Textos Sobre El Deseo.

TEXTOS SOBRE EL DESEO Texto 1. Rousseau, J.J., La nouvelle Héloïse, Gallimard. Paris, 1964, p- 693-694 Mala suerte para

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TEXTOS SOBRE EL DESEO Texto 1. Rousseau, J.J., La nouvelle Héloïse, Gallimard. Paris, 1964, p- 693-694 Mala suerte para quien no tiene nada que desear. De ese modo, pierde cuanto posee. Se goza menos de lo que se obtiene que de lo que se espera; sólo se es dichoso antes de ser dichoso. En efecto, el hombre deseoso y limitado hecho para querer y obtener, ha recibido del cielo una fuerza consoladora, que le acerca cuanto desea, que lo somete a su imaginación, que se lo hace presente y sensible, que se lo concede de alguna manera y, para hacerle esta imaginaria posesión más dulce, la modifica a la medida de su pasión. Pero todo este encanto desaparece ante e objeto mismo: ya nada embellece este objeto a los ojos del poseedor; lo que se ve ya no se figura; la imaginación no embellece ya nada de lo que se posee, la ilusión cesa allí donde comienza el disfrute. El país de las quimeras es el único digno de ser habitado, y se trata de la nada de las cosas humanas ya que, fuera del Ser existente por sí mismo, nada hay más bello que lo que no existe. Si este efecto no ha tenido lugar siempre sobre los objetos particulares de nuestras pasiones, es infalible en el sentimiento común que las comprende todas. Vivir sin pena no es un estado humano; vivir así es estar muerto. Quien lo pudiera todo sin ser Dios sería una criatura miserable; estaría privado del placer de desear; cualquier otra privación sería más soportable. Texto 2. Schopenhauer, El mundo como voluntad y como representación, Trad. Pilar López. Edic. electrónica, p. 108. Todo querer nace de la necesidad, o sea, de la carencia, es decir, del sufrimiento. La satisfacción pone fin a este; pero frente a un deseo que se satisface quedan al menos diez incumplidos: además, el deseo dura mucho, las exigencias llegan hasta el infinito; la satisfacción es breve y se escatima. E incluso la satisfacción finita es solo aparente: el deseo satisfecho deja enseguida lugar a otro: aquel es un error conocido, este, uno aún desconocido. Ningún objeto del querer que se consiga puede procurar una satisfacción duradera y que no ceda, sino que se asemeja a la limosna que se echa al mendigo y le permite ir tirando hoy para prorrogar su tormento hasta mañana. - Por eso, mientras nuestra conciencia esté repleta de nuestra voluntad, mientras estemos entregados al apremio de los deseos con sus continuas esperanzas y temores, mientras seamos sujetos del querer, no habrá para nosotros dicha duradera ni reposo. Da igual que persigamos o huyamos, temamos la desgracia o aspiremos al placer: la preocupación por la voluntad siempre exigente, no importa bajo qué forma, ocupa y mueve continuamente la conciencia; pero sin sosiego ningún verdadero bienestar es posible. Así el sujeto del querer da vueltas constantemente en la rueda de Ixión26, llena para siempre el tonel de las Danaides27, es el Tántalo28 eternamente nostálgico. Texto 3. Rosset, L´objet singulier, Minuit, Paris, 1979, p. 48-50 El apetito es, pues, de orden realista: el deseo, de orden fantasmal (como sugieren elocuentemente, en la novela de Cervantes, los destinos respectivos de Sancho y Don Quijote): el primero tiende a apropiarse de lo que existe; el segundo, a renunciar, a la espera de algo mejor, a propósito de lo cual no tardamos en darnos cuenta de que sólo se considera mejor porque es lo otro, lo que no puede existir precisamente a causa del deseo que tiende a ello. Sin embargo, esta oposición aparentemente radical entre el apetito y el deseo es menos profunda de lo que parece a simple vista; el deseo no se opone al apetito, sino

