Uno se acostumbra pronto a lo que no puede entender

Falla de origen: máquinas sin mecanismo O la dieta de un Tanuki para salvarse del amor Uno se acostumbra pronto a lo que

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Falla de origen: máquinas sin mecanismo O la dieta de un Tanuki para salvarse del amor Uno se acostumbra pronto a lo que no puede entender. César Cortes Vega

No hay extrañamiento sin regularidad. Y cuando la regularidad es lo desconocido, como una máquina que operamos sin comprender su mecanismo, preferimos aprender a manejarla que entenderla. Mundo mecánico, mecánica sin mundo. Los procesos sustituyen los objetos, los definen y hacen ser en el tiempo específico en que se emplean o reconocen. Si los procesos se escaparan (y se escapan todo el tiempo) estaríamos en el vacío, pero dada su repetición y constancia ya no nos extrañaría. En el fondo, poco sabemos de las cosas que nos rodean, pero nos fiamos de su funcionamiento: “lo importante es que funcionen –decimos para consolarnos”. Y en esta mecánica de lo desconocido el auténtico extrañamiento sería conocer algo, penetrar en ello, o aún mejor reinventar, cambiar o subordinar el funcionamiento que nos subordina. Así, por ejemplo, la distancia entre manejar una máquina e inventar, diseñar y construir una es tan abismal como: calentar comida para microondas contra salir de caza, preparar y servir un filete. Si algo no ha salido como esperamos ¿será porque nos hemos salido del proceso? ¿O hay algo en la cosa misma, en su proceso, una falla ‘de origen’ que ignoramos y no podemos controlar? Y sin embargo son los procesos mismos los que de antemano informan “las piezas y equipo sólo puede ser abierta por un agente verificado”. Desconocemos las cosas que nos rodean, estamos acostumbrados a ellas. En el fondo, ¿para qué nos sirviría, por ejemplo, abrir a golpes –o minuciosamente– un celular? Sería como deshojar un libro para intentar leerlo, para entender contenido. Y sin embargo, la idea de ‘falla de origen’ nunca acaba de evadirse, de ignorarse y sepultarse en lo más profundo de nosotros. Algo en lo profundo de nosotros, de nuestra imaginación, conversaciones, literatura, películas o en el silencio de nuestras noches se pregunta: ¿Qué pasaría si todo está mal, si nada funciona como debería, pero simplemente no lo sabemos? Quizás el gesto infantil de la destrucción: desparratar los juguetes y el entorno circundante: paredes, jardín, animales, responda a esa curiosidad primitiva. Como si la idea de interior, comprendiera funcionamiento y mecánica… En ese sentido, crecer tal vez consista en evadir esa curiosidad y no destruir aquello que no comprendemos. Ojalá consistiera en eso. Aunque consideramos infantil la actitud de no poder dejar las cosas por la paz, y nos irrita esa pulsión de desarmarlo todo, ¿hasta dónde, en qué circunstancias admitimos esa evasión y en qué otras nos resulta inadmisible hasta la obsesión? El espionaje y vigilancia por ejemplo, ¿no son ese gesto infantil, esa neurosis impotente de tratar de ver las entrañas de la sociedad y de cada uno de sus individuos, de tratar de ver lo más íntimo de su intimidad con cámaras, micrófonos y textos?

Aunque de una manera distinta al espionaje, el arte, la literatura, el periodismo, la filosofía y las ciencias, comparten esa pulsión deconstructiva y voyeur, voluntad analítica, husmeadora e intimista que capta –que desea captar– aquello que a primera vista no puede entender. Y sin embargo su punto de partida es otro: no la incertidumbre y neurosis de seguridad y vigilancia, no el cerrado encuadre de un mecanismo de impecable funcionamiento, sino el oscuro resquemor sobre ¿qué pasaría si todo está mal, si nada funciona como debería, pero simplemente nadie lo sabe ni puede demostrarlo?, ¿cómo probarlo si los medios para hacerlo son un mecanismo más que invalida todo aquello que no se parezca a sí mismo? En principio, todo estaría bien. Pues si tomáramos en serio la pregunta no podríamos responderla –y no la tomemos tan enserio– pero sí fijémonos en el extrañamiento que nos produce, en la reacción que causa la mera existencia de una pregunta como esa. Si la ciencia es el reino de lo probable, la filosofía el de lo especulativo y la literatura el de la ficción, tal vez desconfiaríamos de los mecanismos que damos por seguros y de las regularidades que manejaos y operamos sin abrirlas o desarmarlas como el niño a sus juguetes. Pero en paralelo, quedaría por un instante la sensación de que nuestro mundo parece estar basado en garantías frágiles que puede cumplir pero por inercia, a medias; garantías económicas, políticas, laborales, amorosas… Un extrañamiento que se sentiría como una estafa, como un engaño, como un parpadeo invertido. No la privación instantánea de la vista sino un instante de visión en la oscuridad. Agnórisis (descubrimiento) y peripecia (revés) en la garantía no escrita del mundo, ironía aristotélica que muestra en un golpe de fuerza la tragedia de la regularidad, extraña y oscura ahí donde todo parecía seguro y claro, donde afirmábamos un mecanismo, un código, una lógica. Quizás esa sea una manera de leer Tanuki y las ranas, a través del extrañamiento en el mecanismo de los afectos, de las historias y las artes en tanto manifestaciones sensoriales, pues mecánico no es sólo lo que se repite: como la naturaleza, los rituales, los videos, las obsesiones o conductas, sino el motor, el dispositivo de esas repeticiones. Tal es la idea de máquina. Máquinas físicas: los cuerpos, la naturaleza, máquinas técnicas: los robots, las computadoras, máquinas abstractas, los pensamientos y relaciónes sobre el mundo. Puede haber maquinas a las que se les despoje de su mecanismo y regularidad, sí mediante un simulacro

Constantemente aparece una máquina gigantesca

la facilidad Maquina económica, moneda combustible o fuerza q lo mueve. Placer como máquina de movilidas de la vida