UN HALLAZGO SUBMARINO

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INDICE Pág. Presentación................................................................................... 02 Nota sobre el autor por Nicolás Hidrogo……………………………

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Un hallazgo submarino.................................................................... 04 El tesoro del difunto......................................................................... 07 De nuevo a la vida........................................................................... 10 El camión hundido en la arena......................................................... 14 Un romance inesperado.................................................................. 17 Una aventura peligrosa...................................................................... 19 Tambo Real.........................................................................................24 La Gringa…………………………………………………………………..28 Un viaje sin retorno……………………………………………………….33 Luchín y sus amigos…………………………………………………… 36 Un profesor entrañable…………………………………………………..39 Mi tío Miguel……………………………………………………………….42 Silla de ruedas…………………………………………………………….46 Juanito, el reciclador……………………………………………………...50 El acordeonista……………………………………………………………53 El poeta solitario…………………………………………………………..55 Los mejores del año………………………………………………………58 Una noche en el teatro…………………………………………………...60 El caminante……………………………………………………………….63 La fórmula…………………………………………………………………..66 El pintor Panchito………………………………………………………….69 El velorio misterioso……………………………………………………….72 La cantautora……………………………………………………………... 75 Manuelito secuestrado………………………………………………… .. 78.

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PRESENTACIÓN Un Hallazgo Submarino es el título de uno de mis 24 cuentos que conforman este libro. Le he dado este nombre porque es mi cuento predilecto y el segundo que escribí después de Un Romance Inesperado. Los protagonistas han sido extraídos de la realidad de nuestra Región Lambayeque, especialmente la ciudad de Chiclayo.

Los elegí de acuerdo a

ciertas características y acciones realizadas por ellos, por tanto, hay mezcla de realidad y ficción en los argumentos que se presentan, haciendo todo lo posible por cautivar la atención del lector. Los legítimos nombres de estos personajes han sido cambiados y algunos de ellos ya han fallecidos, quedándome la satisfacción de haberlos fotografiado a través del arte literario.

Cuando los

leyeron en el suplemento dominical de un prestigioso diario chiclayano, el cual me publicó la mayoría de estos cuentos, en el transcurso del tiempo, fue motivo de indignación para algunos de estos personajes y un placer para otros. Reconozco que soy, dada la edad que tengo, un escritor tardío como lo han sido algunos consagrados en la historia de la literatura. Comencé a escribir a los treinta y cinco años con un poema romántico para la mujer que iba a ser mi esposa, y siguieron otros poemas más; descubrí que solamente cuando tenía emociones fuertes podía escribir poemas como: la muerte de mi abuelo, de un hermano y de mi padre. Y, después me decidí por escribir cuentos, descubriendo que este género era mi fuerte y porque me agradaba mucho más. Por razones económicas no he publicado antes este libro en papel, por eso es que lo hago, ahora, en forma digital o electrónica; y no me lamento, porque he sentido una gran satisfacción al escribir estos relatos, en su debido momento. Pues, la Literatura me ha brindado sosiego, dicha y desarrollo espiritual. Para mí tiene una filosofía de vida, que me ha hecho ver el mundo de una manera diferente.

Dagoberto Ojeda Barturén

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Don Dagoberto Ojeda es uno de los pocos narradores citadinos a los que le tengo un aprecio casi paternal: su sonrisa serena, su hablar pausado, su mirada impertérrita, y silencio de hormiga, le tributan un respeto casi patriarcal. Profesor de los antiguos y respetado, parsimonioso y gran observador psicologista. Le basta una pasada de sus rubicundos ojitos y ya tiene el retrato prosopográfico y etopéyico de sus personajes. Se nutre de conversas y del seguimiento de la presa de sus personajes hasta que logra delinearlos. Don Dagoberto es un chiclayano puro, de tradición, de dichos y mirada muchik. Sus escritos son verdaderos retratos literarios. Construye sus personajes con un acento de jocosidad, los maquilla como se hace con los difuntos, les cambia de nombre manteniendo la letra inicial de cada personajes y los contextualiza tocando sus rasgos costumbristas y anecdóticos que fácilmente se dejan adivinar a quien frecuenta a la plazuela Elías Aguirre. Agazapado en una banca, clásica, donde se reúnen los poetas, pintores y diletantes chiclayanos por las noches como lechuzas, y sin decir nada a nadie, con su poderosa mirada recorre toda la plazuela sin moverse, presta oído a anécdotas de sus personajes que en silencio se encuentran en construcción. Así aparecen todos los personajes y personajillos que mueven socarrona a risa. Don Dagoberto es un retratista costumbrista, directo, crudo que trata de dejar una huella y emoción de sus gentes y costumbres hasta perennizarlos. Sus relatos son de la más fina tradición chiclayana, en el lenguaje, estilo y coloquialidad. Cada pueblo tiene su cronista anecdotario, que busca en cada personaje encontrar lo mejor de sí para causar solaz y sonrisa, para animar las tardes y las noches. El Chiclayo, siempre se fija en los hechos que motivan a carcajada de charada, le gusta la anécdota picante el hecho que llama a risa y don Dagoberto posee esa cualidad de detallista psicólogo. Casi todos los personajes de la plazuela han caído bajo su pluma con o sin su consentimiento. Para alegría de unos que quieren ser perennizados y para cólera de otros que se ven caricaturizados. La fina pluma, bronca a veces y descarnada en la descripción. A don Dagoberto le basta tres páginas en blancos para dejar lo esencial de cada personaje de toda una vida. Nicolás Hidrogo Navarro

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UN HALLAZGO SUBMARINO Reventaban las olas y las azulejas aguas precipitábanse a la orilla, derramando espumas. La playa del Balneario estaba desierta. Juan Alejandro contemplaba desde el muelle del Puerto Pimentel, como si buscara algo en que mantener su atención. Los botes, en hilera, se balanceaban; otros iban llegando, escuchándose sus motores. Una grúa en movimiento baja sacos. Se oye una sirena, es una locomotora que viene con un convoy cargando bolsas de azúcar, puestas unas sobre otras. Los pelícanos vuelan cerca de las aguas tratando de encontrar algún pez, las gaviotas suben y bajan gritando... Juan Alejandro, después de haber fumado, plácidamente, arroja al agua la colilla del cigarrillo, la cual rebalsa hasta perderse de su mirada.

Él iba todos

los días al muelle de ese Balneario; hasta que una tarde de hora crepuscular, desde lo alto, cuando las aguas del mar se habían retirado una buena distancia de la orilla, vio entre la arena una tapa de bronce, verdosa; no estaba seguro de aquello, pensó que eran plantas marinas; pero seguía observando y su curiosidad aumentaba. Se emocionó tanto que corrió hasta bajarse, se quitó los zapatos, miró para ambos lados, para ver si alguien lo atisbaba, y, fue caminando despacio, tratando de no pisar piedra puntiaguda alguna que, hasta de basta, habían esparcidas en la arena. Llegó hasta el lugar y comprobó que era cierto lo que había visto; en la tapa pudo leer la siguiente inscripción: SUBTERRANE OF THE ENGLAND KINGDOM. Y, debajo de ésta, las cifras: 1572. Quiso retirarla, pero era demasiado pesada; se dio cuenta que estaba empotrada entre pedregal lleno de musgo. Necesitaría para abrirla una barreta, que, pensó en regresar al día siguiente, con la emoción y la esperanza de haber encontrado algo sensacional. Llegado el siguiente día, espero la hora crepuscular, las aguas del mar se habían retirado de su orilla; Juan Alejandro en trusa de baño y con un fierro en la mano, se acercó al sitio, sin que nadie se percatara de su tarea a realizar. Sentóse como un niño jugando en la arena; con el fierro golpea el metal y el sonido le indica que adentro había vacío. Limpió las rendijas de la tapa que atoradas estaban de arena. Las escasas aguas marinas, que apenas regresaban, lo mojaban levemente. El sol, como una media naranja, se veía en el horizonte, y

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un viento suave, con olor a pescado, cubría el litoral. Se aflojó la tapa que, poco a poco, subía y bajaba maniobrándola, introdujo la barra y quedó semicerrada; con las dos manos la abrió retirándola para atrás de golpe. Atónito y con la respiración rápida, Juan Alejandro observó un enorme hueco, y que podía penetrar pisando piedras en gradas, pensó en una gruta submarina; echóse de cúbito ventral, asomó la cabeza al interior del hueco y a medida que miraba el espacio se hacía más grande que cómodamente podía caminar un ser humano. No se veía obscuro, no explicándose el porqué. Asombrado cerró la tapa, con el pensamiento de que este descubrimiento no era de poca importancia y que debía pedir ayuda para su exploración. Sentado en el parque del Balneario, encendió un cigarrillo, reflexionando, profundamente, en lo que debía hacer; en su mente concibió muchas ideas y dudaba de todas ellas. Si actuaría solo o con otro, se formulaba varias veces esa interrogante. Pensó en los filibusteros del siglo XVI que posiblemente habían construido ese subterráneo para allí depositar sus botines, por algún tiempo. Si daba a conocer esto a las autoridades, de encontrar algo valiosísimo, de seguro, no le darían ni siquiera las gracias; más bien si todo fuera para él, podría hacerse un hombre muy rico. “¡Ojalá nadie más sepa de este escondite!” -se decía- . Tenía que regresar mañana por la tarde, pero solo y provisto de todo lo necesario. Había tomado la decisión de explorar aquella gruta submarina, se armó de valor y penetró en ella. Al descender por la escalinata rocosa, y para que no escurra el agua, angustiosamente, cerró la tapa. Se impresionó tanto al darse cuenta que dentro había una luz fosforescente, que no le dio tiempo para encender su linterna; y se respiraba un aire muy agradable. Paseando su mirada, pensó que dicha luz emanaba de las piedras blanquecinas nacaradas que ornamentaban las paredes grisáceas de la cueva; y de seguro, en cuanto al aire, expelido de algas exóticas que veía.

De una parte del techo, en una grieta,

goteaba agua, la que era absorbida por la arena del suelo; al darse vuelta, fijó la vista en un largo clavo del cual colgaba un sable, y en sobresalida piedra de una pared, reposaba un arcabuz, lo tomó entre sus manos, intentó apretar el gatillo; pero se contuvo por temor al disparo. Ambas armas se encontraban oxidadas por el paso del tiempo, pero no perdían su estética. Grande fue su asombro, cuando al dar unos pasos más adentro, dos cofres de bronce, encima de uno de ellos,

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había un sombrero negro, el cual tenía en su copa la figura de una calavera con dos tibias en forma de equis; encima del otro yacía un catalejo, lo estiró y veía opaco... Al abrir los cofres: en uno de ellos encontró monedas de oro y plata de tamaños diferentes y con signos ininteligibles para él, y en el otro había hermosas y relucientes joyas; cogió una diadema de esmeraldas, cuyos fulgores iluminaban el rostro de aquel intrépido joven. Pensó que este maravilloso tesoro perteneció a los bucaneros de aquel tiempo, los cuales perderían sus vidas luchando y no pudieron llevárselo. Dándose cuenta que era imposible llevarse todo el hallazgo en un solo viaje, optó que por pocos, en un morral, se lo cargaría. Al momento de salir y levantar la tapa, chorreó agua de la superficie, rápidamente la volvió a cerrar, esperando que las aguas regresaran... Juan Alejandro caminando por las calles del Balneario como un autómata, abstraído por sus pensamientos de lo que había visto y el futuro que le esperaba; súbitamente, sin percatarse, es arrollado por un vehículo que pasaba a gran velocidad.

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EL TESORO DEL DIFUNTO Mi tía Elvira asistió a una sesión mediúmnica con la esperanza de recuperar su quebrantada salud. Fue asombroso y terrorífico lo que pudo ver en esa reunión de personas curiosas por saber algo del más allá. Lo que le ocurrió a mi tía fue de lo más espantoso: un Espíritu se había apoderado de ella, que ya no le dejaba dormir y hasta le hablaba groserías en el oído. Se pasaba en vela muchas noches y su deteriorada salud iba en aumento.

Escuchaba ruidos en la cocina, sonaban las ollas y cacerolas que

cuando se levantaba a la hora del alba, todo encontraba en completo desorden. Su esposo, mi tío Ernesto, hizo venir a la casa a un brujo que se encargaría de expulsar al Espíritu travieso y perverso.

Este maestro de la

macana tendió su “mesa brujeril” en el patio. Se veía en ella: huacos, caracoles, conchas marinas, pomos con plantas remojadas, espadas de acero clavadas en macetas, un crucifijo de bronce, piedras redondas de colores y otras curiosidades para el profano. Este señor que cantaba sus propias composiciones en las cuales mencionaba nombres de cerros y huacas encantadas, que se acompañaba con el ritmo de una calabacita, y que, por ratos, soplaba aguardiente a sus cachivaches. Había traído dos ayudantes: uno, el rastrero y el otro el alzador. El primero se encargaría de averiguar la causa del mal, y el segundo, de levantar el ánimo la paciente para lograr su rápida mejoría, En aquella noche, el brujo alcanzó a ver bajo los efectos del ayahuasca, planta alucinógena, diciendo que en la casa había un entierro ( tesoro escondido bajo tierra ) y era necesario sacarlo para tranquilizar al Espíritu y, de esta manera, dejarnos en paz.

Siguió explicando a mis tíos, que el difunto en vida, había

guardado en un lugar de la casa un baúl de madera conteniendo valiosa riqueza y que el fallecido quería regalar a un ser viviente, para que su alma descanse en paz; y para tal efecto, había escogido a tía Elvira. Para saber donde se encontraría dicho entierro, dio las debidas instrucciones: se colocaría debajo de la cama de la tía, un carrete de madera sin hilo y que, durante la noche, iba a rodar hasta el lugar del baúl enterrado. Y así fue, y así sucedieron las cosas, que asombró y más asustó a todos los incrédulos enterados del caso. Familiares, vecinos y amigos comentaban el acontecimiento: doña Elvira en compañía de su

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esposo se habían dirigido, a las dos de la madrugada, con una pala y un pico, hacia el corral de la casa para hacer una excavación; pero todo fue en vano porque el Espíritu le habló en el oído a la señora, diciéndole que tenía que ir sola, si quería obtener inmensa riqueza. Pero, ella helada hasta los huesos y llena de espanto, dijo que sola nunca se atrevería. Transcurrieron los días y las semanas y mi tía se iba debilitando de tantas veladas: el difunto no le dejaba conciliar el sueño la molestaba jalándole la frazada o profiriéndole términos soeces en el oído, no respetando aun a su esposo que le acompañaba a velar su sueño, ya que éste había abandonado su trabajo nocturno en un molino de la ciudad, para estar, solamente, a su lado. Pero, ni él ni sus hijos podían alejar al fantasma. Entonces, tía Elvira decidió hacer un viaje a Lima, donde vivía una hermana suya, para comprobar si, así, el enemigo se quedaba en Chiclayo. Allá, en la capital, seguía sintiendo los mismos efectos, y mi tía ya estaba escuálida que las medicinas y alimentos de nada le valían. De regreso a Chiclayo, por su propia voluntad la llevaron al campo en busca del brujo. Le pusieron varias mesas (ceremonias para hacer el bien o el mal que realizan los brujos o chamanes) y pudo dormir algo. -A lo mejor, te has sugestionado, Elvira, trata de no pensar en él, hazte la idea de que no existe -le decía su esposo, poco seguro de sí-. Aunque él como sus tres menores no habían visto al fantasma, en los momentos en que ella decía verlo e incluso lo señalaba: ...¡Allí está!... ¡Mírenlo!... ¡Díganle que se vaya!... –exclamaba aterrorizada. Estás sugestionada! ¡Nosotros no vemos a nadie! ¡Trata de calmarte y ponte serena! ¡Demuestra valor! ¡ Es tu imaginación, la que te tiene así! ¡Ese fantasma no existe, nosotros no lo vemos, ni lo hemos visto nunca porque los fantasmas no existen! -dijo su esposo con voz enérgica y elevada, tratando de reanimarla y como si quisiera borrar de su mente aquella ficción. Y al ver él, como se ponía su esposa por el terror, perdió, de repente, la calma y la serenidad que le infundía, y entonces, comenzó a lanzar injuriosas palabras al intruso invisible, como si quisiera echarlo por la fuerza. Luego él la abrazó con mucha emoción, ansiedad y ternura: ella sollozaba irremediablemente.

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Y, así, tía Elvira se fue secando y secando, de tantas malas noches, hasta que se extinguió para siempre.

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DE

NUEVO A LA VIDA

... Y la muerte llegó al hombre por el pecado, en el Edén, convirtiéndose en ley inexorable: nacer, crecer, multiplicarse y morir. Desde la aparición del hombre en la tierra, mucha generaciones se han sucedido hasta nosotros

y

continuarán hasta la consumación del Mundo, en que Dios y sus ángeles vendrán a juzgarnos por nuestros actos; porque él dijo: “El que cree en mí, aunque muerto vivirá. Amén.” Y así, el Reverendo terminó de hablar y roció agua bendita al féretro, para enseguida descenderlo a la tumba y arrojarle tierra. La gente comenzó a desfilar hacia las afueras del camposanto, algunos charlaban y sonreían; otros iban pensativos y melancólicos. Los carros circulaban para emprender el regreso a la ciudad. Transcurrieron algunos meses del fallecimiento de Max Cerrutti, el cual había sido asesinado, intempestivamente, en una casa de campo. Sus amigos que a menudo, comentaban loa alegres recuerdos que habían pasado a lado de él, no podían explicarse cómo había ocurrido su muerte. José, gran amigo del victimado, por un calle de la ciudad de Chiclayo, al pararse en una esquina, vio pasar en una camioneta a un hombre que la manejaba y creyó ver al finado. -igualito! –se dijo a sí mismo- ¡Cómo hay gente parecida! Manuel, otro amigo del fallecido, también había visto aquel individuo en la misma marca y color de la camioneta. Otro día comentando el caso con José, éste le aclaraba: -¡Pero, si tú y yo lo hemos visto, entonces, es Max! -¡No puede ser, sería el primer caso en el mundo.

Eso podríamos

pensar si no lo hubiéramos visto en el ataúd... lo que pasa es que ese fulano... se parece a Max. Cuando lo volvamos a ver hay que acercarnos y verlo bien; si es posible preguntarle como se llama y quién es, para decir esto a sus familiares y amigos. -¿Y para qué? -replicó Manuel -No lo sé. Max había sido el As del Barrio El Porvenir, y sus amigos lo querían mucho; él era el gastador en las tertulias cantineras. Tenía camioneta y gran

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aficionado a las mujeres. Era bromista y con facilidad hacía amigos y todos ella se sentían felices en esos momentos.

