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Juan Ruz Convivencia y Calidad de la Educación: Orientaciones y Propuestas 1. La Política Educacional y sus bemoles De

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Juan Ruz

Convivencia y Calidad de la Educación: Orientaciones y Propuestas

1. La Política Educacional y sus bemoles Desde el Informe Delors en adelante, venimos hablando de necesidades de formación que están más allá de las habilidades para el aprendizaje conocidas como el aprender a ser, aprender a hacer y aprender a aprender. Siguiendo ese informe, en este caso, es el “aprender a vivir juntos” lo que nos convoca a revisar la cultura de las instituciones educativas. Si bien todas estas dimensiones están estrechamente entrelazadas, constituyendo un plexo comple­ jo, es la manera de estar juntos o de convivir en el seno de los establecimientos educaciona­ les lo que nos interpela. Y no por azar sino en respuesta a la diversidad y al discurso que le es inherente, un tema tan urgente a la hora de argumentar y construir políticas sociales y educacionales. Pero hablar de convivencia en los establecimientos educacionales, remite a componentes y aspectos muy variados y diversos. Representaciones sociales de los actores; roles; climas institucionales; normativa o reglamentos escolares y otros. Por lo cual es preciso recordar que la investigación se ha planteado la necesidad de practicar una indagación y sistematiza­ ción centrada en las siguientes interrogantes: ¿Qué problemas de convivencia aparecen en las escuelas y liceos? ¿Qué capacidades organizacionales y pedagógicas poseen las escuelas chilenas para generar sus propios proyectos de mejoramiento de la convivencia escolar? ¿Cómo asume la escuela la relación entre convivencia y calidad de la educación? ¿Cómo se expresa, en el marco de la convivencia y de la formación ciudadana, la relación entre habili­ dades sociales del educando y rendimiento escolar? ¿Qué está pasando con aquéllas expe­ riencias educativas que están interviniendo directamente en la educación emocional de los actores de la comunidad educativa? De las respuestas a estas preguntas, ya se dio cuenta en los resultados de la investigación. Ahora, quisiéramos situarnos a mayor distancia y juzgar sobre la situación configurada por las políticas educacionales y sus contradicciones. Recordemos algunos elementos del discurso y las contradicciones en la política. En pri­ mer lugar, el marco político principal de “crecimiento con equidad” adoptado al comienzo de los 90, propuesto por CEPAL Y U N ESCO . Y aún intocado. El resultado, una notable persistencia de la deficiencia en la calidad medida por pruebas estandarizadas (SIMCE, PSU y otras), a pesar de las cuantiosas inversiones en infraestructura y equipamiento. Ade­ más, es sabido que la inversión en las personas, descontados los salarios de los profesores y 247

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otros, no tuvo la misma preocupación. La apuesta no fue hecha a los actores: Directores, supervisores, alumnos y gestores municipales o privados. En materia de equidad, el resulta­ do confirma una deplorable segmentación por clases sociales. La sociedad chilena conocía de esto, pero sólo recientemente con el boquerón abierto por el movimiento estudiantil acaba de darse por enterada del todo —al igual que el gobierno—, ya que los sujetos mismos de la educación, aquéllos que la viven, no la soportan o al menos la viven mal. Imagínese el lector, cuánta frustración hay detrás del movimiento de los estudiantes secundarios, incuba­ da en los propios establecimientos educacionales, esto es, por la cultura propia de las escue­ las y liceos del país. En segundo lugar, la reforma educacional en lo curricular pretendía sintonizar con los códigos de la modernidad, pero los expertos no se dieron cuenta, suponemos, que para ello requerían contar con profesores que estuviesen en condiciones de hacerlo. ¿En qué códigos estarían pensando? ¿Acaso tampoco se dieron cuenta que para ello requerían el concurso de las universidades que forman profesores? Lo cierto es que levantaron un discurso curricular a puertas cerradas, de expertos altamente especializados, tecnócratas, sin mirar para el lado. Casi 15 años después, la O CDE, unos expertos creíbles para ellos, dejaron abierta la contradicción de la política educacional, que suponía contar con las universidades para la formación de profesores competentes. En el mismo Informe O CD E quedó al descubierto otra gran contra­ dicción: Que la educación pública, más del 90% de la educación básica y media, estaba sujeta a un currículo diseñado centralizadamente pero gestionado descentralizadamente por sostenedores municipales y privados, con todas las distorsiones y desviaciones que conocemos. Estas dos contradicciones de la política no son menores. Y tampoco fue la O CD E la prime­ ra en advertirlo. Sólo fue la fuente de credibilidad suficiente para los expertos chilenos. El tercer aspecto a destacar en este equívoco y contradicción de la política es la pretensión de medir la calidad sólo por pruebas estandarizadas. Una visión eficientista e instrumental de la educación, restringida a resultados y empujada por la comparación con países desarro­ llados. La escuela misma como unidad de sentido en que ocurren los procesos educativos; la cultura juvenil; la participación de los actores; un tipo de gestión participativa; la normati­ va; la plataforma socio-afectiva de acogida y de confianza que supone una unidad educativa; las expectativas de los niños; las opiniones y puntos de vista de padres... En fin, la conviven­ cia al interior de los establecimientos no ha sido parte sustancial de la política. La cultura misma de las escuelas y su contexto escapan a los expertos. La mirada eficientista y tecnocrática tiene una sola vara para medirlos a todos por igual. Sin referencia a la calidad de la convi­ vencia y a la cultura de las escuelas y liceos no podemos definir la calidad de la educación. Este equívoco en la política nunca fue admitido; los profesores no fueron considerados como protagonistas del cambio, sino muy tardíamente; las universidades que forman profe­ sores no fueron asociadas a pensar el cambio. La mirada a la cultura y convivencia en los establecimientos educacionales nunca estuvo en el primer plano de la política. El sistema escolar sólo estuvo tensionado por la necesidad de demostrar mayor rendimiento medido por pruebas estandarizadas. Si el movimiento estudiantil no hubiese abierto el tremendo boquerón existente en la educación chilena, expresando un nuevo protagonismo y sensibili­ dad por los déficits de calidad e inequidad en la educación, aún estaríamos discutiendo los matices y pliegues menores de lá política educacional. Así cabe entender los nuevos temas 248

