de varón. El viaje hubiera sido en vano si ese mismo día, Alonso de Zárate no se hubiera encontrado en la casa Canales almorzando con don Felipe. Cuando salió, vio en la calle a Micaela, enloquecida por la desesperación y él, lleno de piedad pues su alma de artista no permanece insensible al dolor humano, preguntó si podía ayudarla. La historia del niño en peligro, la abuela distante y el escaso dinero hicieron pronto su efecto y el buen alarife abrió la bolsa y entregó unas buenas monedas que debían sacar a Micaela del aprieto. Mas como el dinero no era mucho, y no bastaba sacar al niño de la ciudad, el buen alarife vino a verme para preguntar si yo podía ayudar a la buena Micaela. Como vuestra paternidad comprenderá, no sé negarme a nada que mi amado me pida. Basta que haga cualquier petición para que yo prestamente lo satisfaga. Acogeré a esa pobre mujer, le daré trabajo y amparo, y así ayudará a limpiar la mancha que su imprudencia, su juventud y su amor han dejado soba su frente. Y sobre todo, padre mío, tal obra me enaltecerá a los ojos del que amo, para que vea con cuanta generosidad acepto sus solicitudes y que estaré dispuesta a aceptar cualesquiera que él me haga. María Antonia de Bermejo, viuda de Lizalde

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Arequipa, 10 de enero de 1651 Al reverendísimo y santo padre Gregorio de Alfaro, agustino de esta muy noble ciudad de Arequipa, en el convento del mismo santo: Hoy, vino a verme mi adorado adonis, trayendo a la humilde mujer que me ha pedido ayudar. Es una mujer joven y ciertamente bonita. Si maese Alonso no la hubiera arrancado de la calle, habría terminado en casas de mala fama sus pobres días. Vino calzada y vestida con pocas galas, pero hay dignidad en su porte y he visto por su traje que tiene habilidad con la aguja. Hizo una reverencia graciosa y sin levantar los ojos del suelo, agradeció mi generosidad. Le he dado mis ajuares y encargos de ropa blanca para remendar y coser y creo que quedaré satisfecha de su trabajo. La recomendé a doña Julia de Lizalde, mi cuñada, cuya hija se casa en unos meses y necesita quién le haga las sábanas. También una prima de doña Julia, doña Leonor Carvajal tiene trabajo para ella, de modo que sustento no le va a faltar y yo misma le he acomodado lugar aquí en mi casa. De esta manera podré tenerla cerca y ganaré un alma afecta y leal a mis intereses. Es que vuestra paternidad no ha visto a la mocita. Es linda, un poco vulgar pero de ojos moros y sonrisa atrayente. A veces necesito que mis criadas me hagan ciertos servicios con algunos caballeros y por eso busco tener muchachas sanas. Esta también desquitará los desvelos que tengo por ella. Por lo pronto le he hecho merced de algunos vestidos para ella y su hijo, aunque todavía no he autorizado que el niño venga a casa. Está muy pequeño. Cuando cumpla edad razonable, podrá portar mi parasol y hacerme otros servicios. Esto ha dejado muy complacido a mi alarife. No puedo esperar a mostrarle qué tan rápido cumplo sus deseos. Honestamente, reverendo padre, me hubiera molestado mover un dedo por esta criatura, pero basta que él lo solicite y yo pondré a sus pies el mundo entero. María Antonia de Bermejo, viuda de Lizalde

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Arequipa 22 de marzo de 1651 Al reverendísimo y santo padre Gregorio de Alfaro, agustino de esta muy noble ciudad de Arequipa, en el convento del mismo santo: ¡Ah, padre! ¡Cómo está cambiando el pampón que pronto será catedral! Los muros a medio levantar que durante mucho tiempo se llenaron de sol y de polvo ahora trepan hacia el cielo, con hombres encaramados sobre ellos, como hormigas. A la distancia vemos que poco a poco, hilera por hilera, se levantan los andamios para asegurar las columnas y las pilastras, los capiteles, los arcos y los ojos. (Yo no conozco las palabras de la arquitectura. Repito lo que oigo a otros). Muchos curiosos se reúnen de vez en cuando a observar cómo progresan las obras, rezando y dando vivas para el señor Obispo y para maese Alonso que apenas si despega los ojos de sus planos, que está medio ronco por gritar tanto entre polvo de sillar y que se encarama como un mono entre las vigas para dar indicaciones. Su antiguo mal humor ha remitido, se le ve sonriente e inspirado. Dios le ha insuflado su espíritu creador. Aunque llueva o truene, nada va a detener su ímpetu. Ansío que transcurran los años estipulados, para poder estrenar este templo con la boda soñada. Padre, os prometo que vos la oficiaréis. María Antonia de Bermejo, viuda de Lizalde

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Arequipa 2 de julio de 1651 Hoy ha sido uno de los días más tristes de mi vida, y como tal es digno de ser escrito, vuestra paternidad. Espero consuelo de su infinita piedad, que su voz paternal me dé cariño y alivie el dolor que me atraviesa el pecho. Hoy ha sido un día tan frío, tan frío, que dolían las orejas y la nariz. El cielo parecía lleno de leche, pero hay tal majestuosidad en los volcanes vestidos de blanco que no puede uno sentirse miserable con tantas cosas flotando en el aire. Era como si las montañas se hubieran congregado para atestiguar mi infortunio, siendo mi dolor evento tan magnificente que vienen a verlo las cumbres de la sierra, comentan entre sí, y sacuden gravemente sus cabezas para guardar luto por mi despecho. He debido sonreír y felicitar, cuando le he visto venir a mí con humildad, solicitando que sea madrina de sus bodas con la humilde Micaela, la mujer que auxilié en la desventura, la fregona de mirada pacífica que él dice amar. ¿Cómo dijo? «Me casaré con ella y así cumpliré la condición del señor obispo. Espero que vuestra merced comparta nuestra alegría, siendo madrina de nuestras bodas, pues seremos dichosos de casarnos bajo vuestra venia». He forzado mi vientre para sacar del fondo de mí una sonrisa que no podía esbozar y he sacado un tono tierno de voz para dar mis parabienes y expresar mis deseos de felicidad. Y luego he debido despedirlo mordiendo las lágrimas en un día frío y nublado en una ciudad que lleva las huellas de mi alarife en cada sillar, en cada cornisa. Se me ha incrustado un acero ardiente en el corazón, hoy he perdido mi alma, vuestra paternidad. Dígame, ahora que trato de no llorar, cómo se sigue viviendo después de esto. Dígame su merced de dónde saco aire para seguir respirando. Pero aunque ahora se me llenan de agua los ojos, he hecho un juramento. No caerán lágrimas de los ojos de Antonia de Lizalde ni por ése ni por ningún hombre nunca más. No importa que se me haga polvo la lengua resistiéndose a pronunciar su nombre. No lloraré por él. Habrá lágrimas, padre mío, puedo asegurárselo, pero no serán mías. Mías nunca más. María Antonia de Bermejo, viuda de Lizalde

