Alma Mahler Gropius E-book (Spanish Edit - De Maeztu, Almudena

Alma Mahler Gropius Almudena de Maeztu © Almudena de Maeztu © del prólogo, José Luis Pérez de Arteaga A Nellie Manso

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Alma Mahler Gropius Almudena de Maeztu

© Almudena de Maeztu © del prólogo, José Luis Pérez de Arteaga

A Nellie Manso de Zúñiga, mi madre; extraordinaria profesional de la palabra que corrigió mis errores y me ayudó a seguir. A José Luis Pérez de Arteaga, mi

marido; magnífico musicólogo que me ayudó a empezar. A Antony Beaumont, músico, escritor y traductor de los diarios de Alma Mahler, por sus libros y su paciencia. Y a todos los maestros y profesionales que me enseñaron a amar las artes decorativas todavía más.

PRÓLOGO Por José Luis Pérez de Arteaga El problema de Alma No es muy habitual que uno de los dedicatarios de un libro sea también su prologuista, pero en empos de crisis el ahorro es no solo necesario, sino también justo. Por otra parte, el firmante de estas líneas ene un cierto conocimiento del tema, así que se cree jus ficado en este empeño introductorio. Alma Mahler siempre tuvo de sí misma un muy alto concepto. Su vida, rodeada de arte y de ar stas, le parecía digna de ser admirada y recordada. Aunque sus dotes como compositora fueran más bien limitadas —pese a las afirmaciones

en letra impresa de que compuso una ópera y cien canciones— y su capacidad literaria —brillante, ingeniosa, fér l— no contara con la constancia, la dedicación y el esfuerzo que requiere toda creación ar s ca, ella supo desde muy joven cómo quería pasar a la posteridad: sería la m u s a de los grandes maestros, la gran salonnière del siglo xx a cuya casa acudían los principales cerebros del momento, la persona más ín mamente ligada al proceso de las mentes creadoras y la mujer culturalmente más influyente de la pasada centuria. Era este un planteamiento que sus propios libros debían suscribir. Los primeros esfuerzos por dar a conocer su nombre como protagonista, y no como simple espectadora de una época o como

una comparsa o compañera del genio, surgieron en 1939 en Sanarysur—Mer, un pequeño pueblo del sur de Francia donde ella y su tercer marido, el escritor Franz Werfel, se habían refugiado huyendo de la Alemania nazi. Allí, con ayuda de Werfel, Alma recopilaría y ordenaría sus Gustav Mahler: Erinnerungen und Briefe (Gustav Mahler: recuerdos y cartas), una transcripción sesgada, censurada y parcial de sus diarios durante los años vividos junto al gran compositor y director de orquesta, una publicación que dio lugar a un clamor y a una polémica tan grandes con alguna de las personas implicadas —por ejemplo, Richard Strauss, que anotaría en 1946, en el ejemplar hallado en la biblioteca de Willi Schuch, «Esta mujer es una embustera»— que aún hoy los estudiosos de la música de

Mahler deben, de manera invariable, toparse con lo que se ha dado en llamar «el problema de Alma». Frases como «Mahler dejaba a menudo líneas enteras en blanco porque confiaba en mí ciegamente» han provocado que musicólogos de toda índole busquen con me culosidad y en vano las frases escritas por Alma en la Quinta sinfonía: imposible hallarlas, porque Alma, sí, copió la par tura, pero en el manuscrito no hay notación, gra a o línea que no pertenezca a Mahler; incluso la famosa acotación de Alma en los Recuerdos de Gustav Mahler, según la cual el ar sta habría rehecho la par tura ante la frase de ella «Sólo has escrito para la percusión», se contradice con la realidad de que en el original el compositor no alteró una sola frase. A partir de la muerte de Werfel

en 1945 y del traslado de Alma a Nueva York, esta, ciudadana americana desde 1946, comenzó a dar vueltas a la idea de escribir una autobiogra a en la que narrar su vida junto a sus célebres maridos o amantes, teniendo como base sus propios diarios y contando con la ayuda de pres giosos «negros». Al principio trabajó con el periodista v i e n é s Paul Frischauer, pero la relación quedó en agua de borrajas cuando él osó cri car algunas de las afirmaciones an semitas más tajantes del texto, aún más singulares si se constata que dos de los maridos de Alma fueron judíos. En la década de los cincuenta, Alma volvió a intentarlo, esta vez con el escritor y traductor Ernst Basch Ashton, quien tampoco pudo dejar de censurar los escritos por sus virulentos ataques a personas

todavía vivas. Donald Mitchell y Henry-Louis de La Grange también echaron un mido vistazo a esos diarios, siempre bajo su ojo inquisidor. Alma no quería que nadie conociera los entresijos de su relación con el arquitecto Walter Gropius, su segundo marido. Pensaba que una vez confiscada (y parcialmente destruida) su correspondencia con Oskar Kokoschka, con Gropius y con los demás, ya nada podría modificar su versión. De hecho, para su hija Anna Mahler (a la que Elias Cane dedica su libro El juego de ojos) fue una sorpresa enterarse, ya anciana y casi veinte años después de la muerte de su madre, de que la relación de Alma con el arquitecto había nacido pocos meses antes del fallecimiento

de su padre, en 1910. Alma se avergonzaba del adulterio y durante toda su vida quiso evitar cualquier publicidad del asunto. Creía que estaba a salvo para la posteridad. Pero muchos de los hombres que habían pasado por su vida no estuvieron de acuerdo con su visión de los hechos. Gropius, Kokoschka, Mann, Kandinsky y los demás tenían mucho que decir al respecto, y sus propios escritos no tardaron en salir a luz. El propio Gropius se encargó n o s o l o de guardar las cartas de Alma, sino los borradores de las suyas. Además, a finales del siglo pasado, el extraordinario musicólogo inglés Antony Beaumont transcribió literalmente, tradujo y publicó parte de los diarios de Alma y algunas de las cartas de Mahler todavía inéditas.

Cuando en 1958 And the Bridge is Love (Y el puente es e l amor), la versión inglesa del Mein Leben (Mi vida) de Alma Mahler, vio la luz en Estados Unidos, las reacciones no se hicieron esperar. Walter Gropius, residente en Massachusetts, donde daba clases en la Universidad de Harvard desde 1939, no pudo contenerse y el 17 de agosto de 1958 escribió a Alma a su casa del 120 East 73rd Street de Nueva York: «La historia de amor que atribuyes a mi nombre no es la nuestra. Deberías haberte abstenido de revelar el contenido de nuestras experiencias con Mutzi, pues esa exposición literaria ha perjudicado la redacción de mis propias memorias. El resto es silencio». Este libro pretende dar voz a ese silencio. No es una biogra a

sobre Alma Mahler, ya que termina en 1920, cuando a Alma le quedan todavía cuarenta y cuatro años de vida. Relata una historia cronológicamente lineal, que comienza en 1897, el año de la llegada de Gustav Mahler a Viena, y termina en 1920, e l año en que Walter Gropius funda la Bauhaus. Pretende colocar los recuerdos de Alma en su contexto histórico real y dar a conocer las relaciones de Alma con las artes plás cas y decorativas de su época. Este texto contesta algunas preguntas. ¿Qué ocurrió en realidad? ¿Por qué pasaron cinco años desde que los amantes se conocieron hasta que decidieron casarse? ¿Por qué fracasó el matrimonio tras solo cuatro años? Y lo que resulta todavía más intrigante: ¿influyó Alma de alguna manera en la fundación y creación

de la Bauhaus, la escuela de diseño más importante de la historia? Alma jamás renunció al nombre Mahler. Casada con Gropius, siguió siendo Alma Mahler —no hay constancia de que al arquitecto le entusiasmara tal fidelidad patronímica—; casada con Werfel, fue Alma Werfel-Mahler —el autor de «La canción de Bernade e» pareció sobrellevar el tema con más resignación—, y viuda de este úl mo fi r m ó c o m o Alma Mahler-Werfel. Una anécdota de los años cuarenta ilustra admirablemente tal «mahleridad». En una recepción a la que asiste con Werfel se entera de la presencia en la sala de Igor Stravinsky y se encamina resuelta a su encuentro con estas palabras: «¡Hola, soy Alma Mahler!». En

el

fondo

tal

sucesión

logís ca en forma de combinatoria de apellidos es irrelevante; la propia protagonista se lo resumió de manera lapidaria a Walter Gropius: «Solo hubo un Gustav Mahler y solo hay una Alma». Tenía razón en ambos epifonemas. Para todos aquellos que estén interesados en saber qué ocurrió después, la bibliogra a es ingente. El resto es historia. José Luis Pérez de Arteaga

No hay original, si es mejor la copia. Karl Kraus

La profesión de decorador o interiorista no pertenece a este siglo, ni siquiera al anterior. El 17 de agosto de 1661, el secretario de Finanzas de Luis XIV de Francia, Nicolas Fouquet, decidió agasajar a su rey con la fiesta más espectacular que se recuerde. Iba a celebrarse en su nuevo castillo de Vaux-le-Vicomte, y la intención

del político era recuperar algo de su malparado prestigio envolviendo al rey y su corte en un ambiente de total exquisitez. A Luis XIV le sorprendían pocas cosas. Era un niño mimado que solo había tenido que esperar a crecer un poco para poder implantar su ley y deseaba apropiarse del reino con el afán de un adolescente malcriado. No tardó en imponer sus criterios. Expulsó con cajas destempladas a Bernini, el gran escultor italiano, a pesar de la aureola de prestigio que lo rodeaba, y se lamentó de no encontrar artistas de categoría. Todos sabían que muy pocos lograban interpretar sus deseos.

En el château de Fouquet no faltaba nada. El decorador Charles Le Brun había pasado meses trabajando en los interiores: dibujando cartones de tapices y alfombras, modelando escayolas para las paredes, ordenando extraer hornacinas de los muros que llenó con jarrones exóticos, colocando espejos, disponiendo chimeneas, pintando frescos y cubriendo la madera de las consolas y los espejos con chapas de plata repujada. André Le Nôtre, el mejor paisajista de Francia, famoso por su geometría, sus vistas y su ordenada colocación de fuentes y estatuas, trazó los

jardines. Luis XIV llegó a Vaux-le-Vicomte acompañado de su madre, Ana de Austria. Tras contemplar la fachada con asombro, la pareja pasó al ambigú, donde en una enorme mesa, adornada con un r e s p l a nd e c i e nt e surtout, se disponía una infinita multitud de alimentos, servidos en salvas y fuentes de plata sobredorada, un lujo del que ni siquiera el rey osaba disfrutar. A los postres, los invitados pasaron a los hermosos jardines, divididos por parterres sinuosos, donde Molière y Lully presentaron su última colaboración, un género nuevo: la

comedia-ballet Les Fâcheux. En el intermedio, los criados repartieron pasteles y diamantes entre las damas. Al terminar, todos contemplaron los fuegos artificiales. Si hubo una primera obra de arte total en la historia, tuvo lugar aquella noche. El propio Voltaire escribió: «El 17 de agosto a las seis de la tarde, Fouquet era rey de Francia; a las dos de la mañana, no era nadie». Tres semanas después, en Nantes, un capitán mosquetero guardia de su majestad llamado D’Artagnan, al que Alejandro Dumas haría por siempre famoso, arrestaba al

político acusado de malversación de fondos. Tal despliegue de pompa había desatado la alarma. El nuevo ministro de Finanzas de Luis XIV, Colbert, preocupado por su propia suerte y deseoso de ganar el favor del rey, tuvo una idea que proporcionaría a la c o r o na un importante conjunto de obras de arte y que al tiempo generaría ingresos para las mermadas arcas reales. Propuso contratar a los artistas de Fouquet para que decoraran los reales sitios de Francia (sobre todo, la nueva residencia del Rey Sol, el Palacio de Versalles), y planteó a Luis XIV que sería bueno crear unos

talleres franceses, bajo la dirección de Le Brun, con los que reducir las importaciones de pintura italiana, tapicerías flamencas, cristalerías bohemias y platería inglesa que tanto costaban a su majestad. De este modo se crearon los Gobelinos, proveedores oficiales de la corte del Rey Sol, la aristocracia europea y los más ricos mercaderes del período barroco. S o lo dos siglos más tarde, los talleres y fábricas de artes decorativas o aplicadas ya eran habituales en toda Europa. En casi todos los reinos del Viejo Continente surgían ingenios donde

elaborar estas pequeñas obras de arte. Y así, desde finales del siglo xviii, la revolución industrial, la mecanización de la industria y la producción en serie comenzaron a poner al alcance de todos algunos objetos de uso doméstico hasta entonces limitados a una minoría. A mediados del siglo xix, la continuidad del delicado trabajo de los artesanos de la porcelana, la cerámica, el vidrio, los muebles, la plata, las joyas, las alfombras y los tapices estaba seriamente amenazada por el impulso de las máquinas. Las condiciones laborales de los que trabajaban en aquellas fábricas apenas eran algo mejores que las de los antiguos

esclavos. Mujeres y niños cosían, picaban, mezclaban, soplaban, martilleaban, sudaban y gemían sin descanso durante veinte horas al día a cambio de un techo y un mugriento pedazo de pan, mientras unos pocos privilegiados vivían pacíficamente de sus rentas, ajenos a los embates que los más desfavorecidos lanzaban con toda su rabia y que estaban minando poco a poco los cimientos de la Europa de la seguridad. Ese inmovilismo, esa sensación de abrigo de la que algunos privilegiados disfrutaban, esa paz de la que se hablaba generación tras generación,

tardaría muy al empuje y pobres en sangrientos y

poco en enfrentarse al odio de los más uno de los más tristes encuentros de

la historia de la humanidad. Pero nadie quería darse cuenta.

ALMA (1879-1964)

Más allá de los bosques de Viena, entre Neulengbach y Tulln, en medio de un viejo parque, surge el castillo de Plankenberg, antigua residencia de verano de los príncipes de Liechtenstein. Tiene una fachada clara, serena y sin adornos, de cuatro plantas, coronada por un remate triangular barroco que cobija un gran reloj. La puerta abre a un camino flanqueado por tilos centenarios que se pierde en la naturaleza, sugestiva y variada. Es terreno montañoso, con vistas a bosques y praderas, acunado por el rumor del tranquilo correr del agua que trae un arroyo cercano. El enorme

jardín, de casi setenta hectáreas, acoge una alameda de recios nogales y plátanos, salpicada de estatuas de antiguos dioses cubiertos hasta la rodilla de liquen y de musgo. Alma Maria Schindler pasó su infancia entre aquellos muros impregnados de leyendas y belleza. Ella y su hermana, Grete, eran las dos hijas de un pintor y académico vienés, Emil Jakob Schindler, y de una alegre cantante de ópera de Hamburgo, Ana Bergen, que había renunciado a su carrera por el matrimonio. Schindler, un artista romántico, discípulo de Makart, preocupado por los efectos de luz, había

conseguido paisajista

ser nombrado de corte de los

príncipes, que le cedieron su palacete de Plankenberg para que instalara en él su hogar y su taller. El pintor también pertenecía a una antigua y arraigada familia austriaca y consideraba que el privilegio de disfrutar de todas aquellas fabulosas antigüedades, de la espléndida biblioteca y del amplio jardín compensaba con creces la falta de dinero en metálico. Entre sus aristocráticos clientes se contaban el príncipe heredero al trono imperial de Austria, Rodolfo, y el príncipe regente de Baviera, Leopoldo.

Schindler vivía en aquel castillo con su madre, su mujer y sus dos hijas pequeñas, ayudado en el taller por su joven aprendiz, un gigante rubio llamado Carl Moll.

En la segunda mitad del siglo xix, la ciudad de Viena, todavía capital del Imperio austrohúngaro, era una bulliciosa ciudad de medio millón de habitantes, poblada por checos, eslavos, polacos, rutenos, húngaros, italianos, serbios y judíos que, para entenderse, hablaban en alemán, la lengua del imperio. Francisco José de Habsburgo, emperador longevo y

tranquilo, dormitaba en su trono desde 1848, protegido por sus primos y s u s parientes de toda Europa. La dinastía había resistido firmemente a los embates de la Revolución francesa y a las tropas de Napoleón, y parecía capaz de superar cualquier cosa. Los reyes y los zares del Viejo Continente estaban unidos entre sí por lazos de sangre tan próximos que a la dinastía prusiana de los Hohenzollern-Sigmaringen la llamaban los españoles los «Oleole Simeligen», por aquello de las aspiraciones de Leopoldo al trono de España. Todos ellos se sentían seguros bajo sus coronas y el tiempo pasaba lentamente.

Guillermo II, káiser de Prusia, vivía en Berlín. Lisiado de nacimiento, era inquieto y nervioso, pero tampoco mostraba ninguna inclinación por dedicarse concienzudamente a la rutina diaria que requiere el ejercicio del poder. Los asuntos importantes estaban en manos de los junkers, la aristocracia terrateniente, que tradicionalmente venía gobernando Centroeuropa desde hacía siglos. Aquellos dos grandes imperios vecinos, de habla alemana, vivían tranquilos, moviéndose con los movimientos pausados de los dinosaurios prehistóricos, ignorantes de los peligros de una

inmediata glaciación. Pero una reevolución, desde el punto de vista etimológico, no es más que una vuelta de tuerca de la evolución, una aparición repentina y simultánea de ciertos síntomas latentes que se deciden a saltar cuando se dan las circunstancias apropiadas. Es un factor desencadenante, una aceleración de la dinámica que algunos artistas viven aumentando su propio ritmo y nadando con las olas mientras que otros, como diría Nietzsche, prefieren escupir contra el viento.

Viena estaba inmersa en una

gigantesca fase de remodelación urbana. Las murallas medievales, defensoras durante siglos de la amenaza de las cimitarras, habían caído de repente, dejando a la vista los céntricos barrios de San Esteban y el Hofburg (palacio imperial) y creando una amplia explanada desnuda y circular que encerraba en su anillo el centro de la ciudad: el Ring. Empezaban a aparecer magníficos monumentos y edificios, proyectados unas décadas atrás, para adornar aquella circunferencia surgida del derribo. Eran de estilos prestados. Las agujas neogóticas de la Votivkirche, que protegían el lugar donde un sastre había tratado de

atentar contra la vida emperador, coronaban

del una

catedral a la manera del siglo xiv, con sus arbotantes y pináculos. El Parlamento, proyectado por un arquitecto danés, Theo Hansen, era un templo romano de columnas corintias, con su entablamento y su frontón adornado de estatuas clásicas. La serena fachada del Museo de Historia del Arte, de cúpulas gallonadas y arcos de medio punto, evocaba el R e n a c i m i e n t o florentino y albergaba algunas de las pertenencias que los Habsburgo habían atesorado durante siglos en las cámaras de sus palacios.

Tanta era la seguridad que se respiraba en el imperio que el impulso en favor del progreso y la velocidad había tenido más peso que el miedo a posibles invasiones. E l emperador buscaba restablecer la antigua grandeza de la dinastía y hacía la vista gorda a unos evidentes síntomas de descomposición, pero dentro del Ho f b ur g solo había amargura. Estaba casado con una hermosísima y encantadora princesa, lánguida e impetuosa, a quien los húngaros llamaban cariñosamente Sissí, que lo e vi t a b a . Su hijo, el príncipe Rodolfo, intentaba traicionarlo y vivía de palacio en palacio en

compañía de mujeres autodestructivas, ahogado en orgías de opiáceos que potenciaban su melancolía. Su cadáver apareció junto al de su amante, una baronesa húngara de diecisiete años llamada María Vetsera, en el palacio de Mayerling, en 1888. Todos los pueblos del Imperio odiaban a los Habsburgo.

De las muchas nacionalidades y razas que convivían en el Imperio austriaco, los judíos eran considerados por a l g uno s «el bacilo disolvente de la sociedad

humana».. Llevaban instalados en Centroeuropa al menos desde el siglo x —según el registro civil de Praga—, procedentes de las distintas diásporas a las que Roma, Bizancio, el islam y el cristianismo l o s habían empujado sucesivamente, sin renunciar nunca a su fe. Durante la Edad Media, sufrieron persecuciones —tenían prohibido poseer esclavos o tierras, pertenecer a los gremios, ingresar en el ejército o trabajar en profesiones liberales—, pero a partir de la Ilustración del siglo xviii las relaciones con la sociedad gentil empezaron a suavizarse. Aun así, durante mucho tiempo tuvieron

prohibida toda participación en la administración pública, estuvieron excluidos de las universidades y fueron obligados a llevar permanentemente un distintivo amarillo. N i a u n en pleno siglo xix podía decirse que la convivencia entre judíos y gentiles fuera jovial. Los primeros no habían tenido muchas oportunidades de desarrollo en la Europa medieval y gradualmente se habían ido dedicando, entre otras cosas, a los préstamos y la usura, lo que les había hecho aún más impopulares entre sus rivales y deudores. Además, mantenían sus tradiciones, practicaban sus

propios ritos y manejaban el dinero con un éxito que no les concitó (ni les concita hoy) ninguna simpatía. ¿Cómo conciliar las grandes fortunas judías con el dicho cristiano «más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de los cielos»? En aquella Viena de fin de siglo los judíos desempeñaban un importante papel: Los Benedikt editaban el Neue Freie Presse, el diario conservador de más tirada; Karl Wittgenstein era tan rico como para permitir que uno de sus hijos se dedicara a una ocupación tan poco lucrativa como la filosofía, y

Fritz Wärndofer, fabricante de tejidos, estaba dispuesto a subvencionar casi cualquier aventura cultural siempre que se jugara por dinero. A u n así, los extraños rumores que corrían desde los oscuros tiempos medievales apenas se habían amortiguado con el paso de los siglos. Se continuaba diciendo que los judíos devoraban vivos a los niños en sacrificio, que profanaban hostias y que envenenaban las aguas de los pozos. Había odio en las comunidades y nacían estallidos de violencia. Existía un sentimiento antijudío, sí —el término pseudocientífico «antisemita», que no establece

diferencias teológicas entre los descendientes de Sem, el primogénito de Noé, no aparecería hasta 1879—, pero en los primeros años del reinado de Francisco José no se manifestaba más que en un cierto rechazo social. El movimiento político aún tardaría décadas en aparecer.

En la Viena decimonónica, los valores más buscados eran los de belleza, embellecer, bello. El crítico Edward Hanslick escribía De lo bello en la música, el pintor romántico Hans Makart sentenciaba que no podía existir el

exceso de belleza, en la ópera triunfaba el bel canto y el aparente clasicismo de las armonías de Brahms convertía a su creador en el auténtico rey de la música pura. Brahms mantenía un enfrentamiento con Wagner que se estaba convirtiendo en cuestión de Estado. La juventud, cautivada por las ideas wagnerianas del Gesamtkunstwerk, u obra de arte t o t a l, empezaba a ponerse de parte de Wagner, haciendo temblar los cimientos del gusto sólido, imponente y algo ampuloso de siglos anteriores, que eran menos firmes de lo que todos pensaban.

A Wagner, la tendencia al belcantismo, una moda impuesta en los teatros de todo el mundo, basada en los gorgoritos y los exhibicionismos vocales, le parecía un insulto. Los italianos parecían no prestar interés a los libretos o a la poesía, se olvidaban de todo lo demás con tal de ver a un tenor dar seguidos nueve dos de pecho. Mediante la música, la literatura podía crecer y elevarse. Pero aquellos italianos preferían dar a los cantantes la oportunidad de exhibirse en público a buscar la total exquisitez. ¡Convertían el arte en un circo! Él había pasado años sumergido en la literatura

medieval, escribiendo argumentos y envolviéndolos en música, y quería demostrar al mundo que era posible crear una obra de arte absoluto, de ar t e total, donde palabras, melodía, danza y artes plásticas se fundieran en una sola entidad. Antes de morir, había convencido a Luis II de Baviera para que le construyera en Bayreuth el más moderno teatro de ópera del momento, y en él Wagner estaba poniendo en práctica todas sus ideas. El filósofo Friedrich Nietzsche andaba soltando exabruptos por media Europa, preso de la locura y de la sífilis, condensando sus palabras para reducir el dolor

físico que le producía el pensar, decepcionado de Wagner desde hacía algún tiempo. «Aquello en que somos afines, el haber sufrido también uno a causa del otro, más hondamente de lo que hombres de este siglo serían capaces de sufrir, volverá a unir nuestros nombres eternamente», diría. Había vivido todo el dramón familiar de Wagner en Bayreuth, envuelto en óperas de leyendas medievales. Había vivido como el músico amaba a la mujer de su propio director de orquesta, el prestigioso Hans von Bülow y, por muy hija de Liszt que ella fuera, a Nietzsche la situación le había resultado bastante

desagradable y francamente embarazosa. La mezcla de e l e m e n t o s era demasiado explosiva para sus delicados nervios. Desde hacía tiempo sus palabras no encontraban editor y tenía prohibido hablar en las universidades. Pero el ímpetu de su rabia se mantenía vivo en todos los cafés: ¿Qué es bueno? Todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre. ¿Qué es malo? Todo lo que procede de la debilidad. ¿Qué es felicidad? El sentimiento de que el poder

crece, de que una resistencia queda superada. No calma, sino más poder; no paz ante todo, sino guerra; no virtud, sino vigor (virtud al estilo del Renacimiento, virtù, virtud sin moralina). Los débiles y malogrados deben perecer; artículo primero de nuestro amor a los hombres. Y además se debe ayudarlos a perecer. ¿Qué es más dañoso que cualquier vicio? La compasión activa con todos los malogrados y débiles: el cristianismo.

Los filósofos suelen decir que

la fuerza de Nietzsche está ya presente en la Ética de Spinoza, un judío apátrida que escribía en la Holanda del siglo xvii. Es cierto. Nietzsche estaba tan embebido de Spinoza que hizo suyas frases de su predecesor. Pero la diferencia del impacto histórico de las palabras de uno y otro estriba en el idioma. Nietzsche no era un filósofo, un especialista en el pensamiento; era un filólogo, un maestro de la lengua, un artista del alemán. Hablaba uno de los idiomas más precisos que existen, y la fuerza de su palabra llegaba lo mismo a las tierras austriacas que a las prusianas, a cualquier punto

de Centroeuropa que estuviera entre los Alpes y los Cárpatos, allá donde se hablara la lengua de Goethe. En la manera de expresarse de Nietzsche hay una tendencia a la compresión, a la reducción, a la eliminación de todo lo innecesario y lo superfluo, que resulta casi letal. Son palabras nacidas de un dolor extremo que lejos de derrotarle le había vuelto más osado, más intenso y más profundo si cabe, hasta llegar a aquella celebérrima frase: «Lo que no me mata me fortalece». Así, en primera persona, el alemán de Nietzsche llegaba al corazón con la potencia de una flecha. Eran palabras poderosas, y, cuando el

poder de la palabra es tal, puede llegar a inflamar y a arder, y la chispa prende, y la bomba estalla. Nietzsche escribía con su sangre y su sangre se convirtió en el espíritu de una nación. Llegaba a jóvenes llenos de energía, ávidos de cambios, deseosos de libertad. Los libros de Nietzsche se buscaban en las librerías de segunda mano, se intercambiaban en las aulas, se leían en los parques. Las suyas eran palabras capaces de inspirar a multitudes, igual que la potencia de las palabras de Mahoma, escritas en árabe, todavía encamina los pasos d e más de mil millones de

musulmanes. El filósofo la emprendía a empellones contra la razón y conseguía romper los corsés del alma. Pero, ¡ojo!, hay cosas que no pueden tomarse a la ligera, hay lecciones que necesitan una lección preliminar. Porque como el propio Nietzsche advirtió: «Así como es cierto que entre alemanes Wagner no es más que un malentendido, así es cierto que también yo lo soy y lo seré siempre. ¡Dos siglos de disciplina psicológica y artística primero, señores!».

Nietzsche, como no podía ser de otro modo, era uno de los ídolos

de Alma, aunque la joven también tenía una estampa de Wagner pegada en su diario sobre las palabras «He aquí la imagen de un dios». Las niñas crecían ajenas al mundo, rodeadas de artistas, libros de Goethe, filosofía alemana y algo de religión católica. En verano de 1892, Emil Schindler cumplió cincuenta años. Tenía que visitar al príncipe Leopoldo «Oleole Simeligen» de Baviera para supervisar la instalación de siete cuadros que pensaba presentar en Múnich y pasó la tarde entre las fuentes y los jardines del castillo de Nymphenburg con los demás invitados. Leopoldo se entretenía

llevándolos por sorpresa a los saltos de agua ocultos y haciendo que todos rodaran por el suelo. A Schindler, aquejado del apéndice, la broma le sentó especialmente mal y agravó su estado. Tuvo un resfriado que evolucionó en cólicos abdominales y pronto empezó a sentir que le subía la fiebre. Aun así, recogió a su familia y viajó con su mujer y sus dos hijas a la isla de Sylt, donde pensaba pasar el verano pintando. La mañana del 9 de agosto, Moll, el antiguo aprendiz, fue el encargado de dar la noticia: «Niñas, ya no tenéis padre». Alma tenía trece años. Tras

el luto riguroso, su madre se casó con Carl Moll. La familia tuvo que abandonar Plankenberg e iniciar una nueva vida. El pintor no hizo más que seguir una arraigadísima tradición artística: continuar junto a la viuda del maestro y hacerse cargo del taller. Pe r o A l m a lo abor r eció d e inmediato y por instinto. No podía imaginar que sería precisamente él quien habría de colocarla, casi desde la cuna, en el núcleo de las vanguardias artísticas de Viena.

97

A los diecisiete años, Alma ya medía casi un metro setenta y ocho de estatura y tenía una cabellera larga y sedosa, un busto generoso y acogedor y unos ojos claros y expresivos, de mirada limpia, cargados de inteligencia y sensibilidad. Había nacido para gozar de los placeres de la vida y no pensaba dejar de buscarlos. Llevaba luto por su padre muerto, usaba apretados corsés que le ceñían el talle y había empezado a recogerse el pelo. Pertenecía a ese grupo de mujeres que entraron

en sociedad vestidas de negro, privilegio de amantes célebres como la actriz Lilly Langtry, querida del príncipe de Gales, porque ni siquiera el negro podía opacar el brillo que irradiaba su rostro. Conversaba siempre en vienés, un dialecto que mezclaba todos los idiomas que convivían en la capital austriaca, pero, por supuesto, hablaba y leía alemán, e incluso sabía algo de francés. Su voz, que conservaría siempre, era juvenil y bien modulada. Tenía nociones de filosofía, pintura y música; era apasionada, curiosa, sexualmente irresistible, y alardeaba de tener ideas propias, a veces francamente irreverentes. Le

encantaba la Navidad porque había disfrutado de una infancia feliz y porque siempre recibía muchos regalos. Se dejaba guiar por su propio potencial, impulsada por Nietzsche y Spinoza. Por encima de todo, amaba la música, salir a bailar, cantar y tocar el piano. Tenía ritmo natural. Lloraba con Wagner y adoraba a Beethoven, pero también disfrutaba con el vals y las operetas. Pasaba las vacaciones en los balnearios de moda, como Franzensbad, Tobelbad o Baden-Baden, haciendo excursiones en barco y en bicicleta. Los amigos de Moll le habían enseñado a mirar el mundo

a través de los ojos de un pintor. Se decía que Julius Meyreder, un joven arquitecto, había pedido su mano. Y ella, igual que Atalanta con sus pretendientes, rechazaba a los hombres con displicencia porque en secreto ya había puesto los ojos en la única persona que podía hacerla feliz. Era un hombre dieciséis años mayor que ella, un viejo amigo de su padrastro, el pintor más famoso de Viena: Gustav Klimt.

El año 1897 fue muy agitado. En música, los conservadores perdían a uno de sus más importantes

pilares con la muerte de Johannes Brahms. En Francia, el caso Dreyfus desviaba el interés internacional hacia París y copaba las portadas de los periódicos de toda Europa. Tres años antes, un capitán francés de artillería judío llamado Alfred Dreyfus, que trabajaba en el Ministerio de la Guerra, había sido acusado, juzgado y condenado por haber entregado al extranjero información bélica y los planos del freno hidroneumático del obús de ciento veinte milímetros. Para muchos franceses, el culpable solo podía ser un judío, uno de esos seres sin patria que, según ellos, eran capaces de vender a su

propia madre por dinero. En 1894 Dreyfus había sido públicamente degradado y deportado a la isla del Diablo. Pero ahora, después de una nueva revisión del caso, orquestada por un coronel del ejército llamado Picquart —que iría también a la cárcel por un corto período debido a su exceso de celo en la búsqueda de la verdad —, había quedado demostrado que el verdadero culpable era otro, un tal Esterhazy. Dreyfus había sido condenado simplemente por el hecho de ser judío y los políticos no habían sido capaces de reconocer su error. Pero había más. Al juzgar al verdadero autor,

el tribunal l o había absuelto a pesar de las pruebas. La ola de rabia sacudía Francia: el debate se radicalizaba y llegaba a las calles. Un insigne médico, político y periodista francés llamado Georges Clemenceau lideraba la polémica. Clemenceau defendía un noble ideario que incluía la amnistía de los insurrectos de la Comuna de París, la abolición de la pena de muerte y los consejos de guerra, la educación primaria laica, obligatoria y gratuita, y la separación de I glesia y Estado. Acababa de fundar un periódico en París, L’Aurore, y aún se mantenía alejado de la política.

Theodor Herzl era también periodista; un periodista judío que trabajaba en el Neue Freie Presse. Había estado en París cubriendo el caso Dreyfus y allí vivió en primera persona la ola de antisemitismo y odio que se cernía sobre la otrora liberal capital de Francia. A su r egr eso a Viena, tan lleno de pánico como de asombro, decidió convocar aquel mismo año, en Basilea, un congreso sionista, el primero, donde planteó, también por primera vez de manera oficial, una idea sobre la que ya había escrito un pequeño texto llamado

Judenstaat

(El

Estado

judío).

Retomaba la promesa hecha por Dios a Abraham en el Génesis: «Ven a la tierra que yo te mostraré». Para Herzl, la solución de la cuestión judía pasaba por el retorno a Palestina, al origen, a Israel. La iniciativa no tuvo en principio demasiada aceptación; un viejo dicho judío recoge que donde hay dos judíos siempre hay tres opiniones. Muchos de ellos llevaban cientos de años asentados en Europa y no querían abandonar el continente, por muy justo que pareciera en la Torá. Se consideraban tan europeos como cualquier otro, aunque Lueger

dijera lo contrario.

Karl Lueger era el líder del Partido Socialista Cristiano y aquel año se había convertido en alcalde de Viena tras ganar las elecciones municipales. Era doctor en derecho romano desde los veinticinco años y tenía un aspecto físico tan impresionante que las damas lo apodaban El Bello Karl. Lo primero q ue hizo fue rebajarse el sueldo. Lo siguiente, erradicar la corrupción municipal. Había vencido sin problemas en las urnas con un programa básicamente antisemita, porque sabía que

pocas cosas unen más que un enemigo común. Pero su aversión a los judíos era más de boquilla que otra cosa. En realidad, Lueger se dedicaba a embellecer la ciudad y a mantener la armonía entre los vieneses. Trataba tanto con los judíos que sus correligionarios empezaban a echárselo en cara. Pero él zanjaba la cuestión: «Yo decido quién es judío. No soy enemigo de nuestros judíos vieneses, no son tan malos y no podemos pasar sin ellos. A mis vieneses no les gusta mucho cansarse y los judíos quieren estar siempre activos».

Gustav Mahler era uno de esos judíos hiperactivos. Desde hacía dos años libraba la batalla por llegar al puesto más alto de la música en Austria —lo que para los austriacos quiere decir del mundo—, el de director de la Hofoper, la Ópera de la Corte Imperial, y aquel año estaba a punto de conseguir su objetivo. Famoso por su carácter incendiario y casi desconocido como compositor, llevaba planeando el asalto desde que, a los quince años, se había trasladado desde su Bohemia natal para estudiar en el Conservatorio de Viena. A partir

d e e n t o n c e s , dirigiendo en provincias, había crecido como músico hasta convertirse en el director de orquesta más famoso de Europa. La apariencia externa no podía importarle menos. Cuando no llevaba frac, vestía con descuido unos trajes arrugados, descosidos y llenos de manchas que cubría con un abrigo al que solo abrochaba el botón de arriba. Tenía un tic nervioso; caminaba en una secuencia de pasos abruptos e irregulares y, cuando estaba quieto, a veces daba golpecitos en el suelo con su inquieta pierna. Era algo que en el podio podía dominar, pero cuando se relajaba

y, sobre todo, cuando reía, la pierna reía con él. Mahler conocía todos los recovecos de un teatro. Comenzó a dirigir con apenas veinte años, en salas de pueblo, pero poco a poco conquistó palcos y escenarios cada vez más grandes hasta revolucionar las plateas y los patios de butacas de Praga, Leipzig, Budapest, Hamburgo, Ámsterdam, Londres y París. Vivía para la música desde que a los cinco años l o habían encontrado en la buhardilla de su casa aporreando un viejo piano. Desde entonces, había estudiado música, interpretado música, dirigido

música y compuesto música. Él y solo él se consideraba el heredero legítimo de la tradición musical alemana, de Bach, de Beethoven y de Wagner. Se tomaba su origen con la resignación de quien tiene un defecto físico y pensaba que por el hecho de ser judío debía esforzarse más que los demás. Nunca se ponía límites ni escatimaba energías. Programaba las óperas de Wagner completas y sin cortes; se atrevía a cambiar la instrumentación a las partituras del mismísimo Beethoven porque la orquesta había ido creciendo y Mahler pensaba que la potencia del sonido debía crecer a su vez;

inventaba instrumentos para sus sinfonías y dirigía no solo con la batuta, sino con los ojos, con la cintura, con la cabeza y hasta con la nariz. Su genio siempre dejaba huella. Le perdonaban cualquier cosa tras un simple comentario displicente: «¡Ah! ¡Es Mahler!». En el podio, tenía algo casi demoníaco. Allí se entregaba por entero a la música. Pero todavía no había conseguido que el público apreciara sus propias obras. Él se encogía de hombros y decía con un suspiro: «Mi tiempo está aún por llegar».

En Viena, los burócratas de la Hofoper querían sacar del teatro el polvo del siglo xix y dejar que entrara la luz del xx. La Ópera estaba dirigida por Wilhelm Jahn, un anciano al que poco importaba la decadencia de la institución. Los vieneses deseaban las modernas escenografías y producciones de Mahler y también su impulso, su garra y su energía. En la ciudad no se hablaba de otra cosa. Los rumores que apuntaban a su inminente nombramiento, y que el propio Mahler se esforzaba en avivar, se esparcían como la pólvora y llenaban las páginas de los periódicos. Pero en él

convergían dos circunstancias que le incapacitaban para el puesto: era judío y solo tenía treinta y seis años. Aquel año, sus éxitos musicales y su saber hacer derribaron por fin el argumento de la edad y sus partidarios se convirtieron en mayoría. Ni siquiera Cósima, la viuda de Wagner, ahora convertida en epicentro musical de Viena, que esgrimía con tozudez el indeseable origen de Mahler, pudo dejar de rendirse al genio. Pero era una idea irrealizable: legalmente, un judío nunca podría ser nombrado director de la Hofoper. Por fin, el propio Mahler zanjó

el asunto haciéndose bautizar en la fe católica en la Kleine Michaelskirche de Hamburgo el 23 de febrero de 1897. ¿Mera conveniencia oportunista? En cierta medida. Si convertirse al catolicismo iba a facilitarle la vida, él sería católico. No era del todo ajeno al cristianismo. Desde tiempo atrás dedicaba muchas horas al estudio de la figura de Cristo; le fascinaban su integridad ante el sufrimiento y su profunda humanidad. El asunto se cocía dentro del puchero de sus obsesiones desde los tiempos en que compuso su sinfonía Resurrección. Además, como

hombre de teatro, amaba también el espectáculo católico: los cantos gregorianos, el olor del incienso, el brillo de los retablos dorados, las procesiones. Y estaba empapado de platonismo, del «todo en uno y uno en todo». La asunción de una nueva fe no iba en absoluto en contra de su metafísica. Al fin y al cabo, se había apartado de Nietzsche porque había matado a Dios.

El 11 de mayo de 1897, Gustav Mahler debutó en la Hofoper como Kapellmeister, un puesto menor desde el que inició una fulgurante

ascensión a la cima. Viena no salía de su asombro y por todas partes retumbó el mismo comentario: «¡Un hombre tan joven!». Cuando dirigió una representación de L o h e n g r i n , público y prensa saludaron su llegada con maravillado reconocimiento y el 13 de julio fue designado director adjunto. Un mes después, el 14 de agosto, ni siquiera el personal de la Ópera pudo dejar de aplaudir su versión de Las bodas de Fígaro. Fue nombrado director titular. Al fines de ese mes, Josef Freiherr von Bezecny y Eduard Wlassack, intendente de la Ó pera y director d e la Cancillería Imperial respectivamente, se dirigieron al

mariscal de corte, el príncipe Montenuovo, solicitando la firma del emperador en favor del Kapellmeister Gustav Mahler, «joven cristiano austriaco de treinta y

siete años, [...] que ha dado

prueba de su genio y capacidad como músico y hombre de teatro, [...] para que, considerando la integridad de su carácter, se coloque en sus manos la dirección artística de la Ópera, con total garantía de éxito». El 8 de octubre, tras un verano sin descanso, marcado por la ansiedad, Mahler recibió la notificación de Montenuovo de que e l emperador Francisco José

había firmado su designación como sustituto del anciano Wilhelm Jahn.

Clemenceau, uno de los principales defensores de Dreyfus y puede que el hombre más influyente de Francia, estaba a punto de iniciar su carrera política. Se llevaba muy bien con su hermano Paul, cuya mujer, Sophie, tenía a su vez una hermana, Berta, casada con un neurólogo vienés, Emil Zuckerkandl. Las dos hermanas, Berta y Sophie, reunían a su alrededor a los mejores cerebros de Europa. Sus respectivos salones de Viena y

París funcionaban como un puente cultural y político donde se mezclaba la buena sociedad de ambas ciudades. Las cartas de presentación y recomendación eran habituales y los amigos germanohablantes de Berta, entre los que estaban Hermann Bahr, Hugo von Hofmannsthal y Richard Strauss, alternaban con los artistas franceses asiduos al salón de Sophie: Rodin, Ravel, Debussy o Gide. Berta Zuckerkandl siempre decía que la Secesión vienesa se estaba fraguando en su casa, pero lo cierto era que los pintores no eran muy aficionados a los salones y preferían reunirse en los talleres

o en los cafés. Aquella secessio plebis que estaba en pie de guerra había empezado en Múnich y se expandía rápidamente a muchas ciudades de lengua alemana. La impulsaban artistas, salidos de las academias de bellas artes y las escuelas de artes y oficios, que no estaban de acuerdo ni con los planteamientos didácticos ni con la estética oficial y que preferían seguir a los franceses en su idea de abrir un Salon des Refusés, de rechazados por la academia. Aquel año tuvo lugar una turbulenta reunión en la Asociación de Pintores Vieneses con la presencia de dos viejos amigos,

Carl Moll y Gustav Klimt. Klimt estaba en la cima de su carrera, con numerosos encargos para los nuevos edificios del Ring, en los que pintaba desnudos valientes, heroicos, masculinos y hermosos. Pero hervía de indignación. Los socios mostraban un total desprecio por las nuevas artes de París, Berlín o Múnich. Parecían no entender que lo antiguo no se correspondía con las necesidades del nuevo siglo, con la hégira que estaba a punto de comenzar. ¿No veían que, aunque la sociedad mostraba un enorme interés por las artes, las salas de exposiciones oficiales y las academias estaban perdiendo

peso y lo nuevo se estaba abriendo camino? Por las amplias avenidas, los tranvías y los automóviles asustaban a los caballos, y las farolas alumbraban con una luz blanquecina, empezando a desvelar las intenciones del nuevo siglo. En las artes plásticas, la luz se descomponía y daba paso a las primeras vanguardias. En América, nacían los rascacielos. Klimt y Moll sostenían que para triunfar era necesario pasar por encima de las diferencias locales, enarboladas por los nacionalistas, y pensar como europeos o, mejor aún, como

artistas del mundo. Había que eliminar fronteras y buscar ese arte absoluto, tan anhelado por Wagner, que significaba trasladarlo a todos los aspectos de la vida y aplicar la creatividad a todas las disciplinas. La búsqueda de arte total implicaba una nueva evaluación del papel de los artesanos, los diseñadores y las llamadas artes decorativas. La belleza debía impregnarlo todo; el artista no podía limitarse a ser un simple pintor de lienzos, tenía que cubrir habitaciones enteras, espacios enteros, con papel pintado, muebles y cuadros. Cierto es que los ingleses habían estado dando vueltas a una idea similar

desde hacía algunas décadas, pero en Viena existían dos elementos casi desconocidos en las islas británicas que aportarían a la escuela germana su particular carácter: el verbo dinámico e incendiario de Nietzsche y la música totalizadora de Wagner. Klimt y Moll, simbolista uno y postimpresionista el otro, tuvieron un cruce de palabras con los socios, no en muy buenos términos, y abandonaron la reunión como los antiguos romanos que se escindieron del decadente imperio para crear una nueva Roma. Les siguieron dos arquitectos, Josef Olbrich y Josef Hoffmann, y otros

seis artistas. Unos días más tarde se reunieron en casa de los Moll para empezar a dar forma a sus ideas. Querían organizar actos, intercambiar cuadros, vender arte, darse a conocer y, principalmente, escandalizar y agitar a la vieja y est ancada Viena. Y si podían ganar dinero con ello, mucho mejor. Pronto redujeron las necesidades a dos: una sala de exposiciones y un medio de difusión. Bastaría con alquilar unas pocas habitaciones bien iluminadas en algún sitio de la ciudad para permitir que los vieneses vieran, en exposiciones pequeñas e íntimas,

lo que estaba sucediendo en la escena artística europea. Wittgenstein pondría el dinero. Y Klimt sería el presidente, por su fama, su carisma y su prestigio. Hoffmann fue elegido organizador de eventos. Su potencia creativa y, sobre todo, su pasión por el diseño tenían un papel importante que desempeñar. Había estudiado los métodos y técnicas de la arquitectura clásica en la Academia de Bellas Artes de Viena y, tras vivir durante un par de años en Italia donde conoció a Olbrich, dos años mayor que él, regresó para trabajar con Otto Wagner, el más moderno de los arquitectos austriacos. Muy pronto

se sumaron secesionistas.

a ellos otros Otto Wagner

introdujo a Alfred Roller y a Koloman (Kolo) Moser, recién salidos de la Academia de Bellas Artes y de la Escuela de Artes y Oficios, donde habían terminado de pulirse. No había nada que Moser y Roller no supieran hacer: eran capaces de proyectar un edificio sobre un plano,d e dibujar con la precisión de Durero, d e emplomar con sus propias manos una vidriera o de esculpir un expresivo busto de mármol. Poco a poco fueron llegando más artistas y artesanos, muchos de ellos de Bohemia, una

tierra de Centroeuropa que desde l a Edad Media ha producido excelentes tejedores, vidrieros, orfebres, tapiceros y ceramistas; un lugar del mundo etimológicamente relacionado con la vida en libertad. Allí estaba también Max Burckhard, intelectual y erudito que tenía conocimientos enciclopédicos de drama, literatura y escenografía, y que dirigía el Teatro Nacional, el Burgtheater. Y Hermann Bahr. Y Berta Zuckerkandl. Y Adolf Loos, que, tras pasar tres años en Estados Unidos, acababa de regresar a Viena. Loos había visitado la Exposición Universal de Chicago, h a b í a trabajado de albañil,

entarimador y dibujante, y sabía que, apenas siete años antes, un arquitecto americano llamado Louis Sullivan había pronunciado una frase que pondría patas arriba no solo las artes aplicadas, sino todo el concepto ornamental: «La forma sigue a la función». Loos estaba convencido de que cualquier diseño debía supeditarse a su uso, d e que cualquier elemento decorativo que dificultara la utilidad de una pieza era completamente superfluo.

Karl Kraus era un joven escritor judío, un maestro de la palabra, un

artista del verbo, que no quería sumarse a ningún grupo, sino ser libre para escribir. Era tan satírico en sus sentencias como Daumier, el pintor francés, en sus caricaturas. Su literatura era un juego donde se combinaban la precisión y el corte. Hacía malabarismos verbales: superponía textos, inventaba términos y utilizaba frases ajenas como ejemplos de pobreza léxica. Lanzaba cada uno de sus ataques con una vehemencia encendida. La emprendía a patadas contra el lenguaje y a empellones contra el dogma. Tenía una capacidad de indignación infinita y sentía un

escepticismo constante hacia el mundo intelectual. Pasaba por encima del mismísimo Nietzsche. Cuando aquel año se anunció el cierre del café Griensteidl, sede extraoficial de la Secesión, Kraus, que despreciaba a los secesionistas tanto como a cualquier otro grupo medianamente organizado, no pudo desaprovechar la oportunidad para escribir sobre lo que denominó la literatura demolida: «Allí se recogerán con prisa todos los utensilios de la literatura: falta de talento, ilustración prematura, poses, manías de grandeza, chicas de suburbio, corbatas, amaneramiento, dativos

equivocados, monóculos y nervios secretos. Hay que llevárselo todo. Vacilantes poetas serán sacados fuera; suavemente serán arrastrados. Extraídos de oscuros rincones, se asustan ante el día, cuya luz los ciega, cuya abundancia los abruma. La vida romperá las muletas de la afectación».

98

En enero de 1898, la Secesión vienesa trabajaba en el primer número de su revista, Ver Sacrum (Primavera Sagrada, por aquello del eterno renacer), bajo la dirección de Burckhard, que acababa de perder su puesto en el Teatro Nacional. La portada era de Roller y representaba una planta que con la fuerza de sus raíces conseguía romper el tiesto, una metáfora de la necesidad de liberarse de las estructuras y elevarse en libertad. Ver Sacrum destacaba por la modernidad de

su grafismo, por sus ilustraciones en color y por la calidad de su impresión. Sus páginas proclamaban la intención de abrir los ojos a la humanidad, tanto a ricos como a pobres, y de crear un mundo artístico donde todas las artes desempeñaran un mismo papel. Pero había que aprender a hacerse odiar; el vienés solo sentía respeto por aquellos que no podía tolerar de algún modo. Toda la Secesión participaba en la revista. Kolo Moser, Berta Zuckerkandl y Gustav Klimt eran casi omnipresentes. Este último, para el número de marzo, envió un dibujo frontal de una mujer desnuda que mostraba su cuerpo

sin ningún pudor. La joven miraba desafiante, consciente de su poder sexual, sosteniendo un espejo, bajo una inscripción que decía: «La verdad es fuego y decir la verdad significa iluminar y arder. Nuda veritas».

Alma acompañaba a menudo a su madre y a Moll a sus reuniones, y los secesionistas acudían a su casa en busca de conversación y buen vino. Ella seguía empapándose de ideas, arte, literatura y música. Los hombres zumbaban a su alrededor como moscas y Klimt los visitaba

también, atraído por el ambiente alegre y cálido que se respiraba en aquel hogar y por su estrechísima amistad con Moll. A sus treinta y cinco años, arrastraba un tormentoso y promiscuo pasado. Se decía que era un salvaje, un hombre sin moral, una personalidad desbocada guiada por los impulsos sexuales, cuyo trato solo podía tolerarse por la arrolladora fuerza de su pintura. Se rumoreaba que mantenía relaciones simultáneas con su cuñada y con otras dos mujeres, y que por la mañana se acostaba en su estudio con las modelos mientras por la tarde

hacía lo propio con las hermosas damas de sociedad que, cada vez con más frecuencia, solicitaban sus servicios como retratista. Él disfrutaba de su reconocida posición y nunca, o casi nunca, hacía nada por explicar sus obras. Sus agresivos dibujos, de líneas sinuosas, resultaban más expresivos que cualquier texto. Algunas veces se sentaba junto a Alma en la cena o se aproximaba a ella para hablar de pintura o del Fausto de Goethe, que siempre llevaba en el bolsillo. Klimt seguía siendo para ella completamente encantador, un verdadero artista. Tres meses después de la salida del primer número de Ver

Sacrum al mercado, el 26 de marzo de 1898, se inauguró la primera exposición del grupo en los invernaderos de una asociación hortofrutícola. El cartel era de Klimt, y mostraba a Palas Atenea, la diosa de las artes y el pensamiento, en un perfil hierático, contemplando la lucha entre Teseo y el Minotauro, una alegoría del arte venciendo a la indiferencia. Olbrich y Hoffmann, que se habían encargado del interiorismo, se superaron a sí mismos. Colocaron grandes plantas, palmeras y guirnaldas en la sala, y pusieron todas las obras a la altura de los ojos. Hasta entonces los pintores

solían crear cuadros enormes para ocupar mucho sitio en las paredes, de modo que las obras más pequeñas apenas se podían ver. Cubrieron los cristales del techo con pantallas blancas y dieron una iluminación mate y uniforme a los distintos espacios. Colgaron más de quinientas piezas, no solo de los secesionistas vieneses, entre los que estaban Klimt, Moll y Engelhart, sino de otros artistas internacionales como James Whistler, John Singer Sargent, Fernand Khnopff, Puvis de Chavannes y Auguste Rodin. Había óleos, acuarelas, esculturas, papel pintado, ilustraciones y vidrieras. Y en una sala adyacente, vendían

Ver Sacrum. .El emperador

Francisco

José asistió a la inauguración y, d e b i d o al éxito tumultuario, la muestra tuvo que prolongarse una semana más. Cincuenta y siete mil personas pasaron a verla y casi la mitad de las obras se vendieron. La Secesión se consolidó de tal forma que fue clave para la fundación, al año siguiente, de otra Secesión, la de Berlín, y de los Talleres de Trabajos Manuales de Dresde. Aquel primer día hubo arte, mucho arte, y mucha gente. A última hora, Klimt se unió al grupo de los Moll, cansado del trabajo y

satisfecho con las ventas, para buscar juntos la mejor manera de celebrar aquel éxito. Todos quedaron en ir al Prater al día siguiente. Alma estaba enfadada con él porque se había atrevido a decirle que la consideraba una niña frívola, y tenía pensado no dirigirle la palabra. Pero cuando lo vio en el taxi de camino al famoso parque de atracciones, el pintor puso tales caras de pena y conmiseración que todos tuvieron que soltar una carcajada. Solo cinco días después, Alma acompañó a Moll al invernadero para recoger el dinero d e la venta de unos cuadros. Encontraron a Klimt en una sala,

hablando con otros dos pintores, Moll se unió a ellos y la dejó sola. La joven merodeó lentamente entre los cuadros, mirando las obras con cuidado, hasta que sintió un escalofrío a sus espaldas. Era Klimt. Empezaron a hablar de todo lo imaginable hasta que Moll, harto d e esperarla, decidió regresar a casa dejándolos solos. Cuando Klimt

desapareció

un

instante,

Alma cogió su paraguas, se encaminó hacia la puerta y echó a caminar bajo la lluvia. Pero, de repente, sintió de nuevo pasos tras de sí. Se volvió y lo vio mirándola, con su barba y sus ojos de águila, sus ojos de pintor.

—Aunque te escondas bajo el paraguas y andes todo lo rápido que quieras, no te vas a escapar. ¿Puedo acompañarte un rato? Empezaron a caminar muy juntos. La tensión se palpaba en el aire. Cada vez que él se acercaba, ella temblaba como una hoja. Anduvieron un poco más hasta que se hizo un embarazoso silencio. —¿Te importa si voy contigo a casa? — N o … Me j o r tomaré el autobús —consiguió articular ella. Se despidió con torpeza, roja como un tomate, y subió al primero que pasó. Estaba tan nerviosa que se equivocó de línea. Tuvo que

bajar en la siguiente parada y dar un largo rodeo. La química entre los dos era tan evidente que al día siguiente, en la inauguración del monumento a Makart, no se hablaba de otra cosa. Los Moll empezaban a pensar seriamente en la boda de la niña y las mujeres no paraban de hacer bromas: «Tienes buen gusto, Alma», decían con una sonrisa cómplice. Pero lo mejor de todo era que el impresionante presidente de la Secesión comenzaba también a mostrar una más que inquietante preferencia por la bella hijastra de Carl Moll. Pocos meses más tarde, Alma, fiel a una tradición que

mantendría gran parte de su vida, fue con su madre y con Grete a pasar parte del verano al balneario de Franzensbad para tomar las aguas. Las dos chicas salían a menudo a pasear en bicicleta, a sabiendas de que Klimt pasaba una temporada en una casa cercana que compartía con su cuñada, la hermana de la mujer de su hermano Ernst, muerto seis años atrás. Anna Moll, que veía que Alma se le escapaba de las manos, aprovechó una tarde para poner las cartas sobre la mesa. —Alma, hace tiempo que quiero decirte algunas cosas. No está bien por parte de Klimt

hacerte la corte de esa manera. Ya tiene un affaire con su cuñada, e incluso si le gustaras, lo que parece ser el caso, no tiene derecho a comportarse así contigo. Revela una abominable falta de escrúpulos. —¿En serio? ¿Y a mí qué me importa? —Tú le gustas, no lo niegues. Pero eres demasiado buena para ser un simple capricho. Ella no lo podía creer. Le parecía imposible que Klimt la considerara un capricho. Estaba convencida de que él la quería. O eso, o era el hombre más falso de la tierra.

Lo que ocurría era que la Secesión y su propia vida le mantenían muy ocupado. Con parte del dinero ganado, la ayuda de Wittgenstein y el apoyo del Ayuntamiento, que había cedido unos terrenos d e mil doscientos metros cuadrados en la Linke Wienzeile, cerca de la Academia de Bellas Artes, el grupo se había lanzado aquel año a la construcción de su propio templo. Olbrich, el autor del proyecto, recordaba: Con qué alegría daba vida a ese edificio; las paredes iban a ser blancas y

relucientes, sagradas y castas. Todo estaría invadido de solemne dignidad, de ese sentimiento puro y sublime que me embargaba al contemplar el templo inacabado de Segesta. No deseaba más que escuchar el eco de mi propia sensibilidad y dejar que las ardientes pasiones se congelaran en aquellas piedras blancas y frías como el hielo. Todo lo que era subjetivo, mi propia concepción de la belleza, mi casa, tal como la había soñado… Es o era lo que quería, eso era lo que debía conseguir.

