Una Mirada a Europa

JOSEPH RATZINGER UNA MIRADA A EUROPA RIALP Titulo original: Svolta per l´Europa. Chiesa e modernita nell´ Europa dei

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JOSEPH RATZINGER

UNA MIRADA A EUROPA

RIALP

Titulo original: Svolta per l´Europa. Chiesa e modernita nell´ Europa dei rivolgimenti

Traducción:

Lourdes Rensoli

1992, Edizioni Paoline 1993, de la versión castellana by EDICIONES RIALP, S. A., Sebastián Elcano, 30.28012 Madrid. No está permitida la reproducción total o parcial de este libra, ni su tratamiento informático. ni la transmisión de ninguna farma o par cualquier medio, ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia, por registro u otras métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Fotocomposición:

M.T., S.L. Fotomecánica: Megacolor, 5. A.

ISBN: 84-321-2877-5 Depósito legal: M. 7.423-1993 Impreso en España Printed in Spain Anzos, S. L. - Fuenlabrada (Madrid)

ÍNDICE

Prólogo Introducción PRIMERA PARTE

IGLESIA Y MUNDO MODERNO. ELEMENTOS ESENCIALES Y PROBLEMAS DE FONDO 1.

DERRIBAR Y EDIFICAR. LA RESPUESTA DE LA FE A LA CRISIS DE LOS VALORES

Los problemas morales de nuestra época: un diagnóstico - El problema de la droga - El terrorismo como problema moral - La nueva «apertura» a la religión y a la moral Elementos para una respuesta - La esencia del fenómeno moral - La abolición del hombre, una falsificación del cientificismo - Racionalidad de la moral y de la fe 2.

EL PAPEL DE LA RELIGIÓN ANTE LA CRISIS CONTEMPORANEA DE LA PAZ Y LA JUSTICIA

Amenazas contra la paz. Pérdida de la medida de lo justo y lo injusto Fundamentación y configuración del derecho - Authoritas - Utilitas- Tres derechos fundamentales - La ambigüedad de la doctrina sobre los derechos humanos Lo que la Iglesia puede y debe hacer - Lo que la Iglesia no puede ni debe hacer - Transmisión y protección de los fundamentos de la justicia - La renuncia a la acción política directa - Testimonio y deber del amor 3.

FE CRISTIANA Y RESPONSABILIDAD ANTE LA SOCIEDAD Y EL MUNDO

Razones de la creencia y relevancia social de la fe Los dos caminos de la Teología después de la Segunda Guerra Mundial - La fe como desmundanización - La politización de la fe La responsabilidad de la fe ante la sociedad y el mundo

SEGUNDA PARTE DIAGNÓSTICO Y PRONÓSTICO 4.

LA FE Y LAS CONVULSIONES SOCIO-POLÍTICAS CONTEMPORÁNEAS

El alcance de la crisis del marxismo - Lo que ha fracasado - Las fuerzas motrices del cambio Cuestiones abiertas en el mundo occidental - La crisis de la fe en la ciencia - La búsqueda de lo espiritual y de lo ético - La nueva religiosidad Los caminos de la fe hoy - La fe es racional - La unidad de pensamiento, voluntad y sentimiento en la fe - Dimensión personal y dimensión social de la fe

5.

EUROPA ENTRE ESPERANZAS Y PELIGROS

Introducción: Fenomenología de la Europa contemporánea

Los dos pecados originales de Europa en la época moderna - El nacionalismo - La hegemonía de la razón técnica y la destrucción del Ethos Diagnóstico desde las raíces históricas del problema - ¿Qué diferencia al Estado de las organizaciones criminales bien dirigidas? - Progreso y retroceso Indicaciones para el futuro - El rechazo de la fe en el progreso - El predominio de la ética sobre la política - El carácter imprescindible de la idea de Dios para la ética Conclusión: Spira, espejo de la historia europea

6.

UN RETO PARA EUROPA

Diagnóstico - El ejemplo de Alemania: Un nuevo mundo que nace de la fusión de Este y Oeste - El «Tercer Mundo» - El mundo islámico La función de la Iglesia - Estado y sociedad - La Iglesia REFERENCIAS Y FUENTES BIBLIOGRAFICAS

PRÓLOGO Una mirada retrospectiva a los acontecimientos históricos de nuestro siglo permite reconocer tres hechos de enorme importancia que, en primer término y de forma directa, conciernen al contexto europeo, aunque han tenido y siguen teniendo una fuerte repercusión en la historia mundial. En primer lugar se deben mencionar los cambios tanto internos como internacionales del mapa europeo, consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Esta causó el derrumbamiento de las monarquías en Europa Central, el fin de la Rusia zarista y la reorganización de todo el continente según el principio de los Estados Nacionales, principio que, sin embargo, ante un examen detenido, se muestra obsoleto y esencialmente inadecuado para fundamentar el nuevo orden mundial de la paz. A la Segunda Guerra Mundial siguió la división de Europa y del mundo en dos bloques de potencias contrapuestas entre sí el marxista y el capitalista liberal Ahora que el siglo llega a su fin, hemos sido testigos de la descomposición de la ideología marxista y de la estructura de poder creada por ella. La peculiaridad de este tercer cambio reside en el hecho de haberse realizado

pacíficamente y casi sin derramamiento de sangre, sólo bajo la acción de la descomposición interna de un sistema y de sus presupuestos culturales, en virtud de la fuerza del espíritu y no por medio de la violencia política o militar. En esto se fundan tanto la esperanza como la peculiar responsabilidad que acompañan tales hechos, cuyo reto está lejos de haberse extinguido. Liberalismo y marxismo coincidían en negar a la religión tanto el derecho como la capacidad de plasmar la respublica y el futuro común de la humanidad. En el transcurso, rico en agitaciones, de la segunda mitad del siglo, la religión ha sido redescubierta como una fuerza inalienable de la vida individual y social, y se ha puesto en evidencia que el futuro del género humano no puede ser planeado ni construido a espaldas de ella. Este proceso resulta alentador para le fe, pero no es posible ignorar los peligros que le son inherentes, entre los cuales se destaca el intento de involucrar a la religión en las contiendas políticas y en las discusiones ideológicas. En esta situación existe un deber ineludible, tanto para el teólogo como para el pastor de la Iglesia: entrar en el debate sobre la auténtica comprensión del presente y del camino hacia el futuro, para ilustrar lo que pertenece al ámbito especifico de la fe y, al mismo tiempo, a su obligación de orientar la vida política en todo aquello que le incumbe. En los últimos años he recibido numerosas invitaciones para intervenir en debates sobre el tema de la relación entre la Iglesia y el mundo. En la mayor parte de los casos, los temas eran formulados por los anfitriones y giraban en torno a problemas que, en cada situación concreta, parecían particularmente acuciantes. Este volumen recoge los trabajos más importantes surgidos de estos encuentros. Al considerar la enorme resonancia que éstos han hallado entre quienes los han escuchado en los sitios más diversos, me atrevo a esperar que estos breves ensayos consigan decir algo al creyente y a aquellos que dudan, y puedan responder a los desafíos que plantea nuestro difícil presente histórico. CARDENAL JOSEPH RATZINGER

INTRODUCCIÓN Para dar a entender la peculiaridad de mi libro, sus objetivos y límites, quisiera, en primer lugar, contar brevemente cómo nació. El Prefecto de una Congregación que, día tras día, desde la mañana a la tarde, está absorbido en tareas comprometidas de todo género, no tiene la posibilidad de madurar mentalmente, en una reflexión tranquila, grandes temas para después hacer una adecuada presentación literaria. En los últimos años ninguno de mis libros ha tenido la posibilidad de tomar forma según este proceso clásico del trabajo científico. Por otra parte, seria bastante grave que una misión, ordenada a los fundamentos espirituales de nuestra existencia, fuera afrontada sólo de una forma burocrática con el auxilio de las técnicas modernas de administración. Si fuera así, tendría razón en el fondo Drewermann, que dirige a la Iglesia el reproche de que su pretensión de verdad es sólo una gestión del poder. Humanamente hablando, uno está protegido de esto por las circunstancias, pues el prefecto es sólo uno entre iguales, y las decisiones de la reunión de los cardenales, lo que en sentido riguroso significa la palabra «Congregación», son largos y complejos

procesos de consulta de múltiples estudios de expertos de primer orden. Pero, en última instancia, quienes tienen la responsabilidad deben asumir el contenido del pensamiento de este proceso, y sólo pueden decidir en la medida que se implican ellos mismos en la reflexión. Y así ocurre que el trabajo diario resulta ser una continua provocación a entrar en el debate cultural de nuestro tiempo e intentar una toma de posición a partir de la fe. Dentro de este marco incluyo las numerosas invitaciones para conferencias y charlas que me llegan casi diariamente y que naturalmente pueden ser acogidas sólo en mínima parte. Quien como hombre de Iglesia, y por tanto a partir de la fe y de la razón implicada en ella, quiere participar en la reflexión y la acción que se refieren a las grandes tareas de la Iglesia y del mundo debe también arriesgar en el debate público e intentar estar presente en él como uno que da, pero también como uno que recibe. De este modo se ha formado este libro, casi como los otros de los últimos años: recoge textos que han nacido de la participación pública en la reflexión y en el diálogo sobre los problemas del presente. No elegí yo los temas; me han sido propuestos. Son, por tanto, diferentes; como diferentes han sido las ocasiones en las que nacieron. Pero, de todos modos, tienen una ligazón interior y pueden disponerse según un orden no meramente formal. Se hallan al comienzo las cuestiones de principio de los fundamentos morales y religiosos de nuestro quehacer político. Después de la caída del muro, que había dividido Europa en un sector atlántico y otro soviético, surge de forma nueva el problema de esta parte de nuestra tierra: lo que estaba separado quiere ser de nuevo un todo unido, y, por tanto, después del fracaso de las teorías utópicas, de forma renovada se está a la búsqueda del vínculo con la propia historia. A este respecto, es evidente que «Europa» no es un concepto geográfico, sino una grandeza histórica y moral. Fn las revoluciones de los últimos años se ha desvelado con extrema claridad que el actuar político, social y económico no se lleva a cabo sólo mediante la tecnocracia, sino que en el fondo implica un problema moral y religioso. Ciertamente, en el mundo complicado de hoy son necesarios una cantidad tremenda de conocimientos técnicos especializados que no pueden ser sustituidos por moralismos. Desde este punto de vista, la competencia del teólogo en los problemas políticos es limitada. Las instrucciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la teología de la liberación querían recordar este límite frente a las falsas mezclas de fe y política. Pero tampoco existe una política neutra. La revuelta estudiantil del 68 tenía razón al intentar poner de manifiesto la imposibilidad de una ciencia neutra; lo mismo vale para la política. En los temas que se me han propuesto, recogidos en este libro, he intentado tener en cuenta los dos aspectos del problema: por una parte, no sustraerme a las cuestiones que se definen de buena gana como problemas «mundanos», y, por otra, no dar motivo para pensar que la teología tenga una respuesta para cada

cosa.

Objeciones contra el tema de Europa Permitidme entrar un poco más concretamente en el tema de Europa. Que el Este y el Oeste deban encontrar una nueva unidad y que este problema se ponga de modo decisivo en el continente de Europa, antes dividido, es algo aceptado por todos. En este sentido, difícilmente se negará que esta conformación peculiar, que llamamos Europa, se ha convertido hoy de nuevo en un problema y una tarea. Pero, cuando se plantean los problemas concretos, este acuerdo desaparece. Veo tres temores contrapuestos, que surgen respecto al ideal de Europa y que por tanto hacen problemática la acción por una renovada comunidad de Europa. En primer lugar, menciono el temor a que el programa Europa sea utilizado en la «tendencia restauradora» de la Iglesia católica. Tras el eslogan «nueva evangelización» se escondería el objetivo de hacer retroceder la Reforma y la Ilustración y, favorecidos por las ventajas del momento presente, reedificar una Europa dominada por los católicos bajo la guía del Papa. Se querría, en definitiva, volver a una época anterior a la época moderna y hacer efectivo el sueño de un mundo católico. Contra esta tendencia habría que defender el progreso, la libertad de pensamiento, la laicidad y la mundanidad. Un segundo temor, de naturaleza más bien opuesta, lo ha expresado recientemente, haciéndose eco de muchos, el filósofo húngaro Thomas Molnar, exiliado en América, donde enseña. Él tiene miedo de la Europa de la burocracia económica de Bruselas, teme la reducción de la realidad al mercado y a la mercancía. Según él, la línea fundamental de la actual política europea va hacia un sometimiento al american way of life, con que Europa dejaría de ser ella misma para convertirse en un apéndice de Norteamérica. Se perfila una homologación del estilo de vida desde ella stfood hasta la lengua y la estructura de las ciudades, cuyo vacío interior da miedo. Venecia y Roma (por poner sólo dos ejemplos cercanos) se manifiestan circundadas por un cinturón de ciudades satélites que conducen a la decadencia de la antigua urbs como ámbito vital. De este modo, crece el temor de que en la unificación de Europa dominen sólo los criterios de una cultura caracterizada por lo cuantitativo, en la que cuenta sólo el tener más y el ser mayor, mientras que al mismo tiempo se va perdiendo todo lo auténticamente humano. Y así la tolerancia universal se convierte en intolerancia universal: sólo lo que se puede incluir en el criterio cuantitativo tiene valor; si verdad y ethos salen del ámbito puramente privado y aspiran a un valor público, salen fuera del pluralismo permitido y aparecen como pretensión totalitaria que quiere someter al hombre a un yugo; no pueden, por tanto, pretender la tolerancia. Ante tales fenómenos, el discurso sobre un nuevo orden mundial puede

tener en sí algo poco confortante. No es casual que en los años pasados haya sido reeditado el libro de Benson El amo del mundo, del año 1907, que describe la visión de una civilización unificada y de su poder destructivo del espíritu. El Anticristo es representado como el constructor de la paz de este nuevo orden mundial. En Alemania el libro ha aparecido en 1990 en una nueva edición, evidentemente a causa de la convicción de que tal homologación de la humanidad debe ser considerada hoy como un peligro real, que debe ser rechazado. Por último, está el temor del eurocentrismo y el recuerdo de que la historia europea no es de ningún modo la historia de un mundo integro, al que se podría volver de nuevo después de todos los errores de la ideología moderna. El resurgir de los nacionalismos, con toda su crueldad destructiva y su restricción mental, como hoy está sucediendo, sólo puede confirmar la actualidad de tales avisos respecto a una romántica vuelta al pasado. 6Qué decir ante tales temores que parecen excluir tanto la construcción de Europa sobre el pasado histórico como la fuga hacia una civilización ahistóricacuantitativa? Ante todo, es claro que no tendría ningún sentido buscar la vuelta a un pasado. No existe ningún camino hacia atrás. Una idea de Europa que no consiguiera integrar la herencia de la época moderna no tendría futuro; se apoyaría en una concepción abstracta de la historia. Pero no creo que nadie tenga en la mente una idea semejante. La nueva Evangelización no significa la reedición de lo que ha existido. Tiene su origen en el convencimiento de que el Evangelio de Jesucristo, porvenir de la eternidad, lleva en si no sólo un ayer y un hoy, sino sobre todo un mañana. Cada época lo experimentará y lo vivirá de modo nuevo. Sólo en la medida en que llegue tanto a los confines de la tierra como hasta sus limites temporales e históricos podrá desarrollar y mostrar su verdadera grandeza. Nueva Evangelización significa que sean desveladas al hombre las fuentes de su identidad, y que así sea capaz de desarrollar toda la plenitud de su ser.

Indicaciones para un camino De este modo, ya hemos dado en su núcleo la respuesta a la segunda y a la tercera dificultad que antes he intentado presentar. Los conocimientos y los descubrimientos de la ciencia y la técnica moderna no tienen que ser anulados; aunque hayan surgido al respecto muchas dudas en nosotros, todo lo que es conocimiento verdadero y utilización humana de este conocimiento permanece valido y apreciable. Hoy tenemos ideas más críticas respecto al progreso técnico porque comenzamos a ver la amenaza que supone para la tierra un progreso indiscriminado. En este sentido, se deben encontrar líneas de discernimiento y criterios que hagan más articulada la relación con nuestra ciencia y las posibilidades de

hacer. El rechazo simplista no conduce a nada. Existe una especie de resentimiento respecto al mundo moderno que puede unirse a las ideologías más diversas y llegar a ser decididamente peligroso. La idea de una nueva Evangelización no pertenece, es el momento de repetirlo, a este tipo de pensamiento de negación. Nos exhorta con urgencia, por el contrario, a ver las unilateralidades de la época moderna, de una civilización orientada sólo a la cantidad; nos ofrece criterios de discernimiento, de los que tenemos urgente necesidad. Me parece que no se puede negar que hasta ahora se ha trabajado por la unificación de Europa de un modo unilateral, siguiendo lo económico, la cantidad, la no atención a la historia. Proceder en esta orientación sin intervenciones correctivas, no ofrecería a Europa una verdadera esperanza. La homologación de la vida en todos sus ámbitos, desde el alimento a los edificios y a la lengua, lleva consigo una debilitación de los espíritus, en la que el continuo cambio de las formas exteriores se experimentaría como aburrimiento total. La persona humana llega a estar sin alma, se convierte en un alienado, en el verdadero sentido de la palabra. Allí donde la moral y la religión son arrojadas al ámbito exclusivamente privado faltan las fuerzas que pueden formar una comunidad y mantenerla unida. Nos encontramos ante un problema muy serio: la antítesis entre tolerancia y verdad, que es cada vez más el dilema de nuestro tiempo. Falta todavía respecto a este problema, decisivo para la supervivencia de Europa y de las democracias surgidas de la cultura europea, una discusión filosófica ampliamente fundada, aunque el dilema es de dominio público, gracias a la formulación radical del concepto positivista de Estado en la obra de Kelsen. Es verdad que el Estado como tal no es una fuente de verdad, y, por tanto, no puede imponer ninguna visión determinada del mundo ni ninguna religión; debe garantizar la libertad de religión y de pensamiento. Pero si de ello se deduce la total neutralidad moral y religiosa del Estado, entonces se canoniza el derecho del más fuerte: la mayoría se convierte en la única fuente del derecho, la estadística se erige en legislador. Esto equivaldría a la autoeliminación de Europa, porque consecuentemente se deberían poner en discusión los derechos del hombre, como se ha puesto de manifiesto en la discusión sobre el aborto. Se constata así lo que Adorno y Horkheimer han dicho sobre la dialéctica de la Ilustración y su incesante autodestruccion. Se trata de un problema de supervivencia de la libertad, y, precisamente para defenderla, tenemos que encontrar el camino para volver a la intuición aristotélica de algunas verdades y valores de fondo de la existencia humana por sí evidentes, intocables. La libertad sin fundamentos morales se hace anárquica, y la anarquía conduce al totalitarismo, es más, es ya una manifestación del espíritu totalitario. De hecho, la autoevidencia de lo que es moral y santo se ha perdido en el escepticismo general y en el rechazo de cualquier certeza no demostrable en el

laboratorio. Pero también hoy el hombre puede saber que es buena la fidelidad y no la infidelidad, que es bueno el respeto de los valores y no el cinismo, que la atención al otro corresponde más con la persona humana que la violencia; que estamos ante el misterio divino, y de él recibimos nuestra dignidad. Quisiera expresar esto de un modo aún más concreto. Aristóteles no es suficiente. Europa ha encontrado en la fe cristiana los valores que la sostienen, y que, más allá de la historia europea concreta, dan el fundamento a la dignidad humana de todos los hombres. Europa intenta hoy desvestirse de su propia historia y declararse neutral respecto a la fe cristiana, es más, respecto a la fe en Dios, para llegar finalmente a una tolerancia sin fronteras. Un pensamiento y un comportamiento semejantes, contrarios al acontecer histórico, son autodestructivos. El Estado no puede imponer a nadie una religión determinada; así lo ha afirmado justamente el Vaticano II en su Decreto sobre la libertad religiosa. Pero esto no significa que deba considerar como creadora de valores sólo a la mayoría y privarse de todo fundamento cultural. El Estado no comete injusticia contra nadie, bien al contrario, pone los presupuestos del derecho cuando coloca las grandes opciones humanas de la visión cristiana del mundo como fundamento de su orientación del derecho. Problemas complementarios Como conclusión, quisiera aún tomar posición brevemente sobre dos cuestiones que se plantean en este contexto. El rostro concreto de Europa está caracterizado por dos grandes cismas de la época moderna: la reforma del siglo XVI y el laicismo surgido de la Ilustración. El Concilio Vaticano IT con ímpetu audaz ha buscado derribar los muros de ambas divisiones o, al menos, abrir puertas y pasos entre mundos separados y, por muchos motivos, recíprocamente hostiles. En el Decreto sobre el ecumenismo y en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, el Concilio emprendió estos dos diálogos y comenzó el camino hacia lo que es común y no desapareció completamente ni tan siquiera con las divisiones. El camino del encuentro es evidentemente más difícil de lo que se hubiera podido pensar en un primer momento de entusiasmo; la diferencia en las posiciones de fondo es demasiado profunda. Como resultado positivo se puede mencionar el hecho de que hoy se da una colaboración de los cristianos en los problemas fundamentales de nuestro tiempo, y también que las lineas divisorias entre el llamado laicismo y la Iglesia están en movimiento: la Iglesia ha asumido con el concepto de la democracia los principios de la tolerancia y del pluralismo, y ha experimentado en los últimos decenios de modo evidente que sólo hay ganancias en la instauración de la libertad religiosa, ya que de hecho tiene que

actuar con frecuencia en estados y sociedades en que ella es una minoría o incluso están amenazados sus fundamentos espirituales. Por otra parte, el viejo dogmatismo liberal se ha liberado en muchos aspectos de su rígida posición antieclesial, ha visto que es un error el encerrar a la Iglesia en lo privado y comprende mejor su exigencia de un espacio público. Este equilibrio, alcanzado por ambas partes en la posguerra a través de dolorosas experiencias, está hoy amenazado de nuevo por las radicalizaciones de la Ilustración, de las que he hablado antes. No se puede esperar de modo razonable que las tres figuras de la Europa moderna catolicismo, protestantismo, laicismo se unan en un tiempo no muy lejano. Pero es necesario trabajar sin cansarse por su comprensión recíproca y por su encuentro. La marginación de la fe y la radicalización de la libertad que conduce a la anarquía, serían el fin de Europa y también el fin de la gran herencia europea de la dignidad y de los derechos dcl hombre, que se fundan en el respeto de la semejanza del hombre con Dios y de la intocabilidad de la imagen de Dios. En este punto surge un segundo problema que quisiera afrontar: ante las emigraciones de pueblos, a las que estamos asistiendo, ¿no caminamos hacia una sociedad multicultural? ¿Tiene sentido permanecer apegados a fundamentos cristianos cuando tanto el Islam y las religiones asiáticas como formaciones religiosas modernas postcristianas están haciendo desaparecer la Europa precedente? ¿No debemos quizá prepararnos para una coexistencia de sistemas de valores completamente diversos? Nos enfrentamos aquí ciertamente a problemas abiertos, cuya amplitud, aun con dificultad, conseguimos abrazar con la mirada. El peligro mayor es que la desaparición de certezas religiosas y mora-les en Europa conduzca, por una lógica interna, a la hostilidad en las confrontaciones futuras, también allí donde la utopía de un mundo mejor es admitida con demasiada rapidez. La disminución de la natalidad es el signo más manifiesto de este no al futuro; la droga va en la misma dirección. Pero este retirarse dc la historia no tiene nada que ver con la hospitalidad respecto al extranjero. La verdadera hospitalidad y la verdadera apertura al otro consiste ante todo en el hecho dc que se supere la contradicción de la riqueza en algunos países, y, a partir de aquí, sc trabaje para que cualquier parte de la tierra, cualquier país, sea habitable o lo sea cada vez más, y así toda la tierra sea una casa para el hombre. Por otra parte, debemos custodiar la hospitalidad para todos aquellos que están amenazados de persecución o están privados de las condiciones de una vida digna. Es verdad que esto, en el futuro, traerá consigo una pluralidad cultural mayor que a la que estábamos habituados hasta ahora. Pero de esto no se sigue necesariamente una multiculturalidad sin limites en la que los fundamentos cristianos de Europa deban ser conducidos a su desaparición. En ese caso, por ejemplo, habría que recuperar la poligamia como forma legal, habría que declarar legales de nuevo algunas formas de privación de los derechos de la mujer, que nosotros hemos superado y muchas otras cosas. También aquí una falsa

tolerancia acabaría por contradecirse ella misma. El libro que entrego ahora a la opinión pública, se ocupa de estos problemas fundamentales. Pretende ante todo aclarar la relación dc la tolerancia con los fundamentos inalienables de la identidad europea, que en toda su amplitud son de una profunda identidad cristiana. Lo que más me interesa dc estos ensayos modestos lo encuentro resumido en un pasaje del discurso que el Santo Padre pronunció el 11 de octubre de 1988 ante el Parlamento europeo en Estrasburgo; con dicha cita quiero concluir: «Es mi deber subrayar con fuerza que si el sustrato religioso y cristiano de este continente fuese marginado en su papel inspirador de la ética y en su eficacia social, no sólo sería negada toda la herencia del pasado europeo, sino también estaría gravemente comprometido un futuro digno del hombre europeo, quiero decir, de todo hombre europeo, creyente o no creyente».

PRIMERA PARTE Iglesia y mundo moderno. Elementos esenciales y problemas de fondo

1. DERRIBAR Y EDIFICAR. LA RESPUESTA DE LA FE A LA CRISIS DE LOS VALORES En la literatura contemporánea, en las artes figurativas, en películas y representaciones teatrales, prevalece una imagen sombría del hombre. Todo cuanto sea grande y noble despierta a priori sospechas. Debe ser bajado de su pedestal y revalorizado. La moral se juzga hipocresía; la felicidad, autoengaño. Quien se confía con sencillez a la belleza y a la bondad peca de ingenuidad o persigue fines ocultos. La sospecha es la actitud moral legítima; el enmascaramiento es su principal resultado. La crítica de la sociedad es un deber; los peligros que nos amenazan nunca serán descritos de modo suficientemente crudo y espantoso. Sin embargo, la complacencia en lo negativo tiene sus límites. Al mismo tiempo se difunde un «optimismo obligatorio», del cual no se puede prescindir impunemente. Quien, por ejemplo, se atreve a decir que en el desarrollo de la cultura moderna no todo ha seguido el camino correcto y que en algunos ámbitos esenciales sería necesario reflexionar de nuevo sobre la sabiduría común a las grandes civilizaciones del pasado, yerra en su crítica. Tropezaría de inmediato con una defensa a ultranza de las alternativas fundamentales de la modernidad. La insistencia en lo negativo no hace lícito someter a una discusión seria la convicción de que la directriz esencial del desarrollo histórico es el progreso y que, por tanto, el bien se encuentra sólo en el futuro.

La sorprendente ambigú edad de la crítica actual a la sociedad se hace

evidente cuando se consideran con atención las actitudes diametralmente opuestas con las que la opinión pública dominante ha reaccionado ante dos sucesos, señalados como los más graves desafíos morales de los últimos años. El primero ha sido el accidente nuclear de Chernobyl. Quien deseara pasar por persona «ducha» en la materia no ha tenido más remedio que describir con colores sombríos la peligrosidad de lo ocurrido. Era inevitable verlo como una inmensa amenaza para todo ser viviente: la renuncia total a la energía atómica parecía ser la única respuesta adecuada. El otro acontecimiento está representado por la rápida difusión de la enfermedad viral denominada SIDA. No cabe la menor duda de que como consecuencia de ella han enfermado o muerto más personas que cuantas continúan en peligro por el accidente de Chernobyl, y que la amenaza de este nuevo flagelo de la humanidad hostiga la existencia de todo individuo más de cerca que las centrales atómicas. Pero quien se atreve a decir que la humanidad debería evitar el libertinaje sexual que confiere al SIDA toda su fuerza de propagación y destrucción es considerado por la opinión pública como un oscurantista redomado. Semejante idea sólo puede ser tomada con conmiseración y quedar silenciada por los ilustrado de nuestros días. A la luz de este ejemplo distinguimos dos formas de crítica de la sociedad; una permitida, la otra no. Aun la autorizada, sólo puede llegar al umbral de ciertas «opciones fundamentales», que no es licito cuestionar.

Los problemas morales de nuestra época: un diagnóstico El tema que se me ha confiado requiere ciertamente una reflexión que no debe dejarse intimidar por semejantes prohibiciones. Pero creo que seria igualmente erróneo juzgar negativamente todo lo que se refiere a nuestra sociedad y a su situación moral. Es cierto que no es lícito dejarse impresionar por el optimismo superficial de la práctica de ciertas corrientes, pero por otra parte tampoco es permisible ceder a la tentación de ignorar los elementos positivos de nuestro tiempo. Por supuesto, no es posible ofrecer aquí una descripción exhaustiva de la fisonomía moral de nuestra época. Nuestra reflexión tiende más bien a resaltar aquello que es válido y duradero, es decir, aquellas orientaciones básicas mediante las cuales se puede atravesar con éxito el presente y abrir el camino hacia el futuro. Indagaremos aquí sobre los elementos característicos de nuestro tiempo, para delimitar qué bloquea el acceso al sendero justo y qué lo favorece. En esta primera parte de nuestro análisis no trataremos, por consiguiente, de los vicios y virtudes que siempre han existido y siempre existirán , sino de los rasgos más representativos de nuestra época histórica. En la valoración de los aspectos negativos sobresalen dos dementos que no se localizan en períodos de la historia: el terrorismo y la droga. En el lado positivo, se va afirmando una fuerte conciencia moral que se concentra esencialmente en valores propios del ámbito

social: libertad para los oprimidos, solidaridad con los pobres y los marginados, paz y reconciliación.

