La Herida Del Abandono

DR. DANIEL DUFOUR La herida del abandono Expresa tus emociones para sanarte Introducción ¿Por qué escoger el tema del

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DR. DANIEL DUFOUR

La herida del abandono Expresa tus emociones para sanarte

Introducción ¿Por qué escoger el tema del abandono cuando hay tantos temas que también tratan del ser humano y el sufrimiento, así como de la belleza y la capacidad de amar? Pues, sencillamente, porque durante los veinte años de práctica médica ejercidos en mi consulta privada, el abandono ha resultado ser una de las causas más corrientes del malestar y el malvivir de mis pacientes, tanto hombres como mujeres. La actividad que desempeñé anteriormente en el seno de distintas organizaciones, en las que fui cirujano de guerra y luego médico, me obligó a enfrentarme a los estragos de la guerra y la intolerancia. Vi a personas perder a sus padres o sus hijos, gente desplazada a la fuerza, prisioneros políticos, leprosos excluidos de su entorno familiar, o minorías étnicas y religiosas rechazadas y perseguidas por el poder. Sin embargo, tardé mucho tiempo en comprender ciertas reacciones de la mayoría de aquellas personas. Esas reacciones me parecían curiosas y eran a la vez tan humanas... Tardé mucho tiempo en entender que esas personas habían sido víctimas de un abandono y que, por ello, seguían sufriendo en su vida cotidiana. Ver el sufrimiento de los demás suele hacer que resuenen cosas en uno mismo. Por ello debí de darme cuenta de que yo también sufría de abandono, aunque hasta entonces no se hubiera producido nada en mi vida que me hubiera llevado a pensar tal cosa, probablemente porque antes me había limitado a ver las circunstancias y los hechos desde fuera. 7

Basta con observar la actitud, el comportamiento y las reacciones del otro para entender que sufre porque en algún momento fue abandonado. Me sorprende comprobar lo frecuente que es esta «patología», así como darme cuenta de las múltiples causas que tiene y comprobar que, la mayor parte de las veces, las personas que la sufren no son conscientes de ello. Cuando estoy en mi consulta con un paciente, rara es la vez en que hablo del abandono con él; suelo mencionar muy poco esa palabra. En mi opinión, las palabras no son lo más importante. Por lo que se refiere al sufrimiento, es mucho más importante escuchar, comprender desde el corazón, mostrar empatía y tener un espíritu abierto, así como no juzgar, que las palabras. Desde hace veinte años, me he encontrado con muchos casos de pacientes, hombres y mujeres, que han conseguido curar el sentimiendo de abandono que tenían sin haber sido siquiera conscientes de que padecían esa patología: sencillamente se dieron cuenta de que en su vida no habían sido queridos como les hubiera gustado. Y si consiguieron curarse fue porque adoptaron cierta manera de estar y hacer que constituye el tema principal de este libro. Esa manera de estar es la razón principal por la que quise escribir y hablar sobre este tema. No con el propósito de tratar de «enfermas» a las personas que no se dan cuenta de que sufren porque fueron abandonadas (de todos modos, esas personas nunca leerán este libro), sino para ayudar y acompañar a las que se dan cuenta de que algo en su vida personal o en su vida social no va bien. En definitiva, mi propósito es ayudar y acompañar a esas personas que, una y otra vez, se encuentran enfrentadas a los mismos miedos y las mismas reacciones interiores y exteriores, tanto en su vida privada como en su vida profesional. 8

Ésta es la tarea esencial que te invito a hacer, pidiéndote que recuerdes en todo momento que sólo la persona que sufre podrá hacer el trabajo que le permitirá curarse, y que el medio que está a su disposición así como la finalidad de su recorrido son para ella los mismos que para cualquier otro ser humano: el amor.