Y sí, estaba levantando una masa de volúmenes desnudos, a base de prismas colocados unos sobre otros, alrededor de cuatro pilares sobresalientes, que sostenían una esfera de dorado laurel. Klimt, Hoffmann, Moser, Roller y los demás pasaban horas vigilando cada ladrillo, cada ensamble, cada moldura, cada adorno. Supervisaban la tarima, colocaban los remates, encajaban las vidrieras, bruñían los metales y cincelaban las esculturas. Era una obra de arte total hecha con sus propias manos. En el muro de fachada, aparecería inciso ver

sacrum. Y sobre el dintel de la puerta, una inscripción en letras de oro: a cada época su arte; al arte, su libertad. La obra tenía que estar lista el 11 de noviembre, pero pronto empezaron a surgir divisiones. Primero fueron los arquitectos contra los pintores. Había que elegir a un miembro de la Secesión como representante ante el Comité de Urbanismo y los pintores, que eran mayoría, optaron por Klimt. Los arquitectos pensaban que él no sería capaz de explicarse y Olbrich estuvo a punto de dimitir. Después, hubo fricciones entre los propios arquitectos por el modo de

producción. Hoffmann y Olbrich apostaban por la artesanía, porque, siguiendo la estela del británico William Morris, deseaban retomar el valor del trabajo individualizado. Consideraban al artesano como a un artista y pensaban que las máquinas embrutecían y provocaban la deshumanización. En el otro extremo estaba Loos, que defendía el futuro de la producción en serie. Tras su paso por América, confiaba en la utilidad y el poder de una industria que podía liberar a los trabajadores de las tareas más duras. Además, para él, una simple máquina era el mejor ejemplo del diseño puro; en ella

forma y función eran equivalentes, tenían idéntica importancia. El edificio de Olbrich iba a ser geométrico y lineal, sin apenas curvas, más próximo a las líneas rectas de la Escuela de Glasgow que a las curvas sinuosas del art nouveau, del Jugendstil, del modernismo o como quisieran llamarlo. En eso estaban todos de acuerdo. Pero Loos apenas participó. Tras una discusión con Hoffmann, porque este no le había d a d o parte activa en el interiorismo, publicó en Ver Sacrum un revulsivo artículo titulado «L a ciudad Potemkin» y abandonó el grupo con furia. Había

identificado Viena con un vasto decorado que ocultaba el vacío de una sociedad corrupta y que solo buscaba un constante retorno al pasado. Pero no le faltó trabajo. Aquel año terminó la decoración de la tienda Goldmann, y empezó a dar vueltas a su siguiente proyecto, el café Museum, donde iba a poner en práctica su particular visión del interiorismo, basada en la desnudez. Si por Loos fuera, solo se diseñarían piezas con las tripas a la vista, sin ningún tipo de ornamentación o de cubierta. Buscaba la belleza sencilla, imprescindible y mínima. Además, no estaría solo. Se integraría en el reducido círculo de

amigos de Karl Kraus. Porque la Viena del fin de siglo no solo se manifestaba en las artes plásticas, en el interiorismo o en la arquitectura. El afán de reducir, de condensar y de liberar de adornos llegaba en especial a la literatura de Kraus. Al igual que en los edificios de Loos no había sitio para una simple moldura, Kraus afirmaba que «quien puede escribir aforismos no debe publicar artículos». Las luchas loosianas contra el ornamento eran las luchas de Kraus contra los adjetivos. En Loos, Kraus encontraba un compañero de batallas en favor del minimalismo.

Los dos eran los últimos y valientes refinadores de la estética y se descubrieron mutuamente como adalides de los nuevos principios. Para ambos, lo contemporáneo —el presente histórico— no tenía verdadero valor ni aportaba nada. Solo importaba el ahora y, si acaso, algunas veces, el mañana. Kraus se mantenía muy activo. Aquel año había aprovechado para arremeter contra Herzl, escribiendo un texto titulado Una corona para Sión y el resultado fue que cada vez que Herzl entraba en un lugar público los vieneses cuchicheaban entre risas: «Aquí llega su majestad».

Los artículos de Kraus tenían tanto éxito que el periodista empezaba a dar vueltas a la idea de fundar una revista propia. Y había muchos temas candentes. El caso Dreyfus no se solucionaba. Clemenceau publicaba en L’Aurore un artículo de Zola titulado «J’accuse», en el que el escritor francés señalaba con nombres y apellidos a todos los miembros del tribunal de Dreyfus, bajo la acusación de prevaricación, difamación e injurias. Y en el que añadía: No ignoro que, al formular estas acusaciones, arrojo sobre mí los artículos

30 y 31 de la le y de Prensa del 29 de julio de 1881, que se refieren a los delitos de difamación. Y voluntariamente me pongo a disposición de los tribunales. En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social. Y el acto que realizo aquí no es más que un medio revolucionario de activar la explosión de la verdad y de la justicia. Solo un sentimiento me mueve, solo deseo que la

luz se haga, y lo imploro en nombre de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz. Mi ardiente protesta no es más que un grito de mi alma. Que se atrevan a llevarme a los tribunales y que me juzguen públicamente. Así lo espero. Émile Zola

Bastante ajena al caso Dreyfus, Alma pasaba las tardes en casa, dedicada a sus dos actividades favoritas: la lectura —Nietzsche, Spinoza, Goethe, Renan y Byron—

y la música —sobre todo Wagner —. Desde hacía algunos años recibía clases con un organista ciego llamado Josef Labor, y c o mp o ní a canciones al piano. Albergaba el deseo de escribir una ópera y llamarla Ver Sacrum, pero, según el profesor, sus canciones no pasaban de ser «buenas para una chica». Como solo sabía escribir en dos claves —fa y sol— y la música le gustaba tanto, su familia empezó a plantearse que estudiara en serio con Julius Epstein, hijo de quien había sido profesor de piano, veinte años atrás, del director de la Hofoper, Gustav Mahler. En ese momento, Alma no conocía el dato.

Mahler había tomado la ciudad. El fuego eléctrico de su batuta, su modernidad musical, la potencia de sus interpretaciones y lo innovador de su repertorio hacían caer de rodillas al público vienés. Cuando entraba en un lugar público, las conversaciones se detenían, la gente cuchicheaba y algunos aplaudían. Alma lo vio por primera vez antes de cumplir dieciocho años en una representación d e l Sigfrido de Wagner, y disfrutó cada minuto de sus cuatro horas. Adoraba a Mahler con la pasión de una fan. Pero el director era para ella un ídolo inaccesible, tan lejano como

las remotas montañas del Tirol. Alma pertenecía a la Secesión, donde reinaba otro rey, otro Gustav. Una mañana de noviembre, vestidos de estreno, la familia Moll se encaminó a la inauguración del templo de Olbrich, terminado por fin a su debido tiempo. Desde el p r i n c i p i o habían surgido problemas: el dinero no alcanzaba, los materiales no eran los apropiados… Pero, aunque las columnas que sostenían la esfera eran algo chaparras y el edificio parecía algo más bajo que en los planos, allí estaba, podía funcionar. Las galerías y el vestíbulo eran amplios, y de la

combinación de detalles en verde y oro emanaba una gran delicadeza. Acudió toda Viena; artistas, banqueros, periodistas, intelectuales y hermosas damas que se protegían del calor con primorosos abanicos. También se expusieron muchas piezas; pinturas de Moll, Alexander, Khnopff, Engelhart y Klimt; tejidos bordados; muestras de artes gráficas, y, por supuesto, Ver Sacrum. Había piezas muy buenas, pero Alma era la mejor. Los pintores debatían en una esquina cuando Klimt l a vio aparecer. Se acercó con decisión abriéndose paso. Apenas

comenzada la charla, fueron bruscamente interrumpidos por una alarmada voz: —¡Alma! ¿No te da vergüenza? ¡Qué descaro! Era Anna Moll, que agarró con firmeza del brazo a su hija, apartándola de allí. —Pero ¿qué te pasa? —se resistió ella—. Primero me dices que me divierta… ¿y luego me alejas…? Aunque Alma no entendía nada, sentía que era cada vez más popular. Su pasión por el arte moderno, su impresionante estatura, sus ojos clarísimos y su piel aterciopelada la convertían en el centro de todas las miradas. Era una criatura crecida en medio del

arte y la belleza, alimentada de música y de paisajes agrestes, sin apenas amigas de su edad excepto Grete, su hermana retrasada mental, incapaz de seguir su ritmo. Alma era la potencia condensada en un frasco. Y, al igual que todos los protagonistas de aquel turbulento fin de siglo, bebía mucho. Casi todos los días alguien i b a a su casa a compartir un sorbo de champagne servido en finas copas talladas de cristal de Bohemia. Porque a pesar de su gusto por la modernidad y la innovación, los Moll apreciaban las mesas con manteles bordados, las vajillas de

porcelana de Meissen y los cubiertos de plata repujada. Su casa olía a cera y a flores frescas, a un perfume de otros tiempos que la familia llevaba consigo desde los años de Plankenberg, donde la ropa se amontonaba en armarios de roble entre bolsitas de hierbas recién cortadas. En año nuevo de 1898, el fatídico año de la muerte de Bismarck y de Sissí, Alma Schindler continuaba sola. Tomó su diario y escribió en sus páginas un deseo, un anhelo, una plegaria dictada con angustiosa necesidad: «¡Esperanza, hazme encontrar a alguien que me comprenda instintiva y completamente, haz que

nuestras almas caminen juntas y resuenen a coro, en hermosa armonía! ¡Oh, Dios, naturaleza, eterna, grandiosa, misteriosa, rica en vida y amor..., concédeme este único deseo!».

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Las obras del templo de la Secesión estaban sembrando la ciudad de comentarios de todo tipo. —Parece una mansión asiria… —Una mezcla entre invernadero y alto horno. —Un mausoleo egipcio. —La tumba de Mahdí. Por fin, cuando la enorme esfera dorada brilló en la cima, lo llamaron «la Col de Oro». Y así, gracias a la polémica, madre de la fama, Olbrich se hizo famoso.

Realizó proyectos para la casa Stöhr, la casa Friedmann, la casa Bahr, la tumba de la familia Klarwill, la casa Berl y la casa Stift. Su éxito creció de tal modo que el duque Ernst Ludwig de Hessen lo llamó a Darmstadt, u n a ciudad prusiana a unos treinta kilómetros de Fráncfort, para realizar allí una colonia de artistas. En el ínterin, seguía siendo un asiduo en casa de los Moll y Alma empezaba a mirarlo con otros ojos. —No deberías estudiar nada —decía él—, ni siquiera contrapunto. Tienes sensibilidad e ideas. ¿Qué más necesitas? Deberías romper con la tradición, fundir los viejos moldes y ser

moderna e individual. Tienes lo que hace falta. —Menos lo más importante, lo verdaderamente necesario. La técnica. Sin eso no puedo hacer nada. Tu discurso es el del típico secesionista en el mal sentido, no lleva a ningún lado. El más grande de los artistas, Klimt, había estudiado en la Escuela de Artes y Oficios y desde muy joven había trabajado al lado de su hermano Ernst, con quien llegó a formar un excelente equipo. Alma era lo suficientemente lista como para conocer sus propias lagunas. Pero eso no impedía que sus ideas fueran tan libres como

las de cualquier miembro de la Secesión. Tonteaba con Olbrich y también con Burckhard, Mayreder y los demás, pero su corazón continuaba ocupado. Un día de marzo, llegó la gran noticia. La familia iba a hacer un viaje por Italia y Moll había pedido al presidente de la Secesión que los acompañara. Alma no cabía en sí de nervios. ¡Italia! ¡Roma, Venecia, Florencia! ¡Y con Klimt! Conocía el país desde la infancia, desde que recorriera con su padre aquellas tierras hermosas y llenas de arte e n una constante búsqueda de nuevos paisajes que pintar. Adoraba la comida, el vino, el sol

radiante, la arquitectura y la luz. Imaginarse en Italia en compañía del pintor era más de lo que podía soñar. Y eso que en la relación empezaban a aparecer algunas sombras. Últimamente, cada vez que hablaban, ella dejaba caer el tema del matrimonio y él escurría el lazo. «¿Te imaginas? La pequeña Alma Schindler… ¡mi esposa!» Reía y hacía chistes, pero no era capaz de alejarse. Un día demostraba amor y al siguiente, indiferencia. A mediados de marzo, los Moll salieron hacia Venecia. Desde allí viajaron hacia el sur, a

Florencia, Roma y Nápoles, llegaron a la isla de Capri y tomaron el camino de vuelta. Alma recibía postales desde Viena de sus pretendientes. Llegó un poema de Krassny, uno de sus más recientes admiradores: ¡Un saludo de la patria! ¡Un saludo del hogar! De donde la bella Alma, la ingrata, hubo de marchar.

Había también dibujos, felicitaciones o recuerdos. Un boceto de una joven de aspecto inocente rodeada de ovejas que balaban a su alrededor, todas ellas tocadas con sombreros

respetables; le hizo reír. Solo podía ser de Klimt. En Italia, los Moll escucharon ópera en el Teatro di San Carlo de Nápoles, pasearon por la bahía de Sorrento, admiraron las obras de Tiziano en l a Villa Borghese de Roma y asistieron a una misa en el Vaticano. Durmieron en pensiones pequeñas y agradables, pero a veces también en algún buen hotel. Viajaron lentamente por la Toscana y visitaron la torre y la catedral de Pisa. De camino a Florencia, se encontraron con los amigos de Viena. Moll fue a la estación a buscar a Klimt. Lo encontró en una sala de espera, indefenso porque

no hablaba italiano, solo en una ciudad desconocida y a punto de tomar el primer tren de regreso a casa. Trabajaba casi desde niño y nunca había salido de Austria. Tras u n risotto regado con Asti Spumante, vio las cosas un poco mejor. Alma no podía dar crédito a su buena suerte y apenas se separaron. En el tren, entre Verona y Padua, Alma y Klimt hablaron de filosofía, porque él acababa de recibir el encargo de d e c o r a r el au l a magna de la universidad. Y entre obras de Botticelli y Rafael se rozaron y se miraron lanzándose mensajes furtivos. Por fin, en Génova hubo

caricias y un beso largo y estremecedor. «Alma, mi Alma», le susurró él al oído. Al contemplar las estatuas de M ig ue l Á ng e l y de Verrocchio, Klimt le enseñó a admirar la belleza masculina de frente, a apreciar la fuerza de un músculo tenso, la postura firme, la arrogancia en el gesto. Cada vez que se acercaba, ella se dejaba acariciar por aquellas manos fuertes, manos de artista y de artesano. Y él se divertía cortejándola, haciéndola enrojecer. Ella l o rechazaba y él la envolvía con su encanto, turbados los dos ante tanta belleza. Una tarde en Florencia,

rodeados de los frescos de Ghirlandaio en la capilla Sassetti, él le comentó en voz baja: «¡Por fin juntos ante un altar!» . Y a los pocos días insistió: «Solo nos queda una cosa: consumar la unión física». Era Fausto quien hablaba por su boca. Alma estaba desbordada y feliz, pero pensó que no podía ceder. No si antes él no cambiaba de vida. Su cuerpo buscaba el contacto, pero el corsé de su talle estaba tan apretado que estrangulaba también su moral. Klimt le había hablado con franqueza, confirmando que estaba rodeado de mujeres, que había

cinco en su familia —su madre, su hermana, sus dos cuñadas y una sobrina— que vivían por y para él. Que pintaba damas de sociedad y modelos: a las damas, vestidas tras haberlas desnudado, y a las modelos, desnudas tras haberlas visto vestidas. Que no hacía otra cosa, no iba a hacer otra cosa y no quería hacer otra cosa. De modo que Alma dejó que fuera el propio Goethe quien respondiera por ella. Buscó en el F austo la página y la frase apropiadas y dijo: «De este libro he sacado mi lema. “No hagas favores sin un anillo en el dedo”». Conocía la obra desde niña y sabía que Klimt llevaba siempre su ejemplar. No podía ser

de otra forma. Era la historia de un hombre que vende su alma al diablo. Durante los días siguientes, él continuó la cacería desnudando su alma, haciéndose el miserable y recurriendo a la piedad con una insistencia que llegó a incomodar a los Moll. Klimt podía ser un buen amigo y un pintor genial, pero la cosa se estaba poniendo fea. Los amigos se despidieron con frialdad en Venecia, y él se alejó en el vagón de su tren. Pero con Alma Klimt conoció la catedral de San Marcos y la luz brillante del Mediterráneo en primavera. A partir de entonces pintaría sus

cuadros sobre unos fondos agitados de oro, el reflejo de los mosaicos bizantinos en las aguas del Gran Canal.

De regreso a Viena, Alma estaba en boca de todos. Las modelos decían que llevaba un abanico de Klimt a modo de relicario y el propio pintor empezó a irse de la lengua y a decir barbaridades. Los Moll se enteraron. Él, que valoraba la amistad por encima de los amoríos con Alma, escribió a su amigo una de sus escasísimas cartas: Querido Moll:

[…] He visitado vuestra c as a con toda l a inocencia. Ya conocía a Alma, le había echado el ojo cuando se inauguró el monumento a Schindler. Me atrajo exactamente de la forma en que una muchacha hermosa nos atrae a los artistas. Volví a verla en tu casa, estaba más bella que nunca y me sorprendió que ni tú ni ninguna otra persona la hubiera pintado nunca. No me prestó ninguna atención. Según vuestra amable costumbre, me invitasteis a menudo cuando recibíais

visitas. No soy muy amigo de las reuniones numerosas, pero iba de buena gana a esa casa. […] Hablaba a menudo con Alma sobre temas inofensivos: d e ella, de su adoración por Wagner, de Tristán, de la música y d e lo mucho que le gusta bailar. Yo l a consideraba una de las personas más felices de este mundo, y era feliz estando con ella. Nunca la cortejé en el sentido auténtico de la palabra y, aunque lo hubiera hecho, nunca habría albergado la menor esperanza. Muchos hombres visitaban esa casa y todos

ellos la cortejaban de algún modo. Yo dejé que se hiciera ilusiones y saqué conclusiones equivocadas. […] Solo recientemente —se había decidido ya el viaje— se me ocurrió que la señorita tenía que haber oído hablar de mis líos sentimentales; parte de esos chismes son verdad, pero muchos son falsos. Yo mismo no me aclaro del todo en lo que se refiere a mis amoríos, ni quiero hacerlo. […] Alma es hermosa, inteligente e ingeniosa. Tiene

en abundancia todas esas cosas que un hombre perspicaz desea en una m u j e r . Ado nd e q ui e r a que vaya y dondequiera que ponga los pies en el mundo masculino, es dueña de la situación. […] Mi querido amigo, ¿crees que es fácil permanecer indiferente a ella? ¿No la quieren todos? ¿No te das cuenta d e que hay veces que te deja completamente aturdido? Entonces llegó el viaje a Italia. Yo tenía mucho trabajo. La fecha de la partida se acercaba y estaba preocupado. Algo tiraba de

mí, no estoy seguro de qué era; puede que mi conciencia, que me decía «No debes ir». Yo dudaba. […] Ese debió haber sido el momento en que demostrara mi verdadera amistad. Tuve la sensación de que no era honrado del todo y quise escribirte de inmediato para decirte que no pensaba ir. No podía ir. Pero… el anhelo de escapar de la rutina, de estar en un ambient e nuevo y de ver t a nt a s obras de arte, la perspectiva de hacer un viaje tan bonito en la más agradable de las compañías,

todo se unió para volver a llenarme de dudas. […] Allí me di cuenta de los esfuerzos de tu esposa, completamente comprensibles y naturales, para que yo no estuviera a solas con Alma; nuestro trato exigía una explicación. Tuve varias conversaciones serias con ella, algunas de carácter general y otras más específicas. […] Tr a ns c ur r i e r o n de una manera cordial, sin que en ningún modo rozaran lo que se pudiera describir como una charla de novios. Los dos teníamos perfectamente claro

cómo estaban las cosas. Hasta ahí y nada más. […] Estoy ahora más dispuesto que entonces a aceptar que la embarazosa entrevista y la carta, que iba a hacernos sufrir tanto a vosotros como a mí, no son ya necesarias. Perdóname, querido Moll, si he sido la causa de tu preocupación. Pido perdón a tu esposa; a Alma, no creo que le cueste olvidar. Debemos esperar a que pase rápidamente el tiempo, la gran medicina. […] Ahora que el asunto ha quedado atrás, temo por

mí, como he temido siempre. Mi padre murió de una enfermedad mental, mi hermana ha estado años trastornada y tal vez ya se aprecian en mí las primeras señales. Querido Moll…, mi locura no va a ser una locura feliz. Esperemos que no me esté afectando ya. Ahora quiero evitar la compañía de la gente, como hacía antes. No deseo volver a la vida social, dado que no puedo estar seguro de comportarme como es debido. Te pido tu amistad. Tu castigo es severo y no sé si necesario, pero me resigno a

tu veredicto porque eres más inteligente que yo. He hecho ahora mi confesión completa, porque te estimo y quiero conservarte como amigo. Te he dicho algunas cosas que tienen que quedar en secreto entre nosotros, y confío en que lo guardes. He escrito exhaustivamente —y podría haber escrito más— no para justificar mi comportamiento o para probar mi inocencia, te he estrechado la mano y dado mi palabra como promesa segura, y puedes contar conmigo. Espero que llegue el día en que pueda

volver a tu casa del modo inocente en que lo hacía antes. Me causa un dolor inacabable ver adónde han llegado las cosas. No tendrás que preocuparte por nuestra relación como vecinos en verano, pues voy a intentar en lo posible evitar acercarme a Goisern. Concretamente, voy a ir al campo solo durante un mes a finales de julio, ya te diré adónde. Con los mejores deseos, tu desgraciado amigo, Gustav Klimt

Moll hizo un brindis por la prudencia de Alma y la invitó, junto con su hermana, a Bayreuth para q u e mitigara el dolor casi físico que produce la ausencia del ser amado. Ella se consoló un poco sumergiéndose en el mundo mítico y medieval de Richard Wagner, viendo a Cósima y a Siegfried Wagner, y disfrutando de las antiguas leyendas alemanas cantadas con pasión. Durante los tres años siguientes, Klimt se alejó de la casa. Alma l o echó terriblemente de menos y jamás lo pudo olvidar. A veces, estallaba en llanto y deseaba morirse o, mejor aún, no

haber nacido. «La buena educación destruyó mi primer encanto de amor —escribiría muchos años después—. Me comporté como una niña ingenua, ajena a la vida.» Algunos dicen que tras el casco de Palas Atenea, la diosa de las artes y el pensamiento, pintada por Klimt aquel mismo año, se esconde el rostro de Alma; pero ella nunca visitó el taller. Él la besó largamente, llevó su foto en el bolsillo e incluso llegó, en presencia de Anna Moll, a soltar los prendedores de su pelo y a acariciar lo que más admiraba en una mujer: una hermosa y suave cabellera. Su Palas tiene unos ojos

rasgados y azules que podrían ser los de Alma, pero nada hay definitivo.

«Un afecto solo puede ser reducido o destruido por otro afecto contrario y más fuerte que el primero», dice Spinoza. Alma, que conocía bien la frase, comenzó a coquetear con Olbrich. El arquitecto hacía edificios funcionales, compactos y dinámicos a la vez, utilizando un sistema de construcción tradicional que completaba con elementos nuevos. Sus fachadas tenían varios planos, estructuras ligeras y arcadas o ventanas de formas

distintas. También diseñaba muebles, candelabros, piezas de cerámica, de vidrio o de metal. Sus obras eran expresivas, simples y rigurosas, decoradas solo con algún detalle geométrico con toques de color. El duque de Hessen le ofreció seis mil marcos por irse a trabajar en Darmstadt y Alma lo lamentó profundamente. Si Olbrich se marchaba, llevándose consigo a Hoffmann o a Moser, sería el fin de la Secesión. Trató de persuadirlo para evitar que se alejara, pero el arquitecto se mantuvo en sus trece: —Mira, una oferta así llega una vez en la vida. ¿Por qué no habría de aceptar?

Soy joven, me encanta leer, tocar el piano y disfrutar de la vida. Aquí no tengo ni un momento libre. Y la decoración de interiores no termina de llenarme. En Darmstadt tendré paz y tranquilidad, podré hacer exactamente lo que me gusta. Me iré por una temporada. Si brilla el sol y encuentro gente simpática, me quedaré. Si llueve y la gente es fría, tomaré el primer tren de regreso a Viena y no volveré a hablar del asunto. Era soltero y tenía mucho talento, pero no le tentaba caminar por arenas movedizas, prefería pisar suelo firme. Alma podía con él, nunca se sabía adónde podía llegar aquella chica. Adoptó con

ella una actitud escandalosamente liberal para salir por la tangente y evitar sus embates, defendiendo el amor libre y la falta de compromisos. Olbrich adoraba la música. Diseñaba pianos y el instrumento d e s e m p e ñ a b a una parte fundamental en sus decoraciones. En su casa de Darmstadt pensaba colocar el piano en un altillo, sobre la puerta de entrada. Alma estaba deslumbrada por su demostración de autoestima, por aquel inmenso orgullo, por su vanidad y por la conciencia de su propio genio, que le parecían dignos del mismísimo Wagner. Le gustaba la forma

dogmática con que él exponía y defendía sus principios, y también su precisión y su perfeccionismo, aunque a veces pensara que podía llegar a ser algo enervante. En septiembre, Olbrich y Alma fueron a ver cómo iban las obras de la casa que él estaba terminando para el industrial Max Friedmann. Para ella, fue la revelación de su genio. Pensó que e r a «una joya, del techo a los cimientos», y que todo allí translucía un espíritu artístico cuidado hasta el último detalle. Cada clavo, cada tela, cada silla, cada tirador y cada tablero tenían personalidad propia. El comedor estaba pintado en colores lisos y

claros; el dormitorio, en ciclamen y el cuarto de fumar, en verde. La vivienda era increíblemente cómoda. También estuvieron en la inauguración de la Casa Spitzer, que emanaba sinceridad e ingenuidad, con el piano embutido en la boisserie de madera de la pared, flanqueado por dos altos candelabros con un retorcido vástago en forma de rama de laurel. Olbrich era un hombre de talento, eso la impresionó. Pero finalmente se fue a Darmstadt y ella quedó de nuevo sola en casa, con su desmesurada energía y su irrefrenable deseo de amar y de ser amada.

Poco

a

poco,

Alma

iba

depurando el gusto y cimentando sus propias opiniones. Sabía más de arte que cualquier joven de su edad, había crecido en un ambiente de artistas, entre el olor de los cuadros recién pintados y las escaleras de los edificios por construir. La belleza estaba en lo terminado, en lo saludable, en lo sincero. Todo lo castrado, recargado, falso, copiado o inacabado le producía urticaria.

Loos acababa de terminar su café Museum, el «café de la nada», el c a f é Nihilismus. Apenas tenía

ornamentación e

imperaban

el

color blanco y las líneas y los ángulos rectos. Las lámparas eran bombillas que colgaban de un aro con los cables a la vista y las mesas con tapa de mármol níveo destacaban al lado de las negras sillas Thonet. Habían sido patentadas pocos años atrás por un carpintero asentado en Viena que, al conseguir por primera vez curvar la madera con ayuda del vapor, producía en serie un modelo simple, apilable y curvilíneo que estaba batiendo todos los récords de ventas. Thonet era un pionero en la producción industrial de muebles y Loos no podía pasar por alto algo tan simple, innovador

y práctico. Con el apoyo de Loos, Karl Kraus se había decidido por fin a fundar una revista para enfrentarse al Neue Freie Presse, el diario de Moritz Benedikt, «el Señor de las Hienas, el gran judío sentado a la caja registradora de la historia universal», según l o llamaba. Die Fackel (La antorcha) quería ser una luz en medio de un entorno sombrío,

una

luz

que

«ojalá

iluminara una tierra en la que, a diferencia del Imperio de Carlos V, nunca se alzaba el sol». La revista era un cuadernito rojo brillante con una antorcha en su portada. No llevaba publicidad. Kraus la

consideraba un soborno. Él vivía de las suscripciones, que pronto sumaron diez mil anuales. A Kraus no le detenía nada. Para él, el matrimonio era la unión de la maldad y el martirio, y la democracia suponía tener que ser esclavo de la mayoría. El diablo era optimista si pensaba que podía volver a la gente todavía más mala. «No hay duda de que el perro es fiel —sentenciaba—. Pero ¿por eso debemos tomarlo como ejemplo? En realidad, él es fiel al hombre y no a los perros.» Die Fackel fue un éxito desde el primer número. Kraus hizo de la sátira un arma infalible contra la hipocresía. Disparó sus balas con

una frecuencia mensual y empezó apuntando directamente a Burckhard: El señor Burckhard, antiguo director del Teatro Nacional —que consiguió reducir hasta ponerlo de rodillas—, es hoy abogado en el Tribunal de lo Civil. Puede que esta nueva habilidad sea la explicación de la ineptitud que nos mostró cuando era corresponsal de Die Zeit. El señor Burckhard nos ha dado pruebas de su incompetencia literaria, así que haría bien en abandonar. Con mi mayor

consideración, Karl Kraus Aquel año, un joven músico llamado Alexander von Zemlinsky asistió al estreno de un alumno suyo y escuchó una obra que daría mucho que hablar. El autor era un chico judío sin apenas recursos económicos, convertido al cristianismo a los dieciocho años, llamado Arnold Schönberg. La obra, La noche transfigurada, era bella, pero con una belleza nueva, casi deconstruida, descompuesta, condensada. Kraus y Schönberg tenían mucho en común.

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Burckhard seguía siendo uno de los más fervientes admiradores de Alma y ella no paraba de fastidiarlo con el artículo de Kraus. —Prefiero tratar con enemigos que con amigos —se defendía él—. Los enemigos no se atreven a echarte en cara cosas desagradables. A los amigos les encanta. De Burckhard, hombre culto y sibarita, Alma aprendió literatura y teatro mientras compartían piña, langosta, caviar, ostras y Möet & Chandon. Adoraba aquel modus

vivendi. El literato pronto pasó a sustituir a Olbrich en su órbita de satélites, aunque este último visitaba a la joven siempre que estaba en Viena. Le llevó de regalo su última obra, un libro llamado Ideen von Olbrich (Ideas de Olbrich), con bocetos y dibujos. En su hogar hubo cambios. Nació un nuevo bebé, Marie, hija de Moll y de Anna; Grete se prometió en matrimonio con Wilhelm Legler, y Alma creyó llegado el momento de iniciar su propia vida, aunque sin saber demasiado bien cómo debía ser. Continuaba yendo a los conciertos, a la ópera, a las exposiciones y a bailar al Camera Club, pero desde

lo de Klimt se sentía muy triste. La vieja idea de recibir clases con Epstein no terminaba de cuajar y buscaba fervientemente un profesor que guiara sus pasos en el complicado y técnico camino de la música. Todos sabían que idolatraba a Mahler. Algunos amigos le habían conseguido un autógrafo del director, y ella empezaba a conocer todo lo que se decía de él entre bambalinas. Supo de su carácter tempestuoso, de sus amoríos con las cantantes, de su gusto por el ejercicio físico y de su alimentación vegetariana. Kolo Moser se estaba dedicando, entre otras cosas, a los

tejidos y a los trajes. Publicaba sus diseños en el Wiener Mode y algunas mujeres comenzaban a llevarlos en sus paseos por el Prater y el Ring. Moser pensaba que los corsés eran antinaturales y concebía delicadas túnicas al estilo clásico, en crepé de China, que liberaban la figura y convertían a las pocas privilegiadas que se atrevían a lucir sus creaciones en antiguas matronas romanas, escapadas de una época mucho más libre. También hacía batas amplias, con vuelo en lugar de cintura, que Alma lucía, como su mejor modelo, en las fiestas. Ver Sacrum se continuaba publicando, aunque iba perdiendo calidad. Las

exposiciones secesionistas se inauguraban cada tres o cuatro meses. Organizaron una dedicada a las artes gráficas, con revistas de toda Europa, grabados en relieve, en madera, en goma, en cobre, en seda y en piedra, y todo tipo de reproducciones, publicaciones y grafismos. Hubo otra dedicada a Japón, con piezas de auténtica y blanquísima porcelana de Kakiemon y paredes desnudas, y otra sobre artes decorativas británicas, en la que Viena pudo admirar el revolucionario salón de té diseñado por los Mackintosh y las increíbles piezas de plata de Ashbee. La luz

cenital y los paneles móviles del edificio de Olbrich permitían hacer casi cualquier cosa. Alma asistía a todas las exposiciones, no solo a las de la Secesión. A veces daba algún concierto de piano en semipúblico, en el salón de música de Frau Radnitzky. Pero su comportamiento en sociedad seguía siendo para sus padres un serio quebradero de cabeza. —La moral me importa un rábano, la verdad es que no existe —se defendía ella—. Es algo con lo que crecemos, una ilusión con la que te machacan. Yo desprecio los sermones y la moral, porque amo la naturaleza y la moral es

antinatural. Esas

convicciones

eran

todavía más teóricas que prácticas. Alma se atrevía a decir lo que pensaba, a tener opiniones propias y a no expresarse en los términos de los periódicos, pero llegar a liberarse sexualmente, aunque su cuerpo lo pidiera cada vez con más insistencia, era ir demasiado lejos. Su altura le hacía parecer altiva, aún más inalcanzable. Estaba orgullosa de pertenecer a la aristocracia artística y se creía excepcional solo porque conocía la diferencia entre Bach y Wagner, entre Miguel Ángel y Donatello, entre Rubens y

Caravaggio, entre Schopenhauer.

Nietzsche

y

En 1900, el estilo Secesión se implantó definitivamente en Viena como la última moda. Eran piezas de formas geométricas puras, con siluetas de colores planos, con motivos arquitectónicos rectilíneos, rematados en hojas en forma de corazón, flores acampanadas o rombos de lados cóncavos. La forma preferida era la combinación del círculo y el cuadrado. Otto Wagner, Josef Hoffmann, Josef Olbrich y Kolo Moser se convirtieron en sus principales

e x p o n e n t e s . Los cuatro determinaban la estructura de un objeto a través del énfasis en las texturas y en las superficies, sin partir de la función. El metal se martilleaba y los vidrios se trabajaban para hacerlos rugosos. Como Loos, Hoffmann prefería la bicromía del blanco y negro al color, pero sus diseños tenían todavía ese ornamento mínimo, esos detalles vegetales que consiguen convertir una pieza severa en una pieza alegre, algo bello en algo sublime. Hoffmann empezó a recibir muchos encargos. Había iniciado el proyecto de una colonia de artistas en Viena, la Hohe Warte, pero no

había podido finalizarla todavía porque estaba inmerso, con Olbrich, en su t r a b a j o más importante: el pabellón de Austria para la Exposición Universal de París, que iba a celebrarse en un magnífico y nuevo edificio de cristal erigido a orillas del Sena, el Grand Palais. K l i m t t ambién iba a ir a Francia. Estaba terminando un cuadro nuevo y acababa de inscribirlo en el premio de pintura que organizaba la exposición de París. Se trataba de Filosofía, parte del encargo concebido para el aula magna de la Universidad de Viena, del que habló a Alma en el

viaje por Italia. Mostraba un rostro flotando en un fondo etéreo y brillante, junto a una columna de seres con dolor de cabeza, porque de un dolor de cabeza de Zeus había salido Palas Atenea, la diosa de las artes y el pensamiento; porque toda sabiduría verdadera es hija del dolor. El resultado era más que pintura; era una sinfonía de colores sin precedentes, pura atmósfera, puro gas. Los académicos estaban furiosos. Decían que el cuadro presentaba solo ideas confusas con formas confusas y lo atacaban sin piedad. Pero no sería la única obra vienesa expuesta en París. Habría otras del propio Klimt, y

también de Engelhart y de Moll, su viejo amigo.

La exposición París, 1900 fue un éxito monumental. Los visitantes se contaban por millones y el precio de las piezas no resultaba excesivo. El intercambio de información resultaba tan sorprendente como beneficioso. Por primera vez en la historia ningún país llevaba la voz cantante y todos aportaban ideas. Bélgica, Francia, Gran Bretaña, Austria y Alemania tenían mucho que decir. Hasta España, con el gran Gaudí a la cabeza, ponía su granito de

arena. Había revistas de todos los países:

Pan,

Simplicissimus,

Jugendstil, The Studio, Die Fackel y Ver Sacrum. Allí estaban los últimos inventos, las obras más excepcionales y los mejores conciertos. El pabellón japonés asombraba a propios y extraños c o n sus cerámicas karatachi, y Gallé, el increíble artesano del vidrio, mostraba sus piezas con el orgullo de un padre. Pocos metros más allá, los jarrones de vidrio iridiscente comercializados por Lötz en Austria le hacían una firme competencia; no en vano, los vidrieros llevaban trabajando en Centroeuropa desde mucho antes

que se creara la E s c ue la de Nancy. El art nouveau, con sus constantes referentes culturales de la naturaleza y Oriente, se consagró definitivamente como estilo, pero también tuvieron cabida otras tendencias. Las vanguardias empezaron a mostrar un gusto nuevo, una estética de líneas rectas y puras, en blanco y negro, que parecía el anuncio de una nueva austeridad. El pabellón de Austria, de Olbrich y Hoffmann, fue el mejor ejemplo de ello. Mahler también estuvo en París. Dio un concierto con la Filarmónica de Viena, dirigiendo su transcripción para orquesta del Cuarteto número 11, en fa menor,

Op. 95 de Beethoven. Al terminar, los Clemenceau se presentaron en su camerino y todos hicieron muy buenas migas. El director estaba m u y al tanto de la actualidad francesa; en junio, el Senado había votado la amnistía para todos los relacionados con el caso Dreyfus. Pero el único que no se había beneficiado de ello había sido el propio Dreyfus. El problema del antisemitismo era cada vez más serio. En el fondo, el odio era general, no solo de gentiles contra judíos; todos odiaban a todos. Europa era una torre de Babel donde se hablaban muchas lenguas, y no terminaba de

entenderse. Sophie Clemenceau explicó a Mahler que ella viajaba a Viena a menudo para visitar a su hermana, a la que no debía dejar de llamar. —¿Y cómo se llama su hermana? —preguntó él. —Berta. Berta Zuckerkandl.

En Viena, Alma iba a menudo a la zona de la Hohe Warte («la atalaya»), para conocer el terreno donde Hoffmann planeaba construir su nuevo hogar. El arquitecto había trabajado codo a codo con Moser y Moll, sus futuros habitantes, y había tenido que hacer algunas

concesiones al color que daban al edificio un toque de optimismo. Sería una gran casa blanca de varios pisos con un jardín protegido por una verja también blanca; pero tendría tejados rojos y empinados con caída a cuatro aguas. Los rugosos muros estarían seccionados por unas pocas estrías verticales de color verde, y los vidrios de las ventanas se dividirían en cuadrículas. Habría terrazas, buhardillas y verandas. Por dentro, las paredes lisas estarían pintadas en tonos alegres y las dos viviendas se comunicarían por un pasadizo del sótano. Sería una casa de cuento de hadas, con recovecos y

misterios, una casa por descubrir, casi salida de la pluma de los hermanos Grimm. Moser y los Moll estaban encantados. Era la primera vez que el diseñador, que habitaba un triste apartamento en Viena, iba a disfrutar de una casa hermosa y digna de su talento. Moser y Alma pasaban cada vez más tiempo juntos. —Eres única, Alma —decía él—. Tienes algo irreductible, invencible. Me gustaría saber quién terminará ganando tus favores. Tratas a todos los hombres con desdén. Nadie había conseguido

t o d a ví a c o l o c a r un anillo de compromiso en su dedo, pero ella ya había puesto los ojos en quien iba a ser su siguiente profesor de música. En una cena en la casa de Spitzer, que Olbrich había decorado con tanto afán, había conocido al compositor Alexander von Zemlinsky, el maestro de Schönberg. Ella conocía algo de su música y sabía que en aquel momento tenía en cartel una ópera en la Hofoper, Es war einmal (Érase una vez). El músico no podía ser más feo, pero no importaba. Estaba ante un artista auténtico, un compositor cuyas obras sonaban en las salas más

importantes de Viena. Alma pertenecía enteramente al arte, había crecido inmersa en sus entresijos, pero en música no pasaba de ser una estudiante con ciertas habilidades, una pianista aficionada que escuchaba los conciertos desde un palco, una pequeña parte de un público entregado. Ella quería conocer aquel mundo desde dentro, formar parte de él igual que formaba parte de la pintura o de las artes decorativas. Y frente a ella estaba aquel horrible gnomo, enano y feo, sin mentón y sin dientes, desarreglado y oliendo a café. Pero era un autor joven y

prometedor que presentaba sus óperas en el más famoso templo musical del mundo. Alma se lanzó a la yugular. Empezaron a hablar de música y de Viena. Cotillearon sobre todo y sobre todos sin dejar títere con cabeza. De repente quedaron callados, tristes por tanta acritud. Alma propuso un remedio. —Brindemos por alguien de quien no tengamos nada malo que decir. Hubo un silencio, tras el cual los dos levantaron simultáneamente las copas. —¡Por Gustav Mahler! — dijeron al unísono. Robert Fuchs, hijo de uno de

los antiguos profesores de conservatorio del director, también estaba en la cena y terció en el brindis para apostillar con amargura: —Mahler es un sinvergüenza. Mi padre le dio clases desde que tenía catorce años y siempre hablaba de lo impertinente que era. Alma y Zemlinsky se quedaron sin palabras. Ya era suficientemente indignante que alguien no supiera apreciar a Mahler como para que, además, se atreviera a llegar al insulto. Los dos jóvenes retomaron la conversación, aislándose del resto. Cuando descubrieron que los dos

eran unos fanáticos admiradores de Wagner, sobre todo de Tristán e Isolda, se convirtieron en cómplices intelectuales. En ese preciso instante, Zemlinsky se volvió hermoso. Alma se sintió comprendida y llegó a pensar que había encontrado a su alma gemela. La brillante y cáustica inteligencia del músico llegó a su corazón como una bocanada de aire fresco. Durante la despedida quedaron en llamarse y a los pocos días empezaron a verse. Él dijo que estaba impresionado, que ella tenía talento y que deseaba tener el honor de dedicarle una canción. Mientras tanto, ella seguía flirteando con todo ser

viviente que llevara pantalones. Se decía que Schmedes, uno de los cantantes más conocidos de la ópera, estaba a punto de divorciarse por su culpa y que el pintor belga Ferdinand Khnopff, asiduo a la casa de la familia y a las exposiciones secesionistas, le escribía cartas y quería pintarla. Olbrich seguía trabajando en Darmstadt, donde las cosas machaban estupendamente, pero cuando pasaba por Viena nunca dejaba de visitar a los Moll, a veces acompañado de Peter Behrens, un arquitecto alemán que trabajaba con él. Moll mandó imprimir las

canciones de Alma y Moser diseñó la portada. Aquello aumentó, si cabe, su popularidad. Olbrich le pidió que compusiera la música incidental de una obra de teatro para la inauguración de la nueva colonia de artistas de Damstadt. Ella pensaba que el encargo le venía grande y que Olbrich haría el ridículo, pero aceptó, aunque nunca terminaba de encontrar tiempo para poner manos a la obra. Gracias al contacto con Zemlinsky, Alma empezó a conocer a músicos profesionales con los que apenas había tenido trato hasta entonces. Veía mucho a su alumno Schönberg, en quien

Kraus había puesto tantas esperanzas, y a muchos cantantes de la Hofoper. En otoño, envió sus recién publicadas canciones a Zemlinsky para que sopesara la posibilidad de darle clases. El veredicto fue implacable: «Tienen un número increíble de erratas, algunas del manuscrito y otras de la impresión; hay errores imposibles en la alineación vertical y símbolos musicales inexistentes». ¡Vaya! Parecía que haber estudiado algo de solfeo durante años con un profesor ciego no había servido de mucho. Además, Zemlinsky decía que las canciones

eran bonitas pero carentes de técnica, de atmósfera o de originalidad. En cualquier caso, la crítica le encantó. Por primera vez en su vida no insistían en que era excepcional, sino todo lo contrario. Y si algo estimulaba su espíritu era la lucha, el enfrentamiento; era un modo de demostrar su fuerza, una batalla de la que solía salir victoriosa. Alma era dura y no había nada que le estimulara más que superar un impedimento. Había otro aspecto de Zemlinsky que le gustaba mucho: no revoloteaba a su alrededor como los demás hombres. Es más, a veces ella pasaba horas esperándolo en casa sin que él

apareciera por un millón de causas distintas. Zemlinsky tenía talento, y para Alma el talento podía con todo. Una persona podía ser fea, maleducada, grosera o inmoral, pero si escondía algún don y sabía utilizarlo, tenía bula. El mayor artista era aquel que confrontaba su potencia y su fuerza con las grandes mentes de su tiempo, y la lucha por los p r o p i o s ideales requería una cabeza fría y egoísta. El fin justificaba los medios y el fin más noble al que una persona podía aspirar era salvar a la humanidad, inmersa en un mundo brutal, a través del arte y la belleza. Por este objetivo el artista

sacrificaba su sangre, sus más íntimos pensamientos y su alma. El sacrificio era tan grande que el artista podía permitirse ciertos fallos en su vida cotidiana. La gestación intelectual era demasiado hermosa, demasiado difícil como para ponerle cortapisas. Además, Alma pensaba que Zemlinsky era justo lo que necesitaba: un compositor joven y moderno para complementar los seis años de trabajo al lado del viejo ciego Josef Labor. Zemlinsky entró por fin en razón y en noviembre empezaron las clases. A su lado, Alma aprendió a aproximarse a la ópera

y los conciertos de otro modo. El grupo de alumnos de Zemlinsky — Schönberg entre ellos— ayudó a Alma a acostumbrar su oído a los sonidos nuevos. S u interés por el matrimonio era tan variable como ella misma. Sabía que debía casarse porque no tenía u n a profesión seria y porque eso era lo que toda muchacha de una buena y antigua familia como la suya debía hacer para ser respetada en sociedad, sobre todo si podía aspirar a quien quisiera. Además, desde el nacimiento de su hermanastra, Marie, se sentía desplazada en su propio hogar y quería realizarse

como persona. Pero su hermana, Grete, recién casada, enviaba cartas terribles sobre su nueva vida y parecía enferma y desdichada. El matrimonio había sido arreglado y ella, a cambio de entregar su dote, vivía con Wilhelm Legler, un artista sin mucho porvenir que no la satisfacía y la trataba con desprecio. Legler había exigido que su prometida se convirtiera al protestantismo y, para no dejarla sola, Alma decidió dar el mismo paso. En la iglesia hizo bromas, pero al llegar a casa sintió un pinchazo de dolor. Las directrices católicas sobre la pobreza y la austeridad, dictadas desde un entorno de riqueza y

fasto, le daban náuseas; consideraba que Dios era parte de la naturaleza y no podía decirse que fuera una católica practicante, pero le costaba modificar sus creencias. La fe no era algo que pudiera mudarse de un día para otro. Uno no cambia de religión como de camisa.

El entusiasmo y la admiración de la joven hacia Zemlinsky derivaron pronto en una relación apasionada y cercana, en la que Alma se volcó con alegría. Le encantaba besarse con él. En el banco del piano, en las esquinas y en los pasillos,

profesor y alumna intercalaban besos y canciones con una intensidad que a él le estaba volviendo loco. La deseaba histéricamente, con cada átomo de su cuerpo. Y ella empezaba a vivir la vida de un músico, a hablar con fluidez la más complicada de todas las lenguas, la que solo conocen unos pocos iniciados y no entiende de razas ni de naciones. Comenzaba a compartir ese lenguaje secreto que requiere dedicación absoluta con un arrogante profesor, joven, pobre, feo y desconocido al que desesperaba con sus lagunas, su falta de concentración y su

insistencia en la virginidad. Ella buscaba las letras de sus canciones entre las poesías de Dehmel, Hartleben, Falke, Rilke y Heine, y encontraba las que describían su propia vida: «La ciudad tranquila», «En el jardín de mi padre», «Suave noche de verano», «Contigo estoy bien», «Anduve entre las flores». Se sentía amada, deseada y admirada. Y acabó con Olbrich. Ni era la primera vez que borraba a alguien de su vida ni hizo un gesto especialmente firme o doloroso. Fue una floritura pequeña y delicada, el principio de una grandiosa página borrada antes incluso de haber sido escrita.

Después de unos cuantos meses con Zemlinsky, había aprendido mucho y empezó a pisar terreno firme. Podía seguir las últimas t e nd e nc ia s de la música y comenzaba a entender partituras orquestales. Estaba preparada para Mahler.

Klimt consiguió la medalla de oro en París con Filosofía, pero ochenta y siete profesores de la Universidad de Viena firmaron un manifiesto negándose a colgarla en el aula magna. Como respuesta, los secesionistas envolvieron el cuadro en una corona de laurel y lo

mostraron como pieza estrella en su séptima exposición. La polémica se extendió del mundo universitario al periodístico, salpicó a la política, y los socialcristianos del alcalde Lueger se cebaron en aquel «nido de judíos» que se daba cita en el templo de Olbrich. El barón Von Hartel, ministro de Cultura, tuvo que interceder con firmeza y Klimt fue ratificado en su puesto. Retomó el encargo y empezó a pintar las siguientes obras, Medicina y Jurisprudencia. La Secesión tuvo que elegir un nuevo presidente y le tocó el turno a Moll. Kraus no desaprovechó la oportunidad.

Siempre acompañado de un reportero llamado Fraenkel, intentaba dar impresión de ingenuo, pero prestaba oídos a todos los cotilleos y dirigía las conversaciones con su lengua viperina. Su pluma se encargó de encender la dinamita con palabras duras: «Aunque el señor Moll diga que está a la última, eso no significa que sea moderno». Al día siguiente, los Moll se encontraron con Kraus en el Café Imperial. «¡Así que ese es el canalla!», gritó Moll, señalándolo con el dedo. Kraus se levantó de la mesa y se escurrió hacia la puerta, temiendo una paliza de aquel hombre gigantesco, muchísimo

más grande que él. Pero no cesó en los ataques. Acusó a Moll de ser el representante artístico de judíos, agentes de bolsa y usureros que, gracias al diseño de vanguardia, convertían sus guetos en mansiones modernas.

La Hofoper estaba patas arriba. Mahler tenía poderes que rayaban en lo absoluto y los asumía de forma dictatorial. Desde que había conseguido el puesto no paraba de introducir cambios. Había prohibido la entrada a la sala una vez comenzada la función; «¡Después de todo, el teatro debería ser un

placer!», exclamaría el mismísimo emperador. Había obligado a bajar las luces al subir el telón e impedido los aplausos entre los movimientos de las obras. «¡Queréis honrar a un artista con vuestros gritos —exclamó a un público enfervorizado que rompió a vitorear a un divo—y lo que hacéis es destrozar una obra de arte!» Había desbaratado la claque pagada por los cantantes, retirado las entradas de prensa obligando a los críticos a pagar, reavivado el repertorio, impuesto a los divos la asistencia a los ensayos, creado una compañía propia donde no había lugar para protagonismos,

contratado a sopranos como Ana von Mildenburg y Selma Kurz, sometido a la orquesta y a los cantantes a ensayos agotadores, sustituido a los intérpretes de más edad por otros más jóvenes, corregido una y mil veces las particellas y modernizado la infraestructura del teatro. Bajo el mandato de Mahler, la Ópera de Viena estaba conociendo la etapa más fructífera de toda su historia. El director vivía con su hermana Justine una vida privada muy lejana al carrusel de acontecimientos sociales que rodeaban a Alma. No pertenecía a ningún sitio; se consideraba un bohemio en Austria, un austriaco

entre alemanes y un judío en todas partes. Odiaba la vida en sociedad desde los veinte años —en 1900 tenía cuarenta—, porque en su primer trabajo como director, en un pequeño pueblo de la Alta Austria llamado Bad Hall, había tenido una experiencia desagradable con la intelligentsia, que a veces elegía aquel balneario para tomar las aguas. Parece ser que las charlas con Von Angeli, pintor de cámara y académico de Viena, hicieron que Mahler llegara tarde a una de sus funciones y fuera fulminantemente despedido. Sus nuevos amigos lo acompañaron cariacontecidos a la estación de Bad Hall prometiéndole

lealtad incondicional, pero cuando el joven artista había llamado a sus puertas en Viena, las había encontrado cerradas porque él era un judío pobre y sin referencias, hijo de un tabernero bohemio. El músico trató desde entonces a la buena sociedad con un displicente desprecio. Amaba la soledad. Era un místico que pasaba el verano buscando a Dios en un pueblecito llamado Maiernigg, donde estaba construyendo una casa preciosa a orillas del lago Wörther. En vacaciones, vestía una amplia camisa de lino, pantalones grises —ajustados muy por debajo de la cintura—, medias blancas hasta

las rodillas, borceguíes amarillos y gorra oscura. Mientras terminaba la casa, se recluía en una diminuta cabaña de madera en medio del bosque y pasaba los días en silencio con libros de filosofía alemana y partituras de Bach, escuchando el lago y componiendo modernas sinfonías que nadie llegaba a entender. Tenía muchas amantes, mujeres casadas o cantantes, a las que abandonaba cada vez que veía indicios de la menor implicación seria. Le gustaban los paseos por las montañas, nadar en aguas transparentes y el silencio. Era un desastre en los asuntos

domésticos y seguía una dieta rigurosa según dictámenes de Nietzsche, quien murió, loco, aquel mismo año.

La cocina alemana en general, ¿cuántas cosas no tiene sobre su conciencia? La sopa antes de la comida, la carne cocida, las verduras grasas y harinosas, la degeneración de las tortas, hasta convertirlas en pisapapeles. Si calculamos, además, la necesidad, verdaderamente animal, de beber después de las comidas, necesidad que

tienen los viejos alemanes y no solamente los viejos, se comprenderá también el origen del espíritu alemán, que proviene de los intestinos perturbados. El espíritu alemán es una indigestión. No consigue hacer nada perfecto. Pero también la dieta inglesa, que, comparada con la alemana y con la francesa, es una especie de «vuelta a la naturaleza», o sea, al canibalismo.

La música de Mahler no gustaba —al menos, a los

delicados oídos decimonónicos— porque introducía lo que nunca antes había estado permitido: lo desagradable. La música es un arte preciso, como las matemáticas, que combina unos signos concretos de valores determinados conjugados mediante ciertas normas. Y lo que Leonardo había hecho tantos siglos atrás, imponiendo la presencia de lo feo de la naturaleza en la pintura, construyendo su belleza sobre los cimientos del contraste, Mahler lo hacía en sus sinfonías. Podía ser simple, ruidoso o vulgar, o escribir los tiempos lentos más hermosos de la historia. Su música era y es una increíble mezcla de estilos, un

crisol donde los ingredientes no se funden sino que se mezclan o se superponen, a veces con resultados enervantes. Tenía tanta técnica que podía permitirse romper la educación del oído. Nunca, en ninguna parte, sentía tranquilidad. Siempre estaba acosado por el temor a perder el tiempo, porque lo perseguía un cazador invisible: la muerte. Llevaba tiempo con brotes de hemorroides y faringitis que superaba sudando bajo cinco mantas. Con el trabajo frenético, Mahler trataba de acallar su mala salud. Al terminar el verano, empezó la temporada en Viena con

un ayudante nuevo de veinticuatro años llamado Bruno Walter, que se convirtió en su asistente en la Ópera. Semanas más tarde, estrenó en Múnich su Cuarta sinfonía. La gente lo felicitaba por la calle, los taxistas gritaban su nombre y su caché continuaba subiendo. Pero temía que Justine, enamorada del primer violín de la Filarmónica de Viena, terminara por dejarlo solo. Además, no estaba bien visto que el Hofoperndirektor siguiera siendo soltero.

01

Cerca de Heiligenstadt, en las afueras de Viena, allí donde Beethoven pasaba los veranos atormentado por la sordera, está la Hohe Warte. Es una atalaya tranquila, rodeada de grandes parques y edificios renacentistas, que aquel otoño se sobresaltó ante los primeros indicios de la llegada de unos modernos y ruidosos artistas a sus aristocráticas calles. L a casa Moll-Moser, proyectada por Hoffmann, estaba en los números 6 y 8 de Steinfeldgasse. Era tan hermosa como en los

planos, y las dos familias se instalaron en ella felices. Aunque al principio Alma lamentaba estar tan lejos del centro, pronto supo disfrutar de los hermosos paseos y de la amplitud de espacios que ofrecía su nuevo hogar. Pidió a Hoffmann que diseñara las estanterías de su cuarto e inmediatamente las llenó de libros de Nietzsche, de Shakespeare y de Goethe, de partituras de Wagner y de fotos. La casa apareció en Das Interieur y otras revistas. Ella empezaba a pensar seriamente en el matrimonio y era consciente de que podía optar a lo mejor. Aquel año había recibido al

menos tres propuestas serias y d ud a b a de si aceptar la de Zemlinsky. Pero al imaginarse junto al músico ante el altar, no acababa de verlo claro. Y luego estaba el asunto del dinero. Aunque hablaba con él como nunca antes había hablado con nadie y se sentían espiritualmente muy cercanos, plantearse una vida de pobreza y de renuncia a todo lo material no le gustaba en absoluto. Lo de «contigo pan y cebolla» no era su estilo. Alma buscaba al superhombre: inteligente, artista brillante, reconocido y rico. Pero no era una cazafortunas, era una cazagenios. Tenía a Nietzsche tan

incrustado en el cerebro que no podía conformarse con menos. El tema de la raza también le preocupaba; su propia genética era impecable y sus ideas sobre los judíos eran el fruto de su educación en un imperio formado por muchas razas cuyas normas estaban escritas en alemán. Una noche, al terminar de tocar el preludio del Tristán al piano, Berta Zuckerkandl se acercó a darle las gracias. —Es guapa, y eso ya es malo —dijo besándola, al dirigirse a la concurrencia—. Es buena pianista, y eso me irrita aún más. Pero es que, encima, compone. Es indignante.

Estaba preocupada por

sinceramente Alma; había

cumplido veintiún años y no se decidía a dar el gran paso. Sabía que su amiga salía todas las noches, o casi todas, y que siempre encontraba jóvenes dispuestos a acompañarla a casa, pero también que ninguno terminaba de convencerle. Pocos días después, Berta decidió aprovechar la presencia en Viena de su hermana Sophie para organizar una velada que llevaba planeando bastante tiempo. Creía tener en su agenda la única llave capaz de abrir el cerrojo que bloqueaba el corazón de su joven

amiga. Tomó el teléfono y marcó el número de la Ópera. —¿Mahler? Mi hermana Sophie está en Viena y las dos estaríamos encantadas de verle. —Nunca asisto a reuniones de sociedad. —No es una reunión social, es una cena de artistas. —Yo no ceno. Solo como manzanas reinetas y pan integral. —De acuerdo, pues, pan y reinetas. El jueves 7 de noviembre. A las ocho. Y colgó. Era el segundo intento y no iba a darse por vencida. Alma llegó a la cena quince minutos tarde, altísima y

desafiante, envuelta en un aire mordaz y con ganas de fiesta. En la puerta, Berta susurró a su oído, en tono de complicidad: —No te puedes quejar. Hoy estará aquí tu pasado, tu presente y… tu futuro. Pronto llegaron los otros invitados: Burckhard, Moser, Klimt, Roller y Moll. Alma jugaba en casa y se sentía entre amigos. Pasaron al comedor. Mahler, que había llegado puntual, la observó larga e inquisitivamente a través de sus gafas. Se habían cruzado algunas veces y tenían conocidos comunes, pero ella había esquivado el encuentro porque no le gustaba asumir riesgos

innecesarios y prefería esperar el momento perfecto. Él se sentó junto a Sophie en un extremo de la mesa y Alma, entre Klimt y Burckhard, en el otro. Pronto empezaron las bromas. —Oye, Alma, ¿dónde has dejado al bellezo? —preguntó Klimt. —Eso. ¿Y Zemlinsky? —apoyó Burckhard. La carcajada general sorprendió a Mahler. —¿No podríamos compartir la alegría? —intervino. La conversación se hizo general. Alma defendía a los hombres feos con convicción, lo que complacía a todos. En su

opinión, la belleza era relativa, efímera, no tenía nada que ver con el genio, era algo que daba absolutamente igual. —La belleza… —filosofó Mahler—. Al fin y al cabo, ¿qué es la belleza? La cabeza de Sócrates es hermosa. —Tiene razón. Miren a Zemlinsky. Podrán decir que es el hombre más feo de la Tierra, pero la fuerza de su intelecto se refleja en sus ojos y se apropia de cada uno de sus movimientos. Además, como todos los grandes músicos de hoy día, fue alumno de Brahms —, dijo por sembrar la polémica. Fue ir demasiado lejos.