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Arequipa, 4 de setiembre de 1651 Al reverendísimo y santo padre Gregorio de Alfaro, agustino de esta muy noble ciudad de Arequipa, en el convento del mismo santo: Anoche hubo un buen remezón de tierra. No suelo concederles importancia, pero esta mañana, al salir de paseo, vi que había afectado las obras de la catedral. Algunos muros recientes que aún no habían sido apuntalados se vinieron abajo, retrasando con ello el levantamiento del frontispicio. Es una pena, porque las paredes crecientes amenazaban cerrarse pronto sobre sí mismas, ya que se prepara el techado y cierre de la bóveda. Maese Alonso, muy molesto, ha iniciado inmediatamente las labores de recuperación de lo perdido. Está inventando intrincados métodos para evitar que la catedral se caiga con un verdadero terremoto. Esto me ha puesto a pensar en la fragilidad de las cosas terrenas, en especial de las catedrales. Dos ya se han venido abajo en esta tierra maldecida que tiembla con cada suspiro del infierno. ¿No ocurrirá lo mismo con la obra maestra de Zárate? ¡Oh, Señor! Quieran los cielos impedir esa desgracia. El genio de maese Alonso debe pervivir, pero, ¿cómo evitar su pérdida? Algo debe hacerse para proteger estos muros santos que salen de su cabeza. ¿Vuestra paternidad ha escuchado hablar del Cápac Cocha, el sacrificio real? Los indios lo usan para pagar la tierra que los sustenta. Me habló de eso el indio que me vende los afeites, el que también me provee de buenos «licores». Es sabio este indio, siempre parece leer mis pensamientos. Cuando entré a su tienda el otro día, lo escuché hablar con un vecino. Iban a construir una casa y decían que había que «pagar la tierra», darle algo a cambio de sustentar los muros que sobre ella se construirán. Le pregunté al anciano cómo era este «Cápac Cocha» y él contestó, en voz muy baja, que solía hacerse para consagrar los grandes templos paganos del señor Inca, o algo así, no lo sé bien. ¿Puede vuestra paternidad imaginarse esto? Sacrificios a una tierra que tiembla a cada momento, para poder preservar los muros sagrados. No eran tan imprudentes. Honraban a las fuerzas del mundo que podían lastimarlos. Ofrendar un tributo parece muy lógico. ¿No equivale a pedir permiso y pagar por protección? Le pregunté más al respecto. El sacrificio real, le llamaban. Vida a cambio de seguridad. ¿Qué vida era esa? Un hombre y una mujer, donceles, en edad púber, sangre pura, vida que renueva vida. No sé por qué se lo

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pregunté: ¿núbiles? Y dijo sí. Y volví a preguntar: ¿y si no lo son? El nexo debería ser fuerte. Sí, tan fuerte como el amor. ¿Qué importa si dos vidas no son vírgenes?¿No hay igual vida dentro de alguien impuro? pregunté, pero quizás eran demasiadas preguntas para un viejo ignorante y se me quedó mirando con miedo y extrañeza. Sí, en verdad eran preguntas muy interesantes. María Antonia de Bermejo, viuda de Lizalde

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Arequipa, 28 de enero de 1652 Al reverendísimo y santo padre Gregorio de Alfaro, agustino de esta muy noble ciudad de Arequipa, en el convento del mismo santo: Bien. Está hecho. He cumplido con el pacto a la tierra. He pagado por la preservación de la casa santa que se levanta sobre ella. Doble tributo le he ofrendado, dos vidas que allí depositaré garantizan de ahora en más que la gran obra de Alonso de Zárate no muera nunca. Hace unos días, en nombre de su próxima boda, obsequié a Micaela con unas cuantas ropas y a maese Alonso con la cesión de una chacras del lado sur para que tuviese algún peculio con que establecerse y decidieron corresponder con una visita para cenar. Yo acepté recibirlos en casa porque quería saber qué detalles faltaba para la boda. La ceremonia se haría en cuanto la catedral estuviera terminada. ¿Boda en la catedral? Demasiado honor para una fregona y un alarife. Demasiada entrega. Maese Alonso vino solo, según dijo porque Micaela tenía un raro malestar que esperaba que pasara pronto. Me pidió que tocara el clavecín y le obedecí. Sería la última vez que podría complacerlo. En seguida nos sentamos a cenar y yo, hábilmente despaché a Mencía. No quería que ella testificase lo que iba a ocurrir. Era mejor ahorrarle aquello. De pronto, el hermoso rostro de maese Alonso sufrió un cambio total. Palideció de tal manera que casi me arrepentí de haber manchado su belleza. De inmediato fingí preocupación por él, llamé a mis sirvientes y ordené que lo llevaran a casa. Salimos a la calle, él empezaba a gemir, la fiebre lo hacía temblar tanto que cambié la orden fingiendo piedad. Lo hice llevar a la catedral, a las obras inconclusas de la nave central. Lo dejaron en el suelo y él apenas podía hacerse oír. Me incliné sobre él y murmuré con toda la ternura de que fui capaz: «Muere en paz, Alonso». Me miró con sorpresa. Sus enormes ojos se empequeñecieron mientras el pánico lo iba tornando blanco y balbuceante. «Piedad, jamás os he hecho daño». ¡Inocente criatura! Nunca entendiste lo que despertabas en mí. ¿Creíste que fue por celos que eché oscuros venenos en tu vino? ¿Crees que me has airado por elegir hembra tan desdeñable? No, dulce príncipe, ese talante no yace en mi naturaleza. No estoy enconada contigo por despecho. No albergo iras contra la pobre niña que condenaste con tu cariño, tan es así que su hijo será recogido por mí y haré de él un hombre de provecho. No. Puedes estar tranquilo. Sólo me importa tu posteridad, la alabanza que se cantará a tu nombre. Tú eras muy joven, muy imberbe, demasiado 263

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despreocupado para atender tu propia grandeza. Necesitabas que alguien atendiera tus asuntos y hete aquí que soy la más indicada. Traté de explicarte eso mientras morías. Quise que entendieras mis motivos para que pudieras partir en paz a la Eternidad. Lástima que estuvieras tan asustado por encontrar al Padre Eterno que quizás no pudiste entenderme. Te retorcías y gritabas y no me dejabas hablar. Cuando por fin te quedaste quieto con los ojos saltados y la boca abierta, tu belleza había regresado y ya estabas en paz. No podías escucharme, pero estoy segura que cuando estés en las plácidas comarcas celestiales, entenderás y aún agradecerás lo que hoy he hecho por ti. Bendíceme entonces, para que pueda continuar velando por tu legado. Mañana o pasado, cuando lleven tu cuerpo a sepultar, se abrirá una tumba bajo el presbiterio. Yo convenceré de ello al señor Obispo, no importa lo que cueste. Así, cuando se oficie misa, el sacerdote elevará la custodia y te bendecirá aunque haya olvidado que estás allí y así se reforzará este hechizo porque quién mejor que tú para cuidar tu catedral. Depositaré en esa tumba estas cartas, que sean tu almohada, que sus palabras susurren en tus orejas por toda la eternidad para que siempre recuerdes que hice esto por amor. También pondré allí el escapulario que me obsequiaste y tu amado retrato, porque no quiero que tu recuerdo salga de la tumba que ocuparás. Mas no temas, no estarás solo. Dentro de poco tiempo, se unirá a ti tu amada. ¿Sabes por qué sufre? Las ropas que le di, las que le cedí en mi infinita ternura, estaban infectadas de peste. Dijiste que tenía una calentura. No sabes que esta misma noche ha llamado a un confesor y que sus pecados morirán con ella. No sobrevivirá a su galán más que algunas horas. Le ocultarán que estás muerto para ayudarla a bien morir. Y entonces, te prometo solemnemente que me encargaré de que ella repose frente a ti, bajo el otro extremo de la nave, de cara al altar para que siempre te mire. La tendrás a tu lado y nunca la dejarás y así el ritual de juventud, sangre y vida necesarias para pagar el tributo estará completo. Lo que con sangre fue consagrado, sólo por sangre será deshecho. La mano humana no podrá destruir la obra que tu propia vida santifica. Ni tu amada ni tú serán nunca separados y tus huesos serán cimientos de tus sueños. Esta es mi ofrenda, para preservar lo que te es querido y así mi amor custodiará tu legado para siempre. Fin de las cartas de María Antonia de Bermejo, viuda de Lizalde

