Crisis y Precariedad Vital

CRISIS Y PRECARIEDAD VITAL Trabajo, práctica sociales y modos de vida en Francia y España Benjamín Tejerina, Beatriz Ca

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CRISIS Y PRECARIEDAD VITAL Trabajo, práctica sociales y modos de vida en Francia y España

Benjamín Tejerina, Beatriz Cavia, Sabine Fortino y José Ángel Calderón (Editores) Autores

Luis Enrique Alonso Lorenzo Cachón José Ángel Calderón Juan José Castillo Beatriz Cavia Yves Clot Collectif Asplan [Pierre Barron, Anne Boy, Sebastien Chauvin, Nicolás Jounin y Lucie Tourette] Eduardo Crespo

Valencia, 2013

Sabine Fortino Danièle Linhart Pablo López Calle María Martínez Pascale Molinier María Paz Martín Ramón Ramos Andrés G. Seguel Amparo Serrano Benjamín Tejerina Teresa Torns

Copyright ® 2013 Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito de los autores y del editor. En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch publicará la pertinente corrección en la página web www.tirant.com (http://www. tirant.com).

Directores de la Colección:

ISMAEL CRESPO MARTÍNEZ Catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Murcia

PABLO OÑATE RUBALCABA Catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Valencia

© Varios autores

© TIRANT LO BLANCH EDITA: TIRANT LO BLANCH C/ Artes Gráficas, 14 - 46010 - Valencia TELFS.: 96/361 00 48 - 50 FAX: 96/369 41 51 Email:[email protected] http://www.tirant.com Librería virtual: http://www.tirant.es I.S.B.N.: 978-84-9033-193-4 MAQUETA: PMc Media Si tiene alguna queja o sugerencia envíenos un mail a: [email protected]. En caso de no ser atendida su sugerencia por favor lea en www.tirant.net/index.php/empresa/politicas-de-empresa nuestro Procedimiento de quejas.

Índice INTRODUCCIÓN................................................................................... 9 Beatriz Cavia, Benjamín Tejerina, Sabine Fortino y José A. Calderón

PARTE I DE LA PRECARIEDAD DEL EMPLEO A LA PRECARIEDAD DEL TRABAJO 1. La construcción de lo precario: la investigación sobre la precariedad en la literatura sociológica española y algunas aportaciones sobre sus derivas................................................................................................ 45 Beatriz Cavia y María Martínez

2. La emergencia de una “precariedad subjetiva” en los asalariados estables..................................................................................................... 67 Danièle Linhart

3. Trabajo, precariedad y salud.............................................................. 85 Yves Clot

4. Los suicidios relacionados con el trabajo: ¿un indicio de su precarización? ................................................................................................. 93 Pascale Molinier

5. La regulación paradójica del trabajo y el gobierno de las voluntades. 115 Amparo Serrano, Mª Paz Martín y Eduardo Crespo

6. Género y precariedad en Francia: ¿hacia el cuestionamiento de la autonomía de las mujeres?..................................................................... 145 Sabine Fortino

7. La precariedad laboral en España: ¿es cosa de mujeres?..................... 171 Teresa Torns

PARTE II DE LA CRISIS DE LAS INSTITUCIONES A LA PRECARIEDAD VITAL 8. Malestares del tiempo........................................................................ 195 Ramón Ramos Torre

9. Precariedad y modelos de consumo: la sociedad de bajo coste............ 221 Luis Enrique Alonso

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Índice

10. La precariedad de los inmigrantes en España: la construcción de la fragilidad de un nuevo sujeto............................................................. 245 Lorenzo Cachón

11. Jóvenes, sindicatos y reorganización productiva: el caso español........ 269 Pablo López Calle

12. La huelga de los trabajadores sin-papeles en Francia: el asalariado encastrado revelado por sus movilizaciones........................................ 291 Collectif ASPLAN

13. De la desestabilización subjetiva a la solidaridad................................ 309 José Ángel Calderón

14. Precariedad y acción colectiva en la movilización altermundialista. Reinterpretación y resignificación de la vida en precario.................... 331 Benjamín Tejerina y Andrés G. Seguel

POSTFACIO............................................................................................ 355 Juan José Castillo

INTRODUCCIÓN Beatriz Cavia, Benjamín Tejerina, Sabine Fortino y José A. Calderón

E

n las sociedades contemporáneas parece extenderse el descontento por las diversas situaciones de precariedad que han afectado a numerosos sectores sociales en diferentes contextos geográficos. Vinculado a este descontento se ha producido, recientemente, un incremento de movilizaciones sociales y de formas de acción colectiva tanto en países del Norte de África como de Europa. A las manifestaciones y ocupaciones de plazas en países como Túnez, Egipto, Libia, Marruecos, Yemen o Siria, que han dado lugar al término de primavera árabe, se han unido protestas y huelgas en Grecia contra las medidas económicas para frenar la crisis económica de la deuda pública, las manifestaciones de jóvenes estudiantes en Reino Unido contra la subida de las tasas universitarias, las movilizaciones contra la reforma de las pensiones en Francia o el Movimiento del 15M en España, que han alcanzado altas cotas de protagonismo y se han llegado a identificar con una forma de acción colectiva motivada por la indignación. Sin querer afirmar que estas manifestaciones tienen un origen común más allá de las peculiaridades sociales, culturales, políticas y económicas que han motivado su emergencia pública, todos ellas ponen de manifiesto un amplio descontento por expectativas largamente desatendidas, posibilidades de movilidad limitadas para sectores jóvenes y de clase media, desafección hacia las formas tradicionales de acción política y sindical, rechazo de las respuestas sociales y jurídicas a la crisis financiera y, lo que más nos interesa aquí, procesos de precarización de la vida que de manera silenciosa se han venido expandiendo en las últimas décadas. Son también testimonio de una resistencia cada vez más fuerte a los procesos de precarización que, de manera frecuentemente silenciosa e insi-

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diosa, se han desarrollado a lo largo de las últimas décadas y que constituyen el centro de la reflexión que se presenta en esta obra. Reflexionar sobre las distintas facetas de los procesos de precarización social, en un contexto de transformación tanto del modelo económico y del mercado como de los mecanismos de solidaridad sociales y la acción colectiva que tratan de reducir las consecuencias no deseadas de aquellos sobre las condiciones de existencia, es el objeto central de este libro. No es tanto la precariedad nuestro exclusivo problema sociológico, sino más bien la sociabilidad y los contextos sociales que la enmarcan tanto desde una lógica colectiva como individual. Pretendemos, por tanto, llevar a cabo un desplazamiento de la mirada sociológica que se refleja, en cada uno de los textos, de manera muy diversa. Nos interesa, en particular, el análisis de las transformaciones de las relaciones de empleo y las prácticas del trabajo precarizado, el estudio de los mercados laborales y su relación con la temporalidad psicosocial, los modelos de consumo, la cultura y las identidades. No nos olvidamos de los procesos de disciplinamiento y de individualización ni de las resistencias y las luchas mediante las que determinados colectivos tratan de recomponer vidas normalizadas en lugar de vidas precarizadas, en un contexto en el que tener un empleo ya no es necesariamente sinónimo de integración social. Intentaremos hacerlo, además, a partir de un cruce de miradas desde Francia y desde España, que representan dos modelos con características comunes pero con peculiaridades propias.

1. ALGUNAS RELACIONES ENTRE CRISIS DEL EMPLEO Y PRECARIEDAD SOCIOECONÓMICA A AMBOS LADOS DE LOS PIRINEOS La precariedad en el caso español: un deterioro sin precedentes del mercado de trabajo desde 2007 Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), España había pasado en los últimos años de tasas de desempleo superiores al

Introducción

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20% en los primeros años de la década de 1990 a tasas del 8% en el año 2007 antes de que se desencadenara la actual crisis. Este crecimiento sostenido a lo largo de 14 años había dado lugar a hablar del milagro español. El desencadenamiento de la recesión económica a finales de 2007 ha hecho que la tasa de paro haya subido hasta el 20,3% en el último trimestre de 2010, un incremento de 12 puntos porcentuales que todavía no ha tocado techo. Se ha pasado de 1,7 millones de parados a 4,7 millones en tres años y medio. Si exceptuamos los efectos de la crisis de principio de la década de 1980 que tuvo un carácter más estructural, nunca se había vivido una pérdida tan acelerada de puestos de trabajo, ya que la población económicamente activa ha pasado en estos años recientes de 20,3 millones en el segundo trimestre de 2007 a 18,4 millones en el cuarto trimestre de 2010, habiéndose perdido casi 2 millones de puestos de trabajo desde el inicio de la crisis. Las repercusiones de esta pérdida traumática de empleos no se manifiestan de la misma manera en todos los sectores sociales ni tienen una distribución geográfica homogénea. Esta crisis la sufren los jóvenes en mayor medida que otras categorías sociales. Mientras en 2007 había 8 millones de jóvenes entre 16 y 34 años ocupados, con una población ocupada de 20 millones, en 2010 únicamente 6 millones de jóvenes tenían un empleo sobre una población ocupada de 18,4 millones. Se han destruido 2 millones de empleos ocupados por jóvenes. De algo menos de un millón de desempleados menores de 34 años en 2007 (0,9) se ha pasado a 2,2 millones en 2010. Estos últimos suponen el 48,5% del total de 4,6 millones de parados españoles. Casi el 90% de quienes han perdido su empleo son menores de 35 años. Estas condiciones de carencia de empleo se hacen más intensas cuanto menor es la edad de la población joven, pues mientras las tasas de paro de los que tienen entre 25 y 34 años se sitúan en torno a la media nacional, los comprendidos entre 20 y 24 años la duplican, y los que tienen entre 16 y 19 la triplican. Dicho de otro modo, lo que parece que se está produciendo es que se han endurecido las condiciones de entrada en el mercado de trabajo y/o que éste tiende a prescindir y expulsar a los más jóvenes. En este segmento de población joven encontramos las peores condiciones

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de empleo: 27,5% de paro entre los jóvenes de 16 a 34 años, del 38,4% entre 20 y 24 años y del 63,8% entre 16 y 19 años; 37,7% de empleo temporal y 16,6% de contratos a tiempo parcial. El nivel de estudios también muestra diferencias significativas en cuanto a la cantidad y calidad de puestos de trabajo. Así, a menor nivel de estudios mayor porcentaje de paro: del 10-11% entre quienes tienen estudios secundarios o superiores, al 30% de quienes tienen estudios primarios y al 43% de los analfabetos o sin estudios. También las mujeres sufren los efectos del paro con mayor intensidad que los varones, pero en relación con las tasas de paro, paradójicamente, la crisis ha afectado en mayor medida a los varones que a las mujeres. En 2007 la diferencia entre la tasa de paro masculina (6,1%) y la femenina (10,4%) era de algo más de 4 puntos porcentuales, mientras que en 2010, aunque continúa siendo superior, la diferencia es menor a 1 punto, 19,9% para los varones y 20,7% de las mujeres. En este período, mientras las mujeres doblaban la tasa de paro los varones la triplicaban. La distribución geográfica del paro también muestra diferencias significativas. En general, las Comunidades Autónomas del norte como País Vasco, Navarra y La Rioja muestran tasas de paro hasta 10 puntos inferiores a la media española, mientras que Cataluña, Andalucía, Baleares y Murcia presentan tasas entre 5 y 10 puntos superiores a la media nacional1. Una parte importante de estas diferencias regionales se explican por las características de sus respectivas estructuras productivas: mientras en las primeras, el sector industrial tiene más peso y el sector turístico y la construcción es más reducido, en las segundas, tanto la construcción como el sector turístico tienen un peso considerable, y han sido precisamente estos dos sectores los que se han visto más afectados por la reciente recesión económica. El mercado de trabajo tiene otros aspectos relacionados con las condiciones de empleo que también son relevantes para entender



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Datos tomados de B. Tejerina, B. Cavia y M. Martínez: “Condiciones de empleo y de trabajo de la juventud en España”, Objovem 4º Trimestre 2010, Madrid.

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los procesos de precarización de la vida. Por un lado, encontramos el tipo de jornada laboral y, por otro lado, el tipo de contrato o relación laboral. España tiene un bajo índice de personas que trabajan en jornada a tiempo parcial y una de las tasas de temporalidad más altas de Europa. El porcentaje de contratos a tiempo parcial era del 12,4% en 2007 y se mantiene muy parecido en 2010, con un 13,4%. Aunque el porcentaje ha aumentado en un punto durante la crisis, se mantiene sin grandes cambios, lo que podría estar significando que no se contempla esta vía de contratación como una posible alternativa al empleo a tiempo completo. Sin embargo, sí existen diferencias significativas por sexos, ya que en 2010 mientras el porcentaje de varones con contrato parcial era del 5,5%, el de las mujeres era del 23,3%. La contratación a tiempo parcial, que puede ser considerada como un subempleo cuando no ha sido una elección personal, puede contemplarse como una alternativa temporal que permite la formación, la dedicación a otras actividades o superar de una forma menos traumática que el paro los cambios drásticos en la producción, introduciendo una cierta flexibilidad en la forma de computar la jornada laboral como ya están practicando numerosas empresas en otros países europeos. La temporalidad es otro elemento importante para entender las características del mercado laboral español. Con una tasa del 34,6% en el tercer trimestre de 2006, la más alta de las últimas décadas, muestra una mayor temporalidad entre las mujeres (37,4%) que entre los varones (32,6%). Paradójicamente, la tasa de temporalidad ha descendido en estos últimos cinco años hasta el 24,8%, 10 puntos porcentuales menos, con una doble consecuencia: por un lado, la diferencia entre hombres y mujeres se ha reducido a 2 puntos, aunque continúa siendo superior entre estas últimas y, por otro lado, tiende a una progresiva reducción de la elevada tasa de temporalidad, lo que nos acerca a otros países del entorno. Una posible interpretación de este hecho surge de manera inmediata: una parte del ajuste debido a la crisis se estaría realizando a través de la eliminación de contratos temporales. Alrededor de 1,3 millones de familias tienen a todos sus miembros activos en paro, y el 46% de los 4,7 millones de parados llevan más de un año buscando empleo, la mayor cifra desde 1994. Los

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extranjeros superan el 30% de tasa de paro, 12 puntos superior a la de la población española. Hasta aquí una breve caracterización del mercado de trabajo español y sus características que nos va a permitir su comparación con el caso francés para poder enmarcar los procesos de precarización tanto en un contexto de cambio económico estructural como en el de la recesión económica debida a la crisis de las instituciones financieras.

La precariedad en Francia: una acentuación continua desde los inicios de la década de 1980 Según el Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos (INSEE), la tasa de desempleo en Francia en el sentido de la OIT se ha situado durante el tercer trimestre de 2010 en el 9,7% de la población activa (incluidos los territorios de ultramar). Afecta a más de 2,6 millones de personas y a muchas más todavía —3,3 millones— si incluimos a las que no tienen empleo y quieren trabajar pero no están disponibles de forma inmediata ni se encuentran en situación de búsqueda activa de empleo. De hecho, el alcance del desempleo ha ido creciendo desde el comienzo de la crisis de 2008 (pasando del 7,5% a casi el 10%). La situación actual vuelve a reproducir el periodo sombrío de finales de los años 90, cuando entre 1995 y 1999 la tasa de desempleo sobrepasaba la barrera simbólica del 10%. Cabe señalar que desde los años 80, el desempleo es elevado en Francia, en comparación con otros países europeos como los Países Bajos, Austria o Dinamarca, por ejemplo, que han sabido contener de forma sostenida el paro por debajo del 5%. Nada de eso ha sucedido en Francia: a partir de 1979, la tasa de desempleo se ha situado sistemáticamente por encima del 5% y el objetivo de la “vuelta al pleno empleo” nunca ha sido verdaderamente considerado como un objetivo realista por parte de los diferentes gobiernos que se han ido sucediendo. Desde que el paro hizo su aparición en Francia, determinados grupos sociales se han visto especialmente afectados: las mujeres, los jóvenes y las categorías socioprofesionales menos cualificadas. Esto se ha confirmado una vez más en 2010: la tasa de desempleo femenino es superior a

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la masculina (el 9,5 % frente al 9,1%); asimismo, la tasa de desempleo de los jóvenes de 15 a 24 años es 16 puntos mayor que el grupo de los de 25 a 49 años (es decir, respectivamente, un 24,5% frente a un 8,3%) y de 18 puntos con respecto a las personas a partir de los 50 años, cuyo índice es del 6,4%; finalmente, los efectos de la crisis en la ocupación son más duros para los asalariados poco cualificados. De hecho, a menos diplomas escolares, mayores índices de desempleo. En 2008, los mayores índices se daban en las personas sin ningún diploma (12,7%), y en las que tenían un nivel de titulación bajo [el 7,7% tenía el graduado escolar (Brevet), un CAP (certificado de Aptitud Profesional) o un BEP2]. La tasa de desempleo de los que tenían el Bachillerato se situaba, en cambio, por debajo del 7% (el 6,8%), siendo aún más baja en el caso de los estudiantes con títulos superiores (menos del 5%). Y para las generaciones más jóvenes, es decir, para las personas que han terminado el sistema escolar hace entre 1 y 4 años, esta tendencia a la sobreexposición al desempleo se acentúa todavía mucho más: en 2009, el índice de desempleo de las personas sin titulación o con un diploma de escaso nivel se elevaba al 49,2%, frente al 23,1% en el caso de los que tenían enseñanza secundaria y bachillerato; la tasa disminuía hasta el 9,6% para los titulados de grado superior. El impacto negativo del desempleo en las diferentes categorías socioprofesionales reproduce los modelos anteriores. En efecto, en 2009 mientras que la tasa de desempleo de los obreros se situaba en el 13,2%, y la de los empleados en el 8,7%, el desempleo de los ejecutivos no sobrepasaba el 3,8%, mientras que el de los cuadros intermedios quedaba en el 5,3%. El fenómeno del subempleo —que afecta a las personas con una actividad profesional reducida pero que querrían trabajar más— viene a ensombrecer en mayor medida el panorama. En 2010 representa el 5,8% de la población activa francesa, afectando casi a 1,5 millones de personas en su mayoría mujeres. De hecho, casi el 9% de las mujeres activas está subempleada frente al 3,6% de los hombres. Este subempleo está relacionado con el desarrollo masivo del trabajo a tiempo parcial a partir de los años 80. En 1982 el



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Brevet d’Études Professionnelles (el equivalente a la FP).

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8,2% de los asalariados trabajaba a tiempo parcial. Veintiséis años más tarde, en 2008, el 17% de las personas que trabajan tiene un empleo a tiempo parcial. Una vez más las mujeres están en primera fila, con un índice de feminización de esta forma de empleo que alcanza el 83%. Asimismo, los asalariados con contrato temporal (CDD, según las siglas en francés) y con contratos temporales, como interinos, becarios, etc., han aumentado fuertemente en Francia desde los años 80. Si en 1982, sólo el 5,4% de los activos ocupados estaba empleado bajo una de estas formas de contratos de trabajo atípicos, en 2009 esta forma de empleo representa el 11,2%. Y no parece que esta tendencia vaya a invertirse porque, si bien en algunos sectores hay menos contratos interinos, en otros, los contratos temporales resultan masivos e incluso mayoritarios, como en el sector terciario donde representan casi el 75% de las contrataciones totales. Ahí también algunos grupos sociales están más afectados por el trabajo temporal que otros: las mujeres, por ejemplo, que representan el 60% de los asalariados con trabajos temporales, pero también los jóvenes. El Insee3 señala que en 2009 el 50% de los asalariados con un contrato temporal, en prácticas o en periodo de formación, tiene menos de 29 años. Asimismo, los obreros y los empleados, sobre todo los no cualificados, ocupan con más frecuencia que los otros PCS un puesto de trabajo con un contrato de corta duración: así, el 23% de éstos tiene este tipo de contratos que sólo se dan en el 12% de los otros asalariados. Contratos de media jornada impuestos, contratos temporales, carreras profesionales frenadas por el desempleo… todos esos elementos están en constante aumento en Francia desde hace treinta años. Estos auténticos indicadores de la precariedad socioeconómica se sitúan en el origen de lo que vamos a llamar la nueva pobreza laboral que difiere de la “pobreza por exclusión” porque afecta a individuos que ejercen una actividad profesional remunerada y



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Instituto Nacional de Estadística de Francia.

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declarada. En efecto, se calcula que existen actualmente entre uno y dos millones de trabajadores pobres4. El observatorio de las desigualdades5 revela que entre el 2003 y el 2008, el número de trabajadores pobres se incrementó en 100.000 personas aún cuando el Insee señala que se está produciendo una continua progresión del nivel de vida medio en Francia. En otras palabras: la diferencia aumenta entre, por una parte, los asalariados que tienen un contrato precario, y que vienen a añadirse a los asalariados que están en la parte inferior de la pirámide jerárquica (cuyos salarios están congelados en torno a cantidades próximas al salario mínimo) y, por otra, el resto de la población activa. Ahí, una vez más, determinados grupos sociales estarán más expuestos que otros porque sin lugar a dudas acumulan el conjunto de factores responsables en primer término de la pobreza laboral: la jornada laboral reducida, la inserción profesional en unos sectores mal remunerados, la experiencia de la alternancia entre periodos de actividad y periodos de desempleo más o menos prolongados. Las mujeres, sobre todo las que trabajan y educan a sus hijos, son junto a los jóvenes y los asalariados poco cualificados los principales blancos de esta pobreza.



Se trata de personas que tienen un empleo, pero cuyo nivel de vida (prestaciones sociales y salarios del cónyuge incluidos) está por debajo del umbral de pobreza. La diferencia observada aquí se explica por el tipo de cálculo del umbral de pobreza correspondiente o bien a la mitad de los ingresos medios, o bien al 60% de los ingresos medios. La cifra de dos millones de trabajadores pobres se obtiene a partir de un cálculo del umbral al 60%. La encuesta de Ingresos Fiscales y Sociales (ERFS, según sus siglas en francés) del Insee establece que en 2008 el nivel de vida medio de las personas es de 19.000 euros al año, es decir 1.580 euros al mes. El umbral de pobreza “al 60%” resulta por tanto efectivo cuando el nivel de vida de los hogares es inferior a los 949 euros al mes. 5 www.inegalites.fr. 4

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2. MIRADAS CRUZADAS SOBRE LA PRECARIEDAD EN FRANCIA Y EN ESPAÑA Como hemos podido ver, en materia de precariedad socioeconómica, las situaciones de las sociedades francesa y española son bastantes semejantes desde el punto de vista de las realidades que esta noción abarca, aunque a veces estén bien diferenciadas por su intensidad y profundidad. Barbier (2005), que ha puesto a prueba esta noción de precariedad comparándola a escala internacional, considera que resulta realmente “pertinente” a la hora de caracterizar a Francia, España e Italia porque en estos tres países “latinos” se pueden encontrar equivalencias sobre una serie de indicadores o de nociones que tienen pleno sentido en cada realidad nacional: como, por ejemplo, la existencia de una referencia legal en materia de derecho laboral (Cf., el Code du travail, el Estatuto de los Trabajadores, el Statuto dei Lavoratori), unas categorías de empleo que son comparables (Formes particulières d’emploi, Trabajo temporal/Temporalidad, Lavoro occasionale…), así como la existencia de un contrato de trabajo considerado como “normal” (Contrat permanent, à durée indéterminée ou CDI, Contrato indefinido, Tempo indeterminato) (Barbier, 2005: 31).

Lo que nos separa Es cierto que tras la dictadura militar, el Estatuto de los Trabajadores supone la materialización en España de un marco de relaciones profesionales típico del fordismo y de los derechos colectivos del trabajo. Al optar por esta vía, España opta por la convergencia con Europa (Alonso, 2007). Sin embargo, este proceso de institucionalización se realiza coincidiendo con su reconstrucción en los otros países europeos (Bilbao, 1991). A lo largo de los años 80, los sistemas de integración y de distribución ya no se utilizarán para distribuir el crecimiento sino para gestionar la crisis (reconversión industrial) y para adaptar mejor la economía española a las nuevas tendencias liberalizadoras que se dibujan en el panorama interna-

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cional (Alonso, 2007). Alumna aventajada en la aplicación de las recetas socioeconómicas de las instituciones internacionales, España se convertirá en los años 2000 en un modelo social y de crecimiento para los otros países europeos, una imagen que, sin embargo, se deteriorará con el desencadenamiento de una crisis que mostrará hasta qué punto este modelo era en realidad un modelo con pies de barro. Se puede ir más lejos afinando la comparación entre Francia y España utilizando un enfoque más sociográfico. La comparación revela que es en España donde los contratos que derogan la norma del contrato de trabajo indefinido se han desarrollado de forma más masiva en los últimos treinta años. Así, el contrato temporal se introdujo legalmente en 1984, representando rápidamente una parte considerable6 de los empleos. En 2000, los contratos temporales ya suponían el 30% de los empleos en la Península Ibérica, representando desde entonces un tercio de la población activa española frente a algo menos del 12% de los asalariados franceses. Sin embargo, el sistema social francés no ha escapado a este troceamiento de la sociedad salarial de la que habla R. Castel (1998): desde mediados de los años 1980, amparándose en la lucha contra el desempleo (especialmente de los jóvenes), los diferentes gobiernos han autorizado o creado —junto a los contratos temporales y otros contratos interinos— un abanico de empleos atípicos que representan una excepción a la norma de los contratos en vigor en el sistema socioproductivo fordiano, encarnado por el “contrato indefinido a tiempo completo”. Si su progresión ha sido menos rápida y ha tenido menos importancia que en España, la precariedad del empleo no ha estado menos omnipresente en

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Las modificaciones del derecho del trabajo se comienzan a dar en los años 1980 y viven dos momentos especialmente intensos: primero, la reforma del Estatuto de los Trabajadores en 1984, sólo cuatro años después de su redacción, con el objetivo de facilitar los contratos temporales y los despidos; y en 1994, una nueva Reforma de este Estatuto situará la contratación temporal al mismo nivel que la contratación indefinida. Esta ley prevé asimismo un aumento de las posibilidades de movilidad funcional, flexibiliza la estructura del salario y el modelo de negociación colectiva, y amplía las posibilidades de justificación de la suspensión del contrato de trabajo y los despidos colectivos.

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la sociedad francesa, en los discursos científicos, políticos o que apelan al sentido común. Los asalariados la han temido, incluidos los “estables”, hasta el punto de que no han parado de denunciar esta excepcionalidad. En cuanto al desempleo, sigue una curva absolutamente exponencial en España (sobre todo desde 2008) mientras que en Francia, a pesar de que aumenta fuertemente desde hace tres años, no alcanza estos picos. Así, entre 2008 y 2010, la tasa de desempleo en España ha pasado del 9,6% al 20,3%, mientras que en Francia la evolución en este sentido ha sido de dos puntos en dos años (del 7,9% en 2008 al 9,7% en 2010, según Eurostat). Bien es sabido que la parte (todavía importante) que representan los servicios, las administraciones y las empresas en la economía francesa ha amortiguado de forma importante los efectos de la crisis económica reciente, tanto para los asalariados, que han conservado el empleo, como para sus familiares más directos (que dependían de este empleo)7. De forma más amplia, lo que ha sido bautizado en Francia como “el milagro económico español”, que en España se ha denominado “la década dorada”, se ha materializado a través del creciente aumento de los sectores de la construcción y del turismo, y en una mayor flexibilización del mercado de trabajo. Desde 2008 este proceso se ha detenido en seco, llevando al paro a cientos de miles de españoles. Cabe señalar que este tipo de desarrollo económico ya constituía uno de las principales “puntos débiles” de la economía española antes de la famosa década dorada. Ya en los años 90 se había constatado en España la existencia de un exceso de desempleo, y España vuelve a tener en 2010 la tasa de paro que tenía a mediados de los años 1990. Esta situación se explicaba



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En España, la industria todavía representa una parte importante en la distribución de los sectores de empleo. En efecto, los empleos en este sector aún suponían en 2007, antes de la crisis, el 28,7% del empleo total (frente al 20% en Francia y el 24,8% en la UE de los 27). En España, los otros sectores de empleo eran la agricultura, con el 4,5%, y los servicios, con el 66,8%. En Francia, el sector terciario sigue estando sobredimensionado con respecto a España (el 76,4% del empleo total) y la agricultura se ha convertido en un “sector testimonial”, con el 3,3% del empleo (Fuente: Eurostat).

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entonces por la especialización de esta economía “en unos sectores más estacionales que en Francia (…), como el turismo, la construcción y la agricultura”, pero también por un “exceso de flexibilidad (o de precariedad)” (Saint Paul, 2000: 166) del mercado laboral, que sería la causa de unas tasas de desempleo mucho más fuertes en España que en Francia (ibid: 165)8. Asimismo, la redefinición de las condiciones profesionales y salariales, la diversificación de las posibilidades de contratación temporal, la facilitación de los despidos (ver las reformas de 1984 y 1994), han permitido el desarrollo de una estructura empresarial en España mucho más fragmentada y volátil que en el caso francés. En España, las estrategias patronales de reestructuración (la famosa “reconversión industrial”, iniciada a partir de los años 80 y que continuó durante la “década dorada”) ha consistido en una reorganización de los procesos de producción mediante una fragmentación en tareas más simples, y una externalización de procesos completos de fabricación hacia otras empresas subcontratistas, otros sectores de actividad y otras zonas geográficas, con el objetivo de beneficiarse de nuevas formas de contratación que permiten disminuir legalmente los costes laborales9. Así, el empleo se ha terciarizado (a través de los procesos de externalización masivos) al tiempo que la productividad ha disminuido fuertemente estos últimos años y se mantiene lejos de los estándares europeos10. En

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Por contra, los sectores más dinámicos de la economía francesa para el periodo 1989-1998 son, por este orden: la investigación y el desarrollo (el número de empresas en este sector aumenta un 68%), el asesoramiento y la asistencia (40%), el agua, el gas y la electricidad (38%), la educación (35%) y la industria de componentes eléctricos y electrónicos (33%) (INSEE, 2000). En 2003, el número de empresas creadas en los denominados sectores de la innovación (TIC, productos farmacéuticos, biotecnología y nuevos materiales) aumentó un 15,3%, o sea una nueva empresa por cada 20, una cifra que se mantiene estable desde comienzos de siglo (INSEE, 2004). La literatura sobre estos fenómenos es amplia. Por ejemplo, en el caso español, J.J Castillo (2005) aborda estos procesos de reorganización en diferentes sectores. Para una media de producción de una hora de trabajo de 100 para la Europa de los 15, España obtiene 84, muy por detrás de Francia —con 123—,

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otras palabras, el ritmo sostenido de crecimiento de la economía española durante esta última década (superior en un 33% al ritmo de crecimiento de la UE-15 para el mismo periodo) se ha basado en la creación de un empleo muy efímero, y sobre la intensificación del trabajo de las generaciones que acceden al empleo en otras condiciones (Castillo et al., 2005)11. Es lo que permite afirmar que la evolución hacia un modelo “de vías bajas de desarrollo” se ha realizado en España mediante la incorporación de las nuevas generaciones al mercado laboral (Calderón y López Calle, 2010).

Lo que nos une Pero la “especificidad española” no va más allá de eso porque, como antes hemos mostrado claramente, los mercados laborales de España y Francia comparten el hecho de discriminar muy fuertemente a las mujeres, a los trabajadores inmigrados y a los trabajadores con poca o ninguna cualificación, especialmente los jóvenes. Ciertamente, España resulta especialmente dura con su juventud, incluidos los universitarios. Entre la generación de los mileuristas que llegan al mercado laboral durante la década 2000-2010, son pocos los que consiguen escapar a los empleos basura o empleos precarios, mal pagados, de mala calidad (desde el punto de vista de las condiciones de trabajo, de la satisfacción en el trabajo, las posibilidades de desarrollar una carrera). No hay que olvidar que



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Alemania, con 104 o Estados Unidos, con 116. Esta diferencia relativa era inferior a los cuatro puntos hace apenas diez años. (Conférence Board Europe, 2007). De hecho, la productividad total de todos los factores —incluido el stock de capital— pasó de un nivel de 100 en 1995 a un nivel de 97,8% en 2006. El aspecto más preocupante es que la evolución del stock de capital tecnológico en relación al PIB pasó únicamente del 54,5% en 1994 al 55,9% en 2006: mientras que durante este mismo periodo, el stock de capital humano aumentó en más de ocho puntos. La intensificación del trabajo como motor de crecimiento del PIB no es baladí, en el sentido que destaca a la vez el carácter insostenible del crecimiento y la continua falta de convergencia de España con los estándares de vida en los países más avanzados.

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en Francia, incluyendo todos los niveles de cualificación, el 50% de los jóvenes de menos de 25 años tiene un estatus de empleo precario. Asimismo, al igual que otros países como Italia y Portugal, el estado español interviene poco a la hora de prestar ayuda financiera a las familias o de apoyar la conciliación del trabajo y la vida familiar mediante la creación de estructuras para la acogida de los más pequeños, como las guarderías, por ejemplo (Colin, 2006). El estado apela entonces a la solidaridad de las familias a expensas de sacrificar el empleo de las mujeres con hijos dificultando la entrada o el mantenimiento de éstas en el mercado laboral12, a “tolerar el desempleo de las mujeres” (Torns, 1998: 219). Pero cabe preguntarse si el destino reservado a las asalariadas francesas que soportan, como hemos visto, el tiempo parcial impuesto, no es también una cierta forma de tolerancia social frente a la precariedad de las mujeres13. En realidad, los diferentes impactos del proceso de precariedad socioeconómica de España, en cuanto a las condiciones de vida y los estatus sociales de los asalariados, son, seguramente, más violentos que en Francia, al estar menos compensados por el sistema de protección social. O por retomar los términos de T. Torns (1998: 213): “España es un país en el que el Estado del bienestar es pobre o débil, si comparamos el nivel de las prestaciones y de los gastos sociales con el de los otros países de la Unión Europea”. Bastaría con un solo indicador para corroborar este estado de hecho: según Eurostat, la parte de los gastos totales de protección social en España (en % del PIB) se elevaba al 20,8% en 2005 fren

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Según Eurostat, en 2007, la tasa de empleo de las mujeres en España es del 54,7% (frente al 60% en Francia). Cabe señalar por ejemplo, que el trabajo a tiempo parcial marca una gran diferencia entre ambos países. Si está muy extendido en Francia, en España lo está mucho menos (Eurostat, 2009: 51): la parte del trabajo a tiempo parcial en los dos países varía así entre el 17,3% y el 12,8%. Asimismo, a ambos lados de los Pirineos el trabajo a tiempo parcial está masivamente feminizado: casi el 30% de las mujeres francesas que están en activo trabajan a tiempo parcial (frente al 6% de los hombres asalariados), un patrón que se reproduce en España, donde el 23% de las mujeres en activo trabajan a tiempo parcial, frente al 4,9% de los hombres.

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te al 31,5% en el caso de Francia, lo que sitúa a España 7 puntos por debajo del % europeo (27,2% para la UE de los 15), es decir, al mismo nivel que Polonia, la República Checa, Chipre, Malta o Irlanda. ¿Pero durante cuánto tiempo todavía podremos decir que el Estado-Providencia francés representará en Europa una especie de ideal? Desde hace varias décadas el modelo francés viene siendo cuestionado, las protecciones a las que tenían derecho los asalariados se ven recortadas (ya sea el reembolso de los gastos médicos, el derecho a la jubilación, las cantidades correspondientes a los subsidios de desempleo, la estabilidad del contrato laboral… sobran ejemplos en la actualidad reciente). El Estado se desentiende de numerosos servicios públicos que se van privatizando uno tras otro, como Electricité y Gaz de France (convertida en sociedad anónima), France Telecom, y pronto, probablemente, La Poste (la empresa francesa de Correos) y otras. Sin embargo, esta liberalización conlleva una fuerte resistencia social14 que, sin conseguir bloquear estos procesos de precarización social, frenan sin duda su alcance y la velocidad de su despliegue. En este sentido, la situación española apenas se puede comparar. Si bien el Estado se desentiende de sus responsabilidades sociales, en cambio asume cada vez más, tanto en Francia como en España, el papel de activar la economía. Así, el Estado puede promover la degradación progresiva de los servicios y los derechos sociales (salud, educación, pensiones de jubilación). En Francia, los sucesivos ataques contra el derecho a la jubilación son un ejemplo



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A lo largo de la década 2000-2010, numerosos movimientos sociales han simbolizado la oposición de la sociedad francesa en este sentido, como el movimiento contra el «Contrat Première Embauche (Contrato de primer empleo)» que ha movilizado a los jóvenes escolarizados durante varios meses en la primavera de 2006 (hasta la retirada del proyecto de ley). El reciente movimiento (otoño de 2010) contra la reforma del régimen de pensiones de jubilación es asimismo un nuevo ejemplo de esta resistencia: millones de asalariados se han manifestado en toda Francia durante casi dos meses, se han bloqueado sitios económicos estratégicos (refinerías, centros de almacenamiento de la gran distribución, plantas incineradoras de residuos domésticos) y, por una vez, los sindicatos han permanecido unidos durante todo el periodo de movilizaciones.

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paradigmático15. Y es que, al mismo tiempo, el Estado impulsa los servicios privados, a menudo subvencionados con dinero público, defendiendo la mayor calidad y disponibilidad de estos servicios. Se establece de este modo una especie de reprivatización progresiva de la gestión de los riesgos sociales (enfermedad, pensión), en el sentido en que el acceso a la seguridad tiende a no depender más de las regulaciones colectivas sino a las opciones de consumo de los individuos. Sucede lo mismo en cuanto a las formas contemporáneas de gestión de la entrada en y la salida de los individuos del mercado laboral. El derecho al desempleo cede su sitio al establecimiento de dispositivos de seguimiento personalizado de los desempleados destinados a garantizar su “empleabilidad”. Esta nueva contractualización del desempleado tiene por objeto responsabilizar a los individuos que se han visto obligados a abandonar prematuramente el mercado laboral para que se vuelvan a incorporar al mismo cuanto antes. Conceptos utilizados actualmente, como el de empleabilidad, están destinados a preparar al trabajador para el cambio tecnológico y las exigencias del mercado, y se caracterizan por hacer que los riesgos del mercado dependan del propio individuo, que se convierte en responsable de su destino. Así, no es raro ver cómo las identidades estables, organizadas en torno a un mismo empleo y a un modelo que valora la cualificación y la antigüedad, se disuelven treinta años después de que comenzaran a aplicarse las políticas de disciplinarización de los asalariados dentro de un amplio abanico de estrategias individuales de inserción en los mercados laborales y de elección de consumo (ver Alonso en este mismo libro). Determinadas categorías consiguen salir adelante, mientras que otras, que no disponen de



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La cuestión de las pensiones es, por otra parte, un tema muy sensible en Francia: como señala Robert Castel, “es el derecho social por excelencia”, es lo que conecta al individuo con la sociedad en una sociedad salarial. Es la retribución del compromiso con el trabajo. Al tratarse de una cuestión sensible, la reforma de las pensiones se realiza progresivamente afectando sucesivamente a diferentes categorías de trabajadores, con el objetivo de dividirlos.

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tantos recursos económicos, culturales o sociales, no consiguen hacerlo. En realidad, de acuerdo con Durand (2006), el nuevo modelo actúa como una especie de centrifugadora social en la que el acceso y el mantenimiento en el centro (lo que Castel llama la zona de integración) se convierten en algo cada vez más problemático para los individuos. La estabilidad o la integración, que ya no son un derecho universal asignado al contrato de trabajo, se están convirtiendo en una recompensa del rendimiento individual, con lo que los que hacen más méritos consiguen, objetivamente, los mejores puestos. Pero en la medida en que todos hacen lo mismo, el número de méritos a acumular para alcanzar la estabilidad deseada aumenta. Como decíamos previamente, el Estado dispone unas políticas asistenciales de compensación para aquellos que no consiguen salir adelante (por ejemplo la Paga de Solidaridad Activa en Francia, Renta de Garantía de Ingresos en el País Vasco en España), pero estas acciones se convierten en realidad en un complemento de las situaciones de desapego y de desamparo de los grupos más desfavorecidos. Unos grupos que, además, se encuentran a menudo estigmatizados por los discursos de los responsables políticos. Dicho de otro modo, el riesgo de fractura social nunca ha estado tan presente en nuestras respectivas sociedades, y únicamente las solidaridades familiares y sociales permiten a algunas de estas categorías (jóvenes, mujeres, inmigrantes) mantenerse por encima del umbral de la pobreza. Existen numerosas cuestiones que, si las comparáramos, nos llevarían a concluir que el análisis cruzado resulta muy complicado, como por ejemplo el centralismo —tan fuerte en Francia16— mientras que en España la autonomía de las regiones es un derecho, algo que la población ha conquistado aunque ello cree fuertes



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Aunque corren tiempos de descentralización y de autonomía (de las universidades, por ejemplo, que ahora deben gestionar sus presupuestos y sus recursos de forma independiente, buscar de forma permanente nuevas formas de ingresos…), Francia sigue siendo un país ampliamente centralizado, estructurado en torno al principio republicano de igualdad de todos los ciudadanos frente al Estado, con independencia del lugar en que se encuentren en el territorio nacional.

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desigualdades entre las regiones más ricas (País Vasco, Navarra, Islas Baleares, Cataluña o Madrid) y otras mucho más pobres y precarizadas (Andalucía, Extremadura, Murcia, Galicia). En una reciente investigación con datos de 2007 sobre la precariedad vital en España en la que se contemplaban distintas dimensiones como la socioeconómica —con indicadores sobre ingresos y condiciones de empleo—, la residencial —vivienda y salud—, la relacional —lazos sociales con amigos, familiares y vecinos— y la cívica —pertenencia a y colaboración con asociaciones políticas, sociales, etc.— concluíamos que en España las Comunidades Autónomas se configuran en torno a tres modelos bien diferenciados: a) las afluentes, donde encontramos a Navarra, País Vasco, Madrid e Islas Baleares; b) las precarizadas, en torno a Andalucía, Murcia, Canarias, Galicia, Extremadura y Castilla-La Mancha; y c) aquellas que ocupan una posición intermedia como Comunidad Valenciana, Castilla y León, La Rioja, Cantabria, Asturias, Cataluña y Aragón17.

3. LA PRECARIEDAD VITAL: UN ENFOQUE TEÓRICO ORIGINAL DE LOS PROCESOS CONTEMPORÁNEOS DE PRECARIEDAD SOCIAL Las sociedades francesa y española son ciertamente diferentes, específicas bajo numerosos aspectos, pero cuentan con unas temporalidades y unas modalidades semejantes, han conocido y siguen conociendo un proceso de precarización social que ya no se limita únicamente a las cuestiones socioeconómicas. La precariedad conyuntural que esperábamos que se diluyera cuando la crisis del

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Este proyecto en el que participan los investigadores del CEIC, además de los de otras tres universidades españolas bajo la dirección de B. Tejerina lleva por título “La precariedad vital. Los procesos de precarización de la vida social y de la identidad en la sociedad española contemporánea” CSO200800886 Ministerio de Ciencia e Innovación.

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empleo remitiera, se ha convertido en estructural. La precariedad pasajera por la que uno pasaba al comienzo de la vida profesional, se ha convertido en permanente en numerosas trayectorias sociales. La precariedad objetiva se ha transformado en precariedad subjetiva o cultural, en el sentido que invade los imaginarios sociales, transforma las culturas y las relaciones laborales (pero sin que podamos afirmar que la centralidad del trabajo haya muerto). La precariedad del contrato de trabajo ha hecho que el acceso a una vivienda sea precario, al igual que el hecho de constituir una familia propia o la realización de proyectos personales. Es necesario, por consiguiente, que la sociología integre en sus análisis sobre la precariedad unas dimensiones que han sido olvidadas o desechadas frente a la primacía de la economía. De algún modo, es necesario que vuelva a las fuentes de su cuestionamiento. Numerosos autores subrayan en efecto que la primera vez que la sociología francesa ha mencionado esta noción de precariedad fue en los años 80, para designar los casos de familias pobres que padecían la ausencia de ayuda para afrontar problemas de vivienda, de salud, de separaciones conyugales, de relaciones sociales y de empleo18. Rápidamente este término será retomado y se circunscribirá al ámbito del empleo. Hablaremos entonces de “precariedad de empleo” para designar las formas de empleo atípicas, que transgreden la norma del tiempo de trabajo, o la duración y la estabilidad del contrato (Maruani M., Reynaud E., 2001). A partir de mediados de los años 1990, la noción se extenderá hacia el ámbito de las instituciones del Estado y del trabajo. Así, los trabajos de B. Appay insistirán en la noción de procesos de precarización bajo diferentes facetas: “una inestabilidad económica resultante de la precarización salarial y de las evoluciones de los sistemas socioproductivos (…) una inestabilidad social producida por la transformación de los sistemas legislativos correspondientes al trabajo y a la protección social” (Appay, 1997: 518). S. Paugam (2000)



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Para un análisis más completo de los orígenes de la noción de precariedad, nos podemos referir especialmente a J.C. Barbier (2005), M. Bresson (2007), P. Cingolani (2005).