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que han aparecido en el primer plano: el fracaso de la Jornada Escolar Completa; la enorme segmentación de la educación por clases sociales y otros. Pero lo notable, es que haya sido el movimiento estudiantil —actor secundario—quien haya puesto en jaque al sistema. En efec­ to, con su entrada en la escena política los estudiantes han removido las bases mismas de la política, han empujado las vallas mucho más allá de lo imaginable. Han cuestionado los límites en que está encerrada la política, han objetado las bondades del mercado educacio­ nal; han denunciado las pretensiones de privatización de la educación pública; han dejado al descubierto que la libertad de enseñanza está mejor garantizada que el derecho a una educa­ ción de calidad para todos. En síntesis, han denunciado el fracaso de las políticas de calidad y equidad de la educación chilena. Pero sobre todo, han vuelto posible que en un contexto de riqueza haya de una vez por todas más recursos para la educación. Estos límites fueron fijados a comienzos de los años 90, según la convicción o discurso que el Estado no estaba en condiciones de asumir sobre sus espaldas todo el peso de la educación, abriéndose así hacia la privatización que impuso el modelo neoliberal de mercado. Y las consecuencias de inequidad que le son inherentes. El supuesto es que hoy, en condiciones muy mejoradas y con un acuerdo generalizado, que compartieron todos los candidatos presidenciales, los economistas no sigan predeterminan­ do con criterios economicistas el destino de la educación chilena.

2. Los ejes del cambio Los argumentos esgrimidos más arriba nos llevan a considerar seriamente la complejidad y profundidad del tema educacional. Y ciertamente del diseño de la política. Esta compleji­ dad incluye, por ejemplo, no sólo lo que queremos cambiar en términos culturales de co­ nectar mejor las escuelas y liceos con la cultura de los niños y de los jóvenes; un tema ^indispensable de resolver, si se considera las dificultades que ello representa para los profesoje s. Ello supone que los maestros sepan cómo hacerlo; lo que representa un tema nada menor. Pero también incluye lo que queremos conservar, pues, una institución escolar nece­ sita precisar qué es lo suyo como sistema social y establecer los fines mismos que justifican la existencia de la institución, fines que no se transan; no están en discusión. Esta es en sí misma una gran tarea. La educación trabaja con los jóvenes; no contra ellos. Es parte de la complejidad de la educación hacerse cargo del deseo de la sociedad, consul­ tarla y comprometerla,'expresando lo que quiere cambiar y aquello que quiere conservar en su modo de vida. Hasta aquí, la participación ciudadana no ha sido parte del diseño de la política. Ni los políticos ni los técnicos se tomaron la molestia de hacerlo y cuando lo hicieron fue de manera restringida. Y los resultados tampoco fueron conocidos. Cuando los actores no son consultados, cabe la posibilidad de que se tomen el escenario poniendo la política educacional en apuros. Esto es exactamente lo que nos ha ocurrido, demostrando que la educación no es solamente un problema técnico o tecnocrático. Tam­ poco es un problema solamente de la escuela y de la familia. Es un asunto de orden público, de bienes culturales y formativos. No es sólo un problema de habilidades y competencias, es un asunto social, cultural y político.

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En un plano más teórico, hay resonancia de una comprensión de la política educacional expresada en una restricción de la educación como agente de modernización, concebida en un plano de semi-modernidad, representada por la ruptura entre el saber científicamente racionalizado y el funcionamiento de la democracia. El supuesto de esta ciudadanía a me­ dias es que al ciudadano común no se le reconoce su capacidad para tomar parte en las decisiones. Así, no es de extrañar que esta clase de educación moderna carezca de sentido crítico, definida como ha sido, según criterios puramente técnicos. Con lo cual queda plan­ teada una escisión entre lo que es de orden técnico instrumental y el espacio de orden práctico, valórico y actitudinal.

Primer eje: Asumir la convivencia como dimensión formativa inherente a la calidad de la educación. La línea argumentativa en que se sustenta la propuesta de una convivencia como dimen­ sión constituyente de la calidad de la educación se funda en las cuatro afirmaciones siguientes: Primera afirmación: El discurso educacional se ha centrado desembozadamente en el desarrollo de habilidades y competencias cognitivas, en desmedro de las habilidades sociales necesarias y urgentes en nuestro modo de vida social. Las pruebas estandarizadas hacen parte del discurso reduccionista de una modernidad a medias, caracterizada por situar la educación como recurso instrumental para el desarrollo económico, desplazando al segundo plano los componentes socioculturales y formativós de la educación. Una concepción más integral de la calidad de la educación supone incorporar los referentes de la calidad de la convivencia como dimensión inherente a la calidad de la educación. Segunda afirmación: Asumir la convivencia como componente de la calidad de la educa­ ción supone un giro en las políticas educacionales, caracterizado por la tarea mayor de aprender a vivir juntos, una tarea que supone el desarrollo de las habilidades sociales corres­ pondientes. Para ello, es preciso reconocer los desafíos y alcances que plantea el desarrollo de habili­ dades sociales y su incidencia en la convivencia y la cultura institucional de las escuelas y liceos del páís, habida cuenta que sin este plano de desarrollo no podremos inflexionar en la calidad de la educación desde la óptica que buscamos. En todo caso, si hablamos de una educación de calidad para todos, hemos de tener claro que nos reconocemos en un derecho humano de naturaleza cultural. Este derecho está destinado a proteger una justicia social distributiva de los bienes culturales y formativós que representa la educación. La desigualdad en la protección de este derecho no hace más que reproducir y profundizar las desigualdades del orden económico y social. Una razón sufi­ ciente para reprobar las políticas educacionales de un determinado gobierno, desde una ética implícita en los derechos humanos. Tercera afirmación: Adoptar una política de convivencia en los establecimientos educa­ cionales quiere decir fundamentalmente impulsar dos procesos complementarios: G aranti­

