Acha Juan - La Apreciacion Artistica Y Sus Efectos.doc

El fenómeno del consumo artístico ha sido poco estudiado, hasta ahora, en nuestra sociedad y sufre un injusto desconocim

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El fenómeno del consumo artístico ha sido poco estudiado, hasta ahora, en nuestra sociedad y sufre un injusto desconocimiento, a pesar de que gran parte de los problemas del arte provienen de su consumo y no de la forma en la que se produce. Juan Acha establece en la presente obra un increíble equilibrio de rigor científico y de sensibilidad artística, al analizar las motivaciones que determinan el consumo de obras de arte (en este caso, visuales) y sus efectos. Al mismo tiempo, describe claramente las diferentes operaciones del consumo: sensoriales, sensitivas y teoréticas. En el texto, el término consumo es utilizado como recepción, contemplación y disfrute. Con este vocablo, el autor da una idea de la amplitud y complejidad de la realidad de consumo, cuya versión artística se extiende más allá de la percepción ordinaria.

Reconocimientos

El presente trabajo es fruto de la cuarta etapa de la investigación que emprendimos, como profesores de la División de Estudios de Postgrado de la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la Universidad Nacional Autónoma de México, con el propósito de establecer los diferentes aspectos de la correlación artesociedad. Las artes visuales nos sirvieron como centro, y América Latina como trasfondo. Agradecemos al Servicio Alemán de Intercambio Académico de Bonn (Deutscher Akademischer Austauschdierst), por habernos auspiciado (1983) una investigación de tres meses en la bibliografía alemana de los últimos 15 años acerca de la teoría de arte, la cual hizo posible escribir este libro. Nuestra gratitud también a nuestro amigo Hans Haufe, por su valiosa ayuda, y al profesor Arnold Rothe, por sus sugerencias; ambos de la Universidad de Heidelberg. Agradecemos a Mahia Biblos, nuestra compañera, su constante y alerta asistencia. Juan Acha México, D.F., Septiembre de 1986.

Introducción

Desde que comenzaron los preparativos para escribir este volumen, tuvimos la certeza de que nunca fue tan imperiosa como ahora la redefinición del consumo de las artes visuales. Las razones son varias y bastante convincentes: 1.Vivimos en sociedades de consumo y ellas nos imponen el consumismo o consumo masivo. Sus engañosas prácticas, actualmente difundidas rápida y exitosamente entre las multitudes del mundo entero, invaden las artes y desvirtúan su consumo al hacerse pasar por genuinos modos consuntivos de arte. Estamos, pues, persuadidos a consumir masivamente las obras de arte a consumirlas de forma seudo artística. Es así como hoy los problemas artísticos provienen del consumo más que de la producción o del propio producto. A ello contribuye la eficacia de la actual distribución masiva de los modos de consumo artístico, en su mayoría espurios. 2.El consumo artístico ha sido poco estudiado; sufre un injusto desconocimiento y un infundado aminoramiento pues se le considera una pasiva e inevitable secuela de la producción, y se le reduce al proceso óptico y al psicológico de la percepción visual. La antiquísima sobrevaloración de la producción, la cuatricentenaria idolatrización del productor y la aún fresca fetichización consumista del producto son las causas notorias de este ignorante aminoramiento e interesado reduccionismo. 3.Entre las actividades básicas del fenómeno del arte las consuntivas son las que más practica la gente y las más puramente espirituales del arte. Claro está, nos referimos al consumo artístico propiamente dicho. En comparación, las actividades productivas implican operaciones manuales y las realizan unos pocos; las distributivas, entretanto, comercian obras y difunden ideas, crean necesidades sensitivas e incumben a pequeños grupos. 4.Desde hace algunos años, la teoría, la crítica y la historia literarias se vienen centrando en el consumo, y contrarrestan así los males de la sobre valoración de la producción. Aludimos a la estética de la recepción, de Alemania Federal, y a la estética de los efectos de Alemania Democrática. Se les suman los avances de una estética redefinida como ciencia social por los socialistas, que nos ofrece recursos para un mejor estudio de los mecanismos, causas y efectos del consumo artístico, que lo diferencian de los seudo artísticos y del estético aunque mantenga con éste

relaciones dialécticas, como las de la parte con el todo. Una estética así nos brinda la oportunidad de penetrar en la realidad estética y artística de nuestro tiempo y de nuestro país, y así cuestionar y renovar las ideas fundamentales acerca del arte difundidas por la cultura oficialista como las únicas válidas y que actualmente zozobran por doquier. En consecuencia, estaríamos participando en las búsquedas que emprenden las nuevas generaciones de estudiosos europeos, respecto a su inmediata realidad. No cabe duda, necesitamos conocer la realidad del consumo artístico. Esto equivale a redefinirlo y a revalidarlo. En términos prácticos, redefinir el consumo significa penetrar con realismo y actualidad en sus intrincados mecanismos para señalar errores y adoptar las correspondientes rectificaciones. Esto equivale a enfocar —en lo posible— la completa totalidad de relaciones y de procesos del par dialéctico objeto- sujeto. Además, la redefinición del consumo tiene por objetivo práctico establecer hasta qué punto es posible proveer al consumidor de recursos intelectuales, capaces de controlar y orientar, sin adulteraciones, sus mecanismos de consumo artístico. Así devolveríamos al hombre la confianza en su percepción estética y en sí mismo. En buena parte, nos toca delinear las bases de una política consuntiva de tipo liberador y enriquecedor, la cual presupone dos clases de conocimientos: a los de los mecanismos del consumo que, en el sujeto, ponen en movimiento las denominadas obras de arte y los objetos diarios, ricos en estímulos sensitivos, y b] los de la patología del consumo masivo, con sus estragos. Tal política consuntiva ha de tener una aplicación directa en América Latina donde, a causa de condiciones adversas, el consumo es en la actualidad más importante que su producción. En el texto emplearemos el término consumo en lugar de recepción, contemplación, uso, apreciación, disfrute, etc. El vocablo nos da una idea de la amplitud y complejidad de la realidad del consumo, cuya versión artística se extiende más allá de la percepción ordinaria. Carece de importancia si durante el consumo artístico no hay desgaste material del objeto, como ocurre cuando comemos un pan. El desgaste es sensitivo y epistemológico, sensorial y vivencial. Al enfocar el par dialéctico objeto-sujeto hemos de prestar especial atención a eludir los consabidos yerros: el objetivismo, esencialista o no; el subjetivismo, sea o no individualista; el reduccionismo, que amputa el consumo artístico y lo detiene en la percepción visual y en los efectos inmediatos y placenteros de lo puramente artístico, olvidando los efectos finales, no artísticos por naturaleza; por último el monolitismo, que iguala lo estético y lo artístico, cuya separación mutua y complementariedad dialéctica hoy necesitamos acentuar.

Por otro lado, en nuestro enfoque debemos tener siempre presente lo evidente, en toda manifestación cultural, el consumo mantiene inevitablemente relaciones dialécticas con la distribución y con la producción; es decir, las relaciones artísticas nunca dejan de ser tripartitas. En el consumo, el objeto materializa la producción y hace visible las voliciones y las inconsciencias artísticas del productor, mientras que entre el objeto y el sujeto —en mutua dependencia— se interpone la distribución, a través de la cual actúan la sociedad y el sistema artístico a que pertenece el objeto. Su calidad tripartita no termina aquí; el proceso objeto-sujeto tiene lugar en una sociedad concreta; ésta lo condiciona e incluso influyó previamente en la formación de la personalidad del productor, distribuidor y receptor. Influyó en ella junto con el sistema artístico de la obra y al lado del poder de individuación de la personalidad del sujeto. La intervención de la sociedad, del sistema y del individuo en el modelado de nuestras necesidades artísticas, constituiría el precondicionamiento del consumo artístico. Esto se aclara si nos situamos en la realidad y hacemos frente a la dialéctica de lo estético con lo artístico: vale decir, de la cultura estética con la cultura artística de la sociedad, para diferenciar y separar el consumo estético, el artístico y los seudo artísticos. Creer que la obra de arte suscita siempre un consumo artístico es una falacia. El estudio del procedimiento del consumo artístico nos lleva a la ecoestética u objetividad estética, modeladora de la subjetividad estética, sensibilidad o cultura estética, que es la responsable directa de los consumos de las obras de arte, tanto de los correctos como de los incorrectos. También se verán claras las diferentes operaciones del consumo: las sensoriales, las sensitivas y las teoréticas. Aquí aparece el goce emocional en medio del nudo dialéctico del valor del objeto, la valoración del sujeto y la orientación axiológica que trae de su sociedad. Como muchos equivocadamente suponen el proceso consuntivo no finaliza en la experiencia placentera que, como efecto inmediato, suscita lo puramente artístico: posee asimismo efectos finales que son casi siempre políticos y se manifiestan tarde o temprano en el individuo, la sociedad y/o el sistema artístico al que pertenece la obra consumida (véase la figura 1.1). La visión amplia y realista del consumo artístico que aparece en la figura es relativamente nueva. Aún predominan todavía aquellas visiones limitadas a los mecanismos externos del binomio objeto-sujeto, el componente más notorio del proceso consuntivo del arte. Algunos estudiosos conceptúan activo al objeto y pasivo al sujeto, otros, a la inversa, atribuyen la acción al sujeto. Si bien discrepan entre sí, todos están de acuerdo en que no hay alternativa que reducir el consumo al trabajo simple de la percepción visual con sus operaciones sensoriales, sensitivas y teoréticas, todas ellos psicológicas. Para tales estudiosos el proceso social de este trabajo es inexistente.

Fig. 1.1. El consumo como proceso de relaciones. Como resultado de este reduccionismo, en la actualidad abundan los análisis puramente psicológicos que hiperbolizan las operaciones sensoriales y omitiendo a menudo las operaciones sensitivas y las teoréticas. Coadyuva el hecho de que las sensoriales son mayores y más importantes en el consumo de las artes visuales, si las comparamos con las operaciones consuntivas de muchas otras artes, de las ciencias y de las tecnologías. Con mayor razón cuando las operaciones sensoriales se fusionan con emociones que aparentan ser estéticamente sensitivas, pues lo sensitivo o la sensibilidad estética constituye lo específico de las artes.

En suma, la percepción visual se considera factor medular del consumo lo que propicia abusivas sobrevaluaciones sensoriales y psicológicas —en detrimento de las teoréticas— de lo social y hasta de lo sensitivo. Para muchos psicólogos la percepción sería una pequeña parte del consumo artístico; en otras palabras, la psicología es insuficiente para el estudio del arte. Sin duda, la causa de su insuficiencia reside en la evidente amplitud y complejidad del consumo artístico. Sobre todo, estriba en dos hechos: a) la percepción presupone los procesos sociales de su formación, mecanismos y preferencias estéticas y artísticas; al fin y al cabo, no todo es percepción en el consumo ni todo es perceptible en la obra de arte, b) el consumo comprende los efectos posperceptuales en el individuo, el sistema y la sociedad. Personalmente, vemos la causa principal en un hecho decisivo y bastante ignorado: la inexistencia de una separación tajante entre la percepción común y la artística, pues ésta es prolongación sensitiva de aquella. Si se prefiere, la percepción artística constituye su mayor grado sensitivo; prolonga la percepción común pues en nuestros mensajes cotidianos y meramente comunicativos también operan las persuasiones de la retórica y los sentidos traslaticios o dobles de la tropología, cuya recepción requiere sensibilidad y cuyo uso no es profesional como en las artes. De aquí derivamos el siguiente hecho decisivo: las artes visuales prolongan de manera sensitiva las actividades meramente comunicativas del cotidiano figurar (o de la representación gráficamente de la realidad visible) y del diario ver, así como la literatura hace lo propio con las actividades diarias de escribir, hablar y leer. Tal prolongación, o mayor grado sensitivo de la percepción artística, nos autoriza consecuentemente a señalar la capacidad de la sensibilidad para responder a los estímulos sensitivos de cualquier objeto cotidiano: ello no sólo responde a las denominadas obras de arte. Por lo dicho hasta aquí, y con las argumentaciones que más adelante haremos en algunos capítulos, nos es dable señalar la conveniencia de dividir el consumo artístico en la psicología del trabajo simple de sus operaciones sensoriales, sensitivas y teoréticas, por un lado y, por otro en una sociología de la percepción que cubran los procesos sociales que modelan las necesidades, mecanismos y aspectos del consumo, incluyendo los trabajos simples de la percepción misma. Lo importante reside en penetrar más allá de la percepción ordinaria y aprehender así lo específico o decisivo del consumo artístico, porque no necesitamos mucha información ni perspicacia para aceptar dos hechos evidentes: todos tenemos la misma anatomía y fisiología visual, y todos nos movemos entre las mismas limitaciones de lo humanamente perceptible. Aún más: en el espacio y tiempo concretos de nuestras vidas, todos actuamos entre las mismas limitaciones de lo social o de lo históricamente perceptible. Sin embargo, cualquier penetración nos mostrará que

cada hombre percibe la realidad de manera distinta. Dentro de las citadas limitaciones encuéntrense las personales de la percepción. De hecho ellas se rigen por la semántica y la pragmática que se atribuyen a las formas de la obra de arte en consumo, mediante procesos teoréticos personales. Así, la percepción artística difiere de persona a persona: algunos somos activos y otros, pasivos. Todo depende de nuestros intereses y probabilidades personales. Como resultado, el consumo es único, individual, cambiante y encuéntrese atenazado por varios pares dialécticos: lo racional y lo sensitivo; el pasado y el presente; la conciencia y el inconsciente. Por último, el consumo depende del individuo, del sistema artístico a que pertenece la obra y de la sociedad, y cambiando en cada caso concreto las proporciones de la dependencia. Al penetrar un poco más en la correlación objeto-sujeto —pequeño e importante motor del fenómeno del arte— percibimos un objeto como continente de ciertos materiales, formas y colores. Luego vemos cómo estos elementos estimulan al sujeto y conforman la subestructura material del objeto. Tales estímulos actúan en una sociedad concreta, de cuyas convenciones y lenguajes visuales participan tanto el sujeto como el objeto. Desde el punto de vista comunicativo, para lograr una buena recepción, serán necesarias las siguientes condiciones: uso del mismo lenguaje por el emisor y el receptor; es decir, que ambos concuerden en el para qué, para quién y el porqué de la emisión; que el mensaje sea claro, sin ruidos que lleven al receptor a sentidos y significados extraños o equivocados.1 Bien mirado, el sujeto no atribuye arbitrariamente significados al objeto, ni éste se los transmite como si fuese una cinta magnetofónica en funcionamiento. Nada de esto. Ni arbitrariedad ni neutralidad pasiva en el sujeto, como tampoco actividad real alguna en el objeto. Esto hace por decirlo así, de “convidado de piedra”. Simplemente, la distribución se interpone de manera indefectible entre el objeto y el sujeto, e insufla vida al primero, al determinar su potencial de sentidos, significaciones y efectos en el sujeto. Si se quiere, la distribución trae consigo las preguntas y respuestas posibles del sujeto. El objeto adquiere vida en la sociedad cuando unos sujetos —miembros de ella— le adjudican identidad artística por serle vital a todo hombre significar lo que ve, o mejor: lo que se ha aprendido a ver y a significar. Para mayor exactitud, ciertos imperativos sociales y sistémicos' obligan a una parte del sujeto a intervenir en nombre del objeto, mientras el resto de él busca superar tales imperativos. En su calidad de trabajo parcialmente lingüístico o semiótico, el consumo conmina al sujeto a producir significaciones. Cuenta para ello con los medios necesarios de producción; vale decir, con los medios intelectuales de consumir arte,

elegidos por el sujeto entre los que se distribuyen en la sociedad a través de las clases sociales y de otros agrupamientos humanos. Así, la distribución determina la solvencia, la capacidad o la competencia estética del sujeto. A esa capacidad la acompaña la pericia de significar las transformaciones materiales que el productor imprime en la obra con el fin de obtener determinados efectos en unos imaginados destinatarios, que son los aficionados. La correlación objeto-sujeto se torna lingüísticamente en significantesignificado y si nos remitimos al tiempo en pasado-presente. Para sintetizar, en la correlación consuntiva vemos un objeto con elementos invariables y mudos (hablamos de artes visuales tradicionales), y un sujeto, en cuya contextura coexisten elementos individuales, sistémicos y sociales. Pero lo sustancial del consumo, encuéntrese fuera del objeto y de la voluntad del sujeto, aunque depende de ambos. Se trata de la correlación indisoluble entre algo visto y la visión de ese algo, cuyo proceso se desarrolla en el interior del sujeto. Esta correlación se identifica, propiamente, con el curso social de la obra, durante el cual algunos sujetos sienten la necesidad de identificarla como artística. Sus mecanismos consuntivos hállanse condicionados por la solvencia del sujeto, por los factores sociales y sistémicos del momento, y por los accidentes materiales del objeto. Téngase en cuenta que el individuo, la sociedad y el sistema han influido ya en el sujeto y en el objeto, pero en el momento del consumo vuelven a operar a través de nuevos factores. De este modo, no es cuestión de causa y efecto (objeto-sujeto, o a la inversa), sino de condicionamientos y motivaciones, de suyo relaciónales. Porque si en el consumo —como sostiene H.R. Jauss 2 — se suscita un diálogo entre el presente y el pasado del sujeto, este diálogo se concretará por un lado, en las relaciones entabladas entre lo individual, lo sistémico y lo social del sujeto, y lo individual, lo sistémico y lo social del objeto, por el otro. Sin duda todo se lleva a cabo, en el sujeto, de cuyas partes representa al objeto en consumo, a instancias de imperativos sociales. En suma: en la correlación objeto-sujeto el primero pasa a ser una subestructura material invariable y muda; hechura del hombre o de la naturaleza, aquí da lo mismo. Muchos elementos del objeto, de por sí provenientes del pasado, interesan al presente y serán vivificados por el sujeto. Mientras tanto, esto se convierte en una contextura de elementos individuales, sistémicos y sociales. Sus comportamientos consuntivos dependen de los factores sociales y sistémicos del momento, a los cuáles se suman los del objeto que encuentran cabida en el interior del sujeto. En último término, todo esto va a encauzar los efectos del consumo en el individuo-receptor, en su sociedad y en el sistema artístico de la obra consumida.

Desgraciadamente, para analizar con realismo y actualidad la correlación consuntiva, la teoría de las artes visuales no nos ofrece nada nuevo. Un cúmulo de intereses subalternos mantiene a las ideas y conceptos de estas artes en el más reaccionario de los conformismos y en la más engañosa de las fetichizaciones de la producción, el producto o el productor. Por consiguiente, estamos obligados a valernos de los métodos de las actuales teoría, crítica e historia literarias. De la hermenéutica, por ejemplo, con la interpretación como fin y cuyo instrumental dista de ser, para muchos, una metodología en todo el sentido de la palabra. Está también la fenomenología como una instancia filosófica, muy pródiga en consideraciones metafísicas, así como en peligros psicologistas y formalistas, sin que falten las proclividades a fetichizar el producto. Más allá, el estructuralismo y sus derivados consideran a la obra de arte como un sistema de signos, en cuyas dimensiones comunicativas la semiótica busca las ideologías subyacentes al código, o bien construye una teoría de la lectura o del texto, para generar una nueva crítica (La Nouvelle Critiqué). Sin embargo, existen dos métodos de la teoría literaria cuyas innovaciones nos despiertan interés y cuyos desarrollos se iniciaron hace un tiempo. Nos referimos a la estética de la recepción (rezeption a sthetik), aparecida en la República Federal Alemana (RFA) a fines de los años sesenta y a la teoría materialista de la recepción, elaboración en la República Democrática Alemana (RDA) desde comienzos de los setentas. Estas teorías nos atraen sobremanera, en tanto ponen énfasis en la correlación de la acción de la obra como conductora de la recepción (rezeptionvorgabe), por un lado, y en la acción del receptor con su libertad relativa y sus particularidades, por otro. La estética de la recepción, encabezada por H.R. Jauss,3 es resultado de una toma de conciencia de la crisis sufrida por la ciencia de la literatura. Los análisis literarios habían llegado ya a la máxima hipertrofia formalista y positivista, subjetivista y psicologista, hedonista e idealista. Incluso se veía aún al placer y a la belleza como las únicas finalidades de la literatura. La historia del arte no lograba establecer contacto con la historia en general, y la visión estética permanecía separada de la visión histórica. Para superar tales males, los estudiosos recurren a la recepción como el obligado contrabalance de una producción, un producto y un productor sobrevalorados. Luego apelan al formalismo ruso, al estructuralismo de Praga y al posterior de París, así como a la hermenéutica de H.G. Gadamer,4 previas enmiendas y acomodos. Ahora sus metas principales consisten en analizar los mecanismos de la recepción literaria, o lectura, en conocer sus condicionamientos y en elaborar métodos para trazar la historia de dicha recepción o lectura. Para el efecto, la realidad social es ideada como un horizonte de expectativas. Las diversas

orientaciones de ese horizonte son sobrepasadas por la obra consumida, cuando ésta aporta innovaciones radicales. Se suscita entonces; una distancia estética entre la obra y dicho horizonte, que es menester acortar. En síntesis, se enfrentan el potencial de la obra y la capacidad del receptor. Basta con una ligera mirada crítica para comprobar desajustes entre la realidad concreta y el citado horizonte, cuando éste, pese a intenciones progresistas, se identifica tan sólo con las posibilidades literarias, quedando el consumo reducido a mera interpretación artística. Es decir, se omite la visión sociológica y se cae en los psicologismos. Jauss más tarde ha reconocido 5 la relatividad dé sus métodos y la necesidad de mejorar las relaciones entre la tradición y la selección de una parte de ella, y entre el horizonte de expectativas y el sistema comunicativo, producto social y contenido de dicho horizonte. En lugar de insistir en la interacción de la obra con el receptor, la balanza se inclina hacia la subjetividad del receptor. Para ello se alega la calidad polisémica de la obra y su carencia de sentidos preestablecidos, pues esto permite al receptor atribuirle significados y sentidos varios. En cambio, la teoría materialista de la recepción 6 es consecuente con la complementariedad postulada entre la producción y el consumo. Aquí se enfrentan un objeto y un sujeto igualmente activos, en medio de una diversidad de condicionamientos sociales e históricos. Del condicionamiento social brotan las motivaciones y necesidades, los intereses y valoraciones, todos los cuales impulsan al individuo a consumir arte, y rigen sus acciones consuntivas. También influye el comercio del libro (estamos hablando de literatura). Para la teoría materialista la obra, con sus acciones y efectos potenciales tiene la capacidad de dirigir o encauzar la recepción, sin que por ello él receptor deje de ser activo. En la acción de éste, junto a su sentido artístico interviene un sentido histórico, y ambos establecen las intenciones del autor y se ocupan de las relaciones del mismo con la realidad (mimesis), con su destinatario imaginado (expresión) y con el sistema literario. En este punto, pasado y presente se correlacionan en el interior del sujeto. Sea cual fuere el modo de correlacionarse, en toda sociedad siempre seremos testigos de una amplia variedad de consumos, en parte debido a la polisemia del producto y en parte por la diversidad de receptores. Por otro lado, la teoría materialista de la recepción destaca, como principio inmovible, la primacía de la producción sobre el consumo. Por añadidura, acentúa aspectos extraños a quienes, en los países capitalistas, trabajan con el materialismo histórico y el dialéctico. Aludimos al partidismo (la primacía de la política sobre la cultura y el arte), la importancia de la representación de la realidad visible y los intereses del proletariado. La teoría en cuestión se detiene finalmente en las funciones, los efectos y las acciones sociales de la obra de arte, como influyentes en el consumo y como factores que éste pone en práctica. Así llegamos a la cultura estética

y a la cultura artística, existentes en toda sociedad como fuentes y destinatarias de la manifestaciones artísticas, y como parte de toda cultura. Desde luego, la teoría materialista se apoya en Marx: “la producción produce, pues, el consumo; 1) creando el material de éste; 2) determinando el modo de consumo; 3) provocando en el consumidor la necesidad de productos que ella ha creado originalmente como objetos”.7... “la producción es verdadero punto de partida y por ello también un momento predominante”.8 “De este modo, el consumo aparece como un momento de la producción”.9 • La estética de la recepción también busca respaldo en Marx, pero en otras frases. “El producto alcanza su finish (realización final) sólo en el consumo”; 10 “en tanto el producto se hace realmente producto sólo en el consumo”.11 Por nuestra parte, nos inclinamos en favor de la incorporación de la distribución en el consumo, y la conceptuamos como decisiva. Para fundamentar su importancia pensamos en otro pasaje de Marx: “Entre el productor y los productos se interpone la distribución, quien determina, mediante leyes sociales, la parte que le corresponde del mundo de los productos, interponiéndose por lo tanto entre la producción y el consumo”.12 “El resultado a que llegamos no es que la producción, la distribución, el intercambio y el consumo sean idénticos, sino que constituyen los articulaciones de una totalidad, diferenciaciones dentro de una unidad”.13 “La gran conquista de Marx reside, ante todo, en haber insistido en la distribución como una forzosa mediación entre la producción y el consumo”.14 ; Desde nuestra perspectiva, percibimos debilidades en la teoría materialista de la recepción. Sobre todo, percibimos peligros que es urgente eludir: los sustancialismos y a historicismos (o absolutismos), capaces de ser generados con facilidad por el concepto de obra como conductora de la recepción. Tales peligros, de suyo objetivistas, serían obviados si incorporáramos la distribución en el consumo; esto es, en la correlación producción-consumo o en el par dialéctico obra-receptor. Para nosotros, no sólo el consumo es complemento de la producción; también lo es la distribución con respecto al consumo. En otras palabras, si en verdad queremos dar cuenta de su completa realidad, toda obra ha de analizarse en su producción, distribución y consumo. Lo admitimos: en las artes predomina la producción. No en vano las

producciones, distribuciones y consumos de orden espiritual siguen las mismas leyes de las producciones, distribuciones y consumos materiales, pese a sus diferencias mutuas. Pero asimismo hemos de aceptar la igualdad entre la producción de objetos de arte —de suyo materiales— y la de ideas y solvencias artísticas, como lo hace la distribución; o bien de significados y sentidos, como lo hace el consumo. Porque la distribución y el consumo son también actividades productivas. En consecuencia, en el consumo puede primar la obra o el autor, la distribución o el receptor. Cada caso concreto de consumo artístico es diferente. Ciertamente, la incorporación de la distribución dista mucho de poner en peligro la primacía de la producción material en la base de toda sociedad (el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción). Tampoco implica exagerar los efectos distributivos. La distribución no explica todo el consumo: en éste interviene asimismo lo imprevisible del individuo, de la sociedad y del sistema artístico. Además, la realidad, nos demuestra cómo las prácticas consuntivas varían de individuo a individuo, de producto a producto, y a lo largo de la historia. En el consumo —ya lo dijimos— en ocasiones predomina el objeto y en otras el autor, sin faltar en algunos casos la primacía de la distribución o del consumidor. Lo decisivo reside en conjugar la producción, la distribución y el consumo entre sí. Por otro lado, en la actualidad encontramos que el consumo goza de mayor importancia. No en vano vivimos en sociedades consumistas, en las que el consumo masivo después de adulterarlo o estragarlo, lo devora todo. En la teoría materialista y en la estética de la recepción que acabamos de revisar apenas hallamos consideraciones acerca de la distribución. Si las encontramos, se limitan a los productos, tal como el comercio del libro. Por cierto, la teoría materialista se detiene a señalar la equívoca demonización de la obra de arte convertida en mercancía, y la división del arte en elitista y masivo, como si se tratase de verdaderas causas. Pero en ningún momento incluye en la distribución los medios intelectuales de producción y de consumo del arte, cuya circulación en la sociedad explica con claridad las orientaciones axiológicas, teleológicas y sensitivas del receptor. Entre los estudiosos de la RDA encontramos a Rita Schober, 15 cuyos planteamientos pueden servirnos de apoyo para la incorporación de la distribución en el consumo. En su estudio llama la atención acerca de la existencia de una recepción colectiva, identificada con la tradición vida social de la obra y considerada mediación del proceso histórico de la literatura. Por supuesto, también alude a la percepción individual, con su tipología de lecturas y con sus problemas en los diferentes planos consuntivos: del autor (conducción del objeto), del receptor (actualización) y de la interacción objeto-sujeto (comunicación). Además, señala una

pos recepción identificada con la función o papel social del arte. Para nosotros lo importante reside en la recepción colectiva, la cual constituye la distribución o el curso social de las ideas de arte, mediante los aparatos ideológicos oficiales de la educación pública y de la política cultural. Como es de suponer, en nuestro estudio nos acercaremos a la teoría materialista de la recepción, pero insistiremos en la importancia de la distribución o, si se prefiere, de la conjugación tripartita producción- distribución-consumo. Nuestro estudio se centra, en las artes visuales, las que sin duda son diferentes de la literatura. Sin embargo en las artes visuales resulta aún más imperativa la revalidación de la distribución, no sólo a causa del actual desarrollo tecnológico de las comunicaciones audiovisuales —cuyos máximos exponentes son los medios masivos con sus poderosas persuasiones— sino, también debido a la pérdida de importancia del trabajo manual, la mimesis y la expresividad en la actual producción artística-visual. En su lugar, ahora los artistas exaltan la pragmática; esto es, los efectos de su obra en el receptor, casi siempre obligándolo a cuestionar o a alterar sus ideas habituales del arte. No en vano las obras de arte son intencionalmente polisémicas, por enrarecimiento u ocultamiento de información, y exigen más trabajo al receptor. En los círculos de estudiosos del arte, la sobrevaloración de la producción, del productor y del producto no sólo tiende a desaparecer; el mismo producto entra incluso en el ocaso. Piénsese en cómo los diseños hacen perder importancia a la obra única, puesto que el artista pasa a segundo plano en tanto productor. Lo primordial de nuestras búsquedas, reside en centrarnos en el receptor para conjugar sus actividades consuntivas con la producción y con la distribución. Primero debemos indagar en la tipología del consumo, diferenciando el ideal del real; el aficionado del profesional y del espontáneo, que actúa desprovisto de conocimientos artísticos. En el consumo profesional distinguiremos el del crítico, teórico, historiador y productor de objetos o artistas. Empero, prestaremos especial atención al consumo masivo, sus perversiones y problemas teoréticos respecto a la individualidad y el colectivismo, el individualismo y el gregarismo. En cada uno de los tipos de consumo analizaremos separadamente sus elementos y mecanismos pre perceptuales, para dar cuenta de la procedencia de los ideales y orientaciones, capacidades y necesidades artísticas y estéticas del consumidor. Aquí son fáciles de percibir los pormenores de la distribución y .de su importancia en las condiciones pre perceptuales que exige el consumo-masivo, de manera que es menester fundamentar la diferenciación entre lo artístico y lo estético, como quien separa la parte del todo. También examinaremos las actividades perceptuales del consumidor, tanto las sensoriales como las sensitivas y las teoréticas. Antes habrá que establecer cuál es la interacción de la sociedad, el

individuo y el sistema artístico en la creación de necesidades estéticas y artísticas de nuestra sensibilidad. Finalmente, los procesos posperceptuales serán identificados con los efectos últimos del consumo, que examinaremos en la tercera parte de este libro, y que pueden ser individuales, sistémicos y/o sociales.

NOTAS 1 FBI. Virden, 'The Social Determination of Aesthetic Styles" en The British Journal of Aesthetics. 2 H.R. Jauss, Bacines und Goethes Iphigenie" en Rainer Warning Rezeptionaesthetik, pág. 384. 3 H. R. Jauss, Literatur Gerchichte als Provokotion. 4 H. G. Gadamer, Wohrheit und Methode. 5 H. R. Jauss, Op. cit., págs. 386-391. 6 M. Nauman et al., Gesellschaft, Literotur-Lesen. 7 K. Marx, Introducción general a la crítica de la economía política, 11856J, pág. 49. 8 Ibídem, pág. 50. 9 Ibid, pág. 51. 10 lb., pág. 47. 11 lb., pág. 48. 12 lb., pág. 51. 13 lb., pág. 56. 14 En el primer capítulo de nuestra obra dedicada a la distribución, hemos tratado exhaustivamente las relaciones que la producción, distribución y el consumo guardan entre sí. Véase Juan Acha, El arte y su distribución. 15 Rita Schober, Bezeption und Reolismus, tomo I.

PRIMERA PARTE La sociología de los consumos

1 Los orígenes de nuestras necesidades estéticas Comencemos por preguntarnos algo que se nos antoja fundamental: ¿de dónde nos viene la necesidad de acercarnos a una obra de arte, o bien a la belleza de un paisaje, de una mujer o de una flor, para percibirla, vivenciarla y consumirla sensitivamente? Obsérvese: la pregunta contiene el dilema arte o belleza. Son dos realidades distintas: una, producto del hombre y otra, de la naturaleza. A menudo incurrimos en el error de confundirlas, creyéndolas una misma cosa. Quizás porque en épocas pretéritas la belleza y las otras categorías estéticas fueron insertadas en el arte, en el cual suelen aparecer, por otra parte, como bellezas formales. En realidad, el producto de la naturaleza y el del hombre difieren de manera sustancial. Sin duda, la necesidad de arte o de belleza nos viene de la sensibilidad, si optamos por señalar la causa inmediata. Naturalmente, sin que por esto desechemos la existencia de causas profundas, en especial, la amaterial tan importante para nosotros, los materialistas. Por definición, esta facultad humana rotulada sensibilidad se ocupa de las artes, la belleza y demás categorías estéticas (fealdad, lo dramático, lo cómico, la sublimidad y la tipicidad]: En suma, se ocupa de todo lo estético, entre otras cosas, por tautología o sinonimia, —más que por antonomasia— lo estético es lo sensitivo. La sensibilidad va siempre unida a los sentidos, a las percepciones y los sentimientos. Si aquí nos interesa, es para definirla como la capacidad humana de sentir que tipifica lo estético y también lo artístico, por extensión. Esta capacidad se concreta en cada sociedad, época o individuo, adquiriendo rasgos particulares que pueden tener alguna de estas tres definiciones: suma de sentimientos e ideales de belleza, tanto humana como natural y de objeto; reunión de preferencias, aversiones e indiferencias sensitivas; conjunto de relaciones sensitivas o estéticas que mantiene el hombre con su realidad cotidiana. Es así como la sensibilidad del individuo o de la colectividad puede también denominarse subjetividad o cultura estética. Según tales definiciones, la sensibilidad no actúa sola. Constituye la médula estética y tiene sus propias necesidades que para satisfacerlas compromete al resto de las facultades humanas, es decir, las actividades sensitivas afectan a la totalidad del hombre, porque la sensibilidad interviene en todo acto u obra humana y le imprime sus huellas. En la mayoría de los casos, la obra humana que contiene elementos

estéticos o artísticos es producto de otras facultades. Para ser exactos, lo estético nunca existe como sustantivo: es más bien un modo de existir de las cosas y fenómenos, o un modo de describirlos y de expresar ideas y sentimientos. Esto, al margen de que para existir verdaderamente lo estético necesita de la relación con un sujeto. Si aquí aislamos la sensibilidad es por exigencias metodológicas. Por lo demás, su aislamiento es frecuente en nuestra vida diaria. Surge fugazmente cuando sentimos y nos emocionamos. En rigor, toda actividad de la sensibilidad viene precedida, acompañada y seguida de la razón y hállase íntimamente ligada a los sentidos (sensorialidad) y a las emociones (afectividad). La sensibilidad contiene lo específicamente estético, y sus actividades son aislables y conscientizables de forma fugaz. Cuando la sensibilidad se une a la razón para predominar sobre las operaciones sensoriales, deviene lo específicamente artístico. Mente, sensibilidad y sentidos van siempre juntos, prevaleciendo uno de los componentes.

LA SENSIBILIDAD Todos poseemos una sensibilidad. Por consiguiente, somos capaces de consumir artes y/o bellezas. Todos necesitamos disfrutar de las bellezas, y según ellas nos casamos, admiramos un paisaje y preferimos un objeto. Pero no las necesitamos durante todo el tiempo, y sabemos que muchos hombres nunca requieren las artes para nada. Por eso nuestra pregunta fundamental del comienzo tuvo que ser disyuntiva: u obra de arte o bien belleza. Si todos poseemos sensibilidad es porque nos resulta indispensable. Algunas veces lo es —y he aquí lo importante— como complemento, y otras como sustituto de nuestra razón, también imprescindible. No importa si en las actividades de la razón subyacen siempre hábitos sensitivos, y si detrás de las de la sensibilidad nunca faltan ideas o teorías. En cada acto e individuo, época y cultura cambian las proporciones en que se combinan la sensibilidad con la razón, aunque muchas veces predomina una sobre la otra. La causa de que la sensibilidad nos sea indispensable es muy conocida: nos la impone ineludiblemente el desconocimiento que la razón siempre tendrá de algunas partes de la realidad, sea porque todavía no se han producido todos los conocimientos exigidos por ella, porque aún el hombre es incapaz de producirlos todos, porque el individuo no pudo adquirir la totalidad de los existentes o porque siempre existirá en la realidad lo sensitivo y no verbalizable. En cualquiera de estos casos interviene la sensibilidad, sea para reemplazar a la razón o para complementarla. Pero no porque su intervención es indispensable nuestra sensibilidad posee la capacidad de llegar a conocer toda la realidad. De lo anterior cabe deducir dos conclusiones: 1. Nuestra lucha por la sobrevivencia nos obliga a mantener dos clases de relaciones con la realidad: las racionales y las sensitivas. 2. La sensibilidad interviene en nuestras decisiones prácticas, tan luego nuestra razón agota sus argumentaciones. Es así como a menudo elegimos un objeto, entre varios de la misma eficacia, porque nos gusta más o lo creemos más bello. Aquí la sensibilidad reemplaza a la razón. La complementa cuando responde a la belleza o a la sensitivo de la realidad, con fines de placer o cognoscitivos. Dicho de otra manera, en nosotros se complementan dos conocimientos: el racional y el sensitivo. Como sabemos, el sensitivo pertenece al pensamiento mítico, cuyas manifestaciones suelen ser artísticas o religiosas. La sensibilidad produce y consume arte, dijimos. En otras palabras durante su

producción y su consumo el arte demanda relaciones sensitivas. Así, por definición, las artes nos exigen el predominio de las relaciones sensitivas, mientras las ciencias nos imponen la supremacía de las racionales. Abundan quienes suponen que el placer es la exclusiva finalidad de nuestras relaciones sensitivas. El arte suele producir placer, nadie lo duda. Pero también lo produce la razón, cuando, por ejemplo vemos belleza en una solución matemática cuyo placer no es ni científico ni estético: es la satisfacción de arribar a una solución impensada. El arte no termina en placer ni todo placer es estético, como tampoco existe la sensibilidad únicamente para solaz del hombre. El arte brota de la sensibilidad y vuelve a ella en forma de obras, para enriquecerla, renovarla o corregirla. Y este efecto adquiere luego dimensiones sociales, sistémicas o individuales. He aquí la principal función del arte, en la cual el placer es síntoma o un efecto inmediato y pasajero. Como es de dominio general, el hedonismo tiene al placer por la principal función del arte. El placer aparece, desde luego, con mucho más frecuencia en el arte. Y conocemos el porqué: la sensibilidad es siempre valorativa; esto es, tiene una orientación axiológica y tiende a buscar la satisfacción de preferencias preestablecidas, mientras la razón trata de zafarse de las influencias de la subjetividad y de los prevalores cuando enfoca científicamente una realidad. La sensibilidad no sólo goza ni se limita a operar los domingos. Trabaja constantemente y cubre toda nuestra vida diaria. De allí lo erróneo y hasta lo disparatado de reducir a las artes las actividades de la sensibilidad. El hombre no sólo vive de arte. Existe una infinidad de relaciones naturales y humanas que, sin ser productos del arte, influyen todos los días en la sensibilidad y la nutren. Por otra parte, muchos diseños intervienen actualmente en la vida diaria y en el tiempo libre de nuestra sensibilidad, así como antes lo hicieran las artesanías en la cotidianidad. Naturalmente, las artes inciden en el modo de ver muchas de las realidades naturales y humanas, así como muchos diseños con que se relaciona nuestra sensibilidad. No obstante sus actividades diarias, nuestra sensibilidad suele dejarse seducir por la sobrevaloración burguesa del arte, y prefiere las experiencias excepcionales de éste. Porque el arte occidental mismo se ufana de no ser cuestión de todos los días. Sus obras están destinadas a una percepción especial y a momentos de excepción festiva. Pero por desgracia, de esta percepción esperamos una purificación muy semejante a la de la confesión y de la comunión católica, con respecto a nuestros pecados cometidos en la vida trivial. De tal suerte que si necesitamos purificarnos sensitivamente, hemos de buscar las artes en los museos y en otros lugares especiales, durante momentos también especiales. Lo importante radica en la purificación; mejor si llevamos una vida diaria inartística. Sin embargo, somos partidarios de una vida diaria estéticamente rica.

Si bien la sensibilidad de muchos hombres se ocupa de la realidad y del arte, en la mayoría de ellos ni siquiera siente la necesidad de acercarse a las obras de arte, por ejemplo, innumerables personas viven en el mundo sin la menor noticia del arte occidental. Su sensibilidad se limita a las bellezas naturales y humanas que nada tienen que ver con las artes, en el sentido occidental del término. Por consiguiente, la sensibilidad posee el don de realizar dos clases de actividades: las estéticas y/o las artísticas, de las cuales las primeras son ineludibles. En otras palabras ninguna sensibilidad puede escapar de la obligación de ocuparse de la belleza y demás categorías estéticas de la realidad, pero sí puede dejar a un lado a las artes. Estas son optativas. De aquí resultó fácil deducir y aceptar que lo estético y lo artístico constituyen dos mundos que se comportan dialécticamente como el todo y la parte, según las circunstancias: lo estético involucra lo artístico, pero también a la inversa, al igual que en las obras de arte, en que lo artístico comprende lo estético, entre otras cosas. Uno se diluye en el otro. Al fin y al cabo, no todo en arte es arte ni estético. Si deseamos comprender cabalmente los problemas actuales del arte, precisamos diferenciar las actividades estéticas de las artísticas. Lo estético o sensitivo subyace en todo acto u obra humana, pero también subyace en ésta lo artístico, en cuanto todo hombre tiene las nociones de arte que lo ha transmitido al aprendizaje de su idioma. Por un lado, están las preferencias y actividades sensitivas de cualquier hombre, analfabeto o culto, niño o adulto, en relación con las bellezas de la realidad natural y de la humana. Por otro, se desarrollan las actividades productivas de la sensibilidad, que pueden o no denominarse artísticas. Pero entre ellas hemos de separar a las actividades espontáneas de la sensibilidad de las artísticas propiamente dichas. Las actividades espontáneas las realiza cualquier sensibilidad y puede darse el caso de que produzcan objetos tales como pinturas. Estas actividades son similares a las que lleva a cabo cualquier hombre cuando practica las matemáticas al sumar sus cuentas. Pero viéndolo bien, aquí enfrentamos operaciones muy distintas de las del arte como profesión y de las matemáticas como ciencias. Si es así, las pinturas de los niños y de los denominados “primitivos” serán productos meramente estéticos, pero nunca artísticos. Sus similitudes con las obras de artistas profesionales que quieren pintar como niños carecen de importancia. Las actividades artísticas propiamente dichas descansan en un cuerpo de teorías que en una cultura se trasmiten de generación en generación de profesionales, dentro de las academias o mediante la autoeducación. Como resultado, las artes constituyen actividades especializadas que requieren de un cuerpo de teorías, aprendizajes y técnicas. Entretanto, nuestras actividades estéticas son espontáneas y transcurren con la “naturalidad” de una facultad humana. No importa si traen consigo nociones de arte. A comienzos del siglo XIX encontramos ya la definición hegeliana de las artes

como hechura del hombre, diferenciándose de las bellezas naturales. Se introduce así un poco de orden en la fusión o confusión que del arte y de la belleza venía haciendo la estética; y para nuestro actual modo de ver, el arte constituyo una promiscuidad, el pecado original de esta disciplina filosófica. De allí en adelante resulta inapropiado atribuir calidad artística a un paisaje, una mujer o una flor, por ejemplo, cuando su belleza es natural. Y esto, pese a seguir apreciando la belleza natural reflejada en muchas obras de arte. Cien años más tarde muchos estudiosos europeos ven la conveniencia de postular la separación de lo estético y de lo artístico y contraponen a la estética — como estudio de la belleza en general— la ciencia del arte, cuyo desarrollo había devenido indispensable para el conocimiento de la realidad artística. Ejemplos son K. Fiedler, M. Dessoir, E. Utiz, J.M. Gouyan, que tienen como precursor a G. Semper (1803). En aquel entonces K, Fiedler escribía; “buscar la belleza, disfrutarla y aspirar a ella, puede parecer muy elevado, pero en realidad no se eleva mucho sobre el pedestre instinto del hombre de querer uña vida agradable”.1 En un comienzo la diferenciación se centró en separar a la estética como disciplina filosófica de las ciencias del arte. Para los teóricos, el arte como hechura del hombre es más que belleza, y recibe el espaldarazo como una construcción hecha por una sensibilidad hermanada con la razón y la imaginación creadora. En la actualidad, en los países socialistas encontramos teóricos como M. Kagan2 y E. John 3 que trabajan en lo estético y lo artístico como dos mundos separados y relacionados dialécticamente entre sí. Pero no necesitamos recurrir a sus argumentos para señalar qué elementos se paran a uno del otro. Traigamos a la memoria las consideraciones que desplegara J. Mukarosky (1931-1936), acerca de la función, la norma y el valor estéticos, separados de sus homólogos artísticos 4 si nos apoyamos en este teórico checoslovaco, cabe señalar la existencia de lo esté- ; tico fuera de las artes. La función estética aparece, entonces, siempre aparejada con una función práctica, religiosa, política o moral. Porque lo estético no existe solo: la sensibilidad subyace en toda obra humana y su existencia es modal. Por consiguiente, estamos obligados, a separar el consumo, la educación y la cultura estéticos de los artísticos. Por definición, lo estético va unido, a la sensibilidad, la belleza y demás categorías estéticas de la realidad. Por ejemplo, para M. Kagan, su consumo es inmediato y directo, espontáneo y emocional, y se identifica con el gusto.5 En otros términos, su consumo es axiológico; consta de las relaciones axiológicas que entabla el sujeto con un objeto. El objeto posee un valor potencial, el cual es objetivado por la valoración suscitada en un sujeto, quien valora de acuerdo con la orientación axiológica que le ha inculcado la sociedad. Lo estético va unido al placer emocional y a valores preestablecidos. Este proceso caracteriza también a las artes y las diferenció

de las ciencias, cuyas prácticas huyen de lo emocional y buscan la objetividad lógica. Propiamente, el objeto estético no es enfrentado por un sujeto sino por la subjetividad de un sujeto. Como veremos más tarde, lo estético es un producto cultural, cuya generalización expresa su base antropológica y biológica. Para consumirlo nos basta con la educación ecológica, porque también los analfabetos lo consumen. Durante mucho tiempo lo artístico estuvo unido a la belleza natural y operaba de acuerdo con los ideales y sentimientos de belleza predominantes en la colectividad. Actualmente las artes tradicionales los abandonan y recurren a la fealdad o a lo dramático, a lo cómico o a la trivialidad; categorías estéticas que se desempeñan como ingredientes artísticos pero que distan mucho de ser valores o disvalores. Su consumo es amplio, se inclina a lo racional y se extiende al pasado y a la verbalización. En la relación objeto-sujeto del arte, la distribución interfiere con los medios intelectuales de consumo. En síntesis, el consumo artístico es igual al consumo estético al que se suman algunos procesos racionales e informaciones históricas y conceptuales. En fin, exige, una educación especial: la ecología no le basta. Las bellezas naturales siguen siendo necesarias en la vida diaria y en los medios masivos, pero no en las artes tradicionales y cultas. Las obras de arte poseen una función estética en la belleza de su configuración; esto es, en sus formas, cuyo consumo es espontáneo. La función estética puede estar también en el contenido, cuando éste refleja una belleza natural o un hecho que exalta cualquier otra categoría estética. Dicho sea de paso, lo estético funciona aquí como la carnada en el anzuelo. En cualesquiera de los casos, la función no será un valor artístico sino el reflejo de un elemento estético de la realidad. Recordemos que entre la función y su valor hay mucha distancia. Las obras de arte acusan igualmente una segunda función, la cual, al ser ajena a lo estético y a lo artístico, puede tener fines educativos o informativos, religiosos o políticos. Aquí el arte sirve de medio para un objetivo práctico y no artístico que se identifica con el contenido de las obras. Asimismo éstas comprenden una tercera función: la artística o sistémica, cuando las formas y modos de las obras aportan algo nuevo al sistema artístico a que pertenecen (pintura, escultura, grabado, dibujo). Para apreciar cabalmente esta función interviene un consumidor ignorado, pese a estar siempre presente: el profesional. Aquí también la obra opera como un mecho, pero con fines artísticos. Las tres funciones mencionadas son potenciales y su objetivación depende del reconocimiento de un sujeto con su valoración subjetiva. Las artes constituyen sistemas sociales de producción, distribución y consumo culturales, con su morfología (géneros de objetos: pintura, escultura, grabado,

dibujo, arquitectura) y su historia: sucesión de artesanías, artes cultas y diseños. A lo largo de su historia cambian las proporciones de la sensibilidad con respecto a la razón, y el productor aumenta su acercamiento a lo racional. No en vano los diseñadores requieren de mayores informaciones y procesos conceptuales que los artistas cultos, y éstos más que los artesanos. En lo que concierne al consumo sucede al revés: los diseños retornan a lo emocional de las artesanías. La mayor irracionalidad del consumo masivo corresponde a la intensa racionalidad o tecnología que exige la producción de los medios masivos. En buena parte, las artes y los diseños son dos fenómenos opuestos pero también complementarios y propios de la cultura occidental o del capitalismo. En suma, lo artístico se nos presenta como una variante de lo estético en la naturaleza y en los lenguajes sociales. En términos sociológicos, cabe hablar de cultura estética y de cultura artística como el todo y la parte. La primera hállase constituida —ya lo hemos dicho— por el conjunto de relaciones sensitivas que los miembros de la sociedad mantienen predominantemente con la realidad y que caracterizan a esa sociedad. Si se prefiere, podemos identificarla con la subjetividad estética colectiva. En cambio, la segunda consta de procedimientos y teorías, técnicas y aprendizajes profesionales, aunados a sus productos, su distribución y su consumo. Ambas culturas provienen de una misma matriz: de la ecoestética, también denominada objetividad estética. La ecoestética, se integra con los productos de las artes, ciencias y tecnologías, junto con el elemento humano, con sus comportamientos estéticos y artísticos. No nos sorprendamos: cuando estudiamos una ecología, lo hacemos dentro de ella, como parte y producto de la misma, y en tanto su transformador. Aquí, como parte y producto ambientales, el individuo hace de intermediario y en él influyen el ámbito estético y los comportamientos de la subjetividad estética y de la cultura artística de los hombres que lo rodean. Hasta hace poco, la proclividad burguesa a sobrevalorar el arte nos impulsaba a creer que las artes explican exhaustivamente la cultura estética de una sociedad, cuando en verdad sucede lo contrario: sólo lo estético explica lo artístico y la subjetividad o sensibilidad colectiva.6 Recordemos ahora la última evidencia notoria de la sensibilidad: constituye una facultad humana que cubre lo artístico y lo estético, que puede compararse con la razón —otra facultad humana—, y con el hombre, un instinto del hombre. Las comparamos para Señalar que si bien las tres tienen una base biológica o antropológica, no existen sin formas ni modos concretos, las cuales distan mucho de ser innatos: son productos sociales que dejan al hombre una libertad relativa. Lo biológico determina la capacidad y los límites de sus reacciones, pero no es el origen del arte, así como tampoco los procesos psicológicos del hombre cubren todo el arte. Si la sensibilidad no es innata, ¿de dónde procede entonces? Propiamente,

¿cuál es el origen de las necesidades estéticas y de las artísticas? Luego debemos preguntarnos: ¿cómo se forman la cultura estética y la artística? Toda respuesta confluirá en nuestra tarea central: analizar el consumo artístico en comparación con el estético y con los seudo artísticos. La realidad nos señala a la ecoestética como la causa inmediata, la cual no es otra cosa que la objetivación de la sociedad, cuyos mecanismos esconden la causa de última instancia: el modo de producción material.

LA ECOESTÉTICA Para precavernos de malentendidos, tengamos presente que la ecoestética y la cultura estética son sustancialmente iguales pero vistas desde dos ángulos distintos y complementarios: una es la objetividad y otra la subjetividad estética; lo externo y lo interno del mismo fenómeno. Por cultura estética entendemos el conjunto de nuestros relaciones sensitivas con la realidad del entorno, cuyas preferencias y aversiones, ideales y sentimientos de belleza, se objetivan en las necesidades y satisfacciones de nuestra sensibilidad o subjetividad estética colectiva. En concreto, engloba las actividades productivas, distributivas y consuntivas de la sensibilidad, con sus respectivos principios, medios y productos. Su contextura es más psicológica o psicosocial, y conforme una suerte de urdimbre sensitiva que subyace en toda práctica social o modo de vida, aun en la política y en la jurisprudencia, en las ciencias y en las tecnologías y, con mayor razón, en la religión. Entrelazada en esta urdimbre se encuentra la siempre omnipresente red de ideologías o de recursos de la falsa conciencia. En cambio, la ecoestética constituye la cultura estética en su acción modeladora de las sensibilidades personal y colectiva, que suscitan en la persona individuaciones y socializaciones sensitivas, como respuestas que propiamente son identificaciones tanto con la persona del individuo como con los diferentes grupos de la colectividad. Dicho en otros términos, abarca los múltiples factores y procesos de creación o sociogénesis de las necesidades estéticas del individuo, aunados al condicionamiento de la satisfacción de las mismas y de sus efectos. Su naturaleza es más sociológica, y equivale a una especie de caldo de cultivo en que va generándose la sensibilidad de todo nuevo miembro de la sociedad. Si se quiere, la ecoestética sería la sociedad vista en sus aspectos sensitivos. El estudio del espacio vital de la sensibilidad que es la ecoestética, se centra en las relaciones de ésta con el medio ambiente. No es que la ecoestética determine la contextura de nuestra sensibilidad mediante las respuestas homeostáticas que en ella

imponen los cambios y las presiones ambientales o ecológicas. En las respuestas interviene la educación familiar y la pública, con sus normas e ideologías justificadoras, aunque siempre sea posible señalar en toda sociedad un espacio intelectual con normas en circulación provenientes de la educación. En el modelado de las necesidades de nuestra sensibilidad intervienen también la demoecología, que promueve la imitación de determinados comportamientos sensitivos, y la ecología de los objetos, que crea hábitos y condiciona reflejos, más los espacios habitables y laborales que hacen lo mismo en la sensibilidad corporal. Bien mirado, en la formación de la sensibilidad actúa la sociedad entera, pues en ella participa toda práctica social o modo de vida. La razón es simple: en todo acto u obra humana subyace siempre una urdimbre sensitiva. En teoría, los productos de las artesanías, las artes cultas y los diseños, componentes de la ecoestética poseen efectos más eficaces. Sin embargo, en muchos casos, la realidad es otra. Por añadidura, la ecoestética no es una flor silvestre en el cultivo social: la crea el sistema político social, pero no como un escenario que sólo atrae por sus bellezas y únicamente sirve de solaz al hombre. La crea por su objetividad estética; esto es, por la efectividad formativa de los componentes estéticos con respecto a la sensibilidad. Estos componentes cumplen funciones sociales que, como efectos posibles, les imprime el sistema político social. Como componentes principales podemos señalar los objetos y los comportamientos, los valores y las normas que los sistemas estéticos distribuyen o ponen en circulación en el medio ambiente. La cultura estética o ecoestética es parte de la cultura general de la sociedad o país y, por tanto, esta cultura explica a aquélla en muchos aspectos, así como la cultura estética explica muchas partes de la cultura artística, la artesanal y la del diseño. Esto significa que nuestra visión o estudio de la ecoestética depende del concepto de cultura que tengamos. Gomo es de suponer, el nuestro es materialista y, por consiguiente, vemos en ella una parte material y otra espiritual. En la material hállanse los medios de producción y los bienes de consumo que son productos del trabajo y satisfacen necesidades humanas de subsistencia material, de tal suerte que éstas y las posibilidades de satisfacerlas son partes primordiales de toda cultura. De aquí cabe deducir una base material en toda ecoestética o cultura estética, como condición sine qua non de su bondad. Sin embargo, las condiciones materiales y las condiciones de vida, van junto con la formación de la conciencia del individuo, formación que es regulada por dichas condiciones; conciencia que acostumbramos tomar por el componente principal de la cultura espiritual.7 Esta cultura comprende valores y normas que, por lo regular, se objetivan en los usos y costumbres predominantes en nuestra sociedad. Finalmente la cultura conserva y distribuye valores. En fin, toda cultura es normativa. Lo mismo cabe aseverar en la ecoestética o cultura estética, y con mayor

razón si consideramos la naturaleza valorativa de nuestra sensibilidad. Empero, la contextura de la cultura no es sencilla ni uniforme. Lo que en concreto existe es una formación cultural, como parte de la formación económico social. En esta formación cultural coexisten múltiples usos y costumbres del pasado y del presente; unos son dominantes; otros, residuales; los terceros, emergentes. En esta amplia gama de ingredientes, el individuo elige e individualiza los elementos sociales, a cada uno de ellos de un modo personal y a su totalidad con una estructuración singular. Además, el individuo puede aprender sus individuaciones y socializaciones con un espíritu conservador o progresista, reaccionario o revolucionario. Toda persona forma parte del sistema ecoestético, pero funciona como una suerte de homeostato: registra los cambios ambientales o ecoestéticos, se trasmuta y los retroalimenta al transmutarse logra estabilizar la sensibilidad, tanto la individual como la colectiva. El individuo es producto y a la vez parte y productor de la ecoestética. En concreto, aquí se trata de ver de dónde nos vienen las preferencias, aversiones e indiferencias sensitivas que subyacen en los usos y costumbres de todos los días. Son modos y nos llegan con el estilo de vi- ; da heredado o, más exactamente, se transmiten mediante la educación familiar, idiomática y escolar, así como por el medio ambiente y la vida social en general. El individuo no inventa sus modos sensitivos, los recibe, junto con los usos y costumbres, y luego escoge entre éstos, dentro de la variedad de los de su clase social. Los recibe y escoge como parte de los procesos de socialización y de individuación a que está obligado toda persona cuando viene al mundo, crece y va formando su personalidad. Con esta misma libertad relativa de elegir, el hombre estructura de manera personal los elementos escogidos e imprime grados individuales a cada modo y a cada elemento conocido. En todo ello siempre registramos una orientación, sea a la permanencia o al cambio. No discutiremos si el factor determinante es el individuo o la sociedad. Nuestra posición es dialéctica: en la formación de la sensibilidad y en su contextura intervienen tanto los elementos generales como los particulares, los colectivos como los personales. El individuo es el vehículo y a la par la finalidad de la conjugación de ambos elementos. Toda persona porta elementos sociales e individuales, después de haber llevado a cabo procesos de individuación de lo social y de socialización de lo individual o, mejor, de lo grupal. En buena parte, el individuo no está en contacto directo con la sociedad entera, sino que lo está a través de grupos. Entonces ha de aprender a identificarse con los diversos grupos humanos a que pertenece o con los que simpatiza.

Propiamente los individuos hállanse constituidos por elementos de diferentes agrupaciones humanas o sociales, tales como la clase social y la profesión, la cultura y la religión, el sexo y la familia, la nación y la raza, el idioma, y un equipo de fútbol. De este modo, la socialización consta de una dinámica de grupos poco estudiada, que permite individuaciones esporádicas de acuerdo con las circunstancias. Además, lo individual tiende a socializarse. Por lo dicho en este vaivén dialéctico entre lo individual y lo social participan modos individuales y elementos que siempre son sociales, vale decir, colectivos e históricos. El individuo tiene la libertad —lo reiteramos— de elegir entre ellos y de imprimirles modos personales. Como es de esperarse, los grados de individuación varían de persona a persona. Su mayor expresión sería aquella personalidad con un mínimo de neutralidad, indiferencia o rutina, y un máximo de singularidad.8 Las individuaciones y socializaciones también varían con la cultura a que pertenece el individuo: la hegemónica o la popular. Para los efectos de nuestro estudio, podemos traducir el factor cultural en alguno de los tres sistemas estéticos: las artesanías, las artes cultas y los diseños. En síntesis, en la creación de necesidades estéticas —o, lo que es igual, en la formación de la sensibilidad— intervienen la sociedad, el individuo y la cultura; esta última a través del sistema estético en que nace y crece la persona. Ya lo hemos señalado y justificado en otro estudio: 9 los países latinoamericanos hállanse conformados por una cultura hegemónica y otra popular subalterna. Entre sus múltiples actividades encontramos la producción, distribución y consumo de objetos e ideas, propios de las ciencias, las tecnologías y las manifestaciones estéticas, sumadas a otras ideologías, tales como las religiosas y morales, legales y políticas. En la cultura hegemónica local estas actividades son controladas y usufructuadas por la .clase dominante, y dependen de las ciencias, tecnologías y estéticas de la cultura hegemónica internacional, actualmente la occidental, representada por los Estados Unidos de América. La cultura hegemónica local es indiferente a los conocimientos empíricos y cosmológicos que desempeñan el papel de ciencias en la cultura popular, aunque tendría mucho que aprender de su herbolaria. Pero aprovecha sus tecnologías y controla las artesanías o artes populares. Para evitar separaciones injustas o subestimaciones, hemos de interponer una visión dialéctica entre el condicionamiento de clase y la universalidad. Porque si bien los productos científicos, tecnológicos y estéticos de la cultura hegemónica favorecen

a la clase dominante, acusan beneficios universales y van a engrosar el patrimonio de la humanidad. Con todo, para el estudio de la cultura estética será menester diferenciar entre la cultura popular y la hegemónica. Sin embargo, necesitamos tomar a la ecoestética como una sola, pese a mostrar variantes populares y hegemónicas. Igualmente, tomamos por una sola a nuestra colectividad, sociedad o país, no obstante estar dividida en clases. Además, los diseños actualmente tienden a unificar la ecoestética de nuestros países. Para el estudio de la ecoestética también es importante el segundo plano cultural. Nos referimos a los usos y costumbres con su subyacente subjetividad estética y sus estrechas interrelaciones. Las culturas hegemónicas presionan a las populares, pero su curso y sus cambios dependen de los usos y costumbres de la cultura hegemónica internacional, aunque esporádicamente recurra a los modos de vida populares y los adecúe a sus intereses de clase. Con la industria cultural vienen los modos de vida internacionales, y éstos coaccionan a los hombres de arriba y de abajo de nuestros días. Todos estos procesos constituyen parte importante del desarrollo, progreso, occidentalización, internacionalización o como quiera denominarse a la actual yanquización de nuestra cotidianidad. Por cierto, no faltan los intentos de oponer la necesidad de defender nuestros modos de vida locales o de nacionalizar los importados, en tanto son indispensables para nuestro desarrollo. Por usos y costumbres entendemos las del cotidiano vivir y las festividades del tiempo libre, junto a las bastante escasas de índole correctivo-renovadora, ofrecidas por las innovaciones de algún producto cultural. En fin, los modos de vida son incontables, muy variados y cambiantes» Pero nuestra tarea consiste en ocuparnos de la ecoestética, entre cuyas acciones cuentan los usos y costumbres. Nos abocamos exclusivamente a la sensibilidad popular. La hegemónica es internacional en sus sustantivos y adjetivos, y podemos encontrarlos en los estudios psicosociales de cualquier país desarrollado. Para analizar los mecanismos y finalidades, factores y motivaciones de la ecoestética en relación con la sensibilidad o cultura estética, precisamos también tener muy en cuenta el tercer y último plano de la cultura hegemónica y la popular: sus respectivos intereses económicos y su mutua oposición en el modo de producción capitalista. Los hegemónicos funcionan en detrimento de los populares y con dependencia de intereses foráneos. En última instancia, los intereses económicos determinan la cantidad y calidad de objetos e ideas científicas, tecnológicas y estéticas que circulan en la sociedad y que forman parte de la ecoestética, impulsándola a modelar la sensibilidad en determinadas orientaciones. No es necesario entrar en mayores detalles. Volvamos a la ecoestética. Reiteremos: la ecoestética hállase conformada, en parte por la socio

funcionalidad de los tres sistema estéticos que hasta ahora se han sucedido en la historia y que hoy coexisten en nuestros países: las artesanías, las artes cultas y los diseños. Los enfocaremos por separado como parte de los componentes de la ecología. Ellos ocupan parte de la ecología del objeto y del espacio intelectual, ingredientes de la eco- estética que también analizaremos separadamente; al igual que la demoecología, que identificaremos con la cultura estética colectiva y los espacios reales del hábitat: los del hogar y los del trabajo. Concebimos a los tres sistemas mencionados como constelaciones o formaciones estéticas en continuo movimiento y con modos que aparecen y desaparecen. Hasta ahora hemos aseverado que estos sistemas son artísticos por naturaleza, y debemos subsanar nuestro error porque en un sentido estricto no existe lo artístico como naturaleza común a los tres sistemas citados. La causa actualmente es clara para nosotros: el arte no constituye ni podrá constituir una facultad humana: lo mismo sucede con la química o con las matemáticas, por ejemplo. Lo que realmente existe como facultad humana es la razón y de ella se deriva cada ciencia. Y ocurre lo mismo con la sensibilidad: corporiza una facultad humana que se objetiva históricamente en las artesanías, las artes cultas y los diseños. Por tanto la naturaleza común es estética y no artística; las diferencias entre lo artístico y lo estético ya han sido fundamentadas páginas anteriores. Entonces, en la cultura estética y en la ecoestética habrá, una cultura o constelación artesanal, otra artístico culta y una tercera de los diseños cada una de ellas en constante movimiento y animada por un particular cuerpo de tradiciones e ideas. Por desgracia y no obstante las teorías que insisten en la naturaleza histórica del devenir estético o de la sensibilidad, poco o nada se ha hecho por definirlo históricamente. Definirlo equivale a señalar las diferencias entre los tres sistemas, para luego colegir que cada uno constituye una variante histórica de la sensibilidad, una estética distinta o, si se prefiere, un periodo diferente del devenir estético. Como sabemos, la cultura occidental aprovechó la naturaleza estética de los tres sistemas para operar en sentido contrario y exaltar las similitudes entre ellos. Como corolario, las obras más importantes de todas las cultura se tomaron como productos de un mismo sistema y de una misma clase de productores. Los dibujantes de Altamira y los constructores de pirámides, José Guadalupe Posada y Picasso son iguales: artistas, siempre subversivos y creadores, espirituales e individualistas, bohemios y semidioses. El arte como facultad humana —y no como proceso cultural— fue la justificación más socorrida, aunque equivocada. Así se universaliza el arte y a la cultura europea le resulta fácil legitimar la superioridad del suyo, imponiéndolo al mundo como un ineludible imperativo cultural. Como es de suponer, sólo se tenía ojos para el trabajo simple del productor, que siempre fue el mismo. No se vio el

proceso social de dicho trabajo que varía con el tiempo y transforma las operaciones sensitivas y las teoréticas del productor. Por ejemplo, el hombre ha trabajado siempre con sus manos, pero hay diferencias sustanciales entre el esclavo, el siervo y el obrero. Con el mismo criterio hemos de diferenciar entre el artesano, el artista culto y el diseñador. Decíamos que históricamente se suceden las artesanías, las artes cultas y los diseños. Se suceden —claro está— por imbricación, y no por relevo. Además, su sucesión indica que los diseños superan a las artes cultas, así como antes éstas superaron a las artesanías. Cada sistema negó, elevó y conservó parte o partes del sistema anterior. Así, las artes cultas toman de las artesanías, y los diseños, de las artes cultas. Su naturaleza común —decíamos— no es artística. Lo artístico es nominal o bien una abstracción. Si lo común es lo estético, entonces las artesanías, las artes cultas y los diseños incumben directamente a la sensibilidad, o sea a la cultura estética del país. Lo estético es la realidad común y básica, como facultad humana, y ésta sólo puede existir con formas históricas concretas. En conclusión: las artesanías, las artes cultas y los diseños tienen como característica común ejercer fundones estéticas, en tanto inciden en la sensibilidad, subjetividad o cultura estéticas. Su calidad o valor estético viene aparejado a la eficacia de esta función en la cotidianidad del hombre común. A simple vista los diseños se dirigen a la sensibilidad, con un mínimo de teorización artística y un máximo de información psicosocial y tecnológica. En cambio, las artes cultas buscan influir en sensibilidades informadas en arte. Después de todo, lo artístico equivale a un cuerpo de teorías o ideas. Por último, las artesanías se dirigen a la sensibilidad y al sentimiento religioso con una máxima destreza manual y un mínimo de ideaciones y conceptos. Actualmente coexisten los tres sistemas y sus productos influyen en la sensibilidad. Por lo menos, para esto han sido elaborados. En realidad, los productos de las artesanías o artes precapitalistas Siguen siendo los mismos. Sin embargo, sus motivaciones productiva y consuntivas han cambiado de raíz, y en la actualidad son de tipo nacionalista y populista. Sólo en lugares apartados subsisten algunas artesanías propiamente dichas y modelan el gusto de una reducida minoría campesina, sobre todo después de 1950 con el empobrecimiento del campo, la emigración a la ciudad y la desaparición de festividades religiosas. Las otras artesanías distan de atraer a las mayorías demográficas. Sus producto están destinados al consumo mesocrático y turístico. Además, son más caros que los objetos industriales.

No sólo esto: los objetos artesanos carecen de importancia numérica y de fuerza en la ecoestética nacional. Por un lado, la demoecología rural y provincial, urbana popular y proletaria, con la de los cinturones de miseria, son de mayor eficacia en el modelado de la sensibilidad, con sus usos y costumbres trasmitidos de generación en generación. La gran mayoría vive en espacios paupérrimos y con un mínimo de objetos, casi siempre exentos de belleza. Por otro lado, en la ecoestética nacional gravitan más los diseños con sus entretenimientos audiovisuales; incluso son mayores las influencias indirectas de las artes. En suma: los productos artesanales son de poca monta para las actividades diarias, festivas y correctivorenovadoras de la sensibilidad. En nuestros países, el público interesado en las artes es definitivamente magro. La educación familiar y la pública marginan a nuestras mayorías demográficas del acceso a las artes. Sólo unas cuentas personas se benefician con la distribución de los recursos intelectuales y sensitivos necesarios para disfrutar las manifestaciones contemporáneas de las artes. Estas han de contentarse con una pequeña parte potencial de tan sólo el cuatro o el cinco por ciento de la población, poseedora de solvencia artística, gracias a la educación superior que recibiera. La gran mayoría de ese porcentaje se ocupa de las ciencias y las tecnologías, incluyendo a las industrias y al comercio. Del 25 al 30 por ciento que en América Latina recibe educación secundaria, quizás surjan algunos consumidores de obras contemporáneas. Su mayor parte se orienta hacia las obras del pasado, cuyas preferencias se quedan en el Renacimiento o, a lo sumo, avanzan hacia el impresionismo. Sus prejuicios motivan el repudio a las nuevas tendencias, cuyas obras podrían ser consumidas estéticamente si, en lugar de prejuicios, hubiese una buena educación sensitiva. Sea cual fuere el caso, toda obra aislada se pierde prácticamente en la sociedad como una aguja en el pajar, así la pretensión de los artistas acostumbrados a atribuir a su obra una poderosa y decisiva acción transformadora de la realidad artística, deviene vana. Su obra actúa en la sociedad, desde luego, pero de manera imperceptible. Lo decisivo estriba en la acción conjunta de todas las artes y sus numerosas obras, tanto antiguas como nuevas, sean triviales o innovadoras. Sucede simplemente lo usual: una obra aislada suscita emociones en el individúo, y éste supone que las mismas se despiertan en el resto de los hombres. Con todo, las artes constituyen el núcleo de la cultura artística. Desde ellas se gobiernan las artesanías y los diseños, en cuanto la crítica, teoría e historia de arte generan ideas y conocimientos destinados a formar consumidores, distribuidores y

productores de arte. Las obras y las ideas de arte son importantes para la cultura artística, mas no para la cultura estética ni para la formación de la sensibilidad popular. La razón, más contundente de la escasa importancia de las artes en el modelado de la sensibilidad popular reside en la educación artística especial que requiere su consumo, y que es negada a las mayorías demográficas; educación que contradice los axiomas del sentido común. A tales mayorías sólo les llegan aquellas ideologías generales del arte que les imponen temor, les suscitan un complejo de inferioridad y les despiertan admiración por las clases alias que las consumen. El hecho de pensar que únicamente las sensibilidades excepcionales son capaces de consumir arte, reprime a la sensibilidad popular. Por su parte, los diseños diluyen la belleza formal en la vida diaria: lo estético es al fin socializado, y socializado por medio de un apareja- miento de valores sensitivos con valores de uso práctico y populares. En suma, lo estético entra en la vida diaria. Esto en teoría. Por definición, los diseños aspiran a intervenir en todas las prácticas humanas, para lo cual desarrollan varias estéticas; la gráfica de anuncios y empaques; la mercantil de productos; la de los espacios arquitectónicos y urbanos; la de las informaciones masivas y de los entretenimientos audiovisuales e icónico verbales. Esta última, también de los diseños, apareció desde hace tiempo con otras denominaciones como ciencias de la comunicación. De esta manera, los diseños invaden el hogar, penetran en la vida diaria, ocupan el tiempo libre y se inmiscuyen disimuladamente en los más primarios valores de uso. En realidad, el Estado utiliza los diseños para incidir en el tiempo libre y en la vida diaria del hombre común con el fin de manipular su sensibilidad mediante atractivos estéticos. Así, el Estado moderno llega a vigilar y a manipular al hombre por partida triple: en las solicitaciones minoritarias de las artes puras; en las apetencias de entretenimientos masivos durante el tiempo libre; en las necesidades primarias de subsistencia y habitación, cuya satisfacción logran las mercancías cotidianas. Los diseños influyen poderosamente en la sensibilidad popular. Sus entretenimientos masivos, con sus trivialidades y cursilerías, confirman los ideales de belleza remanidos y distraen a la gente, al tiempo que alimentan su visión y afectividad con realismos fotográficos y sentimentalismos, respectivamente. La industria cultural produce precisamente obras destinadas a mimar el gusto popular, en su tiempo libre. La cultura hegemónica comparte muchas de las preferencias populares y simultáneamente imita modos internacionales de consumir los medios

masivos, pero dispone de mayores recursos para esquivar los nocivos efectos de los consumos masivos. Los objetos utilitarios también actúan sobre la sensibilidad. Según la estética mercantil, propia del diseño gráfico —más que del industrial—, estos objetos se empacan con belleza para influir en la sensibilidad del comprador. Propiamente embellecen las apariencias del valor de uso. Si se prefiere, crean un valor gestáltico y lo interponen entre el valor de uso y el valor de cambio, dando así la impresión de superar las contradicciones entre dichos valores y obtener mayores ganancias.10 Sin más: ya que todas consumen lo mismo aparentan la desaparición de las insalvables contradicciones entre las clases sociales. He aquí sus efectos ideológicos o formativos de falsa conciencia. Los empaques y formas de los objetos diarios dejan huellas en nuestra cultura estética popular pero no tanto como en los países desarrollados, donde la bonanza económica suscita el consumismo. Nuestras mayorías demográficas son demasiado pobres para ello. El capitalismo crea los diseños y los utiliza en su beneficio. Pero como productos culturales nuevos pertenecen al patrimonio humano y el socialismo no podrá prescindir de ellos. Al contrario: le son indispensables para desarrollar la solidaridad colectiva. El Tercer Mundo también los necesita, sea para formar conciencia revolucionaria o para desfetichizar los medios masivos con el propósito de disminuir sus nocivos efectos. Recordemos además que los cinturones de miseria tienen la capacidad de resemantizar los mensajes masivos y, luego, popularizar nuevas escalas de valores o comportamientos diarios, festivos y correctivosrenovadores. En resumen, las artesanías, las artes y los diseños van poblando con sus productos gran parte de la ecología de los objetos. Como resultado, coexisten en múltiples modalidades, antiguas y nuevas. Incluso el arte y los diseños se complementan, en tanto el uno se dirige a la excepcionalidad del hombre y los otros a su cotidianidad. El resto de la ecología de los objetos la ocupan los objetos científicos y tecnológicos, cuyos efectos sensitivos suelen ser cubiertos también por los diseños. En síntesis, todos los componentes de la ecoestética nacional influyen en la formación de nuestra sensibilidad, creándole hábitos.

OTROS FACTORES ECOESTÉTICOS En realidad, la ecología de los objetos no actúa sola. Opera junto con nuestro hábitat, la demoecología y un espacio intelectual. Espacios, objetos, gente o ideas conforman la apretada unidad ecoestática. Sin embargo, aquí examinaremos a cada uno de estos cuatro componentes por separado porque también cabe ver a los objetos articulando un sistema o unidad por separado, aunque su cantidad y su calidad difieran en cada clase social. Todo objeto educa y forma nuestra sensibilidad pero la captación de sus efectos sensitivos varía. Es así como cada clase social los divide en rutinarios y bellos. En los primeros suele haber una belleza familiar o habitual en tanto su uso generalizado implica preferencias, de suyo placenteras. Pero este mismo uso generalizado la hace pasar inadvertida: su captación es inconsciente, mientras que nuestra conciencia sólo presta atención a las bellezas excepcionales o f insólitas, como si lo excepcional o lo insólito fuesen su condición sine qua non. Estas consideraciones presuponen que los ideales de belleza siempre apuntan a la excepcionalidad. No podía ser de otra manera: de acuerdo con el concepto burgués de arte culto, toda belleza ha de ser insólita y festiva. Incluso, muchos la consideran una sustancia inherente a determinados objetos y por eso los aíslan y les atribuyen rareza y fetichizaciones. Así, los objetos bellos se independizan del receptor que los percibe y del contexto en que se encuentran. Hemos elaborado la capacidad de aislarlos, y al hacerlos resaltar creemos que valen por sí mismos. Su novedad nos sorprende y atrae, para que luego los instituyamos en ornamentos, testimonios o símbolos de algo valioso. Aquí sale a relucir el estrecho parentesco que existe entre el embellecimiento del fetiche y la fetichización de la belleza formal. En verdad, nuestras mayorías demográficas todavía son afectas, por lo general, a las imágenes sacras y mágicas pues en ellas sienten latir una belleza religiosa. En este contexto, la unción religiosa se torna en categoría estética, que combina una bondad protectora o milagrosa con una sublimidad capaz de infundir temor. El fetiche purifica nuestra alma y la prepara a recibir los beneficios de un favor divino. En este terreno operan los objetos artesanales, propiamente dichos; esto es, los religiosos que hoy consideramos artísticos. En comparación, las pocas personas que miran la belleza profana de los objetos diarios la identifican con la formas, con el pasar placenteramente su tiempo libre y como purificación de su sensibilidad. El acercamiento a la belleza profana del arte, de suyo intelectual, hállase impedido por la falta de educación artística. ¿Hasta qué punto predomina en nuestras sociedades el concepto difundido

por los diseños, a saber: el objeto bello por su pura funcionalidad práctica? Nos hacemos la pregunta porque supuestamente esta belleza, carente de ornamentos, ha de satisfacer si no todas, por lo menos las principales necesidades estéticas del hombre actual. Una exageración así de la importancia relativa y parcial de los objetos bellos es muy propia de las actuales sociedades de consumo. Claro: tal sobrevaloración de la belleza formal de los objetos, y el objeto mismo, van en detrimento de las otras categorías estéticas y de los actos humanos; éstos ya nada significan si se los compara con los objetos que portan un considerable valor de cambio. De todas maneras, nuestras mayorías demográficas siguen fieles a los ornamentos —mejor si son dorados— mientras la minoría que presta atención a las bellezas de los objetos, las enfrenta con un consumo masivo o, lo que es lo mismo, seudoestético. Detrás de la elementaridad de la belleza formal y de su captación bullen complejas motivaciones seudostéticas que buscan prestigio social para la persona, y otras ventajas. Por último, y esto ya lo señalamos: los objetos-mercancía de bellas formas y con bellos empaques no llegan a nuestras mayorías como a las de los países desarrollados. Las nuestras son demasiado pobres. Empero, los objetos no están aislados ni desnudos en la ecoestética, dependen del contexto y forman parte de los diferentes espacios de nuestro hábitat: los habitacionales propiamente dichos, los urbanos, los laborales, los educativos y los naturales, con sus paisajes y climas. En otras palabras, los objetos diarios actúan en la sensibilidad junto con cada espacio, el cual varía en nuestras sociedades entre abismales y lamentables extremos, en los que es menester diferenciar el hábitat popular, el mesocrático y hegemónico. Dicho de otro modo: cada grupo humano dispone de un distinto hábitat y mantiene, por tanto, diferentes relaciones ecológicas, despliega diversos modos de usar o consumir su hábitat, y de ver o de anhelar el ajeno. Al fin y al cabo, en toda sociedad coexisten numerosos y variados ideales y sentimientos de belleza de los objetos. El espacio habitacional corporiza la base material y biosocial de toda sensibilidad. Sin un buen ámbito en el hogar (lo cual presupone justicia social) no puede existir una buena cultura estética. No hablamos de confort estadounidense sino de configuraciones dignamente humanas por su salubridad y comodidad. En este sentido, entre nosotros predomina una cultura estética muy pobre cuya base material se debate en la miseria de los desperdicios tecnológicos. Después siguen el espacio laboral, el urbano y el institucional de esparcimiento y de administración pública. Todos estos ámbitos modelan nuestras maneras de percibir, sentir y pensar la belleza y la fealdad de los paisajes, de los objetos y de la gente, así como lo

dramático de los comportamientos humanos. Imponen recursos sensoriales, sensitivos y teoréticos que luego devienen hábitos, necesidades o ideales estéticos. Ya lo hemos señalado: nuestras mayorías demográficas son tan pobres que les resulta inevitable privarse hasta de los objetos más útiles; ni qué decir de los objetos bellos. Los que poseen son paupérrimos y sus ideales de belleza les son impuestos persuasivamente por la ecología de los objetos de las capas medias. Con seguridad, desean poseer los objetos mesocráticos por necesidad material o por un deseo de progreso personal, más que por belleza, En la práctica han de contentarse con sucedáneos, como la loza ornamentada y las baquelitas de encendidos colores, que van desalojando a las artesanías de la cotidianidad popular. Naturalmente, la gama de los ideales populares de belleza de los objetos es amplia y podemos distinguir diferentes ideales en lo que va de lo rural y de lo provincial a los cinturones de miseria, como antesala de la proletarización. Esto siempre y cuando la belleza sea compatible con la miseria y la desnutrición. A su turno, la sensibilidad de las clases medias, de un reducido número en nuestros países, aspira a los objetos de la clase alta y se reduce a las imitaciones cursis de los mismos. Entretanto, la sensibilidad hegemónica importa las últimas preferencias objetuales de los países desarrollados. Como se advierte la dependencia es escalonada tanto en lo interno como en lo externo del país. Desde luego todo esto obedece a una irremediable tendencia general: la occidentalización o internacionalización de nuestros modos de vida como sinónimo de progreso; en realidad, como una gradual y verdadera consolidación del sistema capitalista. La red ideológica y la urdimbre sensitiva subyacentes en los objetos llevan con engaños a las clases populares a colmarse de contradicciones internas, en detrimento de sus propios intereses. En este, como en todo proceso social, registramos elementos dominantes (en nuestro caso favorables al capitalismo] que pugnan por invalidar a los elementos residuales y, sobre todo, a los emergentes. Por su parte, la sociedad de consumo contribuye a la sobrevaloración de los objetos y nos impulsa al consumismo, es decir al consumo que se autosignifica o que prestigia al consumidor; consumo seudoestético con que el hombre enfrenta actualmente hasta las bellezas naturales. Una aclaración: nuestras consideraciones constituyen simples aproximaciones a la realidad. Si se quiere, son meditaciones acerca de sus aspectos más notorios. La investigación de campo confirmará, ampliará o corregirá más tarde nuestras reflexiones, o bien señalará otros aspectos escondidos. Pero la meditación suele abrir caminos a la investigación: no en vano meditar implica teorizar acerca de la realidad, aproximarse a ella, identificar sus aspectos más notorios.