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introducirá, junto a la precariedad del empleo, la cuestión de la precariedad del trabajo para designar el hecho de vivir diariamente una actividad profesional sin calidad ni interés, que no favorece las relaciones sociales, que no permite proyectarse en el futuro. Bajo este enfoque, resulta concebible que un asalariado se sienta precario aunque su puesto de trabajo no esté en peligro. Los trabajos de R. Castel, finalmente, abrirán la noción de precariedad a la perspectiva de las trayectorias sociales. El autor lanzará la idea de una “condición precaria” o “precariado” para dar cuenta de las formas más modernas de la precariedad, “una precariedad permanente que (ya no tiene) nada de excepcional ni de provisional” (Castel, 2007: 422). El trabajo colectivo que ha hecho posible esta obra parte de un concepto abierto de precariedad, que no se ha limitado a la esfera socioproductiva sino que abarca la vida cotidiana, los modos de vida y las identidades de las personas precarias. Se trata de analizar de forma conjunta los múltiples procesos de vulnerabilidad social que se refieren tanto a las políticas de puesta en competencia sistemática de los asalariados y de individualización como a la dinámica de las relaciones sociales de género (dentro y fuera del trabajo), la desimplicación del Estado y la pérdida progresiva de las protecciones sociales. La precariedad —considerada como una situación estructural o como un contexto coyuntural—se ha analizado en tanto fenómeno que provenía del mundo laboral, pero que se extendía a otros ámbitos de la vida. La “precariedad vital” se puede definir como una situación caracterizada por una restricción, una imposibilidad o una limitación de acceso a las condiciones, exigencias y recursos que se consideran necesarios para plantearse y llevar a cabo una vida autónoma. El nivel de restricción o de limitación puede tener diversos grados de intensidad con respecto a los recursos medios disponibles en una sociedad precisa. La precariedad es por tanto una categoría relacional de doble sentido: a) con respecto a la media de la sociedad, al grupo o a la categoría social estudiada; y b) con respecto a los diferentes ámbitos de la vida. El concepto de precariedad asocia, asimismo, la condición y la situación de los individuos en el contexto de la relación “individuo-medio”. Es una forma de definir la relación del individuo con

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el medio social. La precariedad es el estado resultante de procesos de precarización percibidos como ocupaciones de espacios de vida desinstitucionalizados. Los procesos de precarización afectan la identidad en la medida en que los individuos pierden o padecen la alteración de las modalidades de apego del “yo” al “tú” y al “nosotros”. Pero la precarización, como proceso, atañe a otros aspectos relacionados con la pérdida o la entrada en zona de riesgo, que se refiere a las limitaciones en materia de recursos y de capacidades de los individuos (como el trabajo, la remuneración, el consumo, la vivienda, el entorno, la vida familiar y afectiva, las relaciones sociales, la salud. Las instituciones participan asimismo en la precarización como proceso, mediante las prácticas propias de la acción pública o por su inexistencia. Podemos incluso decir que las instituciones “normativizan” la precariedad en la medida en que “enseñan” a los individuos a evolucionar en su seno. En la mayoría de los casos, la experimentación de la precariedad, la gestión diaria de una existencia llena de limitaciones y las estrategias que los individuos y los grupos desarrollan para afrontarla tienen consecuencias sociales muy negativas. Sin embargo, se puede entender y analizar la precariedad a partir de un enfoque que tenga en cuenta la creatividad social o la innovación, basándonos en la búsqueda de las soluciones elaboradas, inventadas por los actores sociales para adaptarse a los problemas vividos en una situación de restricción de recursos.

4. REFLEXIONES ACERCA DE LA PRECARIEDAD VITAL. PRESENTACIÓN Desde diciembre de 2006, los laboratorios CRESPPA-GTM y CEIC19 han llevado a cabo una importante cooperación científica

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El Centro de Investigaciones Sociológicas y Políticas de París, equipo «Trabajo, Género y Movilidades» y el Centro de Estudio sobre la Identidad Colectiva, respectivamente.

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en torno a las cuestiones de “precariedad”, “género” y “formas de resistencia de los precarios”. Varios acuerdos institucionales han impulsado esta colaboración: el primero, entre 2006 y 2008 fue el Partenariado Hubert Curien franco-español para la investigación (PHC “Picasso”), impulsado y financiado por la Dirección de la cooperación científica y universitaria del Ministerio francés de Asuntos Exteriores en asociación con el Ministerio de Ciencia e Innovación de España. El segundo, un acuerdo específico financiado por el Gobierno Vasco en 2009 y 2010, ha dado lugar a la creación de una red permanente de investigadores e investigadoras del GTM y del CEIC (a los que se ha asociado un equipo de la Universidad Complutense de Madrid). A partir de 2007, la colaboración GTM/CEIC se ha intensificado gracias a varias misiones de estudios en París y Bilbao que se han centrado en los enfoques y contribuciones específicas de las sociologías francesa y española sobre la cuestión de la precariedad. Este libro es fruto de un coloquio, celebrado en noviembre de 2008, titulado “Lo que la precariedad nos enseña de la sociedad. Miradas cruzadas Francia/España”. Este coloquio internacional se celebró durante dos días en la sede de la Universidad Paris Ouest Nanterre La Défense, reuniendo a numerosos investigadores franceses y españoles de diferentes instituciones científicas de reconocido prestigio20, algunos de los cuales han participado posteriormente en este libro colectivo. Y ello ha sido posible gracias al compromiso de las instituciones científicas públicas, española y francesa, que nos han brindado su apoyo y a las que expresamos nuestro agradecimiento. En concreto, este trabajo no habría sido posible sin la contribución del Programa de Acciones Integradas de Investigación Científica de la Secretaría General de Política Científica y Tecnológica del Ministerio de Educación y Ciencia (HF2006-0024); la Ayuda para la Consolidación de grupos de investigación en materias específicas del Departamento de Educación Universidades e Investigación del Gobierno Vasco (HM-2009-1-17) y el proyecto de investigación



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Al final de esta obra el lector encontrará la presentación más detallada de los autores y de sus instituciones respectivas.

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titulado “La precariedad vital. Los procesos de precarización de la vida social y de la identidad en la sociedad española contemporánea” del Ministerio de Ciencia e Innovación (CSO2008-00886). Se presentan aquí quince contribuciones originales que se inscriben en varias disciplinas de las ciencias sociales: la sociología, la psicología del trabajo, la psicosociología y la socioeconomía. El conjunto de los autores ha priorizado casi de forma visceral la dimensión empírica del trabajo de investigación. De hecho, todos los artículos presentados son fruto de trabajos de campo —cualitativos y cuantitativos, realizados en Francia y en España— que alimentan y sostienen la construcción de las herramientas conceptuales y teóricas avanzadas para entender los procesos de precariedad. Una de las primeras dimensiones que ha centrado la atención de los investigadores es que la precariedad del empleo —que remite al deterioro constante de las condiciones de trabajo que se ofrecen a los asalariados y a un cuestionamiento de su protección social y jurídica— ya ha alcanzado al trabajo, es decir la actividad realizada efectivamente por aquellos y aquellas que producen un bien o un servicio, así como las relaciones laborales o la relación entre el individuo y su trabajo. La mayoría de los textos, especialmente los autores franceses (Clot Y., Linhart D., Fortino S., Molinier P.) adoptarán una perspectiva que combina precariedad del empleo con precariedad del trabajo. A otro nivel de análisis, los autores insisten en la generalización de la precariedad, que ya no es un “estado” o una condición reservada a los asalariados más frágiles desde el punto de vista social o jurídico. Si bien las mujeres, los jóvenes, los trabajadores inmigrados o los asalariados sin titulación son, con mucho, el blanco perfecto de la precariedad (Torns T., Fortino S., Cachon L., Alonso L.E., López Calle P.), no son los únicos. Los hombres, los ejecutivos y los treintañeros cargados de títulos superiores padecen la amarga experiencia de una generalización de la precariedad que se va desarrollando a toda velocidad en las sociedades francesa y española, así como en el resto de Europa. Finalmente, algunos artículos introducirán un enfoque diferente de la precariedad, a partir del tema de la subjetividad en el trabajo (Serrano A., Paz Martin M. y Crespo E., Linhart D., Calderón J.).

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Los diferentes autores insisten en el hecho de que la precariedad no es una simple suma de factores objetivos, materiales, cuantificables que fragilizan el estatus social o la posición adquirida de los trabajadores en una empresa, por ejemplo. La precariedad es, también, lo que perjudica a la relación que cada uno tiene con su trabajo, lo que introduce la duda, la confusión e incluso un conflicto ético entre lo que el asalariado considera como un trabajo bien hecho y lo que la dirección espera de él. En las diferentes contribuciones, veremos que el trabajo se convierte en “precariedad subjetiva” cuando el individuo padece la pérdida de sentido y de control sobre su trabajo. La obra se estructura en dos partes diferentes aunque, la mayoría de las veces, los autores proponen unos análisis complejos de la precariedad que combinan o asocian varios registros o dimensiones de ésta, como la precariedad socioeconómica, la precariedad vista a partir de sus efectos sobre la construcción de las identidades individuales y colectivas, sobre la salud o sobre las capacidades de acción colectiva. Primera parte: De la precariedad del empleo a la precariedad del trabajo Esta obra arranca con un texto, indispensable para los lectores franceses, poco conocedores de la literatura sociológica española. Se trata del artículo de Beatriz Cavia y María Martínez que, sin la pretensión de resultar exhaustivo, expone una amplia visión de los trabajos sociológicos dedicados a la precariedad llevados a cabo en España. Con un gran afán de contextualización, revelan las evoluciones teóricas y metodológicas que han animado a los investigadores que exploran estas temáticas desde 1980. En una primera fase, la esfera socioeconómica constituirá el nodo principal de la mayoría de estudios que interpretan la precariedad como lo que produce una falta: una falta de recursos, una falta de protecciones (jurídicas, sociales), una falta de perspectivas a partir del momento en que el futuro —el suyo, el de los hijos— ya no está asegurado. Progresivamente, notan cómo la atención se desplaza hacia “los temas de precariedad”, es decir, hacia los grupos sociales que son sus principales víctimas. Las investigaciones insisten en los daños “colaterales” de la precariedad socioeconómica sobre estos acto-

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res sociales cuya vivienda es precaria, cuya emancipación queda pospuesta (especialmente en el caso de las jóvenes generaciones que por falta de empleo estable no pueden abandonar el domicilio familiar), cuya ciudadanía no se puede ejercer plenamente. Las autoras revelan que los trabajos más recientes desarrollarán otro enfoque de la precariedad, más sociocultural, con el objetivo de mostrar los aprendizajes que los precarios hacen en esta situación, la resignificación constante que tratan de aportar a las situaciones vividas. El enfoque desarrollado por Danièle Linhart se inscribe decididamente en el ámbito disciplinario de la sociología. Subraya con fuerza el hecho de que actualmente la precariedad no afecta únicamente a los asalariados que tienen contratos de trabajo precarios. Los trabajadores franceses estables, incluyendo los que están más protegidos, como los funcionarios y otros agentes de las empresas públicas que disfrutan de un estatus normativo que les garantiza el empleo de por vida, se sienten precarios. En su artículo habla de “precariedad subjetiva” para designar este sentimiento de pérdida de control (sobre el trabajo, el entorno) que numerosos asalariados tienen en el cumplimiento de su actividad profesional. Para Danièle Linhart, este proceso tiene unos orígenes claramente identificables: el desmembramiento de los colectivos de trabajo y las estrategias directivas de individualización del trabajo que debilitarán considerablemente a los asalariados haciéndoles más vulnerables. Así, para la autora, la precariedad subjetiva se junta con la precariedad objetiva, la precariedad de los “estables” no está tan alejada como parece de la de los asalariados con contrato precario. Rechaza con ello los discursos gratuitos sobre los supuestos “privilegios” de los funcionarios y cuestiona la oposición “estables/precarios” que a menudo se acepta como una evidencia en los medios de comunicación y los discursos políticos. El texto de Yves Clot plantea lo que la pérdida del empleo supone para el individuo, es decir, el coste en términos de salud (mental y física) que ocasiona la exclusión del trabajo; y analiza los efectos de un “trabajo enfermo” sobre los que se quedan cuando tantos otros asalariados se ven obligados a marcharse. Así, muestra en un principio el carácter patógeno de la situación vivida por los

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desempleados y precarios que, a falta de trabajo, también se ven privados de la relación con el prójimo. Si la desocupación hace daño es porque al individuo le impide “salir de sí mismo”, porque no le permite someter a la prueba de lo real y de lo colectivo sus capacidades, su ingenio, su utilidad. Pero el psicólogo lleva más lejos el análisis, revelando la dimensión altamente paradójica del trabajo moderno. Debido a la intensificación del trabajo y a las lógicas de cuantificación permanente de la actividad, es más que posible que los asalariados se sientan ellos mismos desocupados porque su trabajo ya no tiene ni sentido ni interés ni se les autoriza a buscar cómo mejorarlo. “La amputación del poder de actuar” hace que los individuos se sientan precarios tanto en el trabajo como fuera del mismo. Pascale Molinier nos presenta un texto titulado “Los suicidios relacionados con el trabajo: ¿un indicio de su precarización?” en el que se tematiza el caso de los suicidios vinculados al mundo laboral. En dicho texto se traza un panorama sobre la responsabilidad que las ciencias sociales tienen a la hora de diagnosticar y clasificar las incidencias de lo laboral en la salud mental. Para ello se propone el concepto de vulnerabilidad general, con la intención de construir un análisis que incorpore otros aspectos de lo vital que permitan explicar la complejidad de los suicidios cuando estos se producen como resultado de la crisis del sentido central del trabajo en la vida de las personas. Amparo Serrano, María Paz Martín y Eduardo Crespo desarrollan asimismo un enfoque crítico de discursos en torno a los cuales parece haber consenso actualmente en Europa. Así, proponen una contribución original y crítica de las nociones que, desde su creación por parte de las instancias europeas, han inundado literalmente tanto la prensa como los discursos públicos (políticos, institucionales, administrativos). “Flexiseguridad”, “activación”, “empleabilidad”, todas estas nociones se han convertido en mandatos especialmente culpabilizadores e individualizadores para los asalariados, en particular los asalariados precarios a quienes se les pide que se transformen en individuos flexibles y autónomos, capaces de tomar riesgos, de innovar. La precariedad subjetiva que los autores denuncian es la ofensiva ideológica que hace perder

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de vista la dimensión colectiva del trabajo, que despolitiza la experiencia del trabajo. La organización del trabajo y sus incoherencias, los medios y los recursos (cada vez más limitados) que se ponen a disposición del asalariado para que realice su trabajo, las contradicciones de las instrucciones quedan redimidas. Solo quedan el individuo y sus defectos. En este nuevo modelo, el trabajo ya no es el teatro de tensiones y contradicciones colectivas, es el espacio privilegiado de la autorregulación, del control de uno mismo, de su subjetividad en acción. Sin embargo, como señalan justamente Amparo Serrano y sus colegas, cuanto más sienten los individuos que ponen una parte de sí mismos en el trabajo, más tienen la impresión de ser ellos mismos en el trabajo, y más sometidos están a la organización del trabajo. Sabine Fortino, por su parte, muestra uno de los efectos especialmente condicionantes de la precariedad en las carreras femeninas. Revela que la precariedad masiva que padecen desde hace 20 años hace que el trabajo ya no permita a las mujeres acceder a la autonomía social y financiera. Paralelamente, esta precariedad las deslegitima como trabajadoras en el ámbito privado. A estas mujeres, en lucha permanente por la inserción, ya no les resulta posible referirse al trabajo para sentirse útiles socialmente. Y la autora concluye que salir de la precariedad es la primera condición para la emancipación de las mujeres. En línea con la contribución anterior, Teresa Torns se propone analizar en profundidad el núcleo duro de la precariedad en España y demostrar que está formado, fundamentalmente, por mujeres jóvenes e inmigrantes. Por otro lado, el incremento del empleo femenino experimentado recientemente no hace sino enmascarar la persistencia de fuertes desigualdades de género en el mercado de trabajo. La autora señala que no es un fenómeno nuevo y que no estamos ante una cuestión coyuntural sino que dicha precariedad constituye, posiblemente, la norma social de empleo para las mujeres. Tampoco se ha hecho hincapié, hasta ahora, en el hecho de que estos empleos femeninos precarios, sobre todo los que tienen que ver con el cuidado a las personas, sustentan buena parte del bienestar social en España.

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Segunda parte: De la precariedad del trabajo a las estrategias y prácticas de resistencia de los precarios Los tres artículos escritos a continuación están destinados a explorar los procesos de precariedad en diferentes ámbitos de lo social: la relación con el tiempo, los modos de consumo de la juventud, y la relación entre mercado de trabajo e inmigración (Ramos R., Alonso L.E., Cachón L.). Veremos hasta qué punto la precariedad penetra los imaginarios, el deseo de objetos como las ganas de salir (salidas culturales o festivas) al tiempo que marca el compás de los tiempos sociales. A partir de la percepción social del tiempo dominante en la sociedad global, donde podemos encontrar sentimientos como la incertidumbre, el desasosiego, la intranquilidad, la inseguridad o el desconcierto, Ramón Ramos explora los malestares que aparecen entre tiempo de trabajo y tiempo cotidiano a través de cuatro metáforas que lo presentan como: a) un recurso del que se puede o tiene que disponer; b) un entorno que nos rodea y presiona, y al que hemos de acomodarnos; c) algo propio de nosotros mismos como seres vivos y que se hace cuerpo o carne; y d) un horizonte a contemplar desde un punto privilegiado, el presente, único momento en el que la observación y la acción son posibles. Como señala Ramos, estas cuatro (recurso, entorno, cuerpo, horizonte) no son las únicas metáforas del tiempo, pero sí son las que con mayor frecuencia surgen en los discursos sociales. España es el país donde el trabajo temporal es frecuente, ya que un tercio de la mano de obra se encuentra en esta situación. La precariedad laboral, particularmente de los jóvenes, es especialmente elevada. En una perspectiva analítica que hunde sus raíces en la comprensión de los efectos del cambio de modelo para la vida cotidiana de los y las trabajadoras, la contribución de Luis Enrique Alonso explora la sustitución para las nuevas generaciones de trabajadores de la centralidad del trabajo por el consumo y los estilos de vida como fuente esencial de identidad personal. Cabe entender esta tesis fuerte en la imbricación de varios fenómenos que han venido produciéndose en España en las últimas décadas. Por un lado, la fragmentación y vulnerabilización de las clases medias españolas, que adoptan estrategias privadas consu-

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mistas para preservar su posición social, en particular en el sector inmobiliario, y que participan así en la difusión de una forma de imaginario colectivo en el que la seguridad se traslada a la esfera del consumo. Por otro lado, el desarrollo de estrategias destinadas al consumo de tipo low-cost, permite a los jóvenes precarizados inscribirse vitalmente en este modelo referencial. Nuevas formas de subjetividad, menos combativas y más consumistas, vienen apareciendo como tecnología suplementaria de individualización y de constitución de comunidades simbólicas de consumo fragmentadas. Una suerte de carpe diem resignado se construye paulatinamente como solo horizonte vital de los jóvenes, por lo que Alonso concluye proponiendo entender dichos fenómenos más que en términos de precariedad laboral en términos de precarización de la constitución de los proyectos vitales. La última aportación, a cargo de Lorenzo Cachón, cierra esta parte: se centra en la elaboración del “marco institucional discriminatorio” reservado a la nueva inmigración producida en la sociedad española desde hace unos diez años. Para el sociólogo se trata de mostrar el hecho de que España (¿pero se trata realmente de un caso aislado en Europa?) ha creado una legislación ad hoc para el trabajador/inmigrante que ha hecho de éste un sujeto aparte que no se beneficia de un trato de igualdad con los autóctonos, acumulando los trabajos más duros, los más peligrosos, los menos protegidos y remunerados. En otras palabras, desnaturalizando la asociación demasiado apresurada entre “inmigración y precarización (o exclusión)”, como si tuviera que ser lógico que por el hecho de cruzar una frontera fuera normal encontrarse formando parte de la capa más pobre o fragilizada de la sociedad de acogida, Lorenzo Cachón muestra cómo paso a paso, ley tras ley, el legislador ha brindado a la patronal española una mano de obra obrera cuyos derechos sociales y políticos le han sido amputados y negados por su estatus de extranjeros; cómo la prensa y los discursos políticos han descrito a esta población inmigrante como responsable de su propia situación, hasta culparles del deterioro de la de los demás (según la lógica harto conocida del chivo expiatorio). Sin embargo, cuando una sociedad se ceba en hacer, como si tuviera

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que ser evidente, el retrato del inmigrante precario, trivializa la xenofobia y legitima las desigualdades. En la última parte del libro, se trata de explorar las capacidades que tienen los precarios de organizarse, más o menos de modo formal, para tratar de darle la vuelta a la lógica de las relaciones sociales en las que están atrapados para ganarse un lugar en los colectivos laborales y para ser reconocidos por las organizaciones sindicales. El aporte de Pablo López Calle permite comprender los procesos de precarización laboral de los jóvenes trabajadores españoles menos como un efecto que como una condición a la puesta en práctica de un modelo de vías bajas de desarrollo. Un modelo en el que la valorización del capital se fundamenta en la intensificación del trabajo, pero que a su vez transforma radicalmente las formas de las relaciones laborales y debilita la capacidad de movilización de los sindicatos. Por eso, tras una exposición de los principales dispositivos puestos en práctica en las empresas españolas (fragmentación del obrero colectivo, fluidificación del trabajo, transformaciones en los contenidos de los puestos), Pablo López avanza la tesis de una desmovilización general de la clase de los que viven de su trabajo, para la cual la penetración en el mercado de trabajo de una nueva generación de trabajadores jóvenes, en otras condiciones laborales, ha sido un factor determinante. Las tres últimas contribuciones de la obra no se centrarán en los mecanismos estructurales que hacen que la acción colectiva sea más difícil (si no imposible), sino sobre las situaciones inesperadas —como en el caso de las huelgas “victoriosas” de los trabajadores inmigrados clandestinos estudiadas por el colectivo ASPLAN —o las brechas siempre presentes que pueden permitir a los precarios inmiscuirse en el juego de las luchas sociales colectivas (Calderón). Pero también es posible que la movilización de los precarios se despliegue fuera del marco laboral, como en el caso del movimiento altermundialista (Tejerina y G. Seguel). El colectivo ASPLAN vuelve a recordar las dos movilizaciones de asalariados sin papeles que han tenido lugar estos últimos años con respecto a la regularización en Francia. Si bien es verdad que estos trabajadores pertenecen a lo que Moulier-Boutang ha denominado “el salariado con

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las riendas apretadas” (1998), las movilizaciones han revelado una gran diversidad de situaciones. En realidad los dos casos escogidos corresponden a las dos formas de relaciones sociales entre empresarios y trabajadores sin papeles en algunos sectores de la economía formal. El análisis de estas relaciones es importante porque la estrategia de los trabajadores sin papeles pasa actualmente por la lucha por la regularización mediante el trabajo, lo que lleva a estos asalariados, con el apoyo de los sindicatos, a negociar el tipo de trabajo que pueda justificar una regularización. Este texto pone de manifiesto ciertas tensiones existentes en las organizaciones sindicales en su dinámica de reorganización hacia nuevas categorías de empleo en las que a menudo el papel de los sindicatos no ha sido realmente significativo. Un abordaje próximo nos propone José Calderón en su texto “De la desestabilización subjetiva a la solidaridad”, donde desarrolla una relectura del proceso de individuación que permite entender la capacidad de “hacer” de los sujetos y la rearticulación de sus resistencias a pesar del contexto de desestabilización que han provocado los actuales procesos de reestructuración del mercado laboral, la fragmentación de los procesos productivos y la precarización del trabajo. Para ello se basa en un trabajo de campo realizado en una industria de proceso francesa, donde analiza la evolución de las formas que toman las relaciones en el interior del grupo estable (“rapport au travail”) y, en un segundo momento, las relaciones entre trabajadores estables y precarios que se producen en el seno de los sindicatos. El análisis muestra, en última instancia, que las políticas de precarización del trabajo han conducido a los trabajadores estables a tratar de encontrar formas de recomposición del obrero colectivo, tanto a nivel organizativo como discursivo, para, conjuntamente, hacer frente a dichas políticas, aunque dicha dinámica diste mucho de ser plenamente satisfactoria para los actores. Por último, Benjamín Tejerina y Andrés G. Seguel salen del mundo del trabajo y cuestionan el modo como la vivencia de la precariedad vital ha construido formas organizativas y también ha transformado las gramáticas de las reivindicaciones en el seno del movimiento altermundialista, en torno a la lucha por la cons-

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titución individual de espacios de vida sociales. Como en el texto precedente, la cuestión de las luchas en torno al trabajo como valor reaparecen aquí en escena, pero si Calderón muestra que los grupos se construyen y se recomponen en torno a la disputa ontológica por los sentidos del trabajo, Tejerina y G. Seguel desarrollan la existencia de otro movimiento, el de la movilización, que extrae a los individuos y a los colectivos de dicha disputa, y los convoca a otra en torno a la visibilización del sujeto precario. Así, los motivos de la movilización se desplazan de lo económico al mundo de vida, y las disputas en torno a la conformación de las identidades y la autonomía de los movimientos (la emancipación) adquieren un peso mucho más relevante que en las movilizaciones tradicionales de la clase obrera.

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PARTE I DE LA PRECARIEDAD DEL EMPLEO A LA PRECARIEDAD DEL TRABAJO

1. La construcción de lo precario: la investigación sobre la precariedad en la literatura sociológica española y algunas aportaciones sobre sus derivas Beatriz Cavia y María Martínez

Precario, ria: (Dicc. RAE. 20º Edición) (1) De poca estabilidad o duración. (2) Que no posee los medios o recursos suficientes. (3) Der. Que se tiene sin título, por tolerancia o inadvertencia del dueño. (4) Docente que ocupa un cargo provisionalmente. (Dicc. Ideológico de la lengua española J. Casares) (1) De poca estabilidad, inseguro, fugaz. (2) Que se posee sin título, por tolerancia o por inadvertencia del dueño. (Dicc. Etimológico) Del latín Precarius: Obtenido a fuerza de súplicas. De precor: Rogar, suplicar. De prex: Súplica. (Precarius y pray provienen de precor: Lo que es incierto y sólo puede ser obtenido orando).

1. INTRODUCCIÓN En un sentido antropológico la precariedad está asociada a la incertidumbre y contingencia que caracteriza la condición humana. Muy ligado a esta percepción se ha incorporado en el lenguaje el uso de este concepto para definir, principalmente, aquello que tiene poca estabilidad, duración, que es inseguro, fugaz… llegando en la actualidad a caracterizar aspectos relativos al ámbito laboral, uso que está incorporado tanto en lo social como en el tratamiento que

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desde la sociología se hace sobre las culturas del trabajo y otras dimensiones de lo social. El discurso en torno a la precariedad ha estado presente en las Ciencias Sociales desde su momento fundacional y a lo largo de su consolidación como disciplina, ligado a su emergencia en un momento de crisis de lo social. Si bien, en este primer momento el discurso de la precariedad se articula a través de otras categorías como la anomía, la alienación, la marginalidad, la pobreza, la crisis. Uno de los ámbitos al que aparece fuertemente vinculado en su desarrollo conceptual es el de la inseguridad, un concepto ampliamente teorizado en la época contemporánea en sus sinónimos de riesgo, caos, complejidad… Veamos someramente esta relación. Considerando su procedencia etimológica precarius proviene de precor —igual que (to) pray: orar—, “aquello que se obtiene mediante la súplica”. Con la modernidad —cuando ya no hay divinidad a la que orar que garantice seguridad—, surge un nuevo protector de la comunidad, del individuo-ciudadano, cristalizado en la figura del Estado-Nación. La transformación del Estado moderno en una sociedad salarial, en la época fordista, supuso “la disposición de una base de recursos y garantías sobre la cual el trabajador puede apoyarse para gobernar el presente y dominar el futuro” (Castel, 1995: 324). Así, progresivamente la precariedad aparece vinculada al Estado de Bienestar y sus políticas de integración y exclusión; siguiendo como ejemplo el caso francés la expansión del término se produce primero en relación a la pobreza (Pitrou, 1978, es la primera en asociarlo a las familias vulnerables), después con el status del empleo (Schnapper y Villac, 1989) y ya en los años 90 en relación con el trabajo (Paugam, 1993); mientras que en el ámbito anglosajón en los 90 la precariedad está en relación con la flexibilidad y la corrosión (Sennet, 2000) que produce como síntoma de la desestabilización de lo social. Este trayecto semántico permite el tránsito de una acepción sociológica de lo precario desde lo marginal, a un acercamiento progresivo al campo del empleo y posteriormente del trabajo, sin olvidar que muchas de las perspectivas que se ocupan de la centralidad del trabajo, o de su crisis, van a extrapolar el significado de lo precario, también, a la estructura social (Bourdieu, Beck, Giddens…).

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Así, durante las últimas décadas la cuestión de la precariedad se ha convertido en un objeto de estudio que ha ido ampliando progresivamente sus significados pudiendo aplicarse como condición contextual más allá de la institución social del trabajo, como rasgo social que afecta a otros sujetos más allá de los trabajadores (o cuya posición como trabajadores es sólo uno más de sus rasgos identitarios) e igualmente para reflejar algunos de los procesos sociales contemporáneos vinculados a la denominada crisis de lo social. Este recorrido resulta interesante de cara a plantear la posibilidad de una comparación empírica sobre diferentes contextos, algo en lo cual ha profundizado Barbier (2004 y 2005) para encontrar una categoría homogénea entre la perspectiva anglosajona y mediterránea. Lo que trataremos de mostrar a continuación es cómo se ha producido este recorrido en el caso de la sociología española y hacia qué términos está derivando el debate acerca de la precariedad. En el caso concreto de la sociología española trazaremos un repaso por algunos estudios que, desde nuestro punto de vista21, pueden asociarse con el estudio de la precariedad en los últimos años: por un lado, aquellos más centrados en la institución del trabajo y el empleo; y por el otro, aquellos que dan prueba del inicio de cierta ampliación de su semántica. En última instancia propondremos un avance sobre las potencialidades de la precariedad como concepto teórico-analítico, entre las cuales se encuentra el trabajo más reciente del Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva y del que también pretende ser muestra esta compilación22. El análisis de los resultados de la investigación sobre precariedad en España muestra que este concepto se encuentra frecuente

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No es una recogida exhaustiva de toda la bibliografía relacionada con la precariedad, sino una aproximación a las principales líneas por las que ha discurrido la construcción de cierto objeto precario desde la década de los 90 en estudios empíricos y reflexiones teóricas de la academia española. En la actualidad se están desarrollando dentro del CEIC las investigaciones “Juventud y precarización vital en la Comunidad Autónoma de Euskadi” (con financiación del Gobierno Vasco) y “La precariedad vital. Los procesos de precarización de la vida social y de la identidad en la sociedad española contemporánea” (financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación).

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mente asociado a una condición social (lo que conduce a hablar de grupos excluidos, marginados, etc.) o a una situación (vulnerabilidad) fruto de condiciones estructurales, y, en menor medida, con la parte más creativa e innovadora de lo social: la manipulación y gestión de recursos escasos y medios limitados.

2. LA PRECARIEDAD VISTA DESDE LA PÉRDIDA DE CENTRALIDAD DE LA INSTITUCIÓN DEL TRABAJO Y LAS TRANSFORMACIONES DEL MERCADO LABORAL CONTEMPORÁNEO Comencemos por detenernos en el conjunto de trabajos que se han centrado en las cuestiones vinculadas al mercado laboral, entendiendo que su desarrollo reciente se ha producido a través de las dinámicas y procesos que giran en su entorno (Prieto, 2008; Beck, 2000; Sennet, 2000). Desde esta perspectiva, las reflexiones y debates se han centrado en aspectos concretos del mercado laboral y del entorno profesional de la vida de los sujetos y, posteriormente, en la manera en que las condiciones de este mercado repercuten y condicionan las formas de vida y las relaciones sociales. Si bien algunos trabajos se han centrado en los fundamentos macroeconómicos y estructurales de la precariedad laboral (Arriola, 2007; Cano, 2000), en numerosos casos se establece una relación entre condiciones laborales y diferentes colectivos, indagando en su riesgo de marginación social, en los efectos de la crisis de la intervención política en los Estados con un sistema de protección y garantía del bienestar social o sobre la limitación de los derechos de ciudadanía. Aspectos que subrayan cierta falta de integración y una relativa institucionalización de la desigualdad social (Bauman, 2005 y 2003), cuyo final del proceso llevaría a la exclusión social (Alteri y Raffini, 2007; Castel, 1997). Se trata de investigaciones en las que el planteamiento central es la vulnerabilidad de las personas con dificultades de inserción en el mercado de trabajo, en el que hay una creciente flexibilización de las condiciones laborales

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(Arriola y Vasapollo, 2005; Cano, 1996) que se hace extensible a una sociedad industrializada moderna que no es capaz de hacer frente a estas situaciones (Alonso, 2007; Suso, 2006; Zubero, 2006). El proceso de flexibilización del trabajo está siendo abordado desde ópticas diferentes, resaltando aquellas en las que se cuestiona el papel del Estado en la creación de legislaciones del mercado de trabajo más informales (Valdés, 2007; Olmedo, 2006; Bilbao, 1998; Ortiz de Villacaín, 1998), así como el deterioro y la erosión de la ciudadanía de quienes se encuentran en una situación de paro o de precariedad laboral y la repercusión que ello tiene en la estructura social de la desigualdad y de la exclusión social (Tezanos, 2003). Estas investigaciones empíricas sobre el mercado de trabajo se encuadran en un debate teórico más amplio sobre las transformaciones del trabajo y la crisis de la ciudadanía laboral (Crespo, Prieto y Serrano, 2009; Prieto, Ramos y Callejo, 2008; Cano, 2007; Alonso, 2007 y 2004; Pérez-Agote, Tejerina y Santamaría, 2005; Beck, 2000; Sennett, 2000; Supiot, 1999; Gorz, 1998; Meda, 1998; Bouffartigue y Eckert, 1997; Castel, 1997; Hochschild, 1997; Offe, 1992). Cuando se habla de flexibilidad se habla, fundamentalmente, de temporalidad, siendo ésta diagnosticada como una de las bases de la vulnerabilidad y de la precarización. En los últimos años, el empleo temporal en el mercado laboral español no ha dejado de incrementarse y ha llegado a alcanzar uno de los porcentajes más elevados entre los países de la OCDE (Beltrán, 1999; Camacho, 1991). La precariedad laboral y su repercusión en las condiciones laborales mediante el aumento de la temporalidad/eventualidad terminan por afectar a las situaciones de los trabajadores fijos (Bilbao, Cano y Standing, 2000; Cano, 1998; Blanco y Otaegui, 1990-1991), de modo que la temporalidad como las distintas formas de la eventualidad se constituyen en formas típicas del empleo precario (Laparra, 2007; Frade y Darmon, 2005; Polavieja, 2003). Además, algunas de las situaciones que generan la flexibilidad y las condiciones del trabajo sumergido definen unas condiciones de salud y de vida precarias (García, Álvarez, Solano, Viciana, 2002;

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Vogel, 1994) así como la vulnerabilidad de determinados colectivos (Cano, 1998). Una cuestión debatida intensamente gira sobre las consecuencias de la pérdida de la centralidad del trabajo y su repercusión en la identidad colectiva en un contexto moderno que ha considerado el trabajo como uno de sus valores centrales de articulación de lo social (Santamaría, 2009; Pérez-Agote, Tejerina y Santamaría, 2005; Sánchez Moreno, 2005; Prieto y Miguélez, 1999). Todos estos trabajos han derivado en la institucionalización de ciertos términos como el de empleo débil (Alonso, 2000), el de trabajadores flexibles y precarios (Zubero, 2006; Arriola y Vasapollo, 2005; Díaz-Salazar, 2003; Carnoy, 2001; Bilbao, 1999 y 1998; Castillo, 1995; La Roca y Sánchez, 1996) o el de crisis del trabajo (Castel, 1998; Bidet y Texier, 1995). Para ello se ha prestado atención a los efectos que las distintas situaciones laborales tienen en las condiciones de vida de diversos colectivos (jóvenes, mujeres, inmigrantes, mayores, personas sin cualificación) y en la manera en que estas categorías de personas se posicionan ante ellas. El análisis de las repercusiones de la precarización del mercado laboral sobre la sociedad se realiza en otras ocasiones a través del estudio de las formas de vida de colectivos que presentan unas particularidades y situaciones concretas. Tal es el caso de ciertas situaciones de grupos de jóvenes, mujeres o inmigrantes, situaciones que son analizadas desde la perspectiva de la flexibilidad de su inserción en el mercado de trabajo y que conducirían a unas condiciones de vida precarias.

3. LOS SUJETOS DE LA PRECARIEDAD Y ALGUNAS FORMAS DE RESISTENCIA Como se ha comentado anteriormente, un gran número de estudios de la precariedad se han centrado en la construcción de determinados sujetos colectivos caracterizados por una significación social

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que proviene de la carencia de determinados atributos sociales, bien en términos identitarios bien en términos materiales. Algunos de estos sujetos precarios a los que se ha dotado de relevancia sociológica son la juventud, las mujeres y las personas migrantes. Trazaremos un repaso por algunos estudios que dan muestra de estas carencias para finalizar considerando cómo se traducen algunas de sus resistencias desde el plano de la acción colectiva.

3.1. Sujetos precarios y juventud En lo relativo a la juventud como identidad precaria —en la medida en que clásicamente se ha entendido el periodo juvenil como rito de paso (Turner, 1988; Van Gennep, 1986)— la mayoría de los análisis provienen de la ecuación en que el acceso al mercado de trabajo supone la integración en el periodo adulto. Esto implica que se hayan estudiado estas condiciones juveniles y las formas de acceso a la adultez de forma específica. En unos casos, la precariedad salarial y la flexibilidad en el trabajo (Sánchez Moreno, 2005 y 2004; Santos, 2003) dificultan la emancipación juvenil y la consecución de proyectos vitales individuales, reforzando la relación de dependencia familiar (Rodríguez, 1999); unas situaciones que son consecuencia —además de depender de factores culturales— de la limitación del acceso a los recursos necesarios para poder independizarse (Pérez-Agote y Santamaría, 2008; Jurado 2007; López Peláez, 2005; Hernández, 2002; Rodríguez, 1999; Casal, 1996). Las principales dificultades están relacionadas con el mercado de la vivienda, la situación de los salarios, su temporalidad y también con el rol de la familia “mediterránea”, que junto con el proyecto vital (de futuro), son motivos por los que se puede hablar de estrategias para alcanzar la vida adulta (Machado, 2007; Trilla y López, 2005; Rico, 2005; Alonso de Armiño, 2002; Olivares, 2002; Hernández, 2002) y que tienen una repercusión en el proceso de construcción de la identidad (Díaz Moreno, 2007; Sánchez Moreno y Barrón, 2007; Sánchez Moreno, 2004). El problema de la inserción laboral está conduciendo a nuevas situaciones de exclusión social, y dado que las características de la

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sociedad que se está configurando son distintas a las que hemos conocido en la sociedad moderna, los efectos del trabajo para las nuevas generaciones son muy diferentes a los que han vivido las pasadas y a los que experimentan las actuales (Jiménez, Martín, Navarrete, Pinta, Soler y Tapia, 2008; Casal, García, Merino y Quesada, 2006; Cal Barredo, 2002; Pérez-Agote, Tejerina, Cavia y Santamaría, 2001). Por último, teniendo en cuenta la relación entre el mercado laboral, los procesos de emancipación y la juventud, algunos estudios han demostrado que históricamente ha existido una relación fuerte entre el trabajo y la opción política que, aún habiéndose debilitado en las últimas décadas, las condiciones laborales continúan teniendo una cierta influencia en el voto juvenil (Lago, 2007; Salido y Martín, 2007). Asimismo, se ha prestado una especial atención a la cultura política, planteada desde una visión que atiende a los comportamientos de la juventud, sobre todo a la intencionalidad del voto y la relación que se establece con la situación laboral y a la repercusión que tanto la ideología como la situación económica tienen sobre esta intencionalidad (Salido y Martín, 2007; Lago, 2007; Polavieja, 2000). Estudios que se centran en el proceso histórico y en la manera en que se socializa la juventud dentro del contexto de la cultura de la precariedad (Gálvez, 2007a, 2007b y 2005; Arias, 2007).

3.2. Sujetos precarios y género Desde una perspectiva de género23 también se ha abordado la relación entre mujeres y trabajo (AA.VV., 2003; Prieto, 2007). La principal preocupación de los estudios que han contemplado a las

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Se ha trabajado fundamentalmente a las mujeres como sujeto precario, aunque no hay que olvidar que desde una perspectiva de género habría que prestar atención a la precariedad de las relaciones sociales entre hombres y mujeres, así como a los procesos de construcción de la identidad atravesados por las dimensiones de la sexualidad y la corporalidad, en la que entrarían aspectos relacionados con los ejes de heterosexualidad/homosexualidad/ transexualidad, con el eje de masculinidad/feminidad, etc.

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mujeres como sujeto precario se han centrado en su vulnerabilidad (Alonso y Torres, 2003), lo cual está muy relacionado con la invisibilidad en determinados terrenos laborales, como el de las mujeres rurales y de entornos populares (Camarero et al., 2005; Dussuet, 2000), y que ha subrayado la existencia del techo de cristal (Casado, Gómez y Callejo, 2003). Otras situaciones a las que se ha prestado atención son las de las madres solteras (González, Jiménez y Moreano, 2004; Moreno, 2000; Tobío y Fernández Cordón, 1999) y la conciliación de la vida laboral, personal y familiar que recae en las mujeres (Prieto, Ramos y Callejo, 2008; Carrasquer y Torns, 2007), que deben enfrentarse al mantenimiento de cierto equilibrio entre relaciones sociales y familiares, entre trabajo informal y trabajo doméstico (Banyuls, Cano, Picher y Sánchez, 2003). Todos estos cambios han contribuido a generar conceptos como el de precariedad familiar (Morente y Barroso, 2003), o a analizar los efectos de ésta sobre los menores dependientes (Morente y Barroso, 2003). No habría que olvidar que en muchos casos hay una interrelación de distintos ámbitos como la religión, la cultura y la ciudadanía (Colectivo IOE, 2001), por lo que más allá de las instituciones del trabajo y la familia, la perspectiva de género puede aplicarse en el estudio de la precariedad en todos los ámbitos de lo social (Poveda, 2006; Gregorio, 1998).

3.3. Sujetos precarios e inmigración El proceso de inserción social de la inmigración está ocupando en los últimos años una parte significativa de los trabajos empíricos otorgando una gran importancia a las relaciones sociales y a las condiciones de trabajo (Laparra, 2003; Cachón, 2003 y 2002; Blanco, 2002, 2000 y 1995; Colectivo IOE, 1999; Martínez, 1997; Ramírez, 1996), y considerando que es en el proceso migratorio en el que resulta más difícil delimitar el efecto de las transformaciones del mercado laboral de manera aislada, al entender la precariedad como situación transversal en el caso de los sujetos migrantes. Esta transversalidad hace que cualquiera de los campos en los que se

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analice la precariedad se relacione con los otros tipos de situaciones, tanto si consideramos los sujetos de manera individualizada como si nos remitimos a los diferentes grupos étnicos o colectivos de inmigrantes. Dentro de la diversidad de perspectivas existentes, algunas se han centrado en el análisis demográfico del fenómeno y en la repercusión que su incremento tiene en los cambios sociales de la sociedad receptora (Martín y Rodríguez, 2007; Solé, 1995). En otros casos, se ha abordado la precariedad residencial y las condiciones de la vivienda (Checa y Olmos, Checa Olmos y Arjona, 2008; Martínez, 1999), las características del entorno, las redes de solidaridad en el lugar de llegada (Guarnizo, Sánchez y Roach, 1999) y del barrio en que se asientan (Pérez-Agote, Tejerina y Barañano, 2010; Barañano et al., 2006; Gonzales y Roach, 1992), así como el acceso a la obtención de las necesidades básicas y las relaciones salariales desde la perspectiva de la exclusión residencial (García, 2006; Sánchez Morales y Tezanos, 2004; Riesco, 2002; Camacho, 2000; Lacomba y Royo, 1997). Las dinámicas intraétnicas e interétnicas de las migraciones transnacionales en los espacios urbanos son protagonistas en los trabajos realizados por algunos grupos de investigación, como en el caso de “Globalización, inmigración transnacional y reestructuración metropolitana de Madrid: estudio del barrio de Embajadores” (Barañano et al., 2006) o del proyecto “Glocalidad e inmigración transnacional. Las relaciones sociales entre grupos étnicos en el espacio metropolitano (Madrid y Bilbao)” (Pérez-Agote, Tejerina, Barañano et al., 2010). Los estudios sobre la inmigración que se centran en el mercado laboral lo hacen desde distintas perspectivas. En unos casos están relacionados con la intervención social a través de organizaciones que centran su interés en la inmigración y destacan la relevancia de las condiciones laborales y de precariedad en la integración de este colectivo (Pereda, 2002). Otro de los puntos de referencia es el de las relaciones que se establecen en el entorno del trabajo, desencadenándose saturaciones de racismo y xenofobia y, en definitiva, de relaciones conflictivas entre los grupos nacionales y extranjeros (Martínez, 2001).

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El trabajo doméstico es un espacio ocupado mayoritariamente por la inmigración femenina. Algunos de los estudios prestan especial atención a la situación de la mujer inmigrante, a los cambios que están experimentando paulatinamente en sus propias pautas sociales y en la situación que está repercutiendo en una mejor aceptación en la sociedad de acogida, a pesar de los cuales siguen accediendo a trabajos caracterizados por la precariedad como consecuencia de la temporalidad, la inestabilidad y la inseguridad (Cebrián, 1997). Es importante tener en cuenta que la situación de irregularidad de algunos inmigrantes acrecienta la inestabilidad e incrementa las dificultades de acceso al mercado laboral. Esta situación está siendo analizada desde conceptos vinculados a la democracia y la ciudadanía, en tanto que reto para la integración de la inmigración. En estos análisis se destaca la carencia de derechos como consecuencia de la situación de irregularidad, imposibilidad de residencia y nacionalidad (Rubio, 2002; Lacomba, 1997).

3.4. La precariedad vista desde la acción social Merece la pena señalar una serie de trabajos relacionados con la cuestión del capital social, del voluntariado, del asociacionismo y de los movimientos sociales, sobre todo si tenemos en cuenta que recientemente se ha producido un incremento en la movilización en torno a la precarización social vinculado al movimiento alterglobal, aspecto en el que hemos trabajado intensamente en el CEICIKI (Tejerina, Martínez de Albeniz, Cavia, Gómez e Izaola, 2008 y 2006) y del que se da muestra en el artículo de este libro (Tejerina y G. Seguel). Especial mención merecen los trabajos de Montero, Font y Torcal sobre confianza política, capital social y asociacionismo (2006). Así mismo, se ha profundizado en la participación (Funes, 2006), en el voto político (Polavieja, 2000), la relación capital social y rendimiento institucional (Subirats y Gallego, 2002) y el asociacionismo (Ariño, 2004). La precariedad como una nueva forma de movilización social que se expresa por medio del aprovechamiento y de la utilización

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de las nuevas tecnologías, como una característica que se asocia a la identidad de una generación, como un paradigma identitario que determina un tipo concreto de movilización y de situarse ante la sociedad, un medio de reivindicación de demandas sociales. En definitiva se trata de una nueva forma de movilización social que a través del ciberespacio es capaz de generar lo que Pierre Lévy (1994) denomina inteligencia colectiva, destacando la precariedad de las relaciones sociales que surgen a través de estas comunidades virtuales (Díaz Moreno, 2007; Valiente, 2004). En este mismo contexto de la movilización política, se ha analizado la forma en que se produce la movilización contra la precariedad y el contexto de la estructura de oportunidad política en varios países europeos (Mosca, 2006; Perda, 2002).

