5. Cap 4 Institucionalizacion Poder

1 ELMAN R. SERVICE LOS ORIGENES DEL ESTADO Y DE LA CIVILIZACION Capítulo 4 LA INSTITUCIONALIZACION DEL PODER. En todo

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ELMAN R. SERVICE

LOS ORIGENES DEL ESTADO Y DE LA CIVILIZACION Capítulo 4

LA INSTITUCIONALIZACION DEL PODER. En todos los grupos humanos existen relaciones reales o potenciales basadas en las diferencias de poder. Todas las familias, por supuesto, tienen relaciones de dominación-subordinación internas, basadas fundamentalmente en las diferencias de edad y sexo. En las relaciones interfamiliares que se dan en el seno de las bandas y tribus (segmentarias), la ideología y la etiqueta reinantes impelen hacia la igualdad en las interacciones sociales, de modo que no existe jerarquía ni autoridad formal, ni ningún otro poder por encima del plano de las familias individuales. Como hemos visto en el capítulo anterior, los líderes son efímeros, entran en acción sólo de manera esporádica y normalmente sólo en el contexto de sus especiales esferas de competencia. El poder inherente a sus personas hace del original concepto de carisma de Max Weber una designación apropiada. La suposición por parte de la sociedad de que las capacidades de los líderes son realmente superiores es lo que les otorga el poder. Pero este tipo de poder es tan limitado y tan personal en la mayoría de las sociedades primitivas que su mejor denominación es la de influencia. ¿Cómo llega a ocupar un cargo una persona influyente, de suerte que cuando su carisma mengüe el cargo pueda ser ocupado por otra persona? En otras palabras, ¿cómo se convierte un poder personal en un poder despersonalizado, corporativo e institucionalizado? ¿De qué forma un alto status adquirido se convierte en un status adscrito? En términos más referidos a la sociedad, la cuestión es: ¿Cómo una sociedad igualitaria, segmentaria, deviene una sociedad jerárquica con rangos diferenciales de status bajos y altos permanentemente adscritos? Continuando en términos sociales: ¿De qué manera podemos explicar «el origen de la desigualdad de las clases sociales»?, como titula Gunnar Landtman su obra sobre este problema (1.938). Todas estas preguntas hacen referencia a los distintos aspectos de la misma característica burocrática: cuando una forma de poder personal consigue finalmente establecerse e institucionalizarse, con el tiempo aparecerán diversos cargos subsidiarios que formarán una jerarquía. Esta jerarquía de cargos era hereditaria en términos de sucesión en todas las sociedades de jefatura, y así surgieron los estratos sociales permanentes.

Es ésta una concepción de la burocracia bastante más vaga que la de Weber, especialmente porque no se citan criterios modernos tales como plena regularización, salario, nombramientos, etc. (Weber, 1946, pp. 196-204). En ésta se pone el énfasis en una jerarquía graduada y en las correspondientes jurisdicciones que son los «cargos»; es decir, los puestos instituidos para asegurar su continuidad más allá del período de las competencias de los titulares individuales. Esto es sólo una parte, aunque importante, de la concepción de Weber. Jerarquía y autoridad En algunas sociedades segmentarias encontramos tendencias que, en determinadas circunstancias, pueden lógicamente llegar a agrandarse para crear al menos los inicios de una sociedad jerárquica. Parece probable, sobre todo, que un individuo que ha conseguido una carrera personal quiera que sus propios descendientes gocen de la misma gloria. Una tribu de Nueva Guinea, descrita por Kenneth Read, ejemplifica particularmente bien este punto. Entre los gahuku-gamas de las Tierras Altas del este, el sistema normal de autoridad es el de la sociedad igualitaria estándar, la ancianidad entre los varones —una concepción familiar basada en los status de edad-sexo—. Read dice (1.959, p. 427): Pero por encima de este nivel de segmentación se consigue la autoridad. Los hombres más importantes son los «grandes hombres» u «hombres con un nombre», individuos que atraen seguidores y ejercen influencia porque, en primer lugar, poseen cualidades que sus seguidores admiran. Existe una cierta expectativa de que un hijo suceda a su padre. La gente cree que el carácter del padre se transmite a su descendiente, y puede ser probable que un hombre de experiencia procure y aliente en su hijo las cualidades que inspiran confianza y dependencia. De hecho, el hijo de un «gran hombre» puede tener una ligera ventaja sobre los demás —por ejemplo, el acceso a una mayor riqueza—, y presiones de diversos tipos pueden inducirle a emular a su padre.

Sin embargo, la idea principal de Read es que el carisma siempre gana, normalmente, porque en una sociedad que está «gobernada por la tradición», según la terminología acostumbrada de Riesman, son los individuos «autónomos», superiores en cuanto líderes, los que generalmente triunfan. La «fortaleza» de un hombre puede manifestarse o probarse en diver-

2 sos contextos, entre los que, en otros tiempos, la guerra fue probablemente el más importante. La habilidad para la danza y las donaciones, o regalos, han sido continuamente unas ocasiones institucionalizadas importantes para demostrar superioridad. La donación «coloca al receptor en obligación con el donante, que, de momento, tiene una cierta ventaja sobre la otra persona. Esto se aplica igualmente —y quizás más claramente— a la donación intergrupal» (íbid., p. 428). Read se extiende de forma interesante en la descripción de las tensiones y situaciones tirantes que se dan en un tipo de sociedad que todavía es esencialmente igualitaria (la «equivalencia» rige las relaciones de los individuos de la misma edad y los contactos intergrupales) pero que otorga más prestigio al liderazgo que las sociedades más igualitarias. En algunas tribus de Nueva Guinea el «gran hombre» es denominado «hombre centro», concentrando así más atención en la circunstancia que más íntimamente asociada está con la casi lograda instilucionalización de esta forma de poder personal: la donación. Es un hombre centro en el sentido de que atrae un enjambre de seguidores. Su grandeza se manifiesta de diversas maneras, pero las más notables son las fiestas de donaciones, que demuestran su habilidad para captar bienes —especialmente cerdos— de sus seguidores, son objeto de dar una lujosa fiesta a algún otro grupo. En esto —el aspecto competitivo y el hecho de que su grupo recibirá a su vez, en algún otro momento, bienes para que el gran hombre los redistribuya— las fiestas se parecen al conocido potlatch de los indios americanos de la costa del norte del Pacífico1. En un momento dado, un gran hombre y sus seguidores pueden parecerse a una sociedad de jefatura embrionaria, tal como se ha definido en el capítulo 2: el liderazgo está centralizado, los status están ordenados jerárquicamente y hasta cierto punto existe un ethos aristocrático hereditario. El grupo del gran hombre es mucho más pequeño, generalmente está formado por unos cientos de individuos que no suelen llegar a mil, pero una distinción más importante es que, dado que descansa en una forma puramente personal de poder, tiene una vida corta, y como estructura resulta inestable. Y sobre todo, como el poder de un gran hombre reside en su magnetismo carismático, no dispone de medios formales para imponer su autoridad, y sus órdenes sólo obtienen una respuesta voluntaria por parte de sus seguidores2.

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La exagerada pugna de status manifestada en los potlatches de la costa noroeste de Norteamérica parece haber tenido su origen en un derrumbamiento de la estructura social (que afectó a la primogenitura, al rango por orden de nacimiento y a la forma de organización de la jefatura) que dejó vacantes numerosos status hereditarios. Las pérdidas de población debidas a las enfermedades europeas fueron un importante factor en este derrumbamiento. Además, la cantidad de mercancías europeas que llegaron a la sociedad, en trueque por bienes de nutria de mar, crearon las oportunidades para que consiguieran prestigio los potlatchers ambiciosos. Es totalmente posible que las zonas de Nueva Guinea en que la pugna de status de los de los grandeshombres era fuerte fueran también áreas en las que se diera una cierta cantidad de derrumbamientos estructurales. En Bohannan (1.958) se encuentra una buena discusión del sistema del gran-hombre de los tives de Nigeria. 2

Un relato clásico de las actividades del gran-hombre en las islas Salomón es de recomendada lectura: véase A Leader in Action, de Douglas Oliver (1.955, pp. 422-439). Para descripciones de las funciones de los potlatches en la costa noroeste, véase Sutiles (1.960, 1.968), Piddocke (1.965) y Vayda (1.967).

¿Cómo puede un gran hombre convertir en real una aparente sociedad de jefatura embrionaria? La respuesta, como anteriormente veíamos que sugería Read, parece encontrarse en la tendencia del pueblo a creer que el carácter de un hombre se transmite a sus hijos, y en particular a su primogénito. Un análisis de las conocidas sociedades de jefatura de Polinesia y Micronesia, del sudeste de los Estados Unidos, de las islas y costas del Caribe, de numerosas sociedades africanas y de las de pastoreo del Asia central pone de manifiesto que la herencia del status por primogenitura debe ser una característica casi universal de las sociedades de jefatura 3. Es totalmente razonable suponer que a medida que esta tendencia natural hacia la primogenitura deviene estabilizada como una costumbre o norma, el grupo ha aumentado la estabilidad y el poder de su liderazgo sobre el tiempo —y probablemente también su dimensión— justo en la misma medida en que ha institucionalizado el poder del mismo. La redistribución parece también estar íntimamente aliada con el surgimiento y perpetuación del liderazgo. Y en la medida en que la redistribución esté extendida y formalizada, puede estarlo también el poder del líder, ya que su posición como redistribuidor se hace más útil y necesaria. Y a la inversa, cuanto mejor sea el liderazgo, y cuanto más estable, más instrumental puede ser en la extensión y formalización del sistema de trueque o intercambio. Y por supuesto, una vez que la sociedad llega a depender fuertemente del sistema, depende asimismo de la continuidad de su liderazgo. Las sociedades de jefatura sedentarias habitan normalmente en áreas de variados recursos naturales, con numerosos nichos ecológicos que requieren una simbiosis local y regional4. Algunas están situadas en valles de montañas con variaciones en la altitud, con exposición al norte o al sur, con acceso a cursos de agua o a lagos, etc. Otras se encuentran en las regiones costeras, con tierras y recursos marítimos muy variados, necesitando de una gran coordinación y redistribución para la caza efectiva de la ballena, la pesca con redes en los bancos de halibut, o para capturar, ahumar y empaquetar el salmón (esto último, por ejemplo, durante las inmensas migraciones de desove a la costa noroeste de Norteamérica). Lo que este tipo de distribución sugiere con fuerza allí donde se da es que determinadas circunstancias geográficas favorecerán el desarrollo de la redistribución, y cuando se combinan con liderazgos rudimentarios, como es el sistema del gran hombre, tenderán a promover el liderazgo hacia una jerarquía de status con un sistema institucionalizado de poder central. Detalles aparte, puede haber sucedido típicamente más o menos así5. 3

