Todos Los Caballos Del Rey

MICHELE BERNSTEIN Tbdos los caballos del rey H ANAGRAMA I Panorama de narrativas Michéle Bernstein Todos los caba

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MICHELE BERNSTEIN

Tbdos los caballos del rey

H ANAGRAMA

I

Panorama de narrativas

Michéle Bernstein

Todos los caballos del rey Traducción de María Teresa Gallego Urrutia

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

Thulo de la edición original. Tous les chevaux du roi Buchet / Chastel París, 1960

A MODO DE PRÓLOGO-

Publicado con la aluda del Ministerio Jiancés c{e Cubura-Centro Nacional del Libro

[.q euroRa: Michéle Bernstein nació

Diseño de la colección:

Julio Vivas Ilustración: foto de Michble Bernstein

@ Editions Nlia,2004 @ EDITORIAL ANAGRAMA,

S.

A., 2006

Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona

ISBN: B4-339-7095-X Depósito Legal: B. 12172-2OOG Printed in Spain !1Uerd1pie",§. L. U., ctra. BV 2249,krr,7,4 - Polígono Torrentfondo 08791 Sant LlorenE d'Hortons

en

1932 en París. Además de Todos los caballos del rey, publicó La Nuit (1961) y durante quince años escribió una crónica literaria en el diario Libération. Et ueRo: Con innegable desenfado publicó Michéle Bernstein en 1960 Todos los caballos del r¿l. No tenía previsto hacer carrera en el mundo de las letras, sino que pretendía llenar las arcas de la Internacional Situacionista, ala que pertenecía, escribiendo un bestseller. Ni Gallimard ni

* El texto reproduce

una excelente nota informativa de

Édition. Allia destinada a prensa y libreros, con motivo de la segunda edición de esta novela, después de la primera que pu-

blicó Buchet / Chastel en 1960. (N. del E.)

Denoél ni La Table Ronde aceptaron el manuscrito; luego, en Julliard, llamó la atención de Frangois Nourissier. Pero a éste no le gustaba el personaje de Héléne. Por tan poco que no quedase: Michéle Bernstein le volvió a llevar el manuscrito d. día siguiente anunciando: o¡Héléne ya no existe!» Y, efectivamente, en todas las apariciones de Héléne ponía Virginie. Nourissier se enfadó y así quedaron las cosas. Por fin publicó el libro Buchet / Chastel. Frangois Mauriac lo comentó en L'Express; n¿Cómo es que a una chica joven y guapa como Michéle le gusta aparentar que es un gamberro fugado de un correccional?, No hizo falta más para que la autora quedara consagrada como nel monstruito de Ia temporadar. La prensa se preguntaba: «¿Es un original? ¿Es una parodia?, Pero Michéle Bernstein había tomado Ia delantera redactando personalmente dos comentarios que incluyó en la contraportada del libro: uNo hay desenfado sino en la superficie de este libro. El pudor oculta una sensibilidad e incluso un sufrimiento realesr, decía el primero. En el otro se hablaba de nun argumento pobre que se desarrolla de forma complaciente en la Rive Gauche 8

y en la Costa A^)1, por descontado, entre ininterrumpidas borracherasr. Agotado durante décadas, Todos los cabalbs del rey se había convertido desde hacía mucho tiempo en objeto de un culto subterráneo. Y es que hay en este libro varios libros. Es, en primer lugar, una narración que describe, con el estilo de la época, el libertinaje de la juventud más libre de Ia década de 1950. El argumento recuerda el de Las amistades peligrosas traspasado al universo de las novelas de Frangoise Sagan y narrado con su característica forma de escribir escueta y veloz. El resultado es un relato alavez una suerte de estudio psicológico y breve libro de ética amorosa que se incluye en la tradición de análisis psicológico de la novela francesa clásica. Pero el interés por Ia Internacional Situacionista aporta a esta novela laLuz de otro enfoque. Pues no resulta difícil descubrir a Guy Debord, marido por entonces de Michéle Bernstein, tras el personaje de Gilles, a Asger Jorn detrás del de Ole, y a Michéle Bernstein en persona con los rasgos de Geneviéve. Todos los caballos del rey puede leerse, pues, como una novela en clave que brinda, sin lugar a dudas, uno de los retratos

más sensibles de Guy Debord con los que se puede conrar, de su sentido del humor con telón existencial de fondo y de su muy sincera y rendi_ da entrega a las pasiones que'agudizaba aquel sentimiento suyo de la huiáa deitiempo. pero, por encima de todo ello, esta obra resulia ser una ilustración novelada de las reorías ,i,r'r".iorirr"r, cómo «construir una situación» en la vida coti_ diana, de forma roralmente d.lib..rjr, y conrro_ ru para no caer en las corrientes pe_ llligrosasevolución que siempre acaban por volver a insertar ra exrstencra en los marcos tradicionales. En un famoso cómic detourné de inspiración situacio_ nista, El regreso de la columnn borrrti, aparccían dos vaqueros que citaban Todos los caballos del «¿A qué te dedicas exacramente? _ A la rei_ ley: ficación - Ya veo. Es un trabajo _rry r.rio .on lib¡os muy gordos y mucho, prp.l.r'.ncima de una mesa grande. No. Me paseo. -

nada me paseo.»

Más que

Éolrroxs Aum

10

para Guy

I Aquella mezcla de bandas azules, de damas, de conazas, de violines que habia en la sala y de trompetas que habla en la plaza, formaban un espectáculo que se ve más Yeces en las novelas que en cualquier otro lugar. CeRp¡,Nar DE RETZ

1

No

cómo tardé tan poco en darme cuenta de que Carole nos gustaba. No había oído hablar de ella hasta el día anterior, en una pequeña galería de pintura por donde andaba esa tropa que acude siempre a las inauguraciones de las exposiciones de esos pintores cuyo destino es que no los conozca nadie. Los pocos amigos de antaño que me encontré eran precisamente los que no habrla querido volver a ver en la vida. Con voz demasiado chillona que aspiraba intensamente a resultar mundana, la anfitriona hablaba de los zapatos que llevaba para que un visitante de importancia cayera en la cuenta de que ya era por completo insolidaria con el fracaso que estaba viendo venir. En contra de lo sé

r5

que mandan los cánones, la inauguración no llevaba aparejado un cóctel y no había nada que beber.

Cuando recabé con la mirada la ayuda de Gilles, vi que el pintor le estaba hablando con mucha animación. Ya se estaba formando un grupito alrededor. Era un pintor malo y un anciano encantador rebosante de un modernismo pasado de moda. Gilles le seguía la conversación sin que se le notase cansancio alguno y yo admi-

pintor anciano había perdido pie ya en la generación anterior a la nuestra, pero no por eso se había desanimado. Nos tenía afecto. Me parece que nuestra juventud le aportaba una confirmación de la suya. Y a mí su mujer me tenía implicada en una ré su saber estar. El

conversación.

-Tengo que presentarle a mi hija -decía-. Tiene más o menos su edad, pero ella es tan inmadura. Su compañía le vendría muy bien. La indulgencia se compagina mal con el aburrimiento. Sopesé la simpatía mustia de la señora. No me apetecía gran cosa criar a una hija que se le pareciera y que, por añadidura, fuera un poco retrasada mental. Pero hay que interesarse por las

t6

personas.

Me informé de las ocupaciones de Ia

niña.

-Pinta. Creo que tiene talento, pero todavía no se ha encontrado a sí misma. -Como su padre -dije imprudentemente' Lo cual me brindó la oportunidad de enterarme

de que no era hija de FranEois-Joseph, sino de un primer matrimonio... Al final de una frase, afirmé con entusiasmo mi deseo de conocerla' Me habría ¿Fue convincente mi vehemencia? gustado que Gilles estuviera en mi lugar. Parece espontáneamente más agradable que yo. Pero el caso es que, después de hablarme también de Béatrice, la mejor amiga de su hija,

que escribía unos Poemas buenísimos Para su edad y a quien tenía intención de regalar el libro de Rimbaud que acababa de comprar, me invitó a cenar al día siguiente con mi marido.

Fue una cena alegre. Frangois-Joseph no pensaba ya en la suerte que pudieran correr sus lienzos y estaba como un niño a la hora del recreo. Sus amigos hacían desfilar, bien ordenadas, las ideas de hace treinta años, y resultaba

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placentero. Las personas de aquella época dieron tanta importancia al humor negro que incluso sus propias bobadas pueden aspirar siempre a cierto grado de ambigüedad. Tras haber comentado de forma picante los encantos de la señora que vendía cuadros y no daba canapés, Frangois-Joseph empezó a defender las caderas opulentas.

-No como las tuyas, Carole -dijo-. Todavía no tienes gran cosa que pueda gustar a los caballeros.

-Pronto va a estar de moda, Frangois-Joseph

-respondió Carole, ondulando grácilmente

en la silla.

Estaba claro que FranEois-Joseph era tan sensible a aquella moda que me resultaba violento presenciar los torpes esfuerzos que hacía para sacar a la muchacha de su reserva. Debía de llevar mucho tiempo naufragando en aquella postura falsa. Si miré a Carole fue quizá porque era el blanco de aquellas arenciones incómodas. A una chica de veinte años no le cuesta nada dar a entender a los hombres de cincuenta que le parece que choch ean; y a ésta le costaba menos que a nadie. Aproveché el momento en que 18

se

marchó a la cocina a preparar café y me fui

a

ayudarla.

Noté que me toleraba sin mayor entusiasmo. De pie, me pareció muy bajita e increíblemente menuda. Con el flequillo revuelto y el pelo rubio corto, vesdda, como una niña modelo, con un cuello blanco que se abría sobre un jersey azul, no aparentaba, desde luego, la edad que tenía. Su torpeza era estudiada. Era evidente que Carole no hacía café, sino un 1ío. Era para darme una oportunidad de quedar mal si demostraba la más mínima capacidad de ama de casa o si caía en la ridiculez de darle un consejo. Nada tan útil como una trampa en la que no caes. El desinterés del que puedo ser capaz para coger agua del grifo o para buscan tazas me hizo solapadamente insolidaria con el grupo, que estaba hablando de ediciones poco conocidas. Servimos juntas un líquido oscuro que provocó una cordial indignación. Blanco de una reprobación general, nos sentíamos cómplices a la fiterza.Para sacarle partido a esa ventaja, orienté sobre Carole la conversación un tanto irónica, charlando con los padres entre personas mayores. A Frangois-Joseph, satisfecho de hablar de ella, no hubo ya

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quien lo parase. Carole, desconcertada, no decía nada. Me enteré de que vivía lejos, en el distrito dieciséis, y que tocaba la guitarra. También Gilles estaba callado y nos miraba con un interés que me resultaba conocido. Pero fui yo la que propuse llevar a la muchacha en nuestro taxi. Y cuando Gilles se reunió conmigo en el pasillo y me preguntó, muy amable, qué íbamos a hacer, le contesté: -Pues una conqtlista, claro.

No me acuerdo de haber tenido que decir algo en el taxi. Estaba a gusto, estaba cansada. Era lógico que a Gilles le tocase el turno de tomarse alguna molestia, aunque sólo fuera por cortesía. Pero la historia aquella no parecía infundirle cortesía alguna. Pasamos por Pigalle, en donde hay una tienda de ultramarinos que cierra muy tarde. Compramos vino y almendras saladas. Había que convertir Ia noche en una fiesta. Carole pidió pepinillos, como una merced especial, acechando nuestra sorpresa. Gilles adquirió una cantidad extravagante, y cebolletas en vinagre, y alcaparras, y no sé qué más, y se lo brindó todo ceremoniosamente. Yo añadí mi presente, que adoptó la forma de unas guindillas rojas y ver20

des, bastante gratas a la vista, que,

mérito suple-

mentario, no había quien les hincara el diente. Cada cual en su posición, encantadores y encantados, trepamos ocho pisos y volvimos las esquinas de muchos corredores. Llegamos a una buhardilla. Carole vivía, según los cánones, en un cuarto de servicio que pagaba dando clases particulares a los hijos de unos cuantos amigos. Disfrutaba así de completa libertad, según decía. Sin duda sus padres no le habrían negado esa libertad si se hubiera quedado a vivir con ellos, pero, en tal caso, no habría podido hacer bandera, ante ella misma y ante los demás, de aquella candenre afirmación. Nos sentamos en el suelo, como sioux, en un espacio reducido. Gilles le demostró a Carole que es posible abrir una botella dándole golpecitos regulares contra la pared. Seguimos bebiendo. Carole tocaba bien la guitarra' Se había cambiado en el acto, muy púdica, la falda plisada por unos vaqueros. uMe los compro -dijoen la sección de niños., Se sentó a lo moro encima de la cama estrecha, dándonos la cara. Carole cantaba bien, canciones de toda la vida: las muchachas que son hermosas a los quince años 21

sus amigos que se van a la guerra. Las que pierden un anillo de oro a la orilla del río, lloran la huida de las estaciones y no quieren cambiar de amor. Las que van al bosque, que más tarde se añora desde el mar, y los viajes que no acaban

y

nunca.

Me dije que no tenía nada de tonta y me alegré de haber dado con un animalillo tan bonito. En cualquier caso, le gustaba a Gilles, que le había comprado aquel montón de pepinillos y le hablaba con voz hermosa y ronca; a mí también me gustaba. Mis sentimientos, por lo demás, rara vez iban más lejos.

Bebía correctamente, la chica, para tener veinte años. Incluso bebía a veces de la botella para demostrar que era una mujer libre: me miraba de reojo, esperando sin duda el momento en que no pudiera yo disimular señales de celos. Cantaba con voz algo más baja, algo más infantil; el tabaco, decía; pero yo sabía muy bien que era el deseo de gustar. Y, también para gustarnos, recuperaba anécdotas enternecedoras que debían demostrarnos cuán joven era aún, cuán ingenua era aún, cómo se fiaba de todas las personas poéticas y buenas. Su guitarra era un ani22

mal fiel que iba con ella a todas partes. Ella no entendía nada y sólo amaba la pintura y el mar. Y, por descontado, a un osito de peluche. A eso de las tres de la mañana, llamaron a la puerta. El jaleo que estábamos metiendo justificaba por demás una incursión de los vecinos. Pero no eran los vecinos. Apareció otra Carole. De la misma estatura) de la misma edad, con la misma pinta de adolescente muy esbelta y no demasiado inocente. El mismo pelo rubio cortado casi al cero. Aquella doble entró, nos miró impasible y en un abrir y cerÍaÍ de ojos se cambió la falda por unos vaqueros, que seguramente había comprado en la misma sección de niños. Entonces Béatrice se presentó. Le aseguré que ya había oído hablar mucho de ella. Y ella afirmó que estaba encantada de conocerme. Si se la miraba más despacio, dejaba de parecerse a Carole. Llamaban la atención aquel color rubio y aque-

lla fragilidad en común, pero el rostro de Béatrice era firme, voluntarioso /, en resumidas cuentas, poco amable. En la misma medida en que era patente que Carole quería agradar, y agradar precisamente por su indefensión, Béa-

trice no era sino un estar a la defensiva y unos buenos modales agresivos. Acabó por coger otra guitarra y empezó a tocar también, sopesándonos con la mirada.