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Goyo Torres Arequipa, 1964. Profesor de literatura en la Universidad San Agustín. Publicó los libros El amor después del amor (2009) y Técnicas narrativas (2004).

Arqueología —¿

Q

uieres saber lo que pienso? —Bueno.

Dante se mantuvo con un gesto distraído, como si no importara lo que el otro dijera. —Pues, francamente, creo que perdemos el tiempo. Ambos transpiraban por el inclemente calor en el desierto de Sihuas. Estaban solos, a kilómetros de la población más cercana. Habían comenzado con el hoyo dos semanas atrás. Cuatro metros de profundidad o algo más era un gran avance, considerando el terreno arenoso y los deslizamientos constantes. Pero ellos fueron precavidos y llevaron todo lo necesario. Extraían la tierra con ayuda de una polea y un ascensor caseros. Ambos se turnaban para manipular los equipos. Si no deseas continuar, puedes dejarlo y largarte —agregó Dante. —¿Largarme? Bromeas. Elvis se echó a reír con una carcajada limpia. No podía tomar a mal el enojo de Dante, se dijo. Eran amigos de mucho tiempo y no encontraba ofensa alguna en lo directo de las frases. Sin embargo, le preocupaba su prolongado silencio, la causa evidente era Adriana. De ella habían charlado apenas llegaron y acabaron discutiendo. En otras ocasiones también lo habían hecho, es decir, discutir por su causa, pero los motivos no eran tan graves. Quizá por eso sentía i: hora la pisada de elefante en su conciencia. Uno nunca termina de conocer a las mujeres se repitió por enésima vez. O quizá son ellas las que no se dan a conocer, las que colocan alambrados para que ningún hombre penetre en su mundo. Seres extraños hasta cuando uno piensa que las posee. Había estado con Adriana durante cinco meses 265

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y en dos oportunidades ella le había insinuado para que fueran a algún hostal. Pero él se opuso colgándose de su estúpido moralismo cristiano. De pronto rompieron y a los pocos días estaba con su mejor amigo. Entonces sucedió lo de la fiesta de fin de año, por pura broma le salió decir que fueran a algún lado y ella aceptó. Luego vino la discusión con Dante, seguido del hielo por más de dos semanas. Pero estaba dispuesto a aclarar las cosas. Y ésta era la oportunidad, si se animó a acompañarlo en su descabellada aventura de huaquero, fue para eso. Trabajaron toda esa mañana, sólo con breves intervalos para beber algo de agua. A eso de las dos de la tarde, los sorprendió el hallazgo de un medallón, un enorme medallón en medio de osamentas y viejos telares prehispánicos. —¡Es de oro! —gritó Dante con el rostro iluminado. Elvis bajó volando. Llegó hasta donde estaba su compañero y escudriñó el objeto. Era el experto como estudiante de arqueología. —Es cierto —confirmó, limpiando cuidadosamente la tierra del medallón. Ambos sonrieron felices. —Esto merece celebrarse. Subieron con el medallón. Se dirigieron a la carpa instalada a unos metros. Se sentaron a la sombra contemplando boquiabiertos su hallazgo. —¿Quieres una cerveza? —preguntó Dante, al cabo de un rato. —Todas las que haya —respondió Elvis. Debe de haber una fortuna allí abajo —agregó el otro, Mientras servía. Ambos estaban confiados. Conjeturaron lo que podrían hacer con el medallón y los otros objetos que sacarían. Bebieron entre risotadas, bromas y planes de venta. Eso sí, debían ser cautelosos y evitar sospechas y riesgos inútiles. —¿Sigues molesto por lo de Adriana? —preguntó repentinamente Elvis, rompiendo el encanto de los últimos minutos. Dante quedó desconcertado

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y gradualmente la felicidad inicial desapareció en su rostro. Permaneció callado. —No sé como decirlo —intentó continuar Elvis. —Simplemente no sigas —respondió el otro. Un prolongado silencio aisló a los dos. —¿Por qué lo hiciste? —inquirió Dante, después de un rato. El otro se mantuvo en silencio, como recapacitando —No sé —respondió—. Los tragos, la coca, yo estaba durazo, no sé. Ella seguía dolida porque la arrochaste esa noche, creo. —¿Quieres decir que ella inició todo? —No lo sé. Dante soltó una sonrisita irónica. Permanecieron sin hablar varios minutos más, sólo bebiendo. —Esto se está poniendo cursi —dijo de repente, con inusitado entusiasmo—. Vamos a celebrar. Volvieron a animarse. Luego acordaron bajar al pozo, sacar el resto de objetos y marcharse antes que cayera la noche. —A la mierda la mujeres —dijo eufórico Dante. —Bien dicho —aprobó el otro. Descendieron y desenterraron huacos, pequeñas piezas de plata, oro, cacharros de barro y un sin fin de objetos. Escogieron sólo lo, que creyeron de valor. —Vamos, saquemos esto —sugirió Dante. —De acuerdo —asintió el otro—. Esto vale más que todas las mujeres del inundo. Dante sonrió aprobando la ocurrencia. —Sube y tira de la cuerda —ordenó luego. Elvis subió, recibió hasta tres cargas sucesivas. Después salió su amigo. La cantidad de piezas que habían extraído era importante. Llenaron todo en costalillos de yute y lo acomodaron en la vieja camioneta. Se dispusieron a marcharse. Espera un momento —dijo de pronto Elvis—. ¿El medallón? Lo tenías tú. Estaba en mi bolsillo. Se buscó en todos lados, sin resultado. —Debió caerse en alguna parte.