Existen unas pocas sociedades de jefatura matrílineales con la herencia y la sucesión transmitiéndose al hijo de la hermana, pero parece que lo normal es que sea al hijo primogénito de la hermana. La línea no importa demasiado, puesto que el rango por edad relativa es el que da al linaje su carácter distintivo básico. 4 Los mayas de las tierras bajas pueden parecer excepcionales, pero su caso será «explicado en detalle» en el capítulo 10. Se ha especificado la condición de «sedentarias» porque algunas sociedades de jefatura están formadas por pastores nómadas. Parecería que tales grupos de pastores-depredadores necesitan no sólo un buen liderazgo permanente para sus aventuras militares, sino también para la importante y frecuente redistribución de los rebaños y del botín. 5 Existen tantos ejemplos etnológicos de sociedades de jefatura instaladas en esta clase de asentamiento ecológico, asentamiento que tanto estimula una simbiosis regional, que elijo este modelo para la discusión ilustrativa que sigue (véase Sahlins, 1963; véase también la discusión por Patterson de los

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valles peruanos [1973, pp. 95-100]). Pero debe hacerse notar que la diversificación y la especialización de las habilidades locales en un entorno geográficamente homogéneo puede proporcionar el mismo impulso redistributivo. Esto puede darse así específicamente cuando se combina con la necesidad de un tráfico comercial de larga distancia, altamente organizado, de artículos necesarios.

4 La figura 1 muestra un valle entre montañas con un curso de agua rápido que va gradualmente serenándose y serpenteando sobre un rico suelo de aluvión, formando finalmente un pantano en el extremo más bajo del valle. En el extremo superior de éste existe un crestón de pedernal y cuatro millas más adelante, en el extremo inferior del valle, el pantano alberga una formación de finas cañaveras que sirven para hacer las astas de las flechas, así como de alimento y cobijo para las aves acuáticas migratorias. Las tierras de aluvión han estado ocupadas continuamente por aldeas de hortelanos que cultivaban en ellas un surtido de maíz, judías, calabazas, cacahuetes, tabaco y algunas especias y hierbas. Esta aldea, la A, llegó a crecer hasta tal punto que aguas abajo, donde el terreno, pantanoso, no era tan bueno para el cultivo del maíz, se fundó una aldea filial, la B, que en compensación obtenía un tabaco mejor, buena pesca, más aves acuáticas y buenas cañas. Luego, un grupo emparentado subió a la montaña y se le permitió pacíficamente establecerse en el extremo norte. Este grupo, que fundó la aldea C, se encontró con que el maíz, las judías y las calabazas se daban regular en el suelo rocoso, y el tabaco no se daba en absoluto. La proximidad de buena caza forestal, en especial ciervos, resultó una compensación, al igual que lo fue la presencia del crestón de pedernal, del que podían obtenerse herramientas de piedra y puntas para las armas arrojadizas. Este simple esquema será suficiente. Dando por sentado que prevalecen unas relaciones pacíficas, entre las familias de las tres aldeas se intercambiarán regalos. La aldea A, sin embargo, no es tan dependiente de éstos como lo son las otras, ya que en las tierras que la circundan obtiene una mejor producción agrícola, y se encuentra equidistante entre la caza y los yacimientos de pedernal localizados en la parte superior del valle, y los patos, cañas y tabaco de la parte inferior del mismo. Estos deseables artículos se intercambiarían con equilibrada reciprocidad entre las aldeas, pero la aldea A se encuentra en una posición particularmente ventajosa. No sólo su status es más alto, al ser el emplazamiento original y tener una producción más elevada a causa de su mejor ubicación en los terrenos más ricos, sino que por estas razones puede también tener una mayor dimensión. Además, al estar situada en el centro, puede recibir más fácilmente que C los productos específicos de B, y recibir los de C mejor que los puede recibir B. Aunque todo fuera igual, las reciprocidades probablemente irán de A a B y viceversa, y de A a C y viceversa. Luego A, por el simple almacenamiento de los bienes adquiridos de B y dados posteriormente en parte a C (junto con algunos procedentes de su producción propia), se convierte progresivamente, al menos en parte, en el «almacén» del valle, y en ese momento las reciprocidades de A se transforman en una verdadera redistribución. Si la aldea A tiene un gran hombre adecuado, la situación redunda en ventaja para él, elevando su status y contribuyendo a perpetuar su posición. Mientras tanto, la especialización local es tan ventajosa que se incrementa de manera natural, de forma que las aldeas B y C pueden desistir totalmente de cultivar maíz, dependiendo de A para su abastecimiento, mientras que A puede renunciar al cultivo del tabaco. Incrementada de este modo la producción, la población aumenta, es probable que se formen nuevas aldeas (tanto por fisión como posiblemente por adición), y el poder de A —y, sobre todo, la necesidad que de este poder experimenta la

sociedad— se acrecienta proporcionadamente. La aldea A es la aldea matriz. El jefe de A ha fundado la línea descendiente de rango más alto, ¿por qué no iba a ser lo más natural que el hijo mayor del jefe de A sea guiado gradualmente hacia la sucesión? Matrimonios calculados con cónyuges procedentes de las otras aldeas establecen líneas de descendencia de alto rango segundonas, con la línea principal de B más alta que la de C, la de C más alta que la de D, y así sucesivamente. El que los primogénitos sean los de rango más alto parece ser un principio aristocrático universal. Esta situación se ve inducida por una circunstancia que se encuentra normalmente en las sociedades de jefatura: la de que los hijos de las líneas aristocráticas altas pero con menores expectativas de herencia (un benjamín, por ejemplo) son los que fundan las nuevas aldeas o se casan con mujeres pertenecientes a éstas. A medida que el poder carismático se perpetúa en una línea familiar de descendencia, llegando a instituirse en forma de una jerarquía de cargos hereditarios, no sólo puede incrementar la efectividad de la especialización local y de la red de redistribución, sino también ir asumiendo Paulatinamente otras tareas. Los jefes pueden subvencionar unas especialidades artesanales, de forma que una línea familiar de buenos labrantes de pedernal, por ejemplo, puedan ganar en habilidad dedicando a ello más tiempo. Es probable también que una línea familiar de jefatura se convierta en una línea familiar de sacerdocio, que interceda ante sus dioses ancestrales en favor de la sociedad. Las sociedades de jefatura etnológicamente conocidas parecen ser típicamente, y tal vez universalmente, teocracias. La adoración de los antepasados es la forma típica que adopta el culto sacerdotal, añadiendo este culto como una especie de capa cultural al chamanismo y la mitología originales. La línea familiar de jefatura es considerada normalmente como los descendientes directos del fundador de la misma y de la sociedad como un todo, exaltado ahora en su status como la deidad principal. Tales concepciones fortalecen grandemente la capacidad de la jerarquía gobernante para hacer mejor algunas tareas adicionales necesarias y útiles. Un gobierno centralizado puede hacer la guerra de manera más efectiva, puede mantener la paz de manera más efectiva y puede resolver los problemas internos de gobierno de formas que no son posibles en una sociedad igualitaria. Es muy evidente que muchos gobiernos de este tipo han ordenado la realización de trabajos públicos para la construcción de grandes y sólidos monumentos. Una sociedad de jefatura en buen funcionamiento parece mantenerse porque puede cumplir bien las funciones anteriormente descritas, en especial la industrialización; en ella se encuentra, de hecho, el modelo orgánico de sociedad tan estimado por los sociólogos clásicos. La sociedad de jefatura constituyó una forma muy extendida de organización, posiblemente porque, al ser tan próspera en comparación con las tribus igualitarias, transformó a sus vecinos, o sus vecinos se transformaron a sí mismos por emulación. Es también posible que una nueva sociedad de este tipo que fuera próspera pudiera seguir expandiéndose tanto por adición como por crecimiento interno hasta el punto en que no pudiese gobernarse prósperamente. Si un crecimiento y una disolución de tal clase fueron, de hecho, corrientes, ello podría contribuir a explicar la difusión de las sociedades de jefatura: una sociedad de jefatura en expansión transforma sus partes nuevas, si eran

5 sociedades igualitarias, en réplicas a pequeña escala de la sociedad central original, simplemente aceptando a sus líderes en la jerarquía dominante. Si el todo se divide en partes, sean cuales fueren las razones para ello, todas las partes serán sociedades de jefatura, aunque pequeñas. Este es probablemente el ciclo de expansión y contracción que produjo la aparición un tanto repentina y la difusión tan rápida de las sociedades de jefatura en la historia Arqueológica. El liderazgo y el status redistributivo, estabilizado a través del tiempo por la primogenitura, transforma la estructura de parentesco de la sociedad. Así, los linajes o clanes de la sociedad igualitaria devienen —en palabras de Paul Kirchhoff (1.959)— «clanes cónicos», en los que todas las líneas colaterales de filiación, así como los individuos en las familias, están alineados en términos del orden de nacimiento de los fundadores y del orden de cada una de las sucesivas generaciones de los perpetuadores de la línea y de sus proliferantes líneas segundonas. Esta ordenación genealógica es común en la historia entre los antiguos pueblos célticos de Gran Bretaña, en las clases aristocráticas europeas y, aparentemente, entre las «tribus» semíticas del Antiguo Testamento. El uso por Kirchhoff del término «clan» presenta dificultades semánticas porque normalmente se emplea para el orden de parentesco igualitario de filiación «común» (de iguales o generalizada) respecto de un fundador. Raymond Firth (1.936) denominaba ramage al grupo cónico, palabra del francés antiguo que significa «ramaje». Parece preferible este término porque su etimología atrae la atención hacia la «ramificación y re-ramificación» de la genealogía, ordenada según la distancia del