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Capítulo

1

Orígenes del abandono Abandono, neurosis de abandono y rechazo: algunas referencias Las palabras no son nunca inocentes y, por poco que queramos prestarles atención, comprobamos que son portadoras de un gran significado por lo que se refiere a la materia con la que definen los seres y las cosas. La palabra «abandono» es de origen germánico y significa «al poder de». En cuanto al verbo que se deriva de ella, «abandonar», hace referencia a laisser à bandon, esto es, dejar de bando, una expresión del francés antiguo que significa que dejamos al poder de otra persona, o de nadie, la cosa, el poder o el individuo al que nos referimos. La noción de «dejar al poder del otro» se encuentra en el núcleo mismo del abandono e ilustra muy bien lo que el campesino de la Edad Media hacía cuando debía renunciar a su cosecha en provecho del señor feudal todopoderoso al que le cultivaba las tierras. El verbo «abandonar» significa también dejar, dejar de ocuparse, rechazar, excluir, apartar, repeler, echar… La definición de «abandono» según el Petit Larousse illustré es: «Hecho de encontrarse desamparado, desatendido».1 11

Dejar abandonado significa dejar sin cuidado, en desorden o sin protección; las tierras baldías son tierras abandonadas. Este estado puede compararse con el estado de abandono en el que puede encontrarse una persona: dejada sin cuidado y desatendida porque el otro se desentiende de ella. Etimológicamente, la palabra «abandono» contiene la palabra «ban» que, volviendo a la Edad Media, designaba el territorio sometido a la jurisdicción de un señor feudal. Este término se sigue usando en Francia hoy en día, sobre todo en Alsacia, para referirse a las tierras situadas en el territorio de una comuna. El abandonado es pues aquel al que se sitúa «fuera del ban», es decir, fuera del territorio de la comuna. Así pues, no pertenece a la comunidad o no es reconocido por ella como parte integrante de la misma. Dicho de otro modo, es marginado,* es decir, declarado indigno por la sociedad. Está desterrado,** *tiene prohibida la entrada al país. Eso es exactamente lo que siente el niño abandonado: se siente excluido del círculo familiar, marginado de la sociedad. Si nos fijamos en la palabra francesa «banlieue», que significa periferia, extrarradio, y que también contiene el término «ban», tal vez seamos capaces de entender lo que sienten los habitantes de las afueras: se sienten alejados, apartados del centro, eventualmente desterrados por la otra parte de la sociedad, la que vive en el centro de la ciudad. Hay quien no duda en referirse al «estado de abandono» en el que se encuentran algunas zonas del extrarradio, y muchos habitantes de las afueras se sienten víctimas de un abandono colectivo organizado por la franja de la sociedad que tiene dinero y * El texto francés dice mis au ban. Mettre au ban significa “marginar” (N. de la T.) ** En francés el verbo «desterrar» es bannir, que incluye la raíz ban a la que hace mención el autor. (N. de la T.)

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poder. Lo que sucede en ciertas zonas de extrarradio particularmente abandonadas por el poder público, tanto en Francia como en otros países, corresponde perfectamente a nivel colectivo a lo que vamos a describir en el plano individual.

Sentimiento de abandono

Sentirse abandonado por el marido, la mujer, el hijo, la madre, el padre, la comunidad o los amigos, significa sentirse aislado, dejado a su suerte. Es importante subrayar que este sentimiento no es una emoción y, según como sea la persona, se llevará más o menos bien. Cuando se lleva mal, el sentimiento de abandono se traduce en una serie de manifestaciones físicas y psíquicas que pueden ir desde la simple sensación de tener el corazón encogido a ansiedad, o de una depresión a agresividad. Pero lo que predomina, sobre todo, es la renuncia a uno mismo y el repliegue en uno mismo. La persona que se siente abandonada se siente marginada, por no decir indigna. Las palabras «pirata»*†o «bandido», que (en francés) tienen en común la palabra «ban», expresan lo que siente a menudo el que ha sido abandonado: culpabilidad y una gran sensación de desvalorización. Ésta, aunque no sea más que una manera de ver las cosas debido a la mente, provoca que la persona que se siente abandonada deduzca que no es digna de ser querida. Debo indicar que al hablar de «mente», en este caso, me estoy refiriendo a todas las barreras que ponemos para protegernos del sufrimiento que nos causa el mundo exterior, incluido el sufrimiento inherente al abandono. Más adelante volveré a tratar este punto.2

*

En francés, forban. (N. de la T.)

