Transformados por el amor

�ansformado s por el Alejandro Bullón ALEJANDRO BULLÓN Índice 1. La resucitada 2. El preconceptuoso 3. La traiciona

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�ansformado s por el

Alejandro Bullón

ALEJANDRO BULLÓN

Índice 1. La resucitada 2. El preconceptuoso 3. La traicionada 4. La patrona 5. El rico infeliz 6. La beata 7. El indiferente 8. La ultrajada 9. El incrédulo 10. La criticona

HISTORIA

La resucitada

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Cómo una mujer que se consideraba un cadáver espiritual, recuperó la vida plena en Cristo, al buscar personas para Jesús.

¿

Alguna vez has creído que la muerte podría ser la única solución para el drama que vives? A veces los seres huma- nos reaccionamos así ante las circunstancias difíciles que la vida presenta. Pero soy una cristiana y no debería pensar así, solo que a pesar de ser miembro de la iglesia, mi vida, hasta aquí, ha sido una historia de hipocresía y mentira. Cuántas veces pensé que lo más honesto de mi parte, era abandonar definitivamente la iglesia. Oigo todos los días, en mi corazón, una voz que me dice: —¿Por qué no largas todo y te olvidas que un día estuviste aquí? Pero yo sé que esa no es la voz de Dios. Creo en la gracia maravillosa de Jesús, pero últimamente siento que he llegado al fondo del pozo. No me remuerde más la conciencia. Vivo en pecado pero me parece natural. Creo que he cometido el pe- cado contra el Espíritu Santo y para mí ya no queda esperanza. Mi nombre es Valeria, pero podría ser cualquier otro, in- clusive el tuyo. Hoy es viernes de noche y acabo de ver en la televisión una película que un cristiano jamás debería ver, ni siquiera en un día común de la semana. Tendría que haberme sentido mal, pero no. Simplemente me acuesto y duermo sin orar. Hace años que no oro, ni abro la Biblia. Estoy en la iglesia

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por costumbre, yo creo. Es como si fuese a un club donde en- cuentro a mis amigos. Nos reunimos, nos saludamos, intercam- biamos las noticias de la semana, almorzamos juntos y después la vida continúa su ritmo normal. Nací en la iglesia. Haber conocido el evangelio, desde niña, podría haber sido un privilegio, pero en mi caso no lo fue. La tragedia de los que un día nacimos en la iglesia es que no podemos definir con exactitud el momento en que fuimos convertidos. Pensaba que era el día de mi bautismo. Pensaba, digo, porque después de mi bautismo las cosas empeoraron. Me volví indolente frente a asuntos espirituales, caí en una me- diocridad arrasadora y creo que me hundí en la arena movedi- za del cinismo. Al principio, eso me asusta- ba, pero hoy ya no me "Si los miembros preocupa más. Lo peor de de la iglesia no todo es que, en la iglesia, emprenden todos creen que soy una individualmente buena persona. Canto en el esta obra, coro, presento la carta demuestran que no misionera e inclusive, dirijo la tienen relación lección de la escuela sabática viva con Dios". (JT2 en mi clase, de vez en cuando. Conozco la Biblia muy bien, sé todas las doctrinas, y si fuere necesario, podría defen- derlas y explicarlas, pero ¿de qué me sirve? Abro la Biblia solo cuando me toca dirigir la lección, pero después, la dejo que se empolve en algún rincón. Menos mal que ahora existe el iPod, porque así me evito cargar la Biblia y mientras el pastor predi- ca, yo me conecto a internet aparentando que estoy leyendo la Biblia. Pero hoy es un día diferente. Es sábado. Afuera el día está lluvioso. No hay sol, pero a pesar de eso, la iglesia está llena. Todos han venido cargando paraguas y sombrillas. Desde hace

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La resucitada

varios sábados se ha venido anunciando esta fecha. Hoy en la iglesia se están organizando parejas de oración y el pastor ha pedido que cada uno escoja a un amigo de oración y después que piense en, por lo menos, tres personas a quienes deseara llevar a Jesús, y empiece a orar por ellas. No me siento cómoda con la actitud del pastor, quisiera salir para no comprometerme. ¿Qué les voy a decir a las perso- nas si yo misma no siento nada? Miro para todos lados y veo que cada hermano busca a alguien para ser su compañero de oración. Trato de disimular, esperando que nadie me busque pero es inevitable, veo venir en mi dirección a Betty. La conozco desde que éramos adolescentes y participábamos en el club de Conquistadores. ¿Qué hago? ¿Dónde me escondo? Ya es tarde, no hay manera de escapar. —Hola, ¿quieres ser mi compañera de oración? —Sin duda. —¿Ya tienes los nombres de las personas que deseas traer a Jesús? —Estoy pensando. —Bueno, piensa, porque mis nombres ya están aquí. Me pongo a pensar. ¿Quiénes pueden ser? Ah, ya sé. Dos amigas del trabajo y un tío, hermano de mi mamá, con quien no me relaciono bien. —Ya los tengo. —Entonces dame tus nombres y toma los míos. —¿Y ahora? —Ahora yo oro por los míos y los tuyos, y tú haces lo mismo. ¿No oíste la explicación del pastor? No, no la he oído, porque mientras él explicaba, estaba jugando con el iPod. Al día siguiente, domingo, Betty me despierta a las diez de la mañana.

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–Valeria, acabo de orar por ti y por las tres personas que deseas llevar a Jesús. –¿Qué? ¿Por qué oraste? –¿No te acuerdas? Yo te llamo hoy y tú me llamas mañana. No me acuerdo. ¿Cómo podría acordarme si mi vida en la iglesia es puro formalismo? Soy un cadáver espiritual, no tengo existencia. Los asuntos de la iglesia no me importan para nada. —Valeria, ¿estás allí? —Sí, discúlpame Betty, es que estaba dormida. —No hay problema, que tengas un buen día. Cuelgo y sigo durmiendo. A la mañana siguiente me levanto porque tengo mucho que hacer, salgo corriendo como todos los días, sin orar ni es- tudiar la Biblia. Por la noche regreso cansada y me pongo a ver televisión. En eso, suena el teléfono. —Hola Valeria, ¿qué te pasa, muchacha? —¡Cómo que qué me pasa! Nada, estoy bien gracias a Dios. —¿Y por qué no me llamaste? —¿Tenía que llamarte? —Chica, despierta, ¿estás durmiendo nuevamente? —¿Qué quieres decir? —¡Estás bromeando! ¿No te acuerdas que debías llamarme para decirme que oraste por mí y por los amigos que deseo llevar a Jesús? —Betty, discúlpame, me había olvidado. —Bien lo dijo el pastor que si no nos organizábamos en parejas de oración, este proyecto no iría adelante. Así es todos los días. Betty no me deja tranquila y como me pregunta siempre cómo están las personas con las cuales estoy trabajando, me veo obligada a hacer alguna cosa. Así que busco a mis dos amigas en el trabajo, sigo las

instrucciones del pastor 8

La resucitada

de no hablarles de religión, sino de hacerme más amiga de ellas, de ayudarlas en todo y de conversar de asuntos que a ellas les interesa. Para mi sorpresa, siento que me gusta. Este mediodía, a la hora del almuerzo, Liliana, una de ellas me cuenta que está con cáncer, que va a ser sometida a una cirugía y que después le aplicarán quimioterapia. Ella tiene una niña de tres años y teme dejarla huérfana. Al ver su dolor, trato de consolarla. —Confía en Dios, él nunca falla. Me siento falsa. Mi boca habla pero mi corazón está au- sente y eso me duele. Ella me mira como si buscase una tabla de salvación. —¿Tú eres de alguna iglesia, no? —Sí, soy adventista. ¡Qué Dios me perdone, pero ella sabe que yo enamoré con el jefe que es un hombre casado! ¡Qué vergüenza! —Pídele a tu iglesia que ore por mí. —Claro, Lili, te prometo que voy a orar por ti. Ella está en la lista que entregué a Betty. Teóricamente yo debería estar orando por ella todos los días, pero para qué mentir, si no lo hago. Cuando llega la noche, al dormir, acostada en la cama, me acuerdo de Liliana y de sus temores. Y entonces, sin per- cibirlo, me descubro orando por ella. ¿Qué estoy haciendo? ¿Orando? ¿Yo? Repentinamente me acuerdo que hace mucho tiempo no oro a solas. Y no sé por qué, me da nostalgia del tiempo en que acostumbraba orar. ¿A dónde se habían ido esos tiempos? ¿Qué me había sucedido a lo largo del camino? Esta noche entiendo por qué, el hecho de trabajar por otro te ayuda a ti, personalmente, a crecer en la experiencia cristiana. Si yo no hubiese buscado a Liliana para conversar, esta noche, como tantas otras, no habría

orado. Pero como 9

me interesé en llevar a alguien a Cristo, aunque solo fuese por causa de la presión de Betty, volví a orar después de muchos meses. A la mañana siguiente despierto a Betty muy temprano. —Disculpa que te despierte, tengo algo maravilloso que contarte. —¿Qué fue? —Liliana, una de las personas por las que te pedí que orases, está interesada en oír acerca de Jesús. —¿No es maravilloso? —Claro que lo es Betty. La misión no le fue Este fue el comienzo de dada al ser humano una nueva etapa en mi vida. porque Dios no pueda El otro día oí al pastor contar predicar el evangelio. la historia de un hombre que Dios es Dios. Él estaba muriéndose podría hacer que el congelado en la nieve cuando mundo entero acepte encontró a otra persona en a Jesús en un peores condiciones que él. instante, pero el Pensó que lo más sa- bio sería continuar su camino Señor me dio la porque estaba exhausto, misión por mi propio pero su amor fue tan grande, bien. Es llevando a que decidió cargar al otras personas a los extraño. Lo sorprendente es pies de Jesús, lo que que al esfor- zarse para permite crecer en la cargar al otro, entró en calor y ambos se salvaron. Hoy entiendo que la misión no le fue dada al ser humano porque Dios no pueda pre- dicar el evangelio. Dios es Dios. Él podría hacer que el mundo entero acepte a Jesús en un instante. Los ángeles del cielo podrían venir al mundo y hacer lo que yo, como cristiana, no hago, pero el Señor me dio la misión por mi propio bien. Es llevando a otras personas a los pies de Jesús, lo que permite crecer en la experiencia cristiana.

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La resucitada

Antes, orar para mí, era cumplir con un deber. Hoy con- sidero un privilegio conversar con Dios. Evito formalismos en mi vida de oración. A veces, despierto a medianoche o de madrugada y, acostada en mi cama, converso con Jesús, le cuento mis luchas y mis temores, le digo a Él lo que no tendría el valor de decírselo a nadie. He aprendido también que la Biblia es una carta de amor que Dios me escribió. No la leo más por deber. La abro y trato de entrar en las historias. Cuando leo la historia de Zaqueo, yo soy Zaqueo. Me imagino encima del árbol, mirando a Jesús y pensando que soy indigna de estar a su lado, después percibo que él se detiene, me encuentra con la mirada y me dice que, aunque yo no lo merezca, él desea ir a mi casa. Esta manera de estudiar la Biblia le ha dado un sabor es- pecial a mi vida devocional. Ya no vivo preocupada solo en el hecho de ser buena. Mi preocupación ahora es buscar diaria- mente a Jesús a través de la oración y del estudio de la Biblia, y después salir corriendo y contar a otros acerca de su inmenso amor. Creo que la vida solo merece ser vivida cuando existen sueños. El día que dejas de soñar, dejas de vivir. Así de simple. No hay complicaciones. Los sueños te motivan a realizar cosas que a simple vista parecen imposibles. Con Dios no podría ser diferente. Es un Dios de sueños. El mundo gemía, envuelto en las tinieblas del pecado. Hombres y mujeres estábamos condenados a muerte eterna. El universo lloraba la tragedia humana y, delante de esa situación catastrófica, el Señor Jesús soñó con rescatar a sus hijos de las profundidades grotescas del mal, devolverles la imagen del Pa- dre y en ocasión de su Segunda Venida, encontrar “una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha, ni arruga, ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha”.

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Pero todo sueño tiene un precio. Y el precio que Jesús pagó por el suyo fue muy alto, le costó la propia vida. En la Biblia encontramos descrito, muchas veces, el sue- ño de Dios Imagínalo cerrando los ojos y preguntándose a sí mismo: “¿Quién es esta que se muestra como el alba, hermo- sa como la luna, esclarecida como el sol, imponente como ¡Ese es el reino de Dios! ejércitos en orden?” ¡El sueño divino! Un ¡Ese es el reino de Dios! pueblo preparado, una ¡El sueño divino! Un pueblo iglesia gloriosa y sin preparado, una iglesia gloriosa mancha, hermosa como y sin mancha, hermosa la luna, esclarecida como la luna, esclarecida como el sol, reflejando como el sol, reflejando su su carácter. carácter. Una iglesia gloriosa, sin arruga y sin mancha, como una novia vestida de blanco esperando a su novio. Una iglesia auténtica, sin formalismos, que no viva solo preocupada con la apariencia, ¡Esa es la iglesia de los sueños de Dios! ¡El pueblo que forma parte del reino del Padre! El día viene, y no tardará, cuando finalmente Jesús apa- rezca en las nubes de los cielos, en busca de la iglesia de sus sueños. Ese día, la pregunta que él me hará, no será si me porté bien o no, sino ¿aprendiste a vivir conmigo la más linda historia de amor y contaste nuestra historia a otros? A mí me costó años de duro peregrinaje. Había pasado noches de desesperación y lágrimas, porque antes de caer en el terreno del cinismo espiritual, vagué en el valle del dolor de la conciencia. Luché contra la voz de Dios y, poco a poco, casi sin darme cuenta me fui endureciendo.

Pero Dios fue bueno conmigo y me enseñó que para lle- gar al reino de los cielos, no basta nacer nuevamente. Es nece- sario permanecer fiel hasta el fin. Y la única manera de hacerlo 12

La resucitada

es buscando a Dios todos los días, en oración, estudiando su Palabra diariamente para alimentar y fortalecer el alma. Final- mente, salir en busca de las personas y traerlas a Jesús. Yo puedo ser tú. Y tú tal vez seas yo. Eso ya no importa. Las cosas viejas pasaron. He aquí, todas son hechas nuevas. ¡Esta es mi historia! ¡Este es mi testimonio! ¡Yo fui

!

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HISTORIA

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El preconceptuoso

Cómo un pastor evangélico fue conquistado por la iglesia del amor.

L

a vida es una carretera larga y sinuosa que lleva por lu- gares que uno nunca imagina. De chico oía a mi padre repetir la frase popular: “Nunca digas de esta agua no beberé”. Pero jamás imaginé que ese pensamiento resume una de las realidades más impresionantes que confronta el ser hu- mano. Los primeros recuerdos de mi vida están bañados de nos- talgia. Éramos una familia feliz. Adolescente aún andaba can- tando en las selvas frondosas de mi tierra, con una guitarra en la mano. Dejaba que mi corazón llorase haciendo música. Era sensible a las cosas de Dios y me cautivaba su amor expresado en la belleza de la naturaleza. Conocí el evangelio de Jesucristo a temprana edad, y a los 16 años ya estudiaba en la Escuela de Teología. Mi sueño era ser un ministro de Dios y consumir mis fuerzas en la salvación de las personas. Un día conocí a Dalia. Su sonrisa llegó al fondo de mi alma y despertó la tecla del amor, entonces mi corazón empezó a latir con fuerza y percibí otra dimensión de la vida. Nos casamos jóvenes y Dios nos dio tres hijos lindos que hoy completan nuestra felicidad. ¿Por qué cuento todo esto? No sé, tal vez porque en la hora del dolor es necesario recordar los momentos de felicidad

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El preconceptuoso

para seguir creyendo que la vida es digna de ser vivida a pesar de las nubes negras que la circundan. Es medianoche cuando escribo esta historia. En realidad no es una historia, sino el grito de mi corazón triste, el dolor de haber herido gente linda, el recuerdo de las incoherencias de mi vida, pero al mismo tiempo la alegría de un nuevo amanecer, la liberación de los preconceptos que me encarcelaban en un mundo de teología mal entendida. Mi esposa duerme, o aparenta dormir, mis hijos reposan tranquilos, ajenos a los pensamientos que se apoderan de mi mente. Mañana es el día más importante de mi vida y me emocio- na la manera cómo Dios me condujo hasta aquí. Al salir de la Escuela de Teología, con veinte años Los adventistas de edad, empecé mi seguían visitándonos, ministerio lleno de sueños e pero no nos hablaban ideales como cualquier de religión, solo pastor. En el salón de clases había aprendido, entre otras nos traían víveres, cosas, a defender la fe de cantaban y oraban con los “lobos con piel de ovejas” nosotros. que suelen destruir al rebaño de Dios. Esos lobos, entre otros, eran los adventistas del séptimo día. En el curso de religiones comparadas me habían enseñado que ellos no eran una iglesia evangélica sino una secta que no aceptaba a Jesús y que depositaban su esperanza de salvación en la ley y en el sábado. Gran parte de mi ministerio lo dediqué a perseguir adven- tistas. No me gustaban, los consideraba “hacedores de obras”, frutos de la ley y no de la gracia. Lejos estaba yo de imaginar que Dios los haría cruzarse en mi camino

muchas veces. En el decimocuarto año de mi ministerio fui trasladado 15

como pastor a una ciudad donde había muchos evangélicos. Al recorrer las calles y conocer mi nueva iglesia, me desagradó saber que a menos de cien metros, había un templo adventista. Un día los vi salir de un culto. Era sábado y los miré casi con compasión. Parecía ver a un rebaño de ovejas ingenuas que se encaminaban al matadero creyendo que el sábado los salvaría. En mi opinión eran peligrosos y mi deber era proteger a mis ovejas de esos “lobos”. Algunas veces me encontraba con alguno de ellos en la calle, o en el mercado. Me saludaban con cortesía, pero yo fin- gía que no los veía y seguía mi camino. No era solo indiferente a ellos, sino que me esforzaba para que supiesen que no los quería cerca de mis ovejas. Yo soy un entusiasta del tema de la gracia. Jamás podré agradecer a Dios porque envió a su hijo a morir por los peca- dores, de los cuales, como dice Pablo, yo soy el primero. En mis horas de tentación y lucha confío en la gracia divina. Cuando a veces soy herido por los dardos del enemigo, confío en su gracia eterna y siento el alivio del perdón. Por eso no entendía la existencia de gente capaz de depositar su esperanza de sal- vación en las obras, por más buenas que estas fuesen. Las veces que abría la Biblia y encontraba el tema del sá- bado, mi mente apologética inmediatamente trataba de buscar argumentos para decir que este era un día de descanso para los judíos y no más para el pueblo cristiano, ya que en la cruz Jesucristo había cumplido la ley. Y era sincero en lo que hacía. Jamás quise ir contra la voluntad de Dios, al contrario, siempre anhelé andar en los caminos del Señor y agradarle. Pero la vida tiene sorpresas, o mejor aún: Dios aprovecha los caminos misteriosos de la propia vida para llevarnos final- mente a descubrir el propósito de nuestra existencia. Podríamos hacerlo sin dolor, pero después de la entrada del pecado, el dolor es la mejor escuela de

aprendizaje. 16

El preconceptuoso

Mi iglesia florecía en la nueva ciudad. Yo era un evange- lista de éxito, me preocupaba por las personas, amaba a los pecadores y les mostraba el camino de salvación. Mi iglesia era feliz y hacíamos planes de crecimiento para los años que se aproximaban, cuando de repente todo se vino abajo. Surgieron problemas administrativos por causa de la venta de un terreno de la iglesia. Los líderes nacionales llegaron a la ciudad y en pocas semanas yo estaba destituido del cargo. Parecía que un vendaval había arrasado todo lo que construí en la vida. Mis castillos se derribaron en un segundo. Al pasar por la noche oscura de las dificultades, no me preocupaba la manutención de mi familia. Soy fuerte y tengo condiciones de luchar, pero mis sueños se habían hecho peda- zos, mi ministerio estaba acabado. Entonces entré en un estado de depresión y mi familia empezó a sufrir necesidades. En las noches no dormía, llorando por las injusticias hu- manas de las que había sido víctima, y al salir el sol continuaba acostado sin ganas de luchar y recomenzar. Era una tarde soleada y calurosa que nunca olvidaré. Sentado en la sala, con los ojos fijos en un punto indefinido, me sentía incapaz de levantarme y de hacer algo. Mi alma llo- raba, mi corazón sangraba y mi espíritu se rebelaba. Entonces oí la voz de mi esposa. —Querido, sé que estás pasando por un momento difícil, yo también sufro por esta situación, pero necesitas reaccionar. Los niños están con hambre y no tenemos nada. —Por favor, ahora no. No tengo ánimo para nada, déja- me tranquilo. Ve lo que puedes hacer. —¡Ver qué! ¡No hay nada!. Nuestra discusión fue interrumpida por el ruido de un ve- hículo que se estacionaba frente a la casa. Mi esposa se asomó por la ventana y me dijo: —Son los adventistas.