El problema de la droga Procuremos examinar un poco más de cerca este fenómeno. Recuerdo una discusión con algunos amigos en casa de Ernst Bloch. La conversación había derivado por casualidad hacia el problema de la droga, que entonces al final de los años sesenta comenzaba a plantearse netamente. Se discutía acerca de la rápida difusión que ésta tenía en el presente, que hubiera sido imposible, por ejemplo, en la Edad Media. Nos parecía insuficiente responder que en aquel tiempo los países productores estaban demasiado lejos. Eenómenos como la difusión de la droga no pueden explicarse mediante condiciones extrínsecas de tal género: se derivan de necesidades o carencias más profundas, de las que depende también el modo en que afrontamos el problema concreto del control de los estupefacientes. Por ello planteé la tesis de que, evidentemente, en el medievo no existía el vacío espiritual que hoy intenta llenarse con la droga. Aún recuerdo la indignación con la que reaccionó la señora Bloch. Bajo el prisma histórico del materialismo dialéctico, para ella era inaceptable la idea de que épocas pasadas pudieran haber sido superiores a la nuestra en aspectos esenciales. Era imposible que en el medievo época de opresión y de prejuicios religiosos las masas hubieran podido vivir más felices y con mayor equilibrio interior que en nuestra época, mucho más avanzada en el camino de la liberación. ¡Equivaldría a ver derrumbada toda lógica de la «lucha por la liberación!» Pero, por otra parte, ¿cómo puede explicar-se entonces semejante fenómeno? Aquella noche, el problema quedó sin respuesta. Como no comparto la concepción materialista del mundo, considero aún válida mi tesis de entonces. Pero, por supuesto, ésta debe concretarse. Para ello, el propio pensamiento de Ernst Bloch puede ofrecer una premisa interesante. Bloch sostiene que el mundo de los datos de hecho la pura y simple facticidad es un mundo enteramente marcado por el mal. El «principio de esperanza» significa que el hombre se rebela con energía contra la realidad de hecho: se sabe moralmente obligado a superar el corrompido mundo de la facticidad, para edificar otro mejor. Siguiendo tal lógica, habría que decir: la droga es una forma de protesta contra la situación de hecho. Aquel que la consume se niega a resignarse a la pura y simple realidad de hecho, busca un mundo mejor. El fenómeno de la droga proviene de la desesperación que causa un mundo que es como la «prisión de los acontecimientos», en la cual el hombre, a la larga, no puede resistir. Naturalmente concurren también muchos otros factores: la sed de aventura, el conformismo que induce a hacer aquello que los otros hacen, la habilidad con que se desenvuelven los traficantes y los intermediarios. Pero el

núcleo es siempre la protesta contra una realidad sentida como cárcel. El «gran viaje» que los hombres buscan en la droga es también una forma aberrante de mística, la perversión de la aspiración humana al infinito, el rechazo a la insuperabilidad de la inmanencia y el intento de traspasar las barreras de la propia existencia en dirección al infinito. La humilde y paciente aventura de la ascesis, que se aproxima paso a paso hasta el Dios que se inclina hacia nosotros, se sustituye por el poder mágico, por la magia reveladora de la droga; el itinerario moral y religioso, por la aplicación técnica. La droga es la pseudomística de un mundo que no cree, pero que de ningún modo puede prescindir de la ansiedad del alma por el Paraíso. La droga es, por consiguiente, una señal indicadora de algo más profundo. No sólo descubre en nuestra sociedad un vacío, que ésta no es capaz de llenar con sus propios medios, sino que atrae también la atención hacia una íntima exigencia del ser humano que, si no encuentra la respuesta acertada, se manifiesta de forma pervertida. El terrorismo como problema moral El punto de partida del terrorismo resulta extremadamente afín al de la droga, en su origen se halla también la protesta contra el mundo tal como es, y el deseo de un mundo mejor. En su raíz, el terrorismo representa una forma de exasperación de las inquietudes morales, en cierta medida una suerte de moralismo, sin duda mal orientado, que deviene en una trágica parodia de los auténticos fines y medios de la conducta moral. No es casual que el terrorismo haya tenido sus inicios en la universidad, precisamente, en el radio de influencia de la teología moderna, entre jóvenes de fuerte formación religiosa. El terrorismo de primera hora fue un apasionado impulso religioso dirigido hacia la dimensión humana, una expectativa mesiánica transformada en fanatismo político. Aunque la fe en la eternidad se perdió o se hizo irrelevante, la unidad de medida de la esperanza ultraterrena no se abandonó, sino que se puso en relación con el mundo presente. Dios dejó de ser un sujeto realmente operante; sin embargo, se buscó aún con mayor fuerza el cumplimiento de sus promesas. «Dios no tiene más brazos que los nuestros»: esto significaba que el cumplimiento de tales promesas podía y debía depender exclusivamente de nosotros. La náusea por el vacío espiritual y moral de nuestra sociedad, la aspiración a lo Totalmente-Otro, la exigencia de una salvación incondicionada sin barreras y sin confines es, por así decirlo, la componente religiosa del fenómeno del terrorismo. Ésta le ha conferido el impulso de una apasionada tensión hacia la totalidad, la voluntad de apartarse de cualquier compromiso, la perentoriedad característica de las instancias ideales. Todo esto se vuelve más peligroso a causa de la resuelta opción inmanentista, que pretende trasladar a la dimensión intramundana la esperanza

mesiánica: a cuanto es condicionado se le pide que sea incondicionado; a lo finito, que sea infinito. Esta íntima contradicción ilumina la peculiar tragicidad del fenómeno, en el cual la alta vocación del hombre queda reducida a instrumento de una gran mentira. La inautenticidad de las promesas del terrorismo permanece aún velada a los ojos del terrorista común a causa del intimo nexo entre esperanza religiosa e intelectualidad moderna. La intelectualidad moderna sostiene, en primer lugar, que todos los criterios morales tradicionales son «desmitificados» y «desenmascarados» por infundados al ser llevados ante el tribunal de la razón positivista. El lugar de la moral no está en el ser, sino en el futuro. El hombre debe proyectarlo por si mismo. El único valor moral que efectivamente se acepta está constituido por la sociedad futura, en la cual será plenamente realizado podo aquello que en la actualidad (todavía) no existe. Por eso la moral del momento presente consiste estrictamente en trabajar por esa sociedad del futuro. Por consiguiente, el nuevo criterio moral sería: moral es aquello que sirve para el advenimiento de la nueva sociedad. Aquello que resulta útil, por otra parte, puede ser determinado con la metodología científica de las estrategias políticas, mediante la psicología y la sociología. La moral se hace «científica», ya no tiene como fin un «fantasma» el Paraíso, sino una entidad creada por la iniciativa humana la nueva era. De este modo, moral y religión se han convertido en algo «positivo» y «científico». ¿Qué más puede desearse? ¿Es posible maravillarse de que precisamente los jóvenes idealistas se sintiesen inflamados por tales promesas? Sólo a través de un concienzudo análisis se descubre en todo esto la huella del diablo y se oye el eco de su siniestro susurro: «es moral aquello que crea el futuro»: sobre la base de este criterio hasta el homicidio puede ser «moral»; en el camino que conduce a la plena humanidad, hasta lo más inhumano puede tornarse útil. En el fondo, esta lógica no es diferente de aquella que dice que para alcanzar «resultados científicos relevantes» es licito sacrificar embriones. Encierra también un concepto de libertad semejante a aquel que enseña que debe dejarse a la decisión de la mujer el derecho a abortar, si piensa que se constituye un obstáculo para su autorrealización. De este modo, el terrorismo prosigue su curso irrefrenable hacia un campo de batalla un poco más refinado, con la bendición de la ciencia y del espíritu ilustrado. Ciertamente, el terrorismo brutal de los primeros revolucionarios ha sido marginado en la sociedad occidental. Su amenaza contra los hábitos de vida de estas sociedades era demasiado alta, la inmoralidad de su norma se manifestaba de una forma demasiado abierta. Pero todavía no se han rechazado sus presupuestos fundamentales. Esto es evidente en el hecho de que se recomienda en los países del Tercer Mundo, suficientemente lejanos de nosotros. Hoy como en otro tiempo, quien no defienda su pervivencia en el Tercer Mundo cosa impensable en el propio ambiente será juzgado como un ser inmoral. Sostener

ideologías militares liberadoras en otros países parece una suerte de compensación moral frente a la búsqueda incansable del bienestar en Occidente, rechazando al tiempo cualquier intento revolucionario que pretendiera cambiarla. Gracias a Dios, la práctica del terrorismo en Europa ha sido frenada de nuevo, pero sus presupuestos espirituales no han sido aún derrotados. Hasta que esto no suceda, esta llama puede encenderse de nuevo en cualquier momento.

La nueva «apertura» a la religión y a la moral De este modo se nos plantea ahora con fuerza el interrogante sobre cuál es propiamente el error en estos presupuestos espirituales que he caracterizado brevemente. ¿En qué consiste exactamente dicho error? Antes de analizar las raíces del problema, debemos completar nuestra caracterización de la sociedad contemporánea. Habíamos destacado, entre los fenómenos negativos emergentes, la difusión de la droga y la amenaza del terrorismo; y entre los positivos, una fuerte y nueva exigencia de grandes valores morales, como la libertad, la paz y la justicia. ¿Puede acaso venir de aquí la respuesta a los peligros de nuestro tiempo? En primer lugar debemos resaltar que los valores considerados especialmente dignos de alabanza son, en gran medida, idénticos a aquellos que fueron y son aún proclamados valores supremos para los representantes de los movimientos violentos. El abuso empero no desacredita los valores como tales. Es más, la novedad que se abre paso en la nueva generación reside en el hecho de que estos fines son proyectados ahora sobre la actuación política y social, y quedan así privados de su carácter irracional y violento. Se dejan a un lado los cristales de la ideología, y, de este modo, la contemplación del bien puede volver a ser límpida y sensible. En efecto, se puede saludar este fenómeno como un motivo de esperanza: la voz de Dios en el corazón del hombre puede ser velada o distorsionada, pero nunca cesa de resonar y sabe hallar el camino para dejarse sentir. A este mismo cuadro general y positivo pertenece también la nueva exigencia de recogimiento, de contemplación, de auténtica sacralidad, en definitiva, de contacto con Dios, cuyas señales se hacen perceptibles por doquier. En este sentido, emergen actitudes y energías que nos dan esperanza. Pero al igual que una fuente debe ser regulada para que no se seque, también estos impulsos tienen necesidad de purificación y de orden para poder ser verdaderamente eficaces. La nueva demanda religiosa puede dirigirse muy fácilmente hacia el esoterismo; puede evaporarse en el puro romanticismo. Debe enfrentarse a dos barreras muy difíciles de superar. En primer lugar, parece difícil de aceptar la indispensable continuidad de una disciplina estable, la fidelidad a un itinerario lineal, que no se deje engañar abandonando el orden de la voluntad y de la razón

por las fáciles compensaciones que puede ofrecer una «técnica de los sentimientos». Más difícil aún parece ser la conjugación de tales demandas en el contexto comunitario de la vida de una «institución» religiosa, en la cual la «religión de sentimientos» se configure en el sentido propio como «fe» y se convierta así en forma y camino comunitarios. Donde esta doble barrera no es superada, la religión degenera en bien de consumo y no desarrolla ninguna fuerza que vincule la comunidad a los individuos. La razón y la voluntad vienen a menos. Queda el puro sentimiento, y esto es... demasiado poco. Semejante amenaza concierne a las nuevas demandas morales. Su lado débil es la difundida falta de valores éticos adecuados a la esfera del comportamiento individual. La atención se dirige hacia el plano general, hacia las grandes coordenadas, hacia la dimensión colectiva. Es cierto que la atención a los grupos marginales se manifiesta con frecuencia en la disponibilidad person~ para ayudar, que la motivación del servicio y de la asistencia hace surgir iniciativas admirables. Pero en un análisis global se hace notar todavía una carencia de motivaciones personales. Es más fácil defender los derechos y la libertad del propio grupo que practicar en la vida cotidiana la disciplina de la libertad y la caridad paciente con los que sufren, y más difícil aún estar dispuesto a renunciar a los beneficios de la propia libertad individual para dedicarse a este servicio toda la vida. Es sorprendente cómo, incluso en la Iglesia, se aprecia un debilitamiento en la iniciativa para las diversas formas de servicio. Las órdenes consagradas al cuidado de los enfermos o de los ancianos apenas tienen nuevas vocaciones. Se prefiere actuar de forma más pretenciosa desde el punto de vista «pastoral». Pero ¿hay algo más propiamente «pastoral» que una existencia dedicada gratuitamente al servicio de los que sufren? Por muy importante que sea para tal servicio la cualificación profesional, sin una profunda motivación moral y religiosa éste se vuelve árido, se convierte en una simple prestación técnica y deja inacabado el objetivo más importante desde el punto de vista humano. El lado débil de la disponibilidad moral contemporánea reside sobre todo en la falta de motivaciones personales. Tras ella se esconde, sin embargo, algo mucho más profundo. En la sociedad que recibe de la técnica su sello de calidad, los valores morales han perdido su evidencia y también su fuerza vinculante. Son, eso si, objetivos comunes por los cuales todos se entusiasman y enfervorizan; el hecho, empero, de que me obliguen también a mí aun cuando para mí sean desventajosos, cuando ponen en peligro mi propia libertad y mi tranquilidad personal, no parece razonable. De este modo, su finalidad termina por ser totalmente ineficaz, y el impulso retórico con el cual son públicamente exhibidos y propugnados en los discursos es sin duda una forma de compensar su falta de eficacia concreta. De este modo nos aproximamos de nuevo al interrogante planteado al

principio: ¿de dónde parte exactamente el error intrínseco de esa forma de moralidad que desemboca en el terrorismo? Esta insuficiencia es, de hecho, la verdadera raíz de casi todos los problemas de nuestra época, y sus efectos se extienden mucho más allá del ámbito del terrorismo.

Elementos para una respuesta La esencia del fenómeno moral Intentemos acercarnos gradualmente a la verdadera esencia del problema. Decía antes que el fenómeno moral ha perdido su evidencia propia. En la sociedad moderna, sólo una parte muy pequeña de los hombres cree aún en la existencia de los mandamientos divinos, y son muchos menos los individuos convencidos de que estos mandamientos, en caso de que existan, se transmiten infaliblemente a través de la Iglesia, de la comunidad religiosa. La idea de que la voluntad de otro, la voluntad del Creador, nos exija una respuesta, y que en el acuerdo de nuestra voluntad con la Suya resulte justificada nuestra naturaleza, se ha hecho extraña para la mayoría de los hombres. A Dios no le queda otra función que, si acaso, haber dado inicio al cosmos con el Big-Bang. Hacer de Dios un ser que actúa entre nosotros y del que el hombre dependa parece una concepción ingenuamente antropomórfica en la que el hombre se sobrevalora a sí mismo. Ahora bien, la idea de una relación personal entre Dios Creador y cada hombre en particular no está del todo ausente en la historia religiosa y moral de los hombres, aunque en su forma más pura se circunscribe al ámbito de la religión bíblica. Lo que fue patrimonio común de casi toda la humanidad antes de la Época Moderna se dispone objetivamente sobre una única dirección, representada en primer lugar por la convicción de que en el ser del hombre está inscrito un deber-ser, y en segundo lugar, porque de acuerdo con ella el hombre no concibe la moral sobre la base de cálculos utilitaristas, sino que la encuentra prefigurada en la esencia de las cosas. El escritor y filósofo inglés C. S. Lewis, mucho antes de la aparición del terrorismo y de la explosión del fenómeno de la droga, había atraído la atención sobre el peligro mortal de «la abolición del hombre» representado por el derrumbamiento de los fundamentos de la moral. Con este propósito, Lewis ha subrayado la evidencia, común a toda la humanidad, sobre la cual se funda la dignidad del hombre en cuanto hombre, y nos ha demostrado su permanencia mediante una visión de todas las civilizaciones importantes. Lewis no se ha referido Sólo a la herencia moral de los griegos, en la forma expresada en particular por Platón, Aristóteles y la escuela estoica, los cuales intentaban conducir al hombre a percibir la verdad del ser, postulaban la exigencia de una educación en estrecha «afinidad con la razón». Esto recuerda

también la noción de Rta del Hinduismo antiguo, que indica la concordancia armónica entre el orden cósmico, las virtudes morales y el ceremonial litúrgico. Nuestro autor subraya de manera particular la doctrina china del Tao: «Este es la naturaleza, el camino, la senda. Es el modo en que todo se mueve... Y también el camino mediante el cual el hombre debería avanzar en la imitación del movimiento cósmico y metacósmico, disponiendo todos sus actos en el horizonte de este gran proyecto»1. Por último, el gran novelista llama la atención hacia la ley de Israel, que vincula cosmos e historia y pretende ser la expresión de la verdad del hombre y de las cosas. En el interior de esta sabiduría fundamental que atraviesa las principales civilizaciones, existen diferencias en los aspectos particulares, pero mucho más fuertes que estas diferencias son los aspectos comunes, que se manifiestan como evidencias oríginarias del vivir humano: la doctrina de los valores objetivos que se expresan en la estructura ontológica del mundo; la creencia en que existen actitudes verdaderas y por tanto buenas, en cuanto se corresponden con el mensaje proveniente del universo; y que del mismo modo existen comportamientos siempre falsos, porque contradicen el ser. Multitud de personas en la Época Moderna se han dejado convencer por la idea de que las diversas morales del género humano, como también las religiones, se contradicen radicalmente. En ambos casos se ha llegado a la fácil conclusión de que todo esto no es sino invención humana, cuya irracionalidad «finalmente» podrá ser sustituida por conocimientos realmente racionales. Este diagnóstico resulta empero superficial en extremo. Se apoya en una serie de hechos particulares, vinculados entre si desordenadamente, y concluye con una banal presuntuosidad. La realidad es, por el contrario, que la intuición fundamental respecto a la densidad moral del ser y a la necesaria armonía de la esencia humana con el mensaje de la naturaleza, es común a todas las grandes civilizaciones, y que por tanto los grandes imperativos morales son también universales. Lewis lo ha expresado con gran vigor: «Aquello que por motivos prácticos he llamado el Tao y que otros podrían llamar ley natural o la moral tradicional o primer principio de la razón práctica o verdades fundamentales, todo eso no es un sistema de valores entre muchos posibles. Es, por el contrario, la fuente única de los juicios de valor. Si no se acepta, queda anulada la posibilidad de cualquier valor. Cualquier valor que sea conservado, exige que ésta sea también conservada. El intento de subestimaría y de sustituirla con novedades resulta una contradicción en esencia...»

La abolición del hombre, una falsficación del cientificismo El problema de la modernidad, o sea, el problema moral de nuestra época, reside en el hecho de haber cortado los nexos con la mencionada evidencia originaria. Para comprender efectivamente cuanto ha sucedido, debemos

describirlo de manera un poco más precisa. Es característico del pensamiento elaborado sobre el modelo de las ciencias naturales sostener que entre el mundo de los sentimientos y el mundo de los hechos se interpone un abismo. Los primeros pertenecen a lo subjetivo; los segundos, a lo objetivo. Ahora bien, los «hechos», o sea, cuanto hay de comprobable más allá de nosotros mismos, no son otra cosa que «datos de hecho», pura facticidad. Atribuir al átomo, además de sus características matemáticas, cualquier tipo de cualidad ulterior, por ejemplo, de naturaleza moral o estética, es sólo una fabulación para este tipo de lógica. Esta reducción de la naturaleza a datos de hecho exhaustivamente penetrables y por ello también manipulables, tiene como consecuencia sin embargo, que ningún mensaje moral proveniente de fuera del dominio de nuestro yo pueda alcanzarnos. El fenómeno moral, como el religioso, se considera perteneciente a la esfera de la subjetividad; no tienen carta de ciudadanía alguna en las dimensiones de la objetividad. Si son subjetivos, son fruto de una opción humana. No nos preceden, somos nosotros quienes los producimos. Este dinamismo de «objetivación», que hace las cosas perfectamente «cognoscibles» y disponibles a nuestro dominio, no conoce en su esencia límite alguno. Ya Augusto Comte había defendido una «física del hombre». Poco a poco, hasta el objeto más inaccesible de la naturaleza el hombre debía hacerse científicamente comprensible, o sea, ser sometido al modelo cognoscitivo propio de las ciencias naturales. Esto debía realizarse con la misma precisión con la que se analiza la materia3. Psicoanálisis y sociología son las modalidades fundamentales para cumplir este postulado. Ahora es posible esclarecer el mecanismo por el cual el hombre ha llegado a la convicción de que la naturaleza expresa una ley moral. A decir verdad, el hombre sometido a semejantes procedimientos cognoscitivos ya no es un hombre. Tampoco él de acuerdo con la naturaleza de tal género de conocimiento puede ser considerado otra cosa que pura facticidad: «Quien lo quiere someter todo a un análisis minucioso, no ve nada más», dice también Lewis. Las teorías de la evolución, desarrolladas hasta convertirse en visiones universales del mundo, confirman este punto de vista e intentan a la vez compensarlo. En éste, todo parece carecer de lógica, o más exactamente, parece obedecer a una pura lógica factual. Pero el transcurso mecánico del devenir cósmico puede reconstruirse con la teoría de la casualidad y la necesidad en una cabal teoría de la evolución. La consecuencia última derivada de la «evolución», la imitación de sus resultados, conduciría a la nueva moral. Los fines de la evolución son la supervivencia y el mejoramiento de las especies. La óptima supervivencia de la especie «hombre» representaría ahora el valor moral fundamental; las reglas para alcanzar tal objetivo, serán los únicos mandatos morales. Sólo en apariencia se vuelven a escuchar las indicaciones morales de la

naturaleza. En realidad domina ahora el sin-sentido, puesto que la evolución en sí misma no tiene sentido alguno. Dominan el cálculo y el poder. La moral se desvanece: el hombre como hombre desaparece de la escena. No es posible comprender cómo alguien puede aferrarse a una Supervivencia de tal género. Retornemos a Lewis, que describió este proceso en 1943 con gran penetración. Con estas palabras recuerda el antiguo pacto con la oculta potencia diabólica: «Dame tu alma y tendrás a cambio el poder. Pero una vez entregada nuestra alma, o sea, nosotros mismos, el poder así obtenido ya no nos pertenecerá... Entre las posibilidades del hombre está la de comprenderse como puro «objeto natural»... La verdadera objeción a esto estriba en el hecho de que el hombre que deseara comprender-se a si mismo como materia bruta quedaría convertido él mismo en materia bruta...». Lewis formuló esta preocupante advertencia durante la Segunda Guerra Mundial, porque con la destrucción de la moral, también veía amenazada la capacidad de defender la patria del asalto de la barbarie. Sin embargo, fue lo suficientemente objetivo como para añadir: «No pienso aquí exclusivamente, ni siquiera fundamentalmente, en aquellos que en este momento son nuestros adversarios políticos. El proceso que decretará en caso de que no se frene a tiempo la abolición del hombre se realiza en los regímenes comunistas y democráticos con la misma evidencia que entre los fascistas...». Esta advertencia me parece muy importante: las visiones modernas del mundo más contrapuestas tienen un punto de partida común en la negación de la moral natural y en la reducción de la realidad a «puros» datos de hecho. Cuanto conservan, de manera incoherente, de los antiguos valores varía de un caso a otro, pero en el núcleo se hallan bajo la amenaza del mismo peligro. La peculiar no-verdad de esta visión del mundo, de la cual droga y terrorismo son sólo síntomas, consiste en la reducción de la realidad a los datos de hecho y en la restricción de las facultades de la razón a la sola percepción de la dimensión cuantitativa de lo real. Lo específicamente humano queda violentamente confinado a la esfera subjetiva y privado así de influencia sobre la realidad. La «abolición del hombre», que procede de la absolutización de una única modalidad del conocimiento, es a la vez la demostración de la palmaria falsedad de esta visión del mundo. El hombre existe, y quien lo condena, sobre la base de las propias teorías, al confinamiento entre los aparatos analizables y componibles a placer oscurece sus propias capacidades perceptivas, de las cuales se escapa precisamente lo esencial. Si la ciencia intenta alcanzar un conocimiento de la realidad lo más comprensivo y adecuado posible, una metodología cognoscitiva configurada de esta forma absolutamente unilateral es todo lo contrario de la ciencia. En otras palabras: también la razón práctica, sobre la cual se funda el conocimiento moral como tal, es una clase de razón, y no sólo expresión de estados de ánimo sub-

jetivos, privados de valor cognoscitivo. Deberíamos comprender de nuevo que las grandes conquistas morales de la humanidad son también razonables y verdaderas, más verdaderas aún que las adquisiciones experimentales en el campo de la ciencia, de la naturaleza y de la técnica. Son más verdaderas porque captan más profundamente la verdad del ser y porque resultan más decisivas para la esencia humana.

Racionalidad de la moral y de la fe De todo esto se derivan dos consecuencias. La primera es que el deber moral no es la condición malvada del hombre, de la cual éste deba liberarse para poder hacer lo que desee. El deber moral constituye su dignidad, y si se desprecia, no se es más libre, sino que se acaba por descender a un escalón inferior: al plano de las máquinas y de la pura y simple realidad de las cosas. Si no existe ningún deber al cual el hombre pueda y deba responder libremente, tampoco existirá el ámbito de la libertad. El reconocimiento de cuanto es moral es el contenido verdadero y propio de la dignidad humana; sin embargo, no se puede reconocer sin experimentarlo al mismo tiempo como empeño por la libertad. La moral no es la cárcel del hombre, sino aquello de divino que hay en él. Para exponer la segunda implicación, debemos llamar de nuevo la atención sobre la intuición fundamental antes alcanzada. La razón práctica (o moral) es razón en su más alto sentido, porque penetra en el misterio específico de la realidad con mayor profundidad que la razón experimental. Esto significa que la fe cristiana no es limitación ni obstáculo para la razón, sino que, por el contrario, sólo ella está en condiciones de habilitar la razón para el cometido que le es propio. También la razón práctica, en efecto, necesita de la garantía del experimento, pero de un experimento mucho más alto que aquel que puede ser reproducido en el laboratorio. Necesita comprobar que la humanidad ha superado la prueba, y ésta sólo puede provenir de la historia. Por ello, la razón práctica ha estado inscrita siempre en el amplio contexto de la experiencia y de los fundamentos de las concepciones globales de tipo ético-religioso. Y como las ciencias naturales se alimentan de las intuiciones geniales de personalidades singulares, así también estas elaboraciones sistemáticas de las intuiciones éticas dependen, por una parte, de la experiencia vivida por la comunidad; por otra, de la capacidad particular de intuición de los individuos a quienes ha sido otorgada una visión penetrante de la totalidad. En el núcleo de estas afirmaciones, las grandes construcciones éticas de Grecia, del cercano y del extremo Oriente de las cuales hablaba poco antes no han perdido su validez. Hoy, sin embargo, podríamos considerarlas corrientes de agua que terminan confluyendo en el torrente de la interpretación cristiana de la

realidad. En efecto, la visión ética vinculada a la fe cristiana no es algo exclusivamente cristiano en sentido particular, sino más bien la síntesis de las grandes intuiciones éticas del género humano a partir de un nuevo núcleo que las recoge en sí mismo. Esta consonancia de la sabiduría ética universal es empleada, a menudo como argumento contra el carácter vinculante de los Mandamientos de Dios proclamados en la Biblia. Parece claro así se argumenta que la Biblia en realidad no contiene ninguna ejemplaridad moral específica, sino que hace propias las conquistas morales características del ambiente circundante. Por consiguiente, en el campo moral sólo es válido aquello que en una determinada época es juzgado como razonable. Con todo esto se persigue reducir la moral a puro cálculo, esto es, eliminar aquello que el fenómeno moral es en sentido propio. Es cierto, en cambio, lo contrario: la íntima concordancia de los principios morales fundamentales que se ha desarrollado y purificado poco a poco, es la mejor demostración de su validez, la mejor prueba de que no ha sido inventada, sino reconocida. ¿Cómo ha sido este desarrollo? Sucede que el ámbito de la Revelación y el de la razón se entrelazan de un modo muy estrecho. Por una parte, decíamos, estos conocimientos han sido alcanzados por personas capaces de calar muy profundamente la realidad. Definíamos tal mirada, que trasciende las propias capacidades cognoscitivas, como «revelación». Aquello que se alcanza por medio de ella, en el plano ético, es esencialmente el mensaje moral, inscrito en la creación misma. La naturaleza no es a diferencia de lo que afirma el cientifismo totalizante obra de la casualidad y de sus reglas de juego, sino Creación. En ella se manifiesta el Creator Spiritus. Por eso no sólo hay leyes naturales en el sentido del determinismo psico-fisico: la ley natural verdadera y propia es al mismo tiempo ley moral. La Creación misma nos enseña cómo llegar a ser hombres en el sentido más estricto de la palabra. La fe cristiana, que nos ayuda a reconocer como tal la Creación, no significa una parálisis de la razón. Por el contrario, crea en torno a la razón práctica un espacio vital en el cual ésta puede desarrollar la propia potencialidad. La moral enseñada por la Iglesia no es una carga particular reservada a los cristianos, sino la defensa del ser humano contra las tentativas de eliminarle. Si la moral tal como hemos visto no constituye una condena, sino la liberación del hombre, la fe cristiana es la vanguardia de la libertad humana. Quisiera añadir solamente una última reflexión. Aquello que me preocupa ha sido expresado de modo insuperable por el poeta latino Juvenal en estos versos: Summum crede nefas animam praeferre pudori et propter vitam vivendi perdere causas.