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Neurosis de abandono

En psiquiatría, la neurosis de abandono designa el conjunto de trastornos que presenta un abandónico. Los psicoanalistas Jean Laplanche y J.-B. Pontalis explican: «Es un término introducido por psicoanalistas suizos (Charles Odier y Guermaine Guex) y utilizado para describir un cuadro clínico en el que predominan la angustia del abandono y la necesidad de seguridad. Se trata de una neurosis cuya etiología sería edípica. No correspondería necesariamente a un abandono sufrido en la infancia. A los sujetos que presentan esta neurosis se los llama abandónicos».3 También se define esta entidad como sigue: «Sensación y estado psicoafectivo de inseguridad permanente, ligados al miedo irracional de ser abandonado por los padres o los familiares, sin relación con una situación real de abandono».4 Los abandónicos tendrían un fondo de avidez afectiva insaciable inscrito en los genes y que, de algún modo, podría ser innato. Esta avidez afectiva produciría una mezcla de angustia, agresividad reaccional (exigencias, puesta a prueba del otro para asegurarse su interés o actitudes sadomasoquistas) y desvalorización de uno mismo que se traduce en: «No me quieren porque no soy “amable”, es decir, no soy capaz de inspirar amor». Todo esto conduciría a lo que algunos llaman una «mentalidad catastrofista». Utilizo conscientemente el condicional ya que las opiniones de los autores difieren hasta tal punto que las definiciones se contradicen entre sí. Como ocurre a menudo, las definiciones científicas son complejas, así que vamos a intentar aclarar las cosas recurriendo a términos más sencillos. Fundamentalmente, en la definición del abandónico se sobrentiende que éste, en lo más hondo de su ser, es presa de una necesidad afectiva insaciable. Asimismo se sobrentiende que la imposibilidad de sa14

tisfacer esa necesidad es lo que provocaría en él diversos trastornos, como son angustias y reacciones agresivas, que a su vez producen una autodesvalorización que a continuación desembocaría en la famosa mentalidad catastrofista. Esta última noción describe el conjunto de los trastornos llamados «anormales» y «pesimistas» que sufre el abandónico como, por ejemplo, su tendencia a verlo todo negro en la vida y no creer en la belleza de las cosas y las personas. Esta definición retoma una idea de fondo de la psicología: el ser humano que sufre es anormal y, por el hecho de estar «fuera de la norma», desarrolla un conjunto de síntomas aunados en el término «síndrome» que dan prueba de su anormalidad. Así pues, habrá que atacar de frente esos síntomas con el fin de conseguir que la persona que sufre entre de nuevo en el molde, es decir, en las normas. El sufrimiento se percibe, pues, como un signo que indica que estamos fuera de la norma tal como la definen la «sociedad» y la «ciencia», antes que como un signo enviado por nuestro cuerpo para llamar la atención sobre algo que nos impedimos vivir o hacer. Por lo mismo, el sufrimiento ya no es sufrimiento: se convierte en la actitud patológica de un individuo que presenta trastornos de personalidad. Así, como por arte de magia, el individuo se siente tratado como un ser anormal, lo cual no hace más que reforzar la pésima opinión que ya tiene de sí mismo. Existe otra definición que ilustra muy bien lo que acabamos de enunciar: el síndrome del sentimiento de abandono es «esencialmente la consecuencia de una carencia de cuidados maternales que se traduce ya sea en malos tratos o en indiferencia, siendo una tan patógena como la otra…».5 Serge Revel y Chantal Lacomme lo describen así. Añaden luego que el sentimiento de abandono puede producir una depresión severa. Como no comparto esta manera de analizar al ser humano, 15

voy a intentar abordar la cuestión del sufrimiento de otro modo, adoptando como punto de partida que cualquier sufrimiento es algo que acontece a un ser único, y que la persona que lo sufre no es «anormal» de entrada.

