Chretien-La Palabra Herida

LA PALABRA HERIDA: LA FENOMENOLOGÍA DE LA ORACIÓN. Jean-Louis Chrétien La oración es el fenómeno religioso por excelenci

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LA PALABRA HERIDA: LA FENOMENOLOGÍA DE LA ORACIÓN. Jean-Louis Chrétien La oración es el fenómeno religioso por excelencia, porque es sólo este acto humano el que abre la dimensión religiosa y nunca cesa de suscribir, soportar y sufrir esta apertura. Por supuesto, hay otros fenómenos específicamente religiosos, pero la oración siempre pertenece a sus condiciones de posibilidad. Si fuéramos incapaces de dirigir nuestra palabra a Dios o a los dioses, ningún otro acto podría intentar alcanzar a lo divino. Así, el sacrificio es un acto que es esencialmente distinto, al menos a primera vista, de la oración, pero uno no podría imaginar el sacrificio sin oración que de alguna manera u otra lo acompañe y lo constituya como tal. Con la oración, lo religioso aparece y desaparece. Esta aparición puede, en algunos casos, abrir sólo en lo virtual, como cuando Supervielle, en su Prière à l’inconnu habla de un dios cuya existencia no postula y del que no sabe si puede o no puede ser escuchado: Qué sorprendido estoy de dirigirme a ti, mi Dios, yo que no sé si tú existes. 1 Sin embargo, esta oración a un Dios virtual, cualquiera que sea la apreciación religiosa o poética que uno pudiese tener por él, no es en sí misma una oración virtual, sino una real y verdadera oración, y este poema pertenece propiamente al orden religioso, con el carácter virtual del Dios al que le dice “tú” constituyendo un momento en el significado de su religiosidad. Este es un ejemplo de la forma más débil y más diluida de una posibilidad que está dada en ejemplos particularmente profundos y vibrantes del evangelista –por ejemplo “Señor, enséñanos a rezar” que es una oración; o también “¡Creo! Pero ven y ayuda a mi falta de fe”.2 Los más diversos pensadores enfatizan este fundamento de lo religioso en y a través de la oración. Novalis, por ejemplo, escribe en un fragmento de su Encyclopedia “Orar es en religión lo que pensar es en la filosofía. Orar es hacer religión [Religion-machen]… El sentido religioso ora –así como el órgano mental piensa,” 3 y Ludwig Feuerbach, considerando desde un punto de vista heurístico lo que Novalis afirma genéticamente, afirma en La Esencia del Cristianismo: “La esencia última de la religión está revelada en el acto más simple de la religión –oración”.4 ¿Simple? Esta es la cuestión. Y suponiendo que así es, la simplicidad, aquí no más que en otros lugares, no se deja atrapar tan fácilmente. Este fenómeno fundamental, que es irreductible, es difícil de describir, tan variadas como sean las formas que puedan tomar y las definiciones que se puedan ofrecer de ella. Las tipologías y clasificaciones más ampliamente aceptadas y más tradicionales pueden ser fenomenológicamente impuras y 1

Este poema aparece en la colección La fábula del mundo (París, 1950), p. 39, que Supervielle invoca en otro lugar (p. 55), un “muy aguado Dios” 2 3 4

Respectivamente, Lucas 11, 1 y Marcos 9, 24 Novalis, Encyclopédie (París, 1966), traducido por Gandillac, p. 398

The Essence of Christianity, p. 122. Al principio de esta importante obra sobre la oración, Friedrich Heller lo califica como el “fenómeno central de la religión”, y junta referencias para probar este punto: ver Das Gebet, Eine religionsgeschichtliche und religionspsychologische Untersuchung (Munich, 1923), p. 1

esconderán el fenómeno en lugar de conformarse ellas con él. Este es el caso con la distinción entre la oración vocal y mental. Esta distinción parece clara cuando separa los actos silentes de actos donde la oración se hablan o se pronuncian. Pero es más problemático tan pronto como uno se da cuenta, como lo ha hecho Santa Teresa de Ávila, que para que la oración sea mental, no hay meramente que tener cerrada la boca. Si la oración se hace sólo con los labios (sólo cerrada la boca), no será cristiana, incluso las prácticas de recitar una fórmula o de repetir una palabra, al punto de un estupor ebrio, aparecen en varias religiones; pero si la verdadera oración vocal está siempre a la par de la oración mental, como dice Santa Teresa, esta distinción no puede ser ya usada en una descripción rigurosa del fenómeno de la oración.5 Más aún –y esto represente otra y no menor dificultad en su descripción- en cuestiones que tienen que ver con el sentido de la oración, el destinatario es absolutamente esencial. Incluso si, como un fenomenólogo, la postulación de existencia no está lograda, queda el caso de que el modo en el que uno se dirige a él, lo nombra, le habla, la naturaleza de lo que uno pide y puede pedirle, el miedo o la confianza con la que la oración se vuelve hacia él –todo esto depende del ser de este destinatario como aparece al creyente. Uno no puede describir la oración sin describir el poder al que se dirige. Pero, como un resultado, ¿no vale la descripción de la oración para explicar, en una forma no posicional, las diferentes teologías posibles o reales? Pero entonces ¿no disuelve una fenomenología de la oración un inventario de los diferentes modos posibles en que lo divino puede aparecer? Porque para cada oración, hay una cara de lo divino, y viceversa. Lo que es más, cada religión establecida tiene su lex orandi; su oración tiene una norma que el fenomenólogo no puede ignorar más, ver que constituye una parte del fenómeno, que adopta y la hace propia. Para terminar con estas dificultades, parece sabio limitar el estudio, porque si no, dejado a su propio vuelo podría hacerse indefinido. La oración será tratada sólo como un acto de habla, incluso si la historia de las religiones describe todo tipo de religiones que no son en absoluto, al menos no a primera vista, actos de habla. Y la cuestión guía será aquella de la voz en este acto. ¿Por qué y cómo, en la oración, prestamos voz, damos voz, a nuestra voz? ¿Cuál es el sentido de las diferentes formas de pronunciarlas? Este no es un límite arbitrario, ni tampoco una puramente oportunista, porque estas preguntas pertenecen a la esencia de la oración: ¿Es la oración vocal meramente una forma de oración entre otras, o es la oración por excelencia, la única en relación a la cual todas las otras pueden ser definidas y constituidas, ya sea por derivación o por privación? Es verdad que, como dice Feuerbach, “la oración audible sólo es oración en tanto revela su naturaleza”.6 Todavía incompleta, una primera descripción de la oración puede situarla en un acto de presencia a lo invisible. Es el acto por el que el hombre que ora se levanta en presencia de un ser en el que cree pero no ve y que se manifiesta a él. Si corresponde a una teofanía, es primero y ante todo una antropofanía, una manifestación de hombre. Lo invisible ante el que el hombre se muestra puede ir de la invisibilidad radical del Espíritu a 5 6

Camino de perfección, cap. 22, texto en Obras completas (Madrid, 1972), ed. Efrén de la Madre de Dios, pp. 264-65. Op. cit., p. 123

la sacralidad interior o el poder de un ser visible por sí mismo, como una montaña, una estrella, o una estatua. Este acto de presencia pone al hombre completamente en la estacada, en todas las dimensiones de su ser. Lo expone en todo el sentido de la palabra exponer y sin que nada quede fuera. Tiene que ver con nuestro cuerpo, con nuestro haber, nuestra postura, nuestros gestos, y puede incluir ciertas purificaciones obligatorias preliminarmente corporales tales como abluciones, requisitos de vestido cubriendo o descubriendo ciertas partes de nuestro cuerpo, gestos corporales y movimientos tales como levantar las manos o arrodillarse, e incluso algunas orientaciones físicas. Todas estas prácticas, ya sean obligatorias o dejadas al arbitrio del que ora, pueden ser reunidas en una aparición unida que encarna el acta de presencia. Incluso él que se vuelve hacia lo incorpóreo lo hace corpóreamente, con todo su cuerpo. A esto no le puede faltar, por decirlo así, como lo hace San Agustín, que uno puede orar con un cuerpo en cualquier posición en tanto esto no significa que el cuerpo sea puesto entre paréntesis en la oración y que no tenga un rol importante, sino que a los ojos de Agustín, cada uno debe adoptar la posición más apropiada y aquella que más puede ayudar a su oración. 7 Con sus bailes y sus balanceos, el movimiento jasídico ha evidenciado en este respecto una libertad viva, de hecho extraña.8 Inscrito en el cuerpo, esta presencia de lo invisible y la convocatoria ante ella incluye actos por los que el hombre orante declara a Dios o a los dioses sus deseos, pensamientos, necesidades, amor, contrición, y así en adelante, de acuerdo al rango completo de posibilidades en el habla –que van desde el acto de mover los propios labios sin hacerse oír al llanto y pasar la voz a través del murmullo y la voz alta. El ser ante Dios del que ora es una auto-manifestación activa a Dios. Todas las modalidades de oración son formas de esta auto-manifestación, ya sea individual o colectiva. Esta descripción da lugar a una pregunta. ¿Qué vemos cuando vemos a un hombre en oración, independientemente de cualquier postulación existencial de aquel al que se está dirigiendo? Vemos a un hombre que habla solo, está solo cuando habla. ¿Pero hablar solo, es lo mismo que hablar con uno mismo, hablar a uno mismo, o dirigirse a otro ausente para los sentidos? Los dos fenómenos se distinguen esencialmente. Convertir la oración en puro soliloquio, en diálogo con uno mismo, no es describir sino interpretar y construir haciendo violencia al fenómeno. Puede de hecho dirigirme a mí mismo y decirme “tú”, por ejemplo, para reunir mi valentía comprometida o incitarme a mí mismo a alguna acción u otra. Pero esto no es de ninguna manera una oración, y este acto se opone a aquel por el que puedo volverme a otro y decirle “tú” a ese otro. Cuando Kant escribe que un hombre que reza habla “en y realmente consigo mismo [in und eigentlich mit sich selbst], ostensiblemente habla y sobre todo más inteligiblemente con Dios”, cuando compara al suplicante con alguien que está “hablando en voz alta consigo mismo” y del que sospechamos que “está en un ligero ataque de locura”, 9 o cuando Feuerbach afirma que la oración es la “auto-división del hombre en dos seres –un diálogo del hombre 7