Si querían algún favor económico,

recurrían a él, y para todo mencionaban su nombre, porque era el escogido del Barrio. -¡Te juro que yo lo vi mamá! -le decía Esteban, hermano del difunto. No puede ser, no hables tonterías y, ¡ya deja a tu hermano en paz y no me traigas tristes recuerdos! ¡Hablas cómo si estuviera vivo! Pero, Esteban se atormentaba con su imaginación. Lo había visto entre los vehículos de la avenida Balta, quiso gritar su nombre; pero se contuvo al recordar, rápidamente, que había dejado de existir. Y, así, amigos y parientes decían lo mismo y nadie había tenido oportunidad de cruzar algunas palabras con aquel desconocido conductor que recorría la ciudad de Chiclayo, y no había hora exacta en que podían verlo. Los padres y demás hermanos del ausente de este mundo, no podían creer lo que escuchaban de la gente,

Y todos argumentaban lo mismo,

Se

pusieron de acuerdo para el primero que lo viera lo siguiera, a como de lugar, a ese personaje misterioso y que podría tratarse de un doble. La otra noche, un individuo libando licor se había dormido en la cantina “El gallo de oro”; eran las seis de la mañana y el cantinero lo despertó porque era momento de hacer la limpieza. Al salir aquel desconocido, frotándose los ojos, arreglándose el cabello; un amigo de éste que por allí pasaba, al verlo, le dice: -¡Hola! Max ¿De dónde vienes? -Me quedé dormido en una mesa del “Gallo de oro”, los amigos con los cuales estuve chupando me abandonaron, me acuerdo que todos estábamos bien chatos. -¿A dónde vas, Víctor? Para llevarte en mi camioneta que está al frente. -A mi casa –respondió. Y así, los dos amigos subieron al vehículo. -Sabes, Víctor –decía Max, bostezando -, mientras dormía tuve un sueño horrible:

un hombre acompañado de una mujer, me había matado de

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varios balazos y, en mi casa, veía que mis familiares lloraban cerca de mi ataúd; mis amigos también, y un montón de gente había en la calle a la hora del sepelio. -Víctor no sabía que Max había fallecido, él había estado de viaje y nadie la había comunicado la noticia, además ya estaba viviendo en otro barrio de la ciudad. Y seguía, atentamente, escuchándolo. -Me preocupa este sueño, Víctor. Nunca me han preocupado los sueños; pero este sí... será porque estoy sufriendo por algo que no quisiera contártelo y todo esto es un grave problema para mí. Y, así, Max dejó al amigo en su casa. A los pocos días, Víctor se encontró con otro amigo y después de saludarlo afectuosamente, le dijo: -Anteayer me encontré con el loco de Max que se había amanecido en el “El gallo de oro”... -¡No hables tonterías, Víctor! –interrumpiéndole, le increpó su amigo Jorge-No bromees o no sabes nada... -¿Nada de qué? -A Max lo sepultaron hace cuatro meses; lo asesinaron sin descubrir el motivo. Dicen... que fue un hombre y una mujer... Víctor se puso helado y estupefacto. -Pero si anteayer yo mismo he estado con Max, él me ha llevado a mi casa. ¡Es cierto lo que te digo! ¡No me engañes!... ¡Me dejó en mi casa y ... yo le dije... no bebas mucho, hermano, cuídate! -Si quieres convencerte anda a su casa como quien das el pésame y dices que has estado de viaje y no has sabido. Aunque hay una versión misteriosa de algunos, ahorita que recuerdo, que dicen haberlo visto después de muerto, aunque yo no creo en esto... ¡Son alucinaciones! Santo Tomás dijo “ver para creer” -. Y, palmeándole en el hombre se despidió de Víctor. Para asegurarse se fue a casa de sus familiares, y, efectivamente, le confirmaron la noticia.

Grande fue su impresión que tuvieron que agarrarlo para

que no se desmaye, sintió escalofrío, le hicieron oler agua florida, le alcanzaron un vaso con agua que lo bebió al instante. Pensaron que había venido enfermo de la montaña y la repentina noticia le había afectado. Una vez que se recuperó y tratando de ponerse sereno, contó lo que le había pasado con el finado, que dejó

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perplejos a todos los que le escucharon y creyeron que se había sugestionado con las versiones infundadas que daban algunos amigos atolondrados. Por las noches, Víctor no podía conciliar el sueño, se le revelaba su amigo fallecido, tratando éste de comunicarse con él. Su hermano mayor, aún contra su voluntad, lo llevó a un siquiatra para que lo examinara y le diera algún sedante. Cierto día, José se encontraba por la avenida Sáenz Peña, cuando, de pronto, vio de nuevo a la misteriosa camioneta amarilla y la siguió con la mirada, era el mismo conductor, el cual se estacionó en una intersección. “Esta vez no se me escapa”, José se dijo a sí mismo. Rápidamente, fue hasta donde él, y vio que bajaba del vehículo; ambos aceleraron el paso. Ingresó al Palacio de Justicia, José iba tras él. Cuando ya lo alcanzaba, se perdió de vista entre la aglomeración de la gente que entraba y salía; pero estaba seguro haberlo visto entrar y no había más remedio que esperarlo cerca de la camioneta. Al regresar hacia la camioneta, está había desaparecido como por arte de magia.

Aturdido y profundamente emocionado, corrió hacia la casa de los

deudos, con el propósito de contar lo que le había sucedido, creyendo de esta manera, llevar alguna esperanza de consuelo. Luego de haberlo escuchado el padre y la madre del alma en pena, lo despidieron, exhortándole a que descansara bien y se haga ver de un médico siquiatra, como ya lo había hecho su amigo Víctor y le había ido muy bien.

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EL CAMIÓN HUNDIDO EN LA ARENA Esa noche cruzaba el Parque Principal del pueblo de Olmos, cuando, de pronto, alguien gritaba mi nombre: era Nora, que me llamaba desde un camión que, intempestivamente, se había estacionado. -Han llegado alimentos del PAE (Programa de Alimentación Escolar) para tu escuela –me dijo-, aquí está la señorita, quiere hablar contigo. Aquella señorita me manifestó que deseaba darme la remesa ahora mismo. A pesar de mi negación, por lo que era de noche, me persuadió al darme cuenta de su apuro por regresar a la ciudad de Chiclayo. Emprendimos el viaje, iba yo arriba en la carrocería, sentado en sacos de avena, leche en polvo, trigo y otros. Ya estaba arrepentido por haber aceptado este viaje, por el intenso frío invernal que hacía y que trataba de olvidar contemplando el cielo estrellado. Después de haber recorrido un cuarto de hora, el carro se detiene el puente del río Cascajal, y yo, en alta voz, le digo al chofer que voltee a la izquierda y que siga por la orilla del río, fijándose en las huellas que dejan los carros que pasan todos los días. Este río, en esos momentos, se encontraba seco y permanece así durante casi todo el año; si trae agua, esto sucede en los primeros meses y los campesinos se alegran porque ya tienen un año bueno. Aprovechan el agua, que dura poco tiempo, para sembrar maíz, sandías, verduras, y regar, a la vez, sus plantaciones de mangos y ciruelos. Lo agricultores adinerados no sufren la escasez del líquido elemento; para ellos no hay años buenos ni malos: todos son iguales, porque no son víctimas de la sequía. Ellos tienen sus grandes pozos tubulares que extraen agua del subsuelo y la almacenan en sus propios reservorios. Al llegar a la capilla de San Isidro, hago que se detenga el camión para indicarle que debería cruzar el río y que tenga mucho cuidado en no hundirse en la arena como suele ocurrir con frecuencia con muchos vehículos. A pesar de mis advertencias, sucedió lo predicho. Los neumáticos daban vueltas y vueltas en su mismo sitio, arrojando nubes de polvo.

El conductor seguía acelerando la máquina y las llantas en su

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vertiginosa velocidad, más se hundían en la arena. El señor no viendo que su carro se movía, bajó y vio que las ruedas se veían por la mitad. Después de largo trabajar con una pala, y ya agotadas las pilas de mi linterna manual, el chofer hablo: -¡No hay nada que hacer por ahora, tenemos que pasar la noche aquí, mañana continuaremos! Al escuchar esto, Nora, Meche -otra profesora que nos acompañaba- y la señorita del PAE, se asustaron, preocupándose al instante. Comentaban cómo dormir en este lugar sin conocer a nadie y en un camión. El conductor y su ayudante culpaban a la señorita del PAE por su apuro. Después de larga conversación y siendo ya tarde, optamos por dormitar en el camión: las mujeres en la cabina y los hombres en la carrocería. Me acosté, de nuevo, sobre los sacos. No podía conciliar el sueño porque el frío calaba mis huesos y no tenía con que cubrirme.

Luego de un buen rato,

me bajé sin hacer ruido para que no me sintieran; había pensado en ir a ver a un campesino que conocía y que vivía por allí cerca, para que me de alojamiento o me preste una frazada: ninguna de las dos cosas conseguí porque su choza era pequeña y además era muy pobre. Decidí caminar, de regreso, hasta el puente del río donde había otra choza: tampoco conseguí lo que quería; pero si me prestaron una bicicleta en la cual podía regresar a Olmos. Pedalea y pedalea en la oscuridad de la noche, por ratos, veía insectos que volaban encendiendo y apagando lucecitas fosforescentes. De vez en cuando, pasaban algunos carros que con el prendido de sus luces me obstaculizaban la visión. Iba pensando en mis amigas que las había abandonado, y al día siguiente se formarían un mal concepto de mi persona. Después de una hora sudando del trajín, llegué hasta mi cuarto que tenía en el pueblo, toqué la puerta y el señor López se sorprendió al verme llegar a esta hora de la madrugada, pues, no lo había hecho antes.

López era un señor de avanzada edad que hace unas

semanas había llegado de Lima y tuvo la suerte de conocer a don Goyo – propietario de la vivienda que yo ocupaba- y le ofreció hospedaje allí mismo. Yo no lo deseaba, porque no sabía quien era ese forastero ni el mismo dueño lo conocía; pero éste hacía favores a quienes pertenecían a su partido político,

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bastan que dijeran “soy aprista”. Yo no pude protestar porque vivía gratis en esta reducida vivienda. Al principio, tuve un poco de temor, no podía dormir tranquilo al lado de aquel desconocido, él percibía mi recelo, y me decía que era buena gente y, para que lo vaya conociendo, me relató parte de su vida: la infidelidad de su esposa, motivo por el cual se había separado, y cómo había llegado a este pueblo. Me acostumbré a su compañía y nos hicimos amigos a la fuerza. Rápidamente, le conté a López lo que me había sucedido y con todo lo que tenía puesto me acosté, durmiéndome al instante. A la mañana siguiente, al dirigirme a la casa-pensión donde debería tomar ,mi desayuno, vi a los lejos, de la calle principal, al camión amarillo que se había hundido en la arena del río y que hacía su retorno al pueblo, y por aquello, me puse contento y sonreí.

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UN ROMANCE INESPERADO A los acordes de la banda de músicos, el Pabellón Nacional se levanta en el mástil de la Plaza de Armas de Chiclayo; se dispara una ráfaga de fusiles. La gente apostada en los alrededores contempla el acto. Diego, hombre menor de treinta años, trigueño y mediano de talla, busca en esta ceremonia dominical, a una bella y encantadora mujer, más joven que él, y que días antes habían acordado verse en este lugar. Ponía sus esperanzas en ella para ahuyentar su soledad y lograr un futuro feliz. El desfile ha comenzado.

Montón de gente sobre la calzada.

Diego

moviendo su cabeza para todos lados sigue buscando en la multitud. Al fin la encuentra: -¡Hola Gabriela! -¡Hola! -respondió ella, extendiéndole la mano y dibujando en su rostro una sonrisa. -Hay que ver un ratito el desfile. -Está bien -contestó ella. Mirando por encima de los hombre del gentío, ambos jóvenes observan el paso gallardo de miembros de diferentes instituciones, algunos de ellos portando banderolas para identificarse ante su comunidad.

Más atrás vienen soldados

marchando en batallones que estremecen con sus toscos zapatos altos. Ellos representan a nuestro valeroso ejército siempre listo para defender las fronteras de la Patria. Ha terminado esta ceremonia cívico-militar, la gente se desparrama en diferentes rumbos. Diego y Gabriela se dirigen al Snack Bar El Trebol. Toman jugo de papaya, sándwiches de jamón, intercambian ideas afines. Es el comienzo de un nuevo amanecer en una cálida mañana del mes de agosto. Salen a pasear con rumbo no conocido. Se han detenido en una plazuela, toman asiento cerca al monumento del héroe Elías Aguirre, el cual para quienes lo miran bien se muestra altivo, gallardo, solemne y desafiante con su espada desenvainada, haciendo recordar los días de hazaña y gloria que vivió en el Combate de Angamos. En su honor y memoria, la plazuela lleva su nombre.

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Un niño mal vestido, con cajoncito bajo su brazo ofrece sus servicios laborales a Diego, éste le dice que sus zapatos todavía están limpios. Peatones conocidos de la pareja los quedan mirando y ellos se dan cuenta que ya son el uno para el otro. Queriendo ellos tener más privacidad, optan por encaminarse al Parque Infantil de la ciudad. Consiguen un adecuado sitio protegido por árboles y toman asiento en el césped.

Diego le confiesa que la ama locamente, desde hace

mucho tiempo, y desde que la conoció. También lamentaba que ella no hubiere aceptado antes una invitación, como tantas veces él le había propuesto, y ella siempre se rehusaba; que tenía el fuerte deseo de llevarla al altar para jurar ante Dios y estar, de este modo, indisolublemente unidos hasta que la muerte los separe... Gabriela pensaba, en esos instantes, en el destino, quizá sea el hombre esperado y ansiado en su vida; lo veía reflexivo, refinado de espíritu y de sentimientos nobles. Era, pues, el momento de mostrarse tierna y afectuosa con él, para complacerle. Ella le sonreía, pestañaba a cada instante y por ratos bajaba la mirada, entonces, vio que él le tocaba una de sus manos, sintiendo el calor de sus dedos varoniles y el estremecimiento de todo su cuerpo, y a ambos se les agitaba el corazón. Él se acercó a sus labios para darle un tibio y suave beso; se quedan mirando frenéticamente, se dan otro beso, y otro más, hasta terminar en uno más apasionado; sellando de esta manera un tierno y dulce idilio de una pareja feliz. Cuando desean reanudar el romántico diálogo son interrumpidos por un perro vago de color negro que se les acerca como si les pidiera algo, al no tener respuesta, levanta la patita y orina.

Ellos incómodos por el repugnante

espectáculo, se paran y abrazados buscan la salida del parque.

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UNA AVENTURA PELIGROSA Los autos iban y venían circundando el parque principal de Chiclayo y cada vez que se detenían hacían sonar sus bocinas. Algunos peatones caminaban apurados; los cambistas pregonaban dólares. No había banca desocupada en aquel parque.

Javier del Castillo, caballero chiclayano de 42 años, a menudo,

ocupaba una de ellas y siempre elegía la misma banca; si estaba ocupada se paraba al lado de ella hasta que la desocupen, no le importaba que hubiera otra persona, lo que quería era un espacio. Una tarde, estando Javier en su acostumbrada banca se sentó, de repente, una hermosa mujer, de tez blanca, pelo rubio, alta, con lentes obscuros y fumaba con elegancia. Ella lo miró y le echó un poquísimo humo en la cara y le dijo: -¿Es usted, señor, de por acá? - Sí. ¿En qué puedo servirle? - Yo no soy de este lugar. Soy chilena, estoy de pasada. Hace dos días he estado en Trujillo: hermosa y tranquila ciudad. Hoy estoy conociendo Chiclayo y me he dado cuenta que es una ciudad comercial. Javier sintió atracción por esta bella dama y pensó tomar la ocasión para llegar a ser su amigo y no estaba demás una aventura con ella.

Seguía

conversando y fumando, y él le miraba, por momentos, las piernas: montada una sobre otra. Javier le hablaba de algunos lugares que debería conocer y de cómo era por acá la gente y él mismo se reía de los que contaba. -Sabes qué... ¿Cómo te llamas?

Javier después de darle su nombre,

sintió placer por el tuteo y ya se creía amante. -Estoy alojada en el hotel Costa de Oro.

Ahorita me voy a hacer unas

compras. ¿A qué hora me puedes ir a ver? Para esperarte y, así, poder conversar más y hasta la hora que tú quieras. El hotel Costa de oro es uno de los más caros de esta ciudad y ostenta tres estrellas en su categoría y está situado cerca al parque principal, en la avenida Balta. Javier emocionado contestó: -¡Si quieres ahora mismo!... ¿Qué tiempo vas a demorar en las compras? Pues... una hora más o menos... mejor te espero a las cinco.

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-A las cinco estaré allí, ¿y por quién pregunto? -Por la señora Noemí Dulanto, en el cuarto 404. Al verla alejarse de su vista, Javier la observó de pies a cabeza, latiéndole fuertemente el corazón. Ni un minuto más ni un minuto menos, Javier llegó al hotel a la hora indicada; preguntó por ella y le dijeron que suba por el ascensor y como estaba nervioso prefirió hacerlo por las escaleras.

Al tocar la puerta escuchó la voz de

ella, al abrirle vestía una bata floreada, le sonrió y le hizo pasar. Ella cogió un cigarrillo, buscaba algo hasta que encontró el encendedor. Javier sintió no haber tenido fósforos en el bolsillo para querer, así, aumentar su atracción. -Aquí nadie nos molestará y podemos gozarnos toda la noche- dijo ella, sirviendo, al mismo tiempo, dos vasos de whisky. -¡Salud, por habernos conocido! ¡Y por los días felices que vamos a pasar juntos! Ambos secaron la bebida. En seguida, ella se sentó en la cama y se arreglaba el cabello con un peine, se miró en el espejo, se sacó los zapatos y se acostó mirándolo con voluptuosidad y tentación. Súbitamente, se puso de pie y se despojó de la bata quedándose con ropa interior. Javier le hablaba de lo confortable de la habitación y del lujo impresionante del hotel tratando, de esta manera, de controlar su nerviosismo. Ella no le prestó atención y le dijo: -Sácate la ropa, Javier, hace mucho calor! Él obedeció y se quedó al instante, en ropa interior. -Ahora, ven, acuéstate a mi lado. La sangre se le calentó por todo el cuerpo a Javier que, de inmediato, así lo hizo y acercó sus labios a los de ella para decirle: -¡Eres muy hermosa, Noemí! ¡Qué no haría yo, para tenerte a mi lado todo el tiempo! -Desde que te vi en el parque me gustaste y por eso te escogí- respondió dejando el cigarrillo en el cenicero y comenzó a besarlo apasionadamente. Javier pensó en una segunda luna de miel y mejor de la que pasó con su esposa hace diez años en el Cusco, en un hotel de mala muerte.