Rechazo

He aquí otra palabra que se usa a menudo y que a muchas personas les encanta. Para otras es sinónimo de abandono. Esta palabra tampoco designa una emoción, pero implica toda una gama de sentimientos y sensaciones muy cercanas a las que provoca el abandono y que se le pueden superponer. Algunos autores aseguran que el rechazo se vive peor que el abandono, pues se trata de un acto más violento. Se supone que el individuo que rechaza tiene una actitud activa, lo cual no se da en el abandono. Así pues, el abandono sería más pasivo que el rechazo. Esta diferencia pone en evidencia el hecho de que tanto en el abandono como en el rechazo existen dos partes que son indisociables sin las cuales ni el abandono ni el rechazo se producirían: por un lado, la persona que comete el acto de abandonar o de rechazar al otro y, por otro, la persona que sufre ese acto. Igual que no puede haber víctima sin verdugo, no hay una persona abandonada o rechazada sin otra persona que la abandone o la rechace. Al niño al que una madre entrega a los servicios sociales nada más nacer, como les ocurre a tantos niños nacidos en Francia, ¿se lo considera un niño abandonado o un niño que ha sido rechazado? En mi opinión, importa poco que haya sido abandonado o lo hayan rechazado, pues en ambos casos se sentirá abandonado o rechazado y sufrirá. Por ello, aunque el matiz que algunos hacen mereciera ser enfatizado, me cuesta considerarlo como algo esencial cuando nos referimos a lo experimentado y las conse16

cuencias que se derivan de ello. Así pues, en este libro utilizaré preferentemente la palabra abandono en vez de rechazo. Pero, sobre todo, que los que prefieran la palabra rechazo a abandono no se sientan rechazados, ¡por favor! Antes hemos indicado que el sentimiento de abandono o de rechazo no es en absoluto una emoción. Efectivamente, existen tres grandes familias de emociones: las alegrías, las tristezas y las iras. Los miedos y la culpabilidad no son emociones aunque se manifiesten mediante tensiones importantes y físicamente muy palpables. En realidad, no son más que creaciones de nuestra mente, como veremos más adelante. Una emoción no es normal o anormal, buena o mala. Una emoción es ilógica y escapa de cualquier sistema de clasificación. Por sí misma no produce ningún sufrimiento. No debe ser juzgada por nadie, ni por la persona que la siente y mucho menos por una persona externa. Una emoción es natural. ES, y ya está. Es vida. Lo que genera sufrimiento no es la emoción en sí, sino el bloqueo de la emoción que impone la mente. Ya sea el bloqueo del reconocimiento de la emoción, o el bloqueo de lo que la emoción puede hacer sentir, o incluso el bloqueo de la expresión de la emoción. De hecho, la gran responsable de nuestro malestar es la mente, no la emoción. Ahora bien, la mente, como veremos, es fruto de nuestra educación. Sus puntos de referencia son la normalidad y la sociedad. Los demás, en definitiva. Por el contrario, los puntos de referencia de la persona vista en su totalidad deberían ser la naturaleza profunda del ser, su bagaje innato y su ser interior. El bebé recién nacido no tiene otro punto de referencia aparte de los que acabamos de mencionar. Siente y expresa con naturalidad sus emociones de alegría balbuceando, su tristeza llorando con lagrimones, y su enfado gritando y agitando sus 17