Mahler también había conocido a Brahms y, aunque con el tiempo habían limado asperezas, recordaba con amargura cómo el anciano compositor le había denegado el premio Beethoven algunos años atrás. Y, además, él era totalmente wagneriano. Y ser wagneriano significaba ser antibrahmsiano. Calló. El silencio fue interrumpido por la entrada de un invitado tardío, que venía de un recital de Kubelik y parecía incapaz de frenar su entusiasmo. —No me gustan los recitales —sentenció Alma con displicencia cuando le preguntaron su opinión. —A mí tampoco —convino enseguida Mahler.

Era cierto. Los recitales de instrumentos solistas le aburrían soberanamente porque para él la sinfonía era la única forma musical perfecta, que podía abarcarlo todo. Aquella jovencita impertinente acababa de expresar en voz alta parte de sus propias convicciones. Alma no recuperó las ansias combativas hasta después de los postres, cuando pasaron a la sala contigua para tomar el café. —¿Y por qué —insistió ella, sacando un tema que le interesaba especialmente— no programa usted el ballet de Zemlinsky Das goldene Herz? No tiene usted derecho a dejar tirada por ahí

durante un año una partitura que le han presentado, sobre todo si viene de un verdadero músico como Zemlinsky. Al menos podía haberlo llamado para decirle que no. —No sé si sabe que tuve que intervenir personalmente para que se programara Es war einmal. Pero este ballet es otra cosa. ¿Cómo puede defender semejante basura? —No estoy de acuerdo. Además, uno debe ser educado aunque la música sea de poco valor. —Es que no entiendo la obra. —Yo se la explicaré encantada, —retó— pero antes

explíqueme usted el argumento de Die Braut von Korea (La novia de Corea). Tocado. Mahler rompió a reír, mostrando sus dientes blanquísimos. Aquella chica sabía de lo que hablaba. Die Braut von Korea era un ballet de Josef Bayer que había tenido que programar en la Hofoper por imposición del coreógrafo Josef Hassreiter, y se desarrollaba en un escenario tan oscuro y vacío que el público apenas podía ver nada. El recibimiento había sido gélido. La joven parecía saber la diferencia entre lo bueno y lo malo. Además, hablaba de músicos

hipermodernos como Zemlinsky o Schönberg con una familiaridad pasmosa y con un enorme respeto. Sorprendente. La conversación derivó entonces hacia la corruptora influencia del mecenazgo en las artes, hacia el efecto castrante que supone el dinero para la libertad creativa del artista. —¿Y por qué deja el público que ocurra eso? —preguntó ella. —Esa pregunta solo puede hacerla alguien joven que no tiene ni idea de lo que son la cobardía y el compromiso —respondió él. Poco a poco, Mahler y Alma hablaban cada vez más bajo, alejados, en un aparte, de los demás.

—De modo que usted estudia música… ¿Puedo saber con quién? —Escribo canciones y doy clases con Zemlinsky. «Eso lo explica todo —pensó él—. Acabáramos.» —Me encantaría verlas. ¿Querrá traérmelas algún día? —En cuanto tenga algo bueno se lo mostraré. Él se encogió de hombros. En música, como en todas las artes, hay muy poco bueno. No quería esperar tanto para ver de nuevo a aquella joven fascinante. —En ese caso, llámeme antes —dijo tendiéndole su tarjeta

—. Mañana por la mañana hacemos el ensayo general de Los cuentos de Hoffmann. ¿Le gustaría asistir? —En aquel momento se acercaron Berta y Sophie— . Si quieren, pueden venir también ustedes. A las once, en la puerta de artistas. ¿Dónde vive? —preguntó Mahler a Alma. —En la Hohe Warte. —¿La acompaño? —No, gracias, iré en un taxi con Carl. Llamó al primero que pasó, e hija y padrastro se deslizaron en su interior y desaparecieron fugazmente entre las sombras de la noche. Mahler y Burckhard se

quedaron solos en el portal. Tomaron otro taxi y subieron al coche en silencio. El director apenas podía contenerse. —Es la primera vez que me siento bien en sociedad. —Fräulein Schindler es una joven interesante e inteligente, ¿no cree? —Al principio me pareció algo antipática y la tomé por una especie de muñeca. Puede que mi primera impresión se debiera a que, por regla general, las mujeres tan jóvenes y tan bellas no suelen tomarse nada en serio. A Burckhard no le gustaba nada el interés de su compañero

de asiento hacia la joven que él llevaba años cortejando. Además, conocía bien la adoración de Alma por el director y no quería allanarle el camino. —Los que conocen a la señorita Schindler saben bien quién e s —respondió, tajante— . Los demás no tienen por qué saberlo.

En la Hohe Warte, Alma daba vueltas en la cama. Tenía la sensación de haber quedado mal, de haber hablado demasiado, de haber sido demasiado lanzada. Pero también estaba nerviosa y se sentía halagada por las atenciones

que su ídolo le había regalado tan abiertamente. Se lanzó sobre su diario y comenzó a escribir. Mahler le gustaba mucho. Era nervioso, intranquilo y enérgico; como un balón de oxígeno que abrasaba si uno se acercaba demasiado. Pero estaba llena de dudas. ¿Se había comportado bien? ¿Pensaría él que era una fresca? Al día siguiente, las hermanas Berta y Sophie la acompañaban al ensayo en la Hofoper. El director esperaba en la puerta, inquieto, golpeando el suelo con su independiente pie. Les dio una bienvenida tan cálida que resultó impropia de su posición. —Buenos días, señorita

Schindler. ¿Ha dormido bien? —Perfectamente. ¿Y usted? —No he dormido. Ayudó a Alma a quitarse el abrigo y lo colgó acto seguido de su antebrazo. Olvidó hacer lo mismo con las demás y las guió por los pasillos de la Ópera hasta el palco. Comenzó el ensayo. Alma contemplaba hipnotizada cómo el director controlaba hasta el más mínimo detalle: cada nota desafinada, cada luz equivocada y cada cantante fuera de sitio eran implacablemente advertidas, amonestadas y corregidas. Cuando Julieta hizo su entrada en

escena, con el traje abierto por los lados hasta la cintura, Mahler detuvo la obra, hecho una furia, gritando sobre las cabezas de los músicos. —¡¿Cómo se le ocurre presentarse así?! Al terminar, el director regresó al palco y escoltó a las damas hasta la puerta. No tenía ni idea de cómo volver a ver a Alma; nunca había conocido a nadie tan estimulante. —¿Vendrá usted al Orfeo y me traerá sus canciones? —Si las tengo terminadas… —respondió ella, esquiva. —¿Me da su palabra? —Le doy mi palabra.

—La palabra tiene el peso de un contrato. —Hasta pronto, Herr Direktor. —Y una vez más, desapareció. Mahler estaba desconcertado. De nuevo aquel monumento se perdía por las calles vienesas y lo dejaba solo. Decidió acercarse con cautela. Le ponía más nervioso que cualquier estreno, que cualquier cantante, que cualquier político. No podía ni conciliar el sueño. A los pocos días, escribió un cándido poema de amor. Ella ha venido en la noche yo jamás habría pensado

que el contrapunto y la forma unirían mi corazón. Y que aquella noche plena todo cobraría sentido combinando voz y partes en un único sonido. Ella ha venido en la noche la he pasado sin dormir y ahora, si la puerta suena vuelvo los ojos y miro. Alguien recto es su palabra que resuena para siempre en un canon repetido miro a la puerta…¡y espero!

No firmó, cerró el sobre y lo hizo llegar de inmediato a la Hohe Warte. Alma hizo cábalas sobre el

autor. Días después, ella y su madre estaban de nuevo en su palco de la Ópera, disfrutando del Orfeo. Mahler, que no dirigía esta vez, vigilaba que no hubiera incidentes desde el cercano palco del director. Alma l o miró y él, al principio, no la reconoció. Al advertir su presencia, ya no pudo quitarle los ojos de encima. Iniciaron una conversación silenciosa, una danza de miradas similar a la de los abanicos, mucho más llena de contenido que cualquier charla con palabras. Llegó el intermedio. Alma y Anna Moll salieron al foyer para comentar la obra con el público y

Mahler apareció de repente, como salido de la nada. Se hicieron las presentaciones. El corro de vieneses, evidentemente interesados en su conversación, incomodó tanto a Mahler que propuso que pasaran a su despacho. —¡Ah! Iban a tomar el té en el salón del teatro. Por favor, vengan a mi oficina. Les haré traer de todo. Entraron. Alma se sentía cómoda en aquel teatro desde que asisitió al ensayo de Los cuentos de Hoffmann. Se acercó al piano y empezó a ojear las partituras. —¿Vive usted en la Hohe Warte? —preguntó Mahler a Anna

Moll con cortesía, yendo directamente al grano— . Es mi paseo favorito, me encanta pasear por Heiligenstadt. Conozco su casa por fuera. — B ueno, Herr Direktor. Si vuelve a pasar por allí, entre y conozca la casa por dentro. —Iré encantado. Pero ¿cuándo? ¿Pronto? —Eso depende de usted. Mahler sacó su agenda sin dejar de mirar a Alma. Ella comprendió, entonces, que él había escrito el poema. —Me encantaría ser directora de orquesta. ¿Me dejaría usted la batuta?

—Seguro que lo haría muy bien. —Su juicio no sería imparcial. —Ningún juicio es imparcial. Al despedirse, se estrecharon la mano cálidamente. Mahler se quedó pensativo. No sabía mucho de esa joven, solo que cada vez que la veía tenía deseos de volver a verla. Además de ímpetu y vitalidad, poseía belleza, inteligencia y buen gusto. Era extraordinaria. En el entorno familiar de Alma comenzaron a inquietarse ante la naturaleza de su trato con el Hofoperndirektor, un judío de orígenes desconocidos. Moll culpó

a su mujer de haber ido al despacho de aquel libertino que tenía amoríos con la mitad de las cantantes de la Ópera. Burckhard, visitante casi permanente de la Hohe Warte, prácticamente prohibió la relación. —Estaba enamoradísimo la otra noche —comentó con curiosidad—. ¿Qué haría si se declarara? —Aceptar —respondió Alma de inmediato. —Sería un verdadero pecado. Una muchacha bonita como usted, con su linaje. No lo eche todo a perder casándose con un hombre mayor y degenerado. No se arroje a los brazos de un

cochino judío. ¡Piense en sus hijos! Además, agua y fuego pueden congeniar. Pero… ¡fuego con fuego! Sería un verdadero desatino. Usted tendría que acabar cediendo. Y vale demasiado para eso. A Alma sus advertencias no podían importarle menos. Llevaba demasiado tiempo adorando a Mahler y había tomado una determinación. Mahler era fascinante, y ya podía ser judío, ruteno, checo o chino, que le traía absolutamente sin cuidado. Ella seguía pensando en Zemlinsky, pero estaba segura de que el profesor, en el fondo, aprobaría su

decisión y no lo perdería del todo. Apreciaba mucho a su pretendiente, lo habían pasado muy bien juntos, pero tenía que terminar con él de una vez por todas, antes de que las cosas se complicaran aún más. En cuanto a Mahler… ella idolatraba al director, a la estrella; del hombre no sabía nada. Era judío. Bueno. Trataba con judíos desde que nació. Eran la sal de la tierra, un mal necesario. Además, su padre siempre los defendió y ayudó, lo recordaba muy bien. A los pocos días, una criada nerviosísima entraba en el salón de la Hohe Warte, en el que se encontraba reunida toda la familia.

—¡Está aquí Gustav Mahler! — Tr anquila, hágale pasar —dijo Moll, levantándose. Casi inmediatamente después, el director se encontraba en medio de una entretenida y acalorada conversación entre madre e hija. Alma se ofreció a enseñarle la casa y lo acompañó a su cuarto, donde los libros se amontonaban en cajas, esperando su lugar definitivo. Mahler los inspeccionó con una mezcla de curiosidad e interés. Al descubrir las obras completas de Nietzsche, retrocedió horrorizado. Él también había sentido fascinación por la fuerza de aquellas palabras, pero

sabía que podían resultar peligrosas. —¡Queme eso enseguida! —¿Por qué? —preguntó ella, sorprendida—. Si me da una buena razón, lo haré encantada. Pero ¿no sería más práctico dejarlo donde está y que yo renunciara por mí misma a leerlo? ¿No sería más digno por su parte? Bajaron al salón. Los Moll charlaban con Moser, que acababa de llegar. —Quédese a cenar —invitó Anna—. Hay pollo con páprika y vendrá Burckhard. —No me gusta ni lo uno ni lo otro —dijo recordando el encuentro en el taxi—, pero acepto. ¿Puedo

usar su teléfono? —No tenemos teléfono —se excusó Moll. —El más cercano está en Döbling, en la sucursal de correos —interrumpió Alma. —Indíqueme el camino y tal vez pueda hacer llegar mis disculpas a la persona que me está esperando. Moll, Moser, Mahler y Alma salieron a la calle y anduvieron por la nieve en silencio. El director avanzaba a saltitos, los cordones de sus zapatos se desataban y debía pararse cada dos por tres para volver a enlazarlos. Alma y Mahler se fueron quedando

rezagados. Por primera vez, ella lo vio desamparado y se conmovió. Cuando llegaron a correos, él estaba tan nervioso que no se acordaba de su propio número de teléfono y tuvo que llamar a la Ópera para pedirlo. De regreso, la conversación se fue haciendo más íntima. —Yo… he pensado mucho en usted —se atrevió a confesar él—. Pero estoy preocupado por mi vida errática. Solo mi arte, y ahora mis pensamientos, son algo constante. Y debo mantener esa absoluta libertad de acción. En eso, mi hermana Justine me ha apoyado siempre. Hasta ahora me ha dado igual poner una carta de dimisión

sobre la mesa. Pero si hubiera otra persona en mi vida, la situación cambiaría. —¿Y qué pasaría si esa otra persona tuviera una moderada sensibilidad artística? —preguntó ella recogiendo la indirecta. Los dos querían conocerse, tratarse más; estaban de acuerdo, pero apenas podían esperar. Casi sin palabras, sabían que querían estar juntos. Mahler regresó a casa con todo lo amable y hermoso de la vida haciéndose presente y deseando envolverse en sus sueños. A la mañana siguiente, Fräulein Alma recibió copias de todas sus obras vocales.

Había una nota adjunta donde el músico le decía que estaba tan ocupado

que

lamentaba

terriblemente no poder llevárselas en persona. Estaría contando las horas como un colegial hasta el lunes, cuando podría pasar a verla. Ella respondió agradecida —«Estimado H e r r Direktor…»—, llena de alegría y cordialidad, y esperó. Dos días después, él fue a la Hohe Warte a tocar sus piezas al piano. Y, sobre la banqueta, se besaron. Y hablaron. Muy pronto, el estar juntos se convirtió en su pasatiempo favorito, ya fuera discutiendo con vehemencia o simplemente permaneciendo uno al

lado del otro en silencio. El pensó que, por fin, había encontrado a su camarada errante. Al día siguiente, Mahler envió tres entradas para el estreno de Los cuentos de Hoffmann con una carta en la que l a avisaba de que pronto partiría hacia Berlín. No podrían verse en dos semanas. Aquella noche, Alma asistió a la Ó pera y Mahler dirigió para ella, mirándola y sintiendo que por primera vez los dos primeros actos no le aburrían, porque se entregaba a ellos con amor. El sábado no pudo resistir más y fue a verla a su casa. Ella le reprochó su marcha; la veía como una huida,

como un escape. Pero Mahler no tenía ninguna intención de escapar de nada. Cuando se lo dijo, ella lo escuchó como a un dios, con devoción e interés, con una sonrisa tan radiante que parecía iluminar toda la habitación. Todavía tenía que aprender a responder. Y a preguntar. El le dio su dirección de Berlín y un último beso. Y empezaron a escribirse. Todo ocurrió muy deprisa. En las dos semanas siguientes, ambos pasaron de ser virtualmente unos desconocidos a poner su corazón sobre el papel. Aquellas cartas los unieron mucho más que cualquier noviazgo largo. Las frases, llenas de alegría y de

pasión, devolvieron a Mahler la ilusión de vivir. A menudo se cuestionaba cómo serían las cosas cuando volvieran a verse. Porque, ¡todo estaba sucediendo tan rápido..! En aquellos quince días, s u vida estaba dando un giro de ciento ochenta grados. Poco a poco, Mahler aprendió a conocer la letra y el lenguaje de Alma, y creyó ver en ella a la amiga, a la amante y a la camarada que necesitaba y que durante tanto tiempo había buscado. Se sentían sentimentalmente muy unidos. Las ganas de volver a estar juntos eran tan intensas que resultaban casi obscenas.

Ella recordaba sus caricias tiernas y agradables, pero todavía tenía en la cabeza a Zemlinsky. Se lo dijo al director, sin mencionar no m b r e s . En un ataque de sinceridad, también admitió en su diario que Mahler no terminaba de atraerle físicamente. No le gustaba ni su olor, ni su forma de cantar, ni la manera en que pronunciaba las erres. Y luego estaba su música, ese maremágnum de sonidos que no acababan de convencerle, ni a ella ni a la crítica. ¿Y si Mahler era un judío mediocre después de todo? ¿Y si Zemlinsky se hacía famoso? ¡Pero los besos de Mahler eran maravillosos!

Prácticamente se bebían el uno al otro. Y también estaban las cartas, que él enviaba casi a diario, y sus interminables charlas. Y ahora que conocía algunas de sus obras vocales y su cantata, aquella Das Klagende Lied (La

canción del

lamento), escrita en el conservatorio antes de cumplir los veinte años, le parecía que lo comprendía cada vez más. Al enfrentarse a las partituras y tocarlas a solas al piano durante horas, empezaba a apreciar aquella música nueva de la que todos, incluso un zaherido Zemlinsky, se burlaban. Alma decidió zanjar el asunto y escribió

a su profesor.

Alex: No te has puesto en contacto conmigo porque lo sabes todo. Sabes lo que ha ocurrido porque puedes leer hasta mis pensamientos más secretos. Para mí, estas últimas semanas han sido una tortura. Ya sabes cuánto te he querido. Me has llenado completamente. Pero igual que el amor llegó, se ha ido, se ha apartado y me ha alcanzado de nuevo con poderes renovados. De rodillas te pido que me

perdones por todo el mal que te he causado. Algunas cosas no dependen de nosotros. Quizá tú puedas explicarlo. Me conoces mejor que yo misma. Jamás olvidaré las horas de alegría que me has dado, no las olvides tampoco tú. Todavía otra cosa: no me arrojes de tu lado. Si eres el hombre que creo que eres, vendrás a verme el lunes y me darás la mano y un primer beso de amigo. Sé bueno, Alex. Si tú quieres, nuestra amistad tendrá mucho sentido. Podríamos estar siempre juntos, como viejos camaradas. Sobre todo,

contéstame con sinceridad. Mamá no leerá la carta. De nuevo perdóname. Ya no me conozco. Tuya, Alma Zemlinsky fue a visitarla y actuó como un caballero. Ella se conmovió. Se enteró por él de que Schönberg había dejado embarazada a su hermana Mathilde y de que, a causa de esta fuerza mayor, profesor y alumno se habían convertido en cuñados. A Alma no le hizo ninguna gracia y expresó su desacuerdo con la boda. No le gustaba que los hombres de su círculo se casaran porque veía reducirse el número

de sus admiradores. No es que pudiera considerar a Schönberg un pretendiente más, pero tanto daba. Mathilde

tenía

sentimientos

parecidos hacia la antigua alumna de su hermano. La consideraba algo así como una apisonadora. Durante los días siguientes, Alma conoció también a Justine, la hermana de Mahler. Quiso obtener su admiración y demostrarle que era inteligente, distinta, sincera, fuerte y con ideas propias, pero consiguió el efecto contrario. Su futura cuñada no se fiaba en absoluto de aquella joven vienesa que miraba a todos los hombres con descaro y camaradería, que

no se sentía a gusto en compañía femenina y que se creía con derecho a pasar por encima de cualquiera. Escribió a su hermano y le dijo que ella lo amaba solo por interés. Pero Mahler se puso de parte de Alma y se escudó en su juventud. Alma nunca volvió a confiar en su cuñada, y llegó a pensar que una vigilancia tan persistente podría llegar a ser peligrosa. No veía dónde estaba el interés en casarse con un judío de incierta posición, c o n un compositor desconocido que ya no era joven y estaba lleno de deudas. Estaba furiosa. Pensaba que, si Justine seguía enredando y terminaba por triunfar en sus

enredos, ella sería cualquier cosa.

capaz

de

Pero la verdad era que estaba cambiando. La fuerza de Mahler se imponía y no podía dejar de sentir cómo algunas de las ideas que creía más firmemente arraigadas en su propio carácter empezaban a derrumbarse. Al principio, se resistía al cambio y defendía su libertad. Pero la personalidad del director era tan poderosa y tenía unos cimientos tan sólidos que apenas temblaba ante los infructuosos embates de una jovencita acostumbrada a hacer y decir lo que le venía en gana.

Él, a veces, recurría a una ópera de Wagner, Los maestros cantores de Núremberg, para explicar su relación. La obra se desarrolla en una comunidad medieval de artesanos en la que se organiza un concurso de canto para obtener el título de maestro, grado que dará opción a la mano de la bella Eva. Mahler se identificaba con Hans Sachs, un zapatero viudo que, consciente de su edad y de que Eva nunca podría amarlo, era tan noble y generoso que ponía sus conocimientos al servicio de un joven caballero recién llegado llamado Walter von Stolzing, que

finalmente ganaba el certamen. Alma no entendía la comparación. Si ella tenía que elegir entre uno de los protagonistas de esa ópera, optaba por Walter, el joven caballero vencedor, faltaría más. Pero hubiera preferido cualquier otro argumento de Wagner, sobre t o d o Tristán e Isolda, apasionadamente enamorados hasta la muerte. No entendía la relación entre Eva y Sachs. Moll fue a Berlín, estuvo con Mahler y le abrió sus brazos. Mahler escribió entonces a Alma pidiéndole que hablara con su madre y l o liberara de la responsabilidad de tener que pedir formalmente su mano. Estaba

convencido de que ya se conocían lo suficiente y de que podían atreverse a dar el gran paso. Aun así, Mahler lamentaba no haber podido hablar más con su futura suegra de su futura esposa. Alma seguía avivando sus celos, a veces sin ninguna delicadeza. Le escribía contando cómo transcurría su vida rodeada d e pretendientes y se atrevía, incluso, a echarle en cara las malas críticas, como antes había he c ho con Burckhard. Pero un viernes llegó una carta.

Mi queridísima Almschi: Te escribo hoy con el

ánimo

embargado,

Alma

querida, porque me doy cuenta de que voy a hacerte daño y, aun así, no puedo evitarlo. Debo comentarte lo que sentí al leer tu misiva de ayer; es tan fundamental para nuestra relación que hay que dejarlo claro y analizarlo a fondo de una vez por todas si queremos ser felices juntos. He leído entre líneas, porque tus líneas, como tales, me resultan muy difíciles de descifrar, y entre esta carta y aquella que leí después de La flauta mágica he descubierto enormes contradicciones. En

aquella, tú me escribías: «Yo seré todo lo que tú anhelas, todo lo que tú necesitas». Estas palabras me proporcionaron gran felicidad, me llenaron de esperanza. Sin embargo, ahora las retiras, quizá sin ser plenamente consciente. Deja que para empezar profundice con detalle en tus cartas. En primer lugar, una charla con Burckhard. ¿Qué significa para ti «ser personal»? ¿Te consideras una persona completa? Te dije un día, lo recordarás, que en cada ser humano existen ciertas cualidades que no pueden ser

explicadas por la genética o las circunstancias externas. Esto es lo que convierte a cada uno de nosotros en persona por derecho propio. Lo que Burckhard y tú queréis decir es algo distinto. La personalidad solo puede adquir ir s e poco a poco, después de una larga lucha, de muchas experiencias y de terribles sufrimientos; a través de una profunda predisposición que se desarrolla poderosamente. Una personalidad semejante no se encuentra entre los hombres más que en muy

contadas todavía no estado de que, a

ocasiones, y tú has alcanzado ese intrínseca plenitud pesar de las

circunstancias, sirve para desarrollar y modelar a un individuo y para mantenerlo y salvaguardarlo de las fuerzas externas y destructivas, porque en ti todo está latente, todavía por crecer y progresar. Que seas joven, simpática y encantadora, inmaculada en cuerpo y alma, ricamente dotada, abierta de corazón y consciente de tu propia valía no significa que tengas una personalidad propia. Lo que tú eres para

mí y lo que podrías llegar a ser, el bien supremo y más querido de mi vida, la compañera valiente y fiel que me ayude y comprenda, mi fortaleza inexpugnable contra los enemigos de fuera y de dentro, mi paz, mi paraíso, en el que me sumergiré una y otra vez para rehacerme y reencontrarme a mí mismo; todo eso que se dice en dos palabras, amplias y hermosas, las más importantes de todas: «mi mujer». No significa tener personalidad en el sentido estricto, la de esos seres

superiores que determinan el curso de su propia existencia y de la humanidad y que pueden ostentar ese título. Tienes que saber algo: si quieres adquirir ese tipo de carácter, la voluntad no te servirá de nada. Goldmark me contó una vez, con orgullo, que evitaba deliberadamente escuchar música nueva o leer partituras recientes para no perder su personalidad. Y ya ves, Alma, mi niña, a mí eso me parece una completa falta de temperamento. Es como si alguien dejara de comer solomillo ante el temor de

convertirse en buey. Déjame decirte que todo lo que te absorbe y te nutre influye de un modo u otro en tu desarrollo. Lo más importante no es si las cosas son perjudiciales o beneficiosas, sino si el organismo es capaz de digerirlas. Los Burckhards y Zemlinskys de este mundo no son verdaderamente genuinos. Cada uno tiene su propia esfera, su particular lugar en el mundo y una caligrafía propia —en el sentido metafórico—, desde donde tratan de preservar su originalidad a menudo

perdiendo su independencia. Pero una persona auténtica es como un organismo vigoroso que cuida su alimentación con instinto de supervivencia, tomando lo que le alimenta y rechazando lo que le perjudica. ¡Qué suerte tienen aquellos cuyo desarrollo temprano no se ve modificado o destruido por fuerzas dañinas! A lo mejor, la razón de que los organismos más sanos terminen por debilitarse es que en su etapa de crecimiento tuvieron que ingerir alimentos inapropiados o perjudiciales. Y ahora, tras

esta larga volvamos a ti.

introducción,

Mira, Alma, toda tu juventud —es decir, toda tu vida— has corrido el riesgo de ser maleada por algunos amigos que te han acompañado, llevado de la mano y guiado mal; personas que buscan caminos falsos y aguas turbias, que ahogan su vida interior y que a menudo confunden el fin con los medios. Y durante todo ese proceso tú te has creído libre. Esta gente nunca ha dejado de rondarte, y no se debe a que tus contribuciones

fueran a beneficiarles, sino a que todos vosotros os expresáis en palabras del momento; no importa si existe oposición sincera siempre que haya una retórica fuerte y persuasiva. Hablo de los Burckhards y los Zemlinskys, a pesar de que al último lo considero valioso aunque sea todavía algo vago y carezca de autodeterminación. Usáis palabras portentosas. Os juzgáis iluminados, pero cerráis las ventanas y trabajáis a la luz de una lámpara creyendo que es el sol. Crees que por ser bella y atractiva los hombres te

adoran. Pero piensa cómo serían las cosas si fueras fea. Mi Alma, te has vuelto vanidosa. Puede que suene duro, pero perdóname, ya que mi amor es sincero y eterno ) , y tu vanidad es el resultado de lo que esta gente piensa que ve en ti, o de lo que le gustaría ver en ti (por ejemplo, a ti te gustaría ser como ellos piensan que eres). Pero gracias a Dios, como tú misma me has dicho, todo eso es superficial. Y esta gente son solo admiradores que instintivamente rechazan a los

seres superiores porque les incomodan y porque tienen deberes que ellos no pueden cumplir. Con tu encanto, en ti tienen a un adversario agradable y cautivador, pero carente de argumentos fácticos. Y, en la creencia de que beneficiáis a la humanidad, os sumergís en unos círculos cada vez más pequeños. Lo que no se toca está muy lejos. La inmodestia de esta gente, que percibe el papel del intelecto solo como una rueda de circunstancias tangentes de pensamiento en un círculo cada vez más estrecho, esto es algo, mi

Alma, en lo que tú sola te has met ido. Frases como «No estamos de acuerdo en ciertas cuestiones» significan muchas cosas. Y no es que a mí me importe el comentario, pues me doy cuenta de que solo es una manera de hablar, aunque delata un pensamiento muy convencional. ¡Pero querida niña! ¡Es en nuestro amor, en nuestros corazones, donde debemos estar de acuerdo! Pero ¿en nuestras ideas? Mi Alma, ¿cuáles son tus ideas? ¿Los escritos misóginos de Schopenhauer, las

antimoralidades del superhombre de Nietzsche, tan falaz como detestable, los brumosos sueños ideológicos y etílicos de Maeterlink o la retórica de burdel de Bierbaum y compañía? Esas no son ideas tuyas, gracias a Dios, sino ideas ajenas. […] ¡Pobre de mí! Yo, que permanezco toda la noche en vela consciente de la bendición de haberte encontrado, a ti, que eres la que converge conmigo en todo, que se ha convertido en parte de mí, en mi otro yo, que ha escrito que sentía que su destino era entrar en mi

mundo, que cree en mí de forma tan completa que instintivamente siente ¡que puede compartir mi religión porque me quiere! Sigo dando vueltas a esa obsesión tuya de querer seguir siendo tú misma, que se ha fijado en esa cabecita que amo con un cariño tan indescriptible. Me pregunto en qué va a convertirse esa obsesión una vez que hayamos saciado nuestra pasión —y eso va a ocurrir muy pronto— y tengamos que empezar no solo a residir, sino a vivir juntos y a

amarnos el uno al otro con compañerismo. Este es el meollo de todas mis ansiedades, temores y recelos, la verdadera razón de por qué cada detalle ha adquirido tanta importancia. Tú hablas de «tu música y mi música». Perdóname, pero no puedo permanecer callado. En este punto, Alma mía, es absolutamente imperativo que nos entendamos claramente el uno al otro de una vez antes de volver a vernos. Y en este punto, por desgracia, me encuentro en la curiosa situación de tener que

comparar mi música con la tuya. Tengo que defender mi música, que tú, de hecho, ni conoces ni comprendes, frente a la tuya, y hacerlo con franqueza. Estoy seguro de que no me considerarás engreído por ello, ya que, créeme, es la primera vez en mi vida que me pongo a hablar de esto con alguien que no lo enfoca como es debido. ¿Sería posible para ti, a partir de ahora, juzgar mi música como tuya? Prefiero no analizar tu música con detalle precisamente ahora, pero, hablando en general,

¿cómo te imaginas la vida de un hombre y una mujer que son, los dos, compositores? ¿Tienes idea de lo ridícula —y, con el tiempo, de lo degradante— que inevitablemente llegaría a ser para nosotros una relación tan competitiva como esa? ¿Qué ocurriría si justo cuando te llega la inspiración te ves obligada a atender la casa o cualquier cosa que pueda presentarse si, tal como tú has escrito, tenías que eximirme de los detalles domésticos de la vida? No me malinterpretes y vayas a creer que tengo una opinión

burguesa sobre las relaciones entre esposo y esposa, que considero a la mujer como una mezcla de juguete y ama de llaves. Seguro que no sospechas que es así, ¿verdad? Pero una cosa es cierta, y es que si queremos ser felices juntos has de convertirte en lo que yo necesito; no en mi colega, sino en mi mujer. Tendrías que abandonar tu música para tomar posesión de la mía y también para ser mía. ¿Significaría eso la destrucción de tu vida tal y como la conoces? Y, en caso

af ir mat ivo, ¿sentirías que estás renunciando a una existencia mejor? Antes de planear una vida en común, tenemos que ponernos de acuerdo en este aspecto. ¿Qué quieres decir cuando escribes «No he trabajado» o «De b o volver al trabajo»? ¿Qué clase de trabajo es ese? ¿Componer? ¿Compones por placer o para hacer un bien a la humanidad? Pero también dices: «Siento que mi deber es penetrar en tu mundo, estoy tocando tus canciones, leyendo tus cartas, etc.». ¡Comprendí aquellas palabras

y las coloqué en mi corazón como si fueran sagradas! Pero en estos tiempos, la edad de oro, la llamo yo, no comprendo por qué te remuerde la conciencia el haber dejado de lado tus estudios de forma y contrapunto. Como he dicho, no creo que eso tenga nada que ver con tus composiciones, que ni siquiera conozco. Se trata de tu actitud hacia mí; es algo que determinará nuestro futuro juntos. […] De ahora en adelante, tienes una misión en la vida:

hacerme feliz. ¿Lo entiendes, Alma? Comprendo que para hacerme feliz tú también tienes que serlo, pero en esta obra, que puede transformarse tanto en comedia como en tragedia, y ambos extremos serían incorrectos, los papeles deben estar perfectamente distribuidos. El del compositor que trae el pan a casa es el mío, y el tuyo es el de amante compañera y alegre camarada. ¿Estás satisfecha? Estoy pidiendo mucho, lo sé, pero puedo y debo hacerlo porque sé todo lo que tengo que dar y daré a

cambio. Tampoco

puedo

comprender tu fría actitud hacia Zemlinsky. ¿Lo amabas? ¿Te parece, entonces, justo relegarlo al triste papel de profesor? Evidentemente, a ti te parece que eres magnánima por dejar que se siente a tu lado a d o r á n d o t e en silencio mientras tú, causante de su dolor, ves cómo se lo traga todo. Si de veras creíste amarlo, ¿podrías aceptar una situación así? ¿Y cuál sería mi papel, si me sentara a vuestro lado o a vuestra

espalda? ¿No está tu vida ahora regida por otras leyes? ¿O el cambio ha sido tan superficial que puedes y deseas volver a tu vida ant erior, es t udiar forma y violín e ir a los conciertos de la Filarmónica con Hellmesberger? ¿Cómo es posible que comenzaras a charlar superficialmente con mi hermana, cuyo corazón estaba lejos del tuyo y que estaba demasiado desconcertada como para hablar con franqueza? ¿Cómo pudiste quedarte sentada toda una tarde sin encontrar palabras de afecto

hacia mí y sobre mí? Almita, Almita, no entiendo nada. ¿Qué otros convencionalismos pueden interponerse entre nosotros? ¿Qué otra cosa puedo esperar de ti? ¿A qué vienen tanto desafío y orgullo? Y todo eso a mí, que he entregado mi corazón con completa humildad, que con generosidad te estoy entregando toda mi vida, a ti, una clase de mujer hermosa, rica, bien educada y joven que conozco muy bien. Almita, te lo ruego, lee esta carta despacio. Nuestra

relación no puede convertirse en algo frívolo. Antes de que volvamos a vernos debemos haber dejado todo esto claro; sabes lo que espero de ti y todo lo que puedo dar a cambio. Y lo que debes ser para mí. Debes renunciar a todo lo superficial y convencional de tu mundo, a la vanidad y a los oropeles en tu vida o en tu trabajo. Debes rendirte sin condiciones, hacer cada detalle de tu vida futura completamente dependiente de mis necesidades y, como premio, no recibir nada más que mi amor. Y lo que eso significa,

Alma, no puedo explicártelo, ya lo hemos hablado muchas veces. Pero déjame decirte que cualquiera que ame como yo te amará si eres su mujer, empeñará su vida y hasta su felicidad en su empresa. […] Qué terrible momento te estoy causando; me doy cuenta, Alma, pero tú también debes darte cuenta de que yo estoy sufriendo también, aunque esto sea un consuelo muy pequeño. Aunque creo que no lo conoces todavía, pido a Dios que guíe tu mano, amada mía, para que escriba la

verdad y no te muevas por el capricho, ¡porque este es un momento crucial que va a decidir el destino de dos vidas para toda la eternidad! Dios te bendiga, queridísima, amor mío, sea lo que sea lo que vayas a decirme. No voy a escribirte mañana, voy a aguardar tu carta. El sábado, como he dicho, voy a enviar un criado a recogerla, así que tenla dispuesta. ¡Mil besos apasionados, Alma mía! Y te pido: ¡Sé sincera! Tu Gustav

Nunca nadie había puesto a Alma las cosas tan claras. Ella enseñó la carta a su madre y hablaron. Entre otras cosas, él decía que estaba demasiado ocupado con su carrera internacional, la dirección de la Hofoper y su propia música como para considerar seriamente los juegos musicales de una jovencita. Necesitaba una esposa, no una alumna. Si quería casarse con M ahler —y Alma quería—, tenía que ser lo que Mahler quería que fuese. Ella pasó tres días reflexionando y aceptó el trato. Llegó el momento del ansiado reencuentro. Se derritieron el uno

en los brazos del otro y él sintió que formaban un solo ser. Antes de anunciar la boda, Moll tuvo que explicar a Alma con todo lujo de detalles que Mahler estaba enfermo. Pero ella lo quiso todavía más. —No me importa. L o cuidaré como a un niño. Mi amor por él es profundamente tierno. Tengo tanto miedo de quedarme sin él que soy incapaz de pensar en esa posibilidad. ¡Imagina que cayera en un charco lleno de sangre! Pero también sentía que Mahler la elevaba, que con él se comportaba de una manera distinta, que él la hacía mejor persona y más pura, que

renunciaba a unas cosas por otras mejores. Con Mahler, ella se avergonzaba de su lengua hiriente y, aunque adoraba su libertad, decidió seguir a su marido en su ocupadísima y extraordinaria vida. Así las cosas, el día antes de Nochebuena, Mahler fue con Justine a la Hohe Warte para formalizar la relación. Al día siguiente, Alma recibió un hermoso broche de diamantes junto con una nueva carta de amor. Y cinco días después, los periódicos de Viena abrían con la noticia: «El director Mahler, prometido». Los periodistas alabaron la juventud de la novia, su linaje y su

talento musical. Y pronto empezaron a llegar a la Hohe Warte cartas, flores, telegramas, postales, felicitaciones y regalos. Grete, loca de alegría, llamó por teléfono; los antiguos pretendientes de Alma despotricaron contra el enlace y el propio Mahler gruñó al sentirse el centro de la atención por un asunto extracurricular que nada tenía que ver con la música. —¡Qué le parece! —comentó con Bruno Walter, su ayudante—. Según los periódicos estoy prometido. Pues sí, señor, es cierto, estoy prometido de verdad. Pero, por favor, no me felicite o hágalo deprisa. Y ahora, hablemos

de otra cosa. Poco después, una noche Alma y su madre se sentaron por primera vez en el palco del director. Cuando Mahler hizo su entrada, el público estalló en un aplauso tan atronador que Alma tuvo que dar un paso atrás. Todos los presentes en la sala se levantaron para mirarla. A partir de entonces, los encuentros de la pareja fueron cada vez más íntimos. Pasaron mucho tiempo a solas, besándose en su despacho, en su casa, en los pasillos o en los palcos de la Hofoper. A pesar de que Mahler no llegaba al metro sesenta y cinco

de estatura, su cuerpo era fuerte, delgado y estaba bien formado, con proporciones masculinas. Tenía las caderas estrechas y unas largas piernas con muslos firmes, sin apenas vello, moldeadas gracias al ejercicio al aire libre y a la dirección en el podio. Sus abdominales resaltaban sobre el vientre liso, definido torneado como en una escultura griega. La parte más hermosa era la espalda, bien delineada y curtida por el sol. Sus brazos eran delgados y fibrosos, y sus manos, cortas, con las uñas descuidadas y mordidas; las manos de un trabajador incansable, de un músico capaz. Alma deseaba

pertenecerle, ser completamente suya, y poco a poco empezaron a conocer sus cuerpos, sus manos se exploraron, sus ritmos comenzaron a acompasarse y los besos exigieron más. En Nochevieja, solos en su despacho, él le mostró su cuerpo y ella dejó que fuera más allá. Palpó un miembro duro y rígido. Mahler la condujo al sofá, la tumbó con dulzura y se colocó sobre ella con cuidado. Pero, al sentirse unidos, perdió todo el vigor. Hubo un silencio. É l puso la cabeza en su pecho, avergonzado, casi llorando, y ella lo acarició con ternura, como si fuera la experta. Aquella noche,

por primera vez, Mahler acompañó a Alma a casa sin decir una palabra. Pero al día siguiente llegó el gozo; el gozo y el éxtasis infinitos. Antes de la boda, algunos de los amigos de Mahler —el crítico de arte Siegfried Lipiner, el violonchelista y novio de Justine, Arnold Rosé, y la cantante Anna von Mildenburg, antigua novia de Mahler— organizaron una cena de confraternización. Alma sabía de los amoríos de su prometido y no estaba dispuesta a dejarse intimidar. Sintiéndose acorralada, adoptó una postura altiva y se dedicó a hablar sistemáticamente a la contra. ¡Críticos de arte! Ella

había crecido entre cuadros y entre los mejores artistas de Austria; podía decirse que había mamado la pintura. Conocía Italia desde Nápoles hasta Milán, había tenido excelentes maestros y pensaba que estaba en su derecho de decir cualquier cosa. —Mi querida muchacha — preguntó Lipiner—, ¿qué le parece Hipómenes y Atalanta de Guido Reni? —Ni lo entiendo ni me interesa. —¿Y sus lecturas? —Ahora estoy con El banquete de Platón. —Eso sí que no puede usted

entenderlo. Silencio. ¿Quién era aquel tipo para llamarla «mi querida muchacha»? ¿Cómo se atrevía aquel judío a decirle a ella lo que podía y no podía entender? ¿Con quién se creía que estaba hablando? Era increíble. —Y de la música de Mahler, ¿qué opina? —insistió Anna von Mildenburg. —Conozco muy pocas obras —respondió automáticamente Alma— y las que conozco no me gustan. No era del todo cierto. Las apreciaba cada vez más, pero ni quería ni podía dar la impresión de ser sumisa. El silencio y la

consternación invadieron la mesa. Mahler, algo nervioso, la tomó del brazo y la llevó a una habitación contigua. —Me sentía fatal allí — explicó—. Estaremos mejor solos. Al menos por ahora. Se besaron. Olvidaron el incidente. Él no habló más del tema, aunque significara una honda fractura entre él y sus viejos amigos. Con música decía mucho más que con palabras. Y había empezado a escribir el más hermoso de los regalos de boda: el adagietto de su Quinta sinfonía.

MAHLER (1860-1911)

No existe un lugar tan ligado a la historia y la cultura alemanas como Weimar. El Gran Ducado de Sajonia-Weimar, en el landgraviato de Turingia, se encuentra en una privilegiada y céntrica zona del viejo Imperio prusiano que ha sido uno de los destinos favoritos de viajeros cultivados, poetas, pensadores y arquitectos desde que en 1552 el pintor Lucas Cranach se alojara allí siguiendo al elector Federico de Sajonia. Sus amplios espacios verdes han servido y sirven al impulso del arte y la cultura, y muchas grandes ideas han nacido entre sus calles. En 1708, Johann Sebastian Bach se instaló en Weimar como organista y músico de cámara del duque reinante y, durante su estancia, que se prolongó hasta

1717, compuso piezas magistrales para órgano y otros instrumentos, como la Tocata y fuga en re menor y la monumental Pasacalle en do menor. Años después, el más famoso poeta alemán de la historia, Johann Wolfgang von Goethe, vivió y trabajó en Weimar, invitado y protegido por el joven duque Karl August, hasta su muerte, en 1832. Del mismo modo, Friedrich Schiller se trasladó a Weimar para concluir algunas de sus obras literarias más importantes. También el pianista y compositor Franz Liszt pasaba en la ciudad meses enteros buscando inspiración. Desde la llegada del siglo xx, Weimar podía presumir de tener una nueva estrella en su lista de celebridades. Era el lugar en el que Friedrich Nietzsche había pasado sus últimos y

atormentados años. No se podía pedir más. En 1902, la histórica ciudad alemana se preparaba para recibir a una de las estrellas indiscutibles del momento, el más popular de los artistas decorativos, e l padre del art nouveau, el interiorista de L a Maison Moderne de París: el arquitecto belga Henry van de Velde. Llegaba apadrinado por Elizabeth Förster-Nietzsche, hermana del filósofo, que quería dar un nuevo impulso a la vida cultural de Weimar, algo estancada desde la muerte de su popularísimo hermano, solo dos años atrás. Bien es cierto que

Nietzsche había tenido enormes discusiones con Elizabeth a lo largo de su vida, debidas, según el filósofo, al «maldito antisemitismo» de ella, algo exacerbado desde su matrimonio con Bernhard Förster; pero, al fin y al cabo, Elizabeth era la administradora de su legado, y aquel hecho la colocaba socialmente a la altura de una semidiosa. Ella tenía mucho poder de convicción. De motu proprio, había logrado que el gran duque Alejandro invitara a Van de Velde a hacerse cargo de la Escuela de Artes y Oficios del Gran Ducado, y el belga empezaba a confiar en que, bajo su supervisión, artesanos y diseñadores iniciarían pronto la

búsqueda de nuevos modelos y prototipos para producirlos a gran escala.

02 En Viena, el noviazgo con Alma estaba significando para Mahler la pérdida de algunos de sus viejos amigos, pero le estaba abriendo de par en par las puertas de la Secesión, que continuaba reuniéndose a menudo en la Hohe Warte. A principios de 1902, con motivo del septuagésimo quinto aniversario de la muerte de Beethoven, el genio del nuevo espíritu, el grupo proyectaba otra de sus obras de arte total. El escultor Max Klinger había pasado quince años trabajando en una gigantesca estatua del compositor alemán, un homenaje a la música y

al

músico

en

la

que

había

empleado mármol, granito, alabastro, bronce y marfil, tan soberbia que se merecía una presentación sensacional. El templo de Olbrich era, a todas luces, el lugar perfecto para mostrarla al público. De nuevo fue Hoffmann el encargado del interiorismo. Proyectó un inmenso laberinto para que el público pudiera perderse entre el arte y llenó los tabiques de obras realizadas por los mejores artistas de la vanguardia vienesa. Klimt recibió el encargo de pintar, en el friso y las paredes laterales, una alegoría de la Oda a la alegría de Schiller, en l a que se basa el

último movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven. Los demás secesionistas prepararon también sus respectivas aportaciones. Un homenaje a Beethoven hubiera sido incompleto sin música. Klimt y Moll, aprovechando los recientes lazos familiares, decidieron pedir a Mahler que participara. Su actuación sería la guinda del pastel, el cénit de un acto en el que los artistas ensalzarían a otro artista que rendiría homenaje al genio del arte.

Desde poco antes de la boda, el director empezó a dar

alarmantes síntomas de querer cambiar a su joven prometida. Todo lo que le había gustado de Alma en un principio comenzó a ser visto como algo sospechoso. Su ropa y su franqueza se volvieron ofensivas; su sinceridad y su desparpajo s e hicieron incómodos. A ella, la adaptación no le resultaba fácil. Si estaban juntos trataba de corregirse; al quedarse sola, volvía a ser la de siempre. Pero para pasar a formar parte de la vida de una gran estrella internacional tenía que aprender a apreciar el valor del silencio. En febrero fijaron la fecha de la boda y, unos días después, ella quedó

encinta. Surgieron los miedos. ¡Embarazada! Era algo imposible de aceptar, algo socialmente abominable. La posibilidad de verse soltera y con un niñó la atormentaba cada noche. Pero la angustia se desvaneció el 9 de marzo. Aquella lluviosa mañana, en la intimidad de la sacristía de la Karlskirche, Carl y Anna Moll, Justine Mahler y Arnold Rosé fueron testigos de que Alma Maria Schindler Moll pasó a llamarse Alma Mahler. No hubo fotos de la boda y poco se habló del vestido de la novia. S í se supo mucho de Mahler: que llegó a la iglesia chorreando agua por las alas del sombrero y con galochas de

madera para protegerse los pies, que al a va nza r hacia el altar tropezó y cayó al suelo, y que, como si estuviera en la Ópera, pidió al cura que empezara da capo. Todos los periódicos comentaron el enlace. La reseña d e l Neue Freie Presse sirvió de acicate para que Karl Kraus volviera a ironizar. «En la intimidad de la Karlskirche…», leyó. No sería tan íntima si había periodistas. Los Mahler vivieron su agotadora luna de miel en San Petersburgo, donde el músico tenía que dirigir tres conciertos. El

trato, la conversación y la vida cotidiana empezaron a crear entre ellos un estrecho lazo de camaradería. Al volver a Viena se instalaron en un moderno edificio construido por Otto Wagner en la Auenbrugergasse y, cuando el apartamento vecino quedó libre, lo alquilaron también y pudieron disponer de seis salones. Pero Alma recibía muy poco, tan solo a los principales miembros de la Secesión, que querían ultimar con Mahler los detalles de la primera intervención del músico en una exposición de artes plásticas.

En abril, las puertas del templo de Olbrich se abrieron una vez más al público vienés, que, a regañadientes, tuvo que admitir que el grupo seguía siendo capaz de sorprenderles. Klimt se superó a sí mismo al recurrir por primera vez a panes de oro y de plata, clavos, botones y pequeños espejos de colores, con un resultado increíblemente brillante, de texturas nunca vistas. Su obra, conocida popularmente como el Friso de Beethoven, se dividía en tres espacios, cada uno con un nombre diferente: El deseo de la felicidad, Las fuerzas enemigas y El deseo de felicidad se aplaca en

la poesía. El primero representaba los sentimientos del débil género h u m a n o : las súplicas, que constituían las fuerzas externas; y la compasión y la ambición, que conformaban las fuerzas internas que impulsan al hombre fuerte y bien armado. Las fuerzas enemigas tenían la forma del gigante Tifeo y sus tres hijas, las Gorgonas: la enfermedad, la locura y la muerte. Allí, la angustia era devorada y, en lo alto, los bienes y l o s deseos del hombre escapaban volando. En El deseo de felicidad se aplaca en la poesía, las artes conducían al reino ideal, donde se encontraban

la paz absoluta, la felicidad absoluta y el amor absoluto. Allí Klimt retrató a Mahler. Pintó su rostro sobre el cuerpo de un caballero vestido con armadura que surgía de un estrecho pozo en cuyo brocal esperaban las diosas, mostrándole la corona de la victoria. El Friso de Beethoven, una de las grandísimas obras de Klimt, más que en Schiller, parecía basarse en Platón. El director no pudo convencer a la Filarmónica de Viena en pleno para que participara, pero sí a un pequeño grupo de músicos de la sección de metales que accedió a interpretar en la inauguración un arreglo del finale de la Novena

sinfonía de Beethoven que Mahler había hecho ex profeso. Aquel día la música sonó tan recia y tan dura que Klinger, llegado en el último momento, no pudo contener una lágrima. Los artistas y colegas de la Secesión vienesa estuvieron de acuerdo en que la obra de Klimt era lo mejor que el artista había realizado hasta entonces, pero el público general, la prensa del momento y la carcunda de siempre reaccionaron con indignación y virulencia. Decían que aquello era algo incomprensible, escandaloso y obsceno. Q u e Las fuerzas enemigas

de la pared frontal

suponían una vergüenza para la noble figura humana. Que reflejaban imágenes de locura, ideas obsesivas y escenas patológicas. Que el erotismo de las Gorgonas no era más que una exhibición de pornografía. La prensa se encargó tanto de avivar las críticas como de fomentar muchas más y las consecuencias no tardaron en llegar. En el mes de mayo, los notables de Viena llevaron sus quejas al Parlamento y se unieron para ir contra el Friso, contra Klimt y contra toda la Secesión.

En su vida cotidiana, Alma se encontraba metida en la desagradable tarea de tener que hacer economías. Mahler se ganaba muy bien la vida, pero no tenía idea de cómo manejar el dinero y se había empeñado hasta las cejas en la construcción de Maiernigg. Debía cincuenta mil c o r o n a s . Alma preparó un presupuesto y un plan de amortización a cinco años, ahorrando, pero manteniendo el alto nivel de vida de su marido. Se las arregló para calzar a Mahler en el mejor zapatero inglés mientras ella seguía siendo fiel a Kolo Moser. Gracias a su viejo amigo,

tenía todo un guardarropa de vestidos Reforma, sin corsés ni ballenas, de vivos colores, ideales para el embarazo, con los que llamaba poderosamente la atención. Al fin y al cabo, había pasado la adolescencia vestida de negro. Los Mahler iban aprendiendo a conocerse. Salían poco o casi nada, pero disfrutaban escapándose de vez en cuando para, sin que nadie los viera, asistir a las operetas de Lehàr y regresar cantando alegres. Un día, olvidaron el tema de una canción y tuvieron que entrar en una tienda de música, leer la partitura, recordar las notas y salir sin ella, porque

eran demasiado serios como para dejarse ver comprando aquella frivolidad. Eran dos niños tratando de beberse la vida a grandes sorbos, un equipo con una intimidad y una confianza nacidas casi desde el momento en que se conocieron. Por fin Mahler podía hablar con libertad, y no solo de música; también de pintura, de arte, de libros. Era tan simple como eso: por fin tenía a alguien con quien hablar. Cuando le dijo a Alma que no sería fácil estar casada con un hombre como él, no se equivocaba. Su soledad era esencial e impenetrable. No

soportaba la visión de una mujer desarreglada, despeinada o descuidada. Alma tuvo que acostumbrarse a que él estuviera lejos, aun cuando solo fuera a unas cuantas habitaciones de distancia. A veces pasaban muchas horas separados por unas cuantas puertas, hermética y definitivamente cerradas. Disfrutaban de la compañía mutua solo en algunos momentos decididos de antemano. No se trataba de desinterés, frialdad o desdén, sino de una absoluta dedicación a la actividad artística. Alma necesitaba recurrir a unas cualidades que ni siquiera la mejor y más devota de las mujeres

poseía. En el fondo, era un ama de casa rodeada de libros de filosofía que Mahler devoraba en soledad, y tenía la impresión de estar perdida, de no tener donde agarrarse. Deseaba que llegara alguien y la sacara de sí misma; quería volver a ser la que era, estar donde estaba antes. Pasó aquel primer invierno de casada sumida en una existencia plana, abandonada a la autocontemplación, pensando que había perdido a sus amigos, o que solo tenía uno, y que este la ignoraba. El día a día se organizaba como un reloj. Él se levantaba a

las siete y se instalaba en su mesa, donde desayunaba y trabajaba. A las nueve menos cuarto salía hacia la Ópera. Alrededor de la una, llamaba a casa para avisar de que estaba de camino. Un cuarto de hora más tarde, sonaba el timbre y la cocinera servía el primer plato mientras el Hofoperndirektor ascendía los cuatro pisos subiendo los escalones de dos en dos. Atravesaba todas las habitaciones, cerrando de un portazo las puertas tras de sí, se lavaba las manos y se sentaba a la mesa, donde Alma lo esperaba. Después d e una breve siesta, salían a dar un paseo a pie o en coche, y a las cinco

regresaban a casa para el té. Sobre las seis, dirigiera o no, él acudía a la Ópera a ver la función, y Alma l o recogía por la noche. Volvían dando un paseo, cenaban, leían en voz alta o comentaban sus impresiones; los dimes y diretes de la Hofoper daban mucho juego. Recibían pocas visitas: Klimt, los Moll, los Rosé, los Zuckerkandl y los Moser.

En junio fueron a Krefeld al estreno de la Tercera sinfonía de Mahler. Se alojaron en casa de un comerciante de sedas, que advertía, con cierto recelo, al resto

de los huéspedes: —Es un célebre director de orquesta que ha compuesto para su propio placer una sinfonía monstruosa. El día del concierto, Alma rehusó situarse entre los amigos o conocidos y se dispuso a escuchar. Saltaron las notas acuciantes, exigentes, y se dejó embargar por aquella música, consciente de que parte de aquel espíritu creador había engendrado al hijo que llevaba dentro. Sintió gritos y risas en su interior y no tardó en rendirse. Experimentó la fuerza de su marido en el interior de su vientre y por la noche, de rodillas, a sus pies, con lágrimas

de felicidad, le juró apasionadamente que reconocía su genio, que vivía por su amor y que solo deseaba servirlo para siempre. Richard Strauss fue el primero en levantarse a aplaudir. Strauss era en Prusia lo que M a h l e r e r a en Austria: el compositor y director más famoso del momento. Mahler y Strauss eran muy amigos; una amistad que nacía de saberse los dos enfants terribles de la vida musical germana. Eran compositores geniales, brillantes directores de orquesta y rutilantes estrellas de la música en la cima de sus respectivas carreras. Pero no

podían ser más distintos. Strauss era franco, directo, alegre, confiado y seguro de sí mismo, pero a la vez algo timorato y condescendiente. Dejaba de lado sus escrúpulos artísticos mientras le pagaran bien y se enfrentaba a la composición con una alegría y una facilidad de gesto que producían en Mahler un total alejamiento conceptual. Strauss no tenía dudas; se planteaba el futuro como un natural reconocimiento a sus méritos, que eran no eran pocos. Mahler, no. Él era la potencia condensada y convertida en nervio, los defectos modelados a fuerza

de trabajo, la concentración hasta la crisis depresiva, la corrección y la modificación continuas. Los resultados de ambos eran siempre magistrales. Nadie será nunca capaz de delimitar qué es lo que «hace» a un director, qué extraña cualidad consigue que seres humanos de distinta personalidad conviertan el manantial de sonidos que surgen d e una orquesta en un auténtico arte; si es la prodigalidad o la parquedad del gesto, si es cosa del brazo o de la inexpresión. Pero existe algo innato en un director, una cualidad intangible, un carisma etéreo, que los músicos de atril perciben apenas un maestro sube

al estrado. El Mahler

director

iba

siempre por delante del director Richard Strauss. Pero el Mahler compositor no era nada frente al compositor Richard Strauss. En Krefeld, al terminar el primer tiempo de la Tercera de Mahler, Strauss se puso en pie y se acercó al escenario aplaudiendo. Aquello significó lo mismo que el pulgar levantado en el circo de los césares de Roma. Con los siguientes movimientos el entusiasmo fue en aumento. La gente empezó a ovacionar, algunos treparon a las sillas, los aplausos se sucedieron y hubo gritos de

emoción. Aquella impresionante e inquietante Tercera sinfonía, que había tenido que esperar seis años a ser estrenada, sonaría a partir de entonces en los principales teatros de Europa. El futuro era tan prometedor que fueron a celebrarlo a una pequeña casa de huéspedes. Strauss no tardó en aparecer. Estrechó una a una todas las manos presentes, miró fijamente a Mahler y salió de la fonda en silencio sin dirigirle la palabra. De nada habían servido sus aplausos. Mahler no abrió la boca durante el resto de la noche. Lo que más intensamente buscaba era el reconocimiento de sus colegas y el

más respetado de todos lo ayudaba a triunfar, sí, pero le retiraba el saludo. Aun así, a partir de entonces los editores modificaron radical y definitivamente la actitud hacia su música.