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—¡Oh no! —pensé para mí—, solo faltaba eso. Me levanté furioso, y dispuesto a expulsarlos me dirigí a la puerta. Eran cuatro personas, un hombre adulto y tres jóvenes. Traían una cesta de víveres y una sonrisa en el rostro: —Hola, pastor— me dijeron. No supe qué responder, ni cómo reaccionar. Pensé que habían venido a convencerme del sábado, pero estaban allí solo para ayudarme. No dijeron nada. Me entregaron la cesta y se retiraron. —Gracias, muchas gracias, ¿no desean entrar?— reaccioné como un autómata. —No, otro día, ahora solo vinimos a traerle esta cesta — respondió uno de ellos. Luego se marcharon. Me sentí avergonzado al principio. Miré de un lado a otro, con miedo de que alguien hubiese percibido situación tan emba- razosa. ¿Cómo se habían enterado de mi situación? ¿Por qué me dejaron estos víveres, a pesar de la manera ruda como siempre los había tratado? —¡Qué gente extraña!— pensé y entré. Al abrir la cesta, mi esposa encontró una tarjeta: “Quere- mos que sepan que los amamos”. Una semana después, allí estaban ellos nuevamente, solo que esta vez, además de la cesta, traían una guitarra: —Sabemos que le gusta la música, ¿nos permitiría cantar? La música era mi punto débil. En mis horas de tristeza y lágrimas, cogía la guitarra y cantaba llorando. —Esperen un momento, voy a traer la mía— les dije, y me dirigí al cuarto. —¿Qué estás haciendo? —te van a convertir— me dijo mi esposa que estaba sentada a la cama. —No, ellos solo quieren ayudarnos, tenemos que ser corteses—respondí.

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El preconceptuoso

—¿Pero no son herejes? —No importa, ven a la sala conmigo. Los himnos que ellos cantaron eran himnos llenos de No fui convertido por amor. Hablaban de gracia, de perdón, del alivio divino causa de una brillante en la hora del dolor. Tuve exposición bíblica, que hacer mucho esfuerzo nadie invadió mi para no llorar. Después de vida trayéndome una media hora, uno de ellos doctrina extraña. Si dijo: lo hubieran intentado —¿Nos permite hacer habrían fracasado, los una oración pastor? Y oramos. Ellos hubiera destruido con pidieron que Dios aliviara mis argumentos. nuestro do- lor y nos ayudase a superar el momento difícil que estábamos viviendo. Al finalizar la plegaria mi esposa lloraba, yo tenía un nudo en la garganta y no lograba decir algo. Aquellas personas nos amaban, lo podíamos sentir. No se aprovechaban de la fragilidad del momento para intentar convencerme de su doctrina, simplemente me amaban. Cuando se marcharon, me quedé mirándolos por la ven- tana. Mi esposa se acercó, me abrazó, y todavía emocionada, me dijo: —¿Cómo decías que ellos no creían en la gracia si todos los himnos que cantaron hablan de la gracia maravillosa de Cristo? ¿Cómo decías que eran unos herejes que solo guardan el sábado y no comen chancho? —No sé, es lo que aprendí en la Escuela de Teología — respondí. —¿Y ahora, qué piensas? —No sé, no sé.

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Las semanas siguientes fueron de extremas pruebas en mi vida. Deberíamos desalojar la casa pastoral y no sabíamos a dónde ir. Los adventistas seguían visitándonos pero no nos hablaban de religión, solo nos traían víveres, cantaban y oraban con nosotros. Un día, cuando ellos llegaron estaba en la puerta el ofi- cial de policía, con la orden para desalojar la casa en veinti- cuatro horas. —Volvemos otro día— nos dijeron con delicadeza, des- pués de entregarnos la cesta. —No, —les respondí— si en algún momento necesita- mos que alguien ore por nosotros es ahora. Estamos desorien- tados, no sabemos a dónde ir. Después de orar y cantar, se fueron, pero cinco horas más tarde aparecieron nuevamente, con carros, motos, triciclos y ca- rretas. —Tenemos dos cuartos vacíos al fondo de nuestra iglesia y ustedes pueden hospedarse allí hasta conseguir un lugar me- jor —nos dijeron— y empezaron a cargar todo. Cuando la noche llegó, vino una señora de la iglesia tra- yéndonos sopa caliente. —Creo que ustedes todavía no están bien instalados, así que les preparé esta sopita, ojalá que les guste —dijo — y se fue. Al agradecer a Dios por la comida, no pude contener las lágrimas, mi esposa y mis hijos me abrazaron. —Estas personas son ángeles— dijo ella. —No, mamita —interrumpió mi hijita— son adventistas. La noche siguiente ellos tenían culto. Las notas musicales de los himnos que cantaban, llegaron con fuerza hasta nuestra habitación. —Creo que debemos ir, por cortesía— me dijo ella. Y fuimos. Jamás me hubiera imaginado entrando a un 20

El preconceptuoso

templo adventista. Pero allí estaba yo y mi familia, balbuceando los himnos que ellos cantaban. Era miércoles de noche y ellos dedicaban el culto completo a la oración. Pocas veces vi a un pueblo orar con tanta fe. Las personas testificaban de las obras prodigiosas que Dios había operado en sus vidas. Una señora anciana, de cabellos blancos, se levantó y dijo: —Estoy pasando por un momento difícil, mi hijo está sen- tenciado a muerte, el cáncer que consume su cuerpo ya está en fase terminal, pero a pesar de eso, agradezco al Señor por el dolor, porque es en el dolor que descubrimos que Dios no es una simple teoría, sino que es un Padre de amor que se preo- cupa por sus hijos, aunque no lo podamos ver. Al terminar el culto, las personas nos abrazaron en la puerta, nos dijeron que nos amaban y que estaban felices de tenernos allí. Nosotros no sabíamos qué decir. El siguiente sábado, después del culto, le dije a un her- mano que quería estudiar la Biblia. —Claro —me respondió—, vamos a almorzar a mi casa y después conversamos. Aquel hombre respondió todas mis preguntas y esa tarde comprendí que la salvación tiene dos aspectos: la causa y el resultado. La causa es la gracia de Cristo. El ser humano es salvo únicamente por la gracia de Jesús. Pero si alguien es salvo, aparece en su vida de manera natural, el resultado. Y la obediencia es ese resultado. ¿Cómo yo podía haber confundido algo tan simple? ¿Cómo podía haber ignorado una verdad tan cristalina duran- te años? Y aquí estoy. Es casi medianoche. Mi esposa duerme o aparenta dormir, mis hijos reposan tranquilos, ajenos al dolor y a la alegría de mi corazón. Dolor por haber perdido tantos años de mi vida. Alegría de, finalmente, haber encontrado el evangelio completo.

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Mañana es mi bautismo, descenderé a las aguas y naceré nuevamente para escribir una nueva historia. No fui convertido por causa de una brillante No fui conquistado exposi- ción bíblica, nadie por la doctrina, invadió mi vida trayéndome una doctrina extraña. Si lo sino por el amor. hubieran inten- tado habrían La fuerza del amor fracasado, los hubiera no destruido con mis arconoce barreras, y si gumentos o, en la peor de las encuentra en su las hipótesis, los habría camino, las derriba. echado de mi casa. Nadie se resiste al No fui conquistado por magnetismo del amor. la doctrina, sino por el amor. La fuerza del amor no conoce ba- rreras, y si las encuentra en su camino, las derriba. Nadie se resiste al magnetismo del amor. Ahora entiendo lo que Juan quiso decir al afirmar: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano perma- nece en muerte. En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano pasar necesidad y cierra con- tra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad”. 1 de Juan 3:14, 16-18. ¡Esta es mi historia! ¡Este es mi testimonio! ¡Yo fui

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HISTORIA

La traicionada

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Cómo la realidad muestra que la amistad es el mejor instrumento para alcanzar a las personas.

M

aría tenía treinta años y vivía con sus dos peque- ños hijos en una casa alquilada ubicada en la calle Flagler, en Miami. Silenciosa y transida de nostalgias recordaba al esposo que había regresado a su país prometiéndole que volvería. Los primeros meses la llamaba todos los domingos, pero con el tiempo dejó de comunicarse con la familia. Después, por los amigos, María se enteró que él había comenzado a convivir con otra mujer. Sin documentos y en tierra extraña, ella sabía que lo me- jor era quedarse en los Estados Unidos donde tendría mejores oportunidades para mantener y educar a sus hijos. Por lo me- nos no le faltaría trabajo. Sus posibilidades en su país, eran más inciertas. Todos los días, al llegar a casa por las tardes cansada, recogía a sus niños de la guardería, les servía la cena y los ha- cía dormir. Después se quedaba horas mirando la televisión y llorando con las historias de amor incomprendido que veía. Ese era su mundo. Se perdía en la trama de esas historias románti- cas y vivía el amor maravilloso que toda mujer sueña, pero que la vida le había negado. Se había casado con Jorge y si aquella relación no fun- cionó, no fue por falta de consejos. Todos le decían que a

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ese muchacho solo le gustaba la buena vida pero que no le agradaba el trabajo. Ella lo sabía, pero cuanto más la gente le decía que no debía, ella se empecinaba más, al punto que un día huyó de la casa de sus padres y se vino con Jorge a los Es- tados Unidos de Norteamérica, el sueño dorado de la mayoría de los latinos. Los años vividos al lado del amado fueron agridulces. Agrios como el dolor de la traición y el desencanto, y dulces, porque Jorge era un galán capaz de hacerle olvidar en un segundo todos los sabores amargos de la vida. Pero ahora Jorge había regresado a su tierra bajo el pretex- to de que su padre estaba enfermo, prometiendo que tan pronto la situación mejorase, retornaría. Ella, como siempre, le creyó. Le había creído inclusive cuando un día lo vio besando a otra chica y él le dijo que era solo una amiga. A veces pensaba que ella se alimentaba de las mentiras que él inventaba. Por eso guardaba esperanzas y de que tal vez él regre- saría un día y cada vez que veía un avión surcando los aires, suspiraba con nostalgia imaginando que uno de esos aviones traía al esposo de vuelta. La bella dominicana no tenía amigas. El poco tiempo que le restaba después de trabajar, lo dedicaba a cuidar de sus dos hijos y a mirar películas románticas en la televisión. La única persona a quien sentía próxima era una colega de trabajo. Se llamaba Norma, mexicana de Oaxaca, casada con un ameri- cano. Sin embargo Norma tenía un problema: su religión. Era creyente y quería convencer a María, a cualquier costo, de que estaba equivocada. Eso le molestaba porque ella había nacido en un hogar católico y el día que su madre falleció consumida por un cán- cer, la había llamado y colocando un rosario en su mano le había dicho: —Prométeme que vas a ser fiel a la virgencita.

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La traicionada

¿Cómo podría no prometerle algo a la madre agonizan- te? Por eso, cuando Norma en el trabajo se empeñaba en de- mostrarle con la Biblia que adorar a la virgen no tenía base bíblica, María se molestaba y dejaba de hablar con ella, por uno o dos días. Después todo volvía a la normalidad porque la amistad de aquella muchacha le hacía bien. —Solo te ruego que no me hables de religión- le dijo un día. Me encanta tu amistad, pero tú con tu iglesia y yo con la mía. Ella no tenía ninguna iglesia. Por eso cuando dijo “Solo el método “yo con la mía” le sonó raro. de Cristo será el De niña había frecuentado que dará éxito bastante la iglesia. Su madre para llegar a iba a misa todos los la gente. El domingos y le preparó un Salvador trataba vestido blanco de seda, muy con los hombres bonito para que haga la como quien primera comunión. Pero deseaba hacerles después, al crecer, cono- cer bien. Les a Jorge, enamorarse de él y mostraba huir de casa, se olvidó de simpatía, todo y nunca más pisó una atendía sus iglesia. Jamás había leído necesidades y se una Biblia, sabía que era la ganaba su Palabra de Dios pero pensaba que solo los sacerdotes tenían la capacidad de entenderla. Norma conocía bien a María, sabía las tristezas que la embargaban, conocía que ella vivía con sus dos pequeños y que había sido abandonada por el esposo. Al conocerla, lo primero que pensó fue: “Quiero verla en el reino de los cielos”. La intención de Norma era correcta. Ella deseaba tener estrellas en su corona. Le habían

enseñado eso y para cum25

plir su misión había participado de un curso para instructores bíblicos. Sabía cómo presentar las doctrinas bíblicas y cómo argumentar delante de las objeciones. Pero, su esfuerzo y sus argumentos no funcionaban con María. Ella no deseaba hablar de religión. ¿Qué podría hacer para convencerla de que estaba equivocada y que necesitaba aceptar a Jesús antes de su segunda venida? Un día asistió a un campamento. Un pastor dijo en aquel encuentro: —Les voy a enseñar cómo traer personas para Cristo sin hablarles de religión. Eso le llamó la atención. ¿Cómo alguien podría aceptar a Jesús sin que se le diese estudios bíblicos? En su exposición el pastor leyó una cita del Espíritu de Profecía que dice: “Solo el método de Cristo será el que dará éxito para llegar a la gente. El Salvador trataba con los hombres como quien deseaba hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía sus necesidades y se ganaba su con- fianza. Entonces les decía: Seguidme”. (MC pág. 102). Aquello la impactó. Norma se dio cuenta de que su inten- ción de traer a María a la iglesia era buena pero que el método que estaba siguiendo no era el más adecuado. Las personas no desfallecen por falta de religión sino de Cristo. Él es la Las personas no siguen esencia del amor y traer a a desconocidos, pero alguien a sus pies significa van a cualquier lugar traerlo al amor. El con los amigos que las instrumento para eso es tamconquistan. bién el amor y solo puede ser usado por alguien que ha na- cido en el amor de Jesús.

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La traicionada

Había cuatro pasos que ella debía seguir antes de invitar a su amiga venir a Cristo. Estos eran: Primero, aproximarse a ella como alguien que desea hacerle el bien y no como alguien que desea llevarla a su iglesia; segundo, mostrarle simpatía y no mostrarle las “verdades bíblicas”; tercero, atender sus necesida- des, porque el ser humano solo toma decisiones en base a lo que necesita; cuarto, como resultado de los tres pasos anteriores, ga- narse la confianza de la amiga y solo entonces, en quinto lugar, invitarla venir con ella. Las personas no siguen a desconocidos, pero van a cual- quier lugar con los amigos que las conquistan. Un ejemplo era la propia María, ¿acaso no había huido de casa con el hombre que la conquistó? Después del almuerzo en el campamento, Norma se reti- ró hacia el bosque sola, y se arrodilló debajo de un pino alto y frondoso. Entonces oró: —Señor, a partir de hoy no te pido más que me ayudes llevar a María a la iglesia, sino que me ayudes a amarla de todo corazón. El siguiente lunes, al retomar la rutina de la semana, la actitud de Norma había cambiado radicalmente, tanto que cierta mañana María la miró extrañada y le preguntó: —¿Estás enferma? —No, ¿por qué?— respondió con una sonrisa en el rostro. —Estás rara. —¿Rara, por qué? —Hace varios días que no tratas de convencerme de nada. —Ah, disculpa, creo que no tengo el derecho de invadir tu privacidad. Tú tienes tus convicciones y yo debo respetarlas, pero te quiero y deseo que sepas que estoy aquí dispuesta a ayudarte en lo que sea necesario.