(«Considera el mayor crimen preferir a propia supervivencia al honor / y perder, por la vida, la razón de vivir») Esto significa que existen valores por los cuales vale la pena morir, pues una vida comprada al precio de tales valores significa la traición de la razón de vivir y se convierte en una vida aniquilada en su misma fuente. Podríamos expresarlo también así: donde no hay nada por lo cual valga la pena morir, no merece la pena vivir. La vida ha perdido su significado, y esto vale no sólo para el individuo. También un país, una civilización o una cultura poseen valores que justifican empeñar la vida. Si éstos dejan de existir, entonces se deterioran también los fundamentos y las energías que sostienen la convivencia social y edifican una nación como comunidad de vida y de destino. Con esto retornamos a las reflexiones que habíamos señalado al inicio con respecto al problema de la droga. El hombre tiene necesidad de la trascendencia. La pura inmanencia le «queda» demasiado estrecha. Ha sido creado para algo más. La negación de la trascendencia condujo inicialmente a una glorificación apasionada del vivir, a la afirmación de la vida a cualquier precio. Todo debía ser conquistado en esta existencia: no hay otra. El ansia de vivir, la avidez por toda especie de satisfacciones fueron impulsadas hasta el extremo. Sin embargo, bien pronto se derivó a una profunda devaluación de la vida. Ésta no es respetada ya como algo sagrado. Cuando molesta, se arroja al camino. Aborto, eutanasia, desesperación suicida: esta siniestra triada es la heredera natural de aquellas opciones fundamentales, de la negación de la responsabilidad frente a lo eterno y de la esperanza en lo eterno. El ansia de vivir se torna de improviso en aversión a la vida y en anulación de las satisfacciones. También aquí, la consecuencia es la abolición del hombre. El hombre no puede menospreciar el ethos si desea seguir siendo él mismo. Por su parte el ethos no puede prescindir de la fe en la Creación y en la inmortalidad, esto es, no puede renunciar a la objetividad del deber ser y al carácter definitivo de la responsabilidad y del cumplimiento. Una posición que prescinde de tales presupuestos se hace insostenible en el plano existencial y es, por ello, la demostración indirecta de la verdad de la fe cristiana y de su esperanza. Es esta esperanza lo que salva al hombre hoy en día particularmente. El cristiano puede estar legítimamente contento con su fe. Sin el feliz anuncio de la fe, la naturaleza humana no podría subsistir mucho tiempo. La felicidad de la fe es al mismo tiempo responsabilidad. En esta hora de nuestra historia debemos asumirla con renovado empeño.

2. EL PAPEL DE LA RELIGIÓN ANTE LA CRISIS CONTEMPORÁNEA DE LA PAZ Y LA JUSTICIA

La paz y la justicia han cobrado una importancia capital entre los numerosos problemas de nuestra época. En las siguientes reflexiones, trataremos brevemente, en primer lugar, los obstáculos que la aspiración a la paz y a la justicia encuentra ante sí, para después inquirir sobre qué tipo de contribución puede ofrecer la religión para superarlos. Puesto que el fenómeno «religión» no se da en abstracto, sino sólo en forma de manifestación histórica concreta, no intentaré la formulación de un concepto universal de religión, sino que dirigiré concretamente mis preguntas a mi fe personal, cristiana y católica. Sobre la base de su original y verdadera esencia, ¿qué puede hacer nuestra fe para solucionar tales problemas? ¿Qué cosa no está en condiciones de hacer y cuáles acaso no le son licitas si quiere permanecer fiel a su naturaleza? Quisiera además circunscribir un poco la primera mitad del tema, para poder desarrollarla adecuadamente. No es mi intención presentar un análisis empírico de cada arista de la crisis en la cual se encuentran actualmente la paz y la justicia. Por la amplitud del fenómeno, esto debería constituir el argumento de un libro entero, y acaso no bastaría una sola persona para hacerlo, aun cuando dispusiese de más datos sobre la materia y de mayores posibilidades de investigación que yo. Mi intento no es descriptivo, sino normativo. Esto significa que se trata de entender, a partir de los fenómenos, qué es la paz, qué es la justicia, y cómo dependen la una de la otra, para señalar la responsabilidad ética que nos concierne. Más aún: un análisis de este género no se mueve sólo «dentro de los confines de la razón pura» (por citar a Kant), sino a la luz de aquello que la fe cristiana nos puede decir acerca de ambos temas; es decir, en una apertura de la razón a conocimientos que no han sido realmente producidos por ella, pero que, no obstante, son conocimientos reales. A tal efecto, la contribución de la fe está presente en los análisis del propio fenómeno y también en el esclarecimiento de sus imperativos éticos.

Amenazas contra la paz. Pérdida de la medida de lo justo y lo injusto Nuestro tema conecta mutuamente la paz y la justicia. La crisis de la primera supone una crisis de la segunda y viceversa. Donde la justicia comienza a vacilar, vacila también la paz. Es más, bien puede decirse que allí donde la medida de la justicia se hace confusa o se agota, la guerra aparece irremediablemente. Me parece que esto quedará más claro si consideramos en

concreto las cuatro formas de amenaza a la paz más sobresaliente hoy: 1. La primera amenaza a la paz presente por lo demás en la conciencia general consiste en el peligro de una guerra total: es decir, en el riesgo de que los grandes bloques en los que el mundo está dividido, comiencen a enfrentarse con aquellas armas de destrucción que, según todas las previsiones, podrían dar lugar a la total desaparición de la humanidad. 2. La segunda forma de amenaza y de aniquilamiento de la paz se deriva de las guerras de tipo «clásico», que también en los últimos cuarenta años han tenido lugar en diversos sitios de la tierra, en una sucesión que no debe pasarse por alto: guerra del cercano Oriente, conflictos en África, en el Sudeste asiático, la guerra de las Malvinas. 3. La tercera forma podría ser identificada como pérdida de la paz interna de los estados, ésta se manifiesta en dos formas, distintas entre sí, que se relacionan mutuamente: a) Los denominados movimientos de liberación recurren a la fuerza cuando consideran ilegítimo el poder coercitivo de las instituciones estatales. Sobre esta base, consideran la sublevación contra el orden constituido perturbador de la paz en sí mismo como una defensa de la justicia y como la única vía para la consecución de la paz. Es digno de mención el hecho de que en nuestros días esta forma de lucha, a menudo cruel y sanguinaria, será considerada como una practica sacrosanta, como una forma altísima del bellum iustum como forma activa dc la paz por aquellos que, según la óptica del primer tipo de amenaza, se consideran pacifistas. Al mismo tiempo se pone de manifiesto el núcleo de la crisis de la época moderna, que consiste en la pérdida de una unidad común para medir la justicia. Pasado el tiempo de las revanchas entre grupos étnicos o familiares y entre ciudades, pasada la época en que la justicia era un asunto abandonado por completo al arbitrio de los individuos, se obtuvo una paz duradera a lo largo del medievo gracias a la renuncia a la violencia de los individuos, que se hallaban jerárquicamente organizados en un ordenamiento de tipo territorial, comúnmente reconocido, y pudieron confiar su tutela a niveles centrales: la «Justicia» y sus órganos. De ahí resultó una clara separación entre dos poderes esencialmente diversos, los órganos estatales de la justicia disponen ahora de medios para afirmarlo, medios que, dentro del horizonte de paz así creado, eran reconocidos como fuerza del derecho. No consisten en la «violencia», con la que el individuo intentaba regular sus derechos, atropellando los derechos de los otros, que, a su vez, intentaban defenderse. Los órganos del Estado protegen ahora el derecho de todos, y como «fuerza del derecho», son distancialmente distintos de las actividades violentas que destruían el orden justo. En nuestros días se ha puesto en marcha un proceso que podría ser un

retorno al violento rechazo al orden del que acabamos de hablar. Este retorno a la violencia tiene diversas causas. Puede basarse en el hecho de que el Estado, en efecto, no controla ya el derecho, sino que toma como derecho aquello que es puro arbitrio. Por el contrario, puede depender también del hecho de que ciertos reagrupamientos ideológicos se crean su propia idea del derecho y, como consecuencia, rompen con el derecho común para imponer el suyo propio. En la raíz de ambos casos se halla un fenómeno de transformación ética y religiosa, en el cual se rompe el consenso acerca de lo que son la justicia y la injusticia. b) Habíamos dicho antes que el retorno a la violencia podría basarse en la culpa del Estado, que promueve de forma directa la injusticia. Esta, empero, podría también fundarse sobre partidismos negadores del orden, sobre un grupo que intentara elevar sus propias leyes a la única forma de justicia, y de erigir con ello la injusticia en norma. Según se trate del primer caso o del segundo, se hablará de movimiento de liberación o de terrorismo. Naturalmente, cualquier forma de terrorismo se presentará como movimiento de liberación, y donde la «norma de justicia» sea confusa, puede lograr acreditarse como tal. Podemos recordar la primera fase del terrorismo alemán, cuando el fenómeno apenas había rozado los restantes países, entonces Occidente pensó que aquellos terroristas eran verdaderos combatientes por la libertad y victimas sacrificiales de una nueva totalidad estatal en construcción. Sólo cuando el fenómeno se internacionalizó y pudo verse de cerca la «lucha por la libertad», se vio con claridad que se trataba de una violencia brutal, destructora de lo humano, y que la idealizada libertad anárquica era en realidad una licencia para usar la fuerza y una exención del derecho. Por el contrario, en Europa siempre se está dispuesto a aplaudir con entusiasmo, como movimiento de liberación, toda forma de terrorismo proveniente del Tercer Mundo. Helmut Kuhn nos señaló agudamente el motivo hace más de veinte años: «Como el orden, separado de la justicia, deviene fuente de terror, así también el bienestar injusto, comprado al precio de la explotación y el sufrimiento de otros, se hace repugnante. De aquí la mala conciencia que corrompe la gloria de la prosperidad postbélica del mundo atlántico y no halla tranquilidad en el pensamiento de la ayuda prestada a los países en vías de desarrollo. Si, pese a todo, se reconocía al terrorismo europeo de los inicios un cierto idealismo, o por lo menos una cierta dignidad intelectual, hoy sin embargo experimenta una continua aceleración la decadencia de la justicia, y la consiguiente liberación de todas las inhibiciones en el uso de la fuerza. La red mundial de comercio de la droga, sumada a la prostitución, al comercio de armas y a las tradicionales organizaciones criminales, pesan cada vez más sobre la humanidad como una amenaza, en la cual la muerte del derecho destruye la paz desde dentro sin necesidad del clamor de una guerra abierta. Tal amenaza es más peligrosa que una guerra «clásica», ya podría alcanzar las dimensiones de una guerra a la humanidad desde un frente y con una configuración inesperados.

4. La cuarta forma de corrupción de la paz ha sido anteriormente recordada. Esta depende estrictamente de las precedentes. Puede ocurrir que un Estado quede a merced de grupos de poder que elevan el arbitrio a ley, aniquilando de raíz la justicia y creando con ello una «paz» a su modo, la cual es en realidad el dominio de la violencia. Con los medios modernos de control de masas, semejante Estado puede generar la plena sumisión y a la vez una apariencia de orden y tranquilidad, mientras los hombres que en conciencia no aceptan plegarse, son enviados a las cárceles, forzados al exilio o eliminados. San Agustín ha escrito al respecto que un Estado sin justicia no es otra cosa que una gran asociación criminal. El Reich de Hitler fue un «Estado de rapiña» de este género, y también el gobierno de Stalin ha sido el poder ilimitado de una banda de ladrones. Observando desde fuera, hubo, en efecto, paz, pero fue la paz del camposanto. Lo trágico es que, en un régimen de completa tiranía deja de ser posible una guerra de liberación, y al contrario, el dominio de la violencia se puede establecer tranquilamente como victoria de la paz. En este sentido, dice el Nuevo Testamento que el Anticristo se presentará como mensajero de «paz y seguridad» (Nota: La primera epístola a los Tesalonicences (1 Tes. 5, 3) presenta el lema «Paz y seguridad» como signo de la aproximación inminente del fin, pero no lo relaciona con la figura del Anticristo. Las ulteriores reflexiones han destacado me parece que con plena razón tal nexo; lo ha hecho Soloviev en su narración sobre el Anticristo. El Anticristo de Soloviev es de un libro, que obtiene reconocimiento en el mundo entero, titulado: La senda maestra de la paz y de la prosperidad en el mundo. En él declara que, una vez proclamado Señor del mundo, éste dice: «¡Pueblos de la tierra! ¡Las promesas se han cumplido! La paz universal está asegurada para siempre...». Ver también las interpretaciones de las muchas tradiciones sobre el Anticristo en J. PIEPER, Úher das Ende der Zeit. Fine ges(hichtsphilosophisehe Betrachtung, Munich, 1980 (3), PP. 113-136). He aquí la paradoja intrínsecamente ligada a nuestro tema: aquello que se hace pasar por la paz definitiva, puede ser sin embargo su total negación.

Fundamentación y configuración del derecho El núcleo de los problemas actuales se puso de manifiesto cuando describimos la tercera variante de la crisis actual. En este mismo punto se puede vislumbrar cuán estrecha es la relación entre religión, paz y justicia. Se ha demostrado en efecto, que hoy la paz se desmorona en los pueblos porque falta la comprensión de la naturaleza esencial del derecho y la injusticia. Y aquello que otorga cohesión y paz a una sociedad es el derecho. Que la paz entre los pueblos sea continuamente rota por la guerra es también consecuencia de la carencia de un derecho internacional eficaz, que garantice el ordenamiento de una sociedad no sólo en su interior, sino también reconocido colectivamente

por los pueblos como su parámetro cohesionante, al cual todos deben plegarse, sin importarles lo favorable o desfavorable que resulte. Por el contrario, cuando el derecho no tiene ya contenido alguno reconocido por todos, pierde vigor. Al mismo tiempo se obnubila la diferencia entre el legítimo poder coercitivo y la violencia ilegal. Consecuentemente, los portadores del primero terminan por volverse «incompetentes», y los del segundo, campeones de la libertad. Una vez perdida la capacidad de dar pruebas de la propia identidad, el derecho no parece ser otra cosa que puro arbitrio, y no queda sino la violencia: homo homini lupus. Por este motivo, la cuestión de la paz es prácticamente idéntica a la de la justicia, y la verdadera pregunta sobre la supervivencia de la humanidad es también por ello la pregunta por el fundamento y los contenidos esenciales, no manipulables, del derecho. Pero, ¿dónde y cómo se puede encontrar una respuesta? O mejor, invirtiendo la pregunta, ¿por qué se ha ocultado a nuestros ojos la evidencia de la diferencia entre lo justo y lo injusto? ¿Por qué ambos se han hecho indiscernibles? Tales interrogantes nos obligan a indagar sobre las formas esenciales de los fundamentos y configuraciones del derecho en el mundo moderno. Incluso esta indagación, naturalmente, no puede como ya antes señalamos tomar la forma de un análisis histórico, sino que debe limitarse al intento de poner en evidencia algunos rasgos característicos.

Authoritas - Utilitas En primer lugar podemos recordar la célebre afirmación de Thomas Hobbes: Auctoritas, non veritas, facit legem. La pregunta socrática acerca de qué es en realidad el derecho positivo en sí mismo -a través de todas las tradiciones y por encima de ellas-, y, según la íntima verdad de las cosas, se deja a un lado como si no sirviese para los fines que ahora se persiguen. La norma no encuentra su fundamento en una realidad efectiva, racionalmente discernible, de lo justo y de lo injusto, sino en la autoridad. Tienen su origen en la posición efectiva y no en otra cosa. Su fundamento interno deriva del poder constituido, no de la verdad del ser. Este principio pudo ayudar en un primer momento al proceso de autonomización del poder político respecto a los diversos órdenes jerárquicos del medievo. Fue capaz de fundamentar la instancia de legitimación de las monarquías absolutas. Pero pudo también volverse el teorema fundamental del positivismo jurídico, tal como éste se ha afirmado y difundido desde el siglo XIX. Las consecuencias son de gran importancia: ahora un gobierno puede proclamar justo aquello que otro consideraría un abuso. En este intervalo de tiempo, en la conciencia de una gran parte de los políticos que hoy se sientan en los parlamentos por consiguiente, de la auctoritas

legisladora ha tenido lugar un significativo cambio de mentalidad. Ha venido abriéndose paso la idea de que el derecho debe reflejar y convertir en normas los juicios de valor presentes de hecho en la sociedad. Aun cuando, de tal modo, la fuente del derecho en sentido específico y la medida interna de la auctoritas sea la opinión de la mayoría, no disminuye para nada el carácter paradójico de la cuestión. En efecto, aquel que hoy es condenado puede considerarse como pionero del derecho de mañana y por consiguiente sentirse también autorizado a aplicar todos los medios para acelerar la llegada del futuro, desde el momento en que él mismo es su abanderado. Si la verdad fuese tan inaccesible como en este caso se presupone, no existiría en realidad diferencia alguna entre derecho y abuso, y tampoco entre fuerza legítima y violencia arbitraria, sino sólo las afirmaciones del grupo más fuerte en cada momento; el dominio de la mayoría. A este concepto del derecho corresponde una idea de la paz que podría expresarse con la fórmula: Utilitas, non veritas facit pacem. Un pensamiento similar, que puede encontrarse desarrollado particularmente en Adam Smith, ha sido registrado también por Inmanuel Kant en su escrito sobre la paz perpetua: «Es el espíritu del comercio que no puede convivir con la guerra, y que antes o después se adueña de todos los pueblos. Ya que de hecho el poder financiero parece ser, con toda probabilidad el más eficaz entre todos los poderes que el Estado tiene a su disposición, pues los Estados se ven obligados (...), a incrementar la paz como bien precioso, así como a evitar la guerra, allí donde amenace estallar, por medio de tratados, como si estuviesen unidos para este objetivo en perpetua alianza. De acuerdo con lo dicho, se trata de hacer del egoísmo, considerado el más fuerte y adecuado poder del cual dispone el hombre y asimismo la matriz de todos los conflictos, el instrumento adecuado para la consecución de la paz, porque desde la óptica del egoísmo la paz resulta más ventajosa que la guerra. Una política «realista» deberá sin duda tener en cuenta previsoramente este punto de vista y encontrar en él un elemento capaz de restablecer la paz. Que esto por sí solo no basta para edificar la paz perpetua lo ha demostrado suficientemente la época transcurrida desde Kant.

Tres derechos fundamentales- La ambigüedad de la doctrina sobre los derechos humanos Los dos motivos anteriormente mencionados, auctoritas y utilitas, se inscriben en la era postmetafísica. Tratan de fundar el derecho y la paz en una situación, en la cual la incognoscibilidad de la verdad y la ineptitud del hombre para el bien, parecen haber alcanzado una certeza irrevocable. A estas tesis postmetafísicas, cuya eficacia política es notoria, se contrapone sin embargo una fuerte corriente metafísica, que precisamente hoy

adquiere nuevo o imponente vigor. Me refiero a la tríada del derecho fundamental; vida, libertad, propiedad, descritas y justificadas por John Locke en su Segundo Tratado sobre el Gobierno (1690). En el fondo de éstos se encuentran la Carta Magna, la Bill of Rights y, en última instancia, la tradición naturalista. De modo muy claro, se reclama aquí la precedencia del derecho de la persona sobre las decisiones jurídicas positivas del Estado. En Locke, la formulación de la doctrina de los derechos del hombre se vuelve claramente contra el poder estatal. Su sentido es revolucionario. No es para maravillarse que, sobre esta base, el Iluminismo mucho antes que Marx hubiera desarrollado una línea de tendencia revolucionaria, y que la tradicional teoría de la guerra justa se hubiera transformado en una doctrina de la lucha por la paz perpetua, que debería conducir a una guerra civil universal. En su verdadera raíz, sin embargo, la idea de los derechos humanos es y sigue siendo un freno que protege contra el positivismo, y una guía hacia la verdad. Existe algo que en sí mismo es justo, y eso es lo que en verdad debe ser reconocido como prescriptivo, por proceder de nuestra común naturaleza. La tentativa de descubrir las raíces de la crisis moderna de la justicia y de la paz se ha convertido al mismo tiempo en una señal de aquello que podría proporcionar el remedio. El derecho puede ser una fuerza eficaz para la paz sólo cuando su medida deja de estar en nuestras manos. En verdad, nosotros instituimos el derecho, pero no lo creamos. En otros términos: sin trascendencia no hay fundamentos del derecho. Cuando Dios y las formas fundamentales de la existencia humana, creada por él, son eliminadas de la mentalidad común y reducidas a actuar en lo privado, en la esfera meramente subjetiva, la propia noción del derecho se desvanece, y, con ella, el fundamento de la paz.

Lo que la Iglesia puede y debe hacer -Lo que la Iglesia no puede ni debe hacer Siguiendo el hilo del discurso nos hemos ido ya introduciendo en la tercera parte de nuestro tema, concerniente a la contribución que la religión puede y debe ofrecer a la paz. Ya he aclarado antes por qué quiero situar aquí a la Iglesia como sujeto de la «religión». Pienso que se debe distinguir entre aquello que la Iglesia puede y debe hacer por la paz, y lo que no está en condiciones de hacer ni es lícito que haga.

Transmisión y protección de los fundamentos de la justicia En este campo, el primer cometido de la Iglesia consiste en el hecho de que ella, sobre la base de su Tradición Santa, custodia y proclama conscientemente

los criterios fundamentales de la justicia, sustrayéndolos al ámbito del poder. También debe aportar a los tiempos aquello que los grandes fundadores han entendido y expresado lo que vieron y dijeron Jesús y sus testigos como una gran luz donada al hombre. Debe mantener ante su propia mirada esta luz que ilumina los interrogantes que aparecen en cada momento y permitir que el Verbo que le ha sido dado se haga respuesta, palabra-que-responde a los problemas de una época. Debe crear convicciones, y ayudar a los hombres a fin de que, con Jesús y a través de Él, puedan ver aquello que sin Él no tendrían posibilidad de ver. La Iglesia debe ofrecer su propia contribución a fin de que, en la contradicción entre utilitas y ventas, entre auctoritas y veritas, la verdad no sucumba. El hombre dispone de un sentido de la verdad tan sensible y eficaz como el sentido de lo útil, que por cierto no le falta. La utilidad nada tiene de malo, pero tomada como valor absoluto, se convierte en fuerza del mal, porque la utilidad se niega y elimina cuando deja de estar en contacto con la verdad. Lo mismo ocurre con la auctoritas. El sentido de lo útil y el del poder son aún más evidentes e inmediatos, en sus acciones y en sus efectos, con respecto al más discreto sentido de la verdad. Por eso, este último tiene necesidad de ayuda y de sostén. Éste por consiguiente debe ser el cometido de la Iglesia: corroborar, cuando sea necesario, el sentido de otro modo muy fácilmente pisoteado de la verdad. El cometido de la Iglesia en este ámbito es sobre todo, la «educación», tomando la palabra en la noble acepción en la cual fue concebida por los pensadores griegos. Debe quebrar los lazos del positivismo, despertar la sensibilidad del hombre hacia la verdad, el sentido de Dios y la energía de la conciencia moral. Debe infundir el coraje de vivir según la conciencia, y con esto, mantener practicable el estrecho sendero existente entre anarquía y tiranía, que es al mismo tiempo la «vía estrecha» de la paz. La Iglesia debe formar en la sociedad y en las mentalidades aquellas convicciones que puedan representar una sólida base de civilización sobre la cual edificar un buen derecho. Si, por una parte, poco antes hemos refutado la opinión de la mayoría como fuente del derecho, por otra parte es verdad que resulta imposible que se conserve por algún tiempo como derecho efectivamente vigente aquello que no posea al menos un cierto grado de evidencia común. Sobre la base de estas consideraciones debe ahora aparecer como muy grave el hecho de que la jurisprudencia moderna, de manera muy clara, no conciba ya los valores morales y religiosos como bienes jurídicos que merecen protección, sino que parezca considerar dignos de patrocinio sólo la libertad emancipadora del individuo y los bienes materiales. Del mismo modo debe ser evaluado el hecho de que, en la Iglesia, a duras penas se considere la fe como un bien necesitado de protección, al menos no cuando ésta entra en conflicto con la libertad individual o con la opinión pública.

La renuncia a la acción política directa Junto a este cometido primario de crear convicciones, formar la conciencia y dar forma a la comunidad, desde su interior, como ámbito de paz, la misión del Estado Eclesiástico consiste en intervenir, también públicamente de acuerdo con el testimonio unánime de los creyentes, en los problemas propios de cada momento histórico y ser así consejero de paz. Este cometido se cumple hoy con gran pasión. Junto a las formas clásicas en las cuales la Iglesia hace sentir la propia voz, se constituyen comisiones e instituciones de todo género, que se interesan con fervor en el problema de la paz e intentan pronunciar en cada caso la palabra justa. A decir verdad, no todo cuanto aparece de esta forma está realmente inspirado. Pero la solicitud como tal corresponde sin duda a una misión efectiva de la Iglesia. En este sentido, Ella debe tener presente que, aunque las raíces del derecho le han sido confiadas en custodia, no dispone empero de ninguna iluminación específica para las cuestiones políticas concretas. No le es licito acreditarse como la única portadora de la razón política. Ella presenta ante la razón las vías, sin disminuir empero su responsabilidad específica. Todo ello encuentra su basamento en el cometido más íntimo y al mismo tiempo más humano de la Iglesia: el cometido de hacer la paz, no sólo de hablar de ella; la obra del amor. No hay sistema asistencial estatal que pueda sustituir las formas espontáneas u organizadas del amor cristiano. Cualquier estructura o sistema institucional decae desde su interior mismo, si deja de poseer la inspiración del amor que nace de la fe. La fidelidad de la Iglesia a su naturaleza se muestra en su capacidad de conducir a los hombres hacia la vocación al amor, guiándola hacia su madurez y plasmándola en formas comunitarias. Con la fuerza del amor la Iglesia debe servir a los pobres, a los enfermos, a los olvidados, a los oprimidos; debe estar presente en las prisiones, en las diferentes situaciones de sufrimiento corporal y espiritual, y, en fin, en la oscura vía de la muerte. En las regiones donde no hay paz que siempre han existido y existirán en la historia del género humano la Iglesia debe suministrar la fuerza para sobrevivir, irradiando la actitud y la energía del perdón, para preparar un nuevo inicio. Sólo quien es capaz de perdonar puede edificar la paz y conservarla. Con todo esto que hemos dicho se han esbozado al menos los límites del cometido de la Iglesia y de sus posibilidades. Ella no puede establecer la paz por la fuerza; no ha podido hacerlo en el pasado, y tampoco podrá hacerlo en el futuro. No le es lícito tampoco convertirse en una suerte de movimiento político pacifista que persiguiese como objetivo especifico de su existencia la consecución de la paz perpetua universal.

Por tales motivos, sobre la base de la esencia misma de la Iglesia, el proyectado «Concilio de Paz» de las religiones no es sino una hipótesis contradictoria en si misma. Los representantes de la Iglesia no tienen legitimación alguna para actuar directamente en el campo político. No han recibido ningún mandato especifico para ello de los fieles y mucho menos del Señor. No debería quedar silenciado en cambio, que el intento de establecer el dominio universal de la paz a través de una suerte de unión mundial de las religiones, conduce, de modo preocupante, muy cerca de la tercera tentación de Jesús: «Yo te daré todos los reinos de la tierra si te postras delante de mí y me adoras (cfr. Mt 4, 9). De acuerdo con esta concepción, en efecto, es casi inevitable que la paz mundial se convierta en el bien supremo como tal (summum bonum), al cual todos se someten y para cuya consecución todos los restantes contenidos y actos religiosos son reducidos a medios. Pero un Dios que se transforma en un medio para fines que se consideran más elevados no es ya un Dios. En verdad ha renunciado a su divinidad a favor de aquello que resulta más alto que Él, a cuya consecución también Él debe servir. Resulta evidente que una paz así lograda, amenaza convertirse en el totalitarismo de un poder que admite un solo modo de pensar, so pena de desembocar en una guerra civil universal.