Al concluir el festival, Alma y su flamante marido se instalaron en la residencia de Maiernigg para pasar parte del verano. Las vistas hechizaron a Alma, pero el interior de la casa, decorada por Justine, le aterró. Ella estaba habituada a la moderna geometría de los edificios de la Secesión y en su

casa pisaba suelos ajedrezados, se sentaba en sillas cúbicas con motivos geométricos y disfrutaba de las alegorías de la belleza y del amor que colgaban de las blancas paredes. La oscuridad de aquellas estancias decimonónicas, todavía con cortinas en las puertas y molduras en el techo, le causaba auténtico horror. Mientras él trabajaba en la cabaña, equipada con lo imprescindible —una mesa, una silla, el piano y unas pocas estanterías con páginas de Kant y de Bach—, ella esperaba durante horas en casa, pidiendo a los vecinos que guardaran a los perros

para que reinara el silencio. Él pasaba las mañanas encerrado, desde las seis hasta la una, momento en que descendía el camino con las partituras bajo el brazo y con una expresión de éxtasis en el rostro. Alma sentía tanta envidia de su felicidad creativa que se le escapaban las lágrimas. A media mañana, se daban un baño, tomaban el sol y paseaban en barca. Regresaban a casa a almorzar. Él seguía fiel a la alimentación ligera y Alma protestaba por sus insípidas comidas a base de manzanas y mantequilla: «Deben hacer daño al estómago». Después de la siesta, daban

un paseo por las montañas. Él se detenía de vez en cuando para apuntar ideas en un pequeño cuaderno que siempre llevaba consigo. También discutían. Él se ponía serio, dudaba de su amor y ella dudaba a su vez. Mahler le recordaba que se había casado con un neurasténico, con un enclenque, con un judío apátrida que padecía síntomas de decadencia física. Pero también decía que nunca había trabajado con tanta facilidad y perseverancia como entonces, que eso debía bastar, que debía ser suficiente. Alma sabía que Mahler le estaba abriendo una puerta a la que muy

pocos tenían acceso y que se estaba entregando a ella. Pero corría el riesgo de perder su propio equilibrio. Tenían que empezar a construir aquello que Lawrence Durrell denominaría «ese maravilloso animal bicéfalo que puede ser un matrimonio». Si Alma se identificaba con él, se hundiría con él. Pero ella prefirió ignorar sus debilidades y hacerle fuerte ante el mundo, tan fuerte que juntos brillaran como un haz de energía masiva. A partir de 1902, la presencia de Alma en la música de Mahler es evidente. Él había escrito sus primeras cuatro sinfonías completamente solo y muy pocas

personas habían asistido a sus momentos de creatividad. Estos pocos elegidos —su hermana Justine, el violinista Rosé, el joven Bruno Walter y, durante algunos años, Anna von Mildenburg— no formulaban juicios ni aportaban nada, se limitaban a recibir pasivamente el mensaje. Pero desde su boda, Alma estaba presente en casi todas las manifestaciones públicas o semipúblicas del músico. Ella tenía el suficiente carácter y la suficiente confianza como para decirle francamente lo que pensaba y, a d e m á s —y este dato es importantísimo—, ella era también

compositora. Una compositora inactiva y en ciernes, sí, pero una compositora al fin y al cabo. Amaba la música casi tanto como él. Cuando Alma tuvo acceso directo a sus obras, sintió que se desvanecía para siempre toda e s p e r a nza de una expresión artística propia. Era lógico. Si Beethoven se hubiera casado con una jovencita con ínfulas creativas, y si esta hubiera comparado su propia música con la de su marido, habría sucedido lo mismo. ¿Se hubiera atrevido ella a escribir ni siquiera una nana al lado de la monumentalidad magnífica y perfecta que tenía delante?

Además, ¿acaso tenía Alma suficiente técnica? Aun así, siempre dijo ser la coautora de las obras de su marido. Incierto. Solo copió partes de sus sinfonías; eso sí, siempre bajo la supervisión de Mahler. Terminado el verano en Maiernigg, regresaron a Viena con l a Quinta sinfonía finalizada, una obra que parte de una marcha fúnebre y desemboca en el alegre juego de la vida.

La primera hija del matrimonio, concebida durante aquella extraña convivencia, vino al mundo el 3 de noviembre de 1902. Fue un parto

difícil, entre terribles dolores. Se había descolocado y el médico anunció que se presentaría de nalgas. Mahler estalló en una carcajada: —Eso demuestra que es hija mía. Enseña al mundo la única parte del cuerpo que merece. La niña yació un largo rato como muerta, toda morada. A los pocos minutos rompió a llorar. La llamaron Marie Anna, por sus respectivas abuelas. Mahler, lleno de ternura, pasaba horas acunándola. Pero Alma no se encontraba cómoda en su nuevo papel de madre. No sentía verdadero amor hacia ella.

03 Mahler participó activamente en la decimocuarta muestra de la Secesión vienesa, dedicada a Beethoven, que todavía se recuerda con admiración. Ese contacto le brindó, a su vez, la posibilidad de que sus nuevos amigos tomaran parte en los montajes de la Hofoper. Una noche en la Hohe Warte, Gustav Mahler y Alfred Roller hablaban de Tristán. Roller llevaba con vehemencia las riendas de la argumentación. —Es una lástima que la belleza wagneriana quede escondida detrás de esas

producciones tan pobres. Una obra de ese nivel necesitaría una aproximación más expresiva. Yo he hecho mucho teatro. Sé de qué hablo. —Lo que vosotros, gente de teatro, calificáis de tradicional es en realidad comodidad y a b a n d o n o . Tradition ist schlamperei! —se defendía Mahler. —Yo no soy tradicional. Un decorado debe tener los elementos esenciales y ser más que un cuadro. La escenografía tendría que formar parte integral de la obra, igual que el texto o el tempo. De regreso a casa, los

Mahler caminaron despacio, contemplando las flores y respirando la noche, extrañamente silenciosa. Mahler pensaba en Roller. Sabía que poseía un sentido innato de la monumentalidad y que, como buen secesionista, era capaz de hacer cualquier cosa. Podía diseñar desde un tenedor hasta un rascacielos. Como arquitecto, conocía el uso del espacio y de los materiales. Como pintor, manejaba la iconografía, el significado de los símbolos. Y como artista, jugaba con los colores como si fuera impresionista, dominaba el cromatismo con recursos casi

infinitos. Sus luces, además de realistas, podrían expresar emociones o simbolizar actitudes. Y si no existían los medios, él sería capaz de inventarlos. A Mahler también le encantaba inventar todo tipo de artilugios. Siempre apostaba por la innovación y por la técnica, detestaba la rutina. En la Ópera, Roller y él podrían poner en práctica todo su potencial. Pero la música no debía supeditarse a nada, todo sería un complemento. Solo la música podía acoger bajo su abrazo todas las artes y elevarlas, por eso la ópera era lo más adecuado para alcanzar el arte total, más incluso que la

arquitectura. ¿Acaso no lo había demostrado ya el año anterior ante el Friso de Beethoven? Además, el director era él. No había más que hablar. Sonrió para sí y aceleró el p a s o . —Es el hombre que necesito, murmuró. A la mañana siguiente, encargó a Roller la escenografía del siguiente Tristán. Y aquel año, los espectadores de la Hofoper asistieron a la más increíble y brillante puesta en escena de Wagner que se recuerde. Solo la antigua amante de Mahler, Anna von Mildenburg, que hacía de Isolda, se echó a llorar ante la falta de ciertos decorados que le eran

familiares. Roller se había centrado en el color y había reinventado un viejo concepto barroco, unas torres de planta poligonal que flanqueaban el escenario y giraban en torno a un eje de manera que solamente uno de los lados era visible cada vez. Combinadas con telones monocromos o decorados con motivos abstractos o heráldicos, y con un fondo de paisajes, permitían una gran agilidad en los cambios de escena. L a s Rollertürme, sumadas a las innovaciones de las luces, móviles, dinámicas y coloristas, ofrecían un resultado nunca visto antes. El escenario resplandecía con unos

colores extraordinariamente fuertes: rojo, amarillo y naranja. Tras el telón rosado se intuía la presencia de un barco cruzado en diagonal, de dos pisos, con una vela flotante que centelleaba al sol. Frente al timón, cantaba Tristán. Abajo, los ricos aposentos de I solda se contagiaban del verde mar que se filtraba a través de las ventanas. El cofre de los filtros brillaba de forma cegadora, cuajado de piedras semipreciosas y adornado, igual que las cortinas, con motivos celtas. En el centro, Isolda yacía en un diván negro y dorado. La torre del segundo acto aparecía blanca; destacaba contra

el profundo violeta de una noche iluminada por la luna, mientras en el fondo los haces de luz se transformaban en una oscuridad solo mitigada por el fulgor de alguna estrella lejana. Los focos eran un ente vivo que participaba en la trama y se adaptaba a la acción. La luz podía ser discreta o espectacular, dulce o amarga, dinámica o estática. El escenario de Roller parecía un cuadro en movimient o y llegaba a las emociones más profundas a través de todos los sentidos. Ni siquiera en Bayreuth se vio jamás nada igual.

La Secesión vivía su edad de oro. Las piezas sueltas y los proyectos de interiorismo integral (o arte total) comenzaban a venderse muy bien, y algunos de sus miembros empezaban a pensar en el modo de buscar nuevas salidas comerciales. Un día, Hoffmann, Moser y el industrial Fritz Wärndorfer estaban sentados en el café Heinrichshof hablando del Gremio de Artesanos creado por Ashbee, un platero inglés que comercializaba sus propios productos. —Y en términos financieros, ¿qué costaría montar algo así? —

preguntaba, curioso, Wärndorfer. —Para empezar, bastarían quinientas coronas. Moser era muy convincente. Wärndorfer abrió su cartera y puso el dinero encima de la mesa. Veinticuatro horas más tarde, habían alquilado un piso en Heumühlgasse con un equipamiento muy básico. Los fondos se agotaron pronto y Moser tuvo que admitir que no tenían suficiente. —Hablaré con mi madre —, se resignó el industrial. Pocos días después el trío contaba con la fabulosa suma de cincuenta mil coronas. Estaban cubiertos.

La empresa se llamó Wiener Werkstätte (Talleres Vieneses) y fue el centro de diseño y producción de artes decorativas más importante de Centroeuropa durante el primer cuarto del siglo xx. Hoffmann redactó los estatutos, donde se determinaba que un departamento de arquitectura englobaría todos los demás. Distribuyeron los espacios en ambientes especialmente proyectados para los oficios del metal, el cuero, la encuadernación, la madera y la pintura. Crearon unas condiciones de trabajo decentes. Pintaron de un color

cada taller: el de metal, de rojo; el de encuadernación, de gris, y el de carpintería, de azul. Contrataron a profesionales y restablecieron la vieja jerarquía de aprendiz, oficial y maestro. Pronto tuvieron que mudarse a un edificio de tres pisos en la Neustiftgasse, en los números 32-34. En la Heumühlgasse ya no cabían sus cien trabajadores. Al principio, el dúo formado por Hoffmann y Moser se complementaba tan bien que era difícil diferenciar sus diseños. Los dos artistas trabajaban a partir de una geometría de líneas puras, creaban objetos de indudable

personalidad que destacaban por s u utilidad, su belleza y su dinamismo. Buscaban una estética simple y funcional, pero siempre añadían algún motivo que aportara un toque propio. Trabajaban con formas rectas y decoraciones en serie que aplicaban tanto a los objetos de uso cotidiano como a los elementos ornamentales. Moser, que seguía acaparando encargos de las mejores familias de Viena, reflexionaba: —Es mejor trabajar diez días en una pieza que fabricar diez piezas en un día. Los talleres funcionaban casi como una cooperativa que daba la misma importancia al diseño que a la fabricación. Aunque los

artesanos de siempre los acusaban de no hacer obras originales, lo cierto era que cada pieza atravesaba un exhaustivo control de calidad que garantizaba que pudiera llevar el sello Wiener Werkstätte. Hoffmann y Moser crearon un registro con todos sus monogramas e imprimieron tres marcas: la de los talleres, la del diseñador y la del artífice. Muchas de sus creaciones se fabricaron en la Neustiftgasse, pero, gracias al sentido de los negocios de Wärndorfer, al poco tiempo firmaron contratos con algunas de las más prestigiosas manufacturas de Austria. A través de

exposiciones e intercambios, y con el apoyo de la prensa, se hicieron pronto con una excelente reputación. Los clientes eran sobre todo artistas de mente abierta, burgueses, judíos adinerados y personas de las clases más altas de todos los puntos de Europa. El primer encargo importante lo recibieron gracias a Berta Zuckerkandl. Se trataba de un balneario con jardines que su cuñado, Victor, un industrial de Silesia, quería edificar en las afueras de Viena. Sería una casa de reposo con todo tipo de tratamientos para pacientes ricos que buscaban un ambiente de lujo y tranquilidad. El contrato con el

Sanatorium Purkersdorf incluía, por supuesto, el diseño de los interiores. Precisamente en esos años, el purismo de Hoffmann estaba alcanzando su apogeo y su sentido del ahorro decorativo empezaba a generarle problemas. Los clientes querían imponerle su gusto por los roleos de acantos dorados, los terciopelos rojos y el mobiliario historicista. Pero la sensibilidad artística de Hoffmann no podía quedar impasible. En el sanatorio Purkersdorf, libre de obligaciones, pudo, mucho antes de la Exposition Internationale des Arts Décoratifs et Industriels Modernes de París,

mostrar al mundo los primeros pasos del art decó. Hoffmann quiso utilizar las más modernas técnicas y los últimos materiales disponibles, incluso si no se habían probado antes, pero finalmente optó por lo seguro, por el hormigón reforzado. Para conseguir un entorno limpio e higiénico, jugó con los volúmenes simples y los techos planos, y construyó una fachada a partir de formas geométricas básicas, cúbicas o prismáticas, sin apenas decoración, excepto en los balcones, donde aparecían pequeñas cenefas ajedrezadas en blanco y negro, su combinación favorita. Una vez dentro, el

visitante quedaba deslumbrado por el resplandeciente equilibrio de paredes blancas con ordenadas filas de lámparas de metal dorado cuyas pantallas semiesféricas refulgían en el techo como estrellas a pleno día. Cada elemento estaba diseñado a partir de líneas puras y el resultado era sorprendentemente moderno, aunque la elección de los materiales y la forma de trabajarlos produjeran una sensación de lujo a la antigua y c l á s i c o bienestar. Muchos secesionistas colaboraron en los interiores. Klimt hizo uno de sus mosaicos en el friso del comedor,

con panes de oro, coral, esmaltes y piedras semipreciosas sobre un fondo de mármol.

En octubre de 1903, los miembros fundadores de la Secesión vieron, con tristeza y resignación, como Ver Sacrum dejaba de existir. Las presiones políticas habían terminado por vencer, pero sus miembros tenían cada vez más trabajo y no les importó demasiado que Kraus acaparara todas las suscripciones e n Die Fackel. Además, ya había artistas de vanguardia y escuelas de artes y oficios en la mayoría de

las ciudades de Austria y Prusia. Los Mahler tampoco tuvieron tiempo de entristecerse por el cierre de la revista. Viajaban con frecuencia y pasaban mucho tiempo fuera de Viena. Desde que l o había hecho en Krefeld, el m ú s i c o incluía una de sus composiciones en todos los conciertos, de modo que los ingresos por derechos y ediciones aumentaban. Tenía padrinos en Inglaterra e Italia. Lo invitaban habitualmente a Amsterdam. En España, su foto aparecía en las postales. La reputación de la Hofoper se extendía como referente musical mundial y empezaban a llegar ofertas de

América. Pero en Viena le recriminaban que desapareciera durante semanas para mantener su agenda repleta. Él alegaba que debía permanecer en las alturas y que no podía permitir que lo hicieran descender. Pero cuanto más subía, mayor era su aislamiento. O como unas décadas después diría alguien en el cine: «Los cuervos van en bandada, el águila vuela sola».

04

En abril de 1904, dos viejos amigos de Alma, Arnold Schönberg y Alexander von Zemlinsky, antes alumno y maestro y ahora convertidos en cuñados, acudieron a Mahler para solicitar su apoyo en la formación de una nueva sociedad de compositores, la Vereinigung Schaffender Tonkünstler Wiens, (Asociación Privada de Seguidores de los Empeños Artísticos de Viena) que quería acostumbrar el oído del público vienés a los sonidos de una nueva música. Alma apenas los

había visto desde su boda con Mahler, pero el director los recordaba bien. Se había fijado en Schönberg cuando se presentó de repente en uno de los ensayos de La noche transfigurada unos cuantos años atrás, de modo que los dejó hablar. —Nuestra música pretende ser nueva, romper con las reglas. Somos la progresión natural de la música mahleriana —dijo Schönberg. —¿Y qué clase de música es esa? —inquirió Mahler con cierta sospecha—. ¿Sinfonías compuestas con una sola nota? Si es así, yo no la entiendo. —Yo tampoco comprendo

cómo puede usted componer una Cuarta sinfonía si fracasó con la primera. —Usted es más joven. Debe tener razón. Al principio, Mahler adoptó una actitud recelosa y casi violenta, y el desparpajo de Schönberg estuvo a punto de hacer que perdiera los nervios. Schönberg y los suyos tenían la intención de empezar a descomponer la música. Aquello podía estar bien para la pintura o incluso para la literatura, pero su amado oficio era una disciplina muy seria, casi mística, que no podía prestarse a la

experimentación. ¿Querían prescindir de las claves, de las armaduras, de los tonos, y escribir obras basándose en series de notas? ¡Ni hablar! Estaban locos, habían bebido demasiado. Pero, de algún modo, Schönberg consiguió llegar al corazón del director y los dos compositores judíos terminaron por caerse bien. Algo en la osadía del primero estimuló la integridad del segundo. Schönberg tenía que luchar, a veces literalmente a brazo partido, para defender su música y Mahler, a quien nunca le costaba ponerse e n contra, sintió que debía estar de su parte. Se acordó de sus propias

experiencias en los teatros, donde tantas veces había sido abucheado, pitado y pateado, y aceptó el cargo, prometiendo acudir todo lo que pudiera a los estrenos y conciertos. Alma, Mahler y Moll fueron a la sala Bösendorf para el estreno del primer Cuarteto de cuerda de Schönberg. El público tomó la obra como una broma y uno de los asistentes más exaltados empezó a pedir a los músicos para que pararan. El griterío y el escándalo aumentaron. Cada vez que Schönberg salía a saludar con la ingenua esperanza de recoger alguna manifestación aislada de

apoyo, un hombre de pie en la primera fila lo abucheaba con rabia. Mahler se levantó de un salto y avanzó hacia él. —Quiero verle la cara a ese tipo, al que abuchea —dijo con aspereza. El hombre lo miró fijamente y alzó un brazo amenazador. Moll se abrió paso entre la multitud, cogió al hombre por el cuello, lo intimidó y lo sacó a empujones de la sala mientras el increpante no paraba de gritar. —¡No se pongan tan nerviosos! ¡También abucheo a Mahler! —¡Lo suponía! —respondió el director, ya desde su asiento.

La nueva asociación musical se consolidó poco después con la salida de Zemlinsky y la incorporación de dos músicos jóvenes, Alban Berg y Anton Webern. A partir de entonces aquel grupo pasaría a la historia bajo el nombre de la Segunda Escuela de Viena.

El 15 de junio de 1904, un hermoso día de primavera, a las cinco de la mañana, Alma sintió los primeros dolores de parto de su segunda hija. Mahler puso en pie de guerra a toda la casa y envió a los criados en busca del médico.

Para calmarle el dolor, instaló a Alma en el estudio, ante su mesa de trabajo, y se dedicó a pasear por la habitación mientras leía en voz alta, «para distraerla», a Immanuel Kant. Siete horas más tarde, a las doce del mediodía, cuando el aire estaba tranquilo y los pájaros cantaban, antes de que llegaran el médico o la partera, vino al mundo una independiente niña a la que bautizaron Anna Justine, por su abuela materna y por su tía paterna. Aquel bebé nacido entre el análisis de la razón y de la crítica tenía una cara redonda en la que destacaban unos enormes y clarísimos ojos

que contemplaban el mundo con asombr o. Colocar on a la niña sobre una camilla y a los pocos s egundos r o m p i ó a llorar con suavidad. Desde aquel mismo instante, la llamaron Gucki. En cuanto Alma se recuperó, la familia completa se trasladó a la espléndida soledad de Maiernigg para que Mahler empezara a trabajar en un nuevo grupo de canciones basadas en unos poemas de Friedrich Rückert llamados A la muerte de los niños. Alma estaba horrorizada. —Podría entender que pusieras música a esas palabras tan tristes si no tuvieras hijos o los hubieras perdido. Pero no

comprendo el lamento por la muerte de unos niños apenas una hora después de haber besado y acariciado a las tuyas, de lo más sanas y alegres. ¡No tientes a la Providencia! Mahler sí lo comprendía. Él era el segundo de catorce hermanos de los que solo sobrevivían cuatro. Había pasado su infancia viendo como la dama de la guadaña visitaba su casa en triste sucesión. La infancia y la muerte estaban unidas en su música desde la Primera sinfonía, en la que una marcha fúnebre sirve de fondo a una canción infantil. Por si esto fuera poco, había decidido

poner a su Sexta sinfonía el subtítulo de Trágica. En ella pensaba revelarse como un héroe invisible que avanzaba entre el caos con determinación y firmeza mientras, semioculta en la música, resonaba la voz de Alma, el tema de Alma. La presencia de su mujer en la obra era tan grande que parecía formar parte de la misma música. Mahler decía que la pieza iba naciendo por y para ella. Escondida tras una concepción de lo más clásica, de aquellos compases brotaban imponentes destellos de modernidad. Alma se emocionaba al escucharla y notaba cómo las lágrimas acudían a sus

ojos, pero dentro de su corazón seguía sin sentirse realizada. Todo en ella pertenecía a Mahler, todo fuera de él estaba muerto. Y no se lo podía decir. A veces tenía la impresión de que le habían cortado las alas. Se preguntaba por qué él había atado a su lado a un pájaro colorido y alegre si uno triste y gris le hubiera convenido más. Sentía la música en su interior con tanta intensidad que la escuchaba entre las palabras y no la dejaba descansar de noche. Pero Mahler tenía su propia vida y ella estaba obligada a vivirla con él.

De regreso en Viena, Mahler y Roller empezaron a trabajar en una nueva producción de Fidelio, de Beethoven. Era tan complicada que Mahler decidió introducir la ober t ur a Leonora III antes del último cuadro para ganar tiempo en el cambio de escena. El día del estreno, la música comenzó a sonar poco a poco, mostrando el camino desde una prisión sombría, a través de la las tinieblas, hacia un punto en la oscuridad. En el primer fortíssimo surgió de repente, tras un telón, la silueta de la prisión completamente iluminada. Los p r e s o s salieron desde abajo, en grupos de dos o

tres, tambaleándose ante la luz, perdida la costumbre de andar, deslumbrados por los rayos de sol, borrachos de aire puro. El efecto dramático fue indescriptible.

En 1904 murió Theodor Herzl, vilipendiado y ridiculizado por Kraus y por muchos otros. Sufrió una anemia cerebral en el balneario de Edlach, cerca de Viena, con apenas cuarenta y cuatro años, y tras haber dedicado los últimos nueve a su causa: crear un territorio judío en EI Arish, cerca d e l monte Sinaí. Aunque ya en 1749 un médico y teólogo llamado

Davis Hartley había aconsejado a los judíos que comprasen tierras en su primitiva patria, pensando siempre en el regreso a Sión, el impulso de Herzl fue el punto de partida para la creación de un movimiento sionista organizado. Se fundaron, entre otros, el Judischer National Fond, con sede en Colonia, para adquirir terrenos en Palestina, y el Jewish Colonial Trust, en Londres, para facilitar las operaciones financieras que lo hicieran posible. El Fond distribuyó entre los judíos un millón de huchas de hojalata, de color azul, que fueron colocadas en muchos hogares y despachos. La colecta dio resultados inmediatos; antes

de que terminara 1903 ya tenían las primeras cincuenta hectáreas en Hadera. Pero hubo algo que Herzl no tuvo en cuenta: la población nómada, de raza árabe; los miles de descendientes de Agar, la esclava de Abraham, el Patriarca, que moraban en la tierra que ellos habían comprado tan alegremente. Esto se convertiría, a la larga, en un conflicto de intereses tan grave que algunos judíos se preguntan aún hoy si el Estado de Israel no fue un sueño, un ir en contra del propio destino de su pueblo, una oposición a la palabra de Dios, que los había condenado a vagar por la Tierra

para siempre. Tel Aviv, la moderna capital de Israel, toma su nombre de la novela Altneuland, «vieja nueva patria», traducida al yiddish, de Theodor Herzl. Antes de morir, el mismo Herzl diría: «Si ustedes no lo quieren, todo lo que dije será una leyenda. Y quedará como leyenda».

05

A pesar de los éxitos conseguidos por el binomio Mahler-Roller en la Ópera de Viena —en los tres años siguientes pondrían en escena tres óperas más, todas de Mozart—, la situación del director al frente de la Hofoper empezó a hacer agua. La política vienesa se enturbiaba progresivamente y la convivencia con los judíos, que había sido pacífica durante siglos, comenzó a deteriorarse para evolucionar en una clara y directa confrontación. En 1905, en Tsarskoe Selo, un lugar de veraneo cerca de San

Petersburgo, en la todavía Rusia imperial del zar Nicolás II, un texto llamado Los protocolos de los sabios de Sión vio la luz por primera vez. Apareció como un simple apéndice a la segunda edición de un libro titulado Velikoe v Malom (Lo grande en lo pequeño), cuyo autor, Sergei Alexandrovich Nilus, había sido sucesivamente abogado, juez y monje griego-ortodoxo. Como era habitual en la época, el texto llevaba también otro título, en este caso bastante tremebundo: Y el Anticristo como una posibilidad política cercana. Los rumores decían que Los protocolos eran el resumen del

Primer Congreso Sionista, aquel que Herzl había convocado en Basilea ocho años atrás, porque, según aseguraban, los judíos conspiraban en toda Europa para hacerse con el poder absoluto, no solo con Palestina. Aunque muchos se reían de la idea, argumentando que era imposible que los judíos fueran capaces de ponerse de acuerdo en algo, Los protocolos reflejaban, con todo l u j o de detalles, las actas de una hipotética reunión secreta donde se analizaban los medios que serían necesarios para dominar el mundo. En este contexto, el origen de Mahler y de muchos de los

secesionistas se convirtió en un arma arrojadiza. Aunque Kraus también era judío, eso no le impedía hacer del director de la Hofoper el blanco de sus iras. Y sus dardos, en principio tan poco molestos como los picotazos de un insecto, se estaban convirtiendo en cañonazos mortales.

Alma se encontraba hundida en la soledad y el desconcierto, sobre todo durante las vacaciones. Aquel frasco de potencia condensada estaba recluido en un enorme y oscuro caserón; se le había

impuesto silencio y pasaba sola largas horas mientras Mahler se dedicaba a su música y a Dios. El entusiasmo y la admiración que sentía por su marido en los primeros tiempos se estaban convirtiendo ahora en un grito de frustración. Quería volver a tomar lecciones de piano, ya que no podía componer. Quería vivir una vida intelectual íntima como hacía antes. Pensaba que era una desgracia no tener amigos. Él no quería ver a nadie y no permitía visitas en su ausencia. Volvió a leer su diario. ¡Cuántas cosas ocurrían antes en su vida! ¡Si pudiera ver a Zemlinsky! También Schönberg le interesaba como músico... A veces

llegaba Bruno Walter y Mahler tocaba para él su Quinta sinfonía, permitiéndole entrar en su alma. Hasta entonces, solo ella y Mahler la habían disfrutado. Ahora pertenecía a los hombres.

En 1905, la Secesión se rompió definitivamente. Poco a poco el interés de sus miembros había ido evolucionando en dos sentidos opuestos: los que se dedicaban a las artes decorativas —Klimt, Hoffmann, Moser, Moll, Otto Wagner…— y los pintores puros, liderados por Josef Engelhardt. La gota que colmó el vaso fue la

controversia

sobre

la

galería

Miethke, en la Dorotheergasse, en la que Moll trabajaba como asesor artístico. Engelhardt consideraba que el puesto era incompatible con el de presidente de la Secesión, ya que podía favorecer las ventas de determinados artistas dejando de lado a los demás. Hubo una fuerte discusión y veinticuatro de los secesionistas fundadores pusieron su renuncia sobre la mesa. A partir de entonces serían conocidos como El Grupo de Klimt. Continuaron trabajando igual que antes, pero tuvieron que renunciar a uno de sus logros más queridos: el templo de la Secesión, el edificio

de Olbrich. Podían pasar sin él. A Alma, la crisis no le pilló por sorpresa. Hacía tiempo que vivía las discusiones entre los artistas e intuía que el grupo terminaría por disolverse tarde o temprano. A pesar de que continuaba ligada a ellos y de que Klimt, Moser, Moll y Roller visitaban frecuentemente su hogar, ella se encontraba cada vez más inmersa en su adorada música. Había introducido a Mahler en la sensibilidad plástica, pero los continuos viajes y la vida de su marido centraban su existencia. Aquel año, los Mahler fueron con Richard Strauss y su mujer, Pauline, al Festival de Estrasburgo, donde se reunieron con Paul y

Sophie desde

Clemenceau, llegados París; el político y

matemático Paul Painlevé — amante de Sophie—, y dos generales franceses, Lallemand y Picquart. Picquart, héroe desde su defensa de Dreyfus, era un melómano furibundo que, mientras estaba en la cárcel, había jurado hacer una peregrinación a todas las residencias de Beethoven y ver un Tristán dirigido por Mahler. Era encantador, hablaba alemán, tenía profundos conocimientos artísticos y, como Mahler, era aficionado a las excursiones. Entre ambos surgió una inmediata corriente de profunda simpatía que se

prolongaría hasta la muerte del músico. Mahler dirigió una Novena sinfonía de Beethoven que hizo delirar al público. Alma la calificó c o m o «la más hermosa interpretación que he oído en toda mi vida». Docenas de admiradores se apretujaron en el camerino y estuvieron a punto de aplastar al director. Picquart y Clemenceau lo metieron a empujones en un coche que rodó por las calles de la ciudad hasta una pequeña taberna, donde pudieron celebrar ruidosamente el éxito. Un año más tarde, en Viena, Picquart estaba sentado en su butaca de la Hofoper junto a los

Zuckerkandl, asistiendo por fin al ansiado Tristán, cuando llegó un telegrama para Berta. Picquart lo leyó, maldijo en arameo, se arrebujó en su asiento y tras escuchar el primer acto de la ópera corrió a toda prisa a la Estación del Oeste para subir al tren que lo llevaría de regreso a París. El texto estaba firmado por Georges Clemenceau, ahora convertido en pr imer ministro de Francia, y decía: «Te ruego que informes a Picquart de que regrese inmediatamente. Acabo de nombrarlo ministro de la Guerra». Algo olía a podrido en Europa.

06

En Weimar, Van de Velde estaba deseoso de alcanzar grandes logros. Trabajaba en un moderno edificio proyectado por él mismo, de aspecto sobrio y líneas rectas, con enormes ventanales que abrían el techo rompiendo la uniformidad del negro y dejando entrar la luz. Quería promover las pequeñas industrias locales, por lo general artesanas, y mejorar el diseño de sus productos. Puso manos a la obra y organizó una serie de cursillos de artes y oficios dirigidos a los pequeños

fabricantes. Al principio no tuvo mucho éxito. Los artífices y artesanos preferían no invertir tiempo o esfuerzos en hacer mejoras y veían a Van de Velde como a un competidor extranjero con el que era mejor no compartir la información. El belga no se dio por vencido. Atrajo a los seminarios y conferencias a graduados jóvenes y bien preparados, y puso en marcha en la Escuela de Artes y Oficios del Gran Ducado de S a j o n i a , (GrossherzoglichSächsische Kunstgewerbeschule) con una metodología que combinaba la preparación práctica en los talleres, supervisada

personalmente por él, con un programa formativo de cuatro años.

Mientras gran parte de Europa empezaba a entregarse al antisemitismo, los trabajadores alemanes vivían en un ambiente agitado, casi prerrevolucionario, vigilando con ojo de lince los acontecimientos que ocurrían en la vecina Rusia. Dos terceras partes del proletariado alemán se concentraban en las ciudades, m i e n t r a s q u e las grandes explotaciones agrícolas del centro y del sur del país mantenían una

población flotante de más de tres millones de personas. En ninguna otra zona de Europa el proletariado estaba consiguiendo desarrollar un movimiento tan organizado y cohesionado como en las zonas de habla alemana. Solo en Prusia los sindicatos contaban con más de dos millones de afiliados y sus arcas ingresaban más de ochenta y ocho millones de marcos de oro al año. Pero la industria minera y química, los instrumentos eléctricos y las compañías marítimas se mantenían en manos de los monopolios y la gran banca dominaba el capital. Esta

concentración de la economía estaba influyendo decisivamente en el despertar de la conciencia revolucionaria. El SPD, el principal par t ido socialdemócrata, surgido en 1875 de la fusión del Partido Obrero Socialdemócrata — marxista— y la Asociación General de los Trabajadores Alemanes, empezaba a tener un importante peso político. Durante décadas, los partidos obreros se habían centrado en obtener mejoras sustanciales para la población, pero ahora c o m e nz a b a n a consolidar una posición política aprovechando un periodo de relativa calma. Esto estaba concitando las sospechas de los

antisemitas, porque pensaban que si el propio Marx era judío, si una revolucionaria polaca llamada Rosa Luxemburgo, que por aquellos días arengaba a las masas en Stuttgart y que leía con devoción cada número de Die Fackel, era judía, y si un pordiosero ucraniano, amigo de Lenin, que se hacía llamar León Trotsky era también judío…, entonces el comunismo solo podía ser cosa de judíos. Era, sin duda, parte de aquel contubernio desvelado en L o s protocolos de Sión.

Mahler

tenía

cada

vez

más

problemas en la Ópera. Mientras estaba fuera, Roller había empezado a ensayar una nueva producción de L o h e n g r i n , de Wagner, con un vestuario tan elaborado que los cantantes más gordos se negaron a ponérselo. El escenógrafo decidió excluirlos de la función, pero ellos elevaron una protesta al príncipe Montenuovo, iniciaron una huelga y no volvieron al trabajo hasta el regreso del director. Por su parte, Alma aprendía a desarrollar los sentidos y a entender la diferencia entre los pocos genios, grandes y genuinos, y los simples virtuosos. Ella y

Mahler vivían vidas independientes, pero comenzaban a estar anímicamente muy unidos. Aquel año, él se mantenía muy ocupado preparando el estreno de su Sexta sinfonía en Essen. La había compuesto a borbotones, y no tenía claro cuál debía ser el orden de los movimientos centrales. ¿A ndante- scher zo? O mejor, ¿scherzo-andante? La ensayó de las dos maneras y llegó a la conclusión de que obtenía mejores resultados haciendo primero el andante. Era lo más clásico y lo más ortodoxo. Además, resultaba una paradoja que la Sinfonía trágica, la tragedia de Alma, terminara con un scherzo, con una

broma.

Klimt y Moser fueron a Bruselas a trabajar con Hoffmann en el palacio Stoclet. El industrial belga Adolphe Stoclet, que vivía en Viena desde hacía un par de años con su esposa, Suzanne Stevens, estaba tan contento con la producción de l o s Wiener Werksttäte que les había encargado la decoración integral de su villa de Bruselas. Los talleres acababan de abrir su primera tienda en el Graben vienés y contaban ahora con un obrador autónomo de pintura, así que podían prescindir

momentáneamente de dos de sus principales artistas. Los tres grandes artistas pusieron manos a la obra en el nuevo proyecto, conscientes de que sería largo y de que costaría una fortuna tan grande que Stoclet nunca se atrevería a confesar lo que se había gastado. En el comedor habría espacio para veintidós comensales y se podrían admirar los frisos de Klimt, con conchas, panes de oro, vidrios coloreados y todo tipo de materiales que mostrarían elementos abstractos, estilizados y figurativos. El motivo central sería el árbol de la vida, un símbolo en el

que se reúnen todos los temas de verdadera importancia: la mujer, el amor, la vida, la trascendencia y el ciclo vital. Todavía está.

Aquel año visitó Viena un muchacho adolescente sin apenas estudios, que se entusiasmó con el esplendor de los edificios, las galerías de arte y la Hofoper. A su regreso a Linz, su ciudad natal, decidió que volvería a la capital austriaca para intentar pasar el examen de ingreso en la Academia de Bellas Artes, que finalmente no logró superar. Empezó entonces a vagar por los cafés de la capital vendiendo postales mientras

devoraba, hasta casi aprenderse de memoria, los famosos Protocolos. Pasaba el tiempo libre despotricando contra los judíos y apoyando las tesis del alcalde Karl Lueger. Era un admirador de Mahler, un joven oscuro, circunspecto y taciturno, un melómano furibundo de carácter explosivo llamado Adolf Hitler.

07

—Vengo a recomendar la presencia de la soprano Ellen Forster Brandt para el papel protagonista de la próxima ópera. —Montenuovo confiaba en que aquella orden fuera suficiente para imponer su autoridad. —¿Forster Brandt? Ya no tiene voz. La ha echado a perder —respondió Mahler. —El emperador en persona estaría muy interesado en que cantara ese papel. —Me niego a incluir ese nombre en un programa de la

Hofoper. —El emperador estaría dispuesto a cubrir personalmente los honorarios de Frau Forster Brandt. —Si el emperador tiene tanto interés en que su amiga cante, yo incluiré en el programa las palabras «por orden superior de su majestad». Es todo lo que puedo hacer. El príncipe palideció. ¿Cómo iba a hacer público que Francisco José tenía un, digamos, «interés especial» en aquella cantante? Cedió. Pero la corte no olvidaría el nuevo desafío de Mahler. La opinión pública también estaba cada vez más furiosa con

los desplantes del director. Le reprochaban sus repetidas ausencias, que incluyera obras propias en los programas y su durísimo trato con el personal. Los músicos se quejaban sin parar. «Podríamos soportarlo de uno de los nuestros, pero nunca de un judío como él. Es humillante.» Kraus inició una campaña tachando a Mahler de «artista presuntuoso y de naturaleza enfermiza» y lo convirtió definitivamente en el blanco de sus iras. Y pronto Mahler tuvo que hacer frente a la evidencia: Herr Direktor ya no estaba de moda. Se encontraba en el centro de una

campaña de descrédito que le llegaba desde tres frentes: la corte, la prensa y los antisemitas. Y las tirantes relaciones entre Mahler y Montenuovo —que equivalía a decir el propio emperador— estaban minando poco a poco su poder. Solo faltaba un detonante que hiciera estallar la situación.

Aquel año, Mahler comprendió que la enfermedad se extendía por su cuerpo. Llevaba tiempo con brotes de hemorroides y faringitis, pero el ejemplo de superación de Beethoven le había ayudado a combatirlos y a olvidarlos a fuerza

de trabajo, paseos y disciplina. No tenía tiempo para debilidades. Para él, la enfermedad era falta de talento; pero veía como su salud se resquebrajaba y la posibilidad de una crisis final empezó a preocuparle en serio. A principios de año sintió presiones en el pecho y determinados signos de arritmia que desde un principio asoció con una posible lesión del corazón. Consultó a su médico, el doctor Blumenthal, que no dio importancia a asunto, y no volvió a ocuparse de ello. Los acontecimientos dentro del teatro tampoco sirvieron para mejorar su salud. La crisis definitiva en la Hofoper estalló

poco antes de Semana Santa, durante el montaje de La muette de Portici, de Daniel François Esprit Auber. Roller había a c a p a r a d o el ballet, y el coreógrafo oficial, Hassreiter, que se había quedado sin bailarines, elevó una protesta a Montenuovo. Mahler tomó partido por Roller y Montenuovo no dejó pasar el incidente. Además, alguien colgó e n la tablilla del teatro el anuncio de que el músico volvía a ausentarse de Viena por Pentecostés para dirigir unos conciertos en Roma y, a su regreso, un Mahler harto puso su puesto a disposición del príncipe.

Montenuovo, que no tenía todavía un sustituto de nivel, le pidió que esperara un poco. Mahler aprovechó el ínterin para comenzar a mover las piezas necesarias que le asegurarían un trabajo igual o mejor que el de la Hofoper. Viajó a Berlín para encontrarse con Heinrich Conried, director del Metropolitan de Nueva York, y empezó a negociar. Conried trató de tentarlo con un cont r at o d e cuatro años, pero Mahler no podía comprometerse por un período tan largo en un lugar tan lejano ni se atrevía a hacerlo. Cerraron un trato por cuatro meses, renovable, durante los cuales se haría cargo de la

temporada de ópera alemana y percibiría un fenomenal salario de veinte mil dólares al año —ciento veinticinco mil coronas— que en 1910 llegaría a los treinta mil dólares —ciento sesenta y cinco mil coronas—. La suma más alta jamás pagada hasta entonces a un director de orquesta. Aceptó permanecer en la Hofoper hasta diciembre. A cambio, consiguió una importante compensación económica: un finiquito de veinte mil coronas y una dispensa especial del canciller para que Alma tuviera derecho a una pensión de viudedad en caso de que él muriera.

Con el anuncio hecho pero sin sucesor, en verano de 1907 la familia se trasladó a Maiernigg, donde Mahler intentaría olvidar las tensiones y dedicarse a componer. Pero a los tres días la mayor de las niñas, Marie, presentó unos síntomas alarmantes: tenía escarlatina y se complicó con difteria. Desde el primer momento pareció no haber esperanza. Pasaron dos semanas de angustiosa espera, a las que siguió una larga agonía ante el peligro de muerte inminente por asfixia. El tiempo era aterrador, el cielo se veía rojizo y los truenos no cesaban.

Mahler adoraba a Marie y pasó los días encerrado en su habitación, despidiéndose de la niña desde lo más profundo de su alma. La última noche, cuando el médico decidió practicar una traqueotomía, Alma ordenó a su criado que permaneciera ante la puerta de Mahler por si el ruido le molestaba. Él durmió toda la noche. Al día siguiente, Alma y la nodriza prepararon la mesa de operaciones y colocaron a la enferma sobre el tablero. Alma no lo pudo soportar más. Corrió a la orilla del lago y gritó. Gritó con todas sus fuerzas, a la naturaleza y a Dios, hasta que el médico, al

verla histérica, prohibió que entrara en el cuarto. A las cinco de la mañana la nodriza informó de que no había nada que hacer. Entonces pasó a verla. Estaba acostada, ahogándose, con sus ojos grandes completamente abiertos. Su agonía duró otro día entero. L a Sinfonía trágica y las Canciones a la muerte de los niños se convirtieron en una horrible realidad. La muerte de Marie sembró la desolación en la oscuridad de aquellas paredes. Mahler se debatía entre el remordimiento y el dolor. El silencio llenaba todas las habitaciones y sumía a los padres

en infinitos reproches. Mahler iba una y otra vez a la puerta del dormitorio de su hija entre lágrimas y sollozos, y se alejaba hasta quedar fuera del alcance de cualquier sonido. Era más de lo que podía soportar. Telegrafiaron a Anna Moll, que llegó en cuanto pudo. Los tres durmieron la primera noche en la habitación de Mahler; no podían estar separados ni un minuto y les angustiaba lo que podría suceder si uno de ellos abandonaba el cuarto. Eran como pájaros asustados en medio de una tormenta, aterrados por una amenaza que sentían en el aire. Al día siguiente, Mahler rogó

a las mujeres que se acercaran a la orilla del lago y Anna Moll sufrió un ataque cardiaco. Todos se sentían tan desvalidos y derrotados que casi consideraban un alivio desmayarse. Él bajó desde la casa por el sendero con el rostro descompuesto. En el camino de arriba, unos desconocidos colocaron el pequeño ataúd en el coche fúnebre. Alma no pudo más y tuvo un colapso. Llamaron a Blumenthal, el médico de cabecera, que recomendó reposo absoluto. Mahler, quizá sospechando que su esposa y su suegra no eran las únicas que necesitaban atención médica,

quiso indagar sobre su propia salud. —Venga, doctor, ¿no se anima a examinarme a mí también? Se tumbó en el sofá. Blumenthal lo auscultó de rodillas, mirándolo con gesto preocupado, y, con semblante serio, se puso en pie. Con el tono benigno que adoptan los médicos cuando diagnostican una enfermedad fatal, sentenció: —Bien. No tiene muchos motivos para enorgullecerse de un corazón como el suyo. Él miró a Alma aterrado. Coincidieron en que era necesario un segundo diagnóstico y

decidieron concertar una cita con Kovacks, un eminente cardiólogo que pasaba consulta en Viena. Alma se ocupó de vender la casa de Maiernigg, donde los tristes recuerdos se amontonaban frente a ellos haciéndoles sentir culpables. Cerca de Toblach, hoy Dobbiaco, Alma encontró una vivienda de once habitaciones, dos galerías y dos cuartos de baño con una hermosa vista. Allí, lejos de Maiernigg, de Viena y del recuerdo de la niña muerta, los Mahler se instalarían durante los tres veranos siguientes. Y allí, él escribiría La canción de la Tierra, la Novena sinfonía y el adagio de la Décima sinfonía, la sinfonía que

no podría terminar jamás. Mahler escribió a Alma dando noticias. Tenía un ligero defecto de válvulas que estaba enteramente compensado y por el momento parecía no tener nada que temer. Podía continuar con su trabajo mientras viviera evitando el exceso de fatiga. En esencia, Kovacks había venido a decir lo mismo que Blumenthal, pero de manera mucho más tranquilizadora. Aun así, el diagnóstico marcó para Mahler el principio del fin. Las palpitaciones que estaba experimentando eran síntoma de una infección que estaba asentándose en las paredes de su

corazón y que degeneraba hacia una endocarditis lenta o viral, una patología que arranca de una infección desarrollada en algún lugar del organismo y que evoluciona a través de un proceso cardiaco. En el caso de Mahler, sus recurrentes afecciones de faringitis y hemorroides señalaban un foco latente que llevaba aquejando al músico desde hacía muchos años. El proceso no era corto. En cuestión de años, la debilidad y las fiebres aumentarían y la infección se extendería por el cuerpo hasta transformarse en una septicemia mortal. El músico se vio obligado a modificar diametralmente sus

hábitos. Nada de deporte ni de largos paseos; debía reducir las tensiones, realizar los mínimos esfuerzos, llevar siempre consigo un podómetro para calcular sus pasos y tener cuidado en el podio. Él, a quien la prensa llamaba El Pulpo. Él, que señalaba con firmeza y rapidez cada entrada y cada silencio. Él, que dirigía programas de más de siete horas y no perdía detalle de la escena o de la orquesta. Él, el más dinámico director de todos los tiempos, estaba limitado a frenar su expresividad. Y no sabía quedarse quieto, no era capaz de reprimir sus fuerzas.

La

conciencia

de

la

enfermedad fue algo traumático. Sus actividades favoritas, los encuentros con la naturaleza que tanto habían dado a su música, el ejercicio y la vida al aire libre quedaron prohibidos. A partir de entonces, cada uno de sus pasos estaría sometido a la observación y al análisis. Debía enfrentarse al futuro con un espíritu muy distinto al ánimo nietzscheano que había adoptado hasta entonces, el de superación que daba prioridad al arte frente a la enfermedad. Porque aquel sufrimiento no le fortalecía en absoluto. Le estaba matando.

A finales de agosto, el ario Felix von Weingartner escribió diciendo que l o habían nombrado su sucesor y que Mahler podía dar por concluidos sus servicios frente a la Hofoper a partir de enero. Muy pronto se podría dar la noticia en Viena. Alma y Mahler empezaron a preparar el viaje a Nueva York. Roller organizó un concierto de despedida en la Musikverein y pidió al director que dirigiera su propia s inf o ní a Resurrecci ón ante su público más fiel. Mahler aceptó. Las ovaciones fueron interminables y tuvo que salir treinta veces a saludar. Al día siguiente, colgó en una nota de despedida en la

Hofoper: […] Dejo atrás algo incompleto, un fragmento de lo que el destino parecía haberme reservado. Por el momento, solo puedo decir que he hecho todo lo que he podido y he dejado alto el listón. Aceptad mis sinceros buenos deseos para vuestras carreras y la del teatro de la Ópera, cuya suerte seguiré siempre con el más vivo interés.

La nota fue arrancada y hecha trizas. A principios de diciembre, por algunos círculos de

Viena, pasó de mano en mano una circular: Los admiradores de Gustav Mahler se reunirán para despedirlo el lunes 9 de diciembre a las 8.30 a. m. en el andén de la Westbahnhof y lo invitan a asistir e informar a otros amigos interesados. Como esta reunión está pensada para sorprender a Mahler, no debe enterarse nadie que tenga vinculación con la prensa.

Aquel día, Alma y Mahler se encaminaron a tomar el tren a París, desde donde viajarían a

Cherburgo para subir al trasatlántico que les llevaría directamente al Nuevo Mundo. Gucki permanecería en la Hohe Warte por el momento. En la estación encontraron cerca de doscientas personas: Klimt, Moser, Moll, Schönberg, Berg, Webern, Walter, Roller, Zemlinsky y muchos más. Mahler se emocionó. Apretó efusivamente cada una de aquellas amistosas manos y sintió que la partida era menos amarga. Colocaron el equipaje en el vagón y los dos subieron al tren. La locomotora se alejó. La estación quedó en un triste silencio. «Se acabó», sentenció Klimt. La Secesión vienesa regresó

a la ciudad, silenciosa, cabizbaja y meditabunda. La marcha de los Mahler a América puso fin a la época más creativa de la historia de Viena. El templo de Olbrich quedó en manos de la carcunda y ninguna de las exposiciones subsiguientes consiguió igualar los logros conseguidos años atrás. Ni siquiera la presentación de las polémicas obras que Klimt había pintado para la universidad en la galería Miethke pudo compensar el hecho de que las puertas de la sala de exposiciones de la Secesión permanecieran cerradas para sus miembros más relevantes.

El Grupo de Klimt consiguió que el Ayuntamiento de Viena les cediera unos terrenos en la Lothringerstrasse y Hoffmann proyectó un edificio prefabricado, l a Kunstschau, con cincuenta y cuatro salas, terrazas, jardines, un café y un teatro al aire libre. Kolo Moser abandonó los Talleres Vieneses. Discutió con Wärndorfer por cuestiones de dinero y a partir de entonces prefirió concentrarse en la pintura y en su matrimonio con su alumna más aventajada, la hija de un rico industrial llamada Editha. Algo tocados, Hoffmann y los talleres continuaron funcionando. Muchos

de sus miembros empezaron a decorar un nuevo lugar de encuentro a la manera de los cabarés parisinos, un club nocturno en la Kärtnerstrasse al que bautizaron Kabarett Fledermaus, «cabaret murciélago». Tenía solo dos salas. El bar, de suelo ajedrezado y paredes adornadas de azulejos, cada uno con un tamaño, u n color y un motivo distintos, daba la impresión de ser un inmenso y alegre mosaico geométrico. Había cerámica con dibujos, viñetas, símbolos, caricaturas, emblemas, logotipos, retratos y animales. Cualquier cosa. El visitante podía pasar horas contemplando esos

detalles, por sí solos uno de los principales atractivos del local. El auditorio tenía las paredes blancas y curvadas y el escenario empotrado en el muro. Las sillas parecían un cilindro cortado por la mitad en vertical y en cada una de las mesas había un florero con flores frescas. Los Talleres V i e n e s e s se encargaban de diseñar las piezas de uso (los platos, los cubiertos, los ceniceros, las alfombras y los tapices), pero también los carteles, las postales y los menús. Olbrich continuaba en Alemania, siempre al lado de su amigo Peter Behrens. Habían

concluido con un éxito absoluto sus trabajos en Darmstadt, convertida ahora en una nueva Atenas, y les llovían las ofertas. Los dos trabajaban en Düsseldorf, pero a Behrens l o habían llamado desde Berlín para ofrecerle el puesto de diseñador jefe de la AEG, la Allgemeine Elektrizitäts Gesellschaft, (Asociación General Eléctrica) propiedad del judío Emil Rathenau. Era un puesto nuevo e importante que abarcaba la arquitectura, el grafismo, la publicidad, la línea de los productos y la imagen corporativa. En aquel estudio se diseñaban tenacillas eléctricas de rizar, encendedores para puros,

planchas, hervidores para el té, placas calentadoras, cafeteras eléctricas y hervidores para hue vo s . La compañía era la primera entre los consumidores alemanes y de las manos de sus dibujantes saldrían aspiradores como el Dandy o su sucesor, el Vampyr, y los calentadores, los r e f r i g e r a d o r e s , l a s cocinas eléctricas y l a s lavadoras que revolucionarían las cocinas de toda Europa. El puesto estaba muy bien, pero antes de irse a Berlín Behrens tenía que terminar un par de cosas. Aquel año, con Olbrich, Van de Velde y algunos más, e s t a b a formando el Deutsche

Werkbund.

William Morris, el fundador del movimiento británico arts and crafts, había rechazado románticamente la producción mecanizada en un momento en el que parecía que se podía hacer frente al poder de la máquina. Pero la situación había cambiado. Y aunque los artistas alemanes, al menos al principio, rechazaban el capitalismo salvaje, tampoco creían en el salvaje de Rousseau. Se inclinaban de manera unánime por la industrialización. Los t e ó r i c o s —entre los que se

encontraban Van de Velde y Olbrich, que, paradójicamente, no eran alemanes— buscaban una alternativa, una tercera vía, que combinase los beneficios de la tecnología moderna con los valores humanos preindustriales. El Werkbund pretendía ser un foro de reunión e intercambio de conocimientos de arquitectos, artesanos y fabricantes a pequeña y gran escala que demostrara al mundo que Alemania era el país más industrializado de Europa. El ritmo de su desarrollo económico se había incrementado rápidamente durante la última década y era hora de consolidar la nación como una de las principales

potencias mundiales. En el Werkbund buscaban la manera de llegar a la producción en serie aplicando las máquinas al diseño y uniendo el arte y la tecnología, pero desechando el individualismo bohemio tradicional. Oficialmente, no tenían padrinos financieros. Era una asociación de trabajadores, un sindicato como cualquier otro, sin objetivos comerciales. Pensaban que, si fabricaban productos alemanes de calidad, Alemania terminaría por obtener beneficios. Así cimentaron las bases del diseño alemán por excelencia, que combina funcionalidad, estética y la tecnología más avanzada. Pero el

gusto por las artes empezaba a decaer. Las fábricas apenas se interesaban por la producción de lámparas o muebles y mostraban una sospechosa tendencia a centrarse de modo peligroso en la industria pesada, la maquinaria bélica y las mejoras técnicas de los cañones Krupp.

Durante el viaje a América, los Mahler se mostraron decaídos. Alma estaba anímicamente rota y Mahler, delicado de salud, apenas salía del camarote. Ella trataba de sacar fuerzas de flaqueza y miraba hacia el futuro con esperanza,

intent ando animarlo. Enumeraba una tras otra las ventajas de su nueva posición y despotricaba contra Viena. L o s habían vapuleado mucho. Lo mejor era marcharse, cuanto más lejos, mejor. En Nueva York no habría más preocupaciones, insultos ni conspiraciones. Ante ellos se abría un nuevo teatro y una nueva ciudad. Viena pertenecía al pasado; en el futuro se divisaban otros horizontes. América empezaba a convertirse en una potencia, en el paradigma de la rapidez, la velocidad y el progreso. Despuntaban los rascacielos, la mecánica y las comodidades. Sería el triunfo definitivo, todo iría

bien. Viena estaba avejentada y obsoleta, con sus lámparas de gas y sus carruajes, su monarquía estable, su moral provinciana y sus atavismos. Trabajar allí era como arrojar margaritas a los cerdos. La amada y odiada Viena. Alma y Mahler discutían durante horas por las afrentas recibidas, las traiciones y los desaires. Él se mareaba. Ella, no. El 21 de diciembre de 1907 divisaron en el puerto de Nueva York la imponente silueta de la estatua de la Libertad. Alma llevaba en la maleta todo un guardarropa de Kolo Moser, mejorado en las tiendas de París,

e iba a conocer, si no a todos, al menos a unos trescientos cincuenta de los llamados Cuatrocientos, el total de personas pertenecientes a las grandes familias de Nueva York que cabían en el salón de baile de la señora Astor. Pero apenas hablaba inglés y el de Mahler no era mucho mejor. En el puerto esperaba un hormiguero de periodistas y fotógrafos, avisados por Conried, q ue l o s siguieron a su suite del Majestic, lanzando preguntas con el ritmo y el volumen de una ametralladora. —¿Qué opina sobre el alcohol?

—¿Cuál ópera?

será

su

primera

—¿Puede ponerse en la ventana para una foto? —¿Qué le parece Nueva York? É l participaba respondiendo mecánicamente lo mejor que podía, contemplando las flores de la suite. Pero aunque los pétalos cubrieran las alfombras, la vida en América tampoco sería un camino de rosas. La dirección del Metropolitan había decidido contratar a Mahler por una crisis interna que el músico debía solucionar en calidad de salvador, mesías y panacea. El

número de abonados llevaba cuatro años descendiendo porque, desde la inauguración de la Manhattan Opera House de Oscar Hammerstein, las más rutilantes estrellas de la lírica del Met habían preferido correr en busca de mejores sueldos. Además, se decía que Conried estaba enfermo, a punto de dejar el puesto, y que uno de los mecenas del Met, Otto H. Kahn, había estado en París al mismo tiempo que se gestaba el contrato con Mahler en Berlín para solicitar los servicios del intendente de la Scala, Guido Gatti-Casazza, en sustitución. Pero Kahn también estaba tentando a un jovencísimo

Arturo Toscanini para que copara los meses que Mahler dejaba libres. Le ofrecía una temporada propia, dedicada a la ópera italiana.

08

La fascinación que Hitler sentía por Viena estaba encendiendo su imaginación. A veces se acercaba al Ring en medio de la noche y permanecía durante horas contemplando las luces y los edificios, como preso de un hechizo. La fuerza del arte le empequeñecía. Estaba tan abrumado por las óperas de Wagner, por aquellas fabulosas puestas en escena que había visto desde el gallinero de la Hofoper, que consiguió una carta de recomendación para trabajar con

Alfred Roller. Se acercó tres veces a su puerta y no tuvo el valor de llamar. De nada hubiera servido. Sin Mahler, el escenógrafo había aceptado el puesto de director de la Escuela de Artes y Oficios, y quería alejarse de la ópera. Olbrich murió de leucemia en Düsseldorf aquel mismo año. Klimt y sus amigos exponían en las salas prefabricadas de la Kunstschau. La vanguardia estaba liderada por Loos, que, aunque apenas trabajaba como arquitecto, iba imponiéndose como interiorista, con sus paredes lisas, sus ángulos rectos y sus tejados planos, lanzando abiertos ataques contra la ornamentación. Aquel año había

escrito uno de sus artículos más incendiarios, «Ornamento y delito», en el que expresaba la idea de que el progreso de la cultura estaba indisolublemente unido a la eliminación de los motivos decorativos. Y aseguraba que lo mejor que podía hacerse era suprimir cualquier cosa que no tuviera utilidad práctica. Defendía esa idea con un argumento que interesó mucho a los fabricantes de toda Europa: el ahorro.

Es conocida la en los oficios de adorno, los criminalmente bajos

situación talla y sueldos que se

pagan a las bordadoras y encajeras. El ornamentista ha de trabajar veinte horas para lograr los mismos ingresos que un obrero moderno que trabaje ocho horas. El ornamento encarece, por regla general, el objeto; no obstante, se da la paradoja de que dos piezas de igual coste material, una ornamentada —con un gran número de horas de trabajo— y la otra no, cotizan en el momento de venderse de manera absurda: se paga por la pieza ornamentada la mitad que por la otra. Sin

embargo, la carencia de ornamento tiene como consecuencia una reducción de las horas de trabajo. El tallista chino trabaja dieciséis horas; el americano, solo ocho. Si por una caja lisa se paga lo mismo que por otra ornamentada, la diferencia, en cuanto a horas de trabajo, beneficia al obrero. Si no hubiera ningún tipo de ornamento, situación que a lo mejor se dará dentro de miles de años, el hombre, en vez de tener que trabajar ocho horas, podría trabajar solo cuatro, ya que la mitad del trabajo se va, aún hoy en día,

en realizar ornamentos. El ornamento es fuerza de trabajo desperdiciada y, por ello, salud desperdiciada. Así ha sido siempre. Hoy significa, además, material desperdiciado. Ambas cosas significan capital desperdiciado.

