Teologia del Culto Cristiano

JEAN JACQUES VON ALLMEN EL CULTO CRISTIANO Su esencia y su celebración EDICIONES SÍGUEME Apartado 332 Salamanca 1968

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JEAN JACQUES VON ALLMEN

EL CULTO CRISTIANO Su esencia y su celebración

EDICIONES SÍGUEME Apartado 332 Salamanca 1968

CONTENIDO

INTRODUCCIÓN

I.

PROBLEMAS DOCTRINALES

1. El culto, recapitulación de la historia de la salvación 2. El culto, epifanía de la Iglesia 3. El culto, fin y futuro del mundo 4. Las formas Litúrgicas 5. La necesidad del culto

II.

PROBLEMAS DE CELEBRACIÓN

6. Los elementos del culto 7. los oficiantes del culto 8. El tiempo del culto 9. El lugar del culto 10. El orden del culto

Conclusión

NOTA PRELIMINAR Jean-Jacques Von Allmen, pastor de la iglesia reformada y profesor en la universidad Neuchatel, es una autoridad en el mundo del ecumenismo. Sus comunicaciones a los organismos del consejo mundial de las iglesias, sus artículos en diversas revistas (en particular en Verbun caro, dirigida por la comunidad de Taizé) y sus libros nos muestran una línea de estudio serio y profundo de estos problemas. Hoy presentamos al público de habla castellana el curso de liturgia tenido en dicha universidad suiza en el año 1960-1961. el autor ha ligerado notablemente el aparato critico y la estructura pedagógica de su trabajo al preparar la edición española. No debemos olvidar nunca que su primer público eran cristianos de la confesión reformada o calvinistas, como ordinariamente se llaman entre nosotros. Hay que considerar en este ambiente los reproches que hace a veces a la iglesia romana, aunque nos duelan particularmente por tocar algo tan intangible como el dogma. No debemos olvidar que se sitúa con ese mismo espirito ante su iglesia. Si su primera intención hubiera sido dirigirse a cristianos de todas las confesiones, todo esto hubiera sido mucho mas doloroso; pero, precisamente, el valor del libro radica en ver como piensa un reformado de puertas adentro. Nos llamara la atención su sincero espíritu crítico, aunque no siempre podamos estar de acuerdo con sus conclusiones. Quizás sea interesante hacer una breve reflexión sobre la terminología. Se ha usado “institución” por consagración “mesa santa” por altar, “coro” por presbiterio, etc. es decir en sitios donde nosotros, católicos hubiésemos usado un termino ya consagrado por el uso teológico o litúrgico, encontraremos otro menos corriente. Con esto queremos hacer notar que una gran dificultad en el dialogo ecuménico es el problema del distinto significado de la misma palabra, por corresponder a otra concepción teológica. Para no complicar más este conflicto, y dar una cargazón católica a conceptos reformados, no hemos usado el que nos parecía mas obvio, según nuestra mentalidad católica. Debemos tener presente que para K. Barth, la mayor dificultad para admitir el catolicismo es la “analogía del ser”. Según el Dios y el hombre o tienen nada en común, el es todo bondad, nosotros solo maldad, en esta perspectiva, palabras como sacramento y gracia tienen contenidos distintos en teología católica y reformada. No hay que olvidar esto en la lectura del libro. Como ultima observación, conviene tener presente el carácter de curso de este libro. Su concepción es mas propia del estilo hablado que del escrito, co todas sus ventajas e inconvenientes. Agradecemos al P. Manuel Sotomayor, profesor de historia de la Iglesia en la facultad teológica de Granada, sus atenciones al respondernos a las consultas que le hemos hecho para la traducción. Granada, 20 de mayo de 1967 ANTONIO CHAPARRO LUÍS BETTINI

INTRODUCCIÓN

Al estudiar el culto litúrgico de la iglesia abordamos un tema que, entre nosotros, reformados, no está en el primer plano de las preocupaciones eclesiales. Más aun, se trata de un tema que suscita cierta desconfianza en nuestro ambiente y que es uno de los rasgos más típicos de nuestra conciencia confesional. Y, sin embargo, como dice Karl Barth con tanta razón, “el culto cristiano es lo más importante, urgente y grandioso que puede darse sobre la tierra”. En esta introducción comenzaremos tratando algo de la terminología litúrgica, luego examinaremos rápidamente el trabajo del estudio de la teología litúrgica, antes de exponer su plan y sus límites. Acabaremos con algunas referencias bibliografiítas fundamentales. El problema de la terminología litúrgica es complicado ya que esta ha variado a lo largo de los siglos, y principalmente porque es necesario ver si estas variaciones terminológicas han provocado o sancionado alteraciones en la misma doctrina del culto. Renuncio al estudio profundo del tema, contentándome con las breves indicaciones que siguen. Hay que notar en primer lugar que el nuevo testamento no usa una terminología específicamente litúrgica cuando habla del culto de la iglesia, con algunas notables excepciones y sin que Esto implique una negligencia o profanación del culto. Emplea términos aparentemente neutros, como “reunirse en nombre del señor” Mt 18,20) o “reunirse para la fracción del pan” Hech 20, 7; 1 cor 11,33). Notemos también. Cosa que no se hace con demasiada frecuencia, que el mismo termino de Iglesia lleva consigo un coeficiente litúrgico notable, ya que la Iglesia es, por su esencia, la asamblea, la reunión de quienes viven en la salvación realizada por Cristo, invocan su presencia y esperan su vuelta. Refiriéndonos al nuevo testamento, los términos mas propios para designar el culto Cristiano serian, pues, los de asamblea, fracción de pan, o, aun mas simplemente, iglesia. Sin embargo, ninguno de estos términos se impuso. Es verdad que el primero designaba corrientemente, hasta el siglo, IV, el culto. Pero a partir de la paz constantiniana, los términos litúrgicos resurgen y se extienden, junto con un vocablo específicamente cristiano: la misa (este lo trataremos mas adelante). La palabra misa fue eliminada parcialmente en el luteranismo y por completo en las iglesias reformadas y anglicana. Pero, ¿con que se podía sustituir? Se hizo el intento de restaurar el término de asamblea (coetus), pero sin éxito duradero. John Lasco recurrió, dato interesante, al vocablo corriente en las iglesias de oriente, y titulo el libro de oraciones publicas de la comunidad de refugiados de Frankfurt Liturgia saera (1554). Este se admitiría en la terminología occidental sin lograr desplazar las locuciones mas corrientes, como servicio divino, luego culte, entre nosotros; Gottesdienst en Suiza

alemana y Alemania, service y worship en Gran Bretaña, misa en la Iglesia romana, e Iglesia en todas partes. Ya que en adelante vamos a usar con mucha frecuencia el término liturgia, seria interesante ver si vale la pena justificarlo teológicamente. Quizás sea suficiente recordar que es neotestamentario, y que allí no designa solo, como en los setenta, el oficio sacerdotal de la antigua alianza (traducción de abodad) (Lev 1, 23; Heb 9, 21; 10, 11), sino también el cultote cristo (Heb 8, 6) y el de la Iglesia (Hech 13.2). Es evidente q en el nuevo testamento este término esta tomado de los setenta y, por eso, es innecesario justificarlo por razones de etimología o de semántica profana. Como cosa curiosa se puede decir que. En estos dos aspectos, el termino liturgia da dos indicaciones interesantes sobre el culto. Etimológicamente designa una acción del pueblo y no de el clero; reivindica, pues, una “desclerizacion” del culto. En su acepción profana antigua, designa un acto político, civil, por el que los ricos sustituyen, por su acción o contribuciones, a los pobres q no pueden pagar. Este término indicaría que la Iglesia, por medio de la liturgia, sustituye al mundo que no sabe ni puede adorar ni glorificar al Dios verdadero, y que así, por el culto, la Iglesia reemplaza al mundo delante de Dios y lo protege. Como el vocablo “misa”, el de “liturgia” atestiguaría también el compromiso necesario de la Iglesia en el mundo. Pero esto no es sino algo curioso, además de q el termino liturgia no funda el culto cristiano. Por otro lado, querer que en el terreno litúrgico coincidan las opciones teológicas fundamentales con la adopción o exclusión de algunos términos de exponerse a la vanidad de las logomaquias. Estas breves explicaciones pueden bastar respecto de la término logia litúrgica. ¿Cuál es el trabajo del estudio de la teología litúrgica, es decir de una teología del culto cristiano? No es la de crear el culto, sino que consiste en regular, probarlo y orientarlo para que sea lo mejor posible. El culto cristiano no vota originariamente de una construcción teológica realizada por peritos, sino que, por ser un encuentro del Señor con su comunidad, en la que actúa con su palabra y su sacramento por medio de el Espíritu Santo, es un hecho histórico eclesiástico, cuya escritura litúrgica es producto de la fe y de la obediencia de la cristiandad… La teología del culto proporciona un canon crítico para examinar y juzgar el culto cristiano de su figura histórica. Ante la liturgia, tiene una función crítica, no una misión constructiva creadora. Muestra a la litúrgica práctica, es decir a las instrucciones para una recta organización y observancia del culto, los caminos que la Iglesia puede seguir en el culto divino (J. Beckmann citado por W. Hahn). Por este hecho, la teología litúrgica presupone la existencia de el culto cristiano, e incluso de un culto concreto (para nosotros se trata de un culto

propio de la Iglesia reformada), y por eso implica conocimientos exegéticos, históricos y sistemáticos que le permitirían examinar críticamente el dato litúrgico de esa Iglesia, y también de dar directrices practicas, es decir a las instrucciones para una recta organización y observancia del culto, los caminos que la Iglesia puede seguir en el culto divino(J. Beckmann, citado por W. Hahn). Por este hecho, la teología litúrgica presupone la exigencia del culto cristiano, e incluso de un culto concreto (para nosotros se trata de un culto propio de la Iglesia reformada), por eso implica conocimientos exegéticos, históricos y sistemáticos que le permitirán examinar críticamente el dato litúrgico de esa Iglesia, y también el de dar directrices practicas, para que la forma de celebrar el culto coincida precisamente con las que exige el mismo. Nuestro trabajo va a consistir, pues, en establecer las grandes líneas en una doctrina del culto, para ver después como aplicarla concretamente.

Aquí se plantea el problema del plan que vamos a adoptar, entre las diversas posibilidades que se presentan. Para que se comprendan bien que el propuesto por mi no es el único posible, cito a continuación otros, todos ellos validos. En primer lugar, están los planes construidos sobre el hecho de que el culto es el encuentro entre Dios y el pueblo, y que en el se trata de una acción de Dios y de la respuesta humana… es el adoptado por K. Barth y W. Hahn, entre otros. H. asmussen y R. Paquier le añaden una tercera parte en el que se expone el desarrollo del culto, el ordo litúrgico. Otros siguen su plan orientado principalmente por las diferentes disciplinas teológicas de las que depende la teología litúrgica. Así la ordenación de L. Fendt: estudio histórico, sistemático y practico de la liturgia; A. D. Muller sigue el mismo plan, pero cambia las dos primeras partes. O. Haendler propone un plan que examina el primer lugar la esencia de el culto, luego su forma, y, finalmente, sus actores. P. Brunner, en su obra fundamental Zur Lehre von Gottesdienst der im Namen Jesús verammenlten Gemeinde, que K. Barth saludaba viendo en ella un “trabajo excelente por su amplitud y su profundidad”, presenta, después de una introducción terminologiíta y metodología, su doctrina de culto en tres partes: en la primera la situación dogmática de el culto con relación a la historia de la salvación, al hombre que lo celebra, y al cosmos (Ángeles y cosas) que rodean al hombre; en la segunda parte, el examen de las razones y de la forma de culto como suceso salvìfico --- a quien encontramos, en los capítulos terceros y cuarto, el plan adoptado por K. Barth y W. Hahn---; finalmente, en la tercera parte, la exposición de una teología de la formulación litúrgica.

El plan que yo propongo no tiene pretensiones teológicas y es, sobre todo, pedagógico. En la primera parte examinaremos los problemas doctrinales, en la segunda, los de la celebración. Cada parte tiene cinco capítulos que se corresponde mutuamente. En la primera examinaremos el culto como recapitulación de la historia de la salvación, como epifanía de la Iglesia, como fin y futuro de el mundo, o, si se prefiere, los caracteres esclesiologico y

soteriológico del culto, en el capitulo cuarto estudiaremos la necesidad y limites, para el culto., de lo que se podría llamar el advenimiento a las formas, y en el ultimo capitulo hablaremos de la necesidad de el culto. En la segunda parte se trataron los problemas de celebración de la manera siguiente: los elementos del culto, sus ministros, su día, su lugar y su orden. En una breve conclusión nos preguntaremos por las condiciones y los métodos de una renovación litúrgica. Este plan, creo, permitiría tratar el conjunto de la teología bíblica, pero no lo haremos. Me he puesto unos limites: por ejemplo, renuncio a hacer, en el capitulo, sobre la necesidad y los limites del avenimiento a las formas, una historia de culto y una teología litúrgica comprada, o a examinar los cultos anexos: del bautismo, de los actos eclesiásticos y del oficio divino; El capitulo sobre los ministros del culto, renuncio a hacer una sociología del culto o una psicología de el, es decir una psicoanálisis litúrgico, o incluso una ascética, examinando en particular las relaciones entre el culto parroquial y la vida espiritual de los cristianos. Nuestro tema será el culto dominical ordinario. Comentando la confesión escocesa, K. Barth afirma que todo el culto esta limitado por el bautizo y por la cena; el primero atestigua la voluntad de Dios sobre la existencia de la Iglesia, y la segunda sobre su permanencia. El culto, objeto de nuestro tratado, es el que permite a la Iglesia seguir siendo Iglesia. El último elemento de esta introducción lo construye una bibliografía básica. La que propongo, hay que decirlo, no pretende sino remitir a ciertas obras que me parecen importantes y que informan, por su parte, de otras publicaciones indispensables para quien se quiera ocupar de la teología litúrgica de una manera mas especializada. H. J. Graus, Gottesdienst in Israel einer Geschichet des alttestamentlichen Gottesdiensts zweite, vollig neubearbeitete Auflage. Munchen 1962. H chirat, la asamblea cristiana en tiempo de los apóstoles. Studium. Madrid en 1968. * G. delling. Der Gottesdienst im Nenen Testament. Guttingen 1952. *O. Cullman. La foi es el culte de I’Eglise primitive. Neuchatel et paris 1963. 1. EL CULTO, RECAPITULACIÓN DE LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN En este primer capitulo tenemos que considerar tres problemas. Hay que comenzar con la afirmación del fundamento cristo lógico del culto de la Iglesia; a continuación hablaremos de la presencia de Cristo en el culto y la epìclesis; finalmente, con mas detalle, del sentido profundo de el acontecimiento litúrgico, que es recapitular la historia de la salvación. 1. El fundamento cristológico del Culto Una lectura superficial del nuevo testamento es suficiente para darse cuenta de que la misma vida de Jesús de Nazaret es una vida en cierta manera “litúrgica” o, si se prefiere, sacerdotal. Incluso se puede decir que Jesucristo realizo con su ministerio la verdadera glorificación de dios en la tierra, el culto perfecto. Si

el titulo de rey – sacerdote según el orden de Melquisedec le conviene sobre todo después de su ascensión 1 eso no impide que se considere toda su vida con esta perspectiva litúrgica. Además. Es probable que el mismo Jesús comprendiera así 1

Dijo Yave a mi Señor siéntate a mi diestra… tu eres sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec (Sal 110, 1.4; Heb 5, 10; 6, 20; Hech 2, 34; Heb 1, 3 y 13; Rom 8, 34,etc) Su ministerio: venido para destruir las obras del demonio (1 jn 3. 8) y para reconciliar a los hombres con Dios por su muerte (Rom 5. 10 .etc.), su vida entera solo tiene sentido gracias a esta liberación y reconciliación. Piénsese por ejemplo, en su manera de referí el salmo 110 a su propia pasión (Mc 12, 35 s. y par: 14,62 y par.) en la oración sacerdotal (Jn 17. 1- 26), o en el sentido profundo de la purificación del templo (Jn 2, 13s.) 22 piénsese, sobre todo, en la forma en que quiso, asumió e interpreto su muerte. Cuando en la carta a los hebreos se dice que Jesús se ofreció a si mismo (7, 27;9, 11), no se hace sino confirmar el testimonio de todos los evangelizas, a saber, que Jesús ni huyo de la muertes, ni fue sorprendido por ella sino que la previo y la quiso como el punto culminante de su ministerio; y esto hasta tal punto que se ha podido decir, con razón, que los evangelios son unas “ historias de pasión con una introducción extensa”. El nuevo testamento entiende con este sentido sacerdotal la muerte de Jesús, aunque no lo presente en forma de tesis, fuera de la carta a los hebreos y quizás a los escritos jónicos. ¿Qué significaría, si no, la mención del velo del templo que se desgarra cuando Jesús expira ( Mc 15, 38 par)?3 Es interesante hacer dos observaciones sobre esto; primero, las alusiones a lo largo del testimonio que dan de la vida de Jesús. O. Cullman las ha estudiado en el cuarto evangelio. Se podría hacer lo mismo con San Lucas. Sus dos relatos de apariciones de Cristo resucitado, por citar solo esto, parecen describir el mismo orden del culto en la Iglesia naciente (Lc 24, 13- 35 y 36-56) 4 ; por tanto; parece que remiten conscientemente el culto cristiano ala vida de Jesús, donde encuentra su fundamento y su justificación. Segundo, es necesario notar, sobre todo, que el mismo plan de los evangelios sinópticos corresponden al orden litúrgico que se remonta sin duda alguna, a los tiempos apostólicos y que se ha hecho tradicional; asegurada ya la presencia de Cristo, una primera parte, el ministerio galileo, se centra en la predicación de Jesús sobre la llamada dirigida a los hombres y sobre todo a la elección ante la que estos se encuentran8esto se llamara mas tarde la misma de los catecúmenos),; 2 Según los padres, Jesús es el buen Samaritano. esto hace que nos preguntemos si Jesús, al narrar esta parábola, no quiso afirmar que el misterio del verdadero culto era el, y no el sacerdote ni el levita. 3 piénsese en la túnica sacerdotal, inconsútil, que llevaba (CF.JN 19.23). 4 piénsese también en las resonancias eucarísticas de los relatos de la multiplicación de los panes.

a continuación, una segunda parte, que explica, justifica y valora la primera, el ministerio de Jerusalén, centrada en la muerte de Cristo y en su resurrección escatológica, hasta que Jesús deja a los suyos, bendiciéndolos y enviándolos a ser sus testigos en el mundo (esto se llamara mas tarde la misa de los fieles). No tenemos que entrar aquí en más detalles. Puede bastar con la afirmación del Nuevo Testamento nos presenta el testimonio histórico de Jesús, y, por tanto, su vida, como una liturgia; mas aun, como la liturgia que agrada a Dios en este sentido, el culto cristiano tiene su fundamento en el culto” mesiánico” celebrado por Jesús desde su encarnación hasta su subida a los cielos. Este culto de Cristo, que culmina en el de la “única oblación que perfecciono para siempre a los santificados” (Heb 10, 14), tiene, sin embargo, una dimensión temporal mucho sino mas vasta. Si funda y justifica todo el culto cristiano, si lo instituye, en el sentido pleno de este termino, esto no es algo accidental para el mismo Cristo. Actualiza de la misma manera toda su obra, preparada antes de la encarnación, aprovechada desde la ascensión, y que se manifestara gloriosamente en la paresia. San Pedro dice de Cristo. “cordero sin defecto ni mancha, ya conocido antes de la creación del mundo y manifestado al fin de los tiempos “por amor vuestro (1 Pe 1, 19 s)5. es decir, que “con el pecado original de el hombre comienza ante Dios y en Dios el ministerio de la ofrenda sangrienta de Jesucristo” (P. Brunner), es el culto celestial, del cordero sin defecto ni mancha, es en cierta manera el refugio a cuyo abrigo el mundo podría vivir ya sin sufrir la amenaza de aniquilación que Dios había pronunciado ante el pecado de Adán (Gen 2, 17), porque, por anticipación , ya era eficaz delante de Dios su manifestación histórica “al final de los tiempos”. Este culto que culmino con el sacrificio de la cruz y con la ascensión, Jesús lo usa en beneficio nuestro, si se atreve a decirlo, desde que entro en la gloria: el es el (Heb 4, 14) que penetro en el Santos de los Santos, es el (Heb 7,3), es quien comparece en nuestro lugar ante Dios (Heb9, 24; cf. 7, 25; Rom 8, 34); es el sacrificador soberano “ para siempre” (Heb 7,3) hasta el siglo futuro6 como gran sacerdote, Jesús ejerce un doble ministerio: el de el acto expiatorio realizado una vez por todas, y el de la prolongación y desarrollo de esta obra que dura hasta la eternidad. Nos podemos preguntar si la “liturgia” de Jesús de Nazaret, la obra única del acto expiatorio, no encontrara su ultimo esplendor, su plenitud, en la parusìa; liturgia que protegía ya al mundo antes de la encarnación y que se desarrolla en el reino actual de Cristo, considerado también como una obra sacerdotal. ¿se puede encontrar una idea analiza en Ap 13.8? lo HMEYER. Handbucbz. N. T., cree que () debe unirse a ________ (>). parece, mas bien, que se debe relacionar a (>), como en Ap 17,8. 6 ¿es preciso traducir > o por ? dado que en la carta a los Hebreos se encuentran las locuciones _________(13.21)________(13,8)_______(1,8), parece que se justifica la primera traducción. 5

Se podría creer esto al leer en Heb 9, 28, la promesa de que Cristo, “que se ofreció una vez para soportar los pecados de todos, aparecerá por segunda vez, sin pecado, a quienes esperan para recibir la salud”. Sin embargo, hay que, notar que en esta segunda venida, el ministerio sacerdotal de Jesús no será expiatorio sino consagrante y santificador; no se extenderá al mundo entero, sino a quienes han aceptado la salvación concedida por su muerte en el Gólgota. Esta idea del ministerio sacerdotal santificador, en vez de expiatorio, de Cristo, aparecen otras veces en la carta a los hebreos (2, 10 s.; 10, 14). Parece relacionarse con el misterio que Jesús reconoce como suyo en la oración sacerdotal (Jn 17). Con prudencia sea quizás posible ver ahí una alusión al ministerio sacerdotal que el Hijo eterno de Dios habría desempeñado si la caída no hubiera trastornado la creación de Dios: habría venido, no para reconciliar a los hombres con el Padre, sino para permitir que estos se encontrasen para siempre junto a el, y así pudiera contemplar su gloria (Jn 17, 34). Hablemos del fundamento cristológico del culto de la Iglesia. Es este el ministerio de Jesús, el culto que el ha hecho de su vida. Es el culto mesiánico, cuyo memorial es el culto eclesial, y al cual la Iglesia proporciona un eco eficaz. Pero no es suficiente ligar el culto de la Iglesia a la encarnación, a su institución histórica por la palabra, la vida, la muerte, y la resurrección de Jesús de Nazaret. Hemos visto, en particular en la carta de los hebreos y en la literatura jónica, que este culto terrestre es Cristo tiene su repercusión y su desarrollo en el cielo. La ascensión no es simplemente, como creemos con demasiada facilidad, un desfile real; están bien una procesión litúrgica: subiendo al cielo, Jesús entra en el santuario celeste. Al afirmar un fundamento cristo lógico del culto de la Iglesia, no es preciso, bajo pena de condenar el silencio una parte importante de la teología litúrgica neotestamentaria, unir el culto únicamente a la orden de Jesús: “haced esto en memoria mía”, hay que ver, también, por causa de las repercusiones celestes del sacrificio único, un eco de culto celestial y eterno en que Cristo Jesús desempeña el papel de soberano sacrificador.7 El culto de la Iglesia tiene un doble fundamento cristo lógico: el terrestre celebrado por la vida, muerte, y resurrección de Cristo, y el celeste, que Jesús celebra ya glorificado hasta el siglo futuro. O mas bien: el terrestre ofrecido por Cristo desde su nacimiento hasta su muerte, al que los sinópticos dan una estructura que el culto de la Iglesia tomara para si, es, en la espera de la gran liturgia eterna de el reino, el fundamento de el doble culto: el celeste de Cristo repercusión y valoración del ministerio jerosolimitano de Jesús, y el de la Iglesia terrestre. Recapitulación del misterio galileo y jerosolimitano de Jesús. Hay entre estos dos cultos recapituladotes un lazo teológico y otro cronológico, aunque el culto celeste no conozca la intermitencia del terrestre debidas al

7 En el Apocalipsis, cristo no solo ofrece el culto celeste, si no que también, y particularmente, lo recibe (5,2); cf. T. T. Torrance, liturgie el apocalypce: verbum caro 11(1957)28-48, espec. 36; cf. tambien R. STAELHIN, Die Gechischte des christlinchen Gottesdisenstes von der Urkirche bis zur Gegenwart. Kassel 1954,8 s.

reino de las semanas8. Esto aparece en el Apocalipsis: incluso en el cielo hay un templo (7, 15; 11, 19, 14, 17, 15,5,8) y un altar antes de que venga la nueva Jerusalén en la que no habrá mas templo (21. 22)

2. La presencia de Cristo en el Culto y en la Epícletes Jesucristo instituyo el culto de la Iglesia en la santa cena. Al partir el pan, dijo: “Este es mi cuerpo”, y a firmo que el cáliz de la nueva alianza era su sangre. Además, prometió estar con los suyos (Mt 28, 20) hasta el fin del mundo, y de estar con ellos (Mt 18, 20) cuando dos o tres se reunieran en su nombre. Vamos ahora a tratar muy rápidamente de esta presencia de cristo en el culto. El mismo cristo, pues, había prometido esta presencia. La Iglesia no vive de ilusiones cuando se reúne en nombre de Cristo. No conmemora un hermoso recuerdo desilusionado, como lo hacía los discípulos el día de la pascua, antes de la aparición del resucitado. Por el contrario, revive en el culto el milagro de la venida de el resucitado entre los suyos: y si, como lo notábamos antes, las narraciones lucanas de la aparición del resucitado en la tarde de la pascua son como un espejo del culto de la Iglesia naciente, lo esencial es que no hay una alternativa entre una parte que se habla y otra en el que se come; lo esencial es la venida, la presencia y la acción del resucitado. Debido a esto, el culto cristiano no es el resultado de una ilusión, ni un ejercicio de magia, sino una gracia. Una gracia por que la presencia de Cristo es salvìfica. Se nos da el, pan de vida que hace vivir eternamente 8Jn 6, 51,58), y nos une a el fortificado nuestra fe. Los medios por los que atestigua su presencia, de forma excelente, son la proclamación del evangelio y la comunión eucarística: “quien os escucha, me escucha a mi…” (Lc10, 16); “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”. El culto es, pues, un acontecimiento salvìfico. En el próximo apartado trataremos de esto, reconociendo en el culto una recapitulación de la historia de la salvación. Sin embargo, hay que precisar todavía dos cosas; si el culto es, según las palabras de A. D. Muller,” la forma mas visible, mas densa, mas central y mas clara de la presencia de Cristo.” Esta no es directamente aparente. Es cierto que en el culto de la Iglesia puede. Por su forma y por su disciplina, convencer al que no cree, de la presencia del Señor (1 Cor 14, 23 s), pero esta convicción se basa en la fe, incluso para los creyentes. Se trata de una presencia “sacramental”. Lo mismo que sin la fe tampoco se podía reconocer a Jesús de Nazaret al Cristo, al Hijo de Dios vivo, así también, sin ella, no se puede asegurar su presencia en el culto y completarlo. Se trata de un proceso espiritual análogo al reconocimiento de la palabra de Dios en la sagrada Escritura, o del reconocimiento del cuerpo inmolado de Cristo en las especies eucarísticas. Es decir, vamos a volver a esto, que la iglesia no dispone de esta presencia ni puede provocarla con un automatismo que pueda usar cuando le 8

compárese _______ de Heb. 7,3 y _________ de 1Cor. 11,25.

parezca. La segunda cosa que se debe precisar es que esta presencia es imperfecta y “espera alcanzar su plenitud en la parusìa”. El culto, aunque prefigure el reino de forma eficaz, aun no lo es. Su presencia cultural, con relación a la de Cristo en el banquete mesiánico, esta como rota. Esto se dice también cuando se afirma que solo es perceptible por la fe. Si la presencia de Cristo en el culto es real, y de ella el fiel puede estar seguro como de todas las promesas del Señor, la Iglesia no puede disponer de ella. Depende de la libertad de Cristo; esto no significa que este pudiera cansarse de visitar su Iglesia o que podría desinteresarse de su promesa, o que su presencia en el culto de pendiera de cierta intermitencia dialéctica que sabotearía la fe, la esperanza y el amor de la Iglesia, amenazándola con una inquietud, una ilusión y una soledad, ¡ cuando celebra su culto, la Iglesia no espera a Godoy¡. “aquí no que espacio para una duda dialéctica; aquí reina una certeza inmutable” (P. Brunner). Pero la Iglesia no dispone de esta presencia. Ni la provoca, sino que la suplica, ¡ Maranatha¡ tocamos el corazón de uno de los problemas que se debe precisar desde los comienzos de la teología de la liturgia: el problema de la epìclesis. Empecemos por considerarlo de una manera completamente general. ¿De que trata en la epìclesis? Se trata, el sentido etimológico lo indica, de una invocación9 dirigida a Dios como Señor libre y soberano. Con otra palabras, si el culto es epicletico, quienes lo celebran reconocen que el Señor al que sirven no esta disposición, sino que son sus ministros y no sus técnicos. No quiere decir esto que deben desconfiar del Señor como si fuera a suceder que el les fallase a las citas y olvidases sus promesas; significa simplemente que no disponen de su presencia, y que lo reconocen como Señor. Y esto es tan fundamental, no solo para la teología litúrgica, sino también para toda la vida cristiana que el Nuevo Testamento llama a los cristianos “ los de la epìclesis” (Hech 9, 14, Cf. 9, 21, 1 Cor 1, 2: etc). Por su carácter epicletico. El culto cristiano se abre a la acción libre y soberana de su Señor, sin manejarlo; por eso, se opone a todo magín. Por su carácter epiclectico, el culto reúne a la Iglesia en una actitud de espera, y de esperanza, completamente contraria a la prisa glotona y “auto justa” que san Pablo reprocha ala cena celebrada, o mas bien, falseada, por la Iglesia de corinto ( 1, cor, 17- 34). La epìclesis litúrgica, manifesté, quizás en primer lugar por la llamada maranatha, tiene una larga historia en la que no insistiré. Tiene desde el siglo segundo, y esto no modifica su sentido una dirección cada vez mas acentuada hacia el Espíritu Santo, para que convierta el culto en un acontecimiento santifico prometido y deseado, y para que asegure la presencia real de Cristo y su comunión. Esta epìclesis encontró cada vez mas su lugar ordinario en un momento particular del culto: la celebración de la cena, aunque esta “localización sacramental” plantean problemas que no honran a la tradición primitiva, no quiere decir que Cristo, antes de la epìclesis no estuviera presente el culto: en los tiempos apostólicos también, en el maranatha no se Nótese que el sustantivo___no se usa en el nuevo testamento ni en los padres apostólicos que solo emplean el verbo. 9

pronunciaba posiblemente al comienzo del culto, sino si no en el momento de la celebración eucarística10 aunque se sabia que cristo estaba presente al comienzo de la asamblea. No podemos entrar en detalles que habría que discutir con minuciosidad de una historia de la epìclesis en el culto cristiano. No tenemos simplemente que es en la tradición litúrgica oriental, fijada en el siglo cuarto, donde se hace una oración de epiclesis después de las palabras de la institución, mientras que en la tradición occidental, roma o protestante nos conoce esta, oración se coloca a veces de las palabras de la institución11. Esta diferencia puede parecer mínima, y, a primera vista, se esta tentando de decir con R. Paquier que el problema de la epiclesis “no tiene una importancia primordial”. Sin embargo puedes se r que los ortodoxos tenga razón en cuanto creen en definitivas toda la diferencia que existe en oriente y occidente sobre la doctrina del Espíritu Santo aparece en el lugar donde se coloca la epiclesis. Si con el oriente cristiano, se la sitúa después de las palabras de la consagración, se indica que estas palabras no tienen en si misma y por si misma el poder de provocar la presencia real de Cristo: esta presencia, pues, no depende de el oficiante, sino de la libre gracia de Dios, así se consigue distanciarse del automatismo sacramental, y se rechaza la coincidencia incondicional entre la liturgia de la Iglesia y el y el cumplimiento de la salvación. Dios permanece libre. Si se omite esta oración, como sucede en el occidente cristiano, o si se la sitúa antes de las palabras de la consagración, existe la amenaza de que estas palabras, correctamente dichas por el celebrante, vayan a provocar la presencia de Cristo. Y no se puede negar que sea evidente el peligro de una aparición automática del cuerpo y de la sangre de Cristo, al decir de manera correcta la forma de la consagración, por mucho respeto que se tenga en la elección de los términos de su justificación teológica, y en la repetición de las palabras de Cristo. La forma ortodoxa deponer la epiclesis después de las palabras de la consagración, incluso de ver en esa epiclesis el momento culminante de la liturgia eucarística no deja de proveerá cierto disgusto a quien estima que la presencia de Cristo en el culto de la Iglesia desborda su presencia real en los elementos eucarísticos. Con todo, esta colocación de una epiclesis en el momento en que los peligros de una desviación a la magia o hacia la idolatría son mayores, denota una seguridad de juicio litúrgico absolutamente ejemplar: al subrayar en ese momento de el culto que la presencia del Señor es la gracia de una suplica atendida mas que el resultado de el ejercicio del poder San Pablo, en 1Cor.16,22, no la sitúa al comienzo de una carta si no al final, sabiendo que se leería en una asamblea cultural, si la didache(10,6) parece colocarla después del banquete, sin embargo la hace preceder de lo que puede considerarse muy bien a una invitación a comulgar: ; esto deja entender que este texto se refiere a un banquete comunitario antes de la comunión eucarística propiamente dicha. 11 Según el rito galicano del siglo VII, se decía una colecta post mysteria despides de las palabras de la institución no tenemos también que la tradición egipcia mas antigua colocaba la epiclesis ante de las dichas palabras Thomas Cranmer vuelve a hacer lo mismo en el Book of common Prayer, de 1549; igualmente, las disposiciones de Pfalz, Neoburg en 1543. 10

sacerdotal, se confiera al conjunto del culto su carácter verdadero la presencia de Cristo es real, pero no es lo que, en la peor hipótesis seria un truco. Es una gracia. Evidentemente, la afirmación de la libertad del Señor, señalada por el lugar sorprendente en que los ortodoxos colocan la epiclesis, desfigura un poco la estructura del culto e introduce en el un elemento de contradicción se comprende así la protesta del P. Brunner: Pero se puede preguntar si esta situación ideológica de la Iglesia ortodoxa, que se niega a que todo marche sin mas, introduce incoherencia – piénsese, por ejemplo, en la negativa de la Iglesia ortodoxa a dar una estructura jurídica precisa y simple a la unidad de la Iglesia --, no es una reacción providencial contra un sistema, una doctrina, una estructura que corren el peligro de alterad la gracia e invertir los papeles de Dios y sus siervos. Colocar la epiclesis en el lugar donde molesta mas, no es simplemente, como se podría creer, recordar la obra de el Espíritu Santo, según un esquema trinitario, después de haber presentado la del Padre en el prefacio y la de el Hijo en las palabras de la consagración; es subrayar, que nosotros no disponemos de el Señor. Ni siquiera de sus promesas, y que durante el siglo el culto en la Iglesia corren peligro que se debe evitar a toda costa. Situada la epiclesis donde las ponen los ortodoxos, se muestran que, a pesar de toda la gloria del culto, y sobre este punto, ellos lo entienden bien, esto no es aun el reino. 3. el culto, recapitulación de la historia de salvación Hemos visto que el culto de la Iglesia es posible únicamente por que Jesucristo a realizado por medio de su ministerio terrestre el culto suficiente y perfecto. Hemos visto también que el de la Iglesia es verdadero por que Jesucristo esta presente con absoluta libertad, como Señor en medio de los que se reúnen en su nombre. Ahora hay que ver lo que sucede en ese culto. Lancelot Andrews (1555- 1626), obispo de Chi chéster. El y Chi chéster, proponían en un sermón de navidad la atrevida idea de que (porque hay una idea de todas las cosas celestes y terrestres de Cristo, también hay en el santo sacramento una recapitulación de todo en Cristo”.el culto seria así una recapitulación del acontecimiento importante la historia de la salvación, y, por tanto, implícitamente, todo ella. La idea, como vamos a intentar mostrar, es justa. Sin embargo, puede uno preguntarse si el termino “recapitulación esta bien escogido. ¿No significa necesariamente recapitular, como la de Ef 1, 10, dar o devolver una cabeza a lo que no tenia o la tenia enferma, por tanto, en resumidas cuentas, dar así a lo que se “recapitula” una justificación, una razón de ser, una orientación, un cumplimiento?. En este sentido, no es el culto quien recapitula, sino Jesucristo quien realiza, justifica las historias de la salvación y le da una razón de ser. Ahora bien, nada seria una inversión Cristo- culto, que una “cefalización” de Cristo por medio del culto, cuando realmente sucede lo contrario. Con todo, recapitularle significa ordinariamente y sin mas complicaciones “resumir”,