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—Hum, me gusta esta nueva Norma. Y las dos se carcajearon. Norma era una cristiana sincera. Había conocido a Jesús a raíz de un chasco amoroso. Faltando dos semanas para el matrimonio descubrió que su novio era casado y tenía dos hijos. Fue un golpe terrible, pensó hasta en quitarse la vida, pero salió adelante gracias al apoyo de su familia. Sin embargo, vivió su- mergida en el dolor y en la depresión por varios meses. Fue en esas circunstancias que llegó a sus manos el libro titulado “El Camino a Cristo”. Tal vez en otras circunstancias ni lo hubiera mirado, pero deprimida como estaba creyó que necesitaba de Jesús. La lectura de aquel libro cambió por com- pleto su manera de ver las circunstancias difíciles por las que atravesaba. Al terminar la última página vio el nombre de la editorial e inmediatamente escribió a la redacción preguntando a qué iglesia pertenecían. No recibió respuesta escrita, pero unas dos semanas después alguien tocó su puerta. —Soy el representante de la casa editora a la cual usted escribió— le dijo un joven risueño, delgado, con un maletín en la mano. El visitante trató de ven- derle otros libros, pero Norma se dispuso a en esa oportunidad ella poner en práctica el estaba des- empleada y no método de Jesús. En tenía dinero. las horas del almuerzo, —Yo solo quiero saber escuchaba a la amiga más de Jesús, le dijo. —Ah, no hay problema, contar las historias si usted desea yo estudio la tristes de su vida y al Bi- blia con usted. verla emocionarse, solo Fue así como empezó le tocaba el hombro con todo. Ella se apasionó por cariño. Cris- to, empezó a asistir a la iglesia y en poco tiempo se

bautizó. 28

La traicionada

Algunos meses después, descubrió que estaba enamorada del joven vendedor de libros, con quien hoy son esposos y padres de una preciosa niña. Dos años después se mudaron a los Es- tados Unidos. Como miembro de la iglesia, Norma aprendió, entre otras cosas, que el secreto para conservar una vida cristiana saludable es compartir el mensaje con personas que todavía no conocen a Jesús. Ella pensaba que la mejor manera de hacer eso era dando estudios bíblicos, por eso asistió al curso de instructores bíblicos y aprendió los pasos para enseñar la Biblia; pero con María ese método no dio resultado por un simple motivo: ella no quería cambiar de religión. Ahora, Norma se dispuso a poner en práctica el método de Jesús. En los momentos que compartían juntas al almorzar, escuchaba a la amiga contar las historias tristes de su vida y al verla emocionada, solo le tocaba el hombro con cariño. Llegó el mes de diciembre. Miami comenzó a pintarse de alegría preparándose para la Navidad, cuando María recibió una llamada telefónica de Jorge, después de muchos meses de silencio. —Hola mi vida, no sé cómo decirte que estoy avergonza- do por mi actitud y quisiera que me perdones. ¿Perdonar? ¿Qué deseaba aquel hombre? ¿Hacerla sufrir nuevamente? —Cariño ¿estás ahí? Ella estaba anonadada, sorprendida y confundida. Que- ría gritar de alegría, correr a sus brazos y decirle que no podía vivir sin él. Que volviese a ver a sus hijos que lo extrañaban mucho, pero al mismo tiempo anhelaba decirle que se olvidara de ella para siempre, que era un padre desnaturalizado y malo. ¿Quién entiende al corazón? —Por favor, María, perdóname cariño, sé que no lo me- rezco, pero te necesito.

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¿La necesitaba? ¿Para qué? ¿Para engañarla como lo había hecho tantas veces? —Déjame ver a los niños, quisiera pasar la Navidad con ellos, si no lo haces por mí, hazlo por ellos. —¿Cuándo vienes? —La próxima semana. —Pero no vengas por mí, ven solo por los niños. Yo estoy muy herida, no sé si podré perdonarte. —Pero ¿me esperas con los niños en el aeropuerto? Quiero que corran a mí cuando me vean. Deseo abrazarlos por todo este tiempo que estuve lejos. Cuando María colgó el teléfono, su corazón parecía un potrillo salvaje que no paraba de correr enloquecido por las praderas marchitas de sus recuerdos. Tuvo rabia de sí misma. Cólera por ser débil, por no saber decir no, por tener corazón. Sabía que al llegar, él la embaucaría como siempre y ella caería derretida al ritmo de sus promesas de amor mentiroso. Pero ya había aceptado ir al aeropuerto a recibirlo, llevando a los niños. La noticia fue de fiesta para los dos gemelos. Cada día que pasaba era un día menos faltante para el reencuentro. La cuenta regresiva había comenzado. Aquella semana ella visitó las tiendas buscando adornos navideños. La casa estaba hecha un primor, el arbolito brillaba salpicado de luces. La familia iba a reunirse después de mucho tiempo. Al recibir la noticia, lo primero que hizo fue contarle a Norma. La amiga no se entusiasmó tanto como ella. —¿Ya olvidaste todo lo que te hizo? —No, pero quiero intentarlo nuevamente, por los niños. Los niños eran una buena disculpa. Ella lo sabía. Lo sabían todos. Pero su corazón no lo entendía. —¿Quién soy yo para juzgarte? -le dijo Norma- Un día te dije que estaría a tu lado para lo que fuese y viniese, y así lo haré.

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La traicionada

El día llegó. Aquel lunes catorce de diciembre amaneció lluvioso. El cielo oscuro parecía anunciar una tragedia, pero María estaba demasiado feliz para vislumbrar cualquier inci- dente triste. A la hora marcada, estaba ella con los niños en la puer- ta de desembarque. Ansiosa, colmada de ilusiones como una adolescente que va al encuentro de su primer enamorado. Los pasajeros empezaron a salir. En la puerta, abrazos de nostal- gia, de alegría y de reencuentro. Ella, casi en la punta de los pies miraba a lo lejos intentando ver la figura del hombre que la había hecho soñar, pero que también la había hecho sufrir como nadie. Y apareció. Empujaba un carrito de mano con dos male- tas. Vestía camiseta negra de manga corta y bermudas de color blanco. Usaba un gran bigote, cabello largo y lentes oscuros. Al verla se quitó los lentes y corrió en dirección a los niños, los abrazó y derramó lágrimas, después la abrazó a ella y le susu- rró al oído. —Gracias, muchas gracias por dejarme ver a los niños. —Ellos están felices como nunca, te necesitan. —Yo sé, me llevó tiempo pero entendí que ellos me necesitan. Subieron al carro. Primero él colocó las maletas, después le preguntó: —¿Quieres que maneje? —Si quieres— dijo moviendo los hombros. Se esforzaba para que Jorge no notase su emoción re- primida. Estaba feliz. Sabía que al principio haría juego duro, pero después lo aceptaría de vuelta. Al fin, él era el padre de sus hijos y ellos necesitaban de una familia completa. —¿Antes de ir a casa podríamos pasar por el departa- mento de un amigo? Solo es para entregarle una encomienda. Está en la ruta.

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—Claro, no hay problema. El carro se estacionó frente a una casa de un barrio ubi- cado en las afueras de Miami. Jorge sacó una bolsa de una de las maletas. Una pareja salió de la casa, se saludaron y en el momento que la mujer recibía la bolsa, intempestivamente sur- gieron policías armados de todos lados y en pocos segundos los rodearon. María no entendió lo que sucedía. Un policía le gritó: —Salga del carro con las manos arriba. Los niños lloraban desesperados al ver que los guardias esposaban a sus padres. —Soy inocente, no hice nada, por favor, mis hijos, no les hagan daño— gritaba ella angustiada. Pero nadie quería escuchar nada. —Tienes el derecho de guardar silencio y llamar a un abogado, cualquier cosa que digas será usada contra ti en el juicio— le dijo un guardia moreno alto, con cara de bulldog. Del otro lado, Jorge, pálido, sudando, solo atinó a decir: “Perdóname”. Los meses que se siguieron fueron los más tristes de su vida y no habría podido sobrevivir si no fuese por Norma. Ella buscó a un abogado, la visitaba, la animaba y estaba a su lado siempre los días de visitas en el centro penitenciario. Cierta mañana del mes de abril, mientras conversaban, María preguntó: —¿Por qué no me hablas de Jesús? Creo que solo él puede ayudarme. —Claro— le dijo Norma—, solo Jesús puede ayudarte. Hay circunstancias en la vida en que nos sentimos como en un túnel sin salida, pero Jesús está dispuesto a hacer lo que noso- tros somos incapaces de lograr por nosotros mismos. Fue así como María comenzó a estudiar la Biblia y a sor- prenderse con verdades maravillosas que no conocía. Su

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La traicionada

gría por el descubrimiento que había hecho era tan grande que compartía los estudios con un grupo de reclusas. Dos meses después, a mediados del mes de junio, María fue liberada por el juez, tras comprobarse su inocencia. Se le devolvieron los hijos y como consecuencia de lo sucedido logró los documentos de residencia que tanto había soñado. El mes siguiente, descendió a las aguas del bautismo en una ceremonia emocionante en la que el pastor dijo: “Esta mujer no fue ganada para Cristo por la doctrina, sino por el amor”. Luego llamó a Norma. Ambas se abrazaron y la túnica mojada de María, mojó la ropa de la amiga que simplemente la había amado y la había conquistado para Cristo con el po- der de la amistad. Jorge cumple una larga condena por tráfico internacional de drogas en una prisión del estado de Florida. Los gemelos estudian el curso secundario. María se casó con un viudo cristiano, anciano de iglesia y acaba de tener una niña. Así son las cosas en el reino de Dios. ¡Esta es la historia de María! ¡Este es su testimonio! ¡Ella fue

!

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HISTORIA

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La patrona

Cómo una simple joven conquistó el corazón de su patrona para Jesús, a través de la amistad.

Y

a era tarde y los consumidores habían salido del café, excepto aquel hombre de saco azul y lentes oscuros, sentado en una esquina, a la luz de un viejo lamparín. Los dos camareros, al notar que el hombre estaba un poco ebrio, entre ellos entablaron este diálogo: –La semana pasada trató de suicidarse. –¿Por qué? –Estaba desesperado. –¿Por qué se sintió así? –Por nada. –¿Cómo sabes que fue por nada? –Porque tiene mucho dinero. –¿Y tú crees que los ricos no tienen problemas? –Si yo fuese rico no los tendría. El hombre extraño, que en la misma semana había lle- gado todas las tardes para sentarse a beber en la misma mesa era rico. Sí, pero estaba lleno de problemas. Situaciones estas que nadie entendía porque aparentemente tenía todo para ser feliz. Sin embargo, pasaba las noches revolcándose en la cama sin poder conciliar el sueño y a la mañana siguien- te llegaba malhumorado a su empresa. El hogar estaba casi

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La patrona

deshecho por tantas discusiones, al punto que la esposa le había aconsejado que buscara un psicólogo. –¿Crees que estoy loco? –gritaba él. Ella guardaba silencio para no ponerlo más nervioso, y solo lo observaba de lejos para que él no se sintiera vigilado. Dos semanas antes el hombre había tomado un frasco lleno de comprimidos, y si la empleada no lo hubiese encontrado a tiempo, estaría muerto. Guillermo López y Carmen Delgado se habían conocido en un club nocturno de San Telmo, en Buenos Aires, el año 1978. Ambos habían ido a Argentina para espectar los par- tidos del campeonato mundial que consagrara a la selección de César Luis Menotti. Fue un amor fulminante, y al regresar a los Estados Unidos contrajeron matrimonio. La vida les dio dos preciosos hijos que ahora, adultos, vivían en lugares distantes con sus respectivas familias. Los hijos ignoraban el drama de sus padres. Los visitaban en Navidad, llevando a los nietos que constituían la única ale- gría de la pareja, pero cuando se marchaban, en Guillermo y Carmen retornaba el mismo clima de indiferencia y tristeza masacrantes. Cierta mañana del mes de julio, después de una discu- sión, Guillermo había ido a la empresa y Carmen se quedó llorando como siempre, pensando si debería contar la situa- ción a sus hijos, cuando sus pensamientos fueron interrumpi- dos por la entrada de la chica del servicio. —Perdón señora, ¿me permitiría hacer una oración por usted? —¿Tú quieres rezar por mí? —No señora, quisiera orar. —Orar o rezar, ¿cuál es la diferencia? —Rezar es repetir una oración aprendida de memoria pero orar es abrirle el corazón a Dios como a un amigo. 35

—¿Y por qué quieres orar por mí? —La veo triste y quisiera pedir que Dios coloque paz en su corazón. Aquello la conmovió. Ella nunca se había dado el traba- jo de pensar en Dios. No se podría decir que era atea, pero para ella Dios era todo y estaba en todo. Creía en que el ser humano debe ser una persona moral y de vez en cuando, in- clusive, ayudar a los más necesitados, pero jamás había sido religiosa ni se había interesado en algo que tuviese que ver con religión. Tal vez por eso, aquella mañana, le impactó la fe de su empleada. —¿Tú eres de alguna iglesia? —Sí, señora, ¿recuerda que cuando comencé a trabajar aquí, le pedí el sábado libre? —¿Es por causa de tu religión? —Sí, nosotros guardamos el sábado. —¿Y quieres orar por mí? —Si usted me lo permite. —Entonces ora, ¿tengo que arrodillarme? No, no es necesario, si deLa única manera de sea puede permanecer sentada crecer en Cristo es allí donde está. orando todos los Susana oró. Ella había nadías, estudiando cido en un hogar adventista la Biblia todos los pero su verdadero encuentro con días y llevando una Jesús sucedió cuando un pastor persona a Jesús llegó a su iglesia para dar una permanentemente. sema- na de capacitación y enseñó a los miembros a testificar de su fe. —La única manera de crecer en Cristo es orando y estudiando diariamente la Biblia y además llevando, por lo menos, una persona a Jesús. Si no lo haces serás un cristiano débil, no

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La patrona

crecerás y con el tiempo te conformarás a una vida mediocre o abandonarás la iglesia— había señalado el pastor. Y Susana tomó el consejo seriamente. Se levantaba de madrugada para orar y estudiar la Palabra de Dios; y cuando el pastor pidió que cada uno anotase en un papel los nom- bres de tres personas que deseaban llevar a Jesús, ella puso los nombres de sus patrones y, a partir de ese día, se preocu- pó en ser más amiga de la patrona. —No tengas prisa en hablarles de religión, toma tiempo haciéndote más amiga de ellos y Dios te mostrará el momen- to en que debes invitarlos a orar— le había dicho el pastor, cuando ella preguntó cómo podía hablar de religión a perso- nas que no se interesaban en cosas espirituales. Ahora, varios meses después, al ver a su patrona llorosa creyó que había llegado el momento. —¿Vas a orar?— le preguntó nuevamente doña Carmen y ella oró: —Padre querido, bendice a esta hija tuya. Ella es precio- sa a tus ojos pero está sufriendo y te necesita, por favor dale paz en su corazón y enséñale a ser feliz. Al terminar el ruego doña Carmen estaba conmovida. Aquella muchacha, en su simplicidad, era una mujer extraor- dinaria. Mientras ella oraba, Carmen sintió como si una mano invisible tocara su corazón y ahora sentía paz y unas ganas enormes de abrazarla. Y fue lo que hizo. La apretó en sus brazos y le dijo: —Gracias, hija, muchas gracias, eres increíble. Los días pasaron, se fueron las semanas, una tras otra. Doña Carmen siempre la buscaba para conversar y hasta le pedía que orase por ella, pero no hablaba de religión. —Espera el momento oportuno, Dios está trabajando en su corazón y cuando llegue la hora exacta, ella te va a pre-

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guntar y tú tendrás la oportunidad de responderle— le había aconsejado el pastor. Se aproximaba la Navidad y la casa de los patrones se vestía de alegría, aguardando la llegada de los hijos y los nietos. Una mañana mientras Susana le servía el desayuno en el cuarto, doña Carmen le preguntó: —Quisiera darte en esta Navidad un regalo que te sirva, ¿podrías decirme qué deseas recibir? —No se preocupe doña Carmen.—Me preocupo sí, ¿acaso no eres mi amiga? —Sí, pero no necesita darme un regalo. —Dime, chica, ¿qué deseas? —¿Puedo pedirle cualquier cosa? —Pide nomás. —Que me permita llevar su nombre a la iglesia para que oremos por usted. Todos los miércoles en la noche, la iglesia se reúne para orar por los amigos... —¿Y tú quieres llevar mi nombre? —Si usted me lo permite. —¿Ese es el regalo que deseas? —Sí, señora. Doña Carmen soltó una carcajada agradable. Susana nunca la había visto reír de esa manera. —Déjate de cosas, hija, dime qué regalo deseas. —Entonces, ¿puedo llevar su nombre? —Claro, mi hija, eso ni necesitabas preguntar. Susana se llevó la mano al pecho, respiró hondo y dijo: —Oh qué bien, usted me quita un peso de los hombros. La patrona intrigada le preguntó: —¿Por qué? —Es que yo ya llevé su nombre al comienzo del año. —¿Qué? ¿Por qué lo hiciste? —Yo veía sufrir a usted y a don Guillermo y sé que solo

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La patrona

Dios puede ayudarles. Yo los amo y quisiera verlos siempre felices. Doña Carmen se dio cuenta de que la chica que tenía delante de ella nunca dejaba de sorprenderla. Escondió una lágrima y se retiró. Una semana antes de Navidad, la patrona la llamó a su dormitorio y le preguntó: —¿En tu iglesia oran por personas que no conocen? —Sí, pero usted no es una persona desconocida, ¿usted no dijo que es mi amiga? —Sí, claro, lo soy. Doña Carmen se puso seria. Era una mujer sufrida, se podía ver arrugas profundas en su rostro, a pesar de que nunca andaba sin maquillaje y vestía siempre ropas elegantes. Carmen sufría por el esposo agnóstico como ella, Está probado que las desespera- do y vacío. No personas no buscan sabía la pobre que la doctrina ni mucho angustia del esposo promenos cambiarse de venía de una conciencia iglesia o de religión. ator- mentada. A los sesenta Las personas buscan años de edad había descubierto que tenía un amor, amistad sincera, vástago y no sabía cómo requieren de alguien decírselo a la familia. Los en quien confiar y los hijos lo admiraban y no dehijos de Dios son esos seaba frustrarlos pero, por embajadores del amor. otro lado, no quería mantener a su nuevo hijo extramatrimonial en el anonimato. Eso lo estaba llevando a la locura y una maña- na mientras la esposa salió de compras, tomó un frasco entero de pastillas y casi acabó

con su vida. 39

Doña Carmen sufría debido a la indiferencia del espo- so. Necesitaba confiarle a alguien lo que le sucedía, pero no tenía amigas. Su única confidente era esa muchacha simple de ojos negros y cabello corto, que trabajaba durante el día y estudiaba por las noches. Es verdad que era joven, pero era sensata, equilibrada y las cosas que decía tenían coherencia. —¿Puedo hacerte una pregunta?- le dijo la patrona —Hágala. —¿Por qué te preocupas tanto por mí? —Yo la amo, señora, porque Jesús un día derramó su sangre para que usted sea feliz. Yo sé que usted no cree en estas cosas, pero yo siento que es así. —Dime, ¿de dónde sacas palabras tan bonitas? —¿Realmente lo desea saber? —Estoy esperando la respuesta. —¿Puedo leerle un versículo de la Biblia? —Si allí está la respuesta, adelante. Susana corrió al lugar donde tenía su cartera, regresó con una pequeña Biblia y leyó: “Yo he venido para que ten- gan vida, y para que la tengan en abundancia”. Doña Carmen tomó la Biblia en sus manos y leyó el versículo una y otra vez. Después se la devolvió y preguntó: —¿En tu iglesia estudian la Biblia? —Sí, pero además, yo la leo todos los días. Llegó la Navidad. La casa se colmó de alegría. La víspe- ra, antes de ir para casa, Susana buscó a la patrona y le dijo: —Le traje este regalo. Le entregó un paquete y se retiró. Más tarde, en su dormitorio, ella abrió el obsequio y vio que era una Biblia. La tomó en sus manos con mucho cuida- do, casi con reverencia, la besó y la guardó en el cajón de su mesita de noche.