«tronco principal» (véase figura 2). Pero Kirchhoff estaba bastante acertado en su argumentación de que «clan cónico» (ramaje) puede desarrollarse hasta un orden más alto, el Estado y la civilización arcaica. (Sin embargo, estaba equivocado en su suposición de que el clan igualitario constituía un «callejón sin salida». La solución debe estar, sencillamente, en que entre la sociedad igualitaria y el Estado se interpuso una etapa de desarrollo de sociedad de jefatura.) Evidentemente, las sociedades de jefatura y sus estructuras de parentesco en ramage constituyen, en determinados sentidos, gobiernos, diferenciándose de los pueblos en «estado de naturaleza». Resulta obvio que se produjeron algunas nuevas invenciones políticas. Ya hemos mencionado la desigualdad hereditaria, la primogenitura, el liderazgo permanente y la autoridad jerárquica. En estos aspectos, como en algunos otros, parece que las sociedades de jefatura se asemejarían a las sociedades de la época feudal histórica de Europa. Teniendo en cuenta que Marx en especial, pero otros también, han revestido esta época feudal de las características de una etapa evolutiva anterior a la nación-Estado capitalista, puede resultar conveniente discutir brevemente las diferencias y similitudes existentes entre las sociedades de jefatura y las sociedades feudales. De hecho, se dan algunos paralelismos interesantes, aunque sigue siendo importante la discontinuidad —principalmente porque el feudalismo europeo fue una variedad histórica particular de un tipo político, pero no una etapa en sí mismo.

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Sociedades de jefatura primitivas y feudalismo El feudalismo europeo, cuya forma clásica se considera generalmente representada por el siglo XI en Francia, combinaba tres características distintas, alguna de las cuales, y a veces la combinación de dos de ellas, pueden encontrarse abundantemente en el mundo de las comunidades primitivas y campesinas. Estas características son: 1) la formación de una jerarquía de relaciones personales de tipo peculiarmente voluntario, denominada generalmente vasallaje; 2) un régimen de posesión de la tierra de feudos, siendo la relación de los trabajadores agrícolas con dicho régimen la de siervos, y 3) un sistema económico de subsistencia local, casi suficiente —generalmente denominado sistema señorial—, que, al igual que el sistema político, siguió estando descentralizado después del derrumbamiento del Imperio Romano. El primer rasgo del feudalismo, el vasallaje, fue el resaltado por la gran autoridad francesa en la materia Marc Bloch, que dijo (1932, p. 204): En ausencia entonces de un Estado fuerte, de vínculos de sangre capaces de dominar la vida en su conjunto y de un sistema económico fundado en los pagos en moneda, en la sociedad carolingia y postcarolingia surgieron unas relaciones de hombre a hombre de un tipo particular. Los individuos que gozaban de una posición superior otorgaban su protección a los que, directa o indirectamente, dependían de ellos, así como también diversos beneficios materiales que aseguraban la subsistencia de los mismos; éstos, a su vez, se comprometían a realizar diversas prestaciones y servicios, y tenían la obligación general de prestar ayuda. Estas relaciones no siempre fueron asumidas libremente ni implicaban un equilibrio satisfactoriamente universal entre las dos partes. Basado en la autoridad, el régimen feudal no dejó nunca de contener un gran número de coacciones, violencias y abusos.

Sin embargo, esta idea de vínculo personal, de carácter jerárquico y sinalagmático [bilateral], dominaba el feudalismo europeo.

El segundo rasgo del feudalismo, el sistema de posesión basado en los feudos, como se halla implícito en la anterior definición de Bloch, se encontraba estrechamente relacionado con el vínculo puramente personal del vasallaje. Sin embargo, para algunos escritores (especialmente para los marxistas), el sistema de posesión de la tierra constituye en mayor medida la esencia del feudalismo, por muy relacionado que estuviera con el vasallaje, porque remite a las relaciones de producción. Una autoridad tal como Maurice Dobb (1946), por ejemplo, emplea el término servidumbre, forma no voluntaria de dependencia en la posesión de la tierra, como totalmente sinónimo de feudalismo. Pero la relación del vasallaje con el feudo y la servidumbre en el feudalismo europeo no es una relación necesaria en el resto del mundo. El sistema del gran hombre de Nueva Guinea y la relación patrón-cliente de numerosas áreas de África, por ejemplo, recuerdan mucho el «acatamiento» voluntario del vasallaje feudal, pero, sin embargo, no tienen nada, o muy poco, que ver con cualquier clase de sistema dependiente de posesión de la tierra. Por otra parte, nos encontramos familiarizados con muchos casos modernos de sistemas de posesión de la tierra semejantes al feudo, caracterizados por propietarios privilegiados en riqueza y campesinos obligatoriamente vinculados, a la manera de siervos (vienen a la mente los sistemas de latifundios y haciendas de la Latinoamérica colonial), pero que pueden no tener en absoluto ningún tipo de vasallaje.

7 La tercera característica del feudalismo es la relativa autosuficiencia de los grandes señoríos, que se quedaron varados después del derrumbamiento de la estructura política y económica del imperio. Esta clase de reconstitución local que sigue a la disolución de una comunidad política de mayor tamaño se ha dado en la historia muchas veces, con la posibilidad de una consiguiente reconstitución parcial. Si esto fuera todo lo que definiera el feudalismo, podríamos llegar a la conclusión de que constituye siempre una fase histórica muy probable de cualquier imperio, pero ciertamente no una etapa en el desarrollo de una comunidad política —en realidad, puede mejor imaginarse como una degeneración (posiblemente temporal) que como una evolución. Esta peculiaridad histórica de la degeneración feudal de Europa, comparada con otras degeneraciones más simples, como puede ser la del Japón del siglo XII, fue consecuencia de una anterior unión imperial de sociedades de dos tipos diferentes, las sociedades de jefatura de Europa septentrional (en especial la germánica) y las partes más meridionales de la civilización clásica greco-romana. El feudalismo europeo fue, pues, históricamente, de una especie muy compleja y quizás única. Por esta razón no puede ser considerado como una etapa en la evolución, y ni siquiera como un caso normal de degeneración. Sólo uno de sus elementos, el vasallaje voluntario, tiene sus correspondencias esparcidas en el resto del mundo. El vasallaje parece típicamente —y quizás universalmente— un rasgo de las sociedades denominadas sistemas de gran hombre o de patróncliente. Y cuando estos sistemas llegan a institucionalizarse como burocracias de poder en las sociedades de jefatura hereditarias, en determinados aspectos importantes se parecen a las aristocracias hereditarias de la última época feudal o postfeudal europea. Pero ninguna de estas sociedades de jefatura combina esos rasgos con los complicados sistemas de posesión de la tierra, ni con la degeneración de la unidad política del feudalismo europeo, de forma lo suficientemente parecida como para ser clasificadas junto a éste. Esto no quiere decir que las comparaciones carezcan de interés. La ley Como vimos en el capítulo anterior, «el hombre en estado de naturaleza» no es un hombre natural, un hombre sin ninguna clase de trabas. A las pequeñas sociedades de relaciones presenciales les son propias unas fuerzas de control social más poderosas; esto es especialmente así en las sociedades primitivas, en las que el individuo pasa normalmente la vida entera entre sus parientes. Puesto que resulta imposible la evasión, no puede recuperar, trasladándole a un nuevo grupo, la estima que pudiera haber perdido por un error social cometido en el suyo propio. Para la supervivencia de un individuo cualquiera en la sociedad primitiva son totalmente importantes la cooperación, la alianza, el amor, las reciprocidades de todas las clases. Este debe ser el motivo de que tales pueblos parezcan tan extraordinariamente sensibles a las reacciones del grupo ante cualquier acción social. Alabanza y reprobación, afecto y privación de éste, y otras sanciones sociopsicológicas parecidas constituyen reforzadores extremadamente poderosos en las sociedades pequeñas constituidas por miembros estables, y numerosos observadores de las sociedades igualitarias han registrado repetidamente el cuidado con que se guardan las

costumbres sociales, especialmente en la etiqueta: «la costumbre es el rey». Primitive Law (La ley primitiva), de Sidney Hartland, es quizá el más interesante exponente de la idea de que la costumbre no coercitiva es la ley de los primitivos. En una típica exposición (p. 138), Hartland dice que el hombre primitivo «está cercado, sin resquicio alguno, por las costumbres de su pueblo, está ceñido por las cadenas de la tradición inmemorial..., el hombre primitivo acepta estas cadenas como algo normal; nunca intenta hacerlas saltar». Otro etnólogo, W. H. R. Rivers, en su obra Social Organization (La organización social), dice (1.924, p. 169): «En pueblos tales como los melanesios existe un sentimiento de grupo que hace innecesario cualquier tipo de organización social definida para el ejercicio de la autoridad, exactamente de la misma manera que hace posible el funcionamiento armonioso de una propiedad comunal y asegura el carácter pacífico de un sistema comunitario de relaciones sexuales.» Exposiciones como éstas constituyeron una gran incomodidad para Bronislaw Malinowski (1.934), que cuestionaba la idea de que los pueblos primitivos estuvieran tan esclavizados por la costumbre. Sorprendentemente, argumentaba que en la «sociedad salvaje» existen sanciones negativas eficaces, aunque no son sanciones físicas6. Yo pienso que tenía razón al decir que existen sanciones negativas eficaces, tales como, esencialmente, el apartamiento de las reciprocidades normales 7; pero puesto que estas sanciones no están ni instituidas ni administradas por una autoridad oficial que disfrute del privilegio de la fuerza, hay muchos críticos de Malinowski que negarían que en las sociedades primitivas, preestatales, exista la ley. Un especialista moderno, E. A. Hoebel, considera la ley como un compuesto de tres elementos necesarios: el privilegio de la fuerza, una autoridad oficial y una regularidad (1.954, p. 28). Robert Redfield, instruido en leyes al igual que Hoebel, pero que ejerce la etnología, declara que «la ley es... reconocible en la forma: en la exposición formal de las normas y en las formas de asegurar el cumplimiento de las normas o la satisfacción o el castigo para la infracción de las mismas» (1.967, p. 5). Estas definiciones, sin embargo, no ponen de manifiesto explícitamente que la coerción de la «fuerza privilegiada» y el «castigo» llegaran necesariamente con el advenimiento del Estado. No están concebidas en tales términos evolutivos. 6

Debería haber dicho en la sociedad salvaje que él estudió (los isleños trobriandeses); Malinowski generaliza con demasiada frecuencia sobre el mundo primitivo, utilizando datos procedentes de esta sola sociedad —que, puede ser importante registrarlo, fue una sociedad de jefatura de un nivel bajo. 7

Puede resultar útil citar una de las exposiciones de Malinowski sobre este punto (1.934, p. xxxvi): «Este aspecto positivo de sumisión a la costumbre primitiva, el hecho de que la obediencia a las normas sea alentada con premios, de que sea recompensada con contrapartidas de servicio, es tan importante, en mi opinión, como el estudio de las sensaciones punitivas; y estas últimas no consisten en un castigo ad hoc deliberadamente infligido, sino más bien en el natural desquite de no cumplimiento de las contrapartidas de servicios, en crítica y descontento en el seno de la relación y en el de la institución. Cualquier omisión de mala fide para descargarse de deberes se encuentra total y adecuadamente con una serie completa de reproches, represalias e incumplimientos de servicios que necesariamente acaba en una completa desorganización del grupo cooperativo, sea éste la familia, la fratría o la tribu.»