“confirmar”, o incluso “repetir”, y en este sentido el termino le conviene perfectamente: el culto resume y confirma, siempre el nuevo, la historia de la salvación que encontró su punto culminante en la intervención de Jesús encarnado, y en este resumen y confirmación repetimos, Cristo continua su obra salvìfica por medio del Espíritu Santo. Esta recapitulación se refiera a toda la historia de la salvación tanto con el sentido teológico como con el cronológico. Comencemos tratando el culto como recapitulación de la historia de la salvación en el sentido cronológico. En el primer lugar, ¿Cuál es la estructura cronológica de esta historia?. Se sabe que esta completamente dirigida por la obra de Jesús, por su muerte y resurrección El centro de la economía salvìfica de Dios es la encarnación del Hijo eterno de Dios en Jesús de Nazaret, en su cruz y en su resurrección (P. Brunner). La justificación es la referencia obligada. Es la meta de toda la historia del mundo. Orienta toda la vertiente del antiguo Testamento y toda la historia que precede el nacimiento de Jesús hasta mas haya de los limites de ella, hasta el ministerio de la creación del mundo. Pero orienta también, de forma absoluta, la vertiente del mundo. Pero orienta también, de forma absoluta, la vertiente del nuevo Testamento y toda la historia que continua después de la exención, hasta mas allá de sus limites, hasta el misterio del fin del mundo: esta historia no aporta nada nuevo sino que es el beneficio obtenido de la victoria. De cristo, en constante batalla contra el maligno que no quiere reconocer su derrota, hasta el día del triunfo definitivo, en la parusìa del Señor. Decir que el culto recapitula la historia de la salvación en el sentido cronológico es decir que la resume y la confirma en su cualidad recapituladota. El culto es en primer lugar una anamnesia de la obra ya realizada por Cristo. Al instituir en la eucaristía, es decir, el culto cristiano, Jesús dijo: (1 Cor 11, 24, s). la anamnesia o memorial palabra de la familia ZKR) es algo contrario a un ejercicio de memoria. Es una reactualizacion y un compromiso “recordar”, en el ambiente de la cultura bíblica, “es hacer presente y actual”. Gracias a ese “memorial”, el tiempo no se desarrolla según una línea recta, añadiendo irrevocablemente los periodos que los componen uno tras u otro. El pasado y el presente se confunden. Se hace posible una reactualizacion del pasado. Sobre esta doctrina “también” se funda el rito pascual; en Ex 12, 14, se dice que esta institución Le-Zikaron, es decir “para recuerdo” esto quiere decir que cada uno, al acordarse de la liberación de Egipto, debe saber que es el mismo acto objeto del acto redentor, sea cual sea la generación a la que pertenezca. Cuando se trata de la historia de la salvación, el pasado es actual. Así, igualmente, en la perspectiva del Nuevo Testamento, en cada celebración eucarística deben saber los fieles que ellos mismos son los objetos de el acto redentor de la cruz. Pero el culto, al ser una anamnesia no es solo una “reactualizacion del pasado”, sino que es, por parte de los que celebran la memoria de la muerte de

Cristo, un compromiso es también un servicio, una confesión de fe. “al que recordamos, lo reconocemos como aquel a quien confesamos” (P. Brunner)12. Por tanto el, culto (y por lo excelencia la cena) es lo que el Antiguo Testamento llamara, un signo que, por el poder de Dios, hace revivir lo que significa si es anamnetico, o lo provoca si es prefigurativo.

Pero el culto cristiano no recapitula solamente la vida, la muerte y la resurrección de Cristo al reactualizar. La historia de la salvación no pertenece al pasado solamente; también pertenece al futuro. No quiere decir esto que el futuro aporte complementos o correctivos al eje de toda la historia de la salvación, que es la encarnación del Hijo de Dios y muy particularmente su muerte y su resurrección. El futuro confirmara, manifestara y aprovechara la historia de la salvación al recapitular la historia de la salvación, el culto esta vuelto hacia el futuro. No es solo la representación de la muerte y de la victoria de Cristo también es una anticipación de su venida y el reino que establecerá entonces. No recuerda últimamente la cena del Señor con los suyos, prefigura también el festín mesiánico donde Cristo beberá con sus discípulos el vino nuevo en el reino de su Padre (Mt 26, 29). Con la celebración del culto, los fieles están invitados a recibir el signo de su pertenencia al reino futuro. Y como la representación del pasado no es un ejercicio de memoria, la prefiguración del futuro no lo es de la imaginación: en el culto, mas adelante veremos que es la obra del Espíritu Santo, el pasado y el futuro, el sucedo capital de la historia de la salvación y su manifestación gloriosa, esta realmente presente. El examen de esta recapitulación cronológica realiza por el Espíritu Santo en el culto debemos tratar aun otra dimensión. No es que el pasado se haga presente, ni tampoco futuro. Existe un presente que se afirma, y este es en la historia de la salvación en el culto cueste que Jesucristo ofrezca al Padre en la gloria de la ascensión. No desligamos aquí de la línea temporal para meternos en el cuadro especial. En el culto, pasado y futuros se encuentran y se prefiguran, e igualmente el cielo toca la tierra y esta se eleva hasta aquel. El culto de la iglesia es… una participación en el culto, que salva al mundo sin destruirlo, del crucificado- y glorificado ante el trono de Dios (P. Brunner). S puede llamar al culto un fenómeno escatológico por se r recapitulados de la historia de la salvación en el sentido de que reactualiza el pasado, anticipa el futuro y glorifica el presente Mesiánico por esto, a pesar de la ambigüedad de la celebración, el culto es un fenómeno de gloria, pues Cristo, que se entrego por el mundo, no permaneció en la muerte, sino que resucito, y esta presente entre los suyos, como en la apariciones del día de pascua. ¿Cómo refrenar la exultación del culto (Hech 2, 46; 16, 34, 1 Pe 4, 13)?. El culto, por que recapitula la historia de la salvación, es un acto de alegría; es un elemento absoluto fundamental de una teología 12

A. Michel, a.: TWNT 4, 686.

litúrgica cristiana. Sin duda también que proclama la muerte del Señor (1 Cor 11, 26), pero pro causa de la victoria que la ha coronado es mucho menos un duelo que una fuente inagotable de acción de gracias. Esto deberá dar sus frutos en la formación litúrgica general, y en este punto nuestra tradición litúrgica protestante tiene mucho que aprender. Se plantea aun una pregunta. Hemos visto también que el culto se reactualiza el culto perfecto y suficiente ofrecido por Cristo, una ver por todas en la cruz, que anticipa la alegría innegable de la vida eterna y que permite a la Iglesia participar por el culto celeste que acompaña a la historia de la salvación. Nos podremos preguntar si la Iglesia restaurara también el culto primitivo, paradisíaco, que Dios había querido no solo al hacer el hombre el licurgo de el mundo encargado de guiar el mundo entero en la acción de gracias, en la adoración y en la alabanza, sino también fijando, de una manera supralapsaria, un día de culto, y quizás, también , si es preciso seguir aquí a Lutero un lugar del culto(el árbol. limite de bien y de el mal) y una forma del culto (Salmo 148). Creo que se debe responder afirmativamente, ya que Cristo, nuevo. Anda, restauro y realizo, con su venida, el proyecto del creador; también por que restableció en su autenticidad antropológica a los que se encuentran en el su razón de ser, y, por tanto, en la orientación litúrgica fundamental que Dios quiso cuando creo al hombre a su imagen y semejanza. Al recapitular su historia de la salvación que culmina en Cristo encarnado, el culto cristiano vuelve a encontrar también, para devolver su sitio, el culto supralapsario donde no existían sacrificios, lo encuentran no de una forma simplemente, sino también prolectica. Pienso en lo que hemos dicho anteriormente sobre el culto no expiatorio, sino consagrante y santificador, presidido por Cristo para que Dios sea todo en todos. Pero, lo mismo que el culto de la Iglesia no es sino una anticipación del festín mesiánico, de la alegría del reino, tan ambigua que solo es perceptible por la fe, así lo es también para la anamnesia del culto antes de la caída. En el culto de la Iglesia, el hombre vuelve a encontrar su honda orientación de licurgo real, y también el derecho de convocar a toda la creación para ofrécela al Señor en acción de gracias, la adoración y la alabanza (este es el problema del arte litúrgico que trataremos mas adelante); pero este redescubrimiento se encuentra constantemente comprometido por el pecado, de forma que solo es posible decir esto: el culto cristiano, porque se funda en la reconciliación de todas las cosas en Cristo, es la vanguardia extrema de esta búsqueda cósmica de la que habla san Pablo, de esa suspiro cósmico por una restitución de lo que Dios, en su amor, había hecho al principio (Rom 8,18s). El culto no restaura el paraisote manera evidente, tampoco impone el reino: justifica su esperanza y da una muestra de el. Ofrece el día y el lugar donde el pasado de antes de la caída sobre vive aun y el futuro posterior al juicio florece ya. Por esto, no se puede decir que esta presencia sea demasiada ambigua para que no tratemos de expresarla. Por el contrario, el negarle una posibilidad de expresión es una muestra de que no se la quiere. Si se ama el reino de la

primitiva creación realizándolo, no se puede dejar de ofrecerle su mejor medio de expresión, es decir el culto de la Iglesia, aunque sea ambiguo e insatisfactorio. Este culto, volveremos a este punto con frecuencia, es la prueba mas hermosa que se puede dar del amor al mundo. Quienes no aman el culto no saben amar tampoco el mundo. Hemos visto, con demasiada rapidez, que el culto es una recapitulación de la historia de la salvación en el sentido cronológico: en el se encuentra y se conjuga el pasado, el presente y el futuro mesiánicos. Pero el culto recapitula también la historia de la salvación en el sentido teológico. ¿Qué significa esto?

Para responder, es necesario recordar los elementos que componen la historia de la salvación. Adoptando el esquema tradicional, se puede dividir en tres puntos principales: una relación de la voluntad salvìfica de Dios, una reconciliación que se hace posible esa voluntad y una protección que defiende la eficacia de la misma. Por tanto, la historia de la salvación tiene un aspecto profético, otro sacerdotal, y otro real. Cuando se examina la historia de la salvación con un sentido teológico, hay que reconoce también que el punto capital culmina, que la justifica, explica y resumen por completo, es la obra de Cristo. El es el profeta por excelencia, porque a la vez es el Señor y es el siervo, el que manda revelación total de Dios. El es el sacrificador por excelencia, por que a la vez es sumo sacerdote y cordero el que manda y realiza lo mandado. El culto será la recapitulación de la historia de la salvación si es profético sacerdotal y real. El culto, en el que se proclama la palabra de Dios recapitula y resumen lo que Dios nos a querido enseñar por el mundo. El culto, en el que se celebra la santa cena recapitula y resume todo lo que Dios ha querido enseñar por el mundo, el culto en que el pueblo de Dios se presenta libre y gozoso delante de su Señor recapitula y resume todo lo que Dios ha hecho con quienes aceptan reconciliarse con el: hombres libres del temor de la muerte, desembarazados de la esclavitud y capaces, por tanto, de alegrarse como moisés y Maria, en la orilla del mar Rojo, por la derrota y el milagro del Señor (Ex 15). Solo menciono aquí este problema lo volveremos haber en los dos capítulos de la segunda parte al hablar de los elementos y de los ministros del culto. Entre todos los problemas sistemáticos que habría que tratar aquí, solo me fijo en uno, de notable importancia: el de las relaciones entre el culto de la Iglesia y la permanencia de la historia de la salvación después de alcanzar esta su punto culminante y su cumplimiento en Cristo. No intentamos tratarlo afondo, sino simplemente señalar en que sentido creemos que debe resolverse. Esto es capital para lo que sigue. La historia de la salvación se realiza plenamente en Jesucristo. Dios no tiene nada que decir y que hacer que no lo Haya dicho o hecho ya en su Hijo encarnado. Entonces, ¿Por qué continua la historia de la salvación y como continua?

Esto llama siempre la historia de la salvación: esta claro que para le testimonio del Nuevo Testamento, la muerte de Cristo ha cumplido too y su ascensión a coronado para siempre esta realización total. Sin embargo en el momento mismo de su subida a los cielos, los Ángeles afirman que el volverá de nuevo (Hech 1,11). Por tanto, la historia de la salvación no se ha acabado. Va a seguir durante siglos o milenios que no le aportara nada nuevo, puesto que todo estará realizado. Si la historia de la salvación continua, como, prueba el hecho de haber prometido Jesús su regreso, quiere decir que su suceso central, la cruz y la resurrección de cristo, que había absorbido de cierta manera y centralizado el conjunto de la historia de la salvación desde la expulsión del paraíso desde la mañana del viernes Santo, debe llegar hasta el fin de su eficacia13; este suceso lo interrumpirá Dios cuando decida ponerle fin al mundo. Lo que se encontraba concentrado entonces únicamente en Jesús, en ese “bautismo” (Lc 12, 50) por medio de el cual sustituye al mundo entero en adelante debe extenderse y producir sus frutos.

La acción situar de toda su existencia humana en el cuerpo crucificado de Cristo debe transformarse, actualizarse y realizarse en la asistencia histórica, concreta, de cada individuo, en una inserción antológica real y personalmente admitida. (P. Brunner). En este sentido según el modo ordinario de la revelación bíblica, provoca en el culto una forma parte de manera eminente, de esta. Por esto continua la historia de la salvación después de haber realizado en Cristo. Pero ¿Cómo continua? Me párese que se responde con exactitud cuando se dice que es por medio de la anamnesia como se realiza. Entonces es preciso dar a este término toda su resonancia. Se trata de el acto por el que un hombre o un acontecimiento se “sitúa” en el suceso cordial del viernes santo o de pascua, y del acto por el que este suceso cardinal de la historia de la salvaciones “sitúa” a su vez en los siglos que le siguen, sobre tal hombre o tal acontecimiento. Por la anamnesia se beneficia uno de lo que ella hace, al mismo tiempo que se reactualiza eso mismo. Lo que dios hizo, lo realizo de una vez por todas, teniendo en cuenta las otras veces en que su intervención se manifestara salvificamente. Nada más actual, en el plano de la fe, que lo hecho por Dios una vez por todas. Lo que describimos aquí es la obra del Espíritu Santo que, después de la resurrección, no consiste en provocar un nuevo ni en repetir el antiguo, como sino fuera suficiente; sino que consiste en aplicar con eficacia lo que Dios hizo en illic et tunc en Jesucristo al hic et nunc de la vida de un hombre determinado, de una Lo que es suceso central no se dará nunca. respecto de esto seria suficiente para una historia de este mundo que no acabase nunca ; el fin del mundo no vendrá cuando el suceso central de la historia de la salvación se agote, como una pila eléctrica, si no cuando Dios decida> (Mc. 13,20)

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comunidad concreta o de un suceso, ¡el Espíritu Santo nos da a Cristo¡, y además, consiste también en referir con eficacia el hic et nunc de ese hombre, vida comunitaria o suceso, al illic et tunc de lo que Dios realizo en Jesucristo en el gólgota y en el huerto de José de Arrímate, el Espíritu Santo nos da a Cristo. No tenemos que entrar en detalles de la historia de la teología liturgica y en particular de la eucaristía. Digamos solo que si no se vacía la anamnesia de su vida, ni se la convierte en un solo ejercicio de memoria, no es necesario para subrayar su carácter eficaz, su carácter de suceso escatológico, recurrir a una doctrina que amenazaría la unicidad del y del que multiplica el sacrificio, de Cristo cada vez que se celebrase. Pero digamos que el remedio contra toda perdida de la virtud de la anamnesia es una doctrina respetuoso del Espíritu santo. Cuando se le da un carácter eficaz de suceso escatológico, no se niega la presencia del Espíritu Santo. En cambio se niega cuando se pone en duda la uncida de la muerte y de la resurrección de Cristo. Al suponer que debe repetirse para seguir siendo eficaz y se cree que su unicidad no es suficiente para la salvación de todo el mundo. Quizás por el hecho que la Iglesia del oriente tenga una doctrina del Espíritu Santo mucho mas virulenta que la de la iglesia del occidente, ha escapado el dilema de esta ultima sobre la interpretación de la eucaristía. Por tanto, la historia de la salvación continúa de manera eficaz bajo la forma de anamnesia, de su suceso central. Así se extiende por todo el mundo gracias a su poder y a la obra del Espíritu Santo, convirtiéndose en la realidad antológica de quienes se alegran y viven por eso mismo. Y por que el culto de la Iglesia – su culto bautismal y su culto eucarístico, los cuales conocen también la eficacia de la palabra predicada __ es el lugar privilegiado de esta aplicación, de esta reactualizacion, se puede decir que el culto cristiano es uno de los agentes mas importantes de la historia de la salvación. Pero el culto _ no solo por el, sino también de una forma excelente__ se continua la historia de la salvación. Estas es una de las razones que explican su necesidad; y también para referir los hombres y sucesos de hoy, de forma salvìfica, a esta obra pasada, para que puedan beneficiarse de ella.

3. EL CULTO EPIFANIA DE LA IGLESIA 1. La iglesia asamblea litúrgica Hemos hablado del culto como recapitulación de la historia de la salvación y, por tanto, del ministerio del acontecimiento litúrgico. Ahora nos hace falta mostrar en este capitulo, sobre la base que hemos visto, un segundo aspecto fundamental de la doctrina del culto: a saber, la Iglesia, por medio de su culto, se hace ella misma, toma conciencia de si misma y se confiesa a si misma. El culto permite a la Iglesia aparecer como tal. En este sentido debe comprenderse el culto de la Iglesia en la perspectiva de qahal de Israel. Conocemos la importancia de este termino veterotestamentario en la

eclesiología cristiana: párese probable que si el nuevo testamento llama a la Iglesia no es por razones etimológicas sino porque los Setenta traducen generalmente así el termino hebreo qahal. Ahora bien que, el qahal Yahvé es la asamblea del pueblo salvado de Egipto y confirmado como pueblo santo de Sinaì (Dt 4, 10). Hasta tal punto que este encuentro solemne entre Dios y su pueblo se llamara de una cosa casi técnica “el día de la asamblea” (iomhaqahal Dt 9,10, 18, 16). Esta asamblea solemne se repeina en los grandes momentos de la historia de Israel. Después de la toma de Haai (Jos 8. 30s), en la dedicación del templo de Salomón (1 Re 8 – 2 Cro 6-7), cuando Moab y Amón amenazaban Terriblemente a Israel (2, Cro 20, 5s), en los grandes acontecimientos reformadores (2, Cro 29- 30: 2 Re 23, Neh 8-9), etc., y así cada vez, esta asamblea, en la que el pueblo de Dios se encuentra, tiene conciencia de si misma y aparece como tal: lleva los mismos elementos de la iniciativa y de la presencia de Dios, de proclamación de su palabra, y el sello de este encuentro por los sacrificios.

Hay que tener esto presente cuando se encuentre en el Nuevo Testamento cuando se encuentre el término Iglesia. Posee, un claro coeficiente litúrgico aun cuando parezca haberlo perdido: la Iglesia es el pueblo perdido por Dios, mas halla de la muerte (aunque todavía este amenazado), para reencontrar a su Señor, para ser ella misma, para tomar conciencia de si misma, para confesarse en si misma en este encuentro. La palabra Iglesia, no es ni en primer lugar ni un termino jurídico ni sociológico, sino, de forma muy vigorosa, litúrgico. Esto aparece en forma muy evidente y constante en los capítulos “litúrgicos” de la primera carta a los corintios (ef. 11, 88, 22; 12. 28, 14. 4s 12, 19, 23, 28, 33 s.), y en otros sitios. La lectura del Nuevo testamento seria con frecuencia mucho mas clara si se tuviera en cuenta que la Iglesia es esencialmente el pueblo escatológico, reunido para encontrar al Señor y para ser el mismo en y por este encuentro. Como lo hace notar acertadamente P. Brunner. Se puede decir que el culto como asamblea de la comunidad cristiana en nombre de Jesús es el modo de apariencia mas central de la Iglesia sobre la tierra esa asamblea es la epifanía de la Iglesia. 2. el alcance del culto como Epifanía de la Iglesia El culto por recapitular la historia de la salvación, permite a al Iglesia ser ella misma, tomar conciencia de si misma y confesar lo que es esencial. En otras palabras, para poder conocer la Iglesia y para adquirir una conciencia eclesial es indispensable dirigirse a ella y conocer su culto. El estudio de los textos dogmáticos, de las confesiones de fe, de las disciplinas

Eclesiásticas de la historia cristiana y de la espiritualidad personal, por muy importante que sea para conocer la Iglesia, no están sino en segundo lugar; la Iglesia aparece como tal de forma excelente en el culto. El da una prueba de si

misma, el es su centro; se acaba en el culto cuando se la busca con sinceridad y partir de el vuelve a encontrar el mundo para cumplir su misión. Se comprende, pues, que el culto no sea un elemento marginal o adiaforico de la vida de la Iglesia y que el cuidado que concede a su culto no sea algo sin sentido. Los problemas litúrgicos son para ella, por el contrario, esénciale, porque en y por el culto da testimonio del grado de fidelidad y de salud que posee. Se ve esto particular en las grandes reformas de Israel, que son litúrgicas, (cf 2 Cro 29- 30, 2 re 23); del pasado al Antiguo Testamento es litúrgico: “sacramentos” cambian, el día del culto cambia y el lugar, porque el culto perfecto se celebro en predicación, el sacrificio y la glorificación de Cristo14. Por eso, la ausencia casi total de alucinaciones al culto por ejemplo en la constitución de Iglise reforme evangelique du Canto de Neuchatel es mucho menos un descuido excusable por razones de atavismo confesional que de ceguera teológica: seria algo parecido a olvidar el corazón en un curso de antropología anatómica. Ahora bien, si el culto es el momento más importante de la epifanía de la Iglesia, debe permitir describirla. Para esto se debe recurrir a varios esquemas se puede decir, con K. Barht, que, por su culto y en el, la Iglesia aparéese como una comunidad de fe, de bautismo, de eucaristía y de oración; se puede decir, también con el canónigo A. G. Martimort, que la Iglesia aparéese como una comunidad que expresa la elección avocación, la unidad y la salvación de sus miembros ; se puede decir, es el esquema al que nos atendremos, que la Iglesia, por medio de su culto, es considerada una comunidad bautismal, nupcial, católica, diaconal y apostólica. Veamos este esquema con más atención.

Por su culto y en el, la Iglesia aparece en primer lugar y toma conciencia de si misma como comunidad bautismal. Esto quiere decir que el culto distingue la Iglesia del mundo. Por el culto, “sale sin pretensiones, pero con firmeza, del medio profano que esta ordinariamente sumergida” (K. Barth). Muestra que no pertenece al mundo, y que el culto no es una forma mundana de ser. Este establece una ruptura entre la Iglesia y el mundo, y por eso, contrariamente a la predicación misionera no es público: quien lo celebran, han pasado por el bautismo, han renunciado al demonio y a sus obras, al mundo y a su pompa, a la carne y a sus deseos. Israel quedo constituido qahal Yahvé, después de haber atravesado el mar Rojo. El culto cristiano muestra que la Iglesia no es una sociedad natural, sino el resultado de la elección promovida por Dios y realizada con la muerte y resurrección en Cristo de los que responde a la llamada del evangelio. Esto no los ha hecho olvidar los siglos de cristiandad pero es urgente tenerlo bien vivo: el culto se celebra en el perdón. En este sentido, es preciso decir también que el culto cristiano no es una forma mas entre las obras litúrgicas naturales de los Seria interesante examinar la teología del templo elaborada por Jesús y los testimonios ofrecidos por el nuevo testamento.

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hombres. Hace falta “salir del campamento” (heb 13.13) para poder presentar a Dios el culto que es grato. Pero esto no es suficiente. Decir que el culto hace aparecer a la iglesia como una comunidad bautismal, no es decir solo que por su culto la Iglesia se distingue del mundo y que ella proclama el fin de este trataremos esto con mas detención en el capitulo próximo, es afirmar que el culto transfigura el mundo a la vez que queda amenazado por el. En primer lugar, el culto transfigura el mundo. Será preciso volver varias veces sobre esta afirmación, fundamental de teología litúrgica. No trato aquí sino un aspecto, para decir, paradójicamente, que, si el culto hace aparecer ala Iglesia como comunidad bautismal esto significa también que la Iglesia esta presente en el culto, pero, causa de lo que acabamos de ver, esta presente mas allá de la muerte de si mismo. El bautismo, si hace morir, también resucita a lo que hace morir. El bautismo no provoca una solución de identidad: el resucitado de la mañana. “sacramento”, no se esta en la tierra prome De pascua es el mismo que había sido sepultado la tarde del viernes Santo. Sobre esto insiste todas las narraciones de la sepultura de Cristo: atestiguan así la calidad de la resurrección. La comunidad de bautizados que el culto hace parecer es una comunidad de hombres y mujeres niños que han renunciado al mundo, que “están muertos al pecado” (Rom 6, 11). Pero esta muerte no los ha aniquilado ni los ha falseado. Se encuentran en el culto, muertos y resucitados con ellos su lengua, su cultura, sus pasiones, sus estilos. Por eso, el culto cristiano es el lugar donde una nación o una época pueden, más profundamente que en otro sitio, confesar lo que son y ser orientados hacia su destino pascual. Pero este mundo que lo ha podido acarrear consigo a través del bautismo, este mundo que ella a condenado y que se le ha rendido puede convertirse para el culto de la Iglesia en una amenaza. Piénsese en el uso que le dio Israel a las joyas egipcias que había sacado de Egipto (compárese Ex 11. 2, 12, 35s y 32, 1s.). Dado que el bautismo no es aun el juicio final, sino en el desierto, lugar de la tentación, donde se puede perder la salvación (ef. 1 Cor 10, 1- 13). Es verdad que se ha abandonado Egipto y que Moisés ha entonado su cántico: también es verdad que Dios esta presente, igual que su ley, su representante y su alimento milagroso. Pero todo esto vive de la esperanza del cumplimiento; y en esta espera se puede invertir aun la metamorfosis bautismal, conformándose con el siglo presente (Rom 12,2). Al hacer aparecer a la Iglesia como comunidad bautismal, el culto muestra que no solo la Iglesia esta en ruptura con el mundo, sino que también permite encontrar un mundo exorcizado y calmado, y, finalmente, que la iglesia no esta nunca libre de recaídas. Estas ideas nos acompañaran constantemente. Vamos a encontrar una aplicación en seguida al decir que el culto permite a la Iglesia tomar conciencia

de si misma como comunidad eclesial; será preciso que nos detengamos en esto con mas detalle en el próximo capitulo. Todo lo que vamos a decir ahora no es mas que una explicación de todo lo ya dicho por que le culto hace aparecer ala Iglesia como comunidad bautismal y, al mismo tiempo, como comunidad nupcial, católica diaconal y apostólica. Se puede dudar sobre el adjetivo a elegir par designar exactamente el segundo carácter de la Iglesia que revela el culto. ¿Es preciso decir que el culto es una epifanía de la iglesia como comunidad eucarística?. Pero la eucaristía abarca demasiado en el conjunto de la iglesia, y por tanto, el conjunto del culto, para lo que se trata de subrayar ahora. Yo diría que el culto revela a la Iglesia como comunidad nupcial. ¿Qué se entiende al usar esta imagen bíblica y patriótica. Queremos decir que la iglesia, por medio de su culto, aparece como la esposa de Cristo. La esposa de Cristo es decir la que respondió si ala palabra del Señor, a su llamada. Es la que se compromete, por que Cristo se había comprometido, la que se da, por que Cristo se había dado. Al hacer que la iglesia aparezca como una comunidad nupcial, el culto se hace aparecer como comunidad esperanza. La esposa de Cristo, es decir la que ama a su liberador y a su esposo, la que le consagra su belleza y toda su belleza, su alegría y toda la alegría; la que sabe también que quien la vea debe reconocer en ella a su esposo, y que, por esto, se dedica también a honrar en forma radiante y gloriosa lo que el ha hecho por ella. Al hacer que la iglesia aparezca como comunidad nupcial, el culto la hace aparecer como comunidad de amor. La esposa de Cristo, es decir, y de forma polémica, la que no se adultera, la que n engaña a su liberador y esposo; la que sabe hacer la elección entre la palabra de quien la ama y de quienes la quieren seducir, y por tanto, la que se niega a darse a otros y a creerlos. La esposa de Cristo, la que no se alegra, por el retrasote quien espera, para justificar, por eso mismo, una complacencia en si misma o un compromiso con otras esperanzas distintas a la única que la justifica. La esperanza de cristo, la que se niega a vivir para si misma, hacer hermosa y gloriosa para si misma, a separarse, por su auto justificación, de aquel cuyo cuerpo es ella, de aquel a quien debe revelar al mundo. Todo esto lo trataremos de nuevo en la segunda parte para ver práctica y concretamente como puede y debe expresarse esto. El culto, el tercer lugar, hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica. El término católico es uno de los más hermosos y ricos de la eclesiología cristiana. No vamos a hacer aquí su exégesis, sino que nos vamos a hacer algunas anotaciones. Decir que el culto hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica, es reconocer primero que se sitúa más allá de las barreras sociológicas, y que se niega a sancionar los esquemas sociológicos de este mundo 15. Hay sitio en ella para todos los llamados por Cristo. Como la posada en la que el buen samaritano dejo al herido, ella es un lugar de acogida para todos (Lc 10, 34). 15

Volvemos a encontrar aquí uno de los aspectos de la iglesia, comunidad bautismal.