Cuando Gilles y yo nos fuimos, ellas seguían tocando, pero Gilles había quedado con

Recibí la misma respuesta afirmativa' Era lógico. Porque, en fin, si a Gilles hubieran dejado de gustarle las mismas chicas que a mí, eso nos habría aportado un elemento de distanciaciamiento.

Carole para la tarde del día siguiente. Qué placer, ya cansada y un poco bebida, encontrarte, como en la canción, con una amplia cama blanca y dormir en ella con el chico del que estás enamorada. Por 1o demás, también esa canción nos la había cantado la niña aquella, la de la felicidad para siempre jamás de un amplio lecho

blanco, en cuyo centro es tan hondo el río que todos los caballos del rey podrían beber juntos.l Ér"-or felices y estábamos muy enamorados. Enamorados de nosotros, enamorados de Carole, enamorados de una forma un tanto inconcreta; y, en verdad, era lo que tocaba entonces. -¿Estás contento? -le pregunté a Gilles. Asintió con Ia cabeza y me rodeó el cuello con el brazo. Yo también estaba contenta. -¿Te gusta? -aítadi 1. uAux marches du

paiais». (N. de la T.)

25

24

.le utilizar con decencia las trivialidades de la propia época.

-Nada que ver con Carole -dijo Gilles-. En su ambiente, una chica pinta a menos que intente escribir. Y pinta forzosamene así. Carole es incapaz de ser hábil. Ni siquiera consigue saber cómo se vive. Anda perdida en las cosas más sencillas y todo la

No

2

es consciente de esas cosas.

asusta.

-Lo de andar perdida es una habilidad lJnos días después, Gilles trajo a casa un cuadro de Carole. Lo elogié: era una pequeña composición, abstracra, no fea y, desde luego, mejor que las cosas que pintaba FrangoisJoseph.

A Gilles en cambio le parecía de lo más mediocre. En cuestiones artísticas es mucho más exigente que yo. Pero, como también tiene mayor lucidez, siempre acabo por compartir sus opiniones. Estuve de acuerdo con él en que era más flícil hallar en el cuadro de Carole los amables tópicos de la moda que las osadas torpezas del genio. Pero salí en defensa de la ausente: las novelas y los cuadros se componen con las recetas oportunas. Y no deja de tener su mérito eso 26

como otra cualquiera. Y está a su alcance. -Le sienta bien. Gilles me contó entonces que el cuadro, independientemente de sus otros méritos, había valido para precipitar la crisis entre Béatrice y Carole, crisis que se había abierto en el preciso instante en que aparecimos nosotros en el domicilio de ambas. Béatrice estaba encariñada con ese cuadro. Le había rogado insistentemente a Carole que lo conservara o que se lo diera a ella. En un último intento desesperado, se llevó sus libros y dejó de ir a dormir a la buhardilla. Acto seguido, FrangoisJoseph se enfadó también con Carole. Así que ésta no quería aparecer ya por casa de su madre, en 27

donde, en cambio, Béatrice hallaba refugio constante. Para comentar con Frangois-Joseph la inmoralidad de la reciente conducta de Carole. Durante esta temporada yo no había visto demasiado a Gilles. Cuando coincidía con él por las tardes, solía estar cansado porque se había pasado la noche andando con Carole, entre Les Halles, Maubert y Monge. No la llevaba casi nunca por Saint-Germain, me parece, ni por las inmediaciones de Pigalle, y menos aún por Montparnasse, que aborrecemos; por ninguno de esos barrios de París en que la noche transcurre morosa, igual que el día, y en donde se encuentra uno continuamente con las mismas personas. Sé lo aficionado que es Gilles a pasar la noche dando largas caminatas a esas horas en que un cafe que aún no ha cerrado se convierte en preciada escala por esas calles en que no abundan los noctámbulos. Pasadas las dos de la madrugada, la calle de Mouffetard está desierta. Hay que subir hasta Panthéon para encontrar un bar, en la calle de Cujas. La etapa siguiente cae por el Senado; después por la calle de Le Bac, a poco que se tenga el buen gusto de no entrar en eso que aún llamamos el Quartier Latin. Al llegar a este punto, intuyo a 28

Carole contando su vida (tampoco debe de tener ranta aún). Y el día se levanta al llegar a Les Halles. Es un rito. En resumidas cuentas, al día siguiente, agotado quizá por aquellas caminatas, Gilles iba a traer a Carole a casa. Me sorprendió, a su llegada, lo satisfecha que parecía de haber provocado o padecido las recientes rupturas. Yo le manifesté una cordialidad aún mayor, y me pareció que la reconfortaba. Ya sabía yo que el uso de sillas le iba a parecer abusivamente ceremonioso o que, al menos, eso diría. Así que la animé a sentarse en la alfombra y, mientras bebíamos algo y ella me observaba, traje unos platos con esos aperitivos daneses que son ya en sí una comida completa. Estaba visiblemente encantada con mi forma de recibir. Por 1o demás, le había afirmado con todo el descaro que eso era lo que hacía siempre. Y a ella le permitía hacer gala del desprecio que sentía por las comidas burguesas y de la flexibilidad de sus posturas. He visto a muchas niñas gráciles, en mis tiernos años escolares, parecer gatitos y tanta naturalidad no me engañó. Pero el espectáculo resultaba agradable. Yo, muy dig29

na y con la espalda apoyada en la estantería de los libros, porque no enrra en mi papel exhibir las mismas gracias, mantuve una conversación indiferente. Luego, fui a descolgar la guitarra. -Toca -le dije. -¿Quieres que canre, Gilles? Gilles quería, por supuesro. Luego nació una concordancia perfecta entre los tres y dijimos muchas ronrerías. Carole me explicaba que éramos diferentes de todas las personas a las que había conocido.

-Ya -le dije-; unos cuantos pánfilos de la escuela de Bellas Artes.

-Qué va -se defendió ella sin convicción-. De entrada, sólo me lleváis cinco años. Tengo muchos amigos de vuestra edad. Y no todos son unos crerinos. Pero resulta difícil de explicar. Vosotros sois a la vez mucho más viejos y, al mismo tiempo, más jóvenes. Sobre todo Gilles. -Eso es porque estás enamorada de é1.

-Lo

sé.

E incómoda, sin duda, por haber respondido así de forma tan espontánea, cambió rápidamente de postura y tocó un acorde. Pero yo no rne di por enrerada. 30

-Gilles -intentó expresar eila- siente siempre las cosas igual que yo. Pero, además, me explica por qué. -Es un camaleón pensante -le dije-. Piensa ias cosas que están por detrás de las cosas. Canta algo más, le gustará. Carole vino a tenderse junto a mí. uNo me apetece cantar», dijo. Y me contó sus últimos años de instituto y cómo había conocido a Béatrice. Yo me abstuve de hablar mal de ésta, y la decepcioné. Fui a preparar oua jarra de Ia mixtura que estábamos bebiendo. Mitad zumo de naranja, mitad ron, un poco de hielo. Es una bebida que no tiene nombre y que a Gilles le gustaba mucho. Mientras lo mezclaba todo, pensaba que Carole debía de andar muy perdida y que las chiquillerías a las que había renunciado por nosotros le habían colmado hasta entonces cuanto de corazóntenia. Por lo demás, ese poco corazón parecía ocupar un lugar enorme en su existencia. No era capaz de vivir sola. Me gustaba hacerla cantar. Me divertía el contraste entre su habitual apariencia vulnerable y la guasa que sabía hacer suya en cuanto buscaba refugio en las frases hechas. 31

De esta forma, la vehemencia con que pretendía agradar a Gilles quedaba desmentida gracias a un aspecto altanero que sólo se dirigía a un hipotético público. Sacaba el labio inferior y se le ponía ese perfil que se suele atribuir a la altivez de los Habsburgo en la historia y en las fotonovelas. Cuando volví, se callaron. -Sírvenos de beber -le ordené-, y haz de jovencita de la casa. *Soy la jovencita de la casa -dijo ella. Me acercó un vaso sin dejar de sonreír a Gilles, subió las rodillas hasta la barbilla y se sujetó los tobillos con ambas manos. El ron nos había ido embotando poco a poco. -Estoy cansada -explicó-. Estaba acostumbrada a acostarme tarde. Ahora es mucho peor. Y ya ni siquiera pinto. Vi que miraba su cuadro en la pared y que le satisfacía su lugar entre los demás. -¿Y a Gilles no Ie pasa lo mismo? ¿Cuándo uabaja?

Y volviéndose hacia él: -¿A qué te dedicas exactamente? muy bien. -A la reificación -contestó Gilles. 32

No lo



-Es un estudio muy trascendente -aiadí. -Sí -dijo é1. -Ya veo -dijo Carole con admiración-. Es un trabajo muy serio con libros muy gordos y muchos papeies encima de una mesa grande. -No -dijo Gilles-. Me paseo. Más que nada me paseo. 1o acabo de entender -admitió e11a-. Pero antes también me paseaba mucho. Antes me paseaba sola. El alcohol la ponía triste. Nos habló del

-No

tiempo que huye. De la misma forma que todos los adolescentes que están saliendo de esa edad, cuando han comprendido o leído los encantos que tiene, vivía con amargura el envejecimiento, el cambio de estado. Aunque era muy joven, antes lo había sido aún más. -No pasa nada -dijo Gilles-. Me parece que hemos encontrado un método para seguir siendo adolescentes, o como si lo fuéramos. Sólo envejeceremos en última instancia' Ya te meteremos en el complot. -Bien -sonrió Carole- y nunca estaré triste. -Pues sí -le dije-, hay que estar triste. Enormemente. Porque si no, envejecerás enseguida.

))

Carole bromeó: -¿Entonces vosotros estáis muy tristes? -¿Yo? Una barbaridad -dijo Gilles. Y resulta que es cierto. A fin de cuentas, Gilles dice a menudo la verdad. -Qlé curiosa manera de estar triste -di-

jo ella.

-La mejor. Alargué la jarra. Carole, muy cerca de Gilles, llenó los dos vasos y volvió a renderse de espaldas. Encendió un cigarrillo, le temblaba mucho la mano. o¿Quieres uno?», dijo dulcemente,

volvió hacia é1 para dárselo. Fumaba torturando su labio inferior. Columpiaba un mocasín en la punra del pie descalzo. El jersey azul subía y bajaba con la respiración, como si hubiera estado corriendo. Un momento de silencio. No quedaba zumo de naranja; bebí un rrago de ron. Carole se apoyó en los codos para hacer otro tanto y descansó la cabeza en el hombro de Gilles. Él se acabó la botella.

y

se

-¿Qué queda de beber? -preguntó. -Aguardiente -dije- y café para nuestro gran amor.

34

-No

seas

dura conmigo

-dijo Carole débil-

mente.

La hermosavoz de Gilles se tornó cariñosa: mundo' -Geneviéve es odiosa. Con todo el Y todo el mundo la quiere. Yo también. Nos miramos y nos echamos a reír' Carole se incorporó un Poco y nos miró por turno' Acabó por retorcerse en la alfombra y reposó la cabeza en mis rodillas. Quizá habría sido más lógico que se pusiera de pie y montase un escándalo. El amor conyugal no suele tener buena reputación. O, si hubiera sido más simple, se habría difuminado, a modo de sacrificio grato Para rememorar en el futuro; y si hubiera sido ya más mujer habría entablado una de esas luchas que' en los libros, concluyen con melancólicos comentarios acerca de la perennidad de los tópicos y la nostalgia de los cariños prohibidos. La situación no era tan nueYa.

Sacudió un poco la cabeza para Ponerse cómoda. No llevaba nada debajo del jersey. La enderecé y noté en los dedos latbieza de sus costillas. Le metí el pelo por detrás de las orejas y me agaché para respirar su aroma a lavanda. Son35

reía, pendiente de mí. La estreché con dulzura. Se incorporó insensiblemente y se encontró apoyada en mí más de cerca. Estaba en tensión. Aquella presencia liviana inmovilizaba la habitación en torno a nosotros. Decir una palabra habría roto el equilibrio. Acabó por relajarse en

punto de concluir; faltaba poco para el verano. Cuando pensé que ya habían llegado a buen puerto, me fui a acostar y me dormí en el estaba a

acto.

mis brazos y se durmió. No sé cuánto tiempo transcurrió así. Gilles me indicó por señas que no la despertase, cosa que yo no tenía intención de hacer. Cuando volvió a moverse, parecía despejada. AIzó la vista hacia nosotros y Gilles le dijo que era hora de irse a ia cama.

quedarme a dormir -dijo ella-. Tengo que estar alafircrza mañana a las diez en mi casa. Tenemos que irnos ahora. Gilles se levantó, ayudó a Carole a ponerse en pie y cogió las llaves. Luego me dijo que los acompañara. Me serví un último vaso de agvardiente. Carole me seguía con la vista. -No -dije-, estoy demasiado cansada para

-No quiero

salir de casa. Cuando se marcharon, abrí una ventanapafa que se fuera el humo y me quedé allí acodada mucho rato, sin beber. La noche, muy hermosa, 36

37

3

Me

desperté tarde, con una sensación de bienestar. Sin moverme, fui recuperando uno a uno los acontecimientos de Ia noche y me deleité en reconstruirlos, junto con los pronósticos de lo que traerían consigo. Le concedí a cada ademán un significado concreto cuyas lejanas consecuencias se deducían solas. Cuando se me acabó esa diversión, me

di cuenta de que ya

era

tarde para ir a trabajar. Porque iba casi a diario a una agencia de publicidad. Di por teléfono, desde la cama, una disculpa verosímil. Aquel acto me colmó de valor. Habiéndome liberado de las obligaciones del día, me puse un pantalón y unas sandalias; me bebí el té frío de la víspera. Sabía a Gauloises. El 3B

aguardiente que quedaba me sentó bien. Salí a la calle muy animada. Cuando voy con Gilles estoy acostumbrada a los itinerarios largos, complicados y llenos de celadas. Sola, después de un café y un croissant tomados en la primera barra de bar que encontré, pero demasiado tardíos para resultar proletarios, las calles me conducen siempre a las mismas oquedades de la ciudad. Gilles sabe reinventar París. Para mí, la orilla izquierda se resume en unas pocas teffazas. Con el pretexto de leer un diario de la tarde, que ya había salido y dedicaba mucho espacio a los amores célebres, me acomodé al sol. Los parroquianos pasaban y se detenían en mi mesa. Gané unos cuantos tragos a los dados, y perdí otros tantos, sin aburrirme. Cuando llegó Judith, le dejé mi sitio en la partida. Me cogió un cigarrillo y acabó enseguida. Está más habituada a este juego que yo. -Ven -le dije-, vamos a tomar algo a otro sitio. Me gusta Judith. Ya la conocía cuando andaba yo metida siempre en este ambiente. Ella entonces iba a bailar en las cavas de los cafés, con tan39

tos otros, y cantaba un Poco. Ahora, amistades fieles como Ia suya me permiten no parecer una turista. Tenemos muchos recuerdos en común'

Judith llevaba un pantalón rosa muy ceñido y una camisa de cuadros. Visiblemente ya estaba un poco bebida. Pero seguiría estándolo sin mayor d.año hasta el día siguiente, como a diario' Nunca resultaba ridlcula. Me dio noticias de unos y de otros. -He visto a Gilles -me dijo. veces' -Yo también -bromeé-. Lo veo muchas Judith, hacía un rato, estaba esperando que le pusieran un caft en un resmurante mísero y divertido de Ia calle de Grégoire-de-Tours en donde coincidíamos a veces, cuando entró Gi-

lles con una chica. -Y me temo que ahora estamos reñidos -me

dijo. parecía verosímil. Es cierto que Gilles acaba con muchas relaciones por motivos bastante fútiles. Lo he visto ser malo de forma deliberada. Pero por unas pocas personas cuya forma de ser Ie ha gustado, siente una amistad firme y tiene una amabilidad a prueba de 1o que

No

sea.