8 Pudiera ser que sólo los evolucionistas estuvieran convencidos de la conexión entre la fuerza punitiva legal y el Estado. Walter Goldschmidt dice (1.959, p. 99): «Un verdadero Estado lleva implícito el monopolio legítimo del poder en manos de sus gobernantes.» Stanley Diamond separaría definitivamente la costumbre de la ley, definiendo rigurosamente con esta distinción la diferencia entre sociedades primitivas y sociedades civilizadas: «La costumbre —espontánea, tradicional, personal, comúnmente conocida, corporativa, relativamente inalterable— es la modalidad de la sociedad primitiva; la ley es el instrumento de la civilización, de la sociedad política sancionada por la fuerza organizada, presumiblemente por encima de toda la sociedad, y que sirve de apoyo a una nueva serie de intereses sociales. Tanto la ley como la costumbre suponen la regulación del comportamiento, pero sus caracteres son enteramente distintos; no se ha descubierto ningún equilibrio evolutivo entre el desarrollo de la ley y el de la costumbre, ni tradicional ni emergente» (1.971, p. 47). Muchos otros han argumentado extensamente en este sentido. Y podría parecer que la creencia en la importancia de la costumbre, anterior a Malinowski, puede estar tomando un nuevo auge. Simpson y Stone, historiadores del derecho, exponen (1.948, p. 3): «A pesar de la reciente recusación de Malinowski, la explicación ortodoxa de la efectividad del control social en una sociedad organizada por el parentesco parece todavía la más satisfactoria. La presión de un cuerpo de costumbres santificado por una creencia en su origen sobrenatural apunta a la opinión social y al temor de los dioses como las dos armas principales en el arsenal del control social rudimentario.» Algunos de los problemas relacionados con el argumento de la costumbre versus la ley son problemas semánticos, de modo que bien pueden dejarse de lado antes de confrontar los datos etnológicos, que requerirán alguna nueva clase de enjuiciamiento del argumento. En primer lugar, ¿qué significa la palabra costumbre? No queremos cansar ahora explicando los hábitos individuales («Tengo la costumbre de dar un paseo antes del desayuno»); nos estamos refiriendo a las convenciones de la colectividad. Pero éstas pueden ser de dos clases distintas. Morris Ginsberg era consciente de este problema cuando decidió que el término uso debía referirse a «aquellas acciones habituales para los miembros de una comunidad que no posean un carácter normativo o que carezcan de la sanción de la coerción social», y que el término costumbre debe significar «no meramente un hábito de acción o conducta predominante, sino... un juicio sobre la acción o la conducta... La costumbre, en otras palabras, es el uso sancionado» (1.921, pp. 106 y ss.). Esta dicotomía sugiere algunas diferencias reales, pero parece innecesariamente estricta, porque puede argüirse que cualquier desviación de un uso convencional puede ser sancionada en alguna medida en alguna sociedad por alguna clase de desaprobación por parte de alguien. Sería difícil predecir, para todas las culturas, qué desviaciones del comportamiento normal serían las que atraerían unas sanciones negativas públicas y eficaces: cantar incorrectamente una canción tradicional; no llevar el cabello en el estilo «apropiado»; eructar; destruir el tótem del clan propio. Una cualquiera de estas infracciones, o de las mil más que puedan darse, sería severamente castigada por la colectividad en una u otra sociedad. Pero también algunas de esas mil costumbres podían ser ignoradas en su infracción. Trataré de evitar este problema em-

pleando siempre el calificativo sancionada cuando realmente una costumbre lleve consigo unas sanciones. Las costumbres sancionadas son formas de control social que están reforzadas de forma positiva o negativa. Las sanciones positivas son normalmente algún género de aprobación por el público, o por una parte de éste. Las negativas son desaprobaciones de una infracción de la costumbre, normalmente apartamiento de la amistad y de las esperadas reciprocidades, en las que Malinowski ponía el acento. Al igual que en el caso de las sanciones positivas, también la desaprobación constituye un castigo social —por el público, o por una parte de éste —. Es decir, las sanciones no son aplicadas por una auto-ridad oficial que se alce como «tercero»; el único tercero que existe en una sociedad segmentaria es una persona o grupo que tiene una especie de autoridad familiar, como puede ser un pariente anciano, prudente, que pueda actuar como conci-liador o árbitro. Por otra parte, la ley implica una permanente autoridad centralizada que se halla por encima de los status familiares8. El énfasis sobre la coerción violenta aplicada por el Estado se originó al hacerse clara la distinción entre la norma consuetudinaria en las sociedades segmentarias y la adición de la ley a la costumbre en las sociedades jerárquicas. Como lo expone el famoso historiador del derecho Paul Vinogradoff (1.920-22, vol. 1, p. 95): «El Estado monopoliza la elaboración y el cumplimiento de las leyes mediante la coacción, y esto no existía en los tiempos antiguos.» La fuerza y una estructura política, el Estado, que monopoliza su uso son generalmente, por tanto, elementos importantes en las definiciones de la ley que hacen la distinción entre la costumbre sancionada y la ley. Pero ninguno de los que hacen esta distinción han advertido el problema planteado por las sociedades de jefatura que aparentemente preceden al Estado. Entre la sociedad igualitaria, segmentaria, y el Estado coercitivo se encuentra una etapa de sociedad de jefatura. En este tipo de sociedad encontramos algo esencial de la verdadera ley, la estructura de sociedad que puede actuar como tercero sobre el nivel familiar. Pero las sociedades de jefatura carecen de las sanciones físicas coercitivas relacionadas con el monopolio de la fuerza practicado por los estados. Téngase en cuenta que este supuesto sobre las sociedades de jefatura y los estados, y la cuestión de la universalidad de la etapa de las sociedades de jefatura en la evolución, es algo «dado» en este punto de nuestra discusión. Sus bases reales serán exploradas de forma más completa en los capítulos siguientes. Parece útil dividir la ley en dos clases, la ley pública y la ley privada. Con la expresión ley pública nos referiremos aquí a los problemas legales que los individuos o los grupos tienen con la estructura de autoridad. Su contexto más importante para nuestros propósitos presentes es el del refuerzo, como en los casos de traición o lesa majestad. La expresión ley privada hace referencia a las disputas legales entre los propios individuos o grupos, que están mediadas por la estructura de autoridad. (Las funciones de la ley pública, y la ley privada en las sociedades de jefatura, con sus ejemplos, se discutirán con mayor amplitud en las secciones de este capítulo tituladas «Refuerzo» y «Mediación»). 8

Aparentemente, esto es lo que el historiador del derecho William Seagle 1.946) consideraba cuando insistía en la importancia de un tribunal como el elemento central de la ley.

9 Teniendo en cuenta que en este momento estamos interesados en las sociedades de jefatura, parece evidente que necesitamos una definición de la ley que les sea aplicable, pero que nos permita asimismo expresarnos sobre las diferencias entre las sociedades de este tipo y los estados. Las experiencias de Leopold Pospisil (1.927) en la etnología de la ley resultan útiles particularmente aquí, puesto que su importante obra sobre los papúes kapaukúes (1.958) encara el problema del presente capítulo, ya que está dedicada a una sociedad semejante a la de jefatura (aunque de un nivel bastante más bajo). Pospisil describe como legales casos de resolución de conflictos en que las decisiones poseen cuatro atributos: autoridad, intención de aplicación universal, obligado y sanción (1.972 y otros escritos). La autoridad legal requiere un individuo (o un grupo, semejante a un consejo) lo suficientemente poderoso como para obligar a cumplir el veredicto mediante la persuasión o la amenaza de la fuerza. (Debe añadirse que en una sociedad de jefatura es probable que una autoridad legal combine esta función con otras de naturaleza política, militar, económica o sacerdotal, y esto tiene posiblemente como objeto el proporcionarle diversos poderes tendentes a hacer cumplir las leyes.) En las disputas media a menudo una autoridad, que utiliza sus facultades de persuasión para inducir a obedecer su intento de arbitraje. Tales, injerencias parecen más informales y «primitivas», o familiares, que si la autoridad fuera a producir una decisión que los litigantes se vieran obligados a aceptar. Esto último nos parece a nosotros más legal, al implicar los usos que nos son familiares de una autoridad que opera como si de un juez se tratara. Pero Pospisil señala (1.972, p. 16) que en cualquiera de los casos el generador de la solución no fueron los disputantes, sino un «tercero», una autoridad legal. Parecería, sin embargo, que la capacidad de la autoridad legal para obligar a cumplir las decisiones más que para actuar por persuasión, como una especie de hombre bueno, constituye una medida del poder de la jerarquía, de su capacidad de mando. Pero hay que hacer una importante observación limitativa. Una decisión tomada por una autoridad no es necesariamente legal porque lo haya tomado ésta; puede ser política y, por consiguiente, oportunamente variable de un contexto a otro. La decisión tendrá una mayor legalidad si incorpora la «intención de una aplicación universal». Siempre que puede encontrarse un caso previo resuelto de manera satisfactoria que sea similar al caso que está siendo considerado, se produce una tendencia normal a utilizarlo como precedente. Con frecuencia, algunos casos confusos pueden solventarse rápidamente por una autoridad que simplemente llama la atención sobre el caso anterior. En otras palabras, el tercero en el caso parece encontrar la solución informalmente, más que elaborando una decisión arbitral. Incluso si el caso «llega a un tribunal» y es una autoridad la que tiene que tomar una decisión de manera más formal, resulta también más fácil para ella obtener la acatación, forzar menos su poder, cuando ha existido alguna vez un precedente parcial. Pero el primer caso, el que sienta el precedente, tuvo que ser una verdadera decisión, y si se trató de una decisión legal, siempre lleva incorporada la intención de una posterior aplicación en casos semejantes. (Por supuesto, puede haber sido una mala decisión que posteriormente no se haya seguido en absoluto, pero la intención de sentar precedente tiene que haber existido si iba a ser

