Illouz. Contra El Deseo

La Maleta de Portbou, nº 1, septiembre-octubre 2013 Eva Illouz CONTRA EL DESEO Los griegos disponían de muchos mitos q

Views 93 Downloads 1 File size 528KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

La Maleta de Portbou, nº 1, septiembre-octubre 2013

Eva Illouz

CONTRA EL DESEO Los griegos disponían de muchos mitos que les ayudaban a pensar en la naturaleza y en las paradojas del deseo. Dos de ellos resultan particularmente llamativos. El primero es el mito de Midas, rey de Frigia. Dionisio quiere recompensar con un regalo a Midas (porque éste ha ayudado al sátiro Sileno). Pregunta a Midas qué es lo que quiere, y lo que Midas desea es que todo lo que toque se convierta en oro. Dionisio leconcede el deseo y, según se nos refiere en las Metamorfosis de Ovidio (siglo I), cuando ve un árbol, le alegra el hecho de que baste un leve toque de su mano para que se convierta en oro. La felicidad del rey Midas ante semejante fuente de riqueza infinita recién descubierta es tan imponente que organiza un banquete suntuoso. En una mesa suntuosa se exhiben manjares suculentos, pero cuando se los acerca a la boca también se convierten en oro, por lo que resultan incomestibles. Enseguida llega su hija. El rey desea abrazarla, pero ella se convierte en oro inanimado. Hambriento y desolado, suplica al dios Dionisio que le libere de su más anhelado deseo. Este mito ha sido objeto de algunas interpretaciones bastante tediosas: la de la sobreabundancia o la de la incapacidad del dinero para conferir felicidad. (La expresión inglesa «the Midas touch», «el toque de Midas», mal interpretó enteramente el relato convirtiéndolo en una especie de destreza maravillosa propia de alguien con olfato para los negocios.) Pero se trata de un relato sobre la naturaleza profundamente paradójica del deseo: un mundo que respondiera de forma mecánica a nuestros deseos se volvería monótono e insoportable; un mundo así no nos permitiría diferenciar entre las distintas dimensiones de nuestra vida, entre aquella que es objeto de (y respuesta a) nuestros deseos y la que responde a necesidades funcionales. Lo que vuelve intolerable de inmediato la vida de Midas es que su mero deseo coloniza y se apropia de la totalidad de las esferas de su vida. La historia nos brinda una enseñanza aún más sorprendente: la satisfacción del deseo nos dejará hambrientos. Podemos vivir en un palacio de oro, pero son los gestos corrientes de comer y abrazar los que resultan ser los únicos importantes, y esos gestos corrientes se vuelven inalcanzables precisamente porque eluden la lógica del deseo. Forman parte de la reproducción de la vida, de su naturaleza rutinaria, de lo que damos por supuesto, de lo que constituye el marco organizativo de nuestras vidas, de nuestros deseos. 1

La Maleta de Portbou, nº 1, septiembre-octubre 2013

Eva Illouz

Por consiguiente, el mito encierra una advertencia importante para quienes anhelaran ver hechos realidad sus deseos más profundos. Si lo que deseamos se hace realidad auténticamente, nos impedirá sentirnos alimentados. La auténtica nutrición no consiste en la satisfacción del deseo. Comer y abrazar a nuestros hijos son necesidades existenciales. El segundo mito es el de Tántalo, que parecería ser el contrapunto perfecto para el de Midas. Tántalo no fue premiado por realizar ninguna buena acción, sino castigado por realizar una mala (descuartizó y cocinó a su hijo y lo sirvió en un banquete). En la jerarquía de delitos bárbaros y espantosos, el suyo seguramente habría ocupado uno de los primeros lugares. Pero ¿qué castigo recibió? Se le castigó a permanecer en un jardín, bajo un árbol del que no dejara de intentar coger algún fruto, que siempre quedaba fuera de su alcance. Estaba sediento e intentaba beber agua de un estanque contiguo. Pero el agua también se retiraba cuando él se acercaba. En este mito se nos induce a suponer que el castigo equivale, en cierto modo, al horror del delito cometido. Resulta curioso que su castigo sea precisamente lo contrario del de Midas: el objeto de su deseo elude ser abrazado cada vez que está a punto de conseguir el objetivo de alcanzarlo. Y lo que resulta aún más interesante: la naturaleza de su suplicio proviene de la diferencia creada por los sentidos entre el hecho de ver la fruta (o el agua) y el hecho de intentar cogerlas. Y, sin embargo, pese a sus diferencias, a pesar de que uno es recompensado y el otro sufre un castigo, tanto Midas como Tántalo son incapaces de saborear la comida que tanto ansían. Ambos permanecen encerrados y atrapados por su deseo. Tomados en conjunto, estos dos mitos indican lo que tiene de imposible el deseo. En primer lugar, tanto si se ve satisfecho como si queda frustrado, el deseo está condenado a fracasar. La esencia del deseo consiste en intentar tomar un objeto que está a nuestro alcance y, sin embargo, nos evita. En realidad, no importa si el deseo se ve satisfecho o no: en ambos casos, yerra el objetivo. En segundo lugar, el deseo es una fuente de sufrimiento, no porque su objeto se encuentre alejado, sino precisamente porque está cerca, a nuestro alcance, porque podemos incluso abrazarlo y, no obstante, queda al mismo tiempo simultánea y misteriosamente fuera de nuestro alcance. La yuxtaposición de ambos mitos hace pensar que lo contrario de la desgracia de ansiar un objeto elusivo no es conseguir que todo responda a nuestros deseos. Más bien, lo más esencial de nuestra vida elude por completo la lógica del deseo, 2