Las mujeres tienen un sitio, como los hombres; los niños como los adultos; los jóvenes como los viejos; los prudentes como los tontos; los ricos como los pobres; los poderosos como los débiles; los judíos como los gentiles; los negros como los blancos: todos tienen acogida mas haya del orgullo, de la codicia, de la explotación y de la envidia. Lo que le mundo separa y confunde, ella distingue y une. Decir que el culto hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica, es reconocer también que permite a los bautizados ser sus miembros en toda su plenitud antropológica. En la Iglesia pueden ser ellos mismos, restituidos a esa humanidad gracias a la salvación y que, paradigmáticamente, se proclama por medio de las curaciones narradas en los evangelios. No se transforman en monstruos; no son todos oídos, o todos ojos, sino que están allí para escuchar la palabra de Dios y para responder a ella; están allí para mirar y para moverse. No hay que olvidar nunca que Jesús no solamente a curado a los sordos, y que la generosidad de sus curaciones repercute en la liturgia de manera evidente.

Pero la catolicidad de la Iglesia que el culto revela no tiene sólo dos aspectos, el sociológico y el antropológico la iglesia atestigua su catolicidad, arreglando lo que divide a los hombres para llamarlos a la vez a la comunión y a la plenitud en Jesucristo. Es también arreglando lo que los divide en el espacio; une lo que está disperso, se opone a la yuxtaposición indiferente o belicosa de las ciudades y de las naciones. Une el mundo en la solidaridad, sin confusión. Pero negándose a admitir el olvido o el desprecio a los demás. Piénsese, para ver lo que significa esto, en las recomendaciones y en los ejemplos que nos ofrece el Nuevo Testamento de las intercesiones o acciones de gracias por las Iglesias lejanas, o en el servicio de noticias ínter- eclesiásticas que parece algo fundamental para la vida eclesial16. Es preciso, sin duda, ir más lejos: la catolicidad del culto que revela la Iglesia no tiene, en la línea del espacio, sólo una dimensión horizontal. Sino que también tiene otra dimensión vertical: el Uno de los ejemplos mas llamativos es el de la vocación de san pablo: la iglesia de damasco había recibido ya la noticia de las intenciones policíacas el viaje de Saulo de Tarso (Hccin. 9,13 s.).

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cielo y el descanso de los difuntos piden que se los admita en el culto, cuando veremos cuando trataremos de sus oficiantes. El culto que hace aparecer a la Iglesia en su catolicidad, revela también una cuarta dimensión de ésta: la catolicidad en el tiempo. Por su culto, la Iglesia atestigua que ella reúne los siglos, que se niega a permitir que caiga en el olvido lo que ha pasado o que se esfume en la ilusión de lo prometido. Está, como decía san Bernardo, ante et retrooculata; ve hacia delante y hacia atrás, y abarca el conjunto de la historia de la salvación. Es necesario tener presente nuestro primer capítulo sobre el culto. Recapitulación de la historia de la salvación; cuando la Iglesia aparece, por medio del culto, para ser ella, toda la historia de la salvación está presente de forma misteriosa, desde Abel hasta la parusía. Me parece legítimo mostrar la última dimensión de la catolicidad de la Iglesia que aparece en y por el culto: la Iglesia es católica un poco como lo era el arca de Noé. Quiero decir que la Iglesia es católica en el sentido de que Dios la ha convertido en garantía del mundo, y portadora de su futuro, porque en ella, ya hemos aludido a ello al mencionar el aspecto bautismal de la Iglesia que aparece en el culto, el mundo ha encontrado acogida, y porque desde ahora percibe y capta los suspiros de la creación para restituirle, sacramentalmente, el oficio litúrgico para el cual ha sido creada. El culto, pues, hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica en el sentido de que muestra en los planos sociológico, antropológico, espacial, temporal y cultural, que la Iglesia niega lo que divide y separa, después de consumada la separación bautismal, y que recibe todo aquello por lo que Cristo murió, todo lo que está destinado a la salvación. Se ve así que el adjetivo contrario a católico no es “protestante”, sino “diabólico”. El culto epifanía de la Iglesia católica, es para el mundo entero un exorcismo verdadero. También volveremos a ver este punto. En cuarto lugar, la Iglesia toma conciencia de sí misma como comunidad diaconal. En mi opinión esto quiere decir dos cosas: La Iglesia aprende por medio de su culto y manifiesta así que no es para sí misma, que no tiene su justificación en si misma. Es para Dios y los hombres como lo fue Cristo. Se encuentra, pues, doblemente orientada. Veremos esto en los capítulos 3 y 5. También por el culto la Iglesia toma conciencia de sí misma como comunidad diaconal porque el culto la permite aparecer no como un bloque, sino como un cuerpo con diversidad de miembros, distintos en sus funciones y en su importancia. El culto invita a los miembros de la Iglesia a ayudarse mutuamente en la obra de la salvación, a manifestar sus vocaciones particulares destinadas a edificar el conjunto del cuerpo: El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como

buenos administradores de la multiforme gracia de Dios (1Pe 4,10; 1 Cor 12) También aquí sólo apunto el tema, porque lo trataremos más adelante, en el capítulo de los oficiantes del culto, al examinar cuáles son sus funciones esenciales y cuáles accesorias, cómo se deben ejercer en el culto para la edificación común, y quiénes han de ser sus ministros. Naturalmente, veremos también en qué medida depende esta diaconía de la libertad de la Iglesia. Por su culto, la Iglesia confiesa lo que ella es: se presenta como comunidad bautismal, nupcial, católica, diaconal y, finalmente, como comunidad apostólica o misionera. Es preciso preguntarnos por qué la Iglesia, por y en su culto, aparece como comunidad apostólica. Se debe a que, usando las palabras de K. Barth, “sale sin pretensiones pero con firmeza, del medio profano en qué está ordinariamente sumergida”, es decir por su culto se distingue del mundo. Y esto de dos maneras: primero, porque no reúne a todos los hombres, sino a los bautizados: esto la orienta de forma especial respecto de los que no están bautizados aún. Por su existencia sola es, para los que no son sus miembros, una pregunta y una promesa. Pero la Iglesia se distingue del mundo por su culto, y por este hecho aparece como apostólica, no sólo porque no abarca a todos los hombres, sino además porque no está reunida de forma continua; hay un día de la Iglesia, es decir un día de culto, el domingo. La intermitencia del mismo enseña a la Iglesia que está aún en el mundo, que no ha llegado aún el gran sábado. Si la imagen no fuera demasiado audaz, diría que la Iglesia aparece, cada siete días, un poco como un cetáceo que sale a la superficie, a intervalos regulares, para respirar. El hecho mismo de esta intermitencia, de esta reunión no continua, sino esporádica, hace que la Iglesia aparezca en su alteridad respecto del mundo, y le plantea la pregunta de su razón de ser en y para él. ¿Cómo toma conciencia la Iglesia, en su culto y por el mismo, de ella como comunidad apostólica? Sin prejuzgar lo que examinaremos en el capítulo próximo, completamente consagrado a esta pregunta, podemos decir aquí que lo hace precisamente al ver que solamente es primicia de las criaturas (Sant 1,18), y no su conjunto, y sólo se reúne el primer día de la semana (Hech 20,7), y no todos los días. Con otras palabras, el culto es epifanía de la Iglesia como comunidad misionera, en el sentido de que obliga a enviar al mundo a lo largo de la semana a los que ha reunido el primer día de la misma. Esto nos permite abrir un breve paréntesis sobre el término misa, que, a partir del siglo IV, ha suplantado poco a poco en occidente a todos los demás para designar el culto y que, entre los luteranos, incluso ha resistido a la reforma. Su origen provoca ciertas dudas. Parece cierto, a pesar de algunas hipótesis, que viene del bajo latín, missa=missio=envió, despido; con otras palabras, el último acto o culto, la despedida solemne para enviar de nuevo a los fieles al mundo (Lc 24,46-53), habría dado su nombre a todo el culto, en cierta manera para subrayar su razón de ser en un mundo que no es aún el reino.

El culto, afirma A.D. Muller, quiere ser comprendido como misa, missio, envió. En él se enciende la luz que debe iluminar al mundo. El mismo A.D Muller dice que: el culto es la respuesta más concreta a la pregunta hecha para saber dónde está la Iglesia. No podemos desarrollar aquí todas las implicaciones de esta evidencia teológica. En particular, para evitar el tener que introducir en este tratado de teología litúrgica todo un tratado de eclesiología, es preciso que no examinemos las relaciones entre la Iglesia local ( la asamblea litúrgica) y la Iglesia universal, y el problema de la legitimación católica del ministerio ordinario de la Iglesia local, del litúrgico ( Rom 12,8; 1 Tes 5,12). Me conformo con hacer tres observaciones: 1. Es preciso que subrayemos la verdad de las afirmaciones de las confesiones de fe del siglo XVI, que consideran a la Iglesia cristiana como el lugar donde se predica la palabra de Dios con pureza y donde se administra legítimamente los sacramentos; es decir para designar a la verdadera Iglesia, remiten a su culto17. Si obran así es porque saben perfectamente que la Iglesia mantiene su fidelidad en la predicación y en la vida sacramental, pero también porque saben que se juega en ellos su fidelidad. Y si las confesiones de fe reformadas acostumbran, con frecuencia, de forma muy explícita, a añadir una tercera nota, a saber para hablar por ejemplo, de la confesión escocesa de 1560 el cumplimiento severo de la disciplina eclesiástica, tal como se deduce de los preceptos de la palabra de Dios18, no arrancan la Iglesia de su situación litúrgica, sino que por el contrario, indican que la Iglesia no reconoce a cualquier advenedizo como capacitado para celebrar el culto cristiano. Hemos subrayado antes de tal forma que la Iglesia aparece por su culto como comunidad católica, que no hay miedo de precisar aquí que el culto “congregacionaliza” a la Iglesia. Al hacer esto insistimos en uno de los innumerables puntos en que la reforma se muestra fiel a la tradición patrística, conservada y estudiada también por las Iglesias ortodoxas. 2. Si en el culto la Iglesia confiesa de forma excelente lo que es, significa esto que no lo hace en primer lugar por su catequesis, su estructura o su diaconía. No es que éstas sean despreciables o indiferentes; también son terrenos donde la Iglesia se juega su fidelidad, y sería una gran > (Confeción de Augsburgo,c.7; cf. Die Bekenntnisschriften der evangelicsh-lutherischen kirchen. Göttingen 1930, 59 s.; cf. Ibia.; 279) 18 (cf. W. NIESEL, Bekenntnisschriften und Kirshenordnungen der nach Gottes Wort Reformierten Kirche. Manchen 1958, 103; cf. Ibid., 72. 131. 251). Además en el texto de la Confesión de Augsburgo citado anteriormente se presupone esto, ya que se habla de una Congregatio sanctorum. 17

equivocación querer deshonrarlas en beneficio del culto. Pero se encuentran en un segundo lugar respecto del culto. Una catequesis que no intente recordar a los hombres su orientación profundamente litúrgica; unos misterios que se desinteresan de forma constante de las funciones del culto; una diaconía que no tenga la intención de mostrar hasta qué punto compromete la intercesión por los enfermos, los pobres, los afligidos y los cautivos, están desarraigadas, en cierta manera, y amenazan con convertirse en tendencias intelectualistas, juridicistas o socialistas. 3. Esta puede ser peligrosa o fácil. Si la Iglesia en y por su culto aparece como es, en y por él ofrece la prueba de su fidelidad o infidelidad; por tanto, si es infiel, hay que reformar el culto cuando se quiere reformar la Iglesia. Se desconfía mucho entre nosotros de una reforma de la Iglesia que lo fuera al mismo tiempo del culto; se desconfía mucho de los movimientos que intentan reformar la Iglesia por medio del culto. Se teme que este cambio solamente sea formal, sin que toque el corazón de la Iglesia, como si ésta pudiera tener otro corazón distinto del culto. Es preciso, evidentemente, entenderse: no es el culto el medio de la reforma de la Iglesia; no podría ser la levadura de una reforma; piénsese en Josías, reformador al redescubrir el libro de la palabra de Dios (2 Re 22 s). pero si esta palabra debe reformar la Iglesia, debe tocar directamente el culto. En tiempos de Josías, el redescubrimiento de la palabra de Dios no provocó simplemente un estupor de arrepentimiento, sino que éste se concretó en una obra: la extirpación radical de la idolatría para devolver al pueblo, en una pascua inusitada, la gracia, la alegría y la belleza de su culto. Una reforma de la Iglesia que se parase en el umbral del culto, que no llevara consigo un cambio litúrgico y que no se concretase en él, esterilizaría la palabra de Dios en vez de permitir que produjera su fruto. Por eso, no creo exagerado decir que si la renovación litúrgica que conoce nuestra época retrocede ante la inmensa empresa de una reforma litúrgica, si tiene miedo de acometerla, ahí estará nuestra condenación. No es una mejor catequesis, ni una reorganización de la Iglesia, ni una toma de conciencia de la llamada que dirigen a la Iglesia los cansados y abrumados, lo que justificara a la Iglesia de nuestra generación: es una forma litúrgica, porque ésta justificará también, de rechazo, la catequesis, la organización eclesial y la diaconía, salvándolas del peligro del intelectualismo biblicista, del juridicismo o del activismo social. 3. El culto, corazón de la comunidad local La lectura de los teólogos protestantes contemporáneos evidencia que el consenso es general; sin dudarlo, creen que el culto es el centro de la vida comunitaria cristiana, y esto es obvio. Así se significan dos cosas: En primer lugar, el culto es en cierta forma el criterio de la vida parroquial: es sano lo que es apto para encontrar su sitio en el culto, lo que soporta orientarse hacia él y lo que puede dar fácilmente fruto con vistas al mismo; es malsano lo que no soporta esta implantación u orientación. Una catequesis que no tenga la

meta de sostener a “los adoradores que el Padre busca” (Jn 4,23) estaría vaciada. Una organización parroquial que se desinteresase del culto sería parasitaria. Una diaconía que no quisiera aparecer como aceptadora de la intercesión de la Iglesia estaría profanada. Cuando se ve la agitación que sacude a tantas parroquias y que les hace confundir el insomnio con la vigilancia, se desearía, a veces, imponerles un año sabático, en el que no tendrían otra actividad que el culto parroquial, para que aprendan de nuevo a ver lo que deben hacer o no, teniendo en cuenta este centro. Probablemente podrían dejar muchas más actividades de las que creen al estar sumergidas en esa agitación. Pero decir que el culto es el corazón de la comunidad cristiana, no es recordar simplemente el criterio de lo que debe ser y vivir, sino que trae a la memoria el hecho de que si el cultos se para, la Iglesia muere. La Iglesia vive gracias a su culto. Este está efectivamente vivo con sus movimientos de diástole y sístole, como el corazón. Lo mismo que este órgano es una bomba aspirante e impelente en el cuerpo animal, el culto lo es para la vida parroquial. Desde el culto, misa, la Iglesia se extiende por el mundo para mezclarse como la levadura con la masa, para darle gusto como su sal, para permitirle ver como su luz, y la Iglesia viene hacia el culto, hacia la eucaristía, desde el mundo, como un pescador que recoge sus redes o un campesino que guarda la cosecha. Desde el culto y hacia él viven las actividades parroquiales que se justifican verdaderamente. Con frecuencia se tiene miedo del movimiento de sístole, como si fuera la Iglesia a replegarse sobre sí misma, a olvidar su misión en el mundo, a enfermar. Este temor que me parece vano por dos razones. Primero, por una razón psicológica: la Iglesia se moriría si no tuviese un culto que no fuera una misa, en el sentido que hemos visto, como un ser vivo moriría si tuviera un corazón que no pusiera en movimiento la sangre gracias a la diástole y la sístole. Con otras palabras, la evangelización es la pareja absolutamente obligada del culto, como éste lo es de aquélla. Pero el temor del movimiento de sístole me parece vano sobre todo por una razón teológica: cuando la Iglesia se reúne para el culto, cuando se convierte en una asamblea litúrgica, no se repliega en sí misma, sino que se acerca a Dios, para consagrarle, en la acción de gracias, en la eucaristía, lo que es y lo que tiene. Hay que dudar de la presencia de Dios en el culto para desconfiar de la vida litúrgica, lo mismo que de la victoria de Cristo sobre el mundo para desconfiar de la acción misionera. La Iglesia no puede tener una u otra: debe tener ambas.

3 EL CULTO, FIN Y FUTURO DEL MUNDO Hemos visto lo que sucede en el culto: la recapitulación de la historia de la salvación. Hemos visto la importancia del culto para la Iglesia: por el culto y en él es ella misma, toma conciencia de sí misma, se confiesa a sí misma, es decir, éste es, para la Iglesia, el lugar de su epifanía. Pero precisamente por recapitular la historia de la salvación y por ser el lugar de la epifanía de la

Iglesia, no es aún la exultación del reino que no podrá tener fin: el culto se celebra en este mundo. Hemos de ver en este capítulo si tiene alguna importancia para el mundo el hecho de que el culto se celebre en él, y si éste concierne de alguna forma al mundo. Hay que responder a esto con calma y seguridad, y, a pesar de todos los desaires que pueden venir de parte del mundo, para éste es de una importancia absolutamente decisiva la celebración del culto cristiano, ya que éste indica al mundo su límite y le ofrece también su verdadero futuro, si quiere entrar en esta pascua, en este paso, que es el culto. En este capítulo, pues, hablaremos del culto como amenaza y promesa para el mundo. Pero antes de entrar en materia, es preciso, hacer dos observaciones previas, y después de haberlas tratado, será preciso, muy brevemente, intentar ver la relación que hay entre el culto y la evangelización. 1. Dos observaciones previas Para que sea posible situar el culto cristiano con relación a la vida del mundo, es preciso poder distinguir entre la Iglesia y el mundo, entre lo sagrado y lo profano. Con frecuencia se teme esta distinción: se cree que era válida en tiempos de la antigua alianza, y que desempeña un papel real en las religiones paganas; pero se dice que la encarnación del Hijo de Dios en Jesús de Nazaret y la reconciliación entre Dios y el mundo sellada por el sacrificio de la cruz han puesto fin a esa distinción y la han hecho completamente anacrónica. Se presenta como prueba el desgarramiento de la cortina del templo, cuando espiraba Jesús ( Mc 15,38 y par) y la destrucción del mismo templo años después. Sin embargo, hay que mantener esta distinción entre lo sagrado y lo profano, y en esto estriba la justa apreciación de la misión de la Iglesia en el mundo, como pueblo profético, sacerdotal y regio. Evidentemente, querer mantenerla según la manera judía es algo absurdo y anacrónico: la circuncisión ha quedado atrás, igual que la celebración del culto del templo de Jerusalén y la observancia del sábado. Pero la nueva alianza no ha suprimido todo esto, sino que lo ha reemplazado. El bautismo es el medio de entrada en el pueblo de la promesa, el cuerpo de Cristo es el sacramento de la presencia de Dios entre los hombres, y el domingo es el día de la asamblea de los fieles. El hecho de la existencia de un bautismo, una iglesia y un domingo prueba que continúa siendo necesaria la distinción entre lo sagrado y lo profano; renunciar a esto es poner en duda la necesidad del bautismo, la especificad de la Iglesia y la legitimidad del domingo: más aún, así se sitúa uno en una teología gloriae o se rechaza la doctrina de la encarnación. Situarse en una teología gloriae es colocarse más allá de la resurrección, porque en el reino todo será sagardo o profano, las dos palabras entonces serán intercambiables. En este sentido, la negativa a distinguir va contra el tiempo. O se duda de la doctrina de la encarnación, y se cree que el mundo venidero es demasiado débil, o demasiado despreciable, para suscitar aquí algo distinto a un deseo codicioso, o para promover los signos de su presencia

real. Por tanto, o se confunde el mundo y el reino, o se niega la posibilidad de poseer éste en el futuro. Se sucumbe así a la tercera tentación que sufrió Cristo en el desierto (Mt 4,8 s) o se niega que esta tentación pueda tener un alcance existencial. Con otras palabras, es no admitir el encontrarse donde Dios ha colocado la Iglesia: antes de la parusía, pero después de Pentecostés. Se niega la simultaneidad de los dos eones, afirmando que este siglo queda suprimido o bien que el siglo futuro es radicalmente incomunicable con éste, y que no se pueden situar cabezas de puente en él. Positivamente: si se hace necesaria una distinción entre lo profano y lo sagrado es causa de lo entrelazados que están estos dos siglos.

¿De dónde viene la desconfianza hacia esta distinción? Sin duda, de la tendencia de este siglo por asimilar todo lo que depende del venidero, y, por consiguiente, todo lo que lo discute. No quiere en su seno un pueblo de profetas, de sacerdotes y de reyes; un pueblo que lo juzga, que tiene la pretensión de sustituirlo en los asuntos esenciales, y de ser un vicario en el reconocimiento de su verdadero destino; un pueblo que quiere permanecer libre. El siglo presente intenta todo lo posible para disminuir y para naturalizar la gracia. Esta desconfianza viene, pues, de una profanación de la Iglesia, y del consentimiento de la Iglesia en ello. Esto aparece de una manera particularmente dolorosa en la degradación del milagro del bautismo a la categoría de una ceremonia folklórica generalizada, o en el consentimiento de la Iglesia a las pretensiones del estado para integrarla en su estructura ordinaria. Se desconfía muchísimo de la distinción entre lo sagrado y lo profano cuando no se encuentra disgusto en lo multitudinario. Esta desconfianza viene también de cierta impaciencia de la Iglesia: sabiendo que es católica, olvida que hasta la parusía su catolicidad debe pasar por la puerta estrecha de la santidad. Encargada de hacer conocer al mundo entero el amor de Dios a este mundo y la salvación que posee para el mismo, olvida que hay en él puercos y perros (Mt. 7,6), y entrega la gracia sin controlar la manera de recibirla. La certeza de la victoria de Cristo es tan enceguecedora que olvida el hecho de que el Señor será hasta su venida, para el mundo (Lc 2. 34): el mundo le parece tan vencido que eres que ha perdido todas sus posibilidades de revolución y todas sus garras (cf. Dt 21. 12), y que se ha convertido en un aliado del que no tiene que desconfiar. En vez de contradecirlo, va a poder santificarlo. No es casualidad que todas las recomendaciones de los padres sobre el bautismo de los recién nacidos sean posteriores a la conversión de Constantino, ya que tenían la esperanza de que no habría más persecuciones. Con otras palabras, la desconfianza hacia una distinción entre lo profano y lo sagrado suele venir de una baja en la tensión escatológica. Digo esto para recordar que no es sólo una falta teológica el impacientarse por esta distinción, también es una carencia evidente en la capacidad de poder descifrar los signos de los tiempos.

Todo, pues, lleva a creer que la historia contemporánea se va a encargar, de un forma completamente nueva, de recordar a la Iglesia que debe tomar coneciencia de su alteridad con relación al mundo, de su carácter sagrado. No hay que exagerar el peligro que puede correr la Iglesia por emplear esa distinción, encontrada de nuevo, para refugiarse en lo sagrado y complacerse en él. Temer demasiado ese peligro significa no tener confianza en el Espíritu que habita en la Iglesia. Si ésta no ha muerto por la identidad tan fuerte entre lo sagrado y lo profano que ha habido durante la época de la cristiandad en que se defendía lo sagrado por la ordenación al ministerio sagrado más que por el bautismo, por las especies eucarísticas más que por el culto, no hay que temer que muera al reaparecer, frente al mundo, como pueblo profético, sacerdotal y real. El pietismo es sospechoso en la época de la cristiandad. En la situación política precristiana o poscristiana, el “pietismo” es, para la Iglesia, algo indispensable para su misión en el mundo; no se debe al azar el hecho de que la Iglesia de nuestro tiempo manifieste su toma de conciencia de pueblo minoritario por una renovación a la vez litúrgica y misionera. La segunda observación previa se refiere al carácter público del culto. La Confesión helvética posterior da, aquí también el tono. En el c. 22, al tratar de “las asambleas sagradas y eclesiásticas”, dice: Se requiere que las asambleas eclesiásticas sean públicas y muy frecuentes, y no ocultas, ya que la persecución de los enemigos de Jesucristo y de su Iglesia no lo impide. Pues sabemos que las de la Iglesia primitiva se celebraban en lugares secretos, en la época de la tiranía de los emperadores romanos. 19 Hay que precisar aquí varios puntos. No es su publicidad, sino su celebración, lo que hace del culto el fin y el futuro del mundo. La publicidad del culto es deseable, pero no aprueba ni desaprueba la validez del mismo. Además, el “culto” como tal no puede ser “público”, en el sentido pleno de esta palabra, sin falsearse. Quiero decir que la celebración del culto es, por derecho, comunitaria, y no se admite en ella a los bautizados. En este sentido, sólo puede ser una celebración “pública” cuando todo el “público” de una localidad esté bautizado, sin que haya entre ellos ningún excomulgado. Esta situación se va haciendo cada vez más excepcional, y mucho más, aún durante bastantes años, porque las divisiones confesionales no permitirán a todos los bautizados de un lugar celebrar todos el culto cristiano. Además, para que fuera una celebración “pública”, y por tanto, abierta a todos, sería necesario, en nuestras circunstancias, que no fuera una celebración comunitaria, sino un espectáculo al que se pudiera asistir sin participar en él. Hay que distinguir entre la proclamación del evangelio y la celebración del culto. La predicación debe buscar la publicidad (Mt 10, 27); debe impacientarse cuando las circunstancias políticas la obligan a la clandestinidad o a un 19

Cf. W. NIESEL, o. c., 21, 175, etc.

lenguaje en calve. A ella pertenece entrar en el mundo para buscarlo y para ponerlo en situación de responderle. El culto se celebra entre los que han creído en el evangelio: sólo los bautizados forman las comunidades. Según la tradición, la parte pública del culto es al mismo tiempo homilética, destinada a los bautizados y a los catecúmenos, más que en los creyentes y a los no creyentes. Esto debe haber sucedido ya en los tiempos apostólicos, porque los “no iniciados o infieles” que menciona San Pablo como huéspedes de esta parte homilética, lo son más bien de forma hipotética (1 Cor 14, 23 s.). La acción misional, por tanto, se realiza mucho más por la predicación pública que por la celebración del culto.20 En resumen, el culto no tiene necesidad de ser público, abierto a todos, para que se refiera al mundo entero. Incluso si se celebra en privado por dos o tres, Jesucristo está presente y, por esto, el culto de la Iglesia posee una trascendencia que alcanza a todo el mundo, siendo a la vez una amenaza y una promesa. A continuación vamos a examinar estos aspectos. 2. El culto, amenaza para el mundo El culto, negación de la autojustificación del mundo. El culto cristiano es el memorial del cuerpo y de la sangre de Cristo ofrecidos para salvar el mundo. El memorial del cumplimiento de todo lo que Dios quería, de la consumación de la historia. Con la muerte de Cristo en la cruz, todo está realizado. En este cuerpo de Cristo, sangrante y desgarrado, Dios ha alcanzado su propósito. La historia del mundo ha llegado, en principio, a su término. Esta muerte en cruz, con su poder inusitado y explosivo, rompe los fundamentos más profundos de la historia de nuestro mundo y las cimas más altas de los tronos y potestades supraterrestres. Por su virtud, toda la historia se hace porosa, de forma que el último día l puede empapar por completo (P. Brunner). Cada vez que la Iglesia se une para celebrar el culto, para “proclamar la muerte de Cristo” (1 Cor 11, 26), anuncia al mismo tiempo el fin del mundo y su derrota; se define contra la pretensión del mundo que quiere proporcionar a los hombres una razón de ser válida, y renuncia a él; por estar compuesta de bautizados, afirma que la vida adquiere su sentido sólo más allá de la muerte a este mundo, es decir en la resurrección con Cristo. El culto es la peor negativa que se puede dar a las pretensiones del mundo que se considera capaz de ofrecer a los hombres una justificación eficaz y suficiente. No hay nada más convincente contra el orgullo del mundo y contra su desesperanza que el culto de la Iglesia. Cuando San Ireneo insiste en el carácter público de la enseñanza tradicional de las cátedras episcopales contra las tradiciones ocultas de los gnósticos, no quiere hablar de una publicidad “mundana”, sino de una publicidad en el interior de la Iglesia.

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A título de ejemplo, se pueden mencionar aquí las doxologías que se escuchan en el culto. Tienen un carácter eminentemente polémico, cuando la Iglesia hace suya la oración dominical diciendo “te sea dada toda honra y gloria por los siglos de los siglos...”; cuando proclama que “a Dios único sabio, sea por Jesucristo la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Rom 16, 27); cuando afirma. Digno eres, Señor Dios nuestro de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas (p 4, 11); o, salud a nuestro Dios, al que está sentado en el trono, y al cordero (Ap 7, 10);21 Cuando desde tiempos muy remotos terminan los salmos con la antífona la gloria y cuando en el momento del credo hace presente en cierta manera el bautismo, renuncia a Satanás y a sus obras, al mundo y a sus pompas, a la carne y a sus deseos, y consagra su vida, cueste lo que cueste, a servir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo contra los dueños de este mundo. Decir “gloria a Dios” es protestar contra las potencias y los poderosos que creen poder saciar la esperanza de los hombres, es negar sus pretensiones, y recordarles, con riesgo de represalias, que por su orgullo Jesús Ha despojado a los principiados y a las potestades, y los sacó valientemente a la vergüenza, triunfando de ellos en la cruz (Col 2, 15). En este sentido, el culto cristiano, por su celebración, es un acto profundamente político: recuerda al Estado el carácter limitado y provisional de su poder, y cuando el Estado reclama para sí una confianza y una obediencia absoluta, el culto cristiano protesta contra esta pretensión de reivindicar un reino, un poder o una gloria que solamente pertenece a Dios. El culto, preludio del juicio final De doble manera es un preludio del juicio final. En primer lugar, porque se sitúa respecto del mundo como el reino se situará respecto de la gran asamblea que permitirá la separación escatológica. El culto es, aquí abajo, el lugar de reunión de los que han sido “trasplantados en el reino del Hijo” (Col 1, 13), los que han emigrado del mundo a la Iglesia. En efecto, el culto reúne, por adelantado, a quienes han sufrido el juicio final de forma sacramental, gracias al bautismo, que los asocia a esa anticipación determinante del juicio final que es la muerte y la resurrección de Jesucristo. La misma presencia de la Iglesia reunida en l alegría de su Señor es así, para el mundo, un preludio del juicio final. Cf. También 1 Tim 1, 17; 6, 16; Jds 25; Ap 1, 5; 4, 8; 5, 9 – 10; 5, 12.13 b; 7, 12; 11, 15.1718; 12, 10-12; 15, 3 b-4; 16, 7; 19, 1-2; etc.

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También los es para quienes celebran el culto, pues el bautismo solamente es un trasplante sacramental. No quiere decir esto que carezca de eficacia y de realidad, sino que puede quedar comprometido o incluso anulado por la pereza de los que se benefician del bautismo (cf. 1 Cor 10, 1-13). También para los cristianos, la autojustificación sigue siendo una amenaza real, ya que si son santos, deben serlo de verdad, y hay que combatir continuamente para alcanzar la victoria. El cristiano también es un hombre que ha de interrogarse ante el culto. Conoce en sí mismo el antagonismo que existe entre la Iglesia y el mundo, aunque sea consciente de que el porvenir pertenece al hombre nuevo. Para quienes celebran el culto, éste preludia el juicio final de dos maneras: por sus elementos y por su estructura. Entre los elementos del culto, para ser breve, no citaré sino la predicación, la santa cena y las oraciones22. La predicación, también la parroquial, es un suceso escatológico por medio del cual interviene Dios haciendo que los hombres renuncien a sí mismos, o confirmando la renuncia ya hecha, confiando la vida éstos al único que puede salvar a todos de la perdición, a Jesucristo. Es verdaderamente, como lo hace notar J. Bengel comentando 1 Pe 3, 19, un “preludio del juicio universal”. La comunidad reunida alrededor de la palabra apostólica del evangelio es el lugar donde uno se orienta hacia la vida eterna o hacia la muerte eterna (P. Brunner). Contrariamente a lo que se cree con frecuencia, en la predicación ocurre algo de interés para los hombres. Les sucede algo. La predicación es un acontecimiento que se puede colocar paralelamente a un exorcismo: se expulsa a los demonios y se devuelve a Dios lo que le pertenece; como en el juicio final, elegirá para sí a quienes escaparon definitivamente de las asechanzas del demonio. También la eucaristía es un suceso escatológico, una prefiguración del futuro. Piénsese en las parábolas del banquete o en las nupciales, que muestran que se llega a la mesa del Señor por medio de un juicio. Además, el comulgar no es una garantía de salvación, como lo muestran el que Judas Iscariote participase en la institución de la cena y el invitado de la parábola que no tenía vestido adecuado (Mt. 22, 11 s.). Por eso, inmediatamente antes del banquete, se avisa a los comulgantes: “si alguno no ama al Señor, que se anatema” (1 Cor 16, 22; Didaché 10, 6; ef. 1 Cor 11. 28 s.) Si es indudable que el banquete eucarístico es el de que habla Ignacio de Antioquia (A Ef 20,2), este remedio no actúa de una forma automática y mágica; es una promesa con la que se puede contar en la fe, pero que hace beber y comer su condenación a quien no vea en ella una gracia; también se decide en la cena la suerte eterna de los hombres. Hablemos, finalmente, de la oración que hace también del culto un preludio del juicio final. La oración litúrgica es profundamente escatológica; apela al fin del mundo y amenaza al siglo presente, no sólo a los cristianos sino Acabamos de hablar de la doxología y del credo. Dejo de lado el bautismo porque no es un elemento ordinario del culto parroquial.