De diversis quaestiones ad Siplicianum, t. 2, qu. 4 (Quo situ corporis orandum)

8

L. Jacobs, Hasidic Prayer (Londres, 1972), cap. 5, “Gestos y Melodía en la Oración”, pp. 54ss. Quisiera agradecer a Catherine Chalier por haberme hecho conocer este estudio. 9

Religion within the Limits of Reason Alone, IV, 2, General Remark, pp. 185, 183n.

consigo mismo, con su corazón”,10 la esencia de estos actos de habla está equivocada o deformada, con más mala voluntad en el primer caso que en el segundo, porque el segundo se presenta como una interpretación constructiva. No es del todo equivocado, dice Kant, que nos parezca un poco loco el hombre que es atrapado hablando solo y sin cuidarse “en una ocupación o una actitud que puede pertenecer propiamente sólo a aquel que ve a alguien más frente a él.” Kant distingue el puro “espíritu de oración” de la alocución o la dedicatoria (Anrede) –la última supone creencia en una presencia personal del otro y como tal estar en una “ilusión supersticiosa” (ein abergläubischer Wahn), un “hacer-fetiche” (Fetischmachen)11- antes de que Schopenhauer considerara a toda oración que se dirige a un ser personal como “idolatría”. 12 Decretar a un fenómeno como sinsentido es también despreciar el tener que pensar sobre su sentido y, sobre todo, despreciar el tener que describirlo como aparece y como se da a sí mismo. El prejuicio metafísico de acuerdo al que el espíritu está necesariamente afónico, y tanto más puro en cuando no se manifiesta a sí mismo, nunca ha sido felizmente suficiente para hacer que la voz se quede en silencio. ¿Cuáles son las funciones desarrolladas por el habla en la oración? ¿Cuál es la importancia del destinar el habla, de decir “tú”? ¿Por qué darle voz? Estas son las preguntas que debemos, si hemos de ofrecer una mejor descripción de la oración, abordar en sucesión, a pesar de que necesariamente son una misma y están entrelazadas unas con las otras. Que un Dios para el que todo es transparentemente claro no tenga necesidad de que uno diga nada de él, que un Dios omnisciente no tiene nada que aprender de nosotros, incluso en nuestros más secretos deseos –esta fue la objeción constantemente dirigida a la oración monoteísta. Busca si no suprimir la oración, por lo menos suprimirla como un acto de habla. Pero esta objeción vale más allá de este conocimiento en tanto mantiene en sí misma su propia resolución –es decir, la función desarrollada por el habla no es comunicar cualquier información o transmitir cualquier conocimiento a nuestro interlocutor invisible. Al principio de su diálogo De magistro, San Agustín postula que el habla realiza dos funciones, docere y discere, enseñar y aprender, a las que su hijo Adeodato ofrece la objeción de la canción que cantamos solos. San Agustín distingue entonces el placer propiamente musical y las palabras de la canción que, dirigidas a uno mismo, es commemoratio, donde nos acordamos de algo. Adeodato entonces levanta una nueva objeción: “Mientras oramos, estamos ciertamente hablando, y así no es correcto creer que Dios está siendo enseñado por nosotros en nada o que está siendo recordado.” La respuesta de San Agustín es compleja, pero esencialmente busca en la distinción de la oración un acto, “el sacrificio de la rectitud”, que no es por sí mismo un acto de habla, y una dimensión lingüística, sea interior y silente o exterior y sonoro. Lo último es llevado entonces a la función 10

Op. cit., p. 123

11

Op. cit., p. 183. Se ve cómo estas páginas podrían haber dicho a Franz von Baader que Kant “habla de la oración como un hombre sordo habla de música” (Sämtliche Werke, [Leipzig, 1853], ed. Hoffmann, t. 4, p. 407,) y que él habla mal de la oración más que hablar de ella (behandelte oder vielmehr misshandelte) (S.W., t. 1, p. 19) 12

Parerga und Paralipomena, II, cap. 15, § 178, Ueber Theismus [Trad. Inglesa, p. 378]. Queda todavía que el concepto de idolatría pertenece propiamente a lo religioso y puede ser definida sólo con respecto a la fe en el verdadero Dios, que hace que esta frase se vuelva absurda.

conmemorativa de la función de habla, para recordar por sí mismo o por otros, para recolectar o juntar nuestros pensamientos.13 ¿Cómo debe entenderse esto? Hablamos dirigiéndonos a otro o volviéndonos a él, pero somos nosotros quienes somos enseñados por esta palabra, y es siempre sobre nosotros sobre los que actúa. La palabra afecta y modifica al que la envía, y no a su destinatario. Nos afectamos ante el otro y hacia él. Ésta es en la oración la primera herida de la palabra: el quiasmo de su destinatario ha abierto su círculo, ha abierto una falla que lo altera. Otro está introducido silenciosamente en mi diálogo conmigo mismo, transformándolo y abriéndolo radicalmente. Mi palabra se derrama sobre mí y me afecta aunque de otro modo al no ser destinada a mí, teniéndola hacia un destinatario completamente otro más allá de mi mismo. Es precisamente porque no hablo a mí mismo, porque no hablo por mí mismo, que mi propia habla, alterado desde el mero principio, tal vez desde el mismo principio, se vuelve hacia mí con esa fuerza singular. Santo Tomás de Aquino lo dice muy bien: “No debemos orar para informar a Dios de nuestras necesidades y deseos sino para recordarnos a nosotros mismos que en estos asuntos necesitamos ayuda divina”14 Pedir a Dios, esto es, poner en palabras un acto de petición, es, hablándole a él, decir algo sobre él y al mismo tiempo algo sobre nosotros mismos. Nos manifestamos a nosotros mismos; nos hacemos manifiestos a nosotros mismos en y a través del habla al manifestarnos nosotros mismos a él. Pedir es de hecho reconocer no ser el origen de todo bien y de todo don, y es reconocer realmente a aquel a quien nos dirigimos por lo que es. Toda oración confiesa a Dios como dador al desposeernos de nuestro egocentrismo, y lo hace así con una palabra que el destinatario hace posible en cada momento de su realización. Volviéndose hacia mí, la oración no me habla a mí sólo de mí. La oración, dice San Buenaventura, busca el fervor de la afección, la reunión del pensamiento y la seguridad de la expectación. Es por eso que Dios no quiere que “sólo oremos mentalmente sino también orar verbalmente para despertar nuestra afección a través de palabras y reunir nuestros pensamientos [ad recollectionem cogitationum] a través del sentido de estas palabras.”15 Estamos lejos del espiritualismo mudo que vería en la palabra expresada un simple movimiento efusivo y una dispersión en la exterioridad, que seguiría siendo vana y superflua ante Dios. El movimiento de la palabra es como aquel del aliento inspirando y espirando. Me pone ante el otro; me hace estar para él, en tanto me da paradójicamente lo que presupone para que suceda. Es necesario ser bienvenido para orar, pero la oración misma, como habla, es la única cosa capaz de acogerme y de darme esa bienvenida. ¿Hace esto de la palabra hablada un simple medio, algún tipo de instrumento en una técnica diseñada para la concentración? Eso puede de hecho el caso en ciertos asuntos. Pero San Buenaventura no separa el don de nuestra voz y la significación de lo que estamos diciendo. La voz se reúne y nos reúne en torno a lo que se dice, en tanto lo que se dice es reunido en torno a aquel a quien se dirige. La primera función que realiza el 13

De magistro 1, 1 y 2 [Trad. Inglesa, p. 361]

14

Summa theologica, IIa IIae, q. 83, art. 2, ad 1um [Trad. Inglesa, vol. 39, p. 53], Cf. art. 9, ad 5um: “La oración no es ofrecida a Dios para cambiar su voluntad, sino para aumentar nuestra confianza” [trad. Inglesa, vol. 39, p. 75] 15