que es sólo una especie de generalización excesiva del mismo. Lejos de menospreciar lo real, el deseo lo valora hasta tal punto que retarda el momento ilusorio en el que estaría en disposición de gozarlo por entero, al no aceptar un placer a no ser que vaya acompañado por una visión de conjunto de los demás placeres posibles. Así considerado, como una afirmación generalizada del apetito, el deseo no traduce ningún incumplimiento de lo real sino que, al contrario, es índice de su riqueza inagotable, de su carácter deseable sin fin. Lo real no es lo que pone obstáculo al deseo y al fantasma; los anima, los alimenta y los re-alimenta sin cesar. Así, pues, no se trata de negar el papel de lo fantasmagórico, de minimizar el lugar preponderante que ocupa en la organización de todo deseo, sino más bien de precisar su función, de determinar si ésta invita a evadirse de lo real o, por el contrario, a tratar de recorrer todas sus dimensiones, buscando alegrías análogas a la que una sola realidad ha bastado para provocar. Sin duda los dos efectos se parecen un poco, puesto que ambos desembocan en el abandono, provisional o definitivo, del objeto ansiado; pero difieren esencialmente en su motivación: uno procede de una carencia; el otro, de un exceso. Estas dos eventualidades no simbolizan dos clases de deseo, sino que designan dos experiencias radicalmente diferentes: por una parte, la experiencia del spleen, esto es, de un deseo paradójicamente sin objeto que la teoría moderna pretende asimilar sin más al deseo; por otra parte la experiencia del deseo propiamente dicho, cuyo único y permanente objeto es lo real. Texto 4. Epicuro, Carta a Meneceo, Ed. electrónica, p. 2. Del mismo modo hay que saber que, de los deseos, unos son necesarios, los otros vanos, y entre los naturales hay algunos que son necesarios y otros tan sólo naturales. De los necesarios, unos son indispensables para conseguir la felicidad; otros, para el bienestar del cuerpo; otros, para la propia vida. De modo que, si los conocemos bien, sabremos relacionar cada elección o cada negativa con la salud del cuerpo o la tranquilidad del alma, ya que éste es el objetivo de una vida feliz, y con vistas a él realizamos todos nuestros actos, para no sufrir ni sentir turbación. Tan pronto como lo alcanzamos, cualquier tempestad del alma se serena, y al hombre ya no le queda más que desear ni busca otra cosa para colmar el bien del alma y del cuerpo. Pues el placer lo necesitamos cuando su ausencia nos causa dolor, pero, cuando no experimentamos dolor, tampoco sentimos necesidad de placer. Por este motivo afirmamos que el placer es el principio y fin de una vida feliz, porque lo hemos reconocido como un bien primero y congénito, a partir del cual iniciamos cualquier elección o aversión y a él nos referimos al juzgar los bienes según la norma del placer y del dolor. Y, puesto que éste es el bien primero y connatural, por ese motivo no elegimos todos los placeres, sino que en ocasiones renunciamos a muchos cuando de ellos se sigue un trastorno aún mayor. Y muchos dolores los consideramos preferibles a los placeres si obtenemos un mayor placer cuanto más tiempo hayamos soportado el dolor. Cada placer, por su propia naturaleza, es un bien, pero no hay que elegirlos todos. De modo similar, todo dolor es un mal, pero no siempre hay que rehuir del dolor. Según las ganancias y los perjuicios hay que juzgar sobre el placer y el dolor, porque algunas veces el bien se torna en mal, y otras veces el mal es un bien. La autarquía la tenemos por un gran bien, no porque debamos siempre conformarnos con poco, sino para que, si no tenemos mucho, con este poco nos baste, pues estamos convencidos de que de la abundancia gozan con mayor dulzura aquellos que mínimamente la necesitan, y que todo lo que la naturaleza reclama es fácil de obtener, y difícil lo que representa un capricho.