Testimonio y deber del amor Por ello la Iglesia no puede actuar a favor de la paz, sino en contra, cuando abandona su propio plano, el de la fe, la educación, el testimonio, el consejo, la oración y el amor servicial, para transformarse en una fuerza concreta de acción política. Esto impide el acceso a las fuentes de las cuales puede siempre brotar de nuevo la fuerza de la paz y de la reconciliación. Precisamente porque para lograr la paz debe hacerse lo imposible, la Iglesia debe permanecer fiel a su naturaleza específica. Sólo si tiene en cuenta sus limites, carecerá de ellos, y entonces su servicio de amor y testimonio podrá ser realmente una llamada para todos. La contribución que, en última instancia, la Iglesia debe ofrecer a la paz, la he hallado expresada de modo convincente en algunas afirmaciones del metropolitano Damaskinos. Las comparto en su totalidad, y quisiera por ello concluir recordándole: «En mi modesta opinión, la contribución de la Iglesia Ortodoxa a la paz, a la libertad, a la justicia y a la fraternidad entre los pueblos debe consistir, además del aporte a las necesidades sociales en términos de servicio, en un testimonio de amor. A propósito de esto, el papel de la Iglesia no puede ser identificado en modo alguno con cualquier forma de oportunismo ni de estrategia política de la autoridad o del gobierno bajo el cual viven los creyentes. En este contexto, el espacio disponible para la iniciativa y la acción de la Iglesia

Ortodoxa es limitado; su testimonio y su presencia están expuestos a muchos riesgos, que pueden conducir a los responsables hasta el martirio (...). Pero es precisamente este amor dispuesto al derramamiento de sangre el que fortalecerá en última instancia la voluntad de la Iglesia Ortodoxa para que pueda dar su propio testimonio, en plena solidaridad con los hermanos de otras Iglesias y confesiones cristianas, el testimonio de la fe y del amor en un mundo que nunca como hoy ha tenido tanta necesidad de ellos»

3. FE CRISTIANA Y RESPONSABILIDAD ANTE LA SOCIEDAD Y EL MUNDO ADVERTENCIA. La concesión del importante premio otorgado a Leopold Kunschak, el 9 de marzo de 1991, ha sido para mí, además de un motivo de sorpresa y alegría, una oportunidad para darme cuenta de mi relación personal con la problemática de la doctrina social cristiana y al mismo tiempo, para intentar expresar una tesis esencial acerca del nexo entre fe y responsabilidad ante la sociedad y el mundo. A decir verdad, el punto de partida de mi itinerario específico en la búsqueda teológica me ha parecido a primera vista verdaderamente muy distante de esta temática; a medida que he ido reflexionando sobre ello, he visto cada vez más claro que tal lejanía es, sin embargo, sólo aparente. Razones de la creencia y relevancia social de la fe

Cuando, apenas finalizada la Segunda Guerra Mundial, comencé los estudios de teología, no me tranquilizaba en modo alguno la cuestión acerca de la ratio spei, es decir, el interrogante sobre la «razón de nuestra esperanza», según la formulación de la primera carta de Pedro (1 Pe. 3, 15), que a buen seguro fue interpretada en la Edad Media como fundamento y justificación del conocimiento teológico. Según la expresión del apóstol, la razón de nuestra esperanza está íntimamente ligada al hecho de que el Logos pueda convertirse en apología: el Verbo de la esperanza quiere hacerse palabra-que-responde a la pregunta del hombre, que busca dónde reside la esperanza y quiere comprender las razones que le autorizan a esperar. En esta expresión neotestamentaria, rica en contenido, está descrito el itinerario esencial de toda teología. De forma particular, ésta concierne precisamente al capítulo del cansancio teológico, que intenta averiguar la raíz, el fundamento de la fe y de su espera, que quiere, por así decirlo, «responsabilizar» a la creencia. En un principio, aquella disciplina basada en la etimología del vocablo griego que significa «discurso de respuesta» (apologia), fue denominada «Apología», y más tarde, en la óptica de la reflexión sobre los

presupuestos, «Teología fundamental». El porqué de nuestra fe y la comunicabilidad de su esperanza, de su capacidad de dar sentido a nuestra vida, fueron los interrogantes a los que quise dedicarme principalmente al comienzo de mis estudios, y el motivo por el cual me decidí a especializarme en el campo de la teología fundamental. Así ubicada, la cuestión se dirige a la raíz de la fe. Sin embargo, ésta no es ajena al mundo. En aquel entonces, la objeción principal contra el cristianismo me parecía ser su aparente fracaso en el proceso de transformación del mundo y del hombre. En el siglo veinte después de Cristo, nacionalsocialismo y comunismo se afirmaban en el poder y, a la verdad del Redentor del mundo, aducían un contratestimonio, que de ningún modo me pareció iluminante ni convincente. Pero, incluso en su modalidad negativa, de rechazo, esta tesis ponía fatigosamente a prueba la fe: en veinte siglos de proclamación del anuncio cristiano el mundo no ha mejorado, pues los horrores de entonces no eran en absoluto inferiores, por su atrocidad, a los de la época precristiana. Los años que transcurren desde la llegada de Cristo en adelante, ¿se podían realmente definir todavía como «tiempo de gracia»? ¿No teníamos tras nosotros siglos horribles de irredención y no debíamos aguardar siglos aún peores? Cuarenta años más tarde, las preguntas que entonces me hacía las he encontrado formuladas con toda mordacidad en Julien Green, a decir verdad, con una respuesta que no puedo compartir. En la conclusión de su libro dedicado a Francisco de Asís el gran novelista escribe: «La segunda guerra mundial me derribó interiormente como un golpe del destino... El mundo, que se batía en una lucha sin cuartel, me pareció horrible y, lentamente, en mi interior se formó la idea de que el Evangelio se había equivocado. El mismo Cristo se había preguntado qué fe encontraría a su regreso a esta tierra... Las almas, que Él había tocado y acercado a El, parecían un pequeño grupo de extraviados en este huracán desencadenado por locos. Casi a mitad de camino entre la noche que había acogido a Jesús y el infierno, en el cual la humanidad de hoy se destruía, había aparecido sobre la tierra otro Cristo, el Francisco de Asís de mi juventud. También él se había equivocado. ¿Equivocado realmente?... Él estaba convencido de que la salvación vendría por obra del Evangelio. El Evangelio era la eternidad. El Evangelio estaba apenas en sus comienzos. ¿Así eran, pues, veinte siglos a los ojos de Dios?».

Los dos caminos de la Teología después de la Segunda Guerra Mundial La fe como desmundanización

No he creído ni siquiera por un instante que la apología del Evangelio pueda consistir en la restitución de su eficacia histórica, aún por llegar. En tal caso debería, en efecto, asumir la objeción de Karl Marx según la cual el

cristianismo ya ha tenido bastante tiempo para probar sus posibilidades. Sin embargo, el interrogante, como una especie de promesa que el Evangelio hace a nuestra historia, sobre qué es lo que nos asegura y qué no -interrogante que era y continúa siendo imprescindible- debía constituir el centro de una «apología de la esperanza». A tal efecto, el problema de la responsabilidad social de la fe pertenece al núcleo esencial de la teología fundamental. En efecto, en el contexto teológico de comienzos de la postguerra, este problema se «desencadenó» de forma singular. Con la subida al poder del Tercer Reich, el catolicismo político del período de entre guerras anduvo perdido y no pudo repetirse. Del Jugendbewegung fluyó también el escepticismo respecto a las asociaciones y organizaciones de cualquier índole. En 1933 la fe se había alejado de la escena de la responsabilidad política, precisamente porque había encontrado fuerza y profundidad en una configuración meramente religiosa. La pérdida del poder le había sido útil. Se había hecho más pura. Su esperanza, que no podía ser reemplazada por nada, había florecido, con invencible grandeza, en los lugares de la ausencia terrena de esperanza, en el horror de los campos de concentración y en los tribunales del poder dominante. De esta forma se quiso evitar cualquier mezcla de la fe con la política. La voluntad de una realización puramente religiosa del Evangelio marcó el camino de la teología, mientras como se verá pronto en el campo político permanecía despierta la conciencia de la responsabilidad de la fe para con el mundo. El contraste entre Romano Guardini y Carl Sonneschein en el Berlín de los años veinte me parece significativo de la experiencia que había tenido lugar e indicaba entonces la dirección. En sus notas autobiográficas, Guardini destaca la posición de su adversario: «Sonnesehein había tomado parte muy estrecha en el movimiento modernista. Cuando más tarde llega el momento crucial, no sólo se aleja de él, sino que tiene también que decir el adiós definitivo a los problemas teológicos. En Berlín su posición era: «Nos encontramos en una ciudad asediada, donde no hay ningún problema, sino palabras de mandato". Esta declaración puede impresionar, pero es falsa... La auténtica praxis, es decir el recto hacer, nace de la verdad y es por ella por quien se debe luchar». En otro punto, Guardini analiza de esta forma su posición personal, señalando al mismo tiempo su núcleo: «Cuanto más fecunda se desarrollaba la actividad de predicación en diversos lugares, tanto menos me importaba... el efecto inmediato. Lo que había pretendido, en un principio por intuición, después más conscientemente, era hacer que la verdad resplandeciera. La verdad es un poder; pero sólo cuando no se exige de ella ningún efecto inmediato». En estas afirmaciones del gran maestro me parece que está especificado, de modo muy pertinente, el auténtico núcleo de una nueva diferenciación entre orden mundano y fe, como también el corazón de una correcta praxeología, y de una justa determinación de la relación entre fe y praxis. Sin embargo, las posturas de comienzos de la postguerra cambiaron y desarrollaron, inicialmente a duras penas, los primeros síntomas de una concreta responsabilidad frente al mundo,

que ya estaban presentes en la concepción de Guardini, como ha mostrado el posterior desarrollo de su pensamiento. La nueva palabra-guía fue pronunciada por Bultmann en un intento de convertir la lección de Hiedegger en instrumento de interpretación de la Revelación bíblica que significaba: desmundanización. Sobre la base de este programa se ha desarrollado una postura claramente dualista, aún activa hoy: la fe cristiana, interpretada como desmundanización, no miraría a la santificación del mundo, sino a su radical laicización. Ella es la plena resolución del mundo en su mundanidad, su intencional desacralización. En la progresiva emancipación del mundo de la esfera religiosa se cumplirá precisamente la línea interna de desarrollo del mismo elemento cristiano. Nada sería por tanto más erróneo que querer edificar una sociedad cristiana. Cuanto más radicalmente «mundano» fuese el mundo, tanto mejor. La acción cristiana en el mundo no puede consistir en comunicar a la sociedad el orden ideal cristiano; por el contrario esto se manifiesta en la renuncia a tales mezclas de fe y mundo. Entre los ejemplos más recientes de la pervivencia de tales posturas, está el libro de unos autores franceses Le réve de Compostelle, que como reacción al encuentro mundial de jóvenes en Santiago de Compostela, acusa al Pontífice de un romanticismo dirigido al pasado, tendente a promover un restablecimiento de la cristiandad. Se debería más bien perseguir el fin contrario. Desmundanización y laicismo radical proceden de un espacio equivalente en esta concepción y dan lugar a paradojas singulares. Precisamente los partidarios de la vía puramente «religiosa» fueron favorables a un compromiso con los partidos marxistas, de forma manifiesta, para remover al cristianismo de su pura amundanidad. La neutralidad política se había volcado en un nuevo y paradójico activismo político. A decir verdad, a comienzos de la postguerra, difícilmente se podían prever estos juegos dialécticos, subsiguientes a una renovada consagración al núcleo de la religión. Por el contrario, después del fracaso de la locura anticristiana, llegó la hora gloriosa de los hombres políticos cristianos. La nueva construcción política se realizaba, con plena conciencia, a partir de los principios morales del Cristianismo y con ello, por una parte, con relativa independencia respecto de los órdenes eclesiásticos, en la objetiva autonomía de la institución estatal, y por otra parte, manteniendo vivo un vínculo consciente con el centro espiritual de la fe misma. La responsabilidad de la fe con respecto a la sociedad y el mundo fue una orientación de conciencia determinante para toda una generación de políticos, que podemos llamar, con total gratitud, padres de una nueva Europa: Adenauer, Schumann, De Gaspen, De Gaulle, y también hombres como Raab, Figí o Kunschak.

La politización de la fe

La concepción de un mundo, por así decirlo, totalmente autónomo,

«mundano», que quisiera designar como desviación de tipo maniqueo, debía tarde o temprano suscitar una reacción contraria, que en los años sesenta se presentó inicialmente como «teología política» y más tarde como «teología de la liberación» con sus múltiples variantes. El fenómeno es demasiado conocido para describirlo. Basta con una breve alusión a un tema central. Desde hace tiempo, la exégesis había llamado la atención sobre el hecho de que el reino de Dios había sido el concepto central de la predicación de Jesús. En la interpretación radical-escatológica de la figura de Jesús, analizada desde el punto de vista filosófico y teológico ya desde los tiempos de Albert Schweitzer, y más tarde por Bultmann, Jesús no tenía nada pertinente que anunciar acerca de la existencia terrena, sino sólo la profecía de lo «totalmente nuevo». El programa de la desmundanización y del laicismo total correspondía a tal óptica. Sin embargo hoy, ante la creciente miseria social, y la inderogable responsabilidad cristiana, se interpreta torcidamente. El reino es hoy el argumento básico de todas las versiones de la teología de la liberación. Es sintomático el hecho de que actualmente se hable sin mencionar a Dios simplemente del reino, entendiendo ahora con este término la sociedad humana ideal. Objetivo de la fe y deber de toda teología seria trabajar por la causa del reino. La palabra clave de la fe se convierte en un concepto político, expresión de la recta finalidad de toda buena política. La fe misma se convierte de esta forma en ideología política. La política ha absorbido la fe.

La responsabilidad de la fe ante la sociedad y el mundo

El interrogante acerca de la responsabilidad social y política de la fe se sitúa hoy en medio de la tensión entre estas dos opciones extremas, que se han separado del resto formando una unión singular. Éste se ha convertido en el punto central de todos los esfuerzos de la teología fundamental, en la cual está en juego ni más ni menos que la cuestión de si nosotros, como creyentes, tenemos el derecho de esperar, y cuál es entonces exactamente el contenido de nuestra esperanza. En la última parte de mis reflexiones quisiera delinear brevemente las coordenadas de una respuesta. Quiero delimitar paradigmáticamente la cuestión de la responsabilidad social de la fe a la luz de una expresión veterotestamentaria, que en el Nuevo Testamento se ha convertido en texto básico para la cristología, y que enseña a entender correctamente la unidad de los dos Testamentos. La auténtica comprensión de nuestro problema, más aún, la comprensión adecuada de la misma fe cristiana, me parece que procede en principio de la justa comprensión de la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Las posturas opuestas, que he intentado delinear en mi examen de la teología contemporánea, se apoyan en el erróneo entendimiento de tal relación. Harnack, reduciendo el mensaje de Cristo a una ética de la intención en el sentido weberiano, por su

estrecho vínculo con la conciencia individual, intentó, por último, dar cumplimiento a la empresa de Marción, separando el Nuevo Testamento del Antiguo. La opción desmundanizante de Bultmann se apoya en el mismo tema hermenéutico de partida. Del mismo modo Bultmann no pudo reconocer ninguna unidad en la Revelación testamentaria; para él el Antiguo Testamento se introduce en el Nuevo sólo por medio del fracaso. Un Nuevo Testamento separado del Antiguo sólo puede perder cualquier referencia a la realidad concreta del mundo creado; Jesús, arrojado del contexto de vida veterotestamentario, se convierte en un puro moralista, capaz sólo de inspirar buenos sentimientos; la «salvación del mundo» queda fuera de su campo visual. Por el contrario, en las teologías políticas más extremistas, la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento se invierte: el Nuevo Testamento es reconducido al Antiguo; la «redención» se convierte en «éxodo» políticamente interpretado, praxis mundana de liberación, y el Reino de Dios llega a ser fruto de la acción liberadora del hombre. Con ello no sólo la cristología pierde del todo su propia identidad, también el antiguo Testamento cobra tal dinamismo interior que, proyectándose sobre lo que ha de venir, lo desborda, alterándose así, su peculiar línea de desarrollo. Analicemos esto mediante un ejemplo: el primer canto del siervo del Señor (Is 42, 1-4 y 5-9). Del siervo, del elegido de Dios, se dice en tres ocasiones en los cuatro versículos que lleva «el derecho» a las naciones, lo establece sobre la tierra, proclama realmente la ley. El término hebreo mispat, que la versión interconfesional traduce como «derecho», se encuentra entre las palabras más utilizadas en el Antiguo Testamento; en la Biblia hebrea aparece al menos en cuatrocientas veintidós ocasiones. Los matices de su significado son particularmente variables. Sin embargo, todos se mueven en un campo significativo delimitado por los conceptos de derecho, justicia, ley, juicio, hasta tal punto que P. Uys puede definir claramente mispat como «la norma-dada-porDios para asegurar una sociedad bien ordenada». En la misma dirección apunta el hecho de que el mismo término es utilizado en tres ocasiones en paralelismo con el término seda qah, justicia. Por tanto: es tarea del siervo de Dios, de esta figura mesiánica llena de misterio, proclamar al mundo la justicia. No asombra que, sobre este fundamento, la interpretación de la Escritura llevada a cabo por la teología de la liberación haya creído poder tender un puente entre Marx y la Biblia, porque justamente aquí la mispat de los pobres, el esfuerzo por la creación del justo orden, se manifestaría como tarea mesiánica central. Debemos examinar todavía con un poco más de atención este aspecto, para comprender qué significa esta contemplación de la figura de Cristo, de la esperanza que Él inaugura así y la tarea que El nos asigna. En evidente paralelismo con la figura de Moisés, el siervo aún sin rostro, parece ser claramente el eficaz cumplimiento de la promesa: «El Señor tu Dios suscitará

para ti, en medio de ti, entre tus hermanos, a un profeta igual a mí; a él escucharás... Yo le pondré en su boca mis palabras y él les dirá todo lo que le he ordenado» (Dt. 18, 15-18). En la tradición del Viejo Testamento no es la liberación de Egipto, sino la entrega de las tablas de la ley en el monte Sinaí, el acto que decide la eficacia mediadora de salvación de Moisés. Sólo por la ley la salida de la tierra extranjera tiene sentido y consistencia. El pueblo de Israel es liberado y se convierte en una nación libre y soberana sólo por el hecho de constituirse en una comunidad de derecho, en torno a la ley de Dios. La falta de libertad es la ausencia de ley y de derecho. Por esta razón, el don de la ley es el cumplimiento específico de la liberación, de una ley que es realmente derecho, es decir, un justo orden en las relaciones recíprocas, con respecto a la creación y al Creador. La libertad del hombre puede consistir sólo en la recta y mutua correlación de las libertades, y ésta es posible sólo si éstas se miden con la libertad de Dios, en su verdad. La verdadera justicia y el justo derecho pueden originarse sólo cuando el verdadero Dios es auténticamente reconocido; así también el hombre se reconoce verdaderamente a sí mismo, y en tal reconocimiento de Dios reordena al ser en la comunión. Por tal motivo el Sinaí fue para Israel el criterio y fundamento de su libertad; y la libertad israelita se perdió en la medida en que se alejó del derecho, recayendo en la ausencia de ley, y con ello en la esclavitud. Sobre este punto debemos detenernos un poco más. Quien identifica de modo simplista la liberación con la salida victoriosa de Egipto, la considera como un acontecimiento de poder, cuyo éxito coloca a cada pueblo automáticamente en la condición de libertad. Quien, por el contrario, reconoce que el centro de la liberación se encuentra en el don de la Ley, según el mandato de Dios, ve con ello que la liberación está siempre vinculada a la libertad y puede conseguirse sólo por su intercesión. Está íntimamente unida a una doble condición: la implicación de la razón, que se abre, o se cierra, a Dios, y así puede distinguir lo justo de lo injusto; la disponibilidad de la voluntad, que permite, a cuanto es reconocido, pasar a la acción. Puesto que el hombre en su existencia histórica conserva siempre la libertad de negarse a tales condiciones, dentro de la historia, la libertad es siempre incompleta. Desde aquí se hace entonces inteligible la figura del nuevo Moisés, que el profeta describe con el apelativo de «siervo de Dios». Del primer Moisés se distingue por el hecho de que él ya no comunica la ley sólo a Israel, sino que la «lleva a las naciones» (Is 42, 1) y establece el derecho sobre toda la tierra (Is 42, 4). El acontecimiento en otro tiempo particular se universaliza; la salvación concierne ahora al mundo entero reunido y reconciliado en la justicia común del único Dios. Sin embargo, esto no ocurre por medio de la conquista, o de la sumisión. «Él no alza la voz», dice el profeta del siervo de Dios, para distinguirlo de aquellos «liberadores» que llaman «liberación» y «salvación» al crecimiento y refuerzo de su poder. Un rasgo que ya en la figura de Moisés había sido siempre vigorosamente subrayado por la tradición aparece ahora en primer plano con

plena evidencia en la figura del siervo de Dios: él sufrirá por la justicia, él no pagará a una injusticia con otra, sino que la asumirá con su padecer poniéndole así un limite: la transformará desde el interior. Recopilando todos estos elementos, se pone de manifiesto que en la figura del siervo de Dios, Ley y profetas confluyen en una nueva unidad: el siervo se comporta como Moisés. Él lleva como don la mispat, proclama la ley de Dios y crea así la reconciliación de las libertades, que es la única manifestación verdadera de la libertad humana. Ahora esta ley ya no es Torah, sino precisamente mispat; ya no es un corpus jurídico nacional, del todo constituido, sino una configuración abierta de la justicia, que debe siempre alcanzar la síntesis de universalidad y particularidad. Permanecerá abierta a la historia futura y a sus provocaciones oponiendo a cualquier arbitrariedad la medida inmutable de la verdad. El siervo de Dios del libro de Isaías permanece expectante; recibe en herencia la promesa de «otro profeta» en el capitulo XVIII del Deuteronomio y la desarrolla. Aquellos que se encontraron con Jesús no pudieron hacer otra cosa que ver en Él el cumplimiento de esta esperanza. Así el inicio del canto del siervo de Dios (Is 42, 1) habla del bautismo de Jesús, en cierto modo como sello de todo su proceder y como declaración anticipadora, de quién y qué es (Mc 1, 11). Con respecto al Viejo Testamento, la promesa de Jesús es inequívocamente anunciada y precisada. La Ley y profetas confluyen en la forma señalada. Sin embargo, esto quiere decir también que cualquier adaptación de su mensaje a una «ética de la intención», cualquier interpretación individualista o existencialista en el sentido de la ideología de la desmundanización, atenta contra la esencia de su figura. Esto significa que una interpretación política de Jesús, que haga de Él un rebelde fracasado, no adopta de ningún modo su auténtica fisonomía. Jesús no era Barrabás y ni siquiera Espartaco, sino el propio Jesús. Lo concreto de cualquier prescripción social y jurídica de los profetas y, en esa línea, de toda la ley, interpretada proféticamente y extendida universalmente, son realidades que le pertenecen por pleno derecho. En Él la fe sobrepasa el ámbito social y político; precisamente es así una fe responsable hacia la sociedad y el mundo. La fe incluye en sí misma lo social, pero no en la forma de un programa concreto de partido, de un ordenamiento estructural del mundo llevado a término. Lo social está presente en la fe precisamente en la modalidad de la responsabilidad, es decir, como mediación entre la razón y la voluntad. Razón y voluntad deben intentar concretar y realizar en las situaciones históricas cambiantes, la medida, alentada por la fe, de la mispat de Dios, siempre en la esencial imperfección de lo inacabado del proceder histórico humano, a quien no es dado ensalzar el reino, y se le confía, en cambio, el deber de salir a su encuentro con las obras de la justicia y del amor. La necesaria mediación, incluida en el concepto de la mispat, indica al mismo tiempo el preciso lugar teológico y metodológico de la doctrina social católica (cristiana). La esperanza de la fe sobresale, siempre e infinitamente más

allá de todos nuestros actos, y alcanza lo eterno; pero el hecho de que esta esperanza nos sea dada, nos concede el valor, a pesar de todas las dificultades, de reemprender nuevamente la lucha por un orden de justicia, que es una manifestación de la libertad y eleva un muro contra la tiranía de la injusticia.

SEGUNDA PARTE Diagnóstico y pronóstico 4. LA FE Y LAS CONVULSIONES SOCIO-POLÍTICAS CONTEMPORÁNEAS* (* El primer borrador de este texto fue presentado en Rieti, el 16 de diciembre de 1989, bajo la impresión aún fresca de los acontecimientos en Europa del Este, como intento de una primera aproximación a las causas y consecuencias de lo ocurrido. La versión aquí ofrecida sirvió el 15 de febrero de 1990 para una conferencia en la universidad romana La Sapienza. Con motivo de la celebración del Aniversario 1400 del Concilio de Toledo, presenté, en Madrid el 24 de febrero de 1990, una versión modificada de acuerdo con las circunstancias.) El año 1989 ha traído dramáticos virajes en el panorama político y espiritual de Europa, tales que, muy poco tiempo antes, ninguno habría podido pronosticar. Estas revoluciones y es esto lo que representa la verdadera novedad no han tenido lugar por obra de la fuerza militar o de la violencia política, sino en virtud de nuevos principios y de revoluciones espirituales, que simplemente han corroído los fundamentos de las antiguas estructuras de poder y las han derrumbado de la noche a la mañana. Tales procesos no conciernen Sólo a los estados anteriormente dominados por la ideología marxista, sino que revisten una importancia mundial. Rebasan con mucho los límites de la política, incluso con creces los de la metapolítica, y han sacado a la luz la fuerza política de factores no políticos en su origen. Estaría fuera de lugar alimentar sentimientos de satisfacción acerca del fracaso ajeno; estemos más bien dispuestos a reflexionar con calma acerca de los fundamentos espirituales sobre los que puede construirse el camino hacia el futuro y sobre cuáles no es posible hacerlo. Por lo mismo, las siguientes reflexiones tratan sobre los acontecimientos políticos del año 1989, pero se dirigen a la dimensión metapolítica, la cual se ha mostrado en dicho caso en toda su apremiante actualidad.