puñitos bien apretados. No tiene violencia dentro ni es violento con los demás. En el estadio en el que se encuentra, su mente todavía no existe, aún no se ha desarrollado. Así pues, el bebé no puede distinguir entre el bien y el mal, se contenta con ser, está totalmente inmerso en el presente con sus emociones y su saber innato. El niño tiene emociones y las vive de la manera más natural del mundo, sin emitir ningún juicio de valor. Después, a medida que va creciendo y recibe una educación, su mente se construye y cobra importancia: el niño aprende a juzgar, a clasificar y comparar la realidad que lo rodea con las normas existentes. En ese momento es cuando aparecen los juicios de valor y empiezan las tensiones: lo que yo siento o lo que el otro siente es anormal, malo, ilógico… Sabemos perfectamente que si nos embarga una emoción, por mucho que pensemos que no deberíamos tenerla, no lograremos evitar que la emoción siga estando ahí, vivita y coleando. Podemos lamentar sentirla pero eso en ningún caso hará que desaparezca. Podemos soñar con que un día ya no sentiremos más una emoción así, pero debemos aceptar que ese día todavía no ha llegado. También podemos decirnos a nosotros mismos que vamos a apuntarnos a cursillos para sentir solamente cosas bonitas –porque sí, existen cursillos y personas capaces de vendernos semejantes ilusiones–, y en la espera, mientras tanto, pues aquí estamos, peleándonos con nuestras «emociones horribles». Si sabemos que las emociones son naturales, ilógicas, y que bloquearlas provoca tensión y sufrimiento, ¿por qué nos complicamos la vida intentando hacer lo que sea menos permitirnos aceptarlas y vivirlas? ¿De qué sirve comprender si eso implica no vivir nada? Cuando nos permitimos vivir las emociones, nuestro cuerpo enseguida nos da una información importantísima: sentimos claramente una gran relajación físi18

ca, señal de que estamos en la vía de empezar a respetarnos y de que la mente ha dejado de interponerse por algún tiempo. Esto explica que el sentimiento de abandono, o de rechazo, no sea en absoluto una emoción, ya que se pone de manifiesto mediante tensiones y no mediante una relajación. Por el contrario, una emoción vivida produce relajación.

De la «abandonitis» al abandono original Como ya hemos indicado, en los textos encontramos una gran imprecisión: las definiciones se mezclan con los juicios de valor, de modo que perdemos de vista el sufrimiento real vivido por la persona que ha sufrido una experiencia de abandono. También hemos visto que la definición al uso no puede satisfacernos, ya que se sustenta sobre un razonamiento normativo imposible de aceptar. Con el objetivo de hacer frente a esta imprecisión conceptual y esta desviación del razonamiento, me permito crear el término abandonitis, un neologismo que designa a la vez el sentimiento de abandono y los trastornos físicos y psíquicos, múltiples y variados, experimentados por la persona que padece abandono, rechazo o exclusión. Este término traduce el sufrimiento de aquel que, con razón o sin ella, se siente abandonado. No tiene ninguna connotación moral, no es ni negativo ni positivo. Es, sencillamente, el nombre que se le ha dado a una entidad que, como veremos, es grande y variada. No se refiere a una norma (o normalidad) del Ser. Como cada ser es único, me parece que definir una norma, como muchos intentan hacer, es una ilusión, un intento lamentable que pretende limitar a la persona a un conjunto de rasgos y reacciones definidos por un grupo de poder –los médicos y los terapeutas– con el único fin de conservar su poder. 19