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al mundo entero: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. O incluso: (venga la gracia y pase este mundo).23 Orando así se demuestra, es verdad, la esperanza, pero se invoca también al juez y se pide ser juzgado; cada vez que se recita la oración dominical se corre el riesgo de que sea escuchada de una forma muy dolorosa para el que la pronuncia. Pero el culto no es un preludio del juicio final únicamente por elementos más importantes. También lo es por su estructura tradicional, por comprender dos momentos, igual que el fin del mundo: en el primero, la palabra invita a una decisión y efectúa una separación; y después de ésta, en el segundo momento, se participa de la alegría del banquete mesiánico; justo lo que se llamará más tarde misa de los catecúmenos y misa de los fieles. Aunque la fórmula de despedida al final de la primera parte se haya atenuado muchísimo a lo largo de los siglos, yendo desde una anatema hasta una bendición, el hecho de haber mantenido (en oriente incluso en la actualidad) una exclusión de los no bautizados y de los excomulgados en el momento de comenzar la celebración eucarística, es el signo de que el culto es el preludio del juicio final; también el culto es una amenaza por su desarrollo para quienes se niegan a morir y resucitar con Cristo y para quienes se niegan a confirmar con su vida la gracia recibida en el bautismo. Muestra de que la salvación no es algo que marcha por sí misma, sino que sólo se encuentra más allá de la conversión. El culto cristiano, Protesta contra los cultos no cristiano El culto cristiano es, finalmente, una amenaza para el mundo porque desenmascara la vanidad y la perversión de lo que busca el mundo para su justificación más íntima; la vanidad y la perversión de los cultos imaginados por este siglo. Veremos que el culto cristiano es el juicio y el perdón de los demás cultos. Hay que comenzar diciendo que es su juicio. No hay entre ellos escala ni nivel. Hay un abismo, y este precisamente exige que se mantenga la distinción entre lo profano y lo sagrado. No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunidad entre la luz y las tinieblas? ¿Qué concordia entre Cristo y Belial? ¿Qué parte del creyente en el infiel? ¿Qué concierto entre el templo de Dios y los ídolos? Pues vosotros sois templo de Dios vivo, según Dios dijo: “Yo habitaré y andaré en medio de ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo”. Por lo cual, salid de en medio de ellos y Didaché 10, 6. Las oraciones eucarísticas de la misma (c. 9 y 10) son muy típicas de este carácter prefigurativo del juicio que es el culto cristiano.

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apartaos, dice el Señor, y no toquéis cosa inmunda, y yo os acogeré y seré vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el Señor todo poderoso (2 Cor 6, 14-18). Solo es posible llegar al culto cristiano por la conversión, que no es una aceleración del proceso natural, sino una ruptura, una muerte y una renuncia. Esto no quiere decir que el culto cristiano no tenga relaciones con los cultos paganos, sino que su relación es la misma que existe entre la verdad y la mentira. “Evidentemente, la mentira no lo es sino respecto de la verdad. Es la realidad asesinada de la verdad…” (P. Brunner); por eso hay que desenmascararla. No es una verdad previa, provisional, preparatoria, sino lo contrario de la verdad. Por eso, el culto cristiano protesta por su celebración, con la que hay de más profundo, de más misterioso y de más determinante en el mundo, contra el culto pagano. 24 En el culto cristiano, celebrado en este mundo, hay una provocación a todos los no – cristianos, y por consiguiente, se proclama el señorío de Cristo y la derrota de Satanás. No se debe creer que solamente la predicación misionera del evangelio haga retroceder las pretensiones del demonio. La celebración del culto tiene el mismo efecto. Como Ignacio de Antioquia escribía a los efesios: … Cuando os reunís, se abaten los poderes de Satanás y se disuelve su obra de ruina por la concordia de vuestra fe. Nada es mejor que la paz, en la que toda la guerra de los poderes celeste y terrestres (contra nosotros) se reduce a nada (A Ef 13, 1s.). 3. El culto, promesa para el mundo Jesucristo no es solamente el fin de nuestro mundo; si el mundo consiste en renunciar a sí mismo, al no querer ser su auto-justificación y su propia razón de ser, también es su futuro; “Jesucristo es nuestra esperanza”, dice San Pablo (1 Tim 1, 1; cf. Col 1, 27). No es únicamente quien condena y hace morir, sino también quien perdona y hace revivir. Si en el párrafo anterior era preciso invocar el viernes santo, aquí hay que tener presente el misterio pascual. Muy esquemática y brevemente queremos mostrar que la Iglesia hace por medio del culto lo que el mundo no puede hacer, ya que aquél es para ésta una promesa, y de ahí el perdón y el cumplimiento de los cultos no – cristianos. El carácter vicario el culto Comencemos con una afirmación profunda y verdadera de Otto Haendler: … El culto celebrado hic et nunc de una manera específica por la Iglesia cristiana es la expresión concreta y vicaria (o sustitutiva) del sentido fundamental y de la actitud esencial de todo el cosmos, es decir la expresión dela adoración ininterrumpida del Se ve, invirtiendo los conceptos, la importancia del culto como medio determinante de toda la existencia humana cuando tiene uno presente las repercusiones totalitarias de un culto pervertido; véase Rom 1, 24-32.

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Dios vivo por el conjunto de la creación. La finalidad creadora de Dios era convocar al mundo entero para que, conducido y ofrecido por el hombre, encontrase la plenitud y la paz celebrando a Dios y conociendo su reposo (Gén. 1, 1-2, 4). La intención creadora de Dios era, en definitiva, litúrgica. Pero el hombre ha desorientado el mundo por su pecado, lo ha desviado de su verdadero origen y ha reducido a suspiros de angustia el culto que debería ser el suyo. Este trastorno del mundo Dios lo ha negado y por eso instituye en el tiempo la historia de la salvación; desde la prefiguración del fin del mundo que es el diluvio o la desaparición del ejército egipcio en el mar Rojo hasta la victoria del día de pascua y la venida del Espíritu Santo, pasando por todas las etapas, ascendentes y descendentes, del pueblo elegido, hasta el punto culminante de la encarnación del Hijo de Dios en Jesús de Nazaret. A este respecto, es muy sintomático notar que Jesús devuelve no sólo la paz a los hombres, sino a todo el mundo; los animales salvajes se domestican (Mc 1, 13), los pájaros del cielo se integran en la providencia de Dios (Mt 10, 29), los lirios del campo, en su doxología natural, se visten con más gloria que Salomón (Mt 6, 28), la tempestad se calma (Mt 8, 23 s.), el pan y el vino se multiplican (Mt 14, 13 s.; 15, 29 s.; Jn 2, 1s.) y los tesoros de las naciones afluyen a sus pies (Mt 2, 11). Todos estos hechos afirman que “si Jesucristo es nuestra esperanza” (1 Tim1, 1), también lo es de toda la creación. Sólo que esta nueva orientación de los hombres y de las coas debida a Jesucristo no es sino muy parcial, y no aparece aún de forma manifiesta, ya que se mantiene oculta en el culto cristiano. Pero se encuentra ahí. El culto es también el momento y el lugar donde, aquí abajo, los hombres y el mundo encuentran su primera finalidad y descubren la última, que es celebrar la gloria de Dios. El culto es también el momento y el lugar en que los hombres y el mundo pueden llegar a ser lo que realmente debían. Pero hay que subrayar que el culto no es el momento y el lugar por sí mismo, sino que lo es por el mundo, sustituyéndolo; hace lo que toda la humanidad y toda la creación deberían hacer y es lo que toda la humanidad y la creación deberían ser. Así se entiende el carácter vicario del culto: sustituye al mundo porque puede realizar en Jesucristo una obra que él no puede hacer solo. Por eso, la iglesia debe el culto a Dios y también al mundo, para mostrarle el pasado que nunca debería haber perdido y el futuro que le está prometido. La ausencia del culto empobrecería de forma definitiva al mundo. Sin entrar en destalles, quiero añadir dos notas a esta afirmación. La primera es que estamos aquí en el mismo corazón de lo que la Escritura entiende por, la santa acción sacerdotal del pueblo de Dios. Es lo que ordinariamente se llama, de forma impropia, “el sacerdocio universal”. Esta doctrina, tan profundamente unida a la de la elección que se forja en el Antiguo

Testamento (Ex. 19, 6) y que el Nuevo cita varias veces (1 Pe 2, 5 y Ap 1, 6 y 6, 10) explica de una manera sacerdotal, mediadora, la misión, el lugar y el ministerio de la Iglesia para el mundo. Esto no tiene nada que ver con el problema de los ministerios en la iglesia, como si “sacerdocio universal” quisiera decir: sacerdocio de todo el mundo. Se olvida con mucha facilidad que se trata de una doctrina de la elección elaborada en el Antiguo Testamento. Esta acción sacrificadora real del pueblo de Dios se realiza principalmente en el culto, y por eso éste adquiere así un carácter mediador para el mundo y para la Iglesia que se encuentra reunida. La segunda nota es de orden más pastoral, cuando la iglesia celebra el culto, no se retira, mísera y temblorosa, hacia un pasado cultural ya enmohecido que únicamente importa a algunas viejas; cuando la Iglesia celebra el culto se vuelve hacia el futuro del mundo, se precipita hacia él, y gusta ya lo que él se puede saborear aquí abajo. Desempeña su papel de, de primicia de las criaturas (Sant. 1, 8). La imagen más exacta del futuro del mundo no nos la da Hiroshima, sino el culto de la iglesia. Visto bajo el ángulo del fin, la glorificación de Dios, que comienza aquí en la tierra con el culto que el cristiano mismo celebra en la asamblea litúrgica, es el acontecimiento decisivo que Dios busca y que permanecerá, un suceso con la impronta de una validez para siempre, por cuyo medio el reino eterno de Dios penetra en este mundo que ha de perecer (P. Brunner). El culto, expresión del misterio de la creación He dudado un poco en poner este subtítulo resplandeciente, pero, teniendo en cuenta todo, creo que esto es lo que se debe decir del culto; basándonos en la reconciliación conseguida por la muerte de Cristo, el culto de la iglesia es el lugar en que el misterio de la creación, hombre y cosas, encuentra su expresión más auténtica, en este mundo pervertido y desorientado por el pecado del hombre, como es obvio, antes de la manifestación del reino. Por eso, el culto es el lugar en que se vuelve a ordenar el mundo entero, donde encuentra de nuevo su sentido y llega a ser él mismo; esto se realiza en el culto cristiano que proclama la reconciliación del mundo por la cruz de Cristo y que la comulgar con la carne del Hijo de Dios “ofrecido por la vida del mundo” (Jn 6, 51).25 Por eso el culto de la iglesia es el lugar donde se recogen y desde donde irradian la vida social, el derecho, la medicina, la diaconía, y también el descubrimiento, la explotación y la expresión del mundo, es decir, la ciencia, la industria y el arte. Aquí. Se hace realidad lo que es el primero, último y eterno sentido del ser de la criatura; acoger la gloria de Dios, para que incida sobre Es extraordinario ver hasta qué punto el capítulo 6 del evangelio de San Juan da un alcance central para el mundo entero y toda su vida al sacrificio de Cristo y a su anamnesis eucarística; véanse a este propósito las dimensiones que Justino da a la eucaristía en su Diálogo con Tritón, c. 41.

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sí misma como en un espejo y de ahí se extienda y llene el universo, siendo Dios todo en todos (P. Brunner). El culto es también el lugar donde, sin duda, de forma esporádica y equívoca, pero real, comienza esta metamorfosis escatológica de que habla el apóstol cuando dice: Todos nosotros a cara descubierta contemplamos la gloria del Señor y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu Santo (2 Cor 3, 18). El culto expresa el ministerio de la creación en primer lugar por medio de los hombres. Gracias a él, los hombres vuelven a ser de nuevo ellos mismos, porque se presentan ante Dios en la libertad que da perdón. Vuelven a encontrarse ellos mismos, porque encuentran de nuevo su verdadera vocación, su verdadero destino; por eso importa tanto diversificar los ministerios litúrgicos, como veremos al hablar de los oficiantes del culto, negándose a la monopolización de un solo pastor. Como lo hace notar K. Barth. … en el culto, y sólo en el de forma directa, se hace verdaderamente sería la labor de la iglesia como representante provisional de la humanidad santificada en Jesucristo. Provisional, porque no es la manifestación definitiva del reino. Pero sí, en primer lugar, son los hombres quienes se redescubren en el culto, esto sucede de forma solidaria con la creación que, también ella, encuentra en el culto de su expresión más auténtica en este mundo. Por eso, las cosas del mismo llaman a la puerta del culto pidiendo poder expresar en el que toda la tierra está llena de la gloria de Dios (Is. 6, 3). Por causa del abandono culpable del hombre en su papel de piloto y de liturgo del mundo, como se relata en la narración de la caída, el canto del mundo sólo es perceptible como suspiro de la creación. Pero en el culto, porque el hombre ha encontrado en Cristo, del cosmos, su función primitiva y ha descubierto su destino final, el suspiro de la creación puede convertirse de nuevo en su canto dejando los balbuceos, es preciso no amar el mundo para negarse a abrirle la puerta del culto cristiano; es preciso no tener piedad de él; es preciso despreciarlo basándose en un dualismo marcionista; es preciso dudar el poder santificador de la palabra y de la oración y de la posibilidad de transformar toda la creación en una acción de gracias (1 tim 4, 4 s.), para prohibir a sus formas, a sus colores, a sus acentos y a sus ritmos el acceso al culto de la iglesia. Hay algo fundamental en todo esto: el hombre no está invitado en el plan de Dios a unirse al culto de la creación en un panteísmo más o menos larvado, sino que la creación extrahumana pide poder celebrar su culto integrándose en el de los hombres regenerados. La idea tan corriente de que la naturaleza es el verdadero litúrgico, incluso del mismo hombre, de ahí que si éste quiere asociarse al culto verdadero, deba ir a los bosques y a las cumbres nevadas,

es completamente falsa, el hombres es el litúrgico del mundo, y la naturaleza le pide participar en su culto. El culto, expresión del ministerio de la creación. Antes hemos afirmado que el culto es para el mundo un preludio del juicio final. Ahora hay que decir que el culto es también para el mundo un preludio de la vida eterna. No es sólo una amenaza, sino también una promesa. No por fuerza dialéctica, sino por lo que ha sucedido en el corazón del misterio de las cosas que es la muerta y la resurrección de Cristo, porque Dios no quiere perder lo que condena, sino salvar lo que ha redimido. El culto cristiano Perdón y cumplimiento de los cultos no cristianos En el párrafo precedente hemos visto que el culto cristiano es una protesta contra los no cristianos, ya que hay entre ellos la misma incompatibilidad que entre la verdad y la mentira, es decir, hace falta renunciar a uno para poder penetrar en el otro. No se puede olvidar aquí lo que dijimos antes, peor hay que recordar al mismo tiempo que la protesta de la fe cristiana contra el mundo, la condenación del mundo por la fe, es una de las forma en que se presenta la misión; la iglesia no condena por el gusto de condenar, ni renuncia por el gusto de renunciar, condena y renuncia para revelar y llamar. Para revelar el fin de lo que condena, de lo que renuncia, y para manifestar que el mundo en cuanto tal, replegado en su propia justicia, no tiene otra posibilidad en el futuro que la predicción y también para llamar al mundo que se vuelva a encontrar en la justicia y en la plenitud, más allá de sí mismo, en la iglesia que es la garantía de su futuro. Por eso el culto cristiano no es simplemente una protesta radial contra los cultos no cristianos, es también una promesa que se les ofrece, porque no pueden obtener si no renuncian a sí mismos, pasando por el itinerario de la mortificación y vivificación del bautismo. Esta mata, pero también resucita y resucita precisamente lo que ha matado. En el bautismo no hay tampoco pérdida de la identidad entre el muerto y el resucitado, como no la hubo entre el muerto del viernes santo y el resucitado de la mañana de pascua. Cuando una nación recibe el evangelio y responde por medio de su conversión y consagración (lo hace regularmente de forma minoritaria, pero al hacerlo se convierte en un poder santificador para toda la nación), es esta nación y no otra la que responde. Tiene, pues, el derecho, pero no sólo el derecho, también el deber de responder al evangelio a su manera, según su propio carácter, teniendo en cuenta su propia cultura, y adquiere así un rostro que permite identificarla. Por causa de esta identidad, salvaguardarla a través de la muerte y de la resurrección bautismasles, mejor: condenada por esa muerte, pero justificada por esa resurrección, puede haber diversidad dogmática, teniendo en la base los mismos dogmas, diversas estructuras eclesiales, teniendo en la base los mismos medios de gracia. Aquí se origina la legítima diversidad de los cultos cristianos, de los que hablaremos más adelante.

Para ser breves, terminaremos con las tres consideraciones siguientes: El culto cristiano es, en primer lugar, el perdón de los cultos no cristianos. Al perdonarlos, los excluye, pues el perdón no justifica el pecado, sino que lo elimina. Una vez cristiano, hay que renunciar a los cultos paganos anteriores. Si Jesucristo, después de su triunfo en la cruz, tiene atados a los demonios que han pervertido el culto original para sacar provecho de ello, éstos no han muerto por muy deshonrados que se encuentren. Se interviene en un juego muy arriesgado cuando se quiere jugar con ellos, cuando se les hace pequeñas reverencias, como en el carnaval, y cuando se les concede cierta importancia, aunque sea banal, tomándolos como tipos mitológicos que permiten simbolizar la vida de los hombres: no sólo por la virulencia de los demonios, sino también por los deseos que estas manifestaciones hacen nacer por la “esclavitud egipcia”, por el tiempo en que no se estaba con Cristo. La sagrada Escritura no asimila por azar la recaída en estos cultos al adulterio, y es precio recordar que es posible cometer adulterio simplemente con los ojos. Pero el culto cristiano es también el cumplimiento de los cultos no cristianos. Estos no tienen nada que perder renunciando a sí mismos, muriendo en Cristo. Lo que ellos han pervertido va a nacer de nuevo, purificado, y se les va a devolver su intención profunda, su disponibilidad al don de sí mismos. Guardando las debidas distancias, porque el culto israelita es el único que no se pervirtió, siendo la primera etapa hacia el verdadero culto, y que, sin embargo, tuvo que renunciar a sí mismo, se podría decir que el culto cristiano perfecciona los cultos paganos como lo ha hecho con el de la antigua alianza, hay aún un límite entre quien ha admitido la elección y quien no la ha admitido y es el bautismo y no la circuncisión, hay un banquete de la alianza, pero no es la pascua judía, sino la eucaristía, hay en la tierra un lugar en que Dios está presente, pero no es el templo de Jerusalén, sino el cuerpo de Cristo; hay una garantía de la orientación del pueblo de Dios que prosigue su peregrinación a través de la historia, pero no es la ley, sino el Espíritu Santo, etc. Una vez más, para los cultos paganos el perfeccionamiento es mucho menos directo, es de segundo grado, si es que lo hay, siendo el de Israel de primero; pero, ya que Cristo es el recapitulador de todas las cosas, también los paganos perdonados encuentran en él su paz, con todo lo que son y tienen. Para acabar, es necesario decir que este perfeccionamiento de los cultos paganos por y en el culto cristiano, sigue siendo una empresa llena de riesgos mientras los demonios que suscitaban y satelizaban estos cultos sólo estén destronados. El reino es el único sitio donde no hay ya peligro de recibir las naciones y su gloria (Ap 21, 24). Durante este siglo la presencia, incluso perdonada de estos cultos, puede ser una trampa y una tentación (piense en las tentaciones que sufrió Israel por haber asumido plenamente la tierra que Dios le había dado). Por eso la Iglesia debe tener la libertad de recordar, por su severidad y exclusivismo, más el juicio final que el reino en los momentos de debilidad, precisamente cuando se desearía ofrecerles más sitio por causa de un impulso secreto o por enfriamiento en el amor a Cristo.

Pero puede haber también momentos en que, por solicitud ante los suspiros de la creación, la Iglesia tiene el derecho y el deber de perdonar estos cultos y permitirles que contribuyan a la plenitud de la adoración del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y poseer así un gusto anticipado del reino. 4. Culto y evangelización Puede uno preguntarse si lo que hemos visto hasta ahora y lo que vamos a ver a continuación no atestigua una ignorancia profunda de la situación en la que se encuentra hoy la iglesia y que es esencialmente misionera. ¿No exige esta situación que la Iglesia abandone las formas litúrgicas amadas o deseadas, para permitirle por el contrario dirigirse al mundo con más potencia y empuje? Hacer esta pregunta denota, en mi opinión, no simplemente la conciencia de un malestar evidente, sino, sobre todo, un desconocimiento profundo del destinatario del culto; pues ¿a quién se dirige el culto? ¿A Dios o al mundo? Evidentemente, si el culto se dirigiera al mundo, sería necesario adaptarlo sin discusión a lo que el mundo puede comprender. Pero el culto se dirige a Dios, y es preciso reconocer que la hipocresía homilética y la atrofia sacramental del culto tradicional de nuestra confesión nos lo han hecho olvidar. Hemos olvidado que la Iglesia está orientada doblemente, hacia el mundo en lo que henos llamado la diástole, y hacia Dios en la sístole, y es un error litúrgico profundo, P. Brunner llega incluso a llamarlo herejía, en un contexto un poco diferente, querer confundir esta dos orientaciones, como sería igualmente una herejía quererlas separar, teniendo en cuenta solamente a Dios o solamente al mundo. La Iglesia, cuerpo de Cristo, pueblo sacerdotal, ocupa en el mundo una función mediadora. Por eso, no se puede confundir el culto con la evangelización o con la diaconía, y por consiguiente, los pensamientos ocultos de la evangelización no tienen nada que ver, directamente, con la celebración del culto. Es indispensable que la iglesia intente buscar al hombre contemporáneo, ir a su encuentro, y andar a su lado, y hoy, incluso por partida doble. Pero no debe hacerlo por medio del culto. Este es algo distinto: es el lugar donde, finalmente, la iglesia reunirá en la adoración, la alabanza y la acción de gracias, a quienes ha alcanzado por medio de la evangelización. El culto de la iglesia no es el culto de los hombres en general, mientras dure este mundo es el culto de los bautizados, es decir, de los que el Evangelio han transformado convirtiéndolos y reuniéndolos en la Iglesia, y desde allí podrán a su vez afrontar el mundo y encontrar a Dios. Se objetará evidentemente que el culto de la Iglesia no deja de tener una relación profunda y viva con la evangelización, porque en el culto no sólo se ofrece a los fieles el signo de su salvación en la eucaristía, sino que también reciben la palabra de Dios en las lecturas y en la predicación. Aún cuando se trate de bautizados, el culto de la Iglesia tiene un aspecto de evangelización que no hay por qué poner en duda, es el aspecto que aparece en la primera mitad del culto, en lo que se llamaría misa de los catecúmenos, que no es exclusivamente de éstos, en el sentido de la Iglesia primitiva, quienes se preparan para el bautismo, también los fieles, siempre de nuevo, tienen

necesidad de reunirse y ser conducidos hasta el culto propiamente dicho, por causa de su presencia en el mundo como extranjeros y peregrinos. Si la iglesia romana no exige de sus fieles que participen en la misa de los catecúmenos26 y si, por tanto, considera que su presencia en el momento de la elevación es suficiente para que conste su obediencia cristiana, hiere terriblemente a la predicación litúrgica, que pierde sus exigencias por perder su necesidad, más aún, olvida una vez más, que la Iglesia, incluso en su culto, no es todavía el reino, y que el cristiano, hasta el más consagrado, debe luchar constantemente contra el mundo que intenta situarlo en el estado anterior al bautismo, entre los que tienen que aprender todo. Sin embargo, si es preciso que el culto tenga un momento en que la evangelización sea un cuidado consciente, como lo expondremos en detalle, más adelante, incluso entonces no es este cuidado la capital: en el culto, lo capital es permitir que la iglesia encuentre su orientación hacia Dios y la vida. Por eso, la iglesia debe, no en su culto, sino al lado de éste, absolutamente, proseguir el esfuerzo de evangelización por el que va en busca de quienes ella conduce hacia el Señor para vivan en su gloria. Si la situación de cristiandad nos ha hecho olvidar en gran parte la evangelización necesarias o la ha situado principalmente en el culto, el fin de la cristiandad no nos debe obligar a cometer el error inverso, y a olvidar que el culto es necesario, y necesario como tal. Además, no se puede negar que el culto en sí mismo, sin ninguna preocupación directa de evangelización, por el hecho de celebrarse y de ser un poder irradiador de alegría, paz, libertad, orden y amor, sea un poder de evangelización. No es cierto que la celebración del culto sea suficiente para evangelizar al mundo, ni hay que intentar justificarlo por esto, ya que lo que justifica el culto es Dios que lo suscita, lo hace posible y le agrada. Como bien hace notar K. Barth: El culto eclesial es la obra de Dios, que se hace por sí misma ¿No es salvífico y consolador para el hombre de hoy, ese pobre hombre pragmático, saber que hay algo que ciertamente tiene su aspecto pragmático, pero que no puede basarse en razones de este tipo, sino que tiene su fundamento primario en el hecho de estar ordenado? Esto es el culto eclesial. Pero si no e puede renunciar a la evangelización porque el culto tenga también un poder evangelizador, tampoco se puede negar que la sola celebración del culto exige en el mundo un signo que es para éste una pregunta sobre sí mismo y una promesa, como hemos visto en este capítulo, de esta forma, tiene un poder de evangelización que con frecuencia ni siquiera se sospecha. Por eso importa mucho que el culto cristiano se celebre con un máximo de exigencias teológicas y de fervor espiritual.

Téngase en cuenta que el original estaba escrito antes del concilio Vaticano II, donde se ha insistido notablemente en la importancia de la “misa de los catecúmenos” (cf. Const. Sacrosanctum concilium 35, 51 y 52 (N.T.).

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LAS FORMAS LITÚRGICAS Hemos visto que el culto cristiano es una recapitulación de la historia de la salvación y una epifanía de la iglesia, a la vez que atestigua el fin y el futuro del mundo. Ahora vamos a intentar responder a la pregunta de si el culto puede hacerse “a la hora buena de Dios” o si, por el contrario, debe no sólo tomar formar, sino una determinada forma. Trataremos esto hablando de la necesidad y límites de las formas litúrgicas, de los diferentes estadios en que se expresa la litúrgica, y del rigor y de la libertad en la formulación litúrgica, finalmente, podemos hablar de las relaciones entre el culto y la cultura. 1. Necesidad y límites de las formas litúrgicas´ Si el culto es una recapitulación de la historia de la salvación, tienen que testimoniar que Jesucristo ha entrado en el mundo y lo ha salvado, que ha habido una navidad y una ascensión, después de la pasión y de las resurrección. Es preciso explicar todo esto. En primer lugar hay que hablar brevemente de la necesidad de las formas litúrgicas. Si se dijera que el culto tiene necesidad de formas sólo porque reúne a los hombres y no hay vida comunitaria sin que tenga cierta forma, es decir, si se quisiera fundar la necesidad de las formas litúrgicas en el aspecto sociológico de la Iglesia, se quedaría uno muy por debajo de lo que es preciso decir; de una parte, porque habría que considerar las formas litúrgicas como un mal necesario, y , por otra, porque no se tendría otro criterio para juzgar de las formas del culto que el de la mejor aceptación a las necesidades litúrgicas; en resumidas cuentas, las formas serían indiferentes y no serían reveladoras de la obediencia. Pero en teología litúrgica, el problema de las formas es un problema esencial, ya que el culto es una recapitulación de la historia de la salvación, y ésta culmina en la encarnación. Antes de ser un movimiento que se eleva, el cristianismo es un movimiento que desciende, hasta tocar el mundo, para penétralo, para tomar forma; sólo después de esto, habiendo tomado ya forma, en y con ella, el cristianismo comienza a subir. Es el mismo movimiento de que hemos hablado ya antes, cuando nos referíamos a la diástole y a la sístole; este movimiento de encarnación y de ausnción d elo encarnado ejemplifica de una manera esecnial que Dios no quiere salvar sólo a las almas, sino a los hombres y el mundo. “Quien ha comprendido el mensaje de la encarnación del Verbo, dice Asmussen, nunca… podrá querer encontrar lo cristiano en lo que tienen forma”. Si es necesaria la forma litúrgica, se debe a que es un eco de la encarnación.27 ¿Se puede decir que la Iglesia forma su culto como la Virgen María a Jesús en su seno? Intentaremos responder a esta pregunta en el capítulo sobre los elementos del culto (c. 6), al examinar la interpretación de su estructura.

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Pero la encarnación es, como el encarnado, un signo de contradicción, (Lc 2, 34). Es escándalo, porque contradice todas las imaginaciones naturales que el hombre puede tener de Dios, materialistas y espiritualistas. Si las formas son necesarias, es que Dios nos ha mostrado con el nacimiento de su Hijo que no quería ésta sin el mundo, sin los hombres, sino, por el contrario, que los quería salvar. Y para conseguir esto, se encarnó, se ocultó entre nosotros haciéndose visible, audible y tangible en un hombre. Es preciso saber esto para comprender que si la forma litúrgica en necesaria, si es un eco de la encarnación siempre será escandalosa: no permitirá ver lo que expresa ante quienes no tienen fe; y ante quienes la poseen, les obligará siempre a permanecer en ella, a orar más que a ver, como observaremos que sucederá en el reino. La encarnación, con todo, no se limita a un escándalo; es también una llamada dirigida a todos los que la oyen, para encontrar en ella y por ella una esperanza, un futuro. Contrariamente a lo que se dice con tanta frecuencia, como excusándose de no ser espiritualista, Dios no se ha encarnado, al venir a visitarnos, por ser la forma menos escandalosa, la más adatada a nosotros; el docetismo se adaptaría mucho más a nuestros sueños y deseos que el mensaje de navidad. Dios se encarnó para tomar junto a sí y recuperar su creación y sus criaturas, para mostrar su solidaridad con el mundo y su amor hacia él, y para llamarlo a que encontrase de nuevo su verdadera orientación. Por tanto, podemos decir: si las formas son necesarias, es que Dios nos ha mostrado en la ascensión que el mundo y los hombres, la creación y las criaturas tendrían en adelante acceso a él sin tener que renunciar a su carnalidad, sino a su pecado. Renunciar las formas litúrgicas o desconfiar de ellas es, pues, discutir el mismo corazón de la fe cristiana: la presencia del Señor en Jesús de Nazaret y la salvación del mundo por su cruz, resurrección y ascensión. Pero hay que añadir ahora algunas notas sobre el límite de las formas litúrgicas. Hemos visto que son, por causa de la encarnación, no sólo legítimas, sino necesarias. No se realiza una elección entre la presencia o ausencia de las formas, sino entre buenas y malas formas (W. D. Maxwerll). Pero, ¿cuáles son las malas? ¿Las que carecen de gusto, de estilo, de coherencia y transparencia? Sin duda; pues no hay nada más hermosos que la verdad. Pero no nos sirve seguir aquí un criterio estético; es preciso recurrir a un criterio teológico par conocer el interior de los límites de la formulación litúrgica cristiana; esta formulación ha de ser, pues, legítima y necesaria. Existen dos reglas para hacer la elección, la primera es más objetiva, la segunda más existencial. Las formas litúrgicas tienen, en primer lugar, por límite el segundo mandamiento:

No te fabricarás escultura ni imagen alguna de lo que existe arriba en el cielo, o abajo en la tierra, o por bajo de la tierra en las aguas. No te postrarás ante ellas ni las servirás (Ex. 20, 4 s.).28 Esto no significa fundamental ni esencialmente que el culto cristiano deba separase por completo de toda celebración de los cultos paganos (esto es obvio, o al menos así debería ser, y es lo que exige el primer mandamiento), sino que quiere decir que la formulación debe coincidir con el límite de la misma revelación. En efecto, lo que el segundo mandamiento prohíbe no es hacer ídolos para representar otros dioses distintos del Dios verdadero, sino querer imaginar al Dios verdadero en vez de aceptar la imagen que él da de sí mismo. Es querer reemplazar la revelación por la imaginación humana. De ninguna manera se quiere decir con esto que Dios sea “imaginables”; la prohibición de las imágenes no quiere hacer una constatación de filosofía religiosa, diciendo cómo es Dios, es decir que se debe representar a Dios como trascendente y espiritual, sino que quiere decir cómo se revela Dios, y esto lo hace de forma distinta a las imágenes que los hombres harían de él; se puede afirmar ahora, después de la nueva alianza, que se revela en y por la imagen que nos h dado de sí mismo en Jesucristo (2 Cor 4, 4; Col 1, 15). Vemos también que lo limita la formulación litúrgica, también la hace necesaria: la encarnación del Hijo eterno de Dios. Para ser auténtica y legítima, la forma litúrgica deberá corresponder a lo Dios nos ha enseñado de sí mismo, de su mor y de su llamada, de su Zuspruch (promesa) y de su Anspruch (exigencia), como diría K. Barth enviando a su Hijo al mundo y colocándolo a su derecha después del combate y de la victoria. Hay que decir que este límite no es menos severo para la formulación dogmática, homilética y lógica que para la visual. Dado que el segundo mandamiento no presupone que Dios sea inimaginable, esto contradiría a toda la sagrada Escritura, no existe a priori el riesgo de infringirlo menos por la palabra que por los gestos o símbolos. Las formas litúrgicas, en segundo lugar, tienen también por límite su auto justificación; dejan de ser válidas desde que no quieren ser un eco del escándalo y de la llamada de la encarnación, para convertirse en una encarnación continuada, para ser en sí mismas salvación más que un medio de transmitir la realizada una vez por todas. Es decir, las formas del culto, por importantes que sean, no tienen ni e valor, ni el significado, ni el alcance, mi la importancia de la forma que Dios ha tomado, una vez por todas, al venir entre nosotros. Las formas litúrgicas sobrepasan su límite desde el momento en que quieran salvar por sí mismas, y se sitúen no en su plano, que es el de la necesitas praecepti, sino en el de Cristo, el de la necessitas medii. Los contornos y las formas del culto cristiano no pueden de ninguna manera adquirir el mismo significado que el de la forma Este mandamiento, una vez más, no es una negación divina de la formulación litúrgica. Piénsese en la precisión de los detalles de litúrgica formal, cundo reglamenta el culto del santuario (Ex, Lev, etc., o en la serpiente de bronce).