Breviloquium, V, 10 [Trad. Inglesa, p. 170 (modificada)]

habla en la oración es por tanto una auto-manifestación ante el otro invisible, una manifestación que se vuelve una manifestación del sí mismo a sí mismo a través del otro, y donde la presencia del sí mismo al otro y del otro a sí mismo no puede ser separada, como en el poema invisible de la respiración que evoca Rilke. Esta manifestación no meramente trae a la luz lo que está ahí ante él; tiene su propia luz: la de un acontecimiento, el acontecimiento donde lo que es invisible a mí mismo me ilumina de una manera fenomenológicamente diferente de una conversación conmigo mismo o un examen de conciencia. La palabra hablada en la oración tiene su nivel significativo, y la cuestión sobre su relación a la verdad se levanta. Aristóteles, en una célebre línea de su De interpretatione, afirma que la “oración es un logos pero no es ni verdadero ni falso”, no es un logos apophantikos.16 Una petición, una súplica, un lamento no están, en efecto, abiertos a la verdad de la misma manera en que lo está una proposición predicativa. Pero la oración siempre tiene normas que determinan su rectitud, y estas normas ponen la verdad en juego, incluyendo la verdad del logos apophantikos. No puede no incluir una teología explícita o implícita, que puede ser verdadera o falsa, con la consecuencia de que uno puede describir el pensamiento de lo divino en una determinada religión de acuerdo sólo a sus oraciones. La mera forma lingüística de la oración de petición no es suficiente para poner fuera de juego la cuestión de la verdad. Así Proclo hace del conocimiento de los dioses el primer paso de la oración,17 y en todas las religiones la corrección de los nombres divinos constituye el objeto de su pregunta: ¿Es nombrado Dios (o un dios) en un modo que le sea adecuado y como quiere ser nombrado? Seguramente, esta preocupación por la rectitud puede convertirse en una meramente pragmática, e influye en correcciones minuto a minuto en el cumplimiento de un rito, como con los antiguos romanos para los que el hecho de que el sacerdote diga una palabra u otra, o que su voz tropiece en una oración ritual, sea suficiente para que sea inválida toda una ceremonia. 18 Pero esto concierne al problema del ritual más que con el problema de la oración. El último siempre incluye una profesión de fe, que puede ser expresada de otra manera en esta forma optativa o imperativa. Sobre las dos primeras palabras de la oración cristiana por excelencia, el Padre Nuestro, Juan Casiano dice que “cuando, por tanto, confesamos con nuestra propia voz que el Dios y Señor del universo es nuestro Padre, profesamos que hemos sido admitidos de hecho desde nuestra condición servil a una filiación adoptiva.” 19 Afirmamos de hecho algo sobre Dios y algo sobre nosotros mismos. La historia e salvación, la teología trinitaria, no menos que la eclesiología (porque incluso estando solo, uno siempre reza “Padre

16 17 18 19

17 A 4-5 [Trad. Inglesa, p. 26] Commentaire sur le Timée (París, 1967), trad. T. Festugière, t. 2, pp. 32-33. Cf. F. Heiler, Das Gebet, p. 151, y D. Porte, Les donneurs de sacré. Le prêtre à Rome (París, 1989), pp. 35-36

Conferences, IX, 18 [Trad. Inglesa, p. 341]. De ahí el “audemus dicere”, “nos atrevemos a decir” que precede la recitación del Padre Nuestro en la liturgia católica.

Nuestro”, y no “Padre Mío”)20 están ya implicadas en sólo estas dos palabras, estos vocativos. Más seguramente, la posible verdad de la oración como acto de habla no puede ser reducida solamente a aquella de la proposición teológica predicativa que se dice y se presupone. Se refiere a la rectitud de la oración misma. El adverbio recto aparece muchas veces cuando Tomás de Aquino estudia el deseo y la petición en la oración. Esta rectitud concierne al objeto de la petición así como a su modalidad. 21 ¿Cómo debe pensarse esto? ¿Como un preliminar de la oración o como lo último de la oración misma? ¿No es la verdad de la oración como acto de habla uno agónico, aquel de un combate o de una lucha por la verdad, incluso con la verdad? Una objeción moral frecuentemente levantada contra la oración tiene que ver con esta misma cuestión. ¿Si nosotros somos corruptos, no tendrá nuestra oración la misma estampa de esta injusticia en sí misma, y no se volvería esto un escándalo? Y si somos virtuosos, por nuestros propios actos y como resultado de ellos, ¿qué oración es buena? La oración de los justos sería superflua, y aquella del injusta sería sólo una injusticia más, en tanto aleja la reforma está obligada a hacer. Montaigne fue golpeado por la oración de pecadores empedernidos, que durante su viaje a Roma era buena para quitarles problemas con el Santo Oficio.22 Proclo, cuyo pensamiento sobre esto es variado y complejo, basa su posición en la tesis platónica en el Fedón que dice que el impuro no debe entrar en contracto con lo puro y afirma que la “oración es apropiada sólo para el hombre que es supremamente bueno.”23 Así como Louis-Claude de Saint-Martin, va tan lejos como para decir que: “¿Orarían a Dios y le pedirían sus dones y favores antes de ser purificado y habiendo establecido todas las virtudes en ustedes mismos? Sería proponer que él se prostituye a sí mismo.”24 Transponiendo este tipo de pregunta en términos contemporáneos y existenciales y distinguiendo una oración auténtica e inauténtica no transformarían fundamentalmente este moralismo. Descansa en una falta de atención al fenómeno de la oración como manifestación del sí mismo ante el otro. Esta manifestación por medio del habla es innovación en todo asunto y por siempre, porque es el acontecimiento de un encuentro. Hugo von Hofmannsthal dice que cada nuevo encuentro nos sacude y nos reconfigura, y esto es especialmente cierto del encuentro que es la oración. Para seguir con la oración al único Dios, el que se dirige a Dios siempre lo hace de profundis, desde las profundidades de su inquietud manifiesta o escondida, desde las profundidades de su pecado. En su oración, confiesa la divina santidad, ante la cual él se levanta y a la que se dirige. Si verdaderamente se pone frente a ella, es por este mismo 20

Cf. San Cipriano, De dominica oratione, 8: “Sobre todo el Doctor de la paz y el Maestro de la unidad no quiere que la oración sea individual y privada de tal modo que cada uno rece sólo por sí mismo. No decimos: Padre mío que estás en el cielo… Porque nuestra oración es pública y comunitaria.” Este pasaje está citado por Tomás de Aquino, Summa theologica, IIa IIae, q. 83, art. 7, ad 1um. 21 22 23 24

Summa theologica, IIa IIae, q. 83, art. 9, respectivamente. Essais, 1, 56, y sobre el incidente romano, Journal de voyage en Italie. Commentaire sur le Timée, t. II, pp. 33-34; cf. p. 29 L’homme de désir (París, 1973), ed. Amadou, § 28, p. 59. Cf. § 42, p. 77; § 101, p. 144. En un sentido diferente, cf. § 245, p. 274.

levantarse que queda despojado de todas las creencias que pudiera haber mantenido sobre su propia mismidad más profundo. A la luz al mismo tiempo discreta e inescapable de la oración, él mismo es visible desde ahora, y en esta luz descubre que ningún hombre es suficientemente digno de orar, si “digno” significa tener de antemano algún mérito propio. Descubre en consecuencia que le falta rectitud, y que esta injusticia debe ciertamente penetrar sus peticiones a profundidades de sí mismo que él no puede discernir. En la Biblia, Moisés responde a Dios que él no sabe hablar, y esto es frecuente en la primera respuesta de los profetas a su vocación –es decir, el mismo lugar donde la escuchan. Pero pertenece a la oración misma que sólo en ella aprende el hombre orante que él no sabe orar. “No sabemos orar como debemos”, dice San Pablo. 25 Las aventuras tristes y alegres del encuentro toman lugar sólo en el encuentro mismo; las deficiencias del habla se dan a conocer sólo en el hablar. Esta es la circularidad de la oración: la persona que ora ora para saber cómo orar, y en primer lugar para aprender que no sabe cómo, y le da gracias a Dios por su oración como un regalo de Dios. Uno puede ser vuelto a Dios sólo en la oración y uno puede orar sólo al ser vuelto hacia Dios. Sólo un salto nos hace entrar en este círculo. No hay prolegómenos o preliminares para la oración. Proclo lo indica con precisión: “Querer orar es desear volverse hacia los dioses; este deseo guía y une al alma que desea a lo divino, y eso es lo que nos parece a nosotros que es el primero y más profundo trabajo al orar. El acto de querer y el acto de oración por tanto no constituyen dos pasos, uno después del otro, pero uno quiere y uno posee la oración al mismo tiempo, de acuerdo a la extensión de la voluntad.” 26 Con esto, resuelve la aporía de una regresión infinita en la oración, donde sería necesario orar antes de orar y para hacerlo. Dice: “Sin importar sobre qué es lo que uno ora, él que ora primera tendrá que dar gracias a los dioses por esto, que él haya recibido de los mismos dioses el poder de volverse hacia ellos”27 En sus propios ojos, la oración parece ser siempre sobrepasada y precedida por el único al que es dirigida. No empieza, sino que responde, y esto sólo es lo que, en la misma incertidumbre donde su rectitud lo pone, le da confianza. El círculo no es un círculo absurdo: refiere al acontecimiento de un encuentro. Este acto de habla no ofrece su propia seguridad, pero tiene la seguridad de estar de pie en el único lugar donde puede en verdad luchar por alcanzar la verdad y volverse recto. Porque los obstáculos del habla se disipan sólo en el habla, así como las peleas de los amantes son resueltas sólo en el amor, por tanto al buscar su solución, y no sin son puestos a un lado y se espera que desaparezcan por sí mismos. Esto completa la primera parte de nuestra descripción de la oración: la manifestación del sí mismo al otro por la palabra es agónica y transformante, porque es el diálogo y la conversación con el otro en el encuentro donde nuestra verdad es el centro del problema. Estar ante Dios está en juego sólo en y a través de la oración. La tradición cristiana ha insistido en esta dimensión agónica. Uno de los más bellos discursos de Kierkegaard se titula: “La verdadera oración es una lucha con Dios donde 25 26 27