40

IJna de esas personas era Judith'

-Llegó con una inepta -dijo-, una inepta

a

la que llevaba de la mano. -Me parece que la conozco. -Del tipo escolar inglés. Toda lisa, igual que yo. Con cara de pasmo. Y muy rubia.

-Justo. Pero bonita. -Sí -admitió-. Más bien. Un cuerPo bonito. Pero un aspecto de sentimental que metía miedo. Le chorreaba la ternura por Ia cara. Judith desprecia abiertamente los impulsos del corazón y todas sus manifestaciones, prefiere otras turbaciones que sopesa con primor y en las que cifra las únicas relaciones honestas. Y tiene un carácter tan enérgico que le gusta más hacer de cazador que de presa. Le dio la enhorabuena a Carole muy espontáneamente: nGilles debe de ser un amante agradable.,, Y añadió que, a decir verdad, no tenía ni idea de si lo era. Que se 1o había planteado a veces, pero que todavía no se había presentado la ocasión. -Cosa que me extraña ahora que 1o pienso

-dije.

eso fue efectivamente 1o que le contestó Gilles. Carole se puso muy digna y comentó que

Y

aquellas bromas no tenían ninguna gracia.

4r

Gilles, por 1o visto, intentó entonces explicarle que Judith era indecente por natutaleza y que a nadie le había importado nunca que 1o fuera. Y Judith debió de hacer cuanto estuvo en su mano pana agfavar la tensión. Conozco su estilo. Cuando le apetece, echa mano de un vocabulario que desconcierta. Pero Gilles no había permanecido neutro. Tras haberle aconsejado que se buscara el amor por otra parte, se marchó con Carole.

Judith contaba con gracia

esa confusa que-

rella, pero estaba apenada, aunque no quería admitirlo. Es muy púdica en todo cuanto no tenga que ver con el amor. Llamé al camarero para que nos sirviera otra ronda. Trajo dos Ricard. Le eché al mío el agua justa para que cambiara de color. Gilles nunca le Pone agua.

-Es una historia idiota -le dije-. No tiene

ni pies ni

Cuando uno está enamorado, no se comporta de forma normal. cabeza.

-Seguramente. Extrajo de sus recuerdos varios ejemplos de extravlos semejantes, que acompañó con opiniones desencantadas.

42

-Eres maravillosa -le dije al irme-. Algún día me pareceré a ti Tenía po. d.lrtte una tarde vacía. Por suerte, en un cine que me venía de paso daban una pellcula del Oeste 1o bastante antigua como para que no se pudiera dudar de sus méritos. Por una módica cantidad, presencié unas inundaciones en China; los esfuerzos de un ejército que vencla, sin bajas, a unos terroristas rezagados, extraviados en la maleza y que a nadie Ie importaban nadaya; una inauguración presidencial y un partido internacional. Luego, la sonrisa de DientesBlancos Colgate nos devolvió al cine auténtico, ei león rugió en la pantalla, y el chico a caballo conquistó a la chica en noventa minutos. Al salir, cogí un autobús en marcha que iba hacia la plaza de Maubert. Desde ahí me fui andando a La Contrescarpe. Las terrazas estaban llenas. Había sobre todo pintores y norteamericanos. Algunos norteamericanos eran pintores, los otros estaban pensando en hacerse pintores. Los conocía a casi todos. Sus chicas eran guapas, estaban ya bronceadas y vesdan con esa extravagancia que tan bien les sienta. Más allá de una sutil frontera que esa gente 43

no crtza nunca, fui calle de Mouffetard abajo y entré en el restaurante que Gilles y yo descubrimos hace poco. Una clientela obrera toma allí una cocina campesina muy sabrosa. Gilles estaba sentado al fondo de la sala. Me di cuenta de que yo no tenía hambre, pero que sabía que lo encontrarla allí. Me besó la punta de los dedos y me senté enfrente de é1. El dueño me trajo enseguida la servilleta en la que todas las semanas pongo mi nombre alápiz. Es el privilegio de los parroquianos. Cuando se presencia un encuentro de Gilles y mío, no se puede saber si se trata de una cita o de una casualidad. Nunca decimos nada que indique una cosa u otra. -¿Qué podría beber? -pregunté, señalando su vaso.

Ricard. me gusta el Ricard. -Bebe otra cosa. -No me apetece otra cosa. Llamé al dueño y le pedí un Ricard y un pot-au-feu, igual que Gilles. -¿De dónde vienes? -me preguntó cordialmente.

-Un -No

44

Con un ademán impreciso de la mano indiqué que no habla hecho nada que mereciera la pena contarse.

-¿Y tú?

-Yo -dijo Gilles- estoy enamorado. -Ya. Siempre estás enamorado. ¿Y es grave? -No, desde que te conozco nunca es grave

-dijo pesaroso. -Eso es probablemente porque me quieres de verdad, como suele decirse.

-Es de temer. Cuando conocí a Gilles, tres años antes, comprendí enseguida que distaba mucho del frío libertinaje que con frecuencia le atribuían. En todas las ocasiones pone en sus deseos cuanta pasión puede, y es ese estado en sí lo que siempre le ha gustado en todas sus aventuras amorosas, sería una gran locura atribuirle inconstancia. El ambiente que creaba por doquier era fruto de esa sinceridad en los sentimientos y de una aguda conciencia del aspecto trágicamente pasajero de las cosas del amor. En consecuencia, la intensidad de la aventura iba en función inversa a su duración. Gilles llevaba consigo la alteración y la ruptura antes de que se presentara ninguna ra45

-ElF-

zón válida: luego, habría sido demasiado tarde. Yo era una excepción, estaba a cubierto. -Yo lo creo -dije-. Lo creo de veras. ¿No te apetece hacer sufrir a tu mujen, pane_ variar? Dentro de nada harás sufrir a Carole. -¿Sufrir? -Sí, la harás retorcerse de angustia y de pasión. Es muy mona, Carole. Y evidentemente es rubia. Por cierto, yo también siento pasión

menina a las demás. Hice un esfuerzo para volver al mundo bien ordenado en el que nunca resultaba desagradable sino a sabiendas y sin creérmelo. Y nunca con Gilles. -Me parece que el tema está agotado -dijo, dejando el vaso. Le contesté que también yo estaba agotada y esa noche no volvimos a hablar de Carole.

por ri.

-Sí -dijo Gilles, reticente-, es muy mona. -Eso me tranquiliza. Cuando estés lo sufi-

cientemente gastado para tener una relación, no será con ninguna que sea muy mona. -Dios mío -dijo Gilles-. ¿Quién habla de tener una relación? -Todo está la mar de bien -diie' -Eso mismo. -¿Y soy tu cómplice más segura? -Sí -dijo Gilles-, en el mejor de los mundos posibles. -No tienen gracia esas bromas tuyas... -dije. Me paré, ruborizada. Gilles no estaba acos-

La vida corriente transcurría sin perturbaciones. Gilles desaparecía y volvía a aparecer con bastante regularidad. Por prim era yez quizi, no

me hacía casi confidencias. Carole hubiera preferido hacérmelas. Me demostraba una confianza y un interés sorprendentes sin sentirse molesta en absoluto. Lo que como es lógico me infundía estima por ella. Cada vez que estábamos juntas, me cautivaba su encanto) me entraban ganas de protegerla, incluso contra Gilles. Pero, fuera de esos momentos, sólo hablaba de ella con indiferencia, sin querer reconocerle dernasiada existencia.

tumbrado a esperar de mí esa clase de mal humor. Yo siempre les había dejado esa flaqueza fe46

47

Llegó la noche en que me enteré de que Gilles se había peleado con Carole. Me lo encontré en casa. Estaba leyendo. Parecía un tanto desdichado. -Me aburro -anunció. -Has roto con Carole -constaté.

-Eso

es.

-Qué lástima -dije-. Era tan bonita.

¿Por

qué motivo cree ella que te has enfadado? -Por ninguno. Debe de estar cavilando.

-Gilles, acabarás por hacer que todo

el

mundo crea que tienes mal carácter. Gilles contestó que quienes podían tener motivos de queja no tenían ya oportunidad de demostrárselo. Noté que en esta ocasión ponía cierta afectación en ese hábito del desapego que, no obstante, le resultaba tan natural. Le pregunté si estaba disgustado.

-Pues claro -contestó-. Esta historia me tenía entretenido. No queda más remedio que cambiar. Pero, en fin, se sabe qué se pierde, pero no se sabe qué se encontrará. En su cara, expresiva por desgracia, se reflejaba la consternación. Y, durante dos días, la cosa más bien se agravó. 48

Me aburría conyugalmente. Pero no siento afición por la desdicha. Se lo dije, y le propuse Ilamar por teléfono a Carole para que viniera a vernos. Seguro que venía en el acto. Gilles se negó airadarnente. Aquella idea mía le parecía digna de un vodevil. Admití que era una necedad y que nada bueno podía salir de ella. Valía más ver a otras personas. Intenté llevarlo a casa de Ole, que esa noche había organizado una fiesta en su taller. En casa de Ole es dificil esrar rrisre. -Pues por eso mismo -dijo Gilles, hundido en su sillón- llarnaría la atención. Añadió, al cabo de un momento, que estaba demasiado desconsolado para beber. Se acercó a la estantería y empezó a desordenarla. Sacó montones de libros, uno tras otro: los miraba mucho raro, como si dudase de su posible interés, o como si se le hubiera olvidado leer. Tras haberlos sopesado, los volvía a dejar, apilándolos. A mí me crispaba esa lentitud. Por fin, dio con una novela policíaca y se enclaustró en ella. Yo cogí otro libro, por hacer algo, y me acomodé enfrente de é1. Pero, por mucho que me esforcé, no hizo ni caso de mis manifestaciones de despecho. No tardó en entrarme sueño. 49

Eraya tarde cuando sonó el teléfono' Fui a contestar: era Carole, quien, con voz abatida, me preguntó enseguida si estaba Gilles' -Buenas noches, Carole -dije. Gilles acudió antes de que 1o llamara' Regresé a mi libro; no era asunto mío' No entenáí" ,r"d, de lo que estaban diciendo; Carole debía de hablar mucho y Gilles le contestaba con monosílabos. Lo que más decía era: sí' Cuando colgó, vino a decirme que Carole llegaría de un momento a otro. -¿Os habéis reconciliado? -pregunté-' ¿E'ra un malentendido? Es -He cambiado de opinión -dijo Gilles-' un derecho. El derecho bien conocido de cambiar de opinión sin tener que oír comentarios malévolos. juego que -La malevolencia no da mucho digamos en un vodevil. Bien pensado -dije-'

esto es más bien un cuento de hadas' Vivieron felices muchos años y no tuvieron ningún niño' Y cambiaron muchas veces de opinión' un -No tiene nada que ver -dijo Gilles-' Es caso Particular.

-Nunca lo habría Pensado. 50

-Pues era patente. -No veo nada -dije-. Nada de nada. Ni siquiera es la chica más guapa de las que conocemos.

Gilles me contestó que mi mala fe saltaba a la vista. Que nunca había dicho que le gustasen las chicas guapas, sino un tipo de belleza de la que Carole era un ejemplar de lo más logrado.

-Desde luego -dije-, un aire triste. -No, un aire triste, no. Aire fatigado. -Qué tara eso de tener energía. No le interesas a nadie.

-Es cierto -dijo Gilles-. Carole está Perpetuamente perdida. Siempre necesita a alguien que se ocupe de ella. -A ti, seguramente.

Nos llevamos bien. -Gilles, a ver si eres serio. ¿Qué tenéis en común? -Los defectos -dijo-. Tenemos los mismos defectos. Fue ella quien me lo dijo, pero es muy cierto. Tú y yo tenemos más bien cualidades en

-A mí, de momento.

común.

-Es poca

cosa.

5i

Gilles-' Carole -Es 1o más importante -dijo en sí no tiene imPortancia' a casa de Ole' -Mejor. Yo me voy lo que hago? -¿Te Parece mal Ll di ,rn beso muy fuerte' asegurándole que porque no, I me fui 1o más deprisa que pude por la escalera' prefería no cruzatme con Carole 4

todo cerrado, se oía desde la calle el barullo del taller. El rumor guiaba hasPese a que estaba

ta la puerta.

Dentro, se apiñaba la gente. Un disco de jazz amalgamaba las voces y los ruidos diversos. Era más bien un disco malo, que sin duda había traído alguien. Entre los grupos, bailaban algunas personas con una especie de brío que habría podido hacer pensar en una surprise-partie. Cogí un vaso y me puse a buscar a Ole. Lo encontré en la cocina, con los amigos. Parecían todos muy contentos. Ole enarbolaba su violín con el brazo estirado para subrayar un argumento. Hablaba de estética, como de costumbre. Al verme, empezó a tocar una melodía triunfal. 53 52

{

{

-Esto es un desmadre -dije. -Ya lo creo -dijo Ole-. ¿De dónde pueden haber salido todas esas personas? -No conozco ni a una sola.

-Pues yo tampoco. En cualquier caso, parece que se conocen entre sí. La próxima vez apostaré a alguien en la puerta. Con una gorra en la cabeza y consignas severas. En realidad, en casa de Ole siempre pasaba lo mismo. Daba facilidades para que lo invadieran y, luego, se lamentaba. Ole Posee una gran dosis de ingenuidad voluntaria. -De acuerdo -dije-. Tengo un amigo boxeador. Ahora es novelista. Ya te lo traeré. -¿Y Gilles? ¿Vendrá más tarde? -No -dije amargamente-. Creo que está borracho.

Me abuchearon. Eso no era motivo. Y, además, Gilles sabía beber. ¿Y yo, esta noche' qué iba a hacer? En cualquier caso, me llevaban muchísima ventaja. De repente, me sentí a gusto' Era algo estupendo eso de tener amigos que la invitasen a una a tomar copas. Tuve la impresión de que habría resultado agradable poder decir algo en serio: «Bueno», habría empezado, 54

:=-'

nGilles no ha venido porque no le apetecía.» y les habría preguntado qué debía hacer yo. En el fondo, todos tenían más experiencia. Sólo que era una experiencia diferente. Volví al taller. Anduve de un lado para otro, con el vaso en la mano. Un joven sin resuello me invitó a bailar. Pero, por forruna, nunca he sabido bailar. Me preguntó con quién había ido. Le dije que había ido sola. Insistió, porque tenía aspecto de estar aburriéndome. Así que estaba pensando en presentarme a sus amigos. Le di esquinazo, saboreando, en cierto modo, el hecho de estar allí como en mi casa sin que se notara. Me quedé en un rincón tranquilo. Nadie se fijaba ya en mí. Se alegraban de haber encontrado un sitio donde divertirse, puesto que se estaban divirtiendo. Era gente joven muy como es debido, a lo mejor eran incluso estudiantes.