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La patrona

Cuando enero llegó, lo hizo también la nieve. Mucha nieve. Tanta que nadie salía a las calles. Una noche doña Carmen se acomodó al calor de la estufa y se puso a leer la Biblia. Leyó todo el libro de Génesis en una sola noche. No entendió mucho, pero al llegar al dor- mitorio notó que Guillermo ya estaba durmiendo, se acostó silenciosamente para no despertarlo, y antes de dormir, dio un beso en el rostro del esposo. A la mañana siguiente despertó tarde y sintió que hacía mucho que no dormía así. Se levantó, se dirigió a la cocina y al entrar percibió que Susana conversaba con las otras dos compañeras: —Así es, queridas, la vida sin Cristo no tiene sentido, yo no les hablo simplemente de religión sino de Jesús. ¿Por qué no vienen conmigo a la iglesia este miércoles para pedir que mis hermanos oren por ustedes? —Yo nunca entré a una iglesia protestante, mi familia es muy católica— dijo una de ellas. —Me dijeron que allí piden dinero— añadió la otra. En ese momento la patrona entró, las saludó, bebió agua de un vaso, luego se dirigió a Susana: —Cuando termines, ven a mi dormitorio por favor. Una vez a solas, doña Carmen le mostró la Biblia. –Gracias –le dijo– es el mejor regalo que alguien me ha dado, pero tengo dificultades para entenderla, ¿qué hago? –Le voy a traer unos vídeos donde un pastor explica la Biblia– le prometió la muchacha. –¿Es tu pastor? –Sí, es de mi iglesia. –¿Le puedes invitar mañana? –Sí, claro que sí. Al día siguiente Susana llegó con una colección de ví- deos. Estaba consciente de que no estaba capacitada para

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dar estudios bíblicos. Si supiera lo hubiera hecho con gusto, y entendía que dar estudios bíblicos es un don que Dios no les da a todos. Sin embargo, había algo que sí podía hacer, es- coger a una persona, orar por ella todos los días y acercarse a ella con el vínculo extraordinario de la amistad. Está probado que las personas no buscan doctrina ni mucho menos cambiarse "Muchos de iglesia o de religión. Ellas están buscan amor, amistad sincera, aguardando requieren de alguien en a que se les quien confiar y los hijos de hable Dios son esos embajadores personalmente. del amor. Susana asumió su En la familia responsabi- lidad misionera y misma, en el fue el canal del amor de Dios para su pa- trona. vecindario, en La siguiente Navidad el pueblo en Carmen ya estaba que vivimos, bautizada. Había recibido hay para estudios bíbli- cos del pastor nosotros trabajo y se había pro- puesto llevar que debemos a su esposo al conocimiento del evangelio. Puso su nombre en el grupo de oración de la iglesia, escogió a Susana como su compañera de oración y como resultado del trabajo silencioso del Espíritu Santo, un día también él le abrió el corazón, confesó su pecado y las heridas comenzaron a ser cicatrizadas. El Espíritu de Profecía es claro al hablar del método de Cristo: “Son muchos los que necesitan el ministerio de corazones cristianos amantes. Muchos han des-

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La patrona

cendido a la ruina cuando podrían haber sido salvados, si sus vecinos, hombres y mujeres comunes, hubiesen hecho algún esfuerzo personal en su favor. Muchos están aguardando que se les hable personalmente. En la familia misma, en el vecindario, en el pueblo en que vivimos, hay para nosotros trabajo que debemos hacer como misio- neros de Cristo”. (Conflicto y Valor, pág. 281). ¡Esta es la historia de doña Carmen! ¡Este es su testimonio! ¡Ella fue

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HISTORIA

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El rico infeliz

Cómo un empleado humilde llevó a su patrón al encuentro con Jesús, a través de la amistad.

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on Sebastián acaba de levantarse. La niebla entristece la mañana triste del otoño ya triste de su triste ciudad. La garúa cae y con ella caen también las hojas. Esas hojitas marrones, sin vida, arrancadas por el viento matutino parecen una lluvia fina de ilusiones idas. Don Sebastián no ha podido dormir. Se ha levantado tris- te. Mira por la ventana la mañana triste y se angustia. Camina desde la ventana hacia la chimenea y desde la chimenea a la ventana. Es su rutina diaria. La monotonía masacrante de su vida de rico. Porque don Sebastián tiene mucho dinero, solo que de nada le sirve. Su esposa le ha pedido el divorcio, su hija es novia de un vividor que la conquistó solo para aprovecharse del dinero del padre rico. Y su hijo está hundido en las drogas hasta el cuello. Don Sebastián piensa en su vida. ¿De qué le sirve el dine- ro que ha ganado con tanto trabajo, sudor y esfuerzo? Piensa en su historia. Ha viajado por todo el mundo, ha tenido mu- chas mujeres, ha disfrutado de los placeres que el dinero puede proporcionar, pero su vida no tiene encantos ni atractivos. Está hastiado de este tipo de vida. Está cansado porque ha vivido mucho, extenuado porque no ha dormido la noche completa. Se recuesta en el sillón. Sentado allí, recuerda su niñez distante,

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El rico infeliz

la casa paterna, las vacaciones, la universidad. Jesús dijo: Después, el cáncer asesino “Otra vez os que devoró lentamente la digo que si dos vida de su padre y la tristeza de vosotros se de su madre viuda, que no ponen de resistió el dolor de la pérdida acuerdo en la del esposo y también se fue. tierra acerca Don Sebastián hoy está de cualquier solo. Vive rodeado de gente pero está solo. La esposa cosa que vive como ausente, los hijos pidan, les será solo piensan en el dinero. hecho por mi Hoy es su cumpleaños y Padre que está nadie le ha di- cho algo. Ha cumplido sesen- ta y cinco años y en cualquier momento se irá también, se marchará, partirá. ¿Para dónde? Ni siquiera eso sabe. Sabe ganar dinero pero se ha olvidado de las demás cosas. ¡Qué vida triste! Está envejeciendo y morirá cualquier día y, desapareciendo él, habrá desaparecido todo. No habrá ni rastros de don Sebastián sobre la tierra. Y enton- ces, ¿de qué le habrá servido su dinero? Son las nueve de la mañana y don Sebastián sacude la cabeza, ahuyenta sus lamentaciones y parte para la lucha. Des- pués de conducir su automóvil último modelo por las congestio- nadas calles de la ciudad, en una mañana de neblina terca que resiste la presencia del sol, llega a su oficina. Al verlo, todos corren de un lado para otro, fingen que trabajan, dejan de conversar y se ponen serios. Ha llegado don Sebastián, el jefe implacable, duro, severo y prepotente. Cipriano, el hombre de la limpieza, es el único que no se preocupa por la llegada del jefe. Sigue su rutina diaria can- tando como un zorzal mientras le quita el polvo a los

muebles. 45

Él siempre canta. Llega cantando y se va cantando. Entona canciones que nadie conoce. Cantó inclusive la mañana en que lo expulsaron de la empresa, acusado de robo. Dos meses después, al ser descubierto el verdadero ladrón, se disculparon con él y le pidieron que regresara al trabajo. Y Cipriano, el salvadoreño que un día llegó a los Estados Unidos sin docu- mentos, regresó cantando. Ahora don Sebastián está sentado en medio de su oficina y la chica de servicios acaba de servirle un café amargo, sin azúcar. La secretaria entra y anuncia que Cipriano desea hablar con él . —¿Qué quiere? —No sé don Sebastián, solo pide treinta segundos. —Que entre. El humilde hombre entra. Viste mameluco, trae una franela en la mano y sonríe feliz. Aquella sonrisa incomoda al patrón. —Te restan veinte segundos. —Solo vine a decirle que esta mañana le agradecí a Dios por haberle dado un año más de vida. Cipriano se disponía a salir, cuando el jefe le dijo: —Un momento, un momento. Aquí están dos lados opuestos de la vida. El rico y el po- bre. El infeliz y el feliz. El patrón y el empleado, frente a frente, sin pestañear. Don Sebastián lo mira de pies a cabeza, con desprecio, admiración, rabia y compasión. Es un coctel de sentimientos que él mismo no sabe definir. Conoce quién es aquel hombre. Lo humilló delante de los otros empleados el día que pensó que él le había robado el celular, le dijo cosas horribles, y después, cuando se supo quién era el culpable, mandó que lo emplea- sen nuevamente pero nunca le había pedido disculpas.

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El rico infeliz

Sin embargo, ve al empleado siempre con una sonrisa en los labios, que lo saluda todos los días con cortesía, dispuesto a caminar la segunda milla, atento a cualquier necesidad del orgulloso patrón y vive cantando mientras realiza sus tareas. Este hombre es feliz. Eso piensa don Sebastián. Gana el sueldo mínimo pero es feliz, una persona solo canta cuando se siente feliz. Y la felicidad del hombre pobre le da envidia. —Repite lo que acabas de decir ¿Le agradeciste a Dios por mí? —Sí, señor. —¿Por qué? —Porque usted es una persona que hace bien a mucha gente, mire cuántas familias viven gracias al sueldo que gana- mos en esta empresa. —¿Por qué te preocupan las otras personas? —Son hijos de Dios. —¿Cuánto ganas tú? —El sueldo mínimo, señor. —¿Y eso te alcanza para vivir? —Más o menos, pero soy grato a Dios por lo que me da. Don Sebastián golpea la mesa con furia y se levanta. Ci- priano no se intimida, lo respeta pero no le teme. El patrón se dirige a la puerta y antes de cerrarla, ordena a la secretaria con voz áspera: —¡No quiero ser interrumpido por nadie! Regresa a su escritorio, se sienta, bebe un sorbo de café y pre- gunta: —¿Quién eres? —Cipriano, señor. —Ya sé que eres Cipriano, el hombre de la limpieza que gana un sueldo mínimo, pero yo te pregunto otra cosa, ¿quién eres?

—No le entiendo don Sebastián. 47

Se ve en los ojos de Cipriano una paz que rebalsa. Es un hombre simple, humilde, trabaja en dos lugares para mante- ner a su familia. La esposa también hace la limpieza en casas particulares y con esos tres salarios logran alimentar, vestir y educar a los cuatro hijos que Dios les dio. Pero Cipriano se ha dejado encontrar por Jesús y él llena su corazón de esperanza. Eso le da fuerzas para vivir. Un sábado por la mañana, el pastor de su iglesia dice que para crecer en la vida espiritual es necesario orar todos los días, estudiar la Biblia diariamente y llevar a una persona hacia Cristo, entonces Cipriano piensa en su patrón. Lo ve todos los días y sabe que es un hombre infeliz. Rico pero triste. No habla con nadie y cuando lo hace es solo para reclamar y humillar a sus empleados. Todos le temen, pero a sus espaldas hablan pestes de él. ¿De qué sirve tener dinero si no se tiene paz en el corazón? A partir de aquel día Ci- priano comienza a orar Inútilmente los seres todos los días por don humanos intentan Sebastián. Su iglesia está llevar el evangelio organizada en du- plas de a las personas sin oración y Cipriano y su vivir una experiencia compañero de oración, Anprofunda de oración. tonio, claman todos los días para que Dios toque el Es mediante la oración cora- zón del temido patrón. que Dios transforma el Cipria- no recuerda que carácter del cristiano Jesucristo mismo dijo un y sensibiliza las día: “Otra vez os digo que cuerdas adormecidas si dos de vosotros se ponen del corazón de los de acuerdo en la tie- rra acerca de cualquier cosa incrédulos. que pidan, les será hecho por mi Padre que está en

los cie- los”. Mateo 18:1820. 48

El rico infeliz

Inútilmente los seres humanos intentan llevar el evangelio a las personas sin vivir una experiencia profunda de oración. Es mediante la oración que Dios transforma el carácter del cris- tiano y sensibiliza las cuerdas adormecidas del corazón de los incrédulos. Gracias a la oración el Señor trabaja en el corazón de don Sebastián, aunque nadie lo sepa. La angustia, el vacío interior y la tristeza que se han apoderado del hombre rico es una evidencia de que el Espíritu Santo lo está conduciendo hacia el momento final de su entrega. —¿Quién eres? La pregunta sacude el corazón de Cipriano. —Perdóneme… no le entiendo. —Yo soy rico, puedo comprar lo que quiera, viajo por todo el mundo a la hora que me da la gana. Soy dueño de esta empresa, pero no soy feliz. Tú en cambio, eres pobre, no tienes nada y vives cantando mientras recoges la basura, dime ¿qué tienes tú que yo no tengo? Lágrimas rebeldes se asoman a los ojos del patrón. Aquel hombre temido por todos, aquel gigante de los negocios, está delante del cristiano simple, a punto de llorar. Sufre, sabe que la paz de Cipriano no la puede comprar a pesar de su dinero. Por eso está a punto de llorar. Y llora. —¿Cómo puedes ser feliz sin tener nada? El hombre de la limpieza no responde. Lo mira con amor pero calla. Respeta el silencio del hombre rico. En ese momen- to aquella oficina se ha transformado en un templo. El Espíritu de Dios está trabajando. Después de algunos segundos, Ci- priano rompe el silencio: —Dios lo ama, pero usted necesita aceptar ese amor. —¡Dios! ¡Dios! ¡No me hables de Dios! —Está bien. —No, no está bien. Está todo mal, dime ¿qué puedo hacer?

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Silencio. Cipriano solo guarda silencio. Los segundos transcurren interminables, eternos. Don Sebastián necesita de Dios pero no lo sabe. O no lo quiere saber. Se recupera poco a poco y dice: —Puedes irte. Cipriano se va. Esta vez no canta. Su corazón llora en silencio. Se va hasta el depósito de los utensilios de limpieza, allí se arrodilla y ora. Ora triste, por causa de la tozudez del hombre rico. El patrón está destruido, pero no acepta a Dios. No encuentra una salida. Seguirá viviendo, ganando dinero y un día, se morirá perdido, desaparecerá en las sombras del ol- vido. Vendrán otros y disfrutarán de su dinero. Y después otros, y otros, hasta que no quede más dinero. ¿Por qué el ser huma- no es así? Sería tan fácil que se rindiera ante Dios para salir de la noche de la angustia, pero el corazón humano es rebelde. El reloj marca las doce del día. Los empleados se retiran para el almuerzo. Cipriano, en el depósito, abre la marmita y la mira. Está sin hambre. Se esfuerza para olvidar pero la imagen de don Sebastián derrumbado en su escritorio, no abandona su mente. Entonces oye pasos. Se frota los ojos y se acomoda mejor en el banco de madera. —¿Puedo hacerte compañía mientras almuerzas? Es él, el patrón, entra decidido y se sienta frente al em- pleado. —¿Necesita alguna cosa, don Sebastián? —No, solo quiero hablar un momento contigo. —Sí, bueno, señor. —¿Cuándo vas a tu iglesia? —Mañana, señor, mañana es sábado. —¿Podría acompañarte? El corazón de Cipriano casi le sale por la boca, tiene que esforzarse mucho para no demostrar su emoción. Deja la mar- mita de lado y con una sonrisa, responde.

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El rico infeliz

—Por supuesto que sí, señor—¿A qué hora es la ceremonia? A las once. Creo que usted puede llegar a esa hora, pero si usted desea yo lo busco en su casa. —No, Cipriano, yo llegaré allí. Es la primera vez que aquel hombre lo llama por su nom- bre. ¿Qué le habrá sucedido? No importa. Lo que interesa es que el Espíritu Santo está obrando en el corazón de don Sebas- tián. Ahora es sábado de mañana. La iglesia de Cipriano es una congregación cuyo propó- sito de existencia en esta tierra es la predicación del evange- lio. Sus miembros han aprendido que la iglesia de Dios es la iglesia del amor. Esa gente sabe que las personas no necesitan de doctrina sino de amor. La doctrina es un asunto que encaja en la vida del que fue transformado por el amor. Por eso la iglesia de Cipriano ama. Los miembros siempre conservan una sonrisa en el rostro. Buscan saber quién ha llegado a la iglesia por primera vez y le sonríen, lo abrazan y le dicen que esa es La iglesia de Dios es su familia y que no quieren la iglesia del amor. per- derlo. La iglesia de Sus miembros saben Cipriano no es una institución. Ellos no van para gozar que las personas no solamente de un bonito necesitan de doctrina programa, sino también para sino de amor. Por eso, recibir a las personas he- ridas ellos siempre tienen que buscan la iglesia anuna sonrisa en el helando remedio para su dolor. Hoy es sábado. Un sábarostro, mostrando a do diferente y especial. cada momento el amor Cipriano aguarda en la puerta de Dios. ansioso. Ha avisado a las hermanas que trabajan en la recepción que

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este día viene su patrón a la iglesia y que su nombre es Sebastián. Todos están preparados para recibirlo. Faltan cinco minutos para las once del día cuando don Sebastián desciende del automóvil. Cipriano corre a su en- cuentro y con su habitual sonrisa lo saluda y lo conduce a la puerta. Allí el hombre rico y triste descubre que hay alegría. Las damas que lo reciben en la puerta tienen el rostro iluminado. Una muchacha de aproximadamente veinte años se le acerca y le dice: —Bienvenido, don Sebastián, qué bueno que esté con nosotros. Esta es su familia, voy a llevarlo a un lugar especial preparado para usted. Y lo conduce. El hombre rico se pregunta intrigado: “¿Quiénes son es- tos? ¿Cómo saben mi nombre? ¿Por qué me tratan con tanto cariño?”. Solo que eso ya no importa. Nada más importa. Hace mucho tiempo que no se ha sentido tan bien. De pronto siente que su tristeza se ha ido. Su corazón canta y, sin darse cuenta, su boca también entona las letras de un himno precioso: A la cruz de Cristo voy. Débil, pobre y ciego soy. Mis riquezas nada son. Necesito salvación. Yo confío en ti, Señor, mi bendito Salvador, y me postro ante tu cruz. ¡Salva, oh sálvame, Jesús! El culto ha terminado. En la puerta, a la salida, todos lo abrazan, le dicen que lo aman y que lo han esperado desde hace tiempo. El corazón de don Sebastián parece que va a explosionar. No conoce a esa gente, nunca los ha

visto pero ellos 52

El rico infeliz

parecen conocerlo de toda la vida. ¿Qué misterio es este? Antes de partir, el hombre rico abraza al hombre pobre. —Gracias— le dice— no sé cómo pagarte esto. —No, don Sebastián, no necesita pagar, pero tampoco ne- cesita irse, venga a almorzar a mi casa. El patrón se siente avergonzado. Mira al chofer que lo espe- ra con la puerta entreabierta. —Otro día, Cipriano…otro día. —Mi esposa preparó el almuerzo con todo cariño, venga por favor. Él va. Entra a la casa pobre, ve todo en orden, limpio, parece una casa de juguete y percibe que para tener un hogar no se necesita una casa lujosa. Él posee una mansión pero no tiene un hogar. Ahora en- tiende por qué Cipriano canta. ¿Quién no cantaría teniendo una familia unida y feliz? Tres meses después de recibir estudios bíblicos, don Se- bastián entra a las aguas del bautismo, y comienza una vida nueva. En la primera fila está su chofer con toda su familia. El testimonio de la transformación de su jefe ha impactado la vida del chofer, y él también ha decidido estudiar la Biblia y conocer mejor a Jesús. La esposa de don Sebastián y sus hijos también están pre- sentes ese día y se emocionan al ver salir al padre de las aguas bautismales, levantar las manos al cielo y decir: –¡Gracias, Dios mío! Ellos no comprenden lo que sucede, pero observan que su padre luce feliz como hace mucho tiempo no lo veían. ¡El Espíritu Santo se encargará de abrirles los ojos y les ayudará a descubrir también lo que el padre ha descubierto! ¡Esta es la historia de don Sebastián! ¡Este es su testimonio! ¡Él fue

!