En el origen de la abandonitis siempre encontramos la vivencia de un abandono. Puede tratarse de un episodio que tuvo lugar o bien durante la vida fetal, o en la más tierna infancia, o en la infancia. Excepto en el caso de los abandonos debidos al exilio, la guerra, la enfermedad o la vejez, es raro que el primer abandono se produzca durante la vida adulta, lo cual no impide que muchos adultos que se enfrentan a una separación crean que ésta es el origen de su sufrimiento. Eso hasta el momento en que se dan cuenta de que el sufrimiento extremo que están sintiendo en la actualidad tiene su origen en un abandono que experimentaron mucho antes. Sin embargo, muy a menudo sucede que el recuerdo de ese primer episodio ya no es consciente en la persona que sufre de abandonitis. También es muy corriente que la persona considere «normal» aquel episodio traumático y no necesariamente lo asocie con un abandono de verdad. Lo que hace es olvidar rápidamente o negar el trauma inicial minimizándolo o normalizándolo. Finalmente, es muy frecuente que la persona que sufre de abandonitis considere que lo que siente es totalmente desproporcionado en relación con lo que vivió. Veamos el ejemplo de Virginia, de 24 años. Tiene miedo constantemente a que su actual compañero la deje. La psicóloga a la que va le ha dicho que sufre «dependencia afectiva». Pero este maravilloso diagnóstico no la está ayudando en absoluto a progresar en positivo, a pesar de todas las sesiones que ya ha hecho con su terapeuta. Virgina se pregunta qué podría hacer para mejorar, puesto que el diagnóstico psicológico o médico que se deriva de un análisis intelectual de los síntomas no resuelve nada desde el punto de vista del sufrimiento que padece. Ella entiende que no debería tener los miedos que tiene, pero no consigue entrar en razón. Cree que 20

debería confiar más en sí misma, pero no lo consigue, y el hecho de recurrir al pensamiento positivo y a las medidas terapéuticas de naturaleza cognitivo-conductual propuestas por su terapeuta no la alivia. De entrada, en la primera consulta, me resumió todo el trabajo que había hecho con su psicóloga. En la terapia se remontaron en el tiempo, lo cual permitió a Virginia darse cuenta de que empezó a tener miedo de ser abandonada desde las primeras relaciones afectivas que mantuvo con personas del otro sexo. O bien el otro la dejó o bien fue ella quien rompió la relación, explica. También analizó la relación con su padre que, según dice, es excelente, pues no tiene nada que reprocharle. La relación con su madre es armónica y pacífica. ¿Entonces por qué recurre a mí? Porque dice querer curarse de «esta dependencia afectiva enfermiza» que sufre desde la adolescencia. Al hacer un trabajo con sus emociones, Virginia se remonta a un violento enfado provocado por el siguiente acontecimiento: cuando nació, a su madre, que se había puesto enferma, la tuvieron que alejar de ella para evitar que la contagiara. Así que a Virginia la metieron en una incubadora. Será tirando del hilo de sus emociones, en vez de fiarse de su mente, como conseguirá remontarse a ese acontecimiento traumático inicial y, sobre todo, reconocer la ira que éste le generó. Vamos a ver lo importante que es este planteamiento. No tiene nada que ver con el enfoque psicológico al que hicimos referencia anteriormente y permite obtener mejores resultados desde un punto de vista práctico. Por supuesto, al sentirse tan iracunda, dijo inmediatamente que no tenía derecho a estar enfadada con sus padres, que no podía hacerlos culpables de lo que había sucedido, que tal vez aquello fue lamentable, pero que formaba parte del pasado 21

y que sencillamente lo que tenía que hacer era olvidar y punto. En pocas palabras, la mente de Virginia, su «bicicletita», como me gusta llamarla, que ya había hecho su trabajo en el pasado, seguía con su labor con el fin de minimizar el alcance del desafortunado incidente. Sin embargo, al permitirse sentir y expresar la emoción ligada a aquel acontecimiento, Virginia pudo volver a mantener relaciones con serenidad y curarse de la abandonitis que padecía. He resumido esta historia adrede, pero esto no quiere decir que Virginia resolviera su problema en tan sólo unas horas. Al contrario, le llevó varios meses. El que sufre de abandonitis a menudo cree que el abandono original es anodino. Tan anodino que la mayor parte del tiempo ni siquiera está presente en su memoria consciente. Cuando este acontecimiento sale a la luz en la conciencia de la persona que lo vivió, la conclusión que saca es inmediata y casi siempre la misma: lo que sucedió, visto desde un punto de vista racional, no puede ser la causa de semejante ira o de cualquier otra emoción, sea cual sea. Incluso admitiendo lo contrario, da la sensación de que la emoción es desproporcionada, parece «anormal» con respecto a lo que sería normal sentir. Lo que sucede es que mientras el individuo se quede en un proceso de análisis puramente intelectual, no será capaz de entender el impacto que aquel acontecimiento tuvo en él. Esto es lo que le sucede a Virginia al hacer el siguiente razonamiento: por un lado, no se puede considerar a su madre responsable de haber tenido una infección potencialmente peligrosa para ella; por otro, el equipo médico fue del todo razonable al protegerla alejándola momentáneamente de ella. Es más, permitieron que sus padres tuvieran contacto visual con ella todos los días. La separación no duró más que un mes, tras el cual Virginia estuvo siempre rodeada por sus padres, que la querían mucho. Por consiguiente, ¿por qué debería estar re22