4. CONCLUSIONES Este acercamiento a las investigaciones en torno a la precariedad nos permite comprobar que la mayor parte de los estudios realizados en el contexto académico español giran en torno al mundo del trabajo o de las identidades colectivas en situaciones conflictivas. El desafío para nuestro grupo de trabajo, y también en lo relativo a la composición de este libro, es ir más allá de una concepción limitada de la precariedad que la circunscriba al mundo laboral. El trabajo colectivo desarrollado por el CEIC ha contribuido a desarrollar varias hipótesis generales que relacionan la precariedad por un lado, con el riesgo, la desinstitucionalización, la erosión del Estado del Bienestar, la exclusión, la implosión de un centro ordenador de las sociedades modernas (el Estado, el trabajo, etc.); y, por otro lado, con la explosión de las periferias, la crisis del centro que no se ve reemplazado, la ausencia de sustitutos funcionales a los centros simbólicos modernos. Así, la precariedad no es únicamente una carencia puntual y restringida, sino un dato estructural y generalizado que se convierte en algo inscrito en la vida social. La precariedad no aparece ya como un fallo del sis-

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tema que hay que reparar (discurso de la exclusión/integración), sino que las situaciones precarias son un mecanismo asociado al propio funcionamiento social. Cabe plantear que este mecanismo se ha acelerado en lo que podemos denominar modernidad tardía, en el momento presente, instalándose en el centro mismo de la vida social. En definitiva, la precariedad ya no sólo opera como generador de espacios marginales, sino que se ha generalizado y se ha convertido en un definidor de situaciones sociales concretas y cotidianas. Y, en el mismo sentido, en un concepto articulador de definiciones sociológicas que ya no pueden explicarse mediante el vocabulario clásico de las ciencias sociales. De ahí nuestra propuesta de indagar en el concepto de precariedad vital, que se extiende a diferentes dimensiones de la vida social y que afecta a los sectores medios de la población, aquellos que en la modernidad definían el sujeto centrado, coherente y fuerte y que en la actualidad ya no puede definirse como tal. La sociología española de los últimos años se ha ocupado de estudiar la precariedad sin conceder excesiva importancia al papel que los sujetos sociales juegan en la forma de gestionar esta precariedad, en las estrategias creativas desarrolladas en un contexto en que la precariedad se ha situado en el centro de lo social y de la que forman parte los denominados sectores medios. En esta lógica que parte de entender la centralidad de la precariedad en la vida social y la extensión de lo precario a lo considerado “normal”, es el territorio en el que discurren las líneas actuales de pensamiento.

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1. INTRODUCCIÓN Quisiera lanzar la idea de una precarización que afecta a unos asalariados que no forman directamente parte de lo que se llama ahora “precariado” (Castel, 2007). Deseo abordar el sentimiento de precariedad que pueden tener los asalariados estables —con un contrato indefinido e incluso los que tienen el estatus de funcionario (Linhart, 2006)— confrontados con unas exigencias cada vez mayores en su trabajo, unos asalariados que viven permanentemente pensando en el riesgo de que llegue un día en que no estén a la altura, en que no puedan mantenerse en el puesto. Este sentimiento que denomino “la precariedad subjetiva” de los trabajadores estables refleja el hecho de que no se sienten protegidos y temen el futuro. Ciertamente, para unos asalariados que gozan de un empleo estable de jornada completa, esta noción de “precariedad subjetiva” puede resultar sorprendente y molesta. ¿No son estos asalariados unos privilegiados en comparación con la masa no menospreciable de asalariados (temporeros, interinos, con contratos temporales) que viven en general en la incertidumbre estructural, que se ven abocados a vivir al día y a sentirse en una situación de gran dependencia? ¿No deberían estos asalariados de la estabilidad sentirse precisamente protegidos frente a los golpes duros? ¿No deberían sentirse como privilegiados, una imagen que de hecho se les rebota regularmente y que les obliga la mayoría de las veces a callar su inquietud y cada vez más su sufrimiento? ¿Cómo pueden, en efecto, quejarse legítimamente o sublevarse cuando representa que viven en el paraíso en comparación con todos los

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demás (desempleados, asalariados a tiempo parcial impuesto y trabajadores precarios) cuya vida está en suspense y que sueñan con tener un empleo a tiempo completo, estable, y la posibilidad de programar su vida? ¿En qué consiste por tanto esta “precariedad subjetiva” que ha resultado evidente en las numerosas encuestas de campo que he podido llevar a cabo, sola o con otros colegas (Linhart, 2009)? Podríamos describirla a través del sentimiento que tienen estos asalariados estables de no sentirse en casa en su trabajo, de no ser tampoco ellos mismos, de no poderse fiar de rutinas profesionales, de redes, del saber y del saber hacer acumulado gracias a la experiencia o transmitidos por los más veteranos; podríamos describirla como el sentimiento de no dominar el trabajo y de tener que realizar esfuerzos sin parar para adaptarse, para cumplir con los objetivos establecidos, para no ponerse en peligro ni física ni moralmente (en el caso de interactuar con usuarios, clientes). Como el sentimiento de no disponer de recursos en caso de problemas de trabajo graves, ni por parte de la jerarquía (cada vez más escasa y cada vez menos disponible), ni por parte de los colectivos laborales que se han desmembrado con la individualización sistemática de la gestión de los asalariados y su puesta en competencia. Es así como se produce un sentimiento de aislamiento y de abandono. Pero es también la pérdida de la autoestima, que está relacionada con el sentimiento de no dominar bien el trabajo, con el sentimiento de no estar a la altura en el trabajo, de hacer mal el trabajo, de no estar seguro de poder asumir la función encomendada. Y esto es así porque los sistemas modernos de gestión imponen cambios continuos y reestructuraciones permanentes a todos los asalariados, así como una movilidad sistemática. Y esto se produce en unas organizaciones de trabajo modernizadas que son muy desestabilizadoras por sí mismas. En nombre de la autonomía y de la responsabilización, estas organizaciones llamadas post-tayloristas “confían” a los propios asalariados, a todos los niveles jerárquicos, los retos de un trabajo que se ha convertido en más complejo e imprevisible y que se ve sometido a múltiples tensiones y contradicciones. Los asalariados, ya sean ejecutivos, operarios o empleados, son los que deben encontrar las soluciones organizativas para alcanzar los ob-

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jetivos establecidos tanto en productividad como en calidad, y ello en el marco de una intensificación espectacular de los ritmos de trabajo. La “precariedad subjetiva” es el miedo de cometer, un día u otro, uno error para alcanzar los objetivos o para hacer correctamente el trabajo (porque los dos no son siempre compatibles), errores que podrían justificar un despido o una pérdida de responsabilidades. El auge del despido por motivos personales (tipo de acuerdo entre la empresa y el asalariado que se traduce por la salida de este asalariado en forma de despido) es probablemente paradigmático: el asalariado se ve obligado por sus superiores a dejarlo porque no se siente cómodo en un trabajo que siempre le exige más (Palpacuer, Seignour, Vercher, 2007). Así, la “precariedad subjetiva”, este sentimiento de no estar nunca a salvo de la pérdida súbita de empleo, se une in fine a la precariedad objetiva. Esta “precariedad subjetiva” no es ajena al sufrimiento que se produce cada vez más en la relación existente con el trabajo moderno, sino que llega incluso a representar una de sus características. Se la puede relacionar con el fenómeno preocupante de los suicidios debidos al trabajo (aproximadamente 400 al año en Francia, pero no se dispone de estadísticas estables) que comienzan a ser reconocidos como accidentes laborales desde la decisión adoptada por una mutua laboral en 2007. También se puede entender por el aumento del consumo de tranquilizantes y de neurolépticos en los puestos de trabajo (Francia está a la cabeza del consumo de estos productos en los países europeos). El caso de France Télécom es tristemente ilustrativo de este tema recurrente de los suicidios con 25 casos en un año y medio, hechos que destacaron entre las noticias de los medios de comunicación en otoño. Y es que esta empresa, que anteriormente era pública, comenzó a acometer hace unos 15 años gran cantidad de reformas que han llevado a lo que Jean Luc Metzger (2000) llama los desaprendizajes masivos, pérdidas de referencias, desestabilizaciones profesionales de gran magnitud. Numerosos empleados afirman que ya no saben muy bien cuál es su puesto en los organigramas, padecen por el hecho de no tener tiempo de crear redes profesionales —tan importantes para que el trabajo sea eficaz—, y no saben, finalmente, quienes están bajo su responsabilidad. Muchos de ellos se sienten estresados, inquietos,

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consideran que no se reconoce ni su trabajo ni sus esfuerzos y que no se les escucha (Du Roy, 2009). France Télécom representa un ejemplo paroxístico de la precariedad subjetiva de los trabajadores estables, puesto que el 70% de las personas de la empresa gozan del estatus de funcionarios. Este sufrimiento y la “precariedad subjetiva” que genera son un componente del trabajo moderno. Y es que las personas influyentes de la política y la economía están difundiendo una y otra vez la idea de que “el valor del trabajo está siendo atacado y habría que volver a situar al trabajo en el centro de las preocupaciones de los franceses”. Y este discurso hace mella en los franceses. Sin duda, la reducción de la semana de trabajo a 35 horas implantada en 1998 es la que ha desencadenado un discurso tal que autoriza a un primer ministro a afirmar que hay que poner a los franceses al trabajo, lo que ha dado origen al eslogan del Presidente de la República, Nicolas Sarkozy: “¡Trabajar más para ganar más!”. Sin embargo, de las encuestas de campo se desprende un tono general de intensificación del trabajo y de cuerpo a cuerpo doloroso entre los asalariados y su trabajo, una dimensión dramática, a menudo incluso trágica, que inspira a numerosos escritores, autores de obras de teatro y directores de cine. En efecto, no resulta baladí comprobar que el mundo del trabajo que apenas se dejaba sentir en las obras culturales durante los treinta años gloriosos (1950, 1960, 1970) ha vuelto súbitamente en los años 90, bajo una forma particularmente espectacular, imponiéndose desde entonces a través de la visión de un mundo duro, violento, con episodios heroicos en los que los actores se juegan la vida, e incluso a veces la de los demás. Pero, ¿qué es lo que hace que este mundo del trabajo moderno sea duro comparado con el mundo de los Treinta Gloriosos? ¿Por qué la noción de sufrimiento es lo que se refleja en los trabajos de los especialistas del trabajo como Christophe Dejours (1998) que le puso por título a su libro “Souffrance en France” (Sufrimiento en Francia)? ¿Qué es lo que hace que este mundo laboral sea tan permeable al sufrimiento? Dos grupos de elementos principales pueden aportarnos una respuesta: el primero está relacionado con la desactivación de las respuestas colecti-

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vas frente a las agresiones del trabajo. El segundo está relacionado con la pretensión de los directivos de movilizar, formateándola y canalizándola, la subjetividad de los asalariados.

2. UN CUESTIONAMIENTO DE LAS LÓGICAS COLECTIVAS DE APROPIACIÓN DEL TRABAJO El periodo de los Treinta Gloriosos estaba asociado a un Taylorismo sistemático caracterizado por la dureza de las condiciones laborales y de las relaciones sociales en las empresas, en las que una jerarquía menospreciante se imponía a los principios de la organización del trabajo, denegando a los asalariados sus cualificaciones reales y su condición de seres humanos, reduciéndoles al rol de simples ejecutantes y peones del sistema. No se trata en ningún caso de sentir nostalgia por esa lógica impuesta del trabajo, y numerosos eran los sociólogos que la denunciaban analizando sus fundamentos sociales, técnicos y organizativos. Por el contrario, resulta conveniente reflexionar sobre las formas de resistencia y de adaptación que tenían entonces los asalariados y relacionarlas con las que los asalariados pueden desarrollar en el contexto moderno actual. Con el objetivo de fijar y de fidelizar la mano de obra (quedaban lejos aún las políticas contemporáneas de fluidificación y de flexibilización), la patronal francesa había desarrollado durante los Treinta Gloriosos unas políticas que ponían por delante las dimensiones colectivas de gestión con el aumento de los salarios en función de la antigüedad, las clasificaciones por puestos de trabajo y los horarios idénticos para todos. En su búsqueda de las economías de escala, la patronal creó inmensas concentraciones de obreros en fábricas impresionantes. Este tipo de política impuso de facto unas condiciones de vida laborales similares, potenciando una relativa igualdad entre los obreros y permitiendo unas formas de adaptación y de resistencia orientadas hacia la solidaridad, la ayuda mutua, la creación de valores y de identidades comunes. El sufrimiento se interpretaba así como un aspecto de la relación de

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fuerzas que opone la clase obrera a los empresarios. Se percibía como un elemento de la apuesta política que el trabajo representa. Una verdadera cultura obrera daba sentido a lo que cada uno soportaba dando un ideal de transformación del destino común, una aspiración común de cambiar las cosas, no solamente a través de la política y los sindicatos sino en la vida concreta y cotidiana en el trabajo. Una configuración así conducía a una situación en la que los obreros, cuando estaban en la fábrica, se sentían “como en casa” y con la posibilidad relativa de reapropiarse de su trabajo (Linhart R., 1978; Bernoux; 1981). Una vida colectiva de trabajo, organizada en la duración, permite instaurar unas reglas del juego entre los individuos; es uno de los aspectos importantes del trabajo y de la relación con respecto a éste en el periodo que antecede a los grandes cambios que se imponen a partir de los años 1980. En sus empresas, con el tiempo, los asalariados consiguen dejar colectivamente su huella como actores sociales contradiciendo una lógica tayloriana que consiste en atribuirles y catalogarles formalmente en la función de simples brazos ejecutores. La estabilidad, aliada con una gestión colectiva, proporciona así las armas cognitivas y subjetivas a los asalariados para afrontar las condiciones despersonalizantes de su trabajo tayloriano (Hatzfeld, 2002). Posibilita una forma de implicación profesional en el trabajo que se manifiesta mediante una moral obrera que gira en torno a la solidaridad y a la ayuda mutua, con el fin de trabajar en unas condiciones más humanas, respetando un determinado tipo de conciencia profesional (Reynaud, 1989). Esta estabilidad posibilita asimismo una forma de implicación subjetiva que se despliega en torno a la expresión colectiva de una contestación del orden social reinante en estas empresas, un cuestionamiento de la dureza del destino de los obreros y del reparto desigual de los frutos del trabajo entre capitalistas y obreros. (Noiriel, 1986). La crítica de la dominación ejercida por la patronal, legítima para la mayoría de los obreros, sella una especie de acuerdo en torno al proyecto de transformación de la sociedad (Beaud y Pialoux, 1999). De hecho, estallará en Mayo de 1968, fecha en que se produce la huelga general más larga (tres semanas) del siglo XX en Francia (Vigna, 2007).

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La Francia de aquellos años era vista por parte de numerosos obreros bajo el prisma de la lucha de clases. Mayoritariamente, una identidad común, una esperanza común de cambiar el mundo, fueron sustituidos por unas organizaciones sindicales potentes, a menudo dependientes de partidos políticos. Los colectivos informales —correspondientes a una parte de un taller, de una cadena de montaje, sometidos a un mismo superior jerárquico— encarnaban cotidianamente unos valores y proyectos contestatarios con respecto a unas prácticas desarrolladas clandestinamente, en cualquier caso en la sombra, elaboradas y mantenidas en el fondo sin un verdadero debate democrático ni confrontación interna. (Dejours, 1993). La garantía de su supervivencia y de su fuerza residía más bien en un claroscuro que les alimentaba, que les protegía mediante una especie de naturalización de esta identidad solidaria (Borzeix y Linhart, 1989). Entenderemos mejor la importancia de la dimensión informal y clandestina de estos colectivos que no existían en los organigramas oficiales cuando se arroje brutalmente luz sobre los mismos cuando se conviertan en oficiales en el marco del derecho de expresión directo y colectivo. Cuando los socialistas accedieron al poder en 1981, una de las primeras leyes que se votaron fue la que daba a cada asalariado el derecho individual de expresarse dentro de un grupo de trabajo homogéneo. Este derecho de expresión se otorgaba tras las demandas formuladas, primero por la CFDT (desde mediados de los años 70), y después por parte de la CGT (a partir de 1980) que hacían valer la necesidad de dar la palabra a los asalariados sobre el trabajo, a éstos como verdaderos expertos. El derecho de expresión establecido se refería a las condiciones laborales y a la organización del trabajo, y la dirección tenía la obligación de responder a las demandas formuladas, bien fuera introduciendo los cambios deseados, bien fuera argumentando las razones que hacían imposible introducir estos cambios. Este derecho de los colectivos laborales a tomar la palabra oficialmente fracasó rápidamente. Porque estos colectivos no conseguían influir en la dirección de la empresas pero también, y sobre todo, porque les costaba ponerse de acuerdo sobre los cambios que se deseaba introducir, y descubrían sus fisuras y sus divergen-

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cias internas ante los propios ojos de sus superiores jerárquicos. En ocasiones se peleaban entre ellos. Pasar de lo no dicho a la explicitación de las necesidades, de las expectativas de cada uno, representa una prueba peligrosa, y numerosos grupos de expresión lo han comprobado con pésimos resultados (Linhart, 1991, 2004). De hecho esta experiencia ha mostrado a la vez la gran fuerza de los colectivos informales de trabajadores, su capacidad de afrontar colectivamente las limitaciones devastadoras del trabajo taylorista adaptándolas para vivir un trabajo real distinto del trabajo prescrito, imprimiendo sus valores solidarios y contestatarios en el trabajo diario (Linhart R., 1978), pero al mismo tiempo ha mostrado su extrema fragilidad y vulnerabilidad desde el mismo momento en que se les sacaba de su contexto natural. Una vez reconocidos y solicitados institucionalmente, los colectivos se vieron confrontados a unas lógicas que hacían aflorar unas tensiones hasta entonces ocultas.

3. LA INDIVIDUALIZACIÓN: UNA ESTRATEGIA DE LA DIRECCIÓN En respuesta a la gran sacudida de Mayo de 1968 que amenazó con acabar con los propios fundamentos del orden industrial capitalista, durante la constitución de las Bases Nacionales de 1973 en Marsella, la patronal desarrolló una respuesta que pronto se mostraría ganadora: la individualización de la gestión de los asalariados y de la organización del trabajo. Esta estrategia contaba con una doble ventaja bajo este punto de vista: pretender responder, por una parte, a las aspiraciones que se habían manifestado durante el mes de mayo; instaurar, por otra parte, una atomización susceptible de invertir una relación de fuerzas que se había tornado claramente desfavorable debido a las grandes concentraciones obreras capaces de organizarse y de poner en peligro los intereses de la Patronal (Boltanski, Chiapello, 1999). Progresivamente se fue estableciendo la individualización de los aumentos salariales, de las

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formaciones personalizadas, de los criterios personales en la tabla de cualificación de los convenios colectivos. Las competencias que incluyen el saber estar han sustituido a las cualificaciones y, finalmente, se han sistematizado las entrevistas individuales con el N+1 para definir y evaluar los objetivos. A ello se añade la polivalencia sistemática, la movilidad, la flexibilidad, la creación de grupos de trabajo de diversa naturaleza constituidos formal y puntualmente por los mandos jerárquicos. Se puede deducir fácilmente que los colectivos espontáneos y casi clandestinos formados por los asalariados han quedado debilitados y se han llevado la peor parte. La empresa moderna, a través de un discurso estructurado, prioriza su voluntad explícita de valorar a la persona, apostando por sus competencias más íntimas, tanto intelectuales como afectivas y emocionales. En este sentido, retomando el análisis de Boltanski y Chiapello, sólo se queda con la crítica “del artista” (que recela de las reivindicaciones para tener más autonomía y creatividad en el trabajo) y minimiza la crítica social que trata de luchar contra las desigualdades. Se apoya en aras de este objetivo en la evolución de la naturaleza del trabajo (que se torna más abstracto, más reactivo, más cualitativo, cada vez más relacionado con las actividades terciarias y de servicios) y en el nuevo contexto de competencia económica en el marco de la globalización, esta mundialización que hace que las prescripciones tayloristas sean menos adaptadas o en todo caso menos productivas, y que invitan a apostar por la movilización individual de cada uno. Si la prescripción tayloristas ya no resulta tan eficaz, la dirección de la empresa se encuentra en esta situación peligrosa para ella al depender de la buena voluntad de sus asalariados. La lógica tayloristas es efectivamente la inclusión en la propia definición de las tareas, de las obligaciones y del control. Para la empresa es una forma ventajosa de resolver la incompletud del contrato de trabajo. Al descomponer las tareas definiendo de forma detallada el modo de hacer y el tiempo para hacer, la empresa tiene al fin la certeza de utilizar de la mejor forma posible el tiempo de sus asalariados independientemente de su buena o mala voluntad, independientemente de si están motivados o no para trabajar, y de sus ganas de reapropiarse de su tiempo. La organización taylorista del trabajo

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es, desde el punto de vista de la empresa, una forma de obligar “legítimamente” (puesto que la one best way está establecida por la ciencia), a los asalariados a rendir al máximo de su capacidad en términos de productividad. Si este recurso ya no es suficiente por sí mismo o si se muestra menos adaptado, cabe desarrollar nuevas estrategias de gestión del trabajo. Más que inclinarse por cambiar hacia una verdadera transformación de la organización del trabajo, la dirección optará por nuevas lógicas de movilización (Linhart, 1991). Se trata de conseguir que el asalariado se sume a la causa de su empresa, llevarle a identificarse con ella, a tomar el relevo de forma eficaz. La mayoría de las grandes empresas se han dotado de códigos éticos, normas de vida o códigos deontológicos (Salmon, 2000). Reflejan la ambición de la dirección de remodelar los comportamientos, de canalizar la subjetividad de los asalariados (Hochschild, 2002), de formatearla para adaptarla a unas organizaciones del trabajo menos finalizadas, a veces híbridas, donde se mezclan las prescripciones y una autonomía relativa. Los superiores jerárquicos y la dirección impulsan nuevas modalidades sociales y morales para conseguir la adhesión de forma productiva de las subjetividades a priori refractarias. Hacer tabla rasa del pasado es un objetivo explícito para numerosas direcciones de empresas que quieren hacer que se establezca otro tipo de relaciones entre asalariados y dirección, más consensual que aúne la disciplina, el espíritu de abnegación y la autonomía entre los asalariados. Efectivamente las direcciones modernas exigen disponibilidad, flexibilidad y movilidad —todo lo que equivale en cierto modo a movilizar también la vida fuera del trabajo, la vida privada y familiar— requiriendo asimismo una adhesión a los valores de la empresa. Es el marco de lo que se espera de un asalariado virtuoso, del que tiene su puesto en la empresa. Los fundamentos de la selección están establecidos, así como los de la precarización subjetiva. Porque los asalariados llevan a cabo su trabajo de forma permanente sobre el filo de la navaja, solos, sin el soporte y la ayuda operativa de colectivos solidarios, en el seno de organizaciones laborales que no les dan todos los recursos pero que les subcontratan las tensiones y contradicciones (Duja-

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rrier, 2006). Están condenados a encontrar soluciones en un tête à tête solitario con su trabajo, siempre tienen que hacer frente al desafío de conseguir los objetivos cada vez más exigentes que se les impone, sin tener la posibilidad de negociar con qué medios. Les acompaña siempre un sentimiento de precariedad difusa, inalcanzable. Nada se considera como adquirido, nada se considera como ganado. Siempre tienes que probar tu capacidad, demostrar tu competencia y tu empleabilidad, justificar tu presencia. Si lo que se busca es el consenso, éste está dispuesto en el marco de una puesta en competencia encarnizada y permanente. Es una de las razones que explican la tasa de actividad tan baja de los adultos y de los jóvenes en Francia. Y es que resulta difícil durar en estas condiciones. La pirámide demográfica de las empresas revela claramente que tales políticas de movilización sólo pueden afirmarse a partir de una selección o elección. No hay sitio para todos, la empresa moderna está creada con los que buscan sin parar la excelencia y que se implican totalmente. Si la dirección moderna requiere entrega y disponibilidad, al mismo tiempo pretende ofrecer contrapartidas halagando los aspectos narcisistas de sus asalariados, como lo analiza Vincent de Gaulejac (2006). La renarcisación de los asalariados es efectivamente un arma utilizada por la dirección para llevar a los asalariados a dar lo mejor de sí, según la expresión de Yves Schwartz (2000). Éste es el otro brazo de la tenaza en el que están pillados los asalariados. En efecto, la dirección moderna asocia a menudo dos resortes de movilización, el que sitúa al asalariado en una dependencia y una adhesión a la empresa, y el que lo encierra en una exaltación de su ego, en busca de su máximo potencial. La puesta en competencia, anteriormente señalada, tiene también la función de llevar al asalariado a demostrar a los demás y a sí mismo que es el mejor, que consigue hacer todo lo que se espera de él, que cumple sus objetivos, que responde a los desafíos que se le presentan en el desarrollo de su actividad. La dirección juega con esta búsqueda de reconocimiento (Honneth, 2002), con este deseo de superación (propio de cada individuo), para canalizar esta energía en su beneficio. Al proponerle “un ideal del trabajo inalcanzable”, como lo analiza Marie-Anne Dujarier (2006), la dirección mantiene en vilo

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a sus asalariados, los mantiene en un estado de tensión que quiere ser hiperproductivo. Pero también los mantiene en un estado de febrilidad y de inseguridad. Los asalariados tienen miedo de no conseguirlo, ya tengan un puesto ejecutivo o ya sean subalternos. Se ven evaluados de forma permanente, comparados, juzgados; saben que el requisito explícito de esta dirección moderna es la excelencia y la voluntad permanente de superarse, de demostrar que merecen el sitio que ocupan. Asimismo, sienten la necesidad de demostrárselo a sí mismos (Enriquez, 1997). El fracaso se convierte en catastrófico bajo ambos puntos de vista, y el miedo de tenerse que enfrentar a ello se convierte en una fuente de angustia real. Como consecuencia de ello pueden surgir el agotamiento y el acoso, así como los suicidios. El agotamiento, debido a la tensión permanente; el acoso porque los colegas, lejos de ser cómplices solidarios, apoyos, “iguales” no sólo son competidores sino también obstáculos cuando comprometen el éxito del trabajo debido a su rendimiento insuficiente o sus torpezas. El acoso tiene entonces el objetivo de obligar a los colegas o subordinados a hacer más, a hacerlo mejor para asegurarse su propio éxito. El fracaso puede llevar entonces al suicidio, no sólo porque se puede tener el sentimiento de no haber hecho los méritos suficientes a los ojos de la jerarquía o de la propia empresa, sino ante uno mismo y porque se puede tener el sentimiento de no poder salir adelante. Todo lo que está en juego en el trabajo se convierte en una cuestión de vida o muerte.

4. EL TRABAJO SE HA CONVERTIDO EN UNA PRUEBA SOLITARIA Los posible recursos son casi inexistentes. Los colectivos que daban otro sentido al trabajo, otros valores, otros proyectos, han desaparecido bajo el yugo de la modernización, llevándose consigo la solidaridad, la ayuda mutua, la relativización de las dificultades y de las injusticias del trabajo que asumían. La familia tampoco

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puede ayudar a tomar distancia porque ella misma está embarcada en una sumisión a las exigencias de la empresa, como lo analiza I. Bertaux-Wiame (2008). El asalariado es un individuo, una persona sola, sin ayuda, y confrontada a unas obligaciones e ideales que no se ajustan a las realidades concretas del trabajo. Ahí es donde reside la “precariedad subjetiva”. Dentro del propio trabajo, la modernización ha sembrado la semilla de una inseguridad generalizada llegando a deshacer todo lo que habían construido los asalariados para contener y controlar su destino. Los esfuerzos llevados a cabo anteriormente por los sindicatos, sustituidos por los colectivos, para domesticar el trabajo han estallado en mil pedazos. Ahora cada uno negocia solo su destino en la empresa y, sobre todo, ve en el otro una amenaza o una carga que hay que llevar. El sentimiento subjetivo de precariedad puede también alimentarse de la dificultad de renunciar a determinados valores importantes con respecto a la sociedad, de la dificultad de representar y defender únicamente el perímetro restringido de los únicos intereses de la empresa en detrimento de valores más universales y más acordes con la moral y los intereses de la sociedad en su conjunto. O de satisfacerse únicamente con la búsqueda de un poder narcisista. La resultante instrumentalización del otro tiene un coste psicológico y moral fuerte aunque los asalariados consigan ocultarlo, negarlo cuando se dan las condiciones, es decir, cuando consiguen alcanzar sus objetivos y autovalorarse. Pero estas condiciones nunca son definitivas, nunca están garantizadas, pueden volverse contra uno y el asalariado no reconocido por su institución se encuentra sin red protectora frente a los conflictos de valores que siempre están presentes (aunque sea de manera larvada). Debe afrontarlos, en cualquier caso sabe que están ahí aunque estén reprimidos. Entre las intenciones de la dirección está, sin duda, conseguir introducir la precariedad en los empleos estables. El discurso de la dirección es muy prolijo por lo que respecta a los perjuicios que conllevan las rutinas, lo que se ha conseguido, las certezas. Se critican como arcaísmos contraproducentes en el marco de un trabajo que, al ser cada vez más interactivo, fluctuante y cualitativo, exigiría unas actitudes profesionales especialmente fluidas. Para que así sea, la dirección practica de hecho una política sistemática del

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cambio (Salmon, 2000). Éste se considera como un fin en sí mismo, un valor en sí mismo y tiende a sustituir a la noción de progreso. Las reformas sistemáticas se multiplican: reestructuración de servicios en forma de descentralización y centralización, redefinición de las funciones, externalización de algunas actividades que se vuelven a hacer internamente más adelante, fusiones de diferentes naturalezas… Además del objetivo de ajustar la empresa a las fluctuaciones del mercado, de la competencia y de los imperativos financieros, tienen también el objetivo de mantener a los asalariados en estado febril, de vigilancia inquieta, de cuestionamiento sistemático de todo lo que representa un oficio. El objetivo de los cambios permanentes es que los asalariados no se acostumbren ni a sus colegas, ni a su saber hacer, ni a sus superiores (que se ven sometidos ellos mismos a unas cláusulas de movilidad feroces) y que no puedan apoyarse en las rutinas. Y ello a pesar de que estas rutinas permiten hacer más llevadero el trabajo del asalariado que puede dedicarse a los incidentes, a los imprevistos (como el cirujano cuyo trabajo muy codificado le permite sin embargo tomar decisiones muy rápidamente en caso de que surjan problemas durante una operación); son tranquilizadoras, de la misma forma que pueden serlo las redes estables. El hecho de conocer a sus colegas, el saber hacer y a los mandos superiores, sabiendo cuáles son sus competencias, cómo reaccionan en caso de que surjan problemas, cómo pueden ayudar… es un elemento decisivo para llevar a cabo su trabajo sin quemarse. Pero derrumbar los puntos de referencia, alterar los hábitos, desde el punto de vista de la dirección, equivale a evitar que se vuelvan a formar los colectivos con sus poderes de contestación; es mantener a los asalariados en una situación de inseguridad, hacerlos más vulnerables y por tanto más receptivos a lo que esperan de ellos los superiores jerárquicos; es hacerles más dependientes —condición percibida como necesaria para obligarles a trabajar siempre al máximo de sus posibilidades—, y que traten siempre de superarse. La desestabilización y la precarización en el trabajo, que obligan al asalariado a demostrar su valía, a obtener en todo momento el visto bueno, constituyen por tanto recursos para unos equipos directivos que ya no pueden contar únicamente con la ló-

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gica taylorista, sino que ahora disponen de batallones de ejecutivos y de ingenieros que no desempeñan ya la función de asalariados de confianza que a priori defienden los intereses de la empresa y que apoyan al propietario en el marco de la relación de fuerzas entre las empresas y la masa salarial. “El acercamiento subjetivo de los ejecutivos con respecto a los otros asalariados” (Bouffartigue, 2001) acentúa la necesidad imperiosa de la dirección de encontrar las bases de una movilización eficaz (bajo su punto de vista) del conjunto del cuerpo social que configura la empresa.

5. EL NO RECONOCIMIENTO COMO ACICATE La individualización y la personalización de la relación laboral, la movilidad sistemática y el desafío permanente en el seno de las organizaciones laborales que no proveen los recursos necesarios al asalariado para alcanzar sus objetivos representan así unos factores de vulnerabilidad, de precarización que son fuente de sufrimiento para los asalariados pero herramienta de gestión para la dirección. El no reconocimiento de los esfuerzos realizados, del trabajo real efectuado, de las competencias desplegadas no es un efecto secundario de la nueva política de dirección de empresas, representa el principio mismo. Para hacer frente a la competencia y a la financiación, las direcciones consideran que los asalariados ya no pueden permitirse el derecho de tomarse un respiro. Las reestructuraciones y la movilidad ya se encargan de que así sea. Al igual que lo hacen los procedimientos de fijación de objetivos y de evaluación de los resultados. Con motivo de su fuerte movilidad, los responsables no son en general especialistas de las funciones que tienen que evaluar, son los directores: numerosos agentes sindicales informan del estado de ignorancia de la realidad de la situación laboral de sus subordinados en la que se encuentran los responsables que establecen los objetivos y evalúan los resultados. Estos responsables reciben a

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su vez importantes presiones por parte de sus propios superiores. Necesitan resultados y cada uno utiliza el poder que tiene sobre los demás para obtenerlos. Hay que pedir mucho, establecer unos objetivos ambiciosos que pueden mostrarse totalmente sobredimensionados e incluso irreales. Una ex directora de France Télécom me reveló que uno de sus subordinados le había recordado que le había fijado el objetivo de “¡hacer posible lo imposible!” Y resulta que estos objetivos representan el horizonte con el que tienen que lidiar los asalariados, el que va a condicionar todos sus esfuerzos, el que tiende a ocupar un lugar obsesivo, el que les persigue en su vida privada. Pero no por ello se reconocen todos estos esfuerzos y sacrificios. A lo largo de las entrevistas de evaluación nos encontramos con la misma ignorancia por parte de los responsables en cuanto a la realidad del trabajo desempeñado por los asalariados para alcanzar sus objetivos. Cuando los han alcanzado, a algunos de ellos se les dice que se esperaba más de ellos, que se esperaba que superaran algunos de estos objetivos sino todos. Cuando no han sido alcanzados, nadie quiere saber nada sobre las causas independientes de la voluntad de los asalariados que han llevado al fracaso. Con todo, estas evaluaciones tienen implicaciones reales sobre las primas, los cursos de formación que hay que seguir, los desarrollos de las carreras e incluso a veces la permanencia en la empresa. Los asalariados reconocen que temen estos momentos en que se sienten calibrados, juzgados, comparados con los demás sin que las bases de esta evaluación estén claramente establecidas y justificadas. Lo que está en juego no es solamente su destino en la empresa sino la imagen que tienen de sí mismos. Lo que pasa por la criba son sus cualidades personales. Un sentimiento de injusticia se apodera de ellos cuando tienen la certidumbre de verse confrontados a unos juicios aleatorios o arbitrarios puesto que su destino depende de unos responsables que desconocen el verdadero trabajo que desempeñan. Su impotencia para que se reconozca su trabajo real, sus cualidades y los esfuerzos que han realizado se vive la mayoría de las veces como una prueba personal, y sólo en raras ocasiones se relaciona con lo que los otros padecen por su cuenta. Es el resultado de la individualización, de la puesta en competencia como “ideal

La emergencia de una “precariedad subjetiva” en los asalariados estables

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del trabajo”. Cada uno tiende a considerarse como responsable de lo que le sucede y a vivir la precarización de su trabajo como un destino propio. Pero esto no impide que se vaya asentando una paradoja insoportable: los suicidios en el trabajo que representan la esencia misma del acto personal e íntimo están en fase de convertirse en expresión colectiva del malestar en el trabajo que interpreta tanto a la opinión pública como a los que toman las decisiones.

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3. Trabajo, precariedad y salud Yves Clot

1. LA FUNCIÓN PSICOLÓGICA DEL TRABAJO Como es sabido, en nuestro ámbito nos hemos centrado en actualizar la función psicológica del trabajo (Clot, 1995, 1999) contra las facilidades ofrecidas por las cuestiones en torno a la desaparición del “valor trabajo”. Incluso hemos desechado la posibilidad de hacer “el duelo del trabajo” tal y como nos invitaban a hacerlo hace 10 ó 15 años. Y lo hemos hecho por unas razones clínicas y sociales con fundamento: el rechazo de esta categoría psicológica para pensar la exclusión social, el rechazo a transformar la injusticia padecida en patología. El duelo de una persona querida, al confrontarnos con la muerte, nos inscribe en la condición humana, pero la exclusión del trabajo social nos expulsa de esta condición humana. Hemos planteado la idea que el hecho de verse apartados del trabajo en el marco del desempleo masivo hacía que varios millones de personas corrieran el riesgo de verse excluidas de lo real. La idea era que la precariedad de la exclusión se traducía en una ociosidad peligrosa porque precisamente ésta no consiste en no hacer nada sino en repetirse una y otra vez que uno se siente impotente personal y socialmente con unos costes subjetivos desmesurados. Estos efectos psíquicos de la exclusión conllevaban para nosotros el riesgo de caer, mediante el resentimiento, en la rumia de venganzas imaginarias, el odio hacia el otro que comienza con el odio hacia uno mismo. Como contrapunto, la función psicológica del trabajo consiste precisamente en impedir caer en una temporalidad estrictamente subjetiva, encarcelada, privada de las pruebas gracias a las cuales el tiempo social propone una historia posible para la subjetividad. El trabajo, como decíamos, es el desmarcarse de uno mismo, el

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salirse de uno mismo para ser más uno mismo, es la adopción de una actitud simbólica que dista mucho de ser una renuncia a uno mismo. Revela la inscripción del sujeto entre sus semejantes en la cadena de las generaciones mediante las obras a continuar, los objetos, las instituciones, las técnicas o los lenguajes. Estas “obras” lo lastran. Son el hombre fuera del sujeto, escribía Malrieu (1978: 266) y también finalmente dentro de él, podríamos convenir en añadir. Cada uno puede encontrar en sus obras la garantía que su vida subjetiva tiene una historia posible, la de descubrir un superdestinatario (Backhtine, 1984) del esfuerzo consentido, la garantía vital de que no resulta superfluo. En el fondo, encontramos la fuerza de la propuesta de H. Wallon: en el trabajo, cada uno puede “contribuir mediante servicios específicos a la existencia de todos con el fin de garantizar la suya propia” (Wallon, 1982: 203). Aunque nadie resulte tan ingenuo como para pensar que la dominación de algunos pueda pasar desapercibida, da igual: en el trabajo uno es partícipe de una historia que no es únicamente la suya. La existencia de todos, del conjunto de seres humanos, es entonces el horizonte transpersonal del trabajo humano, la producción de un mundo y de una historia, la implicación en un trabajo de cultura, utilizando los términos de Freud (1995) muy en la línea de Vygotski (2003; Clot, 2002). Vayamos hasta el final: no poder librarse a este trabajo, del que todo el mundo sabe que no se reduce a la tarea prescrita, puede hacer que uno se ponga malo o, cuanto menos, expone a los que resultan apartados a “tomárselo mal” como diríamos en lenguaje popular. Precariedad, exclusión y riesgos para la salud —física y mental— están aquí relacionados por unos círculos viciosos que demasiado a menudo resultan mórbidos.

2. LA PRECARIEDAD VISTA DE CERCA No pienso que se deba contradecir este análisis que hace el balance de los daños causados por la pérdida del trabajo por parte de los más precarios. Pero cabe reconocer que cuanto menos merece ser

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completado. En este sentido, los trabajos de G. Le Blanc, como continuación de otros, nos pueden ayudar, aunque sea con una cierta radicalidad. Nos muestran dos cosas: la primera es que la precariedad vivida no es unilateralmente esta desvitalización. Es precisamente porque el sentimiento de “futilidad” social vivido por los precarios y los excluidos es un verdadero suplicio que el “hombre precario”, según su fórmula, puede llegar a mostrar en ocasiones una vitalidad — incluso desesperada — que supera la del trabajador “corriente” corroído por la pasividad cotidiana que le consume en el trabajo. La vida del “precario” es un intenso trabajo psíquico. De ahí que “se deba ver la precariedad como una prueba de reducción de la normatividad de las vidas y de los modos de fabricación de lo humano considerándolo como la creación de un modo de vida singular, disminuido pero original, pudiendo dar lugar al mismo tiempo a unas posibilidades de vida y de humanidad insospechadas”. (2007: 286). E incluso más allá de la realización de las vidas “normales” en situación de trabajo ordinario. De hecho, si la precariedad puede verse ante todo como una precarización de la creatividad, un impedimento vital, se convierte en la lupa que nos permite ver mejor, paradójicamente, el propio trabajo humano. Es la segunda aportación del trabajo de G. Le Blanc. El soltar lastre que comentábamos previamente comienza efectivamente en el mismo trabajo.

3. VUELTA AL TRABAJO: SALUD Y EFICACIA Comienza cuando éste ya no es una historia humana que hay que perseguir, la aportación que se puede realizar y depositar en el “lote común”. Comienza cuando éste es también desocupación; lo que hay que llamar trabajo “en apnea”, esta respiración prohibida que asfixia la actividad. En el estudio clínico de la actividad, hemos aprendido a ver hasta qué punto el embotamiento psicológico podía venir justo a continuación de la sobreactividad. Sabemos también que la intensificación operativa es un tiempo psíquico im-

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productivo, un “tiempo muerto” diezmado por las obsesiones y las tiranías del corto plazo. Una cierta intensificación del trabajo hace que la intensidad, por otra parte necesaria, de la implicación de los trabajadores disminuya, no sin causar perjuicios, aunque no siempre ni en todas partes sea así. La eficacia del trabajo representa, en cambio, todo lo contrario de esta intensificación ficticia. Porque, en el fondo, “el buen” trabajo requiere actualmente encontrar el ocio en el propio trabajo, pensar y volver a pensar en lo que hacemos (Du Tertre, 2005). Este ocio es el tiempo que se pierde para ganarlo, el hecho de imaginarse lo que se podía haber hecho y lo que habrá que volver a hacer, uno mismo y con los otros. La calidad del trabajo es actualmente indisociable del hecho de conseguir tener tiempo libre en el mismo tiempo de trabajo. Y ello, incluso cuando el así llamado tiempo libre se entiende tantas veces como un ámbito aparte en la vida personal y social, que se asigna a “lo que se hace fuera del trabajo”. La calidad del trabajo se ve reforzada paradójicamente cada vez más por la interrupción de la acción, allí donde la actividad se detiene para hacer retroceder sus límites, en la disponibilidad conquistada mediante el resultado, más allá de lo “que ya se ha hecho” y de lo “que ya se ha dicho”. El tiempo “liberado” para volver sobre los actos de uno, juzgarlos con el colega de trabajo, incluso discrepando de él, contra su jerarquía y también con ésta, se convierte en una condición para poderse reconocer en el trabajo que uno hace. Porque es la posibilidad preservada de sorprenderse, la curiosidad alimentada por el intercambio en el seno de colectivos humanos orientados hacia lo real; esta realidad que resiste tan bien frente a las ideas recibidas. El pensamiento circula por ella entonces para progresar. En otras palabras, el trabajo contemporáneo invita a disfrutar del placer de descifrar, mientras que al mismo tiempo, demasiadas veces se ve sometido al único mandato de evaluar. Asimismo, este placer no “se externaliza” sin riesgos. Cuando a la actividad profesional le falta el aliento, ésta termina por fastidiarnos la vida en su totalidad. Su influencia es grande (Gadbois, 1979). Aquello que no se puede hacer en el tiempo de trabajo intoxica los otros ámbitos de la existencia. Así, el “tiempo libre”,

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expulsado “fuera del trabajo” se transforma en tiempo muerto. Cuando la actividad ordinaria se ve sistemáticamente contrariada, rebajada y finalmente deshecha, la vida en el trabajo, que en primer lugar es inconcebible, se convierte en indefendible por parte de los que se libran a ella. Les puede invadir entonces un sentimiento de futilidad y de insignificancia. Así es como la sobreactividad profesional resulta compatible con una determinada forma de ociosidad psicológica. Más allá de un determinado umbral, la intensificación ficticia del trabajo deja la vida en barbecho privándola paradójicamente de toda intensidad real (Clot, 2006). Es sin duda lo que G. Le Blanc ha llamado la “enfermedad del hombre normal” (2004). Ahí es dónde radica la principal fuente del malestar existente en el trabajo actual. Porque el valor del trabajo realizado cada día no se encuentra únicamente en lo que se hace sino en lo que se puede aprender haciéndolo cada vez y en lo que imaginamos que podemos intentar al volverlo a hacer. Es así solamente que nos reconocemos. Sin duda, este forma de ocio no está desprovista de fatiga. Porque el precio a pagar para que represente una liberación con respecto a la organización del trabajo es la implicación en otra historia diferente de la historia personal de cada uno. Este tiempo libre no está libre de esfuerzo. Porque a los que trabajan, el hecho de inscribir su propia actividad en la memoria colectiva de un entorno les supone un esfuerzo. Pero esto hace que ellos mismos defiendan el trabajo que hacen, es lo que hace que una vida profesional valga la pen ser vivida. El hecho de poderse sentir contable de una memoria profesional, parte común del trabajo, de la que cada uno puede sacar algo y en la que cada uno puede depositar también lo que ha hallado, es un resorte subjetivo muy activo en el trabajo contemporáneo. Es tanto más vital como que el objeto de la actividad se aleja de la cosa industrial que, de algún modo, lo lastraba. El maltrato de esta estiba con respecto a una historia colectiva en la que nos podemos reconocer se encuentra sin duda en el origen de numerosas situaciones profesionales patógenas.