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zar una mayor participación de los actores institucionales desde sus respectivos roles y esta­ blecer un clima de confianza institucional. Participación y confianza parecen ser los dos pilares básicos sobre los que descansa una política de convivencia para alcanzar una plata­ forma socio-afectiva institucional. Ciertamente, esto supone establecer “procedimientos y herramientas” para llevar a la práctica y complementar estos dos procesos. Está claro que la participación siempre será limitada en un clima de desconfianza; asimismo, sólo se construyen confianzas en climas participativos. Cuarta afirmación: La educación siempre está tensionada por dos lógicas: Una de orden técnico e instrumental, expresada en el rendimiento escolar, a menudo centrada en el desa­ rrollo de habilidades cognitivas; la otra, de orden práctico-convivencial, expresada en moti­ vaciones, valores y actitudes culturales, corrientemente asociada a los proyectos educativos institucionales de las escuelas y liceos. Ambas lógicas se ordenan según racionalidades dis­ tintas, que pueden ser complementarias. Pero, no lo son necesariamente. Una articulación armónica entre ambas, supone responder a la pregunta simplificada por ¿cuánto de instru­ mental y cuánto de valórico-actitudinal deseamos para la educación chilena, hoy? Una pre­ gunta que se puede extender, por cierto, a la familia chilena, a la sociedad chilena y también al modo social de vida en los actuales procesos de modernización en que vivimos. Esa pregunta también se puede formular así: ¿En qué se funda un equilibrio armónico de las dos lógicas y racionalidades descritas, habida consideración de un determinado nivel de desarrollo científicamente racionalizado y de unas coordenadas ético-políticas y culturales que operan como motivaciones de la vida social? A nuestro entender, estas preguntas no han sido respondidas satisfactoriamente en la política educacional. Acaso, nunca fueron formuladas siquiera. La respuesta podría aclarar qué es lo que hemos instalado como subentendido de calidad de la educación y qué nos gustaría instalar como deseo de una educación de calidad. Al revés de lo que pudiera pensarse, no esperamos disminuir la importancia de la calidad medida por pruebas tales o cuales. Lo que buscamos es admitir que los problemas motivacionales y culturales que plantea la calidad de la educación merecen un reconoci­ miento mucho mayor en las políticas orientadas hacia la calidad y equidad de la educación. Tal vez, ello supone reconocer en la convivencia de las escuelas y liceos un nuevo referente de la calidad de la educación. O, como algunos ya lo imaginan, un simce cultural destinado a medir la calidad de la cultura escolar.

Segundo eje: Las escuelas y liceos requieren avanzar hacia el desarrollo de procesos de metacognición institucional Sabido es que la posibilidad de que una escuela aprenda en comunidad tiene que ver con la existencia de propuestas colectivas, desarrolladas en un contexto de participación y con­ fianza que posibilite que la institución ponga en práctica procesos de autoconocimiento y autorregulación de sus propios procesos de gestión. A este aspecto, refiere Mario Letelier (2001) cuando propone extender el concepto de metacognición al de metacognición 251

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institucional. Desde esta plataforma, si pensamos en una escuela que forma para la convi­ vencia, pensamos en una organización completa, actuando como una unidad y desarrollan­ do deliberadamente procesos de diagnóstico en torno a la convivencia, implementando innovaciones para mejorar la convivencia y desarrollando procesos evaluativos que iluminen el camino por el que ha de transitar el quehacer institucional. Dados los débiles hallaz­ gos que permite apreciar el estudio sobre la convivencia en las escuelas y liceos en este plano, pareciera ser este el camino por el que hay que transitar para optimizar la calidad de la educación sin caer en rutinas estériles. Primera afirmación: J is necesario construir unidad de sentido, no uniformidad ni hete­ rogeneidad de comprensiones. Desde la voz de los actores de la escuela, la convivencia esco­ lar se ha quedado entrampada en un discurso heterogéneo, del que todos los actores hablan y reconocen su importancia, sin que ello se refleje en una cultura institucional que enfrente y aborde la convivencia coñ unidad de sentido. Con todo, más allá de esta heterogeneidad, la comprensión de la convivencia está planteada desde supuestos que reflejan un interés más bien instrumental, valorándose su carácter pedagógico en tanto es necesario controlar la expresión de ella para el mejor funcionamiento de la escuela, entendiéndose por tal el mayor rendimiento en términos de mejores puntajes, mejores evaluaciones, etc. Se trata, entonces, de discursos y comprensiones disímiles que, muchas veces, no se integran, desaprovechándose tal diversidad para enriquecer el trabajo de la escuela, tanto al interior como en el plano extra aula. ' Segunda afirmación: En la gestión de la convivencia, es menester compartir las 'íhiciativas y las responsabilidades en un contexto de participación y de co-construcción. En efecto, las instituciones escolares no han sido capaces de hacerse co-responsables en la tarea de ejecutar la política de convivencia escolar. Las razones de ello son variadas y refieren, espe­ cialmente, a situaciones que reflejan problemas en la gestión, la cual se muestra a veces blanda o debilitada. Hacer partícipe a una comunidad entera supone, en primer término, un proceso claro y fluido de divulgación y socialización de esta política. Los actores educa­ tivos, en general, manejan escasa información y, además, de manera muy parcializada. A lo anterior, se suma una comprensión sobre la convivencia que pone en juego una necesidad de orden y el consecuente control, orden que generalmente resulta estar apoyado en un «deber ser» que viene asignado a los establecimientos, tanto desde una perspectiva cultural como desde las mismas políticas educativas, con gran énfasis en los resultados, evaluaciones, competencia por el rendimiento académico, etc. Este escenario, que obstaculiza la entrada de la convivencia a la cultura de escuelas y liceos, lleva a preguntarse acerca de lo que es preciso hacer para no caer en acciones parcializadas, sin nexo alguno con el Proyecto Educativo Institucional, sin búsqueda colaborativa ni unidad de sentido, que se traducen finalmente en tareas por hacer, por _ejecutar. Se trata de demandas interpretadas como exigencias supernumerarias del nivel directivo o de más arriba, que no permiten finalmente la presencia real de espacios o proce­ sos de carácter participativo o reflexivo. Tercera afirmación: Es necesario legitimar todas las acciones diagnósticas que sean nece.sarias para conocer el modo de convivencia que tenemos y, desde allí, proyectar la conviven­