No era como

este hotel donde se aloja gente de buena condición económica, donde se puede ver pisos alfombrados, habitaciones con intercomunicadores.

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Al lado de la

administración hay una puerta que da a un elegante restaurante para brindar buena atención a los turistas. La sala de recepción tiene hermosos confortables y un televisor a color, por cable. Ella le acariciaba el pelo y la ropa interior de ambos estaba arrojada en el piso alfombrado. En el éxtasis del placer sexual de Javier, ella extiende la mano hacia el velador, abriendo una cajita metálica cromada, extrae un pañuelo húmedo y oloroso, y, le dice que lo huela porque es un afrodisíaco para que el placer sea más prolongado. Javier al aspirar su aroma, instantáneamente, pierde el conocimiento y queda en la cama como desmayado.

Ella lo acomodó de

espaldas. Salió de la habitación por un rato. Regresó con un individuo alto y rubio que traía un maletín color negro de médico. Aquel desconocido quedó mirándolo un instante, luego, sacó un estetoscopio del maletín y le auscultó el corazón. -Es un típico ejemplar, has hecho una buena elección. Está apto para la operación, aplícale la anestesia. La mujer cogió el brazo de Javier, le limpió la vena con algodón mojado de alcohol y le inyectó una dosis para que despertara al término de doce horas. El supuesto doctor, en seguida, sacó de una caja de cartón una botella de suero, le dio a su acompañante, quien la instaló en un colgador. De la botella colgaba una jeringa de metro y media que terminaba en una aguja la cual le inyectó en la vena del brazo izquierdo del cuerpo inconsciente. Ambos individuos se pusieron mascarillas de cirujanos, mandiles blancos. Javier yacía de cúbito ventral descansando la cabeza en lateral derecho y la lámpara del velador proyectaba fuerte luz en la cintura de su cuerpo. -Ya estamos listos para la operación. -Sí. –respondió ella. Extrajo del maletín un bisturí y comenzó a rajarle la piel, en la zona, donde se ubica el riñón derecho. Ella limpiaba la sangre con abundante algodón, luego, tomó dos tenazas anchando la incisión para que el pueda meter sus dedos y extraer el riñón, colocándolo inmediatamente en un recipiente de cristal que contenía un líquido espeso. Como si cosiera un saco, cerró la abertura. -Hemos terminado, Tania, y ha sido exitoso nuestro trabajo.

Te has

desempeñado como una excelente enfermera. Es nuestro séptimo paciente y...

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¡Pronto seremos ricos! ¡Tenemos que irnos lo más pronto posible, otra ciudad nos espera! -Sí, amor mío –contestó ella, dándole un beso ardiente en la boca. Se alistaron e hicieron sus maletas. En la administración del hotel dijeron que se iban, ya, pero que allí dejaban a un amigo durmiendo, el cual se había extralimitado en tragos y pagaban un día más para que lo dejaran descansar. En la calle, la pareja abordó un taxi que siguió con rumbo desconocido. Al día siguiente, Javier soñoliento aún, no se daba cuenta a dónde estaba. Al recuperar su estado consciente, rápidamente, recordó el lugar y no sabía lo que había ocurrido. Al pararse, sintió dolor en la cintura y se la agarró con ambas manos, tratando de aliviarse. Al dar unos pasos se le acentuó el dolor. Se volvió a sentar en la cama. -¿Dónde se habrá ido? – se preguntó-, me he quedado dormido. Pensó que quizá ella regrese en cualquier momento; pero no, no era así, sus pertenencias que había visto ya no estaban. Su corazón se sintió vacío como el mismo cuarto en aquel momento. Recordaba la belleza de su cuerpo desnudo, sus ardientes y apasionados besos. Deseaba, ansiosamente, volverla a ver y abrazarla con locura para decirle que haría cualquier cosa por estar siempre a su lado, hasta el final de su existencia. Comprendió su soledad en aquel hotel. Al pasar por la administración, el empleado que atendía en el mostrador lo quedó mirando, y caminaba rengueando un poquito. Javier sintió como si ese empleado lo hubiera visto desnudo con Noemí, y se avergonzó, queriendo rápidamente ganar la calle para respirar aire fresco y estar, de este modo, orgulloso de su aventura. Después de sostener acalorada discusión con su esposa porque no había dormido en su casa, Javier se fue a su dormitorio, se dejó caer en la cama y el dolor en su cintura persistía, se masajeó con la mano derecha, varias veces, en la zona del dolor y creyó que se le habían pegado hilos. Se miró en el espejo, se asustó, se le enfrió el cuerpo por la angustia y el corazón le latía más fuerte que cuando la vio desnuda, por primera, vez a Noemí. Intentó sacarse los hilos, pero éstos estaban impregnados en su cuerpo formando una línea recta de diecisiete centímetros. Desde esos momentos, se sintió débil y desconcertado, no queriendo aceptar lo que le podía haber ocurrido.

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Sin decir nada a su mujer, salió a la calle, tomó un taxi y se dirigió al consultorio de un conocido médico particular.

Éste al examinarlo, quedó

sorprendido y le dijo la terrible verdad: le habían extirpado un riñón. Javier casi se desmaya en el consultorio, el facultativo tuvo que agarrarlo y, de inmediato, le inyectó un sedante. -Necesita usted que se interne de emergencia en una clínica. Su caso es sumamente grave –le aseguró el doctor-.

No puedo creer lo que usted me

cuenta, pero de lo que estoy casi seguro es que usted ha donado un riñón sin su consentimiento.

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TAMBO

REAL

Sentado en una de las mesas del Café El Tambo Real de la ciudad de Chiclayo, y tomando, por ratos, una taza de café, fumaba con sumo placer su cigarrillo y escribía en un trozo de papel. Así lo hacía, a menudo, el poeta Jorge Espinoza, cuando se le venían a la mente los versos que él creía que era necesario plasmarlos en el papel, para poder de este modo, archivar en su portafolio e ir juntándolos con otros y tener un nuevo poemario que publicar. Era un caballero cincuentón, tez morena, escaso pelo cano raído por la calvicie, anteojos de carey color negro y lunas blancas que se los ponía cuando escribía y leía. - Karina, otra taza de café -.

La bella joven sonríe y se le acerca

extendiéndole el pedido. El siente ansiedad al verla de cerca y se le aumenta la fuerza mental para proseguir su creación poética. De pronto, ingresa una mujer vestida elegantemente de negro, pelirroja, tez blanca, si no me equivoco medía un metro setenta centímetros, pechos prominentes.

La falda la llevaba alta y exhibía atractivas piernas. Se sienta,

pone su bolso negro encima de la mesa y extrae una cigarrera de plata, la abre y coge un cigarrillo de marca desconocida. Vuelve a meter la mano a su bolso, saca un metálico encendedor dorado, enciende el cigarrillo y exhala una bocanada de humo. Queda mirando a Jorge Espinoza, que hace rato, desde que entró, él la estaba observando. Pide un jugo de papaya y una hamburguesa. Mientras comía, el cigarrillo se iba consumiendo en el cenicero y ella se distraía mirando la televisión. Cuando terminó de comer, se puso de pie, agarró su bolso y se acercó a la barra para pagar y , en seguida, aceleró el paso hacia la puerta de la calle. Jorge que se había quedado embelesado con la belleza de aquella mujer, tomó conciencia de la situación y se percató que aquella mujer había olvidado su cigarrera de plata.

Rápidamente la cogió y salió apurado para

alcanzar a la bella dama y ya no había por ninguna parte. Se cansó de buscarla yendo de una acera a otra. Se quedó pensando que no había transcurrido ni un minuto del restaurante a la calle, al momento de salir, y ya había desaparecido. Volvió a sentarse en su mesa y se puso a contemplar la cigarrera que reflejaba con su brillo plateado el

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rostro de su nuevo poseedor; la abrió, había tres cigarrillos, cogió uno de ellos y se lo pasó por la nariz para percibir su aroma a tabaco fino, lo volvió a dejar en su sitio, la cerró y la acariciaba suavemente entre sus dedos. De pronto, entró un señor que traía un cuadro, se dirigió hacia el rincón del Café cerca donde estaba Jorge y descolgó otro cuadro que era una pintura donde se mostraba un florero que contenía un ramo de girasoles junto con un pepino y una manzana, que pertenecía a una pintora chiclayana. Semanalmente se cambia de pinturas de exhibición en el Café Tambo Real, el cual está cercano al Instituto Nacional de Cultura y por las noches es frecuentado por escritores y artistas para charlas y tomar algunas bebidas. Al que cambió el cuadro, Jorge le dice: - ¿De quién es la nueva pintura, Ramón? - De Raví. Este cuadro se exhibió en la última exposición que hizo en la Biblioteca Municipal, la mayor parte de esas pinturas estaban relacionadas con el mar. Bueno, me tengo que ir, Jorge, ya regreso más tarde. - Chau, Ramón. - Jorge pidió otra taza de café y esta vez pasó por desapercibida Karina porque seguía pensando en la hermosa mujer que dejó su cigarrera, luego del bolsillo interior de su saco extrae unos cuantos cigarrillos baratos y los pone en forma ordenada en la cigarrera, y la cajetilla que se había quedado vacía la comprimió entre sus manos y la dejó en el cenicero. El cuadro que recién habían puesto consistía en una imagen marina: tres botes flotan sobre las olas y, encima de ellos, una bandada de gaviotas y el sol en el horizonte.

La técnica empleada era casi fotográfica, de un colorido muy

brillante y luminoso, y Jorge se quedó impresionado al contemplarlo que sintió enormes ganas de tenerlo en su casa. Se dirigió hacia la puerta principal del salón, luego de cavilar un rato, regresó y como nadie de los trabajadores se fijaban en él porque le tenían confianza, descolgó el cuadro, lo puso debajo de la mesa y en un descuido salió a la calle con el cuadro y abordó un taxi con rumbo a su casa. Esa noche no pudo dormir por una horrible pesadilla que había tenido: un grupo de personas lo corrían para quitarle el cuadro que llevaba bajo el brazo y él corría y corría asustado porque pensaban que lo iban a matar. Al despertar se

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encontraba agitado con el corazón que le latía aceleradamente de tanto haber corrido en su sueño. Y este sueño le continuó en la siguiente noche. Se levantó, eran las tres de la madrugada, observó el cuadro colgado en su sala y no podía creer lo que veía: lo botes habían desaparecido y las aves también. Se frotaba los ojos pensando que aún seguía dormido; pero no era así. Cansado de cavilar en este hecho insólito, se fue a dormir, y al amanecer, en plena luz del nuevo día, los botes y las aves estaban en su sitio . “No puede ser”, le decía a su mujer, y ella creía que se estaba alocando de tanto beber con sus amigos. En el Tambo se comentaba sobre la desaparición del cuadro, y Jorge escuchaba los comentarios. No sabían cómo había entrado el ladrón y a qué hora, en que momento. “Hay que tener cuidado para la próxima vez, hay que estar al acecho para descubrir al ladrón”, decía alguien. Llegó la tercer noche del robo, Jorge se movía en su cama porque su sueño era intranquilo y, repentinamente, despertó aterrorizado, otra vez el mismo sueño.

Esta vez eran pintores conocidos y desconocidos que lo corrían con

cuchillos para quitarle el cuadro. Se levantó a ver el cuadro. Esta vez, estaban los botes, pero éstos se movían sobre las aguas y las aves movían sus alas subiendo y bajando. Cuando Jorge se acercaba al cuadro los botes y las aves se paralizaban conforme habían sido pintados. Se distanció a cinco metros, volvían a moverse los botes que desaparecían por el marco derecho para reaparecer por el marco izquierdo y esto se hacía rápidamente. Jorge corrió hacia el cuadro, los botes estaban allí estáticos. “Me estoy volviendo ¡Dios mío! Tengo que devolver este cuadro que me estoy alocando”. Quiso convencerse una vez más, y se volvió a retirar los cinco metros y esta vez, veía que los botes se balanceaban en su mismo sitio y las aguas del mar ondulaban y escurría del cuadro, en forma de gotas, a lo largo del marco inferior. Se acercó, poco a poco, los botes se pusieron inamovibles, Jorge se pone de cuclillas para palpar el agua que estaba en el piso y sintió mojados sus dedos. Fue corriendo a despertar a su esposa y cuando ésta estuvo en el lugar de los hechos todo estaba como antes. Reprendió a su esposo, muy enfadadamente, por haberle despertado con su locura. Al día siguiente, Jorge se fue llevando al Tambo Real el misterioso cuadro, expresando que el ladrón se lo había ido a vender, pero él se lo quitó diciéndole

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que lo iba a denunciar a la policía si insistía en arrebatárselo. Lo colgó en su sitio y se sentó en la mesa acostumbrada y sintió un profundo alivio al contemplarlo y desde ese día volvió a dormir tranquilo.

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LA GRINGA Una noche de invierno llegó al Instituto Nacional de Cultura de Chiclayo, una mujer apuesta, alta, cuerpo esbelto, blanca, pelo rubio, ojos azules, vestida de terciopelo negro y entrada en años, pero no perdía su belleza. Se acercó al cafetín donde, generalmente, se encuentran artistas sirviéndose algo del menú de aquel establecimiento de tertulias nocturnas. Ocupó una mesa solitaria, pidió un café, fumaba plácidamente y observaba a su alrededor con el deseo de que alguien se acercara a conversar con ella. Y así fue, el poeta y pintor Jorge Fernández se acercó a entablar conversación con aquella mujer desconocida para todos los que frecuentaban esta casa cultural. Jorge la trajo a la mesa donde estaban sus amigos. Al instante, ellos se contagiaron de su buen humor, de su risa y alegría que irradiaba en su tema de conversación. Venía de la capital con el propósito de pasar una temporada en esta ciudad de sus ancestros. Pues, se hizo desde aquel instante amiga de todos los presentes, en especial, de los que conformaban el grupo artístico “Cromolíricos Trazos”. Pertenecía a nuestra agrupación el poeta Aurelio Ravines, y desde el momento que la conoció a la “Gringa” que por sobrenombre le pusieron, - su verdadero nombre era Carmela del Pilar Schustermann, -, se enamoró de ella y esa misma noche, a pesar de tomar, diariamente, sus somníferos, no pudo dormir hasta el amanecer. Y si bien es cierto de que no hay mal que por bien no venga, en aquella noche desvelada Aurelio hizo un hermoso poema, que a la noche siguiente se lo mostró a la Gringa. -Para ti, Carmela del Pilar, recibe estos versos que han brotado de lo más profundo de mi alma. -¡ Ay, Dios mío ¡ ¿Qué dirán? Me emocionas – exclamó la Gringa. Aquel poema comenzaba así: “¡Oh! ¡veme siempre! Tus ojos son tan bellos que en vano envidia el cielo su dulce claridad me miras con el alma; cuando me ves con ellos amor está en tus ojos como una eternidad.

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¡Encanto de mi vida! Mujer idolatrada, la diosa y soberana que impera en mi existir que no me falte nunca la luz de tu mirada para sentirme tuyo, para poder vivir.” ……………………………………………….. Al terminar de leer todo el poema, con una dibujada sonrisa y emoción profunda, lo abrazó tiernamente y le dio un beso en la mejilla al poeta que tenía el rostro curtido por los años, blanco como ella, alto, bien plantado, serio y fumaba a menudo. El poeta Aurelio al percatarse que la Gringa no se encontraba cómoda en el lugar donde se había alojado, le ofreció su casa, pues, él vivía solitario. Ni corta ni perezosa, la Gringa aceptó. La casa que antes estaba triste, al fin, le llegó la alegría y el poeta pudo ahuyentar la soledad que desde hace tiempo lo agobiaba y lo deprimía. La vivienda estaba descuidada, el poeta no era amante del orden y la limpieza. Las cucarachas se paseaban por la cocina y el comedor, las arañas merodeaban en las partes altas de los ángulos de las paredes. Había un sofá destartalado con agujeros grandes de los cuales entraban y salían ratones. Felizmente que la Gringa no era aracnofóbica, pues, el techo y las paredes del cuarto de baño tenían bastante telarañas. Aurelio se molestaba si alguien que lo visitara matara un animalito de su casa, él afirmaba que eran almas de difuntos. En este ambiente fue recibida la gringa, que no se sabe cómo pudo adaptarse, pero lo cierto es que vivió por algún tiempo. Ella se pasaba los días leyendo buenos libros del añejo estante de la casa, aunque varios estaban apolillados, la mayoría era de poesía. Aurelio cocinaba, a veces lo hacía la Gringa, el caso es que ambos se ayudaban en el arte culinario. Un día pasó por la casa un vecino y al ver que salían columnas de humo por la ventana de la sala, creyendo que había incendio, tocó la puerta, apuradamente. Aurelio la abrió, echándole humo en la cara; el vecino tuvo que pedir disculpas por su equivocación, lo que ocurría es que los dos estaban fumando como si estuvieran en una competencia.