Romanos 8.26 Commentaire sur le Timée, t. II, pp. 45-46

Id. Es evidente que la descripción de esta circularidad no presupone la teología de la gracia, que está ausente obviamente aquí.

uno es victorioso cuando el que tiene la victoria es Dios.”28 Muchos siglos antes, uno descubre el poderoso comentario de San Macario en el pasaje en los Evangelios donde los violentos arrebatan el reino de Dios. Él invita al hombre que todavía está prisionero en la dureza de su corazón a “forzarse a sí mismo a la caridad, cuando no tiene caridad – forzarse a la mansedumbre cuando no son mansos…” Y continúa: “forzarse a la oración cuando no tiene oración espiritual; y así Dios, manteniéndose así en sus esfuerzos, y obligarse por la fuerza, a pesar de que no hay voluntad en su corazón le da la verdadera oración del Espíritu.”29 ¿Qué sería la mansedumbre sin el fuego de esta violencia interna que se vuelve su claridad, qué sería la oración sin este combate interior con la torpeza que nos habita? Esta oración que es tan violenta y al principio pronunciada contra nuestra voluntad -¿quién puede decir que sea auténtica o inauténtica? ¿No pone la mera posibilidad que él evoca fuera de juego tal distinción, buscando como hace asegurar la distinción entre lo propio y lo impropio? Antes de ofrecer una mejor descripción de estas heridas afortunadas de la palabra, nos corresponde investigar qué es lo que las hace posibles: el destino, la alocución que dice “tú”. En este punto, Feuerbach señala: “En la oración el hombre se dirige a Dios con la palabra de la afección íntima –Tú”, antes él interpreta este decir “tú” en una forma tendenciosa al afirmar: “él declara así articuladamente que Dios es su alter ego”.30 Para un filósofo que, como Karl Jaspers, hace del desencanto una virtud, esta segunda persona singular constituye ya una deriva hacia un equivocarse con Dios: “Si el hombre se vuelve a la deidad en la oración, es a él únicamente en su abandono al tú con el que el quisiera entrar en comunicación. Lo toma en su forma personal… Un sentido genuino de trascendencia frustrará el concebir a Dios como una personalidad. Me detendré en el impulso que haría de la divinidad un tú para mí porque siento que estoy profanando la trascendencia”.31 Estar en términos íntimos con el absoluto, decirle “tú”, sería convertir su distancia en algo excesivamente cercano, al punto de que esta proximidad no sería ya la propia, al punto de sustituirlo con una imagen mítica que habría forjado para mí mismo. Así, el diálogo con Dios, lejos de ser el lugar donde lo encontraré al encontrarme a mí mismo, es decir, siendo primero despegado de mí mismo, sería en contraste el lugar donde lo pierda al velar “el abismo de la trascendencia” que escapa a todo destino. A esto, una objeción histórica puede primero ser hecha: la libertad, la confianza, la intimidad cordial en el habla que se dirige a Dios, lo que los cristianos llaman parresia, en lugar de disminuirse y aumentar en su debilidad con el reconocimiento de su absoluta trascendencia, la acompañan. Esto se ve claramente si uno compara la oración griega o romana de la antigüedad a la oración judía y cristiana. Kerenyi señala que la palabra “dios”, theos, en el vocativo, es introducida sólo por las últimas dos religiones. Y una fórmula que sugiere apropiación, tal como mi Dios no significa que Dios ha sido degradado en una cosa o se ha convertido en propiedad del hombre; más bien, sella en el habla al hablante a través y por la completa pertenencia a aquel al que él se dirige. Por ello, 28 29 30 31

Este es el primero de los Cuatro Discursos Edificantes de 1844 Cincuenta Homilías Espirituales de San Macario el Egipcio (Homilía 19, 3), p. 159 La Esencia del Cristianismo, [trad. Inglesa p. 122] Karl Jaspers, Filosofía, vol. 3, [trad. Inglesa pp. 145-146]

uno debe tener una concepción extraña y estrecha del otro, del habla, y de decir “tú” para pensar que el destino sólo puede significar excesiva familiaridad. Porque es sólo al decir “tú” que la objetivación corra hacia un límite que no puede cruzar; es sólo en el himno en que cantamos canciones de celebración por el único al que celebramos en la canción que “el abismo de la trascendencia” puede ser verdaderamente reconocido y confesado. De hecho, incluso el silencio como una marca de respeto y adoración, el favete linguis de los pueblos de habla latina o la eufonía de los griegos, es un silencio destinado, un silencio ante el otro y por él. Es silencio ante Ti, y constituye una posibilidad propia del habla, que sólo puede quedar en silencio, puede, por el acto de mantenerse en silencio, transformar el silencio en un acto de presencia, y no en la privación de ella. El silencio es también una alocución. Un himno hermoso de Sinesio de Cirene puede traer este fenómeno a la luz. Los primeros cuatro versos empiezan diciendo tú (en el acusativo, es el tú al que se celebra en la canción) y anuncian que el himno es cantado a toda hora del día, antes de que el poeta llame a todos los diferentes seres de la naturaleza, al viento, los pájaros, las aguas, a quedar en silencio de manera que él pueda aclamar al final: “Felizmente te celebro con mi voz, y te celebro felizmente también con mi silencio, porque todo lo que el intelecto dice con su voz, lo escuchas tú también en su silencio.” 32 El casi irresistible crecimiento del himno es también el abrazo del silencio. La naturaleza debe mantenerse callada de tal modo que el silencio se convertiría en voz, y de tal modo que en él, como en un relicario atesorado, resonaría la voz humana –pero esto último es todavía voz en el silencio donde esto se cumple. El silencio en vista de la trascendencia divina, que se resalta aquí, no constituye la interrupción o la suspensión del Tú inicial, sino su plenitud. El silencio dice Tú, más allá de todos los nombres, como la apertura de una mirada, pero esta mirada está abierto sólo a través del habla y sigue siendo aquella del habla. El silencio de la oración es aquí un silencio escuchado por Dios; es todavía y siempre diálogo, y puede ser así sólo porque un primer silencio, diferente y puramente privativo, se ha roto. La oración conoce que no sabe cómo orar, pero aprende esto sólo en la oración. Lo sabe sólo en tanto ora, y es real, como todo lo que está implicado en el encuentro, sólo en lo imposible. Esta dimensión agónica no es otra que la prueba de la trascendencia. La última es dada como tal sólo cuando su distancia se aborda sin dejar de ser distancia, y se lleva adelante sólo en la prueba del habla. Sólo la segunda persona en singular puede abrir el espacio de tal prueba. Es sólo al decir Tú que el yo puede quedar expuesto completamente, más allá de todo lo que pueda controlar. Una nueva característica se agrega a nuestra descripción de la oración: la manifestación del sí mismo al otro por la palabra, esto es, el habla agónico que lucha por su verdad, es una prueba, un Dios sufriente, una pasión por Dios, una teopatía. La oración es presa de su destinatario. Al medirse por Dios, la oración es un habla que ha transgredido siempre toda medida, excedido toda capacidad de medirse a sí mismo y conocerse completamente. Al colapsar debajo de él, la oración, como toda palabra de enamorados, carga el peso de darse a sí misma, es decir, de perderse a sí misma. Sufre al otra al despegarse de sí misma. ¿Cómo? ¿Cómo es la palabra de la oración herida por su 32