Kraus, que continuaba protegiendo a Loos y a Schönberg desde las páginas de Die Fackel, había puesto los ojos en un joven l l a m a d o Oskar Kokoschka. Kokoschka trabajaba en los Talleres Vieneses y hacía

ilustraciones Fledermaus.

para el Kabarett Era una extraña

mezcla de vagabundo y aristócrata. De porte hermoso, alto y delgado, llevaba el pelo muy corto, tenía los ojos caídos, permanentemente al acecho, y unas orejas pequeñas y prominentes. S u ancha nariz se hinchaba con facilidad y s u boca era grande y expresiva, fina y delineada sobre una barbilla sobresaliente. Las fotografías no le hacían justicia; él mismo decía que ninguna foto podía penetrar en la máscara de una persona mejor que un retrato pintado por un pintor amigo. Su pintura era dura, directa

y algo primitiva, de trazos firmes, sobre unos fondos oscuros en constante movimiento. Acababa de estrenar su primer drama escrito, El huevo moteado, una alegoría llena de juegos visuales tan vanguardista que -casi- parecía una película de cine. Su obra era tan escandalosa, violenta y poco convencional que Roller recibió presiones para expulsarlo de la Escuela de Artes y Oficios.

En Nueva York, Mahler apenas malgastaba las fuerzas: dormía hasta mediodía, almorzaba en su suite del Majestic y no permitía

que le molestaran durante la mañana. En enero de 1908 debutó en su nuevo puesto con una de sus partituras predilectas, Tristán e Isolda. Tuvo un éxito monumental. Richard Aldrich, el crítico del New York Times, se refirió a la música hablando de «un latido de dramática belleza». Y eso que el director estaba ahora lejos de la figura que había revolucionado los escenarios europeos años atrás. Aceptó casi sin poner objeciones la presencia de cantantes de segunda fila al lado de las grandes figuras y e f e c t uó los cortes tradicionales que en Viena había eliminado al grito de «Tradition ist Schlamperei!». No estaba

dispuesto a trabajar más allá de lo estrictamente necesario. Tenía las reservas contadas. Minimizaba las discusiones y delegaba los detalles de la producción. Sobre el podio había aprendido de Strauss la contención en el gesto. Podía concentrarse en la mirada y en las manos. Llevaba colgado al cuello un guardapelo con cabello de Marie que besaba antes de cada concierto. Y a pesar de las concesiones, dirigía Don Giovanni, La walkiria, Sigfrido y Fidelio con encendida respuesta y con un altísimo nivel. Tras cuatro meses en América los Mahler regresaron a

Europa. No conocieron a Kokoschka ni estuvieron en el Kabarett Fledermaus. Pasaron el verano en Toblach, donde, según su costumbre, él empezó a componer lo que iba a ser su sinfonía número nueve. Pero, ¡horror!, ni Beethoven, ni Schubert, ni Brückner habían conseguido pasar de sus respectivas novenas. Por superstición, Mahler decidió entonces titular la suya Das Lied von der Erde (La canción de la Tierra). Las vacaciones fueron penosas. Al enorme dolor por la pérdida de Marie y a la preocupación por la salud de Mahler, se sumó el miedo. Tenían

miedo de todo. Él se detenía durante sus paseos para tomarse el pulso y pedía a Alma que le escuchara el corazón. Quería saber si los latidos eran rápidos, claros o tranquilos. Abandonó las largas excursiones en bicicleta, las escaladas y la natación. Llevaba un podómetro en el bolsillo y contaba cada paso y cada latido. Todo intento de distracción era un fracaso. La vida cotidiana era tormento. Al terminar el verano, septiembre, tomaron el barco regreso a América. Esta vez llevaron con ellos a Gucki,

un en de se de

cuatro años de edad, y a su niñera

inglesa, miss Turner, la noble dama que a partir de aquel mismo instante tendría a su cargo la ingrata labor de tratar de convertir a aquella niña de ojos magnéticos en una auténtica lady. Levaron anclas y el barco comenzó a moverse. Gucki reía y palmoteaba nerviosa, corriendo por la cubierta. Mi s s Turner salió tras ella y la detuvo. —Gucki, una dama nunca pierde los nervios. —Déjese de tonterías, miss Turner —dijo su padre cogiéndola en brazos para que pudiera verlo todo bien—. Tiene que perderlos. Esta vez prefirieron alojase en el Savoy, el hotel favorito de las

estrellas del Met. Mahler había decidido sacar de su trabajo el mayor placer posible y hacer de lo malo lo mejor. La rutina doméstica se organizó con más dinamismo. El director retomó la costumbre de trabajar por la mañana en la suite de su hotel y la silenciosa Gucki se habituó a sentarse a su lado mientras él componía. La niña contemplaba absorta cómo borraba, tachaba y cambiaba notas, una tras otra. —No me gustaría ser una nota —dijo una vez con aquellos enormes ojos mirando seriamente a su padre. —¿Por qué?

—Me borrarías. La abrazó, emocionado, contra su pecho y dibujó una sonrisa que guardaba solo para ella. Se querían mucho. A ninguno de los dos les gustaba la comida del Savoy, a base de filetes duros. Alma también se encontraba más animada. Se había adaptado a Nueva York y estaba conquistándola completamente. Bella, elegante e inteligente, tenía ese toque de la vieja Europa que encandilaba a la ciudad y era algo así como la nueva chica del barrio. Las cenas y l a s fiestas se sucedían y el matrimonio pronto se convirtió en la pareja de moda.

Al incorporarse a su puesto en el teatro, Mahler se topó con un nuevo intendente, Gatti-Casazza, y con un flamante y polémico colega italiano, Arturo Toscanini. Los neoyorkinos, amantes del circo y de la competencia, esperaban como leones hambrientos el enfrentamiento entre ambos directores, que no tardaría en producirse. Toscanini era un director tiránico y explosivo. Entre los músicos se decía que antes de comenzar un ensayo paseaba con el brazo extendido en horizontal sobre las cabezas de la sección de cuerda para comprobar que todos

los arcos estaban a la misma altura. Su mirada gélida, su gesto cortante y sus raptos de cólera con exclamaciones en italiano conseguían una tensión que daba excelentes resultados en la música de Verdi. Pero no quería limitar su terreno. Tras dirigir unas amables y halagadoras palabras a su colega, anunció su intención de abrir su temporada con una de las óperas favoritas de Mahler, Tristán e Isolda. Aquello fue el acabose. Mahler mandó una carta a Andreas Dippel, director asociado del teatro, negándose a aceptar: «Si yo di carta blanca al nuevo director, fue con la única y expresa excepción de Tristán. Puse un

especial interés en Tristán la pasada temporada y me creo capaz de mantener que la forma en que esta obra aparece hoy día en Nueva York es de mi exclusiva propiedad». La salud fue la causa de que Mahler no ganara la guerra. Cuando la gerencia del Met le propuso entonces la titularidad del teatro, la rechazó con cansancio, alegando que prefería dedicar su tiempo libre a componer. No tenía fuerzas ni ganas de confrontaciones. Se ofreció el puesto a Toscanini, que aceptó. Pero apenas la cuerda entre los dos directores había empezado a

tensarse, Mahler asumió un nuevo compromiso.

09

Algunas de las damas más ricas de Nueva York eran muy melómanas y el resultado de la formidable campaña de relaciones públicas que el matrimonio había desarrollado a lo largo de la temporada anterior no tardó en dar sus frutos. El Met, desde hacía unos años, contaba con dos orquestas, la Sinfónica —titular del teatro— y la Filarmónica. El comité de esta última, compuesto por Mrs. Sheldon, Mrs. Untermeyer, Mrs. Schelling y Mrs. Draper, creía que la ópera alemana nunca podría

ser dirigida por un italiano y se puso de parte de Mahler en el conflicto con Toscanini. Como alternativa, le propusieron la dirección titular de su orquesta. Él aceptó el reto poniendo como única condición la total libertad de movimientos y, satisfecho, tomó las riendas de su nueva misión. Escribió entusiasmado a Roller que su tiempo en los teatros había terminado y se rompió la cabeza con innovadoras ideas y modernos programas que presentar la siguiente temporada de conciertos sinfónicos. El 31 de marzo de 1909, el comité anunció a bombo y platillo el primer concierto de la Filarmónica de Nueva York dirigido

por la rutilante estrella Gustav Mahler. Consiguió buenas críticas, pero la prensa señaló el bajo nivel de los músicos, por lo general refuerzos de la Sinfónica. Pocas semanas más tarde, la familia Mahler regresaba a Europa, vía París. Allí, el escultor Auguste Rodin iba a realizar los primeros bosquejos para un busto del músico. Rodin había expuesto años antes en el templo de la Secesión y había recibido con agrado el encargo de Carl Moll. El artista trabajaba agregando masa en lugar de quitarla: primero hacía superficies planas en la arcilla y luego aplicaba bolitas del mismo

material que aplanaba con los dedos mientras no paraba de hablar. Nunca tenía una herramienta en la mano. Gucki, que había llegado correteando al estudio, se detuvo como hipnotizada cuando l o vio trabajar. Sus enormes y clarísimos ojos no podían apartar la mirada de aquellas manos ágiles y precisas, que conseguían extraer del barro, como por arte de magia, la cabeza de su padre. Le recordó al Génesis. Dios había creado al hombre a partir del polvo de la tierra para insuflarle después un hálito de vida. En aquel momento supo que, de alguna manera, cuando fuera mayor, ella también

conseguiría fabricar cabezas con sus propias manos. A finales de junio, los Mahler llegaron a Austria y se encontraron con un panorama todavía más triste que el año anterior. Las dos exposiciones organizadas en la Kunstschau habían sido un fracaso tan morrocotudo que casi habían agotado los recursos de la Secesión. No se veían muestras importantes de arte de vanguardia. Viena era un terreno artísticamente estéril. La ciudad era ahora un caldo de cultivo del filisteísmo y la mediocridad donde se frenaba cualquier conato de progreso. Los vieneses empezaban a acusar con

el dedo a todo judío que se encontraran por las calles. Artísticamente, Europa entera volvía los ojos hacia París, donde un español llamado Pablo Picasso mostraba al mundo una curiosa visión de la tridimensionalidad que denominaban cubismo. Muchos se habían marchado. Kokoschka y Schönberg hablaban de instalarse en Berlín. Klimt permanecía en la ciudad, pero los continuos ataques y críticas estaban consiguiendo dar al traste tanto con su paciencia como con su habitual buen humor. Solo Kraus no pensaba moverse de donde estaba. Las ratas son las primeras en abandonar el barco.

Los pocos amigos que quedaban encontraron a los Mahler en condiciones sombrías: él estaba muy enfermo, aunque nunca hablaba de ello, y Alma sufría indicios de una profunda depresión. Quería pasar parte del verano en un balneario. Levico, cerca de Trieste, en Italia, pareció la mejor solución. Alma se llevó consigo a Gucki y a m i s s Turner y se sumergió en una terapia a base de vapores, baños, dieta y masajes. Mahler permaneció en Toblach para atreverse, por fin, a iniciar su inevitable Novena sinfonía. Aunque

él contaba en sus cartas que el campo le hacía revivir, la partitura desvelaba otra cosa. Desde los primeros compases la música buscaba la vida, pero era una vida de una belleza agonizante y lenta, que intentaba renacer una y otra vez para terminar por ser abatida por una amenaza oscura. Las sombras cubrían cualquier rayo de ilusión, cualquier tintineo que se esforzara en reaparecer; los momentos de alegría se difuminaban en la intensidad de la desesperación y el vacío. La lucha contra la muerte se estaba convirtiendo en arte. Nadie como Mahler sería capaz de expresar

simultáneamente sentimientos tan opuestos. Al igual que ocurrió con las muertes de sus otros seres queridos, el compositor nunca exteriorizó el dolor por la pérdida de su hija. Virtualmente ignoró el tema en su correspondencia. Como en tantas otras ocasiones anteriores, lo guardó para sí. Solo se avino a compartir con el mundo su estado de ánimo a través de la m ú s i c a . Por fuera trató de mantener la calma, pero por dentro sufría una conmoción que únicamente es posible comprender a través de la trilogía de sus obras finales. Alma y Mahler se escribían a

menudo. Él la necesitaba no solo porque fuera incapaz de manejar la vida doméstica, como decía, sino porque ella era el pilar que lo mantenía vivo, su intérprete ante el mundo. Aunque la música ayudaba a Mahler a apartarse de los problemas, su esposa estaba muy lejos y él no sabía apañárselas solo. Alma, tras lamentarse de que su marido no supiera ni siquiera tratar al servicio, se reunió con él. Fue un verano sin escaladas, sin natación y sin paseos. Recibieron la visita de los Strauss, estuvieron con ellos en el Festival de Salzburgo y Mahler partió poco después para dirigir una serie de

conciertos por Europa. Ella regresó a Viena para vender el piso de la Auenbruggergasse, porque Mahler decía que la temporada con la Filarmónica en Nueva York sería más larga que la del Met y que no había motivo para mantenerlo. La verdad era que quería disponer de dinero en metálico. El matrimonio se citó en París, donde él continuó sus sesiones con Rodin, y poco después, los tres volvieron a América.

En Nueva York encontró con que

Mahler se la ansiada

reestructuración de la Filarmónica había comenzado. La orquesta tenía una nueva sección de viento y muchos refuerzos en la de cuerda. Además, a los conciertos habituales de los jueves y los viernes se sumaban ahora los de los domingos. Tenía programada una gira por los Estados Unidos. Recuperó parte de la personalidad que le había hecho famoso y su gusto por la innovación y la modernidad volvieron a hacerse patentes. Retomó su versión corregida de las obras de Beethoven e incorporó el repertorio contemporáneo. Su forma de dirigir, a pesar de que se había suavizado con los años —había

dejado de lado el constante movimiento de brazos que tan popular le había hecho en Viena—, corrió de boca en boca. Volvió a alcanzar calidades excepcionales, aunque los instrumentistas llegaron a quejarse de que no eran capaces de conseguir un sonido que le convenciera. Solo en medio de la atronadora realidad de las cataratas del Niágara, el director pudo darse por satisfecho: «Fortíssimo! ¡Al fin!». En sus horas libres, Mahler y Alma escapaban de los rigores del establishment para descubrir mundos desconocidos. Los barrios obreros de Nueva York, a

principios de siglo, eran unos oscuros y tristes callejones poblados de inmigrantes que deambulaban entre toneladas de b a s u r a . Marido y mujer se internaron en los fumaderos y los garitos, contemplaron la suciedad de las calles, las profundas arrugas en los rostros de los trabajadores, la vida en condiciones de hacinamiento, los niños mocosos, el hambre convertida en delincuencia. Nunca habían visto algo así. La pobreza de Austria no tenía nada que ver con las condiciones de aquellos hombres, con aquella sociedad de asfalto, desmedida, sucia y cruel. Entraron en un fumadero de opio y

observaron los espantosos efectos de la droga, los rostros huesudos y macilentos, los ojos sin brillo de los chinos con la cabeza colgando, arrojados allí para que durmieran su embriaguez. Se les podía robar o asesinar sin que se percataran de nada. Era una «panadería de panes humanos». El opio había s i d o introducido en China en el siglo XIX por los ingleses desde sus plantaciones en las colonias de Asia. El primer objetivo había sido debilitar al ejército y a la población enemigos, -con el resultado de una victoria aplastante de los ejércitos de su majestad-, pero desde la incorporación al Imperio británico

de las colonias de Hong Kong y Shangai, los fumaderos de opio proliferaban en los barrios chinos d e las principales ciudades de Occidente. Pero por otro lado estaban las fiestas y l a s reuniones de la alta sociedad. Louis Comfort Tiffany, el tímido heredero de los joyeros, a la sazón interesado en las posibilidades decorativas y artísticas del vidrio, les ofreció un homenaje en su casa. La luz pasaba a través de las vidrieras, dando la impresión de estar en el paraíso, mientras el nieto de Shelley tocaba en el órgano el preludio de Parsifal. Había arañas de colores, palmeras auténticas,

mullidos sofás y extrañas mujeres con vestidos relucientes. Eran Las mil y una noches en Nueva York. También estuvieron en la casa de Theodore Roosevelt, bellamente situada en una atalaya, tan rodeada del mar azul y tan luminosa, donde cada habitación daba a una galería acristalada. La vida de Roosevelt, según su prima, era tan transparente y abierta como su hogar. Participaron en alguna de las sesiones de espiritismo de Eusapia Palladino y admiraron la colección de arte de Mrs. Havemeyer, con sus ocho Rembrandt, sus Goya y su Greco.

10

—No, Mister Mahler. Así, no. Mahler recibió en el camerino la visita de Mrs. Sheldon con rostro serio. Acababa de terminar el concierto Emperador de Beethoven, con Ferruccio Busoni en el piano solista, y había recibido tantos aplausos como abucheos. A lo largo de los seis meses de la temporada 1909-1910, de noviembre a abril, había dirigido a la Filarmónica cuarenta y cuatro veces y acababa de firmar un nuevo contrato para tres temporadas más. Los esfuerzos

por elevar el nivel de la orquesta comenzaban a dar sus frutos y cosechó algunos éxitos memorables. Pero no podía evitar mostrar su carácter explosivo con los músicos. En enero, no había logrado convencer al pianista Josef Weiss de que no se marchara y los incidentes empezaban a llegar a oídos del comité. Ahora, Mrs. Sheldon parecía no estar de acuerdo con su manera de interpretar a Beethoven. ¡Que se fuera al diablo! Él estaba seguro de que había sido la mejor interpretación de la historia; Mrs. Sheldon era una ágrafa musical incapaz de distinguir entre lo bueno y lo malo.

Cansada de batallar, en el mes de abril, la familia se embarcó de nuevo hacia Europa. Aquel verano de 1910 estaba lleno de compromisos. Él debía dirigir en París, Colonia y Roma, y preparar el estreno de su Octava sinfonía, previsto para el siguiente mes de septiembre, en Múnich. Además, esperaba tener algunos días libres para descansar en Toblach y entregarse al es p í r i t u creador. Debía retocar particellas, recibir visitas y contestar cartas. Acordaron que dedicarían parte del tiempo a buscar una casa de campo o, si no la encontraban, unos

terrenos

para

edificarla.

Como Alma seguía decaída, bebía mucho y su estado anímico no mejoraba, decidió pasar unas semanas en el balneario de Tobelbad. Sufría viendo a su marido debilitarse día tras día mientras ella se hundía en la plenitud de su juventud y su belleza. A los treinta y un años, aquella bomba de energía vital necesitaba una válvula de escape para dar salida a su desbordante juventud, esposada desde hacía años al cuerpo de un marido enfermo y querido. Su fogoso y apasionado carácter estaba atrapado entre la preocupación y el desánimo. Debía fidelidad y entrega a un esposo al que

amaba, pero no podía dejar de vivir de primera mano, en soledad, aquel implacable declive.

Walter Adolph Georg Gropius, a los veintisiete años, era ágil, delgado y moreno, de aspecto agradable y costumbres cristianas. Dos años de trabajo en el estudio de la AEG con Peter Behrens, en su Berlín natal, le habían dejado completamente exhausto. Al final, ni el hecho de ser e l profesor de tenis de la sobrina del jefe había podido evitar que tuviera que abandonar su puesto. Además, tenía gripe. Una temporada en las

montañas de Graz, sometido a una cura de aguas, podía venirle muy bien. Le tentaba también la posibilidad de hacer excusiones en coche y contemplar edificios; no había nada que le gustara más. Era el segundo hijo de unos prósperos fabricantes de seda de Berlín y había observado desde niño la labor de desenmarañar los finísimos hilos de los capullos para tejerlos después en espléndidas telas de brocado, terciopelo y tafetán. Sabía que la belleza podía esconderse en un lugar tan indigno como el capullo de un gusano; que solo era cuestión encontrarla.

de

saber

La familia Gropius pertenecía a un linaje en el que, al menos desde finales del siglo xviii, militares y constructores se contaban por igual. A principios del s i g l o xix, uno de los más importantes arquitectos alemanes, el gran Schinkel, inspirado por los descubrimientos de Daguerre en París, había i d e a d o para los Gropius un diorama que en poco tiempo se convirtió en una de las principales atracciones de las Navidades berlinesas. Consistía en tres gigantescas secuencias, de unos veinte metros de alto por treinta de ancho, proyectadas en la oscuridad y en movimiento,

hábilmente iluminadas y a menudo acompañadas de música coral. La combinación de luces, sombras y sonidos producía un resultado tan espectacular que el diorama de los Gropius expandió la fama de Schinkel por toda Europa. El propio zar l o había hecho llamar para que le presentara sus proyecciones en el Ermitage, su palacio de San Petersburgo. Martin Gropius, tío de Walter, fue el autor de edificios tan relevantes como la sala Gewandhaus de Leipzig, donde años antes habían actuado Robert Schumann, Felix Mendelsshon y Gustav Mahler. El padre del joven Walter, abogado y terrateniente,

tenía un puesto dentro del Departamento de Urbanismo del Ayuntamiento de la capital de Prusia. El niño creció rodeado de tíos, tías, primos y familiares de mayor o menor grado, en cuyas casas cerca del mar o las montañas pasaba los largos veranos. Recibió la primera educación con profesores particulares, fue a colegios privados a partir de primaria y desde su más corta edad viajó por Francia, Italia, Suiza y los Países Bajos. Le encantaban los objetos. Apreciaba la textura de la cerámica, el brillo del cristal, la

pátina de la madera y el sonido de la porcelana. Le gustaban los deportes, las chicas, buscar en los mercadillos, contemplar obras de arte y dar forma a sus ideas. Tenía la presencia firme y erguida de un oficial de alto rango, adquirida a través de generaciones dedicadas al ejército. Era un magnífico jinete. Dominaba los caballos más difíciles sin estribos y sabía perfectamente, o al menos creía saber, cuál era su posición en la vida. Al terminar la escuela media, llegado el momento de elegir una profesión, y tras la correspondiente cena en el hotel Kempinsky con su padre y un brindis con champagne vestido de

esmoquin, quedó decidido que el joven Walter pasaría los dos años siguientes cumpliendo el servicio militar. La disciplina castrense sería el complemento perfecto de su educación. Al acabar, ingresó directamente en la Escuela Superior de Arquitectura. Y allí se d i o de bruces con su gran problema: No puedo dibujar la cosa más simple, ni siquiera una línea recta —escribía a su madre—. Parece ser una incapacidad física, porque de inmediato me da un calambre en la mano, se rompen las puntas de los lápices y a los cinco minutos

tengo que dejarlo. Ni siquiera en mis horas más oscuras pensé que fuera tan malo.

Aquel escollo, infranqueable para muchos, fue sorteado por Gropius mediante la simple solución de contratar a un dibujante que plasmara sus ideas. Él quería construir, lo sabía desde niño, aunque no pudiera utilizar las manos. Pero las enseñanzas de la Königliche Technische Hochschule de Berlín no terminaban de convencerle. Los historicismos, los pórticos con columnas, los frontones triangulares coronados por

acróteras y los grandes edificios representativos le interesaban tanto como la polinización artificial del chirimoyo. Aquello podía haber estado muy bien para Schinkel cien años atrás, pero Gropius quería trabajar en otra dirección. Los tiempos habían cambiado y la arquitectura debía cambiar con ellos. Tenía encargos desde sus primeros años de estudiante. Su tío Erich y su tío Willy estaban siempre dispuestos a dejar que hiciera las viviendas para sus trabajadores y la cadena de relaciones de la familia Gropius le mantenía siempre muy ocupado. El joven había empezado a construir

casas mucho antes de terminar los estudios, si es que alguna vez los dio por terminados. Era regular en matemáticas, brillante en geometría descriptiva y sobresaliente en construcción. Estaba al tanto de las nuevas ideas, leía las últimas revistas y asistía a menudo a las conferencias de los arquitectos de vanguardia. Le gustaban Frank Lloyd Wright, la Escuela de Chicago y la arquitectura de Darmstadt que habían erigido Olbrich y Behrens. Se estaba especializando en casas familiares y en viviendas baratas con soluciones prácticas que, para

muchos, eran el primer ejemplo de racionalismo arquitectónico. Pensaba que el uso inteligente de los nuevos materiales, sumado a los avances técnicos y a la simplificación del diseño de los objetos para que fueran más fáciles de fabricar, supondría más producción con menos coste y en menos tiempo. Los trabajadores harían menos esfuerzos, tendrían más tiempo libre, disfrutarían de mejores condiciones de trabajo y dispondrían de unos productos que durante siglos habían estado limitados a las clases privilegiadas. Y si la vida podía mejorarse, ¿por qué no hacerlo? Tras dos años de estudios y sin esperar a llegar al

final para conseguir su título, pensando que en la Hochschule tenía poco más que aprender, Walter Gropius se dispuso a dar sus primeros pasos en la vida. Recordaría siempre, eso sí, con cariño y fascinación, una conferencia que escuchó en la escuela sobre las Bauhütten, las logias masónicas medievales donde artistas y artesanos se reunían para construir las grandes catedrales de Europa. Decidió tomarse un año sabático. Con la herencia de una tía abuela compró un pasaje, habló con un amigo suyo llamado Helmuth y se embarcó con él hacia las secas

mesetas y las desconocidas montañas que brillaban bajo el sol de España. Una mañana, la silueta del Albingia pasó bajo la férrea estructura del puente colgante de Bilbao y los dos estudiantes alemanes se sumergieron en el descubrimiento del arte español. Nada podía escapar al ojo exquisito de Walter Gropius. Inspeccionó la solidez del acueducto romano de Segovia, las recias y severas murallas medievales de Ávila, los claustros de los monasterios románicos, las vidrieras de las catedrales góticas, la serenidad de los palacios renacentistas, el exceso teatral del

arte barroco, la omnipresencia de la iglesia católica y la simetría calmada de los museos neoclásicos. Pasaba horas en el Prado, hipnotizado por la magia de Velázquez y la pincelada suelta y dulce de Murillo. Le encantaba el uso que se hacía de la cerámica en la construcción, los azulejos de Zuloaga y el trencadís de Gaudí. Compró unos cuantos cuadros en El Rastro, de buena factura, con su craquelado y su polvo, y decidió llevarlos con él a casa. Durante aquel año, Helmuth y él estuvieron respaldados por la embajada alemana, que les presentó a algunos compatriotas y les abrió

muchas puertas. Karl Ernst Osthaus, director del primer museo de arte contemporáneo de Alemania y uno de los miembros más activos del Werkbund, que se encontraba de paso e n Madrid, quedó muy impresionado por sus conocimientos y escribió una carta de recomendación a Peter Behrens. A su regreso en Berlín, Gropius empezó a trabajar en el estudio de la AEG. Allí conoció a los arquitectos Adolf Meyer, Mies van der Rohe y al propio Behrens, que el año de la incorporación de Gropius comenzaba a proyectar la planta de la nueva nave para turbinas que la empresa tenía

pensado construir en Berlín, una mezcla de granero americano y hangar de aviones. En la AEG, Gropius entró en contacto directo con los entresijos de la producción industrial. Pero Behrens lo echó del estudio después de dos años. Gropius no había sido capaz de calcular la altura de la buhardilla de la Casa Cuno, uno de los encargos más importantes, y ni su don de gentes ni sus ideas habían servido para limar las asperezas con el jefe. Al principio, nadie había tenido en cuenta sus carencias, todo había ido bien. Incluso había viajado con Behrens a Inglaterra.

Pero, con el tiempo, el hecho de que Gropius fuera incapaz de dibujar se había revelado como incompatible en un estudio dedicado al diseño integral. Lo había reemplazado un arquitecto suizo que —Gropius lo sabía muy bien— era, si cabe, más autodidacta que él. Se llamaba Charles-Edouard Jeanneret-Gris, pero había optado por un seudónimo mucho más fácil de recordar. Todo el mundo lo conocía como Le Corbusier. Tras el vergonzoso incidente, Gropius tenía que tomarse un tiempo para analizar sus errores y planear su siguiente paso antes de volver a Berlín. El balneario de

Tobelbad parecía el retiro perfecto para curar a la vez un incipiente resfriado y un profundo desconcierto. Algo de deporte, vida sana, paseos, excursiones y baile. Eso era lo que necesitaba para poner en orden sus ideas.

Alma llegó a Tobelbad el 1 de junio para pasar seis semanas, acompañada, como siempre, de Gucki y de miss Turner. Pasó el primer día tomando las aguas, descalza y vestida con un amplio camisón, a dieta de lechuga y mantequilla, sumergida en baños de aguas sulfurosas. El médico del

sanatorio se preocupó por su tristeza y sugirió que tal vez necesitara la compañía de jóvenes con quienes salir, hacer deporte y, sobre todo, bailar. ¡Bailar! Aquello sonaba mucho mejor que los dichosos vapores. Por la noche, en el hotel, el médico hizo las presentaciones. —Frau Alma Mahler, Herr Walter Gropius. W a l t e r . Como el joven caballero de Los maestros cantores de Wagner. —Gropius. Me suena el apellido. ¿Tiene algo que ver con los Gropius del diorama? —De hecho, Schinkel lo creó

por encargo de mi familia. Tenemos cierta vena artística. —¿A qué se dedica usted? —Soy arquitecto. En mi familia hay muchos. Trabajo…, bueno, hasta hace poco trabajaba con Peter Behrens. —¿Behrens? ¿El amigo de Olbrich? No sabía nada de él desde los tiempos de Darmstadt. —¿Le conoce? —Olbrich y él venían a menudo a la Hohe Warte antes de casarme, cuando yo era joven. —Usted sigue siendo joven. Alma sonrió, seductora. —Debe contarme absolutamente todo. Lo agarró del brazo y lo llevó

directamente al bar. Pidieron champagne. Tenían mucho en común. Una infancia similar, la misma fe, intereses paralelos y amigos parecidos. Gropius quedó f ulminado de inmediato por el glamur y el cosmopolitismo que envolvían a aquella impresionante mujer. Era inteligente, sensual y famosa, y con ella podía hablar de arquitectura, de Behrens, de artes decorativas y de Nietzsche. Y estaba casada con el mejor director de orquesta del planeta. Durante los días siguientes cenaron, comieron, hicieron excursiones, pasearon, jugaron y hablaron hasta hacerse

inseparables. Alma se dio cuenta de que le ocurría algo extraño, de que cada vez pasaba más tiempo mirando el reloj a la espera de aquel hombre cuatro años menor que ella. Escribió a Mahler. Estaba preocupada por sus sentimientos. La compañía de Gropius era cada vez más imprescindible. ¿Y si Mahler ya no la quería? ¿Y si la dejaba libre? No pensaba eludir sus responsabilidades. Su marido no entendió el aviso y respondió a vuelta de correo, quitando importancia al asunto, hablando de la espontaneidad en el amor. Alma y Gropius continuaron viéndose. A veces se sentaban bajo un árbol o junto a un arroyo, acunados por el

sonido de la noche y los grillos, hablando hasta el amanecer. Él se convirtió en la personificación de todo lo que ella creía perdido para siempre. Mahler, con más de cincuenta años y enfermo, no estaba interesado en el baile, la vida en sociedad o las diversiones. Nada contaba, aparte de ella y su música. Gropius era arquitecto como Olbrich, exquisito como Burckhard, guapo como Klimt y un artista como Mahler. Y venía del mismo estrato social que ella, ¡incluso tenían parientes comunes en Hamburgo! Definitivamente, la hacía sentir de vuelta en el mundo. Los dos necesitaban enamorarse y

los dos cayeron fulminados por las flechas de Cupido. Pero Alma continuaba inquieta. Apenas comentaba nada de su rutina en las cartas a su marido y estas tardaban cada vez más en llegar. Entre líneas, dejaba traslucir que algo estaba ocurriendo. Un día, Mahler respondió con digilencia a sus dudas sobre la existencia del amor platónico: «Todo amor se basa en la creación y en la procreación, actividades que no corresponden al cuerpo, sino al alma, y las dos juntas sirven como desahogo del eros». Ni Alma ni Gropius resistieron más. Él era un hombre joven y hermoso. Aquella noche solo fue turbada por la luz

del amanecer y el dulce canto de un ruiseñor. Y aquella noche, dos cuerpos y dos almas se unieron y se olvidaron de todo. Las cartas se fueron haciendo más frías y comenzaron a espaciarse sospechosamente. Mahler, ocupado con los ensayos del estreno de su Octava sinfonía, empezó a preocuparse. ¿Le ocultaba algo? ¿Qué demonios pasaba? Decidió hacer una corta visita de dos días a Tobelbad y encontró a Alma más fresca y de mejor humor que nunca. Apareció serena, incluso había dejado de beber. Ella no pudo resistirse a la tentación de presentarle a Gropius.

A fin de cuentas, Mahler era una estrella a la que todo el mundo quería conocer. Además, él estaba buscando un arquitecto. Mahler regresó a Toblach más tranquilo, pero continuaron los silencios. ¿Qué ocurría? ¿Por qué Alma escribía tan poco? ¿Dónde podía conseguir manzanas? ¿Y la lámpara grande del piano? ¿Qué había sido de la llave de la caja fuerte? ¿Y sus calcetines largos? Era la primera vez que su mujer no atendía ni respondía a sus llamadas, la primera en nueve años. Pasaron seis semanas y llegó el momento de abandonar el balneario. Alma, Gucki y miss

Turner se despidieron de Gropius y él prometió escribir al apartado de correos de Toblach. A su llegada, Mahler esperaba en la estación. Alma se sentía fuerte, realizada, segura al saberse amada por dos hombres a la vez, y pasó la primera semana muy tranquila. Días después, Mahler encontró una carta sobre el piano. Estaba dirigida a él y la abrió. Pero era para Alma y llevaba la firma de Gropius. Decía que si lo amaba debía abandonarlo todo y marcharse con él. Que se había enamorado y que no se resignaba al papel de amante segundón. Mahler llamó a su mujer y la

interrogó con rostro serio. Ella lo confesó todo. —¡Ansié tu amor año tras año y tú, por tu absorción fanática en tu propia vida, sencillamente, me olvidaste! A medida que ella hablaba, Mahler empezó a sentir por primera vez que la necesitaba. Y Alma, por su parte, supo que nunca podría abandonarlo. Se lo dijo. El rostro del músico se transfiguró y el amor se convirtió en éxtasis. Hablaron como nunca lo habían hecho antes. Pero no tuvieron el valor de decirse toda la verdad. Alma era ahora consciente de lo ingenua que había sido; sabía que el amor conyugal había

perdido su fuerza y s u calor. El impetuoso asedio de Gropius le había abierto los ojos al sexo y a la vida. Sabía que a su matrimonio le faltaba una parte fundamental. Y aunque Mahler también era consciente de aquella amarga realidad, decidieron seguir con la comedia. Todo estaría bien mientras no se espantaran los caballos. Alma decidió que debía llevar una vida sexual normal. Recibió dos cartas más en las que Gropius decía tener miedo de perderla. Ella respondió desconcertada. No entendía aquel comportamiento. ¿Por qué aquella carta dirigida a

«Herr Gustav Mahler,

Toblach,

Tirol»? ¿Por qué preguntaba ahora si Mahler había notado algo? Necesitaba respuestas, explicaciones, algo a lo que agarrarse, que pudiera salvarles, que le demostrara que Gropius no era tan malvado, que no se había enamorado de alguien que no la merecía. Gropius estaba completamente histérico, pensaba que si no hablaba con ella se volvería loco. Tenía que justificarse ante los dos y aclarar las cosas. Amenazó con ir a Toblach. A Alma la idea le pareció un disparate, pero él no pudo contenerse y fue a verla. Pasó toda una tarde

merodeando alrededor de su casa hasta que ella l o vio bajo un puente. Su corazón se detuvo. Se lo dijo a Mahler. —Iré a buscarlo y lo traeré — anunció él antes de salir por la puerta. Pronto encontró al arquitecto. —Venga —dijo simplemente. Ninguno de los dos añadió nada más. Mahler anduvo delante, con una linterna, y Gropius tras él. Caminaron en silencio, envueltos en la noche. Entraron en casa. Mahler escuchó con calma y con el rostro preocupado como el amante de su mujer le pedía formalmente que se divorciaran para que ellos

pudieran casarse. Alma esperó en su habitación. Al cabo de un rato, salió para unirse a los dos hombres. Mahler los dejó solos. Se encerró en su habitación, encendió dos velas y abrió la Biblia. Solo levantó la cabeza al advertir la repentina presencia de su esposa. «Hagas lo que hagas estará bien. Decídete.» Ella sabía que no tenía opción. Pensaba que, si permanecía junto a Mahler, él viviría y, si lo dejaba, moriría. Pero estaba tan enamorada de Gropius, era tan carnal y espiritualmente suya, le gustaba tanto, que no podía dejar de verlo. ¿Qué ocurriría si se decidía por una vida

llena de amor junto a él? Cuando pensaba en la posibilidad de pasar el resto de su vida sin volver a s e n t i r aquel miembro duro y palpitante se sentía morir. No sabía qué hacer, qué tenía derecho a hacer. Gropius era lo único sano que había a su alrededor. Siempre se olvidaba de Gucki. A la mañana siguiente, muy temprano, Gropius se marchó. Alma lo encontró en la estación de Toblach a punto de tomar el tren para Viena, donde pensaba pasar el resto del verano. Se despidieron. Ella regresó cabizbaja a la casa, andando con pesadez

pero a toda prisa, preocupada por Mahler. Gropius le había dejado una nota lamentando que tuvieran tan poco que decirse, sintiendo no haberse dado cuenta de lo ofensivo de la situación. Necesitaba agradecerle la dignidad con la que había sido tratado y esperaba poder volver a estrechar su mano una última vez. Pero Mahler estaba hundido en su propio mundo al pensar que podía perder a su mujer, que aquella figura fascinante iba a desaparecer de su vida precisamente ahora, cuando más la necesitaba. Alma no le había confesado el romance y se sentía traicionado. Y lo que era peor,

sabía que no podría volver a confiar en aquella torre que lo protegía y lo ayudaba a vivir. La torre se había derrumbado, había desaparecido, y él palpaba el vacío como un ciego, sin encontrar referencia o apoyo. Se convirtió en un fantasma, en un fantasma sin sábana. Tenía tanto miedo de perderla como de ser consciente de que quizá ya la había perdido. Se encerró en la cabaña. Alma tenía que sacarlo por la fuerza para que comiera. A menudo se retorcía en el suelo de la choza llorando, llorando su propio canto a la tierra. Los espíritus creadores ya no lo elevaban, lo arrastraban

hacia el fondo, y necesitaba recibirlos solo. Y escribía. Empezó a componer su Décima sinfonía. Y poemas, muchos poemas. Fue presa del espíritu creador y quiso expresar la llegada de la muerte con su arte, con su música, igual que B e e t ho ve n había descrito la llamada del destino a la puerta en los primeros compases de su Quinta sinfonía. Quería condensar los deseos de su llanto, eternizar los momentos de su divino abrazo, c a n t a r cómo descansaba su cabeza en la de ella y convertirse en una lira con la que hacerse oír. Era su canto, era la muerte, que llegaba rompiendo la aparente

armonía, con un grito de dolor capaz de desgarrar incuso el clímax. Intentó enmendar los errores del pasado y hacer bien todo lo que había hecho mal. Desempolvó las canciones juveniles de su mujer, las corrigió, insistió en que volviera a componer, le dedicó la Octava sinfonía y transformó el manuscrito de la Décima en un profundo testimonio de amor.

En Toblach, Alma pasaba las horas echada en la cama, sintiéndose t a n cerca de Gropius que él debía d e ser capaz de

notarla. El cosquilleo que percibía entre sus piernas la empujaba hacia él, su corazón y sus demás órganos lo buscaban. Estaba total y completamente enamorada. Solo vivía para el momento de volver a ser completamente suya, lo echaba histéricamente de menos. Deseaba tener un hijo al que poder dar su amor mientras él no estaba, hasta que volvieran a yacer el uno en brazos del otro, con alegría, para siempre, con seguridad y sin escrúpulos, hasta que nada excepto el sueño pudiera separarlos. Firmaba las cartas con «Tu mujer». Pero no se trataba solo de deseo. Sabía que el

continuo descanso de sus músculos y la castidad forzada podían convertirla en una mujer prematuramente vieja y resignada. Deseaba recuperar la juventud perdida. Habló con sus padres. Decidió volver a Viena a fin de fijar una cita con Herr Professor Sigmund Freud —«el padre confesor de las millonarias histéricas de Viena», en palabras de Kraus— para que tratara a Mahler y abandonó Toblach. El estado de su marido no era normal. Freud vivía en Viena desde los cuatro años y, aunque detestaba aquella ciudad y a sus habitantes con toda su alma, se

encontraba virtualmente tan ligado a ella que solo sería capaz de abandonarla por la fuerza. En 1891 se había establecido como médico privado en el número 19 de la Bergasse, en un edificio típico del siglo xix con fachada de piedra y muros sólidos, escaleras de madera y un patio central que, los escasos días en que las nubes no acaparaban el cielo de la capital del imperio, dejaba pasar algunos rayos de sol. Desde hacía algún tiempo había abandonado el uso de la cocaína y de la hipnosis, y los había reemplazado por la investigación del curso espontáneo de los pensamientos del paciente

como método para comprender los procesos mentales inconscientes, donde radican los trastornos neuróticos. Denominaba a aquello «psicoanálisis». Sus escritos, en los que se había atrevido a hablar abiertamente de la sexualidad y de su represión como causa principal de los trastornos psicológicos, sin pasar por alto los supuestos complejos femeninos o infantiles, le h a b í a n g r a nj e a d o un abierto antagonismo con los vieneses, incluso con sus colegas. Desde 1906, contaba apenas con un reducido número de alumnos y seguidores, y, de hecho, trabajaba solo. Aquel año de 1910 estaba a punto de crear la Sociedad

Internacional de Psicoanálisis. Mahler permaneció en

el

campo hasta que lo avisaron con la propuesta de una primera sesión. Pero no terminaba de aceptar; no quería tratamiento, no quería medicinas, no quería nada. Únicamente deseaba estar solo en su cabaña y escribir. Envió tres telegramas a Freud fijando tres citas que canceló otras tres. —Déjese de neurosis obsesivas, estoy punto de irme de vacaciones a Sicilia—ordenó el psicoanalista—. El encuentro será en Leiden, Holanda, el 26 de agosto, o no habrá encuentro. Mahler tomó el tren y

emprendió el viaje sin dejar de enviar telegramas a Alma durante todo el camino. En Leiden, la ciudad natal de Rembrandt, se encontraron los dos hombres, curiosos ambos ante la enorme reputación del otro. Decidieron dar un paseo. Freud, con rostro serio, su impecable barba blanca y sus ojos inquisidores, vestido con su sempiterno chaleco de tweed, destacaba al lado de aquel debilitado Mahler de arrugados trajes y andar saltarín. El médico nunca había mostrado especial interés por la música, jamás había escrito nada sobre ella. En sus obras solo la mencionaba de pasada, y aquellas referencias

eran de naturaleza metafórica. Era menos sensible a la música que a cualquiera de las demás artes, algo anómalo en la Viena de entre siglos. Puede que la razón estribara en la complicación a la hora de establecer un puente entre el concepto musical y el método psicoanalítico. Freud, en sus sesiones, necesitaba recurrir al más absoluto silencio; nada debía influir en los pensamientos del paciente. Por su parte, Mahler desconfiaba de este tipo de médicos. Al fin y al cabo, había sido uno de ellos quien había arrojado a Alma a los brazos de Walter Gropius cuando estaba en

el sanatorio. Tras unas pocas frases de cortesía, el psicoanalista inició la sesión. —Hábleme de usted. Comencemos por sus padres. —Mi padre era una persona brutal que trataba a mi madre con una dureza terrible. Eran totalmente incompatibles, como el agua y el fuego. Él, todo terquedad; ella, todo dulzura. —Usted, como todos los niños, se ponía siempre de parte de su madre. No veo nada anormal en ello. —Recuerdo que cuando apenas era un muchacho tuvieron una pelea especialmente amarga. Los gritos subieron de tono y la

agresividad aumentó. La escena fue insoportable. Abandoné la casa corriendo. En aquel momento, sonaba en un organillo de la calle el famoso aire vienés Ach, du lieber Augustin y me di de bruces con aquel tema musical. La mezcla de tragedia severa y alegre diversión quedó, desde entonces, fijada para siempre en mi mente. Creo que un estado implica inevitablemente el otro. —No le falta razón. Los dos principales impulsos naturales del hombre a lo largo de la vida son eros y tánatos, el sexo y la muerte, la creación y la destrucción. Pero usted no ha venido por eso. ¿Qué

le ocurre? —Mi mujer me rechaza. Creo que desea abandonarme. Y no puedo vivir sin ella. La necesito. Ella dice que me he apartado de su lado. Y es cierto que siempre he puesto mi trabajo por delante de cualquier cosa. —Conozco a su mujer. Alma era una muchacha alegre y feliz. ¿Por qué un hombre como usted osó pedir a una joven veinte años más joven que se le uniera de por vida? —Ya lo sé, y me arrepiento. Desde el principio, tuve dudas. —No se arrepienta. No se culpe. Ella adoraba a su padre y no podía elegir ni amar más que a

un hombre de su estilo. En el fondo, su edad era lo que le hacía tan atractivo a los ojos de ella. —Ella era feliz. Demasiado feliz. Recuerdo que, cuando la conocí, llegué a decirle a mi suegra que lamentaba no encontrar en el rostro de su hija ninguna marca de sufrimiento vital. —¿Cómo se llamaba su madre, Herr Mahler? —Marie. —Y su mujer se llama Alma Maria. —De hecho, siempre me hubiera gustado poder llamarla Maria. Aunque me sea difícil pronunciar la erre.

—Usted, inconscientemente, buscaba en su esposa a una mujer igual que su madre, acostumbrada a sufrimientos y pesares. Y ella es hija de un Maler, un pintor. Como su apellido. Parece como si estuvieran ustedes predestinados el uno para el otro. —¿Usted cree? Me alivia oír eso. La charla se prolongó durante cuatro horas, y los dos genios se despidieron amistosamente. El paciente quedó en una especie de éxtasis, reconfortado y tranquilo. El tratamiento funcionó aunque Mahler no había tenido nunca contacto con el psicoanálisis.

Además, por su origen judío, desconocía los efectos beneficiosos de la confesión católica. Pero era inteligente, curioso y receptivo, y, lo que era más importante, necesitaba ayuda. Pasó dos días solo en Holanda, visitando casas de campo, envuelto en la naturaleza y en la vida, pero pronto volvieron a hacerse presentes la realidad, el engaño y la muerte. Llegó a Múnich con la intención de retomar los ensayos del estreno de su Octava sinfonía, de la obra que iba a significar mucho más que su reconocimiento definitivo. Había sido anunciada como la Sinfonía de los mil por la

cantidad de músicos que subirían al escenario: dos coros, otro de voces blancas, una orquesta reforzada y nueve cantantes solistas. Mahler había construido la partitura a partir de dos textos literarios, un ve n i creator benedictino del siglo ix y el Faustus II de Goethe. Era un canto a la alegría de crear, a la potencia creadora. El primer movimiento simbolizaba e l espíritu creador, y el segundo, el er o s creador. Estaba dedicada a Alma. Pero él se sentía cada vez peor. A veces, la fiebre aumentaba hasta obligarle a meterse en la cama bajo la mirada vigilante del

médico del hotel. Tenía seborrea séptica en la garganta e inflamaciones agudas. Sentía un miedo horrible. Pedía que lo arroparan y l o hicieran sudar mucho, a veces durante tres o cuatro horas. Había que secarle la cara de cuando en cuando con una toalla. Alma llegó a Múnich pocos días antes del estreno. Había quedado con Gropius, que también tenía su entrada, en el hotel R e g i n a Palast para amarse mientras Mahler ensayaba. Toda Viena, toda Austria, todo aquel que hablara alemán y tuviera un puesto relevante en las letras y en las artes estaría presente en la sala.

Stefan Zweig, Thomas Mann, Gustav Klimt y los Clemenceau serían también testigos del acontecimiento. No podían perdérselo. El éxito fue tan apabullante que no tuvo parangón. Mahler apareció en todos los periódicos, en todas las conversaciones, y fue el centro de todas las miradas. Los escasos detractores, como Kraus, fueron incapaces de entender un entusiasmo tan unánime. Pero Gropius se levantó a mitad del concierto y se encaminó, derrotado, hacia la puerta de salida; la intensidad de la música y el triunfo de su rival eran más de lo

que podía soportar. Tras el concierto, los Mahler regresaron a Viena para pasar los últimos días de septiembre buscando el terreno que Mahler tanto deseaba. Lo encontraron al sur de Viena, en Semmering am Breitenstein, una zona que el músico amaba desde sus días de juventud. Gropius lo midió con sus pasos, ágiles y profesionales, y proyectó allí una casa. En el exterior, seguiría la línea del pabellón de la AEG de Behrens, mientras el interior se organizaría alrededor de una enorme chimenea construida con grandes rocas, que ocuparía toda la pared principal. Alma convenció a Mahler para que

comprara también el terreno contiguo, para así disponer de una hermosa vista sobre los prados y las montañas. Días después, Alma partió hacia París, donde debía encontrarse con Mahler antes de volver a América. Telegrafió a Gropius fijando una última cita. Pensaba tomar el Orient Express; él podría reunirse con ella en Múnich. Para evitar sospechas, debía inscribirse en la lista de pasajeros con el nombre de Walter Grote. Aquel 14 de octubre, en el segundo coche cama de uno de los trenes más lujosos del mundo, Alma sintió unos golpes en la

puerta. Descorrió el cerrojo, abrió, vio a Gropius y lo atrajo suavemente hacia el interior. Dos días después, el matrimonio Mahler regresaba a Nueva York.

El arquitecto se volcó en el trabajo. Alma le daba su fuerza y su energía, y a su lado él sentía que podía convertirse en un Pater Ecstaticus, en un artista grandioso como Mahler. Pensaba que de todo aquel sufrimiento solo podía nacer una vida más plena; que lo vivido con Alma era lo más elevado, lo más grande, lo más auténtico y lo más profundo que

podía experimentar un ser humano. Estaba alegre. Sus movimientos eran más solemnes y sinceros. Se encontraba en la plenitud de su potencia creadora; era como una de esas pilas que parecen inofensivas e inocuas pero son capaces de generar luz. Se inscribió en el concurso para el monumento a Bismarck. Días después, su cuñado Max Burchardt l o presentó y recomendó al propietario de la empresa Fagus, Carl Benscheidt, que estaba construyendo una fábrica de hormas de zapatos en Alfeld-ander-Leine. Gropius se ofreció a mejorar el proyecto inicial respetando sus bases y obtuvo el

encargo. Llamó a su antiguo compañero Adolf Meyer, abrió un estudio de arquitectura en Berlín y proyectó para la Fagus una sorprendente fachada de cristal, un muro cortina que parecía disolver las paredes y que dejaba las escaleras y algunos pilares a la vista. Y en lugar de una solución maciza para las esquinas, optó por una arista transparente y sin puntales. Gropius, inspirándose en las vidrieras de las catedrales góticas y en los rascacielos norteamericanos que tanto admiraba, derribó de un solo golpe el concepto tradicional del muro de sustentación, combinando el arte,

la osadía y la monumentalidad. Y gracias a la fábrica Fagus se ganó para siempre un lugar escrito en letras de oro en la historia de la arquitectura.

En Nueva York, mientras Mahler trabajaba, Alma pasaba el tiempo escribiendo a su amante cartas llenas de deseo, exigiendo y prometiendo fidelidad. Empezaba a sentirse insegura. Se veía mayor, y la sola idea de que Gropius ofreciera a otra su espléndida juventud, que solo a ella pertenecía, le daba náuseas. Gozaba al recordar el momento en

que lo vio por última vez y pudo sentir y tocar aquello que le hacía tan infinita y singularmente feliz. Lo amaba. Le hubiera gustado poder decírselo como si fuera su esposa, estuviera de viaje y fueran a verse pronto, pero la situación era otra. Ojalá fuera capaz de esperarla, los dos sabían bien por qué. Estaban tristes y deprimidos, las cartas tardaban mucho en llegar.

Al reincorporarse, Mahler supo que en el comité de la Filarmónica empezaban a alzarse voces pidiendo su cabeza. Para aquel grupo de damas ricas, la música

era un instrumento de placer ligado a los bailes de caridad. Estaban más preparadas para escuchar cotilleos que para comprender un temperamento artístico como el suyo. Los comentarios irónicos ha b í a n comenzado a llenar los periódicos y las estiradas señoras vigilaban muy de cerca cada paso de su inversión. Él, por un lado confiado en sus poderes absolutos y por otro, curado de espanto hacia las críticas, se tomaba la vida con calma y apenas si arqueaba una ceja cuando no se cumplían sus exigencias. La debilidad de su estado y su reciente crisis matrimonial le habían vuelto inmune a las

habladurías. Pero cada vez que doblaba los vientos en una sinfonía de Beethoven, cada vez que programaba un autor contemporáneo, cada vez que incluía una obra propia y cada vez que increpaba a un intérprete, las lobas se le echaban encima. Su amor por Alma era más intenso que nunca y, llegadas las Navidades, que él, como judío, nunca había podido compartir —alegaba que todos los días eran iguales—, decidió dar una sorpresa a su mujer. Mientras ella daba los últimos retoques al árbol, él pidió un gran pañuelo de encaje blanco. Minutos más tarde, la

llamó al otro cuarto. Estaba lleno de rosas, pero los regalos, tapados con el pañuelo por sus inexpertas manos, parecían una pequeña mortaja. Alma, recordando la muerte de su hija, apartó la tela con furia, de un manotazo. Mahler dio un paso atrás. Apareció toda una serie de objetos hermosos: perfume, que él detestaba, un vale para un solitario de mil dólares, promesas de diversión. Aquella Navidad, intentaron, por última vez, volver a ser felices.

11

Poco después, Mahler sintió de nuevo dolores de garganta. Los médicos diagnosticaron anginas y ordenaron reposo. La prensa lo atacó porq ue decían que aquella enfermedad infantil no podía justificar que permaneciera en cama. Volvieron a pedir su dimisión. Alma y su madre, llegada desde Viena, pasaron el fin de año c ui d á nd o l o hasta que pudo reincorporarse al podio. El 27 de enero estrenó en el Carnegie Hall l a Canción de cuna junto a la tumba de mi madre, de Busoni. En

el intermedio, con fiebre alta, sufrió un desmayo y tuvo que sobreponerse para dirigir la segunda parte. Con l a ayuda de Alma se puso el frac y salió hacia el podio, vacilando, casi flotando. Dirigió forzadamente, con los dientes apretados, y una vez más, venciendo al físico por el espíritu, consiguió terminar la obra. Al concluir, cayó semiinsconsciente en brazos de su mujer y no pudo saludar al público, puesto en pie. Fue la última vez que Gustav Mahler dirigió una orquesta; una orquesta que interpretaba una música que, igual que la suya, ligaba la muerte con una canción infantil.

Durante los días siguientes la infección fue extendiéndose por su cuerpo. Tuvieron que cancelar los conciertos pendientes, su estado empeoró y sus cabellos negros se volvieron grises de repente. Tras varias semanas de análisis, los médicos encontraron la sangre invadida de estreptococos y el doctor Fraenkel recomendó su traslado a Europa, al Instituto Pasteur, donde estaban haciendo los primeros ensayos en ese campo. Las fuerzas le abandonaban. Apenas podía comer solo y Alma debía acercarle los cubiertos a la boca. Ella ni siquiera se cambiaba de ropa. Era

su enfermera, su madre, su esposa y su ama de llaves. Para que Mahler leyera Moderne Probleme, de Eduard von Hartmann, hubo que arrancar las páginas del libro; él era incapaz de sostenerlo con las manos. El 8 de abril la familia salió del puerto de Nueva York en dirección a Francia, en un barco donde viajaban también Ferruccio Busoni y Stefan Zweig. Durante semanas, Mahler yació moribundo, pálido, inmóvil, con los ojos cerrados. La frente redonda resaltaba junto con su duro y severo mentón, las manos esqueléticas descansaban sobre la sábana, plegadas y vencidas, y la

silueta se exponía al horizonte gris donde se fundían el cielo y el mar. La imagen era de un dolor ilimitado, pero tenía también algo heroico en su grandeza, un eco, cada vez más débil, de la integridad del hombre y su arte. Llegaron a Cherburgo y enseguida partieron hacia París. Alma vivía diariamente una honda contradicción entre el anhelo de amor y el anuncio de la muerte. Ansiaba volver a ver a Gropius, sentir aquellas manos cálidas y suaves, pero tenía que conformase con sus cartas y con mirar una foto que guardaba en secreto en un cajón de su baúl. En París, Mahler

tuvo una repentina mejoría, esa mejoría que precede casi siempre al derrumbamiento definitivo. Una mañana, se levantó con energía de la cama, se vistió, tomó el desayuno y se obstinó en ir en coche hasta el Bois de Boulogne. Por un momento, Alma creyó en los milagros. Durante el trayecto, aquel cuerpo agonizante se rebeló y tuvieron que volver rápidamente. Chantemesse, el bacteriólogo del Instituto Pasteur, lo hizo internar de inmediato. Analizó su sangre con una pasmosa y fría admiración cient í f ica: «¡Nunca había visto estreptococos en tan maravilloso estado de desarrollo. ¡Mire, mire las colas! ¡Parecen algas!».

El doctor Chvostek, llegado de Trieste, aconsejó el regreso a Austria y trató de animar a Mahler diciéndole que solo padecía de exceso de trabajo. Pero confesó a Alma la verdad, la triste realidad. No había lugar para la esperanza. Durante el largo viaje en tren, Alma fue testigo de su sufrimiento en la camilla, una y otra vez a lo largo del estrecho pasillo. La expresión de su rostro llenaba de terror el corazón. Estación tras estación, los periodistas enviaban datos sobre su estado. El Neue Freie Presse publicaba los partes médicos todos los días. Él no paraba de llamarla. «¡Mi locamente

adorada Almschi!» Este grito, que en los últimos días repitió sin cesar con una voz y un tono que Alma nunca había oído antes, desgarraba su espíritu y le provocaba sollozos incontrolados. Al llegar a Viena, l o llevaron en ambulancia al Loew Sanatorium, en Mariannengasse. La habitación estaba llena de flores. Una cesta le llamó particularmente la atención: «De la Filarmónica», decía la tarjeta. «Mi Filarmónica…», subrayó él. Sí, era la suya, la de Viena, no la de Nueva York; estaba en casa. El músico preguntó por sus amigos, quiso saber de Schönberg y de la situación en la Hofoper, y

confió a Alma el manuscrito de la Décima sinfonía. Llamó a Gucki. La niña se acercó a su cama y él la contempló con la sonrisa que reservaba solo para ella. —Sé buena, mi niña… Al día siguiente ya no pudo reconocer a su hermana Justine, que se marchó asustada. El 18 de mayo tuvo dificultades para respirar y tuvieron que darle oxígeno. Miró a todos con ojos asombrados y sonrió. —¡Mozart! ¡Mozart! —susurró como si llamara a un niño pequeño. —¿No podrían darle morfina? —preguntó Alma, preocupada.