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4. EL TRABAJO ES LO QUE ES PRECARIO Es por ello que, desde el propio punto de vista de la función psicológica del trabajo, comparto las conclusiones de G. Le Blanc: la diferencia ya no está entre “tener” o no “tener” trabajo sino entre “ser precario” o no serlo en el trabajo o fuera del mismo. Esta división es la que altera las fronteras entre trabajo y no trabajo, la precariedad ya no es un estatus sino una condición social situada entre la inclusión y la exclusión; una condición social que une la exclusión y la inclusión a través del hilo de la amputación del poder de actuar, de la actividad contrariada, de la actividad rebajada. Y ello puede deberse a otra razón. De hecho, la exclusión comienza en el interior del trabajo porque ya no son únicamente los sujetos los que son precarios o los que están precarizados, sino que el propio trabajo humano es el que está directamente precarizado en la organización de las empresas y de la sociedad en un sentido más amplio. Al actuar así, la sociedad se enfurece contra sí misma (Linhart, 2009), es la organización social de las actividades contra la actividad social impedida. Es un poco como si la condición de precariedad hecha en el trabajo privara a los trabajadores y a los “precarios” reunidos del super-destinatario, que le permite a uno reconocerse en algo —y no ser reconocido únicamente por el otro— parece “confiscado” por algunos sin que les resulte posible lograr por otra parte esta confiscación. Esta confiscación imposible trata de alinear lo que el super-destinatario tiene de transpersonal, una historia colectiva en barbecho, con lo impersonal de las prescripciones directoras. Esta alineación imposible está en el origen de la precariedad del trabajo, entendida como amputación del poder de actuar en sociedad. La revitalización del respondiente interpersonal de la actividad en el trabajo y fuera del trabajo podría tener perfectamente una función psicológica vital para la conservación y el desarrollo de la salud. Porque la salud es nómada y atraviesa las fronteras del trabajo y del ámbito que está fuera del trabajo. Podemos apoyar esta revitalización (Roger, 2007; Clot, 2008; Fernández, 2009): en

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esto consiste la profesión del psicólogo del trabajo en el ejercicio de una clínica de la actividad. Concluyamos con Canguilhem: “Estoy bien cuando consigo sobrellevar la responsabilidad de mis actos, cuando puedo hacer que las cosas existan y cuando creo unas relaciones entre las cosas que no existirían sin mí” (2002: 68). La salud es algo que va mucho más allá de la ausencia de enfermedad. Es el permiso de vivir y de actuar que uno se otorga, a menudo a pesar de todo. En el trabajo y fuera de éste.

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4. Los suicidios relacionados con el trabajo: ¿un indicio de su precarización? Pascale Molinier

E

n Francia, en los años 1970-1980, el movimiento social de sensibilización para la mejora de las condiciones laborales influyó, entre otras cosas, en el desarrollo de dos corrientes de las ciencias del trabajo estrechamente relacionadas: la ergonomía de lengua francesa y la psicodinámica del trabajo. Los ergónomos han deconstruido el paradigma de la creación versus ejecución revelando la inteligencia de los operarios sin la cual la producción no sería posible, incluso en una cadena de montaje (Travailler, 2005). Asimismo, han destacado la unidad del trabajador y “las huellas del trabajo” en el ámbito no laboral, (Teiger, 1980; Dessors, 2009). La psicodinámica del trabajo ha completado estos conocimientos con una definición de la inteligencia en situación de trabajo, el ingenio, que incluye la corporeidad y la subjetividad en una teoría fenomenológica. Los trabajadores son considerados como sujetos, en el sentido psicoanalítico del término24, lo que permite dar un nuevo sentido a unos comportamientos que hasta entonces se habían considerado irracionales e inadaptados, al tiempo que se actualiza su racionalidad defensiva (Dejours, 1980). La llamada tesis de la “centralidad del trabajo” teoriza este último como la



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La psicodinámica del trabajo no es la única que ha introducido al sujeto en un enfoque psicopatológico del trabajo, es también el caso de Paul Sivadon y su psicopatología del trabajador (Torrente, 2004), de Claude Veil y su fenomenología del trabajo (1957), o de Jean-Jacques Moscowitz en la investigación que realizó con los ferroviarios (1971). Sin embargo, la psicodinámica del trabajo es la única que se ha constituido como corriente disciplinar reconocida como tal.

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experiencia social que, cuando resulta exitosa, permite en la mayoría de los casos, dar sentido a la vida de uno superando cualquier vicisitud. Este éxito está supeditado a las condiciones del reconocimiento de la belleza y de la utilidad del trabajo realizado. A lo colectivo, con sus normas profesionales y sus estrategias colectivas de defensa, se le atribuye una función fundamental para la preservación de la salud mental, mientras que su inexistencia o su desaparición representan por el contrario el riesgo de desestabilización de ésta. En los años 1990, se hace evidente que el desempleo y la precariedad resultan un obstáculo a la realización del individuo, incluso a pesar de que las olas de reestructuración, especialmente en las empresas públicas, ya apuntan que los asalariados del núcleo duro también están encontrando cada vez mayores dificultades (Molinier et al, 1996). En el CNAM25, un lugar universitario atípico dedicado a la formación de los adultos, se inventa un medio, una cultura común donde la cuestión del sufrimiento en el trabajo se convierte en inevitable. En 1998, el éxito del libro de Christophe Dejours, Souffrance en France, contribuye a ampliar esta comunidad de sensibilidad más allá del medio de los especialistas del trabajo (enlaces sindicales, médicos del trabajo, trabajadores sociales o psicólogos). Las teorías y los conceptos luchan por hacerse oir en un campo de batalla que no es únicamente científico sino también ideológico y político. Evidentemente es así en lo que respecta a teorías, conceptos que permiten pensar las relaciones entre salud mental y trabajo en la medida en que se supone que los conocimientos que se construyen en este ámbito tienen una traducción en términos de prevención de los riesgos, reconocimiento de los perjuicios causados por el trabajo y su reparación, es decir un coste económico y social para las empresas o para el Estado. La psicodinámica del trabajo desempeña una función fundamental y está reconocida como tal en la especificidad de la sensibilidad francesa con respecto



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Conservatoire National des Arts et Métiers, en París.

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a las relaciones entre el trabajo y la salud mental. La ANACT26, que se ha posicionado recientemente como uno de los actores de la concertación paritaria sobre los riesgos psicosociales, incluye el sufrimiento (junto al estrés, las adicciones, el acoso y la violencia), porque no se puede “ignorar la demanda social que se expresa en estos términos y con respecto a los trabajos de Dejours” (Sahler et al., 2007). Así, los investigadores de la psicodinámica del trabajo también tienen una responsabilidad con respecto a los destinos sociales del discurso sobre el sufrimiento en el trabajo y, especialmente ahora, pienso, en lo que se refiere a la aparición de una nueva categoría psicopatológica más problemática: la de los suicidios relacionados con el trabajo.

1. HAY PERSONAS QUE MUEREN: EL TRABAJO EN EL BANQUILLO DE LOS ACUSADOS “Le travail en accusation” (El trabajo en el banquillo de los acusados) es el título impactante del reportaje de la revista Santé Travail (Salud y Trabajo) publicado en 2007 tras una serie de suicidios muy mediatizados entre los empleados de grandes empresas francesas (DF, Renault, Peugeot, Sodexho, EDF…). “El trabajo es la gran desesperación que ha llevado a estos empleados a acabar con sus vidas”, escribe François Desriaux en el editorial. Es el peso de las palabras pero también de las imágenes: en la portada del número de Santé Travail aparece el busto de un hombre con traje, con una soga en lugar de con una corbata. Esta representación sobrecogedora excluye a los obreros y a las mujeres. Todas las ilustraciones del reportaje representan únicamente a los hombres (y blancos). Un nuevo imaginario social se dibuja, el que asocia el acmé del sufrimiento en el trabajo con la representación masculina de un



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Agence Nationale pour l’Amélioration des Conditions de Travail (Agencia Nacional para la Mejora de las Condiciones Laborales).

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cuello blanco. Podemos pensar que lo que ha convertido a “la ola de suicidios” en un “tema de sociedad”, lo que ha conmocionado a la opinión pública y lo que ha obligado incluso a intervenir al Ministro de Trabajo27 es el hecho de que las víctimas fueran hombres más bien jóvenes y muy cualificados que trabajaban en grandes empresas francesas. Es el tema descrito en la serie de televisión Seule (Sola), de Fabrice Cazeneuve, que cuenta la historia de una mujer cuyo marido se ha tirado desde la ventana del despacho, bajo un mismo patrón: hombre, joven, blanco, muy cualificado. Los que se suicidan en el trabajo o por motivos relacionados con éste pertenecerían de este modo a la categoría de los que no deberían sufrir. Aquellos para quienes el sufrimiento puede considerarse como significativo de una escalada en la degradación del trabajo. Máxime teniendo en cuenta que se trata de un sufrimiento masculino, por tanto más creíble en su relación con el trabajo, a sabiendas de que las mujeres no son precisamente las mejores candidatas para representar a la categoría de los que se suicidan por motivos laborales, aunque también pertenezcan a esta categoría (Dejours, 2005). En efecto, existen demasiados estereotipos que las asocian a la fragilidad, al ámbito privado y a la psicología individual. El sufrimiento de las mujeres se trivializa fácilmente (Molinier, 2003). Pero al identificar prioritariamente los suicidios en el trabajo con la población masculina altamente cualificada, se corre el riesgo de orientar insidiosamente las formas de análisis del sufrimiento en el trabajo y lo que (no) se puede decir. Por ejemplo, que el índice de suicidios es mucho mayor en los obreros que en los ejecutivos o que hay más hombres que mujeres entre los ejecutivos de las grandes empresas; de hecho, las mujeres ejecutivas no ocupan en general los mismos puestos. El aumento de la preocupación por los suicidios también puede leerse como lo que tiende a sustituir a la precariedad en el orden de las prioridades. Vista la urgencia existente para abordarlo, el desempleo y la precariedad son temas

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Xavier Bertrand, entonces Ministro de Trabajo, Relaciones Sociales y Solidaridad, encargó a Philippe Nasse y a Patrick Légeron el Rapport sur la détermination, la mesure et le suivi des risques psychosociaux au travail, que fue entregado el 12 de marzo de 2008.

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que corren el riesgo de verse relegados a un segundo plano, temas ya tratados (por no decir superados u horteras), lo que denota y acentúa la trivialización de la precariedad dentro de la sociedad francesa.

2. UNA LUCHA IDEOLÓGICA CON EL EMPRESARIADO Y es que ¡el suicidio de los jóvenes ejecutivos de las grandes empresas mancha la reputación de las grandes empresas neoliberales! De ahí que se utilice como arma política… Varios colegas, médicos laboralistas o sociólogos, y muchos de mis estudiantes del Conservatorio me han hecho ver que desde luego todos los trabajadores que afrontan presiones similares no se suicidan pero que, en el contexto actual, resultaba mucho más eficaz culpar al trabajo como determinación “directa” y “fundamental” de los suicidios relacionados con el trabajo que entrar a analizar una serie de detalles que, según ellos, no harían sino debilitar las críticas contra el sistema neoliberal. Unas tesis sobre las que se admite que son en parte falsas pueden servir mejor a unas causas políticas que otras tesis más justas pero menos “expresivas” desde un punto de vista militante. No comparto la opinión que liquida la psicología y el psicoanálisis, es decir, todos los esfuerzos realizados a lo largo de estos últimos 30 años para mantener la cuestión de la psicodinámica del trabajo, su economía psíquica, su deseo, sus fantasmas, sus defensas y su ambivalencia, en el ámbito de las ciencias del trabajo. Sin embargo, a partir de estos debates y tomas de posición, concluyo que, les guste o no, los médicos del trabajo están implicados en una lucha ideológica con la definición concurrente que de los suicidios ha realizado el MEDEF (la patronal francesa) que los ha definido como algo de “orden personal”28. Una pers

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Cabe señalar que en noviembre de 2009, tras la mediatización de la “ola de suicidios” de France Télécom, la UMP, el partido mayoritario de derechas, cambió claramente de estrategia creando, bajo el liderazgo de Jean-François

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pectiva patronal que excluye el cuestionamiento del trabajo y que traslada las dificultades al ámbito de las fragilidades individuales. “Consideramos que la organización es algo intangible, se trata de conseguir que los asalariados se adapten y sean más resistentes” —señala Jean Claude Delgennes, director de un gabinete asesor de las CHSCT29 (cabe señalar que esto no es nuevo). Defino la ideología con Stuart Hall (2007), como el lugar en que se lucha por el sentido: se enfrentan significados que luchan entre sí por el poder mediante una lucha social para controlar el discurso y la definición de “lo real”. Según Michel Lallier, ex-secretario del CHSCT de la central nuclear de Chinon, “cuando las grandes empresas manifiestan al unísono ‘¡no somos los responsables!’, las familias acaban por convencerse de que si no está relacionado con el curro, pues seguramente ellas son las responsables. Pero limitarse a ayudar a las familias de las personas que se han suicidado sería complicado puesto que el suicidio no es sino la punta visible del iceberg. Detrás del paso al acto, está efectivamente todo el sufrimiento psíquico relacionado con el trabajo”30. ¿Está relacionado todo el sufrimiento con el trabajo? ¿O todo el sufrimiento es más bien de tipo personal? No estoy convencida de que los enfrentamientos binarios, escamoteando la complejidad de las situaciones reales puedan llevar todo lo lejos que desearíamos. Ciertamente, no se debe jugar con la ideología, ésta tiene efectos concretos en la realidad, en términos de categorizaciones, de prevención, de cuidados, de apoyo a las familias, etc. El hecho de perder la batalla ideológica no es un problema menor que el hecho de tener que defender un concepto psicopatológico creíble del suicidio. Pero bajo este punto de vista el problema es el siguiente:

Coppé, un grupo para abordar el sufrimiento en el trabajo: http://www. lasouffranceautravail.fr/. De nuevo se trata, esencialmente, del sufrimiento de los ejecutivos. 29 Recogido en el artículo «Des outils psy à l’efficacité douteuse» del informe Santé Travail, p. 35. CHSCT: Comité de higiene, seguridad y condiciones de trabajo. 30 “Le salarié n’est pas le maillon faible”, entrevista con Michel Lallier, p. 41 del informe Santé Travail.

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la problemática psicológica individual de la persona suicidada no puede reducirse a su sufrimiento considerado únicamente desde el punto de vista del trabajo, lo que no impide que el trabajo tenga algo que ver, considerando el reto que representa para cada sujeto. La psicología, ciertamente, ¡lo complica todo!

3. LOS QUE SE SUICIDAN, ¿SON REALMENTE “LOS MEJORES”? La función de las ciencias humanas y sociales es la de producir nuevas representaciones de “lo real” adelantándose a la percepción que la gente tiene de ello, pero para esto es preciso que éstas sean creíbles y propongan normas fiables para actuar. Demasiado adelantados con respecto al sentido común, los conocimientos científicos tienen pocos efectos y corren el riesgo de pasar al olvido o de ser recibidos con mucho retraso. Trabajar a favor de la credibilidad y la fiabilidad de nuevas representaciones implica combinarlas con un universo simbólico y con unas prácticas previamente existentes en las que se implantan, se arraigan, reconfigurando el campo de los significados al tiempo que son reconfigurados por éste. Resulta difícil hacerse entender sin ser en parte cautivo del discurso imperante. Según Christophe Dejours, “los que se suicidan en el trabajo son los hombres y las mujeres que se han implicado más en el trabajo, los que figuran entre los mejores”31. ¿Por qué la afirmación de que los mejores son los que se suicidan produce un determinado efecto de reconocimiento? ¿Por qué se valora como una verdad evidente y, sobre todo, por parte de quién? Esta idea de que existen unos que son “mejores” no tiene sentido inmediato, natural, lógico, en psicodinámica laboral. Se puede citar, en particular, el



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Christophe Dejours, “Une nouvelle forme d’aliénation qui tue”, pp. 2 a 28 del informe Santé Travail.

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análisis del juego de scrabble de Christophe Dejours y Dominique Dessors (Dessors, 2009), o el texto de Damien Cru sobre los talladores de piedra que “vagan”, es decir, que para un observador externo sería como si no estuvieran haciendo nada o estuviesen de cháchara, fueran los más vagos entre los vagos, y cuyos paseos revelan ser, una vez analizados, el modo más apropiado de relación colectiva con la temporalidad con respecto a su tarea, el que les permite adelantarse a las dificultades futuras, (Cru, 1988). Pero parece claro que esta afirmación —los hay que son mejores (por consiguiente existen peores)— tiene valor verdadero como sentido común para numerosos trabajadores y sobre todo para las lógicas actuales de gestión empresarial que valoran el rendimiento y la puesta en competencia. Dejours retoma aquí la definición que reciben determinados trabajadores dentro de una cierta lógica de gestión empresarial, precisamente aquella cuya responsabilidad se cuestiona en la imputación de los suicidios en el trabajo. “Un asalariado que no obtiene resultados es ‘malo’” dice un representante de la CGT (Confederación General de los Trabajadores) en el informe de Santé Travail. En este contexto, hablar de los “mejores” es algo que a la gente le dice algo. Esta palabra cuenta con numerosas posibilidades de ser comprendida pero… la afirmación que los que se suicidan en el trabajo son los asalariados “que están más implicados, que cumplen con más celo con su cometido” es una crítica de la adhesión a las reglas del neoliberalismo que denuncia una nueva forma de alienación en el trabajo que mata. Esto podría reformularse de la siguiente forma: el trabajo mata fundamentalmente a los que respetan escrupulosamente las reglas del juego neoliberal. “Tengo la impresión de que los más afectados son los que tenían una conciencia profesional muy exacerbada”, —señala Sylvie Sanguiol de Sud Renault32. A pesar de la connotación crítica contenida en el término celo33, uno se pregunta si ésta no queda

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P. 40 del artículo de Joelle Maraschin, “Mortelle omerta chez Renault”, en el informe Santé Travail. El celo expresa dinamismo, diligencia, ver un fervor en la tarea que puede llevar a realizarla de forma irreflexiva y a “extralimitarse”. Es decir, no sólo a hacer más de lo que le piden a uno, lo que es lo propio del trabajo real,

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desactivada cuando la categoría de “los más implicados” corre el riesgo de reforzar también el paradigma del management de los buenos y los malos elementos, un paradigma que la psicodinámica del trabajo se encarga, por otra parte, de deconstruir. Asociar los suicidios relacionados con el trabajo al perfil de los “mejores” y de los más “implicados” podría sugerir en efecto, de forma tendenciosa, que los otros (aquellos que no se suicidan) son “menos buenos”, “están menos implicados”, haciendo de la implicación el criterio de un perfil de excepción34. ¿Son los “mejores”, los que se suicidan, o aquellos cuya economía de los impulsos se implica —y se agota— en la ideología exaltante de los resultados y de la competencia? ¿Son aquellos que no pueden adoptar las estrategias colectivas de defensa porque son demasiado diferentes de los demás debido a su personalidad, su género, su ética, su cultura de origen o el lugar que ocupan en la organización? ¿O bien se trata de aquellos a los que les cuesta más atreverse a ser más flexibles con respecto a las normas? Lo que al mismo tiempo traslada la cuestión a las condiciones colectivas que autorizan esta implicación o esta flexibilidad —volviendo a centrarse en las patologías del aislamiento analizadas por Christo-



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como han demostrado los ergónomos (cuyo extremo opuesto es la huelga de celo), sino a realizar por propia iniciativa, sin estar obligado explícitamente a ello por un sistema de amenaza o de intimidación unas acciones que perjudican a los demás (Dejours, 1998; Gaignard, 2007). El celo implica así una connotación peyorativa: “Algunos titulares de la autoridad pública habían hecho gala de un celo odioso al servicio de los invasores”, De Gaulle, Mémoires de Guerre, 1959. Cabe señalar que los estadistas en salud laboral vienen testando desde hace unos 15 años un ítem que al comienzo trataba de medir la intensidad temporal del trabajo: “A veces trata demasiado deprisa una operación que requeriría más cuidados (siempre, a menudo, raramente, nunca)”. Este ítem no prejuzga que exista un perfil determinado sino la importancia que la mayoría de nosotros otorgamos a producir un trabajo de calidad; está ampliamente relacionado con los indicadores de degradación de la salud mental (Molinié, Volkoff, 2000). En este contexto, sin embargo, la percepción de lo que hace que un trabajo sea de calidad (la atención que se le dispensa) es la del trabajador y no la de la dirección.

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phe Dejours— así como en las configuraciones psicosociológicas individuales.

4. INVESTIGACIÓN SOBRE UN SUICIDIO EN EL TRABAJO: RETRATO DE UN JOVEN CON MÚLTIPLES FACETAS En una investigación sobre psicodinámica del trabajo que realizamos en 2008 con Fabienne Benetti, tras el suicidio de un joven médico en su lugar de trabajo35, preguntando a los equipos con los que trabajaba, cada uno tiene, en función de su grado de proximidad en el trabajo, de su relación jerárquica o como subalterno, su propia versión de la implicación del difunto con respecto a su trabajo, las dificultades que en él encontraba o no, si hacía o no padecer a los demás. Todos interpretan a su manera las razones que le han llevado a volver al lugar de trabajo para acabar con su vida. Para unos, es el signo de que sufría en el trabajo. Son aquellos que sienten que ellos mismos están encontrando cada vez mayores dificultades en el desempeño de su trabajo; el gesto suicidario se hace eco de su propio sufrimiento. Otros lo interpretan como el signo de una ambivalencia, de un suicidio en el modo “llamada de socorro”, con un hospital que se les representa como un lugar poblado y competente, donde uno puede esperar que le salven, a diferencia del bosque vecino. Por consiguiente, se preguntan más bien cuál es el motivo que ha impedido llegar a los equipos de emergencia. Es entonces cuando les parece que lo que falla es el



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Para la metodología, ver los trabajos de C. Dejours (1980, 2008) y D. Dessors (2009). Se ha participado en dos grupos distintos. Durante dos medias jornadas, en un grupo, han participado 14 enfermeros y enfermeras anestesistas y una auxiliar de enfermería del servicio de anestesia; en el segundo grupo: 7 enfermeros y enfermeras cuidadores, 1 comadrona. La metodología implica el voluntariado (sólo se puede hablar de la experiencia en el trabajo en nombre propio y sin estar obligado a ello).

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propio colectivo. Todos consideran a este joven como una persona “brillante”, pero algunos consideran que sus conocimientos son demasiado librescos con respecto a las normas demasiado rígidas, mientras que otros piensan que actuaba con un rigor protector contra algunas derivas. Algunos lo describen como poco abierto al diálogo, zanjando las discusiones con su autoridad jerárquica y otros piensan todo lo contrario. Algunos le ven seguro de sí mismo, mientras que otros le atribuyen un sentimiento de inseguridad que comparten con él o que temen haberle hecho compartir. Como tenía que hacerse cargo próximamente de uno de los servicios de quirófanos, le enseñaron en efecto todo lo que no funcionaba bien o que podía funcionar mal. Este retrato con múltiples caras muestra claramente que la opinión sobre el trabajo, su calidad, el grado de compromiso que implica, es variable en función de los diferentes puntos de vista. El ingenio, esta metis, implica una determinada flexibilidad psíquica, implica el hecho de poder renunciar a unos conceptos idealizados del trabajo y de uno mismo, implica una cierta relación con la realidad y con el fracaso. Cualquier tipo de chapuza y de modestia frente a las tareas este servicio hospitalario eran especialmente difíciles para la dirección, debido a la existencia de un conjunto de obligaciones en una actividad de riesgo, que cuestionaba directamente su responsabilidad penal en caso de surgir algún marrón, y por la defensa a ultranza de los enfermeros anestesistas, cualificados de “rebeldes”, siempre dispuestos a no ceder y frente a los cuales había que conseguir imponerse. Las enfermeras en sala de cirugía, en cambio, podían permitirse suavizar las cosas aunque ello les costara un cierto desprecio por parte de los otros que consideraban que quedaban eclipsadas, sometidas a la jerarquía, resultando menos directamente indispensables36. En el



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Los enfermeros anestesistas (en Francia) deben legalmente poseer un título, cualificación relativamente poco frecuente, lo que no es el caso de las enfermeras en sala de cirugía, puesto para el que se pueden contratar enfermeras tituladas por el Estado. Los primeros tienen por consiguiente un poder en la relación de fuerzas con la jerarquía. Cabe señalar que existen mujeres entre los enfermeros anestesistas (el equipo es mixto) y al menos un hombre por lo

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estudio aparecerán, según sus propios términos, como los “cascos azules” que tratan de mostrarse conciliadores y de reducir los enfrentamientos entre las diferentes lógicas profesionales. Una función mediadora y pacificadora de la que no pueden liberarse por el trabajo que desempeñan: un trabajo de coordinación y de apoyo técnico al servicio del trabajo de los demás que implica para que esté bien hecho (y para salir cuando toca) que puedan ponerse en su lugar. No es casualidad que sean ellas también las que den la descripción más relajada del difunto, “un tipo guay que se tomaba su café tranquilamente”, como tampoco lo es que haya sido una de ellas la que vió con más exactitud un estado anormal de excitación la víspera de su fallecimiento. Y después de este drama, si hay algo que pueda reorganizarse mediante el debate sobre el trabajo, no se hará sin implicar la tenacidad de los enfermeros anestesistas, eso sí, teniendo en cuenta el trabajo de care de las enfermeras en la sala de cirugía, un trabajo de atención a los demás que ya se da por sentado, pero que se confunde con la sumisión. O para decirlo de otra forma: esto no se va a realizar sin la modificación de las representaciones de las que son las “mejores” y las “menos buenas” (o “buenos”). El informe que hemos entregado tiene en cuenta esta modificación. El fallecido tenía “antecedentes” familiares (suicidio de un antepasado), hecho que todos conocen en este hospital en el que todo el mundo se conoce más o menos de cerca. La carta que ha dejado está destinada conjuntamente a su familia y a sus colegas. En la misma se acusa de su “incompetencia personal y profesional”. Aunque no podamos saber lo que esta frase significaba para él, comprobamos que no existe distinción entre lo que era un problema personal y lo que sería más bien un problema profesional. Aunque el fallecido sea varón, joven, blanco y muy cualificado, sus antecedentes familiares y la interrelación entre los ámbitos privado que respecta a las enfermeras que dispensan los cuidados. La mayoría de las mujeres (aunque no todas) del equipo de enfermeras anestesistas comparten la defensa viril de sus colegas, y el enfermero en sala de cirugía, despliega las mismas competencias de cuidados a los demás que las enfermeras cuidadoras.

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y profesional ¿pueden suponer que no sea una buena muestra a la hora de representar a la categoría de los suicidados por culpa del trabajo? ¿Habría que omitir mencionar la fragilidad estructural en la etiología del suicidio de este joven médico? El conocimiento que sus colegas tenían de la fragilidad estructural de este joven (sus antecedentes) no les ha impedido realizar acciones de identificación, en algunos casos más bien desde el punto de vista laboral, en otros desde el punto de vista de la vida personal, especialmente para varios de ellos que habían tenido casos de suicidio en sus familias, a veces ambos. Numerosos son los que han pensado en ello: mañana podría tocarme a mí, podría ser yo, mi hermano, mis hijos. Hablar de “fragilidad estructural” conllevaría, sin embargo, el riesgo de alimentar algunas prácticas de “formación de la línea jerárquica con vistas a la localización de las personas ‘frágiles’, un tema que PSA tiene en cuenta” y con el que se “corre el riesgo de realizar la selección de los individuos en función de su salud”37. Para evitar la dificultad, los “expertos” se ven obligados a ser extremadamente prudentes, utilizando determinados eufemismos, como en el caso de Christophe Dejours: “en el proceso que conduce (al suicidio), no es necesario que exista previamente un fallo psicopatológico. En numerosos casos, a medida que avanza, el proceso revela un fallo preexistente que se descompensa precozmente desembocando en el suicidio, aunque a veces también desemboca en violencia que se vuelve contra el otro”38. El término fallo es suficientemente confuso como para poner la mosca detrás de la oreja a los psicopatólogos y no exponerse a la recuperación de los directivos. También es posible echar balones fuera, como hace Philippe Davezies, dejando de lado la “cuestión delicada” de la etiología de los suicidios para concentrarse en la respuesta que conviene dar al desconcierto de los colegas. Resulta deontológica y metodológicamente procedente. Como subraya Philippe Davezies, si estamos de acuerdo con la tesis de la centralidad del trabajo con respecto al funcionamiento mental, “tras un suicidio” resulta



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Página 33 del informe Santé Travail. Página 28 del informe Santé Travail.

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cuanto menos legítimo plantearse la cuestión de que la actividad profesional y las relaciones laborales no han cumplido su función de protección de la salud”39. A su manera, es también lo que se preguntaban los que participaron en nuestro estudio y sus patrocinadores: ¿No se habían equivocado en algo? Hasta el mismo momento fatal, cuando estaban trabajando, como de costumbre, cerca del despacho del médico sin darse cuenta del drama que se estaba produciendo ahí.

5. UN FANTASMA QUE DA FORMA A LA PRECARIZACIÓN DEL TRABAJO Nos han pedido que intervengamos, a petición de los equipos, para ayudarles a salir de un estado de perplejidad que llevaba a un médico jefe a decir: “Desde entonces, todo sigue adelante, pero es como si todo se hubiera detenido”. Esta misma persona deseaba que se diera buena cuenta de los “rumores” que empañaban la memoria del fallecido. El estudio demostró que la palabra “rumores” abarcaba un trabajo de simbolización, utilizando todos los recursos disponibles, para dar sentido a un acto incomprensible y que causaba terror. Un mes después de los hechos, el fantasma del fallecido continuaba planeando sobre las instalaciones técnicas, varios miembros de los equipos “sintieron su presencia”, creyeron oirle o verle pasar al fondo del pasillo. El trabajo que hemos realizado ha consistido primero en acoger, socializar esta experiencia dolorosa, estas visiones y estas sensaciones “irracionales” (según el término utilizado por uno de ellos) que les paralizaba mientras efectuaban su tarea. A algunas enfermeras de cirugía les había afectado el hecho de



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Philippe Davezies, “De mauvaises réponses à une vraie question”, en el informe Santé Travail pp. 29 a 31.

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que otras hicieran especulaciones aventuradas sobre el tiempo que hubieran necesitado para intervenir y salvar al joven sin que tuviera daños cerebrales. A estas conjeturas matemáticas se apuntaron sobre todo los hombres, médicos o enfermeros. Cuando se da un caso de muerte violenta o inesperada siempre se produce un trabajo de racionalización defensiva, de una forma u otra; las personas cercanas, la familia y/o los colegas deben vivir con la culpabilidad de no haber podido impedirlo y con la incomodidad de no poder aportar todas las respuestas al enigma que encierra una desaparición de este tipo. La expresión de angustia y el sentimiento de inseguridad que genera en ocasiones el trabajo se ha unido a los rumores, a las “extrañas” sensaciones percibidas y a unos cálculos incongruentes; no podían disociar el impacto del suicidio sobre los equipos de las obligaciones de tipo organizativo que deben afrontar, la sensación que tienen de ir demasiado deprisa, de hacer demasiadas cosas al mismo tiempo, de forma demasiado aislada y sin arbitrajes. Este fantasma, estas visiones fugaces: “no puedo ir a buscar un veneno en la nevera… cuando preparo una bandeja, pienso: él se la preparó él mismo”, han hecho que pongamos palabras para describir una angustia de fondo: la que genera la precarización del trabajo en un contexto de intensificación del trabajo. La utilización con fines letales de los productos que habitualmente sirven para dormir a los pacientes ha desestabilizado las defensas que permiten, en la rutina diaria, “olvidar” que la anestesia es una actividad que comporta riesgos para los pacientes, y ha hecho más insoportable el que a menudo sean los enfermeros los que tengan que tomar solos la responsabilidad de dormir a los pacientes (los médicos se pasan mucho tiempo de un lado para otro). Por razones de anonimato de los datos, resulta difícil ir más lejos en la descripción de la situación de trabajo. Sin embargo, es probable que esta situación de intensificación del trabajo, que obliga a los equipos al activismo con el colofón de la falta de tiempo para tomar distancia, individual y colectivamente, no se dé únicamente en los hospitales franceses. De hecho en este hospital no ha habido problemas graves de seguridad relacionados con los cuidados médicos. Hasta el

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momento en que se ha producido este drama los equipos han afrontado los gajes de la actividad con rigor y competencia. La situación de crisis inducida por el suicidio ha revelado más bien un sentimiento de inseguridad y una ansiedad latente con respecto a “lo que podría suceder”.

6. UNA ETIOLOGÍA “MIXTA” QUE INTERRELACIONA TRABAJO E HISTORIA SINGULAR Lo que se ha podido hacer en este estudio —reconocer su propia vulnerabilidad, la de los demás, y construir juntos una visión compleja de la realidad que no eluda ni la centralidad del trabajo, ni las diferencias entre los sujetos— ¿sería actualmente demasiado complicado de hacer por lo que respecta al debate sobre salud mental y trabajo? No siempre ha sido éste el caso. En Phénoménologie du travail, un texto publicado en 1957, Claude Veil presenta el caso Paul: “Este joven apuesto de 28 años que viene a revelarnos su inquietud porque desde hace algunas semanas está obsesionado con la idea de matar a su mujer. Es la vuelta de las vacaciones y reconoce que ha alimentado un amor platónico por una joven que conoció en el hotel. Trabaja como pulidor de coches, gana 88.000 francos mensuales, y fuerza el ritmo para comprarse un Simca Aronde. Le recetan tres cosas: vitaminas, neurolépticos, trabajar menos. Dos meses después le volvemos a ver, curado, y ha venido con un simple 4cv de segunda mano” (Veil, 1957). El trabajo tiene una función en la descompensación de Paul, y por excepción esta función está reconocida en su interrelación con la problemática amorosa. Todos los pulidores con exceso de trabajo no están obsesionados con la idea de matar a sus mujeres. Se entiende que el psiquiatra no haya considerado superfluos a los neurolépticos. El caso Paul aborda, sin embargo, la crítica de los

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ritmos desde un punto de vista psicopatológico40. Como subraya Claude Veil, la etiología de la descompensación es “mixta”. Claude Veil ha conocido a Paul en la consulta. No hemos hablado con el joven médico. Este estudio no nos ha enseñado nada de lo que en su trabajo había podido suponer algo en su suicidio sin invalidar nada por el hecho de que esta función haya podido resultar decisiva con respecto a lo que sabemos de la centralidad del trabajo en la salud mental. El trabajo, en cualquier caso, no le ha permitido conjurar la desgracia. El hecho de explicitar un estudio en psicodinámica del trabajo obliga a adoptar una actitud modesta que hace que estemos expuestos al riesgo de ser descualificados desde el punto de vista de la acción. Porque los modos de intervención y de conocimiento no escapan a la confrontación ideológica trabajo versus individuo. Los actores sociales, sindicalistas y médicos del trabajo, que pelean en primera línea para afrontar situaciones concretas de desamparo, no son psicólogos o psiquiatras. Y los victimólogos, desconocedores del mundo laboral, no les resultan de ninguna ayuda, como tampoco los observatorios, los números telefónicos de ayuda y otros dispositivos de gestión del estrés que reenvían a los asalariados a su propia capacidad individual para afrontar los problemas. Se entiende que los médicos del trabajo estén cada vez más exasperados. El posicionamiento mercantil de determinados gabinetes de psicólogos que se han puesto de moda ante el beneplácito de la patronal no hace sino exacerbar la desconfianza ante la psicología y el conjunto de psicólogos que “no sirven para nada” o que sirven ante todo a la parte adversa, cuando no lo complican todo, inclusive desde el punto de vista de la acción. Efectivamente, nos resulta difícil analizar los resultados de nuestros estudios desde el punto de vista de la acción (Cru et al, 2009). No podemos demostrar que esto “funciona”. Somos los que estamos en la peor situación para hacerlo porque, para que la acción tenga éxito, es preciso que ésta se nos escape y que la gente

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Como me ha hecho ver Anne Flottes, esta viñeta clínica también sugiere que la curación pasa por una renuncia al ideal de resultados, una renuncia al Simca Aronde (que podemos suponer que se fabrica en la fábrica donde trabaja Paul, si no es que él mismo interviene directamente en su producción).

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nos olvide. El trabajo, cuando está bien hecho, es algo que no se ve. Esta característica incierta de la acción concierne de hecho a todos los profesionales en salud mental; “Yo no digo que haya curado a la mujer de la que he hablado, dice Jean Oury, director de la Clínica de La Borde (Oury, 2008). La eficacia sigue siendo un misterio”. Jean Oury hace estas declaraciones después de más de sesenta años de teoría y práctica de la psiquiatría.

7. UNA VULNERABILIDAD GENÉRICA El éxito social de la tesis del “trabajo que mata” sugiere que el trabajo, a los ojos de la opinión pública como de los expertos, se ha precarizado en sus funciones estructurantes para la salud mental y que se percibe globalmente como una amenaza más que como un recurso. ¿Cuál es la realidad? Actualmente disponemos de pocos estudios sobre los suicidios ya cometidos. En el mencionado estudio, el suicidio del joven médico ha venido a desestabilizar brutalmente las estrategias colectivas de defensas (defensas a ultranza y activismo) de los equipos. La angustia generada por el sentimiento de precarización del trabajo (de su calidad, de su seguridad, de su sentido) ha tomado entonces la forma dramática de las apariciones fantasmagóricas del suicidado. La angustia y la consternación han obligado a los equipos a detenerse en su huida hacia adelante para “ocuparse de ellos”, “tomarse las cosas con más tranquilidad” y “hacer juntos el balance de la situación”. Evidentemente que hubiera sido preferible, y los participantes lo han comentado ampliamente, que el trabajo de recuperación del colectivo se hubiera hecho sin esperar a que ocurriera un drama. La categoría de los suicidados en el trabajo se construye como en la parte opuesta a la de los trabajadores precarios, acordando sobre todo la primacía a los hombres (sobre todo) y a las mujeres (a veces) que responden al modelo hegemónico del “ejecutivo dinámico”. Asimismo, constituida como respuesta a la ideología patronal de la “fragilidad”, borra, eufemiza u oculta la dimensión

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personal o estructural de las descompensaciones relacionadas con el trabajo. La categoría de los suicidados en el trabajo corre el riesgo de construirse al lado de la psicopatología clásica (la que privilegia las interpretaciones en términos de estructuras) y bajo la forma defensiva de una nosografía “de lucha” ante todo guiada por la preocupación de que sea fácilmente traducible en derecho. La categoría de “depresión profesional reactiva”, por ejemplo, no toma en consideración la dimensión endógena de las depresiones41. A sabiendas de que existen pocos psiquiatras y psicoterapeutas formados actualmente para entender la centralidad del trabajo en el funcionamiento psíquico (para todos, los trabajadores, los parados o los trabajadores en situación precaria), esta nosografía de lucha —así como su rusticidad evidente— corre el riesgo de poner trabas a la posibilidad que un número más elevado de ellos tome en serio la función de la salud mental en el trabajo, contribuyendo así a aislar todavía más a los especialistas en medicina del trabajo. La polémica surgida en 2009, tras los suicidios producidos en France Télécom (24 en 19 meses) y en torno a la confidencialidad de las “autopsias psicológicas” practicadas por algunos psiquiatras42, no es sino un desastroso capítulo más en esta lucha ideológica que trata de diferenciar lo profesional de lo personal, cuando, por el contrario, se debería aprender a considerarlos como un conjunto en el análisis de toda descompensación, independientemente de que ésta esté relacionada o no con el trabajo. Lo que convendría no es abandonar la categoría de la fragilidad dentro de la patronal, sino recualificarla como una vulnerabilidad genérica que implica a todos los seres humanos, no solamente los precarios, las mujeres, los niños, los viejos o los enfermos mentales, sino también los ejecutivos que rinden, los hombres blancos dominantes. La psicodinámica del trabajo reconoce la resistencia de lo real y la vulnerabilidad de los seres humanos. La ideología

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Dominique Huez, “Que peuvent faire les acteurs de prévention?”, pp. 36 y 37 del informe Santé Travail. Ver, por ejemplo, el artículo de Cécile Azzaro, Suicides au travail: “l’autopsie psychologique”, une méthode controversée, Le Point, 27 de noviembre de 2009.

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empresarial del rendimiento no tolera las fragilidades. Los estudios que se están llevando a cabo sobre y con los directivos ¿cambiarán esta situación? (Dejours, 2009). Es demasiado pronto para decirlo. Articular la precariedad del empleo y la precarización del trabajo en un único y mismo problema —sin excluir a aquellos cuyo trabajo o cuyas desgracias no ocupan las portadas— continúa siendo actualmente y en cualquier caso un reto científico.

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5. La regulación paradójica del trabajo y el gobierno de las voluntades Amparo Serrano, Mª Paz Martín y Eduardo Crespo

1. INTRODUCCIÓN43 A lo largo de la última década, las instituciones de la Unión Europea están participando en la producción simbólica de un orden político, ocupando un importante espacio referencial en el ámbito del trabajo y de las políticas sociales. Su capacidad para “nombrar” —en el sentido que le daba Bourdieu (1985)— y problematizar el orden de las representaciones del trabajo, y por tanto, las soluciones adecuadas a las rupturas de ese orden, les dota de una importante autoridad política. La regulación europea en el dominio de lo social y del empleo se apoya más en el ejercicio de presiones endógenas y simbólicas (difusión de paradigmas de concepción y articulación de la cuestión social) que en la imposición de coacciones exógenas y formales (legislaciones, sanciones económicas). Este modelo de regulación se traduce en un especial poder para difundir una doxa, articulada en torno a ciertos conceptos (flexiguridad, empleabilidad, activación, perspectiva integral de género, envejecimiento activo, etc.), que llegan a convertirse en nudos vertebradores del discurso político y, en muchos casos, científico, no sólo a nivel europeo sino también a nivel nacional.



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Los autores han preparado el presente texto en el marco de los proyectos “Evaluación cualitativa de las políticas de activación: los límites de lo activo y lo pasivo’ (proyecto I+D+I del Ministerio de Educación y Ciencia, SEJ2007-64604)” y “Discursos sobre el trabajo y nuevas demandas morales en la emergente sociedad del conocimiento” (SEJ2004-02044).

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Amparo Serrano, Mª Paz Martín y Eduardo Crespo

Una característica común de muchos de los conceptos y términos difundidos por las instituciones europeas es su énfasis en el gobierno de las voluntades, que coincide con una tendencia ideológica de más amplio alcance, que hace de la dependencia44 una patología moral. La noción de flexiguridad constituye, a nuestro entender, un ejemplo de esta postura ideológica. La flexiseguridad es una noción mixta, en la que la seguridad es entendida fundamentalmente como “auto-aseguramiento” o agencia, vinculada a la activación y a la empleabilidad personal, tal como vienen siendo utilizadas en el discurso sobre las políticas sociales europeas45. Este desplazamiento semántico de la noción de seguridad, desde las condiciones externas de seguridad, al aseguramiento individual, es emblemático de la nueva cultura del trabajo, que tiene como pilares fundamentales la lucha contra la dependencia, el logro de la autonomía y la promoción de la responsabilidad individual. A la sombra de esta concepción de la dependencia, entendida como patología de la voluntad, y convertida en problema público, se adoptan técnicas de intervención, dirigidas a la prevención de tal dependencia, orientadas a la promoción del gobierno de uno mismo, enfatizándose así las funciones terapéuticas del estado social (reforzar la autoestima, facilitar el auto-análisis, potenciar las capacidades personales).



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Desde esta valoración, se condena pues la dependencia (o, más bien, interdependencia) que se deriva de la pertenencia a colectividades como el Estado o la sociedad misma, mientras que se obvia, y, por tanto, se invisibiliza, la dependencia vulnerabilizadora del mercado (entendida, entonces, como “independencia”). Sirva de ejemplo de esta redefinición de “seguridad” la alusión que a ella hacen las instituciones europeas en la Propuesta de Principios para la Flexiguridad: “La seguridad (…) es más que sólo mantener el puesto de trabajo de uno: es equipar a la gente con las habilidades que les permitan progresar en sus vidas laborales, y ayudarles a encontrar nuevo empleo. Tiene que ver con prestaciones de desempleo adecuadas para facilitar las transiciones. Finalmente, abarca oportunidades de formación para todos los trabajadores, especialmente, trabajadores de cualificación baja y trabajadores mayores”. (COM (2007) 359 final, p. 5) .

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Con la noción de flexiguridad se naturaliza la necesidad de una organización flexible de los estilos de vida y se problematizan las actitudes del trabajador no afines con ello. La expresión de autonomía es concebida como la consecuencia de un exitoso trabajo sobre uno mismo. En este marco individualizador se omite la importancia de la interdependencia como factor inmanente a la agencia46. El reconocimiento de la interdependencia es la condición de una autonomía personal auténtica (Dean, 2004). La autonomía de la flexiguridad remite, sin embargo, a un marco cognitivo diferente a la interdependencia, pudiéndose traducir más en la acentuación de la vulnerabilidad que en fortalecimiento de una auténtica agencia personal. La extensión de este tipo de discursos de la flexiseguridad puede contribuir a la precarización de las condiciones de vida de los sujetos, en un contexto laboral como el actual, en donde la indeterminación, la enorme carga sobre el sujeto para responder a situaciones inciertas y abiertas y la colonización intrusiva de la vida de la persona por el trabajo, pueden hacer del trabajador nómada un frágil ingeniero de su propia vida, contribuyendo, además, a desarmarlo política e ideológicamente. Las transformaciones en los modos de regulación del trabajo están teniendo importantes implicaciones en el nuevo contrato moral con el trabajador (Alonso y Fernández, 2009). El paso de la lealtad a la empleabilidad, (Baruch, 2001) como modo de asegurar el compromiso del trabajador, está teniendo importantes consecuencias en la regulación de las experiencias emocionales con el trabajo, tanto de satisfacción como de sufrimiento47.