Texto 5, Descartes, Discurso del método, Austral, Madrid, 1970, p. 45-46. Mi tercera máxima fue procurar siempre vencerme a mí mismo antes que a la fortuna, y alterar mis deseos antes que el orden del mundo, y generalmente acostumbrarme a creer que nada hay que esté enteramente en nuestro poder sino nuestros propios pensamientos, de suerte que después de haber obrado lo mejor que hemos podido, en lo tocante a las cosas exteriores, todo lo que falla en el éxito es para nosotros absolutamente imposible. Y esto solo me parecía bastante para apartarme en lo porvenir de desear algo sin conseguirlo y tenerme así contento; pues como nuestra voluntad aún no se determina naturalmente a desear sino las cosas que nuestro entendimiento le representa en cierto modo como posibles, es claro que si todos los bienes que están fuera de nosotros los consideramos igualmente inasequibles a nuestro poder, no sentiremos pena alguna por carecer de los que parecen debidos a nuestro nacimiento, cuando nos veamos privados de ellos sin culpa nuestra, como no la sentimos por no ser dueños de los reinos de China o de Méjico; y haciendo, como suele decirse, de necesidad virtud, no sentiremos mayores deseos de estar sanos, estando enfermos, o de estar libres, estando encarcelados, que ahora sentimos de poseer cuerpos compuestos de materia tan poco corruptible como el diamante o alas para volar como los pájaros. Pero confieso que son precisos largos ejercicios y reiteradas meditaciones para acostumbrarse a mirar todas las cosas por ese ángulo; y creo que en esto consistía principalmente el secreto de aquellos filósofos que pudieron antaño sustraerse al imperio de la fortuna, y a pesar de los sufrimiento y la pobreza, entrar en competencia de ventura con los propios dioses. Pues ocupados sin descanso en considerar los limites prescritos por la naturaleza, persuadíanse tan perfectamente de que nada tenían en su poder sino sus propios pensamientos, que esto sólo era bastante a impedirles sentir afecto hacia otras cosas; y disponían de estos pensamientos tan absolutamente, que tenían en esto cierta razón de estimarse más ricos y poderosos y más libres y bienaventurados que ningunos otros hombres, los cuales, no teniendo esta filosofía, no pueden, por mucho que les hayan favorecido la naturaleza y la fortuna, disponer nunca, como aquellos filósofos, de todo cuanto quieren. Texto 6. Freud, Introducción al psicoanálisis, Madrid, Alianza, 1969, p. 383-384 Por lo que respecta a las tendencias sexuales, es evidente que desde el principio al fin de su desarrollo constituyen un medio de adquisición de placer, función que cumplen sin la menor discontinuidad. Tal es igualmente al principio el objetivo de las tendencias del Yo; pero bajo la presión de la necesidad, gran educadora, acaban éstas por reemplazar el principio de placer por una modificación. La misión de desviar el dolor se les impone con la misma urgencia que la de adquirir el placer, y el Yo averigua que es indispensable renunciar a la satisfacción inmediata, diferir la adquisición de placer, soportar determinados dolores y renunciar en general a ciertas fuentes de placer. Así educado, se hace razonable y no se deja ya dominar por el principio del placer, sino que se adapta al principio de realidad, que en el fondo tiene igualmente por fin el placer; pero un placer que si bien diferido y atenuado, presenta la ventaja de ofrecer la certidumbre que le procuran el contacto con la realidad y la adaptación a sus exigencias. Texto 7. Baudrillard, Le système des objets, Gallimard, Paris, 1968, p. 282-283. No hay límites a la consumación. Si ésta fuera aquello por lo que se la toma ingenuamente, unas absorción, un devorar, tendría que llegarse a una saturación. Si fuera relativa al orden de las necesidades, deberíamos encaminarnos hacia una satisfacción. Pero sabemos que no hay nada de eso: siempre se quiere consumar. Esta compulsión de consumación no es debida a ninguna fatalidad psicológica (quien ha sido

bebedor beberá, etc.) ni a una simple compulsión de prestigio. Si la consumación parece irreprimible, es porque se trata de una práctica totalmente idealista que nada tiene que ver (más allá de un cierto umbral) con la satisfacción de las necesidades ni con el principio de realidad. Y es que es permanentemente dinamizada por el proyecto frustrado y supuesto en el objeto. El proyecto plasmado en el signo transfiere su dinámica existencial a la posesión sistemática e indefinida de objetos/signos de consumación. A partir de ese momento, ésta sólo puede sobrepasarse, o reiterarse continuamente para ser, en definitiva, lo único que es: una razón de vivir. El mismo proyecto de vida fragmentado, frustrado, significado, se retoma y se deroga en los sucesivos objetos. “Templar” la consumación o querer establecer una parrilla de