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de Cristo. Todo lo que pasa en el culto cristiano se refiere otra cosa distinta de sí mismo, se refiere a Cristo encarnado (H. Asmussen). Así, pues, tanto para la necesidad como para los límites de las formas del culto cristiano hay que tener en cuenta a Jesucristo. La forma litúrgica, limitada por el segundo mandamiento, no es necesaria sólo por causa de la voluntad de Dios que quiere atraerse su creación. Se podría decir que ella no es necesaria sólo por causa de la primera creación, sino que lo es también por causa de la segunda. En efecto, el Espíritu Santo que renueva todo y que transforma y cambia todo lo que toca (2 Cor 3, 18; Rom 12, 2), no es un provocador del caos; es Espíritu de paz (1 Cor 14, 32 s.) y de orden (1 Cor 14, 40). Como dice admirablemente P. Brunner: Cuando las fuerzas del siglo venidero irrumpen en éste, el punto de impacto no se convierte en un lugar de caos, de delincuencia o de disolución, sino que se produce un nuevo nacimiento, una nueva creación, una nueva edificación, la nueva in-corporación de una nueva forma... la obra por excelencia del Espíritu es la metamorfosis escatológica, la re - creación de nuestra existencia corporal, como le sucedió a Cristo – hombre al resucitar. El Espíritu que obra en la Iglesia es el mismo que resucitó a Jesucristo de entre los muertos (Rom 8, 11). Ahora bien, este Espíritu no provoca nunca con su obra una espiritualidad informe; por el contrario, lo que sume cuando re-crea, posee una corporalidad pneumática. Y ésta debe aparecer en el culto cristiano. Vemos así, después de todo lo dicho, que el advenimiento a las formas es indispensable para el culto cristiano, pues éste celebra la santísima Trinidad, al Padre creador que quiere conducir las criaturas a sí, al Hijo redentor que precisa, limita y justifica la formulación litúrgica, y al Espíritu Santo santificador que quiere transformar lo rescatado por Cristo en su nueva creación. Antes de hacer el inventario de los diferentes campos donde se desarrolla la formulación de la expresión litúrgica, puede ser interesante añadir una breve nota sobre la importancia teológica de la forma, no sólo en el campo de la teología litúrgica, sino en el de la dogmática, en eclesiología, derecho canónico, etc. ¿Por qué la forma? Porque expresa y protege aquello de lo que es a la vez soporte y remate. Así, el dogma es, al mismo tiempo, expresión y protección de la verdad; la estructura de la Iglesia, expresión y protección de la naturaleza de la misma, y la litúrgica formulada es también expresión y protección de la naturaleza del culto; debe expresar que éste es recapitulación de la historia de la salvación, epifanía de la Iglesia y fin futuro del mundo; pero debe proteger también la historia de la salvación para que pueda actuar, y a la Iglesia contra sus desviaciones y contra las tentaciones, para que sea lo más pura posible;

debe proteger también este límite del mundo que representa el culto, para que no pierda ni la virulencia de su juicio ni el atractivo de su promesa. Lo que aquí notamos nos hace comprender, lo trataremos más adelante, que la formulación litúrgica, por tener que expresar y proteger la naturaleza del culto, conoce ciertamente una gran libertad, pero a la vez, normas precisas que no puede transgredir sin comprometes la naturaleza del culto. Por esto se ve hasta qué punto en falso creer que las formas del culto solo sean, como se dice con desprecio, “cuestiones de formas”, y ni impliquen un juicio sobre la fidelidad de la Iglesia. Pero es evidente también que en esto se pone en juego la fidelidad de la Iglesia, mucho más frecuentemente de lo que se piensa de ordinario en nuestra Iglesia. 2. Los campos de la expresión litúrgica Hay que examinar el siguiente problema: Dios, en el culto, quiere darse, y Dios, en el culto, quiere recibirnos. ¿Cómo se celebra este encuentro?, ¿Cómo quiere comunicarse con nosotros para darnos la salvación? Para responder a esto, lo más fácil es recurrir a las transformaciones operadas por Cristo en los hombres y que describen los evangelios: Jesús abre el espíritu y la inteligencia de quienes son tardos en comprender (Lc 24, 25-27; 24, 45; cf. Jn 12, 16, etc.), hace que los sordos oigan , los mudos hablen, los ciegos vean, los paralíticos se muevan, y ejerce su ministerio mesiánico tocando a los hombres y dejándose tocar por ellos29. Este recuento de los campos antropológicos que abarca la obra salvífica de Jesús nos da también los campos de la expresión litúrgica. No todos tienen la misma importancia: un paralítico o un ciego pueden dar culto a Dios más perfectamente que un sordo, un mudo o un ser humano incapaz de discernimiento intelectual. Esto no impide que, lo mismo que el hombre quedaría amputado si la salvación no le alcanzase por completo, también lo sea el culto sino ofrece al hombre entero la gracia de encontrar una expresión litúrgica. Un ciego, un sordo, un mudo, un manco, pueden vivir, pero un decapitado no. Igualmente, las narraciones de milagros en los evangelios son l promesa que abre vastos campos en los que se expresa el culto, pues los milagros evangélicos han demostrado que se podían santificar también. Estos campos de expresión litúrgica, mandada o permitida, se pueden reducir, en mi opinión y el “cinético”. El campo lógico es el de la formulación de las cosas que sean intelectualmente comprensibles. Se trata del esfuerzo que consiste, en primer lugar, en dar a las vocales, con la ayuda de las consonantes, una estructura y una orientación que las transforma en gritos y palabras; luego, en precisar el sentido exacto de los términos y su relación gramatical y sintáctica; después, en memorizar y fijar todo lo precedente, e introducir así una formulación lógica en un tradición que se transmite, que se enriquece, que se reduce, que se purifica, etc. Se podría llamar esto el campo de la “logolalia”, del hablar con palabras. Esta “logolalia” no es indispensable únicamente para la proclamación de la palabra de Dios (Lectura, predicación, absolución, bendición, etc.), sino también para las Cf. Mt 9, 18; 19, 15 y par.; Lc 4, 40; Mt 8, 15; 9, 29; 20, 34; Mc 7, 33; 10, 13; Lc 7, 14; Mt 9, 20 s. y par.; 14, 36 y par.; Mc 3, 10; Lc 6, 19; 7, 39; 24, 39; Jn 20, 17; 27; 1 Jn 1, 1; etc.

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oraciones, himnos, cánticos, confesiones, etc.; es indispensable también para permitir la compresión del sentido profundo de este encuentro Dios – Iglesia que es el culto 30. Un culto en el que la “logalalia” se transformase en gritos podría, en una situación límite, dar ciertos indicios de lo que celebra (piénsese en las vociferaciones tan expresivas de Charlie Chaplin en la Gran dictador, o en ciertas melodías sud-americanas), pero carecería de un vehículo, más aún, de un medio, en el sentido “mediador”, indispensable para mostrar que es un encuentro entre Dios y el Hombre. Hay que detenerse aquí un instante en el problema de la glosolalia31. Esta es una especie de grito, de canto o de gemido, de pasmo escatológico, que se hace oír a veces en los momentos culminantes de la vida espiritual, por ejemplo en una conversión (cf. Hech 19, 6 s.; 10, 46), porque lo que se quiere expresar escapa, como sucede a veces en el amor, en el terror o en el dolor, a la capacidad de las consonantes y se convierte en un grito, alarido, canto o balbuceo incoherente. La glosolalia no es necesariamente por sí misma un don del Espíritu Santo, sino un fenómeno de este mundo que el Espíritu Santo puede usar como ayuda. Se trata de un fenómeno psíquico que se puede provocar por medios humanos sin necesidad del Espíritu Santo: las torturas, las caricias, el terror, el odio, las técnicas para lograr el trance personal o colectivo pueden muy bien provocar la glosolalia, ese lenguaje más allá de nosotros mismos. Teológicamente hay que notar tres puntos. En primer lugar, es preciso decir que la glosollia se enfrenta con el problema de las lenguas de este mundo, de su confusión, de su opacidad recíproca y de su ineptitud, por causa de su número, para que los hombres se entiendan y comprendan; se podría decir: plantea el problema del carácter “diabólico” de las lenguas de este mundo, ya que separan en vez de unir. La glosollia en sí no se opone, pues, la “logolalia”, sino a la helenolalia, a la romanolalia, etc. Esta es una de las razones que no permiten elegir uh lengua de este mundo para convertirla en la lengua litúrgica privilegiada. Sin embargo, todo esto no permite superar milagrosamente l confusión babilónica, ya que, normalmente32 , la glosolalia tiene necesidad de ser traducida (1 Cor 12, 10; 14, 2, 9, 11, 13, 18 s., etc.). En segundo lugar, sin negar que la glosolalia pueda ser un carisma, lo que san Volveremos a tratar más adelante el problema de las relaciones lex orandilez credendi, que aquí sólo se apunta.

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No hay que identificar sin más xenoglosia, producida por un éxtasis, como parece haber sido la de pentecostés (Hech 2, 4.6.11) con la glosolalía, a pesar de su semejanza. Sobre la última, cf. La interesante colaboración de BEHM: TWNT 1, 721 – 726. 32 Cf. El relato bastante incoherente de Hech 2; no se sabe si hay que elegir la glosollia (v. 12-13) o la xenoglosia (v. 4 y 11; 6 y 8). 31

Pablo dice en los capítulos 12 y 14 de su primera carta a los corintios nos impide negarlo, es necesario darse cuenta de que el apóstol no cree que la glosolalia pueda ser un elemento conveniente de la liturgia comunitaria. En el Nuevo Testamento es válida principalmente en el plano de la piedad privada, y es interesante notar a este respecto que si otras Iglesias distintas a la de Corinto conocían este don, Éfeso, cesárea de Filipo y Jerusalén, sólo la de Corinto fue la única que quiso hacer de él un elemento ordinario de culto. Según san Pablo, se da ahí una tendencia malsana y peligrosa, porque, si la glosolalia puede ser un signo de la bendición de Dios, también puede ser un objeto de codicia humana. Existe una diferencia fundamental entre poder expresarse en la lengua de los ángeles33 y querer expresarse en ella: lo primero es una gracia que se debe personalmente gozar con humildad y discreción (cf. 1 Cor 14, 18), lo último es una codicia que sabotea la edificación de la Iglesia. Hay un último punto que notar; la Iglesia tiene el derecho de querer conocer no una lengua descompuesta, abstracta, no figurativa, en el mismo sentido de pintura o escultura abstracta, sino una lengua metamorfoseada por el Espíritu, comprensible pero a la vez arrebatadora, capaz de decir locuras. Es la lengua de los himnos y de los cánticos, que hierve, por ejemplo, en la carta los efesios o que permite a la Virgen María, aun antes de nacer su hijo, cantar ya, locamente, que Dios dispersó los que se enfríen con los pensamientos de su corazón, derribó los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes, y que lleno a los hambrientos de bienes y a los ricos despidió vacíos (Lc 1, 51 s.). Esta palabra – límite de los cánticos, de las doxologías, de las confesiones, es la verdadera lengua litúrgica, la lengua nupcial d la Iglesia que canta a su esposo y que se entrega a él; esta lengua es completamente distinta, y debe ser así, de la lengua eclesial que se dirige´a los hombres.34 El campo acústico. La formulación litúrgica no se dirige ni se refiere sólo a la capacidad de comprender; también se dirige a la voz y al oído, los ojos y los miembros. Pero si podemos establecer reglas bastante precisas para la expresión “lógica”, no sucede así con los campos acústico, óptico y cinético, y que los gustos cambian con las épocas, con el nivel de cultura y con los presupuestos raciales. Aunque sea evidente que la liturgia no es una registradora de los gustos sino principalmente una reformadora de ellos, no es posible canonizar la manera de formularse el culto en estos campos diferentes, a pesar de que se pueden deducir de la fe cristiana reglas generales de estética vocal, musical, pictórica, arquitectónica, escultórica, coreográfica, etc. Comencemos por un examen muy breve. Lo llamamos “acústico” porque, para la formulación litúrgica, el campo al que se refiere la voz es el mismo que el del oído. Este campo se subdivide en tres: el de a palabra hablada, el de la palabra cantada y el del silencio.

El plural de 1 Cor 13, 1 no quiere decir, sin duda, que los ángeles tengan diferentes lenguas, sino que existen las lenguas de los hombres, y l de los ángeles. 34 Esto justifica también una diferencia de tono entre las oraciones y la predicación 33

La palabra hablada se presenta en tres planos diferentes: lectura, proclamación y recitación: se leen las oraciones, se proclama la sagrada Escritura (por tanto, la palabra proclamada puede ser también leída), y se recitan el credo, el padrenuestro, los salmos, las antífonas. En cada uno de estos niveles, la palabra hablada debe encontrar su tono y su ritmo, para que sea audible y para que respete el carácter comunitario del culto cristiano. Es necesario, pues, no tener miedo de usar un tono distinto cuando se predica y cuando se lee una oración: cuando se predica, quien lo hace queda individualizado como testigo; cuando se lee, se es portavoz “neutro” de la comunidad. Todo esto debe prenderse, y no hay que temer aprenderlo... como si una técnica sobre esto tacase la sinceridad de la celebración. En particular, es necesario que nosotros, protestantes, aprendamos no predicar liturgia, sino a leerla, aunque se conozca de memoria. La palabra cantada se presenta también en tres planos diferentes: la cantada por la asamblea, la cantada por individuos y la cantada con ayuda de instrumentos. No trato aquí de ésta última, pues lo veremos más adelante en el capítulo 9, en el que hablaremos en particular del órgano. El canto, dice P. Gelineau, es la “forma normal e irremplazable de la expresión comunitaria”, y el culto cristiano ha conocido siempre el canto comunitario, aunque haya variado mucho su estilo a lo largo de los siglos. Pero al lado de éste se encuentra también el del oficiante u oficiantes35. Entre todos los puntos que se podrían tratar aquí yo noto solamente dos: La música que acompaña al canto lleva, sin duda, la emoción expresada por éste, pero lleva principalmente consigo las palabras del canto. Es sobre todo vehículo de lo que se dice y lo que se proclama: la gloria de la Trinidad y la victoria de Cristo36. Esta música tiene fundamentalmente una función diaconal; por eso, la mejor música litúrgica es la que permite contra la liturgia, los salmos y los cánticos bíblicos, sin que haya necesidad de modificar el texto. La mejor música sería, pues, l más cercana al canto gregoriano37 , adaptándolo a las características de cada lengua, ya que el canto gregoriano fue concebido para el latín. No se lo puede utilizar para cantar un texto escrito en otra lengua sin faltar a las leyes de la estética. Esto no condena en absoluto las otras músicas himnológicas que han tenido su importancia en la Iglesia: el salmo hugonote, la coral luterana, a lo que añadiría con gusto esas melodías “jordanianas” (en el sentido teológico de Jourdain) que son los negro – sprirituals (“I`ve got home on the other side”); pero no los cantos revivalistas anglosajones, que, en su conjunto, son una abdicación ante las responsabilidades culturales del culto cristiano.

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No se trata aquí de los solistas que dan conciertos espirituales

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“Jesucristo es cantado”, dice Ignacio de Antioquia (Ef 4, 1).

Sobre este problema consúltese el inagotable volumen 4 de Leiturgia, consagrados a los problemas himnológicos. Se podría incluso decir que el gregoriano es a los demás cantos lo que el icono es a la imagen.

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El segundo punto a tratar es más bien una pregunta: ¿debe cantarse o hablarse la liturgia? Sabemos que una gran parte de la tradición litúrgica cristiana se inclina por lo primero. Se ha dicho incluso, exagerando, que se ha introducido la música en el culto cristiano por causa de la lectura bíblica. Se ha aportado numerosos argumentos para justificar esto: la Iglesia ha conocido sin duda, par sus oraciones, el tono de melopeyas tomadas del culto judío; más teológicamente, se ha dicho que la función principal de la música en la liturgia consiste en un poder ordenador, ya que “la palabra con un tono musical es capaz de ejercer mayor poder ordenador que la palabra hablada” (P. Bruner); se ha dicho, más pastoralmente, que el oficiante puede transformar menos la liturgia a su gusto cuando se canta que cuando se lee; se ha dicho también, quizás con razón, que los pastores protestantes se equivocan cuando creen que es más fácil hablar que cantar en público... Hay que ser conscientes de que nosotros, reformados, tenemos l tendencia a considerar sólo como canto litúrgico los cantos de asamblea, los salmos hugonotes, las corales luteranas, etc. De ahí surge una cierta confusión en el lenguaje. También hay que tener conciencia de que poseemos una noción de la vida litúrgica demasiado mezquina para poder apreciar una liturgia que no se hablada: nos parece ridícula. Se conoce la anécdota, inventada quizás, que afirma que Zwinglio, para mostrr la estupidez de los orciones cantadas, se dirigió cantando a las autoridades políticas de Zurich para pedir que se suprimieran la liturgia cantada en favor de la hablada. Notemos, pues, que lo que hemos dicho antes de la palabra hablada para las oraciones se sitúa de hecho entre l palabra hablada y la cantada; es preciso esperar también que una liturgia renovada y vivida pida por sí misma, poco a poco, una expresión cada vez más musical; y no hay que presionar este movimiento. Hemos adquirido la costumbre abusiva de cantar solamente un texto en verso (esto nos viene de la Reforma); no hay que seguir el ejemplo del siglo XVI y transformar en cántico el credo o el padrenuestro. Hay que comenzar por recitarlos. Queda por tratar el silencio litúrgico. Es un problema importante, no sólo por la tradición litúrgica de los cuáqueros, sino porque el silencio es uno de los misterios de la fe cristiana: el recogimiento en la paz de Dios, el silencio ante Dios que viene (cf. Sal 37, 7; Esd 41, 1; Lam 3, 26; Hab 2, 20; Sof 1, 7; Mc 4, 39; Ap 8, 1). Sí, pues, no es en absoluto una deplorable actitud el invitar l sacerdote en l celebración litúrgica romana u ortodoxa a que no use por algunas momentos la vox sonora, que todos pueden escuchar, e incluso la vox submissa, que sólo pueden oír quienes están en el altar, y emplee la vox secreta con la que se dice a Dios lo que sólo él debe oír; esto obliga, por otra parte, al fenómeno de las “ecfónesis”, en que el sacerdote sale del silencio lo mismo que un submarino sale a la superficie para señalar al pueblo en donde está Se trata de una actitud de receptividad, de apaciguamiento y de culminación, que hace pensar en que, quizás, la palabra y el canto sean una descomposición del silencio, como los colores lo son de la luz. Pero en este terreno, lo único que puedo hacer con seguridad es enunciar el problema. El campo óptico es el tercero de la formulación litúrgica. Sólo lo toco aquí

brevemente porque se verá con más detalle al hablar en el capítulo 9 del lugar del culto cristiano. Con relación l campo acústico, el óptico está, sin duda alguna, en segundo lugar, aunque sea verdad que “quien no ve mientras oye debe renunciar a algo importante” (H. Asmussen): Además, y esto no subraya lo suficiente entre nosotros, la encarnación de Dios en Cristo significa que él quiere algo más que hacerse oír: para esto no tenía necesidad de encarnarse (cf. Mt 17, 5; Lc 3, 22; Mc 9, 7; Lc 9, 35; Jn 12, 28; etc.), sino que quiere hacerse ver (Mc 16, 14; L 2, 26; 19, 3; 23, 8; Jn 6, 40; 12-21.45; 14, 9; 20, 20.29; 1 Jn 1. 1; etc.). No olvidemos las curaciones de los ciegos. Tampoco se puede decir, de una manera masiva, que el campo óptico esté reservado en la formulación litúrgica esencialmente a los actos con los que la Iglesia responde la obra de la gracia de Dios, ya que éste, para obrar, no sólo usa la palabra, sino otros signos como los elementos sacramentales y los gestos simbólicos que explican y precisan esos elementos; pero esto nos lleva al último campo de la formulación litúrgica. El campo cinético es el de las actitudes, de los gestos y de los movimientos. También aquí tenemos que precisar algunos puntos al hablar de los problemas de la celebración. La de debe conocer, en el culto, una apertura a los gestos. Nuestra resistencia reformada moderna a admitir esto se debe mucho más a una tendencia docetista que a un pudor espiritual. “L oración pública debe hacerse con un recogimiento de corazón muy particular”, dicen las ordenaciones eclesiásticas de Julich y Berg de 1671, precisando inmediatamente: “arrodillándose o estando en pie, o con otros gestos exteriores de humildad”38. Al hablar de la postura litúrgica de estar de rodillas, aunque se puede extender a todo el campo cinético, P. Brunner nota con gusto que entonces “el cuerpo del hombre queda asumido en la respuesta pneumática que da al acontecimiento de la revelación”, y no se debe despreciar esto. Es verdad que el gesto y el movimiento pueden quedar vacios de contenido, igual que la doctrina puede estar vacía de fe; pero sin la actitud, el gesto y el movimiento, la liturgia de la Iglesia corre el riesgo de vaciarse, bien por carecer de recipiente, bien por desmentir éste el contenido (igual que la de se agota al no estar limitada y contenida en una doctrina). Esta consonancia y sinfonía entre el sentimiento litúrgico (la fe, el arrepentimiento, la acción de gracias, la súplica y la adoración) y la expresión cinética del mismo no es, forzosamente, una fuente de hipocresía (aunque ésta pueda apoyarse en expresiones cinéticas), sino una necesidad litúrgica y conviene que lo volvamos a aprender. Es curioso notar que se considera como un paso falso, en casi todas las Iglesias evangélicas, el estar de rodillas toda la asamblea o algunos fieles. Sin embargo, hay millares de fieles que desean poseer este derecho. Nos hemos convertido en prisioneros de un pudor falso, que tiene su causa en el hecho de no atrevernos confesar abiertamente nuestra fe.

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W. NIESEL, o. c., 319.

Hace notar H. Asmussen con razón. Sigamos avanzando: ¿cómo se subdivide este campo cinético? En primer lugar, las posturas litúrgicas: de pie, sentado o de rodillas. De pie para invocar al Señor, para oír el evangelio, para confesar la fe, para saludar a un nuevo bautizado, para honrar la institución de la sana cena, para entonar cánticos. Sentado para las lecturas, a excepción de la del evangelio, y la predicción. De rodillas para las oraciones y la bendición39. Mientras no se restaure esta última postura, el juego y el ritmo de las actitudes litúrgicas tendrán siempre algo de artificial, y ya es hora de que nuestra Iglesia, que se dice capaz de sumisión, acepte mostrarlo por sus actitudes; no admitir el simbolismo cinético puede ser también una hipocresía mucho más profunda que lo contrario. Entre las posturas litúrgicas entrarían también las del oficiante respecto del pueblo: de frente a él, para absolver, leer, predicar y presidir la celebración eucarística; de espaldas a él, para orar en nombre del pueblo. Volveremos sobre el tema. En segundo lugar, los gestos litúrgicos. El gesto... es la actitud conveniente, continuada e intensificada... es un acto personal, con influencia en quien lo ejecuta; no expresa simplemente un encuentro, sino que lo provoca. Renunciar a los gestos es disminuir la intensidad del encuentro litúrgico entre Dios y su pueblo (O. Haendler). Son numerosos tales gestos; unión de manos o elevación abriendo los brazos al momento de orar; gestos eucarísticos de la fracción del pan, de la bendición y elevación del cáliz, de la recepción humilde de las especies eucarísticas; gestos de bendición...Hay que nombrar también, aunque no nos detengamos en él, la señal de la cruz que ha sufrido entre nosotros una especie de cuarentena, que ya puede bastar. En tercer lugar, los movimientos; procesiones de entrada y salida de los oficiantes, movimiento para ir de la santa mesa la facistol o l ambón y regreso, procesión para la ofrenda de la colecta (¿unida a las especies eucarísticas?), acercamiento de los fieles para la comunión sin contar la forma de recogerse antes y después del culto: tenemos mucho que aprender aquí. Todo esto no es indiferente, sino que forma parte del culto y es expresión litúrgica. No quiero decir que deba haber un canon absoluto, sino que es necesario justificar teológicamente la forma de proceder. 3. Rigor y Libertad en la formulación litúrgica La postura de rodillas era corriente en las Iglesias de la Reforma (cf. R. PAQUIER, o. c., 84-91, y W. MAXWELL. o. c., 85). Se sabe que en la Iglesia primitiva esta postura estaba en estricta relación con el año litúrgico, pero se abandonó este simbolismo casi en todas partes, y con razón: en principio, pues, el año eclesiástico no debe revolucionar, sino colorear la liturgia ordinaria.

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El problema que se presenta hora es saber, después de lo que hemos visto, si l naturaleza del culto se puede proteger y expresar con numerosos formas cultuales, o si sólo se puede expresar y proteger con una sola forma; o más bien, si la expresión y protección del culto puede hacerse legítimamente de diversas maneras, pero dentro de normas precisas que sería necesario respetar. Para responder, examinaremos en primer lugar las normas de la formulación litúrgica y lego sus condiciones, y, en segundo lugar, trazaremos los límites de la libertad litúrgica, terminando con unas observaciones sobre l reformabilidad del culto. Las normas de la formulación litúrgica. El culto cristiano no se funda en una necesidad humana, sino en la voluntad de Dios. Es mucho menos una llamada que una obediencia. Por eso su formulación se somete a ciertas normas que deben respetar lo que hemos dicho de la necesidad y de los límites de las formas litúrgicas. ¿Cuáles son esas normas?. La primera, la más importante, la que ordena y justifica las otras, es la fidelidad bíblica. No quiere decir esto que el Nuevo Testamento define los contornos en cuyo interior se puede celebrar el culto cristiano como tale, con mayor o menor fortuna y con mayor o menor obediencia. Esos límites son: es preciso que la asamblea se reúna en nombre de Jesucristo, para celebrar su victoria e invocar su presencia. Hay que tener la intención de celebrar el culto cristiano. Es necesario asimismo que este culto permita a los fieles perseverar en la enseñanza de los apóstoles, ofreciéndoles l oportunidad de recibir el cuerpo de Cristo; debe recoger también las oraciones de la Iglesia y ofrecerlas a Dios; finalmente, tiene que ser un reunión de hombres y mujeres que no están yuxtapuestos, como en una sala de cine, sino comprometidos en una vida comunitaria. La primera característica, como hemos dicho, hace posibles las restantes. Para que el culto sea cristiano, debe desarrollarse dentro de estos límites; todo lo que se puede situar legítimamente dentro de ellos sin contradecirlos, puede reivindicar el derecho de ser una forma litúrgica cristiana, ya que tienen un poder de protección, y por tanto polémico, junto al de expresión.40 No todo queda dicho con esto. Sólo hemos puesto l base; ésta permite aplicar, justificar y controlar tres normas derivadas de la formulación litúrgica; la primera es el respeto a la tradición, que forma parte del carácter comunitario del culto bíblico que hemos nombrado hace poco. Cuando se celebra el culto, se está El culto se sale de sus normas, se pervierte y pierde su sello cristiano cuando pide a la Iglesia que censure la doctrina de los apóstoles, o se adhiere a doctrinas que ellos ignoraban o contrarias a su enseñanza; o cuando falta la fracción del pan y el pueblo no comulga; o cuando no se dirige las oraciones a Dios, que se ha revelado en Jesucristo; o cuando la admisión l culto está sometida a otras condiciones distintas l bautismo, como, por ejemplo, prejuicios raciales, sociales, etc...

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con la Iglesia de todo lugar y tiempo, y se compromete uno con esta comunidad. El respeto a l tradición litúrgica implica lo siguiente: En primer lugar, un sentimiento de gratitud por todo lo que Dios ha enseñado a la Iglesia en el pasado y por la manera de inspirarla y conducirla. Por eso se puede haber en el culto momentos, formas ya clásicas, que tienen, según la expresión de Otto Haendler, tal plenitud teológica y antropológica y tal monumentalidad litúrgica que nunca se llegarán a agotar por completo, ni a gastarse a pesar del uso constante. Se mantienen en el culto no por piedad filial o por falta de imaginación, sino porque su abandono sería una pérdida y no una liberación. Para los protestantes del continente es mucho más difícil comprender esto que para los anglicanos, los romanos y sobre todo los ortodoxos. En segundo lugar, respetar la tradición litúrgica quiere decir que se es libre respecto de la misma. Si una hermosa doxología de la antigüedad cristiana es de oro, es más una pieza que una cadena. El respeto de la tradición no impide que se renueve la formulación litúrgica sino todo lo contrario, ya que permite expresar de manera adecuada a nuestros tiempos lo que los padres expresaban cuando se reunían para celebrar la salvación cristiana. No se trata de decir o hacer algo distinto, pero no se puede ser arcaico. Aunque sea legítimo tener en el culto formas antiguas, como un sillón antiguo en el mobiliario, el culto no es un museo, y si permite el acceso otro siglo, no es a uno y transcurrido, sino al siglo venidero. Vamos encontrar de nuevo estos problemas; aquí sólo los señalo, sin negar que el culto pueda ser denominador común de las épocas de este mundo, tan diferentes entre sí. En tercer lugar, respetar la tradición litúrgica, someter el culto la norma de la tradicionalidad, significa comprenderlo en la perspectiva de la unidad cristiana y, por tanto, en la perspectiva del amor. Así, pues, el problema no es, para nosotros, formular el culto reformado, sino formular el culto cristiano. Carecen de esperanza las investigaciones sobre la confesionalidad del culto, que entre nosotros se manifiestan, quizás, en la erección de lugares de culto. Sin duda alguna, no es posible querer formular el culto sin tener en cuenta el hecho de que el culto se ha de celebrar en la división cristiana. Pero someter el culto la norma de la tradicionalidad es buscar, en todas las confesiones, un liberación de las normas de la confesionalidad, para que el culto sea un intento y una llamada a la unidad cristina. Esto no quiere decir que el culto no tenga derecho a ser polémico, oponiéndose al de otra confesión; en este combate no hay que dirigirse a los cristianos de los otros cultos, sino a lo que es herético o a menos peligroso para l pureza de la fe. “Abusus non tollit usum!”. La forma romana e celebrar la eucaristía nos debe hacer desconfiar de la misma eucaristía. En cuarto y último lugar, donde se respeta esta norma no se evita ciertamente la clericalización del culto; pero se la puede combatir con alguna posibilidad de éxito, porque el ministro que preside el culto no puede formularlo como quiere, sino que debe someterse a la manera de entenderlo de la Iglesia, pueblo sacerdotal. La pérdida de una liturgia tradicional, es decir eclesial, lleva

consigo, casi sin ninguna duda, el subjetivismo arbitrario del oficiante principal y una clericalización profunda del culto, como lo muestra el desarrollo litúrgico de las Iglesias luterana y reformada a pesar de la oposición de Calvino la multiplicidad de variantes. Pero dentro de las normas bíblicas del culto cristiano, no todas se refieren al pasado de la Iglesia, a la tradición, sino también al futuro, al reino. Nunca se insistirá demasiado en esto: la presencia del reino en el culto es una norma indispensable de la formulación litúrgica. El culto es, por excelencia, el sitio y el momento en que el futuro va brotar en el presente, y es preciso que pueda manifestarse, también en su forma, de la que habla con tanta frecuencia el Nuevo Testamento (cf. Hech 2, 46; 16, 34, etc.). Denis de Rougement exclamó en cierta ocasión: “Danzas. Advenimiento del alma a los gestos”. Se podría decir, parafraseándole: “Culto. Advenimiento del reino a las formas”. Esta presencia del reino, norma de la formulación litúrgica, se manifiesta sobre todo por el carácter nupcial del culto. Esto se ve en que los hombres tienen acceso al banquete mesiánico y se reconcilian, es decir se encuentran unidos más allá de lo que los separa en este mundo; también, por el papel de los símbolos litúrgicos que trataremos más adelante con detalle. Baste aquí notar que los símbolos en el culto tienen la función de manifestar, bien o mal, su carácter escatológico, y que un culto que desconfía de los símbolos está, sin duda alguna, amenazado con la pérdida de su dimensión de la esperanza, dejando de ser receptáculo del futuro. Es cierto que si el culto apenas tiene en cuenta entre nosotros las bodas del cordero, es que no se ha querido, por temor de la ambigüedad evidente de los signos, que se convierta para las Iglesias, me atrevo a decirlo, en un ensayo de sus adornos de novia. Inversamente, esto se manifiesta en el hecho de que una nueva toma de conciencia de la dimensión escatológica de la Iglesia ha llevado consigo, automáticamente, una apelación a los símbolos litúrgicos. Hemos visto que, sometiéndose a la norma litúrgica neotestamentaria, la formulación d ela liturgia ha de tener en cuenta el pasado y el futuro de la Iglesia. También hay que decir que el presente es, de manera derivada, norma de la misma formulación. Es decir, que la Iglesia confiesa el Hic et nunc de su peregrinación por medio de su culto. Tiene el derecho y también el deber de expresarse a sí misma mediante las oraciones, cánticos y símbolos que continuamente le inspira el Espíritu de Dios. Pero una vez más, el hic et nunc no debe ser confesional sino accidentalmente: lo que importa es que permita al genio de una nación y de una época reencontrarse y expresarse, ya perdonado, en el culto de la Iglesia. Por eso, a pesar de la unidad profunda que da el culto a la Iglesia, no debe ser uniforme. Por eso también, se puede formular legítimamente un culto malgache de distinta manera que el escandinavo, o un culto del siglo XX de distinta manera que uno del siglo III. Como lo hace notar muy bien Otto Haendler, es importante. Que quien ora se sienta interpelado en su hoy y no en su ayer traído a la superficie por obra de un hechizo solemne.