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Ya Durkheim (1967) había destacado que el desarrollo de las sociedades industriales y de la división del trabajo genera una curiosa paradoja según la cual, cuanto más autónomos son los sujetos, también son más interdependientes. El concepto de “sufrimiento” ha canalizado gran número de estudios, particularmente en el contexto francófono, relativos al impacto de los nuevos modos de regulación y ejercicio del trabajo en el bienestar del trabajador. En este trabajo, se entiende el “sufrimiento” como constitutivo de un proceso más general de experiencia emocional con el trabajo. El articular la reflexión hacia la experiencia emocional del sufrimiento del trabajo permitiría hacer justicia al origen del concepto de trabajo, que etimológicamente, procede de tripalium, objeto de tortura.

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Una importante dimensión de la precariedad está vinculada con la posición ambivalente en la que se encuentra el trabajador abocado a enfrentarse a demandas que son, en ocasiones, paradójicas, pero que, sin embargo, no son interpretadas como contradicciones de los nuevos modos de regulación del trabajo, sino como dilemas y fracasos personales, propios de un sujeto que no es capaz de adaptarse a las nuevas necesidades de la flexibilidad. La flexibilidad se convierte, así, en indeterminación, productora perpetua de unas normas ambiguas e inciertas. La orientación de las estrategias de disciplinamiento organizacional hacia la autorregulación del comportamiento y de las emociones explica los importantes procesos de reflexividad y gestión moral y emocional que se desencadenan en el lugar de trabajo y, en los cuales, el sujeto se produce como sujeto y objeto de sí mismo. Las organizaciones ponen un particular énfasis en la movilización de la inteligencia productiva, en estimular competencias emocionales, psicológicas y morales, en reforzar el contrato psicológico y moral con la empresa. Este trabajo de producción de una adhesión moral a los compromisos organizacionales, supone impulsar motivaciones, generar objetivos comunes, en un contexto de paradójica falta de compromiso por parte de la empresa. Se convierte así al sujeto en gestor de su autonomía, en inversor de sus propias estrategias de gestión del sufrimiento y movilización de mecanismos de autovigilancia. De este modo, el trabajador tiene que gestionar, con frecuencia, demandas de significados paradójicos, haciéndose responsable de situaciones de las que no es actor. El sufrimiento está así también vinculado a dilemas que no se resuelven, pero que son vividos como una incapacidad personal para resolver las demandas complejas de las nuevas situaciones de trabajo. Por tanto, la volatilidad, el cambio constante, rápido y radical, no fácilmente asumible, reclaman no sólo la movilización de un conjunto de saberes técnicamente especializados, sino particularmente la invocación de conocimientos emocionales, relacionales y terapéuticos, con los que gestionar las paradojas estructurales de nuestro sistema productivo. Dada esta situación de fragilización del sujeto, la difusión de conceptos que se presentan como empoderadores, como es la no-

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ción de flexiguridad, dirigida a fomentar actitudes emprendedoras en el diseño de uno mismo, puede tener importantes efectos vulnerabilizadores. La subjetividad se transforma progresivamente en una cuestión pública, objeto de intervención de los poderes públicos, en esta cruzada emprendida contra la dependencia. La difusión de marcos interpretativos articulados en torno a la lucha contra la dependencia incita a pensar la subjetividad en términos de moral y psicología clínica (Ehrenberg, 1995). Esta politización de la subjetividad corre, pues, pareja con la despolitización de la vulnerabilidad. Este trabajo tiene por objetivo indagar en algunas dimensiones de la precariedad relativas a los nuevos modos de regulación del trabajo. En una primera parte se expondrán algunas características de la autorregulación del trabajador, basándonos en las vivencias del trabajo en el sector de servicios y, de forma más concreta, en los trabajos orientados a personas48. En una segunda parte se analizan las normas sociales y presupuestos morales contenidos en la noción de flexiguridad, según se presenta en el discurso de las instituciones europeas. Finalmente, se discutirán algunas implicaciones políticas de la extensión de este tipo de conceptos y su posible contribución a la precarización del trabajo.



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Este trabajo de campo fue realizado en el marco del proyecto “Discursos sobre el trabajo y nuevas demandas morales en la emergente sociedad del conocimiento” SEJ2004-02044, cuyos miembros son E. Crespo, M. Paz Martín, J. C. Revilla, A. Serrano y F. J. Tovar, y tenía como objetivo el análisis de las experiencias subjetivas del trabajador ante las nuevas condiciones laborales. En este proyecto fueron realizadas un total de 34 entrevistas y ocho grupos de discusión con trabajadores en diversas condiciones laborales (definidas en función de régimen de regulación laboral —formalizado, flexibilidad numérica, flexibilidad funcional y desregularizado— y el nivel de cualificación). En este artículo, nos hemos centrado en las entrevistas realizadas a trabajadores del sector de servicios interactivos y, por tanto, en contacto directo con los receptores de estos servicios (cuidados a las personas, vendedores, trabajadores del sector Horeca, etc.), por considerar que este tipo de trabajos está en creciente expansión y es emblemático de los nuevos modos de regulación del trabajo.

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2. LA AUTORREGULACIÓN DEL TRABAJADOR EN LAS ORGANIZACIONES LABORALES La representación del trabajador leal y subordinado ha dominado el imaginario organizacional hasta los años sesenta en gran número de países europeos. Implícito en esta narrativa subyacía la idea de un contrato simbólico entre el trabajador y la empresa (Erikson y Pierce, 2005), según el cual, se reclamaba lealtad e identificación del trabajador con la tarea, a cambio de promoción laboral y/o estabilidad económica dentro de la empresa. Los nuevos modos de organización del trabajo, que tienen como eje nuclear la flexibilidad y cuyas estructuras reguladoras se caracterizan por la movilidad y licuefacción (Bauman, 1999), podrían alterar radicalmente las bases que han articulado este pacto implícito entre el trabajador y su empresa. Cuando la rotación laboral es la tendencia más extendida en el mercado de trabajo, y la estabilidad laboral parece ser cosa del pasado, ¿cómo se articula el sentido de compromiso con la tarea? ¿podríamos asistir a un proceso de ocaso de las lealtades laborales, y de desimplicación en la tarea? Cuando las empresas requieren, más que nunca, la implicación moral del trabajador, su lealtad y sentido de pertenencia, su participación en el proyecto y objetivos de la empresa; pero, a la vez, ofrecen, menos que nunca lealtad y compromiso con sus trabajadores, ¿cómo se construye el compromiso en esta situación de asimetría contractual? El paso de la cualificación a la implicación (Tovar y Revilla, 2009) en la definición del “buen trabajador” reformula las reglas de juego del funcionamiento organizacional. Pero, tal y como plantea Sennet (2000), ¿cómo sostener el compromiso con la tarea cuando estamos inmersos en instituciones en profunda recomposición, inundados en una cultura de la brevedad, de exigencia de reinvención constante, de indeterminación radical? Algunos autores (Baruch, 2001) han subrayado la paradoja en la que se mueven las organizaciones entre, por un lado, la búsqueda de nuevos conceptos del management, que promueven contratos psicológicos alternativos entre trabajadores y empresas (por

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ejemplo, la empleabilidad), mostrando, al mismo tiempo, una gran reticencia a que estas nociones puedan llegar a sustituir la tradicional exigencia de lealtad e implicación a largo plazo del trabajador. Se desarrolla así una tendencia a promover, por una parte, una cultura de la brevedad, de la creatividad personal y de la indeterminación, que somete al sujeto a un proceso de reinvención constante y, por otra, una demanda continua de responsabilidad (accountability) moral y validación pública del trabajador. En este marco de producción discursiva, propio de los nuevos estilos de gestión organizacional, puede entenderse la importante eficacia simbólica que está teniendo la noción de flexiguridad. El nuevo contrato psicológico se desarrolla en un marco de regulación difuso, que caracteriza a gran número de situaciones laborales, y que consideramos que es representable en torno a tres ejes: la triangulación del poder en las relaciones laborales (y la consiguiente complejización de las dinámicas de ejercicio del mismo); el paso del poder posicional al personal (y de una diferenciación dura a una blanda y difusa en los criterios de validación pública del trabajo) y la promoción del autogobierno. Cada uno de ellos afecta de modo diferencial a la experiencia de sufrimiento —o satisfacción— en el trabajo, pudiendo contribuir a la vulnerabilidad de la posición del trabajador y al deterioro de sus vivencias laborales. Esto es especialmente evidente en el sector de servicios orientados a personas, que es donde centraremos nuestro análisis, sector éste característico de la nueva economía y que está en amplio desarrollo.

a) Triangulación del poder El desarrollo del sector servicios corre parejo a la extensión de un tipo de trabajo que requiere una frecuente interacción con personas. Con la extensión de este sector, así como la transformación de las relaciones dentro de las grandes organizaciones (outsourcing y autonomización de las diferentes secciones), se han modificado las relaciones de poder dentro de muchas de estas, que han pasado de la estructura piramidal típica a una relación de tipo triangular,

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donde el cliente se convierte en un elemento fundamental de la relación laboral. La clientelización de las relaciones laborales introduce un margen considerable de imprecisión, ya que el referente es la “satisfacción” del cliente, lo que supone la introducción de difusos criterios emocionales. La triangulación del poder no ha significado la desaparición del control jerárquico, sino más bien, su dispersión: se han multiplicado las fuentes y formas de poder y control organizacional. Sin desaparecer, en muchas ocasiones, los tradicionales controles tayloristas, pero desapareciendo sin embargo la función de la jerarquía de responsabilización ante posibles fallos laborales, estas regulaciones se multiplican y conviven con otro tipo de regulación de corte más moral, vinculado a las normas sociales que gobiernan las interacciones personales (muchas de ellas relativas a las normas de género), y en donde los fracasos laborales conllevan importantes cargas afectivas. La autorresponsabilización es, por tanto, la consecuencia de este proceso de multiplicación de las fuentes de poder, que dirige las tecnologías de poder al gobierno de uno mismo. El incremento en el margen de maniobra del cliente a la hora de definir la naturaleza y forma de la prestación laboral, requiere la movilización de la faceta más personal e íntima del trabajador, vinculada a la gestión de las emociones. Como destaca Korczynsky (2001) un elemento clave en el trabajo directo con clientes consiste en la gestión de los deseos, que permita al cliente consumir el mito de la soberanía. De este modo, al modelo de diada trabajador/ gestor se incorpora un tercer eje que hace más complejas las dinámicas de poder (Erikson y Pierce, 2005)49. “Es que tengo que contentar a un usuario que no sabe ni lo que está diciendo, pero es que me lo ha dicho mi jefe …” (varón, entre 35 y 45 años, informático50)



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Virkki, 2008, en su artículo, “The art of pacifying an agressive client” desarrolla un análisis etnográfico muy sugerente de este proceso tendente al incremento de la atención hacia las personas/clientes, en donde la gestión emocional juega un papel nuclear. Estas referencias corresponden al trabajo de campo antes señalado (ver nota 6).

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El poder del cliente se realiza en un doble plano. Por una parte, el cliente es aquel a quien hay que satisfacer, pero, por otra, también el cliente se convierte, en cierto modo, en co-productor (Wikkström, 1996) del servicio, en la medida en que es él quien define el diseño y las características del producto/servicio, así como quien fija el tiempo de producción del mismo. De ahí que los límites entre el producto y el productor se difuminen (Forseth, 2005) y que la “personalidad” del productor pase a formar parte de la transacción comercial. “Tienes doble de presión, tienes presión por parte de la presión, que te presiona, y presión por parte del cliente (…) tienes que tener un carácter muy bueno” (varón, menor de 35 años, comercial software)

El trabajo con personas51 reclama una fuerte inversión emocional e implicación en la tarea, no sólo porque el trabajo incida directamente sobre las personas, sino también porque se ponen en juego un gran número de demandas que van más allá del mero desempeño en la tarea, y que tienen que ver con el saber venderse, el saber escuchar y el hacer sentirse bien al cliente: “claro que eres responsable… o sea mi trabajo es con la salud de las personas, entonces es una carga añadida, sabes, yo no voy y doy un masaje y punto (…) no es sólo la labor de fisio, sino también, pues, la de saber escuchar” (mujer, menor de 35 años, fisioterapeuta)

El trabajo con personas implica que los individuos se vean impelidos a resolver personalmente dilemas que están relacionados con contradicciones inherentes a la organización. Estos conflictos tienen que ver no sólo con las demandas, con frecuencia, contradictorias que reclaman este tipo de trabajos interactivos (por un lado, rapidez y rentabilidad económica, y, por otro, una atención personalizada y de gran calidad), sino también con la gestión improvisada de demandas complejas. En este contexto, las emociones aparecen como instrumentos nucleares en el ejercicio del trabajo

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Este trabajo directo con personas es conceptualizado bajo el término “the front-line work” en gran número de investigaciones que analizan la evolución del trabajo de servicios y que se centran en las interacciones y en las relaciones de poder que se negocian entre el cliente y el proveedor de servicios.

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(Forseth, 2008), haciendo de la creatividad “emocional” un aspecto central de la eficacia productiva. “Te pesa porque quizás los problemas que hay allí en casa pues, no tengo por qué hacerlos míos (…) pues es que yo estoy agobiada un poco también (…) yo no tengo ninguna intención de hacer el papel de madre porque no es mi papel ahí ni quiero ni debo” (mujer, mayor de 45 años, trabajadora doméstica).

Este tipo de situaciones puede llegar a producir fuertes experiencias de sufrimiento, consecuencia de una difusión de los límites entre lo que es un intercambio laboral y mercantil y lo que es una transacción simbólica con importantes componentes emocionales. Los procesos de distanciamiento del rol laboral, con los que se tratan de frenar estas experiencias de sufrimiento emocional (“no tengo ninguna intención de hacer el papel de madre”), ponen de manifiesto la ambigua posición de los trabajadores ante este tipo de situaciones laborales (respuesta emocional/racionalidad impersonal; madre/cuidadora; transacción económica/transacción emocional, etc.). Este tipo de situaciones da lugar a una difusión de los límites entre los distintos espacios vitales, y a la colonización de toda la vida personal por el mundo del trabajo: “Yo parezco el cajero veinticuatro horas. Si es que no tengo un horario” (varón, entre 35 y 45 años, comercial de seguros)

Una característica interesante de este proceso de colonización es su carácter “inconsciente” e “involuntario”, como si se tratara de un proceso frente al cual el sujeto ejerce escaso control y, por lo tanto, al que se ve inexorablemente abocado. “ocupa más de lo que debería (…) yo he ido renunciando a mi vida personal sin ser consciente (…) se me está colando una dinámica personal y profesional en mi vida que no me agrada, y no me estoy dando tanta cuenta de que se me ha colao. Pero está muy metida” (varón, mayor de 45 años, gestor)

El trabajador se encuentra, en estos casos, en una posición ambivalente, entre la experiencia pasiva de la colonización de su mundo y la necesidad de defenderse. Esta ambivalencia se expresa en un malestar —al modo freudiano— según el cual, aquello que

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me permite vivir no me deja vivir. El recurso a marcos interpretativos que apelan al empoderamiento, y en donde predominan metáforas vinculadas con la agencia y el autogobierno en el espacio laboral, conviven, al mismo tiempo, con la evocación de marcos que destacan el carácter invasivo de la experiencia laboral, donde la propia posición es construida como resignada capitulación. Este desasosiego dilemático puede ser expresado en un lenguaje de sufrimiento psicológico, contribuyendo a una experiencia de agotamiento emocional: “para qué quieres tanto dinero, para ser el…como se suele decir (…) el más rico del cementerio…”(varón, entre 35 y 45 años, fontanero)

Estas situaciones dilemáticas suponen, también, que haya que enfrentarse a problemas para los que no se tiene un apoyo en normas o protocolos de funcionamiento establecidos. El trabajador se ve, con frecuencia, ante la necesidad de inventar individualmente, y de forma improvisada, respuestas rápidas que suplanten esa falta de estándares normativos claros y definidos. Son, sin embargo, respuestas que conllevan una importante carga emocional, y cuyas consecuencias inciden directamente en el propio trabajador. Este sector profesional de atención a las personas, en gran medida feminizado, y en donde las habilidades personales para crear e inventar soluciones a demandas muy complejas, imprevisibles y ambiguas, juegan un rol fundamental, es paradójicamente clasificado, en el seno de las escalas profesionales, como un sector de trabajo descualificado.

b) Del poder posicional al personal La complejización de las fuentes de poder conlleva el paso del poder posicional al poder personal52 (Forseth, 2005; Virkki, 2008),

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Frente a las organizaciones burocráticas y jerárquicas en las que los empleados contaban con unas reglas muy detalladas y estructuradas para el desarrollo de su trabajo, los servicios interactivos dirigidos a personas demandan un tipo de lógicas mucho más intangibles, caracterizadas por la inversión personal y por el carácter improvisado y flexible del servicio ofrecido al cliente. La respuesta a las complejas necesidades del cliente es, en gran medi-

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al someter a los sujetos a una continua negociación de posiciones frente a fuentes difusas de poder. Ante el creciente papel desempeñado por el cliente en la transacción comercial, la satisfacción de las necesidades emocionales e identitarias de este cliente aparece como un aspecto fundamental de la calidad del servicio. Dado el importante proceso reflexivo y negociador que se pone en juego en toda interacción personal, la gestión de las impresiones y del poder comunicacional de los gestos ocupa un lugar central en la eficacia productiva. De este modo, el trabajador tiene que convertirse, además, en experto en la gestión de las impresiones. “muchas veces con los gestos del propio cliente… nos damos cuenta si necesita una cosa, necesita otra. Entonces el cliente sí ve que tú estás pendiente de él. Pues sí, eso le gusta mucho al cliente…” (varón, entre 35 y 45 años, repartidor autónomo) “el objetivo es que no se note demasiado que no tengo ni idea (…) al principio, muy callao y poniendo cara de que sé,… poner esa cara de saber sin saber, ¿no?…” (varón, mayor de 45 años, gestor)

Esta situación puede reclamar un importante trabajo de autocontrol de las impresiones y presentación del yo (“poner cara de”), a fin de validar la relación clientelar. Este ejercicio estratégico es particularmente complejo en el sector de servicios a las personas, en donde la confusión y confluencia de marcos dispares (relacionales y personales, instrumentales y emocionales) sitúa al trabajador ante una posición ambivalente (“tener dos caras”). “que para mí es un error, que es el mismo comercial el que haga la labor de cobro, que parece que tienes que tener dos caras y no debería ser así. Deberían ser dos caras diferentes…” (varón, entre 35 y 45 años, comercial)

En esta venta compleja de una mercancía pluricéfala de naturalezas muy diversas (“caras diferentes”), que se desencadena en la prestación de servicios, se requiere la movilización de un importante número de estrategias de gestión relacional en donde el trabajador va “tomando posiciones” y en donde la identificación da, una decisión personal del trabajador, definida a partir del contexto desde el que se ofrece el servicio.

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y negociación de los términos relacionales adecuados es objeto de un complejo y sutil proceso estratégico. “porque cuando se le da mucha confianza a un cliente ese cliente se siente, no sé, como si fuese con más derecho, más…; entonces se vuelve más exigente, se vuelve más… y llega un momento que es malo, el dar mucha confianza también a… un cliente es malo. Tu puedes ser amable pero sin … siempre con esa pequeña esa pequeña… barrerilla (…) Siempre con la sonrisa, pero más de corbata, más… Antes no, antes era más más… cómo se puede decir (…) más de casa, más algo, más familiar” (varón, entre 35 y 45 años, propietario de un bar)

Este juego relacional, en el cual se negocia la naturaleza de los vínculos con el cliente y otras potenciales fuentes de jerarquía, es representado con la ayuda de metáforas topológicas (“cercanía”, “distancia”, “barreras”), en donde lo cercano, “familiar”, se contrapone a lo distante profesional, “de corbata”. Se evocan así dos marcos referenciales, uno vinculado con el ámbito de lo íntimo, ajeno a este intercambio político, frente a otro que apela a un imaginario profesional, en donde prevalecen los marcadores de posiciones en los rituales interaccionales (la corbata) vinculados a la búsqueda de legitimación de posiciones interpersonales. El problema, plantean algunos trabajadores, es cuando estos marcos se vinculan, generando importantes dilemas y vulnerabilizando la posición del trabajador. “pues para mi no le veo un jefe. (…) Entonces para mi como jefe no es como si fuera un familiar…” (mujer, mayor de 45 años, trabajadora doméstica) “en una pyme, es más paternalista, yo llamo paternalismo fascismo. (…) Por un lado, es paternalista, pero es más cercana, puede entender más tus problemas (…). Pero claro, el dueño exige mucho (varón, menor de 35 años, administrativo de logística)

Es muy evocativo el calificativo que usa este entrevistado, “fascismo”, para calificar las relaciones más cercanas, que conceptualiza con el uso de la metáfora de la familia. La personalización y cercanía puede desproveer de poder. Por tanto, esta inversión emocional, que supone un compromiso con el trabajo, puede ser fuente de satisfacción, pero también es vivida como una importante amenaza:

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“el cliente se tiene que salir de ahí satisfecho porque si sale mal pues ya (…) te puede hacer mucho daño (…) el cliente tampoco se puede subir como se suele decir a tu chepa, ¿no? Que haya esa barrera (…) Ese trato amable lo con… lo pueden interpretar como exceso de confianza; tampoco el exceso de confianza es bueno” (varón, entre 35 y 45 años, propietario de un bar) “no tenía estudios y me tenía que hacer un hueco, un huequecito en el mundo laboral… Ese puesto me abrió puertas a nivel de dirección también. Era conocida por la dirección, cosa que a lo mejor un trabajador de otro puesto pues no tiene esa relación. (…) me sentía bien, era mi trabajo. Era gran parte de mi existencia en esos momentos. Sí, sí, me sentía muy empresa” (mujer, entre 35 y 45 años, masajista)

Aunque la negociación de posiciones en los casos anteriores no tiene el mismo referente, ya que en el primer caso está vinculado a la relación con el cliente, y en el segundo, a su interacción con las jerarquías, su comparación permite poner en evidencia la multiplicación de frentes ante los cuales el sujeto tiene que ubicar su posición jerárquica. Así, plantea cómo la invisibilización del carácter políticamente asimétrico de las relaciones laborales (trabajador-cliente, en este caso) puede acarrear el abuso de poder. El uso de metáforas asociadas topográficamente a un espacio de soberanía (“subirse, exceso, sobreponer”) para definir la posición del cliente, sitúa al trabajador automáticamente en una posición de subordinación y por tanto, de gran vulnerabilidad. Por el contrario, en el caso anterior, el entrevistado explica cómo la personalización de las relaciones profesionales permite al sujeto sentirse imprescindible y le otorga un estatus favorable frente a otros trabajadores. Esto explica la importante identificación con la tarea que esta situación desencadena (“me sentía muy empresa”). La relación también se construye como asimétrica (“el directivo me cogió, me inculcó”…), pero, en este caso, se omite cualquier nexo con cuestiones políticas. Se observa así cómo la personalización de las relaciones jerárquicas puede traer aparejado el oscurecimiento de las relaciones asimétricas de poder. “nos llevamos bien con los jefes y se supone que no hay mucha jerarquía y te puedes dirigir muy directamente y decir lo que piensas, eso se

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valora (…) pero siempre es la persona que (...) que te está… te está supervisando (…) (mujer, menor de 35 años, asesora)

Ante esta amenaza, el trabajador puede redefinir el sentido de su trabajo, recurriendo a marcos cognitivos alternativos a los familiares, y facilitando, de este modo, la emergencia de una representación política de la situación. “tampoco estoy yo para eso” (mujer, mayor de 45 años, trabajadora doméstica)

Las condiciones de desarrollo de la tarea de servicios a las personas reclaman una gran autonomía laboral, a fin de que el sujeto pueda gestionar adecuadamente demandas complejas y ambiguas. Esta autonomía, sin embargo, no fortalece necesariamente al trabajador sino que puede fragilizarlo, al complejizarse los focos y tipos de poder. La relación con los clientes y las jerarquías no viene definida a priori, sino que se negocia en la situación, contribuyendo a la difusión de los límites entre lo personal y lo profesional, lo familiar y lo laboral, lo instrumental y lo emocional, con importantes consecuencias políticas para el trabajador. La asimetría inmanente en cualquier relación laboral se invisibiliza. Los sujetos se convierten en rehenes de unas representaciones despolitizantes, en donde la posición que uno ocupa parece ser el resultado de la gestión individual de la propia situación, pero en donde las reglas que definen la gestión política de posiciones laborales son ambiguas y, en ocasiones, antitéticas. En este sentido, la difusión del poder no implica su dilución, sino su complejización, incrementando la carga de los trabajadores en el desempeño de su tarea. Esta fragilización del trabajador se ve incrementada al convertirse en parte de sus demandas laborales la adecuada resolución de los dilemas a los que se ve enfrentado en su gestión relacional.

c) El autogobierno La implicación reclamada a los trabajadores no atañe sólo a los componentes puramente emocionales, sino que también se invo-

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lucran dimensiones de corte más moral, como la responsabilidad, que refuerzan el compromiso con la empresa. “eres responsable porque tú cobras un salario, entonces te debes a… tienes que tener un mínimo de ética, como todo” (varón, mayor de 45 años, trabajador de mantenimiento)

La responsabilidad presenta una doble faceta, una vinculada con las técnicas de autogobierno (Alonso y Fernández, 2009), y otra relacionada con la “habilidad para responder” (respons-(h) abilidad), o dicho de otro modo, la obligación de co-responder a la empresa, otorgando al sujeto un sello moral. La cuestión de la movilización de la responsabilidad en el trabajo no puede entenderse sin considerar los nuevos modos de gestión organizacional que hacen de la autorregulación del trabajador uno de sus pilares clave (Crespo et al., 2005). Curiosamente, la autonomía se convierte en criterio de sujeción, dándose así la paradoja de que “aquello que me libera, a un mismo tiempo, me sujeta”. En esta concesión de autonomía al trabajador, tal y como plantea Sennet (2000), la autoridad se diluye, pero el poder permanece. Este poder sin autoridad explica que el sentimiento de responsabilidad pase a convertirse en un eje nuclear en las nuevas tecnologías de disciplinamiento. Esta contradicción política a la que se enfrentan muchos trabajadores es particularmente explícita en el caso de los trabajos de servicios. El trabajo con personas implica, tal y como vimos, la gestión de una paradoja entre, por un lado, la elevada autonomía que poseen para gestionar dilemas inherentes a situaciones complejas que se desencadenan ante el trato con personas, y por otro, la falta de control de las condiciones, y en algunos casos retaylorización, que definen a este tipo de trabajos. Así el trabajador se hace cada vez más responsable de cuestiones que se escapan de su control (Forseth, 2005; Brannan, 2005). Este énfasis en las cuestiones vinculadas con la responsabilidad en las nuevas tecnologías de disciplinamiento llega hasta el punto de que una parte importante del contenido del trabajo se dirija a la expresión simbólica de una adhesión moral. Esta situación es, en parte, consustancial a la desaparición de estrategias de regula-

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ción más heterónomas, que permiten un control más estrecho y directo del trabajador, haciéndose de las cuestiones vinculadas con la justificación de la moralidad del trabajador (“moral accountability”) un pilar clave en estos modos de gestión organizacional. El trabajador se ve así obligado a mostrar de forma permanente que, efectivamente, se autorregula. De este modo, los trabajadores otorgan una importancia especial a (de)mostrar la creencia en el proyecto empresarial, su calidad de persona leal y comprometida. Esta es la función que cumple, por ejemplo, la prolongación de la permanencia en el lugar de trabajo, cuyo objetivo es más “representacional” que instrumental para el desempeño adecuado de la tarea. “te inculcaban como que estaba mal visto que te fueras a tu hora” (mujer, entre 35 y 45 años, masajista)

La otra cara de este énfasis en el autogobierno es la autorresponsabilización, que se traduce en la activación de un marco interpretativo que omite cualquier conexión de estas situaciones con relaciones de poder u opresión. Esta situación explica que se mantengan procesos ambivalentes de atribución causal, que pueden acabar responsabilizando al sujeto de situaciones de las que no es actor. “yo creo que he tenido suerte o me… he buscado la suerte” (mujer, menor de 35 años, asesora) “hay que moverse que no te puedes conformar con lo que te ofrecen y… si lo que te ofrecen no te gusta … y no se puede cambiar, búscate otra cosa, (…) es que tienes que ser constante y pam pam pam pam pam, y machacar y machacar y machacar y: “(mujer, menor de 35 años, fisioterapeuta).

De este modo, si “tener suerte” escapa al control de la persona, la expresión “buscar la suerte” designa al sujeto como agente y responsable del comportamiento. El “tener” se enfrenta al “buscar”. Para “buscar” la suerte, hay que “moverse”, y “trabajar”. La metáfora utilizada para mostrar el poder de la voluntad (“machacar”) es muy evocadora, tanto más cuando insiste en su uso (“machacar, machacar, machacar”). “Machacando”, el sujeto con-forma la

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realidad. Se evocan, a un mismo tiempo, dos universos referenciales: uno vinculado con el autogobierno, mientras que otro pone el acento en el poder de la situación. Sin embargo, la apelación a la voluntad y la reivindicación de la agencia permite disolver el dilema: “machacando se acaba teniendo”. De este modo, la denuncia de la importante precariedad que caracteriza la situación del mercado de trabajo, y en la que se mueven gran número de trabajadores, no se traduce necesariamente en un cuestionamiento de las condiciones políticas que regulan el contrato laboral. “es cierto que existen incertidumbres, pero si trabajas para que se hagan más reales, hay unas probabilidades bastantes altas, de que sean reales” (mujer, menor de 35 años, asesora)

Con lo cual, el problema pasaría a ser el propio sujeto trabajador. Se da, a veces, por descontado que el mercado de transiciones está abierto a todo el mundo y, desde esta premisa, el sujeto no busca justicia dentro de la empresa, sino dentro del mercado laboral, que sitúa a cada sujeto en “su” lugar. “hay que salir, buscarlo” (varón, entre 35 y 45 años, técnico de ascensores) “es una capacidad y en el fondo en una confianza, que yo tengo clara, de que al final es un tema mucho más de actitud” (varón, más de 45 años, gestor)

Ante la hegemonía de una representación psicologista del trabajo, el comportamiento individual se problematiza, lo que hace que una estrategia cada vez más habitual para afrontar los problemas laborales sea el trabajo —psicológico— sobre uno mismo. Ante situaciones amenazantes, el individuo tiene que convertirse en terapeuta de sí mismo para mantenerse a flote. Al psicologismo, que implica reducir los fenómenos sociales a procesos puramente psicológicos (Martín Baró, 1983), se une la hegemonía de representaciones moralizantes (Crespo et al., 2005) que ponen el énfasis en el papel de la voluntad. Esta reformulación del problema y la abstracción de las relaciones sociales de poder, conlleva una alteración en el objeto hacia el que se dirige la intervención del actor. De este modo, más que hacia un cambio en las relaciones de poder, las

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estrategias de los trabajadores pueden orientarse hacia la intervención sobre sí mismos. Una carrera exitosa es construida, por tanto, como resultado de un eficaz trabajo psicológico sobre uno mismo. “intentar no perder la energía, ¿sabes? Es una lucha (…) mucha psicología. Mucho, mucho intentar no deprimirse porque realmente cuando estás en paro es una tendencia a la autodestrucción total” (mujer, entre 35 y 45 años, técnico de software) “el convencimiento de que puedo estar donde quiero pues es lo que me ha hecho estar donde estoy, que será mejor o peor, pero es donde he querido estar (…) yo sé dónde quiero llegar y llegaré. Y llegaré” (varón, más de 45 años, gestor)

Los conflictos, más que sociales, parecen ser psicológicos. El sufrimiento en el trabajo estaría así vinculado no sólo a experiencias de agotamiento emocional, de injusticia social o de impotencia moral como consecuencia de la complejización y asimetría de las organizaciones laborales, sino también a la incorrecta percepción y gestión del sujeto de las demandas laborales. Por ello, la autorregulación tiene que ir dirigida, no sólo al gobierno del comportamiento y de las emociones, sino también de las impresiones y de las figuraciones (presuntamente ficticias) que nos hacemos de la realidad. De este modo, el carácter problematizante de la situación se hace depender de la “mirada” de la persona. Bajo esta representación de la situación, la estrategia a seguir es, lógicamente, el trabajo sobre uno mismo, el “autoconvencimiento”. “siempre intento coger lo mejor. Y parece vamos que me autoconvenzo yo misma… no no quiero pensarlo” (mujer, menor de 35 años, azafata de campaña en grandes superficies) “empiezas a querer convencerte de que no tienes control” (varón, mayor de 45 años, gestor)

Esta estrategia de inversión personal, que refuerza la capacidad agencial del trabajador, al condenar cualquier actitud de resignación e impotencia, también puede ayudar a la reproducción de las condiciones de explotación, contribuyendo a responsabilizar a los sujetos de la situación que padecen. La insatisfacción laboral se interpreta como fruto de un defecto personal. Las experiencias de

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sufrimiento serían la consecuencia de la naturaleza de la persona que lo experimenta. Estas interpretaciones psicologizantes y moralizantes contribuyen a despolitizar el trabajo asumiéndose que el problema no es la explotación, sino la vivencia y mirada del explotado. Por tanto, las condiciones de inestabilidad e imprecisión que regulan el contrato psicológico y moral con el trabajador en muchas actividades de servicio a las personas, se traducen en una intensificación del trabajo, una complejización de la naturaleza del poder, y una ausencia de pautas claras sobre la gestión y desempeño de la actividad laboral. Esta vulnerabilización del trabajador va a verse acentuada por una tendencia a hacer al trabajador responsable de cuestiones que escapan de su control. Este énfasis en el autogobierno que reclama la gestión de estas situaciones complejas y dilemáticas es particularmente corrosivo en un marco psicologizante que hace interpretar el sufrimiento vivenciado como fruto, no tanto de las condiciones de fragilización del nuevo capitalismo, sino de una percepción distorsionada de la realidad o de un sujeto deficitario que no ha sido capaz de hacerse con las riendas de su propia vida. En esta dinámica psicologizante, la difusión de herramientas conceptuales, como son las que vienen dadas por el marco de la flexiguridad, puede tener importantes consecuencias políticas. En la búsqueda de nuevos pactos sociales, por parte de los poderes públicos, con los que regular el nuevo contrato psicológico y moral en el trabajo, el marco conceptual de la flexiguridad está ocupando una parcela cada vez mayor de espacio político.

3. EL CONCEPTO DE FLEXIGURIDAD Y LA PROPUESTA DE MODOS ALTERNATIVOS DE REGULACIÓN DEL TRABAJO A lo largo de la sección anterior se ha puesto de manifiesto cómo los nuevos términos del contrato psicológico y moral en el trabajo pueden fragilizar la posición del trabajador, faceta ésta importante

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del sufrimiento en el trabajo. En una situación en la que la flexibilidad puede traducirse en vulnerabilidad, ¿qué propuestas plantean las instituciones públicas para “empoderar” al trabajador y al desempleado? La noción de flexiseguridad está ocupando actualmente un papel importante en el diseño de estas políticas, pasando a ser exponente de nuevos modos de regular el trabajo, dado que se presenta como una apuesta de conciliación entre objetivos económicos y sociales. El significado de esta noción, que las instituciones europeas han contribuido a difundir es, en parte, resultado de la posición política53 de estas instituciones, pero es también revelador de los nuevos modos de gobernanza de la cuestión social que se están imponiendo ante un nuevo paradigma productivo.

a) Ambigüedad y polisemia del concepto de flexiseguridad Una característica de los conceptos que articulan las propuestas de las instituciones europeas es su carácter de lo que podríamos llamar significantes flotantes54. La acepción hegemónica de los mismos dependerá del (des)equilibrio de fuerzas entre los actores sociales en cada país. El carácter ambiguo e híbrido de estas propuestas explica la naturaleza paradójica que adoptan, al igual que contradictorias son las demandas de la modernidad flexible en la que se han instalado las sociedades industriales. Esta doble naturaleza, polisémica y paradójica, puede entenderse como reveladora del carácter polifónico55 de las propuestas europeas, al ser resultado de una pluralidad de voces autónomas, de tal modo que filosofías políticas y acentos muy dispares pueden estar coexistiendo en sus propuestas. Esta interacción de voces

La legitimidad europea se basa en la creación de espacios deliberativos que hacen del espacio europeo un foro para la exposición y debate de ideas (voices) provenientes de diversos actores sociales, a fin de hacer prevalecer su visión hegemónica de la cuestión social. 54 Por significantes flotantes, queremos destacar, tal y como señala Levi Strauss, el exceso de significado de algunos conceptos así como su invocación frecuente en rituales, a pesar de que no se sepa definir con claridad su significado. 55 En el sentido de Bajtin (1986). 53

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distintas explica el carácter mixto de gran parte de sus conceptos: ya no se trata sólo de la mezcla de voces plurales, sino también de la coexistencia de puntos de vista que se enfrentan entre sí. Por ejemplo, el hecho de mezclar, como lo hace el concepto de flexiseguridad, la noción de flexibilidad y la de seguridad, que se sustentan en dos marcos contrapuestos de regulación del trabajo, muestra la pervivencia, en una misma noción, del alter ego de cada una de ellas56 Estos conceptos híbridos realizan un importante trabajo discursivo. Donde había sólo un pensamiento, las instituciones producen un desdoblamiento y deslizamiento de sentido. Apropiándose de una noción, como es la de seguridad, potencialmente contrapuesta a la de flexibilidad, e integrándola en su propio discurso (de la flexibilidad), la vuelve bivocal y confiere otra orientación semántica a la noción de flexibilidad. La ambivalencia y paradoja del discurso europeo es resultado de esta lucha de voces ideológicas57. En estas luchas simbólicas por el conocimiento, la hegemonía de algunas “voces autorizadas” revela el desequilibrio de fuerzas entre los diversos actores. Como resultado de este trabajo semántico, se ha impuesto un modo de entender la seguridad. Seguridad pasa a ser comprendida como agencia (capacidad de obrar de acuerdo con la propia voluntad y, exhibición de habilidades necesarias para generar auto-aseguramiento), y su correlato institucional viene definido por la estrategia de la activación. Esta presencia, plural pero asimétrica, de distintos referentes y sentidos es una característica peculiar de muchos de los conceptos propios del discurso de las instituciones europeas, que tienen un carácter híbrido (flexi-seguridad; activ-ación, emple-(h)abilidad). Su marco de referencia es la emancipación individual, pero plantean, a la vez, modos de entender esa emancipación que pueden ser regresivos. Vamos a centrarnos en el caso de la flexiseguridad o



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Al igual que Bajtin, cuando destaca cómo los héroes de Dostoievski conversan con sus caricaturas (Ivan con el diablo). Esta ambivalencia guarda similitud con la dialógica inconclusa analizada por Bajtin en su estudio de los personajes de Dostoievski.

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flexi-activación, y el ambivalente significado de la seguridad (activación) en este contexto.

b) Las paradojas de la “flexiguridad” Si bien parece haber un cierto consenso acerca del significado de la noción de flexibilidad, la acepción de seguridad parece ser mucho menos evidente. El uso más habitual en el discurso europeo vincula la seguridad laboral a la activación. La activación apela a un tipo de intervención social de los poderes públicos dirigida a la movilización y a la mejora de la adaptabilidad de los trabajadores, en general, y de los desempleados en particular. Este paradigma de intervención se caracteriza fundamentalmente por tres rasgos: una perspectiva individualizadora, el reforzamiento de la ética del trabajo (énfasis en el empleo) y la importancia del principio de la contractualización (Serrano y Magnusson, 2007). Es expresivo de un proceso de creciente individualización en el modo de pensar el funcionamiento del mercado de trabajo e induce a un cambio, igualmente paralelo, en las representaciones epistémicas de la cuestión social, al transformar la atribución de responsabilidades, que se hacen más individuales, y replanteando, por tanto, las cuestiones susceptibles de ser problematizadas. Frente a un Estado garante de derechos sociales, la nueva función del Estado es la de asegurar las responsabilidades éticas y oportunidades de los ciudadanos. La referencia a la solidaridad (responsabilidad colectiva), como legitimadora de la acción pública, está siendo desplazada por un énfasis creciente en la responsabilidad del individuo. En este discurso, que condena la dependencia y promueve la responsabilización, el lenguaje de los derechos, articulado en torno a la provisión de seguridad social como responsabilidad colectiva, está siendo progresivamente sustituido por un discurso que apela a la ética de la responsabilidad (al lenguaje de los deberes) (Dean, 2004). Bajo este discurso, se considera que la seguridad que promueve una protección social suficiente y de calidad engendra una dependencia adictiva, convirtiéndose en una trampa para el

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trabajador. Dado este marco interpretativo, la intervención social tiene que ir dirigida a reforzar la agencia, esto es, la capacidad de cada sujeto para obrar de acuerdo a los designios de su voluntad. Por ello, el estado social tiene que combatir la dependencia, como situación, y la pasividad, como actitud. Este tipo de políticas se traducen en un doble tipo de presiones, exógenas y endógenas. Por un lado, se trata de influir, a través de sanciones (por ejemplo, limitando el acceso a la protección social), en los comportamientos de los sujetos, pero, por otro, son prácticas biopolíticas dirigidas a la producción de sujetos normalizados. En el seno de estas prácticas biopolíticas, la dependencia se convierte en una patología. Los problemas económicos y políticos se transforman en cuestiones de motivos y voluntades personales. Se omite la emergencia del carácter sociopolítico de la exclusión social y de la precariedad laboral, al anular el nexo causal que pueda establecerse con relaciones de poder y opresión. El carácter paradójico que esta noción implica es el resultado de su ubicación discursiva en un espacio de inter-textualidad. Como consecuencia de este proceso de producción polifónica, discursos que proceden de diversas tendencias ideológicas y tradiciones de Estado de bienestar son conjuntados en un proceso paradójico de sentido. De hecho, el discurso de la activación se adapta perfectamente, tanto a registros social-demócratas como de corte neoliberal. Este discurso mantiene una posición híbrida entre, por un lado, la apelación a registros que activan marcos de empoderamiento de los individuos frente a las instituciones, y, a un mismo tiempo, la defensa de modelos de intervención que inducen a la adaptación a las leyes del mercado, esto es, a una situación que está impuesta externamente, coactiva por naturaleza. Activar sería así propiciar la adaptabilidad personal, la disponibilidad del sujeto58, su buena voluntad. Este discurso sobre la activación y la seguridad coincide y refuerza los fundamentos morales de los nuevos modos de regula-



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Para una discusión más detallada acerca de las paradojas de la activación, véase Crespo y Serrano (2005).

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ción del trabajo. Se trata de reforzar la responsabilidad y agencia del sujeto frente a unas condiciones que el sujeto no puede, sin embargo, modificar. Es un discurso dirigido a regular las voluntades, a reforzar la capacidad del sujeto para hacerse cargo de su propia vida, pero, a un mismo tiempo, socava los recursos colectivos (tanto conceptuales como institucionales), que podrían permitir al trabajador ejercer un cierto control sobre el carácter asimétrico y vulnerabilizador de ciertas situaciones laborales. La activación puede constituirse, así, en instrumento de disciplina social y de supervisión de la conducta. Se hace uso del marco evocador de la dependencia para descalificar formas previas de intervención (la dependencia del Estado denota un déficit moral: la pasividad); sin embargo, este uso del concepto representa sólo una forma de entender la dependencia59. El debilitamiento de los sistemas de seguridad y la hegemonía de una representación de ésta, que descalifica la interdependencia explica los procesos de fragilización del trabajador. Este discurso de la activación es manifestación del énfasis contemporáneo en hacer de la voluntad el ámbito de lo problematizable y el gobierno de las voluntades el espacio de la intervención política. La individualización no corre tanto pareja con la autonomización como con la fragilización.

4. CONCLUSIONES Las condiciones de flexibilidad, indeterminación y maleabilidad que caracterizan a gran número de tareas del sector servicios convierten al trabajador en un frágil gestor de su trayectoria de vida y



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Las mal llamadas políticas “pasivas” fueron justamente producidas como espacios de desmercantilización y de emancipación de las condiciones de heteronomía y vulnerabilidad que caracterizan las relaciones laborales regidas por las leyes del mercado. Por tanto, las así llamadas políticas “activas” permiten combatir la dependencia económica (de las instituciones, de la familia), pero pueden promover, a su vez, la dependencia política (del mercado).

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de trabajo. La incapacidad de controlar, en muchas ocasiones, las condiciones de ejercicio de la tarea se ve, paradójicamente, acompañada de una demanda para producir individualmente mecanismos de diversa índole (identitarios, emocionales, estratégicos) con los que gestionar la propia inseguridad e indeterminación laboral. La flexibilidad se traduce en inseguridad no sólo laboral sino también ontológica. El debilitamiento de la seguridad, de la certeza y de la protección puede generar una desconfianza existencial corrosiva (Bauman, 1999; Sennett, 2000). El sujeto se ve sometido a una permanente invención de sí mismo y las condiciones de intensificación e indeterminación de la tarea reclaman responder, de forma urgente e improvisada, a necesidades complejas y ambivalentes. La inseguridad no es sólo incapacidad de controlar el destino personal sino también dificultad para la gestión individual de demandas contradictorias. Frente a esta ausencia de referentes normativos, colectivos o profesionales, las prescripciones que definen el contrato psicológico y moral con la empresa se dirigen a reforzar la responsabilidad individual. Los nuevos modos de regulación del trabajo ponen el acento en el autogobierno de la persona no sólo como una necesidad productiva sino también como un deber moral. La autorregulación supone encauzar y gestionar estratégicamente los comportamientos y emociones de las personas, así como el control autorreflexivo de las presentaciones de uno mismo y de las relaciones jerárquicas. Esta situación facilita un proceso dilemático según el cual, por un lado, se multiplican las estrategias disponibles de negociación de las posiciones de poder simbólico en el contrato psicológico-moral con la empresa pero, por otro, se desprovee al sujeto de recursos político-discursivos para poner en cuestión los términos en los que se plantea este nuevo contrato. La individualización en el lugar de trabajo aparece, así, como criterio de emancipación y sujeción a un mismo tiempo. Este carácter ambivalente explica las importantes paradojas con las que se presenta el trabajo, según las cuales, se empodera para subordinar, se responsabiliza para someter, se otorga autonomía para sujetar. Las vivencias laborales en el trabajo (en las cuales se incluye el sufrimiento) son así el resultado de la gestión reflexiva y compleja de estas parado-

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jas, que caracterizan a la situación laboral, pero que son vividas como estrategias de gestión de dilemas personales: aquello que me desprovee, me otorga; aquello que me libera, me sujeta; aquello que me iguala, me subordina. Son estas paradojas las que permiten entender el carácter ambivalente y multivocal de la noción de flexiguridad. Se trata de empoderar para promover el autogobierno. La dependencia (de la solidaridad) es considerada como una patología moral. Sin embargo, esta dependencia no es sino reflejo de la interdependencia inmanente a todo proyecto colectivo, y lo que se califica de independencia y autonomía en el marco de la flexiguridad, precisamente, reflejo de la dependencia del mercado. Esta cruzada emprendida y reforzada por las instituciones europeas contra la dependencia institucional, integrada en la noción de flexiguridad, no hace sino dirigir el ámbito de lo problematizable a la cuestión del gobierno de las voluntades. Se hace de la subjetividad el espacio de regulación política, y de forma paralela, se contribuye a la despolitización de las condiciones y reglas de juego del mercado, reforzándose la fragilización de los trabajadores y la precarización de sus experiencias laborales y vitales. De este modo, la despolitización del trabajo corre pareja con la repolitización de la subjetividad.