necesidades adecuada para normalizarla es señal de un moralismo ingenuo o absurdo. Es la exigencia frustrada de totalidad lo que hay en el fondo del proyecto del que surge el proceso sistemático e indefinido de la consumación. Los objetos/signos en su idealidad se intercambian y pueden multiplicarse hasta el infinito; es más: deben hacerlo para colmar en cada momento una realidad ausente. Y justo porque se basa en una carencia, la consumación es irreprimible. Texto 8. Girard, La violence et le sacré, Grasset, Paris, 1972, p. 217-218 Cuando nos muestran que el hombre es un ser que sabe perfectamente lo que desea o que, si parece no saberlo, siempre tiene un “inconsciente que lo sabe por él, los teóricos modernos han desdeñado seguramente el ámbito en que la incertidumbre humana es más flagrante. Una vez que sus necesidades primordiales han sido satisfechas, y tal vez incluso antes, el hombre desea intensamente, pero no sabe exactamente qué, dado que es el ser que desea, un ser del que se siente privado y del que cree que algún otro está provisto. El sujeto espera de ese otro que le diga lo que hay que desear, para adquirir tal ser. Si el modelo, dotado al parecer ya de un ser superior, desea cualquier cosa, sólo puede tratarse de un objeto capaz de conferir una plenitud de ser más total aún. El modelo no señala al sujeto el objeto sumamente deseable mediante sus palabras, sino mediante sus deseos. Retornamos así a una idea antigua pero cuyas implicaciones nos son aún desconocidas; el deseo es esencialmente mimético, se calca sobre un deseo modelo; elige el mismo objeto que el modelo. El mimetismo del deseo infantil es universalmente reconocido. El deseo adulto no es distinto en modo alguno, salvo en el hecho de que el adulto, particularmente en nuestro contexto cultural, tiene vergüenza, con frecuencia, de imitar a otro; le da vergüenza poner de manifiesto su falta de ser. Se declara claramente satisfecho de sí mismo; se presenta a los demás como modelo; cada cual repite: “imitadme”, con el fin de disimular su propia imitación.. Dos deseos que converjan sobre el mismo objeto se obstaculizan mutuamente. Toda mimesis a propósito del deseo desemboca irremediablemente en conflicto. Los hombres están siempre parcialmente ciegos a causa de esta rivalidad. Lo mismo, lo semejante en las relaciones humanas evoca una idea de armonía: tenemos idénticos gustos, queremos las mismas cosas, estamos hechos para entendernos. Pero ¿qué ocurrirá si verdaderamente tenemos los mismos deseos? Texto 9. Platón, Fedro, 66 b – 66 e, Gredos, Madrid, p 44-45. En tanto tengamos el cuerpo y nuestra alma esté contaminada por la ruindad de éste, jamás conseguiremos suficientemente aquello que deseamos. Afirmamos desear lo que es verdad. Pues el cuerpo nos procura mil preocupaciones por la alimentación necesaria; y, además, si nos afligen algunas enfermedades, nos impide la caza de la

verdad. Nos colma de amores y deseos, de miedos y de fantasmas de todo tipo, y de una enorme rivalidad, de modo que ¡cuán verdadero es el dicho de que en realidad con él no nos es posible meditar nunca nada! Porque, en efecto, guerras, revueltas y batallas ningún otro las origina sino el cuerpo y los deseos de éste. Pues a causa de la adquisición de riquezas se originan todas las guerras, y nos vemos obligados a adquirirlas por el cuerpo, siendo esclavos de sus cuidados. Por eso no tenemos tiempo libre para la filosofía, con todas esas cosas suyas. Pero el colmo de todo es que, si nos queda algún tiempo libre de sus cuidados y nos dedicamos a observar algo, inmiscuyéndose de nuevo en nuestras investigaciones nos causa alboroto y confusión y nos perturba de tal modo que por él no somos capaces de contemplar la verdad. Con que, en realidad, tenemos demostrado que, si alguna vez vamos a saber algo limpiamente, hay que separarse de él y hay que observar los objetos reales en sí con el alma por sí misma. Y entonces, según parece, obtendremos lo que deseamos y de lo que decimos que somos amantes, la sabiduría, una vez que hayamos muerto, según indica nuestro razonamiento, pero no mientras vivimos. Texto 10. Spinoza, Ética, Libro III, Proposiciones VI, VII y Escolio de la Proposición IX, Editora Nacional, Madrid, 1975, p. 191- 194. Toda cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser. El esfuerzo por el que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de la cosa misma. Este esfuerzo, cuando se refiere al alma sola, se llama voluntad, pero cuando se refiere a la vez al alma y al cuerpo, se llama apetito; por ende, éste no es otra cosa que la esencia misma del hombre, de cuya naturaleza se siguen necesariamente aquellas cosas que sirven para su conservación, cosas que, por tanto, el hombre está determinado a realizar. Además, entre “apetito” y “deseo” no hay diferencia alguna, si no