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Días van y días vienen, no faltó la discusión: la gringa se dio cuenta que mejor alimentada que ella estaba la gata de la casa, el poeta le daba a ésta lo mejor de la carne que compraba, pues, creía que su mamá se había reencarnado en este animal. -¿Quién te ha dicho que las almas de los muertos se reencarnan en animales? –inquirió la Gringa, fruncida y enojada. -Las almas, también se reencarnan en seres humanos –replicó el poeta. -¿Y, porque crees que ese animal es la reencarnación de tu mamá? -¡Escúchame! Cuando murió mi mamá la gata que teníamos, que no es esta gata que ves, al siguiente día parió siete gatitos y poco a poco se iban muriendo, de la cría sobrevivió uno, la gata también se murió. Ese uno, es esta gata que me acompaña. -Todo está bien, pero porque crees que es tu madre – le increpó ella. -Porque ella mismo me lo dijo. La Gringa creyó que le estaba haciendo una broma, pero se dio cuenta que hablaba en serio. Y lo siguió escuchando: -Una noche, yo esta sentado aquí donde me ves, y la gata que ya era grande, porque había pasado un año del fallecimiento de mi madre, ella me habló y me dijo: “Aurelio, hoy no me has dado de comer, y eso no debes hacer con tu mamá”. Y me tuve que ir a comprarle carne y por eso no me descuido de ella. -¿Y ya, no te ha vuelto a hablar desde ese día, Aurelio? -No, porque ya no he vuelto a soñar con mi mamá- contesto el poeta. La Gringa que se había emocionado tanto con el relato quedó desilusionada porque creía que a su vida le iba a dar un nuevo rumbo con ese misterioso descubrimiento. -Entonces, todo lo que me has dicho fue un sueño. -Claro, pues mi mamá me habla en sueños- dijo Aurelio, medio molesto. Un día Aurelio friendo un bistec, vio una cucaracha que caminaba cerca de la sartén, agarró un tenedor, la pinchó, la puso en la candela retirando un poco la sartén, se achicharró, la metió a su boca, la masticó y dijo “está crocante” y se la tragó. La gringa que lo estaba observando quedó anonadada y lo amonestó:

-¡Aurelio, porque haces eso, me das asco, eres repugnante y así me besas!

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-Son ricas, yo como cucarachas asadas, quiero que tú también aprendas a comer, espérate que salga otra y te invito y vas a ver que es sabrosa. -Ni que estuviera loca como tú, ¡cómo crees que voy a comer esa porquería! -No es porquería, es comida de inteligentes, lo que pasa es que la gente común no sabe comer. No saben que las cucarachas, los grillos, saltamontes se comen y cualquier insecto sabiéndolo preparar. Desde ese día la Gringa cocinaba, no dejando en lo posible que el poeta lo hiciera, más bien lo mandaba a comprar todo lo necesario a un mercadillo cercano. De noche ambos se iban al INC para distraerse con los amigos y tomar su cafecito. Iban regresando tarde la noche a dormir, a veces hacían el amor, y cuando esto ocurría ya no era necesario que el poeta tomara su pastilla para dormir. Una noche Aurelio no tenía deseos de ir al INC y la Gringa se fue sola y al llegar al recinto cultural se encontró con otro poeta, Daniel Beltrán, quien también sentía atracción por ella. Él le propuso viajar a la Sierra de Cañaris, donde trabajaba en un centro educativo de primaria y como único docente que era en aquel plantel, necesitaba una auxiliar para que lo ayudara, y que le pagarían los padres de familia. La Gringa que tenía espíritu turístico aceptó la propuesta con mucho entusiasmo. Esa noche, la Gringa no regresó a la casa de Aurelio, el cual no podía dormir por su tardanza. Salió a buscarla a las dos de la madrugada, comenzó a llamar, a gritos, al guardián del INC. - ¡Jesuuuuús…

Jesuuuuús…

Jesuuuuús…!

Apareció el guardián y le dijo: ¿“Has visto a la Gringa”? -La vi sentada en una mesa del cafetín con Daniel Beltrán- No le dio más información. Aurelio regresó angustiado presintiendo que lo había abandonado y así fue al confirmar por las averiguaciones que hizo al llegar la siguiente noche.

Pasaban los días y las noches tristes para el poeta, no podía dormir, pensando en el amor de su vida, y se iba debilitando de tanto desvelarse, las pastillas que tomaba no le hacían efecto, hasta que llegó el día fatal y trágico: se

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cortó las venas de las muñecas de ambos brazos y un corte en el lado derecho del cuello, se desangró toda la noche. Al día siguiente que llegó su hermano a visitarlo lo encontró sin un hálito de vida y bañado en un charco de sangre.

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UN VIAJE SIN RETORNO ...Y volvió de Cañaris a Chiclayo, María del Pilar Shustermann, pues, habían transcurrido seis meses desde que se había ido. En el centro educativo donde enseñó a leer, escribir, cantar y jugar a los niños de ese pueblo de los Andes, los cuales se habían encariñado con ella y los padres de familia le rogaron para que continuara como profesora auxiliar de sus hijos, después de vacaciones. En Chiclayo se enteró de la muerte del poeta Aurelio, fue una conmoción para ella, se lamentó de haberlo dejado solo y abandonado a su suerte. Fue a visitarlo al cementerio llevándole un ramo de flores. Una amiga, Marilú, la albergó en su casa, pues ella vivía sola, era madre soltera tenía un niño de siete años. Las dos mujeres se acostumbraron a estar juntas, que, a veces concurrían al mismo lugar para distraerse. Uno de esos era el teatro dos de mayo, donde por las noches era más concurrido por artistas y público en general. María del Pilar, la Gringa, como así la llamaban cariñosamente sus amigos por su aspecto físico, concibió la idea de vender café por las noches en el teatro, a la concurrencia, esto como una fuente de trabajo. Por las noches, a las nueve, hora que cerraban el teatro, la Gringa y los amigos que se encontraban en esos momentos desfilaban hacia la plazuela Elías Aguirre a continuar la tertulia.

Esta vez ella, no vendía ya el café sino que

compraba a los emolienteros “el calientito” que era una bebida elaborada a base de yerbas medicinales y aguardiente, la botella costaba un sol, y esto le servía de estimulante a ella y a todos sus amigos. La plazuela Elías Aguirre, de noche, es visitada por toda clase de noctámbulos haciendo grupos según sus intereses, frente al partido aprista están sus adeptos,

cerca de ellos en la esquina están las carretillas de los

emolienteros. No faltan, también, músicos folcloristas, los predicadores de las distintas sectas religiosas haciendo proselitismo para incrementar sus filas, una loquita que, con sus harapos, acostumbra todas las noches dormir debajo de un ceibo. En una de las bancas de aquel lugar de esparcimiento, se encontraba la Gringa con sus amigos libando el licor bendito para darse euforia y departir con sus amistades algún tema interesante.

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Una noche, ella se separó de su grupo de costumbre y se unió a un grupo de roqueros que, también, hacen tertulia en aquel recinto popular, terminando en casa de uno de ellos; pero esta vez no con la resaca. -¡Salud, gringa, eres la mujer más bella de Chiclayo! - dijo Juan José, un alto joven delgado de crecida melena y gran consumidor de marihuana, no dejaba la botella de aguardiente, levantó el vaso y bebió, ya se encontraba ebrio. La Gringa que estaba embriagada lo miraba, sin responderle, bajaba la cabeza, de vez en cuando, con ganas de dormir. Le sirvieron aguardiente y bebió un cuarto de vaso. Encendieron el aparato de sonido, poniendo música estridente, las cinco personas que acompañaban a la Gringa quisieron bailar con ella por que no había otra mujer, pero ella haciendo esfuerzos para vencer su debilidad alcohólica bailó no durando mucho por que se cayó encima de uno de ellos, ya no podía continuar y cayó rendida en un sofá. Ellos continuaban bebiendo y fumando la yerba que la habitación se inundaba de humo pestilente. -¡Y si violamos a la Gringa, debe ser buen polvo! - dijo Jhony riéndose a carcajadas y con la botella en la mano, esperando que le alcanzaran el vaso. - Si quieres hazlo para que experimentes que tal es, pero no te lo aconsejo porque está borracha. - Mejor porque no lo va a saber quién; buena y sana no se dejaría. - Allá tú –le increpó Juan José. Eran las tres de la madrugada, tres amigos ya se habían ido, solamente quedó Juan José, dueño de la casa y Jhony, los cuales siguieron libando, hasta que Juan José se fue al baño y éste no regresó, Jhony lo fue a ver y lo encontró que se había quedado dormido, no lo despertó, lo dejó allí. Jhony quedó un rato observando a la Gringa, se acercó y comenzó a levantarle la larga falda de seda, poco a poco, hasta que llegó al calzón. Le introdujo el índice en sus labios vaginales, palpándole el clítoris y comenzó a frotárselo; pero la gringa seguía inconsciente, aunque por ratos se movía y tosía, comenzó a besarla, ella no reaccionaba, le desabotonó la blusa, vio sus pequeños senos y fláccidos, se desanimó en mamárselos; le separó las piernas y la penetró hasta consumar el clímax, y se quedó dormido encima de ella. Una hora más tarde un frío helado lo despertó, tocó los brazos, la cara, las piernas, estaban frías

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y rígidas. Huyó despavorido, perdiéndose en las calles desiertas de la madrugada. A las ocho de la mañana se despertó Juan José y al llegar a la sala encontró a la Gringa tirada en el sofá, presintió algo malo de inmediato, le habló: -¡Gringa,

despierta!,

¡Gringa,

despierta!...

¡Gringaaaaaaa!



Gritó

asustadísimo. La tocó y se dio cuenta que estaba sin vida. Reflexionó un buen rato y optó por llamar a la policía porque no conocía a ningún familiar de ella. El carro policía la llevó a la morgue del hospital “Las Mercedes”. La necropsia arrojó infarto al miocadio por exceso de consumo de alcohol. Juan José fue llevado a la estación de policía a rendir su manifestación, no tenía antecedes policiales, lo que le valió para dejarlo en libertad. En el cementerio El Carmen, sus amigos artistas y familiares que aparecieron de pronto, le rindieron homenaje con discursos exaltando sus buenas cualidades que tuvo en vida.

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LUCHÍN Y SUS AMIGOS Tomaba fotos en toda clase de eventos, a los cuales asistía sin que lo invitaran; luego de tanto fotografiar, sacaba del bolsillo de su saco plomo una libreta en la que hacía anotaciones; los que lo conocían ignoraban porque hacía todo esto, ya que él no era periodista ni fotógrafo, ni nada que motivara adoptar esa actitud. -¿Por qué tomas fotos y apuntes, Luchín? -le dijo Nicolás teniendo curiosidad para saber parte de su vida. -Para publicar algún día lo que he aprendido y observado de todas las reuniones que asisto –contestó un poco receloso con la pregunta. Un amigo de él, Carlos, lo encontró, una tarde, por la calle 7 de enero y lo abordó para saber si estaba leyendo algunos libros que le había regalado. Luchín le aseguró que sí los estaba leyendo, y que ya no se reunía en la plazuela –lugar de tertulias- con los amigos porque se daba cuenta que no estaban a su altura en conocimientos, y los veía minúsculos y eso lo incomodaba.

Antes que se

despidieran, Luchín le regaló a Carlos una tarjeta en la cual se leía: “Luchín Piscoya: Promotor de Cultura”. A continuación un número telefónico que correspondía a un negocio fotográfico. A Luchín le gustaba, también, tocar guitarra, a menudo, refería que había estado un tiempo recibiendo clases en la Escuela Regional de Música, y cuando lo hacía en una reunión de amigos, al entonar un bolero, a intervalos cerraba los ojos y movía la cabeza como si estuviera inspirándose. Y, cuando agarraba la guitarra, que no era de él, ya no quería soltarla para que otro la tocara: tenía un repertorio, que todo el círculo de amigos ya lo conocía. A veces, entrevistaba a personas notables del lugar y lo hacía escribiendo en una libreta que siempre portaba; pues, no tenía una grabadora por falta de recursos ya que no tenía trabajo alguno, y, nadie de los amigos sabía donde vivía y quién lo mantenía. Si en las reuniones formales se presentaba con una cámara digital, se preguntaban si era de él o prestada; pero el hecho es que se daba el lujo de usarla públicamente y, para que lo miraran levantaba bien alto los brazos para mirar la pantallita y ubicar bien la escena.

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En una exposición de pintura, en la Biblioteca Municipal, una noche se presentó Luchín y comenzó a tomar fotos a los cuadros, después de un rato se acerca a un grupo de pintores que lo conocían: -Hay dos cuadros iguales, y el que los ha pintado los ha puesto en diferentes lugares para que no se den cuenta - manifestó Luchín, queriendo impresionar con su sentido crítico. Aquellos pintores se sorprendieron con la afirmación de este profano en el campo de las bellas artes; uno de ellos, Walter, le preguntó cuáles eran esos cuadros, y se dio cuenta que se trataba de sus pinturas. - Luchín, no pueden ser iguales porque uno, es un tejido precolombino y el otro, un torero -le dijo Walter un poco disgustado. -Sabes por qué son iguales, Walter, aunque te calientes. ¡En los marcos! ¡Los marcos son igualitos y de la misma color! –gritó Luchín- queriendo persuadirlo. Algunos se rieron con la respuesta, y Walter se apartó refunfuñando, y los demás lo siguieron, quedándose Luchín solo en el sitio donde se encontraba. Había días en que a este hombre que rebasaba los cincuenta años, con voz aflautada, bigote ralo, pelo corto y lacio, y, que caminaba como un pingüino; le gustaba deambular portando un maletín, y sin que sus conocidos le pregunten, declaraba que vendía libros y que era promotor de cultura.

Un día, en el

restaurante “El Tambo Real”, Jorge aprovechando un descuido de Luchín porque se había ido al baño, le abrió el maletín para husmear; lo que vio fue periódicos viejos y retazos doblados de papel higiénico. Una noche llegó a la plazuela y les comunicó a los amigos que había llegado el momento de dejar su celibato y que muy pronto los invitaría a su boda; pero nadie le creía porque no era la primera vez que decía esto, y además nunca lo habían visto acompañado de una dama. ¡Luchín! , siempre dices así y nunca te casas; primero tienes que trabajar – le dijo Fernando, sonriendo. -Esta vez, es cierto -aseguró, seriamente. -¿Y quién es la agraciada? –inquirió Fernando. -¡Es un secreto! – le respondió, con exclamación.

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Y, no estaba mintiendo. Llegó el momento en que se casaba en su pueblo natal. La escogida era una madre soltera con media docena de hijos menores, la cual tenía un puesto de frutas y verduras en el mercadillo de Jayanca, y él le prometió ayudarla en sus ventas en aquel puesto, jurándole amor eterno. Algunos de sus amigos de Chiclayo fueron a su casamiento, en el cual hubo poca concurrencia. Pasado un tiempo, nadie de sus amigos de Chiclayo supo cómo le fue a Luchín en su vida matrimonial, porque nunca más lo volvieron a ver por la ciudad.

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UN PROFESOR ENTRAÑABLE Don José Medina, tenía entre sus vecinos fama de hombre raro porque era silencioso y solitario. Vivía en una de las calles céntricas de Chiclayo, y era profesor en el colegio San José. Tenía cincuenta años, era flaco, alto con barba entrecana, caminaba con parsimonia y hablaba con lentitud. Sus alumnos lo adoraban, veían en su imagen el talento y la sapiencia. Su especialidad era lenguaje y literatura y enseñaba estas asignaturas, como si estuviera convencido de que eran las únicas en el mundo. En sus clases, un magnífico orientador, un reformador. Decía siempre que enseñar es una vocación antes que un oficio, y se preocupaba en dejar una herencia cultural en sus alumnos. Su casa de la calle Francisco Cabrera tenía un vestíbulo donde don José todas las mañanas regaba sus plantas y luego, daba de comer a sus canarios. La habitación favorita de su casa estaba llena de libros, periódicos y revistas; mucho le gustaba leer, era muy inteligente. No se preocupaba por su sueldo, lo que ganaba le bastaba para poder vivir modestamente; gran parte de lo que ganaba lo invertía en libros. Y, tenía ese privilegio porque era soltero, pues, no era partidario del matrimonio porque afirmaba que en este mundo, la vida no está segura ni comprada, en cualquier momento uno deja de existir: un infarto cardiaco, un derrame cerebral, un cáncer terminal, una bala perdida, un accidente de transporte… Y reforzaba todo esto con un pasaje bíblico: “casarse es bueno; no casarse mejor”. También decía que las cosas de este mundo hay que mirarlas con una alta filosofía y que ésta era incompatible con el matrimonio, es por eso que grandes filósofos como Kant, Leibniz, Hobbes, Descartes, Spinoza, fueron célibes. Cuando sus alumnos lo escuchaban

se quedaban absortos y

embelesados. Su voz era cálida y firme; hablaba sobre el porvenir de los pueblos, creía en el progreso del país. Algunos estudiantes pensaban que era bujarrón porque no tenía mujer, pues, no lo era, porque tiempo atrás, llegó una mañana de un sábado a la puerta de su casa, una mujer cuarentona, trigueña, un poco gorda y de pelo lacio, a ofrecer sus servicios de lavandería. Al verla don José no dudo en aceptarla hasta no sé por que tiempo. Ella visitaba al solitario profesor los fines de semana por

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razones de su trabajo. De vez en cuando, don José platicaba brevemente con ella sobre los acontecimientos de la vida y ambos se agarraron cariño, hasta que un día don José fue ganado por la tentación y haciendo uso de un lenguaje amoroso y persuasivo la hizo ingresar a su alcoba y desde aquel día esta mujer todos los sábados, religiosamente, cumplía con su trabajo, llevando a su casa más dinero de lo que solía llevar a su hogar para sostener a sus dos menores hijos, ya que su marido la había abandonado. A veces, uno que otro alumno lo visitaba, ya sea para dejarle un trabajo que no lo había entregado a tiempo, ya sea para una orientación. Aprovechaba la ocasión para que alumno que lo visitaba, agarrase el violín y se ponía a tocar alguna composición clásica, de preferencia la música de Bach; lo ejecutaba muy bien que el oyente salía impresionado, si no hacía esto, le leía sus últimos poemas que había compuesto; los declamaba con énfasis como si estuviera en un teatro. Siempre decía que todo hombre bien educado debería saber tocar un instrumento, saber un idioma extranjero y haber escrito un libro, a él le gustaba escribir poemas. A veces, llegaban a visitarlo más de un alumno y recibía aplausos al terminar de tocar o declamar, que agradecía con una reverencia. En un restaurante de la avenida Balta, almorzaba y cenaba, como lo conocían, pagaba al mes. Se desayunaba en su casa, para lo cual se daba tiempo para ir a una panadería cercana y comprar lo necesario. ¿Y por qué decían que don José era hombre raro? Evadía el trato con sus vecinos, conversaba lo necesario, con sus colegas hacía lo mismo. No bebía, rehuían las invitaciones sociales porque las detestaba. Fumaba sin que lo vieran, lo hacía solo en su casa, no porque temía dar mal ejemplo o tuviera vergüenza, según expresaba él, lo hacía, en sus momentos de soledad, para meditar y así reforzar su filosofía personal. Cuando estaba haciendo algo no fumaba ni aun para escribir sus composiciones literarias como suelen hacerlo mucha gente de la pluma. Un día un alumno que comprobó que su profesor no iba a misa, le hizo las siguientes preguntas: - Profesor, ¿cree usted en Dios? -Sí. -¿Qué religión profesa?