—No hace falta —respondió Chvostek. —Hable más bajo. Podría oírle. —Ya no oye nada. A medianoche, en plena tempestad, cesaron los estertores. El músico apátrida, el judío errante, perdió ante la muerte su última y agónica batalla final. Al día siguiente su cuerpo fue depositado, junto al de la pequeña Marie, en el cementerio de Grinzing, bajo una sobria lápida, sin ninguna ceremonia y entre una enfervorizada multitud. Hoffmann diseñó la tumba, blanca y pura, solo con su nombre. Los vieneses,

que le habían dedicado una calle, se consolaron pensando que siempre estaría con ellos. Aquel día, el día de la muerte de Mahler, Walter Gropius cumplió veintiocho años.

GROPIUS (1883-1969)

Cinco días después del entierro de su marido, Alma recibió una factura de Freud exigiendo un importe de trescientas coronas por una consulta de varias horas en Leiden. Tardó siete meses en pagar. Alma y Gucki se habían quedado solas. La niña miraba a su madre con sus enormes ojos asombrados, consciente de que la vida había cambiado para siempre, guardando los sentimientos para sí. Con siete años, era mayor que la mayoría de sus compañeras de párvulos, una recién llegada a Viena que hablaba alemán con acento inglés. Durante los recreos corría lo más lejos posible para

apartarse de las demás niñas, buscando un árbol donde apoyar la espalda y respirar profundamente. Lo hacía siempre, pero era fuerte y nunca decía nada, ni a su madre ni a nadie. No por orgullo o p e ni t e nc i a , s i n o simplemente porque de camino a casa ya lo había olvidado. Para aplacar la ansiedad, comía mucho. Y como hacía poco deporte, engordó. Alma quería a su hija, pero le decepcionaba su físico y no dejaba de echarle en cara que era una mestiza, hija de un judío y una cristiana. A sus ojos, Gucki no tenía ningún encanto. Apenas se esforzaba por tratar de comprenderla. Pero todos los

amigos músicos que tenía en la ciudad, que no eran pocos, se volcaron en enseñar a la niña los primeros conceptos del solfeo y las escalas. Era una artista nata. Alma pasó gran parte del luto en la cama, hundida, escribiendo larguísimas cartas a Gropius llenas de pasión y de nostalgia, y ardiendo, ardiendo. Él lamentaba de corazón la muerte de Mahler, aunque no lo comprendiera como artista y se hubiera marchado a mitad del estreno de la Sinfonía de los mil. La tremenda humanidad del músico y la manera en que lo había tratado habían calado profundamente en su corazón y

estarían presentes en su carácter para siempre. Estaba triste. No podía ir a ver a Alma porque también su padre acababa de morir, pero compartía el sentimiento de amputación que supone la pérdida de un ser querido. Los dos sentían una extraña mezcla de sentimientos, tan intensa que estaban a punto de volverse locos. Tristeza, deseo insatisfecho, celos, inseguridad… y miedo. Pronto se reencontraron. Alma hablaba de Mahler con un amor tan profundo que Gropius llegó a pensar que habían vuelto a compartir la cama. Para ella la idea era tan absurda como

desconcertante. ¿No se daba cuenta de que el estado de Mahler le impedía cualquier aproximación al sexo? ¿Cómo era capaz de imaginar una cosa así? ¿No podía entender que no debía abandonarlo? Ella prefirió interpretar los celos como una prueba de amor y disfrutó viéndolo así. Al poco tiempo le escribió que temía estar encinta. No sabía qué hacer; deseaba aquel hijo, pero pensaba que todo había ocurrido demasiado rápido, que era algo pronto para volver a casarse. Además, Gropius escurrió el bulto y solo sintió vergüenza. Se culpó de todo el daño que Mahler había

tenido que sufrir, excusándose por su inmadurez. Todo aquello le venía muy grande. Quedó con Alma en Berlín. Él ni siquiera le presentó a su familia y ella se sintió despreciada. Pensó que él ya no la quería, que la pasión de los primeros tiempos se había desvanecido sin que ella hubiera podido hacer nada para mantenerla viva. Por suerte, el retraso en el período solo fue una falsa alarma. Cuando regresó a Viena, Alma sabía que nunca volvería a entregarse del todo. Y que la próxima vez que amara, ella fijaría las condiciones.

Berlín

había

sustituido

definitivamente a Viena como epicentro del arte alemán. Allí, el escritor, músico y mecenas Herwarth Walden acababa de fundar una revista, Der Sturm (La Tormenta), siguiendo la estela de Ver Sacrum, en la que Kokoschka colaboraba como dibujante e ilustrador. Walden tenía la intención ahora de abrir una galería con el mismo nombre y quería atraer a pintores de toda Europa. Un grupo de artistas de Dresde conocido como Die Brücke (El Puente) acababa de instalarse en la capital prusiana y sus trabajos

aparecían a menudo en las páginas de la nueva revista. Schönberg también vivía en Berlín. Daba clases en el conservat or io y componía unas obras cada vez más osadas. Los tres miembros de la Segunda Escuela de Viena continuaban manteniendo un trato muy cercano con Alma, que l o s apoyaba con especial cariño por aquello de que, como diría Strauss, «nunca se sabe lo que dirá la historia». Habían iniciado un proceso de deconstrucción de la música que no tenía vuelta atrás y estaban poniendo en práctica todas las ideas que Mahler había considerado locuras. Tras la

muerte del maestro, se había creado una fundación homónima con un capital de cincuenta y cinco mil coronas, cuyos intereses se entregaban una vez al año a un compositor con pocos recursos. Alma se encargaba de que Schönberg, Berg y Webern recibieran a menudo aquellas becas, pero las obras, plagadas de disonancias y atonalidades, no terminaban de ganar el favor del público.

En enero de 1911, Schönberg viajó a Baviera para dar un concierto al que asistieron algunos

de los más modernos artistas de la ciudad. Los pintores de vanguardia exponían en la sala de la Nueva Asociación de Artistas de Múnich, conocida por sus siglas alemanas, la NKVM, que era a Múnich lo que la Secesión a Viena. Este centro de intercambio y exposiciones acogía las obras de artistas de París, como Picasso o Braque. También se expusieron cuadros de un joven abogado ruso que tocaba el violonchelo, Wassily Kandinsky. Kandinsky fue uno de los pocos privilegiados que acudieron al concierto. Impresionado, al llegar a su casa, escribió al compositor.

Querido profesor: Por favor, le ruego que me excuse por atreverme a escribirle sin tener el gusto de conocerle en persona. Acabo de escuchar su concierto y me ha proporcionado un sincero placer. Usted no me conoce, por supuesto —es decir, no conoce mi obra—, ya que yo apenas expongo. Pero mostré algunos cuadros hace algunos años, en la Secesión de Viena. En cualquier caso, nuestra lucha y nuestra manera de pensar y de sentir tienen tanto en común que justifican este acercamiento. Usted ha

conseguido en sus obras lo que yo, t odaví a d e forma incierta, he anhelado tanto tiempo en la música: el progreso independiente mediante el espíritu. La vida de cada una de las voces de sus composiciones es exactamente lo que yo intento encontrar en la pintura. En estos momentos, la tendencia en la pintura es descubrir una nueva armonía a través de medios constructivos, donde el ritmo se construya a partir de una forma casi geométrica. […] Me tomo la libertad de enviarle un porfolio

con mi trabajo —las xilografías son de hace tres años— y con esta carta adjunto un par de fotografías de algunos de mis cuadros. No tengo fotos de los más recientes. Me haría muy feliz que estas obras le interesaran. Con sentimientos de gran afinidad y sincero respeto, Kandinsky Empezó una estrecha relación entre ambos artistas. Los dos se unieron en la búsqueda de la sonoridad interior pura y en el

estudio de la forma y del espíritu. E l «violonchelista» Kandinsky y el «pintor» Schönberg unieron sus ideales estéticos y dieron un importante paso en l a misma dirección. Aquel año, Kandinsky, influido por Schönberg, la teosofía, las ciencias ocultas y el arte oriental, terminó el texto De lo espiritual en el arte, tomando como referencia la música, el reino de lo no figurativo y de lo inmaterial; el arte que habla directamente al alma y que más influye sobre los comportamientos. Hasta entonces, los compositores habían utilizado solo papel y pluma para expresarse. Era el momento de aprender a captar influencias e

impresiones procedentes exterior. En el arte, el

del oído

actuaba a menudo con el ojo; y este, el órgano siempre activo entre un sonido y otro, retenía ciertos contornos que con el desarrollo de la música podían tomar consistencia y evolucionar en formas claras. Kandinsky pensaba que el alma tenía color y que el color era la mejor manera de expresar la experiencia mística. En De lo espiritual en el arte hablaba de la pintura en términos musicales y de la música en términos pictóricos, refiriéndose a sonidos, armonía, tonalidades, vibración y

contrapunto, buscando la manera de llevar la forma a su esencia para después volver a construirla de una manera nueva. El alma era un piano con muchas cuerdas donde los colores funcionaban como teclas y el ojo como macillo. El artista solo tenía que colocar la mano y hacerlo vibrar. Las formas puras más simples —triángulo, círculo, cuadrado— expresaban necesidades internas y podían estar dispuestas sobre el lienzo tan claramente como las notas de una partitura. Toda forma tenía un significado intrínseco; un contenido-fuerza, una capacidad de actuación que servía de estímulo psicológico. El triángulo,

al tender hacia arriba en su forma aguda, resonaba mejor con el amarillo, un color hiriente. El círculo, una forma acabada y redonda, se reforzaba con la profundidad del color azul. Los ángulos rectos del cuadrado se correspondían con el color rojo. El blanco y el negro actuaban como colores opuestos. El significado de una forma cambiaba según el color al que estuviera unida. Las pinturas de Kandinsky iniciaron a partir de entonces una evolución que poco a poco fue derivando hacia el no significado. Empezó trabajando en una serie de cuadros llamados

Composiciones e Improvisaciones que pensaba exponer el siguiente otoño, pero se dio de bruces con el muro impenetrable de la NKVM. Composición V fue rechazada porque Kandinsky había dado un paso que ni siquiera el cubismo se había atrevido a intentar: la abstracción. Picasso y Braque descomponían algo y volvían a componerlo sobre el lienzo, pero al fin y al cabo era pintura representativa, tenía un significado. Los trazos y las manchas de los nuevos cuadros de Kandinsky no querían representar nada más allá de percepciones, sensaciones, interacciones, colores. Eran algo tan inalcanzable

y etéreo como la propia música. Kandinsky decidió presentar sus nuevas obras en una sala independiente, junto a otros artistas afines. Así, en diciembre de 1911 se presentó en Múnich la primera exposición de D e r Blaue Reiter (Jinete Azul), un nombre que procedía de la predilección de Kandinsky por el color azul y del gusto de un buen amigo suyo, el pintor Franz Marc, por los caballos. Había también cuadros de Henri Rousseau, Robert Delaunay, Elizabeth Epstein, August Macke, Gabriele Münter, la amante de Kandinsky en aquellos días, y Jean Niestlé. Kandinsky

p r e s e n t ó Composición V, Improvisación 22, la hoy perdida Impresión-Moscú y tres obras sobre vidrio. Y Schönberg, que había explicado a su nuevo amigo que él también pintaba en sus ratos libres, envió cuatro cuadros: Autorretrato, Visiones (Ojos), Crítico I, y Patrón artístico. Las ideas de Kandinsky corrieron rápidamente de boca en boca entre los teóricos del momento y las actividades del Jinete Azul convirtieron Múnich en otro de los centros de la vanguardia europea, obligando a los críticos de arte a fijar la mirada en ese punto del mapa.

12

A l m a comenzó el proceso de reintegrarse a la vida en Viena, pero Viena había cambiado. La ciudad amable de su adolescencia era ahora una metrópoli donde los teléfonos sonaban, los automóviles y l o s trolebuses poblaban las calles, y los idiomas de todas las razas se mezclaban con los gritos de los obreros. El legado de antisemitismo dejado por Karl Lueger, muerto dos años atrás, empezaba a arraigar y se convertía en una cuestión de Estado. Los Habsburgo y los

judíos eran el blanco de todas las iras, simbolizaban el poder que había que derribar a toda costa. Alma era consciente de que no era solo Viena la que había cambiado; ella también. Ya no era la adolescente alocada que pasaba las noches bailando o tocando el piano; tampoco la esposa devota de la gran estrella internacional que estaba al frente de la Ópera Imperial. Era simplemente una mujer de treinta y dos años con una hija de ocho que buscaba alguien con quien escapar del dolor y reír, reír hasta que la risa fuera tan intensa que también doliera. Se tomó muy en serio su

nuevo papel. La viudez temprana, cruel, pública y gloriosa le parecía una condición mucho mejor que la de soltera o divorciada. Tenía cierto estilo, y combinaba algo de melancolía elegante con cierto aire romántico y solitario. Ella disponía de recursos propios, era respetada en sociedad y disfrutaba de un paraíso que quería ofrecer al Adán más adecuado. Porque el desencuentro con Gropius parecía ser más serio de lo que ella había pensado en un principio. ¿Por qué estaba tan callado? ¿Cuándo iba a venir? ¿Por qué no se veían en algún sitio? Sus preguntas solo obtenían silencio como respuesta.

Alma tuvo entonces que recurrir a un recurso nuevo para ella: la cortesía. Le pidió que le devolviera unas revistas y él no tuvo más remedio que echar mano de la pluma. Pero los términos de la respuesta no fueron muy amistosos: Me alegra que pienses en mí con amor, pero no termino de entender del todo el significado de tus palabras. Te has apartado mucho de mí y la intimidad de nuestra mutua comprensión ha sufrido. Parece que te preguntas en serio «¿No crecen estas cosas?». No. Ya nada puede ser igual que

era. Ahora todo es esencialmente distinto. ¿Sería posible cambiar unos fuertes lazos de unión por otros de amistad? ¿Entenderías esta idea si te la propongo? No. Ha pasado muy poco tiempo desde aquellos dolorosos días de complicidad. No tengo potestad sobre lo que ocurra en el futuro. Eso no depende de mí. Todo está claro y turbio, es hielo y es sol, perlas y suciedad, demonios y ángeles.

Ella tenía mucho que hacer.

Empezó a construir la casa que Gropius había proyectado en los terrenos de Breitenstein am Semmering, los que Mahler había comprado antes de morir aquella tarde en que fueron tan felices, donde quería vivir con Gucki, rodeada de artistas y de genios. Mientras construían la casa, madre e hija dormían en la Hohe Warte con los Moll, y alternaban con los amigos de toda la vida. En los últimos meses, con la única excepción de Gropius, sus compañeros habían sido sobre todo músicos y médicos que paulatinamente habían despertado en ella la curiosidad hacia una

disciplina tan interesante como desconocida: la ciencia. Trabó amistad con el último médico de Mahler en Nueva York, Josef Fraenkel, y empezó a trabajar con un biólogo poco ortodoxo llamado Paul Kammerer con quien se sumergió en una investigación s o b r e la evolución del sapo p a r t e r o , la capacidad mnemotécnica de algunos arácnidos, la visión limitada de los ajolotes o la alimentación de los reptiles. Kammerer era músico y melómano (además de científico), y había sido un profundo admirador de Mahler que nunca quiso apartarse de las personas que habían tratado al gran genio.

Su obsesión era añadir a Alma a su larga lista de conquistas. Gucki adoraba a Kammerer, que hizo para ella un acuario y la llevaba al zoo, al jardín botánico, al Museo de Historia Natural y a los invernaderos del Instituto Universitario, donde se perdían por los recovecos cerrados al público general para que la niña lo contemplara todo con sus enormes ojos. Ella tomó cariño al médico, pero con los años empezó a comprender que era preferible guardar sus afectos para sí, que las personas a p a r e c í a n y desaparecían de su lado con la rapidez de una ráfaga de viento,

que el amor arraigado y exigente solo traía desazón y que ninguna persona permanecía para siempre. La pasión de Alma por la ciencia comenzó a enfriarse con la misma rapidez con la que había nacido. El contacto con las lombrices que servían de alimento a los reptiles le repugnaba profundamente, pero todavía le repugnó más cuando Kammerer tomó un puñado y se las metió en la boca. Nunca más pudo volver a tomar sopa de fideos. Tampoco lo pasaba bien con las arañas o los peces, pero lo que terminó por desesperarle fue la insistencia con que Kammerer la perseguía por el laboratorio. Ella se sentía bien

comprobando que no había perdido su poder sobre el sexo masculino, pero el biólogo la atraía tan poco como las lagartijas a las que daba de comer. Llamó a la mujer del médico, l a puso al corriente de todo y zanjó aquel desagradable asunto. Los Moll hablaron a Alma de Kokoschka, el artista maldito que pintaba la suciedad del alma con un estilo que parecía una mezcla de arte salvaje, feria rural, pinturas indias primitivas y museo etnográfico. Siempre ayudado por Loos y a veces por Kraus y por Klimt, que lo consideraba el mayor talento de la joven generación,

Kokoschka empezaba a ganar dinero haciendo retratos; «pinturas negras», las llamaba él parafraseando a Goya. A los veintiséis años, era todavía un joven inmaduro con tendencia a darse cabezazos contra las paredes. Para él la vida era un intenso combate entre la mente y los órganos genitales, en el que el sexo siempre salía vencedor. A sus ojos no existía el estímulo erótico civilizado, solo una masa palpitante de tensión sexual que latía bajo un cúmulo de formalismos. De la pasión podía nacer el impulso de someter, de aplastar o incluso de matar al ser deseado.

Acababa de regresar a Viena para incorporarse a un trabajo como profesor en la escuela de Artes y Oficios, de donde Roller lo había expulsado cuatro años atrás, y exponía ahora en la galería Hagenbund. El archiduque Francisco Fernando, al salir de la inauguración, no había podido contener su rabia: «¡Alguien debería romperle los huesos!», dijo. En la Hohe Warte estaban más que acostumbrados a este tipo de escándalos; es más, a Alma le gustaban muchísimo, los consideraba una prueba de genio. Moll, impresionado por los retratos

de Loos y Kraus, pidió a Kokoschka que le hiciera uno. Una tarde, Kokoschka llegó a la Hohe Warte para empezar a pintar a Moll en su residencia patricia. L o invitaron a cenar. Al igual que otros artistas antes que é l , quedó hechizado por el ambiente de la casa. Le fascinó su magnificencia orientalizante —que recordaba menos a la época de la Secesión que al romanticismo de Ingres, Delacroix o Makart—, los grandes jarrones japoneses con manojos de plumas de pavo real y los tapices persas de las paredes. La mesa, como siempre, estaba perfectamente dispuesta con arreglos de flores, plata reluciente,

cristal resplandeciente y buen vino. Arnold Rosé, el primer violín de la Filarmónica de Viena, y Justine Mahler, su mujer, seguían siendo íntimos de los Moll y también estaban presentes. En la mesa se habló de arte. Kokoschka se convirtió en un huésped habitual. Una noche, después de cenar, Alma y el pintor quedaron solos. Ella se sentó al piano y cantó el Liebestod (Canción canción de amor y muerte) del Tristán de Wagner con porte regio, impresionante en su negra viudez, mientras él trazaba bocetos de su rostro. De repente, Alma se detuvo y se puso en pie.

Él se abalanzó sobre aquel cuerpo vibrante de deseo. Y al día siguiente, en la Hohe Warte, ella recibió una sorprendente propuesta.

Mi buena amiga: Le ruego que crea en mi determinación igual que yo he creído en la suya. Sé que acabaré destruyéndome si continúo en esta vida de desorden y confusión. Sé también que de este modo desperdiciaré una capacidad que debería dirigir hacia un objetivo fuera de mi alcance, sagrado para usted y para

mí. Ojalá pudiera quererme y permanecer tan pura como la vi ayer, cuando a su lado comprendí que merecía ser colocada muy alto, por encima de las demás mujeres, que solo han logrado embrutecerme. Le rogaría que hiciera un verdadero sacrificio aceptando ser mi mujer en secreto, mientras dure mi pobreza. Será mi consuelo y se lo agradeceré cuando pueda dejar de ocultarme. Su amistad y su pureza me darán fuerzas para no caer en la degeneración que me

amenaza. Debe cuidar de mí hasta que realmente sea yo quien la enaltezca, en vez de arrastrarla en mi desgracia. Desde que ayer me suplicó con tanto fervor, creí en usted como nunca antes he creído en nadie excepto en mí mismo. Si usted, con su fuerza de mujer, me ayuda a salir de la confusión espiritual en que me hallo inmerso, la belleza, a la que veneramos más allá de nuestro reconocimiento, nos bendecirá con la suerte a TI y a MÍ. Escríbame

permitiéndome ir a visitarla, y esa será la señal de su conformidad. Con todos mis respetos, Oskar Kokoschka La proposición era romántica pero poco atractiva; no cabía duda de que aquel hombre no estaba bien de la cabeza. Renunciar a sus privilegios sociales y económicos para casarse con un pintor maldito, de familia desconocida, sin fortuna ni posibles, era algo disparatado. ¿Q ué ganaba ella con eso? Era viuda y podía hacer con su vida y con su cuerpo lo que le diera la gana, ya no tenía que ocultarse de

na d ie . Solo quería ser libre y exprimir y absorber uno a uno todos los placeres que le habían estado negados. Le pidió que la dejara disfrutar de aquello en lo que había invertido tanto esfuerzo, no podía volver a empezar desde abajo; no quería volver a aprender a andar, era hora de comenzar a correr. Nada enciende tanto el amor como el descubrimiento de que uno tiene el poder de arrastrar a otro ser a un éxtasis tan arrebatador q u e solo puede alcanzarse mediante la muerte. Y ni Alma ni Kokoschka querían ponerse límites. Ella ya no debía aparentar inocencia, virginidad o fragilidad,

no tenía nada que esconder y sí mucho que ofrecer. Nadie podía a negarle el derecho a convertirse en la vi ud a alegre. Los dos dieron rienda suelta a su sexualidad sin remordimientos ni temores, hundidos en una pasión lo bastante fuerte como para hacer enmudecer a la pasión misma. Los meses siguientes fueron u n arrebatado combate amoroso. Alma y Oskar corrieron riesgos que solo pueden correr los locos. Se acecharon en las salas de exposiciones, en los conciertos y en las reuniones como animales en celo, oliendo a sexo, con un amor atrevido y público que ella vivía desbordada y satisfecha.

Nunca antes nadie conoció tanto paraíso ni tanto infierno, con esa intensidad en la que el goce se convierte en tortura. Ellos fueron Eloísa y Abelardo, Tristán e Isolda, Marco Antonio y Cleopatra, inmersos en un amor posesivo, celoso y atormentado que solo se calmaba con noches ardientes e infinitas. Tenían un sentido del humor parecido, amaban el arte y la Navidad, pero no por los regalos o las comidas, sino por el proceso místico y mágico que surgía a su alrededor. Bebían mucho. Pero ella no perdía la cabeza. Sabía que la vida con Kokoschka podía no ser una ser vida.

A él, aquel torrente de sensaciones y placeres con forma de mujer empezó a volverle loco. Noche tras noche, abandonaba la Hohe Warte y merodeaba por la avenida vigilando celosamente la presencia de posibles visitantes masculinos. Si no había nadie, silbaba con fuerza. Era su señal de adiós. Desde el principio, discutían mucho. A veces era porque Alma se negaba a renunciar a sus privilegios —viajar en primera, llevar muchas maletas, comer en restaurantes de lujo o comprar arte o joyas que, al fin y al cabo, pagaba ella— y otras,

simplemente porque cada uno pretendía imponerse al otro. Cualquier cosa podía dar lugar a una pelea. Kokoschka tenía celos de todo: de su mundo, de su pasado y de Mahler. Hasta de Wagner, solo porque ella le había confesado que l o amaba desde niña. Pero Alma quería vivir con Oskar lo que no había podido vivir con Klimt. Pronto empezó a visitar su taller y él pronto empezó a pintarla. Una vez y otra; desnuda, elevada, grande, plena, sola o acompañada, como Lucrecia Borgia o como una diosa, antes y después de hacerla suya. En el estudio, él llevaba siempre un pijama rojo, regalo de Alma, que

no se quitaba ni cuando tenía visitas. Gucki se acostumbró pronto a aquel atelier. Durante las ruidosas escenas de celos se acurrucaba en una esquina, observando aterrorizada c ó mo el pintor amenazaba a su madre con dejarla encerrada dentro cuando él se hubiera marchado. Pero también estaba fascinada por el único tema que salía de sus pinceles: «¿No sabes pintar más que a mami?». Él siempre sembraba polémica. Empezó a dar clases en una escuela femenina de talante pedagógico liberal, pero los padres protestaron de una forma tan

enérgica de aquellas enseñanzas q ue no pudo continuar ejerciendo allí . Insistía en el matrimonio y Alma retaba a su genio. —Me casaré contigo cuando pintes tu obra maestra.

13

Cuando Alma se refería a la maestría, a las obras maestras, hablaba en serio. En los antiguos gremios medievales, firmemente estructurados en torno a aprendices, oficiales y maestros, la obra maestra era aquella que los oficiales presentaban a examen para poder conseguir el grado que les daría opción a ser independientes y poder abrir su propio taller. Alma había crecido entre maestros; tanto Moll como Schindler habían alcanzado ese estatus años atrás y Mahler

ostentó aquel título desde que, recién salido de la adolescencia, subió al podio por primera vez. Wagner también conocía su importancia, lo dejó bien claro en L o s maestros cantores. Alma siempre buscaba a un maestro, alguien a quien admirar y de quien aprender, un padre como el que perdió. Y si podía absorberlo física y psíquicamente, mucho mejor. Una noche, después de una discusión con Oskar especialmente agria, Alma tomó una enorme dosis de bromuro y se dispuso a entregarse a la muerte. Kokoschka, asustado, llamó al médico y esperó sentado detrás de la puerta. Ella no le permitió

pasar a verla durante dos largos días. Entró cargado de flores y las arrojó sobre la cama, cubriéndola c o n un hermoso manto natural. Alma lo perdonó. Aquella necesidad que él tenía de poseerla en cuerpo y espíritu, de aislarla de todo lo que él consideraba su frívola vida en sociedad para tenerla para él en exclusiva, se estaba convirtiendo en una obsesión que empezaba a apartarle de su propio círculo de amigos, de Loos y de Kraus en Viena y de Schönberg en Berlín. Ninguno apoyaba aquella absorbente relación. Kokoschka y Alma

recorrieron Italia en tren. Cuando visitaban el acuario de Nápoles, Oskar vio c ó m o un insecto paralizaba a un pez antes de devorarlo y asoció la escena con la mujer que tenía a su lado. Con Alma, Kokoschka conoció Italia como años antes había hecho Klimt, pero esta vez las pinturas no se llenaron de un brillo dorado, sino de unos fondos tormentosos, oscuros y profundos, que se hundían en una sima abismal. Al regresar a Viena, en abril, Alma se dio cuenta de que le faltaban algunos documentos y supo que Kokoschka había colgado las amonestaciones matrimoniales en la iglesia de

Döbling, haciendo pública su intención de casrse con ella. Se marchó unas semanas al balneario de Franzensbad para esperar a que pasara su hipotética boda y le dijo que, si pintaba su obra maestra antes de que ella volviera, se casarían. Pero él corrió a verla. No la encontró en el hotel y uno de sus retratos, que él le había dado para que actuara como protección espiritual, no estaba colgado en la habitación, como le había pedido. Cuando por fin se encontraron, hubo más que palabras. Él volvió a Viena malhumorado, cabizbajo y desquiciado. Pintó de negro las paredes del taller, las cubrió con

dibujos en tiza blanca e iluminó el espacio con tenues luces azules y rojas. A su regreso, ella lo encontró en un estado peligroso, con un extraño brillo en la mirada. A partir de entonces se vieron solo cada tres días. Kokoschka empezó su obra maestra. No quería enseñársela hasta que estuviera terminada, pero escribía a menudo hablando del cuadro: Somos nosotros dos con expresión vigorosa y tranquila, cogidos de la mano, enmarcados en un semicírculo marino, iluminados por fuegos artificiales, un arca de agua,

montañas, un relámpago y la luna. A pesar del torbellino del mundo, es bueno saber que una persona puede depositar la confianza eterna en otra, que dos personas pueden entregarse la una a la otra y a otras personas mediante un acto de fe.

Allí estaba ella, plena, desnuda, semienvuelta entre las sábanas, rendida, mientras él se abría los pantalones desgastados y sucios masturbándose y mirando al vacío en una actitud de prepotencia y altanería. Una inmensa ola nacía del largo cabello

transformándose en un halo de fuerza que terminaba directamente en el sexo. A fines de año, el poeta Georg Trakl visitó a Oskar Kokoschka cuando daba los últimos retoques al lienzo. Trakl contempló el cuadro en silencio, escrutándolo con interés. A los pocos minutos empezó a recitar en voz alta, con su voz profunda y clara, una a una, unas palabras, un poema: Sobre negruzcos acantilados, se precipita, ebria de muerte, la deslumbrante novia del viento.

La

novia

del

viento se

consideró y se considera la obra maestra de Oskar Kokoschka. Pero lejos de casarse con Alma, que no daba su brazo a torcer —a pesar de que Moll no ponía ningún impedimento—, Kokoschka se desesperaba al ver c ó m o ella continuaba entregada a un mundo en el que él no tenía cabida. En su pobreza, él seguía pidiendo dinero. Y ella se lo enviaba, pero seguía v i é n d o l o como un artista vagabundo y maldito que nunca terminaría de triunfar y con el que jamás encontraría la paz.

La

pintura

de

Kokoschka era

expresionista, un estilo que nace de de algo típicamente centroeuropeo, arraigado desde los tiempos de Schöngauer, allá por el siglo xv, basado en lo feo y lo grotesco. Pero el expresionismo tenía sus ramas: podía ser alemán, abstracto o francés, aunque los franceses preferían llamarlo f auvi smo («ferocismo»), por la manera salvaje en que Matisse y los suyos aplicaban el color. Cualquier recurso era válido para liberar la expresión, la forma se apropiaba de los lienzos. Kandinsky, convertido ahora en el máximo representante del expresionismo abstracto, exponía

con regularidad en Múnich y Berlín, cabalgando con su Jinete Azul por media Europa. Se había sumado al grupo un pintor suizo, Paul Klee, también violinista, que practicaba una pintura a veces abstracta y a v e c e s naíf; en ocasiones geométrica y casi siempre alegre. Las exposiciones estaban siempre llenas. Uno de los visitantes habituales era un joven matemático suizo, un místico de nombre Johannes Itten, que pensaba pasarse a la pintura.

Adolf Hitler abandonó también Viena para instalarse en Alemania,

resentido con el mundo y con una ciudad que nunca l o acogió. Su puritanismo y su estrechez de miras le habían granjeado las burlas de sus colegas de los bajos fondos, había acumulado muchas humillaciones y rebosaba odio y frustración. Nunca olvidaría el programa antisemita de Karl Lueger, como tampoco nunca olvidaría Viena. Llegó a Múnich impresionado por el urbanismo, el diseño y las escenografías que había visto en la Hofoper, y fascinado por la capacidad y el potencial del espectáculo para hipnotizar a las masas. En Baviera se alojó en casa de un sastre y

continuó viviendo de la venta de dibujos y postales. De cuando en cuando se perdía por los cafés sumergido en la lectura y absorto e n Los protocolos. Y si alguien le preguntaba por su inestable forma de vida, respondía: — La guerra es inminente y entonces la profesión ya no tendrá imporancia.

14

Gropius se mantenía muy ocupado. Los directivos del Werkbund, siguiendo la recomendación de Osthaus, le habían pedido que se uniera a la junta y que participara con ellos en su siguiente exposición, que iba a celebrarse aquel año en Colonia. Asociado con Adolf Meyer, con quien compartía estudio en Berlín, Gropius decidió darse a conocer como teórico y como constructor. Proyectó dos edificios: un pabellón y otro de oficinas, los dos de una sobria simetría. El pabellón

recordaba a la planta de la AEG de Peter Behrens, pero embellecido por una franja de acero que subrayaba el volumen, y estaba decorado con relieves elaborados por un amigo suyo, un escultor de nombre Gerhard Marcks. Orden, higiene y belleza. Éxito asegurado. Como teórico, Gropius escribió una apología de lo práctico, lo funcional y lo ecológico, insistiendo en que era necesario aplicar estas premisas con sensatez y en un contexto natural. Puso como ejemplo la arquitectura orgánica de Frank Lloyd Wright y asumió completamente la adaptación de la

forma a la función y la necesidad de producir en serie, de manera industrial. Con su magnetismo personal, se llevó al público de calle. Tenía una forma especial, lógica y entusiasta de plantear las cosas. En su tiempo libre, el arquitecto entraba a menudo en las galerías de arte moderno de Berlín: el Salón de Otoño, la Secesión berlinesa y Der Sturm, la sala de exposiciones de la revista homónima. Der Sturm se había convertido, por fin, en lo que Walden siempre había deseado: el punto de referencia de las nuevas tendencias. Acogía obra del

Brücke, del Jinete Azul y de todos los expresionistas, pero también los cuadros y l a s caricaturas de otros artistas, como los de un neoyorkino de origen alemán llamado Lyonel Feininger. A Gropius le encantaba ver cómo el a r t e evolucionaba hacia unos conceptos que él consideraba tan nuevos como vitalistas. Una tarde se detuvo en seco ante un cuadro. Aquella nariz aguileña, aquellos muslos poderosos, el cabello largo, las formas contundentes… No podía ser. Pero sí, era Alma, no cabía duda. Gropius estaba estupefacto. ¿Cómo se había atrevido a mostrarse así, desnuda, en

público, como si fuera una simple modelo? ¿No tenía sentido del pudor? ¿Cómo era posible, después de todo lo que habían hecho ellos dos para ocultarse y no dar que hablar, que ella se exhibiera de aquel modo? Pero había algo peor: en algunos cuadros no estaba sola. Aparecía —a veces abrazada, a veces desnuda, a veces vestida— junto a un hombre de semblante alargado y ojos caídos. Miró otro cuadro y reconoció el mismo rostro. Título: Autorretrato. Autor: Oskar Kokoschka.

Berta

Zuckerkandl

estuvo

en

Colonia, fue testigo del éxito del pabellón de Gropius y corrió a escribir a Alma impresionada por lo que había visto. Ella recordó con nostalgia el carácter templado y sereno de su antiguo amante y no pudo evitar compararlo con Kokoschka. Además, ¿Gropius triunfando solo? Sintió una punzada de envidia y le escribió a toda prisa, proponiendo un encuentro para el próximo verano.

¿Cómo vivo? Tras varias luchas y trastornos íntimos, vuelvo a ser la que era. Más madura, más libre.

Sobre todo, sé que no tengo nada que esperar, ¡porque he encontrado tanto en la vida! Todo. Si quieres mi amistad, la tienes, pero me encantaría hablar contigo. Tu imagen me es pura y querida, y las personas que han experimentado juntas algo tan poco usual y tan hermoso no deben dejarlo abandonado. No dejes de venir, si lo deseas y tienes tiempo.

Alma Mahler (y nada más que eso en la vida) ¡Alma Mahler! ¡Ahora volvía a ser Alma Mahler! Gropius arrojó la

carta a un lado con indiferencia y no se dignó a responder.

Aquella primavera de 1914 ella terminó su casa en Semmering y se dispuso a trabajar entre sus paredes. A pesar de las discusiones y las dramáticas peleas con Kokoschka, fueron tiempos de una singular y serena belleza. Trabajaron en todas las habitaciones. Cosieron y cortaron cortinas mientras Anna Moll supervisaba la cocina y por la noche todos se acostumbraron a reunirse alrededor de la chimenea para leer o tocar música.

Kokoschka, que consideraba esa casa tan suya como de ella, pintó sobre la pared del salón principal un gran fresco en el que Alma, envuelta en una claridad fantasmagórica, señalaba al cielo, mientras él, a sus pies, se rodeaba de serpientes y de muerte. Después de dos años, la relación entre Alma y Oskar empezaba a dar evidentes muestras de saturación y hastío. Ella se levantaba cada mañana con la preocupación de estar embarazada y la perspectiva de tener un hijo con él le aterrorizaba. ¿Cómo sería ese niño? ¿Y si heredaba la fiereza de su padre, su locura? ¿Tendría que casarse

con él? ¿Qué podría ofrecerle entonces? ¿Perdería sus privilegios? Oskar la volvía loca de placer, pero un hijo era una cuestión muy seria, lo sabía muy bien. La naturaleza no tardó en ejercer su poder y los peores temores de Alma se confirmaron: estaba encinta. Una tarde, llegó una caja. Dentro estaba el busto de Mahler, modelado por Rodin, que Alma colocó con gestos de devoción en un lugar bien visible. Y Kokoschka explotó. Las palabras fueron a más, se convirtieron en insultos y los insultos, en gestos. Aquella misma tarde Alma fue a una clínica

donde le Jamás se tendría un Realizada

practicaron un aborto. casaría con él, jamás hijo con aquel hombre. la triste operación,

Kokoschka recogió al feto muerto, aquella masa informe de cartílagos y piel, envuelta en un paño empapado en sangre, y, estrechándolo contra su pecho, murmuró: «Esto es mi hijo».

Pocos días después, el 28 de junio de 1914, el sobrino del emperador Francisco José, Francisco Fernando, heredero al trono imperial, fue asesinado en Sarajevo por un nacionalista serbio

cargado de odio. Tras asegurarse el apoyo alemán, Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia, Serbia pidió ayuda a Rusia, Rusia movilizó a su ejército por el oeste y pidió y obtuvo el apoyo de Francia. A le ma nia invadió Bélgica para hacer frente a los franceses y provocó a Inglaterra, que entró en el conflicto poniéndose de parte de los países invadidos. Estallaba la primera guerra mundial. Las divisones habían sido demasiadas y, tal como Hitler había previsto, las tensiones terminaron por explotar. Todos los pueblos y todas las razas fueron llamados por sus políticos a combatir entre sí por la defensa de

sus respectivos intereses. Los gobiernos estaban ansiosos de asentar su poder y de imponer sus normas, su presencia económica y su superioridad militar. Al principio, el conflicto sumió a Europa en el delirio. Solo los más viejos recordaban una guerra; para el resto la palabra tenía connotaciones románticas. Las batallas estaban consideradas algo heroico. Se estudiaban con devoción en las escuelas, se contemplaban en los museos y eran narradas por los ancianos. Aquel verano, en casi todas las ciudades de Europa, las calles se llenaron de banderas, desfiles y

bandas de música; las mujeres despidieron a sus novios y sus maridos con sonrisas y flores; los soldados lucieron orgullosos los uniformes resplandecientes y los hombres de uno y otro bando se alistaron por el altísimo honor de servir a la patria. Pensaban que estarían de vuelta por Navidad. Pero la guerra, una de esas explosiones de elementos latentes que más tarde o más temprano cambian el ritmo del mundo, no iba a ser un paseo.

Gropius fue llamado a filas en pleno verano, el 5 de agosto.

Ingresó como sargento mayor en e l 9.o Regimiento de Húsares de Wandsbek y participó en el plan Schlieffen, que invadió a las neutrales Bélgica y Luxemburgo para intentar desde allí el ataque a Francia. Pero la estrategia de rodear a las tropas enemigas no funcionó. Encontraron una encarnizada resistencia y los franceses consiguieron frenar el ataque alemán en el río Marne. Gropius, destinado en los Vosgos de Alsacia, llevó a cabo una labor tan delicada como difícil y pronto empezó a recibir las primeras medallas. Al principio le encargaron

tareas de reconocimiento, de mera localización de tropas enemigas. Con su diestro manejo de los caballos, se internó en los bosques y en las montañas en compañía de unos pocos hombres y consiguió llevar detallada información a los mandos. En septiembre, obtuvo la primera Cruz de Hierro, segunda clase, de su regimiento. El otoño se apropió del verano y el invierno, del otoño. A los pocos meses, la guerra de movimientos se transformó en una lucha cuerpo a cuerpo. Las tropas de un bando trataban de avanzar mientras los invadidos se defendían a tiros. Sobre los destacamentos de infantería y

caballería cayeron toneladas de granadas mientras las ráfagas de ametralladora diezmaban las filas. Los ejércitos tuvieron que esconderse, arrastrarse por el barro y cavar complejos sistemas defensivos para sobrevivir al fuego contrario. Desde el mar del Norte hasta Suiza, millones de hombres se enfrentaron a lo largo de miles de kilómetros de trincheras anegadas de barro e infestadas de ratas. Día tras día, el tiempo pasaba entre los silbidos y las explosiones de las balas. Las trincheras se convirtieron en el hogar de los soldados, y los infructuosos intentos de los

atacantes por romperlas llevarían a matanzas que aún hoy siguen teniendo un lugar en la historia del h o r r o r : Verdún, Somme, Passendale, Ypres. En diciembre, la mayoría de los soldados, con el cuerpo lleno de piojos y de sangre, sabía que no estaría de regreso por Navidad. Pero antes llegó la tregua. El 24 de diciembre, muchos alemanes y austriacos recibieron pequeños abetos, en los que colocaron unas velas que encendieron con cuidado. Los aliados, al ver brillar las luces al otro lado de la tierra de nadie, allí donde cada día se amontonaban cuerpos inertes, pensaron que se trataba del

preludio de un ataque y abrieron fuego. Los supuestos atacantes no respondieron. El campo de batalla permaneció en silencio. De repente, en medio de la noche, se oyeron unas espléndidas voces pidiendo silencio, cantando en alemán la bellísima combinación de notas de Noche de paz. Y al terminar, aquellas mismas voces, ahora con un fuerte acento extranjero, gritaron al cielo nocturno, haciendo llegar una propuesta muy simple: «You no shoot, we no shoot» («Vosotros no disparar, nosotros no disparar»). En algunos lugares del frente se desplegaron carteles con la

leyenda

Merry

Christmas.

Un

alemán inició un avance hacia las trincheras británicas, seguido por media docena, todos desarmados, con las manos en los bolsillos. Algunos aparecían al descubierto para intercambiar cigarrillos o chocolates con los estupefactos aliados, que al principio pensaron que iban a rendirse. Pero pronto los ingleses también empezaron a salir de sus madrigueras, arrancándose botones del uniforme que intercambiaron como regalos. Jamás ningún presente navideño fue más bello que aquellos botones, q u e aquellas tortas de chocolate o aquellos tragos de whisky envueltos en generosidad y

adornados con buenos deseos. Los dos bandos habían dicho basta. Amaneció el día de Navidad. La tierra de nadie se llenó de miles de soldados de los dos ejércitos, que caminaban unos junto a otros haciéndose fotos. Hombres de distinta lengua cavaron tumbas, y en algún lugar, un capellán, con la ayuda de un estudiante de teología, ofreció un servicio fúnebre conjunto. Se improvisaron partidos de fútbol. En Ypres, Bélgica, tuvo lugar un encuentro en toda regla, que los alemanes ganaron por tres a dos. Los que tenían habilidades especiales

hicieron lo que pudieron. Un barbero cortó el pelo a dóciles enemigos que se hincaron de rodillas en tierra, ofreciendo su nuca. Un malabarista cautivó a los soldados mientras lanzaba al aire troncos y botones. Oficiales de ambos ejércitos compartieron unos tragos de coñac en una tienda de campaña. A l salir el sol, volvieron los pájaros. No se había visto ninguno durante meses, habían huido asustados de los tiros. Pero aquella mañana, los cantos de los petirrojos poblaron kilómetros de frente.

15

Si la tregua se hubiera prolongado otra semana más habría sido muy difícil reiniciar la guerra y se habrían salvado casi nueve millones de personas. Pero se escondió entre el polvo del cajón de la historia, quizá porque el protagonismo pertenece a los vencedores, o quizá porque se luchaba en demasiados frentes y n o t o d o s pudieron saborearla. Algunos dicen que fue solo una estrategia militar de los alemanes para detener el fuego y adentrarse en territorio enemigo. Pero los

soldados que estuvieron allí, los que cruzaron la tierra de nadie y enterraron a sus muertos, los que compartieron fotos y sonrisas, creyeron en ella. El conspicuo Adolf Hitler, que combatía como cabo en la 6.a División del Ejército de Ruperto de Baviera y que, como Gropius, había sido condecorado con la Cruz de Hierro de segunda clase, protestó con vehemencia. El alto mando aliado también se quejó. ¡Alto el fuego por Navidad! ¿Pero dónde se había visto eso? Aquello fue considerado una absoluta falta de respeto a la disciplina militar y pronto se reanudaron los tiros. Los

alemanes respondieron lanzando gases tóxicos e iniciando la guerra química.

Gropius saludó el año con el sonido de una granada a su lado y sus nervios no resistieron más. Agotado, tras pasar las noches hundido entre el fango, la lluvia, los cadáveres descompuestos, los disparos y los gritos de ayuda, el mé d ic o l o envió primero a un hospital de campaña y después a un sanatorio en Berlín. Había quedado inconsciente varias veces y necesitaba un descanso. Y como siempre que se encontraba en

circunstancias similares, recibió carta de Alma. Hablaba de S emmer ing , lo que le traía recuerdos muy hermosos: «¿Llegará el momento en que pueda traerte aquí, aquí donde estuviste midiendo el suelo con tus pasos?» No pudo pasar por alto aquellas palabras. Los días pasados con ella le parecían ahora lo más bello que le había ocurrido en su corta vida. Respondió. En febrero, Alma tomó un tren y se plantó en Berlín. Lo encontró agotado y triste, casi rendido. Pasaron juntos dos semanas, días llenos de explicaciones y de momentos diseccionados: la

muerte de Mahler, la pasión prohibida, los amores ocultos, los remordimientos, el dolor, Kokoschka y la guerra. Las noches fueron dulces y nostálgicas, cubiertas de lágrimas y de reproches; Alma lo acarició, tratando de calmar su insomnio, y él deseó no tener que regresar al frente, quedarse siempre con ella. La última noche cenaron juntos en Borchardt. El vino relajó las almas. Al terminar la cena, camino ya de la estación, donde Gropius debía tomar un tren a Hannover para reunirse con su madre antes de volver al campo de batalla, se besaron de nuevo. A aquel beso

siguió otro, y a aquel otro, otro más. Se estrecharon con fuerza. Subieron al vagón sin dejar de besarse y el tren arrancó, llevándoselos a los dos. Después de todo, la vida no era tan mala; durante la aventura decidieron casarse.

Alma regresó a Viena pasando por Berlín, donde se encontró con Schönberg y con su mujer. En las ciudades, además de la exaltación d e l odio y de la efervescencia político-patriótica, la vida continuaba. La mayoría de los jóvenes luchaban en las trincheras,

pero aún había conciertos, exposiciones y actividades, aunque el mundo estuviera siendo devorado por las malas noticias. —¿Y qué te trae por Berlín? —preguntó Schönberg a Alma con curiosidad—. ¿Kokoschka? Estaba informado de sus altibajos y se había opuesto a aquella relación casi desde el principio; los conocía a los dos demasiado bien y sabía que eran totalmente incompatibles. Ella no dudó ni una fracción de segundo antes de responder. —Gropius. El músico abrió la boca, pero no dijo nada. La relación con Gropius había permanecido tan

oculta que él ni siquiera sabía que se conocieran. Pero Alma había decidido no esconderla más. Ella cambió de tema con calma y escuchó interesada los últimos cotilleos del mundo del arte. Al despedirse, se comprometió a conseguir fondos para organizar un concierto en Viena, en el que Schönberg dirigiría la Novena sinfonía de Beethoven en la versión de Mahler, y a colaborar para que, pocos días después, él estrenara su última y polémica obra, a la que había puesto el nombre de Gurrelieder.

Alma y Gropius reanudaron la correspondencia y volvieron a escribirse a diario. Ella deseaba intensamente el reencuentro definitivo, para poder agarrarse a un poste bien firme y escapar de la vorágine en la que había estado sumida durante los dos últimos años. Añoraba a aquel hombre tranquilo y brillante, con una carrera coherente y un linaje impecable, que podía conseguir que encontrara la paz en medio de aquella guerra. Pero Kokoschka también estaba en el frente. Alma, Loos y él mismo habían llegado a la conclusión de que era la única

salida digna a aquella relación destructiva y estancada. Loos, que hubiera hecho casi cualquier cosa para que su amigo volviera a la vida tras consumirse física y psíquicamente al lado de Alma, lo había recomendado para el 15.o Real Regimiento Imperial de Dragones. El único problema había sido encontrar un caballo. Kokoschka vendió La novia del viento por cuatrocientas coronas a un farmacéutico de Hamburgo y se compró una hermosa yegua negra. Estaba tan impresionante en su uniforme que su foto se vendía en los puestos del Ring, al lado de las postales. Pero continuaba

pensando en Alma. Escribía cartas desesperadas desde antes incluso de empezar la primera instrucción militar, en Wiener Neustadt.

Corazón mío, hacia el que quiero huir y al que quiero llorarle mis penas para aliviar mi angustia: Durante toda tu vida has atraído hacia tu pecho a los otros, y a mí, el único que jamás te sustituirá por nada ni por nadie en el mundo, a mí, me abandonas a mi penosa suerte. Me olvidaste marchándote a Berlín; alguna calumnia contra mí te dio un

nuevo motivo para alejarte, para olvidar, para olvidarme a mí, para pertenecer de nuevo al mundo. De otro modo habrías encontrado quince minutos entre el 8 y el 14 para escribirme, pues sabes que aquí me persiguen todos los demonios y que nadie me ayuda. Pero he reforzado mis principios de que solo puedo sufrir con mis propios actos y amar únicamente lo que he logrado por mí mismo. Y si cierro los ojos en los momentos de gran tensión, sé que ese que se arrastra penosamente por el suelo, humillado por algún desaire

de un oficial, no soy yo, sino mi doble en la Tierra. Y el mundo y las obligaciones y las necesidades y la riqueza y el delirio y el respeto no son más que pequeñas oleadas de una niebla de sentidos en la que desaparece mi pobre doble y que yo no siento demasiado. ¡Solo deseo dormir! Dormir profundamente de una vez sin que después tenga que temer ser arrestado o castigado con una guardia de veinticuatro horas en los sucios barracones. ¡A mi dirección habitual, con mi

bello y gran nombre! ¡Arriba! Por favor, escríbeme de una vez, sobre todo ahora. Te abrazo, Almi mía, y a Gucki y a Liserin también. Oskar No podía quitársela de la cabeza. El amor y el deseo le dolían más que todas las balas. Solo era feliz cuando podía galopar salvajemente por los bosques o pasear por los pueblos dejándose ver en uniforme. La vida le daba asco y esperaba impaciente que llegara el fin del mundo, porque entonces podría encontrar un agujero en la tierra

donde poder descansar. Pero la guerra no iba a ser una destrucción total, repentina, liberadora e inmediata, sería una agonía interminable que Kokoschka y muchos otros vivirían en todo su prolongado horror. Al principio pasaba el tiempo haciendo guardias. Sus compañeros l o tenían por un salvaje, por un raro, por un cubista. Alma le enviaba dinero: siempre fue muy generosa y sentía que estaba en deuda con él. Pero el recuerdo de la vida con Kokoschka era demasiado tempestuoso, demasiado intenso, demasiado irracional. La idea de casarse con Gropius y de formar con él una

tranquila y pacífica familia le parecía cada vez más tentadora.

El arquitecto seguía haciendo méritos en el frente. En marzo obtuvo la medalla militar de Baviera, cuarta clase, por atraer el fuego enemigo mientras sus tropas se internaban en territorio hostil. Después, fue enviado a Nancy. En mayo Alma volvió a escribir, retomando la vieja idea de que eran marido y mujer, y aunque no estaba del todo segura de su respuesta, trató de convencerlo de que todo iba a salir bien, de que ella estaría a su lado cada

segundo, porque el éxtasis que los dos conocían todavía la hacía temblar y porque solo él podía llevarla directamente al cielo. Su ansia por casarse era cada vez más apremiante. Si él conseguía pronto un permiso, ella iría con sus papeles a cualquier sitio donde pudieran encontrarse para hacerlo sin que nadie se enterara. Estaba dispuesta a ser su mujer de incógnito hasta su vuelta, cuando él pudiera darle su protección. Pensaba a menudo en un nuevo nombre: Alma Gropius. ¡Alma Gropius! ¿No era hermoso? Deseaba verlo escrito por él en una de sus cartas, leerlo con su

letra. ¡Gropius! Un nombre extranjero que daba pie a fabulosas fantasías a la luz de la luna… A veces lo imaginaba tan vivamente que era incapaz de conciliar el sueño. Alma ignoraba que tenía al enemigo en casa. Manon, la madre de Gropius, tenía más que simples reservas hacia la antigua novia de su hijo. Mejor dicho, la desaprobaba con toda franqueza. Sentía vergüenza y angustia por aquel romance, pensaba que aquella mujer solo traía dolores de cabeza y que no cabía la menor esperanza de que el idilio pudiera salir bien. En un permiso, Alma accedió a ir a Berlín a conocerla y

todos sufrieron un gran fiasco. Alma, cuatro años mayor que el novio, incontinente verbal, incapaz de guardarse para sí unas opiniones más que discutibles, con unas ideas de la vida y del mundo muy poco convencionales, solo consiguió hacer de esos días una infinita y desagradable discusión. Los tres pasaron el tiempo batallando sin cuartel y acabaron exhaustos. Alma, aunque quería poner las riendas de su vida en manos del tranquilo Gropius, continuaba sintiéndose muy triste, muy sola, y seguía bebiendo. Le dio un ultimátum: si la amaba de verdad, debía demostrarlo. De lo

contrario, ella permanecería viviendo de manera independiente y a toda prisa su camino soleado y sin sombras. Prefería eso a hacer concesiones; nunca las había hecho, no sabía lo que eran. Gropius envió entonces unas líneas a su madre: Soy parte de tu sangre, he crecido guiado por tus opiniones, las conozco y las entiendo…, y he intentado, desde mi juventud, adaptarlas a mis tiempos. Todos tus respetables argumentos están petrificados incrustados en ti, y yo he tratado, de descartar aquellos obsoletos o limitados, ampliar sus

límites y, en resumen, adaptarlos a un nuevo día y a un modo de vivir acorde con él. […] Mi filosofía de vida, que ahora te escandaliza, puede que te haya pillado desprevenida, pero mi matrimonio con una mujer que vive en la más profunda libertad te debería parecer una parte lógica de mi desarrollo.

La carta surtió efecto. Manon escribió a Alma en tono conciliatorio y la futura armonía familiar comenzó a ser tímidamente vislumbrada.

Alma contrató a un tutor particular en Semmering para que preparara a Gucki para el examen de primer grado. Como ejercicio preliminar, é l l e hizo tejer un calcetín. Quedó muy bien. Después, para comprobar su caligrafía, le pidió que escribiera algo. —¿Qué quieres que escriba? —Algo. Lo que quieras. Cualquier cosa. —¿Vale un poema de Novalis? —¿Quién es Novalis? Gucki abrió como platos sus ojos azulísimos y corrió escaleras arriba a compartir con su madre

aquel ultraje. Minutos más tarde, las dos descendían solemnemente para decir al incauto maestro que sus servicios habían dejado de ser necesarios en aquella casa. A partir de entonces Gucki no recibiría educación formal. Alma dejó que la niña se guiara por sus impulsos y creciera de forma casi autodidacta, sin una referencia clara y sin ningún método. Y lo que para algunas personas podría resultar traumático, para Gucki fue una suerte. Pudo elegir con libertad y aprendió a absorberlo todo sin preguntarse nunca por los orígenes de su saber, sin que ningún profesor o escuela la influyeran en absoluto. No le

gustaban las clases de violín porque se hacía daño en las yemas de los dedos. Aunque llevaba la música en la sangre, tampoco se l a planteaba como carrera profesional. Igual que su padre, valoraba el silencio por encima de todo. Pintaba y modelaba muy bien. Hablaba inglés, alemán, francés, italiano y latín. Odiaba los callejones sin salida, los compromisos y el estilo de vida de su madre, entre fastos y oropeles.

La situación de los extranjeros en Alemania se complicaba tanto que los que quedaban pronto se

convirtieron en sospechosos de ser espías o informadores. Como en todas las guerras, lo primero en caer había sido la verdad. Beethoven, para los aliados, era ahora un compositor belga. Entre los alemanes se anatematizó a Shakespeare. Un poeta, Lissauer, escribió un Canto de odio a Inglaterra que se entonaba en todos los colegios, en todas las esquinas y en todos los cafés. Se respiraba una cólera exacerbada. Kandinsky marchó a Rusia y Van de Velde empezó a pensar en abandonar Weimar para regresar a Bélgica. Puso su puesto al frente de la Escuela de Artes y Oficios

del Gran Ducado de Sajonia a disposición del duque, pero consiguió permiso para permanecer en la ciudad hasta abril del año siguiente. En el ínterin, empezó a pensar en un posible sucesor. Recordó la brillante actuación de Gropius en el seno del Werkbund y le escribió: ¿Estaría usted dispuesto a aceptar el puesto de director de la Escuela de Artes y Oficios de Weimar? Había ultimado mi dimisión para el 1 de abril, pero me piden que me mantenga en el puesto hasta el 1 de octubre. ¿Dónde y en qué periódicos puedo encontrar publicadas

obras suyas? He dado su nombre, junto con los de Olbist y Endell, como el de un posible sucesor. Usted está, querido Sr. Gropius, entre esas pocas personas que siempre he querido bien y que espero que el mundo recuerde.

Nada se sabía de la respuesta de Olbist y Endell, pero a Gropius, a h o r a u n militar preocupado por los disparos, la sangre y la muerte, el pensar en proyectos futuros lo mantenía vivo. Desde el frente pidió a su madre que recopilara todos los artículos y

publicaciones que pudiera encontrar, y respondió a Van de Velde afirmativamente.

El 18 de agosto de 1915, Alma Mahler pasó por fin a llamarse Alma Gropius. Fue un matrimonio secreto y rápido que tuvo lugar en Berlín, desde donde los recién casados volvieron a separarse. El novio regresó al frente y Alma, a Viena. Diez días más tarde, ella se enteró por la prensa de que el regimiento de Kokoschka había sufrido una emboscada en un bosque cercano a Sikiryczy, en Volynia y supo que se contaban

muchas bajas. La mayoría de los oficiales habían sido abatidos o capturados por los rusos. Kokoschka no fue una excepción. El pintor había sentido q u e una bala rusa le rozaba la cabeza, hiriéndole en el cuello, mientras veía cómo su amada yegua caía desplomada, muerta, entre sus piernas. Cuando yacía en el suelo, entre cadáveres y heridos, llegaron los cosacos para rematar con las bayonetas a los q u e a ú n respiraban. Kokoschka notó cómo el acero puntiagudo se clavaba en sus costillas, desgarrándole el pulmón, y, aunque él apuntaba con una pistola a su enemigo, no tuvo fuerzas para

apretar el gatillo. Se desmayó. Cuando lo llevaron al hospital de campaña de Vladimir-Volynia, al noreste de Luck, antes de ser trasladado a Brno, cerca de Viena, deliraba recordando la figura espectral del joven enemigo con la bayoneta, la muerte de su yegua y las imágenes de la mujer a la que no podría olvidar jamás. Los periódicos dijeron que había muerto. Alma cogió la llave del estudio del pintor, entró y se llevó consigo bolsas enteras llenas de cartas. Pero Kokoschka vivió para contarlo. Poco después, llegaba a Viena en un tren hospital. Loos llamó entonces a la recién

casada Alma para que lo acompañara a la estación a recogerlo. Alma no estaba por la labor. —No tengo el más mínimo interés en Oskar Kokoschka. —¡Por Dios, dele una alegría a ese pobre hombre! Ella colgó el auricular. No le importaba en absoluto el destino de Kokoschka. Ahora tenía otras cosas en la cabeza. Y le fastidiaba especialmente el papel del intermediario, del mensajero; le hacía sentir culpable. Los remordimientos y la culpa no podían traer nada bueno. Eran sentimientos que había que evitar por todos los medios. Spinoza lo

decía muy claro, convertían al criminal en doblemente criminal: por cometer el crimen y por ser consciente de haberlo cometido.