Tengamos a no comprobaciones empíricas, son evidentes las diferencias abismales e injustas entre los espacios populares, los mesocráticos y los hegemónicos. Los ideales sensitivos y artísticos que circulan en nuestra sociedad rezan, por cierto, con los hegemónicos; si no fuera así dejarían de constituir los de la clase dominante. En cambio los espacios populares son deplorables. A la lamentable pobreza de la base material de su sensibilidad, con sus insatisfechas necesidades de subsistencia material se suma la miseria de los espacios de su hábitat. La arquitectura, sin la cual nadie puede vivir, recurre aquí a los desperdicios tecnológicos o se limita a la desolada choza del campesino o a la penuria del tugurio del centro de la ciudad, con su promiscuo hacinamiento humano. Para los sectores populares, la sala de estar es inexistente o paupérrima. Los campesinos viven en contacto directo con la naturaleza, es cierto, pero sus ideales de belleza paisajista —si es que los tienen— han de ser muy diferentes de los del turista o del citadino, con sus conocidos entusiasmos románticos y bucólicos. Es muy posible que en el campesino predomine una visión práctica o a lo sumo anímica o cosmogónica del paisaje. Al menos, él no es víctima de los espacios insalubres donde debe trabajar el obrero, ni de los lugares mezquinos en que reciben educación los hijos de éste. Por último el espacio urbano parece afectar por igual a todas las clases sociales. Pero una cosa es ver los sectores bellos de la ciudad, y otra muy distinta sentirlos nuestros, verlos artísticos, transitar por ellos en automóvil e ignorar los cinturones de miseria. Si nos atenemos a todas las desventajas de los espacios populares habrá que preguntarse si en verdad los mismos principios rigen la cultura estética popular y la hegemónica. En las mayorías demográficas comprobamos una hiperestesia, porque su sensibilidad hállase sobrecargada de obligaciones al tener que reemplazar una racionalidad —la suya— a la cual su sociedad le ha negado educación. Es decir, en lo que concierne a los objetos y a los espacios la sensibilidad popular tiene que ser más práctica que hedonista: sirve para orientarse en la vida diaria y, con seguridad, no busca la belleza formal tal como lo hace la sensibilidad hegemónica. Al parecer, en la sensibilidad popular predomina lo dramático, lo sublime y lo sentimental. Por eso tal vez prefiere las narraciones, y más la música, el baile y la canción, a los objetos y espacios. Algún día habrá que analizar profundamente la sensibilidad popular y preguntarle qué clase de belleza prefiere. Es muy probable que las respuestas demanden una ampliación de las categorías estéticas conocidas. Como toda sensibilidad, la popular busca también bellezas, de por sí excepcionales. Nadie lo duda. Pero tendremos que diferenciar entre algunas singulares, casi siempre alejadas del objeto y del espacio bellos, y las que la clase dominante impone a su visión. Estas últimas son miradas de lejos por la sensibilidad popular, y que las siente

inalcanzables aunque acreedoras de su subordinación y del temor a lo superior que el sistema sociopolítico le infunde al hombre común. Es muy posible que la frecuente y popular fetichización de la imagen religiosa sirva para inculcar con facilidad la fetichización de las bellezas de los objetos y las espaciales, propias de la clase dominante, que actualmente difunden los medios masivos. Lo importante radicaría en la conservación del temor jerárquico hacia lo superior, por traslación de lo sagrado a lo hegemónico, de suyo profano. En suma, los objetos y espacios gravitan negativamente en la sensibilidad popular, que prefiere satisfacer sus necesidades festivas y las correctivo-renovadoras con narraciones audiovisuales e icónico-verbales, o con música, baile y canción. Su estética visual es pobre y oscila entre las imágenes sagradas y las bellezas que privilegia la clase dominante, que ve de lejos y le resultan extrañas. A ratos dedica una atención superficial a la radio o a al televisor, a la grabadora o al tocadiscos. Hay una diferencia importante entre la sensibilidad popular y las otras: en la primera gravita una vida diaria sin bellezas y colmada de preocupaciones por la subsistencia material, que absorbe mucho tiempo y energías. Si bien las capas medias de nuestros países presentan un reducido número de miembros, la variedad de su hábitat es amplia. Por un lado sus límites se confunden con las mayorías demográficas, y con las clases dominantes, por otro. Así es como en todos nuestros países, los espacios me- socráticos tienden a la occidentalización y su grado va en aumento de los más a irnos pocos. En el centro nos topamos con espacios y objetos que los tipifican y que imitan las preferencias hegemónicas. Sin duda, aquí late un espíritu inestable o de transitoriedad, como si la mesocracia fuese una mera antesala de las clases altas o del progreso de la persona. Quizá esto se deba a la inexistencia de una cultura mesocrática propiamente dicha. Después de todo, sus usos y costumbres transcurren aprisionadas por las dos culturas existentes: la popular y la hegemónica. En la habitación mesocrática se dan cita los muebles versallescos, los bibelots de recuerdo turístico y las imágenes que van desde las estampas religiosas (La cena y El Sagrado Corazón de Jesús), hasta los bodegones y paisajes pintados a mano y en serie, pasando por las fotografías familiares, y los grabados modernos. El diseño actual aparece en los aparatos de cocina, los musicales y los de entretenimiento audiovisual A causa de la inestabilidad típicamente mesocrática se patentiza una suerte de neurosis estilística que privilegia el barroquismo, en parte como un tradicionalismo y en parte como resultado de querer hacinar y mezclar lo artístico y lo inartístico, el pasado y el presente, lo nacional y lo internacional. Es que lo artístico es excepcional y coexiste con lo inartístico de lo útil y cotidiano. Los espacios de las oficinas y de las escuelas mesocráticas muestran cierta pulcritud. En síntesis, los espacios y los objetos adquieren mayor importancia en la vida mesocrática, aunque

también allí tiene lugar el entronizamiento catártico del bolero acaramelado y quejumbroso. Como sabemos los espacios hegemónicos se acercan más a las últimas preferencias internacionales; lo mismo ocurre con los objetos que los ocupan. Predominan los muebles antiguos y de buena calidad y se muestra poca inclinación hacia los estilos de nuestro tiempo. Sólo en la cocina y en la sala de estar vemos aparatos con un buen diseño actual. Aunque en menor grado, aquí también percibimos una suerte de neurosis estilística. Su posible causa: los titubeos del plutócrata entre el pasado, que le adjudica abolengo, y el presente, que objetiva los caprichos del jet set y el espíritu progresista y audaz del alto ejecutivo. Debido a las malas imitaciones de lo internacional suelen aparecer el mal gusto y la ostentación del rastacueros. Por lo demás los espacios de trabajo y de educación de las clases altas tienden al frío confort estadounidense. Los estudios ecoestéticos tienen por delante una tarea importante: penetrar en los efectos sensitivos de cada uno de los espacios concretos del hábitat por medio de la percepción corporal o táctil de los mismos. Hasta ahora la cultura occidental ha abundado en los espacios ilusorios y en lo visual de las distancias que actualmente estudia la proxémica y la semiótica del espacio. Pero falta asir lo táctil de los espacios reales para saber por qué “somos hijos del espacio que habitamos” y hasta qué punto los organizamos en favor de la ideología dominante, forzados por ella. Veamos ahora el espacio intelectual, el complemento ecoestético del hábitat y de la ecología de los objetos. Aquí se forma la conciencia estética que dirige la cultura del mismo nombre. Como la primera horma fundamental aparece el idioma, cuyo aprendizaje difunde acepciones y símbolos, nociones e ideas. Nos da la impresión de que uniforma la conciencia, pero en el uso del idioma subsisten con fuerza las diferencias entre las clases sociales y entre las profesiones. En toda sociedad hay un sistema comunicativo que aparenta consenso general. Sin embargo, abundan las variantes. Y no sólo eso algunos países latinoamericanos Contienen etnias cuyo idioma autóctono en ocasiones no incluye el término arte, aunque sí vocablos que designan la belleza y demás categorías estéticas. No discutiremos la dependencia idiomática de nuestro pensamiento y de nuestra sensibilidad. Sabemos que en la relación sujeto-realidad se interpone el idioma con su capacidad de objetivar el pensamiento y las imágenes, las razones y las vivencias estéticas. En este punto el factor social es claro y decisivo, y el individuo queda con una libertad relativa. La segunda horma la vemos en el pensamiento religioso o mítico. Como

sabemos este pensamiento es diferencia del racional o lógico y predomina en las mayorías demográficas, determinando la existencia de un catolicismo popular con resabios indígenas o africanos de antiquísima raigambre cosmogónica. El predominio del pensamiento mítico se da junto con la hiperestesia y el sentimentalismo, que también tipifican la cultura estética popular de América Latina. Las ideas y conocimientos científicos, tecnológicos y artísticos propiamente dichos son puestos en circulación por la educación superior. La familia y el aprendizaje del idioma contribuyen sólo con nociones o rudimentos de arte. Entre tales rudimentos se encuentran las consabidas falacias que se difunden como axiomas por doquier: arte es belleza; arte es entretenimiento, arte es sentimentalismo, arte es mimesis o realismo fotográfico; arte es magia o religión. La educación que intente penetrar en las manifestaciones actuales del arte, desmentirá y destruirá tales axiomas con el consiguiente desconcierto del educando. Nos referimos a la educación superior que está al alcance de unos pocos: son contados quienes la adquieren y utilizan. Por un lado tenemos, pues, las nociones de arte y las justificaciones estéticas como productos ecológicos, es decir, vienen con el idioma y la familia, los objetivos y los espacios, la educación primaria y la secundaria, los usos y las costumbres. Estas nociones circulan en el espacio intelectual y justifican las necesidades estéticas, pero no las crean en el individuo. Por el otro lado, la educación superior difunde conocimientos y conceptos de arte. Estos sí crean necesidades artísticas, a las cuales les son vitales las razones lógicas, al igual que a las necesidades de producción relativas a los diseños. La mentalidad artística actual tiende a intervenir en toda manifestación o realidad estética tales como el consumo y la distribución de las artesanías y de los diseños. La cultura occidental la elabora y la difunde a fin de universalizar su arte e imponerlo al mundo. El estudio de la ecoestética de un país, en relación con la formación de necesidades artísticas en el individuo, está actualmente obligado a diferenciar entre el espacio intelectual de las producciones profesionales serias y solitarias de la cultura espiritual, y el de la cultura aparente y parcial que desarrollan los medios masivos en una escenificación sui generis y atractiva, cuyos bombos y platillos, luces y colores de un día, nos incitan a denominarla Feria de banalidades. La integran un cúmulo de noticias y comentarios periodísticos en torno de conferencias y mesas redondas, simposios y publicaciones, homenajes y apologías, organizados por las instituciones oficiales de cultura entre ellas los museos. En muchos países como México, esta Feria hace estragos en la producción cultural y es necesario detenerla, denunciando sus engaños y perjudiciales efectos.

Seamos claros: la prensa y la televisión son importantes como proveedoras cotidianas de informaciones, noticias y comentarios cívicos, políticos y culturales. En este sentido, los cronistas culturales desempeñan un importante papel como divulgadores y críticos. El cuadro cambia por completo cuando el periodismo pretende ser un guía cultural, cuando quiere hacerse pasar por productor de cultura —a veces el más importante— cuando es sobrestimado por el público en detrimento de los verdaderos valores o cuando su espíritu se filtra en la producción cultural seria y meritoria y la deteriora. Muchos literatos se han formado en el periodismo pero pocos se han salvado de sus vicios; el didactismo, la amenidad superficial y el buen escribir como cobertura del vacío conceptual o de la falta de originalidad. ¿Se celebra el buen escribir por bello, por sus lugares comunes o por su vado conceptual? Porque con el beneplácito del público perezoso abunda el buen escribir que nada dice o que hilvana minucias y trivialidades. Triunfa la lógica del lugar común. Por naturaleza, el periodismo aspira a llegar a cientos de miles de personas —si no a millones— y por lo tanto ha de acomodar el vocabulario de sus noticias y comentarios al nivel intelectual multitudinario. Otra cosa sucede con el ensayo cultural vacío y manido. De allí la imposibilidad del periodismo de solventar problemas, como se ha ce en las revistas especializadas. Para la mayoría de las personas sólo existe lo que aparece en la Feria de banalidades; fuera de ella todo carece de importancia. Se trata de una visión superficial y parcial de la cultura, que ignora lo valioso que se elabora en la soledad del escritorio o del laboratorio. La Feria es parte de la cultura, pero es la parte sumisa al consumo trivial y masivo. Sin embargo, el periodismo cultural se transforma en la atracción y la perdición de muchos estudiosos quienes aspiran a colaborar en un diario o emprenden producciones que merezcan el reconocimiento periodístico. Importa cosechar éxito con facilidad y para ello, qué mejor que el periodismo, con sus flores de un día. Si el estudioso colabora, tiende a convertir sus informaciones —en ocasiones ricas y valiosas— y sus conceptos —a menudo radicales— en actualidades o noticias. Así, la información se torna chisme y el concepto, anécdota. Todo dentro de una hermenéutica de comadre, en la que no falta el insulto. Peor cuando en lugar del estudioso colaboran personas que ven en su cultura periodística la solución a todo. Si el estudioso busca el reconocimiento periodístico, la situación se agrava, en tanto el diarismo se cuela en la producción cultural. Nos referimos a la superficialidad con que actualmente enfocan las cuestiones culturales y producen conocimientos y obras como si fuesen de unos “periodistas de la cultura”. No se teoriza ni se profundiza; tampoco se arriesgan hipótesis ni se analiza con seriedad.

Se alega actualidad y agilidad, similares a las del periodismo, y se cae en el didactismo populista, incurriendo en la consabida contradicción: escribir para los que no saben leer. Somos partidarios de la importancia del verdadero periodismo pero condenamos sus abusos de autoridad que corrompen la producción cultural (además de corroer el consumo, hace tiempo deteriorado), y que actualmente sostiene a la Feria de banalidades. Por definición, el periodismo difunde y comenta, entre otras cosas, las producciones culturales. Constituye un error, pues, tomar sus espacios como los adecuados para la producción cultural; peor aún cuando el espíritu periodístico invade el escritorio o el taller del productor cultural. Intencionalmente hemos dejado a la demoecología para el final. La razón: se confunde con la cultura estética. Porque esta cultura opera como mensaje y horma, en tanto envuelve a todo nuevo miembro de la sociedad y modela su sensibilidad. Es decir, dejaremos a la demoecología para la siguiente sección de este capítulo en el que analizaremos la cultura estética como emisora y receptora de las actividades de la sensibilidad, además de servir de haz de mensajes que modela otras sensibilidades. Veremos entonces cómo las necesidades y orientaciones estéticas son modeladas por los comportamientos y los objetos que la gente lleva encima, y por la urdimbre sensitiva y la red ideológica subyacentes a los usos y costumbres. En la sensibilidad no faltará más de una contradicción interna. Mientras tanto, nos limitaremos a señalar a los anuncios comerciales, a los códigos cinematográficos y televisuales y a una multitud de factores coadyuvantes de la ecoestética como los modeladores de los ideales y de los sentimientos de belleza humana: fisonomía y vestimentas, habla y lenguaje corporal. Las modela como otra parte de la occidentalización de nuestros países. En consecuencia, será menester diferenciar entre los ideales de belleza humana que suscita la vida diaria y práctica en el hombre, y los ideales que a ésta impone la cultura hegemónica. Así será posible establecer las variantes populares, mesocráticas y hegemónicas de la relación cotidianidad-excepcionalidad en la belleza humana, que oscila entre la contradicción insalvable y la igualdad por eliminación de una de las partes. La relación cotidianidad-excepcionalidad con respecto a la belleza humana nos lleva a uno de los más importantes mecanismos de la cultura popular latinoamericana, capaz de explicarnos algunos aspectos de la cultura estética popular. La sensibilidad popular —es fácil advertirlo— tiene dos clases de ideales de belleza humana: el cotidiano que es una idealización de lo propio (indígena, africano o mestizo], y el “superior”, que puede concernir a la belleza sobrenatural de los protagonistas religiosos, o bien a la profana de la clase dominante. Como sabemos, estas dos bellezas “superiores” o excepcionales son las mismas de la raza blanca, y

difieren enormemente de la belleza diaria del elemento popular es típica de nuestros países en la actualidad. Pensemos en el mundo precolombino, donde primaba la belleza irreal o imaginada de sus dioses. Hoy la belleza femenina y masculina, infantil y anciana, junto con el habla, las vestimentas y los modales de las clases dominantes, se insertan en lo sagrado que domina y a la vez protege (paternalismo), dejando lo propio para lo profano y lo subordinado. Como resultado el hombre del pueblo se casa, con la belleza diaria y con la “superiores” justifica su subordinación y su pobreza. En cambio, la sensibilidad mesocrática siente más reales o cotidianas las bellezas de la dase dominante, aunque unos sectores las bellezas de la dase dominante, aunque unos sectores persisten en las contradicciones populares y otros hacen suyas dichas bellezas, como las hace la sensibilidad hegemónica. Porque para la sensibilidad popular lo propio de aquélla es excepcional y superior.

NOTAS 1 K. Fiedier, Schrif ten Über Kunst, pág. 8. 2 M. Kagan, Vorlensungen der Marxistische-Leninistischen Asthetik, pág. 210225. 3 E. John, Probleme der Marxistisch-Leninistischen Asthetik, págs. 10-16. 4 J. Mularovsky, "Función, norma y valor estético como hechos sociales" en Escritos de estética y de semiótica de arte, págs. 44-13 1. 5 M. Kagan, op. cit., págs. 210-212. 6 j. Fiebach, etal., AsthetikHeute, pág 181. 7 A. Arnoldow, Gruridlagen der Marxistisch-Lenjnistjscjien Kulturtheorie, pág. 19. 8 H. Báchler, etal., Asthetil- Gestatete Unwelt, pág. 28. 9 J. Acha, El arte y su distribución, pág. 261-264. 10 W. F. Haugh, Kritik der Worenósthetik.

2 La cultura estética En ningún momento hemos pensado describir en este texto la cultura estética de América Latina como una totalidad sencilla y conocida; menos aún aspiramos a pormenorizarla. No disponemos para ello de los datos empíricos necesarios ni de los estudios de campo de donde extraerlos. Tampoco contamos con experiencias personales en toda la amplitud y las variantes de la realidad concreta. Sin embargo, sabemos que en nuestros países tomados uno por uno o en conjunto, la realidad estética es compleja pues cada uno de ellos muestra una particular formación sensitiva, integrada por múltiples modalidades, viejas y nuevas.

LOS COMPONENTES No obstante, a quienes nos preocupa conocer la realidad latinoamericana siempre no es posible, y obligatorio, apoyarnos en lo más notorio de ella, con el propósito de trazar algunas constantes y variables en los componentes y en las tendencias del proceso de nuestra sensibilidad colectiva, o con el fin de arriesgar alguna hipótesis o reflexión que nos ayude a esbozar como —máxima pretensión— los mecanismos y rasgos fundamentales de dicho proceso que nos permitan entender el consumo artístico y los consumos similares, objeto central de nuestro estudio. En primer lugar —y muy a mano— tenemos la occidentalización, proceso notorio de la cultura latinoamericana que viene acompañado de la consolidación progresiva del sistema capitalista y que trae consigo el incremento de nuestra dependencia. Ante todo nos revela cómo sus diferentes grados son precisamente los mismos de nuestro mestizaje cultural y nos permite distinguir tres grupos de países; los de raíz indígena, los de sustrato africano y los de primacía ibérica. En el interior de cada país los grados de occidentalización se separan y se oponen: unos se identifican con la cultura popular y otros con la hegemónica. Entre estas dos culturas coexistentes, interdependientes e imposibles de separar tajantemente una de otra media una modalidad mesocrática que necesitamos enfocar en calidad de complemento de nuestra visión. Como cada cultura posee su propia sensibilidad o subjetividad colectiva, distinguiremos una cultura estética popular y otra hegemónica, además de la mesocrática que media entre estas dos como transición, y no como otra cultura en todo el sentido de la palabra. Entre otras cosas, la occidentalización implica asumir la racionalidad requerida por las ciencias, artes y tecnologías actuales y propias de Europa y de los Estados Unidos, con la consiguiente superación de un insistente pensamiento mítico o religioso, predominante en nuestras mayorías demográficas y subsistente en nuestras minorías hegemónicas y mesocráticas. Así se va ampliando y complicando nuestro mestizaje cultural, mientras nuestra sensibilidad colectiva continúa cargándose de elementos y modos espurios, y de perjudiciales contradicciones internas. Entonces, el pensamiento mítico constituye la segunda realidad notoria a estudiar y a esbozar. Después de todo, este pensamiento dirige nuestras culturas estéticas populares o, lo que es lo mismo, los ideales y sentimientos de belleza de nuestras mayorías demográficas. Las dirige, separando y oponiendo la cotidianidad

de lo propio y de lo profano a la excepcionalidad de lo sagrado y milagroso, cuya superioridad sobrenatural se atribuye, con falsas razones, a la clase hegemónica y a sus preferencias culturales y sensitivas. A ello coadyuvan una endémica hiperestesia y los sentimentalismo y las manifestaciones auditivas en busca de salida y de predominio numérico. Comencemos con la cultura estética popular. Advertimos de inmediato la insuficiencia de las artes cultas y de las artesanías, para explicarla. Las primeras son ajenas a nuestras mayorías demográficas, y las segundas se alejan de ellas a instancias del oficialismo que las controla y reideologiza. Los diseños audiovisuales aclaran mucho la formación de nuestras necesidades estéticas y del curso de sus satisfacciones. Sin duda, ellos inciden en la vida diaria y en el tiempo libre del hombre común, pero no aclaran las singularidades de la citada cultura, tal como el ritual religioso y el cultural, que el hombre humilde del Tercer Mundo está forzado a interpolar entre su vida diaria y su tiempo libre, persuadido por la cultura hegemónica y como resultado de la separación y oposición del binomio cotidianidad-excepcionalidad antes mencionado. Para nosotros sería fácil identificar la cultura estética popular de América Latina con sus artesanías, de acuerdo con la costumbre de los amantes del folklore y de los efectos a la sobrevaloración de la producción sensitiva de objetos, que postula la idea burguesa de arte en general. No en vano, para esta idea las artesanías son artes aplicadas. En las artesanías señalaríamos sus indiscutibles méritos, y en un gesto de adulación afirmaríamos que la sensibilidad creadora es una virtud innata de nuestros pueblos. En verdad, estaríamos incurriendo, en una generalización demagógica o en un reduccionismo populista y, lo peor; en una falta de conocimiento de la cultura estética aludida y de las artesanías, o bien en la ausencia de probidad intelectual, si las conocemos. Porque, como es evidente, toda artesanía demanda de la sensibilidad un poder creador, y no sólo las artesanías integran la cultura estética popular. Estamos lejos de creer en virtudes innatas y raciales, y de suponer ausencia de sensibilidad similar en los pueblos de otros continentes o en dos que carecen de artesanías notables. Aún en el caso de poseer las mejores artesanías, hemos de aceptar que su producción y consumo son invariablemente cuestiones de unas pocas personas, y que materializan sólo una pequeña proporción de la cultura artística de América Latina; cultura que, a su vez, es parte de la cultura estética. Por tanto, ésta es mucho más amplia y constituye un proceso colectivo muy distinto. De ese modo, el conocimiento de su realidad, —sea ésta cual fuere— resultará siempre necesario y benéfico para todos, y será preferible a cualquier ilusión, deformación y engañoso reduccionismo.

Como hemos dicho, la cultura estética popular de América Latina se caracteriza por la pobreza de su base material. Nuestras mayorías demográficas no disponen todavía de un hogar ni de lugares de trabajo y de educación cuyas arquitecturas y mobiliarios sean capaces de modelar la sensibilidad popular de acuerdo con los ideales humanos de la actualidad. Hay carencia de espacios y objetos bellos en su vida diaria. Y lo más lamentable: las necesidades de subsistencia material de estas mayorías quedan insatisfechas y les resulta imposible conciliar la belleza con la miseria y la desnutrición. Tampoco cuentan con una educación general a la altura de las exigencias de nuestro tiempo. Esto trae como una de sus consecuencias la incapacidad del hombre común para comunicar con claridad idiomática sus ideas y deseos. He aquí uno de los problemas cuya solución apremia en la educación pública de los países de raíz indígena, e incumbe directamente a su cultura estética popular. Después de todo, en la vida social la expresión idiomática es más importante que cualquier expresión artística. De cualquier manera, esta incapacidad idiomática, entre otras causas, obliga a las mayorías demográficas a agudizar su sensibilidad, sea en la expresión musical, en la habilidad manual o en las supersticiones cosmológicas y míticas. A raíz de la falta de educación en general es que la cultura estética popular en América Latina se singulariza, a nuestro juicio, por una suerte de hiperestesia cuyo mayor grado se advierte en los países de profundos y variados componentes indígenas o africanos. En otras palabras, registramos una sensibilidad colectiva sobrecargada, por sí misma, de actividades y responsabilidades. Conocemos la razón: compensar la falta de informaciones y de formación intelectual que le negó su sociedad, o que ésta no pudo darle. Como resultado, crece una emotividad irracional destinada a dirigir el sistema de decisiones prácticas y políticas del hombre común. De aquí surge la importancia política de toda sensibilidad hipertrofiada, sobre todo por ser fácilmente manipulada y persuadida para ir en contra, casi siempre, de sus propios intereses. Abundan las personas cuyo paternalismo es ciego a las desventajas de las sensibilidades que cargan como un lastre al analfabetismo funcional, carentes del contrapeso de una capacidad intelectual encauzadora, tal como actualmente lo exige toda auténtica condición humana. Por eso a menudo vemos decaer sensibilidades muy promisorias en arte y dotadas de admirable destreza manual, cuando se ven forzadas, por las exigencias de nuestros tiempo, a permanecer creadoras al lado de una rica información racional y de un intenso manejo conceptual. Por otra parte, la falta de una educación artística imposibilita que las mayorías

demográficas pasen del consumo estético al artístico cuando enfrentan obras de arte. Así, la sensibilidad popular queda atrapada para siempre en los rudimentos de alguno o de algunos de los cinco axiomas ya mencionados (arte es belleza; arte es sentimentalismo; etc.). Como es de suponer, estos axiomas varían de acuerdo con los sectores populares; incluso, la clase dominante desarrolla su propia versión de ellos. En concreto, registramos flagrantes contradicciones entre una vida diaria de miseria y huérfana de bellezas y unos ideales estéticos que la condición humana suele guardar con la esperanza de verlos materializados en su país. Muchas veces estos ideales son impuestos a la sensibilidad popular como sobrevaloraciones de los bienes artísticos de la cultura hegemónica, o como ocultamiento de la injusticia social que los sectores populares sufren en carne propia. Naturalmente, aun en las más adversas condiciones políticas, la sensibilidad humana es capaz de manifestarse con libertad, imaginación y belleza pero no cuando tiene hambre. Basta con una ligera mirada a las actividades festivas de la sensibilidad popular durante su tiempo libre para cerciorarnos de que los objetos no son importantes para ella. Definitivamente, esta sensibilidad privilegia la música, el baile y la canción, así como los entretenimientos deportivos y los audiovisuales con sus narraciones sensibleras. Estas preferencias dificultan nuestro enfoque de la cultura estética-popular, puesto que éste se centra en lo visual y en los objetos. La sensibilidad popular trae consigo elementos mestizos e indígenas o africanos, así como resistencias y asentimientos con respecto al proceso de occidentalización impuesto por la cultura hegemónica local. Para ello, ésta se vale de elementos del arte culto y de los diseños, importados a instancias de la cultura hegemónica internacional. La cultura popular también trae consigo un proceso de proletarización, cuya actual fase está en los cinturones de miseria y sobreviene paralela a la occidentalización o mezclada con ella. De todo esto de modo particular nos interesa señalar el mayor peligro de la cultura popular: el que sea reducida a una cultura puramente consuntiva y por ende pasiva, sin que la acompañe ninguna innovación sensitiva local ni la refuerce un sentido crítico (lo mismo le sucede a la hegemónica). El peligro aparece con la declinación de las artesanías y con la importación de innovaciones sensitivas, provenientes de las artes cultas y los diseños producidos en los países desarrollados. Por último, la cultura estética popular acusa una acentuada variedad. En primer término, encontramos las sensibilidades cargadas de elementos indígenas o africanos. En algunos países, como México, las diferentes etnias suman el 15% de su población.1 Luego en cada topología nacional nos topamos con las sensibilidades de los múltiples grados de mestizaje; así, podemos distinguir la campesina y la

provincial, la metropolitana y la de los cinturones de miseria. Nuestra intención —lo repetimos— no es presentar aquí los pormenores de la mecánica que caracteriza a la cultura estética popular ni discutir si existen o no varias de estas estéticas. Todo eso será posible cuando se emprende una larga e intensa investigación de la realidad concreta de América Latina. En estas notas apenas nos proponemos reflexionar acerca de los modos de estudiar y conceptuar la cultura estética popular. Para el efecto, ha sido menester centrarnos en la vida diaria del hombre común pues desde aquí no es posible señalar algunos comportamientos estéticos importantes y notorios en torno de cada una de las bellezas naturales y de los cinco axiomas artísticos ya citados. Si hay variedad de culturas estéticas populares será porque cada una de ellas combina en distinta proporción los modos consuntivos provenientes de sensibilidades de múltiples pasados, tanto autóctonas o africanas como mestizas, y de nuestro presente. En cada momento tendremos un conjunto de sensibilidades cuya coexistencia denominamos formación sensitiva de la cultura popular y cuyo análisis es materia de investigaciones de campo. Por ahora nos importa avistar la totalidad del panorama en su variedad y su unidad: en un extremo las sensibilidades con la mayor cantidad de ingredientes precolombinos o africanos y los mestizos del pasado, y en el otro las sensibilidades urbanas que son más próximas a la mesocracia, aspirante permanente a la cultura hegemónica. Entre ambos polos percibimos los diferentes grados de occidentalización o aculturación de la sensibilidad popular. Estos matices van desde los grupos mestizos provinciales hasta los cinturones de miseria. Todo esta amplia gama de sensibilidades testimonia que el curso histórico de cada uno de los países de nuestra América Latina no ha sido igual para todos. Cada grupo y cada clase social, cada región o cada país muestran distinto ritmo y situación en aquel proceso de ir deshaciéndose de lo antiguo y adoptando lo nuevo, rotulado éste también como progreso. En este conglomerado de sensibilidades populares vemos un sentimiento religioso que las atraviesa de punta a punta con distintas intensidades u occidentalizaciones. Nos referimos a restos de la cosmovisión precolombina o africana que todavía perviven, con distinta fuerza, en el hombre latinoamericano. No es ésta una afirmación antojadiza: pervive incluso en las clases dirigentes, aunque débilmente. Son, si se quiere, elementos residuales; no importa si hoy están en camino de desaparecer o de modificarse radicalmente. Tal sentimiento es politeísta y católico, cosmológico y ritual, e impele a la sensibilidad a unir lo sagrado y lo profano en todo momento de la vida.

No se trata de una unión católica y burguesa, sino de la teocrática popular. Aquí tenemos el otro elemento importante y notorio que nos interesa en la cultura estética popular de América Latina: el pensamiento mítico o religioso. Hacemos hincapié en la unión de lo sagrado y lo profano porque a nuestro juicio la mayoría de los hombres del mundo actual todavía no la ha superado, no obstante la ausencia de lo religioso en el mundo. En nuestras mayorías demográficas sigue predominando la religión como ideología y como máximo exponente de un pensamiento mítico abandonado a sus propias fuerzas, que sufre las desventajas del rezagamiento. No nos sorprendamos: la cultura estética hegemónica tampoco ha logrado zafarse de este pensamiento y, consecuentemente, no ha podido asimilar la intelectualización y el formalismo del arte culto. Con una orientación axiológica, producida por el inhumano contraste de un más allá mágico con respecto a un diario vivir colmado de privaciones, el hombre común privilegia la religión y pone a girar su vida miserable en torno de la bipartición jerárquica sagrado-profano. Por múltiples y engañosas razones, lo sagrado sirve para justificar la miseria y adjudicar superioridad a la clase dominante y a sus preferencias culturales: el determinismo religioso y el social se confunden. Recordemos que el mundo precapitalista y feudal justificaba las jerarquizaciones humanas y no las igualdades, como después lo hizo la burguesía. Justificadas o no, el pensamiento mítico del latinoamericano, maniqueísta por naturaleza, mitifica y rinde culto a lo que lo aprisiona y perjudica. De aquí cabe inferir que las mayorías demográficas sienten temor ante la supuesta y muy invocada superioridad del arte culto y de la cultura hegemónica. Temen a lo superior pero, al mismo tiempo, esperan de él milagros, y protección. Del ritual religioso el hombre pasa al ritual que la cultura occidental ha levantado y exige en torno de sus productos artísticos, que las mayorías demográficas fetichizan, acostumbradas al arte sacro y desconcertadas por el profano. A fin de establecer su ritual cultural recorramos las diferentes actividades de la cultura estética popular. En principio, los diseños se valen de las envolturas y anuncios, formas y materiales de los productos industriales de primera necesidad, con el propósito de actuar sobre la cotidianidad de la sensibilidad popular e imprimirle hábitos, preferencias y ciertas deformaciones de la realidad que subrepticiamente difunde la falsa conciencia o ideología dominante, subyacente —ella— a la estética mercantil y entrecruzada con la urdimbre sensitiva. Empero —en la práctica y esto a causa de la pobreza— son débiles los efectos de esta estética sobre la sensibilidad popular de América Latina. En la vida diaria la sensibilidad también se relaciona con lo sensitivo de las

realidades naturales y a veces, de las realidades artísticas, pero sin tomar conciencia de ellas, En su vida cotidiana no le es posible concientizar las bellezas de tales realidades. La sensibilidad vive agobiada por las preocupaciones y quehaceres múltiples e insistentes de la subsistencia material, y sus actividades transcurren sin la intervención de la razón lógica. ¿Debemos acaso negarle su condición de belleza? De ningún modo menos aún su condición estética. Porque si la cotidianidad popular no las toma como tales es por estar habituadas a ellas y preferirlas automáticamente, Pero esta predilección lleva implícito un reconocimiento de su naturaleza estética y de un valor sensitivo. Al mismo tiempo, toda satisfacción de preferencias conlleva cierto placer que se objetiva tan luego faltan bellezas rutinarias e intervienen otras distintas. En suma, toda sensibilidad es valorativa y, por consiguiente, prefiere ciertas realidades y las embellece. Si se abstiene de señalar valores es porque no toma conciencia de ellos ni de lo experimentado. He aquí la diferencia: las bellezas rutinarias o cualesquiera otras categorías estéticas habituales distan de ser valores estéticos para la sensibilidad diaria pues, como valores, necesitan ser concientizados para poder existir, y esta concientización pertenece al ritual artístico. Pero las bellezas rutinarias cumplen de hecho una función estética y, por tanto, ejercen efectos en la sensibilidad. La sensibilidad —dijimos— no sólo se relaciona con lo artístico ni únicamente con lo estético de la belleza. Existen otras categorías estéticas y la sensibilidad también tiene por tarea asir lo sensitivo, tanto de la realidad diaria conocida como de la desconocida; máxime para nuestra sensibilidad popular, de suyo desprovista de encauzamiento racional. Abandonada a su suerte por habérsele negado una racionalidad encauzadora, esta sensibilidad tiene una vida diaria muy activa, en que se sobrecarga el pensamiento mítico y el día se colma de arduo trabajo y de insistentes ansiedades por la subsistencia material. De allí la hiperestesia. Además, la vida diaria no le ofrece a la sensibilidad popular bellezas de objetos ni de espacios qué disfrutar. Su cotidianidad es paupérrima, privada de bellezas y sin tiempo ni energías para ellas. En pocas palabras, la cultura estética popular identifica su vida diaria con lo propio, profano y trivial de su miseria. Pasemos ahora al tiempo libre. Aquí la sensibilidad popular actúa en otras condiciones: los diseños le ofrecen entretenimientos que satisfacen .sus necesidades de ocupar placenteramente su tiempo libre. Los entretenimientos se concretan, con preferencia, en la música, el baile y la canción, así como en los espectáculos deportivos o en las narraciones audiovisuales de aventuras [las policiales) y de hechos trágicos y sentimentales arrancados de la vida real (las telenovelas). Así el hombre común se relaciona con las categorías estéticas: con lo cómico o lo dramático, sublimidad o trivialidad. Aquí actúan los mitos cotidianos y la sensibilidad popular suele tener la ilusión de estar realizando actividades correctivo renovadora. Aquí también se sacian las apetencias de belleza antropomórfico y de la natural (paisajes,

fauna y flora). Por último, los entretenimientos satisfacen necesidades de realismo fotográfico (mimesis), al lado de los sentimentalismos. En el tiempo libre, y con el control de quienes manejan los diseños audiovisuales, es cuando mejor se moldea, nutre y expande la sensibilidad popular. Lo mágico y lo religioso no caben en el tiempo libre: requieren del tiempo extra de los ritos religiosos y culturales. Por lo general, el hombre tiene necesidad de interponer un ritual religioso entre el tiempo libre y la vida diaria para cumplir obligaciones y urgencias míticas. Comienza con las festividades religiosas y continúa con los sacramentos y demás ritos públicos establecidos. Entre éstos destacan la confesión y la comunión, como purificaciones. El ritual sigue con los altares domésticos y las estampas de un santo milagroso en la caseta del camión o del taxi. Aquí se objetiva con mayor intensidad el pensamiento mítico y religioso pero también subyace y actúa en la vida diaria y en el tiempo libre del hombre común. Toda preferencia y aversión sensitivas tienen su orientación religiosa que a ratos recurre a conductas, en un tiempo mágicas. Es muy posible que la religiosidad esté disminuyendo actualmente. Lo cierto es que sigue activa en amplios círculos populares y aun en los proletarios seguramente ha pasado a sustratos más profundos de la conciencia. Continúa, pues, siendo importante el ritual religioso personal. Se diferencia de la cotidianidad, pero no la niega: la prolonga o la anticipa por contraste. Paradójicamente para muchas personas las actividades religiosas son complementos indispensables de las imperiosas e impostergables necesidades de su cotidianidad pues les permiten presentar agradecimientos, tributos y plegarias a las fuerzas ocultas que suponen sobrenaturales y regidoras de los destinos humanos. En nuestro catolicismo popular se alternan religiosidad y restos de magia y de vez en cuando emergen algunos elementos indígenas o africanos, entre los muchos que actúan en la profundidad. Las ideologías religiosas han tenido siempre fines políticos de dominación. Pero aquí nos interesa más preguntarnos cómo estas ideologías se toman artísticas, al pasar la sensibilidad del arte sacro al profano. En nuestra opinión, el ritual religioso se trasmuta en ritual artístico cuando la cultura occidental introduce el concepto de excepcionalidad en el arte culto, obedeciendo quizá a la tendencia humana de ver en lo extraordinario el atributo esencial de la belleza. Ahora los productos artísticos de la cultura occidental son como los milagros: insólitos y asombrosos. En comparación, la cotidianidad carece de bellezas. Coadyuvan la intelectualización del arte y su imaginada pureza y autonomía. Entró en juego la superioridad que la cultura occidental quería

conquistar para su arte. Al fin y al cabo, las obras de arte profano debían seguir ejerciendo el poder ideológico que las del arte sacro tuvieron durante milenios. En síntesis, el objeto es solemnizado y, luego, sobrevienen la producción y el consumo del mismo; vale decir, sus actividades son transustanciadas en ritos o ceremonias culturales cuya excepcionalidad sólo gente excepcional puede realizar y percibir. La solemnización de la excepcionalidad artística será después convertida, por la sensibilidad popular, en fetichización. De la idolatrización de los objetos y actos sagrados, pasa ella fácilmente a la fetichización de las obras y actividades del culto artístico. Las obras de arte se ven como motivo de un rito similar a la confesión y a la comunión católicas, cuyos efectos momentáneos de purificación son tan celebrados por dar la falsa impresión de alejarnos de la cotidianidad. El arte es ahora cuestión festiva y dominguera; deviene religión y mito. Sus productos adquieren aura, y el esoterismo invade sus justificaciones. Si en el trasfondo del ritual religioso late la promesa del más allá celestial, en el ritual artístico hay esperanzas de prestigio social o purificación espiritual. Sería interesante penetrar en la siguiente cuestión; ¿puede existir el sentimiento religioso como categoría estética? Planteamos la pregunta porque a esté sentimiento le son inherentes varias excepcionalidades muy afines a la sensibilidad. En la cultura occidental también somos testigos del proceso de fetichizar o elitizar a los artistas y a las minorías dominantes que entienden y consumen sus productos. Del mismo modo en que los personajes religiosos son idolatrados, se procede con los miembros de la clase dominante. Después de todo, pertenecen a la misma raza que el pueblo atribuye a los seres divinos, y su belleza fisonómica muestra la misma excepcionalidad que la de éstos. Al igual que a los protagonistas sobrenaturales, atribuimos a la clase dominante haber decidido la existencia de la miseria cotidiana, pero también se le reconoce la virtud de otorgar salvación (paternalismo). Sujeción y protección se hermanan: por eso se les solicita a irnos y a otros favores o milagros. Fuerzas excepcionales rigen los destinos populares y quienes las manejan son también excepcionales. En realidad, tiene lugar un proceso de elitización de las clases dominantes y de los artistas, muy común en el pensamiento mítico: se les adjudica dones sobrenaturales, en lugar de explicar sus actividades mediante una división técnica del trabajo cultural o por la educación recibida. Así llega a su máxima expresión la ideología carismática de P. Bourdieu. La sensibilidad popular no consume obras de arte culto, y éste actúa sobre ella de lejos e indirectamente, al ser difundida su elitización e infundir temor o respeto al subordinado. La clase dominante también influye en la sensibilidad popular de forma indirecta y por medio de la-elitización de la supuesta superioridad humana que legitima su dominio.

Aparte de surtir efectos en las artes, el sentimiento religioso regula la vida popular, en tanto el hombre común ve al mundo a través del binomio sagradoprofano. Entonces, lo sagrado y superior que controla la cotidianidad de los mortales de abajo se imagina arriba. Es decir, ve la realidad al revés el mundo sobrenatural crea y controla a los mortales cuando, en verdad, éstos inventan tal mundo por presiones de la vida material y terrenal. A esta jerarquización tajante y bipartita se agrega el vaivén de lo sagrado o de los de arriba entre su poder inflexible y la protección magnánima que dispensan a los de abajo. La sensibilidad popular siempre encuentra justificaciones religiosas o míticas a los males y bienes que experimenta. Para nosotros son dos las causas principales de que persista y se amplíe el binomio sagrado-profano (dominación-protección) en la sensibilidad popular: la inestabilidad producida por el empobrecimiento del campo, y la unión bellezautilidad-práctica postulada por las artesanías desde hace milenios, y por los diseños desde hace poco. Téngase presente que no nos referimos a ritos religiosos concretos sino a sentimientos religiosos dirigidos por el pensamiento mítico. Durante los últimos treinta años el empobrecimiento del campo —la primera causa— ha obligado a millones de personas a emigrar y a formar cinturones de miseria. Se acelera así la urbanización de las contexturas rurales y se suscita un reacomodo de sus hábitos estéticos. Para las actuales mayorías demográficas su vida transcurre aceleradamente entre lo propio y lo ajeno, el campo y la ciudad, el atraso y el progreso, las artesanías y los diseños, la mendicidad y la proletarización. En suma: se genera un sentimiento de inestabilidad que exacerba el binomio religioso-profano. Como corolario, el vaivén dominación protección toma las vestimentas de la cotidianidad propias de binomios como padre-madre, jefe-benefactor, terror-cósmico-milagros-lotería. La segunda causa la vemos en la sensibilidad artesanal de nuestras mayorías demográficas, que siempre fusionó belleza y utilidad práctica. Por múltiples razones, la utilidad material fue siempre un valor cultural importante, porque las religiones aparecen por causas y fines prácticos de domeñar la naturaleza y posibilitar así la subsistencia material del hombre. Es por esto que a la sensibilidad popular le es inconcebible el arte puro e intelectualizado que la cultura occidental ha difundido por el mundo como el único válido. La sensibilidad popular entiende mejor los diseños, y somete a fines prácticos el binomio sagrado-profano. A manera de resumen general, volvamos al tiempo libre de la sensibilidad popular. Como hemos visto, su ritual artístico es más una cuestión de ideas e ideologías que de consumo directo de las obras de arte culto. Además, su vida diaria

tiene poca relación con la estética mercantil, producto del diseño gráfico y del industrial. Si nos detuvimos en el ritual religioso fue para señalar cómo el pensamiento mítico guía gran parte de los comportamientos de la sensibilidad popular, y cómo éste adjudica justificaciones sobrenaturales a los actos de la clase dominante y a las artes cultas. En su tiempo libre es cuando la cultura estética popular fragua las orientaciones teleológicas y axiológicas de sus comportamientos. Las fragua al calor de los medios masivos, de lo individual de cada sensibilidad personal, y del sistema constituido por su cultura artesanal y precapitalista. Estos tres fuegos fraguan las contradicciones internas y adversas a los intereses populares. Las elitizaciones que emprende la sensibilidad popular en favor de quienes manipulan y reprimen, son " precisamente las mejores materializaciones de tales contradicciones. Los ideales y sentimientos populares de belleza humana y de los objetos también funcionan en beneficio de las clases dominantes, cuando ven las bellezas de éstas como superiores a las de la vida cotidiana popular. En suma, las bellezas humanas y de los objetos son ajenas y tienen efectos represivos. Se concretan en formas favorables a las clases dominantes. No por nada la cultura occidental ha venido insistiendo, desde hace algunos siglos, en la belleza y no en las otras categorías estéticas. Ha insistido en ella con el fin de introducir y consolidar el formalismo que tanto beneficia a sus intereses y a las sociedades de consumo. Por otro lado, las bellezas del paisaje, su flora y fauna, son casi inexistentes para la sensibilidad popular. Existen en calidad de bellezas habituales del terruño: esto es, de forma más sentimental que sensitiva. La sensibilidad popular parece ser extraña a la apreciación romántica y formalista de las puestas de sol o del paisaje confortable con que sueña el burgués para sus vacaciones: si va al parque los domingos no es en busca de bellezas visuales sino espaciales que el nacimiento y la insalubridad de su hogar no le permiten disfrutar. El campesino ve en la naturaleza lo práctico, vale decir, la dualidad Padre-cosmológico Madre-tierra. Quizá intervenga una nostalgia bucólica en los síndromes de desadaptación registrables en los cinturones de miseria. Pero la causa de mayor fuerza se encuentra en las desfavorables relaciones interhumanas con que el recién venido del campo se enfrenta en la ciudad. En el tiempo libre se satisfacen las cinco funciones artísticas que la sensibilidad popular —igual que otras— lleva consigo en calidad de axiomas. Nos referimos a las necesidades de entretenimiento, sentimentalismo, realismo fotográfico y —muy en especial y de forma separada— lo mágico o religioso, con que se identifica el arte o lo estético. Las satisfacciones de estas necesidades se concretan en la belleza y demás categorías estéticas, como lo cómico, la sublimidad y lo dramático. Pero son los

diseños audiovisuales los que las realizan mediante sucedáneos tales como la frivolidad amena, el sentimentalismo, lo grotesco, la vulgaridad o la cursilería. Y peor aún: estos diseños difunden el consumo masivo, de suyo seudoestético. Lo dramático reside en la vida diaria del hombre común, y suele suscitar en él la producción de la comicidad popular, muy rica en ironías y sátiras. En términos generales, en nuestros países la sensibilidad popular es hoy predominantemente consuntiva y esto entraña peligros. Lo que ocurre es que se han debilitado las actividades especializadas o sistémicas de sus artesanías y es víctima de las manipulaciones promovidas por los diseños audiovisuales que ocupan su tiempo libre. Su producción estética verdadera es musical de tal suerte que las satisfacciones de sus necesidades dependen de la cultura hegemónica local que maneja los diseños pero ésta, a su vez, depende de la industria cultural de los países desarrollados. He aquí otra razón de la existencia de contradicciones internas en la sensibilidad popular, de suyo adversas a los intereses de aquella. Con todo —y para terminar— las necesidades y satisfacciones de la cultura estética popular son productos de una ecoestética persuasiva y adversa a sus intereses, pues ella actúa en beneficio del sistema socioeconómico constituido. La formación de las necesidades y las satisfacciones de la sensibilidad popular son eminentemente ecológicas: esto es, productos del medio ambiente, sin que el individuo tome conciencia de ello. Apenas unas nociones e ideas justifican — ideologías mediante— sus comportamientos estéticos con razones no estéticas. Nos resulta, imposible, entonces, pensar en una educación estética favorable a los intereses populares, sin la transformación radical de nuestra ecoestética y, por ende, del sistema socioeconómico en que vivimos. La educación es capaz de corregir los males estéticos, pero será adversa a lo popular, además de ser imposible de impartir a todos, dado su alto costo y el tiempo que insume. No obstante, en la sensibilidad popular siempre encontraremos márgenes para mejoras o progresos relativos, mediante la educación. Sea como fuere, la satisfacción de las necesidades correctivo renovadoras de la sensibilidad popular depende de lo que le ofrece la cultura hegemónica: por un lado, el arte culto, cuya excepcionalidad va a formar parte del ritual cultural que el sector popular practica como una extensión elitizadora (endiosadora) de su ritual religioso; por otro lado, los medios masivos o diseños que entretienen a dicha sensibilidad en su tiempo libre. Las artesanías, dicho sea de paso, se encuentran debilitadas y manipuladas por el oficialismo. Además, la vida diaria popular no se halla constituida por necesidades materiales satisfechas ni por un hábitat de sana estética, como tampoco por una buena expresión idiomática ni por orientaciones axiológicas favorables al individuo, dentro de los intereses populares auténticos.

Si echamos una mirada sumaria a la cultura estética mesocrática, veremos destacar la transitoriedad de su situación y de su mente. Cada uno de sus extremos se confunde con otra cultura: la popular y la hegemónica. Por añadidura, sus versiones provinciales varían en comparación con las metropolitanas. De la mesocracia procede una buena parte de los que se adhieren a la lucha por la liberación popular. La vida diaria de los sectores más típicos de la sensibilidad mesocrática, encuéntrense poblada de objetos y espacios, cursis en su gran mayoría y muchos de sus miembros dedican su cotidianidad a la producción intelectual o artística. En buena medida, unos salen de su clase para quedar en la tierra de nadie y poder luchar por los intereses populares, mientras otros ascienden a la clase superior. El ritual religioso de las capas medias es más formalista y ajustado a las ceremonias públicas, sin que por eso esté libre de supersticiones. Su ritual cultural es imitativo y se acerca más al tiempo libre. Si se quiere, es más educativo y aspira a un ascenso social. En su tiempo libre, la cultura mesocrática recibe los mismos entretenimientos masivos que la sensibilidad popular, pero cuenta con mayores recursos de defensa y con medios para elegir lo mejor. Pese a todo, es persuadida a prohijar como legítimos los consumos seudoestéticos, entre los cuales el cursi compite en frecuencia y en fuerza con el masivo. En síntesis, aquí tenemos que ver con la sensibilidad y mentalidad del pequeño burgués. La cultura estética hegemónica se mueve entre lo metropolitano local y lo internacional. Su ritual religioso pertenece al catolicismo europeo, en su versión mediterránea, la cual se liga íntimamente a un ritual social. En su tiempo libre también desembocan en los medios masivos pero dispone de buenas defensas, aparte de que este tiempo es compartido por el ritual cultural y el social, propio de las clases altas. En su vida diaria intervienen objetos y espacios bellos y de alta jerarquía social, incluyendo obras de arte. Sin embargo, la gran mayoría mesocrática profesa un gusto versallesco y no presta atención al buen diseño de los utensilios, muebles y aparatos del hogar. El ritual cultural está también muy unido al ritual social. El hecho de poseer obras de arte o de poder poseerlas, debilita en sus miembros la idea de una excepcionalidad artística represiva. Las ideologías generales del arte culto les genera la creencia en la superioridad absoluta de sus preferencias, que conforman el buen gusto, y que luego elitizan o mitifican. Como es de suponer, menudean también los esnobismos, las cursilerías y el consumo masivo. Múltiples ideologías inducen a los miembros de la clase alta a desempeñarse como modelos conductuales, gracias a un activo ritual social que las postula como superiores. Sin duda la contraposición entre la sensibilidad popular y la hegemónica constituye una pugna ideológica que no es otra cosa que el resultado de la lucha de clases. Por otro lado y a causa de nuestra dependencia con respecto a los países

desarrollados, la sensibilidad hegemónica local entra en hostilidades con la hegemónica internacional.

LOS SISTEMAS ESTÉTICOS DE PRODUCCIÓN ESPECIALIZADA Como el título lo indica, en esta sección nos proponemos analizar los sistemas especializados generados por toda cultura estética con el fin de manifestarse, retroalimentarse y desarrollarse. Se trata propiamente y en concreto de diferentes conjuntos de procedimientos manuales o mecánicos, corporales o perceptuales que muestran las siguientes características comunes: producen objetos o acciones destinadas a satisfacer las apetencias de la sensibilidad humana, tanto las productivas como las consuntivas; sus productos son “de hombres para hombres y han de atenerse a las necesidades de éstos”;2 se suceden por razones históricas y con fines productivos, distributivos y consuntivos; en nuestros países latinoamericanos coexisten bien delineados con el nombre de artesanías, artes y diseños; requieren de un previo aprendizaje profesional; constituyen finalmente unidades orgánicas de tipo histórico que precisamos examinar una por una. Como resultado: las artesanías, las artes y los diseños hoy conviven en calidad de tres sistemas distintos de la cultura estética. Hasta hace poco tiempo preferíamos aludir al arte en general como la unidad orgánica y estable de todas las manifestaciones estéticas, que incluye muchas artesanías religiosas y diseños en calidad de artes aplicadas. Por tanto, lo considerábamos un continente cerrado y demarcado con claridad, en cuyo interior cohabitan las diferentes clases de arte de todos los tiempos y culturas (visuales y auditivas, corporales y literarias, mecánicas o electrónicas). Luego nos imaginábamos ser los felices herederos de géneros y tendencias artísticamente hechas, definidas y eternas. Por añadidura, nos preocupaba el nacimiento del arte en el hombre; muchas veces como si fuese cuestión de señalar una sustancia que, una vez dimanada, va a posarse, por mágica partenogénesis, en el interior de todo arte nuevo. También nos desvelábamos por definir el arte en general, como si quisiéramos gestar una suerte de llave maestra para conocer sus misterios. En realidad, el arte como totalidad fenoménica de todo lo sensitivo constituye una abstracción imposible de definir de manera útil y práctica, además de veraz. Lo impide su inabarcable, compleja e inestable amplitud, y su borrosa demarcación. Sin embargo, definirlo fue la tarea predilecta de la estética filosófica; para nosotros una tarea equivocada, además de prematura. La consideramos equivocada porque es preferible tomar el arte por uno de los sistemas estéticos con su propio tiempo y espacio, es decir, el arte representa una parte de la cultura estética, igual que los otros dos sistemas estéticos: la artesanía y el diseño. La estimamos prematura porque

el arte no puede ser motivo de una generalización acertada y útil, aun si lo conceptuamos como uno de los sistemas estéticos. Sin duda, son indispensables estudios previos separados y profundos de cada uno de los géneros y de las clases de arte. La imposibilidad se pone aún más en evidencia si tomamos el arte por un fenómeno que comprende todas las manifestaciones estéticas. Hasta hace poco tiempo las definiciones eran a priori y a lo sumo, aproximadas, y cuando queríamos comprobar alguna aseveración delimitadora apelábamos a las artes que más convenían, sin importarnos si las otras la contradecían. Propiamente, más que constantes señalábamos posibilidades. Al fin y al cabo, siempre hubo obstáculos insalvables, pues en todo tiempo encontramos algunas artes entrando en el ocaso, como hoy la pintura de caballete; otras en desarrollo, como el arte del video, y una que otra en trance de brotar, como el arte holográfico que nadie atina todavía a definir. Sólo nos es evidente la existencia de un procedimiento de producir imágenes de tridimensionalidad virtual, cuyo perfeccionamiento técnico y abaratamiento facilitará algún día el advenimiento de un nuevo arte, tal como sucedió con el procedimiento cinematográfico y con el televisual. En consecuencia, el arte demanda constantes redefiniciones: sólo permite una definición histórica, dentro de un tiempo y de un espacio determinados. El carácter sensitivo diferencia al arte de la ciencia y de la tecnología, y lo tipifica, pudiendo instituirse con toda razón en su definición universal y absoluta. Pero resultará engañosa pues sólo obtendríamos una generalización tautológica que muy poco o nada nos dice acerca de la realidad y lo mismo ocurre si lo definimos como un fenómeno humano o cultural. Además, siendo la sensibilidad una facultad humana siempre presente en todos nuestros productos, tendremos muchas manifestaciones que con la misma facilidad pueden ser incluidas en el arte o excluidas de él, tales como el deporte de la gimnasia rítmica y el patinaje paradójicamente denominado artístico en toda competencia deportiva. Por último, tendríamos una amplia gama de heterogeneidades y contradicciones; por ejemplo, las profundas y abundantes diferencias entre la arquitectura y la poesía. Sea como fuere, todos estos devaneos definitorios del arte carecen de utilidad para nosotros. Ya quedaron atrás por reduccionistas las definiciones centrípetas que pretendían encajar a fortiori toda la compleja y extensa realidad del fenómeno estético en una definición de pocas palabras que muy poco dicen; como por ejemplo: el arte es expresión, o el arte es belleza. Actualmente el materialismo histórico y el dialéctico nos brindan la oportunidad de buscar, más bien, definiciones relacionales que huyan del punto inicial (son centrífugas) y extiendan lo artístico hacia lo social. Nos referimos a definiciones —así, en plural— porque toda realidad o fenómeno es susceptible de varias definiciones, pues ninguna lo agota. No sólo eso: en la actualidad nos interesa una realidad dentro de las otras, y no aislada y enajenada.

Convenimos en que el hombre común necesita de definiciones que lo guíen, pero no el profesional, quien ha de tender siempre a definiciones centrífugas y condicionadas de su quehacer. No en vano su ideal es subvertir, con sus obras, las definiciones establecidas. Algo similar aconteció con los esfuerzos por establecer el origen del arte en general. Veamos cómo y porqué. En primer lugar, si actualmente han sido abandonadas las diferentes hipótesis acerca del origen del arte como totalidad sensitiva, que veníamos considerando desde hacía un siglo, fue incuestionablemente a causa de su debilidad o invalidez conceptual. Abundamos en explicaciones metafísicas y ante nuestros ojos desfilaron, como causas, algunas divinidades — como las Musas— o bien un imaginado don sobrenatural supuestamente inherente a todo artista, como la inspiración o el genio. Al ver cómo los animales gozaban también con sus preferencias y juegos, pensábamos en el origen biológico o lúdico del arte. Otras veces postulamos la magia o la religión como matriz. Imaginábamos incluso el mero hecho de percibir un buen día las bellezas naturales, como el inicio de la vida artística del hombre. En verdad, esta percepción sólo fue posible después de la mitificación religiosa, la cual, a su vez, es producto de la capacidad estética de inventar mundos: “El mito no sólo es expresión de la conciencia religiosa del hombre, sino también una forma de apropiarse del mundo de manera artísticafigural”.3 Además, la naturaleza no es soporte tan sólo de bellezas, pues éstas surge en la relación sensitiva que el hombre mantiene con la realidad o con la naturaleza. Estas explicaciones tampoco nos ayudan a definir de forma centrífuga lo que entendemos por arte y por actividad estética. No obstante lo dicho, ha prevalecido la hipótesis del trabajo como la verdadera matriz del arte. Naturalmente, prevalece siempre que consideremos trabajo a toda práctica social. Porque antes de la germinación de cualquier arte, todo fue práctico, cotidiano y útil para el hombre primitivo: “el hombre comienza a producir arte cuando le fue útil’’.4 Asimismo será menester abstenerse de tomar al arte como una totalidad que todo lo abarca y aprieta. En realidad, el arte sólo existe como una abstracción y, en concreto, tenemos que ver únicamente con determinadas artes. Por consiguiente, nos ha de preocupar el nacimiento social de cada una de ellas por separado, aunque en un principio aparecieron varias artes al mismo tiempo, de manera que el querer establecer cuál fue la primera resulta un bizantinismo. Al amplio concepto de trabajo se suma la actual necesidad de diferenciar entre lo estético y lo artístico. Como sabemos, esta necesidad transforma radicalmente el

problema del origen del arte y hace menos difíciles sus soluciones: sin embargo, siempre quedarán aspectos oscuros debido a la falta de documentos, propia de aquella celosa guardiana de los misterios del origen de lo estético, que es la prehistoria. Como resultado de la citada diferenciación, tendremos como primer problema a resolver la posible formación, en el hombre, de la sensibilidad o, lo que es igual, de nuestra conciencia o pensamiento estético. Luego hemos de desenmarañar la probable aparición de las primeras actividades estéticas en la historia de la humanidad y su posterior constitución en un sistema estético de producción especializada. Como ya lo hemos afirmado, tales actividades son derivaciones de tecnologías y de lenguajes sociales, e implican trabajos prácticos y cotidianos: “el sentimiento estético es por naturaleza un medio de conocimiento”.5 Aún más; “el arte brota del no arte”,6 lo cual significa que los modos sensitivos del hombre (su sensibilidad) intervienen en lo no estético (lenguajes y tecnologías), y de aquí desprenden un nuevo género del sistema productivo especializado que rige en el momento. Así, del lenguaje se desgaja la poesía, y de la cinematografía, el cine artístico. En verdad, son hoy pocos los estudiosos interesados en tomar al arte por una parte de la realidad estética, y todos ellos sin excepción siguen incluyendo a las artesanías y a los diseños en su concepto de arte. Nosotros, en cambio, estamos forzados a elaborar la definición histórica de cada uno de los tres sistemas estéticos de producción especializada que se han sucedido hasta ahora en la cultura occidental y que hoy coexisten: las artesanías, las artes y los diseños. Definirlos históricamente significa estudiarlos uno por uno y destacar sus mutuas diferencias como las decisivas, en lugar de señalar las similitudes que las ocultan. Para M. Kagan 7 los sentimientos estéticos vienen con la formación misma del hombre, y aparecen con una de las tres direcciones que toma la conciencia social del hombre primitivo: 1. El conocimiento empírico de la realidad, mediante su separación y su alejamiento de toda orientación axiológica, de suyo subjetiva; 2. La separación y definición de cada una de las orientaciones axiológicas del hombre: la ética y la religiosa, la jurídica y la política; 3. La diferenciación de la conciencia estética. Esto último tiene lugar cuando el hombre adquiere la capacidad de apreciar, en forma consciente y razonada, los valores estéticos potenciales de la realidad, al enfrentarla a sus ideales o a su orientación axiológica de tipo sensitivo, al tiempo que confronta la forma y el contenido de la misma realidad a través de la función elegida. En buena medida, en sus esfuerzos por conocer la realidad, la sensibilidad es la que incita al hombre primitivo a tomar conciencia de lo estético, separando para el efecto lo axiológico de lo cognoscitivo. Las orientaciones estéticas constituyen una dirección particular de la orientación axiológica8 es decir, constituyen relaciones axiológicas con lo sensitivo del mundo y con sus bellezas. Así, la conciencia llega a

formar un sistema de valores estéticos, previa separación de los otros valores. Esto no implica que lo estético nazca independiente. De ninguna manera. Lo estético se hace consciente, pero sigue siendo un cómo de las cosas. Dicho de otro modo, el hombre primitivo comienza a prestar atención al valor estético, diferenciándolo de los otros valores que indefectiblemente lo acompañan. Es con el formalismo cuando lo estético es visto como un qué independiente. Naturalmente, hay mucho distancia y media mucho tiempo entre la toma de conciencia de los placeres estéticos y la existencia de un sistema definido de valores estéticos. El hecho de que hoy vivan millones de personas capaces de apropiarse estéticamente de la realidad con sólo algunos rudimentos de arte, y gracias a su sensibilidad, comprueba que no todo lo estético es artesanal o artístico, como tampoco producto de los diseños. Es decir, no constituye un sistema especializado, así como tampoco todo placer es estético. Por otra parte, el mismo hecho nos autoriza a pensar en una formación inicial que termina convirtiendo en un sistema de valores las relaciones sensitivas que el hombre mantiene con la realidad natural y la cultura, y que son dirigidas por ideales y sentimientos de belleza y de las otras categorías estéticas. Después de milenios de religiosa hermandad, el sistema de valores estéticos pasa de ser un conjunto de artesanías a constituir un grupo de artes y luego de diseños. Una vez formada la conciencia estética, ésta siente la necesidad de gestar una manera particular de producir objetos y acciones que la expresen, la retroalimenten y la ayuden a transformarse cuando el medio ambiente cambia y se lo exige. Resulta difícil establecer cómo las actitudes estéticas devienen un sistema estético de producción especializada. Lo sabemos, pero tenemos la seguridad de que con anterioridad a este sistema hubo actividades artesanales inadvertidas y en camino a convertirse, con el tiempo, en una unidad orgánica. Y estas actividades presuponen un propósito comunicativo en el hombre primitivo. El proceso cognoscitivo que va separando el conocimiento empírico de la orientación axiológica la cual constituye una manera de apreciar la realidad y de relacionarse con ella no es la única matriz de la conciencia estética y del sistema artesanal que ésta genera con el fin de comunicar conocimientos sensitivos de la realidad. El conocer y el comunicar se complementan en la sensibilidad. A su lado, y al mismo tiempo, tienen lugar tres formaciones de naturaleza comunicativa que también operan como matrices del sistema de valores estéticos y que posteriormente originan un sistema estético de producción especializada: la formación del lenguaje oral, la de la capacidad de figurar realidades visibles, y la del trabajo corporal. En el curso de estas tres formaciones el hombre empieza a concientizar sentimientos, saliendo así de la animalidad de sus preferencias y placeres instintivos. Es cuando unas y otros comienzan a venir acompañados de valoraciones conscientes y

racionales, casi siempre centradas en una utilidad material que las justifica. No por nada la razón diferencia al hombre del animal, y no en vano las actividades productivas que después devienen sistemas independientes, aparecen tan luego se inserta en la sensibilidad el deseo de comunicar. En suma: por un lado, lo estético constituye un fenómeno cognoscitivo, pues nos da a conocer lo sensitivo de la realidad en forma de orientaciones axiológicas de la sensibilidad. Y estas orientaciones se identifican con bellezas naturales y culturales, así como con las otras categorías estéticas. Una vez consciente en el hombre primitivo la necesidad de comunicar estos conocimientos sensitivos, empieza a sistematizarse la objetivación de éstos junto con su comunicación sensitiva. De tal suerte que cuando el hombre evoluciona del pensamiento mítico predominante a la entronización del pensamiento científico, los sistemas de producción es: tética especializada irán acercándose a la racionalidad lógica: comienzan siendo artesanías, de suyo empíricas y religiosas, y se van cargando de motivaciones, recursos y fines racionales para originar las artes y, hoy, generar los diseños. Por otro lado, la conciencia estética brota en la comunicación y se desgaja de ella cuando empieza a sistematizar y a especializar los recursos sensitivos de las informaciones que no pueden ser comunicadas por el lenguaje común. Porque, definitivamente, lo estético es translinguístico. Primero el idioma oral utiliza recursos tropológicos y retóricos durante sus comunicaciones diarias y prácticas. A continuación, sistematiza y profesionaliza el uso de estas figuras de efectos persuasivos y traslaticios. La conciencia estética viene, pues, con el uso de cada lenguaje y se transforma en sistema de valores, y más tarde en sistema de producción especializada, el cual se va dividiendo en diferentes géneros de la literatura oral. 8 Lo mismo sucede con la figuración de la realidad visible: principia como comunicación pictográfica y posteriormente deviene sistema productivo con el rótulo de pintura o de dibujo artísticos: “Porque la representación objetiva por medio de líneas, formas plásticas, colores, palabras y movimientos no tiene necesariamente un sentido artístico. Pueden ser simplemente maneras de producir documentos de fines prácticos determinados’’. 9 Incluso antecede a la religión: “la reproducción plástica y pictórica de animales es más vieja que la interpretación totémica”.10 El pensamiento plástico fue primero comunicativo y en seguida estético y profesional. Junto con la figuración se produce la activación de la sensibilidad por la imaginación que inventa mundos; esto es, que metaforiza la realidad y más tarde genera la religión, a la cual le es inherente la desmetaforización.11 Recordemos que la perfección mimética de la

figuración data del paleolítico temprano (hace unos 15 000 años), con su pintura parietal. Por último, el trabajo corporal, comprende las actividades manuales de producir los objetos requeridos por la subsistencia material del hombre, en las cuales también brota una conciencia estética, y como resultado aparecen modos sensitivos muy particulares de producir dichos objetos. Además, el cuerpo humano está dotado de movimientos que operan como lenguajes, pese a carecer de intencionalidad comunicativa. Son lenguajes no escritos, en cuyo trasfondo germinan valoraciones estéticas que van separando la mimesis histriónica de la mimesis mágico-religiosa. Paralelamente y en forma sucesiva, las actividades de caza y de guerra generan la danza, el juego y la magia como rituales prácticos, como sistemas de valores estéticos y como sistemas de producción estética. Si vemos las actividades lingüísticas como trabajos, tendremos entonces que el trabajo “es la base técnica del trabajo artístico”.12 En suma: “el arte es un miembro del sistema comunicativo; y media entre los valores estéticos que produce y la información específica y práctica”.13 Corolario: las artesanías, las artes y los diseños constituyen lenguajes estéticos especializados o, lo que es lo mismo, profesionales. Para completar el panorama de la germinación de los sistemas de producción estética especializada (artesanías, artes y diseños) hemos de pensar en la unidad, el sincretismo y la polifuncionalidad que inicialmente vienen junto con dicha germinación y que la división técnica del trabajo destruye al ir derivando y concretando diferentes géneros y tendencias estéticas productivas. Arte, ciencia, tecnología y religión marchaban juntos, y una manifestación como el tatuaje tenía múltiples funciones. Pero como quiera que haya sido la germinación estética, lo concreto es que actualmente nacemos y vivimos en medio de los tres sistemas de producción estética especializada, y éstos forman y satisfacen nuestra sensibilidad mientras siguen constituyendo fenómenos cognoscitivos y comunicativos, aparte de sensitivos. Sin embargo, antes de comenzar a describir por separado los tres sistemas especializados (artesanías, artes y diseños), veamos qué entendemos por sistema y cuáles son sus fuerzas internas que, junto con los condicionamientos sociales y las decisiones del individuo, determinan su evolución. El fenómeno estético de cualquier país o sociedad es de naturaleza sociocultural y consta básicamente de un sistema axiológico, el cual en forma indirecta mueve a la cultura estética. También consta de un sistema de producción especializada que, como tal, posee sus leyes internas y es relativamente cerrado, autónomo y autorregulable; es decir, constituye una unidad orgánica14 que se inicia en la historia con modos particulares a los que damos el nombre de artesanías. Luego

genera los modos de las artes, y más tarde los de los diseños. Sus respectivos modos de producción, distribución y consumo se relacionan entre sí como subsistemas y autorregulan la totalidad sistémica. Al influir en la producción y en el consumo15, la crítica es una buena autorreguladora. Pero para nosotros, además de la distribución en general —continente de la crítica— lo son igualmente la producción y el consumo en su permanente interdependencia. Por otra parte y siendo un fenómeno o proceso, el sistema productivo evoluciona y cambia por causas internas que denominaremos sistémicas. Este hecho fue ignorado durante mucho tiempo por quienes sólo señalaban causas metafísicas, sociológicas o individualistas. En cambio, otros estudiosos reconocen su importancia, aunque la mayoría de ellos la exagera y postula un organicismo, como el del concepto de “historia de arte sin nombres” a lo H. Wolfflin, o como mero organismo que nace como un estilo determinado, crece, se reproduce y muere. Otros, como nosotros, sumamos a las causas sistémicas los condicionamientos sociales y las decisiones del individuo que interviene en el sistema y que sirve de mediador entre los factores sociales y sistémicos, individualizándolos parcialmente. Desde hace años en nuestros escritos postulamos a la sociedad, el sistema y el individuo como causas de la evolución de los géneros y tendencias estéticosistémicas, y como subsistemas en diversos grados de mutua dependencia. En la figura 2.1 hemos intentado hacer visibles los diferentes procesos que condicionan los cambios evolutivos de los sistemas estéticos de producción especializada. En el condicionamiento social hemos consignado cuatro procesos. En el fondo ubicamos la cultura estética (IV), cuyo sistema axiológico corporiza la matriz del sistema productivo especializado (a), y a la vez constituye el receptor de las obras de este último sistema. Gomo es de suponer, la cultura estética depende de la cultura en general de la sociedad (in), con sus artes, tecnologías y ciencias, aunadas a la tendencia ideológica dominante en cada época, tal como la religiosidad, el clasicismo, el barroco, el romanticismo o el tenocratismo consumista. A su vez, el proceso de la cultura en general depende de la trayectoria del modo de producción material (II); esto es, del desarrollo de las fuerzas productivas y de las relaciones sociales de producción, o estructura social. El proceso del modo de producción material (asiático, esclavista, feudal, capitalista o socialista) transcurre dentro del proceso humano (I) que va del pensamiento mítico al pensamiento científico, pasando por diferentes grados de predominio de uno y luego de otro. Sin duda, el hombre precede al modo de producción, pero junto con éste se dan los grados de predominio mítico o científico. Todos estos procesos sociales (I, n, III y IV) en mutua dependencia intervienen en la formación de la personalidad del individuo social y son parte de ésta, previa

selección o individuación de los respectivos factores. Influyen asimismo en las actividades productivas del individuo profesional que denominamos artista, artesano o diseñador. Sin embargo, nunca intervienen solos los procesos sociales. En la evolución del sistema estético productivo de su sociedad el individuo también decide. Primero, en tanto puede elegir entre los modos residuales, dominantes o emergentes de la formación estética de su sociedad. La selección presupone adoptar una actitud conservadora, progresista o revolucionaria. La elige con libre albedrío, pero dentro o en contra de la tendencia ideológica de su tiempo (clasicismo, romanticismo, tecnocratismo, etc.), y con la intervención del subconsciente. En segundo lugar, el individuo influye en el sistema cuando, con una actitud determinada, utiliza a su manera los factores sistémicos e imprime a su obra un sello personal. El hecho de que el individuo materialice el condicionamiento social y el sistémico, junto con su individualidad, engaña, y terminamos creyendo que el individuo es el autor de todo. De manera especial, lo suponemos el autor exclusivo de la innovación, ruptura, invención o como quiera denominarse a la creación artística.

Fig.2.1. El condicionamiento social. El individuo es quien da el salto irracional que demanda toda productividad estética seminal o creatividad. Él concibe y gesta su creación estética, pero su concepción nunca puede ser inmaculada ni su gestación, autárquica; vale decir, carente de los medios materiales e intelectuales que circulan en su sociedad y en el

sistema estético profesado. La oscuridad propia de la heurística de toda creación cultural ha engendrado explicaciones metafísicas y difundido el desinterés por lo analizable de la productividad artística individual: sólo se tiene ojos para lo inasible de la creación. Esto ha impulsado a gestar y a propagar la idea de que el subconsciente hállase integrado exclusivamente por elementos individuales, cuando en realidad también consta de elementos sociales y sistémicos. Además, y como ya lo hemos manifestado en otros escritos, la intervención del individuo varía con la historia, el género estético y la personalidad del productor, pues ésta no acusa la misma radicalidad, y muchas veces gravita más que el sistema y que la sociedad. Sea como fuere, el individuo tiene la responsabilidad de sus actitudes y productos estéticos, y no hay determinismos sociales, sistémicos o metafísicos que lo liberen de ella ni oscuridades que la mengüen. El individuo social es producto, productor y parte de la cultura estética de su colectividad. Además, el individuo profesional tiene la posibilidad de subvertir tal cultura mediante creaciones estéticas. Pero estas creaciones presuponen, paradójicamente y de manera indefectible, que el creador es producto del sistema estético, y también su productor y subvertidor. Al fin y al cabo, no hay rupturas sin continuidades ni lo nuevo existe sin lo viejo, y el individuo materializa los factores del sistema estético en que ha sido educado como profesional. Toda producción cultural parte de algo dado.16 Hay incluso una tradición u obligación de producir rupturas, 17 en el individuo influye el intercambio de ideas con sus colegas. A través de la educación o del intercambio el profesional hereda conocimientos e instrumentos del sistema estético seleccionado, y luego elige problemas y soluciones dentro de la tradición de su país. En otras palabras, se apropia de los principios, medios y fines cognoscitivos y comunicativos del género o tendencia, y trabaja con una selección personal de ellos. De aquí cabe deducir que los problemas y posibilidades productivas, distributivas y consuntivas que trae consigo la trayectoria del sistema estético profesado (artesanías, artes o diseños), condicionan con su lógica interna la creatividad del productor. La lógica interna de la evolución sistémica resultará más clara si vemos al sistema como lenguaje o conjunto de signos.18 Los factores sistémicos se concretan propiamente en el proceso genérico o tendencial elegido por el individuo, y condicionan su producción estética. Después de todo, él comparte ideas estéticas generales (a), genéricas (b) y tendenciales (c); se apropia de procedimientos manuales, sensitivos y teoréticos, y prohíja problemas y soluciones estéticas. No obstante este peso sistémico, el individuo transforma con mayor o menor fuerza lo heredado y lo hace de acuerdo con su personalidad estética, cuyo ideal pugna por poseer un mínimo de neutralidad.