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-Ninguna, porque las religiones han sido inventadas por los hombres. -¿Cree que después de la muerte haya otra vida? -No creo… No hay fundamento… -¿Reza usted? -Sí, porque la oración fortalece el espíritu. -¿Porque está seguro que Dios existe? -Por el mismo hecho de que existe el ser humano, los animales, las plantas y todo lo natural que hay en el mundo. La teoría de la evolución no me convence, ni que la materia no se crea ni se destruye, solo se transforma, como lo dice un científico francés, tampoco me convence. Hay una asombrosa y admirable perfección en la creación humana, cada parte de nuestro organismo funciona de una manera sofisticada y no creo que todo esto haya surgido de la nada, ni se haya hecho de casualidad; ha tenido que ser hecho por alguien, por un ser de una sobrenatural inteligencia, ese ser se llama Dios. Y los alumnos se quedaban satisfechos con sus respuestas de cualquier pregunta que le hacían, para luego sacar sus propias conclusiones y así poder orientarse en este mundo. Pasó el tiempo, y el profesor desapareció de esta ciudad, sin saber nada de él. Habían muchas conjeturas acerca de su desaparición: algunos decían que había muerto, otros, que se había internado, voluntariamente, en un asilo de ancianos de Lima, no faltaron quienes dijeran que se había ido a su pueblo de origen, pues, a nadie se le ocurrió preguntarle de dónde era. Sus vecinos no daban razón de su paradero. Los nuevos propietarios de la casa donde vivió dijeron que la compraron a un banco y que no conocían a don José Medina, el profesor entrañable.

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MI TÍO MIGUEL EN EL RECUERDO Mi tío Miguel Olivares de la Fuente era un hombre fuera de lo común. Dotado de una inteligencia superior y poseedor de una gran cultura que muchos lo admiraban como yo, por eso me gustaba siempre visitarlo. Era de poco hablar con los amigos, pero locuaz con los íntimos; prefería la soledad antes de estar en compañía de personas que amenazaran su tranquilidad o le aturdieran con su charlatanería. Era un hombre muy vulnerable, y que su habitual parquedad en el hablar era una forma de protección y no de arrogancia. Medía más de metro setenta, no era delgado ni grueso, tez blanca, pelo rizado con calvicie y sus ojos brillantes color de la uva, daban una expresión de fuerte concentración y lucidez. Convencido el tío Miguel de que su ciclo vital ya iba a terminar; poco antes de dejar este mundo, su voluntad fue que lo velaran con el único foco del cielo raso de la sala de su casa. Nada de capilla ardiente. Puesto en un ataúd sencillo, sin pintar, es decir, rústico. Sabía que iba a morir porque el corazón le estaba fallando y él no era de visitar médicos. Ya le había dado dos infartos antes que le diera el mortal. Que lo llevaran sin carroza y caminando hasta el cementerio de Chosica (Lima), y lo sepultaran bajo tierra y nada de flores, fueron otros de sus últimos deseos, en vida. Visitando una escribanía para hacer una diligencia judicial, como abogado que era, le dio el infarto fulminante. El que avisó a su familia fue don José Montoya que tenía su funeraria en la avenida Grau, en Lima. A él le avisó un abogado, ya que el difunto era tío de uno de sus yernos. Bebiendo en un bar de una esquina del Parque Universitario: -Montoya, tú que vendes ataúdes, quiero que me hagas uno como para mí, que sea sin pintar y sin adornos ¿Cuánto me cobras? – Le dijo mi querido tío Miguel, sirviéndose un vaso espumante de cerveza con el funerario. -¿Se va a suicidar, doctor? -No hagas preguntas. –Y como el tío infundía respeto, optó el señor Montoya por no hacer réplica alguna. -Para usted, doctor, quinientos soles.

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-Te doy cien soles, el resto te lo doy en estos días cuando pase por tu negocio. Y, cuanto esté acabado, te lo encargo hasta que pueda recogerlo o mandar por él. Y así pactaron el negocio del rústico ataúd. Ese día, el tío se bebió seis botellas de cervezas, él solo. El señor Montoya y yo, pensábamos que las iba a compartir, pero nos dijo que nosotros compráramos nuestra cerveza. Era aficionado a esta bebida. Y, así, pasaron siete meses, sin acordarme del tío, hasta que ocurrió el deceso. La esposa del tío sabía de la existencia del ataúd, encargado en la funeraria, y cuando el señor Montoya le avisó de su muerte, ella le dijo que trajera el ataúd, al hacerlo se dieron con la sorpresa de que el largo del ataúd era siete centímetros menos que la del cadáver, pues, el funerario no pensó que fuera para él, sino, supuestamente, para obsequiarlo a alguna iglesia, y lo mandó hacer a su fabricante sin las medidas del dueño.

El extinto medía

más de metro

setenta. Los tres hijos lamentaron que su padre no entrara en el féretro que había mandado hacer, como era su deseo; y tuvieron que comprar ótro, éste sí era de buen acabado, color marrón con ornamentos metálicos y brocado rosa, y resplandecía con la luz del foco de la sala, eso sí, sin capilla ardiente. La familia ordenó que se escuchara la sinfonía No 2 del compositor austriaco Gustave Mahler, satisfaciendo otro deseo del que en vida fue. Esta música sirvió para amortiguar el dolor familiar. Estos deseos los había manifestado a su esposa, tía Olga, en vida, en varias ocasiones cuando el tío hablaba de su enfermedad cardiaca, incluso, quería traer el catafalco y ponerlo en el cuarto de reservas de la casa; pero tía Olga se opuso, rotundamente. La hermosa y acogedora residencia cercada por dos mil metros cuadrados, en Chosica, tenía hermosos jardines, columpios para sus hijos, árboles frondosos, granja para aves de corral y un juego de sapo para divertirse con sus amigos cuando lo visitaban. En esos momentos del velorio, ante la gran cantidad de parientes y amigos, que ocupaban la residencia de Chosica, ingresó un grupo de seis hombres con terno azul marino, camisa blanca y corbata carmín. Se pararon tres a cada extremo del féretro, luego de meditar unos instantes frente al cadáver,

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intercambiaron algunas palabras que el público no alcanzó a escuchar y le pusieron, al difunto, una estrella roja en el pecho, y, en seguida, se fueron, no se persignaron como solían hacer otros visitantes. No se supo quienes fueron. El cortejo fúnebre, sin carroza, partió al camposanto y a pie. Caminaron tres kilómetros. Siempre cumpliendo con los deseos del tío. En el cementerio hubo

discursos. Uno de ellos fue el del Alcalde del

distrito, quien dijo: “escogí este pedazo de tierra en este camposanto como un regalo póstumo para el doctor Miguel Olivares. Es un lugar apropiado para que reposen sus restos. Fue un hombre de alma grande, un intelectual a carta cabal. Fui afortunado en ser su amigo. He aprendido muchas cosas buenas de él. Era un hombre de principios, como él pocos, y por tanto, una persona notable aquí en Chosica. El nombre de la calle donde tuvo su primera residencia, cuando por vez primera llegó a este pueblo será cambiado por resolución municipal y de ahora en adelante se llamará Miguel Olivares de la Fuente” -. Se refería a la calle Camaná -. “…Fue una desgracia que el Gobierno Militar de facto lo despojara de su cargo de magistrado en la Corte de Justicia del Callao. Fue un fiscal severo y le gustaba la justicia, sé que mandó a prisión a autoridades corruptas, por eso no lo ratificaron. Esto le afectó mucho al doctor Miguel Olivares que para mitigar su dolor se refugió en el alcohol como lo hicieron Ernest Hemingway, Jack London, Rubén Darío, Paul Verlaine, Dylan Thomas, entre otros. No por eso, dejaron de ser grandes hombres…Hasta que entregó su alma al creador… Doctor Miguel Olivares de la Fuente descansa en paz, querido amigo. Un cantinero que había cerrado su negocio para asistir al cementerio dijo: “El doctor, todos los días, llegaba temprano en su automóvil negro a mi bar, y se bebía una cerveza bien helada, luego se iba a su trabajo. Me dijo que su estudio de abogado quedaba en un edificio de la avenida Wilson, en Lima. Recuerdo que una vez defendió al presunto homicida de un magnate pesquero. Fue sepultado bajo tierra, y con el devenir de los días se colocó encima de la tumba una gran piedra en la cual se leía lo siguiente: ¡Viniste de la nada y a la nada volverás! Disfruta tu existencia como puedas.

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No lamentes mi muerte, porque tú no podrás lamentar la tuya, cuando ésta llegue.

Este epitafio fue encontrado por tía Olga, reconoció su letra y atribuyó la autoría su esposo. Tía Olga, mujer bella, hija de españoles, le llevaba diez años menos a su esposo cuando se casaron. Ella hacía reminiscencias de aquellos años juveniles, cuando iban a las diferentes playas de Lima, en el chevrolet color negro, al puente de los suspiros, y a comer en buenos restaurantes de la Costa Verde. Cuando recorrieron varios países de Europa. Y, hoy ver muerto a su esposo a los cincuenta años, le parecía mentira. Deprimida por el dolor se quedó dormida en su mecedora.

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SILLA DE RUEDAS Por una de las calles de la ciudad, su conductor lo venía empujando en su silla de ruedas al poeta Sergio Venegas, el cual contestaba con una leve sonrisa y un movimiento de cabeza a todo aquel conocido que lo saludaba levantándole la mano, en su recorrido. Se dirigían a la plazuela Elías Aguirre en búsqueda de tertulia placentera. Era una tarde invernal, gris y friolenta. Unos amigos charlaban en una banca del aquel lugar. El poeta se incorporó a ellos. -¡Hola, Sergio! – Le decían los amigos, al momento de reunirse con ellos, y le palmeaban, afectuosamente, el hombro como expresión de saludo, ya que él no podía levantar ninguno de sus brazos por la parálisis, fruto de una enfermedad viral, que a los tres años lo había dejado en ese estado: no accionaban sus piernas, las manos apoyadas en su regazo las podía levantar unos cinco centímetros; movía muy bien sus dedos, los cuales le permitían manipular una delgada varita de nogal, de fino acabado, y de cuarenta centímetros de largo y la usaba para poder rascarse y fumar sus cigarrillos, que eran sostenidos, por un extremo, con un prendedor de ropa, y así fumaba plácidamente. Conversaba, siempre, sobre sus últimos trabajos literarios y concursos en los que participaba, el último de ellos, fue en Lima; pues, ganó un concurso de poesía a nivel de universidades,

había ocupado

el primer puesto a nivel nacional, estaba

estudiando maestría, por eso participó en calidad de estudiante. Se ganó tres mil nuevos soles. Muy orgulloso y feliz fue a la capital a recibirlos en una ceremonia especial. Cuando se trataba de beber, festejando algún acontecimiento, le alcanzaban el vaso o copita a sus labios, lo bebía exquisitamente. Era un buen bebedor y asiduo asistente del Bar “Baco” de la calle siete de enero, donde expendíase aguardiente del bueno y del malo, él sabía catar el bueno, dando el play de honor, para que beban los amigos con los cuales iba o encontraba. Uno de ellos, en especial, Julián le alcanzaba la copa en los labios y se la secaba con fino gusto, sintiendo la caña agradable que se filtraba en sus entrañas, dándole un calor eufórico que se transformaba en energía espiritual, sintiéndose a gusto y disfrutando de la alegre compañía amical.

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-Julián, llévame al baño – le susurró en el oído a su cercano amigo y copiloto de su vehículo. Éste lo llevó, lo introdujo al cuarto de baño de aquel bar, lo alzó, le bajó el pantalón y miccionó. Y, cuando vaciaba los intestinos, algo parecido hacía el amigo, le pasaba el papel sanitario, doblado en cuatro, tres veces, entre las aberturas de las posaderas. Enseguida, rápidamente, se lavaba las manos en el lavatorio; no podía rehusarse a este repugnante acto porque sino Sergio se daba cuenta de que no era verdadero amigo. Y todo auténtico amigo que bebía con él, en estas circunstancias, tenían que ayudarlo a satisfacer sus necesidades fisiológicas. Uno, de ellos contó una vez que cuando el poeta estaba evacuando el vientre, él contuvo la respiración porque el retrete se inundó de un fuerte olor, nauseabundo; y al faltarle el aire tuvo que aspirar profundamente percibiendo el olor en toda su extensión. Sergio se dio cuenta de aquello; pero lo toleró para mantener la armonía entre ambos.. En su casa, cuando escribía, lo hacía con su computadora. El tablero del teclado se lo acercaban hacia sus manos, cuyos minúsculos dedos podían golpear las letras y así escribir textos literarios de su inspiración, generalmente poesía. Y, así, se pasaba horas y horas cuando estaba enfrascado en sus composiciones. Cuando se agotaba, llamaba a su hermana María para que le encienda un cigarrillo y se lo pusiera en el extremo de su varita. Mientras fumaba, pensaba en lo que estaba haciendo. Una vez terminado el cigarrillo, proseguía con su faena. El vivía con su madre y su única hermana que lo asistía en su casa, pues, su padre había muerto cuando el tenía siete años, cuando aún radicaban en un pueblito de los Andes. Ahora era un joven treinta y tres años, había heredado la cara redonda de su padre y la tez blanca y el pelo lacio de su madre, además de sus grandes ojos

negros, largas pestañas y carrilludo. Como era invierno se

cubría la cabeza con una capucha que era parte de su abrigo color azul. Parecía un niño sentado en su silla de discapacitado. Cuando se iba dormir, su hermana lo acercaba bien a la cama y por la espalda lo atenazaba con sus brazos y poco a poco, lo iba levantando, él rasgaba las frazadas con sus dedos y así lo tiraba a la cama, lo cubría con una frazada y le deseaba un buen sueño. A veces, por la noche, en la plazuela, con los amigos acudía a los emolienteros que vendían cañazo mezclado con emoliente. Estos vendedores

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habían descubierto este negocio y ya tenían una buena clientela, uno de ellos era Sergio. Él publicaba una revista literaria y la vendía a como caiga el cliente, su precio era de cinco soles. La sacaba al mes. Con el producto de la venta ya tenía para sus necesidades. Felizmente su madre gozaba de una pensión fiscal y su hermana trabaja en una tienda de la ciudad. Sucedió, un buen día, que después de irse a un congreso de poetas en la capital de la república, hizo buenas amistades con poetas extranjeros, conoció allí a un poeta alemán que al verlo en su modesta y vieja silla, le dijo que en su país esas sillas estaban desfasadas y que hoy en día se usan sillas a control electrónico, es decir, que funcionan con batería y el discapacitado con solo mover sus dedos puede desplazarse solo y de un lugar a otro., El alemán le ofreció obsequiarle una de estas silla. Le pidió su dirección de Chiclayo. Al mes y medio de una mañana de abril recibió la silla enviada desde Alemania. Fue un acontecimiento grande que de alegría hizo una fiesta en su casa e invito a sus amigos para hacer conocer su nueva silla y echarle la bendición. Se tomaron muchas

fotos, se bebió hasta más de la cuenta y Sergio muy ufano hacía

piruetas en la nueva silla que manejaba a su antojo: se daba vueltas, avanzaba y retrocedía, aumentaba y disminuía la velocidad, pues, tenía tres velocidades. Haciendo, solo, todos estos movimientos, solamente jalaba y oprimía una palanquita que estaba cerca de su mano derecha.. Tres meses usó esta nueva silla, porque aconteció algo inesperado. Un día después de haber participado en una de sus francachelas, cerca de los emolienteros, sus amigos se habían quedado dormidos tirados en el césped, otros en el piso de aquel lugar, Sergio sintió ganas de hacer una necesidad fisiológica por más que llamaba a gritos a sus amigos éstos no lo escuchaban, estaban profundamente dormidos y anestesiados por el alcohol. Se le ocurrió a Sergio irse solo a su casa, ya que no necesitaba que lo empujaran, como eran las cuatro de la mañana las calles estaban despejada de automóviles. Emprendió el regreso, por su cuenta, y por donde vivía no faltaban asaltos y robos, le salieron a su encuentro unos malandrines que ya lo

habían visto antes, varias veces,

desplazarse en su moderno y costoso vehículo; y ellos se habían dado cuenta del valor de la silla de ruedas. Lo rodearon en la penumbra, faltando poco para llegar

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a su casa, pues vivía en la urbanización El Sol,

rodeada por asentamientos

humanos de extrema pobreza. -¡Lo sentimos mucho jovenzuelo, necesitamos tu silla! – le dijo uno de los cinco malhechores- ¡No pongas resistencia, ni grites, si quieres seguir viviendo en este mundo! - y le sacó un reluciente y filudo cuchillo que le pasó por la cara y la garganta, ésta última, aparentándola cortársela. -¡No sean abusivos, soy un discapacitado!

¡Con mucho sacrificio he

comprado esta silla para desplazarme por mi cuenta!, ¡No sean malos! ¡No me la roben, por el amor de Dios! … - imploraba aterrorizado, Sergio. Dos de ellos sin piedad y sin compasión alguna, lo levantaron en vilo y lo lanzaron al suelo de una vereda y deseándole buena suerte, se llevaron la silla estos delincuentes, seguramente, para venderla, sabe Dios, en qué parte de la ciudad. El poeta, lloró desconsoladamente, sintiéndose humillado y frustrado por el robo, tuvo que volver a su antigua silla común y corriente, felizmente no la había vendido, aunque tenía ese deseo. Esto le valió para meditar y tomar la decisión de nunca más visitar la cantina Baco ni a los emolienteros expendedores del “calientito” (aguardiente con plantas medicinales) de la plazuela Elías Aguirre de la ciudad.