Alma cumplió treinta y seis años el 31 de agosto, doce días después de su boda. Gropius le envió un collar de ónice, herencia familiar, que ella recibió tomando tranquilamente el té con dos amigas que palidecieron de envidia. Era tan bello y exquisito que aquella noche durmió con él puesto, y tan perfecto que (casi) llegó a pensar que no lo merecía. Deseaba hacer feliz a su marido.

Con él se sentía inmune, tranquila y alegre; deseaba tener unos hijos hermosos e inteligentes y reintegrarse en sociedad como una respetable señora casada. Pero su flamante matrimonio no tenía nada que ver con el que había vivido con Mahler años atrás. Gropius no era una estrella de la ópera, sino un militar en guerra que pasaba los días en el frente. Y nadie sabía que ella se había vuelto a casar. Ni siquiera sus viejos amigos, Klimt y Moser, que la visitaban a menudo. Tampoco ninguno de los muchos músicos, políticos y artistas que peregrinaban a Semmering para

conocer a la viuda de Mahler. En esas reuniones ya no se hablaba de arte, solo de política, de muertos y de Dios. Gropius estaba lejos, y ella seguía despertándose cada mañana sintiéndose observada por los enormes ojos de Gucki, que continuaba mirando el mundo con asombro. El tono de las cartas a su marido empezó a cambiar. Alma se lamentaba de tener que mantener la boda en secreto, se quejaba de su familia política, de Berlín y del inmenso esfuerzo que debía hacer para mantener su casa llena de invitados, lo único que conseguía distraerla. Gropius y ella hablaban

mucho de la propuesta de Van de Velde. Si había alguien en el mundo que lo sabía todo —o casi todo— del funcionamiento y los entresijos de una escuela de artes y oficios era Alma. Ella recordaba la organización y, sobre todo, el éxito de los Talleres Vieneses. Le habló de los días de la Secesión donde aprendices, oficiales y maestros diseñaban todo tipo de obras de arte que producían en serie las mejores fábricas de Centroeuropa. Pero las negociaciones en Weimar, aunque no estaban estancadas, tampoco acababan de encontrar salida en aquella agitada

realidad. La Escuela de Artes y Oficios estaba cerrada y Gropius no tenía interlocutor. En Weimar había otro centro, la Academia Superior de Bellas Artes, que iba a ser remodelada, y su director, Fritz Mackensen, haciendo suya la idea de Van de Velde, había aprovechado para proponer también a Gropius como jefe del Departamento de Arquitectura. Mackensen se dedicaba a desprestigiar a Van de Velde. Decía que la Escuela de Artes y Oficios había resultado un fracaso absoluto y que no pensaba derramar ni una sola lágrima por su cierre porque, si bien Van de Velde y los profesores habían

hecho un gran trabajo, los alumnos, por lo general, mujeres, carecían de la mínima disciplina laboral. Tampoco esta vez Gropius se cerró en banda, aunque desechó desde el principio la posibilidad de sentarse delante de una pizarra para dar clases. Él podía hacer otras cosas: crear una institución en la que se unieran el arte y el diseño industrial, obtener resultados comerciales, dirigir un centro que produjera los objetos más bellos, organizar actos y actividades, generar ingresos vendiendo prototipos a las fábricas, construir, imaginar,

proyectar, relacionarse y hablar en público, pero nunca trabajar como profesor. La idea de coger un lápiz y dibujar delante de un grupo de alumnos ávidos de conocimientos que seguramente tenían una destreza sobre el papel de la que él carecía podía significar el fin de su carrera para siempre y lo sabía. Empezó a dar forma a una idea tan atractiva que fuera imposible de rechazar y escribió a Mackensen poniéndola por escrito. Tenía la impresión de que algo bueno podía salir de todo aquello. Lo comentó con Alma y ella, que había vivido con Mahler las duras negociaciones con los altos funcionarios, le respondió desde

Semmering: Mackensen

miente.

Recuerdo que te dijo en su última carta que él no había derramado ni una sola lágrima por la extinta escuela. Pero por su actual comportamiento y su afirmación de que siempre apoyó a Van de Velde, tengo claro que fue él quien lo expulsó. Yo no confiaría en ese hombre, ese puesto no es tan bueno. Solo debes aceptar si te dan la autoridad que pides por escrito. No mencionar el sueldo o el cargo es algo típico de la

nobleza aria que terminará por perjudicarte. […] Antes de comprometerte, yo le diría que deseas hablar personalmente con el gran duque, porque tu contacto, Mackensen, no me gusta. Todo lo que me hace que piense bien de Weimar se desvanecerá si tengo que imaginarte ocupando una posición artística de subalterno. […] ¿Tendrás suficiente tiempo para realizar encargos de construcción? Exige. Todo lo que puede ocurrir es que no obtengas el trabajo.

Un

día

de

otoño,

Alma

paseaba con Gropius por Berlín, de camino a comprarse unas botas. Él apreciaba mucho las calidades, las medidas y la forma de las cosas, y se tomaba mucho tiempo para elegir. Dentro de la tienda estaba oscuro y olía a cuero y a grasa de caballo, un olor tan intenso que Alma tuvo que salir a la calle a respirar aire fresco. Decidió esperar sentada en un cabriolé. Pasó un vendedor ambulante de libros. Compró el último número de la revista Die Weißen Blätter (Las hojas blancas), lo abrió y se topó con un poema de Franz Werfel, un

joven literato del que todo el mundo hablaba. Se llamaba Der Erkennende (El que lo admite): Los hombres nos aman, y tristes se levantan de la mesa, para llorar. Quedamos sentados, sobre el mantel, e impasibles, lo ignorarmos. A cualquiera que nos ame, rechazamos y no habrá pena mayor que la indiferencia. Cualquiera que amemos, nos será arrebatado será duro y nada más conseguiremos. Y la palabra que todo abarca es: Solo;

e impotentes nos consumimos. Una cosa sé: nunca nada será mío. Mi único patrimonio: admitirlo Leyó esas palabras una y otra vez, y, cautivada, de regreso en Viena, se sentó al piano y las puso música.

Gropius pasó sus primeras Navidades con Alma en Viena, y el cálido recibimiento de la familia y los amigos de su mujer le hizo olvidar temporalmente los sinsabores de la guerra. A pesar

de sentirse como un huérfano entre extraños, estuvo simpático y amable con Gucki. Por fin parecía que todos formaban una familia feliz. Gropius sentía que dentro de su mujer había algo grandioso y especial, que debía vivir para estar a la altura de lo que ella esperaba de él. Con su constante búsqueda de la perfección, Alma lo obligaba a superarse, a ser mejor, a aspirar siempre a más. Era original hasta el extremo, íntegra, paradójica y genial, y tenía un carácter fuerte y soberano, una enorme grandeza de espíritu y una naturaleza sensible. Pero también era excesiva en sus virtudes y en sus defectos. Alma pasaba por encima

de cualquier cosa para conseguir sus objetivos. Cuando alguien caía, lo mejor era empujar. Y no podía ver a su marido como era en realidad, se había enamorado de una idea, de una entelequia, de alguien que s o l o existía en su imaginación, de una mezcla de personajes reales con otros inventados. Ella quería vivir aquella vida idílica, pero el mundo era sórdido. Y l a distancia distorsionaba la imagen cada día más.

16

A su regreso al frente, en enero, Gropius fue llamado desde su puesto en los Vosgos para mantener una reunión con el gran duque, la gran duquesa y otros altos funcionarios de SajoniaWeimar para hablar de la futura e s c ue l a d e a r t e d e l ducado. Aprovechó un permiso y se encontró con un panorama desolador. La escuela de Van de Velde, aquel sobrio edificio de amplios ventanales, era ahora un hospital militar y Mackensen había abandonado su cargo al frente de

la Academia Superior de Bellas Artes. Aun así, la ciudad le gustó. L o recibieron a las puertas de un castillo del siglo xvii y atravesó salones, pasillos y galerías. Tras subir solemnemente escoltado la magnífica escalinata, llegó a las habitaciones privadas de los duques. La entrevista salió bien y comunicó el resultado a Alma. A ella le encantó la idea. Sintió renacer la esperanza de vivir con él una vida de cuento de hadas, creativa y feliz. ¡Weimar! ¡Sería maravilloso! ¡Alquilar una casita pequeña en aquella aristocrática ciudad y comenzar de nuevo, lejos de la familia y los amigos, con el apoyo de los duques y como la

esposa de Herr Direktor! ¡Había que procurar que eso ocurriera! El duque pidió a Gropius que pusiera por escrito sus consideraciones en cuanto a la creación de un departamento de arquitectura, y le rogó que explicara el tipo de instrucción que, a su juicio, deberían recibir las distintas disciplinas. Gropius respondió desde el frente con una serie de sugerencias para la fundación de un centro docente que actuara como oficina de orientación para la industria, el comercio y la artesanía, y en la que artistas y artesanos colaborarían en el diseño de unas

piezas que los fabricantes se encargarían de producir a gran escala. Habló de la integración de todas las artes exigiendo una estrecha colaboración entre el comerciante, el técnico y el artista, y, al mismo tiempo, citó su viejo ideal de recrear las Bauhütten medievales, aquellas logias de a r t e s a no s ensalzadas en Los ma e s t r o s cantores, que establecían una organización piramidal y estructurada en la que se trabajaba con el espíritu por la idea de un bien común. De vuelta en el frente, Gropius trató de conciliar a dos personalidades tan irreconciliables como las de su madre y su mujer.

Manon no podía entender cómo su hijo persistía en aquel «noviazgo» secreto y él culpó de todo a Alma, alegando que, en su posición dentro de la sociedad vienesa, no debía estar expuesta a las habladurías de la gente. Era simplemente una manera de arrojar sobre su mujer el peso de sus propias dudas. Manon Gropius estaba tan decepcionada con su hijo que apenas le dirigía la palabra, aunque se hubiera decidido por fin a hablar con su nuera. Y Alma, pensando ingenuamente que había conseguido conquistarla, escribió a Gropius pidiendo que recordara a

su madre quién era ella: Es la primera carta de tu madre que sale del corazón, aunque este sea algo estrecho de miras. Es muy apasionada y tiene gran ansia de poder. Tú sigue escribiendo cartas buenas y valientes; pronto reanudaréis vuestras relaciones. ¡Sé todo un hijo! Pero, como siempre, sin contarle tus verdaderas intenciones. Ella no es capaz de entenderlas. Dile que las puertas del mundo entero, que hoy por hoy están abiertas al nombre de Mahler, se cerrarían rápidamente al desconocido

nombre de Gropius. Pregúntale si ha pensado alguna vez en todo lo que yo he tenido que renunciar por mi posición actual. Peritos hay miles, pero solo hubo un Gustav Mahler y solo hay una Alma.

A Alma, los parientes de Gropius cada vez le gustaban menos. Sentía amargura y resentimiento por el poco reconocimiento que le prestaban, aunque al pensar en ellos admiraba a Gropius cada día más. Le parecía imposible que la menor chispa de originalidad pudiera salir

de

tanto

convencionalismo.

Siempre que iba a Berlín se quedaba en un hotel; no utilizaba el piso de su marido ni veía a su familia política. Prefería alternar con los Schönberg o visitar las galerías o las salas de conciertos, donde seguía sintiéndose ella misma. Su suegra tampoco hacía nada por verla.

En el campo de batalla, Gropius solo recibía malas noticias. Su madre continuaba enfadada y su mujer parecía vivir en una nube, muy lejos de la realidad. Una vez llegó a pedirle que cambiara la

fecha de un permiso para que coincidiera con una fiesta en Viena. ¡Como si no fuera suficiente con haber conseguido un par de días libres para verla, en medio de aquel horror! A Alma, la anterior experiencia con Gropius le había demostrado que demasiada efusividad o demasiada entrega solo podían traerle desprecio. Y le hablaba del enorme número de pretendientes que rondaban por la casa de Semmering. Ahora era Shrecker, el compositor; mañana, un pintor esperanzado y al día siguiente, algún conocido de la infancia. Contaba cómo escritores, políticos y artistas la cortejaban a diario mientras Gropius se tragaba

la hiel. Pocas semanas después, él tuvo por fin que romper el silencio oficial e informar a su madre de que estaban casados; Alma esperaba un hijo. Ni siquiera su madre podría dejar de alegrarse de la noticia. En efecto, Manon escribió inmediatamente a su nuera y una nueva época pareció comenzar. Pero, para los vieneses, la boda continuaba oculta. Alma lamentaba que tuvieran que mantener el secreto, quería decir al mundo que estaba casada con aquel alemán apuesto y elegante. Escribía a su marido sobre sus compras, sus amigos, las visitas, los conciertos y la ópera, hablando

de su desprecio por Kokoschka y de la felicidad por el hijo que esperaban. Trataba de hacerle olvidar la guerra. Ella confiaba en que él respondería hablando de amor. Pero un día él se atrevió a preguntar por la marcha de unas obras que había proyectado en la casa de Semmering. Y Alma se enfureció. Utilizó el ataque como la mejor defensa y respondió a su marido en términos muy duros: A veces eres muy extraño. Podría incluso decirse que tonto. «¿Has ampliado el porche hasta las ventanas del comedor?» Esto solo puede ser escrito por un arquitecto o p o r alguien que

se ve a sí mismo como tal. ¿Cómo puedes preguntarle algo sobre una casa situada a mil metros de alto a tu mujer embarazada, durante la guerra? Me preocupa. En tiempos de paz, y si yo estuviera completamente sana, el reforzar una terraza de hormigón sería una empresa fatigosa porque aquí todo resulta complicado y solo se encuentran trabajadores con gran esfuerzo. ¡Pero ahora! Esta inconsciencia me inquieta. ¡Qué desconsideración! Si estuviera tan loca como para

tratar de hacer algo así, tú deberías hacer todo lo que estuviera en tu mano para impedírmelo. Puertas abiertas, planos, suciedad, extraños en casa…, pero, sobre todo, el peligro de agotamiento. Y no te das cuenta de ello. ¡Y tú quieres triunfar en tu profesión sin tener ni idea de lo que se puede exigir a las personas! ¡Y tú quieres ser mi consuelo mientras me abrumas sin piedad con tareas innecesarias! Tan queridas como me son tus cartas, esta me ha sorprendido. Te pido consideración. Dime, ¿qué

otras tareas quieres que haga? ¿Quieres también que reforme guarda?

la

caseta

del

A partir de entonces, Gropius empezó a espaciar las cartas. Ni siquiera dijo nada cuando consiguió sobrevivir a un accidente de avión en el que el piloto murió de manera instantánea. Estaba cada día más ocupado. Se había presentado a un concurso de arquitectura en Turquía, y aprovechaba los permisos para acudir a las reuniones del Werkbund en la ciudad de Bamberg. Apenas escribía a su mujer más allá de

una breve nota a lápiz de vez en cuando. Alma se sentía aún más insegura, con un marido que permanecía tanto tiempo callado, lejos de ella, luchando en la guerra. La falta de noticias la desconcertaba profundamente y la llenaba de dudas, a ella, acostumbrada al cariño exclusivo y absorbente desde sus días de juventud. Pero lo amaba, lo amaba mucho; no sabía qué hacer para atraer su atención. Le preocupaba su propia salud y la del bebé que llevaba dentro. No tenía a nadie con quien compartir esos temores, nada era como en los tiempos de Mahler. Y seguía estando inquieta,

sin saber lo que él estaba haciendo en su ausencia, preocupada por que pudiera volver a huir de su lado. Alma era muy sensual y lo echaba terriblemente de menos. Si pudiera absorberlo, abducirlo, llevarlo siempre dentro sí, no tendría nada que temer. Esperaba, aunque no estaba del todo segura de conseguirlo, que él se mantuviera fiel, que guardara sus dulces fluidos, de los que estaba tan hambrienta, para verterlos solo dentro de su cuerpo. Ojalá le jurara por lo más sagrado que no había estado con nadie desde que se casaron. Deseaba un reencuentro puro de cuerpo y espíritu. Se decía que muchos

soldados morían en el frente, pero no debido a las balas, sino a la propagación de las enfermedades venéreas. Ella, a veces, sentía pánico. Y el miedo, los celos y la incertidumbre iban ganando terreno al amor. Su suegra no paraba de lanzar indirectas sobre la poca atención que le prestaba su hijo. A veces Alma pasaba hasta cinco días sin una sola noticia. C omenzaba a pensar que la estaba dejando sola, que se estaba apartando de su lado. La actitud de Gropius le parecía irritante. Uno no abandonaba a su mujer encinta para dedicarse a los

deberes profesionales, aunque los deberes fueran de fuerza mayor, como aquella guerra. ¡Él empezaba a olvidarla! Muy bien, su espíritu tenía alas; eso debía quedar muy claro. Si él era infiel, a ella no le quedaría más remedio que hacer lo mismo. Y siempre encontraría candidatos. Pero por ahora no había nadie que le gustara más que Walter, que su marido Walter, que su querido Walter, que su noble caballero de Los maestros cantores. Estaba tan desconcertada que incluso la visita de su suegra a Viena tuvo efectos calmantes; al menos, trajo noticias. Se propuso ganársela y puso tanto empeño en

ello como antes en imponer su carácter. Las dos mujeres pasaron juntas varios días, tratando de conocer lo mejor de la otra, y Alma escribió a Gropius con buenas nuevas sobre su relación. Por desgracia, Manon no opinaba lo mismo. Aunque admitía que, obviamente, Gropius había encontrado un tesoro, un raro y exquisito ser humano con recursos propios que había conseguido hacer suyo, algunas de sus ideas, hábitos y puntos de vista le resultaban extraños y ajenos. La mala educación de Alma le preocupaba especialmente. En otros aspectos no podía dejar de

admirarla: era inteligente y encantadora, y le asombraba la forma en que había sido capaz, considerando la agitada vida que llevaba, de mantener a su hija sin afectación, dentro de su mundo infantil. La consideraba una buena madre. Era la única que pensaba así. Por su parte, Alma opinaba que Manon era extravagante hasta el punto de la megalomanía y absurda en sus compras; creía que no se ocupaba del piso de su hijo y que administraba mal su gigantesco hogar. Pero ella se sentía tan feliz cuando sentía las patadas de la criatura en su vientre que se olvidaba de todo. Aunque

lamentara verse cada vez más gorda.

Gropius había ascendido a adjunto de su regimiento y las vi s i t a s a casa eran escasas. Cuando llegó el momento del parto le concedieron un largo permiso para estar cerca de su mujer, pero, tras diecisiete días de interminable espera, tuvo que volver al frente. Estaba encadenado a aquella absurda guerra que asesinaba cualquier intento de entender el significado de la vida. Toda esperanza, todo deseo o toda alegría quedaban

arruinados. La prolongación de una contienda que, en teoría, solo debía haber sido un cómodo paseo de unos meses, estaba acabando con la calma y la serenidad de todos. La derrota era algo todavía imposible de asumir. El 5 de octubre el bebé seguía sin dar señales de vida. El arquitecto estaba seguro de que no tenía deseo alguno de aparecer en este mundo de locos. Como, según todos los cálculos, el embarazo duraba ya diez meses, Alma se hizo un corte e hizo creer al médico que estaba sangrando. Se le practicó una cesárea lenta y difícil, provocando desde fuera las

contracciones. Ese mismo día de 1916 vino al mundo un ángel, una gacela, una hermosa niña de rizos negros, un ser deseado y esperado, amado desde el instante en que nació. Cuando su madre la tuvo en sus brazos, la contempló en éxtasis. Era un bebé de ojos grandes, piel impoluta y labios perfectos que la enamoró instantáneamente. Era una magnífica y perfecta niña aria, pura, serena y radiante, que conquistaba a todos con solo mirarlos. El matrimonio Alma/Gropius podía hacerse público. Toda Viena adoraría a aquella criatura. Alma estaba tan feliz que hablaba ahora de ir a por

un niño. Gropius esperó en el frente con los dientes apretados, confiando en que su mujer se encontrara bien, hasta que un t elegrama l o informó del nacimiento de su hija y de las dificultades del parto. Se sintió tan orgulloso y feliz que quiso abrazar al mundo, y corrió a verlas. Partió desde Francia y viajó dos días con sus noches hasta que llegó a Viena, cansado, sucio, sudado y sin afeitar. Alma no le dejó tocar a la niña hasta que se hubo lavado. Pero se trataba de algo más que de un simple aseo. No quería compartir a Manon, deseaba

entregar a aquel ser todo el amor que no podía dar al padre, era el lazo que los mantenía unidos. Ninguno de los dos confiaba del todo en el otro. Pasaron juntos dos días que transcurrieron vertiginosamente, disfrutando de su hijita. Alma era feliz amamantándola, besando sus manitas diminutas y sus pequeños pies; a veces debía frenar el impulso de besarla en la boca. Gropius, que sentía que por fin podía disfrutar de la armonía familiar, feliz también, localizó al propietario del cuadro favorito de Alma: Sommernacht am Strand (El sol de medianoche, o Noche de verano en la playa) de Edvard

Munch. Aquel mismo día lo colgaron en Semmering. Terminado el permiso, él volvió a regañadientes al frente, prometiendo que estaría de vuelta para el bautizo. Ella se quedó en casa, contemplando durante horas aquel mar enfurecido, flotando en el movimiento infinito de las olas, pintadas por un noruego atormentado. A veces se sentía renacer, disfrutaba de la vida y de la música en sociedad, y regresaba al piano y a la ópera. Otras, cuando estaba de nuevo sola, añoraba alguna alegría esporádica. O sentía tanta rabia que le asaltaban deseos de hacer

daño. Cuanto más conocía a Gropius, más se daba cuenta de que nunca podría disfrutar con él de la complicidad que había vivido con Mahler. Ella estaba acostumbrada a tener una pareja permanente, con una vida interior rica y propia, que se retiraba a trabajar en soledad y le dejaba mucho tiempo para sí misma. Mahler la amaba y la tenía en un pedestal. Además, carecía de familia. Desde la marcha de Justine y tras la muerte de su hija mayor, ella y Gucki habían sido sus únicos parientes cercanos. Con Mahler nunca existieron los silencios forzados: las

conversaciones se llenaban con la hiperactividad del director, con los altibajos de la vida cotidiana y, cuando esto fallaba, siempre quedaba la música, que ambos adoraban. Gropius tenía dos hermanos, una madre viva y exigente, y toda una caterva de tíos y primos que requerían su presencia. Y, con su carácter abierto y sociable, estaba acostumbrado al trabajo en equipo. Tenía también un vasto círculo de amigos que l o apoyaban desde el principio de su carrera y a los que no iba a renunciar para dedicarse en exclusiva a su exigente esposa. Él era un ideólogo que quería

cambiar el mundo, no un artista con necesidades expresivas; era un tipo de persona que Alma nunca había conocido antes, un hombre de negocios capaz de vender muy bien sus ideas, independiente y seguro. Con Gropius no había música. Su trabajo se centraba en mejorar la vida de los obreros, en las posibilidades de los nuevos materiales o en el peso específico o la resistencia de la madera o del vidrio; temas que Alma no podía compartir por falta de conocimientos técnicos. Cuando empezaron a brotar silencios y reproches, cada uno empezó a buscar su propio espacio vital. Ella era Alma Mahler, la princesa de la

Secesión, la reina de la Ópera, la viuda del genio. No estaba dispuesta a renunciar absolutamente a nada y de ninguna manera se planteaba descender ni uno solo de los escalones sociales que tanto le había costado subir. No podía doblegarse, mucho menos por un hombre menor que ella, por un arquitecto todavía desconocido, por muy de buena familia que fuera, por mucho que lo amara. Aquello no había salido bien antes y no iba a salir bien ahora. Tenía demasiado orgullo como para volver a tropezar en la misma piedra.

En 1916, Johannes Itten, que por entonces tenía veintiocho años, se instaló en Viena y abrió una escuela de arte. Era alto y hermoso; las facciones de su rostro estaban dispuestas en bella proporción; tanta, que ni siquiera cuando se rapaba la cabeza perdía un ápice de su atractivo. Hijo y nieto de maestros, había ejercido de profesor antes de conseguir su diploma en ciencias y pasarse a la pintura. Había visto las obras de Picasso y Braque en París, las exposiciones organizadas por Walden en Berlín y los cuadros de Klee y los

Delaunay en Múnich. Estaba tan absolutamente absorbido por las teorías de Kandinsky que acababa de pintar su primer cuadro no figurativo. El descubrimiento de la abstracción le llevaba a afirmar que no quería producir obras de arte, sino concentraciones de ideas. Pintar era centrarse en el color y la forma. En aquella época d e ismos artísticos —cubismo, futurismo, surrealismo, dadaísmo, expresionismo, constructivismo, suprematismo y demás—, su pintura se encuadraba dentro del orfismo, un término que Apollinaire había utilizado unos años antes para definir los cuadros de los Delaunay. Practicaba la no

figuración o la figuración simbólica. Su abstracción era geométrica, con un fondo armónico casi musical, siguiendo a Kandinsky. Utilizaba formas más o menos rígidas —círculos y semicírculos en bandas concéntricas, segmentos alternados o prismas de colores—, buscando una correlación y dispuestas con ritmo, en composiciones de gran fantasía a base de colores primarios vivos. Con Itten se estudiaba armonía, esa armonía que pertenece a la música y a todas las artes, esa cualidad necesaria en toda belleza. Pertenecía a la secta Mazdaznan, un híbrido

pseudorreligioso creado por un t ipógraf o germano-ruso que se hacía llamar doctor Otoman ZarAdusht Hanish, en referencia a Zaratustra, según el cual el mundo estaba dominado por dos seres primarios: el dios principal, Ahura Mazda, y su adversario, Ahrimán, el espíritu del mal. Era una creencia maniqueísta, centrada en la dualidad del bien y el mal, en el contraste, la bipolaridad y la oposición, que buscaba un estilo de vida saludable basado en la comida vegetariana, el movimiento controlado y la predisposición del espíritu para despojarse de sus deseos y pasiones a través de la disciplina. Mientras enseñaba, Itten

había descubierto el significado del automatismo en el proceso artístico. Afirmaba que a partir de la meditación se conseguía extraer el fluido más sensible, concentrarse en la pintura y acercarse a Dios. A lma l o tomó muy en serio desde que lo conoció, cosa que no tardó demasiado en ocurrir, dado que en la Viena de la Gran Guerra quedaban muy pocos artistas disponibles y, aunque su relación era más fraternal que erótica, él se convirtió rápidamente en un visitante habitual de Semmering. Hablaban de melodía, de línea, de Bach y de Franck, de armonía y de

color, de Schönberg y de Van G ogh. E l misticismo de Itten le recordaba vagamente al de Mahler. A Alma le encantaba su espiritualidad y su porte majestuoso, su suave tono de voz y sus profundos conocimientos. Era una más de los que caían rendidos ante su magnetismo.

Centroeuropa empezaba a rezar pidiendo que terminara la guerra. El enfrentamiento entre las grandes potencias industriales estaba llegando a un nivel de violencia y crueldad nunca visto, y la invención de las nuevas armas

—las granadas, los lanzallamas, l o s tanques y el gas— incrementaba el horror y las masacres, llevando al frente occidental a un empate táctico. La guerra de trincheras se estaba convirtiendo en un martirio para millones de hombres que duraba ya varios años. Ya nadie regalaba flores por las calles y Viena había dejado de brillar. Las noticias que llegaban del frente no hablaban de batallas heroicas ni de victorias gloriosas. Eran otra cosa: A las seis de la mañana entramos en la batalla en silencio, sin que nadie h a b l a r a . Los camaradas, unos junto a otros, se

estrecharon las manos. Uno de ellos, en su avance, tuvo que retroceder. Le habían volado la barbilla y la boca. Mientras lo vendaban, media lengua le cayó. También estaba herido en un brazo. Entonces se desató un infierno; los tanques del enemigo abrieron fuego y fue terrible. Nuestros compañeros caían a derecha e izquierda y el teniente gritó: «¡Me han dado!». Le habían volado un brazo y una pierna. Vi hombres muertos a los que les faltaba la cabeza. Pero si el fragor de la batalla fue

terrible, el silencio gélido que siguió fue todavía peor. A mi lado yacían hombres y caballos apilados unos sobre otros. Entonces llegó Morast. Mi sección consistía en dos hombres, todo lo que quedaba. Las trincheras estaban llenas de muertos hasta arriba. La compañía se rehizo. Faltaban el capitán, los tenientes y cuarenta y un hombres. El coronel nos animó con las palabras «¡Buenos días, primer batallón!».Trató de continuar, p e r o prorrumpió en llanto. Entonces habló el general. Dijo que virtualmente

habíamos aniquilado a un enemigo ocho veces más fuerte que nosotros y que nuestra sección pasaría a la hist oria. Intentó animarnos, pero todo el regimiento se levantó y lloró. Después nos retiramos y nos dieron el rancho, pero nadie tenía hambre. A las tres y media enterramos a los muertos y a las siete nos metimos en los barracones, donde todavía estamos.

Durante horas, días, semanas, meses y años, los soldados continuaban muriendo por

miles en las trincheras, dando dentelladas a la tierra con obuses, bombas y disparos, amontonados entre el barro y la muerte. Montañas de cadáveres cubiertos de sacos formaban parapetos y por sus resquicios escapaban las ratas gordas, hinchadas de carne humana. Kokoschka fue uno de los miles que tuvieron que ser ingresados en un sanatorio mental.

En noviembre, murió el anciano emperador Francisco José, a los ochenta y seis años, en el palacio de Schönbrunn. El monarca fue automáticamente sucedido por su sobrino Carlos, pero el poder real

del imperio siguió en manos de los generales. En el ejército alemán destacaba un militar implacable llamado Ludendorff. Llegaron las Navidades. Gropius se encargó de organizar en Viena la ceremonia del bautizo de su hija, celebrada a la luz de las velas. Recibió del nombre de Manon Alma Anna Justine Carolina, pero todos la llamaron Mutzi, olvidando pronto que le habían dado el nombre de su abuela, el de la protagonista de una de las más hermosas óperas de Giacomo Puccini. Ningún Gropius estuvo presente; alegaron que en aquellos días era demasiado difícil viajar. Enviaron,

eso sí, hermosos regalos. Alma rogó a su marido que no volvieran a separarse y le sugirió que se mudaran a Berlín, donde podría sentirse más cerca de él. Pero a Gropius no le gustó la idea. En Año Nuevo, Alma invitó a su suegra a visitarla, pero solo obtuvo más excusas… y más largas.

17

Gropius tuvo que esperar hasta marzo de 1917 para volver a ver a su hija, que ya había cumplido los seis meses. Casi fue incapaz de reconocerla, tanto había crecido. La encontró encantadora y pasó horas escuchando sus dulces balbuceos, comparándolos con los trinos de los pájaros, llenos de alegría y de vivacidad. Se le parecía mucho. Tenía su misma boca, sus mismos ojos y la misma frente amplia y lisa. Alma la criaba sin ayuda, pero seguía encontrando tiempo para su

agitada vida social. Él pasaba los escasos permisos que le concedían entre Viena y Berlín, y en sus ratos libres imaginaba su futura escuela. Estuvo destinado en varios frentes: en el Somme y en Namur (Bélgica), donde fue nombrado profesor de comunicaciones de los oficiales. Impartía las clases en un castillo abandonado, con una hermosa vista sobre terrazas y jardines. Enseñaba el uso de las linternas, las torres de luces, los perros y las palomas mensajeras.

Alma vivía ahora casi en exclusiva

para Manon; s e dedicaba a ella como no había hecho antes con ninguna de sus otras hijas. Pasó el verano tratando de ocultarse de los excursionistas y los veraneantes, sintiéndose débil y pensando que ya no había nada que el mundo le pudiera ofrecer. No quería convertirse en un ama de casa llena de achaques, pero empezaba a evitar a la gente, primer signo exterior de su profunda depresión. Recibía, despedía a sus invitad o s y después lamentaba su soledad. Pensaba que era un parásito sentimental, se veía como un ser cansado y abatido que y a nada podía esperar de la vida. Era

consciente de que había engordado y de que, aunque tenía una mente poderosa, surgían a su alrededor caras nuevas, mujeres jóvenes y esbeltas que atraían las miradas masculinas. Se sumergió en la lectura. Solo los libros la apartaban de su realidad y del distanciamiento de su marido. Trató a menudo con editores y escritores, en un ambiente que no le era ajeno —conocía bien a G e r ha r t Hauptmann, a Thomas Mann, a Stefan Zweig y a Karl Kraus desde que era joven—, pero del que se había alejado tiempo atrás. En aquellos días de guerra, solo encontraba consuelo en sus

hijas, en los libros y en el alcohol. Uno de sus más recientes amigos, el escritor Franz Blei, le preguntó si quería que le presentara a Franz Werfel. Y Alma, de repente, recordó: «la palabra que todo abarca es: solo. E impotentes nos consumimos. Una cosa sé: nunca nada será mío.». Aceptó.

Werfel, a sus veintisiete años, era un hombre bajo, g o r d o y despeinado, de labios sensuales, frente amplia y ojos azules y saltones, semiocultos tras unas gruesas gafas. Era el único hijo de una rica familia judía, dueña de una

fábrica de guantes. Había nacido y estudiado en Praga, la capital de Bohemia, y en casa de Berta Fanta, la esposa de un farmacéutico que abría su hogar todos los domingos a la intelligentsia judía de la ciudad, había conocido a Albert Einstein, Ernst Popper, Franz Kafka y Max Brod, con quienes había establecido una profunda amistad que duraba todavía. Su padre lo había puesto a trabajar a los diecisiete años en una oficina de transportes de Hamburgo, porque confiaba e n que allí adquiriría la suficiente experiencia como para hacerse cargo del negocio familiar. Pero el joven pasaba las horas

muertas mirando el reloj, esperando a q ue transcurriera el tiempo, que las puertas se abrieran y que él pudiera dedicarse a gozar de la vida, la poesía, los cigarros, los buenos vinos, las mujeres hermosas y la música. Odiaba tanto aquel empleo que un día tiró todos los papeles por el desagüe. Fue inmediatamente despedido. Pronto encontró trabajo como lector en una editorial y allí empezó su carrera pública. Porque si algo sabía hacer Franz Werfel era leer, recitar. Cuando lo hacía se producía en él una profunda transformación. Cuanto

declamaba, se volvía hermoso. Conocía los poemas de memoria y l o s recitaba sin dudar o equivocarse, fogosamente, con u n a voz aterciopelada, vibrante, intensa y triunfal, pero siempre profunda, dulce y bien modulada. Us a b a aquella voz para cantar, para seducir, para ganar. Fuera cual fuera el tema de las conversaciones, convencía a la audiencia con sus palabras llenas de vida y de matices, solo con el sonido de su voz. Era cualquier cosa excepto aburrido. Interlocutor y orador fascinante, invitado ameno, con pocos prejuicios y risa fácil, contaba historias interminables plagadas de

anécdotas, a veces inventadas, otras no. A los veintiún años había conquistado al público con su primer libro de poemas, Der Weltfreund (El mundo amigo), un canto a la armonía de la humanidad, y se había convertido en una joven y rutilante estrella del firmamento de las letras. Hasta Karl Kraus había quedado subyugado por el carisma y la fuerza de su verbo. Aun siendo un pacifista militante, llegada la guerra, Werfel había sido reclutado y enviado a Italia. Perdió el tren de los soldados y lo castigaron. Lo trasladaron a Gröz. En un permiso

subió a una montaña en funicular, saltó a tierra antes de que se detuviera y se lesionó ambos pies. La herida del izquierdo alcanzó el hueso y pasó varias semanas en el hospital. La baja duró poco; al salir del sanatorio fue juzgado en consejo de guerra y condenado por automutilación. L o enviaron al frente como suboficial de artillería, pero él dejaba pasar al enemigo por la frontera austriaca mientras continuaba escribiendo poema tras poema. Un día, en la cantina, un oficial le pidió que recitara algo. Al principio Werfel se negó, pero por temor a más represalias empezó a declamar una larga balada que

conocía de memoria: «Las grullas de Íbico», de Schiller. En la cantina de oficiales comenzó a sonar muy despacio aquella clara y dulce voz: «Hacia las canciones y luchas de carros, donde todas las corrientes de Grecia confluyen en la alegre fiesta del istmo de Corinto, inició Íbico, el amigo de los dioses, su viaje…». El poema narra las desventuras de Íbico, el poeta griego. Asaltado y herido de m ue r t e por unos ladrones de camino a Corinto, poco antes de morir, miró al cielo y apuntó a unas aves que pasaban. «¡Que esas grullas sean testigos de mi

asesinato!», dijo. Y en Corinto, los asesinos, sentados entre la muchedumbre, al ver unas grullas en el cielo, confesaron el crimen. Según avanzaba la narración, la voz de Werfel se fue apropiando de las conciencias, de la cantina y hasta del aire. Uno a uno fueron entrando todos los oficiales, absortos, mudos, paralizados por aquellas palabras que llegaban directamente al alma, llenando la silenciosa sala con su eco. Cada uno de ellos hacía lo imposible para que el resto de los allí presentes no advirtiera que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Aquella exhibición dramática le salvó la vida. Poco después fue

trasladado a la oficina de prensa de la guerra, en Viena, como responsable de los partes y la propaganda. Kraus se puso furioso. Tres años atrás él había escrito un largo artículo en Die Fackel en contra del entusiasmo belicista, «In dieser großen Zeit» (En estos grandes tiempos), y ahora, en plena contienda, hacía lecturas públicas, por entregas, de su primera gran obra, Die letzten Tage der Menschheit (Los últimos días de la humanidad). Aparecían personajes ficticios y reales, masas enardecidas, máscaras de gas parlantes, reporteros armados

con sus Kodak, turcos, judíos, serbios, alemanes, aristócratas y generales y soldados moribundos, y el mismísimo Dios, que contemplaba la carnicería humana y, sin poder evitarla, sentenciaba: «Yo no lo he querido». A Kraus, el trabajo de Werfel en el Departamento d e Prensa le parecía una claudicación, una sumisión, una renuncia, una traición, una vergüenza. —No es que la prensa pusiera en marcha la maquinaria de la muerte, —escribió — pero nos socavó el corazón de tal modo que no pudimos ni imaginar lo que nos aguardaba. Por eso es culpable de esta guerra.

Retiró su apoyo a Werfel. Pero el poeta continuaba escribiendo, era cada vez más famoso y comenzaba a gozar de las mieles del éxito.

Werfel llegó a Semmering en compañía de Blei. Encontraron la casa vacía, Alma había salido. Cuando apareció, con su imponente estatura, los dos se levantaron como impulsados por un resorte. Blei hizo las presentaciones y Alma ofreció a Werfel su sonrisa más seductora. Hacía tiempo que no encontraba a alguien a quien admirara tanto. Tocó al piano su versión de Der

Erkennende y él habló de su amor por la música, por Mahler y por Verdi. Blei se retiró pronto, dejándolos solos. La conversación se hizo más personal y, por tanto, más interesante. Los dos sintieron la urgente necesidad de hablar de ellos mismos y de hacerse c o nf i d e nc i a s , apartando los exhibicionismos culturales, creando un inmediato lazo de complicidad. —¿Cómo se puede ser feliz mientras haya alguien en la Tierra que sufre? —se preguntaba él. —Mahler opinaba igual. Él confesó sus debilidades, le habló de su pasión por la buena

comida, la bebida y el tabaco, que Alma no solo comprendía, sino compartía. Ella le mostró una obra escrita por Schönberg, Die Jakobsleiter (La escala de Jacob), y Werfel la leyó en voz alta, cautivando definitivamente a su anfitriona con su aterciopelada voz. Tras la lectura, quedó pensativo. «Conozco el conflicto de ese hombre; es el judío, el judío que sufre por sí mismo.» Werfel se convirtió en invitado habitual. Gropius, que lo admiraba tanto como Alma, a menudo lo encontraba en casa cuando llegaba de permiso. A veces los tres se sentaban alrededor del piano; Alma tocaba y el poeta

cantaba con su bella voz de tenor arias de Verdi o de Charpentier. Ella volvía a ser feliz, rodeada de música y de sus hijas, y las miradas entre ella y Werfel fueron haciéndose cada vez más profundas y exigentes. Alma empezó a imaginar que Gropius nunca la había comprendido del todo. Aunque, en realidad, eran las eternas separaciones, no la incompatibilidad, lo que había abierto una sima entre los dos. Y también estaba la música, que ella adoraba y Gropius no sabía compartir. Werfel la miraba tan profundamente, y era tan joven y tan famoso, y ella disfrutaba tanto

con sus lecturas y su prestigio… Le recordaba mucho a Mahler. Al intuir que volvía a ser atractiva, Alma se sintió fuerte y se llenó de energía; tanta, que le sobraba; tanta, que todo aquel que se acercaba a ella se asustaba de su potencia. Una noche, en Semmering, Werfel, Gropius, Blei y Alma pasaron la velada cantando. Werfel leyó unas poesías y todos se olvidaron temporalmente de sus respectivas infelicidades para disfrutar de uno de esos escasos momentos perfectos que raras veces ofrece la vida. A las dos de la mañana los invitados se levantaron para marchase, pero, al

abrir la puerta, una súbita tormenta de nieve les cerró el paso. —Tendrán que quedarse a dormir. No se preocupen, tenemos mucho sitio. Alma los acompañó escaleras arriba y abrió las puertas de las habitaciones de invitados. Llegaron a la destinada a Werfel. —Me resultará muy raro despertar en este cuarto lleno de música, libros y cuadros —dijo él —. Por la mañana, la habitación se asustará y hará una mueca cuando se despierte y me vea a mí. Ella se acostó junto a Gropius con la cara de Werfel impresa en

su espíritu, al lado de un hombre que le resultó, de repente, sorprendentemente extraño.

El enorme coste de vidas en los frentes y las infinitas penurias entre la población civil no terminaban y el desánimo se extendía por todos los países. Había oleadas de huelgas en Gran Bretaña, motines en el ejército francés y enfrentamientos nacionalistas en Austria-Hungría. Y además, aquel año tuvieron lugar los dos acontecimientos clave que decidirían el signo de la guerra: la entrada en la contienda de los

Estados Unidos tras el hundimiento del Lusitania en abril y, en otoño, el triunfo de la Revolución rusa. El zar Nicolás II había abdicado en febrero, vinculado directamente a los fracasos en el frente. Lenin, Trotsky y los bolcheviques pensaron que tenían cada vez más cerca la posibilidad de construir su nuevo mundo, aquel Jauja donde no habría ricos ni pobres, y se hicieron con el poder. Ofrecieron paz y abrieron un proceso constituyente en el que tomaron medidas para reabastecer las ciudades y pasar el mando a l o s sóviets. Expropiaron los grandes territorios, las industrias y la banca. El miedo se extendió por

Europa. Los países hasta entonces aliados de los rusos rechazaron la propuesta y mantuvieron abierto el frente en un desesperado intento de recuperar l o s capitales invertidos en aquel país. En Rusia se inició una guerra mediática donde por primera vez las artes plásticas y gráficas d e s e mp e ñ a r o n un importante papel. Los artistas pusieron sus esfuerzos al servicio de la nueva causa y, en Moscú, Kandinsky fue elegido profesor de los Talleres de Arte Libre gracias al apoyo del pintor y escultor Vladimir Tatlin. P r e s t ó sus conocimientos a la propaganda política con resultados

espectaculares. Pero no tardaría en sentirse incomprendido, inaceptado y francamente incómodo. En aquella Europa en guerra, la cuestión de los judíos seguía sin resolverse. Aquel año, el ministro inglés Balfour decidió aprobar públicamente el establecimiento de los judíos en Palestina como na t i o n a l home, como patria, asegurando que el Gobierno británico vería con buenos ojos que así fuera. Desde la muerte de Herzl habían proliferado los asentamientos en la zona, y ya antes de la guerra, en 1909, los sionistas habían fundado allí su capital, Tel Aviv. Nadie pensaba

que los pueblos que desde hacía siglos moraban en la región podían suponer un problema. La guerra se libraba entre grandes potencias armadas, no entre unos cuantos beduinos que todavía avanzaban en camello por el desierto. Parecían tan irrelevantes y tan inofensivos que el sionista Israel Zangwill aseguró: «Los árabes son nómadas y no han creado en Palestina valor alguno, ni material ni espiritual. Lo mejor que se podría hacer es invitar a toda la población árabe a abandonarla para que los judíos pudieran construir allí su hogar». Estos f u e r o n los términos. Aquellos

tranquilos beduinos empezaron a afilar sus cimitarras.

Gropius fue a Viena a pasar el permiso de Navidad, que discurrió con alegría. Pasadas las fiestas, el arquitecto tuvo que volver al frente y Alma se concentró en preparar el recibimiento del director holandés Willem Mengelberg, que estaba en la ciudad para dirigir una serie de tres conciertos dedicados a Mahler. Ella pensaba asistir como invitada de honor. Gropius se marchó para coger el tren, pero lo perdió. Al verlo de regreso, Alma se puso lívida. Había planeado

esos conciertos con cuidado, quería presentarse ante Werfel en todo su esplendor, deseaba que aquellas noches de triunfo fueran solo suyas y estaba en su derecho de elegir a la persona que iba a compartir con ella aquella gloria. Gropius no podía competir con su pasado. Dijo secamente a su marido que no tenía más entradas y subió enseguida con Gucki en un coche que se alejó por las calles ne va d a s . Él corrió tras ellas, suplicando, pero se encontró con una piedra ocupando el lugar de un corazón. Desde la frontera, telegrafió con una sola frase, extraída de un poema de Werfel: «Rompe el hielo de tus rasgos».

18

Mengelberg dirigió tres programas con obras de Mahler y Richard Strauss a lo largo de tres días consecutivos. Alma organizó una gran fiesta para los críticos, l o s músicos, l o s polít icos, los nobles y l o s artistas en la que dedicó sus atenciones, casi en exclusiva, a Johannes Itten y a Franz Werfel. La tercera noche, en la sala de conciertos, mientras sonaba la música, Alma y Werfel hablaron a través de la mirada, igual que años atrás había ocurrido con Mahler. Werfel subió a verla al

palco y se ofreció a acompañarla a casa. Anduvieron juntos en un elocuente silencio, unidos en lo anímico y en lo musical. Él cogió tímidamente su mano y la besó. Sus labios se unieron, y él susurró palabras sin sentido, llenas de deseo y de adoración. Al llegar a Semmering, subieron a l dormitorio de Alma y se convirtieron en amantes. Ella no se arrepintió; deseaba volver a sentirse unida en cuerpo y alma a otro ser humano.

La mañana del 11 de enero, Gustav Klimt se levantó de la cama en su casa de Viena. Se lavó la

cara y comenzó a vestirse con cansancio. Sintió una debilidad repentina en el brazo derecho y todo empezó a darle vueltas. El cuarto se volvió borroso, intentó dar unos pasos, pero perdió el equilibro. Tambaleándose, pudo articular: «Llama a Emilie…» Tenía paralizado el lado derecho del cuerpo. Lo t r asladar on a un hospital del distrito noveno. La ciudad vivía los estragos de la epidemia de gripe española que asolaba Europa y se llevaba con ella millones de vidas, y la apoplejía de Klimt se complicó. Murió un mes después, todavía soltero, habiendo reconocido cuatro hijos naturales. A su muerte,

surgieron diez más. Moll, Alma, sus amigos, toda Austria y toda Europa lloraron la pérdida. Parecía que el suelo había desaparecido bajo sus pies, que ya no quedaba nada a lo que agarrarse.

Werfel vivía en el hotel Bristol, donde trataba de poner fin a una obr a, El día del juicio, que era incapaz de terminar. Alma adivinó que estaba bloqueado desde el primer día que lo visitó y se propuso ayudarlo hasta que pudiera recuperar la confianza en lo que estaba haciendo. Sabía muy bien cómo tratar aquellos bloqueos

de la creación artística. Se sentó a su lado y, página a página, él pudo concluir. Entonces revivió la sensación de ser útil y necesaria. Y Werfel aceptó la dádiva con la gratitud alegre e inconsciente de un niño al que se hace un bello regalo. La viuda de Mahler era de nuevo la comidilla de Viena. Blei fue el primero en acudir a Semmering para hacerle reproches. Le dijo a Alma que Werfel estaba a punto de arruinar su reputación —una vez más—, que nunca nadie conseguiría hacer de él una persona decente, que le encantaba comprar todo tipo de

cosas, que no pagaba las facturas, que solo quería perderse por los cafés, comer, beber, fumar y decir piropos a las mujeres hermosas, que tenía once años menos que ella, que descuidaba su salud y su aspecto, que no sabía llevar sus asuntos domésticos, que no se podía esperar nada serio de un hombre así, que solo quería aprovecharse de la posición de Alma. A ella, las críticas le traían al fresco. L o escuchó con calma, se levantó con solemnidad y abrió tranquilamente una puerta. —¿Por qué no le dice todo eso a él? Werfel, que esperaba en la habitación contigua a que la visita

terminara, apareció frente a ellos con una extraña mirada en sus ojos. La relación de los dos amigos quedó mortalmente herida.

A lma tuvo que comunicar a su marido que volvía a estar embarazada, pero Gropius, esta vez, no se alegró demasiado. La guerra parecía interminable y aunque el abandono por parte de la Rusia revolucionaria permitía concentrar todas las fuerzas en un solo frente, el verano de 1918 era testigo de los últimos y desesperados ataques alemanes, ya al borde de la extenuación

militar y económica. Ludendorff, el general al mando del ejército y del país, había dicho a sus crédulos compatriotas que iba ganando la contienda y que sus tropas ocupaban casi toda Bélgica y varias provincias de Francia. Afirmaba que los aliados no llegaban a estar presentes en poco más de unas cuantas millas cuadradas del territorio. Que el ejército alemán había entrado en Bruselas, Varsovia, Belgrado y Bucarest, y que Rusia y Rumanía se habían visto obligadas a firmar tratados de paz —esto sí era verdad— dictados por él. Aseguraba que la flota inglesa

había desaparecido del mar del Norte para refugiarse en los puertos, que la marina mercante aliada era presa fácil de los submarinos alemanes, que los ingleses morían de hambre y que los londinenses no podían dormir por miedo a los zepelines. «Si queréis ver quién es el vencedor mirad el mapa», decía. Pero la realidad era que la llegada de las tropas norteamericanas había desequilibrado definitivamente la balanza en favor del bando contrario.

Gropius no deseaba más que

reanudar su vida de civil, trabajar y decir al mundo que estaba vivo. En cuanto al niño…, no estaba del todo seguro de que fuera suyo. Además, las condiciones de vida no eran las más adecuadas para traer a un hijo al mundo. Tenía miedo al futuro, a la inseguridad y a la catástrofe; no sabía qué clase de existencia le iba a poder ofrecer. El 20 de mayo de 1918, fue nuevamente herido en combate y otra vez condecorado. Pasó la convalecencia en un hospital de Viena, al lado de su esposa embarazada. Pero las heridas de Gropius eran más anímicas que físicas. Durante cuatro años se había entregado a aquella guerra

de locos y había perdido, perdido, perdido, mientras algunos de los que se habían quedado en casa se estaban haciendo ricos. Los que, por patriotismo, habían suscrito préstamos de guerra se habían convertido en acreedores. Los que tenían deudas se habían librado de ellas. Quien respetaba la ley moría de hambre. Quien se la saltaba se abría camino. Gropius había sacrificado todo lo que merecía la pena en la vida por un ideal patriótico y el mundo parecía escupirle a la cara, diciendo, casi gritando, que se había equivocado. A veces pasaba hasta dos semanas sin probar el pan, que

solo se conseguía negro. Vivía al pobreza. Decidió Berlín, almacenar

en el mercado límite de la marcharse a sus muebles,

instalarse en un pequeño estudio y alquilar su precioso piso. No quería vivir del dinero de los derechos de Mahler. Dejó de fumar, de hacer invitaciones y ahorró hasta el último céntimo para enviárselo a Alma. Porque aquel verano comenzó la inflación en Austria. El dinero se convirtió en algo tan inútil que en los mercados hubo que recurrir al trueque. Los precios de las cosas se multiplicaron por veinte, cuarenta y cincuenta. Día tras día, el caos y el desorden se

apropiaron del país. Nadie sabía lo que costaba nada. Una misma tela podía valer cincuenta veces su precio según las tiendas. A mediados de año, los derechos de las obras de Mahler dejaron de ser suficientes para vivir. Alma, Gucki y Manon tuvieron que mantenerse a base de viejas patatas de siembra y polenta, sustituyendo las proteínas de la carne por cortezas de abedules que freían en grasa sintética. Gucki, ahora convertida en una niña de catorce años que quería ser llamada Anna, su verdadero nombre, recogía todos los días en un bosque cercano algunas setas que servían de

c o m p l e m e nt o a su escasa alimentación. Fue casi un milagro que no se envenenaran. Los campesinos que vivían cerca de Semmering no las ayudaban porque las consideraban unas altivas capitalistas, y escondían los huevos y la mantequilla para no tener que venderlos al precio fijado por el Gobierno. El pan negro sabía a arena y a cola, el café era un extracto de cebada tostada y los tejidos se fabricaban a partir de papel. Aun así, en su casa no faltaba la música, con la que Alma se sentía en su elemento. Tocaba durante todo el día, siempre Wagner, siempre Wagner. Pero

Anna estaba descubriendo a Bach y aquel hecho abrió poco a poco una brecha insondable entre madre e hija. Para Alma, pasar por encima de Wagner era el mayor sacrilegio artístico que se podía cometer. Su desprecio era durísimo, implacable. Una tarde, tras una agria discusión sobre música, la niña corrió a su cuarto llorando y, a partir de entonces, cada vez que quiso tocar el piano, lo encontró cerrado con llave. Un fin de semana de julio, después de comer, Alma, embarazada de siete meses, charlaba en Semmering con una antigua amiga. Habían pasado la

mañana recogiendo patatas, caminando por las montañas, y esperaban la visita de Werfel. Cuando llegó el poeta, los tres se sentaron alrededor del piano y cantaron y recitaron poesías hasta bien entrada la noche. Se retiraron a sus habitaciones bostezando, tras darse las buenas noches. Cuando todos dormían, Werfel golpeó la puerta de Alma nervioso e impaciente. Ella abrió y l o besó. Se arrojaron el uno en brazos del otro y permanecieron juntos casi hasta el amanecer. Tras un último beso y apenas la puerta se había cerrado tras de sí, Alma sintió un mareo. Con manos temblorosas, encendió la luz. Contempló

horrorizada un charco de sangre a sus pies. Despertó al servicio, se echó en la cama y empezó a sentirse mal. Werfel acudió junto a ella, asustado. Le dijeron que fuera en busca de un médico. Corrió a través del jardín, dio con un camino falso y se perdió por los prados. Llovía con fuerza, los zapatos se hundían en el barro y la ropa pesaba mucho. Buscando un atajo se encontró en medio del bosque, enganchado entre las ramas. A punto de volverse loco, comenzó a rezar y a gritar, dando palos de ciego hasta que encontró el camino correcto y a duras penas pudo llegar a Breitenstein. Localizó a un

médico y lo llevó a ver a Alma. Aquel doctor rural quería operar a la enferma allí mismo. Ella, al o b s e r v a r aquellas manos acostumbradas a tratar con los rudos campesinos, se negó. Alma y Werfel pasaron unas horas de angustiosa espera, cogidos de la mano. —Si al menos sobreviviera la criatura… —Es culpa mía, es culpa mía —imploraba él. —No hablemos de culpa. No hay culpables. No conozco esa palabra. A mediodía, Werfel decidió ir a Viena con una carta para los Moll llena de explicaciones. En el

camino se cruzó con Gropius, al que habían avisado desde Semmering, que llegaba en un transporte militar, acompañado de un médico. El arquitecto tomó las riendas de la situación. Mantuvo a Alma con suero hasta que tres días después localizó en la capital al doctor Halban, que ordenó su inmediato traslado, boca abajo, a un hospital de la ciudad. Viajaron primero en carro y después en tren, en un vagón de ganado. Los médicos provocaron el parto y trajeron al mundo a una criatura pequeña y sin fuerzas, a un niño que Alma trató de amamantar, tan

débil que ni siquiera tuvo fuerzas para succionar el pecho. Al tercer día, el bebé, con evidentes síntomas de deshidratación, fue sacudido por espasmos. Estaba extenuado, como agotado tras una larga caminata. Tenía una extraña cabeza y síntomas de una lesión cerebral. Unas semanas más tarde, Gropius entró en la habitación de su mujer con un enorme ramo de flores. Le habían concedido un caballo y la Cruz de Hierro de primera clase, y estaba ansioso por comentar la noticia. La voz de Alma, hablando por teléfono con amor y romanticismo, le hizo detenerse. Sorprendida, ella colgó

el aparato con torpeza. —¿Quién era? —Werfel. Gropius se quedó paralizado, como si hubiera sido alcanzado por un rayo. Lo había oído todo. Explotó. Alma asumió que era el momento de las recriminaciones y le echó en cara sus ausencias. Pero Gropius no había padecido cuatro años de guerra para eso; ya nada importaba. Que otro estuviera en la brecha. Como había dicho Karl Kraus, la vida era un esfuerzo digno de mejor causa. Salió de la habitación hecho un vendaval y vagó por las calles de Viena caminando como un

autómata. Necesitaba pensar. Se acordó de Mahler. Werfel dormía plácidamente la siesta cuando fue interrumpido por un criado que le entregó una tarjeta: «Vengo a demostrarle, en la medida de lo posible, mi afecto hacia usted. Cuide de Alma. Puede que ocurra lo peor. Los nervios, la leche… ¡Imagínese la conmoción si se nos muriera el niño!». Llevaba la firma de Gropius. Werfel no supo qué pensar. El arquitecto pasó los días siguientes hundido en la depresión, hablando con Anna Moll, intentando buscar salidas a su matrimonio y a su vida. Cuando regresó al frente se topó con noticias a ú n más

tristes. La guerra estaba perdida. Y en aquel momento, su mundo se derrumbó. Dejó de sentir admiración por la clase militar, a la que pertenecía por tradición. Escribió a Alma pidiendo la custodia de Manon y se ofreció a permitir que ella pudiera continuar viviendo con Werfel. Alma respondió diciendo que prefería seguir su camino y ocuparse de sus hijos. Al recién nacido la cabeza le crecía de forma desproporcionada y su cerebro, según la continua observación a la que era sometido, no era más que una pequeña mancha oscura. El niño

manifestaba síntomas de un evidente retraso mental. Gropius y ella decidieron darse una nueva oportunidad. Muy pronto comenzarían una nueva vida en Alemania. Era lo máximo a lo que él podía aspirar.

A finales de septiembre empezó a correr el rumor de que Alemania había solicitado las condiciones para rendirse. La noticia sacudió al p a í s desde los cimientos, especialmente al ejército. La verdad se abrió paso bruscamente, con toda su dureza, y las malas noticias terminaron por

desencadenar una nueva serie de altercados. En el puerto de Kiel tuvo lugar un motín. Los marineros se negaron a embarcar hacia el mar del Norte, recelosos al pensar que podía tratarse de una nueva ofensiva, y muy pronto se sumaron a la huelga los obreros de las fábricas y los campesinos de las granjas. Durante la semana del 4 al 10 de noviembre de 1918, de forma vertiginosa y brusca, estalló la revolución en Alemania. Miles de trabajadores y soldados derrocaron a la antigua autoridad y la sustituyeron por una nueva. El káiser Guillermo de Hohenzollern tuvo que huir a Holanda, veintidós casas reinantes prusianas fueron

depuestas y el canciller Von Baden traspasó sus poderes a Friedrich Ebert, el líder del primer partido en el Reichstag, el SPD, el Partido Socialdemócrata, de izquierdas, que apoyaba una política de defensa nacional, una paz negociada y una monarquía liberal. La conciencia del proletariado, adormecida por la guerra, se despertó de repente. El triunfo de la Revolución rusa contagió con su entusiasmo a los trabajadores y oprimidos de toda Europa, y los obreros y los soldados alemanes se lanzaron a asaltar los cielos siguiendo a Rosa Luxemburgo y a K ar l Liebknecht.