El alcance de la crisis del marxismo Lo que ha fracasado

Debemos, de acuerdo con lo anterior, comenzar nuestra investigación de los hechos acaecidos delimitando su interior fuerza propulsora y, con esto, puntos de referencia para el siguiente camino. La primera pregunta que debemos plantear es: ¿qué se derrumbó realmente en el transcurso de los años 1989 y 1990? Ante todo puede y debe decirse simplemente que el marxismo, como interpretación totalizadora de la realidad y como guía del quehacer histórico, ha sido derrotado. Sus promesas de libertad, igualdad y bienestar para todos no se hicieron efectivas en la realidad. Ésta fue falsificada por los hechos políticos y económicos. Pese a lo cierto de estas afirmaciones, todo quedaría en un análisis superficial si nos contentáramos sólo con ellas. Debemos dar un paso más y preguntarnos: ¿qué es lo específicamente falso en esta interpretación del mundo y en su fracasada praxis? Una observación detenida del fenómeno conduce de inmediato al núcleo del problema: la fuerza del espíritu, la energía de las convicciones personales, del sufrimiento y de la esperanza ha hecho caer las estructuras existentes. Esto significa: ha fracasado aquel materialismo que concebía el espíritu como el simple producto de las estructuras materiales, como simple superestructura del sistema económico. En este punto sin embargo no hablamos ya simplemente del problema del marxismo y de su realidad social, sino de nosotros mismos. Pues el materialismo es un problema que nos concierne a todos; su fracaso nos obliga a todos a una detenida reflexión. Para esto es necesario detenerse algo más en este punto, y preguntarse cuál es realmente el núcleo de la ideología materialista. Ésta no consiste en la negación absoluta de la realidad del espíritu. También el materialismo acepta que en un cierto momento de la historia aparece el espíritu, y que a partir de este momento debe ser diferenciado de lo puramente material. La esencia del materialismo moderno es más sutil: consiste en la forma según la cual se concibe la relación entre materia y espíritu. La materia es aquí lo primero y originario. Al principio existe la materia y no el logos. A partir de ella se desarrolla todo en un proceso casual, que acaba siendo necesario. El espíritu se mantiene como producto de la materia. Cuando se conocen sus leyes y el modo de manipularle, se hace posible entonces dirigir el curso del espíritu. El espíritu se transforma cuando se modifican sus condiciones materiales de existencia. Es así posible, de forma mecánica, adaptar y desarrollar la propia historia, mediante la modificación y transformación de las estructuras. ((Nota: Naturalmente debería elaborarse y precisarse mucho más este diagnóstico fundamental acerca de la esencia del materialismo moderno, sobre todo con respecto al materialismo dialéctico e histórico, lo cual no ha sido posible en este espacio limitado. La especificidad de este tipo de materialismo

proviene ante todo de la introducción del factor trabajo en la ponderación materialista de la realidad. El presupuesto fundamental sigue siendo sin embargo la tesis de la primacía de la materia sobre la conciencia, la cual, a través de una visión dialéctica de la relación entre naturaleza y conciencia, es ampliada pero no superada. A través del trabajo -ésta es la tesis- actuaría sobre la naturaleza transformándola y transformándose a sí mismo a la vez, y en esa separación tendría lugar el desarrollo de la conciencia. Con esto, el materialismo dialéctico intenta diferenciarse de un materialismo puramente mecanicista. Pretende, «en lugar de una consideración mecanicista (o también panteísta) de la naturaleza y del hombre, establecer una doctrina materialista universal sobre el desarrollo del hombre que abarque todos los ámbitos de la realidad y a la vez tome en cuenta sus características especificas». Así caracteriza las pretensiones de innovación y validez universal del materialismo fundado por MARX y ENGELS (329a) el Diccionario filosófico editado por G. KLAUS y M. BUHR en el Instituto Bibliográfico de Leipzig (1965). Por esta vía se quiere alcanzar la inclusión de la historia y de la sociedad en una «legalidad» científica comprensible y manejable por entero, lo cual resultaba imposible para las formas precedentes del materialismo, más «contemplativas» o «metafísicas». El Diccionario ya citado (329 a-b) añade al respecto: «Por primera vez en la historia del pensamiento humano se presentó la posibilidad de emplear el materialismo en la explicación de la vida social y extraer las fuerzas motrices materiales y las leyes de dicha vida social, con lo que se fundó por primera vez una teoría científica acerca de la sociedad». Precisamente esa pretensión de «cientificidad» ha sido desmentida por los sucesos más recientes, a través de los cuales, a las «leyes del desarrollo social» se contrapone una libertad que supera dichas leyes. Ambos artículos, «Materialismo» (325-330) y «Materialismo dialéctico e histórico» (330-340), así como «Materia» (341-344) del mencionado Diccionario, aparecen como una exposición casi oficial de la filosofía marxista. Sobre esto informan, con un abundante material bibliográfico, los trabajos; W. NIECKE, «Materialismo», en J. RITTER-K. GRUNDER (eds.), Diccionario histórico de la filosofía V, Base-Stuttgart, 1980, PP. 843-850; W. KNtSPELW.GOERDT-R. DAHM, «Materialismo dialéctico», ibid., Pp. 851-859 )). Esta arrogancia materialista se ha revelado como falsa. Es cierto que el espíritu depende en buena parte de sus condiciones materiales, pero las supera. No se puede liberar al hombre de su propia libertad delimitando los canales por los cuales ésta debe moverse. El pretexto de que se podría, con recetas estructurales, construir el hombre perfecto y la sociedad perfecta es la clave del materialismo moderno, y esa clave se ha revelado como falsa. Quien se apoya en lo mecánico en lugar de en lo espiritual y eterno, tarde o temprano atenta contra sí mismo. Si esto es cierto, también se pone en cuestión con ello un determinado tipo de fe en la ciencia, que en sus efectos llega mucho más allá de la esfera de poder

del marxismo. La ciencia, en el sentido estrecho del término, se ciñe al ámbito de lo necesario, que se rige por leyes rígidas y conduce por esa vía a certezas objetivas y verificables. Esto significa empero que la ciencia, así entendida, no puede abarcar la esfera de la libertad, esto es, lo propiamente humano en el hombre y en sus relaciones comunitarias. La fascinación de un concepto totalizador de ciencia, que abarque al hombre con una exactitud no inferior a aquella con la cual aborda las leyes de la física, ha intentado, sin embargo, traspasar esas fronteras. Ya desde Augusto Comte todos los esfuerzos se dirigieron a concebir también al hombre como un ser determinado por leyes necesarias, y a no dejar, en el mapa del mundo científico, ningún sitio inexplorado. De aquí proviene aquella concepción fundamental de la ciencia social que, a pesar de todas las diferencias, se manifiesta en el Este como marxista, en el Oeste como sociología positivista, y que en ambos casos representa, según una frase de J. Habermas, el «proyecto de la modernidad». Sobrepasaría el ámbito de nuestras reflexiones la pretensión de esclarecer aquí la raíz metodológica fundamental común que actúa detrás de todas las diferencias entre marxismo y positivismo, referente a un tipo de ciencia humana que se presenta como la nueva metafísica, como interpretación de los fundamentos del ser del hombre. Puede bastar remitirse una vez más a Habermas, según el cual el ser personal no debe considerarse una «variable independiente», sino «una esencia genérica, que (ante todo) se realiza en un proceso histórico y dentro de una época y una sociedad absolutamente determinadas». El concepto de persona se refiere entonces a «un individuo que se hace tal en la socialización y a través de ella, que no puede ser concebido con independencia de la sociedad. Éste es, por así decirlo, producido o generado en el mecanismo de la socialización». El intento de manipular al hombre «científicamente» en la más estrecha acepción del término encierra un determinismo que proviene del materialismo subyacente. Una idea científica, que se obtiene en el ámbito de lo no libre, es trasladada al ámbito de lo libre, de lo humano, para posibilitar una «física del hombre», en la cual sólo existen leyes necesarias y previsiones exactas. Tal teoría, si es asumida consecuentemente, exige la exclusión del factor libertad. El sistema marxista se ha limitado a aplicar con todo rigor esos presupuestos fundamentales a la acción política: la represión de la libertad a través del sistema no constituye un abuso del sistema, sino su consecuencia lógica. La explosión práctica de la libertad contra el sistema en las calles de las capitales del Este, tiene por lo mismo consecuencias teóricas decisivas. No se ha puesto en tela de juicio solamente el pensamiento marxista, sino que se cuestiona nuestro modo de plantear las ciencias humanas sobre fundamentos metodológicos que excluyan lo humano. Cuanto ha sucedido en el espacio de la política es también una contribución importante y real al problema fundamental de qué sea la libertad y el hombre Aún un tercer aspecto de los procesos analizados me parece muy claro. Por

medio de lo ocurrido se ha puesto en cuestión una determinada modalidad de la idea de progreso. La palabra «progreso» se había convertido en un corolario de la filosofía de la historia posthegeliana. Esto presupone aquella interpretación mecanicista de la historia que acabamos de someter a crítica. El termino «progreso» es empleado como una etiqueta fácilmente vendible. En el ámbito socialista se pensaba que el progreso es aquello que sirve a la construcción del socialismo. Existe también, sin embargo, un liberalismo superficial no menos partidista. La libertad se identifica con la ausencia de vínculos, y el progreso es, precisamente, aquello que anula todo tipo de vínculos. Finalmente, la variante tecnológica de la fe en el progreso, que ve como progreso del hombre el aumento del poder de la técnica. Romano Guardini ha hablado en relación con esto de la «insensatez de la fe en el progreso». Allí donde el progreso se ha visto como un proceso necesario del desarrollo, sujeto a leyes de la historia, éste permanece al margen de lo propiamente humano y, en el fondo, se dirige contra el hombre. La libertad personal y la responsabilidad ética pueden ser vistas entonces sólo como factores perturbadores de tales procesos. La irrupción masiva de estos «factores de disturbio» en los últimos años (1989-90) en la escena de la historia es un proceso que nos da esperanzas, y a la vez un hecho que nos obliga a reflexionar y a revalorizar nuestras convicciones. Es inevitable en este punto preguntarse si estamos dispuestos a tal cambio y somos capaces de llevarlo a cabo. ¿Hasta qué punto somos capaces verdaderamente de desarrollar nuevas visiones de conjunto y de refutar aquel materialismo, implícito o evidente, que ha conducido al peligroso flirt de los intelectuales occidentales con el marxismo, del cual hoy nadie quiere saber nada?

Las fuerzas motrices del cambio

Debemos retornar ahora a la cuestión práctica de qué fuerzas han promovido el viraje en el Este de Europa, aunque aquí no se trata de un análisis político en el sentido estrecho del término. Después de haber investigado qué ha fracasado realmente, qué se ha revelado sin futuro, busquemos lo positivo, es decir, aquellas energías que lograron producir el cambio. Naturalmente no puede tratarse de un análisis exhaustivo, sino de un acercamiento inicial al problema. ¿Qué ha provocado el cambio? En primer lugar, debemos detenernos en los procesos políticos concretos, para inscribirlos después en un contexto de significado más amplio. Como hecho evidente y fuerte impulsor de los recientes procesos, hay que mencionar, en primer término, la decadencia material del sistema marxista en los ámbitos económico y social. De hecho, el marxismo falló en su propio terreno como teoría económica-, y hoy no es ya posible tomarlo en serio desde el punto de vista científico. Los teóricos del sistema y sus funcionarios lo sabían desde hacía tiempo. La fe en el sistema decayó frente a la evidencia de los hechos.

Desde hacía tiempo el sistema no se sostenía sobre una verdadera convicción, sino en la autoafirmación del poder. La duración de un poder desnudo, que se sostiene a sí mismo sin apoyarse en valores espirituales, está limitada por necesidad. En el instante en que la «pérdida de fe» de los poderosos se conjuga con la «pérdida de confianza» de los súbditos, por la falta de medios, la frágil construcción comienza a derrumbarse. El segundo factor que debe mencionarse al respecto es la fuerza de la religión. Se había dicho que la religión desaparecería por sí sola cuando las relaciones sociales, que condicionaban la enajenación religiosa, fueran transformadas. Desde mucho tiempo atrás se había aceptado que la rapidez de tal proceso se había sobrevalorado. Finalmente se introdujo poco a poco la posibilidad de que la religión no fuera eliminada definitivamente nunca. Finalmente sucedió lo más sorprendente: entre los intelectuales dedicados a las ciencias naturales se planteó de nuevo la cuestión acerca de Dios. Una ciencia que había tomado conciencia de sus límites, reconoció que las verdaderas respuestas a sus inquietudes se encuentran más allá de cuanto ella es capaz de plantear. Simultáneamente a este renacimiento de la pregunta acerca de Dios en pleno corazón de la más rigurosa racionalidad, se despertó, en lo más profundo de la existencia humana, la sed de lo eterno, que de manera evidente se halla impresa en el fondo de nuestra alma. Sabemos a través de numerosos testimonios cómo, en tiempos recientes, Dios se había convertido en un tema candente de discusión entre la juventud académica, formada por entero en el ateísmo6. Esto no condujo siempre a la conversión, a la fe cristiana. Pero, a partir de esas preguntas, creció una nueva receptividad hacia el misterioso mensaje de los iconos, por la proximidad de lo divino en la liturgia ortodoxa, consagrada por completo al Misterio. El esplendor del mensaje religioso, antes desdibujado por la magia de las promesas ideológicas, se hizo de nuevo nítido y orientó hacia realizaciones nuevas de la existencia humana, superiores a las que podía ofrecer un mundo desacralizado, incluso con las falsas salidas del libertinaje moral. La religión, hasta hace poco vista como la quintaesencia de la superstición y de la opresión, ha resurgido como una auténtica fuerza liberadora. Se colocó de nuevo en primer plano como fuerza social que relativizó el poder dominante. Proporcionó las energías espirituales, que por fin se hicieron más fuertes que la violencia física. Pero debemos considerar también un tercer factor en el proceso, muy diferente: la influencia de los medios de comunicación. Tropezamos aquí con una notable ambigüedad, que no debemos minimizar en el diagnóstico del momento histórico presente, si no queremos caer en una culpable significación del fenómeno. Los medios de comunicación se han mostrado sin duda como factores de desestabilización de las dictaduras. Con su escepticismo lo relativizan todo, presentan la cara opuesta de la información y en cierto modo lo convierten todo en discutible. Ponen ante los ojos imágenes ideales de la vida y con ellas presentan una medida que atenta contra lo establecido. Forman la conciencia y el

inconsciente y estimulan la realización de cuanto es visto y oído. De este modo han contribuido realmente a formar una mentalidad que se resigna cada vez menos a la inmutabilidad de lo existente. Probablemente, tienen su parte de mérito en lo que constituye el aspecto más positivo y sorprendente de los cambios: el que se hayan producido casi siempre sin violencia. No puede ocultarse aquí que los medios de comunicación, -con su banalización de la violencia que es presentada como un comportamiento humano normal y habitual-, asumen una gran responsabilidad por la ligereza con que hoy se sobre-pasa el umbral de la violencia entre individuos y grupos. Pero también hay que destacar la otra cara de su poder: aquello que sucede en una parte cualquiera del mundo se hace visible para todos. La violencia militar contra personas que participaban en manifestaciones pacíficas, que habíamos visto en China y que se nos transmitió desde Rumania, se hizo visible para el mundo entero en todo su horror y toda su brutalidad. La violencia ya no puede esconderse más tras la máscara del empeño por una sociedad mejor. En lugar de esto se ha revelado con claridad el rostro brutal de una sangrienta dictadura, que repugna a la conciencia civil del mundo entero. La difusión mundial de estas imágenes se convierte en un potente impulsor de los acontecimientos locales y dio con ello el necesario apoyo a la inerme voluntad de quienes protestaban. Estos son efectos positivos de la sociedad de masas en los cuales hasta ahora no habíamos pensado. Pero indudablemente existe otro aspecto del mismo fenómeno: el poder de relativización de las imágenes actúa también en el ámbito de las dictaduras y conduce a un indiscriminado escepticismo. Se tiene la impresión de conocerlo todo y de poder juzgarlo todo. Pero de aquí puede derivarse también la pérdida de la dimensión más profunda de la existencia. Trae aparejado el riesgo de una superficialización de la sensibilidad, de afirmarse en la exterioridad, de exigir a la existencia cosas que no sólo hacen vacilar las dictaduras, sino que desestabilizan el alma humana hasta sus cimientos. Se corre el peligro de que el alma se haga incapaz de la paciencia que apoya la verdad y también de aquel vinculo sin el cual la verdad no se revela, ni tampoco puede florecer la respuesta del amor. El fenómeno de los medios de comunicación, en suma, no puede ser juzgado ni como solamente positivo ni simplemente negativo. En su propia ambigüedad, son un signo del destino histórico de nuestra época, cuyo poder puede extenderse de modo cada vez mayor en las más diversas direcciones.

Cuestiones abiertas en el mundo occidental

Nuestras consideraciones precedentes han tenido su punto de partida en los procesos del Este europeo, pero han sido también un intento de reflexionar sobre nuestros problemas, los problemas del mundo occidental y de su ideología. Este

aspecto de nuestra indagación debe ser profundizado ulteriormente, después de sacar las consecuencias para el camino de la fe hoy. Ante todo, quisiera tratar tres cuestiones: la crisis de la fe en la ciencia, la nueva exigencia de espiritualidad y de ética, y la nueva sed de religión.

La crisis de la fe en la ciencia

En el último decenio, la resistencia de la Creación a ser manipulada por el hombre, se ha convertido en un nuevo componente de la situación espiritual. La pregunta sobre los límites de la ciencia y las medidas a las cuales ésta debe atenerse se ha hecho ineludible. Me parece particularmente significativo del cambio en el clima intelectual el giro que se ha producido en el modo de juzgar el caso Galileo. Este hecho, poco resaltado en el siglo XVII, fue elevado en el siglo siguiente a mito del Iluminismo. Galileo aparecía como la víctima del oscurantismo medieval conservado en la Iglesia. Bien y mal se oponen divididos por un corte tajante. Por una parte encontramos la Inquisición, el poder que encarna la superstición, el adversario de la libertad de conciencia. Por la otra, la ciencia natural, representada por Galileo, como el poder del progreso y de la liberación del hombre de las cadenas de la ignorancia, que lo mantenían impotente frente a la naturaleza. La estrella de la modernidad brilla en la noche del oscuro medievo. Curiosamente fue Ernst Bloch, con su marxismo romántico, uno de los primeros en oponerse abiertamente a tal mito, y en ofrecer una nueva interpretación de lo ocurrido. Según Bloch, el sistema heliocéntrico -al igual que el egocéntrico- se funda sobre presupuestos indemostrables. En esta cuestión desempeña un papel importantísimo la afirmación de la existencia de un espacio absoluto, cuestión que actualmente la teoría de ¡a relatividad ha desmentido. Éste escribe textualmente: «Desde el momento en que, con la abolición del presupuesto de un espacio vacío e inmóvil, no se produce ya movimiento alguno en éste, sino simplemente un movimiento relativo de los cuerpos entre sí, y su determinación depende de la elección del cuerpo asumido como en reposo, también se podría, en el caso de que la complejidad de los cálculos resultantes no mostrara esto como improcedente, tomar, antes o después, la tierra como estática y el sol como móvil». La ventaja del sistema heliocéntrico con respecto al geocéntrico no consiste entonces en una mayor correspondencia con la verdad objetiva, sino simplemente en una mayor facilidad de cálculo para nosotros. Hasta aquí, Bloch expone sólo una concepción moderna de la ciencia natural. Pero resulta sorprendente la evaluación que nos ofrece de ella: «Tras quedar fuera de toda duda la relatividad del movimiento, un sistema de referencia humano o un antiguo sistema de

referencia cristiano no tiene derecho alguno de inmiscuirse en los cálculos astronómicos y en sus implicaciones heliocéntricas; sin embargo sí tiene el derecho metódico de preservar las relaciones de significación humana en esta tierra y de organizar el mundo relación con cuanto ha ocurrido y ocurre sobre la tierra». Si aquí ambas esferas metódicas se reconocen claramente diferenciadas, en sus límites y en sus respectivos derechos, mucho más drástico aparece un juicio sintético del filósofo agnóstico y escéptico P. Feyerabend. Éste escribe: «La Iglesia de la época de Galileo se atenía más estrictamente a la razón que el propio Galileo, y tomaba en consideración también las consecuencias éticas y sociales de la doctrina galileana. Su sentencia contra Galileo fue razonable y justa, y sólo por motivos de oportunismo político se legitima su revisión». Desde el punto de vista de las consecuencias concretas de la obra galileana, C. F. von Weizsacker, por ejemplo, da un paso adelante cuando ve un «camino directísimo» que conduce desde Galileo hasta la bomba atómica. Para mi sorpresa, en una reciente entrevista sobre el caso Galileo, no se me formuló pregunta alguna del tipo: «¿Por qué la Iglesia ha pretendido obstaculizar el desarrollo de las ciencias naturales?», sino precisamente la opuesta: «¿Por qué la Iglesia no ha asumido una posición más clara contra las consecuencias negativas que tendrían por fuerza que producirse una vez que Galileo abrió la «caja de Pandora»? Sería ingenuo construir, sobre la única base de estas afirmaciones, una apresurada apologética. La fe no crece a partir del resentimiento y de la refutación de la racionalidad, sino de su afirmación fundamental, y de su inscripción en una racionalidad más amplia. Sobre esto volveremos más adelante. Ahora deseo recordarlo sólo como un caso sintomático que evidencia hasta qué punto el autocuestionamiento de los modernos que abarca también la ciencia y la técnica es profundo.

La búsqueda de lo espiritual y de lo ético

Dirijámonos ahora hacia un segundo terreno: la nueva búsqueda del Fthos y de la espiritualidad. Como no es posible evaluar del todo negativa o positivamente la duda en torno a la ciencia o a la modernidad, tampoco puede presentarse como un fenómeno unitario la nueva apertura hacia la dimensión espiritual del mundo y de la existencia humana. Naturalmente éstos son claros aspectos positivos. En el período culminante de la modernidad la dimensión moral quedó relegada al ámbito de la subjetividad, y el progreso técnico fue considerado un valor en sí mismo, que ya no era posible cuestionar de ningún modo. Pero en este mismo ámbito, la cuestión ética ha emergido hoy de nuevo como problema del criterio moral de nuestras acciones.

Concebir las normas morales como límites de nuestras investigaciones científicas y de nuestros actos es una actitud que hoy ya no se juzga a priori como una forma de oscurantismo: la bomba atómica, primero, y las formas de producción técnica biológicamente destructiva, después, han puesto en evidencia la otra cara del progreso. En verdad, la eficacia en el plano práctico de este conocimiento fundamental permanece con frecuencia limitada, como se muestra en la polémica sobre la manipulación genética y la reproducción humana in vitro. La disposición para utilizar la vida humana vidas de personas, aun las no nacidas para los «más altos fines» de la investigación o para otros fines considerados buenos permanece inalterable. El abuso del ser humano, tratado como una cosa, y el juego con el secreto divino de su ser, continúa su marcha. Pero hay resistencia hacia esto, incluso dentro de las propias ciencias naturales.

La nueva religiosidad

El redescubrimiento de la dimensión religiosa tiene múltiples aspectos. Así como se advierte en las más eminentes personalidades de las modernas ciencias naturales una orientación nueva y decidida hacia el problema ético y un rechazo a la autosuficiencia del positivismo, existen también jóvenes que buscan a Dios con nueva pasión y están dispuestos a entregarle su vida hasta el fin y desde sus raíces. Hay un fortalecimiento de la generosidad de los jóvenes, que no se satisfacen con sentimientos vagos ni con decisiones a medias, sino que buscan la obediencia incondicional a la verdad. Por otra parte se presenta una disposición de ánimo muy amplia y más bien vaga, que pudiera definirse como nostalgia de la espiritualidad y de la vivencia religiosa. Sería erróneo menospreciar esto, pero también resultaría inadecuado ver en ello el inicio de una nueva orientación hacia la fe cristiana. Pues esta nostalgia proviene a menudo de la desilusión provocada por la insuficiencia del mundo de la ciencia y de la técnica. Esta insuficiencia lleva en sí misma un profundo escepticismo hacia la vocación del hombre por la verdad. La verdad aparece en la historia desacreditada por la intolerancia de aquellos que se creían en la segura posesión de ésta. Además, la experiencia sobre los límites de la ciencia y la fragilidad de las ideologías conduce antes al escepticismo que al valor para buscar la verdad. Así se sustituye con gusto verdad por valores, sobre los cuales puede buscarse un acuerdo siquiera parcial. Pero semejante opción resulta problemática, si el criterio de verdad es insuficiente. Sobre todo, empero, una religión surgida del escepticismo y de la desilusión sobre los límites del conocimiento no puede sino constituirse como dominio de lo irracional. Se mueve en la dimensión de lo no vinculante y termina por convertirse fácilmente en un anestésico. Nuevas mitologías cobran forma, como se muestra de forma especialmente clara en el fenómeno tan cambiante que se presenta bajo la

definición abarcadora de New Age. Son evidentes los paralelismos con la antigua gnosis. Como entonces, se funden también ahora abstrusos enigmas con la exagerada pretensión de tener en la mano las claves del conocimiento, y de haber encontrado una explicación exhaustiva de la realidad, en la cual se revelan los misterios del universo y el conocimiento se vuelve redención. El Dios vivo se hunde en las profundidades espirituales de la existencia, el hombre se autodisuelve para hacerse uno con el Todo del cual proviene. El punto de vista de Karl Barth, según el cual la religión puede devenir una suerte de autosatisfacción que no conduce a Dios, sino que encierra al hombre en sí mismo y lo coloca en contra de Dios, cobra nueva actualidad.

Los caminos de la fe hoy

Por fin se plantea abiertamente la pregunta que ha guiado en silencio todas nuestras reflexiones hasta el momento: ¿que debemos hacer?, ¿qué puede crear un futuro humano y digno? Considerando sintéticamente las fuerzas de las cuales habíamos hablado hasta ahora, podríamos reconducirías a dos direcciones fundamentales: el relativismo y la fe. El relativismo se alía fácilmente con el positivismo, más aún, constituye el fundamento filosófico por excelencia de este último. Que en ciertas situaciones sirvan de ayuda un poco de relativismo o una pizca de escepticismo, no pretendemos ponerlo en duda. Pero el relativismo resulta por completo inadecuado como fundamento general sobre el que vivir. Pues donde el relativismo se piensa y se vive de modo consecuente, y no se apoya en silencio en una certeza final de la fe, acaba por reducirse al nihilismo, o erigir el positivismo en poder que regula todo. Con ello desemboca de nuevo en concepciones totalitarias. Pero ¿qué queda si el escepticismo, el relativismo, pese a su utilidad en aspectos particulares, no es un camino en general? ¿No se nos remite de nuevo a la autosuperación del hombre, al camino de la fe en el Dios viviente? Contra semejante respuesta se plantean hoy mil objeciones; todas las formas tristes de la fe que han generado el pasado y el presente parecen dar a éstas la razón. El valor de creer, hoy como antes, no puede ser transmitido por vía puramente intelectual. Ello requiere ante todo de testigos que muestren con sus vidas y sufrimientos que el camino de la fe es el verdadero. El hecho de que en Europa Oriental la fe se haya convertido en una fuerza más potente que el «Socialismo científico», se debe a la humildad y a la paciencia de quienes sufrieron, en cuyos testimonios se hizo visible una promesa superior. En este sentido, nuestra pregunta rebasa ampliamente la mera disputa intelectual. Pero esta última es imprescindible y tiene una función insustituible. Por todo esto, frente a las caricaturas y formas raquíticas de la fe, tenemos que preguntarnos: ¿Cuál es la forma interna y esencial de la fe? O lo que es lo mismo: ¿de qué modo debe configurarse una fe que responda a los signos de los

tiempos y muestra así al hombre el camino de la salvación? Quiero proponer aquí tres líneas de reflexión.

La fe es racional

La fe no es resignación de la razón frente a los límites de nuestros conocimientos. No es retroceso a lo irracional frente a los peligros de una razón puramente instrumental. La fe no es la expresión del estancamiento o de la evasión, sino la afirmación valiente del ser y la apertura a la grandeza y complejidad de la realidad. La fe es un acto de afirmación. Se apoya en la fuerza de un nuevo «sí», que el hombre se hace capaz de pronunciar en su relación con Dios. Hasta en los momentos en que existe un amplio y abierto resentimiento contra la racionalidad de la técnica, me parece importante evidenciar la esencial racionalidad de la fe. La crítica de la modernidad, que desde hace tiempo se viene haciendo, no debe censurar su confianza en la razón como tal, sino más bien la reducción del concepto de razón, la cual ha abierto la puerta a las ideologías irracionales. Sin embargo, el misterio que la fe presenta no es lo irracional, sino la extrema profundidad de la razón divina, que nosotros, con nuestra débil vista, no somos capaces de penetrar. Siempre ha sido y sigue siendo una afirmación fundamental de la fe las palabras con las que Juan retomando y profundizando la historia de la Creación contenida en el Antiguo Testamento comienza su Evangelio: «En el principio era el Logos», la razón creadora, la energía de la inteligencia de Dios, la fuerza comunicadora de sentido del Conocimiento Divino. Sólo a partir de ese comienzo puede entenderse correctamente el misterio de Cristo, en el cual la razón se hace visible como amor. La primera expresión de la fe nos dice entonces: Todo cuanto existe es pensamiento hecho realidad. El Espíritu Creador es el origen y el principio que fundamenta todas las cosas. Todo cuanto existe es racional en su origen, por cuanto procede de la Razón Creadora. Aquí nos colocamos de nuevo frente a la contradicción fundamental entre materialismo y fe. El Credo del materialismo es, que en el principio existe lo no racional y que sólo las leyes del azar habrían producido lo racional a partir de lo no racional. La razón es entonces un producto casual de lo no racional, y tanto su estructura como sus leyes son simplemente el resultado de combinaciones sin contenido ético o estético. El hombre se hace regidor del mundo, manejándolo de acuerdo con sus propios fines. Sin embargo siempre permanece lo irracional como el verdadero poder originario. Para la fe se produce exactamente lo opuesto: el Espíritu es el origen creador de todas las cosas, y por eso todas portan en sí mismas una razón que no proviene de ellas y que las supera infinitamente, pero que constituye su ley esencial. La razón creadora, que dota a las cosas de una racionalidad objetiva, de una matemática oculta y de un orden interno, es a la vez una razón moral y de amor. El hombre resulta capaz de reconocer las huellas de dicha razón y, con

ello, de hacer progresar las cosas según la naturaleza de éstas. Su dominio es un servicio, su libertad es empeño con la verdad interna de las cosas y, de este modo, apertura al amor que lo hace similar a Dios. La época moderna está caracterizada por un singular enfrentamiento entre racionalismo e irracionalidad. Por ello me parece importante definir con claridad cuáles son las posiciones que se enfrentan. La alternativa fundamental, frente a la cual nos coloca el curso de la época moderna, reside en la pregunta: ¿Se encuentra en el principio de todas las cosas lo no racional; es lo no racional la verdadera causa del mundo, o proviene éste de la razón creadora? La fe significa asumir la segunda posición, y sólo ésta es, en el más profundo sentido del término, «racional» y digna del hombre. En la crisis de la razón en la cual hoy nos encontramos, debe hacerse visible de nuevo esta singular esencia de la fe, la cual salva a la razón, precisamente porque la abarca en toda su amplitud y profundidad y la protege contra las tentativas de reducirla simplemente a aquello que puede ser sometido a pruebas experimentales. El misterio no se opone a la razón, sino que salva y defiende la racionalidad del ser y del hombre.