una decisión legal.) Una dificultad que presenta este criterio es la de descubrir su presencia (Lundsgaarde, 1.970). La obligatio, el tercer atributo de la ley (íbid., pp. 22-23), «se refiere a aquella parte de la decisión legal que define los derechos del reclamante y los deberes de las partes obligadas». Esto no es todavía una sanción, sino más bien una declaración referente a la naturaleza de la desequilibrada relación de los litigantes. La sanción, a la vez que íntimamente relacionada, hace referencia a la resolución del conflicto mediante el restablecimiento de una relación equitativa. (En los términos modernos corrientes de las salas de justicia, cuando un tribunal llega a un veredicto positivo de «culpabilidad», esto es una declaración de la alterada relación de obligatio entre los litigantes; la sentencia real es la imposición de la sanción.) El atributo obligatio resulta particularmente útil cuando se discute la ley en una tecnocracia. Buena parte del refuerzo de las normas de una sociedad de este tipo y de sus ajustes sociales es religioso, y tiene que ver con la moral, la conciencia y especialmente con los tabúes. Las violaciones de estos últimos son, por decirlo de alguna manera, «crímenes sin víctimas»; el castigo de estos crímenes, si lo hay, es imaginario y sobrenatural; y la relación litigiosa no se da entre personas vivas. Esto no quiere decir que cosas tales como los tabúes religiosos no sean importantes: pueden tener tanto éxito como sistema de castigo-recompensa de una sociedad que sólo muy raramente se haga necesario imponer sanciones violentas. En otras palabras, la obligatio en las teocracias se halla muy apartada de la sanción, en contraste con la sociedad moderna, en la que a menudo se confunden las dos. Como ya hemos visto, algunos antropólogos consideran la sanción puniti va que supone el uso de la fuerza como el criterio exclusivo de la ley, pero parece claro que mientras que tal tipo de sanción puede ser uno de los ingredientes usuales de la ley moderna, no todos los usos de la sanción se dan en un contexto legal. Como ejemplo más importante, muchas de las decisiones políticas ad hoc llevan aparejadas sanciones, pero sin embargo dichas decisiones no constituyen leyes. Como hemos expuesto anteriormente, las decisiones varían oportunamente con las circunstancias, y por consiguiente no contienen la intención de una aplicación universal, aunque puedan imponer sanciones. Las sanciones no necesitan ser siempre, ni siquiera a menúdo, de naturaleza física. Pueden ser económicas (como multas y daños y perjuicios); y especialmente en las sociedades teocráticas pueden ser castigos psicológicos (por ejemplo, una reprimenda pública por parte de un alto sacerdote), o socialmente negativas (como en los casos de excomunión, retirada de recompensas, servicios y reciprocidades normales). Ni tampoco en la sociedad primitiva, y especialmente en las teocracias, los propios casos legales están necesariamente, y ni siquiera mayoritariamente, relacionados con la violencia física. Los delitos privados son, con frecuencia, «abusos de confianza» que incumben a las reciprocidades, y los delitos públicos, casos de lesa majestad. En una teocracia estos últimos delitos pueden ser considerados de dos maneras distintas: 1) delitos (como en el caso de la violación de un tabú) contra la persona del jefe supremo, o, en menor grado, contra alguien con autoridad pero situado más bajo en la jerarquía, y 2) un ataque contra cualquier costumbre o creencia tradicional, ataque que de alguna manera supone una injuria o la autoridad del gober-

10 nante. (Algo como el quebrantamiento de un tabú sólo es una ofensa legal cuando existe obligatio: un ofensor y una persona, como el jefe, que de alguna manera se siente «injuriado» por el acto.) Tales quebrantamientos de la ley son comunmente algo parecido a expresiones de desprecio, o una maldición, y si quedaran sin castigo debilitarían en cierto modo el sistema de autoridad, que en gran parte está basado en fundamentos ideológicos, sobrenaturales, culturales. Como hemos visto en algunos de los ejemplos que hemos citado, el poner el énfasis sobre las sanciones coercitivas que implican violencia en los estados ha conducido a los escritores a identificar la ley con la fuerza, y ambas con aquéllos. Consideraremos esto en capítulos posteriores, analizando algunos casos reales, pero en este momento necesitamos examinar un argumento de Pospisil que es teóricamente pertinente. Si una ley es deseable para la mayoría de los miembros de un grupo y si éstos la consideran de obligado cumplimiento, con el tiempo puede parecerle a un observador que se trata de una costumbre, en contraste con las leyes cuyo cumplimiento puede que tenga que ser exigido por el Estado, al menos algunas veces, contra la voluntad de buena parte del pueblo. Según Pospisil (1.972, p. 30), una ley consuetudinaria es «interiorizada» de forma que no sólo el pueblo la siente como deseable, sino que cuando se quebranta, el malhechor experimenta un sentimiento de culpa o de vergüenza. Si una ley es muy nueva, o por alguna otra razón no está suficientemente aceptada e interiorizada, para imponerla puede necesitarse una fuerte represión; pero posteriormente, o en alguna otra sociedad, la misma ley puede mantenerse sólo por la conciencia u opinión pública. Por ejemplo, en épocas de debilitamiento social o demográfico, los delitos sin víctimas (como puede ser la embriaguez en público), que en tiempos estables no se hubieran dado en función de situaciones psicológicas de vergüenza, es posible que tengan que ser reprimidos mediante castigos físicos o multas. Por tanto, la diferencia entre las dos clases de leyes no es cualitativa, y no pueden tomarse éstas como caracterizaciones exactas o específicas de la diferencia entre el Estado y las sociedades primitivas que no constituyen estados. Pero, con vistas a una referencia posterior, debemos tener presente que el origen del Estado puede estar acompañado por un súbito incremento en el número de leyes represivas, por una represión más severa y, quizás, por nuevas clases de leyes. Y es muy probable que el nuevo Estado tenga una maquinaria judicial y punitiva más visible, más formal y más explícita. En la medida en que las leyes sean nuevas, no estarán todavía interiorizadas o ni siquiera ampliamente aceptadas, lo que puede originar una adicional necesidad de represión. En este momento podemos continuar aceptando ese monopolio de la fuerza y la presencia de un aparato judicial como un indicativo de «estatalidad», pero no necesariamente de ley. Tanto los estados como las sociedades de jefatura cuentan con el elemento más necesario de la ley: una autoridad central que pueda crear reglas de conducta, obligar a su cumplimiento y juzgar las infracciones de las mismas.9 9

Morlón Fried (1.967, pp. 90-94) manifiesta su aprobación básica a la definición de la ley dada por Pospisil, pero se muestra en desacuerdo con algunas de las aplicaciones que de dicha definición hace éste a las sociedades igualitarias simples. Estoy de acuerdo con Fried, pero pienso que el problema se remedia fácilmente si hacemos ahora explícito lo que se indicó en el capítulo anterior: la autoridad familiar que media en las disputas domésticas se encuentra en todas las sociedades y es ley. Añadamos, pues, la simple condición de que la autoridad

Refuerzo no legal Las mismas sanciones familiares personal-sociales que caracterizan a la sociedad igualitaria siguen existiendo en el seno de los grupos residenciales de tipo presencial que componen una sociedad de jefatura. Pero además existen nuevas normas, reglas y sanciones políticas que reflejarán, en estos grupos, los nuevos rasgos del sistema social, en particular los relacionados con el mantenimiento de la nueva jerarquía de status y autoridad. Existen también, puesto que las sociedades de jefatura son mayores y más complejas que las tribus igualitarias, nuevos problemas tocantes a la interrelación grupal. Una forma importante de castigo/recompensa que permanece como una persistencia de la etapa anterior es la forma familiar de admonición/alabanza, mediante la cual las personas de mayor edad guían y educan hacia la conformidad a los más jóvenes. Pero existe un punto en que el status de los mayores sobre los jóvenes se mezcla con el status más alto de una persona sobre otra, cuando la primera proviene de una línea de filiación más antigua, pero es de hecho una persona más joven que la otra. Podría parecer que el joven simplemente evita la confusión de enfrentarse con una persona de mayor edad (más elevada que él en edad-status) cuando dicha persona está situada por debajo en el status de la línea de filiación. Resulta difícil confirmar este juicio con suficientes ejemplos en la literatura etnográfica, pero la misma carencia de ejemplos puede ser un indicio de tal evitación. Por otra parte, en algunas sociedades de jefatura — me vienen a la mente las de Polinesia— los jóvenes aristócratas pueden ser deliberadamente crueles con los plebeyos de mayor edad, lo que sugiere que quizás estos últimos son los que practiquen la evitación. Pero, sobre todo, el sistema de tabú de la distancia social extrema entre rangos es el mejor ejemplo (que discutiremos en el capítulo 9). El desarrollo de un sistema redistributivo permanente no sólo parece haber estado íntimamente asociado con el origen de las sociedades de jefatura, sino que también contribuye poderosamente al mantenimiento y refuerzo continuo de la jerarquía de autoridad socio-política, como anteriormente hemos subrayado. Refuerza la estructura principalmente de dos formas importantes: 1) la estructura de autoridad es también la estructura de los redistribuidores grandes y pequeños —es el sistema básico de abastecimiento—, y por tanto es obviamente necesaria para toda la sociedad; 2) junto con este aspecto del sistema de abastecimiento está el hecho de que un redistribuidor puede castigar reteniendo los bienes de cualquier subjefe o grupo disidente. Todo esto es bastante evidente. Junto con la redistribución, uno de los más fuertes entre los nuevos elementos políticamente integradores es el ideológico: la jerarquía del sistema de autoridad se ha convertido en algo sobrenaturalmente sancionado en la mitología. El fundador original se transforma en un antepasado-dios, otros antepasados son dioses menores, el jefe viviente es cuasi divino, los jefes menores son menos divinos, y el mundo sobrenatural y el legal es supra-familiar. Nuestro presente capítulo lleva implícita otra posible enmienda: la de que la autoridad y las sanciones no son necesariamente sólo seculares (como piensan Pospisil y otros); en las sociedades de jefatura, e indudablemente en las civilizaciones arcaicas, la autoridad es típicamente sacerdotal y las sanciones son sobrenaturales. Nuestra perspectiva, más evolucionista, excluye así de los tipos formal-legales de sociedad a determinados ejemplos segmentarios, y admite a un mayor número de sociedades jerárquicas que la de Pospisil.