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cia que queremos. Las escuelas y liceos no han promovido espacios de diagnóstico que permitan reconocerse, mirarse, aprender y desaprender desde sus propias prácticas. Flecha (2001), experto en formación comunitaria, señala que los resultados de la investigación de muchos programas y proyectos educativos que, en diferentes lugares del mundo, están ob­ teniendo resultados exitosos en la superación del fracaso escolar por la vía de una conviven­ cia solidaria, refieren a la escuela vista como una comunidad de aprendizaje. El autor asume que las experiencias más reconocidas dentro de la comunidad científica comparten caracte­ rísticas y orientaciones comunes que han posibilitado su éxito a partir de relevar el funcio­ namiento de las escuelas en un sentido más dialógico, donde la confianza y la participación representan elementos centrales. Las diversas experiencias del estudio “Escuelas que aprenden a convivir y conviven para aprender”ponen al descubierto un conjunto de debilidades que actúan como obstáculo para que las escuelas aprendan por sí mismas. Esto es, la capacidad para llevar a cabo procesos metacognitivos que les permitan desarrollarse de manera más autónoma. La gran debilidad observada en cuanto a la ausencia de un trabajo diseñado colaborativa e institucionalmente en relación a la convivencia escolar, encuentra explicación en el escaso y nulo desarrollo de acciones diagnósticas formales, que permitan mostrar el estado de la convivencia, el clima escolar y los principales problemas que se hacen presentes en cada realidad escolar, para desde allí proponer acciones que sean abordadas de manera transversal e involucrando a toda la comunidad. A lo anterior se suma, también en el plano diagnósti­ co, la falta de acciones tendientes a identificar, desde las experiencias de los profesores, las principales necesidades de actualización y perfeccionamiento en convivencia, que les permi­ ta contar con herramientas teóricas y metodológicas para enfrentar pedagógicamente las problemáticas encontradas. Demás está decir que lo anterior se ve mayormente dificultado por el factor tiempo, definido por todos los actores como un aspecto que impide una re­ flexión más acabada de este y otros temas. Ligado a lo antes señalado, resulta difícil pensar en una escuela que aprende, que se mira a sí misma y al contexto, si no se aprecia un trabajo organizado, tendiente a diseñar innova­ ciones pedagógicas en este plano y a desarrollar evaluaciones sistemáticas y formales sobre tales innovaciones. Si no hay información relevante, producto de acciones diagnósticas, que permita tomar decisiones consensuadas, difícilmente los establecimientos pueden pensar en acciones innovadoras a desarrollar. Cuarta afirmación: Las tres afirmaciones anteriores, sobre sentidos compartidos, partici­ pación y diagnóstico, nos llevan a formular la propuesta de una escuela metacognitiva que transita desde un rol pasivo a ser efectivamente ejecutora de una política de convivencia escolar. Dado este escenario, hay un desafío enorme por alcanzar, que tiene que ver con recono­ cer, tal vez, que la principal tensión a la que se ven enfrentados los establecimientos educa­ tivos para llegar a desarrollar procesos metacognitivos es la fuerte demanda, sentida tanto^ desde docentes, directivos y apoderados, por alcanzar el logro de objetivos, que son instrumentalmente muy valiosos, pero que les lleva a descuidar el logro de aquellas metas que son relevantes, en cuanto a promover, por parte de todos los actores, el sentirse partíci-

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pes de una comunidad humana y de un proyecto que les aporta identidad y sentido de trascendencia.

Tercer eje: El multiculturalismo requiere de una mirada más integradora e inclusiva en la escuela Podemos denominar multiculturalismo —tributario de un interés hermenéutico-críticoal discurso social y pedagógico que viene a levantar la pregunta por la diversidad social, por las diferencias y por la legitimidad de ellas en los procesos educativos. En este sentido, la diversidad es reconocida aquí como la plataforma compleja e inevitable sobre la cual se genera un determinado tipo de convivencia humana. Parece claro, los problemas de convi­ vencia afloran cuando las personas operan/son/actúan desde la diferencia; si fuésemos todos iguales, en igual sentido, no habría problemas de convivencia. De ahí que la reivindicación de la aceptación de la diversidad -o de la diferencia- ha sido el espacio simbólico más apropiado para tal operación de renovación educativa. De este modo, las ilusiones de igualdad tanto social como económica han dado lugar a una deman­ da de justicia que per se no puede ser igualitaria, cuya expectativa es la incorporación —o al menos el reconocimiento—y que se satisface en su propia distintividad. En esta arremetida multiculturalista se empieza a distorsionar el sentido moderno origi­ nario de la Ilustración y su primer esfuerzo emancipador de cariz clasista, secularizador, científico y democrático; al contrario, han construido un imaginario político en que, dilu­ yendo las diversidades de clase han puesto otros temas, tales como las discapacidades, las etnias, los géneros, las religiones, etcétera, sobre la base que esas sí son opresiones mayores ya que han estado invisibilizadas. Así, se han relevado “otras injusticias” cuyo carácter moder­ no es dudoso, lo que no quiere decir que no sean verdaderas opresiones. Lo común a todas ellas es que su posición desaventajada radica en una cultura discriminadora y prejuiciosa, la que ha construido estereotipos para mantenerlos bajo la hegemonía de un grupo de poder. Por ello, la escuela requiere ajustar sus tonos y lugares de habla en lo referido a la dnlersí" dad, de modo de enriquecer sus intervenciones de educación convivencial. Este enunciado se sostiene en las siguientes cuatro afirmaciones: Primera afirmación: La escuela debe aprender a diferenciar y sacar provecho a la relación cultural entre lo local y lo global. En el marco de una institución escolar que posee, genq^a y transmite elementos culturales, contextualizada en una sociedad que asume la globalización como principal vía de desarrollo, la tensión local-global obliga a la escuela a pensar la pre­ gunta ético-política por qué es aquello que la educación asume de modo responsable y crítico, permeando selectivamente los efectos no deseados de una lectura excesivamente localista o pretenciosamente globalizadora de la cultura y la realidad social. Desde distintos lugares de habla se viene advirtiendo de las bondades de formar parte de un mundo aventajado y superior, especialmente en temas de estabilidad económica y de desarrollo social, posibilitando la oportunidad de compartir los éxitos del paradigma de la modernidad (éxito que algunos países han sabido aquilatar de mejor manera, por cierto). Sin embargo, si este proceso gira sólo en torno a los mecanismos de intercambio de bienes y