La unidad de pensamiento, voluntad y sentimiento en la fe

Pasemos ahora del ámbito del conocimiento al de la voluntad y al del sentimiento. Con las reflexiones precedentes, se plantea ya una primera conclusión fundamental: la racionalidad de la fe. Demos ahora sin embargo un paso atrás. Frente a la amenaza representada por el Iluminismo, Schleiermacher intentó salvar la religión definiéndola como sentimiento: «Su esencia no es ni pensamiento ni acción, sino contemplación y sentimiento» «La praxis es arte, la especulación es ciencia, la religión es sensibilidad y gusto por lo infinito». El siglo XIX siguió este enfoque mayoritariamente y encontró un modo propio de reconciliación entre religión y ciencia: la razón podía disponer y mandar a su gusto. La religión, que era puro sentimiento, no la obstaculizaba y permanecía por su parte libre de expresarse en el ámbito del sentimiento y asegurarse su lugar. El peligro de semejante paz del espíritu vuelve a asomarse hoy. Pero no se trata de una paz como tal, sino de una división del hombre, en la cual la razón y el sentimiento resultan perjudicados en igual medida. Es de hecho una renuncia a la razón afirmar que ella es capaz de «funcionar» únicamente en el ámbito de lo instrumental, sin considerarla capaz de alcanzar la verdad sobre el ser, sobre nosotros, sobre la Creación y sobre Dios. Este escepticismo domina hoy casi por completo la sociedad. En la mayor parte de los casos, ya no podemos admitir la hipótesis de que es posible conocer la verdad. Esta falsa humildad degrada al hombre, hace ciego nuestro actuar y vacíos nuestros sentimientos. Aun en la Iglesia Católica puede apenas admitirse que en la fe se nos revela la verdad acerca de Dios. La impresión de que todas las

religiones obran a ciegas y de que sus afirmaciones no son más que símbolos de lo enteramente incognoscible, se extiende cada vez más. La religión vuelve a ser de este modo la esfera de los sentimientos más elevados. Con la fuerza impulsora de los sentimientos más nobles, las religiones -que resultan mutuamente intercambiables- deben ponerse al servicio de los fines más altos de la humanidad, y convertirse en instrumentos para la construcción de una «sociedad de paz universal». Ahora todos deseamos la paz universal. La vuelta hacia Dios nos permite reconocer a los seres humanos como hermanos y hermanas y con ello se sirve a la paz; es éste un imperativo justificado. Pero una religión que sea sólo un instrumento para alcanzar determinados objetivos pierde su dignidad como religión, la cual sólo puede persistir como mero sentimiento. En todos los errores se ocultan verdades. Es cierto que la religión llama a la paz; es también cierto que el sentimiento pertenece a la religión y que se han equivocado las reformas que la han privado del humus de los sentimientos. Pero esas verdades conservan su fuerza sólo cuando no pierden su íntima organicidad. Y tal organicidad reside en el hecho de que la fe asume el sentimiento y lo rescata de su indeterminación, a la par que le otorga su verdadero fundamento. El sentimiento del infinito reposa en la verdad del hecho de que existe el Dios infinito y que Él nos habla a nosotros, criaturas finitas. La fe no será fortalecida en nuestros días si se la separa de la esfera de lo infinito, sino sólo si se la considera en toda su grandeza. El reduccionismo no salva la fe, la hace más «barata». Cuando la fe es conservada en toda su fuerza, adquiere pleno significado. No somos nosotros los que salvamos la fe, sino que es la fe la que nos salva.

Dimensión personal y dimensión social de la fe

La integración de conocimiento, voluntad y sentimiento tiene lugar en la persona. La fe cristiana tiene, por su propia naturaleza, una estructura personal. Es la respuesta de la persona a una llamada personal. Es el encuentro de dos libertades. Si afirmábamos al inicio que la fe cristiana en su esencia descrita en la Biblia no es irracionalismo, sino el decidido reconocimiento de la razón como fundamento y destino de todas las cosas, ahora podemos añadir: la fe cristiana define su esencia por medio de una filosofía global de la libertad. A partir de una perspectiva diferente debemos ahora retomar cuanto dijimos entonces sobre las alternativas fundamentales del pensamiento. Habíamos afirmado que el racionalismo moderno, sobre la base de su autolimitación metódica, coloca lo irracional en el origen de lo racional. Esto significa que se declara 10 no libre como fundamento de lo libre, que tanto la libertad como la razón son productos secundarios del autodespliegue del mundo. En contraposición con esto la fe, que sustenta el Logos como principio, apuesta por la primacía de la libertad. Sólo el

nexo con el Logos garantiza la libertad como principio estructural de la realidad. Esto tiene sus inconvenientes desde el punto de vista teórico-sistémico: las filosofías de lo necesario suponen poder esclarecerlo todo. Ofrecen instrucciones a seguir para producir de modo necesario un mundo mejor. La filosofía de la libertad que nace de la fe no puede hacerlo. No posee fórmula universal alguna. O mejor dicho: su fórmula universal es la libertad del amor de Dios, que nos llama en Jesucristo y muestra una y otra vez al hombre el camino de la libertad. Esto tiene repercusiones hasta en las formas concretas de la devoción. A una filosofía no personal corresponde también una devoción no personal. No se puede negar que existen tendencias de este tipo incluso entre los cristianos. El coraje de la fe en el Dios personal que escuchamos en nosotros termina por decaer. La piedad se reduce a un dejarse-sumergir en la corriente del ser, a un liberarse de la carga de la libertad, de la carga del ser personal, un retorno al abismo de la nada. La oración cristiana es, sin embargo, la respuesta de una libertad a otra libertad, un encuentro de amor. Por otra parte, la tendencia a la religiosidad no personal porta en sí un elemento de verdad: aspira a la superación de las diferencias que nos separan del otro y de los otros. Pero la retirada al ser, la resignación que en ella yace, no salvan. Cuando el encuentro entre dos libertades se convierte en amor, tiene lugar la superación de dicha diferencia. No la negación de la persona, sino su acto supremo, el amor, crea esa unidad que nosotros, como criaturas del Dios Uno y Trino, anhelamos desde el fundamento mismo de nuestra existencia. Así podemos concluir: la fe no es un camino cómodo. Quien la asuma de esta forma, se equivocará. Ésta coloca al hombre frente a las aspiraciones más elevadas, porque concede un alto valor al hombre. Pero precisamente por esto, es bella y adecuada a nuestra naturaleza. Si la asumimos en toda su grandeza y dimensión, nos proporcionará las respuestas por las que dama nuestra época.

5. EUROPA, ENTRE ESPERANZAS Y PELIGROS (Conferencia pronunciada con motivo de la celebración del segundo milenio de la ciudad de Spira. Quiero sin embargo, con toda conciencia, dejar esta conclusión, que se refiere al festejo, como ejemplo concreto de la idea de Europa).

Introducción: Fenomenología de la Europa contemporánea La idea de Europa está hoy considerablemente desprestigiada. Esta conoció su mejor etapa en un momento de necesidad, cuando el nacionalismo, erigido en barrera ideológica, había asolado las naciones del viejo continente. Entonces éste

recordó sus raíces comunes, la cultura común nacida de innumerables intercambios, la herencia moral y religiosa, la racionalidad de esta cultura y su fuerza de cohesión. En esta situación, Europa se convirtió en la expresión de la unidad y la comunidad, que precedía las divisiones y que nunca podría ser disuelta por éstas. De este modo, la idea de Europa se reveló durante la postguerra como una fuerza moral positiva. Se convirtió en símbolo de unidad tras el absurdo de la destrucción: ella hizo posible un orden de paz entre los antes enemistados, hizo que el mundo se abriera y extendiese para cada individuo y dio a la vez bienestar económico y poder. Europa: una palabra de paz y fraternidad; esto es lo grande y positivo en la experiencia de la «Europa» de nuestra época. Este aspecto de lo europeo se vuelve hoy de nuevo materia de discusión, puesto que las puertas entre el Este y el Oeste se han abierto. La reconciliación de ambos no había estado bloqueada por completo tras la guerra por la «cortina de hierro», pero se había quedado a medio camino. La búsqueda de su culminación en una forma política y económica estable y duradera, se hace efectiva hoy de nuevo bajo el signo de la pertenencia común a Europa. Los países de Occidente, estrechamente dependientes entre sí, se enfrentan al desafío de encontrar nuevas formas de unidad en la multiplicidad y de concebir un nuevo orden internacional de paz. En la polémica sobre la reunificación de Alemania han retornado al terreno de las discusiones los antiguos temores de la época nacionalista; las fronteras aparecen de nuevo como algo inamovible, las contradicciones nacionales pueden hacerse más fuertes que la apenas desarrollada comunidad europea. De nuevo debe demostrarse si Europa es solamente una idea o una fuerza real de fraternización. De nuevo ha de demostrarse si la unidad interna de historia y cultura, de tareas y responsabilidades es lo suficientemente fuerte para dar a las fronteras un significado mejor que el de la separación. Será más fácil respetar las fronteras en la medida en que se transformen en caminos abiertos; mientras las minorías de aquí y de allá puedan vivir según su identidad; cuando se superen los exclusivismos y se fomenten los intercambios, el pluralismo reconocido y la comunidad dentro de éste. Ningún ser racional puede desear hoy que en Europa tengan lugar nuevas expulsiones y que sean desplazadas las fronteras. Pero al mismo tiempo, la razón moral y política común exige que las fronteras se conviertan en estaciones de intercambio y nunca más puedan ser símbolos, apoyados por las armas, del absolutismo de un principio nacional. De este modo, el año 1989 dio también a la idea de Europa un nuevo impulso. Si desde los años setenta se ha podido observar que el ambicioso programa de reconciliación y de solución moral sintetizado en la palabra «Europa», había sido casi sofocado lentamente por la burocracia económica, ahora sin embargo, el derrumbamiento de la cortina de hierro ha renovado de golpe el reto originario: la posición común en la dimensión moral de Europa debe conducir a un nuevo orden de paz, a un intercambio de los dones del espíritu y de la tierra. Europa como idea política debe sustituir finalmente el modelo

nacionalista por el concepto universal de una comunidad cultural, rescatar lo que yerra por el camino del nacionalismo por medio de una solidaridad que una a la humanidad. Pues no es el enfrentamiento, sino la cooperación, lo que edifica hasta a las naciones particulares. En estas reflexiones se han señalado ya los dos motivos que desde hace algún tiempo han promovido dudas sobre la validez de la idea de Europa. El primero ha sido la creciente disolución de la idea europea en una aritmética puramente economicista, que es cierto que ha elevado el poder económico de Europa en el mundo una y otra vez, pero que ha reducido los fines éticos al aumento del poder económico confinándolos en la pura lógica de mercado. Ya en el propio interior de Europa, esto había traído como consecuencia una suerte de revolución cultural: una vulgarización no sólo de los objetos, sino de las expresiones espirituales, que amenaza con conducir a un aplanamiento de las almas y a una uniformización del pensamiento en una medida hasta ahora desconocida. Las formas culturales desarrolladas decaen; en la agricultura, en el comercio, en la pequeña industria, la aplastante presión de las grandes estructuras anónimas conducen a una pérdida de la libertad personal, que puede ser compensada por medio del oropel de un mundo del tiempo libre desvinculado de la moral. Lo que ocurrió de este modo en el interior de Europa, mostró su cara más trágica en el mundo no europeo, en el hemisferio meridional del globo terráqueo. El viraje experimentado por los valores morales de la nueva Europa tras la guerra se hace evidente en el momento en el cual el aumento de poder sustituyó al esfuerzo por la reconciliación. Al principio pudo ser válida la ayuda para el desarrollo como legitimación moral de la propia riqueza. Parecía como un imperativo epocal que, de esta forma, el «milagro» de Europa se extendiese hacia el resto del mundo para unificar Norte y Sur en un mismo «sistema del bienestar». Pero al mismo tiempo que el Este y el Oeste exportaban su «fortuna», cada uno a su modo, al resto del mundo, trasladaron también sus antagonismos; he aquí una de las causas por las cuales este empeño fracasó. Las causas del fracaso yacen también en la concepción puramente mecánica del aumento del bienestar, es decir, en el modo como se concebía la «fortuna» para los demás y, en consonancia con esto, se concretaba la ayuda para el desarrollo. Es un hecho que la ayuda económica practicada de tal modo no propició un crecimiento progresivo de las restantes partes del mundo, sino que, por el contrario, provocó su verdadera miseria. La exportación de lo europeo y lo norteamericano resultó sin duda un éxito para los países productores, pero empobreció a los destinatarios. En lugar de unidad, creó cólera y desolación. De este modo, el sentimiento de autoculpabilidad creció en Europa. La propia riqueza se convirtió en sentimiento de culpa. El eurocentrismo se convirtió en reproche y la idea del triunfo de Europa en la historia en su pecado original. Todavía en la anterior generación había podido escribir Paul Claudel su Cristóbal Colón, como drama de la liberación de América de sus sanguinarias divinidades,

como camino hacia la unidad de la humanidad en el humanismo de la fe cristiana, que superaba con creces el particularismo y la inhumanidad de los cultos supersticiosos. ¿Quién se atrevería a presentar de semejante forma en nuestros días la entrada de los europeos en América? No pocos son de la opinión de que habría sido mejor lo contrario: liberar a Europa del Cristianismo y de sus pretensiones de dominación, que parten de su convicción de la verdad. Pero aun quienes no van tan lejos pueden no ver en la colonización española más que una historia de violencia y opresión, una historia llena de ambición y crueldad, que no puede ser compensada ni siquiera por el humilde servicio de tantos grandes misioneros. El V Centenario del primer encuentro entre Europa y América, para el cual se prepararon en Iberoamérica, caía bajo la égida de esta interrogante. Europa se ha extendido hacia América desde el fatal viaje de Colón y allí se ha presentado de nuevo ante sí misma. ¿Fue esto un triunfo o un fracaso para América y para Europa? Será muy difícil inclinar la balanza del lado de una o de otra y sopesar su confrontación. La advertencia de no repetir un eurocentrismo que también en África y en Asia ha aplastado y destruido tanto con su estúpida seguridad en sí mismo, debe en todo caso llegar hasta el alma de Europa. Con esta caracterización, trazada a grandes rasgos, de los destinos de la idea de Europa en la segunda mitad de nuestro siglo -y de la acción ejercida por ella-, han salido a la luz dos aspectos contradictorios del fenómeno Europa: por una parte, Europa como idea y como fuerza de unión fraterna, que deja atrás la época nacionalista e inaugura un nuevo modelo de comunidad entre pueblos; por otra parte, sin embargo, Europa aparece como pretensión de dominio y potencia económica, que confisca lo ajeno, es decir, que con su propio derecho y su particular forma de vivir menoscaba o destruye a los demás. Europa se mueve entre ambos extremos. Hay que saber diferenciar su peligro de su verdadera grandeza: de ello depende que Europa se convierta en un nombre de bendición o de maldición. Nuestra pregunta es ésta: ¿Qué debe hacer Europa para corresponder a su misión positiva? ¿A qué debe renunciar para no naufragar en su siempre posible mistificación en lugar de resguardar su verdadera esencia? Quiero responder a esa pregunta en dos momentos. Hasta ahora nos hemos satisfecho con una especie de fenomenología de lo europeo, es decir, con una mirada sobre la forma en que actúa hoy la idea de Europa y cómo será vista. Ahora debemos profundizar más y llegar hasta un examen de conciencia. Debemos preguntar: ¿Cuáles son los errores esenciales de Europa, por los que hoy se sienta en el banquillo de los acusados? ¿Cómo se pueden reconocer esos errores y diferenciarlos de lo que en Europa es realmente grande, su valiosa contribución a la historia de la humanidad? El segundo paso consistiría en que tal examen de conciencia repercutiera en la búsqueda del camino justo, es decir, en el problema de cómo debería ser Europa y qué debería hacer.

Los dos pecados originales de Europa en la época moderna El nacionalismo Comencemos entonces con la primera cuestión: ¿cuáles son los pecados de Europa y de los europeos, que, de ser posible, no deben repetirse ni perpetuarse? No resultaría difícil enumerar un largo catálogo de errores. Quiero sintetizar lo negativo en dos expresiones que concentran en sí mismas lo fundamental de las influencias o amenazas actuales, es decir, surgidas en la Europa conformada tras la Revolución Francesa; en sentido estricto, la Europa de la Modernidad. Quiero sintetizar el primer conjunto de errores en el término de «nacionalismo», ya empleado muchas veces. Éste no es un pecado completamente nuevo. Sólo es la radicalización moderna del tribalismo, es decir, un primitivo lastre de la humanidad. El tribalismo se presenta como un fatal destino en la historia arcaica. Su sangrienta huella recorre los milenios. Pero este antiguo lastre alcanza una nueva dimensión en el nacionalismo europeo de los siglos XIX y XX, y esto ocurre de una doble manera. La nación en proceso de formación ha crecido en el curso de la Edad Media y de los orígenes de la Época Moderna mediante un complicado proceso de ajuste cultural y político en el seno de espacios de origen común. Se hace notar con claridad por vez primera en la Revolución Francesa, en la cual se sustituyó la unidad monárquica por la unidad nacional. En el transcurso del siglo XIX se constituyeron Alemania e Italia como naciones, mientras que en España y Gran Bretaña, la larga historia de una expansión colonial internacional había condicionado la maduración de una conciencia de la especificidad y de la misión propias. También Polonia adquirió, en las insurrecciones del siglo XIX, conciencia de sí misma como nación. En Rusia desempeñó un papel nada despreciable la teología eslavófila, que dio forma a la idea de un pueblo en el cual se encarna Dios, y con ello, una conciencia nacional rusa marcada por la religión. En Europa Central, tras la formación de un estado nacional alemán llevada a cabo por Prusia con AustriaHungría, se había erigido un último gigante, que no descansaba sobre un principio nacional. El principal resultado político de la Primera Guerra Mundial fue la liquidación de este último resto de un anterior orden estatal y el intento de reestructurar ahora definitivamente a Europa, de forma rigurosa, a partir de la idea nacional. Fue un proceso lleno de contradicciones internas que encontró su final trágico en el paroxismo de la locura nacionalsocialista. ¿Qué era sin embargo lo nuevo en este principio de construcción? Ante todo aquello que, en mayor o menor medida, conducía a los pueblos a una mítica sobrevaloración de la propia nación. Cada una de éstas se asumió a sí misma como medida para la realización de lo auténticamente humano, y en consecuencia, se trazó el cometido de llevar a todo el resto del mundo su propia forma de vida y, con ella, su poder. Se podría hablar de una peculiar vinculación

entre nacionalismo y universalismo: la unidad del mundo debía conformarse bajo el signo de la propia nación. Esta descansaba sobre el predominio de lo autóctono y no sobre la igualdad de todos. El «Dios con nosotros» fue la expresión de una manipulación de lo sagrado, con la cual se intentaba movilizar a favor del nacionalismo a las fuerzas cristianas. El propio cristianismo se asumió como la forma más pura de éste, como por ejemplo había expuesto Harnack en su contraposición entre las tres formas fundamentales del cristianismo: la romana, la germánica y la bizantino-eslava. Observemos entre paréntesis que la autoconciencia del cristianismo germánico contra el romano y el eslavo permanece intacta todavía hoy, y actúa como un mito por la pérdida de su esencia religiosa, y propicia emociones que se atraviesan en el camino de la unidad. Esta mitificación de lo nacional ha ganado su peculiar fuerza destructiva a través de su vinculación con la fe en el progreso y con el mito del mundo tecnificado. La forma de vida de la propia nación muestra por consiguiente el camino que conduce al progreso. Todas las restantes aparecen como menos progresistas y deben por consiguiente encaminarse por la misma senda que la propia. El poder de la civilización científico-técnica ha comunicado su fuerza universal destructiva a las diferencias así programadas. Ha convertido el arcaico sentimiento tribal, con su pseudorracionalidad, en una amenaza para la humanidad. En este contexto debe hablarse del colonialismo y de su exportación de las pugnas europeas hacia otras partes de la tierra. Debe también meditarse sobre la nueva dimensión de la esclavitud que se conformó en el contexto de los grandes descubrimientos de los albores de la Época Moderna y ahora pesa como gravamen de culpabilidad sobre las historias europea y americana.

La hegemonía de la razón técnica y la destrucción del Ethos La idea de Europa fue formulada tras la Segunda Guerra Mundial para anular la herejía nacionalista y conformar un nuevo principio para la política que no condujese a exclusiones enfrentadas entre sí, sino a la coordinación y cooperación. Aunque el nacionalismo nació en Europa, y por consiguiente es una herejía europea, podemos considerar la idea renovada de una Europa unida como antídoto contra aquel erróneo camino de nuestra historia y contraponerla decididamente a todos los intentos de retroceso. El peligro del nacionalismo no ha sido rebasado, pero no es ya esperamos la tentación específica del momento actual. Ésta se apoya más bien en un segundo pecado original, a cuyas raíces debemos procurar acercarnos ahora. Se ha expuesto ya la vinculación de la fe en el progreso, la absolutización de la civilización científico-técnica y la promesa de la «Nueva Humanidad», del reino mesiánico, ya anunciada en las formas extremas del nacionalismo. Esa triple vinculación fue erigida, de la forma más consecuente, en un mito político de fuerza casi irresistible, sin duda alguna en el marxismo. A causa de esto, no pocos intelectuales europeos se sienten confusos

cuando ahora intentan valérselas sin éste, toda vez que su convicción sobre la propia inocencia y la facilidad para traspasar la propia culpa estaban vinculadas estrechamente con dicha síntesis mitologizada. Hasta qué punto se producirán en tal clima espiritual restauraciones del marxismo no es en este momento previsible. Un factor importante para ello pudiera consistir también en que el marxismo sustituyó a la fe cristiana con una dinámica de la esperanza que se convirtió muy pronto en una especie de religión postcristiana. Entre tanto, resta esperar que el dolor de los liberados, todo cuanto ellos han sufrido y atravesado, hable al mundo de una forma suficientemente profunda como para impedir cualquier intento significativo de restaurarlo. Si queremos sacar provecho de lo ocurrido, debemos ser conscientes ante todo de que el marxismo ha sido solamente el desarrollo radical de una concepción ideológica que, incluso sin él, determina en amplia medida la especificidad de nuestra época. Poco antes habíamos intentado caracterizar su esencia política e histórica, en la cual lo presentamos como la unión de la fe en el progreso, la absolutización de la civilización científico-técnica y el mesianismo político. El aspecto más notable en esta singular «trinidad» es que esta estructura sustituye el concepto de Dios y lo excluye necesariamente, porque ella misma lo ocupa. Esa exclusión sistemática de lo divino, el intento de dar forma a la historia y a la vida humana apelando al valor absoluto de la visión científica de la realidad, es quizás lo propiamente novedoso y a la vez el elemento verdaderamente peligroso en ese peculiar producto de Europa que denominamos marxismo. Me parece que, fuera del pensamiento marxista, en la sociedad occidental, dicha combinación actúa de forma muy limitada. Si lograse afirmarse de un modo definitivo, tal hecho supondría, por una parte, eurocentrismo en el peor sentido del término, pero, por otra, también el final de aquello que podría hacer de Europa una fuerza positiva en el mundo. Se objetará enseguida que en nuestros días el resentimiento contra la técnica y la ciencia crece cada vez más, y que la fe en el progreso se ha convertido en un resignado escepticismo. Pero el resentimiento y el escepticismo no son fundamentos sobre los cuales se pueda construir. No sirven para superar ideas a las que se vence sólo mediante una afirmación rotunda y superior, y no mediante negaciones y medias tintas. De hecho, ciencia y técnica continuarán desarrollándose en el futuro de acuerdo con una necesidad inmanente, y esto es una lógica consecuencia de la universalidad de éstas. No pueden ser limitadas por el sueño romántico de un paraíso anterior a la técnica, con el cual se pretende negar a otros aquello de lo cual uno mismo no quiere prescindir. Deben hallarse medios mejores para limitar sus perjuicios. El avance del desarrollo técnico debe, sin embargo, preocuparse también de que la fe en el progreso no muera y que, con ello, permanezca vivo el mesianismo político en diferentes formas. En algún momento y de algún modo se logrará finalmente crear un mundo mejor y un hombre nuevo. ¿Quién osará renunciar de veras a ese sueño, que entretanto se ha convertido en una auténtica esperanza y en una consolación humanas? Quien lo

hiciese seria considerado en nuestros días aproximadamente como lo fue en Otros tiempos el ateo: como detractor de cuanto sostiene realmente al mundo. Ambos factores, sin embargo -el progreso técnico y la fe en que a partir de él será posible construir el nuevo mundo-, arrastran consigo la opinión de que sería necesario excluir a Dios del quehacer histórico, y relegar por completo la opinión acerca de su existencia al terreno de lo privado, y con esto, de lo opcional. En este sentido, se convierte la esfera de lo religioso en el verdadero sitio de la tolerancia: para la religión debe ser sagrado ante todo no rebasar los limites de esa «zona de tolerancia» de lo puramente privado, y no exigir ningún derecho social. Todo esto significa, sin embargo, que Europa exporta esquemas sin ethos, y en última instancia, contra el ethos, que con el predominio de la ideología del progreso serán destruidas aquellas grandes tradiciones morales sobre las cuales descansaban las antiguas sociedades, mientras que las prácticas oscuras de brujería y magia persisten o incluso ganan mayor influencia. Esto significa además que el espíritu del haber, del hacer y de la evasión hacia el futuro, con sus vanas promesas, se difunden cada vez más. Ello significa una unidad de la humanidad que extingue sus fuerzas verdaderamente unificadoras, y a la vez sus convicciones morales fundamentales. Robert Spaemann ha formulado con precisión el problema del que se trata: «¿Puede Europa responsabilizarse de la destrucción de todas las culturas tradicionales a través de la universalización de la ponderación científica del mundo y de la organización racional de la vida, y conservar sin embargo para silo único que puede compensar esa destrucción: la idea de lo Incondicionado? Esta idea es, en su esencia y origen, la idea de Dios» Efectivamente, las consecuencias de la destrucción de los fundamentos éticos se hacen hoy visibles de forma dramática en la epidémica difusión de una «civilización de la muerte». La droga es el intento de anticipar en el presente, de forma artificial, el mundo en construcción. Esto es totalmente lógico, pues ninguno de los constructores vivirá en ese mundo. De este modo resulta necesario aproximarse a él por otro camino. Los países que viven de la producción de droga están unidos a aquellos que la consumen en una senda de muerte, cada vez más amplia y con menor necesidad de ocultarse. El terrorismo no necesita hoy cobertura ideológica alguna. Se muestra al desnudo como la evidencia de la violencia que se legitima mediante sus éxitos. Organizaciones criminales desafían al Estado y pueden constituirse en una especie de Contraestado. Por lo demás, hemos divisado en nuestro siglo el próximo paso: Estados que han caído en las manos de organizaciones criminales, de modo especialmente evidente en el Reich de Hitler, pero indiscutiblemente también allí donde un «Archipiélago Gulag» se convierta en expresión de un poder estatal represivo.