11 mundo de los vivos son reflejo uno de otro («así en la tierra como en el cielo»). Los polinesios constituyen los ejemplos más sorprendentes de este tipo de jerarquización. Afirman incluso la existencia de una especie de fuerza sobrenatural, el mana, que fluye de los antepasados con cuantías variadas de poder, mayor para los primogénitos y en disminución con cada nacimiento sucesivo. Por consiguiente, el jefe supremo es el «más santo» (el más calmado de mana), y cada escalón más bajo en la jerarquía de la autoridad está ocupado por una persona que tiene una cantidad de mana apropiadamente menor.10 Puede imaginarse que tales creencias dan una enorme estabilidad a la estructura social, haciendo que cada status sea, en teoría, absolutamente hereditario, como de hecho lo son la mayoría de ellos. Dado que seres sobrenaturales apoyan la estructura existente, mediante el miedo, el terrorismo sobrenatural, se crea indudablemente una estabilidad adicional. A los antepasados puede aplacárseles con sacrificios (humanos a veces) y en su honor deben celebrarse grandes ceremonias. Existen evidencias de la creencia de que los dioses pueden castigar impidiendo la lluvia o las migraciones de caza, o enviando pestes y enfermedades. Alternativamente, los dioses pueden enviar también beneficios: pueden conceder buena suerte en la guerra, asegurar la fertilidad, curar las enfermedades, enviar la lluvia, etc. Todos estos castigos y recompensas sobrenaturales, y también otros, están mediados por los sacerdotes-jefes, y, por consiguiente, la importancia de éstos aumenta considerablemente.11 En sí mismo y por sí mismo, el ceremonialismo tiene un gran efecto de integración social, especialmente cuando los rituales y ceremonias suponen la asistencia de gran número de personas y tienen como objeto las intenciones de toda la sociedad. Este último aspecto, en algún sentido, es una función tecnológica del sistema de autoridad; el sacerdote-jefe está «consiguiendo algo que sirva» para, por ejemplo, obtener une buena cosecha, asegurando un aguacero tras la ceremonia. Esto es bueno. Pero el sacerdote-jefe necesita la presencia de su pueblo y, quizá, la participación efectiva de gran número de sus miembros que bailen, canten, toquen las palmas o recen. Todo esto constituye un esfuerzo común en pro del bien común, pero conducido por la autoridad. Esta clase de ceremonia es, pues, orgánica en su naturaleza, lo mismo que el sistema redistributivo. Pero también tiene una importante dimensión sociopsicológica en la medida en que el pueblo colabora en grandes grupos con escasa probabilidad de fricción en tales circunstancias. Y aparentemente, cuanto mayor sea el grupo, mayor es la embriaguez social de la fusión del individuo en la colectividad. Los jefes supremos y los sumos sacerdotes fueron con frecuencia, aunque no siempre, las mismas personas. Pero siempre el sacerdocio santificaba al jefe, solemnizaba sus ritos en los momentos críticos de la vida, y, en general, sostenía la jerarquía con recursos rituales y ceremoniales. En ocasiones, como en Polinesia, los sacerdotes pertenecían a órdenes especiales que residían en determinados templos y eran custodios de éstos y de las imágenes de los dioses con una completa de-

dicación a ello, pero estos templos y estos dioses siempre estaban al servicio de la burocracia dotada de autoridad, apoyándola en todo momento. No hay que decir que en las sociedades de jefatura no existía ninguna otra religión. El chamán sanador de la sociedad igualitaria probablemente continuaba ejerciendo esta «primera profesión», como también lo harían los magos, los adivinos, las hechiceras y demás profesionales del supernaturalismo primitivo, pero éstos seguían estando considerablemente desorganizados, mientras que la jerarquía sacerdotal constituía una faceta importante de la organizada sociedad jerárquica de que nos venimos ocupando. En las sociedades de jefatura clásicas, las sanciones negativas que servían de refuerzo para la integridad de la sociedad —las leyes públicas— eran típicamente castigos sobrenaturales tales como maldiciones o acusaciones por parte de una autoridad sacerdotal. El crimen, algo parecido a la traición en nuestra sociedad, era interpretado como un delito de lesa majestad, una ofensa contra la persona —de aquí la regla— del alto jefe o de los miembros de la jerarquía. En la mayoría de las sociedades de jefatura, cualquier falta de obediencia a las órdenes podía ser interpretada como una ofensa contra el jefe y, por consiguiente, contra los dioses. El sacrilegio o el pecado pueden ser una concepción correcta de esta clase de infracción. Bien pudiera ser que las jerarquías de las primeras sociedades de jefatura, al tener entre sus mayores preocupaciones la de perpetuar su régimen, suscitaran pronto el tipo de ley de lesa majestad. Por consiguiente, el origen de la incoación de un código de leyes coincidió probablemente con los problemas de mantenimiento de las nuevas sociedades de jefatura. A medida que este tipo de sociedades se expandían y se afirmaban, ¿qué podía ser más natural que el hecho de que el liderazgo expandiera el campo de las acciones que serían consideradas como «ofensas contra la jerarquía y los dioses»? (Los sistemas de tabúes de los antiguos polinesios constituyen, de nuevo, el ejemplo más complejo de este proceso.12) Liderazgo El liderazgo en acción, normalmente con respecto a proyectos grupales concertados, sólo puede ser esporádico en las sociedades de jefatura. Pero como ya hemos indicado en otro contexto, en las sociedades de este tipo la actividad grupal más importante es la de redistribución, la cual no sólo posibilita que un líder llegue a ser un funcionario inamovible, sino que también se requiere que desempeñe bien su tarea. Esto quiere decir que debe ser capaz de dirigir el trabajo en la producción agrícola y artesana, y luego debe decidir de forma equitativa y prudente el modo de asignación de los bienes producidos. Entre los usos importantes de éstos está el de almacenar algunos de ellos, no sólo para posteriormente subvencionar a la mano de obra y los artesanos públicos, sino también como capital para ser empleado en contingencias, como puede ser una guerra o una gran fiesta para visitantes importantes. Tales poderes son económica y socialmente útiles, teniendo, como ya se ha mencionado, un efecto políticamente integrador. Pero el almacén de un jefe tiene todavía otro efecto

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Concepciones semejantes al mana se encuentran extendidas entre las teocracias. Una analogía particularmente cercana se encuentra en África, entre los tives (véase Bohannan, 1.958), que creen en el tsav, un poder espiritual innato, del que disponen los individuos en proporciones diversas. 11 Netting (1.972) ha escrito un análisis particularmente bueno de la primacía de la religión en la institucionalización del poder en las sociedades sin Estado africanas.

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A. M. Hocart decía (1936, p. 139): «El jefe fijiano sólo tiene que extender sus distritos e interpretar ampliamente las reglas tradicionales del comportamiento ceremonial para conseguir una jurisdicción criminal y aumentar su injerencia en la vida de sus súbditos.»

12 político. David Malo, un historiador nativo de Hawai, lo describe de la forma siguiente (1.903, pp. 257-58): Constituía una práctica de los reyes [estofes, de los jefes supremos de cada una de las islas] la edificación de almacenes en los que reunir víveres, pescados, tapas [tejido de corteza], malos [taparrabos], paus [faldas para mujeres] y toda clase de géneros. Estos almacenes fueron ideados por el Kalaimoku [el ejecutivo principal del jefe] como un medio de mantener contento al pueblo para que no abandonara al rey, Eran como las nasas que se usaban para coger el pescado llamado hinalea. El hinalea pensaba que dentro de la nasa había algo bueno, y rondaba por el exterior de la misma. De la misma manera, el pueblo pensaba que en los almacenes había alimentos, y no se apartaba del rey. Lo mismo que la rata no abandonará la despensa..., en la que imagina que está el alimento, así el pueblo no abandonará al rey mientras imagine que existen alimentos en su almacén.

Los sistemas políticos avanzados de Polinesia estaban sobrecargados de tributos. En las historias tradicionales aparecen ciclos de centralizacióndescentralización en Hawai y otras islas: violentas disoluciones periódicas de grandes sociedades de jefatura en pequeñas sociedades del mismo tipo y, de la misma manera, periódicas reconstituciones de la gran sociedad. Sydney Parkinson acompañó al capitán Cook a Polinesia y dejó una importante descripción de estos ciclos, pero Northcote Parkinson  no los habría interpretado de otra manera. La expansión de una sociedad de jefatura parece haber ocasionado una expansión desmesurada del aparato administrativo y de su consumo conspicuo. La consiguiente sangría de la riqueza y expectativas del pueblo tuvo finalmente su expresión en disturbios que acabaron con el jefe y con la sociedad de jefatura.