Nada notable en la concurrencia, salvo la chica que ejecutaba, en el cenrro de la habitación, rápidas figuras de baile. Grácil, con un pelo largo y liso que hacía resbalar en el momento adecuado, pero con un traje de vestir que resultaba fuera de lugar. Y también un chico rubio, con la espalda pegada a la pared, junto a la 55

V -tl hombros. Cualquiera de los amigos presenres habría podido hacer lo mismo sin que me llamase la atención. Pero un brazo desconocido no tiene el mismo sabor; aquel conracro me turbaba. Y no sabía darle ningún sentido a aquel gesto, que podía no rener intención. Así que hice como que no me fijaba, aunque ya no me atrevía ni a moverme. Me habría gustado volver la cabeza para mirarlo. Me gustaba mucho. Pero la verdad es que no podía. Aquella situación me pareció absurda. Me levanté y me despedí, a ver qué pasaba. Como suele pasar, fue la señal de partida para todos. En la calle, tras estrechar todas las manos, sólo quedamos los que vivíamos cerca y volvíamos a pie. Bertrand seguía cerca de mí. Caminábamos sin prisa. En cada cruce, alguien se iba. Bertrand y yo hablábamos casi en vozbala: eran esas frases vacías de la madrugada. Había pasado el cansancio de la noche. Cuando me llegó el rurno de separarme de los demás, no dije nada y seguí con ellos. Al final, Bertrand y

puerta, muy guaPo y visible desde todos lados porque era realmente muY alto. En cualquier caso, tenía el vaso vacío y volví a la cocina. La verdad es que allí estaba la cosa mucho más animada. No había que ceder al mal humor. Al cabo de un rato, se abrió la puerta y entró el chico alto. Se sentó con toda naturalidady se puso a escuchar lo que decíamos' Tenía un aire muy tranquilo. Me dio cierto miedo que lo echasen, porque estaba claro que aquí todo el mundo le resultaba ajeno. Seguro que si hubiera dicho algo 1o habrían recibido de uñas. Sobre todo si hubiera pedido permiso para entrar. Pero se estaba quieto y era simpático y nadie tomó ninguna iniciativa. Más adelante, cuando intervino en la conversación, lo adoptaron sin problemas. Poco a Poco se iba vaciando el taller' EI único que no se movía era nuestro grupo' Al contrario, la cocina fue dando acogida a otros elementos que habían pasado la velada en otra parte. Uno de ellos saludó y presentó al joven, que se llamaba Bertrand. Nos apretamos Para hacerles sitio. Bertrand, que se había puesto a mi lado, me pasó un brazo por detrás de los

yo nos quedamos solos.

57

56

ñl

Siempre me despierto más temprano en una Vi a Bercama a la que no estoy acostumbrada' trand, lo recordé. Ponía en todo lo que hacía una suerte de encanto f,ícil' No hablaba mucho' mí' a aquel muchacho que dormía junto a

Miré

Dios, qué alto Y qué guaPo era' Ct"rdo .* ái;o' durante la noche' que sólo tenía diecinueve años, me quedé sorprendida' Nunca habría creído que se pudiera tener tan

pronto aquella seguridad tranquila' A fin de ir'r..t,"r, mis diecinueve años no quedaban tan lejos; me acordaba perfectamente de 1o tonta que había sido en mis relaciones con los demás' Er, .in.o años, había aprendido bastantes cosas' tuviera mi edad? ¡Cuántas ¿Y Bertrand cuando ,riñ"r, en internados varios, ocupadas aún en pelearse con sus mejores amigas o en preguntarse hacen por la realid"ad" del mundo sensible' como i", .n,r.hrchas bien educadas, estaban abocadas coma crueles Preocupaciones por culpa de mi pañero actual! Me apetecía desPertarlo' Pero para qulen regresa primero a la realidad, es una desventaja haber visto dormir al otro: se halla en la tevasitura de tener que mostrarse solícito. Más 58

lía dormitar un poco más; y, con la colaboración de la pereza, resultaba agradable. Así que fue é1 quien hizo los primeros gestos y fui yo quien, importunada en pleno sueño, lo reconocí.

Luego, cuando le di a entender que la historia se había acabado, parccía que le costaba entenderlo. -Pero bueno -dije-. Es imposible que no sepas lo que es una ayentura. Digamos que para ti ha sido una aventura. -¿Siempre te comportas así? -me preguntó con severidad. -Más o menos. -¿Por principio? Me eché a reír. -¿Tengo yo cara de tener principios? Es una ética, amor mío. -Es que me gustas -dijo. -Es algo recíproco -dije con toda sinceridad. -Podríamos prolongar esta aventura. El tiempo que te panezca. -Cada vez que se repite, resulta menos deseable.

59

-

Bertrand- de -Eso debe dePender -dijo

inmutó. Lo miré complacida. -Ahora -le dije- tienes que irte. Me preguntó por qué. Le expliqué que, porque era perezosa, me gustaba contemplar la actividad de los demás. Y quería ver cómo se levantaba antes que yo. Salir juntos de un hotel resulta sucio, indeciso. No sabe uno en qué esNo

la

calidad de las Personas'

-Milagro -dije-.

a menudo ¿Te has toPado

con ella?

modestamente-' era una -Bueno -respondió

inglesa. ---"-

en efecque me 1o repitiera' Se trataba otros se hato de una ú.i." inglesa' Lo admiré; Se 1o brían atribuido ,,'i p"'do más ocupado' como no habría 1i1.. S. aprovechó en el acto; y *o"rar más ftrmeza en las pala-

Hi..

se

quina separarse. -De todas formas -contestó-, tengo que volver a casa. Si mis padres se inquietan, tendré la vida aún más complicada. Se vistió deprisa, me dio un beso en la frente y se esfumó. En el acto, descolgué el teléfono que había en la pared y pedí el número de casa. Eran las once. Gilles no había salido aún. Me preguntó si quedaba mucha gente en casa de Ole. -Qué va -le dije-. Estaba con un enamorado. -¿Sería alguien recomendable por lo menos? -preguntó. Parece como si Gilles vigilara bastante de cerca mi conducta. -De lo más recomendable, mi querido amigo. Poeta. Vive con sus ancianos padres y con sus hermanos. Se cree un niño terrible, pero en mejor, porque tiene intención de realizar obras

qí.d"do ti.r, la cuesür", q.r. en los actos, volví a considerar a ser una tión y acabé por admitir que no iba aventura, sino un amorío' ética tuya' ¿cuánto -IJn amorío, según esa tiempo me da? *.r.ho, pero claramente más que una

-No

aventura.

el No deió de parecer satisfecho y me pidió

número de teléfono' si 1o coge tu marido? -¿Qué debo decir ya eres Bertrand' Para entonces' -Pues di que existencia' lo habré Puest; al corriente de tu amorío? -¿Mi existencia de

-Pues claro. 61

60

ü

de la tiecuya fama retumbe por la superficie, Es gua,r" d.rprrés de que haya pasado Por ella' plsimo. ' Gilles-' Es que -Y te conquistó -exclamó no hay vulgaridad que te asuste' quiero a tt' -T. quiero -te dije-' Sólo te la ruptuÉl también se reía' Me preguntó si chico tan enra había sido elegante' No' era un que no hacantador, tan discreto, tan sensible' bla roto en absoluto' Habría sido una Pena' para prc' Volvería a verlo pronto y aprovecharía sentárselo a Gilles' Ya sélo te hará es

-Y, además -añadl-, Poeta' caso a ti Y se acabará el asunto'

no tuvo ninEstaba en Io cierto, Bertrand Lo recibió gfr"?Jf. y agtadó enseguida-a Gilles' la casa' Lo f,i.n, 1, se convirtió en u" habitual de más inesperadas' velamos aparecer a las horas en su idioma y ,.rrry f"rr.omal. Gilles Ie hablaba Asl las codoÁesticó a Bertrand por completo' sas, yo perdla algo de protagonismo' decía yá a Gilles- que te di-Reconoce -le vierte seducirlo' 62

Gilles contestaba llue no, que Bertrand era inteligente de verdad. -Podríamos hacer algo de é1, si supiéramos qué. Tienes buen gusto. Yo estaba encantada y me llevaba a Carole. -Ven, vámonos a hablar de trapos. Porque Carole estaba alll la mayor parte de las veces, siempre tan mansa y cada vez más rubia, porque le lavé la cabeza con un champú decolorante. Le corté el pelo también, dejándole un mechón más largo en la frente, y le di un jersey blanco y grueso, asegurándole que parecerla una vampiresa. Ahora daba gusto sacarla, todos los chicos la miraban. Llevábamos chaquetas de ante iguales y con frecuencia me gustaba gastar la broma de presentarla como hermana mla. Se habla traído a casa los lienzos y los tubos de pintura, porque tenía mejor luz que en su buhardilla. Poco a poco, fueron llegando otros objetos y se reconstruyó el desorden. Así fue como quedó invadida una habitación que ya no llamábamos sino el cuarto de Carole.

63

muy Aquel verano nos fuimos de vacaciones el primero en totarde. Ñadi. habla querido ser acabó por ofrecermar Ia iniciativa' Pero alguien Acordamos bajar Ie a Gilles algo en Saint-Paul' darse cuenJ.rp".io, dÑ" múltiples rodeos' Al ;á. q"; Gi[es se la llevaba' Carole no disimuló su

júbilo'

Por eso, sin duda, el viaje me resultó bastante desagradable. El buen humor de mis acompañantes me pareció estúpido con frecuencia; y no me abandonó el malhumor. Pinchamos tres veces por el camino.

Si nos que damos cor-

-Qué estuPendo -dijo--' la guitarra y tos de dinero por el camino' tocaré pasaré la gorra.

baño dimiempezó a probarse trajes de Exasperada' le nutos qt.r. ,. of"tl" a Prestarme' tipo de pastorcillo griecontesté que yo to ""i" más clásicos' go y que pr.i.tt* bañadores

Y

a punto Avisé a Beruand de que estábamos de irnos. Se quedó sorPrendido' No pensaba sepa-Pero si te quiero-üio-' rarme de ti. era romper' Me di cuenta de que irme sin él era la ocasión y que no 1o deseaba' Sin embargo' 'rr otoño tenLe d.ije adiós con tristeza' En "r^. preferible no dríamos otras ocuPaciones' Era exagerar.

65

64

il Los hec.hos son tozudos.

V. I.

LBNTN

5

La casa era pequeña, con paredes enjalbegadas y un tejado de tejas de color de rosa. En un arrebato agreste, Carole propuso en el acto que pintásemos los postigos de verde. La disuadimos. Cerré los postigos de mi cuarto y comprobé que podía conseguir una perpetua sombra: aborrezco el sol.

E[ primer día no hicimos nada de nada. Carole se revolcó aI sol, yo me quedé en mi cuarto acabándome las novelas policfacas de la colección Série Noire que no me habla dado tiempo a leer por el camino, y Gilles volvió a[ caer la tarde después de haber caminado mucho. Ya de noche, me pinté cuidadosamente los ojos, Carole se puso un pantalón blanco muy ceñido y nos 69

fuimos los tres a tomar una copa que duró hasta muy tarde. Al día siguiente, Carole vino a despertarme musicalmente, con la guitarra, al pie de mi ventana. Gilles ya se había levantado' Bajamos a desayunar al bar que ya habíamos explorado la víspera.

Carole quería broncearse deprisa' Era un deseo demasiado legítimo Para que me opusiera

y una crema viscosa en la piel y nos tendimos juntas en la terraza. De buen grado me habría dejado llevar por esos pensamientos vagos que acuden siempr. .r'rrrrio estás rumb ada al sol, boca arriba' p.ro prolongábamos una conversación lánguida

a é1. Nos pusimos un bañador il i1

de los posibles deleites de aquella estancia. Notaba que me subían hormigas por las piernas. Las espanté infructuosamente, deblan d. ,., imaginarias. Una mosca revoloteó alrededor de mi cabeza. El sol me deslumbraba' Lo mejor habría sido poder envolverme en una acenca

sábana.

-Voy a broncearme dentro -dije' Y fugié en mi cuarto con una sensación de vaca-

me re-

ciones.

70

Gilles volvió del pueblo. Había recorrido exhaustivamente los bares de la zona. Había encontrado uno agradable y venía a buscarnos. -H"y que llevarse a Carole antes de que se achicharre

-dijo.

Mientras Carole se vestla, anduvimos arriba y abqo delante de la puerta. El tiempo pasaba. Cuando llegamos al bar de marras, nos encontramos con una escuadra de marineros norteamericanos muy cordiales. Bebimos Ricard en estado de asedio. Poco a poco íbamos perdiendo terreno. Carole tuvo la sensatez de no dejar ver que entendíala lengua en que hablaban. Por lo demás, su acento habría resultado chocante porque la habla aprendido en el condado de Kent. Pero no podía por menos de traducirnos lo que oía, y era penoso. Nos hicieron fotos como si fuéramos recuerdos turísticos. Nos batimos en retirada. Algo más arriba, el local era menos pintoresco y, por lo tanto, estaba menos lleno. Pero servían peor el Ricard. Gilles y Carole daban salida a todo lo malo que pensaban de las flotas de allende el Atlántico. -Pues lo de los marineros no es nada -dijo Gilles-. Hay que ver a los intelectuales. 71

Allí nos quedamos, esperando que se retirano le quedarla más remedio que irse con el último autocar. De vez en cuando, Gilles volvía a lanzar algún denuesto contra los invasores. Carole recogía el tema y Io desarrollaba con más brío. Luego se aclaró un poco el panorama. Aunque todavía quedaban bastantes turistas. Fuimos a beber en el bar despejado el trago de la victoria y comprobé que nos lo habíamos ganado: llevábamos más de dos horas hablando de lo mismo. Subimos a la casa comentando el asunto y Carole y yo rivalizamos en artes culinarias. Caímos esta vez en el error de querer deslumbrarnos mutuamente. Fue todo un fracaso. El dla había concluido y yo empezaba a sentirme muy activa. Debíamos pensar en algo divertido que hacer. Pero Gilles declaró que aquel dla al aire libre lo había agotado y, como la vida en común es un conjunto de concesiones, nos fuimos todos a la cama. El tercer día, decidimos temprano que lo íbamos a aprovechar bien. Irlamos a bañarnos. A Carole le apetecía mucho. Yo estaba aún medio dormida y accedí con facilidad. En cualse el enemigo, al que

72

quier caso, no era nada cansado. Apilamos en un bolso trajes de baño y toallas, me puse al voIante y nos fuimos muy alegres. Como la carretera estaba desierta, Carole, sentada entre nosoúos dos, se desnudó en el coche para no perder ni un momento. Con lo cual estuvimos a punto de empotrarnos en un árbol. Aún no había parado yo el coche cuando ya había saltado ella por encima de la puerta y conía velozmente hacia las olas. Cuando la alca¡zamos, ya había realizado unas cuantas proezas náuticas. Pero yo estaba más tostada que ella, y eso la despechaba. Cuestión de piel, le dije. Gilles y yo, tumbados, mirábamos cómo se divertía. -No tengo tanto valor -dije-, pero me gustala playa para dormir. -A mí no -dijo Gilles, sacudiéndose cuidadosamente la arena que se le pegaba a las piernas. -Eres alérgica al aire libre. -En absoluto. Soy de ideas amplias. Soportaría perfectamente este sitio si no fuera por esra arena repugnante. -Es arena de buena calidad. 73

-Harían falta árboles -suspiró Gilles-. Muchos árboles para que dieran sombra.