Diagnóstico desde las raíces históricas del problema ¿Qué diferencia al Estado de las organizaciones criminales bien dirigidas? El falso eurocentrismo se ha puesto de manifiesto con todo lo dicho. ¿Pero cómo puede ser vencido? ¿Y qué puede, qué debe Europa ser y dar verdaderamente? El camino hacia esta reflexión se abre cuando analizamos más profundamente la expresión «Estado como organización criminal», y nos preocupamos por comprender la exacta diferencia entre una asociación criminal bien organizada y un verdadero Estado. La afirmación de que los Estados sin justicia no son más que bandas criminales desarrolladas en exceso la hizo Séneca por primera vez, quien, de preceptor de Nerón, se convirtió en mártir de su tiranía. Nos lleva de nuevo a Tácito y renueva en la boca de aquel mártir estoico, que respondió a la pregunta del emperador Commodus -por qué negaba el reconocimiento de su divinidad imperial cuando la había aceptado en el caso de su padre Marco Aurelio-: «Esto le venía bien a tu padre, que era sabio e integro, pero no a ti, que eres un tirano y el principal de los criminales». Esta frase ha alcanzado su sello característico mediante la experiencia práctica acerca de los gobernantes que han sido en realidad delincuentes. Pero sus presupuestos filosóficos son más profundos. Analizarlos nos conduce a las claves de la filosofía griega y romana del Estado, en las cuales descansan las raíces espirituales de Europa: la unidad de medida del bien y la amenaza de su corrupción. Como raíz más antigua aparece una «doctrina de los tres reinos» de origen presocrático, donde los pueblos son clasificados según sus características y zonas geográficas. Los pueblos del norte estarían caracterizados por una rudeza belicosa, pero también por una indocilidad individualista, tanta que allí no es posible crear comunidades de vida reglamentadas ni construir verdaderos Estados. En los pueblos del oriente y del sur predominan la sensualidad, el servilismo y la indolencia política, tanto que se dejan esclavizar fácilmente por déspotas a pesar de la ciencia, talento artístico, celo profesional y habilidad comercial. En la zona intermedia, finalmente -en Grecia- se halla el verdadero equilibrio entre valor guerrero y disposiciones pacíficas, de modo que allí es posible realizar la verdadera polis, «en la cual el orden estatal no coarta la libertad individual, y la independencia sin control no resquebraja la institución estatal». La gran aportación de Platón fue que extrajo ese esquema de los tres estados de la clasificación geográfica y, en su lugar, lo vinculó con las tres formas fundamentales de la existencia humana, es decir, vinculó la política con la antropología. El habla sobre tres partes del alma en el hombre, pero podemos, en lugar de esto, hablar también simplemente de tres formas fundamentales de integración o desintegración del hombre. La forma del Estado dependerá de cuál de estas tres modalidades antropológicas fundamentales obtenga el poder. Existe el predominio de lo inferior en el hombre: el predominio de la ambición por

poseer, por el poder, por el placer. El entendimiento y el corazón son instrumentalizados por lo inferior. El hombre ve en los otros sólo a sus adversarios en la competencia o el instrumento para la expansión de su propio yo. El mercado y la opinión reinan sobre el hombre y se convierten en caricaturas de la libertad. Sobre la ambición se encuentra, en la fórmula antropológica platónica, el puro deseo, la audacia del atreverse y del intentar, que sin embargo permanece ciega. La verdadera instancia de integración del hombre es para Platón el «Noús», el cual traducimos muy inadecuadamente como «razón» o «entendimiento». En realidad, es la capacidad de percibir la medida propia del ser mismo, el órgano para lo Divino6. Sólo a partir de esa elevación del hombre sobre si mismo tiene éxito la integración de lo particular en si mismo y consigo, así como la integración de la comunidad. Sólo la verdad, y no el interés, puede unir de manera efectiva a los hombres, y de este modo, hacer triunfar la libertad y el derecho en su unidad interna. En este punto, nos resulta lícito ya responder con cierta precisión qué establece la diferencia entre una gran organización delictiva y un verdadero Estado: los intereses puramente pragmáticos y por consiguiente, necesariamente partidistas, determinados por grupos, son en esencia lo constitutivo de las organizaciones criminales. Algo distinto de ellas, es decir, de los grandes grupos regulados sólo por sus propios intereses, se produce cuando entra en juego la justicia, la cual no se mide por los intereses de grupos, sino por una norma universal. Sólo a esto llamamos «justicia», la cual constituye el Estado. Ésta engloba al Creador y a la creación como sus puntos cardinales. Esto significa que un Estado agnóstico en relación con Dios, que establece el derecho sólo a partir de la opinión de la mayoría, tiende a reducirse desde su interior a una asociación delictiva. En esto hay que darle la razón a la tajante interpretación agustiniana de la tradición platónica: donde Dios resulta excluido, rige el principio de las organizaciones criminales, ya sea de forma descarnada o atenuada. Esto comienza a hacerse visible allí donde el asesinato de seres humanos inocentes los no nacidos se cubre con la apariencia del derecho, porque éste tiene tras de si la cobertura del interés de una mayoría.

Progreso y retroceso Debemos retornar brevemente una vez más a Platón y a la antigua filosofía del Estado. Platón había transformado como ya vimos el esquema de los «tres reinos» en un esquema antropológico, pero a la vez lo había pensado como un esquema histórico de carácter cíclico. Para él es ésta la fórmula de la decadencia histórica. Los Estados descienden del primer nivel al segundo, y de éste al tercero, de acuerdo con una interior sujeción de la vida a leyes. A pesar de esto, Platón no es un pesimista: no se trata para él de un curso lineal de la historia, sino de un proceso que se repite una y otra vez. Tras cada descenso, la historia

comienza de nuevo con otros sujetos. No posee una dirección exclusiva. Es un ciclo de repeticiones. A cada ascenso sigue un descenso, y viceversa. Ningún régimen político persiste eternamente, y ninguna etapa de la historia es la última. Originariamente era también ésta la opinión de los romanos, quienes, en la etapa republicana, no contaban en modo alguno con la eternidad de Roma. Salustio plantea abiertamente que todo lo que surge también perece. La filosofía del Imperio Romano veía esto de otro modo: ésta asimiló ideas bíblicas, amplió el esquema de los tres reinos a cuatro, el último de los cuales Roma-, seria imperecedero y el auténtico cumplimiento de la construcción de la sociedad humana. El esquema cíclico es disuelto en el lineal, que no conoce más descensos, sino que construye la historia como un progreso que habría alcanzado con Roma su finalidad. La fe en el progreso salió ganando, la cual sin duda tropezó con la oposición de aquellos que tenían que sufrir bajo la dominación romana y por consiguiente no podían reconocerla como el punto culminante de la historia. Sería muy interesante reflexionar sobre ¡a síntesis en la cual fundió San Agustín la tradición platónica con la romana a partir de la nueva perspectiva de la fe cristiana, tras el saqueo de Roma por los visigodos en el año 410, bajo el signo amenazante de la inminente ruina. En la vinculación de lo cíclico y lo lineal, de la concepción de la historia como ascenso y como decadencia, corrigió la unilateralidad de todas ellas y creó así las bases espirituales sobre las cuales podía erigirse Europa. Es sabido que su obra no está tampoco libre de unilateralidades. Da lugar a malentendidos que conducen a extravíos. Pero en su núcleo esencial se ha mostrado lo suficientemente fuerte como para reedificar de veras la historia tras la caída del Imperio Romano. Sus principios eran tan amplios y abiertos que permitían su desarrollo y profundización, pero a la vez tan grandes y puros que se permanece en el camino recto si se respetan. Pero no podemos entrar aquí en el análisis histórico. En lugar de éste, quiero, como conclusión, formular algunas tesis, en las cuales puede hacerse visible la línea divisoria entre la esencia de Europa y lo no esencial en ella, entre sus perspectivas y sus amenazas.

Indicaciones para el futuro El rechazo de la fe en el progreso Una primera tesis debe dirigirse contra el mito del progreso, el cual subsume las fuerzas del hoy en un mañana imaginario, y con esto no sirve ni a uno ni a otro. Agustín ha reconocido dolorosamente al respecto, que a ningún sistema político se le ha prometido la eternidad, y que por ello, también el Imperio Romano podía perecer, a pesar de su saldo positivo, de su poder y hasta de su derecho. También hoy resulta válido que ninguna estructura política o cultural puede considerarse eterna. También Europa y la cultura europea pueden

perecer. Esto no significa resignación, sino sobria serenidad, pues lo esencial en esta idea no es el planteamiento de un posible final, sino la evidencia de que nadie puede construir la forma definitiva y perfecta de la humanidad. El futuro permanece siempre abierto, pues la convivencia humana siempre se halla bajo el signo de la libertad y, por consiguiente, también ante la posibilidad del fracaso. Sin embargo, esto significa que el campo de la acción política no está en el futuro sino en el presente. El político no es el organizador de un mundo mejor que vendrá en cualquier momento, sino que tiene la responsabilidad de que el mundo sea hoy mejor, para que también mañana pueda serlo. El supuesto mundo mejor de mañana es una Fata Morgana que roba al hoy su fuerza y su dignidad sin servir realmente al mañana. Pues la suposición de que al fin y al cabo se podría construir algo así como el Paraíso terrenal mediante la obediencia a las leyes de la historia, como producto de todos los caminos falsos y verdaderos, es enemiga de la libertad y por ello inhumana. Esta da por sentado que un día la historia ya no descansará sobre la libertad, sino sobre estructuras definitivas. La doble paradoja de esta expectativa consiste en que no se quiere liberar al hombre para la libertad, sino de su libertad, que se quiere excluir el patrón absoluto -Dios- y precisamente así alcanzar lo absoluto -la sociedad perfecta y definitiva-. Con razón ha dicho Hélderlin acerca de preocupaciones de esta índole: «Siempre ha convertido el Estado en un infierno, el hecho de que el hombre quisiera convertirlo en su Paraíso» Hasta qué punto esto es cierto, lo sabemos hoy mejor de lo que entonces podía verse. Debemos aprender a decir adiós al mito de las escatologías intramundanas, pues servimos mejor al mañana si somos buenos hoy y si somos responsables ante aquello que, tanto hoy como mañana, es el bien.

El predominio de la ética sobre la política Con esto nos hemos aproximado ya a una segunda tesis. La acción política bajo el signo del mito del progreso, desconoce, según hemos visto, la libertad del hombre, llamada de nuevo a decidir en cada generación, y la sustituye por supuestas leyes «naturales» de la historia. Esta concepción contraria a la libertad en su punto de partida implica a la vez un carácter antimoral. La moral se sustituye por la mecánica. Pero con esto se niega el fundamento auténtico de una política humanamente digna. Pues ese fundamento es la justicia, y precisamente un estatuto de derecho determinado no sólo por los grupos, sino por normas morales universales. Helmut Kuhn ha destacado certeramente al respecto: «La construcción de la estructura del poder político debe marchar a la par de su edificación interna, es decir, la educación, no por cierto la educación para el Estado (con esto seria invertido el orden de base y de lo construido sobre ella), sino la educación para el hombre, que, como tal, es también ciudadano del Estado». Sin una constante preocupación por el consenso moral en los grandes problemas fundamentales del ethos humano, no hay poder público alguno de lo

moral, y sin éste, tampoco convivencia humana favorable. De nuevo ha formulado con precisión Helmut Kuhn lo esencial al respecto: «Con el triunfo del hegelianismo en Alemania, el cual favoreció el ascenso del nacionalsocialismo, penetró la filosofía de la historia en el terreno de la ética, y fue equiparado el bien con lo propio de la época. En un clima intelectual determinado por dicha sustitución, debe parecer e! predominio de la ética en relación con la política como una violación de lo real por parte de la moral, y ni siquiera el ejemplo de una política enteramente deshumanizada resulta suficiente para corregir ese error». Se trata de un equilibrio muy sutil. El Estado no es el Reino de Dios, según decíamos. No puede producir tampoco lo moral por sí mismo. Continúa, por consiguiente, siendo un buen Estado cuando respeta sus límites. Pero a la vez es cierto que éste vive de un fundamento transpolítico y que sólo puede conservarse bien cuando los fundamentos descansan sobre fuerzas que él mismo no produce. Al Estado no le está permitido convertirse a sí mismo en religión. Debe permanecer profano y diferenciarse de la religión como tal. Pero tampoco le resulta lícito deslizarse hacia el puro pragmatismo de lo realizable, sino que debe luchar por el establecimiento de convicciones morales, pues sólo mediante la convicción puede el ethos ser un poder y con ello indicar el camino al Estado. Antes de extraer, en una tercera tesis, la consecuencia final de estas reflexiones, debe concretarse un poco más el contenido de las mismas. «Justicia», habíamos dicho anteriormente, es la señal distintiva entre el Estado y una banda de criminales. También la organización criminal ejerce sin embargo su propia justicia, establecida por el grupo. La justicia, que es más que la regulación de intereses de grupo, debe subordinarse por tanto a una norma universal. Esto significa hoy, en la práctica, para cada Estado en particular, que debe subordinar el bien común nacional al de la humanidad. Ningún Estado puede desear ya sólo justicia interna y para si. Sólo teniendo en cuenta el bien de toda la humanidad, velará correctamente por el bien de los suyos. La correcta universalidad europea debe consistir en ese autocontrol y en esa autosuperación de los Estados aislados. Debemos alcanzar nuevamente en nuestros días lo que decía el griego Aelius Arístides en el siglo II después de Cristo, en su panegírico de Roma: «Todo es aquí para todos. Nadie es un extraño en parte alguna...» .

El carácter imprescindible de la idea de Dios para la ética Una pregunta surge al final de nuestras reflexiones: ¿Qué es lo bueno para todos? El mero concepto del bien común universal no basta. Exige una norma. La idea del bien común universal se convierte en una idea éticamente válida, y con ello propia de la dignidad humana, cuando respetamos la distinción socrática entre «el bien» y «los bienes». De nuevo nos encontramos con el ethos reivindicado como fundamento de todo bienestar. El bien detrás de todos los bienes y por encima de ellos ha sido formulado en la tradición europea sobre un

fundamento que Europa no se ha dado a sí misma, sino que ha sido recibido de una tradición más alta: en los Diez Mandamientos, en los cuales, por lo demás, Israel y el cristianismo concuerdan con las más antiguas y puras tradiciones de toda la humanidad. En ellos está contenido también el núcleo esencial de eso que la modernidad temprana ha formulado como la noción de los derechos humanos. Estos se han convertido por su parte en el fundamento de la diferenciación entre el Estado que se mantiene dentro de sus límites y el Estado totalitario. El filósofo de la religión Georg Picht ha mostrado que la teoría acerca de los derechos humanos se apoya sobre la convicción de que el hombre es imagen de Dios, lo cual está implícito en la metafísica europea. Por este motivo considera relativos también los derechos humanos, como un fenómeno transitorio que no puede ser el fundamento de un orden universal. Robert Spaemann le ha replicado: «la dignidad humana es, para quien sufre bajo su degradación, un postulado evidente. Y de este modo considerará falsa cada afirmación que desmienta tal postulado». El sufrimiento de los oprimidos se convierte aquí en el lugar hermenéutico en el que surge el conocimiento de la verdad. La consecuencia que el filósofo de Munich extrae de estas consideraciones me parece inevitable: «Si Europa no exporta su fe, la fe que para hablar en términos nietzseheanos afirma: "Dios es la verdad porque la verdad es divina", entonces exportará inevitablemente su incredulidad, es decir, la convicción de que no existen la verdad, el derecho, el bien... Sin la idea de lo incondicionado, Europa se reduce a un lugar geográfico. Por lo demás, un nombre para el lugar de origen de la abolición del hombre». Europa quisiera yo añadir no podrá, ni le será permitido, cesar de exportar su técnica y su racionalidad. Pero si sólo hace eso, destruirá las grandes tradiciones religiosas y morales, destruirá los fundamentos de lo humano y someterá a los demás a un sistema de leyes en el que ella misma se aniquilará. Esto sería eurocentrismo en sentido negativo. Europa debe transmitir junto con su racionalidad, la fuente interior de ésta y el principio que le da sentido: el conocimiento del Logos como principio de todas las cosas, la visión de la verdad que es asimismo la norma del bien. Entonces conducirá las grandes tradiciones de la humanidad en un dar y tomar conjunto, en el cual todo pertenezca a todos y nadie sea un extraño para los demás.

Conclusión: Spira, espejo de la historia europea Al final de este intento de definir a Europa en su esencia y en lo inesencial, debe dirigirse la mirada al lugar que proporcionó el motivo de nuestras reflexiones: la bimilenaria Spira, que en el vaivén de su historia es un espejo de Europa, de sus fuerzas creadoras y destructivas, de sus esperanzas y peligros. Colocada en la encrucijada entre la Galia y la Germania, vivió tanto el ascenso

como la decadencia del Imperio romano, ya fuera como tierra franca en la cual el Rhin no era frontera, sino calle y camino de encuentros, ya como ciudadela donde se enfrentaron poderes enemigos. En la fase de la decadencia y transición hacia una nueva etapa, se entrecruzaron allí la población galorromana y las nuevas razas de alemanes y francos. Después vinieron los monjes irlandeses, que no viajaban para adquirir tierra y poder, sino para ser forasteros con el Cristo forastero y reunir forasteros en una patria en la cual nunca más fuese nadie un extranjero. De este modo, pudo surgir en el siglo IX sobre el antiguo templo la catedral de una ciudad renovada. La catedral de los emperadores sálicos, que sucedió al antiguo templo, intentó exponer arquitectónicamente la unidad de la Iglesia y el reino, la nueva ciudad de Dios, en la cual monarquía y clero se ordenarían fraternalmente el uno al otro. Pero aun durante la construcción, la querella de las investiduras trazó de nuevo las fronteras, y la catedral, en su perfección, quedó como testimonio de que no puede existir el Reino de Dios sobre la tierra. Ella simboliza a la vez la unidad y la tensión. No quiero seguir la borrascosa historia en la etapa de la Reforma con los primeros signos del nacionalismo europeo. Algo está claro: en ninguna fase vivió esta ciudad sin una mirada hacia lo santo, sin el intento de aprender de la convivencia con Dios la correcta convivencia con los hombres. De este modo, el lugar puede resultar para nosotros una lección, por una parte, acerca de la imperfección de toda la historia humana, la cual tampoco nosotros podemos ignorar. Pero, por otra parte, es la historia del lugar, incluso en sus caídas, una lección de esperanza. No sabemos cómo se presentará Europa en el tercer milenio después de Cristo. Pero si sabemos qué es en todos los milenios lo estable y lo consistente, porque es a la vez lo infinitamente abierto. La grandeza de Europa descansa en su racionalidad, en la cual la razón, más allá de todo saber y poder, no olvida lo más alto que posee: ser la percepción de lo eterno, el órgano para Dios. La catedral de Spira pudiera ser el símbolo de tal apertura, de tal espíritu europeo y, con ello, orientación hacia un bendito nuevo milenio.

6.

UN RETO PARA EUROPA

Permítanme comenzar mis reflexiones acerca de la situación de nuestro continente con una imagen. En la historia de Israel aparece el derrumbamiento de las murallas de Jericó, en primer lugar como símbolo del poder de Dios para concluir la historia, pero después, y sobre todo, como signo de la entrada en la tierra prometida del pueblo que venia del extranjero y que había errado cuarenta años por el desierto. No fue el poder militar el que abatió los muros. Estos cayeron ante una procesión litúrgica con el Arca Santa de Dios y ante la música que acompañaba esa liturgia. Lo triunfal de ese instante -que permaneció como una señal de esperanza a lo largo de todos los siglos que siguieron y en medio de

incontables calamidades- se oscurece de nuevo en la historia posterior: también en la tierra prometida, finalmente alcanzada, permaneció la vida insegura y amenazada. La descomposición interna dio una y otra vez nuevo poder a los enemigos externos y el hecho de que Jericó se reconstruyese finalmente se convirtió en presagio de una nueva destrucción, en la cual la disolución de los fundamentos espirituales fue patente incluso para los gentiles (Cfr. Re 1, 16-34). Este tejido de cumplimiento y responsabilidad, de dones y mandatos viene involuntariamente a la mente cuando se piensa en el curso político del pasado más reciente en Europa, con lo que no queremos en verdad establecer un paralelo, en forma indebida, entre la historia sagrada referida en la Biblia y acontecimientos de nuestro presente, ni debemos atribuir a estos últimos una falsa sacralidad. Que las murallas se derrumben ante una procesión orante y al son de sus instrumentos puede parecernos a nosotros, personas ilustradas, prácticamente increíble. Pero ahora nosotros hemos vivido no exactamente lo mismo, sino algo similar: la muralla ideológica, que no solamente dividía a Europa, sino también, de manera invisible, al mundo entero, ha dejado de existir. Esta no ha sido derrumbada mediante el poder de las armas, ni simplemente por medio de la oración, sino mediante la irrupción del Espíritu, mediante procesiones por la libertad, que, de hecho, fueron finalmente más fuertes que los alambres de púas y el hormigón, el Espíritu ha probado su fuerza. El clamor de la libertad fue más fuerte que la muralla que debía contenerlo. Y aunque no podemos permitirnos mezclar a Dios directamente en estos hechos, queda claro que la fe en Él o por lo menos la inquietud sobre Él tuvieron su importancia para entonar este clamor liberador. Que se hayan abierto puertas cerradas, que muros divisorios se hayan demolido y que se haya ganado mayor libertad son acontecimientos del pasado más reciente que nos reconfortan e infunden valor. No debemos perderlos de vista: son y siguen siendo orientación y fundamento de la esperanza. Sin embargo, no podemos hacer olvidar lo que dice la historia de Israel sobre lo sucedido tras la destrucción de las murallas: que la alegría de la libertad y de la tierra común se diluyó muy pronto en el esfuerzo cotidiano, que el habitar en la misma tierra no mantuvo por si mismo unido al Estado, y que el creciente olvido de Dios, así como la falsa interpretación egoísta de la libertad, condujeron a una descomposición interna que amenazaba con una nueva pérdida de la libertad (Cfr. Jue 2, 11-23). La libertad es exigente, no se mantiene por si misma y desaparece cuando intenta hacerse ilimitada. Dicho de otro modo: la caída del marxismo no produce por sí mismo un Estado libre y una sociedad sana. La ilustrativa frase de Jesús, de que en lugar de un espíritu impuro expulsado vienen siete mucho peores cuando encuentran la casa limpia y barrida (Mt 12, 43-45) se confirma una y otra vez en la historia. Quien abandona el marxismo no ha encontrado automáticamente con ello un nuevo fundamento para su vida. La pérdida de una ideología que antes sustentaba la vida puede desembocar muy fácilmente en el nihilismo, y esto sería algo así como el dominio de los siete

espíritus peores. ¿Quién puede ocultarse a sí mismo que el relativismo, al cual estamos hoy todos expuestos, desarrolla una creciente inclinación al nihilismo? Así de apremiante es la cuestión: ¿con qué contenidos podemos llenar el vacío espiritual que se ha creado a consecuencia del fracaso del experimento marxista? ¿Sobre qué fundamentos espirituales podemos construir un futuro común, en el cual el Este y el Oeste se vinculen en una nueva unidad, pero también el Norte y el Sur encuentren un camino común? Si nos preocupamos por un diagnóstico sobre nuestra situación y por un pronóstico sobre nuestras tareas y posibilidades futuras, debemos hacerlo en una medida universal, porque hoy el destino de cada parte de la humanidad depende siempre de la totalidad, y las decisiones de cada parte repercuten sobre la totalidad, de tal forma que sólo se puede hablar con derecho de lo propio cuando se habla de lo de otro. Por ello, quiero echar un rápido vistazo a tres campos de fuerza de la política y la economía mundiales contemporáneas, pero también de los enfrentamientos espirituales: al denominado mundo occidental, que cada vez se vincule más con el anterior Este europeo, desde que el dogmatismo ideológico comenzó a esfumarse de éste; después será necesaria una ojeada al llamado Tercer Mundo, y, finalmente, no deben faltar algunas reflexiones acerca de una tercera fuerza, que se destaca cada vez con mayor fuerza en la política mundial y en el drama religioso-moral de nuestro tiempo: el mundo islámico.

Diagnóstico El ejemplo de Alemania: un nuevo mundo que nace de la fusión de Este y Oeste Comencemos por nosotros mismos. ¿Con qué fuerzas políticas podemos contar? ¿Frente a qué cometidos nos encontramos? ¿Qué peligros deben tenerse en cuenta? La tarea común de Europa en esta hora se plantea de la forma más concreta y acentuada en Alemania: en nuestro país, un Estado de la anterior esfera del Este y una democracia de sello occidental desarrollada tras la guerra deben converger hacia un mismo espacio vital. Esta convergencia debe ser a la vez un crecimiento inscrito en una comunidad europea, en la cual las naciones no sean ya fuerzas autónomas con pretensiones hegemónicas unas contra otras, sino elementos de una multiforme comunidad mayor, en la cual todos se organicen en un recíproco dar y recibir. Deben a la vez sortearse dos escollos: el nacionalismo y la división ideológica. Los problemas económicos y políticos que se presentan en la fusión de dos espacios tan diversamente desarrollados, serán entonces fáciles de solucionar si una voluntad común conduce la actuación. Esta voluntad común hará frente a los desafíos si está sostenida por las convicciones comunes correspondientes. Por ello, el interrogante acerca de los fundamentos espirituales es también hoy el problema político fundamental frente al que nos hallamos.

¿Existen tales fundamentos? Sin duda, la Constitución de la República Federal Alemana expresa esos fundamentos. Sobre ellos pudo crecer y fortalecerse esa construcción, algo artificial en sí mismo, de la historia de postguerra, pese a todas las tensiones. Sería provechoso investigar más de cerca la filosofía que se encuentra tras esta Constitución. Ésta apunta hacia una libertad jurídicamente organizada. Sabe que la libertad y el derecho no son contrarios, sino que se condicionan mutuamente. Sabe que el legislador no puede proclamar como ley nada arbitrario y que el derecho no es simplemente deducible de la estadística. Precisamente del monstruoso abuso del positivismo jurídico en el «derecho del Führer» durante el Tercer Reich, en el cual se convirtió en ley la injusticia y el Estado fue degradado a una banda de ladrones, se cobró conciencia de que cada estatuto jurídico tiene que estar fundado sobre valores que se sustraigan a nuestra manipulación. Sólo la atención incondicionada a esto otorga a la libertad de juzgar su dignidad y su fundamento inherente. Por consiguiente la ley fundamental es consciente de los limites del principio de la mayoría. Sabe que esa intangibilidad de valores que sólo protege la intangibilidad dc la dignidad del hombre, y por consiguiente, su libertad se funda sobre la existencia real de estos valores y en nuestra responsabilidad ante ellos. Esto se expresa muy claramente en el preámbulo a la ley fundamental, cuando se dice: «En la conciencia de su responsabilidad ante Dios y ante los hombres, el pueblo alemán ha votado esta ley fundamental de la República Federal Alemana» . Todo esto supone que la ley funda-mental está edificada sobre la existencia de razones y convicciones que no sólo se encuentran en la ley y como tales, no pueden ser elevadas a leyes, sino que, ante todo, hacen posibles las leyes. La Constitución descansa sobre fundamentos que ella no puede dictarse a sí misma, sino que deben presuponerse. Con esto se toca el punto crítico de nuestra situación actual. ¿En qué medida persisten aún dichos fundamentos? E. W. Béckenférde ha hecho notar ocasionalmente al respecto que la conciencia social efectiva se ha alejado en parte de esos fundamentos. Un nuevo debate constitucional, que en todo caso no es muy oportuno en este instante, sacaría presumiblemente a la luz de forma áspera, el paulatino agotamiento de los fundamentos. También sucede que lo que ha crecido sobre la base de la ley fundamental, permanece aún convincente y fuerte. Nuestra Constitución garantiza una forma de vida que no puede clasificarse bajo el rótulo de «capitalismo», pues ha establecido un orden social en el cual los más fuertes sostienen a los más débiles, en el cual el mérito tiene su recompensa, pero también su responsabilidad. En consonancia con esto, nuestro orden económico establece la competencia, pero no olvida tampoco a quien sin culpa sale perdiendo en ella. Podemos ofrecer a la parte oriental de Alemania, junto con nuestro orden jurídico y social, un orden de valores en el cual cada ser humano individual tenga su propia dignidad, porque la responsabilidad ante Dios y ante los hombres es el fundamento determinante. Pero no podemos permitirnos ocultar, como hemos dicho ya, que los fundamentos en última instancia el reconocimiento de una responsabilidad ante