Himno II (París, 1978), editado y traducido al francés por Lacombrade, pp. 61-63

destinatario? El hombre que ora dirige su palabra al oído divino. A diferencia de un determinado oído humano, este oído siempre está despierto, no necesita ser levantado o que se le llame la atención. El habla dudosa de nuestra voz resuena en y a través de la escucha silenciosa que desde siempre la ha precedido y esperado. Ser esperado en este modo le da lo inesperado. Ser escuchada por Dios es una prueba, el habla puesta en una prueba sin igual; porque nuestra habla queda expuesta en todo lo que busca ocultar, excusar, justificar, obtener. El habla aparece en la luz atenta del silencio –la voz queda verdaderamente desnuda. Escuchar, corresponder [Ecouter, exaucer] a la palabra es lo mismo: audire, exaudire; hören, erhören. La paradoja teológica que establece que toda oración real es correspondida de una manera o de otra tiene su base en el fenómeno mismo. La persona que ora pide una escucha que ha llegado ya siempre antes que su palabra. El conocimiento de esta divina precedencia a la palabra humana hace que la última parezca, a sus propios ojos, como una respuesta a esta escucha, que espera y llama. En todas las religiones, se afirma, como quiera que se interprete, que lo divino quiere la oración y quiere que se dirijan a él. En consecuencia, el acto de habla parece que es hecho posible por el silencio de la escucha divina; este es el silencio que le da una oportunidad para que se hable. La palabra es recibida desde él; el silencio incita la palabra. Es por ello que toda oración da gracias por poder ser ella misma oración; porque incluso la más suplicante y demandante de las oraciones ha recibido ya el poder de pedirle a Dios, el poder dirigirse a él. Sólo de esta manera aparece y de esto dependen muchas de sus propiedades como un acto. La petición siempre llega tarde con respecto a su cumplimiento. La aparición del sí mismo al sí mismo es como la luna: toma su luz de otro lado. En su tratado De dono perseverentiae, San Agustín, oponiéndose a los caminos errados de los pelagianos, dice maravillosamente: “Lo que esto significa es que el Espíritu ora por sí mismo, más aún nos hace orar a nosotros [interpellare facit]”. Y más adelante: “El gemido del espíritu significa hacernos llorar a nosotros [clamare facientem]. Asi comprendemos que esto es también un regalo de Dios, que lloramos a Dios… Es también un regalo divino que oremos, eso es, que busquemos, que pidamos, que toquemos la puerta, puesto que hemos recibido el Espíritu de hijos adoptivos en el que clamamos: ¡Abbá! ¡Padre!”33 Sin duda, lo que está en juego aquí implica la gracia, que pediría un comentario teológico; pero ésta es también una estricta descripción de la oración como acto de habla, hecho posible por su destinatario, de una posibilidad que está ya concedida de antemano. Guillermo de Saint Thierry lo dice con tanta simplicidad como claridad: “Cuando te hablo a ti, me vuelvo hacia ti, y eso es bueno también para mi. Y cualquiera que sea el objeto de mi oración, nunca oro o te alabo en vano; el mismo acto de orar me da una gran recompensa”. 34 Hablar a Dios es estar hacia él, y con él, y nada puede nunca ser perdido a Dios que no sea inscrito en el espacio abierto por este encuentro y esta prueba. Esto no es algo sin consecuencias. Extrañamente, Gerardus van der Leeuw sólo dedica unas pocas páginas a la oración, en su obra tan importante Phänomenologie der Religion. La distingue de la 33 34

De dono perseverentiae XXIII, 64 [Trad. Inglesa, p 209 (modificada), pp. 210-211 (modificada)] Meditación IV, 13 [Trad. Inglesa, p. 117]

adoración, que trata en otro lugar, y que le parece a él que es una posibilidad más alta y más pura, porque, dice, “la oración se origina en la preocupación” y “quien adora ha olvidado por tanto su oración y ahora sólo sabe de la gloria de Dios”. 35 Además de percibir mal cómo una oración, al menos en el monoteísmo, no puede, cualesquiera que sea su objeto, ser primero un acto de adoración, además del hecho de que la liberación de toda preocupación no es necesariamente el fin de la existencia religiosa (¡más bien éste está lejos de esto!), dichos alegatos olvidan que la oración, incluso cuando expresa sus preocupaciones, puede por sí mismas darle gracias a él, que es el objeto de su adoración. La adoración del Espíritu que nos provoca a llorar delante de Dios tiene lugar en el llanto mismo. También, es superficial oponer simplemente una oración de petición a una oración sin petición por considerar solamente el objeto de la oración sin poner atención al acto de habla por el que hacemos nuestra petición y sin considerar los modos de acuerdo con los cuales se vuelve hacia su destinatario. Lo que es esencial es la conexión entre el deseo y la oración, y puede servir para unificar las diferentes definiciones que pudieron ser dadas para esta última. En la historia de la tradición cristiana, se discutieron dos definiciones frecuentemente. Una hacia de la oración una elevación del espíritu hacia Dios, la otra la hacia una petición que Dios concedía según lo que era adecuado. 36 La primera disocia la oración de un acto de habla, mientras que la segunda se comprende generalmente como vocal.37 Pero las dos presuponen el deseo. San Agustín dice en un sermón: “El deseo siempre ora incluso cuando la lengua se mantenga en silencio. El deseo que nunca se apaga es una oración perpetua. ¿Cuándo duerme la oración? Cuando el deseo languidece”.38 Franz von Baader, que frecuentemente ha descrito y meditado sobre el acto de la oración, ha ido tan lejos como para identificar la voluntad y la oración, afirmando que el hombre por su misma naturaleza, es decir, como voluntad, es un ser religioso, una oración. Cada una de las determinaciones de la voluntad sería una oración consciente o inconsciente, vuelta hacia Dios o hacia algún ídolo.39 Cuando este deseo por Dios aparece al hombre que ora como un regalo de Dios, cuando el acto por el que dirige sus peticiones a Dios está a sus ojos fundado en un espacio donde Dios ya le está respondiendo, es justo describir la oración como una conversación o un diálogo con Dios, independientemente de los acontecimientos extraordinarios o sobrenaturales en los que oiría voces o recibiría signos. El gran místico poeta persa Rûmî lo ha descrito así. Evoca a un hombre que ora fervorosamente y al que Satán objeta: “Oh pequeña caja de ruidos, a todo este “Alá, Alá” dónde queda su “Aquí estoy”. No hay respuesta que venga del trono de Dios”. Esto inspira la duda y mueve al desencanto, antes de que esta respuesta divina le llegue de boca de un hombre sabio: “Este ‘Alá, Alá’ que pronuncias es mi ‘aquí estoy’. Tú suplica, tus dolores, tu fervor son mi mensajero para ti. 35 36 37 38 39

Religión en su esencia y su manifestación, § 81, 1 p. 538. Sobre la oración, cf. § 62. Cf. San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, III, 24, que yuxtapone las dos. Cf. San Buenaventura, Breviloquium, V, 10. Sermón LXXX, 7. Sämtliche Werke, t. II, pp. 514-515

Tus proyectos y tus esfuerzos encuentran un medio de alcanzarme, esto es en realidad yo mismo que soy el que te llevo hacia mí y libero tus pies… En respuesta a cada uno de tus ‘On Señor’ hay muchos ‘aquí estoy’ míos”. 40 La respuesta está en la llamada, y reverbera en ella. El vocativo de la invocación no es simplemente el lugar de la presencia e la persona orante ante Dios, sino también de la presencia de Dios ante la persona que ora. Aquí está en juego la misma estructura de la precedencia como en aquello de “No me habrías buscado si tú no me hubieras encontrado ya” que se encuentra en San Bernardo y en Pascal. En el monoteísmo, la descripción de este envolvimiento y entretejido de las llamadas humanas y divinas puede ir tan lejos como para decir que es Dios quien ora en nosotros. Paul Claudel dice con su profundidad acostumbrada que Dios no sólo acompaña nuestra plenitud, sino también nuestra necesidad. “Es en Su compañía que esta necesidad en nosotros se convierte en apertura, en pronunciamiento, en llamada. Es Él quien a través de nuestro corazón y nuestra boca se invoca a sí mismo”. 41 Franz von Baader escribe en forma similar: “El mismo Dios que ora en mí me lo concederá en mí”. 42 Y en otro lugar, describiendo la oración tanto como un don así como una tarea (Gabe, Aufgabe), la compara a los movimientos de nuestra respiración: la recibimos de Dios, la inhalamos desde él (nous l’inspirons de lui), para ofrecérsela a él, para exhalarla en él (pour l’expirer en lui).43 Esta circulación de nuestro aliento inhalado y espirado, recibido y ofrecido, esta “conspiración” (conspiration) de lo humano y lo divino es tal que, para von Baader, la oración parece ser una función que no es menos vital para el espíritu que la respiración para la vida del cuerpo.44 La prueba en torno a esta circulación, donde el aliento que tomamos para hacer nuestra petición es a su vez ya un aliento recibido –si es que pertenece a la esencia de la oración-, sucede obviamente en muy diferentes modos según la religión que sea considerada. En el cristianismo, el pensamiento del cuerpo místico, de acuerdo al cual los cristianos constituyen los miembros de Cristo, le da una modalidad particular: es acompañado por un verdadero intercambio de voces. Si Dios ha tomado una voz humana, la relación de nuestra voz con la suya es transformada. Sobre un salmo, escribe San Agustín, evocando a Cristo: “Haznos con Él mismo, un Hombre, cabeza y cuerpo. Por tanto oramos a él, a través de él, en él. Él habla en nosotros en la oración de los salmos, que se llama: ‘Una oración de David’”.45 Este tipo de referencias parecen llevarnos a consideraciones estrictamente teológicas, que serían muy diferentes de la descripción de la oración. Sin embargo, hacen que emerjan dos preguntas decisivas para la fenomenología. La primera, que ya hemos 40