Aquella semana, la mayor tragedia que la humanidad había vivido hasta el momento llegó a su clímax. A los millones de muertos, heridos e inválidos, a los millones en pérdidas económicas y anímicas, se sumaron el rencor, la rabia, el dolor y la furia. Se trataba de construir por la fuerza un nuevo mundo que hiciera que la Gran Guerra fuera la guerra que pusiera fin a todas las guerras. Se constituyó el poder de los consejos de obreros y muchos soldados se unieron a la causa de la igualdad social. La burguesía y la derecha aceptaron aquel G obierno como algo coyuntural y no plantearon una oposición inmediata. Muy pronto el

péndulo oscilaría hacia el otro extremo. La furia revolucionaria se extendió por Europa como la pólvora. En Viena, miles de o b r e r o s marcharon blandiendo banderas rojas y muchachos de menos de veinte años avanzaron con el rostro crispado clamando venganza. El 11 de noviembre, el emperador Carlos de Habsburgo abandonó Austria, como pocos días antes había hecho el káiser Guillermo. El país pasó a manos de un gobierno de coalición. Al día siguiente, algunos de los literatos que habían creado la Guardia Roja de Viena —Kisch, Blei y Werfel

entre otros— se sumaron a la lucha armada con una mezcla de entusiasmo y rabia. Werfel subió a un banco del Ring para arengar a obreros y campesinos y, alzando un fusil, se acercó con la multitud hacia el Parlamento: «¡Asaltad los bancos! ¡Abajo la burguesía!». Kisch encabezó otra gran marcha hacia las oficinas del Neue Freie Presse. Tomaron las rotativas y editaron una declaración de intenciones. Pero aquel conato de revolución austriaco no prosperó como el alemán: fue casi inmediatamente aplastado por la fuerza de las armas. Aquella noche, Werfel fue a

casa de Alma en busca de refugio, cansado, sucio, oliendo a alcohol y a sudor. Llamó al timbre. Alma abrió la puerta y lo miró con asco. «Si hubieras construido algo hermoso se reflejaría en tu rostro», le dijo con sequedad antes de darle con la puerta en las narices. Werfel se dio la vuelta y desapareció arrastrando cansinamente los pies. Pero Gropius sabía que la policía lo buscaba. Salió a la calle y fue de casa en casa preguntando, hasta que pudo dar con él, avisarlo del peligro y salvarle así la vida. Alma, agradecida, le prometió que,

cuando volviera de Berlín, Werfel ya no estaría allí y él podría encontrar, por fin, un poco de paz.

Los soldados regresaban a sus hogares, pero nada volvería a ser igual que antes de 1914. Hitler se inscribió en Múnich en un diminuto partido político que se reunía en oscuras cervecerías para despotricar contra todo y contra todos y acusar de la derrota a cualquiera, excepto a los verdaderos culpables, a los que habían declarado la guerra. Kokoschka consiguió una cátedra en la Academia de Bellas Artes de

Dresde, casi recuperado de su locura. Encargó una muñeca de tamaño natural que representaba ent r e treinta y cinco y cuarenta años, con el pelo castaño rojizo, capaz de hacerle creer que la mujer de sus sueños había vuelto a su lado. Preparó un guardarropa completo, con trajes y ropa interior, y se hizo con los servicios de una doncella llamada Hulda, que la vestía y acicalaba. La muñeca estaba siempre sentada en el sofá de su estudio y él conversaba con ella durante horas y horas, mientras aquella «mujer silenciosa» l o escuchaba con su paciencia inanimada y sus ojos idiotas, perdidos, muertos. Se decía que

había alquilado un coche de caballos para sacarla de paseo en los días de sol y que había comprado un palco en la Ópera de Dresde para lucirla. La pintaba una y otra vez. Es la protagonista de L a muñeca, Autorretrato con muñeca y La mujer de azul.

Un Gropius muy cambiado llegó a Berlín en busca de trabajo. Sentía ahora un profundo desprecio hacia los gobiernos y una gran simpatía por los obreros que poblaban las calles. Muchos ex combatientes clamaban venganza contra los políticos, que solo habían traído

desgracia, hambre y muerte. Algunos abandonaban sus puestos para ingresar en los sóviets o en los sindicatos. A sus treinta y cinco años, esa edad en la que todo profesional suele combinar experiencia y madurez, Gropius era un militar —gremio que despreciaba— de un país vencido. Regresaba a casa convertido en un pordiosero. Las pocas huellas como arquitecto que había dejado en su ciudad natal habían desaparecido. Pasó muchos días buscando trabajo sin encontrar nada. La única posibilidad de empleo estaba en Weimar, en aquella propuesta disparatada,

realizada en tiempos tormentosos, que no terminaba de cuajar. Lo que Gropius quería era construir, y en Weimar no buscaban un constructor, sino un director para una escuela d e arte. Y él era un arquitecto, no un maestro de escuela. Pero al fin y al cabo era un trabajo. Y el trabajo era lo único positivo que había en la vida, lo único que podía abstraerle de los problemas y de la realidad y que le permitiría edificar algo que trascendiera la muerte. Hasta un genio como Schopenhauer había sido destrozado por la inactividad. Gropius estaba convencido de que podría convertir aquel empleo en el mejor trabajo del mundo.

Empapado de una nueva conciencia social, se centró en imaginar una nueva escuela. Ya no solo se trataba de que nuevos profesores impartieran una nueva estética y unas nuevas ideas, sino de cambiar el espíritu alemán. Se emancipó de golpe, brutalmente, de todo cuanto había defendido hasta entonces y volvió la espalda a cualquier tradición, decidido a alejarse del pasado y a dirigirse con ímpetu hacia el futuro. Pasó las Navidades en Viena y constató que todo seguía igual. Alma, hundida por la salud del recién nacido, no mostraba deseo alguno por acompañarlo a Berlín y

continuaba viendo a Werfel a diario. En diciembre escribió a su viejo amigo Osthaus: «Estoy trabajando en algo completamente distinto a lo que llevo dando vueltas desde hace algunos años: una Bauhütte».

19

La rebelión alemana de los espartaquistas, llamada así por la r e vi s t a Spartacus, en la que escribían Kar l Liebknecht y Rosa Luxemburgo, fue finalmente aplastada en enero de 1919 mediante la intervención del ejército monárquico y la actuación de los Freikorps («cuerpos libres»), unos grupos paramilitares nacionalistas de ultraderecha que después servirían de base primero a las SA y después a las SS de Hitler. Liebknecht y Luxemburgo fueron asesinados el día 15 de ese

mes mientras eran llevados a la cárcel. Sus cuerpos aparecieron brutalmente torturados; el de ella, en un río, con la cabeza destrozada a culatazos, allí donde todavía hoy aparecen cada mes de enero infinidad de flores rojas. Nunca Alemania volvería a verse tan humillada como entonces. Los dirigentes de los bandos vencedores —Clemenceau por Francia, Lloyd George por Inglaterra y Wilson por Estados Unidos— se reunieron en Versalles para imponer a los países vencidos unas durísimas condiciones que compensaran a Europa por los más de cuatro años de conflicto. Alemania vaciló antes

de aceptar. Al terminar las reuniones, y tras la abdicación del káiser, los militares derrotados tuvieron que buscar un nuevo sistema de gobierno para su país. —En democracia, el pueblo elige un líder en quien deposita su confianza. Pero después el elegido podría decir: «¡Ahora únanse y obedézcanme!». Ni el pueblo ni los partidos tendrían derecho a pedirle cuentas. Ludendorff, presente en la reunión, sentenció: —Una democracia así contaría con mi aprobación. Al regresar, los militares derrotados empezaron a extender

por el país posiciones revanchistas. Culparon al Gobierno republicano y a los sindicatos obreros de haber provocado la capitulación, esa paz que consideraban inaceptable. Y los vencedores siguieron presionando: «r e n d i c i ó n incondicional, vencedores y vencidos, rendición incondicional». Pronto corrió el rumor de que el Tratado de Versalles era en realidad una conspiración, una puñalada por la espalda de la izquierda, cuidadosamente planeada con los enemigos aliados para hacerse con el poder. Se arrojaban pasquines pidiendo la cabeza de los «conspiradores»

que querían firmar. Algunos hablaban de reanudar la guerra. El día 21 de enero debía reunirse por fin la nueva Asamblea Nacional, el Parlamento, pero los desórdenes y el ambiente exaltado que se vivía en Berlín no ofrecían garantía alguna de seguridad. El antiguo Reichstag tuvo que buscar entonces una ciudad más tranquila donde discutir el destino del país y muy pronto la capital de Turingia destacó sobre las demás. Se decidió que, a partir de entonces, lo que quedaba del Imperio prusiano pasaría a llamarse República de Weimar.

El asunto de la Bauhütte se había mantenido estancado durante los dos últimos años. Gropius pidió consejo al director del Teatro Nacional de Weimar, Ernst Hardt, y supo que los cargos de profesores habían sido cubiertos, pero que faltaba por designar a un director, un puesto que r e q ue r í a un arquitecto con capacidad de liderazgo. Gropius escribió al G obierno provisional del antiguo ducado sin demasiada fe, ya que dudaba de encontrar a alguien con p o d e r de decisión. Pero tuvo suerte, y le dijeron que uno de sus viejos conocidos, el mariscal de

corte Freiherr von Fritsch, permanecía en su puesto y estaba dispuesto a retomar las negociaciones. Sin embargo, el Gropius de 1919 no era el mismo que el de 1916; tenía planes más ambiciosos. Quería reunir en una sola escuela la de Van de Velde y la de Mackensen, y no limitarse a la docencia, sino ir más allá. Tres años antes, había puesto toda su energía en explicar cómo la técnica podría mejorar las vidas de los trabajadores y cómo podría aumentar los beneficios de la industria. Ahora desconfiaba de la tecnología, capaz de sembrar la muerte y la desgracia, y tampoco

quería ayudar a engordar las arcas de los empresarios. Hablaba de hacer tabla rasa, de construir, con nuevos métodos docentes y pedagógicos, una comunidad artística que contribuyera a la transformación espiritual del país, un lugar del que salieran hombres y mujeres con un espíritu nuevo. Si no podía cambiar el mundo, al menos podría tratar de cambiar Alemania. Puso por escrito los objetivos de la nueva escuela, adjuntó un presupuesto inicial de ciento veintitrés mil cuatrocientos marcos, aclaró que al principio no habría que esperar ingresos de la sección

de artes y oficios, ya que los anteriores talleres habían quedado destrozados por la guerra, y esperó. L a s Bauhütten

medievales

eran capaces de generar sus propios recursos, con una división del trabajo por jerarquías, en base a la aptitud y no a las clases sociales. Un grupo de artesanos bien organizados podía, con sus propias manos y sin apenas medios, erigir una catedral; ahí estaban esas soberbias iglesias todavía en pie para demostrarlo. Los artesanos de las piedras, la madera, el vidrio, la plata y los tejidos habían podido, durante siglos, trabajar conjuntamente a las

órdenes de un maestro para construir verdaderas obras de arte total. En ellas, cada reja, cada columna, cada paño, cada asiento y cada vidriera habían sido meticulosamente elaborados por un grupo de personas. En ellas, desde el siglo xvii, dos centurias antes d e que Wagner compusiera su primera pieza, se habían representado los autos sacramentales del Corpus Christi, aquellas obras religiosas que a veces se adornaban con música y que se celebraban al olor del incienso, iluminadas por la suave luz de las velas; aquellas escenografías monumentales del

catolicismo contrarreformista que tanto gustaban a Monteverdi y que le habían impulsado a «inventar» la primera ópera. Ahora los gustos habían cambiado, no cabía duda. Los materiales, la técnica y el mundo eran distintos, y ya no se construían catedrales como las de antes. Pero una gran obra todavía debía comenzarse desde abajo. Era hora de demostrar al mundo que aún quedaban valores que merecían la pena, que solo era cuestión de encontrarlos. A pesar de su desencanto con la vida, Gropius seguía creyendo en el hombre. Su propuesta fue

sorprendentemente aceptada. Lo más importante ahora era atraer a personalidades relevantes para los puestos de profesores. Tenían la obligación de evitar a los mediocres y despertar el interés de los artistas más destacados y conocidos, aunque su arte no fuera fácil de entender. Gropius quería al padre del expresionismo, al mejor de todos, a Kandinsky, porque el expresionismo era el movimiento artístico que arrancaría las telarañas del pasado y que limpiaría la atmósfera con vistas a la renovación intelectual y espiritual de la sociedad alemana. Sabía por Schönberg y Alma que Kandinsky

estaba en Rusia y que tenía un puesto destacado en la Oficina Internacional del Gobierno de los sóviets. Le habían dicho que participaba en una importante vanguardia artística y que junto a constructivistas y suprematistas estaba pintando de colores barrios enteros, que llenaba las paredes inmaculadas y los costados de las casas de círculos y cuadrados, de colores y motivos modernos. Gropius quería que los camaradas rusos intervinieran en la creación de una sociedad distinta, más justa e ilustrada, en la gran obra de amor que les devolvería la belleza después de los horribles días de odio que habían asolado Europa.

Envió un telegrama a Moscú, con la callada esperanza de poder contar con el pintor ruso, pero debido al bloqueo la misiva no llegó a su destino. Mantuvo una reunión secreta con un delegado del Gobierno ruso llamado Markovsky, que estaba de incógnito en el hotel Kaiserhof de Berlín, y expuso su gran simpatía y su interés por colaborar con sus compañeros soviéticos. Markovsky le dijo que lo pensarían. Como quería empezar cuanto antes, Gropius decidió mantener en sus puestos a algunos de los antiguos profesores de la Escuela Superior de Arte: Max Thedy,

Richard Klemm y Walter Engelmann. Thedy, pintor, grabador y director en funciones de la Academia de Bellas Artes, desde la jubilación de Mackensen el año anterior, tenía sesenta y un años y daba clases en Weimar desde 1883. Su arte se caracterizaba por el acabado perfecto, los temas grandilocuentes y la solemnidad. Klemm, de treinta y seis años, era también pintor y artista gráfico, se había formado en Viena con Kolo Moser y estaba muy influido por el arte japonés. El escultor Engelmann se consideraba relativamente moderno; a sus cincuenta y un años presumía de

haber estudiado con Rodin en París y de ser un destacado miembro del expresionismo berlinés. Gropius y Alma estaban de acuerdo en que ninguno de ellos era lo suficientemente vanguardista. Los consideraban unos viejos chapuceros reaccionarios cuyos diseños solo servían para empapelar paredes. Apostaban por un arte joven y querían sumarse a las tendencias más actuales, más radicales y más desconcertantes. Pero Thedy, Klemm y Engelmann pertenecían a la junta directiva de la antigua Escuela Superior y Gropius decidió

mantenerlos en sus cargos, al menos por ahora, para evitarse problemas. Siempre podía, eso sí, reforzar el claustro con nuevo personal docente que compartiera su nueva filosofía de vida. Llamó a Gerhard Marcks, el escultor, que ahora daba clases en Berlín y que en 1914 le había hecho los relieves de su pabellón para el Werkbund, y le ofreció el taller de cerámica. Marcks aceptó, aunque sabía que tendría que colaborar con el único ceramista disponible de la ciudad, el único con hornos en funcionamiento. También habló con Lyonel Feininger, que había vivido en Weimar unos años y que ya se había labrado una buena

reputación como pintor expresionista en Der Sturm. Aunque partían de conceptos distintos —Gropius buscaba el oficio en el arte y Feininger, el espíritu—, el director les prometió total libertad de acción y los dos aceptaron la oferta. Los nuevos fichajes estaban deseosos de ayudarlo y respaldarlo en su misión, porque lo consideraban un hombre cándido y leal, con muchos ideales y nada egoísta. Fritsch y el nuevo Gobierno dieron también su aprobación al nuevo nombre de la escuela: Staatliches Bauhaus in Weimar («casa de construcción de

Weimar»). El nombre era una clara alusión a sus amadas Bauhütten, que en España se llamaron logias. El nombre derivaba de la cabaña levantada entre las obras de las catedrales que servía de punto de encuentro de los obreros medievales. Gropius modernizó el concepto, manteniendo la palabra «construcción» (Bau), pero cambiando «cabaña» (Hütte) por «casa» (Haus). Como director, c o b r a r í a diez mil marcos de salario, dispondría del viejo edificio de Van de Velde y tendría encargos y trabajo garantizados por el Estado. Rechazó el título de profesor, ya que pensaba que aquella pompa estaba obsoleta y

que pertenecía a un mundo que había dejado de existir, y prefirió recuperar la vieja jerarquía de aprendiz-oficial-maestro, el sistema de los Talleres Vieneses y de la Edad Media. Un profesor enseña. De un gran maestro, se aprende.

En febrero, los médicos de Viena empezaron a practicar punciones en la enorme cabeza de su hijo pequeño, pero Gropius no estaba allí para verlo. Era Werfel quien permanecía al lado de Alma. A menudo, ella deseaba tener el valor suficiente para terminar con

su vida y con la del niño. Pero la indefensión del pequeño la enternecía. No tenía cura. Los médicos decían que las punciones no daban resultado y que el diminuto cerebro continuaría para siempre siendo una simple mancha. Ella pensó que la criatura estaba maldita a causa de la imprudencia de sus padres y, tras una noche m u y dura, tomó la decisión de internar definitivamente a su hijo en el hospital. El día antes lo bautizó con el nombre de Martin Johannes, como uno de los tíos más admirados de Gropius, pero nunca nadie tendría la oportunidad de llamarlo por su nombre.

Gropius fue a visitar a Alma en Viena, donde conoció a Johannes Itten. Ya que por el momento no podía contar con Kandinsky, el más importante y revolucionario de los expresionistas, Alma insistió a su marido para que contratara al profesor suizo. Itten continuaba inmerso en la filosofía Mazdaznan, pensaba que el arte no se podía enseñar y decía que solo mediante la receptividad de los sentidos — que la sociedad tradicional se había encargado de castrar— se podían llegar a liberar y a plasmar los impulsos emotivos. Para Itten, la expresividad salía del

sentimiento y la creatividad nacía del conocimiento de uno mismo. Gropius, a pesar de que reconocía no comprender del todo ni las ideas ni el arte de Itten, quedó fascinado por su carisma, por el uso que hacía de los volúmenes en la pintura y por su heterodoxia. El místico convenció al arquitecto de que, si quería crear una estética unitaria y completamente nueva y original, debería crear un curso preliminar (Vorkurs) que ayudara al alumno a liberarse de todo lo que había aprendido hasta entonces, a regresar a la intuición y a la infancia, a definir sus aptitudes y a formarse íntegramente desde cero. La vivacidad y la frescura

que caracterizan los diseños de la Bauhaus tienen su origen en este principio.

Weimar estaba tomada. Blindada, protegida y militarizada, vivía prácticamente sitiada desde que el nuevo Gobierno había optado por la céntrica, cultural, fácilmente defendible y tranquila capital de Turingia como sede de la nueva Asamblea Nacional. Un cordón de soldados rodeaba el teatro cada vez que se reunían los políticos. Cientos de militares, armados hasta los dientes, protegían las líneas del ferrocarril. Se prohibía

de manera terminante que nadie se desplazara a la ciudad a menos que estuviera provisto de un pasaporte que especificara las razones del viaje. Gropius tuvo que solicitar documentos a la Academia de Arte de Berlín para poder comprar un billete e inaugurar, por fin, el 21 de marzo de 1919, la que con el tiempo habría de convertirse en la escuela de diseño más famosa e influyente del mundo, la Bauhaus. Aquel día, el Teatro Nacional de Weimar abrió sus puertas, no a una sesión parlamentaria, sino a una intensa conferencia sobre la enseñanza de los viejos maestros

a cargo de Johannes Itten. El éxito fue rotundo. Presentaron un programa de estudios que iba más allá de la docencia. Rechazaba la rigidez y el autoritarismo académico, buscaba un ambiente de discusión y autocrítica e impulsaba las relaciones amistosas entre estudiantes y profesores a través de juegos, conferencias, veladas de poesía, música, bailes de disfraces y fiestas. El juego sería fiesta, la fiesta sería trabajo y el trabajo sería juego. Se disfrazarían de esferas, cubos y pirámides, y bailarían al son de la música de Stravinsky y las atonalidades de Schönberg. Se instituyeron cuatro importantes

celebraciones que regirían el calendario escolar: la Fiesta de los Farolillos, el Solsticio de Verano, la Fiesta de los Cometas y la Navidad. Se admitiría a hombres y mujeres en igual número sin hacer ningún tipo de diferencias, y en el trabajo todos serían artesanos, con igualdad de derechos y de deberes. Para evitar la rigidez, no habría notas. La asistencia a clase no sería obligatoria ni controlada. Los estudiantes aprenderían lo que quisieran y se comportarían libremente. En lugar de alumnos, se hablaría de aprendices, que podrían ascender a oficiales o a jóvenes maestros cuando el

consejo escolar lo considerara oportuno. En abril, Feininger y Gropius colaboraron en la elaboración del manifiesto de la Bauhaus. En aquellos días revolucionarios, muchos partidos políticos, tendencias artísticas o movimientos sociales seguían la estela de Marx y Engels y su Manifiesto Comunista. La portada, una xilografía de Feininger, mostraba la aguja de una catedral señalando hacia el cielo. En el interior, las exaltadas palabras de Gropius se revelaron como toda una declaración de intenciones: ¡Arquitectos, escultores, pintores, todos nosotros

debemos recuperar el oficiol! [...] ¡Establezcamos, por lo tanto, una nueva cofradía de artesanos, libre de esa arrogancia que divide a una clase de la otra y que busca erigir una barrera infranqueable entre los artesanos y los artistas! ¡Anhelemos, concibamos y juntos construyamos el nuevo edificio del futuro, que dará cabida a todo —a la arquitectura, a la escultura y a la pintura— en una sola entidad y que se alzará al cielo desde las manos de un millón de artesanos, el

símbolo cristalino de nueva fe que ya llega!

una

El manifiesto tuvo una respuesta tan inmediata que Gropius decidió abrir la Bauhaus antes de tiempo. Llegaban jóvenes de todas partes, no solo para diseñar lámparas bien hechas, sino para liberar su espontaneidad creativa y para participar en una comunidad que forjaría un hombre nuevo en un mundo nuevo. En el primer semestre, se matricularon doscientos siete estudiantes de ambos sexos. Abundaban los soñadores y los poetas que anhelaban la fraternidad universal y

predicaban una expresión artística sin trabas, oponiéndose a la tradición, a la que consideraban responsable de la guerra. Pero también había antiguos soldados, estudiantes de arte y muchos extranjeros.

Aunque la población se había multiplicado por diez desde los tiempos de Goethe, siempre se ha dicho que en Weimar se vive como en un gran piso compartido. Su acogedor ambiente de provincias, conservador y apegado a las tradiciones, que todavía hoy parece inalterable incluso ante los

miles de turistas que recorren sus callejuelas tras las huellas de personajes famosos, estaba por entonces claramente agitado. Los nuevos profesores disfrutaban encantados de las instalaciones y del edificio de Van de Velde, con sus amplias ventanas, su calefacción central y sus vistas sobre los jardines y los tejados de l a ciudad, p e r o los vecinos arqueaban una ceja y observaban con recelo todo lo que sucedía entre las paredes de la Bauhaus. Además de preocupados por el súbito protagonismo político que había adquirido su ciudad, estaban sorprendidos por las costumbres de la nueva escuela.

Empezaron quejándose de aquel nombre, que consideraban de mal gusto. Preferían la antigua y principesca denominación de Escuela de Artes y Oficios del Gran Ducado de Sajonia. De poco servía que Gropius tratara de explicar que la Bauhaus era la suma de las dos escuelas, no la sustitución de una de ellas, y que desde sus principios fundacionales intentaba crear algo nuevo, erradicando las normas académicas de antes de la guerra. Ni hablar. Los tiempos eran demasiado agitados como para revolucionarlos todavía más. Aquel mismo año se habían creado

regímenes comunistas de estilo soviético en Hungría y Baviera — que Hitler vivía con especial desagrado en Múnich— y los respetables habitantes de Turingia empezaban a temer que los bolcheviques tomaran la ciudad, ocultos tras los muros de aquel sospechoso centro docente.

En mayo, Gropius viajó a Viena para mantener una breve reunión con Alma y no fue una visita muy agradable. Ella pasaba la mayor parte del tiempo con Werfel y el pequeño Martin no mostraba síntomas de mejoría. Gropius

estuvo casi siempre solo con Anna y Manon, su hijita, pero consiguió arrancar a su mujer la promesa de q u e acudiría a Weimar el mes siguiente. Ella fue a su encuentro con la intención de pedirle que le cediera definitivamente a la niña para poder tomar de inmediato un barco, viajar por el mundo y escapar del hambre y la barbarie que asolaban Europa. Pero durante la visita recibieron la noticia de la muerte del pequeño Martin en el hospital de Viena, supieron del fin de aquella pobre y sufrida vida. El impacto fue tan profundo en Alma que pareció añadir un nuevo rasgo a su rostro.

Sintió que una nueva brecha se abría entre ella y su marido, y empleó todo su poder de seducción, su instinto femenino y sus trucos y artimañas para tratar de cerrarla y reconquistar su confianza. Gropius vivió aquella muerte como un mazazo en el espíritu: «Mejor hubiera muerto yo». El luto se hizo más fácil de llevar en Weimar, donde Alma decidió pasar una temporada tras el fallecimiento del niño, por la cantidad de compromisos asumidos y por la ajetreada vida social del director de la Bauhaus. Alma aportaba a Gropius un halo

de prestigio cultural muy difícil de superar. Klemm ofreció un té a la élite local para presentarlos oficialmente y ella supo cómo impresionar a los profesores. El mat r imonio constituía, a todas luces, una personalidad completa. Dieron la impresión de ser dos seres totalmente libres, sinceros e intelectualmente brillantes, incapaces de eludir ninguna de sus responsabilidades. Pasaron juntos unas hermosas semanas. Ninguno de los dos fue capaz de admitir que su relación estaba rota. Culparon de los problemas a los rigores, la depravación y los tumultos vividos aquel invierno, sobre todo a la muerte del

pequeño Martin. Gropius se agarró a la debilidad que Alma sentía por los judíos y dijo que, en cuanto ella recordara sus orígenes arios, lo comprendería y trataría de buscar un lugar para él en su recuerdo. Con todo, decidieron darse una nueva oportunidad.

Lily Hildebrandt, nacida Lily Uhlmann, estaba tardando más de lo previsto en conquistar a Walter Gropius. A sus tenía treinta y un años, era una hermosa e inteligente pintora judía, esposa del crítico e historiador de arte Hans Hildebrandt, con quien vivía en

Stuttgart desde antes de la guerra. Hildebrandt disfrutaba de una sólida reputación entre los artistas; formaba

parte

del Werkbund,

había participado en la exposición de Colonia de 1914, tenía publicados varios libros y durante la guerra había mantenido una postura firmemente pacifista. El matrimonio tenía un hijo pequeño, Rainer, para quien Lily había escrito un libro de cuentos infantiles con un mensaje tan directo y social que los rusos lo habían traducido al ruso. Lily había estudiado pintura con Adolf Meyer en Berlín y simpatizaba con la estética de Kandinsky.

Se parecía mucho a Alma a s u edad: era alta, morena, de mirada clara y mentón prominente. Amaba el arte por encima de todo y sentía inclinaciones revolucionarias que no se molestaba en absoluto en ocultar. En la convención del Werkbund en Stuttgart, aquel mismo año, Adolf Meyer le había presentado a Gropius, que la dejó completamente fascinada desde el momento en que abrió la boca para dirigirse al público. Al principio, él estaba demasiado ocupado como para prestar atención a aquella joven, atrapado entre los problemas familiares y la

fundación de la Bauhaus. Vivía a un ritmo frenético, ahogado por una agenda agotadora en la que un compromiso se y uxt aponí a al siguiente. No se sentía capaz de mantener una relación a tiempo completo. Inicialmente, Gropius vio en ella una forma de conseguir fondos y ampliar su círculo de relaciones. Pero poco a poco las cartas formales fueron transformándose en cartas de amor y él se encontró preso de las redes literarias de aquella brillante y desconcertante mujer.

La tragedia de Alma era que se sumergía en nuevas pasiones antes que las antiguas estuvieran agotadas. Debía asegurarse compañía masculina permanente. Regresó a Viena al lado de Werfel, pero continuaba la correspondencia con su marido. Él respondía diciendo que había que buscar una solución para aquel matrimonio insostenible, que debían llegar a una solución que solo podía venir del divorcio. Ella no quería divorciarse ni renunciar a nada. Odiaba tener que desprenderse de cualquier cosa, ya fuera un marido, un amante, un pretendiente o unos privilegios.

Pasó de la furia a la súplica hasta que tuvo una idea que presentó como solución salomónica: para tener una vida completa, plagada de amor y belleza, lo ideal sería pasar seis meses en Weimar con él y otros seis en Viena con Werfel. Gropius, evidentemente, no aceptó. Quería a alguien que lo amara a él y a su trabajo, alguien con quien compartir a diario los sinsabores de la vida cotidiana y construir un futuro a f uer za de hechos y no de cartas. Era consciente de la calidez de su mujer, de su grandeza de espíritu y de su intelecto, y en su fuero interno sabía que muy pocas

personas podrían aportarle tanto prestigio y tantos contactos como Alma Mahler. Pero ella no había sido capaz de curar sus heridas con ternura y confianza, y, aunque su recuerdo seguía teniendo un peso importante, deseaba iniciar un nuevo camino. Alma, que volvía a disfrutar de las mieles del éxito en compañía de Werfel, no terminaba de decidirse. Al principio había sido una amante espléndida y generosa, pero Gropius se había alejado dejándola sola. Estaba agotada, nerviosa, deprimida y desgarrada por sentimientos ambivalentes. Bebía tanto que

Werfel escribió al arquitecto. Gropius ignoró la carta y no se molestó en responder. Alma, para captar su atención y mantener los lazos que l o s unían, empezó a escribir mucho sobre Manon, sobre sus cambios, su crecimiento, su belleza, su dulzura, su inteligencia y su lenguaje. Decía que deseaba ir con la niña a Weimar y volver a formar parte de su vida; hablaba de hacer cualquier cosa para que él rompiera aquel silencio. Nada le hacía tanto daño como la indiferencia.

A comienzos de otoño, Itten llegó

a Weimar con catorce de sus discípulos vieneses para empezar a trabajar. Sus clases comenzaban con ejercicios de gimnasia y relajación. Aflojaban las manos y se daban un masaje en la cabeza, seguido de un ejercicio de respiración rítmica. Se trataba de llevar al alumno del caos a la armonía a través de la movilidad, desentumeciendo los músculos. Los brazos, las manos, los dedos y todo el cuerpo debían llenarse de ritmo. Después, el maestro se acercaba a un caballete, tomaba un trozo de carboncillo y, con el cuerpo contraído y lleno de energía, realizaba dos trazos firmes, verticales y paralelos.

Pedía a los alumnos que hicieran lo mismo. Comprobaba las posturas y juntos iniciaban una especie de ejercicio de expresión corporal. Más tarde, los obligaba a escribir una larga lista de materiales — madera, cristal, metal, tejidos, pieles, piedras, etc.— con sus propiedades tangibles, ópticas y táctiles, para aprender a conocer y sentir los contrastes como duroblando, liso-rugoso o ligeropesado. Los alumnos tenían que sentir esas propiedades con los dedos, llevando los ojos tapados, para aprender a diferenciar su esencia. Como primer trabajo de

dibujo, les encargó hacer una naturaleza muerta a partir de dos limones sobre un plato blanco, junto a un libro de tapas verdes. El claroscuro, el análisis del color y la enseñanza de las formas eran la base de su método, de lo que él llamaba el contrapunto en la pintura. Los estudiantes casi se ofendieron por tener que dibujar algo tan fácil y trabajaron con rapidez y trazos seguros. Al terminar, miraron desafiantes a su profesor. Itten tomó los dos limones, los cortó y repartió los trozos entre los alumnos para que los probaran. —¿Han reproducido ustedes en sus dibujos lo elemental del

limón?—La respuesta fue una generalizada sonrisa agridulce. Otro día, proyectó una diapositiva de la Magdalena llorando, parte del Retablo de Isenheim de Matthias Grünewald, de principios del siglo xvi. El dolor es tan evidente en la santa que todo su cuerpo se retuerce, los dedos se entrecruzan elevándose y la barbilla y los labios se contraen en el rostro, a punto de estallar en sollozos. Itten pidió a los estudiantes que plasmaran sobre el papel la esencia de lo que veían. Observó sus esfuerzos en silencio y, a los pocos minutos, explotó: —¡Si tuvieran ustedes la más

mínima sensibilidad artística, ante la más sublime de las representaciones del llanto, un símbolo de las lágrimas del mundo, no deberían dibujar, sino permanecer sentados en silencio ante la figura y llorar!—Y se marchó de la clase dando un portazo. El suizo se había diseñado un traje de pantalones en forma de embudo, amplios arriba y estrechos abajo, con una chaqueta cerrada hasta el cuello y ajustada con un cinturón. Consideraba que el pelo era pecado y llevaba la cabeza rapada al cero. Las gafas redondas de alambre destacaban sobre su tersa piel. Irradiaba algo

sagrado, una aureola especial. Los estudiantes sentían hacia él un respeto tan profundo que se veían obligados a hablarle en susurros. Cuando él les correspondía con un trato jovial y despreocupado, ellos se sentían en el séptimo cielo. Era tan guapo que en sus clases a veces las alumnas se desmayaban. Muy pronto su círculo de seguidores comenzó a crecer.

A principios de curso, la relación de Gropius y Lily se había vuelto tan apasionada en la distancia que él debía contenerse para no

arrojarse en sus

brazos.

Las

manos de él suspiraban por acariciar aquella piel suave y joven, por inhalar su fragancia. Deseaba que ella pusiera una flor entre sus muslos cuando sintiera deseo y poder aspirarla para llenarse de su olor. Sus cartas lo excitaban tanto que no podía esperar a sentirla, a tocarla, a disfrutar de sus caricias. Se encontró con ella en Frankfurt, y por fin pudieron amarse en l i b e r t a d hasta quedar completamente saciados. Pero él era consciente de que aquella relación se basaba en los encuentros esporádicos y no quería volver a cometer los

mismos errores que con Alma. No podía casarse con Lily. Ellos eran como dos meteoritos que chocaban en el universo, para fundirse en un beso y continuar su ruta libremente por el espacio.

Los ideales revolucionarios y la espiritualidad de Itten —que poco a poco se imponía en la Bauhaus — estaban convirtiendo a Gropius en un hombre de gustos sencillos. Empezaba a recuperar el ritmo de antes de la guerra, pero con menos prisas y con una mayor intensidad anímica y mental. Ni siquiera Alma, con sus bruscos

cambios de ánimo, conseguía alterarle. Él seguía insistiendo en el divorcio y ella se mantenía en sus trece. Ella pasó entonces de las recriminaciones a la autocompasión. Le habló de su infancia, de la muerte prematura de su padre, de su temprano matrimonio con un hombre veinte años mayor, de su precoz maternidad, de la guerra y de sus separaciones. Furiosa, llegó a amenazarlo con retirarle su apoyo: —Tu dureza masculina ha erigido un muro a tu alrededor. Muy bien. Nunca más dejaré que obtengas de mí nada que te interese. Espero que no vuelvas a tener noticias mías o de los míos —.

Pero no podía dejar de escribirle. Al fin y al cabo, tenían una hija en común. Gropius, indiferente a las súplicas, continuaba impertérrito, agasajado por alumnos y profesores, deseado por las mujeres, divirtiéndose en las fiestas y recibiendo regalos. Disfrutaba comiendo en la cantina con los alumnos los alimentos vegetarianos de la dieta mazdekí, muy condimentada a base de ajo, antibiótico natural.

20

El 10 enero 1920 Alemania contempló con incredulidad cómo el nuevo G obierno ratificaba el Tratado de Versalles, el Diktat. Todos estaban descontentos. La izquierda culpaba a la derecha de la guerra y de la derrota, y la derecha culpaba a la izquierda de aquella rendición incondicional. Las condiciones del t r a t a d o eran verdaderamente leoninas. El conjunto de las pérdidas territoriales de Alemania ascendía a setenta y seis mil kilómetros cuadrados, el trece por ciento de

su territorio, donde vivían seis millones y medio de habitantes, el diez por ciento de su población. Estaba obligada a hundir su propia flota y a ceder ganado, carbón, locomotoras, vagones, cables y submarinos. La cifra que debía pagar a los países vencedores era mareante: doscientos sesenta y nueve mil millones de marcos de oro. En el ejército, las noticias fueron recibidas con furia y los generales sintieron que estaban siendo pisoteados. En febrero, cuando algunos altos mandos fueron llevados ante los tribunales por crímenes de guerra, cumpliendo con estipulaciones del

Diktat, un sector no aguantó más y respondió con un intento de golpe de Estado bajo el mando del general Kapp, llamado Kapp Putsch. Los militares marcharon por Berlín con la intención de derribar la república y los trabajadores iniciaron una serie de huelgas generales que llevaron al país al borde del caos. Weimar fue tomada a la fuerza. Se cerraron todas las fábricas, los ferrocarriles se detuvieron, las centrales eléctricas dejaron de generar energía y los talleres de la Bauhaus suspendieron las clases. Gropius pidió a Alma que dejara de

torturarlo y acudiera a su lado, dándole instrucciones precisas sobre el modo en que debía comportarse. No entendía cómo ella podía pasar del amor al odio solamente porque él se negara a convivir a tiempo parcial, a aceptar aquella absurda propuesta de matrimonio de seis meses. Tenían que hablar. Ella consiguió un pasaporte, viajó a la capital de Turingia y se alojó con su marido en el hotel Elephant, un viejo y destartalado edificio del siglo xvii en el centro de la ciudad en el que pasaron los primeros días, hasta que Gropius pudiera instalarse en su nueva casa. La ciudad llevaba días en

huelga; la basura no se recogía, el agua se traía de una fuente lejana, las cloacas no se vaciaban y se respiraba un hedor insoportable en todas las esquinas. No había periódicos, servicio de correos ni líneas de teléfono. No podía enviar noticias a nadie, ni siquiera a Werfel. Por las noches, el ambiente era todavía más tétrico. Los trabajadores y los golpistas se colocaban frente a frente en la plaza, en silencio y sin moverse, hasta que alguno encendía un cigarrillo, sobresaltando a los demás. Los de un bando escupían a los del otro. Los militares, bajo el mando de Von Hagenberg, exigían

a l Gobierno que les cediera el poder y los sindicatos pedían que les facilitaran el acceso a armas de fuego para poder defenderse. Trescientos obreros salieron a la calle a enfrentarse al ejército. Las tropas de V o n Hagenberg ocuparon varios edificios oficiales y amenazaron con medidas draconianas a todos los huelguistas que, lejos de amedrentarse, se convocaron ante el Ayuntamiento. Un representante del Gobierno subió a un balcón y leyó en voz alta una propuesta de acuerdo. Las tropas abrieron fuego. Hubo muchos muertos.

El 20 de marzo, Alma y Gropius tomaron posesión de la nueva casa en Weimar. Aquel día, por las calles avanzaba una manifestación, la más grande que se hubiera visto en la ciudad, convocada en honor de los caídos durante el golpe. Los que habían tomado las calles no permitían enterrar los cuerpos, que llevaban días en estado de descomposición y habían sido colocados por los estudiantes junto a los muros del cementerio. Las masas, fuera cual fuera su tendencia, carecían de toda capacidad de pensamiento individual y eran entes movidos por

el odio y la inercia. Los manifestantes gritaban vivas a la revolución, a Kar l Liebknecht y a Rosa Luxemburgo. Había obreros, algunos ministros del Gobierno y muchos alumnos de la Bauhaus, autores de las pancartas. Gropius se asomó a la ventana y, al ver tantas caras conocidas, se puso el abrigo y quiso unirse a la lucha. Pero Alma lo retuvo. Pensaba que ya tenía suficientes dificultades, que lo mejor era no meterse en política todavía más. Los «bauhausitos» vieron a partir de entonces a Alma como a alguien remoto, muy lejano a sus ideales, sus objetivos, su pobreza, su revolución y su radical estilo de

vida. Pocas semanas después, las autoridades de la ciudad decidieron convocar un concurso para erigir un monumento a los caídos de marzo. Ganó la propuesta conjunta de Gropius y la Bauhaus: una espina de acero, grandiosa, de agudos ángulos, que nacía del suelo y señalaba hacia las nubes, simbolizando la resistencia y el triunfo sobre el opresor, la fuerza que salía de las entrañas de la tierra elevándose hacia el infinito. La animadversión entre Alma y los «bauhausitos» era recíproca. Algunos estudiantes apenas tenían

diecisiete años y eran inmaduros o, lo que era peor aún, mujeres. Había veteranos de guerra que todavía vestían sus raídos uniformes y alumnos de Itten con extrañas vestimentas mazdakíes. Alma disfrutaba de volver a ser la esposa de Herr Direktor, pero una escuela de provincias, aunque fuera una escuela tan rabiosamente moderna como esa, en una ciudad tan hermosa como Weimar, sobre todo en aquellos agitados días, no era tan atractiva como la Viena de la Hofoper. Era incapaz de acostumbrarse a aquella rutina. Apenas se dejaba ver, se aburría mortalmente y vivía rodeada de incomodidades.

Regresó a Viena, a su casa, y a las lecturas y actos públicos de Werfel, cada día más famoso, de quien se decía q ue iba a recibir pronto el premio Schiller. Viajó con él por Italia. En Berlín se dejaron ver en conciertos, exposiciones, actos públicos y cafés. Aparecieron a menudo en las columnas de sociedad y de cultura. Su suegra le escribió furibunda lamentando aquella actitud. Alma respondió que se había vuelto más y más fría al contemplar cómo el alegre marido con quien se había casado se transformaba en un hombre serio y taciturno. Que era ley natural que al acabar la

devoción terminara el amor.

Alma, Anna y los tres miembros de la Segunda Escuela de Viena — Schönberg, Berg y Webern— fueron oficialmente invitados a Amsterdam por la Casa Real holandesa para asistir al vigésimoquinto aniversario de Mengelberg como director de orquesta; para la ocasión, se había organizado un Festival Mahler. La pequeña Anna se había convertido en un cisne y la escasez de la guerra la había transformado en una esbelta y misteriosa joven de dieciséis años que expresaba

más con sus enormes y clarísimos ojos que con sus palabras. Su espectacular belleza irradiaba un magnetismo silencioso, aumentado, si cabe, por el aura de ser la hija de Gustav Mahler. Pasaba las tardes haciendo de maestra de ceremonias del salón de su madre y mientras hablaba con Einstein, Kafka, Strauss, Schönberg, Zweig o Itten hacía bocetos a lápiz de sus rostros sobre papel. Quería salir de Viena lo antes posible para comenzar una vida propia. La convivencia con su madre le parecía insoportable. El grupo de vieneses disfrutaba de la idea de poder escapar de la miseria de Austria

tras cuatro años de guerra, de huir de las carencias y del hambre, de la carne en lata y de las patatas cocidas. «¡Se acabó el corned beef!», gritaban sacando la cabeza por la ventanilla, mientras el tren tragaba kilómetros de vías. Mengelberg iba a dirigir todas las sinfonías de Mahler, pero tenía algunas dudas musicales que necesitaba consultar directamente con la viuda del genio. La Sexta le tenía especialmente preocupado. ¿Cuál era el orden de los movimientos? La partitura del Concertgebouw decía que andante-scherzo, pero él poseía un ejemplar de la primera edición

con la inscripción contraria. ¿Cómo lo hubiera querido el propio Mahler? Tenía que hablar con urgencia con Alma del asunto. Se alojaron con Myvrouw Marez de Oyens, una aristócrata propietaria de una residencia histórica cerca del Concertgebouw. La orquesta los recibió tocando una serenata b a j o su balcón. Todos los días, Alma disfrutaba de los enormes ramos de flores frescas que delicadamente colocaban en su habitación los criados de uniforme almidonado. Tras caminar los pocos metros que la separaban de la sala con su traje de seda de larga cola y finos zapatos de tacón, ella encontraba

orquídeas en su butaca. Cuando el príncipe consorte, casado con la reina Guillermina, le agasajó con u n banquete, Mengelberg hizo los honores. —Alteza, le presento a Frau Alma Mahler. Y esta es su hija, Anna Mahler, que ya escribe partituras para piano. —¿Y tú cómo sabes eso? — preguntó Anna interrumpiendo una presentación formal y mirando fijamente a Mengelberg. El príncipe soltó una carcajada. Era ingenioso e inteligente y le gustaba romper el protocolo. Se sentaron todos en su mesa; Alma, entre Schönberg y

Mengelberg. Alguien leyó un discurso sobre el significado de la música de Mahler. «Ese habla de amor» —dijo el príncipe a Alma en voz baja—. «¿ Q ué podrá saber él?» Era la pregunta correcta realizada a la persona precisa en el momento justo. Alma caminaba sobre terreno seguro. La conversación no tardó en ser monopolizada y Mengelberg comprobó que, aunque él quería comentar muchas cosas, Alma no tenía el mismo interés en analizar el orden de los movimientos de la Sexta sinfonía de Mahler. Solo tenía oídos para el príncipe, que hablaba de amor.

— E nt o nc e s , ¿está usted segura de que es scherzoandante? —preguntaba con insistencia el director. —Sí, sí… —Alma ni siquiera lo miraba. Schönberg se movía inquieto en la silla de al lado, incapaz de aguantar el largo banquete de veinte platos sin poder fumar. El príncipe se dio cuenta. —Oiga, Schönberg —dijo—, ¿no tendría por casualidad un cigarrillo? ¿Sí? ¿Me daría uno? Lo encendió. Todos siguieron su ejemplo. A los postres, Mengelberg se puso en pie y dedicó su discurso a los Mahler.

Todos rogaron a Alma que hablara, pero era algo imposible, no estaba acostumbrada, no sabía, sentía vergüenza. No lo hizo, pero le gustó experimentar de nuevo la sensación de sentirse el centro del mundo. Volver a ver la agitación de los pañuelos y los vestidos de colores que casi habían desaparecido de Austria, volver a caminar por suelos brillantes de mármol pulido, oler flores frescas, comer en mesas abundantes y ser admirada y protegida. Se sentía extraordinariamente bien. Le divertían las miradas del príncipe, la orquesta uniformada, la alegría. ¡Cuánto los había echado de

menos! Era algo maravilloso. Regresó a Viena rejuvenecida, pisando fuerte, con energías r e n o v a d a s , segura de su importancia y del tipo de vida que quería llevar.

G ropius insistía en el divorcio. Cada separación le traía un profundo abatimiento, un descontento sometido a infinitos vaivenes y empellones. Se sentía solo medio hombre, pero guardaba silencio y se ocultaba entre las sombras que agitaban su alma. El verse privado de su hija le mutilaba, hacía que llegara a

aborrecer la vida. Manon crecía y él no podía verla. La echaba de menos hasta límites insospechados. Se sentía herido y castigado, incapaz de encontrar la paz, casi sin fuerzas. Alma, llena de energía, ni siquiera se inmutó cuando él se atrevió por fin a hablar de Lily. Ya todo daba igual. La existencia de terceras personas no era más que una molestia añadida, como la picadura de un insecto en medio de la agonía de una enfermedad mortal. Gropius tenía la sensación de que le perseguía la desgracia, pero en el fondo estaba seguro de que aquel sufrimiento derivaría en algo

espiritualmente productivo, en algo que podía ayudarle a crecer. «Lo que no mata fortalece», Nietzsche dixit. Fortalece, sí; pero también debilita, porque deja cicatrices, heridas o menguas con las que hay que aprender a convivir.

Nada de lo que Alma había vivido aquella primavera se correspondía con la idea que ella tenía de su vida al lado de un artista de éxito. Recordaba con horror la ciudad tomada por los militares, la falta de dinero, la animadversión que Gropius y su escuela despertaban en los círculos más conservadores,

y, sobre todo, el silencio. No había escuchado ni una sola nota musical durante semanas; eso había sido lo peor. Aquello no tenía nada que ver con la explosión de ideas y vitalidad que conoció durante los tiempos de la Secesión o los Talleres Vieneses. Apenas había exposiciones o gloria y ella era ahora demasiado mayor como para disfrutar de la algarabía estudiantil. No entendía nada de política ni de revoluciones y sentía un total desprecio por la masa. ¿Cómo podía nadie afirmar que todos los hombres eran iguales? ¿No pensaban distinto, hablaban distinto, tenían distinta naturaleza y distintos orígenes? Ella creció

creyendo en el superhombre de Nietzsche, no en El capital de Marx. Se concentró en volver a convertir su casa en el punto de encuentro de las más prominentes figuras de la vida cultural europea y en tratar de recuperar la atmósfera que se respiraba antes de la guerra. Anna, con la edad legal suficiente para casarse, había aceptado la propuesta de un amigo de toda la vida, Rupert Koller, que trabajaba en la Ópera de Barmen-Elfeberd, y anunció a su madre su intención de marcharse con él. Alma les dio sus bendiciones y se quedó junto a la hermosa Manon. Werfel, que cada

día ganaba más dinero, atravesaba una buena racha. Sus libros se vendían muy bien y tenía la agenda repleta. Recibía invitaciones de toda Europa, los años veinte se las prometían muy felices. Quizá fuera el mejor momento para iniciar los trámites del divorcio. Quizá la relación con Gropius había estado condenada desde sus comienzos. Los abogados pasaron meses negociando entre Berlín y Viena. Ella se negó a renunciar a ninguno de sus privilegios o propiedades y planteó unas exigencias casi tan duras como las del Diktat. Gropius accedió a todo sin poner impedimentos. Para

agilizar el proceso él se confesó culpable de adulterio y urdió una escena de amor en un hotel ante testigos. En octubre, Alma Gropius volvió a llamarse Alma Mahler.

El arquitecto regresó a la Bauhaus. El presupuesto inicial no llegaba para financiar los gastos mínimos, y los comedores, los talleres, los materiales, los hornos y la calefacción funcionaban solo en parte. La harina había subido un cien por cien. No había donde impartir las clases prácticas, no existía un programa de estudios y se trabajaba sobre la marcha y

con pocos medios. Solo se daban lecciones teóricas. Corrían el riesgo de convertirse en una escuela de arte como cualquier otra o, lo que era peor, de desaparecer. En Weimar, corrían rumores: decían que la Bauhaus era un centro expresionista, demencial, fraudulento, bolchevique y judío, un hormiguero de traidores a la patria. Se comentaba que todos estaban como cabras, que eran una temeraria banda de jóvenes que empezaba muchas cosas y no terminaba nada, y que preferían los rezos al trabajo. Que los chicos llevaban el pelo largo y las chicas

se lo cortaban, que se admitía la homosexualidad y que algunas alumnas llegaban a lucir con orgullo su evidente embarazo. Y que los «bauhausitos» pasaban la mayor parte del tiempo en discusiones y fiestas tumultuarias, bañándose desnudos en la piscinas públicas y embadurnando de pintura las estatuas clásicas de la antigua academia, pintándoles taparrabos en los genitales y sandalias en los pies. Era verdad solo en parte. Como en cualquier comunidad donde conviven más de una docena de personas, la escuela estaba dividida. Entre sus paredes se estaba tejiendo un enredo de mil demonios. Una parte de los

estudiantes, a quienes Gropius despectivamente denominaba los pequeños rafaeles, quería una formación artística tradicional y exigía una actitud disciplinada. Deploraban la atmósfera de total libertad que regía las aulas. Thedy, Engelmann y Klemm, los profesores que quedaban de la antigua Escuela Superior, lamentaban que Gropius dijera que su arte pertenecía al pasado y que debía ser borrado del mapa. Habían disfrutado del prestigio que los académicos tenían en la Alemania de antes de la guerra y se veían amenazados por la intención de eliminar las diferencias

entre el arte y el oficio, intención que no solo les privaría de la aureola que distinguía a su profesión, sino que les colocaría al nivel de los artesanos. A Thedy, el más respetado y honrado de los tres, le gustaba que le llamaran Herr Professor. Acusó a Gropius de no entender de arte: —Examine usted las pinturas de Tiziano, Rembrandt, Rubens y Velázquez antes de afirmar que no puede existir arte fuera de la arquitectura. Estaba tan indignado por el hecho de que una escuela superior pasara a convertirse en un simple centro de formación profesional que empezó a mover fichas para crear una academia d e arte en

W e i m a r «como Dios manda», donde se siguieran métodos más serios. De hecho, la Bauhaus comenzabaa parecerse sospechosamente a un monasterio Hare Krishna, e Itten, a una especie de gurú. Algunos pensaban que la escuela era en realidad una secta secreta y que tras sus muros se cocía un misterioso enigma. Porque el maestro, que pasaba cada vez más tiempo en el templete neogótico diseñado por Goethe en el parque de Weimar donde impartía las clases semanales del Vorkurs, seguía de hecho unos

métodos muy poco ortodoxos. Los sábados por la mañana, los «bauhausitos» vestían un traje parecido al suyo pero de un brillante rojo, verde, azul o gris y se sentaban en perfectas hileras entonando piezas corales y extraños rezos. La meditación trascendental era imprescindible. Itten sometía a los estudiantes a un lavado de cerebro tan concienzudo que algunos salían profundamente deprimidos, pensando que no sabían nada. Gropius, que había delegado la dirección de la escuela en él y reservaba para sí los problemas económicos, políticos y de gestión, seguía teniendo a Kandinsky en la

cabeza. Algunos incluso añoraban a Henry van de Velde y se hablaba de proporcionar al artista belga una casa y un estudio para que retomara la dirección de la escuela y compensarlo de las humillaciones sufridas durante la guerra. Gropius tuvo que hacer uso de todo su tacto para no estallar. Finalmente, cuando Van de Velde llegó de visita a la ciudad, nadie estuvo dispuesto a dar un solo marco para financiar su regreso. Alemania era demasiado pobre. Antes de Navidad, Thedy, Klemm y Engelmann, los más tradicionales, presentaron su dimisión y anunciaron a bombo y

platillo que se sumaban al consejo de profesores de una nueva escuela superior de arte. Alegaron diferencias personales, políticas y artísticas, y dijeron que no estaban de acuerdo con el radicalismo de un centro que juzgaban perjudicial para su consideración artística y que aquel sistema docente era un disparate. Pero a Gropius no le faltaron seguidores. Media Europa deseaba comenzar de nuevo para borrar el pasado de la memoria, todo aquello que había llevado al Viejo Continente a la ruina. Terminada la guerra, nadie sabía por dónde empezar. Todos habían perdido algo o a alguien, todos se habían quedado sin referencias.

Era hora de experimentar, de que la juventud se hiciera cargo de corregir los errores de sus padres, de abrir espacio a todas las tendencias, incluyendo las más at r evidas y radicales. Allí los flemáticos consejeros de épocas anteriores tenían poco que decir. Tras sentenciar que la Bauhaus quedaba fuera de peligro y pedir consejo a Itten, Gropius se puso en contacto con Oscar Schlemmer y con Paul Klee, que aceptaron encantados la idea de unirse a él. Kandinsky estaba a punto de llegar, solo esperaba a que le dieran el pasaporte, cuestión de meses.

C omenzó la era Bauhaus. Llegaron las Navidades. Los «bauhausitos» hicieron una fiesta hermosa, algo completamente nuevo, una celebración de amor en el sentido más amplio de la palabra. Adornaron un frondoso árbol con luces y manzanas, y prepararon una larga mesa blanca, dispuesta con esmero, con grandes velas y una enorme corona verde, hecha con ramas de abeto. Abrieron los regalos, envueltos en papel también blanco. Los de Gropius eran buenos, bellos y valiosos. Leyó la historia de la Navidad y todos se sentaron, rodeados de símbolos y de paz.

Con rostro tranquilo, Walter G r o p ius sirvió la comida. Los estudiantes cantaron, felices, y se sintieron como los apóstoles a los que Jesús lavó los pies una vez. En 1920, tras la Primera Gran Guerra, los restos del Imperio prusiano y del austrohúngaro se convirtieron en intentos de regímenes democráticos y republicanos con gobiernos de coalición. La Bauhaus comenzó a sentar las normas, bases y patrones de lo que hoy conocemos como diseño industrial y gráfico. Hasta su cierre, establecería los fundamentos académicos de la nueva arquitectura moderna, que

incorporó una nueva estética a todos los ámbitos de la vida cotidiana. Pero los países vencedores impusieron condiciones cada vez más duras, lo que exaltó las iras de los alemanes más extremistas. Y la teoría de la puñalada por la espalda, de la conspiración entre los judíos y la izquierda para hacerse con el poder en el mundo, terminó por arraigar. Aquel año, el recién creado Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán) admitió entre sus filas a Adolf Hitler como responsable de

comunicación y propaganda. El artista que Hitler llevaba dentro superpuso entonces un círculo blanco sobre un cuadrado rojo en cuyo centro giraba una cruz negra de brazos iguales, doblados en ángulo recto en el sentido de las agujas del reloj, un antiquísimo motivo ornamental presente en la mayoría de las religiones orientales, un símbolo del avance y del cambio. Aquella cruz gamada, aquel diseño planteado como un perfecto e impactante logotipo de poder que combinaba formas regulares y colores puros, comenzó a aparecer en los brazos de algunos uniformes. El pequeño partido político que representaba,

uno de los muchos que se reunían en las cervecerías de Múnich para hablar de conspiración y de venganza, ganó las elecciones trece años después, gracias a una nueva estética y a los medios de comunicación de masas. Al llegar al poder, Hitler no tardó en imponer su doctrina. Utilizó todos los medios a su alcance para tratar de borrar a los judíos de la faz de la Tierra. Clausuró la Bauhaus tras acusarla de revolucionaria, degenerada y comunista. Se anexionó a Austria para formar la Gran Alemania. Y tampoco se olvidó de Mahler, cuyo nombre decidió eliminar de la avenida que

lo ostentaba en Viena. Arrancadas las placas, hubo que decidir una nueva denominación. Hitler recurrió a las glorias del arte alemán, a la ópera y a Wagner. Entre todas las obras del gran genio de Beyreuth, entre las partituras de antiguos dioses, mitos y leyendas, entre las grandes gestas de héroes y gigantes, para suceder a Mahler en el corazón de la Viena de su Alma, Hitler eligió el título de una ópera que desarrolla un tema definido en espacio y tiempo, una obra que trata de aprendices, oficiales y maestros, un cuento que narra un concurso en una escuela de artesanos y que termina con la victoria de un joven llamado Walter

al que todos los maestros de una Bauhütte felicitan cantando.

FIN

BIBLIOGRAFÍA

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Página de la Asociación Internacional Gustav Mahler de Viena. www.library.upenn.edu/collectio Página que contiene los papeles y fotografías de la colección de Alma Mahler. www.schoenberg.at. Página del Arnold Shoenberg center.

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