La Maleta de Portbou, nº 1, septiembre-octubre 2013

Eva Illouz

que en realidad resulta ser algo mecánico. Por tanto, el deseo es en cierto sentido auténticamente aporético, una contradicción irresoluble: insatisfecho, nos vuelve desgraciados; pero satisfecho, nos impide acceder a lo que es esencial en nuestra vida pero no viene determinado por el deseo. Aunque los dos mitos proceden de la antigüedad, no obstante podrían seguir sirviendo para describir un fenómeno muy moderno, el de la pareja. Definamos una pareja por lo que no es. Una pareja no son dos personas locamente enamoradas, porque si esas dos personas mantienen una relación ilícita no constituyen esa unidad social legítima que denominamos pareja. Una pareja tampoco es un hombre y una mujer casados mutuamente, porque las familias heterosexuales premodernas podían ser unidades muy amplias que comprendieran a un hombre y una mujer que vivieran con otras personas: niños, criados, abuelos, parientes. En este tipo de unidades el hombre y la mujer no son una pareja, sino más bien la cabeza de una organización social. (Así, un hombre y una mujer pueden estar casados sin ser una pareja, como cuando permanecen juntos por el bien de los niños.) Una pareja no son dos personas que simplemente mantienen relaciones sexuales, porque si no se proyectan hacia el futuro no son más que dos individuos que obtienen placer allá donde lo encuentran. Una pareja presupone que dos personas del mismo o distinto sexo están, por así decirlo, consigo mismas. Están apartados de la sociedad y, sin embargo, la sociedad los reconoce como una unidad en la que dos personas pasan, al menos, parte de su tiempo juntos. La palabra «pareja» contiene los siguientes elementos: dos personas están deliberada e intencionadamente concentradas en sí mismas. Están juntos «legítimamente», si bien su vínculo puede no estar necesariamente institucionalizado por el matrimonio. Estas dos personas piensan juntas en el futuro, pero de un modo contractual, esto es, siempre que se ajuste a los intereses de cada uno. No están enceguecidos por una pasión enloquecida, sino que buscan intimidad emocional, manifestada en la capacidad para compartir su vida interior, sus experiencias y sus proyectos. Estas dos personas están vinculadas libremente y no por ningún sentido de la obligación. En esta unidad, se considera que los sentimientos son reflejos de su libertad, lo que 3