Este hic et nunc, como el pasado de la tradición y el futuro del reino, no tiene el derecho de mandar en el culto y desviarlo. Pero las tres normas derivadas, las tres normae normatae de la formulación litúrgica deben poderse aplicar en la tensión y el equilibrio de sus relaciones recíprocas, al culto cristiano, basándose en lo que les es común, la norma bíblica, la norma normans. Condiciones de la formulación litúrgica. La formulación litúrgica está sometida a un cierto número de normas y a un cierto número de condiciones, que no son sine qua non, pero que tienen su peso. Estas son la intangibilidad, la simplicidad y la belleza. Ya que el culto es un acto comunitario, es preciso que el conjunto de la asamblea pueda celebrarlo, y para eso hace falta que toda ella lo comprenda. Esta inteligibilidad del culto se sitúa en tres planos: En primer lugar, es preciso que el pueblo comprenda lo que pasa en el culto. Vamos a tratar de nuevo este problema cuando hablemos de la simplicidad necesaria del culto. Notemos sólo que el culto es, quizás el mejor campo para ejercitar la catequesis. Lex orandi, lex credendi. Explicando el culto, se explica también la historia de la salvación, la naturaleza de la Iglesia y su misión en el mundo, por citar solamente los temas de los tres primeros capítulos. Es preciso confesar que, nosotros, reformados, carecemos absolutamente de experiencia; pero es preciso adquirirla. En segundo lugar, el pueblo tiene que comprender la lengua del culto; por eso tiene éste que abandonar las normas arcaicas para emplear la lengua corriente de los celebrantes. La Confesión helvética posterior afirma: Por consiguiente, no hay que usar en las asambleas sagradas una lengua extraña, sino que se debe emplear en todo la lengua vulgar, la comprendida por todos los que participan en dichas asambleas.41 Se comprende, pues, que pueda existir un conflicto entre la voluntad de notar, gracias a la lengua litúrgica, la unidad de la Iglesia en el tiempo y en el espacio, y la voluntad de significar, por ese mismo medio, que el culto celebrado es el de la asamblea que lo quiere vivir. Recuérdese que en Jerusalén se instituyó un día de ayuno para pedir perdón por el escándalo de la traducción de los Setenta; por el contrario, los judíos celebraban en Alejandría una fiesta anual agradeciendo al señor el haber podido traducir los libros sagrados a la lengua de todos. Pero, a pesar de todo lo que se quiera decir, ya que la Iglesia apostólica no creyó que existía una lengua sagrada, el hebreo, sino que manifestó que toda lengua humana podía ser santificada para ser vehículo del evangelio, es preciso reivindicar como una condición seria de la formulación 41

Cf. W. NIESEL., o. c., 267.

litúrgica que ésta debe hacerse en la lengua corriente de quienes van a celebrar el culto, o l menos en una lengua que todos comprendan y sean capaces de usar42. Quien se niega a esto no quiere mantener la unidad de la Iglesia, sino la separación existente entre clero y laicado, ya que éste no conoce la lengua y aquél, sí; o entre los fieles cultos que conocen la lengua y los incultos que no la conocen. En tercer lugar, es preciso que el pueblo oiga lo que se dice en el culto. Se sabe que, partir del siglo IX, el oficiante comenzó a decir en silencio algunas oraciones de este tipo en el rito romano como en los ritos orientales. Es normal que cada uno, incluso el ministro, tenga ocasión de recogerse privadamente. Pero no lo es la exclusión del pueblo de ciertas oraciones que forman parte de la liturgia de la Iglesia. Esta exclusión quita al pueblo su carácter bautismal y por tanto su aptitud litúrgica: hace profano al pueblo de bautizados. Se puede llegar a comprender que esta costumbre se extendería en una época en que l tensión entre Iglesia y mundo sólo podía reflejarse en la tensión entre clero y laicado. Pero ésta no es nuestra situación; es normal que se despida los no bautizados en un momento dado del culto, pero los bautizados tienen el derecho de poder oír y, por tanto, asociarse al conjunto del culto cristiano. Segunda condición de la formulación litúrgica: la simplicidad. Sin duda que un culto celebrado en la ciudad puede ser legítimamente más elaborado que un culto celebrado en el campo, como veremos más adelante; también los fieles que viven en comunidad pueden tener un culto más rico en elementos y símbolos que el culto parroquial. Todo esto no impide que la simplicidad sea una condición importante de la formulación litúrgica. No hay que confundirla con la desnudez, con la negligencia formal ni con la impaciencia de inspiración docetista respecto de las formas. Es, más bien, una voluntad de orientación del culto hacia su centro. También se podría decir la voluntad de manifestar que el culto recapitula verdaderamente la obra de aquel en quien Dios ha recapitulado todo: por eso existe un orden, sencillez y severidad, contra todo barroquismo. Por eso se da también una gran vigilancia respecto de los símbolos, ya que sabe que su poder es su alcance. La simplicidad, la litúrgica, no es principalmente lo contrario a la complicación, sino a la dispersión litúrgica. Con otras palabras, el segundo requisito de la formulación litúrgica consiste en respetar l jerarquía que regula las relaciones entre los elementos del culto, en formular el culto de manera que aparezca l búsqueda continua de su momento culminante, de su “clave”, y también en mostrar que, alcanzado este punto culminante, queda saciado para apaciguarse frente al testimonio del mundo. Esta clave es la santa cena, hay que decirlo, aunque contradiga nuestras costumbres confesionales. Así pues, el culto será más simple cuanto mejor prepare la eucaristía y la haga alegre, más viva y más existencial.

Así sucede en ciertas regiones africanas o asiáticas, en las que se debe emplear el francés o el inglés, por ser las lenguas de comunicación supratribales. La lengua de los debates sinodales debe poder ser también la de los cultos sinodales.

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Última condición de la formulación litúrgica: la belleza. He dudado en proponer esto, ya que pueda convertirse en una trampa (cf. Ez 16, 15; 28, 17), a la vez que provoque la codicia y produzca una colisión peligrosa entre esteticismo y liturgia. Sin embargo, creo que es preciso decir que la formulación litúrgica debe buscar la belleza, ya que está encuadrada en una preparación nupcial; también porque la Iglesia, cuya epifanía es el culto, está llamada a aparecer ante su Señor “gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido” (Ef 5, 27). Lo único que se exige es que esta belleza esté l servicio de l inteligibilidad del culto, y sea expresión de la simplicidad del mismo. C. F. Ramuz condenaba ciertos aspectos de la estética romántica porque ésta creía “que para hacer algo bello es preciso enriquecerlo”. Par hacer hermoso el culto, no hay que enriquecerlo, sino purificarlo. La verdadera belleza es una escuela de purificación, que combate la autojustificación; es gracia y armonía, severa con las volutas y excrecencias de ese defecto., Por eso, no intentará embellecer el culto, sino que mostrará que éste no puede dejar de ser bello si es verdadero. Por tanto, es preciso ser despiadado contra las “producciones estéticas” que quieren hermosear el culto; por ejemplo, con intermedios de conciertos o de óperas, con una arquitectura barroca, o con un retórica que se complace en sí misma, o con una redundancia ampulosa en las oraciones, o con una forma, horribile dictu, fashionable de administrar el bautismo, como me han dicho que se hace en algunas Iglesias presbiterianas de los Estados Unidos (el pastor bautiza al niño dejando gotear sobre su cabeza una rosa que había sumergido previamente en la fuente bautismal). Pero la belleza litúrgica no protesta sólo contra toda autojustifiación estetizante; también contra el descuido, la grosería y el desaliño litúrgicos. Tutear al Señor en el culto no quiere decir darle unas palmadas en la espalda, sino tratarlo con sumo respeto. Demás, el mismo hecho de ser el culto un encuentro entre el Señor y la Iglesia postula un ennoblecimiento de dicho encuentro y una glorificación del Señor que se hace presente. Quiero que se me comprenda bien cuando digo que la belleza es un requisito de la formulación litúrgica. Entiendo por eso que si se celebra el culto con fe, esperanza y amor, se engendra l belleza y se hace una crítica profunda de la vulgaridad y del esteticismo, que tiene su fin en sí mismo. El culto puede ser pobre sin dejar de ser bello, y con mucha probabilidad, no será bello si quiere ser rico. Pero pobre no significa mísero, triste ni barato. Pobre quiere decir despojado no de formas, ni de símbolos, sino de pretensiones y de autojustificación. Los límites de la libertad en la formulación litúrgica. La formulación litúrgica es la vez rigurosa y libre. Rigurosa, porque se trata del culto de la Iglesia cristina; libre, porque la liturgia es un juego escatológico, según l expresión de Romano Guardini, el más hermoso que puedan jugar los hombres en la tierra. Pero, para que este juego no degenere en orgía o en disputa, tienen necesidad de una libertad disciplinada; así sucedió en los orígenes y en los primeros siglos del culto cristiano, en una medida que

asombra quienes lo consideran como un tren que si saliese de las vías provocaría una catástrofe y a quienes lo entienden más bien como una exploración incoherente de sabanas con un vehículo para todo terreno. Según la expresión feliz de P. Brunner. Se trata...de tomar en serio tanto la libertad de quienes están ligados al evangelio como el lazo, la atadura de quienes el evangelio ha liberado. Dado lo que hemos visto en este capítulo, podemos comprender que si el culto quiere seguir siendo cristiano debe someterse a ciertas normas y condiciones. Pues l forma del culto está unida íntimamente con el contenido que debe expresar. Pero hay que hacer ver que esas normas y esas condiciones no son una camisa de fuerza, ni contrarias a su libertad. Pero ¿dentro de qué límites puede y debe aparecer esta libertad? Primero, en la autorización de diversidad de lugar y tiempo. No sólo respecto a la lengua litúrgica, sino también respecto a las preocupaciones que deben aparecer en la acción de gracias y en la súplica, y respecto del gusto en la música, duración y desarrollo del culto. Es el inmenso problema de las “ceremonias” que deben manifestar la diversidad de colores de la única inconsútil, sin romperla, para usar la comparación sorprendente que Gregorio de Elvira hacía entre la túnica de José y la de Jesús. Es verdad que la Reforma h insistido en esta libertad de las “ceremonia” a veces de manera excesiva, hasta el punto de hacer dudar de la existencia de un lazo inextricable entre la forma y su contenido; con todo, es preciso mantener que las preocupaciones, los gustos y la cultura de un lugar y de una época tienen el derecho absoluto de confesarse a sí mismos en la forma del culto. Los límites de esa libertad son los de la unidad de la Iglesia, respetando siempre las normas y las condiciones de la formulación litúrgica cristiana. Pero unidad no quiere decir uniformidad. Sin embargo, esta libertad en l formulación litúrgica nos interesa también, particularmente a nosotros., reformados, en su aspecto de autorización de diversidades personales ene l oficiante. Aunque sea exagerado decir con R. Paquier que esta libertad sólo es lícita cuando uno se siente “real y pneumáticamente obligado”, es preciso decir que las oraciones llamadas “de abundancia”, tan frecuentes entre nosotros, son mucho más un testimonio de orgullo pastoral y de pretensiones clericales que de obediencia las inspiraciones del Espíritu Santo. Es verdad que no se deben excluir a priori; pero es preciso que el ministro sea consciente de que está encargado de presidir el culto de la Iglesia y, por tanto, no tiene por qué hacer una exhibición de su propia fe; por eso, ordinariamente se limitará las oraciones prescritas por los formularios litúrgicos, a no ser que quiera introducir en el culto algunos momentos de oraciones libres, lo cual, sin ser recomendable por razones evidentes de pastoral43, no es impensable: pues, si quiere decir en público sus oraciones en vez de la Iglesia, no tienen el derecho de impedir los fieles que Principalmente ésta: hay muchas probabilidades de que quienes oran en público sean los mismos que caigan, casi seguramente, en las trampas del orgullo espiritual.

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digan las suyas, también públicamente. Pero ordinariamente se pedirá los liturgos que sigan lo que no es sólo tradición de las Iglesias de tipo “católico”, sino lo que fue también una buena disciplina de la Iglesia reformada en sus primeras generaciones: el pastor que preside el culto se limita a l formulación de las oraciones recibidas de manera oficial por la Iglesia, ya que los cristianos que asisten a la asamblea tienen derecho a participar efectivamente en el culto oficial de la Iglesia; no se congregan para unirse las fantasías del individuo que celebra. Quizá se responda que las oraciones recibidas oficialmente son malas, de dudosa teología, redundantes, arcaicas, demasiado complicadas, qué sé yo; con frecuencia esto es una realidad. Pero la Iglesia no sentirá la necesidad de hacer una revisión mientras no pueda contar con la disciplina de los liturgos. Además, todas esas preocupaciones sobre la disciplina litúrgica no se tranquilizarán válidamente mientras la liturgia esté solo en manos de los pastorees; sería necesario que los fieles pudieran participar en ella leyéndolas en un libro de oraciones públicas que estaría unido al salterio. La reformabilidad del culto El culto no es reformable en su totalidad. No se puede reformar la lectura bíblica en cuanto tal; lo que se puede cambiar es el leccionario. No se puede renovar, por ejemplo, la liturgia bautismal decidiendo bautizar sin la invocación de la Trinidad, o sin recurrir al agua; lo que se puede reformar es el simbolismo bautismal. No se puede cambiar, por ejemplo, la liturgia eucarística modificando las especies; pero sí, las oraciones que acompañan la eucaristía o el desarrollo de la celebración. Es decir, hay en el culto elementos que son reformables y otros que no lo son. En el culto es reformable, como veremos detalladamente al hablar de los elementos del culto y de la manera de estructurarlos, lo que se puede llamar su elemento sacrificial, por el que la iglesia recibe la gracia y responde a ella. No es reformable al elemento sacramental del culto, por el que la Iglesia se nutre con la gracia, ya que el Señor lo instituyó como vehículo de la misma: la palabra y los sacramentos. La reformabilidad del culto queda, pues, limitada por el acontecimiento litúrgico que debe ser respetado. Pero esta reformabilidad existe y se la debe defender con perseverancia. No para multiplicar los diversos intentos litúrgicos, ni para favorecer la agitación litúrgica, sino para que el culto sea cada vez más y mejor lo que debe ser. También la reformabilidad del culto está sometida estrictamente al respeto de las normas y de las condiciones de la formulación litúrgica que hemos presentado ya: la fidelidad bíblica, el respeto a la tradición, el respeto de carácter escatológico del culto, el respeto por el enraizamiento hic et nunc de la Iglesia en una cultura y en un tiempo determinado y el respeto por las condiciones de inteligibilidad, de simplicidad y de belleza. Pero esta reformabilidad del culto no está al alcance de cada uno en particular: está confiada a la Iglesia. También es indispensable que cada Iglesia tenga una

comisión litúrgica oficial, encargada de mantener la fidelidad del culto y de proponer a los sínodos las medidas que, incansablemente, permitirán que el culto sea, de la mejor forma posible, una de las dos expresiones capitales de la vida eclesial, siendo la otra la evangelización. 4. La recompensa de la formulación litúrgica “Buscad el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 35). Hay una añadidura en esta búsqueda del reino que es la formulación litúrgica. No es un fin, sino una gracia, y todo quedaría falseado si la formulación litúrgica buscase la añadidura; pero también se falsearía todo si no la recibiera como una recompensa gratuita, buena y hermosa como todo lo referente a la gracia. Esta es la capacidad el culto de inspirar la cultura o de provocar una nueva cultura. No se puede descuidar este aspecto del culto sin cometer un pecado de ingratitud y de docetismo. Cuando se celebra como el Señor quiere, el culto se convierte en un hogar cultural de importancia decisiva, porque posee el poder de purificación, de expresión y de compromiso. Sólo a título de ejemplo, y para fomentar investigaciones personales mucho más vastas que las indicadas aquí, no quiero dejar pasar la ocasión de ofrecer tres aspectos de este problema. En primer lugar, el culto es una escuela de gusto La liturgia, afirma Max Thurian, es el lugar privilegiado donde se forja la expresión estética cristiana, en las dimensiones que le propone la simplicidad evangélica. La liturgia sola, vivida verdaderamente como una acción de gracias del pueblo cristiano, en palabras, en gestos, en formas y en colores, abre a la vida estética un campo de acción y le ofrece una i inspiración enriquecida sin cesar, que no es sólo religiosa, sino universal y cósmica; esto es tan cierto que en la liturgia, cuya trama la forman los salmos, toda la creación, con sus luces y sombras, se encuentra reunida en Cristo, en un sacrificio de alabanza. Por ser la liturgia una acción de gracias permite el desarrollo de la vida estética de la Iglesia. Pues el arte es esencialmente donde de sí bajo la forma de la belleza. Pero si el culto forma el gusto de los fieles, forma también, el rechazo, el del mundo en que existe la Iglesia. La prueba es que “la historia del arte es impensable sin tener en cuenta su unión constante con la historia de la Iglesia”. (H. Asmussen). Por ser profundamente cristocéntrico, es decir por testimoniar el secreto de todas las cosas, su recapitulación en Cristo, el culto purifica la cultura humana de sus distorsiones, de su autojustificación, de su caos y de su desarmonía. Es lugar de reunión cultural, y cuando la iglesia se niega a acoger esta recompensa de su culto o cuando el mundo no admite dejase interrogar

por el evangelio e inspirarse en él, se presenta el desorden. La palabra se depura al convertirse en vehículo del evangelio y de la oración. Cuanto más serio y sagrado es el ejercicio de la oración, tanto más queda ennoblecida la palabra, afirma H. Asmussen. La experiencia de quienes oran de verdad es que las palabras necesarias para orar se han de conquistar por medio de un esfuerzo creciente. Cuando se ora seriamente y con regularidad, la oración cada vez se dificulta más. Se habla a Dios con un lenguaje cada vez más depurado, más cuidado, en el que cada palabra va adquiriendo cada vez más peso. Pues se trata de decir, siempre de nuevo y en circunstancias siempre nuevas, que se pertenece a Dios, que se está desposeído de sí mismo, y que se le entrega uno en sacrificio, en cuerpo y alma, para el tiempo y para toda la eternidad. La música se depura con los himnos, salmos, doxologías y alabanzas. Los colores también, al convertirse en una refracción simbólica de la luz deslumbradora del evangelio. La arquitectura se purifica al convertirse en construcción del lugar de encuentro vivo entre Dios y su pueblo, etc. ¿De dónde viene, pues, el hecho de que el culto se convierta también en el lugar privilegiado del peor gusto y más injurioso para la gracia y la esperanza cristiana? La respuesta es simple. El mal gusto invade el culto en dos situaciones: cuando la fe comunitaria de la Iglesia se empobrece para hacer sitio a la yuxtaposición de creencias individuales, cada una con reivindicaciones propias, nacidas de la soledad y del orgullo; o cuando la liturgia renuncia a formar la cultura ambiental soportándola con la excusa de acoger con amor los suspiros del mundo. En este caso, la fe no es un filtro, sino un embudo. Si el mal gusto se instala en el culto, quiere decir que éste se encuentra viciado, ya por haber perdido su cohesión comunitaria, ya por haber olvidado que no se puede tener acceso a la Iglesia sin haber muerto antes a uno mismo. En segundo lugar, el culto es el convocador del arte y su justificación. No vamos a poner aquí las bases de una filosofía cristiana del arte; pero ¿No es éste, en el fondo, una llamada de las cosas para poderse expresar litúrgicamente, encontrando su razón de ser en la alabanza para la que están hechas? ¿No es exacto decir que todas las artes llegan a una crisis, más aun, que están condenadas a la descomposición cuando abandonan su centro, que es fundamentalmente litúrgico? Y el culto de la iglesia, ¿No es el lugar donde las artes encuentran su juicio, y por consiguiente la posibilidad de reencontrar la realidad de su ser y de su función? El puesto que el arte reivindica para sí en el culto, ¿No es el lazo que integra, por un signo que es una promesa, la creación no humana a la alabanza eclesial del Señor? ¿No se ha de comprender el arte, en el culto, como el

signo de que éste recibe, escatológicamente, todas las criaturas no humanas, y por tanto se convierte en el signo de una profunda solidaridad entre los hijos de Dios y el resto de la creación? (P. Brunner). Es necesario no amar el mundo para no permitir al arte que encuentre en el culto su verdadera vocación. Pero el culto no es sólo el lugar que permite al arte encontrar su función propia: es más, es el misterio donde el arte encuentra su justificación y su libertad. Esto no significa, en absoluto, que el arte se va a contentar, por cauda del culto, con ser “religioso”, será posible que haya otros poemas distintos de los himnos, otras músicas distintas de los cánticos, otros edificios distintos de los templos, otras coreografías distintas de las procesiones, otras pinturas distintas de los íconos, otras esculturas distintas de las de los ambones y facistoles, como es posible y necesario que hay lunes, martes, miércoles..., después del domingo, como hay trabajos y alegrías humanas, luchas e investigaciones, al lado del culto dominical. Pero de la misma manera que esos trabajos y esas alegrías se justifican y santifican gracias al culto, lo mismo que los días de la semana gracias al domingo, y todas las expresiones artísticas gracias a que el arte ha encontrado en el culto su tierra prometida, su origen verdadero y su verdadero destino. Finalmente, el culto es formador de cultura porque inspira la vida política y social, es el punto de referencia del orden y de la libertad, de la justicia y de la paz. Lo es porque celebra la verdadera jerarquía de las cosas, porque confiesa el señorío de Cristo y porque testimonia la gracia inusitada de que esa jerarquía no absorbe todo sobre lo que se extiende; por el contrario, lo funda y respeta su libertad. De ahí que sean posibles vocaciones diversas y mutuamente ordenadas, de ahí el cuidado de los débiles, el descubrimiento de los verdaderos derechos de los hombres, los intentos de entendimiento y reconciliación entre los hombres. Nunca se valorarán bastante los resultados que implica la intercesión de la Iglesia por la paz, por los necesitados y enfermos, ni los resultados de la misma. Por eso, el culto es para el mundo un factor de orden y de libertad, de justicia y de paz; no basta con decir que es un facto no descuidable, es un factor determinante. Evidentemente que el mundo ignora que uniéndose al culto de la Iglesia e junta a lo que presera y garantiza. Pero la Iglesia tiene el derecho de saberlo, no para abusar o aprovecharse de él, sino para dejar de alegrarse del servicio político y social que ofrece al mundo, directa e indirectamente. Pero, una vez más, no es la formación del gusto, ni la justificación del arte, ni la protección del mundo lo que busca la Iglesia en su formulación litúrgica. Por medio del culto busca celebrar por el Espíritu el amor del Padre manifestado en el Hijo. La Iglesia aprende, sorprendida, que Dios recompensa este intento permitiéndole se reformadora de cultura, y lugar de belleza y bondad. Sería una ingrata si no se alegrase por esto.

5. LA NECESIDAD DEL CULTO En esta primera parte en que examinamos algunos problemas de los principios litúrgicos, queda todavía por abordar uno: el de la necesidad de culto. Comenzaremos buscando argumentos que permitan justificar esa necesidad. Después, sólo después, expondremos algunas razones sobre la utilidad del culto. Este se justifica con frecuencia entre nosotros por su utilidad más que por su necesidad. Pero aquella, en sí misma, no justifica el culto; a lo sumo, lo aconseja. Para que los argumentos sobre la utilidad tengan alguna fuerza es necesario que nazcan de una necesidad y ya demostrada. Finalmente, habrá que tocar aquí el punto de la obediencia que piden de la Iglesia la necesidad y utilidad del culto. 1. Justificación de la necesidad del culto Por temor de ver que el culto pueda encontrar su justificación en sí mismo, o por olvido de la doble orientación de la Iglesia (hacia el mundo, en la evangelización y en la diaconía; hacia Dios, en la petición de gracias, la adoración y la intercesión) existe una fuerte tendencia en la teología reformada, particularmente en Alemania y Holanda, que no gusta de hablar de la necesidad del culto. El que se admite como necesario es el culto “indirecto”, el servicio al prójimo, y el que no se admite como tal es el “directo”, pasando éste a ser únicamente útil. En vez de refutar los argumentos que se presentan contra la necesidad del culto, prefiero enumerar las razones que existen en favor de la misma. Encuentro cuatro: el culto es necesario por estar instituido por Cristo, por ser obra del Espíritu Santo, por ser un modo de la realización de la historia de la salvación, y por no haberse manifestado aún en todo su poder el reino de Dios. Veamos estas razones por separado. El culto es necesario por estar instituido por Cristo, y ordenado por él Cuando la Iglesia celebra el culto, no inventa nada, sino que obedece. En el culto “no se nos pide expresar nuestras necesidades y posibilidades, se nos pide obedecer”. (K. Barth). Pero, ¿obedecer a qué orden? Esencialmente a la que Cristo pronunció en la última cena: “Haced esto en memoria mía...” (1 Cor 11, 24-25; Lc 2, 19). Esta constatación es de importancia capital porque nos recuerda dos cosas: primero, que el culto instituido por Cristo no es el homilético, sino el eucarístico; segundo, que la santa cena es ordinariamente el punto culminante del culto cristiano. La cena, es verdad, no es todo el culto; hay otros elementos litúrgicos que la preparan, la esperan y la viven. Pero éstos tienen en la cena su obligado punto de referencia. Con otras palabras, no se da sino una obediencia muy fragmentaria al reunirse para el culto, si éste no encuentra su plenitud en el momento de la comunión eucarística. No se trata en absoluto de desaprobar la predicación; tampoco de negar que Jesucristo instituyó también el ministerio de la palabra de una forma solemne, igual que el ministerio de los sacramentos (cf. Mt 28, 19; Jn 20, 23; Hech 1, 8, etc.) Pero el ministerio de la palabra no fue instituido directamente para el culto, sino para hacerlo posible, para reunir, por la misión, al pueblo que él quiere

hacer vivir gracias a su carne y a su sangre. Que el culto cristiano haya comprendido desde siempre la palabra leída y predicada como uno de sus elementos fundamentales e indispensables, y hay que entender al pie de la letra estos adjetivos, bajo pena de falsear la Iglesia, no quiere decir que la proclamación de la palabra en el culto pueda justificar plena y suficientemente el culto cristiano, como tendremos ocasión de subrayar. La presencia necesaria de la palabra en el culto es un testimonio de que la Iglesia está todavía in vía peregrinationis, y pobre de ella, si lo olvida descuidando o despreciando la palabra. Pero, como bien lo ha comprendido la tradición que separa la misa de los catecúmenos de la fe de los fieles, si éstos tienen que unirse siempre a aquellos para “permanecer en la palabra” (1 Jn 2, 14), se encuentran también, fundamentalmente, por su bautismo, en el reino del Hijo a quien se unen al recibir su cuerpo y su sangre. Su sumisión a la palabra muestra que están aún en este mundo; su acceso al banquete sagrado muestra que puede gustar ya el don celeste. Se desprecia e invalida su bautismo y se desobedece al Señor si se quiere impedir que comulguen, ya sea limitando la participación al celebrante, ya por no realizar nunca la celebración eucarística. Si, a causa de la situación ambigua de la Iglesia en el mundo, no es posible separar de otra forma distinta a la litúrgica la palabra y el sacramento, la catequesis y la comunión, ay que tener en cuenta que se falsea el culto y se desobedece si se lo reduce a la una o a la otra. Las dos son partes integrantes del culto; pero éste alcanza su culmen no en la palabra proclamada por la lectura y la predicación, sino en la cena, preparada por la palabra. El culto necesario, por estar mandado, es el eucarístico, precedido y hecho posible gracias a la palabra. Se tiene una prueba fortuita de esto en el hecho de que nunca el Nuevo Testamento designa el culto únicamente por la predicación. Celebrar el culto no se dice “ir a predicar”, sino “reunirse para la fracción del pan” (Hech 20, 7). El culto es necesario por estar suscitado por el Espíritu Santo El culto nace de la efusión del paráclito. La salvación provoca la alabanza (cf. Hech 10, 46, etc.). Negar la necesidad del culto es negar la obra del Espíritu Santo. Se podría decir también: es negar lo propio de la obra del Espíritu, que es dar a los hombres las prendas del mundo venidero (2 Cor 1, 22; 5, 5; cf. Rom 8, 23), trasplantarlos al reino futuro, que será una inagotable alegría litúrgica. El culto es también el lugar de a acción de gracias de los redimidos. Negar la necesidad del culto es despreciar la redención, es no querer alegrarse con la salvación; también es olvidar la finalidad profundamente litúrgica de la primera creación, restaurarla por Cristo. Esta necesidad del culto, provocada por el don del Espíritu, encuentra quizás su mejor ilustración en la acción de gracias inevitable de los hombres que, según los relatos evangélicos, son objeto de un milagro de Jesús: el paralítico curado regresa a su casa dando gloria a Dios (Lc 5. 25); la mujer enferma que Jesús cura un sábado se

endereza y comienza a dar gloria a Dios (Lc 13, 13); el samaritano de los diez leprosos, que comprendió todo lo que llevaba consigo su curación, regresa “glorificando a Dios” (Lc 17, 15); el ciego de Jericó, ya curado, sigue a Cristo, glorificando a Dios (Lc 18, 43). Esta alegría, esta acción de gracias no influye sólo sobre los sanados, sino también sobre los que comprenden, al ver el poder salvífico de Cristo, que todo va a comenzar de nuevo porque el perdón y la vida se han presentado ante la soledad y la desesperanza de los hombres para conducirlos a un futuro de esperanza (cf. Mt 15, 31; Lc 7, 16, etc.) Se vuelve a encontrar esta misma consecuencia litúrgica en quienes reconocen a Jesús como el mesías, y esto también es obra del Espíritu Santo, porque nadie puede decir que “Cristo es el Señor” sin su ayuda (1 Cor 12,3); piénsese en los pastores de la navidad (Lc 2, 20) o en el centurión que asiste a la muerte del Hijo de Dios (Lc 23, 47). El culto es la forma necesaria de la acción de gracias de quienes, por el Espíritu, viven de Cristo. El perdón restaura la aptitud litúrgica perdida por el pecado. Si no provoca el culto, quiere decir que no se le ha recibido; y quienes pretendan hacer con seriedad, incluso religiosamente, algo más inaplazable que aceptar la invitación al banquete, no tendrán parte en él ... Cuando se tiene conciencia del carácter escatológico de la obra del Espíritu, no se puede negar la necesidad del culto. El culto es necesario porque es una de las formas de la realización de la historia de la salvación Jesucristo murió una vez por todas para salvación del mundo. En él se encuentra suficientemente el fundamento de eta salvación. Pero por eso no están salvos automáticamente el mundo y los hombres. Para que esto suceda es necesaria la obra del Espíritu, que hace nacer al fe y mantiene la iglesia. La inserción virtual de toda la existencia humana en el cuerpo crucificado de Cristo debe transformarse, actualizarse y realizarse en la existencia histórica, concreta, de cada individuo, en una inserción ontológica, real y personalmente admitida (P. Brunner). Ahora bien, este paso de lo virtual a lo ontológicamente personal se hace no de forma exclusiva por el culto, pero también por él. No se hace exclusivamente por el culto, al menos por el comunitario, porque su primer modo es el engendramiento de la vida eterna por la palabra misionera, la predicación del culto en la asamblea no lo es sino de modo excepcional, y por el bautismo que sella esta palabra y atestigua que se la ha recibido. Pero esta transformación se hace también, o más bien, se actualiza y realiza por el culto. Este es, pues, un agente de la historia de la salvación. Si no se celebrara el culto, se agotaría la historia de la salvación. Con otras palabras, aquí se vuelve a tener en cuenta lo que hemos subrayado tantas veces: Dios es quien obra en el culto por medio de la palabra y del sacramento; por eso cuando se pone en duda la necesidad del culto, también se pone en duda que éste sea una obra de Dios. En un contexto en que se explica todo el culto a partir de los sacramentos del

bautismo y de la eucaristía, K. Barth nota lo siguiente, que no se podría aceptar sin algunas reservas: Por el mandato divino del bautismo y de la cena, el culto eclesial está limitado y ordenado en su conjunto. El bautismo y la cena forman, en cierta manera, el espacio necesario del culto, por ser el único apropiado. Hágase lo que se haga, es necesario que provenga del bautismo: a saber, que la Iglesia es, es decir que Jesucristo, una vez por todas, murió y resucitó por todos nosotros, y le pertenecemos de forma innegable, siendo nuestro destino quedar justificados, santificados y glorificados en él. Hágase lo que se haga en el culto, es necesario que éste conduzca a la cena: esto lleva consigo la permanencia de la Iglesia e implica nuestra participación en su ser humano como ser unido a Dios, nuestro auténtico destino, objeto de su obra, realizado cada vez de nuevo. El culto eclesial es lo que sucede entre este punto de partida y esta meta como testimonio ofrecido a la gracia de Dios, como alerta, purificación y crecimiento de nuestra fe. Brevemente, “en el bautismo se trata de que la Iglesia sea realmente la Iglesia... en la cena, de que siga siendo ella misma”. Así, pues, si se pretende que el culto sea facultativo, y que no exista necesidad real de él par que Dios pueda proseguir su obra salvífica, se desprecia la fuente de la gracia y se desprecia lo que Cristo ha dicho: En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo, no como el pan que comieron los padres y murieron: el que come este pan, vivirá para siempre (Jn 6, 53-58). Sin embargo, el culto no es necesario sólo para que no se interrumpa la historia de la salvación, y para que los cristianos la confirmen y realicen. Es necesario también para que siga siendo eficaz el carácter polémico de dicha historia. Ignacio de Antioquía, en el capítulo 13 de su carta a los efesios, da esta recomendación esencial para comprender la necesidad del culto: Procurad reunirnos con la mayor frecuencia posible para celebrar la eucaristía divina y la alabanza. Pues cuando os reunís regularmente para esto44, los poderes de Satanás son O ¿Para el culto? San Ignacio emplea aquí de Hech 1, 15; 2, 1.44.47; 1 Cor 11, 20; 14, 23, que designa en el Nuevo Testamento la asamblea litúrgica.