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HISTORIA

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La beata

Cómo una nuera convierte al esposo avaro y a la suegra gruñona.

R

osario, la viuda de Jacinto Riquelme vivía con su hijo en una casa de calaminas, en los alrededores de Tijuana. Los pobladores de esta ciudad fronteriza comentaban que su esposo había sido asesinado en un ajuste de cuentas, como resultado de la vida licenciosa que había escogido al unirse a un grupo de narcotraficantes. Pero Rosario, la viuda joven y bo- nita, no se importunaba por esos comentarios; su única certeza era que su esposo estaba muerto, y que ella debía luchar para sacar adelante al hijo de cinco años que Jacinto le dejara. Tijuana es bañada por el mar en uno de sus cantos y limi- ta con la tierra de los sueños por el otro. Peregrinos de muchas partes llegan a su suelo y se quedan aguardando el momento oportuno para atravesar la frontera en busca del sueño ameri- cano. Sobre un morro hay un cúmulo de casas que forma una mancha semejante a nidos de pájaros salvajes acurrucados sobre la roca. La casa de Rosario estaba en ese barrio. En rea- lidad, la vivienda no era suya, se la había prestado un primo, después que enviudara. —Vive allí y cuando encuentres empleo me pagas el al- quiler— le dijo el primo. Y como Rosario no tenía a dónde ir, aceptó la ayuda del hijo de su tía Consuelo. Fue precisamente la tía Consuelo quien, algunas

sema- nas después, le consiguió trabajo como costurera en la fábrica 54

La beata

de pantalones de don Gilberto. Así llamaban sus empleados al cuarentón de prematuros cabellos blancos, soltero, que vivía con su progenitora en una casa cómoda de dos pisos localiza- da en uno de los barrios aristocráticos de la ciudad. Las malas lenguas decían que don Gilberto estaba como loco por formar familia, pero que su madre no se lo permitía. —¿Por qué mi niño tiene que ser atendido por otra mujer si su madre todavía vive?— decía doña Ramona a sus amigas, cuando se reunían semanalmente en la parroquia para planear las obras de beneficencia social. Doña Ramona era la típica beata que vivía en función de las obras de caridad de la iglesia. No entendía nada de Biblia, jamás la había leído, pero siempre la cargaba de un lado a otro, aparentando ser una profunda conocedora de los misterios divinos. Era una mujer rolliza, de cabellos largos y blancos, amarrados con pulcritud. Había heredado de su es- poso la fábrica de pantalones que ahora dirigía su único hijo. Era una dama de convicciones profundas, dominadora, señora de la verdad, autoritaria y ¡ay de aquel que osara cruzarse en su camino! Por eso cuando se enteró que su “niño” andaba de alas caídas por la viuda, sacó a relucir su naturaleza de leona en defensa de su cachorro. —¡Sal de mi camino! ¡Deja a mi hijo tranquilo!— le gritó una tarde en la puerta de la fábrica delante de las operarias. Pero ella no conocía a Rosario. Detrás de aquella figu- ra frágil, se escondía una muchacha empecinada y valiente. Tan porfiada que se había casado con Jacinto en contra de la voluntad de sus padres y tan valiente que estaba dispuesta a retirar cualquier piedra de su camino, aunque esa piedra se llamase Ramona. Así empezó la lucha entre las dos mujeres por el control de la vida de don Gilberto. Doña Ramona esgrimía

el derecho 55

de haberlo engendrado y traído al mundo a “su niño”, mientras que Rosario la desafiaba diciendo que si don Gilberto la ena- morase ella aceptaría. Pero la vida de Rosario no era nada fácil. Cualquiera se equivocaba a primera vista. Había que conocerla de cerca para saber que cargaba complejos que la atormentaban interior- mente. Amaba a su hijo y por él estaba dispuesta a cualquier sacrificio, aunque ello significara casarse con don Gilberto. El galante solterón no era cosa de desecharse, nadie podría decir que era feo, pero un hombre que a los cuarenta años no era capaz Tu primer campo de indepen- dizarse de la misionero es tu casa, madre no podía ser un y las primeras esposo ideal para nadie, personas con las mucho menos si cargaba el cuales necesitas te- rrible defecto de la avaricia. trabajar son los Vestía ropas humildes miembros de tu compradas por la madre. El único par de zapatos marrones ya tenían más de cuatro años de uso, pero eso ya no era asunto de la madre sino de él mismo. No escondía sus mez- quindades, contaba cada centavo y se enfermaba cada fin de mes cuando debía pagar el sueldo de sus empleados. Fuera de eso, don Gilberto era buena persona y por su dinero, un pretendiente que cualquier mujer aceptaría, mejor dicho cualquier mujer decidida como Rosario, porque se ne- cesitaban agallas para enfrentar a la temida suegra, para que alguien osara colocarse en el sitial de nuera de aquella temible señora. Pero Rosario era Rosario. Ella, además de ser valerosa, se consideraba protegida por

la Virgen del Rosario, en cuyo homenaje llevaba su nombre.

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La beata

Al principio, el pretendido romance entre el patrón y la empleada no pasó de simples habladurías de las operarias. Tal vez porque don Gilberto era un soltero codiciado y Rosario, una viuda joven y linda. Pero con el tiempo, las habladurías se fueron transformando poco a poco en realidad. Hasta que un día don Gilberto se declaró. —Tú y yo podríamos formar una familia feliz, te ayudaría a criar a Jacintito. —Pero don Gilberto, con todo respeto, usted no sale aún de las faldas de su mamá. Quien tiene que escoger esposa para usted es ella— le respondió Rosario. —Yo sé que ella no te quiere, mejor dicho ella no quiere a nadie, y yo necesito formar una familia. Tú me gustas— le dijo don Gilberto. A partir de aquel día, se encendió en el corazón de Ro- sario la llama de la codicia e inició la conquista definitiva del corazón del pobre don Gilberto, a tal punto que el cuarentón enfermó de amor. No comía, estuvo dos días seguidos en cama sin ganas de levantarse, lo que era prodigioso porque la única motivación de su vida hasta aquel día había sido la fábrica. Doña Ramona, preocupada por la situación de su hijo, buscó al médico, al sacerdote de la parroquia y hasta a la curandera de la ciudad, y al enterarse de labios de su propio “niño” que su mal era mal de amor, exclamó: —¡Solo sobre mi cadáver y gracias a Dios, todavía estoy llena de vida! Aquella fue la sentencia de un amor que todavía no había nacido, por lo menos en el corazón de Rosario. Ella solo estaba interesada en el dinero del pretendiente y soñaba con una vida de comodidades para ella y su hijo. Por eso un día, a tanta insistencia de don Gilberto le dijo: —Si realmente me ama, don Gilberto, huyamos para los Estados Unidos y vivamos allá nuestro gran amor.

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—Pero ¿cómo?- exclamó sorprendido. —Venda la fábrica y marchemos a un lugar donde su madre nunca nos encuentre. Así fue un día, y otro y otro, hasta que finalmente don Gilberto sucumbió ante aquellas insinuaciones e hizo lo que jamás había imaginado hacer. Vendió la fábrica, abandonó las faldas de la madre y se marchó con Rosario y Jacintito a los Estados Unidos. Pasaron tres años, que a Rosario le parecieron décadas. Don Gilberto le salió peor que la encomienda. Sus defectos se multiplicaron y a pesar de toda la valentía y la tozudez de Rosario, ella empezó a marchitarse como un girasol al caer la tarde. Ella no hablaba inglés y dependía para todo del espo- so. Él aprovechaba la El secreto de una situación para controlar por vida cristiana completo la vida de la victoriosa es Orar al infeliz mujer. ¡Ah, si el Señor, estudiar su arrepentimiento matase! Palabra todos ¿Pero qué podía hacer? Se enlos días, y además contraba lejos de su tierra, conquistar el corazón casi en el límite con Canadá. No tenía recursos porque el de alguien para Cristo. espo- so controlaba cada centavo y, para remate, les nació un niño. Fue en esas circunstancias que la triste mexicana conoció en el hospital a Margarita, una enfermera salvadoreña. Ella le habló de Jesús, le regaló sermones grabados y la condujo a la iglesia, donde después de estudiar la Biblia se bautizó. Pero la vida que ya era un infierno al lado de don Gilberto, se le volvió peor porque el marido empezó a maltratarla físicamente y a prohibirle ir a la iglesia. Para colmo de males, una mañana fría de enero, doña Ramona apareció en la puerta

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La beata

y armó un escándalo, amenazando con llamar a la policía y llevarlos presos, de vuelta a México por haberle robado. Fue terrible. Rosario tuvo que someterse a los chantajes de la suegra mientras se preguntaba por qué Dios permitía que todo esto sucediera ahora que había conocido a Jesús. —Justamente por eso, Rosario– le dijo el pastor– si esto te hubiera pasado antes de conocer a Jesús, ¿de dónde sacarías fuerzas para resistir? —¿Y qué hago ahora? –dijo ella– usted no tiene idea de cuán terrible es esa señora. —Hija, yo creo que tu primer campo misionero es tu casa y las primeras personas con las cuales necesitas trabajar son tu esposo y tu suegra. —¿Mi esposo avaro y mi suegra gruñona?– interrogó. —Sí, pero el primer paso es mirarlos con otros ojos. Mien- tras no les quites de la frente el rótulo que les has colocado, te será difícil amarlos y menos querer verlos en el reino de los cielos. —¿Y cómo hago para arrancar de mi corazón el resenti- miento que tengo?— volvió a preguntar. —Ora al Señor y estudia su Palabra todos los días. Ese es el secreto de la vida cristiana victoriosa. Además de orar, con- quístales el corazón. —Usted no los conoce, pastor, ellos no quieren saber nada del evangelio y ahora se han juntado los dos contra mí. Vivo casi en una prisión, ya pensé en huir y volver a México pero no tengo dinero y para remate tengo un segundo hijo. ¿Cómo lo voy a dejar sin padre?— manifestó Rosario. Cualquiera podría pensar, desde la perspectiva humana, que Rosario se había metido en la cueva de los chacales y que de allí solo saldría muerta. Cualquiera, menos ella. Sin em- bargo, después de la conversación que tuvo con el pastor, ella empezó a orar como nunca. Su primera petición era que Dios

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le diese un nuevo corazón. A veces tenía ganas de devolver el vuelto a su suegra con la misma moneda, como lo habría he- cho en otros tiempos. Pero ahora era cristiana. Solo que ganas no le faltaban, y eso le inquietaba. —Señor –decía en su corazón— yo no quiero ser Todos los días, mansa solo porque sé que mientras el esposo debo ser así, quiero ser mansa y la suegra aún de verdad. Por favor hazme dormían, ella pasaba mansa, saca el re- sentimiento buen tiempo y la rabia de mi co- razón y leyendo la Palabra ayúdame a conquistar el de Dios y orando. corazón de estas dos desagradables personas que viven conmigo. Todos los días, mientras el esposo y la suegra aún dormían, ella pasaba buen tiempo leyendo la Palabra de Dios y orando. Semana tras semana, mes tras mes, hasta que el milagro em- pezó a suceder. Primero con ella, porque empezó a ver a su suegra y a su marido, con otros ojos. Les servía con humildad, no contestaba en el mismo tono, no pronunciaba más palabras mordaces, ni se mostraba malhumorada, como antes de cono- cer a Jesús. Un día el esposo, intrigado, le preguntó: —¿Estás enferma? —¿Por qué? —Últimamente te veo callada, tú no eres así. —¿Así, cómo? —Estás cambiada. —El evangelio cambia, estoy feliz. Don Gilberto quedó intrigado y habló con su madre. —¿Ya percibiste el cambio en la vida de Rosario? —No te quise decir nada, hijo, pero desde que llegué he notado que Rosario no es la misma, ¿qué le has hecho?— in- terrogó doña Ramona.

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La beata

—Nada, eso es lo que me preocupa. —Cuidado, hijo, esa loca te puede estar engañando ¿Es- tás seguro que ese pequeño es hijo tuyo? Esos protestantes son terribles, cuidado hijo. Todos los días se repetía la misma cantaleta. No hay humano que resista insinuaciones constantes del mismo tipo y la imaginación de don Gilberto empezó a crearle amantes a la pobre esposa. Pasó a tratarla peor, y cuanto así lo hacía, ella respondía con más cariño y dulzura. Le preparaba los platos que más le deleitaban, se preocupaba por detalles que sabía que a él le encantaban, aunque él se esforzara por aparentar que no eran de su gusto. Hacía lo mismo con la suegra. El día del cumpleaños de doña Ramona, Rosario se levantó muy temprano, preparó una torta deliciosa y cuando la suegra entró al comedor se quedó sor- prendida y emocionada. Rosario aprovechó ese momento de sen- sibilidad y preguntó: —¿Puedo hacer una oración por usted? Ella asintió con los ojos brillando de emoción y Rosario oró: —Padre querido, te agradezco por la vida de doña Ramona, ella es una hija maravillosa tuya, te agradezco porque trajo al mundo a mi esposo. La has cuidado a lo largo de su vida y ahora le estás dando un año más de vida. Al terminar la oración la suegra corrió al cuarto. Rosario pensó que la había enfadado, pero después la mujer salió vis- tiendo una ropa blanca y dijo: —Esta ocasión merece un vestido especial. Aquel día comenzaron a cambiar las cosas. Doña Ra- mona se mostraba menos gruñona y más comprensiva, por lo menos no le hacía la vida tan difícil como antes. En cierta ocasión, la suegra derribó sin querer una imagen de la Virgen de Guadalupe que había llevado de

México. Lloró, 61

se lamentó, pidió perdón a la virgen y se pasó casi todo el día rezando arrepentida. Mientras la suegra pagaba sus peniten- cias impuestas por ella misma, Rosario recogió los pedazos de yeso y reconstruyó la imagen con tanto cariño y perfección que nadie podría decir que alguna vez había estado quebrada. Al salir del cuarto, la suegra miró la efigie y gritó: —¡Milagro, milagro! —No fue un milagro, mamita, fue Rosario quien recons- truyó a la santa— aclaró Gilberto. Aquella actitud de la nuera derritió definitivamente el duro corazón de doña Ramona y buscó inmediatamente a su nuera. Ella estaba en el garaje, arreglando unas cajas cuando su suegra entró: —Hija, perdóname por todo lo que te hice. —¿Qué fue lo que me hizo? —Estás diferente, no eres más la muchacha malcriada que conocí en Tijuana. —No mi suegra, esa Rosario murió, hoy soy una nueva criatura, transformada por Jesús. —¿De qué hablas, hija? —La Biblia dice que si estamos en Cristo, somos nuevas criaturas. —¿Dónde dice algo así? Así fue como doña Ramona y don Gilberto comenzaron a estudiar la Biblia, a oír mis sermones grabados y a asistir a la iglesia. La prueba más difícil para el esposo avaro fue devolver el diezmo, y para la suegra gruñona, abandonar su devoción por los santos y adorar al único Dios verdadero. Hoy, ellos forman un hogar feliz. Rosario confiesa que se enamoró del esposo solo cuando él fue transformado en una nue- va criatura y que, si fuera necesario, repetiría todo el dolor del lar- go camino que transitó para tener el amor

del esposo maravilloso que tiene hoy. 62

La beata

Doña Ramona espera en la tumba la mañana gloriosa de la resurrección. Antes de cerrar los ojos le pidió a Rosario que entonara el himno: Cuando suene la trompeta en el día del Señor, su esplendor y eterna claridad veré, cuando lleguen los salvados ante el magno Redentor, y se pase lista, yo responderé. Cuando allá se pase lista, cuando allá se pase lista, cuando allá se pase lista, y mi nombre llamen, yo responderé Resucitarán gloriosos los que duermen en Jesús, las delicias celestiales a gozar; y triunfantes entrarán en las mansiones de la luz; para mí también habrá un dulce hogar. ¡Esta es la historia de doña Ramona y don Gilberto! ¡Este es su testimonio! ¡Ellos fueron

!

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HISTORIA

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El indiferente

Cómo un miembro de iglesia, tibio y sin vida, indiferente a la misión de la iglesia, encontró la plenitud de la salvación en Cristo.

H

abíamos salido por la mañana llevando nuestras pro- visiones en mochilas. Era un día de primavera, uno de aquellos en que hasta el aire embriaga. Parecía que los pájaros cantaban mejor y volaban con más ligereza. Habíamos comido sobre la hierba, a la sombra de un sauce, cerca del agua entibiada por el sol. Era lo que se podría llamar un día exuberan- te y pleno de vida. Después de almorzar, mientras el grupo de amigos se di- vertía, unos nadando en el lago, otros jugando, algunos can- tando bajo los árboles o simplemente caminando, yo sentado bajo un sauce me puse a pensar en la vida. Aquel mundo no era mío. Yo estaba en la iglesia de cuerpo, pero mi yo verdade- ro, jamás había sido parte de esa iglesia. En realidad, asumí el bautismo solo para casarme con una linda muchacha que había conocido en una tienda de cal- zados. Yo vendía zapatos en aquel tiempo para ayudarme en los estudios. Mi vida era de una rutina abrumadora, interrumpi- da solo por los fines de semana en que bebía, bailaba con mis amigos y me divertía con las chicas. Pero un día, todo ese ritmo de vida cambió al conocer a Laura, una morena dominicana que entró en la tienda buscando unos zapatos blancos.