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Déjalo así y vámonos. —¿Estás loco? Es de oro. Debe haberse quedado en el pozo. Bajaré a buscarlo. Olvídalo. Elvis, de todos modos, se dirigió al pozo. Se deslizó por la cuerda y buscó en la arena. El sol declinaba y había dificultad para la visibilidad. Dante se aproximó al borde con una linterna a pedido del otro. —¡Lo tengo! —exclamó Elvis, después de un rato. —Bien, lánzalo. Tiró la pieza y comenzó a escalar por la cuerda, pero está se arrancó y cayó. Por efecto del golpe, comenzó a desprenderse arena de los costados. —Oye Dante —gritó—. La cuerda se rompió. Pásame otra. Nadie contestó a su pedido. —Dante ¿estás ahí? Esta vez tampoco obtuvo respuesta. Lo embargó un sombrío presentimiento. De pronto la base de la poela cedió y también cayó —¡Dante, ayúdame! —alcanzó a gritar. El golpe de la polea lo hizo trastabillar. Le cayó como una bolquetada de arena encima. Unos segundos después escuchó apenas el motor de la camioneta en marcha.

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Yuri Vásquez Arequipa, 1963. Tiene inédito los libros de cuento Los imaginados, La punta del Iceberg, Cortometraje y la novela Subterráneos. En 1994 ganó la VIII Bienal Nacional de Cuento Premio Copé con su relato Cuando las últimas luces se hayan apagado.

un blues en la noche

I

A

las once empezó a sentirse inquieto; por eso varias veces miró furtivamente su reloj. Tania, que no advertía nada de lo que sucedía en él, se incorporó de pronto del sofá y se llevó las tazas de té a la cocina. Don Ismael y doña Celia permanecieron inmutables, amodorrados, frente a la televisión. Como todos los días, después de atender en su consultorio médico, había ¡legado a las siete a la casa de su novia. A la hora de la cena se prosiguió la conversación de los días anteriores. Los preparativos de la boda llegaban a su fase final, y sólo faltaban cuidarse algunos detalles. Se conocían desde la niñez; la amistad entre los progenitores había sido el puente de unión entre ellos. Desde enamoramiento, apenas cumplida la mayoría de edad, recibieron la bendición de sus respectivos padres. Ahora que estaban por iniciar una nueva vida, ambos se sentían felices; sin embargo hacia tres meses sucedían cosas raras en tomo a Femando. Por eso los viernes —como ahora— a pesar de su apariencia sosegada se encontraba inquieto, intranquilo. Quería marcharse cuanto antes de la casa de Tania. —Es un poco tarde —dijo ansioso, aprovechando el retomo de su novia— Ya debo irme. Les tendió afectuosamente la mano de sus futuros suegros, y todavía estuvo un rato más en el vestíbulo de la casa a ruego de ella. Luego de recordarse ambos que al día siguiente se encontrarían para elegir el juego de muebles se dieron el beso de las buenas noches.

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Tomó un taxi y en un cuarto de hora llegó al piso donde vivía. Subió a toda prisa, y cuando estuvo frente a su puerta, sintió que la emoción lo desbordaba. Cruzó el umbral y sintió su presencia. Era ella; había estado nuevamente, como todos los fines de semana, en el apartamento. Caminó hasta el centro de la sala y aspiró profundamente la atmósfera. Sus pulmones, entonces, se llenaron de un delicioso perfume lavanda que flotaba en el aire como la emanación enigmática de una piel de mujer infinita, permanente, tangible. Se sintió feliz y a la vez aliviado. Tomó asiento en un sillón: a un lado descansaba una mesita. En el centro había un cenicero en forma de ave, del cual todavía se desprendían vagas volutas… Cogió la colilla del cigarrillo y se la llevó a la boca. Aspiró intensamente y exhaló poco a poco la última bocanada de humo. Sintió, como cada vez que lo hacía, el sabor aromado del rouge. Era como besarla, como sentirla más cerca y tangible que las demás cosas que percibía de ella. II Se sintió aliviado. Y es que a veces temía que ella no volviera más a su vida, y desapareciese de la misma manera que había aparecido. Ocurrió repentinamente. Fue un viernes por la noche como ahora. Volvía de la casa de Tania, y cuando atravesó el umbral de la sala se percató de que alguien —una mujer— había estado en su apartamento. Primero se sobrecogió porque pensó lo peor; sin embargo, tras breve revista comprobó que no faltaba un sólo alfiler. Así, consideró que lo que había sucedido era que simplemente alguien —una mujer; el perfume lavanda constituía una evidencia insoslayable— había permanecido en su apartamento antes que él regresara. No habiéndose extraviado nada, estimó el hecho sin importancia, y aparte de Indagar en sus vecinos si habían visto a alguien esa noche en los pasillos y escuchar de ellos respuestas negativas, no se preocupó más. Sólo limitó cada vez que salía, a cerrar con doble llave la cerradura. Sin embargo, el próximo viernes al retomar de la casa de Tania advirtió nuevamente el perfume lavanda navegando en el aire de la sala. Transcurrió la semana, y también el siguiente viernes sucedió lo mismo. Decidió poner término a la situación existente. Así, quiso saber de una vez y por todas de quien se trataba la visita. De esta manera al otro viernes 270

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aguardó oculto, furtivo, insospechable, en los pasillos de su apartamento. Pero durante toda la noche no apareció nadie. El viernes sucesivo también aplicó la misma estrategia —aun con mayor rigor— sin obtener resultado alguno. Cansado y vencido, el posterior fin de semana no puso en marcha ninguna estrategia y salió como de costumbre a la casa de Tania. Al regresar, el suave y delicioso perfume lavanda y estaba flotando en el aire semejante a lentas e ingrávidas burbujas de cristal. Se acostumbró al perfume lavanda todos los viernes por la noche. En un inicio para él sólo se trató de un perfume, pero después comprendió que en realidad se trataba de una presencia. De una presencia inexorable y encantadora; ciertamente abstracta, pero poco a poco, y al fin y al cabo, tangible. En efecto, luego de que él adoptara cretas formas de dulce complicidad los viernes no volvía por ningún motivo a su apartamento entre las siete y once de la noche— con la sucesión de los hechos extraños; la visita desplegó, además del perfume, otros actos de su presencia que la hacían más concreta y visible. Sus actos eran como estelas dejadas en la mar. De ellas se la podía columbrar. Muchas veces en el televisor de videos se olvidaba películas como «Love Story», «Casablanca» o «Cyrano de Bergerac». Asimismo, muchas veces, cuando regresaba a su apartamento, todavía giraba en el tornamesa «The shadow of your smile» o «Summertime». Nunca fue adepto al cine ni al jazz; pero empezó a ver y escuchar —incluso a coleccionar por su cuenta— las películas y la música que la visita veía y escuchaba parecía esperarlo y que quizás olvidaba adrede. Así, el cine y el Jazz lo condujeron lenta e ineluctablemente a desentrañar su esencia y forma. De esta manera supuso —por la música— que su alma debía ser sutil y sensible; y por las películas se la imaginó como una figura rodeada por la aureola de loa años cuarenta o cincuenta. Debía ser una mujer —ahora ya no era sólo un perfume o una presencia— de pelo rizado, ojos dulces, pero al mismo tiempo sensuales; debía vestir sombrero de fieltro, vestido de noche y abrigo de pieles. Solía imaginársela bailando suavemente un blues o un swing al compás de la orquesta de Harry James o Count Basie. Cuando terminó de imaginársela, quiso ponerle un nombre. Estuvo cerca de dos semanas buscando uno apropiado. Tuvo varias alternativas, hasta que se quedó con dos; Erika y Lorena. Finalmente se decidió por Lorena. Le pareció más complejo que el primero. Sonaba al mismo tiempo dulce y sensual, abstracto y concreto, exótico y familiar. 271