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JUANITO, EL RECICLADOR Sentado en el sardinel de la acera, de espaldas al muro del orfanato femenino de su ciudad, frente a un conjunto de edificios multifamiliares; está Juanito leyendo una hoja vieja y sucia de periódico, cogida del montículo de basura que se encuentra a su lado. Al terminar de leer, vuelve ayudar a su madre a desatar una a una las bolsas de plástico con basura para hurgar su contenido y así extraer lo que les importa: botellas de plástico y vidrio, metales, papeles, cartones y otros residuos que aprovechan para venderlos. También juntan restos de comida para alimentar a sus animales de corral. Cuando no pueden desatar los nudos, arrancan las bolsas esparciéndose sus desechos; pero, generalmente, las vuelven anudar. Las moscas pululan alrededor de ellos, el olor nauseabundo lo

pasan desapercibido debido al tiempo que ellos vienen

haciendo esta

cotidiana faena. Aunque ambos usan gorra, de vez en cuando, se protegen del candente sol a la sombra de un escuálido arbusto de exigua copa, sembrado hace tiempo para ornamentar la calle. Todo

lo que seleccionan lo van juntando y lo echan en cuatro grandes

baldes clasificados, para después subirlos a un destartalado triciclo de carga, el cual a falta de asiento lo llevan empujando hasta llegar a casa para limpiar y secar lo recolectado, ordenando su contenido, y con el dinero producto de la venta, puedan sobrevivir Juanito, su madre y su hermanito de seis años que a veces éste los acompaña al basural, y cuando no quiere ir con ellos se queda en casa de una tía, que vive cerca a su tugurio. Juanito tiene dieciséis años, pelo lacio y medio rubio, talla mediana, ni gordo ni flaco; su madre, un poco gorda y tez blanca como él. Desde temprano llegan a este improvisado muladar de cuya presencia el vecindario protesta; pero no pueden hacer nada porque no hay donde reubicar la basura, que todos los días se deposita en este lugar, hasta que llegue el camión recolector. Aparte de Juanito y su mamá hay otras cuatro personas que se encargan de sacar las bolsas de basura de los edificios, desde el cuarto piso hasta el primero; pero esas personas son remuneradas, mensualmente, por el vecindario. Cuando ya han explorado todas las bolsas de basura, de ese instante, mientras esperan que lleguen más, Juanito y su madre se sientan en el sardinel.

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Esta vez, él queriendo descansar plácidamente se ha acostado en la vereda y tiene como almohada el regazo de su madre, entonces, ella le acaricia el pelo y aprovecha para conversa con él. - Ya es tiempo que busques otra clase de trabajo porque con lo que respecta a este negocio, yo sola puedo hacerlo – le dijo la madre, acongojada. - En este país está escaso el trabajo, mamá – espetó Juanito. - Buscando lo encontrarás, hay que tener fe en Dios – le replicó la madre. - Dios no se acuerda de nosotros. Creo que no le gusta este muladar – objetó con displicencia, Juanito. -¡No digas eso! No pierdas la fe en Dios, él ayuda a quien se lo pide- le amonestó la madre. - ¡Ojalá se acuerde algún día de nosotros! - ¡Ya verás! – respondió con seguridad la mamá. Concluida la tarea, subieron la carga al triciclo, Juanito

comenzó a

remolcarlo por las calles con dirección a su casa, y su mamá tras él, hasta llegar al asentamiento humano donde viven. Ya en casa, doña Irene comenzó a preparar la cocina, para después sentarse los tres a la mesa y almorzar frugalmente. Entrada la tarde, cuando ya no están en el botadero Juanito y su mamá, ni los que arrojan la basura, ésta se queda a merced de los gallinazos que rompen las bolsas con sus picotazos desparramando los desechos y, veces, no falta algún perro vago que quiere participan en el festín y embista a estas aves carroñeras, las cuales saltan aleteando buscando un espacio para poder compartir, aunque, muchas veces, no quedan saciadas porque llegan más canes como invitados, hasta que llega, a esa hora, el camión de la municipalidad, el cual hace desaparecer el muladar hasta el día siguiente en que reaparece. Por la tarde, madre e hijo, venden lo valioso de lo recolectado en los lugares que ellos conocen a cambio de recibir la ganancia. Al anochecer, Juanito se reúne en una esquina de su casa con sus amigos a conversar cualquier asunto juvenil que le haga pasar momentos de tertulia nocturna y callejera. Llegado el día sábado, Juanito asiste a clases, en un centro educativo no escolarizado; una vez por semana. Está en segundo grado de secundaria. En una

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ocasión, uno de sus profesores le preguntó a Juanito, qué profesión le gustaría tener en su vida, él contesto “ingeniero sanitario”, sorprendiendo con esta respuesta al profesor porque sabía como vivía. Como a Juanito le gustaba leer mucho, así como también estudiar las lecciones que le impartían sus profesores, que con el paso de los años, Juanito alcanzó su meta, pues, llegó a ser lo que quería, ingeniero sanitario, vocación que germinó en el muladar. Al mejorar su situación, de esta manera, Juanito se trasladó con su madre y su hermanito a vivir a otra mejor zona de la ciudad de Chiclayo, recordando los viejos tiempos del reciclaje.

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EL ACORDEONISTA Después de

haber participado en una ceremonia institucional donde

amenizó los números artísticos del programa, Juan Andrés se había propasado de tragos y no pudiendo llegar a tiempo a su casa, decidió descansar en una banca del parque principal de la ciudad; lo ganó el sueño y se quedó dormido abrazando su acordeón como si lo hiciera plácidamente con una amante. No faltaron en percatarse de esta situación los lustrabotas que merodean el parque y se vuelven ladrones de ocasión.

Dos de ellos observaban a Juan Andrés,

cerciorándose de que esté bien dormido para robarle el instrumento. Cuando se acercaron vieron que el acordeón tenía correas que cruzaban la espalda del músico durmiente. Para disimular, uno de ellos palpaba las teclas como queriendo tocar, para ver si despertaban con el menor movimiento; pero él roncaba y se dieron cuenta de su sueño profundo y que estaba ebrio por el olor alcohólico que emanaba. Le cortaron las correas por la espalda, faltaban los brazos: le retiraron lentamente uno de ellos y al ver que seguía durmiendo, hicieron lo mismo con el otro brazo. A las cuatro de la mañana se le fue el sueño: -Mi acordeón ¡Concheesumadre! ¡Me lo robaron! –El corazón le palpitaba fuertemente que hasta se le fue la borrachera. Miraba para todas partes buscando a alguien que le dieran alguna pista. Preguntó a unos que se encontraban por los alrededores; pero todo fue en vano. A todo aquél que interrogaba daba la misma respuesta: “No he visto nada”. No le quedó más remedio que ir hasta la comisaría para poner la denuncia del robo. Sus esperanzas de recuperar por parte de la policía su acordeón se esfumaron, que con el paso del tiempo ser compró otro. Juan Andrés era un sexagenario que vivía solo. De figura alta, desgarbada, nariz corta y fina, vestía siempre de negro, con ropa no muy nueva, peinaba hacia atrás. Su finado padre le había dejado dos casas: en una vivía él, y, la otra la había arrendado para poder mantenerse. Había sido hijo único y su mamá murió cuando él tenía doce años. Su padre, comerciante de telas, se preocupó por su educación que lo envió a la ciudad de Trujillo para que estudie Contabilidad en la universidad, pero más pudo su vocación musical que no llegó graduarse en esa

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profesión. Un amigo le había enseñado a tocar dicho instrumento en Chiclayo, y lo continuó tocando durante su vida universitaria, juntándose con unos músicos que había conocido. Juan Andrés que ya vivía en Chiclayo, en una ocasión con motivo de desfilar en un pasacalle primaveral, se fue a Trujillo para participar en el pasacalle, quería recordar sus años de juventud por aquella ciudad. Después del duro trajinar en el desfile – había participado vestido de chalán sin caballo, con sombrero de jipijapa y poncho blanco de lino, bailando marinera norteña, al son de una banda de músicos, recibiendo los aplausos del público lo que le ocasionaba un gran placer y una gran satisfacción como artista - se sentó en una banca de la plaza de armas, ya entrada la noche, y se quedó dormido. Un hijo de Walter Toscanelli, chiclayano como él, que vivía en Trujillo lo reconoció y fue a avisarle a su padre. Éste llegó y lo invitó a pasar la noche en su casa. Cuando llegó la hora de dormir, lo acomodaron en el dormitorio de dos camas. Los dos hijos de Walter dormirían en una sola cama y en la otra, Juan Andrés; pero sucedió que había trascurrido una hora, Juan Andrés que roncaba como león, inundó el cuarto de pestilencia: el calentamiento de las zapatillas por la larga caminata había abombado sus pies, los cuales apestaban a valeriana. Los muchachos no pudiendo dormir con este mal olor, fueron a avisarle a su padre, el cual solucionó el problema con su ingenio: en cada zapatilla le puso una bolsa de polietileno amarradas con ligas hasta los tobillos. Cuando despertó Juan Andrés, junto con el alba, al darse cuenta que sus zapatillas estaban forradas con bolsas, comprendió el porqué; sigilosamente abrió la puerta, alcanzó la calle y se fue sin despedirse, hasta llegar al terminal de transporte terrestre para retornar a Chiclayo.

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EL POETA SOLITARIO Sonaron unos suaves golpecitos en la puerta, Julián Loayza despertó de su letargo. Estaba sentado en un destartalado sillón, carcomida madera y a falta de un pata, dos ladrillos. Sexagenario, rostro adusto de tez blanca y agrietada, alto, escuálido y pálido. Llevaba varias noches sin poder conciliar el sueño, los somníferos que tomaba no le hacían ya el efecto de otros días. Sabe quién toca la puerta a esa hora, abre. Entra su hermano menor, Ricardo, que le trae el desayuno todos los días. Luego de ponerlo en la mesa y recoger los utensilios para el almuerzo, se retira inmediatamente. No hay cena, suficiente con la fruta que se le trae al mediodía junto con el almuerzo. Se pone a desayunar: dos panes con queso, esta vez, y un vaso de café con leche. No tiene televisor ni radio. En cuanto a libros, ha regalado todos los que tenía a un amigo, poeta como él, porque su médico tratante le ha prohibido leer y escribir, así como también fumar y beber hasta recuperar su quebrantada salud física y mental. Después de desayunar se dirige a la cocina para lavar el vaso de plástico y el pequeño termo que contenía la leche, y lo pone en la lonchera. Se vuelve a sentar, piensa que debe hacer, se asoma a la ventana, mira la bodega de enfrente, no hay compradores, pasa un transeúnte desconocido. Se cansa de observar, vuelve a su sillón. Se para nuevamente; se pasea de un lado a otro, cogiéndose las manos detrás de la cintura. Se va al baño a miccionar, no puede hacerlo inmediatamente porque está enfermo de la próstata, demora, chorro débil, siente alivio y se cierra la bragueta; regresa a su sillón, no sabe qué hora es porque no tiene reloj, ni le interesa el tiempo que transcurre. Antes, su distracción y entretenimiento era la lectura de toda clase de textos, así como también la escritura de hermosos poemas de su creación, es por este motivo que llegó a publicar dieciocho libros de poesía, por tal, muy conocido en su localidad, así como también en Lima por muchos poetas de esta urbe. Uno de sus amigos fue el ilustre poeta César Calvo, cuya desaparición física le afectó mucho. Cuando él llegaba a Chiclayo, buscaba a Julián, lo llevaba al Hotel de Turistas donde se alojaba, y se iban al restaurante y comían y bebían lo que

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deseaban hasta hartarse; eran otros tiempos aquellos. Calvo daba conferencias en la Casa de la Cultura, la cual se llenaba de público. Le tocan la puerta: es el hermano que le trae el almuerzo. Esta vez, le sirve él mismo, le trae dos platos de la cocina: para la sopa de verdura y el arroz con menestra. -Ya está servido tu almuerzo, Julián. Julián se acerca a la mesa husmeando la cesta para ver qué clase de frutas le han traído. Coge una mandarina y le da varias mordidas, expulsando las pepas al suelo en cada mordida. Al terminar su almuerzo, coge su botella personal de limonada y se la bebe de a pico. El hermano ya se ha ido, llevando en la cesta los utensilios para el desayuno de mañana. Recostado, nuevamente, en su sillón ve pasar un ratón por el piso, se entretiene observándolo que está moviendo su cabecita, cree que el roedor lo está mirando, considerándolo un compañero de su casa. El animalejo se ha ido, no se sabe a dónde. A veces ve un saltojo, una cucaracha, una araña. Se distrae observando el itinerario que siguen dentro de la casa. Lo que más le encanta son las hormigas que van unas tras otras como en un desfile de soldados cargando sus alimentos, las sigue, con la mirada, hasta descubrir su escondrijo. Una vez trató sobre este insecto en uno de sus poemas:

Sin saber que es domingo, ruidoso día de fiesta, va llevando su carga la minúscula hormiga: el trozo de una hoja en perfilada cresta colúmpiase oscilante sin impedir que siga.

Apenas se apresura, que caminar le cuesta, y se esfuerza consciente, pues, el deber le obliga, prosiguiendo el sendero, pese a tal lastre, enhiesta, pero sin detenerse en demostrar fatiga.

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Julián se va a su dormitorio a ver si concilia el sueño, duerme un poco. Su viejo catre es macizo, somier destemplado, colchón de paja. Permanece largo tiempo cavilando y pasan por su mente malos y gratos recuerdos. Las horas transcurren, ha anochecido, se levanta, se acuerda de las frutas, se dirige a la mesa de la sala, coge una manzana, y se sienta en una silla cerca a la mesa, no demora en terminarla, coge otra y otra. Al terminar de comer su fruta, se dirige a su sillón. Intenta relajarse, pone su mente en blanco y se queda dormido. Y, así pasa sus días el poeta solitario.

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LOS MEJORES DEL AÑO Celebraban el acontecimiento Los Mejores del Año de la Región Lambayeque, con entrega de premios, en el Hotel de Turistas de Chiclayo. Walter Toscanelli, alto, delgado, de ojos azules, pelo rubio, trato un poco irónico aunque de risa abierta e incisiva y vestido de frac; con el micro en la mano iba llamando uno por uno de los premiados: empresarios, artistas, profesionales y autoridades, por haber destacado en su campo laboral en beneficio de la sociedad. Todos ellos se acercaban entre los aplausos del público. Toscanelli, que era relacionista público, organizaba este evento todos los años y en diferentes regiones del Perú. Para tal efecto, se habían puesto mesas y sillas en orden establecido en los alrededores de la piscina del hotel para la digna concurrencia. En lo mejor de la ceremonia, cuando los invitados disfrutaban de variadas comidas y bebidas, José Palomino, individuo alto, delgado, tez morena, con terno marrón, camisa amarilla y corbata color granate, se le dio por miccionar en la piscina, apuntando el chorro hacia arriba formando un arco. En esos instantes, suscitó un escándalo, mayormente por parte de las damas. Enseguida, se acercaron dos vigililantes. - ¿Oiga señor, por qué se orina usted en la piscina? - ¡Porque me da la gana! – con voz de borracho y de modo desafiante les respondió. - Tenga la bondad de salir. Está usted borracho. ¡Por favor, abandone el hotel, inmediatamente! - ¡No quiero! ¡Si es qué pueden, sáquenme! Los dos vigilantes lo redujeron agarrándolo de los brazos y las piernas, -el borrachín vociferaba improperios – lo llevaron en vilo hasta la puerta principal y lo arrojaron a la calle. Se hizo el que se fue, y en un descuido de los vigilantes, ya que ellos se habían regresado a atender otros asuntos, el borrachín volvió a ingresar y se apareció, nuevamente, ante el público asistente. Los vigilantes lo vieron, de nuevo lo invitaron a salir y, esta vez, con buenas maneras; pero José Palomino reaccionó:

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- Otra vez, me van a sacar, ¡les juro que no voy a molestar a nadie! Voy a estar tranquilo. Aquí están mis amigos -señalaba extendiendo su brazo derecho hacia algunas mesas ocupadas por los invitados -, yo quiero estar con ellos –. Siguió unos pasos y se tropezó, resbalando por las piernas de unas damas, las cuales se pararon reclamando a los vigilantes el mal comportamiento de este individuo. Los vigilantes, esta vez, lo volvieron a tomar de los brazos y de las piernas, como un desmayado: - ¡Suelténtenme, carajo! ¡Conchesumadre! – les gritaba, quería patalear; pero no podía porque los vigilantes eran fornidos, y rápidamente lo sacaron. Esta vez, lo llevaron hacia el cerco del parque infantil y lo arrojaron por el aire, cayendo entre la yerba de los jardines. Quedó tendido y medio soñado, hasta que lo agarró un profundo y relajante sueño. Cuando despertó con el alba, se dio cuenta que le habían robado el terno y los zapatos. En ropa interior, hacía señales a los taxistas para que se detengan; pero como ellos solo le veían la cabeza y los brazos ya que el resto del cuerpo era ocultado por el cerco del perímetro del parque, no le hacían caso porque creían que era un orate. Pero no faltó un conductor de buen juicio y se le acercó y después de dialogar con José Palomino e informarse de lo que le había sucedido, optó por llevarlo a su domicilio. Al llegar al mismo, el chofer bajó, tocó la puerta y abrió la esposa de José. - Señora, su esposo está en mi carro y necesita ropa para poder bajar, porque la que ha tenido se la han robado. - ¡Ay Dios mío! - rápidamente se le acercó- ¡¿Qué te ha pasado, José?! - Después te cuento, alcánzame rápido un pantalón, una camisa y mis sandalias. Cinco soles para el buen señor que me ha traído. A José Palomino, después que lo regañó su mujer por ser borracho, le juró a ella no volver a beber licor en su vida.

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UNA NOCHE EL TEATRO DOS DE MAYO Presentaban una exposición pictórica en el vetusto e histórico Teatro Dos de Mayo, el cual había sido solicitado para tal propósito porque hace tiempo estaba abandonado en lo que se refiere a espectáculos.

La Institución de

Beneficencia Pública propietaria de este local lo había prestado al pintor Ramón Montes.

El encargado de cuidar y vender las obras artísticas era Mariano

Cabrales, individuo alto, de tez blanca, pelo rubio, ventrudo y faz agrietada por el tiempo. Llevaba algunos años que no probaba alcohol y no lo hacía para no volver a su dipsomanía que lo atormentó por algún tiempo. Mariano Cabrales, pues, encontró un modo de ganarse la vida, gracias a sus amigos plásticos. No le faltaba labia para seducir

a los visitantes, que pasaba por un experto en

pictografía, y no le faltaba alguien que comprara un cuadro, y él ya tenía un porcentaje de la ganancia. Pero, sucedió que una noche quiso probar qué tal se dormía en el teatro, ya que él todas las noches se iba a dormir a casa de un amigo, situada entre Chiclayo y Pimentel, lo cual le ocasionaba gastos en pasajes y molestia al amigo, y para que esto no ocurriera había decidido dormir en el teatro hasta el tiempo que sea necesario. Mariano se aprovisionó de todo lo indispensable: dos frazadas, una almohada y un petate de su talla que compró en los alrededores del mercado Modelo. En la parte final de la antesala del teatro se hallan dos cuartos: uno frente al otro. Mariano eligió el de la derecha por ser apropiado, ya su amigo Ramón le había autorizado. -¿Y no tienes miedo quedarte a dormir, aquí, solito? –le inquirió Ramón, queriendo saber si tenía miedo. -No, ¿por qué me preguntas? -Recuerda que este teatro tiene más de un siglo, puede haber fantasmas, además hay murciélagos adentro. -En cuanto a fantasmas no creo en ellos, y a murciélagos, pues, cierro la puerta y ningún murciélago puede entrar porque no hay ninguna abertura donde voy a dormir –replicó Mariano, sonriendo.