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derrotados, y la amenaza de perdición que pesa sobre vosotros desaparece gracias a la concordia de vuestra fe. Por el culto, el campo quitado por el Espíritu Santo al dominio del maligno queda ocupado y protegido; así sabe el mundo que si está condenado por la existencia de la Iglesia, aún no está perdido, sino llamado a cambiar de dueño, y a reconocer como señor a quien es su salvador. Así, pues, la Iglesia mantiene abierta, no exclusivamente, sino también por su culto, la herida que la resurrección de Cristo y la efusión del Espíritu Santo han producido en la autojustificación del mundo, y en ese sentido prosigue la historia de la salvación. Hemos encontrado así lo que notamos más detalladamente cuando hablamos del culto como “fin y futuro del mundo”. El culto es necesario porque el reino de Dios no se halla establecido aún con todo su poder El culto en cuanto tal es necesario porque aún no es culto. Eso indica que estamos en una situación en que ya existe el reino, como la levadura en la masa, pero sin todavía haberse establecido definitivamente. Muestra que el domingo es algo distinto a los demás días de la semana, pero que aún no todo es domingo. Los que niegan la necesidad del culto o dicen que éste sólo consiste en servir y glorificar al Señor en el prójimo, cometen un importante erro cronológico: pecan por uno de los Dos extremos, actúan como si todo fuera reino o como si nada lo fuera aún. Desconocen la situación escatológica de la Iglesia en el mundo. La Iglesia demuestra, por el culto, que nuestro siglo ha sido visitado por el Señor y continúa siéndolo; que no estamos solos y perdidos en este mundo; y que se nos ofrece un lugar donde Dios nos espera para darse a nosotros y para permitir que nos presentamos ante él como éramos antes de la caída y como seremos después de la parusía. 2. Utilidad del culto Sólo después de haber fundado la necesidad del culto podemos hablar también de su utilidad. No es ésta la que lo hace necesario, pues entonces se pondría en duda si es realmente necesario. En su introducción a la misa alemana de 1526, Martín Lutero, que felizmente no ha dicho sino esto, nota lo siguientes: Brevemente, si establecemos órdenes litúrgicas, no es de ninguna manera para los que ya son cristianos, sino para los que no sienten esa necesidad. Esas órdenes litúrgicas no tienen su justificación en sí mismas, sino que se justifican por no ser nosotros aún cristianos y son ellas las que deben hacernos. Quienes los son de verdad, celebran su culto en espíritu. Si hay necesidad de órdenes litúrgicas, es a favor de quienes quieren ser cristianos, o deben fortalecer en la fe; lo mismo que un cristiano no necesítale bautismo, la palabra y el sacramento, en cuanto cristiano, ya que en cuanto tal lo tiene todo, sino en cuanto pecador. Si son necesarias las órdenes del culto, se debe

especialmente a los simples y jóvenes, que deben ejercitarse cada día en la Escritura y la palabra de Dios y educarse en ellas, para acostumbrarse a la Escritura y para ser Hábiles en poder testimoniar su fe, encontrándose a gusto en ella y poder enseñar con el tiempo a otros y ayudar al crecimiento del reino de Cristo. Es preciso leer, cantar y predicar, escribir y hacer oraciones a favor de ellos; para contribuir a esto yo haría tocar todas las campanas y todos los órganos y todo lo que puede resonar si fuera necesario. Esta afirmación imprudente de Lutero, que niega la necesidad del culto quedándose sólo con su utilidad pedagógica. Ha encontrado un eco considerable en el racionalidad. Esta se precipitó sobre esta idea para justificar así las excusas que buscaba para despreciar el culto, considerando que el culto verdadero, el interior, cosiste no en la liturgia, sino en el comportamiento moral honesto y en las obras sociales. No hay que hacerse ilusiones; esta idea racionalista es la que corresponde prácticamente a la opinión media de nuestras Iglesias: ir al culto no es obedece, sino satisfacer una necesidad. En resumidas cuentas, el culto no es para Dios, sino para nuestro provecho. Ahora bien, Quien no ve en el culto sino un medio para cumplir la obra misionera aún insuficientemente realizada, desarraiga el culto en vez de implantarlo. Porque lo que prueba el valor de una justificación de la necesidad del culto, es que dicha justificación debe permanecer válida incluso donde se puede considerar el problema de la evangelización (P. Brunner). Pero es preciso reconocer que si nosotros, protestantes, hemos podido justificar la necesidad del culto por su utilidad pedagógica (o psicológica o sociológica), eso proviene, sin duda, de su tendencia homilética que amenazaba con olvidar que el culto no es una lección para los hombres, sino una alabanza dirigida a Dios, con toda la preparación homilética que implica esta, estando ausente la iglesia como contrapeso e intención última. Es falso, pues fundar la necesidad del culto en su utilidad. Pero también lo sería no tener en cuenta esa misma utilidad, que es pedagógica, sociológica y psicológica. Comencemos por la utilidad pedagógica del culto. En efecto, el culto es la trama de la enseñanza de la Iglesia; las Iglesias de oriente son un ejemplo vivo de esto. En el culto se aprende a ser cristiano, a encontrar a Dios, a encontrar el mundo, a encontrar al prójimo. Se aprende la fe, la esperanza y el amor. Es, por excelencia, la escuela del cristianismo. En él se aprende la fe. Lex orandi; lex credendi. Como lo nota K. Barth, No se trata sólo de un dicho piadoso, sino de una de las frasees más inteligentes que se han pronunciado sobre el método de la teología.45 45

K. BARTH, Das Geschenk der Freibeit. Zollikon, Zürich 1953, 22

La fe se aprende por medio de la orientación, porque ésta da acceso al que es el objeto de la fe, y porque es mala teología la que no es capaz de traducirse en oración. En él aprende la esperanza. La intercesión impide que se desespere del mundo y de los hombres, y enseña a encontrarlos en la libertad e intrepidez cristianas. La alegría del culto impide desesperar de las cosas, de la creación, porque en el culto florece ya para su último destino auténtico: soli Deo gloria. En él se aprende al amor. La presencia de los hermanos, el respeto de la función litúrgica de cada uno, la eucaristía compartida por todos, hacen vivir la corporeidad de la Iglesia, arranca el orgullo de la soledad y enseñanza a ver en el prójimo, misteriosamente, aun miembro de cuerpo de Cristo, un cristóforo. El culto también tiene una utilidad sociológica. Reúnen a los hombres y les da la cohesión más profunda y la solidaridad más esencial que se pueda encontrar en este mundo: Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan (1 Cor 10.17). Pero el culto no tiene sólo una utilidad sociológica a causa de su virtud cohesiva para la Iglesia. Se encuentra también esa utilidad en el plano de la unión personal, pues imprime a nuestra vida un estilo, una forma de ser, una simplicidad, una ______ que nos separa de los desgarramientos y de los contradicciones del hombre natural. Esta utilidad sociológica se sitúa aún en el plano >, en el sentido de que el culto, como lo hemos indicado ya varias veces, une el mundo de la única forma que no lo masifica, es decir que lo hace en y por la acción de gracias, de manera que hasta se puede llegar a afirmar que el culto estabiliza el mundo, introduciendo en él un elemento que contradice su dispersión y combata su caos. Finalmente, el culto tiene una utilidad psicológica: ofrece a los fieles un refugio de paz y de alegría. Se ha querido excluir el culto como si fuera una huida ante los compromisos del testimonio, como si fuera un ponerse al abrigo de las tentaciones y de la responsabilidad que caracterizan necesariamente la vida cristianan. Esta acusación puede ser justa. Con frecuencia también: puede ser falsa, porque confunde la vigilancia de la Iglesia con las agitaciones de un insomnio. Si se me permite una comparación biológica, diría, sin ignorar en absoluto la ambigüedad de la misma, que el culto es tan necesario al testimonio como el sueño a la vida. Es preciso, pues, para poderse comprometer, poder quedar también libre de compromisos. Tampoco hay que olvidar que se está en misión y no en una cárcel. La presencia del culto permite a la Iglesia experimentar que permanece libre en el mundo. Es preciso ignorar por completo el hecho de que el culto es --- para emplear de nuevo in bonam partem lo que hemos visto anteriormente --- a la vez > y >, para acusarlo de ser no un sitio de legítimo repos, el lugar milagroso de la

presencia de la ________ escatológica, sino, me atrevo a decir, un refugio para emboscados. Además, si la liturgia y la predicación son convenientes, esa confusión será simplemente imposible. Es preciso no tener en cuenta la situación escatológica de la Iglesia que, como lo hemos visto, hace necesario el culto, para acusarle de ser la arena donde el avestruz esconde la cabeza. Pero el culto, en el plano psicológico no es útil solamente como lugar de reposo, como sitio donde puede alimentarse y descansar quien tiene hambre y sed de la comunión de los santos, del perdón de los pecados, de la resurrección de la carne y de la vida eterna. Es útil también como el momento y el lugar donde se encuentra la ocasión de decir al Señor que se le ama, que se quieren cumplir sus deseos, de los que hablan los salmos con tanta frecuencia, y que se quiere consagrar uno a su servicio. Se desprecia a las personas si se quiere separarlas del servicio del templo: se obra entonces como los discípulos, que querían separar a los niños de Jesús, con el pretexto de que eran muy molestos. Nuestro cultos dejan muy poco a los privados de devoción, cuando la comunidad está reunida, ¿No sería posible aclimatar entre nosotros, en versión reformada, la costumbre de las Iglesias ortodoxas de hacerse a sí mismo el facistol para la lectura del evangelio, de arrodillarse ante todo el mundo para que el ministro coloque sobre nuestra cabeza el libro de la palabra de Dios? ¿No sería posible también entre nosotros, en versión reformada, la costumbre de encender un cirio del que ya otro fiel tiene encendido, para testimoniar así la voluntad de integración a una cadena de oraciones, con la conciencia de ser, por la gracia, luz del Mundo? Pero, al menos no se debe ignorar que el culto es un auxiliar indispensable de toda cura de almas auténtica. Se podrían añadir a estas razones que justifican la utilidad del culto a otras más. Pero las que he enumerado son suficientes para hacer comprender que no hace falta despreciar la utilidad del culto. Diciéndolo positivamente, es preciso tener mucho cuidados en mostrar que se es consciente de la utilidad del culto para la catequesis, la vida comunitaria y la cura de almas. Este cuidado se manifestará en la lucha contra todo lo que pueda hacer cansado el culto, contra la desidia, la incoherencia la incoherencia y la improvisación litúrgicas. Se manifestará también, espero que pronto, poniendo en manos de los files el libro de las oraciones públicas, para que también puedan ser ellos oficiantes. Quizás sería preciso manifestarlo también suprimiendo las parroquias demasiado pequeñas, para que las asambleas litúrgicas agrupen al menos cincuenta comulgantes, con vistas a la cura de almas, ya que es de capital importancia que los fieles que participación en el culto no tengan la impresión de formar parte de algo que va pareciendo46. Pero entrar aquí en detalles nos llevaría demasiado lejos. 3. la obediencia a la convocación y a la celebración litúrgica >, decía san Jerónimo (Comment Gál 4, 4-10: PL 26, 404

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En la carta a los hebreos (10,24 s.) se recomienda lo siguiente: Miremos los unos por los otros, para excitarnos a la caridad y a las buenas obras; no abandonando nuestra asamblea, como es costumbre de algunos, sino exhortándonos, y tanto más cuanto que vemos que se acerca el día. Este consejo se oye a lo largo de la historia de la Iglesia, desde que san Ignacio de Antioquia escribía a los efesios (5.3): Quien no se une para el culto (_____________________________), peca de orgullo y se juzgados a sí mismo, porque estás escrito: Dios resiste a los orgullosos, Hasta hoy, pasando por lo que recomendaba la Confesión helvética posterior: Todos los que… desprecian… las asambleas sagradas…y se separan de ellas, desprecian la religión verdadera, y los pastores y el magistrado fiel deben abrigarles a no separarse por rebelión y a no despreciar tales asambleas. 47

Ya que no intentamos hacer un curso de ética litúrgica, no es posible detenernos largamente en el problema de la frecuencia del culto. Contentémonos con las tres observaciones siguientes: La obediencia litúrgica se impone por causa de la necesidad y la utilidad del culto, como también por causa de la salvación que nos h concedido nuestro Señor Jesucristo. Hemos visto que el culto es necesario por ser institución de Cristo, por ser obra del espíritu Santo, por ser agente de la historia de la salvación, y por no vivir aún en el tiempo del domingo eterno. Hemos visto además que el culto es útil para la vida eclesial en el campo de la catequesis, de la vida comunitaria y de la curva de almas. Estas razones son suficientes para justificar que la vida litúrgica no es un capricho para los fieles, sino que se impone como una gracia y no como una carga; por eso la vida litúrgica no está hecha de susurros, sino de cantos. En el pasaje muy logrado que Peter Brunner dedica al culto como obediencia en el Espíritu, hace notar:

Lo que es esencial y determinante para cada uno de nosotros, lo que es esencial y determinante para el mundo entero sucede precisamente gracias al acontecimiento salvífico de la proclamación de la palabra y de la cena. Si esto 47.

Confesión helvética posterior, c. 22 (cf. W NIESEL, o. c., 287).

deja de producirse, no será posible en ningún campo de nuestra vida servir a Dios de manera que le agrade, si este acontecimiento decisivo se extingue, también acaba por sucederle lo mismo a todas las demás maneras de servir a Dios en el mundo, haciéndose estériles. Diciéndolo negativamente, descuidar el culto es sabotear la obra de la salvación, y por eso Ignacio de Antioquia hablaba del orgullo de los que son perezosos respecto del culto de la Iglesia; por tanto, participando del culto se confiesa ser cristiano. De nuevo negativamente, no ir al culto es atentar a la plenitud del cuerpo de Cristo, es dividir la Iglesia y dispersarla. Estoy pensando aquí en un documento importante del siglo ll que se llama la didascalia de los apóstoles; esta obra hace al obispo la siguiente recomendación: Cuando enseñes ordena, y persuade al pueblo para que sea fiel y se reúna en la Iglesia, es decir en la asamblea litúrgica: que no falte, si no que sea fiel a esta reunión, para que nadie disminuya la Iglesia estando ausente, y no disminuya así en un miembro del cuerpo de cristo. Que nadie piense únicamente en los demás, si no también en si mismo. Cuando oye la voz de Cristo que dice: “quien no recoge con migo, desparrama”. Ya que sois miembro de Cristo, no os perdáis fuera de la iglesia sin formar asambleas. Pues vosotros tenéis a cristo por jefe, como el mismo enseña y confiesa. Así, pues, no despreciéis a vosotros mismos, y no privéis al señor de sus miembros, ni desgarréis ni depreciéis su cuerpo. No asistir al culto o es simplemente sustraerse de la eficacia de al historia de la salvación, si no que es pecar contra el cuerpo de Cristo; más aun, es negarse a ser integrado al cuerpo de quien nos ha salvado, renegando del señorío de Cristo, es desmentir y comprometer el don de nosotros mismos que hemos hecho a Cristo, y es sustraernos a su gracia. Es, pues, exactamente, hacer el papel del Diablo. La obediencia litúrgica se refiere a los dos puntos: obediencia a la convocación litúrgica y obediencia a la invitación de participar en la celebración litúrgica. No se trata simplemente de asistir al culto, se trata de participar en su celebración. Cada uno tiene que ocupar su lugar propio en la asamblea litúrgica y desempeñar su papel: escuchar la palabra en el momento de la lectura y de la predicación, confesar la fe de la Iglesia, sumarse a los cánticos de la Iglesia, asentir con el amén a las oraciones dichas en nombre de la asamblea y también aceptar la invitación a la mesa del Señor. El concilio de Antioquia (año 341) no temía ordenar la expulsión de la Iglesia, e imponer penitencias a. Quienes entran al a Iglesia y escuchan las sagradas escrituras, pero no se unen en la oración del pueblo y no participan en la eucaristía Procter aliquam insolentiam. Si se cree que es bastante con asistir al culto, se comete una obstrucción y un sabotaje litúrgico, lo mismo que una ingratitud con el Señor; por eso, es muy, deplorable que en la mayoría de nuestros templos haya galerías que, en vez de acoger a los participantes, solo parecen invitar a los asistentes, a espectadores que no quieren comprometerse. Habría que tener el valor de prohibir el acceso a las galerías mientras las naves de la Iglesia no estén enteramente llenas. Finalmente, hay que tener en cuenta los tres puntos siguientes:

Primero: hay que desarraigar de la opinión corriente, muy influenciada por el racionalismo, por medio de unas curas de almas y de una catequesis paciente, la idea de que el culto no es verdaderamente necesario, si no que solo tiene utilidad pedagógica o pastoral, y que por tanto, la obediencia cristiana no se refiere a la participación en el culto. Antes de irritarnos por la indiferencia litúrgica de tantos fieles, es necesario librarios de esa herejía que intenta que el culto sea ad libitum, y que mientras más fuerte sea, hablando espiritualmente, co mas facilidad se puede considerar uno dispensado del culto de la Iglesia. Pero para triunfar en esta extirpación de la herejía racionalista, es preciso también, por una pedagogía litúrgica, sobre la que tendremos ocasión de tratar al final del libro, de volver al culto su plenitud sacramental, y al pueblo la parte que le corresponde, colocando la alegría pascual en su sitio legitimo, solo lo que en la medida que el culto sea lo que verdaderamente debe ser, se podrá insistir pastoralmente en que los fieles deben participar en el, de forma regular. Además, mientras mas se acerque al ideal de lo que debe ser, esta insistencia será menos necesaria, por causa del poder de atracción que ejerce el culto sobre los fieles. no hay que maravillarse de que no sean atrayentes unos cultos troncados, incoherentes, confiscados a favor del credo, desconfiantes frete a todo signo de exuberancia es católica, si no ofrecen, y todos no lo hacen la seguridad de una predicación verdaderamente vitalizadota. Lo que es preciso decir en este último punto es más delicado, porque podría llevar a creer que no es necesario preocuparse por el progresivo abandono del culto. Si queda claro que es preciso intentarlo todo para enseñar a los fieles a ser obedientes en la convocación y en la participación litúrgica, no hay que esperar que el culto reúna efectivamente a todos los bautizados en nuestra situación actual. Con la relación a las exigencias del bautismo y con relación a las capacidades de nuestros pastores, bautizamos a demasiada gente. La disminución notable que debemos constatar no tiene que atormentarnos y llevarnos a lamentaciones estériles; debería, más bien, obligarnos a considerar nuestra práctica bautismal, para apresurar el día en que se vuelve a encontrar la situación normal de la Iglesia, en la cual el número de comulgantes coincida prácticamente con el bautizado. Así, más que quejarse por la descristianizacion, que es una vigorosa llamada a la iglesia, para que tome conciencia de sí misma, sería mucho mejor trabajar con paz y libertad, para dar al culto su plenitud llevando a la Iglesia a sus verdaderas dimensiones. Si la palabra misionera que puede dirigir con derecho a toda la población, no toda ésta, en cuanto tal, es capaz de recibir el bautismo. Es preciso dejar una interpretación del bautismo como signo de la gracia proveniente, sin que se le confunda con la palabra y el sacramento.

Hemos llegado al final de la primera parte, que trataba de los problemas doctrinales.

En los tres primeros capítulos, hemos intentado dar una definición teológica del culto: recapitula la historia de la salvación, permite a la Iglesia aparecer tal corno es, y señala el fin y el futuro del mundo. Después hemos visto en el capítulo 4 que el culto cristiano que celebra la encarnación, pasión y glorificación del Hijo eterno de Dios no puede prescindir de las formas, y que su formulación no es una concesión aflictiva, sino una gracia y una esperanza; de ahí que haya formas adecuadas e inadecuadas para la expresión litúrgica cristiana. Hemos terminado protestando contra la idea racionalista de que el culto no es esencial a la vida de la Iglesia y hemos intentado justificar teológicamente su necesidad. Podemos dirigirnos ahora hacia el examen teológico y práctico de los problemas de la celebración. II PROBLEMAS DE LA CELEBRACIÓN En esta segunda parte vamos a encontrar de nuevo cinco capítulos que, en el plano de la celebración, corresponden más o menos directamente a los capítulos que hemos visto en el plano de los principios en la primera parte. Examinaremos así, poco a poco, lo esencial que se debe decir de los elementos del culto: de los oficiantes, del día, del lugar y del orden. Digo lo esencial, porque es obvio que es imposible intentar trazar aquí algo más que un esbozo de una teología litúrgica. Vamos a tratar de los problemas de la celebración. Tendremos que examinar más asuntos concretos y prácticos que en la primera parte. Sin embargo, ya que este libro no es un laboratorio litúrgico, será preciso que nos detengamos, incluso en el examen de los problemas, en la etapa del estudio teológico. Los capítulos se numeran a continuación de los de la primera parte. 6. LOS ELEMENTOS DEL CULTO En este capítulo tenemos que examinar antes que nada dos problemas: en primer lugar, el del inventario de los elementos del culto; en segundo lugar, el sometimiento a un examen crítico de las diferentes maneras de articular esos diversos elementos entre sí. Evidentemente, para realizar bien este programa de trabajo, sería necesario consagrar al estudio de la historia del culto un tiempo considerable; sólo dicho estudio nos permitiría ver cómo, poco a poco, se han construido los grandes monumentos litúrgicos de la Iglesia, lo que es esencial y accidental o únicamente decorativo, y cuál es el origen de desviaciones y alteraciones. Ahora bien, este estudio histórico no lo podemos hacer por falta de tiempo. Por eso, de manera global, yo me remito a los trabajos de historia litúrgica de A.

Baumstark, P. E. Mercenier, G. Dix, Rietschel-Graff, J. A. Jungmann, R. Stahlin y "W. Maxwell, mencionados en la bibliografía introductoria. Tendremos en cuenta la historia del culto, pero tangencialmente. 1.

Inventario de los elementos del culto

Se entiende por elementos del culto las formulaciones y las funciones por las que se realizan la recepción y la acción litúrgica y que provocan y expresan el acontecimiento cultural por su cooperación orgánica (0. Haendler). La tradición reformada, fiel también aquí a la auténtica tradición católica, cuenta con cuatro grandes tipos de elementos del culto: en la explicación del cuarto mandamiento, el catecismo de Heidelberg enseña que el cristiano debe frecuentar asiduamente las asambleas sagradas, sobre todo los días de descanso, para oir la palabra de Dios y para participar en los santos sacramentos, para invocar públicamente al Señor y para contribuir cristianamente a la asistencia de los pobres (pregunta 103: nótese el carácter «responsorial;» de esta enumeración); y la Confesión helvética posterior, en su c. 22, enseña: Las asambleas sagradas y las congregaciones eclesiásticas de los fieles son necesarias, tanto para anunciar legítimamente la palabra de Dios al pueblo y para hacer oraciones y súplicas públicas, como para celebrar los sacramentos como es debido (legitima): y paralelamente, para hacer la colecta de la Iglesia, para los pobres y para los demás gastos y necesidades propias de ella. Aunque se podría matizar esto un poco, retendremos esta cuádruple enumeración en la subdivisión de este capítulo sobre los elementos del culto: la palabra de Dios, los sacramentos, las oraciones, en sus diversas formas, y los testimonios litúrgicos de la vida comunitaria. La palabra de Dios. Todos los cristianos están de acuerdo en que ésta es un elemento esencial e indispensable del culto cristiano. Sin ella, el culto no sería un encuentro vivo y eficaz entre Dios y su pueblo, sino un monólogo o un diálogo de categoría humana solamente. No sería un milagro: la acción litúrgica eclesial no sería una respuesta, sino una búsqueda ciega, un deseo y una desesperanza; la eucaristía no sería esa coronación del culto que es realmente, sino, en el mejor de los casos, misterio sin descifrar, y en el peor, un acto mágico. Si colocamos la palabra de Dios en primer lugar entre los elementos del culto, no es para reducir el culto entero a ella, sino para subrayar que, sin ella, el culto cristiano estaría, en cierta manera, vacío de su sustancia y no se vería lo que lo distingue de un culto no cristiano. Todo el culto cristiano está en cierto modo sostenido y llevado por la palabra de Dios: ella es la trama de la liturgia, la luz que ilumina la eucaristía y la que asegura a los fieles que la presencia de Dios no es una ilusión, sino una

realidad. Pero en el culto, la palabra de Dios aparece de diversas formas. Peter Brunner ha enunciado seis: la lectura de la sagrada Escritura, la predicación, la absolución, el saludo y la bendición, la salmodia de la Iglesia y esas formas de proclamación indirecta de la palabra que son los himnos, las confesiones de fe, las aclamaciones doxológicas y ciertas oraciones como las colectas. Con el fin de aclarar, más que de simplificar, nos detendremos a continuación más particularmente en las tres formas mayores de la presencia de la palabra de Dios en el culto: la lectura bíblica, la proclamación litúrgica» de la palabra y la proclamación «profética» de la misma, es decir la predicación. Ya que estamos tratando de teología litúrgica y no de teología sistemática, se me perdonará el no detenerme en una teología de la palabra de Dios. La proclamación anagnóstica de la palabra de Dios. No podemos apenas detenernos en la historia de la lectura litúrgica de la Escritura. Recordemos solamente que se trata de una costumbre que la Iglesia tomó del judaismo (cf. Lc 4, 16); parece que éste conoció, antes de la era cristiana y al menos para la tora, un sistema fijo de perícopas que se habían de leer a lo largo de los sábados del año. La lectura de la Escritura parece que formaba también parte del culto ordinario de la Iglesia apostólica. Si el primero en testimoniarlo sin ninguna duda es Justino en su Apología — refiere que se leían «las memorias de los apóstoles, sin duda los evangelios, y los escritos de los profetas tanto cuanto el tiempo lo permitía» (c. 67), sin embargo, se encuentra ya en san Pablo la exhortación a leer sus cartas en las asambleas litúrgicas (cf. Col 4, 16) 48 es muy probable que el consejo dado 1. a Timoteo sobre la lectura (1 Tim 4, 13) no se refiera únicamente las cartas privadas de su compañero de trabajo, sino a la pública (Antiguo Testamento, y ¿fragmentos del evangelio?); pues al mismo tiempo le recomienda la exhortación y la enseñanza. Permite suponer también que la lectura litúrgica formaba parte integrante del culto cristiano desde sus orígenes, el hecho de que no se conozcan testimonios que presenten esas lecturas como una innovación; no parece que se pusiera nunca en duda la lectura de la Escritura en todo el tiempo que los documentos que poseemos nos permiten investigar. Se puede, por tanto, sin contradecir a la prudencia necesaria en toda conclusión histórica, que la lectura de la sagrada Escritura ha formado siempre parte del culto cristiano. Vamos a ver también que la Iglesia la organizó desde muy pronto.

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La carta que debe leerse para todos, de la que habla 1 Tes 5, 27, ¿es la del apóstol, acabada con esta recomendación, o la enviada a las iglesias pagano-cristianas por el «concilio» de Jerusalén (Hech 15, 23)? Véase también 2 Tim 4, 13. ¿Se trataba de libros destinados a leerse durante el culto?

La reforma calvinista puso en duda esa tradición. No es que renunciara a la lectura bíblica, sino a una lectura bíblica por si misma, a una proclamación de la palabra de Dios en la forma de lectura, en favor de una que sirviera de trampolín a la predicación. J. F. Ostervald trabó en el siglo XVIII en un rudo Combate para reencontrar, para la Iglesia reformada, la proclamación de la palabra de Dios por medio de la lectura; esto se extendió bastante en las Iglesias reformadas de lengua francesa e inglesa, pero mucho menos en las de lengua alemana. Incluso en época reciente un joven teólogo suizo-alemán creía que sería expulsar los demonios por arte de Belzebú si se combatiera el subjetivismo del Predigtgottesdienst (culto de la predicación) intentando restaurar objetivamente la lectura bíblica; recuérdese, de paso, que en el Predigtgottesdienst, la predicación es temática, en vez de exegótica. La palabra de Dios, presente una vez por todas en Jesucristo y atestiguada por la sagrada Escritura, quiere presentarse hoy de nuevo. Es decir no quiere que se la recite, ni que se la ponga en circulación como carne o fruta seca, sino que quiere estar presente, hacerse; en otros términos, quiere que se la predique. Esta manera de pensar me parece no sólo inadmisible porque tiene contra sí toda la tradición cristiana primitiva (lo que no es decisivo, pero sí importante) o porque nada deja suponer que las cartas de San Pablo se predicasen en vez de ser leídas por sus destinatarios; me parece falsa por dos razones: primero, porque postula que esa especie de resurrección de las palabras escritas, que se provoca interpretándolas, sólo se puede hacer por la predicación, cosa que quita todo el valor a la lectura; segundo, porque esa forma de pensar confisca la Escritura en provecho de los predicadores, los únicos capaces de darle vida y que suplantan al Espíritu Santo, y condena, consecuentemente, la posibilidad de eficacia de toda lectura bíblica. Cuando sólo se quiere admitir la predicación de la palabra de Dios, rechazando la lectura bíblica, se clericaliza el culto y se hiere mortalmente a la lectura bíblica privada despojándola de toda promesa de bendición. Todo esto nos invita a reflexionar sobre lo que sucede cuando se proclama la palabra de Dios por medio de su lectura. No sucede algo esencialmente distinto a lo que pasa cuando se proclama dicha palabra por medio de su explicación y aplicación, aunque entre estas formas de proclamar la palabra de Dios haya diferencias que trataremos más adelante. Se podría resumir, quizá, lo que pasa entonces diciendo que se trata de una especie de resurrección de la palabra que se encontraba encerrada en esos lazos, en esas cadenas, en esa prisión de las letras del alfabeto. Ha dejado de llamarnos la atención por ser tan corriente el misterio de la escritura y de la lectura (misterio que se podría llamar pascual: misterio de muerte y resurrección); por eso, quizás existe tanto desprecio en la tradición reformada hacia la palabra proclamada únicamente por la lectura. Se olvida que el evangelio está encerrado en la letra de la Biblia y se le debe librar. Se olvida que leer la Escritura es introducirse en el movimiento pascual49: vuelve a aparecer el Señor, que es la palabra, para 49

Véase como perspectiva 2 cor. 3,6

decirnos su voluntad y cómo nos ama, para enseñarnos quién es y quiénes somos, para interpelarnos y para hacernos vivir. Pero Cristo no reaparecerá automáticamente. Lo que se puede arrancar a la Escritura, interpretándola, puede ser también un cadáver, letra muerta. Por eso, tradicionalmente la lectura bíblica litúrgica está precedida de una epíclesis, de una invocación al Espíritu Santo, para que la palabra resucite en verdad fuera de sus letras y pueda realizar su obra de juicio y de salvación. Si la lectura sola no fuera capaz de ése milagro espiritual, si para hacerlo posible fuera necesaria la predicación, los apóstoles no hubieran escrito nada, y sólo hubieran confiado en la tradición oral. El mismo hecho de haber sepultado el testimonio que daban de Cristo por medio de esos signos-cierres, que son las letras, es una prueba de que la interpretación de esos signos, con la ayuda del Espíritu Santo, sería capaz de resucitar su testimonio y esto les permitiría a ellos mismos seguir vivos en la Iglesia: en la lectura de la palabra apostólica, aparece el mismo apóstol de Jesucristo, con su testimonio fundamental para la Iglesia hic et nunc en el seno de la comunidad, para alimentarla con esta palabra (P. Brun-ner). Pero ¿qué lecturas hacer?, ¿cómo elegirlas?, y ¿quién las elegirá? Hoy en nuestra Iglesia, decimos ordinariamente que es preciso elegirlas para que sean el texto de la predicación, y, por tanto, es el predicador quien las escoge. Ahora que la Iglesia ha reconocido el canon de las Escrituras, puede legitimarse esta forma de obrar, si se hace esto con disciplina y según un proyecto bien establecido, y si se tiene en cuenta, en la medida de lo posible, el año eclesiástico, aunque haya siempre algún peligro de arbitrariedad. Nótese que digo: ahora que la Iglesia ha reconocido el canon de las Escrituras, es decir ahora que ya está decidido cuáles son los libros que se pueden leer en el culto; es preciso reconocer que se debe en gran parte a la lectura litúrgica de la palabra de Dios la formación del canon50. Este remitirse a la canonicidad de la Escritura muestra que la Iglesia tiene perfectamente el derecho de elegir ella misma los textos que quiere ver proclamados en la lectura litúrgica, tanto más cuando esto le permite, por una parte, mostrar así lo que estima fundamental para la catequesis cristiana, y, por otra, ejercer un control útil* y necesario sobre la enseñanza de los ministros. La Iglesia (o el ministro que lo hace conscientemente) puede proceder de dos maneras en esta elección, ambas tradicionales y válidas, teniendo cada una sus ventajas y desventajas: la lectio continua, que lee un libro entero o una carta entera de forma continuada, Aunque es verdad que la tradición conoce algunos libros que se han leído públicamente sin ser considerados como canónicos (piénsese, por ejemplo, en el tiempo de la Reforma, en el catecismo de Heidelberg, cuya disposición en nueve lectiones préve su lectura litúrgica), conoce también otros libros canónicos que no se utilizan para la lectura pública.