El sistema estético productivo tiene sus leyes internas que el individuo profesional cumple total o parcialmente. El sistema goza de libertad relativa y ésta varía de género a género, de tendencia a tendencia, de época a época, de cultura a cultura: con ella varían también las respectivas posibilidades comunicativas, cognoscitivas y sensitivas. Lo decisivo reside en que cada tendencia o género deviene una unidad orgánica de autonomía relativa. Pero en comparación con las artesanías, las artes, tuvieron tanta libertad relativa que el artista creyó estar en una torre de marfil, y así se sintió obligado a postular la autonomía absoluta del arte. En síntesis, los condicionamientos sociales, los sistémicos y los individuales varían con la historia, así como varían los modos productivos, distributivos y consuntivos de la sensibilidad. Muchos analistas del fenómeno estético optan actualmente por seguir tomando al arte como una constante humana y diferencian sus variantes en las sociedades esclavistas, feudales, capitalistas y socialistas. Nosotros preferimos diferenciar-artesanías, artes y diseños como tres variantes históricas o evolutivas de la cultura estética del hombre. Por otra parte, la realidad de América Latina nos obliga a identificar a las artesanías con los modos no capitalistas de producción, distribución y consumo estéticos que todavía existen en sociedades tribales (la Amazonia) y en las comunales (los Andes), y que se dieron en las culturas precolombinas y durante la Colonia. A las artes las encontramos consolidadas en nuestras repúblicas, después de haber sido importadas de Europa (1782) con el propósito de superar las artesanías (1782-1810), tomar la forma de artes y oficios (1810-1850) como transición, y desalojarlas. Los diseños aparecen en 1950, con la formación de los cinturones de miseria en torno de nuestras mayores ciudades. Dos obstáculos nos salen al paso y recusan nuestras diferenciaciones. El primero consiste en la acentuación de las igualdades y las analogías estéticas que la burguesía necesitó llevar a cabo con el fin de universalizar su arte e imponerlo al mundo como el único o el mejor; acentuación para nosotros habitual y anhelada como el cumplimiento de un ineludible imperativo cultural. El segundo obstáculo es propio de nuestras mentes colonizadas pues éstas sólo ven lo occidental de nuestras obras y omiten por completo lo que hay de nuestro en ellas. Es así como una parte de nuestra descolonización consistirá en definir históricamente nuestras manifestaciones estéticas. Desde luego, definirlas implica exaltar las diferencias entre las artesanías, las artes y los diseños, así como también entre nuestras actividades estéticas y las de Occidente. Queda claro: la cultura estética de toda sociedad necesita, al lado de su sistema axiológico, un sistema productivo especializado, el cual fue artesanal en un

comienzo, luego artístico y actualmente de los diseños, coexistiendo los tres en nuestros países latinoamericanos. Pero aquí no termina el fenómeno estético: también se suceden y coexisten tres culturas estéticas: la artesanal, la artística y la de los diseños, cada una con su correspondiente formación socioeconómica. Muchos sectores de nuestros países viven actualmente en una ^formación socioeconómica precapitalista y favorable a la productividad artesanal. Si el curso estético de todo lenguaje social nuevo o antiguo depende de la formación socioeconómica en que la sensibilidad lo practique, tendremos varias arquitecturas y fotografías coexistentes: artesanales, artísticas y de diseños. Las diferencias sociales y culturales dejan profundas huellas en el producto estético no así en el consumo, que en la actualidad, con frecuencia se practica de forma masiva en nuestra cotidianidad y tiempo libre. Las artesanías en calidad de artes precapitalistas —recordémoslo— y no en su actual sentido espurio, constituyen sistemas que se inician en el neolítico se forman y desarrollan, se consolidan y terminan decayendo. Primero, en el Renacimiento las artes les arrebatan la primacía estética y luego, en 1850 los diseños comienzan a invalidarlas. Entretanto se suceden las tribus y las comunidades, las ciudades y las sociedades clasistas. Es cuando la cerámica y los textiles, la cestería y la orfebrería, y luego la escultura, arquitectura y pintura mural aparecen como sistemas tecnológicos. De cada una de estas tecnologías se van desprendiendo los sistemas estéticos de producción especializada en interdependencia con los sistemas axiológicos de la sensibilidad, y con diferentes modos mágicos y religiosos de distribución y de consumo. Las artesanías como sistemas con sus leyes internas son procesos, y como tales se desenvuelven paralelos a otros en mutua influencia: la organización y crecimiento sociales; el desarrollo de la tecnología manual con sus sucesivas divisiones técnicas del trabajo; el cambio del pensamiento mágico al mítico y al religioso, pasando por el empírico; la expansión de los sistemas de valores estéticos-naturales; la evolución de los modos de producción de lo tribal y comunal al asiático, esclavista y feudal. Como culminación, la cultura estética de Occidente crea las artesanías gremiales en la Edad Media. Todas estas relaciones determinan que las artesanías sean también fenómenos socioculturales. Desde temprano aparecen el realismo visual y el conceptual en el figurar, o capacidad humana de representar gráficamente realidades visibles con fines comunicativos. Algunas culturas centran sus mitos y artesanías en la idealización de los aspectos bellos del mundo, mediante el naturalismo, tal como ocurrió en Grecia y en Roma, mientras las magias de otras culturas buscan expresar, a través de expresionismos y realismos conceptuales, el terror hacia los dioses y lo trágico de la subsistencia humana, como se aprecia entre los aztecas. Las artesanías emblemáticas del Egipto faraónico ocupan un lugar intermedio. Como vemos, lo estético no se

redujo a la belleza: se fusionó también con lo dramático y otras categorías estéticas. Las culturas van diferenciando las tecnologías de las artesanías, en tanto los productos de unas satisfacen necesidades materiales, y los de las otras están destinados a ritos religiosos y al uso práctico de los magos, divinidades, sacerdotes y nobles, sucesivamente. Por ejemplo, en la Edad Media se distinguen entre las artes mecánicas y las liberales, y en el siglo XVIII entre las bellas artes y las otras. Las hoy denominadas artes o artesanías eran entonces tecnologías, artesanías religiosas, señoriales o utilitarias: todo dependía de la cultura y de la época. En el pasado no hubo interés por la generalización artesanías o artes: cada actividad tuvo su nombre propio-, pintura, escultura, arquitectura, batihojería, imaginería, etcétera. Las artesanías eran sistemas al servicio de la religión y se caracterizaban por sus ornamentos. Durante milenios, lo bello fue lo ornamentado y su uso se reglamentó según los estratos sociales. Así, ornamentos y joyas contribuyeron a la organización social. Los productos artesanales llevan a los valores estéticos, religiosos (o prácticos) y artesanales a la más perfecta simbiosis; estos últimos incluyen la tasación de la bondad material del producto. Las artesanías llegan a la plenitud sistémica en las gremiales, con sus normas. Veamos algunos rasgos individuales de estas artesanías, de las cuales surgirán las artes. La producción artesano-gremial seguía siendo empírica y obedecía a un trabajo manual enaltecido, cuyas normas garantizaban la bondad del producto. Se apreció el buen trabajo, pero se desdeñó socialmente a quien lo realizaba. Sus operaciones manuales, sensitivas y mentales continuaban iguales, como hasta ahora, pues las manos y el cuerpo humano no han cambiado; lo que cambia son las herramientas, los materiales y las relaciones sociales de producción. La exigencia de repetir la fisonomía de los dioses les impuso un tradicionalismo. Los productos tampoco cambiaron con los gremios, aunque se fueron sumando nuevos a lo largo de la historia. No se tuvo en cuenta los cambios invisibles; esto es, los psicológicos y los sociales que rodean al producto y al trabajo simple de producirlo. Los productos tenían fines religiosos, de organización social y de utilidad práctica, se producían en serie y estuvieron siempre provistos de ornamentos. Predominaban la escultura, la arquitectura y el mural. Los productores estaban agremiados y debían cumplir con las normas. Habían pasado por un aprendizaje empírico. En lugar del brujo o el mago del pasado operaba un hombre de oficio10 quien, libre y dueño de sus medios de producción, realizaba operaciones mentales como una mezcla de normas e ideas, supersticiones

o, si se prefiere, mitos y experiencias. Su tónica no era intelectual ni aun en la concepción y construcción de catedrales. La distribución se llevaba a cabo de múltiples formas: encargo, trueque, autoconsumo, y muy poco comercio. Por último, el consumo fue religioso o práctico en lo consciente y estético, sin que el receptor lo advirtiera. Como la religión cubría también la vida diaria, el consumo pertenecía a la cotidianidad y a los lugares públicos, todo lo contrario de las artesanías funerarias de muchas culturas anteriores, cuyas obras se ocultaban: nadie las veía. Y esto sucedió fundamentalmente en el Egipto faraónico.19 Durante el Renacimiento las artes empiezan a desplazar a las artesanías de la primacía estética. Como el proceso de las artes fue muy lento, las artesanías se conservaron. Fue largo el pasaje de artesanos a artistas. En España, por ejemplo, vemos a un Greco evadiendo a los alcabaleros20 porque lo consideraban artesano. Más tarde, en el Siglo de Oro, un pintor como Diego Velázquez sufrirá las desventajas de ser considerado artesano más que artista. Apenas si hoy subsiste una que otra artesanía entre los campesinos europeos. En nuestra América precolombina encontramos una compleja formación artesanal: coexistencia de múltiples modos de producción, antiguos y nuevos. Las obras destinadas al comercio y al trueque se codeaban con los productos del tributo y la servidumbre, rayana en la esclavitud. Sus fines eran teocráticos y se diferenciaban de las tecnologías por los ornamentos. Durante la Colonia aumenta la complejidad de la formación artesanal con nuevos procedimientos y productos, sumada a la introducción de los gremios, cuya organización era compleja. Por ejemplo, el gremio de pintores comprende batihojeros, tiradores de oro y plata, entalladores, escultores, pintores doradores y pintores imagineros (los paisajistas no estaban agremiados].21 A las artesanías religiosas habrá que agregar las también señoriales de la platería y ebanistería; la Corona empieza a desplazar a la Iglesia en el poder ideológico. Esto sucedía a fines del periodo colonial, cuando aparecen las artes, en todo el sentido de la palabra, gracias a la fundación de academias y comienzan a desplazar a las artesanías de la rectoría estética. Sin embargo, en la etapa correspondiente a nuestras Repúblicas siguen produciéndose artesanías en buen número y calidad. Sus motivaciones cosmológicas y católicas se reemplazan, durante los años veinte y treinta dé nuestro siglo, por nacionalismos y populismos. Con el empobrecimiento del campo, a partir de 1950, desaparecen muchas artesanías ó Se convierten en meras tecnologías: sólo en lugares apartados encontramos una que otra auténtica. Asumen condiciones capitalistas, se

tornan empresas y reciben la protección del Estado. Así, se alejan de la cultura estética popular, siempre aferrada a la música, a la canción y al baile; Únicamente subsisten los productos y los trabajos simples de producirlos. A la manera de conclusión para nuestra rápida revisión, cabe señalar en las artesanías una trayectoria de franca declinación. Su unidad orgánica se desintegra. Con todo, en nuestros países aún subsistirán durante mucho tiempo las condiciones socioeconómicas propias de las épocas precapitalistas y de la producción artesanal. En definitiva, existen modos artesanales de producción, distribución y consumo de manifestaciones estéticas y religiosas. En otras palabras, hay una cultura artesanal, como parte de la cultura estética de nuestras sociedades latinoamericanas. Pero la importancia de las artesanías disminuye, al igual que el empleo de los recursos estéticos con fines religiosos o utilitarios. El feligrés u hombre religioso — eje principal de las artesanías— está desapareciendo, y en su lugar surge el individuo, en algunos casos, y el hombre masa en casi todos. Como término y como concepto, las artes son productos occidentales cuya difusión mundial obedece a la expansión imperialista de Europa. Por tanto, no constituyen una facultad humana ni manifestaciones comunes a todas las culturas y épocas; tampoco son las más importantes ni las únicas en el mundo estético, como para reducir las artesanías y los diseños a meras artes aplicadas. En realidad corporizan nuevos sistemas o procesos de la cultura estética de Occidente, y su formación se da junto y en interdependencia con otras: la de la cultura occidental con sus afanes de predominio mundial; la del capitalismo ansioso de promover las ciencias y las tecnologías; la del Estado en manos civiles en pugna con la Iglesia por el poder ideológico, político y económico; la del individuo como un paso revolucionario. Los italianos inauguran la formación de las artes y de los artistas; iniciación que conocemos como Renacimiento, o el retomar el naturalismo grecorromano con la belleza en su centro. El resto de los europeos contribuye, a medida que adopta el modelo italiano, lo adecúa y desarrolla por su cuenta y riesgo. Como sabemos, la contrarreforma retrasa la participación española. Pero pronto los Borbones buscan eliminar las artesanías o los gremios porque impiden la competencia y, con ella, el desarrollo del capitalismo. Luego, a fines del siglo XVIII exportan a Nueva España los conceptos definidos de academia, artes y artistas y allí, en breve tiempo y con nitidez, se consumará el desalojo de las artesanías. Con el fin de superar milenios de hábitos artesanales y religiosos y llegar á las artes profanas, Europa tuvo que desenvolver, de 1300 a 1600, la paganización o sensualización de los temas y personajes católicos. Así por imbricación, las artes

superan a las artesanías y las desplazan del predominio estético y social. A la laicización de las artes contribuyen la iconoclastia de la Reforma (1530), la Inquisición —que antepone la fe a la razón— y el Concilio de Trento (1563), con su control ideológico de las imágenes, aunado al franco debilitamiento del catolicismo. El artista surge como un nuevo personaje de la historia y paulatinamente se va diferenciando del artesano: De ser pintor u operario a quien se encarga un retablo o un retrato, como se encargaría unos zapatos al zapatero o un traje al sastre, a ser un artista de actividad mental y no física, hay un abismo.22 Este personaje comienza a perfilarse con Giotto, quien prefigura el naturalismo y la perspectiva, al mismo tiempo que se zafa de las amarras gremiales. En el siguiente siglo, el XV, el artista es un trabajador intelectual que se apoya en ciencias como la geometría y la anatomía. Fue el siglo de las teorizaciones: las de J. B. Alberti acerca de los principios de la pintura o de la arquitectura; las de Luca Paccioli respecto de la divina proporción; las de Piero della Francesca en torno de la perspectiva central. A ellas se sumaban la sensualización de la iconografía —tan condenada por Savonarola como un formalismo voluptuoso— y los esfuerzos por consolidar la dignidad del individuo propugnada por el humanismo: el hombre como centro y medida de las cosas y de los fenómenos. El Renacimiento crea al individuo, repitámoslo, como un paso revolucionario en su desarrollo. En el siglo XVI se dejan sentir un aminoramiento del racionalismo y una franca exaltación de lo sensitivo. Ahora la mística del ojo fusionado a una sensibilidad supera la medición geométrica y las razones científicas. Como resultado del predominio del neoplasticismo23 se hiperboliza la sensibilidad como la fuerza exclusiva de la creación estética, y se deifica al productor como un hacedor provisto de un don divino. Él pintar deja de ser oficio: deviene vocación; es decir, actividad propia de seres sobrenaturales. Nace así la idea de propiedad intelectual, como la llama J. Gimpel.24 El artista supone concebir la obra por generación espontánea y como su propiedad privada. Depende de mecenazgos, pero también existe el artista de libre contratación. Esto sucede sin obstar que todavía en 1950 se registran litigios artesanales en algunas regiones italianas.25 En el siglo XVII asistimos a un retomo a la intelectualización. El arte entra en plena laicización, y ahora el artista prefiere ser un académico y un funcionario del Estado.26 En el siglo XVIII se emprende la teorización de las artes profanas con las siguientes publicaciones: la primera crítica de arte a un Salón, por Lafont de SaintYenne en 1946; la Estética de A. Baumgarten en 1750; la Historia del Arte Antiguo, de J. J. Winckelmann en 1755; los Salones de Diderot, en 1759, y su ensayo acerca de la pintura en 1765; Lacoonte, de G. E. Lessing, en 1777. De aquí en adelante las artes se distinguirán por descansar en un cuerpo de teorías que va cambiando con el tiempo.

Ya consolidadas las artes, viene su esplendor en lo que va de 1600 a 1874, año de la Primera Exposición Impresionista. En el siglo XIX aparece el arte por el arte, en busca de la independencia del artista con res\ pecto a la moral, la política y el gusto burgués. Luego comienza su declinación social, que durará hasta 1968: los diseños ya las habían superado con largueza. A partir de entonces las artes tendrán una vida artificial, en tanto no requieren de vinculaciones con las mayorías demográficaspara subsistir. Durante seis siglos (1300 a 1900) predominó el plano semántico o las relaciones de las figuras de la obra de arte con la realidad visible: relaciones que la fotografía, nacida en 1839 y perfeccionada en 1850, llevar a su máxima fidelidad. P. Cézanne dará principio a la acentuación del plano sintáctico, o sea de las relaciones entre los signos o figuras. Ahora la obra de arte se basta a sí misma. Aparecen el cubismo y los abstraccionismos. A mediados de los años sesenta, los no objetualismos comienzan a poner énfasis en el plano pragmático; esto es, en los efectos de laobra en el receptor o sobre la sociedad. Emergen los conceptualismos que dan la espalda a lo estético con el fin de explorar en las ideas de arte. Al igual que las artesanías, las artes llevan en su interior el germen de su declinación. Es por eso que los mismos artistas contribuyen a la formación de los diseños. Giotto, un artesano, hizo lo mismo por las artes. Como prueba están Kandinsky, Klee, Albers y Moholy Nagy, profesores de la Bauhaus (1919-1933), institución alemana en la cual se cruzan las artes y los diseños. Aquí, como en su émula soviética la Vjutemas (1918), transformado en 1928 en la Vjutein, se sistematiza lo enseñable y conceptuable de la composición en las artes y en los diseños. La exaltación artepurista y decimonónica de la belleza había preparado el camino al formalismo de tal sistematización, el cual será teorizado por H. Wolfflin (1915), Roger Fry (1919) y H. Focillón (1935). El formalismo venía a dar razón al viejo aserto de los artistas en busca de ascenso social “la pintura es escritura viva”27 y prepara, a su vez, el terreno al elementarismo (el menos es más) que favorecerá a los diseños. Pese a repudiar el ornamento, surge un nuevo formalismo. En síntesis, los procesos sistémicos de las artes son los siguientes: 1.De la intelectualización del productor a su endiosamiento como innovador o creador. 2.De la producción como vocación, a la experimentación, la acción científica y las necesidades expresivas, sucesivamente. 3.De la paganización de las imágenes religiosas a las artes profanas.

4.De la obra única a su pureza estética y hedonista como fin en sí misma. 5.De la exaltación de las bellezas naturales (naturalismo) a la autodestrucción analítica, pasando por la expresión individualista y biográfica. 6.Del predominio de la pintura de caballete al imperio de las artes visuales (cine y televisión), pasando por los no objetualismos. 7.Del predominio del plano semántico en la obra de arte, al plano sintáctico y después al pragmático. Generalmente pensamos que nuestra actualidad es la terminal de todos los pasados, y nos aferramos a ella como definitiva. Todavía nos resistimos a ver procesos, según los cuales nuestra actualidad será también pasado. Si bien las artes llevan en Su interior el germen de su declinación —y declinan—, generan los diseños y en ellos sobreviven sus mejores partes: aquellas indispensables para enfrentar la nueva actualidad. Esto, al margen de que durante mucho tiempo habrá complementariedad entre la excepcionalidad de las artes y la cotidianidad de los diseños. Los nuevos sistemas y procesos de la cultura estética de Occidente serán los diseños. Comienzan a perfilarse en 1851, no se forman sino hasta 1950 y luego, contando con la televisión, intensifican su eficacia persuasiva y se difunden por el mundo rápida y exitosamente. Si se prefiere, constituyen un fenómeno sociocultural determinado —específico— que excede la actividad manual o el trabajo simple de diseñar, registrable en todo tiempo y lugar. Sus principios y fines son particulares, históricos. También cabe definir a los diseños como profesiones dirigidas a introducir el trabajo estético (o los recursos sensitivos) en el trabajo o en el producto industrial. El trabajo estético del diseñador consiste en actividades proyectivas y/o directorales. Su finalidad es crear un proyecto o modelo que más tarde será reproducido en serie por la industria o repetido por otras personas. Para ello los diseñadores han de insertar, en configuraciones de sus modelos, hábiles persuasiones visuales o audiovisuales, previa observancia de las prioridades asignadas por los intereses de lucro a la función práctica de los productos, a su producción mecánica y al mercado para el cual están destinados. En la formación de los diseños confluyen dos procesos, el tecnológico industrial y el artístico, y un fenómeno: el de las masas. El primero se inicia con la necesidad que sienten industriales e ingenieros de embellecer sus productos, y que con lucidez capta el arquitecto G. Semper en la exposición universal de Londres de 1851. Enseguida vienen los esfuerzos oficiales para satisfacer dicha necesidad: los

ingleses con el movimiento Arts & Crafts, de William Morris, y con la primera cátedra de diseño (1900); los franceses con L’Union Céntrale de Beaux Arts Apliqués, de 1863; los alemanes con la Deutsche Werkbund (1907-1933), muy preocupada por el embellecimiento de los productos industriales; las autoridades soviéticas afanadas en embellecer los productos de uso cotidiano del hombre común. A esto se suman los adelantos tecnológicos, a partir de la primera revolución industrial (1750), con la máquina de vapor, y el perfeccionamiento de la producción industrial masiva que, con el taylorismo y los ensamblajes provenientes de los Estados Unidos de América influirán también en el curso de las artes. Papel muy especial desempeña la Escuela de Artes y Oficios de Weimer (1906-1919), con H. Van de Velve, de la cual surge la Bauhaus (1919-1933), que funciona en Dessau y en Berlín, además de Weimer, y que después L. Moholy Nagy continuará en Chicago. Igualmente importante en la búsqueda de la unión del arte con la tecnología es el Taller Técnico Superior, Vjutemas, fundado en 1918 por los soviéticos. El proceso artístico comienza con la arquitectura de L. Sullivan, prosigue con el art nouveau y sus diseñadores de la talla de E. Gallé, L. Tiffany, y B. Pankok, 28 y con el antiornamentalismo del arquitecto A. Loos, en su escrito Ornamente y Crimen, de 1909. Sigue el verdadero protagonista artístico-visual: el constructivismo, cuyo elementalismo y funcionalismo, racionalismo y antiindividualismo incidirán en los diseños. Siguiendo a la teórica K. Hirdina, 29 tomamos aquí el constructivismo en su sentido amplio; comprende, por tanto, al suprematismo de K. Malewitch y el proun de Lissitsky, el realismo de Gabo y Pevsner y el productivismo de Arvatov, el constructivismo de Gan y los geometristas occidentales, como el grupo De Stijl, con Mondrian. Mención aparte merece Injuk (Instituto de Cultura Artística, de 1920), empeñado en crear una “ciencia que examine analítica y sintéticamente los elementos fundamentales de las artes”.30 El proceso industrial y el artístico interactúan y se cruzan en el art nouveau, en la Bauhaus y en el Vjutemas, en cuanto intervienen artistas. Recordemos a W. Kandinsky, quien fuera profesor del Injuk y de la Bauhaus, sucesivamente. Al igual que hoy, los capitalistas y los socialistas de los años veinte coinciden en la importancia de los diseños. No se trata de una paradoja ni de un milagro; simplemente, el proceso histórico y el social tienen un nuevo personaje que atrae a diseñadores y políticos: las masas.31 Entonces capitalistas y socialistas las ven de distinta manera y las relacionan con los diseños desde estrategias diferentes y con objetivos diversos. El fenómeno de las masas es producto de la industrialización, en tanto se empobrece el campo y sus trabajadores se dirigen a la ciudad a servir a la industria, y en cuanto la población urbana crece gracias a ésta y a los adelantos sanitarios. El

fenómeno consiste en aglomeraciones con fines consumistas e incluye un modo peculiar y nuevo de consumir: el masivo, espurio en sí al tener por motivación el goce de ver lo importante o de adquirir lo que otros poseen. Se desarrolla de este modo un individualismo gregario —valga la contradicción— que consume no por necesidades individuales sino por imitación o competencia con los vecinos. Es que la industria obliga al hombre común a tomar posición ante productos que desconoce y que puede usar, sin que los necesite. Si el capitalismo ve en las masas consumidores gregarios e individualistas, el socialismo las toma como una oportunidad de adquirir conciencia social o revolucionaria y de exaltar la individualidad y los sentimientos colectivos, precisamente mediante diseños. Los diseños son variados: gráfico e industrial, arquitectónico y urbano, audiovisual e icónico verbal. Sus diferencias son pronunciadas, como por ejemplo entre el gráfico —muy próximo a las artes— y el industrial, cercano a la tecnología, y resulta difícil señalar todos sus rasgos comunes. Nos explican las diferencias que la principal aspiración de los diseños es embellecer nuestro medio ambiente y nuestra vida diaria y festiva. El gráfico y el industrial conforman la primera pareja e intervienen en nuestra vida cotidiana: uno a través de superficies y el otro, de volúmenes. El arquitectónico y el urbano constituyen la segunda pareja, dedicada a organizar los espacios en que vivimos, trabajamos y nos educamos. Finalmente, el audiovisual y el icónico verbal, acaparan, como tercera pareja, nuestro tiempo libre. Desde el punto de vista sociológico, los diseños se dirigen a la vida diaria y al tiempo libre del hombre común, persuasivamente le imponen determinados comportamientos. Así, altera de modo radical el panorama estético del mundo. La cotidianidad los caracteriza y los diferencia de la excepcionalidad de las artes. De esta forma, unos y otras se complementan mutuamente. Para nosotros los diseños son actividades en que ha de predominar la creación o innovación estética al igual que en las artesanías y en las artes. No basta verlos como una síntesis de ciencia, estética y tecnología, pues todos los objetos lo son. La particularidad de los diseños es estructural o sistémica; esto es, reside en un conjunto de aspectos y elementos. Su producción tiene fines funcionales de orden práctico y se halla sujeta a prioridades económicas y tecnológicas. Sus proyectos, a su turno, están destinados a la producción masiva de utensilios (o entretenimientos) que huyen del ornamento y que tienen usos cotidianos. Por otro lado, el productor es un asalariado de formación universitaria que concibe innovaciones estéticas dentro de prioridades no estéticas. Además, la distribución pertenece al comercio, mientras el consumo es estético y empírico. Por último, los diseños están centrados en las masas, en tanto las artes lo estuvieron en el individuo y las artesanías o artes precapitalistas, en el hombre religioso.

Como conclusión, nos resulta fácil afirmar que la definición de las artes, las artesanías y los diseños por separado nunca termina; cada sistema constituye un proceso de múltiples aspectos.32

NOTAS 1 pág. R. Stavenhagen, 'La cultura popular y la creación intelectual' en Lo cultura popular, 2 J. Fiebach, et al., Ásthetik Heute, pág. 475. 3 M. Kagan, op. cit., pág. 246. 4 W. F. Berestnew, Grundlogen der Marxistjsche-Lenjnjtjschen Asthetik, págs. 280. 5 Ibídem, pág. 232. 6 Ibid., pág. 286. 7 M. Kagan, op. cit., pág. 85. 8 Ibídem, pág. 253. 9 Ibid., pág. 241. 10 Ibid, pág. 252. 11 Ibid. pág. 246. 12 Ibid, pág. 253. 13 Ibid, pág. 253. 14 Ibid, pág. 692. 15 Ibid. pág. 696. 16 Ibid. pág. 677. 17 Ibid. pág. 695. 18 Ibid, pág. 698. 19 J Gimpel, Contra el arte y los artistas, pág. 12.

20 J Gállego, El pintor de artesono a artista. 21 J González Angula, Artesano y ciudad a fines del siglo XVIII, pág. 33. 22 J. Gállego, op. cit., pág. 37. 23 A. Blunt, La Théorie des Arts en italie (de 1450 a 1600), pág. 38. 24 J Gimpel, op. cit., pág. 48. 25 A. Blunt, op. cit., pág. 86. 26 J Gimpel, op, cit., págs. 71-79. 27 J Gállego, op. cit., pág. 134. 28 W. Braun Feldweg, Industrial Design, pág. 28. 29 K.Hirclina, Pothos der Sachlichkeit-Tradition Moteriolistischer Asthetik, págs. 31-71. 30 Matevich, et al., Constructivismo, pág. 361. 31 K. Hirdina, op. cit., pág. 72-126. 32 Para mayores detalles acerca de las artesanías, las artes y los diseños, véanse nuestros libros Introducción o la teoría de los diseños y El arte, y su distribución, págs. 53-90.

3 Los consumos posibles Ya hemos señalado como el brote y el arraigo de nuestras necesidades estéticas son condicionados, vía ecoestética, por la sociedad, el individuo y los tres sistemas estéticos de producción especializada: las artesanías, las artes y los diseños. Ahora nos corresponde cubrir los condicionamientos de las otras dos etapas de las citadas necesidades: los de su desarrollo y los de su satisfacción. Así, terminaríamos con la sociología de los consumos, la primera parte de nuestro estudio. Sin embargo, antes precisamos enfocar su satisfacción; esto es, el consumo estético, con el fin de delinearlo a través de sus múltiples definiciones o identificaciones y poder así establecer los condicionamientos en términos más concretos y concisos. El consumo constituye el proceso de satisfacer nuestras necesidades estéticas y, al igual que un pequeño motor, funciona constantemente y de muy variados modos en la sensibilidad de millones de personas, manteniendo viva la cultura estética de la sociedad. Lo sabemos muy bien, pero es necesario respondemos esta pregunta: ¿cómo transcurre este proceso y cuáles son sus constantes y variantes, sus instrumentos y funciones, sus efectos y productos? Nos hacemos estas preguntas porque el consumo ha sido muy poco estudiado. Lo hemos visto como una actividad parasitaria de la producción y suponíamos que el hombre simplemente reconoce las bellezas naturales y lee las obras de arte según códigos fijos y eternos. No nos extrañemos, pues, del actual desconocimiento acerca del consumo. Además, lo mismo sucede con la distribución, y para colmo hasta con la producción. Pese a los siglos a lo largo de los cuales hemos sobrevalorado la producción, muy poco conocemos dé su íntimo funcionamiento. No nos referimos a los misterios de la creación o la invención, para cuyo estudio hemos dilapidado muchos esfuerzos, ilusionados quizá por el poder que nos conferiría su piedra filosofal, una vez descubierta y en nuestra posesión. Si la dilapidamos fue precisamente por no haber sabido estimar la importancia de las ineludibles actividades que, inherentemente, preceden a la creación. Por falta de penetración en la intimidad de la producción entendemos aquí el desconocimiento de las operaciones susceptibles de un análisis radical y de una descripción lógica. Afortunadamente, el desconocimiento preocupa a muchos y no por casualidad las operaciones productivas son actualmente rastreadas por las diferentes investigaciones que en muchos países se llevan a cabo en torno de la creatividad y los modos de promoverla. Estas operaciones también son rastreadas por un psicoanálisis hermanado con el concepto marxista de ideología y con la

lingüística (J.Lacan). Para subsanar en algo el desconocimiento de las diferentes actividades básicas del fenómeno estético en general y de su consumo en particular es que en la actualidad trabajan la semiología y la crítica estructuralista, la lingüística y la teoría de la información, la hermenéutica y la fenomenología perceptual, la estética germano occidental de la recepción y la materialista de los efectos, en la República Democrática Alemana. Todas estas disciplinas buscan superar la abusiva sobre valoración de la producción mediante el conocimiento de las actividades consuntivas. En términos generales, el consumo transcurre con relativa libertad. Sus actividades no .operan solas-, forman parte del fenómeno de la comunicación, y aquí el consumo rotulado recepción interactúa con el mensaje y con la emisión, mientras que en el fenómeno sociocultural de la sensibilidad se correlacionan producción, distribución y consumo. En otra obra hemos detallado esta correlación tripartita, así como la importancia del consumo como parcial concreción de la producción y de la distribución.1 Por otro lado y por definición, el consumo estético hállase siempre orientado hacia las bellezas y demás categorías estéticas, tanto naturales como culturales. En su orientación influyen la sociedad, el individuo y el sistema cultural, del mismo modo que al lado de la sensibilidad intervienen la razón y las necesidades materiales. El consumo objetivase propiamente en la relación objeto-sujeto y aquí se conjugan el valor potencial del objeto y la valoración de un sujeto portador de la orientación axiológica que ha elegido entre muchas que le impone la sociedad. Sea como fuere, en el consumo tenemos la actividad más espiritual del fenómeno estético y la que predomina en la cultura estética de los países latinoamericanos, a causa de su dependencia. Incluso en nuestra cultura artística el consumo pesa más que la creación. Producimos obras de arte, pero siguiendo postulados básicos o tendencias internacionalizadas por los países desarrollados, en los que predomina el fenómeno consuntivo. Internamente y al igual que en la producción, los mecanismos del consumo se caracterizan por constar, de tres clases de operaciones: las sensoriales, las sensitivas y las teoréticas, cuyo mutuo equilibrio e interdependencia están determinados por la función que el consumidor busque en la obra. De la función dependen también los efectos de la obra y, obviamente, las significaciones que produce el consumidor. Los efectos inmediatos son estéticos y forman parte del consumo. Por lo demás, en cada operación intervienen de distinta manera la sociedad, el individuo y el sistema

cultural. El consumo transcurre entre los ideales estéticos que lo impulsan y la realidad que enfrenta.2 Pero los ideales varían de individuo a individuo, y muchas veces las prácticas consuntivas son ajenas a las definiciones ideales de consumo o contrarias a ellas: entre las definiciones ideales y la realidad media una gran distancia. A la rica diversidad de consumos propia de la variedad humana se suman los diferentes consumos que realizan los profesionales (artistas y analistas) y los aficionados, sin que en estos últimos falten los consumos espurios. En una palabra, los tipos de consumo estético y seudo estético son varios.

SUS CLASES Parecería lógico esperar la coexistencia de cuatro clases de consumos estéticos: el estético propiamente dicho, el artesanal, el artístico y el de los diseños. En verdad, sólo hay dos: el estético y el artístico. La razón es simple: por definición, las artesanías y los diseños apelan al consumo estético. En la base de la sociedad actúa el estético, pues concierne a todo hombre o sensibilidad y apunta a toda realidad, sea natural o cultural, pudiendo involucrar o no los productos de las artesanías, las artes y los diseños. Por el contrario, el consumo artístico incumbe a pocos hombres, quienes se han apropiado del cuerpo teorético de las artes, creado por la cultura occidental para analizar y juzgar las formas, los contenidos y las aportaciones histórico-artísticas. La producción de los diseños (¡no su consumo!) participa de este cuerpo teorético. Por otro lado, a los fundamentos del mismo cuerpo pertenecen los elementos de juicio profesional con que los artesanos suelen mirar los productos de sus colegas. En buena medida todo fue y es materia de consumo estético; no importa si lo que se consume pertenece a la artesanía, a la cultura o a la naturaleza. Sin embargo, a partir del Renacimiento y como resultado de la cultura occidental, todo producto humano puede ser objeto de consumo artístico, pero nunca la naturaleza. Si todo hombre hállase capacitado para captar la realidad con su sensibilidad, entonces su consumo estético será espontáneo y quedará reducido a la experimentación de un placer o de un me gusta autorremunerativo: termina en una percepción placentera. Damos por sobreentendida la atracción que la realidad a consumirse ejerce en el consumidor, porque la misma realidad pudo contradecir las preferencias de otros sujetos y les cerró el paso hacia el consumo. Todo se constriñe a la relación objeto-sujeto, y sus mecanismos se centran en lo emocional aunado a las esporádicas experiencias suscitadas por alguna novedad de belleza formal o de una función práctico-utilitaria. En definitiva, el consumidor enfrenta la realidad sólo con su sensibilidad o, lo que es lo mismo, con sus ideales y sentimientos de belleza y demás categorías estéticas. En pocas palabras: el consumo estético es meramente subjetivo; se cierra en la subjetividad sensible. De allí que para M. Kagan 3 sea cerrado y quieto. Naturalmente, el consumo estético tiende a objetivarse con razones, pero le faltan los recursos teoréticos necesarios. Como es de suponer, tal consumo puede tener por materia lo natural o las hechuras del hombre, y puede dirigirse a percibir lo estético de cualquier realidad, con el fin de apropiarse sensitivamente de ella o

captar con la razón los elementos no estéticos. En sentido estricto, esta última actividad es mucho más productiva, en cuanto supera el placer de lo conocido y ante una nueva realidad produce significaciones, sentidos e interpretaciones. Todo hombre tiene derecho a consumir lo estético según sus ideales, experiencias y capacidad sensitivas. Su derecho incluye valoraciones, cuya naturaleza en el consumo estético es eminentemente subjetiva y carente de importancia para los demás hombres. Éstos ejercen el mismo derecho e irremediablemente tienen diferentes valoraciones pues no existen dos hombres iguales por completo aunque tampoco enteramente diferentes. Detengámonos en otra verdad: el consumo estético no existe en abstracto ni solamente es sensitivo. Se centra casi siempre en los sentimientos generados por los elementos no estéticos de alguna realidad tales como los usos y costumbres, los objetos y los paisajes, los seres y los comportamientos humanos, todos ellos componentes concretos de la realidad. Decimos casi siempre porque también pude haber consumos estéticos de dramas humanos y de bellezas naturales que son conscientes, verbalizables y valorativos. El consumidor está precondicionado. Trae consigo ideales y éstos rigen sus necesidades y orientaciones estéticas (las teleológicas y las axiológicas]. También porta una capacidad para manejar con eficiencia las bellezas de objetos y encauzar sus experiencias sensitivas hacia una determinada función, finalidad o motivación hedonista, subyacente a las orientaciones teleológicas. El consumo está igualmente condicionado: depende de la función que el consumidor busque en el objeto, la cual correlaciona de modo singular las formas y el contenido, y los significa denotativa y connotativamente. Como es de suponer, en el consumo estético pueden intervenir elementos artesanales, artísticos y de diseño, ya sea en el objeto a consumirse o en el consumidor cuando éste posee conocimientos acerca de las artesanías, las artes o los diseños que influyen en su vivencia o en su valoración de lo estético, aunque de modo subjetivo; esto es, según su gusto. Otra cosa sucede cuando aplicamos el consumo artístico y con sus recursos racionales de evaluación establecemos de manera objetiva el valor artesanal de una artesanía, el valor artístico de una obra de arte o él valor de diseño implícito justamente en un producto diseñado. Como todo consumo, el estético comprende tres clases de operaciones en íntima interdependencia y correlación: las sensoriales, las sensitivas y las teoréticas. Su equilibrio mutuo cambia con las actividades de la sensibilidad, las cuales originarían tres subclases de consumo estético: el diario, el festivo y el correctivorenovador.

Como es obvio, las operaciones sensoriales visuales, para ser exactos son rutinarias en la vida diaria pues se centran en la utilidad práctica de la realidad a consumirse, de manera que la percepción de lo sensitivo que muestran las formas y los contenidos es automática y, por ende, casi inadvertida. En sus actividades festivas las sensibilidad aguza los sentidos para vivenciar la excepcionalidad o la novedad sensitiva. En estas circunstancias puede haber un placer retiniano o sensorial. Lo mismo sucede con sus actividades correctivo-renovadoras, desgraciadamente escasas en nuestras mayorías demográficas, y el placer que aquí se origina es más cercano a la razón. En suma: en el consumo estético nuestros sentidos van de la cotidianidad a la excepcionalidad, de la trivialidad a la innovación, de la indiferencia al placer retiniano. Los efectos conscientes o inconscientes de la percepción serían la adquisición de imágenes no verbalizables y la renovación, ampliación o enriquecimiento de nuestros hábitos perceptuales. Junto con la percepción aparecen las operaciones sensitivas, que son mayores y placenteras en la vida festiva de la sensibilidad. Ante todo, ellas buscan, bellezas excepcionales de la naturaleza y de algunos objetos profanos o religiosos. La belleza sintáctica o compositiva de las formas atrae más a la sensibilidad que las categorías estéticas del contenido. En las actividades correctivo-renovadoras las operaciones sensitivas ' son conscientes y obedecen a un deseo de cambios radicales. Mientras tanto, en la cotidianidad, estas operaciones son inconscientes, aunque afectan de algún modo los hábitos sensitivos del receptor. La forma y el contenido se combinan en las proporciones requeridas por la función que elige el consumidor: por ejemplo, la utilitaria o la hedonista. En la vida diaria la sensibilidad huye del desplacer porque la ausencia de éste configura un placer, casi siempre inadvertido. Finalmente, la belleza no reside en el contenido ni éste se encuentra en el objeto. El objeto es apenas el portador de la belleza, la cual, como el contenido, surge en la relación objeto-sujeto. Sin duda, no contradecir las preferencias de nuestro gusto implica belleza. Además, ésta tiene una base biológica en que le sirve de antesala lo agradable o, lo que es igual, la ausencia de esfuerzos corporales, sensoriales o sensibles. Por otro lado, la sensibilidad siempre valora; su vida es valorativa. Todo lo contrario sucede con la razón, que se nutre en la objetividad y en la lógica. Al valorar, la sensibilidad experimenta placer sensitivo que puede provenir de una belleza puramente sensitiva y unida a lo inteligible o intelectual. Al valorar también produce significaciones e imágenes no verbalizables; vale decir, puramente sensitivas. Al placer lo encontramos entre los efectos inmediatos del consumo estético: constituye uno de los elementos de este consumo. Sea por razones históricas, culturales o genéricas, lo cierto es que en nuestra estética visual sigue predominando la belleza, tanto la formal como la natural y cultural; es decir, la carga sensitiva

disminuye en las otras categorías estéticas. Con todo, las operaciones sensitivas y sus valoraciones imperan en el consumo estético. Las sensoriales son primordiales — pero no igualmente importantes las teoréticas gravitan muy poco. En efecto, las operaciones teoréticas son pobres en el consumo estético si las comparamos con las del consumo artístico. La pobreza aumenta en los consumos propios de la cultura estética popular. Apenas si aparecen ideaciones en el hombre común cuando se enfrenta a lo religioso, a lo mítico o a lo utilitario. En cierto sentido, puede haber placer mental en lo práctico o religioso. Aquí la intuición reemplaza a los conocimientos faltantes. En la vida diaria vemos cómo las operaciones teoréticas son copadas por el interés práctico utilitario que la cotidianidad impone a todo hombre. En cambio, en la festiva habrá verbalización de las emociones producidas por la belleza. Por último, en las actividades correctivo renovadoras gravitarán las ideaciones y las lógicas de experiencias y mitos, más que el manejo lógico de conceptos y de conocimientos. En el consumo estético se suelen interpolar las nociones de arte que conlleva el aprendizaje del idioma materno, pero distan mucho de ser necesarias. La sensibilidad basta para percibir estéticamente los productos de las artesanías, artes o diseños, pero toda sensibilidad posee orientaciones teleológicas y axiológicas que, mediante ideaciones, encauzan la elección de una función y las valoraciones estéticas. La orientación teleológica impulsa a seleccionar la función que conviene a la sensibilidad y que regula la relación forma-contenido: la práctico-utilitaria en la vida diaria, la estética en la festiva y la innovación en la actitud correctivorenovadora. La orientación axiológica valora y dirige la interpretación con ayuda de la fantasía. En verdad, hay una conciencia estética que guía a la sensibilidad y cuyas ideaciones están más cerca de la razón empírica que de la científica. Dicho de otra manera, en el consumo estético operan más las ideaciones empíricas y las míticas que los conocimientos y los razonamientos. En síntesis: el consumo estético percibe y siente, significa y valora, interpreta y goza, en especial la realidad natural y luego la cultural. Por último, consideremos que el consumo estético es parte del consumo artístico y que éste lo complementa socialmente; tal realidad nos obliga a diferenciarlos; sobre todo en lo que concierne a sus valores. Los estudiosos ya comienzan a ver la utilidad de su diferenciación; por ejemplo Tekulka.4 Naturalmente, nos referimos a la idealidad del valor estético y del artístico, el uno objetivo e intelegible y el otro subjetivo y sensitivo. Por lo general, en el mundo predominan falsas definiciones que pasan por valores y que identifican lo artístico y lo estético de alguna de las siguientes maneras: con la belleza, excluyendo a las otras categorías estéticas y abusando de lo bonito; con el sentimentalismo de falso dramatismo; con entretenimientos de ilusoria sublimidad épica; con realismos

fotográficos colmados de trivialidades, o bien con la religiosidad supersticiosa y cursi en lo visual. Para terminar el delineamiento del consumo estético pensemos en sus efectos indirectos y retardados: los ideológicos, que afectan nuestra cosmovisión; los conceptuales, con sus ideaciones; y los psicológicos, que alteran nuestros modos de percibir y de sentir; efectos que pueden tener alcances individuales sociales o sistémicos; esto es, de retroalimentación a la cultura estética a que pertenecemos. A manera de resumen, el consumo estético podría representarse como se muestra en la figura 3.1. Continuemos con el consumo artístico, el cual es abierto y dinámico5 en tanto el consumidor siempre percibe e interpreta, significa y siente, razona y objetiva lo subjetivo. En principio, se apoya en valores objetivos, de suyo socialmente importantes. El consumo artístico (siempre en términos ideales] se dirige a los objetos y actos humanos, y no únicamente a las denominadas obras de arte. Es comunicativo por esencia; es decir, pone en movimiento ideas de arte, conocimientos históricos y referencias al productor y a la realidad aludida por el objeto, con el fin de enriquecer o expandir las experiencias sensitivas y luego verbalizarlas o dotarlas de una lógica interna cuando se encierran en el mutismo. En otras palabras, lo subjetivo es objetivado con razones y éstas traducen, en términos del contenido, las virtudes sensitivas de las formas que lo enriquecen. En principio, el consumo artístico implica las mismas operaciones que el estético y presupone ideales, necesidades y orientaciones artísticas, además de capacidad para manejar los mecanismos sensitivos y encauzarlos hacia una determinada función. En el consumo artístico se decide también el manejo sensorial, el sensitivo y el teorético del contenido, de la forma y de la función del producto artístico, pero con una diferencia: las operaciones teoréticas y las experiencias artísticas o cultura visual desempeñan un mayor papel. El consumo artístico es, pues, igual al consumo estético, al que se suman conocimientos históricos, conceptos de arte y experiencias visuales, vivencias formales y vibraciones artísticas. Por definición, el consumo artístico pertenece a la excepcionalidad del hombre, en cuanto tiene lugar en sitios y momentos especiales [museos y galerías). Por tanto, hállase alejado de la vida diaria de la sensibilidad y más bien tiene que ver con la festiva, aunque sólo en parte y en calidad de un placer proveniente de la satisfacción de necesidades correctivo-renovadoras, cuya naturaleza "masoquista” y paradójica convierte en goce toda contradicción al placer o a los halagos. Por esta razón el consumidor de arte aguza más sus operaciones sensoriales, al querer establecer no sólo las bellezas formales y gozar de las naturales representadas, sino

también, y de manera especial, las innovaciones formales que enriquecen al contenido. Las operaciones sensitivas son muy activas, pero no caminan solas y desbocadas como en el consumo estético. Las encauzan las operaciones teoréticas. En éstas actúan las ideaciones y lógicas empíricas y míticas, sin faltar las fetichizaciones intelectualizadas. En mayor medida actúan los conocimientos históricos y conceptuales del arte, además de la experiencia o cultura artístico visual o habilidad consuntiva.

Fig. 3.1. El consumo estético. El equilibrio de las tres operaciones depende de la función que el consumidor elige en la obra de arte, polifuncional por naturaleza, porque la función determina la relación forma-contenido y la dialéctica de lo estético con lo artístico, propia de todo consumo artístico. Comencemos por la dialéctica. En toda obra de arte coexisten lo estético y lo artístico, así como las continuidades y las rupturas. A lo largo de la historia el arte siempre osciló entre la estetización y la artistización del producto. En suma, lo estético corporiza la elementalidad o primordialidad de lo artístico: es su precondición. Ya lo dijimos: lo estético contiene nociones de arte, y el consumo estético busca objetivar sus emociones con razones; si no lo hace, es por falta de recursos teoréticos. Por otro lado, el consumo estético se detiene en la belleza pero pasa a ser artístico tan luego penetra en las rupturas conceptuales y en las innovaciones formales, junto con lo subjetivo y lo objetivo de su mismo disfrute. Dicho sea de paso, la dialéctica de las continuidades con las rupturas y de los componentes estéticos con los artísticos da pie precisamente a los conservadores para que señalen sólo las continuidades o lo estético, con el propósito de escamotear las rupturas y lo artístico. De esta manera, desvirtúan o mutilan la obra, manipulando al consumidor. Por fortuna, la dialéctica entre lo estético y lo artístico también ofrece ventajas y nos explica por qué la mejor y única salida del consumo estético reside en su conversión en artístico o, por lo menos, en un acercamiento muy estrecho al arte. Culturalmente, el mejor consumo estético es el artístico; por eso existe el arte como un uso racional y calculado de los recursos estéticos. De ahí que el arte sea la mejor instancia para educar la sensibilidad y para producir una buena cultura estética. Veamos ahora la importancia de la función a elegir en todo consumo artístico. Al igual que toda realidad que es objeto de consumo estético, la obra de arte ofrece varias funciones al consumidor y éste debe decidirse por una de ellas. De tal suerte que no será la misma en un aficionado que en un analista, en un artista que en un historiador, en un receptor ideal que en otro incapaz de percibir lo sensitivo. Además, la obra de arte, opera como fin cuando se la limita al goce estético, o como medio cuando se la extiende a lo artístico y a lo no estético. Cada consumidor decide a su manera el camino social del producto, y muchas veces emplea la obra de formas nunca imaginadas por el autor. Así, resulta falaz pensar que el consumidor se limita a percibir el mensaje que el autor emite en su obra, cuando ni siquiera ésta suscita indefectiblemente un consumo artístico.

De todas maneras, el consumidor busca en la obra una función determinada, que es a la vez condición y componente, parte y resultado consuntivos. La función surte efectos y paralelamente condiciona los efectos consuntivos. Si se quiere, constituye un efecto potencial del objeto. Para ser precisos, en el consumo las funciones pasan a ser efectos-inmediatos, individuales y a veces sistémicos, sea a nivel de conciencia como de preconciencia y de subconciencia. Sean funciones o efectos inmediatos, éstos surgen en la relación objeto-sujeto y regulan el binomio forma contenido. Los efectos indirectos y a largo plazo dependen más del sujeto pues las obras han desaparecido y sirven únicamente de testimonios. Son los individuos quienes llevan en su interior los efectos, los trasmiten y materializan. Debajo se encuentran las ideologías, impulsadas por los bien disimulados intereses económicos en hegemonía. Las funciones son efectos potenciales de la obra de arte; constituyen su potencialidad teleológica y se diferencian de los efectos que son funciones ya consumadas o posteriores. Por tanto, las funciones nos indican para qué nos sirve el arte. La mayoría sólo ve fines hedonistas; al fin y al cabo, son los más inmediatos e individuales. Pero existen otras funciones y todas generan una inadvertida digestión ideológica. No por nada los productos del arte son realmente polifuncionales. Así, el soviético M. Kagan 6 distingue cuatro funciones: la comunicativa, la cognoscitiva, la educativa y la hedonista. En cambio, E. John 7 señala tres, formación de la personalidad, desarrollo de la solidaridad colectiva, y entretenimiento. Estos distintos pareceres y muchísimos más ponen de manifiesto la existencia de múltiples marcos de referencia o ángulos de visión para agrupar las funciones. La obra de arte tiene las funciones que el consumidor sea capaz de extraerle. El mejor marco lo vemos en la utilidad colectiva; esto es, en sus vinculaciones favorables a los intereses materiales de nuestras mayorías demográficas. La funcionalidad del arte debe tener por meta la personalidad de su consumidor y la colectividad de éste; la colectividad sería una suerte de océano en el cual desembocan las múltiples manifestaciones culturales. Por otra parte, los modos de vida concretan la personalidad y la colectividad. En consecuencia, el arte repercute en los modos de vida y lo hace por medio de funciones tales como la educación, la información, el entretenimiento, etcétera, que unen individuo y sociedad. Podemos también aludir a las funciones individuales de catarsis o autoexpresión: el arte al servicio del individuo; todo lo contrario de lo que debería ser. Desde el punto de vista educativo se puede señalar el modelado estético,

artístico, político, etc., del individuo. Para los latinoamericanos, por-ejemplo, resulta de suma importancia la formación de la conciencia nacional, el autoconocimiento y el fomento de actitudes revolucionarias, y esto puede lograrse a través del arte. Sin embargo, tengamos presente que la obra de arte no sólo actúa en la conciencia. También penetra en el preconsciente y en el subconsciente, algunas veces con el propósito de hacernos tomar conciencia de las ideologías, elementos importantes para el pensamiento actual e inevitables en todo el consumo artístico o estético, así como en toda función. No en vano la obra de arte es vehículo y a la vez producto de ideologías; las encarna y simultáneamente las produce. En la figura 3.2 intentamos sintetizar una visión general del consumo artístico, incluyendo las probables funciones del arte o del objeto. Como inicio del consumo artístico hemos tomado al objeto en general, así evitaremos referirnos a la amplia variedad de objetos y de acciones consuntivas que éstos requieren, como la artesanía religiosa y la utilitaria, la obra de arte culto o puro, el objeto diseñado y poseedor de un valor configurativo al lado de su valor de uso de índole práctico-utilitaria, y el producto científico o tecnológico provisto de recursos estéticos para sus propios fines. Esto, al margen de las diferencias entre las obras nuevas y las antiguas. Nuestro esquema aspira únicamente a dar una visión sumaria del consumo artístico y de sus efectos. De la relación objeto-sujeto surgen el placer, las funciones, los sentimientos y las ideologías, que luego se tornan efectos individuales al repercutir en la personalidad del sujeto y que, a través de la colectividad, se convierten en efectos sociales. Como sabemos, los efectos sistémicos de producción o de teorías emergen en el consumo artístico de tipo profesional. Cuando el consumidor es un productor del mismo sistema de la obra consumida, el consumo lo llevará a cambiar sus modos y medios de producir arte. He aquí los efectos sistémicos de índole productiva del consumo. Sólo a través de este consumo es posible la sobrevivencia y la evolución de la producción artística. Sus operaciones serán más sensoriales que sensitivas y teoréticas: serán empíricas. Si el consumidor es un historiador, crítico o teórico de arte, habrá cuestionamientos conceptuales y los efectos sistémicos serán teoréticos: esto es, cambiarán en algo los medios intelectuales de producción y consumo de arte que se dan en la sociedad. Se produce así la evolución teorética del arte. Gomo es de esperar, el consumo de estos profesionales se caracteriza por preferir funciones teoréticas: conceptuales en el teórico, informativas en el historiador e interpretativovalorativas en el crítico. En el consumo profesional la función es sistémica, de naturaleza artística más que estética. Habrá goce estético, pero la valoración y la función principal serán

prácticas o teoréticas. Si la obra no contiene denuncias ni renovaciones, estarán ausentes los efectos sistémicos. En su lugar, tendremos efectos informativos o educativos en favor de la ideología dominante. Si el consumidor es un aficionado (por esta condición pasan momentáneamente el historiador, el crítico y el artista), se suscitarán cambios en algunos aspectos de su personalidad y reforzamientos en otros. Sus hábitos sensoriales y sensitivos serán ampliados, enriquecidos o corregidos: Los efectos individuales del arte son muchísimos. Gomo hemos dicho, en América Latina interesa sobremanera la formación de una conciencia nacional, y la renovación constante de los recursos de identificación del individuo con los diferentes grupos de la sociedad.

Fig. 3.2. El consumo artístico. Los efectos individuales serán sociales en colectividades con un vivo interés en el arte; es decir, provistos de un buen número de individuos capaces de consumir las artes de manera auténticamente artística. En caso contrario, los efectos dejarán de socializarse; permanecerán en el individuo.

El proceso del consumo artístico se lleva a cabo en determinadas condiciones sociales, sistémicas e individuales. Las sociales vienen con los modos de consumir, puestos en circulación por la distribución mediante agentes, instituciones o aparatos ideológicos. Pero resulta que en su gran mayoría dichos modos actualmente son espurios tales como el trivial, el cursi y el masivo. Afirmar que el arte exige un consumo artístico es una trivialidad; en realidad el arte exige un consumo más allá de lo artístico a secas. Idealmente, requiere del consumo correctivo-renovador. En la práctica son pocos los consumos innovadores; abundan los conservadores y reaccionarios. Detenemos en los posibles consumos espurios sería una tarea interminable. En toda práctica humana coexisten comportamientos dominantes, residuales o emergentes, así como actitudes conservadoras o progresistas, revolucionarias o reaccionarias. En nuestra opinión, son más significativas las posibilidades de consumo espurio que nos ofrecen nuestras sociedades actuales. No importa que estos consumos se den mezclados y sea imposible separarlos tajantemente. Tratemos de definir a cada uno por separado. El trivial es un consumo apegado a las maneras más difundidas y gregarias de sentir lo estético: la belleza humana en su versión holywoodense o la natural en remedos de paisajes de almanaque; el entretenimiento de aventuras maniqueas, cuyo goce no requiere esfuerzos intelectuales ni sensitivos, y menos aún críticos: lo religioso de las supersticiones y de la efigie milagrosa; la mimesis con profusión de detalles puramente fotográficos; el sentimentalismo de violencias lacrimógenas. En todos estos casos, la sensibilidad deviene conformista y prefiere las actividades vegetativas. En buena medida, aquí predominan nuevas versiones de los antiquísimos atractivos del circo y la maroma, cuyos efectos placenteros y enajenantes han sido trasegados en las actuales narraciones audiovisuales e icónicoverbales. Para legitimar y prestigiar estas narraciones entretenidas en la actualidad se sobrevalora la novela artística, y abusivamente se la considera el máximo exponente de la literatura. El modo trivial de consumir existió siempre, no nos sorprendamos. Lo testimonian las adocenadas madonas toscanas con su consumo vulgarmente religioso. Mientras tanto, el consumo cursi privilegia el remedo de las formas aristocratizantes de las clases altas del pasado o del presente; los dorados versallescos, por ejemplo, en los hogares mesocráticos de nuestra América. Este consumo gira propiamente en torno del autogoce del consumidor y del aparente prestigio social. Cabe incluir aquí al esnobismo, o culto a la moda. El consumo masivo es de reciente cosecha. Su auge proviene de los amplios alcances de los actuales medios de comunicación; lo caracterizan la exhuberancia de

su producción y el gregarismo de su consumo. El culto a todo lo consagrado y difundido como importante por los medios masivos le sirve de móvil más frecuente. Dicho en otros términos: obedece a los imperativos culturales de unhay-que-ver o de un hay-que-poseer tal o cual bien cultural, previamente fetichizado o procedente de una marca o autor vedetizado. Por este camino viene a entronizarse el hecho de haber visto algo importante —no importa qué—, y se produce un goce. A diferencia del gesto pedestre del consumo trivial, del autogoce cursi y del deleite de ver el contenido o las formas de un objeto bello, en este caso gozamos de un mero acto de presencia: el nuestro. Lo mismo sucede en la prensa masiva: el hecho vale por la noticia que produce, no por su propia naturaleza. Es decir, el consumo masivo impulsa a ver el objeto fetichizado por primera y última vez, puesto que la visión detenida y reiterada carece de razón de ser. El consumo es veloz. Esto explica las pacientes colas de dos o tres horas — bajo un sol veraniego— para entrar en el Louvre y contemplar durante unos minutos a la Gioconda, consumando así el rito gregario: haber visto lo que otros han visto y nadie puede dejar de ver si se precia de hombre culto. Por lo regular, damos por idénticos los modos de consumir un objeto y los modos de producirlo. La realidad es otra: los modos de consumir un bien cultural no siempre coinciden con la naturaleza de éste. Para comprobarlo tomemos un desnudo de Tiziano. Pues bien, esta obra de indiscutible valor artístico y de poder renovador para su tiempo puede ser actualmente consumida de cualquiera de los siguientes modos: el trivial, cuando miramos con erotismo el desnudo femenino; el cursi, cuando nos place tener su imagen en una toalla o en una camisa: el masivo, cuando nos satisface el hecho de haberlo visto, sin reparar para nada en lo estético ni en lo artístico del cuadro. Entre estos consumos seudo artísticos sigue predominando el masivo. Como es de dominio general, tales consumos tienen la finalidad de facilitar los efectos inconscientes de la manipulación ideológica. El desnudo en cuestión puede ser también objeto de un consumo progresista, en el caso de mirar, a través de los ideales de nuestro tiempo, la belleza de las realidades producidas (mujer y recinto) o las armonías formales. Aquí el consumo todavía es estético, aunque esté muy cercano al artístico pero lo importante es haber soslayado el gregarismo y otros vicios de los consumos seudoestéticos. Habrá consumo renovador del aludido desnudo si observamos sus particularidades e innovaciones al trasluz del momento histórico original y le conferimos al tema y a la obra un nuevo sentido y significación. En este momento interviene la imaginación renovadora del consumidor. Recapitulemos nuestras búsquedas en la realidad estética y sinteticemos las consideraciones que desplegamos en torno del tema: existe una variedad de

consumos estéticos, artísticos y seudoestéticos, de manera que constituye una falacia asumir que todo visitante de museos o galerías, o que todo receptor de cuadros o esculturas hállase animado de motivaciones sensitivas o emprende consumos en verdad estéticos o artísticos. La variedad de consumos artísticos, estéticos y seudoestéticos no es sino parte de la formación estética de la sociedad: formación en la que coexisten múltiples modos antiguos y nuevos de consumo. Estética de la recepción, la denomina el horizonte de expectativas que en toda sociedad espera a las obras recién nacidas. Pero como éstas suelen tener elementos fuera de ese horizonte, surge una distancia estética que han de cubrir los agentes ideológicos como parte de la distribución de los medios intelectuales de consumir. Entre paréntesis, esta distribución nos da a conocer los elementos de dicho horizonte, cuyo estudio resulta indispensable en toda sociología e historia del consumo estético y del artístico.

LOS CONDICIONAMIENTOS DEL CONSUMO ESTÉTICO Y DEL ARTÍSTICO La variedad de consumos que hemos examinado suscita en el individuo la necesidad de elegir entre ellos. La elección materializa la relativa libertad del consumidor. Decimos relativa porque los diferentes modos consuntivos son productos de la sociedad, del individuo y de la cultura o del sistema estético a que pertenece lo consumido. Además, en ninguno de nuestros países la distribución de los medios intelectuales de consumo estético opera con justicia social: sólo unos cuantos están capacitados para conocer la variedad consuntiva y poder elegir; elección que, por otra parte, nunca está libre de coerciones ni de persuasiones transindividuales. Por lo regular, en tanto individuos, nos resistimos a dar por verdaderos los condicionamientos sociales de nuestras decisiones y quehaceres. Nos sentimos agredidos en nuestro más íntimo amor propio; creemos a pie juntillas que todo es producto de la voluntad del individuo. No por nada vemos que éste realiza todo producto o transformación cultural. En verdad, lo realiza todo, pero lo hace porque a través de él se concreta la sociedad y el sistema estético, además de su personalidad. En primer término, hemos de aceptar lo innegable: el idioma —producto social por esencia y excelencia— condiciona nuestro pensamiento, y éste interviene en el consumo estético sin que importe si la capacidad idiomática varía con cada clase social. Indudablemente, su multiplicidad permite cierta libertad de uso, que nos da la ilusión de ser absoluta. En fin, la multiplicidad implica libertad y a la par imposición. Lo mismo sucede con la sociedad: sus fuerzas son múltiples y complejas; nunca uniformes o únicas. Su multiplicidad y su complejidad imponen una variedad humana y brindan libertad de elección. En toda colectividad registramos una formación económica, artística o estética con sus múltiples modos antiguos y nuevos en coexistencia. Es decir, lo idiomático, lo social y lo estético son tan complejos y múltiples que permiten una combinatoria capaz de dar a todo hombre la oportunidad de desarrollar su individualidad, aunque no tardemos en imaginar a ésta como producto de nuestra exclusiva cosecha personal. Gomo resultado, en las decisiones de todo hombre intervienen la sociedad, el sistema cultural y el individuo. En buena medida, todos los elementos son sociales por origen y

naturaleza. Sólo que cada sistema cultural o estético los cubre de modos particulares, mientras el individuo los somete a procesos de individuación. Si el individuo pudiese decidir y actuar en completa libertad y según su voluntad personal, sus innovaciones tendrían poco mérito. Si, por el contrario, careciese de toda libertad, entonces no sería responsable de sus actos. La grandeza de muchos hombres estriba, justamente, en conquistar una libertad de acción en medio de múltiples e insistentes presiones por parte de la sociedad y del sistema. El individuo conquista su libertad porque asume la responsabilidad de sus actitudes revolucionarias o progresistas y, sobre todo, porque las asume en sociedades muy dadivosas en lo que concierne a sobornar y remunerar los conformismos. Como latinoamericanos, somos partes constitutivas de nuestra cultura estética y de su sistema de valores idiosincrásicos. Su base material es muy pobre: abundan las necesidades de subsistencia insatisfechas y los espacios habitacionales insalubres. En medio de nuestra cultura estética, el proceso de occidentalización va mellando el pensamiento mítico de unas mayorías demográficas en hiperestesia, con una sensibilidad sobrecargada de decisiones por falta de recursos racionales y de educación. Decíamos que las artes son capaces de mejorar nuestra cultura estética. Pero su excepcionalidad resulta adversa a las mejoras en beneficio de las mayorías, mientras los diseños se empeñan en producir efectos nocivos y las artesanías van perdiendo usuarios. Sólo el Estado tiene en sus manos los medios para mejorar la cultura estética pues todo progreso en ella presupone justicia social, buena educación pública y óptimas políticas culturales. Contraria al individualismo recusador de los condicionamientos sociales como verdaderos, la realidad nos dice que las mejoras no son cuestiones volitivas. Dependen de los modos materiales y educativos de condicionar los comportamientos estéticos y de dar al individuo oportunidad de desarrollar su cultura estética personal. Si en verdad quiere contribuir en algo a las mejoras de la cultura estética, tendrá que dedicarse a ser productor de artes o de diseños. Evidentemente, toda una realidad u objetividad nos condiciona y nos habla de la imposibilidad actual de una buena cultura estética colectiva en América Latina, educación mediante. Las causas son contundentes: 1. La falta de soluciones inmediatas a los problemas de las miserias materiales, habitacionales y laborales de las mayorías demográficas. Ya lo hemos dicho: las necesidades materiales y los espacios del hábitat son las bases materiales de toda cultura estética y, por consiguiente, presuponen justicia social e independencia cultural. 2. La imposibilidad de una educación estética que pueda darse junto con la educación pública y capacite al hombre común a mirar con sentido crítico la belleza y demás

categorías estéticas que intervienen en sus prácticas sociales. La educación estética es ecológica, y la verbalizada sería muy lenta y costosa. 3. El predominio actual de la industria cultural con sus modos seudoestéticos de consumo y con sus problemas de muy difícil solución, aun para los países desarrollados. Que nuestro proceso de occidentalización diste de ser favorable a los intereses mayoritarios, depende en gran parte de tal industria cultural. No obstante, siempre será posible mejorar los aspectos estéticos de nuestra educación pública en general. De sobra conocemos la necesidad de cambiarla radicalmente, o al menos de enmendarla, con el propósito de promover nuestra evolución estética de acuerdo con las necesidades de nuestro tiempo y de nuestra realidad. Es harto sabida también nuestra urgencia de difundir respecto hacia las manifestaciones artísticas, así como de enseñar a concientizar nuestras contradicciones internas, tal como lo ha propuesto Paulo Freire.8 Asimismo, nos urge crear y propagar defensas contra los modos consuntivos de carácter nocivo, y simultáneamente distribuir los medios intelectuales necesarios para percibir y justipreciar las bellezas locales y las foráneas. Si bien es posible e indispensable satisfacer todas estas urgencias, todavía estamos muy lejos de hacerlo. Somos muy pobres y el sistema economico social en que vivimos impide toda mejora en beneficio de las mayorías demográficas. Existen, sí, probabilidades de lograr individualmente una buena cultura estética, pero en grupos reducidos. En estos basta con apelar al sentido de responsabilidad de la persona, a sus esfuerzos y a la autoeducación. Es muy pequeño el número de quienes cuentan con los privilegios de clase necesarios para pasar del consumo estético al artístico, previa adquisición de recursos teoréticos y prácticos. Toda innovación en la urdimbre sensitiva requiere de otra similar en nuestra red ideológica o falsa conciencia. Ésta encauza nuestra vida estética, y lo hace de acuerdo con escondidos y remotos intereses económicos. Gomo sabemos, el estado crea y maneja subrepticiamente la red de ideologías o de creencias deformadoras de la visión y dé la consecuente ideación de la realidad. Para ello se vale de sus agentes, instituciones y aparatos encargados de distribuir, de forma coercitiva, los medios intelectuales de producción y de consumo de cultura. Ante todo, el Estado promueve y controla la unidad nacional, para ello soslaya toda contradicción, pugna e incoherencia intranacionales. Después de todo, y más que cualesquiera otros, los países latinoamericanos necesitan mayor incoherencia: nadie ignora las abismales diferencias entre sus clases sociales, entre su cultura hegemónica y la popular, y entre lo foráneo y lo local. Las ideologías inculcan a los individuos ciertas necesidades culturales, mientras el ámbito social les ofrece atractivos modos de prestigiarlas y satisfacerlas. Como es de suponer, sólo son

bienvenidas las obras, consumos y efectos culturales favorables a dicha red. Por lo mismo, no podrá alterarse ninguna de sus partes sin comprometer al resto, dificultando así los cambios radicales. Íntimamente entretejida con la red ideológica hállase la subjetividad estética, también subyacente en toda práctica social, sea política o religiosa, moral o comercial. Es decir, las prácticas no artísticas influyen en las preferencias, aversiones e indiferencias de las actividades diarias, festivas y correctivo-renovadoras de nuestra sensibilidad. Todo ámbito social posee una cultura, y en su interior actúa la cultura estética, integrada por una profusa y entrelazada coexistencia de diferentes modos sensitivos de reaccionar, tanto antiguos como nuevos. Estos modos, se encuentran tan entrelazados que los efectos sociales del consumo estético resultan meros corolarios del encauzamiento impuesto a la sensibilidad. A simple vista, la composición de los modos sensitivos parece confusa, pero en realidad no coexisten en un amorfo conglomerado ni en un caótico proceso, imposible de ordenar. Con un criterio dinámico podemos distinguir tres clases de modos: 9 los dominantes, siempre en aumento y respaldados por los poderes constituidos, no obstante sus pugnas internas; los emergentes, impugnadores precoces de lo establecido y eficaces propulsores de cambios progresistas o revolucionarios: los residuales, con sus nostálgicos y perezosos anacronismos. Entonces, erróneo pensar que los condicionamientos son siempre conservadores y únicos. Tanto los sociales como los sistémicos y los individuales son complejos y múltiples, y es posible agruparlos en elementos o factores dominantes, emergentes y residuales. La pluralidad no es sino el resultado de pugnas entre los grupos de poder, y se estructura por hegemonía. Nuestras incoherencias y abismales diferencias intranacionales no son tan elocuentes en explicarnos la mecánica de las presiones que la ecoestética ejerce en la sensibilidad, como nuestra dependencia y el hecho de que nuestras sociedades sean también de consumo. Estos dos hechos ponen de manifiesto las presiones que la industria cultural internacional y la nacional ejercen sobre el individuo para imponerle los consumos masivos predominantes, con su carga de nocividad. Coadyuvan la sobrevaloración de los entretenimientos audiovisuales y los formalismos de los utensilios, cuya belleza suponemos ilusoriamente indispensable para saciar las más importantes —si no toda$— necesidades artísticas del hombre actual. El encauzamiento social de los efectos del consumo artístico tiene lugar en la cultura estética, pero lo ejerce la ecoestética a través de las obras artísticas y de los medios masivos, los más preciados satisfactores de las apetencias festivas y correctivo-renovadoras de nuestra sensibilidad. Detrás de la ecoestética actúa la ideología dominante.

Las presiones y persuasiones masivas uniforman y manipulan a las mayorías demográficas, pero al individuo siempre le quedan posibilidades de oponerse a las manipulaciones ideológicas, de denunciarlas y de adoptar actitudes renovadoras, incluso de espíritu revolucionario. En consecuencia, el individuo es capaz de desbaratar las hábiles e inadvertidas simbiosis formadas por las ideologías con las informaciones y entretenimientos masivos. Aún más: el individuo opone una conciencia nacional, difunde concientizaciones, busca conocer la realidad nacional con sus propios ojos, cuestiona su autoimagen y la limpia de adherencias foráneas. Estos efectos heterodoxos o emergentes escapan al encauzamiento social y a sus fuerzas desvirtuadoras. En todas partes registramos la pugna entre los dos principales usuarios del arte: el Estado y el individuo impugnador. El individuo es capaz de impugnar y desfetichizar, de protestar y proponer enmiendas con respecto a lo establecido. Nadie lo duda. Pero resulta impotente para mejorar en verdad la cultura estética de su sociedad. Ésta dispone de mayor poder para poner en práctica cualquier idea emergente, aunque su poder también sea relativo en lo que toca a transformar de raíz el sistema axiológico, fundamento de la cultura estética. Tal sistema no es otra cosa que el conjunto de nuestros modos idiosincrásicos de sentir, con sus propias leyes y con sus diversos modos, antiguos y nuevos, de reaccionar. En sentido estricto, no se trata de cambiar de raíz y de forma directa el sistema de valores estéticos. Además de que no es posible hacerlo sin antes transformar las bases materiales de nuestra sociedad, el sistema constituye un proceso y como tal cambia constantemente, al estar en contacto con el resto del mundo y al corporizar también su sociedad un proceso de cambio. Para ser exactos, estamos ante el problema o la necesidad de modificar el curso del proceso de occidentalización en relación con nuestro pensamiento mítico, subyacente en nuestros comportamientos sensitivos. Como hemos dicho, la urdimbre sensitiva y la red ideológica sostienen juntas los usos y costumbres. En nuestras sociedades, las fuerzas dominantes respecto de la dialéctica de occidentalización-nacionalización apoyan una desenfrenada desnacionalización lesiva a los intereses mayoritarios, mientras que las fuerzas residuales privilegian la conservación a toda costa de lo nuestro, y las emergentes proponen vivir en contacto con las fuerzas internacionales para preservar de éstas lo favorable a nuestros intereses mayoritarios y rechazar lo adverso. Y en esta dialéctica tal vez sea más importante desenmascarar ideologías que denunciar ideales espurios de belleza, al ser éstos consecuencias de aquéllas. Recordemos además que las bellezas naturales son importantes para la vida diaria, y casi siempre coexisten con bellezas artísticas que las contravienen o niegan. Es decir, los valores estéticos pertenecen a la cotidianidad y los artísticos a la excepcionalidad, y se complementan mutuamente:

elegimos una mujer según los primeros, y no en busca de una belleza picassiana. Por último, la cultura estética es consumista y concierne a las mayorías demográficas, cuyos comportamientos estéticos son más sensitivos que teoréticos, aunque nutridos por mitos e ideologías. La cultura estética obedece a toda una coyuntura histórica y colectiva con sus características y trayectorias procesales. La nuestra es dependiente, en cuanto vive a expensas de la industria cultural y de otras persuasiones sensitivas que disimulan las presiones económicas de los países desarrollados. Pero otra cosa es el individuo, el cual por razones personales puede llegar a la interdependencia; es decir, a la dialéctica de lo foráneo con lo local, zafándose así del proceso colectivo, como veremos en el caso del artista. Esto, desde luego, no es tan importante en la cultura estética como en la artística. Hemos de distinguir entre la cultura estética hegemónica y la popular, esta última con sus diferentes sectores: rural y provincial, proletario y urbano. Basta con mirar la contextura de nuestra cultura estética para convenir en que al poder político, ideológico o económico le resulta fácil influir en el curso y en la satisfacción de las necesidades de nuestra sensibilidad. Le es suficiente actuar sobre la demoecología, los objetos, los espacios del hábitat, los entretenimientos y el espacio intelectual, componentes de nuestra ecoestética, mediante la educación pública, la tradición, la convivencia y los productos de las artes y de los diseños. En fin, utiliza todo lo favorable a la occidentalización sin freno. El sistema de valores estéticos, producto histórico y colectivo, es resistente a los cambios drásticos, pero en representación de la sociedad el Estado le impone persuasivamente la occidentalización de la vida diaria y del tiempo libre del hombre común. En comparación, el individuo sólo tiene capacidad para incidir en el espacio intelectual, que es débil en la cultura estética, si exceptuamos las ideologías o falsa conciencia. El individuo pesa más en la evolución y satisfacción de nuestras necesidades artísticas, que en las estéticas, porque en la cultura artística dispone de mayores recursos para contrarrestar a la sociedad y al sistema, y porque la excepcionalidad del arte implica reducidas minorías de consumidores. La sociedad, el sistema cultural con sus fuerzas internas y el individuo influyen con variada fuerza y en distinta proporción en el consumo —sea éste cual fuere— y en el desarrollo de las necesidades estéticas o artísticas. En el caso del consumo, los condicionamientos se concretan en el binomio objeto-sujeto. Así, la sociedad, el sistema y el individuo convergen en las operaciones sensoriales, sensitivas y teoréticas del consumidor y se materializan en las lecturas y significaciones, las interpretaciones y valoraciones que realiza el sujeto en el objeto. En realidad, éste y aquél se encauzan mutuamente, ambos portan intereses

sistémicos, en los que subyacen elementos sociales e individuales, y en cada caso concreto prima uno en representación del consumo o el otro en nombre de la producción, mientras la distribución se interpone con sus medios intelectuales de consumo, En el caso del desarrollo de las necesidades estéticas o artísticas, éste será representado por los efectos consuntivos, los cuales se incluirán, por tanto, en los condicionamientos. Es que dicho desarrollo sólo tiene lugar a través de prácticas consuntivas, al contarse entre los efectos de éstas. Es más: los efectos consuntivos condicionan el desarrollo: es decir, los condicionamientos y los efectos sociales, sistémicos o individuales se confunden: los comportamientos de unos son efectos que condicionan a otros. De allí que hablemos de una demoecología. Veamos ahora los encauzamientos de consumo artístico y de sus efectos. En primer lugar nos topamos con el encauce social que se identifica con los medios intelectuales de consumo artístico que circulan en la sociedad. Como sabemos, estos medios permiten el curso social de las obras de arte al legitimarlas y prestigiarlas. Con todo, son tortuosos e interminables los caminos recorridos por las obras de arte hasta llegar al consumo o, lo que es igual, a la satisfacción de nuestras necesidades artísticas. Al contrario de lo que generalmente suponemos, tales caminos pasan por los oscuros vericuetos del individuo-receptor o consumidor, sin cuyas actividades consuntivas no brotan los efectos colectivos. De allí la dificultad de seguir sus trayectorias sociales. Muchas obras ni siquiera inician esos caminos, y otras van quedando atrás y dejan incumplidas algunas de las expectativas centradas en ellas. A lo sumo, sus efectos llegan a varios individuos y a pequeños grupos. Las obras no se transforman materialmente por sí solas, pues hablamos de artes visuales. Son los hombres quienes cambian y alteran sus modos de verlas y de manejarlas, a instancias de presiones sociales, sistémicas e individuales. El productor trae consigo un cúmulo de deseos precondicionados, y la distribución se interpone entre sus operaciones productivas y los medios materiales e intelectuales de producir arte, los cuales limitan de muchas maneras las posibilidades de materializar tales deseos. Así, no todos se materializan. La obra sigue su curso particular, en tanto refleja poco o mucho de la voluntad del productor, no todo lo que hay en su conciencia y bastante de un subconsciente ignorado por él mismo. La obra escapa a su voluntad y a su conocimiento. Por eso, afirmar que el artista es el único que sabe de arte o de su obra sería como reclamar exclusividad para los enfermos en el saber de su dolencia y en su curación, para terminar señalando la inutilidad de los médicos.