Djalâl-od-Dîn RûmÎ, Mathnawî, La quête de l’Absolu (París 1990), traducido por Vitray-Meyerovitch y Mortazavi, p. 452. Este pasaje fue citado por Heiler, p. 225. 41

La rose et le rosaire (París, 1947), pp. 156-157

42

S.W., t. VIII, p. 29. Louis-Claude de Saint-Martin ya dijo: “No puedes orar sin que Dios mismo esté orando contigo. ¿Quién te rechazará si el que te concede es el mismo que el que pide?; ver L’homme de désir, § 271, p. 297. 43 44 45

S.W., t. II, p. 515 S.W., t. II, p. 500 Enarrationes in Paslmos 86, 1

abordado, es la de la respiración y la voz en la oración. ¿Por qué y cómo es que es vocal la oración? Uno puede orar libremente, con las palabras que uno inventa hasta cierto punto, pero uno puede también “recitar” oraciones tradicionales, tales como los salmos para los judíos y los cristianos. ¿Qué significa exactamente “recitar” una oración? ¿Es la palabra “recitar” adecuada? ¿Cómo puede la persona que ora reclamar como propias las palabras que otro compuso en tal modo que son la expresión más alta de sí mismo en este lugar de verdad radical, insustituible e íntima que es su presencia ante Dios? ¿En qué modo sucede esta apropiación de palabras habladas? En su viaje en Grande Garabagne, Henri Michaux evoca al dios Mna, “el más sordo de todos y el más grande”. “En tanto es actual éste es un dios que sólo pide satisfacer a los hombres (no puede rehusarles nada)”. ¡Pero mira! Su oído es pobre, y está empeorando cada día. Así, un oído artificial enorme se le ha agregado. “Y hay siempre grandes plañideras oficiales, sacerdotes y niños de los sacerdotes, con las voces más chillonas y más penetrantes, cuya función es sollozar con palabras de súplica, pero sólo, como se esperaría, después de ser precedidos, para alertar de que vienen, por hombres que tiran cuetes y trompetas escogidas en medio de los hombres de pulmones más poderosos de Gaurs”.46 Pero cuando uno no está en Grande Garabagne, ésta no es, obviamente, la función de la voz en la oración. El estudio de esta última exige consideraciones históricas; porque la aprehensión de la oración hablada en alto puede variar notablemente de una época a la otra, y es difícil a veces desvincular la descripción del fenómeno del acuerdo o desacuerdo crítico que frecuentemente la rodea. ¿Qué división hay, por ejemplo, entre este admirable verso de Esquilo: “Cuándo mostraremos la fuerza de nuestras voces por Orestes”, 47 donde la oración es literalmente la fuerza de las bocas, y este dístico de Angelus Silesius: “¿Crees tú, entonces, pobre hombre, que los gritos de tu boca/ son la canción de alabanza adecuada a la silente deidad?”48 Montaigne, por su parte, parece igualar la pronunciación de oraciones con su inautenticidad, cuando escribe: “Oramos por hábito y costumbre, o para hablar con mayor corrección, leemos o pronunciamos nuestras oraciones”, 49 mientras que Feuerbach ve en esta pronunciación una propiedad esencial de la oración: “Es esencial a la efectividad de la oración el que sea expresada audible, inteligible y enérgicamente. Involuntariamente, la oración corre hacia el sonido; el corazón que lucha rompe la barrera de los labios cerrados”.50 La oposición entre la oración vocal y silente es, sin embargo, más compleja de lo que parece. En las épocas en que la oración en voz alta era la regla, una oración que se pronunciaba por lo bajo, o simplemente se murmuraba, podría haber sido llamada silente

46

Ailleurs (París, 1962), pp. 132-133

47

The Libation Bearers, V, 719-720. Claudel traduce: “Ne saurons-nous par la prière/ porter secours à Oreste [¿No podremos con nuestras oraciones/ dar alguna ayuda a Orestes?]” 48

Pèlerin chérubinique (París, 1946), trad. inglesa Plard, I, 239, p. 99. Confrontar el dístico siguiente donde habla de la superioridad del silencio. 49 50

Essais I, 56 La esencia del cristianismo, [Trad. Inglesa, p. 123]

(tacitus).51 ¿Cómo podemos caracterizar la oración de Ana, como se le describe en la Biblia? “Elí miró su boca. Ana hablaba muy bajito: sus labios se movían pero su voz no podía escucharse, y Elí pensó que estaba borracha”. 52 El Talmud concluirá a partir de esto que “uno no debe levantar la voz demasiado”, pero que “de la misma manera uno no debe reducir la oración a una simple meditación”. “¿Qué hemos de hacer? Hablar con tus labios”.53 El poeta latino Persius verá en esto una característica de ciertas oraciones judías: Labra moves tacitus, mueven sus labios sin pronunciar sonido, 54 un poco como los que en nuestro tiempo no saben cómo leer bien. Esta no es una oración que pronuncie sonido, 55 y en este sentido uno puede llamarla silente, pero es todavía vocal e incluye los mismos movimientos que tendría si uno la estuviera pronunciando. En el filo del silencio, está la última etapa del murmullo. ¿Dónde empieza la oración vocal y dónde termina? Para nosotros, leer, incluso leer un libro religioso, es una actividad esencialmente diferente de la oración. Pero cuando sucede que la lectura es en voz alta, cuando, incluso solos, uno le presta su voz a lo que está leyendo, cuando uno lee con su cuerpo y su alma, la distinción es menos tajante y puede incluso borrarse. En la Edad Media Cristiana, la lectio se mueve hacia la meditatio: al leer las Sagradas Escrituras, uno se alimenta de ellas, las rumia, uno las saborea, y, dice Jean Leclercq describiendo esta práctica, “toda esta actividad es, necesariamente, una oración, la lectio divina es una lectura orante”.56 En la antigüedad, así pagana como judía o cristiana, la oración que es dicha en voz alta y de tal modo que puede ser escuchada es la más normal y común. 57 Admite excepciones, pero éstas son caracterizadas precisamente como excepciones, conectadas a circunstancias particulares o prácticas particulares, y se parecen más a las oraciones murmuradas que a oraciones totalmente silentes. La idea incluso presenta a sí misma que la intensidad y la fuerza de una oración puede ser marcada por la claridad y la viveza con que es dicha, cantada o gritada entre lágrimas. No que los dioses, o Dios, estén sordos, como el Mna de Michaux, y no pueden escuchar nuestros murmullos, sino porque una manifestación de sí mismo ante Dios no podría ser puramente espiritual o acósmico. Manifestarse a uno mismo, es manifestarse a uno mismo ante Dios en el mundo, y manifestarse a uno mismo enteramente.

51

Cf. Siegfried Sudhaus, “Lautes und leises Beten”, Archivs fur Religionswissenschaft 9 (1906): 185-200. Agradezco a François Guillaumont por haberme dado a conocer este muy útil artículo. 52

1 Samuel 1, 12-13. Es fácil notar que él está sorprendido de no poder oírla.

53

Talmud de Jerusalén, Tratado Berakoth IV. En una forma poco usual, todo esto es discutido en H.A. Wolfson en su obra maestra sobre Filón de Alejandría, Philo (Cambridge, Mass; Harvard University Press, 1982), t. 2, pp. 248ss. 54

Sátiras, V, v. 184

55

A pesar de Calvino, que escribe sobre esto: “Porque incluso las mejores oraciones algunas veces son sin palabras, parace que frecuentemente, en la práctica, que, cuando los sentimientos de la mente emergen, sin ostentación la lengua empieza a correr a la palabra, y los otros miembros al gesto. De esto obviamente emerge el murmullo incierto de Ana [1 Samuel 1,13], algo similar a lo que todos los santos experimentan cuando rompen a hablar en palabra rota y fragmentaria”; Institución de la Religión Cristiana III, 20, 33. 56 57

Initiation aux auteurs monastiques du Moyen Age (París, 1963), pp. 72-73

Cf. Sudhaus, art. Citado, pp. 188 190, y W. Eichrodt, Theology of the Old Testament, t. 1, p. 175: “El modo normal de orar fue hablar en alta voz”