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6. Género y precariedad en Francia: ¿hacia el cuestionamiento de la autonomía de las mujeres? Sabine Fortino

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n Francia, actualmente, prácticamente una de cada dos personas en activo es mujer (el 47% en 2007), una proporción que ha venido aumentando constantemente desde los años 60. Dicho de otro modo: las asalariadas no representan un grupo minoritario sino un componente esencial de la población activa al mismo nivel que los hombres. Sin embargo, las condiciones de acceso al empleo, la naturaleza de los contratos de trabajo, la vulnerabilidad frente al paro y el tipo de trabajos principalmente ejercidos por las mujeres, relativizan en gran medida esta destacable evolución. Efectivamente, las mujeres constituyen uno de los principales objetivos del proceso de precarización y de “desmembramiento de la sociedad salarial” (Castel) al que asistimos desde mediados de los años 80. De hecho, la precariedad en femenino no es ni nueva ni reciente. Desde hace 30 años se ha convertido en algo habitual para numerosas mujeres trabajadoras, una situación especialmente persistente e incluso resistente tanto a las políticas públicas como al impacto sobre el empleo en los periodos (limitados pero reales) de recuperación económica que Francia ha conocido, como por ejemplo entre 1997 y 2000. Se puede considerar entonces que la precariedad femenina ha prefigurado un proceso más amplio de precarización que se ha ido extendiendo poco a poco, alcanzando unas categorías que hasta entonces habían quedado a salvo de esta forma aguda de fragilización y de vulnerabilidad profesional. Más aún, a esta precariedad objetiva se añade ahora una precariedad subjetiva que tiende a transformar la relación que las mujeres tienen con el trabajo (asalariado y doméstico) afectando su posición e identidad social, tanto en la sociedad

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como en el seno del núcleo familiar. La fragilización excesiva del estatus de los empleos femeninos contribuye efectivamente a “empujar” a las mujeres al ámbito familiar cuando no, o ya no, aguantan más en su puesto de trabajo, sobre todo cuando tienen hijos. “Ya no aguantan más”, cuando las limitaciones profesionales, la mala calidad del empleo y del trabajo que realizan son tales que les resulta prácticamente imposible conciliar la vida personal y familiar. “Ya no aguantan más”, tampoco, cuando la precariedad que padecen en el ámbito profesional hace que estas mujeres pierdan, en el ámbito privado, una gran parte de su legitimidad como trabajadoras. “Ya no aguantan más”, finalmente, cuando su trabajo deja de tener sentido. A partir de una investigación empírica llevada a cabo con mujeres, en situación de paro de larga duración y asalariadas en situación precaria que tratan de entrar (o de volver a reinsertarse) en el mundo laboral60, el análisis que se desarrolla a continuación



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La encuesta realizada trataba de entender los recursos y las estrategias de un público femenino en situación de desempleo o con un empleo precario, según los datos recogidos en los BAIE (oficinas de acompañamiento personalizado para el empleo), una estructura interna propia de cada Centro de Información de los Derechos de las Mujeres (CIDF) regional. En este contexto, se les proponía un acompañamiento personalizado que debía ayudarlas a entrar y consolidarse en el mercado laboral —un acompañamiento en forma de consejos y de orientación en materia de formación, ayuda para la búsqueda activa de un empleo (elaboración de un currículum vitae, evaluación de competencias, visita a empresas…) incluyendo la realización de prácticas para ayudar a las mujeres sin trabajo a recobrar la confianza en sí mismas, a extender su proyecto de inserción hacia sectores que no son tradicionalmente femeninos en los que se ofrecen numerosos puestos de trabajo. La encuesta de campo incluía dos campos: uno de tipo cualitativo y, unos cuestionarios. Se realizaron una cincuentena de relatos de experiencias por parte de mujeres con situaciones familiares y titulaciones diferentes, seleccionadas porque participaban en los BAIE de cinco zonas de empleo: St-Nazaire, Perpiñán, Montauban, Besançon y la región de París (Fortino, Charles, 2001-1). Esta investigación se ha ampliado recientemente con un estudio centrado, en esta ocasión, en las prácticas de los asesores de los servicios de empleo con respecto a las desempleadas y asalariadas en situación precaria para el estudio de los proyectos innovadores en materia de género que el organismo establecía para impulsar la reinserción laboral de las mujeres (Bruneteaux, Charles, Fortino, 2008).

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trata de mostrar que la precariedad actual cuestiona la oposición supuestamente radical entre actividad y no actividad de las mujeres en la sociedad salarial moderna. ¿Qué estatus se tiene en la vida privada cuando sólo se trabaja unas horas por semana fuera de casa? ¿Cuál es la imagen predominante para los niños o para el compañero? ¿La de la mujer trabajadora o activa o la de la mujer que está en casa? Y en una sociedad donde el trabajo sigue siendo un valor social fuerte, ¿cuál es la relación que la persona crea consigo misma en un entorno precario? ¿Cómo socializarse con los demás cuando se tarda en encontrar un sitio en el mercado de trabajo o cuando éste resulta demasiado incierto y se cuestiona periódicamente? El problema, además, es que para las mujeres el trabajo es un reto individual y colectivo particular puesto que, como sabemos, la dominación masculina se ha creado históricamente excluyendo a las mujeres de la esfera pública y profesional. De hecho, lo que se plantea es el sentido del trabajo como instrumento de la emancipación de las mujeres desde el preciso instante que la precariedad conlleva una disociación entre el acceso al trabajo (asalariado) y la autonomía de los actores sociales, cuando la experiencia del trabajo convierte a los individuos en vulnerables y dependientes (de los servicios sociales, de la pareja…) en vez de ser un elemento clave del proceso de individuación. A partir de estas premisas, nuestro análisis amplía las reflexiones iniciadas por B. Appay desde mediados de los años 90, cuando definía la precarización social como “un doble proceso de institucionalización de la inestabilidad (…): una inestabilidad económica resultante de la precarización salarial y de la evolución de los sistemas socioproductivos” así como una inestabilidad social producida “por la transformación de los sistemas legislativos que regulan el trabajo y la protección social” (Appay, 1997: 518). Esta definición de la precariedad como proceso múltiple de vulnerabilización social se ha impuesto ampliamente en la sociología francesa, especialmente en la sociología del trabajo y del empleo (Hirata, Préteceille, 2001). Más recientemente, R. Castel avanza la idea de una “condición precaria” para caracterizar las evoluciones muy contemporáneas de la condición salarial que, según él, remite

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“a una precariedad permanente que ya no tendría nada de excepcional o de provisional”. De esta constatación extraerá el concepto de “precariado”, para definir “esta condición según la cual la precariedad se convierte en un registro propio de la organización del trabajo” (Castel, 2007: 422). Nuestro trabajo tiende a mostrar que la precariedad se convierte asimismo en “un registro propio” de la relación con el trabajo, con su objetivo, su utilidad (colectiva e individual). De hecho, la precariedad, como experiencia social y subjetiva de la vulnerabilidad, tiene un impacto muy fuerte sobre la posibilidad que pueden tener las mujeres de contrarrestar la dinámica opresiva de las relaciones sociales de género, en primer lugar en el ámbito familiar.

1. UNAS DESIGUALDADES CADA VEZ MÁS INFUNDADAS En numerosos ámbitos, (la educación, la política, el trabajo, el derecho a disponer de su propio cuerpo) el siglo XX ha supuesto una evolución sin precedentes en lo que se refiere a la situación comparada de los hombres y las mujeres en la sociedad francesa. Así, desde los años 80, el éxito escolar de las chicas ha continuado aumentando y ha sido así en todos los aspectos de la vida escolar (duración de los estudios, niveles de titulación, índice de éxito en los exámenes…). Sin embargo, estos mejores resultados escolares femeninos no impiden el hecho de que las jóvenes tituladas tengan más riesgos que sus comparsas masculinos de quedarse sin empleo61 o de verse desclasadas en el mercado laboral (es decir, la



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La tasa de desempleo de las jóvenes de 15 a 29 años entre 1975 y 2007 es sistemáticamente superior a la de los hombres, con unas diferencias que pueden ser de hasta 6 puntos como en 1995 (Minni, 2009). Desde 2008, se observa una tendencia a la « igualación » (con una tasa de desempleo de los dos sexos en esta misma franja de edad que alcanza aproximadamente el 13,5%), pero que deberá confirmarse con el paso del tiempo.

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distancia existente entre su nivel de cualificación inicial y el puesto de trabajo ocupado al finalizar el periodo escolar, poco cualificado y/o remunerado) (Giret, Nauze-Fichet, Tomasini, 2006). Asimismo, el libre acceso a los anticonceptivos (1969) y al aborto (1975), así como la evolución de los comportamientos de las actividades femeninas a partir de los años 60 deberían haber permitido una inserción profesional menos condicionada por los nacimientos y la educación de los niños de corta edad. Actualmente, la gran mayoría de las mujeres (más del 80% de ellas) no interrumpe su actividad profesional cuando tiene uno e incluso dos hijos. Se impone la lógica de la continuidad de las trayectorias profesionales y de acumulación de las actividades familiares y asalariadas (Maruani, Reynaud, 1999). Sin embargo, a pesar de esta prueba evidente irrefutable del carácter central e incluso prioritario que la actividad profesional representa en la vida de las mujeres, las empresas hacen como si las mujeres tuvieran todavía menos disponibilidad o que ésta estuviera menos garantizada que la de los hombres. Así, es a las mujeres a las que continúan imponiendo el trabajo a tiempo parcial en nombre de la conciliación de los roles cuando esta forma de empleo no sirve sino para introducir todavía más flexibilidad y pesadez, algo que analizaremos más adelante. La diversificación de las profesiones ejercidas por las mujeres y la creciente mixicidad del trabajo son factores que pueden tener también un impacto favorable en la inserción profesional de las mujeres, aunque este proceso continúe siendo limitado desde un punto de vista estadístico62. Actualmente, las mujeres que llaman

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El abanico de profesiones femeninas no está tan extendido como el de las profesiones masculinas: “en 2002, 10 de las 84 familias profesionales todavía agrupan más de la mitad de los empleos ocupados por mujeres. A modo de comparación, las 10 primeras familias profesionales ocupadas por los hombres sólo agrupan el 30% de sus empleos” (Méron, 2005: 252). De hecho, la representación de las mujeres resulta muy elevada (por ejemplo, en una proporción que supera el 63% y que puede alcanzar el 99%) en profesiones tales como: “personal de limpieza” (74,2%), “asistentas para el cuidado de niños, personal de ayuda domiciliaria” (99%), “vendedores” (69%), “secretarios” (97%), “trabajadores sociales, de acción cultural y deportiva” (65%)…

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a la puerta de las empresas cuentan con titulaciones más diversas, están mejor cualificadas que antes y cuentan con importantes recursos. Sin embargo, mixicidad no rima con igualdad (Fortino, 1999, 2002; Guichard-Claudic, Kergoat, Vilbrod, 2008), sin contar que este aumento de la mixicidad pone de relieve el aumento de las desigualdades … entre las mujeres. En efecto, una parte de las mujeres accede actualmente a los empleos de categoría intermedia o superior, mientras que un porcentaje cada vez mayor de asalariadas no logra escapar de la precariedad y de los trabajos malos. Es un proceso de “bipolarización del empleo femenino” (Maruani, 2000) que en parte se autoalimenta de forma permanente, como ha demostrado C. Marry que considera que “la actividad de las más cualificadas (ha generado) puestos de trabajo para las que lo están menos (mujeres de la limpieza, personal para comedores, ayudantes para el cuidado de los niños, cajeras de hipermercado)” (Marry, 1997: 187). De este modo, directamente, mediante los trabajos de ayuda domiciliaria en casa de los particulares o indirectamente, con los servicios comerciales realizados por empresas especializadas (por ej., los servicios de lavandería, las comidas rápidas y otros servicios de suministro de restauración, la ayuda escolar…), la integración profesional de algunas mujeres en los niveles intermedios y superiores de la pirámide profesional ha impulsado la creación de empleo femenino en los niveles inferiores en los que los sueldos son bajos y que, a menudo, están mal protegidos por la legislación.

2. LA CONTINUA DEGRADACIÓN DE LAS CONDICIONES DE EMPLEO DE LAS MUJERES DESDE LOS AÑOS 80 En este sentido, no debe resultar extraño el hecho de que en Francia, en 2006, la mayoría de los empleos no cualificados los ocupen las mujeres (Alonso, Chardon, 2006). Conviene señalar asimismo

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que la mayoría de los desempleados y de los trabajadores con un empleo precario son mujeres. Así, en 2008 se observa una diferencia de 1 punto entre la tasa global de desempleo de los hombres (6,9%) y la de las mujeres (7,9%) (Encuestas de Empleo del Insee63, 2008). Si el desempleo afecta más duramente a las personas sin titulación o con un bajo nivel de estudios, como el Bachillerato, no es menos cierto que las mujeres resultan más afectadas que los hombres, independientemente de su nivel de titulación. Así, el 13,2% de las mujeres sin titulación están en paro frente al 12,3% de los hombres con las mismas características. Las que poseen un BEP-CAP (Diploma y Certificado de Aptitud Práctica) y que están en paro alcanzan el 9,1% (frente al 6,6%), el 7,5% de las que tienen el Bachillerato (frente al 6%) y casi el 5% de las que poseen un diploma de grado superior (frente a algo más del 4% de los hombres con idéntica formación). La distribución sexual del desempleo según la categoría socioprofesional muestra un perfil similar: una mayor vulnerabilidad por parte de los PCS (Profesiones y Categorías Socioprofesionales) inferiores (obreros, empleados) y un mayor desempleo femenino incluyendo a todas las categorías. Así, en 2008 se contabiliza un 14,4% de obreras en paro (frente al 9,2% de obreros), un 7,6% de empleadas (frente al 6,7% de empleados), el 3,2% de directivas femeninas frente al 2,9% de directivos masculinos… El subempleo también se conjuga en femenino. En esta categoría (formada por los asalariados que tienen un empleo a tiempo parcial impuesto y que querrían trabajar más), la participación de las mujeres es dominante: en 2007, el 9% de las mujeres que trabajan están subempleadas frente al 2,5% de los hombres que trabajan. Así, el subempleo afecta casi a un millón de mujeres frente a algo más de 300.000 hombres. Pero, ¿se puede seguir hablando de empleo cuando la duración semanal media del trabajo es inferior a 15h? Y es que casi el 5% de la población activa femenina se encuentra en esta situación profesional en 2008. En otras palabras: el



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El INEM francés.

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78,3% de los asalariados que trabajan menos de 15 h por semana son mujeres64. De forma más amplia, el índice de feminización del trabajo a tiempo parcial (TTP) alcanza una importancia vertiginosa —el 82%— y se da ahora en el 30% de las mujeres que tienen un empleo. En menos de 20 años, el TTP se ha convertido en “la figura emblemática de la división sexual del mercado laboral (…) y forma parte claramente de la lista de perjuicios causados por el desempleo” (Maruani, Meulders, 2005: 235). En efecto, ya no es esta “herramienta progresista” que permite a los individuos de ambos sexos arbitrar mejor el lugar que ocupa la actividad profesional frente a las otras esferas (familia, ocio, ciudadanía…) de su vida social. Ahora las empresas lo imponen masivamente a los asalariados creando directamente empleos a tiempo parcial. Así, “de los cerca de 3 millones de empleos creados entre 1982 y 2007, más de 2,3 millones son trabajos a tiempo parcial” (Dayan, 2008: 23). Y el TTP favorece la existencia del trabajo pesado de asalariados que están dispuestos a hacer prácticamente cualquier cosa para conseguir la nueva gallina de los huevos de oro: ¡el trabajo a tiempo completo!; aumenta la desigualdad social —especialmente de género— favoreciendo el empobrecimiento de las mujeres. Ya no resulta necesario establecer una relación entre el TTP y los bajos salarios (Concialdi, Ponthieux, 1999). Así, las mujeres representan el 80% de los asalariados con sueldos bajos (es decir, cuya remuneración representa menos de los dos tercios del salario medio) y se convierten en el elemento mayoritario dentro de la categoría de los working poor 65.

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El trabajo a tiempo parcial no ha dejado de aumentar desde los años 1980 pasando del 9% de la población activa ocupada en 1982 al 17% en 2008. Cabe señalar asimismo que el 15,8% de las mujeres que trabajan realizan entre 15 y 29 horas por semana (frente a apenas el 1,5% de los hombres). De hecho, el trabajo a tiempo parcial superior a las 30 horas por semana — que se traduce habitualmente en una jornada menos trabajada por semana con respecto a una jornada completa— se ha convertido en una categoría temporal minoritaria. La marcada integración profesional femenina en el sector de empleos de baja cualificación y bajos salarios en el sector terciario (comercio-restauración,

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La vulnerabilidad de las mujeres en el mercado laboral se debe asimismo a que ocupan un lugar destacado entre los asalariados con un empleo atípico. Cabe señalar que desde los años 80, estos estatus de empleo contrarios a la norma del “Contrato indefinido a tiempo completo” —ya se trate de contratos temporales, contratos en prácticas, interinos, becas de formación, etc.— se han consolidado fuertemente en Francia, pasando del 5,4% de los activos empleados en 1982 al 12,3% en 2007. Con todo, en 2008, por lo que respecta a la población activa asalariada, las mujeres ocupan casi el 11% de los empleos de tipo temporal mientras que los hombres ocupan únicamente el 6%. En otras palabras, las mujeres ocupan el 60% de los contratos temporales66. La presencia femenina mayoritaria en el sector terciario, donde en 2008 casi el 75% de los contratos son temporales, explica el carácter marcadamente femenino de este tipo de estatus de empleo. Asimismo son mayoría entre los asalariados que tienen un empleo del tipo “prácticas y contratos subvencionados por el Estado”. Para completar este oscuro cuadro, conviene precisar que las mujeres están sujetas a la pluriactividad con más frecuencia que los hombres —un concepto que abarca a los asalariados que ejercen varias profesiones (a menudo a tiempo parcial) o ejerciendo una profesión para varias empresas—. En cualquier caso, “la pluriactividad conlleva unos salarios muy bajos” (Beffy, 2006: 1), una media jornada impuesta y un tipo de trabajo, generalmente en el ámbito de los servicios a la persona, que tiende a aislar al asalariado (recluido en el espacio doméstico de su/sus jefes o empresas, exponiéndolo a unas condiciones y a una organización del trabajo sin control ni contrapoderes posibles. En realidad, la posición de numerosas mujeres trabajadoras está muy fragilizada en el mercado laboral. En efecto, conviene señalar que la principal causa de la pérdida de empleo en Francia



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ayuda domiciliaria, limpieza…) juega un papel destacado en la femenización excesiva de la pobreza en el ámbito laboral. Se trata de una población masculina que, en cambio, ocupa principalmente los puestos de trabajo temporales y que tiene un estatus de aprendiz.

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coincide con el fin de un empleo con contrato temporal67. Así, el 45,2% de las mujeres en paro en 2008 se han encontrado en esta situación al final de su contrato temporal frente al 24,2% que han sido despedidas (por despido individual o colectivo), el 3,2% cuyo contrato ha sido rescindido por enfermedad o invalidez, mientras que el 14,3% ha presentado su dimisión, (Insee, encuestas de empleo 2008).

3. PRECARIAS AYER, ¿SIEMPRE PRECARIAS? EL IMPACTO SOBRE LAS CARRERAS Y LA JUBILACIÓN DE LAS MUJERES El problema de esta precariedad objetiva vivida/sufrida por las mujeres es que tiende a reproducirse y a perpetuarse a lo largo de su vida profesional. Así, el futuro profesional de los asalariados con contrato temporal resulta problemático. No se hace carrera en una empresa cuando uno solamente se queda unos meses; no se evoluciona profesionalmente cuando los contratos se multiplican y los cambios de empresa se suceden. Así, en el sector terciario en el que la parte de los contratos temporales se sitúa en el 74,3% en 2006, la rotación de la mano de obra es muy importante (53,9%), al contrario de la industria y la construcción (con el 23,6% y el 19,7% respectivamente) que recurren mucho menos a este tipo de contrato (Loquet, 2008). De hecho, la mano de obra femenina asalariada se ve más afectada por esta forma de movilidad profesional obligada que acrecienta un poco más las desigualdades de género así como las desigualdades entre los asalariados estables y los no estables. Como señala acertadamente Jean-Louis Dayan, “la gestión flexible del empleo presenta numerosas ventajas” que representan a su vez numerosas dificultades para la parte más precaria

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Este motivo “fin de contrato temporal” es también dominante tratándose de los hombres (46%) pero cabe recordar que tienen menos contratos temporales entre la población asalariada que las mujeres.

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y frágil de los asalariados: “(…) responder a la transformación de los empleos mediante la prueba de los nuevos contratados (…); limitar la oferta de formación y de carrera a un núcleo de asalariados estables; (…) incitar al esfuerzo en el trabajo en un contexto de desempleo importante” (2008: 22). También, si prácticamente ya no se trata de promocionar a los asalariados precarios, de lo que se trata es de conjurar el riesgo de que bajen de categoría. Y es que numerosas encuestas han demostrado que pocos son los que consiguen salir de la precariedad a partir de un contrato temporal. Aunque las cifras no sean recientes, resultan significativas a este respecto: en 2002, el 42,5% de las mujeres que tenía un contrato temporal un año antes de la encuesta se encontraba en la misma situación; el 2,1% tenía un contrato temporal, el 13,4% estaba en paro y el 8,5% estaba inactiva. De hecho, únicamente un tercio de ellas había conseguido un contrato indefinido después de haber tenido un contrato temporal (Milewski, Dauphin, Kesterman, Letablier, Meda, Nallet y Ponthieux, 2005: 42). Por otra parte, los efectos de la precariedad del empleo, que ellas padecen a lo largo de su trayectoria profesional, resultan especialmente devastadores para el nivel de vida de las mujeres a la hora de la jubilación. Las desigualdades sexuales en la materia no son nuevas: debido a que sus carreras se ven interrumpidas con frecuencia para educar a sus hijos, las mujeres percibían tradicionalmente unas pensiones de jubilación muy inferiores a las de los hombres porque les costaba acumular el número suficiente de años de cotización que les diera derecho a una pensión “íntegra”68. La

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Según N. Coëffic, “la gran mayoría de los hombres (85%) han podido convalidar una carrera completa” (que por convenio estaba establecida en 150 trimestres trabajados en 2001), “cuando este porcentaje sólo es del 39% en las mujeres” (2001: 6). En cuanto a la duración media de cotización, en 2001 se elevaba a 168 trimestres frente a 122 para las mujeres (ibid: 3). Asimismo, en 2004, la pensión de jubilación por derecho propio de las mujeres representa apenas el 48% de la de los hombres —un índice que aumenta un poco (62%) si se tiene en cuenta los derechos derivados (pensión de reversión) (Bonnet, Geraci, 2009: 1)—. Eso sí, las mujeres representan asimismo el 62,4% de los que se benefician de la pensión “mínima de vejez” (es decir, 557 euros mensuales en 2001).

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prolongación de las carreras femeninas hubiera podido o debería haber constituido uno de los factores esenciales en materia de jubilación. En efecto, a través de su fuerte apuesta en el mercado laboral, las mujeres pueden obtener derechos directos más consecuentes y olvidarse, de hecho, de la temible dependencia de su esposo (pensión compartida, reversión) o del Estado (ayuda social) para poder afrontar la vejez. Sin embargo, el desarrollo de los empleos precarios, del subempleo y del paro, de los que son víctimas propiciatorias, amenaza con llevarse por delante los esfuerzos costosos que se han realizado, en ocasiones duros, para conciliar la vida profesional y la vida familiar. Y es muy poco probable que estas perspectivas sombrías se inviertan en estos tiempos de reforma de los sistemas de pensiones que se traducen en toda Europa en proyectos de ley cuyo objetivo es retrasar la edad legal de jubilación (por encima de los 60 años en el caso de Francia) aumentando el periodo de cotización.

4. PRECARIEDAD DEL TRABAJO Y PERJUICIOS PARA LA SALUD A esta precariedad del empleo ampliamente descrita corresponde una precariedad del trabajo que resulta tanto más temible (Linhart, 2008). En efecto, cada trabajo conseguido significa, para el asalariado, un esfuerzo de adaptación importante pero inevitablemente inacabado dado que deberá abandonar su puesto apenas tras algunas semanas o algunos meses. Entonces deberá volver a comprender el trabajo, identificar su entorno, sus colegas. Deberá encontrar, a veces con dificultad, los recursos cognitivos, relacionales y técnicos necesarios para su actividad: desenmascarar los “organigramas escondidos”, encontrar la persona a la que se puede pedir ayuda o una información … y todo ello sin beneficiarse a cambio de un verdadero reconocimiento profesional porque será el que (o más bien la que) no continúe formando parte de la plantilla. La precariedad ejerce una violencia específica sobre los asa-

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lariados a los que sitúa bajo presión de forma constante (BertauxWiame, Fortino, Linhart, 2009). Viene a multiplicar los efectos de las estrategias modernas de gestión —articuladas en torno a la lógica de la individualización a todos los niveles— cuyo objetivo es alimentar un sentimiento de inseguridad (por su puesto de trabajo, su empleo), que garantizará que los asalariados estén atentos, se muestren reactivos y se adapten. La intensificación del trabajo, observada desde finales de los años 80, juega un papel similar. Emplaza a los asalariados a realizar su trabajo dentro de unos plazos que a menudo son imposibles y a demostrar sus progresos a pesar de una ausencia de medios adecuados que resulta alevosa… lo que pone en riesgo su salud (física o mental). Si la degradación continua de las condiciones de trabajo que se observa desde hace 20 años afecta a todos, ésta adquiere un alcance particular tratándose de las asalariadas debido a su posición especialmente vulnerable en el mercado laboral en el que están dominadas. En efecto, las grandes encuestas cuantitativas de tipo SUMER revelan que las mujeres están más expuestas que los hombres al job-strain69, al sobreestrés y a la ansiedad, a unas situaciones conflictivas con usuarios-clientes… (Bué, Sandret, 2007; Guignon, Niedhammer, Sandret, 2008). El problema del reconocimiento en el trabajo también se plantea y sabemos que está en el centro de los principales retos con respecto a la conservación de la salud mental. Y es que las mujeres están ligeramente más expuestas que los hombres a los comportamientos hostiles (especialmente el “desprecio”) así como a los “perjuicios degradantes” (que remiten a unos comportamientos obscenos o a unas formas de acoso sexual). Ello comporta el consiguiente impacto sobre la salud en el trabajo de las asalariadas víctimas de este tipo de violencia. “Las personas que señalan ser objeto de comportamientos hostiles en el trabajo consideran que su salud es claramente peor que la de los demás. Así, mientras que el 17% del conjunto de los



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Ausencia de autonomía y de margen de maniobra individuales, fuerte exposición de los asalariados a tener que cumplir con exigencias en su trabajo… son los elementos fundamentales a la hora de definir el job strain.

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asalariados indica que su estado de salud es malo, el 20% de las personas señala que se les menosprecia, el 22% que no se reconoce su trabajo y el 34% que recibe un trato degradante” (Bué, Sandret, 2008: 6). En este sentido, algunos estudios han mostrado que cuando los asalariados consideran que su salud no es buena corren un elevado riesgo de estar en paro o inactivos en los cuatro años siguientes. Es este el caso de las mujeres cuya probabilidad de perder el empleo es mayor que la de los hombres, especialmente cuando tienen un contrato temporal (Jusot, Khlat, Rochereau, Sermet, 2007: 4). La exposición a los riesgos psicosociales no es la única causa existente cuando estudiamos los daños que perjudican actualmente a la salud de los trabajadores/as. Las enfermedades profesionales están en constante aumento desde hace 15 años, especialmente los trastornos musculoesqueléticos (TMS)70. Las mujeres representan el 58% de los casos de TMS declarados en 2003. En efecto, las mujeres están muy afectadas por el trabajo repetitivo, más que los hombres, tanto en el sector industrial como en el terciario; un ejemplo de ello es el transporte de pesos durante bastante tiempo como en el caso de las cajeras que hacen pasar toneladas de mercancías por la caja para poder “leer” los códigos de barras, las enfermeras que desplazan a los enfermos, las puericultoras que se pasan el día llevando a los bebés de aquí para allá,… Otro ejemplo de ello serían las posturas forzadas o la obligación de estar mucho tiempo de pie… “Si se comparan todos los elementos en igualdad de condiciones, es decir, la antigüedad, la edad, el tamaño de la empresa y una misma categoría profesional, la probabilidad de verse expuesto al riesgo de TMS es un 22% superior en las mujeres que en los hombres” (Guignon, 2008: 61).



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Se llama TMS a un conjunto de patologías periarticulares que afectan a los tejidos blandos (tendones, músculos, nervios, vasos sanguíneos, cartílagos) del cuerpo. Estos TMS que afectan a menudo a las articulaciones del brazo como la muñeca, el hombro,… o la espalda pueden resultar especialmente incapacitantes hasta el punto de imposibilitar el ejercicio de una actividad profesional.

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Los estudios de ergonomía revelan que la precariedad de los estatus laborales aumenta los riesgos y las exposiciones que pueden perjudicar la salud. En efecto, las empresas acostumbran a ordenar un ritmo y un trabajo intensivo continuo más estricto para los trabajadores precarios que para los trabajadores estables. Asimismo, la falta de formación y la imposibilidad de acostumbrarse a las rutinas de la profesión son factores de riesgo importantes para los precarios. De hecho, el personal con contrato temporal o interino está expuesto con mayor frecuencia a los TMS y tiene un índice de accidentes laborales más elevado que los empleados con contratos indefinidos (Doniol-Schaw, 2001). Desde un punto de vista más global, el impacto sobre la salud de las carreras profesionales precarias apenas comienza a ponerse al día gracias a la encuesta Salud e Itinerario Profesional (SIP). “Cuando las carreras profesionales implican frecuentes cambios de empleo, la salud se degrada” (Coutrot, Rouxel, Bahu, Herbet, Mermilliod, 2010:10). Los trastornos del sueño, la presencia a veces repetida de episodios de depresión mayor, una salud que se califica como mala o simplemente regular con molestias motrices o limitación de la actividad… se encuentran con más frecuencia en los empleados con trayectorias profesionales precarias (es decir, inestables, con periodos de desempleo y una fuerte movilidad en el trabajo) que en el caso de los trabajadores estables. En cuanto a las mujeres, cuyas carreras profesionales se ven más afectadas por la precariedad, “parecen tener interacciones positivas entre el trabajo y su salud con menos frecuencia” (ibid: 10).

5. INCIDENCIA DE LA PRECARIEDAD SOBRE LA DINÁMICA DE LAS RELACIONES SOCIALES DE GÉNERO DENTRO DE LA FAMILIA La precariedad del empleo y del trabajo juegan un papel clave en el sentimiento de impotencia que tienen numerosos asalariados ante una actividad profesional agotadora y que a menudo tiene poco

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sentido para ellos. Este sentimiento ha sido “medido” de algún modo por la encuesta Condiciones de trabajo del INSEE (2005) que ha revelado que el 34% de los asalariados franceses de 35 a 55 años declaraba que no se sentía capaz de hacer el mismo trabajo hasta los 60 años. Cabe señalar que hay más mujeres que hombres (el 36% frente al 32%) que manifiestan su temor de no poder aguantar (Coutrot, 2008). Es especialmente el caso de las asalariadas del comercio y de las empleadas de servicios que están expuestas al contacto conflictivo con los clientes, con horarios de trabajo flexibles, sueldos bajos y unos estatutos laborales precarios; pero es también el caso de las ejecutivas cuyos horarios de trabajo se desbordan y de las administrativas cuyo trabajo es más monótono que duro físicamente, de las tareas incoherentes o imposibles y de la ausencia de reconocimiento. De forma más general, la imposibilidad de conciliar la vida profesional y familiar representa para las mujeres la principal causa de insatisfacción en el trabajo, un estrés y un cansancio que les hace dudar de su capacidad de aguantar en el trabajo hasta la edad de la jubilación. Sin embargo, la percepción subjetiva que tienen de su trayectoria profesional tiene repercusiones sobre esta última. Los trabajos de A.F. Molinier (2005) han demostrado en efecto que, cinco años después de la encuesta, la inactividad o el paro afectan más a las personas que no pensaban poder ocupar su puesto de trabajo hasta los 60. Dimisión, baja por maternidad, baja por enfermedad, jubilación anticipada (como en la función pública en la que tras 15 años de servicio en activo, las madres con 3 hijos tenían derecho de jubilarse, o sea, bastante antes de los 60 años), desempleo pasivo… son varias de las formas de retirarse de un trabajo inaguantable o del mercado laboral, provisionalmente o definitivamente, según el caso. Como hemos visto anteriormente, desde un punto de vista estadístico, las mujeres dimiten mucho más que los hombres —en este sentido la dimisión representa para ellas un motivo importante por el hecho de encontrarse sin empleo (14,3% de los casos)—. Asimismo, también hay más mujeres que hombres que salen de la precariedad al adoptar el estatus de inactivas. La encuesta cualitativa realizada a las mujeres en situación precaria y con baja cualificación permite acotar mejor el carácter desestabilizador de las

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trayectorias profesionales entrecortadas, discontinuas71. En efecto, las mujeres estudiadas renuncian a su trabajo porque no aguantan, porque las condiciones de empleo, de sueldo, de estatus… que les ofrece el mercado laboral acaban con los proyectos, con su deseo de autonomía e incluso con las convicciones de las que se muestran más determinadas a no sacrificar nada, ni la familia ni el trabajo.

6. UNA INTEGRACIÓN PROFESIONAL JAMÁS CULMINADA Pondremos algunos casos, entre tantos otros, como ejemplos de una experiencia laboral e integración profesional jamás realmente culminada, incluso diez años después de terminado el ciclo escolar. Es el caso de Laurence, que termina el instituto con un Diploma de Secretariado en 1988. Durante diez años cambiará de estatus cada año. He aquí un resumen a grandes rasgos de sus diez años de vida profesional: comienza su carrera de forma precaria con un año en el paro (1988-1989) antes de conseguir su primer empleo, un contrato temporal como camarera (1989-1990); continúa con una “formación” del tipo “puesta al día” (1990-1991) y obtiene su primer empleo con contrato indefinido como azafata de bienvenida. Pero desgraciadamente este contrato finaliza con un despido por razones económicas (1991-1992); vuelve a la situa-



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Las principales características de nuestra muestra son las siguientes: se trata mayoritariamente de mujeres entre los 26 y los 45 años (64%), la mayoría de las cuales viven solas (el 38% vive en pareja). La mayoría tiene hijos (el 62,5%). El 66,1% no tiene titulación o esta poco cualificada —su grado de cualificación escolar no pasa del BEP (examen equivalente al nivel de segundo de ESO que se ha ido suprimiendo paulatinamente en Francia)—. Otra tercera parte tiene al menos el bachillerato y el 21% de ésta ha realizado estudios superiores. Por lo que respecta a los empleos ocupados o la categoría socioprofesional de pertenencia, las mujeres encuestadas se concentran masivamente en la categoría de las empleadas (81,7%), mientras que un pequeño porcentaje pertenece a las clases medias superiores (15,9%).

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ción de desempleo (1991-1993) interrumpida con algunos meses de actividad con contratos temporales como monitora para niños; su estatus de desempleada de larga duración le permite optar a un contrato subvencionado por el Estado, un CES (Contrato de Empleo Solidario) (1993-1994) que no se materializa en ningún empleo pero que para ella significa el retorno a la situación de desempleo (1994-1995); consigue un nuevo contrato temporal como secretaria (1995-1996), y tras un volver a estar en paro (19961997), “tira la toalla”. Cuando nace su hijo, se toma una baja de maternidad para estar con él. Valérie-Jade cuenta con el título del CAP-BEP “Industria de la confección” cuando se presenta en el mercado laboral en 1991. Su trayectoria es un “verdadero queso gruyer”: en un mismo año ha llegado a tener dos y a veces hasta tres contratos temporales (en el sector de ventas) y luego, vuelta a la ANPE (SEPE/INEM). En diez años habrá tenido más de doce empleos con contrato temporal y habrá estado en paro al menos durante 6 meses. En el momento de la entrevista, está en paro desde hace más de 18 meses y vemos que la motivación le empieza a fallar, que está menos activa en su proceso de búsqueda de empleo. Djamila conocerá una situación más difícil todavía con unos trabajos cuya duración va de las dos semanas a un mes como máximo; al final de cada mini contrato, vuelta al paro hasta que la misma empresa no la vuelve a llamar. El extracto de entrevista que reproducimos a continuación ilustra bastante bien los miedos de la joven tras cada final de contrato temporal así como la gestión de la mano de obra tal y como se realiza actualmente en el sector del comercio de gran distribución: “A partir del 28 de noviembre, tuve mi contrato temporal en la sección de quesos (…) (después) me llamaron para bordar, entre mediados de noviembre y mediados de diciembre. Después paré durante una semana (…) (Después, me volvieron a contratar) para que me hiciera cargo de la sección de textil-hogar (en enero) y después (…) me volvieron a llamar para (ir) patinando por los almacenes (comprueba los precios de los artículos marcados que están en las estanterías en función de las consultas de las cajeras) (…) después me hicieron contratos de una semana, otra semana y otra semana más… cada semana me

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renovaban el contrato (…) Me pasaba toda la semana pensando en ello, estaba asustada y pensaba. “¿Me van a volver a contratar? ¿Qué va a pasar? ¡Estaba asustada!” Trabajaba aún más de lo que debía, trabajaba el doble para poder seguir con mi plaza” (Djamila, 24 años, con un diploma (BEP) en ventas). Para las encuestadas más mayores, se produce una auténtica ruptura en la morfología de su trayectoria profesional a mediados de los años 80. Hasta entonces, sólo habían tenido empleos duraderos que ellas dejaban voluntariamente durante algunos meses (o algunos años) para educar a sus hijos. Pero en los años 80 todo se derrumba: el paro hace su aparición en los diferentes sectores y al igual que las mujeres más jóvenes su situación ya no será estable. Gisèle, por ejemplo, tiene casi 50 años en el momento de la encuesta. Tiene un título correspondiente a estudios básicos (BEPC francés) cuando accede a su primer empleo en los años 70, pero muy rápidamente, impulsada por el deseo de ascender socialmente, consigue un contrato indefinido (1970-1974), y un segundo más interesante (1975-1980) y un tercero (1981-1984: va a ser la responsable de unos grandes almacenes donde venden telas, hilo y máquinas de coser…) antes de presentar su dimisión en 1985 para establecerse por su cuenta. Venderá telas en los mercados pero esta experiencia se acaba pronto. Cuando vuelve al mercado laboral en los años 90, no esperaba encontrar tales dificultades. Ya no consigue ningún contrato indefinido, apenas acumula contratos temporales de tan sólo unos meses y los periodos de desempleo. Por lo que respeta a Françoise (BEPC, empleada de comercio que sólo había tenido un trabajo con contrato indefinido, de 1974 a 1981, acabará por renunciar a su vida profesional después de intentarlo durante seis años, en los que la letanía “contrato temporal-desempleo-contrato temporal-desempleo” está a la orden del día… Decide entonces dedicarse a educar a sus hijos, y cuenta con su marido para garantizar el sustento de la familia.

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7. PRECARIEDAD EN FEMENINO Y DEPENDENCIAS Resulta evidente la cuestión de la dependencia económica de las mujeres precarias entrevistadas, ya sea con respecto al cónyuge, ya sea con respecto al Estado (en forma de prestaciones sociales diversas que vienen a añadirse a un salario propio a menudo muy escaso y sobre todo no garantizado de un año para otro. Para las mujeres que viven en pareja, esta dependencia pesa sobre la dinámica de las relaciones entre cónyuges. ¿Cómo se puede rechazar un traslado, aunque sea perdiendo el trabajo, cuando al compañero le han ofrecido una plaza como ejecutivo? ¿Cómo se puede rechazar acompañar el proyecto de trabajo del marido como trabajador autónomo cuando una misma tiene un empleo temporal o a tiempo parcial y que tus ingresos cuentan tan poco en los recursos globales del hogar? La trayectoria de Nathalie muestra perfectamente el pulso entre unos proyectos masculinos incuestionables y la escasa legitimidad de la actividad profesional de la esposa. Nathalie tiene 43 años, está casada, vive en pareja y tiene tres hijos (en el momento de la encuesta sólo tiene uno a su cargo). Nathalie cuenta con un diploma de escaso nivel (un diploma de taquimecanografía). Su marido es maître de hotel en un gran restaurante y se gana muy bien la vida mientras que ella “va tirando” en sus actividades profesionales como secretaria, pasando de un contrato temporal a una sustitución temporal… En 1980, cambiará de orientación profesional: decide cuidar niños a domicilio, a falta de encontrar un verdadero empleo en el sector socio-educativo. El trabajo le gusta pero su estatus (no está declarada) y los escasos ingresos que obtiene (600 euros al mes) serán pocos argumentos que oponer al deseo de su marido de establecerse por su cuenta. La familia se traslada entonces al Sur de Francia y abre un “snackbar-sandwichería”: él está en la cocina y ella atiende a los clientes. Nada de esta “aventura” —que económicamente acabará por fracasar— la satisface: ni el trabajo en sí, que es muy cansado y poco apasionante, ni los horarios (extensibles), ni los ingresos (escasos), ni el contexto familiar (ya no ve a sus hijos hasta tal punto el trabajo es absorbente).

Género y precariedad en Francia

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Es la misma dinámica que ha llevado a Francine a abandonar su empleo como administrativa en una empresa industrial para ocuparse de su madre que vive en otra región y cuya salud estaba empeorando. El carácter precario de su empleo ha venido a reforzar la dinámica de las relaciones sociales de género: como hija, tenía que hacerse cargo de su madre; como precaria, no tenía un motivo válido para no hacerlo, aunque ello supusiera sacrificar su propia existencia (presente y futura). Dice ella: si (estoy en paro) es por culpa de mamá, ¿eh? Dejé mi trabajo para ir a cuidarla, para estar a su lado (…). No vio los perjuicios que esto le podía causar posteriormente y el riesgo de que le faltara el trabajo (…). Pienso que no reflexioné suficientemente acerca de los riesgos que corría”. Ahora tiene cincuenta y dos años y cuando han transcurrido unos cuantos años desde la muerte de su madre, sólo consigue algunos contratos subvencionados (como asistenta para el cuidado de los niños). Cada mes, ve angustiada cómo se alarga un poco más la situación de paro en la que se encuentra desde hace algo más de dos años: “Te preguntas: ¿cómo van a ir las cosas? (…) (No dejo de pensar en ello) en todo momento. En todo momento, ¡en todo momento! (…) Cada noche, me tomo media pastilla para dormir, de lo contrario le estaría dando vueltas a las cosas sin parar (…) Y los miedos están ahí, todas las mañanas me despierto con miedo (…) ese miedo que te persigue todo el tiempo”. Lo que desea ahora es que el Estado le reconozca el derecho (a través de un mecanismo de prejubilación) de retirarse completamente del mercado laboral en vez de permanecer en esta situación: “Deberíamos tratar de encontrar una solución para retirarnos del mercado laboral y que nos dieran algo que nos permitiera vivir, ¿no? ¿Una especie de prejubilación? (…) Ya no hace falta que nos pongan en el mercado de trabajo si no conseguimos encontrar algo” (Certificado de Aptitud Profesional como secretaria bilingüe, francés-inglés). Lo vemos claramente en el relato de Francine pero es algo que se constata en general, y es que las mujeres entrevistadas desarrollan un nivel de altruismo considerable con respecto a las esperas de la familia (masculinas, especialmente). En efecto, existe un momento en sus diferentes trayectorias en el que se van a enfrentar a unas exigencias sociales que requieren unos valores (entrega, com-

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pasión, espíritu de solidaridad…) de los que no van a conseguir escapar. La fuerza de estos valores interiorizados, que representan el propio hábito femenino, es tal que puede transformar la dinámica de unas trayectorias sociales marcadas hasta entonces por el deseo de estas mujeres de existir por ellas mismas, es decir, sin mediación (conyugal o familiar). Más aún, el nivel de entrega requerido puede convertirse en una pesadilla en caso de divorcio o de viudedad, cuando el propio cónyuge tiene problemas de empleo o de salud, cuando el negocio familiar va mal o… cuando la coyuntura económica empeora dificultando el acceso, el mantenimiento o el retorno al empleo. Cuando dejaron su trabajo (o lo perdieron) no se imaginaban hasta qué punto les costaría y cómo volver a encontrar otro. Tampoco se imaginaban hasta qué punto necesitarían este trabajo para reconstruir su vida tras un divorcio o cualquier otra complicación en sus vidas. En otras palabras: la precariedad representa para las mujeres un riesgo mayor de caer en las “trampas de la compasión” (Molinier, 2003: 229). Es también en este aspecto que la precariedad femenina se diferencia de la precariedad masculina. A los hombres también les afecta la inestabilidad socioeconómica y el paro, pero consiguen en cambio mantenerse a distancia de las necesidades y de las exigencias de la vida familiar y doméstica gracias a la división de género del trabajo que les ahorra esta carga (que confían a las mujeres) y que les legitima en su función social de garantizar el sustento familiar. Aún más, la socialización masculina permite que los hombres se alejen de los valores de entrega y de compasión (reservados a la mujeres), lo que les permite acceder a la “posición egoísta” que representa sin duda alguna el mayor privilegio de la “dominación masculina” (Ibid: 218).