Con todo —y para resumir—, el productor imprime a sus obras ciertos efectos, pero sin que éstos dejen de ser potenciales. El artista casi siempre ignora que, haga lo que haga en sus obras, nunca dejarán de tener varias funciones. Además, muchos elementos de cada una de las obras escapan a la voluntad o al conocimiento del autor. El individuo materializa todo en la obra. Es cierto. Sin embargo, a través de él y junto con sus individuaciones, intervienen también la sociedad y el sistema artístico a que pertenece su obra. Una vez producida, o permanece en el anonimato o comienza a circular en la sociedad. Si le conviene al poder político, éste empieza a legitimar la obra y a elaborar y a difundir modos adecuados de consumirla, los cuales obviamente condicionan el consumo. La obra de arte se suma a la ecoestética y a la cultura artística de su sociedad, donde deambulan los medios materiales e intelectuales de producción y de consumo de arte. La obra circula, pero inmediatamente la distribución comienza a controlar su curso, valiéndose de individuos, instituciones y aparatos ideológicos. Los medios intelectuales en movimiento conforman lo que la estética de la recepción, denomina horizonte de expectativas, el cual para nosotros consta de orientaciones dominantes, emergentes y residuales. La buena obra de arte ha de estar por encima de tal horizonte, y exigirle a la distribución que cubra la distancia con nuevos medios intelectuales de consumo. Por lo demás, las obras suelen pasar por muchas manos, no siempre limpias, que las ensucian con intereses subalternos. Atrás de la distribución actúan los tres poderes que rigen las apetencias estéticas y artísticas de toda colectividad: el político, el ideológico y el económico. En el mecanismo interno del consumo vuelven a intervenir los factores sociales, los sistémicos y los individuales, con el fin de encauzar las voliciones, la conciencia y el subconsciente del consumidor, sin que éste lo advierta. En las operaciones sensoriales, sensitivas y teoréticas de la relación objeto-sujeto se acumulan las múltiples elecciones de posibilidades y combinatorias propias del consumo artístico, no sólo porque existen diversos consumos estéticos, artísticos, no estéticos y seudoestéticos de la obra de arte, sino también por los numerosos componentes de cada uno, tales como la elección de una función reguladora de la relación forma-contenido; la lectura, con sus denotaciones; las significaciones, con sus connotaciones; la hermenéutica, con sus asociaciones; la vivencia o emoción, y la valoración. Esta última, a su vez, puede ser placer sensorial, regodeo sensitivo de lo estético representado o formal, goce racional de la tasación artística o de lo no estético del contenido, o deleite hermenéutico. Además, no sólo nos deleita la obra de arte que confirme o halague nuestro gusto: También nos alegramos si sus

novedades nos desconciertan y desafían. Todo un tropel de procesos sociales rodea y precede a este cúmulo de posibilidades consuntivas, pero en éstas también interviene el acervo sistémico e individual del consumidor. Para nosotros, el buen consumo artístico requiere ante todo un acertado sentido artístico; esto es, saber qué hacer con el arte. Pero sucede que cuando los burgueses nos preguntamos para qué sirve el arte, casi siempre pensamos en una finalidad exclusivamente emocional. Cuanto más nos conmueve una obra de arte, mayor es su valor, su calidad o su belleza. Lo importante es nuestra emoción, y por eso convertimos en belleza el hecho placentero de experimentarla. Nos arrogamos el derecho de ser árbitros absolutos de todo, y entonces relegamos la belleza de la obra a planos secundarios, sea la de sus formas o la de la realidad representada. Arte es belleza y belleza es arte, y éste debe emocionarnos. No importa si actualmente preferimos diluir nuestra emoción en los entretenimientos, por lo regular masivos, cuyo solaz se supone de naturaleza artística. Otras veces nos emociona la mimesis; el ver reproducida fielmente una realidad visible. Con frecuencia una narración o la efigie de un santo milagroso nos alteran emocionalmente. En nuestras sociedades, todo esto subsiste todavía a raudales lo que significa que nuestras artes descansan en una defectuosa cultura estética. No obstante, muchos burgueses rebasan, estos modos triviales de consumo artístico. Entonces, en la emoción provocada por el arte ven educación o instrucción, ennoblecimiento o una espiritualidad situada más allá de la belleza y del entretenimiento. Fetichizan así la obra de arte y le atribuyen poderes mágicos en los cambios radicales de la realidad y de ellos mismos. Sobrevaloran su espiritualidad y siguen viendo en la obra de arte sólo sus vinculaciones con ellos como individuos; Los idealismos siempre se las han ingeniado para aherrojarnos al concepto ideal de arte; vale decir, a cómo debe ser imaginado. Es así que tomamos las ideas o ideales por capaces de destruir o construir realidades tangibles. Todos los estudiosos y aficionados hemos sido atraídos, de alguna manera, por sus encantos ideales. Algunos de los atraídos fuimos empujados por la curiosidad intelectual al análisis de la realidad, y pronto comprobamos con horror que la realidad del arte es otra. Mediaba mucho trecho entre sus ideales y sus prácticas. Los ideales habían alejado al arte de la realidad y vivíamos atados a ilusiones y espejismos. Sobre todo, nos sorprendió ver a dos usuarios diferentes en pugna. Por un lado, el Estado maneja la totalidad del arte, mediante la distribución y según los intereses del poder económico; por otro, el individuo enfrenta una obra aislada, atraído por los ideales del arte y convencido de la capacidad de la misma para alterar la totalidad del arte y de la sociedad. En otras palabras, comprobamos dos visiones opuestas del arte: la ideal, que toma al arte como instrumento de liberación y de concientización, sin saber nada de la sociedad ni del todo artístico; y la realista, que utiliza el arte como

persuasor y manipulador de conciencias, y conoce bien la ineficacia de una obra aislada. Ésta ni siquiera puede ser parte de un flujo tenaz y abundante de obras impugnadoras. La causa es conocida: las impugnaciones son inmediatamente melladas por el poder ideológico constituido. Con todo esto Hemos querido llamar la atención hacia el encauzamiento social del consumo. Pues bien, al escrutar un poco la realidad pronto descubrimos el mal de nuestro tiempo: el despotismo de los políticos en el manejo del arte, como ya hemos visto. ¿Qué hacer entonces? ¿Acaso debemos renunciar al arte? Muchos artistas, analistas y aficionados siguen desconociendo la realidad e ignorarla les tiene sin cuidado. Viven felices y sin sospechar siquiera su condición de colaboradores de los poderes establecidos. Otros llegan a conocerla, pero deciden olvidarla con fines egoístas y subalternos. Continúan trabajando como si nada hubiese sucedido y lo hacen con éxito, en lo que toca al público y a la paga. (Recordemos que a raíz de las denuncias de 1968, en varias partes del mundo muchos abandonaron para siempre al arte). Unos pocos prefieren denunciar los males de la realidad, con la esperanza o la firme voluntad de reclamar su enmienda. Lo hacen para restituir al arte algo de sus encantos, sin necesidad de revivir mitos ni de cargar con fetichizaciones. Todos estos son síntomas de la actual crisis de las artes visuales tradicionales, cuyo decaimiento es notorio. Quizá la historia del arte, con sus positivismos a la caza de nimiedades; la crítica, con sus formalismos e incapacidad de autocuestionarse; y los teóricos, con sus sempiternas aporías y tautologías metafísicas, muestran una esclerosis aún mayor. Por doquier es alarmante la carencia de fuerzas para la autocrítica y la renovación. Las mismas artes visuales tradicionales se mantienen artificialmente por un comercio del arte y por un Estado cuyas fetichizaciones en la actualidad carecen de atractivos. Y lo peor: las nuevas artes y los diseños siguen en manos ávidas de poder y nos imponen consumos seudo artísticos. Lo cierto y lamentable es que actualmente ya nadie sabe dónde está el arte: si en la apropiación sensitiva de bellezas desconocidas o en el mero conocimiento de las conocidas; en el contenido o en la forma; en el objeto o en el sujeto; en la totalidad de la obra o en sus componentes artísticos. Pocos tienen ojos para los procesos relaciónales y conocen las diferentes oposiciones dialécticas que colman a todo arte, a toda actividad creativa. Con el fin de entender mejor los encauzamientos del consumo artístico será conveniente enfocar el amplio marco social en que se mueve la cultura artística y donde tienen lugar sus relaciones, un tanto impuestas, con la cultura estética. Así, de

tanto mirar los árboles no perderemos de vista al bosque. Las sociedades de nuestros países latinoamericanos son eminentemente consumidoras. Lo son por doble vía: 1. Por poseer los nuevos ideales consumistas, propios de toda sociedad de consumo, y privilegiar los valores materiales en grave detrimento de los espirituales. 2. Por ser nociones dependientes y, consecuentemente, obligadas —desde la Colonia— a sobrevalorar el consumo de los bienes culturales foráneos, sin hacer el menor esfuerzo por producirlos. En términos particulares, nuestras artes visuales sufren actualmente de una hipertrofia consuntiva, siempre tendiente a reducir la producción a la más estéril de las dependencias o sumisiones. En términos generales, también es palmaria la dependencia de las prácticas tecnológicas, científicas y artísticas de nuestra cultura hegemónica nacional. Por doquier mostramos colonialismo cultural y, si éste no nos occidentaliza, por lo menos desnacionaliza nuestros modos de vida y nuestras prácticas culturales. Para poder comprender nuestra dependencia, es menester diferenciar entre el proceso total del país y el devenir de una de sus partes, sea una manifestación artística o un determinado individuo. Porque una cosa es el país como proceso de subdesarrollo colectivo, propio de la defectuosa estructuración sociocultural del todo, y otra muy distinta el buen desarrollo de uno o más individuos nuestros, cuyo nivel cultural es superior al de muchos ciudadanos del país más desarrollado. Y esto se da a pesar de los obstáculos del subdesarrollo y a las facilidades del desarrollo. La ignorancia de esta diferencia ocasiona racismos y xenofobias entre los ciudadanos de los países desarrollados, o bien origina determinismos derrotistas entre los subdesarrollados. El mismo fenómeno se observa en el proceso artístico-visual de más de un país latinoamericano, y en algunos de sus artistas. La dependencia o la sumisión de tal proceso no imposibilita el surgimiento de uno o más pintores que desplieguen un buen uso profesional de los medios de producción, con las consiguientes obras de elevada calidad artística, en ocasiones internacional. En este caso, dichos pintores están contribuyendo al proceso mundial de la pintura, y esto equivale a entablar con ella un intercambio o a establecer una interdependencia. Mientras tanto, la totalidad artístico-visual permanece dependiente y sumisa. Si el número de pintores en interdependencia es considerable, entonces el proceso total de las artes visuales se encontrará en buen camino: no hacia su independencia, inexistente en cultura, sino a una interdependencia en la cual resulta relativa la libertad de autodeterminación. No obstante, el país como totalidad social seguirá subdesarrollado; es decir, dependiente y sumiso. El grado de interdependencia o intercambio de un proceso artístico es amplio y tiene por tope superior el liderazgo internacional. Esto suele suceder con el arte de

los países más desarrollados, cuya larga tradición transfiguradora y cuya progresista estructuración social propician el liderazgo mundial de algunas de sus manifestaciones artísticas. El liderazgo no se produce por contar, como causa, con gente más talentosa. No; es el buen funcionamiento de la totalidad sociocultural el país, el que propicia el brote de talentos. El liderazgo es impulsado sobre todo por un hecho cuya existencia es imposible en los subdesarrollados: el arte de los países desarrollados puede responder a una situación social de avanzada, la cual aparecerá después entre los subdesarrollados —con las diferencias del caso— o influirá en ellos. El liderazgo artístico internacional —llamado igualmente imperialismo— también, requiere como precondición indispensable, teorizaciones • o conocimientos de su realidad social en general, y de la artística en particular. No puede haber, al fin y al cabo, una buena autodeterminación de cambios sin un conocimiento cabal de la realidad por cambiar ni de los medios y fines con que transformarla. A los latinoamericanos ávidos de abandonar los determinismos derrotistas con el fin de llegar a la autodeterminación de nuestra producción artística, nos es indispensable, en suma, pasar antes por la teorización de la propia realidad y por la interdependencia o intercambio. Por ejemplo, la novelística latinoamericana, actualmente se encuentra en interdependencia con la literatura mundial, pero aún está lejos de desempeñar un papel rector. Incluso a su interdependencia, de suyo importante, todavía le hace falta el desarrollo de teorías latinoamericanas de la literatura y la consecuente elaboración de nuevas técnicas narrativas o, lo que es lo mismo, de nuevos medios intelectuales de producción novelística. Por desgracia —y esto es lo peor—, sin conocimientos de la realidad al arte ni siquiera le es posible vincularse con ésta ni con las mayorías demográficas. Después de todo, la interdependencia obedece a la dialéctica de la realidad desnuda: en todo producto cultural intervienen siempre elementos nacionales, así como internacionales. Dicho de otro modo: todo proceso nacional de cultura busca indefectiblemente la superación dialéctica de lo foráneo, con el fin de nacionalizar los elementos internacionales benéficos, mientras rechaza otros e internacionaliza algunos que le son propios. Por otro lado, la dependencia nos revela con claridad la mecánica de los cambios artístico-visuales en América Latina: nunca provienen de nuestros cambios infraestructurales. Nos vienen de afuera, y todo es cuestión de importarlos cuando nos son favorables las condiciones políticas y artísticas, ambas superestructurales. Es decir, proceden de superestructuras foráneas y como tales nos presionan. Esto en cuanto a las relaciones exteriores de nuestras artes, porque en el interior de nuestros países es notoria también la extrañeza de las artes hegemónicas con la realidad

nacional, desafortunadamente aún por conocerse. Todas estas son meras cuestiones superestructurales. Ciertamente, nuestras artes tradicionales y cultas operan desde una superestructura muy alejada de las posibilidades consuntivas de la cultura estética de las mayorías demográficas. Pero no ocurre así con los diseños audiovisuales ni con los icónicos-verbales, como tampoco los efectos de las artes cultas dejan de llegar a tales mayorías sin necesidad de que sus obras pasen por un consumo personal. Definitivamente, toda manifestación estética —sea artesanal, artística o de diseño— constituye una superestructura, y toda superestructura actúa en la conciencia social con el propósito de estimular comportamientos capaces de favorecer la permanencia o el cambio de la realidad o del ser social. En este sentido, las artes son indispensables para el Estado. En sus manos las artes actúan en favor de la permanencia, para lo cual les basta con apoyar la ideología dominante. Entonces, la utilidad política del arte se concreta en búsquedas de unidad nacional, en la promoción del capitalismo y en las justificaciones de las acciones estatales y de los modos de vida más difundidos. Como es de suponer, los individuos inconformistas, impugnan todas estas prácticas oficiales. Volvamos a los encauzamientos del consumo artístico, para analizar los sistémicos y los individuales. Los sistémicos —que son los de la cultura artística— provienen del producto artístico a consumirse, y del consumidor. Este producto oscila, a lo largo de la historia, entre la estetización y la artistización o, lo que es igual, entre el naturalismo y el conceptualismo. En comparación, las artesanías y los diseños producen siempre obras estetizadas, en cuanto emplean recursos sensitivos para cumplir funciones utilitarias y extra artísticas, y para incidir en la sensibilidad del hombre común sin que éste lo advierta. En el actual arte abstracto y formalista que privilegia la belleza elemental de la sintaxis formal y atrae con ésta una recepción sensorial o retiniana, predomina la estetización. En cambio, en las tendencias contrarias a los medios masivos, cuestionadoras de las ideas fundamentales de arte y dirigidas al consumo profesional de los artistas, impera la artistización. Por cierto, los encauzamientos sistémicos dependen de lo que el poder político quiera difundir en la colectividad acerca del sistema. Pero las leyes internas del sistema artístico intervienen en lo sustancial del consumo y buscan efectos sistémicos, con los cuales se identifican los condicionamientos. Por encargo del Estado, las instituciones, agentes y aparatos ideológicos administran la educación artística impartida en la instrucción pública y en la política cultural. Por definición, esta última se destina a poner a los adultos del país en contacto con los más recientes adelantos artísticos; vale decir, con las obras nuevas y las recién nacidas, las cuales obviamente no pueden ser cubiertas por la educación oficial. La ideología dominante

justifica y promueve tal administración. Como es de dominio general, mediante su primaria, secundaria y superior, la educación pública en nuestros países va marginando a las mayorías demográficas de la política cultural. Dentro de la política cultural y de la educación pública cabe registrar asimismo tendencias artísticas dominantes, emergentes y residuales, en cuanto se discute qué necesidades artísticas deben ser inculcadas a la colectividad y hacia dónde orientar los efectos de su satisfacción o consumo artísticos. Como instrumentos se utilizan obras y teorías de arte, cuyos componentes pueden ser no artísticos, artesanales o de diseño. La distribución se encarga de ponerlos en circulación y, de hecho, integran la cultura artística del país, también denominada formación artística. El devenir social y económico de todo país comprende una formación artística, cuyos integrantes son los diferentes modos antiguos y nuevos de producción, distribución y consumo de arte, todos ellos coexistiendo siempre y por doquier en estrecho entrelazamiento. Aquí también distinguimos modos dominantes, emergentes y residuales. Además, volvemos a comprobar que los efectos del consumo artístico son meros corolarios de los modos de encauzar el inevitable entrelazamiento producción-distribución-consumo. La coexistencia impone al individuo la elección de modos consuntivos. El encauzamiento individual es más complejo. Al fin y al cabo, el individuo cumple siempre varias funciones: sirve de vehículo a los efectos y encauzamientos sin excepción pues todo sucede a través del hombre. Por añadidura, éste actúa como producto social, gracias al condicionamiento social de sus individuaciones, y finalmente se desempeña como productor y dueño de individuaciones muy personales. Esta última función está íntimamente ligada al encauzamiento individual de los efectos del consumo artístico. Lo sabemos: la mayoría asume el consumo gregario y, consecuentemente, son pocos los aptos para imprimir un sello peculiar al consumo y a sus efectos. Después de todo, en la cultura artística se repiten los procesos de individuación y de socialización, emprendidos obligatoriamente por toda persona en su vida diaria. En concreto, aquí tenemos que ver con el individuo como tal y no como producto social ni como artista o teórico. Y este individuo ha de ser un consumidor con rica sensibilidad e intuición: con imaginación seminal e inconformismo. No posee facultades de las que los otros carecen. Simplemente será dueño de intensos grados de sensibilidad e imaginación, y de una manera peculiar de articular estos grados con los elementos conocidos y de grado normal. Contará, en fin, con una capacidad para producir, durante el consumo artístico, resultados personales y

nuevos. Para el efecto, utilizará ideales y conceptos, argumentos y teorías artísticas. Empero, la capacidad nunca se presenta desnuda. Siempre la cubren actitudes, y éstas pueden ser favorables a la permanencia o al cambio. Por tanto, el consumidor tiene opción de adoptar posturas emergentes o residuales (las gregarias quedan excluidas). Si son emergentes, el individuo podrá elegir entre el progreso y la radicalidad revolucionaria; si son residuales, sus posibilidades serán conservadoras o reaccionarias. Estas cuatro actitudes son siempre posibles. Cada individuo tiene la posibilidad de encauzar personalmente y por separado los efectos inmediatos del consumo artístico. Por que el individuo puede estar más interesado en su colectividad y en el arte, que en su persona, y el inconforme siempre preferirá impugnar las ideologías dominantes antes que ejercer intereses personales. Así alcanzará la máxima posibilidad de libertad y de sentido crítico. De este modo, el individuo se instituye en el usuario principal y auténtico del arte, yendo de hecho contra lo establecido. 1 Sea como fuere, el individuo nunca dejará de obtener provechos personales. No en vano el complejísimo fenómeno sociocultural del arte desemboca en el par objeto-sujeto y termina favoreciendo al individuo, como la mejor objetivación de los beneficios colectivos y culturales. Tales beneficios conciernen a la formación y nutrición de la personalidad del individuo y de sus modos de vida, incluyendo los generosos modos de ver —con curiosidad y asombro— las bondades del hombre, la realidad circundante y el arte. Los condicionamientos individuales del consumo se concretan en la elección de los medios intelectuales de consumir, y del sentido y significaciones atribuibles a la obra. El individuo tiene la indiscutible libertad de echar a volar su imaginación y de impregnar sus actividades de originalidad, en medio de un cúmulo de elementos sociales y sistémicos, conscientes e inconscientes. El individuo cree conocer y dominar cabalmente su originalidad, cuando en verdad su conciencia flota a la deriva en las corrientes del subconsciente, también condicionado social y sistémicamente pero por donde quiera que vuele su imaginación, siempre habrá elección. La gran mayoría de los consumidores siente satisfacción ante uno o varios de los fines más frecuentes de la utilización de los recursos artísticos, a saber: la fidelidad de las figuras con respecto a la realidad visible reproducida; el entretenimiento de una narración policial; la belleza humana o de la naturaleza representada, o bien la bella armonía de sus formas; el sentimentalismo que

despiertan las tragedias lacrimosas; la unción religiosa o mágica de una efigie. En muchas personas este placer proviene de la naturaleza trivial, cursi o masiva de los fines citados. Como máximo resultado positivo, registramos efectos, por así decirlo, biológicos pues todo consumo alimenta o genera hábitos perceptuales. Lo decisivo radica en respaldar el placer de manera directa o inconsciente con los sustratos ideológicos del mismo consumidor. Mejor dicho, el placer trivial, cursi o masivo lleva en el fondo la idea de superioridad ideal del arte (ideología general del arte) encarnada en una obra de actualidad estilística, como cualquier cuadro de Picasso (ideología tendencial o estilística del arte) o de una pintura dada, como La Gioconda (ideología particular del arte). Los efectos van a consolidar la contextura masiva de la personalidad del consumidor y se traducen en modos de vida de igual naturaleza (trivial, cursi o masiva). Estos modos de vida se suman a los dominantes en la colectividad, y obviamente fortalecen su unidad social o socialización. Aquí los efectos sociales o socializadores del consumo masivo y el trivial retroalimentan la ideología dominante, en favor de los intereses económicos que la sostienen. Este consumo breve y seudo artístico actualmente tiene lugar en la gran mayoría de la gente, y lo tiene ante un objeto de cualquier tipo, sea culto o trivial, antiguo o nuevo. En cambio, otros consumidores, sienten primero un placer auténticamente sensitivo o estético, y luego artístico. Es cuando tales placeres vienen acompañados de una mayor receptividad hacia los componentes artísticos, siempre que éstos amplíen, corrijan o renueven el conocimiento o la educación estética, artística, política, histórica, moral o religiosa del consumidor: la sensibilidad se ha unido a la razón y ambas se apoyan recíprocamente. Al arte lo encontramos convertido en un medio de enriquecer la conciencia del consumidor, que lo obliga a producir las correspondientes denotaciones y connotaciones. De aquí en adelante, el curso del consumo depende de la obra. Si la obra renueva las formas y contenidos o denuncia ideologías dominantes, el consumidor sensible desenmascarará su falsa conciencia; es decir, concientizará elementos preconscientes y subconscientes. Así, habrá liberación de fobias y filias, tabúes y prejuicios. Sobre todo, concientizará las falsedades ocultas y las profundas motivaciones económicas, todas las cuales mueven a los legitimadores ético-políticos (nacionalismos o internacionalismos, vanguardismos o tradicionalismos, elitismos o populismos). Las ideologías denunciadas podrán ser estéticas, artísticas, políticas, históricas, etcétera. Por último, veamos los condicionamientos de los efectos consuntivos. Del consumo parten los efectos y se dirigen hacia la circulación social, en la que son encauzados por la sociedad, el sistema y el individuo, Muchos efectos encuentran su materialización en los productores de arte quienes, por haber consumido ciertas obras, cambian sus modos de producir. En nuestros días, la producción se da con frecuencia a través del consumo profesional. Ya A. Malraux lo

señalaba: los artistas se inspiran en las obras de arte y no en la naturaleza. Los efectos sistémicos, logrados por los artísticos y teóricos al consumir arte son encauzados por la cultura artística, al circular en ésta los medios intelectuales de producción y de consumo de arte. La distribución busca siempre desvirtuar la subversión de los efectos sistémicos cuando salen del estrecho círculo de las minorías inconformistas o emergentes. Los factores dominantes privilegian los efectos del arte tradicional y clásico. Cuando el consumo abre su abanico de efectos, destacan los que han sido puestos en movimiento por los aficionados, los de mayores posibilidades para traducirse en efectos sociales. Los efectos individuales, propios de los aficionados, toman un curso educativo, cognoscitivo o comunicativo si vienen de la utilización del consumo artístico como medio o canal de elementos no artísticos, los que por lo general encuentran un clima propicio. Entretanto, los efectos individuales provenientes de obras de arte que denuncian falacias e injusticias encuentran un clima adverso. Pero no por esto se pierden en el vacío o en el individuo. Los efectos y sus valoraciones quedan en minorías. Propiamente van a formar parte de los efectos emergentes, cuyos efectos individuales son radicales y toman el mismo curso. No nos asombremos; aquí sale a relucir otra vez la oposición Estado-individuo. Como usuario importante, el primero busca la utilidad política de sus actitudes sincréticas, y con este fin apoya a las obras emergentes al igual que a las residuales. Apoya a las emergentes porque los postulados de sus obras nunca rebasan las reducidas minorías de individuos inconformes. Los efectos sociales se dividen en sociales propiamente dichos; los emergentes, con denuncias o renovaciones; y los residuales, provenientes del pasado tales como los religiosos o los románticos. Los sociales propiamente dichos proceden de los consumos triviales y masivos, realizados por una gran cantidad de gente de acuerdo con sus preferencias sensitivas, inculcadas y alimentadas por los medios masivos. Éstos promueven los consumos multitudinarios, de suyo generosos y benéficos para el status quo. En síntesis; el encauzamiento social del consumo artístico está dado por la distribución de los medios intelectuales de consumo artístico que circulan en la colectividad y que favorecen a las orientaciones dominantes, residuales y emergentes. El individuo puede elegir entre estas orientaciones y esos medios. La sociedad también se vale de la cultura estética para influir en las operaciones sensitivas y sensoriales del consumidor, con sus funciones y valoraciones estéticas. Asimismo, utiliza la cultura general para intervenir en la elección de funciones y valoraciones no estéticas que lleva a cabo el consumidor. El encauzamiento sistémico se logra a través de la educación artística manejada por el Estado, e incide en las operaciones consuntivas dirigidas a buscarla función y el valor artístico de la obra

consumible. Entre paréntesis, la fuerza sistémica actúa más en las operaciones productivas que en las consuntivas. Cuando estudiemos por separado las operaciones sensoriales, las sensitivas y las teoréticas volveremos a los condicionamientos sociales, sistémicos e individuales, y tendremos la oportunidad de detallarlos. También cabe afirmar que, como el valor, los elementos sistémicos de la obra son potenciales y dependen, por consiguiente, de lo que el sujeto conozca del sistema a que ella pertenece; conocimiento que viene cargado de las individuaciones que el consumidor haga de lo colectivo y de lo sistémico. Ya hemos señalado los condicionamientos del desarrollo o evolución de nuestras necesidades artísticas: se dan en el curso que toman los efectos consuntivos. Tenemos entonces que considerar el encauzamiento social de los efectos individuales, sociales y sistémicos del consumo artístico. Por otro lado, el encauzamiento sistémico actúa en el individuo como profesional y en el sistema mismo, mientras el condicionamiento individual repercute en el curso de los efectos individuales, sistémicos y sociales. Los efectos pueden ser ideológicos o psicológicos, religiosos o políticos, educativos o éticos, y los describiremos en la tercera parte de este libro. Los condicionamientos del consumo de las artesanías y de los diseños son los mismos que los del sistema de valores de la cultura estética, ya que están destinados al consumo estético del hombre común. Son los mismos mecanismos, aunados a las reideologizaciones de que son materia las artesanías y los diseños. Como vimos, el consumo artístico será posible en las artesanías y diseños e implicará un análisis formal, una apreciación histórica y una valoración artesanal o de diseño. Por último, como posibilidades de un buen encauzamiento de los consumos, vemos el desarrollo de políticas consuntivas basadas en orientaciones teleológicas y axiológicas contrarias a nuestra dependencia y en favor de los intereses de nuestras mayorías demográficas, mediante los diseños que se dirigen a la vida diaria y al tiempo libre del hombre común, previos cambios radicales en la base material de nuestra cultura estética.

NOTAS 1 J. Acha, El arte y su distribución, pág. 9-41. 2 M. Kagan, op. cit., pág. 112. T. Kulka, "The Artistic and the Aesthelic value of Art" en The British Journal of Asthetics. 5 M. Kagan, op. cit., págs. 210-211. 6 Ibídem, págs. 510-535. E. John, et al., Kunst und Sozialistische Bewusstseinsbildung, pág. 38. 8 P. Freire, La educación como práctica de la libertad. 9 R. Williams, Problems in Materialism and Cultur, pág. 40.

SEGUNDA PARTE La psicología de los consumos

4 La percepción visual La necesidad de enfocar la percepción visual, con el fin de revisar la validez de nuestros modos de conceptuarla, tenía que emerger tarde o temprano en nuestro estudio del consumo sensitivo. Surge como una de las tareas más importantes e ineludibles, sobre todo en épocas como la nuestra, colmadas de equívocos y anacronismos al respecto. Revisar la validez de nuestros conceptos de percepción equivale a cuestionar de modo indirecto la actualidad o vigencia de las teorías del arte y del consumo en que nos apoyamos, pues ellas presuponen dichos conceptos. Por añadidura, tan sólo mediante los conceptos de percepción podemos concretar — en términos psicológicos accesibles— los mecanismos de ese pequeño motor que, como una de las innumerables materializaciones del binomio objeto-sujeto, mueve al amplio y complejo fenómeno sociocultural del arte. Y lo hace a través de los múltiples consumos sensitivo-visuales que coexisten en nuestras sociedades. Por decirlo mejor, el análisis perceptual nos permite conocer con bastante claridad los procesos psicológicos del consumo sensitivo. A nuestro juicio, la percepción visual corporiza una de las partes del consumo sensitivo; para muchos, la más importante. Claro está, todavía abundan los analistas empecinados en limitar el consumo sensitivo a la percepción estética o artística, y prefieren referirse a ella. En su opinión, percepción es sinónimo de consumo, y la suponen capaz de explicar todo lo concerniente al consumo artístico, tal como parece pensar R. Amheim cuando asevera: “el sentimiento artístico como una intuitiva respuesta a la estructura dada, no es otra cosa que percepción ordinaria”.1 El consumo —ya lo hemos visto— comprende procesos sociales previos como también efectos inmediatos y de acción lenta, que después analizaremos y que rebasan las más amplias acepciones de percepción. Para ser concisos, estos analistas no sólo toman la parte por el todo: también, quieren hacer pasar lo primordial por principal, confundiéndolos. Sin duda, la percepción constituye un proceso primordial, y como tal interviene indefectiblemente en toda actividad humana, de manera que no puede existir ningún consumo sin percepción, una de sus partes. Además, la evidencia salta a la vista: el término percepción posee acepciones estrechas que en nuestro caso implican ver o mirar. Por eso resulta demasiado forzado afirmar que percibir un pan o consumirlo es lo mismo, aun cuando aludamos a una percepción alimentaria, nutricional o gustativa. Lo mismo sucede con la pintura. Nos urge, pues, precisar los alcances y las variantes de los procesos

psíquicos o espirituales de la percepción visual, dentro de los mecanismos consuntivos de nuestra sensibilidad; mecanismos cuyos efectos representan lo más importante del consumo, en especial los lentos o posperceptuales. Todo hombre percibe realidades y por lo general se limita a reconocerlas, aunque para muchos estudiosos la percepción es mucho más: implica conocimiento y únicamente conocimiento. Lo cierto es que la lucha diaria de nuestra subsistencia material nos exige emprender reconocimientos automáticos que nos orienten en el mundo físico. Lo decisivo estriba en ir tomando conciencia de las realidades materiales que nos salen al paso. Incluso en la vida cotidiana de los aficionados al arte predominan los reconocimientos rutinarios de sus sentidos. En otras palabras, una cosa es ver, tocar o gustar un objeto, y otra muy distinta consumirlo. La diferencia es obvia en un pan o en una vestimenta, pese a que en su consumo interviene el gusto o el tacto. Sin embargo, la diferenciación se dificulta en una pintura, cuyo consumo sensitivo comienza siendo visual y luego va más allá del mero reconocimiento y de lo puramente sensorial (si es que en verdad éste existe], para después prolongarse en unos efectos de variada y complicada índole que pueden tener acciones lentas, si encuentran condiciones sociales propicias. Dicho de otro modo, hay mucha distancia entre reconocer y conocer (conocer en tanto producción de conocimientos]; entre recrear y crear; entre percibir y vivenciar. En consecuencia, nuestros procesos rutinarios de percepción difieren marcadamente de nuestros procesos cognoscitivos, estéticos y artísticos. Todos vemos, pero pocos producimos conocimientos o adoptamos actitudes realmente sensitivas. Si es así, la percepción a lo sumo sería la parte primordial del consumo sensitivo, en cuanto “la acción de los sentidos es mera recreación”, al decir de R. Arnheim2, y requiere de complicadas actividades sensoriales, sensitivas y teoréticas para devenir estética o artística, cuyos efectos —dijimos— representan lo más importante del consumo. Gomo resultado hay varias percepciones además de la ordinaria, y entre ellas figuran las estéticas, las artísticas y las seudoestéticas, todas las cuales demandan de nosotros una definición. ¿Se trata acaso de distintas percepciones visuales o de meras prolongaciones de la cotidiana de reconocimiento, denominada básica, cuyos mecanismos precisamos conocer como parte indispensable de toda la teoría artística y estética? Las percepciones visuales son distintas cuando actúan con diferentes principios y medios, fines y grados. No obstante, poseen una misma base biológica cuya anatomía y neurofisiología nos son comunes a todos los hombres. No necesitamos, pues, insistir en el número ni en el mecanismo de las neuronas, como tampoco en el funcionamiento de los conos y bastoncillos que nos permiten ver los colores y los grados de luminosidad. El lector encontrará muy bien explicados los detalles en cualquier texto dedicado al sentido de la vista. El consumo estético rebasa

estos mecanismos y funcionamientos, y su conocimiento nos ayuda muy poco a comprender las reacciones de nuestra sensibilidad. Una pintura y una mujer bella demandan distintas epistemologías o percepciones. Es lo que sabemos, y lo que nos interesa. En sí, la percepción corporiza un instrumento mediante el cual vemos, sentimos y pensamos, con el fin de reconocer las cosas y orientarnos en la vida diaria. Muchas personas la utilizan para producir conocimientos o experimentar vivencias estéticas. En toda visión intervienen sensaciones sensoriales, reacciones sensitivas e ideas. Si se prefiere, la percepción consta de operaciones sensoriales, sensitivas y teoréticas en estrecha interdependencia. Por ejemplo, en una conversación, reconocemos automáticamente y de forma muy fugaz lo sensorial de las palabras, con el fin de captar lo que tienen de inteligible y pretendiendo pasar por alto lo sensitivo. Al oír recitar una poesía prestamos atención a lo sensorial de los versos, para hermanarlo con lo inteligible y lo sensitivo de los mismos. Como es de suponer, en las artes visuales la importancia de las operaciones sensoriales se acrecienta al máximo. La combinatoria de las tres operaciones perceptuales es rica y sus posibilidades varían sustancialmente en la práctica. Todo depende de si nos limitamos a los reconocimientos cotidianos, producimos conocimientos científicos o experimentamos vivencias estéticas. No sólo difieren las combinaciones y grados de cada componente; también se transforma cada una de las operaciones, sin cambiar de naturaleza; es decir, siguen siendo visuales y sensoriales, sensitivas y teoréticas. Como afirma M. W. Wartofsky: 3 “no es nuestro ojo o sistema visual el que ve, pues vemos a través de nuestro ojo o sistema visual, así como no es el pie el que camina, sino que caminamos usando nuestro pie”. Por su lado, R. Arnheim asevera: “tanto en la vida diaria como en el arte, la visión es parte del espíritu total”4. En otras palabras, interviene la totalidad del hombre, y éste determina los fines y los medios de su visión. Nadie discute la veracidad de esta intervención, pero hemos de asumirla dentro de la dialéctica de la realidad. Porque el ojo y el pie son partes del hombre y éste camina y ve dentro de las posibilidades de la realidad biológica de su ojo y de su pie; esto es, sus modos de ver y de caminar dependen también de esa realidad biológica. Después de todo, lo que uno percibe se encuentra dentro de lo social e históricamente perceptible, así como lo percibido de una época o cultura es parte de lo humanamente perceptible. En teoría, y de acuerdo con la anatomía y la neurofisiología visuales, todos

percibimos una imagen invertida en la retina, según el principio de la cámara oscura, que automáticamente enderezamos después de nuestro aprendizaje infantil. Es verdad. Pero recordemos que la invertimos para confirmar una realidad objetiva y material, y que el principio de la cámara oscura no opera realmente en el ojo humano. Como algunos estudiosos arguyen siguiendo a Descartes y a Newton, no poseemos un ojo interno que vea la imagen retiniana de la cámara oscura y la interprete conforme sus intereses y experiencias5. Simplemente sucede que cada uno de nosotros “construye” en la retina una imagen distinta, como resultado de la acción que ejercen nuestros pensamientos y sentimientos sobre la visión misma. Son imágenes mentales que difieren entre sí cuando vemos la misma cosa u objeto, configuración Gestalt (no vemos un libro donde otros perciben una casa). Vemos aspectos distintos de la misma realidad. En fin, sentimientos, ideas y sensaciones nos suscitan una imagen, como una de las variantes viso-perceptuales, que no es retiniana sino mental. Con el fin de enfocar metodológicamente estos aspectos y muchos otros de la percepción visual, es menester agruparlos en tomo a las cuatro relaciones siguientes: a) visión-realidad; b) representación-realidad; c) visión-representación-, d) especificidad sensorial-sensitiva-racional (ojo-sensibilidad-mente).

VISIÓN-REALIDAD Para mejor entendimiento de nuestros mecanismos visuales ante la realidad del entorno, tengamos presente algunos detalles filogenéticos y ontogenéticos de la vista humana. Porque nuestro ojo tiene una contextura física, propia de la especie, que se debe a la evolución biológica del hombre, con su milenaria adaptación al medio terrenal. Su anatomía y neurofisiología devienen, por selección biológica, las más convenientes para la subsistencia material de nuestra especie. El ojo tiene sus limitaciones con respecto a la amplitud de la realidad, pero también goza de ricas posibilidades en su capacidad de identificar; esto es, de ver iguales cosas distintas. Tales posibilidades, como toda facultad humana, se materializan en una sociedad y época determinadas, y adquieren particularidades históricas y ecológicas. Aquí se inicia el proceso ontogenético, en el cual, de acuerdo con la tesis de Wartofsky, los recién nacidos aprenden a ver el mundo a través de los modos gráficos de representarlo. (Sin duda, al principio ellos ven sin conceptuar lo visto; es decir, como animales.) Según el citado filósofo “no tenemos conceptos visuales de las propiedades del mundo visible, sino a través de un proceso de crear representaciones del mismo”.6 “La visión humana es ella misma un artefacto producido por otro: la figuración”,7 y aclara que artefacto es todo producto de la actividad humana y una “entidad teleológica”, que es la finalidad para la cual fue hecho (is what it is made for). En otro pasaje apunta: “como corolario de la tesis tenemos la historia del arte convertida en un componente crucial de la historia de la percepción”8, y argumenta: “los modos de representación gráfica se incorporan en las funciones corticales de la visión como diferencias aprendidas o adquiridas ontogenéticamente en la actividad perceptual”.9 Apoyándose en Nelson Goodmann, Wartofsky postula la inexistencia de parecidos o similitudes entre la realidad y su representación gráfica, y también señala la ausencia de semejanzas en los estímulos, propias del objeto. Apenas si existen referencias, las cuales el hombre crea.10 Es así como el hombre no pinta diferente porque ve distinto el mundo, sino que ve el mundo diferente porque pinta de otro modo. Desde luego, se trata de ver en “estilo” diferente, y no de mirar a la gente como si fueran, por ejemplo, figuras de Picasso. Al referirse a la representación, Wartofsky aclara: “no es el caso de tomar ciertas cosas por figuraciones o representaciones porque exhiben propiedades visuales, sino que ellas exhiben estas propiedades porque son tomadas por figuraciones o representaciones.11 Como conclusión importante señalaremos sus palabras

siguientes: . . . iría aún más lejos y sugeriría que la figuración, tanto en su hechura como en su visión, es una forma fundamental para la actividad vital de la especie humana y, en este sentido, estoy proponiendo que esta actividad, modeladora de la visión humana, se desarrolla más allá de la herencia biológica del ojo del mamífero.12 La tesis nos interesa porque exalta la fuerza social e histórica que incide en nuestros modos de ver, ya que resulta débil y hasta equivocada la creencia generalizada de que vemos al mundo tal cual y de forma pasiva, como si nuestra visión tuviese modos biológicos o innatos de acuerdo con las leyes ópticas y el principio de la cámara oscura. En la visión, Wartofsky destaca la trasmisión de generación en generación de los patrones de representación gráfica. La tesis muestra algunos aspectos emparentados o conciliables con la epistemología genética de J. Piaget y con el concepto de ilusión de E. H. Gombrich, que más que ilusión es convención o identificación. Además, su tesis atribuye al arte y a los lenguajes icónicos un papel vital para el hombre en general, y para el uso de su visión en particular sobre todo, coloca sobre nuevos basamentos los conceptos artísticos de realismo y mimesis, naturalismo e iconicidad, simbolicidad e indicidad, aparte del tan traído y llevado concepto leninista de reflejo. Por nuestra parte, disentimos de que la historicidad de la visión humana se deba al arte. Para nosotros provendría de la figuración o modos comunicativos de representación gráfica de la realidad visible que circulan en toda sociedad como lenguajes irónicos, cuyas derivaciones sensitivas son precisamente las artes visuales. Si bien éstas alteran los modos de representar la realidad visible, los lenguajes de uso diario y popular las adoptan y difunden. Recordemos las pinturas de Altamira, con su muy temprana perfección manual y humana de representación icónica. Al parecer, el hombre, desarrolló la figuración junto con el habla. No somos psicólogos ni filósofos para criticar la tesis de Wartofsky con la autoridad de un especialista. Pero como interesados en las cuestiones artísticas y estéticas, nos incumben sus aspectos positivos al igual que sus deficiencias y la necesidad de atar algunos cabos. Aceptamos la capacidad del recién nacido para emprender un aprendizaje en el uso de su visión con respecto a la realidad del entorno. No nacemos sabiendo ver la realidad. Tenemos que aprehenderla pacientemente. Si el niño es apto para apoderarse de un sistema tan complicado como el idioma, ¿por qué desconocer que pueda desarrollar su capacidad de identificación visual? Como toda facultad, la capacidad es innata, y hay que materializarla en la fragua de la realidad. Sabemos que el niño aprende a identificar las cuatro letras de la palabra “casa” con la realidad casa; entonces, ¿por qué negarle que pueda identificar la misma realidad con el croquis de una casa que más parece

una choza? Por lo demás, los adultos no tenemos ningún empacho en identificar una curva ascendente con el incremento demográfico de nuestro país, o con las ventas de nuestra empresa. Como cabos por atar consideramos a la realidad objetiva y visible y a la realidad biológica del ojo. Por un lado, estamos convencidos de la intervención de la realidad objetiva, con las dimensiones sensomotoras y espaciales de su materialidad, en la identificación de ésta con una representación gráfica. Aludimos a su materialidad por que al hombre le es vital ubicarla para no tropezar con ella. Así de simple resulta la explicación. Sabemos que los ciegos de nacimiento son capaces de dibujar objetos después de palparlos y de formarse una imagen mental. ¿Será posible reproducir gráficamente la realidad visible que tan sólo olemos u oímos? No lo creemos. Sea como fuere, la historia nos dice que el hombre principió siempre a autorrepresentarse con cabeza, tronco, brazos y piernas. Por tanto, hay una realidad material que se nos impone conceptual o visualmente. Por otro lado, en la percepción visual, interviene igualmente la realidad biológica de la vista con sus limitaciones y sus capacidades, en especial la de identificar, la cual es más mental que sensorial. Cuando la mente interviene suscita lo decisivo; no sólo aspiramos a ver la realidad para ubicarla, pues lo importante es conceptuarla. Elaboramos, pues, un realismo mental que es conceptual y visual a la vez, al tornarse el conceptual en visual, gracias a nuestra capacidad mental de identificación. En rigor, nos referimos a la dialéctica realidad-ojo-mente como la responsable de nuestra visión, de tal manera que ningún cambio mental, ni aún el más radical, podrá negar o contradecir la realidad objetiva y las posibilidades y capacidades del ojo. Por eso todas las culturas muestran modos comunes de representar determinadas realidades, como también encontramos elementos comunes a todas las lenguas. Las representaciones de todas las épocas y culturas siempre nos resultan legibles en cuanto a la realidad visible aludida. Ya lo dijimos: el niño o el primitivo representa al hombre con cabeza, tronco, brazos y piernas. El niño oscila entre el realismo conceptual y el visual, mientras que en los albores de la humanidad encontramos el realismo visual de los bisontes de Altamira, y el conceptual de los cazadores asiluetados de la Cueva Civil en el Levante español. Además, diariamente nos vemos obligados a traducir, en su esquema prototípico, la realidad vista distorsionada desde un ángulo forzado y singular. El hombre siempre tuvo a disposición una amplia variedad de representaciones, que actualmente denominamos icónicas, simbólicas e índices o indiciarías. En toda cultura registramos el aprendizaje de identificar figuras con realidades porque en ninguna faltan las representaciones o ideogramas de la realidad visible,

sean imágenes o en bulto, conceptuales o visuales. No sólo eso: junto con este aprendizaje, el niño aprende también a figurar a representar gráficamente o en bulto la realidad visible. Aquí el problema es otro, como más adelante veremos. Los modos de representar están siempre dentro de un mismo sistema, pero no todos los niños tienen la misma capacidad de representar. Sin duda, intervienen la capacidad manual. Por añadidura, entre ésta y la identificación media fugazmente la imagen mental, casi siempre borrosa y muy elíptica. De ahí que nunca podamos estudiar los pormenores de una realidad en la imagen mental que de ella tenemos, aunque sea recién adquirida; el resultado, es que escasea la buena mimesis manual. Siempre fue difícil la perfección en el realismo visual. Todos somos capaces de representar la realidad visible, pero no con el mismo realismo visual; ¿por qué? Todo nos lleva a la existencia de realidades materiales que no podemos soslayar. El sistema de representar varía con el tiempo, pero dentro de los límites de la relación tripartita realidad-ojo-mente. Por un lado, actúan los límites del realismo visual y actualmente el fotográfico, como derivación del naturalismo pictórico. Por otro lado, los límites del realismo conceptual imponen la legibilidad hasta en las ambigüedades más osadas, pero evitando siempre confusiones con las representaciones de otras realidades visibles. Una vez adiestrada la visión de la realidad según los patrones de representación vigentes en la sociedad, las referencias devienen semejanzas y van asimilando los cambios y los nuevos elementos que proponen y difunden las artes visuales, vía lenguajes irónicos. Entre los nuevos elementos figuran los gráficos (sombreados y perspectiva) que se agregan a los patrones vigentes, con el fin de representar también lo táctil de la realidad (su volumen) y otros componentes de la misma. Porque el tacto ha de concordar con la vista. Como es de suponer, los patrones vigentes influyen dialécticamente en los cambios y en los nuevos elementos. Como toda nueva idea en torno de la dialéctica realidad-visión, la tesis en cuestión, incumbe directamente a la teoría del reflejo y aclara mejor las bases sobre las cuales siempre descansó, de tal suerte que si aceptamos la tesis de Wartofsky, con las reservas y los complementos ya indicados, automáticamente nos alejamos de los mecanicismos que alegan un registro fiel y pasivo de la realidad visible por nuestros ojos. Naturalmente, la relación realidad-individuo en su vaivén dialéctico siempre estuvo en la mente de los marxistas libres de dogmatismos, cuando se referían al reflejo. Incluso actualmente buscan liberarse de todo objetivismo, postulando el realismo como producto de la relación objeto-sujeto, y no como propiedad de la obra, objeto o realidad visible. Además —y esto es importante— para ellos el arte no tiene que ver con la realidad física, como la ciencia, sino con los fenómenos sociales

y, a lo sumo, con las relaciones hombre-realidad física.13 Al final de cuentas, el realismo constituye una convención entre lo conceptual y lo visual. Percibimos realidades y las representamos con figuras o en bulto, pero sin que haya un realismo correcto o verdadero, Apenas si hay un naturalismo que, en la pintura y en la fotografía, opera en las imágenes del mayor número de informaciones visuales de la realidad, Indudablemente, el concepto de realismo tiende hoy a zafarse de las últimas amarras burguesas y decimonónicas. Después de lo dicho con respecto a la filogénesis y la ontogénesis visoperceptuales, podemos describir los mecanismos más destacados de nuestros actuales modos de ver la realidad que nos rodea, y nos resultará fácil entender lo que ya saben los especialistas: el hombre no ve a la realidad como si la fotografiara. Propiamente la lleva ya fotografiada en su memoria y la identifica de manera espontánea cuando la ve. Porque muchas veces no vemos los detalles que desconocemos. A través de la memoria y el idioma nuestra conciencia empírica nos impone configuraciones (Gestalten) de identificación previamente aprendidas. Nuestra visión no es, pues, un epifenómeno o una actividad pasiva. En ella interviene la creación, como sostiene Wartofsky.14 Y no se trata de una invención. Ver implica seleccionar y, al seleccionar, identificamos. Por eso el citado filósofo señala que el sistema perceptual encuéntrese biológicamente condicionado para tomar algunos aspectos del mundo sensible en virtud de su parecido con otros. Es decir, por naturaleza o por estructura neuromuscular de nuestra especie, el ojo humano tiene la capacidad de identificar: obedece a cánones de representación, cuya naturaleza es histórica.15 La capacidad de identificar es explicada por otra: la de ver las realidades a través de ciertas configuraciones o Gestalten, para lo cual basta con percibir una o más partes de su correspondiente totalidad. Identificar implica, en nuestra opinión, ver iguales a cosas distintas (imagen y realidad, o bien dos realidades o imágenes por ejemplo). Esto es muy claro en la lengua española (consúltese el diccionario), aunque en inglés también signifique to make identical (hacer idénticos). Sea como fuere, el sujeto dista mucho de ser el creador del objeto. Creerlo sería tan falso como sostener lo contrario: que el sujeto recibe pasivamente, y a la manera de un espejo, la imagen del objeto. Todos vemos una misma realidad, según la configuración que de ella ha impreso en nosotros el sistema de representaciones gráficas. Todos vemos una silla, pongamos por caso. Es decir, percibimos una Gestalt, más no las mismas partes ni éstas con las mismas prioridades o intensidades. Esto, amén de que en un mismo espacio o campo visual vemos diferentes componentes o realidades, de los cuales elegimos los que nos resultan más interesantes. En rigor, se entabla una relación dialéctica entre el objeto y el sujeto; vale decir, entre la realidad

y nuestra visión. En nuestra percepción influyen ideas, lo que da pie a que muchos estudiosos, como R. L. Gregory, 16 sostengan que no creemos lo que vemos sino que vemos lo que creemos, mientras L. Wittgenstein17 afirma que vemos como interpretamos, y no al revés. Y si tenemos la posibilidad de varias interpretaciones, como sucede con las ambigüedades, hemos de elegir una de ellas, obligándonos a corregir nuestra percepción para acomodarla a la realidad escogida. La visión es teórica, o producto social e histórico, diría C. Marx.18 Repitámoslo: no se trata de inventar realidades, sino de una de las acciones de la dialéctica objeto-sujeto que Gregory y Wittgenstein comprueban en imágenes ambiguas. La dialéctica realidad-visión se concreta en el binomio ojo-mente, en el que el segundo término desempeña un importante papel. Al fin y al cabo, la visión es la más intelectual de las percepciones, como lo prueba la rectificación que de niños realiza nuestra mente de la imagen retiniana invertida, para que coincida con la realidad. La fuerza mental es aquí intensa, pero actúa obligada por la acción del ojo, por la realidad objetiva que el ojo percibe, y porque al hombre le es vital actuar según tal realidad. Muchos piensan que percibir es traducir sensaciones. En verdad, éstas son selecciones previas y muy pocas veces experimentamos sensaciones completamente nuevas o nos detenemos en ellas para identificarlas y traducirlas en conceptos. Si lo hacemos, habremos pasado del reconocimiento al conocimiento. Por añadidura, abundan las figuras o realidades ambiguas que nos obligan a ver una cosa u otra (un pato o un conejo; una joven o una anciana). Sin embargo, no podemos escapar a las ilusiones, apariencias o fenómenos ópticos, constantes humanas de la visión, pese al gobierno que parece tener nuestra mente sobre la percepción visual. Estos fenómenos nos hacen ver como verdades, hechos cuya falsedad o ilusión hemos ya comprobado de manera empírica. Por ejemplo, sabemos que las líneas de la ilusión Müller-Lyer son de igual longitud; no obstante, vemos una más corta que la otra. Las fuerzas mentales y las operaciones teoréticas son incapaces de corregir nuestra visión. Así, la correlación realidad-visión muestra variantes y se torna en el binomio ojo-mente. El ojo nos impone la realidad visual y la mente la transforma según sus intereses. Sea como fuere, la visión de la realidad varía de individuo a individuo; incluso varía de momento a momento en un mismo individuo. A las ilusiones hemos de sumar las imágenes que vemos en manchas informes o formalmente ambiguas, como las de Rorschach, y también las alucinaciones debidas a alguna droga o a la autosugestión. Resulta difícil aceptar que no vemos la realidad tal como en verdad es, o que

todos no vemos la realidad de la misma manera. Sin embargo, muchas de las dificultades se obvian si pensamos en la capacidad de identificación de nuestra vista, ya mencionada; capacidad que nos da la impresión de que todos vemos lo mismo, puesto que nos referimos a la misma realidad, aunque de modos diferentes: usamos los mismos patrones de representación adquiridos en la infancia. Esto de identificar o de hacernos ver iguales cosas distintas también es posible gracias a la complejidad de la realidad: tiene varios aspectos o componentes y no los percibimos todos ni los mismos. La imagen mental es distinta en cada percepción. La realidad es la misma, mas no lo son sus partes percibidas. Por otro lado, al ver comparamos automáticamente lo visto con los similares que recordamos; vale decir, los confrontamos con una imagen en nuestra memoria que, de hecho, es plana y distinta de la tridimensional difiriendo, además, de la imagen también plana que tuvimos en la visión directa de la realidad en cuestión. De allí la facilidad de identificar una realidad con cualquiera de sus componentes o variantes; es decir, percibimos el mundo tridimensional a través de imágenes planas. En síntesis, la percepción constituye un proceso complejo, en cuyas variantes se concreta la relación realidad-visión. Parodiando a R. Arnheim (“la obra de arte no es la pintura, sino la imagen percibida”) 19 diríamos que lo real de la realidad no reside en ésta, sino en la imagen que de ella tenemos. La relatividad de lo que vemos deviene aceptable tan luego recordamos la percepción científica, la cual es precisamente capaz de determinar lo perceptible, lo verdaderamente visible y lo esencial de la realidad, mediante procesos intelectuales y sensoriales de cierto nivel. Aquí interesa lo nuevo y la percepción, como ya dijimos, deviene conocimiento en lugar de reconocimiento, de manera que las operaciones teoréticas imperan sobre las sensoriales y las sensitivas. Las diferencias entre lo que vemos y lo que en verdad existe en la realidad no son sino versiones particulares de las que siempre median entre la realidad y nuestro conocimiento de ella; esto es, entre el ser social y la conciencia social. Si nuestra mente y sensibilidad condicionan nuestra visión, ésta será social e histórica. En su anatomía y fisiología, la vista sigue siendo la misma a través del tiempo, el espacio y las culturas, pues todos tenemos la misma capacidad óptica. Pero la percepción no sólo es biológica, como tampoco es únicamente psicológica; también es social. No en vano tiene lugar en una sociedad: la realidad y el perceptor actúan sumergidos en ella. Además, nuestra mente y sensibilidad son productos sociales e históricos. Por si fuera poco, las realidades y los perceptores varían en cada caso concreto, así como cambian las relaciones entre la realidad y nuestra visión, por un lado, y entre nuestros ojos y nuestra mente y sensibilidad, por otro. En síntesis, la realidad difiere de su imagen en nuestra mente, de suyo plana y una suerte de traducción o interpretación, convención o patrón, idiograma o emblema.

REPRESENTACIÓN-REALIDAD Representar gráficamente la realidad visible fue una de las mayores y más tempranas preocupaciones del hombre, que se vio obligado a desarrollar la pictografía y las imágenes en paredes y objetos, todas ellas con el fin de registrar acontecimientos, conmemorarlos y difundirlos. Ya tuvimos ocasión de señalar las pinturas parietales de Altamira como máximos exponentes del dominio manual y mimético a que llegó el hombre hace más de 15000 años, no obstante haber tenido motivaciones no miméticas, como el rito, la magia o el acto propiciatorio de la caza. Salvo que el hombre cambie sustancialmente la anatomía de sus manos, nunca podrá superar tal dominio; al contrario, disminuirá a medida que siga aumentando su capacidad intelectual y los procedimientos tecnológicos de producir imágenes. Las actividades manuales de figurar y las figuraciones, sus productos (o representaciones gráficas de realidades visibles], tuvieron que aparecer en el hombre junto con la formación del idioma y con sus necesidades de registrar, conmemorar y comunicar informaciones mediante la escritura alfabética o la ideográfica. Con seguridad preceden a la magia, pues ésta es producto sensitivo; es decir, proviene de un pensamiento mítico cargado de una atenta sensibilidad estética, pero muy preocupado por su subsistencia material, el resultado es que sucede lo que venimos postulando: el desarrollo de tecnologías manuales para producir bultos e imágenes icónicas con fines eminentemente prácticos de registro y comunicación, antecede a las artes visuales. Una vez que estas tecnologías se convierten en lenguajes sociales y prácticos, el hombre deriva de ellos las manifestaciones estéticas de la pintura y de la escultura artesanales, en su calidad de sistemas de producción especializada, requeridos por la cultura estética de la sociedad. Wartofsky coincide con E. H. Gombrich: 20 las artes enseñan a ver la realidad, nos imponen patrones de realidad visible y de fidelidad visual. Así, nuestra visión deviene histórica. Después de todo, las artes cambian en cada época y en cada cultura. Sin embargo, y como lo hemos afirmado, los lenguajes sociales existieron, a nuestro juicio, antes que las artes; también son históricos, y cada época o cultura los convierte en sistemas con sus leyes internas. Queremos decir con esto que los lenguajes icónicos actúan primero y con mayor frecuencia sobre la visión humana. Por su lado, y a través de sus innovaciones —que echamos de menos en los lenguajes irónicos y que éstos difunden— las obras de arte nos enseñan a ver realidades escondidas u omitidas. Los lenguajes sociales, así como las artes —sus derivaciones— no son

arbitrarios ni aparecen por generación espontánea. Su formación es dialéctica porque si bien imponen a nuestra vista modos determinados de percibir la realidad visible, también es cierto que la realidad y el ojo humano exigen ciertas condiciones a los modos de representar gráficamente o en bulto a la realidad, Además, estos lenguajes son productos sociales e históricos y, en consecuencia, lo serán también sus conceptos de fidelidad visual o de realidad fielmente representada. Es así como cada época y cultura elabora y pone en vigencia un concepto de figuración que identifica a ésta con lo acabado, mientras lo no acabado queda como una prefiguración. Esto postula el historiador suizo del arte J. Gartner.21 En concreto, aquí tenemos que ver con un mayor o menor número de informaciones visuales de la figura o representaciones gráficas de la realidad visible. En buena medida, no se trata de una capacidad o incapacidad histórica de representar fielmente la realidad ni de afirmar que figuramos la realidad tal como la vemos. Dicho de otro modo, no hay una vinculación realidad-representación a la manera de copia o espejo. Se trata de una dialéctica muy especial en la que no se imita a la realidad sino que se utilizan elementos gráficos para producir configuraciones que representan intencionalmente ciertas partes de la realidad visible. Para estudiar la relación representación-realidad tengamos presente tres de los asertos de Wartofsky que concuerdan con lo que ya vimos en la relación realidadvisión:^ a) las reglas de la perspectiva visual no son ni correctas ni erróneas, constituyen proposiciones de identificación; b) la representación bidimensional de la realidad tridimensional no es paradójica, vemos la tridimensionalidad a través de la bidimensionalidad de las representaciones gráficas (por nuestra parte agregaríamos que la imagen mental es plana y que tales representaciones hacen visible lo táctil o corporal de la realidad). Por lo demás, ya vimos que los modos de representar gráficamente (de figurar o dedición) la realidad visible, son históricos y determinan nuestra manera de percibir dicha realidad. Tales son las afirmaciones de Wartofsky que nos hablan de la relatividad o convencionalismo de la relación representaciónrealidad. Con el propósito de satisfacer sus necesidades históricas de representar la realidad visible, el hombre siempre recurrió a varios medios que pueden agruparse en torno de los tres recursos que señala la semiología, a saber: la simbolicidad, en la que no hay semejanzas visuales entre el símbolo y lo simbolizado; la iconicidad, en la que predominan las semejanzas visuales; y la indicidad o calidad indiciaría que representa una realidad mediante una de sus partes. En síntesis, el hombre siempre tuvo a mano lenguajes y artes icónicos y aníconos. Como prueba tenemos a la música y a la arquitectura, manifestaciones aníconas que siempre existieron a lado de las icónicas.

Por su parte, las artes icónicas siempre oscilaron entre el realismo visual, al estilo Altamira, y el realismo conceptual de muchas culturas primitivas. En verdad, son contados los momentos artísticos de realismo propiamente dicho, en el sentido de representar una realidad visible determinada, como el retrato y el paisaje —tanto natural como urbano— que aparecen mucho más tarde. Porque desde el neolítico la gran mayoría de imágenes religiosas estuvo constituida por seres quiméricos, representados de manera esquemática, como en Egipto. Luego abundan los personajes concebidos a imagen y semejanza del hombre, que se pintan o representan de forma naturalista o realista, como en Grecia y en Roma y durante el Renacimiento. Como sabemos, en Roma, hay un uso frecuente del retrato, o realismo propiamente dicho. El paisaje natural y el retrato aparecen en la Holanda del siglo XVII, y más tarde el impresionismo insistirá en la escena urbana. En el siglo XX las figuras han oscilado entre el realismo visual y el conceptual, ya sea para representar hechos autobiográficos, revelar realidades invisibles del hombre, presentar bellezas formales con fines hedonistas, o cuestionar al sistema artístico. Es decir, la relación imagenrealidad se va debilitando hasta desaparecer. Recordemos al escritor francés A. Malraux, quien sostenía que el artista no se inspira en la naturaleza sino en el arte; vale decir, en las obras de sus colegas. Hasta 1600 los temas religiosos predominan en Occidente, y son representados de manera naturalista. A partir de entonces el arte deviene profano y prefiere hacer visible, dentro del naturalismo, hechos históricos: no en vano impera el neoclasicismo. En verdad, hasta 1875 fue lícito tomar la mimesis o el modo naturalista de representar personajes imaginados o recordados y se consideró un mérito artístico. Primaba el ideal de llevar a las últimas consecuencias naturalistas la relación imagen realidad. Así, la figura va adquiriendo mayor cantidad de información visual (tanto de lo visual como de lo táctil de la realidad), hasta llegar al habilidoso trampantojo. Después del perfeccionamiento de la fotografía y de las búsquedas impresionistas, las artes exaltan la sintaxis, en vez de destacar la semántica. Entonces la superficie pictórica se basta a sí misma y se desliga por completo de la realidad visible, allanando así el camino al abstraccionismo o a la supresión de la figura. En la segunda mitad de nuestro siglo se destaca el plano pragmático de las obras y es cuando importan los efectos de la obra en el receptor. De este modo se incide en su mente, sostén natural de su sensibilidad, y aparecen los no objetualismos y el conceptualismo. Lo pragmático se impone hasta en el “realismo” pop y el superrealismo. Emerge asimismo la necesidad de cuestionar al arte como fin, y de utilizar a menudo las figuras como símbolos o índices. La relación representación-realidad desaparece como un fin importante, y la reemplaza otra: imagen-receptor.

Con la iconicidad de la fotografía —la máxima lograda hasta ahora por el hombre de manera tecnológica— y de sus derivados, el cine y la televisión, más las manifestaciones icónico-verbales (tiras cómicas y fotonovelas), cambia el panorama mundial del arte y aparece la contraposición gráfico-fotográfico. Las líneas de poca información visual se contraponen a los volúmenes virtuales y a las minucias de la imagen fotográfica. Nuestra visión y representación de la realidad visible oscilan, pues, entre lo gráfico y lo fotográfico: dos modos de representación icónica de la realidad visible que desalojan al naturalismo pictórico. No por nada la obra Guernica, de Picasso, una de las pinturas más importantes de este siglo, es gráfica y no pictórica. Con el tiempo, el realismo comienza a separarse del naturalismo, hasta convertirse en un estilo artístico, una cosmovisión o una actitud política que exalta la cotidianidad y su dramatismo, en lugar de buscar la excepcionalidad y la belleza, actualmente en manos de los medios masivos. Por su parte, el mundo socialista difunde los conceptos correctos de realismo, desterrando así los objetivismos y ahistoricismos de algunos dogmáticos. Ahora el realismo no está en la obra para siempre: todo depende de la relación obra-receptor, con sus efectos. De este modo, hasta la obra abstraccionista sería realista si es capaz de suscitar en el receptor un acercamiento a la realidad. Es decir, importa que la obra “actúe realistamente”, como postulaba B. Brecht.23 Queda por aclarar la relación imagen-realidad en términos de fidelidad, concepto éste apoyado en la idea de que el artista pinta lo que ve. Sobre todo, nos toca internarnos en los mecanismos de la relación artista-imagen para saber cuáles son las posibilidades ideales de representar fielmente la realidad visible. En verdad, el artista no pinta lo que ve ni ve la realidad fiel o correctamente; más bien inventa configuraciones que la representen como una referencia cualquiera. Si bien él aguza con facilidad su visión, descubre elementos ignorados de la realidad y se detiene en ellos, la imagen mental que obtiene es plana y selectiva. Después de todo, hay marcadas diferencias entre la tridimensionalidad de la realidad y la bidimensionalidad de la visión. En rigor, el artista se interesa por las relaciones de los hombres con la realidad física, y no en ésta como fenómeno visual. Mediante la visible, expresa realidades invisibles, y de acuerdo con su habilidad manual y expresiva las representa o hace visibles gráfica o pictóricamente. Logra así una configuración que nos permite identificar realidades visibles representadas con las invisibles expresadas; las igualamos sabiéndolas diferentes. La realidad, la imagen mental y la imagen real o gráfica difieren entre sí pero se complementan. Desde luego, menos diferencias hay, cuando esculpimos lo que palpamos en la realidad.

Si condenamos la ingenuidad de ver al artista como buscador de similitudes visuales de la realidad física, lo hacemos con el propósito de señalar que ésta no es la única actitud posible ni la más importante. Ante todo, el artista persigue lo estético, o sea la belleza de las formas y de la realidad, la expresividad de su vida interior — como acabamos de ver— o bien lo artístico; lograr innovaciones que retroalimenten al sistema artístico en que trabaja. En todos estos casos no interesa la mimesis o fidelidad icónica, sino el empleo del dibujo y del color en otras funciones: expresivas u ornamentales, constructivas o inventivas. Porque la mimética no es su única función. Al lado de las imágenes artísticas de producción manual están las de producción tecnológica y de fines comunicativos que actualmente invaden nuestra vida diaria y nuestro tiempo libre, y que en número e importancia predominan, en el conglomerado social de la relación representación-realidad.

VISIÓN-REPRESENTACIÓN Este binomio comprende la percepción artística, tema central de esta segunda parte de nuestro libro. Si nos proponemos definirlo en sus principales mecanismos no es para identificarlo con la citada percepción. Simplemente lo tomamos como base de ésta y, ante todo, por lo que el binomio la excede; esto es, por las representaciones de la realidad visible que cubre, que abundan en nuestra vida diaria o en la comunicación visual colectiva y que, por tanto, no son artísticas, a saber: las icónicas o imágenes (figurativa) y las simbólicas o emblemáticas (abstractas). En nuestra cotidianidad irnos y otras, los signos y las imágenes, nos remiten casi siempre a una determinada realidad visible, cuya visión constituye una suerte de antesala o de base de la percepción artística. Ante símbolos o emblemas, signos o textos, imaginamos la realidad visible significada, mientras nuestra capacidad de identificación visual entra en actividad frente a las imágenes de realidades visibles. Esta capacidad de igualar dos cosas diferentes, la figura y la realidad figurada, interviene con mayor intensidad en nuestra visión de las representaciones icónicas que en la directa de la realidad. En la visión directa identificamos nuestra imagen mental con la realidad, y si a ésta la vemos distorsionada o sólo en parte, la imaginamos correcta o en su totalidad. Así corregimos y completamos con la mente y la imaginación reproductiva. Sin lugar a dudas, las imágenes nos exigen mayor fuerza de identificación y, por ende, más imaginación: imaginación productora o creadora, para ser exactos. La intensidad de identificación de nuestra vista depende de la cantidad de información visual de la imagen además, claro está, de la actitud del perceptor. Porque no es lo mismo una figura gráfica de unas cuantas líneas que una fotografía. En virtud de que esta última posee abundante información visual la tenemos por la visualidad real misma; no la consideramos la realidad misma, pero sí imagen fiel de una realidad pasada o lejana. En cambio, en el dibujo y en la pintura, vemos siempre una representación más o menos fiel. Solemos encontrar trampantojos, pero éstos nunca nos llevan a engaño y los tomamos por realidades. Con la fotografía el hombre excede a la pintura naturalista, llegando tecnológicamente a la máxima iconicidad, hoy superable tan sólo por la holografía, una vez consolidada su industrialización. (El hombre de Altamira llegó a la máxima iconicidad manual y naturalista hace miles de años.) La cantidad de información icónica favorece la comunicación visual de la figura, pero también manipula y difunde falsa conciencia. La figura no sólo difiere

de la realidad visible figurada: también ésta es distinta de las realidades no visibles a que toda información alude o lleva implícitas. Después de todo, las informaciones visuales no tienen por única finalidad referirse a una realidad física visible; ésta constituye un medio para, aludir a otras realidades. Por eso la cantidad de informaciones se torna sobrecargada en la fotografía para quienes buscan más allá de la mera realidad que representan las imágenes. Sin embargo, no todo es cuestión de cantidad. También la eficacia comunicativa o de identificación depende de la calidad de la información visual; esto es, de la presencia o ausencia de pormenores característicos o tipificadores de la realidad figurada. Depende asimismo de los tropos y de los sentidos traslaticios empleados, porque en toda figura cuenta igualmente lo que ella no dice y lo que quiere decir. En otras palabras, la metáfora visual actúa y requiere identificación mental y sensitiva. Esto no es exclusivo del arte: tiene igual importancia en la comunicación común. No por nada esta comunicación es hoy manejada por los diseños, previa inserción de recursos estéticos de persuasión subliminal o inconsciente. Nuestra actual capacidad humana de identificar visualmente imagen y realidad ha ganado en destreza gracias a la profusión de imágenes tecnológicas de lectura sumaria y rápida, que actualmente colman y singularizan la ecología visual de nuestra vida diaria y de nuestro tiempo libre. Podemos leer y conocer, interpretar y valorar con facilidad una amplia variedad de imágenes y de signos, desde los más abstractos hasta los más figurativos. Todo depende de la imagen y de nuestra actitud, o de las funciones que busquemos en ella. En la actualidad, a la amplia gama de imágenes y de mensajes visuales corresponde un rico cúmulo de posibilidades de identificar imágenes y de imaginar realidades. ¿Podemos acaso señalar estas posibilidades en la comunicación visual del mundo actual? Como ya manifestamos, nuestra visión cotidiana transcurre entre dos extremos: lo gráfico y lo fotográfico. Por un lado, unos cuantos rasgos en elocuente síntesis y, por otro, imágenes cargadas de información visual. Ante la fotografía, nuestra identificación llega a la máxima fluidez y automatismo. La comunicación es eficaz, pero reduce al mínimo la intervención de la imaginación reproductora del receptor. La fotografía se acerca al espejo y, al igual que éste, paraliza la imaginación. Entretanto, ante la imagen gráfica, intensificamos nuestra capacidad de identificación y de imaginación; no importa si la intensificamos por hábito y sin que lo advirtamos. Quizá exageremos, pero sería bueno comparar las imágenes con los bultos icónicos, para recordar que en un extremo se halla la escultura, y en el opuesto el

bulto del museo de cera. Y este bulto y el espejo paralizan la imaginación; la paraliza la idea de que los espejos y los bultos de cera reproducen fielmente la realidad, y para muchos las imágenes son incluso la visualidad real misma. Algunos las confunden con la propia realidad, pero fugazmente. La imagen y la realidad son en verdad diferentes; sin embargo, pocos lo saben y pueden diferenciarlas con el propósito de localizar los fines solapados de sus informaciones icónicas y defenderse de sus manipulaciones ideológicas. Mucho depende, pues, del perceptor. Además, no olvidemos que los diseños dotan a las imágenes de atractivos y persuasiones, que debemos enfrentar con un sentido crítico. Cuándo siente imprescindible la activación de su imaginación productora y de su capacidad de identificar con sentido crítico, es que el hombre se pone en guardia contra las imágenes sobrecargadas de información, como la del bulto de cera y la del espejo; sobrecarga que disimula hábilmente las manipulaciones y persuasiones. Entre las imágenes, nos preocupan las fotográficas, pues las sabemos portadoras de persuasiones subrepticias, y lamentamos que la mayoría de la gente no pueda defenderse de ellas, penetrando más allá de la información icónica y de la realidad fotografiada. Aludimos a la percepción diaria; no a la artística. Las imágenes cotidianas no terminan en sus denotaciones: siempre suscitan connotaciones, portan recursos estéticos y tienen posibilidades artísticas. No hay diferencias tajantes entre los lenguajes visuales cotidianos y sus derivaciones artísticas, como la pintura y el grabado. Concretemos: aquí nos interesa señalar que en nuestra percepción de imágenes diarias intervienen activamente la imaginación y la capacidad de identificación. Claro está, siempre que las activen la imagen y el perceptor a la vez. Así como las artes son extensiones sensitivo-racionales de los sistemas comunicativos, así también la percepción artística es una extensión sensitivo-racional muy especial de la diaria. En ésta interviene siempre la sensibilidad con su caudal estético de ideales de belleza. Como resultado, y al igual que las imágenes, las percepciones son siempre comunicativas y estéticas y, algunas veces, artísticas. Con las imágenes gráficas todo es claro y conocido. El mundo implícito, los sentidos translaticios y las bellezas formales y representadas que ellas entrañan son capaces de mover activamente nuestra imaginación creadora, nuestra identificación crítica y nuestras ideas y sentimientos de belleza. La economía de medios de sus figuras constituye el mejor acicate. Actualmente vemos florecer la gráfica en las tiras cómicas y en los dibujos animados pues ella se presta a la narración de aventuras, propias de personajes fantásticos y de ciencia-ficción. Sus derivaciones artísticas son conocidas: el dibujo, el grabado y la pintura; manifestaciones cuyo ideal es producir obras abiertas, esto es, de información enrarecida o sustraída. Como sabemos, en

tanto actividad manual, el dibujo puede también acercarse al realismo fotográfico y al naturalismo pictórico, mediante el sombreado y la minucia visual. Pero esto pertenece al arte del pasado: en nuestros días la gráfica está desplazando a lo pictórico, hasta en la pintura. Muy distinta es la situación de la fotografía. No nos referimos a la sucesión de fotos fijas de la fotonovela ni a la secuencia audiovisual del cine y de la televisión, cuya contemporaneidad y alcances artísticos (o más bien del diseño) están fuera de toda discusión. Tampoco pensamos en las fotos fijas de las superficies gráficas y masivas de la prensa, que hacen visible categorías estéticas tales como lo dramático o lo sublime, y que poseen eficacia comunicativa, aunque sus bellezas formales sean difíciles de percibir a causa de sutilezas. Aludimos a la fotografía sola y fija que pretende ser obra de arte y se destina directamente a museos y galerías, sin que antes haya desempeñado una función informativa y social. Todo lenguaje o tecnología tiene posibilidades artísticas; aun el bulto de cera, si recordamos el superrealismo de Hanson y el de Andrea; con mayor razón lo tendrá la fotografía. Pero cuando es fija y se presenta sola sus posibilidades artísticas son limitadas y conservadoras. En primer lugar, va contra la sensibilidad del hombre actual, habituado a la sucesión de imágenes audiovisuales. Luego, su sobrecarga informativa contraviene uno de los ideales del arte actual: ofrecer obras de información enrarecida, como una manera de subsanar la pasividad fomentada por unos medios masivos que se valen del realismo fotográfico y de los ideales de belleza habituales, como atractivos visuales. En tercer lugar, la fotografía fija y sola con ideales artísticos aspira a situaciones del pasado que la fotografía misma invalidó con su aparición, como ya lo señalara Walter Benjamín. Desde luego, la fotografía sola y fija porta una innovación importante, en tanto no se limita a bellezas y busca otras categorías estéticas, como lo dramático. Pero esta eficacia estética es mayor y socialmente más útil en las fotografías gráficas de la prensa. Tal vez la solución de los autodenominados artistas fotógrafos resida en producir reportajes y exhibirlos directamente en museos. Concretemos: en la fotografía fija y sola vemos debilidad artística, en el sentido de reconocerle una fuerza renovadora del tipo del diseño, y no artístico; además, encontramos mayor fuerza estética en la fotografía gráfica. En buena medida, la pequeñez artística de la fotografía —como superficie aislada y fija, y en comparación con las artes tradicionales— es un resultado lógico del proceso de tecnificación y de racionalización de las actividades humanas, que ha ido en detrimento de la capacidad sensorial y sensitiva. Y es al racionalismo y a la tecnología actuales que corresponden los diseños, de suyo apoyados en la riqueza estética pero no en la artística, si diferenciamos lo estético de lo artístico y tomamos al arte como un

fenómeno socio histórico que comienza en 1300 en Occidente y que, como tal, no puede englobar a la fotografía. Como resultado, el binomio visión-representación se centra en la percepción cotidiana, en la cual intervienen procesos sensoriales, sensitivos y teoréticos que mueven conjuntamente la imaginación y la capacidad de identificación visual. Esto significa que una parte de la percepción diaria es estética (o sensitiva) y que sus operaciones constituyen la antesala de la percepción artística, en tanto ésta requiere intensificar las operaciones teoréticas hasta lograr su predominio sobre lo estético.

ESPECIFICIDAD SENSORIAL-SENSITIVO-RACIONAL Si “la percepción de un objeto es un fenómeno con una infinidad de fases” — como afirma J.P. Sartre24— y si aquí nos proponemos estudiarla, estamos obligados a ordenar tal infinidad, para facilitar así nuestra tarea. Son, pues, metodológicas las razones para conceptuarla como una combinación sui generis y muy cambiante, en cada caso, del ojo, la mente y la sensibilidad, ya que nos referimos a la percepción visual; para ser exactos: a la común y corriente, como antesala de la artística. En realidad, las operaciones sensoriales, las sensitivas y las teoréticas son interdependientes y conforman una apretada unidad. Ninguna puede existir sin las otras dos, pero su separación facilita el conocimiento de los mecanismos de sus correlaciones. En buena medida, nos apoyamos en la definición constitutiva de la percepción visual como una versión del triángulo de dependencia a que están sujetas las actividades humanas tales como las tres básicas de los sistemas culturales o estéticos: la producción, la distribución y el consumo. Dicho triángulo hállase integrado por la razón, la sensibilidad y las necesidades ríe subsistencia material; estas últimas representadas por las operaciones sensoriales, de suyo vitales para todo ser viviente. Las actividades, trabajos o prácticas humanas son siempre sensoriales y a la vez sensitivas y mentales, variando en cada caso concreto los grados de dependencia mutua y de predominio de uno de los componentes sobre los otros dos. En fin, ningún producto humano deja de mostrar huellas de las diferentes facultades humanas. En la percepción visual sucede lo mismo. El hombre maneja sus operaciones perceptuales con una finalidad y valoración determinadas. En la vida diaria nuestra percepción visual privilegia las operaciones teoréticas dirigidas a establecer los aspectos empíricos de la realidad, sin tomar conciencia de lo sensitivo ni de lo sensorial, a pesar de que nuestra vista y sensibilidad han intervenido activamente. Todo esto lo justifica la necesidad de orientarnos en la realidad física. Si nuestros propósitos son científicos, en nuestra visión se impondrán las operaciones mentales de tipo matemático o lógico, mientras en el quehacer tecnológico predominarán las racionales de naturaleza utilitaria, así como en la percepción artística imperará lo sensitivo-racional, diferenciándose de la percepción estética en tanto ésta no requiere la intervención de la razón. No cabe objeción alguna con respecto a la mediación del ojo y de la mente en la percepción visual. Las dudas y las discusiones comienzan cuando queremos

definir las operaciones sensoriales y las mentales, y se agravan con la injerencia y la definición de la sensibilidad y de sus operaciones, aquí rotuladas sensitivas. Más problemático y difícil aún resulta conceptuar las relaciones de las tres operaciones entre sí. Recordemos las pocas apoyaturas ofrecidas por la psicología en lo que concierne a diferenciar la sensorialidad de la sensualidad y de la sensibilidad, así como lo sensible de lo sensitivo o estético. Nuestro ojo se encuentra capacitado para percibir y explorar minuciosamente los pormenores “topológicos” de las superficies y volúmenes de la realidad. Todo lo recibimos a través de los sentidos, aunque no siempre sean éstos el origen de los conocimientos. ¿Existe la sensorialidad? ¿Poseemos una conciencia sensorial ocupada en lo sensible de los objetos o de cualquier realidad? En nuestro entorno existen materiales y éstos muestran accidentes o propiedades sensibles múltiples. Aún más: toda materia posee formas y colores con una organización determinada y perceptible por la vista humana. Como es de dominio general, no todo en la realidad es perceptible por el hombre, pues su ojo funciona dentro de las limitaciones biológicas de su anatomía y neurofisiología. Después de todo, la evolución humana del ojo es una adaptación milenaria a las condiciones de subsistencia terrenal. Las limitaciones son también ecológicas, y no sólo en la formación del hombre en general; también en cada hombre en particular, pues éste desarrolla su capacidad visual de acuerdo con su medio ambiente, entre cuyos componentes ha de orientarse y vivir. En efecto, por eso el esquimal es capaz de percibir múltiples blancos, al igual que el hombre del trópico distingue diversos verdes. Muchos campesinos todavía pueden ver huellas en el camino y en la vegetación, y decimos cuántos caballos o peatones pasaron, hace cuánto tiempo y en qué dirección. Por la misma razón ecológica es que muchos carecemos de la habilidad de ver diversos blancos o verdes, como tampoco podemos diferenciar, por ejemplo, entre los sonidos de algunas vocales del idioma francés. La vista o el oído demanda todo un aprendizaje, y de nada nos sirve recurrir exclusivamente a nuestra voluntad. Presenciamos asimismo limitaciones históricas y sociales, en tanto la época en que vivimos y el grupo o clase social del que procedemos determinan en nosotros cierto interés por algunas realidades y objetos, formas y colores, ya sea por hábito o por propia decisión. Por último, cada persona tiene limitaciones como individuo, y percibe según sus intereses y experiencias personales o profesionales. Nadie puede censurar al marquero que preste atención a los marcos durante una exposición de pinturas. Esto, al margen de las limitaciones de cada percepción concreta: si percibimos la realidad simplemente para orientarnos en el espacio, o si nos detenemos a descubrir pormenores y a captar accidentes desconocidos de la materia.

En estas circunstancias aguzamos la vista, pero todo dependerá de nuestra capacidad perceptual. Nuestra conciencia imaginativa registra sensaciones y muchas de ellas van al inconsciente. No sólo las registra, también las trabaja o las transforma en la mente y en la sensibilidad. Enumerar las propiedades sensibles de la materia, las formas y colores sería largo y tedioso. Cuando estudiemos en capítulo aparte y en detalle las operaciones sensoriales daremos algunos ejemplos de las diferentes percepciones. Por ahora nos interesa señalar la capacidad del hombre común para detenerse a percibir los pormenores de cada realidad, como lo hacen algunos científicos o técnicos preocupados por los atributos visibles de alguna realidad. Las diferencias residen en los fines de cada uno: prácticos, racionales o utilitarios. Y a fines distintos corresponden diversos medios y tercian diferentes capacidades perceptuales. Lo mismo sucede con los aficionados al arte, cuya sensibilidad elabora las sensaciones percibidas por la vista. También nos interesa destacar otra evidencia: no existe lo puramente sensorial. Cabe hablar de una sensorialidad como parte de la percepción de lo sensible de los objetos, así como es posible aludir a una sensualidad cuando nos detenemos en la fruición de ciertas propiedades de la materia. Pero en ningún caso caminan solos los sentidos: van unidos indefectiblemente a la sensibilidad de tal suerte que lo sensorial sería la manifestación de la sensibilidad a nivel primordial o elemental de lo sentido y percibido. No es el ojo el que siente placer al ver, como tampoco el paladar al saborear ni el olfato al oler. Lo sensorial es precedido y seguido por la sensibilidad y por la mente: no es el órgano de la vista el que siente, sino el hombre. Ya sea percepción especializada o cotidiana, la capacidad sensorial del perceptor depende también de su competencia sensitiva y de la mental. Tocar un objeto es sentirlo; lo mismo ocurre al olerlo, gustarlo y oírlo. Dudamos cuando se trata de la vista. Pero en verdad, ver mi objeto es también sentirlo (P. Ricoeur).25 Por eso podemos manifestar que somos insensibles a tal o cual realidad cuando no la vemos o la pasamos por alto. Ver es sentir y pensar. La conciencia transforma automáticamente las propiedades sensoriales en sentimientos y en conceptos. Sentimientos e ideas subyacen en las sensaciones. Pese a todo, nos es posible aislar momentáneamente cada uno de nuestros sentimientos o reacciones visosensitivas, porque: las relaciones del hombre que siente y de lo sensible, son comparables a las del hombre que duerme y su sueño; el sueño viene cuando determinada actitud voluntaria recibe súbitamente desde afuera la confirmación esperada,26

Para nosotros esto significa que sentimos y soñamos sin la presencia de la razón, pero sólo fugazmente; tan luego pensamos, dejamos de sentir y de soñar. Esto sucede inmediatamente y en todos los casos. No en vano nuestra vida transcurre pensando más que sintiendo y que soñando. Entre la complejidad de los sentimientos cabe distinguir los elementales y las emociones, de suyo complicadas. Entre los elementales figuran los que responden a las propiedades de la materia, colores y formas aisladas, a configuraciones y a organizaciones simples (Gestalten). El placer aquí suscitado va de la satisfacción de nuestras preferencias y hábitos sensoriales, hasta el sensualismo o hedonismo, un tanto rebuscado y formalista. Sin duda, este placer es de naturaleza estética, y lo es porque el término estético es sinónimo de percibir y de sentir. De aquí cabe derivar la sensibilidad, con sus ideales y sentimientos de belleza y demás categorías estéticas. Para algunos es importante la existencia de sentimientos en la percepción artística para otros constituye lo específico del arte; para otros más lo originan. Sin embargo, los racionalistas recusan su existencia; así, R. Arnheim, afirma que “el arte tiene que ver con una suerte de estado mental que hasta ahora la psicología no ha investigado”.27 Sea como fuere, a quien haya sentido emoción ante un color bello o ante situaciones dramáticas, le resulta imposible insinuar siquiera que la sensibilidad sea un estado mental complejo. Desde el siglo XVIII existe una estética de la sensibilidad, que muchos filósofos han defendido como lo específico del arte. Sin embargo, ni la filosofía ni la psicología la han analizado lo suficiente en su vastedad y profundidad, y actualmente sólo atinamos a postular el estrecho parentesco perceptual que guardan las operaciones sensoriales y las sensitivas. En nuestra opinión, la sensibilidad interviene en toda percepción visual y, consecuentemente, ésta contiene elementos sensitivos o estéticos. No importa que lo estético vaya casi siempre a la inconsciencia. Incuestionablemente, toda percepción visual es selectiva, y en buena parte lo es porque en ella intervienen la conciencia o cultura estética del receptor, la cual es valorativa por naturaleza. Todo hombre tiene, al fin y al cabo, sus preferencias, aversiones e indiferencias sensitivas, y siente placer o displacer, aunque muchos son insensibles o indiferentes a lo que está ante sus ojos. La capacidad estética varía de individuo a individuo. En resumidas cuentas, somos partidarios de un pansensitivismo, si aceptamos que la sensibilidad subyace en todo acto o producto humano, sin necesidad de ser estético. Si se prefiere, la sensibilidad constituye una urdimbre, en la cual se tejen las prácticas humanas. Postular un panesteticismo implicaría tomar por estético a todo sentimiento. En toda conciencia o cultura estética se dan cita elementalidades y

complejidades, al igual que en las realidades visibles. En un extremo, nuestra sensibilidad reacciona ante lo agradable tanto en términos biológicos como sociales o históricos. Todo producto humano ha de adaptarse a la realidad somática y perceptual del hombre a quien está dirigido para que su uso sea agradable viable y no implique impedimentos y esfuerzos. El producto no puede ser ni tan pequeño ni tan grande que resulte imposible ver sus formas, colores y accidentes materiales (tersura o brillantez, por ejemplo). Su uso ha de ser incluso placentero; placer biológico muy próximo al estético elemental. Por su parte, la elementalidad estética se identifica con la belleza formal, de suyo limitada a la sintaxis y exenta, por ende, de complejidades teoréticas y sensitivas, imaginativas y hermenéuticas. Aquí basta con una capacidad sensorial fuerte y otra sensitiva elemental de tipo hedonista o festivo. Basta con la visualidad pura de K. Fiedler: los atributos de la materia y de las formas vistos por un ojo aguzado. Lo propiamente estético en virtud de su complejidad hállase relacionado con las categorías estéticas: belleza o fealdad; dramático o cómico; sublimidad o tipicidad. Si aquí interviene la sintaxis de las formas con sus proporciones y ritmos, simetrías y direcciones —todas armónicas, según el formalismo— será como parte de un todo que comprende también la semántica y la pragmática. Por este camino, la forma se fusiona con el contenido de acuerdo con la función que se busca en lo percibido: es cuando las operaciones sensitivas se entrelazan con las teoréticas. En la complejidad estética interviene con mayor plenitud y fuerza el gusto o cultura estética del perceptor. No aludimos a la percepción cotidiana y de orientación física. La cotidiana se dirige directamente a la identificación de la realidad, y le basta con reconocerla y tomar conciencia de su presencia en un aquí y ahora determinados. Pensamos en la percepción festiva, donde las operaciones sensitivas exceden la capacidad de identificación, que es suficiente para los reconocimientos de vida diaria y se unen a la capacidad de imaginación, de interpretación y de valoración del perceptor. En toda percepción festiva y en aquella en la que buscamos conocer lo desconocido, intervienen estas actividades como respuestas emotivas y sin raciocinios complicados. Las diferencias entre la percepción estética festiva y la artística residen en las operaciones teoréticas. Como es de suponer, cada individuo tiene una determinada capacidad sensorial, sensitiva y teorética. De igual modo varían los componentes de la realidad percibida, y el perceptor moviliza de distinta manera su sensorialidad, su sensibilidad y su mente. Al fin de cuentas, la mente opera, siempre como guardiana, guía o transformadora de lo sensorial y de lo sensitivo. Encauza tanto las operaciones sensoriales y sensitivas como sus efectos. No hay precepto sin concepto; nada sucede al margen de la mente. En otras palabras, las sensaciones y sentimientos caen en marcos teóricos: por algo el hombre es racional.