¿Dónde se manifiesta uno mismo en plenitud, si no es en y a través de la voz, inseparablemente espiritual y carnal? La inquietud, la alegría, la necesidad, la gratitud, quieren ser dichas y proclamadas. Orar vocalmente es hacer del propio cuerpo un elemento esencial de la oración. Santo Tomás de Aquino dice, refiriéndose a la oración vocal, “debemos servir a Dios con todo lo que ha recibido de él, no sólo con la mente sino también con el cuerpo”.58 La ofrenda y el servicio de la voz, el don de la palabra y la entrega de la voz, son el acontecimiento en que todo puede ser sacrificado de una sola vez, sin división ni restricción. Porque si algunas religiones prescriben purificaciones corporales antes de la oración, y si un orador puede, antes e hablar, limpiar su voz, como se suele decir, la voz, purificada y verdaderamente limpia, no será tal, no se convertirá en tal, excepto en el hablar. No es elevada y no es transformada a excepción de que se dé a sí misma, incluso si debería algunas veces romperse, temblando o quebrarse. En lugar de ser la simple manifestación exterior de un estado interior –una expresión- se convierte en una efusión que reúne y una ofrenda que concentra. Uno no puede recibirse a menos de que se dé a sí mismo; uno no puede existir como uno mismo excepto al proyectar su voz en el mundo, fuera de sí mismo. Paul Claudel dice que la oración vocal “es, después de todo, una santificación de nuestra respiración”, que no debería ser confundida con una técnica de controlar la respiración. Él va a decir entonces que es “por un lado un medio de retirar pensamientos vanos, por el otro una purificación rítmica del burbujeo desordenado de nuestra imaginación, y finalmente un entrenamiento de nuestra sensibilidad y nuestra atención”.59 La disciplina introducida por la voz saca a la luz que el habla se escucha a sí misma, se convierte en el escuchar esencial. La oración vocal pone fin al desorden del balbuceo interior, y así se convierte en atención a aquél al que nos dirigimos. La voz no es un instrumento por sí misma. Un segundo aspecto de la oración vocal, ya sea individual o colectiva, es su naturaleza pública. Uno ora a Dios, pero uno ora en el mundo. Uno puede ponerse aparte para orar, pero la oración no puede ser ella misma en secreto, excepto como un secreto radiante que quiere exponerse a sí mismo, puesto que es un acto de presencia y manifestación. En la antigüedad, la oración murmurada e inaudible está frecuentemente asociada con las prácticas mágicas de las peticiones vergonzantes. El mago quiere mantenerse como el guardián de sus fórmulas y encantamientos: no deben ser proclamadas. Y hay ciertos votos que nos avergonzarían de ser dichos en voz alta. La literatura antigua provee de numerosos ejemplos. 60 Es por esto que Séneca termina uno de sus cartas a Lucilius citando a un filósofo que afirmaba: “Sábete que tú estás libre de todo deseo cuando has alcanzado tal punto que no puedes orar a Dios por nada que no puedas orar abiertamente”, lo que en sí mismo es transpuesto en un quiasmo amoroso: “Ama entre los hombres como si Dios te sostuviera, habla con Dios como si los hombres te

58 59 60

Summa theologica IIa IIae, q. 83, a. 12 Emmaüs, Oeuvres complètes (París, 1964), t. XXIII, p. 82

Cf. el curioso pasaje en Horacio (Cartas 1,16), citado por Montaigne, Essais, I, 56. En sentido contrario, Juan Casiano (Conferencias IX, 35) sugiere como uno de los motivos para la oración silente, donde es únicamente Dios quien conoce nuestras peticiones, que los poderes diabólicos no pueden retomarlas.

escucharan”.61 Montaigne se refiere a los pitagóricos, que querían que las oraciones a Dios “fueran públicas y escuchadas por cualquiera, de tal modo que a Dios no se le pidiera nada que fuera indecente o injusto”. 62 Esto puede parecer naïve o arcaico, pero hace claramente evidente una propiedad de la oración vocal: como una manifestación en el mundo, tiene al menos un carácter público virtual, y de hecho siempre es escuchada por lo menos por un hombre, el que la pronuncia. Cuando yo soy el único testigo, este acto de habla preserva la responsabilidad que le es propia. ¿Necesariamente tiene que ser un signo de ingenuidad más que uno de que se están tomando las cosas en serio? ¿No tiene sentido enfatizar que toda palabra humana, incluso cuando se dirige solitariamente a Dios, incluye siempre como su horizonte la comunidad de habla entre los hombres? Esto trae la pregunta de la importancia respectiva de la oración individual y colectiva. Incluso los enemigos de la oración vocal están de acuerdo en que es necesaria para la oración colectiva, que, si bien puede incluir momentos de silencio, no puede sin embargo ser concebida sin la voz. Y la superioridad de la oración colectiva es enfatizada por numerosas tradiciones religiosas. El Talmud va tan lejos como para decir que “sólo las oraciones dichas en una sinagoga son escuchadas”, y Maimónides escribe que “uno debe asociarse con la comunidad y no orar solo cuando se tiene la posibilidad de orar juntos”. 63 El cristianismo también insiste en esto, como se indica en ciertos pasajes de la Escritura: “Donde hay dos o tres que se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos” y si ellos “acuerdan pedir algo cualquiera cosa que sea, les será concedida a ellos por mi Padre que está en el cielo”. 64 La comunidad de personas reunidas para orar al invisible le dan una manifestación visible. Está todavía más abierta al invisible en tanto es visible, tanto más espiritual en cuanto es carnal. En ciertas creencias, esta comunidad crece más allá de sus miembros visiblemente presentes. La voz muestra a lo invisible que llama, que convoca y que reúne. ¿Es entonces un simple medio, una simple condición sine qua non? La presencia mutua de personas y su común presencia ante Dios al compartir la palabra va más allá de esto. Nadie ora sólo por sí mismo, y la colectividad también ora, también habla por aquellos que no pueden ya hablar. Habla por aquellos que están ausentes o que han desaparecido; habla por otros, en su interés pero también en su lugar. Y puede ser que cada hombre, en su soledad, es entonces el portador de la comunidad. Es por esto que la diferencia fenomenológica entre la oración comunitaria y la oración solitaria, donde se pone en juego la esencia, no es idéntica a la diferencia empírica entre oración colectiva y oración individual. Para Plotino, por ejemplo, quien casi nunca invoca la oración, su verdad reside en tender hacia Dios mismo con nuestra alma, y no con nuestras palabras, y orar “sólo a él”.65 Incluso si muchos filósofos son reunidos en el mismo lugar para orar de esta manera, esta oración seguiría siendo solitaria en esencia. Así también Proclo, quien 61 62 63 64 65

Ad Lucilium Epistulae Morales I, 10, 5 Essais I, 56 Estoy tomando en préstamo estas referencias de los Cahiers d’études jueves, n.s., 1, La prière, pp, 10 y 16 Mateo 18, 19-20 Eneadas V 1,6. Cf. Heiler, Das Gebet, p. 229

hace claramente una diferencia entre la “oración filosófica” y la “oración legal, que se conforma con el uso tradicional de las ciudades”, que son necesariamente colectivas. Esta diferencia coincide con una diferencia entre las formas de palabra, “la palabra que uno considera no digna de la reflexión filosófica” y “la palabra cuyo lote ha de ser dos veces removida del intelecto y que es proferida más allá en vista de las relaciones de aprendizaje y sociales.”66 Tales oposiciones, donde la pronunciación de la palabra es una forma de degradación, y donde la oración más solitaria es necesariamente la más alta, sin embargo, están totalmente excluidas. En el cristianismo, por ejemplo, toda oración es comunitaria por esencia, puesto que cada individuo ora y puede orar –incluso cuando está más aislado- sólo como un miembro del cuerpo místico de Cristo, y por tanto, siempre en Iglesia. Ciertamente, la oración individual es distinta de la oración colectiva, pero sólo como variantes de la misma oración eclesial, que el Padre Nuestro pone de relieve principalmente. Cada una de estas variaciones se refiere a la otra como aquella sin la cual ésta no podría cumplirse de ninguna manera. La oración solitaria es siempre algo como un desafanarse provisional de la oración colectiva puesto que es siempre eclesial, y la oración colectiva no es nada como una entidad imaginaria que flota sobre los individuos que la pronuncian, pero esta enraizada en el acto propio de cada uno. Es de hecho necesario para cada uno decir y decir de nuevo el Credo, en la primera persona del singular, pero el Credo cristiano no afirma que Cristo murió por mí, sino por nosotros, pro nobis. La oración así encuentra un modo sui generis de comunidad en y a través de la palabra. Otra característica manifiesta esto: la insistencia en el hecho de que uno tiene que orar por sí mismo, la oración por uno mismo es la condición de la oración por otros. 67 No están en competencia, y no hay nada egocéntrico en que la una funde a la otra, y, lejos de divinizarme, es aquella por la que estoy delante de Dios y estoy llamado a mi propia condición. Este entrelazamiento de voces y destinos dan lugar a las hermosas consideraciones de San Agustín sobre la perpetuidad de la oración. Esto ha levantado siempre debate, porque se pregunta cómo es posible que un individuo esté siempre en oración. La solución más común es afirmar que cada acción puede convertirse en oración cuando se ofrece a Dios, lo que obviamente separa a la oración del acto de habla. Pero hay al menos una oración vocal perpetua: aquella de la comunidad, donde, mientras uno de sus miembros queda en silencio, otro toma la palabra que él dejó. San Agustín describe la oración de la Iglesia como una oración que no cesa como una sola y única persona a través del tiempo y del espacio.68 Independientemente de esta perspectiva teológica, la singularidad de la oración, que se reconoce como una voz en un coro, como un momento en la comunidad histórica de la palabra, está enfatizada en una forma clara. Que la palabra puede ser tan propia en tanto no le pertenece a él exclusivamente, sino que pasa y circula y es transmitida de una voz a otra o de una vida a otra, consumirlas y consumarlas en tanto se mueve; que la más alta intimidad con Dios es dicha en la palabra que no inventamos, sino que nos inventa, en aquello que nos encuentra y nos 66 67 68