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La complicidad de la primera época generó después un conjunto de sentimientos. Así, apenas llegaba a su apartamento, buscaba la colilla de los cigarrillos dejados por ella. Le gustaba saborear el rouge impregnado por sus labios. Por eso también le dejaba, sobre la mesita’ de la sala, antes de marcharse a la casa de Tania, rosas y claveles que no encontraba cuando volvía. Muchas veces esos sentimientos le instaron a que la fantasía y la imaginación fuese desentrañada por la realidad. Era necesario saber quién era Lorena; era necesario verla y tocarla. Así, nuevamente volvió a la estrategia del acecho. Sin embargo, tal como temió y como sucediera antes, no obtuvo resultados favorables. Entonces, desesperado, no sabiendo ya cómo proceder, comenzó a dejarle notas en las que le rogaba que se presentara ante él. Pero ella no se presentó y sólo le dio como respuesta un libro de Neruda con cien sonetos de amor que dejó abierto sobre la mesita en que reposaban las notas. Comprendió el mensaje. Lorena quena que entre ellos no existiera ni acechos ni estrategias. Por temor a perderla, a que no volviese más a su vida, aceptó esa especie de condición que sabía no provenía sino de una voluntad sutil y su¡ generis que quería que su relación oscilara dulce y dolorosamente entre lo real y lo irreal, entre lo concreto y lo abstracto, entre la presencia y la ausencia. III Puso la colilla del cigarrillo en el cenicero y se incorporó del sillón. Fue hasta el tornamesa y apagó el Long Play que ella había olvidado esa noche. Entonces el piano de Red Garland con «Summertime» dejó de escucharse en su apartamento. Miró su reloj; era poco más de las doce. Se dirigió a su habitación. Una vez adentro ingresó al baño contiguo. Allí estaba la bañera vacía, sin ella; pero repleta de espuma, llena de su olor de mujer. Lorena acostumbraba darse un baño antes de marcharse. Estuvo un rato contemplando la espuma como si a través de las pompas de jabón pudiera verla. Consultó nuevamente la hora el tiempo transcurría incontenible. Era tarde, y al día siguiente tenía que encontrarse con Tania para salir de compras. Se dispuso a acostarse. Apagó el velador y e metió a su cama. Con el rostro hacia la ventana —mientras aguardaba el sueño— se puso a pensar en su vida. En un par de meses más se casaría con Tania. Formaría con 272

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ella un hogar; tendría hijos, trabajaría duramente para ella y los niños. Asimismo, la respetaría y la querría como su esposa y la madre de sus hijos. La cortina de la ventana estaba corrida, y a través del cristal podía verse la noche. Había luna llena, y el cielo lucía tatuado de estrellas. Se casaría con Tania; sí, así sería, la conocía desde niña, se había acostumbrado a ella; pero Lorena, Lorena, lo sabía muy bien, lo seguiría buscando. Tendría que alquilar otro apartamento donde pudiera visitarlo —como ahora— todos los viernes por la noche. Adivinaba su carácter, su forma de pensar; ella debía ser una mujer de sentimientos profundos; por eso sabía que jamás lo dejaría; por eso sabía también que nunca aparecería ante él su alma era a la vez traviesa y alegre, intensa y sutil. Así transcurrirían los años. Tania engordaría, empezaría a ponerse Hileros y a usar gafas de carey; los niños por supuesto crecerían. Pero ella, Lorena, seguiría visitándolo en su apartamento —aunque algún día también ella se casase— seguiría siempre igual: bella y profunda, dulce e infinita. A través de la ventana también podía verse la ciudad. ¿Dónde estaría ella, quién sería? En verdad no importaba; porque ella, Lorena estaba a su lado. Se había bañado antes de marcharse, y se’ había tendido un rato en su cama, desnuda, espléndida. Aún estaba tibia la sábana, por eso ella estaba ahí; por eso, escuchó unos pasos suaves y sigilosos en la sala; alguien ponía en el tornamesa el saxo Alto de Lou Donaldson con «The Shadow of your Smile». Era ella, quizá se había olvidado de algo y de paso ponía su canción. Quiso incorporarse; ahora podría verla, tocarla, saber quien era, pero repentinamente se detuvo. Un temor inusitado le envolvió el alma ella podía disgustarse y él no quería que Lorena se marchase de su vida para siempre. Entonces, lo único que hizo fue encender un cigarrillo y contemplar, sentado sobre su cama, cómo la luz de la luna trepaba la pared de la habitación y cubría lentamente su rostro igual que los ojos de un corcel blanco.

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Rosa Núñez Pacheco Arequipa, 1971. Profesora de Literatura de la Universidad de San Agustín. Integrante del comité editorial de las revistas Apóstrofe y Thesauros. Ha publicado el libro de cuentos Objetos de mi tocador (2004).

sábados por la tarde El espejo y los otros no se cansan. La juventud del alma no es más que un cuento chino. Giovanna Pollarolo

C

aminaron todo San Francisco sin decirse palabra alguna. Al llegar a la Plaza de Armas, él se detuvo a comprar unos cigarrillos. “¿Quieres uno?”, le preguntó a su mujer. Melania movió afirmativamente la cabeza, dejando que un flequillo de su cabellera le cubriera parte de su frente. Luego siguieron caminando hasta entrar en un café. A menudo lo hacían, sobre todo cuando descubrieron que los sábados por las tardes resultaban terriblemente tediosos. Al menos, los domingos ella iba a visitar a su madre, y de lunes a viernes cada quien hacía lo suyo. Escogieron la mesa más cercana a los portales, desde donde se podía ver la plaza. El vuelo conjunto de las palomas de la catedral hacia la fuente central y el grito de los niños que intentaban atraparlas, arrebataban la tranquilidad del lugar. Ella recordaba muy bien cuando era niña, y su padre, después de misa, la dejaba corretear tras las aves. Algunas veces había logrado cogerlas, les acariciaba su plumaje gris o les daba el amiguillo directamente a sus picos; otras tenía que contentarse con verlas desde el auto, sin poderlas tocar. “Iremos donde Joaquina, ¿no?”, preguntó ella sin dejar de ver a los niños. Álvaro fingió no escuchar y se dejó llevar por la suave melodía que sonaba en los parlantes. Melania no insistió. Tomó el café y continuó viendo la plaza. Había partes en que ésta parecía estar alfombrada por esos cuerpecitos grises. “Si quieres, ve tú”, dijo Álvaro después de un larguísimo rato, cuando ya Melania se había olvidado de la invitación. “Preguntarán por ti, después de todo es nuestra ahijada”, contestó ella. Álvaro pensó 274