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El indiferente

—Tengo la seguridad que este sí te va a gustar– le dije– trayendo el sexto par. —No. ¿Sabes?, no es exactamente lo que busco. —Entonces, dime ¿qué es lo que buscas? Si lo supiera podría ayudarte. Ella sonrió y en su rostro se formaron dos agujeros lindos que me cautivaron. —En realidad— me dijo—, busco unos zapatos para el uniforme del grupo musical de mi iglesia. —¿Tú cantas en la iglesia?— le pregunté. —Sí — dijo—, soy de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Fue así como todo empezó. Nos hicimos amigos, salimos juntos a comer, nos alegramos, sonreímos y cuando un día le pedí que sea mi enamorada, me respondió: —No puedo enamorar contigo. Somos diferentes. —¿Por qué? ¿En qué somos diferentes? —Yo tengo una fe y tú otra. —¿Y cuál es el problema? —Jamás seríamos felices. Yo estaba muy enamorado de ella. Laura era la chica de mis sueños y a fin de conquistarla comencé a asistir a la iglesia y, finalmente, me bauticé para poder casarme. El tiempo fue pasando. Mi matrimonio, sin duda, fue la decisión más sabia de mi vida. Laura y yo nos amábamos, tu- vimos nuestro primer hijito y yo, hacía lo que podía por verla feliz, pero no me sentía a gusto en ese ambiente. Yo era una buena persona y tal vez un miembro de iglesia que nunca daría motivos para ser disciplinado, pero al mismo tiempo era sincero y por causa de mi sinceridad, me atormen- taba el hecho de estar en la iglesia simplemente por el hecho de estar. Aquel día en el campo, cuando todo el mundo se di-

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vertía, el cielo Es totalmente repentinamente se puso negro y en pocos mi- nutos indiscutible la idea se desató una tormen- ta. de poder enseñar a Regresamos corriendo a la la feligresía cómo casa porque esa noche collevar a una persona menzaba en la iglesia la Sea los mana de Capacitación Laica pies de Cristo, sin tener y mi esposa, como siempre, que tocar la puerta de no se perdería una sola extraños, ni dar estudios reunión. Aquello me corroía bíblicos, ni dirigir una por den- tro, pero la amaba y campaña de evangelismo deseaba verla feliz, así que público. me preparé para acompañarla. En mis años de iglesia había asistido a muchas programaciones. Participé en cursos para instructores bíblicos, se- minarios de grupos pequeños, clases para parejas misioneras y tantas otras actividades. Lo que decían me entraba por un oído y me salía por el otro. Era indiferente a todo. Mi vida en la iglesia era una obligación, en realidad una dulce obligación porque la recompensa era ver a mi esposa feliz. Hasta que un día, ella me reclamó: —Creo que estás en la iglesia solo para agradarme. —¿Cómo para agradarte? —Yo siento que tú no vas a la iglesia porque realmente deseas. Si yo no fuese, estoy segura que tú no irías, ¿no es así? —Estás engañada, querida. Yo te amo y siempre haré lo que sea posible para verte feliz. —¿Te das cuenta? Acabas de confirmar lo que digo. Ella tenía razón. Era como estaba pensando. Ella no lo sa- bía, o si lo sabía, no me había dicho hasta entonces. Yo me había bautizado solo para poder casarme con la niña de

mis sueños. La triste realidad era que yo no conocía la felicidad. Quiero decir, la 66

El indiferente

felicidad que ella me proporcionaba no llenaba por completo el vacío de mi corazón. Algo faltaba y no sabía definir lo que era. En las últimas semanas venía pidiéndole a Dios que me mostrase lo que faltaba en mi vida. Ahora creo que la respuesta divina fue aquella Semana de Capacitación Laica. El título de la semana no atraía a nadie. Si fuese por el título, jamás habría ido. Yo pensaba que me iban a enseñar a tocar la puerta de los vecinos para evangelizarlos, o que me instruyeran en los “secretos” para convencer a las personas. Pero estaba equivocado. El pastor que se levantó para hablar era muy conocido. Mi esposa leía todos los días la devoción matutina que él había escrito, me gustaba cómo presentaba el evangelio, y me alegró saber que sería él el expositor central. —Esta semana les voy a enseñar cómo llevar a una per- sona hacia Cristo, sin tener que tocar la puerta de extraños, ni dar estudios bíblicos, ni dirigir una campaña de evangelismo laico— dijo al empezar. Sus primeras palabras me agradaron, despertaron mi cu- riosidad y me impactaron. Aquella noche él habló de Jesús, contó la historia de su vida. Dijo que había nacido en la iglesia pero que su vida siempre había sido una rutina masacrante porque no conocía a Jesús. Habló del amor de Cristo y señaló: —Dios te ama como eres: Indiferente, frío, haciendo las cosas simplemente por deber. Te ama con tus decisiones de arena, con tus promesas no cumplidas y desea colocarle senti- do a tu vida, no quiere solo que vivas en la iglesia como si fue- ses un pedazo de madera llevado por la corriente de las aguas, no, él desea darle significado a tu existencia. Jesús dijo “Yo he venido para que tengan vida y vida en abundancia”. Me pareció que aquella noche hubiese sido la primera vez que entraba a una iglesia. Vi mi vida, me contemplé en la miseria de mi propio ser, en la hipocresía

de una vida hueca, en la mediocridad espiritual de mis mentiras. 67

Al regresar a casa, yo iba en silencio, meditando en lo que había oído. Me emocionaba saber que Dios me amaba como era, me sentía indigno de ese amor, pero al mismo tiempo lo ne- cesitaba. —¿Te pasa algo, querido? La voz de mi esposa me sacó de mis cavilaciones. —¿Te gustó la primera clase? —¡Fue tremendo! —¿Volvemos mañana? —Claro que volvemos, la semana apenas está empezando. La siguiente noche el pastor dijo que lo más fácil en la vida era alcanzar la salvación. Y citó el ejemplo del ladrón en la cruz. Luego concluyó: —Tú puedes haber entrado aquí esta noche sin nunca haber pasado por el milagro de la conversión, pero puedes regresar a tu casa completamente convertido. Conversión El secreto de una no es convicción. La vida victoriosa es convicción cambia tu manera orar y estudiar la de pensar, pero la conversión Biblia todos los días, cambia tu vida. ¿Has sido sin embargo esas dos convertido por Jesús? actividades no ayudan A la hora del llamado, no pensé dos veces y corrí al mucho si no se incluye frente. Jamás había hecho eso la testificación. en mis años de vida en la iglesia. Me parecía ridículo ir adelante. Pero ahora, allí estaba yo, emocionado y suplicando a Dios que me convirtiese. Repenti- namente sentí el abrazo cálido de mi esposa y empecé a llorar. Durante el viaje de retorno, ella guardó silencio. Después le agradecí por esa actitud. Creo que ella comprendía que por primera vez el Espíritu de Dios estaba trabajando en mi vida.

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El indiferente

A la mañana siguiente me levanté temprano, antes que mi esposa lo hiciera, preparé el desayuno y cuando ella lle- gó se sorprendió al ver la mesa bien arreglada. Tampoco dijo nada esta vez, solo se acercó y me dio un beso delicioso con sabor a crema dental de fresas maduras. Noche tras noche, fui aprendiendo cosas extraordinarias. Por ejemplo, que el secreto de una vida victoriosa es Cuando tú sigues el orar y es- tudiar la Biblia método de Cristo, en todos los días, pero que algún momento, las esas dos actividades no personas te abrirán el ayudan mucho si no se incorazón y tendrás la cluye la testificación. oportunidad de Yo tenía miedo de testihablarles de Jesús y de ficar porque pensaba que estudiar la Biblia con eso era abordar en la calle o ellas. en las casas a personas que no cono- cía para intentar convencerlas de que la verdadera iglesia era la iglesia adventista, pero aquella semana entendí que el instru- mento poderoso para la testificación es la amistad. —Emplea tiempo en hacerte amigo de las personas— dijo el predicador— sigue el método de Cristo, mézclate con las personas como alguien que desea hacerles el bien, muéstrales simpatía, atiende sus necesidades, gánate su confianza y solo entonces invítalas a la iglesia. La iglesia de Dios es la iglesia del amor, porque Dios es amor. No intentes cambiarles la religión a las personas, simplemente tráelas a la agencia del amor que es la iglesia y deja que en la iglesia del amor, ellas lleguen al conocimiento pleno del evangelio. Aquella semana fue la más grande bendición en mi vida. Mi visión del propósito evangelizador de la iglesia cambió por completo. Entendí que las personas no quieren cambiar de re- ligión; ellas no buscan ni siquiera una

iglesia, necesitan amor, 69

y nuestra misión en esta tierra es darles amor, aceptarlas tal cuales son y ayudarlas. Cuando tú sigues el método de Cristo, en algún momento las personas te abrirán el corazón y tendrás la oportunidad de hablarles de Jesús y de estudiar la Biblia con ellas. Han pasado seis meses desde aquella semana. Estoy tra- bajando en este momento con cuatro personas diferentes. Una es mi jefe de trabajo, un ser humano difícil de soportar. Cada vez que me acerco a él, me da respuestas monosilábicas, no me deja entrar en su corazón, pero estoy clamando todos los días por él, y lo impresionante es que de tanto pedir por él, mi tiempo de oración aumentó. Creo que aún no es el momento, pero tengo la seguridad de que el Espíritu Santo está trabajando en el corazón de ese hombre duro, porque ayer me preguntó –¿Eres de alguna iglesia? Estaba por responderle, cuando me interrumpió y añadió: —Eres diferente. Y se fue sin dejarme hablar. ¿No es ya un buen comienzo? La segunda persona con la que estoy trabajando es mi suegra. Ella jamás quiso saber nada del evangelio. Peleó con la hija cuando descubrió que se había bautizado sin su permiso. Después hicieron las paces pero nunca quiso hablar de religión ni de iglesia. Es una señora extremamente católica, devota de la virgen de Fátima. Siempre nos relacionamos mal y si no dis- cutimos, fue solo porque yo casi no hablaba con ella, pero el otro día la visité. Mi esposa quiso ir conmigo, pero le dije que prefería ir solo, que la había colocado en mi lista de oración y que muy pronto la veríamos en la iglesia. —¡Estás loco!— me dijo mi esposa, sonriendo. —Creo que sí lo estoy— le respondí—, pero loco por Jesús. Y me despedí con un beso.

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El indiferente

Al llegar a la casa de mi suegra, ella me abrió la puerta y al verme preguntó con formalidad: –¿Algún problema con Laura? –No –le dije–, el problema es conmigo. Entramos a la sala. En el fondo había una imagen; al otro lado, una cruz de plata y ella traía un rosario en la mano. Se aco- modó en el sofá y preguntó: —¿Qué sucede? —Vine a pedirle perdón. —¿Por qué? —Porque nunca fui un buen yerno. —¿Estás bien? —Nunca estuve mejor. —¿Y qué te pasa? —He encontrado a Jesús, o mejor aun, me dejé encontrar por Jesús. —No te entiendo. ¿No eres protestante? ¿Ustedes no se pasan todo el tiempo pensando en Jesús y hablando mal de la virgencita? —Sí, querida suegra, por eso vine a pedirle perdón. —¿Por hablar mal de la virgen? —Sí, por eso y por otras cosas. La mujer levantó los brazos al cielo emocionada, se hizo la señal de la cruz y exclamó: —¡Ave María purísima! Finalmente la virgencita está oyendo mis súplicas y les está abriendo los ojos a estos tontos, ¿y cómo sucedió eso? —Lo encontré en la Biblia, allí todo está explicado, pero yo no sabía. —¿Pero ustedes no estudian la Biblia todos los días? Oye, muéstrame dónde está lo que me dices. —Otro día, mi suegra, otro día, le prometo que vendré 71

una noche solo para estudiar la Biblia con usted, ¿está bien? —Claro, mi hijo, claro. Hoy, mi suegra estudia la Biblia conmigo. Ya retiró las imágenes de casa y asistió dos sábados seguidos a la iglesia. Está feliz como nunca, dice que ha ganado un hijo. La tercera persona por la que oro y trabajo es un amigo de infancia. Me volví a aproximar a él después de mucho tiem- po. Nos emocionamos recordando los tiempos en que jugamos fútbol en la selección de la escuela y nos peleamos por causa de una chica. Él trabaja de mesero en un famoso restaurante y el otro día lloró contándome que su hijo está metido en las drogas y que su esposa es depresiva. Laura y yo los visitamos y oramos con ellos. Las puertas están abiertas y sé que con un poco de tiempo, Dios tocará el corazón de esa familia. La última persona es mi vecino. No sabía ni siquiera su nombre, siempre lo veía pero para mí era un ser humano más en la tierra. Hoy lo veo con otros ojos. Creo que es un precioso hijo de Dios y que el Señor permitió que se mude a mi lado para darme la oportunidad de hablarle de Jesús. Ya hice con- tacto con él, nos conocemos mejor, y el otro día lo invitamos a almorzar en nuestra casa. Él y su familia aceptaron felices y a la hora de servir la comida, cuando les pedí permiso para orar por los alimentos y por ellos, sucedió algo extraño. Los dos se miraron entre sí, sorprendidos, y al final de la oración estaban emocionados. —¿De qué iglesia son?— preguntó él. —Somos adventistas. Los ojos de ella se humedecieron. El ambiente se puso tenso. Laura y yo no entendíamos lo que sucedía, pero él nos explicó. —Nosotros fuimos adventistas y hace cinco años estamos fuera de la iglesia. Son cosas como estas las que me hacen temblar.

Gente 72

El indiferente

muriendo espiritualmente a mi lado y yo ni siquiera me daba cuenta de eso. Viví todos estos años en la iglesia, indiferente, dejándome llevar por la vida, pero hoy al testificar del amor de Jesús veo que no hay motivo para arrastrar un cristianismo formal, mediocre y solo de nombre. ¡Cristo vive, y yo viviré eternamente con él! ¡Esta es mi historia! ¡Este es mi testimonio! ¡Yo fui

!

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HISTORIA

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La ultrajada

Cómo una señora simple, a través de un grupo pequeño, llevó alegría a una familia destruida por el dolor.

E

s verano en el interior de Guatemala. El sol de mediodía baña las praderas que se extienden entre chacras y sem- bríos. Centenos maduros y trigos amarillentos; avenas, de un verde claro, y tréboles, de un verde oscuro, cubren el desnudo vientre de la tierra. Más allá, a lo lejos, en la cima, se observa una manada de vacas, alineadas como soldados. Unas tendidas; otras, cerrando y abriendo los ojos bajo la radiante luz, arrancan y mastican los tréboles. Y es en medio de este paisaje que dos mujeres, madre e hija, avanzan por un angosto sendero hacia los animales. Cada una lleva un cubo de cinc. El metal dispara una llama deslumbrante y blanca, reflejo del sol en su esplendor. La pri- mera mujer camina con pasos firmes y decididos; la segunda en cambio parece un zombi. Se arrastra, o mejor dicho, su madre la arrastra, porque si fuera por ella, estaría en la cama durmiendo y llorando, como lo hace diariamente desde hace dos años. No hablan. Solo caminan en silencio. Van a ordeñar las vacas. Esa es su rutina diaria. Julia, la madre, obliga todos los días a su hija Marcelina a ir con ella. Tiene miedo de dejarla sola desde la última vez que intentó quitarse la vida.

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La ultrajada

Marcelina es bella, una bonita joven campesina de ca- bellos rubios, descendiente de alemanes que se instalaron por aquellas tierras, a mediados de los años veinte del siglo pasado. Marcelina llora la honra perdida, la inocencia marchita después de que “Los cristianos fuera vio- lada. Quisiera que están levantar la ca- beza y creciendo seguir adelante como todo constantemente el mundo, pero no tiene en fuerzas y se ha hundido en fervor, en celo y en un mundo oscuro que los amor, nunca médi- cos llaman depresión. apostatarán. En ese mundo que es solo Son aquellos que suyo, su- fre y se asfixia y no se hallan espera que la muerte ocupados en una llegue para poner delabor abnegada finitivamente fin a su los que tienen una historia de apenas veinte experiencia años. enfermiza, y Julia, la madre, sufre llegan a agotarse con la hija pero no puede por la lucha, hacer nada para aliviar el dudando, sufrimiento de la joven murmurando, ultra- jada. Ha buscado ayuda, la ha puesto en manos del psi- cólogo, la ha sacado de los campos verdes de su tierra y la ha llevado al mar, que siempre fue el sueño de la muchacha, pero nada da resultado. Con impotencia ve apagarse a su linda hija, como se apaga el día cuando la noche llega. —¿Te parece lindo el día, Marcelina? La joven no responde. Nunca lo hace. Solo llora.

Obe- dece las órdenes de la madre, la acompaña gimiendo. Y si alguna vez responde dice apenas sí, o no. 75

Cuando la noche de ese soleado día llega, Julia conduce a su hija a un grupo que se reúne en la casa de una vecina creyente. Ha notado en las dos reuniones a las que ha asistido que cuando el grupo canta, los ojos de Marcelina brillan con un resplandor diferente, como si quisiera agarrarse de cada nota musical y salir con ellas volando hacia el espacio infinito. En el grupo pequeño de amigos que congrega en la casa de doña Alberta, hay un joven de pantalón jean y casaca de cuero negra. Es vivaz y alegre, toca la guitarra y dirige los cánticos. Y entre los que se entona aquella noche hay uno que sacude el alma de Julia: A Cristo doy mi canto: él salva el alma mía, me libra del quebranto y con amor me guía. Ensalce pues mi canto su sacrosanta historia. Será mi anhelo santo, mirar, Jesús, tu gloria. Jamás dolor ni agravios enlutarán la mente, si a Cristo nuestros labios bendicen dulcemente. Después de cantar el himno, las personas testifican del amor de Dios revelado en sus vidas. Entre ellas, una joven de más o menos la edad de Marcelina, dice: —Agradezco a Dios por el dolor. Ustedes saben que fui abandonada por mi novio faltando apenas una semana para el matrimonio. Aquel día pensé que iba a morir, que no ten- dría fuerzas para seguir adelante. Pasé días terribles llorando a cada momento, pero ustedes con sus oraciones me ayudaron a

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La ultrajada

superar ese momento difícil; y hoy, agradezco a Dios porque a través del dolor me estoy haciendo fuerte. Aquellas palabras impactan la mente de Marcelina domi- nada por la penumbra de la depresión. Julia percibe el efecto de aquel testimonio en la vida de la hija y le aprieta cariñosa- mente la mano. Después los participantes del grupo oran, y lo hacen de manera especial por Marcelina. La joven rubia llora. Mientras regresan a la casa aquella noche, bajo la luz de la luna, Julia se estremece al oír que su hija tararea bien suave, casi para ella misma, las notas musicales del himno. A Cristo doy mi canto: él salva el alma mía, me libra del quebranto y con amor me guía. La madre no dice nada, pero llora en silencio. Lo que ve es un milagro, la hija está cantando y si hay música en su cora- zón, la tristeza de alguna manera está arreglando sus maletas para salir de aquella vida. A la mañana siguiente, bien temprano, antes de que el sol brille, Julia se levanta y camina hasta la casa de la amiga Alberta. —No sé cómo agradecerte, Marcelina está mejor- le de- cía emocionada. —¿Cómo así? —Mejor… mejor… no sé… está mejor, solo sé que está mejor. —¿Por qué lo dices? —Anoche, mientras regresábamos a casa, ella cantó. —¿Cantó? —Sí, yo no le dije nada para no incomodarla pero al

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llegar a casa se acostó y durmió, estaba diferente, yo sé que está mejor. —¡Gloria a Dios, Julia! —Este grupo de amigos que se reúne en tu casa es ex- traordinario Alberta, no sabes cuánto te agradezco que me hayas invitado. Julia se va. Ya no es una joven, los años y el sufrimiento la han envejecido pero se va saltando como una cabrita de monte, va feliz a despertar a su hija para un nuevo día. “Los cristianos Alberta, por su parte, se que no se hallan queda mirándola y se emocioocupados en una na. Ella no sabe dar estudios labor abnegada... bíblicos y tiene miedo de sienten que no tocar la puerta de personas pueden regresar extrañas para hablarles de al mundo, y así se Jesús, pero tiene amigos, mantienen en los vecinos y fami- liares y realiza contornos de Sión, con ellos un tra- bajo maravilloso: los invita a su albergando casa donde ha organizado un pequeños celos, pequeño grupo. Sin embargo, envidias, chascos y tampoco sabe cantar, ni le remordimientos. gusta hablar mucho en Están llenos de público, pero eso no es un espíritu que problema para ella. Ha busca faltas, y se aprendido que la iglesia es un alimentan de los cuerpo y que cada miembro pertenece a este. No todos son iguales, pero todos funcionan con el mismo objetivo. Por eso ha buscado en la iglesia a un her- mano que sabe cantar y a otro que sabe hablar, mejor dicho, predicar. Ellos dirigen el grupo pequeño que se reúne en su casa, ella organiza todo y se queda tras los bastidores, observando que todo marche bien.