sentida contra ellos? De hecho, ninguno de los motivos mencionados aguanta un análisis «objetivo», y ése es el mayor de los dramas al que debe enfrentarse la persona que padece abandonitis, como le ocurre a Virginia: no tiene ninguna razón de peso para sentir ira o tristeza, o cualquier otra emoción, hacia unos padres que hicieron todo lo que pudieron por ella con los medios de que disponían, especialmente los medios puestos a su disposición por los médicos. Desde el momento en que no parece lógico estar enfadado o triste, no queda más remedio que negar el derecho de sentir esas emociones. Eso es lo que hace la persona que sufre, admitiendo que tenga conciencia del acontecimiento inicial que desencadenó su sufrimiento. Además, el entorno de familiares y amigos fomenta esa actitud diciéndole: «De nada sirve darle vueltas al pasado y echarle la culpa a la mala suerte». O, lo que es peor, algunos terapeutas llegarán incluso a animarla a minimizar la importancia de aquel acontecimiento «banal» o «al que no merece la pena darle mucha importancia». Dicho lo cual, hay que reconocer que la mayor parte del tiempo la persona no recuerda el acontecimiento, puesto que la barrera que su mente ha puesto es por lo general muy antigua, se remonta a la más tierna infancia. Además, el hecho de poner esa barrera fue algo saludable o incluso vital, como le pasaría a cualquier recién nacido o a cualquier niño en la misma situación. Un abandono puede ser vivido como tal sin que se produzca de hecho un abandono real. Esto quiere decir que no es necesario haber sido alejado físicamente de los padres para sentirse abandonado. Efectivamente, un niño necesita amor para crecer de forma armónica. Ahora bien, sólo un amor incondicional puede reforzar en él la sensación de existir por sí mismo y, en consecuencia, la sensación de ser una persona importante y con valor. Así pues, el niño no sólo necesita el apoyo activo 23

de sus padres o de las personas que se ocupan de él desde el punto de vista físico, ya que es incapaz de cuidarse por sí solo, sino que también necesita su apoyo desde el punto de vista psicológico, ya que su amor es indispensable para su psique en el sentido más amplio: el alma. Cualquier acontecimiento que le prive a más o menos largo plazo o de manera más o menos importante de cualquiera de esos dos elementos conduce al niño a desvalorizarse a sí mismo. Desde luego, el maltrato físico y el abuso sexual, desgraciadamente tan frecuentes, son otras de las causas que originan el sentimiento de abandono y luego la abandonitis. Pero aunque un niño no sufra violencia física, si es rebajado con regularidad, tratado de imbécil o ninguneado por sus padres, desarrollará el sentimiento de que no vale nada y que no tiene derecho a ser querido. Se sentirá inútil. Lo mismo le sucede a un niño desamparado o ignorado por sus padres. En estos dos últimos casos, no hay maltrato físico propiamente dicho, pero el maltrato psíquico es importante. Todos estos actos cometidos en contra del niño hacen que éste sienta que no vale nada y se menosprecie: se autoconvence no sólo de que es un ser sin importancia sino también de que está tarado, de que es un ser limitado o incluso dañino. Acaba pensando que sus padres hacen bien en alejarse de él, en apartarlo del círculo familiar, rechazarlo y excluirlo. Ése es el caldo de cultivo del futuro abandónico. ¿Qué se puede decir del «abandono original» desde el punto de vista bíblico? La creencia de que hay que ser castigado por haber sucumbido a la tentación es una creencia eminentemente judeocristiana. Desde luego, los creyentes pueden sentirse rechazados por ese Dios que no les otorga un amor incondicional y es comprensible que desarrollen una abandonitis por esta razón. El mundo judeocristiano en su conjunto está profundamente marcado por el pecado y el cas24