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en sus compadres, siempre tan solícitos y atentos, mostrándole cada vez que podían las fotografía de Joaquina: su nacimiento, los primeros dientes, los primeros pasos, el primer año y entonces el bautizo. Melania y él aparecían en varias fotos con la bebé en brazos. Ella lucía feliz, radiante; él siempre con la misma expresión ausente. Álvaro se turbó al recordar lo inquieta que era la pequeña. Aquello confirmaba su idea de no tener hijos. “Ya inventarás algo”, agregó él con un aire de desenfado. Esa respuesta seca ya no provocaba en ella ningún resentimiento como antes. Se había acostumbrado a lo largo de esos años a la parquedad de su marido que se acentuaba más durante los fines de semana. Continuaron en silencio un buen rato más. En la pared del fondo, el reloj marcaba las cinco y media. Ella, cogió su bolso y extrajo un pequeño espejo: ya no tenía el rostro lozano. “Iré a comprarle un regalo, ¿me acompañas?”, le preguntó mientras se contemplaba. “¿Otro más?”, inquirió Álvaro. “Recuerda que es su cumpleaños y además a mí me encanta la carita que pone cuando abre los regalos”, agregó ella. “Bueno, pero tendrás que regresarte en taxi, yo voy a ver el partido”, respondió Álvaro llamando al mozo para pagar la cuenta. Luego ambos salieron del café, cruzaron la plaza. Las palomas estaban cobijadas en la catedral. Se despidieron en una esquina y ella subió tres cuadras más por la calle Mercaderes. Tenía el tiempo suficiente para buscar algo con que realmente quedaría contenta, después iría directamente donde sus compadres. Entró en una tienda, en cuyas vitrinas se exhibían juguetes. No era época navideña, sin embargo, había muchos niños que entraban y salían con sus padres y con paquetes de distintos tamaños. Al ingresar vio que una turba bulliciosa rodeó a un simpático arlequín. Le llamó la atención aquel cuerpo delgado cubierto de lycra roja que se contorsionaba graciosamente sobre el piso, haciendo reír a la gente. El hombrecillo después repartió dulces y se fue a otro sector. Los pequeños se dispersaron inmediatamente, excepto una niña que corriendo fue donde Melania y le tomó la mano: “¡Vamos, mamá!” Ella se quedó perpleja, pero se dejó llevar por esa mano suavecita y tibia que la conducía por los pasillos de los peluches. Sólo después de un momento, una jovencita se acercó donde la niña y le preguntó: “¿Dónde estabas, te estaba buscando?”. La pequeña no quiso desprenderse de Melania, pero al final se fue con su mamá. Melania salió de la juguetería sin comprar nada y de pronto se vio caminando entre las palomas. Pensó en Álvaro. El tiempo había pasado entre tantas peleas, pero, al fin y al cabo, la negativa persistía, más aún

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después que el médico le había advertido de ciertos riesgos de un posible embarazo. Un hijo quizá hubiera llenado el vacío que sentía. Cuando Álvaro sintió que un auto se estacionó frente a su casa, se levantó y vio a través de la cortina: era Melania, que bajaba de un taxi. Le abrió la puerta. “Llegas temprano, ni siquiera ha empezado el partido”. Ella dijo que estaba cansada y que mejor se iría dormir. En su cama se ovilló lo más que pudo. Cerró los ojos y no quiso pensar en nada. Aquella noche soñó con las palomas.

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César Augusto Álvarez Arequipa, 1968. Ha publicado el poemario Breve historia de todas las cosas y en prosa Rompecabezas, El último cartucho en Chorrillos entre otros.

una botella de cerveza

A

quel fin de semana parecía terminar como cualquier otro. Completamente borracho subió hasta su cuarto, sin comer, y se recostó ahí mismo. Sentía un fuerte ardor en el estómago, y trató de cerrar los ojos a la fuerza, colocando su cuerpo en las posturas más inverosímiles para atenuar los efectos del trago en su organismo. Tuvo deseos de arrojar, y con gran esfuerzo estiró su boca hasta el borde de la cama que daba a la pared. Se metió el dedo, la mano entera hasta las fauces mismas, pero igual. De pronto, fue tomando consciencia de ese murmullo leve que parecía venir desde afuera. Primero no hizo caso, cogió las frazadas y se cubrió totalmente la cabeza. Pero el murmullo parecía penetrarlo todo, pues sentía la voz más indistinta, entrando en sus oídos, y ya no pudo evitarlo: se paró bruscamente y fue hacia la ventana (estaba con zapatos y todo) y corrió las cortinas. La oscuridad era total. Intentó calcular la hora pero no pudo. Además ya no escuchaba nada. Entonces, dedujo que todo era producto de la borrachera y volvió a acostarse; mas esta vez oyó la voz inconfundible y, aunque temeroso, regresó a la ventana, jaló el seguro y la abrió, ofreciendo su cara a la noche, sus ojos desorbitados. Recorrió la calle con la mirada, buscando una explicación a esa voz misteriosa que lo llamaba. Luego volvió a su cuarto para coger la linterna de su mesita de noche. Un frío glacial lo estremeció. Extrañado, observó que afuera no estaba ya la calle, sino la continuación de su casa. Al comienzo dudó, pero su curiosidad lo impulsó hacia adelante. Introdujo con cuidado la cabeza en el espacio que dejaba la ventana y se encontró con un patio que le resultaba conocido. Pese a estar seguro de que su cuarto quedaba en el segundo piso y de que estaba borracho y que, por lo tanto, podía estar alucinando, trepó sobre la baranda e ingresó en un ambiente insólito; bajó los pies y examinó cautelosamente los alrededores. 277

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Un ligero ruido distrajo su atención. Asustado avanzó a grandes pasos hasta atravesar una puerta que daba acceso al comedor de su casa. Lo sorprendió encontrar, en la gran mesa de fieltro anaranjado, una botella de cerveza a medio tomar y un pequeño vaso, solitario y vacío. Se sirvió con urgencia un trago rebalsando de espuma y lo bebió de un golpe; después cogió la botella y se la llevó a la boca hasta cerciorarse de que no había quedado nada de líquido. Al salir encontró la huerta de su padre: plantas y árboles de mil formas se presentaron a su vista, aturdiéndolo; por un instante se sintió caer, mas haciendo acopio de sus escasas fuerzas logró sostenerse. Estaba muy mareado y el dolor de estómago se le hacía cada vez más insoportable. Sus ojos le ardían: los frotó fuertemente con sus manos y adivinó la sangre que se deslizaba entre sus dedos. Aterrado, quiso gritar, pero una fuerza oculta se lo impidió. Dio media vuelta y, aunque sus piernas le temblaban y no le obedecían, emprendió la carrera de regreso a su cuarto. Atravesó el comedor una vez más (la botella y el vaso seguían ahí), de nuevo el patio, y por fin llegó hasta la ventana, mas ésta se encontraba cerrada. Las cortinas, sin embargo, permanecían corridas. Y a través del vidrio transparente distinguió sorprendido su propio cuerpo inerte observado por un difuso cortejo de rostros a la luz tenue de esa madrugada que aún no acertaba a definirse.