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La ultrajada

Alberta es una mujer viuda. Su único hijo se casó y se fue a la ciudad grande a trabajar. Ella se quedó a cuidar la chacra que heredó de su esposo. Tiene una vaca que le da leche, cría muchas gallinas que ponen huevos, planta verduras y legum- bres y camina cinco kilómetros para ir a la iglesia. Su esposo, en vida, era anciano de aquella iglesia, él sí predicaba bien, era misionero y todos los años conducía muchas personas a Jesús. Al morir el esposo, ella quedó sumida en el dolor por va- rios meses, hasta descubrir el secreto del crecimiento cristiano. Un día leyó la siguiente cita inspirada: “Los cristianos que están creciendo constantemente en fervor, en celo y en amor, nunca apostatarán. Son aquellos que no se hallan ocupados en una labor abnegada los que tienen una experiencia enfermiza, y llegan a agotarse por la lucha, dudando, murmurando, pecando y arrepintiéndose, hasta que pierden todo sentido de lo que constituye la genuina religión. Sienten que no pueden regresar al mundo, y así se mantienen en los contornos de Sión, albergando pequeños celos, envidias, chascos y remordimientos. Están llenos de un espíritu que busca faltas, y se alimentan de los errores de los hermanos”. (SC, pág. 136). Esta cita la estremeció y le pidió a Dios que la ayudara a sacudir las quejas de su vida y a comprometerse con la mi- sión. Hoy ella es una cristiana feliz. Una vez por semana pre- para pan integral y les lleva a sus vecinos. Todos la quieren y cuando los invita a venir a su casa para cantar y estudiar la Biblia, ellos no tienen el valor de rechazar su invitación. El grupo pequeño de su casa es fruto de mucho es-

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fuerzo. Al principio, en la iglesia los hermanos más antiguos pensaban que este plan no funcionaría. Cuando el pastor les hablaba de organizarse en las casas para recibir a sus amigos y estudiar la Biblia con ellos, muchos hermanos lo contrade- cían y se negaban a colaborar. Alberta, sin embargo, aceptó el plan y dijo al pastor que aunque la iglesia no quiera, ella personalmente lo haría. Los meses han pasado y la iglesia hoy está convencida de que el plan funciona. La mayor prueba, es que Alberta siempre tiene personas que solicitan el bautismo. Es mayo. El período de lluvias empieza y Alberta sabe que les resultará difícil a las personas asistir a su pequeño grupo. Ella se arrodilla una noche y le pide a Dios que la oriente. A la mañana siguiente tiene una convicción. La casa de Julia es la más céntrica y sería más fácil que las personas asistan allí. ¿Por qué no pedirle a Julia que preste su casa, una vez por semana? —Julia, esta es tu oportunidad de agradecer a Dios por lo que está haciendo en la vida de tu hija. —¿A qué te refieres? Alberta le explica el plan y Julia acepta. Ahora el grupo pequeño se reúne en la casa de la amiga. Pero la viuda Alberta lleva algo más en la mente. Ella sabe que el esposo de Julia, que nunca asiste a las reuniones, escuchará la Palabra de Dios en su casa. Y las cosas suceden como ella lo ha previsto. Al principio, Raúl reclama a su esposa por traer gente a la casa. Se esconde cuando los participantes llegan, pero la casa es pequeña y no hay cómo no escuchar, desde el cuarto, lo que sucede en la sala. Cierta noche el pastor visita el pequeño grupo y cuando llega su oportunidad de hablar, dice: —Agradecemos a Dios por la familia que tan bondado- samente nos presta esta sala para las reuniones del grupo. No

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La ultrajada

conozco al esposo de doña Julia, pero tiene que ser una perso- na extraordinaria para tener este gesto de cariño con nosotros. Raúl en el cuarto se remuerde de vergüenza. Él no es esa persona bondadosa que el pastor menciona. Es un hombre duro que le ha gritado a la esposa por permitir que los protes- tantes vengan a su casa. Pero a pesar de su turbación, le agra- dan las palabras del pastor y presta mucha atención. Aquella noche el estudio es acerca de Zaqueo. —¿Imaginan la emoción de Zaqueo cuando Jesús le dijo que se iba a hospedar en su casa?- pregunta el pastor. Y des- pués añade: —Hoy Jesús está en esta casa. Un día dijo que donde dos o tres estén reunidos en su nombre, allí estaría él. ¡Qué privi- legio, don Raúl y doña Julia! ¡Qué privilegio, Marcelina! Jesús está en esta casa. Si ustedes le dan la bienvenida, no habrá más tristeza porque él es la alegría, no habrán más tinieblas porque él es la luz. —¡Yo quiero! La voz sorprende a todos. La persona que acaba de decir “Yo quiero” es Marcelina, la joven que por casi dos años vive prisionera del dolor y de la amargura. Las personas se emocio- nan al verla hablar. Se emocionan más al verla llorar. Y todos lloran con ella. Tan emocionados están, que nadie percibe la entrada de Raúl a la sala. El hombre de cincuenta años, fornido, chacare- ro, no puede contener la emoción y también llora. Ángeles en el cielo cantan. Las fuerzas del infierno tiemblan. Jesucristo ha vencido una vez más en la vida de estas per- sonas. El enemigo se retira. El evangelio y sus buenas nuevas entran en la casa de Raúl como el sol cuando el día nace. Ya pasaron dos años desde que todo sucedió. Hoy don Raúl está bautizado y es uno de los líderes en la

pequeña igle81

sia que se estableció un su barrio. Doña Julia continúa dirigiendo el grupo pequeño en su casa. Marcelina está de novia con el joven de pantalón jean y casaca de cuero negro, que Colócate en las manos toca guitarra y canta. de Dios dispuesto a Alberta sigue con el servir, gru- po pequeño de su casa. y deja que el Señor Pade- ce de reumatismo, haga por ti, lo que tú pero sigue caminando cinco no puedes hacer por ti kilómetros hasta la iglesia. mismo. Su esposo fue fundador de aquella iglesia y ella desea que la muerte la encuentre allí, donde su esposo la dejó. Historias simples, pedazos de vidas, páginas arrancadas de la experiencia de personas que lloran, ríen, se alegran, se emocionan; en fin, que viven. Gente por las cuales el Señor Jesús murió. Jesús dijo un día: “La mies es mucha y los obreros, pocos. ¿Quién irá a cegar esos campos maduros para la cosecha?”. Esta es tu oportunidad. Si ellos pueden, tú también puedes. Colócate en las ma- nos de Dios dispuesto a servir y deja que el Señor haga por ti, lo que tú no puedes hacer por ti mismo. ¡Esta es la historia de Julia, Marcelina y Raúl! ¡Este es su testimonio! ¡Ellos fueron

!

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9

HISTORIA

El incrédulo

Cómo un adolescente, mediante el vínculo de la amistad, logró llevar a su compañero de estudios a aceptar a Dios.

C

uando marzo llegó, llegaron también las lluvias y los nuevos alumnos del colegio. Muchachos y muchachas que se abrían a la vida. Lindos, bonitos y encantadores; cada uno con su alforja cargada de sueños. La mayoría, ado- lescentes intrigados por los misterios de la vida, mordidos por el insecto de la curiosidad, con sed de aprender y descubrir. Dispuestos, si fuese posible, a equilibrarse en el muro peligroso del riesgo para alcanzar sus objetivos. Debería ser las diez de la mañana de aquel jueves prime- ro de marzo. Los alumnos iban y venían de un lado a otro como un enjambre de abejas. Se saludaban entre sí, se abrazaban y contaban las aventuras de las vacaciones pasadas. Era un ambiente de fiesta y alegría que no combinaba con la imagen triste de aquel muchacho solitario que se escondía en el mundo de la música. Sentado en un banco del corredor, Víctor, un adolescente delgado, ajeno a la alegría que lo rodeaba, viajaba por algún lugar distante, sacudido por el ritmo alucinante proveniente de su MP3. Sus dedos nerviosos acompañaban el ritmo y balan- ceaba la cabeza en medio de una multitud que su imaginación había creado. —Hola.

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El novato de cabello negro y abundante permanecía su- mergido en su mundo. William le tocó el hombro. Víctor se quitó el auricular y sorprendido por la actitud del desconocido disparó: —¿Qué sucede? ¿Te pasa algo? —No, nada, solo quería saludarte. El año pasado no es- tabas aquí. ¿Eres novato? —Si el año pasado no me viste, claro que soy novato, ¿no? —Disculpa, en realidad no quise decir eso, solo quería presentarme. Mi nombre es William, si necesitas algo avísame, este es mi segundo año aquí y conozco todo. William se sintió inoportuno, y medio avergonzado por su actitud se retiró. Era hijo de un pastor, había nacido en la iglesia y sabía que para crecer en la vida cristiana, es necesario buscar a una persona y llevarla a Jesús. Pero él era tímido. Sen- tía que no era capaz de hablarle a nadie del evangelio. —¿Por qué en lugar de preocuparte en traer a alguien para Cristo no empiezas a hacerte amigo, y cuando ya hayas conquistado el corazón de esa persona, le hablas de Jesús? — le había dicho su padre. A William le había parecido una buena idea, pero él no hacía amigos con facilidad. Aquel año, sin embargo, antes de partir de casa para un nuevo año escolar, entró en su cuarto, se arrodilló y oró: — Señor, tú sabes que deseo traer a un amigo para ti, pero no sé cómo hacerlo; por favor, ayúdame. Ahora, en el primer día de clases, por algún motivo que no sabía explicar, le llamó la atención aquel jovencito de cabe- llo largo y gorra negra, perdido en su propio mundo, hundido en la música para evitar a las otras personas, aparentando que no le importaba nada cuando, en el fondo, no pasaba de ser un pajarillo herido que necesitaba de nuevos amigos.

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El incrédulo

Aquella mañana, en la clase de literatura, el profesor pi- dió que los alumnos se organizaran en grupos de trabajo y William percibió que Víctor, sentado en una esquina de la sala, miraba ansioso a todos los lados, indeciso. Se levantó y se dirigió hacia él. —¿Vamos a formar un grupo? El muchacho de ojos claros, y con espinillas muy visibles en el rostro, pareció sorprendido. Miró a los lados con miedo de que los otros alumnos percibieran su indecisión pero ¿Por qué, en lugar de acep- tó. Después se juntaron preocuparte en traer otros y, en poco tiempo, a alguien para Cristo todos conver- saban como si no empiezas a hacerte fuesen amigos de mucho amigo, y cuando ya tiempo. hayas conquistado el A Víctor le gustaba ancorazón de esa persona, dar solo. Vivía sumergido en le hablas de Jesús? el mundo que había creado. La música era solo un pretexto para ausentarse de la vida, o de las personas, o de las circunstancias. ¡Quién sabe! Él nunca decía nada pero observaba todo. Y lloraba cuando estaba solo, pero nadie lo sabía. Llora- ba apretando un pequeño objeto metálico que nunca mostraba pero que tampoco abandonaba. Más de un compañero pensó alguna vez que él tenía algún defecto en la mano y por ese motivo no la podía abrir. Un día, en la hora de capilla, el director pidió que los alumnos se dividiesen en parejas para orar. Víctor se mostró casi aterrado, no sabía qué hacer, pero entonces William, al verlo desconcertado, corrió para sacarlo del aprieto. —¿Vamos a orar? —No.

—¿Por qué no? 85

—Soy ateo– dijo y se retiró de la sala, apretando con fuerza el puño izquierdo donde escondía el objeto. ¿Ateo? ¿Quién lo diría? Nadie es ateo a los dieciséis años. Esa no es edad para cuestiones existenciales, ni El cristiano debe filo- sofías. Tampoco alguien cultivar amistades con nace ateo. La vida le va propósito. Aproximarse quitando la fe a una persona, a las personas, amarlas, pero Víctor era demasiado extenderles la mano, joven para que hubiese ayudarlas y ser perdido la fe. ¿Cómo sincero en todo lo que ayudarlo? Él decía ser ateo y hace, sin embargo no querer hablar de Dios, debe tener un propósito pero lo necesitaba, aunque final: Conducir a esa no lo supiese. persona a Jesús. Ser un cristiano auténtico es ser un instrumento divino para alcanzar personas y llevarlas a Jesús. William era consciente de su misión, sabía que la amistad era la manera más fácil de conquistar el corazón de Víctor, pero conocía también que la amistad, por la sola amis- tad no tiene mucho sentido. El cristiano cultiva una amistad con algún propósito. Se aproxima a las personas, las ama, les extiende la mano, las ayuda y es sincero en todo lo que hace, pero tiene un propósito final: conducir a esa persona a Jesús. Esa intención final podría ser apenas un interés proselitis- ta, si no fuese motivada por el amor y entonces no pasaría de una acción humana, egoísta y pecaminosa. Pero William real- mente se preocupaba por el nuevo amigo. A veces, en la no- che, lo veía andando por el corredor de su dormitorio. Otras, percibía que había llorado porque tenía los ojos rojos. Casi nunca recibía visitas y se aislaba voluntariamente. Transcurrieron meses y el único trabajo misionero de

Wi- lliam fue ayudar a su amigo en las dificultades y estar cerca 86

El incrédulo

de él en los momentos duros. Lo ayudaba con las tareas de la escuela, lo animaba cuando lo veía desanimado y oraba mucho por él. Con el tiempo fue notando que cuanto más oraba por su amigo, tanto más él mismo personalmente, se sentía en paz con Dios. Recordó que muchas veces estaba cansado y sin ga- nas de orar, pero desde que había decidido llevar a Víctor a los pies de Jesús y desde que había empezado a rogar por su ami- go, le resultaba más fácil orar. De ese modo entendió que el hecho de traer una persona a Cristo ayuda al cristiano a crecer en su experiencia espiritual. Cuando llegó el receso trimestral y los alumnos regresa- ron a casa, Víctor antes de partir se acercó a William. —¿Podrías orar por mí? —¿Hum? —¿Ah? Por supuesto que sí. —No, no me he vuelto cristiano, yo no creo en Dios, pero tú sí crees y creo que Dios te escucha. ¿Podrías pedirle a tu Dios que me ayude a regresar aquí? —¿Piensas no volver el siguiente trimestre? —Yo no pienso nada, yo nunca pienso, mi padre piensa por mí. —¿Por qué es así? —Soy un hijo problemático, solo le doy disgustos a mi padre, él no sabe qué hacer conmigo y por eso me internó en este colegio. Al principio pensé que este era mi castigo, pero aquí encontré amigos como tú y deseo regresar. Oraron. Víctor apretaba con fuerza la mano izquierda, se agarraba al objeto que escondía como si fuese su tabla de salvación. En los pocos meses en el colegio había cambiado mucho. Era un muchacho de buen comportamiento, no daba problemas, alcanzó buenas notas, un excelente compañero, pero pensaba que Dios no existe y nadie podía sacarle esa idea. Por lo menos era eso lo que William pensaba, y en casa se lo dijo a su padre.