En las operaciones teoréticas de la percepción encontramos experiencias e ideaciones empíricas, conocimientos varios y mitos, mixtificaciones y teorías, todas las cuales dependen de la capacidad de razonar lo sensorial y lo sensitivo que tiene el perceptor; razonamientos que operan a través del análisis, la interpretación y la valoración de la sintaxis, la semántica y la pragmática de las formas. En la percepción cotidiana de orientación física todo transcurre automáticamente y de forma inadvertida; incluso la lectura pasiva de la realidad. Los procesos son aquí súbitos y rutinarios: el perceptor sólo toma conciencia de la existencia física de la realidad percibida. En la percepción festiva es cuando nuestra conciencia entrelaza lo sensorial, lo sensitivo y lo teorético, con el fin de razonarlos, interpretarlos y valorarlos. Lo estético interviene con más fuerza y su lectura es obviamente consciente. Desde luego, estamos refiriéndonos a la percepción festiva como búsqueda, en las imágenes o en la realidad, de confirmaciones y halagos de nuestro gusto, preferencias o hábitos sensitivos. En estas circunstancias la razón interviene más como guía que como transformadora. La búsqueda de confirmaciones y halagos la encontramos también en la percepción artística, la cual nada tiene que ver con las realidades naturales, y cuyos efectos dependen de la capacidad artística del perceptor. En las confirmaciones y halagos la percepción artística se detiene en lo estético que indefectiblemente entraña todo producto del arte: es decir, la percepción no llega al ideal del arte: buscar en los productos humanos efectos correctivo-renovadores de nuestros hábitos sensoriales, sensitivos o teoréticos. Porque es en esta percepción ideal del arte cuando la teorización deviene un instrumento de exploración transestético; vale decir, explora más allá de las bellezas conocidas y de las confirmaciones o halagos, al ir en busca de otras nuevas (incluyendo las correctivo renovadoras que nos contrarían) y cubrir lo no artístico y lo artístico. La percepción artística exige mayor carga racional que la estética festiva y que la cotidiana. Pero esta carga es aún mayor en la percepción artística de los profesionales que en la de los aficionados. Los artistas, críticos, teóricos e historiadores de arte perciben lo artístico como parte de su consumo, y producen cambios o conocimientos sistémicos. En la percepción profesional se aguza aún más la imaginación, la interpretación y la valoración, lo cual depende de la agudeza sensorial y del gusto inherentes a la cultura visual y a la capacidad sensitiva del perceptor. Aquí la teorización es tan importante como en las percepciones con fines científicos y tecnológicos. Decíamos que la percepción es parte del consumo artístico, no sólo por los procesos sociales que presupone el consumo sino también por sus efectos, que exceden la percepción. Asimismo hemos manifestado que la percepción artística es

una prolongación de la cotidianidad u orientación física. Propiamente, la percepción es un instrumento o medio de amplias posibilidades, cuya materialización depende de sus fines, de las capacidades del individuo que lo utiliza y de la contextura de la realidad percibida. Al fin y al cabo, no es el ojo el que ve, sino el hombre que lo usa. Y no en vano todo hombre trae a la percepción, y a instancias de la sociedad, una orientación axiológica y otra teleológica, ya sea cuando diariamente se orienta en la realidad, presta atención a lo desconocido, busca el halago de su sensibilidad, produce conocimientos lógicos o se enfrenta a manifestaciones artísticas. Ya hemos señalado que en la percepción artística intervienen operaciones sensoriales, sensitivas y teoréticas, y estas últimas se ocupan de leer, analizar, interpretar y valorar lo percibido, así como las reacciones de las otras dos. Estas operaciones u ocupaciones internas tienen efectos inmediatos: el placer sensorial, las emociones estéticas y las renovaciones, correcciones o ampliaciones de los hábitos sensoriales, sensitivos o teoréticos del perceptor. En la percepción visual terminan estos efectos inmediatos, pero el consumo artístico continúa en tanto la vista, la sensibilidad y la mente siguen asimilando lo vivenciado. Sobre todo, es la mente la que dirige la asimilación, cuyos resultados repercuten indefectiblemente en la vista y en la sensibilidad. Hasta aquí nuestras consideraciones generales acerca de la percepción visual que son una introducción al estudio detallado de sus operaciones sensoriales, sensitivas y teoréticas, como parte del consumo artístico y de sus efectos.

NOTAS 1 R. Arnheim, Towards a Psychalogy ofArt (Caliected Essays), pág. 314. 2 R. Arnheim, 'A Plea for Visual Thinkiri" en W. J. Mitchell (ed.), The Language of Images, pág. 171. 3 M. Wartofsky, 'Picturing and Representing" C. F. Nodine y D. E. Fisher (eds.), en Perception and Pictorical Representatian, pág. 275. 4 R. Arnheim, "Gestal Psychologie und Künstlerische Form" en Theorien der Kunst, págs. 140-141. 5 M. Wartofsky, Art History and Perception" en J. Fisher (ed.), Perceiving Art Works pág. 37. 6 M. Wartofsky, 'Picturing and Representing", pág. 279. 7 Ibídem, pág. 279. 8 Ibid., pág. 23. 8 Ibid., pág. 35. 10 Ibid., pág. 277. 11 Ibid., pág. 277. 12 Ibid., pág. 281. 13 H. Koch, Morxismus und Áesthetik, pág. 285; M. Nauman, el al., Gessellschoft. Literotur, Leseo Aufbauverlag, pág. 45. 14 M. Wartofsky, 'Picturing and Representa tion", págs. 273-274. 15 Ibídem. 16 R. L. Gregory, 'Eye and Brain: The Psychological Explanation in Aesthetics" en J. Fisher, Perceiving Artworks, págs. 55.

17 Godfred, Vesey, Of the Visible Appearences of Objects" en J. Fisher, (ed.), Perceiving Artworks, pág. 35. 18 K., Marx, Manuscritos económicos-filosóficos de 1844, pág. 119. 19 Beardsley Monroe C., "The Role of Psychological Explanation in Aesthetics" en J. Fischer (ed.), Perceiving Artworks, pág. 200. 20 E. H. Gombrich, Art and Ilusion. 21 J. Acha, Arte y sociedad, págs. 79-82. 22 Wartofsky, "Picturing and Representation". 23 R. Weimann, Literoturgeschichte und Mythologie, pág. 364. 24J, P. Sartre, Lo imaginario, pág. 18. 25 Paul Ricoeur, "The Metaphorical Process as Cognition, Imagination and Feeling" en Sacks Sheldon (ed.), Qn Metophor, pág. 154. 26 M. Mearleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, pág. 233. 27 R. Arheim, Towords Psychology of Art, pág. 312.

5 Las operaciones sensoriales Los hombres no vemos de igual manera la realidad porque cada uno de nosotros repara en sus distintos aspectos, componentes o pormenores. Realizamos las mismas operaciones perceptuales pero sin invertir el mismo interés y la misma habilidad en el uso de los sentidos, la sensibilidad y la mente. Por otra parte, las realidades nunca surten los mismos efectos sensoriales, sensitivos o mentales. En nuestra percepción todo depende —además del objeto— de la sociedad y la cultura de que somos parte, así como de nosotros mismos en tanto individuos. Aún más: por razones homeostáticas o ecológicas el esquimal o el campesino tropical se encuentra obligado a desarrollar la capacidad de ver una sutil variedad de blancos o de verdes, bien diferenciados entre sí. En todo tiempo y lugar es posible percatarnos de cómo la experiencia y la atención, propias de la división técnica del trabajo, generan en casi todas las personas una aptitud visual de tipo profesional o aficionado. Así, por ejemplo, el marquero y el aficionado a la pintura ven pormenores que otros omiten en el marco y en la superficie del cuadro, respectivamente. La división técnica del trabajo en tanto parte de la cultura —material o espiritual, da aquí lo mismo— deviene con frecuencia división social, como en el caso del campesino citado, ducho en ver huellas en el camino y en la vegetación, inexistentes para los citadinos. Total: a las razones culturales, sociales e individuales se suman, en muchos casos, las ecológicas y todas juntas actúan dentro de las posibilidades biológicas e históricas de la visión humana. Lo humano o biológicamente perceptible se concreta siempre en lo histórica y socialmente perceptible, así como éste lo hace en lo personal y profesionalmente perceptible. La mayoría de la gente ve el marco y el cuadro como un objeto total o una realidad material indivisible, y sigue su camino sin averiguar disparidades. Otros posiblemente vayan más allá y reconozcan lo particular de la configuración o Gestalt del marco y del cuadro desvinculándolos, pero tampoco se detienen en singularidades. Unos y otros ven y fusionan fugazmente lo sensorial, lo sensitivo y lo mental para dar prioridad a lo intelegible con el fin de identificar el objeto y de orientarse con rapidez según su realidad física y la del entorno. Sin embargo, no siempre nos basta con orientarnos, y de acuerdo con las circunstancias y nuestras necesidades del momento prestamos atención a lo sensitivo o a lo sensorial de los pormenores del objeto.

Todos tenemos la capacidad biológica de ver pormenores, pero debe haber un interés que nos impulse hacia ellos y que nos exija pasar por un aprendizaje previo, ya sea como productores o como consumidores habituales de tales objetos. Aludimos al consumo porque no sólo hay una división técnica en la producción cultural: la encontramos igual en el consumo, pues éste es también un trabajo o actividad productiva (de significados). En pocas palabras, cabe señalar una división técnica y social de la percepción visual, tanto entre los productores como entre los consumidores. Del conjunto de las personas que se detienen a mirar los detalles del marco, del cuadro o de cualquier otro objeto, nos interesan quienes lo hacen con ojos avizores y experimentados: los profesionales, pues su percepción es especializada. Cuentan con una suficiencia sensorial o una cultura visual particular para percibir sutilezas, las cuales para muchos son minucias y no merecen atención. Perciben lo visible que otros pasan por alto. En estos casos, la relación objeto-sujeto deviene compleja. Al sujeto no le basta con percibir o querer hacerlo. El objeto ha de estar dotado de atributos materiales atractivos, y el sujeto deberá tener interés y la aptitud de verlos en detalle, tomando conciencia de ellos y aislándolos con un buen poder de abstracción, de suyo mental. No cualquiera percibe lo particular de un objeto o realidad, ni cualquier objeto posee atributos materiales capaces de suscitar intensas operaciones sensoriales en el sujeto. De esta forma, ambos son partes activas, interdependientes e indispensables, cuyas relaciones tienen lugar en un ámbito cultural dado, con determinadas orientaciones teleológicas o funcionales. Incluso, al exaltar a ratos los pormenores visuales y a ratos omitirlos, en el consumo del arte conceptual, la función artística cambia. Todo objeto suscita respuestas intelegibles, sensitivas y sensoriales, pero varía su capacidad de hacernos tomar conciencia de las ideas, sentimientos o sensaciones, ignorando lo demás. Los utensilios u objetos tecnológicos exigen a nuestra percepción ir directamente hacia su valor de uso, sin reparar en sus pormenores materiales, salvo que los miremos como diseños o, lo que es lo mismo, por su contenido estético. Igual sucede con un texto científico y comunicativo: demanda una lectura de los significados establecidos o denotaciones. En comparación, los objetos denominados obras de arte requieren mayor atención para lo sensorial: lo auditivo en la música; lo visual en la pintura; lo viso-táctil y lo corporal en la arquitectura, pongamos por casos. Entre las tendencias del mismo género artístico también varía la exaltación sensorial: por ejemplo, una pintura clásica, nos llama a leer las formas y los colores en detalle, mientras una obra texturalista nos invita a detenernos en los accidentes de

su materia, así como una luminista nos ofrece la elementalidad de la luz. Y si un Rembrandt pide que se tengan en cuenta las vibraciones de su empaste, la obra conceptualista nos fuerza a omitir los atributos de su materia, por ser ésta un mero soporte físico, según sus postulados tendenciales. Como resultado ante cada una de estas variantes el sujeto ha de cambiar su enfoque sensorial. De antemano sabe si debe acentuar o no sus operaciones sensoriales y, en caso afirmativo, no ignora sobre cuál componente insistir. Tengamos presente que las operaciones sensoriales abastecen de informaciones visuales a la sensibilidad y a la mente, en forma de sensaciones sensibles; sensaciones en que los sentidos traducen los pormenores materiales al fijarlos, aislarlos y tomar conciencia de ellos. Sin operaciones sensoriales no hay percepción: con mayor razón en la percepción estética y en la artística pues exigen las operaciones sensoriales propiamente dichas: aquellas realizadas por un receptor que toma conciencia de ellas, las aísla y trasmite a la sensibilidad, para ser traducidas en sentimientos, y a la mente, que las convierte en ideas. En consecuencia, aquí debemos entender por operaciones sensoriales las que realiza el receptor y las que dirige hacia los pormenores materiales y formales, cromáticos y volumétricos del objeto o realidad, con el propósito de tomar conciencia de ellos, aislarlos, y detenerse a escrutarlos y a tasarlos según sus intereses, o a disfrutarlos de acuerdo con sus preferencias sensitivas. Sin la sensibilidad, las operaciones sensoriales permanecerían en el oscuro pozo de las sensaciones indiferenciadas: del mismo modo, sólo la mente podrá sacar a la sensibilidad del pozo de los sentimientos indiferenciados. Reiteramos: todos tenemos la facultad de percibir detalles de lo que nos interesa, cuando los hay en el objeto. Empero, estamos habituados a percibir únicamente la totalidad esquemática de la Gestalt de cada objeto, de tal suerte que para percibir lo intragestáltico y tomar conciencia de sus pormenores y evaluarlos, hemos de disponer de una experiencia o cultura visual, que es la aptitud de recorrer con la vista la topología de los accidentes o atributos de la materia. Para ser exactos, hemos de recorrer las propiedades sensibles y primarias del objeto o de la realidad. El sujeto presta atención a cada uno de los atributos de la materia, pero no sólo para recorrerlos: también para descubrir nuevos si los hubiera. Propiamente, tenemos que ver aquí con lo primario de la percepción visual, que son las sensaciones sensibles suscitadas por los elementos más simples y primarios de la materialidad del objeto. Más adelante analizaremos las diversas clases de sensorialidad y sus respectivas bases biológicas. En última instancia, el receptor realiza operaciones elementales en que se confunden, en virtud de su proximidad, el percibir y el sentir, sensaciones y sentimientos, el agrado biológico del animal y el

placer estético del hombre. Las operaciones sensoriales concretan la unidad tripartita biología psicologías ociedad.1 Es decir, actúan cerca de la base biológica que subyace en toda actividad social del hombre y que identificamos con nuestra realidad somática (izquierda y derecha, adelante y atrás, arriba y abajo), más sus limitaciones perceptuales, y con algunos principios ordenadores de la naturaleza (ritmos, proporciones y simetrías). Todas las sensorialidades se apoyan en lo biológico y en la capacidad de generar percepciones y acciones sociales. Además, todo producto humano se adapta inevitablemente a nuestra realidad somática, para no causar dificultades a la vista ni exigirle esfuerzos. Se acomoda a nuestro cuerpo y su uso no sólo transcurre exento de inconvenientes y agotamientos: suele ser agradable, y por lo mismo se coloca a un paso de lo estético que, al ser valorativo, implica placer o desplacer. Pensemos en un color fuerte y desagradable a la fisiología de la vista, y en otro que nos genera desplacer por considerarlo feo con nuestra razón, pese a que no nos hiera la vista. El placer de lo considerado bello o satisfactorio es producto no sólo del sentir sino también de la interpretación o significación de las propiedades materiales del objeto, dentro de los mecanismos biológicos de la vista, los psicológicos de la percepción y los sociales de sus condicionamientos. La belleza puramente formal o sensorial no existe. En los mecanismos psicológicos tienen injerencia las ideas y los sentimientos. Como productos sociales en su gran mayoría, estas ideas y sentimientos son capaces de limitarse a las operaciones, sensoriales más elementales y placenteras e, igualmente, son aptas para extenderse a las más complejas para descubrirles, a las formas, efectos intensamente intelectuales en favor del contenido o semántica de las mismas formas. Además, existe el placer de sentir halagados nuestros hábitos o preferencias sensitivas. En resumen, las operaciones sensoriales van desde lo biológico elemental hasta lo estético y lo intelectual del arte. No es la sensorialidad —recordémoslo— la que ve y siente pormenores materiales y formales: es el hombre quien la utiliza para percibir —con tal o cual finalidad sensitiva— los atributos materiales y formales del objeto artístico o estético. En presencia de tales atributos, el sujeto decide detenerse en las sensaciones sensoriales, que son biológicas en su más elemental manifestación, y estéticas en sus dimensiones emocionales. Concretemos: ¿existe acaso lo puramente sensorial? ¿En qué consiste la capacidad sensorial del sujeto en la percepción artística y en la estética? La primera pregunta es obligatoria y supuestamente su respuesta resulta indispensable para conceptuar la percepción artística. Para ser francos, es irrelevante, aparte de imprecisa: no existe la pureza en el sentido de autarquía, autonomía o

subsistencia independiente. Lo sensorial —reiteramos— está íntimamente ligado a la sensibilidad y a la mente. Más bien debemos preguntarnos si al hombre le es posible aislar las reacciones sensoriales que le suscitan los atributos materiales y formales. Nos encontraremos con una sorpresa: el aislamiento de lo sensorial obedece paradójicamente a necesidades racionales y sensitivas y, por otro lado, desemboca en la sensibilidad y en la mente en forma de sensaciones sensibles para convertirse en ideas o emociones estéticas. Pese a esto, es posible aislar tales sensaciones e imponérselas a la sensibilidad de tal manera que se transforman en sentimientos sensoriales. A la sensorialidad no le resta sino apoyarse en las sensaciones o en los sentimientos. En verdad, las posibilidades de aislar lo sensorial varían de realidad, de objeto a objeto, de elemento a elemento, de modo que permiten al sujeto entablar distintas relaciones con el objeto o la realidad. Las sensorialidades varían, por ejemplo, en una pintura que representa La Crucifixión, nos es posible extrapolar, aislar y concientizar la elementalidad de un trazo o de un color, de una rugosidad o una grafía, la unidad visual de la figura de Magdalena, la Virgen o el soldado lacerando a Cristo, o !bien la composición formal y cromática de la totalidad. Esto, además de la lectura religiosa del tema. Mediante un poder de abstracción, la mente dirige las operaciones sensoriales hacia algunos de los elementos, la figura o la composición, que no existen solas ni actúan per se: no hay percepción directa o elemental como la de una cámara fotográfica. La razón la conocemos: no es el ojo el que ve, sino el hombre que lo usa, y lo usa con fines determinados. Si bien existe una sensorialidad pura, hay con seguridad un placer sensorial o un sensualismo aislado. Una vez aislada la elementalidad, unidad o composición, se torna agrado biológico o placer estético. Percibir y sentir son lo mismo: el oído siente sonidos; el gusto, sabores; el olfato, olores; pero dudamos cuando se trata de la vista. En realidad, ver un color es lo mismo que sentirlo, cuando aludimos a la elementalidad física de la longitud de sus ondas. Para aclararnos las oscilaciones de la sensorialidad entre lo biológico y lo estético tomemos como ejemplos el calor, la rugosidad, el color, la línea y el cuadrado, sucesivamente, y veamos cómo varían sus respectivas elementalidades biológicas y bellezas simples. Sentimos calor al tener sensaciones corporales de agrado o desagrado. Para sentir calor no necesitamos conceptos ni experiencias previas, aunque siempre lo asociaremos con algunas experiencias similares y con algunas ideaciones. Los sentimientos de agrado o desagrado producidos por el calor son biológicos y susceptibles de ser aislados en forma de sentimientos corporales o sensoriales,

cuando necesitamos detenernos en sus pormenores obedeciendo a algún interés intelectual en sus causas y consecuencias. La mayoría de las veces nos limitamos a los sentimientos de agrado o desagrado. Con todo, el calor nunca podrá alcanzar dimensiones estéticas de belleza o dramáticas, aunque solamos referirnos a colores cálidos. Algo similar acontece cuando sentimos una rugosidad con los dedos y tenemos una experiencia táctil como conocimiento de un atributo de la materia. Podemos aislar la experiencia, pero sus efectos serán siempre biológicos, nunca estéticos. Ver la misma rugosidad (percepción visotáctil), en lugar de palparla, implica mayor intervención intelectual, pues recordamos experiencias pasadas. En una escultura y en una pintura puede constituir un atributo de la materia, en cuyos pormenores somos capaces de ver ciertas expresividades de naturaleza estética. Sobre todo cuando la rugosidad unida al color vibra y emana luz virtual. La rugosidad dista mucho de ser artística: tiene la capacidad de devenir un medio sensitivo o estético casi siempre de tipo expresivo. La vista es intelectual, si se la compara con el tacto. En cambio, la visión de un color suscita otras reacciones. Es capaz de ser biológicamente desagradable si hiere a La vista en su fisiología, pero también posee el don de aportar conocimientos si percibimos su “rojo” su “amarillo”, e incluso deviene estética cuando satisface ideas o ideales de belleza cromática, fraguados en muchas experiencias de nuestra vida social. El color se presta asimismo para sentirse y usarse con interés científico, tecnológico y artístico, además de estético. Si nos sale al encuentro alguna innovación visual, no habrá placer estético sino una racionalidad o, quizá, un placer intelectual. Por su parte, la línea constituye una abstracción, y como tal exige una percepción con injerencia de la mente. En comparación, el cuadrado corporiza un concepto, y su percepción es más intelectual que sensorial. En el calor y en el cuadrado no caben pormenores sensoriales, salvo si miramos las relaciones del cuadrado con la superficie que lo contiene. Por el contrario, en la línea y en el color percibiremos una o varias dimensiones: la biológica, la hedonista (belleza], la expresiva, la inventiva (innovación), la constructiva o la mimética. En todos estos casos la sensorialidad despliega toda su capacidad de establecer y de descubrir sutilezas cromáticas o las del temblor o dirección de la línea. La capacidad sensorial del sujeto depende de sus experiencias y de su voluntad; además de social y cultural su cultura visual es de origen profesional o de afición. Pero ante todo depende de la existencia de pormenores en la línea y en el color: la vista detecta y analiza rupturas y continuidades, redundancias e innovaciones. Volvamos ahora al objeto para acercarnos más a sus posibilidades sensoriales.

Todo objeto o realidad visible posee una materialidad y, por consiguiente, contiene elementos que integran formas y figuras con un ordenamiento o composición determinada. Además, muchos objetos poseen una materia pasiva o caparazón, y todos sin excepción constan de una materia activa. Esta materia genera tres subestructuras: 1.La elemental con sus trazos, colores y texturas como individualidades. 2.La gestáltica o morfológica, con sus figuras y alguna categoría estética. 3.La compositiva o sintáctica de la organización total de la materia o de las formas. La materia pasiva sería la subestructura cero. Pues bien, a estas diferentes subestructuras las encontramos bien delineadas en los productos de las artes visuales, y nos dan cuenta de los sensorialismos desarrollados durante los años sesenta como tendencias encaminadas a exaltar alguna elementalidad material, una figura o el formalismo compositivo (véase la figura 5.1). Tales sensorialismos nos concretan, el campo de las operaciones sensoriales y nos ayudan a definirlas. Como sabemos, las citadas subestructuras conforman la estructura formal del objeto, la cual requiere la estructura significativa del sujeto, rotulada también contenido, para integrar ambas la real estructura artística, relacional en esencia. Quienes hayan seguido la evolución de las artes visuales conocen las diferentes tendencias pictóricas encaminadas a exaltar la importancia artística o estética de los atributos materiales. En la subestructura elemental, el texturalismo o informalismo en la textura se limita a enfatizar los accidentes de la materia, así como el monocromismo redujo la obra de arte a la superficie de un color único. Y si el informalismo gestual encumbra el temblor de los trazos en su curso con el propósito de mirar en sus trasfondos psicológicos, el informalismo orientalista enaltece la belleza gráfica de esos trazos y se deleita en ella. En sus esfuerzos por transmutarse y subsistir, la pintura intenta fundar una estética de la materialidad, como en el arte povera, aunando procesos del reino vegetal, mineral o animal. Con el mismo tesón busca ampliar la sensorialidad de las artes visuales hacia lo táctil o corporal del espacio real, como en las ambientaciones, espacialismos y la escultura transitable. Incursiona igualmente en nuevos modos de ver, mediante aditamentos especiales, como los propuestos por el grupo (GRAV) de J. LeParc a mediados de los años sesenta. Se quisieron revisar los fundamentos de la percepción visual, y se exploraron las posibilidades sensitivas de nuevos modos de ver y de tocar. Pensemos en el cinetismo y en el luminismo, con sus

movimientos y luces reales y elementales. En la subestructura morfológica los abstraccionismos geometristas acaparan la superficie pictórica con la figura geométrica elemental, como el triángulo, el cuadrado o el círculo. Los formalismos buscan también aquí las figuras que representan bellezas naturales* así como en la subestructura sintáctica irán tras la importancia de la belleza compositiva.

Fig. 5.1. Las tendencias sensorialistas o elementaristas de las artes visuales. En términos generales se destacan las dimensiones sensoriales de las elementalidades materiales y formales. Las elementalidades dejan de ser medios y se tornan fines en sí mismas. En buena medida, se emprenden las mismas lecturas que

el hombre siempre buscó en el manuscrito: no sólo la dimensión idiomática o semántica del mensaje sino también la caligráfica (belleza) y la grafológica (expresividad de los trazos), que requieren del perceptor una hermenéutica especial. En el extremo opuesto de las artes visuales aparecen los no objetualismos, como el arte conceptual, los ready made y las imágenes lumínicas, que niegan importancia artística a los atributos materiales: son simples soportes físicos de algo importante e invisible. Ante la sobrevaloración del objeto —típica de la sociedad de consumo— importaba exaltar la acción como lo más humano del hombre. La sensorialidad pasa a planos muy secundarios. A su turno, los figurativismos, siguen tomando a las formas como medios de configurar contenidos. En ellos encontramos la sensorialidad al servicio de una hermenéutica del contenido. Los elementos simples y aislables —o aislados— considerados bellos existieron siempre en la naturaleza y fueron motivo de consumos estéticos. Ejemplos serían un rojo atractivo, una piedra preciosa, una forma geométrica o la tersura de un material. Sus bellezas eran de consenso general y satisfacían los diferentes gustos y hábitos de la colectividad. Para ser exactos, son bellezas primarias muy afines a los ideales y sentimientos colectivos que más nos deleitan cuanto mayor es el detenimiento sensorial con que las miramos. En un comienzo fueron espontáneas y frescas; con el tiempo se cubren de intereses subalternos y su uso o propiedad deviene privilegio de irnos cuantos. Ante las bellezas naturales simples que alegran la vida no necesitamos una hermenéutica como frente a la majestuosidad de algunos fenómenos naturales imponentes, que nos impelen a invocar a un ser sobrenatural como su autor. Nos basta con evitar tomarlas por fines, para orillar así la frivolidad. ¿Por qué la afanosa búsqueda de elementarismos en las artes visuales? La respuesta nos puede dar los fundamentos de la importancia de las operaciones sensoriales. En nuestra opinión, se trata de un fenómeno complejo debido a sus causas y a sus múltiples relaciones. En primer lugar, obedece a dos procesos: al paulatino incremento de racionalidad en el hombre, con la consecuente disminución del pensamiento mítico, y a la tecnologización de la producción de imágenes y de objetos. Ambos procesos contribuyen a crear un menosprecio de los pormenores visuales y de la sensibilidad. En segundo término, y como decía L. Althusser, nuestra época se caracteriza por revisar las actividades más elementales del hombre tales como el habla, el medio ambiente, la visión, la lectura, etcétera. Para ser más concretos, el fenómeno hállase íntimamente ligado a los diseños; vale decir, al concepto que éstos instituyen por primera vez en la humanidad: el objeto bello por su pura funcionalidad práctica y formal, el cual es capaz de

satisfacer, por lo menos, las principales necesidades sensitivas del hombre. Se desarrolla así un hedonismo primario, rayando en el simplismo. Incluso, se llega al extremo, de suponer que para completa felicidad del hombre basta con la belleza, de suyo formal, de los objetos en general. No por nada vivimos en sociedades de consumo con sus productos industriales, de cuyo embellecimiento se encargan los diseños. Con la supresión de la ornamentación que siempre fue belleza para el hombre, los diseños llegaron a la máxima elementabilidad estética, que han de justificar las artes. Los animaba el propósito de satisfacer el gusto y los hábitos imperantes en las sensibilidades vegetativas y gregarias (masivas) que buscan lo festivo en el entretenimiento audiovisual o deportivo. Los fenómenos de la elementabilidad artística, y de los diseños, propios de la sociedad de consumo, se dan junto con la visión y sensibilidad del hombre actual. A todas luces, éste ha perdido en profundidad y en detalles visuales lo que ha ganado en cantidad de información y en lecturas sumarias y rápidas. El imperio de las narraciones audiovisuales impone el realismo fotográfico, cuya sobrecarga informático-visual aminora la sensorialidad; aminoramiento que se agrava con la popularidad de la sucesión de imágenes cinematográficas y televisuales, en las que no caben pormenores como en una imagen sola y fija. Al urbanizarnos, nos hemos alejado de las bellezas naturales y nos cautivan los entretenimientos audiovisuales. Nuestra capacitación visual es ahora sumaria: la sensorialidad disminuye y, con ella, la sensualidad. Como reacción en contra de tal disminución, en algunas tendencias nuevas de las artes visuales aparece el elementarismo, como un intento de activar la facultad de significar lo visible con sentido crítico, que los medios masivos estaban reduciendo a placentera pasividad, a fuerza de halagos audiovisuales y formalistas. Por otro lado, el elementarismo de las artes visuales también se explica como un obligado apoyo a la industria y a la estética geometrista y simple de los diseños. ¿Se trata acaso de una contradicción? La respuesta correcta es posible únicamente dentro de la dialéctica de la cruda realidad, en que el elementarismo tiene un lado positivo y otro negativo. El de las artes visuales será, pues, contrario y a la par favorable a los medios masivos y a la disminución de la sensualidad en el hombre actual. El formalismo artístico y el estético de los diseños coinciden y se auspician mutuamente; es decir, coinciden en una sensualidad visual simplista. Lo cierto es que hemos ganado en fruición visual sumaria y hemos perdido en sensorialidad corporal, así como en pormenores visuales, olfativos y gustativos. De allí los esfuerzos de las artes visuales por extender sus efectos a lo táctil y a lo espacial. Aludimos a las tendencias emergentes porque las tradicionales permanecen arrinconadas y minoritarias, no obstante seguir confiriendo importancia a los detalles de las imágenes. Se tenía que dar la batalla en

el mismo terreno de la elementaridad, de suyo afín a la sensibilidad del hombre actual. Las tendencias emergentes también renuncian a las bellezas, ahora en manos de los medios masivos. Renuncian con la idea de que ella no es la única categoría estética ni la visión el único canal de nuestra sensibilidad. En suma, las artes sirven tanto para impugnar como para apoyar o conservar los diseños y la exaltación de la sensorialidad. Lejos de nosotros está condenar las formas, ya que nos son imprescindibles en las artes. Conservar la capacidad de asombrarse ante la belleza de ciertos elementos y de ciertas sutilezas seguirá siendo una virtud admirable en el hombre. Por eso las artes requieren de una “erótica”, como hace años reclamaba Susan Sontag.2 El placer sensorial o sensualismo nos es indispensable, hoy más que nunca, como parte de nuestra vida sensitiva o estética, pero sin perder conciencia de sus limitaciones, como medio que es. La intensidad de la emoción varía, así como varían sus causas. Sin embargo, resulta imposible establecer diferencias en su naturaleza. Sea como fuere, el aficionado al arte y los estudiosos (críticos, teóricos e historiadores) tendrán que desarrollar una destreza sensorial a fuerza de práctica y de curiosidad intelectual, si es que quieren seguir penetrando en lo valioso y específico de las artes visuales. Cuando es placentera y se impone a la sensibilidad y a la razón la sensorialidad elemental deviene sensualidad. Empero como dijimos, resulta que todo placer descansa sobre la base biológica. En primer lugar, esta base nos impone privilegiar los productos hechos a escala humana. Sus formas y volúmenes, colores y texturas han de ser agradables, nunca irritantes ni hirientes a la vista. Sentir la belleza de un rojo o de un azul, de un triángulo o de tul cuadrado, de un cubo o de una esfera, de una forma o de una figura, puede tener varios orígenes: ser un reflejo condicionado o un hábito, corresponder a una Gestalt que el hombre prefiere porque se aviene a su realidad somática, o bien obedecer a una necesidad surgida en el individuo por razones sensitivas, intelectuales o prácticas. La actual importancia de tales elementaridades o bellezas primarias es también consecuencia lógica de la elementaridad difundida por la educación visual y el análisis formal, vigentes en la educación artística desde la Bauhaus, que dan a conocer los efectos sensitivos de las formas simples y aisladas tales como el punto, la línea y el plano, como si se tratara de un alfabeto artístico visual. Abogan por una estética muy elemental que busca belleza, expresividad o simbolismo, y en ella interviene ideas conformistas. Desafortunadamente, sus enseñanzas tienen poco que ver con la complejidad de la obra de arte. Pasemos ahora a la otra mitad de la estructura artística: la estructura significativa, y establezcamos qué trae y qué hace el perceptor cuando enfrenta la subestructura elemental, la morfológica y la sintáctica y desarrolla sus operaciones

sensoriales. ¿Cuándo y cómo intervienen en tales operaciones la sensibilidad y la mente? Cuando el producto artístico o estético comienza a circular en la colectividad, de inmediato es atraído por un horizonte de expectativas, como asevera la teoría germano-occidental de la recepción estética. Para nosotros este horizonte designa metafóricamente la formación artística o estética de toda sociedad, con sus múltiples modos viejos y nuevos de consumo sensitivo en estrecha coexistencia competitiva. Como es de suponer, los modos no actúan por sí solos, pues vienen encarnados en los comportamientos de las personas. En consecuencia, el objeto cae dentro de un conglomerado de múltiples grupos o sujetos, cada uno con diferente acervo de medios intelectuales de consumo, a causa de sus distintos intereses artísticos o estéticos. Si la estructura formal del objeto exige significaciones consuntivas que rebasan tal horizonte, o genérase la denominada distancia estética o artística que los agentes ideológicos han de cubrir, legitimando para ello la novedad del objeto que la origina y le crean a éste modos apropiados de consumo. Después de todo, al aficionado le es muy difícil cubrir de motu proprio tal distancia. Son minoritarios los grupos o individuos adeptos a los modos emergentes, generadores de la citada distancia estética; grupos poseedores de recursos consuntivos actualizados. La mayoría de los aficionados al arte vive apegada a los modos consuntivos dominantes, apoyados casi siempre por el oficialismo. El perceptor no es un ingenuo ni una página en blanco. Enfrenta al objeto con una determinada orientación teleológica y axiológica: sabe qué fruiciones y fines buscar, y cómo valorar sensitivamente la obra de arte. Trae, pues, apetencias artísticas o estéticas, cuya intensidad y satisfacción dependen de tres capacidades interdependientes: la sensorial, la sensitiva y la teorética. Como sabemos, las apetencias están condicionadas por la sociedad, el individuo y el sistema cultural; es decir, dependen de la clase social y del momento histórico del consumidor, como también de su talento y de su cultura estética o artística. En sentido estricto, el perceptor corporiza una unidad particular de elementos sociales, personales y “profesionales”, sea productor, aficionado o analista. La capacidad consuntiva de cada uno no es igual para todas las artes ni para todos los géneros artísticos visuales. Siempre habrá una mejor preparación personal para una de las tendencias artísticas o estéticas. Todos podemos percibir la obra de arte como objeto. Basta con registrar rápidamente sus propiedades primarias, como tamaño, formato y material. Muy pocos se interesarán por acercarse a ella con el propósito de consumirla o, lo que es igual, de verla detenidamente. En tal caso, el objeto artístico o estético demanda

objetivar al máximo la potencialidad de todas las operaciones perceptuales pues, como afirma R. Arnheim, 3 no hay vacíos en el objeto. Entonces, intervienen ideas, preferencias y valoraciones. “No hay percepto sin concepto”, éste impele al sujeto a desarrollar toda su capacidad sensorial, sensitiva y teorética. La percepción tórnase en un dinámico paralelogramo de fuerzas, Una vez que el objeto ha atraído al sujeto, éste emprenderá una primera lectura: la sumaria y rápida de la totalidad estética o artística, registrando las reacciones sensoriales, sensitivas y teoréticas iniciales, suscitadas por las formas y el contenido. El sujeto da sentido al objeto, lo interpreta y valora fugazmente. Después entrará en un vaivén entre lo sensorial de cada parte y lo sintáctico-sensorial de la totalidad, siempre con la intervención de la sensibilidad y de la mente. No vamos a detallar las posibilidades sensoriales. Nos basta con señalar la importancia de la sensorialidad y sus pasos fundamentales, y agrupar sus posibilidades según las tres subestructuras señaladas en la obra de arte: 1.Las operaciones sensorio elementaristas. 2.Las sensorio gestaltistas. 3.Las sensorio compositivas. Cada grupo será visto en sus efectos estéticos, de manera que sus valores artísticos se tratarán al final y en conjunto. 1.En las artes visuales, la sensorialidad casi siempre estuvo ocupada en las formas y figuras: esto es, en las unidades visuales y no en los elementos de éstas. Los atributos materiales fueron nulos en la pintura y jugaron un papel menor en la escultura y en la arquitectura. Nos referimos a los accidentes de la superficie de una materia, no a su naturaleza o aspecto de madera, piedra o mármol. El temblor de la aplicación del pigmento data del siglo pasado; como prueba está A. Monticelle, tan admirado por Van Gogh. No importa si hay antecedentes en las vibraciones de un Rembrandt, de un Fraz Hals o de un Tiziano ya anciano, si nos remontamos en el tiempo. Es a mediados de este siglo cuando en la superficie pictórica aparece un elemento único que la monopoliza, tal como un color o una textura, un movimiento o una luz, un material (collage) o un espacio vacío y real. En la arquitectura surgen las rugosidades parietales. En síntesis: la obra de arte se limita a la subestructura elemental, desistiendo de la sintáctica y de todo contenido. Estamos aludiendo a elementos aislados y no a su reunión. Es decir, tenemos que ver con las tendencias artísticas denominadas sensorialismos, como el

texturalismo y el monocromismo, el luminismo o cinetismo, gestualismo o grafismo, ya antes citados. Si en la obra de arte o en la naturaleza hay un conjunto de elementos, el sujeto puede aislar fugazmente uno por uno con distintos fines. Penetra así en su sensorialidad. Sin duda, al separar una parte del todo, hay amputación, pero es artística y no estética. En cualquier caso, inicialmente tendremos un agrado biológico que muchas veces puede ser confundido con el placer estético elemental. La experiencia biológica llega al conocimiento empírico y a lo agradable sensorial o corporal que es autorremunerativo, mas no estético. Sin embargo, muchas sensibilidades atentas presienten, en el elemento aislado, satisfacción de sus apetencias sensitivas y toman la sensorialidad por un medio. Penetran así en la sensorialidad para detectar lo que ésta parece querer significar. Ante el elemento aislado en la subestructura elemental, la sensibilidad tiene dos caminos: limitarse al placer hedonista de la belleza del elemento o extender las significaciones de cada elemento a la totalidad de los mismos y a las figuras de la subestructura morfológica del objeto. En el primer caso, la sensibilidad atraída por la belleza convierte la sensorialidad en sensualidad; esto es, en placer o sentimiento emocional de carácter formal. Desde luego, aquí intervienen la lectura y el análisis. La interpretación y la valoración toman parte', pero con la fugacidad de la percepción cotidiana, siempre centrada en la Gestalt de lectura sumaria y rápida. En síntesis: habrá continuidad entre lo agradable biológico y lo estético. En el segundo caso, estas intervenciones se dilatan y la mente obliga a la sensibilidad a centrarse en lo dramático elemental, pongamos por caso. Porque un color o una textura, una luz o un movimiento suelen suscitar también sensaciones de tipo emocional de tristeza o alegría, delirismo o dramáticas. En concreto, la intuición y la imaginación intervienen para dar sentidos translaticios al elemento, lo que equivale a tomarlo como alegoría, símbolo o metáfora. Luego el receptor registra los efectos de cada elemento sobre cada figura de la subestructura morfológica, y establece continuidad entre ésta y la elemental. Por lo demás, ya nos hemos referido ampliamente a la importancia de la elementaridad en las artes, y la hemos fundamentado. 2.Con frecuencia una figura en la subestructura morfológica de la obra de arte hállase constituida por la reproducción de una realidad natural considerada bella o dramática. Lo estético-natural se identifica con el denominado contenido, diferenciándose de lo estético-formal que le sirve de base y de complemento. Porque los elementos de la composición y del contorno e interior de cada figura determinan la reproducción de la belleza natural. No sólo interviene la sintaxis de los elementos

sino también su semántica, con sus denotaciones. La belleza natural conocida termina en una simple satisfacción o halago de ideales y sentimientos de belleza predominantes en la colectividad. Su goce es estético, al igual que en la naturaleza, pero sin ser producto del artista aunque haya intervenido su acertada elección de la belleza natural. Tal goce requiere que el perceptor desarrolle sus operaciones sensorio-gestálticas en el establecimiento de los pormenores de la figura y la intrafigura. Al goce estético de una belleza natural se puede adherir o anteponer el placer mimético, que es intelectual en tanto aprecia como valor la fidelidad de la reproducción de la realidad visible. En la confirmación de ideales de belleza establecidos resulta imposible hablar de base biológica pues el fenómeno es meramente social en cuanto confirma los hábitos, preferencias e ideales colectivos de belleza, inculcados por la sociedad. Aquí terminan propiamente las dimensiones estéticas. Como es de esperar, también habrá que considerar la reproducción de bellezas naturales nuevas y de las geométricas, gracias a un descubrimiento y a la atenta sensibilidad del artista. Tendremos así una belleza de efectos correctivo-renovadores, en cuanto amplía los recursos artísticos y nos enseña a justipreciar aspectos ignorados de la naturaleza. El goce estético también puede provenir de otras categorías estéticas tal como lo dramático de alguna escena humana, en la que el contenido actúa más que la belleza formal. En cualquier caso, el goce viene precedido de acuciosas operaciones sensorio-gestaltistas. Los pormenores de cada figura e intrafigura repercutirán sobre la subestructura sintáctica de la obra de arte, al enriquecerla o ampliarla y singularizarla, de modo que es menester que el receptor tome conciencia de tales pormenores y repercusión, mediante su capacidad sensorio gestaltista. 3.Como es de dominio general, en el consumo estético y en el artístico la percepción tuvo siempre que ver con totalidades; vale decir, con estructuras o Gestalten, las cuales constituyen algo más que la suma de sus partes. La captación de este algo más requiere el concurso de la contemplación intuitiva, que de hecho rebasa la razón, así como sobrepasa la sensorialidad biológica y la estética elemental. Porque en la totalidad estética o artística encontramos lo biológico de los ritmos y las proporciones, de las simetrías y las direcciones, principios según los cuales se combinan líneas y planos, formas y colores en superficies o volúmenes. Esta base biológica permite que el sujeto sea sensible a los principios sintácticos de composición u ordenamiento de las totalidades estéticas o artísticas. En buena medida, enfrentamos superficies y volúmenes que son campos de fuerzas, que constituyen tensiones y antagonismos, cuya armonía relacional configura una belleza

dinámica que actualmente denominamos formalista y que continua el decorativismo de la antigüedad. Ante la subestructura sintáctica de cualquier obra de arte o fenómeno natural, el sujeto lleva a cabo un vaivén entre las partes y la totalidad. Lee y analiza, interpreta y valora la sensorialidad de cada elemento aislado, y sus relaciones con los otros elementos y con su totalidad. La belleza de ésta, de suyo formal y relacional, requiere la injerencia de la mente y de la sensibilidad a fin de ser no sólo reconocida sino construida, si fuera necesario. Después de todo, el sujeto, puede combinar los elementos de acuerdo con su criterio hasta llegar a una totalidad placentera y singular, que satisfaga de manera nueva, si es posible, sus apetencias sensitivas1 de armonía y equilibrio. No importa si quedan elementos inarticulados que pasan al preconsciente. En la eurritmia sintáctica la sensorialidad llega a su mayor intensidad emocional, a su mayor ligazón con la sensibilidad. Reconocer armonías en la naturaleza o en los productos humanos es cuestión de sensibilidad y de confirmación de nuestro gusto. No obstante, para descubrir euritmias escondidas se necesita cierta experiencia visual y sensitiva, además de razonamientos formalistas de los principios de ordenamiento. En ambos casos se trata de consumos estéticos de tipo hedonista, antesala indispensable de las artes, pero artísticamente insuficiente. Los usos y costumbres de las bellezas elementales los encontramos asimismo en las sintácticas, de suyo complejas y abundantes en la naturaleza y en las artes, y que exigen mayor participación de la mente y de la sensibilidad. En las artes registramos la presencia de bellezas formales, productos de los artistas, las que suelen venir acompañadas de la representación de bellezas naturales. Desde el siglo pasado, el artepurismo trató siempre de amputar la estructura artística, al limitar su consumo a los efectos inmediatos; vale decir, a los formalistas, de suyo placenteros. Al limitarlo a la sintaxis, se lo cercenaba pues se le separaba por completo de los componentes principales del contenido: la semántica y la pragmática de las formas. Como resultado, surge el formalismo o decorativismo artístico. De este modo las obras de arte devienen meros ejercicios sensoriales, o de significación semántica y pragmática en el mejor de los casos. Decíamos que la subestructura sintáctica con su belleza formal y relacional también descansa sobre una base biológica. En la sintaxis de varias elementalidades entran en juego los principios ordenadores de la realidad que el hombre siempre utilizó por razones somáticas cuando quiso orientarse en el espacio y en el tiempo, ambos isotrópicos, infinitos y carentes de datos sensoriales. Tales principios son las simetrías y proporciones, los ritmos y direcciones que incumben directamente al erguimiento somático del hombre, y confieren un sentido de organización a todo espacio, superficie u objeto al atribuirle un arriba y un abajo, una izquierda y una derecha, un adelante y un atrás.

En todas las culturas y épocas, la organización o estructura de los elementos del trabajo, como la de los componentes del arte, descansaron sobre los mismos principios sintácticos. Por eso podemos apreciar las bellezas formales de la prehistoria, pese a que sus motivaciones y efectos nos sean extraños. Siempre hubo una tendencia a preferir la armonía de tales principios. Si se la trasgredió para imponer la desarmonía fue por causas sociales y culturales. En favor de la armonía o en su contra, el hombre nunca pudo ignorar estos principios; lo que sí tuvo que cambiar radicalmente a lo largo de la historia fue la semántica y la pragmática de su empleo. A fines del siglo pasado se prestó suma atención a la base biológica de las artes quizá a instancias del auge darwinista. Se analizó la importancia de los principios sintácticos, cuyo estudio se encuentra todavía en la Estética, de G. Lukács, obra concluida en 1962.4 Importaba comprobar cómo en la naturaleza, en el cuerpo humano y en los trabajos prácticos interviene cada uno de los principios ordenadores. El ritmo se percibe en la sucesión del día y la noche, de las estaciones y en la respiración y en los latidos del corazón, así como lo señalaba en el trabajo (Bücher5), en la poesía (Ch. Caudwell6) y en la música, sin faltar en la pintura ni en la escultura. Estudiosos como Raymond Bayer7 y Otto Baensch, 8 ven en el ritmo lo sustancial y “la lógica” del arte. A su vez, la simetría abunda también en el cuerpo humano y en la fauna, en la flora y en los minerales, mientras las direcciones resultan indispensables para la orientación del hombre en el espacio. Por último, las proporciones obedecen al imperativo de respetar la escala humana; es decir, las dimensiones que hacen manuables y perceptibles a los objetos. Desde luego, estos principios ordenadores intervienen en toda herramienta y utensilio, así como en las obras de arte. Al formar parte de las artes, éstos adquieren dimensiones sensitivas o estéticas. La armonía tórnase goce estético, igual que la mimesis. Por supuesto, aludimos a épocas prefotográficas.9 Los principios de ordenamiento en cuestión actúan no sólo en las artesanías, actualmente denominadas artes. También desempeñan un importante papel en la ornamentación a que se refiere G. Lukács) o sea al uso del adorno que desde tiempos inmemoriales vemos desfilar a lo largo de toda la historia del hombre. Fueron épocas en que no pudo haber belleza en un objeto o edificio sin ornamentos, sean éstos geométricos o fitográficos. Seguramente el ornamento se originó en alegorías cosmológicas, simbolismos teogónicos; emblemas de jerarquización social o ritos mágicos. Si se quiere, constituye un simbolismo olvidado que se ha tornado en combinación hedonista de formas, pero lo cierto es que lo decorativo abunda en los adornos del cuerpo humano, desde los tatuajes a las joyas y vestimentas, así como en los utensilios cotidianos de las clases altas.

Al ornamento lo denominaremos después arte aplicado, pero sin que podamos desmentir la perenne necesidad humana de belleza ornamental, a la que se prefiere, como actualmente todavía lo hacen los sectores populares. El comportamiento hedonista fue siempre inherente a la naturaleza de muchos hombres. Así, los principios de ordenamiento producen sentimientos objetivos placenteros al provocar emociones. No en vano existen músicas alegres o tristes, lo mismo que algunos cuadros o edificios. Tales principios constituyen el sustrato estético de todo producto humano; sustrato básico de las artes, pero insuficiente. La ornamentación subsiste hasta nuestros días y sus principios de ordenamiento también son adoptados por las artes, aparentemente como sustituto de las artesanías. La composición o sintaxis persistió y vino escondida entre la profusión de figuras. Importaba entonces la semántica; esto es, la relación de los signos y figuras con lo significado y figurado por los mitos hechos realidades (los dioses) o por realidades visibles. Sin embargo, desde hace un siglo el espíritu de la ornamentación comienza a predominar en las artes tradicionales, y su primacía despunta en el preciso momento en que se aboga por la supresión de los ornamentos en las artes y aparecen los diseños. Como sabemos, P. Cézanne inicia el imperio de la sintaxis en la superficie artística. Al deleite de la mimesis se contrapone así el de la sintaxis o, lo que es lo mismo, las relaciones entre los signos o figuras. Después aparecen el cubismo y los abstraccionismos que desnudan los principios ordenadores y que traen consigo al formalismo, como una prolongación culta de la ornamentación. Claro está, actualmente son otros los móviles y fines, muchos de ellos justificados. Luego el deleite sintáctico, a partir de los años sesenta sigue el predominio de la pragmática, postulado por algunas tendencias artísticas denominadas no objetualismos, en cuyas obras la semántica y la sintaxis carecen de importancia. Importan únicamente los efectos de la obra en el receptor. Así, la ausencia de arte suele tornarse en manifestación artística cuando incide en los conceptos de arte que sostienen y alimentan a la sensibilidad del receptor. Sea como fuere, actualmente coexisten los figurativismos y los abstraccionismos. Los primeros llevan ocultos los principios de ordenamiento y requieren de un análisis informado y ducho para descubrirlos y señalar su funcionamiento visual. En cambio, en los abstraccionismos geométricos encontramos a flor de piel tales principios, y es fácil deleitarse con su formalismo. Estos abstraccionismos son propiamente reencarnaciones de la ornamentación milenaria. ¿Cabe justificar al formalismo como continuación de la ornamentación milenaria?; ¿debemos condenar el hedonismo que lo sostiene?

Por lo general el formalismo se tilda de vacuo y de frívolo decorativismo. Lo tachan de este modo sobre todo los “contenidistas”, y en especial quienes consideran a lo estético y a lo artístico como sinónimos, viendo en las artes solemnidad sacra o traumatúrgica. En verdad, se trata de un proceso de estetización de las artes visuales, en tanto éstas recurren a poner al desnudo los principios ordenadores con el propósito de producir placer estético o, por decirlo mejor, para halagar los ideales y sentimientos de belleza que, si bien son fundamentales para las artes, se diferencian de ellas y son artísticamente insuficientes. Si la estetización de los abstraccionismos coincide con el de los productos industriales es porque las artes se acercan a los diseños. El actual formalismo, como antes la ornamentación, es un producto necesario para la vida estética, no para la artística. Lo malo está en hacer pasar lo estético por artístico, en elitizar el formalismo, sobrevalorar el placer sensitivo, solemnizar el arte y aprovecharlo con fines de dominación y manipulación humanas. Quienes toman las razones estéticas del formalismo por artísticas las sitúan en la excepcionalidad de las artes, menospreciando la cotidianidad de lo estético que en nuestros días precisamente buscan los diseños y descuidaron las artes. El formalismo satisface las necesidades festivas de la sensibilidad: no las correctivo-renovadores que tipifican a toda creación cultural, inclusive la artística. Las artes son manifestaciones transestéticas: calan más allá de los principios ordenadores y de sus armonías y bellezas. Además, no creemos que con el socialismo o con el comunismo desaparezcan el adorno, la ornamentación y el hedonismo. Formalismo y hedonismo son primordiales y medios, mas no primacías y fines. No es ninguna novedad que, aparte del formalismo, los geometrismos artísticos tuvieran también como fines neutralizar las formas para liberar al color, activar la facultad de significar del perceptor, y subvertir conceptos establecidos de arte. Si el adorno, la ornamentación y el hedonismo son primordiales, distan mucho de ser elementales. En la subestructura elemental, una textura o un rojo lo es y deviene sensorial; es decir, produce sentimientos sensoriales o sensibles. Mientras tanto, la subestructura sintáctica hállase constituida por un conjunto de relaciones, al igual que cada uno de los principios de ordenamiento, y produce sentimientos emocionales cuando vemos belleza con ayuda de la mente. Después de todo, las relaciones rebasan lo sensorial, demandando la intervención de la inteligencia. El placer estético es aquí objetivo; en otras palabras, lo suscita el objeto o los principios ordenadores con el concurso de la razón del sujeto. En comparación, el placer mimético es más subjetivo: goza el hecho de ver una reproducción fiel de la realidad visible y no los pormenores visuales de su reproducción gráfica. Hasta aquí nos hemos ocupado de las bellezas formales de la subestructura sintáctica y de lo concerniente a las operaciones sensorio-compositivas. Todo lo hemos limitado a lo estético. Veamos entonces las relaciones de la sensorialidad con

lo artístico. En la percepción de los aspectos artísticos, la sensorialidad pierde fuerza e influencia. Es indispensable, pero se pone al servicio de la mente más que de la sensibilidad. En la significación de la estructura formal por parte del sujeto, cabe distinguir dos procesos: el no artístico de naturaleza semántica, que relaciona forma y contenido; y el artístico, que evalúa la estructura artística en lo que toca a sus aportaciones sistémicas o de retroalimentación. El primer proceso consiste en el vaivén entre la forma y el contenido; más exactamente, entre el objeto y el sujeto que lo significa. En otras palabras, el sujeto significa lo estético formal, y obtiene así el contenido. He aquí lo más activo del sujeto y lo más sensitivo y racional del consumo artístico. Importa superar las denotaciones. Como primera medida, el sujeto se libera de toda emoción, y acto seguido analiza la totalidad en busca de un resultado: la función o sentido que regulará la relación forma contenido. Al fin y al cabo, el arte es transestético, y por eso interesan las connotaciones de la expresividad o la belleza, de la construcción o la invención. Todos los elementos sensoriales hacen ahora de alegorías, símbolos o metáforas. Así, la sensorialidad elemental enriquece y transforma el contenido o las denotaciones, de suyo no artísticas ni estéticas. Con el concurso de la razón, la sensibilidad lleva la sensorialidad a sus máximas implicaciones no sensoriales, si se quiere, intelectuales o ideológicas. Cuanto más significamos la sensorialidad, menos sensorial será. Lo mismo sucede con la sensibilidad. En otras palabras, las impresiones sensoriales del sujeto constituyen en parte percepciones mediatas, en cuanto se topan con elementos nuevos y han de conferirles significaciones con ayuda de la intuición e imaginación, enriqueciendo el contenido. Es de suponer que la sensibilidad guía las sensaciones sensoriales hacia las inferencias estéticas, mientras la razón lo hace hacia las artísticas. Por añadidura, toda inferencia es mental. Dicho sea de paso, las obras de los no objetualismos carecen de semántica y de sintaxis, y la razón ha de centrarse en establecer sus efectos conceptuales, propios de la pragmática, que subvierten las ideas fundamentales y establecidas en torno del arte. A las búsquedas de los efectos conceptuales se suman las de los efectos retroalimentadores, que son los artísticos propiamente dichos, o sistémicos. Estas búsquedas son también materia de la mente y tienen una orientación axiológica y de tipo correctivo-renovador. En la conciencia del receptor no se da aquí intervención de lo biológico ni de la sensibilidad. Si en lo estético la sensorialidad se somete a la

sensibilidad, en lo artístico la subyuga la razón. Los efectos de retroalimentación a interpretar y a tasar pueden ser nuevos modos y medios de producción, valores históricos y sociales, o bien renovaciones conceptuales. Tasar la retroalimentación significa conocer los postulados de la tendencia artística a que pertenece la obra percibida; tendencia que no es otra cosa que un proyecto cultural de uso de los recursos estéticos. El arte es una sucesión de proyectos culturales que cambian con el tiempo y que las obras retroalimentan con sus innovaciones. En conclusión; la sensorialidad de orientación artística es reflexiva. En realidad es biológica y protoestética, y fue sobrevalorada por los hedonistas y subestimada por los “puritanos” del arte. La visualidad, la tactilidad y lo viso-táctil son medios indispensables en el conocimiento de la realidad, pero no bastan. Pueden irradiar placer, pero de forma elemental y casi biológica. La mente encauza lo sensorial hacia lo artístico y lo no artístico de las artes, como lo político, religioso o moral. Con todo, si desea consumar una percepción cabalmente estética y artística, el consumidor de arte ha de tener una capacidad sensorial desarrollada en las sutilezas formales y materiales.

NOTAS 1 J. Eberhard,Persónlichkeit-Kunst-Ledenweise, págs. 157-185. 2 S. Sontag, Agaiiist Interpretotion, págs. 3-14. 3 R. Arnheim, 'liinamic and Invariants" en J. Fisher (ed.), Percaiving Artworks. 4 G. Lúckacs, Estético, tomo 1, págs. 265-311. 5 K. Bücher, Arbeit und Rhytmus. 6 Ch. Caudwell, flusiori und Wirklichkeit. 7 R. Bayer, The essence of Rythm" en Susan Langer (ed.), Refletions on Art. 8 Q Baensh, "Art and Feeling" en Susan Langer (ed.), Refletion on Art. 9 G. Lúkacs, op. cit., págs. 311-351.

6 Las operaciones sensitivas He aquí las operaciones, cuyos componentes conforman el más intrincado nudo de la percepción visual sobre todo de aquella percepción requerida por el consumo de algunas artes y por la recepción de las categorías estéticas de la realidad natural, incluida la humana, Desde el siglo xviii muchos teóricos han considerado la sensibilidad como la matriz de tales operaciones y como lo peculiar de las artes y de todo lo estético, concepciones éstas de consenso general entre los aficionados de nuestros días. Sin embargo, el nudo sigue embrollado y continuamos refiriéndonos a una propiedad humana sin saber a ciencia cierta qué es, y sin que la psicología esté capacitada para respondernos sin ambages. En buena medida, tenemos en las manos una hipótesis bastante informe y frágil, pues todavía aludimos a la sensibilidad sin atinar siquiera a diferenciar entre sí las múltiples y variadas reacciones denominadas sentimientos, en que ella se diluye. A lo sumo, experimentamos sentimientos y en un gesto de alegre egocentrismo terminamos conceptuando el placer sensitivo como lo sustancial de toda vida estética, y como la finalidad principal de cada una de las artes. Para nada nos preocupan las causas, la naturaleza y los efectos del placer sensitivo. Resulta imperativo, pues, preguntarnos si en verdad existe la sensibilidad, qué elementos la integran, cómo opera y si toda ella es estética o no, para luego cuestionarnos si hay o no un placer exclusivamente estético, y si éste constituye el happy end del arte y de lo estético o sólo corporiza un síntoma. Más que preguntarnos por la existencia de la sensibilidad, nos corresponde establecer qué es. Mejor todavía: debemos analizar las posibles maneras de conceptuar nuestras actividades sensitivas o estéticas. La sensibilidad existe en tanto a diario experimentamos sentimientos, en cuanto sabemos que todos los hombres los viven, y sobre todo porque es posible aislarlos como vivencias y diferenciarlos de las actividades de la razón. Después de todo, en sus fugaces momentos de vida nuestras emociones son ciegas e irracionales. Siguiendo a Kant, muchos estudiosos toman a la sensibilidad como una capacidad o facultad humana, lo cual es correcto. Luego, muy convencidos afirman que constituye la capacidad de sentir y que, por tanto, ella siente. Así, de buenas a primeras, la última afirmación se nos presenta lógica y correcta, pero en un sentido estricto, la sensibilidad humana no siente de motu proprio ni ella sola genera sentimientos. Es el hombre quien la utiliza para sentir y

originar sentimientos. La utiliza propiamente para traducir en sentimientos las sensaciones sensoriales. No se trata de un juego de palabras. Aceptar que la sensibilidad siente implicaría incurrir en un sustancialismo, como si existiese de veras en nosotros algo autónomo y perceptible que denominamos sensibilidad. Realmente y en concreto, para poder responder con sentimientos a las realidades la sensibilidad humana necesita el respaldo de la razón, de los sentidos y de las experiencias sensitivas. Sin la razón el hombre se perdería en un pozo de sentimientos indiferenciados, promiscuos. En sentido estricto, los sentimientos son subproductos de los estados de espíritu o mentales que se suscitan en los hombres por tal o cual situación o realidad. Esto no implica estar de acuerdo con R. Arnheim, 1 cuando llama subproductos no específicos a los sentimientos. En nuestra opinión son subproductos de la relación objeto-sujeto, que depende obviamente de la realidad objeto y de la realidad hombre, y que incluye lo específico de la belleza y demás categorías estéticas. Como es sabido, y al igual que cualesquiera otros seres animados, poseemos una sensibilidad corporal o, si se prefiere, tenemos un cuerpo provisto de la capacidad neurológica de sentir directamente y sin previas interpretaciones ni valoraciones los estímulos fuertes de toda realidad circundante. Es decir, sentimos frío o calor, un corte de navaja o el pisotón de un prójimo, el impacto de un automóvil o el ruido de una máquina, la luz o los perfumes, sin que previamente intervenga nuestra razón ni experiencia alguna. Sentimos biológicamente como un animal, esto es, registramos sensaciones de forma pasiva. Muy distinta es la sensibilidad visual, nuestra capacidad de responder con sentimientos u operaciones sensitivas a una realidad visible: aquí tiene lugar un proceso de ver la realidad y de sentir lo visto en ella, que pone en movimiento toda una constelación de ideas y experiencias, de ideales e ideologías, de motivaciones y fines, de medios y valores. En fin, desarrollamos una recepción activa y racional en la que gravita todo el hombre, mientras la corporal es pasiva o animal. Finalmente, la sensibilidad humana existe gracias al desarrollo y a las actividades de dos realidades: la animal del cuerpo, con sus órganos sensoriales: y la humana de la mente o la razón, con sus múltiples componentes. De ahí nuestra capacidad de responder con sentimientos de agrado o desagrado a realidades que inciden en nuestro cuerpo y en nuestra habilidad de generar emociones placenteras y complejas, denominadas estéticas, ante bellezas y valores culturales. Por eso, algunas realidades nos suscitan confusiones entre los sentimientos biológicos y los estéticos elementales. No creemos que nuestra capacidad de sentir sea un mero estado mental, como parece aseverar R. Arnheim.2 Empero, aceptamos que los sentimientos son productos de estados de espíritu o mentales, más —eso sí— la capacidad de sentir

que, en lo que toca a aspectos culturales, es adquirida o enseñada. Nos resulta fácil diferenciar nuestros sentimientos de nuestros pensamientos. Sin embargo, la existencia de unos sin los otros sería imposible. Siempre caminan correlacionados, aunque la relación pensamientos-sentimientos varíe de hombre a hombre, de acto a acto. En la mayoría de los hombres o de nuestros actos opera casi siempre una razón empírica y súbita muy ligada a los hábitos sensitivos —como veremos más adelante — desde el punto de vista filogenético y ontogenético. La razón lógica y evolucionada actúa más bien en la gente o en los actos que se hallan animados por intereses artísticos. Si en ocasiones tendemos a pensar en una sensibilidad autónoma es por la existencia de un cúmulo de ideales y sentimientos de belleza y demás categorías estéticas que el hombre adquiere como hábitos, y que también designamos subjetividad estética. En la gran mayoría de los hombres los sentimientos estéticos son espontáneos y transcurren sin tener nada que ver con los conceptos occidentales de arte. Como sabemos, éstos, exigen el uso de la razón como el obligado encauce de los sentimientos; sentimientos que predominan en las artes, pero con los estéticos y los artísticos a la cabeza. Si hasta ahora resultó difícil distinguir entre el predominio de los sentimientos y la intervención rectora de los pensamientos, se debió a la falta de diferenciación entre lo estético y lo artístico. Actualmente esta diferenciación nos permite observar cómo predominan los sentimientos en el consumo estético y cómo éstos se someten a los pensamientos en la auténtica percepción artística. Todos podemos sentir, aunque no las mismas cosas y fenómenos ni en el mismo grado, en el caso de coincidir; hechos así nos permiten corroborar que unas personas devienen insensibles a tales o cuales artes. Las causas son socioculturales o meramente humanas, en tanto al hombre le es imposible desarrollar por igual todos sus sentidos y dedicarse con la misma intensidad a todas las artes. Su vida es muy corta para ello, y sus sentidos no cuentan con la misma predisposición y capacidad. La capacidad de sentir que todos poseemos se concreta en un espacio histórico y en un tiempo social determinados, los cuales moldean nuestra sensibilidad y condicionan sus actividades y potencialidades. No por igual, sino según las diferencias intrasociales e intrahistóricas, y también de acuerdo con las posibilidades y deseos de cada individuo. Por consiguiente, la sensibilidad presupone experiencias e ideas que le imprimen una determinada orientación teleológica y otra axiológica, ambas muy ligadas a las operaciones sensoriales y teoréticas de nuestra percepción. Dicho sea de paso, por desgracia todavía cunde el desconocimiento de lo más elemental de la sociología y de la psicología de los sentidos y de la sensibilidad. Críticos y teóricos, historiadores y aficionados de viejo cuño se sienten, animados a suponer candorosamente que todo hombre con ojos y sensibilidad normales es capaz

de percibir artísticamente y de forma correcta la pintura, por ejemplo. Para ellos la solución reside en difundir, en los sectores populares, las pinturas. Ignoran por completo la complejidad de la percepción y del consumo artísticos; nada saben de los condicionamientos ontogenéticos y socioculturales de la sensibilidad de cada individuo. Incluso desconocen la sencillez del consumo estético o del gusto, con el cual confunden el artístico; sencillez evidente, pese a los complicados condicionamientos del gusto y de los sentidos. El problema tiene raíces profundas y va más allá de cualquier cambio radical en la sociedad y en la cultura, previa alteración del modo de producción material. Afirmamos esto porque incluso en sociedades sin clases será imposible popularizar a cada una de las artes por igual (problema cuantitativo], y difundir el buen consumo artístico de todas ellas (problema cualitativo]. Por fortuna —y como resultado y solución de la diversidad humana— lo maravilloso del arte estriba en estar integrado por muchas clases, géneros y tendencias diferentes y en producir obras, cada una de las cuales contiene múltiples aspectos y valores sensitivos y da lugar a infinidad de consumos incluyendo los seudoestéticos. Pero volvamos a las operaciones sensitivas o sentimientos. Como es evidente, existen múltiples y diversos sentimientos, que nos obligan a imaginar la sensibilidad como una suerte de urdimbre implícita en toda práctica social del hombre. Dicho de otro modo, hállase entretejida con la mente y con los sentidos. Si bien solemos aislarla como vivencia o sentimientos, y en ocasiones predomina sobre las demás facultades humanas, se apoya en pensamientos y visiones, y no existe sin la mente y los sentidos. Por eso los sentimientos van del sentir sensorial (como sentir calor, por ejemplo) a la emoción intelectual de la tasación artística de una obra de arte, pasando por lo biológicamente agradable y por el placer que suscita una belleza natural o formal. Cabe postular, entonces, un pansensitivismo. Al fin y al cabo, los sentimientos, intervienen en todo acto ü obra humanos, sin que esto signifique que nuestra sensibilidad intervenga en toda realidad. Expliquémonos. Sabemos que el hombre como individuo no siente todo lo visible; siente lo que la sociedad le enseñó a sentir, y en principio busca confirmar sus hábitos o, lo que es igual, satisfacer sus necesidades. Nadie lo cuestiona. Con la diferencia que la mayoría insiste en hábitos particulares y aspira a consumir siempre las mismas obras o aquellas muy parecidas entre sí. Para muy pocos los hábitos son genéricos; esto es, privilegian el género artístico que, por una u otra razón, eligieron en sus inicios, cuando en tanto individuos participaron en la división sensorial del consumo estético que impone toda sociedad. Es decir, algunos eligen las artes visuales, por ejemplo, y otros la

literatura o la música. Y si se inclinan por las primeras, algunos privilegian como género a la pintura, y otros la arquitectura, adquiriendo los correspondientes hábitos. Naturalmente, todo hábito entraña una potencialidad de cambio o renovación, dependiendo de la actitud ligada a la sensibilidad: conservadora o progresista, reaccionaria o revolucionaria. Así como no somos sensibles a tantos tonos de blanco como los esquimales, tampoco lo somos a muchas artes o categorías estéticas. Siempre hermanamos nuestros sentidos, mente y sensibilidad, de tal suerte que las ideas son capaces de alterar los intereses de la sensibilidad, así como el poco contacto con un arte debilita o atrofia la receptividad o la apropiación sensitiva y sensorial del mismo. Por su parte, los sentimientos actúan unas veces como catalizadores y otras como retardadores de las actividades sensoriales y mentales. Recordemos que la facultad de sentir se desarrolla dentro de la relación objeto-sujeto, siempre inmersa en la sociedad que la condiciona. No se trata, pues, de registrar la realidad con nuestra sensibilidad y en forma pasiva. Al hacer gravitar sobre la percepción de la realidad lo que ella sabe sentir nuestra sensibilidad pone mucho de su parte. Por añadidura, las categorías estéticas no se encuentran desnudas, y a menudo son difíciles de localizar. Al contrario del pansensitivismo, sería inaceptable cualquier postulación de un panesteticismo. Si bien sentimos siempre, no necesariamente todos nuestros actos y nuestras obras hállanse vinculados con lo estético, de suyo inherente a la belleza o fealdad, a lo dramático o a lo cómico, a la sublimidad o tipicidad. En el auténtico consumo estético predominan los sentimientos ligados a las citadas categorías estéticas, mientras que en las actividades científicas la razón desplaza a los sentimientos, tanto a los estéticos como a los afectivos o a los de cualquier otra laya, quedando sólo aquellos unidos al interés, soluciones y sorpresas científicas que cabe denominar intelectuales. Haciendo una síntesis, podríamos decir que la sensibilidad denota receptividad o capacidad de sentir, y los sentimientos son múltiples y diversos. En rigor, el hombre ocupa su sensibilidad —ante todo y sobre todo— en las afectividades: esto es, en generar sentimientos de amor u odio, de paz o agresividad, de compasión o ira, de tristeza o envidia, de soberbia o de cualquier otra pasión. Estas emociones afloran constantemente en la vida diaria y en ocasiones intervienen en el consumo artístico, complicando su estudio y el del sentimiento estético. Intervienen en el consumo de obras de arte, cuyos contenidos reflejan pasiones humanas; participación ésta inconcebible en las ciencias y en las tecnologías. Los sentimientos suelen ser también producto de las asociaciones que nos suscita el contenido de las obras de arte. De ahí la razón para postular el primado de los sentimientos como lo específico de las artes y de lo estético, pero siempre que sean

encabezados por los artísticos, con su racionalidad, o por los estéticos. El encabezamiento diferenciaría este primado de todo aquel predominio emotivo registrable en muchos actos de nuestra vida cotidiana. Tan luego queremos distinguir entre sí los sentimientos de ira, por ejemplo, o el placer estético del religioso, intelectual o artístico, surgen los problemas. Para nosotros no hay diferencias de naturaleza entre los sentimientos de ira o de placer pues los particularizan las ideas y las ideologías que los causan y encauzan. La sensibilidad nunca actúa sin ideas, aunque sí sin sentidos, puesto que muchas veces recordamos situaciones y nos embargan sentimientos de placer o desplacer. A tales sentimientos los rotulamos subjetivos, en tanto son productos exclusivos del sujeto ante realidades o percepciones imaginadas. El consumo, artístico y el estético no están libres de ellos. En cambio, los sentimientos objetivos son resultado de la confrontación de un objeto real por un sujeto igualmente real. Al separar los sentimientos entre sí con el fin de definir a cada uno de ellos hemos de prestar atención a los preestéticos, también denominados sensoriales, biológicos o sensaciones, que ya hemos visto en el capítulo anterior y que son los mismos que los sentimientos somáticamente elementales de agrado o desagrado. También debemos especificar los estéticos, los artísticos y los no estéticos que Solemos registrar en el consumo artístico tales como los religiosos o políticos. Todos los sentimientos hasta aquí enumerados intervienen, por separado o por grupos, en el consumo artístico y en el estético. Como es de suponer, no habrá un auténtico consumo estético ni artístico sin sentimientos estéticos y artísticos, respéctivamente. Por definición, los sentimientos estéticos tienen que ver, con las categorías estéticas. La tautología es palmaria pero inevitable, salvo que la disimulemos nombrando dichas categorías: bellezas, dramatismos, etcétera. Los sentimientos estéticos ciertamente intervienen en la percepción de las bellezas de la realidad y de las artes, y lo hacen como la categoría estética más frecuente. En este caso, será menester distinguir entre lo estético-natural y lo estético-formal, o estético-artístico. El primero cubre las bellezas naturales, ya sea las percibidas directamente o las representadas por figuras, mientras que el segundo es propio de las obras de arte. ¿Existen acaso las bellezas objetivas y puras? Ya lo hemos dicho: no son objetivas y dependen de la relación objeto sujeto. Tampoco son puras: llevan adherencias intelectuales o de otra índole. Por ejemplo, la belleza femenina puede reducirse a un mero reconocimiento súbito y formal en lo que todo queda en lo puramente sensorial o preestético. También cabe identificarla con un proceso cognoscitivo y detenido en el que intervienen—provenientes de la razón— móviles o asociaciones sexuales u orgullo de elevada posición social, de elegancia o vanidad, de riqueza o parecido cinematográfico, etcétera. Recordemos a

K. Fiedler, quien situaba los ideales de belleza y su satisfacción placentera en los niveles más rudimentarios del hombre, como diciendo que el arte está más allá de la belleza y del placer. Por cierto, la sensibilidad estética no se limita a la belleza; gira igualmente en torno de lo dramático de una situación humana, cuya percepción nunca puede ser placentera ni bella. Hablamos de sentimientos estéticos y no de artísticos. De acuerdo con la diferenciación entre lo estético y lo artístico que sostenemos, el primero se identifica con el gusto: es espontáneo y netamente subjetivo, y para preferir o valorar no necesita la intervención de la razón lógica. Se atiene a su sistema de valores o predilecciones y busca realidades y experiencias que lo confirmen y halaguen, generando casi siempre asociaciones de índole trivial o extraestético. Los sentimientos estéticos aparecen también en el consumo artístico y enfrentan las bellezas naturales representadas en obras, y las formales, propias de éstas. Pero van acompañados de sentimientos artísticos, de por sí subproductos intelectuales o racionales. Estéticos o artísticos, los sentimientos tienden a desembocar en el placer, cuya conceptualización presenta problemas de la más urgente solución. Como sabemos, lo estético no siempre es placentero ni todo placer es estético, menos aún artístico. Pero esto no basta para dar por solucionado el problema. Tampoco basta comprobar que el placer estético no es el único ni el fin principal del gusto o del arte. Sólo nos resta encarar la realidad del consumo sensitivo tal cual es: un apretado manojo de sentimientos placenteros, difíciles de diferenciar entre sí. La intervención de los placeres se inicia tan pronto nos sentimos atraídos por una obra o por una realidad natural. Luego, en el proceso perceptual surgen variados placeres, muchos de ellos contraproducentes pues impiden u obstaculizan la auténtica vivencia estética. Estaremos más cerca de la solución si admitimos la necesidad de una razón lógica para ir diferenciando los sentimientos y dejándolos a un lado, hasta llegar al placer final o posconsuntivo, y considerarlo un síntoma de los buenos efectos logrados, o bien, como satisfacción de la buena marcha del consumo estético. Pero como a la mayoría de la gente se le ha negado el desarrollo de una razón lógica, se aferra a la empírica y al placer como la mejor orientación vital e individualista. En suma, cuando enfrentamos obras de arte o bellezas naturales el problema reside en la imposibilidad de diferenciar el sentimiento estético de los demás sentimientos placenteros. En otros tiempos algunos estudiosos opinaban que el placer estético no se distingue en nada, cualitativamente, de otras modalidades de placer y no es posible, por tanto, a la vista de una sensación de placer, descubrir sin más si es o no estético.3

No hay sentimientos estéticos, en el sentido de ser estéticos, como rojos los de sentir un rojo. Los estéticos sienten la belleza, pero sin ser bellos ellos mismos. Para diferenciar los sentimientos entre sí únicamente nos queda enfocar las ideas singularizadoras de cada placer, como ya hemos manifestado. Es decir, debemos recurrir a una razón lógica, bien informada y ducha en el manejo conceptual; no importa si los problemas aumentan en lugar de disminuir, pues son intelectuales. A muchos hombres se les ha privado de los recursos intelectuales necesarios para someter sus sentimientos a una introspección y poder señalar lo estético en la relación que ellos entablan con la realidad. Para estos hombres, su placer es sinónimo de valor estético o artístico. Así, lo que es resultado se transforma en causa de modo hipostático. Tal sería la solución práctica que nos da la razón empírica, regidora de los comportamientos del hombre común y corriente. De esta manera, el hombre se libera de la obligación de diferenciar los sentimientos entre sí y de establecer el estético. A decir verdad, a la mayoría de la gente ni siquiera le interesa establecerlo; su individualismo a ultranza se conforma con sentir placer, y las causas y los efectos le tienen sin cuidado. Como luego veremos, a lo largo de su filogénesis y de su historia el hombre pasa del sincretismo original —en el que todavía no puede diferenciar los sentimientos entre sí ni los valores— a la paulatina aparición y desarrollo de la capacidad de individualizar algunos sentimientos y valores. Por lo regular, el hombre, siempre se las ingenió para ir detrás de todo aquello en su vida que confirme y halague las preferencias o valores estéticos de su sistema sensitivo, cada uno de los cuales se encuentra inmerso en un conglomerado de ideas e ideologías, ideales y valores, experiencias y fines. La confirmación y el halago caracterizan la vida festiva del hombre común. En su vida diaria se limita a la percepción fugaz y orientadora de bellezas habituales mientras en las actividades correctivorenovadoras —que muy pocos apetecen— hay mayor intervención de la razón prácticas empírica. Si antes lo estético llegaba a través de lo religioso de las artesanías, actualmente en los diseños el valor de uso práctico le sirve de vehículo. El hecho de igualar al valor estético con el placer experimentado como la acción más primaria del hombre, y el hecho de dar por sentado que toda belleza o valor estético suscita indefectiblemente un consumo en verdad estético o artístico, han servido de coartadas para difundir como auténticos algunos modos espurios de consumir bellezas y obras de arte. En otro capítulo nos hemos referido al consumo trivial, al cursi y al masivo como los consumos seudoestéticos actualmente en boga. Si el trivial centra su placer en lo vulgar, el cursi se solaza en el consumo o en la propiedad de productos supuestamente característicos de clases altas. Por su parte,

al masivo le place el hecho de haber visto algo importante, y no el proceso consuntivo. Estos sentimientos suplantan a los auténticamente estéticos y artísticos y se hacen pasar por valores. Nos dan, en fin gato por liebre. Sea como fuere, la búsqueda de placeres, incluyendo los estéticos, constituye la preocupación más rudimentaria del hombre. En rigor, el sentimiento estético sería un producto de las relaciones que entablamos con tal o cual realidad. Ya hemos señalado las categorías o formas estéticas fundamentales como lo específico de tales relaciones, pero sin que esto signifique que dejan en los sentimientos la impronta particular de lo estético. Además, las categorías —específicas o no— nunca vienen solas ni únicamente suscitan placer estético: las acompañan otros sentimientos y valores. De aquí, por su propio peso se desprende una pregunta: ¿debemos limitarnos a lo específico, o bien cubrirlo junto con los otros componentes? En nuestra opinión, limitarse a lo específico implica caer en un reduccionismo distorsionado de la realidad, porque el arte no solamente es arte, ni lo estético tan solo estético. Sobre lo estético y lo artístico sobre los sentidos y la sensibilidad gravita todo el hombre. Lo concreto está —recordémoslo— en el haz de sentimientos que se va formando en el consumidor, y que lleva como centro los sentimientos de procedencia estética o artística. En consecuencia, los realistas hemos de conceptuar el placer o el valor estético como un sistema de varios placeres y de varios valores, el específico entre ellos. Lo específico es una parte singular y homogénea que, cuando se trata del sentimiento estético es común a todo lo estético o artístico. Pero lo específico del arte reside también en el hecho de que cada una de sus obras es única, y esta unicidad sólo puede darse en una totalidad orgánica de heterogeneidades con sus leyes internas. Algo similar parece aseverar F. Kainz cuando escribe: El placer estético es la actitud emocional positiva que brota en la intuición henchida de sentimientos, debiendo tener en cuenta la resultante de placer derivada de la actividad psíquica, en cuanto tal, como la que brota de los contenidos en que esta contemplación saturada de sentimientos se manifiesta.4 En lo estético, como totalidad, intervienen los goces funcionales: 5 los que van generando las distintas actividades del consumo estético; goces que incluyen el de uno mismo en tanto consumidor, al lado de los del objeto.6 En suma, como resultante tendremos un placer posconsuntivo y heterogéneo que compendia el proceso del consumo y los efectos inmediatos y también heterogéneos del mismo. En otras palabras, lo específicamente estético o artístico es orgánico, sistémico, estructural, o como quiera denominarse la totalidad con sus leyes internas, que es más que la suma de las partes.