-Hierba también, ¿no? -Sí. Y la torre Saint-Jacques para

senrirse

menos solo.

Carole, chorreando, daba vueltas a nuestro alrededor.

Gilles. Se dejó caer entre los dos

y me puso sobre la

espalda un brazo helado. La arena salió volando. Estaba sin resuello y rozagante. Quería que fuéramos a nadar con ella. -No merece la pena

-dijo Gilles-;

ya te mi-

Segura de haber conseguido un interés renovado, se alejó. Yo veía cómo la mirada de Gilles la seguía, tras los párpados entornados. Tenía una sonrisa divertida. -Lástima que no haya por aquí un fotógrafo -dije-. Nuestra Carole despliega una hermosa ciencia de las posturas que hay que exhibir en una playa. más por

veces me da la impresión de que

la em-

pujas en este sentido. -Eso es porque soy malvada. -Eso podría tener aspectos buenos -subrayó Gilles. -Creo que a ti te encantaría. Y, al cabo de un rato, añadí, levantándome para irme al agua:

ramos.

74

tranquilizaría.

-A

-A levar anclas, starlettes. -Aquí Carole en su papel de sirenita -dijo

-Lo hace

-Es muy posible. -¿No te conmueve? -Sí. Es una invitación a que fundemos el club de los adoradores de Carole. Si tuviera a dos a sus pies se sentiría más importante. Eso Ia

ti que por mí.

cualquier caso, no quiero dejarme en eso el poco prestigio que me queda. No cuentes con ello. Por fin volvimos a Saint-Paul, aturdidos de sol. Habría preferido quedarme en mi cuarto, tumbada boca abajo en la cama, pero era más considerado ir a cenar al pueblo. Étrmot demasiados para vivir de verdad como salvajes. Por la noche, hice que Carole cantase un poco. Pero daba pena ver lo cansada que estaba, el mar le había estropeado la voz y se equivocaba conti-

-En

75

nuamente con las letras, que yo me sabía ya mejor que elia. Su repertorio no era inagotable. Gilles y yo, que no habíamos hecho nada, no estábamos tan apagados. Cuando Carole se

fue a su cuarto, en el que durmió muy pocas veces, nos quedamos mucho rato jugando al apdrez. Luego, nos dimos las buenas noches con mucho afecto y me quedé leyendo hasta tarde, sin preocuparme por las fatigas del día siguiente.

fuí

que por la mañana me hice la sorda. Dije a voces, con la puerta cerrada, que estaba durmiendo todavía y que no quería que me despertasen. Me contestaron que salían una o dos horas a dar un paseo y que volverlan a buscarme a la hora de comer.

Con los ojos clavados en el techo, me desentendí de la hora y debl de dormirme otra vez. Luego me dio la impresión de que debía de ser tarde. Y, efectivamente, eran las cuatro. Me vestí despacio, pensando que, como estaba sola, tenía libertad para hacer cuanto quisiera: mi primer dla de libertad. Me preparé un bocadillo en la cocina y me fui a comerlo junto al tocadiscos. Me preguntaba por dónde andarían. Habrla pre76

ferido que se hubieran ido lejos, a Bordighera, por ejemplo, o a Pamplona, para dos o tres días. Si no me sentía tranquila era porque podían volver de un momento a otro. Me quedé en casa hasta la noche. Me pareció oírlos varias veces. Era gente que pasaba; o no era nada. Cuando llegaron, acababa de empezar a no esperarlos ya. Alegres y con los ojos relucientes me echaron los brazos al cuello. Venían muy divertidos por algo que no entendí. Me dije que era porque estaban bebidos. -H,ry-dijo Carole-, es increíble todo lo que hemos andado. Casi ni nos hemos sentado por el camino. Hemos ido por todos lados. -Y, además -añadió Gilles-, no hemos salido del pueblo. -¿De qué pueblo? -dijo Carole. Esta broma los hizo reír de nuevo. Todo les hacía gracia. Nunca habla visto a Gilles tan simple: debla de ser feliz. No quise que se me notase lo bobos que me parecían y preparé la cena deprisa y corriendo. Le insistí a Carole para que comiera: no podía üagar nada. -Geneviéve es una madre para mí -dijo sol-

tando una carcapda. '-7'-7

Había en aquello una amargura que era un primer slntoma de rebeldla. -Es que sois unos borrachos, eso es lo que pasa -dije poniendo cara hosca. La velada fue bastante penosa. No conseguía implicarme en sus risas desatadas. Gilles me propuso una partida de ajedrez pon pura amabilidad. Cuando me ganó, le aconsejé que enseñase a jugar a Carole. Empezaron en el acto a inventarse un juego nuevo, completamente loco: el valor de las piezas se volvió subjetivo y cambiante, en cada jugada lo decidía el jugador. Gritaban mucho para intimidar al adversario y propalaban noticias falsas acerca del desarrollo de la partida pafa desbaratarle los planes. Me fui a dormir sin hacer ruido, con la molesta impresión de que estaba demostrando un despecho que, sin embargo, no sentla. El dla siguiente era domingo. Estaba decidida a aburrirme y me aburrl. Aquel pueblo lleno de turistas me hacla ansiar asfalto, escaparates, semáforos. Me habría apetecido coger el metro. En vez de cenar, cogl el coche y me fui. Querla ver una ciudad; llegué hasta Niza y me abalancé hacia un cine. Al salir, era casi de noche. AIgo 78

atontada, me senté en una terraza. Luego caminé, entré en un cafe. Metl unas monedas en el juke-box, jugué varias partidas de pin-bal[ como si alguna vez me hubieran gustado esas cosas: me contrarió que la máquina hiciera tilt. Me divertí concienzudamente. Pero aquellas atenciones demasiado expllcitas que alentaba mi soledad no tardaron en ahuyentarme. También por la calle ruve que defenderme. No tenía aspecto de saber adónde iba, y eso atrala. No me quedó más remedio que volverme a Saint-Paul. Esaba bastante triste y desalentada. Me metl disimuladamente en mi cuarto sin intentar ver a nadie. El lunes por la mañana, cuando fui a reunirme con los otros en el bar para desayunar, Gilles me dio una carta. Era de Bertrand que anunciaba modestamente su llegada. Habla conseguido que lo invitasen a Cagnes unos amigos de su familia. Le gustaría venir a vernos. Me alegré tan-

to que se me notó.

79

una hermana. El hermano navegaba, no se le vela jamás. Héléne era de natural melancólico y recibió a Bertrand con la misma dignidad per-

6

Bertrand llegó durante la tarde y celebramos su llegada como si hubiera venido a reunirse con nosotros en una isla desierta. Carole y Gilles se alegraron porque les cala bien y porque, como no lo habían visto desde hacía dos o tres semanas, era como si surgiese de su pasado yalejano. Cuando se presentó, me ruboricé shbitamente; asl que fui la menos cordial de los tres. Repetimos el recorrido de Ia comarca con Bertrand. Le hicimos admirar las cosas con un nuevo brote de interés por aquello que empezabaya a resultarnos aburrido. El tiempo pasó con facilidad. Gilles y Carole bebieron mucho. Bermand contó sus aventuras. Estaba instalado en Cagnes, en casa de unos amigos, un hermano y 80

manente que en su viejo apartamento de la calle de Lille. Alll, habla estado mucho tiempo vigilando la elección de sus corbatas; aqul, Bertrand no las llevaba. Tiempo atrás, Bertrand, alumno aún de bachillerato, había estado enamorado de ella. Héléne eruya una mujer elegante, su seguridad deslumbraba. Cayo en el ridículo de declarársele; ella se lo tomó como una chiquillada. Pero, sin embargo, desde que habla salido del colegio de curas, lo miraba con otra consideración e incluso lo animaba a escribir. Héléne había leldo a los buenos autores, pero también todos los manuscritos de sus amigos, y les había dado consejos. Estaba bien relacionada en el mundo literario y conocla a la gente que cuenta. Bertrand refirió todo eso con fingida simplicidad y con su calma habitual. Tenla chispa y ese día nosotros éramos un buen público. Al final, nos propuso que fuéramos todos a beber un trago a casa de su anfitriona. Gilles explicó confusamente que nunca le caíamos bien a la gente más que a costa de un esfuerzo deliberado, del que B1

era de temer que ahora no fuéramos capaces. Bertrand aseguró que a Héléne le encantarlavernos porque éI ya Ie habla hablado de nosotros. Propuso llamarla por teléfono en el acto para anunciarle la incursión. Carole, entonces, fingió que le parccla que llevaba una pinta impresentable. Bertrand le aseguró que eso haría que la considerasen original en un plazo mucho más breve. Por fin hubo unanimidad en aceptar. El teléfono estaba en el pueblo. Por el camino, Bertrand se me acercó y me miró con expresión suplicante. Me apretó la mano y se me derritió el corazón. Me dijo que habla venido para encontrarse conmigo y no contesté, era bien visible que me alegraba de que estuviera allí. Cuando salimos por fin rumbo a Cagnes, ya de noche cerrada, la expedición parecla ser del agrado de todo el mundo. Pero se volvió aún más aventurera tras quinientos metros de carretera, porque el campo estaba tan hermoso y tan callado que decidimos detener un momento el coche. Carole se bajó y empezó a corretear por los alrededores, más exuberante que de costumbre, sin que yo acabase de entender el porqué. Qrr.rlamos seguir y Gilles la llamó; pero como si 82

nada. Se habla tumbado al pie de un árbol y decía que en aquel sitio se sentla estupendamente y que no pensaba moverse de allí' Le lancé una mirada desconsolada a Gilles para pedirle ayuda' Bertrand no decía nada y no mostraba señal alguna de comprensión.

-Claro -dijo Gilles-, Ia noche está hermosa

y en parte alguna estaremos mejor. Pero, ya que hasta ahora no nos hemos parado en ningún momento, no hay razónpara no seguir adelante' La etapa siguiente es esa señora que no conoce a Carole pero que la está esperando para invitarla a una copa. Así que Carole tiene que obedecer y ahora mismo.

-No -dijo Carole inerte y resuelta' Gilles dijo que se quedarla con ella lo

que

tardase en darle una somera paliza y que no tardarían en reunirse con nosotros. Valla más hacer el recorrido por Ia comarca a pie. Bertrand le dio la dirección sin comentarios y ocupó mi si-

tio al volante. Me recosté en él y me sentl muy enamorada.

Héléne me recibió con cortesía exquisita, pero con algo más de interés del que requería la situación. Era una joven un tanto seca, con ras83

gos rotundos y ademanes esrudiados. Tenla una voz admirable; la mía me pareció de pronto demasiado natural y descuidada.

Me acordé de lo que Bermand me

habla contado ese mismo día acerca de sus anriguos arrebatos. A pesar de lo que su ingenuidad le había hecho creer, se adivinaba que las torpes manifestaciones amorosas de Bertrand no hablan dejado a Héléne del todo indiferente. parecla buscar en mi persona ffazas aparentes de nuestras ocupaciones. Bertrand se habla esfumado y se oía, a lo lejos, mucho barullo de vasos y botellas. Tras haber deseado ponernos frente a frente, no parcclayatafi seguro de sí mismo. Debla de temer que Héléne me hiciera pardcipe de la imagen aún reciente de un muchacho con muchísimo encanto, pero enfrascado todavía en traducciones del latín. En realidad era a mí a quien estaba examinando, igual que a un bibelot, igual que a una actriz. Me di cuenra de que no encajaba en la descripción que de ml pudiera haberle dado Bertrand. No me conocía lo bastante para ser capaz de imaginarme diferenre de como era con é1. 84

-Creía que sería usted más sencilla *dijo Héléne.

No habla que confundirse, era un

elogio. Seguramente se esperaba una chica enamoradá, colgada del brazo de Bertrand. Le dr1e, aJ azar, que el espectáculo de una pareja siempre resulta deprimente. Tuvo que admitirlo, y fue ella la que se sintió violenta. Luego, empezamos a decirnos cosas agradables. -Tiene una sintaxis bonita -me dijo. Yo no necesitaba recurrir a mentiras para decirle 1o bien que me pareció su voz. La voz y la sintaxis, declamos, ahl está lo importante de verdad. En cuanto al vocabulario, parece ser que doscientas palabras pueden bastar y, de entre ellas, unas cuantas decenas bastante soeces. Bertrand volvió, y nos ofrecié una mezcla que consideraba un cóctel. Estaba indecentemente joven con la ropa de verano. Satisfecho de su creación, nos sirvió un poco a cada una y se bebió el resto casi de un trago. Luego, quizá con la intención de llenar un silencio amenazadot para é1, Bertrand puso gran empeño en contar anécdotas divertidas. -Llama alguien el otro dla a mi tlo, que diri85

una gd,erla del Faubourg Saint-Honoré. «Caballeror, le suelta sin más preámbulos, npinto tan deprisa como Mathieu, tengo el colorido de Pignon, el empaste de Fautrier, el ingenio de Manessier.» «Pero, señor mlo», dice mi tío, «eso está al alcance de cualquiera., nlnsisto», sigue diciendo lavoz, «le garantizo que daré que hablar. Y para el contrato no seré más exigente que Alechinsky., «Pero buenor, exclama mi tío, «no veo razón para...» «Es que», clama su interlocutor, «soy un caballo., Virginie rió con risa cristalina. Bertrand no tuvo ya empacho en acumular chistes de lo más visto, el del sádico y el masoquista; el del loco en Ia UNESCO; el del camaleón que se muere de cansancio encima de una manta escocesa; el del editor a quien no le gustaba editar. Coincidimos en que ése era malvado. ge

-Yo los puedo contar peores -dUo Héléne. A continuación, la que más habló fue ella. Lo que contaba Héléne eran historias ciertas y todas se referlan a sus arnistades y sus conocidos.