Commentaire sur le Timée, t. II, pp. 36 y 41 Santo Tomás de Aquino, Summa theologica IIa IIae, q. 83, a. 7, ad. 2um Cf. Emile Mersch, Le corps mystique du Christ (París-Bruselas, 1936), t. II, pp. 106ss.

devela ahí donde estamos sin conocerla; que la oración de fórmula, la oración que usa fórmulas tradicionales o escriturales, no es una oración constreñida sino la más libre de todas –todas esto forma una esencial característica de la oración vocal. La oración no es citar, sino ser citado para aparecer por lo que uno dice antes de lo que uno dice, y en él. Ciertamente, en otros ámbitos de la existencia, puedo usar las palabras habladas por otro con el propósito de comunicar algo muy personal y, por ejemplo, hacer mi declaración de amor citando los versos de un poeta, o expresar mi opinión con un proverbio. Apropio estos giros de lenguaje; pero pertenece a su particular efecto estilístico el que sean reconocidos como citas. En la oración, no es el mismo. Decir una oración es ser apropiado por ella, o hacerse uno mismo apropiado a ella en un modo completamente distinto. Este fenómeno tan común no ha sido meditado o tematizado frecuentemente. Juan Casiano lo ha hecho con gran precisión, sin embargo, cuando comenta el uso de los salmos en la oración: Fortalecido por esta comunidad en la que siempre se alimenta, (el monje) ha de correr a través de todo lo que los sentimientos expresados por el salmo que cantan, no como si los hubiera compuesto el profeta sino como si él mismo fuera su autor y ellos fueran su propia oración personal (velut a se editos quasi orationem propriam)… Al final, él es de la opinión de que fueran hechos expresamente para él (verl certe ad suam personam aestimet eos fuisse directos), y sabe que lo que ellos expresan no fue realizado en otro momento en la persona del profeta, sino que más bien que se realiza de nuevo en y a través de él.69 No se puede ofrecer mejor descripción de esta actualización del salmo en la oración. Ciertamente, desde consideraciones totalmente exteriores, alguna audacia puede ser detectada al hacerse a uno mismo algo semejante al autor de una palabra dada como inspirada. Pero esto no es orgullo, porque la creencia en la inspiración incluye precisamente esta dimensión de novedad y actualidad perpetuas. Orar los salmos no es agregar una interpretación teorética a otra; es dejar que uno mismo pueda ser interpretado por ellos, ofrecer la propia vida, a la que ellos conceden otra palabra, aquella de Dios, como el espacio de su resonancia y su promesa. Así también en las dimensiones temporales en las que Juan Casiano insiste en lo que sigue: oramos los salmos anticipando su sentido, como si los hubiéramos inventado, y también al recordarnos a nosotros mismos, al recordarnos nuestras pruebas, que son su mejor explicación. Esto es por lo que hay una vida de oración, “una vida”, dice Claudel, “que trae al dominio del espíritu las actividades sorpresivamente complejas, variadas, ingeniosas y a veces paradójicas de la fisiología”, porque “la palabra debe convertirse en carne en nosotros”.70 Esta vida está sostenida por la voz que nos reúne y nos da la bienvenida en un lugar diferente a nosotros mismos –ante Dios. En las religiones donde Dios mismo es Palabra, parece que la oración explora en todo lugar, como en la conclusión hermosa y sorprendente del tratado de Tertuliano sobre la oración donde afirma que “toda criatura, incluso las bestias del campo y salvajes, oran” y –algo que había encantado a Olivier Messiaen- que los pájaros, sin manos, hacen una cruz perfecta en los cielos con sus alas, y 69 70

Conferencias X, 11 L’abbé Brémond et la prière, Abril 1933.

“pronuncian algo que parece una oración”.71 ¿Es sólo un ejemplo de alguien que es llevado más allá de sí mismo, o es una percepción rigurosa del hecho de que la voz humana, en lo que tiene de única e irremplazable, es siempre himno y no puede hablar sin dar voz a todo lo que no tiene ninguna voz, sin traer a la palabra lo que está mudo y sólo puede balbucear, sin ofrecerlo a Dios, con él y en él, al mundo como un todo herido por la palabra? Filón el Judío hizo del hombre una criatura “eucarística”, una criatura cuyo acto más propio, el que era integralmente suyo, era dar gracias, puesto que todo lo que podría ser ofrecido a Dios ya le pertenece a él, excepto el mismo acto con el que le damos gracias “con el que se ejercitan todas las funciones propias de la voz, sea en palabra o en canto”. 72 La voz humana se convierte en el lugar donde el mundo regresa a Dios. Da lo que no tiene –lo que no significa que no dé nada- y puede darse sólo porque no está en posesión de sí misma, porque la voz es lo que no se pertenece en toda palabra. En lo anterior, la exclusiva insistencia en la oración vocal no significa que nos hemos olvidado de las variadas y profundas oraciones silentes. Pero las últimas pueden ser definidas y constituidas sólo por la referencia a las primeras. Sólo la voz puede permanecer callada, y sólo la palabra puede volverse silencio. La suspensión o la retirada de la voz no puede ser primero, y la oración vocal está siempre presupuesta, incluso si hay estados de la vida religiosa donde puede volverse imposible o poco sabio. Encuentra todas las otras formas de oración, que suspenden o interiorizan la voz. Y este carácter fundante no significa que es sólo una forma simple, incoada, rudimentaria en la que formas más sutiles, más puras y más elevadas de oración serían constituidas poco a poco. Parece simple sólo porque es la más común, pero tiene toda la complejidad de la voz, desde el grito al murmullo, y aquella de un acto de habla que puede hacer peticiones, dar gracias, interrogar, contar relatos, renunciar, prometer… Las otras formas de oración son simplificaciones de ella; retienen sólo algún aspecto u otro, ya contenidos real o virtualmente en ella. Santa Teresa de Ávila muestra que los más altos estados de contemplación puede ser producidos en la oración vocal. Es por esto que la oración, en el abanico completo de sus formas, es algo como el índice de la existencia religiosa, sin dejar fuera ninguno de los fenómenos que constituyen la religión. No se encoge en un mundo tras bambalinas ni huye de la finitud puesto que da un mundo como un presente total a lo invisible, y al manifestarnos a él en cuerpo y alma, nos devela nuestra propia condición y nuestra propia finitud en una luz que ensombrece, en la claridad incandescente de la voz suplicante. ¿Por qué llamarla “palabra herida”? Tiene siempre su origen en la herida de la alegría o la inquietud, es siempre un rasgar que logra que los labios se abran. Y lo hace en tanto está todavía y de otro modo herida. Herida por esta escucha y esta llamada que la ha siempre ya precedido, y que la devela a sí misma, en una verdad siempre en sufrimiento, siempre agónica, luchando como Jacob toda la noche en el polvo para arrancar la bendición de Dios para él, y manteniendo el signo de un balanceo y una cojera por la que la palabra es tanto más confiada en cuanto está menos segura por su propio progreso. Porque el hombre que ora aprende en la oración que no sabe cómo orar, que está llamado 71 72

De oratione 29 De plantatione, §§ 130-131

por una llamada que lo excede de todo a todo y busca introducirlo en la oración perfecta – que es algo cuya posibilidad o falta no podemos examinar aquí: la oración que iría de Dios a Dios, en una voz, y por tanto en un cuerpo humano, la oración por la que Dios se invocaría a sí mismo. También está herida esta palabra en tanto quiere dar voz a todas las voces que se mantienen en silencio, impedidas para rezar por el juego de los ecos donde dirigen sus ídolos individuales o colectivos, o por la atrocidad del destino en que perduran, cuya desesperación no se convierte siquiera en un grito que incriminaría a Dios, que puede ser un modo de orar. Este acto de una palabra herida por la alteridad radical de aquél a quien habla es pura destinación. No habla para enseñar algo a alguien, incluso si siempre dice algo sobre nosotros mismos y el mundo. Confía al otro lo que el otro sabe, y le pide lo que él sabe que necesita. Ni siquiera por un momento está la palabra separada de la prueba; sucede por y a través de ella misma, ambas en lo que dice y por lo que no logra llegar a decirse y por aquél a quien habla. Aprende por sí misma de esta prueba, y esto es por lo que esta herida la hace más fuerte, tan fuerte que parece que tendría que buscar cómo curarla.