Con el propósito de completar el panorama de las operaciones sensitivas, como parte del consumo estético y antes de comenzar a describir el artístico, veamos someramente la filogénesis de la sensibilidad estética del hombre pues ella no nace ya definida, constituye una conquista humana, iniciada por aquel ser de Cromañón ya hecho hombre. Mucho después germinará su conciencia estética y será en el Neolítico cuando aparecerá la conciencia artesanal, de suyo encaminada a la producción de objetos o acciones, así como brotará la artística en el Renacimiento y la de diseños en los últimos treinta años de este siglo. El hecho de que el antropoide previo a Neandertal7 confeccione herramientas rudimentarias indica que ya estaban formadas sus manos y la sensibilidad biológica para sentirlas durante el trabajo y poder ver lo trabajado. Después, el hombre de Neandertal termina su ciclo produciendo bultos icónicos, tal como la Venus de Willendorf (31840 a.C.), predominando el trabajo con fines utilitarios de subsistencia o de lucha contra el medio ambiente. Es cuando las acciones o efigies intentan influir en los fenómenos naturales para que sean favorables a las actividades utilitarias de caza o pesca. La magia se encuentra más desarrollada en el hombre de Cromañón como, por ejemplo, en los bisontes de Altamira. La actividad manual de figurar llega aquí a su máxima intensidad mimética y sensitiva y el hombre adquiere patrones visuales y un pensamiento plástico, 8 que poco a poco se perfila en una conciencia estética, cuyos valores y preferencias son sincréticas; esto es, carentes de diferenciación. Hoy consideramos como obras de arte a las pinturas parietales de los bisontes, cuando es mucho más probable que tuviesen fines prácticos y que en sus mecanismos gravitaran una baja carga intelectual (hipológica] y emocional diferenciada (hipoestética). La razón empírica se desarrolla, pero tanto los sentimientos como los valores permanecen indiferenciados. Seguramente en el hombre de entonces hallábase ya consolidada una conciencia estética, la cual se centraba exclusivamente en fines utilitarios y comunicativos e involucraba un conglomerado de sentimientos sin diferenciarlos entre sí. El hombre distinguía tan sólo lo favorable de lo desfavorable a su subsistencia material. Esta indiferenciación no debe sorprender al lector. Piense en la gran cantidad de gente que actualmente no atina a individualizar los valores ni los sentimientos estéticos, y menos aún posee la capacidad de aislar los artísticos. El sincretismo original fusionaba todo. Incluso en nuestros días los estudiosos solemos toparnos con obras de arte cuyos elementos estéticos o artísticos son difíciles de establecer en su singularidad. Tampoco debe sorprenderle nuestra definición de magia como un proceso utilitario de subsistencia. Estamos acostumbrados a verla como una etapa temprana de la religión, a la que definimos por el más allá de que se ocupa, cuando la ciencia hace lo mismo. En realidad, la magia constituye una tecnología manual

propia de la razón empírica y utilitaria, porque primero tuvo que desarrollarse al máximo y en forma exclusiva el trabajo con fines utilitarios de subsistencia humana. Luego aparecerán las preocupaciones por las bellezas y por las explicaciones teístas. Bien mirado, en última instancia, toda religión obedece a necesidades de subsistencia material. Del hombre de Neandertal al de Cromañón se pasa, justamente, de lo biológico a lo estético, de lo animal a lo humano, del agrado o desagrado corporal a la emoción estética. Por ejemplo, un color o una textura, puede ser preestética cuando implica agrado o desagrado sensorial. Si se prefiere, cuando no exige esfuerzos ni fatigas. Todo producto humano —sobre todo el manual— viene de la realidad y potencialidad somáticas y posee dimensiones a escala humana, o sea adecuadas a las manos y demás sentidos del hombre. Cuando las ideas rodean lo agradable sensorial de un color, textura o luz, ésta adquiere belleza elemental o, lo que es igual, tórnase categoría estética. Recordemos al texturalismo, monocromismo, cinetismo y otras tendencias elementaristas de las artes visuales que estudiamos junto con las operaciones sensoriales. Por otro lado, consideremos los ritmos y proporciones, simetrías y direcciones, elementos de base biológica que responden a la orientación del hombre en el espacio, según su realidad somática, y que sirven de andamiaje a la belleza formal cuando los rodean ideas y contenidos con sus componentes extraestéticos. En el Neolítico retoñan las artesanías propiamente dichas, junto con la conciencia artesanal, preocupada por la producción de objetos, imágenes y acciones al servicio de una magia que comienza a recubrirse de mitos, cuyos símbolos devienen ornamentos con el transcurso del tiempo. Nacen la cerámica, la cestería y los textiles. Los valores estéticos, los míticos y los prácticos, con sus respectivos sentimientos, se combinan y aparecen los politeísmos, con sus personajes quiméricos que hacen visible el horror cosmológico del hombre en lucha por su sobrevivencia. Esto sucede hasta en las sociedades esclavistas como las del Egipto faraónico con sus manifestaciones funerarias, esquemáticas y monumentales que presuponen una tecnología manual bastante avanzada. Será en la Grecia clásica donde las artesanías escultóricas, arquitecturales y pictóricas se pongan al servicio del mundo mitológico mediante figuras antropomórficas de idealizada belleza corporal. Se equipara así lo estético de la belleza con lo mítico, aunque en verdad la conciencia artesanal sigue sujeta a la conciencia mítica. Los filósofos hablan de belleza estética pero no los ciudadanos comunes y corrientes, quienes sólo ven las mitologías hechas bellezas. La religión es aristocrática y, consecuentemente, ajena a los esclavos. Después de las sociedades esclavistas, en Occidente sobreviene el feudalismo.

La religión es entonces popularizada por primera vez en la historia y las artesanías se trasmutan en gremios sujetos a férreas normas. Estamos en la Edad Media y es notoria la primacía de la religión sobre la conciencia estética y la artesanal. El Renacimiento da por finiquitado el feudalismo y, junto con el capitalismo y el Estado burgués en ciernes, van abriéndose paso hacia las manifestaciones estéticas profanas, después de transcurridos —a modo de transición— los 300 años de inevitable paganización del tema y de los personajes católicos (1300-1600 d.C.) La razón humana ha devenido lógica y científica después de este periodo. Nos situamos en el inicio del incremento de la racionalidad, indispensable para superar el pensamiento mítico y la razón empírica, y seguir adelante con la evolución humana. Occidente desarrolla las ciencias y, con ellas, su cultura estética comienza a cargarse de racionalidad, trasmutando las artesanías gremiales en unas artes cuyas ideaciones apuntan a la universalidad y al dominio occidental del mundo. Por decirlo de otra manera, Occidente separa a las ciencias y las artes del conglomerado mágico-religioso y se dedica a racionalizarlas al máximo. Antes los valores estéticos venían insertos en la religión y en los ornamentos de funciones socio jerarquizantes. Después, el Renacimiento empieza a exaltar lo estético y a elaborar los conceptos occidentales de arte, que abusivamente hará retroactivos a 30 000 años de manifestaciones utilitarias, mágicas y estéticas, y que hará extensivos a todas las culturas, al difundirlos por el mundo como los únicos válidos. Antes de ser profana, una conciencia artística tiende a regir lo estético y lo no estético o religioso pero sin poder liberarse de los intereses políticos que, en última instancia, encauzan dicha conciencia mediante los cánones que dictan los intereses económicos. Desde entonces a nuestros días las obras de arte contienen los imponderables estéticos y suscitan, por tanto, sentimientos estéticos. Pero asimismo engloban elementos no estéticos tales como los políticos o cognoscitivos, educativos o éticos, afectivos o hedonistas. Por último, involucran los artísticos, generadores de satisfacciones o de placeres intelectuales. Consecuentemente, el consumo artístico acusa mayor complejidad que el estético: es que la especificidad artística se viene a sumar a la estética asumiendo el mando de todos los demás elementos. Para ser precisos, el haz artístico hállase constituido por sentimientos afectivos, estéticos, no estéticos y artísticos. En la percepción artística también intervienen las operaciones sensoriales, con predominio de las teoréticas, en tanto la razón lee y combina los componentes de la obra, los interpreta y valora desde el punto de vista histórico y sistémico, estético y artístico, lo que produce como resultado sentimientos intelectuales. Definitivamente y en principio, el consumo

artístico es más racional, informado y conceptual que el estético, y hasta más que el correctivo renovador de la sensibilidad estética. A las operaciones sensitivas del consumo artístico hemos de estudiarlas en la complejidad de las relaciones que entabla el sujeto con la obra de arte. Ya en otros lugares hemos definido la citada obra como la portadora de la estructura formal, la cual junto con la significativa del sujeto, integran la estructura artística propiamente dicha. Por este proceso relacional la obra deviene artística; antes fue únicamente objeto y seguirá siéndolo cuando esté sola, esto es, sin receptor. La estructura formal descansa a veces sobre una materia pasiva, como la tela o el pedestal, y su materia activa siempre constituye una subestructura morfológica, por un lado, y una subestructura sintáctica, por el otro. La morfológica entraña el contenido integrado por bellezas o dramatismos naturales representadas en las figuras, mientras la sintáctica materializa la belleza formal. Tanto las bellezas naturales como la formal son materia de consumo estético y generan en el receptor sentimientos placenteros. Hasta fines del siglo pasado todo producto artístico contenía elementos estéticos, entre los que predominaban las bellezas naturales. Entonces lo importante estaba en el plano semántico: en las relaciones de las figuras o signos con la realidad visible, y belleza figurada o significada. Luego comienza a perfilarse la importancia de la sintaxis o composición; es decir, de la relación de las figuras o signos entre sí, denominada también belleza formal. En principio, en todos los casos los sentimientos suscitados eran similares a los estéticos de naturaleza correctivorenovadora que suele guardar el hombre común con la diferencia que cuando los sentimientos estéticos son parte del consumo artístico van unidos a operaciones teoréticas más complejas. Con los posmodernismos, las obras de arte renuncian a los elementos estéticos. Lo decisivo reside, entonces, en el plano pragmático: en los efectos de la obra sobre los sustratos conceptuales y cognoscitivos que sostienen y nutren los comportamientos sensitivos del receptor. La obra de arte entraña también los elementos no estéticos del contenido, si lo hubiera: los religiosos o políticos, los educativos o éticos, los cognoscitivos o expresivos, que generan sus respectivos sentimientos, funciones y valores, los afectivos y los racionales entre ellos. Por consiguiente, la obra de arte es pluridimensional y obviamente posee varias funciones: según la que se elija cambian las relaciones entre la forma y el contenido, así como las prioridades axiológicas. Las funciones pueden devenir valores no estéticos y sumarse a los estéticos antes vistos. Bien, pero ¿dónde reside y en qué consiste lo artístico de las obras denominadas de arte? Al igual que lo estético, lo artístico tiene una especificidad particular y otra general. La general radica en lo sensitivo, con sus sentimientos y preferencias, pero sin constituir el elemento característico definitivo, aunque sirva

para diferenciar las artes de las ciencias y de las tecnologías. Precisamos otra especificidad que diferencie a las artes de las artesanías y de los diseños, a saber: la utilización racional de los recursos estéticos y artísticos dirigidos a un consumo sensitivo racional con distintos fines. Si las artes renuncian a los medios sensitivos, conservarán sus fines artísticos, tal como en el arte conceptual. En comparación, las artesanías consisten en la utilización empírica de los recursos estéticos, encaminada a consumos estéticos espontáneos con fines religiosos u ornamentales. Por lo demás, el consumo estético de lo natural es sensitivo y de placer autorremunerativo. Después de todo, el arte constituye un proceso sociocultural que se extiende del año 1300 a la fecha y que ha pasado por múltiples cambios radicales. Lo importante está en su naturaleza sensitivo-racional la cual lo diferencia de las artesanías y de los diseños, así como también de las ciencias y de las tecnologías, Como totalidad heterogénea que es, la especificidad general engloba los elementos estéticos —en caso de haberlos —, los no estéticos y los artísticos. Se apoya ante todo en el plano pragmático: en los efectos de la obra sobre los conceptos y conocimientos, sentimientos y valoraciones del receptor. Además de individuales y sociales, tales efectos son sistémicos o sea que inciden en el sistema a que pertenece la obra (pintura escultura, arquitectura, grabado), y amplían, innovan y corrigen sus modos y medios de producción, así como los conceptos e ideales consuntivos. En pocas palabras, retroalimentan al sistema y las innovaciones pueden ser históricas o técnicas, estéticas o no estéticas, artísticas o conceptuales, axiológicas o teleológicas. En suma: la obra de arte es compleja y rica en valores. He aquí su maravillosa generosidad, que causa discrepancias entre los consumidores acerca de tal o cual valor o función. Ante la complejidad del objeto, al sujeto no le queda sino ir estableciendo diferentes funciones y valores —a veces contradictorios entre sí— durante su lectura y combinación de elementos, su interpretación y valoración de la totalidad, en cuyo transcurso a menudo encuentra sorpresas serendipitianas. Aquí buscamos las operaciones sensitivas que desarrolla el consumidor de arte, pero sin olvidar la apretada unidad consuntiva de estas operaciones con las sensoriales y las teoréticas. Sólo razones meramente metodológicas justifican estudiarlas por separado. Conocemos su mutua dependencia y siempre tenemos presente que sin los sentidos, la sensibilidad y la mente serían ciegas, así como sin sensibilidad resultarían apáticas la mente y los sentidos, aparte de que sin mente tendríamos una sensibilidad y unos sentidos animales. Las pretensiones autárquicas terminan en el esteticismo hiperestésico, en el intelectualismo enajenado o en el sibaritismo más insustancial y agreste. La razón humaniza, inclusive, a la irracionalidad, sobre todo en las actividades estéticas y artísticas, sin que la sensibilidad sea insuficiente aunque indispensable. En consecuencia, el consumidor no sólo experimenta emociones: también debe manejar

pensamientos y percepciones. Los sentimientos son resultados de unos y de otros, pero asimismo los animan y retroalimentan. Es decir, son productos y a la vez activadores o retardadores de las operaciones sensoriales y mentales. En fin, para el hombre su sensibilidad artística es transestética. Las actividades inherentes al consumo artístico suelen producir sentimientos; todo depende de la sensibilidad o receptividad del consumidor. Los sentimientos comienzan con los atractivos que la obra y la idea de consumir arte ejercen en el consumidor. Luego, la lectura y el análisis (o combinación), la interpretación y la valoración, van produciendo sus respectivos placeres en mutua corrección, a los cuales se suman los subjetivos o imaginados por el consumidor, más aquellos propios del “no sé qué”; esto es, los inefables o no verbalizables. Como decíamos, los sentimientos suelen actuar también como impulsos favorables o desfavorables a cada una de las actividades consuntivas. Por ejemplo, muchas veces, el placer estético ha de enmendarse o relegarse ante valores artísticos establecidos por la mente, y otras veces el desplacer estético se compensa con el placer intelectual del arte. La capacidad sensitiva del consumidor viene condicionada por su sociedad, por el sistema artístico a que pertenece la obra a consumir y por el individuo consumidor, en cuanto pesa la individuación de sus conocimientos y experiencias artísticas, así como la de su orientación sensorial y emocional. En suma, el individuo ha de contar con teorías y prácticas artísticas. Incluso cabe aludir a sensibilidades o gustos colectivos: los de las clases sociales, países u otros grupos humanos. Desde luego, éstos, constituyen variantes de la sensibilidad social e histórica: variantes que a su vez limitan las variantes individuales. En toda sociedad coexisten diferentes modos antiguos y nuevos de consumir arte, entre los cuales el individuo elige; coexistencia denominada formación artística de la sociedad o país. El consumo artístico varía de aficionado a profesional. El primero se atiene a los sentimientos placenteros que siente e identifica como valores artísticos. Mientras tanto, el productor y el analista de arte convierten el consumo artístico en un trabajo profesional. Desafortunadamente, tendemos a cifrar en el placer todo lo referente a la cultura artística, sobre todo en la actualidad, cuando predomina un concepto de cultura y de arte como entretenimientos o halagos del gusto masivo. Los productos culturales no deberán exigir esfuerzos al consumirlos: les bastará con la percepción. A instancias de los medios masivos impera la ley del mínimo esfuerzo y la idea de que todo producto cultural ha de ser entretenido. Así, el hombre se constriñe a la

comodidad de una vida vegetativa, estéril. A muy pocos les son vitales las actividades correctivo-renovadoras de la sensibilidad. Para realizar el trabajo de producir las significaciones que ha de adjudicar al objeto, el aficionado por lo regular recurre a los códigos más próximos y trillados. Indudablemente, los exasperados individualismos y populismos actuales contribuyen a esta situación. La semiótica y la hermenéutica, la fenomenología y las estéticas de la recepción, así como las de los efectos, últimamente han estado señalando muchas realidades consuntivas hasta ahora ignoradas, pero sin mayores preocupaciones por enfocar la intervención de los sentimientos en el consumo artístico. Para remate, abundan los sentimientos seudoestéticos. Recordemos las falacias que tantas veces mencionamos y que actualmente se difunden como axiomas por el mundo: el arte es belleza; el arte es entretenimiento; el arte es magia icónica; el arte es sentimiento; el arte es realismo fotográfico. Si las miramos bien y analizamos en detalle, veremos que descansan en sentimientos mitad individualistas y mitad gregarios: lo bonito, la distracción, el sentimentalismo y la imagen milagrosa de un santo; tal vez el realismo fotográfico sea más sensorial que sensitivo. Estos sentimientos no son producidos por el individuo sino compartidos o prohijados por él, y son de tipo afectivo y no estético o artístico. Como es de suponer, el consumidor rebasa los condicionamientos sociales y sistémicos a fin de determinar, en tanto individuo, la adopción y el curso de sus sentimientos. Depende de si su actitud es revolucionaria o reaccionaria, progresista o conservadora. Siempre tendrá la posibilidad de la elección personal. Si es progresista, el consumidor sabrá que el placer no es el happy end del arte: más bien, impulsa sus pensamientos y es resultado del buen curso y de los efectos de las actividades consuntivas. Por desgracia, abunda la valoración parcial de la obra de arte y apreciamos más lo afectivo y lo estético-natural que lo artístico. Muy pocos buscan la totalidad artística. Pues bien, ¿cómo adquirimos los sentimientos afectivos? ¿De qué forma la obra de arte nos suscita tales sentimientos? En nuestra opinión, la respuesta correcta es relacional: depende del binomio objeto-sujeto. La psicología discute si los sentimientos son vivencias directas o meras representaciones. En realidad nunca son directos: siempre median ideas y experiencias, intuiciones y fantasías, voluntad e ideales. Los mecanismos psicológicos han sido estudiados y han recibido diferentes nombres. Pero antes necesitamos precisar los distintos sentimientos que intervienen en el consumo artístico: a)Los estéticos producidos por el objeto, en cuanto responden a la belleza formal de la obra de arte y a las bellezas naturales o demás categorías estéticas representadas en dicha obra.

b)Los sentimientos producidos por las actividades realizadas por el consumidor tales como la lectura y el análisis, la interpretación y la valoración, con sus diferentes elementos no estéticos y la satisfacción de sus resultados. c)Los sentimientos subjetivos o imaginados por el consumidor. d)Los sentimientos reconocidos y compartidos en los personajes y situaciones del contenido o vistos en las formas que nos hacen sentir tristeza cuando el protagonista está triste, o cuando la vemos en una estructuración o acorde cromático. Estos últimos son los sentimientos afectivos que muchos toman por estéticos o artísticos, como en el caso del público de las telenovelas. Sea como fuere, el hombre ha contado siempre con algunos mecanismos psicológicos para vivenciar sentimientos. Son mucho más antiguos que los racionales y han devenido decisivos para la mayoría de la gente, que carece de recursos lógicos y cognoscitivos. Nos referimos al antropomorfismo que nos hace percibir analogías entre los procesos físicos y los humanos, registrando sentimientos en los primeros; al animismo, que percibe vida en lo inanimado; a la empatía o proyección sentimental que, próxima a la catarsis, consiste en reflejar sobre el objeto los sentimientos del receptor. En realidad, se trata de una decodificación que denota, connota y asocia lo que vemos y lo traduce en sentimientos, tal como actualmente lo postularía la teoría de la comunicación. Lo cierto es que en todos estos casos resultan indispensables la intuición, la imaginación y la fantasía, facultades para nosotros distintas entre sí que también intervienen en la percepción común pero que se intensifican en el consumo estético de carácter correctivo-renovador y en el artístico. He aquí una prueba más de que muchos de los sentimientos son producto de la razón y no de la sensibilidad o de los sentidos. Gomo es de dominio general, la gran mayoría de los aficionados recurre a los sentimientos afectivos para identificarse con las obras de arte, sea cuando percibe emociones en los personajes representados en dichas obras o cuando describe sus sentimientos sensitivos o sensoriales producidos por lo decorativo de las mismas que confirma su gusto; en la simetría y proporciones, en los ritmos y acordes cromáticos, la mayoría ve propiedades emocionales tales como la tristeza o la alegría, la gracia o la delicadeza, la vivacidad o la serenidad. Todo se reduce a términos emocionales. A decir verdad, hasta los profesionales acostumbran recurrir a la traducción afectiva. Por ejemplo, traigamos a nuestra memoria la diagonal trágica de (de la derecha de abajo a la izquierda de arriba) y la lírica (de la izquierda de abajo a la derecha de arriba), de Kandinsky. La causa de este emocionalismo es clara: la gran mayoría de la gente no dispone de los recursos racionales necesarios como para limitarse a reconocer

simplemente los sentimientos expresados o sugeridos en la obra, y luego ir hacia el razonamiento de cada uno de los elementos artísticos. Aún más: las artes, en sí, no cuentan con muchos recursos racionales para describir con propiedad los componentes y las reacciones artísticas. Sin duda, establecer lo artístico de los componentes es tarea de la razón y no de la sensibilidad, como en el caso de lo estético. Esto lo veremos más de cerca cuando analicemos las operaciones teoréticas. Por lo regular, pues, el público responde con afectividad y no con razones a la obra de arte. Hemos desembocado en uno de los problemas del arte actual: el concerniente a las diferencias entre los aficionados y los analistas (críticos, teoréticos e historiadores de arte). En principio el arte no sé dirige a los eruditos sino al público aficionado y éste ha de responder sensitivamente, ya sea que se deje llevar por sus hábitos o se tome el trabajo de rebasarlos o contradecirlos cuando se encuentra con el desafío semántico y axiológico de alguna novedad. Desde luego, sus respuestas presuponen una educación artística normal y unas ideas y conocimientos, unos ideales y experiencias, tanto sensoriales y sensitivos como teoréticos. Mientras los recursos estéticos fueron medios, como en las artesanías y actualmente en los diseños, no hay problemas en el consumo: los sentimientos estéticos vienen junto con los religiosos, los hedonistas' o los práctico-utilitarios. La vivencia es sensitiva y sentimental, espontánea y placentera; se centra en lo estético de la obra de arte sin llegar a lo artístico de la misma. Sin embargo, algunos aficionados adquieren conciencia histórica y manejan ideas artísticas pero nunca como el profesional. En el consumo profesional del arte se anteponen y priman las operaciones teoréticas, de manera que las sensoriales y las sensitivas pasan a segundo plano. En realidad sucede lo mismo con el aficionado, pero con diferencias de grado y de cantidad. Naturalmente, hay diferencias de grado entre los aficionados y entre los mismos profesionales. No obstante, ambos han de enfrentar los aspectos conceptuales de las obras de arte, exaltados por Duchamp en 1917, con su Fuente. A partir de entonces no podemos prescindir de los aspectos conceptuales de la obra, siempre subyacentes en las formas y en el contenido, en los sentimientos y en las sensaciones. Bien mirado, el arte de exigencias racionalistas viene a satisfacer necesidades de nuestra época, si la comparamos con el pasado lejano, cuando las ciencias estaban fusionadas con las artesanías, la magia y él mito. Nos referimos a que actualmente la razón se encuentra desbocada; precisa un anclaje sensitivo, además del ético. Nos es menester, pues, combinarla con los sentimientos y las sensaciones. Al crear el arte profano, la cultura occidental no hace sino postular un arte puro, autónomo y racionalista, en tanto lo sustentan conceptos hoy cuestionados por doquier en el mundo. En fin, Occidente ha creado un cuerpo de teorías y métodos que difícilmente

desaparecerán pues son de indiscutible utilidad para estudiar lo estético de la naturaleza y de los hombres, así como de las artesanías, las artes y los diseños. No somos partidarios de un arte por completo racionalista. Creemos en la necesidad de conjugar sentimientos, sensaciones y pensamientos. En última instancia, el problema no es eliminar, en nombre de una razón científica triunfante, aquella sensibilidad todavía predominante en la mayoría de la gente. La cuestión estriba en hermanar la razón con lo estético, también denominado sensibilidad o irracionalidad sensitiva. Tal es el problema crucial del hombre actual. No aceptamos como algo meritorio que el hombre de nuestros días, llamado artista, repita lo que el hombre primitivo ha hecho hace 15 000 años en Altamira, sin agregar nada a la plenitud sensitiva de entonces. Insistimos: no se trata de elegir entre la sensibilidad y la razón, sino de conjugar sus versiones actuales y no sus ideaciones ahistóricas. En este sentido, las artes devienen posibilidades para el hombre actual, y éste puede optar por ellas como excepciones, ya que los diseños alimentan la cotidianidad de nuestra sensibilidad. En otras palabras, las satisfacciones cotidianas que la sensibilidad encuentra en los diseños pueden complementarse con la excepcionalidad correctivorenovadora de las artes, previo encauce racional de la sensibilidad o, si se prefiere, previo encauce sensible de la razón. Recapitulando: los sentimientos estéticos son específicos pero no suficientes ni los más importantes en las artes, aunque sí en el consumo estético festivo del hombre común. Por otra parte, tales sentimientos, importan en la estructura total de la obra de arte, así como en la totalidad del hombre actual. Buscan confirmación y se aferran al plano semántico y al sintáctico. Les basta con la razón empírica. Los sentimientos artísticos son más intelectuales y exigen el concurso de la razón lógica, bien informada y ducha en el manejo conceptual. En puridad, la importancia de los sentimientos artísticos reside en operar como columna vertebral de la obra, y hállase también en su singularidad intelectual. Los sentimientos afectivos, sensoriales y estéticos los acompañan, mientras los sentimientos reconocidos en el contenido carecen de importancia. Interesan los que se producen inconscientemente y que muchas veces se utilizan en forma consciente a fin de asir la totalidad artística. En suma, lo artístico exige tina apreciación que es mitad evaluación racional y mitad amor e interpretación.

NOTAS 1 R. Arnheim. Towards a Psychoiogy ofArt..., pág. 306. 2 Ibídem, pág. 306. 3 F. Kainz, Estética, pág. 189. 4 ibidem, pág. 194. 5 íbid., págs. 197-202. 6Ibid., pág. 197, 7H. Kühn, Vorgeschichte der Menschheit, tomo I. 8 M. Kagan, op. cit.

7 Las operaciones teoréticas La mente interviene indefectiblemente en nuestra percepción, al igual que en cualquier otra actividad humana, sea! ésta biológica o de mera orientación espacial, estética o artística. Claro está, interviene de modos diferentes y no siempre por costumbre o presencia. La mente diferencia entre sí las sensaciones y luego los sentimientos, traduciendo unas y otros en ideas, después de interpretarlos y valorarlos con ayuda de un trasfondo teorético. Determina así los alcances de la percepción visual. La mente saca al hombre de la condición animal, al rebasar el agrado biológico: aquel agrado de nuestra percepción corporal, al que equivocadamente solemos atribuir autosuficiencia estética o artística, por lo que constituye el permanente candidato a sucedáneo del placer estético, su vecino más cercano. Todo animal dispone de sentidos y de sensibilidad y todo hombre existe gracias a su base biológica. El hombre percibe y siente como un animal, pero es capaz de superar las sensaciones y los sentimientos biológicos con la mente, la respectiva toma de conciencia y el establecimiento de diferenciaciones. En la percepción estética la mente se reduce casi siempre a razones empíricas. Transcurre espontáneamente. En la gran mayoría de las personas tales razones buscan exclusivamente el halago o la confirmación de sus preferencias sensitivas, inherentes al gusto, producto social sostenido por ideas e ideales. Es cuando el hombre reacciona como un animal social; esto es, por reflejos condicionados» Muy pocas personas buscan satisfacer aquellas necesidades correctivo-renovadoras que voluntariamente echamos sobre la espalda de nuestra sensibilidad y que exigen razones lógicas y teoréticas individuadas: Si las satisfacemos, será como primer peldaño del uso consciente de la mente, tal como le corresponde a la percepción artística. Ante las obras de arte la mente lleva las sensaciones y los sentimientos más allá de lo que éstos dicen, de los alcances establecidos de los lenguajes colectivos y de los hábitos sensitivos o del gusto. Su capacidad de diferenciar y traducir, de interpretar y valorar, ha de estar respaldada por conocimientos especializados de arte y por mayores razones lógicas que las requeridas por la percepción estética cotidiana y la festiva. Siempre llegamos a lo mismo: la mente no existe sin sensibilidad y sin sentidos, ni la razón piensa por sí sola: es el hombre quien la utiliza para pensar con la ayuda de un trasfondo teorético y de otras facultades humanas. “La percepción no

percibe per se, como tampoco el pensamiento piensa de motu proprio; estas actividades las realiza el hombre con su personalidad perceptual y mental’’, nos dice desde los años cuarenta el psicólogo soviético S. L. Rubinstein.1 En fin, en la percepción interviene la totalidad del hombre. Pero además no existe una tajante separación entre la razón y las actividades sensoriales o las sensitivas. Mayores dificultades encontramos cuando nos proponemos separar la mente de las otras facultades o componentes de nuestra vida psíquica tales como la memoria y la fantasía, la atención y la voluntad, los intereses y necesidades, etc., que han de intervenir en toda percepción artística auténtica. Resulta imposible señalar dónde comienzan y dónde terminan los pensamientos. Ante todo, tenemos una memoria que actúa como propiedad de toda materia orgánica y que se confunde con nuestro pensamiento, en tanto el recuerdo y la comparación se juntan. Además, con la memoria funciona la fantasía, y mientras la primera reproduce la realidad, la segunda la modifica: “el hombre como ser activo no sólo reconoce el mundo: también lo cambia o modifica”.2 He aquí la característica humana que explica las creaciones culturales, y con ellas las artísticas. Lo primero que hacemos ante la obra de arte es reconocerla o identificarla como tal, lo que implica saber lo que ella es y utilizar nuestra memoria, sumergiéndola en la comparación, una de las actividades de nuestro pensamiento. La memoria contiene informaciones e imágenes de obras similares con las cuales hemos de comparar la que tenemos a la vista. Precisamente, en este trasfondo teorético es donde desemboca toda percepción. Aquí se dan cita las imágenes borrosas que el receptor conserva de sus experiencias sensoriales, sensitivas y mentales, aunadas a todos los conocimientos artísticos a su disposición, sin que nunca falten fetichizaciones o ideologías (falsa conciencia]. Al igual que una criba, el trasfondo separa lo sustancial de lo nimio. Aún más: representa la personalidad o cosmovisión del receptor en quien actúan las orientaciones que la sociedad le ha impreso y las consecuentes expectativas que él guarda con respecto a las obras de arte. De ahí la necesidad de tener siempre presente a la percepción como un producto histórico, social y de la visión técnica del trabajo. En cada persona, la visión muestra las particularidades impuestas por su ecología y época, su sociedad y profesión, su afición e individualidad. En este trasfondo se concreta también la cultura estética y la artística del receptor. En el interior de la última hállase materializada parte del cuerpo de teorías e ideales; cuerpo y a la par sostén de las artes, qué al individuo le ha tocado asimilar en la distribución de los medios intelectuales de consumo o percepción artística, regulada por la sociedad. Por eso denominamos teorético a este trasfondo y a las actividades en su entorno. Desde luego, en el trasfondo vienen entrecruzados los

procesos psíquicos de las emociones y de los intereses, de la voluntad y de la atención. Lo artístico de la percepción dependerá —eso sí— de que las fetichizaciones o falsa conciencia no ahoguen las experiencias y los conocimientos artísticos.‘ Resumamos: ante la obra de arte primero vemos y recordamos, sentimos y comparamos, pensamos e identificamos. Todo sucede rápidamente, en cuanto emprendemos de manera fugaz algunas lecturas y análisis, síntesis y combinaciones de los componentes de la obra. Si bien identificamos de modo automático y a través de nuestro trasfondo teorético, hemos de admitir que el curso ulterior de la percepción, con sus pormenores, profundidades y diferencias vistas con detenimiento, dependerá de la contextura de dicho trasfondo; esto es, del predominio de los componentes artísticos. Cada individuo cuenta con un trasfondo diferente, y en algunos de los receptores es propicio a la percepción artística, mientras que en otros es adverso o indiferente. A medida que vayamos penetrando en las operaciones teoréticas de la percepción artística iremos señalando los problemas y posibilidades de cada uno de los componentes del trasfondo. Con la lectura e identificación rápida de la obra aparece una primera resultante que servirá de timonel a la percepción durante todo su curso. Aludimos al sentido que damos a la obra de arte y a nuestra percepción. No en vano todo objeto y todo sujeto tienen varios sentidos pues cada cosa o fenómeno es susceptible de varias definiciones o identificaciones, aunque no siempre estéticas o artísticas. No se trata, pues, de ver simplemente la obra para consumirla artísticamente, como muchos erróneamente suponen. Primero debemos darle un sentido artístico, en caso de que la obra lo tenga; sentido que será la matriz de las significaciones ulteriores. En fin, dar sentido implica regular nuestras actividades sensoriales, sensitivas y teoréticas. Establecer con exactitud la aceptación particular del término sentido resulta difícil, pues se confunde con dirección y función, empleo o finalidad, importancia o significación. Con todo, y al contrario de los significados, el sentido es intrasmisible. Cuando escogemos un sentido, sin duda, opera, nuestra orientación teleológica y determina qué hacer con la obra y con nuestra percepción. Así habremos regulado nuestras relaciones con el objeto, las de las formas con el contenido y las de los elementos sustanciales con los secundarios. En la práctica, que el receptor dé a la obra un sentido estético o artístico, no estético o seudoestético depende de su trasfondo teorético. Esto, siempre que el receptor vea algún sentido en la obra y en su percepción. La gran mayoría de la gente no ve ningún sentido, en cuyo caso la percepción termina en mero reconocimiento de un objeto, sin un sentido particular de interés.

Muy pocos saben qué hacer con una obra de arte. Las razones de este “no saber” son históricas: el hombre actual adolece de un déficit de sentidos, como señala Christian Enzensberger, quien lo estudia como teórico de la literatura3 concepto que aplicamos aquí a las artes visuales tradicionales. A causa de los constantes cuestionamientos a las ideas fundamentales de arte que Occidente ha difundido por el mundo como las únicas válidas y que hoy zozobran por doquier, y en virtud de los vuelcos radicales a que se han sometido últimamente sus manifestaciones, las artes visuales tradicionales muestran en la actualidad una crisis de sentidos, y muy pocos saben qué hacer con sus obras. Antes tuvieron un sentido religioso muy arraigado en las multitudes, y hoy a éstas sólo les interesan el entretenimiento y el consumo masivo. El hecho de que sean pocos quienes saben qué sentido darle a las obras provenientes de las artes visuales tradicionales, obedece también a razones sociales. Es que las sociedades actuales les niegan a sus mayorías demográficas la preparación y los recursos artísticos necesarios, marginándolas, de hecho, de la percepción genuinamente artística. Las mayorías carecen incluso de acceso físico a las obras de arte, y cuando les llegan no saben qué sentido darles y les vuelven la espalda, casi siempre extrañadas o autoaminoradas. Por último, en el hecho de no saber qué sentido darle a una obra de arte pueden mediar razones personales. Esto sucede cuando el receptor no tiene interés en ella porque ha volcado todas sus aficiones en el consumo de otras artes. Por tanto, carece de un trasfondo favorable. Muchas veces el receptor no se interesa en el arte (visual, auditivo o literario), en el género (pintura, escultura o dibujo) o en la tendencia de la obra, pero sí en otras artes, géneros o tendencias. Para llegar a la percepción artística propiamente dicha —recordémoslo siempre— no basta con identificarla como obra de arte, tal como lo hacen quienes muchas veces no le encuentran sentido y le dan la espalda. Es menester saber identificar la obra en su género y tendencia, estilo y cultura, época o autor. Si lo sabemos, resultará fácil conferir un sentido artístico a nuestra percepción y entrar en los pormenores de la obra. En las artes, identificar y dar sentido son dos acciones diferentes. Por una u otra razón, muy pocos saben dar un sentido artístico a la obra de arte. Aquí tenemos la mejor prueba de la imposibilidad de popularizar cada una de las artes. Por desgracia, en el público y hasta en la gran mayoría de los estudiosos del arte todavía predominan el objetivismo ingenuo. Éstos creen a pie juntillas en la percepción pasiva del arte o de su contemplación, en que el objeto impone, mediante irradiaciones mágicas, determinados comportamientos al receptor. Se ignora lo más elemental de los procesos perceptuales y todavía se cree que el ojo ve. Gracias a la teoría de la comunicación, a la informática y a la semiótica, actualmente sabemos

cuán preferible es que nos refiramos a un consumo, uso o empleo de la obra de arte, en el cual la percepción es una de sus partes y el individuo entra en relación dialéctica con la obra de arte. Ya es tiempo de zafarnos de esa promesa, muy burguesa y demagógica, de popularizar el arte, que como cumplimiento se limita a llevar las obras al pueblo o las multitudes a los museos. Incuestionablemente, el problema no es de transporte ni de distribución justa de objetos. En nuestra opinión, es menester insistir en las causas económicas y sociales de la injusticia de privar a las mayorías demográficas de la educación artística necesaria. Insistir en esto es tan realista y fructífero como destacar que aun con una educación popularizadora efectiva de los recursos intelectuales del arte, los individuos elegirán siempre el arte que les convenga, porque les es imposible ocuparse dg todos. Incluso en el socialismo habrá una inevitable división voluntaria y “tecnico sensorial” (visual, auditiva o táctil) de consumo artístico. Por si fuera poco, ningún arte es tan importante, como lo vocea la burguesía, menos aún una obra de arte aislada; lo importante es la totalidad de las artes y de las minorías que las consumen, cada una de las cuales se interesa en un arte diferente. Luego de darle un sentido artístico y estético a la obra, la percepción reclamará el concurso de nuestra atención para penetrar en lo artístico de la misma. He aquí otra variante fundamental en la percepción artística: no todos tenemos la misma capacidad de prestar atención a los detalles estéticos y artísticos. Si la tenemos no necesariamente repararemos en lo importante y, si lo hacemos, no siempre tendremos a disposición un acervo cultural favorable a lo artístico. En muchos casos nos quedamos en puras intenciones y muy pocas veces realizamos una percepción artística legítima y completa. Además, recordemos, que la atención trae consigo intereses, necesidades y voluntad, quedarían y no siempre aciertan. Desde luego, estamos asumiendo que la obra posee atractivos y suscita en el receptor la necesidad de darle un sentido artístico y de prestar atención a todo lo que ve, siente y piensa al respecto. Después de identificar la obra de arte, de conferirle un sentido artístico y de activar nuestra imaginación, comenzará la percepción artística propiamente dicha, y con ella ese complejo y cambiante vaivén entre las partes y el todo de la obra, entre la sensibilidad, los sentidos y la mente del receptor, y entre éste y la obra. La razón guiará todas estas actividades que analizaremos con el nombre de interpretaciones y de valoraciones, sucesivamente. Aquí comienzan a operar los conceptos y juicios, las abstracciones y generalizaciones, todos los f cuales irán retroalimentando el trasfondo teorético que las generó. En pocas palabras, las operaciones, teoréticas de la percepción artística encauzan la vista y la sensibilidad, mientras van diferenciando entre sí las

sensaciones y luego los sentimientos, para después interpretarlos, valorarlos y traducirlos en ideas y conceptos.

LAS INTERPRETACIONES En punidad, la percepción de la realidad visible dista mucho de constituir una lectura pasiva. Ella recrea e identifica (ve como iguales cosas distintas) vale decir, interpreta. Lo mismo sucede en la lectura de un texto o de unas imágenes de fines comunicativos puros. La interpretación será mucho mayor en las obras de arte, siempre de naturaleza polisémica. Cabe, pues, diferenciar entre la lectura como una actividad que establece las denotaciones o significados establecidos de unos signos y la interpretación de una obra de arte, cuya amplia gama de connotaciones requiere de imaginación. Al dar un auténtico sentido artístico a la obra de arte, el receptor sabe muy bien que lo sustancial de ésta hállase más allá de lo explícito o denotativo de sus componentes, y allende lo expresable por nuestro lenguaje cotidiano. En sentido estricto, el arte es translingüístico, transemiótico e incluso transestético en sus alcances. Es que sus obras se caracterizan por dos cosas: por utilizar tropos, figuras y demás recursos sensitivos que cambian los significados de los signos, y por sustraer o enrarecer información de modo voluntario y estratégico. De tal suerte que el receptor siente la necesidad de interpretar lo que el autor quiere decir y lo que dice. En otras palabras, interpreta el sentido o sentidos de la obra pues no se trata de simples lecturas, sino de traducir los elementos visuales de la obra en términos de sensaciones, de sentimientos y de pensamientos solos o de forma combinada. Algunos receptores prestan atención a sentimientos placenteros y otros a ideas nuevas. En definitiva, la obra de arte nos obliga a intentar varias interpretaciones, lo cual equivale a razonar, pero razonar con imaginación, aparte de tener conocimientos a mano. Después de todo, no estamos frente a interpretaciones lógicas ni a búsquedas de verdades, sino ante la elaboración de verosimilitudes a través de la individualidad del receptor y según la estructura de la obra. Por decirlo de otra manera, el receptor avisado espera encontrar sorpresas en la obra de arte; esto es, innovaciones que rebasan toda expectativa consuntiva. Entre la obra y el receptor se genera así lo que la estética alemana-occidental de la recepción denomina distancia estética; distancia que los receptores debemos acortar a fuerza de interpretaciones, varias. Dicho sea de paso, la mayor atención prestada a la obra incrementará, de por sí, la receptibilidad sensorial, sensitiva y mental, del mismo modo que aumentará la capacidad interpretativa y valorativa. Como diariamente comprobamos, muchos receptores se quedan en lo explícito

de la obra, vale decir, en los significados o las denotaciones establecidas de los elementos, de suyo no estéticos. Como es sabido, tales denotaciones pueden ser religiosas o políticas, educativas o informativas, nacionalistas o éticas. En este caso, ellas dan, un sentido trivial a la obra de arte, y la percepción termina en la lectura de lugares comunes. Esto le sucede a los contenidistas quienes, con su rabioso antiformalismo, repudian toda forma y se reducen exclusivamente al contenido amputando de este modo la obra y la percepción. Por cierto, lo malo no reside en prestar atención al contenido, sino en limitarse a él y leer lo manido. No se sigue adelante con el fin de entrar en las interpretaciones y valoraciones exigidas por las formas, las cuales a la postre redundan en beneficio del contenido, ampliándolo o enriqueciéndolo, corrigiéndolo o transformándolo. La obra pasa a ser un mero soporte de lo trillado. Quienes se detienen en la fidelidad o mimesis de las figuras con respecto a las realidades visibles que representan, tendrán un consumo anacrónico e igualmente trivial. Si en épocas prefotográficas se justificaba ver méritos artísticos en la habilidad manual de la mimesis, en la actualidad implica un realismo fotográfico redundante y trivial. Aquí también hay amputación y la recepción termina en un anacronismo, de suyo seudoestético. Otros espectadores irán más allá de la admiración a la habilidad manual de tipo mimético, e igual que los contenidistas se interesarán en la realidad representada, o sea en el plano semántico de la obra, de manera que ésta pasa a ser un simple soporte material. Lo mismo que en el lenguaje común, ellos van hacia lo intelegible sin reparar en lo sensorial o en lo sensitivo. Es decir, desisten de lo estético y de lo artístico, cercenando la obra y la percepción. Sin embargo, cabe la meritoria posibilidad de que los receptores acentúen los fines educativos y cognoscitivos de la realidad representada en la obra de arte. Naturalmente, una acentuación así es importante como parte de la vivencia o percepción artística, pero nunca como el todo artístico y suficiente de la obra. Quienes siguen penetrando en la obra de arte se encontrarán con la necesidad de interpretar. La interpretación constituiría la médula del complejo y amplio fenómeno sociocultural que es el arte, al corporizar el centro mismo del motor objeto-sujeto del consumo que mueve a tal fenómeno. En la interpretación se centra la percepción visual de tipo artístico; vale decir, el consumo de las artes visuales. No enfrentamos una actividad arbitraria y de mera imaginación del receptor ni de simple pasividad de éste, sino que constituye un proceso dialéctico entre el objeto u obra de arte y el sujeto o receptor, proceso en el cual ambas partes son activas: una acción objetual y una acción perceptual chocan en oposición complementaria, pudiéndose decir que el receptor siempre recrea la obra. Naturalmente, no se trata de un equilibrio distinto, éste depende del mayor peso que en la relación ejerza el objeto

o el sujeto. No todas las obras de arte tienen el mismo impacto o grado de novedad, ni todos los receptores disponen de la misma capacidad interpretativa. Además, cada interpretación posee varios planos, sentidos o funciones; cada una de ellas con su propia lógica. Para conocer el mecanismo de la interpretación actualmente contamos con varias disciplinas: la hermenéutica; la semiótica; la fenomenología filosófica; la estética de la recepción, de Alemania Federal; y la estética de los efectos, de Alemania Democrática.4 Estas disciplinas o teorías coinciden en considerar que la relación objeto-sujeto hállase inmersa en una sociedad y está condicionada por ella, de tal manera que el receptor decodifica lo codificado del objeto, o bien establece las redundancias y sorpresas del mismo. Es decir, el sujeto y el objeto se unen a través del idioma, producto social, en cuanto el receptor responde a la obra de arte con significados establecidos en la colectividad: todo lo cual demuestra que la obra tiene un lugar en nuestro idioma materno. Cabe aludir también a una conciencia colectiva (inconsciente cultural, diría Pierre Bourdieu) que enlaza al receptor con el productor y, por ende, con su obra. La interpretación no es la búsqueda de la verdad ni de las intenciones del productor, sino que constituye una cuestión de imaginación que busca.; conferir un sentido a las partes de la obra de arte que sea aceptable y compatible. El receptor tratará de establecer en ella los postulados estéticos y artísticos del autor, pero no todas sus intenciones. Para H. G. Gadamer5 resulta imposible dar con las intenciones del autor. Sabemos también que para el historiador de arte es una tarea ardua establecer tales intenciones. Diríamos que lo importante estriba en la utilidad de las interpretaciones para el receptor, o bien en el ejercicio de imaginación que demanda por parte de la sensibilidad y de la mente interpretativa. En fin, la obra se independiza de su autor y muchas veces sus intenciones quedan incumplidas, La actividad de interpretar, más bien, concreta la percepción, en cuanto —al igual que ésta— identifica; esto es, ve iguales cosas distintas: la realidad de la obra y la imagen de ésta en el receptor. No reconoce solamente: también recrea. Realidades y verosimilitudes se conjugan; lo mismo sucede con los conocimientos y las fantasías. El mecanismo de la interpretación se materializa en las relaciones que el receptor entabla con la obra, actuando como representante del sistema artístico de ella o bien como producto social que se limita a lo estético; tanto en lo sistémico como en lo social habrá una individuación por parte del receptor. En términos psicológicos, esto implica la relación memoria-fantasía. La memoria representa los conocimientos almacenados, la fantasía, los deseos y visiones de lo inexistente. A mayor cantidad de conocimientos, mayor salto.de la fantasía creadora, sería el principio fundamental del mecanismo interpretativo del

receptor. De este modo, el reconocimiento de la importancia de lo racional tiene fines favorables a la fantasía. Al fin y al cabo, la fantasía sola es capaz de innovar pero de una manera tan radical que se desliga de la realidad y resulta en innovaciones estériles. Para poder subvertir conocimientos, la fantasía ha de apoyarse en ellos. Finalmente, la memoria constituye el trasfondo teorético de que hemos hablado. Por añadidura, las obras de arte son actualmente elaboradas con el expreso propósito de despertar la fantasía del receptor y sobrepasar sus expectativas o conocimientos. Como la interpretación artística identifica y requiere de la fantasía, es susceptible de fáciles confusiones, autosugestiones y autoengaños. Así, la interpretación estética y la no artística (política o religiosa) suelen suplantar a la artística. La combinatoria de posibilidades múltiples se presta a equívocos. Como ya dijimos, existe una interpretación racional, que es la artística, y que traduce en ideas lo artístico de la obra, ya sea en sus aspectos técnicos como en los formales, en los temáticos como en los conceptuales. Pero lo artístico es también traducible en metáforas, sensaciones, sentimientos o imágenes no discursivas. Además, la interpretación artística puede traducir en ideas lo estético y lo no artístico de la obra. Por último, al lado de la interpretación artística actúan la interpretación biológica, la estética y la no artística, que traducen la obra en sensaciones, sentimientos e ideas no artísticas, respectivamente; traducen no sólo lo estético y lo no artístico, sino también lo artístico. Como es de suponer, el mayor peligro reside en las interpretaciones sensitivas que producen halago. Para nosotros lo decisivo estriba en abarcar el mayor número de interpretaciones, pero diferenciando su respectiva naturaleza y valor, al mismo tiempo que se da prioridad a las ideas artísticas. Quienes piensan en el público en general como el destinatario real de las artes, verán seguramente muy difícil y utópico que el hombre común pueda llevar a cabo interpretaciones tan complejas y variadas como las que estamos describiendo. Por desgracia, hasta las teorías seriamente ocupadas en el consumo artístico todavía se apoyan en una idea muy general y difusa de público y sitúan el consumó de la obra de arte en un complejo horizonte de expectativas o en la complicada formación artística (o coexistencia de múltiples modos antiguos y nuevos de consumo de arte), haciendo de la recepción artística algo inasible desde el punto de vista sociológico.> La literatura tiene la ventaja de reducir los posibles consumidores o lectores al número de alfabetos, y luego a la cantidad en estadísticas de quienes leen libros. En comparación, las artes plásticas deben limitarse a trabajar con una idea muy vaga de consumidor, al pensar que todos los miembros de la sociedad son capaces de ver. Sin embargo, el penetrar en la realidad y compararlas con otras actividades verdaderamente populares, saltan a la vista dos cosas: el error de esta idea un tanto ilusoria y demagógica. Y la consecuente necesidad de adoptar el concepto de aficionado como lo más realista y concreto del consumo o percepción artística.

La realidad nos dice que el espectáculo del fútbol y su crítica periodística, por ejemplo, se dirigen a los aficionados; esto es, a quienes saben de fútbol nunca a los neófitos que como excepción asisten Así, la literatura se destina propiamente a los aficionados a la poesía, a la novela, al ensayo, etc., a quienes tienen obligación de dirigirse los artistas y los críticos. Lo mismo sucede con las artes visuales, con base en que los aficionados lo son realmente a la pintura o a la escultura, al grabado o a la arquitectura, a tal o cual tendencia genérica. Pensar que el conocimiento pictórico basta para el consumo escultórico constituye una confusión frecuente de funciones y valores distintos del arte. Por lo tanto, el aficionado encuéntrese entre el neófito y el profesional (críticos, historiadores, teóricos o productores de arte); dicho en otras palabras, consume a través de su personalidad sistémica más que mediante la social. No actúa como un ciudadano cualquiera sino como mi conocedor de las reglas de juego y del sentido de la obra que busca consumir. Si se prefiere, actúa con una conciencia sistémica o artística más que con la social. Si el neófito decide devenir aficionado, sabe sobradamente que debe pasar por un aprendizaje previo. En fin, el aficionado posee conocimientos del sistema artístico o cultural a que pertenece la obra, entiende el lenguaje del autor y de la obra y, en consecuencia, posee un trasfondo teorético favorable. Sus planos de lectura y de interpretación son más numerosos que los del neófito y menores que los del profesional. El aficionado constituye, exactamente, un conocedor especializado. No sólo se agrupa alrededor de tal o cual arte o género artístico elegido, sino en torno de un modo residual, dominante o emergente, propio de tal o cual tendencia de un género artístico dado; modos de coexistencia de la formación artística de la sociedad que también comparten los productores y sus obras. En la práctica, las tendencias artísticas dividen los aficionados en conservadores, progresistas, reaccionarios o revolucionarios. Si bien el Estado es culpable de marginar a las mayorías demográficas del consumo artístico al negarles la educación necesaria, su popularización nunca evitará que los aficionados se agrupen en minorías. Cada arte o tendencia cuenta con un número reducido de aficionados, pues todas las artes y tendencias no pueden tener a todos como aficionados. Por consiguiente, la obra y la crítica no deben hacer concesiones en nombre del didactismo o renunciar a actitudes nuevas en espera de producir obras legibles para todos; iniciar a todo miembro de la sociedad en el consumo de todas y cada una de las artes y tendencias es imposible. Al ver la obra de arte y conocer sus postulados y fines, el aficionado sabe de inmediato qué interpretaciones intentará, ya que sabe de antemano que no está

obligado a emprender todas las interpretaciones y actividades que aquí describimos como posibilidades perceptuales. Toda obra de arte es susceptible de múltiples estudios o interpretaciones no artísticas tales como las químicas y matemáticas en su condición de objeto, o las sociológicas e ideológicas, psicoanalíticas y biográficas (anécdotas), como producto humano que ella es. A menudo tales interpretaciones aportan conocimientos pero resultan fragmentarias y demasiado alejadas del arte, aun cuando pretendan dar a conocer los misterios de la creación artística. Más cerca de lo artístico de la obra de arte actúan las interpretaciones del tema (¡no lecturas!), de suyo no artísticas. El tema o contenido requiere de interpretaciones iconográficas e iconológicas, sobre todo en las obras surrealistas, gracias a cuya antilógica se tornan en enigmas a descifrar, tan caros como pasatiempos o como pretextos literarios a los escritores metidos a críticos de arte. Por lo general, las obras de arte surgidas durante las últimas tres décadas se distinguen por insistir en el enrarecimiento de la información visual, impulsando al receptor a aguzar la imaginación interpretativa, al igual que las pinturas clásicas con su sobrecargada información icónica. Las interpretaciones de los literatos-críticos abundan, no sólo de las obras surrealistas —las más preciadas por sus charadas cónicas— sino también de las conceptuales, como el Gran Vidrio de M. Duchamp. Quienes descifraron los significados o representaciones de cada uno de sus elementos visuales lo hicieron convencidos de que las interpretaciones iconográficas no sólo son suficientes sino lo único importante, del consumo artístico. La realidad es otra: son secundarias y personales, subjetivas y parciales; apenas si resultan útiles como antesalas dé lo más importante y objetivo, la interpretación conceptual, ya que ésta es lo sustancial y lo más artístico de M. Duchamp. Los contados escritores que tomaron una actitud conceptualista no fueron consecuentes y se quedaron en lo superficial de las generalizaciones conceptuales. Pese a su importancia, las interpretaciones conceptuales no cubren todo lo artístico. La interpretación artística es amplia y variada. Se inicia ubicando a la obra en el espacio y en el tiempo, para determinar lo estético y lo artístico que conlleva. Es decir, resulta forzoso interpretar los propósitos estéticos y los artísticos del autor o de la obra. Si se quiere, al reconocerla como artística el receptor necesita pormenorizar el sentido artístico de la obra. Ubicar a la obra en el tiempo implica ver qué toma del sistema artístico a que pertenece (pintura, escultura, dibujo, grabado, etcétera) y qué le devuelve. En otras palabras, qué toma de la tendencia de que ella parte y qué le retroalimenta. De la tendencia el receptor deducirá los postulados artísticos y los ideales estéticos de la obra, así como sus posibles efectos sociales, individuales y

sistémicos. La tendencia nos da cuenta del proyecto cultural y social que anima a la obra, en cuanto a lo que ella pretende con respecto a la colectividad, más el proyecto tendencial que comprende sus aspiraciones estéticas y artísticas. Señalar la tendencia de la obra significa abreviar o sintetizar su ubicación artística. Cuando los críticos lo hacen, los artistas protestan y condenan un injusto encasillamiento de su obra. En realidad, ellos son quienes se encasillan cuando eligen participar en tal o cual tendencia artística, aunque abundan los críticos que se quedan en el encasillamiento, al no enfocar las rupturas que hubiera, por lo regular muy escasas. Si la obra no pertenece a ninguna tendencia es casi siempre por falta de proyecto y de sentido. Ubicar a la obra en una determinada tendencia implica establecer hasta qué punto cumple con las constantes formales y conceptuales de aquélla y cómo al mismo tiempo la subvierte, cambia o amplía. Por eso, el receptor ha de adoptar una actitud dialéctica, alternando las generalidades tendenciales y las históricas con las particularidades propias de la obra y de su autor. Claro está, abundan las obras de arte que toman de varias tendencias conocidas, en cuyo caso se aumentan los esfuerzos hermenéuticos del receptor. Tal incremento será mayor si la obra trae consigo una nueva tendencia. Después de establecer e interpretar los postulados de la respectiva tendencia, el receptor hará lo mismo con las innovaciones: lo que la obra devuelve o retroalimenta a su tendencia, para corregirla, ampliarla o enriquecerla. Entre las innovaciones será menester considerar la interpretación de lo colectivo que el artista deja impresa en su obra en forma inadvertida. Para los aficionados latinoamericanos resulta importante establecer lo nuestro de nuestro arte, al lado de lo internacional del mismo. Hasta ahora nos hemos ocupado exclusivamente de los parentescos internacionales de nuestro arte, y hemos omitido por completo lo nuestro colectivo, que los críticos tienen la obligación de traducir en conceptos. La interpretación cumple con su principal finalidad cuando enfrenta las; innovaciones y las rupturas sistémicas de la obra. Éstas son de varias clases y algunas requieren interpretarse según sus efectos y no por su Contextura. Esto sucede obviamente cuando su contextura es clara y reconocible. Por ejemplo: las innovaciones de los modos y medios de producción artística tales como los materiales (temple, óleo, acrílico o metales en la escultura), las herramientas (pincel de aire) o los procedimientos (litografía o xilografía). De inmediato salta la vista la consistencia material de tales innovaciones, y el receptor necesita reducir su interpretación únicamente a los efectos sistémicos. En comparación, las innovaciones formales, semánticas y conceptuales no son

tan claras y demandan una aguzada interpretación de su naturaleza y de sus efectos sistémicos. Interpretar las formas significaría traducir las innovaciones formales de las figuras o de su composición, en sentimientos e ideas que enriquecen el tema y la vivencia misma del receptor. También cabe interpretar los efectos sistémicos de las innovaciones formales, propias de las obras carentes de referencias a la realidad visible. Por lo demás, ya hemos hablado de la mimesis y del tema. Por último, las interpretaciones de las innovaciones conceptuales necesitan — de por sí— conocimientos teoréticos e históricos capaces de situarlas en el espacio y en el tiempo sociales o culturales, mientras simultáneamente el receptor va traduciendo lo visual en conceptos e ideas. En buena medida, aquí se trata de las relaciones de la obra percibida con las ideas fundamentales de arte, a fin de determinar cuáles son las que ella subvierte y cómo las cambia. En términos generales, los efectos sistémicos de las innovaciones no sólo necesitan ubicarse en el tiempo, sino también en la geografía o espacio. Nos referimos a interpretar los efectos de las innovaciones de la obra en el ámbito artístico local, nacional, latinoamericano e internacional; además de los efectos en la evolución del artista, autor de la obra percibida. Después de todo, las creaciones culturales primero surten efecto en su realidad inmediata y luego conquistan aceptación e importancia internacionales. De las universales nadie puede dar cuenta. Los efectos sociales a interpretar en una obra de arte conciernen a los contenidos o elementos no artísticos tales como los religiosos o políticos, educativos o éticos, fácilmente difundibles en las colectividades. Dichos efectos encuentran su mejor realización en la ideología o falsa conciencia que reafirma y propaga la obra de arte. Como es de suponer, los efectos sociales aparecen después de que en la colectividad circule durante algún tiempo una buena cantidad de obras con efectos similares, Los efectos individuales son propiamente los estéticos, en cuanto la percepción de la obra altera o reafirma los hábitos sensitivos del receptor. Aquí los efectos pueden ser de naturaleza artística, en tanto la obra percibida incide en las ideas o nociones de arte que posee el receptor. En toda buena percepción artística las interpretaciones se inician en los pormenores de las subestructuras de la obra de arte que hemos visto: la elementalista, la morfológica y la sintáctica. En las elementalidades, el receptor comienza a traducir las sensaciones y los sentimientos en ideas y conceptos, lo cual sucede luego de diferenciar entre sí unas y después los otros. En las bellezas naturales de la subestructura morfológica dará más pasos hacia

lo estético y lo artístico. Si se detiene en el hedonismo de las bellezas, prestará atención a las innovaciones. Pocos receptores piensan en las otras categorías estéticas porque son muy difíciles de interpretar. Llevamos muchos siglos de sólo manejar bellezas, y nos resulta muy arduo interpretar lo dramático, por ejemplo. Se le confunde fácilmente con el sentimentalismo, al igual que a la tipicidad con el singularismo, a lo sublime con lo espectacular, y a la belleza con lo bonito o con algún ornamento. Abundan los aficionados que buscan de la belleza formal, sintáctica o compositiva, como el máximo exponente de las artes visuales. No en vano en nuestra época consumista impera el formalismo. Sin duda, la composición es importante para la percepción artística y la mente ha de interpretarla al trasluz del contenido para ver cómo la enriquecen las formas. No es gratuito que en las artes lo sensitivo esté destinado a modificar lo intelegible, llevándolo a terrenos inesperados. En lo visto hasta aquí, la percepción requiere de la intervención de la mente para no truncarla, detenerla y poder llegar a lo artístico de la obra de arte. Las operaciones teoréticas resaltarán con más claridad en las valoraciones.

LAS VALORACIONES Todos valoramos mientras interpretamos o percibimos, así como también lo hacemos antes y después. Las valoraciones nos son indispensables e inevitables; de allí su imposibilidad de existir sin las interpretaciones, y viceversa. Aún más: solemos confundir unas con otras. Sobre todo, entre las valoraciones, nos resulta muy difícil distinguir entre aquellas de índole artística y teorética, siempre muy escasas. Las artísticas se dan junto con las sensoriales, las sensitivas y las no artísticas, todas ellas de mayor frecuencia en la práctica. La confusión aumenta cuando nos percatamos de que las artísticas se ocupan igualmente de los elementos sensoriales, los sensitivos y los no artísticos de la obra de arte, más las valoraciones que de éstos y según el caso, hacen los sentidos a través de sensaciones, la sensibilidad mediante sentimientos y los criterios políticos o religiosos valiéndose de ideas. . En nuestra opinión, las valoraciones artísticas son las sistémicas. Las rotulamos así porque se ocupan de los aportes de la obra de arte, en cuanto a retroalimentar su propio sistema o género. Cubren asimismo los efectos sociales y los individuales del consumo artístico. Nos constreñimos a las valoraciones artísticas porque son las típicas de las operaciones teoréticas y porque consideramos como receptores a los aficionados ideales, quienes suponemos traen con su orientación axiológica conocimientos y experiencias idóneas para valorar las obras de arte en forma objetiva, razonada y artística. No importa si en la práctica muy pocos aficionados llegan a la valoración artística; la gran mayoría se detiene en la estética, de suyo subjetiva y empírica, inconsciente y propia del gusto. En suma, postulamos la valoración artística como ideal o paradigma de todas las valoraciones que intervienen en el consumo artístico. Con el propósito de abrirnos paso hacia las valoraciones propias de las operaciones teoréticas de la percepción artística y aclarar lo que entendemos por su perfil característico, será menester prestar atención muy especial a ciertas degeneraciones, dualidades y confusiones, para reconocerlas y luego eludirlas, conservarlas y diferenciarlas, respectivamente. Por degeneraciones entendemos la vedetización del artista, la fetichización de la obra de arte, y las mixtificaciones de las ideas fundamentales de arte, así como a los pares que se hacen pasar por justificantes ético-políticos: nacionalismo e internacionalismo, populismo y elitismo, tradicionalismo y vanguardismo, purismo y funcionalismo, socialismo e individualismo. Son falsos dilemas y cada término

constituye la degeneración de una realidad, cuyos pormenores ya hemos descrito en otra parte.6 Como dualidades aludimos a los siguientes pares que operan como bisagras en todo producto cultural o humano, y que el receptor no podrá separar para hacer de uno un valor y de otro un desvalor: nacional e internacional, pasado y presente, continuidad y ruptura, hegemónico y popular, sociedad e individuo. La naturaleza de cada par es archiconocida y no necesitamos insistir en ella. Las confusiones que el receptor de la obra de arte ha de evitar, al elegir el término verdadero, son las cinco siguientes: 1.Hacer de toda obra de arte un valor per se, igualando naturaleza artística y valor. 2.Instituir las categorías estéticas en valores. 3.Medir el valor artístico por el placer que siente el receptor, tomando la subjetividad por objetividad. 4.Identificar el arte con la belleza. 5.Tomar por valoraciones artísticas las no artísticas, al transformar la utilidad religiosa o la política en un valor artístico. 1.La naturaleza o función artística suele confundirse con su valor. La confunden sobre todo, quienes definen al arte en forma antológica, igualando sus ideales con sus prácticas humanas y tomando por buena toda obra de arte. Si es mala, deja de ser arte. La realidad es otra y como en cualquier actividad humana abundan las obras malas. Además, no existe otra ubicación para éstas que las actividades artísticas pues no son científicas ni tecnológicas, tampoco religiosas o filosóficas. Por consiguiente, hemos de convenir en que toda obra de arte posee una naturaleza artística, aunque no necesariamente entrañe valor artístico o, lo que es lo mismo, sin que nos suscite una valoración artística. El valor y la valoración giran en torno a las innovaciones aportadas por la obra, al retroalimentar al sistema a que ella pertenece. Por tanto, será necesario saber valorar los efectos artísticos de la obra, lo cual implica conocer las obras similares a ella, a fin de que a su trasluz sea posible obtener conclusiones autorizadas y objetivas. Por lo regular, el neófito supone que todo arte es únicamente arte y, en consecuencia, toma por artísticas todas las experiencias, valoraciones y complacencias quien suele tener como receptor.:

2.Las categorías estéticas también son consideradas valores estéticos por muchos aficionados. Sin lugar a dudas, en las obras de arte pueden existir bellezas y fealdades, dramatismos y comicidades, sublimidades y tipicidades, en su calidad de elementos estéticos, pero no necesariamente constituyen valores. Tales categorías o elementos varían en cada individuo, clase social y momento histórico. Ya hemos señalado la frecuencia con que tomamos lo bonito por bello, lo sentimental por dramático, la burla cruel por comicidad, lo espectacular por sublime y la vulgaridad por tipicidad. Sea como fuere, la belleza se instituyó en valor estético en la Grecia y en la Roma esclavistas, así como en Occidente desde el Renacimiento, en que deviene incluso valor artístico. Recordemos la presencia de la belleza y demás categorías estéticas en la naturaleza y en la vida real, las cuales deben diferenciarse de las reproducidas en las obras de arte y de lo artístico propiamente dicho. Por otra parte, a menudo se incurre en el abuso de reducir lo estético exclusivamente a la belleza, cuando actualmente abundan las obras de arte que lo desmienten al renunciar a los elementos de todas las categorías estéticas para quedarse tan sólo con lo ■artístico. Después del predominio de la pintura durante muchos siglos, cabe esperar que el hombre tenga dificultades para reparar hoy en las categorías estéticas que no son la belleza. 3.Al estudiar las operaciones sensitivas hicimos hincapié en el error de identificar el valor con el placer, y separamos el agrado biológico del placer estético —vieja distinción kantiana. A éste luego lo diferenciamos del intelectual, del puramente afectivo y de los seudoestéticos. Finalmente, toda obra o acto produce placer, desplacer o indiferencia, la cual también es un valor en tanto implica ausencia de desplacer. Ya sea estética, biológica o afectiva, la sensibilidad es siempre valorativa, y con toda razón el hombre toma lo placentero por valor. Pero constituye un valor subjetivo y propio del gusto. También señalábamos el derecho de todo individuo de hacer del placer que siente un valor personal y a renglón seguido destacamos la imposibilidad de imponer a los demás nuestros valores o gustos, en tanto ellos tienen el mismo derecho que nosotros. A nuestro juicio, son dos las causas del error de identificar el placer con el valor estético: una, el individualismo en que hoy ha degenerado la exaltación renacentista del valor del individuo al centrar todo en el hombre y hacerlo la medida de todas las cosas, ignorando las diferencias humanas y los intereses egoístas de unos pocos en detrimento de muchos. La otra causa consiste en la muy difundida creencia de que el arte tiene al placer como única finalidad. Así de ser trabajo y esfuerzo, la cultura se transforma en entretenimiento y goce: la función hedonista deviene la única o la más importante de las artes.

En nuestra opinión, el placer constituye un síntoma y nunca una finalidad. Por otro lado, la valoración artística ha de ser objetiva y racional, capaz —desde luego— de producir placer, pero placer intelectual o, si se quiere, artístico. Ante una obra de arte todo hombre es capaz de experimentar placer estético, y de manera subjetiva lleva a cabo una valoración también estética. Incluso la mayoría de los aficionados se deja presionar por lo estético y omite lo artístico. Por eso se sienten desvalidos ante lo artístico de las obras de arte de nuestro tiempo, carentes de elementos estéticos. En cambio, la valoración artística impone superar lo subjetivo y el placer mediante razonamientos. La valoración ha de ser razonada. Sólo así cabe hablar de operaciones teoréticas, pues éstas actúan más allá de las operaciones sensoriales y de las sensitivas en que se apoyan. 4.No insistiremos en diferenciar lo estético de lo artístico como condición indispensable para entender los problemas actuales del arte. Lo estético descansa en el gusto, mientras lo artístico se apoya en un cuerpo de ideas, conceptos y teorías. El arte es un concepto que cambia con el transcurso del tiempo. Durante siglos las bellezas naturales se reprodujeron en las obras de arte hasta que Cézanne, a fines del XIX, inicia el abandono de la acentuación del plano semántico —tan caro al naturalismo— con el fin de poner énfasis en el sintáctico; así, la belleza formal aparece como un producto puramente artístico. De este modo, las artes visuales abandonan las bellezas naturales, para renunciar, durante los años sesenta de nuestro siglo, a la exaltación del plano semántico (de la belleza formal), en favor del plano pragmático; es decir, de los efectos de la obra de arte en el receptor. En suma, las artes abdican de toda belleza (la formal inclusive) y demás categorías estéticas, y se limitan a lo artístico. Como resultado, la valoración artística se desliga de lo estético y lo hace sin dificultad puesto que lo artístico siempre estuvo más allá de lo estético y de la belleza. El placer constituye una valoración, al igual que el desplacer. Pero —insistimos — se trata de valoraciones subjetivas. Para nosotros valorar significa justipreciar mediante razonamientos lógicos los aportes artísticos de la obra de arte. Valorar no significa reconocer un valor o una belleza, como lo hacen quienes por pereza intelectual y crítica obedecen ciegamente a normas e imperativos, actualmente masivos. Adoptando el criterio de M. Kagan, 7 diremos que independientes del hombre existen la materia y las formas de la obra de arte, y que ésta tiene la capacidad de ser portadora de valores artísticos. De tal suerte que la valoración del receptor permite que las formas desarrollen su capacidad de ser portadoras de un valor artístico. La obra no es calidad ni belleza. Valoración y valor se presuponen mutuamente. Calidad y belleza son conjuntos de relaciones que origina el binomio objeto-sujeto. Es así como puede haber una valoración estética. La artística rebasa lo individual del gusto y se vincula con el sistema artístico de la obra.

5.La mescolanza de la utilidad y el valor, por último, es hoy fácil de establecer y de impugnar. No en vano vivimos en épocas de predominio de las artes profanas. En el siglo vil, éstas se vieron obligadas a renunciar a sus milenarios fines religiosos y devinieron profanas, para rechazar durante el XIX todo compromiso ético y político, social y burgués. Como resultado aparece el artepurismo, que en la actualidad a menudo recusamos totalmente. No diferenciamos el derecho inalienable del artista —como el de cualquier otro productor— de operar con libertad, repudiando toda imposición de políticos y moralistas, de burgueses y burócratas. Toda obra o acto humano posee indefectiblemente vinculaciones políticas, pero nos ha dado por ignorar lo más importante de la relación arte-política: la utilización que actualmente el Estado hace del arte en favor de sus intereses políticos. Al, controlar la distribución de los medios materiales e intelectuales de producción y de consuma de arte, el Estado rige todas las actividades artísticas.

Tampoco reparamos en las profundas diferencias entre la supremacía de lo artístico sobre lo político en la obra de arte, hasta anular la intervención de éste y conciliar los intereses políticos con los artísticos. Además, hay mucho trecho entre el diseño gráfico al servicio de la política —como sucede en toda propaganda— donde las persuasiones estéticas son secundarias o de igual valor, por un lado en virtud de la definición misma de los diseños y, por el otro, el arte de la pintura, en que el contenido —por definición— debe ser enriquecido por las formas artísticas. El arte busca autonomía y los diseños, funciones prácticas. Es decir, no puede haber arte al servicio de fines no artísticos y visibles en la obra, sin que se convierta en diseño (para ser artesanía es ya demasiado tarde). Debe haber, pues, una conciliación entre los intereses políticos y los artísticos. Cuando nos ocupamos de la relación arte-política, casi siempre nos limitamos a mirar la politización del tema de la obra de arte, como lo único importante. A esta politización la vemos como artística cuando es de diseño. Además, nos convertimos en contenidistas, cuyo reduccionismo es tan condenable como el del formalismo. Aspiramos a convertir el valor político en artístico o de diseño para lo cual utilizamos lo dramático de los hechos sociales como denuncia de injusticia y explotaciones. El dramatismo es una de las categorías estéticas pero para convertirse en valor estético ha de representarse en la obra con riqueza formal e innovaciones. La revolución social que propaga la denuncia política deberá contener elementos de la revolución cultural o artística: el izquierdismo político no podrá servir de cobertura al conservadurismo artístico. En principio, estamos a favor del partidismo de Lenin: la cultura ha de estar al servicio de la política pero siempre y que las personas en el poder político en verdad

representen los intereses de las mayorías demográficas de la sociedad y no ejerzan un despotismo en su nombre y decidan acerca de cuestiones artísticas sin oír a los estudiosos de la relación arte-sociedad ni a los productores de arte. En nuestros países latinoamericanos cabe ver con buenos ojos al arte politizado que acepte la primacía de lo artístico en la obra de arte. Después de todo, alguien tiene que ocuparse de los cambios artísticos. Mejor si son los artistas politizados que luchan contra los comportamientos seudo artísticos difundidos por los medios masivos y contra los modos residuales y los dominantes de producción y de consumo artístico. Por lo dicho, queda claro el perfil de las valoraciones artísticas en general, comparadas con las sensoriales, que son netamente biológicas; con las sensitivas o estéticas, que constituyen productos espontáneos y empíricos del gusto o sensibilidad; y con las no artísticos, que pertenecen al mundo de las ideas políticas que en la antigüedad eran las de las creencias religiosas. Las artísticas son razonadas y sistémicas y han de intervenir en toda percepción artística. Sin embargo, la realidad es otra, pues la gran mayoría de los aficionados se detiene en las valoraciones estéticas y se conforma con ellas sin razonarlas. Veamos ahora cuál es la importancia de las valoraciones artísticas en las operaciones teoréticas de la percepción artística. En el caso de los aficionados las valoraciones artísticas son importantes. Pero más lo son las interpretaciones, en tanto involucran actividades de la memoria y de la fantasía. No interesa si están dirigidas por valoraciones rutinarias y subjetivas. En buena medida, el consumo artístico tiene por médula la interpretación, pasando las valoraciones artísticas a condición de subproductos y de meros apoyos. Éstas son importantes, puesto que promueven en el receptor su capacidad de interpretar o son secuelas de tal capacidad. Sin lugar a dudas, el aficionado valora racionalmente, pero sus valoraciones no circulan en la colectividad. Al menos, la importancia de las valoraciones artísticas provenientes de los aficionados no tienen la trascendencia de las que realizan y dan a conocer los profesionales: los artistas como productores de obras y los analistas como generadores de ideas, conceptos y teorías. Éstos traducen sus valoraciones en algo tangible y social, como veremos más adelante. Mientras, veamos cuáles son las posibilidades de las valoraciones artísticas que tiene el aficionado al enfrentar las obras de arte; obras cuya variedad de componentes es ampliamente conocida, y que pueden enumerarse como sigue: I. En primer lugar, el aficionado, deberá someter a valoración artística los componentes sensoriales con su base biológica y las sensaciones suscitadas. La tarea principal sería razonar la presencia de tales elementos, su importancia en la obra en relación con los demás elementos y su validez histórica, artística o sistémica. Recordemos las tendencias artísticas que acentúan los accidentes de la materia, la soledad de un color único o la sencillez de una forma geométrica simple, con el fin

de activar la sensorialidad del receptor e invitarlo a justipreciar las elementalidades materiales y visuales de los componentes de la obra. En suma, la valoración artística establece las diferencias entre lo sensorial biológico y lo sensorial de ciertos elementos que, mediante ideas o razones, el hombre convierte en bellezas, sean cromáticas, texturales o formales, todas ellas primarias, simples. II. En la obra de arte, a los aspectos sensoriales siguen los estéticos o sensitivos, cuya tasación artística —a diferencia de la estética— no se limita a lo sensitivo de las bellezas o dramatismos, sublimidades o tipicidades representadas en el contenido. Dicha tasación apunta a los efectos de los recursos formales, cromáticos y compositivos en tales categorías estéticas y establece hasta qué pronto las enriquecen o amplían, o les imprimen un nuevo curso semántico. Las categorías estéticas simplemente representadas determinan la naturaleza estética del contenido de la obra de arte, y a lo sumo su autor tiene el mérito de haber hecho una buena elección. Pero el autor no la interpreta artísticamente. No cumple con la primera condición del arte: que los elementos formales calen más allá de lo explícito o denotativo y de lo que dice el contenido. En pocas palabras: el valor artístico de la belleza residirá en las innovaciones que muestre en el campo de las artes. Por otro lado, la belleza formal se sopesa de acuerdo con el grado de armonía de sus combinaciones formales, cromáticas y compositivas (simetrías y ritmos, proporciones y direcciones) en comparación con las obras similares y en relación con el contenido. No hay belleza formal sin contenido, y su relación mutua (formacontenido) depende de la función que busquemos en la obra. Por eso el aficionado ideal deberá evaluar los efectos artísticos de la belleza formal según cada una de las funciones posibles que su capacidad interpretativa vea en la obra percibida. Sabemos que la mayoría de los aficionados tiene especial predilección por el goce de los elementos estéticos y se queda en el formalismo hedonista; esto es, reduce la obra a una de sus funciones: la placentera. Se abstiene pe la valoración artística que demanda esfuerzos intelectuales. No en vaho vivimos en sociedades de consumo, en las que por pereza intelectual y crítica, reina el entretenimiento, que es la medida de todos los bienes culturales. III. Lo denotativo o literal del tema en la obra de arte tiene mía lectura convencional, meramente semiótica y al alcance de quienes sepan significar las figuras de acuerdo con los códigos establecidos en la sociedad. En cambio, la lectura artística es transemiótica y aquilata los alcances artísticos o sistémicos de los ingredientes políticos o religiosos, morales o educativos, informativos o hedonistas del tema o contenido. Este algunas veces trae consigo aspectos nuevos de realidades antiguas o bien nuevas realidades con respecto al género o sistema de la obra. El valor artístico de lo no artístico de la obra de arte residirá entonces en sus innovaciones iconológicas e iconográficas. El aficionado tasará de forma artística las

innovaciones, tanto en las funciones no estéticas como las no artísticas de la obra, tanto en sus efectos políticos o morales, educativos o hedonistas, como en sus alcances sociales e individuales. Dicho sea de paso, sería un despropósito reclamar al aficionado una evaluación ideológica (o de falsa conciencia) y sociológica de la obra de arte; aspectos importantísimos que se encuentran en pañales hasta entre los analistas del arte. El aficionado no podrá ignorar lo no artístico del tema, pues tiene su importancia, sobre todo social. Pero como ya vimos, tomar su utilidad o importancia por valor artístico sería un error. La valoración artística se reducirá a establecer los beneficios artísticos de lo no artístico, pensando en la función cognoscitiva de la obra de arte, en cuanto ésta hace visible^: aspectos nuevos de la realidad política o moral. Cada época se interesa en ciertos aspectos del mundo y del hombre, y darlos a conocer, enriquecerlos o abrir nuevos constituye un mérito artístico. En buena medida, el aficionado ha de buscar las relaciones de lo no artístico con lo artístico, para luego señalar sus influencias mutuas y sus consiguientes valores en el campo de las artes. IV. Hemos dejado los componentes artísticos de la obra de arte para el final de la valoración artística; componentes susceptibles también —como es obvio— a las tasaciones, tanto estéticas como ajenas a lo estético y a lo artístico. En realidad distan de poseer una naturaleza artística; provienen de la tecnología o de la naturaleza si son materiales y su naturaleza es comunicativa, o lingüística si constituyen modos y recursos. Simplemente, las artes utilizan elementos de diversa procedencia con fines artísticos. Después de todo, la condición artística establece relaciones. Quizá el lector vea una contradicción en esto de denominar artísticos a componentes que no lo son. Propiamente rotulamos artísticos a los ingredientes que en la obra de arte cumplen funciones artísticas, habiendo necesidad de diferenciar entre función y valor, y entre éstos y naturaleza. En sentido estricto, la valoración artística consiste en enfocar todos y cada uno de los elementos de la obra de arte para establecer las funciones artísticas que cumplen, y situarlos después en el espacio y en el tiempo, tanto sociales como sistémicos e individuales de las artes, con el fin de aquilatar su importancia. Ya hemos visto los temas y contenidos de la obra, como también sus formas, colores y composición en sus posibilidades y méritos artísticos. En las obras cabe registrar asimismo efectos visuales del uso de nuevos materiales, herramientas y procedimientos, elementos técnicos cuyo valor artístico consiste en su novedad; esto es, en su contribución al enriquecimiento de los modos y medios de producción artística. Situar la obra de arte en el tiempo significa señalar de dónde provienen sus

componentes y qué aporta ella a la trayectoria del sistema artístico a lo largo de la historia. Sin duda, esta valoración histórico-artística es objetiva. Por otro lado, como el arte es un concepto que cambia con el tiempo, habrá una valoración conceptual de la obra que aprecia las relaciones de ésta con los conceptos fundamentales de arte, difundidos por el mundo como los únicos válidos y actualmente cuestionados por doquier. Tales relaciones dirán al aficionado cómo la obra subvierte o cambia, corrige o enriquece dichos conceptos o, si se prefiere, le dirán cuál es la actitud de su autor en las cuestiones de su profesión o vocación: progresista o conservadora, revolucionaria o reaccionaria. Junto a los conceptos y a las actitudes artísticas vienen las estéticas. También existe la valoración artística de tipo geográfico que consiste en situar la obra en el espacio social: primero valorará la importancia de la obra en el ámbito artístico total en que actúa; después seguirá su tasación dentro del arte nacional, latinoamericano y mundial (la universal no existe, puesto que no podemos ver el futuro]. Muy pocas obras llegan a méritos mundiales o latinoamericanos. Además de todas estas valoraciones, el aficionado establecerá el valor de la obra en la evolución artística de su autor. No sólo esto, también deberá situar la obra en el espacio cultural de su sociedad para observar las relaciones que guarda con la cultura hegemónica y con la popular. Mención aparte merece la valoración local, por considerar que para los receptores latinoamericanos es más importante que la internacional. Nuestra dependencia económica y cultural nos lleva a buscar siempre, en nombre de una universalidad que no existe, el valor internacional en toda producción artística. Los artistas de los países desarrollados crean sus obras según el valor que ellas revisten para su país. Buscan el valor local que luego deviene internacional debido a la importancia del país de origen. La dependencia obliga a los nuestros a buscar el valor de dicho país, por ser el mismo que el internacional. Los valores internacionales son los de los países más fuertes. Para corregir tal situación, a los países subdesarrollados sólo les queda buscar el valor local como el principal de toda creación cultural. El ámbito local debe ser el primer beneficiado; si después adquiere reconocimiento internacional, es una cuestión secundaria. Como máxima expresión de la valoración artística en particular y de las operaciones teoréticas en general, hemos de considerar la profesional del crítico de arte. Entre las valoraciones profesionales está la del artista, quien las traduce en elementos de su producción, mientras el teórico las reduce a ideas generales, y los historiadores a dimensiones pretéritas. El crítico enfrenta obras recién nacidas y posee, en comparación con el aficionado, mayores y mejores arrestos cognoscitivos y conceptuales para evaluar las dimensiones artísticas de una obra. Además, produce un texto que ha de ser transparente —dejar ver al lector la obra criticada— y debe

estar bien argumentado en sus diferentes interpretaciones y valoraciones: toda buena argumentación es certera y fructífera. Las valoraciones del crítico son formalmente las mismas que las del aficionado, salvo las ideológicas y sociológicas, a las que se suma el razonamiento crítico. Todas sus afirmaciones y negaciones están argumentadas; vale decir, se basan en razones y no en adjetivos ni consisten en meras opiniones. Incluso, el crítico ha de traducir en ideas sus valoraciones subjetivas de lo estético de la obra; con mayor razón ha de hacerlo con sus valoraciones históricas y conceptuales sobre todo con estas últimas. Desde la Fuente de M. Duchamp, en 1917, a todo crítico le es forzoso remitirse a las ideas básicas de arte para ver cómo la obra de arte juzgada las sigue o las subvierte, Mención aparte merecen las causas y los efectos, tanto ideológicos como sociales, de la obra. Son los críticos quienes, en principio, deben desarrollar elementos para que con el transcurso del tiempo el aficionado aprenda a juzgar la obra de arte desde sus causas y efectos ideológicos y sociales. Llegamos así al poder ideológico, actualmente controlado por los Estados y por los propietarios de la industria cultural. Aquí nos encontramos con la obligación de enfocar el uso que el Estado haga del arte en favor de sus intereses políticos y económicos. Este uso lo realiza precisamente a través de las exposiciones de obras de arte con lo que pone en actividad las ideologías generales del arte —con sus mitificaciones y deformaciones de la realidad artística— que más inciden en todos los públicos en vez de las ideologías específicas del género o tendencia artística de la obra percibida. La sucesión neófito-aficionado-crítico nos da cuenta de las posibles variantes de las valoraciones artísticas y de las operaciones teoréticas de la percepción artística. El aficionado, a quien el artista se dirige con su obra, oscila entre unas nociones muy próximas a las del neófito y unos arrestos muy cercanos a los del crítico. No obstante, el término aficionado implica un núcleo de personas conocedoras y distintas de los neófitos y de los críticos. En este sentido, debemos insistir en la necesidad de promover, dentro de este núcleo, el enriquecimiento constante de recursos intelectuales. El nivel medio de los aficionados depende de los medios intelectuales de consumo artístico en circulación en su país. A manera de conclusión en torno del enfoque de las distintas operaciones de la percepción artística, cabe destacar su complejidad, en comparación con la percepción estética y la común. Todas las operaciones son propiamente efectos de la obra o, lo que es lo mismo, de la relación obra-aficionado; así, nos situamos en el complejo problema de las causas y los efectos que analizaremos a su debido tiempo. De cualquier manera, las operaciones estudiadas son efectos internos o psicológicos del consumo artístico. Cabe también hacer hincapié en la complejidad de la

percepción visual como una razón más para aceptar la imposibilidad de popularizar cualquier arte (las otras razones conciernen al número de aficionados, de artes y de divisiones técnicas de la percepción humana). Dicha complejidad nos hace ver de otra manera las cuestiones artísticas, y nos abre un rico campo de investigación para distinguir los diferentes grados de consumo artístico, al lado de los consumos seudoestéticos y estéticos. Como conclusión final, señalaremos la característica más importante, a nuestro inicio, de la complejidad inherente a la percepción artística: la mente no sólo diferencia entre sí las sensaciones y luego los sentimientos, para valorarlos e interpretarlos; también determina las sensaciones mediante conceptos pues de éstos depende lo que vemos o debemos ver en los objetos. A su vez, las experiencias sensoriales determinan los sentimientos. El círculo con que la razón rodea la percepción se rompe cuando nos atenemos al concepto de obra de arte y buscamos en ella innovadores, las cuales nos producen nuevas ideas, sensaciones y sentimientos: He aquí la generosidad de la percepción artística ideal.