8. CONCLUSIÓN Actualmente, la precariedad plantea el problema de un trabajo que ya no permite que los individuos ni los grupos sociales dominados

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Género y precariedad en Francia

(jóvenes, mujeres, personas provenientes de la inmigración…) sean autónomos. El proceso de individuación de las mujeres, al igual que la conquista de la autonomía por parte de éstas, se ve muy afectado e imposibilitado por la precariedad masiva de los estatutos laborales que tienen desde hace 20 años. Contratos temporales, tiempo parcial impuesto, sueldos bajos, contratos subvencionados sin salidas profesionales… todos estos elementos contribuirán a “relegar” a las mujeres a la esfera familiar. Simultáneamente, la precariedad padecida en el ámbito profesional hace perder a estas mujeres, en el ámbito privado, una gran parte de su legitimidad como trabajadoras. Cuando los ingresos que obtienen de su actividad profesional son muy bajos y las condiciones en las que trabajan son muy exigentes, ya no consiguen justificar la necesidad de conservar el empleo frente a las necesidades conyugales y familiares. En otras palabras: a fuerza de ser precaria, una actividad laboral puede acabar perdiendo su estatus simbólico y social relacionado con el trabajo. A estas mujeres “en perpetua inserción”, cuya situación profesional no acaba de consolidarse nunca, realmente ya no les resulta posible referirse al trabajo para sentirse útiles socialmente ni legitimar su lugar en la familia ni en el resto de la sociedad. Salir de la precariedad se convierte desde entonces en la primera condición para la emancipación de las mujeres hoy en día.

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7. La precariedad laboral en España: ¿es cosa de mujeres? Teresa Torns

1. INTRODUCCIÓN Los especialistas en el análisis del mundo del trabajo parecen haber alcanzado un cierto consenso sobre la importancia que la precariedad laboral ha cobrado en el modelo de empleo español de estos últimos años. Una realidad que se hace incluso visible para aquellos que no han dudado en calificar el período 1995-2005 como década dorada, dado el enorme crecimiento experimentado por el empleo en España durante esos años. Sin embargo, a pesar de las dificultades que acarrea fijar los límites precisos del concepto de precariedad, la existencia de un desempleo estructural que se resiste a desaparecer desde hace ya veinte años, especialmente entre las mujeres, junto a la debilidad de los empleos creados en esa década dorada, donde la cantidad no ha ido acompañada por la calidad, abren el camino para fijar esos límites. Y asimismo, la persistente presencia de grandes bolsas de empleo sumergido o informal en el mercado laboral español colaboran, de igual modo, al establecimiento de los límites difusos de esa precariedad. En el centro de todas esas situaciones aparecen los colectivos que la soportan, principalmente mujeres. Y más específicamente, mujeres jóvenes y/o mujeres inmigradas que constituyen, en la actualidad, el núcleo duro de la precariedad laboral española, sean cuales sean los límites fijados. Tal protagonismo femenino dibuja además una cierta polarización en el empleo del colectivo de mujeres, un fenómeno apenas perceptible con anterioridad. Ya que el fuerte aumento del empleo femenino que ha habido en España, en

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Teresa Torns

el período más reciente, lejos de hacer desaparecer las desigualdades de género propias del mercado de trabajo, ha hecho aflorar una clara disparidad en el empleo de las mujeres. Una disparidad que queda claramente delimitada por los indicadores laborales y que en cierta medida ya existía, pero que la economía sumergida enmascaraba. Los indicadores más recientes señalan un fuerte crecimiento del empleo entre las mujeres con estudios primarios que, a su vez, va acompañado por un notable incremento del empleo a tiempo parcial. Datos que, en ambos casos, apuntan hacia las características idóneas del empleo precario y muy probablemente del empleo de mujeres inmigradas. Probabilidad que, por otra parte, no parece aventurado apuntar puesto que la mayoría de los análisis realizados hasta la fecha sostienen que la precariedad laboral afecta a quienes soportan mayores cotas de subordinación social. Y muchas mujeres, y en particular las inmigradas, están sobradamente cualificadas para optar a tal situación. El objetivo de este texto es detallar en la medida de lo posible las características de la precariedad laboral femenina en España, utilizando algunos de los datos sociológicos existentes. La finalidad de ese objetivo es resaltar, en primer lugar, que no se trata de un fenómeno nuevo, tal como indican las historiadoras del trabajo de las mujeres. En segundo lugar, destacar que no estamos ante una cuestión coyuntural sino que dicha precariedad constituye, posiblemente, la norma social de empleo para las mujeres, norma que los análisis convencionales no suelen contemplar. Y, por último, que esos empleos precarios femeninos, en particular los ocupados en los servicios de cuidado a las personas constituyen, en la actualidad, uno de los retos a tener en cuenta para el futuro del bienestar en España. Finalmente aportaremos una serie de consideraciones acerca de cuáles pueden ser los factores más recomendables a tener en cuenta en el proceso de intervención para afrontar la precariedad laboral.

La precariedad laboral en España: ¿es cosa de mujeres?

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2. LA PRECARIEDAD LABORAL COMO OBJETO DE ESTUDIO La precariedad laboral aparece entre los estudiosos como un fenómeno ligado a las transformaciones sufridas por el empleo a partir de la década de los 80 del siglo XX en Europa. Y España ha sido y es un territorio especialmente propicio para el estudio de esa precariedad, dadas las características del mercado de trabajo imperantes y tal como muestran los magníficos especialistas en el tema. Nombres como los de Carlos Prieto, Ernesto Cano, Albert Recio, o el desaparecido Andrés Bilbao, para sólo mencionar algunos de ellos, analizan la precariedad laboral como el rasgo que mejor define las características de los empleos creados en estas últimas décadas en un mercado laboral en el que el empleo estable y las condiciones de trabajo reguladas y negociadas entre los agentes sociales parecen estar en vías de extinción. Prieto (2002) nos recuerda que la precariedad laboral supone la desaparición de la norma social de empleo, tal como se había conocido en las tres décadas precedentes. Y la mayoría de estudiosos señalará que la vulnerabilidad e inseguridad en el empleo serán los límites más comunes a una situación laboral en la que además cabe incluir bajos salarios, unas condiciones de trabajo empeñadas en dar marcha atrás y unos derechos sociales con nula o escasa cobertura. Un panorama poco halagüeño en el que las fronteras con la denominada economía informal o sumergida, son tenues cuando no inexistentes. Los argumentos aducidos a la hora de encontrar explicaciones a tal precariedad laboral suelen encontrar su mejor filón en la desregulación del mercado de trabajo. Según esa aproximación, las políticas flexibilizadoras de la gestión de la mano de obra y sus múltiples consecuencias son las protagonistas principales de tales transformaciones precarizadoras. Otros enfoques, más cercanos a la postmodernidad, suelen apelar a la idea de empleo débil para tratar la cuestión y caracterizar la supuesta pérdida de centralidad del trabajo, en una acepción que continua considerando trabajo como sinónimo de empleo. Y los análisis que no olvidan la perspectiva de género recuerdan que el fenómeno de la preca-

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Teresa Torns

riedad, lejos de ser novedoso, tiene que ver con algunos empleos femeninos que casi nunca se ajustaron a las características de una visión del empleo deudora en exceso de los cánones del denominado fordismo-taylorismo. En concreto, el creciente aumento del empleo en los servicios y, de manera especial, en los servicios a las personas ha hecho emerger y ha reforzado tradiciones de empleo femenino apenas tenidas en cuenta hasta el momento. Siendo el servicio doméstico, un ghetto feminizado, epítome de ese olvido y la amplia variedad de los actuales servicios de atención a la vida diaria (SAD), emplois de proximité o care services ejemplos idóneos de las características del actual empleo precario. Asimismo, los datos estadísticos sobre paro de larga duración, temporalidad, parcialidad y bajos salarios permiten delimitar con grados de certeza aceptables cuántos y quienes son los colectivos protagonistas de la precariedad laboral. Y entre ellos destacan las personas jóvenes, las mujeres y las personas inmigradas, pudiendo precisarse incluso la existencia de subgrupos en los que conviven las tres características, las mujeres inmigradas (Parella, 2003). La precariedad laboral parece así afectar a quienes soportan mayores cotas de subordinación social. O, como también se ha dicho: “la precariedad parece incidir con mayor rigor en aquellos sujetos que o bien tienen sus derechos de ciudadanía no reconocidos de manera plena (personas inmigradas) y/o los tienen atribuidos de manera mediada (mujeres en tanto que sólo madres y esposas y jóvenes en tanto que sólo hijos o hijas)” (Carrasquer, Torns, 2007: 143). En definitiva, la existencia de estos datos y de aquellos argumentos son los que sustentan la sospecha según la cual la precariedad laboral no es un fenómeno ni tan novedoso ni de aparición tan reciente. Puesto que los empleos protagonizados por mujeres y personas inmigradas se han visto afectados por todos o alguno de los rasgos de la ahora denominada precariedad laboral, desde que la industrialización configuró el trabajo en la sociedad contemporánea. Si bien tal sospecha debe matizarse porque, en la actualidad, aunque inmigración y precariedad laboral continúan siendo términos casi equivalentes, una parte relevante del empleo femenino está lejos de esa precariedad. En el primer caso, porque el fuerte y reciente aumento de las migraciones en España ha confluido en

La precariedad laboral en España: ¿es cosa de mujeres?

175

sectores como la construcción o los servicios a las personas donde la precariedad laboral o la economía informal eran rasgos consustanciales a esos sectores. Y, en el segundo caso, porque el desarrollo de los servicios públicos del Estado del Bienestar ha supuesto la creación de mejores empleos para un grupo de mujeres, con mayor nivel educativo (Oliver, 2004), a pesar de los últimos datos sobre temporalidad y parcialidad en ese sector.

3. DE CÓMO LA PERSISTENCIA DE LAS DESIGUALDADES DE GÉNERO REDUNDAN EN MAYOR PRECARIEDAD A pesar de la reciente publicación del monográfico Hombres y Mujeres en España (2008) publicado por el INE, cabe citar aquí uno de los últimos análisis con mayor detalle de datos estadísticos sobre el mercado de trabajo femenino en España (Castaño, 2004), donde se muestra cómo el cambio que se apuntó tras el despegue de la actividad laboral femenina en 1985 se ha consolidado. Y veinte años después de esa fecha puede decirse que aquellas dos biografías femeninas (Garrido, 1993) se ponen de manifiesto a través del aumento de esa actividad en las mujeres jóvenes y adultas de edad intermedia (25-54 años). En concreto, en la última década (1995-2005), la tasa de actividad de las españolas ha pasado del 40,3% en 1995 al 61,5% en 2005, tal como puede observarse en la tabla nº 1. Siendo todavía más destacable que la tasa de actividad de las mujeres casadas, durante los años de centralidad reproductiva (30-49 años) se mantiene cercana al 60%, en la actualidad. Un aumento que permite afirmar que esa permanencia ha supuesto el aspecto más significativo del proceso de cambio que han protagonizado las mujeres españolas. Y que, en consecuencia, ese mismo aumento es uno de los principales protagonistas del incremento de empleo habido en el mercado de trabajo español en la década que algunos no dudan en calificar de década dorada (1995-2005).

176

Teresa Torns

Tabla1. Porcentaje de mujeres ocupadas según grupos de edad 1995

2005 EDAD

15-64

25-54

15-64

25-54

:

:

56.6

69.3

España

31.7

40.3

51.2

61.5

Francia

52.1

67.6

58.5

74.0

Unión europea (25 países)

Fuente: EUROSTAT

Sin embargo, ese aumento del empleo ha provocado también una notable polarización entre las mujeres ocupadas. Siendo el territorio y el nivel de estudios y, en buena medida la edad, los principales marcadores de tal polarización. País Vasco y Navarra en el norte del país y Catalunya y Baleares en el noreste, junto a las mujeres jóvenes universitarias, son los territorios y el grupo donde se sitúa ese aumento y su consecuente polarización. Asimismo cabe destacar los servicios y, particularmente, los servicios a las personas como el sector que ha protagonizado dicho aumento. Y tal como ya se ha comentado, el desarrollo de los servicios generados por la ampliación del Estado del Bienestar el principal impulsor de la creación de ese empleo femenino. No obstante, conviene recordar las indicaciones del catedrático de Economía Josep Oliver (Índice Laboral Manpower, 2004) al estimar que España va a necesitar más de veinte años para alcanzar la media europea de empleo femenino en los servicios públicos del Estado del Bienestar. Una estimación que además de haber sido realizada antes de la aparición de la crisis actual no hace sino plantear un futuro escenario nada halagüeño en el que el aumento o reforzamiento de la precariedad laboral femenina va a seguir siendo la norma. Pues conviene no olvidar que, tal como ya sucede en nuestros días, los servicios privados de atención a las personas son sinónimo de precariedad y constituyen, sin lugar a dudas, el extremo débil de la polarización del empleo de las mujeres en España.

La precariedad laboral en España: ¿es cosa de mujeres?

177

Así las cosas, el optimismo que, en principio, podría deducirse de ese aumento del empleo debe moderarse, dada la baja calidad del empleo creado. Pudiendo añadirse que la nueva situación de crecimiento del empleo femenino en España, más allá de los signos de modernización o de homologación con Europa, debe y puede interpretarse de otro modo. Como ejemplo, debe recordarse que en 1985, el enorme volumen de paro que había en España tenía un claro perfil femenino (Torns, Carrasquer y Romero, 1995), y presentaba unos rasgos estructurales que todavía, a fecha de hoy, ofrecen unas tasas de paro femeninas superiores a las masculinas. Situación que la actual crisis parece estar cambiando dado el aumento del paro masculino en el sector de la construcción, pero que el tiempo dirá si tal cambio se mantiene. En concreto la tasa de paro femenina es del 12,66% frente al 10,32% de la masculina, según los últimos datos de la EPA del III trimestre de 2008. Pero el porcentaje de mujeres españolas en paro de largo duración ronda el 60% en todos los grupos de edad. Y el nivel de estudios no parece actuar entre las mujeres como el excelente antídoto que muchas voces reclaman ante el paro, a pesar de ser una buena vacuna. Según esos mismo datos de la EPA, las mujeres presentan una tasa de paro más elevada que los hombres en todos los niveles de estudios, si se deja aparte la población analfabeta donde la tasa está cercana al 30% para ambos géneros. Esa diferencia de género es especialmente llamativa en aquellos estudios con mayor prestigio académico o mejores salidas en el mercado laboral. En el primer caso, la tasa de paro masculino de quienes han alcanzado el grado de doctor es de un escaso 0,5% mientras que la femenina alcanza el 5,4%. Y entre quienes obtienen formación e inserción laboral con título de secundaria, la tasa de paro es del 7,5% para los hombres y del 18,90% para las mujeres. Por lo tanto, no parece descabellado afirmar que el mencionado aumento de empleo femenino no ha supuesto, en España, otra cosa que una cierta substitución de paro femenino por empleo con precariedad laboral. Dicho de otro modo, el mencionado aumento del empleo femenino en España, lejos de lograr la desaparición de las desigualdades de género en el mercado de trabajo, ha hecho emerger dos ejes clave, la temporalidad y los contratos a tiempo par-

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Teresa Torns

cial, que dibujan con mayor nitidez si cabe la precariedad laboral femenina. Dos ejes que, dado el sector donde aparecen mayoritariamente esos empleos, van siempre acompañados de peores condiciones de trabajo, bajos salarios, horarios atípicos y economía informal. Y donde la edad refuerza la desigualdad entre hombres y mujeres, puesto que las mujeres menores de 30 años son las que sufren mayor temporalidad y parcialidad. Según los datos mostrados por el Observatorio OBJOVEM en 2008, la temporalidad para las asalariadas jóvenes alcanza el 73, 3% si están en el sector privado y el 48,6% en el sector público. En este punto debe señalarse asimismo que la temporalidad femenina española dobla la media europea, como indica la tabla nº 2. Incluso se mantenía cercana al 36% en 2005, aun antes de la actual crisis. Pero donde las diferencias españolas se manifiestan con mayor claridad es en los contratos a tiempo parcial, una solución que como es sabido cuenta con una larga tradición en el empleo femenino europeo. Tabla 2. Porcentaje de mujeres asalariadas con contrato temporal 1995

2005

:

15.1

España

38.3

35.7

Francia

13.6

15.0

Unión europea (25 países)

Fuente: EUROSTAT

En este caso, resulta interesante observar (tabla nº 3), además, que las mujeres españolas en edades centrales de su trayectoria laboral con hijas/os de ≤12 años presentan un mayor porcentaje de tiempo parcial que los hombres españoles, como es norma social de empleo en Europa. A su vez, ese porcentaje femenino señala otra importante diferencia con la media europea y esa diferencia es todavía mayor a medida que aumenta el número de hijas/os. Resultando especialmente notoria en el grupo de mujeres con tres o más criaturas. En concreto, en ese subgrupo, sólo el 18% de

179

La precariedad laboral en España: ¿es cosa de mujeres?

mujeres españolas con tres o más hijas/os de ≤12 años tiene un contrato a tiempo parcial frente al 51% de las europeas que están en esa misma situación. Tabla 3. Tiempo parcial mujeres (20-49 años) con hijas/os ≤ 12 años (% sobre total población ocupada)* EU-25

ESPAÑA

FRANCIA

Mujeres sin hijas/os

20

14

18

Mujeres con una hija/o

33

19

21

Mujeres con dos hijas/os

44

20

32

Mujeres con tres o más hijas/os

51

18

45

Total mujeres

27

16

22

Total hombres

4

1

3

Fuente: European Labour Force Survey 2003, EUROSTAT (2005) * Resumen tabla con sólo datos españoles, franceses y de la Europa-25

Esa diferencia con la media de la Europa-25 no debe, sin embargo, hacer olvidar otros rasgos que sí mantienen la similitud. A saber, al igual que sucede en Europa, el gran aumento de empleo femenino, relatado en párrafos anteriores, apenas ha hecho variar la desigualdad entre hombres y mujeres españoles en relación al tiempo parcial. Es decir, el porcentaje de empleos masculinos a tiempo parcial incluso ha disminuido en la década de mayor crecimiento de empleo en España, como puede observarse en la tabla nº 4. Debiendo anotarse, asimismo, que el grueso de esa desigualdad de género radica en los motivos habituales que llevan a las mujeres a tener un empleo a tiempo parcial. En concreto, las obligaciones familiares que en femenino significa que las mujeres deben asumir las tareas de cuidado de niños o adultos enfermos o incapacitados.

180

Teresa Torns

Tabla 4. Población española ocupada por género y tipo de jornada (1995-2005) 1995

2005

Total

V

M

Total

V

M

TOTAL

100

65,9

34,1

100

60,1

39,9

JORNADA COMPLETA

100

69,3

30,7

100

65,5

34,5

JORNADA PARCIAL

100

23,7

76,3

100

21,9

78,1

Por asistencia a cursos

100

49,9

50,1

100

46,9

53,1

Por enfermedad o incapacidad propia

100

58,2

41,8

100

42,2

57,8

Por obligaciones familiares + ___Niños o adultos enfermoso incapacitados ___Otras obligaciones familiares o personales

100

2,4

97,6 100

1,6

98,4

100

5,4

94,6

Por no encontrar trabajo a jornada completa

100

25,8

74,2

100

21,1

78,9

Por no querer trabajo a jornada completa

100

17,6

82,4

100

18,6

81,4

Por el tipo de actividad que desarrolla*

100

23,8

76,2

ND

ND

ND

Por otros motivos

100

29,8

70,2

100

29,7

70,3

No sabe el motivo

--

--

--

100

45,3

64,7

NO CLASIFICABLE

100

64,2

35,8

--

--

--

Fuente: Elaboración propia a partir de EPA + Desglose no disponible para 1995 *Incluido en otros motivos en 2005

La precariedad laboral en España: ¿es cosa de mujeres?

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Cabe añadir además que la situación de un empleo femenino crecientemente precario parece reforzar el escenario nada halagüeño de los análisis europeos más recientes. Tal situación parece colegirse de un estudio realizado por Colette Fagan et al. (2006) en treinta países europeos. El estudio analiza los riesgos de exclusión y pobreza teniendo en cuenta las relaciones de género y señala que todos los indicadores del proceso de inclusión social son desfavorables para el colectivo femenino. Sustenta tal afirmación dando detalle de los datos que muestran cómo las mujeres europeas tienen menores posibilidades de obtener un empleo con un salario decente lo que las lleva a ser las protagonistas de los bajos salarios. O lo que es casi lo mismo, las mujeres están sobrerrepresentadas en los empleos peor pagados. De igual modo, destaca que su mayoritaria presencia en contratos a tiempo parcial conduce a las mujeres a obtener menores pensiones. Y en la confluencia de quienes padecen las condiciones laborales más desfavorables ese estudio sitúa a las madres solas, las mujeres mayores, las gitanas, las inmigradas, las discapacitadas y las víctimas de la violencia machista o del tráfico sexual, un sector este último habitualmente fuera de los análisis laborales. Unos perfiles que, en su conjunto, configuran lo que se ha dado en llamar feminización de la pobreza. Y que, por otra parte, nos recuerdan cómo el problema del empleo femenino no suele estar tan relacionado con el techo de cristal, tal como tratan de anunciar algunas voces mediáticas, como con un suelo pegajoso que atrapa a las cada vez más numerosas empleadas precarias. Así pues, esa persistente precariedad del empleo femenino es la que mejor corrobora los argumentos a favor de considerar esa precariedad como la norma social de empleo para las mujeres, tal como plantea la hipótesis aquí defendida. Siendo asimismo esa persistencia, uno de los mejores puntos de partida para cuestionar el actual concepto de ciudadanía o si se prefiere las actuales bases de un estado del bienestar en que sólo el hombre cabeza de familia tiene reconocido plenos derechos y deberes. Ya que tal como reclaman las científicas sociales, no ciegas al género, esas ausencias femeninas del mercado laboral (paro, temporalidad, parcialidad sin olvidar la inactividad) son ampliamente toleradas socialmente,

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Teresa Torns

(Torns, 2000). Y deben ser uno de los principales puntos de partida desde donde revisar las relaciones entre el trabajo y el bienestar en el marco del Estado del Bienestar de las sociedades europeas. Pues de no ser así, las mujeres, especialmente aquellas con menor poder de negociación público y privado, y ahí la clase social no es un dato baladí, sólo serán contempladas como amas de casa cuidadoras del hogar y la familia, y continuarán teniendo mucho trabajo y poco empleo.

4. EL TRABAJO DE CUIDADO DE LAS PERSONAS ES TRABAJO PRECARIO Según los datos de EPA (2008-III trimestre) el 64% de las mujeres está ocupado en el sector de servicios a las personas, sector que incluye la restauración. Si se desea pormenorizar en los datos del tradicional servicio doméstico, se hallará la cifra de un abrumador porcentaje femenino del 94%. Pero tal cifra deberá buscarse entre las personas que hasta época muy reciente estaban sujetas a un régimen especial, fuera del régimen general de la Seguridad Social. Situación que se mantenía en España desde la creación del Estatuto de los Trabajadores con la amplia complicidad de los agentes sociales e institucionales y de toda la sociedad española, y que el Real Decreto 1620/2011, de 14 de noviembre, por el que se regula la relación laboral de carácter especial del servicio del hogar familiar pretende modificar. Explicar el porqué de la exclusión de esa abrumadora mayoría de mujeres del ámbito laboral es contemplar probablemente la cara más oculta de la precariedad laboral femenina. Y enlazarla con el análisis del actual subsector de los servicios a las personas es afrontar no sólo los límites difusos entre el empleo regulado y el sumergido sino hacer emerger la base que sustenta las relaciones entre trabajo y bienestar en las sociedades donde todavía existe el modelo social europeo. Un modelo en el que el trabajo de cuidado de las personas en el interior del hogar-familia es, además, el

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eterno ausente de los análisis del trabajo convencionales. Ello a pesar de lo que muestran las actuales estadísticas oficiales sobre el desigual uso del tiempo y la carga total de trabajo entre hombres y mujeres (Aliaga, 2006); y aunque, paradójicamente, ese trabajo de cuidado y su mayoritaria atribución femenina son el eje que articula la mayoría de las recomendaciones realizadas para paliar las desigualdades de género en los estudios sobre tiempo y trabajo en la Unión Europea (Burchell; Fagan et al., 2007). De hecho, la terciarización de las sociedades europeas puede explicarse diciendo que los empleos masculinos blue collar se han tornado empleos femeninos pink collar y que, casi automáticamente, la calidad y la cantidad en el empleo han devenido términos antitéticos. El esquematismo de tal argumentación puede y debe sin duda matizarse, pero a ello no ayuda el hecho de que el actual subsector de servicios a las personas continúe manteniendo las mayores tasas de feminización. Podría añadirse que lo único que está cambiando es que la anterior informalidad de tales empleos deviene hoy en día formalidad más o menos regulada. Si bien se continúan conservando las características de bajos salarios, horarios irregulares, escasa estabilidad y nulo prestigio social propias de la hoy en día denominada precariedad laboral. De hecho pocos recuerdan que el presente de tales servicios cuenta con un pasado sólo entrevisto por algunas científicas sociales, principalmente historiadoras del trabajo femenino. Entre las pioneras, Mª Ángeles Sallé (1985) y más recientemente el estudio sobre las empleadas de hogar de una zona periférica de la ciudad de Valencia, (Sánchez, Cano, Picher, Banyuls, 2003). En definitiva, ese tipo de servicios a las personas, que de algún modo son los antecedentes de los actuales SAD, históricamente no han sido considerados como empleos, y hoy en día apenas se cuentan cuando se habla de empleos precarios. A no ser que la perspectiva de análisis se amplíe o se añadan nuevos colectivos, como el estudio sobre las mujeres inmigradas de Parella (2003). A pesar de todo, la importancia de tales servicios es manifiesta no sólo por haber sido diagnosticados, en su día, como uno de los grandes grupos de los casi olvidados yacimientos de empleo sino porque el aumento de las necesidades sociales derivadas del enve-

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Teresa Torns

jecimiento de la población así lo hace sospechar. Algunas dijimos que iban a tener un gran futuro, aunque no parece que vaya a ser venturoso (Torns, 1998), dado lo que sabemos ya de su presente. De hecho, esos servicios son un ejemplo perfecto de cómo ese empleo femenino queda fuera de la norma social del empleo estable y resultan de difícil revalorización porque caen demasiado cerca de la servidumbre (Fraisse, 2000). En este último caso, tales servicios sirven asimismo para poner de manifiesto que el empleo puede que sea cada día más débil, pero que el trabajo de cuidado de las personas cobra una importancia que habrá que replantear con urgencia en un futuro inmediato, dadas las necesidades sociales surgidas en torno a la redefinición del bienestar social.

5. UN NUEVO ACUERDO SOCIAL ES NECESARIO Como ya se ha comentado, son cada vez más numerosas las especialistas que reclaman el cambio de las pautas socioculturales vigentes en torno al modelo familiar “hombre cabeza de familia/ mujer ama de casa”, que ha hecho posible la existencia del Estado del Bienestar contemporáneo. En la actualidad, la mayor presencia de mujeres en el mercado de trabajo ha laminado una realidad donde, en lo material, el padre de familia era el principal o único proveedor de ingresos y la mujer era un ama de casa cuidadora a pleno tiempo de los hijos e hijas. Pero el imaginario colectivo se resiste a cambiar y de ello da fe el que ese modelo decline de manera mucho más lenta en España, al igual que sucede en el resto de los países del sur de Europa. De ahí que sea preciso además de urgente alcanzar un nuevo pacto entre hombres y mujeres. Un pacto que las politólogas comenzaron a nombrar como nuevo contrato social entre géneros y que otras estudiosas reclaman en términos de convención. Ya que con ese nuevo concepto se reconoce que el acuerdo es tácito e implícito y está basado en representaciones comunes, en referencias colectivas, que se sitúan en un tiempo histórico determinado (Letablier, 2007: 74). Y si alguna duda cabe

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sobre la necesidad de tal acuerdo debe recordarse que por mucho que las mujeres europeas pueden continuar al frente de las tareas del cuidado del hogar y de las personas de la familia, esa obligación moral está ya en crisis por simples cuestiones demográficas, más allá de los sentimientos y emociones identitarias femeninas. Parece pues, obligado, exigir que el Estado del Bienestar organice socialmente los sistemas de cuidado de las personas dependientes, (Daly, Lewis, 2000). Y que la sociedad, en su conjunto, revise qué consensos sociales está dispuesta a establecer en torno a las ideas de autonomía y dependencia, a lo largo del ciclo de vida de las personas, más allá de los criterios económicos que hasta ahora las han definido. En la actualidad, España es un ejemplo inmejorable de que la situación ha cambiado mucho pero que ese modelo hombre cabeza de familia/mujer ama de casa cuidadora persiste aunque sólo sea a nivel simbólico. Y así lo muestran los análisis de las dificultades culturales con las que tropiezan las actuaciones favorables a la conciliación de la vida laboral y familiar, (Torns, Borràs, Carrasquer, 2003). Las jóvenes españolas hace ya una década que han alcanzado niveles educativos superiores a los de sus coetáneos masculinos y no piensan resignarse a la inactividad. Siendo asimismo cierto, que esos hombres jóvenes también han cambiado y paulatinamente están reclamando el poder actuar como padres de manera más activa, al contrario que hicieron sus progenitores. Ellos, en particular los jóvenes de clases medias urbanas, también necesitan, pues, conciliar su vida laboral y familiar. Y resulta fundamental que tales cambios alcancen a la gran mayoría de los hombres de clase trabajadora, que parecen componer un grupo de resistencia patriarcal ante las nuevas maneras de pensar y vivir cotidianamente. Ya que esos hombres, especialmente los adultos, cada vez se jubilan antes y son muchos años de vida los que les esperan y mucho trabajo de cuidado el que van a requerir. No se debe olvidar que España es, según los datos demográficos, uno de los cinco países más viejos del mundo y que, por otra parte, son muchas las esperanzas que ha despertado la denominada ley de dependencia. Esta ley va a ser básica para desarrollar el cuarto pilar del Estado del Bienestar y organizar socialmente el

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cuidado de las personas. Nadie duda que ante esta situación los retos económicos son enormes pero ante ellos merece la pena no olvidar que hasta ahora los elevados costes de cuidar y atender esa dependencia ni han sido ni son gratuitos pues se han asumido en clave de tiempo y trabajo femeninos. Un tiempo y un trabajo que son habitualmente desarrollados por las mujeres de la familia y/o cambio de empleos precarios, tal como se ha comentado en párrafos anteriores. Las estudiosas de las políticas del Estado del Bienestar proponen, a corto plazo, el desarrollo de los servicios de atención a la vida diaria (SAD), destinados a afrontar los cuidados cotidianos de la población dependiente. Según muestran en sus análisis, la existencia de tales servicios resulta fundamental para lograr la equidad entre géneros, además de promover el bienestar en clave de vida cotidiana. Deben, por lo tanto, reivindicarse como derechos de ciudadanía en clave universal e individualizada, al igual que la educación o la sanidad. Al parecer no sólo constituyen la diferencia principal entre los Estados del Bienestar europeos del norte y el sur sino que además explican las diferencias en el volumen y la calidad del empleo femenino existente en cada uno de esos países. Como es sabido, la alternativa española pasa por considerar que las mujeres de la familia o, peor aún, las familias con mujer inmigrada en régimen de economía informal son la única solución posible, al igual que sucede en los países mediterráneos (Bettio, Simonazzi, Villa, 2004). Solución que, como ya se ha comentado, presenta unos límites evidentes que no sólo son medibles en términos de malestar y culpabilidad de las mujeres de las familias sino en términos de un aumento de la precariedad laboral y la economía informal para las mujeres inmigradas. Esos límites también aparecen en el horizonte si se considera la baja natalidad y el crecimiento de las expectativas de vida de las jóvenes españolas. En estos momentos, las mujeres de la llamada generación sándwich (Williams, 2004) son las que, por el momento, están haciendo frente a esa situación. Y, en consecuencia, son ellas las que mejor y más fácilmente entienden la necesidad de organizar socialmente el cuidado y que ello suponga, además, alcanzar un nuevo acuerdo entre hombres y mujeres. Un escenario en el que no parece aceptable aumentar ni la

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precariedad laboral ni reforzar las desigualdades de clase, género y etnia ya existentes.

6. COMENTARIOS FINALES Ante un futuro en que la norma social de empleo, mayoritariamente masculina, parece si no haber desaparecido, al menos haberse transformado en precariedad, o, dicho de otro modo, en que esa precariedad (mayoritariamente femenina hasta el momento) parece haberse extendido hacia el colectivo masculino, las necesidades de intervención parecen incuestionables. Y no sólo para paliar las desigualdades de género en el mercado laboral, como pudiera sospecharse, que también. De ahí que este artículo esboce, en estos comentarios finales, algunas propuestas y reflexiones con el ánimo de contribuir a la modificación de la actual deriva de la precariedad laboral. A título de ejemplo, cabría: • en primer lugar, plantearse la reorientación de las políticas de empleo como horizonte obligado. Y que esa reorientación atendiera las insatisfacciones producidas por las políticas de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres (Rubery, Figuereido, Smith, Grimshaw, 2004). Ya que, tras algo más de dos décadas, se reconoce que ha habido aciertos pues hay más empleo femenino, y ésa es una condición necesaria, pero el esfuerzo no ha sido suficiente. Se sabe, además, que esas actuaciones deben ir ligadas a la transversalidad, el denominado mainstreaming. Pero también se reconoce que los fracasos provienen de no haber podido frenar las características que aquí se han denominado de precariedad laboral. Siendo a todas luces evidente que esa mayor cantidad de empleo no ha ido acompañada de la calidad correspondiente. • en segundo lugar, revisar la actual organización del tiempo de trabajo aunque sólo sea en clave de jornada laboral y a través de la negociación colectiva. La flexibilidad ni aún siendo concertada parece recomendable, al menos en la lógica

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Teresa Torns

actual de supeditación a la lógica del beneficio empresarial. Y en este punto es preciso señalar la amenaza que supone la futura directiva europea favorable a la semana laboral de 65 horas. Otra cosa sería la exigencia de la reducción de la jornada laboral, de manera sincrónica y cotidiana, dado que no parecen probables otras posibilidades de redistribución de la riqueza. Y ello a pesar de saber que algunas de las soluciones ideadas hasta el momento son mejoras técnicas que no cuentan con el adecuado consenso social, (Torns, Miguélez, Borràs, Moreno y Recio, 2006). • en tercer lugar, revisar las categorías profesionales, revalorizando aquéllas hoy en día devaluadas (por lo general categorías dedicadas a la limpieza y el cuidado de las personas) y laminando las prebendas que suelen acompañar las mejor consideradas (en su mayoría categorías masculinas relacionadas con la innovación tecnológica u otros bienes más o menos tangibles). Los estudios señalan que los bajos salarios y la discriminación salarial suelen aminorarse con este tipo de actuaciones. Y, de nuevo, la negociación colectiva debería ser una buena herramienta para conseguir estas propuestas. • en cuarto lugar, la mejora de las posibilidades de intervención debería tener en cuenta las voces críticas ante las actuales políticas de conciliación de la vida laboral y familiar (Torns, 2005). De nuevo, actuaciones a favor de regular el tiempo de trabajo, pero esta vez de la carga total de trabajo, parecen actuaciones más convenientes. En este punto, a la espera de mayores logros de las políticas del Estado del Bienestar, la reivindicación de un aumento de los servicios de atención a la vida diaria (SAD) parece ser clave para una mayor paridad entre géneros, clases y etnias, y alcanzar un mejor bienestar cotidiano. Sin embargo, como no parece que tales exigencias y consensos puedan gozar de un horizonte inmediato, no parece descabellado reclamar un empleo no precario siguiendo las normas que la OIT, una institución que nadie se atreve a calificar de utópica, ha recomendado para fijar las características del trabajo decente. En uno de los documentos que promueve tal recomendación (Godfrey,

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2003), se comentan los rasgos a tener en cuenta en el diseño de las políticas de empleo. Según esos criterios, las características del trabajo decente se resumen en seis dimensiones: a) oportunidades para toda la población de encontrar cualquier tipo de empleo, incluido el auto-empleo, el trabajo familiar y el empleo asalariado tanto en el sector formal como el informal; b) libertad de elegir empleo; c) empleo productivo, que proporcione ingresos adecuados y competitividad asegurada; d) equidad en el empleo, incluida la ausencia de discriminación en el acceso al y en el puesto de trabajo; e) seguridad en las condiciones de trabajo, en tanto que salud, pensiones y sustento necesarios, y f) dignidad en el empleo, tanto en relación a los trabajadores como a la libertad para tener organizaciones capaces de representar sus intereses, hacer oír su voz y participar en las decisiones que conciernen a sus condiciones de trabajo. Tales características son un buen indicador sintético de la cantidad y la calidad de empleo. Y entre los factores que mayor relación guardan con lo defendido en este escrito, se señala que el olvido del trabajo de cuidado y el colapso del modelo hombre cabeza de familia/mujer ama de casa son cuestiones ampliamente interrelacionadas que es necesario replantear. Por último, el informe apela a las organizaciones sindicales para que renueven sus propósitos de ser espadas justicieras más que meros protectores de intereses creados. Se cita a R. Hyman y a E. Applebaum como figuras de autoridad con las que reforzar esa argumentación. Por aquello de citar a los más cercanos, y más si son amigos, este escrito suscribe los argumentos finales de Jódar, Alós y Amable (2003) en su análisis del medio laboral como eje configurador de desigualdades sociales. También ellos apelan a la necesidad de movilización colectiva y recuerdan la necesidad de organización que requiere esa movilización. Sustentan tal idea en un gráfico en el que se observa cómo en los países escandinavos, donde hay una mayor afiliación sindical, es donde también parece haber un mejor sistema de relaciones laborales. No parece ser casual que sean los países donde el bienestar material esté asegurado por mejores servicios públicos, incluidos los de atención a la vida diaria. Y, por ende, donde las políticas de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres han avanzado más y mejor. No son,

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que duda cabe, la panacea según nos cuentan las científicas sociales que desde allí hacen oír sus críticas, pero no debe olvidarse que, en cualquier caso, en esos países, la precariedad laboral no suele ser la norma.

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PARTE II DE LA CRISIS DE LAS INSTITUCIONES A LA PRECARIEDAD VITAL

8. Malestares del tiempo Ramón Ramos Torre

“la ansiedad personal sobre el tiempo está profundamente entrelazada con el nuevo capitalismo” (Sennet, 2000: 101)

M

i propósito es dar cuenta de algunos aspectos de la percepción social del tiempo en un momento de la historia de la sociedad global en el que dominan sentimientos de incertidumbre, inseguridad, desasosiego, desconcierto e intranquilidad. Esta lista es mínima, se le podrían sumar muchos otros sentimientos muy de época. En realidad, son todos caras o expresiones que corroboran la intuición generalizada de que la precariedad es la norma de nuestro tiempo o su destino colectivo. Ciertamente la semántica de la precariedad no es pacífica ni está universalizada. Como ha mostrado Barbier (2005), en Francia (pero se puede generalizar a los países latinos, incluyendo a los latinoamericanos) la precariedad designó inicialmente una condición indigna de vida ligada a la pobreza (Moreno, 2000), para ampliarse hacia una descripción de condiciones crecientes de deterioro en la esfera del empleo (Schnapper 1989) y llegar a alcanzar el estatuto de un diagnóstico general sobre la crisis de la sociedad salarial, producto de las restricciones e impotencias del Estado en la órbita de la acción social y del bloqueo neo-liberal en contra de la propiedad social (Castel, 1995 y 2003). Al final de ese recorrido, la precariedad se convierte en base para un diagnóstico general de coyuntura que converge o se encuentra en lo esencial con otros diagnósticos (Bauman, 1999; Beck, 2000; Sennet 2000 y 2006) que, aunque no responden a la misma tradición analítica y eventualmente no utilizan el mismo término, coinciden en destacar la inseguridad, el deterioro, la incertidumbre, el riesgo creciente como rasgos sobresalientes del nuevo capitalismo cuya enésima crisis estamos viviendo.

196

Ramón Ramos Torre

En mi análisis me voy a limitar a atender a algunos aspectos temporales de este síndrome de la precariedad, utilizando con este fin los materiales que me brinda una investigación sobre las relaciones entre tiempo de trabajo y tiempo cotidiano realizada en España entre 2002 y 2005, algunos de cuyos resultados ya han sido publicados (Ramos, 2007a, b y c; Prieto, Ramos y Callejo, 2008).

I Por malestar temporal se pueden entender cosas muy distintas aunque sólo sea por la razón obvia de que el tiempo se dice de muchas maneras. No voy a entrar aquí en una explícita teoría del tiempo. Me limitaré a decir, recogiendo lo argumentado en otros trabajos en los que se resume y complementa una tradición multisecular (Ramos 2007a y 2007c), que el tiempo que provoca, o sobre el que se siente, el malestar es un conjunto altamente complejo72 que socialmente aparece enmarcado en metáforas recurrentes que lo presentan, ya sea como un recurso del que se puede o tiene que disponer, ya sea como un entorno que nos rodea y presiona y al que hemos de acomodarnos, ya sea como algo que es propio de nosotros mismos como seres vivos y se nos hace cuerpo o carne, ya sea, por último, como un doble horizonte a contemplar desde un punto privilegiado, el presente, único momento en el que la observación y la acción son posibles. Estas cuatro (recurso, entorno, cuerpo, horizonte) no son las únicas metáforas del tiempo, pero sí son las que con mayor frecuencia surgen en los discursos sociales. Que haya malestar temporal puede entonces referirse a cosas muy disímiles, aunque ciertamente todas cargadas de significados

72

Sobre la complejidad del tiempo como entrecruce de dos series temporales irreductibles entre sí, véase Gale (1968), en especial, el artículo clásico de McTaggart. También Ricoeur (1983-5) viene a enfatizar la co-presencia de dos experiencias (tiempo cósmico y tiempo de la conciencia) entre sí irreductibles. Otras maneras de pensar la complejidad del tiempo aparecen en las obras de Blumenberg (1996) y Fraser (1980). En el campo de la reflexión sociológica la más explícita reflexión sobre la complejidad del tiempo se encuentra en Adam (1990).

197

Malestares del tiempo

que pertenecen a la semántica social del tiempo. Puede querer decir que el tiempo sobra o falta o no se puede tener o no se puede dar a quien lo solicita —y en estos casos el malestar afecta al tiempo como recurso—. Puede también querer decir que el tiempo no está ordenado o que está desincronizado o no está claro cómo está jerarquizado —y en estos casos, el malestar afecta al tiempo como entorno—. Puede también querer decir que no ha llegado, o ya ha pasado y desaparecido, la ocasión oportuna para ser o hacer esto o lo otro, por lo que se desea lo que todavía no puede ocurrir o se echa de menos lo que ya no puede ser —y entonces el malestar afecta al tiempo encarnado o incorporado—, que es parte de nosotros mismos. O puede querer decir, por último, que no se nos deja disponer de los recuerdos de las cosas que nos han ido pasando, o que no podemos planear nada en el presente o que la perspectiva de un futuro largo y previsible se ha volatilizado —y entonces el malestar de que hablamos afecta al tiempo como horizonte—. En cualquiera de estos sentidos, o de su enmadejamiento, se puede significar el malestar del tiempo. Como es evidente, en lo que sigue no especificaré cuál de ellos se activa cuando hablan los parados o los jóvenes precarios o cualquier categoría objeto de análisis, sino que me limitaré a suponer que lo hace en alguno de esos sentidos.

II Que el tiempo pueda ser vivido como malestar no debe extrañarnos. Desde el poema del héroe civilizatorio Gilgamesh, pasando por todos los monumentos culturales de nuestra tradición y llegando a la gran cultura (o a la cultura de masas) actual, se han sucedido las quejas y lamentos sobre el tiempo de los humanos, explorado en el marco de las metáforas más variadas. Es más, se puede decir que la reflexión explícita sobre el tiempo, la que comienza en la tradición occidental con los filósofos griegos y se prolonga, tras el paso por la teología cristiana, hasta la actualidad, ha sido siempre una reflexión sobre el malestar del tiempo, sobre sus aporías, sobre sus desgarros. Pensar el tiempo ha sido siempre dar cuenta e intentar resolver los malestares que arrastra consigo. Es

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como si el tiempo no pudiera ser considerado sin que se consideren a la vez los males que se le imputan. Esto es verdad, pero conviene precisarlo más para no exponerse a una malinterpretación que acabe deshistorizando el tiempo y su malestar. Es cierto que la queja contra el tiempo es un universal cultural, pero el tiempo contra el que se eleva la queja y la manera de concretar el malestar que provoca difieren caso por caso, en función de lo que, recogiendo una fórmula de François Hartog (2003), podríamos llamar el régimen de historicidad (o, mejor, de temporalidad). Agustín de Hipona se quejaba como obispo cristiano, y por lo tanto en el marco de un régimen de historicidad en el que se contraponían el tiempo de la criatura que peregrina por el mundo y la eternidad de Dios o de la vida tras la muerte. Se trata de una manera dramática de dar cuenta del malestar del tiempo, pero que tiene poco que ver con la que aparece en escenarios dominados por otros regímenes de historicidad. La de los modernos difiere profundamente de ésta, a pesar de los orígenes cristianos de algunos de los elementos de la modernidad. Cada régimen de historicidad, por decirlo así, genera sus propias quejas. Éstas se hacen especialmente visibles cuando se transita entre regímenes al hilo de los grandes cambios socio-culturales que pautan la historia de la humanidad. Entonces se tantea una nueva semántica del tiempo que intenta dar cuenta de, y a la vez encarrilar, una experiencia del mundo que no se puede acomodar a la semántica hasta entonces dominante, provocando dolor y desconcierto. No puede entrar en un análisis ni siquiera mínimo de un tema de tal envergadura, sobre el que existe una muy rica literatura73. Mi interés se centra en la actualidad y en los diagnósticos que ahora se están produciendo en las ciencias sociales sobre la presente crisis social, cuyos aspectos temporales son resaltados. En efecto, me parece un rasgo significativo de las ciencias sociales contemporáneas (y de la sociología, en especial) su sensibilidad hacia los as-



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Las indagaciones históricas de referencia son las de Cipolla (1967), Elias (1989), Gourevitch (1983), Kern (1983), Landes (1983), Le Goff (1983), Luhmann (1976 y 1982), Macy (1980), Pomian (1984), Thompson (1979).