Tenían más gracia. Había pasado mucho tiempo. Fui alaventana. Dije que Gilles y Carole no llegarlan ya esa noche. 86

Quedamos de acuerdo en esperarlos hasta el día siguiente por la mañana. Héléne me Propuso que durmiera en su casa; había otro cuarto Iibre. Acepté el simulacro. Nos separamos con bastante simpatía. Bertrand me siguió enseguida. Nos arrojamos en brazos el uno del otro. Nos volvlamos a encontrar. ¡Qué sorpresa! Nos querlamos. Aquella noche pasaron cosas inesperadas. Por la mañana, no habíamos dormido. Me volvió, no obstante, algo de lucidez. Bertrand me prodigaba nuevos cuidados, me Protegía; nuestra relación habla cambiado durante la noche. Estuve a punto de caer en la tentación de poner orden en mis ideas, pero renuncié. Provisionalmente podía quedarse todo como estaba. Volvl a sumergirme en Ia ternura. Hubo que levantarse, por decencia, y almorzar. Bertrand me llevó a Ia playa, en donde nos desplomamos de cansancio. Bastaba con una mano cogida para no olvidarnos durante el sueño. Nos despertamos en el momento de m:ís calor y nos despedimos de Héléne como sonámbulos. Antes de reemprender la ruta, nos detuvimos a tomar un caft. 87

-¿Para su mujer también en taza grande? -preguntó la camarera indlgena. -Sí -dijo Bertrand, muy ufano. Luego, ya de camino, me dijo sin mirarme: -Estoy contenro. Si no tuviéramos tanro pudor de las palabras, dirla que soy feliz. Lo que me conmovió. Gilles y Carole estaban sentados en la terraza del bar. Carole llevaba la guitarra. Gilles inclinaba la cabeza hacia ella; eran armoniosos y alegres. AI hacernos sitio, Carole no se disculpó por su comportamiento de la vlspera. -Deberíais haberos traldo a esa famosa Héléne

-dijo.

-Es cierto. Deberlamos. Me sentía incómoda y como si estuviera de más. Estaba claro que echábamos de menos a Héléne.

-Bueno, pues vamos a buscarla -dijo Bertrand, que sóIo pensaba es seguir a solas conmigo.

Y volvimos a irnos de forma tan como gratuita.

88

rápida

Héléne, quien, por principio, se aburrla en la vida, se acostumbró a venir con frecuencia a Saint-Paul con Bertrand. Su presencia era el ingrediente natural que daba cohesión al grupo, que, sin ella, se dividla en parejas, y siempre me agradaba verla llegar. Sólo Carole le demostraba una hostilidad infantil porque iba bien peinada y tenla las uñas brillantes. «Una creídar, decía, «y una esnob., «Y viejar, aiadía a veces. Pero a Gilles, en cambio, le parecía sincero y bastante enternecedor aquel completo desdén que mostraba por todo. Héléne no metía frases malévolas en la conversación sino para atenerse a sus leyes, pero sin llegar a salir, en lo que a ella se rcfería, de una peculiar soledad. Gilles discierne más rápidamente el alma bella en las chicas guaPas.

Bertrand, que no olvidaba durante las vacaciones su deseo de ser un poeta conocido y galar' donado, soñaba con que ella podrla ayrdarlo a publicar antes o después. Las alusiones que él hacla a sus obras eran incluso frecuentes. Tanto era así que, una noche, cuando estábamos los cinco en Saint-Paul tras un largo día cordial y ocioso, se sacó del bolsillo un papel y declaró que nos 89

iba a leer un poema que había escrito ese mismo día y del que se sentía satisfecho. Como Carole era en sí un objeto poético, le gustaba la poesla. Adoptó una postura comedida y atenta y abrió mucho los ojos. -Bertrand, sobre todo no le pongas enronación -le dije. -No temas -respondió con gran seguridad-. Te tengo en cuenta. Y siguió luego con diez minutos de lectura en voz monocorde que concluyeron como sigue:

Bertrand lanzó una mirada circular a la concurrencia y esperó el veredicto. No hubo sino un único grito:

-¡Malo! -¡Malísimo! -¡Una antigualla! -Tendrías que uabajar -añadió Hélénepara, con el tiempo, hacerte con un estilo más personal.

-No

-interrumpí-. Hoy

en

hielo tiena quemada de este amor

día, los poetas empiezan más jóvenes. A punto de cumplir la mayoría de edad ya es demasiado tarde. Y, además, resulta demasiado pasado de moda. -No queda más remedio que decirlo -suspiró Héléne. -Quienes tuvieron derecho a escribir asl ya están todos calvos a estas alturas -dijo Gilles. -Y los mejores se murieron hace tiempo. Héléne, Gilles y yo habíamos hablado muy

las calles son aún

deprisa.

tu hermosa tu triste juuentud

-De acuerdo -dijo Bertrand-. Me mataré. -Pero -dijo Carole, que no habla seguido la conversación- a mí me ha parecido que era bo-

Cuerpos

[de

k

y

bienes a

ks

islas protocolos

distancia y

d,e

la indiferencia

bellas cintas nansportadoras del oluido

?ero en otro lugar una e indiuisible

que

fue tan real

alba desnuda para las rn*nos mañana [temprana para

k

baca

las calles reconidas las noches recorridas.

nito. 90

merece la pena

Só1o que

no lo he entendido todo.

9r

familia -le expliqué-, es una forma de decir: «La marquesa salió a las cinco., -Os ruego que tengáis en cuenta -añadió Bertrand sin que se le alteraselavoz- que el epígrafe del poema es esta cita de El oráculo manual de Gracián: nsea el amigable ffato escuela de erudición; y la conversación enseñanza culta; un hacer de los amigos maestros, penetrando el útil del aprender con el gusto del conversar., -Tras haber oído cosas asl hay que echar un buen trago -dije. Serví una ronda. No querla que 1o siguieran

-En

esta

machacando. Esa frase está muy bien. Es obligatorio escribir algo para poder usarla de

-Sí -dijo Gilles-.

eplgrafe.

Me agradó aquella absolución in

ex*emis.

Luego, bebimos bastante y no volvimos a hablar de literatura. Ahora ya estaba yo lo bastante aPegada a Bertrand para no acePtar de buen grado que hiciera el ridículo. Sin embargo, delante de Gilles me costaba defenderlo, pensé con amargura. Nunca había habido mala fe entre nosotros. Yo habla admirado mucho a Gilles. Y querido. 92

7 Ya estábamos en septiembre. No pasaba día en que no hiciera el camino entre Cagnes y SaintPaul. Me iba acostumbrando a aquel paisaje en donde la proximidad del otoño no había puesto marcas; empezaba incluso a parecerme hermoso. Estaba sola aquel dla. Pasé primero por el bar. No había ido nadie. Dejé alll el coche. A1 entrar en la casa, me encontré a Carole haciendo una maleta. Gilles, que entraba en ese momento, me dijo que tenla que ir a Holanda antes de lo previsto. Ya estaba enterada de que tenla que pasar alll dos o tres semanas. Le habían adelantado el viaje. Le pregunté si era tan urgente Ia cosa que ni habían tenido tiempo de almorzar. 93

-No -dijo Gilles-, este viaje

-¿Y que vais a hacer allí? -preguntó Héléne. -Un escándalo -dijo Gilles. -Eso cae por su peso. ¿Qué más? -Un verdadero escándalo -dije-. En un mu-

nos vamos mañana. Pero

le hace mucha ilusión a Carole y se ha

lanzado a hacer la maleta.

-Bien -dije. -Cogeremos el tren por la mañana. Titubeé. -Claro -respondí-. Aqul me viene muy bien el coche.

Carole, inclinada encima de un montón de jerséis, ya se habla ido. No había oído nada. No sabía qué hacer durante esos preparativos; quedaba una larga tarde por delante. Preferla pasarlo en Cagnes; les propuse que vinieran conmigo ya que debíamos celebrar su marcha. Les ayudé a terminar con el poco equipaje que iban a llevarse y nos fuimos. -Ya veo -dijo Héléne al ver las maletas- que el pueblo de Saint-Paul está indignado y que os han echado. Me lo esperaba. Gilles sonrió. -Venlos a vivir aquí. La vista es encantadora. -Gracias -dijo Gilles-. Otra vez será. Nos están esperando en Holanda. -I.tro está mal Holanda -dije-. Hay canales por todas partes. 94

seo.

Bertrand intervino, muy interesado. -¿De verdad va a eso? -No exactamente-seguí explicando-. los que van a escandalizar son unos amigos. Pero en casos así Gilles pasa antes por allí con frecuencia para organizar el asunto. -AI final, hay que especializarse -dijo Gilles. -¿Y lo organizacon frecuencia? -insistió Bertrand. -Un escándalo bien organizado vale por dos

-dije. -¿Hablarán de ello en los periódicos? -Más bien en los libros. -Vamos a beber algo -propuso Héléne. -A comer algo, más bien, si no es demasiado tarde. O Carole estaba hambrienta o pensaba en Gilles. Llegamos casi a lo alto de Cagnes antes de dar con un restaurante que les sirviera aún una 95

comida como es debido. Como estábamos en la tenfaza, nos quedamos allí unas cuantas horas tomando aguardiente. El camarero que traía los vasos apilaba los platillos para llevar la cuenta. -Encantadora costumbre que en París escasea cada vez más -dijo Gilles. -En cualquier caso, vaya hermosura de pila -se admiró Bertrand. -Es que bebemos siempre en el mismo sitio. Carole nos hizo acompañarla a la estación para comprobar la hora de salida. Velaba los menores detalles. Después de pasar por la estación, Héléne nos llevó a una sala de fiestas llena de gente a la que conocía. Era todo muy feo de ver y de olr. La cena nos devolvió a casa de Héléne cargados de botellas.

-¿Tienes platillos? -preguntó Gilles. -Desde luego. Y tazas. -No quiero volver a beber nunca sin platillos. Y nos fuimos a buscar todos los platillos de la casa, que lbamos apilando encima de la mesa cadavez que nos beblamos un vaso. -No es justo -dijo Carole-. Los vasos de 96

aqul son demasiados grandes. Deberlamos tocar a varios platillos por vaso. -No tiene importancia -contestó Bertrand-; dentro de nada tendremos que echar mano de los platos.

Efectivamente, la pila crecía deprisa. Al acabar de comer, nos la llevamos al jardín con mucho cuidado para seguir edificándola.

-Quiero llamar la atención -dijo Gillesacerca de mi contribución a la labor común: yo pongo mas platillos que nadie. Era cierto. Lo aplaudimos. Carole, que no llevaba nada bajo la camisa de algodón, tiritaba. -H"y que hacerle un ponche a Carole -dijo Gilles.

-Carole -le dije-, ponre un jersey. Me contestó que no podía porque tenía toda la ropa en las maletas. Héléne despareció y volvió con un jersey bonito y vistoso. -Precioso -le dijo Carole-. ¿Es tuyo, Héléne?

-No -dijo ella-, es de mi hermano

Renaud.

Me extrañó que aquel hermano tuviera jerséis: se dejaba ver tan poco que dudábamos de 97

su existencia y, en consecuencia, de su guardarropa. Héléne nos informó de que estaba aún de crucero con Léda, Ia amiga de ambos. ¿No hablamos oldo nunca cantar a Léda? -En los cabarets de mala fama -exclamó Bertrand-. Con la música de ese acordeón con el que se acompaiatan divinamente. -No -rectificó Héléne-. En las salas de fiestas respetables. Y el acordeón es sólo para los íntimos. -Eres así de indulgente -dijo Bertrand- porque está enamorada de ti. Pero yo no la soporto. Es demasiado tonta. -Claro -dijo Héléne-. Pero Renaud es como es; le parece interesantlsima. -¿No os habéis fijado en que tenemos todos nombres de personajes de novela: Gilles y Bertrand; Renaud, Carole, Geneviéve? -interrumpió Carole-. Tiene gracia. Los personajes de moda llevan nombres de ésos. -Así es -dijo Gilles-; precisamente somos personajes de novela. ¿No lo habéis notado? Y, además, vosotros y yo hablamos con frases escuetas. Hay incluso en nosotros algo a medio acabar. Eso es lo que pasa en las novelas. No se 98

contempla todo. Hay una regla del juego. Así que nuestra vida es tan previsible como las novelas.

-A ml tú me pareces imprevisible -le

con-

testó Carole.

-Imprevisible para ti como mucho -dijo Gilles-. Pero no visto desde fuera, para un espectador experto. Somos legibles, mi pobre chiquilla.

-dije-, Gilles desciende incluso al nivel de un personaje de canción. -En

sus días malos

oQue el diablo nos lleve lejos de nuesrras bellas amigasr, etcétera.

Con un gesto desmañado Bertrand desmoronó los platillos y luego bebimos sin control alguno. Me fui a la cama la primera. Cuando me desperté a la mañana siguiente, Gilles y Carole ya se habían marchado. Héléne, siempre impecable, habla madrugado para despedirlos.

No quise que Bertrand me acompañase cuando fui a cerrar la casa de Saint-Paul. Por supuesto que habrlamos podido quedarnos en ella hasta que regresáramos a París, pero ya tenla muy vistos la casa y el pueblo. Prefería vivir en Cagnes.

99

Di a entender que habla mucho Por recoger. En realidad, me contenté con dar una vuelta por las habitaciones, despacio. En ellas había úanscurrido medio siglo de interminables vacaciones. No volveré a la Costa l.r:ul, pensé mientras arrojaba un cigarrillo a medio fumar a la chimenea, que estaba llena de colillas. Pase lo que pase, el año que viene estaré en otro sitio. En Bretaña, seguramente.

Cerré los postigos. Los de mi cuarto no se hablan abierto nunca. Aquel cuarto mlo habfa tenido poco uso. Fui a comer al bar y deié una propina exagerada, aptapara que me perdieran definitivamente el respeto. Volvl luego para recoger de cualquier manera todo lo que me tenía que llevar; Bertrand me estaba esperando en la playa. En los días sucesivos, dorml mucho. En la playa. En una cama, con Bertrand. Hasta bien entrada la mañana. -Esta clase de vida te sienta estupendamente -me dijo Héléne, muy amable-. Se te ve cada día más esbeltay más morena. Estás muy guaPa. -No -contesté-, Gilles y yo no somos guapos. Pero tenemos aspecto de inteligentes, y gustamos. 100

Y sabía que era cierto. Me miraba en todos los espejos y me encontaba conmigo misma en ellos con un placer nuevo. El sol y Bertrand me habían cambiado mucho. Lo comenté por la noche. -Bertrand -dije-, por 1o visto me sientas bien para el cutis. Es un piropo de mucho calado. Bertrand giró la cabeza sobre la sábana y me clavó la mirada. Dijo una frase larga y apurada de donde se desprendla que yo había llevado siempre una vida imposible y aquel invierno iba a pasar menos noches en vela en los bares. Tanta solicitud me alarmó. No me gustaba que Bertrand hiciera gala de senrimienros humanos. -Nos acostaremos juntos en mi casa -añadió-. Y no volverás a salir de alll. Me arrimé algo más. -Eso será si voy a verte a tu casa. Bertrand se ruborizó despacio. Primero, el rostro; luego, las orejas y el cuello. Me abrazó estrechamente, me ocultó bajo su cuerpo y me explicó con mucha intensidad que íbamos a volver a París, que ya no me separaría de él y que, juntos, seríamos felices para siempre jamás.

l0l

Antes de contestar, reflexioné sin prisa. La culpa la tenla yo, habla arrastrado al pobre Bertrand a una historia bien peculiar. Su rostro, por encima del mlo, era muy hermoso y enternecedor. Era guapo, joven, suave al tacto y quería vivir conmigo. No me apetecla darle un disgusto. Le dije que no era posible. -Es de 1o más posible -contestó é1. -No soy huérfana -segul diciendo-. ¿Qué pasa con Gilles en esos proyectos tuyos?