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servicios, es decir, derivados de intereses de productividad y de eficiencia del mercado, clara­ mente esta globalización puede tener efectos negativos para el desarrollo local y particular de algunos pueblos o de algunas culturas que no ven en la economía la definición sustancial de la vida humana. Por lo demás, estos últimos pueblos suelen valorar más el tema de la diversidad cultural y del equilibrio ecológico que los temas asociados a la generación de tratados de libre comercio o de integración instrumental de mercados. Esta globalización, han dicho algunos, puede ser perjudicial para la mirada local. Frente a esta globalización, se opone una suerte de mundialización, es decir, un proceso necesario de acercamiento y diálogo entre países diversos, entre culturas distintas, que em­ piezan a construir un horizonte de sentido crecientemente compartido. Esta integración tiene que ver, por lo demás, con una valoración importante de lo local y cultural, es decir, de la identidad cultural, para abrirse a un mundo cada vez más comunicado y multicultural. La escuela, en consecuencia, debe asumir esta tensión y tratar de armonizar su preocupa­ ción por lo local tanto como por lo global. Segunda afirmación: Es necesario profundizar en la función integradora y cohesionadora de las instituciones educativas. Si nos concentramos en el tema de la integración —en cuanto categoría axiológica- estamos frente a un concepto vinculado en su génesis a la noción de solidaridad, que sugiere la necesidad de una plena aceptación y reconocimiento del otro. Se trata de una afirmación que nos lleva a preguntarnos: ¿qué viabilidad tiene una integración así conceptualizada? En efecto, la modernidad -llegada exógenamente- ha impactado de tal manera que exige una redefinición del desarrollo y del sentido de la vida social. La modernidad impone desa­ fíos y la integración no es la excepción. Si pensamos en los cambios que acarrea la modernidad existe acuerdo, entre diversos pensadores, en que ella ha condicionado nuestra vivencia y el sentido de la solidaridad y de la integración. Conlleva un doble proceso: individuación/división del trabajo social y dife­ renciación social. Aunque el tema es complejo, baste con señalar algunos aspectos que atentan contra la noción axiológica de la integración: a) la interaccjón social se'privatizá y se fcentra én el mercado y el contrato social; b) las creencias y sentimientos se concentran en el individuo, más que en la colectividad; c) los espacios de intercambio se fundan en la simple interdependencia funcional (connota­ ción instrumental); i

d) lo privado involucra los valores, y lo público, una cóordinación funcional de roles. De acuerdo a lo anterior, es fácil explicar que la óptica económica sea lo predominante en la praxis integracionista de América Latina y que los esfuerzos se concentren en núcleos subregionales o en un conjunto limitado de acuerdos bilaterales. Acuerdos cuyo éxito rela­ tivo puede resumirse en función de cuestiones arancelarias, de libre comercio o de integra­ ción de mercados. ^ I Esto está reforzando la necesidad de reformular el concepto de integración. Estamos frente a una integración definida por lo valórico-axiológico y, por ende, muy difícil de 255

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sostener sin una reflexión diferente a lo meramente económico. Empero, si la utopía ha de sobrevivir, debe repensarse, debe reconceptualizarse la integración social como un proyecto dependiente de múltiples factores. Tercera afirmación: La convivencia es posible en y desde la diversidad, pero esta diversi­ dad debe ser representada y abordada en el marco de una concepción pedagógica profunda­ mente liberadora e intersubjetiva, en ningún caso concebida desde categorías patologizadoras o estigmatizadoras. En el mundo de la Educación Especial -y fuera de él también- es corriente valorar la norm alidad como definición de calidad del proceso educativo. Sin embargo, en los últimos 10 años, la normalidad es una definición de orden y de sentido que está siendo vigilada y puesta bajo sospecha. Sus detractores señalan que la normalidad es sencillamente una con­ cepción de igualitarismo que se fundamenta en una construcción ideológica generada desde el poder, denominada “Teoría de la normalidad”, la cual propugna la homogeneización de las personas en relación al prototipo del “sujeto normal” . Se trata, no de la igualdad de las personas entre sí, sino de la igualación de éstas respecto a un modelo determinado de ser persona. Modelo que es externo al sujeto, que puede ser descrito como una forma de domi­ nación de unos sobre otros. Así abordada, la normalidad representa una lectura anti-diversidad. Recordemos que la diversidad es un rasgo constitutivo de la realidad social que otorga a la humanidad un sinnúmero de expresiones y matices en torno a los modos de ser, de convivir, de pensar y de hacer. Por ende, si existe lo normal, no existe lo distinto-legítimo y no se acepta lo a-normal. Peor aún, lo que se nombre como a-normal no es legítimo y debe ser excluido (por ejemplo, los homosexuales o los locos). Lo interesante aquí es que la educación conserva para sí una mirada iluminista moderna sobre la identidad de estos sujetos a-normales, convirtiendo el rasgo de irracionalidad-racio­ nalidad en el aspecto central en la producción de discursos y de prácticas educativas. Ha habido, en consecuencia, una suerte de psicologización y patologización de la dife­ rencia en la que la identidad de los “distintos” se construye como un defecto, como lo incompleto, lo inferior (el diferéqcialismo que plantea Carlos Skliar). Desarrollar interven­ ciones en el plano de la convivencia sin mayor claridad sobre la noción de diversidad que subyace puede implicar no .sólo un reduccionismo comprensivo entre el profesorado y los directivos, sino que también una fórmula de coexistencia en que unos acogen a los otros, tanto como los segregan. -, ' ^jE sta tensión nos invita, en consecuencia, a articular críticamente’ los límites entre los procesos de normalización y de diferenciación entre sujetos, al interior de la escuela. Cuarta afirmación: En el marco de la atención a la diversidad, cabe la posibilidad de inscribir también la preocupación formativa por los valores y la formación ciudadana. En los hechos, el proceso educativo, dada su naturaleza social, posee un carácter político. Esto implica que la educación debe dotar al niño, la niña y el joven de las habilidades cogníivas y sociales necesarias para participar activamente de la vida pública y democrática del país. En _rigor^se_ha sostenido que la escuela debe ser una institución tan democrática como democratizadora. Sin embargo, para otros, la escuela no puede ser un centro de actividad