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—No necesitas cambiar las ideas de nadie —le dijo su padre— lo que requieres es amar a tu amigo, ayudarlo en todo, mostrarle que te preocupas por él y aceptarlo como es. —Pero ¿cómo se va a convertir si no le hablo de la Biblia? —Deja la conversión con el Señor Jesús, tú solo sé un instrumento del amor. En algún momento, él va a necesitar de Dios y lo va a buscar y tú estarás cerca para ayudarle. Y así fue. Los alumnos regresaron del receso. Junio apenas comenzaba y, tras unas semanas de sol y calor, había llegado un invierno prematuro a los campos verdes del colegio. Víctor tam- bién llegó, pero el ómnibus en el que venía se había averiado en el camino y llegó tarde. Al descender del bus, el día ya casi se es- taba yendo. Miró a todos los lados y no vio a nadie del colegio esperándole. Cosa extraña, ni en el paradero del ómnibus, ni en sus alrededores, ni por la calle central. Por la carretera tampoco se veía un solo carro. Frente a la estación del bus había una tienda de lápidas, curiosamente abierto a esa hora. Allí las cruces, lápidas y monumentos expuestos a la venta formaban una especie de cementerio. Pero nada se movía. —¿Qué hago? —pensó Víctor. Desde allí hasta el colegio había como tres kilómetros y él traía la maleta pesada. Podría tomar un taxi pero las calles estaban solitarias, desiertas, sucumbiendo ante las sombras de la noche que se apoderaba de la ciudad. En ese momento sintió pasos detrás de él y al voltearse se topó con un hombre de mediana estatura, enjuto, lampiño y de nariz aplastada. Era pelirrojo y tenía la tez lechosa y llena de pecas. No podía ser alemán, aunque abundaban alemanes en las proximidades del colegio. El sombrero que cubría su cabeza le daba el aspecto exótico de hombre de tierras remotas. Car- gaba una mochila

sujeta a los hombros por correas, usaba un cinturón de cuero amarillo, una capa de montaña pendiente de su brazo izquierdo y un bastón con punta de hierro. 88

El incrédulo

El desconocido llevaba la cabeza levantada y en su cuello se destacaba la nuez, fuerte y desnuda. Miraba a lo lejos con ojos inexpresivos, bajo las cejas rojizas que contrastaban con su nariz aplastada. Víctor se estremeció. El gesto de aquel hombre tenía algo de dominante, atrevido y violento. Y sus labios parecían demasiado cortos y no llegaban a cerrarse sobre los dientes, que resaltaban blancos y largos, descubiertos hasta las en- cías. Parecía un vampiro. —¿Qué hora es? La voz cavernosa del hombre extraño lo sacudió. Estaba aterrorizado pero intentó disfrazar esa emoción, apretando con fuerza el puño izquierdo. ¿Por qué preguntaba la hora aquel hombre, si en la mu- ñeca cargaba un enorme reloj? —No sé, tal vez debe ser las seis y media de la tarde. A lo lejos ladraba un perro. Un poco más allá el viento gemía al chocar contra los árboles. El cielo oscurecía con ra- pidez mientras el hombre extraño aumentaba de tamaño y se volvía un gigante. Víctor tembló, intentó correr pero sus pies parecían amarrados a dos columnas de acero. Intentó gritar pero su voz se ahogó en el pecho y se negó a salir. Sudaba y no sabía qué hacer cuando le llamó la atención una luz fulgurante del otro lado de la calle. Allí vio a Jesús con los brazos abiertos, llamándole con amor. Víctor despertó asustado y se percató que acababa de te- ner una pesadilla. A la mañana siguiente, muy temprano llegó al colegio. Intrigado por el acontecimiento, buscó a su amigo William y le contó el sueño horrible. —El Señor Jesús te está llamando— le dijo William. —¿Por qué, si yo no creo en él? —¿Sabes lo que yo pienso? —Dime qué… —Algo sucedió en tu vida cuando eras niño. 89

El muchacho de cabellos largos se puso nervioso. La con- versación que hasta aquel momento se desarrollaba en un tono agradable, se volvió tensa. –Chao, no quiero hablar más. –Espera, ¿dije algo indebido? —No, pero no quiero hablar más— dijo Víctor y se marchó. Los días pasaron. William no hablaba con su amigo sobre religión, pero continuaba a su lado, apoyándolo permanentemente, mostrándose amigo en todos los momentos. Algunos meses después llegó la semana de oración. Un joven pastor hablaba todas las noches con poder. Su palabra llegaba al corazón y decenas de estudiantes se entregaban a Jesús cada noche, menos Víctor. En la hora de los llamados, William a su lado oraba mientras el pastor invitaba a las perso- nas, pero no deseaba presionar a su amigo. Una noche, a mitad de esa semana, mientras camina- ban del templo hacia los dormitorios después del culto, Víctor comenzó a llorar desconsoladamente. La luna brillaba. Ambos amigos se sentaron en un banco del camino. Eran demasiado jóvenes para conocer los dramas de la vida, pero suficiente- mente adultos para encararlos de frente. Un foco de luz blanca, colgado de un poste ayudaba a la luna a iluminar el ambiente. Víctor continuaba llorando. Era evidente que aquel llanto era resultado del trabajo del Espíritu Santo en el corazón del joven ateo. —¿Ves esto? Víctor abrió el puño izquierdo y por primera vez mostró lo que siempre había escondido. William miró sorprendido el pequeño objeto. Era una medalla de la virgen de Fátima, dimi- nuta, atada a una cadenita de oro. —¿Qué significa eso? —Era una noche de luna llena, como esta— dijo Víctor. Yo tenía apenas nueve años y mi madre agonizaba, salí al pa- tio y me arrodillé, clamé a Dios, le supliqué para

que salvase 90

El incrédulo

a mi madre, y él no hizo nada. Mi madre murió pero antes de fallecer me entregó esta medalla. —Para que te proteja— me dijo y se fue. Dime ahora, ¿cómo puedo creer en un Dios que permitió la muerte de mi madre, tan joven y llena de sueños? William no dijo una palabra. Solo colocó su brazo sobre el hombro de su amigo. —¡Por favor, ayúdame! —suplicó Víctor. —Estoy aquí, soy tu amigo…estoy aquí. El final de la historia es fácil de imaginar. Víctor estudió la Biblia, descubrió verdades maravillosas y cuando llegó di- ciembre, antes de regresar a casa, descendió a las aguas del bautismo y selló su pacto de amor con Cristo. Las personas no buscan religión, ni doctrina, por más bíbli- ca y verdadera que esta sea. Los seres humanos mueren por Las personas no buscan falta de amor. Son como un religión, ni doctrina, por desier- to sin vida esperando más bíblica y verdadera las gotas misericordiosas de que esta sea. Los seres una amistad sincera como la humanos mueren por de William. falta de amor. Son Hoy, Víctor trata de un desierto sin vida hacer- se amigo de otros esperando las gotas jóvenes para llevarlos a Jesús. William, a su vez, misericordiosas de una continúa creciendo en su amistad sincera como experiencia cristiana, buscando la de William. a más personas heridas y pre- sentándoles a Jesús, el único remedio de los corazones afli- gidos. ¡Esta es la historia de Víctor! ¡Este es su testimonio! ¡Él fue

!

HISTORIA

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La criticona Cómo una adventista criticona se transformó en una extraordinaria ganadora de almas.

L

a señora Paredes, hija de un carnicero, era lo que podría decirse una mujer resuelta y decidida. De armas tomar, como aseguraría mi padre. Para arreglar sus cosas se bastaba y se sobraba sola. Contrajo matrimonio con el dependiente principal de su papá y abrió otra carnicería en la plaza de la ciudad. Decían que quien mandaba en la casa, era ella. El es- poso era un borrachín, alto, encorvado, de cara fina y bigote blanco, y blancas también las cejas dibujadas sobre sus ojos achinados. El desventurado hombre se pasaba todo el día sen- tado en la sala mirando televisión. Pero eso a la señora Paredes no le importaba mucho, porque al fin de cuentas quien gober- naba y llevaba el sustento para la casa era ella. Lo único que exigía del esposo era que al llegar a la casa, todo estuviese en el orden debido. La conversión de la señora Paredes fue un verdadero

milagro. Se encontraba hospitalizada a raíz de una agresión en la que un empleado, a quien ella lo perturbaba a diario con sus reclamaciones y exigencias, la había apuñalado varias veces sin piedad. Interrogado por el alguacil de la ciudad, el agresor se mostró corajudo: —Así que usted es el asesino— interrogó la autoridad policial. —No soy asesino, señor, porque desgraciadamente ella todavía está vivarespondió el acusado. 92

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—¿Cómo desgraciadamente? ¿Usted quería matarla? —Esa era la intención, señor, pero la vieja es fuerte y re- sistió a las siete puñaladas que le asesté. La señora Paredes no murió, mejor dicho, casi murió. Pasó días entre la vida y la muerte, agonizando, pero no falle- ció. Ella dice que en los estertores de la muerte soñó que un ángel se le apareció y le dijo: —Te dejo vivir si me entregas tu vida. Has sido una mujer mala y avara, has maltratado a tus empleados y a tu esposo. Le has robado a tu padre, que en paz descanse, pero a pesar de todo te dejo vivir si me entregas tu corazón. —Está bien, señor- había respondido la señora Paredes. —Entonces busca mi iglesia. —¿Cuál es tu iglesia? —Yo te visitaré para venderte un libro y entonces descu- brirás cuál es. El ángel desapareció y la señora Paredes salió del estado de coma y en pocos días regresó a su casa. Aun convalecía cuando alguien tocó a la puerta. El esposo abrió y he allí un hombre vestido de terno, con un maletín en la mano. Cuando ella lo vio de inmediato se dio cuenta que aquel hombre tenía el rostro del ángel. La señora Paredes empezó a llorar, se llevó las manos al corazón y abrió los brazos al desco- nocido visitante. —Adelante, pase usted, ¿dónde está el libro? —¿Qué libro? —El libro que usted dijo que me traería. —¿Cuándo le dije eso? —No importa, ¿dónde está el libro? El colportor sacó del maletín un libro sobre salud, y la mujer, ansiosa, le preguntó: —¿Dónde está el otro libro? —¿Cuál? 93

—El de tapa negra. De este modo fue como la señora Paredes conoció la Palabra de Dios. Recibió estudios bíblicos del colportor y en menos de tres meses se bautizó. Demás está decir que aquel día, su esposo también bajó a las aguas bautismales y dejó de- finitivamente de beber. Con el tiempo fue cobrando dignidad. Dicen inclusive que se enderezó ligeramente del problema de la columna vertebral y hasta fue nombrado diácono en la iglesia. Si la historia terminase aquí sería una de esas historias milagrosas del poder transformador de Dios. Yo he contado tantas de ellas en las campañas de evangelismo que presento alrededor del mundo. Los años y la vida me han enseñado que lo que es imposible para el ser humano, no lo es para Dios. He visto llorar arrepentidos y rendirse al Salvador a rameras, ladrones, ateos, incrédulos, drogadictos, en fin, hombres y mu- jeres que en opinión de los seres humanos jamás se entregarían a Dios. La historia de la conversión de la señora Paredes “El primer impulso es una linda historia que del corazón muestra la manera “ilógica” regenerado es el de cómo el Señor llama a de traer a otros sus hijos. también al Resulta que nuestra Salvador”. (SC, pro- tagonista entró a la iglesia pero parece que su lengua escapó de las aguas bautismales. La esgrimía como espada afilada para destruir la vida de los her- manos. No había quién la soportase y tampoco quién escapase de sus críticas. Para ella nada estaba bien. Desde el pastor hasta el último hermano, pasando por la Junta de la Iglesia, todos eran en su opinión un bando de pecadores que si no se arrepentían, se quemarían en el fuego del infierno. Y cuando estudió el tema del fuego

eterno y descubrió que el temido fue- go, sería eterno solo en sus consecuencias ni Dios escapó de 94

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sus críticas, porque en su opinión los pecadores merecían sufrir eternamente. Para completar esta enojosa situación, la ahora hermana Paredes, descubrió el mensaje de la reforma pro salud y se le dio por ser una apóstol del cuidado del cuerpo. El primer paso fue vender la carnicería y abrir una frutería. ¿Y no fue que Dios la ben- dijo y se llenó de nueva clientela? Sufría para devolver el diezmo. Poseía el defecto terrible de no abrir demasiado la mano, pero era una mujer sincera y cuando descubrió que ella era una simple administradora del Señor, fue fiel en devolver a Dios lo que a él pertenece. Tal vez por causa de su fidelidad y de la sinceridad con que abrazaba las verdades que aprendía, se sentía con el derecho de juzgar y criticar a todo el mundo. Mas esta actitud, por sincera “Una persona que fuese, causaba mucho verdaderamente malestar a la iglesia, hasta convertida no que más de un anciano llegó puede vivir una a pensar que de- bería recibir vida inútil y una advertencia de la junta. estéril”. (PVGM, Solo que eso, a nuestra pág. 223) querida hermana, no le importaba mucho porque según ella misma decía, quien la llamó en el lecho de muerte había sido el propio Dios y no los hombres. Los jóvenes de la iglesia huían de ella cuando la veían. Los niños imaginaban que antes de convertirse había sido una bruja malvada, porque se paraba en la puerta de la iglesia mirando con sus lentes gruesos para criticar la ropa de los pequeños y ad- vertir luego a los padres que deberían educar mejor a sus hijos. Fue así como las cosas sucedían y los sábados iban y ve- nían, hasta que cierto día, por esas formas maravillosas cómo Dios conduce la vida de sus hijos, cayó a sus manos un vídeo donde se explicaba el por qué de la misión.

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Al mirar aquel vídeo, el Espíritu Santo obró en su corazón. Por primera vez entendió que la conversión genuina no empieza por fuera sino por dentro, y que la primera evidencia de la trans- formación de una persona, no es el simple cambio de su compor- tamiento, sino el deseo de contar para otros lo que Jesús hace en la vida del creyente. En el vídeo observó esta cita inspirada: “El primer impulso del corazón regenerado es el de traer a otros también al Salvador”. (GC, pág. 76) ¿Qué estaba haciendo ella? ¿Hasta qué punto esto era verdad en su experiencia? Si una persona dice que ha sido transformada por Jesús y no lleva a nadie hacia Cristo, algo está fallando en esa experiencia. Algo no encaja. Es preciso re- visar la “conversión” de esa persona, o entonces la declaración del espíritu de profecía, sería errada. La hermana Paredes, mujer firme, decidida, de cabellos protegidos por una redecilla, se estremeció con la sola idea de no estar convertida. Siguió observando el vídeo y se sor- prendió con otra cita: “Una persona verdaderamente convertida no puede vivir una vida inútil y estéril”. (PVGM, pág. 223) La expresión “verdaderamente convertida” la sacudió como el viento lo hace con las hojas de los árboles. No es posible relacionar genuina conversión con inactividad o improductividad. La auténtica conversión genera en el corazón del cristiano el deseo de buscar a otra persona para conducirla a los pies de Jesús, pero ella hasta aquel entonces solo había espantado a las personas con sus juzgamientos y críticas a su manera de vestir o de comer.

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Entonces intentando calmar su conciencia pensó: “Traer personas para Cristo es el deber de los pastores, para eso devuelvo el diezmo”. Le pareció que en el vídeo se hubiese estado leyendo sus pensamientos porque ni bien acabó de repetirse la frase conso- ladora, el predicador presentó otra cita que decía: “Si los miembros de la iglesia no emprenden individualmente esta obra, demuestran que no tienen relación viva con Dios”. (JT 2, pág. 163). ¡Ah! Esa cita fue un duro golpe en el hígado de la her- mana Paredes. Conducir una persona hacia Cristo no era ac- tividad colectiva de la iglesia. Ella no se podía esconder bajo el pretexto de que su iglesia estaba evangelizando. Este era un asunto personal. ¿Y qué sucede con al"Todo verdadero guien que no tiene una expediscípulo nace en riencia viva con Dios? La el reino de Dios res- puesta es obvia: estará como misionero". muerta espiritualmente. (DTG, pág. 166) Podrá ser un buen miembro de iglesia, cum- plir todas las normas, ejercer un cargo, participar en las actividades de la iglesia, cantar en el coro, lo que fuese, pero si no conduce personas hacia Cristo, será la evidencia de que “no tiene viva comunión con Jesús”. La hermana Paredes detuvo el vídeo. Fue a la cocina a beber un vaso con agua y notó que sudaba copiosamente. Ex- traño, muy extraño, porque la noche estaba fría. Se secó el su- dor con una toalla y con el corazón palpitando aceleradamente regresó a la sala y continuó mirando el televisor. Entonces oyó decir al expositor que un verdadero discípulo nace en el reino de Dios como misionero. Y si

alguien 97

no está comprometido con la misión puede parecer que es un discípulo, pero no lo es. Todavía no ha nacido en el reino de Dios. Es apenas un buen miembro de iglesia, pero jamás pasó por la experiencia de la conversión. Aquella noche la hermana Paredes casi no durmió. Dio vueltas en la cama toda la noche. Pensó, pensó y pensó. La atormentaba el hecho de saber que con frecuencia hay perso- nas, sinceras como ella, que viven preocupadas por llevar a la iglesia un nivel de comportamiento ejemplar. Y naturalmente no había nada de malo en eso. Pero el problema es que si todo el afán de la vida cristiana se concentrase en eso y se olvidara que la testificación es clave en la vida del cristiano, se correría un terrible peligro. “Hay muchos que profesan el nombre de Cristo, cuyos corazones no se empeñan en su servicio. Sencillamente hacen profesión de piedad, pero por este mismo hecho han ampliado su condenación y han llegado a ser agentes satánicos más engañosos y que alcanzan más éxito en la ruina de las almas”. (SC, pág. 121) ¿Agente de Satanás? ¿Ella, la buena señora que en las horas de agonía había sido llamada por un ángel? No era posible, pero lamentablemente cuando un cristiano vive preo- cupado solamente en hacer profesión de “piedad” y no se em- peña en traer a otros a Cristo, corre el riesgo de transformarse en un agente poderoso de Satanás para la ruina de almas. “¡Esto es estremecedor! —pensó la hermana Paredes—. No puedo correr el riesgo de ser una piedra de tropiezo para las personas”. Lloró aquella noche. Se quebró como una niña huérfana. Derramó lágrimas por la frustración de sus buenas

intenciones. Y 98

La criticona

soñó que el ángel del hospital se le aparecía nuevamente dicién- dole: —Busca a las personas, hazte amiga de ellas, acéptalas como son, no las juzgues ni las critiques y con amor tráelas a mí. A la mañana siguiente despertó muy temprano, se asomó a la ventana y vio el sol brillando esplendorosamente. El sol siempre brillaba pero ella no lo percibía. Notó que los pajari- llos cantaban. Esas avecillas alababan a Dios todas las maña- nas pero ella estaba tan preocupada en detectar los yerros de las personas y de las cosas, que no percibía tanto asunto bueno que existía en el mundo. Esa mañana, al llegar a la frutería, lo primero que hizo fue preguntar a uno de sus empleados: —¿Cómo estás? ¿Amaneciste bien? ¿Y tu familia? El muchacho la miró extrañado y no respondió. Siguió acomodando las frutas, pensando para sí: “La vieja está loca o está enferma. Enferma debe estar, porque loca siempre ha sido”. La hermana Paredes no estaba loca ni enferma: simple- mente había sido transformada por el amor de Dios. Ya pasaron dos años. En la iglesia todavía hay gente que no cree en el cambio operado en la vida de esta mujer. Pero con- tra hechos, no hay palabras. El último año condujo a las aguas bautismales a tres personas. Dos de ellas fueron el empleado que aquella mañana pensó que “la vieja estaba loca” y su esposa. Preguntado aquella tarde por el pastor cómo había co- nocido el evangelio, el recién bautizado respondió: —Fue la transformación que vi en la vida de mi patrona. Ella me empezó a tratar con amor, respeto y cariño. Fui atraído por el amor. Esta es la historia de una mujer que con su actitud severa y sus palabras llenas de veneno y amargura solo

causaba pro- blemas a la iglesia, pero que se transformó en un agente de 99

esperanza y amor, y hoy usa la amistad como un instrumento poderoso para alcanzar a las personas y llevarlas a Jesús. La conocí en un festival de laicos. Su testimonio me im- pactó. —Hasta mi rostro cambió desde que empecé a buscar a las personas con amor— me dijo emocionada. —Lo puedo ver— le respondí. —Hoy me pregunto, pastor: ¿Cómo pude ser tan ingenua de pensar que el reino de los cielos era un derecho que yo ten- dría solo por mi buen comportamiento? —La vida es así, mi hermana— le respondí—, todos ne- cesitamos crecer, la vida cristiana es crecimiento constante. —¿Puedo pedirle una cosa? —Adelante— le dije. —Siga enseñando como lo viene haciendo. No se canse de hacerlo. Aunque muchas veces le parezca que no ve resul- tados, no se desanime. Un día en el cielo verá a muchas perso- nas como yo, y junto a nosotros, una multitud de otras personas que trajimos a Jesús. Nos despedimos. Tal vez nunca más la vuelva a ver en esta tierra. Pero tengo la seguridad de que un día la veré en el cielo, vistiendo vestiduras blancas, con una corona de oro y muchas estrellas. ¡Esta es la historia de la hermana Paredes! ¡Este es su testimonio! ¡Ella fue

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