Es evidente que, por su misma naturaleza, un sistema redistributivo bien administrado contribuye a la solidaridad. Lo más obvio, y lo que con mayor frecuencia se observa, es su cualidad orgánica: las partes especializadas dependen del funcionamiento del todo. Pero lo que Malo indica es también importante. Al cabeza de familia que cultiva un abundante excedente de ñame, por ejemplo, probablemente no le importará demasiado dar una parte de ese excedente al jefe, puesto que sabe que posteriormente precisará adquirir cosas que necesita pero que no produce. El intercambio parece necesario y beneficioso para el cultivador de ñame, y su percepción de beneficio no se realiza en términos de su propia dependencia con respecto a un sistema u organismo, sino con respecto al propio jefe. De aquí que, en términos verdaderamente políticos, la «solidaridad orgánica» viene a parar en lealtades personales hacia la administración. Desde luego, los más dramáticos usos administrativos del liderazgo —y para los que el excedente redistributivo es muy conveniente— tienen lugar en la guerra. Pero los temas relacionados con la guerra y la paz con el exterior los dejamos para otra sección de este capítulo, «Relaciones exteriores»; en este punto sólo necesitamos referirnos al papel del liderazgo en la prevención de las rebeliones —es decir, de la guerra interna, o «civil». Ya se ha mencionado el hecho de que las sociedades de jefatura parecen tener una propensión a crecer hasta alcanzar el punto de desequilibrio o de excesiva tensión organizativa. Quizá sencillamente lo que ocurra es que se hacen demasiado grandes para ser gobernadas por los aún relativamente primitivos medios de gobierno y comunicación de que disponen. Pero esto parece demasiado vago; uno, mal específicamente, se pregunta cómo se disgrega una sociedad de este tipo. En cualquier sociedad existen siempre algunos elementos insatisfechos, disidentes; están siempre actuando unas fuerzas centrífugas. En una sociedad de jefatura de grandes dimensiones, los elementos constitutivos de la misma son sociedades de jefatura más pequeñas, réplicas de aquélla, y, por tanto, suficientes como para tener su propio autogobierno jerárquico. Algunas de ellas pueden estar regidas por jefes capacitados, arrogantes, ambiciosos, que quieran la independencia sencillamente para realizarse ellos mismos en una rivalidad afortunada; algunos pueden estar verdaderamente oprimidos o explotados, y llenos de resentimiento por dicha circunstancia. Shalins (1.968, pp. 92-93) recalca este factor, pensando en Polinesia en el período de contacto con la civilización occidental. Ofrece la visión de una especie de lucha de clases primitiva:

No hay forma de saber en qué medida ese tipo de disturbios caracterizó a las sociedades de jefatura fuera de las grandes islas de Polinesia, ni tampoco si en estas islas fue siempre la causa primaria del derrumbamiento administrativo. Pero ciertamente, en ocasiones, algunas sociedades de jefatura se deshicieron sencillamente por culpa del deseo que abrigaban los jefes secundarios de convertirse en jefes supremos en una área propia independiente, cualquiera que fueran los motivos. Como veremos en capítulos posteriores, las sociedades de jefatura que precedieron a los estados nativos en algunas partes de África fueron dadas a esta clase de movimiento. No obstante, cuando todos los grupos potencialmente disidentes se encontraban comprometidos en los esfuerzos conducentes a un engrandecimiento de la sociedad, la solidaridad del conjunto salía beneficiada. Uno de los resultados más visibles de la capacidad de las sociedades de jefatura teocráticas para la administración es el empleo de mano de obra en la construcción de las obras públicas. Las más imponentes y las más usuales de estas obras públicas son los monumentos de orden teocrático, pirámides o montículos sepulcrales y templos. Aparentemente, el liderazgo puede exigir tan fácilmente una cierta cantidad de hombres-días por comunidad para realizar un proyecto público como una cierta proporción de una cosecha —y quizás más fácilmente, puesto que el régimen de trabajo primitivo permitía largas temporadas de inactividad entre la siembra y la recolección.13 La leva pública de mano de obra debe ser muy parecida al alistamiento de un ejército; en ambos casos se trata de un reclutamiento. Por lo que respecta a los asuntos militares, probablemente es innecesario decir que las administraciones centralizadas de las sociedades de jefatura tienden a tener ejércitos mucho más potentes —en tamaño y en coordinación táctica— de lo que son posibles en las sociedades igualitarias, que dependen de una especie de voluntariado. Las sociedades de jefatura, o al menos algunas de ellas, pueden reclutar una proporción bastante mayor de hombres robustos, a veces como grados de edad; y en las sociedades de este tipo dedicadas al pastoreo parecería que casi todos los hombres adultos pudieran estar obligados en determinadas estaciones del año a encontrarse disponibles para tomar parte en las correrías militares, dado que los rebaños, cuando están en un lugar seguro, pueden ser custodiados por las mujeres y los niños.



Mediación Cyril Northcote Parkinson, historiador, publicista, periodista y economista británico, conocido principalmente por sus «leyes» relativas al proceso de crecimiento y desarrollo de la burocracia. (N. de la T.) 13 Sobre experimentos interesantes en la construcción de monumentos, véase Erasmus (1.965).

13 Puede tomarse como axiomática la afirmación de que las sociedades de jefatura, al tener una mayor población y estar más centralizadas que las tribus igualitarias y las bandas, no sólo tendrán más ocasiones que éstas para la mediación, sino también una mayor capacidad para hacerlo así. Esto no quiere decir que creen cuerpos de leyes formales (o códigos), ni tampoco que hayan establecido vistas y procedimientos judiciales formales, sino solamente que encontramos en ellas una autoridad que funciona en el contexto de la finalización de las querellas que amenazan la integridad de la sociedad. Supone una diferencia importante entre la sociedad jerárquica y la sociedad igualitaria el hecho de que la autoridad de la primera tenga capacidad de intervención, en vez de que simplemente aflore una opinión pública generalizada gracias a una ocasión tal como un duelo de canciones o una lucha atlética. Como hemos dicho anteriormente, esta discusión es esencialmente descriptiva, no un intento de poner fin a los debates semánticos que tienen lugar entre los antropólogos, en cuanto a si la ley, el derecho, existe en todas partes o sólo se encuentra en los estados. Convengamos ahora que cuando un Estado verdadero aplica un conjunto de leyes codificadas con procedimientos formales y respaldadas por la fuerza, ha aparecido una estructura institucional que es visiblemente muy distinta de un grupo de ancianos de una sociedad australiana que dan algún consejo o ayudan a poner fin a una disputa. Nuestro problema es que la mediación en las sociedades de jefatura está situada en algún punto entre los modernos tribunales institucionalizados y las primitivas costumbres familiares con sus informales sanciones públicas. Todos ellos tienen las mismas funciones mediadoras, pero los medios son distintos. Las sociedades de jefatura parecen contener los inicios de unas instituciones semejantes a la ley, de forma que incluso la definición más estricta de ésta puede admitir caracterizaciones tales como «ley incipiente» o «ley en bruto». Sin embargo, nosotros deseamos hablar sobre el sistema de mediación tal como realmente es. Como repetidamente han señalado los antropólogos, existe el peligro de etnocentrismo cuando nos adherimos demasiado ajustadamente a la terminología legal moderna al hablar acerca de las sociedades primitivas. En primer lugar, no debemos esperar encontrar en las sociedades de jefatura una formalidad y claridad extremas en la ley y los procedimientos legales como las que en las sociedades modernas nos permiten distinguir tan fácilmente entre «ir a los tribunales» y «me chivaré a tu padre». Debemos tener cuidado de no permitir que nuestro único criterio de lo que es un proceso judicial legal sea el puro formalismo. Como una muestra de un procedimiento relativamente informal que, sin embargo, se ajusta a los criterios de Pospisil sobre la elaboración de las leyes judiciales, tomemos un ejemplo de la sociedad papú de Nueva Guinea, investigada por el propio Pospisil (1.968, pp. 49-50): El «proceso legal» kapauku comienza normalmente como una querella. El «demandante» acusa al «demandado» de haber realizado un acto que causa perjuicio a los intereses del primero. El demandado niega esta acusación o aporta una nueva justificación de su acto. Generalmente, los alegatos están acompañados por un fuerte griterío que llama la atención de otras personas, que se reúnen alrededor. Los parientes cercanos y los amigos de las partes en disputa toman partido y presentan sus opiniones y testimonios mediante discursos emotivos o a gritos. Si esta clase de discusión, llamada por los nativos mana koto, sigue adelante sin solución, normalmente acaba en una pelea a garrotazos... o en una guerra... Sin embargo, en la mayor parte de los casos, aparecen en escena los hombres importantes de la aldea y de

las comunidades aliadas. Lo primero que hacen es acuclillarse entre los espectadores y escuchar los alegatos. Tan pronto como el intercambio de opiniones alcanza un punto demasiado cercano a un estallido de violencia, el poderoso jefe interviene y comienza su argumentación. Recomienda a ambas partes que tengan paciencia y comienza a preguntar al demandado y a los testigos. En la escena del delito o en la casa del demandado busca las pruebas que pueden incriminar a éste... Esta actividad de la autoridad se denomina boko petai, que laxamente puede traducirse como «investigación indiciaría». Una vez obtenidas las pruebas y formada su opinión sobre los antecedentes reales de la disputa, la autoridad comienza la actividad denominada por los nativos boko duwai, el proceso que lleva a tomar una decisión y a persuadir a las partes en disputa a acatarla. La autoridad nativa pro nuncia un largo discurso en el que hace un resumen de las pruebas, apela a una norma, y luego dice a las partes lo que debe hacerse para dar por terminada la disputa. Si los litigantes no están dispuestos a cumplirlo, la autoridad se pone emotiva y comienza a vociferar reproches; pronuncia largos discursos en los que las pruebas, las normas, las decisiones y las amenazas constituyen elementos persuasivos. De hecho, la autoridad puede llegar tan lejos como a iniciar el wainai (la danza loca), o cambiar de repente sus tácticas y lamentarse amargamente sobre la conducta del demandado y el hecho de que se niegue a obedecer. Algunas autoridades nativas son tan maestras en el arte de la persuasión que pueden llegar a producir lágrimas verdaderas, que casi siempre quebrantan la resistencia de la parte reacia a admitir la decisión. Un superficial observador occidental que se vea ante una tal situación es muy probable que pueda considerar al plañidero jefe como si se tratara de un culpable al que se está juzgando. Desde el punto de vista formal hay, pues, poca semejanza entre la sentencia de un tribunal occidental y la actividad boko duwai de un jefe nativo. Sin embargo, el efecto que produce la persuasión de éste es el mismo que el de un veredicto emitido en nuestros tribunales. En mi material sólo había cinco casos en los que las partes habían resistido y desobedecido abiertamente la decisión de la autoridad.