es la de que el “deseo” se refiere generalmente a los hombres, en cuanto que son conscientes de su apetito, y por ello puede definirse así: el deseo es el apetito acompañado de la conciencia del mismo. Así pues, queda claro, en virtud de todo esto, que nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos. Texto 11. Deleuze-Guattari, L´Anti-OEdipe, Paris, Minuit, 1972, p 33-35. Si el deseo es carencia de objeto real, su misma realidad está en una “esencia de carencia” que produce el objeto fantaseado. El deseo así concebido como producción, per producción de fantasmas, ha sido perfectamente expuesto por el psicoanálisis […] Pero cuando el fantasma es interpretado en toda su extensión, no ya como un objeto, sino como una máquina específica que pone en escena el deseo, esta máquina es sólo teatral y permite que subsista aquello de lo que ella misma se separa: entonces la necesidad es definida por la falta relativa y determinada de su propio objeto, mientras que el deseo aparece como aquello que produce el fantasma y se produce él mismo despegándose del objeto, pero también reduplicando la carencia, llevándola al absoluto, convirtiéndola en una “incurable insuficiencia del ser” , una “falta-de-ser que es la vida”. De ahí la presentación del deseo como apuntalado sobre las necesidades, la productividad del deseo sobre el fondo de las necesidades y su relación con la falta de objeto (teoría del apuntalamiento). Resumamos: cuando se reduce la producción deseante a una producción de fantasma, nos contentamos con desarrollar todas las consecuencias del principio idealista que define el deseo como carencia y no como producción, producción “industrial” […] No es el deseo el que se basa en las

necesidades; al contrario, son las necesidades las que derivan del deseo; las necesidades son contra-productos en lo real que el deseo produce. La carencia es un contra-efecto del deseo, está organizada, depositada en lo real natural y social. El deseo se mantiene siempre cerca de las condiciones de existencia objetiva, está unido a ellas y las sigue, no las sobrevive, se desplaza con ellas, y por eso se hace tan fácilmente deseo de morir, en la medida en que el deseo mide el alejamiento de un sujeto que ha perdido el deseo […] Los revolucionarios, los artistas y los videntes se conforman con ser objetivos; saben que el deseo liga la vida con una potencia productiva y la reproduce de una manera tanto más intensa cuanto más la necesita. Texto 12. Hegel, Fenomenología del Espíritu, Valencia, Pre-textos, 2008, p. 277-285 La autoconciencia no es efectivamente sino la reflexión a partir del ser del mundo sensible y percibido, y esencialmente un retorno a partir del ser-otro o a partir de lo que es otro.. […] Y por tanto la autoconciencia sólo está o puede estar segura de sí mediante la supresión o superación de ese otro que se le presenta como vida autónoma; la autoconciencia es deseo. Segura de la nihilidad de eso otro, la autoconciencia pone para sí la nihilidad de eso otro como su verdad, por tanto aniquila el objeto autónomo y se da mediante ello la certeza de sí misma, como verdadera certeza, como una certeza que a la conciencia le resulta o deviene en forma objetual. Pero es precisamente en esa satisfacción donde la autoconciencia hace experiencia de la autonomía de su objeto. El deseo y la certeza de sí misma que la autoconciencia cobra en la satisfacción del deseo vienen condicionados por el objeto, pues la cereza no es sino mediante la supresión y superación de eso otro o de ese otro; y si hay tal supuesto y superación tiene que haber también tal otro; la autoconciencia no puede, pues, suprimirlo y superarlo mediante su relación negativa con él; con ello no haría sino engendrarlo de nuevo, al igual que al deseo. Es, pues, algo distinto de la autoconciencia lo que es el ser del deseo; y es mediante esta experiencia como a la autoconciencia misma le ha resultado esta verdad. Pero a la vez la autoconciencia es absolutamente para sí y tal cosa, es decir, el ser absolutamente para sí, sólo puede serlo la , que autoconciencia mediante la supresión y superación del objeto, y tal supresión y superación no tiene más remedio que producírsele, pues la autoconciencia es la verdad. Con lo cual resulta entonces que, a causa de la autonomía del objeto, la satisfacción no puede alcanzarse mientras el objeto no efectúe la negación de él mismo; y él tiene que obrar esa negación en sí mismo porque es en sí lo negativo y tiene que ser para el otro lo que él es. Ahora bien, en cuanto el objeto sea en sí mismo la negación, y en ello sea además autónomo, el objeto no es sino conciencia. […] Por tanto la autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en una autoconciencia distinta, en otra autoconciencia. Texto 13. Sartre, El ser y la nada, Aguilar, Madrid, 1982, p. 