La Maleta de Portbou, nº 1, septiembre-octubre 2013

Eva Illouz

comporta que su vínculo ha sido escogido libremente y que son libres de dejarse mutuamente. En la unidad denominada «pareja», el otro es el depositario de la confianza, la seguridad y el bienestar. Así pues, esta unidad social presupone cierta capacidad para desconectar del mundo circundante, para concentrarse intensamente en el otro, para esperar continuidad, para comprometerse en proyectos comunes, para perseguir objetivos similares, pero sin un compromiso vital aislante y constrictor. La pareja es una isla, pero una isla provista de un servicio vigente de transbordadores a otras posibles islas. Esta unidad aparentemente sencilla, ligada por la libre elección y los sentimientos, se ha vuelto enormemente difícil de alcanzar; de hecho, se ha convertido en una de las unidades sociales más desconcertantes y que seguramente ha dado lugar a más libros, novelas, poesías, tratados filosóficos, libros de autoayuda, teorías psicológicas, técnicas psicológicas y consejos que cualquier otra unidad o fenómeno sociológico. No hay otra organización social tan simple que sea objeto de semejante escrutinio como la pareja, pues hay un inmenso número de instituciones que intentan tanto comprenderla como proporcionarle orientaciones para conformarla o mejorarla. Por consiguiente, plantea una pregunta sociológica: ¿qué convierte a la pareja en un proyecto tan difícil de realizar? La respuesta reside en una paradoja cultural: en el proceso de convertirse en problema, la pareja se convirtió también en una utopía y, dicho con más precisión, en una utopía emocional. Las utopías emocionales son fenómenos culturales modernos. Fueron promovidas por el potente discurso y la práctica de la psicología, entendida como una matriz ecléctica de concepciones sobre la persona, la psique y la historia de esta psique (por ejemplo, la historia de amor que ata al bebé con sus padres). Una utopía emocional tiene dos sentidos: promete felicidad mediante la adecuada configuración mental-emocional y utiliza técnicas emocionales de transformación personal para alcanzar ese estado. La experiencia del amor, el matrimonio y la pareja se han convertido en una utopía emocional poderosa. Los individuos sentían ahora que sólo tenían que consultarse a sí mismos y a sus emociones para saber si amaban a alguien, si tenían alguna posibilidad de alcanzar la felicidad con la otra persona. Las emociones se convirtieron en la brújula interna del yo, en la entidad con la que uno decidiría sobre el compromiso y 4

La Maleta de Portbou, nº 1, septiembre-octubre 2013

Eva Illouz

matrimonio de uno mismo y sobre la cualidad de la vida compartida. «Cómo se sentía uno» pasó a ser el eslogan de la subjetividad. A partir de entonces, el reto era encontrar la persona con la que se pudiera alcanzar la utopía emocional del amor. Esta utopía emocional incluía la posibilidad de ver los deseos, anhelos y necesidades de uno mismo descubiertos y realizados con otro. Históricamente, la imagen de la pareja-isla guardaba relación con la utopía moderna de la felicidad. La felicidad, concebida como proyecto de realización personal, acabó concibiéndose en términos emocionales. Ya no era la eudaimonía de los griegos, el bienestar que se experimenta a partir del ejercicio de virtudes demostradas y reconocidas públicamente. Más bien, la felicidad pasó a ser un proyecto consistente en descubrir exactamente las necesidades y objetivos individualizados, idiosincráticos y privados de los individuos autónomos. La utopía emocional de la pareja se ha desplegado en tres entornos culturales y emocionales diferentes: la sexualidad ha pasado a ser la sede principal de la exhibición y demostración del vínculo emocional que une a dos personas. La sexualidad se ha convertido en un elemento necesario de las relaciones románticas, en el espacio privilegiado para la expresión de la intimidad, y hasta en la sede y el signo del bienestar de una pareja. La concepción de que la sexualidad es una condición necesaria para el amor es un fenómeno moderno. Es más, la modernidad ha convertido a la sexualidad en el lugar donde se localiza por excelencia la satisfacción de la «madurez y salud mental», el signo de una buena relación con otra persona y el ámbito donde demostrar la capacidad que se tiene de tener un «buen yo», definido como un yo hedonista, capaz de dar y experimentar placer. La sexualidad se convirtió en una condición para la satisfacción de una utopía emocional gracias a su relación con la psicología, que la convertiría en el signo de la salud mental y emocional maduras. La segunda sede para la expresión de las emociones se situó en el ocio y en la producción de experiencias nuevas y emocionantes. Las parejas modernas consumen en compañía experiencias de ocio; van al cine; se marchan de vacaciones juntos; asisten a actos culturales, de moda y deportivos, etcétera. El ocio ha sido concebido para el consumo por y a través del canal de las parejas. Esta pauta de interacción nueva ha sido la consecuencia emocional de convertir la emoción en un aspecto 5