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política sino un lugar de formación neutral, argumentando que la neutralidad es posible y que ello es pedagógicamente de una mayor fertilidad. La escuela vive esta tensión, sobre todo desde un currículo técnico que privilegia la entre­ ga de contenidos científicos y disciplinarios, sin pretensiones mayores de formación moral del estudiante. Para vivir esta tensión hemos de reconocer que la educación no es neutral, pues siempre la relación pedagógica conlleva en su seno una definición de sociedad y de hombre a la que se desea servir o alcanzar. Esto se traduce en un conjunto de valores y principios morales que son puestos en juego en el aula, sobre todo bajo la forma del currículo oculto. Para otros, en cambio, los valores deben ser “enseñados” desde la convicción de estar frente a valores uni­ versales que el alumno no puede cuestionar, sino poner en práctica. Otros, desde una mira­ da política más intensa, sostienen que el desafío mayor para la convivencia democrática es asumir la formación moral del sujeto a partir de una fundamentación de la moral de orden intersubjetivo y dialógico, de modo de potenciar la formación de sujetos críticos y activos, lo que representa la base de formación de un ciudadano comprometido con la transforma­ ción de la sociedad y la construcción de una comunidad democrática y plural. Se trata, en consecuencia, de una tensión relevante que pone frente a frente las distintas miradas sobre las dimensiones reproductivas o transformadoras de las instituciones educativas.

Cuarto eje: Las instituciones educativas están enfrentadas a tener que resolver la d¡fícil articulación entre la cultura juvenil y la cultura adultocéntrica, propia de las escuelas y liceos. Uno de los principales hallazgos de la indagación practicada en el estudio “Escuelas que aprenden a convivir y conviven para aprender” refiere a la enorme distancia cultural que media entre escuelas y liceos adultocéntríeos y la cultura de los jóvenes y adolescentes. La escuela habla desde los adultos. Vista así, directivos, profesores y padres y apoderados, todos se reconocen en el discurso de la convivencia. Ciertamente, desde su óptica de adultos; lo que quiere decir, desde una mirada adulta que está ciega a la comprensión del joven. Aún más, la familia le reconoce a la escuela la necesidad de tomar un rol destacado en materia de convivencia. Sin embargo, los profesores se reconocen desprovistos de herramientas, insufi­ cientemente preparados y con grandes déficit de comprensión respecto del mundo juvenil. En palabras de un maestro: “humanamente tenemos la mejor disposición pero no sabemos cómo hacerlo”. .

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Vista desde los alumnos, la escuela se constituye en un lugar de encuentro y no pocas veces de fastidiq. La jornada escolar completa, que fue concebida como espacio de protec­ ción y expresividad de los jóvenes, ha sido denunciada como un intento fracasado por el propio movimiento estudiantil secundario. ¡Oh contradicción! Lo que ahorra todo conjentario. Primera afirmación: Los procesos de cambio/crisis/transición ocasionados por la globalización en el mundo posmoderno vuelven impracticable hacer afirmaciones fuertes sobre las culturas

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juveniles emergentes. Más bien se trata de afirmaciones que plantean la demanda de más investigación sobre el tema. De ahí “la necesidad de pensar las juventudes en el marco de (y como expresión de) las actuales transformaciones socioculturales; la necesidad de construir nuevos marcos conceptuales y metodológicos que permitan comprender las (emergentes) sub­ jetividades juveniles. .. y la necesidad de constituir un campo de estudios sobre la juventud.. .que permita visibilizar las injusticias del presente y que contribuya a su transformación en un horizonte de autonomía, igualdad social y democracia deliberativa...” (Stecher, 2005). Pero, repensar las juventudes y reconstruir marcos conceptuales para comprender las subjetividades emergentes es algo así como “todo de nuevo”. La comprensión teórica de que disponemos no es suficiente. Estamos frente a un desafío mayor. Segunda afirmación: la afirmación precedente está estrechamente vinculada a la incierta y riesgosa articulación entre la cultura juvenil y la cultura escolar, lo que plantea la pregunta por la sobrevivencia misma de las instituciones educacionales como las escuelas y liceos. En efecto, nada nos permite afirmar que la escuela deba y pueda sobrevivir bajo la modalidad como hoy la conocemos. De hecho, la O C D E ha construido varios escenarios posibles sobre el futuro de la escuela. Lo cierto es que la escuela ha perdido peso, tanto como espacio de socialización y también como espacio de transmisión de conocimientos: dos razones suficientes para pensar en otros escenarios susceptibles de reemplazar la envejecida institucionalidad escolar. No sabemos cuál será el destino de la escuela. Entretanto, sí sabemos que las escuelas y Liceos no logran cautivar ni motivar al mundo juvenil. El consabido argumento de la desmotivación de los estudiantes en relación a los contenidos curriculares se puede extender a la institución misma, si ella no es capaz de mutar de tal forma que se convierta en una institución capaz de reencantar a la juventud; un escenario ya difícil de imaginar si pensa­ mos en que cualquier mutación en ese sentido supone la mutación misma de los otros actores sobre los cuales descansa la institucionalidad, directivos, profesores y familia.

3. Las tensiones propias de la convivencia en las escuelas y liceos Hemos averiguado en nuestros estudios sobre la convivencia escolar que la escuela y sus actores están fuertemente tensionados entre una exigencia de productividad y rendimiento escolar, de una parte, y una demanda en torno a lograr mayor profundidad reflexiva y comprensión de los aprendizajes vinculados a una convivencia social, cultural y ciudadana; lo que supone una particular cualificación de los aprendizajes logrados, por otra parte. Más allá de los resultados que ofrece o no la escuela en materia de formación para una convivencia democrática, nos parece que esta institución se encuentra en una suerte de estado basal —aún incipiente- que requiere reconocer las tensiones vividas en su interior, de modo de provocar ^vanees más efectivos, pedagógicamente bien pensados y éticamente sustentados. En este sentido, los actores de la escuela estudiada viven una cotidianidad en la que nada parece resuelto o determinado de manera suficiente e inequívoca. Una cotidianidad en la que el simple pensamiento o uso de la razón no es suficiente para resolver los proble­ mas detectados.