ül mano.

-ké

a pedirle

-Ya

está denegada.

Se Ie endureció la cara. Se separó

un poco.

-¿Quién está en tu cama, Gilles o yo? -Gilles con mucha frecuencia. Casi siempre es Gilles. -Gilles está en Holanda. -¿Ah, sl? Titubeó antes de soltar un argumento muy poco elegante. -¿Y Carole? -dijo con expresión taimada. -Carole -dije- es 1o mismo que tú. La sal de la tierra y la dicha de un día. -No es cierto -dijo Bertrand, que habla perdido eI control sobre sl mismo por cornple-

t02

to-. Gilles quiere a Carole y, en el mejor de los casos, siempre estará entre vosotros. Hace mu-

cho que la llevo viendo ahí. Me quedé callada un momento. -¿No se te ha ocurrido -dije por fin- que a lo mejor también a ml me gusta Carole? -No lo creo en absoluto -dijo Bertrand como un tonto. Y añadió: -Se quieren y no 1o puedes impedir. -El tiempo que dure todo eso depende de mí. -Pues demuéstralo, ya que estás tan convencida. -Pues claro -le dije-. Enseguida. En Parls.

Al

regreso.

-Esperaré -dijo. sobre esa base falsa nos reconciliamos. Luego, sonrió, balbució unas cuanras palabras y se quedó dormido con expresión desdichada. Lo miré amorosarnente. Nunca se hace nada sin romper algo. Bertrand no sabía que iba a ser el huevo de esa tortilla.

Y

103

ilI No

es indispensable que en una trage-

diahaya sangre y muertosr basta con que la acción sea noble, con que los actores sean heroicos, con que las pasiones estén exacerbadas y con que todo padezca esa tristeza majestuosa que constituye el agrado sumo de la tragedia. RacINB

8

Volví a hacer, en sentido inverso, el camino que había recorrido dos meses antes con Carole y Gilles. Tenía de nuevo dos acompañantes. En esta ocasión, admirábamos los paisajes pintorescos al pasar y, a la hora del té, nos parábamos en hosterías recónditas de cuya existencia nos informaban flechas y carteles. La carretera no era ya la misma.

No obstante, tampoco me gustó. La docilidad de Bertrand pedla vejaciones. Me porté espantosamente con é1, tierna o huraña sin motivo. La verdad es que estaba perpleja y él pagaba los platos rotos. Mis cambios bruscos de humor no podían pasarle inadvertidos a Héléne. Nunca hizo ademán de ponerse de parte de Bertrand.

r07

-¿Tienes intención de jugar con él mucho más tiempo? -me preguntó cuando él no estaba. Tenía una sonrisa casi cómplice que no le pegaba nada. La miré como si nunca la hubiera vlsto.

-No -dije-. Claro que no. Por fin etaya de noche y habíamos llegado. Estábamos horribles con el polvo y el cansancio del viaje. Se imponían un baño y una noche de sueño. Nos separamqs deprisa y corriendo, sin

haber quedado para volver a v€rnost pe¡o cuan: do me quedé sola, di aún u¡ passo" Como cada vez que regreso, me admiré de cuánto amo pa-rís. Nunca he podido crvzaf un puenfe sin con. gratularme por habe¡ nacido aqul. Consraté que

no podría vivir en ningún otro sltio. Curiosamente, eso,rne llevó a,acordarrne de Gilles. Me acosté nada más enrrar.En casa. por la mañana me di un baño que marcaba el final del verano. Tenía, como suele decirse, problemas. pensaba en ellos sin perder los nervios, mien¡ras me frotaba cgn,la,manopla de crin. Habla que hacer

108

veía.

nBertrandr, escribí con la punta del dedo. Así escriblamos en los pupitres del colegio. Y los problemas en el encerado. Pero ya se habían acabado los años escolares y nadie me iba a poner nota en este examen. En el espejo húmedo completé el enunciado escribiendo: oCaroler. Borré al uno, luego a la otra. Y me gustó la secuencia. Apareció mi imagen, deformada por el agua. Volví a coger el cepillo y me dirigí una encantadora sonrisa. nTodo se arreglar, le dije a

mi reflejo, que asintió. Me quedé en casa. A la espera. Y, efectivamente, Bertrand me llamó muy temprano. No erafeliz y quería verme. -No antes de dos o tres días -le dije con toda claridad al aparato. Del auricular salió un susurro sorprendido.

-Sé bueno -repetl-, Ilama dentro de

dos

o tres días. Tengo muchas cosas que hacer, te lo

"lgo.

Me cepillé eI pelo co4 el heroísmo de

grandes batallas y con la técnica adecuada que se enseña en ese semanario que lee la mujer, si es que lee. El espejo estaba empañado y no me

las

a§eguro. 109

Por la rarde, la que dio señales de vida fue Héléne. La invité a cenar en casa d, día siguiente. Ella creía que Bertrand, lógicamenre, rambién estaría. -¿Es realmente necesaria su presencia? -pregunté-. Ya no estamos de vacaciones. AI contrario, pienso recibirte de forma muy ceremoniosa. Lo ceremonioso desagradaba a Héléne menos que cualquier orra cosa. Y yo estaba muy necesitada de gustarle.

Me metí en unas reformas elaboradas y de lo más complicado. Al cabo de un dla, tenla montado en el piso el apiñamiento barroco que se ve en algunas obras clásicas del cine. Añadl unas velas y doblé las servilletas en forma de cisne. El conjunro era un desaflo al buen gusto. A Héléne no le pasaría inadverddo. Llegó con aspecro de desconocida y con un ostentoso ramo de rosas. Integré las flores en mi obra, a Ia que dio el visto bueno. AI principio, esruvimos bastante taciturnas. Estaba claro que no tenlamos nada que decirnos. Pero lo artificioso del decorado nos movla a prodigar finezas, y como estábamos solas nos las prodigamos mutuamente.

r10

Nuestros yesddos negros eran casi iguales. Adopté lavoz de Héléne, y ella, a cambio, adoptó mis pensamientos. Le había preparado una cena de enamorados; fue ella quien me cortejó. -Qué bien resultamos juntas -dijo. No retrocedió ni un ápice para impedirme que la besara. Tenía los labios secos y tibios. Nos quedamos asl mucho rato, respirando despacio, como si no hubiera más gestos en el amor. Con los ojos abiertos, nos mirábamos. Me parecía que nunca verla bastante ese rostro. En el fondo, ella me agradaba. Me besaba y, entretanto, mis ideas eran rápidas y claras. Nos seguíamos mirando, igual que los niños en el colegio, cuando se desafían a ver quién baja primero la vista. Incluso después de separarnos proseguimos el examen, con una suerte de saña. Luego, recostó en mlla cabeza; erauna rendición. Se 1o consentí.

-Ven -dijo. Nunca he visto a una chica desnudarse tan deprisa.

Héléne se había quitado de encima diez años y mucha seguridad. Por primeravezlaveía 111

despeinada. Tenla el pelo muy largo y el cuerpo menudo. Yo estaba muy orgullosa de que fuera

tan bonita. Se parecía a una Eva románica que me había enseñado por el camino. Precisamente, le preocupaba su aspecto.

-Se me va a norar -gimió-. Yoy a resultar equlvoca y marcial. La manquilicé lo mejor que pude. -El exceso de virtud es lo que da ese asPecto.

Fui a buscar dos vasos llenos de alcohol hasta el borde. Necesitaba mucho que la reconfortasen. Cuando volví, ocultó en mi hombro su vergüenza y sü confusión. Era una niña pequeña.

-Geneviéve -preguntó-, ¿tenlas ya previsto esto en Saint-Paul?

-En cuanto te vi -aseguré. No era tan falso como podla

parecer.

-¿Me quieres? -Claro que no -dije con una expresión que desmentía mis palabras-. Es sólo para abandonar mejor a Bertrand. -¿Por qué yo? -preguntó Héléne, que no decía ya más que bobadas.

7t2

-Porque no me habría gustado que fuera Carole -contesté, atrayendola cariñosamente.

-Deja de reírte de mí -siguió diciendo-.

¿Qué me va a pasar ahora?

-Aventuras. Pero Ie acaricié el pelo, fui buena chica. Y se Ie disiparon los temores. Pensaba incluso quedarse a dormir. Sin embargo, me las ingenié para llevarla a su casa. No querla que se despertase en la mla; hay objetos que colocados de cierta forma sólo escapan una vez il. ridlculo. Y a Héléne. ful que la dejé en la puerta de su domicilio.

-Vete corriendo a dormir -me dijo, muy sentimental. Cuando me quedé sola ni se me ocurrió hacer tal cosa. Me apetecla premiarme por mis méritos. No era tan tarde como para que no Pudiera encontrarme con amigos si iba a los sitios oportunos. Los amigos son esos que van siempre a los mismos bares.

Sin embargo, el primero estaba desierto. De todas formas, me encaramé a un taburete y me tomé un vodka. El vodka entona bien con la perspectiya del invierno. No hay nada que se Pa-

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rezca más al presentimiento de copiosas nevadas, salvo, para algunos, la toma del poder por el comunismo. En el segundo bar me enconrré con la pandilla. Dije que volvía de vacaciones. Se enconrraban en un estado tal que aunque hubiera vuelto del monte Athos no me habrlan hecho un recibimiento más caluroso. Me conmovió. Los quería a todos. Los invité a beber. Incluso consolé a uno que, muy borracho, se había ido a un rincón a enfurruñarse con los slntomas más evidentes de la desesperación.

-Es porque estamos escribiendo una novela policíaca juntos -dijo orro-. Y está enfadado conmigo. Escribimos cada uno un capítulo, por turnos. -Me deja sin personajes -dijo con acento sombrlo el primero-. Me los mara a todos cadavez. El grupo fue mermando a parrir de las cuatro. lJnos se fueron, otros decideron ir hasta un bar que no cerraba. Y yo con ellos. Vi a Judith de le.jos, con una nutrida panda de norteamericanos. Nos hicimos señas amistosas. Cuando amaneció, yo hablaba yanqui y jugaba a un juego de dados que me parecía más

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complicado que el bridge y cuyas sutilezas creía haber asimilado por completo. Me esfumé cuando me abandonaron las fuerzas y me tiré vestida encima de la cama. El teléfono me sacó de un sueño pesado. Antes de descolgar, sabla que era Bertrand. Miré el reloj: eran las tres de la tarde. Tenía hambre.

Fui a descolgar. Era

é1, efectivamente.

Me

preguntó si podía verme: estaba en el caft más próximo. Más valía acabar cuanto antes, pensé, y le dije que podía subir. Metl la cabezadebajo del grifo y encendí un cigarrillo. Notaba que no tenía un aspecto muy presentable. Ya estaba llamando. De repente me entró mucho miedo al pensar en que iba a sentirse desdichado.

Al entrar, Bertrand

sopesó el desorden

y mi

aspecto. Es posible que se hubiese indignado si no hubiera estado tan inquieto' Como de costumbre, me cogió por la nuca para besarme. Re-

sueltamente, no alcé la cabeza. Bertrand se sentó y esperó una explicación. -Las mejores cosas también se acaban -le drje, afianzando la voz-, como bien sabes. 115

-Geneviéve -pregunró-, ¿qué has hecho esta vez?

Parecla muy abatido, lo que me dio ánimos para la ejecución. Le recordé en pocas palabras

que era mujer de un solo amorío. De un solo amorío a la vez. Más de uno habrla sido vulgar, e incluso indecente. -¿Quién esruvo aquÍ ayer? -pregunró Bertrand con voz contenida. -Tu amiga Héléne -dije. Bertrand se levantó muy digno y se dirigió despacio hacia la puerta. Yo deseaba q.r. s. fu.ra cuanto antes. La cosa no iba ya con é1. euedaba por hacer lo peor. Y, gracias a Héléne, casi no me había dado pena prescindir de Bertrand. Su actitud me seguía gustando. Estaba muy úasrornado,yyo lo sabía. -No quieres a nadie -dijo al abrir la puerta-. No sé por qué quieres a Gilles. Cuando Bertrand se fue, me dediqué a las tareas domésticas, vacié los ceniceros y tiré las flores. Antes de que cerrasen las oficinas de correos, bajé para mandarles a Gilles y a Carole una postal inocente y afectuosa.

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'Gifles regresó sin avisar, el viernes por Ia noche, cuando me disponla a reunirme con F{élene. Iba a cenar'con ella y nos íbarnos a marchar el sábado y el domingo a casa de unos amigos suyos que vivían por la zona de Rambouillet. «Ven a pasar el fin de sernana en el bosque», me habla dicho. fuí que me estaba maquillando, con el cepillo de las cejas en la rnano, y corrí a echarme en brazos de Gilles. Se senté en un taburete y rne miró rnientras yo seguía con la tarea. No tenía aspecto de acabar de bajarse de un tren; me'dijo que había vuelto hacía dos días. Fue a servirse algo de beber. Mientras tanto, yo acabé de vestirrne.

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-Invítame a una copa -dije cuando fui

a

reunirme con é1. Gilles me alargó una y me preguntó adónde iba.

-Ceno con Héléne. -¿Y con Bertrand? -No -dije-. Bertrand se acabó. Ahora, Bertrand es Héléne. -¿Está igual de bien? -dijo Gilles sonrienre. -Está mejor. Es algo nuevo. -Ya lo creo -dijo Gilles admirativo-. Bien pensado.

Fui a sentarme a sus pies y le puse Ia cabeza en las rodillas. Me acarició un poco. -Cuánto me alegro de volver a verre -dije-. Era una lástima estar sola. Soy tu público, pero tú también eres el mío. Le conté lo que había sucedido. Lo expliqué de forma muy halagadora para ml, fue un relato largo porque beblamos mucho y nos besábamos con frecuencia. Gilles no me conró nada de su viaje.

-Quiero mucho a Héléne -dije varias veces. Pero iba siendo hora de irme. Le dije que ya no me apetecía salir a cenar con ella. En cambio, 118

le propuse que me invitase y Gilles me llevó

a

un restaurante italiano que yo no conocía. El sitio era totalmente falso. La decoración aspiraba sin esperanzas a una orgía de color local, con el refuerzo de ampliaciones fotográficas. La música alta y sentimental que salía de unos altavoces dejaba las mesas aisladas e incluso perturbaba nuestra charla. -Bonito decorado para

un

malentendido

-dije.

decorados nunca hemos andado mal -contestó Gilles. -De personajes tamPoco. Gilles me miró por encima de su vaso. -En fin -dije-, en cuanto a mí...

-De

Le sonreí amorosamente'

-Encuantoadantes... -Antes -dijo Gilles con tono liüano-. ¿Antes? Me tomé un helado enorme, asegurando una vez más que era un restaurante infecto. GiIles me contestó que no importaba, que no éramos ni diletantes ni estetas. fuentí. -Tengo que ir a llamar por teléfono a Héléne

-dije, levantándome.

-Dile

que yo también Ia quiero. 119

Cuando regresé, le pedl: -Sigue piropeándome. -Sí -dijo Gilles-, piropos, ahora mismo. Montones de piropos. ¿A sanro de qué, para empezar?