La Maleta de Portbou, nº 1, septiembre-octubre 2013

Eva Illouz

necesario de la utopía romántica, según la cual los sentimientos románticos serían al mismo tiempo producidos y experimentados a través de la relajación, la excitación y la novedad. La intimidad emocional pasó a ser un tercer ideal a alcanzar. La intimidad se suele considerar equivalente de la condición de pareja, pero en realidad el concepto es moderno. Está definido como la expresión e intercambio continuado de emociones, y se convirtió en el modo primordial mediante el cual mostrar y compartir la subjetividad en el contexto de las relaciones románticas. La pareja se convirtió en el yacimiento de excavación de las emociones: hablar de emociones, expresar emociones, gestionar emociones, sentir emociones al unísono… todo esto se ha convertido en un aspecto necesario de la vida de una pareja, reforzado por el hecho de que la cultura psicológica convirtió la intimidad emocional en el signo de que una pareja funciona adecuadamente. Sin embargo, cualquiera que tenga ojos para ver puede entender que, tal como se describe, la condición de pareja se ha vuelto tremendamente ardua. Hasta el punto de que podríamos preguntar si la pareja moderna es un proyecto fallido. Las estadísticas sobre divorcios no son más que la punta del iceberg de las luchas y la desgracia emocional que conforma la vida de las parejas modernas. Esta desgracia adopta muchas formas: conflictos diarios sobre la limpieza del hogar y el cuidado de los niños, tedio o insatisfacción sexual, tentaciones de mantener relaciones emocionales y sexuales con otras personas, resentimiento por la independencia o el éxito de la otra persona o deseo de preservar la autonomía y la independencia propias, aun estando necesitado sin embargo de amor y de apego. Las relaciones modernas están plagadas de aporías emocionales, acompañadas de preguntas sin respuesta sobre «cómo satisfacer las necesidades de la otra persona», «qué se puede esperar legítimamente del otro sin quebrantar su libertad» o «cómo hacer valer la voluntad propia y negociar con la voluntad de la otra persona». En resumen: las parejas se han convertido en el lugar donde representar y sobrellevar las infinitas contradicciones de la personalidad moderna. Reflexionemos, entonces, más atentamente acerca de lo que hace que la condición de pareja satisfactoria resulte tan difícil de alcanzar. 6

La Maleta de Portbou, nº 1, septiembre-octubre 2013

Eva Illouz

Buena parte de nuestra cultura es psicológica, por cuanto reclama a hombres y mujeres que estén profundamente absorbidos por su yo, por sus necesidades, por su interioridad. Esta reflexión interior tiende a volver a las personas profundamente conscientes de su interés personal y ha contribuido a convertir las relaciones en proyectos utilitarios, justificados no por las obligaciones morales o las convenciones sociales, sino por la búsqueda individualista que llevan a cabo dos personas que se esfuerzan por maximizar su placer. Este enfoque sobre el yo dificulta comprometerse con conductas no calculadoras, como la del perdón o la del sacrificio, porque tiende a promover la obsesión del yo por sus propios proyectos y objetivos, con independencia de los de otra persona. Además, la cultura de las necesidades y el conocimiento de uno mismo se solapa con la nueva definición cultural de los lazos sociales en términos de igualdad, especialmente entre hombres y mujeres. La norma de la igualdad genera a su vez nuevas tensiones, pues presupone que hombres y mujeres pueden calcular, sopesar y cuantificar lo que se entregan mutuamente, tanto en lo relativo al trabajo que realizan en el hogar como en lo referente a su intercambio emocional. Pese a que la igualdad conforma intrínsecamente el régimen democrático, ha sido más difícil implantarla en la esfera privada porque requiere un seguimiento continuo de las aportaciones de cada miembro de la pareja. La tercera dificultad que encuentran las parejas se deriva del problema del aburrimiento, que a su vez es resultado del hecho de que la excitación es ahora una norma nueva de las relaciones en el seno de la pareja. La excitación comporta una nueva provisión de experiencias y sentimientos. La excitación ha sido institucionalizada en la esfera del ocio a través de la producción de experiencias novedosas. Durante el siglo xx, la excitación se trasladó del ámbito de los objetos al ámbito de las personas y, más exactamente, del dominio del ocio al de las relaciones interpersonales. Si el comienzo de la cultura del consumo se centró en el placer que los nuevos objetos proporcionaban, la fase posterior de esa cultura viene marcada porque la lógica del consumo se ha diseminado en las relaciones, que imitan las propiedades del consumo de ocio: es decir, las relaciones mismas se orientan hacia objetos novedosos y excitantes. La cultura de la excitación sobresale especialmente en el ámbito de la sexualidad, que debe suministrar fuentes infinitas de novedad y estimulación. Además, la cultura psicológica ha convertido el desarrollo y el cambio personal en imperativos. Vivir una vida buena significa hoy día vivir una vida en la 7