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Orlando Mazeyra Arequipa, 1980. Ha publicado el libro de cuentos Urgente: Necesito un retazo de felicidad (2008)

urgente: necesito un retazo de felicidad

D

espués del almuerzo siempre hace lo mismo: prepara, a fuego lento, una infusión de anís con ramitas de apio en un viejo jarro de porcelana; mientras espera que enfríe «su mate digestivo» (así lo llama en las esporádicas tertulias familiares), se calza morosamente las abrigadoras pantuflas de lana que se compró en Juliaca durante las vacaciones del invierno pasado; y, conteniendo un ligero bostezo, se envuelve en una gruesa bata azulina que, tibia, siempre lo espera oreando en el cordel que atraviesa el jardín contiguo a su recámara; luego vierte la infusión en una rústica taza de arcilla que lleva su nombre con letras de imprenta: RAÚL RAMÍREZ; limpia sus gafas con un borde de la manga izquierda de su misma bata, se hunde en su sofá de descanso vespertino, y gasta al menos dos horas leyendo un par de periódicos (uno ‘serio’ que llega desde la capital, otro ‘informal’ que es del ámbito local). Con ambos periódicos también sigue un riguroso e invariable programa (que él nunca llamaría rutina): empieza en la sección deportiva, escamotea las tediosas páginas que abordan la nauseabunda política, ojea sin atención el escaso bloque cultural. Memoriza un par de estrenos (pero casi nunca va al cine, pues su vieja misantropía se lo impide). Descansa. Termina con ruidosos sorbos su infusión. Aborda la sección de Avisos Económicos del diario nacional y lee todos, pero todos, los avisos con desusada atención. Antes de leer la sección de recuerda que tiene una casa de tres plantas sólo para él. Sabe que jamás se animaría a alquilar ni siquiera esa cochera que nadie utiliza (nunca se compró un auto pero, paradójicamente, siempre renovó su licencia de conducir)... Tampoco gastaría sus ahorros alquilando casas de playa, terrenos, departamentos,

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etcétera. Pero todo esto para él es lo de menos cuando memoriza las ofertas que le parecen bastante atractivas. Cuando llega al bloque de , recuerda que el próximo mes se van a cumplir once años desde que se jubiló. Añora sus buenos días de trabajo en la fábrica de telares. Se imagina joven, brioso, con ganas de conseguir un buen trabajo y se engulle todas las ofertas laborales que le ofrece el periódico. «Siempre que estaba apunto de comprar un auto, no sé por qué me desanimaba», recuerda mientras termina de repasar la última de las diecinueve ofertas de cuatro ruedas. Todas. Las lee todas. Cuando lo invade el sueño, se frota los ojos. Mueve la cabeza, sacude las manos, vuelve a tomar el periódico, y siempre cierra la pesada faena con la sección ADULTOS. Nunca, eso sí que jamás. Nunca de los nuncas llamaría a alguna servidora del cuerpo. A veces un impulso primitivo lo invita a hacer la prueba... pero su mojigatería es más grande que sus apetitos sexuales. Termina un aviso y sin descansar pasa al siguiente. Se da un respiro para acomodarse los lentes. Cuando está por finalizar esa recargada sección, descubre —perdido entre variopintas ofertas de masajistas complacientes, morochas A1, charapitas ardientes y costeñitas confortables— un aviso que, en realidad, no sólo no encaja en ese voluptuoso rubro, sino que no podría pertenecer a ninguno de los que hay en el diario. Lo lee y lo relee sumido en una mezcla de estupefacción e incredulidad:

Se ríe y se quita los anteojos. ¿Retazo de felicidad? Cierra el periódico pensando que se trata de una broma muy peculiar, o quizá un error de redacción... cualquier cosa. ¿Quién podría anunciar en un periódico que busca un «retazo de felicidad»? Ni siquiera buscaba felicidad (o la felicidad), sino un «retazo» de ella. Piensa en la felicidad. Trata de imaginarla, concebirla. No la conoce. Es muy difícil imaginar algo que uno nunca ha sentido. Felicidad, felicidad,

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felicidad... ¿Qué rayos era la felicidad? Tira el periódico al suelo mientras sentencia en voz alta: —Yo también me conformaría con un retazo de felicidad. El aviso ahora sí tenía sentido. Ya no le parecía una broma o un simple error. Era un pedido desesperado. Ahora sentía algo de pena —¿absoluta identificación?— por el autor (o autora) del pedido. Bah, era cierto: la sección ADULTOS no era el mejor medio para solicitar algo tan abstracto pero, bueno, valía la pena el intento. «Puedo llamar a ese teléfono —piensa, encendido por una creciente llama de curiosidad—. No pierdo nada: escucho su voz y cuelgo... O puedo decirle que yo tampoco encuentro a la felicidad y que me siento muy identificado con su aviso... Aunque me puede mandar a rodar. Mejor dejo de pensar tantas tonterías...» Se para del sofá y se quita la bata. Recoge el periódico y vuelve a buscar el anuncio. Lo lee una vez más y se pone pálido al descubrir que el número no era otro que el suyo. Sí: 054-256290. No había duda, era el número de su casa. Tenía que ser un error. ¿Quién le estaba gastando una broma tan estúpida? ¿Algún familiar? ¿Alguno de sus odiados vecinos? ¿Quién? «Yo soy feliz», se dice con firmeza y se golpea los muslos con las palmas de ambas manos, «no necesito ningún retazo de felicidad ni de nada. ¡No necesito nada!» Suena el teléfono. No quiere contestarlo. Todo le parece absurdo, jalado de los pelos. De algo estaba absolutamente convencido: no le había gustado en absoluto la extraña broma. —Aló —Sí, buenas tardes —le dice una voz femenina—. Llamo por el aviso del periódico. Se queda en silencio. —¡Aló, aló! —repite la mujer—. Señor, le digo que llamo por el aviso. —¿Qué aviso? —pregunta contrariado. —El aviso del periódico. Yo estoy en condiciones de ayudarlo, señor. —¿Y cómo piensa ayudarme? —pregunta turbado y con ganas de colgar. —Poniéndole fin a este patético sueño. —¿Qué cosa? No me tome el pelo, señorita.

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Despierta. Está en la Sala de Emergencias de un hospital. Una enfermera lo mira con cariño y le toma una mano: «Tranquilo, señor Ramírez. Ha tenido usted un infarto». Un médico ausculta su corazón con extraños aparatos. Trata de balbucear algo pero la enfermera le junta los labios: «No se esfuerce, por favor. No diga nada, tiene que descansar. Ya todo ha pasado». Al fondo, en una banca gris, una mujer de mirada extraña lee un diario. Cuando ella lo mira, él siente que el corazón le va a volver a estallar. La mujer se pone de pie, hace caer el diario y sale del ambiente. El periódico, en el suelo, luce abierto en la sección de Avisos Económicos, y el señor Ramírez se convence de que éste también es otro horrible sueño: «Mi corazón nunca falla, ¡jamás falla! —piensa confundido—. Tengo que despertar. ¡Tengo que llamar al diario para que quiten de una vez ese estúpido aviso!».