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-Si es así, quédate nomás, espero que pases una noche tranquila y mañana vengo temprano a ver cómo te ha ido. -No me hagas tener miedo que estoy tranquilo –contestó Cabrales observando el amplio recinto y que faltaba presionar un interruptor para que se quedara en tinieblas. -Qué ninguna luz quede encendida,

excepto la de tu cuarto

–le dijo

Ramón al despedirse, después de cerrar la puertecilla del desenrollado enrejado. Mariano después de preparar su cama, se acostó, encendió su pequeño radio para escuchar música o algunas noticias. Apagó la luz del cuarto porque le molestaba a los ojos. Era la media noche, cuando de pronto, se escucharon pasos rápidos cerca del cuarto de Cabrales, que lo despertaron; creía al principio que provenían de la calle, pero pronto se convenció que no era así, porque le tocaron fuertemente la puerta. ¿Quién es? ¿Eres tu Ramón? –dijo, levantando la voz como enojado para darse valor. Nadie contestaba, había un silencio absoluto. Después de un rato, se escuchó una carcajada de mujer que corría, taconeando, yendo y viniendo. -¡¿Quién es, por favor?! …¡No estoy para bromas! … Nadie respondía. Mariano Cabrales comenzó a sudar frío, poco a poco le iba invadiendo el miedo, pensaba en abrir la puerta y correr a encender las luces e irse a la calle. Pero más podía el miedo que no se atrevía. Se sorprendió cuando vio un rayo de luz debajo de la puerta percatándose que los fluorescentes de la antesala se habían encendido, no duraron ni medio minuto cuando se apagaron. Volvieron a encenderse, volvieron a apagarse y así, con intermitencia, como si jugaran. Él encendió, entonces, la luz de su cuarto y en rato se apagó, para no encender, aún manipulando el interruptor a cada momento. Mariano no sabía qué hacer, quería salir corriendo como un loco y ganar la calle. Le volvieron a tocar la puerta, y una voz retumbante de ultratumba le dijo: -¡Mariaaanooo, áaabrenooos la pueeertaaa que veniiimooos por tiii. A Mariano se le izaron los cabellos, se puso pálido, el rostro se le inundó de sudor frío, se le doblaron las piernas y cayó al suelo, desmayado. Al día siguiente, temprano, vino Ramón, abrió la puertecilla del enrejado, se dirigió al cuarto y tocó la puerta.

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-¡Mariano! ¡Levántate, que ya es hora! … No contestaba. Y, de tanto llamarlo, optó por violentar la puerta: encontrando a Mariano Cabrales de bruces y con los ojos desorbitados, le tomó el pulso, el corazón le latía fuertemente. Ramón esperó un buen rato hasta que su amigo vuelva en sí, para lo cual lo llamaba a cada momento, hasta que despertó y Mariano balbució: -¡Ramón…! ¡Ramón…! ¡Ramón…! -¡¿Qué te ha sucedido, Mariano?! -¡Me visitaron los fantasmas! -¡No te lo dije! ¡Te lo advertí! …

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EL CAMINANTE Era moreno, alto, vestía con sacón azul y siempre cargando su mochila con textos de su carrera universitaria. Pues, estudiaba filosofía en la universidad de su localidad. A menudo, se le veía caminado por las principales calles de Chiclayo; pero su sabana era la plazuela Elías Aguirre, donde encontraba por la noche muchos amigos. A Fermín le gustaba la literatura más que la filosofía y sabía hacer buena crítica literaria, es por eso que lo invitaban a eventos de presentación de libros de poesía, novelas, cuentos, para hacer sus propios comentarios después de analizar una obra. Todos los días, a su casa desde la plazuela se iba caminando con su mochila a la espalda, recorriendo tres kilómetros para llegar a ella.

Vivía

solamente con su madre, una señora de baja estatura y de ella había heredado su color de tez; pues, su padre había sido un hombre blanco y empresario que había fallecido hacía muchos años, siendo niño aún, ahora Fermín

frisaba los

veintiocho años. Para tener euforia y claridad mental le gustaba fumar marihuana, para después continuar con cigarrillos de puro tabaco. Consumía una cajetilla diaria. Pocas veces se le veía sentado en las bancas de la plazuela como lo hacían sus amigos. Estaba un rato con ellos y, en un instante, prefería caminar dando vueltas a la plazuela. Hacía este paseo para calmar su ansiedad que le ocasionaba la droga. Luego volvía a juntarse con

sus amigos, un rato; para

después continuar con su misma rutina de caminante. Cuando fumaba su marihuana lo hacía en un bosquecillo ubicado a un costado de la plazuela cerca a la Beneficencia Pública, se sentaba en un sardinel detrás un arbusto que le servía de trinchera para fumar la yerba que la conseguía en el jirón Woyke , a los ambulantes de baratijas que se instalaban todos los días. Al desenvolverla, escogía la porción necesaria, la desmenuzaba, luego la ponía en un papel especial que extraía de una cajita, el papel tenía goma en un extremo, que al pasarle la lengua lo pegaba después de enrollarlo, quedando elaborado

su

cigarrillo.

Fumaba

unas

cuatro

bocanadas,

golpeando

profundamente que hasta lo hacía toser, y de esta manera, entraba en su mundo artificial.

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En la plazuela, una señora septuagenaria, vendía en su balay, todas las noches, desde la siete hasta la una de la madrugada, canosa, gorda, con sayonaras que, a veces, no usaba medias, como que desafiara al crudo invierno; eso sí, se cubría el cuello con una manta de lana que le servía de chalina. A esta anciana, Fermín le fiaba los cigarrillos que consumía después de su marihuaneada, generalmente por la noche para emprender camino a su casa, y como el lugar por donde transitaba era peligroso, pues, habían asaltantes, y por tal efecto, Fermín portaba detrás de su cintura una pistola con una cartuchera adherida a su correa, la cual era encubierta por su sacón. En el día guardaba la pistola en su mochila. Un tarde, sorpresivamente, se encontró con un ex condiscípulo de su colegio donde estudió la secundaria, al cual no veía hacía muchos años. -¡Hola,

Luciano!

¡Qué

gusto

de

volverte

a

ver!

–Se

abrazaron

afectuosamente. El amigo estaba acompañado de un sobrino, un muchacho delgado de unos quince años, llamado Hugo. Y para amenizar el reencuentro y recordar los años escolares vividos, optaron por ir al Bar Los Rosales a libar unas cervezas, y al cancelar la cuenta ocurrió un incidente: -Son veinticinco soles- dijo el mozo. -Son veintiuno –objeto Fermín-, hemos tomado seis cervezas. A tres soles cincuenta cada una son veintiuno. -Cada cerveza cuesta cuatro soles, señor –. afirmó, imperiosamente, el mozo que causó alteración emocional a Fermín, el cual ya estaba ebrio. Fermín dejó el dinero, que él consideraba justo, en la mesa. -¡Allí está pagado! Vamos Luciano -. Y los tres se pararon al mismo tiempo. El mozo cogió a Fermín por un brazo y le dijo: “usted no se va hasta que me pague el resto. Faltan tres soles”. Y Fermín quiso darle un empujón al mozo; pero éste era fornido y más alto que él y no pudo zafarse de su brazo que lo tenía agarrado y lo que hizo Fermín fue llevar su mano derecha detrás de su cintura para extraer su pistola, y se la colocó en la cara del mozo, que éste, al instante, lo soltó y cambio de semblante (Se puso pálido). Entonces Fermín alterado por la cólera comenzó a hacer disparos hacia el techo, agujereando en distinto blancos que hasta rompió un fluorescente; el mozo se corrió hacia el interior del Bar, y, el

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dueño que estaba observando todo el suceso, llamó rápidamente por teléfono a la policía. Al llegar la policía, prontamente, porque se encontraba cerca. El dueño del Bar explicó la mala conducta de Fermín y los policías lo subieron al carro policial juntamente con su amigo y el sobrino de éste. Allá en la comisaría, encerrados los tres amigos en una celda, pensaban en que iba a quedar este encierro, comentaban que podían injustamente enviarlos a la cárcel como sospechosos de ser unos delincuentes. Al rato llamaron a Luciano para interrogarlo: él narró cómo sucedieron los hechos y cómo se encontró con Fermín. El comandante se dio cuenta que él y su sobrino no tenían la culpa y los dejó en libertad; y, en seguida, lo llamaron a Fermín: -¿De dónde ha sacado usted esta pistola? –preguntó el comandante. -La compré en la cachina porque yo me voy todas las noches a mi casa y por ese lugar hay muchos delincuentes. -Ud. no tiene licencia para portar esta arma, ni factura, por tanto queda decomisada. Sabemos que usted es universitario por los documentos que ha presentado al momento del arresto; pero aún así es una falta la que usted ha cometido; incluso un intento de asesinato al mozo del bar. Queda usted arrestado por veinticuatro horas. Al día siguiente, después de haber dormido en suelo frío, fue puesto en libertad Fermín para dirigirse caminando hasta su casa donde su mamá lo recibió asustada porque no había dormido en casa. No supo qué decirle y se ingenió: -He estado en el cumpleaños de amigo Stanley, y he dormido en su casa porque se me hizo tarde.

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LA FÓRMULA Lo escruté a través de los vidrios del ventanal de su vivienda, estaba sentado junto a la mesa de su comedor, escribiendo. Toqué la puerta, me hizo pasar, me invito a que me sentara frente a frente en la misma larga mesa de cedro que perteneció a sus extintos padres. Me preguntó si me servía una taza de té, anís, yerbaluisa o manzanilla, opté por un té. Candelario Llontop, sexagenario, pelo acholado que lo cubría con una gorra vasca, mochica de linaje como él mismo lo afirmaba con honor, no se podía decir que era de talla mediana, ni tampoco muy alto, tez cobriza, siempre le gustaba usar un saquito muy pegado a su cintura y alto, color plomizo a rayas, y en la correa de su pantalón, un canguro. Y, tenía como una de sus normas de conducta, invitar a sus amigos allegados cualquiera de esas bebidas preparadas con

bolsitas filtrantes para, de estar

manera, matizar la conversación. -Estoy escribiendo un artículo más para el diario La Industria que se titula A los políticos les hace falta sabiduría – me dijo con un gesto de satisfacción y vanidad, y continuó: El Perú necesita de políticos sabios, recordarás lo que dijo el filósofo inglés Francis Bacon: el saber es poder. Estos políticos, de ahora, no tienen poder para gobernar porque no saben lo que deben saber, son unos pobres ignaros. Espera un momento que ya mismo termino el artículo, antes que se me vayan las ideas -.y siguió tecleando en su vieja máquina Olivetti.

Al

terminarlo, de un tirón sacó el papel, y lo sacudió con los dedos de su diestra, sonriendo. -Es un interesante artículo, va a gustar mucho – aseguró. Me lo dio para leerlo, decía que había descubierto una fórmula para gobernar el Perú, y que a través de este escrito, invocaba a todo aquel que aspirara a ser alcalde, presidente regional, de la república, apliquen esta fórmula, de este manera, contribuirían a sacar a nuestro país del atraso y el subdesarrollo en que se encuentra, desapareciendo así: huelgas, extorciones, coimas, terrorismo, entre otras lacras sociales. Yo no le di importancia, traté de desviar el tema; pero él me interrumpió, para decirme que para escribir este artículo le había costado leer muchos libros de política como El arte de gobernar según Peter Druker, cuyo autor es Guido Stein, doctor en filosofía y máster en economía, y

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como conclusión de su indagación libresca, daba a conocer esta poderosa propuesta política. A Candelario le gustaba leer mucho, gran parte de su dinero, como pensionista del ayuntamiento local, lo gastaba en libros; gozaba de una biblioteca de más de cinco mil volúmenes. Así no más, no recibía a cualquiera en su casa, generalmente, paraba con la cortina cerrada de su ventana y cuando le tocaban la puerta, porque no usaba timbre, miraba por el ojo mágico, si era alguien de su agrado le abría, sino dejaba que se vaya con el pensamiento de que no se encontraba, porque expresaba que le hacían perder su tiempo y le perturbaban su tranquilidad. A los artistas y escritores, a ellos si les abría la puerta. Vivía solo, y habían pasado tres mujeres durante su vida: con la primera había tenido una niña, que se hartó de Candelario porque más le dedicaba tiempo a sus libros que a ella y su hijita; se separó de él, yéndose al extranjero; con la segunda tuvo un varoncito que, también, se distanció al darse cuenta que tenían estilos de vida incompatibles. Posteriormente se consiguió una jovencita de veinte años, la que le pidió que le pagara estudios en un instituto tecnológico, y al graduarse en su carrera profesional, le dijo que se iba a su pueblo de la Sierra a visitar a sus padres, la cual nunca regresó, con ella estuvo cinco años, y, no le dejó descendencia. Después de terminar mi bebida, Candelario me hizo pasar a la sala, descolgó de la pared su guitarra, y se puso a cantar valses de la guardia vieja, cuando terminó me la alcanzó para que yo hiciera lo mismo, pasando de este modo agradables momentos de esparcimiento.. Otros de sus entretenimientos, era salir a caminar, por la noche. Tenía señalado su itinerario: las calles María Izaga, José Balta, Parque Principal, Elías Aguirre, hasta llegar a la Plazuela del mismo nombre, frecuentada durante las noches, por los amigos de su generación con los cuales se ponía a charlar. Durante la mañana, se preparaba su propio desayuno que consistía, por lo común, tres panes con mermelada, una taza de café con leche, con trocitos de papaya o piña. Su almuerzo lo hacía en un restaurantito a la vuelta de su casa, pedía el menú del día, y eso sí, no le podía faltar su sopa de pollo, y como segundo plato arroz variado durante la semana. Visitaba una misma pollería para comerse un aguadito, en eso consistía su cena y algunas veces, en su casa se

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freía una tortilla de huevo, acompañada de panes y una taza de sus bebidas filtrantes. Candelario, una noche recordando el artículo de la fórmula que le habían publicado ese mismo día, agarró su guitarra, y sentado en su sofá, se puso a cantar, alegremente: “Y se llama Perú, con P de patria, / la E, del ejemplo, la R, del Rifle, / la U, de la unión, / Yo me llamo Perú…”

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EL PINTOR PANCHITO Caminaba con su escalera sobre el hombro, cuando se dirigía a pintar una casa de la ciudad. Nunca había tenido una mujer, sus escasos recursos y su peculiar manera de ser no le permitieron. Vestía, siempre, pantalones cortos, sobre su cabeza una gorra de cuerina color marrón que le cubría el pelo ensortijado, su tez pareciera quemada por el sol, corto de talla, alto de cuello, frágil de cuerpo, andaba erguido; su silueta lo asemeja al famoso músico cubano Dámaso Pérez Prado, y así, lo llamaban algunos amigos. Después de su diaria faena de pintor de brocha gorda, se transformaba en otra persona, otra identidad: decía ser periodista, sin haber escrito nunca un artículo en su vida, ni siquiera en la escuela para el periódico mural, cuando estudiaba. Tenía tercer grado de primaria; pero la naturaleza lo había dotado de una labia admirable y exquisita, que la gente que no lo conocía, creía lo que él expresaba. En realidad, padecía de mitomanía. Le gustaba reunirse con artistas de la localidad, especialmente con pintores de las bellas artes, marcando una gran diferencia entre el pincel y su brocha que usaba. Siempre se le veía en la Casa de la Cultura; era el primero en llegar al auditorio

cuando

se

realizaba

algún

evento:

presentación

de

libros,

declamaciones, teatro, etc., pues, era un amante de la cultura. Una vez, la Institución Mesa Redonda Panamericana celebraba su aniversario de fundación, y habían preparado una actuación en aquel recinto cultural; como Panchito había llegado temprano, como de costumbre, al verlo una dama de la institución que en esos momentos estaba haciendo arreglos, quedó sorprendida creyendo que se trataba de un loco, por la forma como vestía este personaje. En esta ocasión, vestía un sacón azul marino que le llegaba hasta las rodillas y con botones dorados, no se le veía el pantalón corto; calzaba zapatillas viejas y rojas, y no le faltaba su gorrita. La dama salió del auditorio en busca de ayuda, en esos instantes, se encontró con el fotógrafo Farroñay que llegaba para realizar su trabajo en esa ceremonia de aniversario. -Señor, allí en el auditorio hay un loquito que ha entrado y se ha sentado en primera fila, podría tener la amabilidad de sacarlo -. Le habló preocupada por este incidente.

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En seguida el fotógrafo fue a verlo y regresó, al instante, sonriendo y dijo: -Señora, ese señor no es un loquito, es un poeta, sino que le gusta vestir extravagante, converse con él y se convencerá. Convencida la panamericanista, regresó tranquila a continuar con sus arreglos de bocaditos y aprovechó la ocasión: -Disculpe, caballero, ha venido a ver la celebración de nuestro aniversario institucional. Panchito se paró e inclinó su talle rígido con un saludo y expresó: -A sus órdenes gentil dama, permítame presentarme, soy Francisco de los Reyes. Soy periodista, y he venido a tomar nota de lo que va acontecer esta noche. -¿Y, para que medio de comunicación trabaja usted? -Yo trabajo en muchos medios de comunicación, especialmente para el extranjero como la agencia France Express de París, la BBC de Londres, CNN de Estados Unidos… -Pero… ¿es usted poeta? -He publicado muchos libros de poesía, que ya se han agotado aquí en Chiclayo. Estoy haciendo arreglos con la Editora Seix Barral de España para que me saque un tiraje de un millón de ejemplares de mi último libro. -¿Cómo se llama ese último libro, señor Francisco? -El Edén que yo conocí, donde retrato, poéticamente, a muchas bellas damas como usted, como si fueran Evas, y, yo cuidándolas y amándolas como si fuera Adán-. Su voz agradablemente suave y modulada, aumentó un efecto conmovedor en la señor Rosa del Castillo que le dio gusto escucharlo y sonriéndole se retiró a sus quehaceres diciéndole antes: -Le agradezco su presencia, y que haya sido el primero en llegar, y espero que le agrade lo que va a ver esta noche. Una tarde caminaban dos señoritas por la calle María Ízaga y, de pronto, vieron a un hombre que cayó al suelo; ellas corrieron a auxiliarlo. -¡Hay que llevarlo al hospital Las Mercedes –dijo una de ellas. Panchito abrió los ojazos e implorando, dijo: -¡No! ¡Lléveme a un restaurante, estoy sin comer varios días! -¡No tenemos dinero, señor, somos estudiantes!