La Maleta de Portbou, nº 1, septiembre-octubre 2013

Eva Illouz

que el yo futuro evolucionará a partir del actual. Esto produce inestabilidad en el seno de las parejas: si se valora intrínsecamente el cambio, entonces cambiar la personalidad, los gustos y las preferencias personales se convierte en un valor, con lo que se socava la estabilidad que las parejas inherentemente requieren. Esta inestabilidad se ve acentuada por una cultura de la elección en la que una multiplicidad de compañeros sexuales retrasa considerablemente la formación de una pareja y constituye también una amenaza vigente para su estabilidad. De hecho, realizarse personalmente supone desarrollar y refinar cada vez más los gustos propios, lo que comporta cambiar y mejorar la pareja que se tiene. La abundancia de elecciones sexuales, unida a la ideología de la realización personal, fomenta el deseo de encontrar a alguien «más adecuado». Por último, la cultura capitalista moderna requiere que se cultive la autonomía (es preciso aprender independencia y autonomía desde la más temprana edad). A su vez, la demanda de autonomía ejerce y produce fuerzas centrípetas en una pareja. La autonomía, aliada de la realización personal, fomenta el establecimiento de unos límites del yo que prohíben la fusión y llevan a las personas a apartarse ante las señales de rechazo o distanciamiento. En pocas palabras: el imperativo de autonomía entra en conflicto con la realidad del amor entendido como dependencia, apego y simbiosis y, por consiguiente, vuelve conflictivo el amor en lugar de rellenarlo con la autonomía como rasgo importante de la personalidad. En muchos aspectos, nos hemos convertido en el rey Midas de la vida erótica y emocional al intentar convertir todos los aspectos de nuestras vidas como pareja en la eternidad dorada del deseo. Sin embargo, liberar las emociones románticas de la institución y la convención y hacerlas obedecer a la lógica del deseo no las ha vuelto más fáciles de satisfacer: seguimos echando de menos el abrazo ordinario de un niño. La insatisfacción permanente de nuestras vidas emocionales se ve acrecentada por el hecho de que, al igual que Tántalo, nos vemos obligados a contemplar el fruto que no podemos saborear: nuestros ojos son capaces de ver la utopía emocional del amor, pero nunca somos capaces siquiera de tocarla. La utopía romántica nos evita cada vez que parece estar al alcance de nuestra mano. Ante este panorama, ¿seguimos necesitando la pareja? La pareja parece haberse convertido en una institución innecesaria, algo que perturba el 8

La Maleta de Portbou, nº 1, septiembre-octubre 2013

Eva Illouz

desarrollo individual y obliga al individuo a enfrentarse y afrontar sus contradicciones. La pareja crea confusión, conflicto, soledad y dolor. Las cifras hablan contra la pareja, en la medida en que cada vez hay más personas que deciden vivir solas. Pero quisiera sugerir que sigue siendo importante defender el concepto, pues la pareja representa una forma social cuyo valor reside precisamente en el hecho de que es contrario al ethos dominante de nuestro tiempo. ¿Por qué? Si nos ceñimos a la definición convencional, la pareja monógama tal vez sea la última unidad social que opera según principios opuestos a los de la cultura capitalista. Una pareja es de hecho una proclamación contra la cultura de la elección, contra la cultura de la maximización de las elecciones, contra la cultura de que se deben improvisar las elecciones y contra la idea de que el yo es una sede permanente de excitación, gozo y realización personal. En cierto modo, la pareja opera sobre una economía de la escasez. Por tanto, requiere virtudes y un carácter para el que la cultura moderna ya ha dejado de entrenarnos: requiere la capacidad de singularizar al otro, de suspender el cálculo, de tolerar el aburrimiento, de frenar el desarrollo personal, de vivir con una sexualidad (frecuentemente) mediocre, de preferir el compromiso a la inseguridad contractual. De manera que, pese a todo su convencionalismo, la pareja parece cada vez más defender valores que se han convertido en las auténticas alternativas radicales al mercado. Podemos preguntarnos si, mediante un largo rodeo de la historia, la pareja y el amor no han vuelto a convertirse en la alternativa radical al ethos dominante de su época no como forma de transgresión, sino como afirmación de esa firmeza enérgica y difícil que nos ata a los demás y a ese viejo yo nuestro de siempre, tan pasado de moda.

9