-A

santo de Héléne

ofendida.

-dije con

expresión

-Eso -dijo Gilles- entra dentro de lo normal; eres alumna mía.

-Lo

era.

-Se puede ser y haber sido. -No -dije-. Será ya por poco riempo. Voy a sacarme el título de fin de carrera. Gilles me lanzó una mirada realmente malévola.

-Eso es lo que ocurre -dije- cuando

el

alumno sobrepasa al maestro, que se hace viejo. -Ninguna grarirud -dijo Gilles. -Pues claro, eres el más seductor. A fuerza de practicar, me vuelvo como tú y salgo ganando. Pero tú estás empezando a cambiar. Según tu nuevo estilo de conducta, debería apegarme a Héléne, sin duda. Si la miras bien, es mucho más guapa que Carole. -Me gusta la juventud -dijo Gilles tan rran120

quilo-. Pero voy a decirte una lisonja. Con HéIéne me gustas. Con Héléne me gusras más que con Bertrand.

-Estaba segura. Lo hice por ri. Pero no pienso fundar una familia. Acabar siendo fiel, en suma.

-¿De verdad te impresiona la cantidad ahora? -No es la cantidad -dije-. Lo sabes perfectamente. Gilles se rió un poco. -¡Cuántas cosas en esta cabeza tan joven! -dijo-. Te creo capazde lo peor. De haberte dedicado a pensar mientras yo no esraba, por ejemplo. -Sl -dije-, pienso. -¡Qué maravilla! -Y no pienso nada bueno.

-En tal caso -dijo Gilles-, no hay diploma de fin de carrera.

-Sólo lo pediré en presencia de mi abogado. -¿Qué sería de ti sin ml, desdichada? -dijo con mucha ternura. -Me volvería incolora -dije con voz exhausta- y más sentimental probablemenre. Pero, bueno, pese a todo algunos chicos tendría. -¿Yyo sin ti? -dijo. 121

-Estarlas muy a gusto, supongo. Nos gustaba vivir de forma diferente, pero ahora a lo mejor te apetece librarte de esa libertad. Y el mundo ofrece montones de buenos modelos del amante fiel. -¿Por qué piensas que soy un amante fiel?

-dijo. -¿Por qué piensas que he dejado a Bertrand?

-dije. Nos reímos juntos, exactamente igual que antes.

-Ahondemos más -dijo Gilles-; no pienso soltarte tan pronto. Le segul la corriente aún durante un rato y le aseguré que, hasta nueva orden, lo quería y lo admiraba con todo mi corazón. Cuando llegué, ya entrada la noche, Héléne, que estaba aprendiendo abnegación, no me dijo ni una palabra de reproche.

El domingo por la noche me encontré un sobre pinchado con una chincheta en la puerta de casa. Era Carole, que me escribía que querla verme. Me pedla que fuera enseguida y sola. 122

nSola, estaba subrayado dos veces. Me estaba es-

perando en el bar de enfrente. Fui a toda prisa. Estaba acurrucada en el fondo del local, con un periódico abierto encima de la mesa. Acechaba mi llegada. Observé en que tenla los ojos enrojecidos. Había llorado. Me senté enfrente de ella y esperé. -Vamos a otro sitio -dijo-. Llevo aquí demasiado rato. El camarero me mira como si fuera un bicho raro. Preferí no hacerla subir a casa, temía que llegara Gilles. Le guié los pasos algo más alla, en la misma calle, y la acomodé en un rincón discreto. Pedí dos ponches muy calientes: aquellos ojos hinchados me recordaban vagamente las calamidades de los catarros, y también las medicinas. Me daba cuenta de que resultaba más reconfortante que yo tomase lo mismo. Estaría menos sola en la desgracia. Carole se quemó en silencio, sin volver la cara hacia mí. -¿Por qué querlas que viniera tan deprisa?

-pregunté. -Necesitaba vefte -dijo evasivamente. Insistl:

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-¿Pasa algo serio? -Es a causa de Gilles

-dijo Carole. Estaba claro que sí pasaba algo serio. -¿Qué ha hecho ahora? Intentó una sonrisa que mino.

se

perdió por el ca-

-Se acabó *dijo ella. Luego se le alteré la cara y se dejó ir. Me dijo, de forma inconexa, que yo 1o conocía rnejor que ella y que él le había asegurado siempre que yo le tenía cariño. Que rne habla llarnado para intentar entender las cosas. Que no s€ sentía a la altura, que se sentía completarnente desamparada. Que debería habérselo imaginado. -Pues claro -dije-. Y sí, es cierto, te tengo mucho cariño. -Lo creo -dijo Carole-. Lo creo cada vez más. -Gracias -dije-. ¿Y por qué os habéis peleado? -Ah, si no nos hemos peleado en absoluto. -Entonces ¿por qué se acabó? -No 1o sé -dijo con voz consternada-. De verdad que no lo sé. Se fue sin decir por qué. La agarré por los hombros y le acariciéla cabeza. Me sentía verdaderamente conmovida e incómoda: ¡qué exhibición de pena!

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-É1 es asíy yalo sabías. -¿Te ha dicho algo? -pregunró. -No, no me ha dicho nada. Pero ya conoces sus costumbres. Una pelea no serla grave; pero cuando se va asl, sin motivo, ya no vuelve. En todo ha habido siempre algo que lo aburría. Es una cosa muy pueril. Forma parte de su encanto, supongo. De todas formas, tú no tienes la culpa. -Se ha portado asl con todo el mundo, ¿verdad? -recordó Carole, anonadada. -Sl -dije-, con rodo el mundo. Pero añadí: -Contigo no era igual. Te prefería. No pensé que fuera a suceder. O no tan pronto, en cualquier caso. -En el fondo, yo rampoco lo pensaba. Nunca entendí qué tenía que hacer. Le di un beso en la sien. -Vete al cine. -¿Tú qué harlas en mi lugar? -pregunró inocentemente. No contesté, claro. Llamé al camarero para que trajera otros dos ponches, por rutina. Mientras Carole se tomaba el suyo, me dio la impresión de que se iba a echar a llorar. Le tomé la delantera 125

y me apresuré a meterla en un taxi. Cuando nos separamos me aseguró que era un encanto y que tenía confiartzaefiml. En aquel momento, seguro que 1o pensaba. Volví sola a casa; y cansada. No me gustan los espectáculos tristes, erl€ me conmuevan. Me gusta la gente alegre, sin problemas.

Gilles apareció dos días después. Era por la mañana y me marchaba a trabajar. Parecía volver de lejos y en un estado penoso. Dio los buenos días. Cruzó el piso y abrió la ventana de par en par. Se sentó en la barandilla del alféízar y miró la calle, en donde no sucedía nada. Tras unos instantes, fui a buscarlo y le ayudé a quitarse el abrigo. Se dejó, dócilmente. Le pregunté dónde había estado. Sabla que era en el extrarradio, pero ya no se acordaba de dónde. Tras pensárselo, dijo que si no era Aubervilliers, se le parecía mucho. Quería ponerse enseguida a dormir. Provista de tales precisiones, me quedé totalmente tranquila. Le dije alegremente que habla bebido demasiado. Me preguntó que en qué me fundabapanapensar tal cosa.

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10

Héléne, que habla aprendido la mayoría de las artes sociales, era aburrida por naturaleza. Privada de las obligaciones que hasta entonces la habían constituido a diario, no sabla afianzarse. Estaba poco dotada para el amor. Y para cualquier forma de pasar el tiempo. No cabe duda de que no nos portamos bien con Héléne, pero ¿cómo saber en qué? Gilles y yo salimos mucho con ella durante dos o tres semanas. A nuestro trlo, que agradaba

visto desde fuera, le faltaba esa cohesión interna que hace que duren las relaciones, o permite las amistades. En el interior de esas fronteras, nada parecía de verdad.

Inconsciente de esta desdicha, Héléne nun-

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ca encontró el lugar que le correspondla. Intentó en vano, para compensar la desazón que sen-

tía y compensar también vete a saber qué culpabilidad, un exceso de cortesías desmañadas. En una Siberia mundanal, aquel río congelado requería en cada ocasién varias horas de trabajo y la derrota era previsible. Tantos esfuerzos volvlan poco rentable la explotación. Héléne había estado en el centro de un grupo que se habla desbaratado. Su presencia había proporcionado equilibrio, pero, finalmente, resultó tan inútil como la escalinata principal en las ruinas de un palacio. Héléne no había cambiado, pero el cambio de perspectiva había abolido su función. Dejamos de verla por todas esas razones y por ninguna, por tristeza. Como no tenla nada que reprocharle, me negué a mirarla a la cara y reñl con ella, de mala fe, por teléfono.

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A finales de diciembre recibimos una carra de Carole, que decía:

Querido Gilles, querida Geneviéve: Estoy otra yez en Saint-Paul. Mi madre y Frangois-Joseph estaban decididos a mandarme al campo para que descansara. Y yo no tenía casi nada que decir en contra. Así que escogl volver aquí, en donde tengo una habitación muy agradable que da a las murallas. Este pueblo no cambia con el invierno. Sólo se nota algo de frío. Y también hay menos gente. No veo a nadie y no hago nada. Pero no me aburro. He pensado mucho. Sigo pintando, a pesar de todo, y lo de ahora es bas129

tante figurativo. Seguro que no os gustarla. Pero es que no sé hacer nada más. Hay momentos en que me parece que alguno de mis cuadros representa correctamente las cosas que tenla que decir y que no supe decir, y entonces me pongo contenta. Como veis, sigo con los mismos defectos. Quería leer tantos libros con vosotros, y luego no encontraba nunca ni un momento. Y yo sola no sé. Ha habido dos tormentas muy fuertes. Tengo muchísimo miedo durante las tormentas. Creo que nunca más volveré a conocer a alguien

como vosotros. Necesitasteis mucha paciencia conmigo. Espero que Geneviéve no me guarde rencor. Sueño muchas veces con vosotros: cruzamos por un bosque antes de que se haga de noche. Vamos cogidos de Ia mano para no perdernos. No hemos salido de la infancia.

Muchos besos, CenoI-B

Dos o tres días después, en la esquina de la calle de Les Ecoles, me encontré con Bertrand. Iba vestido de soldado, p€ro, aparte de ese deta130

lle, estaba más guapo que nunca. Había cumplido veinte años. Era media tarde. Entramos un momento en un bar, muy cordialmente. Bertrand estuvo de lo más reservado y discreto. Se explayo acerca de las ignominias de la vida militar, cuyo contacto le había proporcionado conciencia política. Y, más por encima, acetca de las malandanzas de Héléne, que ahora viajaba con aquella misma cantante y acordeonista que había navegado todo el verano con su hermano Renaud. Insistió, no obstante, para que me llevase una carta de Héléne que, según é1, le iba a gustar a Gilles. É1, p.rconalmente, no había sabido qué contestar. Le dije al separarnos esas palabras amables con las que se dan ánimos a los que van a presentarse al examen final del bachillerato o a los militares a los que no han licenciado aún. Fui a reunirme con Gilles en un cafe del bulevar Saint-Germain. Estaba solo. -Anne nos está esperando en la calle de Gitle-Caur -dijo-. ¿Quieres que tomemos algo antes de

ir para allá?

-Sl -dije-. Acabo de ver a Bertrand vesddo como un soldado de plomo, pero bien subversivo. 731

También me ha dado noticias de Héléne. -La pobre Hélbne -dijo Gilles.

ese ejércitor §[ue se mueren de veras, r¡ientras van pacificando rnás y más? Está v,isto que es-

-Se ha empeñado en darme una carta suya. Ya verás: tiene sentimientos e ingenio. En cuanto a Léda, es esa lesbiana que iba en barco con

tamos expuestos a Io que sea. Fero, ante todo, ¿es de buen gusto mostrar de forrna tan franea

su hermano. La poníarnos verde en Cagnes.

-Ah, sí-dijo Gilles-. A Héléne no le gustaba.

13,2

tu

desdichada condición? En lo que a rnl se refiere, no me decido a contáÍselo a nues:tros amigos. Verdad es. que tienes mucho senri-

Y leyo:

do del humor, Sin embargo, ¿no serla mejor que hicieras correr el rumor de que estás en la

Querido Bertrand: Ivle ha gustado mucho tu carta. Así que estás haciendo el servicio militar; me desconsuela ese infurtunio, el más inmerecido del r,nundo. Todo te distancia de ese papel. No hay nada más vulgar que ser soldado, lo sabes muy bien. Te perdonarán muchos defectos; e incluso ridiculeces. Pero ésa no. Manifiesta lo antes que puedas alguna tara mental, enseña tus poemas, yo qué sé. Sobre todo no te encanalles en eso de forma duradera" Te quererxos demasiado para admitirlo. Y si hay alguien que tenga que dejar por mentiroso ese axiorna popular que asegura que los poetas rnueren a los dieciocho años, ése tienes que ser tú. Adernás, ¿es que no hay personas en

cárcel?

A quien se le ha ocurrido en el acro esa idea ha sido a Léda. Siente por ti rnuchísima sirnpatla, cosa que me cornplace, porq'ue tiene una personalidad que cada día me arrae máb, realmente extraordinaria. Hemos ido, a Escocia juntas. La comarca y la estación entonaban perf,ectarnentq con, esa especie de hosquedad

que hay en Léda, inseparable de su cornprensión espontánea de las cosas, de esa cornur,rión suya con los paisajes, podría decir.

Ahora estamos en Megéve. Anteayer, T éda organizó un escánd.afo, primero de formas diversas, pero, al final, drándole al, embajador de Ferú una botella de champán de litro y medio. Todavía lo están comentando. Te eché

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tanto de menos esa noche. Ya estoy enterada de tu afición a los cócteles y a todo lo que vie-

Léda, a quien no llegaste a conocer bien en otro tiempo.

Tu amiga,

ne luego. Ya te imaginarás que no sé nada de Gene-

ni de Gilles. Y, en cualquier caso, ¿habla que seguir ocupándose de sus intrigas? No merece la pena. Son personas taradas; es una raza que está por todas partes, puedes creerme. Esos dos le sacan partido a una aparente inteligencia, de la misma forma que los más ricos utilizan el dinero. Pero ¿qué hay tras las

HÉrBue

viéve

groseras contradicciones de su vida? Nada que

un tremendo fondo de mal gusto. Ni siquiera voy a reprocharles que sean unos borrachos, cosa que, bien pensado, se les nota una barbaridad. Lo que desprecio y compadezco es esa frivolidad incurable. Me dicen que se los ve mucho en estos últimos tiempos con una chica japonesa; una japonesa que no

sea

Nos reímos mucho leyendo la carta. Y más todavla al llegar al final. -Casi no se puede creer -dijo Gilles. -Y sin embargo -contesté- no tenemos ni pizca de imaginación.

Gilles llamó al camarero. -¿Nos vamos? -dijo-. Nos estamos retrasando.

comparten, claro.

Créeme, Bertrand, hay otros valores. Te exhorto muy en serio a que no trates con gente así. Por lo demás, no son felices. Tienes que venir a vernos en cuanto puedas. Me gustaría que coincidieras ahora con

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