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pectos o dimensiones temporales de los mundos que estudian. En esto recogen esa fresca sensibilidad por lo temporal que mostraron en su momento fundacional o de primera institucionalización, a caballo del siglo XIX y el XX74. La renovada sensibilidad por lo temporal va, por otro lado, de la mano de diagnósticos de época que encuentran en el tiempo social emergente uno de los rasgos más expresivos del mundo de vida que está haciéndose a la luz. Se podrá hablar o no de malestar temporal, pero se coincide en que en los cambios del tiempo se encuentra una clave expresiva de los cambio sociales en marcha. Hay dos rasgos dominantes, aunque ciertamente no universales, en esa extensa literatura. El primero es su tendencia a proponer que en la actualidad se está asistiendo a la crisis radical del tiempo social, unas veces presentada como una desestructuración no fácil de recomponer y, otras, como su pura y simple desaparición. El segundo rasgo, por su parte, consiste en que en ese debate sobre el problema contemporáneo del tiempo social la atención se centra de forma preferente en el presente, como si los cambios que están ocurriendo afectaran sobre todo a la configuración del presente, ya en sí mismo, ya en sus relaciones con los horizontes temporales del pasado y el futuro. En estos dos rasgos me voy a centrar para proporcionar un retrato mínimo de discusiones todavía en curso. Para reconstruir, aunque sea de forma muy sintética, lo que se sostiene en el primer caso, voy a centrar la atención en dos de las aproximaciones más potentes (dado su indudable éxito más allá de lo estrictamente académico) al análisis del cambio social contemporáneo: la sociología crítica de la posmodernidad y la teoría de la sociedad de la información, tal como queda configurada en la obra de Castells. Ambas propuestas tienen algo en común. Me refiero al modelo de argumentación que les permite desembocar en el diagnóstico de la destemporalización del mundo social contemporáneo. Se construye según la secuencia siguiente: primero,



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Véase Kern (1983) que muestra el carácter colectivo de esa empresa de exploración del tiempo en la que intervinieron físicos, matemáticos, filósofos, músicos, artistas plásticos, escritores, etc.

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se afirma la emergencia de un mundo nuevo, sin precedentes; segundo, se diagnostica que en ese mundo nuevo se ha transformado el espacio-tiempo de la modernidad; tercero, se propone que las transformaciones del tiempo son tan radicales que acaban por marginarlo, deformarlo o destruirlo; y cuarto y último, se concluye en consecuencia que el mundo social emergente está destemporalizado y que en eso consiste su rasgo distintivo. Más allá de esta coincidencia argumentativa, cada una de estas líneas de la sociología contemporánea tiene su propia identidad. Como representante de una sociología crítica de la posmodernidad, consideremos al último Bauman (2000, 2005, 2006, 2007a, 2007b). Sus propuestas se inspiran y afianzan en los trabajos pioneros de Jameson (1995) y Harvey (1998) sobre la dinámica destemporalizadora del nuevo capitalismo y en las investigaciones de Sennet (2000 y 2006) sobre el destino del trabajo y el trabajador en el mundo de la flexibilidad y la precariedad actuales, conectando así con una línea de investigación muy potente en el campo de la sociología del trabajo y del riesgo. Su tesis fuerte es que con el advenimiento de la llamada sociedad líquida hay una doble desaparición. Primero desaparecen las diferencias espaciales, ya que a raíz de la revolución en los transportes y las comunicaciones, y la reproducción ampliada e imparable de la red mundial de ordenadores interactuando en tiempo real, acaba careciendo de sentido la distinción entre el aquí y el allá, la ubicación espacial de las cosas, sus fronteras o el cálculo de las distancias. Pero al hilo de la desaparición o pérdida de significación del espacio, desaparece o se hace insignificante también el tiempo, pues todo se hace instantáneo, a-duracional, fragmentado, volátil. El tiempo se deforma en un sucederse de momentos sin dimensiones, ‘puntillistas’, desconectados, sin origen ni destino, autodestruyéndose de esta manera. El sujeto, a su vez, dominado por la instantaneidad y una incertidumbre radical en relación a su destino personal y del mundo en que vive, no sólo carece de horizonte de futuro, sino también de memoria, quedando así abocado a la amnesia como política de supervivencia, incapacitado para cualquier estrategia de dilación, falto de imaginación para horizontes temporales amplios, es decir, convertido en un puro consumidor al que la lógica del capitalismo

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posmoderno no le deja vivir y pensar en términos temporales la realidad en la que trascurre su vida, rompiendo así con la tradición de la primera modernidad, que había convertido al tiempo en el marco fundamental de referencia de la acción75. El diagnóstico es pues dramático, pues no sólo se dice que el tiempo se ha quebrado, sino que queda bloqueada cualquier posibilidad de que los sujetos vertebren temporalmente su vida. La quiebra del tiempo lo es de la realidad personal y colectiva. Consideremos ahora la otra variante de la sociología contemporánea, que, en este campo de debates, es tanto o más influyente que la anterior. La representa Manuel Castells (1997). Proclama el advenimiento de la era de la información, caracterizada por la emergencia y consolidación de un tipo novedoso de sociedad organizada en red y que administra un espacio consistente en flujos incesantes que van de aquí para allá a la velocidad de la luz o, como se suele decir, en tiempo real. También Castells propone que el tiempo ha desaparecido —por lo menos de los escenarios emergentes y dominantes del nuevo mundo social—. Es más, radicaliza tanto su propuesta que no teme lanzar oxímoros y extravagantes paradojas para retratar el colapso de la experiencia temporal contemporánea, hablando así, como si fueran conceptos bien construidos, de la “efimeridad eterna” (Castells 1997: 502) o del “tiempo atemporal” (ibid.: 499). Supone que en ese extraño tiempo atemporal de la sociedad de flujos ocurre el despliegue de una serie de experiencias temporales que son extrañas al tiempo normalizado del reloj propio de la modernidad, como es el caso de la ruptura de las secuencias, la afirmación de la instantaneidad como experiencia dominante, o la recurrencia de la aleatoriedad. La causa de que estas transformaciones se hayan dado es, por lo menos parcialmente, la misma que aducían los críticos de la posmodernidad y de la sociedad líquida: es la revolución en la tecnología de la información y la comunicación la que ha hecho que el

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No se crea que este diagnóstico es privativo de la sociología crítica. También un sociólogo festivo y complaciente de la modernidad como Lipovesky (1986 y 1990) coincide en sentenciar la desaparición del tiempo en un mundo dominado por la lógica de la moda y el consumo.

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orden o la duración temporales dejen de tener sentido, abriendo a la experiencia el mundo de la instantaneidad absoluta —que no queda claro si es la pura nada o la eternidad—. Baste con estas presentaciones muy sintéticas de las propuestas de Bauman y Castells para captar en qué sentido el diagnóstico de nuestro tiempo descubre la destemporalización de las prácticas sociales. La crisis del tiempo social es radical: no supone su problematización, sino su total desestructuración hasta el punto de hacerlo desaparecer. No lejano de este diagnóstico se encuentra el otro antes anunciado, en el que se asegura la presentificación de la realidad. Por ella entiendo, en su versión más fuerte o radical, la reducción de toda experiencia temporal a la pura experiencia de un presente cerrado sobre sí mismo y, en su versión más suave o laxa, el predominio abusivo del presente sobre el resto de los tiempos. Normalmente se juega con, o se fluctúa entre, ambas posibilidades. Pero lo relevante es que se propone como rasgo definitorio de nuestro tiempo, incluso en el marco de un esquema evolutivo multisecular. Y así, el historiador Hartog (2003) asegura que en los últimos cinco siglos de historia europea se ha pasado de un régimen de historicidad que estaba basado en el predominio del pasado y que, bajo el lema de la Historia Magistra Vitae, domina hasta el XVIII, a otro basado en una activa futurización que, escindiendo la experiencia (de lo vivido) y la expectativa (de lo por vivir), cuenta las cosas en función de un futuro más o menos inminente, para desembocar a finales del siglo XX en un régimen de historicidad en el que domina un presentismo que privilegia lo instantáneo, lo nuevo, lo joven, lo llamativo, es decir, todo lo que forma parte de un presente espectacular que se basta a sí mismo. Tanto la sociología (crítica o exaltadora) de la posmodernidad, como la teoría de la sociedad de la información apuntan hacia la presentificación de la realidad como un rasgo más de la crisis temporal de la sociedad contemporánea. Pero no es necesario situarse en ninguna de estas perspectivas teóricas para atender, como tarea prioritaria, a la configuración actual del presente, su compleja semántica social, el papel que se le asigna o su difícil articulación con el pasado o el futuro. Una parte relevante de la actual socio-

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logía del tiempo, especialmente la que está atenta a las novedades emergentes y al retrato del malestar temporal, es una sociología centrada en el presente, sobre el que ha ido elaborando una batería de conceptos más bien heterogéneos. De nuevo, el tema desborda lo que es posible presentar y analizar en este trabajo. Para conseguir aunque sea una idea, desde luego sintomática, de lo que se debate y propone, me voy a ceñir a dar cuenta de las muy variadas conceptualizaciones del presente que aparecen en un libro sobre el tiempo y la temporalidad en la sociedad-red, de reciente publicación, editado por Robert Hassan y Ronald Purser (2007). Una lectura no necesariamente exhaustiva de las múltiples contribuciones que contiene permite fijar la siguiente lista de conceptualizaciones referidas todas al presente y que, aunque a veces son cercanas, no son sinónimas o coincidentes. Por un lado se habla de un “presente constante” (Purser) en el que nadie puede parar si no se quiere perder el tren en el trabajo o en la vida cotidiana; por otro, se llama la atención sobre un “presente contraído o reducido” (Lübbe) en el que se han de tomar decisiones y actuar a pesar de su escasa extensión, pues dura poco o nada; en otro texto se habla de un “presente absoluto” (Heller) que estaría totalmente desgajado del resto de los horizontes temporales, modalidad del presente que contrastaría con lo que en otro de los textos, recogiendo pero también redefiniendo la conocida propuesta de James, se denomina el “presente especioso” (Varela) que pretendería dar cuenta de un presente que puede ser parcialmente instantáneo o estar comprimido, pero en el que lo fundamental es el ensamblaje de múltiples duraciones en niveles micro y macro; en otro contexto se propone, además, un “presente caído” (Murphie) que es una mezcla de presente puntual o a-duracional y de presente especioso, en el que el presente cae fuera de sí mismo para incorporar duraciones múltiples y colarse tras la supuesta frontera del futuro y el pasado; las variaciones no acaban ahí, pues ya en contextos más específicos ligados al análisis del teletrabajo o de la comunicación por internet se habla, por un lado de la “telepresencia” (Hassan) que permite la experiencia de un presente ubicuo, y por el otro, se propone la idea de un “presente olvidado” o de un “olvido del

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presente” (Hagen) que ocurriría cuando uno se siente atrapado en y por la red, que, convertida en la propia vida, hace que se olvide el “presente vivo” de la vida cotidiana. Esta sucinta aproximación al tema deja claro, por un lado, que la atención al presente es ubicua en una sociología que aborda una temática social heterogénea (trabajo, tecnología, economía, comunicación, mass-media, etc.) ligada al cambio social; por otro, queda también claro que al intentar satisfacer esa atención se produce una inflación aparentemente imparable de formulaciones sobre los rasgos distintivos del presente o los presentes emergentes; por último, resulta también claro que en la mayoría de los casos no existe ninguna voluntad de construir una teoría sistemática y suficientemente compleja del presente. La conclusión a alcanzar tras el recorrido ya realizado es clara: el malestar temporal es reconocido como un rasgo crucial de época. No se hace en el marco de grandes filosofías de la historia, sino más bien en el seno de sociologías que abordan los aspectos característicos de la nueva economía, de las prácticas sociales de consumo, de las nuevas configuraciones del trabajo, de los ritmos de la vida cotidiana, de la crisis ecológica, de los movimientos sociales, etc. Y es en el seno de esas corrientes de investigación donde se producen diagnósticos como los que hemos recogido. Hay un triple acuerdo: que el malestar social es también y de forma significativa malestar temporal; que ese malestar va de la mano de la desestructuración del tiempo; y que esa desestructuración desemboca en un patológico presentismo.

III Quisiera en lo que sigue ponerme en la estela de ese tipo de aproximación al estudio de la realidad social. También apuesto por la relevancia del tiempo en el análisis sociológico y por la idea de que algunos de los males que sufrimos en la sociedad de la precariedad generalizada son males temporales. Lo que no me convence tanto son dos ideas que encuentro dominantes en la literatura que he ido presentando. La primera idea es la que pretende alcanzar un

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retrato radical de los problemas del presente llevando el diagnóstico a un extremo estéril e insostenible: la desaparición o colapso del tiempo. La segunda es la que, adentrándose en la hipótesis de la presentificación, cae al menos en dos errores: el primero consiste en no situar al presente en la única perspectiva que desde Agustín es operativa para dar cuenta de él, es decir, la del triple presente y por lo tanto la que atiende a sus relaciones con la espera y el recuerdo; el otro error consiste en pretender proporcionar un diagnóstico unitario del presente social emergente, como si los múltiples pliegues del presente pudieran reducirse a una única matriz generativa. Quisiera ir más allá de esa doble insuficiencia. Mi objetivo es mostrar que el malestar del tiempo no se puede ni debe concebir en términos de destemporalización; que, por otro lado, la presentificación no comporta una radical cesura con el pasado o el futuro, sino una remodelación de esas relaciones; y que, además, el presente social, tal como se vive y se dice en las prácticas sociales, es múltiple e irreductible a una cualquiera de sus múltiples manifestaciones. Para conseguir estos objetivos voy a apoyarme en los resultados de una investigación (Prieto, Ramos y Callejo, 2008) realizada junto con otros colegas en los últimos años76. Se trata de una investigación cualitativa, de cuyos materiales voy a utilizar exclusi-



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Bajo el título “Tiempo de trabajo negociado y temporalidades sociales vividas en el marco de las transformaciones en curso de la norma temporal del empleo: convergencias y conflictos” [Mº de Ciencia y Tecnología. Secretaría de Estado de Política Científica y Tecnológica. Plan Nacional de I+D+I (20002003) (ref.: SEC2001-1480). Mº de Educación y Ciencia. Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica. Fundación Europea de la Ciencia (ref.: SEC2002-10230-E), el trabajo de campo se realizó entre noviembre de 2002 y la primavera de 2005. Expreso mi agradecimiento a los otros miembros del equipo español: Carlos Prieto (UCM, director), Javier Callejo (UNED), Ricardo Morón (UAM), Pablo Meseguer (UCM) y Jorge Lago (UCM); del equipo francés: Paul Bouffartigue (UAP-LEST) y Jacques Bouteiller (UAP-LEST); y del equipo belga Esteban Martínez (ULB-IT)].

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vamente los obtenidos en los 14 grupos de discusión realizados77. La utilización de esta técnica de investigación prefigura el tipo de evidencia en la que me apoyo. Por decirlo de una forma muy sintética, dispongo de lo que, de forma humilde pero realista, habría que llamar retazos de sentido en cuyos marcos los hablantes dan cuenta de la realidad en la que viven y de lo que les acontece. No se trata de discursos compactos y seguidos, sino más bien de sus fragmentos, de sus elementos, eventualmente, de vigas maestras o muros de contención. Valgan estas precisiones como cautela cara a lo que se va a proponer. La investigación, por otra parte, estaba diseñada con el propósito de dar con los discursos diferenciales a los que recurrían distintas categorías de trabajadores a la hora de dar cuenta de las relaciones entre el tiempo de trabajo y el resto de los tiempos (especialmente el familiar) que estructuran la vida cotidiana. El objetivo buscado no era dar con el malestar temporal o la angustia ante la precariedad, pero, dada la configuración de los grupos y dada la realidad con la que tenían que pechar, fueron típicamente los temas que antes o después surgían en sus discusiones. Los tres resultados de la investigación que resultan relevantes en este contexto de discusiones se pueden enunciar así: el primero es que, lejos de lo que se propone, el tiempo no desaparece, sino que se convierte en objeto central de experiencia, suscitando

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En la investigación de referencia, se realizaron 14 Grupos de Discusión (Gd), doce entre diciembre de 2002 y noviembre de 2003 y otros dos en la primavera del 2005. La ficha de los grupos es la siguiente: Gd1: Cajeras, 28-35 años, la mitad con hijos; Gd2 a y b: Cuadros Sector Financiero, varones, 25-35 años; Gd3: Cuadros Sector Financiero, mujeres, 28-35 años, la mitad con hijos; Gd4: Administrativas, 35-50 años, sector público y privado, la mitad con hijos; Gd5: Enfermeras, la mitad con hijos; Gd6: Parados larga duración, alrededor 45 años, la mitad con hijos; Gd7: Paradas larga duración, alrededor 40 años, la mitad con hijos; Gd8: Amas de casa, clases populares, 30-40 años, con experiencia laboral; Gd9: Jóvenes, clase media-clases populares, 20-25 años, empleos temporales; Gd10: Obreros, varones, 35-50 años, con hijos; Gd11: Funcionarias nivel A, 30-45 años, la mitad con hijos; Gd12: Funcionarias nivel B y C, 25-35 años, la mitad con hijos; Gd13: Mujeres clases populares, ocupadas, 35-45 años, la mitad con hijos, sin ayuda doméstica; Gd14: Profesionales (6 varones, 1 mujer), 30-40 años.

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un discurso rico e imparable dominado por la queja; el segundo resultado es que incluso en el caso de categorías sociales especialmente afectadas por la precariedad, como es evidentemente la de los parados, la queja contra el presente de marginación y desvalorización no prescinde de referencias temporales que van más allá y se adentran significativamente en el pasado, lo que significa que el presentismo no se puede entender como encierro en un presente del que no es posible salir; el tercer y último resultado relevante en este contexto muestra la complejidad real del presente en las intervenciones discursivas de los actores, lo que impide reducirlo a un retrato único o esencial: los presentes son múltiples y de esa heterogeneidad hay que dar cuenta. Vayamos con el primer resultado anunciado78. Un análisis atento de los grupos de discusión desvela que, siguiendo esa tradición que arranca de los primeros monumentos literarios de la humanidad, la experiencia de la realidad es verbalizada en términos temporales y ese tiempo del que se habla se presenta como algo hiriente, mal conformado, fuente de sufrimiento. Surge así un discurso coral que construye variaciones sobre el malestar temporal propio de nuestra época, pero que no nos puede inducir de ninguna manera a pensar en una desaparición, volatilización o eliminación del tiempo como quieren los críticos de la posmodernidad y los sociólogos de la sociedad de la información. Lo que en ese discurso de la queja se expresa es la conciencia de vivir en una época desconcertante, sometida a abruptos cambios que han conmovido las determinaciones temporales del trabajo, la vida familiar y la cotidianeidad en su conjunto. Es la queja de quien, recogiendo una justa expresión propuesta por Mario Toscano (2007), convendría llamar el homo instabilis. Todo se muestra como extraño o incluso contrario a las expectativas fácticas o normativas en las que los actores se han socializado y con las que conformaban su mundo normal de vida. El trabajo, la ciudad, la



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Para un análisis más detenido y los fundamentos textuales, surgidos en los grupos de discusión, en los que se basa esta propuesta véase Ramos (2008: 109-118).

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familia (tanto en las relaciones horizontes entre los esposos, como en las verticales con hijos o padres), el ocio, las amistades: todo parece movedizo, inestable, desnormalizado. La clave para expresarlo es el tiempo. De ahí que el malestar ante un mundo desbocado se exprese como malestar temporal. En unos casos, lo que no funciona o resulta insatisfactorio es el tiempo como un recurso disponible: falta, sobra, está desmigajado, no se puede dar, recibir, compartir, etc. En otros, el problema del tiempo viene de un entorno externo que dificulta las sincronizaciones, no proporciona un encaje temporal adecuado para las acciones y aboca a una negociación más bien infinita y de resultados inciertos. En otros casos, la queja contra el tiempo es casi queja del cuerpo o, por decirlo utilizando las categorías de Blumenberg (1996), protesta del tiempo de la vida contra el impasible tiempo del mundo. Los sujetos comparten así sus quejas sobre la necesidad y la imposibilidad, a la vez, de adoptar decisiones estratégicas en su vida cuando el tiempo se les pasa, la ocasión se desvanece o no llega. Hay casos, por otro lado, en los que la queja se lanza hacia la articulación del presente de la acción con el horizonte de futuro, no sabiendo si lo que se hace tiene un sentido viable en el porvenir o si este porvenir está más bien sometido a una deriva errática frente a la que poco o nada se puede. En otros casos, por último, hay una tendencia a una melancólica rememoración de un pasado que no merece la pena valorar porque nada enseña ya que el mundo ha cambiado y no cabe conducirse por lo aprendido. Se podría ir ampliando esta lista de quejas contra el mundo temporal dominado por la prisa, la incertidumbre, la inestabilidad, la precariedad. Lo ya expuesto basta para reafirmar la idea inicial: no estamos ante un mundo destemporalizado, sumido en un caos en el que falten referencias temporales, sino más bien ante la enésima presentación de la experiencia base que Marx fijara como paradigmática en El Manifiesto: todo lo sólido se desvanece, las normalizaciones temporales se descomponen, surgen tiempos nuevos, se lucha por sus definiciones, se pierde o se gana esa lucha hasta nuevo aviso. No hay una caída en un mundo radical del mal, sin relojes ni horizontes temporales, sino una vuelta de tuerca más

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en la vieja dinámica de cambio que arrancó con la modernidad y se acelera con la mundialización del capitalismo.

IV Algo muy distinto de las tesis radicales sobre el presentismo contemporáneo con las que se suele presentar resulta también de un análisis cuidadoso del material proporcionado por la investigación. Como se ha visto, en su forma radical, el presentismo propone un presente colapsado sobre sí mismo. Más adelante, al hilo del análisis de lo que denomino presentes terminales, se podrá comprobar un caso cercano a la tesis radical. Pero no ocurre siempre, ni siquiera en los casos en los que los actores viven la experiencia profunda de precariedad que, en principio, se supone que habría de arrastrarlos a refugiarse en un presente sin horizontes. Voy a considerar en este sentido el caso de los parados79. La información la proporciona los resultados de un grupo de discusión formado por varones parados (al menos durante un año), de entre 40 y 47 años, casados y con hijos. Es evidente que, como los clásicos trabajadores de Marienthal que estudiara en los años 30 Lazarsfeld (1996), los parados se presentan a sí mismos como una categoría social especialmente temporalizada. Por un lado, ser parado es una condición transitoria, del mientras tanto: da cuenta de algo que se sitúa en medio y que no puede o debe durar mucho. Mientras se considera tal, el parado está a la espera de dejarlo de ser, de que su situación acabe y vuelva a ser propiamente un trabajador. Pero según pasa el tiempo y el mientras-tanto se alarga, la espera se llena de desánimo y lo que era un estado transitorio se convierte en estable. De ahí la paradoja temporal del parado: ser parado no es ser nada sustancial y definitivo, pues equivale a situarse en un estado transicional, sin valor propio; se acepta con resignación porque no puede durar; esto provoca una extrema sensibilidad al paso del tiempo, pues cada día que pasa aumenta la

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Para un análisis más detallado del problema y la evidencia textual en que se basa véase Ramos (2008: 140-156).

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sospecha de que ese no ser nada transicional desemboque en un no ser nada definitivo. Todo esto lleva a vivir el día a día, el presente de una manera especialmente agónica: a la espera de un final que nunca llega. Esta precipitación en el malestar del tiempo se hace tanto más dolorosa en razón de que el parado se ubica en un espacio-tiempo desordenado, en el que no encuentra fácil asidero, pues no encaja en ninguna de sus regiones. Queda recluido en la casa, en el hogar, cuando los demás salen; su ronda de actividades está descompuesta y tiene que ser redefinida; le sobra el tiempo que falta a los demás; no se reencuentra en las repeticiones y contrastes que fijan el ritmo de la vida colectiva. En definitiva, es un paria temporal que ni siquiera se reconoce en ese contraste crucial que separa los días laborables del fin de semana: todo para él es domingo o lunes; lo mismo da. ¿Significa esto que, arrastrado por fuerzas que no puede controlar, se refugia en un presente estéril y angustioso del que no se puede salir? Los intercambios comunicativos en el interior del grupo de discusión muestran esto de forma sólo parcial: hay, ciertamente, una angustia por estar situado en un presente sin horizonte, una desorientación temporal que se va haciendo mayor con el paso de los días y los meses. Pero esto no es todo. También el parado lucha contra el desgarro del tiempo y lucha como los humanos lo han hecho desde siempre: por medio de relatos. Es sabido que Ricoeur (1983-5) propuso que las aporías y heridas del tiempo sólo se pueden superar (no sé si resolver) por medio de narraciones; de ahí que todos los saberes que versan sobre la experiencia temporal se apuntalen en relatos. Lo mismo les ocurre a los parados de nuestros grupos de discusión. Una vez acumuladas las quejas, una vez mostrados como víctimas, una vez retratado su malestar temporal, los parados no dejan de contarse los unos a los otros las cosas que les ocurrieron y acabaron generando la situación en la que están. El pasado del que hablan en sus relatos no es ejemplar; no hay ninguna idealización de un pasado para enfrentarlo a la degradación del presente. Es más bien un pasado realista (las cosas tal como ocurrieron), pero que se reconduce a relatos cuyas tramas aportan

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enseñanzas morales sobre el mundo en el que se ubican y sobre su propia situación. La conclusión que alcanzo es obvia. Los parados, hijos de la impotencia y de un universo precario, no se quedan encerrados en un presente sin horizontes, sino que hacen frente a las heridas del tiempo por medio de relatos que convierten en significativa (porque es contable y comentable) la experiencia que han sufrido. El mundo no es un presente desabrido, sino algo a contar de forma que tras el relato que da cuenta de lo pasado se pueda ir abriendo el horizonte de lo porvenir. En consecuencia, una sociología que identificara precariedad y presentificación radical apostaría por una perspectiva miope y poco iluminadora del objeto que quiere analizar.

V Para ampliar más allá de los parados este recorrido crítico voy a intentar, por último, recurriendo también al material proporcionado por la investigación, dar pasos hacia una sociología del presente que cuente con una suficiente complejidad propia como para dar cuenta de la desbordante complejidad de su objeto. Voy a partir del supuesto de que ya la tradición sociológica ha mostrado la complejidad del presente propio de las sociedades modernas. No puedo aquí demostrarlo porque requeriría una cuidadosa reconstrucción de esa tradición, pero considero legítimo proponer que atendiendo a obras como la de Durkheim (1968) y sus colaboradores (Hubert, Mauss, Hertz), Simmel (1986) y Mead (1992) podemos distinguir al menos tres variantes del presente propio de la modernidad: el presente puntual o transicional; el presente sagrado; el presente agónico. Mi propuesta es que estas tres variantes del presente, lejos de haberse desvanecido, siguen a la mano y operantes. Pero ninguna de ellas es dominante hasta el punto de oscurecer o marginar a las demás. Lo que hay es una pluralidad de experiencias que pasan de unas formas a otras. Pues bien, lo que ahora quiero proponer es cómo, al lado de las avaladas por la tradición sociológica, hay otras. Son variantes

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de lo que he denominado en otro trabajo presentes terminales80. No se trata de una alternativa a lo hasta ahora analizado, sino de un complemento. En definitiva, propongo que el presente se vive modernamente de muchas maneras: a las variantes de los presentes eternos, agónicos y transicionales hay que sumar las posibilidades que ofrecen los presentes terminales. Terminal proviene del latín terminus, divinidad romana que sacraliza los límites que separan las propiedades. Por presente terminal entiendo una experiencia del presente que puede aparecer en dos variantes que juegan con la semántica del complejo semántico terminus-terminal: en una de las variantes, el presente terminal se presenta como límite sagrado que no se puede traspasar y obliga a permanecer encerrado en el territorio que delimita; en la otra, aparece, por el contrario, como sumidero que todo lo recoge y atrapa para terminar (en el sentido de acabar) con ello. Término en un caso y terminación en el otro, el presente terminal tiene una doble cara. Los resultados de la investigación proporcionan un retrato aunque sea sintético de esas modalidades del presente que resultan más cercanas a lo que en la sociología contemporánea se sitúa en la deriva del presentismo. Utilizaré el material que proporcionan tres específicos grupos de discusión. El primero, que ilustra la terminalidad como delimitación de un presente del que no se quiere ni puede salir, es un grupo constituido por jóvenes de entre 20 y 25 años, con empleos precarios o temporales y que viven de forma independiente o en casa de sus padres. Los otros dos grupos servirán para ilustrar la otra modalidad de la terminalidad del presente. Están constituidos, en un caso, por varones, trabajadores industriales cualificados y semi-cualificados, de entre 35 y 50 años, casados y con hijos, y en el otro, por amas de casa entre 30 y 50 años de clase media y media-baja, que han trabajado con anterioridad, pero lo han dejado hace ya tiempo. Representan categorías



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El texto que va a continuación sigue muy de cerca lo propuesto en Ramos (2007b).

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sociales de trabajadores-cuidadoras tradicionales que enfrentan un presente exigente. Tres son los rasgos que caracterizan a los jóvenes estudiados: su relación instrumental con el trabajo, su encierro en un presentismo de gozo y autosuficiente, y una individualización extrema. Son jóvenes que entran y salen de trabajos puramente temporales y que, lejos de perderse en quejas continuas contra el mundo, parecen aceptarlo tal como es, quedándose encerrados en los límites sagrados de un presente que gratifica aunque no lleve a ninguna parte y se sepa que es puramente transicional y no durativo. Es así como viven su experiencia de la precariedad. El trabajo no es para este grupo un principio de vertebración o de categorización de uno mismo, de la propia identidad profunda, sino simplemente algo que se hace y que puede ser grato, entretenido, tedioso o incluso insoportable. Dura siempre poco y por ello no constituye nunca destino que haya que asumir. Tampoco deja huella. Evidentemente, tal como se realiza, no lleva, además, a nada. No se es aprendiz de un trabajo, no se tiene la sensación de empezar un camino, sino más bien se vive la evidencia de estar instalado en una estación en la que se permanecerá más o menos, pero desde la que no se inicia ningún trayecto. El tren, si lo hay, pasa por otros sitios. Por la misma razón, lo único que adquiere valor, porque depende de las propias decisiones, es ese ‘salir-salir-salir’ que domina su lenguaje sobre el fin de semana y la noche. Se está en una etapa de la vida en la que es posible obtener gratificaciones a cambio de nada o de muy poco. Lo importante es exprimir esas posibilidades, conseguir que el día dé lo más que pueda de sí, se alargue, se estire, dure más de 24 horas. El viejo presentismo del carpe diem parece dominar sus discursos sobre la experiencia temporal. Pero no se trata de una exaltación del presente como resultado de una elección. El presente en el que se está y que es fuente de gozo, se ha precipitado sobre uno sin buscarlo ni quererlo; es un destino, algo que se le viene a uno encima; algo que no se elige, sino que se acepta. Y se acepta porque de sus límites sagrados es insensato salir. El mundo, por otro lado, es un goteo continuo de individuos irrepetibles, gestos personales y acontecimientos puntuales. No

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hay categorización o tipificación, no se es encarnación de nada, sino individuo singular que prolonga en lo que dice el narcisismo más impúdico del adolescente. En razón de todo ello, el tiempo no desaparece. Aquí no hay desvanecimiento de nada. En todo caso, hay afirmación: el presente queda afirmado, a modo de isla gozosa, aunque cercado por pantanos insalubres; en realidad, el presente es un islote rodeado por una barrera coralina del que no merece la pena salir o, incluso, del que uno no puede salir a no ser que se sea expulsado por fuerzas sobre las que no se tiene poder alguno. El presente es, pues, un presente terminal que poco tiene que ver con el presente transicional de otros grupos de jóvenes trabajadores. No estamos ante el tiempo de los jóvenes, sino ante el tiempo de algunas categorías de jóvenes. Tampoco estamos ante el tiempo de los precarios, sino ante el de algunas categorías de precarios. Frente a esta experiencia del mundo, la de los varones maduros que son trabajadores industriales tradicionales, o la de las mujeres amas de casa, se sitúan en otras coordenadas, aunque muestran también la conexión del sentido de lo que ocurre con la imagen de un presente terminal —en este caso como sumidero de la historia por el que se cuela todo lo que carece de actualidad—. Los trabajadores industriales del grupo de discusión se presentan como sólidos representantes de un mundo de varones austeros que han vivido en un universo en el que regía lo que ellos denominan un “protocolo”, es decir, un modelo confiable que fijaba cómo eran y debían ser las cosas, qué se debía hacer y qué gratificaciones finales se podían esperar. Era un mundo sin grandes satisfacciones, más bien sometido a servidumbres, cargas y renuncias, pero bien ordenado. Había modelos plausibles de conducta que uno aprendía de pequeño y debía trasmitir a los propios hijos, eslabonando de esta manera la infinita cadena temporal del ser. Esos sujetos dicen haber cumplido con sus obligaciones, pero no haber obtenido a cambio lo que estaba prometido. Su estatuto aparentemente granítico como trabajadores se acaba mostrando débil y quebradizo. Viven en una actitud defensiva y en retirada frente a los embates de una realidad que conspira contra ellos porque ha proclamado su prescindibilidad. Son como algunos de los

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trabajadores de los que habla Sennett (2000): prescindibles, muertos vivientes, incapaces de comprender el mundo que se ha puesto en movimiento y los está barriendo. Es por esto por lo que sienten como su determinación propia más profunda la inactualidad. La inactualidad proviene de la constatación de las grietas que se acumulan en todos los soportes de su realidad. No sólo el trabajo que dominaban está siendo transformado, sino también la familia. Sus mujeres ya no son esposas fiables, sino divorciadas a la espera. Sus hijos no son herederos, sino “ocupas” que están aparcados en sus cuartos en casa, viven un mundo cultural que les resulta impenetrable y dominan lenguajes que les son extraños. La grieta del trabajo, sumada a la grieta de la fuente de plausibilidad del mundo cotidiano que es la familia, llevan a la constatación de su inactualidad. El presente se convierte en terminal. Ciertamente, son sujetos que vienen de alguna parte y han encarnado algo, pero esa parte de la que vienen y el algo que encarnan han acabado por ser naderías. Son restos que el sumidero de la historia traga, de modo que el presente en el que están, y que es lo único en lo que pueden estar, es un presente terminal: pasado su límite sagrado sólo hay profanación y desaparición de las cosas. El caso de las amas de casa no difiere en mucho de este retrato. También en este caso se da una presentación compacta de la propia legitimidad de origen, de la capacidad para encarnar valores positivos, de la plena concordancia entre lo que se es y lo que se debería ser. Las amas de casa hacen un elogio encendido de sí mismas, pero en la sombra de ese discurso aparecen todas las dudas sobre su plausibilidad. Tres son los flancos débiles en donde se palpan sus debilidades, y los tres permiten enunciar una idéntica condena final que repite lo mismo: inactualidad, inactualidad, inactualidad. El primer flanco es el que se abre cuando se comparan con las otras mujeres, específicamente, con las que desarrollan un trabajo que se sitúa más allá de la familia y el hogar. La debilidad de esta relación radica en que, por mucho que se insista en la retórica de la adecuación del ama de casa al modelo más elevado de mujer reproductora de hijos, bienes y cuidados, sus intervenciones muestran que se saben inactuales en comparación con la modernidad

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y el futuro que representan las que trabajan fuera, tienen mayores cualificaciones que ellas, han estudiado, y no se han limitado, como dice expresivamente en una de las intervenciones, a acumular “master en hijos y comidas”. La sensación de vivir en un presente en el que el personaje social que ellas representan ha llegado a su agotamiento es la expresión más clara de su instalación en un presente terminal. Esta sensación se ahonda por la inseguridad que les provoca el futuro del matrimonio y de sus relaciones con los hijos. Se vive la actualidad como incierta, abierta a remodelaciones. El matrimonio no es confiable y, en razón de ello, no se puede confiar en un futuro a cubierto de contingencia. Conscientes de vivir en una institución más endeble de lo que habían creído, se sienten precipitadas en un presente en el que se acaban las cosas tal como fueron tradicionalmente. Con todo, no se tiene voluntad de salir, de cruzar la frontera de ese presente. Es un último refugio donde quedan encerradas, como en reserva de animales amenazados de extinción, las últimas representantes de un mundo herido y destinado a la desaparición. Esta sensación la corrobora la inseguridad al pensar las relaciones con los propios hijos. La pregunta que surge en las discusiones es dura: ¿pagarán los hijos la deuda que han contraído con nosotras? ¿conseguirán compensación nuestros desvelos y se mantendrá el vínculo familiar cuando los hijos salgan de casa? La sospecha que nadie sabe disipar es que es posible que en el viejo espacio de las relaciones familiares no rija ya la reciprocidad, de forma que en el futuro los hijos no se sentirán comprometidos por las promesas que, explícita o implícitamente, realizaron de pequeños. En definitiva, en un mundo que se siente abocado a la extinción, como es el de los trabajadores tradicionales o el de las amas de casa, sólo se puede vivir en el presente, pero en un presente terminal, un edificio deteriorado del que no se puede salir y que se desmoronará cuando salgan sus últimos inquilinos. Por otro lado, en un mundo en el que lo que se hace es diversión o trabajo que no dura y no va a ningún sitio, como es el de los jóvenes temporales, sólo puede haber sentido en un presente terminal: presente que acabará desapareciendo, pero del que no se debe salir a la espera de la orden de expulsión que, por desgracia, alguien dará. En un

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caso tanto como en el otro, lo que tenemos es la experiencia del presente terminal que, de este modo, constituye otro horizonte de sentido que amplía las ya variadas experiencias del presente: la que lo concibe como eternidad, la que lo presenta como agonía y desgarro, la que lo muestra como transición hacia algún otro sitio.

VI Tras este recorrido, las conclusiones que se han ido alcanzando pueden resumirse así. El malestar del tiempo es parte central, sin duda, de la experiencia del mundo social en el que vivimos. Lo ponen de manifiesto los hablantes en nuestros grupos de discusión. Pero ese malestar no se puede identificar sin más con la pura y simple desaparición de todo marco temporal. A lo que se asiste más bien es a una problematización de los marcos usuales, esperados o idealizados de la acción, lo que afecta a todos los aspectos cruciales del tiempo: el tiempo como recurso, el tiempo como entorno, el tiempo como cuerpo, el tiempo como horizonte. La relevancia del presente, por otro lado, que tan acertadamente han puesto de relieve las tesis presentistas, no trae de la mano siempre la pura reducción de la experiencia temporal del mundo a un presente encerrado en sí mismo, sino que se vive en el horizonte del triple presente agustiniano. Hay, pues, que atender al modo concreto en el que las distintas categorías sociales atrapadas en un presente de difícil gestión recurren al horizonte temporal disponible ya sea para construir historias que desembocan en, o iluminan, el presente, ya sea para conjeturar futuros a los que asirse. Parece obvio, por último, que el presente se puede decir de muchas maneras, lo que no es sino la consecuencia de que se viva de formas muy variadas. Lo que como sociólogos hemos de hacer es dar nombre a todas esas variantes y, una vez analizados los segmentos discursivos que les son propios, indagar sus bases sociales de sustentación. La sociología de la precariedad irá así de la mano de una sociología del tiempo que se abre a las caras del presente y sus complejas articulaciones con los otros tiempos de la experiencia.

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9. Precariedad y modelos de consumo: la sociedad de bajo coste Luis Enrique Alonso

“…nos ha cogido por sorpresa un mundo de incertidumbre fabricada” Anthony Giddens “la precariedad es ante todo una relación de tiempos, para controlar el futuro es necesaria una cierta estabilidad en el presente” Robert Castel

1. INTRODUCCIÓN: JUVENTUD Y PRECARIEDAD LABORAL En España, muchas voces han hecho hincapié en la forma en que el período de la vida correspondiente a la juventud ha ido extendiéndose, hasta el punto de que personas que tienen más de treinta años son consideradas todavía oficial y cotidianamente como jóvenes (Injuve, 2005; Pérez et al., 2006). Esto se corresponde directamente con el hecho de que un porcentaje muy elevado de treintañeros sea todavía, en términos económicos y de vivienda, dependiente de sus padres, no resultando posible, para un número cada vez mayor de personas, desarrollar un proyecto vital que pueda ser considerado completamente autónomo. Algunos discursos han señalado la indolencia de las nuevas generaciones, acusándolas de vivir demasiado cómodamente en el seno de sus familias. Es cierto que las relaciones interpersonales dentro de la familia española han cambiado de forma drástica, y que la vida para los

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niños (convertidos ellos mismos en bienes de lujo en esta sociedad hiperconsumista) ha sido, en muchos sentidos, más sencilla que la de las generaciones anteriores, no sólo en términos de prosperidad material, sino también en el desarrollo de relaciones en las que el afecto ha tomado un papel esencial. No obstante, las dos razones primordiales por las que los jóvenes no han podido abandonar el hogar, incapaces de desarrollar un proyecto de vida autónomo, han respondido más bien a un problema de raíz económica: los elevados precios de la vivienda en cualquiera de sus regímenes y los malos empleos (con sus bajos salarios). De acuerdo a los informes mencionados con anterioridad (Pérez et al., 2006: 8), la gente joven sí que desea emanciparse: más de dos de cada tres jóvenes menores de treinta años aún viven con sus padres, pero el 80% desearía vivir de forma independiente. Esta situación se aprecia claramente leyendo las estadísticas: de acuerdo a los datos de Injuve (2005), el 71,4% de los jóvenes menores de treinta años aún vive con sus padres. Hay estimaciones que apuntan a que los miembros de ese grupo de edad alcanzan una independencia total a los 36 años de edad (de acuerdo a Pérez et al., 2006: 11). Los jóvenes permanecen en casa de sus padres y ahorran para la futura adquisición de una vivienda nueva en propiedad, y habitualmente estudian en la universidad mientras viven en casa de sus padres. Además de este patrón cultural específico, la mayoría de los jóvenes justifica la permanencia en casa de sus padres por motivos económicos, fundamentalmente por las dificultades que encuentra a la hora de buscar empleo. Y es que los jóvenes son los más castigados por el desempleo, como se observa en la tabla 1.1. Tabla 1.1. Porcentaje de desempleo en España EDAD Total

16 a 24

25 a 34

35 a 44

45 a 54

+ de 55

Ambos sexos

8,51

17,92

9,12

7,02

5,94

5,44

Varones

6,31

14,97

6,89

4,79

3,96

4,61

Mujeres

11,55

21,61

11,90

10,06

8,85

7,08

Fuente: INE (2007)

Precariedad y modelos de consumo: la sociedad de bajo coste

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La precariedad laboral, así, parece haberse convertido en nuestros días en un fenómeno estructural, y no sólo en España sino en toda Europa. Pero es verdad que en el caso español, factores como el mileurismo, las becas sin seguridad social, los contratos temporales (nada menos que un tercio del total de trabajadores tiene un contrato de estas características) y de formación, las agencias de trabajo temporal y el creciente recurso a la mano de obra inmigrante están configurando un escenario en el que disponer de condiciones de trabajo dignas y estables se plantea, cada vez más, como un reto difícil, tanto o más como acceder a una vivienda digna. Normalmente, se ha reflexionado sobre la precariedad desde una crítica a las estrategias empresariales de flexibilización del mercado de trabajo, apoyadas por los cambios legislativos de las últimas décadas. Sería el resultado del paso de la sociedad industrial a la sociedad de servicios en un escenario de creciente competencia internacional, fruto de la globalización y las políticas neoliberales hegemónicas en el capitalismo desorganizado. La precariedad laboral, que afecta sobre todo a los sectores más débiles y vulnerables de la sociedad (jóvenes, mujeres, inmigrantes), se presenta como el resultado, por nadie deseado, de una reorganización del marco institucional laboral necesaria para asegurar dicha competitividad en los mercados. Las empresas necesitan competir si no quieren cerrar: las estrategias de flexibilización del mercado de trabajo serían imprescindibles para permitir que continuasen su actividad, ayudando además a aliviar los índices de desempleo. Por tanto, aunque no guste, la precariedad laboral es el mal menor, esa solución de compromiso para que, al menos, más personas trabajen y el desempleo sea inferior. Esta doctrina se ha mantenido en las políticas de empleo de los gobiernos socialdemócratas y conservadores, pese a sus discretos resultados en la competitividad de las empresas y la productividad de los trabajadores (Ruesga, 2002; Alonso, 2007).

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2. PRECARIEDAD, POSTFORDISMO Y DESREGULACIÓN DE LAS RELACIONES LABORALES El fenómeno de la precariedad en el mercado de trabajo español ha sido estudiado en profundidad en numerosas publicaciones (Miguélez y Prieto, 1999; Alonso, 2001; López Calle y Castillo, 2004). España es el país de la Unión Europea con la tasa más elevada de trabajadores con contrato temporal (34% en el año 2006), esto es, líderes europeos en esta desafortunada estadística. De hecho, es el doble que la media de la eurozona, que se sitúa en el 16% frente al 33% español. Podemos comparar además las estadísticas españolas con las de otros países de la Unión Europea (tabla 1.2). Tabla 1.2: Tasa de temporalidad en diferentes países de la UE Tasa de temporalidad

Tasa de temporalidad