Un rasgo notable de este ejemplo es el de que la autoridad no dictó ella misma verdaderamente la sentencia de la materia, sino que empleó su buena influencia para conciliar las diferencias entre las dos partes, e incluso comprometer, en alguna medida, a la opinión pública. Al no tener una policía que le respaldara, ejercía su poder, que era sólo un poder de autoridad, con una considerable cautela —en absoluto como lo haría un líder «autoritario»—. Como un buen arbitro, trató de comprometer a ambas partes, mediante sus facultades persuasorias, en una solución aceptable. Esto puede tomarse como un signo de que el poder inherente a su cargo particular no era realmente muy grande. También por otras razones, me parece que la sociedad kapauku puede calificarse como una sociedad de jefatura, pero en un nivel bastante bajo. Pero por este motivo resulta un caso interesante, que pone de manifiesto la esencia embrionaria de la jefatura. Sociedades de jefatura más avanzadas, como algunas de las de los indios del sureste de los Estados Unidos, de los indios de las tierras bañadas por el Caribe, y de los africanos y poli-nesios, fueron teocracias mucho más completas que la kapau-ku; las posiciones de autoridad se concebían como mucho más afianzadas por un poder sobrenatural. Los datos de que se dispone parecen mostrar que los jefes tenían más seguridad, e incluso arrogancia, al tomar las decisiones referentes a culpabilidad, restitución o imposición de penas. Relaciones exteriores Todos los ejemplos anteriores de refuerzo, liderazgo y mediación tienen como función principal la preservación de la sociedad. En la medida en que tienen éxito —especialmente en la prevención de disputas y otras tendencias hacia la fi-sión — la sociedad puede crecer, mediante un incremento natural y mediante adición. Y, desde luego, cuanto más gran-de sea y

14 mejor gobernada esté una sociedad, mejor puede comprender la guerra y procurar la paz en sus relaciones exteriores. Una sociedad así puede, evidentemente, hacer la guerra de manera más efectiva, por lo muy considerablemente que los logros militares dependen del liderazgo y de la disciplina; pero es menos evidente la importancia de la autoridad en la consecución y preservación de la paz en los asuntos externos de la sociedad. Si, por ejemplo, se hace una alianza entre dos sociedades de jefatura vecinas, esto puede significar normalmente que entre los individuos de los dos grupos prevalecen las relaciones pacíficas, y que acudirán en ayuda mutua en caso de un ataque por parte de un tercer grupo. Pero estas relaciones tienen que estar garantizadas; la autoridad puede hacer el tratado, pero esto no es eficaz si no puede imponer la obediencia a su pueblo en el apoyo individual al mismo. Además, y sobre todo, las relaciones entre sociedades están mantenidas típicamente por los intercambios de presentes, de personas (en el matrimonio) y de hospitalidad. Y si los dos grupos pueden intercambiar especialidades de los que el otro carezca, están aseguradas unas relaciones amables. Todo lo anterior depende de la capacidad del jefe para ordenar el trabajo y los bienes de su sociedad. Si una sociedad con una autoridad central puede hacer tanto la guerra como la paz mejor que una sociedad igualitaria, ¿cuál de ambas cosas predominará en su historia? ¿Hay más guerra o más paz en la etapa de sociedad de jefatura? Lógicamente, cuando hay guerra, ésta debe darse en mayor escala que entre los grupos igualitarios, y debe ser más decisiva en razón de que está más organizada. Esto mismo puede tender a limitar el número de guerras. Además, este tipo de sociedades tienen una mejor capacidad que las sociedades igualitarias para conquistar (Otterbein, 1.964), en lugar de simplemente intimidar. En otras palabras, la guerra puede ser infrecuente en razón de que puede ser considerablemente más total; pero la cuestión del número de guerras que se dan en las sociedades de jefatura sencillamente no puede resolverse de manera concluyente. Una manera importante de hacer la paz es por medio del comercio; de la necesaria coincidencia de la paz y el comercio surgen algunas veces instituciones bastante extrañas. Por ejemplo, entre los kalingas de las Islas Filipinas, un intercambio de géneros especializados entre las regiones independientes constituyó un poderoso elemento de disuasión. Los comerciantes (o mejor, los porteadores de las mercancías) elaboraron una amplia red de socios comerciales, que les permitía disfrutar de hospitalidad y seguridad en sus visitas. Se hicieron a sí mismos hermanos ceremoniales, con obligaciones rituales e incluso con prohibiciones de incesto como si fueran hermanos verdaderos (por ejemplo, sus hijos no podían casarse entre ellos). Esta institución llegó a ser la base de los pactos de paz entre las regiones, negociados por los socios comerciales, que así se convirtieron en una especie de embajadores, de portavoces de sus propias regiones en relación con las otras, listos pangats, como se les llamaba, llegaron también a ser importantes dentro de su propia región, como mediadores de disputas. Dado que unas relaciones comerciales importantes entre dos sociedades constituyen un elemento disuasor de la guerra entre ambas, podemos también suponer razonablemente que los jefes están muy inclinados a alentar tales relaciones, puesto que la redistribución puede ser un importante afian-

zamiento de su autoridad. Como veremos en los siguientes capítulos, la ascensión de las civilizaciones más allá de las sociedades de jefatura dependió en gran medida de la solidaridad orgánica conseguida por la simbiosis regional y el comercio de mayor distancia que manipulaba la autoridad política. Los límites de la organización política Debe recordarse que las sociedades segmentarias primitivas tienden a reunir grupos variables en sus dimensiones, en particular cuando la ocasión o las funciones de la reunión son diferentes. Por esta razón, los límites de tales sociedades son confusos. Existen, por supuesto, numerosas excepciones a esta generalización, particularmente cuando la sociedad es una aldea hortícola relativamente sedentaria, encerrada en sí misma (endógama). Aldeas de este tipo se encuentran a menúdo en la selva tropical de América del Sur y en otros lugares, y tienen su origen probablemente en la tremenda despoblación y deculturación a que estas sociedades se han visto sometidas durante muchas generaciones (Wagley, 1.940). Una de las razones más importantes de la indeterminación en los límites políticos de la sociedad segmentaria usual es la efímera naturaleza del liderazgo. De ello se sigue que en la medida en que una sociedad de jefatura llega a tener un cargo permanente de jefe supremo, en la misma medida su cargo será conocido y discernible «sobre el terreno». Esto no quiere decir que los límites territoriales estarán fijados para siempre, porque pueden variar debido al tipo de economía —como ejemplo obvio, las diferencias entre pastores y agricultores dedicados al cultivo intensivo—. Pero la sociedad en sí misma tiene un nombre, sus miembros son conocidos, y ocupa un espacio específico en un tiempo dado. En ocasiones, el nombre de una sociedad de jefatura sedentaria es también el nombre de su territorio. Una de las principales funciones de un sistema de autoridad es la de integrar la sociedad. En la medida en que cumple esa función, el pueblo está integrado sobre unas bases relativamente permanentes, y por consiguiente la sociedad es más perceptible. La territorialidad no tiene que ser el único criterio que defina a los miembros de una sociedad, pero es un criterio frecuente, y si no se da, también puede conocerse a los miembros por otros criterios. Una de las consecuencias de este factor es que se superan las tendencias hacia la fisión, como sucede con la considerable espontaneidad que caracteriza a las sociedades igualitarias con respecto a qué asociaciones o hermandades pertenecen los individuos. Debe recordarse que aunque una sociedad de jefatura bien organizada tiene unos miembros conocidos, esto sólo ocurre en un tiempo dado, porque tiene unas crecientes tendencias a la fisión a medida que va creciendo en tamaño. El crecimiento y la decadencia de este tipo de sociedades sobre un largo período de aumento de la población debe producir una amplia difusión de unas pautas culturales comunes, aunque finalmente se manifiesten en numerosas sociedades políticamente distintas. Nos estamos refiriendo a uno de los problemas más serios del método transcultural, estadístico, en la antropología: ¿Cuál es la unidad que hay que contar? Resulta bastante difícil decidir lo que es una unidad sociopolítica, especialmente en las sociedades igualitarias segmentarias. Tales unidades crecen en diferenciación y permanencia, al igual que en tamaño y

15 complejidad, durante su evolución, pero ¿son también culturas unitarias? Parece claramente obvio que una sociedad bien diferenciada presentará una cultura, pero que esta cultura no será necesariamente una cultura distintiva en la mayor parte de sus aspectos, no será una cultura peculiar de esa sociedad sola entre sus sociedades vecinas. Pero existen situaciones en las que, como característicos de una sociedad de jefatura particular, pueden surgir determinados rasgos culturales nuevos. En materia de ideología y ritual religiosos, el liderazgo teocrático puede añadir y quitar casi a discreción determinadas particularidades. Por ejemplo, una nueva sociedad de este tipo puede querer distinguirse, y especialmente el linaje de su jefatura, de la sociedad y linaje de origen exaltando nuevos dioses y empequeñeciendo o aboliendo los antiguos, junto con los rituales con ellos asociados. Una sociedad puede cambiar en algunos aspectos determinados elementos de su cultura, e incluso su estructura social, por razones políticas (Leach, 1.954). Como ejemplo excelente dé .este poder podemos citar los cambios en el sistema de

tabúes de Hawai, cambios que son mucho más propios de las sociedades de jefatura y de los estados que de las sociedades igualitarias. Pero, por supuesto, tales cambios están limitados principalmente a los aspectos teocráticos de la cultura.

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LOS ORIGENES DEL ESTADO Y DE LA CIVILIZACION. EL PROCESO DE LA EVOLUCIÓN CULTURAL. CAPITULO 4. MADRID. ALIANZA EDITORIAL. 1.984