NOTAS 1S. L. Rubinstein, GrundJagen der Allgemeinen PsychoJogie, pég. 554. 2íbidem, pág. 410. 3Ch. Enzensberger, Literatur und ínteresse. 4J. Wolff, The Social Production of Art, págs., 95-116. 5H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode. 6J. Acha, El arte y su distribución, págs. 267-337. 7M. Kagan, op. cit., pág. 104.

Calder, Rojo, timón en el aire, s.f., Perls Galleries, Nueva York.

A Lippold, Variación dentro de una esfera núm. 10, El Sol, 1953-1956, The Metropolitan Museum of Art, Nueva York. Fontana, Concepto espacial-Espera, 1959, Colección de Teresita Fontana, Milán.

A Burri, Bolsa, 1953, Marlborough Gallery, Milán.

Vantongerloo, A Variantes núm. 156, Buenos Aires.

A Kline, Negro, blanco y azul, 1959, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires.

Tapies, Ocre con trazos rojos, 1960, Galerie Stadler, París.

Duchamp, El gran vidrio, Museum of Art, Filadelfia.

Braque, Paisaje, 1908, Oeffentliche Kunstsammlung, Basilea.

Tamayo, Animales, 1941.

Lam, Jungla, 1943, Museum of Modern Art, Nueva York.

Torres García, Pintura, 1937, Museo Nacional de Artes Plásticas, Montevideo.

A Matta, El Estanque No, 1958, Musée National d'Art Moderne, París.

A Orozco, La victoria, detalle, 1944, Colección Carrillo Gil, México, D.F.

Rivera, La conquista, Palacio de Cortés, Cuernavaca, México.

A Siqueiros, Nuestra imagen actual, 1947, Museo de Arte Moderno, México, D.F.

TERCERA PARTE Los efectos del consumo

8 Los efectos sin causas visuales Si bien en esta tercera parte nos corresponde abordar los efectos del consumo artístico propiamente dicho, como nuestra finalidad principal, esto no significa que sea la única ni que estemos impedidos de salir de tal consumo. Nos sentimos obligados asimismo a tomar posición frente a las consecuencias del consumo estético, tanto en las artesanías como en los diseños y en las artes, puesto que entre sus fines, éstas casi siempre traen al estético, que deviene componente forzoso del consumo artístico. Además, debemos estudiar las secuelas de los consumos espurios —el masivo, el trivial y el cursi— sin olvidar detenernos, ante todo y desde un principio, en los corolarios de un consumo importante y siempre omitido: aquel de causas auditivas o ecológicas, cuyos efectos son colectivos y productos de la red ideológica con que en la sociedad mañosamente se envuelve la presencia del arte, para fetichizar y deformar con disimulo su realidad. Aunque suene peregrino, se trata de un consumo sin causas visuales, en cuanto la gran mayoría de la gente no consume las obras de arte mismas y ni siquiera tiene oportunidad de verlas: escucha simplemente lo que se dice del arte en su sociedad, en general, y en su clase social, en particular. Es decir, consume ideas de arte. En buena medida, nos salen aquí al encuentro las ideologías generales del arte; arte en el concepto occidental de término, cuyos efectos lo benefician a fuerza de aminorar los diseños y las artesanías. Propiamente, encaramos la sobrevaloración del arte que fragua el oficialismo europeo, para imponerla —mediante un imperialismo cultural— en favor de su prestigio y en calidad de elemento esencial de la cosmovisión burguesa. Tal sobrevaloración es ajena al socialismo, en tanto da prioridad a las bases materiales de la cultura estética colectiva y prefiere la mayor eficacia comunicativa de los diseños para dirigirse a sus amplios públicos. Las ideologías generales de arte circulan en el espacio intelectual de la ecoestética y pertenecen a la formación estética de la sociedad; formación definida como el conjunto de modos antiguos y nuevos (o residuales, dominantes y emergentes) de consumo que cada clase social pone a disposición de la sensibilidad de sus miembros, para que elijan los que más le convengan. Como su nombre lo indica, estas ideologías son las generalizaciones o nociones generales corporizadas por las definiciones ideales de arte, que la cultura occidental oficial desarrolla en calidad de universales de imperativa observancia para sus satélites. Así les impone una visión deformadora de su realidad concreta y de la artística.

He aquí algunas de las notorias ideologías generales: el arte es indispensable para el hombre: el arte es belleza; el arte innova y transforma la realidad; el artista es un revolucionario o un creador; la obra de arte nos enriquece espiritualmente. Sin duda, estas son aspiraciones o ideales que no todas las artes, los productos ni los artistas cumplen: muy pocas obras innovan, transforman la realidad o nos enriquecen; contados artistas son creadores e inconformes; además de que no todo arte es belleza ni le resulta indispensable al hombre. Por ejemplo, muchísima gente vive sin poesía ni pintura, lo que equivale a decir que ningún arte en concreto nos es imprescindible. Aún más: la gran mayoría de la población mundial desconoce el arte en el concepto occidental del término, pese a tener una sensibilidad estética muy activa y a producir bellos objetos religiosos. La promiscuidad conceptual e histórica rindió siempre buenos dividendos ideológicos a la cultura occidental, cuando promovió la confusión entre el arte y lo estético o los bellos objetos religiosos de las artesanías gremiales. En las mayorías demográficas de las sociedades clasistas circulan nociones generales que tan sólo permiten ver como arte las ocupaciones profesionales de la gente de circo o de cabaret, de teatro o de cine, a los cantantes y a los músicos. Como verdad indiscutible, casi todos aprendemos también que el arte es belleza, sentimiento, entretenimiento o realismo. Empero, cada clase social tiene su propia versión y suplanta la belleza por lo bonito, lo dramático o el sentimiento por sentimentalismo, el entretenimiento por lo superficial y manido, el realismo por lo fotográfico, lo cómico por la vulgaridad, lo sublime por lo descomunal. Surgen así las preferencias por tales o cuales objetos y paisajes, razas y flores; preferencias favorables, por lo general, al sistema de dominación o de hegemonía de unos pocos sobre la colectividad. La sobrevaloración burguesa del arte proviene del poder ideológico de la cultura occidental, ejercido por los centros mundiales del arte, los cuales son dirigidos por uno o más países desarrollados y se mueven mediante aquellos motores denominados aparatos institucionales del arte, también existentes a su manera en muchos países pobres que se identifican con las culturas hegemónicas e integran a cada aparato, los museos y galerías, las academias y bienales, la educación artística en general y las políticas culturales, los públicos aficionados y los coleccionistas, los agentes ideológicos y los productores, sumados a los medios masivos y las publicaciones especializadas. Este compacto conjunto de elementos mantiene con vida a las artes tradicionales y nos da la impresión de vigor y de incremento numérico; vida que nos resulta artificial si consideramos la ausencia de consumo y de vinculaciones populares. Aumenta —claro está— el número de aficionados, pero en términos absolutos más que en los relativos al incremento de la población; si hay incremento, se debe a consumos espurios como los masivos.

Dentro del aparato institucional circulan múltiples modos antiguos o nuevos (o emergentes, dominantes y residuales) de producción, distribución y consumo de arte, todos los cuales integran la formación artística de la sociedad y nos dan cuenta de la mecánica interna y externa del aparato citado. En el interior de éste, los diferentes grupos de agentes ideológicos mantienen pugnas entre sí: algunos blanden tendencias emergentes que mellan las ideologías generales dominantes, defendidas por otros. En los países ricos, el aparato artístico regula la cultura estética de sus mayorías demográficas, utilizando para ello las ideologías generales de arte. Con éstas despierta el orgullo nacional, que oculta miserias e injusticias, y que da la impresión de bienestar material colectivo. Entran en intercambio ideológico con los otros países ricos mientras comandan —por imposición, persuasión o remedo— la cultura o formación estética y artística de los países dependientes o pobres. En el interior de estos últimos actúa a su manera un aparato artístico casi siempre incompleto y al servicio de la clase hegemónica local, que regula las apetencias estéticas de sus mayorías demográficas y las de sus públicos aficionados al arte. Estos mecanismos internos y externos, internacionales y nacionales, estéticos y artísticos, posibilitan que las ideologías generales del arte vayan de los centros metropolitanos de la cultura occidental a la periferia; esto es, al Tercer Mundo. Así la cultura occidental difunde el endiosamiento de los artistas; la fetichización de los productos de arte como objetos raros y de alto valor cultural y económico; la mixtificación de las ideas fundamentales de arte; la elitización de los consumidores, que les atribuye virtudes sobrenaturales; la sacralización de los lugares de distribución (museos, bienales y academias); la hiperbolización de la belleza en detrimento de las demás categorías estéticas; la exaltación de la calidad artística que aleja de lo concreto de los méritos pictóricos, escultóricos, gráficos o arquitectónicos. Las ideologías generales del arte terminan modelando Con más fuerza a los públicos sin contacto artístico ni formación intelectual, cuyo sistema de decisiones depende de su cultura estética; también forman a los aficionados al arte, a los productores y a los agentes ideológicos, miembros del aparato institucional del arte, el cual muestra defectos en los países dependientes. Los críticos y artistas, los historiadores y teóricos suelen caer igualmente presas de las definiciones ideales del arte y, por ejemplo, atribuyen a la pintura transformaciones espirituales sólo posibles con los recursos y duración, relato y sonidos propios del cine. Las rupturas de la pintura confirman apenas subjetividades, en tanto sus efectos son más racionales y emocionales al transformar con sus obras las ideas de arte y al ofrecer bellezas naturales o formales que complacen. Trátese de profesionales, de aficionados o de neófitos, siempre salta a la vista la tendencia a convertir en mito el fenómeno del arte. Sin duda, su producción y consumo contienen elementos míticos, en cuanto interviene el pensamiento mítico y

sus irracionalidades. Pero muy distinto es querer hacer mito de los conceptos y demás racionalidades del arte. Su mitificación puede producir alegrías, pero falsea la realidad del arte mismo y, paradójicamente, va en detrimento de las posibilidades míticas de las obras de arte. En esta mecánica ideológica del arte vemos tres resultantes que, frecuentes y decisivas en nuestro Tercer Mundo, necesitamos eludir en tanto niegan la complementariedad de los dos términos opuestos e interdependientes de algunos pares de la realidad concreta Nos referimos a nuestros siguientes errores: 1.Preferir las valoraciones y los beneficios internacionales a los locales. 2.Anteponer el proceso individual al comunal-artístico. 3.Centrarse en la producción pretérita, en vez de hacerlo en la actual. 1.Los artistas aspiran a producir obras de valor internacional y los aficionados lo reclaman, mientras los agentes ideológicos argumentan su necesidad y el gran público endiosa y venera tal valor, máxime en los países pobres. Desde luego, lo malo no reside en buscar dicho valor, sino en omitir con menosprecio el local o nacional, negando su primordialidad; vale decir, su carácter de indispensable. El valor internacional no puede existir sin el nacional, aunque sí a la inversa. Quienes privilegian el valor internacional recurren a la universalidad para autojustificarse, al suponer que toda obra de arte de calidad enriquece el patrimonio cultural de todos los hombres. En realidad, lo enriquece en ocasiones y su valor requiere siempre la valoración de una sociedad o individuo, con sus prioridades y necesidades varias, y no siempre dispuestos a reconocer tal o cual valor. No faltan quienes aluden a la valía artística absoluta, esto es, en todo tiempo y en todo espacio. En rigor, se refieren a imposibilidades: la universalidad constituye apenas una potencialidad y concierne a las obras de arte, cuya calidad es susceptible de ser percibida y vivenciada por hombres de diferentes razas y sexos, nacionalidades y culturas, profesiones y religiones. Pero nuestra mortalidad nos impide comprobar valores eternos, y la potencialidad “universal” sólo pueden materializarla quienes tienen conocimientos occidentales de arte; es decir, depende del espacio cultural. Naturalmente, nos referimos a la calidad o valor artístico y tenemos el convencimiento de que toda obra de arte es consumible estéticamente por cualquier hombre interesado en reaccionar manifestando me gusta o no me gusta. Es que existen diversos valores en las obras de arte, y múltiples valoraciones con sus prioridades en las colectividades y en los individuos. Cuando hablamos de valor internacional casi siempre pensamos en el reconocimiento internacional, el cual nunca es mundial, como equivocadamente

muchos suponen. Constituye el atributo de los centros internacionales de arte que existen en las mayores ciudades de los países más ricos y que imponen las valoraciones de éstos, de suyo localistas.-No existen valores internacionales propiamente dichos, que por alguna razón injustificada nos negamos a respetar. Existen valoraciones o prioridades internacionales, las cuales son parte de la mecánica del imperialismo cultural que impone sumisión a los artistas, aficionados y agentes ideológicos de los países dependientes. Imponen sumisión al obligar a tomar los elementos internacionales por valores artísticos; elementos inevitables en todo producto cultural. Entre los obligados, algunos oponen entonces una actitud contraria y toman por valores los elementos locales, también presentes en toda obra de arte. Surgen así los nacionalismos y los internacionalismos artísticos, como deformaciones. Pocas, muy pocas personas reparan en su dialéctica. Dicho sea de paso, por falta de estudios ambas degeneraciones ignoran cómo son los elementos nacionales. Se conocen las estereotipadas singularidades nacionales, pero no lo nuestro que va apareciendo en nuestro arte, junto con lo internacional. Consciente o inconscientemente muchos artistas tiñen de particularidades sus innovaciones, muchas de las cuales son susceptibles de nacionalizarse, gracias a la capacidad de nuestros agentes ideológicos de convertir en conceptos nacionales los términos artísticos nuevos. Sólo tenemos ojos para los elementos internacionales. No es cuestión únicamente de valoración, sino también de conocimientos. Sea como fuere, hay un paso en lo que va de ignorar lo nuestro, por falta de producción de autoconocimientos, a venerar las valoraciones de los países ricos. Por desgracia, comenzamos a aceptar nuestros propios valores cuando son reconocidos afuera, porque desconfiamos de nuestro criterio, nunca antes. En otras palabras, nos falta soberanía conceptual y evaluativa. Nacionalizamos ciegamente las valoraciones internacionales, por eso nuestros Estados y artistas muchas veces optan por simular valoraciones foráneas. Es cuando exponen en París, no para dar a conocer obras en esa ciudad, sino para que la noticia de la exposición se traduzca automáticamente en valor o prestigio nacional, sin que importe dónde se expone. Ante estas actitudes sumisas y colonizadas del elemento humano de los aparatos artísticos de nuestros países, estamos forzados a privilegiar las valoraciones y los beneficios locales, mientras los internacionales pasan a ser subproductos; no importa si apetecibles. Preferir nuestras evaloraciones a las importadas presupone que antes produzcamos conocimientos acerca de nuestras realidades estéticas y artísticas locales. Sin esto nos será imposible definir lo que en verdad nos beneficia. Por añadidura, producir tales conocimientos implica asumir nuestra soberanía conceptual.

Por otro lado, hemos de buscar y defender todo lo que favorezca a nuestros aparatos institucionales del arte y a nuestras mayorías demográficas, instituyéndolo en valor muy nuestro. Es decir, nuestra producción, distribución y consumo artístico deben propiciar los cambios radicales (revolucionarios) o por lo menos progresistas, que requerimos en nuestros aparatos artísticos y en las condiciones materiales, sociales y culturales de nuestras mayorías. A nuestras consideraciones las respalda —y les da valor indiscutible— la primordialidad de lo nacional, pues sin ella no existe lo internacional. Incluso nos respalda la principalidad de lo nacional, si como ejemplo tomamos la vitalidad (no su oficialismo) de los países desarrollados, cuyas valoraciones son localistas y cuyas producciones culturales no buscan beneficios internacionales sino nacionales. Sus artistas obedecen a necesidades locales y las satisfacen. Simplemente, las satisfacciones, valoraciones y beneficios nacionales de los países fuertes se toman con facilidad internacionales, sea por imposición, persuasión o remedo: son aceptados e imitados por todos, en especial por los países dependientes. Si reclamamos valoraciones locales no lo hacemos por ser éstas irremediablemente localistas, sino porque estamos forzados a que sean productos nuestros y porque tales valoraciones pueden ser internacionalistas, o mejor: dialécticas. Siempre cabe una de las tres actitudes. Lo mismo sucede con los beneficios locales: su espacio hállase limitado a nosotros, pero no su espíritu, el cual debe ser dialéctico si queremos ejercer nuestro derecho a la autodeterminación. De la situación concreta dependen nuestras preferencias por los elementos nacionales o por los internacionales, los procesos de internacionalización de lo nacional o los de nacionalización de lo internacional, el desplazarnos de adentro hacia afuera o de afuera hacia adentro. Lo decisivo está en orillar los nacionalismos y los internacionalismos. En el caso de las artes, que es el de nuestro estudio, nos encontramos con complicados y hasta laberínticos aspectos, si deseamos penetrar en las posibilidades dialécticas del par nacional-internacional, con el fin de establecer los beneficios locales y evitar las generalizaciones que nos alejan de la realidad concreta. Para sortear las complicaciones están los criterios ordenadores de la realidad, previo esclarecimiento de la diversidad de valores y de beneficios, en nuestro caso, y de sus confusiones y de sus jerarquías. En primer lugar, en el arte, hemos de diferenciar entre los valores o beneficios artísticos, los estéticos y los no-artísticos-ni estéticos. I. Los artísticos siguen siendo múltiples y complejos, pese a separarlos de los estéticos y de los otros. Bástenos señalar las evidencias que de hecho, circunscriben las posibilidades dialécticas del par nacional-internacional:

a)El arte constituye un sistema cultural que, en tanto hechura de la cultura occidental, ha sido difundido por ella como el único válido en el mundo. De fado son internacionales en consecuencia, los siguientes aspectos: lo fundamental de sus herramientas y materiales, así como de sus procedimientos sensoriales (manuales y/o visuales), sensitivos o teoréticos (conceptuales); lo básico de sus actividades productivas, distributivas y consuntivas; más lo esencial de sus problemas y soluciones. Son también internacionales las dimensiones que, propias de nuestro momento histórico mundial, toman los aspectos anteriores; dimensiones que los países más ricos suelen concretar en tendencias artísticas, salvo excepciones como la del muralismo mexicano. b)En los países latinoamericanos el arte se materializa en nuestra cultura, formación o aparato artístico, y hállase controlado y usufructuado por nuestras clases hegemónicas. De ahí que el proceso de nacionalización de lo internacional por importaciones sea mucho más fuerte que el de la internacionalización de lo nacional o de lo popular. Total: abundan los internacionalismos. Sin embargo, en el arte pueden insertarse los elementos nacionales y populares. c)La relación dialéctica nacional-internacional por momentos se inclina hacia un lado o hacia otro, según el caso concreto de cada tendencia artística. Por ejemplo, los figurativismos exigirán temas e iconografía nacionales. En cambio, en los abstraccionismos el geometrismo será internacional, y nacional el color. ch) Nuestra cultura, formación o aparato artístico necesita ser retroalimentado para pasar de una dependencia sumisa y elitista al intercambio de innovaciones con los demás países mediante actualizaciones o recortes de atrasos, evitando el desarrollismo, sobre todo a partir de autodeterminaciones. También requiere pasar a las vinculaciones populares, sin incurrir en exotismos nacionalistas. d)Nuestras innovaciones artísticas demandan la presencia de agentes ideológicos capaces de traducirlas en conceptos artísticos, después de descubrirles lo nuestro o lo susceptible de ser nacionalizado. La producción exige que al lado de lo internacional vayamos estableciendo lo nuestro de nuestro arte. En suma: en todo aspecto y elemento, actividad y concepto artístico, nunca dejará de existir lo nacional junto con lo internacional. II. Los valores y beneficios estéticos del arte, al igual que nuestra formación o cultura estética reflejada en ellos, comprenden elementos locales, junto con los occidentales y los históricos. Tales valores y beneficios conciernen a nuestros ideales y sentimientos estéticos de lo bello y lo feo, lo dramático y lo cómico, lo típico y lo sublime. Las bellezas formales son más internacionales que nacionales, no así las

naturales representadas, en las que predomina lo nacional. Incluso en las bellezas formales tienen cabida los rasgos nacionales. Nuestras clases hegemónicas adoptan el gusto internacional, el cual comienza a relacionarse con el gusto popular, que a su vez se inserta en las manifestaciones artísticas locales. Conscientemente o de forma inadvertida, el artista vierte su conciencia estética en las obras y busca incidir en la cultura estética colectiva. En síntesis, los aspectos estéticos del arte pueden contener más modos nacionales que internacionales, y muchos más que los aspectos artísticos. III. Los elementos no-artísticos-ni-estéticos corresponden a nuestra cultura en general. Por ejemplo, los problemas políticos y culturales, cognoscitivos o religiosos pueden ser occidentales o propios del momento histórico actual, regido por los países líderes, pero los artistas de los países pobres suelen imprimir rasgos nacionales en tales problemas pues siempre existirán un punto de vista y una realidad tercermundistas. Por lo general, en América Latina predominan las ideologías residuales que en los países desarrollados tienden a ser reemplazadas por las dominantes. Las tan deseadas ideologías emergentes son todavía incipientes entre nosotros pero, hagamos lo que hagamos, nunca dejaremos de encontrar lo nacional al lado de lo internacional. 1.Como conclusión de lo manifestado hasta aquí acerca de la relación nacional-internacional, cabe destacar su constante presencia en las cuestiones artísticas. Los aspectos nacionales son múltiples dentro de su dialéctica y muestran diferentes grados de relación con los internacionales. Por ejemplo, la obra de R. Tamayo y la de W. Lam lucen valores y beneficios más nacionales que occidentales. Los internacionales pesan más que los nacionales en R. Matta y en J. Soto, mientras J. Torres García manifiesta la síntesis dialéctica. En cambio, el muralismo mexicano (D. Rivera, J. C. Orozco y D. A. Siqueiros) busca lo nacional del socialismo, del indigenismo y de lo popular, sin que pueda evitar apelar a elementos europeos. Su importancia radica en que sus valores y beneficios son mexicanos y latinoamericanos. Si otros países le reconocieron un valor fue en este sentido localista. Ninguno de sus artistas lo siguió o imitó, salvo el actual oficialismo socialista que le reconoce valor mundial. 2.La relación del proceso individual con el comunal-artístico, que examinaremos en esta sección, se refiere al artista y a su comunidad profesional; por tanto, se diferencia de la relación individuo-sociedad ya que ésta es más general: el artista es uno de los individuos y las artes constituyen parte de la cultura y de la sociedad. Con todo, hay muchas similitudes entre las dos relaciones mencionadas y la nacional-internacional que acabamos de estudiar y que concreta la de país-mundo. Simplemente, todas son versiones del mismo par dialéctico: lo particular-lo general. Sin embargo, son parejas dialécticas distintas, en tanto el primer término del

duplo país-mundo contiene la pareja individuo-comunidad artística, así como ésta es parte de la otra: individuo-sociedad. En concreto, aquí hemos de enfocar la relación del artista con su comunidad profesional; comunidad encarnada en el aparato institucional del arte o la cultura artística de nuestros países a que hemos venido refiriendo. Estamos obligados, pues, a partir de la evidencia dialéctica: no hay artista sin comunidad profesional ni a la inversa; siempre se dan dentro de una mutua dependencia. No obstante, como resultado de la formación renacentista del individuo — base ideal de las democracias— y como corolario del individualismo burgués, el oficialismo de los países occidentales centra toda la producción cultural en el individuo, en especial en los Estados Unidos de hoy. Se entra así en ese proceso ideológico de nacionalizar las valías individuales para obtener un prestigio nacional, ocultador de miserias e injusticia, que permita el desarrollo de nacionalismos sentimentales (irracionales) y castradores de todo sentido crítico, incluso de la indispensable autocrítica. Luego el oficialismo promueve el proceso contrario: el orgullo colectivo individualiza al prestigio nacional al convertirlo en mérito personal de sus miembros. Entonces, los ciudadanos de los países ricos se suponen superiores y menosprecian a los de los países pobres. Como es de prever, la individuación del prestigio nacional viene hermanada con la individuación de los beneficios materiales que entraña la propiedad privada. En suma, los procesos individuales se confunden mañosamente con los comunales, para privilegiar al individuo sobre la comunidad y favorecer así los intereses de unos pocos, todo ello como una estrategia de utilidad política. Es decir, las promociones culturales o artísticas emprendidas por el Estado tienen fines políticos antes que artísticos. Las confusiones y los privilegios son más hondos en países dependientes como los nuestros. Entre nosotros predomina el culto a la personalidad; sólo vemos individuos. Si tenemos en cuenta los procesos comunales de la cultura es como mero andamiaje numérico de las individualidades. Nos resultan indispensables los ídolos, sea en forma de personas o de ideologías falseadoras de la conciencia. Sin lugar a dudas, hay diferencias entre lo individual y lo comunal del arte. Por ejemplo, el movimiento pictórico de un país puede mostrar un bajo nivel medio y adolecer de atrasos y sin embargo, contar con individuos que producen obras muy actuales y de un nivel elevado; elevado aún en los países desarrollados.

La finalidad de toda comunidad cultural es producir obras valiosas o individualidades, pero individualidades como productos comunales y no como méritos exclusivos del individuo. A lo sumo, los individuos devienen las mejores expresiones o exponentes de lo comunal. El muralismo mexicano, pongamos otra vez por caso, dista mucho de ser producto exclusivo de los tres grandes (Rivera, Orozco y Siqueiros). Los principios, medios y fines fundamentales fueron fraguados por un nutrido grupo de artistas; en consecuencia, los tres grandes pasan a ser sus consolidadores o sus mejores exponentes, gracias al talento personal de cada uno de ellos. El grupo que gira en torno de una tendencia, media entre el individuo y el aparato artístico local. Algunos aparatos, nacionales muestran un buen nivel medio y un considerable número de buenos artistas, mientras que otros son de bajo nivel medio y producen una que otra personalidad de valía artística, que luego es inflada y endiosada. Los grupos de artistas giran en torno de ideas en algunos aparatos nacionales, y en derredor de vedettes en otros. El culto al individuo se nutre del ocultamiento de dos realidades: la de los méritos del grupo y la humana de su producción. Por naturaleza, el individualismo carece de ojos para el grupo profesional y para sus virtudes, apreciables tan sólo para las visiones genético-estructuralistas a lo L. Goldmann y para las sociológicas en general, que todavía se rechazan o se miran con desconfianza. Por otra parte, al ver únicamente al individuo, “generalizamos” en él sus obras como una unidad cerrada, negando su consustancial diversidad cualitativa, como en toda producción humana. Hoy en día hablamos de buenos o malos artistas con justificada razón, pero en la mayoría de los casos con razón aparente, pues lo hacemos para tomar la totalidad de sus obras y considerarlas todas buenas o malas, como si se tratase de una marca de fábrica y de mía producción mecanizada. En realidad, nos debe importar la calidad de cada obra, ya que todo buen artista las tiene malas. Hemos perdido el sentido de la obra individual y única, y sólo apreciamos estilos y modalidades personales, sucesiones y conjuntos en favor de un individuo o de un país. A ello contribuye la generalización de la calidad artística que “desdefine” la realidad y que nos aleja de la calidad que en verdad existe: la pictórica o escultórica, gráfica o arquitectónica en la modalidad concreta de una de sus tendencias: abstraccionista o geometrista, expresionista o informalista, etcétera. Por lo regular, identificamos la supuesta calidad artística con la pictórica impuesta en nosotros por tantos siglos de predominio de la pintura. La visión dialéctica es la única capaz de darnos cuenta de la realidad sin amputarla ni deformarla. El artista es un individuo cuyos méritos residen en su fuerza de individuación de lo comunal de su tendencia, de lo agrupativo de sus

colegas nacionales, del conjunto humano del aparato artístico de su sociedad o país. Si se quiere, el individuo vale por sus retroalimentaciones al aparato artístico nacional, para robustecerlo y actualizarlo. Pero el proceso comunal de este aparato es lo esencial para nosotros y a todos los interesados en arte exige fomentar el estudio de nuestra realidad local, a fin de conocerla y emprender con autoridad los cambios radicales que necesitamos. Propiamente, se trata de ir renovando los medios intelectuales y materiales de producción, distribución y consumo que circulan dentro de nuestro aparato artístico. En otras palabras, debemos acortar atrasos y zafarnos de los modos artísticos residuales, asimilando los dominantes de los países desarrollados y promoviendo entre nosotros la aparición de los emergentes de acuerdo con los intereses de nuestras mayorías demográficas, sin caer en desarrollismos, populismos ni localismos. Para tal efecto nos es menester comenzar a responder a las necesidades locales y a vigorizar nuestro aparato artístico, revolucionando sus diferentes aspectos y aspirando a la aparición de nuevas tendencias de cepa nacional. En fin, este aparato debe evolucionar con realismo, actualidad y beneficios mayoritarios, tanto en calidad y cantidad como en aspectos estéticos y artísticos. El valor individual ha de beneficiar al aparato artístico local. 3.Siempre nos preocupó saber por qué en todas partes se prefiere el arte del pasado al del presente, pues nunca dejaremos de pensar que el hombre seguirá sin entender el arte mientras mantenga esa preferencia por el pasado. Por desgracia, la cultura occidental comenzó a hacer la historia de su arte con los ojos puestos en el pasado grecorromano. No en vano el iniciador fue J. J. Winckelmann, un arqueólogo. De ahí en adelante, el predominio de la historia del arte fue en aumento, lo que redundó en perjuicio de la crítica y de la teoría, disciplinas ocupadas en las obras recién nacidas y en los problemas sociales y culturales de su producción, distribución y consumo. Su crisis interna no se dejó esperar y cayó la máscara de los vicios que la maniataban, que aún nos extravían a los del Tercer Mundo y que describimos someramente a continuación. La historia del arte nunca fue historia propiamente dicha. Se constriñó a la sucesión de obras maestras o de genios sin considerar para nada la historia del espacio social y del tiempo cultural de unas o de otros. Pecó de organicismo y promovió los ahistoricismos y los formalismos. Es decir, nos alejó de tanto nuestro aquí y ahora artísticos como de lo político y de lo ideológico del arte. La idea de un valor absoluto y eterno, sumada a la necesidad de universalizar su arte, llevaron a Occidente a convertir la historia del arte en un curso de apreciación artística que impone sus propias normas como las únicas válidas. Las impone dentro del proceso de occidentalización que emprenden nuestros países en nombre del progreso. El predominio de una historia del arte encaminada a prestigiar el pasado occidental y a

imponer los concepto básicos de arte fraguados en ese pasado, tuvo como consecuencia la falta o el atraso de la crítica y de la teoría, que nos hicieron ver el hoy con ojos de ayer y, sobre todo, de un ayer occidental. Carentes del auxilio de los medios intelectuales de consumo, las obras nacen sin encontrar apoyos críticos ni teoréticos en su competencia con los diseños. Sin embargo, la creación y proliferación de los museos de arte contemporáneo, después de 1945, despertaron el interés por el arte del momento. Continuaba el atraso de la crítica y la teoría en relación con la producción y si aumentó el número de aficionados al arte que surgía, fue a causa de la aparición de los consumos masivos y de la promoción, en el mejor de los casos, del consumo estético del arte; no del artístico, el único capaz de percibir lo contemporáneo del arte y de superar las ideologías generales de arte, siempre que disponga de los medios intelectuales adecuados de consumo. En los países pobres escasean la producción artística y los agentes ideológicos; casi toda la afición artística se reduce al pasado y como única salida nos queda remediar la escasez de agentes productores de conceptos actualizadores del consumo artístico. Empero, reclamar una mayor atención para la§ obras recién nacidas tiene expectativas limitadas ya que no basta con activar la crítica y la teoría de arte ni que éstas produzcan nuevos medios intelectuales de consumo. La imposibilidad de educar a todos los miembros de la sociedad en el consumo de cada una de las tendencias artísticas que van apareciendo, así como la diversidad humana de elegir —entre las múltiples artes— una o dos como afición, imposibilitan la extensión del consumo del arte contemporáneo a todos los ciudadanos. Cada arte o aparato artístico local estará siempre reducido a una minoría, por decisión libre de ésta y de los demás. Todo esto reza también con las enmiendas que hemos estado demandando para privilegiar los beneficios locales y lo comunal del arte. Como resultado, nunca lograremos suprimir a los neófitos, a quienes están dirigidas, precisamente, las ideologías generales de arte. Las ideologías de las tendencias que mellan a las generales sólo se darán en el reducido campo del aparato artístico local; pero aun dentro de este reducido campo abundan los aficionados que se limitan al consumo estético del arte, siguiendo así presas de las ideologías generales. Al fin y al cabo, éstas tienen por destino principal regular la cultura estética colectiva. La sobrevaloración burguesa del arte continúa teniendo, pues, gran cantidad de adeptos o víctimas. Como más adelante veremos, los consumos espurios tienen justamente por finalidad afianzar las ideologías generales de arte; si se prefiere, reproducen las condiciones ideológicas de la sobrevaloración burguesa del arte. En conclusión, sólo nos resta buscar la evolución del aparato artístico local, teniendo como imperativo estético el beneficio de nuestras mayorías demográficas.

Antes de abordar los efectos de los consumos espurios, veamos qué entendemos por efectos en general y por los artísticos en particular. Como primer problema se nos presenta ver si son las causas las que determinan la naturaleza de sus efectos o si ésta puede ser diferente de la de sus causas. Como lo hemos manifestado, para nosotros la obra de arte posee componentes de varias naturalezas y produce, por tanto, diferentes efectos: los artísticos, los estéticos y los no-artísticos-ni-estéticos (políticos, éticos, religiosos o culturales en general). Por lo regular, y esto a instancia de las ideologías generales de arte, consideramos artísticos todos sus efectos o bien, actuamos a la inversa y tomamos por artísticos los estéticos, dejando a un lado todo lo demás. Sea como fuere, no existen efectos sin causa ni viceversa. Pero estaríamos descaminados si pensáramos que la obra de arte es la causa única y directa. Ya hemos señalado la presencia de las ideologías generales de arte como efectos sin causas visuales ni directas. Por lo demás, esta tercera parte de nuestro estudio tiene como centro los efectos del consumo artístico, el cual consiste en el conjunto de relaciones suscitado entre un sujeto receptor y una obra de arte; es decir, la causa es aquí una acción humana condicionada por un objeto. En esta acción humana intervienen las formas del objeto y las ideologías generales de arte en el sujeto, a las que algunas veces se suman las ideologías de la tendencia en que también se movió el productor del objeto. El artista imprime a su obra unos efectos y éstos obviamente pasan a ser formas cuyos efectos tienen muchas probabilidades de repetirse en sujetos del mismo espacio cultural y tiempo social del productor del objeto, pero no en otros. El sujeto no reconoce pasivamente dichos efectos ni los inventa: los atribuye —en forma de fines y de funciones— al objeto según sus formas, ya que éstas guían las reacciones del receptor. En síntesis, el sujeto es tan activo como el objeto, en tanto materializa una acción productiva y otra lingüística que, como producto e instrumento colectivo, obligan al receptor a determinadas reacciones. Naturalmente, cada caso concreto del objeto determina una mayor o menor acción del sujeto. Bien mirado, en la relación objeto-sujeto interviene un haz de causas y surge otro de efectos. Ya señalamos la existencia de tres causas y efectos de diferente naturaleza: los artísticos, los estéticos y los no-artísticos ni-estéticos. Como es de suponer, fuera de nuestras consideraciones deben quedar los efectos que van apareciendo durante el consumo y los inmediatos al mismo, que son pasajeros y que la cultura occidental redujo al placer producido por la belleza. Unos son intraconsuntivos y los otros, consuntivos, interesándonos los posconsuntivos y permanentes. Como sabemos, el finalismo hedonista devino ateleológico y el placer se convirtió en fin en sí mismo, al igual que el arte. En cambio, para nosotros éste

hállase animado por toda una teleología y, consecuentemente, el consumo no concluye en el placer. Se prolonga de por vida en la conciencia y en la inconsciencia del individuo, como una asimilación del rumiante que es el espíritu humano. Existen, pues, efectos posconsuntivos cuya, permanencia los diferencia de los demás y por eso aquí nos interesan dé manera especial. Tales efectos permanentes corporizan todo un proceso posconsuntivo o digestivo cuyos resultados dependen de las condiciones sociales, las individuales y las artísticas. Dijimos que los efectos se dan en la conciencia y en la inconsciencia del individuo receptor porque, además de causas y efectos humanos y culturales, las artes los tienen también espirituales, en tanto son componentes de la cultura espiritual (no de la material) y, como tales, están dirigidas a la formación y al desarrollo de la conciencia, tanto de la estética y la artística, como de la política o la religiosa. Y la conciencia trae siempre aparejada la inconsciencia, el almacén siempre a disposición del individuo. Una y otra se interrelacionan de acuerdo con las ideologías generales de arte que tenga el individuo y dependen de sus experiencias estéticas, artísticas y políticas o religiosas; experiencias condicionadas por los factores sociales, individuales y artísticos (o sistémicos). Así, los efectos van consolidando o imbricando, transformando o enriqueciendo, reemplazando o ampliando las orientaciones axiológicas y teleológicas de tipo estético, artístico o político. Este proceso consuntivo transcurre, pues, como una asimilación de experiencias. Resulta fácil encauzar esta asimilación mediante las enmiendas que hemos propuesto para liberar al individuo de las múltiples falacias de la sobrevaloración burguesa del arte. Durante el proceso se va desarrollando la conciencia estética, artística y política en el individuo, o bien, la cultura estética, artística y política en la sociedad. La primera actualmente es presa de los diseños o medios masivos cuyas influencias son más efectivas que las de las artes tradicionales, aunque tales diseños actúen también protegidos por las ideologías generales de arte, al mismo tiempo que contribuyen al afianzamiento colectivo de éstas. Muchas veces los efectos rebasan al individuo y devienen sistémicos. Esto sucede cuando retroalimentan al sistema artístico, ampliando, corrigiendo o enriqueciendo sus principios y fines, modos y medios de producción, distribución y consumo a través de nuevas tendencias. Otras veces, los efectos tórnanse colectivos o sociales; entonces, un buen número de ciudadanos experimenta los mismos efectos posconsuntivos e influye así en la cultura estética colectiva o bien en la política o religiosa. Recordemos que en la antigüedad el consumo fue religioso y luego estético, así como actualmente el consumo de los diseños es estético, una vez cubierto el valor de uso práctico del producto diseñado. La mayoría de los aficionados permanece en el consumo estético de las obras de arte pues carece de los

recursos para pasar al artístico. Las ideologías generales de arte regulan tal cultura colectiva y en realidad no existen los efectos artísticos colectivos: se dan tan sólo en el reducido campo del aparato artístico local. Los efectos posconsuntivos de tipo artístico se caracterizan por originarse en el consumo artístico propiamente dicho, ya especificado a lo largo de nuestro análisis de cada una de sus tres clases de actividades básicas: las sensoriales, las sensitivas y las teoréticas o mentales; estas últimas con sus lecturas, interpretaciones y valoraciones generadas por | decantados conocimientos históricos y conceptos artísticos. Es decir, el consumo artístico es racional, en tanto el estético se nos presenta sensitivo y tiene por blanco los productos naturales como también los artísticos, hechuras humanas. En comparación, los consumos espurios que suplantan a los auténticos provienen de algunas falacias de las ideologías generales de arte, dominantes en la colectividad, y las retroalimentan, reproducen y enraízan. Nos referimos al consumo masivo, al trivial y al cursi que toman el rábano por las hojas, y a los amputadores de la obra de arte, que reducen sus componentes a uno, olvidando a los otros. Gomo amputadores entendemos principalmente a los consumos que se detienen en lo estético de la obra de arte, omitiendo lo artístico y lo no artístico-niestético. Se incurre en esteticismos y hacemos pasar la recepción estética por artística, del mismo modo en que a veces tomamos por estético el agrado biológico de la obra de arte. Otros consumos se limitan a lo artístico y prescinden de lo estético, cayendo en intelectualismos o erudiciones históricas. Otros más miran tan sólo lo político o religioso y dan la espalda a lo estético y a lo artístico; caen así en la trivialidad del tema. Por último, existen los consumos que no tienen en cuenta las rupturas y únicamente miran las continuidades de la obra de arte, desvirtuando sus innovaciones artísticas y favoreciendo la permanencia o conservadurismo. Las ideologías de las tendencias artísticas emergentes se soslayan en favor de las generales dominantes. Los consumos mutiladores y los espurios, que luego veremos, traen consigo orientaciones axiológicas y teleológicas equivocadas, donde predominan como motivaciones algunas falacias y confusiones de valores. Constituyen consumos seudo artísticos que no dan curso libre a los efectos completos de la obra de arte, los cuales entrelazan de hecho los artísticos con los estéticos y con los no-artísticos-niestéticos. Con estos consumos se cierra el ciclo ideológico que los genera y que los impele a retroalimentar, reproducir y enraizar las falacias de las ideologías generales de arte, dominantes en la sociedad. En primer lugar, el consumo masivo nos hace tomar por artístico el placer que siente el receptor en el hecho de ver una obra de arte por su importancia mundial.

No entabla un diálogo con ella: mira lo que han mirado y mirarán como un imperativo cultural todos aquellos que son presa del individualismo gregario, al no detenerse ante un bien cultural por necesidad personal sino por el placer individualista de haber visto lo mismo que los vecinos. Aquí tiene lugar un proceso que, confundiendo valores, aleja al receptor de todo lo estético y artístico de la obra de arte, con el propósito de retroalimentar la sobrevaloración burguesa del arte, reproduciéndola y arraigándola. A su turno, el consumo trivial se atiene a falacias estéticas y artísticas para exaltar lo no-artístico-ni-estético de la obra de arte: el receptor se aferra al tema y se reduce a reconocerle significados manidos y a maravillarse de la habilidad mimética de todo lo próximo al realismo fotográfico, que le permite ver las imágenes como si fuesen realidad; es decir, no miran lo translingüístico del arte. Recordemos que ya denominamos trivial al consumo amputador que sólo se remite a lo político o a lo religioso del tema, sin preocuparse en absoluto de las categorías estéticas naturales representadas ni de las bellezas formales que enriquecen y modifican el tema. Este consumo también entrelaza valores y retroalimenta la sobrevaloración burguesa del arte, enraizando y reproduciendo esa falacia que postula al arte exclusivamente como un realismo fotográfico. Por último, el consumo cursi toma por artístico el placer de considerar el consumo de las obras de arte como propio de las clases altas. En consecuencia, el receptor se siente elevado socialmente, aunque no experimente ningún enriquecimiento espiritual. Salta aquí a la vista la ideología carismótica de P. Bourdieu, la cual atribuye talento innato y virtudes extraordinarias a todo consumidor de obras de arte, casi siempre perteneciente a las clases altas. Esta elitización del receptor oculta que el interés y la capacidad consuntiva se deben a una educación artística que se pudo pagar y que obedece a una división social del consumo artístico. Total: el placer esnobista o cursi de simular un consumo artístico también contribuye a reproducir la ideología general de arte, parte ésta de la ideología dominante en favor de los intereses de la clase hegemónica. Aquí sucede lo mismo que en los demás consumos espurios y en los mutiladores. Si bien en relación con el número de aficionados al arte parece elevado el porcentaje de los consumos que confunden valores y que mutilan a las obras de arte, resulta muy bajo dentro del número de los miembros de la sociedad que sólo oyen del arte y ni siquiera tienen oportunidad de consumir sus obras de forma espuria. Éstos siguen aferrados al endiosamiento de los artistas y a las fetichizaciones de sus productos. Después de todo, la ideología general de arte regula su cultura estética, que es la colectiva popular. Las ideologías emergentes de las nuevas tendencias que van apareciendo y mellando las generales, intervienen en los consumos artísticos propiamente dichos y dentro del aparato institucional del arte de cada país.

Para tener una idea clara y completa de las ideologías generales de arte en nuestras sociedades actuales, recordemos lo sucedido en la ciudad de México con una exposición de Pablo Picasso en el Museo Rufino Tamayo y con otra simultánea, a irnos cien metros de distancia, de Henry Moore en el Museo de Arte Moderno.1 Gracias a una intensa propaganda por televisión, visitaron la de Picasso aproximadamente 60 000 personas y unas 140 000 la de Moore, exposición sin propaganda. Con seguridad, los verdaderos aficionados al arte visitaron ambas y estuvieron entre los 140 000, muchos de los cuales asumieron consumos mutiladores o meramente estéticos. La diferencia del número de visitantes quizá se explique por ser más “popular" la pin| tura que la escultura. Lo cierto es que la mayoría (unos 320 000) tuvo consumos espurios, predominando el masivo. Si reflexionamos, no se justifica una propaganda tan intensa para que tan sólo asistan a la exposición de Picasso 460 000 de los 15 millones de habitantes de la ciudad de México: el 3% y el 6% de la población de todo el país (70 millones). Las cifras nos indican que no cabe hablar dé popularidad, y luego nos dicen que lo importante de la propaganda residió en llegar a los millones de mexicanos que sólo oían de las fetichizaciones del arte y del endiosamiento de Picasso, más algunas imágenes de sus obras en rápida sucesión. Entre estos millones de personas se reprodujo y enraizó la sobrevaloración burguesa del arte: esto es, las ideologías generales del arte con sus múltiples falacias. Se mantenía así en su curso habitual la cultura estética popular, después de refrescarla. Sin duda, la ganancia estaba en la plusvalía ideológica en favor del sistema político constituido. Por lo demás, se vio a las claras que el aparato institucional del arte contaba con un número de aficionados al arte mucho menor que el 3% de la población, si descontamos los visitantes ocasionales a las dos exposiciones. En suma, una reducida minoría de aficionados sostiene al citado aparato.

NOTAS 1 Véase nuestro artículo “Sociología visual-Picasso y Moore en cifras” publicado en uno más uno el 9 de febrero de 1983.

9 Los efectos individuales En este capítulo nos corresponde analizar los efectos del legítimo consumo artístico que, además de lo artístico, cubre lo estético y lo no-artístico-ni-estético de las obras de arte. Pero como éstas no son del mismo valor ni surten los mismos efectos, nos resulta imposible detenernos en todas sus clases. Por tanto, nos limitaremos a las ideales; esto es, a las provistas de innovaciones o, lo que es igual, a aquellas que aportan algo nuevo y valioso. Las ideales traen consigo maneras inusuales de conceptuar y de consumir el arte, así como de idear y de ver la realidad consuetudinaria e inmediata, la visual en nuestro caso; maneras que cada momento histórico o cultural concreta en un concepto determinado de calidad o valor artístico. Comencemos por los efectos individuales del consumo artístico, por aquellos que permanecen en el interior del consumidor y que se diferencian de los sistémicos y de los sociales en sus alcances, naturaleza y realizadores. En la práctica, los efectos individuales son materializados por los aficionados al arte; mientras los sistémicos por los artistas del mismo sistema de la obra y por los agentes ideológicos. Por su parte, a los sociales los formaliza el hombre común. La naturaleza de los efectos es conocida a saber; variada (puramente estética, artística y no-artística-ni estética). Los distintos efectos, así como sus materializadores y naturalezas, coexisten obviamente en un mismo ámbito cultural o país. En este ámbito, una cultura estética hegemónica impone a todos los miembros de su colectividad una conciencia estética, cuyo sistema de valores actúa en perfecta simbiosis con las ideologías generales de arte, parte de la ideología dominante. Se las impone de acuerdo con cada clase social y mediante una ecoestética, en la cual los diseños audiovisuales actualmente destacan como los modeladores más eficaces de la sensibilidad estética de todos. La víctima principal de tal imposición es el hombre común cuya vida estética transcurre en medio de muchas contradicciones internas y sin contacto directo con las obras de arte, productos de la cultura hegemónica. Si algo sabe él del arte, es de oídas. Existe también una cultura artística, usufructo de la cultura hegemónica, que ofrece recursos a los individuos de las clases sociales privilegiadas, para que a partir de una costosa educación especializada se conviertan en aficionados al arte. Estos aficionados van transformando sus ideologías generales de arte, a medida que se apropian de las ideologías emergentes postuladas por las nuevas tendencias artísticas que surgen a lo largo del tiempo. La cultura estética y la artística son

formaciones, en el sentido de que en cada una de ellas coexisten múltiples modos emergentes, dominantes y residuales. La cultura artística de una sociedad o país se concreta en su aparato institucional de arte, controlado por la cultura hegemónica. Entre sus individuos e instituciones este aparato comprende por un lado a los aficionados y a los agentes ideológicos, a los que se suman los productores, por el otro. De acuerdo con su naturaleza, las obras de arte emiten efectos estéticos, artísticos y no-artísticos-niestéticos, los cuales van directamente a la conciencia de todos ellos, para ampliarla, enriquecerla o corregirla, con respecto a la realidad objetiva (al ser social) en general y al arte y al sistema de valores estéticos, en particular. La realidad concreta nos muestra la separación abismal que media entre los individuos del aparato institucional de arte y el hombre común. La conciencia estética de este último es producto de la ecoestética de su clase social, las ideologías generales de arte y los diseños audiovisuales, más los icónico verbales. Si el hombre común ve obras de arte, lo hace de vez en cuando y con la intención de emprender un consumo estético o del gusto. No consume de modo artístico las obras de arte; es decir, no participa de los efectos artísticos de éstas. En conclusión, los efectos artísticos son de poco alcance demográfico pues quedan en la reducida minoría de los individuos del aparato institucional de arte. Dejaremos, pues, a un lado del consumo artístico al hombre común. Nos limitaremos a los aficionados. A pesar de todo, todavía cabe pensar en la utilización de las obras de arte para influir en la conciencia estética y en la política o religiosa del hombre común. Sí, pero esto sólo fue recomendable en el pasado y en nuestros días únicamente es posible con desventajas. Con el tiempo, tales obras han devenido débiles y escasas; los diseños audiovisuales y los icónico verbales las superan con largueza, no sólo en alcances demográficos sino también en estéticos y políticos o religiosos; lo mismo sucede con los actuales aficionados al arte, como luego veremos. Por lo dicho, conviértese en mera ilusión aquella frecuente y engañosa generalización que nos dice que “la obra de arte transforma indefectiblemente la realidad”. En verdad, sus efectos apenas llegan a la conciencia del hombre, y si lo hacen es en condiciones muy especiales; limitados a una minoría, se pierden si no los confirman o amplían continuamente otras obras de arte, que han de estar en concordancia con los efectos de los diseños audiovisuales. Es posible que existan aficionados a las artes visuales tan especializados que guíen su vida únicamente con ellas, pero serán excepciones que dejan a un lado toda música y novela, todo cine y televisión. Nos limitaremos a los aficionados —dijimos— ya que nos bastan sus múltiples

posibilidades y problemas. En principio, en lo que respecta al arte, a la sensibilidad estética y a la visión de la realidad circundante, la conciencia del aficionado cambia con el consumo artístico. En otras palabras, la obra de arte de calidad le enseña a consumir arte y a ver y a sentir el mundo de manera distinta. Para ser exactos, transforma los conocimientos generales del aficionado, tanto los empíricos como los teoréticos, los sensitivos como los intelectuales, los estéticos como los artísticos, los políticos como los religiosos, los éticos como los educativos. Empero, la realidad nos manifiesta complejidad y relatividad en los efectos del consumo artístico realizado por él aficionado. Sobre todo cuando su especificación nos obliga a enfocarlos en comparación (o en competencia) con los diseños y con las artesanías; irnos y otras actualmente controladas por la cultura estética hegemónica. La figura 9.1 nos ayudará a comprender los alcances y la naturaleza del consumo artístico visual en el mundo de nuestros días. En concreto, ¿cuáles son los efectos posibles de las artes visuales en el aficionado? Las superficies cubiertas de imágenes, que son los objetos denominados pinturas, grabados o dibujos, tienen efectos limitados si comparamos sus figuras aisladas y fijas con las de sucesión cinematográfica y televisual. Operan como una suerte de iconos o de logotipos, de instantáneas o de ventanas que aíslan y fijan un trozo del mundo visible, de campos de fuerza o de espejos narcisistas de la subjetividad del artista. Las categorías estéticas naturales representadas en los productos de las artes visuales, así como también las categorías formales, inciden en la conciencia estética del aficionado y corrigen, enriquecen o amplían sus hábitos o, lo que es lo mismo, sus modos de ver la belleza o lo dramático, lo feo o lo cómico, la trivialidad o la tipicidad en la realidad natural o en las formas. En el individuo tendrán efectos similares los objetos artesanales y el diseño gráfico y el industrial, pero los primeros no actuarán con la misma fuerza para los aficionados al arte, por decisión de ellos mismos. Lo mismo sucede con los diseños antes nombrados: se toman por artes aplicadas y sus efectos estéticos resultan inconscientes (subliminales) pues se les antepone el valor de uso práctico del objeto gráfico o industrial. Con todo, estos dos diseños han transformado la sensibilidad humana, al acostumbrar al hombre actual a mensajes de lectura sumaria y rápida y al less is more de los objetos industriales, carentes por completo de ornamentos. Por lo regular, el aficionado al arte acepta consumir obras artesanales y de diseño que no contradigan sus ideas e ideales artísticos. Su conciencia artística es mayor que la artesanal y que la de los diseños. La cultura artística y la de los diseños de nuestros países —recordémoslo— son débiles en comparación con los países desarrollados.

Fig. 9.1. Los efectos individuales. En los efectos estéticos del consumo de una obra de arte aislada habría que resaltar primero lo ya dicho: que son inmediatos y que si no los confirman o modifican posteriores consumos artísticos de otras obras, se perderán en el subconsciente en espera de una oportunidad para que la conciencia los rescate. Una obra de arte aislada no tendrá, pues, efectos duraderos. Los efectos necesitan ser remozados y mantenidos latentes, por lo menos, en los aficionados. En definitiva, el consumo estético es acumulativo. Luego hemos de destacar que las correcciones, enriquecimientos o ampliaciones producidos en la conciencia estética por una obra de arte, son de mayor calado y dependen en gran parte de las respuestas y de la imaginación del receptor. Los problemas surgen con los diseños audiovisuales y los icónico verbales, cuyas narraciones copan el interés de todas las clases sociales y se encuentran muy ligadas a los modos de vida, personalidad y concepción del mundo. Por consiguiente, tienen mayor influencia en la conciencia estética. Estos diseños ocupan

el tiempo libre del hombre actual y cada uno de sus productos u obras constituye una sucesión de imágenes durante un tiempo considerable. A las claras, sus posibilidades estéticas son mayores que las de las imágenes fijas y aisladas. Para comprobarlo, compárese una fotografía fija y aislada o una pintura con la sucesión cinematográfica o televisual de imágenes (la novelística, la teatral o, incluso, la musical). Es evidente que la poca información emitida por las imágenes fijas y aisladas mueven más la imaginación del receptor. Pero hasta cierto punto la escasez implica valor. En toda buena comunicación —con mayor razón en la estética o artística— hay un mínimo y un máximo de redundancias y de sorpresas, entre los cuales se logra un equilibrio singular. No podemos, pues, llevar la lógica de la disminución informática hasta aseverar que una línea o una tela vacía tendrá mayor valor estético porque estimula más la imaginación estética del receptor. Además, lo valioso de la obra de arte hállase en el encauzamiento que hace de la imaginación del receptor. Más bien, queremos decir que cada sucesión cinematográfica o televisual de imágenes emite mayor cantidad de redundancias y de sorpresas, en otras palabras, mayor número de comunicaciones, informaciones o mensajes. Como es de dominio general, las imágenes audiovisuales son Lis más atractivas como entretenimiento. Si bien desisten de exigir al receptor esfuerzos intelectuales, como todo “buen” periodismo (léase medio masivo) sus efectos penetran más en el receptor y su acción dura más que la de una pintura. En síntesis, dejan mayores huellas en la comanda y en el subconsciente del consumidor. Por eso cabe aseverar que las imágenes audiovisuales son las que regulan la conciencia estética, política o religiosa de los individuos, mientras influyen indirectamente sobre la artística. Las imágenes artesanales y las artísticas van a la zaga de las audiovisuales, sea por las limitaciones de la obra o por decisión de los consumidores. Si nos acercamos más a la obra de arte, nos saltará a la vista la complejidad y la debilidad de sus efectos, propias de su polifuncionalidad. El hecho de que al mismo tiempo la obra produzca efectos estéticos, artísticos y no-artísticos-niestéticos, permite emplear irnos para confirmar la conciencia estética o el gusto de la gente y, simultáneamente, otros para subvertir los artísticos, o al revés; enaltecer los políticos o religiosos establecidos y a la par contravenir las formas artísticas, o a la inversa. Por lo general, la obra de arte confirma más que subvierte; no por ella, sino por el receptor que, a instancias de los audiovisuales, prefiere los conformismos e ignora las subversiones. Aun en el caso de que el receptor privilegie las subversiones artísticas, no evitará con facilidad los efectos subliminales de la obra de arte en favor de lo estético o de lo político imperante. Los audiovisuales terminan siempre

influyendo en el receptor para que su conciencia favorezca lo establecido. Otra desventaja de las obras de arte tradicionales estriba en las pocas oportunidades que los aficionados tienen de consumirlas, en cuanto no entran en contacto continuo con ellas sino en los tiempos y en los lugares especiales que son los museos y las galerías. La cultura occidental nos ha educado para tomar al arte por una actitud excepcional de poca duración y con un placer extático como su happy end. Muy pocas veces lo tomamos por un regulador estético. De ahí la contradicción entre la vida diaria de los aficionados y hasta de los artistas: una vida pobre de bellezas, pero rica de formalidades que encuentra en museos y galerías o en sus obras. El consumo artístico deviene así un acto de purificación, un rito espiritual ajeno a la vida diaria. Para el efecto, se fraguó la sobrevaloración burguesa del arte. Toda sociedad capitalista genera en su interior una lucha ideológica que, como versión de la lucha de clases, se da en el campo estético y en el artístico. Tal lucha se suscita dentro del marco del antagonismo entre la cultura hegemónica y la popular; antagonismo que se traduce en la contraposición de los procesos de occidentalización y los de nacionalización, por los cuales pasan nuestros países. La lucha ideológica se concreta por la cultura estética hegemónica en su aparato institucional de arte, en el cual encontramos su formación correspondiente: los múltiples modos residuales, dominantes y emergentes de las ideologías tendenciales de arte, en cohesión entre sí y contra las ideologías generales de arte, así como en pugna, a la vez, con la cultura artesanal y la de los diseños, una declinante y la otra incipiente en nuestros países latinoamericanos. Ante estas contiendas encontramos a los aficionados, artistas, coleccionistas y agentes ideológicos, quienes están obligados a adoptar, en cada parcela de su conciencia —social por naturaleza— una de las siguientes actitudes: progresistas o conservadoras, revolucionarias o reaccionarias. En el panorama social, la cultura artística y la estética hegemónicas pugnan por dirigir el curso de la cultura estética de la colectividad. No en vano el arte es metaestético. Se suscita entonces, una lucha entre las ideologías estéticas hegemónicas o burguesas y las populares, unas internacionalistas y las otras nacionalistas. En el interior de la cultura artística o aparato institucional de arte se origina asimismo una contienda entre los diferentes grupos de artistas, aficionados, coleccionistas y agentes ideológicos: unos en favor de las tendencias artísticas residuales, otros de las dominantes y los terceros de las emergentes. Estos últimos se pronuncian contra el imperialismo artístico ejercido por los países ricos, sea en defensa de los intereses de las clases altas o bien de las populares. Por eso, encontramos individuos de avanzada y de permanencia, de derecha y de izquierda.

Estas pugnas internas entre los individuos del aparato institucional de arte muestran la misma mecánica social, política y profesional que las ciencias sociales, como la física o la química, por ejemplo: sus profesionales están siempre, y sin quererlo, en favor de las ideologías dominantes, de las residuales o de las emergentes, estas últimas benéficas para las mayorías demográficas. Científicas o artísticas, las prácticas siempre resultarán privilegiando una u otra clase social; pertenecen a la cultura hegemónica, pero también constituyen bienes del patrimonio humano, de cuyas ventajas ni los socialistas pueden desistir. Eso sí, la lucha es general entre las ideologías de la cultura estética hegemónica y las de la popular, con activa intervención de las ideologías generales de arte. A un lado tenemos las ideologías que apoyan al sistema de valores estéticos hegemónicos y que son enajenantes al querer imponer el sistema de valores de los países más ricos. Al otro lado hállense las ideologías en favor del sistema popular de valores estéticos. Si bien las mayorías demográficas no participan directamente en la lucha ideológica de las artes por ser éstas especializadas como la química o la física, sí intervienen de forma activa en la lucha de las ideologías estéticas. Después de todo, existe una cultura estética popular, en cuyo interior también registramos pugnas entre el sector rural, el proletario, el de los cinturones de miseria que sirven de puente a los dos anteriores, los pequeños burgueses y los sumisos a la ideología dominante en busca de participación en los privilegios de ésta. Retornemos a los efectos individuales del consumo artístico auténtico. Nos referíamos a los efectos en la conciencia estética de los aficionados y no en su sensibilidad, la cual concierne también al hombre común. Como sabemos, éste muestra una vida estética muy activa, pero pocas veces cuenta con una reflexiva conciencia estética o de clase, en el sentido de disponer de ideas y conocimientos acertados que lo capaciten para diferenciar valores de forma lógica y crítica. Si el hombre común prefiere tal o cual ideología, lo hace sensitivamente; vale decir, a fuerza de preferencias de su gusto; gusto que por naturaleza es valorativo. En cambio, el aficionado al arte necesita de una formación teorética para tener cabal conciencia de las diferencias entre los valores y entre los sentimientos que desarrolla y luego justificarlos y poner en tela de juicio las ideologías generales de arte. Cuando se tiene en cuenta la lucha ideológica en términos artísticos o estéticos se puede comprender cuán indispensable les resulta a los países latinoamericanos gestar una teoría de arte y otra estética, basadas en su propia realidad y en forma científica, en las cuales se apoyen sus ideologías progresistas y sus ideologías populares de emancipación política. Para finalizar con los efectos estéticos en el individuo, como los primeros del consumo artístico, insistiremos —a manera de conclusión— en que tales efectos

alteran los hábitos sensitivos de los aficionados en su relación con la realidad natural y con la formal de la vida diaria. Dicho de otro modo, transforman la sensibilidad y con ella sus modos de apreciar las categorías estéticas de objetos y hombres, fauna y flora, geología y formas del entorno. Las transforman en términos de belleza o fealdad, lo dramático o cómico, la tipicidad o trivialidad, a las que se agrega lo sublime. Por otra parte, la obra de arte pictórica o gráfica, de dibujo o escultórica, tienen efectos estéticos limitados en comparación con los diseños audiovisuales. Éstos actualmente dirigen la conciencia estética de los hombres, la cual deviene importante en muchas decisiones prácticas y hasta en las políticas del individuo. Volvamos a la figura 9.1. Ahí aparecen el diseño arquitectónico y el urbano ocupados en el espacio real con el fin de estructurarlo estéticamente. Con este fin coinciden la arquitectura artesanal y la artística, como también la escultura transitable, tendencia artística de nuestros días. En realidad, estamos frente a manifestaciones estéticas que participan en las preocupaciones actuales del pensamiento humano con respecto a la relación del hombre con su medio ambiente. Las cuestiones espaciales o ecológicas de efectos corporales, más que visuales y visotáctiles, se enfrentan con el propósito de establecer sus alcances actuales y sus posibilidades estéticas. De los efectos corporales del espacio real sabemos muy poco pues llevamos sobre la espalda más de 600 años de ilusiones espaciales y de preocupaciones por la perspectiva central. En consecuencia, nos urge zafarnos de este lastre y rastrear las dimensiones estéticas del espacio real y cotidiano. He aquí otra desventaja de la pintura, el grabado y el dibujo; a estas artes tradicionales les resulta imposible participar en las búsquedas del espacio real. Incluso a la pintura —la más rica— sólo le queda el color como elemento específico, en cuya exploración actualmente la aventaja el tapiz escultórico y el ambiental, en tanto este último también se ocupa del espacio real y son más amplias sus posibilidades visuales y texturales del color. Los efectos humanos del espacio real han devenido una de las mayores preocupaciones de nuestro tiempo y los resultados de su investigación irán proyectándose en la cultura estética y reclamando mejoras en la base material de ésta: aquel mínimo estético y sanitario de los espacios donde el hombre habita, estudia y trabaja, sin el cual no podrá haber una buena cultura estética colectiva; menos aún con necesidades de subsistencia material insatisfechas. En los espacios confluyen las condiciones preestéticas del agrado biológico y las estéticas de placer más elementales y próximas a las otras. En última instancia, son preestéticas y elementalmente estéticas las motivaciones de la arquitectura, tanto la artesanal y la artística, como la de los diseños. Si se quiere, estas ocupaciones distintas de estructurar los espacios reales no

son sino variantes histórico sociales de profesiones encaminadas a satisfacer necesidades estéticas y biológicas. Ningún arte se halla tan cerca de estas necesidades como la arquitectura, ya que nadie puede prescindir de un techo. Tales necesidades se concretan en términos socioculturales del momento, que imponen singularidades a la arquitectura. Así como la de los diseños se dirige hoy a las masas, antes la artesanal servía a la feligresía y en la actualidad al campesino y al proletario provinciano, la artística sigue destinada al individuo que —como producto renacentista remanente— aún existe en el hombre actual. En nuestros días coexisten criterios artesanales, artísticos y de los diseños en lo que toca a estructurar los espacios reales del hombre. Claro esté, a nosotros nos interesan los artísticos, en los cuales lamentablemente no podemos detenernos: todavía se encuentran en forma: incipiente. Sigamos, pues, con los efectos individuales de la obra de arte, para enfocar los artísticos que vienen después de los estéticos que acabamos de examinar. La pregunta capital por responder sería: ¿Cómo actúa la obra de arte de calidad en la conciencia artística del aficionado al arte? Al lado de experiencias y de ideales, el aficionado ha de disponer de conocimientos de historia y de teoría de arte, tanto generales como de las tendencias del género de su preferencia. Estos componentes de su conciencia artística se modifican por las rupturas o singularidades de las obras pertenecientes a las diferentes tendencias artísticas que van apareciendo. Para ser breves, estas últimas la transforman. Así, el aficionado va evolucionando y con él cambia la cultura artística de su colectividad o aparato institucional de arte. Al evolucionar, va participando — quiéralo o no— en la lucha ideológica que entablan, de hecho, las singularidades artísticas de cada obra con las nuevas tendencias —la suya incluida— y con las ideologías generales de arte. Las singularidades de la obra de arte en ocasiones obedecen al uso de nuevos materiales, herramientas o procedimientos. Esto sucede cuando se renuevan los medios de producción artística y con ellos se modifican las formas o modos. Algunas modificaciones formales provienen de modos personales de usar viejos materiales, herramientas o procedimientos; en cambio, otras son originadas por los postulados de alguna nueva tendencia genérica. A su vez, las nuevas tendencias suelen tener origen en la necesidad de emitir mensajes con nuevas estrategias comunicativas o semióticas. Tomemos ahora como ejemplo a las figuras. Éstas son capaces de seguir acentuando —como en el pasado— sus relaciones con la realidad visible figurada y ostentan así fidelidad visual o habilidad manual, es decir, insisten en exaltar el plano semántico de su mensaje. Mientras tanto, otras figuras prefieren realzar sus

relaciones mutuas; esto es, el plano sintáctico. En este plano, las figuras devienen elementos plásticos y enaltecen la belleza formal. Algunos artistas optan por suprimir las bellezas naturales en sus figuras y a veces llegan hasta a eliminar las mismas figuras (los abstraccionismos). No faltan quienes deciden destacar en sus obras el plano pragmático; esto es, las relaciones de las formas con el receptor o con su sociedad. Entonces el plano semántico y el sintáctico pasan a segundo lugar o desaparecen. Para poder ubicar las obras del pasado —así como las recién nacidas— en el mundo de las innovaciones y consumirlas con propiedad, el aficionado debe conocer los pormenores de la historia del arte. No sólo para reconocer paternidades y estilos, épocas y obras, sino de manera especial para ubicar las rupturas artísticas según la lógica semiótica de las que se han venido sucediendo a lo largo de la cultura occidental. Después de todo, al igual que los diseños y que las artesanías gremiales, las artes son productos de la cultura estética de Occidente que ésta ha difundido por el mundo de acuerdo con sus intereses de predominio. Entonces, tenemos que ver con las artes en su calidad de fenómeno estético iniciado en el año 1300 por el italiano Giotto, en cuyo transcurso registramos grosso modo una concatenación de varias supresiones, debilitamientos y exaltaciones: el predominio del tema religioso comienza a desaparecer en 1600, dando paso al profano; en el siglo XIX se rechazan las imposiciones moralistas, mientras el naturalismo (o realismo icónico) y la perspectiva central empiezan a fenecer con P. Cézanne, para exaltar el plano sintáctico. En el siglo XX los artistas renuncian al realismo fotográfico y a las bellezas naturales con el propósito de postular el realismo temático; desde 1965 se abdica la belleza formal (no objetualismos) y se acentúa el plano pragmático, en tanto el realismo temático va cediendo ante el embate de los realismos materiales (luces, espacios y movimientos reales en la obra de arte) que luego decinan y hacen visibles realidades ocultas o aspiraciones políticosociales, contraculturales o conceptuales. Aludimos al auténtico aficionado al arte y quedan a un lado quienes consumen la obra de arte de manera únicamente estética (me gusta o me disgusta) o sólo por el contenido político o religioso, moral o heroico del tema. El aficionado auténtico sabe qué exigir a la obra según su partida de nacimiento, para lo cual le es indispensable conocer las innovaciones pretéritas. Solamente así le es posible señalar repeticiones o regresiones. Con el tiempo cambian muchos componentes visibles de la obra de arte, pero lo sustancial estriba en las mutaciones conceptuales de tipo artístico. El arte es producto histórico, o sea conceptual. Los efectos artísticos suscitados por la obra de arte en el aficionado se concretan en los conceptos artísticos de éste. No sólo son acumulativos estos efectos,

en tanto se van sucediendo las obras de una misma tendencia en la conciencia artística del aficionado, sino también las múltiples y diversas rupturas tendenciales, las cuales van comprometiendo los conceptos de arte vigentes. Bien mirado, el aficionado requiere apelar a las ciencias del arte en busca de elementos de juicio artístico. Resulta muy claro que el consumo artístico constituye la relación entre un objeto y un sujeto, con la intervención de los medios intelectuales de consumo que producen los agentes ideológicos. Con conocimientos del pasado y del presente resulta fácil prever los cambios posibles en el inmediato futuro o, por lo menos, el sentido o la dirección de los cambios imaginables. Así como es posible esperar nuevas categorías estéticas, también cabe imaginar transformaciones conceptuales radicales. Como es de suponer, junto con los conceptos de arte van variando las ideologías de arte, de suyo basadas en justificaciones ético-políticas en favor de alguna clase social. Es cuando el aficionado debe saber detectar los intereses de clase de cada innovación artística. Ya lo hemos manifestado: toda nueva tendencia artística trae consigo rupturas que van contra las ideologías generales de arte, al desenmascarar algunos de sus vicios o falacias; desenmascaramientos favorables a la clase hegemónica o a la popular. En concreto, toda nueva tendencia arremete contra algunas de las sobrevaloraciones o falacias burguesas del arte tales como la vedetizaciones del artista, las fetichizaciones de la obra de arte y las mistificaciones de las ideas fundamentales de arte. Siempre hay desenmascaramientos de algún vicio, pero sin que éstos salgan del reducido círculo de la cultura artística local o lo que es igual, del aparato institucional-burgués del arte del país. Los diseños audiovisuales influyen en los conceptos o nociones de arte, éstas siempre favorables a la sobrevaloración burguesa del arte pero sin comprometer los conceptos artísticos del verdadero aficionado al arte. La razón se nos antoja muy simple: el aficionado, como tal, sabe muy bien que las artes buscan impugnar las manipulaciones audiovisuales o de los medios masivos. Éstos emplean los recursos estéticos y los artísticos más persuasivos tales como el realismo fotográfico y las bellezas naturales y formales que justamente repudian los artistas de espíritu progresista. Pensamos en el aficionado al arte que sabe diferenciar lo estético de lo artístico y que conoce la sucesión de renuncias, debilitamientos y exaltaciones a lo largo y a lo ancho de la historia de la cultura occidental. En resumen, los efectos artísticos de la obra de arte en el individuo que la consume con propiedad consisten en transformar sus maneras de ver, de sentir y de conceptuar las cuestiones artísticas, previa diferenciación de las estéticas y de las noartísticas-ni-estéticas. Los efectos se acumulan, imbrican y desalojan mutuamente en el individuo, lo cual equivale a decir que la sucesión de consumos de obras de arte genera en el aficionado todo un proceso de concientizaciones artísticas. Y proceso

significa movimiento continuo. ¿Es posible todavía aludir a efectos individuales, como lo estamos haciendo aquí? Creemos que sí, pero en el sentido de verlos materializados en un proceso de toda la vida del aficionado, con sus altas y bajas, pausas y aceleramientos, supresiones y permanencias, El proceso incumbe tanto a la conciencia artística con sus conceptos, como a la estética con sus sentimientos placenteros, y a la social en general con sus comportamientos no-artísticos-niestéticos. En el aficionado como individuo aislado, los efectos del auténtico consumo artístico de las obras de arte terminan con los no-artísticos-ni-estéticos, los últimos que estudiaremos. Dichos efectos nos sitúan en la faceta más débil de la conciencia social, aun de aquella del consumidor real que es el aficionado-, sobre todo en los países capitalistas, donde los aficionados al arte tienden a centrarse en lo estético y/o en lo artístico, en nombre de una idea reduccionista y equivocada de lo específico del arte. Si bien disponen de suficientes arrestos para defenderse de las falacias y enredos de la ideología burguesa y general de arte, resultan candorosas víctimas de las manipuladoras trampas políticas o moralistas, religiosas o educativas, racistas o machistas de la ideología dominante. Sabemos que gran cantidad de aficionados al arte cae enredada por los formalismos y hace caso omiso del tema y de su contenido. Ojalá exageremos, pero los aficionados al arte son presas fáciles de las manipulaciones políticas y culturales de la obra de arte cuando ignoran que lo específico de ésta es su polifuncionalidad. Así, lo estético y lo artístico se convierten en la carnada que los entretiene, mientras muerden el anzuelo de las manipulaciones políticas y caen atrapados. De este modo, el oficialismo obtiene los dividendos políticos que cifra en los consumos ingenuos de las obras de arte. Dicho sea de paso, el hombre común se manipula políticamente mediante persuasores estéticos de atractivos modos populares. Por otro lado, el hombre politizado o el religioso fanático sólo ve lo político o lo religioso de las imágenes artísticas y como no tiene ojos para lo estético ni lo artístico, cae en la trampa de las ideologías generales de arte. Sea cual fuere el caso, el Estado nunca deja de obtener plusvalía ideológica. Es muy consciente de la polifuncionalidad de la obra de arte y hace de ella un terreno fértil para las confusiones entre valores, entre categorías y entre éstas y aquéllos. Comencemos por los efectos políticos, para nosotros identificados con el tema

o contenido de la obra de arte y con el modo artístico de pintar, grabar, dibujar y esculpir figuras de un tema determinado. Dejaremos a un lado los efectos políticos de la obra de arte de cualquier tendencia, cuando el Estado utiliza el renombre internacional de alguno o algunos de los artistas nacionales para inflar el orgullo nacional, enraizar los funestos nacionalismos acríticos y difundir la idea de bienestar colectivo que en apariencia justifica el sistema político establecido. Todo termina en política, ora de derecha ora de izquierda. Es inevitable el uso político de las obras de arte por parte del Estado. Teóricamente con razón, si en verdad representa los intereses de las mayorías demográficas y si de veras se deja asesorar por los especialistas de cada terreno cultural, condiciones imposibles de cumplir sin dudas ni discusiones. El curso social de la obra escapa al artista: es político y depende de la distribución, en la colectividad, de los medios intelectuales de producción y de consumo de arte —no sólo de los productos ni de los medios materiales—; esta distribución es controlada por el Estado y son los políticos quienes deciden el curso que toma el arte. Los efectos políticos provienen obviamente de elementos políticos, sea los explícitos del tema o los implícitos de sus formas o de temas no políticos. En el primer caso tenemos figuras de obreros y campesinos explotados, así como de hacendados y oligarcas explotadores, todos reunidos en la denuncia de alguna injusticia social. En el segundo caso encontramos racismos, machismos y beaterías moralistas favorables al sistema establecido, cuya denuncia obedece a intereses contraculturales, siempre de trasfondos políticos. Aquí también encontramos los modos de convertir en obras artísticas las figuras; modos que muchas veces cambian el signo del tema político. Un ejemplo del cambio de signo político lo tenemos en el modo idealista con que Diego Rivera pintó la imagen de Emiliano Zapata en el mural de Cuernavaca. Sus connotaciones son izquierdistas, pero son derechistas o conservadoras las de la idealización de Zapata en un peón que nunca fue y que reviste de blanco impoluto. Hay naturalismo, idealizante por definición, que se diferencia del realismo, siempre identificado con la trivialidad. He aquí un ejemplo que obliga al aficionado al arte a buscar más allá del tema y determinar los alcances políticos de los modos de transformar en obras artísticas las imágenes. Además, para que la forma y el contenido logren unidad artística han de alcanzar primero la unidad política. Todo producto humano refleja intereses políticos, pero compete a los aficionados al arte establecer su dirección en la obra de arte: derecha o izquierda, en favor de los intereses hegemónicos o de los populares. En las pinturas de Rufino Tamayo, por ejemplo, ¿importa acaso señalar el machismo cuando en la imagen de una pareja la figura del hombre connota reciedumbre y superioridad, mientras la de

la mujer indica mansedumbre? Indudablemente que sí. El aficionado debe establecer tales connotaciones como una obligación de su capacidad de interpretar los alcances no-artísticos-ni-estéticos de las imágenes; debe hacerlo no para convertirlos en valores ni para negar los puramente artísticos o estéticos, sino para tomar conciencia de sus alcances políticos y culturales. El adoctrinamiento político de la obra de arte es más implícito que explícito y consiste en confirmar la ideología dominante. Como es de suponer, los efectos en el individuo dependen de la frecuencia de esta confirmación y de la cantidad de obras, cuyas connotaciones políticas van enraizando cada vez más lo establecido. Los racismos, machismos o beaterías moralistas escondidas casi siempre están en contra de los intereses populares. Sustancialmente, sucede lo mismo con los temas religiosos y educativos; por estos últimos entendemos dar a conocer alguna nueva realidad visual. La obra de arte también emite conocimientos y suele operar como medio de adoctrinamiento o de educación. El aficionado acostumbra pasar por alto todo esto en su consumo. Lo comprendemos: crear recursos para reconocer tales adoctrinamientos no es tarea del aficionado sino de los agentes ideológicos. Sin embargo, el aficionado debe emprender la lectura total de la obra, previa apropiación de los recursos creados por los agentes ideológicos, así evitará deformar su conciencia religiosa, ética o educativa. A nuestro juicio, todo aficionado progresista está obligado a sortear el individualismo burgués a que incita toda idea burguesa de arte puro y excelso. Ha de establecer los alcances políticos, éticos o educativos de la obra de arte. Todavía muchos aficionados piensan en la educación por el arte formulada por Herbert Read y la toman al pie de la letra. El uso de la obra de arte para inculcar de modo placentero ideas no-artísticas ni-estéticas constituye una tarea plausible y necesaria. Nadie lo duda. Pero por desgracia encubre una verdad importante: de hecho, la obra de arte educa en lo político, ético y religioso, en tanto difunde inadvertidamente racismo y falacia, machismos y nacionalismos acríticos, ahistóricos y aclasistas de la ideología general de arte. Manipula implícitamente; esto es, a través de figuras banales y de temas engañosos, de formas y colores persuasivos; manipula en lo político, así como en lo artístico y en lo estético. No está de más señalar de paso la difusión de las imágenes de santos milagrosos del mundo católico, como un ejemplo del uso de la religión con fines políticos y estéticos conservadores. La efigie bendita y milagrosa es instituida en la esperanza de la pobreza y de las injusticias sociales y se le adora en la intimidad del hogar. Por otra parte, la “belleza” antropomórfica del santo se identifica con lo bonito y con cierto racismo, muy frecuentes en los medios masivos.