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la Iglesia primitiva usaba mucho este método y la reforma calvinista lo restauró, y la lectio selecta que escoge de la Biblia, aquí y allí, trozos que forman una unidad, las perícopas 51. El sistema de la lectio continua es más histórico, el otro es más sistemático. Normalmente ha prevalecido el último, y se usa en cuatro de las cinco confesiones que se declaran fíeles a la tradición primitiva: ortodoxos, luteranos, anglicanos y romanos. Entre nosotros, este método se extiende cada día más, prueba de esto son las listas de perícopas unidas cada vez más a nuestras liturgias, y hay que alegrarse por ello, con tal que no desbanque por completo a la lectio continua, que pone más en relieve la libertad de Dios. La historia de las perícopas muestra que la Iglesia nunca ha tenido cierta libertad y reformabilidad en la formación de las listas de perícopas. Hay, pues, muchas variantes locales, pero no podemos detenernos en detalles. En oriente, al menos hasta el siglo IV, en Roma hasta el V, y en los ritos galicanos hasta el VIl, había cada domingo, al menos, tres lecturas: una del Antiguo Testamento, otra de las cartas y otra del evangelio. Después, a excepción de la semana santa y ciertas fiestas, desapareció el Antiguo Testamento, menos los salmos, del leccionario dominical52; sería verdaderamente interesante medir las profundas repercusiones teológicas de esta supresión de la canonicidad del Antiguo Testamento, de esta «marcionización» de la Biblia, sobre la vida de la Iglesia y, en particular, sobre su doctrina de la elección y su conciencia de sentirse comprometida en la historia de la salvación. Los leccionarios reformados modernos, como también el anglicano, prevén que cada domingo se deben oír con justo título los tres tipos capitales del testimonio de la Biblia, el profeta, el apóstol y el Señor; esto debería respetarse escrupulosamente, incluso donde el pastor elija las lecturas bíblicas con vistas a la predicación. Es preciso que los fieles sepan que oirán cada domingo lecturas escogidas respetando las tres formas capitales del testimonio bíblico. Pero, ¿con qué orden hay que hacer esas lecturas? En rigor Se podría pensar que el último texto leído es en cierta manera el coronamiento de todos y será la base de la predicación. Pero esta forma de actuar impone una gradación artificial. Es preciso, pues, adoptar el orden que es a la vez tradicional y lógico: el Antiguo Testamento, epístola y evangelio, «corona de toda la Escritura», como decía Orígenes. Es normal subrayar también esta última lectura con mayor solemnidad. Sin duda alguna, se puede pedir al pueblo que se ponga de pie para escuchar la palabra de Cristo; en cambio, es difícil adoptar entre nosotros algo que se parezca a la «pequeña entrada» procesional de la Iglesia ortodoxa, y parece incluso imposible restaurar el beso dado por el lector al evangelio (Zwinglio mantenía este beso y sobre él pesa una reprobación decididamente exagerada por parte de los liturgistas). Unicamente Prusia, según mis conocimientos, adopto de forma momentánea la lectio continua en el siglo XVI, dentro de la iglesia luterana. 52 La lectura liturgica del Antiguo Testamento se ha manenido en algunas Iglesias de la familia oriental, como las Iglesias nestoriana, jacobita y Armenia FR. HEILER, UrRIRche, OstKirche Manchen 1937,447,469,526). 51

No nos detendremos mucho en el problema de averiguar quién debe hacer la lectura bíblica. Trataremos esto al hablar, en el capítulo siguiente, de los oficiantes. Notemos simplemente que hay diversas tradiciones. Para algunas Iglesias —es el caso de la Iglesia anglicana y también, ahora, el de la romana— se mantiene la tradición judía de que todo hombre (también la mujer, si no hay hombres, en la Iglesia romana) puede ser llamado a hacer la lectura bíblica, con tal que sea apto para el culto, es decir que esté bautizado. Para otras, particularmente en la Iglesia primitiva, dicha lectura quedaba reservada a los ministros, a veces incluso sólo al obispo, o a los confesores de la fe. A mi parecer, la mejor solución, que a la vea muestra el mayor respeto posible para la lectura bíblica, consiste en tener regularmente tres lectores: el pastor y dos ancianos. Aquel no se reservará la lectura del evangelio, sino la de la perícopa sobre la que predicará, sea del Antiguo Testamento, de las cartas o del evangelio. Es obvio que esta lectura debe hacerse de frente al pueblo, con el tono de una proclamación pública solemne, no desde el ambón, sino desde un facistol que se encuentre cerca del altar. Ya que hay tres lecturas, parece inútil favorecer la costumbre de distinguir un «lado de la epístola» (a la izquierda) de un «lado del evangelio» (a la derecha), costumbre que se extendió en occidente en la edad media. Hay simbolismos que se convierten en parasitarios. Mientras que los ancianos que ofician no tendrán vestimenta litúrgica, los que leen sí, por respeto al oficio confiado. Como lo nota prudentemente el P. Francois Louvel. es una lástima ver a veces a hombres... que leen la Biblia públicamente llevando puesto un impermeable que ni siquiera está abrochado. 53 El problema de la lectura litúrgica plantea también el de la versión que ha de utilizarse. Contrariamente a otras Iglesias, y a pesar del esfuerzo de Ostervald, no poseemos una «eversión autorizada». En la espera de que algún día encontremos esta disciplina normal de pastoral, se leerá la Biblia en la versión que la Iglesia favorece, es decir la que entrega a los catecúmenos y a los matrimonios, o en la versión llamada sinodal, sin impedir otras versiones para el uso privado. Añadamos que convendría que se hallase esta versión en gran formato, volveremos sobre esto, en cada lugar de culto, y debe encontrarse sola: es inútil hacer del ambón un museo de Biblias antiguas, y es falso camuflar la vaciedad de la mesa santa exponiendo en ella una Biblia del siglo XVIII completamente inutilízame. Queda por tratar un último punto: ¿es preciso «desnudar» la lectura bíblica, ciñendose únicamente a la perícopa que se va a leer, o es necesario «revestirla» y solemnizarla por palabras introductorias, de conclusión y de unión? No se trata aquí de elegir según un punto de vista teológico, sino que es preciso tener en cuenta dos factores: primero, lo que llamaremos más adelante el nivel «social» de la liturgia (campesina, urbana o conventual); segundo, la presencia necesaria de una comunidad viviente, capaz de responder al Antiguo 53

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Testamento con un «demos gracias a Dios» y con la antífona del gradual; a la epístola con «gloria a ti. Señor» y con la antífona del aleluya; al evangelio con «te alabamos, Señor» (capaz de convertir en antífonas las bellas oraciones que anteceden a la lectura del evangelio). Este revestimiento de la lectura bíblica con respuestas, oraciones preparatorias, gradual y aleluya, se sitúa en el plano de los oiáípopot, y un culto que no los conoce no se encuentra esencialmente comprometido ni en peligro. Puede bastar que se diga: «lectura del Antiguo Testamento. Está escrito en el libro..., en el capítulo...»; «lectura de la carta... Está escrito en la carta..., en el capítulo...»; «de pie para oir el evangelio. Está escrito en el evangelio según san..., en el capítulo...». Es inútil indicar los versículos, como caer en esa manía protestante de hacer frases antes o después de cada lectura. Si se sigue esta regla de simplicidad, se puede terminar el conjunto de las lecturas bíblicas con una fórmula como: «Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la guardan», o «Señor, ¿a quién iríamos sino a ti? Tú tienes palabras de vida eterna». Por el contrario, como lo hemos notado ya, es preciso abrir las lecturas bíblicas con una oración de epíclesis. Esta debe revestir litúrgicamente dichas lecturas, para situarlas en su perspectiva teológica auténtica. La proclamación «clerical» de la palabra de Dios. Con este término un poco ambiguo54 se entenderán esos momentos en que el ministro, en el culto, por medio de una fórmula bíblica, anuncia y da al pueblo el saludo, la absolución y la bendición del Señor. Comencemos con algunas notas históricas muy breves. En esa especie de esquema litúrgico que forma la trama de la narración de la aparición del resucitado a los doce al final del evangelio según san Lucas, el Señor, apareciéndose de improviso, se dirige a sus discípulos con estas palabras: «la paz sea con vosotros» (24, 36), come con ellos y les abre el entendimiento para la comprensión de las Escrituras, y les encarga anunciar el perdón en el mundo entero (v. 47). Luego: Los llevó hasta cerca de Betania, y levantando sus manos los bendijo, mientras los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo (24, 50 s.). Esto se reproduce en el culto, y por eso contiene el saludo y la bendición, y, en ciertas tradiciones litúrgicas, la absolución. No podemos entrar aquí en el examen de la historia de esos elementos litúrgicos, que es tan complicada y multiforme como la de cualquier elemento ordinario del culto. Notemos sólo que el saludo, en el culto dominical, no se encuentra directamente en ninguna de las grandes formas clásicas de la liturgia; la absolución, corno proclamación Yo empleo este término por falta de otro mejor; pues esta proclamación se reserva a los que han recibido del Señor la autorización, reconocida por la iglesia, de ser ministros de la palabra, y en esto consiste su parte, xXfjpoc; (ct:. Hech 1, 17).

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deprecatoria, sólo se encuentra en Calvino, pero todas las liturgias conocen una bendición final. Esto no significa que no haya numerosas excepciones. Sin querer poner en duda el valor de esa tradición, creo que está permitido examinar el problema teológicamente sin dejarse influenciar por la solución de la tradición litúrgica corriente. El saludo no se encuentra apenas en la tradición litúrgica en forma de saludo apostólico: «la gracia y la paz se os dé de parte de Dios, nuestro Padre, y de nuestro Señor Jesucristo», o en una fórmula análoga. Por el contrario, se la encuentra con facilidad en el umbral de la predicación. En algunos sitios, como en la liturgia romana o en la de Zwinglio, por ejemplo, el ministro comienza con las palabras: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», para subrayar que todo el culto se hace en la presencia, bajo la autoridad y con la eficacia del Dios tres veces santo. En otros sitios, en Calvino por ejemplo, se encuentra una exhortación que es a la vez una promesa: «Nuestro auxilio es el nombre del Padre que ha hecho el cielo y la tierra. Amén», como se realiza en la actualidad en la Iglesia de Ginebra. Digamos también que esta invocaciónexhortación se encuentra en la liturgia de la Iglesia reformada de Francia después del saludo, en forma de llamada a Dios para que esté en medio de los suyos. ¿Qué pensar teológicamente del problema? Notemos que se trata de una invocación, de una especie de maranatha, y tiene su lugar más apropiado en el mismo dintel del culto. Esta invocación tiene, teológicamente, un alcance mayor de lo que se podría creer, pues afirma que Dios no se encuentra presente por necesidad, y que su presencia sólo puede ser el cumplimiento de una súplica. El hecho de encontrarse reunidos en la casa de Dios no es la prueba automática de que él se encuentre allí, pues no se le puede encarcelar en casas hechas por la mano del hombre. Pero este maranatha inicial, si subraya bien que el encuentro litúrgico que va a suceder, es una gracia y una anticipación de la presencia divina escatológica. Tiene una desventaja teológicamente hablando: puede hacer creer que la Iglesia precede al Señor en la asamblea litúrgica dominical, y que, por tanto, la iniciativa del culto se encuentra no en Dios, sino en la Iglesia. Este argumento que subraya la fidelidad de Dios y que se contrapesa a lo largo del desarrollo litúrgico por las oraciones de epíclesis y por el maranatha eucarístico, me parece de más peso que el que quiere, de golpe, subrayar la libertad de Dios. Por eso, como regla normal, el saludo que tiene su lugar en el umbral del culto me parece preferible a la invocación: es Dios quien comienza el diálogo litúrgico. De cualquier forma, hay que evitar la falta de lógica de la Iglesia reformada de Francia que invita a cantar «Seigneur, sois au milieu de nous», después de haber manifestado su presencia por el saludo. La absolución. Como absolución declarativa, proclamada al conjunto de los fieles, sólo se encuentra, antes del siglo XVII, en la liturgia de Calvino, con la forma siguiente: Cada uno de vosotros se reconoce pecador humillándose ante Dios, y cree que el Padre celestial quiere ser propicio en Jesucristo. A todos los que se

arrepienten y buscan a Jesucristo para su salvación, les anuncio la absolución en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. En las liturgias clásicas la absolución, si tiene lugar, se da en forma deprecativa. No me detengo en esto sino para recordar que este momento del culto, tradicional principalmente entre los reformados, es el resultado del esfuerzo de Calvino para poner fin a la penitencia privada sin comprometer por lo mismo su necesidad en la vida cristiana (la penitencia privada se convertiría así, como en la Iglesia primitiva, en una medida no de disciplina espiritual personal, sino de disciplina eclesiástica pública). Esta solución calvinista no tenía su razón de ser sino en la medida de estar apoyada en una disciplina eficaz y, en este caso, se justifica. Lo triste ha sido que esta solución se ha hecho tradicional en la Iglesia reformada sin la base de una disciplina que la justificara. A pesar de todo esto, y con la condición de que se intente encontrar de nuevo y con rapidez dicha disciplina que se nos ha ido, creo que es preciso arriesgarse a mantener en el culto comunitario esta absolución declarativa; pero teniendo en cuenta que la debe preceder la condición de arrepentimiento que se encuentra en la fórmula calvinista. Sin embargo, no conviene que suplante la posibilidad alternativa del confíteor; más adelante nos detendremos en éste. La bendición final. Todas las liturgias la conocen, aunque con formas distintas. La de san Juan Crísóstomo dice: La bendición del Señor y su misericordia vengan sobre nosotros por su gracia y su filantropía, siempre, ahora y por los siglos de los siglos.

En la misa: La bendición de Dios todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros. Amén. El Prayerbook utiliza la que san Pablo empleaba en Fil 4, 7; Calvino, Zwinglio y Lutero eligieron la bendición aaronita (Núm 6, 24 s.), a veces con algunas pequeñas variantes: si Lutero escogió esa fórmula es porque tenía la idea de que Jesús la había utilizado en su ascensión. Las liturgias contemporáneas conocen y proponen numerosas variantes. En las liturgias tradicionales se usa siempre la segunda persona del plural55. No se trata, pues, de una exoptatio, sino de una donatio. 56 A excepción de Lutero, que conserva la segunda persona del singular, quizás por fidelidad escriturística.

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«Ñeque vero haec benedictio inanis tantum sonus verborum est, aut verbalis quaedam imprecatio, qua alius alii bona dicit et comprecatur, ut cum dico: det tibí Deus sobolem pulchram et morigeram. Haec verba sunt tantum optativa,

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quibus nihil aíteri confero, sed tantum exopto, estque benedictio puré eventualis et incerta. Haec vero benedictio patriarchae Isaac est indicativa et certa in futurum. Non est exoptatio, sed donatio boni, qua dicit; accipe haec dona, quae verbis promítto...» (M. LUTHER, W. A., 43, 524).

Una Iglesia que no se atreviera a pedir la bendición sino de forma deprecatoria (es decir usando la primera persona del plural) y no tuviera el valor de bendecir directamente, daría muestra de muy poca fe y no obedecería a la obligación, de utilizar la autoridad, que posee (P. Brunner). De ordinario suele acompañar un gesto a esta bendición. En muchas confesiones se hace la señal de la cruz sobre la asamblea. Entre nosotros, y esto es. Sin duda, mejor, se hace por medio de un gesto de imposición de las manos, que es la forma bíblica, y la que usó Jesús cuando se separó de los suyos (Le 24, 50 s.). ¿Qué sucede en el momento de esta proclamación «clerical» de la palabra de Dios, en el saludo, la absolución y la bendición? Evidentemente, es un acontecimiento lleno de gracia. La palabra de Dios más aún quizás que en su proclamación «anagnóstica» o «profética», se presenta y obra con todo el poder del pr(¡ux divino. Asmussen no teme hablar aquí del «acontecimiento» de la bendición. Refiriéndose a la absolución, no al saludo ni a la bendición, P. Brunner hace notar que esta proclamación «clerical» de la palabra es lo que más se acerca al sacramento, y, por tanto, lo que subraya excelentemente el carácter sacramental de la palabra: se trata de

Una concentración del evangelio en cuanto palabra que Solo puede situarse paralelamente a la concentración del evangelio que Se produce en la recepción del cuerpo y de la sangre de Jesucristo. Se pronuncia entonces la palabra creadora y eficaz de Dios, y por eso los momentos del culto en que se proclama dicha palabra son particularmente activos en el plano espiritual. La bendición está cargada de poder: por su medio, el mismo Dios, o un hombre representante suyo, hace venir a las personas, seres vivientes y cosas, la salvación, la prosperidad y la gloria de vivir, y este mismo poder se encuentra en el saludo y en la absolución 57. En ésta, por la liberación de los lazos del pecado, en aquél, por la emisión de la paz divina. Por eso, en la Iglesia, la paz no se da recomo la del mundo» (Jn 14, 27), es decir como un deseo, sino como una realidad. De la constatación del carácter «radiactivo» de la proclamación «clerical» de la palabra de Dios se concluye lo siguiente: primero, esta acción se reserva en el culto a quienes Dios ha elegido como ministros y embajadores; segundo, queda sin valor y falseada cuando no se hace en segunda persona del plural. Los ministros que 57

Esta absolución se da en privado o condicionalmente en comunidad.

transforman esta proclamación en una súplica en primera persona del plural no dan una prueba de verdadera humildad, sino por el contrario, son unos saboteadores que privan a los fieles de una parte de la gracia que Dios quiere concederles. Y Dios no ha elegido a sus ministros para sabotear su obra, sino para promover la historia de la salvación. La proclamación «profética» de la palabra de Dios. Lo que vamos a decir queda muy por debajo de lo que sería necesario para tratar bien esta tercera forma de la proclamación de la palabra de Dios en el culto de la Iglesia: esto no se debe a una reacción del malhumor contra la hipertrofia que ha adquirido en el culto reformado, hipertrofia no en sí, sino respecto de otros elementos del culto, en especial de la cena. Habría que desarrollar aquí todo un tratado de homiletica para tratar esto como se debe. Se podría decir justamente que no es por desprecio. Sino por respeto si no nos detenemos aquí en esta forma de proclamación de la palabra de Dios como se debe. El problema es tan Importante que se le consagra, con razón, una disciplina particular de teología práctica: la homilética. No podemos comenzar con una historia de la predicación en eI culto. Notemos solamente que la importancia, y no digo lugar, sino importancia, que se concede a la predicación cultural es quizás el barómetro más seguro para medir la voluntad de fidelidad litúrgica de una Iglesia. La atrofia o la hipertrofia homilética, la historia de la Iglesia conoce las dos, son una señal de enfermedad, mientras que todos los períodos de salud en la vida eclesial son también períodos de gran seriedad homilética. Cuando la Iglesia es fiel, veremos por qué, no separa la predicación del culto. ¿Cuál es la diferencia entre esta proclamación de la palabra y las demás? Es doble. La predicación es, en las manos de Dios, un medio fundamental para intervenir directa y proféticamente en la vida de los fieles y de la Iglesia, consolando, rectificando, reformando, examinando...; esta forma muestra que la palabra de Dios no puede convertirse en prisionera de la Iglesia, y las otras formas no lo muestran tan bien; queda claro así que ella siempre es exterior a la Iglesia, la alcanza desde fuera, y permanece viva. Viva vox evangelii. P.Brunner enseña también esto cuando hace notar que la predicación tiene en el culto «un carácter histórico-concreto, libre y pneumático». Impide la petrificación de la palabra de Dios en el illie et tune de su cumplimiento en Cristo, para reactualizarla en el Jüc et uunc de la situación determinada, y demostrar así que las otras reactualizaciones, y en particular la eucaristía, no son ilusión, sino una realidad. La segunda diferencia es que la predicación no es sólo el signo de la libertad de Dios, sino también el de la libertad del hombre; el culto, pues, es el momento en que el predicador puede testimoniar la verdad y la realidad de lo que el lector ha dicho. Introduce así en el culto un elemento de testimonio. De esta forma se presenta uno de los misterios más profundos del amor de Dios:

sí él se entrega a nosotros, es para entrar en nuestro interior y para invitarnos a que lo llevemos al mundo, tejido en nuestra carne. El misterio de la predicación es un reflejo de la concepción y nacimiento de Jesús, y no hay ejemplo más asombroso para la espiritualidad del predicador que el de la Virgen María, que recibe, forma y da al mundo a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, palabra eterna de Dios. Si la predicación es el único elemento que «desarrolla» salvíficamente la evolución ordenada del culto cristiano, al menos donde no son ordinarias ciertas manifestaciones carismáticas espontáneas, sin embargo no lo perturba cuando es consciente de su finalidad eucarística. La predicación de la palabra siempre tiene, en efecto, un fin sacramental, busca siempre un sacramento que la confirmará y la sellará, o mejor, que le ofrecerá la prueba de haber producido fruto58. Se busca el bautismo en la predicación no litúrgica de la evangelización: se busca la cena en la predicación litúrgica parroquial. Por eso, si el sacramento necesita la proclamación de la palabra de Dios para evitar la autojustificación de cierto carácter mágico, también la predicación necesita el sacramento para evitar la autojustificación del intelectualismo de la charlatanería. La predicación, pues, no es un elemento en sí y por sí del culto cristiano, sino un constitutivo indispensable y encarnado en el culto. No es el punto culminante del mismo, sino que lleva a la sagrada mesa. Por tanto, existe un serio peligro en el hecho de haber separado la homilética de la teología litúrgica, convirtiéndola en una disciplina particular: es verdad que se subraya así justamente su importancia, pero se corre el riesgo de encerrarla en sí misma, de absorber todo el culto o de aparecer como un elemento perturbador que se intentará disminuir o incluso quitar. Hemos visto que la proclamación «anagnóstica» de la palabra resucita en cierta manera a sus testigos para

de

Dios

permitirles repetir, hic et nunc, su testimonio. Hemos visto que su proclamación «clerical» hace que actúe sacramentalmente. La eficacia de la palabra de Dios no disminuye cuando se realiza de forma «profética». No se trata de una simple meditación sobre la palabra, a pesar del carácter de testimonio humano que puede revestir; es una proclamación de esa palabra, es un milagro de Dios. «La predicación es la palabra profética de la iglesia que garantiza la presencia de Cristo» (A. D. Müller). Por eso. Lutero, y con él todos los verdaderos predicadores, podía decir, con la hermosa libertad de su obstinación:

Además, se puede decir lo mismo de las otras formas de la proclamación de la palabra. 58

Un predicador no tiene que decir un Pater o buscar el perdón de los pecados cuando predica, si es verdadero predicador, sino que debe decir con Jeremías, alegremente : «Señor, tú sabes, lo que ha pronunciado mi boca es justo, y esto te es agradable», y con san Pablo y todos los apóstoles y profetas, sin timidez alguna: «Haec dixit Dominus». quien ha dicho esto es el mismo Dios. E incluso: «.Yo he sido un apóstol y profeta de Jesucristo en esta predicación. No es necesario ni bueno pedir perdón, como si hubiera hablado injustamente, pues se trata de la palabra de Dios y no de la mía...». Quien no se pueda gloriar de esto cuando habla de su predicación, que renuncie a ella, pues entonces es un mentiroso y un blasfemo. ,59 Los escritos simbólicos de los reformados entienden esto cuando colocan en la predicación el poder de las llaves, y si se les puede reprochar algo, no es de haber reconocido a la palabra predicada esta eficacia, sino de no haber subrayado también explícitamente, aunque se encuentre implícito en ellos, que este misterio conviene también a las otras dos maneras ordinarias de la proclamación de la palabra de Dios. ¿Es necesaria la predicación al culto cristiano? Lutero tenía razón al decir: «Donde no se predica la palabra de Dios, es preferible no cantar, ni leer, ni reunirse» 60. Hay que dar la razón a esta demanda de Lutero cuando se trata del culto parroquial del domingo; es La consecuencia de una reivindicación general de la Reforma, que se ajusta a la práctica de la iglesia primitiva. Es preciso darle la razón con el mismo título, ni más ni menos, que a la exigencia de celebrar la eucaristía en el culto. Pero, ¿por qué esa necesidad? Brevemente, y como tesis, diré que la predicación es necesaria al culto porque aún no se ha manifestado el reino de Dios en todo su poder. En él no tendrá lugar la predicación. Se podría decir que la liturgia, con la eucaristía, testimonia que la iglesia participa en la historia de la salvación, mientras que la predicación testimonia que la Iglesia se introduce en el mundo gracias a dicha historia. O incluso, la eucaristía afirma la presencia de la alegría del cielo y alimenta la esperanza; la predicación, por su parte, afirma la permanencia del eón presente, es una llamada a la fe y la alimenta. Así, cuando la predicación devora todo el culto, la Iglesia olvida que el reino se ha acercado y que puede vivir con esa garantía; se encuentra, pues, «desescatologizada». Pero cuando la eucaristía devora todo el culto, la Iglesia olvida que el mundo dura aún, y queda «deshistorizada». De la misma manera que la eucaristía es un correctivo de una vida eclesial encerrada en el mundo, la Iglesia no se encuentra en ese estado, la predicación es el correctivo de una vida eclesial despreocupada del mundo, la Iglesia está aún en él. 59

W. A., 51, 517.

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Von Qrdatung Gottcs Dicnsts ynn der Gemetne, ed. Ciernen, v, 2, 424.

La doble necesidad para el culto de la predicación y de la eucaristía es la señal más poderosa, quizás, de la situación dialéctica de la Iglesia; no es del mundo, por eso participa en el banquete celestial, pero está todavía en él, por eso tiene necesidad de las advertencias, enseñanzas, ánimos y consuelos de la predicación. Estas dos formas principales de la gracia atestiguan la tensión escatológica que vive la Iglesia en el culto. Por eso, si la predicación es un elemento provisional del culto, no lo es respecto de una situación histórica de la Iglesia en el mundo, sino respecto de la situación escatológica de la Iglesia en el reino. Cuando la Iglesia descuida la predicación en beneficio de la eucaristía tendrá necesariamente la tendencia de confundirse con el reino ya manifestado; en el caso contrario, al descuidar la eucaristía en provecho de la predicación, tendrá necesariamente la tendencia a no hacer justicia al reino que se anuncia ya en ella. J. A. Jungmann tiene toda la razón, por eso, cuando dice que para muchos la predicación interrumpe la liturgia en vez de hacerla avanzar. Con relación al culto del reino, es verdad que es un elemento extraño: pero esto lo ha querido Dios y la Iglesia debe quererlo igualmente, para reservar el culto de la caída en la autojustificación o del riesgo de convertirse en una ilusión. Si la eucaristía une la Iglesia con el futuro, la predicación lo hace con el presente. Es, pues, el correctivo más poderoso contra una de las tentaciones más fuertes del culto, y por eso la predicación no es sólo necesario, sino que merece también el respeto y los cuidados más esmerados. La santa cena Tratamos ahora del segundo elemento ordinario del culto cristiano. Se le podría llamar también «el sacramento de la palabra de Dios»; pero ya que hablamos aquí del culto parroquial y no del bautismal, sólo tratamos de la santa cena. Existe otra razón para hablar de ella, en vez de los sacramentos: este término, que es una ambigua traducción latina de jLyTcrjptnv, no se emplea en la sagrada Escritura para dar de forma explícita un denominador común al bautismo, a la cena y, eventualmente, a otros actos litúrgicos de la Iglesia; es mucho más vasto y abarca el conjunto de la revelación a partir de la teología patrística, como lo hace notar K. Barth con acierto. Lo mismo que antes no hemos ofrecido una teología de la palabra de Dios, ahora tampoco lo haremos con la eucaristía o los sacramentos. Esta obra depende más de la teología sistemática que de la práctica. Al hablar de la palabra de Dios, tuvimos en cuenta tres modos de proclamación en el culto. La santa cena no tiene formas diferentes de celebrarse, a menos de que quieran especificar en ella los momentos del memorial de la pasión de Cristo, la irrupción deJ ioyaxov y la comunión. A pesar de esto, es posible

distinguir estos tres momentos; con todo, no se los puede separar sin atentar contra la misma santa cena. En efecto, si se aísla el memorial, se corre el peligro de inclinarse hacia una concepción principalmente sacrificial de la cena; ésta puede celebrarse entonces sin que comulgue nadie más, fuera del oficiante; también puede celebrarse con una intención particular, como forma de convencer, me atrevo a decirlo, a Dios para que escuche una súplica concreta. Y si se aísla el momento de la comunión, existe la amenaza de convertir la cena en una simple comida fraterna, un ágape, en la que los elementos sacramentales no tienen valor propio; parece que sucede esto en la actitud de Zwinglio y así ocurre en el protestantismo liberal que nunca ha sabido qué hacer con los sacramentos y que los convierte en motivo de separación. Por último, si se quiere aislar el momento de la irrupción del futuro y de su gloria, se corre el peligro de no poder justificar la existencia de esos elementos que son el pan y el vino, y, por tanto, se corre el riesgo de disolver la vida sacramental en el silencio de los cuáqueros, en un éxtasis colectivo o en la mística. Por eso se hará bien, al menos en el plano de la teología litúrgica, otra cosa es en el plano de la sistemática, al considerar la santa cena como un todo que debe encontrarse con plenitud en cada celebración. Para limitar más nuestro tema, hay que decir que no haremos un examen de los elementos de la cena, el pan y el vino. Este problema se podrá encontrar en el capítulo 9, cuando hablemos de la santificación del espacio: además, sólo en el último capítulo nos detendremos en algunos problemas prácticos de la celebración. Lo que tenemos que tratar aquí es saber en qué medida la cena es un elemento del culto, es decir averiguar hasta qué punto la celebración de la cena es necesaria o no para que el culto de la Iglesia sea un culto cristiano. Para responder a esto no basta con reflexiones teológicas. Es preciso ver cómo la Iglesia ha solucionado este problema en su vida práctica. Hay que ver la historia eclesiástica para averiguar cómo se ha obedecido a la orden dada por Jesús en el momento de la institución de la cena: «Haced esto en memoria mía». Se dice de los primeros cristianos que perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en la oración (Hech 2, 42). Esto quiere decir que ya era entonces una costumbre. Se refiere también, incidentalmente, que los cristianos de Tróade se habían reunido el primer día de la semana «para romper el pan» (Hech 20, 7), y según este texto, parece que existe un lazo automático entre día del Señor» y «fracción del pan». En la primera carta a los corintios, nada deja suponer que las asambleas no fueran, como norma general, eucarísticas. Por el contrario, el apóstol acusa a los corintios, en un contexto que habla de lo que sucede (c'jváoys::0