Dios y los hombres están amenazados por un subyacente agotamiento, y con esto, pueden perder paulatinamente su fuerza inherente. A. de Tocqueville, en sus estudios sobre la democracia en América, ha reparado en el hecho de que las formas jurídicas de esa democracia actúan sobre el fundamento del consenso no escrito que las ha generado, esto es, sobre la base de una imagen cristiana del hombre y del mundo conformada desde el punto de vista protestante, que, no obstante, marca todo el sistema de vida precisamente en la reglamentada separación de Iglesia y Estado. Esto ha demostrado que los fundamentos no escritos son mucho más esenciales para la persistencia de dicha democracia que todo el derecho escrito3. Esto, en última instancia, no es diferente entre nosotros. Estas convicciones inherentes no decaen junto con las doctrinas de una determinada Iglesia cristiana, y ellas se extienden sin duda, también en nuestros días, mucho más allá del círculo de la pertenencia confesional a las Iglesias. Por esto se puede esperar que éstas, sobre la base de su evidencia humana, también puedan ser transmitidas a todos los ciudadanos del este de Alemania, que no han sido instruidos en la tradición cristiana. A pesar de todo, la desaparición de las Iglesias significaría un derrumbe espiritual cuya medida aún no podemos calcular. En qué dirección podría esto producirse, se hizo claro, según mi opinión, en los acontecimientos de 1968 y en su ulterior desarrollo. Pues la revolución estudiantil de París, que dio inicio al movimiento del 68, no constituyó un choque exterior con la Iglesia, sino que se gestó en los fermentos postconciliares del catolicismo y de corrientes de vanguardia de la teología protestante americana. Que la Eucaristía fuera celebrada en las barricadas de París como forma de hermanar a los combatientes por la libertad anárquica, y como signo de esperanza del mesianismo político de un nuevo mundo nacido en el terror, muestra el carácter esencialmente religioso, o mejor, pseudorreligioso del proceso. Esta implicación teológica está presente de manera inequívoca también en el terrorismo alemán e italiano de los años setenta. El proceso de formación del terrorismo italiano de inicios de los años setenta, resulta incomprensible sin las crisis y efervescencias internas del catolicismo postconciliar5. En Alemania éste encontró su caldo de cultivo principalmente en las comunidades estudiantiles, en este caso con un color más americano y protestante. Al mismo tiempo se hallaban en descenso el mesianismo político y la violencia fanática que lo acompañaba. Éste había perdido su credibilidad ya antes de la catástrofe del «socialismo real». En el curso de sus acciones se hizo evidente que éste no podía ser ni la actualización del cristianismo ni el preámbulo de un mundo mejor. Quedó claro que el mensaje de Jesucristo no ofrecía ningún punto de apoyo para este tipo de aplicaciones. Pero las heridas se mantenían abiertas. Se mostraban en formas muy diversas. El creciente poder de la droga es signo de un vacío espiritual, al cual nada le quedaba tras la pérdida de las promesas ideológicas. La vida se hizo aburrida y vacía. El gobierno italiano puso en marcha un programa publicitario contra la difusión de la droga en el cual

fueron mostradas imágenes de jóvenes de vida apacible a las que seguía el lema: «La vida es así. No la quemes con la droga». Pero ¿pueden de veras convencer esas imágenes, en las cuales los jóvenes ríen y bromean? ¿Es así la vida? ¿No muestran las películas que siguen inmediatamente, con imágenes llenas de crueldad, odio, cólera y frustraciones, que la vida está conformada de modo totalmente distinto? ¿No es ésta la verdadera vida? Hemos perdido la fe en la idea de un mundo diáfano y sano, y los modernos cineastas parecen tener por honroso mostrar al hombre casi sin excepción como bajo y mediocre. Pero ambas imágenes de la vida son falsas. La vida no es sólo alegría y juego; es dolor, tentación, fracaso, y también ciertamente bella si está guiada por el amor y una esperanza que trasciende el momento. Si no podemos mostrar una imagen de la vida en la cual el dolor, la preocupación, la muerte, estén llenas de significado y se inscriban en una totalidad mayor, entonces no podemos rehabilitar el ser del hombre. Esta es en verdad la cuestión fundamental a la cual debemos dar respuesta hoy: ¿es realmente bueno vivir y ser hombre? No podemos responder esa pregunta si no existe un bien al cual todos los restantes se remitan y que sea más fuerte que todas nuestras decepciones. El terrorismo ideológico de los años setenta se ha dividido hoy en dos direcciones: por una parte se encuentran los «fenómenos de disociación» que el fracaso de la ideología ha traído consigo, el desierto del nihilismo, en el cual debe servir de consuelo la droga. Por otra parte hay que tener en cuenta la transferencia de la violencia a organizaciones criminales que no necesitan ya ideología alguna. El cartel de la droga en Colombia recluta sus miembros, en parte, entre los luchadores ideológicos de otros tiempos. Pero tenemos que preguntar también: ¿qué pasa con la religión?, ¿se ha regenerado?, ¿hacia dónde marcha? Yo diría que, sin duda, se producen fenómenos de regeneración, que permiten tener esperanzas: jóvenes movimientos en los cuales actúan una gran fuerza de fe, una convincente seriedad moral y una disposición a empeñar la propia vida que resultan admirables. Tales movimientos pueden ser la levadura que renueve los valores humanos del Evangelio que impregnan nuestra Constitución, que les dé fuerza vital y credibilidad. Pero tampoco podemos engañarnos sobre el hecho de que el abandono de las Iglesias va en aumento y que éstas se hallan continuamente sacudidas por crisis internas. En general puede observarse en nuestra sociedad una progresiva desintegración de la religión en dos direcciones. Con la primera nos encontramos ya en la visión de los acontecimientos del año 1968: la política se convierte en religión y la religión se transforma en pasión política. La fe en la trascendencia y en la determinación eterna del hombre decae, no parece fundamentable racionalmente, y sí carente de valor para la forma de vida en este mundo. Pero persiste la esperanza de la Salvación incondicionada. La experiencia de la irredención, de la enajenación, se fortalece y la satisfacción que no es posible en la vida futura ni puede ser otor-

gada por gracia alguna, debe ser conquistada en este mundo por el propio actuar. Con esto, sin embargo, se vincula la política a unas expectativas a las que no puede corresponder. La religión convertida en política exige demasiado de la política, y con ello se convierte en una causa de desintegración del hombre y de la sociedad. La segunda forma de desintegración de la religión conduce al terreno que se ha denominado en la historia de las religiones con el título de «gnosticismo» y que en nuestros días se resume de buen grado con la etiqueta de «esoterismo». Tras éste se encubren múltiples formas de sucedáneos religiosos con mezclas a menudo muy disímiles de lo racional y lo irracional. El ocultismo y la magia se vuelven atractivos. Siempre se trata de una religión que no exige la fe, sino que conduce por el camino de los ritos y de las prácticas psicológicas a estratos muy profundos de la existencia, lo cual proporciona un sentimiento de ruptura de los limites y de liberación, y otorga, a partir de principios ocultos, poder contra las fuerzas que amenazan nuestra vida. En la búsqueda de una «técnica de la salvación», se apela a formas religiosas no europeas, que no mantienen al ser humano en el fatigante suspenso de la fe, sino que le ofrecen formas de «autosalvación» aplicables en la práctica. Se habla mucho en nuestros días de la secularización de nuestra sociedad. Esto es cierto en el sentido de que la religión se retrotrae a la esfera de lo privado. Pero no desaparece, sólo cambia su forma, y con ello, en verdad, también su más íntima esencia. Quien observe el mercado de las religiones que hoy se despliega ante nosotros podrá observar con claridad tanto lo efímero en las modificaciones formales como la transformación esencial del fenómeno religioso. La esencia de la fe cristiana consiste, enfocada desde el punto de vista de la fenomenología de las religiones, en el hecho de que ésta une el impulso originario del hombre con una donación racionalmente conformada hacia el único Dios, el cual es visto como la razón del origen y como amor creador. De aquí proviene un ethos que descansa sobre la razón de la criatura y encuentra allí el eco de la razón del Creador. Esta síntesis de entendimiento, voluntad y sentimiento no es sencilla. Siempre está en peligro de inclinarse en una u otra dirección. La misma tensión determina también, más allá del espacio propio del cristianismo, el drama de la historia de las religiones. Aproximadamente todas las religiones reconocen, tras los poderes divinos del mundo, al único Dios, la única causa que da sentido al mundo. También para el politeísmo está claro en general que los dioses no son el plural de Dios, pues no existe Dios en plural. Él es único. Los dioses son aunque denominados con el mismo nombre poderes de un grado inferior. Pero una y otra vez en la historia de las religiones, este único Dios desaparece de la cultura y del comportamiento religioso concreto. Está muy lejos, y sobre todo, no es peligroso, sea porque hace sólo el bien, es el Bien sin más, y por eso no hace daño a nadie, sea porque se piensa que Él no se preocupa del destino de los hombres, que serian para El~poca cosa. De este modo, el culto no se dirige al Único Bien, del cual no hay nada que temer, sino a los numerosos poderes ambiguos, que rodean

de forma concreta nuestra vida y con los que es preciso entenderse. Esa caída del único Bien en favor de los numerosos poderes engañosos, crónica en la historia de las religiones, la designaría yo como paganismo en el sentido cualitativo del término. En el mundo occidental ilustrado estamos amenazados por un nuevo paganismo, y lo mismo sucede en todas las culturas restantes. El ser humano, excluye al Único Fundamento real de todas las cosas por considerarlo lejano, inseguro e innecesario, y se dirige, en cambio, a los poderes más cercanos, denigrándose a sí mismo. La descomposición de la síntesis cristiana, frente a la cual nos encontramos, se dirige también fatalmente, en última instancia, a una desintegración del propio ser humano.

El «Tercer Mundo» Antes de extraer conclusiones de este intento de diagnóstico del mundo Este-Oeste de hoy, debemos echar aún una mirada a las dos esferas restantes que marcan la historia universal contemporánea: el llamado Tercer Mundo y el mundo del Islam. En lo que respecta al Tercer Mundo, sin duda constituye un gran progreso la caída de los muros invisibles, y también en ocasiones visibles, que dividían por doquier al mundo. Pues el antagonismo entre el Este y el Oeste se proyectó sobre todo el resto del mundo. El muro fue protegido con refinados sistemas de armamentos allí donde faltaba lo necesario para la vida y se convirtió en escenario de pugnas en las que diferentes grupos de poder contendían por la supremacía transitoria. Se enseñó un mesianismo político que dividió las naciones desde adentro en trincheras enemigas. En todas partes se produjo un desenfreno de violencia, que no fue menor entre los defensores de ideas conservadoras que entre los grupos de la izquierda revolucionaria. Estos fenómenos no se resuelven simplemente con la reconciliación entre Este y Oeste gracias a la caída de la ideología marxista, pues sus fundamentos sociales siguen existiendo; pero las posibilidades de soluciones políticas racionales ganan terreno. Este es un precedente en extremo positivo. Una política libre de ideologías debe mostrarse como una política moralmente responsable, pues la falta de una ideología como tal no significa la ausencia de valores morales de los cuales provenga la fuerza para la reconciliación y transformación pacífica de las estructuras injustas. La oportunidad frente a la cual nos encontramos hoy reclama nuestra fuerza moral y religiosa. De que la empleemos asiduamente, dependerá el que el nuevo mundo Este-Oeste resuelva por sí mismo sus problemas fundamentales. El modelo de desarrollo puesto en práctica hasta hoy en Occidente no resulta satisfactorio para esto7. También sería insuficiente sin la hipoteca del conflicto Este-Oeste. Es cierto que no puede hacerse responsable solamente a Occidente de que el contraste económico entre Norte y Sur en los últimos años no haya disminuido. Existen también causas internas en el propio Tercer Mundo, en

especial la múltiple corrupción dominante, y en no pocos lugares, también un deficiente ethos del trabajo. Pero con esto se toca ya el punto negativo del estilo de ayuda de Occidente. Se ha creído posible prescindir enteramente de los problemas éticos y llevar adelante la construcción de economías modernas, de forma por completo mecánica, en sistemas sociales y éticos ya existentes. Incluso las Iglesias, que en verdad debían saberlo mejor, han sucumbido con frecuencia a esta ilusión materialista. Muchos de sus representantes eran de la opinión de que había que propagar primero las bendiciones del bienestar y sólo después podría hablarse de Dios. Pero esa utilización del axioma primun vivere, deinde philosophari, es falsa de raíz. Pues la clave de la fe en Dios y de su fuerza moral no es una filosofía que sólo se puede permitir aquel que tenga lo suficiente para vivir, sino que es condición de la vida. Es vida. Los jóvenes intelectuales africanos que han estudiado en universidades europeas aprendieron sólo una ciencia reticente en lo ético y lo religioso. Para ellos persiste simplemente la opción entre marxismo y positivismo, pero ninguna de las dos filosofías es capaz de edificar una sociedad en la cual libertad y derecho estén unidos entre sí de manera significativa. El furor contra Europa y Estados Unidos que se expande hoy de forma creciente en el Tercer Mundo tiene aquí su raíz más profunda. Es cierto que éste descansa también y en última instancia sobre la diferencia del nivel de bienestar existente entre las dos mitades de la Tierra. Pero en el apasionado recurso a la cultura y religión africanas, a la identidad latinoamericana o asiática, que observamos hoy, actúa claramente una herida vital más profunda: la conciencia de que a uno le ha sido pisoteada la propia alma, que uno ha sido herido en lo más hondo y que, por todos los bienes que se reciben, le ha sido arrebatado lo que constituye la propia dignidad y lo que, en lo más profundo, le permite vivir. En este contexto resulta interesante que hoy, en Iberoamérica, tras el fracaso del modelo marxista, el rechazo hacia la cultura y la tradición europeas viene orquestado con dos nuevos motivos. La conmemoración de los 500 años de la irrupción de Europa en América debe conducir al recuerdo de la represión de las culturas indias, que se quiere reencontrar como la verdadera alma de Iberoamérica. Junto a esto se presenta una apasionada adhesión a los negros deportados hacia América y el clamor por la pérdida de su identidad cultural y religiosa. Ambos movimientos identifican Europa y cristianismo. Por consiguiente representan una sublevación contra el cristianismo como religión de dominación y como poder de enajenación, una rebelión que, de manera paradójica, tiene sus más fuertes exponentes entre los teólogos, que de este modo intentan dar una nueva forma a la temática de la liberación. Pero también en África se combate cada vez más, no sólo el cristianismo, sino, como forma de enajenación, también y especialmente la inculturación de la fe cristiana de la vida africana, y se busca de nuevo la propia tradición religiosa, que en verdad ha perdido sus raíces, y podría continuar viviendo de manera fructífera si reviviese en la cristiana.

Al mismo tiempo, es necesario tener en cuenta una tendencia cada vez más fuerte a disolver la Iglesia como tal en sectas. En esto se incluyen, junto a sectas de sello esencialmente cristiano, formaciones sectarias sincréticas, que mezclan en una nueva forma elementos de la más heterogénea procedencia. Especialmente llamativa es la penetración de sectas de procedencia norteamericana en toda Hispanoamérica, cuyo tradicional sello católico es absorbido en muchos lugares por un nuevo pluralismo religioso. Los fundamentos de este viraje no han sido aún suficientemente aclarados. Muchos factores actúan al unísono: una movilidad y un dinamismo mucho mayores por parte de los nuevos grupúsculos religiosos, métodos misionales activos y en parte agresivos, vinculados con beneficios sociales y económicos, una insuficiente evangelización de la parte católica. Además deben mencionarse dos causas cuya repercusión requiere una investigación más profunda. Por una parte, una pastoral unilateralmente política ha creado en muchos lugares un vacío religioso, que es llenado por las sectas que responden al hambre religiosa insatisfecha de la población pobre. Esta no puede defenderse con la ideología de un futuro mundo mejor y sufre, en cambio, la violencia que se deriva del intento de implantar ese otro mundo mejor. Junto a esto, se sostiene una y otra vez la tesis acerca de un patrocinio de la propaganda de las sectas por los Estados Unidos, que esperan de ello así parece una aproximación estructural del resto de América a su propia mentalidad y, con ello, una repercusión favorable sobre las estructuras políticas y económicas. Tales expectativas podrían fácilmente evidenciarse como engañosas, pues a la vez se promueve la resistencia contra lo extranjero, contra nuevas formas también de dependencia religiosa, y no resultan previsibles los desarrollos internos de la conciencia religiosa tras la fragmentación de lo cristiano. La imagen dada estaría por lo demás muy incompleta si no se hiciera en ella alusión también al hecho de que, de diversas maneras, hay un impresionante renacimiento del catolicismo, que redescubre, bajo los desafíos del presente, precisamente en Hispanoamérica, su profundidad religiosa y su responsabilidad social, y con ello, también consigue entusiasmar y formar a los hombres.

El mundo islámico Finalmente, debemos echar aún una ojeada al mundo islámico, cuyo rostro multiforme no puede ser descrito aquí ni siquiera de manera aproximada. Quiero solamente valerme de forma crítica de uno de los lemas dcl debate contemporáneo, que se ofrece gustoso como la clave general para el esclarecimiento de los procesos actuales: la expresión fundamentalismo. Si, en primer lugar, nos aseguramos de forma muy breve acerca de las bases sobre las cuales se apoya el renacimiento actual del mundo islámico, saltan a la vista dos causas. En primer término, se halla el fortalecimiento económico y, con éste,

también político y militar del mundo islámico, a partir del significado que el petróleo ha adquirido en la política internacional. Pero mientras que en Occidente el impulso económico ha conducido a un debilitamiento de la sustancia religiosa, en el mundo islámico se vincula al nuevo impulso económico una nueva conciencia religiosa, en la cual se conjugan en indisoluble unidad la religión islámica, la cultura y la política. Esta nueva conciencia religiosa y las posturas que se desprenden de ella se califican hoy en Occidente como fundamentalismo. Desde mi punto de vista, se traspone un concepto del protestantismo norteamericano, en forma inadecuada, a un mundo conformado de modo distinto por completo, y esto no contribuye al verdadero conocimiento de las circunstancias. El fundamentalismo es, según su sentido originario, una corriente surgida en el protestantismo norteamericano del siglo XIX, la cual se pronunció contra el evolucionismo y la crítica bíblica y que, junto con la defensa de la absoluta infalibilidad de la Escritura, intentó proporcionar un sólido fundamento cristiano contra ambos8. Sin duda existen analogías con respecto a esta posición en otros universos espirituales, pero si se convierte en identidad la analogía, se incurre en una simplificación errónea. De dicha fórmula se ha extraído una clave demasiado simplificada, a través de la cual se pretende dividir el mundo en dos mitades, una buena y otra mala. La línea del pretendido fundamentalismo se extiende entonces desde el protestante y el católico, hasta el fundamentalismo islámico y el marxista. La diferencia de los contenidos no cuenta aquí para nada. Fundamentalista es aquel que siempre tiene convicciones firmes, por ello actúa como factor creador de conflictos y como enemigo del progreso. Lo bueno seria, por el contrario, la duda, la lucha contra antiguas convicciones, y con esto, todos los movimientos modernos no dogmáticos o antidogmáticos. Pero, como se desprende del contenido, a partir de un esquema clasificatorio puramente formal no puede interpretarse realmente el mundo. Según mi parecer, se debería dejar a un lado la expresión «fundamentalismo islámico», porque oculta, bajo una misma etiqueta, procesos muy diferentes en lugar de aclararlos. Habría que diferenciar, según me parece, el punto de partida del nuevo despertar islámico y sus diversas formas. En lo que respecta al punto de partida, me parece muy significativo que los primeros síntomas del viraje en Irán fueran atentados contra los cines norteamericanos. El way of life occidental, con su permisividad moral, fue asumido como un ataque a la propia identidad y a la dignidad de la propia forma de vida. El mundo cristiano había generado, en los momentos de su mayor despliegue de poder, un sentimiento negativo en torno al propio subdesarrollo y dudas acerca de la propia identidad, al menos en los círculos cultos del mundo islámico. De este modo, creció el desprecio frente al confinamiento de lo moral y lo religioso en el ámbito puramente privado, frente a una configuración de la vida pública, en la cual sólo resultaba válido el agnosticismo religioso y moral. El poder con el cual ese estilo de vida fue impuesto formalmente, sobre todo mediante la exportación de la cultura norteamericana, un estilo de vida que debía aparecer como el único normal, fue

percibido cada vez más como un ataque contra lo más profundo de la propia esencia. El hecho de que no sea la atea Unión Soviética, sino los Estados Unidos de Norteamérica, tolerantes en materia religiosa y al mismo tiempo fuertemente marcados por la religión, los que son combatidos y atacados depende de ese choque entre una cultura moralmente agnóstica y un sistema de vida, choque en el cual la nación, la cultura, la moral y la religión aparecían como una totalidad indivisible. Las configuraciones concretas de esa nueva autoconciencia son muy variadas. El aferrarse fanáticamente a las tradiciones religiosas se vincula en muchos sentidos al fanatismo político y militar, en el cual la religión se considera de forma directa como un camino de poder terrenal. La instrumentalización de las energías religiosas en función de la política es algo muy cercano sin duda a la tradición islámica. En consonancia con esto, se ha desarrollado, en relación con el fenómeno de la resistencia palestina, una interpretación revolucionaria del Islam que roza la teología cristiana de la liberación, y que ha hecho con facilidad una mezcla del terrorismo occidental, inspirado por el marxismo, y el islámico. Lo que de manera superficial se denomina «fundamentalismo islámico» se podría vincular sin dificultad con las ideas socialistas acerca de la liberación: el Islam es presentado como el verdadero conducto de la lucha por la liberación de los pueblos oprimidos. Por esta vía, por ejemplo, ha encontrado Roger Garaudy su camino del marxismo al Islam. Ve en este último el portador de las fuerzas revolucionarias contra el capitalismo dominante. En contraposición con esto, un mandatario fuertemente marcado por la religión como es el rey Hassam de Marruecos ha expresado hace poco su profunda preocupación por el futuro del Islam: una interpretación del Islam que considere como su núcleo la entrega a Dios está reñida con una interpretación político-revolucionaria, en la cual la cuestión religiosa se convierte en parte de un chauvinismo cultural y con ello se subordina a lo político. No deberíamos disponemos con tanta ligereza al análisis de un fenómeno tan completo como éste. El Islam, tan seguro de sí mismo, actúa desde lejos sobre el Tercer Mundo como algo más fascinante que un cristianismo dividido consigo mismo.

La función de la Iglesia

Estado y sociedad ¿Qué consecuencias tiene todo esto en la sociedad y en la Iglesia para nosotros? ¿Qué debemos hacer? En lo concerniente a la sociedad, debemos tener en cuenta sobre la base de las experiencias de las dos últimas décadas en particular, más que las actuales lo que Horkheimer y Adorno han denominado la dialéctica del Iluminismo. Con ella se designa la «incesante autodestrucción del

Iluminismo» que se lleva a cabo, donde dicho Iluminismo se establece como algo absoluto y sólo quiere reconocer lo calculable, lo explicable, mientras que niega lo inaccesible o lo restringe al ámbito puramente privado. Dicho de otro modo: una sociedad que se ha construido en su estructura pública desde una perspectiva agnóstica y escéptica y que permite que lo demás subsista sólo al margen de lo público, no sobrevive mucho tiempo. Si queremos llevar a un común denominador el problema del presente, y con éste, sus desafíos, entonces yo diría que éste consiste en la doble disolución de lo moral, que hasta ahora parece progresar entre nosotros de forma incontenible: en la privatización de la moral por una parte, y por otra, en la reducción de ésta al cálculo de lo que conduce al éxito, de aquello que promete las mejores oportunidades de supervivencia. Con esto una sociedad se convierte en amoral en su esencia pública y comunitaria o, dicho de otro modo, en una sociedad en la cual no cuenta para nada lo que propiamente otorga al ser humano su dignidad y lo conforma como tal. El primer y más apremiante imperativo me parece ser que el rango de la esfera moral sea reconocido de nuevo en su inviolabilidad y dignidad. Lo distintivo del ser humano consiste en que éste reconoce como limite, no sólo el no-poder en sentido físico, sino que respeta de manera libre el no-deber en sentido moral como un limite a la vez obligado y real. Es libre y es un ser humano cuando no sólo se somete a la ley de la necesidad, sino cuando reconoce la ley de la libertad como su esfera realmente determinante. Entonces puede, por el contrario, romper los límites de la necesidad física o intentar hacerlos retroceder, sin poner en peligro la Creación o a sí mismo. La dimensión interior de una sociedad se muestra en los valores que ésta considera dignos de protección. Para nuestra sociedad, es característica una preocupación por la integridad física que actúa a veces de forma patológica. En ella puede haber en verdad algo de cierto, pero el pánico y la pérdida de perspectiva que se observan en ella muestran aquella «angustia radical convertida en mítica» que Horkheimer ha planteado como rasgo distintivo de un Iluminismo que desemboca en positivismo. Esa preocupación patológica por la protección de nuestra integridad física establece, por contraste, una progresiva insensibilidad por la integridad moral del ser humano, porque ésta no parece digna de elogio, sino que, por el contrario, es escarnecida como hipocresía o absurdo por quien desde el iluminismo se ha convertido en positivista. Pero esto es en esencia la negación del hombre como hombre, la negación de la libertad y de la dignidad humana. Con esto no sobreviviremos mucho tiempo ni podremos ayudar de manera efectiva a otros en lo más mínimo. Naturalmente, hay fundamentos razonables para el confinamiento de lo moral en la esfera privada: el temor a la coacción, a la tutela estatal, a la intolerancia de las diferentes cosmovisiones. Pero esos temores son principios esenciales para un legislador precisamente por eso, porque un valor moral positivo está contenido en ellos: el reconocimiento de la conciencia y de su propio derecho, el reconocimiento de los límites del poder coercitivo estatal, etc.

Con ello, un aspecto moral se ha incorporado al orden público y ha quebrado de hecho la neutralidad religioso-mora! del Estado. Sin embargo, ¿por qué podemos atribuir obligatoriedad pública sólo a los estatutos de limite? Éstos son importantes, pero no son todo lo que una sociedad necesita para sobrevivir. En toda la autocrítica cristiana, que desde el Iluminismo se ha hecho cada vez más candente y radical, debemos redescubrir una conciencia de la gran tradición moral del cristianismo, por así decirlo, la clave predogmática o metadogmática de sus constantes morales, sopesarla de nuevo, reconocerla como nuestra identidad moral, a partir de la cual podemos vivir, como fue establecido en la ley fundamental de 1949. Si no recuperamos una parte de nuestra identidad cristiana, no podremos enfrentarnos al desafío de este momento.

La Iglesia ¿Qué debe hacer, pues, la Iglesia o qué deben hacer las Iglesias en este contexto? Yo respondería: deben ante todo ser verdaderamente ellas mismas. No les está permitido degradarse a un simple medio para moralizar la sociedad, como desearía el Estado liberal. Menos aún deben legitimarse mediante la utilidad de sus obras sociales. Cuanto más se dirija una Iglesia a alcanzar directamente lo que en ella, por así decirlo, debe ser «dado por añadidura», mucho más fallará incluso en esto. Es ilustrativo al respecto el hecho de que hoy, en la Iglesia, cuanto más se entiende a si misma como institución de progreso social, más decaen las vocaciones de servicio social, las vocaciones de cuidado a ancianos, enfermos, niños, etc, que solían florecer cuando la mirada se dirigía esencialmente a Dios. La frase de Jesús: «Buscad primeramente el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6, 33), se verifica aquí de forma empírica. Horkheimer y Adorno, con la perspicacia del profano, han criticado el intento de los teólogos de sustraerse al núcleo de la fe, de convertir la Trinidad y cuestiones similares como las narraciones bíblicas, en algo intrascendente, por cuanto quedan restringidas al aspecto simbólico. Si los teólogos dicen ellos cuestionan el dogma, es nulo el valor de la prédica. Se doblegan ante ese «temor a la verdad», en el que se arraiga el decaimiento espiritual del presente'2. No, así no se puede salvar la Iglesia. Ésta debe, ante todo, hacer decididamente lo que le es propio, aquello en lo que se funda su identidad: dar a conocer a Dios y anunciar su Reino, para que la moral recupere su existencia aun mucho más allá del círculo de los creyentes. La Iglesia debe no obstante. atender a su responsabilidad para con la sociedad de muchas maneras y intentar hacer comprensible y accesible lo divino y sus consecuencias morales a todos. Debe convencer, pues sólo en la medida en que crea convicciones abre un espacio para aquello que le ha sido transmitido y que sólo a través del camino de la libertad, esto es, por medio del entendimiento, la voluntad y el sentimiento, puede llegar a ser accesible. La Iglesia debe estar

dispuesta a sufrir, a preparar espacio a lo divino, no a través del poder, sino del Espíritu, no de poderes institucionales, sino del testimonio, del amor, de la vida, del dolor, y así ayudar a la sociedad a reencontrar su identidad moral. Goethe caracterizó una vez la lucha entre fe e incredulidad como el gran tema de la historia universal. Con esto creía retornar a la filosofía de San Agustín, quien en realidad lo había expresado de otro modo. Agustín ve en la historia universal la lucha de dos tipos de amor: el amor propio hasta el desprecio de Dios y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo. Hoy podríamos formular lo mismo quizás de una manera diferente: la historia está caracterizada por la contraposición del amor y de la incapacidad para amar, aquella devastación de las almas que se produce allí donde el ser humano sólo reconoce como valor lo que es cuantificable. La capacidad de amar, es decir, la capacidad de esperar con paciencia lo imprevisible y dejarse llenar de dones, queda sofocada por las satisfacciones fugaces, en las cuales yo no estoy obligado con nadie ni tengo que salir de mí mismo y, por consiguiente, tampoco me realizo a mí mismo. Esta destrucción de la capacidad de amar engendra el aburrimiento mortal. Éste es el envenenamiento del ser humano. Si éste se impusiese, se destruiría el ser humano y con él, al mundo. En este drama no debemos titubear en oponernos al poder omnímodo de lo cuantitativo y en luchar del lado del amor. Esta es la decisión que este momento exige de nosotros.

REFERENCIAS Y FUENTES BIBLIOGRÁFICAS Introducción: Tomada de la revista La nueva Europa n. 1, 1992, donde se reproduce el texto, leído por el Cardenal Ratzinger en la presentación de la edición italiana de este libro, el 8 de febrero de 1992.

PRIMERA PARTE: Capítulo 1: Derribar y edificar. La respuesta de la fe a la crisis de los valores, aparecida por primera vez como conferencia de la serie, Eichstatter Hochschulreden, impreso en la Universidad de Eichstatt, n. 61, Munich, 1988. Capítulo 2: El papel de la religión ante la crisis contemporánea de la paz y la justicia, publicado en Internal, kath. Seiíschríft, n. 18, PP. 113-122,1989; in Communio amerik, XVI, n.0 4, pp. 540-541, 1989; in Communio Chile, VII, pp. 5-13, 1989. También a cargo de Beyerbaus-Padberg, De konziliare Prezess, 124136, 1990. Capítulo 3: Fe cristiana y responsabilidad ante la sacie-dad y el mundo, publicado en la revista Atlántida, Vol. III, n. 9, 1992.

SEGUNDA PARTE:

Capítulo 4: La fe y las convulsiones socio-políticas con-temporáneas, aparecido en versión ligeramente diversa, en II Nuovo Aeropago, n. 9, PP. 7-24, 1990 y como opúsculo, (Parma, 1990); versión española en Communio Chile, VII, PP. 79-80, 1990 y editado en forma amplia en AA.VV., Catolicismo y Cultura, edición de la Conferencia Episcopal Española, Ma-drid, 1990, PP. 85115. Capítulo 5: Europa, entre esperanzas y peligros, forma parte de una publicación conmemorativa a cargo del Ayuntamiento de Spira. Capítulo 6: Un reto para Europa, publicado en Deutsche Tagespost y Die Presse (Viena), y nuevamente en KNA-Oekumenische Information, Nr. 14/15, 1991, Pp. 5-16.