570-579. Conocida es la harto célebre fórmula “hacer el amor con una linda mujer cuando se tiene gana, como se bebe un vaso de agua helada cuando se tiene sed”, y sabido es también todo lo que tiene de insatisfactorio y hasta de escandaloso. Pues no se desea a una mujer manteniéndose uno íntegramente fuera del deseo; el deseo me pone en compromiso; soy el cómplice de mi deseo. O, más bien, el deseo es íntegramente caída en la complicidad con el cuerpo. No tiene cada cual más que consultar con su propia experiencia; sabido es que en el deseo sexual la conciencia está como empastada; parece que uno se deja invadir por la facticidad, deja de rehuirla y se desliza hacia un consentimiento pasivo al deseo. En otros momentos, parece que la facticidad invade la conciencia en su propia huida y la hace opaca a sí misma. Es como un levantamiento pastoso del hecho. Las expresiones que se emplean para designar este deseo señalan

suficientemente su especificidad. Se dice que a uno lo que lo avasalla que se apodera de uno, que uno está transido de él. ¿Cabe imaginar las mismas palabras para designar el hambre? ¿Hay idea de un hambre que le “inunde” a uno? Ello no tendría sentido, en rigor, sino para dar cuenta de las impresiones de inanición; pero, al contrario, el más débil deseo sexual ya inunda. No se lo puede tener a raya, como al hambre, “pensando en otra cosa” y conservándolo apenas, como un signo del cuerpo-fondo, en forma de una tonalidad indiferenciada de la conciencia no-técnica. El deseo es consentimiento al deseo. La conciencia, entorpecida y pasmada, se desliza hacia una languidez comparable al sueño […] El deseo es una conducta hechicera. Se trata, ya que no puedo captar al Otro sino en su facticidad objetiva, de hacer enredar su libertad en esa facticidad: es preciso hacer que su libertad esté “cuajada” en ella, como se dice de una lecha que ha cuajado; de modo que el Para-sí del Otro acuda a aflorar a la superficie de su cuerpo y se extienda por todo él, para que yo, al tocar ese cuerpo, toque por fin la libre subjetividad del otro. Tal es el verdadero sentido le la palabra posesión. Es cierto que quiero poseer el cuerpo del Otro; pero quiero poseerlo en tanto que es él mismo un “poseído”, o sea en tanto que la conciencia del Otro se ha identificado con él. Tal es el imposible ideal del deseo: poseer la trascendencia del otro como pura trascendencia y a la vez como cuerpo. Texto 14, Jurainville, Lacan et la philosophie, Paris, P.U.F., 1984, p. 91-94. Lacan parte de la necesidad como dato biológico. A diferencia del deseo, el objeto de la necesidad está desvalorizado de antemano, vacío de sentido en sí o, al menos, para el sujeto. De manera que nunca cuestiona el mundo del sujeto. Y es que en la necesidad se anticipa el momento en que la necesidad será satisfecha y todo cuanto ocurre hasta ese momento es sólo “tiempo imaginario”. Se trata de reconstruir una suficiencia perdida. El punto de vista es, pues, siempre el del dominio. Porque aun cuando las necesidades no puedan ser satisfechas, el sujeto nunca pierde el verdadero dominio de lo concerniente a lo que él tiene que ser, es decir, a los fines. La falta de medios no crea sometimiento alguno. Queda patente que hay carencia; carencia que el objeto en su “realidad” puede colmar. […] El otro es omnipotente, sólo porque en mi demanda me dirijo a él en tanto tiene un mundo. Pero veamos la consecuencia: dirigiéndome a él, expresando mi demanda en una significación, tengo también un mundo y soy todopoderoso. De ahí la ilusión fundamental implícita en mi demanda. Ésta no detecta el secreto de la carencia que la anima. Veremos que esa carencia es el deseo. En tanto que demandante, me presento como omnipotente; y a la vez temo una carencia en el fondo de esta omnipotencia. Por la demanda niego, pues, la omnipotencia, tanto en mí como en el otro. De ahí la violencia esencial de toda situación de demanda. En todo caso, la demanda constituye una de las dimensiones esenciales de las relaciones psicológicas, en que se despliega el conflicto por el reconocimiento. Se trata en ella de demandar al otro, al investido como omnipotente en tanto que tiene un mundo, que llene (y esto sólo puede ser imaginario) el vacío que se experimenta en uno mismo, por el reconocimiento o el amor. Lo que una relación así puede tener de señuelo para el otro no ha dejado de ser denunciado por los moralistas más clásicos, y Lacan prolonga a su manera esta denuncia: hay que pasar de la demanda al deseo, pero reconociendo a éste como implicado en la demanda misma. Aparece, pues, el deseo como lo que se sustrae a toda demanda y no es demandado, aun cuando es en el marco de la demanda donde tiene lugar el deseo. El deseo es, de hecho, esa carencia que explica que se demande, y que la demanda como tal sólo pueda disimularse.