tigo originales. Así pues, en principio, los cristianos deberían estar más predispuestos a sufrir abandonitis que los creyentes de otras religiones. Sin embargo, no da la sensación de que esto sea así necesariamente: padecer abandonitis no es algo exclusivo de las sociedades judeocristianas, sino que afecta a los individuos de todos los credos, razas y sociedades. Podría pensarse en otro abandono: el que se produce al cortar el cordón umbilical que une el feto a la madre. Ninguno de mis pacientes se ha referido jamás a ese acontecimiento, a pesar de que algunos han llegado a remontarse a la vida fetal. Así pues, no parece que el nacimiento, al cortarse el cordón umbilical, se viva como un abandono como tal. En cambio, la separación física que puede ocurrir tras el nacimiento sale a menudo, como vimos en el caso de Virginia.

¿Qué le ocurre al feto, al recién nacido, o al niño víctima de un abandono? Existen investigaciones que demuestran que a los seis meses de gestación, el feto ya es un ser dotado de emociones y recuerdos, que su conciencia se ha desarrollado y sus circuitos neuronales han alcanzado el mismo estadio de desarrollo que tiene a los nueve meses, en el momento de nacer.6 Así pues, ¿podría decirse que el feto está neurológicamente «equipado» para sentir el amor o la ausencia de amor de sus padres cuando está dentro del útero? Es sabido, por ejemplo, que una madre que está en armonía con el padre durante el embarazo emite mensajes tranquilizadores y de bienestar que el feto percibe y que favorecen su desarrollo armónico tanto en el terreno físico como emocional. Por el contrario, el feto reacciona ante el estrés de la madre, especialmente ante su deseo 25

de no tener hijos, ya sea consciente o inconsciente.7 Los hijos de madres que no los desearon, o que no supieron transmitirles su amor in utero, están expuestos a muchos más riesgos de padecer trastornos emocionales y físicos que los que fueron traídos al mundo por madres que los deseaban. Los médicos que trabajan con la regresión8 llegan a conclusiones parecidas: «El feto puede sentir la falta de vínculos afectivos y de amor de su madre mucho antes de nacer», afirma Ingeborg Bosch Bonomo.9 El feto siente la falta de amor, una falta que se reflejará en trastornos físicos y psíquicos no sólo durante su vida de recién nacido, sino también de niño y de adulto. Hay investigaciones que aseguran incluso que el riesgo de fallecimiento de los niños no deseados con respecto a los deseados es dos veces mayor durante el primer mes de vida.10 En los niños que se encuentran en situación de carencia afectiva también pueden llegar a aparecer atrofias cerebrales frontolímbicas.11 Algunas investigaciones llevadas a cabo en monos desde los años 196012 mostraron que el aislamiento afectivo provoca una atrofia del área frontolímbica que va acompañada de una bajada de la tasa de ciertas hormonas necesarias para el desarrollo físico de los hijos, así como modificaciones importantes en el comportamiento de éstos que se manifiestan de distintas formas: desesperación, indiferencia y actitud de retraimiento con respecto al medio ambiente. Cuando se separa a un niño muy pequeño de su madre o de su padre, de repente se encuentra privado de estímulos sensoriales importantes, lo cual impide que su cerebro límbico se desarrolle normalmente. De hecho, el aislamiento afectivo produce atrofia del cerebro. Así pues, la atrofia cerebral no se debe a una muerte efectiva sino a la ausencia o desaparición de una persona cercana en el terreno afectivo a la que no se sustituye. 26