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Y, Panchito, muy disgustado, les dijo: -Entonces, sigan su camino, y déjenme aquí! Había días en que Panchito no tenía trabajo, y no tenía dinero ni siquiera para comer; pues, su hermana con la cual compartía una casucha, se ganaba la vida lavando ropa, su esposo que fue albañil había fallecido. Panchito, que seguía tirado en la vereda, al ver que ninguna persona que pasaba por su lado le hacía caso, se dio cuenta que había fallado su estrategia; se paró solo y se fue caminado, tranquilamente, como si nada le hubiera pasado. Una mañana, iba yo en un auto de colectivo, viajaba en el asiento trasero. A la altura del Gran Hotel Chiclayo, el auto atropella a un hombrecillo que intentaba cruzar, rápidamente, la avenida, lo lanza en el aire, cae en el parabrisas y rebota a la pista. Se detuvo el auto, bajamos los pasajeros, me acerqué a verlo, era el pintor Panchito, sangraba de una pierna, el chofer y yo lo levantamos, lo metimos al auto, y,

lo llevamos al hospital Las Mercedes.

Allí lo dejé, el

conductor me dijo que se iba a ser cargo de los gastos para su curación. Cuando volví a ver a don Panchito, caminaba lento, apoyándose en un báculo de caoba y puño de plata con cabeza de león, que le había regalado Mario Viteri, filántropo chiclayano, el cual le tenía mucho aprecio. Aún así, se reunía con sus amigos artistas, a veces, pedía dinero para comprar algunas medicinas para aliviar el dolor de sus extremidades inferiores. Un día, sentado en la plazuela Elías Aguirre, se quedó dormido, cuando despertó le habían robado el fino bastón, se deprimió mucho. Sin mucha espera, pasó por su lado un conocido que se acercó a saludarlo y después de contarle lo ocurrido, este buen amigo le dio una propina para que se vaya en taxi a su casa. Su hermana le hizo un bastón de palo de escoba. Panchito cuando quería distraerse, lo hacía en una plazoleta cerca de su casa. Allí se sentaba en una banca, saludaba, muy cortésmente, a sus vecinos y conocidos. A veces, se le encontraba leyendo un viejo periódico o un libro; pero, la última vez que lo vi, en la plazoleta, había salido en las primeras horas del domingo de ramos, empezó a caer una incesante llovizna que le salpicaba en la cara, Panchito miro al cielo, sonrió, en esos momentos, le inundó una inmensa alegría de continuar viviendo, a sus setenta y tres años, en este mundo.

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EL VELORIO MISTERIOSO A José Remigio Abanto, que frisaba los cincuenta años, desde niño sus familiares, lo llaman Golito, pues, así lo conocían sus amigos. Un poco alto, blanco como el mestizaje andino, pelo lacio aunque un poco canoso, voz pomposa, altanero y de espíritu aguerrido. Era escultor graduado en la Escuela de Bellas Artes de Lima. El decía que era el mejor de Chiclayo, y no se equivocaba, sus numerosas obras hablaban por él. Esa noche se encontraba en el velorio del hermano de su mejor amigo, Lorenzo, un cholo trigueño de pura cepa, contextura regular y poeta ambulante; siempre portaba un grueso maletín en el cual cargaba poemarios de su autoría y los vendía a seleccionados colegios que visitaba, y cuando ya se le agotaba el mercado local, salía a otros departamentos a seguir vendiendo su mercancía literaria. El hermano fallecido había sido asesinado, lo habían encontrado muerto en su vivienda, y se decía que le dieron muerte por robarle una fuerte suma de dinero producto de sus ventas de periódicos, pues, era distribuidor de algunos diarios de la capital. Golito y Lorenzo eran amigos entrañables y también grandes bebedores, y cuando estaban ebrios, caminaban abrazados y zigzagueantes hasta llegar a la plazuela Elías Aguirre en busca de más amigos para continuar bebiendo, siempre no les faltaba una botella de licor que la traían camuflada en una bolsa. Pasado de copas, esa noche fúnebre, ante la cantidad de personas que acompañaban a los deudos en su dolor, a Golito se le dio por cantar en voz alta y aguardientosa un viejo vals: -/Anita ven, acariciarte como quiero yo/ /Si bien comprendes tú la realidad/ /no atormentes por piedad mi ser/ -¡Aguanta, compadre! ¡No estamos en una cantina! –balbució Lorenzo con enfado- ¡Respeta al muerto! ¡Carajo! … -Disculpa, compadre, me había olvidado que estamos en un velorio… La gente quedó asombrada y murmuraban, y lo quedaron mirando al impertinente cantor. Golito se salió, en seguida, y Lorenzo lo siguió. Ambos se abrazaron. -¡Vamos a la plazuela, compadre Lorenzo, allá chupamos con tranquilidad.

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En la plazuela encontraron a Marino, Jorge, Javier, Ramón y Germán. Todos estos amigos le dieron el pésame a Lorenzo. Éste comenzó a relatar cómo encontraron a su hermano muerto, y mostraba, a la vez, un periódico local que había sacado la trágica noticia. Al llegar la una de la madrugada volvieron los dos amigos al velorio, y ya no encontraron a nadie en la sala mortuoria, solo había una anciana señora que cabeceaba, por ratos, sentada en una silla. Al verlos a ellos, la señora se fue adentro a descansar. Los dos amigos estaban sentados en una misma banca cerca del féretro. Y botella en mano, seguían bebiendo, pero al llegar las tres de la madrugada, a Lorenzo lo venció el sueño y se quedó dormido en la banca, acostado. Algo extraño e insólito ocurrió: el cadáver se sentó en su ataúd y lo quedó mirando a Golito y a éste se le erizaron los cabellos, se le desorbitaron los ojos, y lleno de espanto, terror y desesperación corrió, como un loco, queriendo alcanzar la calle, un perro callejero corría junto a él ladrándole hasta una esquina, y Golito no paró hasta llegar a su casa. El ocupante del ataúd, al verlo huir, despavoridamente, volvió a caerse muerto de impresión, y quedó como antes había estado. Acezando llegó a su casa, pues se le había ido la borrachera, no podía hablar ante su esposa que lo miraba atónita porque no sabía que le había pasado, cuando se calmó un poco, contó a su esposa lo que le había sucedido, la cual le creyó y se persignó, y para que se tranquilizara y se recuperase del fuerte susto, le dio a beber agua de azahar. Más tarde a la hora del sepelio, Golito y su esposa, acudieron al acompañamiento. Ambos, por su lado, comentaban la resurrección del cadáver a los familiares y amigos, que se quedaban sorprendidos y meditabundos. Unos decían que Golito, seguramente, había tenido una alucinación; otros que le habían dado los diablos azules, que tenía poderes paranormales… A partir de entonces a Golito lo llamaban para que acompañe en los velorios a cambio de una botella de pisco –su bebida predilecta- , y le decían que se mantuviera al lado del féretro. Y, siempre asistía acompañado de su querido amigo, Lorenzo. Hacían esto con la creencia de que el difunto volviera a la vida

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con el poder de Golito; pero este misterio nunca llegó a

cristalizarse para

decepción de muchos dolientes ante la muerte ineluctable de sus seres queridos.

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LA CANTAUTORA Siempre me encontraba con ella, por la calle, portando su guitarra dentro de una funda negra, desteñida y su débil atril. Especulé que se iba a una ceremonia para participar con su canto. Sus partituras eran sus propias composiciones y todas ellas tenían la misma música. Nunca faltaba al sepelio de algún amigo, recientemente fallecido, y en el camposanto cantaba su composición hecha, exclusivamente, para el difunto. Ella era muy conocida por los artistas de su ciudad que, a veces, ellos la llamaban para pasar momentos de diversión. A Nuria Loayza nadie la había visto usar pantalones, siempre vestía faldas largas hasta las pantorrillas, imposibilitando a los curiosos, evaluar su contextura; usaba una trenza larga, resaltando en su fisonomía su nariz respingada. Los que la habían conocido joven, referían que había sido muy hermosa, pero había tenido mala suerte para el amor, Ya que a sus sesenta años aún permanecía sin compañía varonil. Las malas lenguas decían que se había entregado de cuerpo y alma a su arte que cultivaba con mucho amor. Siempre le gustó la vida artística que en su mocedad ya participaba en actuaciones teatrales. Actualmente es profesora de arte en un instituto de educación superior. -¡Hola, Diego! – Me dijo Nuria, sonriente y con voz altisonante, me dio un beso en la mejilla, saludándome - Justo te encuentro cuando necesitaba hablar contigo. Te invito al cumpleaños de una amiga, yo voy a llevar mi guitarra… -¿Cuándo es el cumpleaños? - Le dije con un poco de duda, si acompañarla o no, aunque me animé. -¡Mañana! Te espero en mi casa. Me dio su nueva dirección porque tenía por costumbre cambiar el lugar de residencia dos veces al año. Alquilaba habitaciones en cualquier parte, pues, esta vez vivía en la primera habitación, entre ocho que arrendaban, en un pasaje añejo. Partimos de aquel lugar a las ocho de la noche en un taxi, por el perímetro de la ciudad y como se habían construido nuevos conjuntos habitacionales, el taxista se extravió en su recorrido, que daba vueltas y vueltas por las diferentes calles con penumbra, buscando la dirección, hasta que por fin, un lugareño nos orientó hacia la casa buscada.

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Después de saludar y abrazar a la cumpleañera, me la presentó. Era una mujer de una treintena de años, regordeta, pelo acholado, tez blanca y de mediana altura. El esposo de ella era un flaco, trigueño y del mismo tamaño que su esposa. Al cabo de un rato, empezó la jarana, y se hizo un alto en lo mejor del baile. El dueño de casa anunció: Respetables invitados, se ha hecho un alto, para presentar, en estos momentos a una amiga, muy querida de la casa, que es cantautora y va dedicar una canción a mi señora esposa y queremos escucharla de buen agrado. Nuria, Mientras desenfundaba la guitarra me dijo que le acomode el atril para colocar su composición, pude observar que a la canción le había puesto debajo de cada verso los nombres de los acordes respectivos, para no equivocarse. Con su propia melodía canto lo siguiente:

Para tu cumpleaños, Nuria Deseo que recibas estos regalos especiales: Felicidad, en lo profundo de tu ser. Serenidad, con cada amanecer. Éxito, en lo que te propongas. Sinceridad, de amigos que te quieran. Amor, que sea eterno. Recuerdos entrañables, de momentos del ayer. Un presente esplendoroso, repleto de bendiciones. Un sendero, que conduzca a un hermoso mañana. Anhelos, que se conviertan en realidad. Y reconocimientos, de todas las cosas maravillosas que hay en ti. ¡Que tengas un cumpleaños muy feliz!

Al terminar de cantar, la ovacionaron, estruendosamente, le pidieron otra canción; pero el dueño de casa dijo: “De lo bueno, poco”, le agradezco, infinitamente, a Nuria, la canción que le ha brindado a mi señora esposa. Ahora queridos invitados de esta noche de alegría, vamos a continuar bailando con la orquesta de la Esquina del Movimiento que nos acompaña hasta altas horas de la madrugada.

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Al llegar las dos de la mañana, me entraron ganas de retirarme porque ya no quería seguir bebiendo. -Nuria, ya deseo retirarme, aprovechando que un invitado se va en su carro, ya hablé con él y me va a dejar en la pista donde pasa la movilidad para llegar a mi casa. -Diego, la fiesta esta hermosa, quédate un rato más - me rogó. -Lo siento, pero yo me voy, tengo por norma no pasar de las dos de la mañana en cualquier compromiso - le dije enérgicamente. Me despedí de ella y la noté que bebía un vaso de cerveza con la señora del cumpleaños. Al día siguiente llamó a mi celular diciéndome que al ingresar a su pequeña vivienda la sorprendieron dos ladrones con medias negras de mujer usadas como máscaras, quiso gritar; pero no pudo, porque ellos, velozmente, le pusieron un esparadrapo grande en la boca y la amarraron a una silla. Se llevaron su guitarra, ochocientos soles y sus joyas, la mayoría de ellas de fantasía. Le pregunté qué cómo había hecho para desatarse. -Me tiré al suelo con todo y silla y arrastrándome llegué hasta la puerta y con la misma silla golpeaba la puerta y un vecino que pasaba, al percatarse, dio unos golpecitos como queriendo llamar, y, al ver que seguía golpeando la puerta la empujó y se abrió una hoja, ya que los ladrones habían malogrado la chapa al abrirla con una pata de cabra. El vecino me auxilio por eso estoy en estos momentos conversando contigo sino estuviera adentro y ¡qué me hubiera pasado…! Ahorita, lo que más me preocupa es ¡mi guitarra! Le propuse visitar “La Cachina” (Lugar donde venden cosas usadas y robadas). Y allí pudo encontrar su guitarra. No acudió a la policía porque no tenía la factura. La recuperó por ochenta soles. La abrazó con mucho cariño y afecto a su fiel compañera, y consolada, regresó a su casa en espera de otro compromiso.

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MANUELITO SECUESTRADO Es menudo, zambito, y colorado; camina balanceándose y porta un maletín negro con la apariencia de verse cansado por la carga y su mucho caminar. Su actividad laboral es la venta de libros a domicilio, procedentes de una librería de Chiclayo. En su diario caminar, Manuelito, a conocidos y amigos, les levanta la mano como expresión de saludo. Cuando lo gana el cansancio se queda dormido, ya sea sentado en una banca de la plazuela Elías Aguirre, otras veces, en el parque principal. Dicen que no reúne condiciones de librero, ya que es muy nervioso y se le traba la lengua queriendo hablar rápido, produciendo un lenguaje confuso que no logra convencer a nadie, y es muy escasa su venta libresca. Manuelito duerme en casa de su anciana madre, la pobre tiene que mantener a duras penas a este hijo de cincuenta y cuatro años. Su difunto esposo le dejó una mísera pensión, con la cual mantiene también a un hijo que le nació discapacitado, entre otros hijos, además. Manuelito ya no sabe qué hacer con su vida, y para tranquilizar su espíritu agitado se ha metido en una Iglesia Pentecostal que le calma sus angustias y ansiedades. Un día por una céntrica calle de la ciudad, se estaciona rápidamente un automóvil negro y bajan dos robustas personas y cogen de los brazos a Manuelito y a empellones lo suben, quiso gritar en esos momentos, pero le taparon la boca y lo subieron al auto. Lo tienen incomunicado en un cuarto de una casa desconocida, en las afueras de la ciudad. Los secuestradores no le encuentran celular en sus bolsillos, la cartera sin dinero. Llaman a su supuesta residencia, por teléfono, pidiendo veinte mil dólares para su liberación, contestan que allí no vive nadie con ese nombre y cuelgan el fono de golpe, los secuestradores recién se dan cuenta que se había equivocado de persona. Optan por llevarlo a la pista que va a Pimentel y lo arrojan en unos basurales, recibiendo órdenes de no voltear a ver el carro porque si no le disparan un balazo. Y, como no tenía dinero, regresó caminando hasta llegar a su casa y contar a su mamá lo que le había sucedido.

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Manuelito queriendo reponerse del susto y no queriendo cargar más su maletín, opta por renunciar a su trabajo de vendedor de libros, para buscar otro empleo de su conveniencia. Consiguió otro empleo: botones de un hotel de la ciudad, para lo cual de dan uniforme color azulino, casaca cerrada con botones dorados en el pecho, y en los puños de las mangas, y una gorra redonda con círculos rojos. Su trabajo era cargar los equipajes de los pasajeros y los conducía por el ascensor a sus respectivas habitaciones, a las cuales también les hacía el aseo después der ser usadas. Antes de cumplir un mes en este nuevo trabajo ocurrió un incidente: el administrador al darse cuenta que el alemán Norbert Karl Reinhard de cincuenta y ocho años, no bajaba de su habitación 402,pues, ya había pasado el medio día; ordenó a Manuelito que vaya a verlo a dicho número. Tocaba la puerta y no le abrían, bajó e informó; le dieron un duplicado de llave y al abrir, no se encontraba el usuario, pensó en abrir la puerta del baño y grande fue su sorpresa: se le pararon los pelos de punta, sus ojos se le desorbitaron, pues, el alemán se había ahorcado con su propia correa, que colgaba de la ducha. Manuelito salió corriendo como si se lo llevara el diablo, usando las escaleras, en lugar del ascensor, llegó a la administración y no podía hablar. -¡¿Qué te ocurre, Manuelito?! –le preguntó el administrador, un poco asombrado. Al ver que no podía hablar, el administrador y otros trabajadores lo cargaron y lo sentaron en un cómodo sillón y le alcanzaron un vaso de agua. -¡Habla, Manuelito, dinos algo! -. Y él hizo un gesto con la mano hacia arriba de las escaleras, sudaba frío y temblaba, que le tenían que echar aire con un periódico para que no se desmayara. -Te refieres a la habitación del huésped alemán. –le arguyó el administrador, mostrando mucha serenidad. Manuelito asintió, meneando la cabeza. El administrador ordenó a dos botones que suban a dicha habitación. Enterado el administrador de lo ocurrido, le dijo para tranquilizarlo:

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-Manuelito es un huésped que se ha suicidado, nada más, no tienes porqué asustarte, estas cosas ocurren en nuestro trabajo algunas veces, ya van a avisar a la policía. Manuelito seguía sin hablar, y sus compañeros le insistían para

que

hablara y al fin dijo: -¡Mamá, mamá! – y lo dijo en voz muy alta y asustado. Está llamando a su mamá, dijo emocionado uno de sus compañeros. ¡Por fin, hablaste! –Le dijo el administrador. Después de recuperar su estado emocional y estar calmado, Manuelito recibió quinientos soles de las manos del administrador, el cual le dijo: -Ponte tu ropa y deja el uniforme, anda descansa a tu casa, Manuelito, y gracias por los servicios prestados a la empresa. Adiós y buena suerte.

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