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César Sánchez Martínez Arequipa, 1986. Es egresado de la Escuela Profesional de Literatura y Lingüística. En 2008 obtuvo el segundo lugar en el concurso anual del premio El cuento de las mil palabras organizado por la revista Caretas.

El descanso

S

igue ahí —dice mi Abuelo. Y ahí está. Larga y oscura. Podemos ver su sombra y oír los sonidos que producen sus élitros sobre el piso de piedra del patio. —Sigue ahí, la Maldita.

Se ha cumplido el tercer día desde que la Charchasuga se apoderara de nuestro patio. Pero no le tememos. No. Sabemos de sus mañas y de los múltiples actos oscuros de los que es capaz, pero no le tememos. Por lo menos todavía no. Atisbo desde la mesa del comedor un lejano resto rojo. Parece una mancha de sangre solidificada o uno de esos extraños nidos de pájaros indostanos, ésos que viven en los pantanos durante las temporadas de apareamiento. Me acerco lo necesario como para poder contemplarlo con detalle sin tener que encontrarme con la presencia de la Charchasuga, que como todas las tardes, hiberna oculta en algún rincón. Es la imagen de una actriz que no conozco, en traje de diablo. La Charchasuga ha vuelto a destruir el horario del cable, dispersando sus páginas. —Pura basura —dice mi Abuelo, mientras pasa revista mecánicamente a los canales de la tele. Mi abuelo cambia de canal apretando el dedo índice en los botones del control, casi como mandaban mensajes los telegrafistas antiguos. Mensajes de guerras decimonónicas sangrientas, con descargas de mosquetes, cargas de caballería y mutilados. Especialmente mutilados. 283

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Ya no tenemos más atún. Pero queda algo de mayonesa. Nos hemos visto obligados a pasar las tardes y las noches viendo Cazadores de Mitos mientras roemos galletas con mayonesa. Yo no me preocupo, pero pienso en mi Abuelo. El pobre viejo. Forzado a mirar tras sus gafas gruesas un espectáculo de gestos incomprensibles y extraños, procurando descifrarlo con atención, mientras intenta comer con gusto fingido pitanzas insalubres y desabridas. Temo por él. Le puede venir un calambre o algo. He abandonado mis estudios de Historia. Al principio llamaron algunos amigos preguntando por qué ya no pasaba por la Facultad. Incluso llamó Micaela. Pero sólo les respondí con evasivas, contándoles historias falsas de un oscuro trabajo con el gobierno regional, que me exigía horas de aislamiento ante escritos antiguos. Porque no entenderían nunca las verdaderas razones. Si no comprenden la importancia fundamental de la batalla de Móhacs, ni les interesan aspectos fascinantes de la historia como los yazidis y el culto a Melek Taus, mucho menos comprenderán o siquiera se interesarán por la invasión de mi patio por una Charchasuga gigante y antropófaga. Aunque estuve tentado de contarle todo a Micaela. Pero ya no hay caso. Mi Abuelo ha despertado reconfortado. El sol de la mañana atraviesa la ventana y llega a su calva, cubriéndola, dándole el aire de ser un objeto valioso que cubre y custodia un objeto aún más valioso. —Hijito —dice, mientras se ciñe un viejo correaje de herramientas, del que pende un martillo aún más antiguo—. Ya estuvo bueno. Vamos a reventar a ese animalejo. Si no es ahora, ¡nunca! Me río interiormente. Ahora o nunca. Esperaba algo más elegante de parte de mi Abuelo. Tanto tiempo como electricista principal del Teatro Municipal y no ha sabido captar la esencia del gesto. Además, para qué combatir. ¿Existe acaso alguna garantía de que desaparecerá la Charchasuga? ¿No es su desaparición casi tan probable como la nuestra? 284

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Quizá a lo mejor nuestra propia existencia presente, saturada de galletas y mayonesa, no sea más que un efecto de la llegada de ese Animal Gigante. Quizá sea una, enviada de los Dioses, incluso. Pero no me alarmo. Que salga mi Abuelo, si eso es lo que gusta. En lo particular prefiero quedarme postrado en mi esquina, descansando.

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índice Prólogo ............................................................................................... 7 Juan Manuel Polar El rapto de miz-miz.......................................................................... 11 Un oficial de herrería ...................................................................... 18 Francisco Gómez de la Torre Misiá Pituca..................................................................................... 24 Enrique Portugal El fantasma del callejón de la catedral............................................ 27 Julio C. Vizcarra La muerte de Sarrasqueta................................................................ 32 Juan Manuel Cuadros El rudecindo y la Tomasa................................................................. 36 Olivares del Huerto El brujo........................................................................................... 52 Gastón Aguirre Morales Tic-tac.............................................................................................. 58 El milagro......................................................................................... 66 Alberto Hidalgo Los sapos.......................................................................................... 75 Raúl Figueroa La pensión escolar............................................................................ 83 Los chacales..................................................................................... 90 Mario Arenas Rodríguez El cajón............................................................................................ 94 Edmundo de los Ríos Las cosas que se dicen en cualquier parte........................................ 101 Los halcones negros......................................................................... 106 César Vega Herrera ¿Acaso somos choros?...................................................................... 109 Edmundo Mota Zamalloa La sombra del gallo.......................................................................... 114 Willard Díaz Cobarrubias Taxi ............................................................................................... 122 La cita.............................................................................................. 126 El olor de la losa mojada.................................................................. 133 El martillo........................................................................................ 136 Mónica............................................................................................. 138 Dino Jurado Apaga la luz...................................................................................... 141 287

Juan Alberto Osorio El hijo mayor.................................................................................... 149 Teresa Ruiz Rosas Detrás de la calle Toledo.................................................................. 151 Coleccionistas de cruces.................................................................. 167 Kankachu o la sal de la tierra........................................................... 170 Miguel Ángel Delgado Luján La historia de Bato........................................................................... 176 Carlos Herrera Historia de Manuel de Masías......................................................... 193 Miguel Barreda Delgado Memorias de la tripa........................................................................ 209 Marcelo Oquiche Hernani Alas de ceniza.................................................................................. 217 Fernando Rivera Díaz Wantán............................................................................................. 220 Fuera de ruta.................................................................................... 226 Juan Pablo Heredia Mateo Yucra..................................................................................... 229 Oswaldo Chanove La pensión........................................................................................ 238 La masacre de Arequipa.................................................................. 241 Entrevista a un vagabundo.............................................................. 244 Zoila Vega Salvatierra Cápac Cocha ................................................................................... 249 Goyo Torres Arqueología..................................................................................... 265 Yuri Vásquez Un blues en la noche....................................................................... 269 Rosa Núñez Pacheco Sábados por la tarde......................................................................... 274 César Augusto Álvarez Una botella de cerveza..................................................................... 277 Orlando Mazeyra Urgente: necesito un retazo de felicidad......................................... 279 César Sánchez Martínez El descanso....................................................................................... 283

Este libro se terminó de imprimir en el mes de marzo de 2010 en los talleres gráficos de Arequipa – Perú.