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Estamos comprendiendo, en este contexto, que toda decisión educativa y de gestión pedagógica expone a los miembros de la comunidad escolar a la pregunta por los modos de cumplir lo que se considera encomendado a las instituciones educativas, pero también por la pregunta de si esa es la mejor interpretación del porqué se hacen o dejan de hacer las cosas. En un caso es el tema de la eficiencia, de la racionalidad referida a medios; en el otro, es el tema de los sentidos de educar, de la racionalidad referida a valores. Como no es ni una ni otra por sí sola, sino ambas, la escuela está alarmantemente tensionada. En este caso, parece que no hace más que replicar las contradicciones que vive la sociedad en su conjunto, haciéndose ingenuamente eco de la esquizofrenia de nuestra sociedad. En la escuela hemos encontrado profesores que se preocupan de la convivencia escolar, pero que poco se ocupan de ella. Son los jóvenes estudiados quienes denuncian esta ten­ sión, perdonándola a partir del cariño que le profesan a muchos de sus profesores. Probablemente, estemos frente a profesores (y directivos) insuficientemente formados en estos temas, quizás no informados o ya, lamentablemente, deformados por una cultura escolar que rutiniza el intelecto y las buenas ideas. Bien sabemos que la formación inicial y continua de los profesores constituye una piedra angular en el desarrollo de cambios más profundos de la educación actual, topándose de frente con un muro de autoritarismo y opresión que reina en gran parte de las escuelas del país. Decir que contamos con profesores autónomos, creativos y críticos es todavía un tema pendiente; pero decir que la escuela chilena aprecia este tipo de profesor es aún más ilusorio. Pese a esto, los profesores se enfrentan y son presionados a armonizar su propia expresión afectiva y empática en el aula con la exigencia moderna de profesionalización docente. Por ello, los profesores son tensionados a ser tan suficientemente acogedores como exigentes, tan altamente expertos de su disciplina como especialistas en problemas de la convivencia o del desarrollo afectivo de sus alumnos. En algunos casos, o sabe mucha matemática o sabe de valores; pero habérselas con ambos saberes, eso no se les enseña ni se evalúa de la misma manera. Como no ha habido intentos serios por superar esta tensión, ni en la formación docente ni en las normativas que regulan el desempeño de los profesores, el principal afec­ tado es el propio profesor que termina en la cuerda floja de la identidad profesional deterio­ rada y de la salud mental en riesgo. No es de extrañar, en consecuencia, que -desde una mirada reduccionista de la conviven­ cia- estar junto a los otros sea entendido como un asunto extra-aula, no mtra-aula. Estar juntos, aprender a convivir es, finalmente, un tema que no amerita intervención formal, lo hacemos cotidianamente. Y si lo amerita es porque la convivencia se ha deteriorado, dando paso a conflictos indeseados y perturbadores. Probablemente si el conflicto se leyese como el encuentro entre normas distintas (la diversidad de los discursos), entonces habría algún argumento pedagógico para considerar que la convivencia constituye una tarea inherente al rol del docente (como un tema pedagógico). Pero ello no ocurre, más bien se aprecia entre los actores de la escuela, profesores incluidos, que la convivencia es un problema de disci­ plina, mas no de relación formativa entre las personas. En esta línea analítica, no se ha observado entre los profesores de las escuelas estudiadas la presencia de argumentos pedagógicos relevantes para aceptar que la convivencia posee nexos

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con el rendimiento escolar. En rigor, algo se ha detectado, toda vez que se estima que si no hay desorden ni conflictos, los alumnos podrán concentrarse mejor y, a la larga, rendir más. Se trata de una tensión derivada de la tensión mayor de las escuelas, esa que pone instrumentalmente en pugna a los aprendizajes cognitivos con los valóricos, a los saberes conceptuales con los procedimentales. Ligado a lo anterior, hemos observado que una de las variables más potentes para abordar la convivencia escolar está en la gestión institucional, en la capacidad que desarrollen las escuelas para pensarse a sí mismas, para autorregularse de modo eficiente y trascendente. Como ello ocurre parcialmente, estamos frente a una escuela que gestiona poco y que más bien congestiona la convivencia. La buena convivencia detectada es a pesar de la gestión que desarrollan los equipos directivos; bien porque no la comprenden, bien porque no le asignan importancia o porque, al igual que el resto del sistema educativo, se agota y se rinde mansa ante las demandas de la subvención y el SIM CE. Esta escuela, por cierto, no encanta, más bien espanta. No atrae a sus miembros, no ofrece un lugar con sentido para los jóvenes y termina siendo, como hemos averiguado, una institución autorreferente y adultocéntrica. Esta escuela, tenemos la convicción, se plasma en una cultura escolar que no acoge la diversidad (las diferencias), sino que concentra todos sus esfuerzos en normalizar, en homogeneizar. Aunque se ha abierto a las distintas expresio­ nes juveniles de los últimos años, más por presión que por convicción, es una escuela que nombra al otro para neutralizar su diferencia. Todavía opera aquí una comprensión monoculturalista y pre-constructivista del conocimiento y de la realidad social, que subvalora la subjetividad y que busca imponer a sus “clientes” una “verdad” en la que los adultos ya no creen mayormente. Se trata, al parecer, de una escuela que sufre al no poder demostrar suficiente permeabi­ lidad crítica, capacidad necesaria para actuar más proactiva que reactivamente frente a una sociedad altamente desafiante y mutable. Por ello, esta escuela resulta escasamente autocomprensiva, parcialmente autoignorada y, a ratos, autodestructiva en lo referido a responder a sus propias creencias y necesidades. ¿Cómo oponer resistencia a la violencia de la sociedad o a la creciente idiotización de los medios de comunicación? No es fácil esta permeabilidad crítica, alcanzar esta proactividad deseada. Eso es evidente; pero sí resulta más fácil para una escuela conducir o formar parte de un proyecto educativo que se desentiende a priori de estas demandas y contradicciones, centrando una vez más sus esfuerzos en los rendimientos deseados, sin incorporar como factores claves de la calidad de la educación Ios-temas asociados a la convivencia democrática. Nosotros hemos averiguado que, lamentablemente, la escuela —y sus proyectos educativos- estarían reprobando en ma­ terias de convivencia. Como consecuencia de esto, se nos presenta la tensión no menor de una escuelai que construye convivencia interpersonal o ciudadana o ambas. Pasarla bien es necesario, care­ cer de conflictos también, pero nada de ello tiene sentido, finalmente, si Jas escuelas, se desconectan de sus funciones sociales relativas a la formación ciudadana. La escuela, se ha dicho claramente en otras partes, debe ser tan democrática como democratizadora. Esta función ciudadana sólo surge de un proyecto educativo que incluya la convivencia como