En verdad, las entretenidas narraciones de los diseños audiovisuales son más efectivas en el enraizamiento de las ideologías burguesas de tipo político, ético o educativo. Con la ventaja para éstas que muchos aficionados no ven contradicciones entre los ideales artísticos emergentes y los políticos dominantes y residuales. Prima el concepto burgués de arte como pureza y excepcionalidad. Entonces, el individualismo reza muy bien con lo estético y con lo artístico, y como corolario se aterra a todo lo político o ético que lo favorece. En lugar de beneficios colectivos, busca los del individuo. En síntesis, los efectos no-artísticos-ni-estéticos del auténtico consumo artístico de la obra de arte, van afectando la conciencia política y moral, nacional y cultural del aficionado. Porque los efectos individuales son de tres clases: estéticos, artísticos y no-artísticos-ni-estéticos.

10 Los efectos sistémicos Hasta ahora hemos agrupado los efectos del consumo artístico auténtico de acuerdo con su naturaleza: la estética, la artística y la no-artística-ni-estética en algunas de sus variantes; naturaleza igual a la de la parcela de la conciencia del aficionado o de la cultura colectiva afectada justamente por dichos efectos. Nos hemos abstenido, pues, de rotularlos conforme a la naturaleza de su causa, como lo hace la gente cuando denomina artísticas —así, en bulto— a las reacciones suscitadas, en cualquier individuo, por la obra de arte al suponer a ésta de naturaleza exclusivamente artística y tomarla por la causa única de los efectos. También hemos agrupado los efectos con arreglo a sus destinatarios o receptores con el fin de separar a los individuales de los sistémicos y de los sociales, según si desembocan en el individuo o aficionado, si vuelven al sistema genérico de la obra que suscita los efectos o si terminan en amplios sectores de la sociedad. Los individuales se concretan en los aficionados, mientras los sistémicos van a materializarse en los consumidores profesionales, y los sociales en el hombre común. Los efectos sistémicos son profesionales, en tanto constituyen retroalimentaciones de la obra de arte a la producción de su sistema genérico (pintura, escultura, grabado, dibujo) o tendencial, y en cuanto los consumidores profesionales —al igual que los aficionados, aunque en mayor grado que éstos son coautores de los efectos, junto con la obra de arte. Las retroalimentaciones vienen materializadas en las singularidades de la obra por consumir, las que —y esto es lo importante— son traducidas en otras por los consumidores profesionales y luego concretadas: unas en obras de arte y otras en conocimientos, teorías o medios intelectuales de producción y de consumo de arte. Los efectos sistémicos —queremos decir— hienden más allá de la transitoriedad de los comportamientos de los aficionados y se instituyen en testimonios o productos duraderos. Por consumidores profesionales entendemos a los artistas, por un lado, y a los agentes ideológicos por el otro, (críticos, museógrafos, teóricos e historiadores). En unos y en otros actúa una conciencia profesional que, estimulada por obras de sus colegas, realiza cambios en su producción y en sus productos. En sentido amplio, los efectos individuales también desembocan en el sistema artístico. Cabe denominarlos sistémicos, por cuanto transforman los comportamientos consuntivos de los aficionados, quienes son parte del aparato institucional de arte en todo país. Además, los aficionados son asimismo coautores de los efectos individuales de la obra de arte. Como dijimos, en ellos los efectos se tornan procesos que son conjuntos de relaciones y que están en constante

movimiento. Pero estos efectos de doble causa (objeto y sujeto) quedan en el interior del aficionado y son efímeros cuando se les deja sin confirmaciones y desaparecen en el subconsciente. Entretanto, los efectos sistémicos son materializados por el consumidor en otras singularidades de sus obras, si él es artista, o bien en otras innovaciones de sus textos que dan a conocer nuevos medios intelectuales; de producción y de consumo de arte, si es crítico o teórico, historiador o museógrafo. Unos consumidores son productores de objetos artísticos y los otros, de conocimientos científico-sociales por ser profesionales de alguna de las ciencias del arte. Muchos artistas, y con ellos gran cantidad de aficionados y de profesionales del arte, creen que para producir obras de arte les basta con dos acciones: apropiarse de unas técnicas manuales y de unos métodos sensitivos, todos conjeturados inmutables, y relacionarse con la naturaleza de su entorno, con su subjetividad autobiográfica o con su realidad cultural inmediata, y elegir qué expresar o hacer visible. Suponen superfluo el conocimiento del pasado de su arte y le dan la espalda. En realidad, las técnicas y los métodos de producción artística cambian con el tiempo y el lugar; son productos históricos, sobre todo si consideramos sus significaciones y fines. Otra realidad igualmente cierta: el artista nunca dejó de inspirarse en las obras de sus colegas, tanto del pasado como del presente. El artista actual —diría A. Malraux— se inspira en las obras de arte de los museos, tanto de los museos reales como del imaginario de cada artista. Antes de existir los museos, conocía su pasado artístico a través del maestro. En fin, el artista siempre partió de obras, las problematizó y transformó de acuerdo con determinadas búsquedas y finalidades. En las artes no existe la inmaculada concepción ni la creación por generación espontánea: la tradición se vale del aprendizaje para transferir conocimientos de generación en generación e ir cargando así sobre la espalda de todo productor cultural, el pasado o la historia de su quehacer. Al margen de lo anterior, todo productor cultural trabaja munido de conocimientos de las obras de sus colegas y las consume profesionalmente. Sin este consumo profesional no habría evolución artística. Los aficionados no bastan, aunque sean los principales destinatarios. Además, la producción va siempre unida al consumo y a la distribución. El artista toma conciencia del peso de la historia o del pasado sobre su producción, y se preocupa por conocer la realidad donde van a circular sus obras y a competir con las de otros artistas para llegar a los diferentes consumidores: el hombre común, el aficionado y el profesional. En la antigüedad, los artesanos confeccionaban obras ajustándolas á normas gremiales y a finalidades religiosas. El consumo era religioso y sus elementos

estéticos eran captados de modo inconsciente por la sensibilidad del consumidor o feligrés. En otras palabras, el “me gusta” o “no me gusta” nunca fue razonado por la gente o la feligresía. Después, las artes profanas razonan lo artístico de sus productos y éstos inciden en el inconsciente político del público, cuya conciencia se ocupa de lo estético de la obra de arte, mientras los aficionados enfocan lo artístico de la misma. Por último, los diseños se dirigen al consumo estético de la gente, de suyo espontánea, en tanto toma conciencia del valor del uso práctico del producto diseñado o bien se regocija con las narraciones de los entretenimientos audiovisuales. Cada uno de estos tres sistemas estéticos, que son las artesanías, las artes y los diseños, busca satisfacer al mismo tiempo necesidades de diferentes índole: las estéticas de la gente, las cognoscitivas y especializadas (artesanales, artísticas y de los diseños) de los aficionados, y las productivas de los consumidores profesionales, que son los artesanos, los artistas y los diseñadores. Estos profesionales traducen las singularidades de sus colegas en otras que materializan en sus propios productos. En toda profesión o campo cultural registramos la presencia de profesionales, quienes consumen las obras de sus colegas, impelidos por imperativos creativos. La pluralidad de consumos en la obra, objeto o producto artístico, nos evidencia las dos causas de los efectos: la obra y el consumidor, y por eso son múltiples y diversos los consumos o efectos. Esto significa que el consumidor lleva a cabo toda una asimilación, digestión o superación. Principiemos por los artistas y veamos cuáles opciones digestivas tienen en las obras de sus colegas para satisfacer sus propias necesidades de creación artística. El consumidor profesional emprende un proceso de tres fases: captar y comprender las rupturas de las obras de otros artistas, traducirlas en otras rupturas y hacerlas visibles en sus obras. Cuanto más cercanas estén las obras consumidas al género y a la tendencia del artista consumidor, mayores serán sus intereses profesionales en el consumo. Si las obras están fuera del género el artista se comportará posiblemente como un aficionado cualquiera. La diferencia es honda. Mientras el aficionado actúa con amor —muchas veces ciego— más que con conocimientos, el artista consume por interés profesional; vale decir, más por conocimiento de causa y por necesidad profesional que por amor. En última instancia, todo profesional actúa con el amor de sus continuidades y, a la par, con el odio de sus inconformismos y deseos de romper lo establecido y abrir nuevas brechas. Además, por egocentrismo o a causa de vivir embebidos en su obra, muchos artistas —recordémoslo tienen ojo para las obras de otros artistas, tendencias o géneros. En el caso de que el profesional sea crítico o teórico, suele

intervenir un amor ciego; entonces, la hipertrofia le impide ejercer un sentido crítico. Con entusiasmo desmedido celebra todo lo que es pintura o escultura, pongamos por caso, y sólo ve bellezas y sus placeres. Sea como fuere, los artistas y los agentes ideológicos poseen una conciencia profesional que percibe los efectos de las singularidades de la obra de arte y los encauza hacia la gestación de otras rupturas. En tal conciencia se entrecruzan las condicionantes individuales, sociales y sistémicas; estas últimas de mayor peso en los profesionales que en los aficionados, y en éstos mayores que en el hombre común. El proceso de consumir singularidades y producir otras por derivación constituye todo un proceso, cuyos resultados varían en naturaleza y en grado. No es nuestra intención cubrir toda la gama de creaciones artístico visuales. Sin embargo, cabe señalar, las más importantes y notorias, a nuestro juicio, con el fin de destacar la existencia de varios criterios evaluativos de las innovaciones en las obras de arte. Las nuevas singularidades en que terminan los efectos del consumo artístico emprendido por los profesionales del arte, pueden ser limitadas a la unicidad de una obra de arte ajustada a cualquier tendencia conocida, o constreñidas al estilo personal del artista. Si van más allá, será para producir una nueva tendencia artística. Los grados y dimensiones sistémicas de las singularidades varían, al igual que su naturaleza: estética, artística y no-artística-ni-estética. También varían los medios sistémicos (sensoriales, sensitivos y mentales) para lograrlos; representación de alguna nueva realidad visible, expresión de la subjetividad autobiográfica, cambios conceptuales o invención de una poética y sugerente estructuración cromática y/o de figuras quiméricas. Hay mucha distancia entre una obra de calidad tendencial y otra que genera una nueva tendencia; entre la que abre brecha y la que transita por trechos no hollados de una senda recién abierta. El hecho de representar a la Virgen con facciones de campesina y el representar una iluminación artificial en la superficie pictórica constituyen las dos singularidades genéricas y radicales logradas por Caravaggio, después de ver las obras de los manieristas y las de Cambiasso, supuestamente el primer pintor “luminista”. Mientras tanto, las pinturas de Rembrandt son variaciones de los dos caminos abiertos por Caravaggio: el realismo y el luminismo. Y si P. Cézanne inicia la acentuación de la sintaxis al romper con la perspectiva central, única y monocular, así como después M. Duchamp da principio a las rupturas conceptuales —con su Fuente— para acentuar el plano pragmático, veremos cómo P. Picasso presenta, años antes, una ruptura genérica y radical en su cubismo y una ruptura personal y contemporánea en Guernica durante los años treinta; el cubismo muestra valor artístico radical, y Guernica muestra valor estético y personal. Como vemos, hay singularidades que abren caminos o que ofrecen nuevo

instrumental (también denominada ruptura epistemológica) en tanto otras se limitan a crear singularidades que satisfacen necesidades del gusto de la época. En suma, el artista busca singularidades estéticas, artísticas o no-artísticas-ni-estéticas, en diferentes grados y con distintos medios. Veamos ahora qué opciones tienen los artistas para crear nuevas singularidades, como derivaciones de las obras de sus colegas, mediante un consumo profesional. Las obras de arte —como sabemos— son susceptibles de emitir efectos estéticos, artísticos y no-artísticos-ni-estéticos. Entonces, el artista como consumidor profesional, los puede concretar, por derivación, en los mismos términos o traducirlos en otros: los no-artísticos-ni-estéticos en artísticos, como los psicoanalíticos de Freud en postulados surrealistas, y los artísticos en estéticos, como la belleza formal o la invención poética de colores o de figuras quiméricas. La traducción puede ser también en sentido contrario. Si las continuidades de la obra consumida sirven al consumidor para confirmar sus modos productivos, las rupturas le son provechosas como fuente de otras singularidades (véase la figura 10.1). Las rupturas de las obras de arte entran en la conciencia profesional del artista que la consume. Ésta suele entablar relaciones con la naturaleza y las realidades sociales con el fin de extraerles alguna categoría estética y representarla en su obra, mediante figuras que acentúan su plano semántico. Si el artista adopta las rupturas favorables a estas relaciones será para encauzarlas hacia otras rupturas o singularidades, cuya naturaleza o efectos serán irremisiblemente estéticos, sea dentro de una categoría estética conocida o bien dentro de alguna nueva. Por lo general, el artista actual le da la espalda a la belleza, tantos siglos entronizada como la máxima aspiración —si no la única— de las artes. Cabe también traducir las singularidades consumidas en algún nuevo tema, el cual será, junto con sus efectos, no-artísticos-ni-estéticos; vale decir, político, educacional o ético. Los mecanismos semióticos de tipo semántico son aquí utilizados por artistas que toman sus obras por ventanas hacia la realidad visible. Por lo regular, ellos incursionan en alguna tendencia de los figurativismos o de los realismos y suelen hacer visibles denuncias contraculturales, de izquierda política o de injusticias sociales. En algunos casos buscan fines educativos o adoctrinamiento de variada índole. Con espíritu contemporáneo, de hecho conocedor de los renunciamientos y exaltaciones exigidas por su aquí y ahora, estos artistas descartan de sus obras las bellezas naturales y los naturalismos icónicos. En ellos la sensibilidad predomina sobre la razón lógica y crítica. Las singularidades estéticas que imprimen en sus obras hállanse dentro de las variantes o posibilidades de alguna tendencia conocida.

En el plano semántico hemos incluido las relaciones que la conciencia profesional mantiene con la subjetividad autobiográfica del artista, para hacer visible lo más importante de ella. La sensibilidad se enardece en el logro de singularidades gestuales y las propias del espejo narcisista en que se convierte su obra. La expresividad del individuo es aquí sobrevalorada con la finalidad de que el arte difunda el individualismo. En consecuencia, el arte pasa a estar al servicio del individuo, en lugar de lo contrario, como debería ser. Muchas veces el individualismo impele al artista a expresar la angustia de nuestro tiempo, o simplemente lanza sus frustraciones consumistas a buscar catarsis en su obra.

Fig. 10.1. Los efectos sistémicos.

En la conciencia profesional del artista gravita un acervo sistémico con sus conocimientos históricos y con sus experiencias en el manejo conceptual y en el dominio tecnico-manual. Por tanto, el artista hállase inclinado a prohijar alguna nueva técnica que encuentre en las obras de sus colegas, para modificarla y generar singularidades icónicas en las suyas propias. Recordemos los afanes de D. A. Siqueiros por renovar las técnicas pictóricas y su introducción del “pincel de aire” o pigmentación con aire comprimido. Por desgracia, estas innovaciones son muy poco apreciadas, tanto en quienes las introducen como en quienes las siguen desde el primer momento. Si el acervo artístico es rico en conocimientos y en capacidad de razonar, entonces la conciencia profesional del artista aspirará a lograr innovaciones visuales que subviertan algún concepto fundamental de arte y que constituyan rupturas, tanto tendenciales como genéricas o artísticas. Por decirlo mejor, las pretendidas rupturas son propiamente nuevos modos tendenciales, pictóricos (escultóricos) o artísticos de ver, sentir y conceptuar la obra de arte. Estamos frente a cambios radicales que rebasan las supresiones y exaltaciones vigentes y tipificadoras del tiempo y el lugar artísticos de la conciencia profesional. Las rebasan con la viva intención de proponer nuevas. Ejemplos de tales cambios los tenemos en la creación de nuevas tendencias, como los abstraccionismos; en la introducción de nuevos modos pictóricos, como el realismo por Caravaggio en el siglo xvii o por G. Courbet en el XX; y en la renovación de fines y medios artísticos, como la del surrealismo en su calidad de derivado del psicoanálisis freudiano. Todo depende del grado de inconformismo de cada artista y de los recursos intelectuales a su disposición. Aquí las singularidades son de índole conceptual y demandan inteligencia, esto es, un pensamiento lógico y crítico bastante avezado. Con el plano sintáctico, queremos señalar la opción del artista de inventar configuraciones que pueden ir del clima lírico al síncope expresionista, pasando por dinamismos virtuales que despiertan sugerentes emociones o un agradable estado de espíritu en el receptor. Por invención entendemos el desligamiento de toda intención de reproducir alguna realidad objetiva o subjetiva, visual o escondida, como punto de partida, con el propósito de abocarse a la ejecución de la obra sin una idea preconcebida. Entonces, el artista improvisa por tanteo, mediante un proceso de ensayo y error o por un riguroso raciocinio de la configuración a medida que sus aspectos sensitivos van tomando cuerpo en la obra. En la invención, el artista aguza su imaginación y por lo general recurre a colores poéticos y/o figuras quiméricas. Papel importante desempeña la serendipity

o capacidad humana de prestar atención a lo imprevisto que aparezca durante la ejecución manual de la obra para aprovecharlo y cambiar el curso de dicha ejecución. La invención también puede oscilar entre el efectismo comercial y la consecución de una profunda poesía visual. En cualquier caso, las singularidades confirman hábitos estéticos, casi nunca los enmiendan o enriquecen pues se mueven dentro de alguna de las tendencias conocidas. Como sabemos, el efectismo descansa en el decorativismo que astutamente mezcla lo nuevo con lo antiguo, el tradicionalismo con un engañoso vanguardismo. Por último, en la figura 10.1 aparece el plano pragmático, en el cual el artista reflexiona acerca de los efectos que desea imprimir a sus obras, con el objeto de suscitar en los aficionados determinadas reacciones. Al producir efectos, toda obra de arte posee dicho plano. Pero aquí nos referimos a los procedimientos de producción que obedecen a la voluntad del artista en busca de lograr efectos determinados en sus obras. Sobre todo, aludimos a los artistas que, desde la mitad de los años sesenta, prefieren confeccionar obras sin plano semántico (sin figuras) ni plano sintáctico o composición de importancia estética o artística; todo se reduce a producir efectos (tal como lo hacen los conceptualistas, cuando exhiben objetos, imágenes o acciones no-artísticas-ni-estéticas en lugares artísticos con el fin de producir efectos estéticos y/o artísticos en el receptor). Otro ejemplo: los no objetualistas de las acciones corporales cuyas obras acentúan los efectos o, lo que es igual, el plano pragmático pues su semántica y sintaxis desaparecen con las obras, por ser éstas efímeras. En buena medida, la preocupación por los efectos interviene en forma explícita y reflexionada —calculada— cuando el artista persigue fines comerciales, educativos de adoctrinamiento o bien estéticos, ajustándolos siempre a tal o cual tendencia artística conocida. Las artes lindan aquí con los diseños, en cuanto el empleo de los recursos estéticos antepone la búsqueda de efectos determinados. En todo caso, tengamos presente las marcadas diferencias entre las intenciones del artista (los efectos por imprimir), las obras logradas (los efectos impresos) y las reacciones que éstas generan en los aficionados (los efectos reales). Como es fácil suponer, de artista a artista varían los intereses y la utilización de los medios manuales, sensitivos y mentales, los fines y rupturas, los principios e inconformismos. Varían según los países: desarrollados, subdesarrollados o socialistas. La lucha ideológica entre las diferentes tendencias artísticas varía según el lugar donde esté ubicada. Ante estas realidades, se nos impone la urgencia de formular una angustiosa pregunta: ¿por qué América Latina no produce tendencias o, lo que es lo mismo, artistas preocupados por lograr rupturas radicales?

En Europa nos salen al encuentro un Giotto y un S. Botticelli; un Caravaggio y un P. Cézanne; un R. Delaunay y un C. Malewitch; un P. Mondrian y un V. Kandinsky; un P. Picasso y un M. Duchamp, como puntales de rupturas radicales. Constituyen, claro está, hitos de un proceso colectivo de más de 600 años. En cambio, los artistas latinoamericanos apenas si cuentan con 64 años de prácticas (1922-1986), después de otros 72 de aprendizaje y remedos (1850-1922), con el agravante de que a partir de 1950 nos invaden los diseños y se entronizan a instancias de la industria cultural de los países fuertes. Sin duda, es poco tiempo para presentar más valores y de mayor calado que los siguientes: un J. Torres García, un R. Matta y un J. Soto, entre los protagonistas de la formación y postulación de sendas tendencias europeas nuevas; un J. C. Orozco, un D. Rivera y un D. A. Siqueiros que dan, en toda América, el primer paso hacia la liberación artística y hacia la búsqueda de nuevas tendencias, por desgracia truncas a partir de 1940; un R. Tamayo y un W. Lam quienes incursionan en sustratos míticos y decisivos de nuestra personalidad colectiva, la indígena y la africana, como valores artísticos de importancia latinoamericana y de alcances estéticos de valía internacional. Lo que acabamos de señalar corresponde a individuos aislados, cuyos procesos en verdad constituyen excepciones del proceso colectivo de las artes visuales: el nacional, en particular, y el latinoamericano, en general. Abundan los méritos en las obras de cada uno de los artistas mencionados pero ninguno logra plasmar un cambio artístico básico; esto es, que altere el curso de las artes visuales en la cultura occidental. Lo peor es que ninguno puede pretenderlo, por razones sociales adversas. Al penetrar en los procesos colectivos de nuestras artes visuales seremos testigos de una gran cantidad de artistas que trabajan en la expresividad personal o el individualismo narcisista, como queriendo apropiarse de la calidad artística a fuerza de catarsis. En número siguen quienes prefieren representar realidades sociales escondidas, Atrás vienen los artistas empeñados en la invención improvisada, como quien desea capturar la calidad artística en un golpe de suerte. Muy pocos persiguen las rupturas conceptuales. Nos referimos a los artistas novicios que están en busca de su imagen personal. Porque una vez alcanzada, se reducen a variarla; se autoplagian. Sea como fuere, nuestros artistas a lo sumo, devienen buenos alumnos de tendencias recién nacidas en los centros mundiales del arte. Reiteremos como conclusión: sólo como excepción algunos artistas latinoamericanos aspiran a rupturas sustanciales y quienes lo hacen no las concretan en obras. Si las concretan, no son secundados por sus colegas nacionales ni favorecidos por el aparato institucional del arte. Aparte de la cortedad de tiempo, nuestras prácticas artístico visuales

obedecen a muchos factores adversos. En primer lugar, nuestras sociedades les son hostiles. Pruebas al canto: haber truncado la evolución transfigurados del muralismo mexicano, como proceso colectivo, y haber obligado a individuos como R. Matta y J. Soto a buscar en Europa ambientes y grupos profesionales propicios al desarrollo de sus impulsos personales. En última instancia, nuestra dependencia económica conspira contra el sano desenvolvimiento de nuestro pensamiento lógico y crítico. Si entre nosotros brotan modos artísticos radicales, pronto zozobran. En toda sociedad dependiente, en la lucha ideológica siempre resultan perdedores los modos emergentes de producción, distribución y consumo artísticos. En segundo lugar, es palmaria la ausencia de una sólida infraestructura, tanto en cantidad como en calidad, en los aparatos institucionales de arte de nuestros países. Es exiguo el número de aficionados y coleccionistas, de agentes ideológicos y artistas. Como resultado, los aparatos institucionales de arte son más de consumo que de producción; otro corolario irremediable de nuestra dependencia económica y, por ende, de la artística. En suma, el proceso artístico colectivo es muy débil. En lo cualitativo comprobamos una falta de preparación teorética y tenemos la impresión de que hasta la más anémica curiosidad intelectual deviene una extravagancia. En nuestros productores de arte son magras sus informaciones artísticas e insólitas las operaciones conceptuales. En ellos predomina el talento empírico y emocional, como si todavía tuviesen por delante consumar el viraje histórico de artesanos a artistas, cuya formación profesional suponemos académica. Cada uno de nuestros artistas lleva en su interior al artesano que le impone su sociedad o clase social, a fuerza de privaciones y obstáculos. Sin pensamiento lógico y crítico avanzado, nos será imposible tener teóricos y sin éstos no habrá conocimientos de nuestra realidad estética ni de la artística; realidades que precisamente nos urge transformar de raíz. En suma, los efectos sistémicos del auténtico consumo artístico —objeto de este capítulo— son muy débiles en América Latina. Nuestros aparatos institucionales de arte son más consuntivos que productivos. Por consiguiente, no contamos, con prácticas radicales ni con un pensamiento artístico desarrollado, en cantidad y calidad, capaz de convertir en conceptos las innovaciones de nuestras prácticas artísticas. La práctica no genera teoría, ni a la inversa. Una de las mayores causas sería, consecuentemente, la ausencia de agentes ideológicos capaces de materializar en conceptos los efectos sistémicos del consumo artístico. Su número es mínimo y cortas sus aspiraciones científico-sociales, como veremos a continuación con el fin de terminar nuestras consideraciones acerca de los efectos sistémicos. Guando el consumidor profesional es un crítico o un teórico, un historiador o un museógrafo, los efectos sistémicos generan conceptos o, si se quiere,

conocimientos científico-sociales. El consumidor profesional trasmuta ahora los efectos estéticos, artísticos y no-artísticos-ni-estéticos de la obra consumida, en conocimientos o conceptos que en la vida práctica constituyen nuevos medios intelectuales de producción y de consumo estéticos, artísticos y temáticos (políticos, religiosos, educativos o éticos); medios que luego entran a circular en la sociedad: en la estrechez del aparato institucional de arte que cada país alberga, si queremos ser exactos. Muchos agentes ideológicos son propiamente analistas del fenómeno sociocultural que es el arte. Cada profesional con su objetivo específico: obras recién nacidas para el crítico; actualidad del fenómeno entero para el teórico; el pasado para el historiador; exhibición de obras y difusión de modos de consumirlas para el museógrafo. Ideal de los analistas debe ser la construcción de las bases científicosociales sobre las cuales afianzar las ideologías artísticas; las populares o las hegemónicas; las revolucionarias o las reaccionarias; las progresistas o las conservadoras. Quienes cumplen con este ideal son analistas, mientras los otros siguen desempeñándose como agentes ideológicos. Unos y otros materializan los efectos sistémicos y sus actividades en textos críticos o teoréticos, historiográficos o museográficos. De sobra conocemos la endémica aversión del latinoamericano por todo lo que huela a teorización. La menospreciamos y, si le hacemos frente, le presentamos la más enconada resistencia. Y lo hacemos con mayor fuerza en las cuestiones artísticas y en las estéticas, en las que cualquier conceptualización deviene crimen de lesa majestad. Gomo resultado de tener colonizada nuestra mente, sensibilidad y sentidos, sin darnos cuenta nos aferramos a la supuesta inmutabilidad de las ideas fundamentales de arte. Con la mayor ingenuidad ignoramos la importancia de las teorizaciones en la evolución del aparato institucional de arte de nuestro país. Nos atrae la prioridad de las prácticas y la tomamos abusivamente por autarquía: como si todo lo artístico comenzase y terminase en las prácticas; esto es, en el artista o productor. La imagen precede siempre a la idea. Si algunos estudiosos traducen las prácticas en conceptos o teorías, pensamos automáticamente en que lo hacen por mero parasitismo literario o cientificista. En síntesis, no nos preocupa para nada la realidad colectiva de nuestros países: ni su mecánica social interna ni la imperialista que nos ata a los países más fuertes. Y esto sí es grave. Hoy resulta patente la relación dialéctica de la teoría con la práctica. Las prácticas requieren ser conceptuadas en sus innovaciones, mientras las teorías retroalimentan dialécticamente las prácticas: las productivas y las consuntivas de las artes, en nuestro caso. No sólo esto: en toda colectividad registramos influencias recíprocas entre las ciencias del arte y las ideologías artísticas.

Sabemos también que las ideologías hegemónicas entran en colisión con las populares, como corolario de la lucha de clases, y con las ideologías internacionales que benefician a los países desarrollados. De tal suerte que si no tomamos conciencia de la importancia de todo esto, renunciamos, de hecho y sin advertirlo, a nuestra soberanía conceptual. Gomo tal entendemos el participar en la formación y en el desarrollo de la conciencia social, estética y artística de los miembros de nuestra sociedad, como una manifestación de nuestro derecho a la autodeterminación y como resultado de la lucha de clases que mueve a nuestros países. Más todavía: las teorizaciones científico-artísticas obedecen a nuestra necesidad vital de conocer la realidad estética y artística de nuestros países, como parte de nuestra resistencia a las presiones imperialistas del exterior. Recordemos que en nuestro aparato institucional de arte las prácticas consuntivas priman sobre las productivas; es decir, nuestra cultura estética y artística viven de importaciones; nuestras producciones son escasas o prefieren ser sumisa^ al sistema internacional. Las ideologías y los conocimientos vienen de afuera y nuestra sensibilidad hállase a merced de la industria cultural con sus intereses transnacionales. Por tanto, nos urge producir teorías consuntivas que provean recursos críticos capaces de encauzar nuestra sensibilidad hacia los intereses de nuestras mayorías demográficas. Lo mismo con respecto a nuestra obligación de elaborar teorías de producción artística. En pocas palabras, necesitamos conocer la realidad para poder transformarla. Aquí el par dialéctico teoría-práctica se torna en conocimientos transformación. Comencemos por el crítico, cuyo texto debe ser profesional y público. Es profesional en tanto concreta los resultados del análisis y la vivencia de obras recién nacidas, al relacionarlas con su producción y estructura, su distribución (modos de exhibirlas) y consumo. Todo esto con el fin de enseñar al lector qué ver, sentir y conceptuar en ellas y cómo hacerlo para poder leerlas, interpretarlas y valorarlas con propiedad; valoraciones en sus dimensiones locales, nacionales, latinoamericanas y mundiales. El análisis se fusiona con la vivencia y las enseñanzas con los conocimientos. El texto crítico es público por cuanto aparece en periódicos para ser leídos por el público aficionado. En el curso social de la crítica de arte intervienen directores de diarios y jefes de páginas culturales, quienes suelen desvirtuar el sentido crítico del texto. En primer lugar, el texto ideal informa dónde, cuándo, qué y quién exhibe las obras que se critican. Luego describe sus componentes diferenciando los principales de los secundarios. Asimismo, cualifica las singularidades de las obras, de su autor y de su tendencia, así como los planos semióticos en que aquéllas operan (el semántico, el sintáctico y el pragmático) y sus efectos: estéticos, artísticos y noartísticos-ni-estéticos. Por último, lo más importante es argumentar pues sin argumentaciones no habrá crítica propiamente dicha sino meras opiniones de un

periodista cualquiera. En el trasfondo del texto crítico actúan las cinco tareas de la crítica de arte ideal: analizar los aspectos productivos y estructurales, distributivos y consuntivos de obras recién nacidas; difundir los conocimientos científico-artísticos producidos fuera del país; detectar las fuerzas sociales y culturales precoces para cambiar, de acuerdo con ellas, las estrategias de la crítica; promover la pluralidad de tendencias artísticas en el ámbito local; por último, hacer de la crítica de arte una productora de teorías o de conocimientos acerca de la realidad artística y estética de nuestros países. Si en lugar de los cometidos ideales de la crítica de arte miramos sus prácticas latinoamericanas, advertiremos el predominio, en número y en deficiencia cualitativa, de la periodística de tipo masivo, con sus motivaciones y fines espurios. Le sigue la crítica de corte académico —también periodística— con sus anacronismos. En el instrumental de ambas imperan los idealismos y las sobrevaloraciones burguesas, propias de las ideologías generales de arte que van de oído en oído de la gente común. Consecuentemente, escasea la crítica conceptual y creadora, aquella capaz de traducir las innovaciones de las obras de arte en conceptos, y siempre dispuesta a argumentar sus afirmaciones y negaciones. Por desgracia, en nuestra América, cada día gana más terreno el mal periodismo. Lo gana para difundir, como resultado de su falta de independencia crítica —incluso la política— sus abundantes nacionalismos acríticos y sus inveteradas aversiones al pensamiento lógico y crítico. Y donde no opera una buena crítica política ni nacionalismos autocríticos, mal puede haber una crítica de arte de valía, salvo las excepciones individuales de siempre, que escapan a nuestras consideraciones. Estamos juzgando la crítica de arte como proceso colectivo, nacional o latinoamericano. En comparación, el texto teorético aparece en revistas, simposios y libros especializados. Se ocupa de los diferentes aspectos actuales y generales de las artes visuales como el fenómeno sociocultural que integran. El teórico ideal abastece conocimientos de nuestras realidades inmediatas, la artística y la estética, para luego crear teorías con respecto a la anhelada transformación radical de tales realidades. Consciente de la lucha ideológica que lo rodea, y con el fin de conocer su realidad artística, el teórico recurre a los últimos adelantos de las ciencias sociales: la sociología y la psicología, la historia y la filosofía del arte, el materialismo histórico y el dialéctico, la semiótica y la hermenéutica, etcétera. Entre nosotros, los textos teoréticos comienzan a publicarse a fines de los años sesenta. No nos referimos a las divagaciones de la filosofía del arte ni las de la

estética filosófica, sino a los textos que ofrecen conocimientos relativos a las tres actividades básicas de nuestras artes en recíproca dependencia: la producción, la distribución y el consumo. Así, responden a la necesidad de las nuevas generaciones de conocer sus realidades inmediatas con criterios actualizados y realistas. Los citados textos proveen recursos teoréticos o nuevos modos de conceptuar el arte como fenómeno sociocultural, que en primer lugar benefician a las otras ciencias del arte. Las publicaciones teoréticas son todavía muy reducidas como para despertar la curiosidad intelectual de los aficionados y convencer a los historiadores, museógrafos y encargados de la educación artística superior y elemental, que deben renovar los ideales fundamentales que mueven a sus respectivos procesos colectivos. Como resultado, estas disciplinas ni siquiera son capaces de abastecer de recursos renovadores a la ideología dominante. Ni qué decir de cumplir con la tarea principal de las ciencias del arte: desenmascarar las falacias de las ideologías hegemónicas y fortalecer con veracidades las populares; socavar la permanencia y promover los cambios radicales. Nuestros historiadores de arte siguen trabajando en el colonialismo conceptual. Aplican acríticamente las normas de la historia occidental del arte al conocimiento de nuestro pasado precolombino y el colonial, y no se percatan de la cortedad e impropiedad de tales normas. Dicho de otro modo, se abstienen de participar en las preocupaciones que actualmente impulsan a las jóvenes generaciones de Europa a cuestionar y a transformar las ideas fundamentales de arte, hechuras de la cultura occidental, y de paso alterar de raíz sus disciplinas. En el siglo pasado, el historiador de arte producía teorías y al mismo tiempo ejercía la museografía. Pero los conocimientos artísticos han aumentado tanto que se impone una división técnica del trabajo científico-artístico: los teóricos, por un lado, los historiadores, por otro, y los museógrafos, más allá. Pese a su bien ganado prestigio por los valiosos conocimientos producidos, los historiadores actuales carecen de los arrestos necesarios para trasmutar su disciplina. Para poder forjar una historia latinoamericana de nuestro arte deben, pues, recurrir a los conocimientos de la teoría de arte. Sin duda, el conocimiento del pasado artístico es indispensable para las prácticas productivas y consuntivas del arte actual. Pero también es imprescindible que el historiador participe de las manifestaciones artísticas de su aquí y ahora; participación que le hará comprender mejor los aquí y los ahora del pasado, sin descuidar sus implicaciones sociales. A diferencia de los otros analistas del arte, los museógrafos convierten los

efectos de la obra de arte en prácticas de exhibición, más que en textos. Cuando disponen de suficientes conocimientos históricos y teoréticos, tienen en el museo uno de los instrumentos más eficaces para la difusión de los medios intelectuales de consumo y para la formación de la conciencia nacional y latinoamericana, estética y artística de la colectividad. Lamentablemente, carecemos de los medios económicos para sostener investigaciones, al lado de la conservación y de la exhibición de obras. No sólo investigaciones para conocer y dar a conocer nuevos aspectos del arte, sino también para estudiar las relaciones del museo con la colectividad y perfilar técnicas museográficas acordes con las características de nuestros públicos nacionales. El museo se nos presenta imprescindible para el desarrollo de una política artística y estética que encauce la sensibilidad de nuestras colectividades hacia el consumo crítico de los productos de la industria cultural que nos invaden, y encauce hacia un consumo favorable a los intereses de las mayorías demográficas. Todo esto como ideal, pues otra cosa muy distinta son las prácticas a la vista... La falta de teorizaciones de nuestra realidad repercute también en la producción artística. Como consecuencia, nuestros artistas se ven condenados al empirismo y a expresar puras emociones. Por ejemplo, los cursos de análisis de la forma que obedecen al sistemático razonamiento de lo enseñable del arte y de los diseños —iniciado por la Bauhaus y el Vijutemas— no logran adiestrar a nuestros artistas en el razonamiento de lo razonable de la obra de arte. Tales cursos, al igual a toda pedagogía artística, caen entre nosotros en el teoricismo o alejamiento del análisis práctico de las obras de arte concretas y se constriñen al plano semántico, omitiendo el sintáctico y el pragmático de la obra. Se limitan asimismo a la acentuación de lo estético, olvidando lo artístico y lo no-artístico-ni-estético de la obra. He aquí un campo en América Latina todavía por desbrozar, sembrar y cultivar. Concluyamos el capítulo. Es palmaria la necesidad de desarrollar en nuestros países las ciencias del arte con el fin de crear recursos consuntivos, distributivos y productivos que contrarresten el imperialismo artístico de los centros mundiales del arte con su industria cultural, que denuncien la dominación interna de una clase social. Nos urge producir conocimientos de nuestra realidad artística y estética para poder transformar éstas y a la producción artística. Entre nosotros, el par dialéctico conocimientos-transformaciones, está aún por desenvolverse en todos los sentidos, no sólo artístico o estéticos.

11 Los efectos sociales En un sentido muy amplio, las dos clases dé efectos hasta ahora examinados en sendos capítulos, también serían sociales si nos atuviésemos exclusivamente a la sociedad como el lugar donde los individuos consumen la obra de arte y concretan sus efectos en nuevos comportamientos sociales de su persona, en el caso de ser aficionados al arte, o bien en obras o en conceptos artísticos recién cosechados, si dé profesionales se trata. Cabría, pues, rotularlas como sociales según el lugar. Esto, aparte de que todo producto humano es social, en tanto fue y es condicionado por su sociedad. Sin embargo, en este capítulo, nos ocuparemos de otras clases de efectos de la obra de arte, aunque sigan teniendo su naturaleza de siempre.la estética, la artística y la no-artística-ni-estética. Para nosotros son efectos sociales los concretados por una colectividad y que luego convergen en las formas estéticas, artísticas y/o noartísticas-ni-estéticas de la vida social del hombre común, destinatario muy distinto obviamente de los aficionados y profesionales de arte ya vistos. Ni los individuos aislados ni una buena cantidad de ellos en comunión de intereses o unidos por múltiples coincidencias concretan los efectos de la obra de arte en efectos sociales. Los concreta propiamente la colectividad y por eso constituyen resultantes inesperadas; inesperadas aun para los mismos individuos que intervienen de manera directa en el consumo artístico. Es que la conciencia colectiva obedece a una mecánica social muy compleja de mediaciones y de factores pretéritos y actuales de diferente índole. En su libro Filosofía de la praxis —obligada lectura de todo productor de bienes culturales— Adolfo Sánchez Vázquez nos da una idea clara de tal mecánica — no importa si referida a la praxis— cuando escribe: De este modo, la praxis intencional del individuo se funde con las de otros en una praxis inintencional —que unos y otros no han buscado ni querido— para producir resultados tampoco buscados ni queridos. Resulta así que los individuos en cuanto seres sociales, dotados de conciencia y voluntad, producen resultados que no responden a los fines que guiaban sus actos individuales ni tampoco a un propósito o proyecto común. Como vimos, los efectos sistémicos son traducidos por los profesionales en las singularidades que imprimen a sus obras de arte o en los nuevos conocimientos que

aportan sus textos acerca del fenómeno sociocultural del arte. Aquí termina su concreción profesional, pero sus diferentes concreciones suelen ser traducidas por la colectividad en otros efectos. Sí, por la colectividad del sistema artístico, en cuanto son resultantes inintencionales o colectivas que circulan en un sistema genérico del arte y lo dominan. Operan fuera de la voluntad de los artistas y de los analistas. Sin embargo, no podemos considerar los efectos sociales porque no se dirigen directamente al hombre común; permanecen en el estrecho círculo del sistema o aparato institucional de arte. Los efectos sociales que buscamos deben ser resultados inintencionados que la colectividad extrae de los efectos que el hombre común concreta en forma individual. Los efectos colectivos generados por los sistémicos pertenecen al sistema y, en el mejor de los casos van indirectamente a tal hombre. Lo mismo sucede con los efectos individuales o las concreciones de los aficionados: también suelen generar efectos colectivos inesperados, pero no por esto cabe considerarlos sociales. Quedan dentro del estrecho terreno del aparato institucional del arte, no llegan a los amplios círculos del hombre común. Si bien tampoco buscamos efectos que incumban a mayorías absolutas, menos aún que sean materia de unanimidad, éstos exceden las profesiones, aficiones u otras agrupaciones sociales, aunque sí se ajustan a la división social en clases —como más adelante veremos— y adquieren carácter clasista. Si miramos bien su contextura y el ámbito cultural de nuestros países tales efectos representan oportunidades remotas, más que obligatoriedades y que bienes de fácil acceso, para las formas estéticas, artísticas y/o no-artísticas-ni-estéticas de la conciencia colectiva, afín al hombre común.1 Por lo visto, existen tres tipos de efectos: los que el autor imprime a la obra de arte, vigentes en su tiempo y lugar; los concretados en diferentes experiencias personales o productos por los consumidores según su psicología y, finalmente, los concretados por la colectividad en formas ideológicas. La mecánica social de los efectos colectivos es muy compleja, decíamos. Por consiguiente, intentemos describirla con un criterio materialista: con aquel acostumbrado a dividir la cultura de un país, sociedad o colectividad en la material y en la espiritual. Para el efecto, nos apoyaremos en algunos estudiosos socialistas.2 La cultura espiritual, con sus pasados y presentes, herencias e importaciones, comprende la vidasocial (o actividades sociales) del hombre común como una de sus partes. Esta vida social hállase dirigida por un ser social que, en parte, se refleja en la conciencia social y, en parte, obliga al inconsciente y al subconsciente humanos. Por su lado, la conciencia consta de una psicología, con sus típicidades y potencialidades colectivas, y de una ideología en sus variadas formas: estéticas, artísticas y temáticas (políticas o religiosas, éticas o educativas). La psicología preexiste y condiciona a la ideología, mientras ésta a su vez la condiciona.

Empero, resulta que los países capitalistas y con mayor razón los subdesarrollados, se encuentran integrados por dos culturas: la dominante y la dominada; la hegemónica y la popular. De tal manera que las psicologías e ideologías, las actividades o conciencias sociales, las culturales estéticas y las políticas de una sociedad o país, se nos presentan en la versión hegemónica y en la popular. Como reflejo de la lucha de clases se desarrollan, entonces, pugnas ideológicas. Naturalmente, no todos los bienes culturales son de exclusividad de una u otra clase social. Muchos constituyen patrimonio del hombre, cuyas manifestaciones favorecen las ideologías: ora las hegemónicas, ora las populares. En nuestros países, a la lucha de clases se suma la diversidad de etnias que imprimen particularidades a la conciencia popular y a la hegemónica; particularidades que nos permiten aludir a una conciencia colectiva de tipo nacional en un sentido de posibilidades y no de constantes ni de sustancias comunes a todos los miembros de un país. Es decir, cabe señalar la existencia de una psicología social. Buscamos —decíamos— los efectos sociales de la obra de arte. No importa si en los capítulos anteriores nos constreñimos a los efectos del auténtico consumo artístico, pues nos sirvió para precisar los efectos individuales y los sistémicos y ahora hemos de dejarlo a un lado ya que resulta inoperante para los efectos sociales. En primer lugar, el hombre común no emprende consumos auténticos; auténticos en el sentido de cubrir la totalidad de la obra de arte, esto es, lo artístico al lado de lo estético y de lo no-artístico-ni-estético. Esto nos obliga a tener en cuenta los consumos parciales, muy frecuentes entre los aficionados y aun entre los profesionales, en tanto éstos omiten, por alguna razón, una de las tres partes de la obra de arte. Si bien el hombre común de nuestros países tiene pocas probabilidades de llegar a las obras de arte, debido a pertenecer a las clases populares, cabe la posibilidad de que enfrente obras de arte, en cuyo caso sólo las consumirá en forma parcial: de modo estético o bien temático. Repetimos: nunca de manera artística. Antiguamente el hombre común emprendía consumos religiosos y luego estéticos. Aficionado o profesional de las artes visuales; de clase alta, media o baja, todo hombre —en buena medida— se comporta como un hombre común cuando enfrenta géneros artísticos o culturales sin la correspondiente educación especial. Esta evidencia nos obliga a ampliar el concepto de hombre común sosteniendo que los consumos parciales y espurios de la obra de arte —a diferencia de los auténticos— no son cuestiones de tal o cual persona ni de determinados grupos humanos, sino de comportamientos posibles en todo ser humano: posibilidad que aumenta con la inercia o pereza intelectual de mucha gente. Pocos hombres disponen de la educación necesaria para emprender consumos

artísticos auténticos. Además, quienes disponen de ella están forzados a centrarse en intereses limitados a una ciase, género o tendencia artística. Es imposible cubrir con idoneidad los consumos artísticos de todas las artes. Es decir, ningún hombre escapa a los consumos parciales y a los espurios. Únicamente ante los bienes culturales que conocemos bien, dejamos de ser hombres comunes. Y estos bienes son siempre pocos en comparación con los existentes. He aquí la importancia de los efectos sociales que, como productos colectivos, circulan en toda sociedad y que provienen de los diferentes consumos parciales y espurios; consumos que todo hombre suele poner en práctica sin diferencias de clase, aunque con connotaciones clasistas. Entre las distintas maneras consuntivas, el hombre común elige, por comodidad, las dominantes, propias de la ideología dominante. Muy pocas veces apela a los modos residuales o reaccionarios y casi nunca a los emergentes o de avanzada. Las clases de consumo adquieren su verdadero perfil en su caldo de cultivo que es la lucha ideológica. Recordemos: los modos consuntivos, al igual que los efectos sociales, se dividen en dominantes; esto es, en benéficos a la ideología dominante, en emergentes y en residuales. Cada modo se concreta en lo estético, lo artístico y lo temático de la obra de arte, si aceptamos su polifuncionalidad. Y la lucha de unos modos con otros es ideológica y se realiza en una sociedad determinada y en unas conciencias con su psicología característica. Sociedad y conciencia constituyen campos de múltiples fuerzas encontradas. La sociedad es lo mismo que el ámbito, la ecoestética ya estudiada en otro capítulo, y el ser social. El ser social se refleja en parte —ya lo dijimos— en la conciencia social del hombre común y el resto va a su inconsciencia y subconsciencia o se torna fuerza inintencionada que lo conmina a ciertos comportamientos. Si en el ámbito se entrecruzan todos los bienes culturales y entran en competencia con la obra de arte, en la conciencia sucede lo mismo con las diferentes formas ideológicas. En el ámbito, además, los efectos individuales de los aficionados y los sistémicos de los profesionales salen de su aislamiento —del aparato institucional de arte— y por varias vías fluyen indirectamente en la conciencia del hombre común, asumiendo la forma de ideologías. La naturaleza de los efectos sociales de la obra de arte es ahora ideológica en cada una de sus formas, la estética, la artística y la temática, y en cada uno de sus alcances: dominantes, residuales o emergentes. Dicho en otras palabras, en la sociedad se cumple la función ideológica del arte y éste regula la circulación de las ideologías y los medios de consumo del individuo. Pero como individuos, el aficionado, el profesional y el hombre común concretan sus respectivos efectos en experiencias sensoriales, sensitivas o mentales. Las ideologías subyacen en ellas. Con el fin de estudiar mejor los efectos sociales de la obra de arte hemos

desarrollado la figura 11.1 en un intento por hacer visibles los factores principales de la mecánica social de nuestros países y de la conciencia del hombre común de América Latina. En la figura partimos de las tres clases de efectos de la obra artística. Entre paréntesis señalamos la posibilidad de que la obra sea artesanal o de los diseños con el objeto de destacar que todas las obras artesanales, artísticas y los diseños producen efectos estéticos y no-artísticos-ni-estéticos. Estos últimos se identifican con el tema en las obras artísticas, con lo religioso o de utilidad práctica en las artesanales y con el valor de uso utilitario en los diseños. Las obras se diferencian en sus efectos específicos: los artísticos, los artesanales y los de los diseños respectivamente. Los efectos estéticos y los no-artísticos-ni-estéticos de la obra de arte visual pueden ser recibidos directamente y reelaborados de inmediato por todos los consumidores sin excepción. No importa si para el hombre común —a diferencia del aficionado y del profesional— las obras de arte constituyen oportunidades lejanas y escasas. Lo cierto es que si las enfrenta, lo hace con su sensibilidad o con la lectura del tema. Nunca las consume de auténtica manera artística; no tiene acceso a las obras y, lo peor: se le ha negado la educación que dota al individuo de los conocimientos y de los recursos conceptuales para el consumo de las artes visuales, después de haberle despertado el interés por ellas. En consecuencia, los efectos artísticos propiamente dichos no llegan de manera directa al hombre común; lo contrario —reiteramos— de lo que ocurre con los aficionados y los profesionales. Sea como fuere, los efectos estéticos, artísticos y no-artísticos-ni-estéticos litigan por el predominio en la conciencia del individuo: primero entre sí; después con los efectos de la misma naturaleza de otras obras, géneros y artes; luego con los efectos no-artísticos-ni-estéticos de procedencia científico-natural, científico-social y tecnológica; por último con las ideologías políticas, éticas y religiosas al servicio de los intereses hegemónicos o de los populares. Todo depende de la actitud del individuo y de sus experiencias ulteriores al consumo de la obra de arte además de sus preferencias. Los efectos de la obra de arte entran en el conglomerado ideológico de la conciencia social del consumidor y han de ser justificados o tolerados por los intereses imperantes en ella. En la conciencia del hombre común generalmente predominan los intereses religiosos con los políticos subyacentes en favor del sistema económico constituido. Los efectos nuevos de la obra de arte se pierden en la conciencia, bajo el peso de otras predilecciones y conservadurismos. Y quien dice conciencia, piensa también en el inconsciente y en el subconsciente, como sus indefectibles compañeros, y alude a la psicología social, determinante de los modos con que el individuo lleva a cabo sus actividades sociales, y singularizadora de las ideologías después de tamizarlas en la conciencia del individuo.

En interrelación con los aficionados y dentro de las limitadas posibilidades del aparato institucional de arte o cultura artística del país, los consumidores profesionales retroalimentan su sistema artístico cuando concretan los efectos de la obra consumida en nuevas obras o en conocimientos artísticos inéditos. Sus obras son también consumibles por el hombre común, pero tan sólo en forma estética o temática; así, influye en él de modo directo. Por otro lado, las ciencias del arte convierten los efectos probables de la obra de arte —sus singularidades, para ser exactos— en nuevos conocimientos del arte como fenómeno sociocultural, que casi siempre subvierten las ideas fundamentales del mismo. En teoría y como ideal, los conocimientos científico-artísticos son productos y, a la par, rupturas de las ideologías generales de arte dominantes en la colectividad.

Fig. 11.1. Los efectos de la obra artística.

Pocos estudiosos prestan atención a la concatenada e importante relación tripartita que se muestra en la figura 11.2.

Conocimientos científico-artísticos Fig. 11.2. Relación tripartita de obras, ideologías y conocimientos científico artísticos. Las buenas obras de arte originan nuevos conocimientos científicos de nuestra realidad artística; conocimientos de suyo objetivos que, de hecho, amplían, enriquecen o corrigen las ideologías generales de arte. De éstas parten los artistas para producir sus obras, previa amalgama de tales ideologías con las tendenciales de aspiraciones renovadoras. Las ideologías generales obedecen a intereses hegemónicos o a los populares; a los de permanencia o de cambios revolucionarios del aparato institucional; todo depende de si la actitud del artista productor es conservadora o revolucionaria. Desde luego, en toda sociedad predominan las ideologías que se avienen a la dominante y que, junto con la industria cultural y sus intereses trasnacionales, inciden en la colectividad o en las mayorías demográficas con el fin de modelar la cultura estética popular. Es en esta cultura donde la sensibilidad del hombre común adquiere los sistemas de valores estéticos que la regirán. Si la relación tripartita de obras, ideologías y conocimientos científicos se ignora, se debe a la creencia o ideología naturalista de tipo roussoniano: que las buenas obras de arte se bastan a sí mismas. No requieren mediaciones: van directamente al hombre, que las consume sin necesidad de ninguna educación

especial; le basta con su sensibilidad. Por otra parte, a nadie le interesan los efectos sociales del arte, cuyo estudio demanda el conocimiento de la citada relación tripartita. Con espíritu muy burgués, los analistas del arte sólo ven los efectos en el individuo, mas no en la colectividad: cuando hablan de efectos sociales se refieren a una cantidad apreciable de individuos. Mientras tanto, aquí buscamos un fenómeno transindividual. Por lo demás, son contados los países preocupados por penetrar en los verdaderos efectos sociales del arte, como lo hace la República Democrática Alemana, con el analista Erhard John a la cabeza.3 Definitivamente, nuestros países distan mucho de preocuparse por el desarrollo de las ciencias sociales del arte, tan decisivas en la producción de conocimientos de nuestras realidades inmediatas: la estética y la artística. De por sí, estos conocimientos de naturaleza científico-social están encaminados a desenmascarar las falacias de las ideologías dominantes, y a construir simultáneamente las bases científicas de las actividades humanas, en especial las revolucionarias, tanto en política como en lo estético y en lo artístico. Los conocimientos científico-artísticos son vitales para el florecimiento de nuestros aparatos institucionales de arte y para el desarrollo de las culturas estéticas y populares de nuestros países. Como es de dominio general, su producción y difusión hállanse subordinadas al Estado; propiamente, dependen de la distribución de los medios intelectuales de producción y consumo artísticos y estéticos que controlan las instituciones estatales. Mediante la educación pública y las políticas culturales, el Estado propicia las ideologías que mantienen en la sumisión al hombre común, sin que éste lo advierta. Al mismo tiempo, utiliza los museos, academias y publicaciones para regular el flujo de las nuevas ideologías hacia los aficionados y los profesionales del arte, con el propósito de persuadirlos a trabajar en favor de los intereses burgueses. Cuando miramos alguna realidad artística concreta, tal como la del muralismo mexicano, salta a la vista la importancia vital de la relación tripartita que estamos analizando. En los años veinte y treinta de su proceso, vemos cómo Rivera, Siqueiros y en menor cuantía Orozco utilizan, en sus praxis artísticas, las ideologías política y artísticamente revolucionarias y las propalan por escrito o de palabra en su beligerancia pública. No son teóricos, si como tales entendemos a los productores de nuevos conocimientos científico-artísticos (salvo quizás Siqueiros en lo concerniente a los materiales, procedimientos y herramientas de la producción pictórica). Son ideólogos, en tanto prohijaron las ideologías políticas y artísticas del marxismo, con el demérito de haber hecho poco por ahondarlas y actualizarlas con el tiempo y con las aguas de los cambios históricos: el giro conservador que toma el Estado mexicano a partir de los años cuarenta y la invasión de los entretenimientos

audiovisuales de la industria cultural que desde 1950 copa los intereses de nuestras mayorías demográficas. Los críticos e historiadores de arte, activos en el México de entonces, responden al muralismo con plausibles esfuerzos por plegarse a las ideologías revolucionarias de los Tres Grandes. Así, elaboraron modos de leer lo políticamente revolucionario del tema de las obras producidas, en sus aspectos socialistas de justicia social y en los nacionalistas de revalidación del pasado precolombino y de las manifestaciones populares contemporáneas. También enseñaron a leer la carga estética de lo trivial y lo dramático expresionista de la rica iconografía muralista, y legitimaron su alejamiento programático de toda belleza natural y formalista al uso. Sus modos y enseñanzas fueron populares y apoyados por el Estado. En realidad, los críticos e historiadores de arte —era palmaria la ausencia de teóricos— operaron como buenos agentes de la ideología dominante y no como auténticos analistas del arte. Por ejemplo, dejaron sin lectura las dimensiones estéticas del dinamismo y de la monumentalidad de muchos murales; tampoco produjeron conocimientos de los alcances nacionales, latinoamericanos y mundiales de las singularidades estéticas y artísticas del muralismo. Les faltó conceptuar sus innovaciones y encarar los planos semánticos, sintácticos y pragmáticos de las obras, en el correr de los años setenta. Por último, el pensamiento crítico y el histórico no se preocuparon por adoptar los avances mundiales de la visión marxista del arte, ni se inmutaron ante los cambios políticos del Estado en 1940 y los ambientales a partir de 1950, cuando invade la industria cultural; cambios que exigían reformulaciones teoréticas. En síntesis, no se han producido hasta ahora los conocimientos científicos que sirvan de puente entre las obras recién nacidas y los modos consuntivos del hombre común. En verdad, el Estado mexicano nunca estuvo interesado en estas mediaciones. No las tuvo en cuenta en las primeras décadas, y después de 1940 oficializa las ideologías para ocultar su espíritu regresivo. En el mejor de los casos, fomentó el consumo parcial de la obra de arte y vio con buenos ojos el masivo, espurio por naturaleza. Seamos justos: no cabe culpar a los críticos e historiadores de arte. Gomo el resto de países de América Latina, México no pudo (ni puede hasta ahora) ofrecer un activo pensamiento lógico y crítico. Sufrimos de endémico menosprecio a este pensamiento. Además, la cultura occidental siempre mostró en las artes un anacronismo conceptual. Característico de ella es el desfase, en las artes, entre la praxis y la teoría; esta última siempre atrasada con respecto a las prácticas de los artistas, como ya hemos señalado en otro capítulo de este libro. La idiosincrasia latinoamericana o nuestra psicología social contribuye a empeorar entre nosotros tal desfase o anacronismo.

Como es de suponer, y volviendo a nuestro tema principal, la psicología social, propia de las mayorías demográficas de nuestros países, sirve de tamiz a las ideologías generales de arte y éstas adquieren singularidades en la conciencia de nuestro hombre común. Como parte de la ideología dominante, burguesa por definición, estas ideologías generales obedecen al modo de producción (al desarrollo de las fuerzas productivas y a las relaciones sociales de producción) y enraízan en el hombre común las consabidas falacias que encontramos en todas las sociedades del mundo actual, con las variantes nacionales del caso: el arte es belleza, realismo fotográfico, sentimiento, entretenimiento o magia religiosa. Tan sólo a los aficionados y a los profesionales llegan las rupturas tendenciales que subvierten las ideologías generales de arte. El hombre común es por doquier el destinatario más importante de las ideologías. En él se aprecia su vulnerabilidad ideológica debido a que son muy pocos los aspectos de la realidad que conoce científicamente. Desconoce los pormenores del resto y lo mira y comprende a través de ideologías; esto es, de creencias rutinarias y predilecciones emocionales. Para nosotros, la conciencia de este hombre representa la psicología social o colectiva de América Latina, con sus singularidades y constantes humanas, fobias y filias, tabúes y maniqueísmos, machismos y nacionalismos, prejuicios y conceptos científicos, creencias y generalizaciones irracionales, sentimientos e ideas, etcétera. Como ya hemos señalado en otro capítulo, entre nosotros la sensibilidad popular hállase sobrecargada y sufre de hiperestesia. La intuición debe solucionar todos nuestros problemas; se nos ha negado una educación racional y predominan los sentimientos. Como resultado, en nuestra sensibilidad popular imperan la música, la canción y el baile. De allí la dificultad de ser atraída por obras de las artes visuales. Por otra parte, sus actividades diarias se rigen por las festivas del tiempo libre, hoy copadas por los entretenimientos audiovisuales de la industria cultural. Escasean las actividades correctivo-renovadoras. En pocas palabras, su pensamiento es débil en arrestos para encauzar con lógica y sentido crítico sus comportamientos estéticos, políticos y religiosos. Como también hemos visto, el mal periodismo contribuye a esta situación al sobrevalorar lo sensible, por ser manipulable, y obstaculizar cualquier manifestación del pensamiento lógico y crítico. Para ello se vale de la idea de cultura como entretenimiento y, por consiguiente, rechaza todo esfuerzo intelectual por anticultural o antiperiodístico. Es así como en nuestros países impera el perjudicial desequilibrio entre la sensibilidad y el pensamiento lógico y crítico, entre la emocionalidad y la racionalidad. En consecuencia, entre nosotros la razón hállase, ocupada por las ideologías del “sentido común”; es nula nuestra producción de

conocimientos científico-artísticos. Sin duda, el Estado determina el curso de las actividades sociales del hombre común mediante persuasiones ideológicas, difundidas con éxito por los medios masivos. A este evidente hecho coadyuvan las artes visuales, a través de sus efectos sociales. Todo lo que sucede en la conciencia del hombre común se concreta en comportamientos personales que la colectividad traduce, a su vez, en efectos sociales, de suyo inintencionales y mancomunados. Tales efectos vienen a ser, para nuestro estudio, las ideologías generales del arte que, con ayuda de la industria cultural, circulan en la colectividad de oído en oído y van modelando y encauzando la conciencia del individuo. En realidad, las ideologías generales del arte tienen poca importancia en comparación con las políticas, religiosas y musicales. Apenas si nociones falaces de arte fluyen hacia la cultura estética popular y refuerzan el sistema establecido de sus valores sensitivos; sistema que en América Latina se debate entre una insistente internacionalización y una débil resistencia nacionalista. En principio, la psicología, las ideologías y los efectos personales son partes de lo social de las mismas. Pero el conjunto de todos estos componentes de la conciencia personal muestra una resultante inesperada; los efectos sociales, generados por la colectividad y muy distintos de la suma de los efectos personales. El individuo nos conduce a la sociedad. Tanto en la conciencia individual como en la sociedad encontramos un conglomerado de sentimientos (psicología) y de ideologías, las del arte entre ellas. Desembocamos así en la función ideológica del arte; vale decir, en los efectos ideológicos del arte que aquí denominamos efectos sociales. Como el lector se habrá percatado, empleamos el término ideología en su acepción amplia4 o, lo que es lo mismo, en la marxista-leninista, que la considera un conjunto de creencias y valoraciones, conocimientos científicos y falacias, sentimientos e ideales, medias verdades y engañosas apariencias, conciencia y falsa conciencia, cuyo funcionamiento favorece a intereses hegemónicos o a los populares, a la permanencia o a la revolución. En nuestros países, así como en los capitalistas desarrollados, nos topamos con las ideologías hegemónicas y con las populares en pugna entre sí. Al lado transcurren la lucha política y la económica que las clases dominantes entablan con las dominadas. Las ideologías artísticas dominantes en un país funcionan de acuerdo con los intereses políticos y económicos de la clase dirigente y tienen por finalidad formar, en el hombre común, una personalidad animada por ideales burgueses. En los países más ricos, esta personalidad descansa sobre sentimientos de superioridad, y se carga de sentimientos de dependencia en los subdesarrollados. El individualismo y el gregarismo son las metas de las ideologías dominantes en las sociedades consumistas, mientras las socialistas fraguan una personalidad que se supone debe

desarrollar la individualidad personal y los sentimientos de solidaridad colectiva. Intentemos, pues, acercamos a los efectos sociales de la obra de arte, en su condición de ideologías colectivas. En primer lugar, la obra de arte es de naturaleza ideológica. Pertenece a la superestructura o estructura ideológica de la sociedad, condicionada por la base o infraestructura material, y a la par condicionante de ésta a través de la conciencia de los individuos. Dicho de otro modo, constituye parte de la cultura espiritual del país y por tanto corporiza un bien cultural destinado a la formación y desarrollo de la conciencia. Además, e igual a cualquier otro producto humano, detrás de la producción, distribución y consumo de la obra de arte opera un sistema de puntos de vista, ideas sociales y opiniones, denominado ideología. En toda colectividad encontramos gran cantidad de obras producidas de acuerdo con las ideologías artísticas dominantes. Al lado actúan unas cuantas que se atienen a las ideologías residuales o anacrónicas, y unas pocas comprometidas con ideologías emergentes. A cada praxis artística corresponde una ideología: conservadora o reaccionaria, revolucionaria o progresista, relacionada con los intereses hegemónicos o con los populares. Sin embargo, no olvidemos a las ciencias sociales, como la crítica, teoría e historia del arte, ocupadas en estudiar las realidades de la obra de arte y en producir las teorías consiguientes. Encontramos, entonces, el empleo revolucionario o reaccionario, progresista o conservador de las teorías artísticas. Es decir, son susceptibles de estar al servicio de los intereses hegemónicos o de los populares de tipo político y económico. En síntesis, la obra de arte es producto de un trabajo ideológico y a la vez materia de lecturas ideológicas o científico-sociales capaces de cubrir toda su realidad o parte de ella, así como de promover modos espurios de consumo. Asimismo cabe considerar la obra de arte un vehículo de ideologías, no únicamente de las estéticas ni de las artísticas, que le son connaturales: también de las no-artísticas-ni-estéticas, propias del tema. Por ejemplo, durante milenios la obra artesanal y luego la artística fueron instrumentos de las ideologías religiosas, mientras que en épocas neoclasicistas las obras de arte difundieron el culto a los héroes. A su turno, los tiempos monárquicos las obligaron a idealizar a los nobles y a las clases dominantes. Actualmente sirven para denunciar males culturales, sociales y políticos. Con sus deformaciones, la obra de arte educa: se torna medio de difusión ideológica y propala machismos y racismos, nacionalismos o elitismos, tecnocratismos o belicismos, etcétera. Como es de suponer, la obra de arte hállase asimismo capacitada para

producir nuevas ideologías estéticas, artísticas o no-artísticas-ni-estéticas. Por ejemplo, las pinturas de Caravaggio comienzan a generar ideologías burguesas en contra de las feudales y de las idealizaciones de los personajes católicos, cuyas bellezas antropomórficas enaltecen la raza de los señores. En nuestro siglo, los abstraccionismos geometristas propagan por primera vez las ideologías tecnocráticas. No olvidemos las obras futuristas ni las dadaístas, iniciadoras de las subversiones radicales de las convenciones estéticas y artísticas con sus ideologías, de suyo dominantes. Además, recordemos a M. Duchamp cuya obra Fuente, de 1917, da principio a las ideologías conceptualistas de arte. La obra de arte es igualmente susceptible de empleos ideológicos. Sobre todo por parte del Estado, cuando exalta sus continuidades artísticas para escamotear sus rupturas. De este modo desvirtúa, los efectos innovadores de la obra de arte, lo que también sucede cuando las instituciones oficiales se valen del prestigio internacional de algunos artistas nacionales para difundir el culto a la personalidad e hinchar el orgullo nacional en el hombre común de manera que olvide las injusticias sociales y las miserias políticas. Las obras de arte sirven con facilidad para dar la impresión de bienestar nacional: donde un Estado apoya a las artes debe haber bonanza económica y justicia. Los aspectos políticos de la obra de arte no se reducen, pues, al tema; incluyen también las utilizaciones políticas que subrepticiamente hace el Estado de los productos artísticos. Por último, la obra de arte reproduce las ideologías dominantes. Sus productores, distribuidores y consumidores las reproducen junto con las relaciones de producción material, durante sus respectivas actividades. Empero, aquí nos referimos a la obra de arte cuando se la deja a merced de la sensibilidad y de los sentidos del hombre común y cae indefectiblemente en las ideologías dominantes que lo alimentan y que constituyen el sentido común. Recuerde el lector que no identificamos a este hombre con las clases populares. Para nosotros todo ser humano es a ratos un hombre común y se comporta como tal, ateniéndose a las ideologías dominantes de su colectividad. En otras palabras, la obra de arte cae en consumidores, cuyos sentidos, sensibilidad y mente funcionan de acuerdo con las ideologías generales de arte. Sin advertirlo, ellos sólo ven en la obra lo que ésta les dicta. En un esfuerzo por dar una imagen de las trampas de las ideologías generales del arte, dominantes en nuestros países, a continuación enumeramos sus aspectos de falsa conciencia más notorios, importantes y difíciles de eludir para la gran mayoría de la gente. 1.En nuestro modo de ver las cuestiones del arte, el naturalismo roussoniano o la ideología carismática, como la denomina P. Bourdieu, sería la ideología burguesa

más fuerte y enraizada. Se trata de la creencia en la capacidad innata del ser humano para apreciar la obra de arte. De aquí colegimos obviamente que ella es autosuficiente y que sobran, por ende, las teorías o ideologías. Así, pensamos que puede haber prácticas sin teorías y transformaciones de la realidad sin conocimientos de ésta ni de sus posibilidades de cambio.

Esta falsa conciencia atañe al consumidor y consiste en reducir el consumo de la obra de arte a las emociones que siempre es posible registrar en el hombre común; emociones que, en el mejor de los casos, son estéticas. El placer es instituido en valor y en esencia de la percepción artística. Como mejor prueba se aduce que todo hombre es capaz de reaccionar ante el arte, en tanto puede manifestar “me gusta” o “no me gusta". Se confunde lo estético con lo artístico; para ocultar la realidad y, sobre todo, se niega el carácter social o clasista de la sensibilidad. En realidad, ésta no siente: es el hombre quien la utiliza para sentir. Algunos marxistas dogmáticos todavía insisten en este naturalismo y se parapetan detrás de la conocida aseveración de Marx: “la producción produce el consumo (...) determina el modo de consumo”. Olvidan que el consumo artístico o el estético —como todo trabajo— requieren medios intelectuales de producción; vale decir, teorías o ideologías. La finalidad de este libro es, precisamente, demostrar que en el consumo intervienen ideologías y, a veces también, conocimientos científicoartísticos. 2.En importancia y fuerza sigue la ideología individualista. Todo principia y termina —se supone— en el artista como individuo productor. En consecuencia, sobran los factores históricos y sociales de su quehacer. Este vasarismo o autobiografismo llega a sostener que las rupturas artísticas aparecen por generación espontánea y son productos exclusivos del individuo. No importa si con frecuencia se acepta la intervención de alguna realidad. Por ejemplo: Picasso decide producir el cubismo cuando ve esculturas africanas; Moore ahueca sus masas escultóricas después de descubrir la escultura precolombina de México (el Chacmool); Rivera revalida el mundo precolombino a fuerza de amor por su país. Sin embargo, la realidad nos dice lo contrario: la acentuación del plano sintáctico en lugar del semántico, que introduce el cubismo en la pintura, habría llegado indefectiblemente; tarde o temprano el espacio real hubiese devenido problema escultórico: por razones políticas e históricas muchos países y estados latinoamericanos buscaron siempre la revalidación del pasado precolombino, búsqueda que recrudece en los años treinta.

El artista es vedetizado o endiosado. Propiamente se le elitiza, para que luego él mismo se autoelitice e incurra en el más pueril racismo artístico. Se comienza con el hecho de que el número de productores es pequeño en toda cultura y tiempo, lo cual se explica atribuyendo al artista dotes sobrenaturales. Se ocultan así las verdaderas causas: la división técnica del trabajo estético y la reducida demanda en la colectividad. Por este camino, el artista llega al convencimiento de que es el único autorizado para pronunciarse acerca del arte y su propia obra, sintiéndose superior a los demás. El objetivo de todo esto consiste en inculcar al hombre común el individualismo burgués y convencerlo, al mismo tiempo, de la inutilidad de las ciencias sociales o del pensamiento lógico y crítico. Lo importante es gozar. El artista se comporta igual que el capitalista quien, al saberse productor de capital, reclama saber más del capitalismo que el mismo Marx o bien, se comporta igual al enfermo convencido de conocer su enfermedad más que el médico, porque él la sufre. Además, el artista no se da cuenta de que los conocimientos artísticos han aumentado tanto en número y en profundidad que actualmente le es imposible adquirirlos todos, emplearlos y seguir pintando y esculpiendo. Una de dos: se dedica a producir objetos o a construir teorías. El aumento ha impuesto la división técnica del trabajo estético. En este libro justamente hemos procurado demostrar que en la producción, distribución y consumo de todo bien cultural intervienen el individuo, el sistema y la sociedad simultáneamente. 3.A estas dos ideologías particulares se adhieren en perfecta simbiosis las sobrevaloraciones burguesas del arte. La poca monta de los efectos de las obras de arte, en comparación con los de las manifestaciones políticas y las religiosas (hoy los efectos de los audiovisuales masivos), obligaron a la cultura occidental a suplantar las realidades concretas por ideales y generalizaciones. En otro capítulo vimos su falacia: el arte es indispensable al hombre; el arte innova y subvierte: el arte es creación, si no deja de ser arte; el arte es belleza y placer. Agréguese la exaltación de la calidad artística, para escamotear la calidad genérica y la tendencial, que son las concretas. Todas estas generalizaciones o abstracciones se apuntalan, en forma también simbiótica, en las conocidas fusiones falaces: arte es belleza, realismo fotográfico, sentimiento, entretenimiento o magia religiosa. Cada clase social se educa en una particular versión de tales falacias con el fin de que éstas sean concreciones del sistema de valores de la cultura estética, sea la popular o la hegemónica. Con los ideales, generalizaciones y falacias como armas —más los recursos generales que luego veremos— la cultura occidental emprende, entonces, las acciones de sobrevalorar las artes en beneficio de la burguesía: vedetiza al artista; fetichiza la obra de arte; mistifica los conceptos fundamentales de arte; elitiza al consumidor; sacraliza los museos y bienales; hiperboliza la belleza para hacer de ella

un valor que monopolice las artes; da prioridad al arte del pasado en perjuicio del actual; por último, prefiere el florecimiento del individuo al colectivo, lo ajeno a lo nacional. Resulta muy difícil eludir todas estas trampas. 4.Para difundir con éxito las sobrevaloraciones burguesas del arte se emplean los recursos ético-políticos al uso en toda cultura o país como justificadores. Nos referimos al empleo de falsas bisagras dialécticas que se nos presentan como dilemas y que en verdad son degeneraciones, ya analizadas en nuestro libro dedicado al arte y a su distribución: nacionalismo o internacionalismo: elitismo o populismo; tradicionalismo o vanguardismo; purismo o funcionalismo; colectividad o individuo; tecnocratismo o naturalismo. Son degeneraciones y falsos dilemas en tanto deforman los verdaderos pares dialécticos, cuyos dos términos en oposición complementaria son interdependientes y el uno no existe sin el otro: pasado y presente; continuidad y ruptura; lo general y lo particular (lo nacional y lo internacional); lo hegemónico y lo popular, en nuestros países. No puede haber obra de arte sin contener todos estos pares dialécticos. El respeto por la integridad dual de los pares requiere el apoyo de algunas diferenciaciones indispensables tales como las que median entre la categoría (o función) y el valor, entre lo importante y lo secundario y entre lo estético, lo artístico y lo no-artístico-ni-estético de la obra de arte. La ideología burguesa de arte confunde precisamente un término con otro; parece hacer esto con el propósito velado de fomentar la promiscuidad conceptual. Nos referimos al conglomerado ideológico. Con razón, pues en todo cuerpo ideológico se entrelazan trampas de diferente índole y una que otra verdad aceptada. Para la burguesía lo importante es promover la promiscuidad conceptual porque a río revuelto ganancia de pescadores. Entonces, a las instituciones oficiales les resulta muy fácil persuadir al hombre común y orientarlo hacia comportamientos favorables a los intereses burgueses. Este hombre común que todos llevamos en nuestro interior y que a ratos sale, es actualmente el hombre masa. Para bien o para mal, todos somos parte de las masas, protagonistas históricos y sociales de nuestros días. La obra de arte apela al individuo que todavía llevamos dentro, pero le respondemos con un consumo masivo porque somos prisioneros del conglomerado ideológico del arte que favorece a la burguesía. ¿Cómo librarse de él? Para ir debilitando las ideologías generales del arte, los artistas y los aficionados tienen como salida producir o profesar rupturas tendenciales, mientras los analistas van generando conocimientos de la realidad artística. Así promoverán la formación de ideologías y teorías revolucionarias del arte. Sin embargo, sucede que todas estas rupturas y conocimientos permanecen en la estrechez demográfica del aparato institucional del arte y carecen de relevancia afuera, en la vida colectiva y pública.

Ya lo dijimos: los efectos individuales de los aficionados son de relativa importancia en su vida social; los sistémicos de los profesionales quedan reducidos a la cultura artística del país; por último, los sociales son de poca monta en comparación con los de otras ideologías. ¿Cómo entonces sacar del aislamiento las rupturas y conocimientos revolucionarios para llevarlos a la vida pública y poder minar las ideologías generales del arte e influir en la cultura estética popular, en la cultura de las grandes masas? Como único camino nos resta unir las ideologías revolucionarias de arte con otras ideologías (las políticas, por ejemplo), con el fin de elaborar una política consuntiva capaz de proveer recursos intelectuales de resistencia con respecto a los mensajes persuasivos de la industria cultural. Al mismo tiempo, se intentará despertar la conciencia de clase y concientizar las contradicciones internas del sistema de valores estéticos del hombre común o, lo que es igual, los componentes enajenantes de la cultura estética popular de nuestros países.

NOTAS

1A. Sánchez Vázquez, Filosofía de la praxis, págs, 392-393. 2V. Rozhin, Introducción a la sociología marxista.

3J. Erhard, et al., Kunst und Sozialistische Bewusstsein-bildung, págs. 24-36; Problema der Marxistisch-Leninistischen Ásthetik-Bandz,Kultur-Kunst-Lebenweise; PersónJichkeitKuns Lebens iviese. 4G. Gómez Pérez, La polémica en ideología.

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