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desafío formativo y la necesidad de aportar a la transformación de un país que, al igual que la propia escuela, está diariamente sometido a contradicciones de todo tipo. La última tensión a la que se hará referencia aquí es la que supone que la convivencia sea o no una preocupación y una tarea compartida entre la familia y la escuela. Si la descon­ fianza reina entre ambas instituciones, la posibilidad de enfrentar conjuntamente este tema se reduce al mínimo. Lo mismo ocurre si, como hemos observado, los directivos no atien­ den a las buenas ideas que la familia puede aportar al respecto o si el profesorado recrimina a la familia por la escasa presencia e interés que se percibe de la familia en la escuela. Por su parte, la familia tampoco parece legitimar suficientemente una mirada pedagógica de la escuela en los temas de la convivencia escolar, excepto en aquellas comunas de mayor deprivación social y cultural. Poco es posible hacer por la convivencia, en definitiva, si la convivencia entre la familia y la escuela continúa precaria e invalorada.

4. Hacia dónde reorientar las políticas públicas sobre la calidad de la educación Hasta ahora hemos observado un proceso de construcción de políticas públicas en edu­ cación —tanto en Chile como en el resto de América Latina- fuertemente marcado por una racionalidad de orden tecno-instrumental. Esto se ha traducido, en líneas gruesas, en la tendencia a privilegiar la mirada de los expertos por sobre la voz de los protagonistas de la vida en la escuela; por centrar la calidad de la educación en factores cognitivos y de rendi­ miento, por encima y a una enorme distancia de factores socio-afectivos y valóneos, pro­ pios de la convivencia y de la cultura de las instituciones educacionales. Nadie desconoce discursivamente la importancia de una formación integral y profunda, preocupada de los distintos y complejos aspectos de la vida humana, tanto psicológica como social y culturalmente. Sin embargo, en los hechos, el grueso de las políticas públicas han terminado omitiendo estas variables de racionalidad axiológica o comunicativa, ya sea sim­ plificando, descontextualizando o focalizando las nuevas prácticas pedagógicas; lo que equi­ vale, en última instancia, a aplicar soluciones generales a problemas particulares o a des­ agregar una realidad que es de suyo más compleja. El equipo de investigadores que ha llevado a cabo este estudio, estima que las políticas públicas en educación se han configurado bajo una actitud que no logra hacerse cargo de la equidad ni de la cultura escolar. Esta política debe ser superada. En educación sabemos que la medición es necesaria, que la noción y la forma en que se mide algo dan cuenta de la concepción y los sentidos atribuidos a la realidad que nos intere­ sa. Es más, la forma de medir algo condiciona los modos de estar, de sentir, de hacer y de creer en la escuela. Por algo hemos llegado a “preparar a los niños para el SIM CE”, lo que implica un sinsentido, aparentemente, para la renovación de la educación. Por ello, si he- ^ mos llegado a una política de desarrollo y mejoramiento de la educación —junto a una LO CE que obliga y norma- en la que el SIM CE es lo que define qué se entiende por calidad, ha llegado el momento de hacer un giro, de sumar SIM CE + CONVTVENCIA= CALIDAD. Hoy, están dadas las condiciones coyunturales, investigativas y comprensivas para resignificar la forma en que se mide la calidad de la educación, generando una moda­ 261

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lidad complementaria de medición de los referentes culturales y convivenciales de la educa­ ción en las escuelas y liceos. Esta suerte de nuevo SIM CE constituye el núcleo de la propuesta que se hace en este libro. Un Sistema de Medición de la Calidad de la Educación de orden Cultural, SIM CEC, supone una señal inequívoca para el sistema escolar con respecto a la relevancia pedagógica y política que debe adoptar la pregunta por los factores motivacionales, institucionales, pedagógicos y curriculares que la escuela debe movilizar con vistas a generar un aprendizaje intencionado, reflexivo y eficiente de las habilidades sociales para la convivencia y la forma­ ción ciudadana. El SIM C EC representa un esfuerzo conciente por asumir buena parte de las tensiones que viven los miembros de la comunidad escolar. Ya no será necesario optar —a menudo de modo no reflexivo- al interior de una dicotomía espuria y sesgada, entre saber y ser, entre instruir y educar, entre ser competente y ser feliz, entre preparase para el SIM CE y desarro­ llarse adecuadamente. En realidad, no es ni lo uno ni lo otro, sino ambos. Un giro de este tono y profundidad en la política pública hará que las actuales herra­ mientas disponibles para diagnosticar y mejorar la convivencia en la escuela, más las nuevas herramientas a crear, se fortalezcan y resignifiquen desde una comprensión de la educación más armoniosa, en la que sea tan importante aprender a saber y hacer, como aprender a convivir. Sólo así el aprender a aprender se llenará de toda la riqueza formativa y ética que los niños y jóvenes de nuestro país merecen, í

Bibliografía: Delors, J. (1997). La Educación Encierra un Tesoro. París: UNESCO . Flecha, R. y Puigvert, L. (2002). Las Comunidades de Aprendizaje: una apuesta por la igualdad educativa. Revista de Estudios y Experiencias en Educación. Facultad de Edu­ cación. Universidad de Barcelona. España. López, R. (2006). Diccionario de la Creatividad. Buenos Aires. Morphia Eureka. Stecher. A. (2005). En: Presentación del libro “Nuevas geografías juveniles”, compilado por M Sepúlveda, C. Bravo, O. Aguilera; Lom Ediciones, Santiago de Chile